Agalma

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Agalma

Brillo fálico del objeto a, donde lo deseable se define no como fin del deseo
sino como causa del deseo. La palabra «agalma», surgida de la poesía épica
griega, se ha convertido en uno de los conceptos más fecundos de la
teorización lacaniana del deseo en la trasferencia.

Este término fue destacado por Louis Gernet en su artículo «La notion
mythique de la valeur en Grèce» (Journal de Psychologie, oct.-dic. de
1948). Designa cierto número de objetos muebles preciosos y brillantes.
Agalma viene de agallein, «adornar» y «honrar». Lacan lo compara con las
raíces de agaomai, «admirar», y de aglaé, «la brillante».

En ese proyecto de arqueología de la noción de valor, Louis Gernet muestra


que los agálmata son objetos de intercambio y de trasmisión: trípode de los
Siete Sabios, collar de Erifila, vellocino de oro, anillo de Polícrates. Su
origen, siempre misterioso -surgimiento del mar, encuentro y prodigio,
bodas divinas-, hace de ellos insignias del poder, pero también de su
pérdida siempre posible. Objetos mágicos benéficos o maléficos, son el
atractivo de búsquedas y de trasmisiones, cuyo brillo forja la poesía épica
con el lenguaje mismo. Al principio de la época mercantil, el objeto
precioso, representación y signo del valor, indica el origen de la moneda en
la medida en que esta escapa a la pura racionalidad de los intercambios y
las trasmisiones calculables. Agalma, por lo tanto, es, de entrada, lo que
vale en y por medio del intercambio, y por consiguiente apropiado para
situar lo deseable en su naturaleza de comercio y de lenguaje.

Lacan, en el seminario de 1960-61, La trasferencia en su disparidad


subjetiva, su pretendida situación, sus excursiones técnicas, introduce la
noción de agalma a propósito de las cuestiones suscitadas por el amor de
trasferencia: ¿cuál es la relación del sujeto inconciente con el objeto de su
deseo? El objeto del deseo no es ese objeto redondo y totalizante, parecido
a un soberano Bien, cuya presencia colma y cuya ausencia frustra en un
contexto dual; la relación de objeto sólo es pensable a partir de una relación
de tres.

Cuando comenta el Banquete de Platón, Lacan muestra que el agalma


moviliza el amor de Alcibíades por Sócrates: el agalma es ese objeto
precioso y brillante que estaría escondido en ese sileno grotesco con el que
es comparado el filósofo en su atopía. Ahora bien, Sócrates rehúsa
responder a los avances de Alcibíades, no para frustrarlo o exacerbar su
deseo, sino para mostrarle la naturaleza trasferencial de su amor y
designarle el verdadero lugar del agalma: Agatón, el tercero,

Sin embargo, Lacan no va a proseguir con Platón la dialéctica que orienta


al alma desde el amor por lo Bello hacia el soberano Bien. Insiste no en lo
que debe orientar al deseo, sino en ese objeto que lo moviliza: situación
laica del objeto a que causa, hace hablar al deseo [causer: causar/hablar].
Pues en este diccionario, el carácter operatorio de las nociones no es
separable de los juegos de significantes de la lengua donde estas se
elaboran: así sucede con causar [causer] y hablar.

El psicoanalista, que se ¡la en lo que indica Lacan con la noción de agalma,


no es por lo tanto el gran sacerdote que «inicia» en lo que es bueno y
precioso, ni tampoco es el evaluador de los buenos o malos objetos. «No es
la belleza, ni la ascesis, ni la identificación con Dios lo que desea
Alcibíades, sino ese objeto único, ese algo que vio en Sócrates y de lo que
Sócrates lo desvía, porque Sócrates sabe que no lo tiene. Pero Alcibíades
desea siempre lo mismo. Lo que busca en Agatón, no lo duden, es ese
punto supremo preciso en que el sujeto es abolido en el fantasma, sus
agálmata» (Seminario sobre la trasferencia, cap.11).

El agalma es el objeto adornado por sus reflejos fálicos, es el objeto a, en


tanto pasa a él un relumbre de pérdida, pues lo que se puede esperar de otro
no pasa más que por ahí, por esta dimensión negativa del falo (-phi). En
«Subversión del sujeto y dialéctica del deseo», Ecrits, pág. 825, Lacan
escribe: «Incluido en el objeto a está el agalma, ese tesoro inestimable al
que Alcibíades proclama encerrado en la caja rústica que forma para él la
figura de Sócrates. Pero observemos que está afectado con el signo (-).
Porque no ha visto el rabo de Sócrates... Alcibíades el seductor exalta en él
el agalma, la maravilla que hubiera querido que Sócrates le cediese
confesando su deseo, revelando en la ocasión con todo fulgor la división
del sujeto que lleva en sí mismo».

