Leon Felipe La Mascara y El Rostro
Leon Felipe La Mascara y El Rostro
Leon Felipe La Mascara y El Rostro
M
mi patria está donde se encuentre aquel
pájaro luminoso que vivió hace ya
tiempo en mi heredad.
Cuando yo nací ya no le oí cantar en mi huerto.
Y me fui en su busca, solo y callado por el mundo.
Donde vuelva a encontrarlo encontraré mi patria, por allí estará Dios,
Un día creí que este pájaro había vuelto a
España y me entré por mi huerto nativo otra ve^.
Allí estaba en verdad, pero voló de nuevo
y me quedé solo otra ve^y callado en el mundo,
mirando a todas partes y afilando mi oído.
Luego empecé a gritar... a cantar.
Y mi grito y mi verso no han sido más que una llamada otra ve%,
otra ve\ un señuelo para dar con esta ave huidiza
que me ha de decir dónde he de plantar
la primera piedra de mi patria perdida.»
Grito y canto. El grito del profeta que anuncia calamidades, que llama la atención
a su pueblo sobre la presencia de un mal que él percibe aguda y dolorosamente y que
los demás apenas alcanzan a distinguir entre las brumas de un desasosiego inexplicable.
Los trenos y lamentaciones que recorren los caminos bíblicos exigiendo oídos atentos,
espectadores. El profeta es, para la turba uniforme, un ser histriónico, sus gesticula-
ciones no siempre son interpretadas con justicia. Frecuentemente se piensa que son
producto de un estado anormal de agitación. Es entonces cuando la turba, conmocio-
nada por los gritos, tira piedras y grita con mayor fuerza insultos y agravios con el
solo fin de acallar la voz de la clarividencia. La Biblia y Whitman se agitan detrás de
esa poesía gritada para que se abran los oídos sordos, para que vean los ojos velados
por las légañas de lo cotidiano, por las lágrimas:
Los tiempos en que el Profeta gritaba (Pound lo hacía a su manera), eran tiempos
de sangre, de traición, de negación de lo humano. La poesía de ese profeta era urgente,
no admitía pulimentos, no tenía tiempo para los afeites y los adornos, incurría en
repeticiones, ensayaba ritmos rápidos y hasta machacones, no se detenía ante las
lágrimas, se entrecortaba para reflejar el sollozo, martilleaba en los oídos e intentaba,
por el camino de las lágrimas, abrirse paso hasta la misma fuente de la sangre. Era
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teatral, en suma. Su gesticulación natural exigía un escenario. Su autor era un actor;
en la vida y en la escena, su forma se adecuaba a las necesidades de la comunicación
con un público numeroso, abigarrado, heterogéneo.
Por todas estas razones es difícil, para algunos poetas encerrados en su creación,
el enfrentamiento con el río de la poesía de León Felipe, río que arrastra espumas,
piedras, ramajes muertos, guirnaldas formadas por la corriente, y algunos materiales
que para nada sirven. En fin, los ríos son así. Hay que aceptar sus vueltas y revueltas.
Sus corrientes arrastran variadísimos materiales, a lo largo de sus cursos cambian sin
parar y, ¡ay, viejo Heráclito!, siempre son los mismos.
«Estrellas,
vosotras sois la lut^,
la tierra una cueva tenebrosa
sin linterna... jyo tan sólo sangre,
sangre,
sangre...
España no tiene otra moneda:
¡Toda la sangre de España
por una gota de lu^J»
En las vidas y en las poesías teatrales llega el momento del monólogo lento,
reflexivo. Ese que se dice en voz baja y no por ello deja de dirigirse a la atención del
espectador. El actor sabe que es necesario quedarse solo en el escenario, está
consciente de la presencia del público, pero su intuición histriónica le indica que para
que escuchen los otros es necesario hablarse a sí mismo. Esta intimidad en público es
una de las más terribles y atractivas paradojas del animal teatral.
