DESARROLLO SOCIAL Infancia 080415
DESARROLLO SOCIAL Infancia 080415
DESARROLLO SOCIAL Infancia 080415
Barumba nació en los espectaculares altos de Nueva Guinea, una isla suspendida
como un ave prehistórica sobre el continente australiano. Su padre pasó el día
pavoneándose por la aldea, mostrando sus vestiduras de brillantes plumas
anaranjadas, rojas y verdes de loro, su resplandeciente collar de caparazones de
escarabajos verdes y su falda de espléndidas plumas de aves del paraíso. Sabía
que si otros lo veían con admiración, sería un buen augurio para su primer hijo. La
madre de Barumba también decidió adornarse para la llegada de su primogénito.
Se puso en los brazos bandas de colores brillantes y fuertemente tejidas de fibras
de orquídea. En el cuello llevaba un collar de dientes de perro (que le confeccionó
su madre) del que colgaba su cordel favorito de nueces rojas. Y atravesada en
una de las ventanas de la nariz mostraba el hueso largo de la pata de una gallina
pintada. Las contracciones eran casi continuas y la madre sabía que sería pronto.
Con inquietud observó aparecer la parte superior de la cabeza, el pelo negro
alisado, las orejas, el cuello; ¡así, sí, sí! “Será un gran artista”, gritó entusiasmada,
y su esposo corrió a la choza haciendo sonar los caparazones de escarabajo para
ver también. El niño tenía enredado en el cuello el cordón umbilical. Y como los
mundugumor han sabido durante siglos, sólo aquellos niños que nacen con el
cordón en el cuello tienen alguna posibilidad de convertirse en grandes artistas.
Sorprendentemente, tienen razón. “¡Vaya!”, dijo el padre de Burumba.
Este capítulo
Como dice Pogrebin (1980), somos un poco como los mundugumor. Desde luego,
sabemos que es ridículo pensar que la posición del cordón umbilical tenga alguna
consecuencia. En cambio, buscamos un apéndice entre las piernas de nuestros
infantes. En buena medida esto nos dice cómo relacionarnos con nuestros hijos,
qué juguetes disfrutarán, cuál será su personalidad. Y con sorprendente
frecuencia, nuestros pronósticos son tan exactos como los de los mundugumor. ¿o
no?
En este capítulo se analizará el grado en que las primeras influencias inciden en el
desarrollo de los roles sexuales. Asimismo, se estudiarán los estados infantiles
predominantes, sus emociones y temperamentos y el desarrollo de apego con
quienes los cuidan, así como sus reacciones a los extraños y a la separación de
aquellos con quienes están apegados. También se abordará el cuidado de los
bebés en las sociedades contemporáneas, los métodos actuales de crianza y sus
efectos en los niños. Por último, se considerará a los infantes cuyas características
difieren del mítico niño promedio: los niños excepcionales.
Como ejemplo tomemos a Martha, una niña especialmente difícil que llora mucho,
rechaza el pecho de su madre en forma impredecible y ensucia el pañal en
momentos inoportunos, casi como si dijera: “Eso te enseñará”. Por su parte, su
madre se fastidia con facilidad, es impaciente, muy emotiva y dada a las rabietas.
En cambio. Bruno es un ángel de bebé. Duerme regularmente, rara vez llora, le
encanta el pecho de su madre y ensucia el pañal a intervalos constantes y
siempre es muy cortés, con un gesto de disculpa como si dijera “¡Ay!, cómo me
choca hacer eso”. Y la mamá de Bruno es tranquila, entusiasta, paciente y está
encantada con su hijo.
Muy probablemente las relaciones entre madre e hijo serán muy diferentes en los
dos casos. Reflejarán las características distintas de cada quien. Como apunta
Aubert (1992), hay una amplia gama ingente de características y conductas
infantiles que tienen efectos profundos en los padres. Pero también tienen
profundos efectos en ellos las conductas infantiles positivas, por ejemplo, en los
estudios o los deportes. Hay pruebas, menos obvias pero quizá no menos
importantes, de que el nacimiento de un hijo cambia la relación de los esposos
(unas veces aumenta la tensión y las discordias y otras produce resultados
opuestos); de que los matrimonios conflictivos y mal avenidos se relacionan con la
aparición de conductas antisociales en los hijos; de que las relaciones
matrimoniales de mucho apoyo se relacionan con las habilidades para la crianza
infantil; que es más probable que el nacimiento de un hijo mejore a que empeore
los buenos matrimonios, y que entre las cualidades clave de la educación que se
manifiestan en el desarrollo cognoscitivo y la adaptación son una madre sensible
(atenta, cálida, receptiva y estimulante) y un padre interesado (que se dedica a
sus hijos, por ejemplo, cuidándolos y jugando con ellos) (Aubert, 1992).
Pero, como señala Belsky, se sabe aún “muy poco de la influencia directa del niño
en las relaciones matrimoniales y mucho menos del proceso inverso de influencia”
(1981, p. 17). La adopción de un modelo contextual que considere a la familia
además de la madre y el padre puede aumentar en forma considerable nuestros
conocimientos.
Estados infantiles
Cuando mi primo Arthur era bebé, lloraba mucho. El llanto era uno de sus estados
infantiles predominantes (los estados se refieren a la condición general del
infante). Wolf (1966), luego de un cuidadoso estudio de la conducta de los
infantes, describió seis estados: sueño normal, sueño irregular, somnolencia,
inactividad alerta, actividad alerta y llanto (a veces se unen los dos últimos estados
y se denominan actividad concentrada). En la figura sinóptica interactiva 6.1 se
describen estos estados. Observe que en esencia son descripciones de la
actividad del sistema nervioso central. Es interesante saber que hay pruebas de
que el feto ya exhibe estos estados, aunque en ese momento se detectan con
menos facilidad. Por ejemplo se sabe que hacia el final del periodo prenatal el feto
alterna periodos de sueño y vigila (Groome et at., 1997).
Es variable el tiempo que pasan los recién nacidos en cada estado: algunos
duermen más de la mitad del día, mientras que otros lo hacen apenas algunas
horas (Brown, 1994). Del mismo modo, algunos lloran hasta 40 por ciento del
tiempo y otros casi no lo hacen. Con la edad, los cambios que se provén incluyen
una disminución en el tiempo que pasan dormidos y un aumento de la actividad
alerta.
