El Enigma Sagrado
El Enigma Sagrado
El Enigma Sagrado
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Michael Baigent - Richard Leigh - Henry Lincoln
El enigma sagrado
ePub r1.3
pcastrod27.07.14
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Título original: The Holy Blood and the Holy Grail
Michael Baigent - Richard Leigh - Henry Lincoln, 1982
Traducción: Jordi Beltrán
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Lejour du mi été tranquille
Brule au centre de l’estoile,
Oú miroitée la mare dedans
Son coeur doré Nymphaea montre clair.
Nostres dames adorées
Dans l’heure fleurie
Dissoudent les ombres ténébreuses du temps.
Jehan ASCUIZ
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Agradecimientos
Desearíamos expresar nuestro especial agradecimiento a Ann Evans, pues sin ella
no hubiera sido posible escribir el presente libro. También quisiéramos dar las gracias
a las siguientes personas: Jehan l’Ascuiz, Robert Beer, Ean Begg, Dave Bennett,
Colin Bloy, Juliet Burke, Henri Buthion, Jean-Luc Chaumeil, Philippe de Chérisey,
Jonathan Clowes, Shirley Collins, Chris Cornford, Painton Cowan, Roy Davies, Liz
Flower, Janice Glaholm, John Glover, Liz Greene, Margaret Hill, Renee Hinchley,
Judy Holland, Paul Johnstone, Patrick Lichfield, Douglas Lockhart, Guy Lovel, Jane
McGi-llivray, Andrew Maxwell-Hyslop, Pam Morris, Les Olbinson, Pierre Plantard
de Saint-Clair, Bob Roberts, David Rolfe, John Saúl, Gérard de Sede, Rosalie Siegel,
John Sinclair, Jeanne Thomason, Louis Vazart, Colin Waldeck, Anthony Wall, Andy
Whitaker, el personal de la sala de lectura del Museo Británico y los habitantes de
Rennes-le-Château.
Las fotografías nos fueron facilitadas amablemente por: AGRACI, París, 35;
Archives Nationales, París, 16º; Michael Baigent, Londres, 1, 2, 5, 6, 7, 12, 14, 15,
17, 18, 24, 25, 26, 30, 31, 33; Bibliothéque Nationale, París, 27, 28, 29; Michel
Bouffard, Carcasona, 4; W. Braun, Jerusalén, 11, 13; British Library, Londres, 9, 166,
34; Courtauld Institute of Art, Londres, 10; Devonshire Collection, Chatsworth
(reproducida con permiso de los administradores del Chatsworth Settlement), 21;
Jean Dieuzaide/YAN photo, Toulouse, 8; Gallería Nazionale d’Arte Antica, Roma,
20; Patrick Lichfield, Londres, 23; Henry Lincoln, Londres, 3; Museo Británico,
Londres (reproducida con autorización de los administradores del Museo Británico),
32; Museo del Louvre, París, 22; Ost. Nationalbi-bliothek, Viena, 19.
Nos dieron permiso para citar extractos de diversas obras y publicaciones: la
revista Le Charivari, París, para material tomado de su número 18, «Les Archives du
Prieuré de Sion»; Víctor Gollancz, Londres, y Harper Row, Publishers, Inc., Nueva
York, para el material que se especifica en las páginas 291-293, y que procede de las
páginas 14-17 de The Secret Gospel, de Morton Smith, copyright © 1973 by Morton
Smith; Random House, Inc., Nueva York, para el material procedente de Parzival, de
Wolfram von Eschenbach, traducido por Helen Mustard y Charles E. Passage,
copyright © 1961 by Helen Mustard y Charles Passage
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Prólogo
He afirmado muchas veces que la Historia, tal como nos la han enseñado, es
apenas una caricatura borrosa y deformada de una realidad que fue siempre
escamoteada deliberadamente. Y, si se me pregunta la razón, tendré que contestar que
esa deformación caricaturesca es consecuencia del deseo tácito de todas las fuerzas y
poderes implantados a lo largo del tiempo, que han sentido la necesidad de justificar
sus actitudes dominadoras recreando y transformando todos aquellos sucesos que
podían contradecir sus pretendidos derechos o su providencial presencia salvífica.
Por ese camino, la Historia que creemos cierta y hasta objetiva no suele ser otra
cosa que un cúmulo de arreglos, de claves manipuladas, de razones defendidas con
ejemplos cuidadosamente escogidos entre aquellos que vienen a demostrar y a
defender la actitud vital de quienes se alzaron con el poder y trataron de
transformarlo en razón indiscutida. La Historia, de este modo, no ha sido más que
aviso y advertencia creados y maquillados por quienes, desde siempre, han pulido el
espejo del pasado para que reflejase la experiencia que pretendían convertir en razón
de estado y en motivo fundamental de presión y de dominio. La realidad, en este
contexto, ha importado siempre mucho menos que la experiencia prefabricada,
creadora artificiosa de jurisprudencias establecidas a imagen y semejanza de los fines
del poder de turno.
Sin embargo, a veces, ese monstruoso tinglado de supuestas motivaciones
históricas y de inamovibles verdades ejemplares se resquebraja en un punto concreto
que, generalmente, pasa desapercibido para la mayoría; tanto, que ni siquiera los
poderosos fabricantes de certezas llegan a considerarlo alarmante. Tan chica es la
brecha que ni se advierte el goteo. Pero puede surgir quien la atisbe, incluso quien se
atreva a agrandarla y a mirar qué se esconde al otro lado. Y cuando tal sucede,
comienzan a tambalearse los principios acatados por decreto y nos damos cuenta de
la naturaleza de los cimientos, auténticos e insospechados sobre los que se levantaron
las supuestas revelaciones, los misterios que teníamos que respetar y hasta las
previsibles consecuencias de esas corrientes de acontecimientos soterraños que
pueden abocar en la transformación profunda de nuestro destino y que ya muchas
veces han aflorado, aunque tan tímidamente que los dejamos pasar por nuestro lado
sin advertirlo.
La investigación seria, minuciosa, objetiva y realmente consciente de cualquiera
de esas diminutas brechas históricas que nunca llegaron a soldarse puede llevar, como
lleva este libro, al planteamiento de una auténtica revolución histórica; a la sospecha
fundada de que, reptando bajo acontecimientos aparentemente diáfanos, otras
verdades paralelas, pero no menos ciertas, se estaban abriendo paso por el entramado
de una Historia que jamás podrá ser cierta y objetiva si no se le incorpora lo que
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nunca anteriormente fue desvelado, precisamente porque ese desvelamiento podía
poner en tela de juicio todo el mecanismo cultural, político y hasta religioso, que se
fue fabricando a lo largo de siglos para camuflar aquello que muy pocos conocían en
su auténtica dimensión.
Desde esta perspectiva, creo sinceramente que estamos ante un libro
revolucionario, a cuya lectura nunca se podrá proceder paseándose
despreocupadamente por sus páginas, sino asimilándolo, poniendo en cuarentena
cada página y cada capítulo, y abriendo de par en par la puerta de nuestras dudas,
hasta comprobar que, efectivamente, puede haber unas respuestas coherentes a ese
pasado que, a su vez, conforma parte de nuestro presente y tendrá algo que decir —
aún no sabemos si anecdótico o definitivo— en los años que ya apuntan
inmediatamente ante nosotros.
Sé positivamente que habrá instantes, a lo largo de esta aventura de leer que ahora
emprende, en que el lector habrá de sentir de tal modo tambalearse los principios y
las certezas que aceptó siempre y que forman ya parte de la memoria colectiva, que
podrá asaltarle la tentación de negar cuanto se apunta aquí y quedarse pasivamente
con todo cuanto le enseñaron y le hicieron aceptar como dogma histórico y hasta
religioso. Sé muy bien —pues a mí mismo estuvo a punto de sucederme— que, en
ciertos momentos, esta lectura parecerá invitar gratis a la gran ceremonia de la
confusión. Habituados como estamos a la reiteración secular de las mismas certezas
aparentes y monolíticas, el hecho mismo de enfrentarse con una investigación que
socava despiadadamente los cimientos del gran tinglado de una farsa impuesta hace
ya tanto tiempo y tan fosilizada en nuestros arquetipos mentales, puede romper
demasiado bruscamente los esquemas acomodaticios que llegamos a aceptar por
inercia genética. El resultado puede ser —lo advierto— una novísima sensación de
desnudez y de desamparo ante lo que se derrumba en torno nuestro y, sobre todo, ante
todo aquello que se vislumbra detrás y que permaneció hasta ahora mismo
deliberadamente oculto, discretamente ignorado.
Si tal sucediera, que todo es posible, me atrevería a sugerir algo que, para bien o
para mal, vengo practicando hacia adentro y hacia afuera desde hace muchos años: no
tapiemos nunca, por perezas o temores, ninguna ventana que nos asome a una toma
de conciencia voluntariamente asumida; no les volvamos nunca la espalda a ninguna
afirmación ni a ninguna prueba, por absurda que comience a parecemos, que nos
coloque ante el dilema de emprender el vuelo por la libertad o regresar entre los
barrotes de la manipulación aceptada; no neguemos ninguna evidencia ni una simple
sospecha que lleguen a nosotros para ponernos sobre aviso de las trabas mentales y
culturales que nos vienen entorpeciendo la conciencia desde generaciones,
convirtiéndonos en homínidos con la única obligación de asentir y callar; no
rechacemos nada que venga a airearnos las estructuras mentales, tratando de
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avisarnos sobre nuestro derecho inalienable a elegir nuestro paradigma vital.
Este libro cumple con creces todas estas premisas. Con un rigor digno de los
mejores anatomopatólogos, sus autores han emprendido con él una aventura que
aunque todavía incompleta —un segundo volumen casi concluido vendrá a abrir
nuevas perspectivas a cuestiones que aquí apenas llegan a insinuarse en profundidad
—, nos pone ante la necesidad de cuestionarnos, sincera y libremente, las razones y
hasta las sinrazones de unos hechos históricos interpretados siempre desde
perspectivas aberrantes y condicionadoras. Los acontecimientos, y hasta sus causas y
sus consecuencias, se plantean aquí desde ese otro lado del espejo que nos permite
asir y palpar lo que siempre nos juraron que era falso, que no existía, que era una
ilusión óptica sobre la que más valía no fijar una atención inútil y hasta digna de
anatema. Más aún: muchos de esos acontecimientos, algunos de hoy mismo, sobre los
que pasamos sin verles las causas ni las consecuencias —simplemente constatamos
que suceden—, empiezan a abrírsenos a su dimensión real, a unos motivos que los
integran irremisiblemente en una cadena de la que forman parte como eslabones
imprescindibles para que las cosas sucedan como se previó que fueran sucediendo.
Causas y efectos, incluso fuera de los límites de lo que siempre aceptamos como casi
lógico o casi racional, se suceden, se combinan y se enlazan en un mosaico
insospechado que añade un nuevo sentido a los sucesos y hasta a las creencias. Y ese
nuevo sentido, tan absurdo o tan evidente como el que se nos ha hecho abandonar —
pero también más coherente con la realidad oculta de los grandes acontecimientos
que mueven a la Humanidad—, nos coloca frente a la necesidad, ya urgente, de
romper definitivamente con los condicionamientos impuestos y de replantearnos la
posibilidad de ser nosotros mismos quienes juzguemos y decidamos sobre nuestro
pasado y, ante todo, sobre este presente que estamos viviendo y que ha comenzado ya
a prepararnos el futuro.
Estamos ante un libro inquietante como pocos; ante una lectura que habrá de
quitarnos el sueño, porque nos obligará a mantener, desde ahora, los ojos muy
abiertos a cuanto suceda en el mundo y en nuestro entorno inmediato. Si cabe decirlo
así, nos enfrentamos a una investigación que incita a no conformarnos con lo que nos
descubre, que nos fustiga a seguir, a profundizar, a emprender camino por aquella
trocha que nos inquietaba, pero que creímos demasiado absurda como para esperar
que respondiera a nuestros temores. Ahora sabemos que, en muchos de esos casos,
puede esconderse una respuesta que nos ponga más afín sobre la pista de tantas
cuestiones cruciales como asaltan nuestra mente, y sobre las que determinados focos
de poder han tratado —con éxito— de extender una espesa cortina de ignorancia y
desconocimiento. Sabemos que se puede, que se debe ir más allá siempre. Y si algún
agradecimiento hay que guardar a Lincoln, a Baigent y a Leigh es precisamente el de
habernos abierto la puerta para que pisemos sin miedo las losas de un secreto de
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siglos, del Secreto por excelencia de esa que llamamos la Civilización Occidental.
Verano de 1985
Juan G. Atienza
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Introducción
En 1969, cuando iba camino de los Cévennes para pasar las vacaciones de verano,
quiso la casualidad que comprase un libro de bolsillo, Le trésor maudit, de Gérard de
Sede. Era una narración de misterio, una mezcla ligera y entretenida de hechos
históricos, misterio auténtico y conjeturas. Posiblemente el libro habría quedado
relegado al olvido, como todas las lecturas de este tipo con las que matamos el ocio
durante las vacaciones, si no me hubiese dado cuenta de que en sus páginas había una
curiosa y manifiesta omisión.
Al parecer, el «tesoro maldito» del título lo había encontrado en el decenio de
1890 un cura de pueblo al descifrar ciertos documentos crípticos que había hallado en
su iglesia. En el libro se reproducían los supuestos textos de dos de tales documentos,
pero no los «mensajes secretos» que, según se decía, contenían los mismos. De ello
se desprendía que los mensajes descifrados habían vuelto a perderse. Y pese a ello,
como pude comprobar, un estudio superficial de los documentos reproducidos en el
libro revela como mínimo un mensaje oculto. Sin duda el autor lo había encontrado.
Al trabajar en su libro tuvo que prestar una atención más que fugaz a los documentos.
Así pues, por fuerza habría encontrado lo mismo que yo. Además, el mensaje era
precisamente el tipo de «prueba» fragmentaria e intrigante que ayuda a vender una
novela «popular». ¿Por qué no lo había publicado el señor De Sede?
Durante los meses siguientes volví a ocuparme varias veces del libro, atraído por
lo curioso del relato y por la posibilidad de hacer nuevos descubrimientos. Era un
atractivo parecido al de un crucigrama más intrigante que los de costumbre, a lo que
cabía añadir la curiosidad que despertaba en mí el silencio del señor De Sede. A
medida que iba captando nuevos atisbos de significados ocultos en el texto de los
documentos, sentía deseos de dedicar más tiempo al misterio de Rennes-le-Château,
en vez de ocuparme de él sólo durante momentos robados a mi trabajo de escritor
para la televisión. Y a finales del otoño de 1970 presenté el relato, como posible tema
para un documental, al malogrado Paul Johnstone, productor ejecutivo de Chronicle,
la serie histórica y arqueológica de la BBC.
Paul vio las posibilidades que ofrecía y me envió a Francia para que hablase con
De Sede sobre la posibilidad de hacer un cortometraje. La semana de Navidad de
1970 me entrevisté con De Sede en París. Durante la primera entrevista le hice las
preguntas que venían intrigándome desde hacía más de un año: «¿Por qué no publicó
usted el mensaje oculto en los pergaminos?». Su respuesta me dejó atónico: «¿Qué
mensaje?».
Me parecía inconcebible que no se hubiera dado cuenta de un mensaje tan
elemental. ¿Por qué se defendía con evasivas? De pronto fui consciente de que
tampoco yo deseaba revelarle exactamente qué era lo que había encontrado. Durante
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unos minutos seguimos enzarzados en una especie de duelo de evasivas. De este
modo se hizo evidente que ambos estábamos enterados del mensaje. Le repetí la
pregunta: «¿Por qué no lo publicó?». Esta vez De Sede me dio una respuesta
calculada: «Porque pensamos que podría interesar a alguien como usted, impulsarle a
averiguarlo por sí mismo».
Esta respuesta, tan críptica como los misteriosos documentos del sacerdote, fue la
primera insinuación clara de que el misterio de Rennes-le-Château iba a resultar ser
mucho más que una simple narración sobre un tesoro perdido.
Junto con mi director, Andrew Maxwell-Hyslop, en la primavera de 1971 empecé
a preparar un cortometraje para Chronicle. Lo planeamos como una película sencilla,
de veinte minutos, para un programa tipo «magazine». Pero a medida que
trabajábamos, De Sede iba proporcionándonos más fragmentos de información.
Primero fue el texto completo de un importante mensaje cifrado que hablaba de los
pintores Poussin y Teniers. Era fascinante. La clave era increíblemente compleja. Nos
dijeron que la habían descifrado, utilizando ordenadores, los expertos del
departamento de cifrado del ejército francés. Mientras estudiaba las circunvoluciones
de la cifra, llegué a la conclusión de que esta explicación era sospechosa, por no decir
algo peor. Consulté con expertos en cifrado del espionaje británico. Estuvieron de
acuerdo conmigo. «La cifra no presenta un problema válido para un ordenador». Así
pues, era indescifrable. Alguien debía de tener la clave en alguna parte.
Y entonces De Sede dejó caer la segunda bomba. Habían encontrado una tumba
parecida a la que se ve en Les bergers d’Arcadie, el famoso cuadro de Poussin. De
Sede dijo que nos mandaría detalles «tan pronto como los tuviera». Al cabo de unos
días llegaron las fotografías y se hizo obvio que nuestro cortometraje sobre un
pequeño misterio local había empezado a adquirir dimensiones inesperadas. Paul
decidió dejarlo y en su lugar hacer una película larga para Chronicle. Ahora
tendríamos más tiempo para investigar y más «tiempo de pantalla» para explorar el
asunto. La transmisión fue aplazada hasta la primavera del año siguiente.
The Lost Treasure of Jerusalem?[1] fue presentada en febrero de 1972 y provocó
una fuerte reacción. Comprendí que había encontrado un tema de arrollador interés
no sólo para mí, sino también para muchísimos espectadores. Seguir investigando no
estaría de más. En un momento u otro habría que hacer una segunda película. En
1974 ya había reunido gran cantidad de material nuevo, y Paul encargó a Roy Davies
que produjera mi segunda película para Chronicle: The Priest, the Painter and the
Devil. Una vez más la reacción del público demostró hasta qué punto el relato había
captado la imaginación popular. Pero era ya tan complejo, sus ramificaciones
llegaban tan lejos, que me di cuenta de que la investigación detallada empezaba a
escaparse rápidamente de las posibilidades de una sola persona. Había que seguir
demasiadas pistas distintas. Cuanto más investigaba en una dirección, más consciente
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era del abundante material que quedaba olvidado. Fue entonces, en esta coyuntura
desalentadora, cuando la casualidad, que me había proporcionado el tema de manera
tan fortuita, se aseguró de que el trabajo no quedara atascado.
En 1975, en una escuela de verano en la que ambos dábamos clases sobre
aspectos de la literatura, tuve la gran suerte de conocer a Richard Leigh. Richard es
novelista y autor de narraciones cortas, ha cursado estudios superiores de literatura
comparada y posee un conocimiento profundo de historia, filosofía, psicología y
esoterismo. Durante varios años había dado clases en universidades de los Estados
Unidos, Canadá y Gran Bretaña.
En los ratos libres que nos dejaban nuestras clases en la escuela de verano
hablamos largo y tendido de temas de interés mutuo. Hablé de los caballeros
templarios, que habían desempeñado un papel importante en el trasfondo del misterio
de Rennes-le-Château. Con gran contento vi que esta misteriosa orden medieval de
monjes-guerreros interesaba profundamente a Richard, quien ya había investigado su
historia. En un abrir y cerrar de ojos se esfumaron los meses y meses de trabajo que
yo creía que me esperaban. Richard pudo responder a la mayoría de mis preguntas y
se mostró tan intrigado como yo ante algunas de las aparentes anomalías que yo había
descubierto. Y lo que es más importante: también él se percató de la fascinación y la
importancia del proyecto de investigación en que me había embarcado. Se brindó a
ayudarme en el aspecto relativo a los templarios. Y me presentó a Michael Baigent,
un licenciado en psicología que recientemente había dejado su brillante carrera de
periodista gráfico para reunir datos sobre los templarios con vistas a una película que
tenía pensada.
De haberlos buscado deliberadamente, no creo que hubiese encontrado dos
colaboradores más preparados y simpáticos con los que formé un equipo. Después de
años de labor solitaria, el ímpetu que dieron al proyecto mis nuevos colaboradores
fue estimulante. El primer resultado tangible de nuestra colaboración fue la tercera
película para Chronicle sobre el tema de Rennes-le-Château, The Shadow of the
Templars, que fue producida por Roy Davies en 1979.
El trabajo que hicimos para dicha película por fin nos permitió ver los cimientos
ocultos sobre los que se había edificado todo el misterio de Rennes-le-Château. Pero
la película sólo podía aludir muy por encima a lo que empezábamos a percibir.
Debajo de la superficie había algo más asombroso, más significativo, de una
pertinencia más inmediata de lo que creíamos cuando comenzamos a trabajar en el
«intrigante misterio» del sacerdote francés y lo que encontró en un pueblo de
montaña.
En 1972 cerré mi primera película con las palabras: «Algo extraordinario está
esperando a que alguien lo encuentre…, y será encontrado en un futuro no muy
lejano».
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El presente libro explica en qué consiste ese «algo» y cuan extraordinario ha sido
su descubrimiento.
17 de enero de 1981
Henry Lincoln
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Primera Parte: El misterio
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1. Pueblo de misterio
Al empezar nuestra investigación no sabíamos exactamente qué era lo que
andábamos buscando. No teníamos teorías ni hipótesis, y no nos habíamos propuesto
demostrar nada. Por el contrario, lo único que queríamos era encontrar la explicación
de un pequeño y curioso enigma de finales del siglo XIX. No postulamos por
adelantado las conclusiones que sacamos al final. Fuimos conducidos hasta ellas,
paso a paso, como si los datos que íbamos acumulando tuvieran un cerebro propio y
nos estuviesen dirigiendo.
Al principio creímos hallarnos ante un misterio estrictamente local, un misterio
intrigante, por supuesto, pero cuya importancia era esencialmente menor, limitada a
un pueblo del sur de Francia. Pensábamos que el misterio, si bien llevaba aparejados
muchos aspectos históricos fascinantes, era principalmente de interés académico.
Creíamos que tal vez nuestra investigación ayudaría a esclarecer ciertos aspectos de
la historia occidental, pero en ningún momento soñamos siquiera que tales aspectos
tendrían que escribirse de nuevo. Y aún soñábamos menos que descubriríamos algo
importante para nuestro tiempo, algo que, por si fuera poco, resultaba explosivo.
Nuestra búsqueda —porque fue realmente una búsqueda— empezó con una
narración más o menos sencilla. A primera vista, este cuento no se distinguía mucho
de tantos «cuentos de tesoros» o «misterios no resueltos» como abundan en la historia
y la tradición de casi todas las regiones rurales. En Francia se había hecho pública
una versión del mismo; había atraído mucho interés pero —que nosotros supiéramos
en aquel momento— no se le había concedido una importancia mayor de la normal.
Más adelante pudimos comprobar que en dicha versión había varios errores. De
momento, sin embargo, tenemos que contar la narración tal como se publicó en el
decenio de 1960 y tal como nosotros la leímos por primera vez.
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Rennes-le-Château y Bérenger Sauniére
El día 1 de junio de 1885 el pequeño pueblo francés de Rennes-le-Château recibió
un nuevo párroco. El cura se llamaba Bérenger Sauniere.[2] Era un hombre robusto,
guapo, enérgico y, al parecer, de gran inteligencia, y contaba treinta y tres años de
edad. Durante su paso por el seminario, no mucho tiempo antes, había dado la
impresión de estar destinado a seguir una prometedora carrera clerical. Ciertamente,
parecía destinado a hacer algo más importante que ser el párroco de un pueblo remoto
situado en las estribaciones orientales de los Pirineos. Parece ser, sin embargo, que en
un momento dado se granjeó la antipatía de sus superiores. ¿Qué fue exactamente lo
que hizo?, si es que hizo algo, no se sabe a ciencia cierta, pero fue algo que no tardó
en desbaratar todas sus perspectivas de progresar. Y quizá sus superiores lo
destinaron a la parroquia de Rennes-le-Château para librarse de él.
En aquel tiempo Rennes-le-Château tenía sólo doscientos habitantes. Era una
aldea minúscula posada en la cima de una montaña escarpada, a unos cuarenta
kilómetros de Carcasona. Para otro hombre aquel lugar tal vez habría sido una
especie de exilio, una condena de reclusión perpetua en un remoto lugar de
provincias, lejos de las amenidades civilizadas de la época, lejos de cualquier
estímulo para un cerebro impaciente e inquisitivo. Sin duda fue un golpe para las
ambiciones de Sauniére. No obstante, había ciertas compensaciones. Sauniére era
natural de la región, pues había nacido y se había criado a pocos kilómetros de allí, en
el pueblo de Montazels. Por tanto, fuesen cuales fuesen sus deficiencias, Rennes-le-
Château debía de parecerse mucho a su hogar, con todas las ventajas que entraña
vivir en un lugar que se conoce desde la infancia.
Entre 1885 y 1891 la media de ingresos de Sauniére fue equivalente al sueldo
normal de un cura rural en la Francia de finales del siglo XIX. Al parecer, esa
cantidad, unida a las gratificaciones que le daban sus feligreses, era suficiente para ir
tirando, aunque no para permitirse lujos. Durante aquellos seis años, según parece,
Sauniére llevó una vida bastante agradable y plácida. Cazaba y pescaba en las
montañas y los arroyos de su infancia. Leía vorazmente, perfeccionó su latín,
aprendió griego y empezó a estudiar hebreo. Tenía empleada, como gobernanta y
criada, a una campesina de dieciocho años llamada Mane Denarnaud, que sería su
compañera y confidente durante toda su vida. Visitaba con frecuencia a su amigo el
abate Henri Boudet, cura del vecino pueblo de Rennes-les-Bains. Y bajo la tutela de
Boudet se sumergió en la turbulenta historia de la región, una historia cuyos residuos
le rodeaban constantemente.
Unos cuantos kilómetros al sudeste de Rennes-le-Château, por ejemplo, se alzaba
otro pico, llamado Bézu, coronado por las ruinas de una fortaleza medieval que otrora
fue una preceptoría de los caballeros templarios. En un tercer pico, a cosa de
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kilómetro y medio al este de Rennes-le-Château, se alzan las ruinas del castillo de
Blanchefort, hogar ancestral de Bertrand de Blanchefort, cuarto Gran maestre de los
caballeros templarios, que presidió la famosa orden a mediados del siglo XII.
Rennes-le-Château y sus alrededores se hallaban junto a la antigua ruta de los
peregrinos que iban del norte de Europa a Santiago de Compostela. Y toda la región
estaba saturada de leyendas evocadoras, de ecos de un pasado rico, dramático y a
menudo empapado en sangre.
Desde haría algún tiempo Sauniére deseaba restaurar la iglesia de Rennes-le-
Château. El edificio, que amenazaba con desmoronarse, había sido consagrado a la
Magdalena en 1059 y se alzaba sobre los cimientos de una estructura visigótica
todavía más antigua que databa del siglo vi. A finales del siglo XIX el templo se
hallaba en un estado casi irreparable, lo cual no era extraño.
En 1891, alentado por su amigo Boudet, Sauniére inició una modesta
restauración, para la cual tomó en préstamo una pequeña suma de los fondos del
pueblo. En el transcurso de las obras quitó la piedra del altar, que reposaba sobre dos
arcaicas columnas visigóticas. Resultó que una de estas columnas era hueca. En su
interior el cura encontró cuatro pergaminos que se conservaban dentro de tubos de
madera lacrados. Se dice que dos de los pergaminos eran genealogías, datando una de
1244 y la otra de 1644. Al parecer, los otros dos documentos los había redactado en el
decenio de 1780 uno de los predecesores de Sauniére, el abate Antoine Bigou. Éste
había sido también capellán personal de la noble familia Blanchefort, que, en vísperas
de la revolución francesa seguía contándose entre los terratenientes más importantes
de la región.
Los dos pergaminos que databan de la época de Bigou parecían ser textos
piadosos en latín, extractos del Nuevo Testamento. Al menos a primera vista. Pero en
uno de los pergaminos las palabras se juntan unas con otras de forma incoherente, sin
espacio entre ellas, y se ha insertado cierto número de letras absolutamente
superfluas. Y en el segundo pergamino las líneas aparecen truncadas de modo
indiscriminado —desigualmente, a veces en la mitad de una palabra—, mientras que
ciertas letras se alzan conspicuamente sobre las demás. En realidad estos pergaminos
comprenden una secuencia de ingeniosas cifras o códigos. Algunas de ellas son
fantásticamente complejas e imprevisibles, indescifrables incluso con un ordenador,
si no se posee la clave necesaria. El descifre siguiente aparece en las obras francesas
dedicadas a Rennes-le-Château y en dos de las películas que sobre este tema hicimos
para la BBC.
BERGERE PAS DE TENTATION QUE POUSSIN TENIERS GARDENT LA CLEF PAX DCLXXXI PAR
LA CROIX ET CE CHEVAL DE DIEU J’A-CHEVE CE DAEMON DE GARDIENT A MIDI POMMES
BLEUES.
(PASTORA, NINGUNA TENTACIÓN. QUE POUSSIN, TENIERS,
TIENEN LA CLAVE; PAZ 681. POR LA CRUZ Y ESTE CABALLO DE DIOS,
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COMPLETÓ —O DESTRUYÓ ESTE DEMONIO DEL GUARDIÁN AL
MEDIODÍA. MANZANAS AZULES.
Pero si algunas de las claves son desalentadoras por su complejidad, otras son
patentemente, incluso flagrantemente, obvias. En el segundo pergamino, por ejemplo,
las letras elevadas, leídas de forma continua, transmiten un mensaje coherente.
A DAGOBERTII ROÍ ET A SION EST CE TRESOR ETIL EST LA MORT. (A DAGOBERTO II,
REY, Y A SION PERTENECE ESTE TESORO Y ÉL ESTÁ ALLÍ MUERTO).
Aunque este mensaje concreto debió de resultar claro para Sauniére, es dudoso
que fuera capaz de descifrar los códigos más intrincados. Sin embargo, se dio cuenta
de que había tropezado con algo importante y, con la autorización del alcalde del
pueblo, presentó su descubrimiento a su superior, el obispo de Carcasona. No está
claro hasta qué punto entendió el obispo lo que Sauniére le presentaba, pero lo envió
inmediatamente a París —el obispo corrió con los gastos— tras darle instrucciones
para que se presentase con los pergaminos a ciertas autoridades eclesiásticas
importantes. Entre éstas las principales eran el abad Bieil, director general del
seminario de Saint Sulpice, y Émile Hoffet, sobrino de Bieil. A la sazón Hoffet se
estaba preparando para el sacerdocio. Aunque sólo tenía poco más de veinte años, ya
se había labrado una impresionante reputación por sus conocimientos, especialmente
en lo que se refiere a la lingüística, la criptografía y la paleografía. A pesar de su
vocación pastoral, se sabía que estaba inmerso en el pensamiento esotérico y que
mantenía relaciones cordiales con los diversos grupos, sectas y sociedades secretas,
orientados todos ellos al ocultismo, que estaban proliferando en la capital de Francia.