La insistencia de Lacan en el agalma, su decisión de no amalgamar de


ningún modo el objeto causa del deseo con el ideal de un Bien, indican una
posición rigurosamente ética en la conducción y en el fin de la cura
psicoanalítica: la que puede llevar al analizante a apresar el objeto que lo
guía y a concluir en ese saber.

Esta noción, en la medida en que se aleja de toda idealización, puede


aclarar ciertos aspectos de la práctica artística: el esplendor de la obra está
muy cerca de la división subjetiva para quien goza de ella, sea artista o
aficionado, pero sin estar aprisionada en el estatuto de ilustración del
fantasma; por el contrario, en la repetición temporal de ese momento
fugitivo y enigmático de esplendor relumbra el agalma del objeto.

Por último, la focalización en el agalma del objeto a en el análisis de la


trasferencia y de la resolución de esta ha permitido aclarar ciertos aspectos
de la trasmisión de la práctica psicoanalítica. En la proposición del 9 de
octubre de 1967, publicada en la revista Scilicet, nº1, Lacan muestra
además que el carácter operatorio de esta noción establece su posición de
concepto. Esta trasmisión, lejos de esencializar al sujeto, lo destituye
subjetivamente a través del análisis del fantasma, mientras que el
psicoanalista, supuesto al saber, es marcado por un desser respecto del cual
deben ser criticadas todas las tentativas de normalización y de fundación
metafísica de esta práctica. El rigor teórico de este pasaje no es tributario,
en efecto, ni de la convención ni de la evidencia. «En este viraje en el que
el sujeto ve zozobrar la seguridad que tomaba de ese fantasma en el que se
constituye para cada uno su ventana sobre lo real, lo que se percibe es que
la captura del deseo no es otra que la de un desser. En ese desser se devela
lo inesencial del sujeto supuesto al saber, desde donde el psicoanalista se
consagra a la esencia del deseo, dispuesto a pagarlo reduciéndose, él y su
nombre, al significante cualquiera (...) Así, el ser del deseo alcanza al ser
del saber, para renacer de allí en una banda hecha del único borde en el que
se inscribe una sola falta, la que sostiene el agalma».

Justamente sobre lo real de tal hiancia, con la idea y la experiencia del


«pase», en la Escuela Freudiana de París se intentó plantear la cuestión de
la formación de los psicoanalistas y de la trasmisión del psicoanálisis sobre
bases conceptuales que no permitiesen el dominio [maîtrise] perverso de la
relación del sujeto inconciente con el objeto que causa su deseo.

Ágalma

Este término griego, que puede traducirse como ornamento, tesoro, objeto
de ofrenda a los dioses o, de manera más abstracta, valor, representa el
punto pivotal de la conceptualización lacaniana del objeto causa del deseo,
«el objeto a».