Aunque el neonato promedio duerme hasta 75 u 80 por ciento del tiempo, los
periodos de sueño de la mayoría de los pequeños son relativamente cortos y
están separados por lapsos breves de vigilia. No está claro si los infantes sueñan
cuando duermen; sin embargo, una proporción muy elevada del tiempo que pasan
durmiendo (hasta el 50 por ciento) se caracteriza por ser sueño de movimientos
oculares rápidos (MOR), y se sabe que niños y adultos sueñan durante esta
etapa. La cantidad de sueño MOR disminuye gradualmente durante la infancia (del
nacimiento a los dos años). Al cumplir dos años, alrededor de 25 por ciento de su
sueño es de la variedad MOR (proporción muy similar a la de los adultos).
Observe que el concepto de estado infantil se refiere a la condición de alerta del
niño; es decir, si el estado es de sueño, somnolencia, alerta o llanto. Ahora bien,
como se expuso, los infantes difieren notablemente en el tiempo que pasan en
cada estado. Las diferencias en los estados predominantes pueden reflejar
diferencias de temperamento básicas de origen genético.
Temperamento infantil
Las peculiaridades en las formas habituales de reacciones y comportarse que
distinguen a los adultos se denominan diferencias de personalidad. El término
personalidad comprende todas las capacidades, predisposiciones, hábitos y otras
características que nos hacen únicos (Wiggins y Pincus, 1992).
Cuando los psicólogos abordan las diferencias entre los infantes, no suelen utilizar
el término personalidad porque éste implica un grado de aprendizaje que no ha
tenido tiempo de ocurrir. Más bien, se refieren al temperamento del infante, es
decir, a sus respuestas emocionales características. Denominan tipos a los
agrupamientos de características de temperamento relacionadas.
Los psicólogos postulan que los infantes nacen con tendencias biológicas para
reaccionar con más frecuencia de una manera que de otra. Estas tendencias se
manifiestan en su temperamento. Estos seis chiquillos tienen apenas medio año,
pero sus personalidades ya parecen claramente diferentes.
Hay otras formas de clasificar el temperamento infantil (véase Bates, 1989). Por
ejemplo, Buss y Plomin (1985 clasifican a los infantes de acuerdo con su
emotividad, actividad y sociabilidad (el llamado método EAS). Strelau (1989)
afirma que es posible evaluar las diferencias de temperamento con medidas
fisiológicas de la excitabilidad de los sistemas nerviosos, es decir, que las
diferencias en las reacciones fisiológicas como la actividad cerebral, el ritmo
cardiaco o las respuestas motoras pueden establecer las diferencias de
temperamento. Por ejemplo, Stifer y Fox (1990) mostraron que las medidas de la
variabilidad del ritmo cardiaco se relacionan estrechamente con las reacciones
infantiles en el primer año de vida.
Tabla 6.1
Nueve características del temperamento infantil
1. Nivel y grado de actividad motora
2. Ritmos (regularidad de las funciones de alimentación, sueño y eliminación)
3. Apartamiento o acercamiento a las situaciones nuevas.
4. Adaptabilidad a los cambios del ambiente.
5. Sensibilidad a los estímulos.
6. Intensidad (nivel de energía) de las respuestas.
7. Humor general o disposición de ánimo (alegre, irritable, amistoso, etc.)
8. Grado de distracción (con qué facilidad se distrae de las actividades en
curso).
9. Lapso de atención y persistencia en las actividades en curso.
Fuente: Tomado de “The Origin Of Personality” de A. Thomas, S. Chess y H.G.
Birch, 1970, Scientific American 223, pp. 102-109.
Con todo, dadas las dificultades para clasificar el temperamento infantil, y dado el
hecho de que hay numerosas excepciones a nuestras generalizaciones, no suelen
ser confiables los pronósticos de problemas posteriores de conducta basados en
la clasificación que hacen las madres de sus hijos de temperamento “difícil”. Por
ejemplo, Oberklaid y sus colaboradores (1993) descubrieron que las
clasificaciones de las madres predijeron sólo al 17.5 por ciento de los niños que
tuvieron problemas de conducta en preescolar, que es apenas más que el
porcentaje de todos los preescolares que tuvieron problemas de conducta en este
grupo grande de 1583 niños (14 por ciento). De hecho, en este estudio el sexo
(hombres) y la posición socioeconómica fueron mejores pronosticadores que las
clasificaciones de las madres.
Pero Martha no sonríe tanto, llora más, come y duerme en forma irregular, es
tímida ante lo desconocido y buena parte del tiempo se queja y agita. Por tanto, su
progreso social parece más lento que el de Roberto. El mensaje que reciben sus
progenitores no es “son unos padres maravillosos”, no, sino “como padres son
deficientes”, o peor aún, “como padres no valen un $%$$@!”.
DeVries y Sameroff (1984) señalan ue lo que suele ser importante como influencia
en los resultados del desarrollo es la buena adecuación entre el temperamento del
niño y su contexto inmediato. Por ejemplo, las investigaciones indican que es una
ventaja ser un niño “fácil” en los contextos estadounidenses y una desventaja ser
“difícil”. Sin embargo, afirma DeVries (1989), un estudio de los masai de África
muestra que entre ellos ocurre lo contrario. Ahí, seis meses después de ser
clasificados como “fáciles” o “difíciles”, los niños “difíciles” habían prosperado
mucho más. De hecho, la mortalidad había sido mucho más elevada entre los
“fáciles”. ¿Por qué? De acuerdo con DeVries, una explicación plausible es que
había sobrevenido una sequía grave en la región y muchos infantes murieron o
sufrieron desnutrición y enfermedades. Que los niños “difíciles” hay muerto menos,
especula el investigador, se debe probablemente a que lloraban y gritaban más
cuando se sentían molestos y cuando tenían hambre, y lograban con más
frecuencia que los alimentaran. Así, una característica ambiental particular “se
corresponde” mejor al temperamento “difícil”, un temperamento que en la mayor
parte de las circunstancias de nuestra cultura “no se corresponde” tan bien como
el “fácil”.
