Identidades Feministas y Teoría Crítica

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Identidades feministas y teoría

crítica
Antonio Antón Morón

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Identidades feministas y teoría crítica
Antonio Antón Morón

Edición digital: 2.0. Septiembre 2020


Imagen de portada: La luz de la esperanza (2011). Fachada de una vivienda en Vitoria-
Gasteiz (Creative Commons Zero - CC0)
Este libro se encuentra bajo una licencia Creative Commons BY-NC-ND 4.0

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Este libro, Identidades feministas y teoría crítica, tiene un doble
plano, analítico y teórico. Por una parte analiza las características de la
nueva ola feminista en España, sus causas, el contexto sociopolítico y
cultural y su impacto transformador. Por otra parte, explica los
diferentes enfoques teóricos, en particular, los debates sobre el sentido
de las identidades feministas y su relación con la formación del sujeto
feminista. Los dos aspectos se entrecruzan en sus cinco capítulos. El
primero, Feminismos e identidades, detalla el refuerzo de la conciencia
y la participación feministas y el significado de las identidades como
procesos relacionales y de reconocimiento propio y ajeno. El segundo,
Feminismos, interseccionalidad e identificaciones, parte de un análisis
sociológico de los distintos electorados y su grado de afinidad feminista,
así como de la activación feminista, para profundizar en los procesos de
identificación y su interseccionalidad. El tercero, Acerca del
pensamiento de Nancy Fraser, se centra en una valoración crítica de su
feminismo y su teoría alternativa, con algunas conclusiones estratégicas
y un anexo al final. El cuarto, Sujeto y cambio feminista, analiza las
tendencias y el contexto del cambio feminista y las contrasta con la
formación de las identidades feministas. Y el quinto, Sujeto feminista:
ni esencialista ni posmoderno, desde el análisis de los tres ejes de la
acción feminista y la existencia de dos grandes corrientes del
movimiento feminista, la socioliberal o formalista y la crítica o
transformadora, explica los fundamentos teóricos que están detrás de los
debates sobre el sujeto feminista, desde un enfoque crítico, relacional y
sociohistórico.

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Índice
Introducción
1. FEMINISMOS E IDENTIDADES
1.1. Nueva ola feminista
1.2. Un debate teórico vivo y plural
1.3. El feminismo avanza
1.4. Identidad de género y poder
1.5. Identidad y ambivalencia humana
1.6. Diversidad identitaria e interseccionalidad
1.7. Superar la identidad emocional
2. FEMINISMOS, INTERSECCIONALIDAD E
IDENTIFICACIONES
2.1. El nuevo progresismo de izquierdas
2.2. Activación feminista
2.3. Interseccionalidad y procesos identitarios
2.4. Identificaciones feministas
3. ACERCA DEL PENSAMIENTO DE NANCY FRASER
3.1. El feminismo crítico (del 99%) de Nancy Fraser
3.2. La teoría crítica de Nancy Fraser
3.3 Convergencia popular, alianzas y neoliberalismo progresista
3.4. Resiliencia y mal menor
3.5 Anexo: Citas textuales del libro de Nancy Fraser
4. SUJETO Y CAMBIO FEMINISTA
4.1. El cambio feminista
4.2. El contexto del impulso feminista
4.3. Identidades y sujetos feministas
5. SUJETO FEMINISTA: NI ESENCIALISTA NI POSMODERNO
5.1. Ni determinismo esencialista, ni posestructuralismo
5.2. La importancia de la liberación y la diversidad sexual
5.3. La reacción distorsionadora del feminismo socioliberal y
puritano
5.4. Tres ejes feministas
5.5. La formación del sujeto feminista

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5.6. Identidad feminista no es identidad de género
5.7. El carácter social del feminismo
5.8. ¿Del sujeto feminista al no-sujeto posmoderno?
5.9. Un sujeto relacional y sociohistórico
Autor

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Introducción

El movimiento feminista ha reforzado su influencia social. Sus


demandas básicas son apoyadas por una amplia mayoría cívica,
especialmente entre mujeres. Hace dos años, con ocasión del éxito de la
movilización feminista en torno al 8 de marzo, escribí un artículo
titulado Nueva marea por la igualdad, con el que, una vez reelaborado,
comienzo este análisis. Valoraba la conformación de una nueva marea
social plenamente justificada frente a la discriminación de género, el
acoso machista, la brecha salarial y la desigualdad social y laboral. Y
señalaba su impacto sociopolítico transformador ante la evidencia de los
límites de la gestión institucional y judicial. Incluso leyes positivas
como la de Igualdad entre hombres y mujeres (2007) y Contra la
violencia de género (2004), tras más de una década de aplicación, han
dejado ver sus insuficiencias, al quedarse en medidas parciales, en la
retórica o en simples medidas punitivas.
Persiste la conciencia mayoritaria de injusticia por la amplia
desigualdad de género y la percepción de la consolidación del
feminismo en la sociedad. Son ilustrativos de ello los resultados
demoscópicos de la consultora 40db valorados por Belén Barreiro
(CTXT, 27/02/2019): El 82% de la ciudadanía cree que hay desigualdad
entre mujeres y hombres en todos los derechos.
El feminismo tiene numerosos retos por delante para el
fortalecimiento de su impacto transformador de relaciones sociales y

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estructuras institucionales machistas. A pesar de la masiva
sensibilización feminista, para el 8 de marzo del año 2019 no se
produjeron avances significativos frente a esa realidad discriminatoria y
sí nuevos riesgos de involución derivados de la regresión de las
derechas. Nuevamente, el proceso de este nuevo 8 de marzo de 2020
está demostrando su capacidad unitaria, expresiva y movilizadora, la
exigencia de reconocimiento y derechos de las mujeres (y personas
LGTBIQ) y la articulación de unas demandas cívicas por una igualdad
fuerte y efectiva.
Este texto, titulado Identidades feministas y teoría crítica, gira en
torno a tres cuestiones fundamentales definidas en sus tres capítulos.
Partiendo de la realidad de discriminación de las mujeres, se analiza el
sentido y el contexto de la nueva ola de la activación cívica feminista y
la configuración de las identificaciones. Así mismo, se valoran diversas
aportaciones teóricas de pensadoras feministas como las
norteamericanas Judith Butler (Deshacer el género), Nancy Fraser
(Capitalismo. Una conversación desde la teoría crítica) y Patricia Hill y
Sirma Bilge (Interseccionalidad). Igualmente, se analizan varios libros
recientes de feministas españolas, entre ellas Clara Serra (Leonas y
zorras. Estrategias políticas feministas), Carmen Heredero (Género y
coeducación), María Pazos (Contra el patriarcado. Economía feminista
para una sociedad justa y sostenible) y María Martínez (Identidades en
proceso).
Por tanto, junto con la explicación los procesos movilizadores e
identificadores y sus vínculos con la dinámica interseccional se abordan
diversas cuestiones teóricas para contribuir al desarrollo de un
feminismo crítico, popular y unitario con un eje sustantivo democrático-
igualitario-emancipador. El análisis se realiza desde la teoría crítica, en
particular de la sociología de los movimientos sociales, la acción
colectiva y el cambio social, con un enfoque realista, relacional y
sociohistórico.
Tras esta Introducción, el texto está distribuido en cinco capítulos.

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El primer capítulo, Feminismos e identidades, tiene dos
componentes. Por un lado, un análisis de la nueva ola feminista, con una
explicación de la nueva marea por la igualdad y la activación feminista,
particularmente, de las jóvenes. Por otro lado, varias reflexiones de
carácter teórico sobre debates y controversias feministas, especialmente,
sobre el sentido de la identidad de género: su relación con el poder, la
vinculación entre diversidad identitaria e interseccionalidad y una
valoración sobre la complejidad y ambivalencia humana y la interacción
entre la subjetividad (razones y emociones) con el estatus social. Está
estructurado en siete secciones.
El segundo capítulo, Feminismos, interseccionalidad e
identificaciones, tiene un hilo conductor: La conformación de nuevos
procesos identificadores, en particular, el feminismo, así como su
interacción en una dinámica interseccional o común, en el marco de una
tendencia más amplia de formación de un nuevo progresismo de
izquierdas.
La primera sección, El nuevo progresismo de izquierdas, es una
síntesis de una investigación más amplia, basada en datos del CIS. En la
primera parte expongo las variables sociodemográficas de los diversos
electorados —edad, sexo y clase social—; en la segunda parte analizo
sus características político-ideológicas. Así, detalla la particularidad de
la base electoral de las fuerzas del cambio y la compara con la del
Partido Socialista, para interpretar las bases sociales que pueden
condicionar la evolución política y la gestión gubernamental, modificar
las expectativas sociales y la legitimidad de ambas formaciones y
avanzar en la igualdad.
La segunda sección, Activación feminista, explica la participación
masiva, democrático-igualitaria de las últimas movilizaciones
feministas, las dos tendencias principales del movimiento feminista y la
apuesta por un feminismo crítico, inclusivo y transformador. La tercera
sección, Interseccionalidad y procesos identitarios, analiza los procesos
identitarios, la interseccionalidad como interacción de identidades y la
articulación (interseccional) de la acción colectiva e institucional. La

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cuarta sección, Identificaciones feministas, tras una descripción de los
tres niveles de conciencia feminista, aborda los procesos identificadores
y el sentido de las identidades.
El tercer capítulo, Acerca del pensamiento de Nancy Fraser, tiene
como eje vertebrador la evaluación de las ideas de la intelectual y
feminista estadounidense, Nancy FRASER, autora del interesante libro
Los talleres ocultos del capital. Un mapa para la izquierda (ed.
Traficantes de sueños, 2020) y, junto con Rahel JAEGGI, el titulado
Capitalismo. Una conversación desde la Teoría Crítica (ed. Morata,
2019). Son aportaciones significativas para la teoría crítica sobre el
análisis de la sociedad capitalista y los procesos sociales para su
transformación, en particular el movimiento feminista. Tiene cuatro
partes.
La primera se titula El feminismo crítico de Nancy Fraser; la
segunda, más extensa, La teoría crítica de Nancy Fraser; la tercera, a
título de una reflexión estratégica global, Resiliencia y el mal menor.
Por último, la cuarta, expuesta al final de la sección, es un Anexo, con
citas textuales de ambos libros de Nancy Fraser.
El cuarto capítulo, Sujeto y cambio feminista, contiene tres grandes
apartados donde se explican las características del Cambio feminista y
El contexto del impulso feminista de estos años para profundizar en una
cuestión teórica, la interacción entre Las identidades y el sujeto
feminista.
El quinto capítulo, Sujeto feminista: ni esencialista ni posmoderno,
tiene nueve secciones que tratan dos planos distintos que se entrecruzan.
Uno de carácter analítico, sobre los ejes fundamentales del feminismo,
la igualdad relacional, contra la violencia machista y por la libertad
sexual y de género, con la diferenciación de las dos grandes corrientes
del movimiento feminista, la socioliberal o formalista y la
transformadora o crítica. Otro plano es de carácter teórico e ideológico
en torno a la problemática del sujeto, con una crítica a las posiciones
esencialistas o deterministas y a las ideas posestructuralistas o

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voluntaristas, para explicar desde un enfoque crítico, social y realista el
sentido de un sujeto relacional y sociohistórico.
Es una recopilación de artículos publicados estos últimos meses,
entre marzo de 2019 y agosto de 2020, en diversos medios (Público,
Mientras Tanto, CTXT, Nueva Tribuna, Pensamiento Crítico y
Rebelión), que han sido revisados y ordenados para esta edición. Una
primera edición se ha publicado en abril, ed. Dyskolo, con los tres
primeros capítulos. En esta segunda edición, ampliada, se han
incorporado parte del capítulo tercero y los capítulos cuarto y quinto.

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1. FEMINISMOS E IDENTIDADES

1.1. Nueva ola feminista

El día 8 de marzo de 2018 fue un éxito del movimiento feminista,


con la participación masiva en las movilizaciones. Millones de mujeres,
especialmente jóvenes, participaron, de una u otra forma, en las
manifestaciones públicas, paros y concentraciones laborales y
estudiantiles, así como en actividades reivindicativas y culturales. Han
estado acompañadas por la solidaridad de muchos hombres y el
reconocimiento y apoyo de un amplio tejido asociativo, sindical,
mediático y político.

Nueva marea por la igualdad

Se ha conformado una nueva marea social plenamente justificada


frente a la discriminación de género, el acoso machista, la brecha
salarial y la desigualdad social y laboral, y por una igualdad fuerte y
efectiva. España, y particularmente Madrid, ha sido referencia mundial

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por su capacidad expresiva y la claridad y contundencia de sus
mensajes. Es un hecho singular cuyo sentido sociocultural y político
tiene especial relevancia, más en la actual coyuntura.
Es una protesta democrática y cívica que busca la emancipación
femenina. Refleja un cambio de mentalidades y relaciones
interpersonales en la sociedad, un proceso de empoderamiento
individual y colectivo en gran parte de mujeres y una voluntad
transformadora. Contribuye a cambiar el papel y la relación de los
distintos actores sociales y políticos, de los movimientos sociales o la
ciudadanía crítica respecto de las representaciones políticas. Modifica
las prioridades de la agenda política: hay que dar respuesta a esas
demandas.
Por tanto, desde la autonomía de su participación cívica, esta marea
feminista reafirma el perfil social del cambio progresivo en un contexto
difícil y complicado con fuertes tendencias político-económicas
regresivas, dinámicas sociopolíticas y culturales reaccionarias, bloqueo
institucional de las derechas. Se ha producido en el marco de la división
y relativa impotencia de las fuerzas progresistas para implementar un
cambio político sustantivo en el ámbito económico e institucional-
gubernamental que, tras los altibajos entre 2015 y 2019, con el fracaso
de la operación gran centro y la derrota de las derechas, solo se abrirá
paso decidido tras las elecciones generales del 10-N-2019, con el nuevo
gobierno progresista de coalición entre Partido Socialista y Unidas
Podemos y sus convergencias.
Tres hechos encadenados de este contexto explican esta amplia
participación ciudadana y dan sentido y proyección a la reafirmación
feminista por la igualdad y la emancipación.
Primero, la persistencia de la desigualdad, la discriminación y la
violencia hacia las mujeres, junto con el insuficiente reconocimiento
público de su aportación, así como con mayores dificultades y
desventajas comparativas en su doble condición de mujeres y
trabajadoras (presentes y futuras). No hace falta ilustrarlo. Últimamente
es el rasgo con mayor visibilidad que contrasta con el incremento de la

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percepción individual y colectiva de su injusticia conformando una
actitud transformadora igualitaria y liberadora.
Segundo, el límite de las políticas públicas y los mecanismos
institucionales que teóricamente favorecen la igualdad de género, así
como los recortes sociales y de derechos que perjudican especialmente a
las mujeres.
Por un lado, el carácter limitado o solo retórico, sin suficientes
presupuestos y recursos, de algunas leyes como la Ley de igualdad, la
de conciliación y la normativa contra la violencia machista o de género,
esta última casi solo centrada en reforzar su carácter punitivo en
detrimento de una estrategia realmente ‘integral’ para erradicarla. Están
agotadas y necesitan una nueva y real implementación, superando su
cortedad aplicativa.
Por otro lado, las deficiencias de los sistemas públicos de atención a
las personas y los cuidados que suelen recaer en las mujeres, con
desventajas comparativas y adjudicándoles un mayor esfuerzo y carga
de trabajo, no reconocidos, en esa actividad reproductiva, incluida la
maternidad y la crianza: escuelas infantiles de cero a tres años, ayuda a
la dependencia, mejora de los servicios públicos, paridad con los
hombres en la distribución y conciliación de las tareas domésticas y
profesionales…
Además, la consolidación de las reformas laborales regresivas, la
devaluación salarial, la precariedad de las trayectorias laborales y el
mercado de trabajo y las dificultades de inserción profesional en un
empleo decente, en el actual contexto de las políticas restrictivas,
perjudican más a las mujeres, particularmente de las capas populares
(clases trabajadoras y clases medias estancadas o en retroceso).
En consecuencia, se ha configurado una exigencia feminista de
reformas efectivas contra la desigualdad de género en los distintos
ámbitos de las relaciones interpersonales, las garantías
institucionales de un Estado de bienestar más avanzado, la
democratización política y las reformas progresistas económico-
laborales bajo el objetivo de la igualdad real. Muchas

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reivindicaciones pueden ser compartidas con varones frente a las
estrategias de subordinación y segmentación del poder establecido,
como, por ejemplo, la intolerable precariedad laboral juvenil; pero
también hay que señalar el sesgo y la especificidad de género. Al mismo
tiempo, denotan la interacción de lo personal, lo grupal y lo político, así
como su impacto institucional y cultural.

Impacto feminista en el cambio político

Tercero, esta amplia expresión cívica feminista, junto con cierta


reactivación popular y movilizaciones significativas como la de
personas pensionistas, se produce ante el bloqueo político del cambio
derivado del reforzamiento institucional y mediático de las derechas,
incluso con su prepotencia autoritaria y su desprecio machista (solo
camuflado ante este éxito movilizador), el continuismo hegemonista del
bloque liberal conservador en las instituciones europeas. Y, además,
condicionado por la división de las fuerzas progresistas incapaces de
configurar una alternativa política unitaria y creíble hasta la victoriosa
moción de censura contra el gobierno de Rajoy y, sobre todo, tras el 10-
N-2019.
Se ha terminado un prolongado ciclo electoral que había despertado
ciertas esperanzas transformadoras por la vía de la delegación
representativa y su acción en las instituciones. Se han consolidado las
fuerzas del cambio y su gestión política en algunos grandes
ayuntamientos, paliando situaciones sociales graves. Pero, sin claras
mayorías o sólidas alianzas institucionales y sin un cambio
gubernamental (y europeo), con una fuerte base de apoyo ciudadano, el
impacto del cambio para las mayorías sociales y sus condiciones de vida
es limitado e insuficiente ante la prolongación de la crisis social y
económica y las políticas neoliberales dominantes.
Es el marco y contrapunto para la inquietud de mujeres activas que
late en la necesidad de una movilización social general que desbloquee
la situación e impulse reformas igualitarias efectivas. La oportunidad de

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cambio político apareció con la compartida moción de censura que
culminará en junio de 2018, con algunos acuerdos significativos (subida
del SMI, pacto presupuestario…), aunque enseguida se bloqueó una
salida de progreso y hubo que abordar el nuevo ciclo electoral de 2019.
Sin embargo, los factores de malestar de fondo, feminista y popular,
persisten y no esperan para expresarse en el campo social (dejo al
margen el conflicto territorial). Este proceso participativo tiene un valor
propio como activación social y refuerzo de la ciudadanía crítica, con un
perfil feminista fundamental y un impacto directo en las relaciones
sociales y políticas. Configura una necesidad y un complemento
sustancial para el cambio político e institucional y su carácter y un
condicionamiento para su orientación progresiva.
Se reforzó, precisamente, ante un impasse a medio plazo en las
expectativas transformadoras sin un horizonte claro de probabilidad de
avances sociales y democráticos. La alternativa inmediata de un cambio
gubernamental de progreso había sido rechazada por el Partido
Socialista que renunciaba a forjar un acuerdo progresista con Unidos
Podemos y convergencias, hasta la nueva moción de censura progresista
en 2018 y el posterior acuerdo parlamentario y presupuestario entre
PSOE y UP y sus aliados, y luego paralizado.
Pero, con esa dinámica inicial de débil determinación en la dirección
socialista hacia un cambio sustantivo de progreso, se abre el siguiente
ciclo electoral del año 2019 (elecciones generales de abril y noviembre
y municipales y autonómicas de mayo).
En ese sentido, sin un abandono de la estrategia socialista de gran
centro o de un gobierno en solitario con acuerdos de Estado con las
derechas, no se abría un horizonte de cambio de progreso real. Incluso,
aunque las fuerzas del cambio tuvieran un buen resultado, ganasen en
algunos ámbitos en términos relativos y se alcanzasen algunos acuerdos
concretos. Con esas coordenadas su legítima aspiración a ‘ganar’ no se
traducía necesariamente en un cambio institucional suficiente para
implementar un giro social progresista y democratizador de alcance

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general. Sería insuficiente para modificar sustancialmente la dinámica
socioeconómica, política… y de las relaciones machistas y patriarcales.
Esa es la sensación feminista que avala la idea de coger el presente y
el futuro en sus propias manos. Por tanto, con esa inercia, el cambio real
de políticas públicas y gestión institucional era incierto, y desactiva las
expectativas e ilusiones ciudadanas de una transformación
gubernamental de progreso… hasta la credibilidad, parcialmente
retomada, tras el acuerdo gubernamental progresista.
En consecuencia, este fenómeno de activación popular, además de
expresar una exigencia de cambio inmediato y conformar mayores
capacidades colectivas de influencia social y política, es una variable
fundamental para modificar los campos electorales, fortalecer la
dinámica de cambio político real, condicionar al Partido Socialista hacia
una alianza de progreso con Unidas Podemos y configurar una
alternativa institucional firme y creíble con esa orientación de fondo de
la igualdad y la participación cívica.
Existe una pluralidad de corrientes ideológicas y culturales. Hay, al
menos, dos grandes corrientes feministas: una de corte liberal o
socioliberal, más formalista y adaptable a las actuales estructuras de
poder, y otra de orientación igualitaria o progresista que enlaza con una
actitud transformadora. Ambas tienen un fuerte componente cultural,
simbólico e identitario. Y también una gran repercusión política-
institucional, a veces de signo distinto o contrapuesto.
Un movimiento social debe ser autónomo de cualquier dependencia
partidista y, en ese sentido, transversal a las distintas pertenencias
políticas; es decir, su identificación y su cohesión se producen en torno
a objetivos propios y compartidos en esa esfera de su función social
inmediata. No obstante, ello no puede llevar a negar el impacto o el
sentido político de su actividad. Es lo que han pretendido las derechas
del PP y Ciudadanos y su aparato mediático al querer desactivar
(despolitizar) la dimensión crítica y transformadora de una acción
sustantiva por la igualdad real frente a las resistencias del poder
establecido que aparece difuminado.

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En definitiva, el movimiento feminista (y sus aliados), dentro de su
diversidad, tiene, a mi modo de ver, dos retos por delante: consolidarse
como movimiento social autónomo, como marea cívica, con su
articulación organizativa y sus referentes reivindicativos y discursivos;
contribuir, desde sus objetivos transformadores, compartidos por otros
movimientos sociales y agentes sociopolíticos, al cambio político e
institucional de progreso tras esos grandes valores de la igualdad y la
libertad.

La reafirmación feminista de las jóvenes

El pasado año fue expresivo de la masividad, el avance y el impacto


público del movimiento feminista, tal como he referido antes. El 8 de
marzo de 2019 constituyó un reto para su continuidad y consolidación.
Analizo un hecho significativo para resaltar la combinación de factores
que explican la implicación de millones de mujeres jóvenes en esta
reafirmación feminista democrático-igualitaria frente a discriminaciones
y desventajas impuestas y percibidas como injustas.
Las adolescentes y las jóvenes han experimentado, en las últimas
décadas, un gigantesco avance en la libertad y la igualdad de sus
relaciones interpersonales (respecto de los varones), sus trayectorias
vitales y familiares y su cultura democrática y de derechos civiles y
políticos. En particular, en el ámbito educativo, quizá la institución más
libre e igualitaria en materia de género, han demostrado incluso cierta
superioridad en sus resultados académicos medios. Es decir, nunca más
se va a poder decir que las chicas tienen menores capacidades
intelectuales, racionales o cognitivas que los chicos, ni tampoco
menores capacidades y habilidades para su formación respecto del
empleo o sus responsabilidades cívicas. La expectativa de
reconocimiento laboral y público y la movilidad ascendente es
innegable, para ellas y sus familias.
No obstante, como dice Carmen Heredero (Género y coeducación,
ed. Morata), el éxito escolar femenino es relativo, aunque no achacable

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a su falta de méritos. Existe una presión distributiva en los itinerarios
académicos, condicionada por estereotipos de género, que empuja a las
chicas hacia especialidades escolares (bachillerato de humanidades y
ciencias sociales, o formación profesional de ‘cuidados’) con una salida
más precaria en el mercado de trabajo que las especialidades de
‘varones’ (científicas, ingenierías… o de formación profesional
industrial y tecnológica), con un empleo futuro de mayor calidad,
remuneración y estabilidad.
Persiste cierta brecha de género en la escuela. Pero, sobre esa base,
ya en desventaja de las trayectorias de las jóvenes respecto de las de sus
colegas varones, se acumulan dos dinámicas discriminatorias que
acentúan la desigualdad.
Una, especialmente para las jóvenes de origen y condición popular,
por su inserción en el mercado de trabajo de forma más precaria,
insegura y subordinada; está derivada de las estrategias empresariales de
segmentación laboral, no solo por la condición social. También hay un
sesgo de género: bajo el pretexto de su menor productividad y
dedicación laboral por su supuesta mayor implicación en la tarea social
‘asignada’ de la maternidad, la reproducción vital y social y el cuidado
de personas dependientes, adoptan dinámicas preferenciales para
varones en detrimento de mujeres.
Dos, todos los elementos discriminatorios, desde los estereotipos
socioculturales y la división sexual del trabajo hasta la violencia
machista directa, que son agravios comparativos respeto de los jóvenes,
perjudican la igualdad en perjuicio de las mujeres y atentan a la
cohesión social y la convivencia cívica. Es decir, debilitan también la
calidad ética y relacional de los jóvenes varones y la ciudadanía en
general, si se dejan llevar por la inercia ventajista y no ejercen una
actitud solidaria. La emancipación femenina conlleva la construcción
democrática e igualitaria de la sociedad.
Desde una óptica más general esas tendencias discriminatorias
se han agravado con la crisis económica, las medidas de ajuste
neoliberal, las políticas públicas regresivas sobre el Estado de

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bienestar y contra el empleo decente, la extensión del paro y la
precariedad laboral. Así, el poder económico y empresarial, con su
ejército de supervisores, expertos y gestores, ha ido imponiendo una
socialización laboral, una nueva cultura empresarial de control y
sometimiento, entre la gente joven con unos objetivos básicos: asegurar
su máximo rendimiento y productividad con abaratamiento de costes, en
búsqueda de ganancias suplementarias -a corto plazo-; e imponer una
posición de subordinación y una actitud de resignación adaptativa y de
supervivencia individual, unas costumbres insolidarias y conservadoras
frente a su cultura relativamente igualitaria, libre y democrática de la
escuela, sus relaciones interpersonales y la vida pública.
O sea, la imposición del poder empresarial en las relaciones
laborales y la mayor subordinación de las capas precarizadas, mayoría
de jóvenes populares (incluido de origen inmigrante), tiene también una
función ideológico-política: frenar la cultura democrático-igualitaria
mayoritaria en la juventud, revertir las conquistas en materia de
derechos civiles, sociales y laborales, afianzar los valores conservadores
y asentar la hegemonía política liberal conservadora.
Pero el choque entre las chicas de esas dos dinámicas contrarias,
progresivas y regresivas, es todavía más brutal. Si en términos
comparativos respecto de los chicos, los avances y las expectativas de
movilidad ascendente —meritocrática— eran superiores, ahora se
encuentran con que las evidencias de su socialización laboral precaria
les imponen mayores desventajas, persiste el machismo estructural y
todo ello lo sufren de forma inmerecida. Por tanto, a partir de su
experiencia relacional y sus recursos éticos, crece su percepción de
padecer una grave injusticia.
También se produce incertidumbre, desconcierto o reacciones
simplistas. Pero no hay, mayoritariamente, resignación o adaptación
individualizadora, sino indignación colectiva, exigencia de soluciones
públicas y reafirmación identitaria emancipadora. Y aunque, incluso en
corrientes feministas y dada la diversidad existente, existan salidas
falsas o unilaterales. Se trata del nuevo puritanismo, una reacción

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moralista que supone un retroceso respecto de las dinámicas de
liberación sexual conseguidas hace décadas; o de la prioridad al
incremento punitivo ante las agresiones, a la utilización exclusiva del
código penal, más barato y mediático, en vez de aplicar una política
integral y desarrollar medidas preventivas y educativas y de apoyo a las
víctimas, así como de control y reinserción de los agresores.
Igualmente, en el campo institucional más amplio de las políticas de
igualdad y contra la violencia de género, la valoración positiva de
algunos cambios normativos, en más de una década de implementación,
no ha implicado una modificación sustancial de los elementos básicos
de discriminación, inseguridad o acoso machista. La desconfianza llega
a la clase gobernante y distintos poderes (incluido el económico y el
judicial), por su incapacidad para atajar esa desigualdad de forma
efectiva, así como por su responsabilidad en el mantenimiento de esas
dinámicas discriminatorias, normativas retóricas, contraproducentes e
incompletas o actuaciones injustas e insuficientes.
Uno de los retos fundamentales es conseguir la derogación de la
LOMCE, símbolo conservador de la segmentación escolar, el desprecio
elitista hacia la escuela pública y los privilegios materiales e ideológicos
para la jerarquía católica. Y también se mantienen las contrarreformas
laborales con grave impacto para la gente joven. Con el nuevo gobierno
progresista se ha iniciado el camino para avanzar, pero todavía hay
motivos para porfiar en un cambio de progreso, democrático y
feminista.
La gestión política de las fuerzas progresistas ha sido la de intentar
representar esa nueva ola reivindicativa y cultural, aun sin impacto
relevante de cambio estructural y normativo, que es la tarea institucional
inmediata. Pero de su profundidad y amplitud han tomado nota los
sectores conservadores. Al relativo estancamiento en la eficacia de las
reformas institucionales ahora se añade la nueva contraofensiva política
y mediática de las derechas con un proyecto regresivo de involución
social, normativa y cultural en relación con las conquistas feministas. Es
un bloque reaccionario y conservador potente, pero de escasa

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legitimidad social que se enfrenta a una mayoría social, especialmente
de mujeres, con fuerte conciencia cívica y feminista.
Pero, como decía, esta generación joven ha experimentado una
amplia cultura democrática y de justicia social bastante común en la
mayoría de los chicos y las chicas populares. El hecho diferencial es
que, ante esa doble desigualdad discriminatoria de las jóvenes y su débil
defensa institucional, las propias mujeres han tenido que reafirmarse en
sus valores democráticos y de justicia social y su actitud progresiva, así
como consolidar su experiencia de libertad e igualdad para asegurar su
ciudadanía plena y un futuro de bienestar.
Por tanto, tienen que hacer un sobreesfuerzo ético y práctico-
relacional para dar respuesta a esa subordinación adicional y dar soporte
motivacional y de legitimación a la correspondiente actitud
participativa. Lo están haciendo frente al marco político e institucional
dominante, en el menos malo de los casos y hasta ahora, impotente ante
esa regresión que condiciona toda su trayectoria vital. No es fácil y se
enfrentan a numerosos obstáculos. Pero se abre otra tendencia de
activación cívica: una profundización de sus capacidades humanas,
solidarias y transformadoras, una actitud más igualitaria y una
convivencia más democrática. Todo ello con una articulación asociativa
muy diversa y horizontal, unos liderazgos colectivos próximos, abiertos
y transitorios, una labor concienciadora de una gran parte del
profesorado femenino, junto con unos discursos expresivos contra la
discriminación y por la igualdad y la libertad.
En definitiva, superando esquemas interpretativos
estructuralistas o enfoques culturalistas, ambos unilaterales, así
como visiones rígidas y esquemáticas, hay que realizar un análisis
realista que facilite una firme acción transformadora feminista y
solidaria. Por tanto, son necesarios un enfoque relacional y un discurso
multidimensional, considerando la interacción y la combinación de
distintos elementos y planos que afecta, particularmente, a la mayoría de
las jóvenes: una situación precaria e incierta, una experiencia social y
una cultura democrática e igualitaria, nuevas dificultades para sus

22
trayectorias y expectativas personales y profesionales, una
responsabilidad institucional (pública y económica) en sus bloqueos
vitales, percibida como injusta o insuficiente, unas redes de apoyo y
pertenencia con identificaciones comunes sobre bases solidarias y una
reafirmación colectiva en la justicia social y la emancipación. Por todo
ello, el movimiento feminista y, en particular, la mayoría de las jóvenes,
con talante progresivo, son un motor de cambio democrático-igualitario
y emancipador.

1.2. Un debate teórico vivo y plural

La teoría suele ir por detrás de la experiencia. En este texto, como


contribución al debate, apunto varias reflexiones de carácter más teórico
que laten en diversas controversias feministas. De entrada, considero
que no existe un feminismo o una ortodoxia sobre el ‘auténtico’
feminismo. Hay pluralidad de feminismos, una diversidad de influencias
político-ideológicas, distintos enfoques, prioridades y énfasis. Como
punto de partida, además de considerar el contexto social y político, me
voy a referir a tres libros feministas, aparecidos últimamente, cuyas
aportaciones me parecen de interés para avanzar en la discusión hacia
un feminismo crítico y popular: Leonas y zorras. Estrategias políticas
feministas, de Clara Serra (ed. Catarata); Género y coeducación, de
Carmen Heredero (ed. Morata), y Contra el patriarcado. Economía
feminista para una sociedad justa y sostenible, de María Pazos (ed.
Katakrak).

23
Son significativos por su orientación democrática y transformadora
del actual orden social y político neoliberal y patriarcal. Se inscriben en
una perspectiva progresista del cambio sociocultural, económico-laboral
y político-institucional. La primera, desde la filosofía política, se
adscribe a la tradición del republicanismo cívico y se centra en la
‘politización del deseo’ y la conformación de la identidad femenina; la
segunda, desde el ámbito educativo, explica la relación entre género y
educación, defiende la coeducación en una escuela pública y mixta, y es
partidaria de una democracia social avanzada e igualitaria; la tercera,
desde la economía, prioriza la eliminación de la división sexual del
trabajo, propone una serie de reformas socioeconómicas y fiscales,
teniendo como referencia la socialdemocracia escandinava.
Por tanto, con el objetivo de la emancipación femenina y la acción
por la igualdad de género se enfrentan al problema del cambio político e
institucional de progreso, a la defensa de los derechos sociales y el
refuerzo del Estado de bienestar, a la transformación democrática del
poder y la dominación, a una política de reformas sociales, culturales,
económico-laborales e institucionales democratizadoras y progresivas;
es decir, a la combinación del avance universalista de libertad y de
igualdad con el empoderamiento de las mujeres y el refuerzo del
feminismo.
Más allá de las dicotomías dominantes en el pensamiento feminista
en estas décadas, a veces simplificadas, entre distribución (igualdad
material, protección pública, perspectiva socialista y de clase o
anticapitalismo) y reconocimiento (identidad, autoafirmación o
diferenciación cultural), se trata de profundizar en una vía integradora
hacia una estrategia emancipadora e igualitaria del estatus social de las
mujeres y la eliminación de todo tipo de discriminaciones, ventajas y
privilegios entre los seres humanos.
Una autora de prestigio, Nancy Fraser (Fortunas del feminismo),
con una perspectiva anticapitalista y estructuralista, habla de ‘paridad
representativa’ como estatus igualitario entre hombres y mujeres; sería
una alternativa superadora del feminismo liberal (y la mercantilización

24
neoliberal) y del feminismo socialdemócrata (y la simple protección
social pública con la que, según ella, habría que pactar). Otra feminista
influyente, Judith Butler (Deshacer el género), con un enfoque más
constructivista y culturalista, pone el acento en la problemática de la
identidad de género, o mejor, de los procesos variables y heterogéneos
de identificación y la diversidad del sistema sexo-género, sin
determinismos biologicistas. Forman parte de las propuestas del
feminismo progresista actual.

A vueltas con la identidad

Por mi parte, apunto la importancia de realizar un análisis concreto


de las relaciones sociales y una interpretación realista, sociohistórica y
multidimensional de la interacción de dos parejas de componentes clave
que fundamentan la teoría feminista.
Por un lado, las estructuras de poder o, mejor, de los poderes y élites
dominantes realmente existentes y su imbricación (capitalismo / Estado
/ patriarcado), respecto de su relación con la conformación del sujeto de
cambio feminista, con el concepto identidad (individual y colectiva).
Las identidades, frente a los esencialismos deterministas, se
construyen social e históricamente; son diversas, variables y
contingentes. En particular, la identidad de género no se basa solo o
fundamentalmente en los afectos o deseos, en la subjetividad, sino que
incluye un reconocimiento propio y ajeno del estatus social individual y
grupal, su comportamiento y su interacción según los contextos; es
decir, expresa un significado social, no solo cultural.
Por otro lado, la insuficiencia de la dicotomía razón/pasión (o
deseo) para elaborar una estrategia emancipadora sin considerar
suficientemente la posición social concreta de
dominación/subordinación de las mujeres reales en sus contextos y la
ciudadanía en general.
Sobre la dicotomía en ambas relaciones —poder/identidad y
subjetividad/posición social— hay mucha y contradictoria literatura en

25
ciencias sociales y estudios de género y numerosas polémicas políticas y
filosóficas que no trato ahora. Detrás de ello, en términos sociopolíticos,
está la definición del sentido del movimiento o corrientes feministas y
su relación con otros procesos igualitarios.
Solamente comento un aspecto referido al carácter o identidad del
movimiento feminista. Es usual, sobre todo en el ámbito anglosajón, la
clasificación de los llamados nuevos movimientos, particularmente el
feminista, como culturales. El movimiento feminista es el que más ha
desarrollado los componentes de la subjetividad, no solo de los afectos
sino del conjunto de rasgos culturales, con el cambio de mentalidades y
la afirmación personal. Pero esa catalogación es unilateral al
infravalorar el doble componente social constitutivo también de la
identidad.
Por una parte, el objeto al que responde es una relación social de
discriminación y/o subordinación de las mujeres, a la que corresponde
un proyecto y una dinámica de un cambio político-social y personal de
esa desigualdad impuesta por una relación de poder o dominación. La
problemática cultural (mentalidades, emociones, deseos), infravalorada
por las corrientes tradicionales estructural-funcionalistas, es
fundamental; pero debe estar conectada con la otra parte de la realidad
concreta de las mujeres: su estatus y relación social. O sea, con la
experiencia y la participación en los cambios igualitarios (o regresivos)
de hábitos, costumbres, opciones sexuales, relaciones interpersonales y
familiares, así como respecto de su situación en las estructuras sociales,
económicas, políticas y simbólico-culturales.
Por otra parte, el sujeto, la activación cívica de las mujeres y la
conformación del propio movimiento adquieren una relevancia social
(también cultural y política), puesto que suponen una interacción y una
transformación de las relaciones sociopolíticas y personales, incluido el
apoyo mutuo, la afinidad comunitaria y el sentido solidario. El cambio
de estatus y el reconocimiento identitario, particular y grupal, se realiza
a partir de esa experiencia relacional, vivida, interpretada y mediada por
la cultura y las instituciones.

26
Ambos aspectos, subjetividad y relación social, constituyen el
sentido de la emancipación femenina (y de las personas discriminadas)
y la acción por la igualdad real, fundamentos e identidad del
movimiento feminista.
Por tanto, el movimiento feminista es un movimiento ‘social’, no
solo o principalmente cultural. Respecto de la realidad concreta de las
mujeres, en el carácter social de la acción feminista se encuentran los
componentes (materiales) económico, distributivo, de protección
pública, institucional, étnico-nacional y de clase, aspectos que también
tienen los ‘viejos’ movimientos sociales; pero lo destacado de su
carácter social es, sobre todo, su estatus relacional directo que incluye
una posición subalterna en la división sexual del trabajo, con la
prioridad impuesta a su papel preferente en la reproducción social y la
tarea de cuidados, y en el resto de las estructuras sociales,
institucionales y familiares.
En consecuencia, el punto de partida para transformar es la situación
específica de desigualdad, opresión o subordinación de las mujeres que
es una relación social de desventaja y marginación. La definición como
movimiento cultural valora la identidad basada, sobre todo, en los
rasgos psicológico-culturales, por lo que la exigencia transformadora
del reconocimiento personal y público solo se quedaría en ese
componente cultural, sin modificar el resto de su posición social de
subordinación. Por tanto, reconocimiento e identidad feminista
adquieren todo su sentido cuando se integra la subjetividad junto con el
estatus y los vínculos sociales, en una dinámica más completa,
interactiva y multidimensional: la práctica relacional y de cambio
cultural (vivida, interpretada y soñada) superadora de las relaciones de
dominación o discriminación que padecen. En esa medida, se forma una
identidad sociocultural y política más realista, igualitaria y multilateral.

27
1.3. El feminismo avanza

El feminismo goza de excelente salud. El 8 de marzo de 2019 volvió


a demostrar su masividad y su talante igualitario, cívico y democrático
en toda España; también como referencia europea y mundial. Fue un
proceso masivo de autoafirmación feminista de las mujeres,
especialmente jóvenes y adolescentes, con el apoyo y la simpatía de
amplios sectores de la sociedad. Los motivos expresados de ese
empoderamiento colectivo y solidario están claros: por la igualdad de
las mujeres, frente a la violencia machista y contra la discriminación
social y laboral. Supone una exigencia de reconocimiento público y una
fuerte interpelación a los poderes institucionales y la representación
política y, en particular, un freno a las tendencias autoritarias y
patriarcales que se reactivan.
Ante el incremento de la influencia social del feminismo es
conveniente avanzar y debatir sobre sus fundamentos teóricos y sus
principales controversias. Expongo mi punto de vista sobre ello,
concretamente sobre algunas aportaciones teóricas para enmarcar varias
polémicas relacionadas con la identidad de género y el movimiento
feminista: su relación con el poder y su carácter cultural y/o social.
Dentro de la pluralidad feminista caben, al menos, dos grandes
corrientes referidas a la actitud frente al poder con sus dos grandes
objetivos, la libertad o emancipación femenina y la igualdad de las
mujeres: la liberal o elitista, del llamado 1%, y la progresista-
transformadora o popular, del llamado feminismo del 99%. Aunque,
desde el punto de vista de la estructura socioeconómica y de poder
cabría hablar de la diferenciación entre el 20% de arriba y el 80% de
abajo (y en medio) y según su conciencia política constatar la existencia
adicional a esa polarización liberal/progresista, por un lado, de un grupo
conservador y, por otro lado, un amplio sector intermedio.

28
Según la encuesta de 40db, sobre la actitud de la población ante el 8
de marzo (El País, 4 de marzo de 2019), y a la pregunta ¿En qué
medida se considera feminista? se nota una importante diferenciación
por sexo y, sobre todo, por edad, tanto en mujeres cuanto en hombres
(entre paréntesis sus porcentajes): 18-24 años, 64,5% (45,9); 25-34,
57% (30,2); 35-44, 48,8% (29,2); 45-54, 40,6% (22); 55-64, 54,6%
(37,9), y +65, 51,8% (42,7). Pero si comparamos su evolución respecto
a hace cinco años, el crecimiento de esa autopercepción feminista es
muy significativo y también distinto por edad (con elaboración propia):
en el grupo más joven de mujeres, de 18-24 años, se ha incrementado un
85% (66); en el de 25-34, un 53% (23), y en el resto, entre las mujeres
adultas, una media similar y algo superior al 20% en los cuatro tramos
—entre el 21% y el 24%— (con un crecimiento asimétrico entre los
varones adultos, 37%, 11%, 11% y 24%).
Por tanto, la media de identificación feminista entre las mujeres es
mayoritaria, el 53%, con un incremento medio del 38% en estos cinco
años, especialmente entre las mujeres jóvenes. Y en el caso de los
varones la media de la autopercepción feminista es algo superior al
tercio (36%) con un crecimiento también significativo (29%),
especialmente entre los más jóvenes. Así, las personas que no se
consideran feministas se han reducido un tercio en estos cinco años, y
aunque persiste una importante minoría de mujeres (47%) y una
mayoría de hombres (64%) que no se pronuncian, no significa que se
consideren machistas o antifeministas, sino que no se definen y caben
actitudes conservadoras, intermedias e indecisas.
Aparte de esta pequeña descripción sociológica, y dejando al
margen las tendencias conservadoras y liberales, se trata de analizar el
feminismo progresista en el que hay distintas corrientes.
En primer lugar, cabe citar el llamado feminismo anticapitalista
encabezado a nivel mundial por Nancy Fraser (Capitalismo. Una
conversación desde la Teoría Crítica).
En segundo lugar, existe una tendencia influyente que pone el
acento en los afectos y su vinculación con la identidad de género y las

29
relaciones de poder. El feminismo lo concibe frente a las estructuras de
dominación en todos los ámbitos de la vida. Está conectada con el
pensamiento posmoderno, particularmente de Michel Foucault, quizá el
intelectual posestructuralista con mayor base empírica, sociológica e
histórica y con una mezcla de determinismo político-institucional y
culturalismo emocional. Aparte de Judith Butler (Deshacer el género),
centrada en las relaciones sexo/género, en España, una aportación
destacada sobre la vinculación de feminismo y una acción política
basada en los afectos es la de Clara Serra (Leonas y zorras. Estrategias
políticas feministas).
Ambas perspectivas aportan muchas cuestiones de interés, pero
también tienen limitaciones, puntos comunes y aspectos
complementarios. Se trata de profundizar en ellas, en particular, con una
evaluación de este nuevo enfoque emocional, más complejo y
contradictorio, que tiene la ventaja de relacionar al feminismo con una
particular pugna política por el poder. Más allá del debate convencional
entre feminismo de la diferencia y feminismo por la igualdad, es preciso
reflexionar sobre algunos dilemas de la teoría feminista, con una mirada
multidimensional e integradora de la interacción entre sí de los dos
componentes básicos de la subjetividad (racionalidad y afectos) y en
relación con el estatus, la experiencia relacional y los objetivos éticos de
las mujeres y la sociedad en general.
Estos aspectos merecen una valoración, extensiva a diversas
controversias teóricas existentes en el movimiento feminista, tras el
objetivo compartido de un feminismo igualitario y transformador. El
análisis lo realizo desde un enfoque crítico y realista de la sociología
(política y del conocimiento), en particular de la investigación sobre los
movimientos sociales, la acción colectiva y el cambio social.