El profeta también baja la voz y obliga a los espectadores a afilar la atención, a
adelantar la cabeza para no perder palabra:
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Nacimiento, logra, buscando la luz, apelando al sol de todas las culturas y las
religiones primitivas, unir la voz de su monólogo a la memoria de todos:
A través del llanto este poeta de los testamentos, busca la luz, aquello que todas
las religiones y algunos pensamientos políticos, cargados de utopía, llaman «la
redención». E n esta tarea urgente, las metáforas se desprenden de sus galas excesivas
y las palabras se afilan para encontrar su esencialidad mayor. Es aquí cuando algunos
poetas y críticos dicen bastante y se niegan a seguir escuchando ese grito que no cesa,
ese viento que dura días y días y nos obliga a cubrirnos los oídos con las manos
crispadas y a cerrar los ojos en busca del consuelo extraño que, a veces, nos dan la
oscuridad y el silencio. Todos los niños, supongo, encuentran un poco de calma en
las noches agitadas y llenas de presencias inquietantes, ocultándose bajo las sábanas y
cerrando los ojos. Así, lo único que puede sobresaltarlos es el latido de su propio
corazón, la música mortal que suena en los cuentos de Poe y de Graham Greene.
Por la poesía de León, antes de que su viejo violín se rompiera, circulaban los
bufones profundos, Falstaff, el niño de Vallecas, los enanitos con cara de m o n o , sabios
y burlones, que siempre decían la verdad; caminaba el Rey Lear por el páramo de su
anciana soledad y los Macbeth veían el desplegar de las alas del sueño asesinado.
Shakespeare, el que más ha comprendido la sustancia de lo humano, daba a León
temas y atmósferas que adquirían vida en los paisajes trágicos de su España nativa:
La Mancha recorrida por el «señor de los tristes», por el caballero del corazón sin
medida; Pastrana visitada por los mendigos; la imaginería lúdica y poética de picaros,
pobres, hidalgos sin blanca, nobles esperpénticos con las barbas generosas de ese
profeta sonriente que fue don Ramón María del Valle Inclán. Esta carga cultural y,
sobre todo, vivencial, iba sentada sobre los hombros del poeta teatral, fiel a la máscara
de su rostro más auténtico.
Una sociedad que ha hecho de la mesura el comedimiento y, sobre todo, la
aceptación incondicional de las pautas de conducta establecida por la ideología
dominante, virtudes centrales, usa siempre en sentido peyorativo la palabra «teatral».
El cómico pagaba su popularidad con el precio de una especie de marginación. Esta
curiosa paradoja lo colocaba por encima del conglomerado social y, al mismo tiempo,
lo ubicaba en uno de los puntos más bajos de la llamada escaía de la sociedad. La
conducta teatral, por tanto, ha sido considerada como falsa y antinatural. La sociedad,
temerosa de que el histrión le comunique la verdad, se apresura a calificarlo de
excéntrico y poco serio. D e esta manera, defiende sus inamovibles hábitos-, sus
abominaciones convertidas en rasgos característicos de la normalidad. «Qué le vamos
a hacer, así son las cosas» es el principio de esa filosofía trivial enunciada por medio
de los lugares comunes de la gramática parda.
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León Felipe, histrión y poeta, se enfrentó a esa terrible normalidad y supo apuntar
con el dedo a los violentos, a los injustos, a los crueles:
La salida es por las bambalinas. Esto nos indica que vamos llegando a los terrenos
de Calderón de la Barca y su «Gran Teatro del Mundo». Tal vez, en este momento,
la idea de la teatralidad, usada a lo largo de este discurso como hipótesis de trabajo,
adquiera un sentido más profundo y una precisión mayor al superar las limitaciones
del lenguaje cotidiano que se nutre de los juegos soporíferos de la ideología.