Emociones infantiles
“Las emociones de una persona, - escribe Beckwith (1991, p. 78) -, no pueden ser
percibidas directamente por otra”. Esto hace especialmente difícil investigar las
emociones de los niños preverbales. Con todo, los vemos sonreír y reír, y los
oímos llorar. De estas conductas podemos inferir lo que tal vez estén sintiendo.
Algunos psicólogos, empezando con J.B. Watson (1914), han supuesto que el
infante es capaz de respuestas emociones reflejas desde el nacimiento. Hay al
menos tres emociones, afirmaba Watson: miedo, rabia y amor. Como son reflejas,
debe suscitarlas un estímulo específico. La rabia es el resultado de estar confiado
o de encontrarse restringido de movimientos; el miedo, de un ruido fuerte o de ser
soltado de pronto, y el amor, de ser acariciado y mimado. Por desgracia, los
psicólogos no pueden saber con certeza que las respuestas del infante a estos
estímulos son en realidad lo que consideramos miedo, rabia y amor.
Otro método para estudiar las emociones infantiles es el de teóricos como Izard y
Malatesta (1987), quienes fundan sus conclusiones en el examen de las
expresiones faciales humanas, que –aseguran-, revelan con claridad diversas
emociones, como interés (o excitación general), alegría, sorpresa, angustia, enojo,
disgusto, desdén, miedo, vergüenza y culpa. Postulan también que las
expresiones faciales de los niños indicarán que son capaces de experimentar
todos estos sentimientos (Termine e Izard, 1988). Es extremadamente difícil
separar emociones tan enlazadas como la alegría y la sorpresa (o la aflicción, la
cólera y el disgusto o la vergüenza y la culpa). Por consiguiente, buena parte de
estas investigaciones de las emociones infantiles han observado conductas como
el llanto, las sonrisas y las reacciones de miedo. Éstas se analizarán brevemente
antes de considerar los primeros apegos del niño.
Llanto
El llanto infantil, explica Pinyerd (1994), es una de las principales formas que
tienen los niños para comunicar su aflicción fisiológica y psicológica. Sin embargo,
no todos los llantos de los infantes son de dolor, hambre o aflicción. Por ejemplo,
Sroufe (1996) publicó que es muy común que los infantes de un año contengan las
lágrimas en forma ostensible cuando, en una situación experimental, su cuidador
abandona el cuarto un momento. Asombrosamente, muchos de estos niños
estallarán en llanto cundo el cuidador regrese, lo que desde luego no es un signo
de dolor o aflicción, sino de alivio.
El llanto infantil persistente y excesivo, cualquiera que sea su causa, puede ser
muy molesto para padres y hermanos, y al parecer se relaciona con la incidencia
de la depresión posparto (Mayberry y Affonso, 1993). El llanto que es producto del
hambre o el dolor puede ser eliminado, pero el llanto persistente, cuya causa no
es inidentificable ni está bajo el control del cuidador, puede ser, más resistente al
tratamiento (Wolke, Gray y Meyer, 1994).
Por último está el llanto de hambre. Gustafson y Harris (1990) informan que casi
todas las madres responden rápidamente a los llantos de hambre o dolor del bebé,
que distinguen con facilidad uno del otro, aunque son más sensibles al nivel
general de aflicción que a su causa. Es interesante observar que los padres
primerizos responden al llanto de sus hijos más pronto que aquellos que tienen
más de un hijo (Donate-Bartifield y Passman, 1985) y que las madres son más
atentas que los padres (Gram., 1993).
Sonreír, un fenómeno universal entre los pueblos, es una respuesta fugaz del niño
querido y bien alimentado, y ya ocurre entre las dos y las 12 horas después del
parto (Wolf, 1963). Esta primera sonrisa comprende la parte baja de la cara, no los
pómulos ni los ojos, y se señala como refleja más que verdaderamente social. Es
interesante observar que los niños nacidos sin corteza encefálica (anencefálicos),
pero con un tallo cerebral en funcionamiento que los deja sobrevivir unos días
después de nacer, también parecen capaces de sonreír. Luyendijk y Treffers
(1992) informan que 78 por ciento de las veces unos observadores imparciales
que revisaron cintas de las respuestas faciales de cuatro niños anencefálicos al
ser tocados o al sentir una presión ligera las juzgaron como sonrisas, muecas o
risas. Esto sugiere que los mecanismos neuronales de las primeras sonrisas se
localizan en el tallo cerebral, la estructura cerebral más “primitiva” en sentido
evolutivo. Así, estas primeras sonrisas infantiles tienen poco que ver con la
comunidad, la satisfacción o la felicidad, y más bien reflejan ráfagas de activación
cortical (Sroufe, 1996). Habitualmente, estas sonrisas ocurren cuando el infante
duerme. Más adelante, las sonrisas en vigilia responden a la estimulación física,
como moverlos o hacerles cosquillas, o soplares en la cara.
Por último, quizá hacia los tres meses y medio el niño exhibe la sonrisa social
selectiva, común entre niños y adultos (Gewirtz, 1965). Ocurre en respuesta a
estímulos sociales que el infante identifica como conocidos. Con la aparición de la
sonrisa social selectiva, los infantes sonríen menos a las voces o caras
desconocidas y muestran más apartamiento y otros signos de ansiedad en la
presencia de extraños (en una sección posterior se abunda sobre la ansiedad ante
los extraños).
La investigación deja pocas dudas de que las sonrisas son grandes refuerzos para
los pequeños; es casi como si los infantes reconocieran la importancia social de
las sonrisas a edades demasiado tempranas como para haberlas aprendido. Por
ejemplo, Kaplan, Fox y Huckeby (1992) refieren un estudio en el que infantes de
un mes fueron condicionados a un sonido con nada más que una cara sonriente
como reforzador; como hecho interesante, un rostro neutro no fue ni con mucho
tan eficaz.
Hodapp y Mueller (1982) observan que el desarrollo de la sonrisa en los infantes
sigue la misma pauta general que el desarrollo del llanto; es decir, el surgimiento
original de estas conductas sigue una progresión interna a externa. Mientras que
las primeras ocurrencias de sonrisas y llantos son ante todo respuestas a estados
internos – se cree que principalmente debido a trastornos gástricos-, muy pronto
se hace evidente que también participan elementos cognoscitivos (como los
necesarios para reconocer una voz, un rostro o algún objeto).