30
1.4. Identidad de género y poder

La identidad como reconocimiento está relacionada con el


estatus y el poder. Caben diversas reflexiones. La primera es sobre el
sentido del concepto de poder, a veces extenso y difuso, y la definición
del adversario del feminismo. Se le pueden añadir características básicas
como su carácter capitalista o neoliberal y patriarcal. En todo caso,
pretendo distinguir los distintos niveles de la dominación y las
relaciones de poder, en particular el biopoder en el mundo de la vida y
el bloque de poder político-económico, así como su vinculación con la
identidad, la paridad representativa y la ambivalencia del ser humano.
La segunda reflexión trata sobre la prioridad por la subjetividad de
los afectos que sería base de la identidad de género y la emancipación
femenina. Respecto de ello hay que explicar la importancia de los
vínculos sociales, la diversidad identitaria y su conexión con la
interseccionalidad y la inseparabilidad de identidad y estatus social.
La tercera reflexión es una valoración general sobre la conveniencia
de superar el enfoque de una identidad emocional por una visión más
integradora, multidimensional, realista e interactiva del conjunto de la
subjetividad, la experiencia relacional de las mujeres y la ciudadanía y
los grandes objetivos éticos de igualdad, libertad y solidaridad.
Comienzo por la primera.

Insuficiencias del concepto postmoderno de poder

Desde esa óptica posmoderna, el poder sería omnipresente, estaría


en todos los sitios y personas (incluido en la propia mente y cuerpo de
las mujeres), cosa realista y fructífera al abarcar todas las dimensiones
de la vida. Sin embargo, hay varias cosas a matizar. El problema viene
porque con la amplitud y versatilidad de esa palabra se puede difuminar

31
la importancia específica del núcleo de poder dominante y la acción
colectiva para transformarlo. Es decir, si todo es poder, nada es poder. Si
el poder lo domina todo, no hay margen para la libertad. Bajo la
hegemonía del poder solo cabría esperar que sea incompleta para tener
una rendija alternativa: los afectos, que son creados por el poder y, al
mismo tiempo, lo disputan. El riesgo de esa posición, en la versión
individualista, es que la emancipación solo se realiza a través del
empoderamiento personal o subjetivo, el cambio cultural y el
autorreconocimiento, o bien, en las relaciones interpersonales
desligadas del estatus y las relaciones de poder estructural.
Clara Serra, volcada en las estrategias políticas feministas, supera
este peligro reduccionista a lo individual (es evidente la relación de lo
personal con lo político); sin embargo, respecto de la segunda parte
afirma explícitamente que la base emancipadora femenina estaría en el
desarrollo de sus afectos, sus deseos, interpretando que las bases de la
política son lo afectivo o deseante; se infravaloran así otras condiciones
sociales sobre las que articular la acción política, dando por supuesto un
enfoque de progreso. La cuestión es que ese enfoque emocional es
insuficiente para conformar una alternativa al liberalismo (y la
izquierda) ya que éste no se basa exclusivamente en la racionalidad, en
el individuo racional y libre.
El liberalismo y, especialmente, el neoliberalismo incorpora
elementos emocionales y pasionales, se basa también en el individuo
‘deseante’. El capitalismo tradicional y, sobre todo, el nuevo capitalismo
financiarizado, informacional, consumista y super-mercantilizado, con
su brazo simbólico-estético, su ética individualizadora y una acción
destructiva del Estado de bienestar y los servicios públicos favorables
para las mujeres, utiliza la subjetividad emocional de la ciudadanía para
la consolidación y reproducción de su poder.
Así, ya en los comienzos del capitalismo, según Adam Smith y
Bernard Mandeville, su poder y su racionalidad se interrelacionan con
los sentimientos morales basados en el principio motor del egoísmo y el
beneficio propio. Ahora se añade el deseo consumista, el

32
emprendimiento competitivo y la publicidad ‘motivadora’ como medios
de autorrealización y, en sentido contrario, la incertidumbre y el miedo
al fracaso como penalización.
Es decir, esa posición postmoderna de promover los deseos o,
simplemente, politizarlos o construir la política en base a esas
pulsiones sin valorar las relaciones y ‘necesidades sociales’, no
constituye una alternativa adecuada al liberalismo real y menos al
neoliberalismo, complementado por la cultura individualista
posmoderna. Hace frente, en todo caso, a la pugna cultural frente a
racionalidad liberal-conservadora, problemática por su intento de
legitimar las políticas de desigualdad, precarización y austeridad
generalizadas, en la medida que defiende el sentido progresivo y
democrático de esos deseos y demandas populares. Y, sobre todo,
cuestiona una actitud o mentalidad conservadora-autoritaria restrictiva
de los deseos, particularmente de liberación sexual puestos en marcha
hace medio siglo; o sea, se enfrenta positivamente al puritanismo,
también presente en sectores de las izquierdas.
Pero esa prioridad por lo emocional no facilita la diferenciación
con esa faceta instrumentalizadora de los afectos que es sustantiva
del liberalismo y, sobre todo, del neoliberalismo y que debería
conllevar una contienda en ese terreno afectivo por su sentido
igualitario, y sin relegar los campos racional y relacional. Dicho de otro
modo, el feminismo no puede quedarse solo con la imprescindible
bandera de los afectos, dejar a los adversarios la bandera de la razón y
no fundamentar la acción por la igualdad de estatus y relación social en
las condiciones concretas de las mujeres y la gente, incluida la
importancia de los cuidados y la solidaridad.
Pero incluso, ese discurso genérico de la prioridad emocional, por la
indefinición de su sentido político y la falta de suficientes referencias
posicionales y de contexto, se queda corto ante la versión populista de
derecha extrema que espolea pasiones reaccionarias (machistas y
agresivas) persistentes en sectores conservadores descendentes o
inseguros en su situación, privilegios e identidad. Así, emociones

33
básicas como la ira y la cólera (o su versión moderada, la indignación)
deben valorarse según su sentido ético y sociopolítico y su contexto.
Por tanto, ese componente emocional, necesario y consustancial
para el feminismo (y la emancipación popular), es insuficiente como
guía progresiva. Sin especificar su significado, es ambiguo y
ambivalente y no garantiza una estrategia real por la igualdad y la
libertad. Hay que enlazarlo con una racionalidad emancipadora y una
estrategia democrático-igualitaria teniendo en cuenta, especialmente, la
situación relacional y el cambio real de la desigualdad de las mujeres
(respecto de los varones) y entre las mujeres (por motivos de clase
social, étnico-nacionales y de opción sexual o ideológica…), en el
actual contexto de fuerte desigualdad general impulsada por las cúpulas
del poder ‘duro’ y el ‘blando’.
En definitiva, hay que redefinir el sentido y la relación entre
poder e identidad y la interacción de cada tipo de subjetividad
(razón/pasión) con el estatus social y la transformación posicional y
relacional de las mujeres, respecto de los varones y entre ellas, y el
conjunto de seres humanos. Ello lleva a explicar la ambivalencia del
ser humano, la relación entre diversidad identitaria e interseccionalidad
y el papel e interacción de los afectos y la posición social en la
configuración de la identidad feminista.

Poder y paridad representativa

Por poder se entiende aquí, sobre todo, el poder establecido


(económico-financiero y político-institucional): el bloque social
dominante en relación antagónica con los intereses y demandas de la
mayoría popular o ciudadana. Se trata de las élites dominantes y las
cúpulas de los grandes aparatos estatales y económicos, a veces
descritas como el 1% superior de la estructura socioeconómica e
institucional. Ese bloque de poder oligárquico (dominador, capitalista y
patriarcal) es diferente al poder o la autoridad ejercidos en muchas
estructuras estatales, políticas y representativas de la democracia liberal

34
con funciones positivas o neutras, (aunque no tanto en el mundo
empresarial o las relaciones internacionales). Igualmente, es distinto y
más reticular en el mundo asociativo, familiar o interpersonal.
En estos casos, relaciones de dominación, intereses compartidos,
cooperación y consentimiento están mucho más entrelazadas y en
combinaciones diversas. Se puede utilizar esa expresión, poder o
dominación, referidas al poder masculino o patriarcal y al de una
camarilla corporativa en una asociación, pero conviene clarificar su
sentido según ambos contextos; así, es el patriarcado, como sistema de
dominación masculina, o los grandes aparatos político-burocráticos los
que coparticipan en el grupo de poder que domina el conjunto de la
sociedad.
Por tanto, ese núcleo de poder no es neutro desde el punto de vista
ético y político con una perspectiva democrática-igualitaria-
emancipadora, y tiene un impacto y una responsabilidad especial.
Forma parte de un sistema de dominación/subordinación, por mucho
que esté regulado por el Estado de derecho (legalidad) y tenga cierta
legitimidad ciudadana (consentimiento o representatividad electoral),
todo lo cual no es irrelevante frente a las tendencias autoritarias. Pero,
poder (ya lo decía Weber) es dominación, como capacidad y
credibilidad de uso de la fuerza, la coacción y la persuasión para
imponer conductas, incluso contra su voluntad. Es decir, el poder
consiste en ejercer y mantener una posición estructural de ventaja y
desigualdad de una élite (poderosa) y la garantía de su continuidad con
la subordinación, opresión o control de la mayoría de las personas o
grupos dominados. Hay quien lo llama capitalismo patriarcal o
neoliberalismo globalizado.
En definitiva, ese bloque de poder hegemónico, conectado en una
oligarquía mundial, conviene diferenciarlo del resto de estructuras
complementarias de poder o del ‘sistema’ en distintos niveles para el
sometimiento autoritario o el control social con sus correspondientes
aparatos y normativas, desde el ámbito institucional (fuerza, prepotencia
y represión), económico (coacción empresarial, precarización) o

35
patriarcal (violencia machista). En todo caso, ese poder oligárquico
expresa y garantiza el sistema de dominación y desigualdad (neoliberal
y machista). Además, aunque sea autoritario también suele tener
componentes de legitimidad democrático-electoral, y aunque sea
especialmente masculino también tiene composición mixta por sexo, a
pesar de que sea elitista y desigual, bajo hegemonía machista y con
mayoritaria subordinación femenina.
Aparte de la versión conservadora-autoritaria justificativa de la
dominación del poder (estatal y económico), hay dos visiones sobre el
carácter del poder establecido. Una, la liberal-funcionalista que afirma
su neutralidad y su funcionalidad no dominadora u opresiva; y la
palabra liberal se utiliza aquí en el sentido económico e institucional, no
de moral o costumbres, aparejado a ser la persona más tolerante y
abierta. Otra, la democrática progresista (republicana, de izquierdas y
populista-progresiva) que realza su carácter antagónico con la mayoría
ciudadana o popular y los valores centrales de igualdad y libertad. De
esos diagnósticos se deducen dos proyectos o estrategias contrapuestos.
Por un lado, la posición de ocuparlo o participar en él, sin cuestionar su
carácter ambivalente. Por otro lado, transformarlo o democratizarlo para
debilitar su poder (incluido el de las mujeres que participan en él) y
contrapesarlo con mayor capacidad cívico-democrática y participativa,
con empoderamiento popular y feminista.
En resumen, conceptos como transversalidad hay que
entenderlos referidos a la mayoría social y su expresión
democrática, no respecto de la cúpula poderosa, corresponsable de
la desigualdad. Dicho de otra forma, no se puede mantener la
neutralidad o la equidistancia entre los dos polos; eso sería consenso
centrista o feminismo ‘liberal’. El feminismo está vinculado con los
derechos humanos y contra la opresión de las mujeres, no es transversal
o equidistante en relación con las dinámicas discriminatorias, racistas o
antidemocráticas. Así, no es neutral respecto del bloque de poder
estructural, obstáculo para la igualdad y la emancipación femenina y del
conjunto de la sociedad. Como mínimo es democrático y de progreso,

36
incompatible con posiciones reaccionarias, regresivas y autoritarias, y
debe desarrollar un modelo social igualitario, elemento clave de su
identidad.
En consecuencia, nos encontramos con una paradoja respecto del
alcance y el sentido de exigencias igualitarias básicas, democráticas y
feministas, como la participación institucional, la rotura del techo de
cristal o la paridad representativa (concepto que realza Nancy Fraser).
Son fundamentales para revertir las desventajas por sexo en múltiples
ámbitos y escalas jerárquicas. No obstante, cuando nos acercamos al
bloque de poder estructural (económico-financiero, político-
institucional, étnico-nacional y patriarcal) adquieren otro significado.
Desde luego, son positivos los deseos y las reformas que tienden a
equilibrar la presencia femenina en las altas estructuras de poder (desde
los consejos de administración de las empresas del IBEX-35 hasta las
altas instancias judiciales y de seguridad, la propia monarquía y la
gobernanza europea y mundial); pueden tener efectos simbólico-
culturales favorables a la extensión de la igualdad.
Pero la prioridad y el embellecimiento de esa mejora participativa en
la composición paritaria de las élites dominadoras obscurece otra
realidad: la desigualdad y dominación que ejerce ese bloque (también
con su composición mixta) en perjuicio de la mayoría de las mujeres (y
hombres) de las capas populares (trabajadoras y medias),
particularmente precarias y de origen inmigrante y racializadas. Es
decir, se refuerza el conflicto o antagonismo entre las propias mujeres y
la corresponsabilidad de las de arriba en la opresión, marginación y
explotación de las de abajo (y en medio), rompiendo la solidaridad de
género.
Desde una visión restrictiva o liberal de la igualdad de género, se
destaca solo la mejora de la posición de (esas) mujeres que acceden al
poder establecido. Por ejemplo, hay que reformar la Constitución para
facilitar la sucesión femenina en la Corona, eliminando la norma
retrógrada y machista de la prevalencia del varón; pero, al mismo
tiempo, hay que exigir la democratización de la institución de la Jefatura

37
del Estado, es decir, la instauración de la República, con la posibilidad
de acceso de más mujeres y mayor control democrático.
Desde una perspectiva transformadora progresiva ese bloque de
poder, independientemente de su mayor o menor composición femenina
(lo cual no es irrelevante) y con su corresponsabilidad, incrementa la
desigualdad y la división con la mayoría popular de las mujeres;
perjudica la solidaridad de género (sororidad). Aunque conserven
intereses comunes, la minoría de mujeres poderosas y la mayoría
popular femenina divergen ante la desigualad impuesta en el mundo de
la vida. No se trata de confrontar una óptica como ‘mujer’ y otra mirada
por su pertenencia a una clase social, sino de constatar la distinta
posición de intereses y estrategias políticas y feministas en el interior de
las mujeres, que afectan al sentido de sus respectivas identidades. Las
mujeres reales padecen múltiples opresiones y discriminaciones y la
defensa de (todos) sus derechos las puede llevar al conflicto con la élite
femenina poderosa. Su identidad es múltiple. Su emancipación no se
puede separar de la igualdad respecto de los varones y entre las propias
mujeres y el conjunto de la sociedad, frente al poder opresivo y
desigual.

1.5. Identidad y ambivalencia humana

El carácter o la identidad del ser humano y el sentido de sus


interacciones se definen de forma distinta según diversas tradiciones. A
lo largo de la historia se han producido intensos y prolongados

38
conflictos culturales y morales que expresaban diferentes y
contrapuestos intereses sociales, políticos y económicos. Me referiré
aquí al concepto de identidad, la ambivalencia del ser humano y el
doble componente, individual y social, de las personas. Todo ello para
clarificar el sentido de la identidad de género, elemento clave para la
teoría feminista.

El concepto de identidad, sin determinismos

En primer lugar, se debe definir el concepto identidad, en los planos


individual y colectivo, ya que hay, al menos, dos acepciones distintas: a)
identidad como expresión de la subjetividad, es decir, de los afectos,
deseos, sentimientos, emociones y, también, pensamiento y
aspiraciones; b) identidad como conjunto de rasgos psicológicos-
culturales, pero también sociales, o sea que incluye las relaciones
sociales, el estatus y el comportamiento. La primera (cultural) pone el
acento en los componentes subjetivos-culturales; la segunda (social),
destaca todos los rasgos psico-culturales y la posición social y su
interacción relacional. El reconocimiento, componente identitario clave,
se refiere a ese doble plano: reconocimiento de sí mismo
(autorreconocimiento) y, además, reconocimiento de los demás
individuos y grupos sociales y su relación con ellos (reconocimiento
social o público). Y ese carácter doble del ser humano (individual y
social) y la interacción de sus dos componentes (subjetividad y estatus)
se produce en unos procesos y contextos concretos.
Conviene también precisar el concepto de cultura ya que tiene
similar pluralidad semántica que el de identidad, lo que puede llevar a
confusión: una versión restrictiva (usual en psicología, filosofía y
literatura) es la de considerar exclusiva o fundamentalmente los
componentes subjetivos: ideas y afectos; una versión amplia (utilizada
en sociología, historia y antropología) donde, además de los
componentes subjetivos, incorpora los hábitos, costumbres y conductas,
o sea, la práctica social y relacional. En este segundo significado el

39
término cultura lleva a confundirse con la palabra sociedad que, a veces,
desaparece junto con su contenido, el vínculo social. Si se utiliza con el
primer significado, sin complementar con el resto de la propia realidad
social y material, se infravalora lo social.
Según Durkheim, los ‘hechos sociales’, incluidos los económicos-
laborales, político-jurídico-institucionales, culturales y
medioambientales —derivados de la acción humana-, los estudia la
sociología, así como las ciencias sociales y las humanidades, aparte de
la biología humana y, en parte, el resto de las ciencias naturales, al estar
relacionados con la naturaleza. Son actividades y relaciones vividas,
sentidas e interpretadas. Aquí se utiliza la palabra ‘social’,
mayoritariamente en sentido amplio, como referida a la problemática de
la sociedad (humana), por tanto, incluyendo en las relaciones o vínculos
sociales el conjunto de interacciones humanas.
En consecuencia, en el uso de esos significantes es conveniente
precisar su significado para explicar la complejidad de la relación entre
las dos partes: por un lado, subjetividad (ideas y afectos) y, por otro
lado, posición social junto con práctica relacional. La clarificación del
lenguaje es necesaria para evaluar los contenidos y, sobre todo, el
sentido de una posición normativa.
Dejando aparte las teorías liberal-conservadoras, existen dos
versiones dominantes este último medio siglo que resultan, a mi modo
de ver, unilaterales e insuficientes: la doctrina funcional-estructuralista,
con la tradición positivista-determinista, ya sea economicista,
biologicista-sexista, político-institucional o racista-etnicista; y el
pensamiento posestructuralista-culturalista, con la tradición idealista, ya
sea racionalista, discursiva o emocional.
Además, hay que tener en cuenta que ‘pos’ no significa ‘anti’, es
decir, que en el posestructuralismo (o la postmodernidad) hay mucha
heterogeneidad y algunos autores tienen grandes dosis de
estructuralismo, incluso en el ámbito lingüístico o discursivo, solo que
distinto del más convencional del determinismo economicista. O sea, la
controversia en muchas ocasiones es entre variantes deterministas que, a

40
veces, son esquemas idealistas y conceptuales alejados de la realidad
empírica.
La polarización de ambas corrientes de pensamiento no lleva a buen
puerto, más cuando se extreman las posiciones de uno u otro discurso
para apropiarse de una visión hegemónica y excluyente en la disputa
sobre la realidad, la verdad y la objetividad en su interpretación
esencialista o, bien, en su contrario relativista. Y, especialmente, para lo
que nos atañe directamente en este texto, para construir la legitimidad y
el liderazgo político-normativo para conformar la sociedad, las
instituciones y los sujetos colectivos. Así, hay que superar esa dicotomía
estéril por un enfoque social y crítico más integrador, comprehensivo,
multidimensional e interactivo.

La ambivalencia del ser humano

En segundo lugar, apunto varios interrogantes sobre la ambivalencia


del ser humano (hombres y mujeres) y su identidad.
Sintéticamente y expresado en términos dicotómicos: la persona es
un ser racional o pasional (o deseante); y en el plano ético y relacional:
el individuo es malo (egoísta, agresivo) y la comunidad-institución
buena (como el ‘hombre es un lobo para el hombre’, se debería imponer
el Estado-Leviatán), o al revés, el individuo es bueno (cooperativo)
frente a la sociedad-Estado que es mala (poder dominador). Por tanto,
las relaciones sociales podrían ser de dominación (de poder) y/o de
cooperación (o neutras).
Igualmente, ¿los sujetos se hacen a sí mismos o hay una naturaleza o
esencia diferenciada por sexo-género, o bien está derivada de la
pertenencia antagónica en el sistema patriarcal? Es decir, ¿son los
hombres racionales, egoístas y agresivos, y las mujeres, afectuosas,
generosas y colaboradoras?; ¿todos los primeros son (solo) dominadores
y todas las segundas (solo) dominadas? Como dice Clara Serra (Leonas
y zorras), la fuerza o la coacción no son patrimonio solo de los hombres

41
ni la astucia y la seducción solo de las mujeres; éstas no pueden
renunciar a influir en el poder y construir hegemonía política.
Así mismo, ¿cuál es la interrelación de los distintos sistemas o
grupos de poder (oligarquías, capitalismo, patriarcado…) entre sí y en
su interacción con las capas subordinadas o subalternas (clase social,
sexo-género, etnia-nación…) y su tipo de intersección, intereses
compartidos o dinámicas comunes?
Avanzo mi posición: el ser humano es ambivalente desde el punto
de vista social y ético y tiene un vínculo social e interactivo ineludible.
Su identidad no es homogénea o esencialista ni está determinada por la
biología o por estructuras económicas, culturales o de poder. Es
construida social e históricamente, incluidas las masculinidades y las
feminidades. Como dice Judith Butler o Simone de Beauvoir: “La mujer
no nace, se hace”. Es decir, su carácter o su identificación se va
construyendo con su propio comportamiento, actividad social y
subjetividad. Y, en un plano más general, los sujetos colectivos se
conforman a través de su experiencia, su práctica relacional y su cultura,
en su marco contextual, como explica E. P. Thompson.
Esa posición constructivista moderada e histórica entra en conflicto
con cierto fatalismo o determinismo político-institucional de muchos
estructuralistas y expresada por Michel Foucault: “El individuo es el
producto del poder”. Por una parte, existe un reduccionismo del
concepto de poder, al subsumir el conjunto de relaciones sociales dentro
de una dinámica específica de poder como relación hegemónica de
dominación/subordinación. Por otra parte, el poder sería omnipresente:
‘no hay nada fuera del poder’, ni en la sociedad ni en el interior del
individuo. Solo habría imperfecciones en ese control hegemonista o
totalizador del poder que daría cierto margen para la autoafirmación
(interna y externa) frente a la autoridad; es decir, permitiría cierta
libertad, vinculada con esa parte individual fuera de la dominación,
aunque no tiene asideros relacionales u ónticos.
Es oportuna la crítica de Chantal Mouffe a la concepción liberal de
la existencia de un individuo racional y libre previo al poder que es

42
ejercido desde fuera del sujeto y después de que el mismo esté
constituido. El poder (instituciones y normas) interviene en la
conformación del individuo, forma parte de este. Pero hay que hacer
una distinción entre relación social y relación de poder y sus
interacciones.
El vínculo social es consustancial al individuo, pero no
necesariamente toda relación humana es de dominación (o solo de
cooperación); ni solo hay pertenencia al bloque del poder (los hombres)
o al bloque dominado (las mujeres). La mayoría social pertenece a la
gente dominada o subalterna respecto de los poderes principales
(institucionales, económicos y normativos) por mucho que haya
individuos subordinados en determinadas relaciones que tengan
posiciones de dominio relativo en distintos contextos y esferas (por
ejemplo, muchos hombres bajo el privilegio patriarcal). La interacción
de las relaciones de clase social, sexo/género y etnia/nación en
determinado individuo o grupo social produce mucha casuística sobre
diversas situaciones y combinaciones de identidades.
Es, pues, básico analizar las relaciones reales de coacción y
subordinación, de imposición y sometimiento, así como de
colaboración, cuidado y solidaridad, y su interacción en la misma
persona o grupo social para forjar una identidad diversa, evolutiva y
contradictoria que permita una acción emancipadora. Por tanto, la
persona no se hace, definitivamente, antes ni después del poder, ni es el
poder quien la construye. Se conforma en la interacción social, en la
interdependencia, el conflicto y la reciprocidad con otros seres humanos
y grupos sociales, incluidos los del bloque dominante.

El doble componente, individual y social, de las personas

Las personas (hombres y mujeres, niños y niñas) tienen un doble


componente: individual y social. La subjetividad y, sobre todo, el
propio cuerpo, constituyen ese rasgo individual. Pero, el ser
humano no puede configurarse sin sus vínculos sociales, sin su

43
interacción con otras personas y grupos sociales. La individualidad,
la construcción personal (desde el lecho materno) no puede realizarse al
margen de ese componente social, de esa relación social en torno a un
grupo más o menos extenso, interactivo y multinivel de socialización,
experiencia mutua, intereses compartidos, convivencia y reciprocidad o
bien sus contrarios, la agresividad, la competencia, la subordinación o la
dominación. Sus interacciones inmediatas son con la madre (y el padre),
la familia nuclear, la tribu o comunidad local, las amistades… hasta la
escuela, el empleo, la nación, el Estado o las redes sociales,
institucionales, económicas y comunicativas locales y del mundo. El
mito de Robinson Crusoe es eso, un mito, sobre la autosuficiencia del
individuo, al igual que la del individuo robotizado y aislado de la
sociedad.
Por otro lado, la opción por la autoridad grupal o colectiva de una
estructura social o de poder con sometimiento del individuo concreto o
la anulación de su autonomía y sus derechos ha sido y es una constante
en la historia de la humanidad, empezando por la familia patriarcal o la
subordinación al mandato de una divinidad o institución, funcional con
determinado grupo de poder.
La tradición judeocristiana (y musulmana) nos ha legado una visión
social y antropológica patriarcal y autoritaria: los humanos éramos
felices en el Paraíso, pero al rebelarnos frente a la autoridad (Dios),
fuimos desterrados y castigados a trabajar (y al infierno, hasta la venida
del Salvador); además, la culpable insidiosa de la desobediencia del
hombre (Adán) era la mujer (Eva), con una descendencia en conflicto
(un hijo bueno, Abel, y otro malo y asesino, Caín). La moraleja está
clara: Ante la agresividad humana (sus vicios) y el cuestionamiento de
la autoridad se genera desorden y perdición y solo cabe el sometimiento
a las tablas de la ley (de la autoridad divina, sus profetas y sus reyes).
Ya tenemos los componentes básicos que han secularizado y adaptado
las ciencias sociales (Maquiavelo, Hobbes) y el moderno psicoanálisis
(Freud, Lacan): las relaciones de poder y autoridad están impuestas a las
personas (malas), especialmente a las mujeres, para garantizar la

44
convivencia y la reproducción; o la otra cara de la moneda, los seres
humanos somos buenos (Rousseau y la doctrina pedagógica optimista) y
el poder (el Estado) es malo y hay que distanciarse, cambiarlo o
reducirlo.
Esta idea básica de sentido común, sobre el carácter constitutivo
doble del ser humano, tiene grandes implicaciones antropológicas,
psicológicas y sociopolíticas, en particular, para el tema de un
feminismo realista y crítico. Se enfrenta a dos corrientes de
pensamiento contrarias y dominantes en los últimos siglos. Por un
lado, al conservadurismo reaccionario y autoritario (y algunos
fanatismos nacionalistas y colectivistas), que somete la libertad
individual y constriñe su autorrealización personal en nombre de un
poder externo superior. Por otro lado, al individualismo liberal o
postmoderno que infravalora, desprecia o instrumentaliza sus vínculos
sociales, la solidaridad, el bien común o el contrato social, como
contrarios o engorrosos para su realización personal o sus intereses
individuales (o corporativos).
La individualización, la distinción e identidad individual respecto
del ‘otro’, es una gran conquista de la humanidad, en particular para las
mujeres y las personas dominadas o discriminadas por estructuras
autoritarias y sujetas a normas impuestas. Desde el espíritu prometeico
de la antigua Grecia que buscaba el control del propio destino de la
humanidad al margen del dictado de los dioses, pasando por el
humanismo renacentista y el moderno individualismo, el desarrollo y la
autonomía personal, así como los derechos y libertades individuales son
ejes fundamentales para la emancipación individual y colectiva.
Pero, como se ha expresado, los seres y grupos humanos son
ambivalentes y están conformados social e históricamente, y sus
interacciones y su sentido, dominador o emancipador, también. No
existe la persona ‘buena’ (antropológica, ética o psicológicamente) a la
que solo cabe su propio autodesarrollo y cuya pulsión (positiva) es la
autorrealización (el placer, la felicidad) o el reconocimiento (hegeliano).
En ese caso, los vínculos externos solo deberían ser facilitadores de ese

45
impulso. Es la visión del Paraíso (antes del pecado y la expulsión),
retomada por Rousseau y un parte de la Ilustración, así como por
algunas teorías psicopedagógicas optimistas (interaccionismo
simbólico). Al contrario, tampoco existe la persona ‘mala’ con el
obligado sometimiento a la autoridad (hobbesiana), como afirman las
doctrinas pesimistas conservadoras y autoritarias.
Igualmente, no existe el individuo mixto, con la combinación de
esos dos componentes esencialistas: un fuero interno (el alma) positivo
y una parte constitutiva del individuo construida por el poder negativo
(dominador), aunque sea de forma inacabada. Por tanto, no hay
esencialismo constitutivo o de origen (bueno), ni fatalismo determinista
por la modelación del poder (malo), ni un reparto ontológico de ambas
tendencias. La configuración humana depende de sus interacciones
sociales (y con la naturaleza) ambivalentes, contradictorias y
contextuales. Además, los vínculos sociales, las relaciones
interpersonales y la propia sociedad son más amplios, interactivos,
ambivalentes y diversos que las relaciones de poder, particularmente del
núcleo duro del poder estatal, bajo el control de élites dominantes. El
sentido de sus funciones y sus flujos respecto de las personas es diverso
y contingente. Por otra parte, existen distintos poderes económicos y
políticos, así como instituciones, legítimos e ilegítimos; algunos son
más opresivos o autoritarios, otros son neutros, y otros son soportes
públicos necesarios para la vida social, todavía más en sociedades
complejas. Los Estados modernos combinan las dos facetas:
dominación y funcionalidad; por tanto, su impacto en los individuos y,
lo más importante, la actitud normativa hacia ellos es diferente y
conviene no confundirlas: su necesidad y la colaboración adecuada, o su
carácter dominador y opresivo y la oposición emancipadora.
Por último, conviene precisar el fundamento ético doble y la
conversión realizada por el liberalismo económico en su pugna moral
contra las restricciones del Antiguo Régimen basadas en su supuesto
bien común (aristotélico) para la aristocracia, por un lado, y la economía
moral popular, por otro lado. Se refiere al lugar central del egoísmo

46
individual, el beneficio propio, como motor de sociabilidad y
crecimiento económico, para generar riqueza colectiva con apropiación
privada; es decir, desde Bernard Mandeville y Adam Smith, en el siglo
XVIII, el interés individual (vicio privado) generaría ganancias
(virtudes públicas) para la sociedad. Lo inicialmente malo, el
individualismo feroz, se convertiría en fundamento social positivo.
Queda legitimado así el orden social basado en los deseos egoístas y la
imposición práctica de la apropiación privada de los esfuerzos y
beneficios colectivos. Es la ética liberal, soporte cultural de la
desigualdad. La alternativa: una práctica social por la igualdad, la
libertad y la solidaridad.

1.6. Diversidad identitaria e interseccionalidad

La diversidad identitaria y su distinta combinación es un tema


complejo con gran importancia interpretativa y normativa,
particularmente, para la teoría feminista. Existe diversidad individual y
grupal respecto de los géneros, opciones sexuales y culturales, clases
sociales, naciones y civilizaciones, y también en el interior de estos. La
posición social de la persona, su experiencia relacional, su
comportamiento y su cultura forman parte e interactúan con su
conformación identitaria, su pertenencia colectiva y su subjetividad.
Todo ello, sin caer en el extremo del constructivismo subjetivista,
culturalista o voluntarista, es decir, idealista, al infravalorar los
condicionamientos de las estructuras económico-políticas y los

47
contextos sociohistóricos en los que actúan los seres humanos y los
diversos grupos sociales y de poder.
Las mujeres (las personas en general) no tienen solo una
identidad de género sino un conjunto de identidades que conforman
una suma de identidades parciales y cuya combinación,
implementación, reconocimiento (propio y externo) y
jerarquización interna se desarrolla según los momentos y
contextos. El concepto mujer no se define solo por su especificidad
diferenciada del hombre, ya sea en el plano biológico-sexual y de
capacidades reproductivas, en el del género (femenino) o sus funciones
y culturas (o estereotipos) diferentes de las de los hombres. El conjunto
se podría englobar en el concepto de identidad de género (femenino).
Pero ello no agota la realidad y la identidad de las mujeres, ya que hay
que incorporar el resto de las posiciones y relaciones sociales que
también forman parte de su situación e identidad, aunque algunas de
ellas sean comunes con las de los hombres. Esas otras identidades
(étnico-nacionales, de clase…) son inseparables de la identidad de
género en las mujeres concretas; o, dicho de otra forma, su identidad de
género interacciona con ellas formando su identidad de mujer (o
persona).
Hay que superar un debate convencional sobre la polarización,
muchas veces mal planteada, entre la ‘especificidad’ de las mujeres y la
‘genericidad’ de ellas como personas, en que esto último, lo común, no
se considera ‘propio’ sino ajeno o impuro, contaminado por los
hombres. La identidad de género se suele construir sobre lo primero,
pero queda pendiente integrar en la identidad de las mujeres esa otra
parte de su vida, bien con una actitud flexible del significado de
identidad de género, bien con la simbiosis o interacción de otras
identidades de las mujeres mismas (étnico-nacionales, de clase…). Así,
esa otra realidad e identidad, aunque sea similar o compartida con los
hombres no por ello es menos suya. La cuestión tiene un impacto
sociopolítico inmediato.

48
Respecto de los colectivos LGTBIQ+, en la medida que comparten
con el feminismo la oposición a la heteronormatividad impuesta y la
rigidez de la separación en dos géneros exclusivos, como dice Judith
Butler (Deshacer el género), hay campos comunes. Más controversias
existen para salvaguardar la autonomía feminista en relación con las
dinámicas compartidas o solidarias y su relación con otros sectores
oprimidos y sus trayectorias reivindicativas, en particular los derivados
de la raza u origen étnico-nacional, por no citar los clásicos de la
relación con el resto de los movimientos sociales, las clases trabajadoras
o la izquierda política. Todo ello vuelve bajo el paraguas de la
cooperación, las estrategias compartidas y la interseccionalidad. Pero
aquí se aborda solo un aspecto particular.

¿La igualdad entre mujeres no es igualdad de género?

El interrogante es: ¿La defensa de la identidad de género lleva solo a


superar la desigualdad de género, es decir, a conseguir un estatus igual
con los varones de su misma categoría social y deja al margen la
desigualdad entre las propias mujeres? Si es así, ese feminismo sería
insuficiente, sobre todo, para las mujeres más subordinadas en distintas
esferas.
Por ejemplo, según datos de la encuesta 40db (El País, 4/03/2019) el
objetivo de la lucha feminista más mayoritario (53,3%) es Eliminar el
techo de cristal (los obstáculos para el ascenso profesional de la mujer)
—los siguientes son: Aumentar y visibilizar la lucha contra la violencia
de género (52,3%), Empoderar a la mujer frente al acoso y las
agresiones sexuales (41%), Romper con los estereotipos de género
(40,8%) y División igualitaria del trabajo doméstico (35,5%)—. Pues
bien, precisado el sentido de la pregunta referida a conseguir el ascenso
profesional en paridad con los varones no tiene mucho problema,
favorece a ‘todas’ las mujeres y es transversal; refleja el gran apoyo
cívico por la igualdad de género, modificando la situación de desventaja
o discriminación de las mujeres respecto de los hombres.

49
Pero conviene precisar dos matizaciones importantes dada la
estratificación de la sociedad y, por tanto, de la posición de los hombres
a la que se quiere igualar la de las mujeres: una, su insuficiencia para las
mujeres precarizadas o subordinadas (también en relación con el origen
étnico-nacional), cuyo objetivo se podría expresar mejor como
despegarse del ‘suelo pegajoso’; dos, la pertenencia paritaria de una
élite femenina en el grupo de poder tiene elementos contraproducentes
para la igualdad entre mujeres y la propia emancipación del conjunto de
ellas.
Por un lado, millones de mujeres, en su mayoría jóvenes, ¿se tienen
que conformar con un estatus de precariedad, subordinación y
explotación laboral igual que la padecen la mayoría de los hombres,
sobre todo jóvenes y minorías étnico-nacionales? ¿Es suficiente
conseguir similar trayectoria precaria que la de sus colegas varones? La
gran reafirmación feminista de las mujeres jóvenes demuestra que no se
conforman con esa perspectiva limitada. Quieren más mejoras para sus
trayectorias sociolaborales, mayor igualdad global.
Si se refiere al acceso femenino a las capas medias o al empleo
cualificado ese horizonte de igualdad de género es algo más completo y
estimulante, al contar con mayor reconocimiento y estabilidad
profesional previos.
Ahora bien, en la tercera situación, la de la pertenencia al bloque de
poder, ese objetivo también se refiere al acceso de las mujeres de la élite
a ese poder establecido (institucional y económico); es decir, en las
élites dominantes, aunque sean mixtas, existe una infrarrepresentación
femenina y se pide una paridad en su composición personal. Ello es
positivo y se corrige una discriminación por razón de sexo-género;
incluso se puede valorar el efecto simbólico y de arrastre para el resto
de las mujeres que puede tener esa victoria (muy significativa entre
famosas o lideresas en el ámbito político, económico o cultural). Esa
perspectiva con una visión neutra de las jerarquías institucionales es
atractiva por el tirón de la movilidad ascendente deseada. Pero, desde
una interpretación del conflicto social o del antagonismo (sea de

50
oligarquía/pueblo o élites dominantes/clases trabajadoras), resulta que el
bloque de poder actual de carácter neoliberal y regresivo y con
tendencias autoritarias es el causante, entre otras cosas, de la
consolidación de la precariedad, la desigualdad social y el recorte de
derechos sociales y laborales que afectan a millones de mujeres (y
también varones).
Ese grupo de poder (capitalista) es también patriarcal, en la medida
que favorece e instrumentaliza la segmentación y división existente en
la sociedad y, específicamente, de las mujeres y entre las mujeres. O
sea, el objetivo de que el núcleo dominante, el llamado 1% de arriba (y
la colaboración del 20% superior), sea paritario y se rompa ese techo de
cristal que dificulta esa igualdad con los varones de la élite es positivo,
pero conlleva un elemento contraproducente: amplía la desigualdad
entre las mujeres (poderosas y populares) y corresponsabiliza a las élites
femeninas en el incremento de la desigualdad, la subordinación, el
empobrecimiento y la división con la mayoría de las mujeres (y el resto
de la sociedad), mientras las unifican con los intereses y demandas de
los hombres poderosos. La aparente solidaridad de género, con aspectos
comunes compartidos de discriminación y violencia machista, que deja
entrever la ambigüedad semántica de eliminar el techo de cristal
respecto de la cúpula del poder, deja paso a la polarización de intereses,
actitudes e identidades en la pugna por la igualdad social en sentido
amplio; o sea, en todas las facetas humanas de las mujeres, incluso su
desigualdad con las mujeres de la élite dominante. Por ello, el
feminismo del llamado 99% (o del 80% popular) no debe reducirse solo
a la igualdad de género, en sentido restrictivo, sino a la emancipación e
igualdad de las mujeres y su realidad vital multidimensional.

El enfoque de la interseccionalidad

El enfoque de la interseccionalidad ayuda a superar las rigideces o


unilateralidades de la separación analítica de distintas categorías
formales (precarias, blancas, emigrantes, europeas…). Su abstracción y

51
diferenciación entre sí y respecto de la realidad pueden servir para
analizar o clasificar aspectos o componentes específicos; pero sin
explicar su interacción e intersección no permiten valorar el conjunto de
las características de las mujeres concretas de un determinado grupo
social y los aspectos comunes que comparten o que les dividen frente a
otras mujeres y el resto de la realidad social y del poder. O sea, es
imprescindible una tarea interpretativa de la pertenencia múltiple a
distintas situaciones de opresión y/o privilegio, a sus conexiones
internas según qué ámbitos, que permita una comprehensión (que diría
Weber) del conjunto, desde sus interacciones y la evolución de sus
distintas combinaciones en el propio sujeto individual o colectivo.
Pero, para evitar quedarse en una simple constatación atemporal o
formalista de la existencia de la diversidad y de la multiplicidad de
opresiones e identidades y su suma mecánica, hay que dar un paso
analítico e interpretativo que explique la situación concreta de las
mujeres (y cada grupo social). Y, sobre todo, que valore su dinámica
social, su práctica relacional y su comportamiento sociopolítico. Es
decir, su desarrollo práctico, su experiencia y su interpretación son
variados y, al mismo tiempo, están focalizados o han priorizado unos
aspectos y no otros, según qué coyunturas, oportunidades y
aspiraciones.
Por tanto, se debe explicar su posición global de
subordinación/dominación, según qué contextos, y cómo se conforma su
identidad de identidades y su adaptabilidad e implementación concreta.
En consecuencia, una visión interseccional e interactiva de la diversidad
y las polarizaciones (dialéctica) facilita el análisis de la variada y
compleja articulación de sus procesos de identificación, con sus
conexiones y, sobre todo, permite explicar mejor los ejes de su selectiva
y adecuada actuación y las ‘luchas de fronteras’:
producción/reproducción, origen étnico-nacional, relación
medioambiental… Es interesante la reflexión de Judith Butler sobre la
conveniencia de deshacer los géneros, para hacer frente a la
diferenciación esquemática o rígida de los sexos y opciones sexuales.

