Hart Shirley - Rapsodia Salvaje

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 152

Rapsodia salvaje

Shirley Hart
Argumento:
Alto, esbelto y robusto. Así era Ross Leyton, el hombre que había puesto fin a
sus inocentes sueños infantiles… Las Mil Islas, ¿había ocurrido todo hacía mil años o
apenas diez? Ella tenía diecisiete años ese verano, una muchacha que creía que jamás
podría vivir sin el amor de Ross.

Y había vivido. Anne se había instalado en el estado de New York. Era una
pianista de talento que, tras reconocer sus limitaciones, había abandonado sus
esperanzas de una carrera de concertista, y se había entregado de lleno a la enseñanza.
También había abandonado sus esperanzas de un amor ardiente y había aceptado
casarse con Michael. Pero en el mismo minuto en que había vuelto a aparecer Ross, ella
se dio cuenta que no había aceptado nada. Que ella sólo se había limitado a la espera de
este momento, de sus besos, de su contacto…
Capítulo 1

Era el aroma lo que suscitaba el recuerdo, el intenso aroma de plantas recién


regadas.

Era la mañana y el comedor tenía una apariencia normal, la mesa circular de


cristal servida para dos y el sol invernal brillando sobre la nieve, pero para Anne
Runford era una tarde de verano, tenía diecisiete años y saludaba a los dos hombres
desde el muelle. Su corazón latía con un ritmo extraño ante la visión del más joven
quien movía los remos del pequeño bote tensando sus brazos musculosos.

Anne se aferró a la puerta por un momento. Sus dedos delgados apretaron las
estrías familiares buscando alivio.

Sabía que era ridículo pensar en algo ocurrido tanto tiempo atrás. Habían
pasado diez años desde aquella tarde y durante esos años había desterrado de su
mente los hechos de aquel verano.

Pero ahora, una vez conjurados, los recuerdos continuaban. Podía ver su
cuerpo flexible bajando del bote… Interrumpió sus cavilaciones y caminó hasta la
mesa sin poder evitar que otro recuerdo la acechase. Una hoja había rozado su brazo
aquella tarde cuando corría entre los árboles para ayudar a los dos hombres a
amarrar el bote.

No podía dejar que el recuerdo se prolongase. La mano derecha temblaba al


recoger el periódico de la mañana, y el anillo de diamantes era un peso inquietante
en la izquierda.

¿Realmente iba a casarse con Michael arriesgándose a confiar en alguien una


vez más?

«Sí, lo harás», se dijo a sí misma con severidad. «Ahora deja de condenarte.


Eso ocurrió hace muchos años. No volverás a cometer el mismo error».

Grace apareció en forma inesperada y le preguntó:

—¿Quieres café, Anne?

Ella dejó el periódico a un lado y dijo:

—Si, por favor, Grace —resuelta a concentrarse en el presente, alzó a vista


hacia el ama de llaves y sonrió—. Es hermoso ver el sol esta mañana.
Grace asintió.

—El invierno aún no terminó con nosotros, puedes estar segura.

—Pero de todas formas no parece que hiciese tanto frío cuando brilla el sol —
señaló Anne y se aprestó a tomar el periódico nuevamente cuando un ruido en la
puerta la detuvo.

Shari apareció allí con un gesto de preocupación poco habitual en ella. Con
dieciséis años y una figura elegante, su hermana no tenía muchos motivos para
preocuparse, pensó Anne mientras la muchacha entraba al comedor.

Estaba lista para ir al colegio. Vestía un suéter de cuello alto color beige y una
falda de lana haciendo juego. Se sentó frente a Anne y frunció la nariz.

Anne se preguntó entonces si ella también olería las plantas. El perfume de


Shari se mezclaba con la fragancia de la casa mientras levantaba la servilleta.

—Esas plantas tienen mucho olor —dijo Shari observando su vaso de jugo—.
No sé por qué papá quiere que comamos rodeadas por ellas. A veces sueño que una
planta me agarra y hace una comida comigo.

Anne sonrió.

—Alégrate de que mamá no tuviese plantas carnívoras.

—Bueno, sigo sin entender por qué las conservamos. Simplemente porque
eran de mamá. A ella no le importaba lo que les ocurriese… Al menos no le
importaba más que lo que nos ocurría a nosotros.

Un tenso silencio invadió el lugar y se prolongó durante varios minutos, hasta


que Anne preguntó:

—¿Quieres un pedazo del periódico?

Los ojos claros de tonalidad verdosa se fijaron en ella.

—¿Ya terminaste de leerlo? —Shari jugó con su tenedor, haciéndolo chocar


contra la mesa de cristal para producir una serie de sonidos molestos.

—Todavía no —los golpes continuaban sin cesar. Anne apretó los dientes—
Shari, ¿puedes dejar eso, por favor?

—Lo siento.
—¿Tienes un examen hoy?

Shari alzó los hombros con gesto despreocupado.

—No.

—¿Qué te pasa entonces?

—Nada —respondió la muchacha y sus ojos se posaron en el periódico.


Después de tantos años tratando de adivinar el pensamiento de su hermana menor,
Anne sabía instintivamente que había algo en el periódico que ponía nerviosa a
Shari.

—De acuerdo —dijo Anne echando el cuerpo hacia atrás mientras Grace
entraba con platos humeantes de huevos revueltos y tostadas—. Habla sin rodeos.

Shari dirigió una breve mirada a Grace, cuyo rostro austero no era ninguna
ayuda.

—Me parece que papá está equivocado —dijo finalmente cuando Grace volvió
a la cocina. Luego se sirvió una porción de huevos—. No pienso que debas leerlo en
el periódico.

—¿Leer qué en el periódico? —Anne intentó tomar las hojas dobladas junto a
su plato, pero Shari la detuvo.

La muchacha hizo una breve pausa para tomar aliento.

—Papá vende la fábrica de cristal.

El cuerpo de Anne pareció contraerse como si hubiese recibido un duro golpe.

—¿Vende la fábrica?

Shari le apretó la mano.

—Lo anunciaron a la prensa y está en el periódico de hoy.

Era la conmoción de saber que su padre iba a vender una empresa que había
estado ligada al nombre de los Runford durante años, pero a eso se agregaba el
hecho de comprender que nadie había querido confiar en ella.

—¿Por qué no me lo dijo?


—Oh, Anne, tú sabes por qué no te lo dijo. Él piensa que tú sientes algo
especial por la empresa. Supuso que algo podía fallar y no quería decírtelo cuando
aún estaban en la etapa de negociaciones. Luego, cuando todo se decidió y se
encontró con que debía contártelo, él… se puso nervioso.

Se sentía traicionada. Le resultaba absurdo que Shari, quien rara vez visitaba
la fábrica y no se preocupaba en absoluto por la belleza que se creaba allí
diariamente, fuese la encargada de decírselo.

—¿Está todo… arreglado? —preguntó Anne, resistiéndose a creer que la venta


era un hecho consumado.

—Por supuesto —respondió Shari—. ¿No pensarás que papá iba a decir una
palabra a la prensa hasta que la transacción estuviese terminada? Hace varios meses
que circulan rumores en la planta, pero papá mantuvo la reserva hasta anoche,
cuando habló con los periodistas. Iba a esperarte levantado, pero supe que no lo
había hecho cuando vi tu cara —bajó la vista hacia su plato y recogió un trozo de
tostada— Algunos empleados están preocupados porque Western Data Systems es
un conglomerado con sede en California, pero papá les aseguró que no había nada
que temer.

Anne se sobresaltó.

—¿Western Data Systems?

—La compañía que compró la fábrica de cristal —dijo Shari y le dio un


mordisco a su tostada.

—¿La compañía de Carson Leyton?

Shari le dirigió una mirada incisiva.

—Sí, es esa. ¿Cómo sabías el nombre?

Anne trató de mantener la calma.

—La familia Leyton tenía una cabaña cerca de la nuestra en las islas
Thousand. Los conocíamos bastante bien —comentó, asombrada de poder contar
esas cosas a su hermana—. Supongo que tú eras muy pequeña para recordar.

Shari frunció el ceño.

—Es probable. Ni siquiera recuerdo haber ido a las islas.


—Eras muy pequeña cuando dejamos de ir —decidida a cambiar de tema
agregó—: ¿Vas a beber el café?

—No —Shari echó un vistazo a su reloj— Oh, Dios mío. Si no me voy ahora
perderé el autobús —se levantó de la mesa y besó a su hermana en la mejilla— No te
preocupes, Anne. Después de todo, dentro de seis meses serás una mujer casada.
¿Qué te importará una fábrica de cristal entonces? Adiós.

Se puso un abrigo blanco, levantó los libros de la silla y corrió hacia afuera
dejando tras de sí el aroma de un buen perfume.

Grace apareció poco después de la partida de Shari.

—No entiendo por qué no puede quedarse unos minutos más —murmuró el
ama de llaves—. Nunca termina sus comidas.

Anne alzó la taza de café hasta sus labios y sonrió.

—Eso es parte de su encanto.

—Hmmm… Me parece que debería tomar ejemplo de ti —los ojos de Grace


estudiaron la falda negra que Anne llevaba con una blusa de seda muy femenina. Su
cabello moreno estaba recogido en un moño sobre la base de cuello—. Tú no tienes
problemas para estar lista con tiempo. Siempre has sido la más sensata… enseñando
en tu escuela de música y…

El sonido de la taza de Anne al chocar contra la mesa de cristal, interrumpió el


discurso del ama de llaves.

—No vendré a cenar esta noche —dijo con voz fría—. Michael y yo vamos a
salir.

El uniforme almidonado de Grace crujió cuando ella caminó alrededor de la


mesa.

—Ya era hora. Has estado trabajando mucho. Necesitas tiempo para divertirte
también. Cuando eras pequeña no necesitaba decírtelo —gruñó mientras recogía los
platos—. Sólo cuando cumpliste dieciocho años comenzaste a preocuparte tanto por
tu carrera.

Una sensación repentina de dolor conmovió a Anne. Su rostro expresivo la


traicionó por un momento. La boca se mantuvo controlada cuando tomó el periódico
y alzó la vista hacia Grace.
Incluso esos títulos inquietantes eran menos dolorosos que el verano que
había evocado un rato antes.

“LA PLANTA RUNFORD SERÁ VENDIDA”, y luego, con letra más pequeña:
“El nuevo dueño afirma que no se perderán empleos”.

—¿Sabías algo de esto? —miró a Grace y se aprestó a doblar el periódico


cuando fue paralizada por la fotografía que acompañaba al artículo.

El fotógrafo había sorprendido a su padre, sonriendo y estrechando la mano


de un hombre de cabello oscuro que estaba de perfil. Sin embargo, esa vista parcial
era suficiente para apreciar el cuerpo esbelto cubierto con un traje oscuro, los
hombros anchos, el mentón firme.

Anne tragó con fuerza produciendo un sonido casi imperceptible. El ama de


llaves lo escuchó y meneó la cabeza al interpretar erróneamente esa reacción.

—Sí, lo sabía, y pienso que está bien —cargada con platos y tazas, la mujer
salió del comedor y permitió que Anne pudiese contemplar la fotografía que le había
quitado el aire de los pulmones.

Ross Leyton, el hijo de Carson Leyton y representante de Western Data Systems llegó
el domingo a Runford en un avión privado, para actuar como nexo entre el conglomerado de
su padre y Cristales Runford. Leyton informó a los periodistas en esta ciudad que no habría
cambios significativos en el manejo de la fábrica y que Western centraría su actividad en la
promoción de productos de cristal.

El solo hecho de ver su nombre impreso era suficiente para alterarle los
nervios, pero se esforzó para seguir leyendo.

«Sabemos que los beneficios de Runford han disminuido», dijo Leyton en un reportaje
exclusivo, «pero nosotros creemos que hay un lugar para el trabajo del artesano talentoso en el
mundo actual. El país necesita asegurarse de que el artesano no se convierta en una especie
extinguida».
Arrojó el periódico contra la mesa con violencia. ¿Qué podía saber Ross
Leyton sobre el artesano que fabricaba cristal?

El desayuno que Grace había preparado le parecía desabrido. Dobló la


servilleta y se levantó.

Apuró el paso y corrió escaleras arriba. Al llegar al dormitorio levantó el bolso


de la cama y sacó su abrigo del armario. No podía sucumbir a sus pensamientos.
Había llegado a un acuerdo con el pasado mucho tiempo atrás. No debía dejar que
resurgiera para acecharla ahora, cuando había superado su temor más profundo y
accedido a casarse con Michael. Sería su esposa y continuaría su trabajo como
directora del departamento de piano en la Escuela de Música Runford. Su futuro
estaba planeado y asegurado.

Pero de pronto atisbo su imagen en el espejo y se preguntó dónde estaría la


mujer serena y controlada que Grace había admirado un rato antes. Su cuerpo alto y
delgado estaba tenso por los nervios y la piel pálida tenía un rubor intenso.

Se soltó el cabello y lo cepilló hasta dejarlo lacio. Los ojos de color miel la
miraron desde el espejo. Eran ojos felinos que revelaban su sensualidad interior.

«Puedes esconder todo lo demás, tu cuerpo femenino, tu largo cabello, pero no


puedes esconder esos ojos que una vez anhelaron tanto el amor de un hombre
que…»

Se recogió el cabello con nerviosismo y abrochó el abrigo hasta su cuello. No


podía tolerar la idea de que era incapaz de ocultar su feminidad, que sus formas era
ahora las formas plenas de una mujer y no las de una muchacha adolescente.

Se apartó del espejo y bajó la escalera concentrando su pensamiento en aquello


que la rodeaba, en la forma que había aprendido algunos años antes. Observó la sala
con una sensación de placer y dolor. Había elegido las tonalidades azules y turquesa
para servir de fondo al jarrón de cristal que ostentaba su esplendor sobre la mesa.
También había puesto la escultura de cristal del discóbolo griego, su cuerpo
extendido en una pose de tensa belleza, sobre la mesa ubicada en la parte este de la
habitación, donde su claridad resaltaba bajo los rayos del sol.

¿Qué ocurriría con la casa? ¿Dónde se mudaría su padre cuando ya no


estuviese ligado a Runford? ¿Vendería todos los tesoros que él había acumulado y
que ella amaba?

Afuera, la nieve se abría bajo sus botas y él aire helado le golpeaba las mejillas.
Le gustaba el frío, podía sentirlo. Estaba allí y la obligaba a levantar el cuello de su
abrigo y desterraba los recuerdos del verano y el sol ardiente sobre su piel húmeda…
Al ubicarse dentro del auto volvió a meditar la razón por la cual Ross Leyton
estaba en Runford. ¿Por qué no le había contado su padre sobre la venta de la planta?
¿Por qué no había confiado en ella como tantas otras veces en el pasado? ¿Por qué la
dejaba a un lado si ella había compartido tantas noches de discusiones sobre las
formas de aumentar las ganancias? ¿Por qué le había presentado todo firmado,
sellado y convenido?

«Por que temía que lo hicieses cambiar de idea como otras veces», le dijo una
voz interior. «Y esta vez no quería cambiar de idea. Quería liberarse de la fábrica y
sus responsabilidades…»

La fábrica de cristal era un edificio bajo que abarcaba una hectárea de terreno.
El lugar era gris y lúgubre aun bajo el sol brillante, y el humo afloraba desde las tres
chimeneas. Anne apartó la vista de la planta. Aunque Ross Leyton hubiese afirmado
que los empleados de Runford continuarían como hasta entonces, el orgullo que ella
sentía al saber que su nombre estaba impreso en aquellos famosos cristales, se
desvanecería. Para ella nada volvería a ser igual.

Al llegar a la calle Farragaut condujo el auto hasta una vieja casa de paredes
amarillas.

Apenas terminó de abrir la puerta doble de roble, una música de flauta, piano
y violín invadió sus oídos. Karen alzó la vista desde el escritorio y esbozó una sonrisa
radiante.

—Hola, señorita Runford. Tenemos un lindo día de sol, ¿verdad?

—Sí. ¿Llegó el señor Adams?

Karen meneó la cabeza.

—¿Quiere que le diga que usted quiere verlo cuando llegue?

—Sí, por favor.

Atravesó las dos salas que servían como provisorio salón de conciertos y abrió
la puerta de su oficina. El lugar era relativamente tranquilo. Anne había instalado
paneles acústicos en el techo asimétrico y alfombras de color amarillo brillante en las
paredes. No bien terminó de quitarse el abrigo y guardar el bolso en el escritorio, la
puerta se abrió nuevamente.

Alzó la cabeza esperando ver a Michael, pero era Jane la que estaba frente a
ella, con una camisa beige, los jeans habituales y un suéter marrón sobre los
hombros.
—¿Es verdad que tu padre vende la fábrica de cristal?

Su rostro cobró una expresión tensa, como si su vida dependiese de la


respuesta. Anne se sentó en su silla giratoria y la miró. Jane llevaba su violín bajo el
brazo; era obvio que acababa de terminar una clase.

—Sí, es verdad.

—¿Lo sabe Michael?

—No me parece que sea asunto suyo.

La muchacha desvió la vista.

—Esta escuela significa mucho para él. Es toda su vida.

—Soy consciente de eso.

—Necesita los fondos que tú aportas cada año…

Anne se alteró visiblemente.

—No sabía que Michael hablaba sobre sus finanzas contigo.

Jane la miró con desdén.

—Hay muchas cosas que tú no sabes.

Salió de la oficina y unos segundos después sus pasos resonaron en la escalera.

Anne se tomó sus manos temblorosas sobre el escritorio. El destello del anillo
en la mano izquierda jugó en la habitación. ¿Por qué confiaba él en Jane? Era una
pregunta inquietante que tenía toda clase de ramificaciones. Ignoraba que Michael y
Jane tuviesen alguna relación. Pasaban mucho tiempo juntos, ensayando y tocando
en el cuarteto de cuerdas de la facultad, pero una vez que ella le había expresado su
admiración por el talento de Jane, Michael había respondido en tono
condescendiente.

El teléfono sonó. Era Michael.

—Este maldito auto no anda, querida. ¿Puedes venir a buscarme? Tengo que
dar una clase a las diez.

—Sí, por supuesto.


Recogió el abrigo y el bolso y fue hacia la entrada. Al llegar al escritorio de
Karen le dijo:

—Voy a buscar a Michael. Si hay alguna llamada para mí, regresaré en unos
minutos.

Karen meneó la cabeza.

—Dígale que venda ese cachivache.

Cuando Anne recogió a Michael frente a su casa, él dijo casi lo mismo.

—Tengo que vender esta porquería —gruñó mientras se acomodaba en el


pequeño auto de Anne—. Me va a llevar a la locura.

—No te lleva a ningún lado, ése es el problema —una sonrisa jugó en sus
labios.

Michael deslizó una mano por su cabello dorado.

—No seas tan precisa esta mañana, querida. No creo que pueda tolerarlo.

No era la primera vez que Michael rechazaba su travieso sentido del humor.
Pero esa mañana, presionada por los hechos que estaba viviendo, ella replicó:

—Era solamente una broma.

—Lo siento. Estoy desquitando mi rabia contigo.

—Todo el mundo tiene problemas con el auto en algún momento —señaló


ella.

—Sí —admitió él—, pero yo tengo problemas todo el tiempo porque no puedo
arreglar el que tengo, o comprar uno mejor.

—Sabes que me encantaría pasar a buscarte…

Michael la interrumpió secamente.

—Mañana me levantaré muy temprano para correr. Necesito el ejercicio para


mejorar la fuerza de mi ejecución.

Anne le dirigió una breve mirada. Como de costumbre, estaba vestido


pulcramente, con pantalones negros, un suéter de cuello alto blanco y un abrigo
liviano. Ella sabía, pese a que nunca había pasado la noche con Michael, que dormía
con la ventana abierta y mantenía una temperatura baja en su dormitorio.

El espacio que había dejado frente a la casa amarilla, aún estaba libre para
estacionar. Cuando él se aprestó a bajar del auto, Anne le preguntó:

—¿Ya leíste los periódicos de la mañana?

—No. Lo primero que hice esta mañana fue tratar de poner en marcha el auto.
Luego te llamé a ti. ¿Hay algo importante?

—Bueno… Sí. ¿Tienes un minuto?

Al entrar a la escuela, Michael se puso serio.

—Karen, si llega mi alumno dile que subiré en un minuto, por favor.

—Ya está aquí, señor Adams. Vino un rato antes.

Michael meneó la cabeza y tomó el brazo de Anne.

—Tendrá que ser rápido, querida. El vive lejos de la ciudad, y al padre no le


gusta esperar.

La guió hacia la oficina de ella y preguntó:

—¿Qué ocurre?

Anne se quitó el abrigo y lo colgó en la vieja percha que había instalado en


una esquina.

—Esta mañana averigüé que papá vende la fábrica.

El color rojizo pareció esfumarse de las mejillas de Michael.

—¿Lo averiguaste? ¿Qué quiere decir eso?

Ella irguió el cuerpo del otro lado del escritorio, convertido ahora en una
barrera de madera que los separaba.

—Quiere decir que lo leí en el periódico esta mañana, y que fue lo primero que
supe.

Los dedos de Michael se enredaron en su cabello revuelto. Luego se volvió


hacia la ventana y habló con voz tensa.
—¿Esto significa que retirarás tu ayuda financiera a la escuela?

—Yo… no sé. No sé cuál será el cuadro financiero de mi padre a partir de


ahora.

La voz de Michael cobró un matiz amargo.

—Pero sus contribuciones ya no tendrán ventajas impositivas.

—Supongo que es así.

Él se dio vuelta bruscamente.

—¡Supones! ¡Es tu padre, Dios mío! ¿No lo sabes?

—Pero no me confió nada de esto.

Los ojos de Michael fulguraron.

—Pienso que deberías preocuparte.

—¿Cómo podía saberlo? —gimió ella—. Ni siquiera tenía idea de que pensase
en vender la fábrica.

—¿No hablan entre ustedes? —apoyó ambas manos sobre el escritorio— ¿No
le preguntabas cómo iban las cosas?

—No era necesario —respondió ella—. Sabía que no estaba ganando dinero.

—Sabías que no estaba ganando dinero —las palabras resonaron contra las
paredes alfombradas— ¿Por qué no me lo dijiste?

Anne lo miró con expresión irritada.

—Realmente no vi que fuese asunto tuyo.

—No lo viste… —se contuvo e hizo un amplio gesto con las manos— Tengo
que irme. Seguiremos hablando más tarde. Podemos almorzar juntos en el Atrium —
caminó alrededor del escritorio y la besó brevemente en la mejilla—. Eso no cambia
nada entre nosotros, tú lo sabes. Todavía te quiero.

La besó nuevamente y salió de la oficina. Anne lo miró un instante y luego se


sentó con una dolorosa sensación de vacío.
Su mano encontró la forma fría del pisa papel. Los dedos frotaron el cristal
mientras contemplaba la flor de cardo atrapada para siempre en el interior.

El pisa papel se había convertido en su talismán, y lo mismo ocurría con


Michael. Lo había usado para tocarlo, sostenerlo, y alejar los pensamientos
perturbadores que siempre amenazaban invadirla.

Michael había llegado a su vida en un momento en que ya estaba casi


resignada a aceptar el hecho de que era incapaz de amar a alguien.

Apretó el cristal con más fuerza. Quería a Michael, estaba segura de ello.
Contempló la flor de cardo mientras los recuerdos desfilaban por su mente.

Anne había estado en la escuela durante tres años cuando la mujer que la
dirigía se jubiló. Las autoridades contrataron entonces a Michael Adams, un joven
graduado, para reemplazarla. Anne no sintió ninguna simpatía por él en un
principio, pero Michael la persiguió desde el momento de su llegada a la escuela.

Finalmente, Michael dejó a un lado sus modales platónicos y después de


sorprenderla en su oficina una noche, la besó apasionadamente. Anne lo sintió
cálido, maravilloso, y comprendió que no quería seguir huyendo. Los brazos de
Michael se convirtieron en un puerto seguro que la protegía del acoso incesante de
los recuerdos. Sin embargo, Anne tuvo que hacerle una advertencia, decirle la
verdad.

«Quiero que sepas…, yo… Hubo otra persona antes».

Michael la había mirado con expresión incrédula.

«Me hubiese sorprendido que no fuese así, querida. No puedo esperar que
nadie te haya tocado a tu edad».

La risa, los besos y la ternura de Michael habían disipado las horas de


recuerdos angustiosos y le habían dado un alivio reconfortante.

Pero su puerto seguro ya no existía.

Decidida a interrumpir esos inquietantes pensamientos, Anne atravesó el


pasillo en dirección a su estudio. Una vez ubicada en la silla junto al taburete del
piano comenzó a decir cosas automáticamente.

—Hola, Scott. ¿Cómo estás? ¿Tuviste una buena semana? ¿Algún problema
con Bach? Bueno, veamos qué se puede hacer.
Dio cuatro clases esa mañana, y cuando la última niña se marchó, se puso de
pie y se sintió tensa, como si sus músculos hubiesen sido forzados a ejecutar una
tarea inusual.

Volvió a su oficina, recogió el bolso y el abrigo, y luego fue a ver a Karen.

—Oh, señorita Runford. El señor Adams me encargó que le dijese que esta
retrasado y que luego la encontraría.

—¿No quiere que lo espere?

Karen meneó la cabeza.

—No. Dijo que usted se adelantara y ordenase su almuerzo.

Al salir de la escuela, Anne sintió el viento frío sobre su rostro. Caminó por la
acera siguiendo las huellas que Karen había dejado sobre la nieve y llegó hasta su
auto.

Estaba arrepentida de haber aceptado la invitación de Michael. Pensaba que


habría sido mejor hablar con su padre durante esa hora.

¿Pero con qué propósito? Todo estaba hecho, sin su conocimiento ni su


consentimiento.

Esa era una justificación, y Anne lo sabía. Ella sabía por qué no había
levantado el teléfono de inmediato y exigido hablar con su padre. No podía correr el
riesgo de enfrentarlo.

¿Pero por qué había decidido vender su empresa a Western Data Systems?
¿Era un sentimiento de culpa lo que había llevado a Carson Leyton a hacer la oferta
más alta por la fábrica Runford? Interrumpió sus reflexiones y condujo el auto hacia
la plaza de estacionamiento del Atrium.

Había pocos negocios en Runford y todos ellos eran pequeños: una oficina de
seguros, un bazar, un almacén, y un lugar recientemente abierto dedicado a la venta
de computadoras. Los hombres y las mujeres que trabajaban en esos negocios eran
clientela del Atrium, una casa victoriana que había sido reformada por una pareja
italiana. Ellos habían levantado el techo y le habían agregado una claraboya, lo cual
convertía al interior en una agradable combinación de cedro y vidrio.

Al entrar al restaurante, Anne fue conducida hacia una mesa con vista a la
calle. Apenas terminó de quitarse el abrigo y acomodarse en su silla, el Volskswagen
verde se detuvo frente a la puerta y Michael bajó de él. Anne observó su perfil
mientras intercambiaba unas palabras con el conductor. El rostro estaba enrojecido
por el frío… ¿O por la ira?

Cuando Michael caminó hacia ella a través del salón, supo que su suposición
era correcta. Michael, el más sereno de los hombres, destellaba ira. Al llegar a la
mesa, la besó brevemente en los labios.

—Lo siento, querida.

—Me alegro de que consiguieras alguien que te trajese. ¿Era el auto de Jane?

—Sí —tomó el menú y adoptó un aire de fingida amabilidad—. ¿Qué hay de


bueno?

—Aún no lo he pensado. El pollo a la cacerola, tal vez. Siempre está bueno.

Michael estudió el menú con la misma concentración que dedicaba a una


partitura de violoncelo. Era alto y delgado, pero tenía un apetito voraz. Finalmente se
decidió por un bistec con patatas asadas, mientras que Anne pidió una sopa.

—¿Nada de pastas? —Michael sonrió y le tomó la mano—. Angelina se va a


enojar.

Ella retribuyó su sonrisa.

—¿Sabes lo que esas deliciosas pastas hacen con la silueta de una mujer?

Los ojos de Michael la recorrieron lentamente.

—No creo que tú debas preocuparte.

Cuando la camarera se acercó, los dos decidieron rechazar su invitación a


beber un trago.

—Preferiría un té de hierbas —dijo Michael a la muchacha, quien asintió y se


marchó. Luego volvió la vista hacia Anne—. Cuéntame las novedades.

Ella bajó los ojos hacia el mantel de color naranja brillante y jugó con el
tenedor, ansiosa por apartar su mano de la de Michael.

—En este momento no sé más de lo que puede saber cualquiera. Está en los
periódicos de la mañana. Yo sabía que papá había pensado en la venta hace unos
años, pero pensé que había cambiado de idea.
—Bueno, continúa.

Anne meneó la cabeza.

—¿Por qué será que tengo la sensación de que me estás ocultando algo? —dijo
él apretándole la mano.

La presencia de la camarera permitió que Anne ganara tiempo para responder,


pero la muchacha no tardó en dejarlos a solas nuevamente.

—¿Me estás ocultando algo? —insistió Michael.

—Lo siento. No puedo hablar sobre eso.

Él apretó los labios con gesto contrariado.

—De acuerdo. Hablemos del nuevo dueño de la fábrica de cristal. ¿Podemos


persuadirlo para que continúe prestando la misma ayuda financiera que tu padre
instituyó?

Anne lo miró fijamente.

—No hablas en serio.

—Te aseguro que sí —replicó él evidenciando su impaciencia—. La escuela no


puede existir sin la ayuda de tu padre.

—Pero si aumentáramos el precio de las clases y empezásemos a buscar


fondos…

—Sé razonable, Anne. Sabes que no hay forma de conseguir quince mil
dólares al año en Runford. Escúchame, ¿el director de Western aún está aquí
hablando con tu padre, verdad?

—No lo sé.

—Bueno, averígualo. Habla con él. Cuéntale nuestra situación. Cuando una
compañía se hace cargo de otra, asume las obligaciones y los bienes.

—Pero esta no es una verdadera obligación. Es simplemente algo que mi


padre hizo para permitir que la gente del lugar tuviese acceso a los artistas que ellos
no podían costear.
—Y tú no quieres ir a mendigar a un extraño, ¿verdad? Bueno, no importa. No
debí pedírtelo. Soy el director de la escuela. Yo iré a verlo.

Una sensación de miedo se apoderó de Anne.

—¡No! —al advertir que él le dirigía una mirada severa, se esforzó para
mantener la compostura—. No. No creo que debas hacerlo hasta que yo haya
hablado con mi padre. Quizá haya hecho algún arreglo… para la escuela.

Michael se mostró complacido.

—Sí, eso es muy posible, ¿no?

La comida llegó en ese momento, y Michael observó el apetitoso bistec que


habían dispuesto frente a él. Levantó sus cubiertos y saboreó el primer bocado.

—Bueno, tal vez tengas razón —dijo con los ojos entrecerrados en expresión
de deleite—. No tendría sentido ponernos en contra de este nuevo hombre desde el
principio.

—No, no tendría sentido —asintió Anne en tono seco. La comida parecía un


puñado de cenizas en su boca.

Él comió en silencio durante un rato y luego dijo:

—¿Estás libre esta tarde?

—¿Por qué?

—Pienso que es mejor aclarar todo esto cuanto antes. Cancela tus clases y
habla con tu padre. De esa forma, me podrás decir lo que averiguaste esta noche
durante la cena. Discretamente, por supuesto.

Ella sonrió con gesto irónico.

—¿Quieres que te hable en clave?

Michael alzó la vista hacia ella.

—¿Alguna vez se te ocurrió pensar que en ciertas ocasiones diriges mal tu


sentido del humor?

El recuerdo casi olvidado de la voz de otro hombre revivió en la mente de


Anne.
«Te gusta esconderte detrás de tus bromas, ¿no?»

—Lo siento. Tuve una mañana difícil y…

Michael la observó con gesto comprensivo.

—Yo también lo siento. Te molesto por cosas de la escuela cuando tú estás


preocupada por tu padre. Pero esta venta debe ser algo bueno para él… si está en
aprietos financieros.

—Espero que tengas razón —dijo Anne pero no pudo evitar pensar que si bien
la venta de la fábrica podría ser algo bueno para su padre, cualquier cosa que se
relacionase con Ross Leyton sólo podía ser definido como un desastre para ella.
Capítulo 2
Una hora más tarde, Anne marco un número familiar desde su oficina. La
secretaria de su padre la comunicó de inmediato. Cuando él la saludó. Anne
respondió brevemente y luego preguntó:

—Necesito verte, papá. ¿Tienes tiempo esta tarde?

—¿Desde cuando necesitas una cita para verme?

Un escalofrío conmovió a Anne. La voz de su padre resonaba en sus oídos,


una clara evidencia de que había conectado el altavoz y la conversación podía ser
escuchada por cualquiera en el salón. Comprendió de inmediato que su padre quería
que alguien escuchase, y ese alguien era Ross Leyton.

—Sé que estás ocupado. No quise molestarte —su voz sonaba fríamente
amable.

—¿Ya viste los periódicos? —era una pregunta cautelosa, una prueba de la
temperatura emocional de su hija.

—Sí, los he visto —mantenía un tono de voz normal, haciendo funcionar el


control que había aprendido años atrás— ¿Estás acompañado?

Él vaciló un instante.

