Hart Shirley - Rapsodia Salvaje
Hart Shirley - Rapsodia Salvaje
Hart Shirley - Rapsodia Salvaje
Shirley Hart
Argumento:
Alto, esbelto y robusto. Así era Ross Leyton, el hombre que había puesto fin a
sus inocentes sueños infantiles… Las Mil Islas, ¿había ocurrido todo hacía mil años o
apenas diez? Ella tenía diecisiete años ese verano, una muchacha que creía que jamás
podría vivir sin el amor de Ross.
Y había vivido. Anne se había instalado en el estado de New York. Era una
pianista de talento que, tras reconocer sus limitaciones, había abandonado sus
esperanzas de una carrera de concertista, y se había entregado de lleno a la enseñanza.
También había abandonado sus esperanzas de un amor ardiente y había aceptado
casarse con Michael. Pero en el mismo minuto en que había vuelto a aparecer Ross, ella
se dio cuenta que no había aceptado nada. Que ella sólo se había limitado a la espera de
este momento, de sus besos, de su contacto…
Capítulo 1
Anne se aferró a la puerta por un momento. Sus dedos delgados apretaron las
estrías familiares buscando alivio.
Sabía que era ridículo pensar en algo ocurrido tanto tiempo atrás. Habían
pasado diez años desde aquella tarde y durante esos años había desterrado de su
mente los hechos de aquel verano.
Pero ahora, una vez conjurados, los recuerdos continuaban. Podía ver su
cuerpo flexible bajando del bote… Interrumpió sus cavilaciones y caminó hasta la
mesa sin poder evitar que otro recuerdo la acechase. Una hoja había rozado su brazo
aquella tarde cuando corría entre los árboles para ayudar a los dos hombres a
amarrar el bote.
—Pero de todas formas no parece que hiciese tanto frío cuando brilla el sol —
señaló Anne y se aprestó a tomar el periódico nuevamente cuando un ruido en la
puerta la detuvo.
Shari apareció allí con un gesto de preocupación poco habitual en ella. Con
dieciséis años y una figura elegante, su hermana no tenía muchos motivos para
preocuparse, pensó Anne mientras la muchacha entraba al comedor.
Estaba lista para ir al colegio. Vestía un suéter de cuello alto color beige y una
falda de lana haciendo juego. Se sentó frente a Anne y frunció la nariz.
—Esas plantas tienen mucho olor —dijo Shari observando su vaso de jugo—.
No sé por qué papá quiere que comamos rodeadas por ellas. A veces sueño que una
planta me agarra y hace una comida comigo.
Anne sonrió.
—Bueno, sigo sin entender por qué las conservamos. Simplemente porque
eran de mamá. A ella no le importaba lo que les ocurriese… Al menos no le
importaba más que lo que nos ocurría a nosotros.
—Todavía no —los golpes continuaban sin cesar. Anne apretó los dientes—
Shari, ¿puedes dejar eso, por favor?
—Lo siento.
—¿Tienes un examen hoy?
—No.
—De acuerdo —dijo Anne echando el cuerpo hacia atrás mientras Grace
entraba con platos humeantes de huevos revueltos y tostadas—. Habla sin rodeos.
Shari dirigió una breve mirada a Grace, cuyo rostro austero no era ninguna
ayuda.
—Me parece que papá está equivocado —dijo finalmente cuando Grace volvió
a la cocina. Luego se sirvió una porción de huevos—. No pienso que debas leerlo en
el periódico.
—¿Leer qué en el periódico? —Anne intentó tomar las hojas dobladas junto a
su plato, pero Shari la detuvo.
—¿Vende la fábrica?
Era la conmoción de saber que su padre iba a vender una empresa que había
estado ligada al nombre de los Runford durante años, pero a eso se agregaba el
hecho de comprender que nadie había querido confiar en ella.
Se sentía traicionada. Le resultaba absurdo que Shari, quien rara vez visitaba
la fábrica y no se preocupaba en absoluto por la belleza que se creaba allí
diariamente, fuese la encargada de decírselo.
—Por supuesto —respondió Shari—. ¿No pensarás que papá iba a decir una
palabra a la prensa hasta que la transacción estuviese terminada? Hace varios meses
que circulan rumores en la planta, pero papá mantuvo la reserva hasta anoche,
cuando habló con los periodistas. Iba a esperarte levantado, pero supe que no lo
había hecho cuando vi tu cara —bajó la vista hacia su plato y recogió un trozo de
tostada— Algunos empleados están preocupados porque Western Data Systems es
un conglomerado con sede en California, pero papá les aseguró que no había nada
que temer.
Anne se sobresaltó.
—La familia Leyton tenía una cabaña cerca de la nuestra en las islas
Thousand. Los conocíamos bastante bien —comentó, asombrada de poder contar
esas cosas a su hermana—. Supongo que tú eras muy pequeña para recordar.
—No —Shari echó un vistazo a su reloj— Oh, Dios mío. Si no me voy ahora
perderé el autobús —se levantó de la mesa y besó a su hermana en la mejilla— No te
preocupes, Anne. Después de todo, dentro de seis meses serás una mujer casada.
¿Qué te importará una fábrica de cristal entonces? Adiós.
Se puso un abrigo blanco, levantó los libros de la silla y corrió hacia afuera
dejando tras de sí el aroma de un buen perfume.
—No entiendo por qué no puede quedarse unos minutos más —murmuró el
ama de llaves—. Nunca termina sus comidas.
—No vendré a cenar esta noche —dijo con voz fría—. Michael y yo vamos a
salir.
—Ya era hora. Has estado trabajando mucho. Necesitas tiempo para divertirte
también. Cuando eras pequeña no necesitaba decírtelo —gruñó mientras recogía los
platos—. Sólo cuando cumpliste dieciocho años comenzaste a preocuparte tanto por
tu carrera.
“LA PLANTA RUNFORD SERÁ VENDIDA”, y luego, con letra más pequeña:
“El nuevo dueño afirma que no se perderán empleos”.
—Sí, lo sabía, y pienso que está bien —cargada con platos y tazas, la mujer
salió del comedor y permitió que Anne pudiese contemplar la fotografía que le había
quitado el aire de los pulmones.
Ross Leyton, el hijo de Carson Leyton y representante de Western Data Systems llegó
el domingo a Runford en un avión privado, para actuar como nexo entre el conglomerado de
su padre y Cristales Runford. Leyton informó a los periodistas en esta ciudad que no habría
cambios significativos en el manejo de la fábrica y que Western centraría su actividad en la
promoción de productos de cristal.
El solo hecho de ver su nombre impreso era suficiente para alterarle los
nervios, pero se esforzó para seguir leyendo.
«Sabemos que los beneficios de Runford han disminuido», dijo Leyton en un reportaje
exclusivo, «pero nosotros creemos que hay un lugar para el trabajo del artesano talentoso en el
mundo actual. El país necesita asegurarse de que el artesano no se convierta en una especie
extinguida».
Arrojó el periódico contra la mesa con violencia. ¿Qué podía saber Ross
Leyton sobre el artesano que fabricaba cristal?
Se soltó el cabello y lo cepilló hasta dejarlo lacio. Los ojos de color miel la
miraron desde el espejo. Eran ojos felinos que revelaban su sensualidad interior.
Afuera, la nieve se abría bajo sus botas y él aire helado le golpeaba las mejillas.
Le gustaba el frío, podía sentirlo. Estaba allí y la obligaba a levantar el cuello de su
abrigo y desterraba los recuerdos del verano y el sol ardiente sobre su piel húmeda…
Al ubicarse dentro del auto volvió a meditar la razón por la cual Ross Leyton
estaba en Runford. ¿Por qué no le había contado su padre sobre la venta de la planta?
¿Por qué no había confiado en ella como tantas otras veces en el pasado? ¿Por qué la
dejaba a un lado si ella había compartido tantas noches de discusiones sobre las
formas de aumentar las ganancias? ¿Por qué le había presentado todo firmado,
sellado y convenido?
«Por que temía que lo hicieses cambiar de idea como otras veces», le dijo una
voz interior. «Y esta vez no quería cambiar de idea. Quería liberarse de la fábrica y
sus responsabilidades…»
La fábrica de cristal era un edificio bajo que abarcaba una hectárea de terreno.
El lugar era gris y lúgubre aun bajo el sol brillante, y el humo afloraba desde las tres
chimeneas. Anne apartó la vista de la planta. Aunque Ross Leyton hubiese afirmado
que los empleados de Runford continuarían como hasta entonces, el orgullo que ella
sentía al saber que su nombre estaba impreso en aquellos famosos cristales, se
desvanecería. Para ella nada volvería a ser igual.
Al llegar a la calle Farragaut condujo el auto hasta una vieja casa de paredes
amarillas.
Apenas terminó de abrir la puerta doble de roble, una música de flauta, piano
y violín invadió sus oídos. Karen alzó la vista desde el escritorio y esbozó una sonrisa
radiante.
Atravesó las dos salas que servían como provisorio salón de conciertos y abrió
la puerta de su oficina. El lugar era relativamente tranquilo. Anne había instalado
paneles acústicos en el techo asimétrico y alfombras de color amarillo brillante en las
paredes. No bien terminó de quitarse el abrigo y guardar el bolso en el escritorio, la
puerta se abrió nuevamente.
Alzó la cabeza esperando ver a Michael, pero era Jane la que estaba frente a
ella, con una camisa beige, los jeans habituales y un suéter marrón sobre los
hombros.
—¿Es verdad que tu padre vende la fábrica de cristal?
—Sí, es verdad.
Anne se tomó sus manos temblorosas sobre el escritorio. El destello del anillo
en la mano izquierda jugó en la habitación. ¿Por qué confiaba él en Jane? Era una
pregunta inquietante que tenía toda clase de ramificaciones. Ignoraba que Michael y
Jane tuviesen alguna relación. Pasaban mucho tiempo juntos, ensayando y tocando
en el cuarteto de cuerdas de la facultad, pero una vez que ella le había expresado su
admiración por el talento de Jane, Michael había respondido en tono
condescendiente.
—Este maldito auto no anda, querida. ¿Puedes venir a buscarme? Tengo que
dar una clase a las diez.
—Voy a buscar a Michael. Si hay alguna llamada para mí, regresaré en unos
minutos.
—No te lleva a ningún lado, ése es el problema —una sonrisa jugó en sus
labios.
—No seas tan precisa esta mañana, querida. No creo que pueda tolerarlo.
No era la primera vez que Michael rechazaba su travieso sentido del humor.
Pero esa mañana, presionada por los hechos que estaba viviendo, ella replicó:
—Sí —admitió él—, pero yo tengo problemas todo el tiempo porque no puedo
arreglar el que tengo, o comprar uno mejor.
El espacio que había dejado frente a la casa amarilla, aún estaba libre para
estacionar. Cuando él se aprestó a bajar del auto, Anne le preguntó:
—No. Lo primero que hice esta mañana fue tratar de poner en marcha el auto.
Luego te llamé a ti. ¿Hay algo importante?
—¿Qué ocurre?
Ella irguió el cuerpo del otro lado del escritorio, convertido ahora en una
barrera de madera que los separaba.
—Quiere decir que lo leí en el periódico esta mañana, y que fue lo primero que
supe.
—¿Cómo podía saberlo? —gimió ella—. Ni siquiera tenía idea de que pensase
en vender la fábrica.
—¿No hablan entre ustedes? —apoyó ambas manos sobre el escritorio— ¿No
le preguntabas cómo iban las cosas?
—No era necesario —respondió ella—. Sabía que no estaba ganando dinero.
—Sabías que no estaba ganando dinero —las palabras resonaron contra las
paredes alfombradas— ¿Por qué no me lo dijiste?
—No lo viste… —se contuvo e hizo un amplio gesto con las manos— Tengo
que irme. Seguiremos hablando más tarde. Podemos almorzar juntos en el Atrium —
caminó alrededor del escritorio y la besó brevemente en la mejilla—. Eso no cambia
nada entre nosotros, tú lo sabes. Todavía te quiero.
Apretó el cristal con más fuerza. Quería a Michael, estaba segura de ello.
Contempló la flor de cardo mientras los recuerdos desfilaban por su mente.
Anne había estado en la escuela durante tres años cuando la mujer que la
dirigía se jubiló. Las autoridades contrataron entonces a Michael Adams, un joven
graduado, para reemplazarla. Anne no sintió ninguna simpatía por él en un
principio, pero Michael la persiguió desde el momento de su llegada a la escuela.
«Me hubiese sorprendido que no fuese así, querida. No puedo esperar que
nadie te haya tocado a tu edad».
—Hola, Scott. ¿Cómo estás? ¿Tuviste una buena semana? ¿Algún problema
con Bach? Bueno, veamos qué se puede hacer.
Dio cuatro clases esa mañana, y cuando la última niña se marchó, se puso de
pie y se sintió tensa, como si sus músculos hubiesen sido forzados a ejecutar una
tarea inusual.
—Oh, señorita Runford. El señor Adams me encargó que le dijese que esta
retrasado y que luego la encontraría.
Al salir de la escuela, Anne sintió el viento frío sobre su rostro. Caminó por la
acera siguiendo las huellas que Karen había dejado sobre la nieve y llegó hasta su
auto.
Esa era una justificación, y Anne lo sabía. Ella sabía por qué no había
levantado el teléfono de inmediato y exigido hablar con su padre. No podía correr el
riesgo de enfrentarlo.
¿Pero por qué había decidido vender su empresa a Western Data Systems?
¿Era un sentimiento de culpa lo que había llevado a Carson Leyton a hacer la oferta
más alta por la fábrica Runford? Interrumpió sus reflexiones y condujo el auto hacia
la plaza de estacionamiento del Atrium.
Había pocos negocios en Runford y todos ellos eran pequeños: una oficina de
seguros, un bazar, un almacén, y un lugar recientemente abierto dedicado a la venta
de computadoras. Los hombres y las mujeres que trabajaban en esos negocios eran
clientela del Atrium, una casa victoriana que había sido reformada por una pareja
italiana. Ellos habían levantado el techo y le habían agregado una claraboya, lo cual
convertía al interior en una agradable combinación de cedro y vidrio.
Al entrar al restaurante, Anne fue conducida hacia una mesa con vista a la
calle. Apenas terminó de quitarse el abrigo y acomodarse en su silla, el Volskswagen
verde se detuvo frente a la puerta y Michael bajó de él. Anne observó su perfil
mientras intercambiaba unas palabras con el conductor. El rostro estaba enrojecido
por el frío… ¿O por la ira?
Cuando Michael caminó hacia ella a través del salón, supo que su suposición
era correcta. Michael, el más sereno de los hombres, destellaba ira. Al llegar a la
mesa, la besó brevemente en los labios.
