Tu en Mis Suenos - Christine Cross
Tu en Mis Suenos - Christine Cross
Tu en Mis Suenos - Christine Cross
Christine Cross
Título original: Tú en mis sueños
A veces la vida resulta aburrida, monótona; por eso las personas tratan de
romper esa monotonía como pueden. Está el grupo de los deportistas, esos
que corren, montan en bicicleta o van al gimnasio; luego tenemos el grupo de
los lectores, que siempre llevan un libro en la mano, en el bolso o en el
maletín, y lo usan en el metro, en el autobús o en una cafetería; hay quienes
viajan y quienes practican hobbies como la caza o la pesca; y, por último,
cuerpo; deseaba poder cerrar los ojos y relajarse en la cómoda silla. Por
suerte era ya viernes y tendría el fin de semana para descansar. Le gustaba
correr para mantenerse en forma, así que aprovecharía esos días para dar unas
vueltas por el parque que había al lado de su casa, vería la televisión y
adelantaría algo de la conferencia que tenía que preparar para el simposio de
psiquiatría.
Se levantó perezosamente y comenzó a ordenar los documentos que
había esparcidos sobre la mesa. Se detuvo al encontrarse con unas hojas en
las que aparecía el rostro de una mujer. Eran unos bocetos que había
bajo unas cejas finas y arqueadas, y el cabello cobrizo que caía en largos
mechones ondulados sobre los hombros. Sus dibujos, en blanco y negro, no le
hacían justicia a la mujer, aunque él recordaba todos los detalles con claridad.
Juntó las hojas con los documentos que había escogido para llevarse a
casa y los metió en el maletín.
Escuchó unos golpes discretos y la puerta se abrió con suavidad.
Entró Susana con un fajo de papeles en la mano.
—Doctor, no se olvide de los expedientes que tiene que revisar —le
—Susana, ¿tienes algo que hacer el fin de semana? Tal vez podemos
quedar en algún momento para tomar algo.
La risa cristalina que dejó escapar la muchacha le arrancó a él una
sonrisa.
—Yo no, doctor, pero usted sí, ¿o se ha olvidado ya de que tiene que
entregar el lunes su ponencia escrita para el simposio?
—¡Demonios! —soltó mientras se dejaba caer sobre la silla—, lo
había olvidado. Quizás otro fin de semana —añadió esbozando una sonrisa
pesarosa.
—Puede ser. Nunca sabemos lo que nos deparará el mañana. Quién
sabe, tal vez este fin de semana le cambie la vida —repuso en un tono
misterioso. Luego le guiñó un ojo antes de salir del despacho y cerrar la
puerta.
Rafael se recostó contra la silla y cerró los ojos. Se sentía cansado y
frustrado. Hacía mucho tiempo que no salía con una mujer ni se divertía con
amigos. En el trabajo le iba muy bien, pero le absorbía demasiado, y le dejaba
poco tiempo para otras cosas. Recordó las palabras de Susana acerca de no
saber lo que nos traerá el mañana. Él sí lo sabía. Tenía su vida organizada
casi al milímetro, y su agenda actualizada y en orden con un montón de
compromisos. Se preguntó entonces de dónde le había surgido la idea de
invitar a Susana a tomar algo. Quizás se trataba solo de aburrimiento; se
sonrisa cariñosa.
—Hola, Marina —la saludó él reprimiendo un suspiro de resignación.
—Veo que ya has recogido tus cosas —comentó mirando el maletín
que él tenía en la mano—, y como supongo que ibas a comer, te invito yo y
así charlamos un rato.
Enlazó el brazo con el suyo y tiró de él para sacarlo de la oficina,
dándole apenas tiempo de decirle a Susana que cerrara el consultorio y que se
verían el lunes.
—No habrás traído el coche, ¿verdad? —preguntó su hermana, y sin
darle tiempo a responder, prosiguió—. No, claro que no, nunca lo traes.
Prefieres venir en metro.
Él se encogió de hombros con indiferencia.
—Es más cómodo —repuso.
del Audi plateado. Su hermana conducía como lo hacía todo, con decisión y
con un caótico desorden; todo lo opuesto a él, que era ordenado y
metódicamente riguroso.
—Bien —contestó—. No tengo prisa —añadió al ver que su hermana
adelantaba peligrosamente a otro conductor.
Marina chasqueó la lengua con desaprobación.
—Tú nunca tienes prisa. Mírate, tienes ya treinta y cuatro años y
sigues soltero.
Él puso los ojos en blanco. Su hermana iba a empezar de nuevo con
—No tengo tiempo para esas cosas —replicó con un gruñido, que
bien podía deberse al tema que trataban o al brusco frenazo que acababa de
dar su hermana para no embestir al coche de delante.
—No es cuestión de tiempo, Rafael, sino de ganas, de buscar —lo
reprendió ella—. No puedes pasarte el día encerrado en tu consultorio y
sepultado entre esos libracos médicos que abarrotan las estanterías, ni
quedarte cómodamente en casa los fines de semana.
—Marina, ¿no habrás venido a verme solo para hablar de mi vida
sentimental? —le espetó con tono de fastidio.
más.
El tono serio de su hermana hizo que se pusiera alerta.
—¿Qué es?
—Sofía.
Sofía era la hermana menor. Cuando murió su madre, él tenía doce
años, Marina diecinueve y Sofía siete. Marina había sido como una madre
para los dos, pero especialmente para Sofía. Su hermana pequeña tenía ahora
veintinueve años y vivía en Córdoba, donde trabajaba en un estudio de
diseño.
—¿Qué pasa con ella? —quiso saber él.
—¿Cuánto hace que no hablas con ella? —lo interrogó Marina a su
vez.
Él compuso una mueca mientras se quitaba la chaqueta del traje y se
aflojaba la corbata. El sol de mayo penetraba con fuerza por el vidrio
delantero del coche.
—Hace ya bastante tiempo —contestó mirándola con atención—.
¿Por qué?
—Yo suelo hablar con ella al menos dos veces por semana para saber
cómo se encuentra o si necesita algo —le explicó ella—. La semana pasada
no me contestó al teléfono y pensé que quizás había ido a algún curso o algo
así y se le había olvidado avisarme, pero esta semana la he llamado y
Rafael se volvió hacia ella con los ojos abiertos por el asombro.
—¿Quieres que yo vaya?
—Vamos, Rafa —le dijo ella con una súplica en sus ojos grises tan
parecidos a los de su hermano—, tú eres soltero; yo tengo una familia de la
que cuidar, no puedo irme un fin de semana así como así —se quejó ella. Y al
ver que su hermano abría la boca, se apresuró a añadir—: además solo serán
dos días. Incluso puedes coger el Ave, asegurarte de que se encuentra bien, y
volver el mismo día si lo prefieres; pero me quedaré más tranquila si vas tú.
La mente de Rafael tardó unos segundos en analizar las implicaciones
—Creo que me iré esta tarde, si es que encuentro un hotel donde pasar
la noche.
—Puedes quedarte en el piso de Sofía, tiene varias habitaciones —le
comentó Marina mientras extraía una llave de su bolso y la dejaba sobre la
mesa—. Me la dio por si acaso iba a verla y ella no se encontraba en casa en
ese momento.
Rafael cogió la llave y la guardó en su maletín. Luego pidió la cuenta.
—Será mejor que me vaya para preparar la maleta y conseguir un
billete de tren.
—¿Quieres que te lleve a la estación? —le preguntó Marina.
Él negó con la cabeza.
—Prefiero ir en metro, es más seguro —le contestó con una sonrisa
burlona. Como única respuesta, su elegante hermana le sacó la lengua.
Salieron de nuevo a la calle y Rafael acompañó a Marina a su coche.
—Te avisaré en cuanto sepa algo de Sofía —le aseguró mientras se
despedía de ella con un beso.
—Vale.
subía al Audi.
Lo saludó con la mano y abandonó el aparcamiento.
Rafael suspiró. Tenía que darse prisa si quería viajar esa misma tarde.
Su casa no quedaba lejos, así que no tardó en llegar. Dejó la chaqueta y el
maletín sobre el sillón y probó a marcar el número de Sofía. Nadie contestó.
Buscó en Internet un billete de tren y compró uno para las 18:05 que llegaba
a la estación central de Córdoba a las 19:50, lo que le dejaba tiempo
suficiente para llegar a casa de Sofía a cenar.
Una vez que arregló lo del viaje, se duchó y se puso unos vaqueros
desgastados, que le resultaban muy cómodos, y una camiseta blanca de
algodón. Preparó la maleta rápidamente y se fue hacia la estación mientras
pensaba que su previsible vida acababa de dar un vuelco.
II
Cada sueño se entreteje como una fina tela de araña, de tal modo que nunca
sabes por dónde empieza ni en dónde acaba.
Coleccionista de sueños
modernizado, y supo que Sofía debía de sentirse muy a gusto en esa casa. Sin
embargo, no había rastro de ella.
Dejó la maleta en el salón y comenzó a recorrer las habitaciones. La
cocina, funcional y bien amueblada, estaba limpia y ordenada. Por el
contrario, los dos dormitorios se encontraban desordenados y las camas con
las sábanas revueltas. Reconoció enseguida la habitación de su hermana por
las fotos de Marina y ella que había esparcidas por todas partes; también
había una foto de los tres juntos en el parque del Retiro. Sonrió al verla
recordando el momento en que se la habían tomado, justo antes de que Sofía
ocho, ¿o prefieres cenar en casa? Recuerda que hoy te toca cocinar a ti. Por
cierto, te he dejado mensaje también en el móvil por si acaso.
