DESARROLLO SOCIAL Infancia 080415

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DESARROLLO SOCIAL: INFANCIA

El rostro de un niño lo dice todo, en especial la región de la boca.


Jack Handy. Deep Thoughts

Barumba nació en los espectaculares altos de Nueva Guinea, una isla suspendida
como un ave prehistórica sobre el continente australiano. Su padre pasó el día
pavoneándose por la aldea, mostrando sus vestiduras de brillantes plumas
anaranjadas, rojas y verdes de loro, su resplandeciente collar de caparazones de
escarabajos verdes y su falda de espléndidas plumas de aves del paraíso. Sabía
que si otros lo veían con admiración, sería un buen augurio para su primer hijo. La
madre de Barumba también decidió adornarse para la llegada de su primogénito.
Se puso en los brazos bandas de colores brillantes y fuertemente tejidas de fibras
de orquídea. En el cuello llevaba un collar de dientes de perro (que le confeccionó
su madre) del que colgaba su cordel favorito de nueces rojas. Y atravesada en
una de las ventanas de la nariz mostraba el hueso largo de la pata de una gallina
pintada. Las contracciones eran casi continuas y la madre sabía que sería pronto.
Con inquietud observó aparecer la parte superior de la cabeza, el pelo negro
alisado, las orejas, el cuello; ¡así, sí, sí! “Será un gran artista”, gritó entusiasmada,
y su esposo corrió a la choza haciendo sonar los caparazones de escarabajo para
ver también. El niño tenía enredado en el cuello el cordón umbilical. Y como los
mundugumor han sabido durante siglos, sólo aquellos niños que nacen con el
cordón en el cuello tienen alguna posibilidad de convertirse en grandes artistas.
Sorprendentemente, tienen razón. “¡Vaya!”, dijo el padre de Burumba.

Este capítulo
Como dice Pogrebin (1980), somos un poco como los mundugumor. Desde luego,
sabemos que es ridículo pensar que la posición del cordón umbilical tenga alguna
consecuencia. En cambio, buscamos un apéndice entre las piernas de nuestros
infantes. En buena medida esto nos dice cómo relacionarnos con nuestros hijos,
qué juguetes disfrutarán, cuál será su personalidad. Y con sorprendente
frecuencia, nuestros pronósticos son tan exactos como los de los mundugumor. ¿o
no?
En este capítulo se analizará el grado en que las primeras influencias inciden en el
desarrollo de los roles sexuales. Asimismo, se estudiarán los estados infantiles
predominantes, sus emociones y temperamentos y el desarrollo de apego con
quienes los cuidan, así como sus reacciones a los extraños y a la separación de
aquellos con quienes están apegados. También se abordará el cuidado de los
bebés en las sociedades contemporáneas, los métodos actuales de crianza y sus
efectos en los niños. Por último, se considerará a los infantes cuyas características
difieren del mítico niño promedio: los niños excepcionales.

Interacciones en el contexto familiar


Los planteamientos actuales para comprender la experiencia infantil prestan cada
vez más atención a la importancia de sus relaciones con padres, hermanos,
perros, etc. Sin embargo, no es fácil descubrir la naturaleza de las interacciones
familiares y sus influencias, e interpretarlas es todavía más difícil. En general se
analizan las interacciones diádicas, es decir, entre dos personas; por ejemplo,
madre e hijo, padre e hijo, infante y hermano. Este modelo, con todo lo útil que es,
tiene un grave inconveniente: no toma en cuenta el carácter mucho más
complicado de la mayoría de las familias en las que nacen los pequeños, ni todos
los efectos indirectos que éstas y los padres tienen en ellos (White y Wollett,
1992). Ahora los investigadores comienzan a aceptar que el influjo de infantes y
niños en la vida de sus padres es un extremo importante (Aubert, 1992).

Como ejemplo tomemos a Martha, una niña especialmente difícil que llora mucho,
rechaza el pecho de su madre en forma impredecible y ensucia el pañal en
momentos inoportunos, casi como si dijera: “Eso te enseñará”. Por su parte, su
madre se fastidia con facilidad, es impaciente, muy emotiva y dada a las rabietas.
En cambio. Bruno es un ángel de bebé. Duerme regularmente, rara vez llora, le
encanta el pecho de su madre y ensucia el pañal a intervalos constantes y
siempre es muy cortés, con un gesto de disculpa como si dijera “¡Ay!, cómo me
choca hacer eso”. Y la mamá de Bruno es tranquila, entusiasta, paciente y está
encantada con su hijo.
Muy probablemente las relaciones entre madre e hijo serán muy diferentes en los
dos casos. Reflejarán las características distintas de cada quien. Como apunta
Aubert (1992), hay una amplia gama ingente de características y conductas
infantiles que tienen efectos profundos en los padres. Pero también tienen
profundos efectos en ellos las conductas infantiles positivas, por ejemplo, en los
estudios o los deportes. Hay pruebas, menos obvias pero quizá no menos
importantes, de que el nacimiento de un hijo cambia la relación de los esposos
(unas veces aumenta la tensión y las discordias y otras produce resultados
opuestos); de que los matrimonios conflictivos y mal avenidos se relacionan con la
aparición de conductas antisociales en los hijos; de que las relaciones
matrimoniales de mucho apoyo se relacionan con las habilidades para la crianza
infantil; que es más probable que el nacimiento de un hijo mejore a que empeore
los buenos matrimonios, y que entre las cualidades clave de la educación que se
manifiestan en el desarrollo cognoscitivo y la adaptación son una madre sensible
(atenta, cálida, receptiva y estimulante) y un padre interesado (que se dedica a
sus hijos, por ejemplo, cuidándolos y jugando con ellos) (Aubert, 1992).

Pero, como señala Belsky, se sabe aún “muy poco de la influencia directa del niño
en las relaciones matrimoniales y mucho menos del proceso inverso de influencia”
(1981, p. 17). La adopción de un modelo contextual que considere a la familia
además de la madre y el padre puede aumentar en forma considerable nuestros
conocimientos.

Una gama amplia de características infantiles son influencias importantes en el


contexto de desarrollo de los niños. Entre ellas se encuentran los estados del
infante (la condición general actual), su temperamento (la base biológica de la
personalidad), el sexo y las características de personalidad de los padres.
Modelos actuales de desarrollo investigan no sólo la manera en que los padres
influyen en sus hijos, sino cómo los infantes influyen en sus padres. Por esa rara
vez esta bebé llora o se queja, y por eso también se ve tan impresionada por su
madre, la cual seguramente tendrá un profundo afecto sobre la forma en que su
madre interactúa con ella.

Estados infantiles
Cuando mi primo Arthur era bebé, lloraba mucho. El llanto era uno de sus estados
infantiles predominantes (los estados se refieren a la condición general del
infante). Wolf (1966), luego de un cuidadoso estudio de la conducta de los
infantes, describió seis estados: sueño normal, sueño irregular, somnolencia,
inactividad alerta, actividad alerta y llanto (a veces se unen los dos últimos estados
y se denominan actividad concentrada). En la figura sinóptica interactiva 6.1 se
describen estos estados. Observe que en esencia son descripciones de la
actividad del sistema nervioso central. Es interesante saber que hay pruebas de
que el feto ya exhibe estos estados, aunque en ese momento se detectan con
menos facilidad. Por ejemplo se sabe que hacia el final del periodo prenatal el feto
alterna periodos de sueño y vigila (Groome et at., 1997).

Es variable el tiempo que pasan los recién nacidos en cada estado: algunos
duermen más de la mitad del día, mientras que otros lo hacen apenas algunas
horas (Brown, 1994). Del mismo modo, algunos lloran hasta 40 por ciento del
tiempo y otros casi no lo hacen. Con la edad, los cambios que se provén incluyen
una disminución en el tiempo que pasan dormidos y un aumento de la actividad
alerta.
Aunque el neonato promedio duerme hasta 75 u 80 por ciento del tiempo, los
periodos de sueño de la mayoría de los pequeños son relativamente cortos y
están separados por lapsos breves de vigilia. No está claro si los infantes sueñan
cuando duermen; sin embargo, una proporción muy elevada del tiempo que pasan
durmiendo (hasta el 50 por ciento) se caracteriza por ser sueño de movimientos
oculares rápidos (MOR), y se sabe que niños y adultos sueñan durante esta
etapa. La cantidad de sueño MOR disminuye gradualmente durante la infancia (del
nacimiento a los dos años). Al cumplir dos años, alrededor de 25 por ciento de su
sueño es de la variedad MOR (proporción muy similar a la de los adultos).
Observe que el concepto de estado infantil se refiere a la condición de alerta del
niño; es decir, si el estado es de sueño, somnolencia, alerta o llanto. Ahora bien,
como se expuso, los infantes difieren notablemente en el tiempo que pasan en
cada estado. Las diferencias en los estados predominantes pueden reflejar
diferencias de temperamento básicas de origen genético.

Figura sinóptica interactiva 6.1


Estados que reflejan la receptividad del infante al ambiente. Los
estados predominantes del infante, es decir, los de vigilia y alerta, varían mucho
de un niño a otro. Algunos duermen más, otros lloran y unos más estudian su
entorno.
Interacción. Si conoce un infante, puede aplicar una o más de las técnicas de
observación que se explican en el capítulo 1 (descripción diaria, muestreo
temporal, descripción de muestras o muestreo de eventos) al estudio de sus
estados y quizá compararlo con otro u otros (basado en información de Wolf,
1969).

Temperamento infantil
Las peculiaridades en las formas habituales de reacciones y comportarse que
distinguen a los adultos se denominan diferencias de personalidad. El término
personalidad comprende todas las capacidades, predisposiciones, hábitos y otras
características que nos hacen únicos (Wiggins y Pincus, 1992).

Cuando los psicólogos abordan las diferencias entre los infantes, no suelen utilizar
el término personalidad porque éste implica un grado de aprendizaje que no ha
tenido tiempo de ocurrir. Más bien, se refieren al temperamento del infante, es
decir, a sus respuestas emocionales características. Denominan tipos a los
agrupamientos de características de temperamento relacionadas.

Una diferencia importante entre temperamento y personalidad es que se supone


que aquél tiene una base genética fundamental, mientras que la segunda se ha
formado en el intercambio con el medio. Por consiguiente, Buss y Plomin (1985)
definen temperamento como “rasgos de personalidad heredados presentes desde
el comienzo de la infancia” (p. 84). Esto es, que el niño nace con cierto
temperamento y no con cierta personalidad. El temperamento se manifiesta en los
estados prevalecientes que acabamos de describir (por ejemplo, llorar).

No es de sorprender que las diferencias de temperamento, en la medida en que es


posible medirlas, parecen estar presentes antes de nacer (DiPrietro et al., 1996).
Más aún, son relativamente estables durante la infancia (Stifer y Jain, 1996). Y
como veremos después, se manifiestan en los rasgos de personalidad posteriores
(Warren et al., 1997).

Parte de la razón de tanto interés actual en el temperamento infantil, afirma Kagan


(1992), proviene de las investigaciones con animales que han descubierto
marcadas diferencias en las características de individuos de la misma especie y
raza, diferencias que parecen genéticas, como las de temperamento. Por ejemplo,
un perro puede ser muy tímido y otro de la misma camada resuelto y agresivo.
Más aún, los últimos avances en las neurociencias indican la posibilidad de
identificar diferencias biológicas y químicas que expliquen las peculiaridades del
temperamento. Sin embargo, como dice Kagan (1992), “los científicos aún no
descubren esa filosofía que se vincule en forma confiable y selectiva con el
(temperamento)” (p. 994).

La personalidad de este abuelo incluye todas las características y tendencias que


so el resultado de una vida de experiencias combinadas con algunas
predisposiciones biológicas primitivas la experiencia ha tenido menos tiempo para
moldear las formas habituales de reaccionar y conducirse del niño, y, por lo tanto,
los llamamos temperamento y no personalidad. Experiencias como sentarse en las
piernas del abuelo y soplar un silbato mágico hacen mucho por empezar a
moldear la personalidad de este pequeño.

Tipos de temperamento infantil


En la primera y más conocida investigación del temperamento infantil, el estudio
longitudinal de Nueva York (ELNY), Thomar, Chess y Birch (1968, 1970; Thomar y
Chess, 1977, 1981) observaron cuidadosamente a 141 niños de 85 familias muy
educadas de profesionistas y entrevistaron a sus padres. Descubrieron que hay
por lo menos nueve características que se aprecian con facilidad en los infantes
(en particular después de los dos o tres meses de edad) y en las cuales cabe
calificarlos de alto, medio y bajo (véase la tabla 6.1). Más aún, ciertos infantes
tienen grupos de características muy parecidas que dan lugar a tres tipos de niños
que los padres reconocen sin dificultades. Por ejemplo, los niños difíciles se
caracterizan por la irregularidad (falta de ritmos) con respecto a cosas como las
comidas, el sueño y las funciones de excreción; el alejamiento de las situaciones
desconocidas, la lentitud para adaptarse a los cambios y humores tan intensos
como negativos. En cambio, los niños fáciles se distinguen por sus ritmos muy
definidos (la regularidad para comer, dormir, etc.) mucho interés en las situaciones
novedosas, gran capacidad de adaptación a los cambios y una preponderancia de
ánimo positivo, así como reacciones de intensidad moderada. En fin, los niños
lentos para calentarse se caracterizan por su bajo nivel de actividad,
apartamiento inicial de lo desconocido, adaptación lenta a los cambios y un ánimo
un tanto negativo, con reacciones de intensidad moderada o baja. De los 14 niños
del ELNY, fue posible clasificar a 65 por ciento en alguno de los tres tipos de
temperamento (40 por ciento fáciles, 15 por ciento difíciles y 10 por ciento lentos
para calentarse). El restante 35 por ciento exhibió diversas combinaciones de las
nueve características de temperamento (véase la tabla sinóptica interactiva 6.2.)