—Me alegro de que consiguieras alguien que te trajese. ¿Era el auto de Jane?
—¿Sabes lo que esas deliciosas pastas hacen con la silueta de una mujer?
Ella bajó los ojos hacia el mantel de color naranja brillante y jugó con el
tenedor, ansiosa por apartar su mano de la de Michael.
—En este momento no sé más de lo que puede saber cualquiera. Está en los
periódicos de la mañana. Yo sabía que papá había pensado en la venta hace unos
años, pero pensé que había cambiado de idea.
—Bueno, continúa.
—¿Por qué será que tengo la sensación de que me estás ocultando algo? —dijo
él apretándole la mano.
—Sé razonable, Anne. Sabes que no hay forma de conseguir quince mil
dólares al año en Runford. Escúchame, ¿el director de Western aún está aquí
hablando con tu padre, verdad?
—No lo sé.
—Bueno, averígualo. Habla con él. Cuéntale nuestra situación. Cuando una
compañía se hace cargo de otra, asume las obligaciones y los bienes.
—¡No! —al advertir que él le dirigía una mirada severa, se esforzó para
mantener la compostura—. No. No creo que debas hacerlo hasta que yo haya
hablado con mi padre. Quizá haya hecho algún arreglo… para la escuela.
—Bueno, tal vez tengas razón —dijo con los ojos entrecerrados en expresión
de deleite—. No tendría sentido ponernos en contra de este nuevo hombre desde el
principio.
—¿Por qué?
—Pienso que es mejor aclarar todo esto cuanto antes. Cancela tus clases y
habla con tu padre. De esa forma, me podrás decir lo que averiguaste esta noche
durante la cena. Discretamente, por supuesto.
—Espero que tengas razón —dijo Anne pero no pudo evitar pensar que si bien
la venta de la fábrica podría ser algo bueno para su padre, cualquier cosa que se
relacionase con Ross Leyton sólo podía ser definido como un desastre para ella.
Capítulo 2
Una hora más tarde, Anne marco un número familiar desde su oficina. La
secretaria de su padre la comunicó de inmediato. Cuando él la saludó. Anne
respondió brevemente y luego preguntó:
—Sé que estás ocupado. No quise molestarte —su voz sonaba fríamente
amable.
—¿Ya viste los periódicos? —era una pregunta cautelosa, una prueba de la
temperatura emocional de su hija.
Él vaciló un instante.
—En este momento, sí. Terminaré alrededor de… —Anne podía imaginarlo
echando un vistazo al reloj digital que ella le había regalado en Navidad—. Media
hora. ¿Quieres venir?
—¿No podría hablar con mi jefe y ver si me puede dar la tarde libre también?
Al atravesar el portón de entrada, Anne pensó con tristeza que los días de
bromas con Charlie Harris se acabarían pronto.
—Sabemos que los egipcios fabricaban cristal. Algunos de los ejemplos más
refinados de la antigüedad se ven en este cuadro…
Estaba equivocada. La fría realidad era que él se encontraba allí y su padre no.
Ross estaba de espaldas a ella, mirando por la ventana. Lo primero que vio
Anne fue su silueta de perfil, pero fue suficiente. Vestido con un traje liviano de color
gris, más apropiado quizás para el clima suave de California que para los inviernos
de Nueva York, se veía imponente con su metro ochenta y la postura arrogantemente
viril.
—Hola, Anne.
Ella tragó con fuerza. No había pronunciado su nombre en voz alta en los
últimos diez años.
—Hola, Ross.
No iba a escapar de la oficina como una cobarde, pero debió luchar contra sus
instintos para poder dar un paso adelante y cerrar la puerta.
Era una declaración llana que no admitía objeciones. Los dedos de Anne se
hundieron en el cuero.
—Basta —ordenó Ross con voz fría—. No inicié esta reunión para sostener una
disputa contigo.
—No, supongo que no. Tú ya ganaste todas las batallas, ¿verdad? Tal vez
deberíamos cambiar el nombre de Runford y llamarla Carthage.
«Es eso lo que tú deseas, ¿no? Deseas que él te tome en sus brazos y te bese,
aunque sea por ira…»
Ross cambió de posición sobre el escritorio. Estaba tan cerca de ella, que casi
podía rozarle las piernas. Dejó que el silencio creciese en la oficina y luego dijo:
Ross apoyó los dedos sobre el borde del escritorio. Sus nudillos se pusieron
blancos por la presión que ejercía.
—Quizá formulé mal mis preguntas. Lo que quiero saber es si podrías tener
una semana libre.
—¿Para qué?
—No.
—Anne, tu madre quiere verte a ti y a tu hermana. Hay circunstancias que le
impiden viajar.
—¿Para ella? No han cambiado para Shari ni para mí. Cuando tu padre la
llamó, ella se fue y nos dejó. Aprendimos a vivir sin ella, y seguiremos así.
—Y yo creía que eras una mujer madura que podía razonar —sus serenas
palabras tenían una aguda precisión.
Él se inclinó hacia adelante y tomó los brazos del sillón con sus manos.
Estaba tan cerca, que Anne podía ver los poros de la piel, la tonalidad gris
oscura de los ojos, la curva plena de los labios. Apelando a todas sus fuerzas,
enfrentó la mirada de él sin demostrar vacilación.
—¿Es eso lo que estoy haciendo? —se inclinó aun más y su boca encontró la
sien de Anne—. Pensé que trataba de recuperar algo que perdí hace mucho tiempo…
—No… —su boca cubrió la de ella ahogando las palabras. Los labios tibios la
exploraban con una suavidad que recordaba muy bien. Alzó las manos para
empujarlo, pero era como empujar un muro de piedra.
No podía moverse. Era prisionera de Ross, estaba atrapada por su boca y nada
más, salvo el llamado de un deseo largamente contenido. Cada centímetro de su
cuerpo parecía renacer, exigiéndole que abriese la boca.
—¿Es un ciclo de diez años, Ross? —preguntó ella con voz trémula—.
¿Conociste a tantas mujeres que ahora tienes que empezar con la lista nuevamente?
—No hay ninguna lista —su tono era enérgico, sin ningún matiz de
cordialidad—. Pero si hubiera una, tú estarías en primer lugar.
—Suelo leer los periódicos para ver qué está haciendo la gente importante de
la costa oeste. Siempre te nombran, a ti y a tu mujer de turno.
—No estaba interesada en ti. Sólo quería ver que tu estilo no ha cambiado. Eso
es todo.
—Eres muy apresurada para juzgar y condenar cuando no conoces los hechos.
—Ni siquiera has empezado —las pestañas oscuras ocultaron brevemente sus
ojos—. Me propongo rectificar eso. Cenemos juntos esta noche.
—No hablas en serio.
—Estaré ocupada —al ver que él esbozaba una sonrisa incrédula, agregó—:
Hay un recital en la escuela. No puedo defraudar a mis alumnos.
—Recuerdo aquellos días… Siempre tenía la boca seca y las manos húmedas
—era como si la obligase a evocar los dúos de piano que habían tocado juntos.
—Lo está. Tú constituyes mi negocio sin terminar —las palabras eran suaves
pero había una dureza implícita en ellas.
—No cambiaré de idea acerca de Leora —afirmó ella lentamente. Ross enarcó
el ceño.
—Dejemos eso por ahora, ¿eh? —giró el cuerpo y sin vacilar apretó el botón
junto al teléfono para anunciar que habían finalizado.
Anne se resistía a creer que él dedicara su tiempo a algo que su madre quería.
—Entonces te sugiero que te compres una casa, porque estarás aquí el resto de
tu vida.
Anne comprendió que Owen Runford conocía exactamente lo que Ross había
querido decirle.
—Siempre fuiste una muchacha inteligente —apoyó las manos sobre los
hombros de su hija con expresión suplicante.
Anne alzó la vista hacia él, sus ojos exigiendo que le dijese la verdad.
—¿Y ese trato depende de que Shari y yo visitemos a nuestra madre? —sus
labios temblaban mientras aguardaba que él lo negase.
En ese instante se escuchó la voz de Ross.
—Le di la oportunidad de hablar contigo, querida, pero eso fue todo. Tiene
que ser una decisión tuya.
—Mi padre tiene un lema —dijo con voz profundamente viril—. Ten aquello
que quieras y págalo.
Anne mantuvo sus pensamientos bajo control mientras enseñaba, pero cuando
las clases terminaron y caminó hacia la calle, ya no hubo nada que la distrajese.
Condujo el auto por las calles nevadas sin concentrarse en lo que hacía. El
divorcio de su madre y el posterior casamiento con Carson Leyton eran historia
antigua. Sin embargo, en el momento en que Anne estaba a punto de casarse, su
madre invadía su vida una vez más.
No podía dejar que eso ocurriese tal como había sido cuando ella tenía
diecisiete años. Un día de octubre al llegar del colegio, su madre la había llamado al
dormitorio.
«Tengo que marcharme, querida. Es la única forma. Solo puedo rogar que me
comprendas».
Había lágrimas en los ojos de su madre, pero Anne fue dominada por una
cruel sensación de incredulidad. Eso no podía sucederle a sus padres.
«Pero tú seguirás viéndonos, ¿verdad, mamá?» Sus ojos habían buscado una
expresión de aceptación. «Nos iremos a California contigo…» Quería a su madre, la
necesitaba. ¿Cómo podría haber vivido sabiendo que nunca volvería a ver a la mujer
que le había dado la vida?
«No, temo que no, querida. Hay… razones que no puedo explicarte ahora.
Carson viaja mucho y yo quiero estar junto a él. No sería una buena madre para
ustedes si tú y Shari estuviesen yendo de un lugar a otro constantemente». Había
esbozado entonces una sonrisa radiante a pesar de que sus ojos estaban llenos de
lágrimas.
Ahora Ross quería que ella viese a su madre nuevamente. No podía olvidar ni
perdonar. Los había querido a los dos y la habían rechazado. También debía pensar
en Shari. No iba a permitir que la muchacha quedase expuesta a los efectos inestables
de la madre.
«No estás protegiendo a Shari. Te proteges a ti misma». Unas horas antes Ross
la había besado y ella había respondido. Llevaba el anillo de Michael y había
permitido el beso de Ross. No podía dejar que eso volviese a ocurrir. Debía tratar por
todos los medios de mantenerse lejos de él. Ross era como una llama que la atraía,
fragmentos de una melodía que no había olvidado.
Lo vería al día siguiente y le diría que no en términos claros. Un hombre que
dirigía un conglomerado con Western no podía perder el tiempo en Runford. Él se
iría y su vida recobraría la forma habitual de enseñar y ver a Michael. Iba a casarse
con él.
—Claro.
—No estoy segura —los labios de Anne se curvaron en una sonrisa—, Michael
está quejándose por el dinero nuevamente, así que tal vez lo lleve a la posada.
—Por supuesto. Y ahora quédate quieta un momento que debo pensar lo que
voy a ponerme.
—¿Extraño?
Anne no se inmutó.
—¿Por qué será que algunos hombres se ven sensuales? Como Jeff Jverholzer.
Yo estaría en los cielos si él me prestase atención alguna vez —Shari exhaló un
suspiro, y Anne disimuló una sonrisa, pensando que aquel lánguido muchacho que
era la estrella del basquetbol local no tenía nada de sensual—. Y Ross Leyton, el que
apareció hoy en el periódico. Diablos, parece un súper amante. Si mamá nos hubiese
llevado con ella cuando se casó con Carson Leyton, Ross habría sido nuestro
hermanastro. Hmmm…
La mano de Anne tembló al aplicar la pintura sobre los labios. Tomó un
pañuelo y quitó la mancha mientras luchaba para conservar la calma.
—Parece que fueses a Nueva York en viaje de negocios. ¿Por qué no tienes
ropa atrevida? Tú sabes, algo escotado y ceñido.
—Cuando quiera que dirijas mi vida amorosa, te lo haré saber, ¿de acuerdo?
—Alguien debe hacerlo por ti. Por ahora todo es un horrible solo de violoncelo
—comenzó a silbar una versión de El Cisne con un elaborado vibrato que imitaba el
sonido del violoncelo de Michael con asombrosa precisión.
Anne se apartó del espejo y avanzó con gesto amenazante hacia la muchacha.
El silbido se hizo más intenso, acompañado ahora por el movimiento imaginario del
instrumento entre las piernas de Shari.
—Es un lástima que no te hayan enseñado la diferencia que hay entre entrenar
tu personalidad y convertirte en alguien odioso.
—¿Qué hice de malo? —exclamó Anne y cuando se volvió para salir del
dormitorio recibió un golpe del almohadón que su hermana le había arrojado para
vengarse.
Capítulo 3
Michael bajó los escalones del porche y se deslizó dentro del auto de Anne. Se
veía animado y mantuvo una conversación despreocupada durante los veinte
minutos de viaje hasta la posada. Era algo que Anne agradecía, pese que las bromas
de Shari la habían ayudado a olvidar el enfrentamiento con Ross.
Sin embargo, una vez que estuvo sentada junto a la ventana ante una vista
panorámica que abarcaba kilómetros de paisaje, ella se sumió nuevamente en sus
pensamientos. Las colinas nevadas y los valles resplandecían bajo la luz de la luna.
La llama vacilante de la vela en el candelabro producía un íntimo contraste, pero el
ánimo de Anne armonizaba con la escena que contemplaba más allá de la ventana.
—No quería arruinar nuestra cena con temas de negocios. Pero… ¿hablaste
con tu padre?
—No debes dejar que esto se prolongue, querida. Tenemos que saber cuál es la
situación.
—Me doy cuenta —Anne trató de hablar con naturalidad—. Es que tuve que…
ocuparme de otra cosa.
Michael tenía razón, suponía Anne. Iba a casarse. Tenía derecho a saber algo
sobre su enredada familia.
Permaneció un rato en silencio y luego dijo:
—Tú sabes que mi madre dejó a mi padre por otro hombre hace algunos años.
—Adelante.
Él se mostró azorado.
—¿Qué?
—No puedes pensar que yo quiero verla después de todos estos años.
—¿Y eso es más importante para ti que mis sentimientos? —era un suplicante
pedido de comprensión que no encontró respuesta.
—En este momento sí, Anne, por Dios. La escuela tiene más de doscientos
estudiantes, y estamos creciendo semana tras semana. Piensa en todos los niños que
tienen la oportunidad de estudiar con excelentes maestros, niños que no sabrían lo
que es un arco de violín si no estuviésemos aquí. No puedes dejar que tu orgullo se
interponga en las vidas de tantos seres.
