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Tu en Mis Suenos - Christine Cross

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Tú en mis sueños

Christine Cross
Título original: Tú en mis sueños

Primera edición: Julio 2018

© 2018, Christine Cross

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los


apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta
obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el

tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de reproducción o


cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito del titular del
copyright.
Tú en mis sueños

Un hombre que no se alimenta de sus sueños


envejece pronto.
William Shakespeare

A veces la vida resulta aburrida, monótona; por eso las personas tratan de
romper esa monotonía como pueden. Está el grupo de los deportistas, esos
que corren, montan en bicicleta o van al gimnasio; luego tenemos el grupo de
los lectores, que siempre llevan un libro en la mano, en el bolso o en el
maletín, y lo usan en el metro, en el autobús o en una cafetería; hay quienes
viajan y quienes practican hobbies como la caza o la pesca; y, por último,

tenemos a los coleccionistas.


Yo pertenezco a este último grupo. Entre mis colegas los hay que
coleccionan cuadros, libros, monedas o sellos. Son lo que yo llamo
coleccionistas clásicos. Puedes encontrar también a algunos que coleccionan
cosas un poco más raras como autógrafos, jabones, muñecas e incluso
mechones de pelo.
Mi propia colección también es muy particular.
Colecciono sueños.
I

¡Por fin viernes!


Rafael dejó escapar un suspiro de alivio. Cerró el cuaderno que
contenía los apuntes sobre su último paciente y se reclinó contra la silla

forrada en suave piel.


De color negro, combinaba perfectamente con el resto del mobiliario
de la sobria oficina: un gran escritorio, también de color negro, en el centro
de la habitación; dos cómodas sillas frente al escritorio; un armario con
estanterías llenas de libros de todos los tamaños; un mueble archivero de esos
que nunca encuentras la llave para poder cerrarlo, aunque lo que contiene se
supone que es confidencial; y un sofá alargado y bastante mullido que
ocupaba toda una pared lateral.
Había también una mesilla de cristal sobre la que descansaban

algunas revistas, pero esta no contaba en realidad, porque su hermana —que


se había encargado de decorar su despacho— había colocado ahí una mesa
tan baja que para lo único que servía era para tropezar con ella y destrozarse
las espinillas. Sus piernas ya contaban con algunas marcas que atestiguaban
este hecho.
Las cortinas que cubrían las dos grandes ventanas de la estancia
resultaban cuando menos «simpáticas». Esta fue la única palabra que le vino
a la mente cuando su hermana se las enseñó y le preguntó qué le parecían. Se
trataba de unas vaporosas telas verdes surcadas por diseños de troncos de

árboles. Ella le aseguró que pondrían una nota de color en la oficina y a él no


le quedó más remedio que darle la razón a Marina. Siendo la mayor de los
tres hermanos, había asumido en serio su papel al fallecer su madre. Incluso
ahora, que él había cumplido treinta y cuatro años, siete menos que Marina,

ella seguía ocupándose de él.


Rafael dejó escapar un suspiro de cansancio, recolocó el letrero con el
que uno de sus pacientes había jugado nervioso y que rezaba «Dr. Rafael
Robledo. Psiquiatra», y pulsó el interfono.
—¿Queda alguna cita más? —preguntó.
—No, doctor —respondió la voz de su joven secretaria.
—Gracias, Susana.
Apagó el aparato y estiró los músculos. Sentía el cansancio en el

cuerpo; deseaba poder cerrar los ojos y relajarse en la cómoda silla. Por
suerte era ya viernes y tendría el fin de semana para descansar. Le gustaba
correr para mantenerse en forma, así que aprovecharía esos días para dar unas
vueltas por el parque que había al lado de su casa, vería la televisión y
adelantaría algo de la conferencia que tenía que preparar para el simposio de
psiquiatría.
Se levantó perezosamente y comenzó a ordenar los documentos que
había esparcidos sobre la mesa. Se detuvo al encontrarse con unas hojas en
las que aparecía el rostro de una mujer. Eran unos bocetos que había

realizado de la mujer que aparecía últimamente en sus sueños. Hacía una


semana había comenzado a soñar con ella. Estaba seguro de que no la
conocía y, sin embargo, noche tras noche volvía a ver sus rasgos, su rostro
ovalado de suave piel tostada, sus ojos almendrados del color de las violetas

bajo unas cejas finas y arqueadas, y el cabello cobrizo que caía en largos
mechones ondulados sobre los hombros. Sus dibujos, en blanco y negro, no le
hacían justicia a la mujer, aunque él recordaba todos los detalles con claridad.
Juntó las hojas con los documentos que había escogido para llevarse a
casa y los metió en el maletín.
Escuchó unos golpes discretos y la puerta se abrió con suavidad.
Entró Susana con un fajo de papeles en la mano.
—Doctor, no se olvide de los expedientes que tiene que revisar —le

dijo al tiempo que le entregaba los documentos.


Rafael le agradeció con una sonrisa. Susana era una secretaria muy
eficiente, además de ser una mujer hermosa con su piel dorada, su larga
melena del color de la miel y unos ojos verdes de hechicera. En ese momento
se preguntó por qué nunca la había invitado a salir. A lo mejor podían quedar
para tomar algo ese fin de semana.
Supo que llevaba algunos minutos mirándola fijamente cuando vio
que alzaba una de sus perfiladas cejas.
—¿Necesita algo más, doctor?

—Susana, ¿tienes algo que hacer el fin de semana? Tal vez podemos
quedar en algún momento para tomar algo.
La risa cristalina que dejó escapar la muchacha le arrancó a él una
sonrisa.

—Yo no, doctor, pero usted sí, ¿o se ha olvidado ya de que tiene que
entregar el lunes su ponencia escrita para el simposio?
—¡Demonios! —soltó mientras se dejaba caer sobre la silla—, lo
había olvidado. Quizás otro fin de semana —añadió esbozando una sonrisa
pesarosa.
—Puede ser. Nunca sabemos lo que nos deparará el mañana. Quién
sabe, tal vez este fin de semana le cambie la vida —repuso en un tono
misterioso. Luego le guiñó un ojo antes de salir del despacho y cerrar la

puerta.
Rafael se recostó contra la silla y cerró los ojos. Se sentía cansado y
frustrado. Hacía mucho tiempo que no salía con una mujer ni se divertía con
amigos. En el trabajo le iba muy bien, pero le absorbía demasiado, y le dejaba
poco tiempo para otras cosas. Recordó las palabras de Susana acerca de no
saber lo que nos traerá el mañana. Él sí lo sabía. Tenía su vida organizada
casi al milímetro, y su agenda actualizada y en orden con un montón de
compromisos. Se preguntó entonces de dónde le había surgido la idea de
invitar a Susana a tomar algo. Quizás se trataba solo de aburrimiento; se

había cansado de la monotonía y previsibilidad de su vida. Necesitaba algo


distinto.
El repentino pitido del interfono lo sobresaltó.
—Su her…

La voz de su secretaria fue interrumpida por la abrupta entrada de


Marina en la oficina. Alta, casi tanto como él, de figura delgada y elegante,
parecía arrastrar consigo la avasalladora fuerza de un vendaval.
—Hola, Rafael. Le he dicho a Susana que no me anunciase. Ya sé que
no me esperabas y que probablemente tienes mucho que hacer, como
siempre, pero necesitaba hablar contigo y este es tan buen momento como
cualquier otro.
Se detuvo a su lado y lo besó ligeramente en la mejilla esbozando una

sonrisa cariñosa.
—Hola, Marina —la saludó él reprimiendo un suspiro de resignación.
—Veo que ya has recogido tus cosas —comentó mirando el maletín
que él tenía en la mano—, y como supongo que ibas a comer, te invito yo y
así charlamos un rato.
Enlazó el brazo con el suyo y tiró de él para sacarlo de la oficina,
dándole apenas tiempo de decirle a Susana que cerrara el consultorio y que se
verían el lunes.
—No habrás traído el coche, ¿verdad? —preguntó su hermana, y sin

darle tiempo a responder, prosiguió—. No, claro que no, nunca lo traes.
Prefieres venir en metro.
Él se encogió de hombros con indiferencia.
—Es más cómodo —repuso.

«Y más rápido», pensó. El tráfico en las calles de Madrid se


transformaba en una especie de tortura lenta y despiadada durante las
primeras horas del día y a la hora de comer. La estación de Príncipe de
Vergara quedaba tan solo a unos metros de su consultorio en la calle Goya,
por lo que resultaba fácil llegar allí desde su casa.
—Bueno, ¿y cómo estás? —preguntó Marina una vez que se hubieron
internado en la maraña de coches que surcaban las madrileñas calles.
Rafael reprimió el impulso de agarrarse con fuerza al cómodo asiento

del Audi plateado. Su hermana conducía como lo hacía todo, con decisión y
con un caótico desorden; todo lo opuesto a él, que era ordenado y
metódicamente riguroso.
—Bien —contestó—. No tengo prisa —añadió al ver que su hermana
adelantaba peligrosamente a otro conductor.
Marina chasqueó la lengua con desaprobación.
—Tú nunca tienes prisa. Mírate, tienes ya treinta y cuatro años y
sigues soltero.
Él puso los ojos en blanco. Su hermana iba a empezar de nuevo con

su tema favorito. Enamorada de su esposo y madre feliz de tres hijos,


enseguida adoptaba la actitud de «yo sé lo que es mejor para ti».
—Y me encuentro bien así, gracias —repuso con rapidez intentando
zanjar la cuestión.

—No es posible que no haya ninguna chica en tu vida —insistió ella


echando un rápido vistazo a su atractivo acompañante.
Piel morena; rostro anguloso con barba de un día; ojos grises como
nubes de tormenta enmarcados por espesas cejas negras, y el abundante
cabello negro peinado hacia atrás. Marina sacudió la cabeza mientras
esperaba la respuesta de su hermano.
El rostro de la mujer de sus sueños cruzó por la mente de Rafael, pero
se desvaneció rápidamente.

—No tengo tiempo para esas cosas —replicó con un gruñido, que
bien podía deberse al tema que trataban o al brusco frenazo que acababa de
dar su hermana para no embestir al coche de delante.
—No es cuestión de tiempo, Rafael, sino de ganas, de buscar —lo
reprendió ella—. No puedes pasarte el día encerrado en tu consultorio y
sepultado entre esos libracos médicos que abarrotan las estanterías, ni
quedarte cómodamente en casa los fines de semana.
—Marina, ¿no habrás venido a verme solo para hablar de mi vida
sentimental? —le espetó con tono de fastidio.

Ella se volvió a mirarlo haciendo ondear su rubia cabellera y arqueó


una ceja con arrogancia.
—Soy tu hermana mayor y me preocupo por ti —se defendió—, pero
no, no he venido a hablar contigo de eso. Hay otra cosa que me preocupa aún

más.
El tono serio de su hermana hizo que se pusiera alerta.
—¿Qué es?
—Sofía.
Sofía era la hermana menor. Cuando murió su madre, él tenía doce
años, Marina diecinueve y Sofía siete. Marina había sido como una madre
para los dos, pero especialmente para Sofía. Su hermana pequeña tenía ahora
veintinueve años y vivía en Córdoba, donde trabajaba en un estudio de

diseño.
—¿Qué pasa con ella? —quiso saber él.
—¿Cuánto hace que no hablas con ella? —lo interrogó Marina a su
vez.
Él compuso una mueca mientras se quitaba la chaqueta del traje y se
aflojaba la corbata. El sol de mayo penetraba con fuerza por el vidrio
delantero del coche.
—Hace ya bastante tiempo —contestó mirándola con atención—.
¿Por qué?

—Yo suelo hablar con ella al menos dos veces por semana para saber
cómo se encuentra o si necesita algo —le explicó ella—. La semana pasada
no me contestó al teléfono y pensé que quizás había ido a algún curso o algo
así y se le había olvidado avisarme, pero esta semana la he llamado y

tampoco me ha respondido. Estoy preocupada, Rafael.


Él asintió. Comprendía bien a Marina. Sofía conocía a su hermana y
sabía cuánto se preocupaba por ella, así que resultaba extraño que no le
hubiese devuelto las llamadas solo para tranquilizarla.
—¿La llamaste al móvil?
—A los dos —dijo ella—, al fijo y al móvil, y nada. Por eso quiero
que vayas a Córdoba este fin de semana y te asegures de que se encuentra
bien.

Rafael se volvió hacia ella con los ojos abiertos por el asombro.
—¿Quieres que yo vaya?
—Vamos, Rafa —le dijo ella con una súplica en sus ojos grises tan
parecidos a los de su hermano—, tú eres soltero; yo tengo una familia de la
que cuidar, no puedo irme un fin de semana así como así —se quejó ella. Y al
ver que su hermano abría la boca, se apresuró a añadir—: además solo serán
dos días. Incluso puedes coger el Ave, asegurarte de que se encuentra bien, y
volver el mismo día si lo prefieres; pero me quedaré más tranquila si vas tú.
La mente de Rafael tardó unos segundos en analizar las implicaciones

de ese viaje. En el tren podría trabajar en la ponencia para el simposio, y


haría algo de ejercicio caminando por las calles de Córdoba mientras visitaba
los famosos patios tapizados de flores cuya fiesta se celebraba durante ese
mes.

—Muy bien —aceptó—, iré.


Marina le dedicó una sonrisa deslumbrante y frenó bruscamente al
encontrar un lugar donde estacionar el coche cerca de su restaurante favorito.
—Eres un cielo. Me quedaré mucho más tranquila cuando me
confirmes que Sofía se encuentra bien —le dijo cuando terminó de aparcar—.
Ven, vamos a comer algo.
Bajaron del coche en la transitada calle de Sagasta y su hermana lo
guió hacia el restaurante. La Manduca de Azagra era un local con decoración

moderna y cocina clásica. A Marina le encantaba.


—Aquí se comen las mejores verduras de todo Madrid —le aseguró.
Él sonrió benevolente, ya que prefería un buen filete de carne poco
hecha.
Comieron tranquilamente mientras se ponían al día y Marina insistía
de tanto en tanto que tenía que pasar más tiempo con sus sobrinos.
—Casi no te vemos —se quejó ella—. El trabajo te absorbe
demasiado.
Él se encogió de hombros mientras degustaba el vino de su copa.

—No se te olvide darme la dirección de Sofía —le dijo cambiando de


tema.
—Te la apunto ahora mismo —respondió ella. Sacó papel y bolígrafo
y anotó rápidamente los datos—. ¿Cuándo piensas viajar?

—Creo que me iré esta tarde, si es que encuentro un hotel donde pasar
la noche.
—Puedes quedarte en el piso de Sofía, tiene varias habitaciones —le
comentó Marina mientras extraía una llave de su bolso y la dejaba sobre la
mesa—. Me la dio por si acaso iba a verla y ella no se encontraba en casa en
ese momento.
Rafael cogió la llave y la guardó en su maletín. Luego pidió la cuenta.
—Será mejor que me vaya para preparar la maleta y conseguir un

billete de tren.
—¿Quieres que te lleve a la estación? —le preguntó Marina.
Él negó con la cabeza.
—Prefiero ir en metro, es más seguro —le contestó con una sonrisa
burlona. Como única respuesta, su elegante hermana le sacó la lengua.
Salieron de nuevo a la calle y Rafael acompañó a Marina a su coche.
—Te avisaré en cuanto sepa algo de Sofía —le aseguró mientras se
despedía de ella con un beso.
—Vale.

En los ojos de Marina se reflejaba la preocupación que sentía.


—No te preocupes —la tranquilizó él—, seguro que estará bien, ya
verás.
—Espero que así sea —repuso ella meneando la cabeza mientras

subía al Audi.
Lo saludó con la mano y abandonó el aparcamiento.
Rafael suspiró. Tenía que darse prisa si quería viajar esa misma tarde.
Su casa no quedaba lejos, así que no tardó en llegar. Dejó la chaqueta y el
maletín sobre el sillón y probó a marcar el número de Sofía. Nadie contestó.
Buscó en Internet un billete de tren y compró uno para las 18:05 que llegaba
a la estación central de Córdoba a las 19:50, lo que le dejaba tiempo
suficiente para llegar a casa de Sofía a cenar.

Una vez que arregló lo del viaje, se duchó y se puso unos vaqueros
desgastados, que le resultaban muy cómodos, y una camiseta blanca de
algodón. Preparó la maleta rápidamente y se fue hacia la estación mientras
pensaba que su previsible vida acababa de dar un vuelco.
II

Cada sueño se entreteje como una fina tela de araña, de tal modo que nunca
sabes por dónde empieza ni en dónde acaba.
Coleccionista de sueños

El tren entró puntualmente en la estación de Córdoba.


Rafael descendió y aspiró el aire limpio de la ciudad. Subió por las
escaleras mecánicas y se detuvo en la zona de tiendas y cafeterías. Tenía
hambre, pero pensó que quizás sería mejor esperar para comer algo en casa
de Sofía. Cuanto antes llegase y averiguase qué había pasado con su
hermana, mejor.
De repente, una sensación extraña se apoderó de él, un hormigueo que

le recorrió el cuerpo y le puso el vello de punta. Tenía la impresión de que


alguien lo vigilaba. Un escalofrío le atravesó la espalda y buscó a su
alrededor con la mirada. No percibió nada extraño. Viajeros con maletas
cruzaban ante él, había gente sentada en las cafeterías y algunas personas
esperaban la llegada de nuevos trenes. Se pasó la mano por el rostro, notando
la barba incipiente, y pensó que se trataba solo de cansancio acumulado. Tal
vez una buena noche de sueño le ayudaría.
Salió de la estación y cogió un taxi de los que hacían cola en la
puerta.

La casa de Sofía se encontraba cerca de la Mezquita, en una estrecha


callejuela llamada Calleja de las Flores. El taxi lo dejó lo más cerca que
pudo de la dirección. Gran parte de la zona centro era peatonal y los coches
tenían prohibido pasar, así que tuvo que hacer el resto a pie. No le importó.

La tarde era cálida y le resultó agradable recorrer la intrincada red de


callejones que rodeaban el vetusto edificio emblemático de la ciudad.
Tiendas, tabernas y restaurantes tenían sus puertas abiertas a los turistas y
viandantes que transitaban por las calles gozando de la seductora tarde
cordobesa.
Cuando dio con el número que buscaba, sacó la llave y entró en la
casa de dos pisos. Agradeció el frescor que reinaba dentro. Con un vistazo
general, se dio cuenta de que el interior de la vivienda había sido renovado y

modernizado, y supo que Sofía debía de sentirse muy a gusto en esa casa. Sin
embargo, no había rastro de ella.
Dejó la maleta en el salón y comenzó a recorrer las habitaciones. La
cocina, funcional y bien amueblada, estaba limpia y ordenada. Por el
contrario, los dos dormitorios se encontraban desordenados y las camas con
las sábanas revueltas. Reconoció enseguida la habitación de su hermana por
las fotos de Marina y ella que había esparcidas por todas partes; también
había una foto de los tres juntos en el parque del Retiro. Sonrió al verla
recordando el momento en que se la habían tomado, justo antes de que Sofía

se marchase a vivir a Córdoba.


Sobre la mesa de la habitación, que hacía también las veces de
estudio, se alzaba una pila de libros y, junto a ellos, el ordenador de su
hermana. Rafael frunció el ceño. Sofía nunca se marcharía sin su portátil; en

él tenía todo su trabajo.


Volvió al salón y se dirigió hacia el teléfono en el que parpadeaba una
luz roja. Pulsó el botón para escuchar los mensajes del buzón de voz. Los
primeros eran de su hermana Marina. Sonrió al escuchar las mil y una
recomendaciones que le hacía a Sofía. Venía luego un mensaje de una tal
Patricia.
—Hola, Sofía, soy Patricia. Hoy me ha sucedido algo de lo más
extraño, te lo tengo que contar. Si puedes, nos vemos donde siempre a las

ocho, ¿o prefieres cenar en casa? Recuerda que hoy te toca cocinar a ti. Por
cierto, te he dejado mensaje también en el móvil por si acaso.
La voz sonaba dulce y melodiosa con un suave acento que le evocó
las playas del Caribe.
A continuación oyó de nuevo la voz de Marina marcada por la
preocupación y la ansiedad. Aquello no le gustó. ¿Por qué no había
escuchado Sofía los mensajes del teléfono?
El último mensaje era otra vez de Patricia.
—Sofía, todo esto es demasiado extraño, y ahora también te está

sucediendo a ti. Hablamos esta noche en cuanto llegue a casa, así que ni se te
ocurra salir. ¿De verdad piensas que has encontrado la respuesta en ese libro?
Tienes que contármelo todo. Ojalá sea así, porque la verdad es que estoy muy
asustada.

Un pitido agudo puso fin al mensaje. Rafael se quedó contemplando


el teléfono con una sensación desagradable creciendo en sus entrañas. La
angustia que había percibido en la voz de Patricia lo había sacudido por
dentro. ¿En que se habían metido ella y su hermana?
Regresó a la habitación de Sofía y buscó entre los libros alguno que se
saliese de lo normal y al que se pudiera haberse referido Patricia. Había
algunos sobre dibujo, programas de diseño para ordenadores y algunas

novelas de Megan Maxwell y Danielle Steel. También encontró los dos libros
que él le había regalado sobre el pensamiento positivo, pero ningún otro que
le llamase la atención.
Se dirigió al dormitorio contiguo. Si no había malinterpretado el
mensaje, Patricia debía de ser la compañera de piso de Sofía. La habitación se
encontraba algo más ordenada que la de su hermana, aunque también tenía
desperdigados sobre los muebles objetos personales, libros y fotografías.
Echó un vistazo a los libros, pero no encontró nada interesante; había algunas
guías turísticas, un libro de recetas de comida japonesa, algunas novelas

clásicas y varios libros de historia sobre civilizaciones antiguas.


Soltó los libros con un gruñido de frustración. No tenía ninguna pista
por donde empezar. Tomó la fotografía que descansaba junto a uno de los
gruesos volúmenes. Su hermana le sonreía desde ella, con su cabello negro

recogido en una coleta floja y los ojos grises chispeantes. Sofía y él eran los
que más se parecían físicamente, excepto en la estatura. Sofía era la más baja
de los tres.
Volvió la mirada hacia la muchacha que había junto a su hermana y
de pronto se quedó sin aire, como si alguien le hubiese asestado un puñetazo
en el estómago. Los ojos que le devolvían la mirada brillaban con el color de
las violetas. Se trataba de la mujer que había aparecido en sus sueños durante
las últimas noches.

Rafael se acordó de respirar y tomó una rápida bocanada de aire.


Sentía que el corazón le martilleaba frenéticamente dentro del pecho. «Tiene
que haber una explicación lógica», se dijo. Todas las cosas tenían siempre, de
un modo u otro, una explicación racional; lo había aprendido a lo largo de su
carrera en la universidad y cuando había salido de ella, se había guiado en
todo momento por ese principio. Solo tenía que descubrir cuál era el
problema para poder determinar las causas de su origen y poner una solución.
Este era su pan de cada día en el consultorio. Llegaban las personas
contándole sus problemas; él les ayudaba a buscar juntos las causas que los

habían originado y a poner un remedio.


Se pasó una mano por el negro cabello ondulado despeinándoselo. La
cuestión aquí residía en que no tenía ni una maldita idea sobre cuál era el
problema. ¿Dónde se encontraban las muchachas? ¿Por qué Patricia aparecía

en sus sueños? ¿Qué la había asustado?


—Cálmate, Rafael, y utiliza la lógica —se dijo.
Escuchar su propia voz en el silencio de la habitación pareció
devolverlo a la realidad. Dejó la fotografía para regresar al salón, pero luego
lo pensó mejor y se la llevó consigo. Apartó las revistas y los libros de la
mesa baja que había en el salón, la colocó allí y se sentó en el sillón.
Necesitaba pensar, y como lo hacía mejor con el estómago lleno, se preparó
un bocadillo en la cocina y dio cuenta de él rápidamente mientras echaba una

ojeada a la libreta que había al lado del teléfono. Cuando hubo encontrado el
número que buscaba, miró el reloj. Todavía era temprano. Cogió el móvil y
llamó.
—Hola, Antonio. Soy Rafael, el hermano de Sofía —le dijo al joven
que contestó a su llamada—. Estoy buscando a mi hermana.
—Pues ya somos dos —repuso él con un deje de frustración en su
marcado acento cordobés—. Necesito que me entregue un trabajo y no ha
aparecido por el estudio en los últimos tres días.
Rafael frunció el ceño de preocupación al otro lado del teléfono.

—¿Sabes si trabajaba para alguien más o si estaba metida en algo…


extraño?
—No, todos los trabajos le llegan a través del estudio —le aseguró el
chico—, y, como te he dicho, ahora mismo tenemos un proyecto importante

entre manos. Tampoco creo que se haya involucrado en algo raro, Sofía es
una chica muy sensata —se quedó en silencio y luego añadió titubeando—:
aunque hace unos días me comentó que había adquirido un libro
extraordinario que, según ella, contenía secretos ancestrales ya olvidados de
una antigua tribu india, o algo parecido. Me dijo que algunas partes contenían
signos y caracteres extraños, y que su amiga Patricia iba a ayudarle a
descifrarlo. Eso es todo lo que puedo decirte. No le habrá pasado nada malo a
Sofía, ¿verdad?

Rafael percibió la ansiedad en la inflexión de aquella voz, tal como se


había habituado a percibirla en la expresión corporal y en los gestos de las
personas. Formaba parte de su trabajo.
—No lo sé —repuso parcamente—. ¿Te dijo el título del libro o cómo
lo había adquirido?
—El título era «El libro de los sueños»; me llamó la atención, por eso
se me quedó grabado —comentó el chico—, pero no tengo ni idea de cómo lo
consiguió, aunque quizás fue en esa tienda de cosas raras que Sofía visitaba a
menudo.

—¿Sabes dónde queda la tienda? —lo interrogó Rafael tratando de


contener la excitación que sentía.
—La verdad es que no, lo siento.
—No importa —le aseguró, a pesar de que sí que le importaba—. ¿A

qué tipo de cosas raras te referías antes?


—Pues a cacharros antiguos, de esos que parecen tener miles de años
y que nadie quiere tener en sus casas —explicó con tono divertido—. En la
oficina de Sofía puedes encontrarlos por todas partes; siempre le digo que si
sigue rodeándose de esas cosas, al final ella va a parecer una reliquia
también.
Rafael asintió conteniendo una sonrisa. Así era Sofía, cuando se
interesaba por algo, lo hacía en serio. De niña le atraían los caballos, así que

había tapizado su cuarto con dibujos de ellos, había comprado casi todos los
libros disponibles en las tiendas y había visto miles de libros y documentales
acerca de estos animales, de tal manera que, a sus trece años era ya toda una
experta en el tema.
—Está bien, Antonio. Muchas gracias por la información —le dijo
mientras le daba vueltas a lo que había dicho.
Probablemente se trataba de una tienda de antigüedades. Al menos ya
tenía algo por donde empezar.
—Oye —se apresuró a interrumpirlo el muchacho antes de que él

colgase—, ¿no sería bueno llamar a la policía si Sofía ha desaparecido?


Rafael se quedó en silencio durante unos segundos, pensando. Su
hermana llevaba tres días sin aparecer por el trabajo. Tres días era mucho
tiempo. Sin embargo, no quería armar revuelo sin tener algo firme primero.

Por lo que él sabía, Sofía podía haberse tomado unos días de vacaciones o
cualquier otra cosa. A veces, cuando investigaba algo, se metía tanto que se
le olvidaba hasta comer y dormir.
—Puede ser —repuso evasivo—. Gracias de nuevo.
Colgó el teléfono y se quedó contemplando la fotografía. «¿Dónde
estás, Sofía?», se preguntó. Las dos muchachas le sonreían inmutables desde
la imagen, tan silenciosas como las efigies acuñadas en las monedas.
Se frotó el rostro con ambas manos. Sentía en su cuerpo el cansancio

acumulado de los últimos días y la cabeza comenzaba a dolerle. Echó un


vistazo al reloj, las once y cuarto de la noche. No podía llamar a Marina;
además, tampoco tenía mucho que decirle, y la verdad solo haría que se
angustiase más.
Trató de ordenar los hechos en su cabeza. Los hechos tangibles
resultaban imprescindibles para un análisis metódico. El problema era que
contaba con pocos hechos, y los que conocía resultaban bastante inciertos.
Sacudió la cabeza lleno de frustración. No estaba habituado a la
improvisación ni a que sus sentimientos se entrometiesen en el análisis y

resolución de los problemas. En esta ocasión todo era distinto y no sabía muy
bien cómo actuar. «Mañana lo veré todo con más claridad», se dijo.
Empezaría por buscar la tienda de antigüedades y revolvería la casa de arriba
abajo hasta encontrar el libro del que había hablado Antonio, por si acaso

había en él alguna pista más.