—En este momento, sí. Terminaré alrededor de… —Anne podía imaginarlo
echando un vistazo al reloj digital que ella le había regalado en Navidad—. Media
hora. ¿Quieres venir?

—Estaré allí en media hora.

Colgó el receptor rápidamente, como si quisiese quebrar la frágil conexión con


el salón donde Ross estaba con su padre.

Al llegar a la planta creyó que había logrado dominar sus nervios. Un


guardián de cabello grisáceo le sonrió.

—¿Se escapó de la escuela, señorita Runford?

—Mi jefe me dio la tarde libre, Charlie.

—¿No podría hablar con mi jefe y ver si me puede dar la tarde libre también?
Al atravesar el portón de entrada, Anne pensó con tristeza que los días de
bromas con Charlie Harris se acabarían pronto.

Un guía turístico conducía a un grupo de gente por la planta. Una docena de


ellos caminaban alrededor de una mujer que les decía:

—Sabemos que los egipcios fabricaban cristal. Algunos de los ejemplos más
refinados de la antigüedad se ven en este cuadro…

La voz de la mujer se disipó mientras Anne subía la escalera y giraba hacia el


corredor alfombrado que llevaba a la oficina de su padre. Se detuvo frente a la puerta
un minuto, tratando de recobrar la serenidad.

«No lo hagas» se dijo a sí misma. «Pasaron diez años. Es probable que él se


haya olvidado de ti».

Había anhelado casi con desesperación que su padre interpretase su necesidad


de verlo a solas. De todas formas, no creía que Ross Leyton aún estuviese en la
oficina.

Estaba equivocada. La fría realidad era que él se encontraba allí y su padre no.

Ross estaba de espaldas a ella, mirando por la ventana. Lo primero que vio
Anne fue su silueta de perfil, pero fue suficiente. Vestido con un traje liviano de color
gris, más apropiado quizás para el clima suave de California que para los inviernos
de Nueva York, se veía imponente con su metro ochenta y la postura arrogantemente
viril.

Al escuchar el sonido de la puerta, se volvió lentamente. Un escalofrío recorrió


la espalda de Anne mientras evocaba imágenes sensuales.

—Hola, Anne.

Ella tragó con fuerza. No había pronunciado su nombre en voz alta en los
últimos diez años.

—Hola, Ross.

No iba a escapar de la oficina como una cobarde, pero debió luchar contra sus
instintos para poder dar un paso adelante y cerrar la puerta.

—¿Dónde está mi padre?

Los ojos de tonalidad gris oscura se fijaron en ella.


—Podría mentir —contestó Ross con voz suave—, y decir que recién salió,
pero sé que eres inteligente y adivinarás que no estoy aquí por casualidad —había un
matiz de desafío en su tono.

Anne se sintió vulnerable. Caminó hasta el sillón de cuero frente al escritorio y


se sentó en una esquina.

Diez años antes, a la edad de veinticinco años, él no era el presidente de una


gran corporación, pero ya tenía un aire de seguridad viril a su alrededor. Ahora, con
la madurez, ese rasgo se había intensificado. Tenía Ross un aire de controlada
intensidad, la de un hombre capaz de proteger lo que le pertenece. La cabeza de
cabello moreno lucía matices grisáceos en las sienes, pero las mandíbulas y el mentón
tenían la misma firmeza.

—Quítate el abrigo —le dijo él en voz baja.

—Realmente no había planeado quedarme —replicó ella—. ¿No sabes cuándo


regresará mi padre?

—Regresará cuando yo le indique a su secretaria que hemos terminado de


hablar.

Era una declaración llana que no admitía objeciones. Los dedos de Anne se
hundieron en el cuero.

—No sabía que ibas a… asumir el control de Runford hoy mismo.

El rostro de Ross se puso tenso.

—No voy a asumir el control de Runford ni hoy ni nunca.

—Las apariencias indican lo contrario —señaló ella secamente.

—Basta —ordenó Ross con voz fría—. No inicié esta reunión para sostener una
disputa contigo.

—No, supongo que no. Tú ya ganaste todas las batallas, ¿verdad? Tal vez
deberíamos cambiar el nombre de Runford y llamarla Carthage.

Él se apartó del escritorio y avanzó hacia Anne.

—Una vez más te pido que te quites tu abrigo y te sientes. Si no lo haces…


creo que podrías arrepentirte —sus ojos recorrieron el rostro de ella y se posaron
sobre la boca.
Anne lo miró fijamente, la luz de la batalla encendida en sus ojos. De pronto,
una voz interior le dijo:

«Es eso lo que tú deseas, ¿no? Deseas que él te tome en sus brazos y te bese,
aunque sea por ira…»

Aquel pensamiento era intolerable y la impulsó a la acción. Dejó el bolso sobre


el sillón, se desabrochó el abrigo y después de quitárselo lo sostuvo en su brazo
mientras se sentaba. Finalmente alzó su rostro hacia él, sin tomar conciencia de que
sus ojos se habían ensombrecido por la emoción.

—¿De qué querías hablarme?

Ross cambió de posición sobre el escritorio. Estaba tan cerca de ella, que casi
podía rozarle las piernas. Dejó que el silencio creciese en la oficina y luego dijo:

—¿Qué compromiso tienes con la escuela de música?

No era lo que ella había esperado.

—Es mi medio de vida y lo más importante para mí.

Él bajó la vista hacia su mano, que permanecía sobre el abrigo doblado.

—Tu padre me dijo que estás comprometida con el director de la escuela, un


tal Michael Adams.

—¿Qué quieres? ¿Una confirmación de las palabras de mi padre?

Ross apoyó los dedos sobre el borde del escritorio. Sus nudillos se pusieron
blancos por la presión que ejercía.

—Quizá formulé mal mis preguntas. Lo que quiero saber es si podrías tener
una semana libre.

Ella irguió el mentón.

—¿Para qué?

—Para ver a tu madre.

Anne contuvo el aliento.

—No.
—Anne, tu madre quiere verte a ti y a tu hermana. Hay circunstancias que le
impiden viajar.

—No —dijo ella—. Lo siento. Tengo demasiadas obligaciones aquí.

—Obligaciones que son más importantes que visitar a tu madre, a quien no


has visto durante diez años.

Los ojos de Anne fulguraron.

—Ella estableció las reglas. Yo simplemente las sigo. No quería a ninguna de


sus hijas hace diez años. ¿Por qué tendría que sentir algo distinto ahora?

—Las circunstancias han cambiado.

—¿Para ella? No han cambiado para Shari ni para mí. Cuando tu padre la
llamó, ella se fue y nos dejó. Aprendimos a vivir sin ella, y seguiremos así.

—Y yo creía que eras una mujer madura que podía razonar —sus serenas
palabras tenían una aguda precisión.

La estratégica posición de Ross la convertía en una prisionera en el sillón. Si se


ponía de pie no haría más que acercarse a la boca de él.

—¿Era eso todo lo que querías?

Él se inclinó hacia adelante y tomó los brazos del sillón con sus manos.

—No, no era todo.

Estaba tan cerca, que Anne podía ver los poros de la piel, la tonalidad gris
oscura de los ojos, la curva plena de los labios. Apelando a todas sus fuerzas,
enfrentó la mirada de él sin demostrar vacilación.

—No trates de asustarme, Ross.

—¿Es eso lo que estoy haciendo? —se inclinó aun más y su boca encontró la
sien de Anne—. Pensé que trataba de recuperar algo que perdí hace mucho tiempo…

—No… —su boca cubrió la de ella ahogando las palabras. Los labios tibios la
exploraban con una suavidad que recordaba muy bien. Alzó las manos para
empujarlo, pero era como empujar un muro de piedra.
No podía moverse. Era prisionera de Ross, estaba atrapada por su boca y nada
más, salvo el llamado de un deseo largamente contenido. Cada centímetro de su
cuerpo parecía renacer, exigiéndole que abriese la boca.

Echó la cabeza hacia un costado y se desprendió de sus labios. Él se apartó


levemente y la contempló en silencio.

—¿Es un ciclo de diez años, Ross? —preguntó ella con voz trémula—.
¿Conociste a tantas mujeres que ahora tienes que empezar con la lista nuevamente?

Él escuchó aquella acusación con gesto despreocupado.

—No hay ninguna lista —su tono era enérgico, sin ningún matiz de
cordialidad—. Pero si hubiera una, tú estarías en primer lugar.

La áspera intensidad de su voz podía persuadir a Anne de que aquello que


decía era verdad. Desesperada por desterrar la dolorosa necesidad de creerle,
arremetió duramente con sus palabras.

—Eso es todo un halago viniendo de un gran conocedor de mujeres.

Ross entrecerró los ojos.

—¿Crees que lo soy?

—Suelo leer los periódicos para ver qué está haciendo la gente importante de
la costa oeste. Siempre te nombran, a ti y a tu mujer de turno.

Ross le dirigió una mirada penetrante.

—¿Estabas tan interesada para seguirme la pista?

—No estaba interesada en ti. Sólo quería ver que tu estilo no ha cambiado. Eso
es todo.

La sonrisa irónica se esfumó del rostro de Ross.

—Eres muy apresurada para juzgar y condenar cuando no conoces los hechos.

—Sé todo lo que necesito saber sobre ti.

Ross meneó la cabeza.

—Ni siquiera has empezado —las pestañas oscuras ocultaron brevemente sus
ojos—. Me propongo rectificar eso. Cenemos juntos esta noche.
—No hablas en serio.

—No hago invitaciones a cenar en broma. Además, no estaremos solos. Nos


acompañará mi asistente.

Anne trató de evitar la imagen mental de Ross sentado frente a ella,


hablándole…

—Lo lamento. Mi prometido y yo vamos a salir esta noche.

El rostro de Ross conservó una expresión imperturbable.

—De acuerdo —dijo—. Tal vez mañana a la noche.

Ella meneó la cabeza.

—Estaré ocupada —al ver que él esbozaba una sonrisa incrédula, agregó—:
Hay un recital en la escuela. No puedo defraudar a mis alumnos.

La sonrisa se hizo más amplia.

—Claro puedo imaginar que necesitan apoyo moral.

—Recuerdo aquellos días… Siempre tenía la boca seca y las manos húmedas
—era como si la obligase a evocar los dúos de piano que habían tocado juntos.

—¿El recital está abierto al público?

Anne hizo un esfuerzo para hablarle en tono amable.

—Sí por supuesto. ¿Por qué? ¿Estarás en la ciudad para entonces?

—Oh sí —respondió él— Estaré en la ciudad hasta que… termine mis


negocios.

—Pensé que tu negocio con mi padre estaba terminado.

—Lo está. Tú constituyes mi negocio sin terminar —las palabras eran suaves
pero había una dureza implícita en ellas.

—No cambiaré de idea acerca de Leora —afirmó ella lentamente. Ross enarcó
el ceño.

—Dejemos eso por ahora, ¿eh? —giró el cuerpo y sin vacilar apretó el botón
junto al teléfono para anunciar que habían finalizado.
Anne se resistía a creer que él dedicara su tiempo a algo que su madre quería.

—No pensarás quedarte en Runford hasta convencerme de que vaya.

Él se volvió para mirarla.

—Eso es exactamente lo que haré.

El rostro de Anne se encendió con ira.

—Entonces te sugiero que te compres una casa, porque estarás aquí el resto de
tu vida.

Se levantó de la silla y caminó hacia la puerta, plenamente consciente del


hombre que estaba apoyado contra el escritorio con los brazos cruzados sobre el
pecho.

La puerta se abrió en el momento en que ella extendía la mano hacia el


picaporte. La sorpresa que evidenciaba su padre al verla le habría resultado cómica
en otras circunstancias.

—Hola —su mirada se dirigió al interior de la oficina buscando a Ross con


ansiedad—. ¿Todo bien?

Anne comprendió que Owen Runford conocía exactamente lo que Ross había
querido decirle.

—Acordamos estar en desacuerdo por ahora —comentó Ross.

—Entonces le dijiste que no —dijo el padre de Anne con gesto decepcionado.

Ella se sintió invadida por una sucesión de pensamientos inquietantes.

—Papá, ¿tú no hiciste ningún trato, no?

Owen Runford se ruborizó.

—Siempre fuiste una muchacha inteligente —apoyó las manos sobre los
hombros de su hija con expresión suplicante.

Anne alzó la vista hacia él, sus ojos exigiendo que le dijese la verdad.

—¿Y ese trato depende de que Shari y yo visitemos a nuestra madre? —sus
labios temblaban mientras aguardaba que él lo negase.
En ese instante se escuchó la voz de Ross.

—No. La fusión es un hecho consumado.

Aquellas frías palabras no ayudaron a tranquilizar a Anne. Aún había algo


que no le decían.

El rostro de Owen Runford pareció rogar comprensión.

—Le di la oportunidad de hablar contigo, querida, pero eso fue todo. Tiene
que ser una decisión tuya.

Anne se sintió traicionada.

—¿Cómo pudiste hacer esto? —él permanecía callado, con su angustia


reflejada en cada rasgo de la cara. Anne se volvió hacia el otro adversario—. No creo
en nada de esto. ¿Tu padre realmente compró una compañía entera con el único
propósito de atender los deseos de su esposa en relación a las hijas?

Ross Leyton se mantuvo inmóvil junto al escritorio.

—Mi padre tiene un lema —dijo con voz profundamente viril—. Ten aquello
que quieras y págalo.

—Sí —replicó ella indignada—. Parecen palabras de tu padre.

—Anne… —dijo su padre.

—No puedo quedarme a discutirlo. Debo volver a la escuela —dio un paso


hacia adelante y luego se volvió—. Llegaré tarde esta noche. No me esperes
levantado —besó a su padre en la mejilla.

Él esbozó una sonrisa débil.

—Está bien, querida. Te llamaré mañana.

Anne mantuvo sus pensamientos bajo control mientras enseñaba, pero cuando
las clases terminaron y caminó hacia la calle, ya no hubo nada que la distrajese.

Condujo el auto por las calles nevadas sin concentrarse en lo que hacía. El
divorcio de su madre y el posterior casamiento con Carson Leyton eran historia
antigua. Sin embargo, en el momento en que Anne estaba a punto de casarse, su
madre invadía su vida una vez más.

No podía dejar que eso ocurriese tal como había sido cuando ella tenía
diecisiete años. Un día de octubre al llegar del colegio, su madre la había llamado al
dormitorio.

«Tengo que marcharme, querida. Es la única forma. Solo puedo rogar que me
comprendas».

Había lágrimas en los ojos de su madre, pero Anne fue dominada por una
cruel sensación de incredulidad. Eso no podía sucederle a sus padres.

«Prométeme que cuidarás de Shari».

Anne no podía creerlo.

«Pero tú seguirás viéndonos, ¿verdad, mamá?» Sus ojos habían buscado una
expresión de aceptación. «Nos iremos a California contigo…» Quería a su madre, la
necesitaba. ¿Cómo podría haber vivido sabiendo que nunca volvería a ver a la mujer
que le había dado la vida?

«No, temo que no, querida. Hay… razones que no puedo explicarte ahora.
Carson viaja mucho y yo quiero estar junto a él. No sería una buena madre para
ustedes si tú y Shari estuviesen yendo de un lugar a otro constantemente». Había
esbozado entonces una sonrisa radiante a pesar de que sus ojos estaban llenos de
lágrimas.

Y en ese momento, Anne había crecido. Comprendió que idolatraba a una


mujer que se alejaba de ella para no regresar nunca. Permaneció de pie en el
dormitorio, con los puños apretados, y formuló la solemne promesa de que nunca
volvería a preocuparse por alguien tan intensamente. Y ese verano se enamoró de
Ross… y fue rechazada.

Ahora Ross quería que ella viese a su madre nuevamente. No podía olvidar ni
perdonar. Los había querido a los dos y la habían rechazado. También debía pensar
en Shari. No iba a permitir que la muchacha quedase expuesta a los efectos inestables
de la madre.

«No estás protegiendo a Shari. Te proteges a ti misma». Unas horas antes Ross
la había besado y ella había respondido. Llevaba el anillo de Michael y había
permitido el beso de Ross. No podía dejar que eso volviese a ocurrir. Debía tratar por
todos los medios de mantenerse lejos de él. Ross era como una llama que la atraía,
fragmentos de una melodía que no había olvidado.
Lo vería al día siguiente y le diría que no en términos claros. Un hombre que
dirigía un conglomerado con Western no podía perder el tiempo en Runford. Él se
iría y su vida recobraría la forma habitual de enseñar y ver a Michael. Iba a casarse
con él.

Convencida de haber tomado una decisión acertada, subió la escalera hacia el


dormitorio y arrojó el abrigo sobre la cama. Abrió la puerta del armario mientras
trataba de pensar en algo para ponerse esa noche. Aún estaba allí cuando Shari
asomó la cabeza por la puerta.

—Hola. ¿Puedo entrar?

—Claro.

La muchacha caminó hacia la cama y se sentó en el borde.

—¿Adónde vas esta noche?

—No estoy segura —los labios de Anne se curvaron en una sonrisa—, Michael
está quejándose por el dinero nuevamente, así que tal vez lo lleve a la posada.

Shari echó el cuerpo hacia atrás.

—¿Realmente te gusta él, Anne?

—Por supuesto. Y ahora quédate quieta un momento que debo pensar lo que
voy a ponerme.

—¿Pero cómo puede ser? Quiero decir, es tan extraño…

Anne se decidió por una chaqueta de terciopelo verde oscuro y la blusa de


seda de color crema.

—¿Extraño?

Shari se alzó de hombros.

—No sé, es así. Él no es la clase de hombre que yo imagino contigo.

Anne meneó la cabeza mientras acomodaba la ropa sobre la cama.

—Mírate un poco —insistió Shari—. Hermoso cabello, ojos sensuales… y todo


desperdiciado con él. Tú no perteneces a alguien como Michael. No piensa más que
en su estúpido violoncelo.
Anne aplicó un toque de sombra sobre sus párpados.

—¿No hemos hablado de esto antes?

—Hoy en el colegio aprendí algo sobre entrenamiento de la personalidad. Si


quieres convencer a la gente sobre una cosa, tienes que decirlo una y otra vez, como
un disco rayado.

—¿Qué ocurrió con Inglés y Matemáticas?

—Todavía las tenemos —Shari no parecía dispuesta a abandonar el tema—.


Leímos una parte de Julio César. Fue por eso que empecé a pensar en Michael.

—¿Michael te recuerda a Julio César? —preguntó Anne mientras completaba


su maquillaje.

—A Julio César no, tonta. A su asesino, Cassius. El de la mirada furiosa.


Michael Adams parece estar siempre furioso, hambriento.

Anne no se inmutó.

—Tiene muy buen apetito.

—¿Es un buen amante… o no lo sabes?

Anne alzó la vista buscando los ojos de Shari en el espejo.

—Ese no es asunto tuyo.

Su tono seco no detuvo a la muchacha.

—Supongo que no se puede decir si un hombre es un buen amante con solo


mirarlo, ¿verdad?

—Generalmente, no —asintió Anne en tono cortante, complacida de que Shari


se refiriese a casos menos específicos.

—¿Por qué será que algunos hombres se ven sensuales? Como Jeff Jverholzer.
Yo estaría en los cielos si él me prestase atención alguna vez —Shari exhaló un
suspiro, y Anne disimuló una sonrisa, pensando que aquel lánguido muchacho que
era la estrella del basquetbol local no tenía nada de sensual—. Y Ross Leyton, el que
apareció hoy en el periódico. Diablos, parece un súper amante. Si mamá nos hubiese
llevado con ella cuando se casó con Carson Leyton, Ross habría sido nuestro
hermanastro. Hmmm…
La mano de Anne tembló al aplicar la pintura sobre los labios. Tomó un
pañuelo y quitó la mancha mientras luchaba para conservar la calma.

—Bueno, pero eso no ocurrió.

Shari la miró fijamente.

—Pero él es… Quiero decir, aunque no vivamos con él…

—Cualquiera sea la relación que podamos o no tener con Ross Leyton, no


cambia nada en nuestras vidas. No pertenecemos a su mundo, y él no pertenece al
nuestro.

Se desvistió rápidamente y se puso una falda de lana con la blusa de seda.


Cuando recogió la chaqueta, Shari dijo:

—Parece que fueses a Nueva York en viaje de negocios. ¿Por qué no tienes
ropa atrevida? Tú sabes, algo escotado y ceñido.

Anne se arregló las mangas de la blusa.

—Cuando quiera que dirijas mi vida amorosa, te lo haré saber, ¿de acuerdo?

—Alguien debe hacerlo por ti. Por ahora todo es un horrible solo de violoncelo
—comenzó a silbar una versión de El Cisne con un elaborado vibrato que imitaba el
sonido del violoncelo de Michael con asombrosa precisión.

Anne se apartó del espejo y avanzó con gesto amenazante hacia la muchacha.
El silbido se hizo más intenso, acompañado ahora por el movimiento imaginario del
instrumento entre las piernas de Shari.

Anne levantó un almohadón.

—Es un lástima que no te hayan enseñado la diferencia que hay entre entrenar
tu personalidad y convertirte en alguien odioso.

El almohadón dio en el blanco, transformando el silbido en un chillido. La


muchacha se dio vuelta y rió alegremente.

Anne tomó su abrigo y su bolso.

—Hazme un favor, Shari. Utiliza la imaginación y la energía que dedicas a mi


vida amorosa para tus tareas.
—Sólo tengo que estudiar matemáticas. Llamaré a Heather para preguntarle
unos de los problemas.

—Bueno, pero no te quedes en el teléfono durante horas. Acuéstate a una hora


razonable. ¿Vendrás al recital de mañana a la noche, verdad?

—No sé —dijo Shari con expresión traviesa—. ¿Puedo llevar mi violoncelo y


tocar mi solo?

—¿Qué hice de malo? —exclamó Anne y cuando se volvió para salir del
dormitorio recibió un golpe del almohadón que su hermana le había arrojado para
vengarse.
Capítulo 3
Michael bajó los escalones del porche y se deslizó dentro del auto de Anne. Se
veía animado y mantuvo una conversación despreocupada durante los veinte
minutos de viaje hasta la posada. Era algo que Anne agradecía, pese que las bromas
de Shari la habían ayudado a olvidar el enfrentamiento con Ross.

Sin embargo, una vez que estuvo sentada junto a la ventana ante una vista
panorámica que abarcaba kilómetros de paisaje, ella se sumió nuevamente en sus
pensamientos. Las colinas nevadas y los valles resplandecían bajo la luz de la luna.
La llama vacilante de la vela en el candelabro producía un íntimo contraste, pero el
ánimo de Anne armonizaba con la escena que contemplaba más allá de la ventana.

Durante la cena, Michael continuó hablando hasta que terminaron de comer.


Pero cuando el camarero les sirvió la segunda copa de vino, comentó:

—Estás muy callada. ¿Tuviste un día muy difícil?

—Podría decirse que sí.

Él le cubrió la mano con la suya.

—No quería arruinar nuestra cena con temas de negocios. Pero… ¿hablaste
con tu padre?

Un sentimiento de culpa invadió a Anne. La conmoción del encuentro con


Ross le había hecho olvidar el dilema de la escuela.

—No. Yo… Él estaba con alguien cuando fui a verlo.

—No debes dejar que esto se prolongue, querida. Tenemos que saber cuál es la
situación.

—Me doy cuenta —Anne trató de hablar con naturalidad—. Es que tuve que…
ocuparme de otra cosa.

Michael le apretó la mano.

—Estuviste muy distraída toda la noche. ¿Qué sucede? —Anne meneó a


cabeza, pero él insistió— Anne, no trates de engañarme. Vamos a casarnos pronto.
¿No crees que ya es tiempo de que empieces a confiar en mí?

Michael tenía razón, suponía Anne. Iba a casarse. Tenía derecho a saber algo
sobre su enredada familia.
Permaneció un rato en silencio y luego dijo:

—Tú sabes que mi madre dejó a mi padre por otro hombre hace algunos años.

Los ojos de Michael se apartaron un instante del rostro de ella.

—Escuché algo, sí.

—Ese hombre es Carson Leyton.

La expresión del rostro de Michael no denotó sorpresa.

—Adelante.

—En su momento, mi madre tomó la decisión de alejarse de nuestras vidas, de


la de Shari y de la mía. No hemos sabido nada de ella durante diez años —respiró
hondo—. Ahora parece que quiere vernos. Ross Leyton me pide que acepte ir a verla.

Los ojos de Michael se iluminaron.

—Querida, eso es maravilloso.

Ella meneó la cabeza.

—Le dije que no, por supuesto.

Él se mostró azorado.

—¿Qué?

—No puedes pensar que yo quiero verla después de todos estos años.

—Pero es tu obligación, ¿no lo entiendes? —se inclinó hacia adelante y le


aferró la mano—. Si quieres renovar la amistad con tu madre, Carson Leyton tendrá
que seguir ayudando a la escuela.

—¿Y eso es más importante para ti que mis sentimientos? —era un suplicante
pedido de comprensión que no encontró respuesta.

—En este momento sí, Anne, por Dios. La escuela tiene más de doscientos
estudiantes, y estamos creciendo semana tras semana. Piensa en todos los niños que
tienen la oportunidad de estudiar con excelentes maestros, niños que no sabrían lo
que es un arco de violín si no estuviésemos aquí. No puedes dejar que tu orgullo se
interponga en las vidas de tantos seres.
—No hay garantías de que los Leyton continúen sosteniendo a la escuela
aunque yo acepte ver a Leora.

Michael esbozó una cálida sonrisa.

—Entonces haz que sea una condición, querida.

Anne se sobresaltó.

—No hablas en serio.

Él hizo un gesto de impaciencia con su mano libre.

—Claro que sí. Los Leyton quieren algo, tú quieres algo. Haz un trato. Ves a tu
madre a cambio de que Carson Leyton asegure el futuro de la escuela. ¿No es
simple?

—No, puedes creerme que no. Por favor, Michael, trata de entender ni punto
de vista. ¿Qué puedo ganar resucitando una relación familiar que ya no existe?

—Estás equivocada. Las relaciones familiares existen, se las reconozca o no.


Ella aún es tu madre, aunque no haya estado contigo desde…

—Ella no es…

—Eso no importa. Lo que importa es la escuela, y en este momento está en tus


manos —le tomó los dedos y se los llevó a sus labios—. Tus adorables, talentosas
manos.

La humedad de su boca era desagradable, y Anne tuvo que contenerse para no


apartar la mano bruscamente. Él irguió la cabeza.

—Dile a Leyton que… —miró por detrás de Anne—. Bueno, bueno. Creo que
tu encantador hermanastro acaba de entrar a la posada. No, no te des vuelta. Está
sentándose con una mujer.

—¿Cómo…? —Anne tenía dificultades para hablar— ¿Cómo lo reconociste?

—Por la fotografía del periódico. La mujer que lo acompaña es devastadora —


un gesto de aprobación viril encendió sus ojos. Anne advirtió con sorprendente
claridad, que él nunca la había mirado de esa forma.

—Debe ser muy hermosa.


Esas secas palabras atrajeron la atención de Michael. Su mano fría buscó la de
Anne.

—Nunca antes te mostraste celosa —su rostro reflejó asombro—. Estoy


conmovido.

Ella retiró la mano, cubriendo esa acción defensiva con la excusa de levantar la
copa para beber un sorbo de vino.

—¿Dina va a tocar en el recital de mañana?

Anne se sintió reconfortada con el cambio de tema. Dejó la copa sobre la mesa
y la tensión de su rostro comenzó a disiparse mientras pensaba en su talentosa
alumna.

—Sí. Va a tocar un vals de Chopin.

Michael meneó la cabeza.

—Tienes un prodigio en tus manos, ¿verdad?

—Les dije a los padres que ella debería estar estudiando en Eastman o en
Julliard, pero me contestaron que no pueden pagar el viaje y el alto precio de las
clases.

—Le va muy bien contigo. Estoy seguro de que podría quedarse uno o dos
años más sin sufrir ningún perjuicio.

—Gracias —una nota de sarcasmo se filtró en la voz de Anne, a pesar de sus


deseos de disimularla.

—Querida, no seas irónica. Sé que estás muy orgullosa de Dina. Tienes una
hermosa comunicación con ella —tomó la copa de vino y la hizo girar sobre el mantel
rojo—. Si la escuela cerrase, tendríamos que buscar otro trabajo. No pensarás que nos
quedaremos en Runford, ¿verdad?

Michael alzó la copa y bebió un poco de vino sin apartar la mirada de ella.

No había cambiado el tema de conversación en absoluto. Le estaba recordando


sutilmente que su alumna sufriría si la escuela se veía forzada a cerrar.

—¿Estás diciendo que el futuro de Dina depende de que yo acepte las


exigencias de Leyton?
—Estoy diciendo que el entrenamiento musical de Dina depende de que te
quedes en Runford. Y sólo puedes hacerlo si la escuela sigue funcionando. De lo
contrario, tú y yo tendremos que irnos a otro sitio a ganarnos la vida.

Anne apretó sus manos trémulas contra el regazo.

—Hay otra cosa que tú debes saber —dijo forzando las palabras desde lo más
profundo de su espíritu.

La sonrisa débil de Michael no se alteró.

—Suena realmente siniestro. ¿Qué es lo que te hace parecer una nube de


lluvia?

—Hay otra razón que me impide hacer lo que tú pides —su corazón latía con
una fuerza dolorosa. Sabía que iba a decirle la verdad, una verdad que nunca había
confesado a nadie.

—¿Cuál es? —él se mostraba sereno, confiado en que lo que Anne iba a decirle
no podía ser tan tremendo.

—Una vez, hace mucho tiempo… —su garganta parecía cerrarse como si
quisiese impedir la salida de las palabras— tuve una relación con Ross Leyton.

Los ojos de Michael se mantuvieron fijos sobre ella. La boca pareció relajarse
cuando murmuró:

—Era eso —le dirigió una mirada inquisidora—. Debía imaginarlo.

—¿Qué quieres decir?

Él se apresuró en atenuar la ira de Anne.

—Quise decir que debí suponer que había otra razón por la cual no querías
ver a tu madre. Querida —agregó en tono persuasivo—, ¿de qué tienes miedo?
Ahora eres una mujer y me perteneces. Eso ocurrió hace tiempo. Llevas mi anillo en
tu dedo y vas a casarte conmigo. Estoy seguro de que ha sido difícil para ti
encontrarlo nuevamente, y que tal vez te sientas alterada. Pero eso es normal. Él fue
tu primer amor, ¿no?

Anne permaneció callada, y él interpretó su silencio como una afirmación.

—Bueno, ahí tienes. No es más que eso —dobló la servilleta y la dejó junto a
su plato—. No tienes que preocuparte por nada, querida. Él te habrá olvidado hace
mucho tiempo, más aun si tenemos en cuenta a la deliciosa criatura que lo acompaña
esta noche. Podrías ir a su mesa ahora, presentarme y decirle que has cambiado de
idea y que te gustaría ver a tu madre, si se pueden resolver algunos detalles. Pídele
una cita para mañana. Le harás saber nuestra oferta.

—Tú lo haces muy simple.

El rostro de Michael se puso tenso un instante.

—Es simple. Eres tú la que lo está haciendo difícil —entrecerró los ojos con
gesto especulativo—. A menos que… aún estés enamorada de él.

—Claro que no —replicó ella secamente.

Michael pareció no advertir la ansiedad de su voz.

—Bueno, entonces… —tomó el borde de la mesa con ambas manos y levantó


su cuerpo delgado—. Hagámoslo, Anne.

Ella se puso de pie confundida.

—No olvides la cuenta, querida —dijo Michael.

Anne la recogió de la mesa mientras pensaba que él no parecía advertir que la


dejaba asumir la prerrogativa masculina de pagar. Pero Michael era pragmático. Le
había dicho que si debía hacerse cargo de la noche, calentarían unos tallarines en el
horno y se quedarían en su apartamento, escuchando la música de John Cage.

A ella no le habrían importado los tallarines, pero no compartía la admiración


de Michael hacia el moderno compositor. Anne era una incurable fanática de los
románticos: Tachaikovsky, Brahms, Rachmaninoff. Michael siempre hacía bromas
sobre su inclinación hacia el pasado.

«Únete al resto de nosotros, los del siglo veinte», solía decir riendo.

Anne se volvió para ponerse el abrigo que Michael le había alcanzado, y en ese
instante vio a Ross. La luz de la vela realzaba los planos de sus cejas y echaba
sombras sobre los ojos oscuros. Estaba sonriendo ante un comentario de su
acompañante, la boca sensual levemente curvada.

Anne experimentó un viejo dolor nunca olvidado. Ross alzó la vista y la miró
largamente. No había sorpresa en su expresión. Debía haberla divisado al entrar al
restaurante.
Terminó de ponerse el abrigo y cuando se aprestaba a marcharse. Michael la
empujó levemente. Esbozó una sonrisa forzada y caminó dos pasos en dirección a la
mesa de Ross.

—Hola, Ross.

La mirada de él se posó en Michael. Su sonrisa se tornó más fría mientras se


levantaba de la silla.

—Hola, Anne.

La visión de Ross, tan guapo y viril como había lucido en la oficina esa tarde,
perturbó aun más a Anne. Vestía un traje gris que le quedaba perfecto.

Rápidamente, antes de perder coraje, ella dijo:

—Quiero presentarte a mi prometido, Michael Adams. Michael, él es Ross


Leyton.