—No hay garantías de que los Leyton continúen sosteniendo a la escuela
aunque yo acepte ver a Leora.
Anne se sobresaltó.
—Claro que sí. Los Leyton quieren algo, tú quieres algo. Haz un trato. Ves a tu
madre a cambio de que Carson Leyton asegure el futuro de la escuela. ¿No es
simple?
—No, puedes creerme que no. Por favor, Michael, trata de entender ni punto
de vista. ¿Qué puedo ganar resucitando una relación familiar que ya no existe?
—Ella no es…
—Dile a Leyton que… —miró por detrás de Anne—. Bueno, bueno. Creo que
tu encantador hermanastro acaba de entrar a la posada. No, no te des vuelta. Está
sentándose con una mujer.
Ella retiró la mano, cubriendo esa acción defensiva con la excusa de levantar la
copa para beber un sorbo de vino.
Anne se sintió reconfortada con el cambio de tema. Dejó la copa sobre la mesa
y la tensión de su rostro comenzó a disiparse mientras pensaba en su talentosa
alumna.
—Les dije a los padres que ella debería estar estudiando en Eastman o en
Julliard, pero me contestaron que no pueden pagar el viaje y el alto precio de las
clases.
—Le va muy bien contigo. Estoy seguro de que podría quedarse uno o dos
años más sin sufrir ningún perjuicio.
—Querida, no seas irónica. Sé que estás muy orgullosa de Dina. Tienes una
hermosa comunicación con ella —tomó la copa de vino y la hizo girar sobre el mantel
rojo—. Si la escuela cerrase, tendríamos que buscar otro trabajo. No pensarás que nos
quedaremos en Runford, ¿verdad?
Michael alzó la copa y bebió un poco de vino sin apartar la mirada de ella.
—Hay otra cosa que tú debes saber —dijo forzando las palabras desde lo más
profundo de su espíritu.
—Hay otra razón que me impide hacer lo que tú pides —su corazón latía con
una fuerza dolorosa. Sabía que iba a decirle la verdad, una verdad que nunca había
confesado a nadie.
—¿Cuál es? —él se mostraba sereno, confiado en que lo que Anne iba a decirle
no podía ser tan tremendo.
—Una vez, hace mucho tiempo… —su garganta parecía cerrarse como si
quisiese impedir la salida de las palabras— tuve una relación con Ross Leyton.
Los ojos de Michael se mantuvieron fijos sobre ella. La boca pareció relajarse
cuando murmuró:
—Quise decir que debí suponer que había otra razón por la cual no querías
ver a tu madre. Querida —agregó en tono persuasivo—, ¿de qué tienes miedo?
Ahora eres una mujer y me perteneces. Eso ocurrió hace tiempo. Llevas mi anillo en
tu dedo y vas a casarte conmigo. Estoy seguro de que ha sido difícil para ti
encontrarlo nuevamente, y que tal vez te sientas alterada. Pero eso es normal. Él fue
tu primer amor, ¿no?
—Bueno, ahí tienes. No es más que eso —dobló la servilleta y la dejó junto a
su plato—. No tienes que preocuparte por nada, querida. Él te habrá olvidado hace
mucho tiempo, más aun si tenemos en cuenta a la deliciosa criatura que lo acompaña
esta noche. Podrías ir a su mesa ahora, presentarme y decirle que has cambiado de
idea y que te gustaría ver a tu madre, si se pueden resolver algunos detalles. Pídele
una cita para mañana. Le harás saber nuestra oferta.
—Es simple. Eres tú la que lo está haciendo difícil —entrecerró los ojos con
gesto especulativo—. A menos que… aún estés enamorada de él.
«Únete al resto de nosotros, los del siglo veinte», solía decir riendo.
Anne se volvió para ponerse el abrigo que Michael le había alcanzado, y en ese
instante vio a Ross. La luz de la vela realzaba los planos de sus cejas y echaba
sombras sobre los ojos oscuros. Estaba sonriendo ante un comentario de su
acompañante, la boca sensual levemente curvada.
Anne experimentó un viejo dolor nunca olvidado. Ross alzó la vista y la miró
largamente. No había sorpresa en su expresión. Debía haberla divisado al entrar al
restaurante.
Terminó de ponerse el abrigo y cuando se aprestaba a marcharse. Michael la
empujó levemente. Esbozó una sonrisa forzada y caminó dos pasos en dirección a la
mesa de Ross.
—Hola, Ross.
—Hola, Anne.
La visión de Ross, tan guapo y viril como había lucido en la oficina esa tarde,
perturbó aun más a Anne. Vestía un traje gris que le quedaba perfecto.
Por el tono de voz de su prometido, Anne supo que estaba diciendo algo
halagüeño y efusivo, pero las palabras parecían mezclarse como una música sin
forma, como un sonido sin sentido. Los ojos de Ross estaban sobre ella, siguiendo la
abertura de su abrigo hasta la cintura.
Una música se escuchó en ese momento y Anna reconoció la melodía. Era una
canción que había sido popular cuando ella tenía diecisiete años.
—Sí, claro.
Anne se preguntó si esa bella mujer sería la amante de Ross. Tenían un aire de
pertenencia mutua, dos personas exitosas que sabían adonde iban.
Ross la estaba mirando con un fulgor extraño en los ojos. Anne se movió
incómoda en el asiento cuando él alzó la mano para llamar al camarero.
—Queremos dos copas más, por favor —dijo con la cortante frialdad de
alguien acostumbrado a dar órdenes.
Las pestañas oscuras cayeron sobre los ojos de Ross mientras fijaba la vista en
su mano.
—Sé que el cristal se hace con potasa y arena, dos minerales opacos que se
vuelven transparentes con el calor. Sé que la claridad del cristal depende de la pureza
de los materiales utilizados. Y de la cantidad de plomo. Y también sé que es el
contenido de plomo lo que da al cristal de Runford un tono similar al de una
campanilla cuando se golpea con una uña, un tono que es característico del buen
cristal.
—Así trabaja el sistema de la libre competencia. Aquel que tiene el dinero para
comprar, compra.
—Pensé que tu padre te había aclarado que tú no eras parte del trato.
—Si aún está usted en la ciudad mañana a la noche, tal vez quiera asistir al
recital de la escuela. Tocarán algunos alumnos muy talentosos Una alumna de Anne
en particular, tiene condiciones para ser concertista de piano.
Ella miró a Michael sin poder creer que estuviese usando de la extorsión
emocional. Le recordaba a Dina, forzándola de esa forma a tener en cuenta la
conversación anterior. La música de fondo cambió, tornándose moderna y ruidosa.
—Necesito hablar contigo sobre ciertos… detalles. Mañana tengo una hora
libre entre las diez y las once. Si vienes por mi oficina…
—Sabes que no me gusta salir hasta tarde la noche anterior a un recital —se
volvió hacia Ross—. Arregle una hora. Yo la llevaré a su casa.
Ross sugirió las once y Michael asintió sin vacilar. Pocos después le propuso
que se marcharan.
—No hago más que apurar algo que tú ya has decidido —sus palabras eran
tan cortantes como el viento frío de la noche.
—No sé —contestó Michael—. Eres tan fría y controlada que no te creía capaz
de enojarte.
¿Dónde estaba su rayo de luz? ¿Dónde estaba la lámpara que la protegía de las
sombras de los recuerdos?
Él se apartó de inmediato.
—Te veré mañana entonces —masculló mientras se bajaba del auto. Caminó
con paso firme por el sendero. Luego, al notar que ella no se había movido, se volvió
y la saludó alzando una mano. Su cabello rubio centelleó bajo la luz del porche.
Sólo cuando entró a su casa, advirtió que había recorrido las calles casi
inconscientemente, y no conservaba ningún recuerdo de lo que había hecho.
Apartó las manos de la escultura y fue hasta el costado del sofá para encender
la lámpara de pie. Se sentó sobre los mullidos almohadones y esperó.
Él había llegado tarde aquel verano. Anne había estado con su madre durante
dos semanas, y ya no toleraba el aburrimiento. Estaba cansada de ir de pesca sola,
cansada de nadar sin tener que evitar los intentos de Ross para asustarla, cansada de
sentarse sin su compañía en las largas tardes. Había tratado de llenar las horas pero
su madre no la ayudaba demasiado. Distraída y molesta ante la presencia de la hija,
la mujer se veía casi aliviada cuando Anne tomaba un libro y se marchaba al muelle.
Esa tarde, el imponente crucero que pertenecía a Carson Leyton, se divisó en
el río. Anne dejó el libro a un costado y se detuvo en el borde del muelle, observando
con nerviosa anticipación. Ross había llegado.
Poco después, cuando Ross se acercó a ella y la invitó a caminar por la isla,
Anne se olvidó de Carson Leyton y aceptó complacida.
—¿Qué es eso?
Anne alzó la vista y contuvo el aliento. Los ojos grises de Ross tenían un brillo
misterioso.
Ella sonrió.
El brillo se hizo más intenso, hasta que Ross desvió la mirada y alzó los ojos
hacia el cielo, como si estuviese interesado en el vuelo circular de una gaviota.
Ross bajó el mentón y dejó que sus ojos, ahora despejados de aquella extraña
expresión, se posaran brevemente sobre ella.
—¿Cómo no voy a saber lo que piensas? —le preguntó con una débil sonrisa
—. Hemos sido amigos por mucho tiempo, ¿no?
—Sí, claro —asintió ella y se volvió para patear una rama que estaba enterrada
junto a sus pies. En ese momento creyó que con el regreso de Ross las cosas volverían
a la normalidad.
—Bueno, vamos —le dijo él en tono impaciente, y tal como había ocurrido
durante la semana, no la miró al hablar.
—Ve tú solo —le dijo Anne en un tono tan frío como la brisa de la mañana—.
Estoy segura de que disfrutarás de tu propia compañía más que de la mía.
—¿Cómo sabes lo que disfrutaré? —la pregunta fue formulada con palabras
llenas de indignación.
Ross soltó la rueda del malacate. El bote cayó al agua y luego golpeó contra el
muelle. Un ruido sordo retumbó sobre el río en la quietud del mañana. Él bajó los
brazos y dio un paso hacia adelante.
—Tú no sabes nada sobre mis gustos, pero tal vez ya sea tiempo de que
aprendas…
El cuero de su chaqueta la entibió. Anne dio una paso hacia atrás, alzó las
manos defensivamente, pero ya era demasiado tarde. Él le aferró los hombros y la
estrechó contra su cuerpo.
Un instante después se apoderó de los labios de Anne con una seguridad viril
que ella no había experimentado al besar a otros muchachos de su edad.
Anne apartó las manos de su pecho y las deslizo por debajo de la chaqueta, sin
pensar en nada que no fuese el apremiante deseo de tenerlo cerca, más cerca…
Ross se sobresaltó. Sus brazos cayeron al costado del cuerpo.
Ella meneó la cabeza, consciente de que una mañana junto a Ross sería una
larga tortura.
—Tienes razón, claro. Yo sabía que si alguna vez te tocaba, iba a perderte.
Se dio vuelta hacia el río. Su cabello oscuro fulguraba bajo los rayos del sol. Se
veía vulnerable y solo. Y ese fue precisamente el momento en que ella supo que lo
amaba.
Caminó hacia él con sigilo y le rodeó la cintura con los brazos, apretando el
cuerpo contra su espalda.
—Te lo estoy advirtiendo, Anne. No soy un niño al que puedes besar, acariciar
y después decirle que no.
—¿Quieres que te bese, te acaricie y después te diga que sí? —bromeó ella en
tono suave.
—Basta —su voz áspera tenía una nota de dolor—. No sabes lo que dices.
—Querido Ross —lo miró a los ojos y sonrió con expresión segura—. Quizás
no sea tan grande como tú, pero no soy una niña.
—Lo eres —replicó él—. Cualquier muchacha de doce años sabe más de sexo
que tú. Has pasado tu vida acariciando las teclas del piano.
Ross apretó los dientes y cerró los puños como si fuese a golpearla.
Durante los días siguientes, Ross se mantuvo alejado de ella. Por noches se
quedaba en el crucero y ni siquiera bajaba para disfrutar de la cena preparada por su
excelente chef en la cabaña.
—Anne, por Dios. ¿No puedes tocar algo suave? Chopin, Gottschali; cualquier
cosa. Estoy harta de Brahms.
—Vine para decirte que lamento lo del otro día y para darte esto —llevó una
mano hacia el escote del traje y sacó el pequeño paquete. Eran varios billetes
envueltos en plástico—. Es para ayudar a pagar el arreglo de tu chaqueta. Sé que no
podrás usarla nuevamente hasta que la hagas limpiar.
—Tú me acusaste de actuar como una niña y… —alzó una mano— tenías
razón. Ahora déjame hacer algo adulto. Es una pequeña contribución para el pago de
la limpieza.
—Tómalo, Ross, por favor. Así sabré que me has perdonado —después le
dejar los billetes sobre la palma de su mano, respiró hondo y dijo—: Bueno, será
mejor que me vaya.
—Anne..
—¿Sí?
—¿Quieres un café?
Ella sonrió.
—Si quieres entenderlo de esa forma, sí. Y tal vez me afeite para celebrar la
ocasión.
—Es alguien que viene a verme. Vuelve al estudio, Shari —se levantó del
sillón, tratando de mantener una actitud fría, despreocupada. Lo último que quería
era despertar la curiosidad de su hermana. Pero ya era demasiado tarde. Por la
expresión en el rostro de Shari, Anne supo que estaba muy intrigada.
—¿Quién viene a verte a esta hora de la noche? ¿Michael? —enarcó sus cejas
morenas con gesto inquisidor.
Al escuchar que el timbre sonaba una vez más, Anne se volvió y caminó hacia
la puerta, convencida de que Shari desaparecería de la sala.
—Adelante —le dijo con una voz carente de naturalidad. Se dio vuelta y lo
acompañó hasta la sala. Sus piernas se movían sin ninguna conexión con los procesos
de su mente. Con incredulidad y desagrado, vio que Shari no se había movido desde
su lugar en medio de la escalera.
Shari observó al visitante, esbozó una sonrisa radiante y bajó los cinco
escalones que la separaban del piso de la sala.
—Hola.
Anne se puso tensa ante la típica espontaneidad de Shari, pero Ross se limitó a
sonreír brevemente. La indignación de Anne aumentó. ¿Por qué no la había enviado
a su dormitorio cuando el timbre sonó por primera vez? ¿Por qué había corrido el
riesgo de exponer a su hermana menor a los encantos de Ross Leyton?
—Y tú eres Shari —su voz tersa no tenía el tono condescendiente que los
adultos suelen emplear cuando conocen a un adolescente.
Shari sonrió.