Sacudido por el sueño, bostezó y estiró los músculos. Decidió que
dormiría ahí, en el sofá. Resultaba bastante cómodo y era lo suficientemente
largo para que pudiese acomodar su metro noventa sin tener que encoger las
piernas. Se despojó de los vaqueros y se quedó con la camiseta y la ropa
interior. Abrió las puertas del balcón para que entrase la brisa nocturna. Un
cautivante olor a azahares embriagó sus sentidos mientras contemplaba las
rutilantes luces nocturnas y escuchaba las voces y risas de los paseantes.

Se tumbó en el sillón, acomodando los cojines como almohada, y se


durmió bajo la mirada vigilante de las dos muchachas y la tenue luz de una
lámpara de pie.

Algo lo había despertado. Abrió los ojos y su vista neblinosa se posó


sobre los rojizos dígitos del reloj. «Las doce. La hora de las brujas», pensó.
Un extraño pensamiento para alguien tan racional como él. ¿Qué lo había
despertado? Había sido una rara sensación. Se frotó los ojos y entonces la
vio. Allí, de pie delante de él, observándolo a través de sus ojos violetas, se

encontraba Patricia, la chica de la fotografía, la chica que aparecía


últimamente en sus sueños. Solo que en esta ocasión él tenía los ojos abiertos.
Aquello no parecía un sueño.
Se quedó rígido, con todos los músculos en tensión, completamente

despierto y a la espera. Ella no se movió y continuó contemplándolo en


silencio, solo sus ojos parecían hablar en un mudo coloquio cuyo lenguaje él
no comprendía.
Rafael recorrió la esbelta figura de la muchacha, con sus largas y
torneadas piernas. «Habría sido bella… si no fuese transparente», pensó. Era
alta. Los brazos le caían inertes a ambos lados del cuerpo; entonces, alzó uno
de ellos y lo llamó. Luego se giró en silencio y se dirigió hacia la estantería
de libros que ocupaba un lado de la pared, levantó la mano hacia uno de los

estantes y señaló detrás de los ejemplares que ocupaban la parte central.


Él se puso de pie y se acercó cautelosamente hacia la mujer. Ella se
volvió y le sonrió por primera vez. El aire se movió ligeramente entre ellos y
Rafael percibió la fragancia de limón que emanaba de Patricia.
Sacudió la cabeza. Aquello no era real, no podía ser más real que un
espejismo en un desierto. Ella volvió a señalarle los libros y él estiró la mano
para cogerlos. No vio nada especial en ellos; se trataba solo de viejos
volúmenes de los clásicos españoles. Miró hacia la mujer con una expresión
interrogante en el rostro. Patricia negó con la cabeza y le indicó de nuevo el

estante. Rafael introdujo la mano en el hueco antes ocupado por los libros.
Tanteó el espacio hasta que sus dedos toparon con algo duro. Lo extrajo con
cuidado. Se trataba de una pequeña libreta negra encuadernada en piel. La
abrió lentamente y la rebelde caligrafía de su hermana saltó ante sus

sorprendidos ojos.
Volvió al sillón y se sentó en él con el cuaderno en las manos. Parecía
un diario. Tal vez ahí encontraría alguna de las respuestas que andaba
buscando. Levantó la vista y vio que Patricia seguía en el mismo lugar,
agitando su mano a modo de despedida.
—¡No, espera! —exclamó intentando detenerla—. ¿Sabes dónde se
encuentra Sofía?
La hermosa visión que titilaba ante sus ojos efectuó un gesto

afirmativo con la cabeza mientras se señalaba a sí misma.


—¿Está contigo? —la interrogó—. ¿Dónde?
Ella negó con la cabeza mientras su imagen se desvanecía poco a
poco hasta que volvió a quedar él solo en el salón.
Parpadeó y se frotó las sienes despacio. «¿Habré sufrido una
alucinación?», se preguntó perplejo. Últimamente su mente le estaba jugando
malas pasadas. Sin embargo, notaba la suavidad de la piel del diario de su
hermana bajo sus dedos, algo tangible y real.
Abrió el libro y hojeó las páginas hasta llegar a las últimas

anotaciones.

Patricia me ha contado su extraño sueño. Es curioso, pero se parece


bastante al que he tenido yo durante las últimas noches. Me pregunto qué

significado tendrán.

Unos párrafos más adelante su hermana había añadido:

¡He encontrado un libro extraordinario en uno de los anticuarios que


hay cerca de la Mezquita! Iré esta tarde con Patricia a verlo, aunque estoy
casi segura de que contiene las respuestas que necesitamos. Se titula «El
libro de los sueños». Estoy convencida de que a Rafael le encantaría echarle

un vistazo, aunque se mostraría escéptico con su contenido, como siempre.


Le hablaré de él la próxima vez que me llame.

En el rostro de Rafael se dibujó una sonrisa llena de aflicción.


«Debería haber llamado a Sofía», se lamentó. Dejó la libreta sobre la mesa,
junto a la fotografía de las muchachas y suspiró. Miró el reloj; las doce y
media de la madrugada. Aún podía dormir un rato.
No volvió a soñar con Patricia.
III

En los sueños, el tiempo es una mera ilusión en la que pasado, presente y


futuro se mezclan en una sinfonía inimaginable llena de belleza y de
armonía. Cada nota se convierte en un mañana que ya ha pasado, y en un

hoy que aún está por venir. Soy yo quien decido si un minuto dura solo un
segundo o toda una eternidad, porque los sueños, cada sueño, me pertenece.

Coleccionista de sueños

La luz que entraba por el balcón lo despertó del sueño profundo.


Buscó el reloj digital sobre la mesilla de la esquina para mirar la hora, pero
sus ojos tropezaron solamente con una pequeña estatuilla. No había ningún

reloj. Miró hacia la mesa de cristal. Allí se encontraba la fotografía, donde él


la había colocado la noche anterior, pero no había ni rastro de la libreta, solo
revistas y algunos libros.
Sus espesas cejas negras se fruncieron en un gesto de desconcierto. La
visión de Patricia, ¿había sido tan solo otro de sus sueños? Su mirada voló
hacia el estante de libros donde la noche anterior había dejado un hueco.
Ahora los volúmenes ocupaban todo el espacio desafiando su mente crítica.
—¿Qué demonios está pasando? —se preguntó con un gruñido de
frustración.

Se levantó y se dirigió hacia la estantería. Quitó los libros y buscó en


el fondo del estante. Allí se encontraba la libreta de piel negra. ¿Había tenido
un sueño premonitorio? Abrió el diario por la última página y leyó las
mismas palabras que había leído durante la noche. Sacudió la cabeza

desconcertado. Necesitaba respuestas racionales y las necesitaba ya.


Fue a la cocina y se preparó una taza de café bien cargado. Luego se
dio una ducha rápida y se puso una camiseta limpia y unos vaqueros. Se fue
al salón y cogió la fotografía de la mesa. Lo sobresaltó el sonido de la
llamada entrante de su móvil. Lo rescató del interior de su maletín y vio que
la llamada pertenecía a Marina, así que no contestó. Prefirió mandarle un
breve mensaje indicándole que luego la llamaría.
Salió de la casa y se dispuso a recorrer las soleadas calles cordobesas

en busca de tiendas de antigüedades. La zona que circundaba la Mezquita


rebosaba de vida y de actividad; el aire estaba impregnado del olor a azahares
que se desprendía del Patio de los Naranjos. Los turistas se fotografiaban en
cada uno de aquellos hermosos rincones mientras unas muchachas gitanas
trataban de venderles ramitos de espliego o de romero para la buena suerte.
Las tascas y las tabernas rebosaban de gente sedienta, cansada o simplemente
aficionada al «vinito».
Rafael también hubiera querido sentarse a disfrutar del buen clima y
de un descanso merecido después de recorrer las estrechas callecillas. Había

localizado dos tiendas de antigüedades, pero en ninguna de ellas habían


reconocido a las muchachas. En ese momento entró en la tercera cansado y
con un incipiente mal humor provocado por la preocupación. Una campanilla
sonó cuando se cerró la puerta tras él.

En el ambiente flotaba el olor a polvo y a antiguo. La penumbra que


reinaba en el interior proporcionaba a los objetos el aspecto de furtivos
espectros de un pasado oscuro y ya olvidado.
Reprimió un escalofrío cuando un enorme y viejo reloj carillón
anunció las doce del mediodía a golpe de péndulo. Se acercó al mostrador
justo en el momento en que un hombre, vestido con chaqueta y corbata y
unas gafas metálicas deslizándose a media nariz, salió de la trastienda.
—¿Qué desea? —le preguntó con una voz grave que desentonaba con

su escasa estatura y su delgada figura.


Rafael sacó la fotografía y se la mostró.
—¿Las reconoce? ¿Han estado aquí alguna vez?
El hombre entrecerró sus penetrantes ojos grises tras los cristales de
sus gafas y dedicó una mirada torva a Rafael, deteniéndose en la ajustada
camiseta que marcaba nítidamente los pectorales de su ancho torso y los
bíceps de sus brazos.
—¿Es usted policía? —lo interrogó con tono seco.
Él negó con la cabeza mientras se tragaba las irreverentes palabras

que pugnaban por salir de su boca.


—Soy el hermano de una de las chicas —aclaró—. ¿Las ha visto?
El anticuario se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz.
—Estuvieron aquí hará unos tres o cuatro días —comentó. Luego

señaló a Sofía y añadió—, esta joven ya había venido antes. Le gustan las
antigüedades y siempre se lleva alguna cosa. En una de las últimas ocasiones,
mientras echaba un vistazo a la sección de libros antiguos, encontró uno que
le llamó la atención y me pidió que se lo apartase. Estaba interesada en
comprarlo, pero quería venir con una amiga para que lo viese primero.
Rafael asintió.
—El libro de los sueños —tanteó.
—Exactamente, ese era el título del libro. Por lo visto la amiga es una

entendida en civilizaciones antiguas, y el libro la cautivó. Además —añadió


rascándose la lampiña cabeza—, curiosamente la muchacha tenía un
medallón con el mismo dibujo que aparecía en una de las páginas del libro.
Rafael se puso alerta.
—¿Usted conoce el contenido del libro? —se interesó.
El hombre le dedicó una mirada ofendida.
—Por supuesto, ¿no pensará que compro las cosas sin tener idea de lo
que adquiero? —le espetó con orgullo. Viendo que Rafael lo miraba
impasible y en silencio, se encogió de hombros y continuó—. Muchos

podrían confundirlo con el libro que escribió Freud y que lleva el mismo
título, pero este es mucho más antiguo. Perteneció a una tribu india de
América del Norte, los Ojibwe. Contiene las leyendas y secretos de este
pueblo sobre los sueños.

—¿Para qué querían el libro las muchachas? —inquirió.


—Buscaban una explicación.
Rafael apretó los dientes para contener su creciente mal humor ante
las parcas explicaciones del anticuario.
—¿Sobre qué? —insistió.
El hombre se recargó sobre el mostrador poniéndose cómodo.
—Sobre las visitas de los mensajeros.
Rafael parpadeó confundido.

—¿Mensajeros? —repitió—. ¿De qué demonios está hablando?


—Verá, a mí siempre me han interesado tanto los objetos antiguos
como los extraños y originales. Cuando ese libro cayó en mis manos, dediqué
parte de mi tiempo a estudiar el tema de los sueños —le explicó
entusiasmado—. Hoy en día los psicólogos ven en ellos tan solo una
actividad mental y algunos lo relacionan con el inconsciente, pero esta tribu
relacionaba los sueños con el mundo de los espíritus. El libro decía que a
veces los grandes espíritus podían enviar a los hombres mensajeros de los
sueños —concluyó afirmando repetidamente con la cabeza.

—Y según usted, a mi hermana y a su amiga las visitó uno de estos


mensajeros —adujo con un tono cargado de escepticismo.
El anticuario se encogió de hombros arqueando tanto las cejas que sus
gafas se deslizaron por la afilada nariz.

—Puede ser —respondió.


Rafael se tragó el aire que iba a soltar en un bufido y optó por seguir
preguntando.
—¿Qué pasó con el libro?
—Lo compraron, por supuesto. Algunas de sus páginas estaban
escritas en la lengua original de los indios, pero parecía que la muchacha más
alta podía leerla. Además —añadió en tono pensativo—, hubo una cosa
curiosa. Me fijé en el medallón que esta chica llevaba colgado del cuello.

Tenía el mismo dibujo que aparecía repetidamente en el libro, el símbolo de


Asibikaashi, la diosa araña que teje su tela para proteger a los indios del
poder de los sueños.
—¿Dijeron algo más las chicas? —lo interrumpió para que el hombre
no siguiese divagando sobre aquellas leyendas.
—No. Parecían contentas, como si el libro fuese la solución a todos
sus problemas.
—Está bien —aceptó Rafael sabiendo que aquel hombre no podría
decirle nada más—. Le agradezco mucho la información.

Se guardó la fotografía y se dirigió hacia la puerta.


—Si ve a la muchacha del medallón —le gritó el anticuario antes de
que saliese—, ¿podría decirle que estoy interesado en comprárselo? Le
ofreceré un buen precio.

Rafael dejó que la puerta se cerrase detrás de él y entrecerró los ojos a


causa de la brillante luz del exterior, mientras el aire limpio desplazaba en sus
pulmones los restos del aire viciado que se respiraba en el interior de la
tienda.
Echó un vistazo a su reloj y enderezó de nuevo sus pasos hacia la
Mezquita. Entró en un pequeño restaurante en el que ya había estado en otra
ocasión en que había visitado Córdoba. Le agradaba especialmente porque las
mesas del comedor se encontraban situadas en un patio interior, rodeadas de

verdor y entre el murmullo de las fuentes. Escogió una mesa en un rincón y


pidió salmorejo y algo de pescado al atento mesero que lo atendió.
Su móvil sonó en ese momento. Le echó un vistazo y suspiró.
—Hola, Marina —contestó.
—¿Qué pasa con Sofía, Rafael?
Su hermana no tenía paciencia, al menos cuando se trataba de
cuestiones familiares.
—Tranquila, hermanita, Sofía no está en ningún hospital ni nada por
el estilo —repuso con el mismo tono de voz que usaba para calmar a sus

pacientes cuando se alteraban en la consulta.


—¿Entonces?
Rafael pensó que lo que había dicho hasta ese momento sobre Sofía
era cierto. Ahora podía mentirle a Marina o decirle la verdad, que no tenía ni

puñetera idea de dónde se encontraba su hermana. Optó por la mentira.


—Sofía está participando en un curso de diseño organizado por su
empresa, y como se encuentran en una finca en la sierra, no tienen cobertura,
por eso no ha llamado —le contó esperando que ella le creyera.
Durante casi un minuto, del otro lado del aparato le llegó solo
silencio. Estaba a punto de decir algo cuando escuchó de nuevo la voz de su
hermana.
—Rafael, no me estarás contando una mentira solo para

tranquilizarme, ¿verdad?
«¡Maldita sea!». No se acordaba ya de que Marina siempre lo cogía
en todas las mentiras.
—Claro que no —repuso con el tono justo de exasperación para
convencerla—; ya verás como Sofía te llama en cuanto salga del curso.
—Está bien.
La voz de su hermana no sonaba para nada convencida, pero él no
tenía ninguna excusa mejor para ofrecer.
—Bueno, ya te dejo. Dale un beso a los niños de mi parte —le dijo—.

Y deja ya de preocuparte, ¿vale?


—Lo intentaré, pero ya sabes que ese es mi privilegio como hermana
mayor —le aseguró ella burlona—. No te olvides de llamarme cuando
vuelvas.

—Lo haré. Un beso.


—Adiós.
Rafael meneó la cabeza mientras guardaba el móvil en el bolsillo.
Terminó de comer, pagó la cuenta y salió de nuevo a la calle. Una calesa de
tintineantes campanillas, tirada por un blanco caballo, pasó a su lado. El
alegre sonido musical se introdujo en su mente e hizo que se detuviese de
golpe. Le pareció que se desataba un torbellino en su interior. Recuerdos de
su niñez y su juventud se mezclaron en un caleidoscopio de colores con

imágenes que no reconoció, pero que sabía le anunciaban su futuro. Un


futuro que aún no le pertenecía.
Vio a Sofía en un lugar que no reconoció. Lo miraba con sus grandes
ojos grises y lo llamaba. No podía oír las palabras, pero sabía que ella lo
estaba llamando; sin embargo, él no podía llegar hasta ella en aquel rincón de
su mente. Una sensación poderosa se instaló en su pecho. Él sabía lo que era
la angustia, conocía todos los síntomas y podía describirlos uno por uno;
también conocía los medicamentos que podían aliviarlos y las palabras
adecuadas que debían decirse en esos momentos, pero no podía decírselas a sí

mismo mientras su mente cabalgaba entre pasado, presente y futuro, y su


cuerpo permanecía rígido.
Alguien chocó contra él y aquel hechizo que parecía envolverlo se
rompió.

—Lo siento —dijo una voz suave como el murmullo de las olas en el
mar.
Rafael parpadeó cuando la cacofonía de sonidos procedentes de la
calle estalló en sus oídos sepultando la melodiosa voz de la muchacha.
Alcanzó a ver sus ojos violetas antes de que se girase haciendo ondear su
pelo cobrizo y continuase caminando calle arriba.
—¿Patricia? —susurró perplejo. Luego volvió a gritar su nombre
mientras echaba a correr detrás de ella—. ¡Patricia!

La vio entrar en un restaurante y la siguió. Atravesó el local y se


detuvo en el patio escudriñando cada rincón. No había rastro de la mujer.
Un camarero se le acercó.
—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó.
—Acaba de entrar una mujer alta, con el cabello largo de color
cobrizo. ¿La ha visto?
El camarero negó con la cabeza.
—Nadie ha entrado aquí antes que usted —le aseguró.
Rafael continuó observando el lugar, pero finalmente se rindió a la

evidencia. Dio las gracias al hombre y salió del local.


Se pasó la mano por el rostro en un gesto de desesperación. Su mente
racional se negaba a aceptar las experiencias que acababa de vivir. «Esto ha
sido fruto de mi mente sobreexcitada», se dijo. Necesitaba descansar. Solo

cuando hubiese descansado podría sentarse a analizar con claridad los datos
con los que contaba y buscar una línea de acción a seguir para poder
encontrar a Sofía.
Casi sin darse cuenta, sus pasos le habían llevado de vuelta al piso de
su hermana. Agradeció el frescor del interior del edificio mientras subía las
escaleras. Entró en el salón. Derrotado y confuso, se dejó caer en el sillón. Su
mirada se posó sobre la libreta de piel que yacía sobre la mesa. No sabía
mucho más ahora de lo que sabía al iniciar la búsqueda, o, para ser exactos, la

información que había obtenido no le servía demasiado. Se preguntó si quizás


no era el momento de llamar a la policía, pero ¿qué les iba a decir? ¿Que su
hermana había recibido la visita de un mensajero de los sueños y luego había
desaparecido?
Cerró los ojos y reprimió un gemido de frustración. Cuando los abrió,
su mirada recayó sobre la fotografía de las dos muchachas. La cogió y
observó atentamente el medallón que Patricia llevaba al cuello y en el que no
había reparado antes. Se trataba de una piedra circular de color verde agua
sobre la que había un círculo grabado. En el interior del círculo se

entrelazaban unas finas líneas, como si de una tela de araña se tratase, con un
círculo más pequeño en el centro.
«Un atrapasueños», pensó.
IV

Los sueños tienen vida propia; se desarrollan según sus propias leyes.
Nosotros somos protagonistas y, al mismo tiempo, simples espectadores de lo
que en ellos ocurre.

Cada sueño es una creación nueva, un cúmulo de posibilidades


diversas en las que no tienen cabida la casualidad o el azar.
No se puede recrear un sueño. La realidad que se desarrolla en ese
espacio ilimitado existe solo en ese aquí y ahora. Por eso cada sueño se
convierte en una obra de arte.
Coleccionista de sueños

Rafael pasó el resto de la tarde buscando información en su ordenador

acerca de los ojibwe, la tribu india de la que le había hablado el anticuario.


Había encontrado muchos datos interesantes, pero ninguno relevante que
pudiera servirle de ayuda.
Dejó el ordenador a un lado y estiró los músculos agarrotados. Una
agradable brisa entraba por la ventana abierta del balcón. Se levantó y salió a
la terraza. Mientras su mundo interior bullía en una explosión de emociones,
dudas y temores, el mundo exterior seguía su curso con languidez. Él, que
había aprendido a dominar sus emociones, a darles cauce y a no permitir que
se reflejaran en su rostro o en sus gestos, tuvo ganas en ese momento de

gritarle al mundo lo que sentía.


Desde algún lugar lejano le llegó el suave tintineo de unas
campanillas. Su cuerpo se tensó inmediatamente cuando un tenue aroma a
limón lo envolvió. Se giró lentamente y sus impenetrables ojos grises se

clavaron con intensidad en la profundidad violácea de los de Patricia.


Ella le devolvió la mirada, pero permaneció en silencio. Rafael se fijó
en el medallón que descansaba sobre su pecho. Las finas líneas negras que
formaban el dibujo se hallaban ahora iluminadas, como si los rayos de sol
bailasen sobre ellas.
—¿De qué se trata todo esto? —le espetó Rafael con sequedad—.
¿Qué juego es este?
Ella negó con la cabeza, agitando su cabello ondulado, y le hizo señas

para que se acercase.


Él le devolvió el gesto.
—No. Dime dónde está Sofía —le exigió.
Patricia se acercó hasta el ordenador, que seguía abierto sobre la
mesa, y lo señaló. Rafael comprendió lo que ella deseaba y se sentó en el
sillón listo para teclear. El dedo de la muchacha inició una muda danza sobre
las letras mientras él transcribía aquellos movimientos en la pantalla.
—Atrapada —leyó en voz alta. Luego se volvió perplejo hacia la
evanescente figura—. ¿Sofía se encuentra atrapada en un sueño?

Al ver el gesto afirmativo de la muchacha, Rafael se frotó las sienes


en un intento por calmar el combate que se desarrollaba en lo profundo de su
mente entre el escepticismo y la realidad. La mágica realidad que tenía
delante lo golpeaba duramente, pero él traía a sus espaldas el escepticismo de

los largos años de entrenamiento como psiquiatra.


Levantó la vista y vio el rostro compungido de Patricia; una hermosa
pero muda visión que no podía responder a todas sus preguntas.
—¿Tú también estás atrapada en un sueño? —le preguntó.
Patricia asintió. Luego se volvió hacia el ordenador y señaló
nuevamente las teclas.
—El tiempo se acaba —le dijo—. Tienes que sacarnos de aquí. Esta
noche.

La figura comenzó a desvanecerse ante sus ojos mientras a lo lejos


sonaban las campanillas.
—¡Espera! —gritó.
El sonido de su voz se mezcló con el aroma a limón que perfumaba el
aire, único vestigio de la visita que había recibido.
Se levantó bruscamente y comenzó a pasearse nerviosamente por el
salón. Nada de aquello tenía sentido. Él estaba acostumbrado a trabajar con
hechos reales, datos tangibles, signos y síntomas, no con sueños ni con
visiones perfumadas.

—¡Maldita sea! —espetó al silencio que lo rodeaba—. ¿Qué significa


que se encuentran atrapadas en un sueño? ¿Y qué demonios puedo hacer yo
para sacarlas de él?
Se suponía que los sueños eran una actividad cerebral que se producía

en el interior de la mente de las personas mientras estas dormían, lo cual


presuponía que había un cuerpo en estado de reposo. Pero ¿dónde se hallaban
los cuerpos de su hermana y de Patricia? ¿En qué lugar?
«O, ¿en qué mente?», sugirió una voz en su interior. Un escalofrío le
recorrió la espalda y el vello de la nuca se le erizó.
—Vale —exclamó deteniéndose bruscamente—. Seamos razonables.
Lo mejor será que me prepare para lo que vaya a pasar esta noche, sea lo que
sea.

Supo que lo que acababa de decir no tenía nada de racional, pero


volvió al sillón y se sentó mientras repasaba en su mente las cosas que quizás
podría necesitar. ¿Uno podía llevarse consigo a un sueño? Recordó el
medallón que Patricia llevaba al cuello y el libro que su hermana había
comprado en la tienda de antigüedades y que tampoco había aparecido por la
casa, lo que podía indicar que se lo había llevado consigo.
«¿Qué puede haber sucedido?», se preguntó. ¿Habrían entrado ellas
en el sueño por propia voluntad o las había arrastrado alguien hacia su
interior? ¿A quién pertenecía ese sueño?

Las preguntas se agolpaban incesantemente en su mente analítica.


Preguntas sin respuesta. Dejó escapar un gruñido de frustración. Si alguien
hubiese acudido a su consulta para contarle lo que acababa de pasarle a él, lo
hubiera tomado por un enfermo mental. ¿Acaso su exceso de trabajo lo estaba

conduciendo a eso? Sacudió la cabeza con pesar. Marina no podía estar


involucrada en su locura y era ella la primera que había pensado que le había
pasado algo a Sofía.
Cogió la libreta de su hermana y la colocó junto a su móvil. Buscó en
la cocina un encendedor o una linterna que pudiera llevarse, encontró el
primero en el fondo de un cajón y lo metió en una pequeña mochila junto con
algo de cuerda, una brújula, unas horquillas de Patricia, unos alambres,
cordeles, la libreta de Sofía y su propio móvil.

Lo dejó todo junto al ordenador, tomó algo rápido de cena y se estiró


sobre el sillón adormilándose con el canturreo bajo de los ruidos provenientes
de la calle.
Lo despertó la ya familiar sensación de unos ojos que lo observaban.
Abrió los suyos y vio la femenina silueta de Patricia iluminando la penumbra
de la habitación con la tenue luz que emanaba de su cuerpo. El sol se había
puesto hacía algún tiempo; por la balconada entraba tan solo la ambarina luz
de las farolas.
Buscó con la mirada los números rojizos del reloj digital que había

visto en su primer encuentro con Patricia, aun a sabiendas de que no lo


encontraría. Había formado parte tan solo de un sueño cuyo significado no
comprendía. El reloj no había sido real, pero la visión de Patricia sí.
La tenía otra vez ante él. Su figura alta con suaves curvas de mujer, su

piel luminosa, y aquel hermoso rostro que permanecía extrañamente


impasible y frío mientras lo contemplaba con aquellos ojos claros que él
sabía eran violetas. No le importaría pasar la noche con ella… si fuera real.
Su mente le decía que no lo era, pero su cuerpo tenía su propia opinión.
Él le hizo señas para que se acercase hasta el ordenador.
—Dime lo que va a pasar —le pidió.
Ella asintió y comenzó a mover la mano señalando las letras en el
teclado. Cuando se detuvo, Rafael leyó lo que había escrito.

—Al sonar las campanadas de las doce, pondrás tu mano sobre mi


medallón. ¿Eso es todo? —preguntó con las cejas alzadas en un gesto mudo
de incredulidad.
Patricia volvió a asentir y él soltó un gruñido de frustración. «Así de
simple», se repitió interiormente. Y luego, ¿qué? Miró su reloj. Faltaban dos
minutos para las doce de la noche.
—Entonces será mejor que nos preparemos —le dijo poniéndose en
pie y acercándose a ella con la mochila en la mano.
Le llamó la atención el hecho de que el cuerpo de la muchacha no

desprendiese calor. Del suyo no podía decir lo mismo. No era el momento de


experimentar deseo, y menos a causa de unas encantadoras curvas femeninas
evanescentes, pero al parecer no podía evitarlo.
A través del ventanal les llegó el tañido de las campanadas del reloj.

Las doce. El dibujo del medallón comenzó a brillar y él lo cubrió con la


palma de su mano. Le resultó extraño sentir el tacto real de la piedra al
mismo tiempo que percibía la incorporeidad de la muchacha. Fue su último
pensamiento antes de que todo se desvaneciese a su alrededor y lo rodease la
oscuridad.
Luego lo envolvió una gran calma, como si el tiempo se hubiese
detenido. Los bordes que delimitaban el espacio de la habitación se
distorsionaron plegándose sobre sí mismos. El aire se comprimió,

oprimiéndole los pulmones, y luego se expandió en una eclosión silenciosa.


Los oídos le zumbaron hasta causarle dolor. Tuvo la tentación de soltar el
medallón, pero no lo hizo. Entonces sobrevino de nuevo la calma.
Miró a su alrededor y vio que se hallaban de pie sobre una extensa
pradera verde rodeada de escarpadas montañas.
—¿Dónde estamos? —preguntó más para sí mismo que para su muda
acompañante.
Lo sobresaltó escuchar de pronto el sonido musical de la voz
femenina.

—En el interior de un sueño.