Aunque la función de la risa infantil nunca ha sido muy clara, quizá porque no se
ha investigado mucho, Sroufe (1996) postula que probablemente sirve para liberar
la tensión. En cambio el miedo significa una acumulación continua de tensión.
Reserva y temor
El miedo, argumentan Watson y Rayner (1920), es la respuesta infantil innata a los
ruidos y la pérdida súbita del sostén. Después algunos infantes llegan a temer a
una gran variedad de estímulos, en tanto que otros se mantienen relativamente
impávidos ante los cambios del entorno. Es interesante observar que mientras que
muchos miedos son aprendidos, resulta que otros no lo son. Por ejemplo, Gullone
y King (1997) afirman que el miedo a las serpientes se encuentra con frecuencia
en personas que nunca han tenido contacto con esos reptiles.
¿Pero por qué despertarían el miedo algunos extraños y objetos novedosos? Una
explicación plausible es la de Hebb (1966), quien propone que los infantes
adquieren ciertas expectativas sobre su mundo y que su quebrantamiento (el
término que emplea Hebb es incongruencia) puede provocar miedo.
Pero nos equivocamos: no están tan inermes. Muy pronto los infantes son
capaces de que lo que Gianino y Tronick (1988) denominan conductas de
regulación interna y conductas de regulación externa destinadas a regular o
controlar sus emociones.
Como ejemplo, Tronick (1989) refiere un juego de cucú entre una madre y su hijo.
En este breve episodio el infante deja de ver a su madre justo antes de que
pronuncie “cucú” y comienza a chuparse el dedo mientras mira al vacío. La madre
se sienta. En el lapso de unos segundos el niño voltea hacia ella, se saca el pulgar
y contorsiona el cuerpo; su expresión es claramente de interés. La madre sonríe,
se acerca y le dice: “¡Oh, ya regresaste!” El infante sonríe y grita. A poco vuelve a
chuparse el dedo. Pero otra vez, después de unos segundos, mira a su madre y
sonríe.
Los etólogos (aquellos que estudian la conducta animal en los medios naturales)
nos dicen que sí, que hay poderosas tendencias programadas entre muchas
especies infrahumanas que son evidentes en el hecho de que madres y crías
expuestas unas a otras durante el periodo crítico, por lo general poco después de
nacer se “vinculan”. Si faltan las experiencias apropiadas durante este periodo, no
ocurre la vinculación. Como se expuso en el capítulo 2, teóricos como Bowlby
(1985) y Kaus y Kennell (1983) argumentan que los infantes separados de su
madre al nacer no establecen un vínculo con ella. También indican que no
establecer un vínculo fuerte entre madre e hijo va en detrimento de la adaptación y
la salud mental futuras del niño, y que tal vez se relacionan con el maltrato infantil
o la “incapacidad de crecer”. La incapacidad de creer o incapacidad de
desarrollarse (IDD, también llamada síndrome de privación materna) es una
condición en la que un infante aparentemente normal no logra aumentar de peso y
cae en el tres por ciento inferior de los criterios normales. Abramson (1991)
informa de muchas más expresiones de emociones negativas entre estos infantes.
Además, la condición está marcada por apatía, pérdida de apetito, enfermedades,
y en sus manifestaciones más agudas, incluso la muerte.
Mecanismos de vinculación
Es probable que ningún lazo emocional vincule al niño con su madre al hacer. Un
neonato tomado de su madre y entregado a otra de seguro que nunca conocerá la
diferencia, a menos que, por supuesto, se le revelen los hechos más adelante.
Pero también es claro que se forma un vínculo con el cuidador principal. Wellman
y Gelman (1992) señalan que el infante posee ciertas adaptaciones biológicas
para facilitar el establecimiento de este vínculo y que consisten en tendencias
preceptúales, como la acomodación visual innata para distancias de
aproximadamente 20 a 25 centímetros (más o menos la distancia del rostro de
quien lo atiende durante la alimentación), la preferencia aparente por el rostro
humano y la sensibilidad y la respuesta a la voz humana, así como algunas
tendencias reflejas que parecen diseñadas especialmente para la interacción; por
ejemplo, al igual que las crías de la mayor parte de los mamíferos, el infante
humano se aferra, gira, busca y succiona. Sin duda, una de las funciones de estos
reflejos vegetativos es garantizar que el infante consiga nutrirse y sobreviva; pero
más que eso, la alimentación se encuentra entre las primeras interacciones
sociales importantes entre el infante y quien lo cuida. Casi sin falta la alimentación
permite la observación mutua, que es tan importante par ala aparición del apego y
que parece ser universal entre madres e hijos de diversos pueblos (Fogel, Toda y
Hawai, 1988).
Schaffer (1984) también señala que ciertos ritmos biológicos están adaptados para
los intercambios sociales. Algunos, como los expresados en los estados infantiles
de vigilia y sueño, son modificables y con el tiempo se ajustan a los ciclos de
sueño y vigilia de su madre. Otros, como los ritmos de los movimientos cíclicos
(véase el capítulo 5) parecen contener muchos de los elementos de un diálogo y
pueden ser la base del aprendizaje de las reglas de tomar la palabra, que son una
parte fundamental de las conversaciones habladas.
La importancia de la vinculación
La existencia de adaptaciones biológicas que facilitan la formación de vínculos
entre el cuidador y el infante pueden ser la prueba de que unas fuerzas biológicas
poderosas dirigen tanto a la madre como al hijo hacia el apego mutuo. Esto tiene
sentido porque el apego posee un valor de supervivencia importante, uno que se
habría manifestado especialmente en una época en la que la superviviencia
estaba amenazada por “siseantes serpientes y dragones del Edén” (Sagan, 1977).
Una de las funciones importantes de la aflicción del niño al separarse de su madre
es mantenerla cerca (Oatley y Jenkins, 1992)… y quizá protegerse de las bestias
salvajes.
Pero ahora los dragones y las serpientes ya no acechan con tanto descaro en
nuestros bosques ni en los estacionamientos. Como quiera que sea, dicen Klaus y
Kennell (1976), no deja de haber un periodo crítico al comienzo de nuestra vida
durante el que debemos tener contacto con nuestra madre para que se forme un
vínculo. La falta de vinculación, prosiguen, puede tener secuelas graves más
adelante.