Los psicólogos postulan que los infantes nacen con tendencias biológicas para
reaccionar con más frecuencia de una manera que de otra. Estas tendencias se
manifiestan en su temperamento. Estos seis chiquillos tienen apenas medio año,
pero sus personalidades ya parecen claramente diferentes.

Evaluación del temperamento infantil


El temperamento infantil el temperamento infantil se manifiesta ante todo en el
comportamiento de los pequeños. Sin embargo, no siempre es posible clasificar
los temperamentos observando directamente a los infantiles, tarea ésta difícil y
demorada. Más a menudo los científicos acuden a las observaciones que los
padres anotan en cuestionarios preparados para el caso. Por ejemplo, el
Cuestionario de Temperamento al Comienzo de la Infancia concebido por Medoff-
Cooper, Carey y McDevitt (1993) está destinado para su aplicación a niños de
menos de cuatro meses; se basa en al Cuestionario Revisado del Temperamento
Infantil de Thomas y Ches (1981), que es más adecuado para infantes mayores.

Hay otras formas de clasificar el temperamento infantil (véase Bates, 1989). Por
ejemplo, Buss y Plomin (1985 clasifican a los infantes de acuerdo con su
emotividad, actividad y sociabilidad (el llamado método EAS). Strelau (1989)
afirma que es posible evaluar las diferencias de temperamento con medidas
fisiológicas de la excitabilidad de los sistemas nerviosos, es decir, que las
diferencias en las reacciones fisiológicas como la actividad cerebral, el ritmo
cardiaco o las respuestas motoras pueden establecer las diferencias de
temperamento. Por ejemplo, Stifer y Fox (1990) mostraron que las medidas de la
variabilidad del ritmo cardiaco se relacionan estrechamente con las reacciones
infantiles en el primer año de vida.
Tabla 6.1
Nueve características del temperamento infantil
1. Nivel y grado de actividad motora
2. Ritmos (regularidad de las funciones de alimentación, sueño y eliminación)
3. Apartamiento o acercamiento a las situaciones nuevas.
4. Adaptabilidad a los cambios del ambiente.
5. Sensibilidad a los estímulos.
6. Intensidad (nivel de energía) de las respuestas.
7. Humor general o disposición de ánimo (alegre, irritable, amistoso, etc.)
8. Grado de distracción (con qué facilidad se distrae de las actividades en
curso).
9. Lapso de atención y persistencia en las actividades en curso.
Fuente: Tomado de “The Origin Of Personality” de A. Thomas, S. Chess y H.G.
Birch, 1970, Scientific American 223, pp. 102-109.

Tabla sinóptica interactiva 6.2


Temperamentos infantiles.

Interacción: ¿Qué clase de infante fue usted? Pregúntele a su madre, padre,


hermanos, o a quien pueda decirle. ¿Aprecia alguna relación entre quién es usted
ahora y cómo era en la infancia?
TIPO DE PORCENTAJE
TEMPERAMENT DESCRIPCIÓN APROXIMADO
O
Fácil Regularidad para comer y dormir (alta
ritmicidad); fuertes tendencias a acercarse a
las situaciones novedosas; mucha 40
adaptabilidad a los cambios; preponderancia
de humores positivos; respuestas de
intensidad moderada o baja.
Difícil Irregularidad para comer y dormir (baja
ritmicidad); apartamiento de las situaciones
novedosas; poca adaptabilidad a los 15
cambios, preponderancia de humores
negativos; reacciones muy intensas a la
estimulación.
Lento para Bajo nivel de actividad; apartamiento inicial
calentarse marcado de lo desconocido; adaptación
lenta a los cambios; humor un tanto 10
negativo; reacción de intensidad moderada o
baja a la estimulación
Varias Sin clasificar. 35
combinaciones
*Thomas y Chess (1981) advierten que estos temperamentos no agotan todas las
posibilidades. Además, si bien a veces es conveniente y lógico clasificar de esta
forma a los infantes, hay grandes variaciones de conducta en cada categoría. No
todos los niños “fáciles” reaccionan de la misma manera en las mismas
situaciones, ni tampoco todos los “difíciles”. Observe también que 35 por ciento de
los infantes no se ajustó a ninguna de las categorías.
Fuente: Basado en las clasificaciones de Thomaas, Chess y Birch (1968, 1970;
Thomas y Chess, 1981) para el estudio longitudinal de Nueva York (ELNY).

Implicaciones del temperamento infantil


El temperamento puede definirse como las tendencias biológicas del niño a
reaccionar más bien de una forma que de otra. La personalidad es una
consecuencia de la interacción del temperamento innato y las influencias
ambientales (Carey, 1989). “El temperamento de un niño – dicen Kagan y
Snidman – (1991), hace que algunos resultados sean muy probables, otros
moderadamente probables y otros más improbables, aunque no imposibles,
dependiente de la experiencia” (p. 856). Como ejemplo, Kagan (1997) descubrió
que 20 por ciento de una muestra grande (462) de infantes de cuatro meses
reaccionaba con intensidad (temía a lo desconocido; se molestaba con facilidad),
alrededor de 40 por ciento no reaccionaba (se mantenía relajado ante lo
desconocido; no se asustaba con facilidad). Entre los 14 y los 21 meses,
aproximadamente un tercio de los que reaccionaban más seguían muy temerosos;
la mayoría eran tranquilos, sociables, confiados. Y estas pautas, aunque menos
claras, eran evidentes todavía a los cuatro años y medio. Kagan y Snidman (1991)
concluyen que es probable que el temperamento desinhibido ante lo desconocido
(sin reacción), caracterizado por la tendencia a aproximarse a las situaciones
extrañas, produzcan muchachos espontáneos, intrépidos y sociables. En cambio,
los infantes que se inhibían marcadamente ante lo desconocido tenderán a seguir
siendo tímidos a los ocho años.

Con todo, dadas las dificultades para clasificar el temperamento infantil, y dado el
hecho de que hay numerosas excepciones a nuestras generalizaciones, no suelen
ser confiables los pronósticos de problemas posteriores de conducta basados en
la clasificación que hacen las madres de sus hijos de temperamento “difícil”. Por
ejemplo, Oberklaid y sus colaboradores (1993) descubrieron que las
clasificaciones de las madres predijeron sólo al 17.5 por ciento de los niños que
tuvieron problemas de conducta en preescolar, que es apenas más que el
porcentaje de todos los preescolares que tuvieron problemas de conducta en este
grupo grande de 1583 niños (14 por ciento). De hecho, en este estudio el sexo
(hombres) y la posición socioeconómica fueron mejores pronosticadores que las
clasificaciones de las madres.

Implicaciones para los padres


El temperamento no significa, advierten Kagan y Snidman (1991), que la genética
determina inevitablemente nuestra personalidad, que nuestros contextos carecen
de importancia. De hecho, saber algo del temperamento de un infante puede ser
muy útil para alterar sus contextos de forma benéfica. Por ejemplo, Thomas,
Chess y Korn (1982) indican que los niños “fáciles”, a causa de su gran capacidad
de adaptación, responderán bien a una variedad de estilos de crianza (como el
permisivo o el autoritario). En cambio, un niño difícil requerirá una educación más
cuidadosa. Con estos niños se adaptan con más lentitud y no responden tan bien
a las novedades y los cambios, necesitan padres congruentes y pacientes.
Asimismo, dadas sus disposiciones de ánimo más intensas y negativas, no es
probable que reaccionen bien a unos padres muy autoritarios o muy permisivos.
No es de sorprender que los investigadores hayan encontrado que las relaciones
familiares positivos y padres contentos se vinculen con más frecuencia a infantes
“fáciles”, con alta ritmicidad, que a niño “difíciles” (Wilson, Hall y White, 1994). Y
probablemente no es casualidad que numerosos estudios informen que hay una
relación positiva entre la depresión posparto de la madre y el temperamento del
hijo, y que el llanto excesivo sea el factor más identificado (Beck, 1996).

La contribución del temperamento en el desarrollo del infante y sus relaciones con


la conducta de sus padres presenta otro ejemplo más del grado en que las
influencias de padres e hijos son recíprocas (bidireccionales) (Rothbart y Ahadi,
1994). A nadie sorprenderá que las madres e hijos con cólicos (llantos excesivos
sobre todo después de comer) califiquen el humor de ellos como más negativo.
En una investigación de niños con cólicos, Jacobson y Melvin (1995) informan que
no sólo las madres pensaban que tenían un temperamento más difícil, sino que
también manifestaban considerablemente más enojo e intolerancia con éste.

Como ejemplo de la interacción del temperamento infantil y la conducta de los


padres tomemos el caso de Roberto, un niño “fácil”. Se adapta sin problemas a los
cambios, sonríe mucho, ha establecido sus rutinas de alimentación y sueño,
responde bien a sus padres y a los desconocidos y, quizá lo más importante, se ve
feliz. Thomas y Chess (1981) observan que los padres reaccionan al niño con
placer. Se sienten responsables de lo que es Roberto y piensan que son unos
padres maravillosos. Voltean a verse y todo lo que dicen y hacen proclama “¡eres
maravilloso!”.

Pero Martha no sonríe tanto, llora más, come y duerme en forma irregular, es
tímida ante lo desconocido y buena parte del tiempo se queja y agita. Por tanto, su
progreso social parece más lento que el de Roberto. El mensaje que reciben sus
progenitores no es “son unos padres maravillosos”, no, sino “como padres son
deficientes”, o peor aún, “como padres no valen un $%$$@!”.

Contexto cultural y temperamento


Aunque el temperamento tiene una base biológica, evoluciona de continuo como
resultado de la interacción del niño con el entorno. Como anota Kagan (1992), las
conductas influidas por el temperamento no son inmutables. Con sus palabras:
“Pertenecer a una categoría de temperamento implica nada más que una ligera
tendencia inicial hacia ciertas emociones y acciones” (p. 994). En consecuencia,
no siempre es fácil pronosticar los resultados del desarrollo. El niño que es al
principio difícil puede convertirse en un adolescente cuyo encanto, gracia y otras
buenas cualidades hagan que su madre enrojezca de orgullo; y, por cierto, aquel
que primero era fácil puede volverse un reprobable y bueno para nada $$@%**&...
o algo peor.

DeVries y Sameroff (1984) señalan ue lo que suele ser importante como influencia
en los resultados del desarrollo es la buena adecuación entre el temperamento del
niño y su contexto inmediato. Por ejemplo, las investigaciones indican que es una
ventaja ser un niño “fácil” en los contextos estadounidenses y una desventaja ser
“difícil”. Sin embargo, afirma DeVries (1989), un estudio de los masai de África
muestra que entre ellos ocurre lo contrario. Ahí, seis meses después de ser
clasificados como “fáciles” o “difíciles”, los niños “difíciles” habían prosperado
mucho más. De hecho, la mortalidad había sido mucho más elevada entre los
“fáciles”. ¿Por qué? De acuerdo con DeVries, una explicación plausible es que
había sobrevenido una sequía grave en la región y muchos infantes murieron o
sufrieron desnutrición y enfermedades. Que los niños “difíciles” hay muerto menos,
especula el investigador, se debe probablemente a que lloraban y gritaban más
cuando se sentían molestos y cuando tenían hambre, y lograban con más
frecuencia que los alimentaran. Así, una característica ambiental particular “se
corresponde” mejor al temperamento “difícil”, un temperamento que en la mayor
parte de las circunstancias de nuestra cultura “no se corresponde” tan bien como
el “fácil”.

En los términos de Lerner y sus colaboradores (1986), la situación óptima, aquella


en la que hay una gran adecuación entre el infante y el contexto, ocurre cuando
las demandas y las expectativas externas son compatibles con el temperamento
básico del niño. Por el contrario, no hay una buena adecuación entre el infante y el
contexto, ocurre cuando las demandas y las expectativas externas son
compatibles con el temperamento básico del niño. Por el contrario, no hay una
buena adecuación cuando este temperamento no concuerda con las exigencias
del medio. Por ejemplo, Martha (que como recordará es una niña difícil) reacciona
con gritos e impaciencia a la frustración. Esta conducta aflige y molesta a su padre
porque espera y quiere que sea más como Roberto. Aquí hay poca adecuación y
el resultado se traduce en conflictos y tensiones en la relación entre Martha y su
padre.

Los temperamentos difíciles no siempre llevan a una mala adecuación ni los


fáciles a una buena. Por ejemplo, habría una adecuación mucho mejor si el padre
de Martha se enorgulleciera de la fortaleza, la independencia y la agresividad de
su hija. Y si los padres de Roberto se sintieran preocupados por lo “fácil” que es,
temerosos deque n o pueda enfrentar lo que ellos consideran un mundo de lobos,
la adecuación entre su temperamento y su contexto sería inesperadamente mala.
Aquí, como en todas partes, se tienen que considerar las características de la
persona en interacción con las peculiaridades del medio.