Rafael la miró con la sorpresa reflejada en sus ojos grises. Se había
acostumbrado a la figura silenciosa. Salió de su ensimismamiento cuando
notó los cálidos dedos de Patricia cerrarse sobre su mano que cubría aún el

medallón.
—Lo siento —se disculpó retirando la mano apresuradamente—.
Resulta extraño oírte hablar.
Ella sonrió, pero su mirada reflejaba tristeza.
—A mí me pasa lo mismo —le aseguró—. Soy Patricia, la amiga de
Sofía.
—Lo sé; escuché los mensajes del teléfono —le explicó al tiempo que
se fijaba en que sus ojos, realmente, eran de color violeta—. Yo soy Rafael.

Patricia asintió.
—Sofía hablaba mucho de ti.
—¿Dónde está? —le preguntó con preocupación.
Si pensaba que Patricia tendría todas las respuestas que buscaba,
estaba equivocado.
—No lo sé —repuso la muchacha con tristeza—. Ni siquiera estoy
segura de cómo he podido traerte hasta aquí. Todo es tan…
Movió las manos en un gesto que indicaba que no sabía cómo
continuar. Rafael se sentó sobre la hierba.

—Tranquila. Ven, siéntate —le hizo un gesto para que se acomodase


junto a él—. Necesito que me cuentes todo lo que ha pasado y cómo
llegasteis hasta aquí —le pidió. De pronto recordó algo y añadió—: ¿Por qué
esta mañana hiciste que te siguiera por la calle y luego desapareciste al entrar

en el restaurante?
La muchacha abrió sus preciosos ojos sorprendida.
—¿De qué hablas? ¿A qué restaurante te refieres? —inquirió—. Yo te
he visto siempre en el salón de la casa, el medallón solo puede transportarme
a un lugar conocido —le explicó.
Rafael frunció el ceño, aquello no tenía sentido.
—No importa —le aseguró para tranquilizarla—. Explícame todo
desde el principio.

—Hace unos días tuve un sueño extraño. Me encontraba en la cima de


una montaña, a mis pies había un valle enorme surcado por lo que me pareció
un bosque. Sin embargo, cuando me fijé bien en él, me di cuenta de que las
hileras de árboles tenían un orden preciso y una gran simetría. Se trataba de
un laberinto. Entonces vi una figura humana que corría por las calles del
laberinto intentando salir de él. Reconocí a Sofía —le explicó—. Me resultó
curioso poder acordarme de tantos detalles a la mañana siguiente, así que se
lo conté a Sofía. Ella se echó a reír y bromeó diciendo que a lo mejor trataba
de escapar de su jefe, que la estaba presionando con la entrega de un trabajo.

—¿A ti te preocupó el sueño? —le preguntó.


Ella se encogió de hombros.
—No se trataba de preocupación exactamente, pero recordaba
vivamente la angustia que había sentido cuando vi a Sofía correr desesperada

por el interior del laberinto.


Rafael levantó la mirada y se fijó en lo que los rodeaba. «¿Estaremos
en el interior de un laberinto?», se preguntó. Sacudió la cabeza para apartar el
pensamiento y la animó a continuar.
—¿Qué pasó después?
—Un día después me llamó tu hermana y me pidió que nos viésemos
en el lugar de siempre, pues tenía algo que contarme. Cuando nos
encontramos, me dijo que ella había tenido el mismo sueño que yo —

comentó al tiempo que un estremecimiento le recorría el cuerpo—, corría por


el interior del laberinto cuando alzaba los ojos y me veía a mí sobre la
montaña, observándola. También había otro detalle diferente. Sofía me contó
que podía escuchar una voz que la llamaba, y que reconoció enseguida. Eras
tú, Rafael.
Él notó que el estómago se le encogía por la aprensión.
—Sofía no se ha dejado llevar nunca por este tipo de cosas —declaró
sacudiendo la cabeza—, ¿por qué ahora sí?
Había hecho la pregunta más para sí mismo que para Patricia, pero

ella le respondió de todos modos.


—Porque hubo otro sueño después. Sofía me contó que la noche
siguiente volvió a soñar con el laberinto, pero esta vez apareció después una
figura encapuchada que le habló…

Patricia se detuvo súbitamente, con la mirada perdida, como si ella


misma estuviese soñando en ese momento.
—¿Y? —insistió Rafael imprimiendo cierta premura a sus palabras.
—Le explicó que no era ella la que se encontraba perdida en el
laberinto, sino tú…, y solo ella podía salvarte —concluyó casi en un susurro.
—¡Me cago en…! —exclamó furioso mientras se pasaba las manos
por el cabello con gesto nervioso—. Y a mi hermana no se le ocurrió
llamarme para asegurarse de que no tenía problemas, ¿verdad? —añadió con

mordacidad.
Patricia lo interrumpió.
—Rafael, eres psiquiatra —señaló como si eso lo explicase todo—.
Sofía dijo que no te lo creerías, que dirías que todas las cosas tienen una
explicación razonable…
Él la cortó bruscamente.
—¡Porque todo tiene una explicación razonable! —vociferó airado.
Vio alzarse una de las finas cejas de Patricia y trató de calmarse. Respiró
profundamente y dejó escapar lentamente el aire antes de añadir—: no

importa, cuéntame qué sucedió después.


—Se puso a investigar sobre los sueños, en los libros, en Internet, y
preguntando a ciertas personas. Así fue como llegó a la tienda de un
anticuario que poseía un ejemplar único de un libro antiguo. Contenía

explicaciones sobre cómo interpretar los sueños, sus significados ocultos y


otras cosas —explicó. Rafael trató de concentrarse en lo que Patricia decía y
no en su piel, que ahora que su cuerpo había perdido su transparencia, se veía
dorada por el sol—. Esa noche no podía dormir bien, así que me levanté y fui
a la habitación de Sofía. Ella se encontraba todavía despierta. Nos tumbamos
en la cama y comenzamos a leer el libro. Creo que nos quedamos dormidas, y
cuando despertamos, nos encontrábamos en un lugar extraño.
—Eso no tiene sentido —le aseguró sacudiendo la cabeza con

incredulidad—. ¿Os quedasteis dormidas y aparecisteis aquí sin más?


Los ojos de Patricia se clavaron en él. Rafael notó que se volvían más
azules cuando estaba enfadada.
—¿Podrías dejar por un momento tu racionalismo y tu escepticismo
de lado, por favor? —le espetó molesta—. ¿Acaso tienes tú una explicación
mejor de cómo has llegado hasta aquí?
Rafael tensó la mandíbula y apretó los dientes lleno de frustración.
—Tienes razón —reconoció—, no puedo explicarlo. Es que todo esto
me parece tan… irreal.

—Pues te aseguro que es muy real —lo contradijo ella—. Es como si


nos encontrásemos en una dimensión paralela a la nuestra. Aunque no puedo
demostrarlo ni sé cómo explicarlo —concluyó con un encogimiento de
hombros que revelaba más frustración que conformidad.

—Da igual, te comprendo —declaró él mientras fruncía el ceño


pensativo—. Espera un momento, antes has dicho que Sofía y tú os
encontrabais juntas aquí, ¿por qué os separasteis?
—No fue porque quisiéramos separarnos —le aseguró—. El problema
fue que…
La explicación quedó interrumpida por la sensación de que la tierra se
estremecía. Las montañas parecieron alargarse hacia el cielo y Rafael
escuchó un fuerte sonido, como el de un papel al rasgarse, pero amplificado

al máximo. Miró a Patricia y vio que se había puesto pálida.


—¿Qué sucede? —le preguntó desconcertado mientras se ponía
rápidamente de pie.
—Esto fue lo que hizo que Sofía y yo nos separásemos —le confesó
con voz trémula mientras se levantaba y se aferraba a él con fuerza.
—¿El qué? ¿Qué pasa? —insistió dejándose contagiar por su
nerviosismo.
—Es el sueño. Está cambiando de forma.
V

Cada día nace en nuestro interior un nuevo sueño y mueren otros. Hay
sueños que se transforman en pesadillas; otros son hermosos; los hay llenos
de alegría o de tristeza, de ira, de calma o de nostalgia. Pero ¿de dónde
nacen los sentimientos que impregnan los sueños?
Coleccionista de sueños

Rafael atrajo a Patricia hacia su pecho, envolviéndola en un abrazo firme,


justo en el momento en que la suave hierba parecía desaparecer bajo sus pies.

Aferrado a ella, no pudo evitar notar que las delicadas curvas femeninas
encajaban perfectamente contra su cuerpo. Aspiró el embriagador aroma
cítrico de su pelo como si pudiese devolverle la cordura. El mundo onírico
comenzó a girar a su alrededor a gran velocidad, como si se hallase en el ojo
de un huracán. Los oídos le zumbaban y cerró los ojos para no marearse.
Tardó un momento en darse cuenta de que todo se encontraba de nuevo en
silencio. Abrió los ojos y miró a su alrededor con incredulidad.
—Pero ¡qué demonios es esto!

Un mar infinito de arena se extendía ante ellos. El sol abrasaba


despiadadamente el árido desierto en el que se hallaban.
—¡Tiene que ser una broma! —exclamó lleno de frustración mientras
giraba para ver arena y nada más que arena—. ¿De verdad tenemos que

atravesar esto?
Patricia se encogió de hombros.
—Podemos quedarnos aquí si quieres y esperar a que el sueño vuelva
a cambiar de forma —le dijo.
—¿Para qué? —gruñó él de mal humor—. Eso no cambiará nada.
Mejor intentemos salir de aquí.
Echó a andar sobre las cálidas arenas y Patricia lo siguió.
«¡Maldita sea!», pensó. Todo aquello no podía ser más que una

locura, una alucinación producto de su mente cansada. Sin embargo, el calor


que le hacía sudar era real y también la arena que pisaban sus pies. Los
vaqueros se le pegaban a la piel y hasta la camiseta le estorbaba. Miró de
reojo a Patricia. Seguramente iba más cómoda que él, con una camiseta
blanca de tirantes que se ajustaba a sus suaves senos en cuyo valle
descansaba el medallón, y unos cortísimos pantalones en color crema. Rafael
sintió que su temperatura aumentaba unos grados más.
Menudo momento había escogido su cuerpo para sentir deseo. Se
encontraba en un verdadero desierto, y tenía delante un problema sin

solución. Kilómetros y kilómetros de monotonía se extendían ante él, un


paisaje muy parecido al de su propia vida, sin nada nuevo en el horizonte.
¿Acaso no había pensado últimamente que en su vida faltaba algo? Un día
seguía al otro en una encadenada sucesión de horas y minutos que

transcurrían iguales: trabajo, deporte, trabajo. Desde esa perspectiva, su vida


resultaba tan árida como ese desierto por el que avanzaban pesadamente.
Buen momento para darse cuenta de que necesitaba diversidad, «quizás algo
de acción», se dijo. Lo haría… si regresaba a su mundo, a su vida.
Se obligó a hablar para olvidarse de la tentación que suponía aquella
mujer.
—¿Dónde perdiste a Sofía? —le preguntó a Patricia rompiendo así el
silencio que se había instalado entre ellos desde que habían comenzado a

caminar.
—Aparecimos juntas dentro del laberinto que habíamos visto en
nuestros sueños, pero ella se encontraba de un lado de una de las paredes y yo
del otro —le explicó—. Quisimos reunirnos y avanzamos guiándonos por el
sonido de nuestras voces en busca de alguna entrada que comunicase los dos
pasillos, pero entonces el sueño cambió de repente y yo aparecí en otro lado.
—Entonces, ¿no estás segura de que Sofía siga en el laberinto? Podría
encontrarse en cualquier otra parte —concluyó con la voz teñida de
amargura.

—Podría ser —convino Patricia mientras posaba una mano suave


sobre su brazo para ofrecerle consuelo—, pero yo no lo creo. De ser así, no
tendría sentido el sueño que las dos tuvimos. Ella tiene que mantenerse en el
laberinto para salvarse.

Rafael asintió mostrándose de acuerdo, aunque en realidad no había


prestado demasiada atención a la lógica de sus palabras, solo al roce de los
dedos de Patricia sobre su antebrazo. La suave caricia le había provocado un
estremecimiento a pesar del calor sofocante del desierto.
Se aclaró la garganta, aunque su voz sonó ronca cuando habló.
—La cuestión entonces es cómo llegar hasta allí.
Patricia negó con la cabeza en desacuerdo.
—Hay otra cosa que me preocupa más —manifestó.

En su tono había una nota de ansiedad y Rafael, preocupado, se


detuvo para mirarla fijamente.
—¿Qué es? —quiso saber.
Ella le devolvió una mirada límpida de color violeta y Rafael pensó
que podía perderse en la belleza de esos ojos.
—Si todo esto no es más que un sueño en el que nos hemos quedado
atrapados, —comentó con voz temblorosa—, ¿qué pasará cuando la persona
que está soñando se despierte? ¿Desapareceremos junto con el sueño?
Rafael notó que el estómago se le encogía de aprensión. ¿Podría ser

aquello cierto? La razón le decía que no, pero nada de lo que había vivido en
esas últimas horas le parecía razonable. Desde que había salido de la
comodidad y seguridad de su consultorio, su mundo se había puesto del
revés.

—Mira —comenzó a decir tratando de calmar la ansiedad de la


muchacha y la suya propia—, yo creo…
Se vio interrumpido por un fuerte estruendo, como un trueno
restallando en la distancia. Sujetó a Patricia del brazo y la atrajo hacia él
creyendo que el sueño volvía a cambiar de forma; sin embargo, el cielo y el
sol seguían inmóviles en su lugar. Solo la arena, a lo lejos, se movía
formando una inmensa nube de polvo que se acercaba rápidamente hacia
ellos. Había oído hablar de las tormentas de arena en el desierto, pero en las

películas siempre había un camello o un caballo a mano tras el que ocultarse.


Miró de nuevo hacia la nube para calcular la distancia que los separaba y
pensar qué posibilidades tenían de escapar.
—¡No me fastidies! —exclamó, más furioso que alarmado, cuando
vio bien de qué se trataba.
Lo que se acercaba hacia ellos no era una simple nube de polvo, sino
un considerable grupo de hombres a caballo. Vestían como los habitantes del
desierto, con largas túnicas negras, pantalones holgados negros, y la cabeza y
medio rostro cubiertos por turbantes del mismo color.

No alcanzaron a moverse de su lugar antes de verse rodeados por los


jinetes.
«Es solo un sueño», se dijo mientras enfrentaba los numerosos ojos
oscuros que lo observaban con la hostilidad de un halcón y protegía a Patricia

manteniéndola pegada a su costado.


Uno de los hombres hizo avanzar a su caballo hasta detenerse frente a
ellos. Lo poco que se veía de su rostro arrugado y tostado por el sol, mostraba
una fea cicatriz que cruzaba la mejilla desde debajo del ojo derecho hasta la
comisura de la boca.
—¡Extranjeros! —les gritó con voz potente y un extraño acento—.
Habéis invadido nuestras tierras.
—Venga ya —murmuró Rafael con fastidio. Notó que Patricia se

estremecía junto a él. La miró de reojo y supo que estaba conteniendo la risa.
Meneó la cabeza ante la absurda situación. Sin embargo, pensó que tal vez lo
mejor sería mostrarse razonable, así que añadió—: nos hemos perdido.
—Nadie entra en el desierto si no es por propia voluntad —le aseguró
el hombre—, y quien se atreve a cruzarlo es porque lo conoce bien o porque
quiere morir.
Rafael dejó escapar un gruñido. ¿Cómo podía explicarle a aquellos
hombres que ellos eran producto de la mente de alguien, una fantasía tan
solo? Claro que las espadas curvadas que colgaban de la cintura de aquellos

habitantes del desierto le parecieron bastante reales. Sacudió la cabeza


mientras intentaba aclarar sus ideas.
—Buscamos a alguien —lo intentó de nuevo—, a una mujer joven.
—El desierto no es buen compañero de lecho —objetó el hombre con tono

seco—; si lleva más de un día perdida, habrá viajado ya al lugar de las


estrellas. Será mejor que vengáis con nosotros.
Rafael negó con la cabeza.
—No podemos —le espetó con firmeza.
—¡Oh sí, sí que podéis! —replicó el hombre esbozando una sonrisa torcida.
El brillo acerado de sus ojos negros convenció a Rafael de que era mejor no
contradecirlo. Si no lo hubieran hecho sus ojos, lo habría convencido aquel
círculo de oscuros guerreros que se estrechó aún más en torno a ellos de

forma amenazante.
Se vieron obligados a subir a los caballos por separado, y Rafael tuvo que
controlarse para no golpear a alguien cuando vio el pánico asomarse a los
preciosos ojos de Patricia. Sabía que muerto no le iba a servir de ayuda, y
estaba convencido de que aquellos hombres lo matarían sin dudar. Partieron
al galope mientras de sus gargantas brotaban agudos gritos que a Rafael le
provocaron escalofríos. Le parecían un mal presagio, como los ladridos de
una jauría de perros cuando han atrapado a una presa.
Respiró profundamente intentando calmarse. Los caballos que surcaban las

arenas eran reales; el olor agrio que desprendían aquellos hombres era real;
los negros ropajes a los que se aferraba en la loca carrera atravesando el
desierto eran reales; y el temor de Rafael comenzó a volverse también más
real cuando vislumbró a lo lejos el oasis al que se dirigían.

Se detuvieron en medio de una explanada rodeada por un profuso vergel de


palmeras, árboles frutales, plantas aromáticas y enormes tiendas de campaña
que solo había visto en los documentales de la televisión. Mujeres
enfundadas en túnicas de colores, con exóticos adornos en el cuello, brazos y
pies, salieron a recibirlos.
Los guerreros descendieron de los caballos y Rafael agradeció poner de
nuevo los pies sobre el suelo. Miró a Patricia para ver cómo se encontraba.
En cuanto sus miradas se cruzaron, ella corrió a refugiarse entre sus brazos.

La abrazó con fuerza y desafió con la mirada al guerrero que extendió el


brazo para detenerla.
Algunos guerreros se llevaron los caballos; el resto de los hombres formó un
semicírculo detrás de ellos. «Como si pudiésemos escaparnos a algún lado»,
se dijo Rafael con desánimo.
Mientras las mujeres del campamento los observaban con curiosidad,
un hombre se abrió paso dirigiéndose hacia ellos. Vestía con una camisa
blanca y amplios pantalones negros que sujetaba con un fajín del mismo
color. Llevaba la cabeza descubierta y en su rostro moreno, surcado por

algunas arrugas, lucía una barba grisácea bien recortada. El cabello gris le
caía hasta los hombros y lo llevaba peinado hacia atrás.
—Sed bienvenidos a mi hogar —les dijo abriendo los brazos en señal de
acogida—. Mi nombre es Kalim y en este día gozaréis de mi hospitalidad.

—Preferiríamos que nos dejase seguir nuestro camino —le espetó Rafael con
sequedad. Notó que Patricia le apretaba el brazo y trató de calmarse.
El hombre clavó en él una mirada penetrante. Sus ojos parecían obsidianas, y
Rafael tuvo la sensación de que aquel hombre podía leerle el alma.
—¿Acaso conoces el camino que debes seguir?
—No —respondió Rafael casi en un gruñido—, pero estoy seguro de que
podré encontrarlo.
Kalim meneó la cabeza.

—Eso dependerá de con qué lo busques, si con la cabeza o con el corazón.


Venid —alzó la mano para detener la protesta que pugnaba por escapar de la
boca de Rafael—, no os encontráis aquí por casualidad. Tú estás aquí para
alcanzar conocimiento.
Rafael alzó una ceja con arrogancia.
—Ya tengo suficientes conocimientos —replicó con mordacidad mientras
pensaba en los numerosos títulos y diplomas que colgaban de las paredes de
su consultorio. Siempre había estado orgulloso de ellos, pero ahora, frente a
todo lo que había vivido, le parecían inservibles trozos de papel.

Como si su respuesta careciese de importancia, el hombre se dio la vuelta y


les hizo un gesto para que lo siguieran. Los condujo hasta el interior de una
de las inmensas tiendas iluminada con candiles. El suelo se hallaba tapizado
de preciosas alfombras con diseños geométricos que asemejaban flores.

Había cojines de brillantes colores distribuidos por los diferentes rincones y


también alrededor de unas mesas bajas sobre las que había varias pipas de
agua y algunos incensarios que desprendían un intenso olor a sándalo. La
tienda estaba dividida en diferentes espacios por medio de cortinas de seda.
Sentado en medio de los cojines, casi perdido entre ellos, se hallaba otro
hombre, un anciano. Portaba una túnica negra que ocultaba la delgadez de su
cuerpo, visible solo en su afilado rostro atezado por el sol. Las arrugas
parecían grabadas en él como antiguas runas cuyo lenguaje resultaba

indescifrable. Su cabello largo, del color de la nieve, contrastaba con el


turbante negro que cubría parcialmente su cabeza. Sus ojos oscuros
mostraban una profundidad insondable, la de los arcanos secretos de la
sabiduría.
Kalim se inclinó ante el anciano y pronunció unas palabras incomprensibles
para Rafael y Patricia.
Rafael miró al hombre y este le devolvió una mirada penetrante y astuta.
—Estás preocupado —señaló el anciano mientras aspiraba el aromático humo
del narguile.

Rafael lo miró con el ceño fruncido. Si aquel hombre era el jefe de la tribu,
quizás podía dejarlos marchar si le contaba la verdad.
—Sí —admitió entre dientes tragándose el orgullo— y enfadado. Me
encuentro atrapado en un sueño en busca de mi hermana, sin ninguna idea de

dónde puedo encontrarla, y ahora se nos obliga a permanecer aquí, de brazos


cruzados, para nada. Quizás podríamos haber encontrado ya el camino para
llegar a ella.
Sabía que sus palabras podían sonar a locura para aquel hombre, pero la
frustración le había impedido contenerlas.
El anciano hizo un gesto para que tomasen asiento sobre los hermosos cojines
de seda bordados y meneó la cabeza.
—Tu visión no es buena —le señaló con voz cascada.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Rafael frunciendo el ceño.


El hombre no respondió. Aspiró del narguile y luego dejó salir el humo
lentamente en una voluta aromática que quedó flotando ante ellos como una
espesa nube.
—¿Qué ves? —le preguntó el anciano mientras indicaba la nubecilla.
—Humo —contestó Rafael molesto por la situación. El aroma dulzón del
tabaco penetró en sus fosas nasales.
—Solo ves lo que te dice tu razón, y solo escuchas sus palabras; pero para lo
que en realidad buscas, resultan palabras inútiles —le aseguró el hombre.

—Mira, ni comprendo lo que dices, ni me interesa —declaró él con una


mezcla de frustración y enfado. No tenía tiempo para adivinanzas.
El anciano se levantó despacio y caminó hacia la entrada de la tienda.
—Ven —le pidió—, asómate.

Rafael miró a Patricia y le dedicó una mirada cargada de impotencia. Ella se


encogió de hombros sin saber qué decirle. Desde que entrasen en la tienda, el
anciano no le había dirigido la palabra ni la había mirado siquiera una vez.
Era como si ella no existiera. Además, tampoco entendía qué pretendía el
anciano de Rafael, pero vio que este hacía lo que el hombre le había pedido.
Se había levantado y contemplaba el exterior.
Fuera las mujeres, ataviadas con sus coloridas túnicas, se movían
incansablemente de un lado a otro del campamento, mientras los hombres

formaban una larga hilera negra a lo largo del perímetro del mismo. Una
muralla humana.
—¿Están ahí para que no nos escapemos? —inquirió con sarcasmo. Se giró
para observar al anciano con los ojos entrecerrados. Tenía el estómago
encogido mientras esperaba sinceramente que el anciano lo negase.
El hombre meneó la cabeza. Rafael percibió un sutil aroma a sándalo.
—Fíjate bien.
La frustración y la ira bullían en su interior. Rafael gruñó exasperado, sin
embargo, volvió de nuevo su mirada hacia la escena del exterior.

Los hombres continuaban en sus lugares, pero cada vez que uno de ellos
deseaba moverse a alguna parte, hacia una señal y una de las mujeres se
acercaba a él para conducirlo de la mano hacia donde deseaba ir. Rafael
arqueó las cejas en un gesto de sorpresa.

—¿Por qué hacen eso? —le preguntó al anciano.


—Porque los hombres son ciegos —repuso este con su suave acento
extranjero.
Rafael se giró bruscamente hacia él y alzó una ceja con escepticismo.
—Veían perfectamente en el desierto —lo contradijo con sequedad.
El hombre asintió con la cabeza sin molestarse por su tono.
—Porque ese es su lugar —repuso enigmáticamente—. Tú también tendrás
que conocer el tuyo —añadió mientras sus dedos rugosos rozaban su frente

trazando signos.
Al instante Rafael sintió un fuerte mareo y cerró los ojos agarrándose a la
gruesa lona de la tienda para mantenerse firme mientras todo giraba a su
alrededor. El estómago se le contrajo, pero contuvo la náusea. Cuando el
mundo pareció estabilizarse, abrió despacio los ojos.
Solo vio oscuridad.
VI

Con la noche llegan los sueños, y donde todo permanecía oscuro y en


sombras, comienzan a brillar las luces de la ilusión y de la esperanza.
Cualquier mundo está a nuestro alcance, cualquier posibilidad, siempre que

el soñador no se resista a recibir la gracia.


Coleccionista de sueños

El miedo ahogó a Rafael mientras extendía sus manos tanteando en la


oscuridad.
—¡No puedo ver! —exclamó con la voz preñada de ansiedad—. ¿Qué
me ha hecho? ¿Qué me ha pasado? ¿Patricia?
La muchacha no respondió y a Rafael lo inundó el pánico. ¿Qué le

había sucedido a Patricia? Sintió la mano fría del anciano mientras lo


conducía de nuevo hacia el interior y lo ayudaba a sentarse. Rafael se dejó
hacer, aturdido, y respiró profundamente para calmarse.
La voz del anciano flotó suavemente hasta él.
—Si quieres encontrar el camino que buscas, tienes que aprender a
ver incluso aquellas cosas que son invisibles para los ojos. ¿Qué te ofrece la
mente? —le preguntó.
—Razones —contestó Rafael.
—Las razones se mueven con libertad a través del árido desierto del

pensamiento. ¿Qué te ofrece el corazón? —volvió a preguntar.


—Sentimientos —respondió él comenzando a comprender.
El anciano asintió.
—Los sentimientos son como un oasis en el desierto de nuestra

mente, aportan color a nuestra vida. No se puede vivir solo en uno de los dos
lados, es necesario encontrar un equilibrio entre ambos mundos.
—Bien, ya lo he comprendido —le aseguró Rafael con tono duro—;
ahora, devuélveme la vista y dime dónde se encuentra Patricia.
—No se trata de comprender, muchacho —le explicó el anciano con la
misma suavidad—. Has levantado una muralla de razones alrededor del oasis
de tus sentimientos y caminas ciego ante ellas. Nuestro pueblo posee una
sabiduría ancestral; un antiguo proverbio dice: «Los ojos no sirven de nada a

un cerebro ciego». Tienes ojos, pero no logras ver más allá de las apariencias
en busca siempre de razones. Necesitas abrir tu mente a las innumerables
posibilidades que ofrece el universo infinito; solo entonces hallarás el camino
de regreso a casa.
—¿De regreso a casa? —repitió Rafael sorprendido.
—Cada hombre emprende su camino hasta encontrarse a sí mismo, el lugar
más profundo de su interior donde habita su verdadero yo, un oasis en el
desierto. Cuando lo encuentra, ha encontrado su hogar, y puede empezar a
reconstruirse a sí mismo.

Una sonrisa irónica asomó a los labios de Rafael a pesar de su


preocupación.
—Mire, anciano, soy psiquiatra —replicó como si eso lo explicase
todo—, ya he recorrido mi camino de conocimiento interior, y creo que me

conozco lo suficiente.
El anciano negó con la cabeza.
—Ni siquiera has empezado a conocerte a ti mismo —declaró con
solemnidad—. Aquí solo eres un iniciado.
Rafael escuchó pasos en el exterior de la tienda y notó el aire caliente
que penetró en el interior cuando se abrió la cortina. Oyó los murmullos de la
gente que entraba y el susurrar del roce de las túnicas contra los cojines al
sentarse. Una mano suave y cálida apresó la suya.

—¿Te encuentras bien?


Reconoció la dulce voz de Patricia y algo dentro de él se estremeció.
—No —repuso con amargura—. Estoy…
—…ciego —completó ella con voz temblorosa—. Kalim me ha
explicado que se trata de una prueba de iniciación a la verdadera visión, que
solo así podrás encontrar el camino hasta Sofía. ¿Sabes en qué consiste la
prueba?
Él permaneció en silencio un momento mientras ordenaba y analizaba
la información en su cabeza.

—Tengo que aprender a ver con el corazón —respondió finalmente.


«¡Qué ironía!», se dijo. Había dedicado años de su vida a ver las cosas
solo con su razón, aprendiendo a dejar de lado los sentimientos, y ahora ese
conocimiento le resultaba completamente inútil.