Ross hizo una pausa, como si tuviese que considerar una respuesta cautelosa.
Miró brevemente a Anne y luego dijo:
—Bastante bien.
—Me alegro —dijo Shari sin advertir el tono vacilante de su voz—. ¿La ves a
menudo?
—Me encontré con tu hermana mientras cenaba con mi asistente —su sonrisa
amable aumentó la ira de Anne—. Si hubiese sabido que estaba sola aquí, te habría
invitado a acompañarnos.
—Bueno, ¿lo vas a invitar a sentarse y nos vamos a quedar al pie de la escalera
toda la noche?
Anne tuvo que esforzarse para no decirle que se cerrase la bata. Si Ross
comentaba algo sobre los deseos de su madre, tendría una poderosa aliada. Podía
adivinar que ese pensamiento surgía en la mente de él.
¿Por qué conservaba la habilidad para discernir lo que Ross pensaba después
de tantos años? Aún podía leer el significado de sus cejas enarcadas y de los labios
apretados como si fuesen los símbolos de una mapa. ¿Por qué no había olvidado la
forma en que sus pensamientos siempre parecían marchar paralelos como los carriles
de una carretera?
—Me quedaré unos días en Runford, Shari. ¿Te gustaría cenar conmigo alguna
noche?
Su tono era firme. Dejó que el silencio creciese y apoyó la espalda contra el
sillón. Le estaba diciendo sutilmente que la creía una muchacha razonable que haría
lo que él deseaba.
Shari estudió su rostro y comprendió que no tenía otra alternativa que ceder
dócilmente. Se puso de pie y dijo:
Una vez que Shari desapareció de su vista, Anne se sintió invadida por una
mezcla de alivio y temor. Era bueno saber que Shari estaba lejos de Ross por el
momento, pero no quería encontrarse a solas con él.
Las sombras que caían sobre el rostro de Ross le impidieron leer su expresión
fría esta vez.
Anne suspiró.
—Sí.
Ross no cambió su posición relajada. Se cruzó de piernas y habló con esa voz
profunda que ella nunca había olvidado por completo.
Ella se sobresaltó.
—¿Te resulta tan difícil creer que la escuela significa mucho para mi?
Ross se puso de pie y caminó hacia ella lentamente. Había algo amenazador en
su andar felino.
Anne echó el cuerpo hacia atrás, pero él extendió los brazos y la levantó del
sillón.
Los dedos fríos la sostuvieron con firmeza impidiéndole escurrirse de esa
posición.
—Creo que te idealicé en estos años —sus ojos fulguraron sobre el rostro de
Anne—. Nunca hubiese creído que la muchacha tierna y adorable que conocí era
capaz de pensar algo así.
—Sabía que no ibas a pensar bien de mí, pero no hagas lo mismo con Leora…
—Anne…
Estaba desesperada por terminar con ese horrible asunto, desesperada por
escapar de la presencia inquietante de Ross y de esos dedos firmes que le apretaban
el brazo.
—Sí, acepto tus términos —el rostro tenía una expresión inescrutable.
Tenía plena conciencia de la dureza de sus palabras, pero era la única forma.
Tenía que anular sus sentimientos si quería terminar con ese asunto.
—No —insistió ella, aborreciendo la frialdad de su voz—. Quiero que todo sea
hecho formalmente —mantuvo una mirada desafiante—. De esa forma no habrá…
malentendidos.
La ira de Ross parecía flotar en el aire, y su existencia era tan concreta que
Anne temió que perdiera el control y la atacara.
—Lo tendrás —extendió el brazo por detrás de ella para recoger su abrigo,
esbozando una sonrisa sarcástica al advertir que echaba el cuerpo hacia un costado
—. Buenas noches. Te veré en el recital mañana por la noche. No te molestes en
acompañarme. Conozco el camino.
«¿Crees que eso te salvará? Estuviste menos de una semana con él en las
islas…»
Ella sonrió.
Un rato después irguió la cabeza y observó que Ross estaba sumido en sus
pensamientos. Vestía pantalones claros y una camisa blanca que dejaba expuesto el
pecho bronceado y el vello moreno. El panel de caoba a sus espaldas lo hacía
aparecer más primitivo y masculino que nunca.
—No.
—¿Por qué no? —las palabras sonaron con una nota de naturalidad, pero los
ojos de Ross se negaban a mirarla.
Anne bajó la cabeza al sentir que las lágrimas afloraban en sus ojos.
—¿Por mí?
—¿Es verdad?
—Oh entiendo muy bien. Entiendo que el hecho de que aceptaras mi disculpa
y me invitaras a beber café no significa que algo haya cambiado, el mensaje sigue
siendo el mismo. ¡Me quieres fuera de tu vida! —apartó la mano para enjugar el
llanto—. Bueno, deja de preocuparte. Nunca volveré a molestarte. ¡Nunca!
—Ross —le dijo con una voz suplicante que siempre iba a recordar—. Quiero
que me hagas el amor, Ross. Quiero ser tuya. Ya lo soy, de todas formas. Siempre lo
he sido.
—No.
Con una audacia que ella misma desconocía se inclinó hacia adelante y le rozó
el cuello con la lengua. Ross parecía estar paralizado por esa exploración sensual, que
ahora se extendía a la mejilla y al borde de los labios.
—Si eso te hace sentir mejor, puedes darme un sermón sobre lo joven que soy
para ti, y cómo debo concentrarme en mi promisoria carrera… —cada frase era
subrayada con un beso en los labios—. Y que realmente no se lo que hago… —su
lengua se posó sobre la boca de Ross.
—Hay algo más que podrías agregar a la lista —murmuró él apartándola con
firmeza—. Me gustaría recordarte que una verdadera mujer deja que el hombre
piense que es su idea —su voz se tornó agresiva—. ¡Ahora olvida tus trucos
seductores y vete de aquí!
Sus pulmones parecían estallar pero ella ignoraba esa dolorosa sensación. Se
abandonó por completo a ese extraño estado de aturdimiento, el tiempo pareció
detenerse para flotar con ella… hasta que encontrase un sitio en el río donde
esconderse para siempre… Unas manos duras le aferraron el brazo y la arrastraron
hacia afuera con una fuerza irresistible.
Cuando su cabeza emergió del agua, Anne sintió una mano sobre espalda.
Ella obedeció sólo porque pareció menos doloroso que sufrir otro golpe de su
mano. Los dedos de Ross eran prensas de hierro sobre sus hombros.
—Tienes suerte de que no te mate. Pon tus pies aquí —se arrodilló junto a ella
y terminó de tenderla sobre el barco.
Al advertir que Ross se movía junto a ella, Anne trató de levantarse. La voz de
él estalló en sus oídos.
—Es verdad —replicó con voz áspera—. Soy tan tonta que me enamoré de ti.
Anne permaneció inmóvil como si fuese una criatura y dejó que Ross la
manejase, azorada ante el cambio brusco de su actitud. Ni siquiera se había
molestado en secarse con la toalla. La camisa húmeda se ceñía sobre su pecho y su
espalda. Los pantalones también estaban empapados.
Cuando Anne demostró que se había recuperado, Ross se arrodilló junto a ella
y apoyó la cabeza morena sobre su muslo.
—Nunca más vuelvas a hacerme eso —le dijo como si hablase desde muy
lejos.
Anne perdió la conciencia del tiempo que permanecieron allí, tocándose sin
decir nada. Finalmente, Ross se puso de pie.
—Ven conmigo —le dijo con voz suave—. Te conseguiré algo para que te
vistas y te llevaré a tu casa en el bote.
Anne llevó las manos hacia las tiras de su traje de baño. Lo bajó hasta las
caderas y se lo quitó.
—Ross.
Él se volvió.
Él permaneció inmóvil. Sus ojos descendían desde los hombros hasta los
tobillos y parecían beber la esencia de Anne.
Ella alcanzaba a percibir la lucha que libraba para contenerse. Dio un paso
hacia adelante y le desabrochó la camisa. Un quejido ahogado escapó de la garganta
de Ross cuando arrojó las ropas al piso y la tomó en sus brazos.
Dejó que sus manos recorrieran la piel húmeda del cuerpo de Ross. La textura
de los músculos vigorosos de la espalda suscitaban un placer delicioso.
—Oh, Ross…
La suave firmeza con que Ross la acariciaba era la prueba más clara para Anne
de que él encarnaba al amante que siempre había soñado. Se olvidó de todo, salvo de
que existía para pertenecer a Ross eternamente.
Aun después de haber descendido desde la cima del placer, Ross permaneció
junto a ella prolongado el éxtasis con besos suaves.
—Pero hace mucho que nos conocemos. Mi madre piensa que eres
maravilloso. ¿Por qué sería eso un problema?
—No quiero ver el mundo —alzó la mano para acariciarle los rizos de la nuca
—. Sólo quiero estar contigo.
—No haces más que repetir el mismo estribillo —le dijo ella secamente
mientras él continuaba excitándola con sus manos—. Al menos parezco tener la edad
suficiente para… ciertos aspectos del matrimonio.
—¿Entonces?
—Déjame pensarlo.
—Debo hacerlo —insistió Ross en tono helado—. Necesito tiempo para pensar
en esto lejos de tí. Si aún sientes lo mismo dentro de un año…
—¡No! Seis semanas —exclamó ella con firmeza—. Cuando cumpla dieciocho
años.
—Debí estar loco cuando te permití considerarlo —el viento agitó su cabello
moreno cuando se apartó de ella—. Anne, quiero que estés segura. Una vez que nos
casemos, nunca dejaré que te vayas.
Se fue a la cama pensando que se trataba de un error. Tenía que serlo. Ross no
había recibido su mensaje.
Pero al cabo de cinco días de intentos infructuosos por dar con él, la verdad
apareció ante sus ojos.
Había planeado todo con verdadera astucia, dejándole una pequeña esperanza
que su secretaria se encargaría luego de destruir. Su madre partió la semana
siguiente.
Capítulo 5
A la noche siguiente, sentada con su padre en un pequeño bar atestado de
gente ruidosa y con aroma a pescado frito, Anne supo que era eso lo que necesitaba
para desterrar las imágenes de Ross de su mente, los sonidos y olores del mundo
real.
Corrió hacia un costado el envase de cartón de las patatas fritas y se limpió los
dedos con la servilleta.
—Fue un placer… como siempre —cerró los ojos y bebió un sorbo de vino.
Algunos mechones grises centelleaban en su cabello dorado.
—No parece que hayas dormido bien. Tienes círculos oscuros bajo los ojos.
Anne sonrió.
—Es imposible que los veas desde ese lugar. Debe ser tu imaginación.
—No. Yo… me doy cuenta de que tenías que hacerlo, y tal vez sea lo mejor
para todos. Lo acepto. Sucede que tengo muchas cosas en la cabeza, el recital y
todo…
—Ah, sí, el recital —su voz evidenciaba que no creía en lo que ella había dicho
—. Lo espero con mucha ansiedad.
—Así que es el recital lo que pone ese gesto serio en tu cara, no el hecho de
que hayas aceptado ver a tu madre —echó el cuerpo hacia atrás, consciente del poder
explosivo de sus palabras. Las mejillas de Anne se ruborizaron.
Él asintió.
—Esta mañana, cuando recorríamos la planta —al ver que Anne fruncía el
ceño, agregó—: No le eches la culpa a Ross. Yo le pregunté si tú habías aceptado.
Anne comprendió por primera vez que su padre, por alguna razón misteriosa,
deseaba que ella hiciese el viaje. Estaba más allá de su entendimiento.
—Papá, ¿tú sabes que mis sentimientos hacia ti nunca cambiarán, verdad?
Él enarcó las cejas. Un color rojizo apareció en sus mejillas, probablemente por
el vino que había bebido.
—Debo admitir que me dolió mucho cuando descubrí que Leora había estado
viendo a otro hombre. Pero tú ya eres grande y puedes entender y perdonar.
—Fue su elección.
—No enteramente…
—¿Qué quieres decir? Ella me dijo que no había lugar para nosotros en su
vida.
—Anne…
—No —dijo ella en tono enérgico—. No acepto que tú la defiendas. Iré a verla,
pero eso es todo. Nunca será una parte de mi vida.
—No importa. Todo ocurrió hace mucho tiempo y no podemos hacer nada
para cambiarlo.
—Anne, quiero que sepas que me… alegra que no te lamentes de nada.
Prométeme que serás comprensiva con tu madre —alzó una mano con gesto
suplicante—. Por favor, Anne. Hará más fáciles las cosas. Siempre lamenté el hecho
de que estuvieses separada de tu madre en el momento de tu vida en el que ella se
marchó. No imaginé que te afectaría tanto.
Una expresión sombría cubrió los ojos de su padre. Levantó el vaso y dijo:
—Bueno, como tú dices, son cosas del pasado. Bebamos por el futuro.
Su vida, el futuro por el cual había brindado estaba allí. Las hileras de sillas
frente al piano de cola permanecían vacías y expectantes. La torta decorada con un
atril y el nombre de la escuela estaba dispuesta junto a la ponchera para que todo el
mundo la admirase antes de ser cortada. Un ramillete de claveles rojos agregaba
color a la mesa. Al terminar el recital, ella regalaría una flor a cada uno de los
participantes. Habría seis pianistas, cuatro violinistas y dos niños que estudiaban con
Michael, los cuales tocarían violoncelo.
Michael golpeó el estuche con los dedos mientras esperaba que Jane se quitase
el abrigo. Parecía molesto por algo, quizás porque había llegado tarde.
—Tu atril está en mi oficina —le dijo a Michael—. Robert y Tricia te esperan
para afinar.
—Vamos, Jane.
Un rato después, Anne estaba junto al piano, diciendo las mismas palabras
que había dicho tantas veces. Era un discurso de bienvenida que siempre tenía un
toque de humor para relajar a los asistentes. Pero a pesar de que lo sabía tan bien
como su nombre, no pudo evitar una breve vacilación cuando vio que Karen guiaba
a Ross y a su padre hacia los asientos. Todos los rostros del salón se volvieron hacia
ella. Con gran esfuerzo prosiguió hablando.
—Escucharán distintos niveles de habilidad esta noche —su voz sonaba muy
grave y las rodillas le temblaban—. Por favor comprendan que para nuestros
estudiantes la primera presentación requiere el mismo control y precisión que
emplea el concertista. La música que escucharán, desde el minué simple de Bach
hasta la pieza más complicada, representa horas de práctica y dedicación. La escuela
se siente orgullosa de sus alumnos. Sabemos que ustedes comparten ese orgullo.
Gracias por estar aquí esta noche.