Debido a ello había entrado en contacto con un ilustre círculo cultural al que
pertenecían figuras literarias como Stéphane Mallarmé y Maurice Maeterlinck, así
como el compositor Claude Debussy. También conocía a Emma Calvé, que, en el
momento de la llegada de Sauniére a París, acababa de dar una serie de recitales
triunfales en Londres y en Windsor. Como diva, Emma Calvé era la María Callas de
su época. Al mismo tiempo era la suma sacerdotisa de la subcultura esotérica de
París, y tenía relaciones amorosas con cierto número de ocultistas influyentes.
Tras presentarse a Bieil y Hoffet, Sauniére pasó tres semanas en París. No
sabemos qué ocurrió durante sus entrevistas con los eclesiásticos. Lo que sí sabemos
es que aquel cura provinciano fue muy bien acogido por el distinguido círculo de
Hoffet. Incluso se ha dicho que llegó a ser amante de Emma Calvé. Los chismosos de
la época hablaban de una aventura entre los dos, y un conocido de la cantante dijo
que a ésta le «obsesionaba» el cura. En todo caso, no cabe la menor duda de que
disfrutaron de una amistad íntima y duradera. En los años siguientes ella le visitó con
frecuencia en los alrededores de Rennes-le-Château, donde hasta hace poco aún cabía
ver en las rocas de la ladera unos corazones grabados con las iniciales de ambos.
Durante su estancia en París, Sauniére también pasó algún tiempo en el Louvre.
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Es posible que esto tuviera que ver con las tres reproducciones de cuadros que había
comprado antes de ir a París. Al parecer, uno de ellos era un retrato, obra de un pintor
no identificado, del papa Celestino V, cuyo breve pontificado tuvo lugar en las
postrimerías del siglo XIII. Otro era una obra de David Teniers, aunque no está claro
si se trataba de David Teniers padre o hijo.[3] El tercero fue quizás el cuadro más
famoso de Nicolás Poussin: Les bergers d’Arcadie (Los pastores de la Arcadia).
Al volver a Rennes-le-Château, Sauniére reanudó la restauración de la iglesia del
pueblo. Durante las obras exhumó una losa curiosamente labrada que databa del siglo
VII o el VIII y debajo de la cual había tal vez una cripta, una cámara mortuoria
donde, según se decía, se habían encontrado esqueletos. Sauniére también se embarcó
en proyectos de índole más singular. En el camposanto de la iglesia, por ejemplo,
estaba el sepulcro de Mane, marquesa de Hautpoul de Blanchefort. La lápida y la losa
que señalaban su tumba las había diseñado e instalado el abate Antoine Bigou, el
predecesor de Sauniére un siglo antes y, al parecer, redactor de dos de los pergaminos
misteriosos. Y la inscripción de la lápida —que incluía varios errores premeditados
de espaciado y ortografía— era un anagrama perfecto del mensaje oculto en los
pergaminos referentes a Poussin y Teniers. Si se cambia el orden de las letras, éstas
forman la inscripción críptica que hemos citado antes y que alude a Poussin y a
Teniers (véase la página 29); y los errores parecen cometidos expresamente para que
así sea.
Sauniére, que no sabía que las inscripciones en la tumba de la marquesa ya habían
sido copiadas, arrancó la lápida. Y esta profanación no fue la única cosa curiosa que
hizo. Acompañado de su fiel gobernanta, empezó a hacer largos viajes a pie por el
campo, recogiendo rocas sin valor ni interés aparente. También comenzó una
voluminosa correspondencia con personas, cuya identidad desconocemos, de toda
Francia, además de Alemania, Suiza, Italia, Austria y España. Le dio por coleccionar
montones de sellos de correos sin el menor valor. E inició ciertas transacciones
misteriosas con varios bancos. Uno de éstos envió incluso un representante de París a
Rennes-le-Château con el único propósito de atender a los asuntos de Sauniére.
Sólo en sellos de correos Sauniére ya estaba gastando una suma nada
despreciable, superior a lo que le permitían sus anteriores ingresos anuales. Luego
comenzó a gastar en serio, a una escala asombrosa y sin precedentes. Cuando murió,
en 1917, sus gastos equivaldrían por lo menos a varios millones de libras.
Parte de esta riqueza no explicada fue destinada a loables obras públicas: hizo
construir una carretera moderna hasta el pueblo, por ejemplo, así como instalaciones
para el agua corriente. Otros gastos fueron más quijotescos. Construyó una torre, la
Tour Magdala, que dominaba la escarpada ladera de la montaña. También hizo
edificar una opulenta casa de campo, llamada Villa Bethania, que el propio Sauniére
nunca ocupó. Y la iglesia no sólo fue decorada de nuevo, sino que lo fue de un modo
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harto estrafalario. En el dintel de la entrada hizo grabar esta inscripción en latín:
TERRIBILIS EST LOCUS ISTE (ESTE LUGAR ES TERRIBLE).
En el interior, a poca distancia de la entrada, colocó una estatua horrible, una
llamativa representación del demonio Asmodeo, custodio de secretos, guardián de
tesoros ocultos y, según la antigua leyenda judaica, constructor del templo de
Salomón. En las paredes de la iglesia instaló unas lápidas horripilantes,
llamativamente pintadas, representando las Estaciones de la Cruz. Cada una de ellas
se caracterizaba por alguna extraña incongruencia, algún detalle inexplicable, alguna
desviación flagrante o sutil de la crónica de las Escrituras. En la Estación VI, por
ejemplo, aparece un niño envuelto en una manta escocesa. En la Estación XIV, que
representa el momento en que el cuerpo de Jesús es introducido en el sepulcro, el
fondo es un oscuro cielo nocturno, dominado por una luna llena. Diríase que Sauniére
trataba de dar a entender algo. Pero ¿qué? ¿Que el entierro de Jesús tuvo lugar
cuando ya era de noche, varias horas después de lo que nos dice la Biblia? ¿O que el
cuerpo es sacado del sepulcro en lugar de introducirlo en él?
Mientras se dedicaba a esta curiosa labor decorativa, Sauniére continuó gastando
a manos llenas. Coleccionaba porcelanas raras, telas preciosas, mármoles antiguos.
Creó un invernadero para naranjos y un jardín zoológico. Reunió una biblioteca
magnífica. Según se dice, poco antes de morir proyectaba erigir una enorme torre,
parecida a la de Babel y llena de libros, desde la cual se proponía predicar. Tampoco
se olvidó de sus feligreses. Sauniére les obsequiaba con banquetes suntuosos y otras
muestras de largueza, manteniendo el estilo de vida de un potentado medieval que
presidiera un dominio inexpugnable en la montaña. En su remoto y casi inaccesible
nido de águilas recibió a varios huéspedes notables. Uno de ellos, huelga decirlo, fue
Emma Calvé. Otro fue el secretario de Estado francés para la cultura. Pero quizá la
más augusta e importante visita que recibió el desconocido sacerdote rural fue la del
archiduque Johann von Habsburg, primo de Francisco José, emperador de Austria.
Más adelante, los estados de cuentas bancarias revelaron que Sauniére y el
archiduque habían abierto cuentas consecutivas en el mismo día y que el archiduque
había cedido una suma sustanciosa al sacerdote.
Al principio las autoridades eclesiásticas hicieron la vista gorda. Sin embargo, al
morir el antiguo superior de Sauniére en Carcasona, el nuevo obispo intentó pedirle
cuentas al sacerdote. Sauniére contestó en un sorprendente tono de desafío y descaro.
Rehusó dar explicaciones sobre su riqueza. Se negó a aceptar el traslado ordenado
por el obispo. Éste, a falta de algo más grave, le acusó de simonía —es decir, de
vender misas ilícitamente—, y un tribunal local le suspendió de sus funciones.
Sauniére apeló al Vaticano, que le exoneró y reintegró a su puesto.
El 17 de enero de 1917 Sauniére, que a la sazón tenía sesenta y cinco años, sufrió
una apoplejía súbita. Puede que esta fecha, el 17 de enero, sea sospechosa. La misma
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fecha aparece en la lápida sepulcral de la marquesa de Hautpoul de Blanchefort, la
lápida que Sauniére había arrancado. Y el 17 de enero es también el día de san
Sulpicio, santo que, como luego constataríamos, iba a figurar del principio al fin en
nuestro relato. Fue en el seminario de Saint Sulpice donde Sauniére confío sus
pergaminos al abad Bieil y a Émile Hoffet. Pero lo que hace más sospechosa la
apoplejía de Sauniére el 17 de enero es el hecho de que cinco días antes, el 12 de
enero, sus feligreses declarasen que, para un hombre de su edad, parecía gozar de una
salud envidiable. Pese a ello, el 12 de enero, según un recibo que obra en nuestro
poder, Mane Denarnaud había encargado un ataúd para su amo.
Cuando Sauniére yacía en su lecho de muerte se avisó a un sacerdote de una
parroquia vecina para que escuchase su última confesión y le administrase la
extremaunción. El sacerdote llegó en su momento y entró en la habitación del
enfermo. Según un testigo presencial, salió al cabo de pocos instantes, visiblemente
turbado. Tal como se dice en una crónica, «nunca volvió a sonreír». En otra se dice
que cayó en una aguda depresión que le duró varios meses. Tanto si estas crónicas
exageran como si no, el sacerdote, basándose seguramente en la confesión de
Sauniére, se negó a administrarle la extremaunción.
El día 22 de enero Sauniére murió sin confesar. Al día siguiente su cadáver fue
instalado en un sillón en la terraza de la Tour Magdala, enfundado en una vistosa
sotana adornada con borlas color escarlata. Una a una fueron desfilando ante el
cuerpo ciertas personas no identificadas, muchas de las cuales, a guisa de recuerdo,
arrancaban borlas de la vestidura del muerto. Jamás se ha dado explicación alguna de
esta ceremonia. Los actuales habitantes de Rennes-le-Château se sienten tan
desconcertados al respecto como pueda sentirse cualquier otra persona.
La lectura del testamento de Sauniére fue esperada con gran expectación. Sin
embargo, ante la sorpresa y el disgusto de todos, el testamento decía que Sauniére
estaba absolutamente sin blanca. Al parecer, en algún momento anterior a su muerte
había transferido la totalidad de su riqueza a Mane Denarnaud, que durante treinta y
dos años había compartido su vida y sus secretos. O quizá la mayor parte de dicha
riqueza había estado a nombre de Mane desde el mismo principio.
Después de la muerte de su amo, Mane siguió viviendo cómodamente en la Villa
Bethania hasta 1946. No obstante, al terminar la segunda guerra mundial, el gobierno
francés puso en circulación una nueva moneda. Con el objeto de atrapar a los
evasores de impuestos, a los colaboracionistas y a los que habían sacado provecho de
la guerra, los ciudadanos franceses, al cambiar francos viejos por francos nuevos,
estaban obligados a explicar la procedencia de su dinero. Ante la perspectiva de tener
que dar explicaciones, Mane eligió la pobreza. Fue vista en el jardín de la villa
quemando inmensos fajos de billetes de francos viejos. Durante los siete años
siguientes Mane vivió austeramente del dinero que obtuvo por la venta de Villa
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Bethania. Prometió al comprador, el señor Noel Corbu, que antes de morir le
confiaría un «secreto» que le haría no sólo rico, sino también «poderoso». Sin
embargo, el día 29 de enero de 1953 Mane, como antes le ocurriera a su amo, sufrió
una apoplejía súbita e inesperada, a resultas de la cual quedó postrada en su lecho de
muerte, incapaz de articular palabra. Murió poco después, llevándose sus secretos
consigo, y causando una gran decepción al señor Corbu.
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Los posibles tesoros
Ésta es, en líneas generales, la historia que se publicó en Francia durante el
decenio de 1960. Así fue como llegó a nosotros por primera vez. Y nosotros, al igual
que otros investigadores del tema, abordamos los interrogantes que planteaba esta
versión de la historia.
El primer interrogante es bastante obvio. ¿Cuál era la fuente del dinero de
Sauniére? ¿De dónde pudo salir una riqueza tan repentina y enorme? ¿Sería la
explicación esencialmente banal? ¿O habría en ella algo más apasionante? Esta
última posibilidad hacía que el misterio fuese más tentador, y no pudimos resistirnos
al impulso de jugar a detectives.
Empezamos estudiando las explicaciones sugeridas por otros investigadores.
Según muchas de ellas, Sauniére había encontrado realmente un tesoro de algún tipo.
Era una suposición bastante plausible, pues la historia del pueblo y de sus alrededores
induce a pensar que en la región abundaban los posibles escondrijos de oro o joyas.
En tiempos prehistóricos, por ejemplo, la región que rodea Rennes-le-Château era
considerada como sagrada por las tribus celtas que vivían en ella; y el pueblo
propiamente dicho, que en otro tiempo se llamó Rhédae, recibió su nombre de una de
tales tribus. En tiempos de los romanos la región fue una comunidad grande y
próspera importante por sus minas y las propiedades terapéuticas de sus fuentes
termales. Y también los romanos la tenían por sagrada. Posteriormente se han
encontrado huellas de varios templos paganos.
Se supone que durante el siglo vi el pueblecito situado en la cumbre de la
montaña tuvo treinta mil habitantes. Parece ser que en un momento dado fue la
capital septentrional del imperio gobernado por los visigodos, el pueblo teutónico que
se había expandido hacia el oeste desde la Europa central, saqueando Roma,
derrocando el imperio romano y estableciendo su propio dominio a ambos lados de
los Pirineos.
Durante otros quinientos años la población siguió siendo la sede de un importante
condado: el Comté de Razés. Luego, en los inicios del siglo XIII, un ejército de
caballeros del norte descendió sobre el Languedoc para acabar con la herejía cátara o
albigense y quedarse con el rico botín de la región. Durante las atrocidades de la
llamada cruzada albigense, Rennes-le-Château fue conquistada y pasó de mano en
mano como feudo. Al cabo de un siglo y cuarto, en el decenio de 1360, la población
fue diezmada por la peste; y poco después Rennes-le-Château fue destruida por
bandidos errantes catalanes.[4]
Cuentos sobre tesoros fantásticos aparecen entremezclados con muchas de estas
vicisitudes históricas. Los herejes cátaros, por ejemplo, tenían la reputación de poseer
algo cuyo valor era fabuloso e incluso sagrado, y ese algo, según varias leyendas, era
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el Santo Grial. Dicen que estas leyendas impulsaron a Richard Wagner a peregrinar a
Rennes-le-Château antes de componer su última obra, Parsifal; y se dice que durante
la ocupación de 1940-1945, tropas alemanas, siguiendo las huellas de Wagner,
llevaron a cabo varias excavaciones infructuosas en los alrededores. Estaba también
el desaparecido tesoro de los caballeros templarios, cuyo Gran maestre, Bertrand de
Blanchefort, ordenó que se efectuaran ciertas excavaciones misteriosas en aquellos
parajes. Según todas las crónicas, estas excavaciones eran de índole marcadamente
clandestina, y fueron ejecutadas por un contingente de mineros alemanes traídos
especialmente para ello. Si verdaderamente hubiese algún tesoro templario oculto en
los alrededores de Rennes-le-Château, eso podría explicar la alusión a «Sion» que
aparece en los pergaminos descubiertos por Sauniére.
Había también otros posibles tesoros. Entre los siglos V y VIII gran parte de lo
que ahora es la moderna Francia fue gobernada por la dinastía merovingia, a la que
pertenecía el rey Dagoberto II. En tiempos de este monarca, Rennes-le-Château fue
un bastión visigodo, y el propio Dagoberto estaba casado con una princesa visigoda.
Puede que la población constituyera una especie de tesorería real; y existen
documentos que hablan de la gran riqueza amasada por Dagoberto para sus
conquistas militares y escondidas en los alrededores de Rennes-le-Château. Si
Sauniére descubrió el lugar donde estaba oculta dicha riqueza, eso podría explicar la
alusión a Dagoberto que se hace en los códigos.
Los cátaros. Los templarios. Dagoberto II. Y había aún otro posible tesoro: el
inmenso botín que acumularon los visigodos durante su tempestuoso avance por
Europa. Cabe la posibilidad de que dicho botín incluyera algo más que las cosas de
costumbre, posiblemente algo de gran relevancia —tanto simbólica como literal—
para la tradición religiosa de Occidente. En pocas palabras, quizás incluía el
legendario tesoro del templo de Jerusalén, lo cual, más incluso que los caballeros
templarios, justificaría las alusiones a «Sion».
En el año 66 de nuestra era, Palestina se rebeló contra el yugo romano. Al cabo de
cuatro años, en el 70, Jerusalén fue arrasada por las legiones del emperador bajo el
mando de su hijo, Tito. El templo fue saqueado y el contenido del sanctasanctórum
fue trasladado a Roma. Tal como puede verse en el arco triunfal de Tito, en el
contenido se hallaba incluido el inmenso candelabro de siete brazos de oro, tan
sagrado para el judaísmo, y posiblemente hasta el Arca de la Alianza.
Al cabo de tres siglos y medio, en 410 dC, Roma fue a su vez saqueada por los
invasores visigodos mandados por Alarico el Grande, que se apoderaron de
virtualmente toda la riqueza de la ciudad eterna. Tal como nos dice el historiador
Procopio, Alarico se escapó con «los tesoros de Salomón, el rey de los hebreos,
espectáculo muy digno de verse, pues en su mayor parte estaban adornados con
esmeraldas y en tiempos antiguos habían sido tomados de Jerusalén por los
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romanos».[5]
Así pues, cabe la posibilidad de que un tesoro fuese la fuente de la riqueza
inexplicada de Sauniére. Puede que el sacerdote descubriese alguno de entre varios
tesoros, o bien un único tesoro que cambió repetidamente de manos a lo largo de los
siglos, pasando tal vez del templo de Jerusalén a los romanos, luego a los visigodos y
finalmente a los cátaros o a los caballeros templarios, o incluso a ambos. Si fuera así,
eso explicaría por qué el tesoro en cuestión «pertenecía» tanto a Dagoberto II como a
Sion.
Hasta aquí nuestra historia parecía referirse esencialmente a un tesoro. Y, en
última instancia, un relato que se refiere a un tesoro, aunque se trate del tesoro del
templo de Jerusalén, tiene una relevancia y una importancia limitadas. La gente
descubre constantemente tesoros de una u otra clase. A menudo estos
descubrimientos son apasionantes, dramáticos y misteriosos, y gran cantidad de ellos
arrojan mucha luz sobre el pasado. Sin embargo, pocos ejercen una influencia directa,
política o de otra índole, sobre el presente, a menos que, por supuesto, el tesoro en
cuestión incluya algún secreto, posiblemente un secreto explosivo.
No descartamos el argumento según el cual Sauniére descubrió un tesoro. Al
mismo tiempo nos parecía claro que, fuera lo que fuese, también descubrió un secreto
histórico de importancia inmensa para su propia época y quizá también para la
nuestra. Si se tratara sólo de dinero, oro o joyas, no bastaría para explicar varias
facetas de su historia. No explicaría el hecho de que se introdujera en el círculo de
Hoffet, por ejemplo, su asociación con Debussy y sus relaciones con Emma Calvé.
No explicaría el gran interés que mostró la Iglesia por el asunto, la impunidad con
que Sauniére desafió a su obispo ni su subsiguiente exoneración por el Vaticano, que,
al parecer, mostró también una preocupación apremiante. No explicaría la negativa de
un sacerdote a administrarle la extremaunción a un moribundo, ni la visita de un
archiduque Habsburgo a un remoto pueblecito de los Pirineos.[6] El dinero, el oro y
las joyas tampoco explicarían la poderosa aura de misterio que envuelve todo el
asunto, desde las complejas cifras hasta el hecho de que Marie Denarnaud quemase
su herencia de billetes de banco. Y la propia Marie había prometido divulgar un
«secreto» que no confería únicamente riqueza, sino también «poder».
A causa de todo esto, cada vez era mayor nuestro convencimiento de que en la
historia de Sauniére había algo más que riqueza, que había en ella algún secreto y que
era casi seguro que dicho secreto suscitaría polémicas. Dicho de otro modo, nos
pareció que el misterio no quedaba limitado a un remoto pueblecito y a un sacerdote
del siglo XIX. Fuese lo que fuese, parecía irradiar de Rennes-le-Château y producir
ondas —quizás incluso un posible maremoto— en el mundo situado más allá de
dicho pueblo. ¿Podía ser que la riqueza de Sauniére no procediera de algo de valor
financiero intrínseco, sino de alguna clase de conocimiento? De ser así, ¿cabía la
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posibilidad de que dicho conocimiento se aprovechase para fines económicos? ¿Para
chantajear a alguien, por ejemplo? ¿Sería la riqueza de Sauniére el pago de su
silencio?
Sabíamos que Sauniére había recibido dinero de Johann von Habsburg. Al mismo
tiempo, sin embargo, el «secreto» del sacerdote, fuera lo que fuese, parecía ser de
índole más religiosa que política. Además, sus relaciones con el archiduque austriaco,
según todas las crónicas, eran notablemente cordiales. Por otro lado, había una
institución que, durante los últimos años de la carrera de Sauniére, parecía haberle
temido y haberle tratado con el mayor miramiento: el Vaticano. ¿Era posible que
Sauniére hubiese chantajeado al Vaticano? Reconocemos que un chantaje de tal
envergadura habría sido una empresa presuntuosa y peligrosa para un solo hombre,
por muchas precauciones que tomara. Pero ¿y si en dicha empresa contaba con la
ayuda y el apoyo de otros hombres cuya eminencia les hacía invulnerables a la
Iglesia, como era el caso del secretario de Estado francés para la cultura o los
Habsburgo? ¿Y si el archiduque Johann no era más que un intermediario y el dinero
que entregó a Sauniére había salido en realidad de las arcas de Roma?/[7]
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La intriga
En febrero de 1972 se exhibió The Lost Treasure of Jerusalem?, la primera de
nuestras tres películas sobre Sauniére y el misterio de Rennes-le-Château. En la
película no se hacían afirmaciones controvertibles; se limitaba a contar la «historia
básica» tal como la hemos narrado en las páginas precedentes. Tampoco había en ella
especulaciones sobre un «secreto explosivo» o un chantaje de altos vuelos. También
vale la pena mencionar que no se citaba por su nombre a Émile Hoffet, el joven y
erudito clérigo de París a quien Sauniére confió sus pergaminos.
Quizá no sea extraño que recibiéramos un verdadero diluvio de cartas. Algunas de
ellas hacían intrigantes sugerencias especulativas. Otras eran lisonjeras. Algunas eran
obra de chiflados. De todas estas cartas, sólo una, cuyo autor no quería que la
diéramos a conocer, parecía justificar una atención especial. Procedía de un sacerdote
anglicano jubilado, y parecía una curiosa y provocadora incongruencia. El autor de la
carta escribía con una certeza y una autoridad categóricas. Hacía sus afirmaciones de
manera escueta y definitiva, sin andarse por las ramas, y con aparente indiferencia a
que le creyéramos o no. El «tesoro», declaraba rotundamente, no consistía en oro ni
en piedras preciosas. Por el contrario, consistía en «pruebas incontrovertibles» de que
la crucifixión era un engaño y de que Jesús aún vivía en 45 dC
Semejante afirmación parecía flagrantemente absurda. ¿Qué podía ser, incluso
para un ateo convencido, una «prueba incontrovertible» de que Jesús salió vivo de la
crucifixión? No conseguimos imaginarnos nada que no pudiera dejar de creerse o que
no pudiese repudiarse, algo que no sólo fuera una «prueba» sino que, además, fuese
una «prueba» verdaderamente «incontrovertible». Al mismo tiempo la extravagancia
misma de la afirmación exigía estudiarla con el fin de esclarecerla. El autor de la
carta había indicado su dirección. Aprovechamos la primera oportunidad que se nos
presentó para ir a verle y tratamos de entrevistarle.
En persona se mostró bastante más reticente que por carta, y nos pareció que
lamentaba habernos escrito. Se negó a ampliar su alusión a «pruebas
incontrovertibles» y sólo nos proporcionó otro fragmento de información. Nos dijo
que esta «prueba», o al menos la existencia de la misma, le había sido comunicada
por otro clérigo anglicano, el canónigo Alfred Leslie Lilley.
Lilley, que murió en 1940, había publicado numerosas obras y no era
desconocido. Durante gran parte de su vida había estado en contacto con el
movimiento modernista católico, cuya base principal era el seminario de Saint
Sulpice en París. En su juventud Lilley había trabajado en la capital de Francia y
conocido a Émile Hoffet. El rastro había dado una vuelta completa. Debido a la
relación entre Lilley y Hoffet, las afirmaciones del clérigo, por absurdas que fuesen,
no podían descartarse sumariamente.
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Encontramos indicios parecidos de un secreto monumental cuando empezamos a
investigar la vida de Nicolás Poussin, el gran pintor del siglo XVII cuyo nombre
aparecía una y otra vez en la historia de Sauniére. En 1656 Poussin, que a la sazón
vivía en Roma, había recibido una visita del abad Louis Fouquet, hermano de Nicolás
Fouquet, superintendente de Hacienda de Luis XIV de Francia. El abad envió desde
Roma una carta a su hermano describiéndole su entrevista con Poussin. Merece la
pena citar parte de dicha carta.
«Él y yo hablamos de ciertas cosas que con facilidad podré explicarte
detalladamente, cosas que te darán, por mediación del señor Poussin, ventajas que
hasta a los reyes les costaría mucho extraer de él y que, según él, es posible que
nadie más vuelva a descubrir de nuevo en los siglos venideros. Y lo que es más, estas
son cosas tan difíciles de descubrir que nada que haya ahora en esta tierra puede ser
de mayor fortuna ni igual a ellas.»[8]
Ni los historiadores ni los biógrafos de Poussin o Fouquet han conseguido jamás
dar una explicación satisfactoria de esta carta, que alude claramente a alguna cuestión
misteriosa de inmensa importancia. No había transcurrido mucho tiempo desde que la
recibiera cuando Nicolás Fouquet fue detenido y encarcelado para el resto de su vida.
Según ciertas crónicas, permaneció estrictamente incomunicado, y algunos
historiadores piensan que probablemente él era el hombre de la Máscara de Hierro.
En el ínterin, toda su correspondencia fue confiscada por Luis XIV, quien la
inspeccionó personalmente. En los años siguientes el rey hizo cuanto pudo por
obtener el original de Les bergers d’Arcadie, el cuadro de Poussin. Cuando por fin lo
consiguió, lo tuvo secuestrado en sus aposentos privados de Versalles.
Fuera cual fuese su grandeza artística, el cuadro parece bastante inocente. En
primer plano tres pastores y una pastora aparecen reunidos alrededor de una gran
tumba antigua, contemplando la inscripción que hay en la piedra desgastada por la
intemperie: «ETIN arcaDIA EGO». Al fondo se alza un paisaje montañoso,
escabroso, del tipo que generalmente se relaciona con Poussin. Según Anthony Blunt
y otros conocedores de la obra de Poussin, este paisaje era totalmente mítico, fruto de
la imaginación del pintor. Sin embargo, a principios del decenio de 1970 se localizó
una tumba auténtica que era idéntica a la del cuadro, idéntica por su ubicación, sus
dimensiones, sus proporciones, su forma, la vegetación que la rodeaba, incluso por el
crestón circular de roca sobre el que apoya el pie uno de los pastores de Poussin. Esta
tumba se encuentra en las afueras de un pueblo llamado Arques, que dista
aproximadamente diez kilómetros de Rennes-le-Château y cinco del castillo de
Blanchefort. Si uno se coloca ante el sepulcro, la vista que se ofrece a sus ojos es
virtualmente indistinguible de la que aparece en el cuadro. Y entonces se hace
evidente que uno de los picos que hay en el fondo del cuadro es Rennes-le-Château.
No hay ningún indicio de la antigüedad de la tumba. Es posible, por supuesto, que
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su construcción sea reciente, pero ¿cómo lograron sus constructores localizar un
paraje que concordase tan exactamente con el del cuadro? De hecho, diríase que la
tumba ya existía en tiempos de Poussin, y diríase también que Les bergers d’Arcadie
es una plasmación fiel de ese paraje, que existe en realidad. Según los campesinos de
la región, la tumba está allí desde siempre, al menos desde que ellos, sus padres y sus
abuelos recuerden. Y se dice que hay una mención específica de ella en una mémoire
que data de 1709.[9]
Según los registros municipales de Arques, el terreno donde se alza el sepulcro
perteneció, hasta su muerte en el decenio de 1950, a un norteamericano, un tal Louis
Lawrence, de Boston, Massachusetts. En el decenio de 1920 Lawrence abrió el
sepulcro y lo encontró varío. Posteriormente, su esposa y su madre política fueron
enterradas en él.
Cuando preparábamos la primera de nuestras películas sobre Rennes-le-Château
para la BBC, pasamos una mañana filmando la tumba. Hicimos un alto para almorzar
y volvimos al cabo de unas tres horas. Durante nuestra ausencia alguien había
intentado forzar el sepulcro.
Si alguna vez había habido una inscripción, la intemperie la había borrado hacía
ya mucho tiempo. En cuanto a la inscripción de la tumba que aparece en el cuadro de
Poussin, parecía una elegía de tipo convencional: la muerte anunciando su sombría
presencia incluso en la Arcadia, el idílico paraíso pastoral del mito clásico. Y sin
embargo, la inscripción es curiosa, porque carece de verbo. Traducida literalmente,
dice:
Y EN LA ARCADIA YO…
¿Por qué falta el verbo? Quizá por una razón filosófica: ¿para excluir todo indicio
de tiempo, todo indicio de pasado, presente o futuro, y de esta manera dar a entender
algo eterno? ¿O quizá por una razón de índole más práctica?
Los códigos que había en los pergaminos encontrados por Sauniére dependían en
gran medida de anagramas, de la transposición o el cambio de orden de letras. ¿Era
posible que «et in ARCADIA EGO» fuese también un anagrama? ¿Era posible que se
hubiera omitido el verbo para que la inscripción consistiera únicamente en
determinadas letras? Uno de los televidentes que nos escribió decía en su carta que
ésta podía ser la razón, y seguidamente cambiaba el orden de las letras para formar
una afirmación coherente en latín. El resultado era:
ITEGO ARCANA DEI (¡FUERA! YO OCULTO LOS SECRETOS DE
DIOS).
Este ingenioso ejercicio nos agradó e intrigó. En aquel momento no nos dimos
cuenta de lo extraordinariamente apropiada que era la admonición resultante.
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2. Los cátaros y la gran herejía
Iniciamos nuestra investigación por un punto con el que ya estábamos un poco
familiarizados: la herejía cátara o albigense y la cruzada a la que dio pie en el siglo
XIII. Éramos ya conscientes de que los cátaros figuraban de un modo u otro en el
misterio que envolvía a Sauniére y a Rennes-le-Château. En primer lugar, los herejes
medievales habían sido numerosos en el pueblo y sus alrededores, que padecieron
mucho en el transcurso de la cruzada contra los albigenses. A decir verdad, toda la
historia de la región está empapada de sangre cátara, y los residuos de esa sangre,
junto con mucha amargura, persisten hoy en día. Actualmente, cuando no hay
inquisidores que puedan caer sobre ellos, muchos campesinos de la región proclaman
abiertamente sus simpatías cátaras. Hay incluso una iglesia cátara y un llamado «papa
cátaro» que, hasta su muerte en 1978, vivió en el pueblo de Arques.