Se concentró en los sonidos que escuchaba y en los olores que


llegaban hasta él, las únicas cosas que en ese momento representaban un
vínculo con lo real y que le impedían volverse loco en medio de aquella
oscuridad.
Una de las cortinas interiores de la tienda se abrió y aparecieron
varios sirvientes portando bandejas con manjares exquisitos que fueron
acomodando sobre las mesas a ras del suelo.
Escuchó unos pasos suaves. Entraron los músicos, vestidos con

túnicas blancas, con flautas de madera, crótalos, laúdes y tambores de copa.


Se acomodaron sobre el suelo, en un rincón de la tienda, y comenzaron a
hacer sonar los instrumentos con una dulce melodía.
Rafael comenzó a desesperarse cuando la comida transcurrió sin que él
recuperase la vista. Notaba solo la presencia reconfortante de Patricia a su
lado, percibía su aroma, sentía la suavidad de su mano mientras sostenía la
suya. Por ella, por Sofía, necesitaba acabar con esa situación cuanto antes. De
repente, Kalim llamó la atención de los comensales con unas palmadas. La
música se detuvo.

—Hoy es un día especial. Puesto que nos vemos honrados con la


visita de estos huéspedes extranjeros, nuestra pequeña Sara bailará para
nosotros.
La tienda se llenó con el eco de las palmadas y los gritos animados de

los invitados. Unos sirvientes retiraron con cuidado las mesas que ocupaban
el espacio central para que la bailarina pudiera danzar. Luego se hizo el
silencio roto solo por el sonido triste de una flauta. La dulce melodía
entonada rebosaba nostalgia y melancolía. Parecía traer ecos lejanos de una
antigua historia de amor.
De pronto el aire se perfumó con la fragancia del jazmín y se escuchó
el suave tintineo de unas campanillas. Rafael reconoció ese sonido, el mismo
que sonaba cada vez que Patricia aparecía y desaparecía, y su cuerpo se

tensó. Se aferró con fuerza a la mano de ella, como si así pudiera evitar que
desapareciese.
Una de las cortinas del fondo se abrió y entró una joven moviendo las
caderas y los brazos al ritmo de la música. Cada movimiento provocaba el
tintineo de las campanillas que rodeaban sus esbeltos tobillos, sus muñecas y
sus sinuosas caderas.
Rafael percibió la proximidad de su cuerpo cálido, cuando la
muchacha se detuvo frente a él. Escuchó a su lado la exclamación
sorprendida de Patricia.

—¿Qué suce…?
Se interrumpió cuando notó el roce de la piel aterciopelada de una
mano sobre su mejilla mientras lo envolvía el aroma cítrico del perfume de
Patricia. Todos los sonidos parecieron desaparecer mientras aquella mano

recorría su frente en una suave caricia, pasaba por sus ojos ciegos de
párpados cerrados, y delineaba el contorno de su nariz hasta posarse sobre sus
labios.
El sonido volvió a sus oídos cuando el ritmo de la música se
incrementó acompañada de los tambores y los crótalos. El corazón de Rafael
comenzó a latir con fuerza dentro de su pecho al notar que Patricia tomaba su
propia mano, fuerte y áspera, y la deslizaba por el rostro de ella hasta que sus
dedos se detuvieron sobre los labios dulces y cálidos. Le pareció que Patricia

depositaba un beso suave sobre sus dedos, aunque seguramente lo había


imaginado, pensó.
Ella retiró su rostro y la mano de Rafael acusó el vacío. Ahora que sus
ojos no podían verla, necesitaba tocarla, sentirla. Aún le hormigueaba la
mejilla por la delicada caricia, y su pulso latía expectante, anhelando más.
En el interior de la tienda, la danza de la mujer se volvió más salvaje,
más sensual, mientras giraba sobre sí misma y sus caderas alcanzaban un
ritmo frenético.
«Quiero volver a verte», deseó Rafael con anhelo.

Con un golpe sordo del tambor, la música se detuvo bruscamente y la


muchacha con ella. Se hallaba sentada en el suelo; los pies descalzos, la
respiración jadeante, y sus ojos almendrados, del color de las esmeraldas,
clavados en los grises de Rafael que parpadeó como si emergiese de un

sueño, la realidad clara y nítida ante él.


La exótica figura vestía un top ajustado de color verde esmeralda,
adornado con piedras preciosas, y unos pantalones de seda abombados, del
mismo color, que se ceñían en los tobillos. El pañuelo que le servía de
cinturón estaba confeccionado con lentejuelas y monedas doradas.
La muchacha no era demasiado alta, quizás como su hermana Sofía, y
tenía una complexión delgada. El cabello, del color de la miel, le caía
ondulado hasta las caderas, y lo llevaba sujeto con una diadema enjoyada que

adornaba su frente y que servía de sostén al velo que ocultaba su rostro.


La joven bajó la cabeza, apartando sus ojos de Rafael, y se levantó
con un movimiento elegante y fluido de su exquisito cuerpo para desaparecer
tras las cortinas seguida por la confusa mirada de Rafael.
Aquellos ojos no le eran desconocidos; tampoco aquel rostro. De hecho, lo
veía todos los días en el trabajo, cuando su secretaria entraba a primera hora
en el consultorio para llevarle el café.
«¿Qué demonios hace Susana aquí?», se preguntó desconcertado.
El timbre dulce y suave de Patricia interrumpió sus pensamientos.

—Ha sido fantástico, ¿verdad? —le comentó con una sonrisa sincera.
Rafael miró ese rostro hermoso que había acariciado hacía unos minutos y,
sin pensarlo, lo encerró entre sus manos y bajó la cabeza para besar aquella
boca tentadora. Sabía a miel y a especias, y sus labios eran tan suaves como

parecían.
Un carraspeo profundo le hizo tomar conciencia de que no se encontraban
solos y, aunque renuente, se separó de ella clavando su mirada en los ojos
violetas de ella.
—¡Patricia, puedo ver! —le dijo él con alivio.
Ella parpadeó entre sorprendida y confundida mientras se preguntaba por qué
la había besado Rafael. Quería preguntárselo, pero prefirió centrarse en sus
palabras.

—¿Por qué dices que puedes ver? —inquirió con curiosidad superada ya la
sorpresa inicial.
—Eso quiere decir que he superado la prueba —le respondió.
Patricia sacudió la cabeza.
—¿Qué prueba?
Rafael vio la incomprensión en sus preciosos ojos. «Entonces, ¿nunca he
estado ciego?», se preguntó mientras fruncía el ceño tratando de comprender.
¿Había sido tan solo un sueño dentro de otro sueño? Rafael se giró hacia el
anciano, pero su lugar se encontraba vacío. Quizás se había retirado durante

la danza de la muchacha. Observó al resto de los hombres presentes, que


reían y conversaban disfrutando de la camaradería.
—Amigos —clamó de pronto la voz potente de Kalim—, es hora de
retirarnos. Mañana habrá un nuevo sol para nosotros y para nuestros

huéspedes, y más ocasiones para disfrutar.


Los comensales asintieron en silencio. Entró entonces un grupo de mujeres
que ayudaron a los hombres a levantarse. Sus ojos ciegos buscaron a Kalim y,
despidiéndose de él, abandonaron la tienda.
Cuando todos se hubieron retirado, Kalim se acercó a ellos y les hizo señas
para que lo siguieran. Levantó una de las cortinas y les mostró una hermosa
estancia con dos lechos cubiertos con sábanas de seda; el suelo se hallaba
revestido de pequeños tapices bordados a mano. Sobre unas mesitas

circulares había unas bandejas con frutas tropicales, vasos y una jarra de
plata. Rafael vio su mochila a los pies de una de las camas y suspiró aliviado.
Los hombres se la habían quitado cuando habían desmontado y ya la había
dado por perdida.
—Aquí podréis descansar —les dijo Kalim.
—¿Podremos marcharnos mañana? —le preguntó.
Kalim lo miró en silencio durante unos minutos.
—¿Por qué te preocupas por el mañana? —lo interrogó con
curiosidad—. Todo lo que tenemos es el hoy. Puedes aprovecharlo y

disfrutarlo, o puedes desperdiciarlo tratando de vivir cada día de mañana en


mañana, pero sin alcanzarlo nunca.
Sus palabras quedaron flotando en el aire cuando se inclinó ante ellos
y salió de la tienda.

«Nada de esto tiene lógica», pensó Rafael lleno de frustración. Luego


se volvió hacia Patricia y esbozó una tranquila sonrisa. No quería que ella se
preocupase. Al parecer ya era demasiado tarde para eso.
—¿Crees que nos dejarán marcharnos en algún momento? —le preguntó con
la voz un poco temblorosa.
Rafael no supo que responderle, así que hizo lo único que podía. Se
acercó a ella y la envolvió en sus brazos. Patricia se aferró a su cintura y
descansó la cabeza en su pecho. Al menos entre sus brazos ya no se sentía

sola y estaba segura. Notaba a su alrededor los duros músculos de los brazos
de Rafael que contrastaban con la suavidad con que sus manos le acariciaban
la espalda. Pensó en el beso que él le había dado. ¿Por qué lo habría hecho?
Parecía como si su mente se hubiese marchado lejos un instante para luego
volver, pero sin recuerdos de lo que había sucedido en esos instantes. El
aroma a colonia masculina y el olor de su piel la distrajeron de sus
reflexiones. Notó la tensión en el cuerpo de él y el cambio en su respiración.
El estómago le dio un vuelco y el corazón comenzó a latirle más rápido.
Rafael solo había querido consolarla, pero mientras estaba ahí, entre

sus brazos, los recuerdos de las sensaciones de las caricias sobre su rostro lo
asaltaron, y el anhelo que había sentido de tocarla, regresó con fuerza.
Cerró los ojos y trató de dominar su cuerpo. Patricia se encontraba en
una situación vulnerable, no podía aprovecharse de ella. Relajó los brazos y

se separó poco a poco de ella. Le pareció que la oía suspirar, pero no sabía si
era por el alivio o por la decepción.
—Será mejor que descansemos un poco —le recomendó. Aunque su
tono sonó normal, su voz era más grave y ronca.
Iba a ser una larga noche.
«Resulta curioso que alguien pueda soñar dentro de un sueño», pensó
cuando abrió los ojos y su mirada somnolienta se posó sobre un rostro
ovalado de mujer iluminado por una tenue luz. Contempló los rosados labios

carnosos, la nariz fina y las perfiladas cejas sobre los ojos verdes. Su cerebro
despertó de golpe al registrar este último dato.
—¿Susana?
La bailarina le hizo un gesto para que guardase silencio. Él asintió.
—Mi nombre es Sara. Voy a ayudaros a escapar.
—¿Por qué? —inquirió él en voz baja.
La muchacha le impidió seguir hablando colocando un dedo sobre sus
labios. Su piel, tibia y suave, olía a jazmín.
—No es tu destino morar en el desierto —musitó ella con voz suave

—. En el desierto habitan solo los que no tienen corazón.


Rafael la observó en silencio mientras despertaba a Patricia, que
descansaba tranquilamente a su lado. Ella lo miró somnolienta y, cuando lo
reconoció, esbozó una sonrisa. Él no pudo contenerse y la besó suavemente

en los labios.
—Es hora de irnos— le susurró al tiempo que le devolvía la sonrisa.
Sara les hizo señas para que la siguieran. Rafael cogió su mochila,
tomó a Patricia de la mano y salió detrás de la muchacha.
Los condujo silenciosamente a través del campamento. Las rutilantes
estrellas engalanaban el cielo nocturno como un millar de brillantes
lentejuelas. La suave luz de la luna iluminaba con sus rayos de plata las
arenas del desierto.

Cuando llegaron al extremo del oasis, la muchacha se detuvo y les


entregó una bolsa de piel de camello.
—Caminad contemplando siempre el rostro de la luna —les dijo—,
ella os guiará.
—Gracias —respondió Patricia con una sonrisa sincera.
Rafael inclinó la cabeza en un mudo reconocimiento. No se atrevía a
hablar, solo miraba fijamente a Sara, como si en sus ojos pudiese hallar
respuestas. ¿Y si todo era un sueño? Peor aún, ¿y si todo era una trampa y
acababan muriendo allí en el desierto, lejos de casa, lejos de Sofía? Su mente

analítica fracasaba a la hora de sacar conclusiones. Necesitaba hechos,


datos… Simplemente no los tenía.
Entre los dos se creó una tensión invisible mientras se sostenían la
mirada. Finalmente, Rafael cedió. Tenía que confiar. Vio la sonrisa de Sara,

tan parecida a la de Susana, antes de perderse con Patricia en la inmensidad


de la noche.
VII

Los sueños desvelan lo que hay en nuestro interior. Nos muestran los deseos
ocultos, nuestros miedos más profundos, lo que somos y lo que queremos ser.
A veces utilizan el lenguaje dulce y sereno de la brisa que mece las flores o

de los colores de una puesta de sol; otras nos golpean con un lenguaje
amargo y feroz como el estallido de una tormenta o el lamento de la soledad.
Mira en tu interior; contémplate a ti mismo en el espejo de tu alma y dime
qué ves.
Coleccionista de sueños

Avanzaron lentamente sumergidos en el penetrante silencio del


desierto, acrecentando la distancia entre ellos y los habitantes del

campamento. Rafael contemplaba de vez en cuando la luna. Se encontraba en


un lugar romántico, con una chica preciosa a su lado que le atraía
inmensamente, y su cabeza solo era un hervidero de ideas sin sentido sobre la
situación en que se hallaba. Resonó en su interior la voz llena de sabiduría del
anciano. Necesitas abrir tu mente. Necesitaba dejar de lado el principio de
que solo lo tangible y medible era real, y aceptar que las realidades
intangibles también formaban parte de la vida humana. Las emociones, los
sentimientos, no constituían algo negativo, aunque él los hubiese encerrado
detrás de un muro en su propia vida para guiarse solo con la razón.

Sus sentimientos y emociones, un pequeño oasis de color en el árido


desierto de su vida, se hallaban dominados y sometidos por la razón. Tras la
muerte de su madre, se había convertido en adulto de la noche a la mañana.
No se había permitido llorar ni sentir, y la razón había pasado a ser el motor

de su vida. Una vida que ahora le recordaba un poco a aquel desierto: árida y
vacía.
Dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza pesaroso. La voz de
Patricia lo sacó de sus cavilaciones.
—Es precioso, ¿verdad? —comentó señalando el horizonte por donde
el sol asomaba tímidamente sus primeros rayos.
Rafael, sumido en sus propias reflexiones, ni siquiera se había dado
cuenta de que amanecía.

—Lo es —admitió. Aunque en realidad la estaba mirando a ella.


—Vivimos tan inmersos en la rutina y las prisas de nuestra vida que
nos perdemos los hermosos detalles de lo cotidiano —declaró ella con la
mirada fija en el naciente disco anaranjado que hacía brillar con intensidad su
pelo cobrizo y ponía llamas de fuego en sus ojos violetas.
Él asintió despacio mientras los recuerdos de su vida lo inundaban: el
trabajo que lo absorbía por completo, las conferencias y cursos en diversas
ciudades, las reuniones con colegas. Nunca tenía tiempo para pasar el día con
sus sobrinos, ni para llamar a Sofía o salir con amigos. Nunca tenía tiempo

para el amor, le parecía demasiado sensiblero y carente de lógica, o eso se


decía. En el fondo sabía que tenía miedo de amar de verdad y perder luego a
la persona amada, como había perdido a su madre. Salía con mujeres, sí, pero
nunca en serio. Él se encargaba de dejarlo claro desde el principio.

Patricia contempló el rostro de Rafael, tan serio en ese momento. Era


un hombre muy atractivo con aquellos profundos ojos grises y el pelo negro
que se le rizaba en la frente y en la nuca. Se sentía atraída por él, y aunque
podía sentir su mano en la mano más grande y cálida de él, sabía que todo era
un sueño.
—¿Hacia dónde tenemos que ir ahora? —le preguntó intentando
centrarse en la realidad en lugar de en la punzada de deseo que palpitó en su
interior.

La mirada de Rafael se había tornado ardiente, aunque debía de


tratarse del reflejo del sol, se dijo. «O tal vez no», pensó cuando él tiró de su
mano atrayéndola hacia sí. Un cosquilleó le recorrió el cuerpo cuando él bajó
lentamente la cabeza buscando sus labios. Las rodillas se le aflojaron y notó
que la arena temblaba bajo sus pies.
—¡La arena! —gritó Patricia al tiempo que se abrazaba a él.
Rafael maldijo para sus adentros y la sujetó con fuerza. El suelo
ondulaba sacudiéndose como una anciana mujer sacude una alfombra.
Intentaron mantener el equilibrio mientras se sucedían las continuas olas

arenosas.
Súbitamente todo el paisaje cambió y se encontraron sobre una
pequeña embarcación mecida por las aguas de un inmenso océano. El único
sonido era el de las olas golpeando la madera.

Rafael siempre había estado orgulloso del control que ejercía sobre sí
mismo. Sus colegas admiraban su disciplina; a las mujeres las atraía su
pasión fría. En ese momento perdió su famoso control.
—¡Nada de esto tiene sentido! —gritó furioso—. ¡Ni siquiera tenemos
remos!
Patricia dejó escapar una risita nerviosa, pero enseguida se puso seria cuando
vio la mirada ominosa que le dedicaba Rafael.
—Esto es un sueño —le dijo tratando de calmarlo—, no puedes intentar

cambiarlo con la fuerza de la lógica.


—Y entonces, ¿qué? ¿Nos quedamos simplemente cruzados de brazos hasta
que el tiempo se consuma o nos consuma a nosotros? —le espetó con dureza.
Vio la preocupación reflejada en los ojos de Patricia y se arrepintió de sus
palabras—. Lo siento, es que esta situación me pone nervioso.
—Eso es porque no puedes controlarla —repuso ella. Luego añadió con una
sonrisa pícara—: Sofía siempre decía que te gustaba tenerlo todo bajo
control.
Rafael sonrió al escuchar sus palabras.

—Mi hermanita me conoce bien.


El silencio los cubrió como un manto de tristeza.
—¿De niño siempre fuiste así? —le preguntó Patricia con genuina curiosidad.
—Así, ¿cómo?

—Pues tan controlador, tan… lógico.


Rafael negó con la cabeza. Se acomodó en el suelo de la barca, apoyó la
cabeza sobre el banquillo y cerró los ojos. Rodeados por el mar, la barca
resultaba demasiado pequeña, y la cercanía con Patricia lo perturbaba más de
lo que quería reconocer.
—Cuando era niño no necesitaba más seguridad que la que me
proporcionaban mis padres, pero todo cambió cuando murió mi madre —
respondió con la voz teñida de melancolía—. Padecía una enfermedad del

corazón, aunque nosotros no lo sabíamos. La tarde en que murió yo sufría


una de esas crisis de adolescente en la que todo te parece mal y odias todo y a
todos. Me enfadé con mi madre y le grité antes de encerrarme en mi
habitación. Siempre me sentí culpable por ello.
Patricia introdujo los dedos en el mar acariciando su sedosa superficie.
—Hasta que controlaste tus emociones y dejaste de sentir —declaró ella.
Rafael abrió los ojos y clavó la mirada en ella con intensidad. Sus palabras
habían hurgado en una herida que él creía cerrada hacía mucho tiempo, y, sin
embargo, todavía dolía. Volvió a cerrar los ojos, como si con ello pudiera

dejar de ver la realidad, y permaneció en silencio.


Patricia esperó con paciencia.
—Tienes razón —admitió él por fin—. Empecé a racionalizar la culpabilidad
que sentía, luego pasé a hacer lo mismo con otros sentimientos y emociones,

hasta que…
—…te convertiste en un hombre lógico, carente de sensibilidad —concluyó
Patricia por él.
Rafael esbozó una mueca de dolor ante aquella descripción de sí mismo, pero
tuvo que darle la razón.
—Tenía miedo —le confesó—, miedo a enfrentarme al dolor de una nueva
pérdida; si no sientes amor por las personas, no sufres por ellas. Siempre he
amado a mis hermanas, aunque no quisiera reconocerlo, por eso evitaba

verlas o pasar tiempo con ellas. Creía que si controlaba sus vidas desde fuera
no les pasaría nada —le explicó. La culpabilidad teñía sus palabras de
amargura—. Me equivoqué. Amar a alguien solo te hace más débil y más
vulnerable si permites que el otro te controle y decida por ti. Supongo que el
verdadero amor te da alas para la libertad y vuela contigo.
—Lo que has dicho es hermoso —le aseguró Patricia.
—Sí —aceptó él con sencillez mientras reflexionaba sobre sus propias
palabras—, lástima que la solución a nuestros problemas llegue siempre
demasiado tarde.

Patricia observó el rostro masculino de fuertes rasgos. Contempló las arrugas


que surcaban su frente, el cabello negro ondulado, los sensuales labios que
reposaban distendidos. «Sí, es un hombre muy atractivo», pensó. Y aún lo
sería más cuando liberase el corazón de todas las ataduras que se había

impuesto.
—¿Sabes?, yo creo que las soluciones a los problemas no llegan cuando uno
quiere —declaró ella— por mucho que nos esforcemos en buscarlas con la
mente, sino cuando estamos preparados para afrontar sus consecuencias con
el corazón.
Rafael abrió de nuevo los ojos y asintió pensativo. Sus miedos habían estado
siempre ahí, agazapados a la espera de saltar sobre él en algún momento de
debilidad; las soluciones también se encontraban ahí, ante él, pero se sentía

incapaz de afrontar sus implicaciones, sus consecuencias. Vivía atrapado en


la espiral del miedo. Algo lo atemorizaba, pero la solución y lo que esta
conllevaba acrecentaba sus temores. ¿Cómo podía romper el círculo?
«Al menos es la primera vez que aceptas que tienes miedos», se dijo a sí
mismo. Miró a Patricia pensando en alguna respuesta que ofrecerle, pero lo
alarmó la mirada de terror que vio en sus ojos. Se giró rápidamente, aunque
nada pudo hacer cuando la inmensa ola se desplomó con fuerza sobre ellos.
La barca se sacudió bruscamente y los hizo volcar. Lo último que oyó antes
de hundirse en la oscuridad profunda de las aguas fue el angustiado grito de

Patricia.
Se sintió arrastrado por una mano invisible que tiraba de él mientras el mar se
agitaba sobre su cabeza. Luchó inútilmente por subir a la superficie, pero los
brazos y las piernas se volvieron un peso muerto en su cuerpo. La presión

comenzó a punzar en su cabeza, el corazón a latirle con furia y los pulmones


a reclamar con ardor su alimento vital.
Se ahogaba.
«Esto no es más que un sueño», se dijo desesperadamente en un intento por
convencerse a sí mismo, pero la sensación de asfixia resultaba muy real, y la
tentación de abrir la boca para tomar una bocanada de aire en medio de
aquella masa de agua, demasiado potente. Se esforzó por controlar el pánico.
En esos momentos, cuando más necesitaba el uso de su lógica, la razón

parecía haberlo abandonado.


Una brazada, y otra más, y otra. La luz que entraba por aquella superficie
transparente le parecía demasiado lejana. ¿Debía seguir luchando o dejarse
llevar?
Su mente se inundó de imágenes. Marina; sus sobrinos a quienes casi
no había prestado atención; su hermana Sofía, a quien le fallaría una vez más;
Patricia, que se encontraba sola luchando por su propia salvación…
Una cálida voz resonó en su interior. No es tu destino.
No ahora, cuando comenzaba a vislumbrar un sentido en su vida.

Se impulsó hacia arriba. Sus músculos parecían desagarrarse con cada


esfuerzo; su pecho a punto de estallar. La angustia y la desesperación se
aferraban a su espíritu con los estertores de la muerte.
«¡No!».

El gritó agónico de su mente murió antes de salir a través de sus


labios. Su cuerpo cedió la victoria al mar.
Una bocanada de aire fresco con fragancia a pino y madreselva
penetró por sus fosas nasales. El sol acariciaba su frente y los trinos de los
pájaros lo saludaban mientras despertaba de nuevo a la vida en medio de un
bosque frondoso.
—No te preocupes —le susurró una suave voz femenina.
Rafael tardó en reaccionar, agotado como se encontraba y sin fuerzas.

La experiencia que acababa de vivir había sido muy real. Sentía el sabor de la
sal en los labios y los pulmones le ardían. Se sentó, a pesar de tener el cuerpo
dolorido, y, finalmente, alzó su mirada hacia aquella voz tranquilizadora para
encontrarse con un rostro familiar.
—¿Patricia? ¿Te encuentras bien? ¿Estás herida?
La muchacha abrió sus ojos violetas asombrada y se alejó unos pasos
cuando él extendió la mano para tocarla.
—¿De qué me conoces? —le preguntó.
Le tocó el turno a Rafael de sorprenderse. Observó atentamente a la

joven. Tenía el rostro tenso y sus ojos lo escudriñaban con suspicacia. Sin
embargo, él estaba seguro de que se trataba de Patricia, aunque ahora vestía
como una campesina. Llevaba una blusa blanca ceñida que dejaba los
hombros al descubierto, una amplia falda verde en cuyo bajo destacaban unos

bordados de motivos florales con hilos del color del vino, y un pañuelo del
mismo tono rojizo cubriendo su cabeza. El cabello cobrizo, recogido en una
trenza, le caía por detrás acariciando su espalda; por delante, unos mechones
rebeldes escapaban de los confines de su prisión rozándole la frente.
«La misma mujer, pero dos sueños distintos», reflexionó mientras se
ponía de pie con cuidado para no asustarla. ¿Podría ser? La había visto
primero en sus propios sueños, luego en casa de su hermana, la había visto
también en las calles de Córdoba, y, finalmente, habían entrado juntos a ese

sueño. Al recordarlo, se dio cuenta de lo que echaba en falta en ella. No


llevaba el medallón que los había transportado hasta allí.
Como ella lo miraba todavía fijamente, respondió a su pregunta.
—Te he visto antes —fue lo único que se le ocurrió en ese momento. Al ver
la confusión en su mirada, añadió encogiéndose de hombros—: es
complicado de explicar.
Patricia asintió con la cabeza, como si su excusa fuera suficiente explicación.
—Tú eres el buscador —le dijo.
—¿El buscador? —repitió él confundido.

¿Acaso se acordaba de que buscaba a Sofía? Una chispa de esperanza se


encendió en su interior, pero se apagó tan pronto como había prendido
cuando escuchó sus siguientes palabras.
—Vivo en la aldea del bosque. Nuestros ancianos han transmitido por

generaciones la profecía, que en el tiempos de la dificultad aparecería el


buscador del camino —le explicó—. Él encontraría el modo para que
pudiéramos salir y buscar un lugar mejor para vivir.
—Salir, ¿de dónde? —la interrogó sin comprender.
—Del laberinto.
VIII

Los sueños traen alas de libertad. Pueden mostrarnos lo que un día fuimos,
lo que somos y lo que deseamos ser, pero no podemos atraparlos. Ese
instante queda suspendido en la nebulosa de lo que pudo o podrá ser. El

pasado ya no podemos cambiarlo, pero podemos aprender de él, de nuestros


errores; el futuro, en cambio, se abre ante nosotros como una infinidad de
posibilidades que podemos realizar.
Tu sueño se encuentra ahí, en el mañana de las posibilidades, de las
decisiones acertadas, de la voluntad de conseguirlo, si, y solo sí, le das alas
para volar.
Coleccionista de sueños

Rafael se sobresaltó. ¿Por fin había dado con el lugar donde se encontraba
atrapada su hermana?
—¿Hay un laberinto aquí? —preguntó sin importarle que su voz trasluciese
cierta ansiedad.
Ella negó con la cabeza barriendo con un simple gesto las esperanzas que
había despertado en Rafael.
—El bosque entero es un gran laberinto —le aclaró ella—. Mi pueblo se
encuentra situado en alguna parte en medio de él, aunque no sabemos
exactamente dónde, quizás en el centro. Nunca hemos podido llegar hasta los

límites del bosque ni tampoco descubrir lo que hay más allá de él.
—Entonces, ya habéis intentado salir —comentó más para sí mismo que para
ella.
Patricia sonrió con tristeza.

—Muchas veces —le aseguró—. Los jóvenes no se resignan a vivir


encerrados y han salido en grupos para buscar el camino correcto, el que nos
permita salir de aquí, pero siempre vuelven derrotados por el laberinto... si es
que regresan —añadió con un estremecimiento—. Ven, te llevaré a mi aldea.
Rafael tomó la mano que Patricia le ofrecía para ayudarle a levantarse y echó
a andar junto a ella mientras observaba el bosque. Nada le hacía suponer que
aquel lugar fuese un laberinto gigante. Patricia le había contado que, en su
sueño, ella se daba cuenta de lo que era porque se encontraba en la cima de

una montaña. «Patricia», repitió en su pensamiento. Miró de reojo a la


muchacha que caminaba a su lado. Se había alegrado de verla, pero le había
dolido profundamente la falta de reconocimiento de ella. Le daban ganas de
sacudirla y de besarla hasta que ella lo reconociera, hasta que su cuerpo y su
mente comprendiesen quién era él.
—¿Por qué construyeron la aldea dentro del laberinto? —le preguntó para
alejar de sí aquellos pensamientos.
—Nadie lo sabe —repuso ella—; tal vez fue obra de un hechicero. La
cuestión es que ahora comienza a escasear el agua y necesitamos encontrar

otro lugar mejor donde vivir.