52
No obstante, me centro en el plano sociológico del papel social y
relacional de la diversidad, la intersección y lo común que construyen
identidad, frente a la idea esencialista del ‘ser mujer’, como elemento
compartido a partir de una base fija biológica o estructural.
Esa superación de la división esencialista identitaria hay que
aplicarla a la identidad de género, para darle un sentido más amplio que
enlace con el conjunto de la problemática de las mujeres no solo con lo
que les diferencia de los hombres, sino de sus múltiples y diversas
opresiones y lo común (o intersección) entre ellas y el resto de los seres
humanos. De un feminismo de la diferencia, y sin desconsiderarla, se
amplía a un feminismo de la igualdad y lo común. La identidad
específica de género tiene muchos fundamentos relacionales, históricos
y civilizatorios. Lo que hay que eliminar es la relación de desigualdad y
desventaja, no necesariamente todos los aspectos de diferenciación
voluntaria no discriminatoria. En ese sentido, es una tarea identitaria
que recomponer en la medida que se avanza en el horizonte de la
igualdad y no expresa la profundidad de esa dicotomía desfavorable y la
acción por superarla. La identidad de género no desaparece, sino que
cambia su carácter y se ligaría más a una identidad cívica como ser
humano igual y libre.
Por tanto, la identidad de género (o ‘del’ género femenino) no
solo debería abordar la igualdad entre ambos géneros sino combatir
también la desigualdad entre mujeres y su problemática más
general en su especificidad femenina.
En resumen, la existencia de ese bloque de poder genera mayor
desigualdad y precarización para la mayoría de las mujeres. Por tanto,
aunque se mejore la participación femenina en el mismo y se conserven
componentes transversales comunes, al estar aquellas mujeres también
marginadas o en desventaja respecto de los valores y posiciones de los
varones de su grupo de poder, se abre una brecha de intereses, confianza
y solidaridad entre las mujeres. El feminismo y su cultura igualitaria se
debe generalizar con el apoyo preferencial a las mujeres vulnerables,
que son la mayoría de las capas populares. Sus demandas tienen más

53
que ver con superar el suelo pegajoso que en romper con los techos de
cristal de las élites que impiden su pertenencia paritaria en el poder. En
consecuencia, es necesario romper todos los techos de cristal, pero
especialmente los de los escalones bajos y medios que afectan a las
capas trabajadoras y profesionales. Y cuidar, como dice Nancy Fraser,
que los vidrios de los techos de cristal en torno al poder que rompen las
mujeres que aspiran a ser de la élite no les caigan encima y los tengan
que recoger las mujeres que limpian los suelos pegajosos.

1.7. Superar la identidad emocional

Las identidades no están constituidas solo por afectos y/o razones.


Particularmente, es así en la identidad de género, más aún si atendemos
a las mujeres concretas. Ello llevaría a una identidad ‘emocional’ o
‘racionalista’, ambas culturalistas. La identidad está constituida por el
carácter psicológico, cultural y social de un sujeto, su sentido de
pertenencia grupal y su reconocimiento. No solo deviene de la
subjetividad, componente fundamental del ser humano y su
emancipación, sino que expresa y está mediada por la relación social
concreta, por el comportamiento y la interacción, más o menos profunda
y prolongada, de individuos y grupos sociales; por las costumbres,
experiencias y aspiraciones comunes; por la cultura en sentido amplio,
no solo por ideas o sentimientos sino también por prácticas relacionales,
hábitos similares o complementarios y trayectorias compartidas.

54
La sedimentación histórica de todo ello, junto con la experiencia
social y los proyectos vitales en un contexto específico, conforman los
movimientos sociales, en particular el movimiento feminista, así como
los grandes sujetos colectivos y los procesos emancipatorios, nacionales
y civilizatorios. La identidad colectiva es inseparable del sujeto social,
de su práctica relacional, vivida, sentida y pensada. Los procesos de
identificación y pertenencia suponen reconocimiento de sí mismo y de
otros sujetos y, al mismo tiempo, diferenciación, cooperación y
competencia. La identidad colectiva, la pertenencia a un grupo social,
no necesariamente es excluyente, puede ser pluralista, integradora y
cooperativa; permite la convivencia y la colaboración en tareas y
proyectos comunes.

La insuficiencia de la dicotomía razón/pasión

La modernidad y el liberalismo no apuestan solo por el individuo


racional y libre sino también por sus pasiones y emociones,
especialmente en su versión nacionalista (o imperialista). Por tanto, su
alternativa no son solo los afectos, tal como afirman intelectuales
posmodernos. Esa idea del sentido alternativo de lo emocional y el
deseo no es válida ni en la fundación del liberalismo ni en el actual
neoliberalismo postmoderno que utiliza el consumismo y la realización
del deseo posesivo como expresión y fuente de mercantilización y
ganancia capitalista.
El postmoderno Michel Foucault es el intelectual que más
ampliamente ha justificado los deseos como motor de la vida y
expresión del poder. Tiene una amplia influencia en el pensamiento
feminista que conviene evaluar desde un enfoque crítico y realista,
todavía más ante la relevancia actual del movimiento feminista y su
acción igualitaria-emancipadora.
Me centraré en este autor, enmarcándolo en las corrientes
ideológico-políticas más generales. Si, como dice, los deseos son la base
de la política, pero están construidos por el poder ¿no es una

55
contradicción esperar que el desarrollo de esos deseos sea la base de la
liberación propia y el autorreconocimiento? Con ese determinismo
político-institucional se cerraría un círculo fatalista de la impotencia
transformadora, ya que no habría arraigo o encaje con la sociedad, con
las relaciones sociales reales y su cambio práctico a través de la
interacción sociopolítica y cultural.
Esa relación deseo / poder puede servir para el tratamiento
psicoanalítico particular, siempre que el analista tenga unos criterios
interpretativos realistas y la comprensión de una dirección liberadora
adecuada. Pero en términos sociológicos, más complejos y con una
interacción multidimensional y a distintos niveles y grupos sociales, la
debilidad analítica, estratégica y normativa que produce esa
unilateralidad del enfoque emocional genera más incapacidad
transformadora.
Sobre todo, en su aplicación al campo político genera confusión
analítica y, especialmente, estratégica y de alianzas para el cambio de
progreso y la vertebración y gestión del poder institucional. ¿El
desarrollo de los deseos de la gente (o demandas, aun con la politización
o la articulación por una élite discursiva, según Laclau), es lo que
conforma la estrategia democratizadora, emancipadora e igualitaria de
la mayoría subalterna? ¿Los campos de alianzas se establecen, por un
lado, en el bloque llamado populista, basados en los ‘deseos’ del pueblo
y, por otro lado, en el bloque llamado tradicional, supuestamente basado
en ‘razones’ de la oligarquía? ¿El campo común compartido de los
afectos como eje central es el que debe compartir el populismo de
izquierda, junto con el feminismo emocional y la extrema derecha
pasional? ¿Y no comparten ese factor emocional con el neoliberalismo?
La respuesta es que lo emocional o la simple expresión de los
deseos, en abstracto o de forma espontánea, no es un indicador
suficiente para definir una estrategia política emancipadora o una
actitud de progreso ante el poder establecido sobre las que establecer
objetivos y alianzas. Es una insuficiencia del pensamiento postmoderno,
compartida por la ambigüedad sustantiva del enfoque populista. Hay

56
que precisar el sentido de cada emoción, su vinculación con
determinada racionalidad y su funcionalidad contextual e histórica
según la posición social y el proyecto de sociedad de la gente que la
encarna.
Por tanto, la identificación basada prioritariamente en los deseos no
necesariamente facilita la igualdad, ni expresa el campo común o la
intersección de las diversas identidades en la conformación de sujetos
colectivos con el objetivo de la emancipación popular y humana. Falta
clarificar una característica clave de su contenido sustantivo: Qué afecto
o emoción; qué razón o discurso, y como se combinan ambos. Y para
definirlos solo caben dos caminos complementarios: Uno, el de la
realidad relacional a cambiar con un proyecto social; dos, el de la
actitud ética global o universalista, basada en los grandes valores
(republicanos o democráticos) de igualdad, libertad y solidaridad. De
ahí se construye la práctica social y la subjetividad, ambas componentes
de una renovada identidad o pertenencia colectiva multidimensional
para un proceso emancipador.
El deseo, la emoción, los afectos o la pasión, y también la razón,
las ideas y las aspiraciones, son ambivalentes en su sentido ético,
pueden ser buenos y/o malos. Igualmente, en su sentido político:
democrático-igualitarios y emancipadores-solidarios o autoritarios-
desiguales-segregadores. Son conceptos abstractos que definen una
actividad humana. Pero su carácter y su sentido lo adquieren según la
posición social, la práctica relacional y el proyecto concreto de la
persona o fuerza social que los encarna; es decir, según su configuración
como sujeto colectivo de acuerdo con el contexto y su vinculación a una
ética universalista: derechos humanos, democracia, justicia social.
Un concepto clave de esta interacción entre identidad y sujeto es la
‘experiencia’ vivida e interpretada (E. P. Thompson) en el que se
incluye la situación y la relación social de la gente, con sus necesidades,
agravios y desigualdades, así como su respuesta práctica, su actitud y su
comportamiento mediados por la cultura acumulada y el sentido de la
justicia, junto con el contexto, los condicionamientos estructurales e

57
institucionales, los equilibrios entre fuerzas sociales y los impedimentos
y las oportunidades de cambio.
La pugna entre los dos enfoques, por una parte, el racional (o
moderno) y, por otra parte, el emocional (o postmoderno) hunde sus
raíces en polarizaciones clásicas en el interior del liberalismo y la
modernidad, empezando por el racionalismo francés (Descartes) frente
al empirismo británico (Hume), hasta la contienda entre la Ilustración
francesa (republicana-estatista-racionalista) frente a la alemana
(nacional-romántica); en el siglo XIX continuó la pelea del positivismo
liberal contra el romanticismo emotivo. En el plano nacional la pugna se
estableció entre el estatismo hegemónico (y el imperialismo o el actual
europeísmo dominante), con la justificación racional, jurídica y política
cosmopolita o universalista, y el nacionalismo subalterno (o
soberanismo proteccionista), con su legitimidad mitológica, cultural y
sentimental de carácter particularista. Por último, ya en el siglo XX la
tensión se establece entre la modernidad, hegemonizada por la
racionalidad liberal, frente a la posmodernidad pasional, el
estructuralismo determinista frente al posestructuralismo subjetivista.
Esa dicotomía razón/pasión tampoco expresa bien los ejes y las
tendencias del conflicto sociopolítico entre las fuerzas democráticas e
igualitarias de progreso, con sus diversas razones y afectos, su arraigo
popular-nacional y su ética universalista, y las del poder establecido y
su dominación, junto con la deriva nacionalista y segregadora de
derecha extrema. También en el campo político, esa polarización es
insuficiente y acarrea desorientación analítica y estratégica.

Ambivalencia de las emociones (y las razones)

Ambas facetas de la subjetividad y su interacción son


imprescindibles, pero no en abstracto sino explicitando su sentido
igualitario-emancipador (o su contrario) según la realidad a la que se
enfrentan, el contexto, su trayectoria y su finalidad. Dicho de otra
forma, hay razones y existen emociones progresivas y regresivas,

58
democráticas y autoritarias, emancipadoras u opresivas y, éticamente,
buenas y malas. Su elección constituye un dilema moral y político
basado en la autonomía humana.
Una síntesis de esa falsa dicotomía razón/emoción ya la realizaron
los fundadores británicos del liberalismo hace más de dos siglos tras la
dura pugna cultural, moral, económica y política de los dos siglos
anteriores: el deseo y la imposición del beneficio propio con la fuerte
apropiación económica y de poder revestido de racionalidad económica
(la prosperidad pública), frente al bien común popular, por un lado, y los
privilegios del Antiguo Régimen reaccionario, por otro lado. Esa
combinación específica de esos tipos de razón, pasión y poder, aun con
conflictos y grietas, ha creado el capitalismo moderno, con sus Estados
y gobernanza, incluido dos guerras mundiales, la precarización y
desigualdad masivas y la insostenibilidad ambiental. Pero sigue
imparable, sin apenas frenos. Y en ello estamos, con la particularidad
del neoliberalismo financiarizado y posmoderno, de apariencia
individual más libre, emotivo y ‘deseante’, pero con mayor control y
subordinación ciudadana al poder establecido.
Por tanto, aunque esa pugna pasión/razón tiene múltiples aspectos
parciales de interés y hay que valorarlos según cada contexto histórico y
el sentido y el proyecto de cada fuerza social que los encarna, hay que
superar ambos enfoques unilaterales. Se deben recoger los componentes
positivos de ambas facetas y tradiciones: romántico-
sentimental/racionalismo ilustrado. Especialmente, cuando han estado
compartidas por expresiones populares y las experiencias de las
mayorías ciudadanas en los conflictos democrático-igualitarios: la
importancia de los valores democráticos y republicanos en el mundo de
la vida, la interculturalidad y la articulación institucional y convivencial,
así como la de una subjetividad realista, crítica, solidaria y cooperativa.
En particular, el republicanismo, la tradición democrática más
avanzada, es insuficiente por la dimensión formalista que le suele dar a
la igualdad, debiendo ser más sustantiva y real respecto de todas las
estructuras de dominación, no solo económicas sino también sociales y

59
patriarcales de subordinación real; y además tiene un componente
estatista, en su versión jacobina, centralizador en lo nacional y no
demasiado pluralista.
También existen tradiciones positivas en distintos movimientos
populares y en otras corrientes progresistas o de izquierda democrática,
con la necesidad de su conveniente renovación y adaptación y la
superación de sus inclinaciones socioliberales y burocrático-autoritarias.
El acento principal, no obstante, debe estar en la elaboración de un
renovado pensamiento crítico y realista vinculado a esos objetivos
transformadores igualitarios-emancipadores y la sostenibilidad
medioambiental del planeta.

Subjetividad y fuerza social

Entre las izquierdas se suele hacer un paralelismo sobre la relación


entre subjetividad y relaciones sociales y económicas bajo la pugna y el
ascenso de la burguesía frente al Antiguo Régimen y los retos actuales
de las capas democrático-populares y feministas frente al bloque de
poder dominante. La diferencia sustancial de los dos procesos es la
distinta especificidad del poder y el carácter de la fuerza social
emergente. Esa tradición moderna valora, adecuadamente, que durante
varios siglos, en el desarrollo del capitalismo, la penetración burguesa
en las instituciones y el cambio social y cultural se establecía desde
dentro de la propia economía, con nuevas relaciones mercantiles y
productivas, cuyo control le facilitaban nuevas estructuras de poder
estructural. La lucha político-cultural o la voluntad general eran más
fáciles de conformar para el cambio político.
Sin embargo, hoy día, en esta fase neoliberal y globalizada, el
control económico e institucional del bloque de poder establecido, a
pesar de la participación popular y la regulación democrática, es mucho
mayor. Las fuerzas emergentes progresivas no pueden asentarse en
grandes estructuras económicas e instituciones propias decisivas,
autónomas del poder económico y estatal. El llamado tercer sector, el

60
cooperativismo o la cogestión son muy limitados, frágiles y
dependientes. La gestión político-institucional alternativa es más
dificultosa y limitada. El riesgo de repetir esquemas y caer en el
idealismo es más fácil.
Así, las capas dominadas, sin apenas relevante control económico y
político-institucional, tienen que profundizar en sus capacidades y
fortalezas: masividad y densidad de sus vínculos y prácticas
sociopolíticas con fuerte desarrollo democrático; es decir,
asociacionismo popular, participación pública, activación cívica o
contrapoder sociopolítico y en instituciones representativas. Eso es lo
que le proporciona la base para cierta estabilidad en la participación
popular y su representación social y política en las instituciones del
Estado o en el área pública de la economía, siempre en pugna con las
tendencias neoliberales, privatizadoras y monopolizadoras del poder.
Esa infravaloración de la activación democrática de la mayoría social y
la fragilidad del poder institucional de las izquierdas y fuerzas
alternativas si no se asienta en esa participación cívica masiva, junto con
la sobrevaloración de la capacidad transformadora de la simple gestión
institucional, es lo que no ha valorado suficientemente la
socialdemocracia de la tercera vía y el eurocomunismo del compromiso
histórico, ambos en crisis.
Por tanto, en esta fase, el ritmo del cambio político y el económico
es asimétrico. Como las fuerzas alternativas de progreso están en
condiciones de mayor desventaja posicional en las estructuras
económicas y de poder, les es más fundamental ese componente
sociopolítico ventajoso de su inserción democrática. Y la subjetividad
popular y su articulación cívica es todavía más importante, pero en la
medida que está enraizada en una fuerza social alternativa. Lo decisivo
para el cambio es construirla ya que está basada en una nueva dinámica
práctica de la gente progresiva o democrático-igualitaria-solidaria que
refuerza la propia subjetividad. Los discursos no tienen solo una función
instrumental; los valores cívicos y la cultura popular democrática y de

61
justicia social se enraízan en la experiencia relacional y las necesidades
sociales y dan soporte a la acción colectiva transformadora.
La pareja de objetivos convencionales, participar o controlar las
instituciones y construir la voluntad general por una élite, suele
infravalorar el aspecto principal: la conexión y activación democrática
masiva, a veces desconsiderada como movimiento social impotente o
instrumentalizada como electorado receptor para la legitimación de una
determinada élite representativa.
Habrá que volver al principio de realidad, a la práctica social, el
sentido de la justicia y la voluntad transformadora de la gente
subalterna. En todo caso, y vinculado a la debilidad de las fuerzas
alternativas de progreso, están los límites de una teoría crítica
democrático-igualitaria y emancipadora a desarrollar. Pero es mejor
valorar el problema que engañarse con falsas soluciones, apelando a
emociones sin definir.

La identidad colectiva es inseparable del sujeto social

La identidad, personal y grupal, es inseparable de la posición social


y su experiencia vital y relacional. Los procesos de identificación
colectiva, de pertenencia compartida a un grupo social diferenciado,
se vinculan con la conformación sociohistórica de los sujetos
sociales, siempre en interacción y recomposición.
Su configuración y su evolución no dependen solo de la
transformación de la subjetividad, las mentalidades y el deseo, sino de
la existencia de una voluntad de cambio, junto con el despliegue
continuado e interactivo de su práctica social: sociopolítica, económica,
cultural, étnico-nacional, de género-sexo. Se trata de superar, de forma
realista y multilateral, la dicotomía convencional entre sujeto/objeto o
bien necesidad/libertad, sin caer en determinismos ni en voluntarismos.
Por otro lado, la identidad es el resultado del pasado (y el presente)
de la persona, de sus vivencias y relaciones sociales; pero también
incorpora sus proyectos e ilusiones que modelan sus comportamientos

62
inmediatos. No tiene razón Sartre cuando afirma que la identidad es solo
expresión del pasado y que el futuro es libertad; aunque lo que somos
no nos determina, la identidad no es fija ni nos restringe, la vamos
cambiando y regula nuestra libertad de acción y pensamiento. Tampoco
es acertada la idea de que la identidad se construye hacia adelante, no
hacia atrás; se priorizaría el criterio hegeliano, supuestamente inscrito
en su ley histórica, del deseo o la aspiración a la plenitud humana
(autorrealización) como base de construcción identitaria. Parafraseando
a Simone de Beauvoir, la mujer se hace (por su relación social
experimentada, pensada y proyectada); no nace, pero tampoco depende
solo del futuro y sus ilusiones. Su identidad forma parte de su devenir
real y su interacción colectiva.
Además, todo individuo y grupo social tiene diversas identidades,
más o menos complementarias, desiguales en su importancia,
asimétricas en su combinación y jerarquía interna y variables en su
impacto expresivo en cada momento y circunstancia. O sea, se produce
una suma, equilibrio inestable o integración más o menos coherente de
sus identidades, con el despliegue de variadas representaciones,
subjetividades y funciones sociales. La identidad recoge los rasgos
psicológicos de un individuo o colectividad, pero también las
características posicionales y culturales que permiten el
autorreconocimiento y el reconocimiento de los demás; es decir, expresa
el sentido de pertenencia a un grupo social, hacia dentro y hacia fuera
del mismo. Esa actuación prolongada, compartida y reconocida
conforma el sujeto social.
Por último, la combinación de distintas identidades parciales, fuertes
o débiles, y la expresión de cada combinación de ellas en el tiempo, en
cada individuo y grupo social, ofrece unas características identitarias en
el sentido más concreto: étnico-nacionales, de sexo-género y clase
social, o de grupos específicos con distintas opciones y preferencias.
Pero están ligadas a una situación e identificación más general en dos
planos diferentes.

63
Uno, en la pertenencia sociopolítica a una comunidad política, desde
el punto de vista de sus derechos y deberes cívicos, independientemente
de sus características particulares: es el sentido de una ciudadanía
política compartida, que puede ser multinivel, local, nacional o estatal,
europea, mundial.
Otro, la pertenencia a la humanidad, a nuestra especie, como rasgo
común de las personas de todo el mundo, con unos derechos humanos
fundamentales compartidos por toda la población y una identificación
común como ser humano. Y, especialmente, en su ejercicio sociopolítico
y cultural según los contextos. No se trata solo de cierto cosmopolitismo
y un universalismo ético existente en todas las personas, sino que esos
componentes se integran también junto con los demás en la identidad y
el carácter del sujeto y pueden tener un mayor o menor impacto en su
carácter, su comportamiento y sus aspiraciones.
Por tanto, la combinación en cada individuo y grupo social de esa
multiplicidad identitaria, con el peso diferenciado de cada componente
según qué procesos, incluidos los más generales de la ciudadanía y la
pertenencia humana, ofrece un panorama no estrictamente fragmentado
de su identidad, como gran parte de las ciencias sociales asegura; ni
tampoco unificado, como otra parte afirma al intentar meter la realidad
diversa en supuestas categorías homogeneizadoras, insensibles a esa
diversidad. El conjunto de identidades asimétricas configura
distintas expresiones unitarias en (des)equilibrios diversos y en
transformación.
El concepto de interseccionalidad apunta a ese análisis, aunque hay
que evitar quedarse en una simple descripción o una constatación
formalista de la multiplicidad identitaria. Hay que comprender sus
interrelaciones internas para explicar su impacto normativo, relacional o
sociopolítico, es decir, su configuración como sujeto activo.
Mi interés es poner el acento en la capacidad articuladora,
conformadora o transformadora de los seres humanos y sus relaciones a
través de su experiencia vital, multidimensional e interactiva. La
sociedad es diversa. Las relaciones sociales, sin reducirlas a relaciones

64
de poder o de dominación, también son ambivalentes; el sentido político
o ético de las interacciones humanas expresa la pugna y la colaboración
de proyectos individuales y colectivos en procesos relacionales
multidimensionales y en diferentes niveles.
En definitiva, las grandes identidades tradicionales, especialmente
las derivadas de las relaciones machistas, la subordinación y
precarización popular y los reajustes étnico-nacionales, con sus
jerarquías valorativas, están en crisis y cambio. Hay una nueva pugna
por su nueva conformación, su interrelación interna y su papel: desde la
reacción defensiva y fanática de las anteriores identidades, a la
reafirmación en identidades parciales o fragmentadas. La construcción
de nuevas identidades y, sobre todo, de los nuevos equilibrios,
personales y grupales, de su heterogeneidad, es lenta e incierta y exige
realismo, reconocimiento, tolerancia, negociación, mestizaje y
convivencia; en resumen, respeto al pluralismo, capacidad integradora y
talante democrático.
Por tanto, hay que superar el pensamiento posmoderno,
fragmentario e individualista, así como la rigidez unificadora y
esencialista de algunas teorías modernas y premodernas, sean
asimilacionistas ante la diversidad o prepotentes respecto de las
minorías. En ese sentido, la identidad de género es fundamental para las
mujeres, como expresión de su situación específica de discriminación y
su demanda de igualdad y emancipación, a integrar con sus otras
identidades en una pertenencia diversa y conectada con una identidad
cívica, más general, democrático-igualitaria y solidaria.
En resumen, hay que superar la política basada en las emociones o
en la simple racionalidad abstracta y, en particular, también un
feminismo o una identidad de género solo emocional y/o solo racional.
La posición social y la experiencia relacional y cívica son
fundamentales; las condiciones, intereses, trayectorias y necesidades
sociales configuran un punto de partida para la emancipación. Los
sujetos colectivos, en particular el movimiento feminista, expresan una
particular combinación de emociones, razones, estatus social,

65
experiencia relacional y proyectos de vida. La igualdad, la libertad y la
solidaridad siguen siendo referencias universalistas y transformadoras.

66
2. FEMINISMOS, INTERSECCIONALIDAD E
IDENTIFICACIONES

2.1. El nuevo progresismo de izquierdas

El perfil mayoritario de la base social y electoral de las fuerzas del


cambio de progreso es el siguiente: Joven, urbano, de clase
trabajadora y estudios medios, con cultura política progresista,
feminista, ecologista y de izquierdas. Algunos de estos rasgos rompen
o matizan cierto estereotipo sobre el electorado de Unidas Podemos y
sus convergencias y aliados. Tiene unas diferencias significativas con
los del conjunto de la sociedad y, en particular, los del Partido
Socialista, la otra formación caracterizada de izquierdas o progresista y
que, conjuntamente, van a gobernar España con un proyecto
compartido.
El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) realiza los estudios
demoscópicos más amplios sobre la realidad social y electoral. Sus
sucesivos Barómetros aportan muchas claves para conocer la sociedad
española. En particular, el último Estudio 3267 (Barómetro de

67
noviembre de 2019) ofrece un Avance de resultados según la opción
electoral por variables sociodemográficas (edad, sexo y clase social) e
ideología política: izquierda / derecha, o bien progresista / liberal /
conservador / socialista, así como nacionalista, ecologista y feminista.
Como se sabe, los grandes bloques político-ideológicos de las
derechas, las izquierdas y los nacionalismos se han mantenido con
algunos ajustes respecto de los resultados electorales de abril. El
aspecto principal que permite la gobernabilidad, una vez fracasada
la opción de un gobierno socialista en solitario, junto con la
dificultad de la operación de gran centro o la colaboración del PP
con el PSOE, es la persistencia de una mayoría parlamentaria
progresista, con ventaja sobre las derechas: un gobierno compartido
de progreso entre Partido Socialista y Unidas Podemos (y sus aliados),
con el apoyo de otros grupos políticos colaboradores (PNV…) y la
necesaria abstención de ERC.
Comienza un nuevo ciclo político cuyos retos principales,
vigentes ya desde hace una década y desde una óptica progresiva,
son el avance en la justicia social y la igualdad, la democratización y
regeneración institucional y la regulación del conflicto territorial.
La pugna de fondo en el actual contexto europeo está entre las
tendencias regresivas o de involución, el mero continuismo con retoques
secundarios y la dinámica de cambio de progreso. Todo ello vinculado
al desgaste cívico de las élites gobernantes, con el agotamiento del
bipartidismo y un reequilibrio representativo en los campos progresista
y conservador, con diferencias sustantivas en su interior, que abre la vía
para una gestión institucional más plural y negociada y una nueva
polarización de bloques.
En ese sentido, es fundamental tener en cuenta la situación real de
desigualdad en la sociedad, dada la persistencia de la crisis social para
la mayoría. Además de las condiciones de vida de la población por
diferentes categorías hay que considerar su percepción y su actitud
política e ideológica. En definitiva, se trata de conocer las corrientes
sociopolíticas susceptibles de impulsar, avalar y apoyar una trayectoria

68
de cambio progresista e investigar la dinámica de legitimación cívica
del nuevo Gobierno y sus políticas públicas en la medida que acierten
con sus objetivos de progreso para la mayoría social y el país.
En un amplio Informe, basado en el estudio aludido del CIS y
publicado por Rebelión en dos partes (Ver primera parte y segunda
parte) hago un exhaustivo análisis: en la primera parte expongo las
variables sociodemográficas de los diversos electorados —edad, sexo y
clase social—; en la segunda parte analizo sus características político-
ideológicas.
Así, detalla la particularidad de la base electoral de las fuerzas del
cambio y la compara con la del Partido Socialista, para interpretar las
bases sociales que pueden condicionar directamente la evolución
política y la gestión gubernamental y modificar las expectativas sociales
y la legitimidad de ambas formaciones.
Parto del enfoque social y realista de la sociología crítica para
valorar la interacción entre las condiciones materiales (nivel de ingresos
y estatus sociolaboral) de la gente, su percepción y su sentido de
pertenencia colectiva, así como su comportamiento político-electoral.
Desde una perspectiva sociohistórica e interactiva la cuestión es
explicar los procesos de identificación, normalmente múltiples y
mixtos y con distintos niveles de intensidad en cada momento, y su
vinculación con su actitud sociopolítica y su expresión sociocultural.

La formación sociohistórica y relacional de las bases sociales


progresistas

La realidad expuesta de la ideología política dominante en el


electorado del espacio del cambio es evidente. La mayoría combina
dos de las características siguientes: Progresista, feminista,
ecologista y socialista/socialdemócrata. Casi la totalidad se
considera de izquierdas y en torno a la mitad perteneciente a las
clases trabajadoras (y algo menos a las clases medias). Además,
según las variables sociodemográficas analizadas en la primera parte del

69
Informe, la base social de progreso es, sobre todo, joven, urbana, de
clase trabajadora y estudios medios.
Aquí expongo algunas interpretaciones sobre la cultura sociopolítica
de esta base social que apoya un cambio de progreso y su conformación
en el contexto de esta década. En primer lugar, hay que señalar el
reequilibrio entre cierta estabilidad a largo plazo de las dinámicas
político-ideológicas básicas (liberal-conservadoras, socialistas…) con la
nueva resignificación y ampliación de otras tendencias más
nuevas/viejas (progresismo, feminismo y ecologismo…). En segundo
lugar, persiste la generalizada percepción y auto ubicación de
izquierdas, cuya dimensión se amplía, especialmente entre la gente
joven; pero es compatible con otras identificaciones, dando lugar a
identificaciones múltiples, con combinaciones diversas y cuya
expresión depende del contexto y momento. Queda sin profundizar la
trayectoria del nacionalismo, en su polarización, por un lado el
periférico, particularmente del independentismo catalán, y por otro lado,
el españolismo excluyente, que no estudia el CIS; ello frente a una
realidad plural con componentes identitarios diversos y mixtos.
Por tanto, en esta última década de convulsiones relevantes, se han
producido transformaciones y refuerzos de algunos rasgos significativos
en la cultura y actitudes de la sociedad, especialmente de las
generaciones jóvenes, al mismo tiempo que cambios significativos en la
configuración de la clase política y su apoyo representativo. La tesis que
mantengo, y he comprobado en diversas investigaciones y escrito en
varios libros, es doble y afecta, sobre todo, a la reconfiguración y
reequilibrio de las dos tendencias principales del campo progresista o de
izquierdas, el Partido Socialista y las fuerzas del cambio de progreso
(Unidas Podemos y sus aliados).
Primero, el desarrollo inicial de la desafección popular-
progresista respecto de la cúpula socialista. La brecha conlleva una
doble dinámica. Por un lado, se produce un desplazamiento de la cúpula
gubernamental socialista hacia la derecha: su gestión neoliberal de la
crisis socioeconómica con dinámicas autoritarias y regresivas (años

70
2010/11) y, tras su derrota y desconcierto, su posterior apoyo a la
normalización institucional bajo la gobernabilidad del PP (años
2016/17). Ello conlleva un amplio distanciamiento de la mitad (cinco
millones) de su base social, así como una profunda crisis estratégica y
discursiva. Llega hasta el intento refundador del sanchismo, no exento
de vacilaciones y ambivalencias, y la victoria del bloque progresista de
la moción de censura contra el Gobierno de Rajoy. Y prosigue hasta el
actual acuerdo gubernamental de progreso, tras el fracaso de la
operación gran centro y de colaboración de las derechas, con la victoria
electoral relativa socialista y la resiliencia de UP y sus convergencias.
Al mismo tiempo, durante el primer lustro (2010/14) se genera una
reafirmación democrático-progresista en gran parte de la sociedad tras
valores igualitarios y de justicia social, así como demandas
democratizadoras y de progreso real. Ese proceso de formación de una
corriente crítica contra el bipartidismo y las élites gobernantes culmina
con su activación electoral (2015/16) hacia una nueva representación
más acorde con su tradición y experiencia político-ideológica
democrática. Está basada en un progresismo de izquierdas en la que
muchos incluían una cultura socialista, o bien feminista y ecologista.
Tiene un trasfondo de valores ilustrados y republicanos (igualitarios,
solidarios y de no dominación), y conforma un nuevo conglomerado
cultural progresivo.
Segundo, lo que ha cambiado no ha sido tanto la posición
político-ideológica de esa base social de progreso sino la
readecuación al contexto y la reafirmación de la cultura existente
(democrático-igualitaria). La diferencia son sus implicaciones
prácticas. Se ha convertido en actitud consistente de rechazo a la
involución social, económica e institucional (recortes sociales,
prepotencia, corrupción) junto con demandas progresivas (derechos
sociales y laborales, protección pública, regeneración y democratización
institucional…).
El llamado movimiento 15-M, con todas las protestas sociales de ese
ciclo y su legitimidad ante dos tercios de la población, se inició ante el

71
giro derechista de la gestión de la élite gobernante socialista, y se
reafirmó ante la dureza regresiva del gobierno liberal-conservador del
Partido Popular frente a la crisis socioeconómica, su importante
corrupción política y su autoritarismo institucional. La demanda de esa
tendencia cívica era (y es) mayor democracia y justicia social, con
valores clásicos de igualdad y libertad actualizados. Más tarde, esa
corriente sociopolítica se consolidó institucionalmente con la
configuración del llamado espacio del cambio de progreso, con una
actitud transformadora real. Alcanzó (2015/16) la conformación casi
paritaria de las dos fuerzas progresistas, Unidas Podemos y sus aliados y
convergencias y el Partido Socialista… hasta que éste ha roto esa
relativa paridad en las distintas elecciones de 2019 y ha reforzado su
prevalencia en el momento actual.
Por tanto, los cambios relevantes han sido en los dos planos: uno,
la reafirmación relacional y práctica (no la radicalización) de los
valores éticos y democráticos existentes, a través de la activación
cívica y la participación política de esa amplia actitud popular
transformadora, igualitaria-democrática; dos, la articulación sobre
esa base social de progreso de una nueva representación político-
institucional diferenciada de la cúpula socialista (y superadora de la
de IU).
En definitiva, hay una combinación de dos procesos: por un lado,
cierta renovación en la definición y vivencia político-ideológica de
amplios sectores sociales críticos, expresada por el progresismo
ecologista y feminista de una base social alternativa; por otro lado, una
continuidad en los valores igualitarios y democráticos de fondo. Su
traducción práctica es la reafirmación experiencial y de polarización
sociopolítica frente a las dinámicas regresivas, prepotentes y
reaccionarias, así como la crítica de las élites gobernantes anteriores y el
apoyo a su recomposición.
Al mismo tiempo, e interactuando con ello, existe una ruptura en el
sistema político representativo del bipartidismo gobernante, con un
reequilibrio entre el Partido Socialista (tras la relativa renovación del

72
sanchismo y con posición de ventaja) y las fuerzas del cambio de
progreso (Unidas Podemos y sus aliados, incluido Más País y
Compromís), aun con sus debilidades y fracturas.
Lo que parece existir es un sector (al menos dos millones de
votantes) de vasos comunicantes entre los dos campos progresistas
principales, a veces, mediando la abstención. O sea, en las elecciones de
este año, 2019, el PSOE se ha ensanchado a costa del electorado
anteriormente votante de UP y sus convergencias, produciéndose su
cierto debilitamiento y división, contrapesado por su papel institucional
determinante.
Así, tercero, no hay una gran radicalización global de las mayorías
sociales derecha/izquierda, en particular de las anteriores bases de los
dos partidos gobernantes sino que, ante las frustraciones por su
respectiva gestión, partes distintas de ellas buscan otros procesos y
discursos legitimadores, han decidido recomponer su representación
institucional y se han dividido por su derecha (Vox), su izquierda (UP) y
por el centro (C’s) —regenerador y al no cumplir su proyecto, en crisis
—. Se ha fragmentado y polarizado su expresión pública, con
nuevos bloques políticos.

Un nuevo progresismo crítico y democrático, base popular del


cambio

Por tanto, aun contando con un ligero desplazamiento hacia la


izquierda, lo más significativo es que una parte relevante del
electorado, sobre todo nueva y joven, se ha reafirmado y activado
en sus valores de progresismo crítico y democrático. Supone un gran
cambio de actitud y experiencia masiva y cívica de cierta polarización
sociopolítica progresiva. Es lo que el poder establecido y sus aparatos
mediáticos pretenden cerrar desde hace una década mediante una
normalización institucional con un nuevo bipartidismo renovado.
Afecta, a pesar de todo tipo de dificultades puestas por los
poderosos, a la persistencia de una actitud subjetiva transformadora (sí

73
se puede) y a una disponibilidad participativa más circunscrita al campo
político-electoral, aunque con algunos procesos movilizadores masivos
y cívicos. Es el gran ejemplo, en estos tres años, del movimiento
feminista contra la violencia machista y por la igualdad. Finalmente, se
mantiene un electorado firme que apoya una nueva representación más
acorde con sus propias actitudes democráticas y de progreso. Aparte
quedan el independentismo catalán y el reaccionarismo de la
ultraderecha, con otras implicaciones que no trato.
En definitiva, no habría necesariamente una radicalización político-
ideológica hacia la izquierda, para la que se tendrían que dar otros
procesos participativos más profundos, consistentes y duraderos
(también en Europa) frente al poder establecido. Lo que sí existe en el
campo progresista o de izquierdas es una amplia percepción de que
sus anteriores élites representativas (socialistas) habían abandonado
esos criterios de justicia social y democracia de la socialdemocracia
clásica y que tienen grandes dificultades para su renovación y su
diferenciación de los núcleos de poder.
Es el hueco de orfandad institucional que pretendió ocupar Unidas
Podemos y sus convergencias, que parece tocó techo -de momento- en
2016. Mientras tanto, el sanchismo ha implementado el giro de la
dirección del PSOE hacia la izquierda, la retórica ‘socialista’ y
plurinacional, para distanciarse de las derechas y volver a reencontrarse
en ese espacio social del progresismo de izquierdas. Supone la disputa a
UP de una parte significativa de ese electorado mixto, que continúa en
las nuevas condiciones unitarias, y sin que haya tenido éxito la
configuración de una tercera representación intermedia.
Los desafíos estratégicos y políticos para las fuerzas del cambio,
así como el reto de su propia configuración organizativa, teórica y
de liderazgo, son impresionantes. Comienza un nuevo ciclo político e
institucional, en el marco de la continuidad de una grave crisis social
para la mayoría popular y con las imprescindibles agendas
transformadoras, social y democrática. Del acierto de su gestión y sus
relaciones con el Partido Socialista, así como de su capacidad de

74
articular a una parte relevante de la sociedad, junto con la activación
cívica, van a depender los equilibrios representativos de ambas fuerzas
y el futuro del cambio real de progreso.

2.2. Activación feminista

En los últimos años se ha producido una reactivación de las


movilizaciones feministas. Especialmente en España, con un particular
contexto sociopolítico, económico y cultural, han tenido una gran
participación de mujeres, sobre todo, jóvenes y han contado con un
masivo apoyo popular y una gran legitimidad cívica. Dos han sido los
grandes ejes de su contenido reivindicativo y de denuncia: contra la
violencia machista y frente a la precariedad y la discriminación respecto
de sus trayectorias laborales y vitales.
Desde la sociología sobre los movimientos sociales se explica que
los amplios procesos participativos reúnen varias condiciones básicas:
una situación de subordinación percibida como injusta que conforma
una motivación colectiva de cambio social, cuyo alcance está mediado
por la gestión de mayor o menor bloqueo de las instituciones y sus
políticas y la presencia de actores significativos. El interrogante es qué
factores explicativos permiten clarificar este proceso en el momento
actual, su orientación sociopolítica y cultural, así como cuál es su
alcance, sus perspectivas de continuidad y su impacto sociopolítico e
institucional. Para responder es necesaria una profundización crítica de
sus características, sus causas y el sentido de esta activación feminista.

75
Una participación masiva, democrático-igualitaria

Esas grandes manifestaciones y huelgas (laborales, de consumo y


cuidados) se han realizado en fechas simbólicas como el 8 de marzo, día
Internacional de las mujeres (trabajadoras). Igualmente, se han
producido movilizaciones masivas el 25 de noviembre, día contra la
violencia hacia las mujeres, o bien por acontecimientos de gran
repercusión mediática y expresión de indignación feminista, como ante
los hechos y la sentencia a la ‘manada’ violadora. Además, han estado
acompañadas de múltiples iniciativas y actividades descentralizadas.
No han sido solo reactivas ante el evidente impacto de las
agresiones machistas, las brechas laborales, la desigualdad en
estructuras sociales y familiares, los estereotipos de género y la
deficiente protección pública. Han sido propositivas en la exigencia de
derechos y transformaciones sociales; pero, sobre todo, han tenido un
gran componente expresivo: reforzamiento de su reconocimiento y
empoderamiento personal y colectivo, de defensa de su libertad y
autonomía; y, al mismo tiempo, de impulso democrático, igualitario y
de solidaridad (sororidad).
Además, los valores de libertad e igualdad han fundamentado esa
actitud progresista. La amplia conciencia sobre el carácter injusto de su
discriminación y sus desventajas, derivada de la reafirmación de su
cultura democrática, ha sido un motor cívico y masivo para exigir sus
demandas de cambio feminista. Y ha participado una parte de varones
solidarios con su causa liberadora.
Todo ello indica, claramente, una dinámica transformadora
igualitaria y emancipadora, que replantea las relaciones de
discriminación y dominio patriarcal, afianza un proceso participativo y
de pertenencia colectiva y genera una identificación feminista. O sea,
desde una experiencia compartida y una actitud, personal y colectiva, de
cambio real de esas relaciones sociales desiguales, se ha ido formando y
reconfigurando el sujeto sociopolítico llamado movimiento feminista.

76
El peso dominante, simbólico, mediático y de gestión práctica, en la
etapa anterior de relativa fragmentación del asociacionismo feminista,
había pasado hacia el predominio de la actividad institucional o para-
institucional (incluido la académica). En estos años ha recuperado
protagonismo la acción colectiva de las propias mujeres, no solo en las
grandes movilizaciones sino en una amplia y diversa articulación de
iniciativas en centros de estudio y trabajo y múltiples y variadas
actividades asociativas, culturales y de apoyo mutuo.
No obstante, este proceso es complejo. Aparte del reaccionarismo
machista y derechista, en el campo progresista existen diversos
feminismos. Supone un debate por la prevalencia de los contenidos de
su orientación global y las características y legitimidad de sus
representaciones sociales, no siempre exento de nuevos y minoritarios
fanatismos antipluralistas y pugnas sectarias.