Sabíamos que Sauniére se había sumergido en la historia y las tradiciones de su
tierra natal, por lo que era imposible que hubiese evitado el contacto con el
pensamiento y las tradiciones de los cátaros. No pudo escapar a su atención el hecho
de que Rennes-le-Château había sido una población importante en los siglos XII y
XIII, además de un bastión cátaro.
Asimismo, Sauniére conocería por fuerza las numerosas leyendas relativas a los
cátaros. Habría oído hablar de los rumores que los relacionaban con un objeto
fabuloso: el Santo Grial. Y si es verdad que Richard Wagner, en busca de algo
perteneciente al Grial, visitó Rennes-le-Château, Sauniére tampoco podía ignorar este
hecho.
Además, en 1890 un hombre llamado Jules Doinel pasó a ocupar el puesto de
bibliotecario de Carcasona y fundó una iglesia neocátara.[1] El propio Doinel escribió
prolíficamente sobre el pensamiento cátaro, y en 1896 era ya socio prominente de una
organización cultural de la localidad: la Sociedad de Artes y Ciencia de Carcasona.
En 1898 fue elegido secretario de la misma. A esta sociedad pertenecían varias
personas que habían estado relacionadas con Sauniére, entre ellas su mejor amigo, el
abate Henri Boudet. Y en el círculo de amigos personales del propio Doinel se
contaba Emma Calvé. Por tanto, es muy probable que Doinel y Sauniére se
conocieran.
Hay otra razón, una razón más sugestiva, que invita a relacionar a los cátaros con
el misterio de Rennes-le-Château. En uno de los pergaminos hallados por Sauniére el
texto aparece salpicado de un puñado de letras pequeñas —ocho para ser exactos—
que son deliberadamente distintas de todas las demás. Tres de ellas están hacia la
parte superior de la página, cinco hacia la parte inferior. Basta leer estas ocho letras
por orden para ver que forman dos palabras: «rex mundi». No cabe la menor duda de
que se trata de un término cátaro que cualquier persona familiarizada con el
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pensamiento de esta secta reconocerá inmediatamente.
Dados estos factores, nos pareció bastante razonable comenzar nuestra
investigación por los cátaros. Así pues, empezamos a investigar detalladamente sus
creencias y tradiciones, su historia y el medio en que se movían. Nuestra
investigación abrió nuevas dimensiones de misterio y planteó cierto número de
interrogantes.
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La cruzada contra los albigenses
En 1209 un ejército formado por unos treinta mil caballeros y soldados de
infantería partió del norte de Europa y cayó como una tromba sobre el Languedoc, las
estribaciones nororientales de los Pirineos, en lo que actualmente es el sur de Francia.
Durante la guerra que siguió a la invasión todo el territorio fue devastado, las
cosechas fueron destruidas, las ciudades y pueblos fueron arrasados y todo un pueblo
fue pasado a cuchillo. El exterminio fue tan grande, tan terrible, que bien podría
considerarse como el primer caso de «genocidio» en la historia moderna de Europa.
Sólo en la ciudad de Béziers, por ejemplo, fueron muertos por lo menos quince mil
hombres, mujeres y niños, muchos de los cuales habían buscado refugio en la iglesia.
Un oficial preguntó al representante del papa cómo podía distinguir a los herejes de
los verdaderos creyentes y recibió esta respuesta: «Mátalos a todos. Dios reconocerá
a los suyos». Puede que estas palabras, que se citan con frecuencia, fueran apócrifas.
Sin embargo, tipifican el celo fanático y la sed de sangre con que se perpetraron las
atrocidades. El mismo representante pontificio, al escribir a Inocencio III, que se
encontraba en Roma, anunció orgullosamente que «no se había respetado la edad, el
sexo ni la condición social».
Después de Béziers, el ejército invasor se extendió por todo el Languedoc. Cayó
Perpiñán, cayó Narbona, cayó Carcasona, cayó Toulouse. Y por dondequiera que
pasaban los vencedores dejaban un rastro de sangre y muerte.
Esta guerra, que duró casi cuarenta años, es conocida ahora con el nombre de
«cruzada contra los albigenses». Fue una cruzada en el verdadero sentido de la
palabra. La había convocado el papa en persona. Los que participaron en ella
llevaban una cruz en sus vestiduras, al igual que los cruzados que iban a Palestina. Y
recibían las mismas recompensas que los cruzados que luchaban en Tierra Santa:
remisión de todos los pecados, expiación de las penitencias, un lugar seguro en el
cielo y todo el botín que pudieran capturar. Además, en esta cruzada ni siquiera había
que cruzar el mar. Y de acuerdo con la ley feudal, uno no estaba obligado a luchar
durante más de cuarenta días, suponiendo, desde luego, que no le interesase el botín.
Cuando terminó la cruzada el Languedoc estaba totalmente transformado, sumido
de nuevo en la barbarie que caracterizaba al resto de Europa. ¿Por qué? ¿Por qué
había ocurrido todo aquello, tanta brutalidad y tanta devastación?
A principios del siglo XIII, la zona que actualmente recibe el nombre de
Languedoc no formaba oficialmente parte de Francia. Era un principado
independiente cuya lengua, cultura e instituciones políticas tenían menos en común
con el norte que con España, con los reinos de León, Aragón y Castilla. Gobernaban
el principado un puñado de familias nobles, siendo las principales la de los condes de
Toulouse y la poderosa casa de Trencavel. Y dentro, de los confines de este
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principado florecía una cultura que en aquel tiempo era la más avanzada y compleja
de la cristiandad, con la posible excepción de Bizancio.
El Languedoc tenía mucho en común con Bizancio. La erudición, por ejemplo,
era tenida en gran estima, cosa que no ocurría en el norte de Europa. La filosofía y
otras actividades intelectuales florecían; la poesía y el amor cortesano eran
ensalzados; el griego, el árabe y el hebreo eran estudiados con entusiasmo; y en Lunel
y en Narbona prosperaban escuelas dedicadas a la cabala, la antigua tradición
esotérica del judaísmo. Hasta la nobleza era culta y literaria en un momento en que la
mayoría de los nobles del norte ni siquiera sabían escribir su nombre.
También, al igual que Bizancio, el Languedoc practicaba una tolerancia religiosa
civilizada y acomodadiza, en contraste con el celo fanático que caracterizaba a otras
partes de Europa. Fragmentos del pensamiento islámico y judaico, por ejemplo,
fueron importados a través de centros comerciales y marítimos como Marsella o
penetraron desde España a través de los Pirineos. Al mismo tiempo, la Iglesia de
Roma no gozaba de mucha estima; debido a su notoria corrupción, los clérigos
romanos del Languedoc consiguieron, más que otra cosa, ganarse la antipatía del
pueblo. Había iglesias, por ejemplo, en las que no se había dicho misa durante más de
treinta años. Muchos sacerdotes se desinteresaban de sus feligreses y administraban
negocios o grandes fincas. Hubo un arzobispo de Narbona que jamás llegó a visitar su
diócesis.
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Mapa 3. El Languedoc de los cátaros.
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En 1200 existía una posibilidad muy real de que esta herejía desplazase al
catolicismo romano como forma dominante del cristianismo en el Languedoc. Y
había algo que era aún más peligroso a juicio de la Iglesia: la herejía ya se estaba
extendiendo hacia otras partes de Europa, especialmente a los centros urbanos de
Alemania, Flandes y la Champagne.
A los herejes se les denominaba de diversas maneras. En 1165 habían sido
condenados por un consejo eclesiástico en la ciudad languedociana de Albi. Por este
motivo, o quizá porque Albi siguió siendo uno de sus centros, a menudo los llamaban
«albigenses». En otras ocasiones los llamaban «cátaros», «catares» o «cátari». En
Italia se les daba el nombre de «patarines». No era infrecuente que también los
marcasen o estigmatizaran con el nombre de herejías muy anteriores: «arríanos»,
«marcionistas» y «maniqueos».
«Albigense» y «cátaro» eran en esencia nombres genéricos. Dicho de otro modo,
no se referían a una sola Iglesia coherente, como la de Roma, con un cuerpo doctrinal
y teológico fijo, codificado y definitivo. Los herejes en cuestión comprendían
multitud de sectas diversas, muchas de ellas bajo la dirección de un líder
independiente cuyos seguidores asumían su nombre. Y si bien es posible que estas
sectas se atuvieran a ciertos principios comunes, divergían ampliamente unas de otras
en lo que a los detalles se refiere. Por otro lado, gran parte de la información que
tenemos sobre los herejes procede de fuentes eclesiásticas como la Inquisición.
Formarse una idea de ellos a partir de tales fuentes es como hacerse una idea de, por
ejemplo, la resistencia francesa a partir de los informes de las SS y de la Gestapo. Por
tanto, es virtualmente imposible presentar un resumen coherente y definitivo de lo
que realmente constituía el «pensamiento cátaro».
En general, los cátaros suscribían la doctrina de la reencarnación y un
reconocimiento del principio femenino de la religión. De hecho, los predicadores y
maestros de las congregaciones cátaras, a los que se denominaba «perfectos», eran de
ambos sexos. Al mismo tiempo, los cátaros rechazaban la Iglesia católica ortodoxa y
negaban la validez de todas las jerarquías clericales y de los intercesores oficiales y
ordenados entre el hombre y Dios. En el fondo de esta postura residía un importante
principio cátaro: la repudiación de la «fe», al menos tal como la Iglesia insistía en
ella. En lugar de «fe» aceptada de segunda mano, los cátaros insistían en el
conocimiento directo y personal, una experiencia religiosa o mística percibida de
primera mano. A esta experiencia se le había denominado «gnosis» (palabra griega
que significa «conocimiento»), y para los cátaros tenía precedencia sobre todos los
credos y dogmas. Dado semejante énfasis en el contacto directo y personal con Dios,
los sacerdotes, obispos y otras autoridades clericales eran superfluos.
Los cátaros eran también dualistas. Por supuesto, en última instancia cabe
considerar que todo el pensamiento cristiano es dualista, pues insiste en un conflicto
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entre dos principios opuestos: el bien y el mal, el espíritu y la carne, lo alto y lo bajo.
Pero los cátaros llevaban esta dicotomía mucho más allá de lo que el catolicismo
ortodoxo estaba dispuesto a tolerar. Para los cátaros, los hombres eran las espadas con
las que luchaban los espíritus, y nadie veía las manos. Para ellos, se estaba librando
una guerra perpetua a lo largo y ancho de la creación entre dos principios
irreconciliables: la luz y las tinieblas, el espíritu y la materia, el bien y el mal. El
catolicismo propone un Dios supremo, cuyo adversario, el diablo, es en esencia
inferior a él. Los cátaros, sin embargo, proclamaban la existencia no de un solo dios,
sino de dos, con una categoría más o menos comparable. Uno de estos dioses —el
«bueno»— era totalmente desencarnado, un ser o principio de espíritu puro, libre de
la mácula de la materia. Era el dios del amor. Pero el amor era considerado como
totalmente incompatible con el poder, y la creación material era una manifestación
del poder. Así pues, para los cátaros la creación material —el mundo mismo— era
intrínsecamente mala. Toda la materia era intrínsecamente mala. El universo, en
pocas palabras, era obra de un «dios usurpador, el dios del mal o, como lo llamaban
los cátaros, el «Rex Mundi», es decir el «Rey del mundo».
El catolicismo se apoya en lo que podríamos llamar un «dualismo ético». El mal,
aunque en esencia surge quizá del diablo, se manifiesta principalmente por medio del
hombre y de sus actos. En contraste, los cátaros defendían una forma de «dualismo
cosmológico», un dualismo que saturaba toda la realidad. Para los cátaros, esta
premisa era básica, pero la reacción a la misma variaba de una secta a otra. Según
algunos cátaros, el objetivo de la vida del hombre en la tierra consistía en trascender
la materia, renunciar perpetuamente a todo lo relacionado con el principio del poder
y, de esta manera, conseguir la unión con el principio del amor. Según otros cátaros,
la finalidad del hombre era recuperar y redimir la materia, espiritualizarla y
transformarla. Es importante observar la ausencia de un dogma, doctrina o teología
fijos. Al igual que en la mayoría de las desviaciones de la ortodoxia establecida,
había sólo ciertas actitudes definidas de manera imprecisa, y las obligaciones morales
concomitantes a estas actitudes estaban sujetas a la interpretación individual.
A ojos de la Iglesia de Roma los cátaros estaban cometiendo herejías graves al
considerar que la creación material, por la que supuestamente había muerto Jesús, era
intrínsecamente mala, y al dar a entender que Dios cuyo «verbo» había creado el
mundo «en el principio», era un Usurpador. No obstante, la más grave de sus herejías
era la actitud que adoptaban ante el propio Jesús. Dado que la materia era
intrínsecamente mala, los cátaros negaban que Jesús pudiera tener algo de materia,
encarnarse, y seguir siendo el Hijo de Dios. Por tanto, algunos cátaros lo
consideraban como totalmente incorpóreo, un «fantasma», una entidad de espíritu
puro, la cual, por supuesto, no podía ser crucificada. Al parecer, la mayoría de los
cátaros consideraban que Jesús era un profeta que en nada se distinguía de los demás
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profetas, un ser mortal que murió en la cruz por el principio del amor. En pocas
palabras, no había nada místico, nada sobrenatural, nada divino en la crucifixión…,
si, de hecho, ésta era pertinente, cosa que, según parece, muchos cátaros dudaban.
En cualquier caso, todos los cátaros repudiaban con vehemencia la importancia
tanto de la crucifixión como de la cruz, quizá porque opinaban que estas doctrinas no
venían al caso, o porque Roma las exaltaba con tanto fervor, o porque las brutales
circunstancias de la muerte de un profeta no les parecían dignas de culto. Y la cruz —
al menos en relación con el calvario y la crucifixión— era para ellos un emblema del
Rex Mundi, señor del mundo material, la antítesis misma del verdadero principio
redentor. Jesús, si era mortal, había sido un profeta del AMOR, el principio del amor.
Y AMOR, cuando era invertido o pervertido o transformado en poder, se convertía en
ROMA, cuya Iglesia opulenta y lujosa era, a juicio de los cátaros, la encarnación y la
manifestación palpables en la tierra de la soberanía del Rex Mundi. Por consiguiente,
los cátaros no sólo se negaban a adorar la cruz, sino que también negaban
sacramentos como el bautismo y la comunión.
A pesar de estas posturas teológicas sutiles, complejas, abstractas y tal vez, para
una mente moderna, fuera de lugar, la mayoría de los cátaros no mostraban un
fanatismo indebido en lo relativo a su credo. Hoy día existe la moda intelectual de
considerar a los cátaros como una congregación de sabios, de místicos iluminados o
de iniciados en la sabiduría arcana, todos los cuales estaban enterados de algún gran
secreto cósmico. En realidad, sin embargo, la mayoría de los cátaros eran hombres y
mujeres más o menos «corrientes», que encontraban en su credo un refugio ante la
severidad del catolicismo ortodoxo, un respiro de los interminables diezmos,
penitencias, exequias, censuras y otras imposiciones de la Iglesia de Roma.
Por abstrusa que fuera su teología, en la práctica los cátaros eran personas
eminentemente realistas. Condenaban la procreación, por ejemplo, toda vez que la
propagación de la carne era un servicio no al principio del amor, sino al Rex Mundi;
pero no eran tan ingenuos como para abogar por la abolición de la sexualidad. Es
cierto que existía un «sacramento», o equivalente a ello, específico de los cátaros que
era denominado consolamentum y que obligaba a la castidad. Sin embargo, con la
excepción de los perfectos, que de todos modos solían ser hombres y mujeres que
antes habían tenido una familia, el consolamentum no se administraba hasta el
momento en que la persona se encontraba en su lecho de muerte; y no resulta
exageradamente difícil ser casto cuando uno se está muriendo. En lo que se refería a
la congregación en general, la sexualidad era tolerada, si no sancionada
explícitamente. ¿Cómo es posible condenar la procreación al mismo tiempo que se
tolera la sexualidad? Hay datos que inducen a pensar que los cátaros practicaban
tanto el control de la natalidad como el aborto provocado.[2] Cuando más adelante
Roma acusó a los herejes de «prácticas sexuales antinaturales», se interpretó que ello
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se refería a la sodomía. Sin embargo, los cátaros, en la medida en que se conservan
datos sobre ellos, eran muy estrictos en la condena de la homosexualidad. Es posible
que lo de «prácticas sexuales antinaturales» se refiriese a varios métodos de control
de la natalidad y aborto. Sabemos la postura que Roma adopta ante estos asuntos hoy
día. No es difícil imaginar la energía y el celo vindicativo con que esa postura sería
impuesta en la Edad Media.
Generalmente, al parecer, los cátaros llevaban una vida de devoción y sencillez
extremas. Como deploraban las iglesias, solían celebrar sus ritos y oficios al aire libre
o en alguna edificación que estuviera a su alcance: un granero, una casa o una sala
municipal. También practicaban lo que hoy día llamaríamos «meditación». Eran
estrictamente vegetarianos, aunque estaban autorizados a comer pescado. Y al viajar
por la campiña los perfectos lo hacían siempre en parejas, con lo que parecían
confirmar los rumores sobre una supuesta sodomía que harían circular sus enemigos.
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El sitio de Montségur
Éste, pues, era el credo que se extendió por el Languedoc y las provincias a tan
gran escala que parecía amenazar con desplazar al propio catolicismo. Por varias
razones comprensibles, el credo resultó atractivo para muchos nobles. Algunos se
encariñaron con su tolerancia general. Otros ya eran anticlericales. Hubo quienes se
sintieron desilusionados al ver la corrupción de la Iglesia. Otros habían perdido la
paciencia debido al sistema de diezmos, en virtud del cual los ingresos que producían
sus fincas desaparecían en las lejanas arcas de Roma. Así pues, muchos nobles ya
ancianos se convirtieron en perfectos. De hecho, se calcula que el treinta por ciento
de todos los perfectos procedía de la nobleza languedociana.
En 1145, medio siglo antes de la cruzada contra los albigenses, san Bernardo en
persona se había desplazado al Languedoc con el propósito de predicar contra los
herejes. Al llegar, se sintió menos horrorizado por los herejes que por la corrupción
de su propia Iglesia. En lo que se refería a los herejes, es evidente que impresionaron
a Bernardo. «Ningún sermón es más cristiano que los suyos —declaró—, y su
moralidad es pura.»[3]
En 1200, ocioso es decirlo, la situación ya tenía a Roma claramente alarmada.
Tampoco escapaba a su atención la envidia con que los barones del norte de Europa
contemplaban las ricas tierras y ciudades del sur. Esta envidia podía aprovecharse
fácilmente, y los nobles norteños constituirían las tropas de asalto de la Iglesia. Lo
único que se necesitaba era alguna provocación, alguna excusa que encendiera la
opinión popular.
La excusa no tardó en llegar. El día 14 de enero de 1208 uno de los legados
pontificios en el Languedoc, Pierre de Castelnau, fue asesinado. Al parecer, el crimen
fue cometido por rebeldes anticlericales que no tenían absolutamente ninguna
relación con los cátaros. A pesar de ello, Roma, que ahora tenía la excusa que
necesitaba, no titubeó en echarles la culpa a los cátaros. El papa Inocencio III ordenó
en seguida que se emprendiera una cruzada. Aunque durante todo el siglo anterior se
había perseguido intermitentemente a los herejes, ahora la Iglesia movilizó en serio
sus fuerzas. La herejía debía ser extirpada para siempre.
Se reunió un ejército muy nutrido bajo el mando del abad de Châteaux. La mayor
parte de las operaciones militares fue confiada a Simón de Montfort, padre del
hombre que posteriormente desempeñaría un papel tan crucial en la historia de
Inglaterra. Comandados por Simón, los cruzados del papa se pusieron en marcha para
reducir a la pobreza y convertir en ruinas la cultura europea más elevada de la Edad
Media. En esta santa empresa contaron con la ayuda de un nuevo y útil aliado, un
fanático español llamado Domingo de Guzmán. En 1216 este hombre, espoleado por
el odio que le inspiraba la herejía, creó la orden monástica que más adelante adoptó
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su nombre: los dominicos. Y en 1233 los dominicos crearon una institución infame:
la Santa Inquisición. Los cátaros no iban a ser sus únicas víctimas. Antes de la
cruzada contra los albigenses muchos nobles del Languedoc —en especial las
influyentes casas de Trencavel y Toulouse— se habían mostrado extremadamente
amistosos con la nutrida población judía nativa de la región. Ahora toda protección y
apoyo fueron retirados por mandato.
En 1218 Simón de Monfort fue muerto durante el sitio de Toulouse. Sin embargo,
la depredación del Languedoc siguió su curso, con sólo breves respiros, durante otro
cuarto de siglo. En 1243, sin embargo, ya había cesado toda resistencia organizada
(en la medida en que la hubiera habido en algún momento). En el citado año la
totalidad de las principales poblaciones y bastiones cátaros ya había caído en manos
de los invasores norteños, exceptuando un puñado de baluartes remotos y aislados. El
principal de ellos era la majestuosa ciudadela de Montségur, posada en lo alto de una
montaña, como un arca celestial, sobre los valles de los alrededores.
Durante diez meses Montségur fue sitiada por los invasores, resistiendo
tenazmente repetidos ataques. Al final, en marzo de 1244, la fortaleza capituló y el
catarismo dejó de existir en el sur de Francia, al menos en apariencia. Pero las ideas
jamás pueden extirparse definitivamente. En su libro Montaillou, por ejemplo,
Emmanuel Le Roy Ladurie, basándose en muchísimos documentos de la época,
escribe la crónica de las actividades de los cátaros supervivientes cerca de medio
siglo después de la caída de Montségur. Pequeños enclaves de herejes siguieron
sobreviviendo en las montañas, habitando en cuevas, manteniéndose fieles a su credo
y librando una encarnizada guerra de guerrillas contra sus perseguidores. En muchas
zonas del Languedoc, incluyendo los alrededores de Rennes-le-Château, la fe cátara
persistió, según se reconoce generalmente. Y muchos autores han atribuido a brotes
del pensamiento cátaro subsiguientes herejías europeas: los valdenses, por ejemplo,
los husitas, los adamitas o Hermanos del Espíritu Libre, los anabaptistas y los
extraños camisardos, grupos de los cuales hallaron refugio en Londres a principios
del siglo XVIII.
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El tesoro cátaro
Durante la cruzada contra los albigenses y después de ella nació en torno a los
cátaros una mística que perdura en nuestros días. En parte cabe atribuirla al
romanticismo que envuelve a toda causa perdida y trágica —cual es el caso del
príncipe Carlos Estuardo, por ejemplo— con un brillo mágico, una nostalgia
obsesionante, con la «materia prima de las leyendas». Pero al mismo tiempo, según
pudimos descubrir, había algunos misterios muy reales relacionados con los cátaros.
Aunque las leyendas fueran exaltadas y románticas, seguía en pie cierto número de
enigmas.
Uno de ellos se refiere al origen de los cátaros; y aunque al principio nos pareció
que la cuestión carecía de repercusiones prácticas, más adelante comprobamos que su
importancia era considerable. La mayoría de los historiadores recientes han argüido
que los cátaros se derivan de los bogomilas, secta que existió en Bulgaria durante los
siglos x y XI, y cuyos misioneros emigraron hacia la Europa occidental. No cabe la
menor duda de que entre los herejes del Languedoc había cierto número de
bogomilas. De hecho, un conocido predicador bogomila destacó en los asuntos
políticos y religiosos de la época. Y a pesar de ello, encontramos pruebas sólidas de
que los cátaros no procedían de los bogomilas. Por el contrario, parecían representar
el florecimiento de algo que ya llevaba siglos arraigado en suelo francés. Parecían
haber salido, casi directamente, de herejías que calaron en Francia en el mismo
advenimiento de la era cristiana.[4]
Existen otros misterios relacionados con los cátaros, unos misterios mucho más
intrigantes. Jean de Joinville, por ejemplo, un anciano que escribió sobre su
familiaridad con Luis IX durante el siglo XIII, escribe: «El rey [Luis IX] me contó
una vez que varios hombres de entre los albigenses habían acudido al conde de
Monfort […] y le habían pedido que viniera a ver el cuerpo de Nuestro Señor, que se
había hecho carne y sangre en las manos de un sacerdote».[5] Según esta anécdota,
Monfort quedó un tanto desconcertado ante esta invitación. Con cierto mal humor,
declaró que su séquito podía ir si así lo deseaba, pero que él seguiría creyendo de
acuerdo con los principios de la «Santa Iglesia». No se dan más explicaciones sobre
este incidente. El propio Joinville se limita a contarlo de paso. Pero ¿qué debemos
pensar de esta enigmática invitación? ¿Qué estaban haciendo los cátaros? ¿De qué
clase de ritual se trataba? Dejando aparte la misa, que los cátaros repudiaban, ¿qué
podía hacer que «el cuerpo de Nuestro Señor se convirtiese en carne y sangre»? Fuera
lo que fuese, ciertamente hay en la afirmación algo literal que resulta inquietante.
Otro misterio envuelve al legendario «tesoro» cátaro. Es sabido que los cátaros
eran riquísimos. En teoría, su credo les prohibía portar armas, y aunque muchos
hagan caso omiso de esta prohibición, es un hecho comprobado que contrataban a
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nutridos contingentes de mercenarios, lo cual les ocasionaba considerables gastos. Al
mismo tiempo, las fuentes de la riqueza cátara —contaban con las simpatías de
poderosos terratenientes, por ejemplo— eran obvias y explicables. Sin embargo,
surgieron rumores, incluso durante la cruzada contra los albigenses, sobre un
fantástico tesoro cátaro de índole mística, muy superior a la riqueza material. Este
tesoro, fuera lo que fuese, se dice que estaba guardado en Montségur. Sin embargo, al
caer esta fortaleza no se encontró nada de importancia. Y pese a ello, hay ciertos
incidentes muy singulares relacionados con el sitio y la capitulación de Montségur.
Durante el asedio los atacantes eran más de diez mil. Contando con fuerzas tan
nutridas, los sitiadores trataron de rodear toda la montaña para impedir cualquier
tentativa de entrar o salir, con la esperanza de rendir por hambre a los defensores. A
pesar de su fuerza numérica, empero, carecían de hombres en número suficiente para
que el cerco quedase bien asegurado. Además, muchos de los soldados eran de la
región y simpatizaban con los cátaros. Y otros muchos eran sencillamente de poco
fiar. Así pues, no era difícil atravesar las líneas de los atacantes sin ser detectado.
Había muchos huecos que permitían entrar y salir de la fortaleza, con lo que ésta
siguió estando abastecida de provisiones.
Los cátaros aprovecharon tales huecos. En enero, casi tres meses antes de la caída
de la fortaleza, dos perfectos consiguieron escapar. Según crónicas dignas de
confianza, se llevaron consigo el grueso de la riqueza material de los cátaros: un
cargamento de oro, plata y monedas que primero llevaron a una cueva fortificada en
las montañas, y desde allí a un castillo. Después de esto, el tesoro se esfumó y nunca
se ha sabido más de él.
El día 1 de marzo Montségur capituló finalmente. Para entonces sus defensores
eran menos de cuatrocientos: entre 150 y 180 de ellos eran perfectos, y el resto lo
componían caballeros, escuderos, hombres de armas y sus familias. Las condiciones
que se les impusieron eran sorprendentes por su poca severidad. Los combatientes
recibirían el perdón total de sus «crímenes» anteriores. Se les permitiría partir con sus
armas, bagaje y obsequios, dinero incluido, que pudieran recibir de sus amos.
También a los perfectos se les trató con una generosidad inesperada. Con la condición
de que abjurasen de sus creencias heréticas y confesaran sus «pecados» a la
Inquisición, serían puestos en libertad y sólo se les impondrían castigos leves.
Los defensores solicitaron una tregua de dos semanas, con un cese completo de
las hostilidades, para sopesar las condiciones. En un nuevo despliegue de generosidad
poco característica, los atacantes se mostraron de acuerdo. A cambio de ello, los
defensores ofrecieron voluntariamente rehenes. Se acordó que si alguien trataba de
escapar de la fortaleza, los rehenes serían ejecutados.
¿Estaban los perfectos tan comprometidos con sus creencias que gustosamente
prefirieron el martirio a la conversión? ¿O había algo que no podían o no se atrevían
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a confesar a la Inquisición? Sea cual fuere la respuesta, que se sepa, ninguno de los
perfectos aceptó las condiciones de los sitiadores. Por el contrario, todos ellos
optaron por el martirio. Además, por lo menos otros veinte ocupantes de la fortaleza,
seis mujeres y unos quince combatientes, recibieron voluntariamente el
consolamentum y se hicieron perfectos también, con lo que aceptaron una muerte
cierta.
La tregua llegó a su fin el 15 de marzo. Al amanecer del día siguiente más de
doscientos perfectos fueron arrastrados brutalmente montaña abajo. Ni uno solo se
retractó. No había tiempo para preparar hogueras individuales, de modo que fueron
encerrados en una gran empalizada llena de leña, a los pies de la montaña, y
quemados en masa. El resto de la guarnición, confinada en el castillo, no tuvo más
remedio que presenciar la ejecución. Se les advirtió que si alguno de ellos trataba de
huir, eso significaría la muerte para todos, incluidos los rehenes.
Con todo, a pesar de este riesgo, la guarnición se confabuló para esconder a
cuatro perfectos entre las demás gentes. Y la noche del 16 de marzo estos cuatro
hombres, acompañados de un guía, llevaron a cabo una osada fuga, también con el
conocimiento y la complicidad de la guarnición. Bajaron por la escarpada cara
occidental de la montaña, utilizando cuerdas para descender de una vez alturas de
más de cien metros.[6]
¿Qué estaban haciendo estos hombres? ¿Cuál era el objetivo de su arriesgada
fuga, que entrañaba un peligro tan grande tanto para la guarnición como para los
rehenes? Hubieran podido salir libremente de la fortaleza al día siguiente, para
reanudar sus vidas. Pero, por alguna razón que desconocemos, optaron por una
peligrosa huida nocturna que fácilmente hubiera podido significar su muerte y la de
sus colegas.
Cuenta la tradición que estos cuatro hombres transportaban el legendario tesoro
de los cátaros. Pero el tesoro en cuestión había sido sacado clandestinamente de
Montségur tres meses antes. Y en todo caso, ¿cuánto «tesoro» —cuánto oro, plata o
monedas— podían transportar tres o cuatro hombres por la escarpada pared de una
montaña? Si es verdad que los cuatro fugados transportaban algo, es evidente que ese
algo no era riqueza material.
En tal caso, ¿qué transportarían? Quizás avíos de la fe cátara: libros, manuscritos,
enseñanzas secretas, reliquias, objetos religiosos de alguna clase; quizás algo que, por
una razón u otra, no podían permitir que cayese en manos hostiles. Eso podría
explicar por qué se llevó a cabo una fuga, una fuga que entrañaba un riesgo tan
grande para todos los comprometidos en ella. Pero si era necesario evitar a toda costa
que algo de naturaleza tan preciosa cayera en manos del enemigo, ¿por qué no lo
sacaron antes? ¿Por qué no lo habían sacado en secreto con el grueso del tesoro
material tres meses antes? ¿Por qué lo retuvieron en la fortaleza hasta el último
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momento, un momento peligrosísimo?