Emociones infantiles
“Las emociones de una persona, - escribe Beckwith (1991, p. 78) -, no pueden ser
percibidas directamente por otra”. Esto hace especialmente difícil investigar las
emociones de los niños preverbales. Con todo, los vemos sonreír y reír, y los
oímos llorar. De estas conductas podemos inferir lo que tal vez estén sintiendo.

Algunos psicólogos, empezando con J.B. Watson (1914), han supuesto que el
infante es capaz de respuestas emociones reflejas desde el nacimiento. Hay al
menos tres emociones, afirmaba Watson: miedo, rabia y amor. Como son reflejas,
debe suscitarlas un estímulo específico. La rabia es el resultado de estar confiado
o de encontrarse restringido de movimientos; el miedo, de un ruido fuerte o de ser
soltado de pronto, y el amor, de ser acariciado y mimado. Por desgracia, los
psicólogos no pueden saber con certeza que las respuestas del infante a estos
estímulos son en realidad lo que consideramos miedo, rabia y amor.

Otro método para estudiar las emociones infantiles es el de teóricos como Izard y
Malatesta (1987), quienes fundan sus conclusiones en el examen de las
expresiones faciales humanas, que –aseguran-, revelan con claridad diversas
emociones, como interés (o excitación general), alegría, sorpresa, angustia, enojo,
disgusto, desdén, miedo, vergüenza y culpa. Postulan también que las
expresiones faciales de los niños indicarán que son capaces de experimentar
todos estos sentimientos (Termine e Izard, 1988). Es extremadamente difícil
separar emociones tan enlazadas como la alegría y la sorpresa (o la aflicción, la
cólera y el disgusto o la vergüenza y la culpa). Por consiguiente, buena parte de
estas investigaciones de las emociones infantiles han observado conductas como
el llanto, las sonrisas y las reacciones de miedo. Éstas se analizarán brevemente
antes de considerar los primeros apegos del niño.

Llanto
El llanto infantil, explica Pinyerd (1994), es una de las principales formas que
tienen los niños para comunicar su aflicción fisiológica y psicológica. Sin embargo,
no todos los llantos de los infantes son de dolor, hambre o aflicción. Por ejemplo,
Sroufe (1996) publicó que es muy común que los infantes de un año contengan las
lágrimas en forma ostensible cuando, en una situación experimental, su cuidador
abandona el cuarto un momento. Asombrosamente, muchos de estos niños
estallarán en llanto cundo el cuidador regrese, lo que desde luego no es un signo
de dolor o aflicción, sino de alivio.

El llanto infantil persistente y excesivo, cualquiera que sea su causa, puede ser
muy molesto para padres y hermanos, y al parecer se relaciona con la incidencia
de la depresión posparto (Mayberry y Affonso, 1993). El llanto que es producto del
hambre o el dolor puede ser eliminado, pero el llanto persistente, cuya causa no
es inidentificable ni está bajo el control del cuidador, puede ser, más resistente al
tratamiento (Wolke, Gray y Meyer, 1994).

Clases de llanto infantil


El llanto excesivo, persistente o de cualidad inusual puede ser el primer indicador
de un problema fisiológico, observa Pinyard (1994); de ahí la importancia de que
las madres y otros responsables se familiaricen con el llanto normal del niño y su
significado. Wolf (1969) describió cuatro tipos comunes de llanto infantil, de los
cuales el más frecuente es el llanto rítmico. Es el tipo de llanto al que vuelven la
mayoría de los infantes después de haber iniciado otro tipo de llanto. Casi todos
los padres experimentados reconocen los llantos rítmicos de sus hijos y los
interpretan como que no ocurre nada malo.

En ocasiones los infantes se entregan al llanto rítmico, de ira, dolor o hambre,


cada uno de los cuales pueden identificar y eliminar los padres. Pero algunos
infantes también tienen llantos más persistentes, cuyas causas no siempre son
claras ni controlables.
El llanto de ira se caracteriza por su volumen prolongado y es el resultado de que
hagan pasar más airee por las cuerdas vocales. Es un llanto que tampoco engaña
al cuidador experimentado.

El tercer llanto discernible, dice Wolf, es el de dolor. El llanto de dolor se


caracteriza por un quejido largo seguido por un momento de retención del aliento.
También hay indicadores faciales útiles para identificar si el llanto es de dolor,
como el abultamiento de las cejas, el arrugar la frente y el acentuamiento del surco
nasolabial, la depresión que va del labio superior a la nariz (Rushforth y Levene,
1994).

Por último está el llanto de hambre. Gustafson y Harris (1990) informan que casi
todas las madres responden rápidamente a los llantos de hambre o dolor del bebé,
que distinguen con facilidad uno del otro, aunque son más sensibles al nivel
general de aflicción que a su causa. Es interesante observar que los padres
primerizos responden al llanto de sus hijos más pronto que aquellos que tienen
más de un hijo (Donate-Bartifield y Passman, 1985) y que las madres son más
atentas que los padres (Gram., 1993).

Según parece, el significado del llanto infantil no es universal. Isabell y Mckee


(1980) observan que en muchas culturas primitivas donde la madre carga casi
constantemente al niño, la comunicación entre ambos puede ocurrir por medio del
contacto físico. En estas culturas no parecen muy necesarias las señales vocales
de aflicción que nosotros esperamos de nuestros hijos. Por ejemplo, entre las
tribus indígenas del norte de los Andes el llanto es tan raro que invariablemente se
interpreta como señal de enfermedad. ¿Por qué otra cosa lloraría un niño querido,
bien alimentado y siempre abrazado?
Sonrisas y risas
Sonreía y reír son actos centrales en la relación de padres e hijos. De las sonrisas
y las caricias de sus progenitores los niños aprenden que son amados e
importantes. También los padres buscan sonrisas y otros gestos no verbales en
sus hijos como prueba de que ellos mismos son valiosos y amados.

Sonreír, un fenómeno universal entre los pueblos, es una respuesta fugaz del niño
querido y bien alimentado, y ya ocurre entre las dos y las 12 horas después del
parto (Wolf, 1963). Esta primera sonrisa comprende la parte baja de la cara, no los
pómulos ni los ojos, y se señala como refleja más que verdaderamente social. Es
interesante observar que los niños nacidos sin corteza encefálica (anencefálicos),
pero con un tallo cerebral en funcionamiento que los deja sobrevivir unos días
después de nacer, también parecen capaces de sonreír. Luyendijk y Treffers
(1992) informan que 78 por ciento de las veces unos observadores imparciales
que revisaron cintas de las respuestas faciales de cuatro niños anencefálicos al
ser tocados o al sentir una presión ligera las juzgaron como sonrisas, muecas o
risas. Esto sugiere que los mecanismos neuronales de las primeras sonrisas se
localizan en el tallo cerebral, la estructura cerebral más “primitiva” en sentido
evolutivo. Así, estas primeras sonrisas infantiles tienen poco que ver con la
comunidad, la satisfacción o la felicidad, y más bien reflejan ráfagas de activación
cortical (Sroufe, 1996). Habitualmente, estas sonrisas ocurren cuando el infante
duerme. Más adelante, las sonrisas en vigilia responden a la estimulación física,
como moverlos o hacerles cosquillas, o soplares en la cara.

Grewirtz (1965) identificó tres etapas en el desarrollo de la sonrisa. La primera


fase, que se acaba de describir, es la sonrisa refleja o espontánea. Ocurre sin
estímulos identificables y suele atribuirse, quizá erróneamente, a gases. La
sonrisa social, la segunda fase, ocurre primero en respuesta a estímulos auditivos
y visuales de carácter social, es decir, relacionado con otras personas. Por
ejemplo, muchos infantes de cuatro semanas sonríen fácilmente en respuesta a la
voz de quien los cuida.

Por último, quizá hacia los tres meses y medio el niño exhibe la sonrisa social
selectiva, común entre niños y adultos (Gewirtz, 1965). Ocurre en respuesta a
estímulos sociales que el infante identifica como conocidos. Con la aparición de la
sonrisa social selectiva, los infantes sonríen menos a las voces o caras
desconocidas y muestran más apartamiento y otros signos de ansiedad en la
presencia de extraños (en una sección posterior se abunda sobre la ansiedad ante
los extraños).

La investigación deja pocas dudas de que las sonrisas son grandes refuerzos para
los pequeños; es casi como si los infantes reconocieran la importancia social de
las sonrisas a edades demasiado tempranas como para haberlas aprendido. Por
ejemplo, Kaplan, Fox y Huckeby (1992) refieren un estudio en el que infantes de
un mes fueron condicionados a un sonido con nada más que una cara sonriente
como reforzador; como hecho interesante, un rostro neutro no fue ni con mucho
tan eficaz.
Hodapp y Mueller (1982) observan que el desarrollo de la sonrisa en los infantes
sigue la misma pauta general que el desarrollo del llanto; es decir, el surgimiento
original de estas conductas sigue una progresión interna a externa. Mientras que
las primeras ocurrencias de sonrisas y llantos son ante todo respuestas a estados
internos – se cree que principalmente debido a trastornos gástricos-, muy pronto
se hace evidente que también participan elementos cognoscitivos (como los
necesarios para reconocer una voz, un rostro o algún objeto).

Aproximadamente a los cuatro meses los infantes comienzan a reír además de


sonreír. Al principio es más probable que la risa sea una respuesta a la
estimulación física, como las caricias; más adelante, los infantes ríen en respuesta
a situaciones sociales y al cabo cognoscitivas (por ejemplo, ver reír a otros niños).

Aunque la función de la risa infantil nunca ha sido muy clara, quizá porque no se
ha investigado mucho, Sroufe (1996) postula que probablemente sirve para liberar
la tensión. En cambio el miedo significa una acumulación continua de tensión.

Reserva y temor
El miedo, argumentan Watson y Rayner (1920), es la respuesta infantil innata a los
ruidos y la pérdida súbita del sostén. Después algunos infantes llegan a temer a
una gran variedad de estímulos, en tanto que otros se mantienen relativamente
impávidos ante los cambios del entorno. Es interesante observar que mientras que
muchos miedos son aprendidos, resulta que otros no lo son. Por ejemplo, Gullone
y King (1997) afirman que el miedo a las serpientes se encuentra con frecuencia
en personas que nunca han tenido contacto con esos reptiles.

¿A qué temen los infantes? La investigación y las revelaciones de las abuelas


señalan varias situaciones y acontecimientos que pueden despertar el miedo en el
pecho del niño. Por ejemplo, el miedo a las alturas parece casi universal en
infantes de 13 a 18 meses. El miedo a los desconocidos no se ve de ordinario
antes de los seis meses y se vuelve más común hacia los dos años. Muchas otras
situaciones atemorizadoras suelen referirse a algún cambio inesperado; por
ejemplo, una caja sorpresa puede causar miedo, lo mismo que si un investigador o
uno de los padres se pone una máscara. Además, la separación de la madre
asusta a muchos infantes. Como escribe Hinde (1983), parece que a medida que
ciertos objetos y personas se vuelven familiares, los infantes comienzan a
reaccionar con miedo a los extraños y a los objetos desconocidos.

En un detallado estudio longitudinal del miedo, Bronson (1972) descubrió que la


respuesta prevaleciente entre los infantes de tres y cuatro meses es la sonrisa y
no el desasosiego y el llanto. Sin embargo, para los seis meses y medio hay cada
vez más evidencias de reservas; para los nueve meses hay pruebas de miedo
aprendido. Estos descubrimientos coinciden con muchos otros que indican que los
infantes no acostumbran exhibir una marcada angustia frente a los desconocidos
hasta después de los seis meses de edad.
Como hecho interesante, a todas las edades los objetos son menos fuertes que
los desconocidos para suscitar reacciones de reserva o miedo. Para los nueve
meses muchos de los bebés de Bronson habían experimentado reacciones de
miedo con extraños, y al parecer habían aprendido a asociar rasgos específicos
de las personas con el miedo (por ejemplo barbas o batas blancas). Del mismo
modo, la cautela con los objetos novedosos era muy rara antes de los nuev e
meses. Las situaciones y los objetos que hacen ruidos intensos o se mueven
repentinamente tienen muy más probabilidades de despertar reacciones de miedo
en los infantes (por ejemplo, una aspiradora o una caja sorpresa).

¿Por qué son precavidos los infantes en unas ocasiones y no en otras? La


investigación de Bronson indica que la razón se encuentra en la interacción del
temperamento innato con diversas experiencias. La relación entre la edad y el
surgimiento del miedo refleja quizá, por lo menos en parte, el hecho de que ciertas
experiencias son improbables o menos frecuentes en los primeros meses, además
de que su significado depende el nivel de comprensión del niño. Es evidente que
un desconocido no es un extraño hasta que se pueda reconocer a una persona
como familiar.

¿Pero por qué despertarían el miedo algunos extraños y objetos novedosos? Una
explicación plausible es la de Hebb (1966), quien propone que los infantes
adquieren ciertas expectativas sobre su mundo y que su quebrantamiento (el
término que emplea Hebb es incongruencia) puede provocar miedo.