Michael extendió la mano entusiasmado.

—Es un placer conocerlo, señor Leyton. Felicitaciones por la compra de


Cristales Runford.

Ross inclinó la cabeza brevemente.

—Les presento a mi asistente, Nancy Hutchinson.

La mujer se volvió hacia Michael y sonrió. Él se adelantó y le estrechó la mano


complacido.

Por el tono de voz de su prometido, Anne supo que estaba diciendo algo
halagüeño y efusivo, pero las palabras parecían mezclarse como una música sin
forma, como un sonido sin sentido. Los ojos de Ross estaban sobre ella, siguiendo la
abertura de su abrigo hasta la cintura.

—Siéntense y beban un trago con nosotros —dijo Ross en tono natural.

—No, gracias, ya nos íbamos…

—Pero es temprano —la interrumpió Michael—. Podemos quedarnos a beber


un trago.
Con tres rápidos pasos fue hasta el otro extremo de la mesa y se sentó junto a
Nancy Hutchinson, dejando a Anne ante la única alternativa de observar cómo Ross
le ofrecía una silla a su lado.

Una música se escuchó en ese momento y Anna reconoció la melodía. Era una
canción que había sido popular cuando ella tenía diecisiete años.

—¿Puedo ayudarte con el abrigo?

La voz profunda de Ross se alzó por encima de la música. Anne se volvió


hacia él con una sonrisa forzada.

—Sí, claro.

Anne hizo un movimiento para colaborar con la tarea, pero la manga de su


chaqueta se atascó y antes de que pudiera protestar, los dedos de Ross se deslizaron
sobre su muñeca para liberarla.

Un temblor placentero ascendió por su brazo. De inmediato se recordó que ese


gesto de Ross no podía significar nada para ella. Era su cuerpo el que no aceptaba la
realidad.

Se volvió hacia Michael buscando ayuda, pero él estaba enfrascado en una


conversación con Nancy Hutchinson. La mujer era una atractiva rubia de la misma
edad de Anne o quizá algo mayor. La túnica blanca que vestía era sostenida por dos
tiras sobre los hombros, los cuales brillaban con el bronceado dorado de California.
El cabello suelto caía por momentos sobre su rostro.

Anne se preguntó si esa bella mujer sería la amante de Ross. Tenían un aire de
pertenencia mutua, dos personas exitosas que sabían adonde iban.

Ross la estaba mirando con un fulgor extraño en los ojos. Anne se movió
incómoda en el asiento cuando él alzó la mano para llamar al camarero.

—Queremos dos copas más, por favor —dijo con la cortante frialdad de
alguien acostumbrado a dar órdenes.

El camarero asintió con la cabeza y se marchó. En pocos segundos regresó con


las copas sobre una bandeja circular.

Mientras el hombre servía el vino, Anne recordó que ya había ingerido su


medida de alcohol por la noche. Pero una copa de cristal servía también para
ocultarse.
El líquido bajó por su garganta, frío y sabroso con el gusto de las uvas.
Indudablemente se trataba de una bebida para conocedores. Deslizó los dedos sobre
la copa, consciente de que necesita algo a lo cual aferrarse ante la evocativa presencia
de Ross Leyton.

—¿No es precisamente cristal de Runford, verdad? —esas suaves palabras no


interrumpieron la conversación de Michael con la asistente de Ross.

—¿Qué sabes tú sobre el cristal de Runford?

Las pestañas oscuras cayeron sobre los ojos de Ross mientras fijaba la vista en
su mano.

—Sé que el cristal se hace con potasa y arena, dos minerales opacos que se
vuelven transparentes con el calor. Sé que la claridad del cristal depende de la pureza
de los materiales utilizados. Y de la cantidad de plomo. Y también sé que es el
contenido de plomo lo que da al cristal de Runford un tono similar al de una
campanilla cuando se golpea con una uña, un tono que es característico del buen
cristal.

—¿Has estado haciendo tus deberes, verdad?

—Nunca emprendo algo arriesgado sin una investigación previa.

Anne vaciló un instante. Luego, aprovechando el coraje que le daba el vino, le


dijo:

—¿Puedo preguntarte algo?

Ross asintió con la cabeza.

—Puedes preguntarme cualquier cosa, pero me reservo el derecho a responder


hasta que haya escuchado la pregunta.

—¿Mi padre estableció contacto con el tuyo o fue a la inversa?

El permaneció callado y cuando Anne pensaba que no iba a responderle, dijo:

—Enviamos un representante a ver a tu padre cuando supimos que buscaba


un comprador —hizo otra larga pausa antes de proseguir— Nuestro representante
tenía instrucciones de ofrecerle el doble de la cantidad que otro interesado ofreciese.

—¿Cómo es posible? —exclamó Anne sin poder disimular el dolor de su voz.


Él enarcó una ceja.

—Así trabaja el sistema de la libre competencia. Aquel que tiene el dinero para
comprar, compra.

—Y tú también me compraste a mí.

Ross le tomó la muñeca.

—Pensé que tu padre te había aclarado que tú no eras parte del trato.

—Debiste imaginar que me sentiría obligada.

—Lo esperaba, pero no lo daba por seguro.

Súbitamente, Anne advirtió que Michael y Nancy Hutchinson habían


interrumpido la conversación y estaban observando la mano de Ross sobre la suya.
La apartó con brusquedad y la llevó hacia su regazo.

—Ustedes dos parecen estar recuperando el tiempo perdido —comentó


Michael—. ¿Le contaste a él que cambiaste de idea con respecto a la visita a tu madre,
querida?

—No estoy segura…

Michael la interrumpió rápidamente.

—Si aún está usted en la ciudad mañana a la noche, tal vez quiera asistir al
recital de la escuela. Tocarán algunos alumnos muy talentosos Una alumna de Anne
en particular, tiene condiciones para ser concertista de piano.

Ella miró a Michael sin poder creer que estuviese usando de la extorsión
emocional. Le recordaba a Dina, forzándola de esa forma a tener en cuenta la
conversación anterior. La música de fondo cambió, tornándose moderna y ruidosa.

Anne dirigió sus palabras a Ross.

—Necesito hablar contigo sobre ciertos… detalles. Mañana tengo una hora
libre entre las diez y las once. Si vienes por mi oficina…

Él meneó la cabeza con pesar.

—Lo siento. Es imposible.


El rostro de Michael demostró su desagrado. Ross lo estudió brevemente antes
de hablar.

—Si no te importa terminar antes la noche, yo podría pasar por tu casa


después de llevar a Nancy.

—No, preferiría que no —dijo ella, pero Michael volvió a interrumpirla.

—Sabes que no me gusta salir hasta tarde la noche anterior a un recital —se
volvió hacia Ross—. Arregle una hora. Yo la llevaré a su casa.

Ross sugirió las once y Michael asintió sin vacilar. Pocos después le propuso
que se marcharan.

Anne no dijo nada mientras salían, pero al llegar a la calle, señaló:

—Michael, no permitiré que me manejes de esta forma.

—No hago más que apurar algo que tú ya has decidido —sus palabras eran
tan cortantes como el viento frío de la noche.

Anne subió al auto, puso en marcha el motor y partió.

—¿Estás enojada conmigo? —preguntó él.

—¿Cómo quieres que esté?

—No sé —contestó Michael—. Eres tan fría y controlada que no te creía capaz
de enojarte.

Ella lo miró azorada.

—¿Es así como me ves? ¿Una suerte de robot insensible?

—Tal vez sí, un poco… —murmuró él en tono pensativo.

Anne se resistía a creer en sus palabras. Pero él no estaba riéndose. Aferró el


volante y contempló la noche con una sensación de inquietud. El fulgor azul de la
lámpara de una granja brillaba en una colina lejana.

¿Dónde estaba su rayo de luz? ¿Dónde estaba la lámpara que la protegía de las
sombras de los recuerdos?

Al detener el auto frente a la casa de Michael, él intentó besarla.


—No —dijo Anne empujándolo levemente con las manos.

Él se apartó de inmediato.

—Te veré mañana entonces —masculló mientras se bajaba del auto. Caminó
con paso firme por el sendero. Luego, al notar que ella no se había movido, se volvió
y la saludó alzando una mano. Su cabello rubio centelleó bajo la luz del porche.

Anne permaneció inmóvil un instante, mirando el lugar donde él había


estado.

Sólo cuando entró a su casa, advirtió que había recorrido las calles casi
inconscientemente, y no conservaba ningún recuerdo de lo que había hecho.

Se detuvo unos segundos en la sala. La luz de la luna se filtraba por las


ventanas en el mundo azul y turquesa que ella había creado y lo convertía en un
lugar oscuro, misterioso, donde sólo resaltaban las esculturas de cristal.

El discóbolo con su cuerpo viril desnudo en una posición tensa, dominaba la


sala. Caminó hasta la mesa y deslizó sus manos sobre los músculos de los hombros.
Las formas vigorosas estaban allí, pero en frío cristal.

Apartó las manos de la escultura y fue hasta el costado del sofá para encender
la lámpara de pie. Se sentó sobre los mullidos almohadones y esperó.

Esperó que los pensamientos le llevasen las imágenes que no podía ya


reprimir. Esperó los recuerdos del último verano en la isla…

Los sonidos llegaron primero. El chasquido del agua contra la playa y el


chillido de una gaviota. Luego fue el tacto, y la sensación de las islas Thousand
regresó a su mente. Se quitó los zapatos y alzó las rodillas hacia el pecho. Podía
evocar el aroma del agua, y los árboles y el pasto, todo mezclado e inevitablemente…
Ross…

Él había llegado tarde aquel verano. Anne había estado con su madre durante
dos semanas, y ya no toleraba el aburrimiento. Estaba cansada de ir de pesca sola,
cansada de nadar sin tener que evitar los intentos de Ross para asustarla, cansada de
sentarse sin su compañía en las largas tardes. Había tratado de llenar las horas pero
su madre no la ayudaba demasiado. Distraída y molesta ante la presencia de la hija,
la mujer se veía casi aliviada cuando Anne tomaba un libro y se marchaba al muelle.
Esa tarde, el imponente crucero que pertenecía a Carson Leyton, se divisó en
el río. Anne dejó el libro a un costado y se detuvo en el borde del muelle, observando
con nerviosa anticipación. Ross había llegado.

En pocos minutos el ancla caía desde la cubierta y una canoa se acercaba al


muelle, llevando a Ross y a su padre. Anne agitó el brazo sobre la cabeza. Ross
respondió su saludo y luego bajó la mano hacia el remo.

Carson Leyton fue el primero en bajar. De inmediato le pregunto por su


madre. Anne le respondió que estaba bien, y que podía encontrarla en la cabaña.

Poco después, cuando Ross se acercó a ella y la invitó a caminar por la isla,
Anne se olvidó de Carson Leyton y aceptó complacida.

Mientras recorrían la isla, Anne le contó que se había aburrido durante su


ausencia. Ross se veía más sereno, era evidente que había cambiado en ese año.
Parecía más maduro y adulto que el verano anterior. Era un hombre… un hombre
con necesidades. La idea estremeció a Anne. Recogió una hoja de arce y la frotó entre
sus dedos.

—¿Qué es eso?

Anne alzó la vista y contuvo el aliento. Los ojos grises de Ross tenían un brillo
misterioso.

—Simplemente una hoja. Siento… lástima por ella.

—¿Por qué cayó al comienzo del verano y no al final?

Ella sonrió.

—Sí. ¿Cómo lo supiste?

El brillo se hizo más intenso, hasta que Ross desvió la mirada y alzó los ojos
hacia el cielo, como si estuviese interesado en el vuelo circular de una gaviota.

Anne lo contempló largamente, hechizada por la rígida línea de su garganta,


expuesta a la vista de ella por una camisa abierta. En ese momento sintió que su
propia garganta se cerraba.

Ross bajó el mentón y dejó que sus ojos, ahora despejados de aquella extraña
expresión, se posaran brevemente sobre ella.
—¿Cómo no voy a saber lo que piensas? —le preguntó con una débil sonrisa
—. Hemos sido amigos por mucho tiempo, ¿no?

—Sí, claro —asintió ella y se volvió para patear una rama que estaba enterrada
junto a sus pies. En ese momento creyó que con el regreso de Ross las cosas volverían
a la normalidad.

Pero eso no ocurrió. En las excursiones de pesca, Ross se mostraba frío,


distante. Permanecía en un extremo del bote y la ubicaba a ella en el otro. Si Anne se
acercaba, él trataba de apartarse. Parecía haber desarrollado una profunda aversión a
cualquier clase de contacto físico.

El cuerpo y la mente de Anne sufrían ese rechazo, después de tantos años de


libertad para tocarlo y ser tocada. A llegar el fin de semana, ella decidió tomar el
problema en sus manos.

Habían adquirido el hábito de ir de pesca muy temprano en la mañana,


cuando la niebla cubría el río y el sol era apenas un destello rojizo en el horizonte.
Anne se vistió y lo encontró en la ribera.

—Bueno, vamos —le dijo él en tono impaciente, y tal como había ocurrido
durante la semana, no la miró al hablar.

Anne caminó hacia el muelle.

—No. No iré contigo.

Ross dejó de tirar del malacate y la miró fijamente.

—¿Qué quieres decir?

Anne estaba a un metro de él. Irguió el mentón y se dispuso a dar batalla. La


silueta de Ross se recortaba contra el cielo rojo, y una expresión irritada le
ensombrecía el rostro.

—Ve tú solo —le dijo Anne en un tono tan frío como la brisa de la mañana—.
Estoy segura de que disfrutarás de tu propia compañía más que de la mía.

—¿Cómo sabes lo que disfrutaré? —la pregunta fue formulada con palabras
llenas de indignación.

El orgullo herido de Anne hizo aflorar su ira.


—Es evidente, ¿no? No me has dirigido una palabra civilizada desde que
llegaste. No puedes tolerar que yo esté cerca, o que te toque —su rodillas vacilaron,
pero logró mantener el control— Al menos puedes ser honesto conmigo. Dime si soy
demasiado joven para tus gustos… sofisticados…

Ross soltó la rueda del malacate. El bote cayó al agua y luego golpeó contra el
muelle. Un ruido sordo retumbó sobre el río en la quietud del mañana. Él bajó los
brazos y dio un paso hacia adelante.

—¿Qué sabes tú sobre mis gustos sofisticados?

Ella no podía ceder.

—Lo suficiente. Yo…

Ross la tomó con sus brazos.

—Tú no sabes nada sobre mis gustos, pero tal vez ya sea tiempo de que
aprendas…

El cuero de su chaqueta la entibió. Anne dio una paso hacia atrás, alzó las
manos defensivamente, pero ya era demasiado tarde. Él le aferró los hombros y la
estrechó contra su cuerpo.

Un instante después se apoderó de los labios de Anne con una seguridad viril
que ella no había experimentado al besar a otros muchachos de su edad.

Ross alzó la cabeza.

—Deja de luchar, maldición. Tú fuiste la que provocó esto. Abre la boca.

La mano vigorosa de Ross le aferró la base del cuello. No podía moverse. No


podía respirar. El rostro de él se acercaba nuevamente.

Cometió el error de decir no. La boca de Ross se apoderó entonces de aquello


que le era negado. Su lengua exploró la húmeda dulzura de los labios con deliberada
lentitud.

Luego, cuando la resistencia de Anne se atenuó, él pareció recompensarla con


atrevidos, incitantes movimientos de su lengua que suscitaban escalofríos y
temblores.

Anne apartó las manos de su pecho y las deslizo por debajo de la chaqueta, sin
pensar en nada que no fuese el apremiante deseo de tenerlo cerca, más cerca…
Ross se sobresaltó. Sus brazos cayeron al costado del cuerpo.

—Ahora conoces mis gustos —murmuró. Las miradas se encontraron y un


doloroso silencio vibró entre ellos—. ¿Vienes a pescar conmigo?

Ella meneó la cabeza, consciente de que una mañana junto a Ross sería una
larga tortura.

Un gesto de dolor relampagueó en el rostro de Ross.

—Tienes razón, claro. Yo sabía que si alguna vez te tocaba, iba a perderte.

Se dio vuelta hacia el río. Su cabello oscuro fulguraba bajo los rayos del sol. Se
veía vulnerable y solo. Y ese fue precisamente el momento en que ella supo que lo
amaba.

Caminó hacia él con sigilo y le rodeó la cintura con los brazos, apretando el
cuerpo contra su espalda.

Los músculos de Ross se endurecieron con la tensión.

—Te lo estoy advirtiendo, Anne. No soy un niño al que puedes besar, acariciar
y después decirle que no.

—¿Quieres que te bese, te acaricie y después te diga que sí? —bromeó ella en
tono suave.

—Basta —su voz áspera tenía una nota de dolor—. No sabes lo que dices.

Anne le aferró el hombro.

—Querido Ross —lo miró a los ojos y sonrió con expresión segura—. Quizás
no sea tan grande como tú, pero no soy una niña.

—Lo eres —replicó él—. Cualquier muchacha de doce años sabe más de sexo
que tú. Has pasado tu vida acariciando las teclas del piano.

Ella reaccionó indignada.

—Y soy demasiado inocente para ti, ¿verdad?

Ross apretó los dientes y cerró los puños como si fuese a golpearla.

—No te saldrás con la tuya, Anne. No lograrás que te toque nuevamente.


Un pensamiento surgió en la mente de Anne.

—Entonces te tocaré yo —alzó las manos y lo empujó hacia el costado con


violencia. Nunca habría tenido éxito si Ross no hubiese estado tan alterado como ella.
Tambaleó en el borde del muelle y cayó al agua pesadamente. Cuando volvió a
aparecer en la superficie, Anne le dio la espalda y se alejó.

Durante los días siguientes, Ross se mantuvo alejado de ella. Por noches se
quedaba en el crucero y ni siquiera bajaba para disfrutar de la cena preparada por su
excelente chef en la cabaña.

Mientras tanto, Anne practicaba en el viejo piano vertical de la sala golpeando


las teclas con frustración. Cierto día su madre le dijo:

—Anne, por Dios. ¿No puedes tocar algo suave? Chopin, Gottschali; cualquier
cosa. Estoy harta de Brahms.

—Lo siento, mamá —se levantó del piano y subió a su dormitorio.

No podía seguir así. Tenía que verlo. Se acercó a la ventana y contempló el


crucero anhelando que hubiese una forma… De pronto sintió un golpe de
inspiración. Se quitó la ropa y se puso el traje de baño verde.

Caminó hacia el muelle y se sumergió en el río. Con un pequeño paquete a


prueba de agua, se deslizó con movimientos suaves, tratando de no alertar a Ross.
Llegó a una pequeña plataforma en la popa del crucero y cuando se aprestaba a
deslizar una pierna sobre el bote, escuchó un ruido leve.

—¿Qué demonios estás haciendo? —gruñó Ross.

La sorpresa de encontrarse frente a él cuando estaba tan segura de que no lo


había detectado, casi la envía de espaldas al agua.

—Vengo a hablar contigo —le dijo manteniendo un tono desafiante.

Apartó un grueso mechón de cabello de su rostro y lo miró fijamente. Ross


parecía no haberse afeitado desde el día en que ella lo había empujado al lago. La
camisa arrugada y los viejos jeans le daban un aspecto descuidado.

—¿Qué te estás haciendo? Te ves horrible.


Él hizo un gesto de fingida aprobación.

—Gracias —sus ojos se posaron en el cuerpo húmedo de Anne—. Y tú te ves


maravillosa. Bueno, ahora que terminamos con las formalidades, saquemos este
condenado bote.

—Vine para decirte que lamento lo del otro día y para darte esto —llevó una
mano hacia el escote del traje y sacó el pequeño paquete. Eran varios billetes
envueltos en plástico—. Es para ayudar a pagar el arreglo de tu chaqueta. Sé que no
podrás usarla nuevamente hasta que la hagas limpiar.

—No quiero tu dinero —le dijo él con voz firme.

—Tú me acusaste de actuar como una niña y… —alzó una mano— tenías
razón. Ahora déjame hacer algo adulto. Es una pequeña contribución para el pago de
la limpieza.

Le alcanzó el dinero sin apartar la vista de él.

—Tómalo, Ross, por favor. Así sabré que me has perdonado —después le
dejar los billetes sobre la palma de su mano, respiró hondo y dijo—: Bueno, será
mejor que me vaya.

Se volvió hacia un costado, rogando que él no la dejara ir.

—Anne..

—¿Sí?

—¿Quieres un café?

Ella sonrió.

—¿Es una oferta de paz?

Ross se alzó de hombros.

—Si quieres entenderlo de esa forma, sí. Y tal vez me afeite para celebrar la
ocasión.

—Está bien —dijo ella sonriendo.

—Necesitas esto —recogió una toalla de una de las sillas de la cubierta y se la


alcanzó.
—Gracias.

Ross no se movió mientras ella se envolvía en la toalla y la cerraba sobre los


senos.

Luego masculló algo en voz baja y bajó la escalera.


Capítulo 4
—Anne, por Dios. Hay alguien en la puerta. ¿Vas a atender o tengo que ir yo?

El pasado se esfumó de su mente. Alzó la vista hacia Shari desde sillón. La


muchacha estaba en la escalera, apoyada en el pasamano, con su cabello oscuro
fulgurando bajo la luz del pasillo. Se había puesto la bata sobre su camisa de dormir.
El número de Jeff Overholzer, el cincuenta y cuatro, estaba bordado en color rojo
sobre los bordes. La bata no alcanzaba a atenuar la forma plena de los pequeños
senos de Shari. Seguramente había estado leyendo. Llevaba sus aborrecidas gafas
que le daban un encanto muy especial, con algo de muchacha y algo de mujer.

—Hace cinco minutos que están tocando el timbre.

—Es alguien que viene a verme. Vuelve al estudio, Shari —se levantó del
sillón, tratando de mantener una actitud fría, despreocupada. Lo último que quería
era despertar la curiosidad de su hermana. Pero ya era demasiado tarde. Por la
expresión en el rostro de Shari, Anne supo que estaba muy intrigada.

—¿Quién viene a verte a esta hora de la noche? ¿Michael? —enarcó sus cejas
morenas con gesto inquisidor.

—No, no es Michael. Ve a tu dormitorio, Shari. No estás vestida como para


recibir a nadie.

Al escuchar que el timbre sonaba una vez más, Anne se volvió y caminó hacia
la puerta, convencida de que Shari desaparecería de la sala.

Abrió la puerta y los pensamientos sobre su hermana se esfumaron


súbitamente. La nieve había comenzado a caer, y detrás de Ross, el cielo estaba
oscuro, lleno de copos que parecían flotar en el aire. La sonrisa tenue de Ross la
transportó de regreso a la realidad.

—Adelante —le dijo con una voz carente de naturalidad. Se dio vuelta y lo
acompañó hasta la sala. Sus piernas se movían sin ninguna conexión con los procesos
de su mente. Con incredulidad y desagrado, vio que Shari no se había movido desde
su lugar en medio de la escalera.

Shari observó al visitante, esbozó una sonrisa radiante y bajó los cinco
escalones que la separaban del piso de la sala.

—Hola —sus dedos desnudos se hundieron en la alfombra. Había una mezcla


de inocencia juvenil y sabiduría femenina en la expresión con que miró a Ross
Leyton.
Anne se sintió indignada. Ross, por el contrario, se mostró amable.

—Hola.

—¿Tú eres Ross Leyton, no?

Anne se puso tensa ante la típica espontaneidad de Shari, pero Ross se limitó a
sonreír brevemente. La indignación de Anne aumentó. ¿Por qué no la había enviado
a su dormitorio cuando el timbre sonó por primera vez? ¿Por qué había corrido el
riesgo de exponer a su hermana menor a los encantos de Ross Leyton?

—Y tú eres Shari —su voz tersa no tenía el tono condescendiente que los
adultos suelen emplear cuando conocen a un adolescente.

Shari sonrió.

—Sí —dirigió una mirada triunfal a su hermana—. ¿Cómo lo supiste?

Una expresión divertida iluminó el rostro de Ross.

—Un proceso de deducción.

Shari echó la cabeza hacia un costado.

—¿Mi madre no te habló de mí?

—Sí —admitió Ross—. Pero su información está fuera de época. Te recuerda


como una niña pequeña —sus ojos recorrieron el cuerpo de Shari— No como la joven
mujer que eres ahora.

Las mejillas de Shari se ruborizaron.

—¿Cómo está mi madre?

Ross hizo una pausa, como si tuviese que considerar una respuesta cautelosa.
Miró brevemente a Anne y luego dijo:

—Bastante bien.

—Me alegro —dijo Shari sin advertir el tono vacilante de su voz—. ¿La ves a
menudo?

—No tan a menudo como quisiese.


—Dame tu abrigo —interrumpió Anne con voz fríamente cordial—. ¿Quieres
un trago?

—No, gracias —contestó Ross volviéndose hacia Anne—. El vino de la cena


fue suficiente.

Shari observó a Anne con expresión irritada.

—Creí que salías con Michael.

—Me encontré con tu hermana mientras cenaba con mi asistente —su sonrisa
amable aumentó la ira de Anne—. Si hubiese sabido que estaba sola aquí, te habría
invitado a acompañarnos.

Shari se volvió hacia Anne y le dijo:

—Bueno, ¿lo vas a invitar a sentarse y nos vamos a quedar al pie de la escalera
toda la noche?

Anne tuvo que contener varias respuestas mordaces que se le ocurrieron.

—Sí, claro —extendió una mano en dirección al sofá.

Ross se sentó en un extremo, y ante la sorpresa de Anne, Shari se ubicó junto a


él.

—No me parece justo que Anne tenga la oportunidad de hablar nuevamente


contigo y yo no.

Anne tuvo que esforzarse para no decirle que se cerrase la bata. Si Ross
comentaba algo sobre los deseos de su madre, tendría una poderosa aliada. Podía
adivinar que ese pensamiento surgía en la mente de él.

¿Por qué conservaba la habilidad para discernir lo que Ross pensaba después
de tantos años? Aún podía leer el significado de sus cejas enarcadas y de los labios
apretados como si fuesen los símbolos de una mapa. ¿Por qué no había olvidado la
forma en que sus pensamientos siempre parecían marchar paralelos como los carriles
de una carretera?

—Me quedaré unos días en Runford, Shari. ¿Te gustaría cenar conmigo alguna
noche?

Anne sintió un nudo en el estómago. No pudo evitar que su mano se alzara en


un gesto delator. Shari le daba la espalda, pero Ross advirtió ese leve movimiento.
—La invitación incluye a tu hermana, por supuesto.

Shari murmuró su desagrado mientras Anne trataba de mantener la


compostura. Si rechazaba la invitación dejaría el terreno libre para que Ross
alimentara el deslumbramiento de Shari. Si no la rechazaba, tendría que verlo
mientras ejercitaba su encanto con Shari una noche entera. Pero estar allí era
infinitamente mejor que no estar.

—Sí, está bien —murmuró Anne.

Ross sonrió y se volvió hacia Shari.

—Fijemos una noche. Ya que mañana es el recital, ¿qué te parece el sábado? A


menos que ya tengas una cita…

Shari meneó la cabeza.

—La noche del sábado está muy bien.

—Magnífico —aprobó Ross en tono alegre—. Ahora necesito hablar con tu


hermana a solas, querida —extendió la mano y le corrió las gafas hacia atrás—. ¿No
tienes tareas que hacer?

—Anne y yo no tenemos secretos —objeto Shan—. Deja que me quede.

Ross meneó la cabeza.

—Tú y yo no mantenemos el mismo pacto, y lo que debo decir es solamente


para los oídos de tu hermana.

Su tono era firme. Dejó que el silencio creciese y apoyó la espalda contra el
sillón. Le estaba diciendo sutilmente que la creía una muchacha razonable que haría
lo que él deseaba.

Shari estudió su rostro y comprendió que no tenía otra alternativa que ceder
dócilmente. Se puso de pie y dijo:

—Bueno, te veré el sábado entonces —al llegar al pie de la escalera, se volvió


hacia Ross—. ¿Cómo debo vestir?

—Lleva algo vistoso.

Shari esbozó una sonrisa brillante y subió la escalera.


—Magnífico. Nos vemos.

Una vez que Shari desapareció de su vista, Anne se sintió invadida por una
mezcla de alivio y temor. Era bueno saber que Shari estaba lejos de Ross por el
momento, pero no quería encontrarse a solas con él.

Se movió con nerviosismo en el sillón y dijo:

—Gracias por no complicarla en esto.

Las sombras que caían sobre el rostro de Ross le impidieron leer su expresión
fría esta vez.

—La decisión tiene que ser tuya. ¿Ya lo pensaste?

Anne suspiró.

—Sí.

Ross no cambió su posición relajada. Se cruzó de piernas y habló con esa voz
profunda que ella nunca había olvidado por completo.

—Tu decisión no parece estar motivada por un cambio de tus sentimientos.


¿Puedo preguntarte por qué dices que sí ahora después de haberte negado en una
forma tan terminante esta tarde?

Ella apretó los dientes.

—Mi padre aporta quince mil dólares al año a la Escuela de Música de


Runford. Iré a visitar a mi madre si tú aceptas continuar con esa ayuda.

Un tenso silencio reinó en la sala. Él la miró largamente y luego dijo:

—No puedo creer que ésa sea una idea tuya.

Ella se sobresaltó.

—¿Te resulta tan difícil creer que la escuela significa mucho para mi?

Ross se puso de pie y caminó hacia ella lentamente. Había algo amenazador en
su andar felino.

Anne echó el cuerpo hacia atrás, pero él extendió los brazos y la levantó del
sillón.
Los dedos fríos la sostuvieron con firmeza impidiéndole escurrirse de esa
posición.

—Creo que te idealicé en estos años —sus ojos fulguraron sobre el rostro de
Anne—. Nunca hubiese creído que la muchacha tierna y adorable que conocí era
capaz de pensar algo así.

Anne emito una risa áspera.

—Tú y mi madre me enseñaron bien. No puedes acusarme si retribuyo la


misma consideración que recibí de ustedes dos.

El rostro de Ross se puso tenso.

—Sabía que no ibas a pensar bien de mí, pero no hagas lo mismo con Leora…

«¡Pensar bien de ti!»

—¡Te detesto y te desprecio! —exclamó Anne con palabras encendidas de ira.

Ross la estrechó contra su cuerpo.

—Hubo circunstancias, cosas que ocurrieron aquel verano que me impidieron


comunicarme contigo nuevamente. Hubo un malentendido…

—¿Te refieres a la relación de mi madre con tu padre? —lo contempló


fijamente—. Al menos siento respeto por él. Se quedó junto a mi madre. Se casó con
ella. No dejó que esperara y anhelara y soñara y…

—Anne…

—Suéltame —su voz fría no parecía surgir de la garganta. Como única


respuesta, Ross aumentó la presión sobre su brazo—. ¿Tu respuesta es sí o no?

Estaba desesperada por terminar con ese horrible asunto, desesperada por
escapar de la presencia inquietante de Ross y de esos dedos firmes que le apretaban
el brazo.

Ross dejó caer su mano.

—Sí, acepto tus términos —el rostro tenía una expresión inescrutable.

Anne tuvo que esforzarse para reprimir una respuesta emocional.

—Quiero que lo pongas por escrito.


Un músculo se movió en el costado de su rostro.

—Eso no será necesario.

Anne no podía ceder ahora que la victoria estaba tan cerca.

—Haré que un abogado prepare un escrito y te lo alcance pasado mañana —le


dijo en tono seguro—. No habrá ningún arreglo sobre el viaje hasta que tú y yo
hayamos firmado el documento.

Tenía plena conciencia de la dureza de sus palabras, pero era la única forma.
Tenía que anular sus sentimientos si quería terminar con ese asunto.

—Anne, por Dios…

—No —insistió ella, aborreciendo la frialdad de su voz—. Quiero que todo sea
hecho formalmente —mantuvo una mirada desafiante—. De esa forma no habrá…
malentendidos.

Los ojos grises de Ross cobraron una expresión sombría.

—Me parece que la expresión adecuada sería pago al contado.

Anne se estremeció ante esas condenatorias palabras, pero logró disimular su


dolor.

—Llámalo como te guste. El hecho es que quiero un contrato con Western


Data antes de que Shari y yo nos movamos de esta casa.

Anne lo observó atentamente y de pronto tomó conciencia de que Ross se


había convertido en un extraño. Lo recordaba como un tierno compañero. Pero
habían pasado diez años, y diez años era un tiempo muy largo.

Ya no lo conocía. La comunicación que había sentido un rato antes era una


ilusión. Estaba enfrentando a un hombre, un hombre poderoso y maduro que dirigía
una gran empresa, un hombre cuyas decisiones afectaban la vida de miles de
personas. Él pasaba días, semanas y meses en reuniones y conferencias, negociando y
maniobrando, e indudablemente era mucho más adepto a esas cosas que ella.

La ira de Ross parecía flotar en el aire, y su existencia era tan concreta que
Anne temió que perdiera el control y la atacara.

—Lo tendrás —extendió el brazo por detrás de ella para recoger su abrigo,
esbozando una sonrisa sarcástica al advertir que echaba el cuerpo hacia un costado
—. Buenas noches. Te veré en el recital mañana por la noche. No te molestes en
acompañarme. Conozco el camino.

La miró con expresión burlona y salió de la casa cerrando la puerta tras de sí


con suavidad. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, ese gesto le molestó
tanto como si hubiese cerrado con un portazo.