—Comprendo —dijo a falta de algo mejor que comentar.
¿Qué podía decirle? ¿Que no tenía de qué preocuparse porque aquello era tan
solo de un sueño del que ella formaba parte? «Abre tu mente, vive cada sueño

como si fuera real», se ordenó a sí mismo. Tal vez de cada sueño podría
aprender algo que le ayudase para el siguiente o que, incluso, le señalase el
modo de escapar de esa pesadilla a la realidad. «Una realidad en la que
Patricia no estará», pensó de pronto. Y sintió que algo se rebelaba dentro de
él.
La voz de la muchacha lo sobresaltó.
—Mira, ahí tienes la aldea.
Rafael contempló las hermosas construcciones que se levantaban en el claro

del bosque. De madera, con tejado a dos aguas y flores de vivos colores en
las ventanas, parecían casas sacadas de un cuento de hadas como los que su
madre le leía cuando era un niño. De algunas de las chimeneas de piedra salía
humo formando espirales. Las casas se encontraban rodeadas por pequeños
jardines cuyas flores y hierbas aromáticas perfumaban el lugar. El centro de
la aldea lo ocupaba una extensa plaza en la que se levantaba una fuente
construida en piedra, en cuyo centro crecía un árbol casi sin hojas.
Conforme se fueron acercando, la gente comenzó a murmurar y a caminar
detrás de ellos. Cuando llegaron al centro de la plaza, casi todo el pueblo se

había reunido allí. Un hombre grande, con aspecto de rudo leñador, de espesa
barba negra y penetrantes ojos verdes, se acercó a ellos seguido por los
ancianos del pueblo.
—¿Quién es? —preguntó con una voz sonora que retumbó en el espacio

abierto.
—Ha aparecido en el bosque —contestó Patricia con una sonrisa.
Un murmullo de asombro recorrió a los presentes y Rafael vio el alivio y la
esperanza dibujarse en todos los rostros.
—Entonces, es él —declaró el hombre entusiasmado—; el buscador del
camino.
Rafael no quería que la gente se hiciera falsas ilusiones. Él no era la respuesta
a ninguna profecía. No podía ayudarlos más de lo que podía ayudarse a sí

mismo.
—No sé si podré encontrar el camino para salir de aquí —les dijo—. Lo
único que quiero es encontrar a mi hermana y a…
Había estado a punto de nombrar a Patricia, pero al verla allí, mirándolo con
aquellos enormes ojos que cambiaban del violeta al azul mientras lo miraban
con tristeza y decepción, se detuvo a tiempo. «¡Maldita sea!», se lamentó. No
sabía por qué, pero no quería decepcionarla.
—Lo intentaré —dijo devolviéndole la mirada. La parte racional de su
cerebro protestó, pero, por primera vez, no le hizo caso.

El jefe de la aldea asintió complacido.


—Buscar significa haber encontrado ya el camino —manifestó el hombre—,
ahora solo te falta asegurarte de que escoges la senda correcta.
Rafael sacudió con la cabeza. Aquellas palabras no tenían ningún sentido.

—Pero tu gente ha buscado también y no lo ha encontrado.


—Los ancianos ya no tienen fuerzas para buscar, y los jóvenes han buscado,
pero no sabían lo que querían encontrar —repuso el hombre—. Tú sí lo
sabes, y tu corazón te guiará hasta ello —le aseguró—. Ahora, ven a mi casa
a descansar.
Se dio la vuelta y, abriéndose paso entre los ancianos, se dirigió hacia una de
las preciosas casas que rodeaban la plaza.
Rafael lo siguió acompañado de Patricia. Sintió el contacto suave de su piel

cuando su mano le rozó sin querer. Los recuerdos se agitaron en su interior y


se preguntó qué significaba ella para él. La miró como si ella pudiera tener
las respuestas del enigma que suponían sus propias emociones. Patricia le
devolvió la mirada y sonrió.
Entraron en la casa. Le pareció acogedora. El luminoso interior
mostraba unos lustrosos muebles de madera: una mesa, sillas, un precioso
armario taraceado y dos viejas mecedoras; había también un cómodo y
desgastado sillón, y una enorme chimenea de piedra sobre cuya repisa
descansaban varias figurillas talladas en madera.

Patricia retiró el pañuelo de su cabeza con un suspiro y se situó al lado del


campesino.
—Bienvenido a mi casa. Me llamo Danko —se presentó el hombre con la
mano extendida que Rafael estrechó—. Esta es mi hija Patricia.

—Gracias. Yo soy Rafael —dijo a su vez con el rostro imperturbable, como


si no le hubiera sorprendido aquella declaración.
El campesino asintió.
—No podrás salir a buscar el camino hasta mañana por la mañana. Durante la
noche resulta demasiado peligroso adentrarse en el laberinto —le explicó—,
podrías perderte y no regresar a la aldea. Ya hemos perdido algunos hombres
así. Te ofrezco mi hospitalidad —añadió—, cena y una buena cama.
Rafael se lo agradeció. Le dolían las contusiones provocadas por los

revolcones de las olas y tenía todos los músculos tensos. Se frotó


distraídamente el cuello mientras observaba el ir y venir de Patricia que ponía
la cena.
—Su hija me ha comentado que tienen problemas con el agua —dijo para
romper el silencio que se había instalado entre ellos—, pero he visto una
fuente en medio de la plaza.
Danko asintió
—La fuente del árbol de la vida —declaró.
—¿Por qué hay un árbol dentro de la fuente? —preguntó con genuina

curiosidad.
Los ojos de Danko parecieron brillar con algo sospechosamente
parecido a las lágrimas antes de responder.
—Las hojas que has visto representan el tiempo de vida que le queda

a la aldea. Antaño era un árbol verde y frondoso, alimentado por las aguas
subterráneas que manaban hasta la fuente. Nadie conoce el origen de esta
agua, probablemente se encuentre en algún punto del laberinto, pero se está
secando —explicó con voz entrecortada—. Si no encontramos pronto otro
pozo, la aldea desaparecerá.
Tras esta declaración el silencio volvió a extenderse entre ellos, cada uno
sumergido en sus propias preocupaciones.
—Haré lo que pueda —le prometió Rafael a Danko. Sabía que no debería

importarle tanto, ya que al fin y al cabo aquello no era más que un sueño; sin
embargo, algo en su interior lo empujaba a estar alerta, como si hubiese más
en juego de lo que parecía.
Danko se levantó al terminar la cena en la que había fluido agradablemente la
conversación e incluso la risa.
—Tengo que marcharme para atender unos asuntos. Mi hija te atenderá si
necesitas algo, y será ella la que te acompañará mañana en el camino —le
dijo—. Es la que más lejos ha llegado; parece que ella también sabe lo que
quiere encontrar —comentó dirigiendo una sonrisa cariñosa a la muchacha.

—Entonces, ¿has llegado muy lejos? —le preguntó Rafael una vez que se
quedaron solos.
Patricia negó con la cabeza mientras clavaba su mirada en la oreja de Rafael,
el punto que le pareció más inofensivo. Aquel hombre provocaba en ella unas

sensaciones extrañas. Sus ojos grises, profundos lagos de plata, le fascinaban,


y su boca, de labios firmes y sensuales, la atraía. Inspiró profundamente
tratando de calmar su corazón que parecía haberse olvidado de latir con
normalidad.
—Casi todas las mañanas salía a buscar el camino, pero no importaba cuánto
caminase, siempre terminaba en el mismo lugar, donde te he encontrado hoy
—le comentó—. Tal vez eso significa que te buscaba a ti —añadió con una
sonrisa.

Rafael le sonrió a su vez.


—Tal vez —le dijo.
«Quizás su mente se encuentre vacía de recuerdos, pero mantenga la memoria
del corazón», reflexionó Rafael. Él conocía bien el tema. Las emociones que
sentimos, las sensaciones que experimentamos, los olores, los sabores, se
graban en la memoria del corazón y permanecen durante años, despertando
recuerdos dormidos cuando volvemos a percibirlas.
Contempló a Patricia mientras recogía la mesa y limpiaba los platos. Cada
vez que se movía, le llegaba a él una ráfaga del aroma cítrico de limón que

siempre asociaría con ella. Recordó sus curvas perfectas cuando la había
abrazado, y cómo encajaba con él. Recordó las caricias sobre su rostro. Ella
debió de notar que la observaba porque se volvió hacia él.
—Cuéntame por qué sabías que me llamaba Patricia —le pidió sentándose a

su lado.
Rafael dudó sobre lo que contarle, pero al final decidió que lo mejor sería que
lo supiera todo, así que comenzó con su llegada a Córdoba.
—Entonces, ¿todo esto no es más que un sueño? —inquirió ella cuando él
terminó su relato.
Lo conmovió la tristeza de su mirada.
—Lo siento —le dijo con voz suave.
Dejándose llevar por un impulso le retiró un mechón de pelo que caía sobre

su frente. Acarició sus perfiladas cejas, del mismo color cobrizo que su pelo,
y descendió por la suave mejilla hasta sus generosos labios. Pasó el dedo
sobre su labio inferior y notó cómo Patricia se estremecía.
Abrió los ojos asombrada.
—Recuerdo el tacto de tu piel.
El cálido aliento de ella sobre el dedo que aún reposaba sobre sus labios, hizo
arder a Rafael. Deslizó la mano hacia la nuca de la muchacha y la atrajo hacia
sí con suavidad.
—También tendrás esto para recordar la próxima vez que nos veamos —le

aseguró con voz enronquecida antes de posar los labios sobre los de ella.
Fue un beso dulce, sin exigencias. Patricia sentía la boca de él deslizarse
suavemente sobre sus labios, saboreando, explorando, invitándola a abrirse a
él. Menos mal que se encontraba sentada, porque las piernas no la hubieran

sostenido. Aquel era un beso destinado a perdurar en la memoria del tiempo;


un beso que no olvidaría nunca, aunque aquel sueño terminase.
—Gracias.
Un delicioso rubor cubría su rostro y Rafael sintió ganas de besarla otra vez,
de tomarla en sus brazos y hacerle el amor. Necesitaba confirmar que aquello
no era un sueño, que era real.
—Será mejor que nos vayamos a descansar —dijo en cambio—, mañana nos
espera una larga búsqueda.

Patricia aceptó la propuesta y se levantó temblorosa. Él la siguió mientras


admiraba el balanceo de sus caderas. Patricia lo llevó hasta una pequeña
habitación. Era sencilla. Tenía una cama grande, cosa que agradeció dada su
altura, una mesilla de noche, un armario para la ropa y un aguamanil en un
rincón. A través de la ventana que había en la pared, pudo ver los últimos
rayos del sol poniente. Ella le dedicó una tímida antes de dejarle solo.
Rafael se despojó de la camiseta y de los acartonados pantalones, y se lavó en
el aguamanil para quitarse la sal que aún tenía adherida a su cuerpo. La
oscuridad comenzó a inundar la estancia. Se tumbó desnudo sobre la cama y

agradeció la brisa fresca que entraba por la ventana. Su cuerpo ardía por
Patricia mientras su mente no dejaba de recordarle que aquello no era más
que un sueño. Se durmió pensando en Sofía, y rogando para que el sueño no
cambiase de forma mientras él dormía.

Los discretos rayos de sol que penetraron a través de las cortinas de la


ventana de su habitación lo despertaron. Fuera se escuchaban los sonidos
cotidianos del despertar de una aldea. Al otro lado de la puerta, una voz
femenina entonaba una dulce canción mientras trasteaba con las vasijas.
Rafael permaneció un rato sentado, escuchando la tranquilizadora voz de
Patricia. Su vida, su mente y su corazón se hallaban sumergidos en un
profundo caos. Se preguntó si cuando la realidad volviese no quedaría alguno
de ellos herido para siempre. Tal vez su corazón, que hasta ese momento

había permanecido a buen recaudo.


Alguien había limpiado su ropa y la habían dejado doblada sobre una silla. Se
vistió y se dirigió hacia la sala. Patricia colocaba en ese momento una cesta
con panecillos recién hechos sobre la mesa.
—Buenos días —lo saludó sonriente.
Él notó una sacudida en el estómago al ver su sonrisa sincera. «Sí, mi
corazón se llevará la peor parte», pensó.
—Buenos días —respondió con algo parecido a un gruñido—. Supongo que
ya has desayunado.

—Sí, preparo algo de comida para el camino —le explicó ella mientras lo
invitaba a sentarse a la mesa para comer—. Cuando salimos, solemos
regresar al atardecer.
Rafael tomó una rebanada gruesa de pan y un trozo de queso.

—¿De dónde sacáis estas cosas? —la interrogó señalando el pan y la


mantequilla.
—Detrás de la aldea tenemos campos de cultivo y unas granjas. Allí es donde
pasan la mayor parte del tiempo los hombres.
—¿Y qué hay detrás de los campos?
Patricia se quedó inmóvil un momento.
—Una muralla impenetrable de árboles —repuso con la voz teñida de
tristeza.

Él asintió en silencio y se dispuso a dar buena cuenta del desayuno. Cuanto


antes emprendiesen el camino, mejor.
Al salir de la casa se vieron rodeados por todos los habitantes de la aldea,
según le pareció a Rafael.
—Que tengas suerte, muchacho —le dijo Danko, volviéndose luego hacia su
hija a la que besó en la mejilla mientras le susurraba—: cuida de él.
—Lo haré, padre —repuso ella.
Rafael puso los ojos en blanco al escucharlo. Después de todo lo que había
visto y vivido en esos últimos días, nada podría sorprenderlo ya.

Salieron de la aldea bajo la expectante mirada de hombres, mujeres y niños


que anhelaban una esperanza, tal vez un milagro.
Caminaron unos cientos de metros por un amplio camino de tierra hasta que
Patricia se detuvo.

—Este camino es recto, pero no lleva a ninguna parte —le dijo—. Al fondo
solo encontrarás una espesa muralla de árboles. Como puedes ver, a ambos
lados de este camino se abren unas entradas, ocho en total. Puedes elegir la
que desees para comenzar.
—¿Cuál es la que conoces tú? —le preguntó.
Ella señaló la primera entrada del lado derecho.
—Pues entonces comenzaremos con aquella —le dijo señalando la primera
del lado izquierdo.

Patricia asintió con una sonrisa y el corazón de Rafael dio un brinco. ¿Cómo
podía ella confiar tanto en él? Lo asaltó una oleada de posesividad y juró que
no dejaría que le pasara nada. La tomó de la mano y penetraron en el
laberinto por aquel sendero desconocido.
IX

¿De qué están hechos los sueños? De deseos, de esperanzas, de ilusiones, de


miedos, de las emociones más profundas de nuestro corazón. Están hechos
de lágrimas escondidas, de amores no declarados, de palabras furtivas, de

besos robados. Están hechos del candor de la niñez, de la fuerza de la


juventud, de la voluntad de la madurez y de la sabiduría de la ancianidad.
El que sueña no es un soñador, es un caminante. No importa qué mundos
atraviese ni las vueltas que dé, al final acabará encontrándose a sí mismo.
Coleccionista de sueños

Rafael escuchaba los diversos sonidos del bosque, la brisa agitando las hojas
de los árboles, los trinos melodiosos de los pájaros. Podría pensar que se

encontraba paseando por un bosque cualquiera en un día cualquiera. A veces


el límite entre el sueño y la realidad le parecía demasiado sutil.
Observó que Patricia iba dejando unas marcas rojas en algunos árboles.
—Es para saber que ya hemos pasado por aquí —le explicó ella al notar que
él la miraba.
Rafael asintió. Si tuviese la brújula consigo hubiera sido más fácil guiarse,
pero había perdido la mochila con sus cosas cuando la ola lo arrojó en el mar.
Lo que más le dolía era haber perdido la libreta de Sofía. No había tenido
tiempo de echarle un vistazo a todo el contenido, a lo mejor habría

encontrado algo que le hubiese servido de ayuda, sobre todo algo relacionado
con los sueños que tanto ella como Patricia habían tenido y que se referían al
laberinto.
Avanzaban por el camino envueltos en una suave penumbra. Las copas de los

árboles parecían estirarse hasta tocar el cielo, por lo que impedían que la luz
incidiese directamente sobre el sendero. Tampoco podían escalarlos para
intentar distinguir desde las alturas cuál era el diseño del laberinto.
—¿Cómo se llama tu hermana? —le preguntó Patricia.
—Sofía.
—Y ¿cómo quedó atrapada aquí? —quiso saber. Aunque la noche anterior
Rafael le había explicado muchas cosas, no le había contado cómo había
entrado su hermana en el sueño. Sentía curiosidad, pero también preguntaba

para alejar de sus pensamientos la sensación de la mano de Rafael en la suya,


del cuerpo de él junto al suyo. Esa mañana, cuando había entrado en la
cocina, con el pelo revuelto y los ojos somnolientos, había deseado que la
besara otra vez. Le parecía que era el hombre con el que había soñado toda su
vida.
—Sinceramente, no lo sé —contestó él con un suspiro cansado—. Nunca
llegué a hablar con ella.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Sara.
—Sofía vive en una ciudad diferente a la mía. Se supone que debía de

llamarla por teléfono a menudo —le explicó con voz tensa. Aún se sentía
culpable—. Pensaba que ella se encontraría bien y que si necesitaba algo me
llamaría. A mí el trabajo se me acumulaba constantemente, y… —se
interrumpió y meneó la cabeza con pesar— no hago más que justificarme. Lo

cierto es que cometí un error.


—Y ahora quieres repararlo encontrándola —concluyó ella.
Rafael negó con la cabeza.
—Es un error más antiguo. Nunca me ocupé de Sofía como debería haberlo
hecho; sabía que me necesitaba, pero tenía miedo. Yo era solo un niño, no
quería responsabilidades, ni sentirme culpable si la perdía como perdí a mi
madre —dijo.
Sus palabras rebosaban tristeza. Patricia se acercó más a él y le apretó

la mano con suavidad. Él le devolvió el apretón y continuó hablando—. Me


encerré en mí mismo, refugiándome primero en mis estudios de psiquiatría y
luego en mi consultorio, y me aparté de la vida de mis hermanas.
Patricia lo detuvo y se colocó delante de él, tan cerca que sus cuerpos se
rozaban con cada respiración. Rafael ignoró la punzada de deseo que sintió y
clavó en ella sus atormentados ojos grises. Ella levantó sus pequeñas manos y
acunó en ellas su rostro. La calidez de sus palmas le provocó un nudo en la
garganta.
—Creo que los seres humanos deberíamos decir las palabras «te quiero» más

a menudo, porque luego puede ser demasiado tarde para hacerlo —le dijo.
Las dulces palabras provocaron que a la mente de Rafael afluyeran los
recuerdos de la muerte de su madre. La ambulancia la había trasladado
directamente al hospital, pero los médicos no pudieron salvarle la vida. Jamás

había visto llorar a su padre, hasta ese momento, cuando les dio la noticia.
Rafael había negado con la cabeza incapaz de aceptar la idea, y había salido
corriendo perseguido por la culpabilidad con las lágrimas impidiéndole ver el
camino. Si él no le hubiera gritado, si no le hubiera dicho aquellas palabras y
no se hubiera encerrado en su cuarto enfadado…
El recuerdo era tan vivo que sintió que el corazón se le contraía de nuevo de
dolor y una oleada de tristeza lo inundó por dentro. El nudo que se le había
formado en la garganta le impidió responder a Patricia, aunque no hacía falta.

Ella comprendía su dolor, y acercó los labios a los suyos para darle consuelo.
De pronto, una lluvia cálida descendió del cielo empapando el camino por el
que avanzaban. Ambos alzaron su mirada al cielo y sonrieron.
—¡Llueve! —gritó Patricia sorprendida y emocionada—. ¡Está lloviendo!
Comenzó a danzar alegremente bajo la lluvia, girando sobre sí misma y
alzando su rostro sonriente hacia el cielo. Se acercó a él y lo tomó de la mano
arrastrándolo consigo para que bailara. La lluvia significaba vida para su
aldea.
Rafael agarró a Patricia de la cintura y giró con ella en el centro del

camino. La risa cristalina de la muchacha rozaba las copas de los árboles que
las gotas de lluvia mecían. Se detuvo lentamente, con los ojos clavados en su
rostro. Aquellos ojos del color de un campo de violetas tenían un brillo cálido
cuando lo miraban y Rafael sintió que algo se removía en su interior. Sin

soltarle la cintura, se inclinó hacia ella y bebió de sus labios las gotas de
lluvia mientras algo nuevo nacía en su corazón.
La lluvia cesó de repente, aunque ninguno de los dos fue consciente
de ello.
Patricia se dejó caer contra el cuerpo duro y húmedo de Rafael. El
calor que desprendía la debilitaba. Mantuvo los ojos cerrados mientras él
continuaba besándola en la frente, en el cuello, en los labios otra vez. Una
lluvia de besos que la dejó débil y anhelante. Notaba sus manos grandes

recorriendo su cuerpo. Ella deseaba sentirlas sobre su piel.


—Ha dejado de llover —le dijo él mientras sus labios buscaban la
suave piel detrás de la oreja.
Las palabras penetraron en su conciencia, y Patricia parpadeó
confundida separándose de la confortable seguridad de aquel pecho
musculoso y cálido.
—¿Cómo? —balbuceó todavía estremecida por lo que había
experimentado.
Rafael sonrió y sus ojos grises se iluminaron con un brillo de

satisfacción y de ternura.
—Digo que ha dejado de llover —repitió mientras le acariciaba la
mejilla, como si no fuera capaz de dejar de tocarla—. Será mejor que sigamos
caminando.

El rubor tiñó suavemente las mejillas de Patricia que intentó apartarse


aún más para no volver a caer en la tentación de acurrucarse contra él; sin
embargo, Rafael la tomó de la mano hasta atraerla junto a sí y echó a andar.
El bosque parecía menos sombrío después de la lluvia. El agua había
hecho desaparecer el velo de tristeza que cubría el paisaje oscureciéndolo.
Rafael pensó que la lluvia había limpiado también su corazón dejándolo un
poco más libre de la carga que soportaba.
Avanzaron en silencio, disfrutando del calor que desprendía la tierra

mojada y del olor a humedad mezclado con los aromas del pino, la
madreselva y la fragancia de limón de Patricia.
Fue ella la que primero rompió el silencio.
—Es triste perder a alguien —admitió en voz baja—. Yo perdí a mi madre, y
a veces me he sentido muy sola sin ella. Mi padre es maravilloso, pero…
Se encogió de hombros, como si aquel gesto pudiera explicarlo todo, y para
Rafael lo explicaba. El cariño de un padre y de unos hermanos no era
suficiente.
—Debió de ser difícil para ti —señaló él sin ser consciente de que las

vivencias de ella no podían ser reales. Pertenecían al mundo de los sueños. Y,


sin embargo, esta era la conversación más real y profunda que había tenido
con nadie sobre lo que había sentido después de la muerte de su madre.
—¿Tú nunca te sentiste así? —le preguntó ella interrumpiendo sus

pensamientos.
Él clavó la mirada en el camino que se extendía recto frente a él y pensó en
su vida, en los años tras la pérdida de su madre, cuando su padre se había
marchitado ante sus ojos y todo el peso de sacar adelante a la familia había
recaído sobre Marina.
—La verdad, creo que nunca había sido tan consciente de mi soledad como
hasta este momento —contestó con sinceridad—. Mi hermana Marina me
obligaba constantemente a enfrentarme con la realidad de mi vida con sus

discursos sobre mi soltería —repuso con una media sonrisa al recordarlo—,


pero yo me negaba a ver lo evidente, el vacío y el sinsentido de mi vida.
Perdido en los recuerdos amargos, no se había dado cuenta de que el paisaje
había vuelto a cambiar. Los árboles extendían sus ramas desnudas sobre sus
cabezas; el camino se había vuelto blanco, como si una fina escarcha cubriese
la tierra. El final de lo que antes había sido un verdoso túnel, se había
transformado ahora en un espeso muro de niebla.
—Es extraño —comentó Patricia mirando nerviosa alrededor y reprimiendo
un escalofrío.

A Rafael le pareció que la niebla y el frío penetraban en su interior ocupando


el vacío que desde hacía tantos años se había instalado en él.
Un espeso silencio los rodeaba. No había cantos de pájaros, ni el
viento tocaba su música agitando las hojas. «Soledad dentro y fuera del

corazón», pensó Rafael. Siempre había envidiado la vitalidad arrolladora y


despreocupada de Marina y la energía contenida y suave de su hermana
Sofía, mientras que él cargaba por dentro con su propio mundo oscuro. Un
mundo donde no tenían cabida las emociones ni los sentimientos; lejos del
amor, que podía morir o desaparecer.
Notó el estremecimiento que atravesó el cuerpo de Patricia. Le pasó el
brazo por los hombros y la estrechó contra su costado para darle calor. Ella lo
miró y le dedicó una sonrisa de agradecimiento. «Ahora ya no me encuentro

solo», admitió. Depositó un beso en su sien y sonrió.


La niebla se disipó.
Como si de un cuento de hadas se tratase, apareció ante ellos un
paisaje radiante de verdor, de frescura y de belleza. Había flores de múltiples
colores brotando apenas en los márgenes del camino mientras las abejas
zumbaban a su alrededor; las mariposas se elevaban por el aire agitando sus
alas de brillantes colores; los pájaros trinaban sus melodías de amor a la
recién llegada primavera.
Rafael frunció el ceño pensativo. ¿Cómo podía cambiar el paisaje tan

rápidamente?
—¿Sucedía lo mismo en las otras partes del laberinto que tú has
recorrido? —le preguntó a Patricia.
Ella negó con la cabeza, tan sorprendida como él.

—No, allí todo es normal. Aquí parece como si el bosque tuviera vida
propia o como si reaccionase ante algo.
—Sí —convino él reflexivo—, resulta extraño.
Una absurda hipótesis comenzó a insinuarse en su mente.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Patricia inquieta—.
¿Seguimos adelante?
Rafael sonrió para tranquilizarla.
—Bueno, pues creo que este es un buen momento para que hagamos

una parada —le respondió cambiando de tema—. Esta mañana vi que


preparabas una deliciosa comida, y la verdad es que me muero de hambre —
admitió.
—Muy bien —aceptó sonriendo ante la perspectiva—. Busca un lugar
donde acomodarnos y te haré gozar de la comida más deliciosa que has
probado nunca.
Él elevó las cejas cómicamente y ella se echó a reír.
Justo delante de ellos, el camino hacía un recodo. Los árboles se
hallaban algo más retirados hacia el fondo, permitiendo así que creciese una

amplia franja de hierba verde salpicada de margaritas.


Se acomodaron en medio de su improvisado comedor y ella sacó de la
bolsa panecillos, queso, jamón, patatas asadas y otras viandas deliciosas entre
las que se encontraba una buena cerveza casera.

Mientras comían, Rafael le pidió que le contase cosas sobre su


infancia, aunque cada vez que ella le preguntaba sobre la suya, él rehuía el
tema. El tiempo transcurrió agradablemente y ninguno de los dos se preocupó
demasiado por nada que no fuera descansar y gozar de ese tiempo juntos. Sin
embargo, cuando iniciaron de nuevo el camino, Patricia se mostró cada vez
más nerviosa.
—Tengo la sensación de haber estado caminando en círculos.
Rafael asintió. También a él se le había ocurrido esa posibilidad. El

camino casi siempre giraba hacia la derecha, de tal forma que le daba la
sensación de estar caminando en círculos concéntricos.
—Parece como si nos encontrásemos dentro de una gran espiral —
convino él—, aunque a veces se rompe formando un ocho para volver a
empezar de nuevo con los giros.
—¿No crees que deberíamos empezar a regresar a casa? —le
preguntó ella manifestando su inquietud.
La oscuridad comenzaba a envolver con sus negros hilos de tela de
araña las frondosas copas de los árboles cerniéndose como sombras sobre el

camino. El cielo no se había oscurecido aún, pero las abundantes ramas


impedían el paso de la luz.
Rafael habría preferido continuar caminando, pero comprendía el
temor de la muchacha y, además, sabía que no estaban preparados para una

caminata nocturna.
—Muy bien, regresemos a la aldea.
La sonrisa agradecida que ella le dedicó fue la certeza que necesitaba para
saber que había actuado correctamente. Se dieron la vuelta y reanudaron el
camino a la inversa.
—Quizás mañana podemos escoger otra entrada —sugirió Patricia.
—Sí —aceptó él distraído.
En ese momento su mente se centraba en Sofía, perdida en medio de aquel

inmenso laberinto. ¿Cómo se encontraría? ¿Tendría algo para comer?