Regulación de las emociones en la infancia


Cuando usted o yo nos encontramos en una situación atemorizadora, cuando
sentimos acelerarse el corazón y que las piernas se nos hacen hilos, hacemos
algo para controlar o regular nuestras emociones. Quizá nos entregamos a juegos
cognoscitivos. Nos decimos que no hay nada que temer, que somos magníficos
cirujanos, oradores, o estudiantes, que nos desenvolvemos a las mil maravillas. O
también alteramos la situación para que deje de atemorizarnos, quizá evitándola.

Cómo controlan los infantes sus emociones


Uno se siente tentado a pensar que los infantes no son capaces de esta clase de
control de las emociones: que si tienen miedo, todo lo que pueden hacer es llorar y
que si están encantados deben, como robotitos, sonreír. En ocasiones pensamos
que responden casi a ciegas a la estimulación que les da el mundo, quiérase o no.

Pero nos equivocamos: no están tan inermes. Muy pronto los infantes son
capaces de que lo que Gianino y Tronick (1988) denominan conductas de
regulación interna y conductas de regulación externa destinadas a regular o
controlar sus emociones.

Como ejemplo, Tronick (1989) refiere un juego de cucú entre una madre y su hijo.
En este breve episodio el infante deja de ver a su madre justo antes de que
pronuncie “cucú” y comienza a chuparse el dedo mientras mira al vacío. La madre
se sienta. En el lapso de unos segundos el niño voltea hacia ella, se saca el pulgar
y contorsiona el cuerpo; su expresión es claramente de interés. La madre sonríe,
se acerca y le dice: “¡Oh, ya regresaste!” El infante sonríe y grita. A poco vuelve a
chuparse el dedo. Pero otra vez, después de unos segundos, mira a su madre y
sonríe.

En este caso pareciera que el infante trata de controlar la conducta de su madre.


Esta conducta de regulación externa es evidente en la forma en que aparta la vista
de su madre, grita y ríe, trata de que ella haga cosas que encuentra
emocionantes. En efecto, al controlar la conducta de ella, ejerce un control sobre
sus propias emociones. Y cuando las cosas se vuelven demasiado excitantes,
demasiado emocionantes para regular sus emociones, aparta la vista y se distrae
chupándose el dedo o mirando al vacío, una conducta de regulación interna
(véase tabla sinóptica 6.3).

Tabla sinóptica 6.3


Desarrollo y expresión de las emociones infantiles
TIPOS DE EMOCIÓN ALGUNOS DETALLES
Emociones innatas de
Watson
Miedo: Respuesta innata a la pérdida repentina del sostén.
Rabia: Respuesta innata al confinamiento.
Amor: Respuesta innata a las caricias y los mimos.
Tipos de llanto infantil
Llanto rítmico: El más común; no significa que ocurre algo malo.
Llanto de ira: Llanto de frustración.
Llanto de dolor: Señales de estar lastimado; la mayoría de las madres
lo reconocen intuitivamente.
Llanto de hambre: Significativo para casi todos los cuidadores.
Desarrollo de la sonrisa
Sonrisa espontánea: Presente a las semanas; resultado de la actividad
cortical.
Sonrisa social: Ocurre en respuesta a estímulos sociales, como
rostros sonrientes; hacia las cuatro semanas.
Sonrisa social selectiva: En respuesta a estímulos sociales reconocidos, como
la presencia de quien los cuida; hacia los tres y
medio meses.
Hacia los cuatro meses; primero en respuesta a
Risas estímulos físicos como las cosquillas; más tarde, en
respuesta a un estímulo social y, por último, un
estímulo más cognoscitivo.
Pruebas de reserva a los seis y medio mees; pruebas
de miedo aprendido hacia los nueve meses; lo que se
Miedo teme suele ser lo inesperado, incongruente; algunos
miedos son más universales, como el miedo a las
alturas; otros parecen innatos, como el miedo a las
serpientes.
Estrategias para regular
las emociones
Internas: Formas de controlar la reacción emocional que
atañen al propio infante y no a los demás (por
ejemplo, chuparse el dedo apartar la vista)
Externas: Medios de controlar la reacción emocional que
consisten en dirigir la conducta de los demás (por
ejemplo, mirar a su madre y gorjear para hacerla
sonreír).

Apego de padres e hijos


Tronick (1989) argumenta que las conductas de regulación de las emociones que
exhiben los infantes no sólo controlan tales emociones, sino que también hay
pruebas de comportamientos orientados a metas. Una de las metas importantes
de todos los infantes, y los adultos, es establecer y mantener los apegos.

Vínculo entre madre e hijo


El apego es un término relativamente general que comprende muchas emociones
positivas que unen a padres, hijos y otras personas; vínculo es un término más
específico y biológico. Así, el vínculo entre madre e hijo se refiere ante todo al
apego biológico muy precoz que siente la madre por su hijo. Este apego entre
madre e hijo es importante biológica y psicológicamente. En cuanto a la biología,
la existencia de un vínculo fuerte entre madre e hijo asegura que estén juntos, una
condición de extrema importancia para la superviviencia de las crías de la mayoría
de los animales. Por tanto, es razonable suponer que habría tendencias genéticas
poderosas para establecer dichos vínculos.

Los etólogos (aquellos que estudian la conducta animal en los medios naturales)
nos dicen que sí, que hay poderosas tendencias programadas entre muchas
especies infrahumanas que son evidentes en el hecho de que madres y crías
expuestas unas a otras durante el periodo crítico, por lo general poco después de
nacer se “vinculan”. Si faltan las experiencias apropiadas durante este periodo, no
ocurre la vinculación. Como se expuso en el capítulo 2, teóricos como Bowlby
(1985) y Kaus y Kennell (1983) argumentan que los infantes separados de su
madre al nacer no establecen un vínculo con ella. También indican que no
establecer un vínculo fuerte entre madre e hijo va en detrimento de la adaptación y
la salud mental futuras del niño, y que tal vez se relacionan con el maltrato infantil
o la “incapacidad de crecer”. La incapacidad de creer o incapacidad de
desarrollarse (IDD, también llamada síndrome de privación materna) es una
condición en la que un infante aparentemente normal no logra aumentar de peso y
cae en el tres por ciento inferior de los criterios normales. Abramson (1991)
informa de muchas más expresiones de emociones negativas entre estos infantes.
Además, la condición está marcada por apatía, pérdida de apetito, enfermedades,
y en sus manifestaciones más agudas, incluso la muerte.
Mecanismos de vinculación
Es probable que ningún lazo emocional vincule al niño con su madre al hacer. Un
neonato tomado de su madre y entregado a otra de seguro que nunca conocerá la
diferencia, a menos que, por supuesto, se le revelen los hechos más adelante.

Pero también es claro que se forma un vínculo con el cuidador principal. Wellman
y Gelman (1992) señalan que el infante posee ciertas adaptaciones biológicas
para facilitar el establecimiento de este vínculo y que consisten en tendencias
preceptúales, como la acomodación visual innata para distancias de
aproximadamente 20 a 25 centímetros (más o menos la distancia del rostro de
quien lo atiende durante la alimentación), la preferencia aparente por el rostro
humano y la sensibilidad y la respuesta a la voz humana, así como algunas
tendencias reflejas que parecen diseñadas especialmente para la interacción; por
ejemplo, al igual que las crías de la mayor parte de los mamíferos, el infante
humano se aferra, gira, busca y succiona. Sin duda, una de las funciones de estos
reflejos vegetativos es garantizar que el infante consiga nutrirse y sobreviva; pero
más que eso, la alimentación se encuentra entre las primeras interacciones
sociales importantes entre el infante y quien lo cuida. Casi sin falta la alimentación
permite la observación mutua, que es tan importante par ala aparición del apego y
que parece ser universal entre madres e hijos de diversos pueblos (Fogel, Toda y
Hawai, 1988).

Schaffer (1984) también señala que ciertos ritmos biológicos están adaptados para
los intercambios sociales. Algunos, como los expresados en los estados infantiles
de vigilia y sueño, son modificables y con el tiempo se ajustan a los ciclos de
sueño y vigilia de su madre. Otros, como los ritmos de los movimientos cíclicos
(véase el capítulo 5) parecen contener muchos de los elementos de un diálogo y
pueden ser la base del aprendizaje de las reglas de tomar la palabra, que son una
parte fundamental de las conversaciones habladas.

La importancia de la vinculación
La existencia de adaptaciones biológicas que facilitan la formación de vínculos
entre el cuidador y el infante pueden ser la prueba de que unas fuerzas biológicas
poderosas dirigen tanto a la madre como al hijo hacia el apego mutuo. Esto tiene
sentido porque el apego posee un valor de supervivencia importante, uno que se
habría manifestado especialmente en una época en la que la superviviencia
estaba amenazada por “siseantes serpientes y dragones del Edén” (Sagan, 1977).
Una de las funciones importantes de la aflicción del niño al separarse de su madre
es mantenerla cerca (Oatley y Jenkins, 1992)… y quizá protegerse de las bestias
salvajes.

Pero ahora los dragones y las serpientes ya no acechan con tanto descaro en
nuestros bosques ni en los estacionamientos. Como quiera que sea, dicen Klaus y
Kennell (1976), no deja de haber un periodo crítico al comienzo de nuestra vida
durante el que debemos tener contacto con nuestra madre para que se forme un
vínculo. La falta de vinculación, prosiguen, puede tener secuelas graves más
adelante.

¿Las pruebas? Klaus y sus colaboradores (1972) eligieron al azar un grupo de 28


madres de escasos recursos, y a la mitad de ellas les permitieron un contacto
amplio con sus hijos inmediatamente después de nacer (una hora de las dos
primeras después del parto), así como otras cinco horas de contacto cada uno de
los tres primeros días posteriores. Las otras 14 madres, fungieron como grupo de
control, veían a sus hijos regularmente a las horas de alimentarlos, de acuerdo
con la rutina del hospital (Klaus y Kennell, 1976). Las entrevistas y las
observaciones realizadas un mes después indicaron que las madres del grupo de
contacto amplio estaban bastante más vinculadas a sus hijos, mostraron mayor
preocupación por ellos y expresaron considerablemente más interés.

Estas madres acunaban más a sus bebés. Hablaban más con ellos y pasaban
más tiempo observándose.
Sin embargo, sería prematuro concluir que hay un periodo crítico al comienzo de
la vida de los neonatos durante el cual es contacto con su madre (o quizá con otro
cuidador importante) sea de importancia fundamental. Como admiten Klaus y
Kennell (1983), “el ser humano es muy adaptable y hay muchas vías garantizadas
al apego”. (p. 50).

No es de sorprender que un cúmulo de estudios subsecuentes no h aya podido


demostrar convincentemente la existencia de un periodo crítico para la vinculación
entre madre e hijo (Goldberg, 1983; Schaffer, 1984). Desde luego esto no
significa que la falta o el rechazo de la madre sean irrelevantes. Como se expuso,
estos factores pueden llevar a trastornos graves como la incapacidad de crecer.

Sin embargo, la importancia de unas cuantas horas cruciales inmediatamente


después del nacimiento no ha sido establecida con claridad (véase “Las noticias y
la red: Madres anfitrionas”).

El estudio del apego


El apego es un lazo emocional poderoso, imposible de describir para el niño y
difícil de estudiar porque muchos de los experimentos que arrojarían luces al tema
no se pueden realizar con seres humanos. Por esta razón se ha optado por
experimentar con monos jóvenes (véase “De un vistazo: Monos privados de su
madre y la figura 6.2”).

Las mediciones del apego infantil siempre son indirectas. Los investigadores
observan las conductas orientadas al objeto del apego (llorar, sonreír, vocalizar,
seguir, aferrarse, sostener, mirar, etc.); se concentran en las reacciones de los
infantes a las situaciones extrañas y en el contacto físico con sus padres, y
contemplan la reacción de los pequeños cundo se separan de sus progenitores.
La situación del extraño de Ainsworth
¿Cómo determinar si el niño está apegado a quién y con qué fuerza? Un método
es el procedimiento de la situación del extraño de Ainsworth y sus colaboradores
(1978), que suele obedecer esta secuencia (cada hecho dura aproximadamente
tres minutos):

1. La madre y su bebé entran a un cuarto.


2. La madre baja al bebé. Entra un extraño, habla con la madre y le muestra
un juguete al bebé. La madre sale.
3. Si el bebé llora, el extraño trata de consolarlo; si se muestra pasivo, trata de
interesarlo en un juguete.
4. La madre regresa y se detiene en el umbral. El extraño se va; la madre
sale.
5. El bebé está solo.
6. El extraño regresa.
7. La madre regresa; el extraño se va:

Lo que proporciona la situación del extraño forma de evaluar el apego bajo


condiciones de estrés. Permite a los investigadores determinar la inquietud o la
seguridad del infante en esas circunstancias. Numerosos estudios de infantes con
el procedimiento de Ainsworth revelan comportamientos de apego que se
clasifican en cuatro categorías generales.
Los infantes de apego seguro son aquellos que toman a su madre como punto de
partida para explorar, que se mueven libremente y juegan en el cuarto, pero que
restablecen el contacto con frecuencia, para lo que miran a su madre, hablan con
ella o regresan a su lado. Cundo la madre sale, estos infantes se sienten
trastornados y por lo regular suspenden sus exploraciones. Durante los episodios
de reunión saludan calurosamente a su madre y tratan de restablecer el contacto
físico con alguna clase de interacción con ella. Los infantes de apego seguro
manifiestan poca o ninguna reacción negativa hacia su madre durante la reunión.
Si se sienten molestos, la madre los calma con facilidad y vuelven enseguida al
juego o la exploración.