La voz sonaba dulce y melodiosa con un suave acento que le evocó
las playas del Caribe.
A continuación oyó de nuevo la voz de Marina marcada por la
preocupación y la ansiedad. Aquello no le gustó. ¿Por qué no había
escuchado Sofía los mensajes del teléfono?
El último mensaje era otra vez de Patricia.
—Sofía, todo esto es demasiado extraño, y ahora también te está
sucediendo a ti. Hablamos esta noche en cuanto llegue a casa, así que ni se te
ocurra salir. ¿De verdad piensas que has encontrado la respuesta en ese libro?
Tienes que contármelo todo. Ojalá sea así, porque la verdad es que estoy muy
asustada.
novelas de Megan Maxwell y Danielle Steel. También encontró los dos libros
que él le había regalado sobre el pensamiento positivo, pero ningún otro que
le llamase la atención.
Se dirigió al dormitorio contiguo. Si no había malinterpretado el
mensaje, Patricia debía de ser la compañera de piso de Sofía. La habitación se
encontraba algo más ordenada que la de su hermana, aunque también tenía
desperdigados sobre los muebles objetos personales, libros y fotografías.
Echó un vistazo a los libros, pero no encontró nada interesante; había algunas
guías turísticas, un libro de recetas de comida japonesa, algunas novelas
recogido en una coleta floja y los ojos grises chispeantes. Sofía y él eran los
que más se parecían físicamente, excepto en la estatura. Sofía era la más baja
de los tres.
Volvió la mirada hacia la muchacha que había junto a su hermana y
de pronto se quedó sin aire, como si alguien le hubiese asestado un puñetazo
en el estómago. Los ojos que le devolvían la mirada brillaban con el color de
las violetas. Se trataba de la mujer que había aparecido en sus sueños durante
las últimas noches.
ojeada a la libreta que había al lado del teléfono. Cuando hubo encontrado el
número que buscaba, miró el reloj. Todavía era temprano. Cogió el móvil y
llamó.
—Hola, Antonio. Soy Rafael, el hermano de Sofía —le dijo al joven
que contestó a su llamada—. Estoy buscando a mi hermana.
—Pues ya somos dos —repuso él con un deje de frustración en su
marcado acento cordobés—. Necesito que me entregue un trabajo y no ha
aparecido por el estudio en los últimos tres días.
Rafael frunció el ceño de preocupación al otro lado del teléfono.
entre manos. Tampoco creo que se haya involucrado en algo raro, Sofía es
una chica muy sensata —se quedó en silencio y luego añadió titubeando—:
aunque hace unos días me comentó que había adquirido un libro
extraordinario que, según ella, contenía secretos ancestrales ya olvidados de
una antigua tribu india, o algo parecido. Me dijo que algunas partes contenían
signos y caracteres extraños, y que su amiga Patricia iba a ayudarle a
descifrarlo. Eso es todo lo que puedo decirte. No le habrá pasado nada malo a
Sofía, ¿verdad?
había tapizado su cuarto con dibujos de ellos, había comprado casi todos los
libros disponibles en las tiendas y había visto miles de libros y documentales
acerca de estos animales, de tal manera que, a sus trece años era ya toda una
experta en el tema.
—Está bien, Antonio. Muchas gracias por la información —le dijo
mientras le daba vueltas a lo que había dicho.
Probablemente se trataba de una tienda de antigüedades. Al menos ya
tenía algo por donde empezar.
—Oye —se apresuró a interrumpirlo el muchacho antes de que él
Por lo que él sabía, Sofía podía haberse tomado unos días de vacaciones o
cualquier otra cosa. A veces, cuando investigaba algo, se metía tanto que se
le olvidaba hasta comer y dormir.
—Puede ser —repuso evasivo—. Gracias de nuevo.
Colgó el teléfono y se quedó contemplando la fotografía. «¿Dónde
estás, Sofía?», se preguntó. Las dos muchachas le sonreían inmutables desde
la imagen, tan silenciosas como las efigies acuñadas en las monedas.
Se frotó el rostro con ambas manos. Sentía en su cuerpo el cansancio
resolución de los problemas. En esta ocasión todo era distinto y no sabía muy
bien cómo actuar. «Mañana lo veré todo con más claridad», se dijo.
Empezaría por buscar la tienda de antigüedades y revolvería la casa de arriba
abajo hasta encontrar el libro del que había hablado Antonio, por si acaso
estante. Rafael introdujo la mano en el hueco antes ocupado por los libros.
Tanteó el espacio hasta que sus dedos toparon con algo duro. Lo extrajo con
cuidado. Se trataba de una pequeña libreta negra encuadernada en piel. La
abrió lentamente y la rebelde caligrafía de su hermana saltó ante sus
sorprendidos ojos.
Volvió al sillón y se sentó en él con el cuaderno en las manos. Parecía
un diario. Tal vez ahí encontraría alguna de las respuestas que andaba
buscando. Levantó la vista y vio que Patricia seguía en el mismo lugar,
agitando su mano a modo de despedida.
—¡No, espera! —exclamó intentando detenerla—. ¿Sabes dónde se
encuentra Sofía?
La hermosa visión que titilaba ante sus ojos efectuó un gesto
anotaciones.
significado tendrán.
hoy que aún está por venir. Soy yo quien decido si un minuto dura solo un
segundo o toda una eternidad, porque los sueños, cada sueño, me pertenece.
Coleccionista de sueños
señaló a Sofía y añadió—, esta joven ya había venido antes. Le gustan las
antigüedades y siempre se lleva alguna cosa. En una de las últimas ocasiones,
mientras echaba un vistazo a la sección de libros antiguos, encontró uno que
le llamó la atención y me pidió que se lo apartase. Estaba interesada en
comprarlo, pero quería venir con una amiga para que lo viese primero.
Rafael asintió.
—El libro de los sueños —tanteó.
—Exactamente, ese era el título del libro. Por lo visto la amiga es una
podrían confundirlo con el libro que escribió Freud y que lleva el mismo
título, pero este es mucho más antiguo. Perteneció a una tribu india de
América del Norte, los Ojibwe. Contiene las leyendas y secretos de este
pueblo sobre los sueños.
tranquilizarme, ¿verdad?
«¡Maldita sea!». No se acordaba ya de que Marina siempre lo cogía
en todas las mentiras.
—Claro que no —repuso con el tono justo de exasperación para
convencerla—; ya verás como Sofía te llama en cuanto salga del curso.
—Está bien.
La voz de su hermana no sonaba para nada convencida, pero él no
tenía ninguna excusa mejor para ofrecer.
—Bueno, ya te dejo. Dale un beso a los niños de mi parte —le dijo—.
—Lo siento —dijo una voz suave como el murmullo de las olas en el
mar.
Rafael parpadeó cuando la cacofonía de sonidos procedentes de la
calle estalló en sus oídos sepultando la melodiosa voz de la muchacha.
Alcanzó a ver sus ojos violetas antes de que se girase haciendo ondear su
pelo cobrizo y continuase caminando calle arriba.
—¿Patricia? —susurró perplejo. Luego volvió a gritar su nombre
mientras echaba a correr detrás de ella—. ¡Patricia!
cuando hubiese descansado podría sentarse a analizar con claridad los datos
con los que contaba y buscar una línea de acción a seguir para poder
encontrar a Sofía.
Casi sin darse cuenta, sus pasos le habían llevado de vuelta al piso de
su hermana. Agradeció el frescor del interior del edificio mientras subía las
escaleras. Entró en el salón. Derrotado y confuso, se dejó caer en el sillón. Su
mirada se posó sobre la libreta de piel que yacía sobre la mesa. No sabía
mucho más ahora de lo que sabía al iniciar la búsqueda, o, para ser exactos, la
entrelazaban unas finas líneas, como si de una tela de araña se tratase, con un
círculo más pequeño en el centro.
«Un atrapasueños», pensó.
IV
Los sueños tienen vida propia; se desarrollan según sus propias leyes.
Nosotros somos protagonistas y, al mismo tiempo, simples espectadores de lo
que en ellos ocurre.
medallón.
—Lo siento —se disculpó retirando la mano apresuradamente—.
Resulta extraño oírte hablar.
Ella sonrió, pero su mirada reflejaba tristeza.
—A mí me pasa lo mismo —le aseguró—. Soy Patricia, la amiga de
Sofía.
—Lo sé; escuché los mensajes del teléfono —le explicó al tiempo que
se fijaba en que sus ojos, realmente, eran de color violeta—. Yo soy Rafael.
Patricia asintió.
—Sofía hablaba mucho de ti.
—¿Dónde está? —le preguntó con preocupación.
Si pensaba que Patricia tendría todas las respuestas que buscaba,
estaba equivocado.
—No lo sé —repuso la muchacha con tristeza—. Ni siquiera estoy
segura de cómo he podido traerte hasta aquí. Todo es tan…
Movió las manos en un gesto que indicaba que no sabía cómo
continuar. Rafael se sentó sobre la hierba.
en el restaurante?
La muchacha abrió sus preciosos ojos sorprendida.
—¿De qué hablas? ¿A qué restaurante te refieres? —inquirió—. Yo te
he visto siempre en el salón de la casa, el medallón solo puede transportarme
a un lugar conocido —le explicó.
Rafael frunció el ceño, aquello no tenía sentido.
—No importa —le aseguró para tranquilizarla—. Explícame todo
desde el principio.
mordacidad.
Patricia lo interrumpió.
—Rafael, eres psiquiatra —señaló como si eso lo explicase todo—.
Sofía dijo que no te lo creerías, que dirías que todas las cosas tienen una
explicación razonable…
Él la cortó bruscamente.