Las dos tendencias principales del movimiento feminista

Ya me he referido al sentido igualitario y participativo de esta nueva


etapa (ola) feminista. Ahora, señalo un aspecto específico que refuerza
esos rasgos y delimita, a mi parecer, las dos tendencias principales,
contrapuestas y/o complementarias, del movimiento feminista, aun
dentro de unos discursos formalmente antidiscriminatorios e igualitarios
y la pluralidad de justificaciones: una dinámica transformadora, real y
efectiva, que exige cambios sustantivos e inmediatos, en particular en
esos dos grandes ejes, por la igualdad y por la libertad sexual y contra la
violencia machista; otra dinámica retórica y adaptativa, con cambios
formalistas, emplazamientos de temas secundarios o desvíos
demagógicos y contraproducentes como la alternativa punitivista, de
intentar resolverlo todo con mayor dureza del código penal.
Afecta al prestigio y la legitimidad, por una parte, de la acción
institucional y la élite gobernante en esta larga década pasada, y, por
otra parte, a la nueva (y vieja) generación de activistas feministas, con
muchas interacciones intermedias y mixtas. Por tanto, es oportuno

77
profundizar en sus características para dibujar, entre otras cosas, el
futuro de la activación feminista y la relación mutua con el nuevo
gobierno progresista de coalición, con su tarea pendiente.
La percepción ciudadana de las insuficiencias del entramado
legal e institucional, con la persistencia de una situación de
desventaja e indefensión, ha configurado una actitud reivindicativa
y crítica de muchas mujeres (y hombres) hacia los poderes
establecidos (gubernativo, empresarial y judicial).
En particular, hemos vivido la experiencia de los límites de las dos
grandes legislaciones aprobadas por el primer Gobierno socialista de
Rodríguez Zapatero, sobre las medidas de Protección integral contra la
violencia de género (2004) y la ley para la Igualdad efectiva de mujeres
y hombres (2007). Ambas han introducido algunas mejoras concretas,
han construido un positivo y ambivalente armazón institucional y de
subvención a organizaciones asistenciales y de acompañamiento y,
especialmente, han promovido una mayor sensibilización pública.
Distintas leyes, como la regulación del matrimonio igualitario
(2005), han abierto una ampliación de los derechos civiles, aunque
quedan muchas facetas por avanzar respecto de la diversidad sexual o
de los colectivos LGTBQ. E, igualmente, aspectos como la conciliación
de la vida personal y familiar, en la que se han aprobado recientemente
avances significativos sobre los permisos parentales, la generalización
de la escuela de 0 a tres años, el fortalecimiento de la atención pública a
la dependencia o la protección a la maternidad y el apoyo a las familias,
podemos decir, al menos, que siguen estancados y lejos de las garantías
y coberturas de otros países de nuestro entorno.
Pero, aparte de su escasa financiación y el limitado apoyo práctico
en distintos niveles de la Administración, después de más de una década
de su aplicación y en el contexto regresivo de las políticas públicas ante
la crisis social y económica, especialmente en la gestión gubernamental
de la derecha del PP, han demostrado su clara insuficiencia. En
particular, han fallado en los dos aspectos fundamentales que
anunciaban en sus títulos, su carácter de ‘protección integral’ e

78
‘igualdad efectiva’, que solo han servido para adjudicarles una
funcionalidad embellecida.
En el primer caso, no ha habido acción integral, y menos preventiva
y educativa, y sí un desarrollo unilateral punitivo con un refuerzo
autoritario del código penal y su aplicación sin apoyo suficiente a las
víctimas. En el segundo caso, no se ha avanzado en una igualdad real y
efectiva, la mayoría de las medidas han sido retóricas o se ha delegado
en una negociación colectiva relativamente impotente, dada la
prepotencia de la autoridad empresarial ampliada por las reformas
laborales con el consiguiente debilitamiento de la capacidad sindical y
del conjunto de personas trabajadoras. En ambas, se necesita un nuevo
impulso de cambio real.

Un feminismo crítico, inclusivo y transformador

Ante las insuficiencias de esa gestión institucional y la


persistencia de la gravedad discriminatoria, se ha reactivado la
acción colectiva feminista crítica. Está avalada por un sentido ético
de superación de esa desigualdad injusta, muy diversa, segmentada
e interseccional, pero que afecta en distintas proporciones a la
mayoría de las mujeres.
El movimiento feminista en España ha pasado por varias etapas,
tiene variadas corrientes y una gran diversidad ideológica y política. No
obstante, se ha constituido como una amplio y unitario movimiento
social, democrático y progresista, que temen las derechas reaccionarias
y los grupos conservadores por su impacto transformador. Tiene una
orientación igualitaria frente a los privilegios relacionales, con la
demanda de un reequilibrio de los papeles sociales tradicionales, entre
mujeres y varones, un cambio cultural, familiar y de estilos de vida y un
reajuste de las identificaciones personales y de género, de la
masculinidad y la feminidad.
Como movimiento social y cultural progresista conlleva la
necesidad de la acción colectiva frente a una situación de subordinación,

79
una reafirmación en la participación cívica y solidaria y un sentido
igualitario-emancipador. Dejando aparte los procesos nacionalistas, el
movimiento feminista, dentro de su dinámica específica y autónoma,
está enmarcado en dos hechos. Por un lado, el contexto de la
persistencia de la crisis social y económica para las mayorías populares
y las políticas regresivas y reaccionarias dominantes, vigentes hasta el
actual cambio de ciclo político. Por otro lado, la experiencia del reciente
movimiento de protesta social e indignación popular (15-M y similares),
así como la formación de una corriente sociopolítica y electoral crítica
que he llamado ‘progresismo de izquierdas’ con un fuerte componente
juvenil, feminista y ecologista, representada, en gran medida, por las
fuerzas del cambio y que ha reconfigurado el mapa político e
institucional desde la pluralidad.
En definitiva, persisten los motivos para la acción colectiva
feminista. Las demandas al nuevo Gobierno de coalición están claras y
la oportunidad de cambio de las políticas públicas es realista. Pero la
experiencia pasada de modificaciones retóricas o muy parciales, junto
con callejones sin salida, están en la memoria colectiva. Y las grandes
dificultades para reformas significativas son evidentes. Será necesario
mantener la activación feminista… como ha quedado reflejado en este 8
de marzo de 2020.

2.3. Interseccionalidad y procesos identitarios

80
Estos dos conceptos, identidad e interseccionalidad, han recobrado
relevancia en el pensamiento social y, en particular, para la teoría
feminista. Hacen referencia a algunas características de los grupos
sociales, su reconocimiento y su relación, que conforman su actitud
sociopolítica en un contexto de grandes transformaciones sociales. Por
separado pero, sobre todo, juntos, ayudan a explicar la formación
de nuevos actores (o sujetos), individuales y colectivos, y sus
procesos participativos y colaborativos en el marco del cambio
sociocultural y político. Conllevan una experiencia relacional
diversa que se combina con lo común de la interacción humana, al
mismo tiempo que con su pluralidad.

Procesos identitarios

Dos libros recientes considero de especial interés para estudiar estos


dos temas y su relación. Su breve comentario es el punto de partida de
este texto.
El primero se titula Identidades en proceso: Una propuesta a partir
del análisis de las movilizaciones feministas contemporáneas (CIS) de
María Martínez, profesora de sociología de la UNED. Es una excelente
monografía, publicada por el Centro de Investigaciones Sociológicas,
derivada de una amplia investigación sociológica cualitativa que aborda
interesantes cuestiones sobre la experiencia (relacional) del movimiento
feminista en España desde los años setenta. En particular, llama a
superar los esencialismos y el construccionismo discursivo. Profundiza
en la problemática de su identidad colectiva a través de una
‘procesualidad radical’, basada en la interacción social y la participación
democrática, valorando críticamente distintas teorías feministas y sobre
los movimientos sociales.
Es una buena base para abordar el análisis de los cambios
significativos de los últimos años, en un nuevo contexto sociopolítico,

81
que modifican parcialmente la dinámica fragmentaria anterior y que he
valorado antes. Las movilizaciones feministas han adquirido una masiva
expresión pública, con un mayor impacto en la formación y el carácter
de una corriente social feminista más amplia que la activista, en la que
se centra el libro. No obstante, hay que profundizar en el sentido y el
alcance transformador de la nueva ola feminista, no solo de su dinámica
procesual. Hay que valorar su consistencia identificadora y su capacidad
expresiva en torno a unos ejes sustantivos (contra la violencia machista
y las brechas de género…), que han polarizado recientemente su acción.
Se trata de avanzar en un hilo conductor: interpretar al sujeto (social)
colectivo del feminismo y sus perspectivas, según el contexto.
Se produce un positivo desplazamiento del enfoque. Se trata de
partir del estatus desigual y desventajoso de las mujeres pero sin
quedarse rígidamente en la identidad mujer(es), solo desde sus variables
sociodemográficas, particularmente el sexo; ni tampoco solo por su
posición de subordinación en la estructura social (patriarcal) derivada de
la imposición a la función reproductiva. El paso siguiente, que es el que
da el carácter feminista, es la práctica emancipadora, igualitaria y
solidaria frente a esa desigualdad y discriminación injusta de las
mujeres. Evidentemente, porque se desarrolla una activación cívica
(personal y grupal), con la actitud ética de un proyecto
antidiscriminatorio o liberador. Así, se diferencia entre el concepto
mujeres (biológico, estructural o cultural) y el concepto feminismos
(relacional, procesual, sociopolítico y cultural), vinculado a una
experiencia mediadora emancipadora-igualitaria y solidaria.
Los sujetos y sus identidades se conformarían a través de la
articulación de experiencias diversas. Son procesos en formación de
características socioculturales identificadoras, en las que entran los
comportamientos igualitarios-emancipadores y la dinámica
relacional, con un sentido colectivo específico que permite la
identificación propia y la diferenciación y/o complementariedad con
otras. Los llamados nuevos (y los viejos) movimientos sociales

82
progresivos tienen, además, un componente democrático-participativo y
otro crítico frente a las estructuras de poder y privilegios.
Ahora bien, más allá de una posible visión de un continuum como
ritmo gradual de experiencias con un peso relativo similar y
permanente, habría que valorar las distintas fases de materialización y
sedimentación de esos rasgos culturales y prácticas sociales. O, si se
quiere, poner el acento no solo en el ‘proceso’ (o su radicalización como
categoría analítica) de la conformación (o construcción) de una
identificación inacabada sino, sobre todo, en su ‘sentido’. Esa
pertenencia colectiva, aunque sea provisional y en cambio, puede tener
suficiente estabilidad o equilibrio inestable para que sea factor de
identificación, es decir, facilitar suficiente reconocimiento colectivo y
cohesión del grupo en cada etapa de desarrollo y frente a las dinámicas
disgregadoras o de dilución identificadora. Es la experiencia del
movimiento feminista en España y la realidad sociológica de sentirse
feminista.

Interseccionalidad como interacción de identidades

El segundo libro se titula Interseccionalidad (Morata) de Patricia


Hill Collins y Sirma Bilge, catedráticas de sociología de las
Universidades de Maryland (EE.UU.) y Montreal (Canadá),
respectivamente. En él explican el concepto de interseccionalidad, su
significado como investigación y praxis, relacionada con la protesta
social, el neoliberalismo y la educación crítica, así como su historia, su
difusión global y su actualidad. En particular, trata sobre el tema objeto
de esta reflexión, la vinculación entre identidad e interseccionalidad. A
través de este concepto, las autoras explican el origen y la interrelación
de las desigualdades sociales de raza, clase, género, sexualidad, edad,
capacidad y etnia. Aunque el análisis se realiza, especialmente, sobre la
realidad estadounidense y con la segmentación propia de categorías
analíticas, habitual en la sociología anglosajona. La investigación tiene
una gran base empírica y permite afrontar la multidimensionalidad de

83
las relaciones sociales de desigualdad y profundizar en su diversidad
interna y sus puntos comunes de intersección y de conjunto.
En realidad, la necesidad de la interseccionalidad, iniciada en el
proceso de lucha por los derechos civiles en EE. UU. en los años
sesenta y setenta, resurge a partir de la experiencia y la reflexión de las
mujeres trabajadoras afroamericanas (y, en menor medida, latinas), que
viven directa y unitariamente las divididas categorías de sexo, clase y
raza. Están insatisfechas con esa separación analítica y práctica y, sobre
todo, de las dificultades emancipadoras de la división movimientos
(identidades y sujetos) segmentados, y demandan una dinámica y una
teoría integradora, multidimensional e igualitaria. Es también la
superación de la fragmentación multicultural y una apuesta más cercana
a la interculturalidad o un mestizaje pluralista.
Estamos manejando conceptos complejos, con interpretaciones
variadas. Me refiero, brevemente, al significado que tienen aquí. Las
identidades expresan, fundamentalmente, una relación social: el
reconocimiento de unos rasgos y vínculos socioculturales y su
interacción. Como tales no son (socialmente) positivas o negativas, ni
(éticamente) buenas o malas. Son una realidad humana, ambivalente,
cuyo carácter depende del papel sociopolítico de un grupo social
respecto de las realidades de desigualdad o discriminación, así como del
sentido ético y cultural de su comportamiento y su actitud con los demás
grupos sociales: opresivo/emancipador, autoritativo/democrático,
segregador/igualitario, excluyente/inclusivo,
conflictivo/complementario… Incluso su carácter más fuerte o más
débil y su integración en un conjunto multidimensional y variable
también se debe valorar por esa función concreta en su contexto
específico, aunque sea de carácter estructural e histórico. Una gran
firmeza democrática, cívica e identitaria también es necesaria para la
confrontación con los fuertes núcleos de poder que imponen la
subordinación de variados grupos sociales.
Intersección tiene, al menos, dos acepciones: lo común de las partes
que interaccionan y el conjunto (no simple suma) de las mismas. Hay

84
tres planos de la diversidad (o la unidad): la interior de cada grupo
social o identidad singular; la derivada de las distintas combinaciones
puntuales de grupos e identidades específicas o identidad múltiple; la
del conjunto de actores que tienden a formar un solo conglomerado
unitario, con una sobre-identificación añadida, más o menos superficial,
integradora y/o superadora de las parciales y, en consecuencia, con unos
efectos unificadores respetando la diversidad y la pluralidad.
Frente a visiones rígidas y estáticas, está clara la necesidad de
una visión dinámica e interactiva. También he mencionado la
conveniencia de superar una simple visión procedimental o solo como
proceso. Se debe integrar el sentido cualitativo y la orientación de esa
dinámica por su significado respecto de la realidad de origen y del
carácter del proyecto o aspiraciones a conseguir. En todo caso, utilizo
expresiones como formación, configuración, conformación de las
identidades, mejor que ‘construcción’ más controvertido en distintas
teorías idealistas por su asociación a un plan de una élite (arquitecto) y
el voluntarismo de una base constructora que comienza desde cero con
nuevos materiales. También utilizaré las palabras identificaciones,
pertenencias colectivas o procesos identificadores, conceptos más
suaves que identidades y más adecuados a la actual fluidez y
provisionalidad combinatoria de las experiencias actuales de
participación cívica.
Por otro lado, hay que resaltar otro aspecto teórico. La
identificación, la diferenciación y la articulación entre las partes (lo
particular) y el conjunto (lo general), entre lo específico y lo universal,
entre lo singular y lo colectivo, son aspectos que han tratado las ciencias
sociales, desde la tradición clásica, aunque ahora se utilicen otras
expresiones. Esas dicotomías se vuelven a reproducir y adecuar ante tres
transformaciones de fondo: La crisis de la modernidad tardía con sus
grandes ideologías (liberalismo, socialismo, nacionalismo…) y sujetos
(ciudadanía, nación, clase obrera…), en el contexto de una
globalización neoliberal; las insuficiencias idealistas del discurso
postmoderno, con la fragmentación de sujetos parciales o la ausencia de

85
identificaciones colectivas e incapaz de interpretar las grandes
tendencias estructurales y de poder, así como conformar fuerzas sociales
relevantes, y la reacción conservadora, regresiva y autoritaria, que
pretende recuperar viejos privilegios e identidades reactivas y
segregadoras, y que pugna por la hegemonía político-cultural frente al
liberalismo y el progresismo de izquierdas.

La articulación (interseccional) de la acción colectiva e


institucional

Para una actitud transformadora vuelve la necesidad de dar


respuesta a los interrogantes del cambio sociopolítico y cultural con un
enfoque crítico y una articulación unitaria de los actantes y procesos
colectivos bajo los criterios clásicos republicanos y de izquierda:
libertad, igualdad, solidaridad, democracia, laicidad. Estamos ante un
desafío político y estratégico para definir quiénes, qué contenido y
cómo se articula la acción colectiva e institucional, así como con la
necesidad de avanzar en una teoría crítica, realista y explicativa de los
retos presentes y futuros, que sirva para la transformación democrática-
igualitaria.
En el caso de la identidad, de matriz hegeliana, con su contenido
prevalente de reconocimiento, ha servido para analizar el ascenso de los
movimientos nacionales en los dos últimos siglos y, ahora, la nueva
dinámica de movimientos nacional-populares latinoamericanos y, por
otro lado, de populismos europeos de extrema derecha. Ha estado
ligado, sobre todo, a la definición de los rasgos de pertenencia nacional,
al sujeto nación. De ahí saltó a la identidad de clase, ahora más
desdibujada en su sentido fuerte pero latente, al sujeto movimiento
obrero o de la clase trabajadora. Y, especialmente, desde los años
sesenta y setenta, con el desarrollo y la diversificación de los llamados
nuevos movimientos sociales (feminista, ecologista, pacifista,
antirracistas o étnicos, colectivos LGTBIQ, de solidaridad…), a la

86
interpretación de la singularidad de esos nuevos actores o sujetos
sociopolíticos y culturales.
Estos nuevos procesos de identificación, nacionales, populares y
ciudadanos, se iniciaron, precisamente, como activación y cohesión
cívica para el cambio político, social y cultural en combinación y
confrontación con los viejos componentes identitarios conservadores y
de poder del Antiguo Régimen, incapaces de legitimar el nuevo orden
socioeconómico y estatal: tradicionalismo -incluido el patriarcal-,
religión y Monarquía absoluta.
En sus orígenes en EE.UU. y Europa, en los años sesenta y setenta,
ya se expresaron los llamados nuevos movimiento sociales, mal
llamados culturales o de clase media, por su diferenciación con los
viejos movimientos de clase trabajadora. Se acuñó el término
progresista interpretado con un contenido, fundamentalmente, cultural
desligado de lo socioeconómico, es decir, de las condiciones materiales
y estructurales de clase trabajadora, sobre todo, de mujeres precarizadas
y compuesta también de población afroamericana y latina. Era la nueva
izquierda progresista confrontada con la vieja izquierda de clase
(eurocomunista o socialista). No es de extrañar que para superar esa
separación rígida de procesos identitarios de clase, raza y género, así
como su articulación político electoral, se buscase una dinámica común
de las tres facetas (y otras). Es la experiencia de las campañas por los
derechos civiles, los procesos democratizadores y las tendencias hacia la
interseccionalidad.
En España hemos asistido a una experiencia similar, donde se han
producido grandes movilizaciones populares progresivas (o
interseccionales) que han englobado muchas demandas y activismos
parciales y sus componentes compartidos. Dejando aparte los
movimientos nacionalistas y, ahora, el reaccionarismo conservador, me
refiero a dinámicas e identificaciones de progreso y de izquierda que
aglutinaban a sectores sociales y reivindicaciones de derechos más allá
de las específicas de cada grupo o movimiento social: el movimiento
antifranquista por la democracia (1970/77), la movilización contra el

87
ingreso en la OTAN y por la paz (1982/85), la dinámica hacia la gran
huelga general de 1988 contra la precariedad laboral y el giro social, las
manifestaciones contra la participación del Estado español en la guerra
de Irak (2003), el proceso de protesta social de indignación (15 M,
mareas, huelgas y similares) (2010/13), por la democracia y la justicia
social. En fin, la amplia movilización feminista generada estos últimos
años contra la violencia machista y la discriminación de las mujeres y
por la igualdad.
También cabe citar dinámicas integradoras o interseccionales
entre diversos movimientos sociales y sus temáticas. Por ejemplo, en
el sindicalismo se han configurado las secretarias de la mujer (o de
igualdad) para afrontar las situaciones discriminatorias de todo tipo, no
solo laborales, de las mujeres; en el feminismo ha cobrado más
relevancia la pugna contra la precariedad laboral y la marginación de las
mujeres trabajadoras, así como en los derechos a la protección pública
de la vida reproductiva, a los cuidados y su reparto igualitario; se ha ido
conformando el ecofeminismo para abordar el impacto de las
condiciones medioambientales en las mujeres, especialmente, las
vulnerables a nivel mundial; los colectivos LGTBIQ, coaligados con el
feminismo (al decir de Judith Butler), comparten objetivos por el
respeto a la diversidad sexual y de género; así mismo, existen colectivos
de mujeres inmigrantes en defensa de los derechos humanos desde su
especificidad y colaborando con asociaciones solidarias y antirracistas.
Son procesos democratizadores, igualitarios, críticos frente a los
poderosos y con una orientación de progreso. Pero esta experiencia, ya
nos indica la superación de la rígida separación entre los componentes
culturales, la redistribución y la firmeza democrática y participativa
frente al poder establecido. Con la crisis socioeconómica,
especialmente, ya no se pueden separar las demandas clásicas de la
izquierda (igualdad social, derechos sociolaborales, protección pública,
servicios públicos de calidad, empleo decente, regulación y renovación
de la economía y del aparato productivo) de reclamaciones, por ejemplo
feministas, que ya no son solo culturales sino que tienen impacto

88
evidente en las estructuras sociales y los comportamientos colectivos:
contra la violencia machista y por la libertad sexual, contra la
precariedad laboral femenina y las brechas de género y por la
igualdad…

2.4. Identificaciones feministas

Respecto del feminismo tenemos una base objetiva para determinar


el alcance de la pertenencia colectiva. Se trata de la definición político-
ideológica que nos proporciona el CIS (estudio 3267, de noviembre de
2019), sobre los electorados de cada opción política y que supone una
identificación significativa de la base social de progreso y cuyo análisis
detallado he explicado en dos partes, citadas anteriormente. Se definen
como feministas (en primera y segunda opción y sin poder desagregar
por sexo) el 11,1% de las personas votantes (23 millones), o sea, más de
dos millones y medio. Ahora bien, el peso relativo difiere entre las
derechas y las fuerzas progresistas, pero también, dentro de cada
bloque.
Por ejemplo, en el caso del electorado del Partido Popular, solo se
declaran feministas el 2,1%, algo más de 100.000 votantes; mientras en
el caso del electorado del Partido Socialista se definen feministas el
11,9%, algo superior a la media, que suman más de 800.000 votantes, y
en el caso de Unidas Podemos tienen un mayor peso comparativo, el
26,2%, que casi triplica la media, con un mayor impacto en el contrato
social con su representación política, aunque por la menor dimensión de

89
su electorado, llegan apenas a otras 800.000 personas. Se supone que la
gran mayoría de esas personas son mujeres.
Además, hay que advertir que estamos hablando de votantes
(mayores de 18 años), y bajo la hipótesis de una distribución similar de
personas abstencionistas (30%) y residentes extranjeros (sin derecho a
voto) (10%), habría que incrementarlas casi un 40%, es decir, un total
de unos tres millones y medio se definirían feministas, o sea, con un
sentido de pertenencia colectiva al feminismo.
Pues bien, esta breve radiografía sirve como indicador para evaluar
la consistencia de la identificación feminista, su mayor vinculación con
las izquierdas y, así, configurar un marco para el debate sobre el sujeto
sociopolítico feminista. No es una cifra muy alejada de la participación
masiva de las últimas grandes movilizaciones que dan expresión al
movimiento feminista. Pero la dimensión de ese espacio feminista es
diferente a los otros dos niveles de vinculación. Por un lado, el estricto
activismo feminista, más comprometido pero más minoritario y también
más restrictivo, por su mayor capacidad identificadora, expresiva y
sociopolítica, aunque enlaza con ese conjunto más amplio.
Por otro lado, existe un campo social más amplio que comparte
medidas y objetivos feministas. Así, según la encuesta de 40db,
publicada hace un año (El País, 4/3/2019), está la posición entre el 35%
y el 53% de la población (entre 14 y 20 millones) que apoya distintos
objetivos favorables para las mujeres: Eliminar el techo de cristal (los
obstáculos para el ascenso profesional de la mujer) (53,3%);
Aumentar y visibilizar la lucha contra la violencia de género (52,3%);
Empoderar a la mujer frente al acoso y las agresiones sexuales
(41%); Romper con los estereotipos de género (40,8%) y División
igualitaria del trabajo doméstico (35,5%). Por tanto, existe cierta
conciencia feminista individual entorno a la mitad de la sociedad sin
que llegue a un sentido de pertenencia a la acción colectiva
feminista, a la participación en un proceso emancipador-igualitario,
indicador relevante para definir el movimiento feminista en cuanto
sujeto social colectivo.

90
En ese sentido, hay que recordar los datos de la misma encuesta,
analizados en el primer capítulo, diferenciados por edad y sexo, que se
sitúan en ese rango: La media de la población que se considera
feminista es el 53% de mujeres (más de la mitad) y el 36% de los
hombres (más de un tercio), con un incremento sustancial en los últimos
cinco años, especialmente entre las mujeres y los varones jóvenes, que
son, ambos, los que tienen un mayor porcentaje de conciencia feminista.
Al hablar de feminismos, hay que diferenciar esos tres niveles,
procesos identificadores y dimensiones: primero, el activismo
feminista más permanente (incluido el para-institucional e
institucional), de varios centenares de miles de personas; segundo,
la identidad colectiva feminista, con su participación en las grandes
movilizaciones (y en la vida cotidiana) y su sentido de pertenencia a
un actor colectivo sociopolítico y cultural, con unos tres millones y
medio; tercero, el apoyo a medidas contra la discriminación y por
igualdad para las mujeres, de cerca del 50% de la población con
cierta conciencia feminista (aunque el resto no se pueda considerar
machista y haya una zona intermedia o neutra amplia), mayor entre
la gente joven y superior a la mitad entre las mujeres y de un tercio
entre los varones.
La sedimentación identificadora es evidente según el estudio, con
datos del CIS, recientemente publicado, cuya síntesis constituye la
primera sección de este capítulo, donde se avanzaba que las personas
que se identificaban con el feminismo se repartían cuantitativamente
casi a partes iguales (no en porcentajes respectivos) en los electorados
del PSOE y UP y sus convergencias.
En todo caso, el feminismo, mayoritariamente, se enmarca en una
posición sociopolítica y cultural más amplia de carácter progresista, no
liberal-conservadora. No hablo estrictamente de un sujeto aglutinador e
interseccional. Se trata, además de una singularidad: la conformación de
una corriente sociopolítica y cultural o un campo social, diferenciado
del tradicional electorado del Partido Socialista, cuya pertenencia
colectiva se expresa en términos de progresismo de izquierda, con un

91
fuerte componente feminista y ecologista, con unos porcentajes muy
superiores respecto de la socialdemocracia tradicional. Es la base social
de lo que se viene denominando, en el plano político-electoral, espacio
del cambio.
Por una parte, se supera el significado de ‘progresismo’ como solo
lo cultural y con una actitud política de centro izquierda; por otra parte,
se renueva el significado de ‘izquierda’, supuestamente distanciado de
las demás contradicciones sociales que no fueran las socioeconómicas,
con un concepto de la igualdad social más amplio, integrándolo en el
conjunto de estructuras sociales. Ahora se va conformando una
identificación múltiple e integradora con una significativa pertenencia a
ser progresista (en los ámbitos culturales y de costumbres), feminista y
ecologista, pero también perteneciente, mayoritariamente, a las clases
trabajadoras y, de forma generalizada, a las izquierdas y con un sentido
crítico frente al poder establecido y las desigualdades. Y esa evolución,
digamos de configuración de una identificación colectiva más amplia y
plural, ha tenido un mayor impacto entre la gente joven en esta última
década.

Procesos identificadores

Tras este breve repaso y para la nueva etapa de activación cívica y


cambio político, ya se puede deducir que el significado de las
identidades y su interacción es complejo y polisémico y está
condicionado por su controvertido impacto sociopolítico. Por mi parte,
este enfoque relacional, crítico y de progreso de vincular
identificaciones e interseccionalidad, lo considero útil, especialmente,
para determinados contextos y sentidos, como los actuales.
Cabe citar que, quizá, el autor que mejor ha descrito la formación de
las clases trabajadoras, con sus procesos de identificación, desde un
punto de vista histórico, basado en sus experiencias y sus costumbres en
común y considerando el contexto estructural y las dinámicas culturales
ha sido el historiador británico E. P. Thompson. Por lo que se refiere a

92
los nuevos movimientos sociales solo cito una obra colectiva, la de
MacAdam, Tarrow y Tilly, sobre la dinámica de la contienda política,
donde se pone el acento en la función de ‘intermediación’ (o correduría)
entre la sociedad civil y los movimientos sociales y su impacto en el
campo político institucional.
Destaco cuatro aspectos para profundizar en este enfoque social,
realista, crítico e interactivo de los procesos identificadores, su
multidimensionalidad y su interacción: su vinculación sustantiva, su
carácter relacional, su diversidad interactuante y su configuración
procesual. Estas características llevan a una reafirmación del interés de
las identidades, como expresión de unas realidades y dinámicas sociales
y, al mismo tiempo, a una versión ‘débil’ de las mismas y de su
interacción o mestizaje. Así, es mejor utilizar una terminología más
suave: identificaciones y pertenencias colectivas, diversas, mestizas,
asimétricas e interactivas, con su proceso de conformación con
experiencias, intereses y demandas compartidas y respecto de las
estructuras sociales dominadoras o grupos de poder. Es más adecuada y
menos rígida respecto de los procesos identitarios en formación y,
actualmente, más multidimensionales e interconectados. No descarta,
sino todo lo contrario, la fortaleza democrática y cívica, los
comportamientos contundentes y las firmes expresiones públicas,
particularmente frente a las tendencias reaccionarias y las dinámicas
identitarias autoritarias, excluyentes y regresivas.
Por tanto, descarto dos extremos. Por un lado, una identidad fuerte,
homogénea, inmutable, esencialista o totalizante, con subordinación o
anulación de los demás rasgos socioculturales y relacionales; supone un
hegemonismo y ventajismo inadecuados, particularmente, respecto de la
diversidad actual de problemáticas y actantes. Esconde, a veces, el
supremacismo y la prepotencia (por ejemplo, de una nación —o un
imperio—, una clase social o un estamento y raza superiores) de una
posición e identidad considerada central para infravalorar a otras.
Incluyen su racionalización hegemonista frente a las calificadas
despectivamente como ‘identidades’ inferiores, de clase, raciales, de

93
género o culturales y, en todo caso, contraproducentes respecto de la
actuación del sujeto supuestamente central con una identidad fuerte y
hegemónica, ya sea la nación, la clase… o la interpretación
supremacista del interés de la humanidad que encubre la de una élite
mundial globalizadora, neoliberal o neoimperialista.
Por otro lado, es irreal la ausencia de identidades grupales. A veces,
sin querer reconocerlo, se les quiere subsumir en una identidad más
global o hegemónica: perteneciente a la humanidad o al simple
cosmopolitismo; a la ciudadanía, como contrato público de reciprocidad
derechos y deberes en una sociedad o Estado, o bien, a una
identificación supranacional como la europea o a una nación dominante.
Son también componentes identitarios que se complementan o
interrelacionan con las identidades grupales, étnico-nacionales y de
categoría social (de clase, género, raza, opción sexual, edad…),
incluidas las problemáticas de la ‘vida’ y su reproducción y las
medioambientales, los vínculos humanos con la naturaleza. La
combinación y el encaje identitario de todo ello debe hacerse desde una
perspectiva democrática, solidaria y de pluralidad.
Se superarían, así, los dos riesgos que tienden a infravalorar el
sentido de la identidad grupal y los sujetos colectivos. Por una parte, el
pensamiento liberal de solo reconocer al individuo como sujeto, con el
rechazo a reconocer su contenido relacional y su significado
sociopolítico y cultural respecto de la realidad de las desigualdades
sociales. Por otra parte, la actitud autoritaria y totalizadora de solo
reconocer los grandes sujetos institucionales (antes la Monarquía
absoluta o la Iglesia, ahora el Estado o la racionalidad económica) o
mundiales, es decir, neoimperios (colonialistas), supuestamente
cosmopolitas, pero hegemonistas.

El sentido de las identidades

Veamos el sentido de las identidades o, mejor, de los procesos de


identificación y pertenencias colectivas.

94
Primero, aparte de los componentes psicológicos y culturales, lo
principal es la vinculación de la identificación con una realidad
concreta, normalmente de subordinación o discriminación, sufrida
colectivamente y percibida como injusta desde unos determinados
valores éticos. Ello favorece el sentido de pertenencia grupal, con
características comunes, así como frente a los adversarios, grupos
dominadores o privilegiados, así como sus similares causas histórico-
estructurales. La identidad tiene un anclaje con una realidad
material, institucional y sociocultural, en su contexto estructural e
histórico; encarna una dinámica sustantiva de las relaciones
sociales.
No estoy hablando de la identidad como la simple función
adaptativa impuesta por los grupos de poder y las estructuras sociales,
incluidos los procesos de socialización educativa, étnico-nacional,
laboral, opción sexual o de estereotipos de género. Tratándose de
dinámicas emancipadoras, democráticas e igualitarias, hay que poner el
acento en la formación de identificaciones de cambio de progreso, así
como en su mutua interdependencia y en la conformación del conjunto.
Son prácticas sociopolíticas y culturales transformadoras de las viejas
identidades que, con distintas mezclas y asimetrías, van cambiando
hacia otras nuevas con variados equilibrios y configuraciones. Se trata
de explicar el carácter de las identidades y su enlace con la
correspondiente actitud sociopolítica democratizadora y su conexión
con la conformación de los sujetos colectivos, pasando por las
dinámicas intermedias de configuración de pertenencias colectivas o
actores concretos y su sentido compartido.
Las identidades se configuran a través de la acumulación de
prácticas sociales continuadas, en un contexto estructural y
sociocultural determinado, que permiten la formación de un sentido
de pertenencia colectiva a un grupo social diferenciado. Articulan el
reconocimiento (a sí mismos y respecto de los demás grupos y
personas) y la interacción con otros grupos (o individuos), con una

95
experiencia vital y unos intereses, comportamientos y objetivos
compartidos y expresados, aunque sea de forma latente.
Dicho en otros términos, el carácter individual y grupal lo define su
actividad, su papel social y sus vínculos sociales, es decir, la experiencia
compartida (vivida, interpretada y soñada). La identidad se configura
socio-históricamente. Sus componentes biológicos, económicos o
sociodemográficos no determinan una identidad esencialista inmutable.
Son circunstancias influyentes, pero no caben los distintos
determinismos, incluido los etnicistas, biologicistas y culturalistas.
Quiénes somos lo conforma, sobre todo, lo que hacemos, nuestro
estatus y relaciones sociales, en los que se integra lo que fuimos,
pensamos y sentimos (la subjetividad) y deseamos (nuestros
proyectos y aspiraciones). Resume un presente, no estático sino en
marcha, condicionado por lo que fuimos (en el pasado) y lo que
queremos ser (en el futuro). Nuestro carácter o identidad no lo dan,
solo, nuestros ideales o aspiraciones; ellos se pueden integrar, si son
consistentes, en nuestro presente y nuestro comportamiento y, en esa
medida, por su implicación actual forman parte de nuestra identidad. Es
decir, tiene prevalencia nuestra realidad vivida e inmediata, en la que se
asocia lo que queremos ser, sin caer en el voluntarismo de sobrevalorar
la intención por encima de los hechos e interacciones. Ello por mucho
que en la actualidad se reafirmen las prácticas de enmascaramiento y
apariencias; constituyen ‘personajes’ que representamos, no tanto
identidades (sedimentadas) significativas para nuestras trayectorias
personales y colectivas.
Frente al enfoque liberal que tiende a valorar, por un lado, el
individuo y, por otro lado, la humanidad abstracta, está la constatación
social y realista de la existencia de grupos sociales ‘intermedios’, con
distintas especificidades y conflictos. Al mismo tiempo, aunque en su
vida y su acción pública los distintos actores destacan algún rasgo
identitario, suelen tener identidades variadas con una articulación
asimétrica de las mismas según los momentos y contextos, es decir,

96
configurando constelaciones determinadas con distintas proporciones
identificadoras.
Por tanto, no existe solo el ser humano abstracto, ni como individuo
ni como humanidad. Esas categorías están encarnadas con gente
concreta. El individuo es un ser social, no se puede desprender de sus
rasgos socioculturales y experienciales, así como de sus vínculos
grupales y estructurales, que son imprescindibles para conformar su
pertenencia cívica, su identidad individual y colectiva.
Los equilibrios entre las distintas identificaciones personales y
colectivas, con su diversidad y multidimensionalidad, y su expresión
movilizadora según las prioridades y oportunidades de los contextos es
una tarea compleja. Afecta a la pugna de identidades (y sus
representaciones), con su jerarquización y/o subordinación a una
identidad más global o hegemonista. A veces, algunas de las
movilizaciones, en su pugna por la prevalencia representativa o
articuladora, se viste de universalidad, transversalidad o neutralidad
identitaria. Aparte de resaltar la necesaria pluralidad, lo único a precisar
es que esos conceptos no deberían expresar el consenso centrista liberal
ni el viejo dicho aristotélico (o confuciano) de que ‘la virtud está en el
medio’. Estamos hablando de interseccionalidad, sobre todo, dentro del
campo popular con una actitud crítica ante determinados poderes
establecidos.
Además, los tres grandes temas sociales y políticos actuales siguen
girando en torno a las tres grandes cuestiones estructurales que afectan a
las mayorías sociales: la desigualdad social, la discriminación de las
mujeres y la articulación nacional. Ello desde una dinámica
democratizadora y de progreso y acompañados por otros aspectos
significativos sobre los derechos humanos y medioambientales. Está por
consolidar ese campo (identificativo) de progreso, su articulación
asociativa y expresiva y su distribución representativa en lo político
institucional (entre Partido Socialista y Unidas Podemos y aliados, y en
el marco actual de colaboración gubernamental). Pero ya hay indicios
sobre el perfil sociopolítico, la cultura político-ideológica y el sentido

97
de pertenencia colectiva de los electorados progresistas y
conservadores, descritos en el estudio antedicho. El nuevo progresismo
de izquierdas, sobre todo joven, feminista y ecologista, dominante en
UP y sus convergencias, ya se conforma como una tendencia social de
fondo, fruto de su experiencia relacional y su actitud cívica en esta
década. A ello se le añade la persistencia de una cultura socialista en la
mayoría de la base social del PSOE.
Se inicia una etapa que puede dar lugar a campos sociales y políticos
consolidados con rasgos identificadores significativos como superadora
en las versiones cosmopolitas o humanistas indiferenciadas (solo con el
individuo), normalmente con el consenso liberal-conservador, o de la
simple fragmentación de grupos y afinidades socioculturales parciales, a
veces absorbidos por cierto neoliberalismo progresista. Quizá, en la
situación actual, salvando las distancias de todo tipo, haya más rasgos
comunes con la experiencia de los años sesenta y setenta en EE.UU y
Europa, que con la desarticulación social, la fragmentación
movimentista y la crisis de las izquierdas políticas de las décadas
posteriores. La combinación de identidades progresistas y su
articulación sociopolítica serán clave para avanzar en la libertad, la
igualdad y la solidaridad, es decir, en una democracia social avanzada.
En definitiva, en el debate sobre el sujeto y la identidad feminista
(que no femenina), habría que superar los determinismos
sociodemográficos y estructurales, así como los idealismos culturalistas
de priorizar, para definir su carácter, los proyectos y aspiraciones
(aunque sean también importantes). A partir de la realidad de
desigualdad y subordinación de las mujeres e integrando las demandas
de sus derechos igualitarios-emancipadores, debería ponerse el acento,
desde esta interpretación relacional y crítica, en los procesos de
identificación colectiva derivados de unas prácticas sociales, unos
comportamientos o unas costumbres comunes que establecen unos
vínculos sociales y una cultura sociopolítica con ese carácter feminista.
Es el nexo social y realista para una transformación hacia la libertad y la
igualdad.

98
3. ACERCA DEL PENSAMIENTO DE NANCY
FRASER

3.1. El feminismo crítico (del 99%) de Nancy


Fraser

Entre las últimas entrevistas a Nancy Fraser, dos de ellas


(“Necesitamos una definición totalmente diferente del concepto de
clase trabajadora”, en CTXT de 3 de abril de 2019, y “El feminismo
del 99% no es una alternativa a la lucha de clases, es otro frente
dentro de ella”, en Viento Sur de 6 de agosto de 2019) aportan
interesantes reflexiones sobre la relación del feminismo con la clase
trabajadora y el cambio social desde una perspectiva antineoliberal.
La prestigiosa intelectual estadounidense expresa una visión más
amplia, inclusiva y renovada de la clase social y la lucha de clases,
aunque mantiene ese lenguaje clásico de la tradición marxista. Son
conceptos renovados que convierte en marco de referencia del conjunto
de conflictos sociales y ‘luchas de frontera’ entre:
producción/reproducción social, política/economía,

99
naturaleza/humanidad. No prioriza la contradicción capital-trabajo, ni
establece jerarquías entre los movimientos sociales.
El adversario común es el capitalismo como estructura conjunta de
poder definida como orden social institucionalizado, no solo económico,
en el que interactúan las relaciones de clase, género y raza, así como la
explotación y la expropiación. Y destaca la necesidad de vincular la
distribución de recursos y el reconocimiento de estatus, representación y
poder. Su concepción se asemeja más al concepto de clases populares en
una pugna más multidimensional de las mayorías sociales y un sujeto
más plural y abierto que el viejo movimiento obrero centrado en la
reivindicación económico-laboral.
Por otro lado, recalca la necesidad de la diferenciación del
feminismo popular (del 99%) del feminismo liberal o corporativo de las
élites (del 1%) en el marco del criticado neoliberalismo progresista, al
igual que reclama esa orientación anti-élite neoliberal en los distintos
movimientos antirracistas, LGTBI y ecologistas. Demanda que el
movimiento feminista, directamente o con alianzas con esos
movimientos progresistas próximos (incluido el movimiento ‘obrero’),
asuma un programa transformador más multilateral y anticapitalista.
El patriarcado, palabra que apenas utiliza, no sería un sistema
independiente del orden institucionalizado, sino muy imbricado con las
actuales relaciones socioeconómicas y políticas. Aunque la opresión de
las mujeres viene de lejos, en la actual etapa capitalista está configurada
en un sistema integrado de poder, en una interrelación desigual respecto
de la producción, hegemonizada por los varones y su prevalencia de
estatus y jerarquía. Su especificidad viene de la convencional división
del trabajo en función del sexo con una dedicación impuesta a las tareas
de la reproducción social, con una posición subalterna respecto de la
producción y las estructuras sociales conectadas (entre ellas la familia) y
en desventaja en relación con los hombres.
Así, realza la importancia de la reproducción social y los cuidados a
las personas como ámbito mayoritario (público y privado) de la
actividad femenina y motivo de la desigualdad y discriminación de las

100
mujeres al estar infravalorada su función. Apenas trata el resto de las
estructuras sociales y dinámicas socioculturales, empezando por la
institución familiar, la reproducción de estereotipos y la cultura sexual,
a través de las cuales se articula también esa posición de desigualdad. El
tronco en el que se inserta la discriminación femenina está derivado de
la dedicación impuesta históricamente a un papel social considerado
estructuralmente subalterno: la reproducción social de la vida y los
cuidados materiales y afectivos a las personas.
Entre otras, son ideas expuestas más sistemáticamente en su reciente
libro, Capitalismo. Una conversación desde la Teoría Crítica (ed.
Morata), en el que dialoga con Rahel Jaeggui. A continuación hago una
valoración, de carácter sociopolítico, sobre su enfoque feminista, en el
marco de la renovación de la teoría crítica, junto con su propuesta de
articulación unitaria de los movimientos sociales progresistas, sus
alianzas, así como de su impacto en el conflicto social y su conexión
con un programa (y una dinámica) anticapitalista o igualitario-
emancipador.
Comparto su objetivo sociopolítico que engloba la conformación de
un sujeto transformador plural con sus especificidades (clase, género,
raza-etnia…) y los distintos procesos y niveles de cambio:
reivindicación inmediata, acción social y estrategia y representación
política. No obstante, realizo diversas matizaciones a sus ideas y
algunos comentarios complementarios.