La fecha precisa dé la tregua nos permitió deducir una posible respuesta a estas
preguntas. Había sido solicitada por los defensores, que voluntariamente ofrecieron
rehenes a cambio de ella. Por alguna razón, parece ser que los defensores la
consideraron necesaria, aunque sólo sirvió para retrasar lo inevitable durante dos
semanas.
Sacamos la conclusión de que tal vez este retraso era necesario para ganar tiempo.
No tiempo en general, sino aquel tiempo específico, aquella fecha específica.
Coincidió con el equinoccio de primavera, y cabe la posibilidad de que el equinoccio
tuviera algún valor ritual para los cátaros. También coincidió con la Pascua. Pero los
cátaros, que ponían en entredicho la pertinencia de la crucifixión, no concedían
ninguna importancia especial a la Pascua. Y pese a ello, se sabe que se celebraba
algún tipo de festividad el 14 de marzo, el día antes de que expirase la tregua.[7]
Pocas dudas caben que la tregua fue solicitada con el objeto de que pudiera celebrarse
dicha festividad. Y pocas dudas caben que la festividad no podía celebrarse en una
fecha escogida al azar. Al parecer, tenía que ser el 14 de marzo. Fuera lo que fuese
dicha festividad, está claro que causó cierta impresión en los mercenarios
contratados, algunos de los cuales, desafiando una muerte inevitable, se convirtieron
al credo cátaro. ¿Es posible que este hecho contenga al menos una clave parcial sobre
lo que se sacó de Montségur dos noches más tarde? ¿Cabe que lo que se sacó en
aquella noche fuera necesario para la festividad del día 14? ¿Fue lo que persuadió a
por lo menos veinte defensores a convertirse en perfectos en el último momento? ¿Y
cabe que fuera lo que aseguró la complicidad subsiguiente de la guarnición, incluso a
riesgo de sus vidas? Si la repuesta a todas estas preguntas es afirmativa, tendremos la
explicación de por qué lo que se sacó el día 16 no fue sacado antes; en enero, por
ejemplo, cuando el tesoro monetario fue llevado a lugar seguro. Lo necesitaban para
la festividad. Y luego tenían que evitar que cayera en manos enemigas.
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El misterio de los cátaros
Mientras reflexionábamos sobre estas conclusiones nos acordábamos
constantemente de las leyendas que relacionaban a los cátaros con el Santo Grial.[8]
No estábamos dispuestos a considerar el Grial como algo más que un mito.
Ciertamente, no estábamos dispuestos a afirmar que hubiera existido alguna vez.
Aunque hubiera existido, no podíamos imaginarnos que una copa o escudilla, hubiese
o no contenido la sangre de Jesús, fuera algo tan precioso para los cátaros, para los
cuales Jesús era en gran medida una figura de importancia secundaría. Sin embargo,
las leyendas siguieron obsesionándonos y llenándonos de perplejidad.
Aunque elusivo, parece que sí existe algún vínculo entre los cátaros y todo el
culto del Grial tal como evolucionó durante los siglos XII y XIII. Algunos autores
han argüido que los romances sobre el Grial —los de Chrétien de Troyes y de
Wolfram von Eschenbach, por ejemplo— son una interpolación del pensamiento
cátaro, oculto en un simbolismo complejo, en el corazón del cristianismo ortodoxo.
Puede que esa afirmación sea un poco exagerada, pero también hay en ella cierta
verdad. Durante la cruzada contra los albigenses los eclesiásticos tronaron contra los
romances referentes al Grial, tildándolos de perniciosos, si no de heréticos. Y en
algunos de estos romances hay pasajes aislados que no sólo son muy heterodoxos,
sino inconfundiblemente dualistas; dicho de otro modo: cátaros.
Es más, Wolfram von Eschenbach, en uno de tales romances, declara que el
castillo del Grial estaba situado en los Pirineos, afirmación que, en todo caso, parece
que Richard Wagner interpretó literalmente. Según Wolfram, el nombre del castillo
del Grial era Munsalvaesche, que, al parecer, era una versión germanizada de
Montsalvat, un término cátaro. Y en uno de los poemas de Wolfram el señor del
castillo del Grial se llama Perilla. Lo cual es interesante, porque el señor de
Montségur era Raimon de Pereille, cuyo nombre, en su forma latina, aparece como
Perilla en documentos de la época.[9]
Sacamos la conclusión de que si unas coincidencias tan notables seguían
obsesionándonos, también habrían obsesionado a Sauniére, quien, después de todo,
estaba empapado en las leyendas y tradiciones de la región. Y al igual que cualquier
otro nativo de la región, Sauniére debía de ser constantemente consciente de la
proximidad de Montségur, cuyo destino conmovedor y trágico domina todavía la
conciencia local. Pero, en el caso de Sauniére, la proximidad misma de la fortaleza es
muy posible que entrañase ciertas implicaciones prácticas.
Algo había sido sacado en secreto de Montségur poco después de que expirase la
tregua. Según la tradición, los cuatro hombres que escaparon de la ciudadela
condenada llevaban consigo el tesoro de los cátaros. Pero el tesoro monetario había
sido sacado de allí tres meses antes. ¿Es posible que el «tesoro» cátaro, al igual que el
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«tesoro» descubierto por Sauniére, consistiera principalmente en un secreto? ¿Es
posible que este secreto estuviera relacionado, de una forma inimaginable, con algo
que daría en llamarse el «Santo Grial»? A nosotros nos pareció inconcebible que los
romances sobre el Grial pudieran interpretarse literalmente.
En todo caso, lo que se sacó de Montségur, fuera lo que fuese, hubo que llevarlo a
alguna parte. Dice la tradición que fue llevado a las cuevas fortificadas de Ornolac,
en Ariége, donde una banda de cátaros fue exterminada poco después. Pero en
Ornolac nunca se ha encontrado nada salvo esqueletos. Por otro lado, Rennes-le-
Château está sólo a medio día de viaje a caballo desde Montségur. Es posible que lo
que se sacó de Montségur fuera llevado a Rennes-le-Château o, más probablemente, a
una de las cuevas que abundan en las montañas de los alrededores. Y si el «secreto»
de Montségur era lo que Sauniére iba a descubrir más adelante, obviamente el hecho
explicaría muchas cosas.
En el caso de los cátaros, al igual que en el de Sauniére, la palabra «tesoro»
parece esconder otra cosa, alguna clase de conocimiento o información. Dada la
tenacidad con que los cátaros permanecían fieles a su credo y la gran antipatía que les
inspiraba Roma, nos preguntamos si dicho conocimiento o información (suponiendo
que existiese) estaba relacionado de alguna forma con el cristianismo, con las
doctrinas y la teología del cristianismo, quizá con la historia y los orígenes del
mismo. ¿Era posible, en pocas palabras, que los cátaros (o al menos algunos de ellos)
supieran algo, algo que contribuyó al fervor enloquecido con que Roma procuró
exterminarlos? El clérigo que nos había escrito hablaba de «pruebas
incontrovertibles». ¿Conocerían los cátaros tales «pruebas»?
En aquellos momentos lo único que podíamos hacer era especular vanamente. Y
en general, la información sobre los cátaros era tan escasa que incluso impedía forjar
una hipótesis que nos sirviera de guía. Por otra parte, al investigar a los cátaros
habíamos tropezado una y otra vez con otro tema, un tema aún más enigmático,
misterioso y envuelto en leyendas evocadoras. Este tema era el de los caballeros
templarios.
Así pues, dirigimos nuestra investigación hacia los templarios. Y fue entonces
cuando nuestras indagaciones empezaron a proporcionarnos documentación concreta,
al mismo tiempo que el misterio adquiría proporciones muy superiores a las que
habíamos imaginado.
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3. Los monjes guerreros
Reunir datos sobre los caballeros templarios resultó una ímproba tarea. El gran
volumen de material escrito sobre el tema nos intimidaba, y al principio no sabíamos
qué porcentaje de dicho material era digno de confianza. Si los cátaros habían dado
pie a un gran número de leyendas espurias y románticas, mayor aún era la
mistificación que envolvía a los templarios.
A cierto nivel nos eran bastante conocidos: los fieros y fanáticos monjes
guerreros, mezcla de caballeros andantes y místicos, con su manto blanco adornado
con una cruz paté de color rojo que tan crucial papel interpretaron en las cruzadas. En
cierto sentido, fueron el arquetipo del cruzado, las tropas de asalto de Tierra Santa
que a miles lucharon y murieron heroicamente por Cristo. Sin embargo, muchos
autores, incluso hoy día, los tenían por una institución mucho más misteriosa, una
orden esencialmente secreta, empeñada en oscuras intrigas, maquinaciones
clandestinas y turbias conspiraciones. Y quedaba por aclarar un hecho misterioso e
inexplicable. Al final de los doscientos años que duró su existencia estos paladines de
Cristo fueron acusados de negar y repudiar a Cristo, de pisotear y escupir en la cruz.
En su novela Ivanhoe, Scott presenta a los templarios como una pandilla de
matones altivos y arrogantes, déspotas codiciosos e hipócritas que abusan
desvergonzadamente de su poder, manipuladores astutos que orquestan los asuntos de
los hombres y los reinos. Otros escritores del siglo XIX los pintan como viles siervos
de Satanás, adoradores del diablo, entregados a toda suerte de ritos obscenos,
abominables y heréticos. Recientemente, los historiadores han tendido a verlos como
víctimas desgraciadas de las maniobras de alto nivel de la Iglesia y el Estado. Y hay
incluso un tercer grupo de escritores, especialmente los que siguen las tradiciones
masónicas, que consideran a los templarios como adeptos e iniciados místicos,
custodios de una sabiduría arcana que trasciende del cristianismo.
Sean cuales fueren los prejuicios o la orientación de tales escritores, lo cierto es
que ninguno de ellos pone en duda el celo heroico de los templarios ni su aportación
a la historia. Tampoco discute nadie el hecho de que la suya es una de las
instituciones más fascinadoras y enigmáticas de los anales de la cultura occidental.
Ninguna crónica de las cruzadas —o, para el caso, de la Europa de los siglos XII y
XIII— se olvida de mencionar a los templarios. En el apogeo de su historia fueron la
organización más poderosa e influyente de toda la cristiandad, con una única
excepción posible: el papado.
Y pese a ello, aún no se ha dado respuesta a varios interrogantes. ¿Quiénes y qué
eran los caballeros templarios? ¿Eran simplemente lo que parecían ser? ¿O eran otra
cosa? ¿Eran simples soldados a los que más tarde se envolvió en un aura de leyenda y
mistificación? Si es así, ¿por qué? O, yendo hacia el otro extremo, ¿existía algún
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misterio auténtico relacionado con ellos? ¿Había algo que diera pie a los mitos que se
crearon más adelante?
En primer lugar consideramos las crónicas aceptadas, es decir las de historiadores
respetados y responsables. Virtualmente en todos los aspectos estas crónicas
planteaban más interrogantes de los que aclaraban. No sólo se derrumbaban al ser
examinadas atentamente, sino que harían pensar en la existencia de una
«conspiración de silencio». No podíamos librarnos de la sensación de que algo había
sido ocultado deliberadamente a la vez que se inventaba un «cuento» que los
historiadores posteriores se habían limitado a repetir.
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Los caballeros templarios: la crónica ortodoxa
Que nosotros sepamos, la primera información histórica sobre los templarios la
proporciona un historiador franco llamado Guillermo de Tiro, que escribió entre 1175
y 1185. Fue en el apogeo de las cruzadas, cuando los ejércitos occidentales ya habían
conquistado Tierra Santa y fundado el reino de Jerusalén o, como decían los propios
templarios, «Outremer», la «tierra más allá del mar». Pero cuando Guillermo de Tiro
empezó a escribir, Palestina ya llevaba setenta años en manos occidentales, y los
templarios existían desde hacía más de cincuenta. Por consiguiente, Guillermo
escribía sobre acontecimientos anteriores a su tiempo, acontecimientos que él no
había presenciado o experimentado personalmente, sino que conocía de segunda o
incluso de tercera mano. De segunda o tercera mano y, por si fuera poco, basándose
en fuentes inciertas. Porque no hubo cronistas occidentales en Outremer entre 1127 y
1144. Por tanto, no hay testimonios escritos de aquellos años cruciales.
En resumen, no es mucho lo que sabemos sobre las fuentes de Guillermo, por lo
que cabe dudar de algunas de sus afirmaciones. Puede que se inspirase en lo que
corría de boca en boca, en una tradición oral que no era demasiado fiable. Otra
posibilidad es que consultara a los propios templarios y luego escribiera lo que éstos
le habían contado. En tal caso, da cuenta sólo de lo que los templarios querían que
diese cuenta.
Es verdad que Guillermo nos proporciona cierta información básica; y esta
información es la base de todas las crónicas subsiguientes relativas a los templarios,
de todas las explicaciones de la fundación de la orden, de todas las narraciones de sus
actividades. Pero, debido a la vaguedad y el esquematismo de Guillermo, debido a la
época en que escribió, debido a la escasez de fuentes documentales, este historiador
constituye una base precaria para hacernos una idea definitiva del asunto.
Ciertamente, las crónicas de Guillermo son útiles. Pero es una equivocación —ante la
que han sucumbido muchos historiadores— considerarlas como irrefutables y
totalmente fidedignas. Tal como señala sir Steven Runciman, incluso las fechas que
da Guillermo «son confusas y a veces puede demostrarse que equivocadas».[1]
Según Guillermo de Tiro, la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y el
Templo de Salomón se fundó en 1118. Se dice que su fundador fue un tal Hugues de
Payen, un noble de la Champagne, vasallo del conde de la misma.[2] Un día, sin ser
requerido a ello, Hugues y ocho de sus camaradas se presentaron en el palacio de
Balduino I, rey de Jerusalén, cuyo hermano mayor, Godofredo de Bouillon, había
conquistado la Ciudad Santa diecinueve años antes. Al parecer, Balduino los recibió
con la mayor cordialidad, y lo mismo hizo el patriarca de Jerusalén, líder religioso del
nuevo reino y emisario especial del papa.
Guillermo de Tiro añade que el objetivo manifiesto de los templarios era, «en la
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medida en que su fuerza se lo permitiese, velar por la seguridad de los caminos y las
carreteras […] cuidando de modo especial de la protección de los peregrinos».[3] Al
parecer, este objetivo era tan meritorio que el rey puso toda un ala de su palacio a
disposición de los caballeros. Y a pesar de su juramento de pobreza, éstos se
instalaron en tan lujoso alojamiento. Dice la tradición que sus aposentos estaban
edificados sobre los cimientos del antiguo templo de Salomón y que de ello sacó su
nombre la nueva orden.
Durante nueve años, nos cuenta Guillermo de Tiro, los nueve caballeros no
permitieron que nadie más entrase en la orden. Se suponía que seguían viviendo en la
pobreza, una pobreza tan grande que en los sellos oficiales aparecen dos caballeros a
lomos de un solo caballo, lo que da a entender, no sólo fraternidad, sino también una
penuria que les impedía tener monturas para todos. A menudo este estilo de sello se
considera como una de las divisas más famosas y distintivas de los templarios, y tiene
su origen en los primeros días de la orden. Sin embargo, en realidad data de un siglo
después, momento en que los templarios no eran precisamente pobres, es decir
suponiendo que lo fueran alguna vez.
Según Guillermo de Tiro, que escribió medio siglo después, los templarios se
fundaron en 1118 y se instalaron en el palacio del rey, de donde seguramente salían
para proteger a los peregrinos en los caminos y carreteras de Tierra Santa. Y sin
embargo, existía por aquel tiempo un historiador oficial al servicio del rey. Se
llamaba Fulk de Chartres, y escribía, no cincuenta años después de la supuesta
fundación de la orden, sino durante los años en que se llevó a cabo la misma. Lo
curioso es que Fulk de Chartres no nombra a Hugues de Payen, a sus compañeros ni
nada relacionado, siquiera remotamente, con los caballeros templarios. De hecho, hay
un silencio ensordecedor sobre las actividades de los templarios durante los primeros
días de su existencia. Ciertamente, no se encuentran testimonios en ninguna parte —
ni siquiera más adelante— de que hicieran algo para proteger a los peregrinos. Y
además, hay que preguntarse cómo un grupo tan reducido podía albergar la esperanza
de desempeñar una tarea tan gigantesca como la que se habían impuesto a sí mismos.
¿Nueve hombres para proteger a los peregrinos que recorrían todas las vías públicas
de Tierra Santa? ¿Sólo nueve? ¿Para proteger a todos los peregrinos? Si éste era su
objetivo, lo lógico sería que hubiesen admitido nuevos reclutas. Sin embargo, según
dice Guillermo de Tiro, durante nueve años no entró en la orden ningún caballero.
No obstante, parece ser que en el plazo de un decenio la fama de los templarios se
extendió por toda Europa. Las autoridades eclesiásticas les dedicaron grandes elogios
y ensalzaron su cristiana empresa. En 1128 o poco después un opúsculo alabando sus
virtudes y cualidades fue publicado nada menos que por san Bernardo, abad de
Clairvaux y principal portavoz de la cristiandad en aquel tiempo. El opúsculo de
Bernardo lleva por título «En alabanza de la nueva orden de caballería», y declara
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que los templarios son el epítome y la apoteosis de los valores cristianos.
Transcurridos nueve años, en 1127, la mayoría de los nueve caballeros regresaron
a Europa, donde se les tributó una bienvenida triunfal, orquestada en gran parte por
san Bernardo. En enero de 1128 se convocó un concilio eclesiástico en Troyes —
corte del conde de la Champagne, señor feudal de Hugues de Payen—, en el que
Bernardo volvió a ser el espíritu guía. En dicho concilio los templarios fueron
reconocidos oficialmente y constituidos en orden religiosa-militar. Hugues de Payen
recibió el título de Gran maestre. Él y sus subordinados serían monjes-guerreros,
soldados-místicos, en los que la austera disciplina del claustro se unía a un celo
marcial que lindaba con el fanatismo: una «milicia de Cristo», como se les llamó en
aquel tiempo. Y de nuevo fue san Bernardo quien, con un prefacio entusiástico,
ayudó a redactar la regla de conducta que observarían los caballeros, una regla basada
en la de la orden monástica del Cister, en la que el propio Bernardo tema gran
influencia.
Los templarios hicieron votos de pobreza, de castidad y de obediencia. Estaban
obligados a cortarse el pelo, pero tenían prohibido hacer lo mismo con la barba, lo
cual les distinguía en una época en la que la mayoría de los hombres iban bien
afeitados. La dieta, la indumentaria y otros aspectos de la vida cotidiana quedaron
estrictamente reglamentados de acuerdo con pautas tanto religiosas como militares.
Todos los miembros de la orden tenían la obligación de vestir hábito blanco o
sobrevesta y capa del mismo color, prendas que no tardaron en convertirse en el
manto blanco distintivo que hizo famosos a los templarios. «No se permite a nadie
llevar hábitos blancos, o tener mantos blancos, exceptuando a los […] caballeros de
Cristo.»[4] Así decía la regla de la orden, que explicaba la importancia simbólica de
este atuendo: «A todos los caballeros profesos, tanto en invierno como en verano,
damos, si pueden obtenerse, prendas blancas, para que aquellos que han dejado atrás
una vida tenebrosa sepan que deben encomendarse a su creador por medio de una
vida pura y blanca».[5]
Además de estos detalles, la regla instauró una jerarquía y un aparato
administrativos poco rígidos. Y el comportamiento en el campo de batalla quedaba
estrictamente controlado. Si caían prisioneros, por ejemplo, a los templarios no les
estaba permitido pedir clemencia ni ser liberados mediante rescate. Tenían la
obligación de luchar hasta la muerte. Tampoco estaban autorizados a retirarse, a
menos que el enemigo le superase numéricamente a razón de tres a uno.
En 1139[6] el papa Inocencio II —ex monje cisterciense en Clairvaux y protegido
de san Bernardo— promulgó una bula según la cual los templarios no debían lealtad
a ningún poder secular o eclesiástico salvo al propio papa. Dicho de otro modo, se les
declaraba independientes de todos los reyes, príncipes y prelados, y libres de toda
intromisión por parte de las autoridades, así políticas como religiosas. En efecto, a
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partir de aquel momento los templarios serían sus propios jueces, un imperio
internacional autónomo.
Durante los dos decenios que siguieron al concilio de Troyes la orden se expandió
con una rapidez y a una escala extraordinarias. Cuando Hugues de Payen visitó
Inglaterra a finales de 1128 fue recibido con «gran adoración» por el rey Enrique I.
En toda Europa los hijos menores de las familias nobles se apresuraban a enrolarse en
la orden, y de todos los rincones de la cristiandad llegaban inmensos donativos en
dinero, bienes y tierra. Hugues de Payen donó sus propiedades, y a todos los reclutas
se les obligaba a hacer lo mismo. Al ser admitido en la orden, un hombre tenía la
obligación de traspasar a ésta todos sus bienes.
En vista de estas normas, no es extraño que proliferasen las propiedades de los
templarios. Transcurridos sólo doce meses desde el Concilio de Troyes, la orden tenía
grandes fincas en Francia, Inglaterra, Escocia, Flandes, España y Portugal. Al cabo de
otro decenio, poseía también territorios en Italia, Austria, Alemania, Hungría, Tierra
Santa y partes del este.
Aunque los caballeros estaban obligados por su voto de pobreza, esto no impedía
que la orden amasara riquezas a una escala sin precedente. Todos los obsequios eran
bien recibidos. Al mismo tiempo la orden tenía prohibido desprenderse de nada, ni
siquiera para pagar el rescate por sus jefes. El Temple recibía en abundancia pero, en
virtud de una norma estricta, nunca daba.
Así pues, cuando Hugues de Payen regresó a Palestina en 1130, con un séquito de
unos trescientos caballeros-considerable para aquella época—, dejó tras de sí,
custodiadas por otros reclutas, partes inmensas de territorio europeo.
En 1146 los templarios adoptaron la famosa cruz de color rojo: la cruz paté. Con
esta divisa adornando su manto, los caballeros acompañaron al rey Luis VII de
Francia en la segunda cruzada. Durante ella nació su reputación de celo marcial unida
a una temeridad casi demencial, así como a una fiera arrogancia. En conjunto, sin
embargo, su disciplina era magnífica: eran la fuerza de combate más disciplinada del
mundo en aquel tiempo. El propio rey de Francia escribió que sólo los templarios y
nadie más que ellos impidieron que la segunda cruzada —mal concebida y mal
dirigida— degenerase en una hecatombe total.
Durante los cien años siguientes los templarios se convirtieron en un poder con
influencia internacional. Ejercían constantemente una diplomacia de alto nivel entre
nobles y monarcas a lo largo y ancho del mundo occidental y Tierra Santa. En
Inglaterra, por ejemplo, el maestre del Temple era convocado con regularidad al
parlamento del rey y considerado como jefe de todas las órdenes religiosas,
disfrutando de precedencia ante todos los priores y abades del país. Los templarios,
que mantenían vínculos estrechos tanto con Enrique II como con Tomás Becket,
colaboraron en el intento de reconciliar al soberano con su arzobispo. Sucesivos reyes
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ingleses, incluyendo el rey Juan, residían a menudo en la preceptoría londinense del
Temple, y el maestre de la orden estuvo al lado del rey durante la firma de la Carta
Magna.[7]
Las actividades políticas de la orden no estaban limitadas a la cristiandad. Se
forjaron también lazos estrechos con el mundo musulmán —el mundo al que con
tanta frecuencia se oponían en el campo de batalla—, y los templarios merecían un
respeto por parte de los jefes sarracenos que superaba al que éstos mostraban hacia
otros europeos. También existían relaciones secretas con la secta ismaelita de los
asesinos, adeptos militantes y con frecuencia fanáticos que eran el equivalente
islámico de los templarios. Los asesinos rendían tributo a los templarios, y corrían
rumores de que estaban a su servicio.
En casi todos los niveles políticos los templarios actuaban en calidad de árbitros
oficiales en las disputas, e incluso los reyes se sometían a su autoridad. En 1252
Enrique III de Inglaterra se atrevió a desafiarlos, amenazándolos con confiscar ciertos
dominios suyos. «Vosotros los templarios […] tenéis tantas libertades y cartas de
privilegio que vuestras enormes posesiones os hacen desvariar de orgullo y altivez.
Lo que fue dado imprudentemente, pues, debe ser revocado prudentemente; y lo que
fue otorgado inconsideradamente debe ser reclamado consideradamente». El maestre
de la orden replicó: «¿Qué estás diciendo, oh, rey? No permita Dios que de mi boca
salga una palabra tan desagradable y necia. Mientras ejerzas la justicia, reinarás.
Mas si la infringes, dejarás de ser rey».[8] Es difícil transmitir a una mente moderna
la enormidad y la audacia de esta afirmación. De manera implícita el maestre asume
para su orden y para sí mismo un poder que ni siquiera el papado osaba reclamar
explícitamente: el poder de nombrar o deponer monarcas.
Al mismo tiempo, los intereses de los templarios iban más allá de la guerra, la
diplomacia y las intrigas políticas. De hecho, crearon la institución de la banca
moderna. Prestando vastas sumas a los monarcas empobrecidos se convirtieron en
banqueros de todos los tronos de Europa, así como de ciertos potentados
musulmanes. Con su red de preceptorías en todo el continente europeo y en el Oriente
Medio, también organizaron, cobrando unos intereses modestos, la transferencia
segura y eficiente del dinero de los comerciantes, clase que fue dependiendo más y
más de ellos. El dinero depositado en una ciudad, por ejemplo, podía reclamarse y
retirarse en otra por medio de pagarés escritos en clave. Así pues, los templarios
pasaron a ser los principales cambistas de la época, y la preceptoría de París se
convirtió en el centro de las finanzas europeas.[9] Incluso es probable que el cheque,
tal como lo conocemos y utilizamos hoy, fuera inventado por la orden.
Los templarios no comerciaban sólo con dinero, sino también con el pensamiento.
Mediante sus buenas relaciones con las culturas islámica y judaica devinieron en
receptores y transmisores de nuevas ideas, nuevas dimensiones del conocimiento,
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nuevas ciencias. Gozaban de un verdadero monopolio sobre la tecnología mejor y
más avanzada de su tiempo, la mejor que podían producir los armeros, curtidores,
albañiles, arquitectos militares e ingenieros. Contribuyeron al desarrollo de la
agrimensura, de la cartografía, de la construcción de caminos y de la navegación.
Poseían sus propios puertos de mar, astilleros y flota, una flota tanto comercial como
militar, que fue de las primeras en utilizar la brújula magnética. Y en su calidad de
soldados, la necesidad de tratar heridas y enfermedades les hizo adeptos en el uso de
medicamentos. La orden mantenía sus propios hospitales con sus propios médicos y
cirujanos, cuya utilización del extracto de moho sugiere que comprendían las
propiedades de los antibióticos. También comprendían los principios modernos de la
higiene y la limpieza. Y con una comprensión que se adelantaba a su tiempo,
consideraban la epilepsia, no como posesión demoniaca, sino como una enfermedad
controlable.[10]
Inspirado por sus propias realizaciones, el Temple en Europa fue haciéndose cada
vez más rico, poderoso y satisfecho de sí mismo. Quizá no sea extraño que también
fuera haciéndose cada vez más arrogante, brutal y corrompido. «Beber como un
templario» se convirtió en una frase hecha de aquel tiempo. Y ciertas fuentes
aseguran que la orden tenía por norma reclutar a caballeros excomulgados.
Pero mientras los templarios adquirían prosperidad y mala fama en Europa, la
situación había empeorado seriamente en Tierra Santa. En 1185 murió el rey
Balduino IV de Jerusalén. En el curso de la disputa dinástica que estalló tras su
muerte, Gérard de Ridefort, Gran maestre del Temple, traicionó el juramento que
había hecho al monarca fallecido y, a causa de ello, la comunidad europea de
Palestina se encontró al borde de la guerra civil. No fue ésta la única acción
censurable de Ridefort. Su actitud desdeñosa ante los sarracenos precipitó la ruptura
de una tregua que hacía años que existía y provocó un nuevo ciclo de hostilidades.
Luego, en julio de 1187, Ridefort condujo a sus caballeros, junto con el resto del
ejército cristiano, a una batalla temeraria, mal concebida y en definitiva desastrosa en
Hattin. Las fuerzas cristianas fueron virtualmente aniquiladas; y al cabo de dos meses
la propia Jerusalén —conquistada haría casi un siglo— volvía a estar en manos
sarracenas.
Durante el siglo siguiente la situación fue haciéndose cada vez más desesperada.
En 1291 había caído ya la casi totalidad de Outremer, y Tierra Santa estaba casi
enteramente bajo el control de los musulmanes. Sólo quedaba Acre, y en mayo de
1291 también se perdió esta última fortaleza. En la defensa de la ciudad condenada
los templarios dieron muestra del mayor heroísmo. El propio Gran maestre, pese a
estar gravemente herido, continuó luchando hasta la muerte. Como el espacio era
limitado en las galeras de la orden, las mujeres y los niños fueron evacuados,
mientras todos los caballeros, incluso los heridos, optaban por quedarse en tierra. La
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caída del último bastión en Acre fue de una intensidad apocalíptica: los muros se
derrumbaron y enterraron tanto a los defensores como a los atacantes.
Los templarios instalaron su nuevo cuartel general en Chipre; pero, en realidad,
con la pérdida de Tierra Santa se habían visto privados de su razón de ser. Dado que
ya no quedaba ninguna tierra infiel que conquistar y que al mismo tiempo fuera
accesible, la orden empezó a volver su atención hacia Europa con la esperanza de
encontrar allí algo que justificase la continuación de su existencia.
Un siglo antes los templarios habían presidido la fundación de otra orden
religiosa-militar, la de los caballeros teutónicos. Éstos actuaban en grupos reducidos
en el Oriente Medio, pero a mediados del siglo XIII ya habían vuelto su atención
hacia las fronteras nororientales de la cristiandad. En dicha región se habían labrado
su propio principado independiente: el Ordenstaat u Ordensland, que abarcaba casi
todo el Báltico oriental. En este principado —que se extendía de Prusia al golfo de
Finlandia y lo que actualmente constituye suelo ruso— los caballeros teutónicos
gozaban de una soberanía que nadie discutía, lejos del alcance del control tanto
secular como eclesiástico.