—¡Porque todo tiene una explicación razonable! —vociferó airado.
Vio alzarse una de las finas cejas de Patricia y trató de calmarse. Respiró
profundamente y dejó escapar lentamente el aire antes de añadir—: no
Cada día nace en nuestro interior un nuevo sueño y mueren otros. Hay
sueños que se transforman en pesadillas; otros son hermosos; los hay llenos
de alegría o de tristeza, de ira, de calma o de nostalgia. Pero ¿de dónde
nacen los sentimientos que impregnan los sueños?
Coleccionista de sueños
Aferrado a ella, no pudo evitar notar que las delicadas curvas femeninas
encajaban perfectamente contra su cuerpo. Aspiró el embriagador aroma
cítrico de su pelo como si pudiese devolverle la cordura. El mundo onírico
comenzó a girar a su alrededor a gran velocidad, como si se hallase en el ojo
de un huracán. Los oídos le zumbaban y cerró los ojos para no marearse.
Tardó un momento en darse cuenta de que todo se encontraba de nuevo en
silencio. Abrió los ojos y miró a su alrededor con incredulidad.
—Pero ¡qué demonios es esto!
atravesar esto?
Patricia se encogió de hombros.
—Podemos quedarnos aquí si quieres y esperar a que el sueño vuelva
a cambiar de forma —le dijo.
—¿Para qué? —gruñó él de mal humor—. Eso no cambiará nada.
Mejor intentemos salir de aquí.
Echó a andar sobre las cálidas arenas y Patricia lo siguió.
«¡Maldita sea!», pensó. Todo aquello no podía ser más que una
caminar.
—Aparecimos juntas dentro del laberinto que habíamos visto en
nuestros sueños, pero ella se encontraba de un lado de una de las paredes y yo
del otro —le explicó—. Quisimos reunirnos y avanzamos guiándonos por el
sonido de nuestras voces en busca de alguna entrada que comunicase los dos
pasillos, pero entonces el sueño cambió de repente y yo aparecí en otro lado.
—Entonces, ¿no estás segura de que Sofía siga en el laberinto? Podría
encontrarse en cualquier otra parte —concluyó con la voz teñida de
amargura.
aquello cierto? La razón le decía que no, pero nada de lo que había vivido en
esas últimas horas le parecía razonable. Desde que había salido de la
comodidad y seguridad de su consultorio, su mundo se había puesto del
revés.
estremecía junto a él. La miró de reojo y supo que estaba conteniendo la risa.
Meneó la cabeza ante la absurda situación. Sin embargo, pensó que tal vez lo
mejor sería mostrarse razonable, así que añadió—: nos hemos perdido.
—Nadie entra en el desierto si no es por propia voluntad —le aseguró
el hombre—, y quien se atreve a cruzarlo es porque lo conoce bien o porque
quiere morir.
Rafael dejó escapar un gruñido. ¿Cómo podía explicarle a aquellos
hombres que ellos eran producto de la mente de alguien, una fantasía tan
solo? Claro que las espadas curvadas que colgaban de la cintura de aquellos
forma amenazante.
Se vieron obligados a subir a los caballos por separado, y Rafael tuvo que
controlarse para no golpear a alguien cuando vio el pánico asomarse a los
preciosos ojos de Patricia. Sabía que muerto no le iba a servir de ayuda, y
estaba convencido de que aquellos hombres lo matarían sin dudar. Partieron
al galope mientras de sus gargantas brotaban agudos gritos que a Rafael le
provocaron escalofríos. Le parecían un mal presagio, como los ladridos de
una jauría de perros cuando han atrapado a una presa.
Respiró profundamente intentando calmarse. Los caballos que surcaban las
arenas eran reales; el olor agrio que desprendían aquellos hombres era real;
los negros ropajes a los que se aferraba en la loca carrera atravesando el
desierto eran reales; y el temor de Rafael comenzó a volverse también más
real cuando vislumbró a lo lejos el oasis al que se dirigían.
algunas arrugas, lucía una barba grisácea bien recortada. El cabello gris le
caía hasta los hombros y lo llevaba peinado hacia atrás.
—Sed bienvenidos a mi hogar —les dijo abriendo los brazos en señal de
acogida—. Mi nombre es Kalim y en este día gozaréis de mi hospitalidad.
—Preferiríamos que nos dejase seguir nuestro camino —le espetó Rafael con
sequedad. Notó que Patricia le apretaba el brazo y trató de calmarse.
El hombre clavó en él una mirada penetrante. Sus ojos parecían obsidianas, y
Rafael tuvo la sensación de que aquel hombre podía leerle el alma.
—¿Acaso conoces el camino que debes seguir?
—No —respondió Rafael casi en un gruñido—, pero estoy seguro de que
podré encontrarlo.
Kalim meneó la cabeza.
Rafael lo miró con el ceño fruncido. Si aquel hombre era el jefe de la tribu,
quizás podía dejarlos marchar si le contaba la verdad.
—Sí —admitió entre dientes tragándose el orgullo— y enfadado. Me
encuentro atrapado en un sueño en busca de mi hermana, sin ninguna idea de
formaban una larga hilera negra a lo largo del perímetro del mismo. Una
muralla humana.
—¿Están ahí para que no nos escapemos? —inquirió con sarcasmo. Se giró
para observar al anciano con los ojos entrecerrados. Tenía el estómago
encogido mientras esperaba sinceramente que el anciano lo negase.
El hombre meneó la cabeza. Rafael percibió un sutil aroma a sándalo.
—Fíjate bien.
La frustración y la ira bullían en su interior. Rafael gruñó exasperado, sin
embargo, volvió de nuevo su mirada hacia la escena del exterior.
Los hombres continuaban en sus lugares, pero cada vez que uno de ellos
deseaba moverse a alguna parte, hacia una señal y una de las mujeres se
acercaba a él para conducirlo de la mano hacia donde deseaba ir. Rafael
arqueó las cejas en un gesto de sorpresa.
trazando signos.
Al instante Rafael sintió un fuerte mareo y cerró los ojos agarrándose a la
gruesa lona de la tienda para mantenerse firme mientras todo giraba a su
alrededor. El estómago se le contrajo, pero contuvo la náusea. Cuando el
mundo pareció estabilizarse, abrió despacio los ojos.
Solo vio oscuridad.
VI
mente, aportan color a nuestra vida. No se puede vivir solo en uno de los dos
lados, es necesario encontrar un equilibrio entre ambos mundos.
—Bien, ya lo he comprendido —le aseguró Rafael con tono duro—;
ahora, devuélveme la vista y dime dónde se encuentra Patricia.
—No se trata de comprender, muchacho —le explicó el anciano con la
misma suavidad—. Has levantado una muralla de razones alrededor del oasis
de tus sentimientos y caminas ciego ante ellas. Nuestro pueblo posee una
sabiduría ancestral; un antiguo proverbio dice: «Los ojos no sirven de nada a
un cerebro ciego». Tienes ojos, pero no logras ver más allá de las apariencias
en busca siempre de razones. Necesitas abrir tu mente a las innumerables
posibilidades que ofrece el universo infinito; solo entonces hallarás el camino
de regreso a casa.
—¿De regreso a casa? —repitió Rafael sorprendido.
—Cada hombre emprende su camino hasta encontrarse a sí mismo, el lugar
más profundo de su interior donde habita su verdadero yo, un oasis en el
desierto. Cuando lo encuentra, ha encontrado su hogar, y puede empezar a
reconstruirse a sí mismo.
conozco lo suficiente.
El anciano negó con la cabeza.
—Ni siquiera has empezado a conocerte a ti mismo —declaró con
solemnidad—. Aquí solo eres un iniciado.
Rafael escuchó pasos en el exterior de la tienda y notó el aire caliente
que penetró en el interior cuando se abrió la cortina. Oyó los murmullos de la
gente que entraba y el susurrar del roce de las túnicas contra los cojines al
sentarse. Una mano suave y cálida apresó la suya.
los invitados. Unos sirvientes retiraron con cuidado las mesas que ocupaban
el espacio central para que la bailarina pudiera danzar. Luego se hizo el
silencio roto solo por el sonido triste de una flauta. La dulce melodía
entonada rebosaba nostalgia y melancolía. Parecía traer ecos lejanos de una
antigua historia de amor.
De pronto el aire se perfumó con la fragancia del jazmín y se escuchó
el suave tintineo de unas campanillas. Rafael reconoció ese sonido, el mismo
que sonaba cada vez que Patricia aparecía y desaparecía, y su cuerpo se
tensó. Se aferró con fuerza a la mano de ella, como si así pudiera evitar que
desapareciese.
Una de las cortinas del fondo se abrió y entró una joven moviendo las
caderas y los brazos al ritmo de la música. Cada movimiento provocaba el
tintineo de las campanillas que rodeaban sus esbeltos tobillos, sus muñecas y
sus sinuosas caderas.
Rafael percibió la proximidad de su cuerpo cálido, cuando la
muchacha se detuvo frente a él. Escuchó a su lado la exclamación
sorprendida de Patricia.
—¿Qué suce…?
Se interrumpió cuando notó el roce de la piel aterciopelada de una
mano sobre su mejilla mientras lo envolvía el aroma cítrico del perfume de
Patricia. Todos los sonidos parecieron desaparecer mientras aquella mano
recorría su frente en una suave caricia, pasaba por sus ojos ciegos de
párpados cerrados, y delineaba el contorno de su nariz hasta posarse sobre sus
labios.