El feminismo, una apuesta emancipadora histórico-estructural

Fraser aporta una gran lucidez para explicar los mecanismos del
capitalismo y fundamentar unos ejes clave para la teoría crítica. Supera
el economicismo marxista y el determinismo de clase por una visión
más multilateral, relacional y multidimensional.
En particular, fundamenta la subordinación femenina en la
dependencia estructural e histórica de las mujeres hacia la actividad de
reproducción social, hacia los cuidados, generando una situación de

101
desventaja y desigualdad respecto de los varones, cuya dedicación
productiva y pública está más valorada, y afectando a otras dimensiones
vitales, que en su libro quedan algo desdibujadas.
En definitiva, la emancipación femenina está ligada a la igualdad
entre las funciones y la responsabilidad respecto de las tareas
productivas y las reproductivas, junto con la superación de la secuela de
segregación que esa división acompaña al resto de las estructuras
sociales, culturales y familiares. Supone partir del reconocimiento
público de esa posición de subordinación para justificar una acción
igualitaria con la valorización y reconocimiento de su actividad
específica y su pugna por su emancipación, hasta una distribución
equitativa con los varones y un reparto equilibrado de todas las tareas
humanas, así como el reconocimiento del estatus social y político
correspondiente.
El avance hacia la igualdad debe ser multidimensional, estructural e
interpersonal. El proceso asimétrico entre diversas categorías de
mujeres, con una situación mayor o menor de subordinación e
incorporación a posiciones relativas de igualdad (en el empleo y su
estatus social y público), todavía conlleva factores comunes de
discriminación y desigualdad.
Por un lado, hay una gran fragmentación de las situaciones de
subalternidad de las mujeres (más si las combinamos con otros
componentes de clase social, raza, étnico-nacionales u opciones
sexuales y culturales). Por otro lado, hay elementos igualitarios respecto
de los varones en distintos campos, incluido en el acceso (todavía
desigual, pero significativo) al empleo y a las estructuras sociales,
económicas y políticas. En particular, en las democracias liberales, el
mismo estatus de ciudadanía civil, social y política debilita algunas
desigualdades, particularmente su percepción, y confiere una identidad
ciudadana (y nacional) similar a la de los varones.
Por tanto, existe una identificación específica, un sentido de
pertenencia colectiva, derivada del desigual estatus de su papel social,
económico y público, pero en proceso de transformación de su impacto

102
y reequilibrio con otras identidades y pertenencias. Ese subordinado
papel social de las mujeres, derivado de la división sociohistórica y de
poder impuesta en función del sexo, junto con su reacción adaptativa-
liberadora, ha conformado una identidad de género contradictoria (como
la identidad de clase y de todos los grupos oprimidos). Conlleva una
dinámica doble: abandonar y superar esa desigualdad de origen, esas
condiciones y trayectorias subalternas y en desventaja, y valorar o
reconocer su doble esfuerzo y su pugna liberadora e igualitaria.
Desde el punto de vista sociopolítico, la identidad feminista y el
feminismo no serían exclusivos de las mujeres en cuanto categoría
biológica, sino de aquellas personas (también varones) que admiten la
existencia de una discriminación de las mujeres y apoyan y se
solidarizan con su emancipación y por la igualdad. Los procesos de
identificación suponen una experiencia prolongada y una vivencia
compartida en torno a una trayectoria común por unos objetivos
igualitarios y emancipadores.
Sin opresión de las mujeres no tendría sentido su liberación, el
objetivo y quehacer del movimiento feminista. El feminismo es un
movimiento social y cultural transformador que, en la medida que
consigue sus objetivos de igualdad, tanto en el aspecto cultural y de las
relaciones personales y sexuales, cuanto en el aspecto socioeconómico y
político de ejercicio igualitario de la plena ciudadanía, amplía el
componente común de persona y ciudadana. Es decir, hay menor
diferenciación por la identidad de género; o lo que es lo mismo, se
comparte una misma identidad humana y cívica con los varones.
La identidad de género interactúa, dando lugar a formas mestizas o
mixtas, no solo con otras identidades parciales, con sus distintas
articulaciones, sino con esa identidad más genérica en cuanto ser
humano o tener la cualidad de la ciudadanía: perteneciente a la sociedad
o a una comunidad política con un común contrato social, no solo con
unos derechos humanos básicos, sino con plenitud de derechos civiles,
sociales, políticos y económicos reconocidos.

103
No obstante, esa dinámica sociohistórica, económica y política hacia
la igualdad real no está generalizada ni se ve en el horizonte inmediato;
es más, los progresos en la igualdad y su libertad están amenazados con
recortes y retrocesos en distintos campos (culturales, institucionales,
socioeconómicos, simbólicos…).

Un proceso de reafirmación feminista

Así, tal como han expresado millones de mujeres, gran parte


jóvenes, en los procesos participativos de estos últimos 8 de Marzo, se
ha incrementado su sentimiento de injusticia ante dos tipos de profundas
discriminaciones: el acoso y la violencia machista que están sufriendo
como mecanismo autoritario de impedir su libertad y autonomía
personal; la desigualdad y las desventajas en materia salarial,
condiciones de empleo y trayectorias profesionales, así como en las
tareas reproductivas y de cuidados, desde los suelos pegajosos a los
techos de cristal.
Además, esta nueva ola feminista supone una crítica a la pasividad o
insuficiencias de las instituciones públicas y los instrumentos jurídicos,
educativos y socioeconómicos para avanzar en su resolución. De ahí
que se haya producido esa reafirmación, participación e identificación
feminista que combina demandas igualitarias y emancipadoras justas y
procesos de empoderamiento individual y colectivo ante los poderes
públicos y las actitudes y los grupos machistas.
Por tanto, el feminismo y el movimiento feminista, en sentido
amplio, se ha convertido en un referente global en la acción colectiva
por la igualdad, aunque dada su fragmentación organizativa y
representativa y su heterogeneidad cultural-ideológica esté sometido a
una pugna intensa por su orientación, representación social e impacto
político.
En todo caso, todo ello abunda en la necesidad de la reafirmación
feminista, abierta, plural, unitaria y democrática. La identidad de
género, en el plano sociopolítico de identidad feminista por la igualdad

104
y la emancipación de las mujeres tiene una gran vigencia y retos por
delante. Esta vinculación entre sexo y género mediada por la función
social impuesta a las mujeres y los procesos de identificación doble,
como afirmación (femenina) y superación (de la subordinación), me
parecen los más sugerentes para conectar con las transformaciones
sociales, económicas y políticas e insertar los procesos de emancipación
con una perspectiva igualitaria compartida frente a las dinámicas
neoliberales, reaccionarias y regresivas.
Desde esa visión más estructural y social del feminismo que plantea
Fraser, dejo al margen el debate sobre afirmar o deshacer el género
vinculado al propio cuerpo y/o la preferencia sexual, cuyo énfasis
resalta una parte del feminismo seguidor de Judit Butler. La liberación
sexual es un componente central del movimiento feminista; en ese
sentido, comparte con el movimiento LGTBI similares objetivos
emancipadores que les hace ser colaborativos e interseccionales. Visto
desde otra perspectiva, la participación en los procesos de liberación e
igualdad sexual (o la indiferenciación) no necesariamente conllevan una
solidaridad y participación en todos los procesos igualitarios del
conjunto de relaciones subalternas de la mayoría de las mujeres, es
decir, permiten considerarse feminista. Son dos movimientos próximos
y aliados (o coaligados, según la propia Butler), que comparten
experiencias y objetivos comunes, pero diferenciados.
Así, la identidad, en este caso feminista, no necesariamente está
basada en ser mujer (determinismo biológico) o en priorizar el campo
de las ideas (o las emociones), en el que también hay fanatismos, sino
que debe definirse por el reconocimiento de la opresión y marginación
de las mujeres (y los colectivos discriminados) y la participación y el
apoyo a su emancipación y por la igualdad. La identidad es relacional,
supone reconocimiento y pertenencia colectiva a un grupo social que
comparte situaciones, proyectos y trayectorias. Es esa interacción, en la
medida que persisten los problemas de desigualdad y discriminación y
la acción práctica por unos intereses y objetivos comunes, la que
construye la identidad, siempre en transformación y combinación con

105
otras identidades (o características neutras) de las mismas personas y
grupos sociales.
En resumen, Fraser defiende su feminismo (para el 99%) como
reconocimiento y pertenencia a un proceso o movimiento igualitario-
emancipador. Así mismo, relaciona la discriminación y la desventaja de
las mujeres con la división impuesta por el poder establecido entre las
relaciones llamadas productivas (dominantes) y las reproductivas
(subalternas) en un único orden social institucionalizado. En ese
concepto, sustitutivo del de capitalismo neoliberal, se integran los
distintos sistemas de dominación (incluido el patriarcado que no sería
un sistema autónomo de poder), así como los otros conflictos y
divisiones, en particular la política (democracia), considerada como
interés público frente al interés privado de los mercados. Igualmente,
propone una alianza entre dinámica emancipadora (de los nuevos
movimientos sociales y dinámicas socioculturales) y objetivos de
protección social (que asocia a la vieja izquierda y el movimiento
obrero). Este componente sociopolítico e identitario es lo que necesita
mayor profundización y clarificación para completar y superar su
interesante visión estructural y sociohistórica.
Por último, esta sugerente pensadora, al considerar interrelacionados
estructuralmente los componentes de clase, sexo y raza (aquí habría
especificar la diversidad étnico-nacional y la inmigración), y su
condicionamiento en la actitud y la subjetividad de la gente, tiende a
caer en la infravaloración para la acción colectiva del conjunto de
mediaciones institucionales, sociales y culturales que fragmentan o
reajustan el impacto social e identitario de esas características
sociodemográficas y económicas, muchas de ellas en las mismas
personas.
Ello supone que hay que destacar más la experiencia relacional
prolongada, así como una visión interactiva en la conformación de las
identidades personales y grupales y su implementación operativa según
qué momento y circunstancias individuales o colectivas. Y ello exige un
análisis más sociológico, histórico y cultural de la realidad de los

106
comportamientos colectivos y las trayectorias compartidas que van
construyendo (o bloqueando) esa convergencia popular. Es la única
forma de terminar de superar el determinismo económico (o biológico y
etnicista), por un lado, y el idealismo discursivo o programático, por
otro lado.
Su feminismo, que he definido como crítico y a pesar de estas
matizaciones, es una buena aportación para porfiar en la igualdad y la
emancipación de las mujeres y avanzar en la convergencia popular para
la transformación social.

3.2. La teoría crítica de Nancy Fraser

Nancy Fraser, en su reciente libro, Capitalismo. Una conversación


desde la Teoría Crítica (ed. Morata), en el que dialoga con Rahel
Jaeggui, expone una interesante reflexión teórica sobre la sociedad
capitalista, no solo del capitalismo como modo económico y productivo,
sino del conjunto del ‘orden social institucionalizado’, así como de las
dinámicas transformadoras del mismo. Con ocasión de su presentación
ha realizado diversas entrevistas en las que complementa o matiza sus
tesis principales y que también tengo en consideración.
En particular, me voy a centrar en dos aspectos relevantes. Primero,
de carácter teórico, sobre algunas características de ‘su’ teoría crítica
respecto del orden social institucionalizado o capitalismo neoliberal
(reaccionario o progresista), así como su importancia para el
pensamiento igualitario-emancipador y, especialmente, para el

107
feminismo. Segundo, de carácter sociopolítico, sobre la articulación
unitaria de los movimientos sociales progresistas, sus alianzas, su
impacto en el conflicto social y su conexión con un programa (y una
dinámica) anticapitalista o de cambio global.
Comparto, en general, su diagnóstico multidimensional de la
sociedad capitalista y su objetivo sociopolítico que engloba la
conformación de un sujeto transformador plural con sus especificidades
(clase, género, raza-etnia…) y los distintos procesos y niveles de
cambio: reivindicación inmediata, acción social y estrategia y
representación política. No obstante, iré realizando diversas
matizaciones y comentarios a sus ideas, exponiendo los puntos más
débiles, en particular sobre la conexión de los dos aspectos: el análisis
estructural-institucional y los procesos de conformación de un sujeto (o
actor) sociopolítico democrático-igualitario.

La renovación de la teoría crítica

Fraser parte de la idea de que la realidad, como complejo


sociohistórico, estructural e institucional, existe, es objetiva; y, más allá
de constatar sus evidencias externas y las percepciones sociales y su
interacción, hay que ‘descubrir’ o desvelar ‘sus condiciones de
posibilidad ocultas’. Utiliza el método marxiano materialista por
oposición al constructivismo idealista que plantea que la realidad es
construida por el sujeto. Ya en la Introducción deja claro su enfoque (la
negrita es mía; las citas textuales complementarias las concentro en el
anexo final):

Un problema es la multidimensionalidad de la crisis actual,


que no es solo económica y financiera, sino también
medioambiental, política y social… hemos de desvelar las bases
estructurales de las múltiples tendencias a la crisis de la propia
totalidad social: la sociedad capitalista… De algún modo,
necesitamos desarrollar una nueva interpretación del capitalismo

108
que integre las ideas del marxismo con las de paradigmas más
nuevos, incluidos el feminismo, la ecología y el poscolonialismo,
evitando al mismo tiempo los respectivos puntos ciegos de cada
uno… Es la clase de teoría social a gran escala que hoy busco[1]
(p. 11).

Su enfoque combina el feminismo marxista-socialista y los teóricos


de la subjetividad, la cultura, el habitus, el mundo de la vida y la vida
‘ética’. Estamos, pues, ante un intento de superar el mecanicismo o el
determinismo economicista, con un punto de vista más interactivo de las
relaciones sociales, destacando la interacción entre, por un lado, las
condiciones sociales y materiales y, por otro lado, la cultura y la
experiencia vital de la propia gente. Por tanto, tiene una teoría doble,
con una perspectiva estructural y otra perspectiva teórica de la acción,
que sería lo específico para llamarse crítica.[2]
Veamos algunos límites de esta fructífera mirada crítica histórico-
relacional. Antes, comento otras ideas complementarias en las que alude
a diversos autores relevantes.
Por un lado, critica la visión romántica que considera a la
sociedad, la política e incluso la propia naturaleza, fuera o en contra del
capitalismo que, al considerarlo como lo exclusivamente económico-
productivo sin valorar la interdependencia del conjunto, resulta más
sencilla pero más simple y unilateral.[3]
Por otro lado, comparte con Foucault su rechazo al determinismo y
la teleología, pero critica abiertamente su enfoque posmoderno que
infravalora la conexión causal y la explicación de las tendencias
sociales. Según la autora, los conflictos y relaciones son entre ‘poder
privado del capital y poder público’, y hay una pluralidad de caminos
pero con pocas posibilidades de implementación.

La reproducción social condición de fondo para el capitalismo

109
Uno de sus puntos centrales de análisis es la reproducción social que
es una condición de fondo para la producción capitalista y ‘abarca la
creación, socialización y subjetivación de los seres humanos de
manera más general, en todos sus aspectos’. En consecuencia:

El neoliberalismo está reconfigurando el orden de género de la


sociedad capitalista. Y está convirtiendo la reproducción social en
uno de los principales detonantes de la actual crisis capitalista, un
hecho igualmente importante… Esta propensión a la crisis se basa
en una contradicción estructural: en el hecho de que la economía
capitalista descansa sobre sus condiciones de posibilidad social-
reproductivas al mismo tiempo que las desestabiliza (p. 40).

En su reinterpretación del capitalismo, no hay dependencia


exclusiva respecto de las relaciones de producción/fuerzas productivas,
sino interacción de cuatro divisiones estructurales y sus separaciones
institucionales, sin jerarquías predeterminadas: producción
económica/reproducción social; separación institucional entre
‘economía’ y ‘política’; la división ontológica entre su fondo ‘natural’
(no-humano) y su fondo ‘humano’ (aparentemente no-natural);
distinción institucionalizada entre explotación y expropiación. Sustituye
el concepto capitalismo, que tiene más connotaciones exclusivamente
económicas, por otro más amplio e integrador: orden social
institucionalizado. Y en la fase actual financiera y globalizadora,
distingue entre neoliberalismo reaccionario y neoliberalismo progresista
para elaborar una alternativa a ambos.

Entrelazamiento del saqueo económico con el sometimiento


político

Vamos a precisar algunas de sus ideas. Su planteamiento pretende


desvelar el entrelazamiento del ‘saqueo económico con el sometimiento
político’ y lo complementa con la expresión ‘relaciones

110
socioecológicas’. Así, postula una teoría unificada, en la que los tres
modos de opresión (género, ‘raza’ y clase) se cimientan
estructuralmente en una única formación social: en el capitalismo en su
concepción más amplia, como orden social institucionalizado (p. 117).
En ese sentido integrador valora críticamente la separación de las
distintas esferas o campos que considera interrelacionados y señala los
riesgos de la adaptación de alguna de ellas a la dinámica neoliberal. Ello
supondría caer en el desdoblamiento constitutivo del neoliberalismo
progresista; es decir, las mismas personas pueden tener un componente
progresista en relación con un aspecto, contradicción o conflicto (por
ejemplo, el feminismo o el multiculturalismo) y, al mismo tiempo,
mantener una posición neoliberal regresiva respecto del estatus
sociolaboral, los intereses económicos y nacionales (o imperialistas) u
otras dinámicas socioculturales (como el racismo o el machismo). Y, en
el ámbito feminista, advierte que, incluso, la crítica basada en las
normas social-reproductivas de la solidaridad y el cuidado es una
espada de doble filo: potencialmente transformadora pero
fácilmente recuperada en estereotipos de género esencialistas (p.
100)[4].
Por otro lado matiza el concepto de interseccionalidad como
descripción de las formas de ‘entrecruzamiento’, para afirmar su
posición como explicativa: identifica los mecanismos institucionales
con los que la sociedad capitalista produce el género, la raza y la clase
como ejes cruzados de dominación, considerando el orden social que las
genera.
Así, rechaza la idea de que cualquiera de estos modos de
dominación sea simplemente funcional para la acumulación de capital.
En su esquema todos ellos ocupan posiciones opuestas: por un lado,
todos posibilitan condiciones de acumulación, pero, por otro lado,
también todos son enclaves de contradicción, posible crisis, lucha social
y normatividad no económica.
O sea, el capitalismo se apoya y necesita una jerarquía de género
y racial, no tiene nada de post-racista y post-sexista:

111
La carga de la expropiación sigue cayendo
desproporcionadamente sobre las personas de color… Así mismo,
el peso del trabajo reproductivo sigue cayendo abrumadoramente
en los hombros de las mujeres … el capitalismo no se puede
separar de la opresión de género y racial… Las ‘diferencias’
raciales y de género, lejos de ser un hecho sin más, son producto
de la dinámica de poder que asigna a las personas a posiciones
estructurales dentro de la sociedad capitalista. La división de
género puede ser más antigua que el capitalismo, pero solo
adquirió su actual forma de supremacía del macho en y a través de
la separación capitalista entre producción y reproducción. Y lo
mismo ocurre con la raza (p. 122).

La reacción populista reaccionaria tiene un origen en el agravio con


inseguridad de algunos sectores sociales por la pérdida de privilegios de
poder respecto a minorías y el descenso social y de estatus por la
globalización, aceleradas por el propio neoliberalismo. Lo significativo
es que ante la ausencia de un potente movimiento interracial,
intercultural e intergénero, algunos sectores populares trasladan la
responsabilidad y la solución frente a esos agravios hacia ‘otros’, vía
culpabilización de los más débiles, a través de chivos expiatorios y
mayor segregación racial o de género. Generan, así, un crecimiento de
las filas del populismo autoritario de derechas. Mientras tanto, el
neoliberalismo progresista se sirve cínicamente de llamadas a la
‘justicia’ mientras extiende la expropiación y los recortes de la
protección pública a la reproducción social (p. 126). Según su opinión
es prácticamente imposible imaginar una vía ‘democrática’ hacia el
capitalismo no racial y no sexista.

Teoría crítica, sentimientos y política

Más adelante completa su concepción:

112
La teoría crítica debe ir más allá de estos resultados y poner
en entredicho los procesos que los producen… Nuestro objetivo es
conectar el aspecto normativo de la crítica con el teórico-social.
Este es el sello distintivo de la teoría crítica… El interés por
contemplar y tener en cuenta el punto de vista de los agentes
situados que son participantes potenciales de la lucha social
destinada a transformar el sistema (p. 134).

Y continúa con diversas críticas al pensamiento liberal (incluso al


formalmente igualitarista) por carecer de ese aspecto fundamental de la
teoría crítica. En lugar de esta explicación, que es fundamental para
esclarecer las perspectivas de transformación social, critica ese
planteamiento liberal porque ofrece prescripciones políticas, desde una
posición ajena al ámbito de la lucha social y por encima de él.[5]
Es interesante la relación que hace entre objetividad, sentimientos
e indignación para superar el simple racionalismo o su contrario, el
emotivismo.[6]
Así mismo, es adecuada la crítica al capitalismo como un orden
social irracional, sin capacidad auto correctora de su economía y
solo modificable desde la política, desde el conflicto de los sujetos
sociales.[7]
En conexión con ello realiza una buena crítica a Polanyi, por los
límites de su exclusiva polarización entre economía y sociedad o
mercantilización y protección social, y sobre el que ha publicado otros
ensayos [8]. Así, la autora incorpora un tercer polo, el de la
‘emancipación’.[9]
Por otro lado, vuelve a la crítica hacia Foucault y el pensamiento
postmoderno, por su idea ilusa de poder construir una contra sociedad al
margen del poder y sin transformar las principales instituciones del
capitalismo.[10]

113
Por tanto, hay una realidad (objetiva) de fondo. Frente a las
interpretaciones esencialistas y ahistóricas, considera que las
contradicciones y las crisis del capitalismo están profundamente
arraigadas y las analiza desde las ‘relaciones entre los distintos ámbitos’
(p. 168). Así, explica las tendencias objetivas como tensiones y
divisiones constitutivas, no patologías, según Habermas.[11]
Además, es interesante la alusión a Macintyre[12], sobre que el
relato explicativo se hace de forma retrospectiva. Y la referencia a
GIDDENS sobre la vinculación de la crisis con el conflicto social. Y
llega a una conclusión de carácter sociopolítico: “La pregunta
fundamental es si quienes discrepan aumentan, se juntan y llegan al
nivel de crisis de hegemonía” (p. 177).

3.3 Convergencia popular, alianzas y


neoliberalismo progresista

En primer lugar, es sugerente la relación entre luchas de clases


(por divisiones de grupo y asimetrías de poder) y luchas de frontera
surgidas en la intersección entre producción/reproducción social,
política/economía, naturaleza humana/no humana, es decir de las
divisiones constitutivas del capitalismo —no del interior de la economía
(pero tampoco de la lucha de clases)—[13].
Y matiza que la visión que expone del capitalismo ofrece tres
criterios normativos para distinguir las reivindicaciones emancipatorias
de las no emancipadoras sobre las fronteras del capitalismo: El primer

114
criterio es la no-dominación; el segundo criterio es la sostenibilidad
funcional, y el tercero es la democracia (p. 194).
Explica de forma sugerente, aunque se debería cuidar la expresión y
el alcance de los apoyos sociales, la alianza perversa entre la
mercantilización (neoliberalismo financiero-cognitivo) y la
emancipación (de las élites de las mujeres y minorías étnicas que
ascienden en estatus socioeconómico) frente a protección social (de la
mayoría popular, incluido de las minorías o facetas oprimidas)[14]:
Insiste en la diferenciación entre descomposición de la
hegemonía (cultural) del neoliberalismo progresista, en cuanto ‘crisis
de legitimación’, y continuidad de la política neoliberal, asentada en
otra legitimidad reaccionaria-conservadora del populismo de derechas
autoritario.
Hace una crítica fundamentada a la mayoría de la socialdemocracia
(y el liberalismo progresista e igualitario en las facetas ‘culturales’), que
habrían sido recuperados por el neoliberalismo progresista, con atisbos
de elementos reaccionarios como ante la inmigración.[15]
También expresa las deficiencias estratégicas y de la política de
alianzas de los núcleos dirigentes y hegemónicos de los nuevos
movimientos sociales, culturales o del mundo de la vida, de carácter
liberal:

Atrapadas en la segunda lucha [nuevos movimientos sociales],


y ajenas en gran medida a la primera [capital/trabajo], las
corrientes hegemónicas de los movimientos progresistas
fracasaron en economía política, por ignorar las
transformaciones estructurales de fondo. Y, lo que fue peor,
programaron sus agendas con criterios meritocráticos e
individualistas —pensemos por ejemplo en los feminismos lean-in
o de ‘presión’ cuyo objetivo es ‘romper el techo de cristal’ para
que las mujeres de ‘talento’ puedan trepar hasta los escalones más
altos de la escala corporativa—. Las corrientes de este tipo
abandonaron los esfuerzos por entender estructuralmente la

115
dominación de género, asentada en la separación capitalista entre
producción y reproducción. Y abandonaron a mujeres menos
privilegiadas, que carecen de capital cultural y social para
beneficiarse de esa presión y, por consiguiente, seguían atascadas
en el sótano (p. 218).

Realiza una buena definición del neoliberalismo progresista y la


alianza o convergencia con las ‘corrientes hegemónicas de los
movimientos emancipadores’, que serían meritocráticas de clase media
no solo del 1%, sino de una base social más amplia y activa del
20%-30%:

Las corrientes hegemónicas de los movimientos emancipadores


(como el feminismo, el antirracismo, el multiculturalismo y los
derechos LGTBI) se aliaron —en algunos casos consciente y
deliberadamente, en otros no— con fuerzas neoliberales cuyo
objetivo era financiarizar la economía capitalista, es especial los
sectores del capital más dinámicos, con mayor visión de futuro y
más globalizadores (por ejemplo, Hollywood, las TIC y las
finanzas). Como de costumbre, el capital fue el que salió mejor
parado. En este caso, los sectores ‘capitalistas cognitivos’
utilizaron ideales como la diversidad y el empoderamiento, que en
principio debían servir a otros fines, para petrificar políticas que
devastaron la producción y la que en su día fue la vida de la clase
media. En otras palabras, utilizaron el carisma de sus aliados
progresistas para disfrazar de emancipación su propio proyecto
regresivo de redistribución ascendente masiva (p. 218).

Apogeo y decadencia del neoliberalismo progresista

Fraser explica la necesidad del neoliberalismo de su apariencia


progre para ganar la hegemonía cultural y relativizar su
componente distributivo regresivo.[16]

116
Por tanto, el neoliberalismo no es solo política económica; es un
proyecto político con su hegemonía cultural. El neoliberalismo
progresista es, por un lado, regresivo en lo socioeconómico, es decir,
perjudicaba al conjunto de las mayorías populares y, particularmente,
las condiciones y derechos sociolaborales de mujeres y gente de color (e
inmigrantes); y, por otro lado, progresivo en lo cultural. Su legitimidad
se basa en el reconocimiento de las minorías a través del
multiculturalismo o la diversidad combinado con el empoderamiento
individual meritocrático como ascensor social. Pero ello favorece, sobre
todo, a las élites y capas medias de esos sectores sociales. Ese carácter
doble, regresivo y progresivo, con un impacto práctico desigual en la
población, venció como cultura hegemónica al anti-neoliberalismo y
al neoliberalismo reaccionario durante las presidencias de Clinton y
Obama.
Es similar, aunque parcialmente distinto, al socioliberalismo de
tercera vía europeo en un contexto con dos características diferentes:
por un lado, al tener un Estado de bienestar más potente, aquí,
particularmente con la crisis, favoreció las contrarreformas laborales y
sociales; por otro lado, la cultura cívica más igualitaria (real) y colectiva
respecto de la estadounidense, o sea, no tan individualista meritocrática,
supuso un mayor freno popular frente a la injusticia social.
En todo caso, dentro del neoliberalismo hay corrientes más
regresivas y/o más progresivas, con diferentes combinaciones. Pero la
distinción principal es que en el campo socioeconómico,
particularmente en esa fase de crisis, lo dominante en todas ellas es ser
regresivas; su diferenciación se establece en el campo sociocultural y la
actitud ante las minorías: una parte gira hacia el conservadurismo
reaccionario, de donde nacen los apoyos a Trump, y otra mantiene su
relativo progresismo (p. 220).[17]
Así, Fraser clarifica el carácter doble del neoliberalismo progresista,
con la combinación de distribución regresiva, con una mayoría
popular afectada, y reconocimiento progresista, beneficiosa sobre todo
para las élites de la ‘diversidad’. Esa mezcla venció inicialmente a la

117
derecha del partido republicano cuyo proyecto combinaba distribución
regresiva con ‘un reconocimiento reaccionario (etno-nacionalista,
antinmigrantes y procristiano)’ (p. 221).[18]
Ese reconocimiento parcial que proporcionaba el neoliberalismo
progresista suponía una autoafirmación, formación e identificación de
un estrato social: las capas medias ilustradas, que combinaban un
estatus y ascenso socioeconómico y profesional con una exigencia
emancipadora antidiscriminatoria en otras facetas de sus vidas (género,
raza-etnia…). Y explica la necesidad de una visión amplia y
multidimensional de la clase trabajadora para superar los límites de
ese reconocimiento cultural para las élites (y clases medias). Así,
acertadamente, exige una valoración del capitalismo y la acción frente
al neoliberalismo que integre, junto con la problemática del trabajo, los
problemas medioambientales, la reproducción social y la democracia (p.
223).[19]
Propone una alianza entre protección social (vieja clase
trabajadora y socialdemocracia) y emancipación: nuevos movimientos
sociales junto con otras contradicciones (género, raza-etnia…) y luchas
de frontera: producción/reproducción, política-democracia/economía y
naturaleza-sostenibilidad/humanidad. La cuestión que no desarrolla es
que la mayoría popular está dentro de los dos campos y son facetas,
realidades e identidades que se mantienen interrelacionados con
implementaciones diversas en el tiempo y los procesos.
No existen, como bloques estancos, ‘los’ trabajadores, ‘las’ mujeres
y las ‘personas de color’ (aquí diríamos, personas precarias o
marginadas, especialmente, inmigrantes —de cuatro áreas distintas:
latinoamericana, europea del Este, subsahariana y magrebí—). Las
mujeres trabajadoras segregadas (o precarias) acumulan los tres rasgos
de subordinación, sufren directamente los tres tipos de discriminación y
son susceptibles de integrar una acción colectiva y una identidad
múltiple e integradora. Hay personas que sufren dos o un proceso
dominador en una posición subalterna, pero ese componente de
subordinación o discriminación les diferencia de las personas y grupos

118
dominadores o poderosos. La otra cara de la moneda es la segmentación
entre esos niveles y la presión derechista y autoritaria para que los de
los peldaños intermedios se alíen con los de arriba, aislando a los de
abajo.
Por tanto, los segundos (nuevos) movimientos, específicos de una
problemática social y cultural (aunque no de forma exclusiva), no son o
no representan a la clase media a la que se propondría una alianza
popular de clases desde el supuesto movimiento (viejo) de clase
trabajadora, representado por el llamado movimiento obrero (o la
izquierda tradicional). Éste, en la lógica obrerista tradicional, tendría un
supuesto estatus político y simbólico superior, al vincular su lucha
económico-laboral como la principal y genuina para avanzar hacia una
sociedad más justa o al socialismo democrático. Volveríamos al
determinismo economicista, a una concepción de clase trabajadora
rígida y excluyente y a una prevalencia de la vieja izquierda, aun en una
versión más radical.
No obstante, el movimiento sindical (al igual que los partidos
políticos alternativos o de izquierda y la mayoría de los grupos
asociativos progresistas y ONGs) también es interclasista en parte de su
composición y su aparato representativo, mediador y gestor. Su
especificidad es que se centra en la problemática económico-laboral,
pero ello no da ninguna jerarquía superior en una concepción más
multidimensional de la clase trabajadora y, menos, como actor
sociopolítico, que incorpora el conjunto de la experiencia relacional y
cultural de la gente.
Así, en el campo popular existen personas y grupos con distintas
experiencias relacionales, trayectorias comunes y niveles de
identificación en diferentes ámbitos socioculturales, económico-
laborales y de representación social y política. Se trataría de la tarea de
articulación de ese bloque social ‘popular’, aun con una diferenciación
de clase o estrato interno; también por la precarización y la infraclase y
la subordinación de (la mayoría de) mujeres y gente de color e
inmigrante. Con estas matizaciones sobre la diversidad y la pluralidad

119
existentes, comparto la idea de Fraser de que uno de los objetivos
fundamentales del análisis es abrir la posibilidad de una ‘alianza
contrahegemónica entre las fuerzas sociales que hoy se oponen
mutuamente como antagonistas’ (p. 225).
En ese sentido, hay una buena caracterización de las diferencias
de estatus del estrato profesional, es decir, de clase media, sensible a
‘identidades’ transversales difuminando su posición de clase, con su
propia cultura legitimadora[20]. Ello se combina con el resentimiento
de gente trabajadora que le recortan derechos sociolaborales y le
precarizan y, como reacción inmediatista, quieren mantener, a costa de
otros sectores vulnerables, sus privilegios relativos en otras esferas,
cuya pérdida viven como acumulación de descenso social e inseguridad.
Constituye el caldo de cultivo del populismo de derechas para su
reafirmación autoritario-conservadora.
Por tanto, como señala Fraser, dominación de clase y jerarquía de
estatus son parte integral de la sociedad capitalista. La opresión de
género o etnia-raza no son superestructurales (o culturales), sino
estructurales respecto del orden social institucionalizado: son facetas de
la misma gente… popular (y algunas también de sectores oligárquicos).
Así, frente a la actitud superficialmente moralizante que hoy impera en
los círculos progresistas, afirma que ‘lo que debería distinguir a la
izquierda de esas posturas es la atención a las bases estructurales
fundamentales de la opresión social’ (p. 228).[21]
En definitiva, hay que reconocer que el racismo y el sexismo no
son solo ‘superestructurales’ o culturales, sino ‘estructurales’[22].
Con esa posición se combate la idea tradicional y excluyente de clase
trabajadora (a veces identificada con los varones blancos) como opuesta
a mujeres, inmigrantes, personas de color… que serían segmentos sin
pertenencia de clase trabajadora, cuando en muchos campos son
mayoritarios. De ahí se deduce su afirmación de que el
‘reconocimiento y la distribución son fundamentales para este
análisis por razones históricas’ y para un proyecto transformador.

120
Un populismo progresista y de izquierda, antineoliberal y pro
socialista

Con la crisis de legitimación del neoliberalismo progresista de


Obama y Clinton ha ganado el neoliberalismo hiper reaccionario (del
Trump gobernante), frente al populismo reaccionario (del Trump
discursivo) y el populismo progresista (de Sanders). Sin embargo, no
tiene una plena y segura hegemonía cultural, aunque sí parece firme su
bloque de poder.
La alternativa de Fraser es un populismo progresista, según la
tradición estadounidense, es decir, popular en su composición, no
estrictamente de clase trabajadora sino incorporando a las clases medias
(estancadas), y multidimensional, integrando las distintas facetas
humanas y movimientos sociales progresivos. Es distinto al concepto de
populismo de Laclau en el que, además del antagonismo
oligarquía/pueblo como lógica política, tiene una concepción (idealista)
de la construcción de pueblo basada en el discurso, como elemento
articulador, infravalorando el punto de partida de la realidad social
(real): la problemática, los conflictos y las percepciones de la gente en
su contexto. En el caso de esta pensadora, desde la investigación del
marco histórico y estructural-institucional, basa su orientación política
en una distribución igualitaria, a favor de la clase trabajadora, y un
reconocimiento justo, con una visión inclusiva y no jerárquica, con una
estrategia antineoliberal. Lo contempla como una etapa transitoria hasta
madurar un proceso transformador socialista.[23]
Ahora bien, cabría señalar dos aspectos. Por un lado, que la
alternativa (estratégica) no solo ni fundamentalmente debe consistir en
un ‘programa’ (o un discurso), con la sobrevaloración de su impacto en
la conformación del sujeto transformador, sino que significa un proceso
de experiencia, dinamización y cambio real de las relaciones
socioeconómicas, institucionales y de poder. Por otro lado, que las
diversas problemáticas económico-laborales y las discriminaciones
específicas de género o etnia-raza pueden ser compartidas, en mayor o

121
menor proporción y profundidad, por gran parte de las clases
trabajadoras, que son mixtas respecto de sus variadas subordinaciones e
identidades, con reconocimientos y estatus sociales múltiples, aunque
dentro de una posición subalterna, global y particular.
Distintos grupos y movimientos sociales progresistas, dejando al
margen los nacionales y los conservadores, como adelantaba antes, son
transversales, populares o interclasistas, incluyendo también el
movimiento sindical. Pero, la composición mayoritaria de sus bases
amplias proviene de las clases trabajadoras, entendidas como categoría
sociodemográfica de gente subalterna, más o menos precarizadas e
ilustradas, aunque la de sus élites o representantes, incluido los
sindicatos, suele venir de clases medias, más o menos estancadas. O sea,
gente trabajadora con un estatus socioeconómico subalterno participa,
tiene y se identifica con esas facetas socioculturales diversas, en el caso
del feminismo por la mayoría de las mujeres y gran parte de varones. Y
también gente de (nueva y vieja) clase media, meritocrática y más débil
o formal en su actitud igualitaria, también es sensible a los problemas de
la distribución, la reproducción social y la protección pública. Todo ello
de forma asimétrica y con distintos impactos y equilibrios subjetivos,
expresivos e identitarios.
Si hablamos de nuevas clases trabajadoras o, mejor, de capas
populares, tenemos una configuración objetiva de carácter interclasista
—dejando fuera a las élites poderosas— con una participación muy
mayoritaria de la gente subalterna o subordinada que es el criterio
principal de identificación del estatus social. Con esa interpretación
inclusiva y multidimensional, llámese clase, pueblo o bloque social de
carácter popular, es más fácil valorar sus interacciones internas desde la
diversidad y la interrelación de problemáticas y respuestas que pueden
conformar un sujeto plural y unitario. Dejo aparte el significante
‘nación’, con una composición del conjunto de una comunidad, incluido
sus oligarquías y élites dominantes, con intereses comunes o
identificaciones compartidos frente a otras naciones, y aunque convivan

122
en un mismo territorio y tengan iguales derechos e instituciones que
otros grupos con diferentes identidades nacionales.
En definitiva, en esta acepción flexible de clase social (trabajadora,
incluida la desempleada y la inactiva) ya está integrada la gran mayoría
de la juventud, las mujeres, los pensionistas, las personas de color o los
inmigrantes. Además, si se flexibiliza incorporando algunas capas
medias (profesionales-expertos-gestores) estancados o descendentes se
configuran las clases populares con mayoría trabajadora.
La cuestión problemática es que el nombre ‘clase trabajadora’
distorsiona y genera recelos sobre su significado, así como de las
jerarquías internas y las prioridades de intereses e identidades y entre
representaciones tradicionales, económico-laborales, y nuevos
movimientos, con otras problemáticas sociales, culturales o
socioecológicas; haría falta un significante inclusivo y consensuado,
además de integrador de lo diverso y multidimensional. Estamos en una
fase descriptiva en la que lo más fácil es hablar cuantitativamente del
99%, aunque en realidad habría que decir del 80% que constituyen las
capas populares. Es un análisis sociodemográfico, importante, pero no
el más relevante.
Para superar la tentación determinista (o idealista) de asociar
mecánicamente categoría social con sujeto o comportamiento
sociopolítico y cultural, hay que insistir en la importancia de las
mediaciones institucionales y culturales, así como la articulación de la
experiencia compartida y relacional, que requieren un análisis
específico. Los procesos de identificación colectiva, la interacción de
las distintas identidades es el punto intermedio y de interrelación entre
los dos ámbitos: la situación social de subordinación y la acción
democrático-igualitaria-emancipadora. Por tanto, lo más importante
para el análisis y el diseño estratégico alternativos se refiere al plano
sociopolítico (y teórico) en el que caben las palabras ‘sujeto’ (o actor),
movimiento social, tendencia o corriente sociopolítica, en el marco
dinámico del conflicto o interacción social.

123
Este enfoque más relacional, social y crítico es, a mi parecer, el más
relevante, al partir de la experiencia compartida de actores y grupos
sociales y los procesos de identificación y práctica interactiva o
conflictiva por intereses y objetivos comunes vinculados al cambio
social democrático-igualitario. Y esta mirada de Fraser, aunque hace
alusiones a los procesos de los nuevos movimientos sociales y la nueva
izquierda desde los años sesenta, no la desarrolla para engarzarla con su
análisis estructural y su alternativa programática. Así, la autora termina
expresando su confianza subjetiva en la formación de ese sujeto
alternativo al neoliberalismo, posición aceptable como deseo normativo,
pero sin abordar sistemáticamente ni combinar suficientemente con su
análisis de la sociedad capitalista y su propuesta transformadora.[24]

Una propuesta programática frente al neoliberalismo y el


fascismo

Por último, la intelectual estadounidense afirma que


(neo)liberalismo y fascismo son dos caras del capitalismo, aunque
con normativas distintas y/o contrapuestas en el ámbito sociocultural:
liberadora y autoritaria. Su controvertida posición, al situarlos en el
mismo plano, prioriza un proyecto de izquierdas para enfrentarse a
ambos, cuestión evidente desde una perspectiva renovadora e
interpretada de forma no antagónica. Pero hay dos puntos débiles: la
sobrevaloración del papel del programa, y la rigidez en la política de
alianzas y la definición de objetivos.
En primer lugar, no es suficiente una alternativa discursiva o
programática para hacer efectiva una influencia decisiva para
condicionar esa pugna, sin caer en el aislamiento de la gente activa o
comprometida. Se sobrevaloraría ese componente voluntarista del papel
propagandista decisivo de una élite de vanguardia. E, igualmente, los
supuestos efectos beneficiosos de la propaganda o el doctrinarismo,
defectos significativos en distintos sectores de los movimientos sociales
y la izquierda alternativa.

124
En segundo lugar, la cuestión para dilucidar es la gestión de los
acuerdos y desacuerdos, con las distintas variantes y coyunturas de las
relaciones entre poder y las fuerzas alternativas (y las intermedias) en
los dos planos: la gestión social y política inmediata y la orientación
estratégica o ideológica, con el punto de conexión de la formación del
actor sociopolítico. Así, si se admiten componentes liberadores en el
capitalismo neoliberal, frente a otros regresivos, opresivos o
autoritarios, la cuestión es cómo utilizar esa ambivalencia, valorar su
legitimidad pública o apoyo social y saber aprovecharlos desde la
autonomía propia y sin colaborar con su legitimación de conjunto.
Es pertinente la advertencia de no fijar ahora una alianza
permanente y estratégica con el neoliberalismo progresista, aceptando
una posición dependiente de las fuerzas alternativas en la tarea de hacer
frente a unas fuertes tendencias reaccionarias, pero aún lejos de las
dictaduras represivas de entreguerras. Tiene cierto paralelismo en los
consensos democráticos europeos, hegemonizados por el centroderecha
liberal, frente a las tendencias autoritarias de la extrema derecha. No
obstante, la oposición a la involución reaccionaria es también una tarea
propia, y más consecuente, de las fuerzas progresistas y de izquierda y,
en ese marco, son admisibles acuerdos parciales más amplios que no
impidan la crítica y la oposición a las derechas y corrientes neoliberales
en distintos ámbitos.
La precaución subyacente a esos acuerdos parciales debe
contemplar, tal como he explicado, el carácter doble de ese
neoliberalismo, regresivo en unos campos (socioeconómico) y
progresivo en otros (socioculturales) y evitar la subordinación de una
política autónoma, ya que lo que suele tratar de imponer es su completa
hegemonía asociativa, discursiva y de poder. Por tanto, es imperioso
afianzar un campo político-ideológico propio diferenciado de la
hegemonía cultural y asociativa liberal en los movimientos sociales en
los que se dan algunos objetivos compartidos o transversales con el
componente progresista del neoliberalismo frente al neoliberalismo
reaccionario o el populismo autoritario.[25]

125
El problema, partiendo de su consideración realista de que los
movimientos sociales están hegemonizados por ese pensamiento liberal,
es que aunque se les denomine movimientos del 1% y al propio como
del 99%, esa autoproclamación es forzada al admitirse que las
posiciones alternativas son minoritarias en esos movimientos, en
particular en el feminista. Se puede referir a la voluntad de representar a
esa mayoría o a que los objetivos propuestos se justifican por estar
encaminados a su defensa. Pero siempre con el matiz de que es una
interpretación de las fuerzas alternativas, no una posición aceptada o
consensuada con el grueso de esos movimientos sociales. Así, no se
puede tomar como adversario antagónico a esa corriente dominante y
mayoritaria de esos movimientos, con una amplia base popular, bajo la
apreciación de que están dominados por las élites neoliberales.
Por tanto, más que por esa caracterización sociodemográfica del
99% y la reafirmación de su carácter social y ‘popular’, sería
conveniente su identificación por su dinámica reivindicativa, su perfil
sociopolítico y sus principales demandas. En ese sentido, hay distintas
opciones utilizables para identificar estos movimientos progresivos,
especialmente, el feminista: igualitario, democrático, alternativo o
crítico.
El neoliberalismo progresista es un adversario pero, sobre todo, por
su primer componente, el regresivo, que impone la subordinación
socioeconómica a la mayoría social. Su segundo componente, el
progresivo, forma parte de una operación legitimadora del primero y de
absorción de una parte popular y, en ese sentido, aunque salgan
beneficiados parcialmente o en determinados aspectos algunos estratos
sociales (minoritarios), cuestión a no infravalorar, hay que desvelar su
sentido para estabilizar ese orden social institucionalizado. Pero, sin que
se deduzca directamente de lo dicho por Fraser, confundir los dos
aspectos llevaría al sectarismo, el doctrinarismo, el aislamiento respecto
de las mayorías sociales y la inoperatividad transformadora, riesgos en
el que suelen caer algunos sectores alternativos.