Desde la misma creación del Ordenstaat los templarios habían envidiado la
independencia de la orden hermana. Tras la caída de Tierra Santa cada vez pensaban
más en tener un estado propio en el cual pudieran ejercer la misma autoridad y la
misma autonomía sin trabas que los caballeros teutónicos. A diferencia de éstos, sin
embargo, a los templarios no les interesaban las regiones inhóspitas de la Europa
oriental. Estaban ya demasiado acostumbrados al lujo y la opulencia. Por
consiguiente, soñaban con fundar su Estado en suelo más accesible y acogedor: el del
Languedoc.[11]
Desde sus primeros tiempos el Temple había mantenido cierta relación efusiva y
comprensiva con los cátaros, especialmente en el Languedoc. Muchos terratenientes
ricos —cátaros o simpatizantes de éstos— habían regalado grandes extensiones de
tierra a la orden. Según un autor reciente, cuando menos uno de los cofundadores del
Temple era un cátaro. Esto parece un tanto improbable, pero no hay ninguna duda de
que Bertrand de Blanchefort, el cuarto Gran maestre de la orden, procedía de una
familia cátara. Cuarenta años después de la muerte de Bertrand sus descendientes
combatían codo a codo con otros señores cátaros contra los invasores norteños de
Simón de Montfort.[12]
Durante la cruzada contra los albigenses, los templarios permanecieron
ostensiblemente neutrales, limitándose al papel de testigos. Al mismo tiempo, sin
embargo, parece que el Gran maestre del momento dejó bien sentada la postura de la
orden cuando declaró que en realidad había una sola cruzada verdadera: la cruzada
contra los sarracenos. Asimismo, el estudio atento de las crónicas de la época revela
que los templarios ofrecían refugio a los numerosos fugitivos cátaros.[13] A veces dan
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la impresión de haber empuñado las armas en defensa de estos refugiados. Y el
estudio de las listas de la orden correspondientes a este período, hacia los inicios de la
cruzada contra los albigenses, revela que numerosos cátaros ingresaban en las filas
del Temple, donde ni siquiera los cruzados de Simón de Monfort se atrevían a
meterse con ellos. A decir verdad, dichas listas muestran que una elevada proporción
de altos dignatarios de la orden procedían de familias cátaras.[14] En el Languedoc,
los funcionarios del Temple eran con mayor frecuencia cátaros que católicos. Es más,
los nobles cátaros que se enrolaban en el Temple no parecen haber recorrido el
mundo tanto como sus hermanos católicos. Por el contrario, la mayor parte de ellos
no habían salido del Languedoc, con lo cual habían creado para la orden una base
estable, existente desde hacía tiempo, en la región.
En virtud de su contacto con las culturas islámica y judaica, los templarios ya
habían absorbido muchas ideas ajenas al cristianismo ortodoxo de Roma. Los
maestres del Temple, por ejemplo, tenían a menudo secretarios árabes, y muchos
templarios hablaban el árabe con soltura por haberlo aprendido durante el cautiverio.
Existía también una relación estrecha con las comunidades judías, con sus intereses
financieros y con su erudición. Así pues, los templarios habían tenido contacto con
muchas cosas que normalmente Roma no aprobaba. Con la entrada de cátaros en la
orden empezaron también a tener contacto con el dualismo gnóstico, eso suponiendo
que nunca antes lo hubieran tenido.
En 1306 Felipe IV de Francia —Felipe el Hermoso— deseaba vivamente limpiar
su territorio de templarios. Éstos eran arrogantes y díscolos. También eran encientes y
estaban muy bien adiestrados, por lo que constituían una fuerza militar mucho más
poderosa y mejor organizada que las que el rey tenía bajo su mando. La orden estaba
firmemente establecida en toda Francia, y en aquellos momentos incluso su lealtad al
papa era sólo nominal. Felipe no ejercía ningún control sobre la orden, a la que
debían dinero. Para él había sido una humillación tener que buscar refugio en la
preceptoría del Temple al huir de las turbas rebeldes de París. Codiciaba la inmensa
riqueza de los templarios, que había tenido ocasión de ver durante su estancia en su
sede. Y habiendo solicitado ingresar en la orden en calidad de postulante, había
sufrido la indignidad de ser rechazado altivamente. Estos factores —unidos, por
supuesto, a la alarmante perspectiva de tener un Estado templario independiente a sus
espaldas— bastaron para incitarle a actuar. Y la herejía fue una excusa oportuna.
Ante todo, Felipe tenía que asegurarse la cooperación del papa, a quien los
templarios, al menos en teoría, debían lealtad y obediencia. Entre 1303 y 1305 el rey
de Francia y sus ministros proyectaron el secuestro y la muerte de un pontífice
(Bonifacio VIII) y muy posiblemente el asesinato por envenenamiento de otro
(Benedicto XI). Luego, en 1305, Felipe logró que se eligiese papa a su propio
candidato, el arzobispo de Burdeos. El nuevo pontífice tomó el nombre de Clemente
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V. Estando en deuda con la influencia de Felipe, el nuevo papa no podía rechazar las
exigencias del rey. Y entre estas exigencias estaba la supresión de los caballeros
templarios.
Felipe planeó sus jugadas cuidadosamente. Redactó una lista de acusaciones,
basada en parte en los informes de sus espías infiltrados en la orden y en parte en la
confesión voluntaria de un supuesto templario renegado. Armado con estas
acusaciones, Felipe pudo actuar por fin; y cuando descargó el golpe, éste fue súbito,
rápido, eficiente y letal. En una operación de seguridad digna de las SS o de la
Gestapo, el rey envió órdenes selladas y secretas a sus senescales de todo el país.
Estas órdenes debían abrirse simultáneamente en todas partes y ser cumplidas en el
acto. Al amanecer del viernes 13 de octubre de 1307 todos los templarios de Francia
serían apresados por los hombres del rey y quedarían detenidos; sus preceptorías
serían incautadas en nombre de la corona; sus bienes serían confiscados. Pero,
aunque al parecer el golpe se descargó por sorpresa, tal como pretendía el monarca,
éste no consiguió que se cumpliese su objetivo principal: apoderarse de la inmensa
riqueza de la orden. Nunca dieron con ella, y la suerte que corrió el fabuloso «tesoro
de los templarios» sigue siendo un misterio.
De hecho, es dudoso que el ataque por sorpresa que Felipe descargó contra la
orden fuera tan inesperado como creía el rey y como creerían luego los historiadores.
Muchos datos inducen a pensar que los templarios recibieron algún tipo de
advertencia. Poco antes de las detenciones, por ejemplo, el Gran maestre, Jacques de
Molay, hizo quemar muchos de los libros y las reglas de la orden. A un caballero que
se retiró de la orden en aquel momento le dijo el tesorero de la misma que su decisión
era extraordinariamente «sabia», toda vez que era inminente una catástrofe. Se envió
una nota oficial a todas las preceptorías de Francia haciendo hincapié en que no se
diese a conocer ninguna información relativa a las costumbres y rituales de la orden.
[15]
En todo caso, ya fuera porque se les avisó por adelantado o porque dedujeron que
se tramaba algo contra ellos, no hay duda de que los templarios tomaron ciertas
precauciones. En primer lugar, parece ser que los caballeros que eran capturados se
sometían pasivamente, como si tuvieran instrucciones de obrar así. No existe en
Francia ningún testimonio de que la orden opusiera una resistencia activa a los
senescales del rey. En segundo lugar, hay pruebas persuasivas de que determinado
grupo de caballeros —virtualmente todos ellos vinculados con el tesorero de la orden
— protagonizó una fuga organizada. Por consiguiente, tal vez no sea extraño que
desapareciera el tesoro del Temple junto con casi todos sus documentos y registros.
Rumores persistentes pero no comprobados hablan de que el tesoro fue sacado en
secreto de la preceptoría de París, al amparo de la noche, poco antes de que se
practicasen las detenciones. Según dichos rumores, fue transportado en carretas hasta
la costa —seguramente hasta La Rochelle, la base naval de la orden— y cargado en
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dieciocho galeras, de las cuales nunca más se supo. Sea esto cierto o no, parece ser
que la flota de los templarios escapó de las garras del rey, porque no hay noticia de
que alguna de las naves de la orden fuera apresada. Por el contrario, parece que las
dieciocho galeras desaparecieron por completo, junto con lo que transportaban.[16]
Los templarios detenidos en Francia fueron procesados y muchos de ellos
sufrieron tortura. Se les arrancaron confesiones extrañas y se les acusó de cosas
todavía más extrañas. Por todo el país comenzaron a circular rumores siniestros. Se
decía que los templarios adoraban a un demonio llamado Bafomet. Se decía que en
sus ceremonias secretas se postraban ante una cabeza barbuda de varón que les
hablaba y les investía de poderes ocultos. Los testigos no autorizados de tales
ceremonias nunca eran vistos otra vez. Y había también otras acusaciones todavía
más imprecisas: de infanticidio, de enseñar a las mujeres a abortar, de besos obscenos
a instigación de los postulantes, de homosexualidad. Pero de entre todas las
acusaciones lanzadas contra estos soldados de Cristo, que habían luchado y dado sus
vidas por Cristo, sobresale una por ser la más estrafalaria y aparentemente
improbable. Les acusaron de negar ritualmente a Cristo, de repudiar y pisotear la cruz
y de escupir sobre ella.
La suerte de los templarios detenidos quedó decidida, cuando menos en Francia.
Felipe los atormentó salvajemente y sin piedad. Muchos fueron quemados, muchos
más fueron encarcelados y torturados. Al mismo tiempo el monarca siguió
presionando al papa, exigiéndole medidas cada vez más rigurosas contra la orden.
Tras resistirse durante un tiempo, el pontífice cedió en 1312, y la orden de los
caballeros templarios fue disuelta oficialmente, sin que jamás se pronunciara un
veredicto concluyente de culpabilidad o inocencia. Pero en los dominios de Felipe los
procesos, las indagaciones y las investigaciones continuaron durante dos años más.
Finalmente, en marzo de 1314, Jacques de Molay, el Gran maestre, y Geoffroi de
Charnay, preceptor de Normandía, fueron asados vivos, a fuego lento. Con su
ejecución los templarios desaparecieron ostensiblemente del escenario de la historia.
Sin embargo, la orden no dejó de existir. Dado el número de caballeros que lograron
escapar, que siguieron en libertad o que fueron absueltos, sería extraño que hubiera
dejado de existir.
Felipe había tratado de influir en otros monarcas con la esperanza de que no se
respetase a ningún templario en toda la cristiandad. De hecho, el celo del rey en este
sentido casi resulta sospechoso. Quizá sea comprensible que quisiera librar sus
propios dominios de la presencia de la orden. Pero no está tan claro por qué se
empeñó en exterminar a los templarios en todas partes. Ciertamente, él mismo no era
ningún modelo de virtudes; y es difícil imaginar que un monarca que había
maquinado la muerte de dos papas se sintiera sinceramente disgustado por las
infracciones de la fe. ¿Era simplemente que Felipe temía la venganza de la orden si
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ésta permanecía intacta fuera de Francia? ¿O había algo más de por medio?
En todo caso, su intento de eliminar a los templarios fuera de Francia no fue del
todo afortunado. El propio yerno de Felipe, por ejemplo, Eduardo II de Inglaterra, al
principio acudió en defensa de la orden. Más adelante, presionado tanto por el papa
como por el rey de Francia, cumplió sus exigencias, pero sólo parcialmente y con
tibieza. Aunque, al parecer, la mayoría de los templarios de Inglaterra se libraron por
completo de la persecución, algunos fueron detenidos. No obstante, a la mayoría de
éstos les impusieron sentencias ligeras y nada más, a veces sólo unos cuantos años de
penitencia en abadías o monasterios, donde vivían en condiciones generalmente
cómodas. Sus tierras fueron entregadas finalmente a los caballeros hospitalarios de
San Juan, pero ellos se libraron de la sañuda persecución de que fueron objeto sus
hermanos de Francia.
En otras partes la eliminación de los templarios chocó con dificultades aún
mayores. Escocia, por ejemplo, estaba a la sazón en guerra con Inglaterra, y el caos
consiguiente brindaba pocas oportunidades de prestar atención a sutilezas jurídicas.
Así, las bulas pontificias que disolvían la orden nunca fueron promulgadas en
Escocia, por lo que en dicho país la orden jamás quedó oficialmente disuelta. Muchos
templarios ingleses y, al parecer, franceses hallaron refugio en Escocia, y se dice que
un contingente nutrido de ellos luchó en el bando de Robert Bruce en la batalla de
Bannockburn en 1314. Cuenta la leyenda —y hay pruebas que la corroboran— que la
orden se mantuvo como cuerpo coherente en Escocia durante cuatro siglos más. En
las luchas de 1688-1691 Jacobo II de Inglaterra fue depuesto por Guillermo de
Orange. En Escocia los partidarios del apurado monarca Estuardo se sublevaron, y en
la batalla de Killiecrankie, en 1689, murió John Claverhouse, vizconde de Dundee.
Se dice que cuando recogieron su cadáver éste lucía la gran cruz de la orden del
Temple, y según se supone, no se trataba de una divisa reciente, sino de una que
databa de antes de 1307.[17]
En Lorena, que en aquel tiempo formaba parte de Alemania y no de Francia, los
templarios contaron con el apoyo del duque del principado. Unos cuantos de ellos
fueron procesados y exonerados. La mayoría, al parecer, obedeció a su preceptor, el
cual, según se dice, les aconsejó que se afeitaran la barba, se vistieran con prendas
seglares y se asimilaran a la población del lugar.
En Alemania propiamente dicha los templarios desafiaron abiertamente a sus
jueces, amenazando con alzarse en armas. Los jueces, intimidados, los declararon
inocentes; y cuando la orden fue disuelta oficialmente muchos templarios alemanes
hallaron refugio en los hospitalarios de San Juan y en la orden teutónica. También en
España opusieron los templarios resistencia a sus perseguidores y encontraron refugio
en otras órdenes.
En Portugal la orden fue exonerada tras una investigación y se limitó a cambiar
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de nombre, pasando a llamarse caballeros de Cristo. Bajo este título funcionó hasta
bien entrado el siglo XVI, dedicándose a actividades marítimas. Vasco de Gama era
caballero de Cristo, y el príncipe Enrique el Navegante era Gran maestre de la orden.
Los barcos de los caballeros de Cristo navegaban bajo la conocida cruz paté. Y fue
bajo la misma cruz como las tres carabelas de Cristóbal Colón cruzaron el Atlántico y
llegaron al Nuevo Mundo. El propio Colón estaba casado con la hija de un ex
caballero de Cristo, y pudo utilizar las cartas de navegación y los diarios de a bordo
de su suegro.
Vemos, pues, que los templarios sobrevivieron de diversas maneras al ataque del
13 de octubre de 1307. Y en 1522 los descendientes prusianos de los templarios, los
caballeros teutónicos, se secularizaron, repudiaron su lealtad a Roma y dieron su
apoyo a un rebelde y hereje insolente que se llamaba Martín Lutero. Dos siglos
después de su disolución, los templarios, aunque fuera de forma indirecta, se
vengaban de la Iglesia que los había traicionado.
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Los caballeros templarios: los misterios
Aunque muy abreviada, ésta es la historia de los caballeros templarios tal como la
han aceptado y presentado los escritores, y tal como la encontramos nosotros en el
curso de nuestras indagaciones. Sin embargo, pronto descubrimos que en la historia
de la orden había otra dimensión, mucho más elusiva, provocativa y especulativa.
Incluso durante la existencia de la orden los caballeros se habían visto envueltos por
una aureola mística. Algunas gentes decían que eran brujos y magos, adeptos y
alquimistas secretos. Muchos de sus contemporáneos los evitaban, creyendo que
estaban coaligados con poderes poco limpios. Ya en 1208, en los inicios de la cruzada
contra los albigenses, el papa Inocencio III había amonestado a los templarios por su
comportamiento poco cristiano, y se había referido explícitamente a la necromancia.
En cambio, había individuos que los alababan con un entusiasmo extravagante. A
finales del siglo XII Wolfram von Eschenbach, el más grande de los Minnesánger o
romanciers medievales, hizo una visita especial a Outremer, para ver a la orden en
acción. Y al redactar su romance épico Parzival, entre 1195 y 1220, Wolfram confirió
a los templarios una categoría sumamente exaltada. En el poema de Wolfram los
caballeros que vigilan el Santo Grial, el castillo del Grial y la familia del Grial, son
templarios.[18]
Tras la desaparición del Temple persistió la mística que lo envolvía. El último
testimonio de la historia de la orden habla de la muerte en la hoguera del último Gran
maestre Jacques de Molay, en marzo de 1314. Se dice que mientras el humo y las
llamas iban arrebatándole la vida, Jacques de Molay lanzó una imprecación. Según la
tradición, llamó a sus perseguidores —el papa Clemente y el rey Felipe— a unirse a
él y rendir cuentas ante Dios en el plazo de un año. Al cabo de un mes moría el papa
Clemente, al parecer a causa de un repentino ataque de disentería. Al finalizar el año
el rey Felipe también había fallecido, por causas que se desconocen todavía. No es
necesario, por supuesto, buscar explicaciones sobrenaturales. Los templarios eran
muy duchos en la utilización de venenos. Y ciertamente había suficientes personas —
caballeros refugiados que viajaban de incógnito, simpatizantes de la orden o parientes
de los hermanos perseguidos— para tomarse la venganza apropiada. Sin embargo, el
aparente cumplimiento de la maldición del Gran maestre vino a corroborar la
creencia de que la orden tenía poderes ocultos. Y la maldición no terminó ahí. Dice la
leyenda que pesaría sobre la familia real francesa durante mucho tiempo. Y fue así
como los ecos del supuesto poder místico de los templarios reverberaron durante
siglos.
En el siglo XVIII varias sociedades secretas y semisecretas elogiaban a los
templarios como precursores además de como iniciados místicos. Muchos
francmasones de la época se apropiaron de los templarios en calidad de antecedentes
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de la francmasonería. Ciertos «ritos» u «observancias» masónicas pretendían ser
descendientes directos de la orden, además de custodios autorizados de sus secretos
arcanos. Algunas de estas pretensiones eran patentemente absurdas. Otras —
apoyadas, por ejemplo, en la posible supervivencia de la orden en Escocia— puede
que tuvieran un fondo de validez, aunque las galas que las envuelven sean espurias.
En 1789 las leyendas en torno a los templarios tenían ya proporciones
decididamente míticas, y su realidad histórica se veía ensombrecida por un aura de
ofuscación y romanticismo. Se les consideraba como adeptos ocultos, alquimistas
iluminados, magos y sabios, maestros masónicos y sumos iniciados, verdaderos
superhombres dotados de un prodigioso arsenal de poder y conocimiento arcanos.
También se les tenía por héroes y mártires, precursores del espíritu anticlerical de la
época; y muchos francmasones franceses, al conspirar contra Luis XVI, tenían la
sensación de contribuir a que se cumpliera la maldición contra la realeza francesa que
Jacques de Molay lanzara al morir. Se dice que cuando la cabeza del rey cayó bajo la
guillotina, un desconocido saltó sobre el cadalso, hundió la mano en la sangre del
monarca, la agitó hacia la multitud congregada en el lugar y exclamó: «¡Jacques de
Molay, ya estás vengado!».
Desde la revolución francesa el aura que rodea a los templarios no ha disminuido.
Hoy en día existen como mínimo tres organizaciones que se autodenominan
«templarios», que pretenden venir de 1314 y poseer cartas de constitución cuya
autenticidad nunca ha sido probada. Ciertas logias masónicas han adoptado el grado
de «templario», así como rituales y denominaciones que supuestamente descienden
de la orden original. En las postrimerías del siglo XIX se fundó en Alemania y
Austria una siniestra «Orden de los Nuevos Templarios», la cual utilizaba la esvástica
además de otros emblemas. Figuras como H. P. Blavatsky, fundador de la teosofía, y
Rudolf Steiner, fundador de la antroposofía, hablaban de una esotérica «tradición de
sabiduría» que a través de los rosacruces se remontaba a los cátaros y los templarios,
a quienes se suponía depositarios de secretos todavía más antiguos. En los Estados
Unidos hay muchachos adolescentes que ingresan en la DeMolay Society sin que ni
ellos ni sus mentores tengan una idea muy clara de cuál es el origen del nombre. En
Gran Bretaña, así como en otras partes de Occidente, recónditos clubes rotarios se
dignifican a sí mismos adoptando el nombre de «templarios», y a ellos pertenecen
eminentes figuras de la vida pública. Desde el reino celestial que trató de conquistar
con la espada, Hugues de Payen debe de contemplar con perplejidad a estos
caballeros de hoy, calvos, barrigudos y con gafas, que él engendró. Y sin embargo,
también debe de sentirse impresionado por la durabilidad y la vitalidad de su legado.
En Francia este legado es especialmente poderoso. A decir verdad, los templarios
son una verdadera industria en Francia, tanto como Glastonbury* o el monstruo del
lago Ness lo son en Gran Bretaña. Las librerías de París están llenas de historias y
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crónicas de la orden: algunas de ellas son válidas; otras se zambullen con entusiasmo
en la demencia. Durante el último cuarto de siglo se han dicho cosas extravagantes
sobre los templarios, aunque puede que algunas de ellas no estén del todo
desprovistas de fundamento. Algunos autores les han atribuido, al menos en gran
parte, la construcción de las catedrales góticas o, en su defecto, han dicho que
proporcionaron el ímpetu que culminó en el estallido de la energía y el genio
arquitectónicos. Otros autores han argüido que la orden ya estableció contactos
comerciales con las Américas en 1269, y que gran parte de su riqueza consistía en
plata importada de México. Se ha dicho con frecuencia que los templarios estaban
enterados de algún secreto relativo a los orígenes del cristianismo. También se ha
dicho que eran gnósticos, que eran herejes, que se pasaron al Islam. Se ha declarado
que buscaban una unidad creativa entre sangres, razas y religiones, una política
sistemática de fusión entre los pensamientos islámico, cristiano y judaico. Y se ha
afirmado una y otra vez, como hiciera Wolfram von Eschenbach hace casi ocho
siglos, que los templarios eran guardianes del Santo Grial, fuera lo que fuese el Santo
Grial.
A menudo lo que se dice sobre los templarios es ridículo. Al mismo tiempo, es
innegable que existen ciertos misterios y secretos relacionados con ellos. De esto
último quedamos convencidos. Era evidente que algunos de estos secretos
pertenecían a lo que ahora se denomina «esoterismo». En las preceptorías templarías,
por ejemplo, hay símbolos que inducen a pensar que algunos jerarcas de la orden
estaban versados en disciplinas como la astrología, la alquimia, la geometría sagrada
y la numerología, además, por supuesto, de la astronomía, ciencia que en los siglos
XII y XIII era inseparable de la astrología y tan «esotérica» como ella.
Pero lo que nos intrigó no fueron las afirmaciones extravagantes ni los residuos
esotéricos. Al contrario, lo que nos fascinaba era algo mucho más mundano, mucho
más prosaico: la mezcla de contradicciones, improbabilidades, incongruencias y
aparentes «cortinas de humo» que hay en la historia. Puede que los templarios
tuvieran secretos esotéricos. Pero también se ocultaba algo más relacionado con ellos,
algo enraizado en las corrientes religiosas y políticas de su época. Fue a este nivel
donde llevamos a cabo la mayor parte de nuestra investigación.
* Lugar donde, según la leyenda, José de Arimatea fundó la abadía del mismo
nombre y donde, según Giraldus Cambrensis, fue descubierta la tumba de Arturo y
Ginebra durante el reinado de Enrique II. (N. del T.)
Empezamos por el final de la historia: la caída de la orden y las acusaciones que
se formularon contra ella. Se han escrito muchos libros que exploran y valoran la
posible veracidad de tales acusaciones; basándonos en las pruebas que en ellos se
aportan, nosotros, al igual que la mayoría de los investigadores, sacamos la
conclusión de que las acusaciones tenían cierto fundamento. Sometidos a
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interrogatorio por la Inquisición, por ejemplo, varios caballeros se refirieron a algo
denominado «Bafomet». Estos caballeros fueron demasiados y hablaron en
demasiados sitios distintos para que Bafomet fuera algo inventado por un solo
individuo o incluso en una sola preceptoría. Al mismo tiempo no hay ningún indicio
sobre quién o qué podía ser Bafomet, qué representaba, por qué tenía un significado
especial. Diríase que Bafomet era visto con reverencia, una reverencia que quizá
rozaba la idolatría. En algunos casos el nombre va asociado a las esculturas
demoníacas, especie de gárgolas, que se encuentran en varias preceptorías. En otros
casos parece que Bafomet tiene que ver con la aparición de una cabeza barbuda. A
pesar de lo que dijeron algunos historiadores más antiguos, parece claro que Bafomet
no era una corrupción del nombre de Mahoma. Por otro lado, puede que fuese una
corrupción de la palabra árabe abufihamet, que en español morisco se pronuncia
bufihimat. Esta palabra significa «Padre del Entendimiento» o «Padre de la
Sabiduría», y en árabe la palabra «padre» se interpreta también como «fuente».[19] Si
éste es en verdad el origen de Bafomet, entonces se referiría seguramente a algún
principio sobrenatural o divino. Pero sigue sin aclararse qué era lo que diferenciaba a
Bafomet de los demás principios sobrenaturales o divinos. Si Bafomet era
sencillamente Dios o Alá, ¿por qué los templarios se tomaron la molestia de
rebautizarlo? Y si Bafomet no era Dios ni Alá, ¿quién o qué era?
En todo caso, encontramos pruebas irrefutables de la acusación de celebrar
ceremonias secretas en las que tomaba parte una cabeza de algún tipo. A decir
verdad, la existencia de dicha cabeza resultó ser uno de los temas dominantes en los
testimonios de la Inquisición. Sin embargo, al igual que en el caso de Bafomet, el
significado de la cabeza sigue sin estar claro. Quizá tuviera que ver con la alquimia.
En el proceso alquímico había una fase denominada la «Caput Mortuum» o «Cabeza
del Muerto»: el «Nigredo» o «Ennegrecimierito» que, según se decía, se presentaba
antes de la precipitación de la Piedra Filosofal. No obstante, según otras crónicas, la
cabeza era la de Hugues de Payen, el fundador de la orden y su primer Gran maestre;
y es sugestivo que el escudo de Hugues consistiera en tres cabezas negras sobre un
campo de oro.
También es posible que la cabeza esté relacionada con el famoso Sudario de
Turín, que al parecer estuvo en poder de los templarios entre 1204 y 1307 y que, de
estar doblado, parecería una cabeza y nada más. De hecho, en la preceptoría
templaría de Templecombe, en Somerset, se encontró la reproducción de una cabeza
que se parece notablemente a la del Sudario de Turín. Al mismo tiempo,
especulaciones recientes habían relacionado la cabeza, al menos de modo provisional,
con la cabeza cortada de Juan Bautista; y ciertos autores han sugerido que los
templarios estaban «infectados» de la herejía de los cristianos de san Juan, o
mandeísmo, que denunciaba a Jesús como «falso profeta» y reconocía a Juan como
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verdadero Mesías. En el curso de sus actividades en Oriente Medio es indudable que
los templarios establecieron contacto con las sectas mandeas y no es del todo
inverosímil la posibilidad de que existieran tendencias mandeas en el seno de la
orden. Pero no puede decirse que tales tendencias privasen en toda la orden ni que
fueran cuestión de política oficial.
Durante los interrogatorios que siguieron a las detenciones de 1307 también
figuró una cabeza en otros dos sentidos. Según los anales de la Inquisición, entre los
objetos confiscados en la preceptoría de París se encontró un relicario en forma de
cabeza de mujer. Tenía goznes en la parte superior y contenía algo parecido a unas
reliquias de un tipo peculiar. He aquí su descripción:
«Una cabeza grande de plata dorada, sumamente bella, y constituyendo la imagen
de una mujer. Dentro había dos huesos de cabeza, envueltos en un paño de lino
blanco, con otro paño rojo a su alrededor. Había una etiqueta pegada, en la que estaba
escrita la leyenda CAPUT LVIII. Los huesos de dentro eran los de una mujer más
bien pequeña.»[20]
Curiosa reliquia, en especial para una institución rígidamente monástica y militar
como la de los templarios. Sin embargo, un caballero sometido a interrogatorio, al
serle mostrada esta cabeza femenina, declaró que no tenía ninguna relación con la
cabeza barbuda de varón que se usaba en los rituales de la orden. Caput LVIIIm
—«Cabeza 58m»— sigue siendo un enigma desconcertante. Pero vale la pena señalar
que puede que la «m» no sea una «m», sino ITJ, el símbolo astrológico de Virgo.[21]
La cabeza vuelve a figurar en otra historia misteriosa que tradicionalmente se
vincula con los templarios. Hela aquí en una de sus diversas variantes:
Una gran dama de Maraclea era amada por un templario, un Señor de Sidon; pero
ella murió en la juventud y en la noche de su entierro, este amante malvado se acercó
sigilosamente a la sepultura, desenterró el cuerpo y lo violó. Entonces una voz salida
del vacío le ordenó que volviera al cabo de nueve meses pues encontraría un hijo. Él
obedeció la orden y en el momento señalado abrió la sepultura de nuevo y encontró
una cabeza sobre los huesos de las piernas del esqueleto (cráneo y huesos cruzados).
La misma voz le ordenó que «la guardase bien, pues sería la dadora de todas las cosas
buenas», y así que él se la llevó consigo. Se convirtió en su genio protector, y él podía
derrotar a sus enemigos con sólo mostrarles la cabeza mágica. A su debido tiempo,
pasó a poder de la orden.[22]
El origen de esta narración horripilante se remonta a tiempos muy lejanos, a un tal
Walter Map, que escribió a finales del siglo XII. Pero ni él ni otro escritor, que vuelve
a contar el mismo cuento casi un siglo más tarde, especifican que el violador
necrófilo fuese un templario.[23] Sin embargo, en 1307 el relato ya estaba
estrechamente asociado a la orden. Se menciona repetidas veces en los anales de la
Inquisición, y por lo menos dos de los caballeros interrogados confesaron estar
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familiarizados con él. En crónicas subsiguientes, como la que hemos citado, se
identifica al propio violador con un templario, y sigue siéndolo en las versiones
conservadas por la francmasonería, que adoptó la calavera y los huesos cruzados y a
menudo la utilizó como divisa en las losas sepulcrales.
El cuento casi podría parecer en parte una farsa grotesca basada en el nacimiento
virgen. También podría parecer una crónica simbólica y mutilada de algún tipo de
iniciación, de algún ritual que llevara aparejadas una muerte y una resurrección
figurativas. Un cronista cita el nombre de la mujer de la narración: Yse. Obviamente,
Yse podría derivarse de Isis. Y ciertamente en el cuento hay ecos de los misterios
relacionados con Isis, así como de los de Tammuz o Adonis, cuya cabeza fue arrojada
al mar, y de Orfeo, cuya cabeza fue arrojada al río de la Vía Láctea. Las propiedades
mágicas de la cabeza también hacen pensar en la cabeza de Bran el Bendito en la
mitología céltica y en el Mabinogion. Y es el caldero místico de Bran lo que
numerosos autores han tratado de identificar como el precursor pagano del Santo
Grial.
Sea cual fuere el significado atribuible al «culto de la cabeza», está claro que la
Inquisición creyó que era importante. En una lista de acusaciones redactada el 12de
agosto de 1308 leemos lo siguiente:
El cordel que se menciona en el último ítem hace pensar en los cátaros, pues,
según se dice, también ellos llevaban algún tipo de cordel sagrado. Pero lo más
notable de la lista es la supuesta capacidad de engendrar riqueza que posee la cabeza,
así como la capacidad de hacer que los árboles florezcan y que la tierra sea fértil.
Estas propiedades coinciden de un modo remarcable con las que los romances
atribuyen al Santo Grial.