El sonido volvió a sus oídos cuando el ritmo de la música se
incrementó acompañada de los tambores y los crótalos. El corazón de Rafael
comenzó a latir con fuerza dentro de su pecho al notar que Patricia tomaba su
propia mano, fuerte y áspera, y la deslizaba por el rostro de ella hasta que sus
dedos se detuvieron sobre los labios dulces y cálidos. Le pareció que Patricia
—Ha sido fantástico, ¿verdad? —le comentó con una sonrisa sincera.
Rafael miró ese rostro hermoso que había acariciado hacía unos minutos y,
sin pensarlo, lo encerró entre sus manos y bajó la cabeza para besar aquella
boca tentadora. Sabía a miel y a especias, y sus labios eran tan suaves como
parecían.
Un carraspeo profundo le hizo tomar conciencia de que no se encontraban
solos y, aunque renuente, se separó de ella clavando su mirada en los ojos
violetas de ella.
—¡Patricia, puedo ver! —le dijo él con alivio.
Ella parpadeó entre sorprendida y confundida mientras se preguntaba por qué
la había besado Rafael. Quería preguntárselo, pero prefirió centrarse en sus
palabras.
—¿Por qué dices que puedes ver? —inquirió con curiosidad superada ya la
sorpresa inicial.
—Eso quiere decir que he superado la prueba —le respondió.
Patricia sacudió la cabeza.
—¿Qué prueba?
Rafael vio la incomprensión en sus preciosos ojos. «Entonces, ¿nunca he
estado ciego?», se preguntó mientras fruncía el ceño tratando de comprender.
¿Había sido tan solo un sueño dentro de otro sueño? Rafael se giró hacia el
anciano, pero su lugar se encontraba vacío. Quizás se había retirado durante
circulares había unas bandejas con frutas tropicales, vasos y una jarra de
plata. Rafael vio su mochila a los pies de una de las camas y suspiró aliviado.
Los hombres se la habían quitado cuando habían desmontado y ya la había
dado por perdida.
—Aquí podréis descansar —les dijo Kalim.
—¿Podremos marcharnos mañana? —le preguntó.
Kalim lo miró en silencio durante unos minutos.
—¿Por qué te preocupas por el mañana? —lo interrogó con
curiosidad—. Todo lo que tenemos es el hoy. Puedes aprovecharlo y
sola y estaba segura. Notaba a su alrededor los duros músculos de los brazos
de Rafael que contrastaban con la suavidad con que sus manos le acariciaban
la espalda. Pensó en el beso que él le había dado. ¿Por qué lo habría hecho?
Parecía como si su mente se hubiese marchado lejos un instante para luego
volver, pero sin recuerdos de lo que había sucedido en esos instantes. El
aroma a colonia masculina y el olor de su piel la distrajeron de sus
reflexiones. Notó la tensión en el cuerpo de él y el cambio en su respiración.
El estómago le dio un vuelco y el corazón comenzó a latirle más rápido.
Rafael solo había querido consolarla, pero mientras estaba ahí, entre
sus brazos, los recuerdos de las sensaciones de las caricias sobre su rostro lo
asaltaron, y el anhelo que había sentido de tocarla, regresó con fuerza.
Cerró los ojos y trató de dominar su cuerpo. Patricia se encontraba en
una situación vulnerable, no podía aprovecharse de ella. Relajó los brazos y
se separó poco a poco de ella. Le pareció que la oía suspirar, pero no sabía si
era por el alivio o por la decepción.
—Será mejor que descansemos un poco —le recomendó. Aunque su
tono sonó normal, su voz era más grave y ronca.
Iba a ser una larga noche.
«Resulta curioso que alguien pueda soñar dentro de un sueño», pensó
cuando abrió los ojos y su mirada somnolienta se posó sobre un rostro
ovalado de mujer iluminado por una tenue luz. Contempló los rosados labios
carnosos, la nariz fina y las perfiladas cejas sobre los ojos verdes. Su cerebro
despertó de golpe al registrar este último dato.
—¿Susana?
La bailarina le hizo un gesto para que guardase silencio. Él asintió.
—Mi nombre es Sara. Voy a ayudaros a escapar.
—¿Por qué? —inquirió él en voz baja.
La muchacha le impidió seguir hablando colocando un dedo sobre sus
labios. Su piel, tibia y suave, olía a jazmín.
—No es tu destino morar en el desierto —musitó ella con voz suave
en los labios.
—Es hora de irnos— le susurró al tiempo que le devolvía la sonrisa.
Sara les hizo señas para que la siguieran. Rafael cogió su mochila,
tomó a Patricia de la mano y salió detrás de la muchacha.
Los condujo silenciosamente a través del campamento. Las rutilantes
estrellas engalanaban el cielo nocturno como un millar de brillantes
lentejuelas. La suave luz de la luna iluminaba con sus rayos de plata las
arenas del desierto.
Los sueños desvelan lo que hay en nuestro interior. Nos muestran los deseos
ocultos, nuestros miedos más profundos, lo que somos y lo que queremos ser.
A veces utilizan el lenguaje dulce y sereno de la brisa que mece las flores o
de los colores de una puesta de sol; otras nos golpean con un lenguaje
amargo y feroz como el estallido de una tormenta o el lamento de la soledad.
Mira en tu interior; contémplate a ti mismo en el espejo de tu alma y dime
qué ves.
Coleccionista de sueños
de su vida. Una vida que ahora le recordaba un poco a aquel desierto: árida y
vacía.
Dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza pesaroso. La voz de
Patricia lo sacó de sus cavilaciones.
—Es precioso, ¿verdad? —comentó señalando el horizonte por donde
el sol asomaba tímidamente sus primeros rayos.
Rafael, sumido en sus propias reflexiones, ni siquiera se había dado
cuenta de que amanecía.
arenosas.
Súbitamente todo el paisaje cambió y se encontraron sobre una
pequeña embarcación mecida por las aguas de un inmenso océano. El único
sonido era el de las olas golpeando la madera.
Rafael siempre había estado orgulloso del control que ejercía sobre sí
mismo. Sus colegas admiraban su disciplina; a las mujeres las atraía su
pasión fría. En ese momento perdió su famoso control.
—¡Nada de esto tiene sentido! —gritó furioso—. ¡Ni siquiera tenemos
remos!
Patricia dejó escapar una risita nerviosa, pero enseguida se puso seria cuando
vio la mirada ominosa que le dedicaba Rafael.
—Esto es un sueño —le dijo tratando de calmarlo—, no puedes intentar
hasta que…
—…te convertiste en un hombre lógico, carente de sensibilidad —concluyó
Patricia por él.
Rafael esbozó una mueca de dolor ante aquella descripción de sí mismo, pero
tuvo que darle la razón.
—Tenía miedo —le confesó—, miedo a enfrentarme al dolor de una nueva
pérdida; si no sientes amor por las personas, no sufres por ellas. Siempre he
amado a mis hermanas, aunque no quisiera reconocerlo, por eso evitaba
verlas o pasar tiempo con ellas. Creía que si controlaba sus vidas desde fuera
no les pasaría nada —le explicó. La culpabilidad teñía sus palabras de
amargura—. Me equivoqué. Amar a alguien solo te hace más débil y más
vulnerable si permites que el otro te controle y decida por ti. Supongo que el
verdadero amor te da alas para la libertad y vuela contigo.
—Lo que has dicho es hermoso —le aseguró Patricia.
—Sí —aceptó él con sencillez mientras reflexionaba sobre sus propias
palabras—, lástima que la solución a nuestros problemas llegue siempre
demasiado tarde.
impuesto.
—¿Sabes?, yo creo que las soluciones a los problemas no llegan cuando uno
quiere —declaró ella— por mucho que nos esforcemos en buscarlas con la
mente, sino cuando estamos preparados para afrontar sus consecuencias con
el corazón.
Rafael abrió de nuevo los ojos y asintió pensativo. Sus miedos habían estado
siempre ahí, agazapados a la espera de saltar sobre él en algún momento de
debilidad; las soluciones también se encontraban ahí, ante él, pero se sentía
Patricia.
Se sintió arrastrado por una mano invisible que tiraba de él mientras el mar se
agitaba sobre su cabeza. Luchó inútilmente por subir a la superficie, pero los
brazos y las piernas se volvieron un peso muerto en su cuerpo. La presión
La experiencia que acababa de vivir había sido muy real. Sentía el sabor de la
sal en los labios y los pulmones le ardían. Se sentó, a pesar de tener el cuerpo
dolorido, y, finalmente, alzó su mirada hacia aquella voz tranquilizadora para
encontrarse con un rostro familiar.
—¿Patricia? ¿Te encuentras bien? ¿Estás herida?
La muchacha abrió sus ojos violetas asombrada y se alejó unos pasos
cuando él extendió la mano para tocarla.
—¿De qué me conoces? —le preguntó.
Le tocó el turno a Rafael de sorprenderse. Observó atentamente a la
joven. Tenía el rostro tenso y sus ojos lo escudriñaban con suspicacia. Sin
embargo, él estaba seguro de que se trataba de Patricia, aunque ahora vestía
como una campesina. Llevaba una blusa blanca ceñida que dejaba los
hombros al descubierto, una amplia falda verde en cuyo bajo destacaban unos
bordados de motivos florales con hilos del color del vino, y un pañuelo del
mismo tono rojizo cubriendo su cabeza. El cabello cobrizo, recogido en una
trenza, le caía por detrás acariciando su espalda; por delante, unos mechones
rebeldes escapaban de los confines de su prisión rozándole la frente.