126
En consecuencia, esta faceta de las alianzas y los blancos en Fraser
es algo rígida. Su posición tajante es decir NO a los acuerdos con el
neoliberalismo progresista, aunque se justifique en el freno al
fascismo autoritario. Está clara la necesidad de una autonomía
estratégica y discursiva de un campo sociopolítico diferenciado y
alternativo. Igualmente, es justa la apuesta por la diferenciación interna
en los movimientos sociales, para oponerse al pensamiento progresista-
neoliberal, así como a las tendencias autoritarias del populismo
reaccionario.
Sin embargo, lo que propone, quizá consciente de la debilidad de las
capacidades políticas e institucionales de las izquierdas y movimientos
sociales progresistas, es solo una alternativa ‘programática’, ámbito
en el que es más fácil la diferenciación. Sin embargo, el aspecto
principal es la relación de fuerzas y la capacidad articuladora y de poder
de las diferentes corrientes sociopolíticas, para lo cual se deben
considerar la experiencia y las demandas de la mayoría cívica. Es decir,
la prioridad es la implementación práctica de una dinámica
transformadora contrahegemónica (y de contrapoder), conectada a una
teoría crítica, no solo de un discurso propio y la separación organizativa.
Y, en ese sentido, aparte de un análisis sociológico de las distintas
corrientes y expresiones cívicas, se debería cuidar las relaciones
complejas de unidad y crítica con los sectores populares progresistas,
aun cuando sean moderados o apoyen en determinadas facetas y
momentos políticas neoliberales, más cuando se admite que su influjo es
mayoritario en los movimientos sociales.
Por tanto, salvando la subordinación ante esa hegemonía neoliberal
y evitando su instrumentalización para impedir ser absorbidos por ella,
la política concreta y la práctica transformadora depende de en qué
medida y aspecto los sectores anticapitalistas o alternativos pueden
confluir en acuerdos amplios, no tanto con las élites neoliberales
progresistas (o socioliberales y de tercera vía socialdemócrata), sino con
mucha gente influida por ellas y sin decantarse por la dinámica de una
transformación radical.

127
El asunto complicado desde el punto de vista alternativo no es solo
la diferenciación con la élite del 1%, que domina o representa
mediáticamente algunos aspectos de esos movimientos y pertenece al
neoliberalismo progresista, sino a la relación (unitaria y crítica) con una
amplia base de clase media y algo acomodada o simplemente menos
concienciada, de la que se sirve para hegemonizar el proceso. No se
puede ir a la idea de clase (trabajadora y potencialmente radical) contra
clase (media, con tendencia moderada), por mucho que ese conflicto lo
subsuma en el significante 99%, donde solo se excluye a la élite
poderosa. El problema de la conformación de una corriente crítica
trabajadora-popular autónoma del neoliberalismo progresista es
importante y debe basarse en la igualdad real en todas las estructuras
sociales de subordinación del orden capitalista, elemento central de
diferenciación, también con sectores de las clases medias y su alianza
con él.
Al mismo tiempo, como dice la autora, hay que romper también el
apoyo de gente trabajadora a los neoliberales reaccionarios, a su
militarismo, xenofobia, etnonacionalismo y machismo. Al final, realiza
una propuesta programática positiva, ‘elaborar una política
transformadora’, pero insuficiente por su inconcreción y sus rasgos
voluntaristas[26]. Por tanto, es necesario un análisis sociopolítico
realista, en particular de las relaciones de fuerza y de poder y
profundizar en una teoría crítica, realista y transformadora.

Conclusión: Hacia una teoría crítica igualitario-emancipadora

En definitiva, Fraser aporta, en primer lugar, un interesante impulso


a la renovación de la teoría crítica, en particular al análisis de la
sociedad capitalista, del orden social institucionalizado y sus
contradicciones de fondo, así como las principales tendencias políticas
en Estados Unidos, el neoliberalismo reaccionario (el Trump
gobernante) y el neoliberalismo progresista (Clinton-Obama) que han
vencido, respectivamente, al populismo reaccionario (el Trump retórico)

128
y al populismo progresista (Sanders) con puntos similares y algunos
distintos respecto de la realidad europea.
En segundo lugar, tiene muchas sugerencias de interés, aun con
ciertas limitaciones, en el campo sociopolítico, en particular su visión
flexible y multidimensional de la clase trabajadora y la necesidad de la
articulación unitaria de los movimientos sociales dentro de una
perspectiva transformadora anticapitalista o de socialismo democrático,
con una fase transitoria de populismo progresista.
En tercer lugar, es más discutible alguna de sus conclusiones
estratégicas y de alianzas y, especialmente, la problemática que
interactúa entre los dos campos anteriores: conformación de un sujeto
transformador o, en forma más convencional, la acumulación de fuerzas
sociales alternativas para un cambio democrático-igualitario-
emancipador. Es lo más débil y menos elaborado y lo que se debería
complementar para desarrollar una teoría crítica. En todo caso, en este
contexto de débil reflexión teórica y estratégica es saludable esta
aportación a la teoría crítica y su debate.
Por último, hay que hacer mención del reciente e interesante libro
“Los talleres ocultos del capital: Un mapa para la izquierda” de esta
ilustre feminista, particularmente, para el tema que nos interesa aquí, de
los dos capítulos titulados Las contradicciones del capital y los
cuidados (cap. 4) y El feminismo, el capitalismo y la astucia de la
historia (cap. 7). Destaca la interacción entre la crisis de la producción y
la de la reproducción social y de los cuidados. Apunta, en forma de
interrogantes finales, a un cambio global del orden social bajo el
objetivo de la emancipación en alianza con la protección social. En ese
sentido amplía y refuerza su posición comentada anteriormente. En el
anexo de citas al final de la sección reproduzco varios párrafos
significativos del cap. 4 (pp. 73/91)[27] y del cap. 7 (pp. 137/156).[28]

129
3.4. Resiliencia y mal menor

En la actual etapa del neoliberalismo, con fuerte carácter regresivo y


prepotente de los grupos dominantes de poder europeos y, a pesar, de su
amplia deslegitimación social, las fuerzas de progreso o críticas tienen
grandes dificultades para conseguir sus objetivos de justicia social y
democratización política.
También doy por supuesto la relativa debilidad de esas fuerzas
alternativas y de izquierda para modificar las estructuras de poder
hegemónico en la Unión Europea, en particular en los países
mediterráneos, así como su relativo retroceso representativo en las
recientes elecciones, junto con el reforzamiento de tendencias
ultraderechistas y autoritarias. Estas dificultades, bloqueos y retrocesos
están acompañados de una subjetividad entre bases alternativas de cierto
desconcierto, impotencia, desánimo y sectarismo que contrasta con la
ilusión y el optimismo anteriores, aunque todo ello haya sido paliado
por la configuración del gobierno progresista de coalición y la
expectativa de un nuevo ciclo político de cambio de progreso.
Esta dinámica contradictoria impide una claridad analítica y una
renovación política que impulse un cambio transformador de progreso.
Se necesita una reflexión estratégica. Por mi parte, aquí la abordo con
esta aportación teórica en torno a un concepto nuevo, resiliencia, como
actitud resistente y adaptativa ante importantes dificultades, y su
conexión con otra idea antigua, proveniente de la conciencia trágica
griega, la cultura del mal menor como elección obligada entre dos
males. Se trata de profundizar en un enfoque realista y crítico que tiene
grandes implicaciones políticas y que atraviesa el debate público.
La opción del mal menor aparece cuando hay solo dos
alternativas prácticas: una mala y otra peor. La salida buena o mejor
(avanzar, ganar) no existe o es parcial y relativa. La polarización no es

130
entre el mal y el bien, elección que una vez dilucidado su contenido, no
es complicada. En ese caso, sin grises ni efectos ambivalentes, se elige
lo bueno por interés propio o colectivo o por criterios éticos y políticos,
salvo los entes malignos con la posición destructiva de cuanto peor (de
los demás) mejor (para nosotros).
La situación trágica se produce ante la inevitabilidad de elección
entre dos males, dando por supuesto que ambos generan daños o
perjuicios para el campo propio. La conciencia trágica consiste en ser
realista, admitir ese daño parcial o inmediato y evitar una derrota más
completa, un perjuicio irreparable. Pero no es resignación o pasividad;
al mismo tiempo hay que tener la voluntad de modificar el campo de
fuerzas y construir una alternativa práctica transformadora, a veces
desde la heroicidad y la épica y cambiando el marco discursivo y de
fuerzas presentes. Ése es el sentido trágico y ambivalente (positivo y
negativo) de elegir una respuesta menos mala respecto de la peor,
cuando no hay una tercera posibilidad real mejor. No elegirla evita ese
daño relativo, pero a costa de un daño superior, ya que es irreal salir
indemne.
La elección del mal mayor conlleva una mayor destrucción propia,
no es coherente o racional para un proyecto transformador, por mucho
que se confíe en una ilusión de una relación de fuerzas deseable pero
lejana y no operativa. La tragedia épica conlleva realismo, capacidad de
sufrimiento, sabiduría, fortaleza y voluntad de cambio, no es
posibilismo adaptativo ni resignación, pero tampoco suicidio político,
temeridad o abandono.
No obstante, hay dos interpretaciones de esa lógica del mal
menor: una adaptativa y otra transformadora. La primera, moderada
o inmediatista: al no vislumbrar ninguna salida positiva se resigna a
asumir lo menos malo como lo bueno y frente al riesgo o amenaza de un
retroceso mayor. No contempla las capacidades transformadoras de
fondo ante la imposición de ese mal, con sus desventajas, y sin descartar
su reversión. Lo delicado es cuando lo peor, el destrozo, conlleva
impactos distintos para la gente y su representación política, se

131
resquebraja la solidaridad y la identidad común y se renuncia o se
debilitan las capacidades transformadoras a corto y medio plazo. Es la
política adaptativa que criticaba Gramsci.
La segunda, transformadora, valora la potencialidad de cambio de
ese marco, en cuanto hay capacidades sustanciales más o menos
inmediatas para crear una tercera alternativa real que desbloquee ese
fatalismo. La elección del mal menor es transitoria, es una tregua para
persistir en la conquista de un objetivo positivo sin males colaterales.
Así, aparece una tercera posición, izquierdista o vanguardista, de
rechazar ese marco real de respuesta ambivalente y confiar en una salida
ideal. Su problema es que no es suficiente tener esa opción solo en el
plano discursivo o programático de una élite en la confianza de su
traslación mecánica a la construcción de un sujeto liberador o una
dinámica efectiva de cambio. La consecuencia también es la impotencia
transformadora.
Por tanto, se trata de evaluar la capacidad de resistencia flexible
(o resiliencia) para oponerse a lo malo y a lo peor porque permite
construir una dinámica alternativa inmediata o la certeza y las
condiciones para que, aun pasando coyunturalmente una travesía
en el desierto de lo menos malo, permita avanzar en una solución
transformadora con el cambio de marco sociopolítico.
Son una situación y elección complejas en la que se forjan los
buenos liderazgos y las grandes decisiones estratégicas. Dos ejemplos
históricos pueden ilustrar la trascendencia de este debate. El primero la
actitud del Gobierno británico (y del mundo occidental) ante el ascenso
del nazi-fascismo en los años treinta con una política inicial de
‘apaciguamiento’ adaptativo a su expansionismo militarista y totalitario,
seguido de la firmeza antifascista y la alianza popular del pueblo
británico, con su primer ministro Churchill a la cabeza (conservador e
imperialista pero resistente anti-nazi) y la colaboración soviética y la
resistencia europea, de confrontar abiertamente con Hitler, con grandes
riesgos y sufrimientos, aunque finalmente con la victoria aliada.

132
El segundo ejemplo, también clásico en la teoría política, es el de la
paz de Brest-Litov que dio término a la Iª Guerra mundial en el frente
oriental. La opción menos mala que defendía Lenin era la concesión
soviética al ejército alemán de una parte de su territorio invadido a
cambio de la paz y la concentración de las fuerzas revolucionarias en
construir el Estado soviético y garantizar el pan y la libertad a su
pueblo; la opción de continuar la guerra, que defendía Trotsky para
evitar ese mal menor, era irreal y voluntarista, basado en las hipotéticas
tendencias revolucionarias europeas y hubiera llevado a un mayor
fracaso del país socialista ante la superioridad alemana, la
desarticulación popular y el aislamiento internacional.
La cultura política de las izquierdas todavía está influida por ambas
experiencias, como demuestra otro ejemplo más cercano: el debate
sobre la actual experiencia griega y la discrepancia interna en Syriza.
Por un lado, están los resultados de su estrategia (trágica) de aceptar el
mal menor del tercer rescate, suavizándolo y gestionándolo, en un
contexto de fuerte desequilibrio respecto del poder establecido europeo
y a pesar de su amplia legitimidad, manteniendo el 30% del electorado,
el mayor porcentaje en toda la UE de la izquierda transformadora. Por
otro lado, está la izquierda rupturista con la UE que, finalmente, ha
quedado en una posición social muy minoritaria, tanto el izquierdista
Varoufakis como el Partido Comunista (en conjunto, proporción de uno
a tres en apoyo electoral). Así, la derrota política de Tsipras a manos de
las derechas supone deficiencias estratégicas pero, sobre todo,
debilidades de poder, aunque, a efectos comparativos con sus críticos
izquierdistas y también respecto de la socialdemocracia (neoliberal),
conserva una superior legitimidad social y capacidad de influencia para
defender los derechos de las capas populares griegas que lo mantienen
como su referencia principal.
Por tanto, ante este tipo de relaciones de fuerza desventajosas y a la
defensiva inmediata, las fuerzas alternativas y de cambio de
progreso, más allá de los discursos gramscianos de la guerra de
posiciones y la guerra de movimientos, inspirados en la lejana

133
experiencia de la Iª Guerra mundial, deben combinar esta conciencia
trágica junto con la capacidad de resiliencia: resistencia,
flexibilidad y adaptación ante dificultades extremas para conformar
una salida recuperadora del bienestar público y el equilibrio
anterior de fuerzas sociales.
Así, frente a un análisis realista y una estrategia transformadora
caben dos tipos de desorientación basados en una percepción irreal
de la situación: Uno, derivado de la simple adaptación o resignación
(salvando algunos muebles), de carácter moderado; otro,
voluntarista o subjetivista, de carácter izquierdista, de intentar
superar unas relaciones de poder vía discurso o programa,
sobrevalorando su potencial articulador, lo que depende, sobre todo,
de la disponibilidad y refuerzo de fuerzas sociopolíticas sustanciales
para pugnar por el cambio.
En este caso, el error voluntarista consiste en la sobrevaloración de
una acción discursiva-programática, sin suficientes apoyos sociales y
consistencia que son la base para una acción política transformadora,
sea en el campo de las condiciones y derechos para la gente, sea para el
fortalecimiento de una fuerza social y una modificación en la relación
de fuerzas que favorezcan ese cambio a medio plazo. Como en otras
corrientes de pensamiento esta falta de clarificación de las opciones
estratégicas tiende al idealismo o al voluntarismo político, es decir, al
aislamiento social y el debilitamiento de las capacidades
transformadoras.
Por otro lado, en estos momentos de presentismo político,
inmediatismo sin horizontes estratégicos y de pugna por el relato, es
decir, por la propaganda legitimadora de la posición de poder de cada
parte, las situaciones y respuestas defensivas u ofensivas se
intercambian permanentemente, sobre todo, en el ámbito mediático,
sin discernir las tendencias de fondo ni ser coherente con una
estrategia a medio y largo plazo. Queda huérfano el debate y la
orientación estratégica y la propia cohesión de las fuerzas del cambio,

134
imprescindibles para compartir un proyecto común y generar un
reequilibrio de fuerzas en el campo social e institucional.
La experiencia de la construcción reciente de las fuerzas del cambio
en España en sus dos fases, la cívica y sociopolítica (entre los años
2010/2014), con fuerte desafección al bipartidismo, y la político-
electoral e institucional (2014/2020), con la conformación de las fuerzas
del cambio y su participación gubernamental, está inserta en estas tres
variantes interpretativas (más o menos realistas) y estratégicas
(adaptativas, transformadoras y radicales) frente a los poderes
establecidos.
Así, en el caso de Podemos, Izquierda Unida y las convergencias en
distintos ámbitos, están fracturadas en esas tres tendencias básicas que
compiten en su interior y pugnan por su hegemonía y liderazgo
respectivos. El problema son las dificultades para su debate y elaborar
consensos mínimos que permitan una acción común democrático-
igualitaria respetando una convivencia plural y un talante democrático.
Es el otro reto, el de la articulación democrática interna, para
conformar una alianza más unitaria, abierta y sólida que fortalezca
todo el conglomerado de las fuerzas del cambio.
La actitud del Partido Socialista, reticente inicialmente a un cambio
de progreso y una alianza plural con Unidas Podemos, la posibilidad
tras el 10-N-2019 de consolidar un acuerdo gubernamental para
imprimir un giro social y democrático en España y la pugna por la
legitimidad de las distintas estrategias y liderazgos van a condicionar el
balance de esta segunda etapa y todo el ciclo político desde 2020.
Se están definiendo las condiciones de mayor o menor
‘normalización’ política y los equilibrios sociopolíticos e
institucionales de la tercera etapa que comienza con impacto para
un lustro (o una década) y, en particular, la configuración interna y
externa del espacio del cambio, en su diversidad y su capacidad
unitaria y transformadora. Habrá ocasión para volver analítica y
teóricamente sobre ello e impulsar un camino compartido de cambio de

135
progreso. Lo que parece claro es que se van a necesitar grandes dosis de
resiliencia.

136
3.5 Anexo: Citas textuales del libro de Nancy
Fraser
(Las negritas son mías)

[1] Y continúa: “Hemos de tratar la relación entre estos dos polos


(objetivo y subjetivo) como una cuestión abierta y un problema que hay
que teorizar… ante la evidente crisis estructural en la que nos
encontramos, pero (hasta hoy) sin que se haya manifestado un
consiguiente conflicto político que exprese adecuadamente la crisis de
forma que pueda llevar a una resolución emancipadora. Así pues, la
relación entre la crisis del sistema y la lucha social deber ser objeto
importante de nuestra conversación” (p. 13). <<

[2]“Creo que es precisamente con la mezcla o articulación de las


perspectivas sistémica-estructural y acción-social como una teoría
de la sociedad capitalista se puede convertir en crítica. En otras
palabras, sigo manteniendo la idea que en cierta ocasión llamé dualismo
de perspectiva” (p. 65). <<

[3] “Estas corrientes tratan con excesiva frecuencia la


‘asistencia’, la ‘naturaleza’, la ‘acción directa’ o los ‘comunes’ como
algo intrínsecamente anticapitalista. En consecuencia, subestiman el

137
hecho de que sus prácticas favoritas no solo son fuente de críticas sino
también parte integral del orden capitalista” (p. 65). <<

[4] Y continúa: “En el mejor de los casos, el ideal de una esfera


doméstica protegida era una afirmación de valores ajenos al mercado,
un impedimento para la exigencia de máximos beneficios del capital.
Pero también se definía por aquello a lo que se oponía, como la otra
cara de la coherencia del mercado ‘libre’ y como la lógica de la
dependencia de las mujeres. Al final, su fuerza crítica solía ser más
conformadora que transformadora del sistema… También es posible que
las fuertes presiones sobre la reproducción saquen lo peor de las
personas” (p. 100). <<

[5] “Aunque identifica las líneas de fractura (entre los que tienen y
los que no tienen, por decirlo así), no consigue cartografiar las líneas de
fractura sociales y políticas. Lo que falta es una explicación de la
distinta idea que los agentes situados tienen de sí mismos, cuál piensan
que es su deber, qué esperan exactamente de sus jefes y gobernantes, y
qué los espolea a actuar políticamente. Es el tipo de explicación que
necesita una teoría crítica para cumplir la tarea de esclarecer la
gramática de la lucha social y las perspectivas de la transformación
social… Lo que está en juego en esta discusión es el significado de
libertad” (p. 144). <<

[6] “Me siento tan indignada como muchísima gente, y no quiero


‘corregir’ esta reacción diluyéndola en un análisis intelectual ‘objetivo’
y libre de sentimientos. Al contrario, la quiero canalizar hacia una mejor
comprensión de por qué ocurre lo que ocurre y qué podemos hacer al
respecto. Quiero conservar lo que la intuición me dice acerca de la

138
injusticia, no negarla. Y creo que lo mismo ha de hacer la teoría crítica”
(p. 138). <<

[7] “Frente a la crítica ética, entendida de forma estricta, y frente a la


crítica funcionalista y la moral, lo que aquí hay en juego es la
perspectiva de la renovación de una crítica del capitalismo como orden
social en cierto sentido irracional… La economía capitalista no es ni
puede ser auto correctora. Estas correcciones y medidas adaptativas
necesarias para asegurar sus ineludibles condiciones de fondo solo
pueden proceder del exterior de la economía —lo cual no significa decir
del exterior de la sociedad capitalista—. Históricamente, este
‘exterior’ extraeconómico, pero intra-capitalista ha sido la
política… Cuando las tendencias de crisis aparecen en el horizonte,
esos sujetos no solo viven la privación material o la completa
inestabilidad, sino un conflicto normativo” (p. 161). <<

[8] “Tampoco doy por supuesto que las normas no económicas sean
siempre ‘buenas’. He dicho que un defecto muy importante de la ‘La
gran transformación’ de Polanyi es que no cuenta con la posibilidad de
que la ‘sociedad’ que él contrapone a la ‘economía’ pueda ser ella
misma un pozo negro de dominación, exclusión y desigualdad… deja
muy de lado la crítica moral, sobre todo en lo que se refiere a las
cuestiones de dominación y justicia, que apenas aparecen en su
análisis… Lo que he hecho al reconstruir su trabajo es, en primer lugar,
reinterpretar su elemento ético en sentido estructural, no sustancial, y,
en segundo lugar, introducir el polo moral que faltaba. De ahí que,
primero, propusiera una interpretación ‘estructural’ de su idea de
‘mercantilización ficticia’, como alternativa a su interpretación
‘ontológica’, y, segundo, sustituyera su idea de doble movimiento por
la de un movimiento triple”. <<

139
[9] “El de la ‘emancipación’, el ideal de la libertad como no
dominación en un sentido que va mucho más allá de las normas
liberales de libertad negativa e igualdad de oportunidades. Por
tanto, hay un ‘movimiento triple’, aunque los tres valores principales
podrían colisionar y hay que mediar en ellos: la mercantilización, la
protección social, la emancipación. Pero ninguno de los tres, de forma
aislada, es totalmente bueno ni malo por sí mismo, ni siquiera la
emancipación” (p. 163). <<

[10] “Rechazo la tesis, de profundas raíces foucaultianas, de que


el fondo no es más que una criatura de primer plano —por ejemplo,
cuando Foucault dice que el ‘yo profundo’ es totalmente ilusorio, sin
que nada de ningún tipo se oculte tras él, aunque tenga verdaderos
efectos performativos—… Rechazo la idea, muy en boga en la
actualidad, de que es posible retirarse de la sociedad capitalista y
construir una contra-sociedad ‘en el fondo (no económico)’, por así
decirlo, sin afrontar el completamente real aparato de poder del primer
plano y sin transformar las normas básicas y las instituciones
institucionalizadas fundamentales del capitalismo. Esta estrategia
‘desvinculante’ es ilusoria porque el fondo no es independiente, ni
es un contrapoder per se… No estoy de acuerdo con el diagnóstico de
una colonización completa o casi completa. Actualmente hay una nueva
versión de esta tesis que utiliza la teoría de la gubernamentalidad de
Foucault para decir que hoy se nos subjetiviza prácticamente de forma
exclusiva como gestores autorresponsables de nuestro propio ‘capital
humano’. Esta visión confunde un proyecto neoliberal con una
realidad social” (p. 165). <<

140
[11] “Las tensiones propias del orden social capitalista tienen su
raíz en tres características distintivas, unas características que yo
llamo las tres ‘D’: la división, la dependencia, la denegación… Este
es el quid de la contradicción: las economías capitalistas extraen
constantemente valor de esos ámbitos a la vez que niegan que esos
ámbitos tengan algún valor. El resultado es que el capitalista da por
supuesto la disponibilidad infinita de la reproducción social, el poder
público y las aportaciones de la naturaleza. El tratamiento de estas cosas
como regalos gratuitos significa que el capitalista se despreocupa de
reponerlas. Socava las propias aportaciones de las que depende. Estas
son mis tres ‘D’: división, dependencia, denegación. Juntas forman la
tormenta perfecta de la posible inestabilidad, firmemente asentada en la
estructura del capitalismo. Podríamos resumirlas en una cuarta ‘D’: la
sociedad capitalista lleva en su núcleo una tendencia a la
(auto)desestabilización de sus tres divisiones constitutivas:
producción/reproducción, política/economía, sociedad
humana/naturaleza no humana. Todo lo cual, repito, representa
tendencias a la crisis específicas e inherentes del capitalismo. El
resultado es una imagen de la sociedad capitalista que nos permite
interpretar sus tendencias a la crisis de forma que no sea la ‘ética’ en el
sentido problemático” (p. 169). <<

[12] “Estoy de acuerdo con Macintyre en que solo podemos hallar


respuesta retrospectivamente, con nuestra capacidad de relatar la
transformación histórica como ejemplo positivo de resolución de
problemas. Se trata de hacer inteligibles los cambios sociales… No nos
interesa como ‘fue realmente’ el pasado. Al contrario, lo que queremos
es un relato histórico más amplio que nos oriente en el presente: un
relato que nos explique cómo hemos llegado hasta aquí, a qué nos

141
enfrentamos, adónde queremos ir y cómo podemos llegar ahí” (p.
177). <<

[13] “La distinción entre luchas de clase y luchas de frontera es


analítica. En la realidad, muchos conflictos sociales contienen
elementos de ambas… Desde un punto de vista práctico, la cuestión de
la injusticia de clase no se puede separar definitivamente de las
cuestiones de la crisis y la libertad. Hay que abordarlo todo a la vez,
igual que otros importantes ejes de la injusticia del capitalismo, entre
ellos, el género, la raza/etnicidad y el imperialismo” (p. 184). <<

[14] “En este nuevo escenario, la mercantilización se ha unido a


la emancipación a expensas de la protección social. Suena perverso,
es evidente, pero refleja con claridad una situación en que las corrientes
liberales al uso de los movimientos sociales emancipadores interpretan
la igualdad y la libertad de forma limitada, meritocrática y amable con
el mercado, unas ideas que encajan perfectamente con los proyectos y
las exigencias de legitimidad que los sectores dirigentes del capitalismo
cognitivo” (p. 209). <<

[15]“La socialdemocracia se basaba en la alianza de dos contra


uno, una mercantilización y la protección social contra la
emancipación, mientras que el capitalismo financiarizado ha generado
una alianza de la mercantilización y la emancipación contra la
protección. Y esta segunda alianza ha dividido las fuerzas sociales que
una izquierda seria debería unir. Ha alejado a los defensores de la
emancipación de los trabajadores del sector manufacturero y de las
comunidades rurales que giran en torno a la financiarización y gravitan
hacia el populismo de derechas. Y aun peor: más que desgajarlos, la
nueva alianza ha puesto en marcha corrientes dominantes de

142
movimientos emancipadores directamente en contra de las personas
que podrían (y deberían) estar entre los aliados más importantes en
el diseño de una respuesta de izquierdas a la crisis actual” (p. 217).
<<

[16] “Para que el proyecto neoliberal triunfara, había que envolverlo


de otro modo, dotarle de nuevos atractivos, vincularlo a otras
aspiraciones emancipatorias ajenas de la economía. Una política
profundamente regresiva solo podía convertirse en el centro
dinámico de un nuevo bloque hegemónico si pasaba como
progresista” (p. 220). <<

[17] “La estrategia preferida es vincular su política plutocrática y


expropiativa de la distribución a una política de reconocimiento que
pueda conseguir un amplio apoyo. En consecuencia, y este es el
segundo punto, el neoliberalismo no es monolítico: al contrario, hay
en su interior corrientes progresistas y regresivas. La diferencia está
en el reconocimiento. Ambas variantes fomentan una política
distributiva que beneficia principalmente al 1%, pero una de ellas
articula ese programa con una política de reconocimiento aparentemente
inclusiva, mientras que la otra, por el contrario, la une a una alternativa
explícitamente exclusiva. Por último, fue en especial la vertiente
progresista del neoliberalismo la que consiguió hacerse hegemónica,
derrotando no solo a las fuerzas antineoliberales, sino también a las
neoliberales reaccionarias. La estrategia vencedora unió una política
profundamente desigualitaria y contraria al trabajo a una política de
reconocimiento moderna, con ‘visión de futuro’ y aparentemente
emancipadora” (p. 220). <<

143
[18] “La mezcla de reconocimiento progresista y la distribución
regresiva tuvo fuerza suficiente para derrotar, aunque fuera
momentáneamente, a la derecha (a los republicanos en Estados Unidos,
y a los conservadores en el Reino Unido), cuyo contraproyecto
mezclaba la distribución regresiva con un reconocimiento reaccionario
(etno-nacionalista, antinmigrantes y procristiano). Pero la victoria
neoliberal progresista tuvo su precio: quienes pagaron los platos rotos
fueron los centros industriales en declive, en especial el llamado
Cinturón de Acero, en su día plaza fuerte de la socialdemocracia del
New Deal, y ahora, en cambio, la región que entregó el Colegio
Electoral a Donald Trump en 2016… Pese a la devastación de estas
comunidades, el bloque progresista-neoliberal difundía un ethos del
reconocimiento superficialmente igualitario y emancipador:
centrado en los ideales de la ‘diversidad’, el ‘empoderamiento’ de
las mujeres, los derechos LGTBI, el posracismo, el
multiculturalismo y el ecologismo. Sin embargo, eran unos ideales
que en Estados Unidos se interpretaban de una forma determinada
y limitada completamente compatible con la economía al estilo
Golman Sachs” (p. 221). <<

[19] “El reconocimiento no es pura ideología, sino la propia


autoafirmación de un estrato social, cuyo ascenso se basa a la vez en
el paso al capitalismo postindustrial, cognitivo y globalizador, y en su
propia auto consideración como cultural y moralmente superior a las
comunidades provincianas de clase trabajadora que esos cambios han
dejado atrás. De modo que sí, es una cuestión tanto de reconocimiento
como de distribución —o mejor aún, una forma específica de
entrelazamiento de estos dos aspectos de la justicia en la era del
capitalismo financiarizado—. Los movimientos populistas de derechas
lo rechazan todo en conjunto… No hay vuelta atrás, a la política de

144
clase al viejo estilo… no me centraría en ampliar lo que entendemos
por la ‘cuestión social’ de modo que haga visibles nuestras capas
ocultas: la crisis del capitalismo financiarizado tiene que ver tanto
con el medioambiente, la democracia y la reproducción social como
con la organización del trabajo remunerado. Son cuestiones que
deberían estar en la base de cualquier política de izquierdas que quiera
desafiar al régimen actual. También me propondría ampliar lo que
entendemos por ‘clase trabajadora’” (p. 223). <<

[20] “Su confianza en que representan la punta de lanza del avance


de la humanidad hacia el cosmopolitismo moral y la ilustración´
cognitiva. Ese sentimiento de superioridad cultural han sido un
elemento básico de esta identidad y posición de estrato. Pero también
funciona como estrategia bourdeusiana de ‘distinción’, una estrategia
que da al neoliberalismo progresista un ‘tono’ superior, que con
excesiva frecuencia ha pasado a ser moralizante, señalador y
condescendiente con las personas del campo y de clase trabajadoras,
insinuando que eran culturalmente atrasada o de pocas luces. No es
difícil entender que esto generara resentimiento. A la ofensa de la
hegemonía de estatus se sumaba la injuria de la dominación de
clase. Los populistas de derechas como Trump han explotado este
sentimiento” (p. 226). <<

[21] “Las bases estructurales del racismo [y del sexismo] tienen


que ver tanto con la economía política como con el estatus y el
(falso) reconocimiento. Y la misma importancia tiene que las fuerzas
que están destruyendo las oportunidades vitales de las personas de color
pertenecen al mismo complejo dinámico que las que destruyen las
oportunidades vitales de los blancos, aunque difieran de algunos
detalles… Al enfocar el problema desde la perspectiva del capitalismo,
entendido como orden social institucionalizado, la izquierda debería

145
insistir en que el racismo (por ejemplo) tiene unas bases
estructurales en la sociedad capitalista, que hay que combatirlo no
solo desde la cultura sino también desde las instituciones,
transformando las divisiones constitutivas de las que hemos estado
hablando en este libro” (p. 228). <<

[22] “Están profundamente arraigados en la dominación de clase (y


género), y en que es imposible entenderlos y superarlos al margen de lo
último. Es una ventaja más de nuestra visión expandida del capitalismo
como orden social institucionalizado. Demuestra que en realidad no es
necesario que distingamos entre dominación de clase y la jerarquía de
estatus. Las dos son parte integral de la sociedad capitalista, producto
conjunto de sus divisiones estructurales. Podemos y debemos oponernos
a las dos” (p. 228). <<

[23] “Lo que se ofrecía, en otras palabras, era optar claramente entre
dos políticas de reconocimiento diferentes, pero solo una política
(neoliberal) de distribución: se podía escoger entre multiculturalismo y
etnonacionalismo, pero, fuera lo uno o lo otro, la finaciarización y la
desindustrialización eran inevitables… El resultado inmediato fue
poner sobre la mesa dos nuevas opciones políticas: el populismo
reaccionario y el populismo progresista. Pero ninguna de esas
opciones se materializó… Lo que hemos conseguido es un
neoliberalismo hiper-reaccionario. Sin embargo, el neoliberalismo
hiper-reaccionario no es un nuevo bloque hegemónico… El resultado es
un interregno inestable, sin ninguna hegemonía segura. Esta es la
situación a la que hoy se enfrenta la izquierda. No sé si con ella se abre
la puerta a la construcción de un bloque contrahegemónico. De ser así,
creo que el candidato con más posibilidades es alguna variante de
populismo progresista, que combine un programa distributivo
igualitario y a favor de la clase trabajadora con una visión inclusiva

146
y no jerárquica de un orden justo del reconocimiento —o como
decía antes, de la emancipación con la protección social” (p. 232). <<

[24] “Podría haber hoy un resquicio para la construcción de un


bloque contrahegemónico en torno al proyecto del populismo
progresista. Uniendo en un solo proyecto una orientación económica
igualitaria y favorables a toda la clase trabajadora, y una orientación
inclusiva y no jerárquica del reconocimiento, esta formación tendría al
menos la oportunidad combativa de unir a toda la clase trabajadora. Con
la atención a estos dos segmentos, a los explotados y los expropiados,
un proyecto populista progresista podría convertir a la clase trabajadora,
entendida en sentido amplio, en fuerza dirigente de una alianza que
también incluya segmentos importantes de la juventud, la clase media,
las profesiones liberales y el ámbito directivo” (p. 235). <<

[25] “Lo que realmente puede atraer para acabar con el fascismo es
un (proto-cuasi- o auténtico) proyecto de izquierdas que redirija la ira y
el dolor de los desposeídos hacia una profunda reestructuración societal
y una ‘revolución’ política democrática… no soy partidaria de cerrar
filas. De hecho, el escenario que más me gusta es exactamente el
contrario: la separación al servicio del reajuste… Frente a tu objetivo de
unirse a los liberales, yo quisiera que la izquierda se propusiese efectuar
dos cambios importantes. En primer lugar, alejar a la masa de las
mujeres, los inmigrantes y las personas de color menos favorecidos
de las feministas del lean-in, los antirracistas y anti homófobos
meritocráticos, y de los señuelos de la diversidad corporativa y el
capitalismo verde que se apropiaron de sus intereses para ajustarlos
a los principios del neoliberalismo. Este es el objetivo de la reciente
iniciativa feminista, que pretende reemplazar el lean-in, la presión,
por un ‘feminismo para el 99%’. Una estrategia que otros
movimientos emancipadores deberían copiar” (p. 239). <<

147
[26] “El neoliberalismo persiste como política, también con Trump.
Lo que se ha desmoronado es la hegemonía neoliberal progresista… Lo
que hoy tenemos es la crisis a nivel de hegemonía: el lado de la acción
social o partícipe de la crisis… Nunca he visto tantas posibilidades de
que surja una nueva izquierda como las que hoy veo… Las
contradicciones se agudizan queramos o no… Si no conseguimos
elaborar una política transformadora ahora mismo, prolongaremos el
interregno actual. Y esto significa condenar a los trabajadores a de
cualquier género, convicción y color a la segregación de clase y la
inseguridad social… Para evitar este destino, debemos acabar
definitivamente con la economía neoliberal y con el individualismo
meritocrático liberal. Solo con la conjunción de una política de
distribución igualitaria robusta y una política de reconocimiento
sustancialmente inclusiva y sensible a la clase, podemos construir
un bloque contrahegemónico que nos saque de la crisis y nos lleve a
un mundo mejor” (p. 242). <<

[27] “Los cuidados, que comprenden tanto trabajo afectivo como


material y a menudo se realizan sin remuneración, son
indispensables para la sociedad. Sin ellos no podría haber cultura,
ni economía, ni organización política. Ninguna sociedad que
sistemáticamente debilite su reproducción social logra perdurar
mucho. Hoy en día, sin embargo, una nueva forma de sociedad
capitalista está haciendo exactamente eso. El resultado es una enorme
crisis no solo de los cuidados, sino también de la reproducción social en
su sentido más amplio.
La «crisis de los cuidados» es mejor interpretarla como una
expresión más o menos aguda de las contradicciones
sociorreproductivas del capitalismo financiarizado. Entiendo esta
crisis como uno de los componentes de una «crisis general», que

148
incluye también vectores económicos, ecológicos y políticos, que se
entrecruzan y exacerban mutuamente. El aspecto de la
reproducción social forma una dimensión importante de esta crisis
general, pero a menudo queda olvidado en los actuales debates, que
se centran principalmente en los peligros económicos o ecológicos.
Este «separatismo crítico» es problemático; el aspecto social es tan
fundamental en la crisis general que ninguno de los otros puede
entenderse adecuadamente haciendo abstracción de él. Sin embargo,
también puede afirmarse lo contrario. La crisis de la reproducción social
no es un elemento independiente y no puede entenderse adecuadamente
por sí sola. ¿Cómo deberíamos interpretarla, entonces? Yo sostengo que
la «crisis de los cuidados» es mejor interpretarla como una
expresión más o menos aguda de las contradicciones
sociorreproductivas del capitalismo financiarizado. Esta formulación
sugiere dos ideas. En primer lugar, las actuales tensiones a las que están
sometidos los cuidados no son accidentales, sino que tienen unas
profundas raíces sistémicas en la estructura de nuestro orden social, que
yo denomino aquí capitalismo financiarizado. No obstante, y este es el
segundo punto, la actual crisis de la reproducción social indica que hay
algo podrido no solo en la actual forma financiarizada del capitalismo,
sino en la sociedad capitalista per se…
Los déficits de cuidados que experimentamos hoy son la forma
que esta contradicción adopta en esta tercera fase, la más reciente,
del desarrollo capitalista. Para desarrollar esta tesis, propongo explicar
primero la contradicción social del capitalismo como tal, en su forma
general. En segundo lugar, esbozo su evolución histórica en las dos
fases anteriores del desarrollo capitalista. Por último, sugiero interpretar
los «déficits de los cuidados» de hoy en día como expresiones de la
contradicción social del capitalismo en su actual fase financiarizada…
Como cada uno de sus regímenes predecesores, el capitalismo
financiarizado institucionaliza la división producción-reproducción
sobre una determinada base de género. A diferencia de sus
predecesores, sin embargo, su imaginario dominante es el

149
individualismo liberal y la igualdad de género: las mujeres se
consideran iguales a los hombres en todas las esferas y merecen
igualdad de oportunidades para realizar sus talentos, también –quizá en
especial– en la esfera de la producción. La reproducción, por el
contrario, se percibe como un residuo retrógrado, un obstáculo que
impide el avance en el camino hacia la liberación y del que, de un
modo u otro, hay que prescindir.
A pesar de su aura feminista, o quizá debido a ella, esta concepción
ejemplifica la actual forma de contradicción social del capitalismo,
que asume una nueva intensidad. Además de disminuir la provisión
pública y atraer a las mujeres al trabajo asalariado, el capitalismo
financiarizado ha reducido los salarios reales, aumentando así el
número de horas de trabajo remunerado que cada hogar necesita
para sostener a la familia y provocando una desesperada pelea por
transferir el trabajo de cuidados a otros. Para llenar el «vacío de los
cuidados», el régimen importa trabajadores migrantes de los países
más pobres a los más ricos. Típicamente, son mujeres racializadas, a
menudo de origen rural, de regiones pobres, las que asumen el trabajo
reproductivo y de cuidados antes desempeñado por mujeres más
privilegiadas. Pero para hacerlo, las migrantes deben transferir sus
propias responsabilidades familiares y comunitarias a otras cuidadoras
aún más pobres, que deben a su vez hacer lo mismo, y así
sucesivamente, en «cadenas de cuidados globales» cada vez más largas.
Lejos de cubrir el vacío de los cuidados, el resultado neto es desplazarlo
de las familias más ricas a otras más pobres, del Norte global al Sur
global…
Las luchas en torno a los límites referentes a la reproducción
social son tan centrales para la actual coyuntura como las luchas de
clase en el ámbito de la producción económica. Responden, sobre
todo, a una «crisis de los cuidados», que tiene sus raíces en la
dinámica estructural del capitalismo financiarizado. Globalizado e
impulsado por la deuda, este capitalismo está expropiando
sistemáticamente las capacidades disponibles para sostener las

150
conexiones sociales. Proclamando el nuevo ideal de familia con dos
proveedores, atrae a los movimientos de emancipación, que se unen con
los defensores de la mercantilización para oponerse a los partidarios de
la protección social, ahora cada vez más resentidos y chovinistas…
¿Qué sigue a todo ello en la actual coyuntura? ¿Son las actuales
contradicciones del capitalismo financiarizado suficientemente graves
como para considerarse una crisis general y deberíamos, por
consiguiente, prever otra mutación de la sociedad capitalista?
¿Galvanizará la presente crisis luchas de suficiente amplitud y visión
como para transformar el régimen actual? ¿Podría una nueva forma
de feminismo socialista romper el idilio del movimiento feminista
predominante con la mercantilización y, al mismo, tiempo forjar
una nueva alianza entre la emancipación y la protección social? Y
de ser así, ¿con qué fin? ¿Cómo podría reinventarse hoy la división
entre reproducción y producción y qué puede sustituir a la familia de
dos proveedores?...
La senda de su resolución solo puede avanzar mediante una
profunda transformación estructural de este orden social. Lo que hace
falta, ante todo, es superar el rapaz sometimiento de la
reproducción a la producción que tiene lugar en el capitalismo
financiarizado, pero esta vez sin sacrificar ni la emancipación ni la
protección social. Esto, a su vez, exige reinventar la distinción entre
producción y reproducción y reimaginar el orden de género. Queda
por ver si el resultado de todo ello será compatible con el capitalismo.”
<<

[28] Mi hipótesis puede enunciarse del siguiente modo: lo


verdaderamente nuevo de la segunda ola del feminismo fue su modo
de entretejer, en la crítica al capitalismo organizado de Estado
androcéntrico, tres dimensiones de injusticia de género
analíticamente específicas: económica, cultural y política. Al
someter el capitalismo organizado de Estado a un examen amplio y

151
polifacético, en el que esas tres perspectivas se entremezclaban
libremente, las feministas generaron una crítica simultáneamente
ramificada y sistemática. En las décadas posteriores, sin embargo, las
tres dimensiones de la injusticia se separaron, tanto entre sí como
de la crítica del capitalismo. Con la fragmentación de la crítica
feminista se produjo la incorporación selectiva y la recuperación
parcial de parte de sus corrientes. Separadas unas de otras y de la
crítica social que las había integrado, las esperanzas de la segunda
ola feminista se reclutaron al servicio de un proyecto que divergía
por completo de nuestra visión integral más amplia de una sociedad
justa…
El efecto de este imaginario centrado en la clase y economicista
fue el de marginar, u oscurecer por completo, otras dimensiones,
ámbitos y ejes de injusticia…
Pero en las décadas de 1950 y 1960, el ideal de salario familiar aún
servía para definir las normas de género y para disciplinar a quienes las
contraviniesen, reforzando la autoridad de los hombres en el hogar y
canalizando las aspiraciones hacia el consumo doméstico privatizado.
Igualmente importante, al valorizar el trabajo asalariado, la cultura
política del capitalismo organizado de Estado oscurecía la
importancia social del trabajo de cuidados no asalariado y del
trabajo reproductivo. Al institucionalizar perspectivas de la familia
y del trabajo androcéntricas, naturalizaba las injusticias de género
y las retiraba de la protesta política…
En general, por lo tanto, la cultura política del capitalismo
organizado de Estado era economicista, androcéntrica, estatista y
westfaliana, características todas ellas que fueron objeto de ataque a
finales de la década de 1960 y durante la de 1970. En aquellos años de
radicalismo explosivo, las feministas de segunda ola se unieron a sus
compañeros y compañeras de la nueva izquierda y antiimperialistas para
cuestionar el economicismo, el estatismo y (en menor grado) el
westfalianismo del capitalismo organizado de Estado, y al tiempo

152
protestaron contra el androcentrismo de éste, y con él, contra el sexismo
de sus camaradas y aliados…
Por último, las feministas de la segunda ola ampliaron el alcance de
la justicia para incluir asuntos antes privados como la sexualidad, las
tareas domésticas, la reproducción y la violencia contra las mujeres. Al
hacerlo, ampliaron de hecho el concepto de injusticia para abarcar
no sólo desigualdades económicas, sino también jerarquías de
estatus y asimetrías de poder político. Con la ventaja que da la
retrospectiva, podemos decir que sustituyeron una visión monista y
economicista de la justicia por una comprensión tridimensional y más
amplia, que abarcaba la economía, la cultura y la política…
En general, el feminismo de la segunda ola siguió siendo
ambiguamente westfaliano, a pesar de que rechazaba el
economicismo, el androcentrismo y el estatismo del capitalismo
organizado de Estado…
En resumen, la segunda ola feminista asumió un proyecto político
transformador, basado en una interpretación más amplia de la injusticia
y en la crítica sistémica a la sociedad capitalista. Las corrientes más
avanzadas del movimiento consideraron que las suyas eran unas luchas
multidimensionales, dirigidas simultáneamente contra la explotación
económica, la jerarquía de estatus y el sometimiento político…
Al final, sin embargo, ese proyecto se quedó en gran medida
malogrado, víctima de fuerzas históricas más profundas, que no
fueron bien interpretadas en aquel momento…
Este cambio «de la redistribución al reconocimiento» fue
acompañado por fuertes presiones para transformar el feminismo de la
segunda ola en una variante de las políticas de identidad. Una variante
progresista, sin duda, pero que tendía no obstante a ampliar en exceso la
crítica de la cultura, al tiempo que restaba importancia a la crítica de la
economía política. En la práctica, se tendió a subordinar las luchas
socioeconómicas a las luchas por el reconocimiento, mientras que en
los sectores académicos la teoría cultural feminista empezó a
eclipsar a la teoría social feminista. Lo que había empezado como un

153
correctivo necesario al economicismo evolucionó con el tiempo a un
culturalismo igualmente tendencioso…
El cambio al reconocimiento encajaba muy claramente con un
neoliberalismo ascendente, que no quería más que reprimir cualquier
recuerdo del igualitarismo social. Así, las feministas absolutizaron la
crítica a la cultura precisamente en el momento en el que las
circunstancias exigían redoblar la atención a la crítica de la
economía política. A medida que la crítica se dividía, además, la
corriente cultural no sólo se desgajó de la corriente económica, sino
también de la crítica al capitalismo que previamente las había
integrado. Desligadas de la crítica al capitalismo y dispuestas para
articulaciones alternativas, estas corrientes podían ser atraídas hacia lo
que Hester Eisenstein ha denominado «una relación peligrosa» con el
neoliberalismo…
Por una parte, el movimiento contracultural relativamente pequeño
del periodo anterior se ha ampliado exponencialmente, difundiendo con
éxito sus ideas por todo el planeta. Por otra, las ideas feministas han
experimentado un sutil cambio de valencia en el contexto alterado.
Claramente emancipadoras en la época del capitalismo organizado de
Estado, las críticas al economicismo, el androcentrismo, el estatismo y
el westfalianismo parecen ahora plagadas de ambigüedad, susceptibles
de cubrir las necesidades de legitimación de una nueva forma de
capitalismo. Después de todo, este capitalismo preferiría con creces
afrontar las reivindicaciones de reconocimiento y no las
reivindicaciones de redistribución, a medida que construye un
nuevo régimen de acumulación sobre la piedra angular del trabajo
asalariado de las mujeres e intenta eximir a los mercados de la
regulación social para operar con la mayor libertad posible a escala
planetaria…
Quizá estemos contemplando los primeros movimientos de una
nueva oleada de movilización destinada a articular una alternativa.
Quizá, en consecuencia, estemos al borde de otra «gran
transformación», tan masiva y profunda como la que acabo de describir.