Tenía que olvidar que Ross había invadido el pequeño refugio que ella había
construido para ocultarse de los dolorosos recuerdos. Tenía que olvidar que él estaba
sentado en la última fila, con su cabello moreno fulgurando bajo la luz de la araña y
la boca curvada con una leve sonrisa que conocía muy bien.
Trató de dirigir su atención al piano. Una de las alumnas, una niña que nunca
había tocado en público, se enredó en una parte complicada y logró recuperarse y
terminar satisfactoriamente. Anne estaba complacida. Había tratado de enseñarle la
importancia de superar un error y continuar. Era evidente que la niña lo había
recordado.
Dina fue la última ejecutante antes del cuarteto. Se tomó su tiempo para
ubicarse en el taburete y controlar la posición de los dedos sobre el teclado. Se
escuchó un suspiro nervioso de otro alumno, pero cuando Dina comenzó a tocar, se
produjo un silencio total. La música brotaba con energía y control, imbuida de orna
profundidad que parecía imposible de ser alcanzada por una muchacha. Sin
embargo, Anne sabía que había ejecutado con la misma habilidad cuando tenía esa
edad…
Aún estaba pensando en Dina cuando el cuarteto caminó hacia el frente del
salón llevando los instrumentos y los atriles. Después de sentarse y controlar la
afinación, comenzaron a tocar.
«Qué estúpida he sido», reflexionó Anne con una claridad que acababa de
encontrar. «Ella lo ama… y él trata de negar sus sentimientos porque estoy yo…»
Dejó que su mente absorbiera la verdad de ese hecho. Debía saberlo desde
mucho antes pero se había negado a reconocerlo hasta esa noche, cuando la música
despertó su inconsciente.
—Anne —su padre apareció ante ella con una sonrisa radiante—. Dina toca
como los ángeles. Me sentí extasiado. Debes de estar muy orgullosa.
—Lo estoy. Gracias, papá —le tomó la mano con firmeza, tratando del ignorar
el hecho de que Ross estaba a un costado, con una sonrisa alegre en los labios.
—Me recuerda a ti cuando tenías esa edad, ¿sabes? —dijo Owen Runford.
Anne advirtió una súbita expresión sombría en los ojos de Ross. Trató de
concentrarse para decir las palabras que Michael quería escuchar.
—La ejecución del grupo fue excelente. Papá tiene razón en eso. Ahora son
una unidad y no cuatro personas ejecutando juntas.
—Mal chiste.
—No fue un chiste —replicó Anne. Giró la cabeza hacia el vestíbulo buscando
a Dina, pero sus ojos divisaron el rostro de Ross. Se volvió rápidamente y caminó
hacia el otro extremo de la sala.
Al ver que ella se acercaba, el círculo de familiares que rodeaba a Dina se abrió
para darle lugar. Abrazó a la muchacha y le dijo que estaba muy orgullosa con su
actuación. De pronto alzó la cabeza sobre el hombro de Dina y advirtió que Ross
estaba cerca. Se despidió de su alumna y escapó hacia la mesa de los refrescos.
¡Cómo me gustaría!
—Es el nuevo dueño de Cristales Runford —respondió Anne con voz cortante.
Karen alcanzó un plato a unos de los niños que había tocado el violoncelo.
—¿Quieres algo?
—Me quedaré aquí. Usted puede irse —sus ojos morenos brillaban con una
curiosidad que Anne no estaba dispuesta a satisfacer.
Detrás de la mesa estaba segura. Ahora tenía que salir de allí, dejar que él la
tomara del brazo y fingir que ese contacto no significaba nada.
—¿Qué quieres?
—Tu padre me dijo que te gustaría hacer unos trabajos en las salas de arriba.
¿Te importa si echo un vistazo?
Quería decirle que sí, que le importaba mucho, pero la mirada de Ross la
convenció de lo contrario.
Le mostró las amplias habitaciones que no tenían nada interesante salvo los
altos techos, los suelos de madera y las ventanas amplias que daban a la calle. El
único mueble en el estudio de Michael era un viejo escritorio de roble. Sobre una de
las paredes, un cuadro mostraba a un niño tocando el violoncelo.
—No. El segundo piso tiene que ser reforzado con vigas antes de que el piso
pueda soportar el peso de un piano. Un arquitecto nos dio una estimación del costo,
pero…
Ross sonrió.
—¿Demasiado moderno para ti?
—No, claro que no. Eso no importaría para ensayar —quería librarse de la
presencia de Ross. Su instantánea y creativa solución a un problema que ellos habían
considerado insalvable, la perturbaba. Había olvidado cuan rápida y aguda era su
mente.
—¿Tú tienes un estudio? —Ross salió de la sala, pero en lugar de girar hacia la
escalera del frente caminó hacia la otra, ubicada al final del pasillo.
—Todo lo que tenga que ver contigo me interesa —replicó él con voz suave, y
mientras Anne reflexionaba sobre el significado de esas palabras, empujó la puerta y
la cerró.
Estaba atrapada con él en una sala a prueba de ruidos. Ross vaciló un instante,
como si algo en el rostro de Anne le hiciese una advertencia. Luego pareció medir los
riesgos y decidir un plan de acción. Le tomó los brazos y la estrechó contra su
cuerpo.
—¿Por qué? ¿Por qué te escondes en esta celda si hace diez años estabas
encaminando tu carrera de concertista?
—Es verdad —replicó Ross en tono enérgico—. Habías estudiado varios años
con un maestro y él te había sugerido que pidieras una entrevista en Carnegie Hall.
—Lo que hice o dejé de hacer con mi vida es asunto mío, no tuyo —dijo con
voz helada—. Suéltame.
Ross pareció meditar sobre sus palabras unos segundos. Luego un brillo
intenso le encendió los ojos y acercó la boca a los labios de Anne sin llegar a besarla.
El roce de sus labios era más excitante, más sensual que un beso. Anne se
movió lentamente y sintió el roce de su lengua.
—Ross…
Su desafío quebró el hechizo sensual que envolvía a Anne. Apoyó las manos
contra su pecho y lo empujó.
—Aléjate de mí.
Cuando ella dejó de empujar, Ross dio un paso hacia atrás, demostrándole que
era él quien decidía separarse.
—Mi querida Anne, estás hiriendo mi corazón creativo. Claro que no volveré a
besarte de esa forma. Pensaré en algo diferente para la próxima vez.
—Oh, me olvidaba. Después de que firmemos ese contrato haré que te envíen
un piano eléctrico —inclinó la cabeza con gesto burlón y salió de la habitación.
Su talismán protector estalló en mil pedazos. Ross había regresado. Era tan
vulnerable como cuando tenía diecisiete años.
***
La quietud del lugar contribuyó a calmarla. Abrió la puerta y corrió hacia el
pasillo. El salón de conciertos estaba vacío y a oscuras. Karen había apagado las luces
creyendo que ella no estaba.
Como impulsada por una fuerza invisible, fue hasta el piano y se sentó sobre
el taburete. Los acordes oscuros de la Rapsodia de Brahms quebraron el silencio.
Estaba tocando con una claridad y una fuerza que no había alcanzado desde que era
una muchacha.
—Anne…
—Eso fue magnífico —Ross se movió hacia la entrada. Su silueta viril era sólo
una sombra.
Después de revisar varios armarios encontró una lata que parecía adecuada.
Después de abrir la puerta de su oficina, comprobó con alivio que la luz del sol
iluminaba los fragmentos haciendo más fácil su tarea. Se arrodilló y comenzó a
recogerlos con extremo cuidado.
Los rayos de sol le daban una tonalidad dorada a su cabello caído sobre el
rostro. Anne lo echó hacia atrás con impaciencia y continuó trabajando.
—Bueno, algo debió ocurrir. Hay pedazos de cristal en las alfombras de las
paredes —tomó un pequeño fragmento y siguiendo el ejemplo de Anne lo dejó caer
en la lata—. ¿Qué era esto que estamos recogiendo?
Anne posó sus ojos verdes helados sobre la muchacha. Era obvio que la
relación entre Michael y Jane había ido más allá de unas miradas insinuantes si
Karen lo sabía. ¿Cuántos otros sabrían que su compromiso era una farsa?
—¿Descubrí qué?
Karen no pudo sostenerle la mirada. Sus ojos se apartaron del rostro de Anne
con el pretexto de examinar la alfombra.
—Pensé que tal vez había descubierto que tenían que… cerrar la escuela —
alcanzó a responder con voz vacilante en un esfuerzo por proteger los sentimientos
de Anne—. Es algo que todo el mundo se pregunta.
—Bueno, no tendrás que hacerlo. Tienes un trabajo aquí todo el tiempo que
quieras.
Un temblor la estremeció.
Ese era otro problema que debía resolver antes de dejar Runford para visitar a
su madre.
—Oh, diablos. Me olvidé de la razón que me trajo aquí. Su alumno está aquí
pero él no llegó. Tal vez usted quiera llamarlo.
—Michael nunca se duerme —dijo Anne y se dirigió a la cocina con el
recipiente, escondiendo una sonrisa ante la mirada atónita de Karen—. Supongo que
habrá tenido problemas con el auto nuevamente —alzó la voz para que la muchacha
pudiese escucharla—. Iré a buscarlo. Seguramente vendrá caminando.
—Es probable —dijo Karen y entró en la cocina—. Todo lo que sé es que si sus
alumnos siguen llegando a las diez en punto y él no está, dejarán de venir a horario o
no vendrán más.
La nieve crujía bajo los neumáticos mientras Anne guiaba el auto a través de la
calle Farragaut. No había ninguna señal de Michael. Descartó la posibilidad de que
hubiese ido por otra calle. Sabiendo que estaba atrasado, habría tomado el camino
más directo.
Finalmente estacionó frente a la casa que había sido dividida para contener el
apartamento del primer piso de Michael.
Detuvo la marcha del motor. Consideró que lo más prudente sería regresar a
la escuela y llamarlo por teléfono. Pero la necesidad de saber la verdad sobre sí
misma y también sobre Michael, la impulsó a bajar del auto.
Lo único que quedaba por hacer era apretar el pequeño timbre blanco con el
nombre de Adams.
La puerta se abrió y Michael apareció ante ella con expresión azorada, su bata
ligeramente corrida en un hombro, como si se la hubiese echado encima muy
rápidamente. En ese instante, viéndolo indefenso y vulnerable, Anne experimentó un
sentimiento de compasión que fue sucedido casi de inmediato por un frío
pensamiento. Había querido a Michael tanto como a Dina. Habían compartido el
amor por la música, y algunas pocas cosas más.
—Anne…
—Hola, Michael —quería que todo fuese fácil para ambos. El recuerdo de su
reacción ante el beso de Ross la impulsó a decir—: Yo… necesitaba hablarte. ¿Puedo
entrar? Hace frío aquí afuera y tú sólo tienes puesta la bata.
—Su auto está afuera —la voz de Anne era suave, casi gentil, como si le
hablase a un niño.
—Oh, era eso —él sonrió—. Pasó por aquí después del recital y estábamos tan
entusiasmados que la invité a escuchar música. Luego tomamos café y cuando fue a
poner el auto en marcha, encontró que no andaba. Así que lo dejó allí y…
—Tú sabías que yo estaba aquí —murmuró Jane con voz trémula.
—Oh, Dios, Anne, escúchame. Esto ocurrió anoche por primera vez y no hubo
forma de evitarlo… o de contarte…
—Claro, pero…
—Espero que signifique mucho para los dos —dijo antes de partir
abruptamente.
***
—¿A qué hora dijiste que venía? —preguntó Shari por décima vez—. Oh, mi
cabello está horrible.
La muchacha llevaba un vestido de seda azul holgado sobre los senos y sujeto
con un cinturón de plata en la cintura.
Anne esbozó una alegre sonrisa y entró al dormitorio. Shari prosiguió con su
letanía.
—¿Cómo esperas que Ross se fije en mí cuando tú aparezcas con ese aspecto
de Greta Garbo?
—Sé que era misteriosa y sensual, y que todo el mundo quería estar con ella a
solas. Así eres tú. Hay un aire de misterio a tu alrededor, como si tuvieses un secreto
que nunca vas a confiar. Te ves tan… misteriosa. ¿Cómo puedo competir con eso?
—¿Por qué no puedo tener un cabello rubio como el tuyo en vez de estos
malditos rizos?
—Muchas muchachas pueden tenerlos y gratis. Me los corto y se los doy —se
cepilló el cabello hacia un costado y luego lo dejó caer—. No puedo hacer nada
diferente con él. Siempre está igual —dirigió una mirada a Anne—. Quizás cuando
vea a mamá le pregunte qué hace ella con el suyo.
—No, no me lo puse.
—Y no me dijiste una sola palabra —su voz tenía una excitación apenas
controlada—. ¿Ves que es cierto que siempre pareces guardar un secreto?
—¿Ves? —su voz tenía un tono triunfal—. Te dije que no era para ti.
Ross se había mostrado formalmente amable al llegar, pero sus ojos grises
tenían una expresión distante.
Anne descendió del auto antes de que Ross se acercase para ayudarla, pero
Shari sonrió y le extendió una mano complacida.
¿Dónde había aprendido esos trucos femeninos? A su edad, Anne había sido
una muchacha que no sabía nada sobre los hombres.
Pero había aprendido. Y el hombre que caminaba junto a ella con la soltura de
un atleta había sido su maestro. ¡Cómo lo odiaba por aquella traición!
Sólo cuando empezó a caminar hacia el salón comedor tomó conciencia de que
el diseño del vestido la obligaba a moverse sensualmente.
Las mujeres por su parte, parecían deslumbradas con la imagen de Ross. Anne
podía entender el efecto que producía él mientras caminaba con su traje impecable y
la camisa blanca que acentuaba su devastadora virilidad.
Se sentaron cerca del lugar donde había estado con Michael unas noches antes.
¿Había sido tan reciente? Parecía una eternidad. Y tal vez lo era…
Había vivido toda una vida desde que tocara la Rapsodia en el salón en
penumbras.
—Sí, ¿verdad? —dijo Ross y sus ojos recorrieron la blancura perfecta de los
hombros de Anne hasta posarse en las formas plenas ocultas bajo la tela roja.
—¿Ya decidiste lo que quieres? —su voz profunda parecía preguntar algo más
íntimo que la elección de la comida.
—Eso suena bien —aprobó Ross en un tono mucho más sereno que el que
había empleado con Anne.
Él rió divertido.
—Probar un poco puede ser tan peligroso como beber una botella entera.
Mejor espera, pequeña.
—Sí.
—A las dos está bien —enarcó las cejas con gesto de fingida seriedad.
Los ojos de Ross brillaron expresando las palabras que él callaba. «¿Quieres
que ella lo sepa?»