Entre todas las acusaciones formuladas contra los templarios las más graves eran
las de blasfemia y herejía: negar y pisotear la cruz y escupir sobre ella. No está claro
cuál era exactamente el significado de este ritual. Dicho de otro modo, no se sabe qué
era en realidad lo que repudiaban los templarios. ¿Repudiaban a Cristo? ¿O
simplemente repudiaban la crucifixión? Y, fuese lo que fuese, ¿exactamente qué
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ensalzaban en lugar de lo repudiado? Nadie ha contestado satisfactoriamente estas
preguntas, pero salta a la vista que repudiaban algo y que esta repudiación era un
principio esencial de la orden. Un caballero, por ejemplo, testificó que al ser iniciado
en la orden le dijeron: «Crees equivocadamente, porque él [Cristo] es en verdad un
falso profeta. Cree solamente en Dios en el cielo y no en él».[25] Otro templario
declaró que le dijeron: «No creas que Jesús el hombre al que los judíos crucificaron
en Outremer es Dios y que puede salvarte».[26] De modo parecido, un tercer caballero
manifestó haber recibido instrucciones de que no creyera en Cristo, un falso profeta,
sino sólo en un «Dios superior». Luego le mostraron un crucifijo y le dijeron: «No
deposites mucha fe en esto, porque es demasiado joven».[27]
Las crónicas de esta índole son lo bastante frecuentes y congruentes como para
dar credibilidad a la acusación. También son relativamente suaves; y si la Inquisición
deseaba inventar pruebas, hubiera podido idear algo mucho más dramático, más
incriminatorio, más condenatorio. Así pues, poca duda cabe de que la actitud de los
templarios ante Jesús no concordaba con la de la ortodoxia católica, pero no se sabe
con certeza cuál era exactamente la actitud de la orden. En todo caso, hay pruebas de
que el ritual atribuido a los templarios —pisotear la cruz y escupir sobre ella— ya
daba que hablar por lo menos medio siglo antes de 1307. El contexto en que se
practicaba es confuso, pero se menciona en relación con la sexta cruzada, que tuvo
lugar en 1249.[28]
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Los caballeros templarios: el lado oculto
Si el final de los caballeros templarios estuvo fraguado de enigmas
desconcertantes, a nosotros nos pareció que aún lo estaban más la fundación de la
orden y los primeros años de su historia. Nos atormentaba ya cierto número de
incongruencias e improbabilidades. Nueve caballeros, nueve «pobres» caballeros,
aparecieron como por arte de magia y —entre todos los otros cruzados que como
enjambres recorrían Tierra Santa— no tardaron en conseguir que el rey ¡les diera
alojamiento en su palacio! Nueve «pobres» caballeros —sin admitir nuevos reclutas
en sus filas— pretendían defender sin ayuda de nadie todos los caminos de Palestina.
Y no hay absolutamente ningún testimonio de que realmente hicieran algo, ni siquiera
de Fulk de Chartres, el cronista oficial del rey, ¡que sin duda habría oído hablar de
ellos! Nos preguntamos cómo era posible que sus actividades, su hospedaje en el
palacio del rey, por ejemplo, escaparan de la atención de Fulk.
Parece increíble, pero el cronista no dice nada. Nadie dice nada, de hecho, hasta
Guillermo de Tiro, medio siglo más tarde. ¿Qué conclusión podíamos sacar de esto?
¿Que los caballeros no se dedicaban al encomiable servicio público que se les
atribuía? ¿Que, en vez de ello, quizá andaban mezclados en alguna actividad más
clandestina, de la que no estaba enterado ni el cronista oficial? ¿O que el propio
cronista estaba amordazado? Esta última parece la explicación más verosímil. Porque
pronto se unieron a los caballeros dos nobles ilustrísimos, nobles cuya presencia no
habría podido pasar desapercibida.
Según Guillermo de Tiro, la orden del Temple fue fundada en 1118, tenía al
principio nueve caballeros y no admitió nuevos reclutas durante nueve años. Consta
claramente en los anales, sin embargo, que el conde de Anjou —padre de Geoffrey
Plantagenet— ingresó en la orden en 1120, sólo dos años después de su supuesta
fundación. Y en 1124 el conde de la Champagne, uno de los señores más ricos de
Europa, hizo lo mismo. Si Guillermo de Tiro no se equivoca, no deberían haber
ingresado nuevos miembros hasta 1127; pero, de hecho, en 1126 los templarios
habían admitido en sus filas a cuatro nuevos miembros.[29] ¿Se equivoca, pues,
Guillermo al decir que nadie más entró en la orden durante nueve años? ¿O dice lo
correcto en este sentido, pero se equivoca en la fecha que atribuye a la fundación de
la orden? Si el conde de Anjou se hizo templario en 1120, y si la orden no admitió
nuevos miembros durante los nueve años que siguieron a su fundación, ésta no
dataría de 1118, sino de 1111 o de 1112 como máximo.
De hecho, los datos que conducen a esta conclusión son muy persuasivos. En
1114 el conde de la Champagne se estaba preparando para emprender un viaje a
Tierra Santa. Poco antes de su partida recibió una carta del obispo de Chartres. Entre
otras cosas el obispo decía: «Hemos oído que…, antes de partir para Jerusalén has
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hecho voto de ingresar en «"la milice du Christ", que deseas enrolarte en esta tropa
evangélica».[30] «La milice du Christ» era el nombre que al principio se dio a los
templarios y el nombre que emplea san Bernardo para referirse a ellos. En el contexto
de la carta del obispo, dicho apelativo no puede referirse de ningún modo a otra
institución. No puede significar, por ejemplo, que el conde de la Champagne
sencillamente decidió hacerse cruzado, porque a renglón seguido el obispo habla de
un voto de castidad que ha entrañado su decisión. A un cruzado corriente no se le
hubiera exigido tal voto. Por tanto, la carta del obispo de Chartres deja bien sentado
que los templarios ya existían, o al menos que se proyectaba fundar la orden, en 1114,
cuatro años antes de la fecha que se acepta generalmente; y también queda bien
sentado que en dicho año el conde de la Champagne ya pensaba ingresar en sus filas,
cosa que finalmente hizo al cabo de un decenio. Un historiador que reparó en esta
carta llegó a una conclusión bastante curiosa: que el obispo no podía hablar en serio.
[31] El historiador en cuestión arguye que el obispo no podía referirse a los templarios
porque la orden del Temple no fue fundada hasta cuatro años más tarde, en 1118. ¿O
sería tal vez que el obispo no sabía en qué año de Nuestro Señor estaba escribiendo?
Pero el obispo murió en 1115. ¿Cómo pudo, en 1114, aludir «por equivocación» a
algo que aún no existía? Sólo hay una respuesta posible, y muy obvia, a esta
pregunta: que quien se equivoca no es el obispo, sino Guillermo de Tiro, así como
todos los historiadores subsiguientes que han insistido en considerar a Guillermo
como voz indiscutible y autorizada.
Creer que la orden del Temple fue fundada en una fecha anterior no es en sí
mismo algo que deba despertar sospechas. Pero hay otras circunstancias y
coincidencias singulares que sí resultan decididamente sospechosas. Cuando menos
tres de los nuevos caballeros fundadores, incluyendo a Hugues de Payen, procedían
de regiones adyacentes, estaban emparentados entre sí, se conocían antes de fundar la
orden y habían sido vasallos del mismo señor. Este señor era el conde de la
Champagne, a quien el obispo de Chartres dirigió su carta en 1114 y que en 1124 se
hizo templario, ¡prometiendo obediencia a su propio vasallo! En 1115 el conde déla
Champagne donó la tierra sobre la que san Bernardo, patrón de los templarios, edificó
la famosa abadía de Clairvaux; y uno de los nueve caballeros fundadores, André de
Montbard, era tío de san Bernardo.
Asimismo, en Troyes, corte del conde de la Champagne, florecía desde 1070 una
influyente escuela de estudios cabalísticos y esotéricos.[32] En el concilio de Troyes
de 1128 la orden del Temple fue constituida oficialmente. Durante los dos siglos
siguientes Troyes continuó siendo un centro estratégico de la orden; e incluso hoy día
puede verse junto a la ciudad una zona boscosa a la que llaman la Forét du Temple. Y
fue de Troyes, corte del conde de la Champagne, de donde salió uno de los primeros
romances sobre el Grial, muy posiblemente el primero, obra de Chrétien de Troyes.
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En medio de esta mezcla de datos empezamos a distinguir una tenue red de
relaciones, una pauta que parecía algo más que simple coincidencia. Si tal pauta
existía, ciertamente confirmaría nuestra sospecha de que los templarios andaban
metidos en alguna actividad clandestina. No obstante, sólo podíamos especular sobre
cuál debió de ser dicha actividad. Una de las bases de nuestras especulaciones era el
emplazamiento específico del domicilio de los caballeros: el ala del palacio real, el
monte del Templo, que de forma tan inexplicable les fue conferida. En el año 70 de
nuestra era el templo que a la sazón se alzaba allí fue saqueado por las legiones
romanas de Tito. Los romanos se apoderaron del tesoro y lo llevaron a Roma, donde
fue robado de nuevo y quizá transportado hasta los Pirineos. Pero, ¿y si en el templo
había algo más que el tesoro, algo todavía más importante que las cosas que se
llevaron los romanos? Desde luego, es posible que los sacerdotes del templo, al ver
avanzar a las falanges de centuriones, dejaran a los saqueadores el botín que éstos
esperaban encontrar. Y si había algo más, es posible que lo escondieran en algún
lugar cercano. Debajo del templo, por ejemplo.
Entre los pergaminos del mar Muerto que se encontraron en Qumrán hay uno
conocido por el nombre de «pergamino de Cobre». Este pergamino, que fue
descifrado en la universidad de Manchester en 1955-1956, se refiere explícitamente a
grandes cantidades de metales preciosos, vasos sagrados y otros materiales y
«tesoros» no especificados. Cita veinticuatro depósitos distintos enterrados debajo del
mismo templo.[33]
A mediados del siglo XII un peregrino que visitó Tierra Santa, un tal Johann von
Würzburg, escribió sobre la visita que había hecho a los denominados «Establos de
Salomón». Estos establos, situados directamente debajo del templo, todavía son
visibles. Johann dijo que eran lo suficientemente grandes como para alojar a dos mil
caballos; y era en estos establos donde los templarios dejaban sus monturas. Según
por lo menos otro historiador, los templarios utilizaban los citados establos para sus
caballos ya en 1124, cuando, según se supone, todavía eran sólo nueve caballeros.
Parece probable, pues, que la recién fundada orden emprendiera casi inmediatamente
excavaciones debajo del templo.
De estas excavaciones cabría deducir que los caballeros buscaban activamente
algo. Incluso cabría deducir que fueron enviados deliberadamente a Tierra Santa con
el encargo expreso de encontrar algo. Si esta suposición es válida, explicaría diversas
anomalías: su alojamiento en el palacio real, por ejemplo, y el silencio del cronista.
Pero, si fueron enviados, a Palestina, ¿quién los envió?
En 1104 el conde de la Champagne se había reunido en cónclave con ciertos
nobles de alto rango y como mínimo uno de ellos acababa de volver de Jerusalén.[34]
Entre los presentes en el cónclave había representantes de ciertas familias —Brienne,
Joinville y Chaumont— que, como descubrimos más tarde, figurarían de modo
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significativo en nuestra historia. También se encontraba presente el señor feudal de
André de Montbard (André era uno de los cofundadores del Temple y tío de san
Bernardo).
Poco después del cónclave el propio conde de la Champagne partió para Tierra
Santa y permaneció allí durante cuatro años, regresando en 1108[35] En 1114 hizo un
segundo viaje a Palestina con la intención de ingresar en la «milice du Christ», pero
luego cambió de parecer y volvió a Europa un año después. A su regreso donó
inmediatamente unos terrenos a la orden del Cister, cuyo preeminente portavoz era
san Bernardo. En dichos terrenos edificó san Bernardo la abadía de Clairvaux, donde
estableció su propia residencia y más adelante consolidó la orden del Cister.
Con anterioridad a 1112 los cistercienses se encontraban peligrosamente cerca de
la bancarrota. Luego, guiados por san Bernardo, experimentaron un deslumbrante
cambio de suerte. En el plazo de unos pocos años fundaron otra media docena de
abadías. En 1153 ya había más de trescientas, sesenta y nueve de las cuales habían
sido fundadas personalmente por san Bernardo. Este crecimiento extraordinario es
directamente paralelo al de la orden del Temple, que se expandió de igual manera
durante aquellos mismos años. Y, tal como hemos dicho, uno de los cofundadores de
la orden del Temple era el tío de san Bernardo, André de Montbard.
Merece la pena que estudiemos esta complicada secuencia de acontecimientos. En
1104 el conde de la Champagne partió para Tierra Santa después de celebrar una
reunión con ciertos nobles, uno de los cuales estaba emparentado con André de
Montbard. En 1112 el sobrino de André de Montbard, san Bernardo, ingresó en la
orden del Cister. En 1114 el conde de la Champagne emprendió un segundo viaje a
Tierra Santa con el propósito de entrar en la orden del Temple, que fue cofundada por
su propio vasallo junto con André de Montbard y que, tal como atestigua la carta del
obispo de Chartres, ya existía o estaba en trance de ser fundada en aquellos
momentos. En 1115 el conde de la Champagne regresó a Europa tras permanecer
ausente menos de un año y donó tierra para la abadía de Clairvaux, cuyo abad era el
sobrino de André de Montbard. En los años siguientes tanto los cistercienses como
los templarios —es decir, tanto la orden de san Bernardo como la de André de
Montbard— se hicieron inmensamente ricas y disfrutaron de sendas fases de
crecimiento fenomenal.
Al reflexionar sobre estos acontecimientos fuimos convenciéndonos cada vez más
de que había alguna pauta subyacente que gobernaba esta intrincada red. Ciertamente,
ésta no parecía ser fruto del azar ni de la pura coincidencia. Por el contrario, teníamos
la impresión de encontrarnos ante los vestigios de algún plan general complejo y
ambicioso, cuyos detalles completos se habían perdido para la historia. Con el objeto
de reconstruir tales detalles, trazamos una hipótesis provisional, un «guión», por así
decirlo, en el que cupieran los hechos que conocíamos.
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Supusimos que en Tierra Santa se había descubierto algo, ya fuera por casualidad
o intencionadamente, algo de inmensa importancia que despertó el interés de algunos
de los nobles más influyentes de Europa. Supusimos también que dicho
descubrimiento llevaba aparejado, de modo directo o indirecto, un gran potencial de
riqueza, además, tal vez, de otra cosa, de algo que había que mantener en secreto,
algo que sólo debía comunicarse a un reducido número de señores de alto rango.
Finalmente, supusimos que este descubrimiento fue comunicado y comentado en el
cónclave de 1104.
Inmediatamente después del cónclave el conde de la Champagne marchó a Tierra
Santa, quizá para verificar personalmente lo que le habían comunicado, quizá para
llevar a cabo algún proyecto: la fundación, por ejemplo, de lo que más adelante sería
la orden del Temple. En 1114, si no antes, se fundó la orden citada y el conde de la
Champagne desempeñó un papel crucial en dicha fundación, tal vez el de espíritu
guía y patrocinador. En 1115 el dinero ya fluía hacia Europa, hacia los cofres de los
cistercienses, quienes, bajo san Bernardo y desde su nueva posición de fuerza,
apoyaron y dieron credibilidad a la recién fundada orden del Temple.
Bajo la dirección de san Bernardo los cistercienses adquirieron ascendiente
espiritual en Europa. Bajo la dirección de Hugues de Payen y de André de Montbard,
los templarios adquirieron ascendiente militar y administrativo en Tierra Santa,
ascendiente que no tardó en hacerse extensivo a Europa. Detrás del crecimiento de
ambas órdenes se vislumbraba la presencia indistinta de tío y sobrino, así como la
riqueza, la influencia y el mecenazgo del conde de la Champagne. Estos tres
individuos constituyen un eslabón vital. Son como mojones que rompen la superficie
de la historia, indicando las tenues configuraciones de algún plan oculto y complejo.
Si existía tal plan, no es posible, por supuesto, atribuirlo exclusivamente a estos
tres hombres. Al contrario, debió de entrañar un alto grado de cooperación por parte
de otras personas, así como una organización meticulosa. Organización es quizá la
palabra clave; porque, si nuestra hipótesis era correcta, presupondría un grado de
organización que en sí misma equivaldría a una orden, una tercera y secreta orden
detrás de las órdenes conocidas y documentadas del Cister y del Temple. No
tardamos en encontrar pruebas de la existencia de esta tercera orden.
Mientras tanto dirigimos nuestra atención al «descubrimiento» hipotético en
Tierra Santa, la base especulativa sobre la que habíamos creado nuestro «guión».
¿Qué podían haber encontrado allí? ¿Qué secreto conocían los templarios, san
Bernardo y el conde de la Champagne? Hasta el final de su orden los templarios
guardaron el secreto del paradero y la naturaleza de su tesoro. Ni siquiera quedaron
documentos. Si el tesoro en cuestión era sencillamente de valor económico —metales
preciosos, por ejemplo—, no habría sido necesario destruir o esconder todos los
registros, todas las reglas, todos los archivos. De ello se desprende que los templarios
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custodiaban algo más, algo tan precioso que ni siquiera con torturas se logró que de
sus labios salieran palabras sobre ello. La riqueza por sí sola no habría movido a los
templarios a guardar un secreto tan absoluto y unánime. Tenía que ser algo
relacionado con otras cuestiones, como, por ejemplo, la actitud de la orden ante Jesús.
El 13 de octubre de 1307 todos los templarios de Francia fueron detenidos por los
senescales de Felipe el Hermoso. Pero esta afirmación no es del todo cierta. Los
templarios de por lo menos una receptoría se escurrieron, sanos y salvos, a través de
la red del rey: la preceptoría de Bézu, adyacente a Rennes-le-Château. ¿Cómo y por
qué se libraron de la persecución? Para dar respuesta a esta pregunta tuvimos que
investigar las actividades de la orden en las inmediaciones de Bézu. Averiguamos que
tales actividades habían sido bastante extensas. De hecho, había alrededor de media
docena de preceptorías y otras propiedades en la región, que abarcaba unos 51 o 52
kilómetros cuadrados.
En 1153 un noble de la región —un noble que simpatizaba con los cátaros— pasó
a desempeñar el cargo de Gran maestre de la orden del Temple. El noble se llamaba
Bertrand de Blanchefort y su hogar ancestral estaba situado en la cima de una
montaña que distaba varios kilómetros tanto de Bézu como de Rennes-le-Château.
Bertrand de Blanchefort, que presidió la orden de 1153 a 1170, fue probablemente el
más significativo de todos los grandes maestres de los templarios. Antes de su
régimen la jerarquía y la estructura administrativa de la orden eran nebulosas, por no
decir algo peor. Fue Bertrand quien transformó a los caballeros templarios en una
institución jerárquica de soberbia eficacia, bien organizada y magníficamente
disciplinada. Fue Bertrand quien inició la participación de la orden en la diplomacia
de alto nivel y en la política internacional. Fue Bertrand quien creó para los
templarios una importante esfera de intereses en Europa, sobre todo en Francia. Y,
según los datos que se conservan, el mentor de Bertrand —algunos historiadores
incluso lo presentan como el Gran maestre que le precedió inmediatamente— fue
André de Montbard.
A los pocos años de la constitución de la orden de los templarios, Bertrand no
sólo había ingresado en sus filas, sino que, además, les había concedido tierras en los
alrededores de Rennes-le-Château y Bézu. Y se dice que en 1156, durante el régimen
de Bertrand como Gran maestre, la orden importó a la región un contingente de
mineros de habla alemana. Se dice también que estos trabajadores estaban sometidos
a una disciplina rígida, virtualmente militar. Tenían prohibido confraternizar con la
población de la zona y se les tenía estrictamente segregados del resto de la
comunidad. Incluso se creó un cuerpo judicial especial, «la Judicatura des
Allemands», para que se ocupase de los tecnicismos jurídicos relacionados con ellos.
Y su supuesta tarea consistía en explotar las minas de oro que había en las laderas de
la montaña en Blanchefort, minas de oro que habían sido totalmente agotadas por los
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romanos casi mil años antes.[36]
Durante el siglo XVII se encargó a diversos ingenieros que investigasen el
potencial mineralógico de la zona y que preparasen informes detallados de sus
averiguaciones. En su informe uno de ellos, César d’Arcons, hizo comentarios sobre
las ruinas que había hallado, restos de las actividades de los mineros alemanes.
Basándose en sus investigaciones, declaró que los obreros alemanes no parecían
haber realizado labores propias de la minería.[37] En tal caso, ¿qué clase de trabajos
habían llevado a cabo? César d’Arcons no estaba seguro: quizá labores de fusión, de
extraer algo por medio de la fusión, de construir algo, incluso era posible que
hubiesen excavado algún tipo de cripta para crear una especie de depósito.
Sea cual fuere la explicación de este enigma, lo cierto es que los templarios
habían estado presentes en las inmediaciones de Rennes-le-Château desde mediados
del siglo XII por lo menos. En 1285 ya existía una importante preceptoría a pocos
kilómetros de Bézu, en Campagne-sur-Aude. Con todo, en las postrimerías del siglo
XIII Pierre de Voisins, señor de Bézu y Rennes-le-Château, invitó a otro
destacamento de templarios a que se desplazase a la región, un destacamento especial
procedente de la provincia aragonesa del Rosellón.[38] Este nuevo destacamento se
instaló en la cima de la montaña de Bézu, erigiendo un puesto de observación y una
capilla. Oficialmente los templarios roselloneses estaban allí para velar por la
seguridad de la región y proteger la ruta de las peregrinaciones que atravesaba el
valle camino de Santiago de Compostela. Pero no está claro por qué se necesitaron
estos caballeros de refuerzo. En primer lugar, no es posible que fueran muy
numerosos, no los suficientes para que su presencia cambiara las cosas. En segundo
lugar, ya había templarios en la comarca. Finalmente, Pierre de Voisins tenía sus
propias tropas, las cuales, junto con los templarios que ya estaban allí, podían
garantizar la seguridad de los alrededores. En tal caso, ¿por qué llegaron templarios
roselloneses a Bézu? Según la tradición local, para espiar. Y para explotar, enterrar o
vigilar alguna clase de tesoro.
Fuera cual fuese su misteriosa misión, es obvio que gozaban de algún tipo de
inmunidad especial. De todos los templarios de Francia fueron los únicos a quienes
no molestaron los senescales de Felipe el Hermoso el 13 de octubre de 1307. En
aquella fatídica fecha el comandante del contingente templario de Bézu era un tal
señor de Goth.[39] Y antes de adoptar el nombre de Clemente V, el arzobispo de
Burdeos —peón vacilante del rey Felipe— era Bertrand de Goth. Lo que es más, la
madre del nuevo pontífice era Ida de Blanchefort, de la misma familia que Bertrand
de Blanchefort. Siendo así, ¿conocería el papa algún secreto confiado a la custodia de
su familia, un secreto que permaneció en la familia Blanchefort hasta el siglo XVIII,
fecha en que el abate Antoine Bigou, cura de Rennes-le-Château y confesor de Mane
de Blanchefort, redactó los pergaminos que encontraría Sauniére? Si tal era el caso,
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es muy posible que el papa hiciera extensiva cierta clase de inmunidad a aquel
pariente suyo que mandaba los templarios de Bézu.
Evidentemente, la historia de los templarios cerca de Rennes-le-Château estaba
tan cargada de enigmas desconcertantes como la historia de la orden en general. A
decir verdad, había varios factores —el papel de Bertrand de Blanchefort, por
ejemplo— que parecían constituir un vínculo visible entre los enigmas generales y
los más localizados.
Mientras tanto, sin embargo, nos encontrábamos ante una tremenda serie de
coincidencias, las cuales eran demasiado numerosas para ser verdaderamente
coincidencias. ¿Nos encontrábamos, de hecho, ante una pauta calculada? Si así era, la
pregunta obvia era quién la había ideado, pues las pautas tan intrincadas no se
inventan solas. Todos los datos en nuestro poder indicaban una planificación
meticulosa y una organización muy cuidada, tanto es así que cada vez eran mayores
nuestras sospechas de que tenía que haber un grupo concreto de individuos, formando
quizá algún tipo de orden, que trabajaba asiduamente entre bastidores. No fue
necesario que buscásemos la confirmación de la existencia de tal orden. La
confirmación se nos echó encima.
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4. Documentos secretos
La confirmación de que existía una tercera orden —una orden que estaba detrás
tanto de los templarios como de los cistercienses— se nos echó encima. Al principio,
sin embargo, nos costó tomarla en serio. Parecía salir de una fuente demasiado
insegura, demasiado vaga y nebulosa. Mientras no pudiéramos verificar su
autenticidad, tampoco podríamos dar crédito a sus afirmaciones.
En 1956 empezaron a aparecer en Francia una serie de libros, artículos, opúsculos
y otros documentos relativos a Bérenger Sauniére y al enigma de Rennes-le-Château.
Esta clase de material ha seguido proliferando de forma continua y actualmente es
muy voluminoso. De hecho, se ha convertido en la base de una verdadera «industria».
Y su misma cantidad, así como el esfuerzo y los recursos que se han dedicado a
producirlo y diseminarlo, atestigua implícitamente la existencia de algo cuya
importancia es inmensa pero todavía inexplicada.
No es extraño que el asunto haya servido para despertar el apetito de numerosos
investigadores independientes como nosotros mismos, cuyas obras han engrosado el
material ya disponible. Sin embargo, parece ser que el material inicial salió de una
sola fuente concreta. Es obvio que alguien tiene interés en «promover» Rennes-le-
Château, en llamar la atención del público sobre la historia, en generar publicidad y
nuevas investigaciones. Consista en lo que consista, no parece que dicho interés sea
de índole económica. Por el contrario, diríase más bien que se trata de propaganda,
una propaganda que dé credibilidad a algo. Y sean quienes sean los individuos
responsables de dicha propaganda, lo cierto es que se han esforzado por arrojar luz
sobre ciertos aspectos al mismo tiempo que ellos se mantienen escrupulosamente en
la sombra.
Desde 1956 cierta cantidad de material pertinente ha sido «filtrado» de forma
deliberada y sistemática, poco a poco, fragmento a fragmento. La mayoría de dichos
fragmentos pretenden haber salido, implícita o explícitamente, de alguna fuente
«privilegiada» o «confidencial». La mayoría de ellos contienen información que
complementa lo que ya se sabía y que, por ende, es una pieza más del rompecabezas
total. Sin embargo, ni la importancia ni el significado de dicho rompecabezas han
sido aclarados. En vez de ello, cada nuevo fragmento de información ha contribuido a
intensificar más que a esclarecer el misterio. El resultado ha sido una red cada vez
mayor de alusiones seductoras, de insinuaciones provocativas, de referencias y
conexiones sugerentes. Es muy posible que al enfrentarse a la mezcla de datos de que
se dispone actualmente el lector tenga la sensación de que están jugando con él, de
que de una manera ingeniosa y hábil se le lleva de una conclusión a otra por medio de
sucesivas zanahorias que alguien cuelga delante de su nariz. Y debajo de todo ello
está la insinuación constante y omnipresente de un secreto de proporciones
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monumentales y explosivas.
Desde 1956 se han empleado diversas formas de diseminar el material. Una de
ellas han sido los libros populares, que incluso han alcanzado gran éxito de ventas.
Son libros más o menos sensacionalistas, que se valen de medios más o menos
crípticos para despertar la curiosidad del lector. Así, por ejemplo, Gérard de Sede ha
producido una serie de obras sobre temas en apariencia tan divergentes como los
cátaros, los templarios, la dinastía merovingia, los rosacruces, Sauniére y Rennes-le-
Château. En estas obras el señor De Sede suele mostrarse socarrón, reservado,
deliberadamente misterioso y coquetamente evasivo. En todo momento su tono da a
entender que sabe más de lo que dice, lo que tal vez es un truco para disimular que no
sabe tanto como pretende saber. Pero sus libros contienen detalles verificables en
número suficiente para forjar un eslabón entre sus respectivos temas. Prescindiendo
de la opinión que nos merezca Gérard de Sede, es innegable que consigue dejar bien
sentado que los diversos temas que aborda están relacionados unos con otros.
Por otro lado, no pudimos evitar la sospecha de que la obra de Gérard de Sede se
inspira en gran parte en la información que alguien le proporciona y, a decir verdad,
él mismo reconoce más o menos que es así. Quiso la casualidad que nos enterásemos
de quién era su informador. En 1971, cuando nos embarcamos en nuestra primera
película sobre Rennes-le-Château para la BBC, escribimos al editor parisiense de
Gérard de Sede pidiéndole cierto material visual. Al cabo de unos días recibimos las
fotografías que habíamos pedido. En el dorso de cada una de ellas aparecía el nombre
«Plantard». Por aquel entonces este nombre no significaba nada para nosotros. Pero
el apéndice de uno de los libros de monsieur De Sede consistía en una entrevista con
un tal Pierre Plantard. Y más adelante nos enteramos de que Pierre Plantard había
tenido que ver con ciertas obras de Gérard de Sede. Poco a poco, en el curso de
nuestras pesquisas, Pierre Plantard empezó a imponerse como una de las figuras
dominantes.
La información diseminada desde 1956 no siempre ha aparecido en libros tan
populares y accesibles como los de Gérard de Sede. Parte de ella se ha publicado en
gruesos volúmenes, amedrentadores e incluso pedantescos, diametralmente opuestos
al estilo periodístico del señor De Sede. Una de tales obras fue producida por René
Descadeillas, ex director de la biblioteca municipal de Carcasona. El libro de este
autor hace grandes esfuerzos por evitar el sensacionalismo. Trata de la historia de
Rennes-le-Château y sus alrededores y contiene una plétora de pequeños detalles de
índole social y económica: por ejemplo, los nacimientos, muertes, matrimonios,
finanzas, impuestos y obras públicas habidos entre los años 1730 y 1820.[1] En
conjunto, no podría ser más diferente de los libros producidos en serie por Gérard de
Sede, libros a los que Descadeillas hace objeto de duras críticas en otra parte.[2]
Además de los libros editados, algunos de ellos por sus propios autores, han
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aparecido diversos artículos en periódicos y revistas. También se han publicado
entrevistas con varios individuos que afirman conocer una u otra faceta del misterio.
Pero la información más interesante e importante no ha aparecido, en su mayor parte,
en forma de libro, sino en documentos y opúsculos que no estaban destinados a
circular entre el público. Muchos de estos documentos y opúsculos han sido objeto de
ediciones limitadas y particulares que luego se han depositado en la Bibliothéque
Nationale de París. Al parecer, se han producido de una forma barata. De hecho,
algunos no son más que páginas mecanografiadas, impresas en «offset» y
reproducidas mediante una máquina multicopista de oficina. Más aún que las obras
que se encuentran en el mercado, esta serie de publicaciones efímeras parece haber
salido de la misma fuente. Mediante crípticos comentarios y notas a pie de página
sobre Sauniére, Rennes-le-Château, Poussin, la dinastía merovingia y otros temas,
cada una de ellas complementa, amplía y confirma las demás. En la mayoría de los
casos no se sabe a ciencia cierta quién es él autor, ya que éste emplea varios
seudónimos transparentes e incluso «ingeniosos»: Madeleine Blancassal, por
ejemplo, Nicolás Beaucéan, Jean Delaude y Antoine l’Ermite. «Madeleine», por
supuesto, se refiere a Marie-Madeleine, la Magdalena, a la que está dedicada la
iglesia de Rennes-le-Château y a la que Sauniére consagró su torre, la Tour Magdala.