Recordó el día que Marina, Sofía y él habían ido a un parque a pasar la tarde
para no molestar a su padre, como les había dicho Marina. Sofía tenía
entonces nueve años y él catorce. Su hermana había querido jugar al
escondite y había echado a correr para esconderse en algún lugar del parque.
Lo que había comenzado como un juego, se había convertido después en una
pesadilla al no encontrar a Sofía por ninguna parte. La habían llamado a
gritos, pero ella no había respondido. Marina se había puesto frenética de
preocupación, pero a él lo había asaltado una rabia incomprensible,

descontrolada. Había bullido en su interior incesante y abrasadora, como un


volcán a punto de entrar en erupción, y estalló cuando encontraron a Sofía
dormida bajo la sombra de un árbol. Ahora se daba cuenta que había sido
solo pánico. No podía perder a nadie más.

Notó el tirón en su brazo al mismo tiempo que fue consciente del


amenazante gruñido. Era un sonido gutural, profundo, que provenía de la
garganta de un lobo. El animal, de abundante pelaje gris y diminutos ojos
amarillentos, les cerraba el paso mostrándoles los afilados colmillos.
El corazón de Rafael aceleró su ritmo hasta convertirse en un alocado
golpeteo contra sus costillas, sus músculos se tensaron como nudos de cuerda
y su respiración aumentó.
—Camina despacio hacia atrás —le ordenó a Patricia— y no te separes de

mí.
Lentamente comenzaron a retroceder mientras, con cada paso, aumentaba el
volumen de los gruñidos. «¡Maldita sea!», murmuró Rafael al ver que el
animal avanzaba junto con ellos. Echó un vistazo rápido a la linde del bosque
para ver si encontraba algo con lo que poder defenderse. Descubrió una
gruesa rama cerca de donde se hallaba situada Patricia.
—¿Qué hacemos? —susurró ella con voz temblorosa.
Rafael odió el miedo que traslucía su voz. Se obligó a mostrarse tranquilo por
ella.

—¿Puedes alcanzar la rama que está a tu derecha?


Ella la vio y comenzó a moverse despacio hacia allí para alcanzarla. Los
ojillos amarillentos del animal continuaron fijos sobre Rafael, como si la
muchacha no existiera para él.

Patricia le entregó la rama y él la agarró con fuerza clavándosele la madera en


las palmas sudorosas.
—Ahora, cuando yo te diga, vas a correr —le ordenó a la muchacha.
Patricia negó con la cabeza.
— Y tú, ¿qué vas a hacer?
Rafael dejó escapar un gruñido de frustración al ver la tozudez de
Patricia. El pánico por ella lo atenazaba. Quería protegerla. La amaba
demasiado para perderla. La revelación lo sorprendió, pero no se detuvo a

reflexionar en ello. Necesitaba ponerla a salvo.


—Vas a hacer lo que te digo —repuso con dureza—. No te preocupes por mí.
Ahora, ¡corre!
Patricia se lanzó a una angustiosa carrera volviendo sobre sus anteriores
pasos. Al lobo no pareció importarle y avanzó despacio hacia Rafael que
blandía la rama azotando el aire para impedir que el animal se acercara más.
Cuando creyó que Patricia se encontraría ya lo suficientemente lejos, se dio la
vuelta y echó a correr también como si lo persiguiera el mismísimo diablo.
El aullido que lo siguió le heló la sangre en las venas.
X

¿Dónde se halla el umbral entre la realidad y el sueño? ¿Quién puede saber


cuándo has traspasado sus fronteras? Un paso en tu vida, una decisión
tomada, y quizás ya te encuentras en el lado de tu sueño. ¿Acaso un sueño no

es la semilla de una realidad? Plántala en tu mente y en tu corazón, riégala


con ilusión y con esperanza, arranca los obstáculos que le impiden crecer y,
un día, cosecharás sus frutos.
Del tipo de semilla que plantes, dependerá el fruto que coseches. Siembra
sueños positivos y obtendrás una dulce cosecha.
Coleccionista de sueños

Le parecía que el corazón estaba a punto de estallarle en el pecho y el aire le

quemaba al entrar y salir de los pulmones. Sentía tras de sí el aliento mortal


del animal mientras él avanzaba con la mirada puesta en Patricia a quien,
poco a poco, iba alcanzando.
La gruesa rama le pesaba en la mano y tenía el brazo entumecido a causa del
peso; sin embargo, no la había soltado, pues era consciente de que solo poseía
eso como arma de defensa. «¿No me he aferrado toda mi vida a falsas
seguridades?», se preguntó con ironía. Tal vez había llegado el momento de
hacerle frente a su vida tal como se le presentaba en ese instante, con el
cansancio royendo su cuerpo y el miedo mordiendo su alma. Si seguía

corriendo alcanzaría a Patricia. Respiró profundamente y se giró para


enfrentarse al animal. El eco del grito angustiado de Patricia llegó hasta sus
oídos y se le clavó en el alma.
«No es tu destino», le había dicho una vez aquella bailarina tan parecida a

Susana que los había rescatado en el oasis.


—No es mi destino —repitió entre dientes con la mirada fija en la del animal.
Los dos se observaban como si se reconociesen y ambos sabían que luchaban
por la supervivencia. Rafael comprendió la realidad en ese instante; sus ojos
vieron más allá de lo aparente y descubrió algo de sí mismo en aquel lobo
solitario.
Demasiado tarde. El lobo saltó en ese momento hacia su garganta.
Rafael no se apartó con la suficiente rapidez, y el golpe de las patas del

animal lo envió al suelo. No tuvo tiempo de levantarse. La bestia se revolvió


contra él clavándole los puntiagudos dientes en la pierna izquierda. Rafael
dejó escapar un aullido de dolor y descargó con fuerza la rama sobre la
cabeza del animal que soltó su presa echándose hacia atrás tambaleante.
Él sintió una mano que lo aferraba intentando levantarlo.
—¡Patricia, vete! —le ordenó furioso.
—No —gritó ella con firmeza mientras tiraba de él—. No te dejaré
morir. Hay una salida cerca de aquí.
El lobo sacudió la cabeza ensangrentada y gruñó con más fuerza. El

hocico encogido dejaba al descubierto la blanca hilera de dientes y colmillos


puntiagudos.
El dolor lacerante de la pantorrilla serpenteó por su pierna cuando
Rafael logró ponerse de pie. Sentía la sangre caliente manar de la herida

empapándole el pantalón. Patricia lo agarró por la cintura y comenzaron a


caminar hacia atrás sin apartar la mirada de la bestia.
—Patricia, sería mejor que te fueras —insistió Rafael apretando los
dientes con rabia al ver que el lobo avanzaba de nuevo hacia ellos.
—No pienso dejarte aquí, ¿me oyes?
Absurdamente, la tozudez de ella le hizo sonreír y, a pesar del dolor,
una sensación cálida se extendió por su pecho. Tenía que sentir algo por él.
Por un momento, el lobo se detuvo. Ellos aprovecharon para sacar

algo de ventaja, aunque sus movimientos eran demasiado lentos. Rafael


apretaba los dientes cada vez que un latigazo ascendía por su pierna. La
herida le palpitaba y seguía perdiendo sangre. Un sudor perlado cubría su
frente. Temía desmayarse y dejar desprotegida a Patricia, aunque en el fondo
de su mente racionalista y lógica sabía que todo aquello no tenía sentido.
Incomprensiblemente, fue su parte racionalista la que le hizo querer
comprobar la hipótesis que antes se le había ocurrido.
—Háblame de tu infancia —le pidió a Patricia.
—¿Qué? ¿Ahora? —exclamó ella algo confundida y bastante

nerviosa.
—Sí, ahora —le insistió con apremio—. Háblame de cosas buenas
que te hayan sucedido.
Ella lo miró como si se hubiese vuelto loco, pero confiaba en él, así

que hizo lo que le pedía y comenzó a contarle anécdotas de su niñez, llenas


de colorido, de alegría y de bondad.
Poco a poco, pusieron distancia entre ellos y el feroz animal.
—Casi hemos llegado a la salida —le comentó Patricia
interrumpiendo su narración.
Rafael suspiró aliviado. El dolor de la pierna lo estaba matando y los
oídos empezaban a zumbarle.
—Bien, ahora tendremos que volver a correr —le dijo.

—Pero tú no podrás hacerlo —señaló ella mirándolo con


preocupación. La mancha oscura de su pantalón se había extendido y a
Patricia le preocupaba que él pudiera desmayarse.
Rafael se volvió hacia Patricia y la besó suavemente en los labios.
—Contigo sí podré —le aseguró con una sonrisa sincera. Y estaba
convencido de que así era. Patricia se le había colado bajo la piel y en el
corazón. Se había convertido en el centro de su mundo.
Cuando apenas quedaban unos cien metros para llegar a la salida del
laberinto, Rafael la miró y echaron a correr. El lobo soltó un aullido parecido

al lamento de las almas perdidas y, en un último intento, corrió hacia ellos


alcanzándolos casi en el instante en que cruzaban por la salida del laberinto
hacia el camino principal. Tropezaron y cayeron al suelo. Rafael la envolvió
en sus brazos y amortiguó el golpe con su cuerpo. Luego se dio la vuelta

sobre ella para cubrirla en caso de que el lobo decidiese atacar, pero el golpe
mortal no llegó. El animal se había desvanecido en la noche.
Miraron a su alrededor. Se hallaban en el camino principal que
conducía a la aldea. Habían entrado por la primera puerta del lado izquierdo,
y habían salido por la cuarta.
Bajó la cabeza para mirar a la mujer que yacía bajo su cuerpo. Su
cabello cobrizo había quedado extendido en el suelo como un precioso
abanico; las largas pestañas caían velando sus ojos, que parecían más azules

que violetas; sus labios rosados se veían apetitosos. Rafael cedió a la


tentación y al deseo, y la besó con intensidad devorando su boca con la
ansiedad de un sediento.
Patricia le echó los brazos al cuello y lo atrajo contra su cuerpo
desesperada por sentirlo más cerca. Había pasado un miedo horrible y
necesitaba experimentar que seguían vivos. La intensidad de sus sentimientos
por él la asustaba, pero más aún le asustaba poder perderlo, como sabía que
sucedería cuando se acabase aquel sueño. Por eso respondió con frenesí a sus
labios ardientes y a sus caricias, entregándose sin límites, diciéndole sin

palabras lo que había en su corazón. Deslizó las manos por los músculos
firmes de su espalda y bajó hasta sus caderas gozando de su fuerza. Notó que
Rafael daba un respingo y ella recordó que se encontraba herido.
—¿Estás bien? —le preguntó con la voz teñida de preocupación

mirándolo a los ojos.


Rafael asintió. El dolor de la pierna había desaparecido; ahora le dolía
otra parte de su anatomía. Dejó escapar un suspiro de resignación mientras
Patricia se empeñaba en examinar su pierna. Le encantaba que lo tocase,
aunque fuese con caricias impersonales, pero sabía que era el momento de
regresar a la aldea.
Miró hacia el pantalón desgarrado y contempló su piel. No había
sangre, ni marcas, ni herida.

—Me encuentro muy bien, Patricia —le aseguró él mientras se ponía


de pie para demostrárselo y tiraba de ella—, no te preocupes. Ven, volvamos
a la aldea.
—Pero, tu herida… No puedes caminar tanto.
Rafael sonrió con ternura ante su preocupación y le acarició la mejilla.
—Te lo explicaré luego.
Cuando llegaron a la aldea había oscurecido y los recibió el
preocupado padre de Patricia.
—Creí que os había sucedido algo —les dijo mientras abrazaba a su

hija con fuerza.


—Ha sido todo tan extraño, padre —respondió ella con cierta
perplejidad—; tan diferente a los otros caminos.
—Venid, entremos en casa y me lo contáis todo —pidió Danko.

—Hay que curar a Rafael, padre; está herido.


—¿Estás herido? —repitió el hombre visiblemente sorprendido
mientras lo miraba con atención. A la luz de las antorchas pudo ver el
desgarrón del pantalón y la mancha negra que lo cubría.
Rafael negó con la cabeza.
—Ya no.
—Pero tu pierna… —insistió Patricia mirándolo con fijeza. Luego se
volvió hacia su padre con la esperanza de que él se ocuparía de Rafael si

sabía lo que había pasado, y le explicó—: un lobo lo atacó.


Danko abrió sus ojos verdes asombrado.
—No sabía que existían lobos en estos bosques —comentó con
perplejidad.
—Y no existen —le aseguró Rafael.
—No lo entiendo —repuso Patricia mirándolo con el ceño fruncido.
A la luz de las antorchas el pelo de ella brillaba con hebras de fuego
entretejidas con cobre bruñido. Su piel, de un blanco puro, le recordaba los
suaves pétalos de una flor nocturna. Sus ojos aparecían velados de

preocupación por él.


«¿Existes de verdad o solo en mis sueños?», se preguntó Rafael
mientras contemplaba con admiración su rostro perfecto y su deliciosa figura
envuelta en el sencillo traje de campesina. La amaba. Era un sentimiento que

no comprendía
—Yo tampoco lo comprendo —admitió Danko.
Rafael parpadeó confundido. ¿Había dicho las palabras en voz alta?
Intentó recordar de qué hablaba el padre de Patricia y por fin se acordó
cuando iban a entrar en la casa.
—Os lo contaré —les dijo—, pero necesito estar a solas un momento.
Danko asintió con la cabeza. Pasó el brazo por los hombros de su hija
y la atrajo hacia sí mientras la instaba a caminar hacia el cálido hogar.

Rafael se sentó en los escalones y se frotó las sienes mientras


repasaba cuidadosamente los acontecimientos del día. «Hay que fijarse en los
detalles; los detalles encierran casi siempre respuestas simples a preguntas
profundas», les decía continuamente un viejo profesor de psiquiatría. Y él
había pasado por alto muchos detalles.
Presintió su presencia mucho antes de oler su fragancia a limón y
escuchar sus suaves pasos. Patricia se acomodó junto a él.
—¿Te encuentras bien? —inquirió preocupada—. Llevas mucho
tiempo aquí fuera.

Rafael tomó su mano y la mantuvo cautiva entre las suyas. Le gustaba


tocarla, como si así pudiese hacer que todo fuera más real, las estrellas
brillando en el firmamento, la brisa fresca acariciando su cuerpo, los sonidos
de los animales nocturnos.

—¿Quién puso el árbol dentro? —le preguntó mirando la fuente que


se alzaba en medio de la plaza.
La voz de Danko sonó grave a su espalda.
—Nadie lo sabe. Siempre ha estado allí, en mitad de la fuente.
Rafael asintió.
—El árbol de la vida, lo llamaste —comentó—, pues bien, el
laberinto no es más que un árbol de la vida.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Patricia.

Él permaneció un momento en silencio.


—Danko, ¿ha llovido hoy? —le preguntó.
—Ni una sola gota —respondió este.
Rafael volvió a asentir.
—Lo que hemos vivido hoy en el camino, era un reflejo de mis
propios sentimientos, Patricia. La lluvia no era lluvia, sino un reflejo de la
tristeza que sentí en el pasado, cuando perdí a mi madre —le explicó—.
Cuando el paisaje se volvió frío y neblinoso, reflejaba la soledad que
experimenté tras su muerte.

—¿Y el lobo? —preguntó ella comenzando a comprender.


—Mi propia ira ante los acontecimientos de mi niñez —respondió.
Luego prosiguió—: tú misma te diste cuenta de que el laberinto tenía forma
de círculo. Las cuatro entradas situadas a la izquierda del camino central

forman parte del círculo del pasado.


—¿Y las de la derecha?
Rafael se encogió de hombros.
—Supongo que se referirán al futuro, y el camino central, el que
termina en la muralla de árboles, representará el presente —explicó.
—¿Dónde crees que se encuentra Sofía? —le preguntó Patricia.
—No lo sé, tal vez en el futuro, o quizás en el presente.
—Imagino que Sofía es tu hermana —intervino Danko—, y supongo

que irás a buscarla.


—Sí —admitió Rafael—, pero primero volveré al laberinto donde
hemos estado hoy.
—¿Por qué? No deberías volver —le aconsejó ella angustiada.
Rafael le apretó la mano para reconfortarla.
—Tengo que hacerlo —repuso—. Los círculos de la vida hay que
cerrarlos antes de poder enfrentarse al futuro. El de mi pasado continua
abierto, me sigue doliendo; tengo que afrontar esos sentimientos que aún
viven en mí y ponerlos en su lugar.

—Pero…
—No me sucederá nada —la interrumpió él con suavidad—, te lo
prometo.
Danko, que había estado escuchando en silencio aquel intercambio, se

puso de pie y abrió la puerta de la casa.


—Supongo que no sabes cuál es nuestro papel en todo esto —le dijo
mientras contemplaba absorto el cálido interior de su hogar. Luego sacudió la
cabeza como si conociera la respuesta—. Será mejor que no tardéis en entrar
—agregó antes de entrar él mismo y cerrar la puerta tras de sí.
Permanecieron un rato en silencio. Las estrellas brillaban sobre ellos y
la luna bañaba la plaza con sus rayos de plata mientras las casas dormían
alrededor de la fuente que parecía murmurar un cántico ancestral conocido

tan solo por las criaturas mágicas de la noche.


—Entonces, ¿no somos reales? ¿Formamos parte de un sueño? —le
preguntó ella en un murmullo.
Rafael le pasó el brazo sobre los hombros y la acercó a su costado.
Sara apoyó la cabeza sobre su hombro.
—No lo sé —repuso él—, pero eso no importa. Esto es lo real —
añadió besándola profundamente—, el aquí y ahora.
—Pero ¿y después? —quiso saber ella.
Él recogió con el pulgar las lágrimas que brotaban cálidas de sus ojos.

Le dolía el corazón verla así, pero sabía que no tenía respuestas para su
pregunta. Ni siquiera sabía lo que iba a pasar con él cuando el sueño
finalizase.
—No importa dónde estés, Patricia, te encontraré.

Rafael se acostó esa noche pensando en su promesa. Seguramente


Marina se alegraría de saber que quería poner fin a su soltería, y Patricia le
caería bien; además, Sofía y ella ya eran buenas amigas. Una nube negra
barrió sus pequeñas esperanzas. ¿Qué pasaría si no lograban escapar del
sueño? ¿Y si nada de aquello era real, ni Patricia, ni la desaparición de
Sofía…? Cerró los ojos deseando, por primera vez, que aquello no fuese tan
solo un sueño.
Al día siguiente se levantó con los primeros rayos de sol. Patricia le

había preparado algo de comida para el camino.


—No voy a necesitarla, ya que no tardaré en volver —le aseguró él
con una sonrisa cálida—; esta vez sé lo que estoy buscando.
Ella asintió esbozando una sonrisa trémula, pero el violeta de sus ojos
se tornó opaco, velado por la preocupación y la tristeza.
Caminaron agarrados de la mano hasta llegar al sendero de las ocho
puertas. Rafael se detuvo frente a la primera entrada del lado izquierdo, la
que conducía al pasado. Un pasado que él se había esforzado por dejar atrás,
olvidado en algún rincón de su conciencia.

—Volverás, ¿verdad? —le preguntó angustiada.


Él le acarició la suave mejilla con los nudillos. La brisa hacía ondear
algunos mechones cobrizos que habían escapado de su trenza y Rafael se los
colocó detrás de la oreja mientras depositaba besos suaves en su cuello.

Aspiró su aroma a limón y a mujer para incorporarlo a su recuerdo.


—Volveré —le aseguró él—. Has formado parte de mis sueños,
Patricia, pero ahora formas parte de mi corazón. Además, voy a volverme
loco si no te hago pronto el amor —añadió con una sonrisa pícara.
Patricia se ruborizó, pero correspondió a su beso con ansiedad. Luego
lo siguió con la mirada mientras se adentraba por el camino con paso
decidido.
El bosque parecía más verde y más frondoso que el día anterior; las

marcas que Patricia había hecho en los árboles para encontrar el camino de
regreso habían desaparecido. Parecía tratarse de un lugar diferente. No le
preocupó. Sabía que tenía que recorrer el camino hasta el final para
reconciliarse con su pasado.
Caminaba con la mirada fija en el camino y el pensamiento puesto en
Patricia. El aullido lejano de un lobo llegó hasta sus oídos.
—Hoy no, amigo —dijo con una sonrisa confiada—. Ella es mi
futuro.
Siguió adelante dejando que el tiempo avanzase a su propio paso.

Cuando llegó al final del camino, la vio allí. Estaba tal como la recordaba. La
tumba de su madre.
Un túmulo cubierto con una lápida blanca rodeado de fresca hierba
verde. Algunas margaritas habían brotado salpicando el campo. Se acercó

hasta la tumba y se arrodilló. Pasó la mano sobre las letras grabadas que
indicaban el nombre de su madre.
Se quedó en silencio. Después de un año de la muerte de su padre,
dejó de ir a visitar las tumbas. No quería recuerdos dolorosos. No sabía que el
dolor no provenía de la fría lápida, sino de su propio corazón.
—Lo siento —susurró con la voz entrecortada—, yo era solo un niño.
Nunca quise que te marcharas.
Una suave brisa se levantó de repente acariciándole el rostro y

revolviéndole el cabello como la mano cálida y confiada de una madre.


—Te he echado mucho de menos, ¿sabes? Sin ti para guiarme lo he
hecho todo mal. Dejé de lado a Marina, creyendo que ella se las podía
arreglar sola; y abandoné a Sofía diciéndome que solo la estorbaría en su
camino de independencia. Les he fallado, madre, y te fallé a ti. Perdóname.
Un aroma que siempre asociaría con su madre, un olor a rosas, lo
rodeó, y sintió que su corazón se despojaba de un peso invisible que había
cargado durante años. Miró con cariño el nombre de su madre y sonrió.
—¡Gracias! —le dijo.

Se levantó y aspiró una bocanada de aire fresco. Ahora ya estaba listo


para volver, para afrontar su futuro. El círculo se había cerrado.
Un sonido, como el rasgar de un trueno, rompió el silencio y la tierra
se estremeció. Rafael se tensó. ¿Acaso el sueño estaba cambiando de forma?

No podía ser, lejos de Patricia no. Sin embargo, nada pareció moverse a su
alrededor.
De pronto lo comprendió todo. El pasado había sido ajustado, cada
cosa puesta en el lugar que le correspondía.
Las puertas del laberinto se cerraban.
XI

He descubierto que soñar no nos hace invencibles, ni inmortales, pero nos


vuelve más humanos. Tal vez porque en los sueños dejamos hablar más al
corazón que a la mente.

El dolor, la tristeza, la soledad, forman parte de nuestro ser humanos


tanto como la alegría, la esperanza, la ilusión o el deseo. Negar una de las
dos partes, nos resta humanidad.
Coleccionista de sueños

Rafael echó a correr desesperadamente. El aire se tornó frío. Los


árboles a su alrededor comenzaron a secarse, perdiendo sus hojas; las ramas
se extendieron entrelazándose unas con otras cerrando lo que antes había

constituido un amplio camino. Sentía detrás de él el aliento de la muerte. Su


pasado moría, y si no se daba prisa, iba a ser enterrado junto con él.
Siguió corriendo buscando una salida entre unos pasajes que se
cerraban y otros nuevos que se abrían, como si una mano invisible dirigiese
aquellos movimientos. Escuchó su nombre en un grito angustiado. Reconoció
la voz de Patricia y se dirigió hacia ella. Una carcajada comenzó a burbujear
en su garganta cuando pudo ver su rostro al otro lado de la salida, y brotó
hacia el exterior cuando la tuvo en sus brazos haciéndola girar en el aire.
Detrás de él la salida se cerró en una maraña de ramas y espinos.

—Creí que no ibas a poder salir —le dijo Patricia acariciando los
duros planos de su rostro y los contornos de su torso como queriendo
asegurarse de que se encontraba bien.
Rafael esbozó una amplia sonrisa.

—No pienso dejarte, cariño, —le aseguró tirando de su cintura para


acercarla más a su cuerpo—, nunca.
La besó con fruición, con la ansiedad de un borracho ebrio de
necesidad. «Ahora mi mundo empieza en ti y termina en ti», pensó él
clavando sus ojos grises en ella.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó ella sin querer soltarlo todavía
—. ¿Volvemos a la aldea?
Rafael negó con la cabeza.

—Exploraremos el futuro —contestó con los ojos brillantes mirando


las cuatro entradas del lado derecho que se abrían ante ellos—. Me dijiste que
ya habías estado antes en esta parte del laberinto, ¿dónde?
—Siempre he entrado por la primera puerta —le explicó ella.
Rafael asintió.
—Esta vez entraremos por la segunda, tal como hicimos con el
pasado.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo? —inquirió Patricia
preocupada mientras los dos se aproximaban hacia la entrada.

—Necesito encontrar a Sofía —le dijo simplemente.


Patricia lo sabía, pero su corazón le decía que si entraban ahí lo iba a
perder. Y tenía miedo. Miedo de que el sueño acabase; miedo de desaparecer
en la nada, de olvidarse de él. Amar conllevaba demasiado sufrimiento, pero

también momentos de exquisita felicidad, y ella no quería renunciar a ellos.


Lo amaba.
Suspiró consciente de que lo daría todo por él.
—Bien, entonces adelante —aceptó apretando su mano.
Penetraron en el laberinto como espectadores de un mundo ajeno a
ellos. La luz brillaba en el interior del pasadizo y los colores de las flores que
bordeaban el camino se mezclaban unos con otros en un brillante
caleidoscopio.

Un poco más adelante, una gruesa hilera de árboles dividía la senda


en dos.
—¿Qué lado prefieres? —le preguntó él—, ¿derecho o izquierdo?
Patricia soltó su mano y se fue a investigar el sendero de la izquierda.
—Nunca he visto algo así en el camino de la otra entrada —observó
mientras se internaba con curiosidad en el camino—. Podemos probar con
este…
Un estruendo la interrumpió, el sonido estremecedor de troncos de
madera chocando unos con otros. Como si tuvieran vida propia, los árboles

que dividían el camino se movían formando una inexpugnable muralla.


—¡Patricia! —gritó Rafael echando a correr hacia ella para intentar
alcanzarla.
—¡Rafael!

Su nombre fue lo último que escuchó antes de que el muro se cerrara


inexorablemente detrás de ella.
—¡Patricia! —volvió a gritar.
Nadie respondió a su angustia. Un intenso silencio lo envolvía todo,
como si la naturaleza entera contuviese la respiración.
«¡Maldita sea!». Golpeó los troncos y trató de abrirse paso entre ellos
con la fuerza de sus manos, pero fue inútil. La desesperación lo inundó y el
corazón pareció dejar de latirle. La había perdido.

«No. Tengo que dejar de pensar así», se dijo. Respiró hondo para
tranquilizarse aunque no podía ignorar el dolor sordo que le apretaba el
corazón. Ella se encontraba bien. ¡Tenía que estar bien!
Había entrado en el laberinto sin pensar en las consecuencias. Había
pasado por alto un detalle cuando había estado en el laberinto del pasado;
cuando se habían encontrado con el lobo, el animal había ignorado a Patricia,
como si no existiese. Y era verdad. Patricia no había formado parte de su
pasado, pero esperaba que formara parte de su futuro. Sin embargo, había
desaparecido otra vez.

—¡Te encontraré! —gritó a la bóveda que lo rodeaba.


El silencio antinatural que se había mantenido hasta ese momento se
quebró, y el mundo se puso de nuevo en marcha. Los pájaros comenzaron a
cantar mientras el viento silbaba su canción en las copas de los árboles; a lo

lejos se escuchaba el murmullo del agua.


Respiró profundamente y comenzó a correr con paso firme y
sostenido. El camino se bifurcaba constantemente. Cada vez que Rafael hacía
su elección, el otro lado se cerraba impidiéndole volver atrás y cambiar el
rumbo. El futuro se abría ante él en infinitas posibilidades, con sus riesgos y
consecuencias; pero, al fin y al cabo, era su futuro, y él hacía las elecciones.
Pasó junto a una extensa pradera engalanada con flores de diversos
colores al fondo de la cual se extendía un bosque. Se detuvo para recuperar el

aliento. «Patricia habría disfrutado con tantos colores, y podríamos haber


hecho el amor lentamente en medio de tanta belleza», pensó con una punzada
de tristeza y desesperación mientras contemplaba el campo. Entonces se dio
cuenta de que las flores nacían y se marchitaban en el mismo instante en que
otras brotaban ocupando su lugar. Comprendió que el laberinto era inestable,
al fin y al cabo, las posibilidades eran solo eso, posibilidades; todavía no se
habían convertido en realidad, y eso las volvía frágiles.
Se puso en marcha de nuevo agradeciendo el hecho de haber dedicado
tiempo a hacer ejercicio y a ponerse en forma, de otro modo ahora no podría

dar un paso más.