Anne meneó la cabeza brevemente. Ross se volvió hacia Shari con tierna
sonrisa.
—Un asunto que tu hermana y yo tenemos que resolver y que no tiene nada
que ver contigo —subrayó su respuesta con una caricia sobre la mejilla de la
muchacha.
Anne tuvo que contenerse para no alzar su sandalia plateada y hundirla sobre
los zapatos brillosos de Ross. El deslumbramiento que Shari experimentaba era
peligroso.
¿Había algo que ella pudiese hacer para ponerle fin? Lo dudaba. ¿Pero
realmente era necesario? Esas manos firmes habrían conocido el placer de mujeres
experimentadas en el arte del amor. Nunca pensaría en divertirse con una muchacha.
«Lo hizo una vez», murmuró una voz interior y su mano apretada bajo la
mesa se transformó en una garra que lastimaba su propia piel.
Luego, antes de que Anne pudiese sondear los pensamientos ocultos en esas
profundidades grises, Ross bajó las pestañas impidiéndole la visión.
¿Qué era lo que esperaba ver? Seguramente nada más que curiosidad, porque
Ross había demostrado que no se preocupaba por ella.
¿Cómo hacía él para saber tanto sobre la historia del colegio secundario,
química y basquetbol? Incluso consideró con Shari su negativa a participar en la obra
que el club de teatro preparaba para marzo.
—Está bien —dijo Ross—. Hubieses perdido los ensayos mientras duraba el
viaje.
Anne bebió demasiado y comió muy poco. De pronto escuchó su propia risa.
Estaba azorada. ¿Qué motivo tenía para reírse?
La posada ofrecía música en vivo los sábados a la noche. Cuando los platos
fueron retirados, los músicos empezaron a tocar. Era una suave melodía que permitía
continuar la conversación. El espacio entre el comedor y el bar había sido despejado
para el baile.
—¿Quieres bailar?
Ella los observó alejarse hacia el salón de baile. La mano de Ross sobre la
cintura de Shari tenía algo viril y posesivo. La muchacha alzaba el rostro hacia el
suyo, y él la sostenía como si fuese un frágil tesoro que le habían confiado.
Alzó la vista y advirtió que regresaban del salón de baile. Shari se veía
dichosa, radiante.
—Hace años que no veo crema verdadera. Me había olvidado que estamos en
un condado rural.
—No me lo recuerdes.
—No es mi intención. Simplemente digo que hay poca gente que sepa dónde
están y ellos quieren que siga siendo así.
Anne se sonrojó.
Él la miró fijamente.
—No —dijo con voz controlada—. No creo que lo sea. Mi padre y Leora
esperan la visita con ansiedad.
Las palabras eran frías pero los ojos grises parecían destellar una advertencia.
Era como si le dijesen:
Si sólo hubiese sido una mera relación casual, habría podido entender la fría
actitud de Ross. Pero hacía muchos años que lo conocía. Una y otra vez se había
preguntado por qué. ¿Por qué le había hecho el amor y hablado de matrimonio
sabiendo que nunca iba a casarse con ella?
Una fuerza invisible alzó sus ojos hacia el rostro de Ross. Bajo la luz de la
araña, esos ojos que habían irradiado ira unos segundos antes, fulguraban ahora con
una tonalidad oscura que ocultaba emociones inescrutables para Anne. El dolor
podía ser una, el arrepentimiento otra. No podía desviar la mirada. Estaba viendo su
alma por primera vez y tenía la certeza de que no estaba leyendo erróneamente su
agonía. Todo el rostro se mostraba atormentado. Los labios apretados parecían
contener las palabras que pugnaban por escapar de su boca.
—Baila conmigo.
Anne dejó que Ross apoyara una mano sobre su espalda, esperó que él
aumentase la presión. Pero eso no ocurrió. La sostuvo suavemente, como si fuesen
estudiantes en un baile de colegio.
—¿En qué sentido? —el tono de su voz evidenciaba que sabía muy bien lo que
ella quería decir.
—Nada. No importa.
—Sí, todo anda mal. El hecho de que esté en tus brazos está mal.
Ross la apretó contra su cuerpo. La tela suave del traje le rozó los hombros.
Una fragancia masculina, mezcla de jabón y colonia, embriagó sus sentidos.
—Hmmm… Están tocando música disco. ¿Quieres bailar conmigo, Ross? —la
voz de Shari parecía venir de otro planeta.
—¿Qué te hace pensar que un viejo como yo sepa bailar música disco? —
contestó Ross divertido.
Él se levantó sonriendo.
Anne no pudo evitar que sus ojos se fijaran en la pareja de cabello moreno que
se movían graciosamente en el salón de baile. El vestido azul de Shari se envolvía en
sus piernas sensuales mientras giraba y se mecía al compás de la música.
La música terminó.
—Por favor, Ross… Una canción más —Shari lo seguía hasta la mesa
aferrándole el brazo.
—Ya es hora de que se vaya a la cama, señorita. Dejó un billete sobre la cuenta
y volviéndose hacia Anne le dijo—: Las llevaré a su casa ahora.
Se sintió aliviada cundo él la ayudó con el abrigo, aun cuando los dedos tibios
le rozaron los hombros desnudos quemándola con su roce.
El extraño silencio se prolongó hasta que llegaron a la casa y bajaron del auto.
—Te quedas a tomar algo, ¿verdad, Ross? ¿Café o un trago? —le pidió la
muchacha.
Ross irguió el cuerpo y sus ojos buscaron los de Anne. Estaba esperando que
ella extendiera la invitación de Shari.
—Sí, ¿vas a entrar?
—Oh, papá ya debe estar en la cama —afirmó Shari—. De todas formas, está
acostumbrado a que venga gente por la noche, o que mis amigos llamen por teléfono
a cualquier hora. Siempre dice que ésta es también nuestra casa —tomó el abrigo de
Ross y avanzó hacia la sala—. ¿Qué prefieres whisky, vino, café…
—Café.
Shari se marchó y Anne quedó a solas con Ross, quien permanecía frente al
sillón, contemplándola como si fuese un pequeño pájaro a punto de escapar.
—Siéntate, por favor —lo que debió ser una orden resultó una nerviosa
invitación—. Shari regresará enseguida.
Él no se movió.
—Es evidente que no has vivido con una adolescente. Es para Shari. Ella
atenderá en la cocina.
Anne comprobó aliviada que Ross no se ubicaba en el sofá, sino que caminaba
alrededor de la mesa hacia el lugar donde estaba el discóbolo.
—El tema es parte de su encanto. Uno piensa que el cuerpo de una mujer es
más apropiado que el del hombre para el cristal.
—¿Por qué dices eso? Seguramente hay más belleza en la fuerza y gracia de un
hombre que en las curvas de una mujer.
—La belleza está en el ojo del que mira —señaló Ross con voz profunda.
Los labios de Anne se abrieron para dejar paso a su lengua posesiva. Las
manos se movían debajo de la chaqueta buscando los duros músculos cubiertos por
la tela delgada. Un salvaje deseo la impulsaba a sacarle la camisa del pantalón para
poder gozar de su piel viril como lo había hecho una vez…
—¿Por qué no? —dijo él deslizando sus labios sobre el cuello de Anne—. Los
dos lo deseamos.
Apoyó las manos contra el pecho de Ross y lo empujó. Él dejó que ampliara el
espacio que los separaba, pero no permitió que se fuese. Los brazos formaban un
círculo de hierro en la espalda de Anne.
—Pero como se suele decir, ha corrido mucha agua debajo del puente desde
entonces, ¿no?
Anne se sobresaltó.
—No es lo que quieres. Tú quieres que te apriete más y que te haga el amor —
se burló él.
Después de haberlo besado, Anne sabía que no podía negar esa afirmación.
Por un instante creyó que sus ojos tenían el mismo fulgor melancólico que
habían mostrado en la posada.
—¿Qué sucede? ¿No crees que una mujer tenga deseos que no están
relacionados con su corazón?
—Es absurdo.
—¿Por qué piensas eso? —la sonrisa burlona se instaló nuevamente en sus
labios.
—Bueno, es obvio.
—Me alegro por ti —apeló a todas sus fuerzas para protegerse del dolor que él
quería infligirle—. Si realmente necesitas una amante para hacer más completa tu
vida en Florida, te sugiero que le preguntes a los vecinos. Estoy segura de que
encontrarás alguna muchacha ansiosa por pasar el tiempo en tus brazos. Después de
todo, eres un hombre rico…
—Recibí una llamada de Heather y luego tuve que… —las palabras de Shari se
interrumpieron abruptamente.
Ross soltó a Anne pero conservó la mano sobre su brazo. Ella se volvió hacia
Shari. La muchacha estaba pálida y la bandeja que sostenía en las manos parecía
estar a punto de caer al piso.
—¿No? —las lágrimas tornaron más verdes los ojos de Shari—. Me hiciste
creer que yo te importaba.
—Me importas —dijo Ross con voz consternada—. Eres la hermana que nunca
he tenido…
—Vete —su voz era más serena, con una tonalidad petulante.
—Tengo que hablarte en privado —Ross avanzó con paso seguro hasta el
dormitorio de Anne.
Sólo cuando estuvieron adentro y él cerró la puerta, Anne tomó conciencia del
lugar donde estaban.
Él se mostró impasible.
—No es lo que tú piensas. Necesito hablar contigo sin que nos escuche Shari y
este parece el mejor lugar —apoyó el cuerpo contra la puerta y posó los ojos sobre su
rostro sonrojado—. Por Dios, Anne, si voy a tener alguna clase de relación con
ustedes, tienes que escucharme. Shari es una muchacha de dieciséis años
deslumbrada con un hombre mayor. Creó una pequeña fantasía y ahora está
sufriendo lo que la mayoría de nosotros sufrió, en un momento o en otro.
—Si tengo algún problema con mi conciencia, no tiene relación con ella.
Anne luchó para controlar sus nervios ante esa deliberada referencia a lo que
había ocurrido entre ellos, y recordó la traición de Ross.
—No me digas que te sientes culpable después de lo que pasó entre nosotros.
—Suéltame.
—Ross, no…
Él irguió la cabeza.
Su boca buscó el pequeño hoyuelo sobre el mentón. Quería más de él, mucho
más.
—Ross…
—Shh… —apoyó las manos sobre su espalda para protegerla del aire frío.
Anne vestía sólo un pequeño par de bragas color crema.
Ella sintió que los brazos de Ross eran el sitio donde debía estar. Ross estaba
saciando el hambre que la perturbaba…
Luego vio que se apartaba y deslizaba los ojos sobre la suave perfección de sus
senos blancos. Una vez lo había invitado a que la mirase, y ahora lo enfrentaba con el
mismo gesto orgulloso y desafiante de entonces.
Ross le dirigió una mirada intensa pero pareció contener sus palabras. Se
levantó de la cama con deliberada lentitud, recogió su chaqueta y la echó sobre los
hombros. Luego se volvió para mirarla, su rostro frío y compuesto.
Anne se envolvió con el cobertor. Ese intento por ocultar su cuerpo de él, llevó
una sonrisa irónica a los labios de Ross.
Cuando la puerta se cerró detrás de él, Anne sintió que se había llevado todo
lo importante en su vida.
Se recostó sobre la cama. Su cuerpo continuaba sufriendo una sed que no
había sido saciada. Desterraría a Ross de su mente y de su vida. Pero las mantas se
deslizaron sensualmente sobre su cuerpo haciéndole recordar la caricia de los dedos
sobre la cintura.
Podía recordar también que había querido prolongar aquellas caricias, había
anhelado que Ross volviese a ejecutar la Rapsodia dentro de su alma nuevamente…
Desde algún lugar en las profundidades de su mente, una voz murmuró:
«¿Por qué no? ¿Por qué no aceptar lo que él te ofrece? Esta vez sabes que es
sólo temporario. Esta vez no eres una adolescente con una idea romántica del amor.
Esta vez lo harás con los ojos bien abiertos».
«No , no podría».
«¿Por qué no? ¿Porque aún estás enamorada de él?» «No. ¡No! Dios mío,
no…»
—Un poco de té te haría mucho mejor —dijo Grace mientras pelaba patatas
junto al fregadero—. ¿Tienes gripe o aún estás cansada por la noche del sábado?
—Michael está enamorado de otra persona —lo dijo en tono natural, sin
tomarse el trabajo de ocultar su indiferencia.
—No creo que realmente supiese lo que quería —le resultaba muy fácil ser
comprensiva cuando sus emociones no estaban en juego.
—Es cierto, ¿no? —dijo Anne mientras se preguntaba si debía llamar a Joel
Winters para asegurarse de que el contrato estuviese listo para la tarde.
Anne se sobresaltó.
—¿Cómo lo supiste?
—Me lo dijo tu padre. Espera que tú te reconcilies con ella, y yo pienso que ya
es hora…
—Grace…
—Tu madre era una buena persona, querida. No pienses otra cosa.
—Por favor, Grace —el malestar que experimentaba se filtró en su voz—. ¿No
puedes dejar que tenga mis opiniones? Yo no era una criatura cuando ella nos dejó —
dijo Anne con voz helada.
—No diré nada más. Pero sé que llegará el día en que lamentarías lo que
pensaste de tu madre.
La mujer había sido leal con la familia Runford durante muchos años y no
merecía otra cosa que no fuese respeto y afecto.
—Quizás tengas razón —le dijo en tono sereno—. Tendremos que esperar para
verlo, ¿verdad? —bebió otro sorbo de café—. ¿Hablaste con Shari esta mañana?
Anne dejó la taza y rodeó los hombros firmes de la mujer con sus brazos.
—Eres una mentirosa —le dijo con voz suave—. Tú sabes todas las cosas que
ocurren por aquí. No pienses que voy a caer en la trampa de compadecerte.
—Mi abogado habló con el tuyo esta mañana y llegaron a un acuerdo sobre los
términos del contrato —le alcanzó la estilográfica—. Tengo confianza en la gente que
trabaja para mí.
Ella vaciló, consciente de que había sido astutamente persuadida una vez más.
Si se tomaba tiempo para leer, le demostraría falta de confianza en su habilidad para
instruir a Joel.
—Por supuesto.
—No necesitarás billetes. Volarás conmigo —hizo una pausa y luego agregó
—: No olvides traer ropa liviana. Es verano en Florida.
Del otro lado del auto, Ross se sacó la chaqueta y la dejó sobre la de Anne.
Luego se ubicó detrás del volante y extendió la mano hacia la guantera.
—Allí hay gafas de sol para las dos. Tuve que decidir el color y el modelo,
pero pensé que por el tiempo que estarán aquí, mi elección sería aceptable.