Estas madres acunaban más a sus bebés. Hablaban más con ellos y pasaban
más tiempo observándose.
Sin embargo, sería prematuro concluir que hay un periodo crítico al comienzo de
la vida de los neonatos durante el cual es contacto con su madre (o quizá con otro
cuidador importante) sea de importancia fundamental. Como admiten Klaus y
Kennell (1983), “el ser humano es muy adaptable y hay muchas vías garantizadas
al apego”. (p. 50).
Las mediciones del apego infantil siempre son indirectas. Los investigadores
observan las conductas orientadas al objeto del apego (llorar, sonreír, vocalizar,
seguir, aferrarse, sostener, mirar, etc.); se concentran en las reacciones de los
infantes a las situaciones extrañas y en el contacto físico con sus padres, y
contemplan la reacción de los pequeños cundo se separan de sus progenitores.
La situación del extraño de Ainsworth
¿Cómo determinar si el niño está apegado a quién y con qué fuerza? Un método
es el procedimiento de la situación del extraño de Ainsworth y sus colaboradores
(1978), que suele obedecer esta secuencia (cada hecho dura aproximadamente
tres minutos):
En cambio los infantes de apego inseguro son aquellos que muestran conductas
negativas hacia su madre durante las reuniones. Algunos, os inseguros elusivos
(también llamados ansiosos elusivos), ignoran el regreso de su madre o eluden
activamente el contacto con ella: algunas veces miran a otra parte; otras, la
empujan. Es interesante observar que casi nunca lloran cuando se va su madre.
El segundo grupo de infantes de apego inseguro son los inseguros ambivalentes,
que se molestan mucho cuando su madre sale, conducta que es prueba de un
apego fuerte, pero no se apaciguan cuando su madre reaparece. Por extraño que
parezca, en ocasiones estos niños muestran enojo cuando vuelve su madre. Este
enojo es a veces muy sutil; por ejemplo, la empujan aunque parece que quisieran
que los abrazara (de aquí la ambivalencia).
El último grupo, que Ainsworth y sus colaboradores (1978) señalaron como sin
clasificar, ahora se llama desorganizados desorientados. Estos niños exhiben por
característica toda una gama de conductas desorganizadas o desorientadas,
como llorar en la puerta por alguno de sus padres y luego alejarse rápidamente
cuando lo oyen venir; acercarse dirigiendo la cabeza a otro lado o pararse
inmóviles sin ninguna reacción evidente en la situación del extraño (véase la tabla
sinóptica interactiva 6.4)
Etapas de apego
Está claro por qué se apega el infante: después de todo, su misma supervivencia
requiere un cuidador solícito. ¿Qué mejor manera de asegurarse de que el
cuidador estará ahí cuando se necesite programar en el fondo genético humano
tendencias poderosas de apego entre madre e hijo? Sin embargo, la naturaleza no
programa el apego como tal, pues aparece más tarde, ni los genes lo limitan a la
madre o al padre biológico.
Bowlby describe cuatro fases en el desarrollo del apego infantil. En cada fase la
conducta del infante parece guiada por un solo principio supremo: mantener cerca
el objeto del apego. En la mayoría de los casos tal objeto es la madre.
Frase previa
La fase previa al apego abarca las primeras semanas de vida y está señalada por
adaptaciones que predisponen al infante al trato humano: preferencia por la voz y
el rostro humanos, sincronización de sus movimientos con el habla de los adultos
y acomodación visual innata a más o menos la distancia del rostro de su madre
(Wellman y Gelman, 1992).
Establecimiento del apego
La segunda fase, el establecimiento del apego, se destaca por las conductas que
fomentan el contacto con adultos importantes; por ejemplo, llorar y sonreír, así
como succionar, buscar con l a boca, aferrarse, mirar y seguir con la vista. La
segunda fase culmina en un apego claramente identificable durante la segunda
mirad del primer año de vida. En esta época el infante manifiesta la “sonrisa social
selectiva”, la que ocurre en reconocimiento de rostros familiares. Al mismo tiempo
se vuelven menos comunes las sonrisas en respuesta a las caras desconocidas.
Apego definido
El apego definido se hace evidente con el desarrollo de las destrezas locomotoras.
Ahora los infantes son capaces de llamar la atención de la madre o el padre no
sólo sonriendo, llorando, estirándose, etcétera, sino que también pueden
arrastrarse y aferrar una pierna, trepar y asirse del cuelo y sostenerse de los
tirantes que cuelgan detrás de los delantales viejos. En pocas palabras, indican a
las claras cuáles (y quiénes) son los objetos de su apego.
Cada vez hay más pruebas de que los infantes de apego seguro, quienes, como
se expuso, son la mayoría en las culturas estadounidenses, se desenvuelven
mejor a largo plazo (en dichas culturas). Estos infantes con frecuencia son más
competentes, mejores para resolver problemas, más independientes, más
curiosos y quizá más resistentes. En un estudio, los niños que tuvieron niveles
elevados de apoyo materno, que se relaciona estrechamente con el apego seguro,
se desenvolvieron bastante mejor en el jardín de niños (Pianta y Ball, 1993). En
cambio, los infantes de apego inseguro tienden un tanto más a ser demasiado
dependientes y a tener problemas en la escuela. Así, en un estudio publicado por
Shaw y sus colaboradores (1996), infantes que habían sido clasificados como
desorganizados a los 12 meses tendieron mucho más a presentar conductas
problemáticas a los cinco años. Aquellos que se habían clasificado como
desorganizados, y cuyas madres los percibían de temperamento “difícil” (en lugar
de “fácil), también eran más proclives a ser excesivamente agresivos.
Es evidente que los apegos son una función de las interacciones. Más aún, la
naturaleza de estas interacciones y sus resultados sufren la influencia de las
características tanto del infante como de su cuidador (u otras personas
importantes en el contexto del niño). Aquí radica la importancia de la familia y de la
cultura a la que pertenece, porque ésta también influye en las prácticas de crianza
y las actitudes hacia los niños. El macrosistema estadounidense está centrado
relativamente en el niño: destaca los derechos de los niños y alienta a los padres
para que les proporcionen ambientes físicos y psicológicos seguros. Por tanto, no
es de sorprender que más de dos tercios de los infantes tengan un apego seguro
(¡quizá lo que debe sorprender es que tanto como un tercio no lo tenga!).