Es en el seminario de 1960-1961, le Transfiert dans sa disparité subjective,


sa prétendue situation, ses excursions techniques, donde Lacan, para
«hacernos entrar en el gran enigma del amor de transferencia», introduce
este término y reformula la cuestión de la relación del sujeto inconsciente
con el objeto de su deseo. La observación clínica del amor de transferencia
y las consecuencias que se extraen de él para la conducción de la cura
quebrarán el hábito de pensar el objeto del deseo como ese objeto redondo
y total que lo colmaría como un Bien, incluso como un Bien soberano. El
objeto a, en la teoría lacaniana, no se sitúa como un objeto cuyas cualidades
específicas colmarían con su presencia el deseo o lo frustrarían con su
ausencia; su función es ser causa del deseo, suscitarlo. Desde Freud, se
sabe que la confusión entre esa función y la posibilidad de una satisfacción
se produce cuando sólo se toma en cuenta el principio de placer y su
correlato, el principio de realidad. Ahora bien, la repetición, en la que se
manifiesta la pulsión de muerte, vuelve discutible la pretendida evidencia
de los procesos de satisfacción, y postula la división del sujeto con relación
a su deseo, de una manera tal que la oposición kleiniana entre el objeto
bueno y el objeto malo resulta insuficiente. La división del sujeto implica
que éste sólo se relaciona con un objeto parcial, cuyo resplandor fugitivo,
el ágalma, no será jamás ese relámpago heraclíteo comentado por
Heidegger, que ilumina totalizando un universo. Finalmente, el objeto del
deseo, orientado por nuestra demanda de amor dirigida al Otro, sólo podrá
aferrar un objeto parcial, pues nunca será otra cosa que el sustituto de un
objeto perdido, del cual sólo conserva la huella de una aureola mítica. ¿Por
qué está perdido ese objeto? En tal sentido se evoca a veces la pérdida en el
destete de un seno que colma. La teoría lacaniana, lejos de desconocer la
importancia de la oralidad, reinscribe la problemática del objeto con
relación al deseo humano, es decir, con relación al deseo de un «ser
hablante» («parlêtre»), deseo que encuentra su razón y su consistencia en el
lenguaje mismo. Ahora bien, por su función de representación, y no de
presentación, el lenguaje signa ya la ausencia de la Cosa (das Ding), como
lo indica Lacan, evocando con este término a Heidegger. Más radicalmente,
las oposiciones diferenciales que definen los significantes hacen que el
objeto de un deseo totalmente tejido por el lenguaje sea esa parte de real
que excede los efectos de sentido, aun cuando ese exceso sólo se mida por
los juegos retóricos -metáforas y metonimias- de esos significantes.

Si Lacan, en el seminario le Transfert, a propósito del Banquete de Platón y


particularmente a propósito del elogio de Sócrates por Alcibíades, analiza
en el texto la palabra «ágalma», objeto brillante oculto en el interior de ese
sileno grotesco que representa el personaje atópico de Sócrates, lo hace
pues para ubicar de entrada el objeto del deseo como lo que está cargado
con un peso de símbolos y de intercambios, como lo que, en el alba de la
economía mercantil que hará de la moneda la representación del valor,
marca su naturaleza de objeto de comercio lenguajero.

En el artículo de Louis Gernet titulado «La notion mythique de la valeur en


Grèce», encontramos la explicación de esta palabra; ágalma viene de
agállein, que significa a la vez adornar o engalanar y honrar; el término se
relaciona con todo tipo de objetos, en la medida que sean preciosos:
trípodes, vasos, joyas, regalos de bodas o premios de concursos; en el
período clásico, constituían ofrendas a los dioses y a veces representaban
sus imágenes. Son objetos de intercambios y de transmisiones míticas,
como el trípode de los Siete Sabios; objetos mágicos de poder benéfico o
maléfico, como el collar de Erifila, el vellocino de oro o el anillo de
Polícrates; insignias del poder o de su pérdida posible, objetos codiciados
por hombres cuyo destino de héroes rigen. Su origen misterioso les procura
un resplandor divino: una copa de oro surgida del mar, un anillo en el dedo
de un cadáver desconocido, un trípode que fue regalo de bodas divinas. En
la argumentación de Gernet, en la que se advierte la convergencia con los
trabajos de Marcel Mauss sobre el don, es posible captar lo que quizá
marca todavía la noción abstracta del valor según lo definen los
intercambios monetarios: «En el valor y por lo tanto en el signo mismo que
lo representa, hay un núcleo irreductible a lo que vulgarmente se llama
pensamiento racional».

Lo que seduce a Alcibíades en Sócrates es su ágalma; Alcibíades compara


a Sócrates con la figurilla grotesca del Sileno; Lacan observa que en esa
época los objetos de ese tipo eran también cofrecillos de alhajas, servían
para guardar cosas. El ágalma es, por lo tanto, no sólo un objeto precioso,
sino asimismo un objeto oculto en «el interior»; finalmente, como objeto de
ofrenda, es aquello mediante lo cual se puede captar, atraer la atención
divina. En la lección 10 del seminario mencionado, Lacan dice lo siguiente:
«Si este objeto los apasiona es porque allí dentro, oculto en él, está el
objeto del deseo, ágalma (el peso, la cosa por la cual es interesante saber
dónde está ese famoso objeto, saber su función y saber dónde opera, tanto
en la intersubjetividad como en la intrasubjetividad), y en tanto que este
objeto privilegiado del deseo es algo que, para cada uno, culmina en esta
frontera, en ese punto límite que les he enseñado a considerar como la
metonimia del discurso inconsciente, donde juega un rol que he tratado de
formalizar [ ... ] en el fantasma».
¿Podríamos decir que el ágalma, más que antepasado de la noción de objeto
a (pues en sus seminarios anteriores Lacan ya había abordado esta noción),
representa la insistencia del deseo en aquello que la demanda de amor
implica de enigmático? Vayamos más lejos: en aquello que la demanda de
amor debe conservar de enigmático para un analista cuya escucha no puede
regirse por un ideal de comprensión totalizante, y que sabe que es sólo
supuesto saber por su paciente. Lejos de dejarnos arrastrar por el aura
mítica del antiguo término «ágalma», sin duda podríamos utilizarlo como
recordatorio de la irreductibilidad del deseo.