Las de Shari eran ovales con cristales azules. Las de Anne tenían marco claro
con cristales verdosos. Anne las sacó del estuche y se las puso, mientras recordaba
que Ross siempre había tenido una especial atracción por los detalles. Evocó los dúos
de piano que tocaban en la cabaña. Ella tenía la ventaja de contar con una mayor
preparación técnica, pero si había un cambio de tiempo y se lo mencionaba
anticipadamente, Ross nunca lo olvidaba al llegar a esa parte de la composición.
Hacer música con él era casi tan placentero como hacer el amor…
—Ahora puedes decirnos adónde vamos, ¿verdad? —preguntó Shari con voz
nerviosa.
Unas horas antes en Runford, mientras esperaban el avión junto a Anne, Shari
había estado callada y distante. Pero ante la visión del lujoso jet de Ross su ánimo
pareció renacer. Le resultaba muy difícil permanecer enojada. Su natural
exhuberancia era demasiado intensa para ser reprimida. Anne ni podía estar segura
de que su hermana se hubiese sentido decepcionada al comprobar que Ross no tenía
interés en ella. Era probable que Shari necesitase un hermano, y que Ross hubiese
reconocido el deseo de la muchacha y respondido a él. Pero ahora, cuando el
encuentro con su madre estaba próximo, Shari se mostraba ansiosa.
Shari aceptó la invitación y formuló preguntas acerca del lugar. Ross le contó
sobre el espectáculo de esquí, la vegetación de los jardines y los canales.
Media hora después había logrado controlar sus emociones. Su rostro tenía
una expresión fría mientras aguardaba que Ross comprase las entradas.
Unos minutos más tarde caminaron por la colina rumbo al imponente estadio
que se levantaba frente a ellos. El cielo estaba nublado y el sol aparecía en breves
estallidos que no quemaban su piel sensible.
—Los cipreses pueden crecer en el agua —les explicó Ross—. Es por ello que
viven tanto tiempo.
—Es bueno saber que hay cosas que son duraderas —murmuró Anne y
observó satisfecha que el rostro de Ross cobraba una expresión sombría.
Se produjo un breve silencio mientras se alejaban de los árboles y tomaban un
sendero bordeado de arbustos florecidos. Ross permanecía en silencio, pero al ver
que Shari se adelantaba para examinar la piscina con la forma del estado de Florida
que había sido utilizada por Esther Williams en una película, tomó el brazo de Anne
con firmeza.
Eran más de las cuatro cuando Ross dejó la carretera principal después de
Punta Gorda y tomó un desvío de la autopista. Un cartel anunciaba que la isla Pine
estaba a diez kilómetros de allí.
Ross sacó una llave del bolsillo y abrió el portón. Después de atravesarlo, bajó
nuevamente para cerrar. Cuando el auto estacionó frente a la puerta principal, Anne
supo que ya no podía postergar lo inevitable. Sus tacones se hundían en la arena
mientras caminaba bajo la sombra placentera de los árboles. El aire era cálido y
húmedo, aunque quizás era su estado de ánimo lo que la hacía percibir la atmósfera
calma que precede a las tormentas.
—Buenas tardes, señor Leyton —el hombre debía doblar a Ross en edad, un
hombre alto y robusto que daba una imagen de agresividad. La cicatriz sobre su
mejilla indicaba que sabía cómo defenderse. Anne supuso que además de
mayordomo era también guardaespaldas—. El señor y la señora Leyton salieron a
navegar. Lamentarán no haber estado.
Shari había permanecido callada, pero cuando Ross abrió una puerta y le
indicó que ése era el lugar donde iba a dormir, se detuvo azorada y exclamó:
—Qué habitación fabulosa. ¿Cómo supo mamá que me gustaban los artículos
de mimbre?
Anne caminó junto a Ross por el pasillo hasta entrar a un mundo creado en
azul. Frente a ella apareció una imponente cama con dosel cuyo cobertor azul hacía
juego con la alfombra.
Consciente de la presencia de Ross a su lado, el cuerpo firme y expectante,
Anne giró para alejar la cama de su visión y de sus pensamiento y dirigió una mirada
al resto del dormitorio. Las cortinas celestes estaban corridas al costado de la puerta
corrediza de cristal que probablemente daba a un balcón. Un hermoso asiento
cubierto con terciopelo blanco era el único elemento que atenuaba la sensación de
estar inmerso en el cielo. Incluso el armario y el tocador habían sido pintados para
armonizar. Sobre el tocador había un jarrón de cristal de Venecia con el borde
delicadamente tallado. No tenía ningún arreglo floral. Su belleza no necesitaba ser
realzada. Anne tuvo que sucumbir al deseo de caminar sobre la mullida alfombra
hacia la puerta de cristal. El balcón, cuyas dimensiones eran las de un salón de baile,
estaba rodeado por una baranda de color blanco, de más de un metro de alto.
—El dueño anterior era un amante del sol —dijo Ross—. El balcón fue
construido para tomar sol desnudo.
Luchó con la traba hasta que Ross extendió la mano y la corrió hacia un
costado.
—Sí.
—Está en la cubierta —dijo una voz profunda desde atrás—. Levanta tu brazo.
Te está saludando.
—Suéltame.
—¡Mírame, maldición!
—Oh, Dios… —la estrechó entre sus brazos y le habló con una voz agonizante
que Anne casi no podía reconocer en él—. Perdóname. Por favor, perdóname.
Capítulo 8
El sol brillaba con todas sus fuerzas, pero el calor que Anne sentía era causado
por las manos de Ross moviéndose sobre sus hombros, sus caderas y su espalda, los
labios que le rozaban el cuello y las mejillas.
¿Le pedía perdón por condenarla sin justificación? ¿O por ese oscuro y
maravilloso pasado que habían compartido? ¿Por qué debía perdonarlo por algo que
había sido lo mejor de su existencia, el único instante en que se había sentido
realmente viva?
Bajo el acaso de sus manos y de su boca, no podía entender por qué le pedía
perdón. ¿Qué tenían que perdonarse dos personas cuyos cuerpos se habían conocido
tan íntimamente?
Anne deslizó la boca sobre las mejillas de Ross hasta encontrar los labios que
tenían el poder de elevarla a alturas de deseo nunca alcanzadas con otro hombre. Se
apretó contra él ansiosa por gozar el contacto de su cuerpo vigoroso y al sentir que el
ardor de la pasión los envolvía, supo que no pasaría mucho tiempo antes de que el
deseo escapara a su control.
Ross le quitó los alfileres que le sujetaban el moño y cuando los mechones
dorados cayeron sobre los hombros exhaló un largo suspiro y se apartó de ella
levemente.
Las manos buscaron los botones de la blusa con desesperada urgencia. Anne
no pensó en detenerlo. La necesidad de sus caricias le encendía el cuerpo. Ross le
corrió el sostén y con un suave movimiento cubrió un seno con la palma de la mano.
Los dedos trazaron pequeños círculos sobre la zona más sensible, suscitando un
placer exquisito que llevaba fuego a su sangre.
Pero el goce sólo comenzaba. La boca de Ross ocupó el territorio de los dedos
y su lengua se demoró en la exploración de esas formas sensuales.
Cuando ella sintió que iba a estallar de deseo, los labios de Ross se deslizaron
sobre su piel y buscaron el otro seno y la llevaron nuevamente a experimentar una
irreprimible necesidad de tenerlo dentro de sí.
—¡Anne, Anne! Mamá está aquí. Anne, ¿dónde estás? No puedo esperar. Voy
para abajo.
—No podemos seguir así —masculló con voz áspera—. Nos estamos
destrozando.
Anne alzó la vista hacia Ross y advirtió que él aún no había recobrado el
control de sí mismo.
Las palabras de Ross cayeron sobre ella con la fuerza de una ola que destruye
los dibujos sobre la arena.
Los dedos de Ross castigaron sus brazos aumentando aun más la presión
sobre ellos.
—No quiero que te vayas —Anne alzó las manos y las posó sobre la tela
delgada de su camisa.
—Tu madre está ansiosa por verte. Iré a decirle que no tardarás mucho.
Un rato después dentro del baño, Anne apretó un paño húmedo contra sus
mejillas. El agua que salía del grifo estaba apenas más fría que su piel acalorada.
—Hola, mamá.
El rostro de su madre evidenció alivio y alegría cuando abrazó a Anne. La
sensación de esos brazos era dolorosamente familiar. Anne recordaba muy bien la
calidez incomparable que emanaba de Leora Leyton.
La mujer se apartó levemente y la miró con los ojos nublados por el llanto.
—La belleza está en el ojo del que mira, según me dijeron —murmuró Anne
en tono suave y advirtió que la flecha había dado en el blanco cuando Ross movió el
cuerpo sobre el sofá.
—Tal vez no sea equitativa con mis hijas —admitió Leora con una sonrisa—.
Le preguntaré a un juez imparcial. ¿No crees que mis hijas son hermosas, Carson?
Había algo en sus ojos, una cierta atención. ¿Estaba estudiando la forma en
que reaccionaba? El cuerpo tenía un aspecto saludable, como si no hubiese razones
para el uso de una silla de ruedas. Las mangas cortas de la camisa dejaban expuestos
músculos que se veían duros como rocas.
—¿Te sirvo algo de beber? —preguntó Ross en tono frío y se movió hacia el
bar—. ¿Gin con tónica?
Ross mezcló las bebidas con destreza y le alcanzó una copa. Sus pensamientos,
cualesquiera qué fuesen, estaban bien ocultos detrás de los ojos profundos y el rostro
irónico.
—Sí, gracias —respondió Anne y apoyó la copa sobre el brazo del sillón—. Su
hijo fue muy… amable —se volvió hacia Ross con una sonrisa irónica en los labios,
pero él estaba ahora ubicado junto a la escalera, fuera del campo de su visión.
La sombra verde sobre los párpados dio un reflejo misterioso a sus ojos.
Mientras se arreglaba el cabello, recordó la escena en la sala un rato antes. ¿Cuál era
la enfermedad que había confinado a Carson Leyton a una silla de ruedas? ¿Era esa
la razón por la que Ross había ocultado su paradero. Muchas compañías,
especialmente aquellas basadas en el talento de un hombre, podían derrumbarse de
un día para otro con una mala noticia sobre la salud de esa persona. Cuando se
aprestaba a llevar el lápiz de labios hacia su boca, escuchó que llamaban a la puerta.
Shari no acostumbraba a golpear, pero quizás lo había hecho al encontrarse en una
casa extraña.
Apoyó las caderas contra la puerta y cruzó los brazos sobre el pecho. Llevaba
una chaqueta beige y pantalones negros de corte perfecto. El cuello abierto de la
camisa dejaba al descubierto el vello oscuro del pecho.
—No creo que hayas venido para formular preguntas retóricas. ¿Puedes decir
lo que tengas que decir, por favor?
Intentó aplicarse la pintura roja sobre los labios, pero sus manos no tenían la
firmeza necesaria. ¿Por qué no se marchaba? Ya tenía lo suyo. ¿Qué más buscaba?
—En realidad no tengo nada en particular que decirte —su voz tenía un tono
divertido—. Iba por el pasillo sin ninguna intención de detenerme en tu puerta,
cuando me asaltó un incontrolable deseo de ver cómo estabas vestida.
Anne se mantuvo inmóvil como una roca a pesar de la reacción que suscitaban
en ella esas palabras. Sus oídos captaron el sonido de los pasos de Ross sobre la
alfombra. Un torrente de deseo y excitación invadió su sangre. Al sentir los labios
tibios sobre su espalda, contuvo el aliento y balbuceó:
—No lo hagas.
Él rió suavemente.
—No fue por mi culpa —dijo ella con sarcasmo, anhelando que Ross
prolongara la caricia.
Los labios de Ross sobre los suyos no tenían nada de crueles esta vez. Eran
tiernos y persuasivos, y reclamaban una dulce retribución.
La angustiada necesidad de ocultar el amor por él, hizo que Anne lograse
apartarse. Una simple mirada le bastó para comprender que él sabía lo que ella
estaba pensando.
—Oh, no —le advirtió Ross en tono suave—. Esta vez no escaparás. Esta vez lo
haremos a mi manera —le tomó la mano y la condujo hacia la puerta.
—¿Bajamos juntos?
—Tu padre…
—Sabe que tiene que preocuparse por sus asuntos —replicó Ross llanamente
—. Quizás pienses en tu madre…
Todos los demás estaban esperando en la sala. Shari con un vestido color
crema y unas sandalias con tiras de cuero que le daban el aspecto de una muchacha
de campo. Su madre vestía un elegante conjunto rojo. Incluso Carson Leyton se había
arreglado para la ocasión. El traje de hilo marrón realzaba sus rasgos distinguidos y
contrastaba con el gris del cabello peinado hacia atrás.
Al verlo llegar, Carson Leyton les dirigió una mirada apreciativa. Sus ojos se
posaron brevemente en Anne y luego en Ross.
Sólo en ese instante Anne recordó que había olvidado pintarse los labios. No
sabía cuál era su apariencia pero nadie parecía notar nada extraño.
—Y en cuanto a Dina, creo que ése era su nombre, ¿tiene talento para
convertirse en una concertista?
—Creo que sí. Tiene los hábitos de conducta necesarios para triunfar.
—Mucha gente usa la palabra talento cuando habla de los artistas, ya sea en la
música o en otras disciplinas. Yo creo que el talento no es más que la justa
combinación de características personales que guían a una persona hacia el sacrificio
que requiere una carrera artística.
Anne asintió.
—Le interesa el teatro y tiene una habilidad natural para la mímica —un brillo
travieso iluminó sus ojos—. Imita instrumentos musicales.
Shari sonrió ruborizada.
—Me pregunto cuál será el instrumento que imita mejor. ¿El violoncelo, tal
vez?
Anne se sonrojó al advertir que la sonrisa traviesa con que respondía a las
palabras de Ross, era advertida por todos.
La llegada del postre constituyó una distracción placentera para ella. Era una
exquisita mousse de limón. Al dejar la cuchara sobre el plato, advirtió que su sensual
deleite del postre era observado por Ross. Un color rojizo le encendió las mejillas, y
cuando Leora sugirió que bebiesen el café en la sala de música, se levantó aliviada y
caminó junto a ella por el pasillo hacia la parte trasera de la casa.
Anne sintió que los ojos de su madre se posaban en ella con expresión
suplicante. Leora le estaba pidiendo algo más que una simple ejecución en el piano.
Le pedía compartir una parte de su vida nuevamente, una parte que Anne había
guardado para sí después de aquel terrible verano.