Las culturas de otras partes del mundo reflejan otros valores, y a veces las
prácticas de crianza y las actitudes hacia los niños son distintas. En algunas de
estas culturas los niños de apego inseguro son mucho más comunes que en
Estados Unidos (por ejemplo, en Alemania, Japón e Israel; véase Sagi, Ijzendoorn
y Koren-Karie, 1991).
Que los padres deban tratar de cambiar las pautas predominantes del apego de
sus hijos, y si de hecho pueden lograr, son temas importantes y, por desgracia,
también muy complicados. Lo que parece claro es que todos los infantes deben
recibir la oportunidad de establecer apegos que les den la seguridad que
necesitan para dedicarse a la exploración de un mundo desconcertante,
emocionante y a veces atemorizador. Estas oportunidades no siempre se
relacionan con la mera presencia de la madre. También pueden ser importantes
los abuelos, hermanos y tíos, así como los padres.
Algunos de estos valores tradicionales aún son la norma en muchas culturas del
mundo. Por ejemplo, Ho (19787) informa que en China el cuidado de los pequeños
todavía es principalmente una función femenina, en tanto que el rol del padre es
devoción y el respeto filial; es decir, se enseñan a los hijos, en particular los
hombres, a respetar y obedecer a sus padres (y abuelos). Sin embargo, en los
últimos tiempos se aprecia una pérdida de algunos de estos valores filiales. Al
mismo tiempo, los padres han comenzado a participar más en la educación de los
niños.
También en Estados Unidos han ocurrido cambios rápidos e importantes en la
concepción del rol del padre, entre los que se encuentra el creciente número de
partos “con la presencia del padre”, en los que éste tiene la posibilidad de
interactuar con su hijo tan pronto como la madre. Además, la modificación de los
esquemas laborales y la transformación de las responsabilidades domésticas de
hombres y mujeres han hecho mucho por transformar el rol del padre con su hijo
(McBride y Darragh, 1985). Como observa Lamb (1987), las madres siguen siendo
extremadamente importantes para el infante, pero no son las únicas. Los padres y
otros cuidadores también son muy importantes. De hecho, numerosas
investigaciones indican que los neonatos y los niños pequeños pueden apegarse
casi con la misma intensidad a los padres que a las madres (Geiger, 1996).
Además, los infantes tienden a establecer apegos muy parecidos (por ejemplo,
seguro o inseguro) con ambos progenitores (Fox, Kimberly y Schafer, 1991).
Sin embargo, aún es cierto que los roles familiares más comunes son los que
realiza la madre al cambiar pañales y alimentar y vestir al infante; en una palabra,
alimento y abrigo. Por ejemplo, muchos estudios encontraron que las
interacciones de los padres con sus hijos todavía adoptan principalmente la forma
de juego más que la de cuidados (Geiger, 1996). Un estudio informa que 50 por
ciento de una muestra de padres australianos y 43 por ciento de una muestra de
padres estadounidenses nunca habían cambiado un solo pañal (Russel, 1983).
Este encasillamiento de roles sexuales es más común entre las personas de
menor posición social, al menos educadas y, a quién sorprende, los hombres
(Hoffman y Kloska, 1995).
Aunque sabes que tu madre volverá por ti al final del breve día de escuela, puedes
sentirte asustado y solo. Esta niñita acaso encuentra algún consuelo en su abrigo
y su caseta, pero aún está ansiosa y afligida.
Así, una forma de minimizar la congoja de los infantes por quejarse solo con
extraños sería exponerlos breve y frecuentemente a desconocidos (y hermanos).
Además, la conducta de los desconocidos puede ser un extremo importante. Por
ejemplo, un estudio de Gunnar y sus colaboradores (1992) investigó los efectos de
exponer infantes a los desconocidos durante periodos de 30 minutos (recuerde
que la situación del extraño de Ainsworth expone a los pequeños no más de unos
tres minutos). Los investigadores midieron el miedo de acuerdo con la conducta de
los infantes, como en el método de Ainsworth, y también determinaron los
aumentos en el nivel de cortisol en la saliva (una medida común de la tensión).
Descubrieron que cuando se pedía a los cuidadores que fueran cálidos, que
respondieran e interactuaran con el infante, los indicadores de ansiedad eran
mucho menores que cuando se mostraban más distantes (aunque no insensibles
a la aflicción del niño). No es de sorprender que también haya pruebas de que las
madres que son atentas e interactivas (en lugar de desdeñosas o preocupadas)
suelan tener hijos menos temerosos (Crowell y Feldman, 1991).
Frazada de seguridad
Una variedad de objetos inanimados, como frazadas, osos de peluche e incluso
los pulgares, llamados a menudo objetos de transición, sirven también para reducir
los miedos de infantes y niños pequeños. Estos objetos se llaman de transición
porque se convierten en el centro del afecto y la atención al tiempo que se sitúan
entre el estado de gran dependencia de los padres y el desarrollo de un yo
independiente (Winnicott, 1971). De acuerdo con este concepto, el desarrollo del
ayo requiere la separación de los padres y la individualización, el reconocimiento
de la individualidad propia. Este proceso de separarse e independizarse produce
ansiedad; la frazada o el peluche consuelan al niño.
Así que si usted es nervioso y no puede traerse a su madre, venga con su frazada
o con lo que quiera.
Sólo 15 por ciento de todos los niños no padecieron trastornos; los otros
mostraron alteraciones de diversa gravedad (véase las tablas 6.6. y 6.7). Estos
trastornos fueron más evidentes en los horarios de sueño de los niños y también
en las prácticas alimenticias, las reacciones sociales (por ejemplo, apartamiento) y
emocionales (llanto). Las alteraciones de las reacciones sociales fueron de menor
respuesta social, mayor ansiedad ante los extraños y trastornos específicos en el
trato con la nueva madre que se manifestaban en dificultades para comer, cólicos,
molestias digestivas y, lo más sorprendente, rechazo físico o excesiva inclinación
por ella. Además, después de la adopción las puntuaciones del desarrollo
disminuyeron en 56 por ciento de los casos.
Sabemos que la pérdida permanente de uno de los padres, como ocurre con la
muerte o el divorcio, puede tener efectos adversos en muchos aspectos
significativos del desarrollo infantil. ¿Pero qué pasa con la pérdida temporal pero
habitual del contacto con los padres, como sucede en muchos tipos de guarderías
y centros de cuidado infantil?