154
Si es así, por lo tanto, la forma de la sociedad sucesora será objeto
de intensa contestación en el próximo periodo. Y el feminismo
participará de manera importante en esa contestación, en dos
niveles distintos: en primer lugar, como movimiento social cuyas
fortunas he trazado aquí, que intentará garantizar que el régimen
sucesor institucionalice un compromiso con la justicia de género.
Pero también, en segundo lugar, como diseño discursivo general que
las feministas en el primer sentido ya no poseen y no controlan; un
significante vacío del bien (similar, quizá, a «democracia»), que
puede invocarse y se invocará para legitimar una variedad de
escenarios distintos, no todos los cuales promueven la justicia de
género. Derivado del feminismo en su primer sentido, de movimiento
social, este segundo sentido discursivo del «feminismo» se ha
desmadrado. A medida que el discurso se independiza del movimiento,
éste se enfrenta cada vez más con una versión extrañamente sombría de
sí mismo, un doble siniestro al que no puede sencillamente abrazar ni
repudiar por completo…
En el momento actual, estas dos críticas a la autoridad
tradicional, la feminista y la neoliberal, parecen converger. Donde el
feminismo y el neoliberalismo divergen, por el contrario, es acerca
de las formas postradicionales de subordinación de género:
restricciones en la vida de las mujeres que no adoptan la forma del
sometimiento personalizado, sino que surgen de procesos
estructurales o sistémicos en los que las acciones de tantas personas
están abstracta o impersonalmente mediadas…
Dichos procesos de subordinación mediados por el mercado son la
savia del capitalismo neoliberal. Hoy, en consecuencia, deberían
convertirse en el gran objetivo de la crítica feminista, ahora que
intentamos distinguirnos del neoliberalismo y evitar su resignificación.
El objetivo, por supuesto, no es dejar la lucha contra la autoridad
masculina tradicional, que sigue siendo un momento necesario de la
crítica feminista. Es, por el contrario, interrumpir el tránsito fácil de esa
crítica a su doble neoliberal; sobre todo, volviendo a conectar las luchas

155
contra el sometimiento personalizado con la crítica a un sistema
capitalista que, aunque promete liberación, sustituye de hecho un modo
de dominación por otro. Con la esperanza de hacer progresar esta
agenda, me gustaría concluir contemplando por última vez mis
cuatro focos de la crítica feminista: antieconomicismo
posneoliberal; antiandrocentrismo posneoliberal; antiestatismo
posneoliberal; antiwestfalianismo posneoliberal. <<

156
4. SUJETO Y CAMBIO FEMINISTA

En este capítulo explico, desde la sociología crítica, las


características del cambio feminista y las enlaza con los procesos
identificadores y la conformación de un sujeto sociopolítico feminista.
Tiene tres partes. La primera, “El cambio feminista”, analiza los tres
niveles de identificación feminista, la pugna entre los distintos
feminismos, el agotamiento del feminismo socioliberal y formalista y la
expectativa del cambio institucional. La segunda, “El contexto del
impulso feminista”, analiza la persistencia de la desigualdad, la
discriminación y la violencia hacia las mujeres, junto con el insuficiente
reconocimiento público de su aportación, los límites de las políticas
públicas y las reformas regresivas que perjudican más a las mujeres,
diferencio la identidad feminista de la identidad de género y destaco el
choque entre el avance de la conciencia feminista y la persistencia de las
desventajas relativas de las mujeres. La tercera, “Identidades y sujetos
feministas”, señala dos aspectos complementarios de carácter teórico: el
sentido de la pertenencia feminista como proceso de identificación y la
formación de actores y sujetos colectivos, en particular el movimiento
feminista.

157
4.1. El cambio feminista

El feminismo avanza en la sociedad española. Tiene un sentido


igualitario y emancipatorio frente a la desigualdad y la subordinación de
las mujeres. Las grandes movilizaciones feministas de los últimos tres
años, en particular, en el 8 de marzo, se han centrado en dos grandes
ejes: contra la violencia machista y por la igualdad en las relaciones
sociales y laborales. Han conseguido una gran participación y un amplio
apoyo social, tienen un relevante impacto sociopolítico y expresan una
fuerte conciencia democrática.
Así mismo, el feminismo, junto con los colectivos LGTBI, ha
promovido un tercer eje: mayor libertad sexual, más tolerancia y
reconocimiento hacia su diversidad y el refuerzo de la autonomía de las
personas para definir sus opciones y preferencias vitales.
Me centro aquí, al calor de los debates de las últimas semanas, en un
análisis de las dos tendencias de fondo en el movimiento feminista que
explican la fuerte pugna sociopolítica y discursiva por su orientación y
su representación. El contenido sustantivo está ya expresado en los tres
grandes temas antedichos que han vertebrado la activación feminista:
contra la violencia machista, por la igualdad relacional y por la libertad
sexual. Pero antes de avanzar, explico los distintos niveles de
identificación feminista para acercarnos de una forma más realista a la
problemática de la identidad y la conformación del sujeto feminista,
elementos constitutivos del cambio feminista.

Tres niveles de identificación feminista

En los capítulos anteriores he explicado las características de este


proceso, sus implicaciones y sus bases teóricas, desde la sociología
crítica de los Movimientos sociales, la acción colectiva y el cambio

158
social. Parto del diagnóstico sobre las identificaciones feministas
derivado de varios estudios demoscópicos, en particular del CIS, 40dB y
Metroscopia, ya comentados antes. Existen, al menos tres niveles en la
implicación feminista.
Un primer nivel de miles de activistas, en los tres ámbitos
fundamentales, institucional, parainstitucional —incluido el
académico o el sindical, así como múltiples organizaciones
subvencionadas— y el asociativo de base, muy descentralizado.
Entre los tres hay conexiones y muchas personas tienen una
participación mixta. Desarrollan diversas actividades culturales,
reivindicativas y de denuncia, asistenciales, expresivas, de apoyo
mutuo… Conforman redes reticulares con significativa coordinación y
capacidad expresiva a través de grandes campañas públicas.
Un segundo nivel, de personas, en su mayoría mujeres, que
optan por una autodefinición ideológica y sociopolítica de
feministas, que participan y comparten objetivos igualitarios y se
expresan, sobre todo, en el apoyo a las grandes movilizaciones y sus
demandas. Es la base social más amplia, diversa y explícita del
movimiento feminista.
Para hacerse una idea más precisa y según datos del CIS sobre los
electorados (en las pasadas elecciones generales del 10-N-2019), se
autodefinían feministas 800.000 votantes al PSOE, otros 800.000 a UP
y sus convergencias y 100.000 al PP. El total de todos los electorados
que se han pronunciado, contando con personas con derecho a voto, o
sea mayores de 17 años, e incorporando los porcentajes de
abstencionismo y de origen extranjero (sin derecho a voto) tenemos una
cifra en torno a tres millones y medio de personas que se sienten
identificados con el feminismo, entre sus dos opciones fundamentales
de su auto ubicación ideológica. Es algo más del 10% de la población,
pero hay que matizar que en el caso del PP se sitúa en el 2% de su
electorado, en el caso del PSOE, en torno al 12%, y en el caso de UP, el
26%. Por tanto, aunque la base social autodefinida feminista es
prácticamente paritaria entre PSOE y UP (y aliados), en términos

159
comparativos tiene un peso mucho más significativo entre los segundos
que entre los primeros.
En su conjunto, podemos decir que esa pertenencia feminista no es
transversal o equidistante, no está distribuida por igual entre las distintas
tendencias político-ideológicas. Así, aunque haya una minoría que se
identifica también con las derechas, la gran mayoría (al menos el 90%)
se sitúa en las corrientes progresistas y de izquierda.
Un tercer nivel son las personas que tienen cierta conciencia
feminista y apoyan determinadas demandas feministas, avaladas en
su mayoría por entre el 40% y el 50% de la sociedad, es decir, hasta
cerca de veinte millones de personas. Aunque algunas propuestas
superan ese porcentaje de apoyo ciudadano, como la igualdad en el
ámbito profesional o aumentar y visibilizar la acción contra la violencia
machista.
La media de identificación feminista entre las mujeres es
mayoritaria, el 53%, con un incremento medio del 38% en estos cinco
años, especialmente entre las mujeres jóvenes. Y en el caso de los
varones la media de la autopercepción feminista es algo superior al
tercio (36%) con un crecimiento también significativo (29%),
particularmente entre los más jóvenes. Así, el número de personas que
no se consideran feministas se ha reducido un tercio en estos cinco años,
y aunque persiste una importante minoría de mujeres (47%) y una
mayoría de hombres (64%) que no se pronuncian, no significa que se
consideren machistas o antifeministas, sino que no se definen y caben
actitudes conservadoras, intermedias, neutras e indecisas.
En definitiva, al hablar de feminismos, hay que diferenciar esos
tres niveles, procesos identificadores y dimensiones: primero, el
activismo feminista más permanente (incluido el para-institucional
e institucional), de varios centenares de miles de personas; segundo,
la identificación colectiva feminista, con su participación en las
grandes movilizaciones (y en la vida cotidiana) y su sentido de
pertenencia a un actor colectivo sociopolítico y cultural, con unos
tres millones y medio; tercero, el apoyo a medidas contra la

160
discriminación y por igualdad para las mujeres, de cerca del 50%
de la población, con cierta conciencia feminista, mayor entre la
gente joven y superior a la mitad entre las mujeres y a un tercio
entre los varones.

El agotamiento del feminismo socioliberal y formalista

Dejo al margen la crítica a las dinámicas reaccionarias y


conservadoras promovidas por sectores de la ultraderecha que, ante la
crisis de los anteriores privilegios y estereotipos machistas, pretenden
frenar el empuje transformador feminista y distorsionar su sentido
democrático, igualitario y emancipador.
Me detengo en la pugna interna dentro de los feminismos, con
ánimo de clarificar su sentido sociopolítico. Las líneas de diferenciación
son diversas, empezando por el mayor énfasis en valorar el movimiento
como cultural o social. Se trata de la prioridad por el cambio cultural y
de mentalidades o por su carácter articulador y expresivo para promover
transformaciones sociales, institucionales y económicas, aunque ambas
características, con diferentes combinaciones, favorezcan la igualdad
entre los géneros y la liberación femenina.
Existe una pluralidad de corrientes ideológicas y culturales.
Hay, al menos, dos grandes corrientes feministas: una de corte
liberal o socioliberal, más formalista y adaptable a las actuales
estructuras de poder, y otra de orientación igualitaria o progresista
que enlaza con una posición crítica y transformadora. Ambas
tienen un fuerte componente cultural, simbólico e identitario. Y
también una gran repercusión política-institucional, a veces de signo
distinto o contrapuesto. Aunque el movimiento feminista en su conjunto
es un conglomerado autónomo, en él confluyen distintas posiciones e
intereses políticos e ideológicos.
Por mi parte, clasifico las variadas posiciones en esas tres áreas
temáticas, acoso machista, igualdad socioeconómica y de poder y
libertad sexual, respecto de un gran eje práctico, social y relacional:

161
el avance efectivo y real, la capacidad y actitud transformadora
ante esos desafíos.
Así, denomino a una tendencia feminismo crítico, popular y
transformador, con un contenido nítido democrático-igualitario-
emancipador. Ese amplio campo es muy heterogéneo en sus rasgos
culturales, sociopolíticos y asociativos; así como en sus prioridades de
cambio cultural y/o político-estructural. En cierta medida, las fuerzas
del cambio y de progreso están condicionadas por esta pluralidad de
posiciones. Su hilo conductor: el cambio feminista sustantivo. Es la
mayoría del feminismo no institucionalizado y parte del para-
institucional e institucional.
La otra tendencia la califico de feminismo elitista, retórico y
socioliberal: admite cambios parciales y limitados, evita avances
sustanciales y los reconduce a callejones sin salida o contraproducentes.
La principal gestión, hegemonizada por el Partido Socialista, ha sido
desde el ámbito institucional, académico y mediático.
Recordemos los límites existentes hasta ahora, motivo de
indignación feminista, de la gestión dominante de esa corriente
institucional-socioliberal condicionada por las tendencias
conservadoras, en relación con las tres principales áreas temáticas: sin
cambios suficientes ni políticas estructurales efectivas, solo formalistas
y parciales, en los temas de igualdad socioeconómica, laboral,
institucional y de protección pública; apuestas punitivistas, más fáciles,
mediáticas y que enlazan con cierto autoritarismo, ante las agresiones
machistas, sin mejoras reales de prevención, educación e integración;
actitud y cultura puritana restrictiva y conservadora, como pantalla
retórica y prohibicionista ante la sexualidad, considerada como peligro,
y los temas asimilados (pornografía, prostitución, LGTBI…), a veces
utilizadas como arma arrojadiza en vez de establecer un debate sereno,
tolerante e inclusivo, un afrontamiento de sus causas y una regulación
razonable en beneficio real de las personas afectadas y sus derechos.

La expectativa del cambio institucional

162
El acuerdo del Gobierno progresista de coalición ha permitido dar la
responsabilidad del Ministerio de Igualdad a Unidas Podemos. Así,
aunque las decisiones sean unitarias y vigiladas por el Partido
Socialista, con su correspondiente reticencia a cambios sustantivos y al
refuerzo de su legitimidad, para las fuerzas del cambio supone una gran
responsabilidad simbólica, política y normativa. No es de extrañar que,
ante el agotamiento de las políticas formalistas, punitivistas y
prohibicionistas, dominantes en el Partido Socialista, la nueva acción
gubernamental parta de la necesidad de una reorientación con una
profundización transformadora, aunque sometida a un mínimo consenso
de las dos partes. Así, ambas corrientes están representadas en el
gobierno, con el reto de dar un impulso a la agenda feminista. Más allá
de la retórica y las tensiones competitivas y de prioridades, su
credibilidad se va a contrastar en la medida que cumpla esas
expectativas de cambio real y sustantivo, mayoritarias en el movimiento
feminista y en la sociedad.
El nuevo gobierno de coalición progresista ha iniciado algunas
reformas normativas positivas que ya han destapado la caja de los
truenos, no solo de las derechas (especialmente la ultraderecha) sino
incluso del propio ámbito socialista. La actitud crispada de algunas de
sus representantes demuestra su agotamiento práctico, su debilidad
política y discursiva y su resquemor por la pérdida de la prevalencia de
su estatus simbólico e institucional.
Superar esas inercias y bloqueos es un desafío para el feminismo
crítico y transformador, así como para el nuevo gobierno y, en
particular, para Unidas Podemos y sus convergencias en la tarea de
promover un nuevo impulso para el cambio feminista real,
particularmente, en esas tres grandes áreas que afectan especialmente a
la gente joven.
En definitiva, ante las insuficiencias de la anterior gestión
institucional, agravadas en el periodo del gobierno de la derecha, y
la persistencia de la discriminación, se ha reactivado la acción

163
colectiva feminista crítica. Está avalada por un sentido ético de
superación de esa desigualdad injusta, muy diversa, segmentada e
interseccional, pero que afecta en distintas proporciones a la
mayoría de las mujeres. Desde una óptica más general esas tendencias
discriminatorias han empeorado con la crisis económica, las medidas de
ajuste neoliberal, las políticas públicas regresivas sobre el Estado de
bienestar y contra el empleo decente, la extensión del paro y la
precariedad laboral. La actual crisis sanitaria y socioeconómica, con la
debilidad de los servicios públicos y la forzada atención femenina por
los cuidados, refuerza esa tendencia. Todo ello va en contra la igualdad
de las mujeres y tiende a afianzar su subordinación.
El reto para el feminismo y las fuerzas progresistas es enorme y,
junto con los desafíos de la respuesta a la crisis socioeconómica,
territorial y ambiental, el alcance real del cambio feminista va a definir
el tipo de país a configurar, la conformación y legitimidad de las fuerzas
progresistas y la consolidación del propio movimiento feminista.

4.2. El contexto del impulso feminista

Persiste una realidad de subordinación de las mujeres (y otros


grupos discriminados) percibida como injusta. Tres hechos encadenados
de este contexto explican la amplia participación ciudadana y dan
sentido y proyección a la reafirmación feminista por la igualdad y la
emancipación.

164
Primero, la persistencia de la desigualdad, la discriminación y la
violencia hacia las mujeres, junto con el insuficiente reconocimiento
público de su aportación, así como sus mayores dificultades y
desventajas comparativas en su doble condición de mujeres y
trabajadoras (presentes y futuras). No hace falta ilustrarlo.
Últimamente es el rasgo con mayor visibilidad, que contrasta con el
incremento de la percepción individual y colectiva de su injusticia,
conformando una actitud transformadora igualitaria y liberadora.
Con la actual crisis sanitaria y socioeconómica se ha puesto todavía
más en evidencia la gran aportación femenina a las tareas de cuidados,
en los ámbitos públicos y familiares, su sobresfuerzo para combinarlo
con sus tareas laborales y sociales. Igualmente, se han percibido las
insuficiencias de las prestaciones públicas de apoyo a las familias y de
las instituciones para la atención a la infancia y las personas
dependientes, cuya responsabilidad principal en un Estado familista, de
infradesarrollo de la protección social pública, ha vuelto a recaer en las
mujeres. Además, la amplia precariedad laboral y de empleo se ha
cebado con las capas populares de ellas.
Segundo, el límite de las políticas públicas y los mecanismos
institucionales que teóricamente favorecen la igualdad de género,
así como los recortes sociales y de derechos que perjudican
especialmente a las mujeres. Por un lado, el carácter limitado o solo
retórico, sin suficientes presupuestos y recursos, de algunas leyes como
la de igualdad, la de conciliación y la normativa contra la violencia
machista o de género, esta última casi solo centrada en reforzar su
carácter punitivo, en detrimento de una estrategia realmente ‘integral’
para erradicarla. Tras tres lustros de su aplicación limitada, aun con un
gran despliegue retórico e institucional, están agotadas y necesitan una
nueva y real implementación, superando su cortedad aplicativa.
Por otro lado, como decía antes, las deficiencias de los sistemas
públicos de atención a las personas y los cuidados que suelen recaer en
las mujeres, con desventajas comparativas y adjudicándoles un mayor
esfuerzo y carga de trabajo, no reconocidos, en esa actividad

165
reproductiva, incluida la maternidad y la crianza: insuficiencia de
escuelas infantiles de cero a tres años, ayuda a la dependencia, mejora
de los servicios públicos, paridad con los hombres en la distribución y
conciliación de las tareas domésticas, profesionales e institucionales…
Tercero, la consolidación de las reformas laborales regresivas, la
devaluación salarial, la precariedad de las trayectorias laborales y
del mercado de trabajo y las dificultades de inserción profesional en
un empleo decente, en el contexto de las políticas restrictivas,
perjudican más a las mujeres, particularmente de las capas
populares: clases trabajadoras y clases medias estancadas o en
retroceso.
En consecuencia, se ha configurado una exigencia feminista de
reformas efectivas contra la desigualdad de género en los distintos
ámbitos de las relaciones interpersonales, las garantías institucionales de
un Estado de bienestar más avanzado, la democratización política y las
reformas progresistas económico-laborales bajo el objetivo de la
igualdad real.
Aparte de un significativo cambio de mentalidades y costumbres,
especialmente en las generaciones jóvenes, este proceso de activación
feminista ha supuesto un empoderamiento colectivo de las mujeres, una
mayor incorporación y visibilidad en la vida pública y un reequilibrio en
las relaciones interpersonales. Los procesos de identificación feminista
son positivos, reflejan una interacción y un reconocimiento entre sí y
respecto de otros actores, con una orientación de progreso. Las
identidades expresan un sentido de pertenencia colectiva a una
agrupación humana específica, compatible con otras identificaciones (de
clase, étnico-nacionales, de opción sexual…) y preferencias que
conforman una identidad múltiple, con distintas combinaciones,
equilibrios y expresiones según los grupos humanos, momentos y
circunstancias.
Diferencio, aquí, la identidad feminista de la identidad de género
de las mujeres (en plural, dada su diversidad), más ambivalente.
Esta conlleva dos dinámicas contrapuestas, al igual que otros

166
sectores subordinados, como las clases trabajadoras, las minorías
étnico-nacionales o los grupos LGTBI. Por una parte, una posición
social subalterna u opresiva, con una socialización sociohistórica
impuesta por las estructuras de poder, que hay que rechazar. Por
otra parte, una revalorización de su aportación a la sociedad y una
actitud de superar la desigualdad, en un sentido igualitario-
liberador, ese estatus discriminatorio percibido como injusto.
Por tanto, la identificación feminista tendría que ver más con esta
segunda parte: con una pertenencia colectiva y solidaria a un dinámica
activa y transformadora de las relaciones de desigualdad de género. El
horizonte es la superación de las desventajas derivadas de la
distribución y el reconocimiento desiguales de papeles sociales por
sexo. El aspecto principal no sería la adscripción a un sexo determinado
o una función estructural desventajosa en la reproducción social. La
identidad feminista supone una conformación relacional y
sociohistórica en base a una experiencia vital, cultural y
sociopolítica compartida. Por tanto, su objetivo último es la
igualdad y la emancipación, la superación de los géneros en cuanto
fuente de desventajas y discriminación. Está condicionada por tres
componentes encadenados: su estatus inicial de subordinación; su
práctica relacional emancipadora y solidaria para superarla, y el carácter
igualitario de su proyecto y los derechos que reclama. Es una corriente
democrático-progresiva que hay que reafirmar, no diluir.
Por otra parte, la activación feminista supone un emplazamiento a
los poderes públicos para encarar reformas más sustantivas frente a la
discriminación y las desventajas relativas que padecen las mujeres,
particularmente en esos tres campos: contra la violencia machista, por la
igualdad y por la libertad sexual. La reafirmación feminista y el gran
crecimiento identificador del feminismo en los últimos cinco años,
especialmente entre la gente joven, se han reforzado ante la evidencia de
los bloqueos estructurales, político-institucionales y socioeconómicos,
durante la década anterior. Y todo ello frente a las tendencias regresivas

167
y conservadoras que se han reactivado últimamente, en particular, en
esos tres ámbitos.
El choque entre ese avance en la conciencia, la identificación y la
actitud feminista mayoritarias y la persistencia de desventajas
relativas, subordinación y discriminaciones percibidas como
injustas, amparadas en un poder establecido (institucional,
empresarial, judicial…) renuente a transformaciones sustantivas,
ha acelerado el desafío feminista de la consecución de un cambio
sustantivo y real. Se ha impuesto la necesidad de una agenda feminista
transformadora, que supone un reto para el Gobierno de coalición, el
conjunto de fuerzas progresistas y el propio movimiento feminista.

4.3. Identidades y sujetos feministas

Se ha configurado una dinámica basada en la indignación feminista


ante una situación injusta, con una experiencia compartida y unos
objetivos comunes igualitario-emancipadores. Hay distintos elementos
diferenciadores y aspectos que se entrecruzan en los actuales debates
feministas, con diferentes sensibilidades. Existen valores de fondo
interconectados: igualdad, libertad, solidaridad. Y en las trayectorias de
activación y participación cívica se han generado procesos
identificadores entre las mujeres, de pertenencia colectiva y
reconocimiento de sí mismas y respecto de los demás actores. Todo ello,
en una difícil, compleja y reticular capacidad articuladora de la

168
pluralidad existente, junto con el refuerzo unitario por exigencias
comunes.
Es preciso evaluar aspectos más de fondo, como las tendencias
sociopolíticas y culturales en conflicto y los fundamentos ideológico-
políticos o discursivos, igualitario-emancipatorios o conservadores-
discriminatorios, que laten en este proceso. E, igualmente, analizar las
identificaciones colectivas y su configuración en identidades múltiples,
así como explicar la conformación de un sujeto social y cultural,
llamado movimiento feminista y su impacto transformador.
Todo ello añade complejidad e importancia al sentido de las distintas
posiciones discursivas y de liderazgo, más ante una realidad
organizativa fragmentaria. Esta diversidad confrontativa expresa un
debate vivo y plural y, al mismo tiempo, actitudes hegemonistas,
sectarias y no exentas de fanatismo. Aparte de los condicionamientos
externos, la crispada pugna por la prevalencia de ideas y posiciones de
influencia y liderazgo refleja los propios límites del feminismo, que
lastran su consolidación como movimiento social y cultural.
Me centro en dos aspectos complementarios de fuerte densidad
ideológica, no siempre bien interpretados: la identidad y el sujeto
feminista.

La pertenencia feminista

Las identidades, frente a los esencialismos deterministas, se


construyen social e históricamente; son diversas, variables y
contingentes. La identidad, como pertenencia colectiva y
reconocimiento público, tiene un anclaje en una realidad material,
institucional y sociocultural, en su contexto histórico; encarna una
dinámica sustantiva de las relaciones sociales. Las identidades se
configuran a través de la acumulación de prácticas sociales
continuadas, en un marco estructural y sociocultural determinado,
que permiten la formación de un sentido de pertenencia colectiva a
un grupo social diferenciado con unos objetivos compartidos.

169
Quiénes somos lo conforma, sobre todo, lo que hacemos, nuestro
estatus y relaciones sociales, en los que se integra lo que fuimos,
pensamos y sentimos, la subjetividad, y lo que deseamos: nuestros
proyectos y aspiraciones. Resume un presente, no estático sino en
marcha, condicionado por lo que fuimos, en el pasado, y lo que
queremos ser, en el futuro.
La identidad feminista (que no femenina), como reconocimiento
propio e identificación colectiva, está anclada en una realidad doble
de subordinación considerada injusta y de experiencia relacional
igualitaria-emancipadora. Por tanto, se combina y supera, por un
lado, las dinámicas individualizadoras y, por otro lado, las
pretensiones cosmopolitas, esencialistas e indiferenciadas.
Son unilaterales los enfoques individualistas extremos, liberales,
ácratas o postmodernos, así como las miradas totalizadoras o abstractas
de un ser humano sin vínculos sociales ni identidad grupal. Las
identidades colectivas (concepto de raíz hegeliana) no son ni buenas ni
malas. Son imprescindibles, con su mayor o menor dimensión e
interacción entre ellas, como expresión del estatus y el carácter
individual y grupal. Su valoración depende de su contenido sustantivo y
su función según el contexto sociohistórico y de acuerdo con los
grandes valores republicanos de la igualdad, la libertad y la solidaridad.
El feminismo no persigue formar un nuevo grupo opresor (frente a
los varones), como a veces afirman desde la derecha extrema. Busca la
eliminación de los privilegios masculinos y de la estructura de poder
patriarcal-capitalista para conformar personas libres e iguales. En ese
sentido, el feminismo (las ideas, la identificación y la participación) y su
carácter universal, se deben reafirmar y ampliar, no reducir o
infravalorar.
Otra cosa es la conformación unitaria, común o interseccional de
procesos, identificaciones y movilizaciones combinadas, junto con otras
dinámicas igualitarias y liberadoras. Se pueden englobar o interconectar
en iniciativas compartidas y, por tanto, generar identificaciones
adicionales y complementarias. Así como interactuar con la pertenencia

170
más general, como persona o ciudadana, a un ámbito global, como la
propia humanidad y la cultura universal de los derechos humanos.
A veces las identidades (o los procesos identitarios) y su diversidad
se oponen a dinámicas más generales, cívicas, nacionales o de clase. La
tensión se recrudece cuando se adoptan en ambos casos posiciones
esencialistas, deterministas, totalizadoras o excluyentes. Pero, desde la
lógica de la interseccionalidad, pueden ser complementarias en una
interacción compleja y múltiple de las distintas esferas y trayectorias,
muchas de las cuales afectan a las mismas personas. Las distintas
categorías y su componente analítico sirven para diferenciar
identificaciones parciales (de género, clase, étnico-nacional, opción
sexual, edad…) pero siempre que haya una comprehensión de su
conexión de conjunto, incluso de sus efectos combinatorios en una
identidad múltiple que no es exclusivamente su suma.
Por tanto, en la medida que se mantenga la desigualdad y la
discriminación de las mujeres, sus causas estructurales, la
conciencia de su carácter injusto y la persistencia de los obstáculos
para su transformación, seguirá vigente la necesidad del feminismo,
como pensamiento y acción específicos. Y su refuerzo asociativo e
identitario, inclusivo y abierto, será imprescindible para fortalecer
el sujeto sociopolítico y cultural llamado movimiento feminista y su
capacidad expresiva, articuladora y transformadora. No es tiempo
de postfeminismo, sino de un amplio feminismo crítico, popular y
transformador frente a la pasividad o la neutralidad en este
conflicto igualitario-emancipador. Eso sí, con una perspectiva
integradora y multidimensional que le haga converger con los
demás procesos emancipatorios.
El sujeto (social o político) del feminismo no son el conjunto de las
mujeres (y menos la Mujer con mayúsculas). Dicho de otro modo, las
mujeres no son el sujeto del feminismo, y no todas se identifican con él.
Igualmente, la gente trabajadora no es el sujeto político del socialismo,
no adquiere automáticamente su identidad (o conciencia) de clase, con
un soporte asociativo y relacional consistente; es un debate amplio en la

171
teoría social desde el objetivismo mecanicista hasta el voluntarismo
elitista. Yo opto por un enfoque social, relacional e histórico.
Así, he analizado el movimiento popular en España o las bases
sociales y electorales de las fuerzas del cambio por su carácter
progresista, un fuerte componente feminista y ecologista y una
pertenencia a las izquierdas, con una identificación diversa y combinada
de su cultura sociopolítica. Es todavía una corriente sociopolítica crítica
y transformadora, con una cultura sociopolítica en formación,
especialmente entre la gente joven, que se resiste a ser encajada en una
definición compacta y un rasgo central que la homogeneice. La realidad
no corresponde, a mi modo de ver, con la acepción tradicional de sujeto
(político e histórico), en sentido fuerte, particularmente en su enfoque
más esencialista. Por mi parte, le doy un sentido débil (al igual que a la
identidad), ya que interesa un análisis empírico, relacional y
sociohistórico de sectores sociales concretos. Y en ese marco,
configurado particularmente esta última década, se inserta el actual
movimiento feminista o la presente ola de activación feminista.

Formación de actores y sujetos colectivos

Sujeto colectivo es otro concepto hegeliano, ligado inicialmente a la


nación (y el pueblo soberano y la etnia) y extendido a la clase social (al
movimiento obrero y popular) y luego a sectores sociales amplios y
específicos (movimientos sociales como el feminista, el ecologista…).
Presupone una identidad colectiva, unos vínculos entre sí y con una
realidad similar, unos rasgos socioculturales comunes, incluido un relato
interpretativo, y un proyecto transformador compartido. Todo ello con
la pretensión y la capacidad para transformar la realidad.
Puede haber participación popular en movilizaciones y trayectorias
compartidas, actores o agentes sociales y políticos, corrientes
sociopolíticas y movimientos socioculturales o étnico-nacionales sin
llegar a la categoría más estricta de sujeto. Lo que añade este concepto,
sin llegar a su carácter fuerte o esencialista, es la experiencia compartida

172
prolongada, con rasgos identificadores comunes y una cierta cohesión
interna, en torno a un proceso liberador-igualitario (u opresivo-
reaccionario) diferenciado del poder. Es una formación sociohistórica,
alejada del esencialismo o determinismo étnico, biológico, económico,
cultural, institucional o estructural. El sujeto (siguiendo a Beauvoir) se
hace, no nace. La ausencia de sujetos colectivos (intermedios) refleja
una sociedad atomizada e individualizada con un leve sentido de
pertenencia global a la humanidad (o a un imperio-nación y su
cosmopolitismo cultural).
Gran parte de las teorías deterministas, basadas en rasgos
biológicos, sociodemográficos u ‘objetivos’ y justificadoras de un sujeto
en sentido fuerte, compacto e inmutable, infravaloran el conjunto de
mediaciones sociohistóricas e institucionales. No le dan suficiente
importancia a las experiencias compartidas y las trayectorias comunes
de los grupos humanos. Así, tiene relevancia la posición social
interrelacionada con las dinámicas conductuales, culturales,
interpretativas y motivacionales. Esas características relacionales y
subjetivas conforman y modulan su estatus sociopolítico, su
identificación colectiva.
Esos discursos esencialistas suelen ser medios de legitimación de
una élite, más o menos autonombrada, para representar y liderar (o
manipular y apropiarse) una base social específica, considerada
receptora o pasiva. Delimitan su contorno y su estatus y expulsan de él a
las personas competidoras o disidentes. No necesitan el tedioso proceso
articulador e interactivo de la propia gente partícipe de esa
configuración relacional, cultural y sociohistórica. Tiene que ver con
una actitud elitista y prepotente y la falta de arraigo social.
Como decía, lo relevante es la práctica relacional común y
acumulada ante una situación discriminatoria y con una finalidad
igualitaria-emancipadora. No es una simple unidad propositiva o de
demandas de derechos. Exige compartir problemáticas similares y
experiencias reivindicativas y de apoyo mutuo comunes y
prolongadas, vividas e interpretadas. El componente social de la

173
interacción humana es el principal para forjar el reconocimiento y
las pertenencias grupales e individuales y dar soporte a la acción
colectiva. En ese sentido, hay varones feministas, es decir, solidarios
con la causa feminista, que al igual que otras personas, participan
en ese sujeto feminista.
Desde ese punto de vista, al igual que necesitamos más y mejor
identificación feminista, precisamos más y mejores sujetos feministas;
por supuesto, abiertos, plurales y en formación. En este caso, la
identidad o el sujeto feminista, como partícipes de un proceso
igualitario-emancipador, se diferencian de la identidad de género, que
expresa la realidad diversa de las mujeres y sus específicos y variados
estatus sociales y culturales.
Pero el concepto y la realidad de los sujetos colectivos es
complementaria a los del sujeto individual. No obstante, se enfrenta a la
versión del individualismo extremo, ahistórico, abstracto y libre de
vínculos sociales, concebido como única realidad a la que se añade,
cada mañana, el correspondiente traje o la máscara representadora de su
estatus e imagen. Según esa posición individualista radical la
pertenencia colectiva supondría una constricción a la libertad individual.
Es la idea unilateral de las versiones más rígidas del liberalismo y el
pensamiento postmoderno que definen toda relación social e
interpersonal como contraproducentes para la libertad individual y, por
tanto, indeseable. Se rompe el contrato social y la cooperación; solo
cabría la instrumentalización de lo colectivo y lo público en beneficio
del individuo. La identificación colectiva no facilitaría o
complementaría la acción y la personalidad individual, sino que sería su
freno o su distorsión. Solo debería existir el individuo y el poder.
Pero el ser humano tiene un carácter doble, individual y social; la
formación del sujeto está mediada por el conjunto de vínculos,
instituciones y acciones colectivas. Su posición social, su
comportamiento y sus costumbres en común, constituyen su perfil
identificador y encauzan su participación en la exigencia de derechos,
estatus y condiciones. Las ideas y aspiraciones, por sí solas, no son

174
suficientes; necesitan encarnarse en una práctica colectiva, vivida,
soñada e interpretada. Su interacción, duración y consistencia es lo que
genera el actor que se constituye en sujeto.
En definitiva, el feminismo, con sus distintos niveles de
identificación y pertenencia colectiva y su pluralidad de ideas y
prioridades, es un movimiento social, una corriente cultural, un
actor fundamental que, en una acepción débil, se puede considerar
un sujeto sociopolítico en formación, inserto en una renovada
corriente popular más amplia que califico de nuevo progresismo de
izquierdas, con fuertes componentes ecologista y feminista.

175
5. SUJETO FEMINISTA: NI ESENCIALISTA
NI POSMODERNO

El sentido del feminismo es combatir el sometimiento de las


mujeres, superar su situación impuesta de desigualdad y opresión para
que puedan ser personas libres. La situación y la identidad de género
mujer conlleva una posición de subordinación derivada de la desigual
división sexual del trabajo productivo y reproductivo, público y privado,
que el feminismo pretende superar mediante un proceso igualitario-
emancipatorio que configura la identidad feminista de las mujeres. Se
replantean las feminidades y las masculinidades y su interacción.
Por tanto, la clave del feminismo es conseguir la igualdad de
género o entre los géneros, superar las desventajas relativas y la
discriminación de las mujeres. Dicho de otro modo, el objetivo es
que la diferenciación de géneros y su construcción sociohistórica no
supongan desigualdad real y de derechos y, por tanto, no tengan un
peso sustantivo en la distribución y el reconocimiento de estatus y
poder.
En ese sentido, se rompen los géneros como funciones sociales
desiguales impuestas por el orden establecido, patriarcal-capitalista, que
se ve favorecido por esa segregación por sexo. Supone un largo y
persistente proceso individual y colectivo para superar las profundas
causas estructurales y de dominación en que se basan esa segmentación.

176
Igualdad y emancipación están entrelazadas frente a una realidad de
género ambivalente.
A partir de esa posición compartida mayoritariamente en los
feminismos, en el contexto de la polémica suscitada estas semanas en
torno al proyecto de ley gubernamental sobre la libertad sexual y los
derechos de las personas transexuales, desde la sociología crítica
expongo algunas reflexiones sobre las insuficiencias teóricas
esencialistas y posestructuralistas y su influencia en la concepción de la
identidad y la formación del sujeto feminista. Además, en continuidad
con el capítulo anterior destacaré el carácter social, no solo cultural, del
movimiento feminista y el sentido del debate actual.

5.1. Ni determinismo esencialista, ni


posestructuralismo

En el movimiento feminista, al igual que en la sociedad, confluyen


diversas corrientes de pensamiento, desde las estructuralistas, más o
menos anticapitalistas, hasta las posestructuralistas, más o menos
voluntaristas, pasando por ideas socioliberales y deterministas o
esencialistas (biológicas, económicas, étnicas, institucionalistas,
culturalistas), así como por posiciones más realistas, relacionales y
sociohistóricas. Todo ello con mezclas distintas y con pragmatismos
eclécticos. Dejo al margen la inadecuación de las doctrinas
funcionalistas, liberales y conservadoras.