El camino se dividió de nuevo y, por primera vez, Rafael se detuvo
dudando sobre cuál sendero escoger. Podía pasarse el tiempo dando vueltas y
más vueltas sin llegar a ninguna parte. El futuro para él era una pizarra en

blanco; no tenía un lugar al que llegar. Se esforzó por vaciar la mente de


ideas preconcebidas y prejuicios, tal como hacia cuando entrevistaba a un
paciente, para poder pensar con más claridad.
Danko le había dicho que el hecho de buscar significaba haber
encontrado ya el camino. ¿Qué buscaba él en ese momento? A Sofía, y a
Patricia. Un grito femenino rasgó el aire y Rafael echó a correr hacia el lugar
de donde provenía el sonido. El camino se ensanchaba conforme iba
avanzando para terminar bruscamente en un acantilado. ¿Aquello que veía a

lo lejos era el mar? Los gritos de socorro se intensificaron y apretó el paso


hasta llegar casi al borde del acantilado. Se asomó hacia el fondo y el corazón
se le detuvo en el pecho. Unos metros más abajo, agarrada precariamente a
un saliente rocoso, se encontraba su hermana Sofía.
—¡Socorro!
—Tranquila, Sofía, te sacaré de ahí. Ya lo verás.
—Rafael, ¿eres tú? ¡Tengo miedo! —sollozó.
La angustia de su hermana le partió el alma.
—Lo sé, preciosa. Aguanta un poco más, Sofía —la animó intentando

mantener un tono calmado para no mostrarle lo asustado que estaba.


Tenía que bajar hasta ella. Observó la pared rocosa en busca de
asideros que pudiera usar. A la derecha de Sofía, a unos dos metros de sus
pies, había una estrecha plataforma que podría sostener su peso. Si lograba

bajar hasta allí, podría intentar cogerla. Comenzó a descender sin hacer caso
de las piedras que se desprendían cada vez que apoyaba mal los pies y se
obligó a hablar para que Sofía no pensase en el miedo.
—Ya estoy llegando, Sofía. ¿Sabes? Te he buscado por todas partes, y
no sabes las aventuras que he vivido hasta encontrarte —le comentó
esforzándose por mantener un tono animado—. Ya no podrás decir que soy
serio y aburrido.
—Rafael, no puedo.

La angustia de su voz le hizo tropezar y maldijo para sus adentros.


Aceleró el ritmo de descendimiento aunque le temblaban los músculos de los
brazos y de las piernas.
—Sí que puedes, Sofía —repuso él con firmeza—. Siempre has
podido. Tú eres fuerte.
Había llegado a la plataforma y respiró aliviado cuando comprobó
que soportaba su pesa. Miró a su hermana y se le encogió el corazón. Sus
ojos grises, agrandados por el pánico, lo miraban fijamente, como si quisiera
grabarse su imagen. Su rostro estaba pálido y el cuerpo le temblaba.

—No siempre he sido fuerte —respondió ella con voz temblorosa


mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Pero ahora yo estoy aquí, Sofía —repuso con un murmullo suave y
tranquilizador, y extendió su mano hacia ella—. Ya estoy aquí, pequeña.

—Demasiado tarde.
«Demasiado tarde», repitió Rafael al ver precipitarse el cuerpo de su
hermana hacia el abismo. No fue consciente del grito angustiado que brotó de
su garganta ni de las lágrimas amargas que derramaron sus ojos. Los dedos le
sangraban de aferrarse con fuerza a las rocas, pero no sentía el dolor. La
había perdido. Había perdido a Sofía. La desesperación hizo que se le nublase
la vista y se tambalease hacia el abismo. Pensó que tal era mejor así, al fin y
al cabo les había fallado a todos, a sus padres, a Marina, a Sofía, incluso a

Patricia. No. A Patricia no, todavía no. Aún tenía una oportunidad para
encontrarla.
Tomó impulso para subir por la escarpada pared. Todo se volvió
negro en su mente y lo último que sintió fue alivio.
Los párpados le pesaban y sentía el cuerpo ligero. El sol le calentaba
el rostro y escuchaba los chillidos de las gaviotas. Pensó en las playas del
Caribe, la arena blanca, las bebidas heladas y un exótico perfume de mujer.
La palabra le trajo a la mente los últimos acontecimientos. ¡Sofía!
Se incorporó de golpe con los ojos abiertos y un latigazo en las sienes

le hizo soltar un gemido. Se sujetó la cabeza entre las manos y derramó en


silencio lágrimas de impotencia mientras el corazón le sangraba por su
hermana.
—Las lágrimas son buenas, limpian el alma.

Dio un respingo al oír la voz grave y miró alrededor. A su lado,


sentado a unos metros de distancia, el anciano sabio del oasis lo miraba con
ojos compasivos. Rafael se secó las lágrimas con furia.
—¿Qué haces aquí? —le espetó con sequedad. Una pregunta inútil. Si
él pudiera controlar el sueño, habría traído de regreso a su hermana, y no a
aquel anciano.
—Velo por ti —repuso él con calma.
—¿Acaso eres mi conciencia?

El anciano negó con la cabeza sin molestarse por el tono burlón de


Rafael.
—Soy tu visión interior.
—¿Y de qué me sirve?
—Todavía usas demasiado la cabeza y poco el corazón —lo reprendió
con firmeza—. Sentir no es malo, te permite gozar de la belleza de las cosas
—comentó señalando hacia el mar—. Los detalles se aprecian solo con el
corazón. Sin embargo, la razón debe controlar las emociones. El poder de los
sentimientos es como el agua del mar, si no se contiene dentro de unos

límites puede ser peligroso para quienes se encuentran cerca; pero tampoco se
pueden someter y reprimir, igual que no se puede embotellar el mar.
Rafael lo observó con detenimiento mientras reflexionaba sobre sus
palabras. Allí sentado, con su túnica y su turbante, y el largo cabello blanco

agitado por el viento, resultaba una figura incongruente. Un destello verde


entre los pliegues negros de su túnica reclamó su atención. El medallón con
el diseño del atrapasueños; el medallón que llevaba Patricia.
Se puso en pie de golpe y la sombra de su figura corpulenta se inclinó
amenazadora sobre el anciano mientras señalaba el medallón.
—¿De dónde lo has sacado?
—Ha pertenecido a mi familia durante generaciones —repuso con
calma—. Es un medallón guía que permite a los mensajeros moverse de un

sueño a otro.
Rafael se masajeó las sienes. Empezaba a dolerle la cabeza.
—Patricia llevaba uno igual —señaló. ¿Acaso también ella era una
mensajera de los sueños? ¿Nunca había sido real? Notó un dolor agudo en el
pecho, pero el corazón no podía doler, ¿o sí?
—¿La amas?
La pregunta lo tomó por sorpresa, aunque ya no debería sorprenderlo
nada de lo que sucediese en ese sueño. «¿La amo?», se preguntó. ¿Se podía
amar a alguien que no era real? El amor no representaba más que sufrimiento.

El amor le había hecho sufrir cuando perdió a su madre, y luego a su padre, y


ahora a Sofía.
—Escoger el amor significa aceptar la posibilidad de perderlo —le
dijo el anciano como si hubiera respondido a sus pensamientos—, pero

también significa felicidad; compartir momentos juntos; unión de cuerpos,


mentes y almas. No mires las cosas solo con los ojos, míralas con el corazón.
El dolor le impidió responder. Le pareció que alguien le había partido
el cráneo en dos y se llevó las manos a la cabeza. Todo se volvió negro de
nuevo. Escuchó el suave sonar de unas campanillas, luego perdió la
conciencia.
XII

Cuando soñamos, somos más sinceros. Nos mostramos a nosotros mismos tal
como somos. Pero el sueño sigue siendo solo eso, un sueño. ¿Qué pasa
cuando volvemos a la realidad? Nos escondemos de nuevo tras la máscara.

Me he preguntado muchas veces qué pasaría si nos atreviésemos hacer de la


vida un sueño, y del sueño una realidad…
Coleccionista de sueños

Se despertó al escuchar su propio gemido.


Logró incorporarse, aunque el esfuerzo le provocó náuseas. Su cuerpo
protestaba como si lo hubieran sacudido y molido a golpes. Entreabrió los
ojos para que la luz del sol no aumentase su dolor de cabeza, y se quedó

quieto hasta que el malestar remitió un poco.


Echó un vistazo alrededor. Ya no se encontraba en el acantilado, sino
en el mismo punto del camino en el que se había detenido antes de escuchar
el grito de socorro de su hermana. Sofía. Recordarla le dolía, pero se obligó a
pensar en lo que acababa de vivir y en las palabras del anciano. «Mirar con el
corazón». Y su corazón le decía que Sofía vivía. Si se hallaba en el mismo
punto en el que se encontraba antes de que oyese el grito, eso quería decir
que lo que había ocurrido después había sido tan solo una posibilidad. El
laberinto le mostraba el futuro, cosas que podían ocurrir o no. Todo dependía

de sus decisiones. Hasta ese momento él había permitido que Sofía se las
arreglase sola, pero todavía podía cambiar las cosas, y evitar que para ella y
para él fuese «demasiado tarde».
«Maldita sea, Rafael, piensa, piensa», se recriminó a sí mismo. Si el

futuro no consistía más que en una serie de posibilidades, sucesos que todavía
no habían ocurrido, Sofía debía de encontrarse atrapada en el laberinto del
presente. Cuando uno tomaba una decisión, debía enfrentarse a los miedos
que provocaba su elección. La experiencia del acantilado había sido solo eso.
Al pensar en ello, notó que el corazón se le volvía más ligero y el
dolor desaparecía. Ahora sabía lo que tenía que hacer, pero antes necesitaba
resolver su futuro con Patricia. Sabía lo que quería y por qué lo quería.
Se puso de pie y observó el camino que se bifurcaba ante él. Antes

había seguido el sendero de la derecha que lo había conducido al acantilado;


ahora tomó el de la izquierda.
Avanzó consciente del cansancio que sentía. No sabía cuánto tiempo
llevaba recorriendo los caminos, pues el sol no había dejado de brillar en
ningún momento. Comprendió que el tiempo no formaba parte del futuro,
solo del presente, ¡y cuántos minutos de ese presente había desperdiciado!
Perdido en sus reflexiones, no se percató de que el paisaje había
cambiado hasta que escuchó un rumor de agua. El camino se había
ensanchado, y de pronto se encontró sumergido en una tierra de onduladas

colinas verdes confinadas entre los límites de un bosque. Paralelo al camino


corría un pequeño arroyo que murmuraba alegre en su recorrido por el
campo. Se acercó hasta allí, bebió agua y se refrescó el rostro. En el lecho del
arroyo cristalino descubrió una pequeña piedra rosada que el agua había

erosionado hasta darle forma de corazón. La cogió pensando en Patricia. Su


superficie era lisa y suave, estropeada tan solo por un pequeño agujero en la
parte superior. Le pareció perfecta para hacer un colgante; se lo regalaría
cuando volvieran a estar juntos.
Continuó adelante subiendo la colina. Cuando llegó a la cima
descubrió que esta descendía en suave pendiente hasta un espléndido valle.
Pequeños grupos de árboles que parecían desligarse del bosque que lo
protegía, rodeaban una hermosa cabaña de madera. El humo se elevaba en

espirales desde su chimenea y flores de diversos colores adornaban las


ventanas. El corazón comenzó a latirle más rápido cuando vio a un niño de
unos seis años que jugaba cerca de la casa.
Descendió lentamente, permitiendo que el niño se percatase de su
presencia, para no asustarlo. Apenas alcanzó el pequeño a escuchar el sonido
de sus pasos firmes sobre la grava del camino, se volvió a mirarlo.
Rafael se detuvo. No quería que el niño se escondiera, deseaba hablar
con él. Pero el niño echó a correr hacia la casa y comenzó a gritar.
—¡Mamá!, ¡papá ha vuelto!

Las palabras reverberaron en el valle dejándolo aturdido y mareado.


Su corazón había detenido su alocada carrera y se le cortó la respiración.
¿Podía ser cierto aquello?
La puerta de la cabaña se abrió de repente y salió una mujer. Llevaba

unos viejos vaqueros que se ajustaban perfectamente a sus torneadas piernas,


y una cómoda camisa de cuadros algo descolorida por el uso frecuente. El
cabello cobrizo, recogido en una coleta, descendía por la espalda casi hasta la
esbelta cintura. Sus ojos violetas se abrieron de placer. Esta vez lo recordaba.
—Patricia —murmuró Rafael con la sensación de que el mundo había
vuelto a su eje.
El corazón recobró su ritmo alocado cuando ella echó a correr hacia
él. La recibió en sus brazos estrechándola contra su pecho mientras bebía de

sus labios el sabor de los recuerdos compartidos.


—Has vuelto —susurró ella clavando sus ojos violáceos en los grises
de él.
Rafael asintió aun sin comprender del todo sus palabras. Su único
interés en ese momento se concentraba en besarla por todas partes y sentir su
cuerpo apretado contra el suyo.
—Te he echado mucho de menos —le dijo mientras le hacía
cosquillas con la nariz en el cuello.
Una risilla infantil lo devolvió a la realidad y sintió el bochorno

subirle al rostro además de una punzada de algo cercano al pánico. Respiró


hondo y le dirigió una sonrisa pesarosa a Patricia. Luego su mirada se desvió
hacia el pequeño de pelo negro y ojos violetas que esperaba su turno saltando
sobre sus pies. Se agachó hasta ponerse a su altura. Sus ojos, brillantes de

emoción, lo miraban llenos de admiración. Por unos instantes, reflejándose en


aquella mirada, Rafael se sintió como un superhéroe.
—Hola —lo saludó con una sonrisa.
—¡Papá!
Le resultó extraña la sensación de aquellos delgados brazos rodeando
su cuello y el pequeño cuerpecito apretándose tembloroso contra su pecho
mientras los labios del niño depositaban besos húmedos en sus mejillas y la
palabra «papá» no dejaba de resonar en sus oídos. Sintió calidez y algo más,

algo inescrutable que se ancló en lo profundo de su corazón.


Con la misma energía con que se había echado a sus brazos, el niño se
separó de él para volver a sus juegos. Agitó su manita y Rafael le devolvió el
saludo. Tomó a Patricia de la cintura y la apretó contra él.
—Ven, entremos en casa —le dijo ella.
«Entremos en casa». Las palabras le caldearon el corazón. Tenía un
hijo con Patricia, y un hogar. «Pero es solo un sueño», se rebeló su mente
racional. Rafael miró a la mujer que caminaba confiadamente a su lado y se
juró que transformaría ese sueño en realidad, costase lo que costase.

Subieron las escaleras del porche y entraron en la casa. Rafael


observó con atención el interior de la vivienda. Sencilla y amueblada con
gusto y practicidad, ofrecía lo necesario para una cómoda estancia. Dos
sillones de cuero negro se hallaban colocados formando un ángulo frente a un

enorme televisor de pantalla plana enmarcado por un aparador en color


blanco; en una esquina había una mesa lacada a cuadros blancos y negros
rodeada por seis sillas negras. La luz penetraba a través del amplio ventanal
iluminando cada rincón de la estancia. Una escalera daba acceso al piso
superior.
Rafael abrazó a Patricia por la cintura y la atrajo hacia sí.
—Es una casa preciosa —comentó.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y le dedicó una sonrisa coqueta.

—¿Acaso te habías olvidado ya de cómo era?


Él le dirigió una mirada pensativa.
—¿Cuánto tiempo he estado fuera? —le preguntó.
Ella se encogió de hombros como si la respuesta ya no fuese
importante.
—Bastante tiempo. ¿Encontraste lo que buscabas? —preguntó a su
vez.
Rafael la soltó y se dejó caer sobre el sofá mientras enredaba los
dedos entre su cabello enredándolo. Aún no había superado los sentimientos

que le había provocado presenciar la muerte de su hermana, aunque solo


hubiera sido parte de un sueño. Dejó escapar un suspiro.
—No, pero creo que ahora ya sé dónde buscar.
Patricia se sentó a su lado, con las piernas recogidas, y se acurrucó a

su lado.
—Entonces, ¿volverás a marcharte?
Rafael percibió la tristeza en su voz y le rodeó los hombros con un
brazo. Patricia se recostó sobre su pecho con un suspiro de alivio, lo abrazó y
comenzó a acariciarlo. Apretada contra aquel torso duro y encerrada entre sus
brazos musculosos, se sentía segura. Escuchar el rítmico latido de su corazón
le daba paz. Pertenecía a ese hombre, y siempre sería así.
—Tengo que hacerlo —contestó él después de un momento. Acababa

de tomar una decisión. Ella era su futuro. Le puso un dedo bajo la barbilla y
le alzó el rostro para poder mirarla—. Quiero contarte algo.
Le explicó todo lo que había experimentado y vivido desde que había
viajado a Córdoba en busca de Sofía. Patricia lo contemplaba entre
asombrada y perpleja. Una sombra de tristeza veló sus ojos volviéndolos dos
zafiros brillantes. A Rafael se le oprimió el corazón en el pecho, pero
necesitaba que ella conociese la verdad.
Un silencio denso descendió sobre la habitación cuando él terminó de
hablar. Patricia se levantó y se dirigió hacia la ventana desde donde podía ver

a su hijo jugar en el jardín. Su hijo… Tan solo un sueño más. Una lágrima
traicionera escapó de los confines en donde pretendía retenerlas.
—Entonces, ¿nada de esto es real? —preguntó finalmente con voz
apagada—. Somos una ilusión; el sueño loco de alguien.

Rafael se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros


ofreciéndole consuelo.
—Haremos que sea real —declaró con voz firme a pesar de que en su
interior no se sentía tan seguro.
—¿Cómo? —le espetó ella girándose bruscamente hacia él.
Cálidas lágrimas acariciaban su piel aterciopelada y Rafael sintió la
mano invisible de la ansiedad cerrarse sobre su estómago. No tenía una
respuesta concreta, menos aún una con trazas de verdad.

—Quisiera responderte que sé cómo hacerlo, pero te mentiría —le


dijo con sinceridad mientras le estrechaba entre sus brazos—. No controlo
este mundo, ni siquiera sé si llego a comprenderlo; pero lo que sí sé es que te
amo, Patricia. Tú perteneces a mis sueños, y sé que en cualquier lugar de mi
mundo donde te escondas, te encontraré. Esto —señaló a su alrededor—
puede ser nuestro futuro, si tú quieres.
—¿Querer? —repuso dejando escapar una risa amarga—. ¿Qué
importa lo que yo quiera si ni siquiera existo? Y aunque existiera fuera de
este sueño, no nos conocemos y tal vez no lo hagamos nunca. Cuando

regreses a tu mundo, todo esto quedará en el olvido.


Rafael sacudió la cabeza.
—Nunca se olvida lo que se ama, Patricia —repuso con fiereza. No
estaba dispuesto a perderla—. Mi vida sin ti no tendría sentido, estaría

incompleta, ¿es que no me crees?


Ella quería creerlo. Lo miró a los ojos y leyó en ellos la verdad. Lo
abrazó con fuerza enterrando el rostro en su pecho.
—Yo te amo, Rafael, pero ¿qué me quedará cuando te hayas ido?,
¿cuando todo esto desaparezca?
La puerta de la calle se abrió en ese momento, y el niño entró
corriendo en la casa, con la risa cascabeleando detrás de él mientras subía las
escaleras. Ambos lo siguieron con la mirada.

—¿Cómo se llama?
Patricia esbozó una sonrisa temblorosa.
—Rafael, como su padre.
Él la besó con ternura deseando que el tiempo se detuviese ahí.
Patricia lo tomó de la mano y tiró de él hacia las mismas escaleras por las que
había subido el hijo de ambos.
—Ven, todavía tenemos esta noche para crear recuerdos nuevos.
El amanecer los encontró con los cuerpos entrelazados, pero llegó

demasiado pronto para ambos. Rafael se levantó de la cama y se asomó a la


ventana. El sol teñía de oro las tierras del valle. «Es un lugar hermoso para
vivir», pensó.
Patricia se acercó por detrás y se aferró a su cintura apoyando el

rostro sobre su espalda desnuda.


—¿Me recordarás? —le preguntó.
Él se volvió y se quedó contemplándola. Recordó la pasión con la que
se habían amado, explorando cada rincón de sus cuerpos, queriendo retener el
tiempo. Se inclinó hacia ella y besó con suavidad sus labios inflamados.
—Ven, tengo algo para ti —le dijo tomando su mano.
Se dirigió hacia su ropa que había lanzado sobre una silla la noche
anterior, pero se paró de golpe cuando sus ojos se posaron sobre un objeto.

Sobre la cama se encontraba su mochila, con las cosas que había cogido de la
casa de Sofía.
—Te la dejaste aquí la última vez que te marchaste —le dijo Patricia
al ver que él se había quedado mirando la bolsa.
Rafael la tomó y vació su contenido sobre la cama. ¡Allí estaba! La
libreta negra de Sofía podía contener respuestas. La cogió sintiendo la
suavidad del cuero bajo sus dedos, pero dudó. Quizás lo mejor era seguir el
propio camino. Finalmente decidió no abrirla y volvió a meterla en la
mochila. Tomó el cordel que había dentro y cortó un trozo; luego sacó del

bolsillo de su pantalón la piedra que había encontrado en el río, con forma de


corazón, y pasó el cordel por el agujero que esta tenía en el centro.
—Toma —dijo mientras se lo colocaba a Patricia alrededor del cuello
—, así yo te reconoceré cuando te vea y tú me recordarás siempre.

Ella acarició la piedra con delicadeza, pero no volvió a decir nada


hasta que Rafael estuvo listo para partir.
—Espero verte pronto.
Él le sonrió con ternura, pero el dolor que le desagarraba el corazón le
impidió responder. Con el sabor de su boca y su aroma a limón, partió por el
camino que atravesaba el valle sin volver la vista atrás, si lo hubiera hecho,
tal vez nunca se habría marchado de allí. Atrás quedaban la mujer a quien
amaba y su hijo, a quien había besado mientras dormía.

Cuando llegó a lo alto de la colina, comenzó a correr. Cada vez que el


camino se bifurcaba, dejaba que fuera su corazón el que escogiese el sendero
a seguir. No quería pensar.
Corría de nuevo junto al bosque cuando escuchó el susurro de una
voz. Se detuvo y escudriñó entre las sombras. Una figura femenina atravesó
su campo de visión.
—¿Patricia? —preguntó sorprendido. La figura comenzó a alejarse y
él gritó más fuerte llamándola—. ¡Patricia!
De pronto la tierra se agitó temblorosa y sintió que el suelo cedía bajo

sus pies arrastrándolo consigo hacia un profundo abismo. «¡Maldita sea!


¡Ahora no!», exclamó para sí. Trató de sostenerse y agarrarse, pero comenzó
a caer mientras sus manos y sus pies buscaban apoyos en aquella pared
terrosa. Un sinfín de imágenes pasaron por su mente; recuerdos de la visión

que tuvo en las calles de Córdoba, recuerdos de esa caída. Había visto la
pared pasar rápidamente ante sus ojos mientras él caía, y había visto el
saliente que podía haber sido su salvación.
Lo localizó justo a tiempo. Se aferró a él con la fuerza de la
desesperación, con los músculos de los brazos y la espalda en una tensión
imposible, y logró detener la caída. Respiró profundamente, con los ojos
cerrados, intentando calmar el corazón desbocado que golpeaba en su pecho
y ponía en su garganta un desagradable sabor metálico. La sangre le pulsaba

en las sienes con un martilleo continuo.


Se apoyó contra la pared sintiendo la conexión con la tierra fría, un
punto firme de seguridad. El fuerte olor a humedad impregnó sus fosas
nasales. Alzó el rostro y contempló los escasos tres metros que lo separaban
de la salida de aquel agujero.
XIII

Dicen que el sueño es hermano de la muerte, pero yo creo que el que sueña
vive muchas vidas, vidas diferentes en mundos diferentes. Cada una de ellas
puede enseñarle algo nuevo si está dispuesto a aprender.

La vida es una escuela en la que somos aprendices. Cada sueño es una


lección y una promesa de realidad en nuestras manos y en el deseo de
nuestra voluntad.
Coleccionista de sueños

Le dolían los músculos de los brazos por la fuerza del agarre, y no sabía
cuánto tiempo más aguantaría en esa posición. No podía escalar la pared
hasta la salida del agujero por falta de salientes, y aunque tenía una cuerda en

la mochila que podía utilizar, no serviría de nada si la lanzaba los tres metros
que había hacia arriba ya que no tenía la seguridad de que se enganchase en
nada.
«Y ahora, ¿qué?», se preguntó con frustración.
Un susurro de voces le llegó desde arriba. A la distancia a la que se
encontraba no podía distinguir lo que decían ni si eran voces de hombre o de
mujer. ¿Podría tratarse de Patricia y de su hijo? ¿Era ella la figura que había
visto en el bosque?
—¿Hay alguien ahí? —gritó con voz potente.

Los susurros callaron.


—¡Necesito ayuda! —volvió a gritar.
Pero el eco solo le devolvió silencio.
—Vale, tendré que arreglármelas solo —gruñó.

Con cuidado, se movió para sacar la cuerda de la mochila. La desenrolló y


lanzó un extremo hacia arriba, pero la soga resbaló hasta volver a él. Lo
intentó otra vez lanzándola con más fuerza.
En ese momento la tierra comenzó a temblar de nuevo. Una nube de polvo lo
rodeó. Rafael se apretó contra la pared y ocultó el rostro en hombro para
evitar que la arenilla y los fragmentos de piedra que caían de la pared se le
metiesen en los ojos. El ominoso sonido de la tierra al partirse lo sobresaltó
mucho antes de que el saliente sobre el que apoyaba los pies se agrietase y

cediese hundiéndose en el negro abismo que se abría debajo de él.


—¡No, no, no! ¡Ahora no! —exclamó furioso mientras el soporte continuaba
cediendo.
—¿Rafael?
La suave y trémula voz femenina le pareció música para sus oídos.
—¡Aquí abajo! —gritó.
Una sombra cayó sobre él y una figura a contraluz se asomó por la abertura
del agujero.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó la voz.

—Sí —«Por ahora», añadió para sus adentros mientras el estómago se le


encogía al ver precipitarse otro trozo del saliente hacia el abismo. Se apresuró
a continuar—. Voy a lanzarte la cuerda. Cógela y átala a lo más sólido que
encuentres, ¿de acuerdo?

—Muy bien.
Rafael respiró hondo y lanzó la cuerda procurando moverse lo menos posible
para evitar que el pedazo de roca sobre el que se apoyaba precariamente se
precipitase hacia el abismo junto con él. Notó cómo la cuerda se tensaba y
esperó alguna señal. Enseguida le llegó desde arriba la voz femenina.
—¡Listo!
Volvió a respirar en profundidad y se agarró con fuerza a la soga. Luego soltó
el aire despacio.

—Vamos, Rafael —intentó animarse a sí mismo—, esto es como practicar un


poco de escalada libre.
No quiso recordar que siempre había preferido los deportes sobre tierra firme
que le ofrecían más seguridad. En fin, ahora no le quedaba más remedio. Con
los brazos estirados y sujeto con firmeza a la soga, a pesar de que las palmas
de las manos le sudaban por los nervios, tomó impulso. Clavó los pies en la
pared vertical justo en el instante en que el trozo de saliente que quedaba
desaparecía bajo sus pies. Miró hacia abajo y tuvo que cerrar los ojos; aquel
abismo parecía no tener fin. Se obligó a sí mismo a mover pies y manos a un

ritmo constante sobre la pared y la cuerda.


Cuando llegó arriba, unas manos delicadas lo atraparon y tiraron de él con
fuerza. Aterrizó de rodillas sobre el duro suelo y se giró para quedar tumbado
de espaldas sobre el camino, contemplando el azul del cielo mientras su

corazón y su respiración alcanzaban un ritmo normal. Una sombra lo cubrió.


Aferró la mano que le tendían y se puso de pie, tembloroso, para encontrarse
cara a cara con los vivaces ojos verdes de Susana.
—¡Susana! —exclamó sorprendido de ver a su secretaria y decepcionado al
mismo tiempo porque no se tratase de Patricia—. ¿Cómo has llegado hasta
aquí?
Llevaba un vestido ajustado de color verde aguamarina con un escote
redondo que marcaba las curvas de sus senos, el mismo vestido que llevaba el

último día que la vio. Se veía hermosa, con su piel dorada y su larga melena
del color de la miel, pero no era Patricia. Un dolor profundo en el pecho le
recordó que el corazón podía doler de amor.
Susana miró a su alrededor desconcertada y luego se encogió de
hombros.
—Cuando saliste regresé al despacho para recoger los expedientes y
guardarlos en el archivo. Me sentí mareada y decidí echarme unos momentos
en el sillón. Cerré los ojos y cuando los abrí, me encontré en mitad de… —
hizo un gesto con las manos abarcando cuanto les rodeaba— esto.