«La misma mujer, pero dos sueños distintos», reflexionó mientras se
ponía de pie con cuidado para no asustarla. ¿Podría ser? La había visto
primero en sus propios sueños, luego en casa de su hermana, la había visto
también en las calles de Córdoba, y, finalmente, habían entrado juntos a ese
Los sueños traen alas de libertad. Pueden mostrarnos lo que un día fuimos,
lo que somos y lo que deseamos ser, pero no podemos atraparlos. Ese
instante queda suspendido en la nebulosa de lo que pudo o podrá ser. El
Rafael se sobresaltó. ¿Por fin había dado con el lugar donde se encontraba
atrapada su hermana?
—¿Hay un laberinto aquí? —preguntó sin importarle que su voz trasluciese
cierta ansiedad.
Ella negó con la cabeza barriendo con un simple gesto las esperanzas que
había despertado en Rafael.
—El bosque entero es un gran laberinto —le aclaró ella—. Mi pueblo se
encuentra situado en alguna parte en medio de él, aunque no sabemos
exactamente dónde, quizás en el centro. Nunca hemos podido llegar hasta los
límites del bosque ni tampoco descubrir lo que hay más allá de él.
—Entonces, ya habéis intentado salir —comentó más para sí mismo que para
ella.
Patricia sonrió con tristeza.
como si fuera real», se ordenó a sí mismo. Tal vez de cada sueño podría
aprender algo que le ayudase para el siguiente o que, incluso, le señalase el
modo de escapar de esa pesadilla a la realidad. «Una realidad en la que
Patricia no estará», pensó de pronto. Y sintió que algo se rebelaba dentro de
él.
La voz de la muchacha lo sobresaltó.
—Mira, ahí tienes la aldea.
Rafael contempló las hermosas construcciones que se levantaban en el claro
del bosque. De madera, con tejado a dos aguas y flores de vivos colores en
las ventanas, parecían casas sacadas de un cuento de hadas como los que su
madre le leía cuando era un niño. De algunas de las chimeneas de piedra salía
humo formando espirales. Las casas se encontraban rodeadas por pequeños
jardines cuyas flores y hierbas aromáticas perfumaban el lugar. El centro de
la aldea lo ocupaba una extensa plaza en la que se levantaba una fuente
construida en piedra, en cuyo centro crecía un árbol casi sin hojas.
Conforme se fueron acercando, la gente comenzó a murmurar y a caminar
detrás de ellos. Cuando llegaron al centro de la plaza, casi todo el pueblo se
había reunido allí. Un hombre grande, con aspecto de rudo leñador, de espesa
barba negra y penetrantes ojos verdes, se acercó a ellos seguido por los
ancianos del pueblo.
—¿Quién es? —preguntó con una voz sonora que retumbó en el espacio
abierto.
—Ha aparecido en el bosque —contestó Patricia con una sonrisa.
Un murmullo de asombro recorrió a los presentes y Rafael vio el alivio y la
esperanza dibujarse en todos los rostros.
—Entonces, es él —declaró el hombre entusiasmado—; el buscador del
camino.
Rafael no quería que la gente se hiciera falsas ilusiones. Él no era la respuesta
a ninguna profecía. No podía ayudarlos más de lo que podía ayudarse a sí
mismo.
—No sé si podré encontrar el camino para salir de aquí —les dijo—. Lo
único que quiero es encontrar a mi hermana y a…
Había estado a punto de nombrar a Patricia, pero al verla allí, mirándolo con
aquellos enormes ojos que cambiaban del violeta al azul mientras lo miraban
con tristeza y decepción, se detuvo a tiempo. «¡Maldita sea!», se lamentó. No
sabía por qué, pero no quería decepcionarla.
—Lo intentaré —dijo devolviéndole la mirada. La parte racional de su
cerebro protestó, pero, por primera vez, no le hizo caso.
curiosidad.
Los ojos de Danko parecieron brillar con algo sospechosamente
parecido a las lágrimas antes de responder.
—Las hojas que has visto representan el tiempo de vida que le queda
a la aldea. Antaño era un árbol verde y frondoso, alimentado por las aguas
subterráneas que manaban hasta la fuente. Nadie conoce el origen de esta
agua, probablemente se encuentre en algún punto del laberinto, pero se está
secando —explicó con voz entrecortada—. Si no encontramos pronto otro
pozo, la aldea desaparecerá.
Tras esta declaración el silencio volvió a extenderse entre ellos, cada uno
sumergido en sus propias preocupaciones.
—Haré lo que pueda —le prometió Rafael a Danko. Sabía que no debería
importarle tanto, ya que al fin y al cabo aquello no era más que un sueño; sin
embargo, algo en su interior lo empujaba a estar alerta, como si hubiese más
en juego de lo que parecía.
Danko se levantó al terminar la cena en la que había fluido agradablemente la
conversación e incluso la risa.
—Tengo que marcharme para atender unos asuntos. Mi hija te atenderá si
necesitas algo, y será ella la que te acompañará mañana en el camino —le
dijo—. Es la que más lejos ha llegado; parece que ella también sabe lo que
quiere encontrar —comentó dirigiendo una sonrisa cariñosa a la muchacha.
—Entonces, ¿has llegado muy lejos? —le preguntó Rafael una vez que se
quedaron solos.
Patricia negó con la cabeza mientras clavaba su mirada en la oreja de Rafael,
el punto que le pareció más inofensivo. Aquel hombre provocaba en ella unas
siempre asociaría con ella. Recordó sus curvas perfectas cuando la había
abrazado, y cómo encajaba con él. Recordó las caricias sobre su rostro. Ella
debió de notar que la observaba porque se volvió hacia él.
—Cuéntame por qué sabías que me llamaba Patricia —le pidió sentándose a
su lado.
Rafael dudó sobre lo que contarle, pero al final decidió que lo mejor sería que
lo supiera todo, así que comenzó con su llegada a Córdoba.
—Entonces, ¿todo esto no es más que un sueño? —inquirió ella cuando él
terminó su relato.
Lo conmovió la tristeza de su mirada.
—Lo siento —le dijo con voz suave.
Dejándose llevar por un impulso le retiró un mechón de pelo que caía sobre
su frente. Acarició sus perfiladas cejas, del mismo color cobrizo que su pelo,
y descendió por la suave mejilla hasta sus generosos labios. Pasó el dedo
sobre su labio inferior y notó cómo Patricia se estremecía.
Abrió los ojos asombrada.
—Recuerdo el tacto de tu piel.
El cálido aliento de ella sobre el dedo que aún reposaba sobre sus labios, hizo
arder a Rafael. Deslizó la mano hacia la nuca de la muchacha y la atrajo hacia
sí con suavidad.
—También tendrás esto para recordar la próxima vez que nos veamos —le
aseguró con voz enronquecida antes de posar los labios sobre los de ella.
Fue un beso dulce, sin exigencias. Patricia sentía la boca de él deslizarse
suavemente sobre sus labios, saboreando, explorando, invitándola a abrirse a
él. Menos mal que se encontraba sentada, porque las piernas no la hubieran
agradeció la brisa fresca que entraba por la ventana. Su cuerpo ardía por
Patricia mientras su mente no dejaba de recordarle que aquello no era más
que un sueño. Se durmió pensando en Sofía, y rogando para que el sueño no
cambiase de forma mientras él dormía.
—Sí, preparo algo de comida para el camino —le explicó ella mientras lo
invitaba a sentarse a la mesa para comer—. Cuando salimos, solemos
regresar al atardecer.
Rafael tomó una rebanada gruesa de pan y un trozo de queso.
—Este camino es recto, pero no lleva a ninguna parte —le dijo—. Al fondo
solo encontrarás una espesa muralla de árboles. Como puedes ver, a ambos
lados de este camino se abren unas entradas, ocho en total. Puedes elegir la
que desees para comenzar.
—¿Cuál es la que conoces tú? —le preguntó.
Ella señaló la primera entrada del lado derecho.
—Pues entonces comenzaremos con aquella —le dijo señalando la primera
del lado izquierdo.
Patricia asintió con una sonrisa y el corazón de Rafael dio un brinco. ¿Cómo
podía ella confiar tanto en él? Lo asaltó una oleada de posesividad y juró que
no dejaría que le pasara nada. La tomó de la mano y penetraron en el
laberinto por aquel sendero desconocido.
IX
Rafael escuchaba los diversos sonidos del bosque, la brisa agitando las hojas
de los árboles, los trinos melodiosos de los pájaros. Podría pensar que se
encontrado algo que le hubiese servido de ayuda, sobre todo algo relacionado
con los sueños que tanto ella como Patricia habían tenido y que se referían al
laberinto.
Avanzaban por el camino envueltos en una suave penumbra. Las copas de los
árboles parecían estirarse hasta tocar el cielo, por lo que impedían que la luz
incidiese directamente sobre el sendero. Tampoco podían escalarlos para
intentar distinguir desde las alturas cuál era el diseño del laberinto.
—¿Cómo se llama tu hermana? —le preguntó Patricia.
—Sofía.
—Y ¿cómo quedó atrapada aquí? —quiso saber. Aunque la noche anterior
Rafael le había explicado muchas cosas, no le había contado cómo había
entrado su hermana en el sueño. Sentía curiosidad, pero también preguntaba
llamarla por teléfono a menudo —le explicó con voz tensa. Aún se sentía
culpable—. Pensaba que ella se encontraría bien y que si necesitaba algo me
llamaría. A mí el trabajo se me acumulaba constantemente, y… —se
interrumpió y meneó la cabeza con pesar— no hago más que justificarme. Lo
a menudo, porque luego puede ser demasiado tarde para hacerlo —le dijo.