Unos minutos después fue a su dormitorio sigilosamente, tratando de evitar


un encuentro con Shari. Su corazón latía con fuerza. Había ganado. Ross había
accedido a sus demandas. Lo peor había terminado.

«¿Termino?» le dijo una voz interior. «Escucha a tu corazón. Está batiendo


como un tambor después de estar veinte minutos con él. ¿Cómo harás para estar días
enteros en su compañía?»

«Debo limitar el tiempo a una semana», reflexionó Anne con desesperación.


«Sólo una semana».

La misma voz se encargó de responder.

«¿Crees que eso te salvará? Estuviste menos de una semana con él en las
islas…»

Anne se desvistió y deslizó su cuerpo tenso entre las sábanas. ¡Cuánto se


arrepentía de no haberse alejado del bote aquel día en vez de quedarse a beber café!

Aún creía escuchar su voz profunda diciéndole:

«¿Cómo está el café?»

Se había vestido y cambiado de ropa y ahora estaba sentado frente a ella en el


pequeño comedor ubicado bajo la cubierta. Apoyó la espalda contra un almohadón
de terciopelo y esperó su respuesta.

Ella sonrió.

—Magnífico. Tú serías un excelente esposo para cualquier mujer.

Un gesto serio apareció en el rostro de Ross, y no la sonrisa que ella esperaba.


Luego los invadió un extraño silencio. Consciente de que había dicho un disparate,
Anne desvió la vista y jugó con su taza.

Un rato después irguió la cabeza y observó que Ross estaba sumido en sus
pensamientos. Vestía pantalones claros y una camisa blanca que dejaba expuesto el
pecho bronceado y el vello moreno. El panel de caoba a sus espaldas lo hacía
aparecer más primitivo y masculino que nunca.

Anne apeló a todo su coraje para esbozar una sonrisa despreocupada.

—Yo… cambié de idea con respecto a la excursión de pesca. ¿Podemos ir


mañana?

Ross pareció luchar contra sí mismo.

—No.

—¿Por qué no? —las palabras sonaron con una nota de naturalidad, pero los
ojos de Ross se negaban a mirarla.

—Me voy mañana.

Anne bajó la cabeza al sentir que las lágrimas afloraban en sus ojos.

—¿Por mí?

El barco se meció suavemente. Al no obtener, respuesta, ella alzó la vista y


descubrió que Ross la estudiaba con expresión atenta. Sin preocuparse por sus
lágrimas le dijo:

—¿Es verdad?

Ross apretó los labios.

—Sí, es verdad —vaciló un instante y luego le tomó la mano— Anne, por


Dios, trata de entender.

—Oh entiendo muy bien. Entiendo que el hecho de que aceptaras mi disculpa
y me invitaras a beber café no significa que algo haya cambiado, el mensaje sigue
siendo el mismo. ¡Me quieres fuera de tu vida! —apartó la mano para enjugar el
llanto—. Bueno, deja de preocuparte. Nunca volveré a molestarte. ¡Nunca!

Una furia salvaje la invadió. Se levantó de la mesa y trató de escapar, pero


Ross se lo impidió, interponiéndose en su camino antes de que pudiese dar un paso.
La tomó entre sus brazos y le dijo:

—Anne, no nos separemos de esta forma.


Ella luchó un momento, pero enseguida comprendió que estaba donde quería
estar, en los brazos de Ross. Una sensación de excitación la hizo vibrar.

—Ross… —murmuró hundiendo la cabeza en su hombro—. Oh, Ross… —el


corazón de él latía contra sus senos. Un sentimiento de dicha la conmovió. Alzó la
cabeza y sonrió deleitada… hasta que vio el rostro de Ross.

—Ross —le dijo con una voz suplicante que siempre iba a recordar—. Quiero
que me hagas el amor, Ross. Quiero ser tuya. Ya lo soy, de todas formas. Siempre lo
he sido.

Él no se inmutó. Su mirada se mantuvo firme y helada.

—No.

—¿Estás tratando de convencerme a mí o a ti mismo? —deslizó un dedo por el


borde de su oreja y lo sintió temblar.

Con una audacia que ella misma desconocía se inclinó hacia adelante y le rozó
el cuello con la lengua. Ross parecía estar paralizado por esa exploración sensual, que
ahora se extendía a la mejilla y al borde de los labios.

—Si eso te hace sentir mejor, puedes darme un sermón sobre lo joven que soy
para ti, y cómo debo concentrarme en mi promisoria carrera… —cada frase era
subrayada con un beso en los labios—. Y que realmente no se lo que hago… —su
lengua se posó sobre la boca de Ross.

—Hay algo más que podrías agregar a la lista —murmuró él apartándola con
firmeza—. Me gustaría recordarte que una verdadera mujer deja que el hombre
piense que es su idea —su voz se tornó agresiva—. ¡Ahora olvida tus trucos
seductores y vete de aquí!

Un dolor intolerable estalló dentro de Anne. Se alejó de él, corrió hacia la


escalera y subió a la cubierta.

El golpe de sus pies sobre la madera resonaban en su mente, pero no había


pensado ir hasta el borde y saltar. Sólo advirtió lo sucedido cuando el agua
estremeció su cuerpo acalorado. Y tampoco había planeado quedarse bajo la
superficie. Simplemente dejó de luchar para flotar como habría hecho en otras
circunstancias. ¿Cuál era la diferencia si lo hacía?

Sus pulmones parecían estallar pero ella ignoraba esa dolorosa sensación. Se
abandonó por completo a ese extraño estado de aturdimiento, el tiempo pareció
detenerse para flotar con ella… hasta que encontrase un sitio en el río donde
esconderse para siempre… Unas manos duras le aferraron el brazo y la arrastraron
hacia afuera con una fuerza irresistible.

Cuando su cabeza emergió del agua, Anne sintió una mano sobre espalda.

—Maldición, respira. ¡Respira!

Ella obedeció sólo porque pareció menos doloroso que sufrir otro golpe de su
mano. Los dedos de Ross eran prensas de hierro sobre sus hombros.

—Me estás lastimando —protestó ella.

Ross la cargó en el bote y le dirigió una mirada penetrante.

—Tienes suerte de que no te mate. Pon tus pies aquí —se arrodilló junto a ella
y terminó de tenderla sobre el barco.

Al advertir que Ross se movía junto a ella, Anne trató de levantarse. La voz de
él estalló en sus oídos.

—¡Dios mío! ¡Eres más tonta de lo que había imaginado!

El deseo de agredirlo era incontenible.

—Es verdad —replicó con voz áspera—. Soy tan tonta que me enamoré de ti.

No tuvo tiempo para ver la reacción de Ross. Una sensación de náuseas la


obligó a buscar el borde del barco.

Él la dejó mientras buscaba alivio, y cuando la crisis terminó, la tomó del


brazo y la ubicó sobre el asiento. Luego se apartó brevemente y regresó con una
toalla húmeda con la que le limpió enrostro.

Anne permaneció inmóvil como si fuese una criatura y dejó que Ross la
manejase, azorada ante el cambio brusco de su actitud. Ni siquiera se había
molestado en secarse con la toalla. La camisa húmeda se ceñía sobre su pecho y su
espalda. Los pantalones también estaban empapados.

Cuando Anne demostró que se había recuperado, Ross se arrodilló junto a ella
y apoyó la cabeza morena sobre su muslo.

—Nunca más vuelvas a hacerme eso —le dijo como si hablase desde muy
lejos.
Anne perdió la conciencia del tiempo que permanecieron allí, tocándose sin
decir nada. Finalmente, Ross se puso de pie.

—Ven conmigo —le dijo con voz suave—. Te conseguiré algo para que te
vistas y te llevaré a tu casa en el bote.

Ross se adelantó y la guió escaleras abajo hacia el pequeño dormitorio en la


proa del barco.

—Puedes usar una de mis camisas y un par de jeans con un cinturón.

Anne llevó las manos hacia las tiras de su traje de baño. Lo bajó hasta las
caderas y se lo quitó.

—Ross.

Él se volvió.

Anne mantuvo su cabeza erguida, consciente de que lo había invitado a


deleitarse con la contemplación. Ross se tomó su tiempo. Los ojos viajaron por los
senos altos, el abdomen firme, los muslos sedosos.

—Si tú me lo dices, me vestiré y te dejaré.

Él permaneció inmóvil. Sus ojos descendían desde los hombros hasta los
tobillos y parecían beber la esencia de Anne.

Ella alcanzaba a percibir la lucha que libraba para contenerse. Dio un paso
hacia adelante y le desabrochó la camisa. Un quejido ahogado escapó de la garganta
de Ross cuando arrojó las ropas al piso y la tomó en sus brazos.

—Te he contemplado durante años —murmuró—, preguntándome cómo


serías cuando te convirtieras en una mujer, anhelando ser el hombre que te hiciese el
amor… —sus labios la besaron con una pasión que se adueñaba de aquello que
exigía.

Anne había pensado que se tomaría cierto tiempo para compensar su


inexperiencia. Nada de eso ocurrió. La lengua de Ross exploró el interior de su boca
mientras las manos buscaban la curva deliciosa de la espalda.

Cuando él la tendió sobre la cama, Anne sintió el roce de la seda contra su


espalda.

—Ross, el cobertor. Mi cabello está mojado.


—Al demonio el cobertor —murmuró él con una intensidad conmovedora—.
Lo mandaremos con mi chaqueta —sus palabras tenían un matiz divertido.

Sus dedos descendieron por el cuello trazando un sendero de sensaciones


hasta los senos. Anne sintió que su corazón iba a estallar. Nunca había dejado que un
hombre le acariciara los pechos, la piel del abdomen, las formas de las caderas.
Cuando esa dulce agonía se tornó intolerable y se movió para escapar, Ross se tendió
sobre ella y murmuró:

—Eres increíblemente tierna y adorable. ¿Piensas que te dejaré ir ahora?

En ese instante, ella se sintió mujer.

Las caricias de Ross la convertían en una elemental y primitiva mujer que


buscaba el amor después de largos años de privación.

Dejó que sus manos recorrieran la piel húmeda del cuerpo de Ross. La textura
de los músculos vigorosos de la espalda suscitaban un placer delicioso.

En todo ese tiempo, las manos y la boca de él continuaron descubriéndola. Un


escalofrío la estremeció mientras aguardaba que los labios se posaran sobre los
pezones.

—Oh, Ross…

—Dulce, oh, Dios, eres tan dulce como yo te imaginaba…

La boca de Ross cubrió cada centímetro de su piel en aquel viaje maravilloso.

Una sensación de inexplicable timidez la invadió. Temía que su falta de


experiencia le impidiese darle el mismo placer que estaba recibiendo de él.

Ross emitió un quejido y hundió la cabeza en sus senos desnudos en un gesto


de ternura que la hizo sentir aliviada. Después de un largo rato habló con voz
profunda.

—Eres maravillosa, pero esto no debe ocurrir ahora.

Ella lo besó en los ojos.

—Ya no podemos volver atrás —musitó.

Él posó sus labios sobre la piel suave del cuello.


—No. No podemos volver atrás.

La boca se apoderó de sus senos, llevándola hacia una nueva explosión de


deseo. Las manos descendieron aun más, descubriendo su feminidad.

La suave firmeza con que Ross la acariciaba era la prueba más clara para Anne
de que él encarnaba al amante que siempre había soñado. Se olvidó de todo, salvo de
que existía para pertenecer a Ross eternamente.

—Ross, hazme tuya, por favor. Quiero pertenecerte.

Finalmente, él accedió a su súplica. Anne gimió de placer y dolor.

La posesión fue completa…

Aun después de haber descendido desde la cima del placer, Ross permaneció
junto a ella prolongado el éxtasis con besos suaves.

—Ross… —balbuceó Anne con esfuerzo.

—Hmmm… —sus dedos trazaban círculos sensuales sobre los senos


henchidos.

—¿Crees que alguna vez fuimos amantes en la Roma antigua o en Babilonia?

Él se apoyó en el codo y esbozó una sonrisa traviesa.

—¿Puedes vernos haciendo el amor en un palacio?

Ella respiró hondo.

—No importa lo que fuimos en el pasado. El futuro es lo que cuenta.

La expresión blanda en el rostro de Ross no daba indicios de sus


pensamientos. Inquieta ante su renuencia a hablar, ella le preguntó:

—¿Tenemos un futuro juntos, Ross?

Él la contempló largamente. Luego bajó la cabeza y le besó los senos.

—¿Me estás pidiendo que me case contigo?


Era difícil pensar con claridad con los labios de Ross en sus pechos.

—Yo… supongo que sí.

Ross pareció medir la respuesta.

—Ni siquiera tienes la edad necesaria para casarte. Necesitaríamos el


consentimiento de tus padres.

Las palabras de Ross encendieron las esperanzas de ella.

—Pero hace mucho que nos conocemos. Mi madre piensa que eres
maravilloso. ¿Por qué sería eso un problema?

—¿Cómo puedes estar segura de que quieres pasar el resto de tu vida


conmigo? Eres muy joven. Aún no has visto nada del mundo.

—No quiero ver el mundo —alzó la mano para acariciarle los rizos de la nuca
—. Sólo quiero estar contigo.

—Eres demasiado joven para saberlo.

—No haces más que repetir el mismo estribillo —le dijo ella secamente
mientras él continuaba excitándola con sus manos—. Al menos parezco tener la edad
suficiente para… ciertos aspectos del matrimonio.

—Eso es algo que no puedo discutir.

—¿Entonces?

Las manos de Ross comenzaron la rapsodia nuevamente.

—Déjame pensarlo.

Ella le besó el cuello con la punta de la lengua.

—¿Y pensaste en algo que podamos hacer mientras estás pensando?

—Sí —murmuró él—. Sí.

Finalmente, Anne se vistió con sus ropas, y él la llevó de regreso a la cabaña.


Al bajar de la canoa, se detuvieron en la ribera de la isla como dos extraños incapaces
de encontrar las palabras adecuadas.

—Me iré mañana como lo había planeado —dijo él.


—No. Por favor, no lo hagas.

—Debo hacerlo —insistió Ross en tono helado—. Necesito tiempo para pensar
en esto lejos de tí. Si aún sientes lo mismo dentro de un año…

—¡No! Seis semanas —exclamó ella con firmeza—. Cuando cumpla dieciocho
años.

—Por Dios, Anne, sé razonable. Aún estás en el colegio secundario.

—No me importa —afirmó ella—. Puedo terminar el colegio en California


después de que nos casemos. Te llamaré el veintiuno de octubre e iré a encontrarme
contigo el día siguiente.

Ross la estrechó con fuerza y la besó apasionadamente.

—Debí estar loco cuando te permití considerarlo —el viento agitó su cabello
moreno cuando se apartó de ella—. Anne, quiero que estés segura. Una vez que nos
casemos, nunca dejaré que te vayas.

¡Y ella le había creído! Hundió la cabeza en la almohada mientras recordaba


con dolor el día de su cumpleaños, cuando se había levantado con la certeza de que
hablaría con Ross, escucharía su voz y haría planes para estar con él.

Al llegar la tarde, hizo la llamada. La secretaria de Ross le dijo que él estaba en


una conferencia y que le hablaría en cuanto terminase.

Esperó toda la tarde, y la noche, hasta que llegó la madrugada…

Se fue a la cama pensando que se trataba de un error. Tenía que serlo. Ross no
había recibido su mensaje.

Pero al cabo de cinco días de intentos infructuosos por dar con él, la verdad
apareció ante sus ojos.

Ross había decidido que no quería casarse con ella.

Una vez desencadenados, aquellos terribles pensamientos continuaron en una


sucesión que desgarró su espíritu. Él nunca había querido casarse. La había
desalentado con argumentos sobre su juventud. Una mueca irónica le curvó los
labios. Ross había preparado todas las excusas. Ahora, con la claridad que le daba la
distancia, podía entender por qué la había dejado tan abruptamente, por qué le había
pedido que esperase un año.

Había planeado todo con verdadera astucia, dejándole una pequeña esperanza
que su secretaria se encargaría luego de destruir. Su madre partió la semana
siguiente.
Capítulo 5
A la noche siguiente, sentada con su padre en un pequeño bar atestado de
gente ruidosa y con aroma a pescado frito, Anne supo que era eso lo que necesitaba
para desterrar las imágenes de Ross de su mente, los sonidos y olores del mundo
real.

Era un placer ver a Tom Wheeler bebiendo cerveza de un pichel, y el rostro


sonrojado de Mary mientras trabajaba detrás del mostrador, corriendo para atender
los pedidos.

Prácticamente no había nadie en las mesas de madera a quien ella no


conociese. Había ido a ese bar con su padre todos los viernes desde la partida de su
madre.

Corrió hacia un costado el envase de cartón de las patatas fritas y se limpió los
dedos con la servilleta.

—Estaba delicioso como siempre. Gracias, papá.

Él alzó el vaso de vino.

—Fue un placer… como siempre —cerró los ojos y bebió un sorbo de vino.
Algunos mechones grises centelleaban en su cabello dorado.

Dejó el vaso sobre la mesa, aflojó su corbata y se desabrochó el primer botón


de la camisa. El traje azul se veía arrugado, evidenciando que había tenido un día
difícil.

—No te escuché cuando llegaste anoche —dijo él con expresión pensativa—.


¿Estuviste hasta tarde con Michael?

—Llegué temprano —Anne bebió su vino anhelando que él abandonara esa


clase de preguntas. Hacía mucho tiempo que había dejado de preocuparse por sus
horarios nocturnos.

—No parece que hayas dormido bien. Tienes círculos oscuros bajo los ojos.

Anne sonrió.

—Es imposible que los veas desde ese lugar. Debe ser tu imaginación.

Él hizo girar el vaso sobre la mesa.


—No creo que esté imaginando que has estado muy callada esta noche. ¿Estas
enojada por la venta?

—No. Yo… me doy cuenta de que tenías que hacerlo, y tal vez sea lo mejor
para todos. Lo acepto. Sucede que tengo muchas cosas en la cabeza, el recital y
todo…

—Ah, sí, el recital —su voz evidenciaba que no creía en lo que ella había dicho
—. Lo espero con mucha ansiedad.

Los labios de Anne se curvaron en una sonrisa.

Su padre era un músico frustrado a quien le encantaba presenciar las


ejecuciones de los estudiantes.

—Así que es el recital lo que pone ese gesto serio en tu cara, no el hecho de
que hayas aceptado ver a tu madre —echó el cuerpo hacia atrás, consciente del poder
explosivo de sus palabras. Las mejillas de Anne se ruborizaron.

—Ross te lo dijo —estaba indignada. Había planeado contárselo esa noche.

Él asintió.

—Esta mañana, cuando recorríamos la planta —al ver que Anne fruncía el
ceño, agregó—: No le eches la culpa a Ross. Yo le pregunté si tú habías aceptado.

Anne comprendió por primera vez que su padre, por alguna razón misteriosa,
deseaba que ella hiciese el viaje. Estaba más allá de su entendimiento.

—Papá, ¿tú sabes que mis sentimientos hacia ti nunca cambiarán, verdad?

Él enarcó las cejas. Un color rojizo apareció en sus mejillas, probablemente por
el vino que había bebido.

—Claro que sí.

—Pareces estar muy interesado en esta gran… reunión familiar.

Él le tomó la mano sobre la mesa.

—Debo admitir que me dolió mucho cuando descubrí que Leora había estado
viendo a otro hombre. Pero tú ya eres grande y puedes entender y perdonar.

Anne se sintió indignada.


—¿Cómo puedes defenderla? Te dejó para casarse con un hombre rico.

—Pero le costó mucho. Te perdió a ti… y a Shari.

—Fue su elección.

—No enteramente…

—¿Qué quieres decir? Ella me dijo que no había lugar para nosotros en su
vida.

—Anne…

—No —dijo ella en tono enérgico—. No acepto que tú la defiendas. Iré a verla,
pero eso es todo. Nunca será una parte de mi vida.

—Pero hay algo que tú no sabes, algo que yo…

—No importa. Todo ocurrió hace mucho tiempo y no podemos hacer nada
para cambiarlo.

Una expresión de alivio iluminó el rostro de él.

—Anne, quiero que sepas que me… alegra que no te lamentes de nada.
Prométeme que serás comprensiva con tu madre —alzó una mano con gesto
suplicante—. Por favor, Anne. Hará más fáciles las cosas. Siempre lamenté el hecho
de que estuvieses separada de tu madre en el momento de tu vida en el que ella se
marchó. No imaginé que te afectaría tanto.

Se escucharon carcajadas en una mesa cercana. Anne necesitó unos segundos


para recobrar su compostura.

—Hubo… otras circunstancias que aumentaron el rencor hacia mi madre.

Una expresión sombría cubrió los ojos de su padre. Levantó el vaso y dijo:

—Bueno, como tú dices, son cosas del pasado. Bebamos por el futuro.

Una hora después, en la escuela de música, Anne recordó los tragos


compartidos con su padre mientras vertía el ponche en un recipiente de cristal.
Cuando terminó su tarea llevó las latas vacías a la cocina y luego regresó a la amplia
sala con un sentimiento de satisfacción.

Su vida, el futuro por el cual había brindado estaba allí. Las hileras de sillas
frente al piano de cola permanecían vacías y expectantes. La torta decorada con un
atril y el nombre de la escuela estaba dispuesta junto a la ponchera para que todo el
mundo la admirase antes de ser cortada. Un ramillete de claveles rojos agregaba
color a la mesa. Al terminar el recital, ella regalaría una flor a cada uno de los
participantes. Habría seis pianistas, cuatro violinistas y dos niños que estudiaban con
Michael, los cuales tocarían violoncelo.

A las seis y media se ubicó junto a la puerta para dar la bienvenida a


ejecutantes y sus familias. Pocos minutos después la mayoría de los estudiantes
habían ocupado los asientos asignados en las dos primeras filas, pero Michael seguía
sin aparecer.

Cuando se aprestaba a llamarlo por teléfono, él hizo su entrada en la escuela,


apoyó el estuche del violoncelo en el suelo y se quitó la nieve de su traje de paño.
Jane entró detrás de él con el violín bajo el brazo como si fuese una parte de su
cuerpo.

Karen le alcanzó un programa.

—¿Problemas con el auto, señor Adams?

Michael golpeó el estuche con los dedos mientras esperaba que Jane se quitase
el abrigo. Parecía molesto por algo, quizás porque había llegado tarde.

—Había empezado a caminar cuando Jane se compadeció de mí y me trajo.

Karen enarcó las cejas.

—Qué afortunada coincidencia —sus palabras tenían un matiz sarcástico que


resultaba desconcertante.

Anne sabía que no había tiempo para discutirlo en ese momento.

—Tu atril está en mi oficina —le dijo a Michael—. Robert y Tricia te esperan
para afinar.

Michael se acercó a ella y la besó en la mejilla.

—Eres tan eficiente y organizada, mi amor. ¿Qué haría sin ti?


—Sí —asintió Karen en tono incisivo—. Usted no querrá estar fuera de tono
con los otros integrantes del cuarteto, ¿verdad, señor Adams?

Él le dirigió una mirada reprobatoria y dijo:

—Vamos, Jane.

Anne se volvió y advirtió que Karen la observaba con expresión enigmática.

—¿Qué fue todo eso? —le preguntó algo molesta.

Karen era una muchacha entusiasta con modales amables en su trabajo.

Una máscara de cordialidad cubrió el rostro de la muchacha de inmediato.

—Nada. Es que él me pone nerviosa.

—Pensé que nada te ponía nerviosa —dijo Anne fríamente.

—Bueno, él sí —masculló Karen—. Olvídelo ahora. Vaya a prepararse para su


discurso. Yo me encargaré aquí y recibiré a los que lleguen tarde.

Un rato después, Anne estaba junto al piano, diciendo las mismas palabras
que había dicho tantas veces. Era un discurso de bienvenida que siempre tenía un
toque de humor para relajar a los asistentes. Pero a pesar de que lo sabía tan bien
como su nombre, no pudo evitar una breve vacilación cuando vio que Karen guiaba
a Ross y a su padre hacia los asientos. Todos los rostros del salón se volvieron hacia
ella. Con gran esfuerzo prosiguió hablando.

—Escucharán distintos niveles de habilidad esta noche —su voz sonaba muy
grave y las rodillas le temblaban—. Por favor comprendan que para nuestros
estudiantes la primera presentación requiere el mismo control y precisión que
emplea el concertista. La música que escucharán, desde el minué simple de Bach
hasta la pieza más complicada, representa horas de práctica y dedicación. La escuela
se siente orgullosa de sus alumnos. Sabemos que ustedes comparten ese orgullo.
Gracias por estar aquí esta noche.

Después de agradecer los aplausos descubrió azorada que le temblaban las


manos. Era algo que no le había ocurrido desde el primer recital. Se sentó en la silla y
cruzó las piernas tratando de ponerse cómoda.

Tenía que olvidar que Ross había invadido el pequeño refugio que ella había
construido para ocultarse de los dolorosos recuerdos. Tenía que olvidar que él estaba
sentado en la última fila, con su cabello moreno fulgurando bajo la luz de la araña y
la boca curvada con una leve sonrisa que conocía muy bien.

Trató de dirigir su atención al piano. Una de las alumnas, una niña que nunca
había tocado en público, se enredó en una parte complicada y logró recuperarse y
terminar satisfactoriamente. Anne estaba complacida. Había tratado de enseñarle la
importancia de superar un error y continuar. Era evidente que la niña lo había
recordado.

Dina fue la última ejecutante antes del cuarteto. Se tomó su tiempo para
ubicarse en el taburete y controlar la posición de los dedos sobre el teclado. Se
escuchó un suspiro nervioso de otro alumno, pero cuando Dina comenzó a tocar, se
produjo un silencio total. La música brotaba con energía y control, imbuida de orna
profundidad que parecía imposible de ser alcanzada por una muchacha. Sin
embargo, Anne sabía que había ejecutado con la misma habilidad cuando tenía esa
edad…

La actuación de Dina fue magnífica y se ganó los mejores aplausos. Se levantó


del piano e inclinó la cabeza. La postura de la muchacha mientras agradecía los
aplausos humildemente hizo que Anne sintiera un deseo incontenible de abrazarla.
Dina era joven y muy talentosa. Anne anhelaba que su carrera musical no fuese
arruinada como la suya.

Aún estaba pensando en Dina cuando el cuarteto caminó hacia el frente del
salón llevando los instrumentos y los atriles. Después de sentarse y controlar la
afinación, comenzaron a tocar.

Todos ellos eran artistas experimentados que habían estudiado música


muchos años. La audiencia pareció relajarse con su segura ejecución.

En otro momento, Anne se habría entregado al deleite de la música, pero esa


noche estaba acosada por extraños pensamientos. Contempló a Michael, su cabello
cayendo sobré la frente, el cuerpo inclinado sobre el violoncelo, los dedos acariciando
el mástil. Sentada a su lado estaba Jane, primer violín. Era la réplica femenina de
Michael.

«Qué extraño pensamiento…»

Estimulada por la música del cuarteto, la mente de Anne se llenó de imágenes.


Vio a Shari sentada en la cama, burlándose de Michael… Michael intercambiando
una mirada intensa con Karen…

Apenas terminó el tercer movimiento, estallaron los aplausos. Michael alzó la


cabeza y miró en dirección a Jane. El gesto triunfal con que ella retribuyó esa mirada
la transformó en una mujer hermosa. Luego, cuando se levantó junto al resto del
cuarteto, los ojos de Jane enfrentaron los de Anne. Todo su júbilo se esfumó y el
rostro apareció enmarcado por rígidas líneas.

«Qué estúpida he sido», reflexionó Anne con una claridad que acababa de
encontrar. «Ella lo ama… y él trata de negar sus sentimientos porque estoy yo…»

Dejó que su mente absorbiera la verdad de ese hecho. Debía saberlo desde
mucho antes pero se había negado a reconocerlo hasta esa noche, cuando la música
despertó su inconsciente.

El anillo que llevaba en el dedo no le pertenecía. Lo devolvería del inmediato.

—Anne —su padre apareció ante ella con una sonrisa radiante—. Dina toca
como los ángeles. Me sentí extasiado. Debes de estar muy orgullosa.

—Lo estoy. Gracias, papá —le tomó la mano con firmeza, tratando del ignorar
el hecho de que Ross estaba a un costado, con una sonrisa alegre en los labios.

—Me recuerda a ti cuando tenías esa edad, ¿sabes? —dijo Owen Runford.

—Sí —asintió Ross en voz baja.

—Bueno, qué adorable grupo familiar —exclamó Michael entusiasmado. Anne


se sobresaltó ante esa atrevida asociación de Ross con su padre y sintió deseos de
apartar la mano que le tomaba el hombro con gesto posesivo—. ¿Disfrutó de la
música, señor Runford? ¿Y usted, señor Leyton?

—Muchísimo —contestó Runford—. El cuarteto ha mejorado desde la última


vez que lo escuché.

—Hemos practicado durante muchas horas —alzó la mano hacia la mejilla de


Anne—. ¿Qué te parecimos, querida?

Anne advirtió una súbita expresión sombría en los ojos de Ross. Trató de
concentrarse para decir las palabras que Michael quería escuchar.

—La ejecución del grupo fue excelente. Papá tiene razón en eso. Ahora son
una unidad y no cuatro personas ejecutando juntas.

El rostro de Michael se iluminó.

—¿Realmente piensas que es así?


—Seguramente notarás la diferencia. Parecen estar muy… ensamblados.

Él alzó la mano con gesto irritado.

—Mal chiste.

—No fue un chiste —replicó Anne. Giró la cabeza hacia el vestíbulo buscando
a Dina, pero sus ojos divisaron el rostro de Ross. Se volvió rápidamente y caminó
hacia el otro extremo de la sala.

Al ver que ella se acercaba, el círculo de familiares que rodeaba a Dina se abrió
para darle lugar. Abrazó a la muchacha y le dijo que estaba muy orgullosa con su
actuación. De pronto alzó la cabeza sobre el hombro de Dina y advirtió que Ross
estaba cerca. Se despidió de su alumna y escapó hacia la mesa de los refrescos.

—¿Quién es ese guapo hombre? —murmuró Karen cuando ella se sentó a su


lado y comenzó a servir el ponche—. ¿Lo van a contratar para dar clases?

¡Cómo me gustaría!

—Es el nuevo dueño de Cristales Runford —respondió Anne con voz cortante.

Karen alcanzó un plato a unos de los niños que había tocado el violoncelo.

—Entonces voy a tomar clases… de fabricación de cristal.

Anne continuó distribuyendo torta y ponche. Cuando todos estuvieron


servidos se vio forzada a girar y decirle:

—¿Quieres algo?

Los ojos de Ross centellearon.

—Ahora no. ¿Terminaste aquí?

Anne trató de ignorar el interés de Karen por la conversación, pero la


muchacha había escuchado todo y dijo:

—Me quedaré aquí. Usted puede irse —sus ojos morenos brillaban con una
curiosidad que Anne no estaba dispuesta a satisfacer.

Detrás de la mesa estaba segura. Ahora tenía que salir de allí, dejar que él la
tomara del brazo y fingir que ese contacto no significaba nada.

—¿Qué quieres?
—Tu padre me dijo que te gustaría hacer unos trabajos en las salas de arriba.
¿Te importa si echo un vistazo?

Quería decirle que sí, que le importaba mucho, pero la mirada de Ross la
convenció de lo contrario.

—No, claro —respondió fríamente—. Adelante. Estoy segura de que


encontrarás el camino. Hay dos escaleras. La más conveniente es la que esta en la
entrada.

—Quiero que vengas conmigo —le dijo él apretándole el brazo—. De esa


forma no tendré que tropezar en la oscuridad tratando de encontrar las luces —
mientras hablaba la condujo entre la gente sin darle oportunidad para alejarse. La
escalera de madera tenía el espacio suficiente para que subiera uno al lado del otro.
Anne recordó con pesar que el pasillo se veía muy deteriorado con el yeso roto.

—¿Los alumnos usan esta escalera?

—Sí. Los estudiantes de Michael y Jane están en el segundo piso.

Le mostró las amplias habitaciones que no tenían nada interesante salvo los
altos techos, los suelos de madera y las ventanas amplias que daban a la calle. El
único mueble en el estudio de Michael era un viejo escritorio de roble. Sobre una de
las paredes, un cuadro mostraba a un niño tocando el violoncelo.

—¿No hay pianos para el acompañamiento? —preguntó él mirando a su


alrededor.

—No. El segundo piso tiene que ser reforzado con vigas antes de que el piso
pueda soportar el peso de un piano. Un arquitecto nos dio una estimación del costo,
pero…

—No cuentan con el dinero.

Anne se volvió hacia él.

—Eso debe ser algo obvio para ti.

—¿Pensaste en usar un piano eléctrico portátil? Pesa menos que ese


monstruoso escritorio y podrían moverlo de una sala a otra cuando lo necesiten.

—No había pensado en usar un piano eléctrico.

Ross sonrió.
—¿Demasiado moderno para ti?

—No, claro que no. Eso no importaría para ensayar —quería librarse de la
presencia de Ross. Su instantánea y creativa solución a un problema que ellos habían
considerado insalvable, la perturbaba. Había olvidado cuan rápida y aguda era su
mente.

