Dialéctica Del Iluminismo
Dialéctica Del Iluminismo
Dialéctica Del Iluminismo
(1944)
Junio de 1947
* * *
Concepto de
Iluminismo
El iluminismo, en el sentido más amplio de pensamiento en
continuo progreso, ha perseguido siempre el objetivo de quitar el
miedo a los hombres y de convertirlos en amos. Pero la tierra
enteramente iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal
desventura. El programa del iluminismo consistía en liberar al
mundo de la magia. Se proponía, mediante la ciencia, disolver los
mitos y confutar la imaginación: Bacon, "el padre de la filosofía
experimental", (1) recoge ya los diversos temas. Desprecia a los
partidarios de la tradición, quienes "primero creen que otros saben
lo que ellos no saben; luego suponen saber ellos mismos lo que
ellos no saben. La credulidad, la aversión respecto a la duda, la
precipitación en las respuestas, la pedantería cultural, el temor a
contradecir, la indolencia en las investigaciones personales, el
fetichismo verbal, la tendencia a detenerse en los conocimientos
parciales: todo esto y otras cosas más han impedido las felices
bodas del intelecto humano con la naturaleza de las cosas, para
hacer que se ayuntase en cambio con conceptos vanos y
experimentos desordenados. Es fácil imaginar los frutos y la
descendencia de una unión tan gloriosa. La imprenta, invención
grosera; el cañón, que estaba ya en el aire; la brújula, conocida ya
en cierta medida antes: ¡qué cambios no han aportado, la una al
estado de la ciencia, el otro al de la guerra, la tercera al de las
finanzas, el comercio y la navegación! Y hemos dado con estas
invenciones, repito, casi por casualidad. La superioridad del
hombre reside en el saber, no hay ninguna duda respecto a ello. En
el saber se hallan reunidas muchas cosas que los reyes con todos
sus tesoros no pueden comprar, sobre las cuales su autoridad no
pesa, de las que sus informantes no pueden darles noticias y hacia
cuyas tierras de origen sus navegantes y descubridores no pueden
enderezar el curso. Hoy dominamos la naturaleza sólo en nuestra
opinión, y nos hallamos sometidos a su necesidad; pero si nos
dejásemos guiar por ella en la invención, podríamos ser sus amos
en la práctica". (2)
Pero los mitos que caen bajo los golpes del iluminismo eran ya
productos del mismo iluminismo. En el cálculo científico del
acontecer queda anulada la apreciación que el pensamiento había
formulado en los mitos respecto al acontecer. El mito quería
contar, nombrar, manifestar el origen: y por lo tanto también
exponer, fijar, explicar. Esta tendencia se vio reforzada por el
extendimiento y la recompilación de los mitos, que se convirtieron
en seguida, de narraciones de cosas acontecidas, en doctrina. Todo
ritual implica una concepción del acontecer, así como del proceso
específico que debe ser influido por el encantamiento. Este
elemento teórico del ritual se tornó independiente en las primeras
epopeyas de los pueblos. Los mitos, tal como los encontraron los
trágicos, se hallan ya bajo el signo de esa disciplina y ese poder
que Bacon exalta como meta. En el lugar de los espíritus y
demonios locales había aparecido el cielo y su jerarquía, en el lugar
de las prácticas exorcizantes del mago y la tribu, el sacrificio
graduado jerárquicamente y el trabajo de los esclavos mediatizado
mediante el mando. Las divinidades olímpicas no son ya
directamente idénticas a los elementos, sino que los simbolizan. En
Homero, Zeus preside el cielo diurno, Apolo guía el sol, Helios y
Eo se hallan ya en los límites de la alegoría. Los dioses se separan
de los elementos como esencias de éstos. A partir de ahora el ser se
divide en el logos -que se reduce, con el progreso de la filosofía, a
la mónada, al mero punto de referencia- y en la masa de todas las
cosas y criaturas exteriores. Una sola diferencia, la que existe entre
el propio ser y la realidad, absorbe a todas las otras. Si se dejan de
lado las diferencias, el mundo queda sometido al hombre. En ello
concuerdan la historia judía de la creación y la religión olímpica.
"...Y dominarán los peces del mar y los pájaros del cielo y en los
ganados y en todas las fieras de la tierra y en todo reptil que repta
sobre la tierra."(11) "Oh Zeus, padre Zeus, tuyo es el dominio del
cielo, y tú vigilas desde lo alto las obras de los hombres, justas y
malvadas, e incluso la arrogancia de los animales y te complace la
rectitud."(12) "Puesto que las cosas son así, uno expía
inmediatamente y otro más tarde; pero incluso si alguien pudiera
escapar y la amenazadora fatalidad de los dioses no lo alcanzara en
seguida, tal fatalidad termina infaliblemente por cumplirse, e
inocentes deben pagar por la mala acción, sus hijos o una
generación posterior"(13) Frente a los dioses se mantiene sólo
quien se somete totalmente. El surgimiento del sujeto se paga con
el reconocimiento del poder como principio de todas las relaciones.