Las dulces palabras provocaron que a la mente de Rafael afluyeran los
recuerdos de la muerte de su madre. La ambulancia la había trasladado
directamente al hospital, pero los médicos no pudieron salvarle la vida. Jamás
había visto llorar a su padre, hasta ese momento, cuando les dio la noticia.
Rafael había negado con la cabeza incapaz de aceptar la idea, y había salido
corriendo perseguido por la culpabilidad con las lágrimas impidiéndole ver el
camino. Si él no le hubiera gritado, si no le hubiera dicho aquellas palabras y
no se hubiera encerrado en su cuarto enfadado…
El recuerdo era tan vivo que sintió que el corazón se le contraía de nuevo de
dolor y una oleada de tristeza lo inundó por dentro. El nudo que se le había
formado en la garganta le impidió responder a Patricia, aunque no hacía falta.
Ella comprendía su dolor, y acercó los labios a los suyos para darle consuelo.
De pronto, una lluvia cálida descendió del cielo empapando el camino por el
que avanzaban. Ambos alzaron su mirada al cielo y sonrieron.
—¡Llueve! —gritó Patricia sorprendida y emocionada—. ¡Está lloviendo!
Comenzó a danzar alegremente bajo la lluvia, girando sobre sí misma y
alzando su rostro sonriente hacia el cielo. Se acercó a él y lo tomó de la mano
arrastrándolo consigo para que bailara. La lluvia significaba vida para su
aldea.
Rafael agarró a Patricia de la cintura y giró con ella en el centro del
camino. La risa cristalina de la muchacha rozaba las copas de los árboles que
las gotas de lluvia mecían. Se detuvo lentamente, con los ojos clavados en su
rostro. Aquellos ojos del color de un campo de violetas tenían un brillo cálido
cuando lo miraban y Rafael sintió que algo se removía en su interior. Sin
soltarle la cintura, se inclinó hacia ella y bebió de sus labios las gotas de
lluvia mientras algo nuevo nacía en su corazón.
La lluvia cesó de repente, aunque ninguno de los dos fue consciente
de ello.
Patricia se dejó caer contra el cuerpo duro y húmedo de Rafael. El
calor que desprendía la debilitaba. Mantuvo los ojos cerrados mientras él
continuaba besándola en la frente, en el cuello, en los labios otra vez. Una
lluvia de besos que la dejó débil y anhelante. Notaba sus manos grandes
satisfacción y de ternura.
—Digo que ha dejado de llover —repitió mientras le acariciaba la
mejilla, como si no fuera capaz de dejar de tocarla—. Será mejor que sigamos
caminando.
mojada y del olor a humedad mezclado con los aromas del pino, la
madreselva y la fragancia de limón de Patricia.
Fue ella la que primero rompió el silencio.
—Es triste perder a alguien —admitió en voz baja—. Yo perdí a mi madre, y
a veces me he sentido muy sola sin ella. Mi padre es maravilloso, pero…
Se encogió de hombros, como si aquel gesto pudiera explicarlo todo, y para
Rafael lo explicaba. El cariño de un padre y de unos hermanos no era
suficiente.
—Debió de ser difícil para ti —señaló él sin ser consciente de que las
pensamientos.
Él clavó la mirada en el camino que se extendía recto frente a él y pensó en
su vida, en los años tras la pérdida de su madre, cuando su padre se había
marchitado ante sus ojos y todo el peso de sacar adelante a la familia había
recaído sobre Marina.
—La verdad, creo que nunca había sido tan consciente de mi soledad como
hasta este momento —contestó con sinceridad—. Mi hermana Marina me
obligaba constantemente a enfrentarme con la realidad de mi vida con sus
rápidamente?
—¿Sucedía lo mismo en las otras partes del laberinto que tú has
recorrido? —le preguntó a Patricia.
Ella negó con la cabeza, tan sorprendida como él.
—No, allí todo es normal. Aquí parece como si el bosque tuviera vida
propia o como si reaccionase ante algo.
—Sí —convino él reflexivo—, resulta extraño.
Una absurda hipótesis comenzó a insinuarse en su mente.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Patricia inquieta—.
¿Seguimos adelante?
Rafael sonrió para tranquilizarla.
—Bueno, pues creo que este es un buen momento para que hagamos
camino casi siempre giraba hacia la derecha, de tal forma que le daba la
sensación de estar caminando en círculos concéntricos.
—Parece como si nos encontrásemos dentro de una gran espiral —
convino él—, aunque a veces se rompe formando un ocho para volver a
empezar de nuevo con los giros.
—¿No crees que deberíamos empezar a regresar a casa? —le
preguntó ella manifestando su inquietud.
La oscuridad comenzaba a envolver con sus negros hilos de tela de
araña las frondosas copas de los árboles cerniéndose como sombras sobre el
caminata nocturna.
—Muy bien, regresemos a la aldea.
La sonrisa agradecida que ella le dedicó fue la certeza que necesitaba para
saber que había actuado correctamente. Se dieron la vuelta y reanudaron el
camino a la inversa.
—Quizás mañana podemos escoger otra entrada —sugirió Patricia.
—Sí —aceptó él distraído.
En ese momento su mente se centraba en Sofía, perdida en medio de aquel
mí.
Lentamente comenzaron a retroceder mientras, con cada paso, aumentaba el
volumen de los gruñidos. «¡Maldita sea!», murmuró Rafael al ver que el
animal avanzaba junto con ellos. Echó un vistazo rápido a la linde del bosque
para ver si encontraba algo con lo que poder defenderse. Descubrió una
gruesa rama cerca de donde se hallaba situada Patricia.
—¿Qué hacemos? —susurró ella con voz temblorosa.
Rafael odió el miedo que traslucía su voz. Se obligó a mostrarse tranquilo por
ella.
nerviosa.
—Sí, ahora —le insistió con apremio—. Háblame de cosas buenas
que te hayan sucedido.
Ella lo miró como si se hubiese vuelto loco, pero confiaba en él, así
sobre ella para cubrirla en caso de que el lobo decidiese atacar, pero el golpe
mortal no llegó. El animal se había desvanecido en la noche.
Miraron a su alrededor. Se hallaban en el camino principal que
conducía a la aldea. Habían entrado por la primera puerta del lado izquierdo,
y habían salido por la cuarta.
Bajó la cabeza para mirar a la mujer que yacía bajo su cuerpo. Su
cabello cobrizo había quedado extendido en el suelo como un precioso
abanico; las largas pestañas caían velando sus ojos, que parecían más azules
palabras lo que había en su corazón. Deslizó las manos por los músculos
firmes de su espalda y bajó hasta sus caderas gozando de su fuerza. Notó que
Rafael daba un respingo y ella recordó que se encontraba herido.
—¿Estás bien? —le preguntó con la voz teñida de preocupación
no comprendía
—Yo tampoco lo comprendo —admitió Danko.
Rafael parpadeó confundido. ¿Había dicho las palabras en voz alta?
Intentó recordar de qué hablaba el padre de Patricia y por fin se acordó
cuando iban a entrar en la casa.
—Os lo contaré —les dijo—, pero necesito estar a solas un momento.
Danko asintió con la cabeza. Pasó el brazo por los hombros de su hija
y la atrajo hacia sí mientras la instaba a caminar hacia el cálido hogar.
—Pero…
—No me sucederá nada —la interrumpió él con suavidad—, te lo
prometo.
Danko, que había estado escuchando en silencio aquel intercambio, se
Le dolía el corazón verla así, pero sabía que no tenía respuestas para su
pregunta. Ni siquiera sabía lo que iba a pasar con él cuando el sueño
finalizase.
—No importa dónde estés, Patricia, te encontraré.
marcas que Patricia había hecho en los árboles para encontrar el camino de
regreso habían desaparecido. Parecía tratarse de un lugar diferente. No le
preocupó. Sabía que tenía que recorrer el camino hasta el final para
reconciliarse con su pasado.
Caminaba con la mirada fija en el camino y el pensamiento puesto en
Patricia. El aullido lejano de un lobo llegó hasta sus oídos.
—Hoy no, amigo —dijo con una sonrisa confiada—. Ella es mi
futuro.
Siguió adelante dejando que el tiempo avanzase a su propio paso.
Cuando llegó al final del camino, la vio allí. Estaba tal como la recordaba. La
tumba de su madre.
Un túmulo cubierto con una lápida blanca rodeado de fresca hierba
verde. Algunas margaritas habían brotado salpicando el campo. Se acercó
hasta la tumba y se arrodilló. Pasó la mano sobre las letras grabadas que
indicaban el nombre de su madre.
Se quedó en silencio. Después de un año de la muerte de su padre,
dejó de ir a visitar las tumbas. No quería recuerdos dolorosos. No sabía que el
dolor no provenía de la fría lápida, sino de su propio corazón.
—Lo siento —susurró con la voz entrecortada—, yo era solo un niño.
Nunca quise que te marcharas.
Una suave brisa se levantó de repente acariciándole el rostro y
No podía ser, lejos de Patricia no. Sin embargo, nada pareció moverse a su
alrededor.
De pronto lo comprendió todo. El pasado había sido ajustado, cada
cosa puesta en el lugar que le correspondía.
Las puertas del laberinto se cerraban.
XI
—Creí que no ibas a poder salir —le dijo Patricia acariciando los
duros planos de su rostro y los contornos de su torso como queriendo
asegurarse de que se encontraba bien.
Rafael esbozó una amplia sonrisa.
«No. Tengo que dejar de pensar así», se dijo. Respiró hondo para
tranquilizarse aunque no podía ignorar el dolor sordo que le apretaba el
corazón. Ella se encontraba bien. ¡Tenía que estar bien!