Tabla 6.6
Consecuencia inmediata de la separación a largo plazo de la madre en
infantes de tres a 16 meses.
CONSECUENCIA PORCENTAJE
Sin trastornos 15
Trastornos leves 36
Trastornos moderados 23
Trastornos graves 20
Trastornos extremos 6
Fuente: Basado en datos proporcionados por Yarrow y Goodwin (1973).
Tabla 6.7
Gravedad de la reacción a la separación de la madre según la edad
EDAD REACCIÓN LIGERA O REACCIÓN DE
NINGUNA MODERADAMENTE
AGUDA A MUY AGUDA
Menos de tres meses 100% 0
Tres a cuatro meses 60 40
Cuatro a cinco meses 28 72
Seis meses 9 91
Nueve meses 0 100
Fuente: Basado en datos proporcionados por Yarrow y Goodwin (1973).
Cuidado infantil
En 1975 menos de un tercio de todas las mujeres estadounidenses de 18 a 44
años volvían al mercado laboral en el lapso de un año después de tener un hijo;
ahora lo hacen más de la mitad. Como resultado, más de u no de dos
preescolares de ese país se encuentran en guarderías u otra forma de cuidado
(U.S. Bureau of The Census, 1996; véase “De un vistazo: Madres trabajadoras en
Estados Unidos” y las figuras 6.3 y 6.4). Además, con el aumento de las madres
que vuelven al trabajo a tres semanas del parto, los servicios de asistencia a la
niñez de mayor crecimiento son las guarderías infantiles. Dado lo que sabemos
sobre la importancia de las relaciones y el apego entre el infante y su cuidador, se
vuelven trascendentales las cuestiones que atañen los efectos del cuidado infantil
en el desarrollo social, emocional e intelectual (véase el capítulo 8 para una
exposición de los efectos de las guarderías en niños más grandes).
El punto que hay que subrayar es que el cuidado infantil de calidad tiene efectos
benéficos medibles en los niños. Cuando este servicio parece tener efectos
perjudiciales, éstos se relacionan con la mala calidad (Browman, 1993). Por
desgracia, hay poco control sobre las normas de las guarderías y el cuidado en
casa. Asimismo, las mejores opciones suelen ser demasiado caras para los
padres de los niños que quizá más las necesitan.
Con respecto a las guarderías, las características son una proporción baja de
niños por cuidador, equipo y juguetes inapropiados, espacios internos y externos
adecuados, un programa organizado y dirigido a las metas de actividades propias
para la edad y cuidadores calificados (véase el capítulo 8 para una exposición más
detallada de las características del cuidado de calidad).
Así como la calidad del cuidado infantil tiene efectos mediables en los niños,
también los tiene la calidad de la paternidad. Luego de revisar las investigaciones
de los efectos de los padres en los hijos, Belsky, Lerner y Spanier (1984)
describieron seis dimensiones importantes de la paternidad: atención, contacto
físico, estimulación verbal, estimulación material, cuidado sensible y restricciones.
Las primeras cinco tenían efectos positivos en el bienestar social, emocional e
intelectual; la última es negativa. Es decir, es más probable que tengan hijos
avanzados en lo intelectual y adaptados en lo emocional los padres que están
atentos a sus hijos (por ejemplo, que los ven más); que los toca, juegan con ellos,
os acunan y los mecen; que hablan con ellos y les dan objetos que ver, tocar,
probar, oler, y que son sensibles a los llantos y otras señales de aflicción,
diversión, interés o sorpresa. Quienes son restrictivos en el sentido de que limitan
de palabra y obra la libertad de los niños para explorar, pueden afectar de manera
negativa, en alguna medida, su desarrollo intelectual.
Semejanzas culturales
En general, los niños califican de manera distinta a sus madres que a sus padres
en lo que respecta a dimensiones importantes de la crianza como la calidez y el
control. En China, dice Ho (1987), las madres cuidan a los niños y los padres los
disciplinan. Quizá no es de sorprender que Berndt y sus colaboradores (1993)
descubrieran que los niños chinos (así como los de Taiwán y Hong Kong) vean a
sus madres como cálidas y menos controladoras que sus padres.
Tabla sinóptica 6.8
Conclusiones importantes sobre el cuidado y la crianza de los hijos
Más de la mitad de las madres de hijos de menos de un año trabajan fuera
de su casa.
El cuidado infantil externo no altera los vínculos afectivos entre padres e
hijos.
El cuidado infantil de calidad tiene efectos beneficios medibles en el
desarrollo cognoscitivo y social de los niños.
El cuidado infantil de calidad se caracteriza por una proporción baja de
niños por cuidador, un programa organizado de actividades apropiadas
para la edad, especio, interior y exterior apropiado, equipos y juguetes
adecuados y cuidadores calificados.
El efecto del cuidado infantil fuera de casa no disminuye la infancia de los
padres.
La paternidad es una tarea difícil para la que no son aptos todos los
padres.
Las seis dimensiones más importantes de la buena paternidad son
atención, contacto físico, estimulación verbal, estimulación material,
cuidado sensible y falta de restricciones excesivas.
Niños excepcionales
El ciclo de la vida trata sobre todo del desarrollo físico, intelectual y social de la
persona promedio. Sin embargo, vale la pena repetir que esta persona no es más
que un invento matemático útil, que ninguno de nosotros somos “promedio” en
todos los aspectos. Somos individuos, diferentes unos de otros. Pero somos
tantos, unos 6000 millones, que para que las cosas sean claras y sencillas la
psicología tiene que hablar del mítico promedio.
De cualquier manera tenemos que recordar que nuestro promedio es una función
y que el individuo, Teresa, Tadeo, Teté y Tomi, es nuestra realidad y nuestro
principal interés. También debemos recordar que algunos individuos se apartan
tanto de nuestro promedio, son tan excepcionales, que conviene estudiarlos por su
propio derecho.