—¿Tú tienes un estudio? —Ross salió de la sala, pero en lugar de girar hacia la
escalera del frente caminó hacia la otra, ubicada al final del pasillo.

Anne lo siguió, encendiendo las luces mientras avanzaba.

—No. Enseño abajo con el piano de cola.

Ahora estaban en la cocina, y Anne lo observaba mientras él dirigía una breve


mirada a la anciana bomba de mano junto al fregadero.

—Al menos tendrás una oficina.

—Sí, claro —alarmada, intentó guiarlo hacia las habitaciones principales.

—¿Es esa puerta?

Anne asintió. Una sensación dolorosa la estremeció. Ross no dejaba ningún


espacio sin invadir con su presencia.

Él fue hacia la puerta y la abrió lentamente. Anne emitió un quejido de


protesta, pero lo siguió confiada en que daría un vistazo y se iría.

Estaba equivocada. Ross le daba la espalda, pero por la inclinación de la


cabeza supo que estaba examinando las paredes y el techo. Cuando él se volvió para
mirarla, algo en la expresión de su rostro le hizo decir:

—No hay nada que te pueda interesar.

—Todo lo que tenga que ver contigo me interesa —replicó él con voz suave, y
mientras Anne reflexionaba sobre el significado de esas palabras, empujó la puerta y
la cerró.

Estaba atrapada con él en una sala a prueba de ruidos. Ross vaciló un instante,
como si algo en el rostro de Anne le hiciese una advertencia. Luego pareció medir los
riesgos y decidir un plan de acción. Le tomó los brazos y la estrechó contra su
cuerpo.
—¿Por qué? ¿Por qué te escondes en esta celda si hace diez años estabas
encaminando tu carrera de concertista?

—No es verdad… —luchó desesperadamente para escurrirse de él.

—Es verdad —replicó Ross en tono enérgico—. Habías estudiado varios años
con un maestro y él te había sugerido que pidieras una entrevista en Carnegie Hall.

Anne irguió el cuerpo y sintió deseos de gritarle:

«Tú, Ross Leyton. Tú eres la razón…» Pero no podía darle la satisfacción de


saber cómo la había destruido con su rechazo.

—Lo que hice o dejé de hacer con mi vida es asunto mío, no tuyo —dijo con
voz helada—. Suéltame.

—No —la había atrapado entre su cuerpo y la puerta—. No…

Apoyó una mano sobre la base de su cuello y la otra sobre la espalda.

El vestido que Anne llevaba no la protegía de esos dedos ardientes.

—Ross, no… —intentó balbucear las palabras que detuvieran el avance


inexorable de su boca. No podía dejar que la besara nuevamente—. Tengo el anillo
de otro hombre. Pertenezco a él…

Ross pareció meditar sobre sus palabras unos segundos. Luego un brillo
intenso le encendió los ojos y acercó la boca a los labios de Anne sin llegar a besarla.

—Él no es para ti, Anne. No alcanza a entender tu adorable complejidad. No


durarían dos semanas juntos.

El roce de sus labios era más excitante, más sensual que un beso. Anne se
movió lentamente y sintió el roce de su lengua.

—Ross…

Él ya estaba en su interior, saboreando la dulce humedad de la boca. Los


recuerdos y las sensaciones se mezclaron para suscitar un doloroso deseo que le
producía escalofríos.

Ignorando el llamado de la razón. Anne dejó que Ross descubriese los


contornos de su boca como lo había hecho mucho tiempo atrás en un frío amanecer.
Las manos que debían empujarlo le rodearon el cuello para apretarlo contra su
cuerpo.

Después de un largo rato, él irguió la cabeza. Sus ojos tenían un fulgor


satisfecho. Parecía un tigre que acababa de deleitarse con una sabrosa comida.

—Ahora dime que perteneces a otro hombre.

Su desafío quebró el hechizo sensual que envolvía a Anne. Apoyó las manos
contra su pecho y lo empujó.

—Aléjate de mí.

Cuando ella dejó de empujar, Ross dio un paso hacia atrás, demostrándole que
era él quien decidía separarse.

—Estoy lejos —murmuró.

Anne se sintió extrañamente molesta. Una sonrisa se dibujó en el rostro de


Ross mientras contemplaba el reflejo de esas emociones contradictorias.

—Nunca más vuelvas a besarme de esa forma.

—Mi querida Anne, estás hiriendo mi corazón creativo. Claro que no volveré a
besarte de esa forma. Pensaré en algo diferente para la próxima vez.

Le dio un beso en la mejilla y antes de que Anne pudiera moverse se dio


vuelta y abrió la puerta.

—Oh, me olvidaba. Después de que firmemos ese contrato haré que te envíen
un piano eléctrico —inclinó la cabeza con gesto burlón y salió de la habitación.

Anne respiró hondo y se apoyó contra el escritorio. Sus dedos se cerraron


sobre el pisa papel de cristal, lo levantó y lo arrojó contra la puerta.

Su talismán protector estalló en mil pedazos. Ross había regresado. Era tan
vulnerable como cuando tenía diecisiete años.

***
La quietud del lugar contribuyó a calmarla. Abrió la puerta y corrió hacia el
pasillo. El salón de conciertos estaba vacío y a oscuras. Karen había apagado las luces
creyendo que ella no estaba.
Como impulsada por una fuerza invisible, fue hasta el piano y se sentó sobre
el taburete. Los acordes oscuros de la Rapsodia de Brahms quebraron el silencio.
Estaba tocando con una claridad y una fuerza que no había alcanzado desde que era
una muchacha.

La cadencia de la música ascendía y caía. Tenía conciencia de que su ejecución


era perfecta, de que en ese sombrío salón estaba creando una forma llena de belleza y
viviría por siempre, aunque sólo fuese en su mente.

Al terminar la pieza, dejó caer las manos sobre su regazo y permaneció


inmóvil como una estatua iluminada por la luna.

—Anne…

Debió imaginar que él estaba allí. Y quizás, de alguna forma lo había


percibido.

—Eso fue magnífico —Ross se movió hacia la entrada. Su silueta viril era sólo
una sombra.

Anne se puso de pie, agotada por el estallido de emociones que acababa de


expresar.

—Me voy a casa.

Estaba demasiado oscuro para ver la expresión en el rostro de Ross.

—Te seguiré con mi auto para asegurarme de que llegas bien.


Capítulo 6
A la mañana siguiente al llegar a la escuela, Anne fue directamente a la cocina.
Necesitaba algo donde poner los pedazos de cristal.

Después de revisar varios armarios encontró una lata que parecía adecuada.

Después de abrir la puerta de su oficina, comprobó con alivio que la luz del sol
iluminaba los fragmentos haciendo más fácil su tarea. Se arrodilló y comenzó a
recogerlos con extremo cuidado.

Los rayos de sol le daban una tonalidad dorada a su cabello caído sobre el
rostro. Anne lo echó hacia atrás con impaciencia y continuó trabajando.

La puerta principal se abrió un poco, después se escucharon los pasos de


Karen.

—¡Dios mío! ¡Casi me caigo sobre usted! ¿Qué está haciendo?

—Recogiendo cristal roto.

—¿Tuvimos vándalos anoche? —la voz de Karen reflejaba preocupación—.


Estoy segura de haber cerrado todo con llave, y no vi nada raro en la puerta cuando
entré.

—No hubo vándalos.

—Bueno, algo debió ocurrir. Hay pedazos de cristal en las alfombras de las
paredes —tomó un pequeño fragmento y siguiendo el ejemplo de Anne lo dejó caer
en la lata—. ¿Qué era esto que estamos recogiendo?

—Mi pisa papel.

Karen se mostró consternada.

—Oh, el que usted quería tanto. Lo siento. ¿Cómo ocurrió?

—Lo arrojé contra la puerta —había algo reconfortante en el hecho de admitir


que había cometido ese acto de violencia.

—¿Lo… arrojó contra la puerta? —Karen la miró desconcertada.

—¿Por qué? —súbitamente, una expresión de alivio relampagueó en sus ojos.


—Oh, descubrió que… —bajó la vista hacia la mano de Anne, y al ver el anillo
se sobresaltó—. Oh…

Anne posó sus ojos verdes helados sobre la muchacha. Era obvio que la
relación entre Michael y Jane había ido más allá de unas miradas insinuantes si
Karen lo sabía. ¿Cuántos otros sabrían que su compromiso era una farsa?

—¿Descubrí qué?

Karen no pudo sostenerle la mirada. Sus ojos se apartaron del rostro de Anne
con el pretexto de examinar la alfombra.

—Pensé que tal vez había descubierto que tenían que… cerrar la escuela —
alcanzó a responder con voz vacilante en un esfuerzo por proteger los sentimientos
de Anne—. Es algo que todo el mundo se pregunta.

—La escuela no va a cerrar —bajó la cabeza y prosiguió recogiendo


fragmentos de cristal—. El conglomerado Leyton accedió a financiarnos.

Karen exhaló un suspiro.

—Me alegro. No me entusiasmaba la idea de buscar un trabajo nuevamente.

—Bueno, no tendrás que hacerlo. Tienes un trabajo aquí todo el tiempo que
quieras.

Continuó su búsqueda, consciente de que Karen no apartaba los ojos de ella.


Había una expresión enigmática en el rostro de la muchacha.

¿Estaría pensando en Michael y preguntándose si estaría seguro en su puesto


en el caso de que ella descubriese la relación que mantenía con Jane?

Un temblor la estremeció.

Ese era otro problema que debía resolver antes de dejar Runford para visitar a
su madre.

Recogió el recipiente con el cristal roto y se levantó.

—¿Ya llegó Michael?

—Oh, diablos. Me olvidé de la razón que me trajo aquí. Su alumno está aquí
pero él no llegó. Tal vez usted quiera llamarlo.
—Michael nunca se duerme —dijo Anne y se dirigió a la cocina con el
recipiente, escondiendo una sonrisa ante la mirada atónita de Karen—. Supongo que
habrá tenido problemas con el auto nuevamente —alzó la voz para que la muchacha
pudiese escucharla—. Iré a buscarlo. Seguramente vendrá caminando.

—Es probable —dijo Karen y entró en la cocina—. Todo lo que sé es que si sus
alumnos siguen llegando a las diez en punto y él no está, dejarán de venir a horario o
no vendrán más.

—Tienes razón —asintió Anne—. Se lo diré.

La nieve crujía bajo los neumáticos mientras Anne guiaba el auto a través de la
calle Farragaut. No había ninguna señal de Michael. Descartó la posibilidad de que
hubiese ido por otra calle. Sabiendo que estaba atrasado, habría tomado el camino
más directo.

Finalmente estacionó frente a la casa que había sido dividida para contener el
apartamento del primer piso de Michael.

Una sensación desagradable invadió a Anne. El auto de Jane estaba en la


esquina.

Detuvo la marcha del motor. Consideró que lo más prudente sería regresar a
la escuela y llamarlo por teléfono. Pero la necesidad de saber la verdad sobre sí
misma y también sobre Michael, la impulsó a bajar del auto.

El aire frío le golpeó el rostro. En el momento en que alzó la mano hacia el


timbre, su coraje pareció abandonarla. Se volvió para marcharse pero ya era
demasiado tarde para escapar. Sus pasos habían sido escuchados. Desde el interior
llegaba el sonido de voces.

Lo único que quedaba por hacer era apretar el pequeño timbre blanco con el
nombre de Adams.

El sonido de la campanilla fue seguido por murmullos apresurados. Luego se


produjo un largo silencio. Anne sintió deseos de bajar del porche y volver a su auto.
Pero eso ya no era posible.

La puerta se abrió y Michael apareció ante ella con expresión azorada, su bata
ligeramente corrida en un hombro, como si se la hubiese echado encima muy
rápidamente. En ese instante, viéndolo indefenso y vulnerable, Anne experimentó un
sentimiento de compasión que fue sucedido casi de inmediato por un frío
pensamiento. Había querido a Michael tanto como a Dina. Habían compartido el
amor por la música, y algunas pocas cosas más.

El rostro de Michael empalideció.

—Anne…

—Hola, Michael —quería que todo fuese fácil para ambos. El recuerdo de su
reacción ante el beso de Ross la impulsó a decir—: Yo… necesitaba hablarte. ¿Puedo
entrar? Hace frío aquí afuera y tú sólo tienes puesta la bata.

Un gesto de sorpresa se dibujó en la cara de Michael, como si hubiese


olvidado la forma en que estaba vestido. Su vacilación fue sólo momentánea.

—Sí, claro. Adelante.

El apartamento tenía el aspecto de siempre, vacío de muebles salvo el sillón y


la mesa que Michael usaba para sus esporádicas composiciones. Un disco de John
Cage estaba puesto en el gramófono. La puerta del dormitorio estaba cerrada.

—¿Algo anda mal? —preguntó Michael deslizando la mano por su cabello.

—No… —respondió ella con cautela—. Solamente que hay un alumno


esperándote.

—Oh, diablos. Ese maldito despertador no sonó… Richard debe estar


esperándome —se ajustó el cinturón de la bata.

—Estuvo hasta hace unos minutos. No sé cuánto tiempo más seguirá


esperando —se quitó los guantes—. ¿Quieres que te lleve a la escuela? —no sabía si
debía decirle aquello que había pensado, pero un sexto sentido le indicaba que si no
lo presionaba a admitir que Jane era su amante, él trataría luego de convencerla de
que todo había sido fruto de su imaginación. Pero aun, ella se lo iba a permitir,
seguiría usando el anillo y escondiéndose en un compromiso sin sentido para no
enfrentar el hecho de que nunca había superado su obsesión por Ross—. ¿O ibas con
Jane?

—¿Jane? —Michael enarcó las cejas—. No sé de qué estás hablando.

—Su auto está afuera —la voz de Anne era suave, casi gentil, como si le
hablase a un niño.
—Oh, era eso —él sonrió—. Pasó por aquí después del recital y estábamos tan
entusiasmados que la invité a escuchar música. Luego tomamos café y cuando fue a
poner el auto en marcha, encontró que no andaba. Así que lo dejó allí y…

—Michael, no necesitas decir nada más. Yo entiendo.

Se escuchó un suspiro. Jane estaba detrás de Michael, junto a la puerta del


dormitorio. Su rostro estaba ruborizado con una extraña combinación de vergüenza
y orgullo.

—No le mientas más, Michael.

Michael se volvió hacia ella y le dijo algo entre dientes.

—Hola, Jane —dijo Anne con voz serena.

—Tú sabías que yo estaba aquí —murmuró Jane con voz trémula.

—Sí —admitió Anne y le alcanzó el anillo a Michael.

—Oh, Dios, Anne, escúchame. Esto ocurrió anoche por primera vez y no hubo
forma de evitarlo… o de contarte…

Anne apretó el anillo contra su mano y luego se apartó. El rostro de Michael


cobró una tonalidad rojiza.

—Yo siempre te… aprecié, Anne.

—Pero eso no es suficiente, ¿verdad? —murmuró ella.

Michael irguió el mentón.

—Tendrás mi renuncia al mediodía.

—No quiero tu renuncia —replicó ella llanamente—. Ross aceptó financiar a la


escuela. ¿Te parece bien?

—Claro, pero…

—La escuela tiene la mejor posición económica en muchos años con el


respaldo de Western Data. Necesitaremos un director entusiasta como tú para atraer
nuevos estudiantes si queremos alcanzar lo que mi padre y yo soñamos. Eres un
músico capacitado y enseñas bien. Tienes el trabajo asegurado por todo el tiempo
que lo desees.
Michael suspiró aliviado.

—No sabes lo que esto significa para mí.

Anne se volvió hacia Jane, cuyos ojos se mantenían fijos en él.

—Espero que signifique mucho para los dos —dijo antes de partir
abruptamente.

***
—¿A qué hora dijiste que venía? —preguntó Shari por décima vez—. Oh, mi
cabello está horrible.

Anne observó la imagen de su hermana en el espejo y comprobó que


contrariamente a lo que ella opinaba, se veía adorable.

La muchacha llevaba un vestido de seda azul holgado sobre los senos y sujeto
con un cinturón de plata en la cintura.

—Llegará en un cuarto de hora —respondió Anne con voz serena—. ¿Te


puedo ayudar en algo?

—Sí —contestó Shari con gesto travieso—. Puedes volver a tu dormitorio,


quitarte ese vestido rojo que deja al descubierto tus hombros y recogerte el cabello en
un moño en vez de dejarlo caer sobre tu espalda. Y puedes quebrarte una pierna para
que yo pueda estar sola con Ross.

Anne esbozó una alegre sonrisa y entró al dormitorio. Shari prosiguió con su
letanía.

—¿Cómo esperas que Ross se fije en mí cuando tú aparezcas con ese aspecto
de Greta Garbo?

—¿Greta Garbo? ¿Qué sabes tú sobre Greta Garbo?

—Sé que era misteriosa y sensual, y que todo el mundo quería estar con ella a
solas. Así eres tú. Hay un aire de misterio a tu alrededor, como si tuvieses un secreto
que nunca vas a confiar. Te ves tan… misteriosa. ¿Cómo puedo competir con eso?

Anne contuvo un comentario mordaz. No debía permitir que Ross se


convirtiese en un fruto prohibido.
—Tendrías que ser todo lo opuesto —bromeó. Shari hizo un gesto de disgusto
frente al espejo.

—¿Por qué no puedo tener un cabello rubio como el tuyo en vez de estos
malditos rizos?

—Muchas muchachas pueden tenerlos y gratis. Me los corto y se los doy —se
cepilló el cabello hacia un costado y luego lo dejó caer—. No puedo hacer nada
diferente con él. Siempre está igual —dirigió una mirada a Anne—. Quizás cuando
vea a mamá le pregunte qué hace ella con el suyo.

—Al menos tendrán un tema de conversación —replicó Anne secamente,


consciente de que no había logrado evitar que su voz se tornase agresiva.

Shari se dio vuelta.

—Tú tienes algo con mamá, ¿no?

—¿Por qué no terminas de maquillarte? No tenemos tiempo para iniciar una


discusión sobre mis rencores —apoyó las manos en los hombros de Shari y la hizo
girar hacia el espejo.

Los ojos de Shari se posaron en los dedos de Anne.

—No te pusiste el anillo.

Las miradas se encontraron en el espejo.

—No, no me lo puse.

—¿No lo vas a usar esta noche? —insistió Shari.

—Ni esta noche ni ninguna otra noche.

—¿Se lo devolviste? —preguntó Shari asombrada—. ¿Cuándo? ¿Por qué no


me contaste?

—Esta mañana —apartó la vista de los ojos inquisidores de Shari—.


Realmente pienso que ya deberías estar lista…

—Y no me dijiste una sola palabra —su voz tenía una excitación apenas
controlada—. ¿Ves que es cierto que siempre pareces guardar un secreto?

—Bueno, no será un secreto por mucho tiempo.


Shari aplicó un toque de sombra sobre sus párpados.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—¿Qué quiere decir ahora?

—Bueno, no seguirás enseñando en la escuela, con Michael allí y todo eso…

—Claro que sí. ¿Por qué no lo haría?

—¿No será incómodo?

—Seguramente habrá un período de adaptación para todo el mundo, pero


nuestra relación será olvidada muy pronto. La vida continúa, cariño.

—¿Ves? —su voz tenía un tono triunfal—. Te dije que no era para ti.

—Parece que sí —murmuró Anne.

—¿Por qué se separaron?

El sonido del timbre resonó en la casa.

Incluso la llegada de Ross Leyton era preferible a una descarga de preguntas


de su hermana.

Al salir de la casa con la mano de Ross sobre su brazo, Anne agradeció la


locuacidad de Shari.

Ross se había mostrado formalmente amable al llegar, pero sus ojos grises
tenían una expresión distante.

Al subir al auto, Anne se preguntó si él estaría recordando su ejecución de la


noche anterior.

¿Habría escuchado el estallido de una pasión contenida desde el día que se


cobijara en sus brazos?

La posada parecía una isla luminosa en medio de la nieve. Las plantas de la


entrada parecían haber crecido en un oasis protegido del crudo invierno.

Anne descendió del auto antes de que Ross se acercase para ayudarla, pero
Shari sonrió y le extendió una mano complacida.
¿Dónde había aprendido esos trucos femeninos? A su edad, Anne había sido
una muchacha que no sabía nada sobre los hombres.

Pero había aprendido. Y el hombre que caminaba junto a ella con la soltura de
un atleta había sido su maestro. ¡Cómo lo odiaba por aquella traición!

Esa tarde, una urgencia incontenible la había impulsado a salir de compras, y


el resultado era el vestido rojo que ahora lucía. Sin embargo, cuando alcanzó su
abrigo a la mujer del guardarropa, lamentó su impulsividad. La escotada prenda que
se ceñía a sus senos y realzaba la forma de las caderas le había parecido ideal para
aumentar su seguridad por la noche.

Sólo cuando empezó a caminar hacia el salón comedor tomó conciencia de que
el diseño del vestido la obligaba a moverse sensualmente.

Una parte de su mente se indignaba, pero la otra encontraba un extraño placer


en la certeza de saber que se veía atractiva y que los hombres la miraban mientras
avanzaban hacia la mesa.

Las mujeres por su parte, parecían deslumbradas con la imagen de Ross. Anne
podía entender el efecto que producía él mientras caminaba con su traje impecable y
la camisa blanca que acentuaba su devastadora virilidad.

Se sentaron cerca del lugar donde había estado con Michael unas noches antes.
¿Había sido tan reciente? Parecía una eternidad. Y tal vez lo era…

Había vivido toda una vida desde que tocara la Rapsodia en el salón en
penumbras.

Ross se sentó frente a Anne en una mesa ubicada frente a la ventana.

—Hmmm…, qué vista magnífica —murmuró Shari contemplando el paisaje


nevado—. Esto es perfecto.

—Sí, ¿verdad? —dijo Ross y sus ojos recorrieron la blancura perfecta de los
hombros de Anne hasta posarse en las formas plenas ocultas bajo la tela roja.

Anne levantó el menú y lo sostuvo con gesto natural, como si en realidad no


estuviese protegiéndose de la mirada de Ross.

—¿Ya decidiste lo que quieres? —su voz profunda parecía preguntar algo más
íntimo que la elección de la comida.

Anne le dirigió una mirada helada.


—Creo que pediré lenguado.

Una sonrisa burlona se dibujó en los labios de Ross.

—¿Y qué me recomendarías?

—¡Pescado! —exclamó Shari—. Yo no quiero pescado. Ordenaré bistec.

—Eso suena bien —aprobó Ross en un tono mucho más sereno que el que
había empleado con Anne.

Un joven muchacho registró el pedido de vino y un refresco para Shari.


Cuando se retiró, la muchacha se volvió hacia Ross.

—¿Puedo probar un poco de vino?

Él rió divertido.

—Probar un poco puede ser tan peligroso como beber una botella entera.
Mejor espera, pequeña.

Una sensación dolorosa conmovió a Anne. Si no hubiese sido tan impaciente


para probar el gusto del amor…

Ese inquietante pensamiento la impulsó a decir:

—El contrato estará listo el lunes por la tarde. ¿Estarás libre?

—Sí.

—¿A las dos de la tarde entonces? ¿En la oficina de mi padre?

—A las dos está bien —enarcó las cejas con gesto de fingida seriedad.

Shari se mostró desconcertada.

—¿De qué se trata ese contrato?

Los ojos de Ross brillaron expresando las palabras que él callaba. «¿Quieres
que ella lo sepa?»

Anne meneó la cabeza brevemente. Ross se volvió hacia Shari con tierna
sonrisa.
—Un asunto que tu hermana y yo tenemos que resolver y que no tiene nada
que ver contigo —subrayó su respuesta con una caricia sobre la mejilla de la
muchacha.

Shari pareció derretirse.

—¿Y nuestro viaje? —le preguntó con expresión deleitada—. ¿Cuándo


veremos a nuestra madre?

—Hablaremos eso después de la cena —contestó Ross en tono firme.

Anne tuvo que contenerse para no alzar su sandalia plateada y hundirla sobre
los zapatos brillosos de Ross. El deslumbramiento que Shari experimentaba era
peligroso.

¿Había algo que ella pudiese hacer para ponerle fin? Lo dudaba. ¿Pero
realmente era necesario? Esas manos firmes habrían conocido el placer de mujeres
experimentadas en el arte del amor. Nunca pensaría en divertirse con una muchacha.

«Lo hizo una vez», murmuró una voz interior y su mano apretada bajo la
mesa se transformó en una garra que lastimaba su propia piel.

Anne aceptó complacida la copa de vino que el camarero le ofreció, pero


enseguida advirtió que una nueva complicación se presentaba. Los ojos de Ross se
fijaban en la mano que sostenía la copa, en el dedo que ya no llevaba el anillo de
Michael, y una expresión azorada relampagueó en ellos.

Luego, antes de que Anne pudiese sondear los pensamientos ocultos en esas
profundidades grises, Ross bajó las pestañas impidiéndole la visión.

¿Qué era lo que esperaba ver? Seguramente nada más que curiosidad, porque
Ross había demostrado que no se preocupaba por ella.

Bajo la influencia de la adoración de Shari, podía permitirse jugar el papel de


hermano protector en tanto lo divirtiese hacerlo, pero Anne nunca iba a aceptarlo de
esa forma. Era verdad que había sido su amigo antes de convertirse en su amante.
Ahora no era nada.

La comida tardaba en llegar. La conversación animada entre Shari y Ross


aumentaba la irritación de Anne.

¿Cómo hacía él para saber tanto sobre la historia del colegio secundario,
química y basquetbol? Incluso consideró con Shari su negativa a participar en la obra
que el club de teatro preparaba para marzo.
—Está bien —dijo Ross—. Hubieses perdido los ensayos mientras duraba el
viaje.

—Es verdad —Shari esbozó una sonrisa radiante—. No lo había pesado.

Después de un largo rato la comida fue servida en grandes bandejas de plata.


Era la distracción que Anne necesitaba para dominar su mente errante.

No supo lo que comía ni de qué se hablaba. Todos sus sentidos estaban


concentrados en el hombre sentado frente a ella. Tenía plena conciencia del aura de
tensión que emanaba de Ross cada vez que la miraba. Era como si estuviese
esperando, esperando con disimulada paciencia que ella perdiese el control.

Anne bebió demasiado y comió muy poco. De pronto escuchó su propia risa.
Estaba azorada. ¿Qué motivo tenía para reírse?

La posada ofrecía música en vivo los sábados a la noche. Cuando los platos
fueron retirados, los músicos empezaron a tocar. Era una suave melodía que permitía
continuar la conversación. El espacio entre el comedor y el bar había sido despejado
para el baile.

Shari miró a Ross con expresión expectante. Él comprendió el mensaje y le


dijo:

—¿Quieres bailar?

—Sí —respondió la muchacha sin vacilar.

—Discúlpanos —dijo Ross volviéndose hacia Anne.

Ella los observó alejarse hacia el salón de baile. La mano de Ross sobre la
cintura de Shari tenía algo viril y posesivo. La muchacha alzaba el rostro hacia el
suyo, y él la sostenía como si fuese un frágil tesoro que le habían confiado.

Podrían haber sido hermanos. Tenían el mismo cabello oscuro y un aire de


seguridad. Salvo sus quejas sobre los rizos, Shari nunca había sufrido la inseguridad
que había acechado a Anne. Pero Shari vivía una adolescencia normal, llena de
fiestas y llamadas telefónicas. Anne no había visto eso. Estaba decidida a evitar que
Shari pasara la mitad de su vida en el piano, lejos de las diversiones de la gente
joven.

«¡Basta! Tienes envidia de tu hermana no por su educación sino porque está


bailando con Ross. Estás celosa. Y no tienes ningún derecho».
Su rostro se sonrojó. ¿Cómo podía pensar esas cosas de su hermana? Juntas
habían forjado una relación en la que ella era una mezcla de hermana y guardián. No
debía dejar que su obsesión por Ross arruinara la relación.

Alzó la vista y advirtió que regresaban del salón de baile. Shari se veía
dichosa, radiante.

—Fue maravilloso. Gracias —dijo la muchacha después de sentarse y él


respondió con una sonrisa.

Las manos de Anne, entrenadas para reaccionar ante cualquier estímulo


emocional, estaban firmemente apretadas. Las uñas se hundían en sus palmas.

El camarero dispuso las tazas de café sobre la mesa y completó su tarea


colocando un gran recipiente con crema frente a ellos. Una sonrisa apreciativa curvó
los labios de Ross.

—Hace años que no veo crema verdadera. Me había olvidado que estamos en
un condado rural.

Shari hizo un gesto de disgusto.

—No me lo recuerdes.

Él le dirigió una mirada tolerante.

—Hoy en día, la persona que puede ganarse la vida en una granja es


considerada muy afortunada.

Shari frunció su pequeña nariz.

—No los envidio —permaneció pensativa unos segundos y luego dijo—:


¿Dónde vive nuestra madre, Ross?

—Ahora está en Florida.

—¡Florida! Pensé que viajaríamos a California.

—¿Sí? La empresa tiene su sede en California, pero mi padre y Leora hace


cinco años que viven en Florida.

Un torrente de emociones conflictivas sacudió a Anne. Había imaginado que


la visita a su madre significaría prolongar el contacto con Ross. Descubrir lo contrario
debía producirle alivio… y no esa imprevista desilusión.
—¿En qué parte de Florida? ¿Miami?

Ross se volvió hacia ella.

—No, en Miami no. Tienen un lugar alejado del ruido y la publicidad.

Shari se inclinó hacia adelante.

—Suena tan misterioso…

Ross bebió un sorbo de café y dejó la taza sobre la mesa.

—No es mi intención. Simplemente digo que hay poca gente que sepa dónde
están y ellos quieren que siga siendo así.

—¿Nos dirás a nosotras? —el rostro de Shari tenía la expresión animada de


aquel que comparte un secreto.

Ross meditó la respuesta.

—No, preferiría no decirlo.

Anne se sonrojó.

—¿No confías en nosotras para decirnos la ubicación de ese misterioso lugar?

Él la miró fijamente.

—No es un asunto de confianza. Es una medida de protección —los ojos se


deslizaron sobre su boca—. Tienes que admitir que la posición de mi padre y las
circunstancias de su matrimonio con Leora, hacen que tu visita sea una noticia
valiosa. Si alguien de la prensa se enterase, tendríamos reporteros en la casa las
veinticuatro horas del día.

—Eso es ser muy optimista.

La tensión que irradiaba Ross pareció hacerse más palpable.

—No —dijo con voz controlada—. No creo que lo sea. Mi padre y Leora
esperan la visita con ansiedad.

Las palabras eran frías pero los ojos grises parecían destellar una advertencia.
Era como si le dijesen:

«No compliques a Shari en esto».


Anne comprendió que Shari tenía derecho a tomar sus propias decisiones con
respecto a la madre, sin sentimientos de pretendida lealtad hacia ella.

Ansiosa por evitar la mirada de Ross, Anne contempló la llama vacilante de la


vela. ¿Por qué razón era ella la única que no podía perdonar fácilmente a su madre?

«Porque la necesitabas desesperadamente entonces. Estabas a punto de


sucumbir emocionalmente. Tu orgullo, tu integridad, tu creencia en la profundidad
del amor humano habían sido enterrados… o ahogados en el río»

Si sólo hubiese sido una mera relación casual, habría podido entender la fría
actitud de Ross. Pero hacía muchos años que lo conocía. Una y otra vez se había
preguntado por qué. ¿Por qué le había hecho el amor y hablado de matrimonio
sabiendo que nunca iba a casarse con ella?

Una fuerza invisible alzó sus ojos hacia el rostro de Ross. Bajo la luz de la
araña, esos ojos que habían irradiado ira unos segundos antes, fulguraban ahora con
una tonalidad oscura que ocultaba emociones inescrutables para Anne. El dolor
podía ser una, el arrepentimiento otra. No podía desviar la mirada. Estaba viendo su
alma por primera vez y tenía la certeza de que no estaba leyendo erróneamente su
agonía. Todo el rostro se mostraba atormentado. Los labios apretados parecían
contener las palabras que pugnaban por escapar de su boca.

Súbitamente, la máscara pareció caer de su cara. Los ojos cobraron una


expresión fría y la boca se relajó. Anne apartó la mirada, convencida de que había
imaginado todo.

—Baila conmigo.

La invitación sobresaltó a Anne. Abrió la boca para rechazarla pero se contuvo


antes de hacerlo. La noche terminaría en unas pocas horas y Ross regresaría a
California. No lo volvería a ver nuevamente. Estaría a salvo. ¿Qué podía sucederle si
bailaba un rato en un lugar atestado de gente?

—Bueno —se puso de pie y empezó a caminar delante de Ross, quien no


pareció sorprenderse ante su rápida aceptación.

Anne dejó que Ross apoyara una mano sobre su espalda, esperó que él
aumentase la presión. Pero eso no ocurrió. La sostuvo suavemente, como si fuesen
estudiantes en un baile de colegio.

Un sentimiento de ira se apoderó de Anne. ¿Cómo podía tomarla de esa forma


después de haber estrechado a Shari con evidente placer? Su ira necesitaba una
descarga.
—Te has vuelto muy prudente —señaló en tono burlón.

—¿En qué sentido? —el tono de su voz evidenciaba que sabía muy bien lo que
ella quería decir.

—Nada. No importa.

—¿Algo anda mal?

Anne sintió que sus defensas cedían.