Había entrado en el laberinto sin pensar en las consecuencias. Había
pasado por alto un detalle cuando había estado en el laberinto del pasado;
cuando se habían encontrado con el lobo, el animal había ignorado a Patricia,
como si no existiese. Y era verdad. Patricia no había formado parte de su
pasado, pero esperaba que formara parte de su futuro. Sin embargo, había
desaparecido otra vez.
bajar hasta allí, podría intentar cogerla. Comenzó a descender sin hacer caso
de las piedras que se desprendían cada vez que apoyaba mal los pies y se
obligó a hablar para que Sofía no pensase en el miedo.
—Ya estoy llegando, Sofía. ¿Sabes? Te he buscado por todas partes, y
no sabes las aventuras que he vivido hasta encontrarte —le comentó
esforzándose por mantener un tono animado—. Ya no podrás decir que soy
serio y aburrido.
—Rafael, no puedo.
—Demasiado tarde.
«Demasiado tarde», repitió Rafael al ver precipitarse el cuerpo de su
hermana hacia el abismo. No fue consciente del grito angustiado que brotó de
su garganta ni de las lágrimas amargas que derramaron sus ojos. Los dedos le
sangraban de aferrarse con fuerza a las rocas, pero no sentía el dolor. La
había perdido. Había perdido a Sofía. La desesperación hizo que se le nublase
la vista y se tambalease hacia el abismo. Pensó que tal era mejor así, al fin y
al cabo les había fallado a todos, a sus padres, a Marina, a Sofía, incluso a
Patricia. No. A Patricia no, todavía no. Aún tenía una oportunidad para
encontrarla.
Tomó impulso para subir por la escarpada pared. Todo se volvió
negro en su mente y lo último que sintió fue alivio.
Los párpados le pesaban y sentía el cuerpo ligero. El sol le calentaba
el rostro y escuchaba los chillidos de las gaviotas. Pensó en las playas del
Caribe, la arena blanca, las bebidas heladas y un exótico perfume de mujer.
La palabra le trajo a la mente los últimos acontecimientos. ¡Sofía!
Se incorporó de golpe con los ojos abiertos y un latigazo en las sienes
límites puede ser peligroso para quienes se encuentran cerca; pero tampoco se
pueden someter y reprimir, igual que no se puede embotellar el mar.
Rafael lo observó con detenimiento mientras reflexionaba sobre sus
palabras. Allí sentado, con su túnica y su turbante, y el largo cabello blanco
sueño a otro.
Rafael se masajeó las sienes. Empezaba a dolerle la cabeza.
—Patricia llevaba uno igual —señaló. ¿Acaso también ella era una
mensajera de los sueños? ¿Nunca había sido real? Notó un dolor agudo en el
pecho, pero el corazón no podía doler, ¿o sí?
—¿La amas?
La pregunta lo tomó por sorpresa, aunque ya no debería sorprenderlo
nada de lo que sucediese en ese sueño. «¿La amo?», se preguntó. ¿Se podía
amar a alguien que no era real? El amor no representaba más que sufrimiento.
Cuando soñamos, somos más sinceros. Nos mostramos a nosotros mismos tal
como somos. Pero el sueño sigue siendo solo eso, un sueño. ¿Qué pasa
cuando volvemos a la realidad? Nos escondemos de nuevo tras la máscara.
de sus decisiones. Hasta ese momento él había permitido que Sofía se las
arreglase sola, pero todavía podía cambiar las cosas, y evitar que para ella y
para él fuese «demasiado tarde».
«Maldita sea, Rafael, piensa, piensa», se recriminó a sí mismo. Si el
futuro no consistía más que en una serie de posibilidades, sucesos que todavía
no habían ocurrido, Sofía debía de encontrarse atrapada en el laberinto del
presente. Cuando uno tomaba una decisión, debía enfrentarse a los miedos
que provocaba su elección. La experiencia del acantilado había sido solo eso.
Al pensar en ello, notó que el corazón se le volvía más ligero y el
dolor desaparecía. Ahora sabía lo que tenía que hacer, pero antes necesitaba
resolver su futuro con Patricia. Sabía lo que quería y por qué lo quería.
Se puso de pie y observó el camino que se bifurcaba ante él. Antes
su lado.
—Entonces, ¿volverás a marcharte?
Rafael percibió la tristeza en su voz y le rodeó los hombros con un
brazo. Patricia se recostó sobre su pecho con un suspiro de alivio, lo abrazó y
comenzó a acariciarlo. Apretada contra aquel torso duro y encerrada entre sus
brazos musculosos, se sentía segura. Escuchar el rítmico latido de su corazón
le daba paz. Pertenecía a ese hombre, y siempre sería así.
—Tengo que hacerlo —contestó él después de un momento. Acababa
de tomar una decisión. Ella era su futuro. Le puso un dedo bajo la barbilla y
le alzó el rostro para poder mirarla—. Quiero contarte algo.
Le explicó todo lo que había experimentado y vivido desde que había
viajado a Córdoba en busca de Sofía. Patricia lo contemplaba entre
asombrada y perpleja. Una sombra de tristeza veló sus ojos volviéndolos dos
zafiros brillantes. A Rafael se le oprimió el corazón en el pecho, pero
necesitaba que ella conociese la verdad.
Un silencio denso descendió sobre la habitación cuando él terminó de
hablar. Patricia se levantó y se dirigió hacia la ventana desde donde podía ver
a su hijo jugar en el jardín. Su hijo… Tan solo un sueño más. Una lágrima
traicionera escapó de los confines en donde pretendía retenerlas.
—Entonces, ¿nada de esto es real? —preguntó finalmente con voz
apagada—. Somos una ilusión; el sueño loco de alguien.
—¿Cómo se llama?
Patricia esbozó una sonrisa temblorosa.
—Rafael, como su padre.
Él la besó con ternura deseando que el tiempo se detuviese ahí.
Patricia lo tomó de la mano y tiró de él hacia las mismas escaleras por las que
había subido el hijo de ambos.
—Ven, todavía tenemos esta noche para crear recuerdos nuevos.
El amanecer los encontró con los cuerpos entrelazados, pero llegó
Sobre la cama se encontraba su mochila, con las cosas que había cogido de la
casa de Sofía.
—Te la dejaste aquí la última vez que te marchaste —le dijo Patricia
al ver que él se había quedado mirando la bolsa.
Rafael la tomó y vació su contenido sobre la cama. ¡Allí estaba! La
libreta negra de Sofía podía contener respuestas. La cogió sintiendo la
suavidad del cuero bajo sus dedos, pero dudó. Quizás lo mejor era seguir el
propio camino. Finalmente decidió no abrirla y volvió a meterla en la
mochila. Tomó el cordel que había dentro y cortó un trozo; luego sacó del
que tuvo en las calles de Córdoba, recuerdos de esa caída. Había visto la
pared pasar rápidamente ante sus ojos mientras él caía, y había visto el
saliente que podía haber sido su salvación.
Lo localizó justo a tiempo. Se aferró a él con la fuerza de la
desesperación, con los músculos de los brazos y la espalda en una tensión
imposible, y logró detener la caída. Respiró profundamente, con los ojos
cerrados, intentando calmar el corazón desbocado que golpeaba en su pecho
y ponía en su garganta un desagradable sabor metálico. La sangre le pulsaba
Dicen que el sueño es hermano de la muerte, pero yo creo que el que sueña
vive muchas vidas, vidas diferentes en mundos diferentes. Cada una de ellas
puede enseñarle algo nuevo si está dispuesto a aprender.
Le dolían los músculos de los brazos por la fuerza del agarre, y no sabía
cuánto tiempo más aguantaría en esa posición. No podía escalar la pared
hasta la salida del agujero por falta de salientes, y aunque tenía una cuerda en
la mochila que podía utilizar, no serviría de nada si la lanzaba los tres metros
que había hacia arriba ya que no tenía la seguridad de que se enganchase en
nada.
«Y ahora, ¿qué?», se preguntó con frustración.
Un susurro de voces le llegó desde arriba. A la distancia a la que se
encontraba no podía distinguir lo que decían ni si eran voces de hombre o de
mujer. ¿Podría tratarse de Patricia y de su hijo? ¿Era ella la figura que había
visto en el bosque?
—¿Hay alguien ahí? —gritó con voz potente.
—Muy bien.
Rafael respiró hondo y lanzó la cuerda procurando moverse lo menos posible
para evitar que el pedazo de roca sobre el que se apoyaba precariamente se
precipitase hacia el abismo junto con él. Notó cómo la cuerda se tensaba y
esperó alguna señal. Enseguida le llegó desde arriba la voz femenina.
—¡Listo!
Volvió a respirar en profundidad y se agarró con fuerza a la soga. Luego soltó
el aire despacio.
último día que la vio. Se veía hermosa, con su piel dorada y su larga melena
del color de la miel, pero no era Patricia. Un dolor profundo en el pecho le
recordó que el corazón podía doler de amor.
Susana miró a su alrededor desconcertada y luego se encogió de
hombros.
—Cuando saliste regresé al despacho para recoger los expedientes y
guardarlos en el archivo. Me sentí mareada y decidí echarme unos momentos
en el sillón. Cerré los ojos y cuando los abrí, me encontré en mitad de… —
hizo un gesto con las manos abarcando cuanto les rodeaba— esto.
constante llegaba hasta sus oídos. Ya lo había escuchado antes, pero había
pensado que se trataba solo del viento, ahora el sonido le pareció como si
alguien conversase en murmullos.