La excepcionalidad es un concepto dual: por un lado están los excepcionalmente
dotados; por el otro los que carecen de las destrezas y la pericia normales. Más
aún, la excepcionalidad aparece en las tres áreas principales del desarrollo
humano: social, físico e intelectual (véase la figura 6.5.). En esta sección nos
ocuparemos brevemente de algunas de las manifestaciones más comunes de la
excepcionalidad física y socioemocional de la infancia. En el capítulo 9 se
abordará la excepcionalidad física a intelectual en la niñez y en el capítulo 10 se
expondrá la socioemocional.
Figura 6.5.
Dimensiones físicas, socioemocional e intelectual de la excepcionalidad.
Parálisis cerebral
La parálisis cerebral, también llamada discapacidad importante del desarrollo
motor, es un conjunto de síntomas (un síndrome) que comprende problemas
motores y también psicológicos, convulsiones o trastornos conductuales. Con
frecuencia se define como un trastorno no progresivo de la función motora (Davis,
1997). Antes se conocía como la enfermedad de Little, por el médico que la
descubrió, pero en realidad no es una enfermedad. Su gravedad varía de leve y
prácticamente inadvertible a grave, manifestándose como parálisis.
Muchos de los problemas físicos y motores de la infancia y la niñez son tan leves
que casi pasan inadvertidos; otros se manifiestan como parálisis. Algunos, como el
de esta niña cuya pierna derecha es unos 10 centímetros más corta que la otra,
requieren aparatos especiales o cirugía. Una autoimagen positiva y la aceptación
de los demás son especialmente importantes para los niños con problemas físicos.
Uno de los síntomas más comunes de la parálisis cerebral es la espasticidad (la
falta de movimientos voluntarios) en una o más extremidades o la disquinesia
(movimientos anormales) (véase la tabla 6.9). En la parálisis cerebral, las
afecciones de las extremidades también pueden estar acompañadas de trastornos
de los movimientos faciales (llamados praxis orofacial), que a veces se
manifiestan en la incapacidad de controlar las expresiones del rostro (Dewey,
1993). En ocasiones, las incapacidades motoras de la parálisis cerebral son tan
graves que es difícil evaluar las habilidades intelectuales del niño. Como resultado,
solía suponerse que las deficiencias intelectuales eran comunes entre quienes
sufren este problema. Sin embargo, las pruebas más recientes indican que menos
de la mitad de las víctimas de parálisis cerebral padecen retraso mental (Ericson,
1987).
Tabla 6.9.
Categorías de la parálisis cerebral (clasificadas por movimiento corporal) *
La parálisis cerebral es un trastorno motor no progresivo que casi siempre es
congénito (de nacimiento). La extensión y gravedad de sus síntomas varía
enormemente. Aunque suele relacionarse con el carácter prematuro (entre 10 y 20
por ciento de los infantes nacidos antes de la trigésimo tercera semana de
gestación) y con la asfixia perinatal, en prácticamente la mitad de los casos se
desconocen aún sus causas exactas.
Epilepsia
La epilepsia es un trastorno de ataques agudos cuyos orígenes son algunas veces
genéticos y otras desconocidas (Berkovic y Scheffer, 1997). Los ataques son
producto de la actividad eléctrica anormal del cerebro. Las formas más graves de
epilepsia (llamadas también gran mal o mal mayor, a diferencia del pequeño mal,
o mal menor) pueden controlarse con medicamentos. Los ataques del pequeño
mal, que duran de uno a 30 segundos, parecen “ausencias” momentáneas del
niño y con frecuencia están acompañados de movimientos rítmicos y ondulantes
de ambos párpados. Estos ataques pueden ocurrir con mucha frecuencia y en
ocasiones padres y maestros los interpretan como que el niño no presta atención.
En la mayoría de los casos la medicación puede prevenir la ocurrencia de ataques
del pequeño mal. Asimismo, en muchos casos puede suspenderse la medicación
sin que recurran los ataques. Echenne y sus colaboradores (1994) señalan que
una forma de la afección, llamada epilepsia infantil benigna, se relaciona con un
gen denomínate y se controla fácilmente con anticonvulsivos. El tratamiento no
dura más de 16 meses y previene ataques posteriores. Las formas más graves de
epilepsia, en las que los ataques posteriores. Las formas más graves de epilepsia,
en las que los ataques son frecuentes e interfieren en buena medida con el
funcionamiento normal, suelen tratarse mediante cirugía cerebral. La
hemisferoctomía, en la que se separan quirúrgicamente las dos mitades del
cerebro, es a veces muy eficaz para aliviar a los pacientes de ataques (Vining et
al., 1997).
Autismo
Pedro era un niño de apariencia normal y saludable, el segundo hijo de una pareja
al comienzo de sus veinte. Era un infante “fácil” que lloraba muy poco y que, de
hecho, parecía más contento cuando lo dejaban solo. Más adelante, la madre
advirtió que no sonreía como los infantes pequeños y que al parecer no la
reconocía. Sin embargo, progresó normalmente durante el primero año, aprendió
a caminar a los nueve meses, lo que demostró un desarrollo motor adelantado,
pues rara vez tropezaba o caía como la mayoría de los infantes.
Pero a los dos años aún no aprendía a hablar. Un reconocimiento mostró que su
audición era normal. Sus padres tenían la esperanza de que fuera de los que
“maduran tarde”, pero ni siquiera a los tres años respondía al habla de ellos.
Además, había adquirido pocas destrezas sociales y se entregaba a conductas
inusuales y repetitivas, como hacer girar las ruedas de su coche de juguete o
sentarse a mecerse interminablemente.
Aunque el trastorno autista se manifiesta antes de los tres años, a veces aparece
después (Mesibow y Van Bourgondien, 1992). El tratamiento más común consiste
en tranquilizantes y antipsicóticos. Hay pocas pruebas de que estos
medicamentos alivien la condición, pero son útiles para volver más manejables a
los pacientes (McCormick, 1997). La psicoterapia (por ejemplo, el psicoanálisis) no
ha resultado muy eficaz, aunque en ocasiones son de provecho algunas formas de
terapia conductual (basadas en las teorías del condicionamiento que se explicaron
en el capítulo 2) indicadas pronto en la vida del niño y continuadas por largo
tiempo (Hagopian, Fisher y Legacy, 1994). En general el pronóstico a largo plazo
de los niños autistas no es muy bueno, pues sólo un pequeño porcentaje se
recupera lo suficiente para ser clasificado como “completamente normal” (véase la
tabla sinóptica 6.10.)