—Sí, todo anda mal. El hecho de que esté en tus brazos está mal.

Ross la apretó contra su cuerpo. La tela suave del traje le rozó los hombros.
Una fragancia masculina, mezcla de jabón y colonia, embriagó sus sentidos.

Reconoció la trampa pero ya era demasiado tarde. La había mantenido lejos


intencionalmente, seguro de que al estar privada de su contacto, ella lo reclamaría
como si fuese una droga y lo aceptaría cuando fuese ofrecido.

Y lo estaba aceptando. No podía hacer nada para apartarse. El pecho de Ross


contra sus senos suscitaba un placer erótico. Sus sentidos estaban inmersos en él, su
piel lo absorbía a través de los poros.

La música cesó. Ross la soltó abruptamente. Un escalofrío recorrió la piel de


Anne mientras regresaba a la mesa. ¡Qué tonta había sido al pensar que podía bailar
con él sin sufrir ningún dañó! Había atisbado el cielo y ahora sufría su pérdida
mucho más.

Se sentó en la silla y anheló la libertad de volver a su casa, correr al dormitorio


y hundir la cabeza en la almohada. Durante diez años había reprimido sus
sentimientos hacia Ross hasta el punto de asumir el riesgo de comprometerse con
otro hombre. Y ahora, en nada más que tres días, había sido arrastrada al abismo
oscuro que recordaba muy bien, a los días y las noches de angustia que siguieron a la
traición de Ross.

—Hmmm… Están tocando música disco. ¿Quieres bailar conmigo, Ross? —la
voz de Shari parecía venir de otro planeta.

—¿Qué te hace pensar que un viejo como yo sepa bailar música disco? —
contestó Ross divertido.

Los ojos de Shari centellearon.


—No eres un viejo. Y apuesto que sabes cómo bailar música disco.

Él se levantó sonriendo.

—Tal vez puedas enseñarme pasos nuevos.

Anne no pudo evitar que sus ojos se fijaran en la pareja de cabello moreno que
se movían graciosamente en el salón de baile. El vestido azul de Shari se envolvía en
sus piernas sensuales mientras giraba y se mecía al compás de la música.

Eran imágenes simétricas. Shari bailando con toda la exhuberancia de su edad,


Ross moviéndose con elegancia viril. Sus labios curvados en una sonrisa incitaba a la
muchacha a ejecutar nuevos y más atrevidos pasos.

Anne soportó la tortura de verlos durante unos minutos, y luego giró la


cabeza para contemplar el paisaje nevado que se extendía detrás de la ventana.

La música terminó.

—Por favor, Ross… Una canción más —Shari lo seguía hasta la mesa
aferrándole el brazo.

—Ya es hora de que se vaya a la cama, señorita. Dejó un billete sobre la cuenta
y volviéndose hacia Anne le dijo—: Las llevaré a su casa ahora.

Se sintió aliviada cundo él la ayudó con el abrigo, aun cuando los dedos tibios
le rozaron los hombros desnudos quemándola con su roce.

Un rato después el auto de Ross avanzaba por la carretera cubierta de nieve.


La velocidad con que conducía evidenciaba su ansiedad por terminar la noche. Shari
se sumió en un estado de quietud. Anne respiró hondo y apoyó la cabeza contra el
cristal de la ventana. El suplicio había concluido.

Nunca volvería a verlo.

El extraño silencio se prolongó hasta que llegaron a la casa y bajaron del auto.

—Dame tu llave —dijo Ross a Shari y ella se la alcanzó de inmediato.

—Te quedas a tomar algo, ¿verdad, Ross? ¿Café o un trago? —le pidió la
muchacha.

Ross irguió el cuerpo y sus ojos buscaron los de Anne. Estaba esperando que
ella extendiera la invitación de Shari.
—Sí, ¿vas a entrar?

Un brillo burlón encendió la mirada de Ross.

—Me quedaré un momento si están seguras de que no molestaremos a Owen.

—Oh, papá ya debe estar en la cama —afirmó Shari—. De todas formas, está
acostumbrado a que venga gente por la noche, o que mis amigos llamen por teléfono
a cualquier hora. Siempre dice que ésta es también nuestra casa —tomó el abrigo de
Ross y avanzó hacia la sala—. ¿Qué prefieres whisky, vino, café…

—Café.

—Veré si Grace lo preparó.

Shari se marchó y Anne quedó a solas con Ross, quien permanecía frente al
sillón, contemplándola como si fuese un pequeño pájaro a punto de escapar.

Había pensado disculparse y subir al dormitorio, pero… ¡Diablos! Él no la iba


a obligar a dejar la sala. Se sentó y lo miró con expresión desafiante.

—Siéntate, por favor —lo que debió ser una orden resultó una nerviosa
invitación—. Shari regresará enseguida.

Él no se movió.

—Quiero hablar contigo.

—No tenemos nada que hablar.

—Tenemos mucho que hablar.

—No puedo pensar en un solo tema que podamos discutir normalmente… —


el sonido del teléfono interrumpió sus palabras. Ross enarcó el ceño al ver que ella no
reaccionaba.

—¿No vas a contestar?

Anne esbozó una débil sonrisa.

—Es evidente que no has vivido con una adolescente. Es para Shari. Ella
atenderá en la cocina.

El sonido cesó, indicando que la llamada había sido respondida.


—¿Ves?

—Increíble —asintió él con una sonrisa encantadora.

Anne comprobó aliviada que Ross no se ubicaba en el sofá, sino que caminaba
alrededor de la mesa hacia el lugar donde estaba el discóbolo.

Se hundió en el sillón y relajó sus hombros tensionados.

«Déjalo explorar todo lo que quieras. Si no acepta sentarse es problema de él».

—Esta es una maravillosa obra de arte.

Anne no necesitaba preguntarle a qué se refería. Podía imaginar la escena a


sus espaldas. Un hombre esbelto y bien proporcionado como la escultura que
concentraba su atención.

—Sí, fue hecha por encargo en la planta de papá.

—¿Es cristal soplado?

—No, fue hecha con un molde.

—El tema es parte de su encanto. Uno piensa que el cuerpo de una mujer es
más apropiado que el del hombre para el cristal.

—¿Por qué dices eso? Seguramente hay más belleza en la fuerza y gracia de un
hombre que en las curvas de una mujer.

—La belleza está en el ojo del que mira —señaló Ross con voz profunda.

Anne apretó sus puños con vigor y se levantó del sillón.

—Iré a ver qué hace Shari…

No debió darle la espalda. Una mano se posó sobre su hombro y la retuvo.

—No vas a ningún lado —murmuró él y acercó la boca a su rostro.


Capítulo 7
Anne no pudo defenderse de Ross. La boca de él se apoderó de sus labios
aumentando el calor que encendía su sangre, un calor que había comenzado en el
salón de baile y que anulaba todo deseo de resistirse.

Los labios de Anne se abrieron para dejar paso a su lengua posesiva. Las
manos se movían debajo de la chaqueta buscando los duros músculos cubiertos por
la tela delgada. Un salvaje deseo la impulsaba a sacarle la camisa del pantalón para
poder gozar de su piel viril como lo había hecho una vez…

Un gemido de protesta escapó de sus labios mientras luchaba contra esos


peligrosos anhelos.

—Ross, por favor, no hagas esto…

—¿Por qué no? —dijo él deslizando sus labios sobre el cuello de Anne—. Los
dos lo deseamos.

Ella sintió un gusto amargo en la garganta. ¿Esa había sido su justificación


diez años antes?

Apoyó las manos contra el pecho de Ross y lo empujó. Él dejó que ampliara el
espacio que los separaba, pero no permitió que se fuese. Los brazos formaban un
círculo de hierro en la espalda de Anne.

—Eres una criatura extraña.

—Gracias —replicó ella con voz seca.

Anne irguió el mentón.

—Pero como se suele decir, ha corrido mucha agua debajo del puente desde
entonces, ¿no?

—¿Agua? —Ross enarcó el ceño con gesto burlón—. Es curioso que lo


menciones. Una vez hicimos el amor sobre el agua. Creo que ninguno de los dos lo
olvidó.

Anne se sobresaltó.

—Lo había olvidado lo suficiente como para comprometerme con otro


hombre…
—Pero no lo suficiente como para continuar. Tres días después de mi llegada a
Runford, su anillo desapareció de tu dedo.

—¡Porque está enamorado de otra mujer!

—La pequeña violinista —señaló él.

Anne lo contempló desconcertada. Ross había visto la cara de Jane la noche


anterior. Era demasiado perceptivo.

—No tiene nada que ver contigo.

—Me resulta difícil creerlo después de la forma en que me besaste.

Todo el cuerpo de Anne, vibró con ira.

—Vanidoso, fanfarrón… —no encontraba la palabra justa que lo describiese.

—¿Bastardo? —sugirió él.

—No insultaría de esa forma a tu madre —contestó Anne fríamente—. Ella


murió mientras tú nacías. Nadie podría acusarla por engendrar un tipo arrogante y
despreciable que nunca conoció —las manos de Ross aumentaron la presión sobre su
espalda—. Suéltame.

—No es lo que quieres. Tú quieres que te apriete más y que te haga el amor —
se burló él.

Después de haberlo besado, Anne sabía que no podía negar esa afirmación.

—De acuerdo —admitió y de inmediato observó que el rostro de Ross cobraba


una expresión incrédula—. Te deseo, pero no te quiero.

Por un instante creyó que sus ojos tenían el mismo fulgor melancólico que
habían mostrado en la posada.

—¿Qué sucede? ¿No crees que una mujer tenga deseos que no están
relacionados con su corazón?

—Sí, lo creo en algunas mujeres —contempló su rostro ruborizado—. Pero en


ti… —por un largo rato parecieron disputar una silenciosa batalla de deseos—. Hay
una forma de averiguar si lo que dices es verdad —el tono era sutilmente desafiante.
—Digo la verdad —señaló Anne en tono enérgico—. No tengo por qué
probártelo.

Él la estrechó contra su cuerpo.

—Si no me quieres podemos terminar lo que empezamos hace diez años. Y


esta vez, estaremos en igualdad de condiciones. Los dos somos adultos ahora —cada
palabra parecía estar previamente calculada para herirla—. Podemos mantener una
relación y cuando se termine nos separamos sin sufrir ningún daño.

Anne empalideció. Allí estaba la trampa más peligrosa.

—No tengo… relaciones.

Los ojos de Ross se fijaron en ella con intensidad.

—¿Por qué no empiezas conmigo ahora entonces? Soy el candidato perfecto.


No tengo una esposa celosa, ni hijos de otro matrimonio, ni deseos de un arreglo más
permanente que arruinaría tu carrera.

—Es absurdo.

—Yo diría todo lo contrario —replicó él.

—Dejando a un lado otras consideraciones, es un poco difícil, ¿no? Yo me voy


a Florida y tú regresas a California.

—¿Por qué piensas eso? —la sonrisa burlona se instaló nuevamente en sus
labios.

—Bueno, es obvio.

—Sólo para ti. Yo tengo una oficina equipada en la casa de mi padre.

—Me alegro por ti —apeló a todas sus fuerzas para protegerse del dolor que él
quería infligirle—. Si realmente necesitas una amante para hacer más completa tu
vida en Florida, te sugiero que le preguntes a los vecinos. Estoy segura de que
encontrarás alguna muchacha ansiosa por pasar el tiempo en tus brazos. Después de
todo, eres un hombre rico…

Ross hundió los dedos en su piel.

—También soy un hombre paciente —gruñó—. Y te conviene que lo sea.


Le atrapó la boca con una fuerza que nada tenía que ver con la ternura que
había demostrado un rato antes. Anne intentó apartarse, pero no tenía forma de
mover ese cuerpo vigoroso. Era una masa compacta de huesos y músculos
concentrados en poseerla.

—Recibí una llamada de Heather y luego tuve que… —las palabras de Shari se
interrumpieron abruptamente.

Ross soltó a Anne pero conservó la mano sobre su brazo. Ella se volvió hacia
Shari. La muchacha estaba pálida y la bandeja que sostenía en las manos parecía
estar a punto de caer al piso.

—Shari… —balbuceó Anne extendiendo su mano hacia la bandeja.

Shari retrocedió. Sus ojos tenían el brillo del orgullo herido.

—¿Esta noche ha sido un gran chasco, ¿no?

Ross se adelantó y tomó la bandeja. Shari lo observó mientras la apoyaba


sobre la mesa. Él irguió el cuerpo y dijo:

—No hubo ningún chasco.

—¿No? —las lágrimas tornaron más verdes los ojos de Shari—. Me hiciste
creer que yo te importaba.

—Me importas —dijo Ross con voz consternada—. Eres la hermana que nunca
he tenido…

Las mejillas de Shari se sonrojaron.

—No quiero ser tu hermana. Ni ahora ni nunca —las lágrimas comenzaron a


surcarle el rostro—. No quiero interrumpirlos —gimió—. Sigan con lo que estaban
haciendo…

Las palabras se diluyeron en el llanto. Se volvió y corrió hacia la escalera.

—Shari —exclamó Anne pero su hermana ya estaba subiendo los escalones


con el aliento entrecortado.

Se apartó de Ross y corrió tras la muchacha, quien llegó al dormitorio antes de


que Anne pudiese alcanzarla. La puerta estaba cerrada con llave.

—Shari, escúchame —le rogó.


—Hablaremos mañana.

—No —insistió Anne tratando de mantener baja la voz para no perturbar a su


padre—. Por favor, cariño, quiero que hablemos ahora.

El silencio siguió a sus palabras.

—Shari, escúchame, por favor.

—Vete —su voz era más serena, con una tonalidad petulante.

—Anne —Ross había subido la escalera y estaba junto a ella aferrándole el


brazo para apartarla de la puerta—. Quizás no viva con una adolescente, pero sé lo
suficiente sobre mujeres para darme cuenta de que deberías dejarla dormir.

—¿No crees que ya causaste demasiados problemas? —trató de escurrirse de


su mano, pero la presión se hizo más intensa y finalmente la apartó de la puerta de
Shari.

—Tengo que hablarte en privado —Ross avanzó con paso seguro hasta el
dormitorio de Anne.

Sólo cuando estuvieron adentro y él cerró la puerta, Anne tomó conciencia del
lugar donde estaban.

—¿Qué estás haciendo?

Él se mostró impasible.

—No es lo que tú piensas. Necesito hablar contigo sin que nos escuche Shari y
este parece el mejor lugar —apoyó el cuerpo contra la puerta y posó los ojos sobre su
rostro sonrojado—. Por Dios, Anne, si voy a tener alguna clase de relación con
ustedes, tienes que escucharme. Shari es una muchacha de dieciséis años
deslumbrada con un hombre mayor. Creó una pequeña fantasía y ahora está
sufriendo lo que la mayoría de nosotros sufrió, en un momento o en otro.

Anne sonrió con gesto irónico.

—Sólo tratas de aliviar tu conciencia.

Él la miró largamente con expresión sombría.

—Si tengo algún problema con mi conciencia, no tiene relación con ella.
Anne luchó para controlar sus nervios ante esa deliberada referencia a lo que
había ocurrido entre ellos, y recordó la traición de Ross.

—No me digas que te sientes culpable después de lo que pasó entre nosotros.

Ross se apartó de la puerta lentamente. Su cuerpo cobró una postura tensa.

—No he dejado de lamentar lo que ocurrió un solo día de mi vida. Lamentarlo


y anhelar que ocurra nuevamente.

Un sonido angustiado escapó de la boca de Anne. Se volvió hacia la puerta,


pero él le sujetó la mano.

—Suéltame.

—Hablaremos sobre conciencias culpables —murmuró él acercando la boca a


su hombro desnudo como había hecho la primera vez en el barco—. Y de actitudes
contradictorias —alzó la cabeza y con voz sedosa agregó—: Cuando saliste con
Adams la otra noche, llevabas una blusa cerrada. Pero cuando supiste que pasarías la
noche conmigo te pusiste esto —extendió la mano y rozó la tela sobre sus senos—.
Quizás no sabías que me estabas invitando a besarte aquí —posó sus labios sobre la
base del cuello—. Y aquí… —su boca tibia trazó un sendero de fuego mientras se
acercaba a la piel sensible de los senos.

Anne deseaba apartarse de él, debía hacerlo.

Pero sus manos parecían estar conectadas a la mente. Ninguna parte de su


cuerpo era gobernado por el pensamiento lógico.

Los labios de Ross continuaban prodigando besos suaves que suscitaban


escalofríos de placer. Era como una persona rescatada del desierto, probando el
primer sorbo de agua después de una sed intolerable. Pese a todo, no dejó de
resistirse.

—Ross, no…

Él irguió la cabeza.

—Deja de decir cosas que no piensas.

La protesta de Anne sólo logró facilitarle el acceso de su boca y de su lengua.


Una tibieza sensual se derramó sobre ella. Ross la estaba apabullando con
sensaciones, la dureza de su chaqueta, la tersura de la camisa, su fragancia
penetrante.
Anne acomodó su cuerpo contra el de Ross mientras deslizaba las manos por
debajo de su chaqueta.

—¿Debo decirte que no, Anne? —murmuró él con voz profunda.

Anne intentó moverse pero Ross se lo impidió.

—No irás a ningún lado.

Al recibir la boca posesiva de Ross, Anne se aferró a él y respondió con toda la


fuerza de las emociones contenidas durante muchos años. Las solapas de la chaqueta
le molestaban sobre los hombros.

—Tu chaqueta —se quejó en voz baja.

Él se quitó la prenda y la arrojó al suelo.

—¿No te gustaría retribuir el favor?

Su aliento tibio rozó el cuello de Anne.

Ella no alcanzó a escucharlo. Estaba totalmente concentrada en el placer de


acariciarle el amplio pecho, los músculos de la espalda.

Su boca buscó el pequeño hoyuelo sobre el mentón. Quería más de él, mucho
más.

Las manos expertas de Ross la envolvieron y con un simple movimiento le


bajó el cierre del vestido.

—Ross…

Él acercó la boca a su mejilla para ahogar la protesta.

—Shh… —apoyó las manos sobre su espalda para protegerla del aire frío.
Anne vestía sólo un pequeño par de bragas color crema.

Ella sintió que los brazos de Ross eran el sitio donde debía estar. Ross estaba
saciando el hambre que la perturbaba…

Luego vio que se apartaba y deslizaba los ojos sobre la suave perfección de sus
senos blancos. Una vez lo había invitado a que la mirase, y ahora lo enfrentaba con el
mismo gesto orgulloso y desafiante de entonces.

Ross emitió un suspiro.


El deseo de Anne se reflejaba en sus ojos. Con un ágil movimiento la tomó en
brazos y la tendió sobre la cama cubriéndola con su cuerpo, besándole los ojos, las
mejillas.

—Anne… —musitó su nombre desde lo más profundo de su ser. Los dedos se


posaron sobre la base del cuello y descendieron por los senos hasta el abdomen—.
¿Dónde está el corazón que mantienes encerrado? —inclinó la cabeza y besó sus
pezones rosados—. ¿Está aquí? Te deseo. Deseo todo de ti…

Anne experimentó una sensación de dicha que rápidamente se esfumó. Ross la


deseaba, ¿pero por cuánto tiempo? ¿Un día, un mes? ¿Debía entretenerlo hasta que
regresase a California y a los brazos de la encantadora Nancy?

Permaneció inmóvil, con la cabeza echada hacia un costado.

—No —le dijo luchando contra sí misma—. No seré un reemplazo de tu


compañera nocturna.

Las mejillas de Ross se encendieron.

—¿Piensas que es eso lo que quiero de ti? ¿Una noche de sexo?

—No lo pienso —replicó ella mirándolo con decisión, su cabello extendido


sobre el cobertor como un abanico—. Lo sé. He tenido otra experiencia contigo,
¿recuerdas?

Ross le dirigió una mirada intensa pero pareció contener sus palabras. Se
levantó de la cama con deliberada lentitud, recogió su chaqueta y la echó sobre los
hombros. Luego se volvió para mirarla, su rostro frío y compuesto.

Anne se envolvió con el cobertor. Ese intento por ocultar su cuerpo de él, llevó
una sonrisa irónica a los labios de Ross.

—Bueno, ¿qué estás esperando? —su voz resonó en la intimidad del


dormitorio.

Ross se alzó de hombros con gesto despreocupado.

—Quizás espere la verdad al amanecer. Soy un hombre paciente, pero me


pregunto si seguiré siéndolo mucho tiempo más —abrió la puerta y salió al pasillo.

Cuando la puerta se cerró detrás de él, Anne sintió que se había llevado todo
lo importante en su vida.
Se recostó sobre la cama. Su cuerpo continuaba sufriendo una sed que no
había sido saciada. Desterraría a Ross de su mente y de su vida. Pero las mantas se
deslizaron sensualmente sobre su cuerpo haciéndole recordar la caricia de los dedos
sobre la cintura.

La imagen de Ross era un fantasma en la noche. Su piel afiebrada evocaba las


manos que trazaban la forma de los senos, el roce de los labios tiernos y posesivos…

Podía recordar también que había querido prolongar aquellas caricias, había
anhelado que Ross volviese a ejecutar la Rapsodia dentro de su alma nuevamente…
Desde algún lugar en las profundidades de su mente, una voz murmuró:

«¿Por qué no? ¿Por qué no aceptar lo que él te ofrece? Esta vez sabes que es
sólo temporario. Esta vez no eres una adolescente con una idea romántica del amor.
Esta vez lo harás con los ojos bien abiertos».

«No , no podría».

«¿Por qué no? ¿Porque aún estás enamorada de él?» «No. ¡No! Dios mío,
no…»

Anne agradeció el hecho de no tener clases el lunes a la mañana. Eran más de


las diez cuando despertó. Después de ducharse, se vistió rápidamente y bajó la
escalera, consciente de que si no aparecía enseguida, Grace iría a golpearle la puerta.

Entró a la cocina y se sirvió una taza de café.

—Un poco de té te haría mucho mejor —dijo Grace mientras pelaba patatas
junto al fregadero—. ¿Tienes gripe o aún estás cansada por la noche del sábado?

—No. Me siento un poco… mareada. Dormí demasiado —se apoyó contra la


mesada y llevó la taza a sus labios. El café era el estimulante que su espíritu
necesitaba.

—Hmmm… En mis días, una muchacha que estaba comprometida, no pasaba


la noche con otro hombre.

—No estoy comprometida, Grace.

La mujer se volvió lentamente y sus ojos se posaron sobre la mano de Anne.


—¿No? ¿Qué ocurrió?

—Michael está enamorado de otra persona —lo dijo en tono natural, sin
tomarse el trabajo de ocultar su indiferencia.

—Y te tomaba por una tonta.

—No creo que realmente supiese lo que quería —le resultaba muy fácil ser
comprensiva cuando sus emociones no estaban en juego.

Grace la miró con expresión seria.

—Bueno, lo bueno es que lo averiguaste ahora y no después de casarte.

—Es cierto, ¿no? —dijo Anne mientras se preguntaba si debía llamar a Joel
Winters para asegurarse de que el contrato estuviese listo para la tarde.

—No pareces estar demasiado triste…

—Supongo que no.

—¿Cuándo irás a ver a tu madre?

Anne se sobresaltó.

—¿Cómo lo supiste?

Grace trató de disimular la sonrisa que curvaba sus labios.

—Me lo dijo tu padre. Espera que tú te reconcilies con ella, y yo pienso que ya
es hora…

—Grace…

La mujer se volvió hacia ella.

—Tu madre era una buena persona, querida. No pienses otra cosa.

—Por favor, Grace —el malestar que experimentaba se filtró en su voz—. ¿No
puedes dejar que tenga mis opiniones? Yo no era una criatura cuando ella nos dejó —
dijo Anne con voz helada.

—Una criatura casi nunca sabe cómo son sus padres.


—No, una criatura simplemente sabe que sus padres están cerca cuando los
necesita —replicó Anne.

Grace pareció meditar sus palabras.

—No diré nada más. Pero sé que llegará el día en que lamentarías lo que
pensaste de tu madre.

Anne no quería irritar a Grace.

La mujer había sido leal con la familia Runford durante muchos años y no
merecía otra cosa que no fuese respeto y afecto.

—Quizás tengas razón —le dijo en tono sereno—. Tendremos que esperar para
verlo, ¿verdad? —bebió otro sorbo de café—. ¿Hablaste con Shari esta mañana?

—Hablé yo sola. Ella no tenía mucho que decir.

—¿Crees que estaba disgustada?

Grace examinó la patata que estaba pelando.

—Sí, pero no quiso confiar en mí. Nadie lo hace últimamente.

Anne dejó la taza y rodeó los hombros firmes de la mujer con sus brazos.

—Eres una mentirosa —le dijo con voz suave—. Tú sabes todas las cosas que
ocurren por aquí. No pienses que voy a caer en la trampa de compadecerte.

Grace no respondió, pero su rostro se relajó visiblemente. El gesto afectuoso


de Anne la había complacido.

—Sea lo que sea, Shari se recobrará. Es joven y fuerte.

Esa tarde en la oficina de su padre, Anne reflexionó sobre las palabras de


Grace y se preguntó por qué no tenía ella la entereza de Shari.

Al observar que Ross se acercaba al escritorio y estampaba su firma en el


contrato, Anne experimentó una sensación de dolor que la impulsó a decir:

—¿Vas a firmar algo que no has leído detalladamente?

Él irguió la cabeza y le dirigió una fría mirada. Desde el momento en que


entrara a la oficina, sus modales habían sido impersonales. La habilidad para
interrumpir el deseo a voluntad, indicaba a Anne que sus emociones no habían
cambiado en nada después de diez años.

—Mi abogado habló con el tuyo esta mañana y llegaron a un acuerdo sobre los
términos del contrato —le alcanzó la estilográfica—. Tengo confianza en la gente que
trabaja para mí.

Ella vaciló, consciente de que había sido astutamente persuadida una vez más.
Si se tomaba tiempo para leer, le demostraría falta de confianza en su habilidad para
instruir a Joel.

Tomó la estilográfica de la mano de él y firmó debajo del garabato oscuro que


él había trazado sobre el papel.

—Partiré de Runford en media hora. ¿Enviarán una copia del contrato a mi


oficina?

—Por supuesto.

Ross irguió el cuerpo.

—Regresaré dentro de una semana y si hay buen tiempo volaremos a Florida


esa tarde.

—Quizás no consigamos billetes.

—No necesitarás billetes. Volarás conmigo —hizo una pausa y luego agregó
—: No olvides traer ropa liviana. Es verano en Florida.

Cuando descendió del avión y caminó hacia el área de estacionamiento de


Orlando, realmente era verano. El sol le castigaba la cabeza y su cuerpo sufría la
diferencia de temperatura. Al dejar Runford la temperatura era de dos grados bajo
cero mientras que allí estaba por arriba de los veinte grados.

Después de ubicarse junto a Shari en el Thunderbird plateado, se quitó la


chaqueta que había usado a bordo del avión y se felicitó a sí misma por haber elegido
una blusa sin mangas.

Del otro lado del auto, Ross se sacó la chaqueta y la dejó sobre la de Anne.
Luego se ubicó detrás del volante y extendió la mano hacia la guantera.
—Allí hay gafas de sol para las dos. Tuve que decidir el color y el modelo,
pero pensé que por el tiempo que estarán aquí, mi elección sería aceptable.

Las de Shari eran ovales con cristales azules. Las de Anne tenían marco claro
con cristales verdosos. Anne las sacó del estuche y se las puso, mientras recordaba
que Ross siempre había tenido una especial atracción por los detalles. Evocó los dúos
de piano que tocaban en la cabaña. Ella tenía la ventaja de contar con una mayor
preparación técnica, pero si había un cambio de tiempo y se lo mencionaba
anticipadamente, Ross nunca lo olvidaba al llegar a esa parte de la composición.
Hacer música con él era casi tan placentero como hacer el amor…

—Ahora puedes decirnos adónde vamos, ¿verdad? —preguntó Shari con voz
nerviosa.

Unas horas antes en Runford, mientras esperaban el avión junto a Anne, Shari
había estado callada y distante. Pero ante la visión del lujoso jet de Ross su ánimo
pareció renacer. Le resultaba muy difícil permanecer enojada. Su natural
exhuberancia era demasiado intensa para ser reprimida. Anne ni podía estar segura
de que su hermana se hubiese sentido decepcionada al comprobar que Ross no tenía
interés en ella. Era probable que Shari necesitase un hermano, y que Ross hubiese
reconocido el deseo de la muchacha y respondido a él. Pero ahora, cuando el
encuentro con su madre estaba próximo, Shari se mostraba ansiosa.

—Es una sorpresa —contestó Ross con voz serena.

Después de eso, se produjo un largo silencio. Incluso Shari dejó de formular


preguntas sobre las plantaciones de naranjos y Florida. Luego, al tomar la autopista
U.S. 27, un cartel atrajo la atención de la muchacha. Una joven mujer aferraba una
cuerda mientras el agua formaba una cortina detrás de ella.

Cuando Shari hizo un comentario sobre la imagen, Ross emergió de su


silencio.

—¿Quieres visitar los jardines de los cipreses?

Shari aceptó la invitación y formuló preguntas acerca del lugar. Ross le contó
sobre el espectáculo de esquí, la vegetación de los jardines y los canales.

—¿Pero tenemos tiempo? —preguntó Shari—. Quiero decir… —no se decidía


a pronunciar palabras que eran extrañas para ella—. ¿Mamá nos espera?

—Le comenté la posibilidad de que nos detuviésemos en los jardines si les


gustaba la idea.
Anne se volvió hacia la ventana. ¿La intención de Ross era darle tiempo para
serenarse antes de ver a su madre? No parecía probable. Pero si su madre estaba tan
ansiosa por encontrarlas como todo lo que Ross había hecho parecía sugerir, su
intencionada demora no tenía sentido.

Decidió abandonar sus cavilaciones. Había pasado una semana preparándose


para ese encuentro, consciente de que no iba a obtener nada de él y que era algo que
tenía que tolerar por el bien de la escuela.

Media hora después había logrado controlar sus emociones. Su rostro tenía
una expresión fría mientras aguardaba que Ross comprase las entradas.

Unos minutos más tarde caminaron por la colina rumbo al imponente estadio
que se levantaba frente a ellos. El cielo estaba nublado y el sol aparecía en breves
estallidos que no quemaban su piel sensible.

Decidieron ir directamente al estadio. Anne caminó con paso lento para


permitir que Shari se ubicara entre ella y Ross. Subieron las escaleras exteriores del
estadio y cuando llegaron a la cima, comenzaron a descender hasta que encontraron
un espacio con una buena vista del lago. Ya había varias personas sentadas en los
escalones de concreto. Debieron pasar frente a un hombre y su joven hija para llegar
al sitio que habían elegido. Anne contempló el agua reluciente. Sobre la rampa de
esquí había tomado posesión una cigüeña que volvió su cabeza despectivamente,
como si quisiese decir que no entendía el comportamiento de esas extrañas criaturas
con dos patas.

Al advertir que el espectáculo estaba por comenzar, la cigüeña extendió sus


alas y voló a un lugar más seguro. Varios hombres de piel bronceada realizaron
movimientos acrobáticos sobre la rampa mientras una graciosa bailarina se subía a
los hombros de un esquiador y daba una vuelta completa sobre las palmas de sus
manos. Ocho muchachas en trajes de baño rojos marcaban un agradable contraste
con el agua azul, los tobillos sujetos a las cuerdas de remolque y las piernas
extendidas en poses de ballet detrás de un bote que avanzaba lentamente. Una
pirámide formada por esquiadores extendió las banderas que llevaban el nombre de
los jardines de cipreses.

Cuando el espectáculo terminó, los tres caminaron por el jardín botánico


contemplando los cipreses cuya edad era estimada en seiscientos años.

—Los cipreses pueden crecer en el agua —les explicó Ross—. Es por ello que
viven tanto tiempo.

—Es bueno saber que hay cosas que son duraderas —murmuró Anne y
observó satisfecha que el rostro de Ross cobraba una expresión sombría.
Se produjo un breve silencio mientras se alejaban de los árboles y tomaban un
sendero bordeado de arbustos florecidos. Ross permanecía en silencio, pero al ver
que Shari se adelantaba para examinar la piscina con la forma del estado de Florida
que había sido utilizada por Esther Williams en una película, tomó el brazo de Anne
con firmeza.

—Te lo estoy advirtiendo —dijo en voz baja.

Los ojos de Anne centellearon.

—¿Debo asustarme por tus amenazas?

La mirada de Ross recorrió su rostro sonrojado lentamente.

—Qué imprudente eres. No has cambiado en nada, ¿verdad?

Anne se apartó de él y caminó en dirección a la higuera de Bengala que se


extendía sobre el sendero como un monstruo con mil brazos. Se concentró en la
visión del árbol dejando a un lado el recuerdo suscitado por Ross de la tarde en que
ella había desechado la prudencia… Continuó caminando delante de Ross y de Shari,
casi sin ver la profusa vegetación que crecía junto a ella. Después de atravesar un
jardín de rosas, el sendero culminaba a unos pocos metros del punto inicial. Al llegar
allí, Anne aceptó complacida la invitación de Ross a compartir un refrigerio en el
comedor. Sentados en un gran pabellón que daba al lago, comieron sabrosas
porciones de pizza y bebieron gaseosas heladas. Un hombre y una mujer
interpretaban música del oeste con voces melosas que provocaban la risa del público.
Después de comprar una torta azucarada para Shari, caminaron de regreso al auto.
Anne tenía conciencia de que la tensión que había experimentado junto al bosque de
cipreses ya no existía.