Rafael frunció el ceño perplejo. Él había podido entrar en el sueño gracias al


medallón de Patricia, pero ¿qué había arrastrado a Susana a ese mundo? La
miró detenidamente mientras intentaba comprender qué papel jugaba ella en
ese sueño. Entonces lo vio.

—¿De dónde has sacado este medallón?


Susana se sorprendió por la vehemencia de su tono y por la
brusquedad con la que había agarrado el medallón apretándolo con tanta
fuerza que seguramente le quedarían marcas en la palma de la mano.
—Me lo dio mi madre —repuso confusa.
Rafael lo soltó y se pasó la mano por el pelo.
—Lo siento —se disculpó—, es que todo esto es una locura. Creo que
fue ese medallón lo que te hizo llegar hasta aquí.

—¿Y dónde nos encontramos exactamente?


Rafael dudó sobre qué respuesta dar a esa pregunta, pero, con un
suspiro de resignación, se decidió por la verdad.
—Nos encontramos atrapados dentro de un sueño —le explicó—. Este lugar
forma parte de un laberinto dividido en tres secciones diferentes. Yo llegué
aquí buscando a mi hermana Sofía, que creo que se encuentra en la parte
central —le explicó mientras trataba de ignorar los ojos de Susana abiertos de
par en par y la voz interior que le decía que probablemente ella lo creería loco
—. Tendremos que ir a buscarla.

—¿Ir a buscarla? —repitió parpadeando—. Pero ¿cómo vamos a salir de


aquí?
La pregunta de Susana quedó suspendida en el aire. Rafael levantó la mano
haciéndole un gesto para que guardase silencio y prestó atención. Un bisbiseo

constante llegaba hasta sus oídos. Ya lo había escuchado antes, pero había
pensado que se trataba solo del viento, ahora el sonido le pareció como si
alguien conversase en murmullos.
—¿Oyes las voces? —le preguntó Rafael también en un susurro—, a lo mejor
hay alguien más en esta parte del laberinto.
Susana negó con la cabeza.
—Es el bosque —respondió con una seguridad desconcertante.
Él alzó una ceja entre escéptico y sorprendido.

—¿El bosque?
—Sí, yo lo llamo el bosque de los susurros —le contó ella—. La primera vez
que pasé por aquí creí, como tú, que había alguien más; después pensé que se
trataba de la imaginación que me estaba jugando una mala pasada; pero al
final descubrí que se trata de voces susurrantes que flotan en el aire. A veces
hablan y a veces callan. Escucha.
Rafael prestó atención a los murmullos. Un estremecimiento le recorrió el
cuerpo. Aquel bisbiseo asemejaba a una letanía de sueños no cumplidos, de
futuros truncados; estaba llena de «habría querido», «me hubiese gustado»,

«habría deseado», pero aquellos quereres y deseos se perdían entre los


árboles del bosque que parecían crecer alimentándose de ellos. Agradeció en
silencio haber encontrado a Patricia como parte de su futuro, de otro modo
sus propias plegarias se hubiesen unido a aquellos lamentos.

Sacudió la cabeza con tristeza.


—Será mejor que nos vayamos —aconsejó.
Un nuevo temblor de la tierra bajo sus pies vino a corroborar sus palabras y
ambos se pusieron en marcha.
Susana corría a su lado y Rafael suponía que ella desearía hacerle muchas
preguntas, entre ellas cómo conocía el camino de salida. El silencio era
preferible, ya que ni siquiera él mismo lo sabía, sin embargo, lo guiaba la
certeza de que escogía acertadamente el sendero correcto en cada bifurcación.

Después de un tiempo, Rafael vislumbró una de las entradas y sintió que el


corazón se le llenaba de la misma alegría que había experimentado cuando
salió del laberinto del pasado. Atravesaron juntos la salida hacia el camino
principal que conducía a la aldea y las cuatro puertas se cerraron tras ellos.
Ya no había futuro, solo el que él mismo se forjase desde ese momento en
adelante.
El gozo de Rafael disminuyó al no ver a Patricia esperándole. Volvió
su mirada hacia las entradas, ahora tapizadas de ramas con un entramado
impenetrable, y la ansiedad le revolvió las entrañas. «No, ella se encuentra

bien. Probablemente estará en la aldea», se dijo a sí mismo en un intento por


infundir calma a sus pensamientos angustiosos.
—¿Te encuentras bien? —se interesó Susana al ver la tensión en los
músculos de su cuerpo y la palidez de su rostro.

Rafael asintió.
—Ven, es por aquí —le dijo.
Echó a andar hacia el fondo del sendero principal, donde Patricia le había
dicho que se alzaba un muro que impedía el paso al laberinto del presente. No
sabía cuánto tiempo había transcurrido exactamente dentro del laberinto del
futuro, pero por primera vez podía ver el sol iniciando su camino de descenso
por el cielo.
Un nuevo temblor de tierra y el espantoso estruendo que lo siguió,

como si algo se rasgase en dos, puso a Rafael en alerta. Hasta ese momento,
la aldea y el camino principal habían sido lo único estable. Escudriñó los
alrededores y notó con aprensión que el paisaje comenzaba a difuminarse.
Los límites del sueño se destruían.
—¿Qué sucede? —preguntó Susana con inquietud.
—No te preocupes —la tranquilizó él evitando responder—. Vamos a
lograrlo.
Miró hacia atrás una última vez, hacia el punto donde se encontraba la
aldea… y Patricia. Apretó los puños con fuerza. Lo iban a lograr, por Sofía,

pero también por Patricia y por su hijo, para que pudieran hacer sus sueños
realidad.
Llegaron jadeantes al límite frontal del bosque. Una muralla arbórea se alzaba
frente a ellos. Detrás de ella, el laberinto del presente donde se encontraba

atrapada Sofía.
—Y ahora, ¿qué? ¿Cómo entramos ahí? —quiso saber Susana.
Rafael lanzó una mirada sombría a los árboles, enfilados como guardianes
protectores de aquel mágico espacio. No descubrió entre ellos ninguna
entrada, tal y como Patricia le había anticipado. Recorrió la hilera una y otra
vez con la esperanza de encontrar algo, un hueco, una pequeña abertura que
le permitiese pasar al otro lado.
Se detuvo junto a Susana con los puños apretados y la mandíbula en tensión.

La cabeza comenzaba a dolerle.


—Tiene que haber un modo de entrar —conjeturó murmurando entre dientes.
No podía haber recorrido el camino del pasado y del futuro para quedarse
ahora detenido ante el presente. El presente era lo único real que poseía, el
único tiempo que de verdad le pertenecía; no podían negarle el acceso a él.
—¡Rafael!
La exclamación angustiada de Susana ante un nuevo movimiento de tierras
sacudió su propio interior. «Los ojos no sirven de nada a un cerebro ciego».
Las palabras del anciano volvieron a su mente mientras mantenía la mirada

fijamente clavada sobre los árboles. La tierra se sacudía, pero ni una sola
rama se movía, ni siquiera las copas de los árboles; ni una hoja caía al suelo.
No pudo evitarlo. Rafael se echó a reír cuando lo comprendió. Susana lo miró
como si se hubiera vuelto loco.

—¡Mira! —le pidió él.


—¿Qué? —repuso ella con un deje de histeria en su voz. Luego lo apremió
—: ¡El paisaje se desvanece, Rafael!
Efectivamente el paisaje que los rodeaba se había vuelto más transparente, y
a Rafael le recordó la evanescencia del cuerpo de Patricia la primera vez que
la vio en el apartamento de Sofía en Córdoba. ¿Cuánto tiempo había
transcurrido desde entonces?
—Ven.

Cogió a Susana de la mano y tiró de ella hacia la muralla de árboles. Antes de


que ella pudiera gritar esperando estrellarse contra los árboles, se encontraron
al otro lado del bosque. Susana parpadeó sorprendida.
—¿Se trataba solo de un espejismo?
Rafael negó con la cabeza.
—En realidad no. El presente dura solo un instante. Cada palabra que
decimos queda inmediatamente en el pasado, cada acción que realizamos no
puede ser ya recuperada; por otro lado, lo que pensamos decir y hacer forma
parte del futuro, aún no existen —le explicó—. Pasado y futuro se unen en un

único momento efímero, un presente que también pasará.


—Por eso la muralla no podía ser real —concluyó ella.
Él asintió complacido de que hubiera llegado a la misma conclusión.
—Ahora solo tenemos que encontrar a Sofía.

Se adentraron por el camino que se abría ante ellos. El paisaje que


atravesaban podía ser cualquier rincón del campo español, llanuras colmadas
de doradas espigas de trigo, bosques atravesados por cantarines riachuelos,
montañas y colinas.
Los sobresaltó el atronador rugido de una montaña al resquebrajarse. A lo
lejos, una avalancha de piedras enormes rodó por la ladera arrastrando
árboles consigo y devastando el terreno. El sueño se terminaba. ¿Qué
sucedería si desaparecía el sueño sin haber encontrado a su hermana?, se

preguntó con angustiosa desesperación.


—¡Sofía! —gritó al tiempo que echaba a correr.
Solo escuchaba la respiración trabajosa de Susana a su lado. ¿Por qué no
respondía su hermana? ¿Se había equivocado al suponer que Sofía se
encontraba allí?
—¿Por qué no responde? —jadeó su compañera haciéndose eco de sus
preocupaciones.
—¡Espera, detente un momento! —le pidió Rafael.
Los dos se detuvieron respirando afanosamente.

—¿Qué sucede? —preguntó ella mirando con consternación la destrucción


que ocurría a su alrededor—. ¿La has visto?
—Mientras corremos nos movemos rápidamente entre pasado y futuro, así no
vamos a encontrar a Sofía —le explicó—. Tenemos que quedarnos quietos.

—Pero ¿cómo…?
—Ella nos encontrará —le aseguró él. «Ojalá no me equivoque», rogó para
sus adentros—. ¡Sofía!
Susana se unió a él. Poco después, un eco distinto les respondió.
—¡Rafael!
El corazón le dio un vuelco cuando escuchó su nombre como un susurro
lejano y comenzó a latirle con fuerza. Las venas de su cuello se dilataron por
el esfuerzo de proyectar su voz más lejos.

—¡Sofía!
—¡Rafael!
La voz sonó mucho más cercana esta vez y no tardó mucho en divisar la
pequeña figura de su hermana. Contuvo las ganas de correr a su encuentro y
detuvo a Susana para que no lo hiciera tampoco ella.
Cuando Sofía se acercó se arrojó en sus brazos riendo y llorando. Rafael la
abrazó con fuerza. No sabía si temblaba él o ella, o tal vez los dos.
—Lo siento —le dijo mirando sus claros ojos grises—, no debería haberte
dejado sola tanto tiempo.

Sofía negó con la cabeza sin dejar de abrazarlo.


—No fue culpa tuya, Rafael —repuso—. Yo no tendría que haber sido tan
curiosa y debería haberte llamado para contarte lo que me pasaba, tú me
habrías ayudado.

—Claro que sí, eres mi hermana y te quiero —le confesó con la garganta
apretada.
Ella le dedicó una sonrisa cariñosa.
—Pero ahora todo está bien —le aseguró acariciándole la dura mejilla con
suavidad.
Un nuevo temblor provocó que las montañas se desgajasen y algunos árboles
fuesen derribados. Una columna de humo negro se alzó desde el fondo del
bosque. Las llamas avanzaban envolviendo el laberinto por los lados y

consumiéndolo todo a su paso.


Sofía se aferró a él con fuerza mirándolo con ojos aterrados. Rafael
apretó los puños hasta que los nudillos se le volvieron blancos.
—No, todavía no ha terminado —señaló con determinación—.
Salgamos de aquí.
Corrieron los tres de regreso hacia la salida del laberinto perseguidos
por las pavesas y las cenizas que el viento arrastraba desde el fuego.
Rafael se detuvo en seco cuando llegaron al camino principal. Delante
de ellos se alzaba una inmensa columna de humo proveniente del lugar donde

se ubicaba la aldea. Su mente gritó en silencio el nombre de Patricia.


—¡Rafael!
La sacudida de Susana lo arrancó del estado catatónico en que se
había sumergido. Ella señaló el medallón que colgaba de su cuello. Las líneas

que atravesaban la piedra, iluminadas con un resplandor incandescente, tal


como el día en que Patricia y él habían entrado en el sueño, mostraban
claramente el diseño de un atrapasueños.
—Llévate a Sofía —le pidió.
Susana clavó en él sus ojos verdes y esbozó una sonrisa complacida
que Rafael no tuvo tiempo de analizar.
—¿Qué vas a hacer, Rafael? —le preguntó su hermana con inquietud.
Él la besó en la frente con ternura.

—Buscar mi destino —le aseguró—. Vosotras debéis iros.


Susana asintió. Tomó la mano de Sofía y la colocó sobre el medallón
junto a la suya.
—Recuerda que el fuego purifica —le dijo Susana mientras el aire
vibraba en torno a ellas y su imagen se desvanecía.
Rafael corrió hacia la aldea. El calor era abrasador y las llamas se
alzaban por todas partes. El humo hacía que le escocieran los ojos y comenzó
a toser.
Gritó angustiado el nombre de Patricia. Luego, se desvaneció.
XIV

Sentía el cuerpo rígido y pesado, como si le hubieran dado una paliza. Quizás
había aspirado demasiado humo y había muerto. Sin embargo, notaba que
alguien lo sacudía con fuerza mientras lo llamaba, aunque sus ojos se

negaban obstinadamente a abrirse.


Finalmente la voz femenina se abrió paso en su conciencia con
sonidos incomprensibles y sus párpados fueron cobrando vida abriéndose
lentamente a la realidad. Parpadeó en un intento por enfocar su mirada sobre
lo que lo rodeaba. Volvió a parpadear cuando descubrió lo que danzaba en el
aire a pocos centímetros de su rostro. Un atrapasueños. Plumas de color
azulado y aguamarina se mecían suavemente en el aro encordado en cuyo
interior se entretejía una fina red de hilo negro en torno a un agujero.
«¡Qué demonios!».

La persistente voz femenina atravesó sus oídos con un sonido


estridente que lo obligó a cerrar de nuevo los ojos y a luchar contra la
tentación de cubrirse los oídos.
Una nueva sacudida lo hizo gruñir por lo bajo y volver a entreabrir los
ojos enfocándolos esta vez en su agresora. Un rostro perfecto, tostado por el
sol y enmarcado en un hermoso cabello cobrizo largo y ondulado, y unos ojos
del color de las violetas que lo miraban con preocupación.
—¿Patricia? —balbuceó con voz ronca mientras recibía otra sacudida.
—Doctor, por favor, despierte.

La visión del rostro se aclaró. El cabello largo se tornó del color de la


miel y los ojos violetas se transformaron en ojos verdes.
—¿Susana? —inquirió perplejo tratando de volver a la realidad.
Su mirada vagó alrededor.

Los dígitos rojos del reloj que había sobre el escritorio de su oficina le
hicieron un guiño al avanzar un minuto más. Las tres de la tarde.
Las cortinas estaban echadas y los árboles dibujados en ellas
descansaban temblorosos sobre las vaporosas telas verdes con las que su
hermana Marina había cubierto las ventanas que permanecían abiertas
dejando pasar la brisa de mayo. Sobre su mesa de trabajo reposaban sus
libros, informes médicos y documentos de diversos tipos. Su maletín, con el
trabajo que había preparado para llevarse a casa, yacía abandonado sobre la

cómoda silla de cuero negro.


Rafael se percató de que se hallaba tumbado sobre el sofá situado
contra la pared de la oficina. De la pared colgaba el atrapasueños que había
visto antes.
«¿Cómo demonios he llegado aquí?», se preguntó mientras su
secretaria continuaba hablando.
—Se ha vuelto a quedar dormido, doctor.
—¿Dormido? —repitió confundido.
Su pensamiento voló hacia Patricia. Un dolor agudo le atravesó el

pecho y sintió que el corazón se le partía en dos. ¿Había vuelto a soñar con
ella? ¿Nada había sido real? Rechazó esa idea inmediatamente, como si con
ella traicionase la memoria de Patricia. Se incorporó lentamente en el sofá y
dejó que sus pies tocasen el suelo mientras se frotaba el rostro obligándose a

contener unas lágrimas rabiosas que solo anunciarían la aceptación de una


derrota anticipada.
—¿Se encuentra bien, doctor? —le preguntó su secretaria preocupada
ante la mirada ausente de él.
—¿He pasado todo el tiempo aquí?
Ella lo miró con perplejidad ante la pregunta, pero respondió igual.
—Sí, llegó por la mañana a la oficina, en su horario habitual, y ha
estado aquí trabajando hasta ahora.

«No puedo haberme quedado simplemente dormido», se lamentó


desesperado. Una chispa de luz se encendió en su mente.
—¿Se ha presentado esta mañana en la oficina mi hermana Marina?
El dolor que le provocó ver a Susana negar con la cabeza lo
sorprendió; creía que ya no le quedaba nada de corazón, que había
desaparecido junto con el sueño, destruido en mil pedazos. El hermoso rostro
de Patricia, la mujer de sus sueños, surgió en los recuerdos de su memoria;
sus besos, sus caricias, su voz… todo reclamaba su alma. Él le había
prometido que la encontraría y eso es lo que iba a hacer, aunque tardase toda

la vida.
Se levantó y comenzó a recoger sus papeles mientras pensaba qué
pasos iba a dar. Empezaría por Córdoba. Le preguntaría a Sofía…
—¿Me ha escuchado doctor?

Rafael la miró como si la viera por primera vez.


—Lo siento, Susana, estaba distraído —se disculpó—. ¿Qué decías?
La secretaria le dirigió una mirada entre preocupada y compasiva,
pero se limitó a responder a su pregunta.
—Le decía que va a llegar tarde.
Rafael frunció el ceño. No recordaba que tuviese una cita, claro que
tampoco su mente funcionaba como siempre.
—¿A dónde?

—A la estación —repuso ella con un suspiro de impaciencia—. Ha


llamado su hermana para recordarle que esta tarde llega Sofía de Córdoba y
usted quedó en ir a recogerla.
¿Sofía venía de Córdoba? Entonces, tampoco era verdad que Sofía
hubiese desaparecido. Su hermana Marina lo había llamado y él la había
incorporado a su sueño creando una historia confusa. Rafael se frotó la frente.
Comenzaba a dolerle la cabeza por el esfuerzo de comprender lo sucedido.
—¿Sofía llega hoy? —preguntó—. ¿Qué día es?
—Sigue siendo viernes, doctor —le recordó su secretaria con cierto

sarcasmo—. Iba a salir a comer, pero debió de quedarse dormido. Su


hermana llega en el tren de las cuatro y media a la estación de Atocha, y ya
son las tres pasadas.
—Y quedé con Marina que yo recogería a Sofía, ¿no?

Susana puso los ojos en blanco.


—Así es —convino—. ¿Ha traído coche?
—¿Coche? —inquirió. Sabía que se estaba repitiendo demasiado,
pero no podía evitarlo. Su interior era un hervidero de dudas, emociones y
pensamientos—. No, creo que no.
—No se preocupe, doctor —repuso Susana dedicándole una sonrisa
que hizo destacar sus dientes blancos contra su piel tostada—, yo lo llevaré,
pero tendremos que salir ahora mismo; a esta hora suele haber mucho tráfico.

—Claro —aceptó al tiempo que tomaba su chaqueta del respaldo de la


silla y el maletín.
Tal y como había dicho Susana, el tráfico a esas horas era infernal.
Rafael miraba sin ver a través de la ventanilla del Opel gris de su secretaria.
Sabía que debería darle conversación, pero no encontraba nada coherente que
pudiera decir. Además, el silencio no le resultaba incómodo en ese momento
cuando todos los recuerdos se agolpaban en su mente. Normalmente uno no
recordaba los sueños que tenía, ¿no? Se frotó de nuevo la frente frunciendo el
ceño.

—¿De verdad se encuentra bien, doctor? —volvió a preguntarle su


secretaria interrumpiendo sus pensamientos.
Rafael se volvió a mirarla. En su voz había preocupación y algo más.
Observó el delicado perfil de su rostro, su piel dorada, su elegante traje verde

y el medallón de piedra verde que reposaba entre sus generosos senos.


Probablemente se lo había visto puesto por la mañana, le había llamado la
atención quedando en su subconsciente, y lo había incorporado a su sueño
como si fuera una reliquia mágica.
Se recordó a sí mismo que Susana esperaba una respuesta.
—¿Tú crees en los sueños? —le preguntó él a su vez.
Susana arqueó las finas cejas haciendo que sus ojos se viesen aún más
grandes.

—¿En qué sentido? —inquirió curiosa.


—Pues ya sabes, en el sentido de… —se interrumpió al darse cuenta
de que iba a recitar las teorías que había aprendido en sus años de estudio de
psiquiatría. Reformuló la pregunta—. ¿Crees en el poder de los sueños? ¿En
que los sueños pueden hacerse realidad?
Susana sonrió.
—Sí —repuso concisamente mientras detenía el coche frente a la
estación de Atocha. Luego añadió—: ¿Le espero para llevarlos a su casa?
Rafael sacudió la cabeza.

—No hará falta, iremos en metro. Gracias, Susana, nos vemos el


lunes.
Ella se despidió alzando la mano mientras Rafael se introducía en el
edificio y avanzaba abriéndose paso entre una multitud de personas hasta la

puerta por donde salían los pasajeros que descendían de los diversos trenes
que llegaban a la estación. Observó atentamente los rostros de los que se
acercaban con maletas hasta que divisó la esbelta figura de su hermana. Su
corazón tropezó cuando le sobrevino el recuerdo de Sofía cayendo por el
acantilado. Aquello no había real, se dijo. ¿Y todo lo demás?
Alzó la mano para llamar su atención. Sofía lo reconoció y sus ojos
grises se iluminaron de alegría. Se acercó a él con una sonrisa radiante y,
dejando a un lado la maleta, saltó a sus brazos envolviéndolo en un fuerte

abrazo.
—Creí que estarías muy ocupado con tu trabajo para venir a
recogerme —le comentó ella cuando él la soltó—; me alegro de que no haya
sido así.
—Siento mucho no haber estado ahí cuando me necesitabas y no
haberte llamado más a menudo —repuso él con seriedad—, pero te prometo
que, a partir de ahora, podrás contar siempre conmigo.
Sofía abrió sus preciosos ojos grises colmados de sorpresa.
—¿Qué te ha pasado, Rafael? No pareces tú mismo —exclamó.

Rafael le sonrió con cariño.


—He tenido un sueño —le respondió vagamente mientras tomaba con
una mano a su hermana y la maleta con la otra—. Venga, vamos a casa.
—Espera —dijo Sofía volviéndose a mirar hacia atrás y haciendo

señas—, he venido con alguien. Rafael, te presento a Patricia, mi compañera


de piso —comentó cuando una muchacha se acercó a ambos—. Seguro que
hay lugar para una más en tu casa, ¿verdad?
Rafael fue incapaz de contestar a la pregunta. Se quedó contemplando
aquellos ojos violetas que se le habían grabado a fuego en el corazón. El
cabello cobrizo le caía suelto por la espalda. Vestía una camiseta estampada y
pantalones vaqueros, y la acompañaba una suave fragancia a limón. De su
cuello colgaba una piedra rosada con forma de corazón.

—Hola —le dijo ella con voz cálida y una sonrisa preciosa.
El estómago de Rafael se agitó mientras la visión de la muchacha
llenaba sus sentidos y caldeaba algo en su interior. Era Patricia, su Patricia, la
mujer de sus sueños.
—Pues nada, Patricia —comentó Sofía con voz risueña—, este es mi
hermano, del que tanto te he hablado, y que parece haberse quedado mudo
por el momento.
Rafael recuperó el habla, aunque no pudo controlar los saltos de su
corazón ni la reacción de su cuerpo que se estremecía por el deseo de tocarla

y saborearla de nuevo.
—No, perdona —se apresuró a decir con la voz enronquecida.
Carraspeó para aclararla—. Es que me has recordado a alguien que conocí
hace poco. Encantado de conocerte, Patricia.

La saludó con un par de besos y cerró los ojos cuando sintió la


suavidad de su piel y olió su aroma a limón y a mujer. Se separó de ella con
renuencia.
Patricia notó un estremecimiento recorrerle la espalda cuando
contempló aquellos ojos grises que la miraban de un modo que ella solo
podía calificar de ardiente. No se conocían y, sin embargo, tenía la extraña
sensación de que había entre ellos una conexión familiar. Cuando él se había
acercado para besarla, habría querido apretarse contra ese cuerpo firme y

musculoso, y besar su boca hasta que los dos estuviesen mareados de deseo.
—Bueno, pues en fin, aquí estamos —comentó Sofía burlona.
Observó el intercambio de miradas y la tensión sexual existente entre ellos, y
decidió intervenir—. Creo que ya tendréis más tiempo de conoceros en estos
días; yo, ahora mismo, me muero de hambre y me gustaría llegar a casa.
¿Dónde has dejado el coche?
Rafael logró apartar la mirada de Patricia y se volvió hacia su
hermana frunciendo el ceño.
—¿El coche? —preguntó consternado al ver las maletas y las bosas

que cargaban las muchachas—. No he traído coche.


—¡Qué te dije! —exclamó Sofía volviéndose a mirar a Patricia—. Me
debes cinco euros.
—Es justo —contestó ella con una sonrisa—. Una apuesta es una

apuesta.
Rafael frunció el ceño.
—¿Habíais apostado sobre mí? —preguntó con una indignación no
demasiado fingida.
Sofía le sonrió dulcemente.
—Le dije a Patricia que nos tocaría ir en metro porque se te olvidaría
traer el coche, pero ella se empeñó en defenderte —señaló alzando las cejas
en un gesto de incomprensión—, así que apostamos. Le dije que perdería

porque no te conocía lo suficiente a pesar de todo lo que le he contado sobre


ti, y ya ves, tenía razón.
La risa cristalina de Patricia evaporó el incipiente enfado de Rafael.
«No tardará en conocerme mejor», se prometió a sí mismo esbozando
una media sonrisa.
—Pues esta vez te has equivocado, Sofía —le dijo a su hermana
remarcando las palabras—, no iremos en metro, sino en autobús, así Patricia
podrá disfrutar de las vistas de Madrid.
—Genial —repuso Sofía entusiasta—, adoro los atascos.

Los tres se rieron alegremente mientras subían las escaleras


mecánicas y salían de la estación al tibio aire del mayo madrileño.

Susana había aparcado el coche al otro lado de la calle, frente a la

estación. Bajó la ventanilla para que entrase algo de aire mientras vigilaba la
salida de pasajeros. Distraídamente acarició con dedos suaves el medallón de
piedra verde que colgaba de su cuello siguiendo las líneas grabadas en ella
por sus ancestros. El secreto del medallón que le había transmitido su madre,
había pasado de generación en generación a través de las mujeres de la tribu
ojibwe.
Estaba orgullosa del trabajo que había realizado, aunque esta vez le
había costado mucho más construir el sueño. El miedo a amar de Rafael, su

tendencia a analizarlo todo suprimiendo las emociones y sentimientos. Sí,


Rafael se le había resistido un poco, pero Patricia era la mujer perfecta para
él. Solo necesitaba desprenderse del pasado y desear un futuro.
Vio en ese momento a los tres jóvenes salir de la estación y sonrió
con satisfacción. Cogió su bolso y sacó del interior una pequeña libreta negra
con cubiertas de piel. La abrió con cuidado y escribió una última anotación.
Todos los sueños tienen su final, pero es al despertar cuando tenemos
la posibilidad de transformarlos en realidad. Vivimos rodeados de sueños,

algunos los alcanzamos y otros no, depende de la fuerza con la que los
deseamos y de cuánto luchemos por ellos.
Nosotros mismos estamos hechos de sueños. Tú eres un sueño para alguien.
No condenes ese sueño al fracaso aferrándote a tu soledad.

Sueña, despierta, y vive tu sueño.


Coleccionista de sueños

Volvió a guardar la libreta y se quedó mirando hacia la glorieta de


Atocha, al tráfico incesante de coches. Sintió el calor que emanaba del
medallón y encendió el motor del coche. Las líneas del grabado se habían
iluminado de nuevo.
—Tal vez sea hora de cambiar de trabajo —comentó con una sonrisa

—, aunque me gustó eso de ser secretaria.


Puso el intermitente y se sumergió en la corriente de coches dejándose
guiar por el espíritu de Asibikaashi, la diosa araña.
Tenía que tejer su tela para atrapar un nuevo sueño.

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