—¿Oyes las voces? —le preguntó Rafael también en un susurro—, a lo mejor
hay alguien más en esta parte del laberinto.
Susana negó con la cabeza.
—Es el bosque —respondió con una seguridad desconcertante.
Él alzó una ceja entre escéptico y sorprendido.
—¿El bosque?
—Sí, yo lo llamo el bosque de los susurros —le contó ella—. La primera vez
que pasé por aquí creí, como tú, que había alguien más; después pensé que se
trataba de la imaginación que me estaba jugando una mala pasada; pero al
final descubrí que se trata de voces susurrantes que flotan en el aire. A veces
hablan y a veces callan. Escucha.
Rafael prestó atención a los murmullos. Un estremecimiento le recorrió el
cuerpo. Aquel bisbiseo asemejaba a una letanía de sueños no cumplidos, de
futuros truncados; estaba llena de «habría querido», «me hubiese gustado»,
Rafael asintió.
—Ven, es por aquí —le dijo.
Echó a andar hacia el fondo del sendero principal, donde Patricia le había
dicho que se alzaba un muro que impedía el paso al laberinto del presente. No
sabía cuánto tiempo había transcurrido exactamente dentro del laberinto del
futuro, pero por primera vez podía ver el sol iniciando su camino de descenso
por el cielo.
Un nuevo temblor de tierra y el espantoso estruendo que lo siguió,
como si algo se rasgase en dos, puso a Rafael en alerta. Hasta ese momento,
la aldea y el camino principal habían sido lo único estable. Escudriñó los
alrededores y notó con aprensión que el paisaje comenzaba a difuminarse.
Los límites del sueño se destruían.
—¿Qué sucede? —preguntó Susana con inquietud.
—No te preocupes —la tranquilizó él evitando responder—. Vamos a
lograrlo.
Miró hacia atrás una última vez, hacia el punto donde se encontraba la
aldea… y Patricia. Apretó los puños con fuerza. Lo iban a lograr, por Sofía,
pero también por Patricia y por su hijo, para que pudieran hacer sus sueños
realidad.
Llegaron jadeantes al límite frontal del bosque. Una muralla arbórea se alzaba
frente a ellos. Detrás de ella, el laberinto del presente donde se encontraba
atrapada Sofía.
—Y ahora, ¿qué? ¿Cómo entramos ahí? —quiso saber Susana.
Rafael lanzó una mirada sombría a los árboles, enfilados como guardianes
protectores de aquel mágico espacio. No descubrió entre ellos ninguna
entrada, tal y como Patricia le había anticipado. Recorrió la hilera una y otra
vez con la esperanza de encontrar algo, un hueco, una pequeña abertura que
le permitiese pasar al otro lado.
Se detuvo junto a Susana con los puños apretados y la mandíbula en tensión.
fijamente clavada sobre los árboles. La tierra se sacudía, pero ni una sola
rama se movía, ni siquiera las copas de los árboles; ni una hoja caía al suelo.
No pudo evitarlo. Rafael se echó a reír cuando lo comprendió. Susana lo miró
como si se hubiera vuelto loco.
—Pero ¿cómo…?
—Ella nos encontrará —le aseguró él. «Ojalá no me equivoque», rogó para
sus adentros—. ¡Sofía!
Susana se unió a él. Poco después, un eco distinto les respondió.
—¡Rafael!
El corazón le dio un vuelco cuando escuchó su nombre como un susurro
lejano y comenzó a latirle con fuerza. Las venas de su cuello se dilataron por
el esfuerzo de proyectar su voz más lejos.
—¡Sofía!
—¡Rafael!
La voz sonó mucho más cercana esta vez y no tardó mucho en divisar la
pequeña figura de su hermana. Contuvo las ganas de correr a su encuentro y
detuvo a Susana para que no lo hiciera tampoco ella.
Cuando Sofía se acercó se arrojó en sus brazos riendo y llorando. Rafael la
abrazó con fuerza. No sabía si temblaba él o ella, o tal vez los dos.
—Lo siento —le dijo mirando sus claros ojos grises—, no debería haberte
dejado sola tanto tiempo.
—Claro que sí, eres mi hermana y te quiero —le confesó con la garganta
apretada.
Ella le dedicó una sonrisa cariñosa.
—Pero ahora todo está bien —le aseguró acariciándole la dura mejilla con
suavidad.
Un nuevo temblor provocó que las montañas se desgajasen y algunos árboles
fuesen derribados. Una columna de humo negro se alzó desde el fondo del
bosque. Las llamas avanzaban envolviendo el laberinto por los lados y
Sentía el cuerpo rígido y pesado, como si le hubieran dado una paliza. Quizás
había aspirado demasiado humo y había muerto. Sin embargo, notaba que
alguien lo sacudía con fuerza mientras lo llamaba, aunque sus ojos se
Los dígitos rojos del reloj que había sobre el escritorio de su oficina le
hicieron un guiño al avanzar un minuto más. Las tres de la tarde.
Las cortinas estaban echadas y los árboles dibujados en ellas
descansaban temblorosos sobre las vaporosas telas verdes con las que su
hermana Marina había cubierto las ventanas que permanecían abiertas
dejando pasar la brisa de mayo. Sobre su mesa de trabajo reposaban sus
libros, informes médicos y documentos de diversos tipos. Su maletín, con el
trabajo que había preparado para llevarse a casa, yacía abandonado sobre la
pecho y sintió que el corazón se le partía en dos. ¿Había vuelto a soñar con
ella? ¿Nada había sido real? Rechazó esa idea inmediatamente, como si con
ella traicionase la memoria de Patricia. Se incorporó lentamente en el sofá y
dejó que sus pies tocasen el suelo mientras se frotaba el rostro obligándose a
la vida.
Se levantó y comenzó a recoger sus papeles mientras pensaba qué
pasos iba a dar. Empezaría por Córdoba. Le preguntaría a Sofía…
—¿Me ha escuchado doctor?
puerta por donde salían los pasajeros que descendían de los diversos trenes
que llegaban a la estación. Observó atentamente los rostros de los que se
acercaban con maletas hasta que divisó la esbelta figura de su hermana. Su
corazón tropezó cuando le sobrevino el recuerdo de Sofía cayendo por el
acantilado. Aquello no había real, se dijo. ¿Y todo lo demás?
Alzó la mano para llamar su atención. Sofía lo reconoció y sus ojos
grises se iluminaron de alegría. Se acercó a él con una sonrisa radiante y,
dejando a un lado la maleta, saltó a sus brazos envolviéndolo en un fuerte
abrazo.
—Creí que estarías muy ocupado con tu trabajo para venir a
recogerme —le comentó ella cuando él la soltó—; me alegro de que no haya
sido así.
—Siento mucho no haber estado ahí cuando me necesitabas y no
haberte llamado más a menudo —repuso él con seriedad—, pero te prometo
que, a partir de ahora, podrás contar siempre conmigo.
Sofía abrió sus preciosos ojos grises colmados de sorpresa.
—¿Qué te ha pasado, Rafael? No pareces tú mismo —exclamó.
—Hola —le dijo ella con voz cálida y una sonrisa preciosa.
El estómago de Rafael se agitó mientras la visión de la muchacha
llenaba sus sentidos y caldeaba algo en su interior. Era Patricia, su Patricia, la
mujer de sus sueños.
—Pues nada, Patricia —comentó Sofía con voz risueña—, este es mi
hermano, del que tanto te he hablado, y que parece haberse quedado mudo
por el momento.
Rafael recuperó el habla, aunque no pudo controlar los saltos de su
corazón ni la reacción de su cuerpo que se estremecía por el deseo de tocarla
y saborearla de nuevo.
—No, perdona —se apresuró a decir con la voz enronquecida.
Carraspeó para aclararla—. Es que me has recordado a alguien que conocí
hace poco. Encantado de conocerte, Patricia.
musculoso, y besar su boca hasta que los dos estuviesen mareados de deseo.
—Bueno, pues en fin, aquí estamos —comentó Sofía burlona.
Observó el intercambio de miradas y la tensión sexual existente entre ellos, y
decidió intervenir—. Creo que ya tendréis más tiempo de conoceros en estos
días; yo, ahora mismo, me muero de hambre y me gustaría llegar a casa.
¿Dónde has dejado el coche?
Rafael logró apartar la mirada de Patricia y se volvió hacia su
hermana frunciendo el ceño.
—¿El coche? —preguntó consternado al ver las maletas y las bosas
apuesta.
Rafael frunció el ceño.
—¿Habíais apostado sobre mí? —preguntó con una indignación no
demasiado fingida.
Sofía le sonrió dulcemente.
—Le dije a Patricia que nos tocaría ir en metro porque se te olvidaría
traer el coche, pero ella se empeñó en defenderte —señaló alzando las cejas
en un gesto de incomprensión—, así que apostamos. Le dije que perdería
estación. Bajó la ventanilla para que entrase algo de aire mientras vigilaba la
salida de pasajeros. Distraídamente acarició con dedos suaves el medallón de
piedra verde que colgaba de su cuello siguiendo las líneas grabadas en ella
por sus ancestros. El secreto del medallón que le había transmitido su madre,
había pasado de generación en generación a través de las mujeres de la tribu
ojibwe.
Estaba orgullosa del trabajo que había realizado, aunque esta vez le
había costado mucho más construir el sueño. El miedo a amar de Rafael, su
algunos los alcanzamos y otros no, depende de la fuerza con la que los
deseamos y de cuánto luchemos por ellos.
Nosotros mismos estamos hechos de sueños. Tú eres un sueño para alguien.
No condenes ese sueño al fracaso aferrándote a tu soledad.