Frente a la unidad de esta razón la división entre Dios y hombre
parece en verdad irrelevante, tal como la razón impasible lo hiciera
notar desde la más antigua crítica homérica. Como señores de la
naturaleza, el dios creador y el espíritu ordenador se asemejan. La
semejanza del hombre con Dios consiste en la soberanía sobre lo
existente, en la mirada patronal, en el mando.
El mito perece en el iluminismo y la naturaleza en la pura
objetividad. Los hombres pagan el acrecentamiento de su poder
con el extrañamiento de aquello sobre lo cual lo ejercitan. El
iluminismo se relaciona con las cosas como el dictador con los
hombres, pues el dictador sabe cuál es la medida en que puede
manipular a éstos. El hombre de ciencia conoce las cosas en la
medida en que puede hacerlas. De tal suerte el en-sí de éstas se
convierte en para-él. En la transformación la esencia de las cosas se
revela cada vez como la misma: como fundamento del dominio.
Esta identidad funda y constituye la unidad de la naturaleza. La
cual se hallaba escasamente presente en la evocación mágica, como
unidad del sujeto. Los ritos del shamán se dirigían al viento, a la
lluvia, a la serpiente exterior o al demonio en el enfermo, y no a
materias o registros. Y quien practicaba no era el espíritu uno e
idéntico: éste variaba de acuerdo con las máscaras del culto, que
debían asemejarse a los diversos espíritus. La magia es una
falsedad sanguinolenta, pero en ella no se llega todavía a esa
negación aparente del dominio por la cual el dominio mismo,
transformado en pura verdad, se coloca como base del mundo
caído en su poder. El mago se torna similar a los demonios; para
asustarlos o para aplacarlos adopta actitudes horribles o mansas.
Por más que su oficio sea la repetición, aún no se ha proclamado
-como el hombre civil, para quien los modestos terrenos de caza se
reducirán al cosmos unitario, a la síntesis de toda posibilidad de
presa- copia e imagen del poder invisible. Sólo en la medida en que
es (y se conserva) hecho a semejanza de ese poder consigue el
hombre la identidad del Sí, que no puede perderse en la
identificación con otro, sino que se posee de una vez para siempre,
como máscara impenetrable. Es la identidad del espíritu y su
correlato, la unidad de la naturaleza, ante la cual sucumbe la
multitud de las cualidades. La naturaleza privada de sus cualidades
se convierte en materia caótica, objeto de pura subdivisión, y el Sí
omnipotente en mero tener, en identidad abstracta. En la magia la
sustituibilidad es específica. Lo que le acontece a la lanza del
enemigo, a su pelo, a su nombre, le acontece también a su persona;
la víctima sacrificial es ejecutada en lugar del dios. La sustitución
en el sacrificio es un progreso hacia la lógica discursiva. Incluso si
la cierva que era preciso sacrificar por la hija o el cordero que
había que ofrecer por el primogénito debían poseer aún cualidades
específicas, representaban sin embargo ya la especie, tenían ya la
accidentalidad arbitraria del catálogo. Pero el carácter sacro del hic
et nunc, la unicidad del elegido, que incluso el sustituto asume, lo
distingue radicalmente, lo convierte, incluso, en el cambio, en
insustituible. La ciencia pone fin a esto . No hay en la ciencia
sustituibilidad específica: víctimas, sí pero ningún dios. La
sustituibilidad se convierte en fungibilidad universal. Un átomo no
es desintegrado en sustitución, sino como espécimen de la materia,
y no es en un lugar o en representación, sino considerado como
mero ejemplar, la forma en que el conejo recorre el via crucis del
laboratorio. Justamente debido a que en la ciencia funcional las
diferencias son tal lábiles que todo desaparece en la materia única,
el objeto científico se fosiliza; y, en comparación, el rígido ritual
de antaño se aparece como dúctil, pues aún sustituía una cosa por
otra cosa. El mundo de la magia contenía aún diferencias, cuyos
rasgos han desaparecido incluso en la forma lingüística.(14) Las
múltiples afinidades entre lo que existe son anuladas por la relación
única entre el sujeto que da sentido y el objeto privado de éste,
entre el significado racional y el portador accidental de dicho
significado. En la fase mágica, sueño e imagen no eran
considerados sólo como un signo de la cosa, sino que estaban
unidos a ella por la semejanza o por el nombre. No se trata de una
relación de intencionalidad sino de afinidad. La magia, como la
ciencia, busca fines, pero los persigue mediante la mimesis y no a
través de una creciente separación del objeto. La magia no se
fundamenta en modo alguno en "la omnipotencia del
pensamiento", que el primitivo se atribuiría al igual que el
neurótico;(15) no puede existir "supervaloración de los procesos
psíquicos en relación con la realidad" allí donde pensamiento y
realidad no se hallan radicalmente separados. La "inflexible fe en
la posibilidad de dominar el mundo",(16) que Freud atribuye
anacrónicamente a la magia, corresponde sólo al dominio del
mundo según el principio de realidad por obra de la ciencia serena
y madura. Para que las prácticas limitadas del brujo cediesen su
puesto a la técnica industrial universalmente aplicable era antes
necesario que los pensamientos se independizasen de los objetos
tal como ocurre en el Yo adaptado a la realidad.