La voz del actor —ese fue el papel que le tocó en el reparto hecho por el autor—
se unía a la del profeta y daba una mayor fuerza a las palabras. El poeta bebía en las
fuentes de la Biblia, en la vieja y viva tradición de los laberintos de fortuna, los carros
de la farsa, la liturgia cristiana, las capillas abiertas y los carros alegóricos del auto
sacramental. Al ver que todo se trastornaba, que los llamados «valores espirituales»
no eran más que servidores de los poderes absolutistas y que ya nada era sagrado para
el hombre necesitado de espacios de pureza, de lugares sacros alejados de la
contaminación, volvió los ojos al pasado remoto y anheló el retorno a los tiempos del
cristianismo primitivo, el de la hermandad entre los hombres ligados por el culto
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sencillo, tan real y mágico al mismo tiempo como el pesebre y la estrella que guiaba
a los reyes de la ofrenda. Aquí el profeta tiembla y señala el camino del infierno. Sus
personajes cabalgan animales monstruosos y se columpian en las columnas y cortinajes
del carro alegórico. El Bosco, Calderón de la Barca, las danzas de la muerte de la Edad
Media y algunos elementos de la imaginería del nuevo infierno, laten detrás de esta
aguafuerte goyesca y esperpéntica. Al bufón se le llamaba loco (el «fool» de la
tradición inglesa) o tonto y, amparado por este extraño salvoconducto, pasaba todas
las aduanas y enunciaba todas las verdades. León Felipe juega con estos conceptos y
une las tradiciones anglosajonas y españolas en el centro del escenario:
«El rey Lear es un gran loco inglés. Inglés, en verdad. Pero si nosotros no somos ingleses
augustos para comprenderle, somos, en cambio, locos egregios y podemos seguirle y empujarle
hasta un lugar que conocemos muy bien, donde la locura se equilibra y diviniza.»
«El poeta no es aquel que juega habilidosamente con las pequeñas metáforas verbales, sino
aquel a quien su genio prometeico despierto lo lleva a originar las grandes metáforas sociales,
humanas, históricas, siderales...»
Es curioso que yo esté tratando este tema. Mi idea de la poesía está diametralmente
alejada de lo expuesto por León Felipe. Tal vez este desacuerdo, esta condición de
antípoda, me capacite para entender y respetar aquello que no comparto, pero admiro
y comprendo. Otro es mi tiempo y otras mis circunstancias personales. Espero que el
distanciamiento haga más sólido mi entusiasmo por una obra tan admirable a pesar
de que no coincida con sus ideas estéticas.
Sigamos con la poética de León Felipe:
«¡Qué alegría ver que a mi también el viento me regala una calabaza mordida por un gusano
implacable, como símbolo de mi vanidad!»
Creo que ahora estarán de acuerdo conmigo; León fue un poeta desconcertante.
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León Felipe, en México, el final de su vida.
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Quiero terminar hablando de su exilio y de su visión de una España lejana y
siempre presente:
A León le preocupaba el regreso. Sin embargo, debo decir que fue un refugiado
ejemplar. Como pasó la vida de viaje en viaje, hacía suyos los lugares por los que
pasaba. Nunca estuvo solo. Lo acompañaba el que había sido y se le mezclaban en la
memoria los paisajes de Zamora, Santander, Pastrana, Salamanca, Madrid, Panamá,
Guinea, México, América, Europa, África. Fue un ciudadano del mundo que llevaba
dentro la almendra de la infancia. Siempre persiguió los ojos con los que vio por
primera vez la luz del mundo, los oídos con los que escuchó el sonido del primer
viento entre los chopos, la lengua con la que probó el sabor de los primeros dulces.
Su visión de España, a pesar de las lágrimas que la velaban, fue lúcida y, con
frecuencia, tenía la precisión de un programa bien meditado, soñado en las noches del
éxodo.
No tenía una casa solariega, ni una capa ni una espada, ni el retrato de un abuelo
que ganara una batalla, pero este español desgañitado y tímido, desorbitado e íntimo,
dejó el testimonio de su voz y ésta es una herencia óptima. En ella bailan los seres
indefinibles de El Bosco, los caprichos de Goya, las visiones de Blake, los mendigos,
picaros, bufones, locos, hidalgos, pobretones, sabios burlones, santos, quijotes,
sanchos, reyes y pillos shakesperianos. Todos, todo lo que es nuestro patrimonio de
risa y llanto. León, con ellos, sale del escenario, lleva de la mano a su niño de Vallecas,
sale a la calle y su ronda se prolonga por las noches y los días de esta tierra, nuestra
única y maltratada herencia.
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