En cambio los infantes de apego inseguro son aquellos que muestran conductas
negativas hacia su madre durante las reuniones. Algunos, os inseguros elusivos
(también llamados ansiosos elusivos), ignoran el regreso de su madre o eluden
activamente el contacto con ella: algunas veces miran a otra parte; otras, la
empujan. Es interesante observar que casi nunca lloran cuando se va su madre.
El segundo grupo de infantes de apego inseguro son los inseguros ambivalentes,
que se molestan mucho cuando su madre sale, conducta que es prueba de un
apego fuerte, pero no se apaciguan cuando su madre reaparece. Por extraño que
parezca, en ocasiones estos niños muestran enojo cuando vuelve su madre. Este
enojo es a veces muy sutil; por ejemplo, la empujan aunque parece que quisieran
que los abrazara (de aquí la ambivalencia).

El último grupo, que Ainsworth y sus colaboradores (1978) señalaron como sin
clasificar, ahora se llama desorganizados desorientados. Estos niños exhiben por
característica toda una gama de conductas desorganizadas o desorientadas,
como llorar en la puerta por alguno de sus padres y luego alejarse rápidamente
cuando lo oyen venir; acercarse dirigiendo la cabeza a otro lado o pararse
inmóviles sin ninguna reacción evidente en la situación del extraño (véase la tabla
sinóptica interactiva 6.4)
Etapas de apego
Está claro por qué se apega el infante: después de todo, su misma supervivencia
requiere un cuidador solícito. ¿Qué mejor manera de asegurarse de que el
cuidador estará ahí cuando se necesite programar en el fondo genético humano
tendencias poderosas de apego entre madre e hijo? Sin embargo, la naturaleza no
programa el apego como tal, pues aparece más tarde, ni los genes lo limitan a la
madre o al padre biológico.

Bowlby describe cuatro fases en el desarrollo del apego infantil. En cada fase la
conducta del infante parece guiada por un solo principio supremo: mantener cerca
el objeto del apego. En la mayoría de los casos tal objeto es la madre.

Frase previa
La fase previa al apego abarca las primeras semanas de vida y está señalada por
adaptaciones que predisponen al infante al trato humano: preferencia por la voz y
el rostro humanos, sincronización de sus movimientos con el habla de los adultos
y acomodación visual innata a más o menos la distancia del rostro de su madre
(Wellman y Gelman, 1992).
Establecimiento del apego
La segunda fase, el establecimiento del apego, se destaca por las conductas que
fomentan el contacto con adultos importantes; por ejemplo, llorar y sonreír, así
como succionar, buscar con l a boca, aferrarse, mirar y seguir con la vista. La
segunda fase culmina en un apego claramente identificable durante la segunda
mirad del primer año de vida. En esta época el infante manifiesta la “sonrisa social
selectiva”, la que ocurre en reconocimiento de rostros familiares. Al mismo tiempo
se vuelven menos comunes las sonrisas en respuesta a las caras desconocidas.

Apego definido
El apego definido se hace evidente con el desarrollo de las destrezas locomotoras.
Ahora los infantes son capaces de llamar la atención de la madre o el padre no
sólo sonriendo, llorando, estirándose, etcétera, sino que también pueden
arrastrarse y aferrar una pierna, trepar y asirse del cuelo y sostenerse de los
tirantes que cuelgan detrás de los delantales viejos. En pocas palabras, indican a
las claras cuáles (y quiénes) son los objetos de su apego.

Apego de meta corregida


En algún momento de segundo año, informa Bowlby (1969), el infante entra en
una fase de apego de meta corregida. Ahora posee nociones del yo y no ha
comenzado a entender algo del punto de vista de los demás. Gradualmente los
infantes aprenden a hacer inferencias sobre los efectos de sus conductas, así
como sobre el comportamiento de sus padres, y aprenden también a influir en éste
con actos más sutiles que llorar, sonreír, gritar o gatear y asirse (véase la tabla
sinóptica 6.5).

Implicaciones de las pautas de apego


Como se expuso, algunos infantes sienten un apego seguro con sus cuidadores,
en tanto que otros más inseguros o incluso desorganizados. Entre otras cosas, los
infantes de apego seguro son aquellos que han alcanzado un equilibrio entre la
seguridad del apego y la capacidad de explorar. Los infantes de apego inseguro
son más ansiosos, tanto en su apego como en sus exploraciones.

Las pautas de apego reflejan cualidades relativamente estables. Por ejemplo,


Main y Cassidy (1988) descubrieron que las conductas de apego a la edad de un
año son muy previsibles de las mismas conductas a los seis. Sin embargo, no hay
tal estabilidad cuando ocurren cambios importantes en el contexto del infante,
como que alguien se vaya o muera (Walters, Hay y Richters, 1986). Del mismo
modo, los infantes maltratados suelen exhibir una marcada inestabilidad de apego
y también son más proclives al apego inseguro (Scheneider-Rosen et al., 1985).
No obstante es tranquilizador saber que cuanto más sensible es el nuevo
cuidador, más probable es que el infante forme apegos seguros (Howes y Segal,
1993).

Cada vez hay más pruebas de que los infantes de apego seguro, quienes, como
se expuso, son la mayoría en las culturas estadounidenses, se desenvuelven
mejor a largo plazo (en dichas culturas). Estos infantes con frecuencia son más
competentes, mejores para resolver problemas, más independientes, más
curiosos y quizá más resistentes. En un estudio, los niños que tuvieron niveles
elevados de apoyo materno, que se relaciona estrechamente con el apego seguro,
se desenvolvieron bastante mejor en el jardín de niños (Pianta y Ball, 1993). En
cambio, los infantes de apego inseguro tienden un tanto más a ser demasiado
dependientes y a tener problemas en la escuela. Así, en un estudio publicado por
Shaw y sus colaboradores (1996), infantes que habían sido clasificados como
desorganizados a los 12 meses tendieron mucho más a presentar conductas
problemáticas a los cinco años. Aquellos que se habían clasificado como
desorganizados, y cuyas madres los percibían de temperamento “difícil” (en lugar
de “fácil), también eran más proclives a ser excesivamente agresivos.

Tabla sinóptica 6.5


Frases secuenciales del desarrollo del apego infantil
FASE EDAD APROXIMADA CONDUCTAS IMPORTANTES
Previa Primer mes Llorar, sonreír, buscar, aferrarse,
succionar, mirar; movimientos
sincronizados con el habla de los
adultos; distinción de la voz de la madre.
Establecimiento Hacia la segunda Singulariza los objetos de apego
del apego mitad del primer año principal; sonrisa social selectiva, dirigida
más a los objetos y las personas de
apego que hacia los desconocidos.
Apego definido Segunda mitad del Conductas constantes destinadas a
primer año llamar la atención: sonreír, llorar,
retorcerse; uso de las destrezas
locomotoras recién adquiridas para
aproximarse al objeto o persona del
apego.
Apego de meta Segundo año Comienza a adoptar el punto de vista de
corregida la madre y a hacer inferencias acerca de
la conducta de ella, que manipula de
formas más sutiles de acuerdo con un
reconocimiento gradual de las relaciones
causales.
Fuente: Basado en Bowlby (1969).

Es evidente que los apegos son una función de las interacciones. Más aún, la
naturaleza de estas interacciones y sus resultados sufren la influencia de las
características tanto del infante como de su cuidador (u otras personas
importantes en el contexto del niño). Aquí radica la importancia de la familia y de la
cultura a la que pertenece, porque ésta también influye en las prácticas de crianza
y las actitudes hacia los niños. El macrosistema estadounidense está centrado
relativamente en el niño: destaca los derechos de los niños y alienta a los padres
para que les proporcionen ambientes físicos y psicológicos seguros. Por tanto, no
es de sorprender que más de dos tercios de los infantes tengan un apego seguro
(¡quizá lo que debe sorprender es que tanto como un tercio no lo tenga!).
Las culturas de otras partes del mundo reflejan otros valores, y a veces las
prácticas de crianza y las actitudes hacia los niños son distintas. En algunas de
estas culturas los niños de apego inseguro son mucho más comunes que en
Estados Unidos (por ejemplo, en Alemania, Japón e Israel; véase Sagi, Ijzendoorn
y Koren-Karie, 1991).

Que los padres deban tratar de cambiar las pautas predominantes del apego de
sus hijos, y si de hecho pueden lograr, son temas importantes y, por desgracia,
también muy complicados. Lo que parece claro es que todos los infantes deben
recibir la oportunidad de establecer apegos que les den la seguridad que
necesitan para dedicarse a la exploración de un mundo desconcertante,
emocionante y a veces atemorizador. Estas oportunidades no siempre se
relacionan con la mera presencia de la madre. También pueden ser importantes
los abuelos, hermanos y tíos, así como los padres.

Apego entre el padre y el hijo


Nuestras ideas tradicionales de la familia y los roles de madres y padres se
concentraban en la importancia de la madre en el desarrollo social inicial del
infante y en la poca importancia relativa del padre. Casi todos los teóricos del
desarrollo (por ejemplo Freud) argumentan que el padre se vuelve importante
después de los dos o tres años. Más aún, estos teóricos consideraban que el
infante era un buena medida incompetente: pasivo y movido por sus reflejos,
impulsado por necesidades fisiológicas primitivas y rara vez por la necesidad de
descubrir y conocer. No es de asombrar que no pensarán que el padre
desempeñe un rol importante.

Algunos de estos valores tradicionales aún son la norma en muchas culturas del
mundo. Por ejemplo, Ho (19787) informa que en China el cuidado de los pequeños
todavía es principalmente una función femenina, en tanto que el rol del padre es
devoción y el respeto filial; es decir, se enseñan a los hijos, en particular los
hombres, a respetar y obedecer a sus padres (y abuelos). Sin embargo, en los
últimos tiempos se aprecia una pérdida de algunos de estos valores filiales. Al
mismo tiempo, los padres han comenzado a participar más en la educación de los
niños.
También en Estados Unidos han ocurrido cambios rápidos e importantes en la
concepción del rol del padre, entre los que se encuentra el creciente número de
partos “con la presencia del padre”, en los que éste tiene la posibilidad de
interactuar con su hijo tan pronto como la madre. Además, la modificación de los
esquemas laborales y la transformación de las responsabilidades domésticas de
hombres y mujeres han hecho mucho por transformar el rol del padre con su hijo
(McBride y Darragh, 1985). Como observa Lamb (1987), las madres siguen siendo
extremadamente importantes para el infante, pero no son las únicas. Los padres y
otros cuidadores también son muy importantes. De hecho, numerosas
investigaciones indican que los neonatos y los niños pequeños pueden apegarse
casi con la misma intensidad a los padres que a las madres (Geiger, 1996).
Además, los infantes tienden a establecer apegos muy parecidos (por ejemplo,
seguro o inseguro) con ambos progenitores (Fox, Kimberly y Schafer, 1991).

Sin embargo, aún es cierto que los roles familiares más comunes son los que
realiza la madre al cambiar pañales y alimentar y vestir al infante; en una palabra,
alimento y abrigo. Por ejemplo, muchos estudios encontraron que las
interacciones de los padres con sus hijos todavía adoptan principalmente la forma
de juego más que la de cuidados (Geiger, 1996). Un estudio informa que 50 por
ciento de una muestra de padres australianos y 43 por ciento de una muestra de
padres estadounidenses nunca habían cambiado un solo pañal (Russel, 1983).
Este encasillamiento de roles sexuales es más común entre las personas de
menor posición social, al menos educadas y, a quién sorprende, los hombres
(Hoffman y Kloska, 1995).

La paternidad de los padres


Al resumir las investigaciones del apego entre padre e hijo, Collins y Gunnar
(1990) concluyen que los padres son tan competentes e importantes como las
madres en la prestación de cuidados. Pero hay algunas diferencias sistemáticas
entre los intercambios de madre e hijo y los de padre e hijo. Los padres dedican
más tiempo a jugar con los infantes; las madres, a nutrirlos y atenderlos
(alimentarlos, bañarlos, cambiarlos). Como más comportamientos de afiliación
hacia los padres que hacia la madres (Lamb, 1980). Estas conductas se definen
como las que manifiestan una relación social que no alcanza a ser apego. Las
pruebas de afiliación son sonreír, mirar, reír y dar; las de apego, querer, acercarse,
aferrarse, querer ser cargado y sentado en el regazo, acurrucarse, etcétera. Al
parecer, los infantes (sobre todo los hombres) comienzan a afiliarse con sus
padres a edades muy tempranas si tienen la oportunidad de hacerlo (Phares,
1992). En las situaciones poco familiares, a la partida tanto del padre como la de
la madre aparecen signos de inquietud, mientras que la partida de un desconocido
aumenta las conductas lúdicas (Bridges, Connell y Belsky, 1988).

Lo que la investigación ha establecido es que el padre está lejos de ser irrelevante


en el desarrollo inicial del infante. Sin embargo, lo habitual es que la madre tenga
mucho más contacto con los pequeños que el padre.