Eran más de las cuatro cuando Ross dejó la carretera principal después de
Punta Gorda y tomó un desvío de la autopista. Un cartel anunciaba que la isla Pine
estaba a diez kilómetros de allí.

—¿Es allí donde vamos? —preguntó Shari.

—Sí —dijo Ross con renuencia.

Unos kilómetros más adelante cruzaron un puente y de acuerdo a las señales


ya estaban en la isla Pine. Algunos indicios parecían sugerir que la isla había estado
habitada desde hacía mucho tiempo. El café de nombre Capitán Cove necesitaba una
capa de pintura blanca, pero el lugar tenía un buena clientela, a juzgar por el número
de autos estacionados en las cercanías. Un muchacho con los jeans subidos hasta la
rodilla caminaba por la calle llevando una ristra de pescados. Contrastando con los
viejos edificios de los almacenes, una hilera de casas lujosas se levantaba junto al
canal. Los botes amarrados a los pescantes permitían un rápido acceso al mar a sus
dueños.

El camino atravesaba un bosque de pinos que crecía en el suelo arenoso de la


isla. Había varias casas en venta o disponibles para alquilar. Al girar hacia la
izquierda se encontraron frente a una magnífica vista del océano. Habían llegado al
extremo norte de la isla. Estaban acercándose a su destino.

Una sensación de inquietud se apoderó de Anne cuando Ross detuvo el auto


frente a una casa blanca que daba al mar. Era más imponente que todas las que la
rodeaban, a pesar de ser de la misma época.

Tres balcones sobresalían de la estructura de dos pisos. Uno en el frente y uno


en cada costado. La amplitud de la casa indicaba que había sido construida para
albergar también a varios criados. Una cerca de madera rodeaba el perímetro del
jardín y un cartel advertía que no se podía tomar el camino que llevaba al club de
yates.

Ross sacó una llave del bolsillo y abrió el portón. Después de atravesarlo, bajó
nuevamente para cerrar. Cuando el auto estacionó frente a la puerta principal, Anne
supo que ya no podía postergar lo inevitable. Sus tacones se hundían en la arena
mientras caminaba bajo la sombra placentera de los árboles. El aire era cálido y
húmedo, aunque quizás era su estado de ánimo lo que la hacía percibir la atmósfera
calma que precede a las tormentas.

Ross abrió el maletero y sacó el equipaje. El mayordomo apareció en la puerta


y de inmediato bajó los escalones del porche en dirección a ellos.

—Buenas tardes, señor Leyton —el hombre debía doblar a Ross en edad, un
hombre alto y robusto que daba una imagen de agresividad. La cicatriz sobre su
mejilla indicaba que sabía cómo defenderse. Anne supuso que además de
mayordomo era también guardaespaldas—. El señor y la señora Leyton salieron a
navegar. Lamentarán no haber estado.

Ross se mostró indiferente.

—Está bien. Yo guiaré a nuestras invitadas hacia los dormitorios, Charles.


Ocúpate del equipaje. Estoy seguro de que les agradará refrescarse un poco.

Anne esperó que el hombre respondiera cortésmente, de acuerdo a la mejor


tradición de un mayordomo, pero Charles se limitó a asentir con la cabeza antes de
levantar las maletas del suelo. El hecho de saber que su madre no estaba en casa la
ayudó a subir los escalones del porche con más tranquilidad para esperar que Ross
abriese la puerta.

El interior estaba en penumbras y muy bien refrigerado. Acompañaron a Ross


a través de la sala, cuyos pisos de madera y delicadas cortinas de encaje daban la
sensación de luz y espacio. Los sillones de cuero estaban ubicados frente al hogar y
las paredes tenían estantes con libros desde el suelo hasta el techo. Ross hizo una
pausa como si quisiese asegurarse de que no había nadie en la sala y luego comenzó
a subir la escalera.

Shari había permanecido callada, pero cuando Ross abrió una puerta y le
indicó que ése era el lugar donde iba a dormir, se detuvo azorada y exclamó:

—Qué habitación fabulosa. ¿Cómo supo mamá que me gustaban los artículos
de mimbre?

—Investigamos un poco —contestó Ross divertido y sus ojos buscaron el


rostro de Anne.

El blanco y el verde predominaban en el dormitorio. Dos sillas con respaldo


alto habían sido dispuestas a cada lado de una mesa circular de cristal. Un espejo de
pie estaba enmarcado en mimbre. La amplia cama tenía un cobertor de seda verde
sobre la cual había sido bordado un corazón.

—Es un lugar maravilloso —murmuró Shari—. Podría quedarme para


siempre aquí.

Las palabras de la muchacha suscitaron una sensación de celos en Anne. Por


primera vez entendía la razón que impulsaba a los padres separados a disputar la
atención de sus hijos. Un año antes ella había trabajado durante semanas, pintando y
comprando cortinas y muebles, para decorar el dormitorio de Shari, consultando
cada detalle con su hermana, pero consciente de que debía ajustarse a un
presupuesto limitado. Este dormitorio había sido decorado sin detenerse a pensar en
los gastos. Alzó la cabeza y vio que Ross la observaba, para luego volverse hacia
Shari y decirle:

—Refréscate y descansa. Te llamaré cuando llegue tu madre. Ahora iré a


mostrarle la habitación a tu hermana.

Anne caminó junto a Ross por el pasillo hasta entrar a un mundo creado en
azul. Frente a ella apareció una imponente cama con dosel cuyo cobertor azul hacía
juego con la alfombra.
Consciente de la presencia de Ross a su lado, el cuerpo firme y expectante,
Anne giró para alejar la cama de su visión y de sus pensamiento y dirigió una mirada
al resto del dormitorio. Las cortinas celestes estaban corridas al costado de la puerta
corrediza de cristal que probablemente daba a un balcón. Un hermoso asiento
cubierto con terciopelo blanco era el único elemento que atenuaba la sensación de
estar inmerso en el cielo. Incluso el armario y el tocador habían sido pintados para
armonizar. Sobre el tocador había un jarrón de cristal de Venecia con el borde
delicadamente tallado. No tenía ningún arreglo floral. Su belleza no necesitaba ser
realzada. Anne tuvo que sucumbir al deseo de caminar sobre la mullida alfombra
hacia la puerta de cristal. El balcón, cuyas dimensiones eran las de un salón de baile,
estaba rodeado por una baranda de color blanco, de más de un metro de alto.

—Alguien se ha preocupado mucho por la seguridad —comentó ansiosa por


quebrar aquel incómodo silencio y no porque en realidad le interesase satisfacer su
curiosidad.

Ross se acercó a ella.

—¿Por la seguridad? —preguntó en tono divertido.

—La baranda alta —contestó Anne sorprendida de que él no entendiese—.


¿No es un poco extraño?

—¿Puedes adivinar la razón?

Anne se sintió desconcertada, pero decidió atribuirlo a la presencia de Ross


tan cerca de ella. No sabía a qué estaba aludiendo.

—El dueño anterior era un amante del sol —dijo Ross—. El balcón fue
construido para tomar sol desnudo.

Un deseo urgente de escapar de esa incitante habitación invadió a Anne y sus


propios pensamientos la llevaron hacia la puerta.

—¿Tiene buena vista?

Luchó con la traba hasta que Ross extendió la mano y la corrió hacia un
costado.

—Sí.

La puerta se abrió con un sonido apenas perceptible. Al salir al balcón calor


sorprendió a Anne, una clara evidencia de que su cuerpo se había adaptado
rápidamente a la frescura de las habitaciones refrigeradas.
Había una mesa de patio con una sombrilla y un cómodo sillón de descanso.
La visión de Ross extendido en ese sillón con el cuerpo desnudo tan esbelto como el
de una pantera en reposo, surgió en su mente para acosarla. Apretó los puños y bajó
los cinco escalones que la llevaron hasta la baranda.

Un cielo azul se extendía formando una bóveda sobre el océano calmo.


Algunas nubes se divisaban en la distancia y un yate avanzaba lentamente hacia la
costa. Anne posó los ojos en las bellas líneas de la embarcación y supo sin necesidad
de preguntar que su madre estaba allí. Las lágrimas nublaron su visión.

—Está en la cubierta —dijo una voz profunda desde atrás—. Levanta tu brazo.
Te está saludando.

La confusión del momento le impidió asimilar esas palabras. Ross suspiró


impaciente y le mantuvo la mano en alto con fuerza. Fue entonces que Anne vio a
una mujer que era casi igual a la que ella había conocido. Leora Leyton agitaba un
brazo con entusiasmo. Casi sin advertirlo, Anne abrió la mano y respondió a su
saludo.

El yate cobró una velocidad sorprendente y se perdió detrás de la punta de la


isla. La presión de Ross sobre su mano disminuyó, pero de todas formas no la soltó.

—Me gustaría retorcerte tu hermoso cuello —gruñó él haciéndola girar.

Anne se encontró atrapada entre el cuerpo sólido de Ross y la baranda del


balcón. Decidida a evitar que él atisbase su vulnerabilidad, mantuvo los ojos cerrados
y le dijo:

—Suéltame.

—¡Mírame, maldición!

—¿Qué más quieres de mí? ¿No me has hecho demasiado?

El rostro de Ross empalideció y se puso tenso.

—Oh, Dios… —la estrechó entre sus brazos y le habló con una voz agonizante
que Anne casi no podía reconocer en él—. Perdóname. Por favor, perdóname.
Capítulo 8
El sol brillaba con todas sus fuerzas, pero el calor que Anne sentía era causado
por las manos de Ross moviéndose sobre sus hombros, sus caderas y su espalda, los
labios que le rozaban el cuello y las mejillas.

¿Le pedía perdón por condenarla sin justificación? ¿O por ese oscuro y
maravilloso pasado que habían compartido? ¿Por qué debía perdonarlo por algo que
había sido lo mejor de su existencia, el único instante en que se había sentido
realmente viva?

Bajo el acaso de sus manos y de su boca, no podía entender por qué le pedía
perdón. ¿Qué tenían que perdonarse dos personas cuyos cuerpos se habían conocido
tan íntimamente?

Anne deslizó la boca sobre las mejillas de Ross hasta encontrar los labios que
tenían el poder de elevarla a alturas de deseo nunca alcanzadas con otro hombre. Se
apretó contra él ansiosa por gozar el contacto de su cuerpo vigoroso y al sentir que el
ardor de la pasión los envolvía, supo que no pasaría mucho tiempo antes de que el
deseo escapara a su control.

Ross le quitó los alfileres que le sujetaban el moño y cuando los mechones
dorados cayeron sobre los hombros exhaló un largo suspiro y se apartó de ella
levemente.

Las manos buscaron los botones de la blusa con desesperada urgencia. Anne
no pensó en detenerlo. La necesidad de sus caricias le encendía el cuerpo. Ross le
corrió el sostén y con un suave movimiento cubrió un seno con la palma de la mano.
Los dedos trazaron pequeños círculos sobre la zona más sensible, suscitando un
placer exquisito que llevaba fuego a su sangre.

Pero el goce sólo comenzaba. La boca de Ross ocupó el territorio de los dedos
y su lengua se demoró en la exploración de esas formas sensuales.

Cuando ella sintió que iba a estallar de deseo, los labios de Ross se deslizaron
sobre su piel y buscaron el otro seno y la llevaron nuevamente a experimentar una
irreprimible necesidad de tenerlo dentro de sí.

—¡Anne, Anne! Mamá está aquí. Anne, ¿dónde estás? No puedo esperar. Voy
para abajo.

La voz de Shari sólo produjo una momentánea interrupción. Anne se aferró a


Ross buscando el mismo éxtasis que la había conmovido unos segundos antes, pero
él le tomó los brazos para mantenerla a distancia.
La brisa cálida agitó una palmera produciendo un sonido seco. Ross la miró
fijamente.

—Eres como una bebida tropical —murmuró—. Vas directamente a mi sangre.

—Ross… —se inclinó hacia él.

Un temblor sacudió el cuerpo de Ross.

—No podemos seguir así —masculló con voz áspera—. Nos estamos
destrozando.

Anne alzó la vista hacia Ross y advirtió que él aún no había recobrado el
control de sí mismo.

—¿Tienes alguna solución?

—Sí. Me iré en cuanto pueda arreglar mis cosas.

Las palabras de Ross cayeron sobre ella con la fuerza de una ola que destruye
los dibujos sobre la arena.

—La historia se repite, ¿verdad?

Los dedos de Ross castigaron sus brazos aumentando aun más la presión
sobre ellos.

—¡Maldición, Anne! ¿Qué quieres de mí? Ya te has negado a venir a mi cama.


No me queda nada por hacer, salvo alejarme de ti todo lo que sea posible. Es la única
forma de preservar mi cordura.

—No quiero que te vayas —Anne alzó las manos y las posó sobre la tela
delgada de su camisa.

Él la miró con ojos ardientes. Se produjo un largo silencio. La brisa había


cesado.

—Entonces ven conmigo esta noche.

Anne deslizó la lengua sobre sus labios resecos.

—Está bien —murmuró y sintió que su respiración se aceleraba al escuchar el


eco de esas palabras.
Pensó que Ross la abrazaría y la besaría. No lo hizo. Su rostro tenía una
expresión dura, inescrutable. No había ningún signo que evidenciara sus
sentimientos ante la decisión de ella. Estaba inmóvil como un felino acechando a su
presa. Unos segundos después le soltó los brazos y dijo:

—Tu madre está ansiosa por verte. Iré a decirle que no tardarás mucho.

La indiferente aceptación de Ross al ofrecimiento que ella había expresado


enfriaba su sangre. Lo miró girar, salir por la puerta y cerrarla tras de sí, de la misma
forma en que había cerrado la puerta de su corazón.

Un rato después dentro del baño, Anne apretó un paño húmedo contra sus
mejillas. El agua que salía del grifo estaba apenas más fría que su piel acalorada.

Alzó la cabeza y se miró al espejo. El maquillaje se había diluido, el cabello


caía sobre los contornos del rostro y los labios estaban hinchados y mostraban las
huellas de la boca de Ross. Contemplando esa imagen, Anne supo que había hecho
algo de lo cual no debía arrepentirse.

Un gemido ahogado escapó de su garganta. Bajó la cabeza y se mojó el rostro


con decisión. No permitiría que la indiferente aceptación de Ross la impulsara a
modificar su actitud. Ross no la amaba, pero de alguna forma las vidas de ambos
estaban unidas. Lo habían estado desde el primer momento pese a que él no aceptara
entonces un compromiso permanente. Por una noche o por las que fuese, Ross le iba
a pertenecer, y durante el resto de su vida sabría que había descansado en los brazos
del hombre amado.

Finalmente logró reunir coraje para vestirse, retocar el maquillaje y bajar la


escalera hacia la sala donde se escuchaba una animada conversación.

Al llegar al último escalón vio a su madre, vestida con pantalones blancos y


una blusa roja, y una mano apoyada sobre la espalda de un hombre, un hombre cuyo
parecido con Ross no permitía dudar de que fuese Carson Leyton.

—Anne —la voz de su madre tenía un tono emocionado—. Oh, me alegro


tanto de verte.

Después de un instante de vacilación, Anne respiró hondo y cruzó la sala,


plenamente consciente de que Ross estaba sentado en una esquina del sofá junto a
Shari y que la miraba muy atentamente.

—Hola, mamá.
El rostro de su madre evidenció alivio y alegría cuando abrazó a Anne. La
sensación de esos brazos era dolorosamente familiar. Anne recordaba muy bien la
calidez incomparable que emanaba de Leora Leyton.

La mujer se apartó levemente y la miró con los ojos nublados por el llanto.

—Qué hermosa estás.

—La belleza está en el ojo del que mira, según me dijeron —murmuró Anne
en tono suave y advirtió que la flecha había dado en el blanco cuando Ross movió el
cuerpo sobre el sofá.

—Tal vez no sea equitativa con mis hijas —admitió Leora con una sonrisa—.
Le preguntaré a un juez imparcial. ¿No crees que mis hijas son hermosas, Carson?

—Según mi opinión más objetiva, son realmente bellas —contestó Carson


Leyton con voz grave.

—Recuerdas a Carson… —la actitud natural de Leora pareció esfumarse, pero


Anne había recobrado la suya.

—Claro. ¿Cómo está, señor Leyton?

—Anne, querida, es un placer verte nuevamente.

Había algo en sus ojos, una cierta atención. ¿Estaba estudiando la forma en
que reaccionaba? El cuerpo tenía un aspecto saludable, como si no hubiese razones
para el uso de una silla de ruedas. Las mangas cortas de la camisa dejaban expuestos
músculos que se veían duros como rocas.

—¿Te sirvo algo de beber? —preguntó Ross en tono frío y se movió hacia el
bar—. ¿Gin con tónica?

—Sí, está bien. Gracias.

Ross mezcló las bebidas con destreza y le alcanzó una copa. Sus pensamientos,
cualesquiera qué fuesen, estaban bien ocultos detrás de los ojos profundos y el rostro
irónico.

—Siéntate, Anne —su madre se convirtió en una ansiosa anfitriona, consciente


de que había tensión en el ambiente y decidida a ponerle fin. La mirada que dirigió a
Ross cuando él le alcanzó un trago evidenció que había llegado a conocerlo muy bien
en los años que le fueron negados a Anne.
Pensamientos como ése sólo conducían a la derrota. Ella no debía permitirlos.
Irguió el mentón y se ubicó en el cómodo sillón junto a Shari.

La bebida tenía un sabor refrescante que necesitaba mucho. Su cuerpo aún


vibraba por las caricias de Ross y experimentaba una intensa percepción de todo lo
que la rodeaba, la corriente helada de la refrigeración, la forma en que el sol caía
sobre el horizonte, el brillo dorado de los rayos proyectándose sobre la sala. Y más
que nada, percibía la concentrada atención que le dedicaba Carson Leyton. ¿Tenía la
misma habilidad de su hijo para contemplar profundamente a una mujer? Había
dejado caer los brazos vigorosos sobre las ruedas de la silla y con un rápido
movimiento la había girado para tener una mejor vista de Anne.

—¿Tuvieron un buen viaje? —preguntó Carson Leyton en un tono


convencional que no condecía con la intensidad de su mirada.

—Sí, gracias —respondió Anne y apoyó la copa sobre el brazo del sillón—. Su
hijo fue muy… amable —se volvió hacia Ross con una sonrisa irónica en los labios,
pero él estaba ahora ubicado junto a la escalera, fuera del campo de su visión.

Carson Leyton continuó haciéndole preguntas hasta que la conversación se


tornó más general. Su madre y Shari comenzaron a participar de la plática, pese a lo
cual Anne habló sobre la escuela y les contó acerca de Dina, su talentosa alumna.

Bebió un sorbo de su trago, pero el sabor agridulce no llevó alivio a su


garganta esta vez. Cuando todos decidieron que ya era tiempo de cambiarse para la
cena, ella se apresuró a dejar la copa sobre la mesa y escapar de la mirada burlona de
Ross.

Después de bañarse y cepillarse el cabello, Anne comenzó a sentirse mejor.


Sacó la ropa de la maleta y la colgó en el armario. Se puso un sostén sin tiras y unas
bragas haciendo juego. Ya había decidido el atuendo para esa noche. Fue hasta el
armario y sacó un vestido azul de seda con mangas amplias y un amplio escote.
Después de ponérselo, acarició la delgada tela que se sostenía precariamente sobre
los hombros, dejando expuesto un triangulo provocativo en el cuello y el pecho. La
falda mostraba una generosa parte de sus piernas largas y delgadas.

La sombra verde sobre los párpados dio un reflejo misterioso a sus ojos.
Mientras se arreglaba el cabello, recordó la escena en la sala un rato antes. ¿Cuál era
la enfermedad que había confinado a Carson Leyton a una silla de ruedas? ¿Era esa
la razón por la que Ross había ocultado su paradero. Muchas compañías,
especialmente aquellas basadas en el talento de un hombre, podían derrumbarse de
un día para otro con una mala noticia sobre la salud de esa persona. Cuando se
aprestaba a llevar el lápiz de labios hacia su boca, escuchó que llamaban a la puerta.
Shari no acostumbraba a golpear, pero quizás lo había hecho al encontrarse en una
casa extraña.

—Adelante —dijo Anne sin volverse.

La puerta se abrió y se cerró en completo silencio. En ese instante, Anne supo


que no era Shari. Alzó la vista y enfrentó los ojos radiantes de Ross en el espejo.

—¿Qué quieres? —balbuceó.

—Eso debería ser obvio, ¿no?

Apoyó las caderas contra la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho. Llevaba
una chaqueta beige y pantalones negros de corte perfecto. El cuello abierto de la
camisa dejaba al descubierto el vello oscuro del pecho.

—No creo que hayas venido para formular preguntas retóricas. ¿Puedes decir
lo que tengas que decir, por favor?

Intentó aplicarse la pintura roja sobre los labios, pero sus manos no tenían la
firmeza necesaria. ¿Por qué no se marchaba? Ya tenía lo suyo. ¿Qué más buscaba?

—En realidad no tengo nada en particular que decirte —su voz tenía un tono
divertido—. Iba por el pasillo sin ninguna intención de detenerme en tu puerta,
cuando me asaltó un incontrolable deseo de ver cómo estabas vestida.

—No esperarás que lo crea —Anne se mantuvo de espaldas a él mientras


deslizaba un dedo sobre sus labios.

—No —murmuró él con voz profunda—. Tú no crees nada de lo que digo.


Pero puedes creer que si bien es cierto que disfruto viéndote con ese vestido,
disfrutaría mucho más quitándotelo.

Anne se mantuvo inmóvil como una roca a pesar de la reacción que suscitaban
en ella esas palabras. Sus oídos captaron el sonido de los pasos de Ross sobre la
alfombra. Un torrente de deseo y excitación invadió su sangre. Al sentir los labios
tibios sobre su espalda, contuvo el aliento y balbuceó:

—No lo hagas.

Él rió suavemente.

—Ya aceptaste que te hiciese mucho más esta noche.


Anne giró bruscamente y se puso de pie, pero enseguida advirtió que en esa
posición estaría a pocos centímetros de su boca y se sentó nuevamente. La actitud
irritada y desafiante de Anne pareció divertir a Ross.

—Se te corrió la pintura de labios —le dijo.

—No fue por mi culpa —dijo ella con sarcasmo, anhelando que Ross
prolongara la caricia.

—Puedo remediarlo —la levantó del asiento y la estrechó fuertemente contra


su cuerpo.

Los labios de Ross sobre los suyos no tenían nada de crueles esta vez. Eran
tiernos y persuasivos, y reclamaban una dulce retribución.

Después de una breve resistencia, Anne cedió al avance insistente de su


lengua y tomó lo que Ross le ofrecía. Entonces comenzó a besarlo con una intensidad
que lo hizo gemir de placer. Él alzó la cabeza y dijo:

—Tengo el presentimiento de que va a ser una noche muy larga.

La angustiada necesidad de ocultar el amor por él, hizo que Anne lograse
apartarse. Una simple mirada le bastó para comprender que él sabía lo que ella
estaba pensando.

—Oh, no —le advirtió Ross en tono suave—. Esta vez no escaparás. Esta vez lo
haremos a mi manera —le tomó la mano y la condujo hacia la puerta.

—¿Bajamos juntos?

—¿Por qué no? —dijo él.

—Tu padre…

—Sabe que tiene que preocuparse por sus asuntos —replicó Ross llanamente
—. Quizás pienses en tu madre…

—La opinión de mi madre no significa nada para mí.

Los ojos de Ross cobraron una expresión sombría.

—Me gustó la forma en que te condujiste esta tarde. No me desilusiones


ahora.
—Mis asuntos familiares no son cosa tuya.

Él la obligó a caminar hacia la puerta.

—Todo lo que esté relacionado con la felicidad de mi padre me concierne.

No hubo oportunidad de responderle. Ya estaban caminando por el pasillo en


dirección a la escalera.

Todos los demás estaban esperando en la sala. Shari con un vestido color
crema y unas sandalias con tiras de cuero que le daban el aspecto de una muchacha
de campo. Su madre vestía un elegante conjunto rojo. Incluso Carson Leyton se había
arreglado para la ocasión. El traje de hilo marrón realzaba sus rasgos distinguidos y
contrastaba con el gris del cabello peinado hacia atrás.

Al verlo llegar, Carson Leyton les dirigió una mirada apreciativa. Sus ojos se
posaron brevemente en Anne y luego en Ross.

Sólo en ese instante Anne recordó que había olvidado pintarse los labios. No
sabía cuál era su apariencia pero nadie parecía notar nada extraño.

Al ver que Ross rechazaba la invitación de Leora a beber un trago, Anne


siguió su ejemplo, consciente de que si no lo hacía, la cena se demoraría. Como si
hubiese estado esperando exactamente eso, Charles apareció para anunciar que la
comida estaba lista.

El comedor estaba decorado con colores claros y amarillos. No había ninguna


silla en la cabecera de la mesa. Carson Leyton se ubicó allí con su silla de ruedas.
Leora se sentó en el extremo opuesto, Shari a su costado y Anne tomó ubicación entre
Leyton y Ross.

El centro de mesa atrapó la atención de Anne de inmediato. Sobre una bandeja


dorada había dos ramas en cuya unión había sido colocada una orquídea. No era la
clase que ella había visto a menudo en las florerías, sino una más pequeña y delicada.
Los pétalos aterciopelados contrastaban con la áspera textura de las ramas. El arreglo
tenía un aire oriental, como si se hubiese puesto gran cuidado en cada uno de los
detalles. Anne deseaba preguntarle a su madre sobre esa obra de arte, pero antes de
que pudiese hacerlo, una deliciosa sopa de cebollas fue servida en platos de
cerámica.

Mientras comían el plato principal, pollo al champiñón, Leora se volvió hacia


Anne y le preguntó:

—¿Cómo está Sheldon Morrison?


Anne estuvo a punto de dejar caer el tenedor. Su respiración se aceleró
abruptamente. ¿Por qué no había imaginado que su madre le preguntaría por el
recordado profesor que alguna vez la incitara a seguir la carrera de concertista?

—Realmente no sé. Hace muchos años que no lo veo.

Leora se mostró azorada.

—¿No estás estudiando con él ahora?

—No —contestó Anne tratando de controlar sus emociones.

—¿Puedo preguntarte por qué?

Anne sintió que su apetito se desvanecía.

—No había futuro en eso.

—Entiendo. ¿Tienes pensado dedicar tu vida a la enseñanza?

—Sí —asintió Anne—. Me encanta trabajar con niños.

—Y en cuanto a Dina, creo que ése era su nombre, ¿tiene talento para
convertirse en una concertista?

Anne se relajó al ver que la conversación dejaba de tenerla como centro.

—Creo que sí. Tiene los hábitos de conducta necesarios para triunfar.

Carson la miró sorprendido.

—¿Hábitos de conducta? Pensé que uno necesitaba grandes dosis de talento


para ser un artista.

Anne posó sus ojos en el rostro de Carson.

—Mucha gente usa la palabra talento cuando habla de los artistas, ya sea en la
música o en otras disciplinas. Yo creo que el talento no es más que la justa
combinación de características personales que guían a una persona hacia el sacrificio
que requiere una carrera artística.

Carson echó el cuerpo hacia atrás y le dedicó toda su atención. En ese


momento, Anne sintió que podía comprender a Leora. Aun en la silla de ruedas, él
irradiaba un encanto de naturaleza viril. Podía imaginar el efecto que habría tenido
en su madre, con la habilidad para concentrarse en una mujer y el sutil mensaje de
desafío masculino. Seguramente había sido irresistible, tan irresistible como su hijo…

—Me gustaría conocer cuáles son esas características —dijo Carson.

Anne no pudo contener una sonrisa. Era la curiosidad de un hombre de


negocios, de alguien acostumbrado a escuchar a aquellos que lo ofreciesen ideas
nuevas.

—Supongo que por orden de importancia.

La sonrisa amplia, tan similar a la de Ross diez años antes, la paralizó un


instante.

—Puedes enumerarlas en el orden que quieras.

—De acuerdo —de pronto tomó conciencia de la actitud expectante que la


rodeaba. Ross también tenía la habilidad de escuchar atentamente—. Lo intentaré. El
problema es que algunas características son conflictivas. Un artista necesita disciplina
para repetir los mismos ejercicios constantemente, y coraje para experimentar nuevas
formas musicales. Debe ubicarse en el centro del universo y concentrarse en los
defectos y los puntos débiles de su ejecución, y necesita un buen conocimiento del
resto del mundo, la profundidad universal que todos los grandes compositores
infundieron a su música. Un artista necesita inteligencia, y suerte para nacer en un
hogar donde los padres lo estimulen desde la primera edad. Algunos de los
programas dirigidos a los niños, el enfoque Orff y el método Suzuki, nos muestran
que no hay límites para el aprendizaje, si se les enseña con amor y habilidad.

—¿Tienes alumnos jóvenes en tu escuela?

Anne asintió.

—Tenemos una clase instrumental Orff y varios estudiantes de violín que


siguen el método Suzuki.

Shari se movió en la silla y Carson Leyton volvió su atención hacia ella.

—¿Tú estudias música, querida?

Anne dirigió una mirada divertida a la muchacha.

—Le interesa el teatro y tiene una habilidad natural para la mímica —un brillo
travieso iluminó sus ojos—. Imita instrumentos musicales.
Shari sonrió ruborizada.

—Creo que es una broma privada, Carson —dijo su madre en tono


comprensivo.

—Claro —asintió él—. Toda familia las tiene.

Mientras Carson hablaba con Shari sobre teatro, Ross murmuró:

—Me pregunto cuál será el instrumento que imita mejor. ¿El violoncelo, tal
vez?

Anne se sonrojó al advertir que la sonrisa traviesa con que respondía a las
palabras de Ross, era advertida por todos.

La llegada del postre constituyó una distracción placentera para ella. Era una
exquisita mousse de limón. Al dejar la cuchara sobre el plato, advirtió que su sensual
deleite del postre era observado por Ross. Un color rojizo le encendió las mejillas, y
cuando Leora sugirió que bebiesen el café en la sala de música, se levantó aliviada y
caminó junto a ella por el pasillo hacia la parte trasera de la casa.

Las paredes de cristal de la sala terminaban en un cielorraso de cedro, sillones


dispuestos alrededor de la amplia mesa estaban tapizados con terciopelo color
crema. En una esquina de la sala había un piano de cola con la tapa levantada. La
sala de música. ¿Cómo no lo había imaginado? El momento de intimidad con Ross la
había perturbado.

—Esta es la sala favorita de Ross —dijo Leora y se sentó junto a su esposo—.


¿Tocarás algo para nosotros, Anne?

Anne sintió que los ojos de su madre se posaban en ella con expresión
suplicante. Leora le estaba pidiendo algo más que una simple ejecución en el piano.
Le pedía compartir una parte de su vida nuevamente, una parte que Anne había
guardado para sí después de aquel terrible verano.

Charles entró a la sala y comenzó a servir el café. Anne tomó una taza y dijo:

—Tal vez deberías pedirle a Ross que toque.

—No —dijo él y le sacó la taza de la mano—. Toca la Rapsodia para tu madre.

Anne observó el brillo desafiante en los ojos de Ross. Él tenía plena conciencia
de lo que estaba pidiendo. La estaba sometiendo a la prueba final, induciéndola a
otorgar el perdón definitivo a su madre por medio de la Rapsodia, la misma música
que había creado para él una noche en la penumbra del salón de conciertos. Anne no
se movió. Sus ojos enfrentaron los de Ross. El deseo apremiante de escapar de esa
mirada hipnótica tomaba la forma de un dolor físico. Sin embargo, algo compulsivo
y real le impedía alejarse de las profundidades azules de aquellos ojos.

—Toca para ella —dijo una voz enérgica que de todas formas dejaba la última
decisión en sus manos.

Bajo el hechizo de la voz profunda, la última barrera se derrumbó. Quería a


Ross desesperadamente y ella misma necesitaba perdonar a esa impetuosa muchacha
de diecisiete años que había rogado a un hombre que le luciese el amor. Había creído
que condenaba a su madre cuando en realidad se había condenado a sí misma.
Ahora, después de tantos años, ya era tiempo de tratar a su madre con compasión, y
de tener también un poco de compasión por la joven muchacha que había seducido a
su único amor.

Con una voz emocionada, pronunció las mismas palabras que le había dicho
unas horas antes.

—De acuerdo.

Se volvió y caminó hacia el taburete de terciopelo. Estaba aterrorizada, no


porque iba a tocar, sino porque los muros protectores que había erigido a su
alrededor ya no existían. Había enfrentado su propia verdad, ¿pero qué ocurriría
cuando llegase el momento de dejar a su madre y a Ross? ¿Podría separarse
nuevamente de esos dos seres tan amados?