«Blancassal» es la combinación de los nombres de dos riachuelos que convergen
cerca del pueblo de Rennes-les-Bains: el Blanque y el Sais. «Beaucéan» es una
variante de «Beauséant», grito y estandarte de batalla oficiales de los caballeros
templarios. «Jean Delaude» es «Jean de l’Aude» o «Juan de la Aude», departamento
donde se halla situado Rennes-le-Château. Y «Antoine l’Ermite» es san Antonio el
Ermitaño, cuya estatua adorna la iglesia de Rennes-le-Château y cuya festividad es el
17 de enero, la fecha que aparece en la lápida sepulcral de Mane de Blanchefort y la
fecha en que Sauniére sufrió la apoplejía que acabó con él.
La obra atribuida a Madeleine Blancassal se titula Les descendants mérovingiens
et l’enigme du Razés wisigoth («Los descendientes merovingios y el enigma del
Razés visigodo»): Razés es el nombre antiguo de la región de Sauniére. Según la
portada, esta obra se publicó inicialmente en alemán y luego fue traducida al francés
por Walter Celse-Nazaire, otro seudónimo formado con los nombres de los santos
Celse y Nazaire, a quienes está dedicada la iglesia de Rennes-les-Bains. Y también
según la portada, la obra la publicó la Grande Loge Alpina, la suprema logia
masónica de Suiza, es decir, el equivalente suizo de la Grand Lodge de Gran Bretaña
o del Gran Oriente de Francia. No hay ninguna indicación sobre el motivo por el cual
una logia masónica moderna se interesa tanto por el misterio que envuelve a un
oscuro sacerdote francés del siglo XIX y a la historia de su parroquia hace un milenio
y medio. Tanto uno de nuestros colegas como un investigador independiente
interrogaron a los oficiales de la Alpina. Éstos negaron todo conocimiento, no sólo de
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la publicación de la obra, sino también de su existencia. Sin embargo, un investigador
independiente afirma que vio con sus propios ojos un ejemplar de la obra en las
estanterías de la biblioteca de la Alpina.[3] Y más adelante descubrimos que el pie de
imprenta de la Alpina aparecía también en otros dos opúsculos.
De todos los documentos publicados privadamente y depositados en la
Bibliothéque Nationale, el más importante es una recopilación de escritos cuyo título
colectivo es Dossiers secrets («Dossiers secretos»). Esta recopilación, cuyo número
de catálogo es el 4.° lm 249, es ahora una ficha en «microfilm». Sin embargo, hasta
hace poco era un volumen delgado y de aspecto vulgar, una especie de carpeta con
tapas rígidas que contenía una mezcla de ítems sueltos sin relación aparente entre
ellos: recortes de prensa, cartas pegadas en láminas de refuerzo, opúsculos,
numerosos árboles genealógicos y alguna que otra página impresa que, al parecer,
había sido extraída de alguna obra. Periódicamente se sacaba de la carpeta alguna de
las páginas. En otros momentos se metían en ella páginas nuevas. En ciertas páginas
a veces se hacían añadiduras y correcciones a mano, con una letra minúscula. En
fecha posterior estas páginas eran sustituidas por otras, impresas, que incluían todas
las enmiendas anteriores.
El grueso de los Dossiers, que consiste en árboles genealógicos, se atribuye a un
tal Henri Lobineau, cuyo nombre aparece en la portada. Dos ítems complementarios
que hay en la carpeta declaran que Henri Lobineau es un seudónimo más —que quizá
se deriva de la Rué Lobineau, que pasa por delante de Saint Sulpice en París— y que
las genealogías son en realidad obra de un hombre llamado Leo Schidlof, historiador
y anticuario austriaco que, al parecer, vivía en Suiza y murió en 1966. Basándonos en
esta información, decidimos averiguar lo que pudiéramos acerca de Leo Schidlof.
En 1978 conseguimos localizar a su hija, que vivía en Inglaterra. Nos dijo que su
padre era en verdad austriaco. Sin embargo, no era genealogista, historiador o
anticuario, sino experto y comerciante en miniaturas, tema sobre el que había escrito
dos libros. En 1948 se había afincado en Londres, donde viviría hasta su muerte,
acaecida en Viena en 1966, el año y el lugar que se indican en los Dossiers Secrets.
La señorita Schidlof dijo con vehemencia que a su padre nunca le habían
interesado las genealogías, la dinastía merovingia o los misteriosos sucesos del sur de
Francia. Y, pese a ello, agregó, era obvio que ciertas personas creían lo contrario.
Durante el decenio de 1960, por ejemplo, el señor Schidlof había recibido numerosas
cartas y llamadas telefónicas de individuos no identificados, tanto de Europa como de
los Estados Unidos, que deseaban verle para hablar de cosas de las que él no tenía la
menor idea. Con motivo de su muerte en 1966 hubo otro diluvio de mensajes, la
mayoría de ellos interesándose por sus papeles.
Fuese cual fuese el asunto en el que sin querer se había visto envuelto el padre de
la señorita Schidlof, parecía haber tocado una cuerda sensible del gobierno de los
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Estados Unidos. En 1946 —un decenio antes de la supuesta fecha en que se
recopilaron los Dossiers secrets— Leo Schidlof solicitó un visado para entrar en los
Estados Unidos. La solicitud le fue denegada alegando que era sospechoso de
espionaje o de algún otro tipo de actividad clandestina. Parece ser que a la larga se
resolvió el problema y Leo Schidlof, provisto del oportuno visado, pudo entrar en los
Estados Unidos. Es posible que el problema se redujera a una típica confusión
burocrática. Pero la señorita Schidlof parecía sospechar que tenía alguna relación con
las preocupaciones arcanas que de forma tan desconcertante se atribuían a su padre.
La historia de la señorita Schidlof nos dio que pensar. La denegación de un visado
por los norteamericanos podía muy bien ser algo más que una coincidencia, pues
entre los papeles de los Dossiers secrets había alusiones que vinculaban el nombre de
Leo Schidlof con alguna forma de espionaje internacional. Mientras tanto, sin
embargo, en París había aparecido un nuevo panfleto que durante los meses
siguientes fue confirmado por otras fuentes. Según dicho panfleto, el escurridizo
Henri Lobineau no era Leo Schidlof, después de todo, sino un aristócrata francés de
linaje distinguido: el conde Henri de Lénoncourt.
La verdadera identidad de Lobineau no era el único enigma relacionado con los
Dossiers secrets. Había también un ítem que aludía a «la cartera de piel de Leo
Schidlof». Esta cartera contenía supuestamente cierto número de papeles secretos
relacionados con Rennes-le-Château entre 1600 y 1800. Poco después de la
defunción de Schidlof, la cartera, según se decía, había pasado a manos de un correo,
un tal Fakhar ul Islam, quien en febrero de 1967 se reuniría en la Alemania Oriental
con un «agente delegado por Ginebra» al que confiaría la cartera. Sin embargo, antes
de que pudiera efectuarse la transacción, el tal Fakhar ul Islam fue expulsado de la
Alemania Oriental y volvió a París «en espera de nuevas órdenes». El 20 de febrero
de 1967 su cuerpo fue hallado en la vía del ferrocarril cerca de Melun: lo habían
arrojado desde el expreso París-Ginebra. Al parecer, la cartera se había evaporado.
Decidimos comprobar esta truculenta historia en la medida de lo posible. Una
serie de artículos publicados por la prensa francesa el 21 de febrero confirmaron la
mayor parte de la misma.[4] En efecto, habían encontrado un cuerpo decapitado en la
vía del tren cerca de Melun. Fue identificado como el de un joven paquistaní llamado
Fakhar ul Islam. Por motivos que aún no estaban claros, el muerto había sido
expulsado de la Alemania Oriental y viajaba de París a Ginebra dedicado, al parecer,
a alguna forma de espionaje. Según los artículos de la prensa, las autoridades
sospechaban que se trataba de un acto criminal, y el asunto era investigado por el
DST (Directorio de Vigilancia Territorial, es decir, el servicio de contraespionaje).
Por otro lado, los periódicos no decían nada sobre Leo Schidlof, una cartera de
piel o alguna otra cosa que pudiera relacionar el suceso con el misterio de Rennes-le-
Château. A resultas de ello, nos vimos ante una serie de interrogantes. Por un lado,
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era posible que la muerte de Fakhar ul Islam tuviera que ver con Rennes-le-Château,
que el ítem de los Dossiers secrets procediera, de hecho, de «información
confidencial» inaccesible a la prensa. Por otro lado, el citado ítem podía ser una
mistificación deliberada y espuria. Lo único que se necesitaba era encontrar una
muerte inexplicable o sospechosa y atribuirla al asunto que uno escogiera. Pero, si
efectivamente era eso, ¿cuál era el propósito de todo ello? ¿Por qué iba alguien a
crear una atmósfera de intrigas siniestras en torno a Rennes-le-Château? ¿Qué
beneficio podía sacarse de la creación de tal atmósfera? ¿Y quién podía ser el
beneficiario?
Estos interrogantes nos desconcertaban todavía más a causa del hecho de que, al
parecer, la muerte de Fakhar ul Islam no era un suceso aislado. Aún no había
transcurrido un mes cuando otra obra impresa por algún particular fue depositada en
la Bibliothéque Nationale. Se titulaba La serpent rouge («La serpiente roja») y
llevaba una fecha simbólica y significativa: 17 de enero. La portada la atribuía a tres
autores: Pierre Feugére, Louis Saint-Maxent y Gastón de Koker.
La serpent rouge es una obra singular. Contiene una genealogía merovingia y dos
mapas de Francia en tiempos de los merovingios, junto con un comentario
superficial. También contiene un plano de Saint Sulpice en París en el que aparecen
delineadas las capillas de los diversos santos de la iglesia. Pero el grueso del texto
consiste en 13 breves poemas en prosa de gran calidad literaria, muchos de los cuales
recuerdan la obra de Rimbaud. Ninguno de estos poemas en prosa excede de un
párrafo y cada uno de ellos corresponde a un signo del zodíaco: un zodíaco de trece
signos, con el decimotercero, el Ofiuco o Serpentario, colocado entre Escorpión y
Sagitario.
Los trece poemas en prosa, que están narrados en primera persona, son un tipo de
peregrinación simbólica o alegórica que comienza con Acuario y termina con
Capricornio, el cual, como dice explícitamente el texto, preside el 17 de enero. En el
texto, que por lo demás es críptico, hay alusiones conocidas: a la familia Blanchefort,
a las decoraciones de la iglesia de Rennes-le-Château, a algunas de las inscripciones
de Sauniére que hay allí, a Poussin y al cuadro de «Les bergers d’Arcadie», al lema
que aparece en la tumba: «Et in Arcadia Ego». En un punto se menciona una
serpiente roja, «citada en los pergaminos», desenroscándose a través de los siglos:
alusión explicita, al parecer, a una estirpe o linaje. Y para el signo astrológico de Leo
hay un párrafo enigmático que vale la pena citar entero:
De ella a quien deseo liberar flota hacia mí la fragancia del perfume que impregna
el Sepulcro. Antiguamente algunos la llamaban: ISIS, reina de todas las fuentes
benévolas. VENID A MÍ TODOS LOS QUE SUFRÍS Y ESTÁIS AFLIGIDOS, Y
YO OS DARÉ REPOSO. Para otros ella es MAGDALENA, del célebre vaso lleno de
bálsamo curativo. Los iniciados conocen su verdadero nombre: NOTRE DAME DES
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CROSS.[5]
Las implicaciones de este párrafo son interesantísimas. Isis, por supuesto, es la
Diosa Madre egipcia, patrona de los misterios, la «Reina Blanca» en sus aspectos
benévolos, la «Reina Negra» en los malévolos. Numerosos escritores sobre mitología,
antropología, psicología y teología han seguido el culto de la Diosa Madre desde los
tiempos paganos hasta la época cristiana. Y, según dichos escritores, la diosa
sobrevivió bajo el cristianismo disfrazada de Virgen María: la «Reina del Cielo»,
como la llamó san Bernardo, designación que en el Antiguo Testamento se aplica a la
Diosa Madre Astarté, la equivalente fenicia de Isis. Pero, según el texto de La serpent
rouge, la Diosa Madre del cristianismo no parece ser la Virgen. Al contrario, parece
ser la Magdalena, a quien está dedicada la iglesia de Rennes-le-Château y a quien
Sauniére consagró su torre. Además, el texto parece dar a entender que tampoco
«Notre Dame» se refiere a la Virgen. Ese título resonante, que se confiere a todas las
grandes catedrales de Francia, también parecería referirse a la Magdalena. Pero, ¿por
qué iba la Magdalena a ser venerada como «Nuestra Señora» y, más aún, como una
Diosa Madre? La maternidad es lo último que por lo general se relaciona con la
Magdalena. Ésta, en la tradición cristiana popular, es una prostituta que encuentra la
redención colocándose de aprendiza con Jesús. Y figura de forma harto notable en el
cuarto evangelio, donde es la primera persona que ve a Jesús después de la
resurrección. Por consiguiente, es ensalzada como santa, especialmente en Francia,
adonde, según las leyendas medievales, llevó el Santo Grial. Y, de hecho, el «vaso
lleno de bálsamo curativo» bien podría ser una manera de referirse al Grial. Pero
colocar a la Magdalena en el lugar que suele reservarse para la Virgen parecería
cuando menos una herejía.
Cabría suponer inmediatamente Fuera cual fuese su intención, los autores de La
serpent rouge —mejor dicho, los supuestos autores— corrieron una suerte tan
horrible como Fakhar ul Islam. El 6 de marzo de1967 Louis Saint-Maxent y Gastón
de Koker fueron encontrados ahorcados. Y al día siguiente, el 7 de marzo, Pierre
Feugére también apareció colgado.
Parecía que estas muertes tenían algo que ver con la redacción y publicación de
La serpent rouge. Al igual que en el caso de Fakhar ul Islam, sin embargo, no
podíamos descartar otra explicación. Si se desea crear un aura de misterio siniestro,
ello es bastante fácil. Lo único que se necesita es leer atentamente los periódicos
hasta dar con una muerte sospechosa o, en este caso, tres muertes sospechosas. Una
vez encontradas, se ponen los nombres de los difuntos en un opúsculo escrito por uno
mismo y se deposita el opúsculo en la Bibliothéque Nationale, con una fecha anterior
(17 de enero) en la portada. Sería virtualmente imposible denunciar el engaño, que,
desde luego, produciría la deseada impresión de tratarse de un hecho criminal. Pero,
¿para qué perpetrar semejante engaño? ¿Por qué desearía alguien crear un aura de
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violencia, asesinato e intriga? Lejos de desalentar a los investigadores, una
estratagema semejante los atraería aún más.
Por otra parte, si no nos encontrábamos ante un engaño, había aún cierto número
de cuestiones desconcertantes. ¿Debíamos creer, por ejemplo, que los tres ahorcados
se habían suicidado o, por contra, que eran víctimas de otros tantos asesinatos? Dadas
las circunstancias, un suicidio tendría poco sentido. Y un asesinato poco más tendría.
Era posible comprender que se hubiese despachado a tres personas para impedir que
divulgasen alguna información explosiva. Pero en este caso la información ya había
sido divulgada, ya estaba depositada en la Bibliothéque Nationale. ¿Habrían sido los
asesinatos —si es que se trataba de tal cosa— alguna forma de castigo, de desquite?
¿O eran tal vez el medio de impedir nuevas indiscreciones? Ninguna de estas
explicaciones es satisfactoria. Si alguien monta en cólera porque se ha revelado
determinada información, o si alguien desea impedir más revelaciones, no llama la
atención sobre el asunto cometiendo un trío de asesinatos horripilantes y
sensacionales a menos que se sienta razonablemente seguro de que no habrá una
investigación muy asidua.
Por suerte, nuestras propias aventuras durante la investigación fueron menos
dramáticas, pero igualmente desconcertantes. Habíamos encontrado, por ejemplo,
repetidas alusiones a una obra de un tal Antoine Ermite titulada Un trésor
mérovingien á Rennes-le-Château («Un tesoro merovingio en Rennes-le-Château»).
Tratamos de localizar esta obra y no tardamos en hallarla en el catálogo de la
Bibliothéque Nationale; pero resultó inusitadamente difícil de conseguir. Cada día,
durante una semana, íbamos a la biblioteca y rellenábamos la ficha solicitando la
obra. En cada ocasión nos devolvían la ficha con una palabra escrita en ella,
«communiqué», para indicar que otra persona estaba utilizando la obra en cuestión.
Esto no tenía nada de extraño.
Pero al cabo de una quincena sí empezó a tenerlo y también a resultar
exasperante, toda vez que no podíamos quedarnos mucho tiempo en París. Pedimos
ayuda a un bibliotecario. Nos dijo que el libro estaría «communiqué» durante tres
meses —lo cual era una situación extremadamente insólita— y que no podíamos
encargarlo por adelantado.
Al cabo de poco tiempo, ya en Inglaterra, una amiga nuestra anunció que se iba
de vacaciones a París. Le pedimos que tratara de obtener la escurridiza obra de
Antoine l’Ermite y cuando menos tomara nota de lo que contenía. Nuestra amiga fue
a la Bibliothéque Nationale y solicitó el libro. A ella ni siquiera le devolvieron la
ficha. Volvió a intentarlo al día siguiente y el resultado fue el mismo.
Cuando volvimos a París, unos cuatro meses más tarde, hicimos otro intento. De
nuevo nos devolvieron la ficha con la palabra «communiqué». En aquel momento
decidimos que aquello duraba ya demasiado y empezamos a jugar nuestro propio
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juego. Bajamos a la sala del catálogo, que es contigua a los «anaqueles», los cuales,
huelga decirlo, no están al alcance del público. Encontramos a un ayudante de
bibliotecario de edad avanzada y aspecto bondadoso y nos pusimos a interpretar el
papel de turistas ingleses cuyos conocimientos de la lengua francesa hubieran
avergonzado a un hombre de Neanderthal. Le pedimos que nos ayudara, explicándole
que buscábamos determinada obra pero no conseguíamos obtenerla, sin duda a causa
de nuestro conocimiento imperfecto de las normas de la biblioteca.
El bondadoso anciano accedió a ayudarnos. Le dimos el número de catálogo de la
obra y él desapareció entre los «anaqueles». Cuando volvió dijo que lo sentía pero
que no podía hacer nada: el libro había sido robado. Es más, añadió, al parecer el
responsable del robo era una compatriota nuestra, una inglesa. Tras insistir un rato,
consintió en darnos su nombre. ¡Era el de nuestra amiga!
Al volver a Inglaterra buscamos ayuda en el servicio bibliotecario de Londres,
que se avino a investigar el extraño asunto. La National Central Library escribió en
nombre nuestro a la Bibliothéque Nationale pidiendo explicaciones por lo que parecía
una obstrucción premeditada de una investigación legítima. No se recibió ninguna
explicación. Sin embargo, poco después nos fue enviada por fin una fotocopia de la
obra de Antoine l’Ermite, junto con instrucciones terminantes de que la
devolviéramos inmediatamente. Esto ya era extremadamente singular de por sí, ya
que normalmente las bibliotecas no solicitan la devolución de las fotocopias. Por lo
general, éstas acaban en la papelera.
La obra, cuando por fin llegó a nuestras manos, resultó muy decepcionante y
apenas justificaba las complicadas gestiones que habíamos tenido que hacer para
obtenerla. Al igual que la obra de Madeleine Blancassal, llevaba el pie de imprenta de
la Grande Loge Alpina de Suiza. Pero no decía nada nuevo en ningún sentido. De
forma muy breve recapitulaba la historia del conde de Razés, de Rennes-le-Château y
de Bérenger Sauniére. En pocas palabras, refundía todos los detalles que conocíamos
desde hacía ya tiempo. No podíamos imaginarnos por qué alguien había podido
utilizarla y tenerla «communiqué» durante una semana entera. Ni podíamos
explicarnos por qué se habían empeñado en negárnosla. Pero lo más intrigante de
todo era que la obra en sí no era original. Con la excepción de unas cuantas palabras
alteradas aquí y allí, era un texto literal, compuesto e impreso de nuevo, de un
capítulo de un libro de bolsillo, un bestseller facilón que trataba de tesoros perdidos
en todo el mundo y que podía comprarse por pocos francos en cualquier quiosco. O
bien Antoine l’Ermite había plagiado descaradamente el libro publicado o éste había
plagiado a Antoine l’Ermite.
Estas cosas son típicas de la mistificación que ha rodeado el material desde que
en 1956 empezó a aparecer fragmento a fragmento en Francia. Otros investigadores
han encontrado enigmas parecidos. Nombres en apariencia plausibles han resultado
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ser seudónimos. Direcciones, incluyendo las de editoriales y organizaciones, han
resultado inexistentes. Se han citado alusiones a libros que, que nosotros sepamos,
nadie ha visto jamás. Han desaparecido documentos; otros han sido alterados y otros,
inexplicablemente, han sido mal catalogados en la Bibliothéque Nationale. A veces
uno está tentado de sospechar que se trata de una broma pesada. Si es así, es una
broma pesada a enorme escala y para la cual se ha utilizado una impresionante
variedad de recursos, económicos y de otra índole. Y parece que el autor de dicha
broma, sea quien sea, se la está tomando muy en serio.
Mientras tanto ha seguido apareciendo material nuevo en el que los temas de
costumbre se repiten a guisa de leitmotiv: Sauniére, Rennes-le-Château, Poussin,
«Les bergers d’Arcadie», los caballeros templarios, Dagoberto II y la dinastía
merovingia. Alusiones a la viticultura —el cultivo de la vid— figuran de manera
prominente, es de suponer que con algún sentido alegórico. Al mismo tiempo, se ha
añadido más y más información. Un ejemplo de ella es la identificación de Henri
Lobineau como el conde de Lénoncourt. Otro es una insistencia creciente pero no
explicada en la importancia de la Magdalena. Y se han recalcado repetidamente otros
dos lugares, que han asumido una categoría que en apariencia equivale a la de
Rennes-le-Château. Uno de ellos es Gisors, fortaleza de Normandía que tuvo una
importancia vital, tanto estratégica como política, en el apogeo de las cruzadas. El
otro es Stenay, otrora llamado Satanicum, en el borde de las Ardenas, la antigua
capital de la dinastía merovingia, cerca de la cual fue asesinado Dagoberto II en 679.
El material disponible actualmente no puede reseñarse ni comentarse como es
debido en estas páginas. Es demasiado denso, demasiado confuso, demasiado
inconexo y, sobre todo, demasiado copioso.
Pero de este cúmulo de información que no para de proliferar emergen algunos
puntos clave que constituyen los cimientos de nuevas investigaciones. Se presentan
como hechos históricos indiscutibles y es posible resumirlos de la siguiente manera:
1) Había una orden secreta detrás de los caballeros templarios, la cual creó a éstos
como su brazo militar y administrativo. Esta orden, que ha funcionado bajo diversos
nombres, recibe con mayor frecuencia el de la Prieuré de Sion («Priorato de Sion»).
2) La Prieuré de Sion ha sido dirigida por una sucesión de grandes maestres cuyos
nombres se cuentan entre los más ilustres de la historia y la cultura occidentales.
3) Si bien los caballeros templarios fueron destruidos y disueltos entre 1307 y
1314, la Prieuré de Sion permaneció indemne. Aunque se vio desgarrada
periódicamente por luchas sanguinarias entre distintas facciones, ha seguido
funcionando a lo largo de los siglos. Actuando en la sombra, entre bastidores, ha
orquestado ciertos acontecimientos críticos de la historia de Occidente.
4) La Prieuré de Sion existe y sigue funcionando hoy en día. Influye y participa
en asuntos internacionales de alto nivel, así como en los asuntos internos de ciertos
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países europeos. En cierta medida significativa, es responsable de la información que
se ha diseminado desde 1956.
5) El objetivo confesado y declarado de la Prieuré de Sion es la restauración de la
dinastía y la estirpe merovingias en el trono, no sólo de Francia, sino también de otras
naciones europeas.
6) La restauración de la dinastía merovingia está sancionada y es justificable,
tanto legal como moralmente. Aunque depuesta en el siglo VIII, la estirpe merovingia
no se extinguió. Por el contrario, se perpetuó en línea directa desde Dagoberto II y su
hijo Sigisberto IV. A fuerza de alianzas dinásticas y matrimonios entre sus miembros,
esta línea llegó a incluir a Godofredo de Bouillon, que en 1099 conquistó Jerusalén, y
a otras varias familias nobles y reales, del pasado y del presente: Blanchefort, Gisors,
Saint-Clair (Sinclair en Inglaterra), Montesquieu, Montpézat, Poher, Luisignan,
Plantard y Habsburgo-Lorena. En la actualidad, la estirpe merovingia, goza de un
derecho legítimo al patrimonio que le corresponde.
Aquí, en la llamada Prieuré de Sion, teníamos una posible explicación de la
referencia a «Sion» que se hace en los pergaminos hallados por Sauniére. Y también
aquí teníamos una explicación de las letras «P. S.», la curiosa firma que aparecía en
uno de dichos pergaminos y en la lápida sepulcral de Mane de Blanchefort.
Sin embargo, sentíamos un gran escepticismo, como la mayoría de las personas,
acerca de las «teorías de la historia basadas en la conspiración»; y la mayoría de las
afirmaciones citadas se nos antojaban fuera de lugar, improbables o absurdas. Pero
era innegable que ciertas personas continuaban promulgándolas y, además, con toda
seriedad. Con toda seriedad, en efecto, y teníamos motivos para creer que desde
posiciones de considerable poder. Y fuera cual fuese la veracidad de dichas
afirmaciones, estaban claramente relacionadas con el misterio que envolvía a
Sauniére y a Rennes-le-Château.
Por consiguiente, emprendimos un examen sistemático de lo que habíamos
comenzado a llamar, irónicamente, los «documentos Prieuré», y de las afirmaciones
que los mismos contenían. Procuramos someterlas a un meticuloso escrutinio crítico
para determinar si había alguna forma de corroborarlas. Lo hicimos con un
escepticismo cínico, casi burlón, plenamente convencidos de que aquellas
pretensiones grotescas se marchitarían bajo una investigación, por superficial que ésta
fuera. Aunque en aquel momento no podíamos saberlo, íbamos a llevamos una gran
sorpresa.
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Imágenes 1
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1. El pueblo de Rennes-le-Château. La ciudad original de Rédae se extendía al
otro lado del valle, a la izquierda.
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3. El sacerdote de Rennes-le-Château, Bérenger Sauniére (centro, de pie).
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5. Pilar visigodo de la iglesia de Rennes-le-Château en el que en 1891 Sauniére
encontró los documentos cifrados.
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6. Un calvario en el cementerio de Rennes-le-Château. AOMPS significa
probablemente Antiquus Ordo Mysticusque Prioratus Sionis.
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7. La tour Magdala, construida por Sauniére en Rennes-le-Château, y en la que
se alojaba su biblioteca.
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Segunda parte: La sociedad secreta
Seguidamente el texto de los Dossiers Secrets hace alusión a la orden del Temple.
Los fundadores de ésta se nombran específicamente: «Hugues de Payen, Bisol de St.
Omer y Hugues, conde de la Champagne, junto con ciertos miembros de la Ordre de
Sion, André de Montbard, Archambaud de Saint-Aignan, Nivard de Montdidier,
Gondemar y Rossal».[9]
Conocíamos ya a Hugues de Payen y a André de Montbard, tío de san Bernardo.
También conocíamos a Hugues, conde de la Champagne, que donó la tierra para la
abadía de san Bernardo en Clairvaux, se hizo templario en 1124 (prometiendo lealtad
a su propio vasallo) y recibió del obispo de Chartres la carta que se cita en el capítulo
3. Pero, aunque la relación del conde de la Champagne con los templarios era muy
conocida, nunca habíamos visto que se le citase como uno de sus fundadores. Así
ocurre en Dossiers Secrets. Y André de Montbard, el misterioso tío de san Bernardo,
aparece como miembro de la Ordre de Sion, es decir, de otra orden que es anterior a
la del Temple e interviene decisivamente en la creación de ésta.
Y eso no fue todo. El texto de los Dossiers Secrets manifiesta que en marzo de
1117 Balduino I, «que debía su trono a Sion», fue «obligado» a negociar la
constitución de la orden del Temple: en Saint Léonard de Acre. Nuestras propias
indagaciones revelaron que Saint Léonard de Acre era, de hecho, uno de los feudos
de la Ordre de Sion. Pero no sabíamos con seguridad por qué a Balduino le habían
«obligado» a negociar la constitución del Temple. Desde luego, en francés el verbo
connota cierto grado de coerción o presión. Y lo que daban a entender los Dossiers
Secrets era que esta presión fue ejercida por la Ordre de Sion, a la que Balduino
«debía su trono». Si tal era el caso, la Ordre de Sion debió de ser una organización
muy influyente y poderosa, una organización que no sólo podía conferir tronos, sino
que, además, podía, al parecer, dar órdenes a un rey.
Si la Ordre de Sion fue verdaderamente artífice de la elección de Godofredo de
Boüilon, entonces Balduino, el hermano menor de Godofredo, «debía su trono» a la
influencia de dicha orden. Tal como ya habíamos descubierto, además, había pruebas
indiscutibles de que la orden del Temple existía, al menos en forma embrionaria, sus
buenos cuatro años antes de la fecha de fundación que se acepta generalmente: 1118.
En 1117 Balduino era un hombre enfermo cuya muerte era a todas luces inminente.
Es, por tanto, posible que los caballeros templarios ya estuvieran en activo, aunque ex
oficio, mucho antes de 1118, en calidad, pongamos por caso, de brazo militar o
administrativo de la Ordre de Sion, y que se albergasen en la abadía fortificada de
En los Dossiers Secrets[1] aparece una lista de los siguientes individuos como
sucesivos grandes maestres de la Prieuré de Sion o, para utilizar la designación
oficial, «Nautonnier», antigua palabra francesa que quiere decir «navegante» o
«timonel»:
La primera vez que la vimos, esta lista provocó inmediatamente nuestro
escepticismo. Por un lado, incluye varios nombres que esperamos automáticamente
encontrar en una lista semejante, nombres de individuos famosos a los que se
relaciona con lo «oculto» y lo «esotérico». Por otro lado, incluye una serie de
nombres ilustres e improbables, individuos a los que, en ciertos casos, no podíamos
imaginarnos presidiendo una sociedad secreta. Al mismo tiempo, muchos de estos
nombres son precisamente los que algunas organizaciones del siglo XX han tratado
de apropiarse para sí, creando así una especie de «genealogía» espuria. Hay, por
ejemplo, listas publicadas por AMORC, los «rosacruces» modernos, cuya base está
en California, que incluyen virtualmente todas las figuras importantes de la historia y
la cultura occidentales cuyos valores, aunque fuera sólo de modo tangencial,
coincidieran casualmente con los de la propia orden. Y a menudo una coincidencia o
convergencia fortuita de actitudes se falsifica deliberadamente para que dichas figuras
parezcan «miembros iniciados». Así, por ejemplo, nos dicen que Dante, Shakespeare,
Goethe y muchos más personajes célebres eran «rosacruces», dando a entender con
ello que eran «miembros con carnet» que pagaban regularmente su cuota.