Miedo a los extraños y separación de los padres


Como se expuso, una forma de investigar el apego de padre e hijos es la situación
del extraño de Ainsworth, que contempla los efectos de separaciones muy breves
y pretende medir lo que se denomina protesta por la separación. Otra clase de
estudio atiende a las consecuencias de la separación a largo plazo, como la que
resulta del divorcio o la muerte de uno de los padres. El tercer grupo de estudios
explora el apego entre padre e hijo examinando las reacciones de los infantes a
los desconocidos.

Miedo a los desconocidos


Muchos niños sienten miedo ante los desconocidos, pero por lo regular no antes
de los seis a nueve meses. Al parecer, cuando los infantes se familiarizan con su
ambiente, es decir, una vez que abrigan ciertas expectativas de los
acontecimientos más probables, se sienten incómodos y atemorizados si estos
sucesos no se presentan. Una reacción precoz y común a lo inesperado explica
Shreeve (1991), es el pasmo (no hacer nada) y el mutismo (no decir nada). En
efecto, se trata de respuestas de miedo usuales de infantes y niños.

La noción de que el miedo surge de la aparición de lo inesperado se llama a veces


hipótesis de la incongruencia (Hebb, 1966). Es menos probable que los infantes
que están en contacto con el mayor número de personas (desconocidos y
hermanos) manifiestan miedo; reaccionan con menos temor y dejan de asustarse
de los extraños a edades más tempranas (Gullone y King, 1997), lo que apoya la
hipótesis anterior. Los infantes expuestos desde muy pronto a muchos
desconocidos necesariamente enfrentan lo “inesperado” con menos frecuencia
que aquellos cuyas primeras exposiciones son limitadas.

Aunque sabes que tu madre volverá por ti al final del breve día de escuela, puedes
sentirte asustado y solo. Esta niñita acaso encuentra algún consuelo en su abrigo
y su caseta, pero aún está ansiosa y afligida.

Prevención de la ansiedad ante desconocidos


No todos los infantes reaccionan de la misma manera a la partida de uno de los
padres o a la llegada de un desconocido. Como se vio, los infantes expuestos a
muchos desconocidos y hermanos son menos proclives a temer a los extraños. En
un estudio, Jacobson y Wille (1984) investigaron las reacciones de 93 niños de 15
a 18 meses a breves periodos de separación de sus madres. Descubrieron que las
experiencias de separación se relacionaban estrechamente con el grado de
aflicción que manifestaban, pero era una relación curvilínea; es decir, la aflicción
no aumentaba linealmente con el incremento de las experiencias de separación,
sino que disminuía con la exposición moderada a la separación. El concreto, los
niños que habían experimentado una separación moderada de su madre eran los
más capaces de enfrentar su ausencia; era como si hubieran aprendido que la
separación sería temporal. Los que habían pasado por separaciones muy escasas
o reiteradas fueron los más afligidos, quizá porque había tenido muy pocas
oportunidades de aprender acerca de la separación o porque habían aprendido
que las separaciones son frecuentes o prolongadas.

Así, una forma de minimizar la congoja de los infantes por quejarse solo con
extraños sería exponerlos breve y frecuentemente a desconocidos (y hermanos).
Además, la conducta de los desconocidos puede ser un extremo importante. Por
ejemplo, un estudio de Gunnar y sus colaboradores (1992) investigó los efectos de
exponer infantes a los desconocidos durante periodos de 30 minutos (recuerde
que la situación del extraño de Ainsworth expone a los pequeños no más de unos
tres minutos). Los investigadores midieron el miedo de acuerdo con la conducta de
los infantes, como en el método de Ainsworth, y también determinaron los
aumentos en el nivel de cortisol en la saliva (una medida común de la tensión).
Descubrieron que cuando se pedía a los cuidadores que fueran cálidos, que
respondieran e interactuaran con el infante, los indicadores de ansiedad eran
mucho menores que cuando se mostraban más distantes (aunque no insensibles
a la aflicción del niño). No es de sorprender que también haya pruebas de que las
madres que son atentas e interactivas (en lugar de desdeñosas o preocupadas)
suelan tener hijos menos temerosos (Crowell y Feldman, 1991).

Tratar de preparar a los preescolares para la inminente separación de su madre


no siempre funciona como se espera. Adams y Passman (1983) pidieron a un
grupo de madres de niños de dos y dos años y miedo que les hablaran de su
separación tres días antes de que ocurriera; el segundo grupo no preparó a los
niños. En el momento de la separación algunas madres de ambos grupos
ofrecieron una breve explicación de su partida, se fueron de inmediato, o bien se
entretuvieron un minuto. Las otras se fueron como lo harían normalmente.

De manera sorprendente, los niños que no fueron preparados se mostraron menos


afligidos cuando su madre partió que los que sabían desde tres días antes que
esto sucedería. Aquellos cuya madre no se demoró después de explicar que se
iba mostraron menos congoja que los hijos de las que se quedaron 60 segundos.
Una explicación posible, argumentan Adams y Passman, es que la preparación
prolongada en realidad enseña a los niños a alarmarse. De la misma manera,
demorar la partida puede enseñarles que mostrar angustia sirve para retrasarla
(Adams y Passman, 1981).

Frazada de seguridad
Una variedad de objetos inanimados, como frazadas, osos de peluche e incluso
los pulgares, llamados a menudo objetos de transición, sirven también para reducir
los miedos de infantes y niños pequeños. Estos objetos se llaman de transición
porque se convierten en el centro del afecto y la atención al tiempo que se sitúan
entre el estado de gran dependencia de los padres y el desarrollo de un yo
independiente (Winnicott, 1971). De acuerdo con este concepto, el desarrollo del
ayo requiere la separación de los padres y la individualización, el reconocimiento
de la individualidad propia. Este proceso de separarse e independizarse produce
ansiedad; la frazada o el peluche consuelan al niño.

Más de la mitad de los niños estadounidenses de clase media sienten un fuerte


apego por objetos inanimados, escriben Passman y Jalonen (1979), de los que los
dos más comunes son, como adivinaría, la frazada y el chupón. Muchos también
se chupan el dedo, casi siempre para dormirse (Lee, 1992; Ozturk y Ozturk, 1990),
pero también como refugio contra el miedo y la tensión (Lookabaugh y Fu, 1992).
En un estudio, Passman y Weisberg (1975) compararon la eficacia de las madres
y las frazadas para reducir la aflicción infantil en una situación desconocida.
Describieron que mientras tuvieran cerca su frazada, los niños apegados a ésta
jugaban y exploraban tanto (sin mostrar más ansiedad) como los niños sin apego
a una frazada pero con la madre presente. Sin embargo, en situaciones de mucha
tensión (gran alerta), la madre es más eficaz que la frazada para reducir la
ansiedad (Passman y Adams, 1982). Lookabaugh y Fu (1992) también informan
que los niños apegados a objetos inanimados de transición (incluyendo el pulgar)
enfrentan mejor las situaciones tensas que los niños sin ese apego.
En las culturas estadounidenses, el apego a frazadas, muñecos de peluche,
chupones y otros objetos inanimados parece ser normal en el sentido de que la
mayoría de los niños lo presentan. Pero a algunos padres les preocupa que los
niños con estos apegos a objetos sin carácter social sean más inseguros y menos
adaptados que los niños con apegos más sociales.

En absoluto, dice Passman (1987). En un estudio de 108 preescolares descubrió


poca relación entre el apego a las frazadas y los miedos generales. “Por tanto, -
concluye-, los niños apegados a frazadas no son más ni menos seguros que los
otros” (p. 829).

Así que si usted es nervioso y no puede traerse a su madre, venga con su frazada
o con lo que quiera.

Separación a largo plazo de los padres


Los estudios de los efectos a largo plazo de la separación de padres e hijos en
ocasiones examinan niños adoptados y que por ende fueron separados de sus
primeros cuidadores. Como es obvio, los infantes adoptados poco después de
nacer, antes de que hayan establecido un apego fuerte con sus cuidadores, no
responden de la misma manera que los niños mayores. De hecho, en un estudio
de 70 niños adoptados, ninguno mostró reacciones negativas siquiera ligeras
antes de los tres meses; en cambio, todos los que tenían nueve meses o más
manifestaron reacciones negativas de moderadas a muy intensas (Yarrow y
Goodwin, 1973). Sin embargo, sólo nueve niños del estudio fueron adoptados
antes de los tres meses; los demás fueron colocados a edades que iban de los
tres a los 16 meses.

Sólo 15 por ciento de todos los niños no padecieron trastornos; los otros
mostraron alteraciones de diversa gravedad (véase las tablas 6.6. y 6.7). Estos
trastornos fueron más evidentes en los horarios de sueño de los niños y también
en las prácticas alimenticias, las reacciones sociales (por ejemplo, apartamiento) y
emocionales (llanto). Las alteraciones de las reacciones sociales fueron de menor
respuesta social, mayor ansiedad ante los extraños y trastornos específicos en el
trato con la nueva madre que se manifestaban en dificultades para comer, cólicos,
molestias digestivas y, lo más sorprendente, rechazo físico o excesiva inclinación
por ella. Además, después de la adopción las puntuaciones del desarrollo
disminuyeron en 56 por ciento de los casos.

Sabemos que la pérdida permanente de uno de los padres, como ocurre con la
muerte o el divorcio, puede tener efectos adversos en muchos aspectos
significativos del desarrollo infantil. ¿Pero qué pasa con la pérdida temporal pero
habitual del contacto con los padres, como sucede en muchos tipos de guarderías
y centros de cuidado infantil?
Tabla 6.6
Consecuencia inmediata de la separación a largo plazo de la madre en
infantes de tres a 16 meses.
CONSECUENCIA PORCENTAJE
Sin trastornos 15
Trastornos leves 36
Trastornos moderados 23
Trastornos graves 20
Trastornos extremos 6
Fuente: Basado en datos proporcionados por Yarrow y Goodwin (1973).

Tabla 6.7
Gravedad de la reacción a la separación de la madre según la edad
EDAD REACCIÓN LIGERA O REACCIÓN DE
NINGUNA MODERADAMENTE
AGUDA A MUY AGUDA
Menos de tres meses 100% 0
Tres a cuatro meses 60 40
Cuatro a cinco meses 28 72
Seis meses 9 91
Nueve meses 0 100
Fuente: Basado en datos proporcionados por Yarrow y Goodwin (1973).

Cuidado infantil
En 1975 menos de un tercio de todas las mujeres estadounidenses de 18 a 44
años volvían al mercado laboral en el lapso de un año después de tener un hijo;
ahora lo hacen más de la mitad. Como resultado, más de u no de dos
preescolares de ese país se encuentran en guarderías u otra forma de cuidado
(U.S. Bureau of The Census, 1996; véase “De un vistazo: Madres trabajadoras en
Estados Unidos” y las figuras 6.3 y 6.4). Además, con el aumento de las madres
que vuelven al trabajo a tres semanas del parto, los servicios de asistencia a la
niñez de mayor crecimiento son las guarderías infantiles. Dado lo que sabemos
sobre la importancia de las relaciones y el apego entre el infante y su cuidador, se
vuelven trascendentales las cuestiones que atañen los efectos del cuidado infantil
en el desarrollo social, emocional e intelectual (véase el capítulo 8 para una
exposición de los efectos de las guarderías en niños más grandes).

Gamble y Zigler (1986) resumen un gran volumen de investigaciones que han


examinado los efectos del cuidado infantil en el apego a los padres y en diversos
aspectos de la conducta social. Una preocupación importante de estas
investigaciones ha sido determinar si el cuidado infantil impide la formación de
apegos entre padres e hijos o si dirige el apego a otro cuidador. Por fortuna, todas
las pruebas disponibles indican que no. Al parecer el apego inicial a los padres se
establece en una amplia variedad de circunstancias y es muy resistente a las
interrupciones. Konner (1982) informa que ocurre en sociedades tan dispares
como la de los !kung, donde los infantes están en contacto inmediato con sus
madres 24 horas al día y en los kibuts de Israel, donde están en contacto con sus
madres sólo un breve periodo en las tardes y los fines de semana.

Clarke-Stewart, Gruber y Fitzgerald (1994), luego de una detallada investigación


de los efectos del cuidado infantil, concluyen que la buena calidad de este servicio
no desluce las relaciones entre padres e hijos ni mengua la influencia de la familia.
De hecho, parece claro que la calidad de las guarderías tiene efectos positivos
visibles en las medidas de desarrollo social y cognoscitivo. En el estudio de
Clarke-Stewart, Gruber y Fitzgerald, los niños de guarderías resultaron
constantemente más adelantados que los niños que se quedaban en casa con su
madre. “Este adelanto se mostró en todas nuestras medidas: desarrollo
cognoscitivo, competencia social con adultos desconocidos, independencia de la
madre en situaciones que no son familiares, obediencia general y comportamiento
en la mesa, asentimiento a las peticiones del investigador, trato social con un
amigo coetáneo y competencia social con un compañero desconocido” (1994, p.
223).