Incluso antes del período depresivo kleiniano, observa Lacan, el deseo se


define por ese objeto ágalma, por su carácter deseable, ese «núcleo» -dice-
«del objeto bueno o malo». Y esto en tanto que implica una función del
objeto en relación con lo que Lacan llama el gran Otro. No obstante, la
brillantez enigmática de este objeto entra en la complejidad de las
identificaciones: «ldentificación con aquel a quien demandamos algo en la
llamada de amor y, si esta llamada es rechazada, la identificación con ese
mismo al que nos dirigíamos como al objeto de nuestro amor (ese pasaje
tan sensible del amor a identificación), y después, en un tercer tipo de
identificación... la función tercera que toma ese tal objeto característico en
tanto que puede ser el objeto del deseo del otro con el que nos
identificamos. En síntesis, hacemos que nuestra subjetividad se construya
totalmente en la pluralidad, en el pluralismo de esos niveles de
identificación que llamaremos ideal del yo, yo ideal, que llamaremos
también yo deseante». (Lección 10)

Esta dialéctica en la que el objeto causa del deseo se encuentra tomado es


descrita en el comentario que Lacan hace del Banquete de Platón, a
propósito de las relaciones amorosas entre Alcibíades y Sócrates. Como es
sabido, Sócrates se rehúsa a Alcibíades y, con palabras que tienen un valor
de interpretación, le muestra la naturaleza transferencial de amor que
Alcibíades tiene por él, designando a Agatón como el verdadero objeto de
su deseo y el verdadero receptáculo del ágalma. «Conviene no desconocer
que aquí Sócrates, justamente porque sabe, sustituye una cosa por otra. No
es la belleza, ni la ascesis ni la identificación con Dios lo que desea
Alcíbíades, sino ese objeto único, ese algo que él ha visto en Sócrates, y de
lo cual Sócrates lo aparta porque sabe que no lo tiene. Pero Alcibíades
desea siempre lo mismo, y lo que busca en Agatón, no lo duden, es ese
mismo punto supremo en el que el sujeto está abolido en el fantasma, sus
agálmata.» (Lección 11) El hecho de que Platón, sin duda más que
Sócrates, oriente entonces esta dialéctica como un ascenso hacia lo Bello,
introduce para Lacan un desconocimiento de las leyes del deseo en su
relación con el objeto; desconocimiento que sólo puede ser removido por la
luz laica del psicoanálisis. Que el ágalma sea en su origen una noción
religiosa no implica que aquello que indica deba recobrar el interés
religioso.

En tal sentido, el psicoanalista no debe tomarse por un gran sacerdote de lo


inconsciente, aunque su paciente, por amor al ágalma que percibe en él, le
otorgue todo poder y toda ciencia. Es el hecho mismo de la transferencia el
que inviste al psicoanalista con la posición del Gran Otro y lo implica en el
lugar de ser quien contiene el ágalma, «objeto fundamental en el que se
trata para el análisis del sujeto en tanto atado, condicionado por esa
relación de vacilación que caracterizamos como constitutiva del fantasma
fundamental, como instaurando el lugar en el que el sujeto puede fijarse
como deseo». (Lección 13.) El analista no posee ni esgrime el ágalma; hará
de él un fetiche; estará más bien del lado de Sócrates, que dice que no lo
tiene pero que, sin embargo, esa función del objeto del deseo, en su brillo,
indica, si no otro poseedor, por lo menos la búsqueda renovada de un deseo
vivo, es decir fundamentalmente insatisfecho, porque nunca se alcanza al
otro sino a un objeto, parcial por ser objeto del deseo del Otro, parcial por
estar tomado en una dialéctica. El ágalma, en la teorización lacaniana del
objeto a tomado en la dialéctica de A, marca por lo tanto ese momento de
resplandor fugaz que puntúa en el objeto el enigma de lo real que plantea
un deseo que es siempre el deseo del Otro.

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