Al apretar el pedal del piano sintió que la vida surgía con una fuerza
desbordante. Aún tenía su música. Encontraría una fuente de fortaleza interior y se
concentraría en su carrera para sobrevivir. Había sobrevivido antes, y lo haría una
vez más. Su fuerza nacería de la certeza de haber enfrentado el dolor, la ira, la
desesperación y la culpa, y de haberse librado de todos esos sentimientos. Bajó la
vista hacia las teclas del piano. Su interpretación sería un regalo para esos dos seres
que tanto amaba. Les entregaría la música que hasta ese momento había sido su
íntimo refugio. No sería difícil ejecutar en ese piano. El nombre de Steinway
centelleaba sobre el teclado y las teclas graves tendrían el característico matiz
profundo que harían aun más ricas las intrincadas armonías de la Rapsodia.

Cuando los primeros acordes resonaron en la sala, Anne sintió que su


ansiedad la estaba inhibiendo. Luego, mientras escuchaba su ejecución realzada por
la excelente acústica del lugar, recuperó la confianza y la música comenzó a vibrar
con rasgos de emoción.
El sonido trascendía las notas y los acordes con un espíritu algo enteramente
distinto, una realidad viviente con un espíritu propio, las partes líricas más tiernas de
lo que ella permitía, y las melodías ríspidas llenas de brillo y energía. Estaba
derramando su alma en la música y sentía una vulnerabilidad jamás experimentada.

Todo terminó súbitamente. Exhausta y vacía, dejó caer las manos sobre el
regazo. Un profundo silencio reinó en la sala. Pocos segundos después, los aplausos
reverberaron en las paredes de cristal.

Leora se acercó a ella y le tomó las manos.

—Querida… —las lágrimas fulguraban en sus ojos—. ¿Qué puedo decir? Fue
hermoso… hermoso. Gracias.

—Fue un placer… mamá.

El rostro de Leora se encendió de dicha. Anne alzó la vista hacia su madre


mientras gozaba el roce familiar de esas manos tibias que nunca había olvidado.
Toda la amargura y los malos recuerdos parecieron esfumarse.

—Tengo un pedido más —Leora apretó las manos de Anne como si supiese
que aquello que deseaba no sería fácil de lograr—. Quiero que tú y Ross toquen algo
juntos, como solían hacerlo en la cabaña.

La euforia del momento se diluyó abruptamente. Anne soltó las manos de su


madre.

—No puedo. He olvidado la música…

Leora se volvió hacia Ross.

—¿Crees que puedes recordar alguno de los duetos que tocaban?

—Podría intentarlo —Ross mantuvo su postura relajada sobre el sillón—. Pero


francamente, Leora, creo que sería quebrar el clima en este momento.

—Tonterías —insistió Leora—. Todos los conciertos terminan con una


repetición alegre, familiar.

—Nunca tuve la calidad de Anne en el piano.

Su renuencia hizo que Anne le dirigiese una mirada fría, desafiante.

—Tienes que recordar Jardines Campestres. Lo tocamos muchas veces.


Él la miró fijamente.

—Quizás pueda ejecutar algunos acordes —dejó la taza sobre la mesa y


caminó en dirección a Anne.

Sus caderas la rozaron cuando se ubicó frente al piano. Ross siempre había
tocado las partes para la mano izquierda, ya que generalmente eran más sencillas.
Pero eso le daba la responsabilidad de apretar el pedal de sostén, y ahora al extender
la pierna, ella sintió el contacto de la pierna sobre la tela de la falda.

—¿Lista? —preguntó Ros.

El tono sensual de la voz aumentó el impacto sensual de su cuerpo, Anne trató


de controlar la agitación que la invadía y comenzó a contar. Siempre se había
encargado de marcar el comienzo. Al apoyar las manos sobre las teclas, comprendió
que había sido burlada nuevamente. Ross recordaba cada acorde como si los hubiese
tocado el día anterior. Se había negado deliberadamente, seguro de que ella le
pediría que tocasen juntos.

Nada podría haber sido más diferente de la intensidad emocional de la


Rapsodia que la música suave que estaban tocando. Si bien la técnica de Ross no era
equivalente a la de ella, mantenía un ritmo firme, sostenido, que les permitía alcanzar
un buen sonido.

Anne no pudo evitar la tentación de mirarle las manos. Estaban allí frente a
ella, justo debajo de las mangas de hilo beige, los dedos viriles matizados con vello
oscuro marcando los acordes con la misma perfección con que habían explorado su
cuerpo. Ross murmuró una sola palabra.

—Sí.

Anne comprendió el significado. Él también tenía dificultades para


concentrarse, estaban perturbados. Recordaba los momentos de pasión junto a ella.
El hecho de que Ross compartiese sus pensamientos no la hacía sentirse dichosa.
Esos pensamientos estaban originados en el deseo, no en el amor. Y quizás tenía
también la sensación de algo incompleto.

Anne experimentó un profundo dolor. ¿Iba a hacerle el amor para librarse de


su sentimiento de culpa?

Leora, Carson y Shari aplaudieron cuando la música cesó. Anne quería


apartarse de Ross, de su magnetismo viril que la encendía con un fuego destructor.
—Anne, querida, le diré a Charles que te traiga más café —su voz tenía el tono
preocupado de una madre.

Pero Anne no necesitaba el cuidado de una madre en ese instante. Era una
mujer enamorada de un hombre que no la quería.

Desesperada, trató de buscar una excusa razonable para salir de la sala.


Deseaba detener sus reflexiones sobre la forma en que terminaría la noche, salvo que
cambiase de idea.

Se levantó del taburete con la respiración entrecortada.

—Creo que me gustaría explorar la isla, si no te importa.

Ross se puso de pie. ¿iba a ofrecerse para acompañarla?

—No, claro que no me importa. Pero es una lástima que la fiesta termine tan
pronto. Ross, ¿tomas otra taza de café?

Él meneó la cabeza.

—Tengo que trabajar —sus ojos se posaron en Anne con una expresión fría,
distante—. Que tengas un lindo paseo —saludó con una breve inclinación de su
cabeza y salió de la sala.
Capítulo 9
El aire frío. La brisa levantaba la falda de su vestido y la enredaba en las
piernas. No estaba vestida como para caminar, pero no quería subir al dormitorio y
correr el riesgo de un encuentro con Ross.

Abrió el portón con la llave que Leora le había dado y cruzó la calle. El club de
yates la consideraría una intrusa, pero el área de estacionamiento se veía desierta.
Anne se quitó las sandalias y se dirigió hacia la playa.

Las conchas y las rocas arrastradas por la marea hacían poco placentera la
caminata. Decidió acercarse al agua, donde la arena era más blanda. Avanzó
lentamente por el borde del océano, consciente de que el sol estaba por ponerse, lo
cual la obligaría a regresar, ya que no conocía la isla.

Necesitaba respirar aire puro. La escena en la sala de música la había


conmovido. Acababa de cruzar el límite en su propia vida, el límite entre la realidad
y la fantasía. Había soñado con ver a Leora nuevamente y creído que esos sueños
nunca se harían realidad. Ahora estaba en paz con su madre y consigo misma.

Pero también había soñado que Ross la tomaba en brazos, la besaba y le decía
que la amaba. La realidad era que él buscaba un encuentro para poder olvidarla
definitivamente. La crueldad de ese pensamiento la estremeció.

El cielo tenía una tonalidad púrpura. Debía regresar, pero sin embargo
continuó caminando hasta que finalmente lo vio. Alzándose sobre el agua, con la
proa blanca reluciente en la penumbra, el crucero que se mecía en el agua era el
mismo barco que Carson Leyton había guiado hábilmente sobre el río St. Lawrence.
Las líneas del crucero conservaban toda su elegancia y el casco de fibra de vidrio no
mostraba señales de herrumbre.

Su cuerpo parecía estallar con el deseo de recorrer el muelle y abordar el


crucero. Necesitaba verlo, saber si el interior tampoco había cambiado.

Sin detenerse a considerar lo que hacía, Anne subió la escalera que llevaba al
muelle, sus rodillas vacilantes por la emoción.

Llegó al crucero y se deslizó sobre la borda. La alfombra había sido


reemplazada por otra más nueva y espesa. Podía verse a sí misma diez años antes
cuando Ross la arrojara allí después de sacarla del agua…

Un ruido a sus espaldas la hizo girar, pero ya era de noche y no podía ver
nada en la oscuridad. Vaciló un instante, consciente de que no tenía derecho a bajar.
Pero estaba allí, y el extremo deseo que la dominaba seguía impulsándola hacia
adelante.

Después de descender por la escalera buscó la llave de la luz mientras rogaba


que Carson Leyton hubiese dejado encendido el generador. Unos segundos después,
la luz inundó el lugar.

Anne permaneció inmóvil. Todo estaba distinto, y no alcanzaba a discernir si


eso la aliviaba o la desilusionaba. La lujosa sala había sido decorada en tonalidades
ámbar. El sillón de cuero había sido dotado de almohadones azules que producían
un delicioso contraste. Sobre el panel de madera oscura se destacaba un cuadro que
parecía obra de un discípulo de Van Gogh, con amarillos y verdes intensos sirviendo
de fondo a la figura de una muchacha que corría sobre un campo de pastos altos.

El barco se meció brevemente. Anne aferró el sillón con nerviosismo. ¿Habría


alguien a bordo? La única forma de escapar era recorrer el mismo camino que había
seguido para llegar allí. Permaneció tiesa como una estatua pero no escuchó nada.

Reflexionó divertida qué tal vez era su conciencia culpable lo que la hacía
imaginar ruidos. Aún le quedaba un fantasma por enfrentar. Atravesó el comedor en
dirección al dormitorio ubicado bajo la proa del crucero.

La habitación que había conocido ya no existía. Ese ambiente había sido


arreglado para armonizar con el resto de las dependencias. Un cobertor de terciopelo
reemplazaba al de seda que tan bien recordaba. Varios almohadones de color arena
habían sido ubicados junto a la pared a un costado de la cama.

Súbitamente, su sexto sentido le dijo que no estaba sola. Había otra persona en
el crucero. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron para la lucha.

Un cuerpo robusto entró al dormitorio bloqueándole el paso. Dos manos


recias le aferraron los hombros. Anne trató de zafarse, pero la presión del atacante
era incontenible. Comenzó a aplicarle patadas en las piernas hasta que escuchó un
quejido viril que la hizo mirar el rostro del hombre. Era Charles.

Se observaron fijamente unos segundos, como si fuesen dos animales al


acecho. El rostro de Charles aún tenía una expresión helada. Se había preparado para
atacar a quien estuviese allí y no lograba adaptarse al hecho de que era Anne y no un
peligroso criminal.

Finalmente le soltó los hombros y dijo:

—Señorita Runford, lo siento…


Casi de inmediato, Anne recordó que no era un hombre joven.

—Soy yo la que le debe una disculpa. ¿Sus piernas están bien?

Él se agachó y se frotó las pantorrillas.

—Lo estarán en un par de días. Me alegro de que no tuviese puestos esos


zapatos con tacones puntiagudos que las mujeres suelen usar.

¡Sus zapatos! Seguramente los habría dejado sobre el suelo después de


encender la luz. Realmente se veía como si estuviese en su casa.

Charles no le preguntó qué hacía en el crucero, pero la inquietud estaba en sus


ojos.

—Yo… quería echar un vistazo —dijo Anne—. ¿Usted observó las luces,
verdad?

El hombre esbozó una leve sonrisa.

—Pensé que eran malos ladrones si necesitaban encender todas las luces,
pero… —se alzó de hombros—. Hoy en día hay toda clase de incompetentes.

—Me iré de inmediato.

—No es que me moleste que usted esté aquí —le dijo Charles en tono amable
—. Pero las luces podrían atraer a alguien con ideas extrañas.

Anne rió divertida y se volvió para salir.

—Puedo darle un buen puntapié en la pierna.

—Sí, estoy seguro de que puede. Pero será mejor que no corramos el riesgo,
¿no le parece?

Charles le estaba ayudando a bajar del crucero cuando una figura oscura se
movió en las sombras.

Anne se puso tensa, pero Charles le tomó el brazo con firmeza.

—Está bien —le dijo en tono suave y luego exclamó—: Era la señorita
Runford, señor.

La silueta de Ross se recortó contra el reflejo de la luna sobre el mar.


—Leora me dijo que estabas aquí. No debiste venir solo, Charles. Podría haber
sido una pandilla.

—En ese caso habría regresado a buscar ayuda —respondió Charles en tono
despreocupado.

—No se te paga para que corras riesgos innecesarios —prosiguió Ross en tono
firme.

—Sí, lo sé.

—Yo me ocuparé de acompañar a la señorita Runford. Buenas noches,


Charles.

—Buenas noches, señor —Charles aceptó la orden de retirarse con resignación


y se perdió en la oscuridad.

Anne apoyó los zapatos sobre el muelle y se los calzó con dificultad. Su
respiración acelerada no la ayudaba a mantener el equilibro.

Ross le tomó el brazo para sostenerla y preguntó:

—¿Estás bien?

—Un poco nerviosa —contestó Anne, esperando que él entendiese quise


refería al encuentro con Charles—. Estaré bien cuando llegue a la casa.

La brisa le levantó la falda del vestido. El mar golpeó la playa con un sonido
primitivo.

—No vas a la cama —murmuró Ross—. Vendrás al crucero… conmigo.

Anne irguió la cabeza.

—No, Ross.

—¿No?

—He cambiado de idea. Creo que es tiempo de abandonar los recuerdos.


Tenemos que entender que es demasiado tarde para recobrar el pasado.

Sin decir nada más, Ross la levantó en brazos y dijo:

—Pero no es tarde para mirar hacia el futuro.


Anne no tenía intenciones de patearlo y luchar. Sólo quería mantener la
cordura.

—Ross, suéltame.

Él comenzó a caminar con paso firme.

—No —murmuró—. No ahora ni nunca.

Ross no la soltó ni siquiera para subir al crucero. Anne no podía determinar


cómo lo había hecho, pero era evidente que estaba invadido por una extraña
determinación que lo impulsaba hacia adelante.

Su mano se mantuvo aferrada a la cintura de Anne mientras abría la puerta.


No era necesario. Ella no iba a escapar. Sabía que era la confrontación que ambos
necesitaban para ser libres.

—Ahora baja —ordenó Ross con voz áspera.

Anne agachó la cabeza y bajó la escalera lentamente. Ross encendió las luces y
la guió a través de la sala y el comedor hacia el dormitorio.

—Esta vez no habrá café.

Su voz era tan llana, tan despreocupada, que suscitó un temor cargado de ira
en Anne.

—Deja de tratarme como si fuese una cualquiera a quien pagas por tus
placeres nocturnos.

—Estoy pagando. Estoy pagando y muy caro por la escuela de tu amante.


Bueno… —comenzó a desabrocharse la camisa—. Ahora me mostrarás lo que te
enseñó.

Anne apretó los puños. Su furia hizo que la verdad surgiese incontenible.

—No me enseñó nada —su cuerpo se estremeció con dolor—. Nunca dejé que
me hiciese el amor porque no pude olvidarte en estos diez años. Oh, Dios… Estoy
obsesionada contigo —sus ojos fulguraron agonizantes—, pero te olvidaré aunque
sea lo último que haga. Te olvidaré…

Se volvió y avanzó hacia la escalera que la llevaría a la libertad, pero el brazo


de Ross le rodeó el cuerpo.
—¡Anne!

Ella lo golpeó en los hombros, en la espalda, en el pecho. Ross era su enemigo


y quería liberarse de él.

—Suéltame. Te odio…

Ross aumentó la presión. Al ver que Anne hacía una pausa para respirar,
acercó su boca a la de ella.

—No…

La protesta de Anne llegó demasiado tarde. Ross la besó con una fuerza
desbordante que resumía las emociones contenidas a lo largo de los años. Anne
comprendió que cualquiera que fuese su obsesión, la de Ross era mucho más intensa.

No pudo evitar la respuesta a esa demanda. Ross estaba formulando una


pregunta y ella le estaba respondiendo con cada movimiento de su boca, con las
lentas caricias de su lengua.

Ross alzó la cabeza.

—Pensé que estabas pensando en Adams cuando conversaba con mi padre


sobre la enseñanza de música.

—Estabas celoso —la verdad vibró a través de ella como la brisa entre los
árboles.

—La noche que lo conocí en la posada advertí que dirigías miradas indignadas
a Hutch porque Adams le prestaba atención. Creí que iba a enloquecer.

Anne meneó la cabeza.

—No estaba celosa de Michael. Estaba celosa porque pensaba que tú y ella…

—¿Éramos amantes? —su risa profunda no lo negaba—. Me alegra que


sufrieras un poco. Te lo merecías. Tenía deseos de matarte esta noche en la mesa. Te
había besado un rato antes y sabías que estaba decidido a terminar lo que empecé, y
pese a todo parecías un témpano de hielo.

—No me sentía fría como el hielo —murmuró ella—. Tú alteras mi


temperatura.

Ross la estrechó con fuerza.


—Dime que me quieres.

Ese urgente pedido produjo un escalofrío en Anne, pero al recordar a la bella


asistente dijo:

—Después de diez años, creo que es tiempo de que admitas que te


preocupaste muy poco por mí, Ross.

—¿Poco? ¡Dios mío, mujer! ¿Sabes que estuve a punto de ordenar a Nancy que
se quedase en Runford para entretener a Adams?

—¿Y a ella le hubiese gustado eso?

Ross rió divertido.

—A ella quizás sí, pero no estoy seguro de si su esposo habría pensado lo


mismo.

—¿Su esposo? Me hiciste pensar que tú y ella…

Ross interrumpió sus palabras con un beso.

—Ross, por favor. Tengo derecho a saber qué ocurrió hace diez años para que
cambiases de idea.

—No cambié de idea —replicó él en tono firme—. Tú fuiste mi primer y único


amor.

—Pero…

—¿No crees en mí? —posó sus ojos grises en ella—. ¿Sabías que recibí tu
mensaje cuando ya era demasiado tarde?

—Pero yo traté durante varios días…

—No lo supe porque estaba encerrado en una celda, en un pueblo del norte de
California.

Ella enarcó las cejas.

—Encerrado en una celda…

—Arrestado por disturbios y ebriedad —sonrió con gesto travieso—. No sabía


que tú habías llamado. Estaba seguro de que habrías descubierto que no me querías,
que eras demasiado joven y que tenías muchas cosas por delante para atarte a un
hombre. Sabía todo lo que la música significaba para ti y reconocía tu talento. Había
imaginado que finalmente elegirías la música, aunque anhelaba que eso no ocurriese.
El día siguiente no estaba en condiciones de ir a la oficina. Invité a Tom Ewin, un
amigo, a viajar conmigo a la costa. Esa noche estábamos bebiendo en un pequeño bar
y yo me encontraba ebrio cuando decidí que quería tocar el piano. El pianista no
estaba dispuesto a dejar su lugar. Tuvimos un pequeño… altercado y lo tiré del
taburete. No recuerdo mucho más después de eso, pero fue una pelea terrible.

—¿Y por qué no me llamaste después?

La sonrisa se esfumó de los labios de Ross.

—Eso es algo que no puedo explicar. Alguien muy cercano a ti podría haber
sufrido si lo hacía. Por favor, querida, confía en mi y déjame amarte ahora como
siempre he deseado.

Anne podía percibir la tensión que lo dominaba. Sin embargo, Ross mantenía
la distancia. Le estaba dando la oportunidad de elegir. Podía dar el ultimo paso o
retroceder y escapar.

Dejó que el momento se prolongase. Tenía que creerle. Alejarse de Ross ahora
era inconcebible. Alzó la mano y le acarició los labios.

—Ahora no importa si me quieres…

La expresión de dicha y alivio en el rostro de Ross terminó de disipar todas


sus dudas. La levantó en brazos y la llevó hacia la cama.

—Quiero hacer esto bien, pero no sé si podré esperar —murmuró Ross con los
dientes apretados.

Sus dedos bajaron el cierre del vestido con un rápido movimiento. Luego se
inclinó hacia adelante y le besó los hombros mientras las manos buscaban la traba del
sostén que no tardó en ceder.

El cuerpo de Ross vibraba de deseo, su boca se posaba sobre los senos


trazando un círculo de fuego sobre los pezones rosados. Anne gimió deleitada al
sentir que crecía el torrente de su pasión.

Ross se apartó para quitarse la ropa, pero ella meneó la cabeza y dijo:

—Déjame hacerlo —terminó de desabrocharle la camisa y la sacó de la cintura


de los pantalones. La visión del pecho bronceado era tan perturbadora como lo había
sido diez años antes. Ahora era más duro, más viril…
—Háblame, querida —le ordenó Ross con voz grave—. Dime lo que piensas.
Entrégame también tu mente.

—Estaba pensando en ti —musitó ella—. Pensaba en lo bello que eres.

—No digas tonterías. No soy bello.

—La belleza está en el ojo del que mira —señaló ella y lo miró mientras se
inclinaba para besarle los muslos desnudos.

Las manos de Ross descendieron por su abdomen hasta llegar a lo más


profundo de su feminidad. Al ver que Anne gemía de placer, dejó que su cuerpo
sufriera de deseo. Ella le desabrochó el cinturón y bajó el cierre del pantalón.

—Eres una brujita —murmuró Ross—. Una maravillosa, espléndida brujita.

—Entonces tú eres un duende. Estoy obsesionada contigo desde los trece años.

Ross se tendió desnudo junto a ella.

—No debería creerlo, pero recuerdo que el primer verano supe que me
esperaban problemas. Creo que tenías quince años entonces. Estábamos pescando y
tú sacaste algo grande. Te sentías tan excitada, te levantaste…

—Y me caí del bote —concluyó ella—. Sí, lo recuerdo.

—Te saqué del agua y no dejé de protestar hasta que subiste al bote. Tu blusa
estaba empapada y no llevabas sostén… Quería tenerte allí mismo. No fue el mejor
momento de mi vida.

—¿Y ahora? —preguntó ella cansada de hablar del pasado—. ¿Cómo defines a
este momento?

Ross acercó la boca a su oído.

—Pregúntamelo después de que te haya hecho el amor durante cien años.


Entonces lo sabré.

Ross apartó un mechón de cabello y comenzó a besarle el borde de la oreja.


Las manos suaves le rodeaban los senos suscitando un placer delicioso.

Ansiosa por devolverle algo de lo que estaba recibiendo, Anne alzó las manos
hacia su cabello y luego las deslizó por la espalda hasta las caderas delgadas. Ross
era cálido y vitalmente viril, no era un sueño. El deseo se hizo más intenso y
localizado. Como si supiese exactamente lo que ella anhelaba, la mano de Ross
encontró la fuente de la pasión.

La maravillosa tortura se prolongó sin darle tregua. Era suya y cada caricia
aumentaba la posesión de una forma más profunda, más primitiva.

Al borde mismo del deliro, Anne gimió:

—Ross…

Él se tendió sobre su cuerpo.

—Anne, mi amor —murmuró—. Te he deseado tanto tiempo…

Y luego, se apoderó de ella para darle el alivio que anhelaba. Las bocas se
unieron en un beso y juntos se movieron en una lenta danza que poco a poco se fue
convirtiendo en una electrizante celebración del amor que los llevó a la cima del
éxtasis.

Tendido junto a ella, Ross jugó con su cabello.

—¿Sabes que nadie en el mundo tiene tu mismo color de cabello? Solía


buscarlo en las calles con la absurda creencia de que vendrías a California para
encontrarme.

—Pensé hacerlo muchas veces, pero tenía miedo. Estaba convencida de que tú
creías que era demasiado joven y que me habías olvidado completamente.

—Probé mil formas de desterrarte de mi mente.

El énfasis de sus palabras evidenciaba que había sido realmente imposible.


Anne le acarició los labios y la nariz mientras se repetía que estaba en la cama con él
y que no era un sueño.

—Las otras no significan nada para mí. Ninguna puede compararse contigo —
giró el cuerpo y le atrapó las piernas entre las suyas—. Nos casaremos tan pronto
como sea posible arreglar todo.

Su voz suscitó un recuerdo angustioso. Anne sabía que Ross estaba esperando
una respuesta. Bajó la vista y trató de disipar la tensión con una broma.
—Me pone en una situación difícil, señor Leyton.

El rostro de Ross pareció relajarse. Pero él insistió en lograr el compromiso


final.

—Di que sí, demonios —masculló.

—Sí, Ross —sus ojos destellaron amor al enfrentar la mirada intensa de él.

Ross la besó con una pasión desbordante. Luego se apartó de ella y se puso de
pie junto a la cama. Anne se deleitó con esa imagen de perfección viril.

—¿Era nada más que la propuesta y vuelta al trabajo? —bromeó.

Ross esbozó una sonrisa insinuante.

—Tengo sed.

Un instante después, Anne escuchó que abría la puerta del refrigerador.


Regresó al dormitorio con una botella de color oscuro en la mano.

Ross se sentó junto a ella. Una toalla blanca cubría el cuello de la botella.

—Champaña para celebrar nuestro compromiso —retiró el corcho con la


habilidad de un conocedor.

—No trajiste copas.

Él le dirigió una sonrisa traviesa.

—Lo sé.

Anne creyó que debía levantarse para beber la botella, pero él la detuvo
empujándola suavemente contra la almohada.

—No te levantes, Anne. No será necesario.

Alzó la botella y antes de que ella pudiese reaccionar dejó que el champaña
cayese sobre sus senos, sus caderas y sus muslos.

—¡Ross! —exclamó Anne al sentir el líquido helado sobre la piel acalorada,


pero su protesta era una mezcla de diversión y nerviosismo. Estaba junto a un
hombre sensual que introducía el juego en el amor produciendo una sensación
deliciosa.
Ross bajó la cabeza y su lengua se movió sobre la piel de Anne para beber el
champaña de los senos hasta la última gota. Luego prolongó esa búsqueda en el
abdomen y finalmente descendió hacia los muslos.

Anne se estremeció de placer al sentir la lengua de Ross en lo profundo de su


ser. Un gemido de dolor escapó de sus labios.

Ross se apartó de inmediato.

—¿Qué sucede? ¿Te lastimé?

—Quédate junto a mí un momento.

—Anne, ¿qué ocurre?

Ella tomó la botella y sin dejarlo reaccionar lo obligó a tenderse sobre la cama.

—Bueno, ¿qué estás esperando? —dijo Ross en tono desafiante ofreciéndole su


cuerpo para lo que ella quisiese hacer.

Anne levantó la botella y dejó caer el líquido dorado sobre su pecho


bronceado. Las pequeñas gotas resplandecieron como diamantes sobre el vello
oscuro.

Ross contuvo el aliento.

—Dios mío, tenías razón. Está frío —luego esbozó una sonrisa sensual—.
Dame calor, querida.

La boca de Anne saboreó el gusto del champaña combinado con el perfume


penetrante de la piel. Cada centímetro de ese cuerpo le pertenecía y podía gozar de la
libertad que él le daba para explorarlo.

—Dios mío, me estás enloqueciendo… No vuelvas a dejarme —musitó Ross—.


No soportaría perderte nuevamente.

Una corriente de excitación envolvió a Anne, su cuerpo parecía alcanzar los


confines del universo, donde las estrellas ardían con la misma intensidad de esa
pasión…
Ross no la dejó regresar a la casa esa noche.

—Todos lo sabrán mañana de todas formas. Te quedarás aquí conmigo.

A la mañana siguiente, al enterarse de las novedades, Leora se mostró


conmovida y dispuso que la cena se convirtiese en una fiesta.

La celebración incluyó también un brindis con champaña. Cuando Carson


descorchó la botella, los ojos de Ross se deslizaron sobre el cuerpo de Anne con una
serena sensualidad que evocaba el placer compartido. Mientras bebía un sorbo de
champaña, Anne advirtió que Carson la miraba con expresión severa. ¿No la
consideraba adecuada para su hijo. La oportunidad de averiguarlo llegó más rápido
de lo que ella había previsto. Cuando terminaron de comer, se encontró a solas con
Carson.

—Dejemos que los otros se diviertan un rato, Anne. Quiero hablar contigo.
¿Vamos a la sala?

Anne anheló la presencia reconfortante de Ross a su lado. Pero Ross había ido
con Leora a la sala de música y estaba sola con su padre.

Sentía un nudo en el estómago. Respiró hondo, tragó con fuerza y dijo:

—Sí, claro.

Carson se adelantó a ella y condujo su silla de ruedas hacia la sala, donde el


último sol de la tarde proyectaba su luz sobre los sillones de cuero y los libros en los
estantes.

—Siéntate, por favor. Allí en ese sillón para que pueda verte —Carson Leyton
hizo una breve pausa—. Creo que conozco a mi hijo bastante bien, y estoy seguro de
que no te ha contado todo lo que ocurrió un día de octubre hace diez años.

Las palabras de Carson no eran las que ella había esperado.

—Me dijo que no recibió mis mensajes y que tuvo problemas en un viaje.

—¿Eso fue todo?

—Sí. Me pidió que confiara en él.

Carson suspiró.
—Supongo que hizo lo que era conveniente, pero… yo me he sentido culpable
por tu infelicidad durante mucho tiempo.

—Mi infelicidad… —repitió Anne.

—Sí —los ojos de Carson cobraron una expresión sombría—. Yo impedí que
Ross recibiese el mensaje aquel día.

—¿Usted? Pero…

Carson pareció comprender su sorpresa.

—Yo ordené a la secretaria de Ross que no le informase nada. Le dije que eras
una mujer de la cual él quería deshacerse.

—¿Por qué?

—Porque era una cuestión de elección. Si tú venías con Ross, yo perdía a


Leora.

—No entiendo…

Carson entrecerró los ojos.

—¿No? Piensa un poco. Imagina que eres un hombre a quien su mujer deja
para irse con otro. Pero tú tienes dos hijas maravillosas que ella adora. ¿Qué harías?

Anne comprendió entonces los motivos de su padre para insistir en la


realización de la reunión. Él había sido el causante de la separación.

—Insistiría en que mis hijas se quedasen conmigo y negaría el derecho a


verlas.

—Exactamente —Leyton sonrió con gesto satisfecho—. Tu padre no quería a


Leora, Anne. Hacía muchos años que no se comunicaban. Pero tu padre se negaba a
admitirlo. No permitía que tu madre se fuese. Y nosotros cometimos el error de
vernos muy a menudo antes de que Leora le pidiese el divorcio. Él tenía todas las
cartas a su favor, y las usó. Por favor entiende que no tengo nada en contra de tu
padre ahora. Han pasado muchos años, él habrá reflexionado. Sabe que fue tan
responsable como yo del distanciamiento entre ustedes. Owen amenazó con divulgar
la noticia sobre nuestra relación a todos los periódicos del país si Ross trataba de
verte. La empresa estaba creciendo y cualquier cosa que yo hiciese era noticia. A
Leora no le importaba, pero no quería que tú te vieses mezclada. Sabía que el
escándalo casi no afectaría a Shari, pero arruinaría tu carrera. Eras muy joven.
Creíamos que era lo mejor para ti en ese momento, pero estábamos equivocados.
¿Puedes perdonarnos… a todos?

Anne reconocía la necesidad de enfrentar la verdad. El casamiento con Ross en


ese momento, después de años de experiencia trabajando con toda clase de gente, era
mejor que ser arrojada a un mundo lleno de tensiones a la edad de dieciocho años. Se
puso de pie y caminó hacia Carson.

—No hay nada que perdonar. Si no hubiese sido por el amor de ustedes,
quizás no habría conocido a Ross.

—Eres muy parecida a tu madre, Anne. Y quiero que sepas que ése es el mejor
halago que puedo hacer a una mujer —le tomó el brazo y la acercó hacia sí—.
Cuando tuve el ataque que me confinó a la cama, le ofrecí la oportunidad de alejarse.
Leora se quedó a mi lado, ayudándome en las sesiones de terapia. Ahora hay un
posibilidad de que camine nuevamente.

—Me alegro —murmuró Anne emocionada.

—Y yo me alegro de recibirte en mi familia.

—¿Es una reunión privada o puede entrar cualquiera? —apoyado contra el


marco de la puerta, Ross los miraba con una expresión llena de amor y comprensión.

Un sentimiento de dicha invadió a Anne. Él se había negado a decirle todo


porque no deseaba que despreciara a su padre. Pero Carson Leyton le había contado
la verdad de una forma que le impedía guardar ninguna clase de rencor por lo
ocurrido.

—Puedes besar a mi nuera favorita, hijo.

—Padre, tu generosidad no tiene límites —respondió Ross en tono divertido.

***
Una semana más tarde, horas después de la boda, Ross se inclinó sobre ella en
el balcón y besó su cuerpo dorado por el sol mientras le corría las tiras del bikini.

—Señora Leyton, tiene puesta demasiada ropa.

—Señor Leyton, eso es lo mismo que dijo anoche.

Después de besarlo largamente en los labios, ella se apartó levemente y le


habló con voz seria.
—Ross, querido, ¿realmente puedes mudarte a Runford por un tiempo sin
perjudicar tus negocios?

Él sonrió con gesto travieso.

—Querida, contigo a mi lado, puedo hacer cualquier cosa.

—¿Y no te importa vivir en Runford todo el invierno y financiar la carrera de


Dina cuando nos marchemos?

—Claro que no, amor. Fue idea mía, ¿recuerdas? Hmmm… Déjame saborearte
un poco más —sus dedos buscaron el slip del bikini, la última barrera que se
interponía entre sus ojos deleitados—. ¿No quieres volver a Nueva York con líneas
blancas, verdad?

—Con toda la ropa de invierno nadie se daría cuenta.

—Yo sí —afirmó él y terminó la discusión uniendo su boca a la de ella.

Fin

También podría gustarte