Nuestra actitud inicial ante la citada lista fue igualmente cínica. Por un lado,
vemos en ella los nombres que eran de esperar, nombres relacionados con lo «oculto»
y lo «esotérico». Nicolás Flamel, por ejemplo, es quizás el más famoso y el mejor
documentado de los alquimistas medievales. Robert Fludd, el filósofo del siglo XVII,
era un exponente del pensamiento hermético y de otras disciplinas arcanas. Johann
Valentín Andrea, contemporáneo alemán de Fludd, compuso, entre otras cosas,
algunas de las obras de las que nació el mito del fabuloso Christian Rosenkreuz. Y
aparecen también nombres como Leonardo da Vinci o Sandro Filipepi, a quien se
conoce mejor por Botticelli. Hay nombres de científicos distinguidos como Robert
Boyle y sir Isaac Newton. Se pretende que durante los dos últimos siglos entre los
grandes maestres de la Prieuré de Sion se han contado figuras literarias y culturales
tan importantes como Víctor Hugo, Claude Debussy y Jean Cocteau.
Dado que incluía semejantes nombres, era inevitable que la lista de los Dossiers
Secrets pareciera sospechosa. Era casi inconcebible que algunos de los individuos
citados presidiese una sociedad secreta dedicada al cultivo de inquietudes «ocultas» y
«esotéricas». Boyle y Newton, por ejemplo, no son precisamente nombres que las
gentes del siglo XX relacionen con lo «oculto» y lo «esotérico». Y, aunque Hugo,
(Aquel que beba bien verá a Dios. Aquel que beba de un solo trago verá a Dios y
a la Magdalena).
No sería equivocado ver en René de Anjou a uno de los grandes impulsores del
fenómeno que hoy conocemos por Renacimiento. Como tenía numerosas posesiones
en Italia, pasó algunos años en dicho país; y, dada su gran amistad con los Sforza, la
familia gobernante de Milán, estuvo en contacto con los Medici de Florencia. Hay
buenas razones para creer que fue en gran parte la influencia de René lo que movió a
Cosimo de Medici a embarcarse en una serie de proyectos ambiciosos que estaban
destinados a transformar la civilización occidental.
En 1439, cuando René residía en Italia, Cosimo de Medici empezó a enviar
agentes a todo el mundo en busca de manuscritos antiguos. Luego, en 1444, Cosimo
fundó la primera biblioteca pública de Europa, la Biblioteca de San Marco, y con ello
comenzó a desafiar el monopolio del saber que la Iglesia tenía desde haría mucho
tiempo. Por orden expresa de Cosimo, por primera vez se tradujo la obra de los
resto de Francia, así como a Italia y a España. Según dichos criterios, los textos
bíblicos no eran infalibles, sino que había que comprenderlos en el contexto
específico de su época. Y los modernistas también se rebelaron contra la creciente
centralización del poder eclesiástico, en especial contra la recién instituida doctrina
de la infalibilidad del papa,[30] la cual era rotundamente contraria a la nueva
tendencia. Antes de que transcurriese mucho tiempo los criterios modernistas
empezaron a ser diseminados no sólo por los clérigos intelectuales, sino también por
escritores distinguidos e influyentes. Figuras como Roger Martin en Francia y Miguel
de Unamuno en España estaban entre los principales portavoces del modernismo.
La Iglesia replicó con el vigor y la ira que eran de prever. Los modernistas fueron
nazareos».[17]
Los eruditos han gastado mucho papel y mucha energía en discutir la posible
autenticidad de lo que se denomina ahora «el Josefo eslavo». Considerando todos los
von Habsburg, conocido por el seudónimo de Jean Orth. Renunció a sus derechos y
títulos en 1889, y en el plazo de dos meses fue desterrado de todos los territorios del
imperio. Fue poco después de esto cuando apareció por primera vez en Rennes-le-
Château. Oficialmente se dijo que había muerto en 1890, pero en realidad murió en
Argentina en 1910 o 1911. Véase Les maisons souveraines de l’Autriche, del doctor
Dugast Rouillé, París, 1967, p. 191.<<
mémoire del abate Delmas que data del siglo XVII. Se trata indudablemente de la
mémoire de Delmas fechada en 1709. Este manuscrito fue depositado originalmente
en la Académie celtique, luego desapareció durante algún tiempo. A principios del
presente siglo reapareció, y parte de él fue publicado en COURRENT, Notice
historique, pp. 9-17. Sin embargo, este extracto no menciona la tumba. Sólo cabe
suponer que las piezas que faltan contienen la información; no obstante, el
manuscrito de Delmas es ahora de propiedad privada en Limoux, y no nos ha sido
facilitado para consultarlo.<<
natalidad, y también se les acusó de justificar el aborto provocado. Es casi seguro que
estas prácticas formaban parte de la enseñanza catara tardía. Noonan señala que la
condenación de la anticoncepción por parte de la Iglesia había sido reafirmada
durante su condenación de los cátaros. Véase NOONAN, Contraception, p. 281, y
CHADWICK, Priscillian, p. 37<<
d’Aurillac, más tarde papa Silvestre II, expresó creencias maniqueas. Véase
RUNCIMAN, The Medieval Manichee, p. 117, y NIEL, Les cathars de Montségur,
pp. 26 y SS.<<
este tipo de conexiones fue Otto Rahn, autor de Croisade contre le Graal y La cour de
Lucifer. Otto Rahn afirmó que el castillo del Grial que aparece en Munsalvaesche, de
Wolfram von Eschenbach, es Montségur. Los libros de Rahn se publicaron por
primera vez en Alemania durante el decenio de 1930. El propio Rahn se alistó en las
SS y alcanzó el grado de coronel. Sus investigaciones sobre los cátaros y el Grial
recibieron el apoyo de Alfred Rosenberg, destacado filósofo racista, portavoz del
partido nazi y amigo de Hitler. Rahn desapareció en 1939, y se supone que se suicidó
en la cumbre del monte Kufstein Sin embargo, un investigador francés ha encontrado
diversos documentos relativos a Rahn, el más reciente de los cuales data de 1945.
Véase BERNADAC, Le mystére Otto Rahn. Si estos documentos se refieren
verdaderamente al autor Otto Rahn, es interesante especular sobre si estuvo detrás de
las misteriosas excavaciones que los alemanes llevaron a cabo en Montségur y en
otros lugares cátaros durante la segunda guerra mundial.<<
<<
1152. <<
fuente. <<
de 1215, fecha en la cual Simón de Montfort dio sus tierras a Pierre de Voisins. El
señor de Blanchefort había combatido al lado de Raymond-Roger Trencavel, el líder
cátaro. Véase FÉDIÉ, Le comté de Razés, p. 151. El propio Bertrand de Blanchefort,
a menudo en conjunción con el Trencavel anterior, hizo donaciones de dinero y
propiedades a los templarios. Estas transacciones aparecen registradas antes de su
ingreso en la orden, cuando seguía casado con su esposa Fabrissa. Véase ALBON,
Cartulaire general, p. 4 (Documento LVI, 1133-1134). En la misma obra aparecen
mencionados la esposa y los dos hermanos de Bertrand, Arnaud y Raymond,
Documento CLX, 1138, p. 112.<<
catástrofe fue a través de Jean de Joinville. Éste era senescal de la Champagne y, por
ende, recibiría órdenes secretas de Felipe el Hermoso en el sentido de que practicase
las detenciones. Se sabía que Joinville simpatizaba con los templarios, y su tío,
André, había sido miembro de la orden y preceptor de Payns en el decenio de 1260
(LÉONARD, Introduction au cartulaire, p. 145). Jean escribió sobre un juramento
misterioso y mencionó que se escupía sobre la cruz en la época en que los templarios
eran acusados de esto. Además, insinuó de modo muy claro que san Luis estaba
enterado de ello cincuenta años antes y se negó a condenarlo. (Véase JEAN DE
JOINVILLE, Life of Saint Louis, p. 254.) Jean organizó una liga de nobles con el fin
de oponerse a los excesos de los reyes franceses contra el Temple. La liga perdió su
razón de ser al morir el rey. <<
223. <<
por Robert Graves, quien en la página XIX explica el juego de palabras que vincula
lo blanco con lo sabio en árabe. Graves afirma que las tres cabezas negras del escudo
familiar de Hugues de Payen son una divisa que tiene un significado dual.<<
p. 292 del Livre des constitutions (de la orden de Sion) donde a la cabeza se la llama
CAPUT LVIII TTJ: Cabeza 58 Virgo. <<
historias de Yse, véase BARBER, M., Trial of the Templars, pp. 185 y SS. Barber no
considera que la historia tenga algo que ver con los templarios y sugiere que era un
fragmento de folklore común utilizado como arma contra la orden. <<
<<
<<
<<
llamado Roberti, que pudo ser el Robert que fue Gran maestre después de la muerte
de Hugues de Payen. En p. 3 (Documento IV, 1125) se menciona a los templarios
Henrico et Roberto. Esto, por ende, añade dos nombres a Fulk de Anjou y Hugues de
Cham pagne, con lo que salen cuando menos cuatro reclutas. <<
Temple. Pero en 1114 la orden del Temple aún no había sido fundada…» ARBOIS
DE JUBAINVILLE, Histoire[…]de Champagne, vol. II, pp. 113-114, n. 1. <<
sur Fierre l’Hermite, se dice que antes de hacerse monje, Pedro era un noble de baja
categoría, propietario del feudo de Archéres cerca de Amiens, y vasallo de Eustache
de Boulogne, padre de Godofredo. Véase pp. 58 y SS. Hagenmeyer, sin embargo, no
acepta que Pedro fuese preceptor de Godofredo.
Obviamente, Pedro gozaba de gran prestigio, pues, tras la conquista de Jerusalén, el
ejército de cruzadas inició otra campaña dejando a Pedro al frente de la ciudad.<<
Véase también RUNCIMAN, History of the Crusades, vol. 1, p. 292. Este mismo
obispo de Calabria era amigo de un tal Arnulf, un eclesiástico muy poco importante,
el cual, con la ayuda del obispo, ¡más adelante fue elegido el primer patriarca latino
de Jerusalén!
De la anterior «cruzada del pueblo» sobrevivió un grupo extraño llamado Tafurs, que
adquirió cierta notoriedad cuando algunos de los miembros fueron acusados de
canibalismo por el emir de Antioquía. De éste grupo había un «colegio» secreto
presidido por un tal rey Tafur. Las crónicas contemporáneas presentan al rey Tafur
como un hombre al que incluso los príncipes de las cruzadas abordaban con
humildad, incluso con reverencia. Fue este rey Tafur quien, según se dice, llevó a
cabo la coronación de Godofredo de Bouillon. Asimismo, se dice que el rey Tafur
estaba asociado con Pedro el Ermitaño. ¿Es posible que este grupo secreto y el rey
fuesen representantes de Calabria? Cambiando una letra, el nombre de Tafur podría
ser un anagrama de Artus, nombre ritual. Para un resumen de la influencia de los
Tafurs, véase COHN, N., Pursuit of the millennium, pp. 66 y SS. <<
Mont-Sion», pp. 31 y SS., y LE MAIRE, Histoire et antiquitez, 2.* parte, cap. XXVI,
pp. 96 y SS. <<
templarios:
A. La lista tal como se dan en LOBINEAU, H., Dossiers secrets:
Hugues de Payen 1118-1131, Robert de Bourgogne 1131-1150, Bernard de Tremblay
1150-1153, Bertrand de Blancafort 1153-1170, Jan feders Fulcherine 1170-1177, (=
Gaufridus Fulcherius/Geoffrey Foucher), François Othon de Saint Amand 1171-1179,
Théodore de Glaise, 1179-1184, (= Theodoricus/Terricus), François Gérard de
Riderfort 1184-1190.
B. La lista tal como se da en una fuente moderna: SEWARD, Monks of War, p. 306:
Hugues de Payen 1118-1136. Robert de Craon 1136-1146. Everard des Barres 1146-
1152. Bernard de Tremelai 1152-1153, André de Montbard 1153-1156, Bertrand de
Blanquefort 1156-1169, Philippe de Milly 1169-1170, Etudes de Saint Amand 1170-
1179, Arnold de Torroge 1179-1185, Gérard de Ridefort 1185-1191.
Vale la pena examinar un ejemplo de las pruebas con que se apoya a la lista de la
Prieuré, para lo cual utilizaremos al primero de los grandes maestres.
La fecha de la muerte de Hugues de Payen difiere. La lista Prieuré la sitúa en 1131,
mientras que la lista moderna dice que fue en 1136. Esta última fecha no puede
probarse y, de hecho, parece equivocada. El año 1136 es el que se da en L’art de
vérifier les dates, vol. 5 (París, 1818), p. 338, y el día que normalmente se cita como
fecha de la muerte, el 24 de mayo, se da en una obra del siglo XIII, Obituaire de la
commanderie [… ] de Reims (véase BARTHÉLEMY), p. 32. Sin embargo, este
documento antiguo no indica el año de la muerte. Por consiguiente, los estudiosos
han dependido de los documentos que se conservan firmados por Hugues de Payen.
Estos documentos indican que, en realidad, Hugues murió alrededor de 1131 o poco
después. En ALBON, Cartulaire general, se dan varios documentos que han sido
firmados por Hugues. Utiliza su nombre completo, que generalmente se da como
Hugo de Pagano. El último documento firmado de esta manera lleva fecha de 1130
(ALBON, Cartulaire general, pp. 23 y SS.). Probablemente murió en algún momento
después de esta fecha y antes de 1133, el año en el que apareció un documento que
mencionaba (aunque no estaba firmado por él) a Hugoni, magistro militum […]
Templi (ALBON, Cartulaire general, p. 42). Generalmente, este documento se ha
atribuido a Hugues de Payen, pero parece más probable que, en realidad, se refiera a
Hugues Rigaud, que aparece en otros muchos documentos reproducidos por el señor
Albon y que, de hecho, ahora se considera que fue el maestre común del Saint-
Normandy, p. 340.<<
ningún hijo varón y, de acuerdo con los convencionalismos de aquel tiempo, era a
Rene a quien se refería Juana.<<
pensamiento hermético. Francés Yates opina que John Dee fue la fuente de los
manifiestos rosacruces: YATES, Occult Philosophy, pp. 170 y SS. Para más
información sobre Sidney y Dee, véase FRENCHE, John Dee. Sidney entonces era
muy consciente de la «corriente subterránea» que fluía a través de la cultura europea.
<<
5, pp. 84 y SS.<<
durante treinta años sin parar jamás, como una arana en su agujero, tejiendo los hilos
de una conspiración que todos los gobiernos han roto, cada uno en su turno, y que él
nunca se cansa de renovar». ElSENSTEIN, The First Professional Revolutionist […]
Buonarroti, P 51.
Lo más probable es que tanto Buonarroti como Nodier formasen parte de la Prieuré
de Sion, especialmente si se tiene en cuenta que una de las organizaciones de
Buonarroti era la de los Filadelfos, el mismo nombre que Nodier utilizó para su
orden. Véase capítulo 7, n. 33.<<
ibíd., pp. 20 y SS. y 231 y SS. Véase también CHAUMEIL, Triangle d’or, pp. 19 y
SS. <<
Lorena. Rene había adoptado esa cruz como su emblema, utilizándola en sus sellos y
monedas. La popularidad de la cruz data de su utilización por Rene II, duque de
Lorena, en la batalla de Nancy en 1477. Véase MAROT, Le symbolisme, pp. y SS.
<<
unos años vivió en Agen, y Jean de Lorena era obispo de Agen en aquel tiempo, así
como jefe de la Inquisición en Francia. La investigación indica que Nostradamus
recibió una advertencia del interés que la Inquisición sentía por él, y todos los
factores apuntan a que Jean, cardenal de Lorena, fue la fuente de dicha advertencia.
Además, Scaliger, amigo de Nostradamus en Agen, también era amigo del cardenal y
conocía al hermético y creador del «Teatro de la Memoria» Giulio Camillo (véase
YATES, Art of Memory, cap. 6). El cardenal de Lorena conocía bien a Camillo.
Asimismo, dos poetas de la.-. Pierre de Ronsard y Jean Dorat, eran amigos de
Nostradamus. Ronsard escribía vano* poemas alabando a Nostradamus y al cardenal.
Este daba su apoyo a ambos poetas. Fue Jean Dorat quien envió a Jean-Aimé de
Chavigny a Nostradamus para que fuera su secretario. Estas relaciones se investigan a
fondo en la novela The Dreamer of the Vine, de Liz Greene (Londres, 1979). <<
libro tiende a quedar un tanto menoscabada por su afirmación más bien inverosímil
en el sentido de que los merovingios eran extraterrestres! Durante la conversación se
le preguntó cuál era la fuente de la afirmación de que Nostradamus pasó algún tiempo
en Orval. Contestó que un hombre llamado Eric Muraise tenía un manuscrito que
demostraba y que él, De Sede, había visto personalmente. Interrogamos a varios de
los monjes de la abadía de Orval sobre la posibilidad de que Nostradamus hubiera
estado allí. Se encogieron de hombros y dijeron que era una tradición, pero que no
tenían pruebas que lo confirmasen ni que lo refutasen. «Es posible», dijo uno de ellos
con acento cansado. <<
1800-1900. <<
aldea de Les Plantards estaba cerca de Sémelay, más adelante lugar de nacimiento de
Jean XXII des Plantard. <<
VII (1876), pp. 110, 139, 140-141, 307. Véase también CHAUMEIL, Triangle d´or,
pp. 80 y SS., e ilustraciones de monedas descubiertas en el lugar. <<
Está en poder del Supreme Grand Royal Arch Chapter of Scotland, en Edimburgo. <<
escribió alrededor de 140 volúmenes durante su vida, gran número de los cuales
estaban dedicados a la historia de la región. Durante su gobierno el número de monjes
de la abadía se duplicó, y el lugar se convirtió en un «santuario de la ciencia». Era
amigo íntimo tanto de Enrique II como de Becket, y dada su estrecha relación con la
Prieuré de Sion, los templarios y Gisors, sería extraño que Robert no estuviera
también au fait con ellos. Si la familia Plantard verdaderamente utilizó el lema tal
como se sugiere, cabría esperar que Robert dejase constancia de ello, toda vez que la
familia Plantard no sólo parece que residió en Bretaña por aquel entonces, sino que
Jean VI des Plantard (según Henri Lobineau) en 1156 casó con Idoine de Gisors, la
hermana de Jean de Gisors, noveno Gran maestre de la orden de Sion, fundador de la
orden de la Rose-Croix. La historia registra el nombre de Idoine, mas no el de su
mando, lo cual nos impide encontrar qué título utilizaba la familia Plantard en el siglo
XII. No pudimos encontrar mención alguna de la familia Plantard ni rastro alguno de
los estudios genealógicos de Robert. Sus manuscritos han sido esparcidos, pero
existen listas de ellos, aunque ninguna de ellas incluye material obviamente
genealógico. Más adelante se nos dijo que el manuscrito pertinente estaba en los
archivos «privados» de Saint Sulpice, París. No puede decirse que fuera un final
satisfactorio de esta parte de la investigación. <<
Etiennes Marconis de Négre fundó la gran logia Osiris en Bruselas. La leyenda que
había debajo del rito era que éste descendía de los misterios dionisiacos y egipcios.
Se dice que el sabio Ormus combinó los misterios con el cristianismo para producir la
Rose-Croix original. El rito oriental de Menfis era un sistema de noventa y siete
grados y producía títulos tan augustos como «comandante del triángulo luminoso»,
«príncipe sublime del misterio real», «pastor sublime del Hutz», «doctor de los
planisferios», etcétera. Véase WAITE, New Encyclopaedia of Freemasonry, vól. 2,
pp. 241 y SS. Andando el tiempo, el rito fue reducido a treinta y tres grados, y adoptó
el título de Ancient and Primitive Rite. Fue llevado a los Estados Unidos, hacia 1854-
1856, por H. J. Seymour, y a Inglaterra, en 1872, por John Yarker. Más adelante
estuvo asociado con el Ordo Templi Orientis. La revista del rito de Menfis, la
Oriflamme, anunciaba el O T O en sus números. En 1875 el rito fue amalgamado con
el Rite of Misraim. En History of the Ancient and Primitive Rite of Masonry
(Londres, 1875) se dice que el rito de Menfis se deriva del de los Filadelfos de
Narbona, fundados en 1779.<<
Teosófica, pero en 888 la dejó para fundar su propio grupo de acuerdo con principios
martinistas. En aquel mismo año fue uno de los miembros fundadores de la Orare
Kabbalistic de la Rose-Croix, junto con Péladan y Stanislas de Guaita. En 1889, junto
con estos dos y Villiers de l’Isle-Adam, fundó la revista L’Initiation. En 1891 se
formó en París un «consejo supremo» de la orden Martinista, con Papus en calidad de
Gran maestre. Más o menos por aquel entonces Papus ayudó a Doinel a fundar la
iglesia al cuidado de Papus y otros dos, bajo la jurisdicción de un patriarca. Doinel se
fue luego a Carcasona. En el mismo año Papus ingresó en la Orden del Amanecer
Dorado, en la logia parisiense de Ahathoor. Durante el decenio de 1890 Papus fue
amigo de Emitía Calvé. En 1899 uno de sus amigos íntimos, Philippe de Lyon, se
trasladó a Rusia y fundó una logia martinista en la corte imperial. En 1900 el propio
Papus se fue a San Petersburgo, donde se hizo confidente del zar y la zarina. Visitó
Rusia como mínimo en tres ocasiones, siendo la última en 1906. Durante estos años
conoció a Rasputín Más adelante Papus fue Gran maestre en Francia del Ordo Templi
Orientis y la logia de Menfis y Misraim. Murió el 25 de octubre de 1916. <<
ediciones de esta obra, lo cual hace pensar que el antisemitismo es común en Gran
Bretaña. La compañía editora, Brítons Publishing (que ahora forma parte de
Augustine Publishing, una editorial tradicionalista católica) tenía también títulos
como Jews Ritual Slaughter (precio 3 peniques), Jews and the White Slave Traffic
(precio 2 peniques). <<
una página escrita por un tal Edmond Albe, S. Roux es identificado como el abate
Georges de Nantes. En su libro Mathieu Paoli da la misma identificación (Les
dessous, p. 82). Georges de Nantes es el jefe de la «Contrarreforma Católica en el
siglo XX, y también autor del ataque sostenido contra el papa Pablo VI Líber
accusationis in Paulum Sextum. En este libro se acusa al papa Pablo de ser un hereje.
De hecho, parece militar en el mismo campo que monseñor Lefebvre. Intrigados al
ver que nadie ponía peros a esta acusación, escribimos al abate Georges de Nantes
dándole la ata del libro de Paoli, pidiendo sus coméntanos y preguntándole si quería
confirmar o negar la afirmación del señor Paoli. El abate de Nantes nos contestó
diciendo que de vez en cuando se le piden explicaciones sobre este texto y que lo
único que podía hacer era repetir que él no tiene nada que ver con S Roux Además,
agregó, «Semejante texto es un verdadero tejido de absurdos. ¿Cómo pudieron
tomarlo en serio?». <<
su opinión, Lefebvre era manipulado por otras personas. Véase Guardian (Londres,
septiembre 1976), p. 4. Gianfranco Svidercoschi a quien el Times califica de
«corresponsal experto y generalmente bien informado en el Vaticano», declaró que el
papa era consciente de que «monseñor Lefebvre era condicionado subrepticiamente
por otras personas». Véase The Times (Londres, 31 de agosto de 1976), p. 2. <<
Morgan preguntándole si quería aclarar este asunto. El padre Morgan no contestó. <<
sección final titulada «Pomt de vue d’un esotériciste». Esta sección consiste en una
larga entrevista con Pierre Plantard de Saint-Clair en la cual De Sede no sólo plantea
multitud de preguntas, sino que además reconoce a Plantard como una autoridad
definitiva Según parece, el señor Plantard también tuvo que ver con el libro de De
Sede sobre Rennes-le-Château. Durante la filmación de la película The Lost Treasure
of Jerusalem para la BBC, recibimos de los editores de De Sede gran cantidad de
material visual que se había utilizado en el libro. Todas las fotografías llevaban el
nombre «Plantard» estampillado en el reverso. Esto induce a pensar que el material
había estado en poder de Plantard y que éste lo hacía confiado a De Sede. <<
de los caballeros teutónicos) se quedó con veintisiete de las abejas y dio el resto
Puede que pequemos por exceso de especulación, pero es interesante señalar que la
Prieuré de Sion en aquel tiempo tenia veintisiete encomiendas.<<
nació a causa de las numerosas referencias en las genealogías de los Dossiers, que
señalaban entre sus fuentes la obra de un tal abate Pichón. Entre 1805 y 1814 Pichón
completó un estudio de la descendencia merovingia desde Dagoberto II hasta el 20 de
noviembre de 1809, fecha en que Jean XXII des Plantard nació en Sémelay (Niévre).
Se decía que sus fuentes eran documentos descubiertos a raíz de la revolución
francesa. Había información complementaria en la publicación Alpina de Madeleine
Blancasall que afirmaba (p.) que el abate Pichón remitió el encargo de Sieyés (oficial
del Directorio, 1795-1799) y Napoleón. Hay un conjunto exhaustivo de material en
L’or de Rennes pour un Napoleón, de Philippe de Chérisey, que se encuentra ahora en
microficha en la Bibliothéque Nationale, París. Brevemente, Chérisey dice que el
abate Sieyés, a través de las investigaciones que Pichón realizó en los archivos reales,
estaba enterado de la supervivencia de los merovingios. Contó la historia a Napoleón,
instándole luego a contraer matrimonio con Josefina, la ex esposa de un descendiente
de los merovingios, Alexandre de Beauharnais. Más adelante Napoleón adoptó a los
dos hijos de Josefina, que llevaban la «sangre real».
Posteriormente Napoleón encargó al abate Pichón (cuyo verdadero nombre, según se
dice, es François Dron) que completase una genealogía definitiva. A Napoleón le
interesaban, entre otras cosas, las indicaciones de que la dinastía de los Borbones era
en realidad ilegítima. Y su coronación como emperador de los franceses (no de
Francia), en una ceremonia de significativas resonancias merovingias, fue resultado,
según se dice, de los estudios de Sieyés y Pichón. Si es así, Napoleón puso los
cimientos para un renovado imperio merovingio. En vista de que Josefina no le daba
ningún hijo, Napoleón casó luego con María Luisa, la hija del emperador Habsburgo
de Austria, descendiente de merovingios. María Luisa le dio un hijo, Napoleón II, que
llevaba la «sangre real» de los merovingios. Sin embargo, Napoleón II murió sin
haber tenido descendencia. Pero el futuro Napoleón III, hijo de Luis Bonaparte y
Hortense de Beauharnais (hija de Josefina en un primer matrimonio) también llevaba
la «sangre real».
Chérisey también da a entender tímidamente que el archiduque Karl (hermano de la
esposa de Napoleón) fue sobornado para que perdiera la batalla de Wagram en 1809 a
cambio de una parte del tesoro merovingio que Napoleón había encontrado en Razés.
Este tesoro fue descubierto más adelante en Petroassa, en 1837, que a la sazón era un
dominio de los Habsburgo. Dada la descendencia merovingia de los Habsburgo, es
fácil comprender por qué le darían valor<<
«Diana de las Ardenas». Existió una enorme estatua suya, que fue destruida por san
Vulfilau en el siglo VI. Su culto era un culto a la luna, con imágenes de la diosa
llevando a cuestas la media luna. También se la consideraba como la deidad de las
fuentes y los manantiales. La fundación de la abadía de Orval, que la leyenda
entremezcla con un manantial místico, bien puede sugerir algún vestigio de un culto
de Diana/Arduina. Véase CALMET, «Des divinités», pp. 25 y SS. <<
44. <<
royaume d’Austrasie, vol. 3, pp. 220 y SS., pp. 249 y SS. (cap. XV), y pp. 364 y SS.;
FOLZ, «Tradition hagiographique», y VINCENT, Histoire fidelle de St Sigisbert. <<
conocen sobre la vida de san Amatus. Se granjeó la enemistad del mismo Ebroin,
mayordomo de palacio del rey Thierry III, que estuvo detrás del asesinato de
Dagoberto III. Fue desplazado de su obispado más o menos en la misma época en que
Dagoberto recuperó su patrimonio legítimo. La coincidencia de fechas podría reflejar
su participación en el regreso de Dagoberto. Lo más probable es que Dagoberto
volviese a su reino pasando por el obispado de san Amatus. Viajar directamente
desde Razés hubiera representado pasar por el territorio de Thierry III, cosa que él
desearía evitar. <<
Les descendants, p. 8. Este tesoro engrosa la lista de otros tesoros que estuvieron o
siguen estando en la región de Rennes-le-Château. <<
1190; los señores se llamaban a sí mismos duques de Brabante. Así pues, no hay duda
de que la duquesa de Brabante es una variante de la duquesa de Bouillon. <<
9. <<
Felipe de Flandes tenía acceso y que formaban la base de los romances tanto de
Chrétien como de Robert de Boron. El profesor Loomis dice que uno se ve obligado a
suponer la existencia de una fuente común para la Quest y el romance de Robert de
Boron. Opina que Robert de Boron decía la verdad al referirse a un libro sobre los
secretos del Grial que proporcionó el grueso de su información. Véase LOOMIS, The
Grail, pp. 233 y SS. <<
<<
siglo XV en manos de autores como Pico de la Mirándola. Sin embargo, diñase que el
Perlesvaus prueba que ya se habían fundido a principios del siglo XIIl. Éste es un
campo que necesita ser más estudiado. Las imágenes concretas del Perlesvaus son las
que normalmente se asocian con la cabala tal como se utiliza mágicamente. <<
<<
la Life of S. Mary Magdalen, pp. 73 y SS. Data de 1270. La versión escrita más
antigua de esta tradición parece ser la «Life of Mary Magdalen», de Rabanus (776-
856), arzobispo de Mainz. Es en The Antiquities of Glastonbury, de William de
Malmesbury, donde la extensión de la leyenda —la venida de José de Arimatea a
Inglaterra— tiene lugar por primera vez. A menudo se la considera como una
añadidura posterior a la crónica de William. <<
y COHN, H., Trial and Death of Jesús, pp. 230 y SS. <<
<<
fue llevado a Roma en el siglo III de nuestra era por el emperador Heliogábalo. La
reforma religiosa de Aureliano fue en realidad una restauración del culto al Sol
Invictus tal como se introdujera originalmente.<<
Jew, p. 50: «Zelote o no, ciertamente Jesús fue acusado, procesado y sentenciado
como tal». <<
English, p. 332.<<
estima por los sicambros lo demuestra el hecho de que se encontrase una cabeza de
toro, hecha de oro, enterrada con Childerico, el padre de Clodoveo. <<
Alchemy. <<
era divino por su cargo en vez de por su naturaleza. Eran de orientación arriana. El
propio Newton fue calificado de arriano. <<