El punto que hay que subrayar es que el cuidado infantil de calidad tiene efectos
benéficos medibles en los niños. Cuando este servicio parece tener efectos
perjudiciales, éstos se relacionan con la mala calidad (Browman, 1993). Por
desgracia, hay poco control sobre las normas de las guarderías y el cuidado en
casa. Asimismo, las mejores opciones suelen ser demasiado caras para los
padres de los niños que quizá más las necesitan.

Con respecto a las guarderías, las características son una proporción baja de
niños por cuidador, equipo y juguetes inapropiados, espacios internos y externos
adecuados, un programa organizado y dirigido a las metas de actividades propias
para la edad y cuidadores calificados (véase el capítulo 8 para una exposición más
detallada de las características del cuidado de calidad).

Como dicen Lerner y Abrams (1994), “la investigación no ha sido capaz de


vincular claramente el empleo materno con espacios de ninguna clase en el
desarrollo cognoscitivos e intelectual de infantes y bebés” (p. 178). Ahora, dice
Silverstein (1991), debe cambiar el punto de interés. En lugar de seguir buscando
las escuelas del trabajo materno y de las alternativas de cuidado infantil, la
investigación debe concentrarse en documentar “las consecuencias negativas de
no proporcionar servicios de guardería costeables y de calidad” (p. 1025).
La investigación de los efectos de formas alternas de cuidado infantil no ha
descubierto secuelas negativas de los servicios de calidad. Asimismo, el que el
cuidado esté a cargo de otra persona mientras los padres trabajan tampoco
parece alterar los vínculos con los progenitores, como el de esta madre y su hija.

La educación de los infantes


La crianza de los hijos es una tarea difícil y muy importante, cuyas consecuencias
son de largo alcance y para la que no todos los padres son adecuados, ya por
capacitación, ya por temperamento. Cuando O’Brien (1996) estudió una muestra
ostensiblemente promedio de 413 padres de niños entre nueve meses y tres años,
descubrió un notable acuerdo general en que educar a los niños es una empresa
difícil y a veces frustrante. Lo más irritante para los padres eran las conductas
infantiles como lloriquear, exigir atención, interrumpir las actividades y rehusarse a
obedecer. La paternidad tampoco se facilita con la experiencia. En realidad, los
padres de más de un hijo hablan de más dificultades y más frustración que los de
un solo hijo.

Así como la calidad del cuidado infantil tiene efectos mediables en los niños,
también los tiene la calidad de la paternidad. Luego de revisar las investigaciones
de los efectos de los padres en los hijos, Belsky, Lerner y Spanier (1984)
describieron seis dimensiones importantes de la paternidad: atención, contacto
físico, estimulación verbal, estimulación material, cuidado sensible y restricciones.
Las primeras cinco tenían efectos positivos en el bienestar social, emocional e
intelectual; la última es negativa. Es decir, es más probable que tengan hijos
avanzados en lo intelectual y adaptados en lo emocional los padres que están
atentos a sus hijos (por ejemplo, que los ven más); que los toca, juegan con ellos,
os acunan y los mecen; que hablan con ellos y les dan objetos que ver, tocar,
probar, oler, y que son sensibles a los llantos y otras señales de aflicción,
diversión, interés o sorpresa. Quienes son restrictivos en el sentido de que limitan
de palabra y obra la libertad de los niños para explorar, pueden afectar de manera
negativa, en alguna medida, su desarrollo intelectual.

En resumen, los padres que tienen más probabilidades de fomentar el desarrollo


cognoscitivo óptimo durante la infancia son aquellos que propician o dan al niño el
acceso a las fuentes de estimulación (hablar, sostener, tocar, responder, dar
juguetes). Quienes son restrictivos, es decir, quienes limitan la estimulación a la
que se expone el infante, tienen el efecto opuesto (véase el capítulo 8 para una
exposición adicional de los estilos de educación infantil).

Semejanzas culturales
En general, los niños califican de manera distinta a sus madres que a sus padres
en lo que respecta a dimensiones importantes de la crianza como la calidez y el
control. En China, dice Ho (1987), las madres cuidan a los niños y los padres los
disciplinan. Quizá no es de sorprender que Berndt y sus colaboradores (1993)
descubrieran que los niños chinos (así como los de Taiwán y Hong Kong) vean a
sus madres como cálidas y menos controladoras que sus padres.
Tabla sinóptica 6.8
Conclusiones importantes sobre el cuidado y la crianza de los hijos
 Más de la mitad de las madres de hijos de menos de un año trabajan fuera
de su casa.
 El cuidado infantil externo no altera los vínculos afectivos entre padres e
hijos.
 El cuidado infantil de calidad tiene efectos beneficios medibles en el
desarrollo cognoscitivo y social de los niños.
 El cuidado infantil de calidad se caracteriza por una proporción baja de
niños por cuidador, un programa organizado de actividades apropiadas
para la edad, especio, interior y exterior apropiado, equipos y juguetes
adecuados y cuidadores calificados.
 El efecto del cuidado infantil fuera de casa no disminuye la infancia de los
padres.
 La paternidad es una tarea difícil para la que no son aptos todos los
padres.
 Las seis dimensiones más importantes de la buena paternidad son
atención, contacto físico, estimulación verbal, estimulación material,
cuidado sensible y falta de restricciones excesivas.

Es interesante observar que los niños de las sociedades occidentales expresan


opiniones muy similares sobre sus padres (Collinns y Russel, 1991). No importa
cuanto participen los padres en la crianza, ven a las madres como mas afectuosas
y calidas y menos estrictas. No es de sorprender, dado que las madres son las
que alimentan, lavan y visten a los niños: en otras palabras, las que los atienden
(Hodapp y Mueller, 1982). En cambio, los padres juegan con ellos (o los
disciplinan). Así, incluso en estas primeras relaciones entre padres e hijos el sexo
ha comenzado a marcar una diferencia. (Véase la tabla sinóptica 6.8 )

Primeros determinantes sexuales.


Las deferencias sexuales en actitudes y conductas se manifiestan en los roles
sexuales (o roles de genero). Un rol sexual es la combinación peculiar de
actitudes, conductas y características de personalidad que una cultura considera
apropiada para el sexo anatómico del individuo: en otras palabras, lo que se
considera masculino o femenino. La determinación sexual es el proceso por el que
niños y niñas aprenden los roles masculinos y femeninos.

En alguna medida la masculinidad y la feminidad son sin duda productos de


diferencias fisiológicas y hormonales de origen genético entre hombres y mujeres:
es decir, al contrario de la que alguna vez fue la teoría prevaleciente, los
psicólogos ya no creen que los niños nazcan sexualmente neutros y que
adquieran las nociones de identidad sexual con la crianza. La postura
contemporánea es que aunque la identidad sexual es el resultado de la interacción
de predisposiciones genéticas e influencias ambientales, hay tendencias innatas
hacia una identidad sexual masculina o femenina (Diamond, 1996).
Observe que las culturas determinan qué comportamientos se consideran
masculinos o femeninos. Por ejemplo, en algunas la agresividad y el dominio que
nosotros consideramos masculinos caracterizan a las mujeres, y los rasgos
maternales que asociamos con las mujeres son más comunes entre los hombres
(véase el capítulo 12 para más detalles). Es evidente que las culturas y las familias
tienen mucho que ver con los roles sexuales que asumirán los niños.

¿Cuándo comienza la determinación sexual?


La asignación de roles sexuales comienza muy pronto… o incluso antes, cuando
los padres se preguntan: “¿Qué tal si nos arriesgamos y pintamos la recámara de
azul?” ¡Pero puede ser una niña! Tal vez lo mejor sea que pongamos algo neutro,
como castaño desierto, y podemos pintar de azul o de rosa después”.

Cuando nace un niño, el médico o la partera no dicen: “¡Santos caracoles, señora:


es un bebé!” No; la palabra clave no es bebé, sino niño o niña (a menos, desde
luego, que el diagnóstico prenatal haya arruinado la sorpresa). El simple hecho
anatómico de ser niño o niña le dice a la madre y el padre, y a todos los seres
queridos, qué pensar y cómo reaccionar. El conocimiento de que es “niño” o “niña”
colorea incluso las percepciones de los padres. Cuando Rubin, Provenzamo y
Luria (1974) les pidieron a 30 padres que describieran a su hijo de un día de
nacido cómo lo harían si se tratara de un parienta o amigo cercano, sin ningún
titubeo hablaron de niños alertas, fuertes, bien coordinados, firmes y fornidos, en
tanto que describieron a sus hijas como débiles, de rasgos finos, suaves, menos
atentas y más delicadas. Con todo, los progenitores, especialmente los padres
(que fueron más culpables de exagerar las características que convenían al sexo
de sus hijos), apenas habían tenido oportunidades de interactuar y conocer a sus
bebés. Además, los historiales hospitalarios indicaban a las claras que estos niños
y niñas eran indistinguibles en cuanto a peso, tono muscular, actividad,
receptividad, etcétera.

Pero muchos padres no pierden mucho tiempo en sentar diferencias sexuales


entre sus hijos: pintan de azul a los niños y de rosa a las niñas. Dadas las
connotaciones asociadas a estos colores, insisten en estereotipos sexuales muy
establecidos. De manera muy parecida, los hombres que los padres dan a sus
hijos refuerzan sus convicciones, a veces inconscientes, sobre las diferencias
entre hombres y mujeres. Por ejemplo, Kasof (1993) muestra que los nombres
masculinos (como Juan o Miguel) parecen más atractivos, inteligentes y fuertes,
mientras que muchos femeninos (como Edith) llevan connotaciones menos
atractivas, más anticuadas y menos capaces.

Niños excepcionales
El ciclo de la vida trata sobre todo del desarrollo físico, intelectual y social de la
persona promedio. Sin embargo, vale la pena repetir que esta persona no es más
que un invento matemático útil, que ninguno de nosotros somos “promedio” en
todos los aspectos. Somos individuos, diferentes unos de otros. Pero somos
tantos, unos 6000 millones, que para que las cosas sean claras y sencillas la
psicología tiene que hablar del mítico promedio.
De cualquier manera tenemos que recordar que nuestro promedio es una función
y que el individuo, Teresa, Tadeo, Teté y Tomi, es nuestra realidad y nuestro
principal interés. También debemos recordar que algunos individuos se apartan
tanto de nuestro promedio, son tan excepcionales, que conviene estudiarlos por su
propio derecho.
La excepcionalidad es un concepto dual: por un lado están los excepcionalmente
dotados; por el otro los que carecen de las destrezas y la pericia normales. Más
aún, la excepcionalidad aparece en las tres áreas principales del desarrollo
humano: social, físico e intelectual (véase la figura 6.5.). En esta sección nos
ocuparemos brevemente de algunas de las manifestaciones más comunes de la
excepcionalidad física y socioemocional de la infancia. En el capítulo 9 se
abordará la excepcionalidad física a intelectual en la niñez y en el capítulo 10 se
expondrá la socioemocional.

Las características masculinas y femeninas tanto de la biología como de


innumerables mensajes sexuales que transmiten las conductas y las expectativas
de padres y hermanos. Así, este chicuelo ha empezado a aprender no sólo que las
cámaras de video son cosas negras y lisas, sino también que los hombres se
interesan más en la electrónica que las mujeres. ¿Pero aprenderá algún día a
poner el reloj de su videocasetera?

Figura 6.5.
Dimensiones físicas, socioemocional e intelectual de la excepcionalidad.

Trastornos de las destrezas motoras


No todos los niños aprenden a caminar, atarse los zapatos o bailar como se
esperaba; algunos sufren retrasos de desarrollo y otros problemas para adquirir
las destrezas motoras.

Parálisis cerebral
La parálisis cerebral, también llamada discapacidad importante del desarrollo
motor, es un conjunto de síntomas (un síndrome) que comprende problemas
motores y también psicológicos, convulsiones o trastornos conductuales. Con
frecuencia se define como un trastorno no progresivo de la función motora (Davis,
1997). Antes se conocía como la enfermedad de Little, por el médico que la
descubrió, pero en realidad no es una enfermedad. Su gravedad varía de leve y
prácticamente inadvertible a grave, manifestándose como parálisis.

La parálisis cerebral es casi siempre un trastorno congénito; es decir, está


presente al nacer en más de dos tercios de todos los casos. Suele relacionarse
con el daño cerebral, aunque éste es con frecuencia ligero y no es específico. Por
tanto, se estima que la falta de oxígeno al nacer (la asfixia o anoxia prenatal) es la
causa de hasta 20 por ciento de los casos de parálisis cerebral (Patel y Edwards,
1997). No es de sorprender que sea mucho más común entre los niños muy
prematuros. Spinillo y sus colaboradores (1997) informan que 12.3 por ciento de
los sobrevivientes de un grupo de infantes nacidos entre la vigésimo cuarta y la
trigésimo tercera semana de gestación padecía el trastorno. En un estudio
posterior se descubrió que 18 por ciento de los infantes nacidos antes de la
trigésimo tercera semana de gestación tenía parálisis cerebral (Allen y Alexander,
1997). La parálisis cerebral también puede ser el resultado de enfermedades e
infecciones de la madre, así como de lesiones cerebrales posnatales por causa de
enfermedades como la meningitis o la encefalitis. De cualquier manera, en alguna
cifra entre 17 y 60 por ciento de los casos no se conoce la causa (Davis, 1997).