Charles entró a la sala y comenzó a servir el café. Anne tomó una taza y dijo:
Anne observó el brillo desafiante en los ojos de Ross. Él tenía plena conciencia
de lo que estaba pidiendo. La estaba sometiendo a la prueba final, induciéndola a
otorgar el perdón definitivo a su madre por medio de la Rapsodia, la misma música
que había creado para él una noche en la penumbra del salón de conciertos. Anne no
se movió. Sus ojos enfrentaron los de Ross. El deseo apremiante de escapar de esa
mirada hipnótica tomaba la forma de un dolor físico. Sin embargo, algo compulsivo
y real le impedía alejarse de las profundidades azules de aquellos ojos.
—Toca para ella —dijo una voz enérgica que de todas formas dejaba la última
decisión en sus manos.
Con una voz emocionada, pronunció las mismas palabras que le había dicho
unas horas antes.
—De acuerdo.
Al apretar el pedal del piano sintió que la vida surgía con una fuerza
desbordante. Aún tenía su música. Encontraría una fuente de fortaleza interior y se
concentraría en su carrera para sobrevivir. Había sobrevivido antes, y lo haría una
vez más. Su fuerza nacería de la certeza de haber enfrentado el dolor, la ira, la
desesperación y la culpa, y de haberse librado de todos esos sentimientos. Bajó la
vista hacia las teclas del piano. Su interpretación sería un regalo para esos dos seres
que tanto amaba. Les entregaría la música que hasta ese momento había sido su
íntimo refugio. No sería difícil ejecutar en ese piano. El nombre de Steinway
centelleaba sobre el teclado y las teclas graves tendrían el característico matiz
profundo que harían aun más ricas las intrincadas armonías de la Rapsodia.
Todo terminó súbitamente. Exhausta y vacía, dejó caer las manos sobre el
regazo. Un profundo silencio reinó en la sala. Pocos segundos después, los aplausos
reverberaron en las paredes de cristal.
—Querida… —las lágrimas fulguraban en sus ojos—. ¿Qué puedo decir? Fue
hermoso… hermoso. Gracias.
—Tengo un pedido más —Leora apretó las manos de Anne como si supiese
que aquello que deseaba no sería fácil de lograr—. Quiero que tú y Ross toquen algo
juntos, como solían hacerlo en la cabaña.
Sus caderas la rozaron cuando se ubicó frente al piano. Ross siempre había
tocado las partes para la mano izquierda, ya que generalmente eran más sencillas.
Pero eso le daba la responsabilidad de apretar el pedal de sostén, y ahora al extender
la pierna, ella sintió el contacto de la pierna sobre la tela de la falda.
Anne no pudo evitar la tentación de mirarle las manos. Estaban allí frente a
ella, justo debajo de las mangas de hilo beige, los dedos viriles matizados con vello
oscuro marcando los acordes con la misma perfección con que habían explorado su
cuerpo. Ross murmuró una sola palabra.
—Sí.
Pero Anne no necesitaba el cuidado de una madre en ese instante. Era una
mujer enamorada de un hombre que no la quería.
—No, claro que no me importa. Pero es una lástima que la fiesta termine tan
pronto. Ross, ¿tomas otra taza de café?
Él meneó la cabeza.
—Tengo que trabajar —sus ojos se posaron en Anne con una expresión fría,
distante—. Que tengas un lindo paseo —saludó con una breve inclinación de su
cabeza y salió de la sala.
Capítulo 9
El aire frío. La brisa levantaba la falda de su vestido y la enredaba en las
piernas. No estaba vestida como para caminar, pero no quería subir al dormitorio y
correr el riesgo de un encuentro con Ross.
Abrió el portón con la llave que Leora le había dado y cruzó la calle. El club de
yates la consideraría una intrusa, pero el área de estacionamiento se veía desierta.
Anne se quitó las sandalias y se dirigió hacia la playa.
Las conchas y las rocas arrastradas por la marea hacían poco placentera la
caminata. Decidió acercarse al agua, donde la arena era más blanda. Avanzó
lentamente por el borde del océano, consciente de que el sol estaba por ponerse, lo
cual la obligaría a regresar, ya que no conocía la isla.
Pero también había soñado que Ross la tomaba en brazos, la besaba y le decía
que la amaba. La realidad era que él buscaba un encuentro para poder olvidarla
definitivamente. La crueldad de ese pensamiento la estremeció.
El cielo tenía una tonalidad púrpura. Debía regresar, pero sin embargo
continuó caminando hasta que finalmente lo vio. Alzándose sobre el agua, con la
proa blanca reluciente en la penumbra, el crucero que se mecía en el agua era el
mismo barco que Carson Leyton había guiado hábilmente sobre el río St. Lawrence.
Las líneas del crucero conservaban toda su elegancia y el casco de fibra de vidrio no
mostraba señales de herrumbre.
Sin detenerse a considerar lo que hacía, Anne subió la escalera que llevaba al
muelle, sus rodillas vacilantes por la emoción.
Un ruido a sus espaldas la hizo girar, pero ya era de noche y no podía ver
nada en la oscuridad. Vaciló un instante, consciente de que no tenía derecho a bajar.
Pero estaba allí, y el extremo deseo que la dominaba seguía impulsándola hacia
adelante.
Reflexionó divertida qué tal vez era su conciencia culpable lo que la hacía
imaginar ruidos. Aún le quedaba un fantasma por enfrentar. Atravesó el comedor en
dirección al dormitorio ubicado bajo la proa del crucero.
Súbitamente, su sexto sentido le dijo que no estaba sola. Había otra persona en
el crucero. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron para la lucha.
—Yo… quería echar un vistazo —dijo Anne—. ¿Usted observó las luces,
verdad?
—Pensé que eran malos ladrones si necesitaban encender todas las luces,
pero… —se alzó de hombros—. Hoy en día hay toda clase de incompetentes.
—No es que me moleste que usted esté aquí —le dijo Charles en tono amable
—. Pero las luces podrían atraer a alguien con ideas extrañas.
—Sí, estoy seguro de que puede. Pero será mejor que no corramos el riesgo,
¿no le parece?
Charles le estaba ayudando a bajar del crucero cuando una figura oscura se
movió en las sombras.
—Está bien —le dijo en tono suave y luego exclamó—: Era la señorita
Runford, señor.
—En ese caso habría regresado a buscar ayuda —respondió Charles en tono
despreocupado.
—No se te paga para que corras riesgos innecesarios —prosiguió Ross en tono
firme.
—Sí, lo sé.
Anne apoyó los zapatos sobre el muelle y se los calzó con dificultad. Su
respiración acelerada no la ayudaba a mantener el equilibro.
—¿Estás bien?
La brisa le levantó la falda del vestido. El mar golpeó la playa con un sonido
primitivo.
—No, Ross.
—¿No?
—Ross, suéltame.
Anne agachó la cabeza y bajó la escalera lentamente. Ross encendió las luces y
la guió a través de la sala y el comedor hacia el dormitorio.
Su voz era tan llana, tan despreocupada, que suscitó un temor cargado de ira
en Anne.
—Deja de tratarme como si fuese una cualquiera a quien pagas por tus
placeres nocturnos.
Anne apretó los puños. Su furia hizo que la verdad surgiese incontenible.
—No me enseñó nada —su cuerpo se estremeció con dolor—. Nunca dejé que
me hiciese el amor porque no pude olvidarte en estos diez años. Oh, Dios… Estoy
obsesionada contigo —sus ojos fulguraron agonizantes—, pero te olvidaré aunque
sea lo último que haga. Te olvidaré…
—Suéltame. Te odio…
Ross aumentó la presión. Al ver que Anne hacía una pausa para respirar,
acercó su boca a la de ella.
—No…
La protesta de Anne llegó demasiado tarde. Ross la besó con una fuerza
desbordante que resumía las emociones contenidas a lo largo de los años. Anne
comprendió que cualquiera que fuese su obsesión, la de Ross era mucho más intensa.
—Estabas celoso —la verdad vibró a través de ella como la brisa entre los
árboles.
—La noche que lo conocí en la posada advertí que dirigías miradas indignadas
a Hutch porque Adams le prestaba atención. Creí que iba a enloquecer.
—No estaba celosa de Michael. Estaba celosa porque pensaba que tú y ella…
—¿Poco? ¡Dios mío, mujer! ¿Sabes que estuve a punto de ordenar a Nancy que
se quedase en Runford para entretener a Adams?
—Ross, por favor. Tengo derecho a saber qué ocurrió hace diez años para que
cambiases de idea.
—Pero…
—¿No crees en mí? —posó sus ojos grises en ella—. ¿Sabías que recibí tu
mensaje cuando ya era demasiado tarde?
—No lo supe porque estaba encerrado en una celda, en un pueblo del norte de
California.
—Eso es algo que no puedo explicar. Alguien muy cercano a ti podría haber
sufrido si lo hacía. Por favor, querida, confía en mi y déjame amarte ahora como
siempre he deseado.
Anne podía percibir la tensión que lo dominaba. Sin embargo, Ross mantenía
la distancia. Le estaba dando la oportunidad de elegir. Podía dar el ultimo paso o
retroceder y escapar.
Dejó que el momento se prolongase. Tenía que creerle. Alejarse de Ross ahora
era inconcebible. Alzó la mano y le acarició los labios.
—Quiero hacer esto bien, pero no sé si podré esperar —murmuró Ross con los
dientes apretados.
Sus dedos bajaron el cierre del vestido con un rápido movimiento. Luego se
inclinó hacia adelante y le besó los hombros mientras las manos buscaban la traba del
sostén que no tardó en ceder.
Ross se apartó para quitarse la ropa, pero ella meneó la cabeza y dijo:
—La belleza está en el ojo del que mira —señaló ella y lo miró mientras se
inclinaba para besarle los muslos desnudos.
—Entonces tú eres un duende. Estoy obsesionada contigo desde los trece años.
—No debería creerlo, pero recuerdo que el primer verano supe que me
esperaban problemas. Creo que tenías quince años entonces. Estábamos pescando y
tú sacaste algo grande. Te sentías tan excitada, te levantaste…
—Te saqué del agua y no dejé de protestar hasta que subiste al bote. Tu blusa
estaba empapada y no llevabas sostén… Quería tenerte allí mismo. No fue el mejor
momento de mi vida.
—¿Y ahora? —preguntó ella cansada de hablar del pasado—. ¿Cómo defines a
este momento?
Ansiosa por devolverle algo de lo que estaba recibiendo, Anne alzó las manos
hacia su cabello y luego las deslizó por la espalda hasta las caderas delgadas. Ross
era cálido y vitalmente viril, no era un sueño. El deseo se hizo más intenso y
localizado. Como si supiese exactamente lo que ella anhelaba, la mano de Ross
encontró la fuente de la pasión.
La maravillosa tortura se prolongó sin darle tregua. Era suya y cada caricia
aumentaba la posesión de una forma más profunda, más primitiva.
—Ross…
Y luego, se apoderó de ella para darle el alivio que anhelaba. Las bocas se
unieron en un beso y juntos se movieron en una lenta danza que poco a poco se fue
convirtiendo en una electrizante celebración del amor que los llevó a la cima del
éxtasis.
—Pensé hacerlo muchas veces, pero tenía miedo. Estaba convencida de que tú
creías que era demasiado joven y que me habías olvidado completamente.
—Las otras no significan nada para mí. Ninguna puede compararse contigo —
giró el cuerpo y le atrapó las piernas entre las suyas—. Nos casaremos tan pronto
como sea posible arreglar todo.
Su voz suscitó un recuerdo angustioso. Anne sabía que Ross estaba esperando
una respuesta. Bajó la vista y trató de disipar la tensión con una broma.
—Me pone en una situación difícil, señor Leyton.
—Sí, Ross —sus ojos destellaron amor al enfrentar la mirada intensa de él.
Ross la besó con una pasión desbordante. Luego se apartó de ella y se puso de
pie junto a la cama. Anne se deleitó con esa imagen de perfección viril.
—Tengo sed.
Ross se sentó junto a ella. Una toalla blanca cubría el cuello de la botella.
—Lo sé.
Anne creyó que debía levantarse para beber la botella, pero él la detuvo
empujándola suavemente contra la almohada.
Alzó la botella y antes de que ella pudiese reaccionar dejó que el champaña
cayese sobre sus senos, sus caderas y sus muslos.
Ella tomó la botella y sin dejarlo reaccionar lo obligó a tenderse sobre la cama.
—Dios mío, tenías razón. Está frío —luego esbozó una sonrisa sensual—.
Dame calor, querida.
—Dejemos que los otros se diviertan un rato, Anne. Quiero hablar contigo.
¿Vamos a la sala?
Anne anheló la presencia reconfortante de Ross a su lado. Pero Ross había ido
con Leora a la sala de música y estaba sola con su padre.
—Sí, claro.
—Siéntate, por favor. Allí en ese sillón para que pueda verte —Carson Leyton
hizo una breve pausa—. Creo que conozco a mi hijo bastante bien, y estoy seguro de
que no te ha contado todo lo que ocurrió un día de octubre hace diez años.
—Me dijo que no recibió mis mensajes y que tuvo problemas en un viaje.
Carson suspiró.
—Supongo que hizo lo que era conveniente, pero… yo me he sentido culpable
por tu infelicidad durante mucho tiempo.
—Sí —los ojos de Carson cobraron una expresión sombría—. Yo impedí que
Ross recibiese el mensaje aquel día.
—¿Usted? Pero…
—Yo ordené a la secretaria de Ross que no le informase nada. Le dije que eras
una mujer de la cual él quería deshacerse.
—¿Por qué?
—No entiendo…
—¿No? Piensa un poco. Imagina que eres un hombre a quien su mujer deja
para irse con otro. Pero tú tienes dos hijas maravillosas que ella adora. ¿Qué harías?
—No hay nada que perdonar. Si no hubiese sido por el amor de ustedes,
quizás no habría conocido a Ross.
—Eres muy parecida a tu madre, Anne. Y quiero que sepas que ése es el mejor
halago que puedo hacer a una mujer —le tomó el brazo y la acercó hacia sí—.
Cuando tuve el ataque que me confinó a la cama, le ofrecí la oportunidad de alejarse.
Leora se quedó a mi lado, ayudándome en las sesiones de terapia. Ahora hay un
posibilidad de que camine nuevamente.
***
Una semana más tarde, horas después de la boda, Ross se inclinó sobre ella en
el balcón y besó su cuerpo dorado por el sol mientras le corría las tiras del bikini.
—Claro que no, amor. Fue idea mía, ¿recuerdas? Hmmm… Déjame saborearte
un poco más —sus dedos buscaron el slip del bikini, la última barrera que se
interponía entre sus ojos deleitados—. ¿No quieres volver a Nueva York con líneas
blancas, verdad?
Fin