Sin embargo, esta caricatura del estilo dice algo sobre el estilo
auténtico del pasado. El concepto de estilo auténtico queda
desenmascarado en la industria cultural como equivalente estético
del dominio. La idea del estilo como coherencia puramente estética
es una proyección retrospectiva de los románticos. En la unidad del
estilo -no sólo del Medioevo cristiano sino también del
Renacimiento- se expresa la estructura diversa de la violencia
social, y no la oscura experiencia de los dominados, en la que se
encerraba lo universal. Los grandes artistas no fueron nunca
quienes encarnaron el estilo en la forma más pura y perfecta, sino
quienes acogieron en la propia obra al estilo como rigor respecto a
la expresión caótica del sufrimiento, como verdad negativa. En el
estilo de las obras la expresión conquistaba la fuerza sin la cual la
existencia pasa desoída. Incluso las obras tenidas por clásicas,
como la música de Mozart, contienen tendencias objetivas en
contraste con su estilo. Hasta Schönberg y Picasso, los grandes
artistas han conservado su desconfianza hacia el estilo y -en todo lo
que es decisivo- se han atenido menos al estilo que a la lógica del
objeto. Lo que expresionistas y dadistas afirmaban polémicamente,
la falsedad del estilo como tal, triunfa hoy en la jerga canora del
crooner, en la gracia relamida de la star y, en fin, en la magistral
imagen fotográfica de la choza miserable del trabajador manual. En
toda obra de arte el estilo es una promesa. En la medida en que lo
que se expresa entra a través del estilo en las formas dominantes de
la universalidad, en el lenguaje musical, pictórico, verbal, debería
reconciliarse con la idea de la verdadera universalidad. Esta
promesa de la obra de arte -de fundar la verdad a través de la
inserción de la figura en las formas socialmente transmitidas- es a
la vez necesaria e hipócrita. Tal promesa pone como absoluto las
formas reales de lo existente, pretendiendo anticipar su realización
en sus derivados estéticos. En este sentido, la pretensión del arte es
siempre también ideología. Por otra parte, el arte puede hallar una
expresión para el sufrimiento sólo al enfrentarse con la tradición
que se deposita en el estilo. En la obra de arte, en efecto, el
momento mediante el cual trasciende la realidad resulta inseparable
del estilo: pero no consiste en la armonía realizada, en la
problemática unidad de forma y contenido, interior y exterior,
individuo y sociedad, sino en los rasgos en los que aflora la
discrepancia, en el necesario fracaso de la tensión apasionada hacia
la identidad. En lugar de exponerse a este fracaso, en el que el
estilo de la gran obra de arte se ha visto siempre negado, la obra
mediocre ha preferido siempre semejarse a las otras, se ha
contentado con el sustituto de la identidad. La industria cultural, en
suma, absolutiza la imitación. Reducida a puro estilo, traiciona el
secreto de éste, o sea, declara su obediencia a la jerarquía social.
La barbarie estética ejecuta hoy la amenaza que pesa sobre las
creaciones espirituales desde el día en que empezaron a ser
recogidas y neutralizadas como cultura. Hablar de cultura ha sido
siempre algo contra la cultura. El denominador común "cultura"
contiene ya virtualmente la toma de posesión, el encasillamiento, la
clasificación, que entrega la cultura al reino de la administración.
Sólo la subsunción industrializada, radical y consecuente, está en
pleno acuerdo con este concepto de cultura. Al subordinar de la
misma forma todos los aspectos de la producción espiritual al fin
único de cerrar los sentidos de los hombres -desde la salida de la
fábrica por la noche hasta el regreso frente al reloj de control la
mañana siguiente- mediante los sellos del proceso de trabajo que
ellos mismos deben alimentar durante la jornada, la industria
cultural pone en práctica sarcásticamente el concepto de cultura
orgánica que los filósofos de la personalidad oponían a la
masificación.