Muchos de los problemas físicos y motores de la infancia y la niñez son tan leves
que casi pasan inadvertidos; otros se manifiestan como parálisis. Algunos, como el
de esta niña cuya pierna derecha es unos 10 centímetros más corta que la otra,
requieren aparatos especiales o cirugía. Una autoimagen positiva y la aceptación
de los demás son especialmente importantes para los niños con problemas físicos.
Uno de los síntomas más comunes de la parálisis cerebral es la espasticidad (la
falta de movimientos voluntarios) en una o más extremidades o la disquinesia
(movimientos anormales) (véase la tabla 6.9). En la parálisis cerebral, las
afecciones de las extremidades también pueden estar acompañadas de trastornos
de los movimientos faciales (llamados praxis orofacial), que a veces se
manifiestan en la incapacidad de controlar las expresiones del rostro (Dewey,
1993). En ocasiones, las incapacidades motoras de la parálisis cerebral son tan
graves que es difícil evaluar las habilidades intelectuales del niño. Como resultado,
solía suponerse que las deficiencias intelectuales eran comunes entre quienes
sufren este problema. Sin embargo, las pruebas más recientes indican que menos
de la mitad de las víctimas de parálisis cerebral padecen retraso mental (Ericson,
1987).

A veces la terapia física lograr mejorar el control y la coordinación motora de los


niños con parálisis cerebral (Pape et al., 1994). Asimismo, la estimulación eléctrica
de ciertos grupos de músculos pueden ser eficaz (Hazelwood et al., 1994). En
algunos casos la cirugía cerebral es útil para disminuir la espasticidad (Kaufman et
al., 1994).

Tabla 6.9.
Categorías de la parálisis cerebral (clasificadas por movimiento corporal) *
La parálisis cerebral es un trastorno motor no progresivo que casi siempre es
congénito (de nacimiento). La extensión y gravedad de sus síntomas varía
enormemente. Aunque suele relacionarse con el carácter prematuro (entre 10 y 20
por ciento de los infantes nacidos antes de la trigésimo tercera semana de
gestación) y con la asfixia perinatal, en prácticamente la mitad de los casos se
desconocen aún sus causas exactas.

Ataxia Se manifiesta en problemas de equilibrio y en un andar


inseguro. Afecta aproximadamente a una de cada cuatro
personas con parálisis cerebral.
Espasticidad Caracterizada por la pérdida del control de los músculos
voluntarios. Los movimientos son espasmódicos e
incontrolados. Algunos síntomas en dos de cada cinco
víctimas de la parálisis.
Atetosis Marcada por temblores, babeo, gesticulaciones faciales y
otros movimientos involuntarios y actividad muscular sin
objetivo (por ejemplo, ondulación de las manos, a
diferencia de los movimientos rígidos y espasmódicos de la
espasticidad). También suele afectar el habla. Se
encuentra a menudo en combinación con la espasticidad.
Afecta a uno de cinco individuos con parálisis cerebral.
Temblor Movimientos de sacudida, casi siempre de las manos y a
veces, visibles sólo cuando el individuo pretende hacer
algo. Son movimientos menos acusados que en la aterosis
y la espasticidad.
Rigidez Causada por una fuerte tensión contraria de los músculos
flexor y extensor, lo que da por resultado posturas fijas y
rígidas (a veces llamada parálisis de plomada).
Combinada Combinación de características pertenecientes a una o
más de las categorías comunes. La mayoría de las
víctimas de parálisis cerebral se encuentra en esta
categoría, aunque casi todas se describen de acuerdo con
la combinación más predominante.
* Nota: Hay que destacar que los efectos de la parálisis cerebral son a veces tan
ligeros que no se detecta. En otras ocasiones, son tan graves como para causar la
muerte en la infancia.

Otros trastornos de las destrezas motoras y problemas físicos


Hay trastornos de las destrezas motoras que no se relacionan con daños o
parálisis cerebral. Con frecuencia se manifiestan en un retraso del desarrollo de
los niños, muchos de los cuales también padecen otros trastornos del desarrollo,
como retraso mental, autismo o incluso deficiencias de atención (Deuel, 1992).
Estos trastornos se evidencian en las dificultades para aprender las tareas
motoras de caminar, correr, saltar, atarse los zapatos, etcétera; también se
aprecian en las dificultades para realizar actividades motoras. Un nombre común
de estos problemas es trastorno del desarrollo de la coordinación.

De acuerdo con el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales


(DSM-IV) de la Asociación Psiquiátrica Estadounidense, hay un trastorno del
desarrollo de la coordinación cuando (1) el desempeño de la persona de
actividades que requieren coordinación motora (como arrastrarse, caminar,
sentarse, escribir, jugar) está notablemente por debajo del que se esperaría para
su edad; (2) el trastorno interfiere con el avance escolar o con las actividades
cotidianas; y (3) el trastorno no se debe a una dolencia física conocida (como
parálisis cerebral) (American Psuchiatric Association, 1994).

Hay muchos otros problemas físicos de la infancia y la niñez que a veces


requieren servicios especiales: enfermedades y afecciones como la distrofia
muscular, el cáncer, el asma, la diabetes y la falta de una o más extremidades, así
como la parálisis, por mencionar algunos. Pueden ser congénitos o bien el
resultado de infecciones y enfermedades después del nacimiento; otros más son
secuelas de accidentes después del nacimiento; otros más son secuelas de
accidentes de varias clases. Muchos casos se asocian con problemas
emocionales y sociales graves que se relacionan con las dificultades que
experimentan los niños para ser aceptados por los demás y para adquirir un
autoconcepto positivo. Por tanto, mucho de lo que pueden hacer los programas de
educación especial, los padres y los terapeutas por los niños con desventajas
físicas atañe a su bienestar emocional y social.

Epilepsia
La epilepsia es un trastorno de ataques agudos cuyos orígenes son algunas veces
genéticos y otras desconocidas (Berkovic y Scheffer, 1997). Los ataques son
producto de la actividad eléctrica anormal del cerebro. Las formas más graves de
epilepsia (llamadas también gran mal o mal mayor, a diferencia del pequeño mal,
o mal menor) pueden controlarse con medicamentos. Los ataques del pequeño
mal, que duran de uno a 30 segundos, parecen “ausencias” momentáneas del
niño y con frecuencia están acompañados de movimientos rítmicos y ondulantes
de ambos párpados. Estos ataques pueden ocurrir con mucha frecuencia y en
ocasiones padres y maestros los interpretan como que el niño no presta atención.
En la mayoría de los casos la medicación puede prevenir la ocurrencia de ataques
del pequeño mal. Asimismo, en muchos casos puede suspenderse la medicación
sin que recurran los ataques. Echenne y sus colaboradores (1994) señalan que
una forma de la afección, llamada epilepsia infantil benigna, se relaciona con un
gen denomínate y se controla fácilmente con anticonvulsivos. El tratamiento no
dura más de 16 meses y previene ataques posteriores. Las formas más graves de
epilepsia, en las que los ataques posteriores. Las formas más graves de epilepsia,
en las que los ataques son frecuentes e interfieren en buena medida con el
funcionamiento normal, suelen tratarse mediante cirugía cerebral. La
hemisferoctomía, en la que se separan quirúrgicamente las dos mitades del
cerebro, es a veces muy eficaz para aliviar a los pacientes de ataques (Vining et
al., 1997).

Autismo
Pedro era un niño de apariencia normal y saludable, el segundo hijo de una pareja
al comienzo de sus veinte. Era un infante “fácil” que lloraba muy poco y que, de
hecho, parecía más contento cuando lo dejaban solo. Más adelante, la madre
advirtió que no sonreía como los infantes pequeños y que al parecer no la
reconocía. Sin embargo, progresó normalmente durante el primero año, aprendió
a caminar a los nueve meses, lo que demostró un desarrollo motor adelantado,
pues rara vez tropezaba o caía como la mayoría de los infantes.
Pero a los dos años aún no aprendía a hablar. Un reconocimiento mostró que su
audición era normal. Sus padres tenían la esperanza de que fuera de los que
“maduran tarde”, pero ni siquiera a los tres años respondía al habla de ellos.
Además, había adquirido pocas destrezas sociales y se entregaba a conductas
inusuales y repetitivas, como hacer girar las ruedas de su coche de juguete o
sentarse a mecerse interminablemente.

La condición de Pedro es rara. Se denomina autismo, un trastorno descrito por la


Asociación Psiquiátrica Estadounidense (1994) como un trastorno general del
desarrollo. No están claras las causas del autismo, aunque en algunos casos
parecen relacionarse con una anormalidad cromosómica (Vostanis et al., 1994) y
en otros con defectos o daños en la parte del cerebro llamada cerebelo (Ciesielsky
y Knight, 1994).

El trastorno autista se manifiesta principalmente en la incapacidad del infante de


adquirir las destrezas de comunicación normales. Entre aquellos niños que
aprenden a hablar y manifiestan después el autismo casi invariablemente ocurre
una pérdida importante del lenguaje (Kurita, 1996). Sus otras características son
una falta de receptividad normal a otras personas, respuestas estrafalarias a los
aspectos del entorno, una pauta de retrasos del desarrollo y, muy a menudo, toda
clase de conductas repetitivas y esquematizadas (Morrison y Rosales Ruiz, 1997).
Además, algunos niños autistas son autodestructivos; otros destruyen cosas
(Celiberti et al., 1997). Las comparaciones de videos del primer cumpleaños de 11
niños autistas con los de 11 niños normales revelaron varios signos conductuales
que distinguen a los dos grupos y que consisten en señalar, mostrar diversos
objetos a los demás, mirar a otras personas y voltear al oír su nombre (Osterling y
Dawson, 1994).

Entre los principales síntomas del autismo, la Asociación Psiquiátrica


Estadounidense (1994) señala los siguientes: (1) deterioro grave y constante en
las relaciones sociales (por ejemplo, respuestas emocionales inapropiadas,
inconsciencia de los sentimientos de los demás, juego social anormal,
incapacidad de hacer amigos); (2) incapacidad notable en la comunicación verbal
y no verbal (por ejemplo, falta de balbuceos, falta de expresividad facial, ausencia
de actividad imaginativa como en los juegos de simulación, producción anormal de
sonidos articulados, incapacidad de iniciar o mantener una conversación); y (3)
gama marcadamente restringida de intereses y conductas (por ejemplo,
movimientos esquemáticos como girar o golpearse la cabeza, preocupación
persistente con parte de ciertos objetos como oler o palpar algo de continuo,
aflicción aguda por cambios triviales en el entorno, insistencia irrazonable en las
rutinas y preocupación por una actividad).

Aunque el trastorno autista se manifiesta antes de los tres años, a veces aparece
después (Mesibow y Van Bourgondien, 1992). El tratamiento más común consiste
en tranquilizantes y antipsicóticos. Hay pocas pruebas de que estos
medicamentos alivien la condición, pero son útiles para volver más manejables a
los pacientes (McCormick, 1997). La psicoterapia (por ejemplo, el psicoanálisis) no
ha resultado muy eficaz, aunque en ocasiones son de provecho algunas formas de
terapia conductual (basadas en las teorías del condicionamiento que se explicaron
en el capítulo 2) indicadas pronto en la vida del niño y continuadas por largo
tiempo (Hagopian, Fisher y Legacy, 1994). En general el pronóstico a largo plazo
de los niños autistas no es muy bueno, pues sólo un pequeño porcentaje se
recupera lo suficiente para ser clasificado como “completamente normal” (véase la
tabla sinóptica 6.10.)

Tabla sinóptica 6.10


Algunas manifestaciones de la excepcionalidad infantil
La excepcionalidad es un concepto dual que comprende las dos desviaciones
extremas del funcionamiento y las capacidades del niño promedio. Aquí sólo se
verá un extremo.
EXCEPCIONALIDAD ALGUNAS CARACTERÍSTICAS
Parálisis cerebral
(discapacidad importante del
desarrollo motor)
Definición: Trastorno motor congénito no progresivo.

Causas: Desconocidas en muchos casos; asfixia perinatal


en aproximadamente el 20 por ciento de los
casos; a menudo se relaciona con los nacimientos
prematuros.

Manifestaciones: Los síntomas van de los casi imperceptibles a la


parálisis casi total; a veces es evidente en la
espasticidad (incapacidad de movimientos
voluntarios) y la disquinesia (movimientos
anormales)
Trastorno del desarrollo de la
coordinación
Definición: Dificultades para aprender o realizar actividades
motoras; no se relaciona con daño o parálisis
cerebral.

Síntomas: Desempeño retrasado o menor al promedio de las


actividades motoras comunes; impide las
actividades normales.
Epilepsia
Definición: Trastornos de ataques de diversa gravedad.

Tipos: Gran mal: ataques graves, desconocidas.

Causas: A veces genética; otras, desconocidas.

Tratamiento: Los medicamentos suelen controlar los ataques;


en los casos graves se recurre a la cirugía
cerebral.
Autismo (trastorno general del
desarrollo)
Etiología: Oscura; a veces se relaciona con una
anormalidad cromosómica.

Síntomas: Deterioro en las relaciones sociales; incapacidad


de comunicación; gama restringida de interés; a
veces marcado por conductas repetitivas o
autodestructivas.

Tratamiento: Medicación, terapia conductual o psicoterapia


solas o combinadas; pronóstico a largo plazo
normalmente pesimista.

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