177
Desde mi punto de vista, la diferenciación principal en el seno del
feminismo hay que plantearla en función de su actividad y
capacidad transformadora de las relaciones de desigualdad y
subordinación de las mujeres. Así, respecto del avance real en la
igualdad y la emancipación, existen dos grandes corrientes: el
feminismo crítico, popular y transformador, y el feminismo
socioliberal, retórico y formalista. No obstante, el debate de ideas es
importante y se entrecruza con las alternativas y las prácticas
sociopolíticas y culturales del movimiento feminista.
En primer lugar, intento clarificar el conflicto entre determinismo
esencialista y posestructuralismo que está detrás de las polémicas
actuales. En particular, desde una crítica global a esas posiciones
esencialistas y deterministas, me detendré, dada su mayor complejidad y
matización, en el enfoque postmoderno o constructivista radical, con
sobrevaloración del discurso, asociado a una posición
postestructuralista.
De entrada, avanzo mi posición: el estructuralismo, determinista o
esencialista, y el posestructuralismo, voluntarista o subjetivista,
dominantes y en conflicto en los grupos progresistas en estas
décadas, no son una buena forma de enfocar los procesos de
emancipación e igualdad de las mujeres y, en general, de las capas
subalternas. Ambas corrientes tienen componentes idealistas y se
alejan del imprescindible realismo analítico; sobre todo, las versiones
más deterministas, biológicas o económicas, en el primer caso, y las
tendencias más culturalistas, al mismo tiempo que deterministas
político-institucionales, en el segundo (como Foucault y Laclau). Por
supuesto, los dos tipos de pensamiento han aportado aspectos concretos
de interés, particularmente, las posiciones intermedias vinculadas a
Gramsci, así como intelectuales con posiciones realistas y comprensivas
más o menos eclécticas.
Dos mujeres feministas prestigiosas están próximas a esas
tendencias contrapuestas: Nancy Fraser, a la estructuralista en la versión
anticapitalista, y Judith Butler, a la posestructuralista en su versión

178
culturalista. Ambas, desde una actitud renovadora, aportan muchas y
sugerentes cuestiones a la teoría feminista, entre ellas, la conveniencia
de una alianza interseccional y global del movimiento feminista. Pero
expresan límites y unilateralidades condicionados por esos esquemas
teóricos. Es necesario un enfoque más complejo, relacional, social,
interactivo, multidimensional y sociohistórico, en particular para
interpretar las identidades y los sujetos individuales y colectivos con
una perspectiva crítica, igualitaria y transformadora. Todo ello lo he
analizado en los capítulos precedentes.
Parto, por tanto, desde la tradición de la teoría crítica, superadora a
mi modo de ver del bloqueo producido por la prevalencia y la
polarización entre dichas corrientes. Solo cito dos autores, especialistas
en movimientos sociales en el marco más general del cambio social: E.
P. Thompson y Ch. Tilly. En el libro “Movimiento popular y cambio
político. Nuevos discursos” (UOC, 2015) tengo una explicación más
amplia de las diversas interpretaciones sobre los movimientos sociales,
la conformación de las identidades y sujetos colectivos y el cambio
sociopolítico, así como una valoración del discurso populista de Laclau.
Así mismo, en el libro “Clase, nación y populismo” (Dyskolo, 2019)
evalúo, junto con otros análisis concretos y estratégicos, los
fundamentos teóricos de las ideas postestructuralistas, en particular el
idealismo discursivo de la teoría populista. En ambos, desarrollo un
enfoque crítico, realista, relacional. multidimensional y sociohistórico,
para superar el estructuralismo y el posestructuralismo o, si se quiere, el
marxismo economicista y el populismo culturalista.
El error determinista o esencialista es el mecanicismo que
supone creer que la realidad de opresión genera automáticamente la
conciencia y la acción alternativa; y el error voluntarista o
culturalista es el que comete quien piensa que con una buena
doctrina, programa o discurso se construye el movimiento popular.
A veces, las dos deficiencias coexisten. En el primer caso, se defiende
un gran sujeto ahistórico, con una base biológica, estructural o étnico-
cultural, con una identidad inmutable y rígida; habría una determinación

179
de esa base material, supuestamente unificada y estable, que se opone a
la diversidad existente. En el segundo caso, se señala la fragmentación
de múltiples y pequeños sujetos, e incluso se anuncia su desaparición y
la inconveniencia de una identificación colectiva: quedaría el individuo,
también frágil. Cualquier vínculo social, pertenencia colectiva y
proyecto común sería contraproducente para la libertad individual. Son
los fundamentos del individualismo radical liberal y postmoderno.
La interacción entre ambos planos, el de la realidad material y
estructural y el de las ideas y la subjetividad, se debe establecer a través
de la experiencia relacional, las costumbres comunes y el
comportamiento colectivo. Valorar esas mediaciones y la integración y
equilibrio entre los tres componentes es fundamental para un enfoque
crítico, social, multidimensional e interactivo, necesario para impulsar
el feminismo y, en general, la acción colectiva igualitaria-emancipadora.
Por tanto, no comparto las dos versiones extremas: el gran sujeto
estructural o esencialista; y el no-sujeto postmoderno, escondido tras el
individualismo radical. Luego volveré sobre ello.

5.2. La importancia de la liberación y la


diversidad sexual

La sexualidad placentera, consentida y sin riesgos ha sido y es un


objetivo central de la última etapa del feminismo, desde hace más de
cuarenta años, con la demanda de legalización del uso de los
anticonceptivos y la posterior despenalización del aborto, así como con

180
la separación de las relaciones sexuales, especialmente juveniles, del
estricto marco del matrimonio. La libertad y la igualdad en las
relaciones sexuales, la diversidad de formas familiares y la autonomía
personal para definir sus preferencias, sin discriminaciones, son
conquistas feministas importantes, asociadas también al impacto de los
colectivos LGTBI.
Podemos decir que durante el primer gobierno socialista de Zapatero
(2004/2008) hubo algunos avances significativos. En particular, la
legislación sobre el matrimonio igualitario, venciendo la gran
resistencia conservadora y de la jerarquía católica, ha tenido bastante
operatividad. Incluso la ley sobre la identidad de género, corta en varios
aspectos, supuso un paso positivo. Sin embargo, sus otras dos leyes, con
temas de gran trascendencia práctica y cultural para las mayorías
sociales, la de igualdad de las mujeres (social, laboral, de cuidados y de
estatus) y la de protección contra la violencia de género, han tenido
efectos aplicativos muy limitados. La primera, con apenas medidas
simbólicas o retóricas, ha sido incapaz de superar la presión de las
estructuras económicas, empresariales y políticas dominantes que
siguen consolidando la fuerte desigualdad entre los sexos. La segunda,
con elementos contraproducentes adicionales, derivados del punitivismo
penal y las tendencias autoritarias y conservadoras, no ha abordado con
firmeza las causas de la violencia machista y su tratamiento integral.
El esplendor simbólico y mediático de esa fase del feminismo
institucional socialista ha decaído, junto con la percepción social de los
límites de esas normativas, transcurridos tres lustros. La gravedad de la
condición femenina permanece y, sobre todo, la valoración cívica de su
injusticia. Las políticas públicas necesitan un nuevo impulso
transformador igualitario, tal como han venido reclamando las grandes
movilizaciones feministas estos últimos años.
La nueva ley sobre libertad sexual que se está tramitando pretende
ampliar y consolidar los derechos en ese campo. Además, permite una
ampliación de la alianza entre el movimiento feminista y los colectivos

181
LGTBI, que comparten esa temática común liberadora, así como hacer
frente a la reacción puritana y restrictiva.
Desde hace décadas, y muy agudizada en los últimos tiempos ante el
avance feminista y de la liberación sexual, se ha producido una gran
contraofensiva conservadora, no solo cultural, sino socioeconómica,
jurídica, religiosa, institucional, educativa y familiar. El feminismo
crítico, democrático-igualitario, la ha contrarrestado mediante la
exigencia de derechos, condiciones y libertades, que necesitan su
consolidación. Es una pugna sociocultural, en sentido amplio, no solo
de la subjetividad y el cambio de mentalidades, sino también social, de
modificación de hábitos y costumbres. Afecta a la transformación de los
privilegios y la dominación de una parte ventajosa de la sociedad frente
a la discriminación de otra parte subordinada o en desventaja. Supone
un cambio hacia relaciones sociales más igualitarias y libres, una
apertura a una mayor diversidad de opciones sexuales y de género.
Se trata de superar la idea convencional de la existencia de dos
sexos o dos géneros rígidos y excluyentes y reconocer una
pluralidad heterogénea de opciones intermedias, mixtas e
indiferenciadas, así como sus derechos igualitarios y su legitimidad
como proyecto vital decidido libremente. No por ello se necesita
diluir el peso de los dos sexos dominantes (mujer y varón) o los dos
géneros principales (masculino y femenino). La dimensión de esas
terceras opciones es minoritaria (la ONU fija en menos del 0,5% el
porcentaje de personas transexuales). Esas personas suelen estar en una
posición vulnerable y demandan reconocimiento e igualdad de estatus.
Regular los derechos de las personas trans, al igual que en su día el
matrimonio igualitario, no cuestiona los procesos identificadores
feministas o las estructuras interpersonales y familiares; solo modifica
su rigidez conservadora. Es complementario con el necesario
fortalecimiento de la igualdad y la emancipación de las mujeres.

182
5.3. La reacción distorsionadora del feminismo
socioliberal y puritano

Desde feministas del ámbito socialista (y grupos afines) se ha


generado una agria disputa en torno a la libertad sexual y la identidad de
género. Defienden sus esencias doctrinales y sus privilegios de estatus
que se debilitan. Intentan reforzarse manipulando hechos limitados,
aunque simbólicos, como el avance en los derechos de las personas
trans, para afianzar su representación de las ‘mujeres’, hasta hace poco
casi monopólica en los planos institucional, académico y mediático.
Así, tras la nueva ola de activación feminista y la nueva acción
institucional en manos de Unidas Podemos, estarían temerosas de perder
esa prevalencia ideológica y su función corporativa. Pretenden
legitimarse envolviéndose en la bandera esencialista de las ‘mujeres’,
que serían víctimas ahora de una dilución desde dentro del feminismo.
Utilizan las críticas más favorables y adaptables a una mentalidad
conservadora y una alianza con las derechas. Expresan discursos
gruesos, con posiciones esencialistas, que buscan mantener sus
privilegios representativos de un feminismo determinista biológico bajo
la identidad mujer, convenientemente interpretada desde su estatus
académico y mediático.
Pero su particular feminismo socioliberal, por su escaso impacto
transformador, ha quedado agotado por su retórica formalista sin un
cambio efectivo de la desigualdad estructural. En vez de reconocerlo e
incorporarse al nuevo empuje de cambio real feminista, reaccionan
desde sus posiciones todavía significativas en los ámbitos
institucionales, académicos y mediáticos para frenar un avance
significativo y real de las condiciones de igualdad de las mujeres
concretas. Buscan imponer un marco interpretativo y discursivo
favorable, dado el puritanismo existente, y dejar en un segundo plano su

183
responsabilidad por la cortedad aplicativa durante tres lustros de la
normativa para la igualdad de las mujeres y contra la violencia de
género, circunstancia puesta en evidencia ante la masiva activación
feminista y que constituye el actual reto para las fuerzas de progreso.
Está fuera de lugar el tremendismo victimista del desdibujamiento
de las mujeres y el feminismo, expresado por algunas personas del
ámbito socialista y grupos afines. Lo que sí se ve cuestionado es la
confortabilidad de una posición esencialista y retórica sobre la que se ha
construido una representación hegemonista (política, institucional y
académica), con los correspondientes privilegios corporativos de una
élite acostumbrada a posiciones de ventaja. Y esa es la fuente de la
crispación, de gran influencia mediática: la pugna por la hegemonía
representativa e ideológica del movimiento feminista, con una amplia y
heterogénea corriente social crítica de gran impacto sociopolítico que ha
desbordado al feminismo socioliberal y formalista en decadencia.
La reacción agresiva en torno a la normativa sobre la libertad
sexual y los derechos de las personas trans expresa el agotamiento
del feminismo socioliberal y formalista y su retórica esencialista;
pretende esconder su responsabilidad en el bloqueo de la situación
discriminatoria de las mujeres; constituye un freno a las demandas
feministas en los tres campos: igualdad relacional real, evitar la
violencia machista con medidas efectivas y no del simple
punitivismo legal y desarrollar los derechos sexuales.
La dificultad a los procesos emancipadores en ese ámbito de la
sexualidad no proviene exclusivamente de las derechas y los grupos
reaccionarios. El desconcierto, la desorientación o, simplemente, la
discrepancia, atraviesan a los propios feminismos. Son objeto de duras
polémicas, a veces poco democráticas, aunque es habitual en todas las
grandes luchas políticas e ideológicas en los últimos siglos. Se echa en
falta un debate más sereno, respetuoso y argumentado.

184
5.4. Tres ejes feministas

Empiezo por matizar el énfasis unilateral en la pugna cultural,


derivado de la prioridad por el tema de la sexualidad, como tarea central
y eje principal de diferenciación entre corrientes feministas. Esta
temática de la libertad sexual es fundamental para los colectivos LGTBI
y el propio feminismo. El problema es su encaje en el conjunto de tareas
y discursos feministas. Así, al priorizarlo de forma permanente y casi
exclusiva, se infravalora la acción colectiva por la igualdad relacional
efectiva y contra la violencia machista, cuestiones apoyadas por más de
la mitad de la población adulta, unos veinte millones, especialmente de
las mujeres. Son dos aspectos sustantivos de la activación feminista que,
sin embargo, al situarlos en un segundo plano en los discursos y la
acción colectiva de algunas élites, se dificulta la capacidad
transformadora del conjunto de la realidad discriminatoria de las
mujeres. Y esa unilateralidad no les permite un mayor arraigo entre
ellas.
De la importancia ineludible de ese campo y su trascendencia
mediática, especialmente en estos momentos de avance de derechos y
contraofensiva derechista, no se debería deducir la desatención de, al
menos, esos otros dos ámbitos que afectan a la igualdad y la libertad
real de las mujeres (y otros grupos discriminados); su gravedad persiste
y son motivo de la activación cívica de la nueva ola feminista.
Infravalorarlos sería caer en la trampa que persiguen algunas feministas
socioliberales y puritanas. Las tres áreas temáticas están entrelazadas y
se refuerzan mutuamente en un feminismo multidimensional, masivo e
inclusivo, particularmente, respecto de su alianza (al decir de J. Butler)
con las demandas de los colectivos LGTBI.
Por tanto, al bascular la prioridad de la actividad feminista crítica
hacia lo cultural y lo sexual se produce un reduccionismo y una doble

185
unilateralidad. Por una parte, se desconsidera la gravedad de los
problemas de desigualdad social, económica y de estatus cívico, así
como la precarización y subalternidad en los campos sociales, familiares
y reproductivos, laborales, institucionales, educativo-culturales y de
estatus sociopolítico, asociados a esa discriminación y desventaja de las
mujeres. Por otra parte, se infravaloran la experiencia relacional, la
práctica sociopolítica y cultural, así como la actividad común respecto
de esas problemáticas que afectan a la mayoría de las mujeres de capas
populares.
Se trata de reforzar una acción igualitaria-emancipadora feminista,
que supere la simple identificación de género como reproducción de un
papel social subalterno asignado. O sea, la experiencia, el enfoque y el
proyecto liberador feministas son más multidimensionales que el tema
de la opción sexual o de género. Expresan una articulación
transformadora multilateral, común e interseccional.
Aludo aquí a otro riesgo para el feminismo crítico: adaptarse a ese
escenario impuesto de la pugna por la libertad sexual y dejar en un nivel
secundario la problemática de la igualdad relacional efectiva de las
mujeres y la acción contra la violencia machista. Con ello se reduciría la
influencia feminista respecto de los cambios estructurales,
institucionales y subjetivos necesarios en esos dos campos y, por tanto,
se debilitaría la conexión de su acción con las preocupaciones suscitadas
en una mayoría de mujeres, especialmente jóvenes.
Dicho de otra forma, el refuerzo de la libertad sexual y de
género y la colaboración entre movimiento feminista y colectivos
LGTBI no debiera hacerse a costa de la difuminación de la acción
contra la discriminación femenina en esos otros dos campos de la
igualdad relacional y contra la violencia machista. Sería caer en la
trampa de las derechas y esos sectores puritanos y punitivistas, así
como neutralizar o distorsionar las demandas masivas de las
movilizaciones feministas.
Al mismo tiempo, el desplazamiento hacia la pugna cultural
relativizaría la capacidad transformadora sustantiva del feminismo. Esta

186
es todavía más imperiosa, en esos espacios de fuerte desigualdad de
poder e imbricación con la dominación en densas estructuras
socioeconómicas y empresariales. Y está necesitada de arraigo de base y
articulación práctica y masiva junto con un cambio institucional y
jurídico efectivo, aspecto sustantivo para el nuevo Gobierno progresista
de coalición.

5.5. La formación del sujeto feminista

El nuevo lenguaje (transfeminismo, postfeminismo, interseccional),


adecuado para señalar algunas experiencias parciales o compartidas, es
polisémico y, a veces, no aporta mucha claridad a los problemas
articuladores de fondo del movimiento feminista como actor que actúa
para la igualdad y la emancipación femenina. Es necesario aclarar su
sentido.
La palabra trans admite una doble acepción: estar al lado y estar más
allá como forma superadora. El transfeminismo no sustituye al
feminismo, lo debe complementar. Así, ampliar el feminismo a las
personas trans que se sienten mujeres tiene fundamento. Ya he dicho
que la pertenencia al feminismo se debe reconocer por la práctica
relacional y solidaria en la igualdad y la emancipación, no por las
características biológicas, de género, estructurales o de opción sexual.
Es decir, desde el punto de vista inclusivo, pueden identificarse como
feministas incluso varones heterosexuales solidarios con la causa
feminista. Por tanto, ese debate tiene poco recorrido, salvo para élites

187
esencialistas que defienden sus privilegios de representación de lo que
consideran ‘mujer’.
No obstante, transfeminismo como superador del feminismo tiene el
riesgo de difuminar los perfiles principales del movimiento feminista,
cuando tiene un peso social relevante. Me centro en ello desde el ámbito
sociopolítico: la convergencia del conjunto de movimientos sociales en
un movimiento popular global. El transfeminismo (o el postfeminismo),
como discurso aparentemente superador del feminismo, pretende
construir un marco interpretativo y de demandas que permitan integrar
las de otros actores y conformar un movimiento popular interseccional.
Hasta ahí, no habría problemas.
Pero hay que aclarar su alcance y sus medios. El peligro es hacerlo
con propuestas más ambiguas y abstractas (con significantes vacíos) que
cada cual puede rellenar a su gusto, a costa de la contundencia de los
objetivos feministas específicos y sus apoyos sociales. O bien, con la
ilusión de que el tener un enemigo común (el neoliberalismo, el poder
establecido o el capitalismo patriarcal) resuelve la unificación de las
luchas parciales de carácter inmediato y las convierte en procesos
revolucionarios de conjunto. El carácter idealista, en ambos casos,
genera en los distintos actores su falta de conexión con las realidades
concretas de cada grupo social y debilita su capacidad movilizadora,
normativa y transformadora.
Una confluencia o plataforma transversal debe facilitar la
convergencia e integrar los procesos sociopolíticos de fondo,
conectados con los problemas específicos de los distintos grupos y
movimientos sociales, especialmente, de género, clase social, etnia-
nación y ecologistas. Por ejemplo, una dinámica consistente llevaría a
una especie de unidad popular (o del 99%), con la convergencia de los
movimientos y corrientes feministas, LGTBI, sindicales, ecologistas,
antirracistas o de solidaridad… y sus correspondientes representaciones
sociales, políticas e institucionales, llamadas fuerzas progresistas o de
izquierda. El proceso o dinámica resultante sería ‘trans’ o ‘post’ en su
acepción literal de estar más allá de cada movimiento o actor particular.

188
Ahora bien, no sería transversal en el sentido de centrista, neutral o
integrador del resto de expresiones públicas, incluidas las derechas, el
poder económico-empresarial y los grupos liberales y conservadores.
La movilización feminista, amplia e inclusiva, está conectada y ha
integrado elementos de todos esos actores sociales, pero configurar un
movimiento popular democrático o una corriente social crítica supone
un proceso complejo de interacción y de suma, no de dilución o de
subordinación a una problemática o sujeto supuestamente central con
aspiraciones hegemonistas. La historia está llena de enseñanzas sobre
ello.
En la tradición marxista era la clase trabajadora o el bloque social
histórico quien articulaba el conjunto popular; en los proyectos liberales
era el Estado y la nación (o el pueblo soberano) quien representaba, a
través de sus élites, el interés general. Estamos, pues, ante la cuestión
tradicional de la configuración y la denominación del sujeto colectivo
global de progreso, así como de la pugna hegemónica (y
contrahegemónica) por la prevalencia y dominio de cada sector social
para representar y gestionar lo común.
La formación de un sujeto unitario superador de los sujetos o
actores parciales va más allá de un liderazgo común (simbólico y
legítimo), un objetivo genérico compartido (la democracia y la
igualdad) o un enemigo similar (el poder establecido patriarcal-
capitalista). Es un proceso sociohistórico y relacional complejo que
necesita una prolongada experiencia compartida y una
identificación múltiple que debe superar las tensiones derivadas de
los intereses corporativos y sectarios de cada élite respectiva, con su
rigidez doctrinal legitimadora.
Por otra parte, los programas, los discursos y las propuestas de
derechos sirven para orientar la acción colectiva, pero son insuficientes
para conformar la movilización social o la activación cívica. Su
operatividad depende de su conexión con las mayorías sociales y con el
poder real y la legitimidad de cada élite.

189
En la medida que sectores significativos viven una situación de
subordinación, percibida como injusta, y sin expectativas de reformas
institucionales progresivas, la gente indignada, junto con su articulación
asociativa y su experiencia relacional y cultural, participa en la
exigencia colectiva de sus demandas. O sea, las propuestas
reivindicativas y de nuevos derechos deben estar conectadas con una
situación discriminatoria y un agente transformador. El trípode es
imprescindible. Es la experiencia del movimiento feminista en su
conformación sociohistórica y relacional como sujeto transformador.

5.6. Identidad feminista no es identidad de género

En la identidad feminista influye el sexo (mujer) y el género


(femenino). Pero no de forma determinista, sea biológica o estructural.
Sí tiene importancia la realidad vivida, sentida y percibida de una
desigualdad injusta, es decir, la pertenencia a un grupo social
discriminado y con desventajas concretas, o bien con suficiente
sensibilidad y solidaridad respecto de su situación.
Pero, sobre todo, el elemento sustantivo que configura ese
proceso identificador feminista es la acción práctica, los vínculos
sociales, la experiencia relacional por oponerse a esa subordinación
y avanzar en la igualdad y la emancipación de las mujeres. La
identificación feminista deriva del proceso de superación de la
desigualdad basada en la conformación de géneros jerarquizados.
Se trata de la actitud transformadora respecto de las funciones sociales,

190
productivas y reproductivas desventajosas para la mitad de la población.
Supone un cambio de su estatus vital subordinado.
En ese sentido, el feminismo es inclusivo para todas las personas
que comparten esa dinámica igualitaria y, por tanto, ligada a la
disconformidad con una realidad discriminatoria y la participación en
un proyecto emancipador. El triple plano, situación desigual,
experiencia social y aspiración de cambio, está entrelazado.
Tratándose de un proceso activador y desde un enfoque crítico y
relacional, el aspecto principal es esa vinculación práctica,
convenientemente valorada, esa experiencia compartida conectada con
los otros dos componentes. Por un lado, la realidad vivida, percibida e
interpretada desde un juicio ético. Por otro lado, las demandas y los
proyectos de cambio. Ambos son imprescindibles para complementar la
actitud transformadora, pero por sí solos no forman los sujetos y los
procesos democrático-igualitarios.
En consecuencia, para formar el sujeto sociopolítico, el llamado
movimiento social y cultural feminista, es relativa la condición de la
pertenencia a un sexo, un género o una opción sexual determinada,
aunque haya diferencias entre ellas. Lo importante no es la
situación ‘objetiva’ estática y rígida, sino la experiencia vivida y
percibida como injusta de una situación discriminatoria y la actitud
solidaria y de cambio frente a ella.
La polémica de quién conforma el movimiento feminista derivada
de esa posición ‘objetiva’, estructural y biológica o por la opción sexual
y de género, está mal planteada. No es la condición de mujer
(discriminada) la que determina la identificación con el feminismo y su
acción liberadora, excluyendo a los hombres o las mujeres trans.
Igualmente, es insuficiente el compartir algunas ideas o propuestas para
adquirir una identidad y constituir el sujeto feminista. Falta la
característica principal: la participación duradera en una acción
individual y colectiva para superar la desigualdad de género y avanzar
en la emancipación femenina.

191
O sea, la pertenencia colectiva se deriva, sobre todo, de una actitud
sociopolítica y cultural transformadora, de una práctica relacional
solidaria, de una interacción humana que forja vínculos comunes en
torno a un proceso igualitario-emancipador frente a una estructura
segregadora patriarcal-capitalista.
Por tanto, la pregunta a responder es qué personas y grupos sociales
participan y forman, por sus implicaciones prácticas y subjetivas, esa
corriente social feminista. Y la respuesta exige un análisis empírico y
realista de los distintos niveles de identificación y participación en la
acción sociopolítica y cultural feminista. Los rasgos objetivos,
biológicos y estructurales, y/o las características subjetivas, emocionales
o discursivas, son complementarias. Su interacción con el
comportamiento real configura, social e históricamente, el sujeto de
cambio feminista en el que obviamente predominan las mujeres, como
las personas más afectadas, interpeladas y dispuestas.
Aunque los procesos identificadores y de acción colectiva son una
realidad empírica evidente, para su interpretación existe poco uso de
metodologías cualitativas, más complejas que las simples categorías
cuantitativas. Así mismo, hay limitada claridad conceptual sobre las
correspondientes categorías para explicarla, empezando por los propios
significantes de identidad, sujeto y feminismo. Pero este enfoque
relacional y comprehensivo tiene la ventaja de poder interpretar la
realidad en su complejidad y multidimensionalidad y, por tanto,
favorecer su transformación efectiva.

5.7. El carácter social del feminismo

192
El feminismo pretende cambiar una situación discriminatoria de las
mujeres por unas relaciones sociales igualitarias. Persigue modificar sus
condiciones de subordinación por una dinámica emancipadora. Es un
movimiento social con un gran componente cultural. Su objetivo es una
transformación relacional, vinculada con un cambio de mentalidades.
Se han generado grandes avances en la subjetividad, la
identificación y la activación feminista de las mujeres. Pero menos en
sus condiciones de desigualdad real en los ámbitos laboral, de cuidados
y de estatus. Se han producido algunas mejoras normativas
significativas (ley del matrimonio igualitario, ley de Igualdad y ley
contra la violencia de género) en el ya lejano primer gobierno de
Rodríguez Zapatero.
Pero pasados casi tres lustros la política socialista ha mostrado su
agotamiento reformista real, con límites para afrontar la persistencia de
desigualdades y discriminaciones hacia las mujeres. Esa pérdida de
dinámica transformadora ha ido acompañada de mayores iniciativas
retóricas, particularmente desde algunos sectores que pretenden
conservar sus privilegios a través de una representación hegemonista de
la identidad mujer, a menudo interpretada de forma esencialista,
patrimonialista y exclusivista.
En estos años, sobre todo con la gestión del gobierno de Rajoy, se
había configurado una situación de bloqueo en el avance igualitario
efectivo, con una mayor conciencia cívica de su injusticia y de los
límites de la acción institucional y normativa. Es el fundamento de la
amplia activación feminista, que ha reforzado las demandas de igualdad
relacional, contra la violencia machista y por la libertad sexual y de
género, tal como he detallado antes. Exige cambios estructurales
igualitarios frente a los privilegios, la segregación y las dinámicas
machistas del orden patriarcal-capitalista, particularmente defendido por
sectores reaccionarios y conservadores.

193
En la historia del movimiento feminista la polarización real no ha
sido entre el cambio cultural y el cambio político-estructural. Sí que ha
habido cierta diferenciación en el plano discursivo, pero los dos ámbitos
eran complementarios. El choque se ha generado en la sociedad, entre la
amplia conciencia feminista ante una realidad discriminatoria
persistente y el bloqueo estructural, con la amplia precarización y
segmentación laboral y del empleo, la debilidad de los sistemas de
protección social (especialmente a la dependencia y la escuela infantil)
y el sobreesfuerzo en la actividad reproductiva y de cuidados, que
afectan especialmente a las mujeres. Se ha generado cierta frustración
por las insuficiencias institucionales, económico-empresariales y
judiciales, y se ha reforzado la reclamación feminista de un nuevo
impulso reformador igualitario.
El conflicto interno en el campo progresista es entre un feminismo
socioliberal y formalista y un feminismo crítico y transformador. Lo que
se produce en estos momentos es una pugna político-representativa
entre dos corrientes sociopolíticas y culturales, en competencia por
conseguir legitimidad pública e influir en la orientación de la amplia
activación feminista frente a la inercia de la desigualdad y el orden
establecido. La disputa está entre un cambio real y transformador o un
cambio retórico que permita la continuidad de desventajas relacionales
de las mujeres. El nuevo gobierno de coalición está condicionado por
esa encrucijada; el avance real (o no) en la igualdad efectiva de las
mujeres es un reto de su legislatura. Los nuevos proyectos normativos
sobre la libertad sexual y de género y la igualdad retributiva son un
comienzo positivo.

Cambio cultural y/o cambio político-estructural

La agudización de la tensión expresada en los últimos tiempos está


derivada por el agotamiento legitimador del feminismo institucional
anterior, que ha demostrado sus límites transformadores, así como por el
debilitamiento de sus privilegios institucionales y mediáticos que intenta

194
defender a toda costa. En el fondo se ha generado una nueva conciencia
colectiva indignada, unas relaciones interpersonales más tolerantes y
una activación cívica y feminista. Se ha producido ante la persistencia
de las injusticias de género, ante el bloqueo institucional y del orden
establecido con ausencia de transformaciones igualitarias relevantes.
Definir el conflicto como meramente cultural infravalora su dimensión
social y relacional, su carácter sociopolítico y la demanda de cambios
sustantivos y reales, incluido en la subjetividad y la educación.
Además hay que constatar dos hechos paralelos y contrarios: por un
lado, el refuerzo institucional de la acción feminista de Unidas
Podemos, especialmente desde el Ministerio de Igualdad y su acción
normativa; por otro lado, el reaccionarismo antifeminista y segregador
de cierta derecha y grupos conservadores, que exige una respuesta
democrático-igualitaria contundente y clara.
Por tanto, la activación feminista de estos últimos años, en torno
a los tres grandes temas, la igualdad relacional, contra la violencia
machista y por la libertad sexual y de género, ha conformado una
nueva dinámica de exigencia de un cambio sustantivo, real y de
derechos, junto con una nueva y compleja batalla cultural que
desborda las inercias políticas y discursivas anteriores. Se abre una
nueva etapa para el movimiento feminista, así como para los colectivos
LGTBI y sus demandas, que deberán consolidar su impulso
transformador y la renovación de sus teorías. Pero los componentes
transfeministas son complementarios, no excluyentes, del tronco
fundamental del feminismo, así como de la participación más general en
un cambio de progreso.
Dada la fragmentación asociativa existente, sin un liderazgo claro y
una articulación de debates e iniciativas, solo resueltas a través de las
grandes movilizaciones unitarias y representaciones frágiles y
puntuales, se multiplica la acción cultural mediática y en redes sociales
para influir y liderar una amplia corriente popular feminista. Tiene una
base firme: la persistencia de la problemática discriminatoria con una
fuerte conciencia de su injusticia, la participación de un significativo

195
sector de activistas, la existencia de una amplia red de relaciones
sociales e iniciativas de base y un debate vivo y plural.
Además, la identificación y la activación feminista se han
incrementado, precisamente, ante el agotamiento del feminismo
institucional y retórico y la contraofensiva reaccionaria y machista de la
ultraderecha y grupos conservadores. Se ha producido un desborde
participativo del feminismo, ampliamente legitimado en la sociedad,
para exigir cambios reales en esos tres campos: igualdad relacional y en
las estructuras sociales; contra la violencia machista y por una
interacción personal igualitaria y libre, y por la libertad sexual y la
autonomía identitaria y vital.

Una acción feminista transformadora, sociopolítica y


sociocultural

El reto feminista y de las fuerzas progresistas, incluido el nuevo


Gobierno de coalición, es doble: sociocultural-educativo y político-
institucional-estructural. Tiene la tarea de implementar cambios
sustantivos en ambos ámbitos, ante situaciones graves y persistentes,
percibidas masivamente como injustas y antes de que generen una
nueva frustración social por la inacción institucional o las insuficiencias
de los cambios estructurales.
La acción feminista debiera ser más realista, crítica, social y
transformadora que la restrictiva pugna cultural. Su tarea es
mucho más amplia, práctica y teóricamente: cambiar las relaciones
de desigualdad y subordinación, conformar una identidad y un
sujeto transformador con una estrategia igualitaria-emancipadora
y una teoría crítica.
Así, las tendencias en los feminismos se clasifican por su
implicación práctica en el avance real igualitario-emancipador. Existen
muchas sensibilidades, con distintos intereses políticos e influencias
ideológicas. Es necesario clarificar el significado de sus ideas y
discursos. Pero lo principal es explicarlas por su función sociopolítica:

196
la dinámica de mayor igualdad y empoderamiento individual y colectivo
de las mujeres.
Hay una doble tendencia, de cambio sociocultural de mentalidades y
actitudes y de mejoras concretas y reequilibrios igualitarios respecto de
su situación de subordinación y desventaja. Ello permite analizar mejor
las polarizaciones en el interior de los feminismos y diseñar un proyecto
de cambio y exigencia de derechos. Así como establecer un marco de
cooperación y alianzas con otros movimientos sociales y procesos
sociopolíticos de progreso, frente al capitalismo patriarcal, el poder
establecido o el neoliberalismo reaccionario (o el socioliberal).
En definitiva, la acción feminista no es solo ni principalmente
una lucha de ideas (o de emociones). Los cambios de mentalidades y
conciencia ideológico-política, con un talante progresista, son
fundamentales. La tarea de la modificación de la subjetividad es
muy importante. Pero, sobre todo, la tarea transformadora
sustantiva es relacional, superar la desigualdad real y las
situaciones de dominación. Y esa experiencia vivida, interpretada y
soñada es clave para avanzar en los procesos liberadores y
conformar las identificaciones feministas.
El ser humano tiene un carácter doble: individual (su cuerpo o base
biológica y su subjetividad o cultura), y social (su estatus, sus vínculos e
interacciones sociales). La subjetividad, las ideas, emociones y
aspiraciones, está interconectada con su experiencia vital, con su
posición social y cívica. Por tanto, la persona (hombre o mujer) no está
conformada solo por su cuerpo y su subjetividad, sino también por sus
relaciones sociales donde se integran su cultura y su identidad.
Su identificación individual y colectiva, como pertenencia grupal y
reconocimiento propio y ajeno, se basa en esa experiencia compartida.
Depende de los lazos comunes existentes y su persistencia, así como de
su diversidad de pertenencias, su combinación y la conformación de una
identidad múltiple. Además, los procesos identitarios pueden ser más o
menos inclusivos, densos, mixtos e interactivos, junto con otras
características más universales o cívicas.

197
El comportamiento y la expresividad pública pueden ser variables
según el momento y el contexto. Hay una interacción entre el individuo
y el grupo social y, más en general, con el conjunto de la sociedad y las
estructuras socioeconómicas e institucionales. Pero el individuo no solo
es lo subjetivo, mientras el resto (grupo social, estructura
socioeconómica o poder institucional), es mal interpretado como lo
objetivo y lo material. El nexo entre lo individual y lo colectivo, en su
doble vertiente subjetivo-cultural y material-estructural, es la
interacción social, la experiencia común, vital e interpretada, con una
dinámica transformadora en torno a unos intereses y proyectos
compartidos.
En conclusión, los feminismos, como pertenencia grupal e
identificación colectiva, se constituyen a través de una acción práctica y
solidaria de carácter igualitario-emancipador por cambiar las relaciones
desiguales e injustas que sufren las mujeres, las situaciones de
desventaja que padecen. Su cultura emancipadora, en sentido amplio,
incluye el cambio de hábitos, estereotipos y costumbres
discriminatorios, y es consustancial a los feminismos. Conlleva la
crítica y la oposición a los privilegios de género, los discursos y
políticas machistas y las estructuras sociales dominadoras. Su
implicación práctica democrático-igualitaria consolida una nueva
subjetividad que, a su vez, refuerza sus valores solidarios y su
motivación liberadora.
Considerar al movimiento feminista como exclusivamente
cultural relega la prioridad por el cambio de las relaciones reales
desventajosas u opresivas y dificulta una acción crítica, popular,
realista y transformadora. Es, sobre todo, un movimiento social,
aunque con un gran componente cultural. El cambio feminista,
además de las subjetividades, debe transformar las relaciones
sociales de desigualdad y dominación; debe ser relacional.

198
5.8. ¿Del sujeto feminista al no-sujeto
posmoderno?

Existe el movimiento feminista y el movimiento LGTBI (a su vez,


un conglomerado diverso), aliados y con posiciones comunes, por
ejemplo, respecto de la libertad sexual. Pero se gana poco instituyendo
un super movimiento que sume los dos, trans-feminista y trans-LGTBI,
con una nueva denominación o una simple asimilación nominal del uno
en el otro. Además, en algunas posiciones se da otro paso: englobar
desde el movimiento feminista y los colectivos LGTBI al resto de los
movimientos y grupos sociales, incluidos los mixtos con varones. Por
tanto, en esa amalgama se integrarían los movimientos de clase,
nacionales-étnicos, ecologistas…, aunque sea bajo el paraguas del
anticapitalismo patriarcal o el anti-neoliberalismo, conceptos que
facilitarían la identificación del conjunto popular en función del
adversario común, pero con difuminación de las partes y sus identidades
parciales.
Para la teoría queer, el sujeto feminista no serían solo las mujeres
sino también las mujeres trans y los hombres trans, así como las
personas homosexuales, intersexuales, bisexuales y transgénero. El
núcleo inicial lo constituyen las personas no heteronormativas y
transgénero. Pero, desde una perspectiva inclusiva, según la versión
postfeminista, podría alcanzar al conjunto de mujeres y hombres,
incluidos los heterosexuales.
Interpreto esta teoría como el cuestionamiento del binarismo del
sexo y el género y la defensa de la construcción social de la propia
identidad y preferencia sexual. No entro en ello, ya he hecho algunas
alusiones. Me detengo en su conexión problemática con las posiciones
posestructuralistas, en particular las más idealistas.

199
La lógica de la teoría queer, en su versión más posmoderna, hace
hincapié en la deseabilidad de unos géneros fluidos e inconsistentes. Su
construcción dependería de la voluntad de cada cual, y serían variables
y líquidos. La identidad de género, como reconocimiento propio y ajeno
de un estatus, con una mentalidad y una relación social duradera, no
tendría sentido. En estos fundamentos entronca con el pensamiento
posmoderno más radical. Ofrece un atajo, la voluntad y la
determinación de cada cual, para superar la desigualdad de género y
garantizar la emancipación de las mujeres y todos los seres humanos. Su
carácter voluntarista la hace atractiva para generar expectativas sobre su
operatividad inmediata, pero se infravaloran las realidades y dinámicas
estructurales e identitarias, así como una acción colectiva
transformadora, más allá de la actividad discursiva considerada la
función central.
Así, hay un salto desde cierto determinismo biologicista inicial, con
la idea de la pertenencia al sujeto por el sexo, el género y la opción
sexual, hasta un constructivismo derivado de la reunión de sujetos
diversos en torno a una acción política, pensada como acción discursiva.
No se pone el acento en lo relacional y la experiencia práctica y cultural,
tal como defiendo. La interacción sociopolítica igualitaria y solidaria
genera identidades y sujetos específicos con dinámicas transformadoras
concretas y con dinámicas mestizas, comunes y unitarias. Por tanto, hay
que superar la tendencia a una identidad excluyente y fija, separada de
otros procesos identificadores o de pertenencia más global a la
ciudadanía y la humanidad.
Pero también es idealista la idea de una ausencia total de
identificaciones parciales (de género, clase, étnico-nacionales…), con la
participación indiferenciada a un conglomerado difuso. Conlleva la
visión de una sociedad amorfa, sin interacciones ni identificaciones;
sólo se conformaría el sujeto (pueblo) por los deseos y el discurso (de
una élite). Es una posición idealista y voluntarista, que no valora
suficientemente la experiencia relacional, percibida e interpretada, con
sus contextos sociohistóricos, institucionales y culturales.

200
De ahí que, con esa perspectiva posestructuralista, se llega al
transfeminismo como un sujeto superador y más allá del feminismo, que
incorporaría luchas combativas antirracistas, de clase y transfeministas.
Pero, entonces, ese sujeto sería similar a los convencionales pueblo,
unidad popular o bloque social histórico; sería un gran sujeto
(interseccional) donde se integran o subsumen los sujetos particulares y
cuya argamasa la constituyen los deseos y aspiraciones… de cualquier
persona. Pero un sujeto donde está todo el mundo, de forma
indiferenciada, puede terminar en el no-sujeto postmoderno, es la
humanidad compuesta de individuos. Sobre todo, si se mantiene la
ambigüedad de qué realidad o conflicto se pretende superar y qué
proyecto de sociedad y de relaciones sociales se quiere establecer.

5.9. Un sujeto relacional y sociohistórico

Por tanto, hay que considerar qué interacciones de las distintas


situaciones y dinámicas sociopolíticas se producen, qué jerarquía de
prioridades existen en cada momento y circunstancias, así como qué
estrategias a medio y largo plazo se adoptan para impulsar la
igualdad y la emancipación de los grupos sociales subalternos. No
obstante, el pensamiento posmoderno es ‘situacionista’ o episódico,
infravalora las realidades estructurales o las tendencias sociales de
fondo, los procesos sociohistóricos y la constitución de fuerzas sociales
duraderas y sus equilibrios y alianzas.

201
Así, caben tres grandes realidades, conflictos y movimientos-sujetos
(clase, etnia-nación y sexo/género), junto con otros más pequeños, con
intersecciones e interacciones. La difícil cuestión es la articulación de
ese movimiento de movimientos, ese sujeto global trans-feminista,
trans-nacional y trans-clase. Y, en particular, cómo se mantienen o
articulan esas identidades parciales en una identidad múltiple. O bien,
cómo se diluyen y se queda en una identificación genérica (ciudadana,
ser humano) o más acotada políticamente (progresista, de izquierdas),
todas ellas en disputa por su sentido y su representación.
Es decir, la versión posmoderna supondría que las características del
nuevo sujeto a construir serían abstractas o no sustantivas, o sea, sin
unos rasgos identitarios comunes y sin constituir sujetos colectivos
enraizados. Acaba en el no-sujeto y en la no-identidad feministas.
En definitiva, la articulación de ese sujeto emancipador es compleja,
al menos en los dos últimos siglos. Solo se puede abordar a partir de la
experiencia de los procesos sociopolíticos, sus dinámicas asociativas, de
representación y liderazgo y sus teorías críticas, sin esencialismos ni
determinismos, y menos desde élites autonombradas que dicen
representar a un determinado sujeto o sector social.
Lo específico de ese enfoque postmoderno sería que no hay
referencia a una realidad estructural y sociohistórica concreta, a una
conexión de las distintas opresiones o desigualdades, o bien a un
proceso social y relacional prolongado de compartir experiencias desde
una realidad similar y una solidaridad para avanzar en la igualdad y la
emancipación. Por tanto, hay una sobrevaloración del discurso, las ideas
o las emociones en la formación del sujeto, y una infravaloración de las
prácticas sociales compartidas tras el objetivo de la igualdad/libertad. El
posestructuralismo no es una buena superación del estructuralismo.
Ambos, con combinaciones distintas y mezclas eclécticas, son
dominantes entre muchas élites de movimientos sociales. Para superar
ambos es necesario un enfoque crítico, interactivo, relacional y
sociohistórico.

202
El movimiento feminista y sus procesos identificadores tienen
motivos estructurales y sociohistóricos para afirmarse. En la
configuración de un movimiento popular o un amplio sujeto
transformador, la articulación de los diversos movimientos, corrientes,
proyectos y temas es compleja. Está unida a una identificación múltiple
con una dinámica mestiza e intercultural y un proyecto de conjunto o
universal. Está acompañada por la experiencia histórica de no estar
sometido a los intereses y demandas grupales e identitarios más
relevantes (étnico-nacionales, de clase, de género, ecologistas…) junto
con elementos más universales (derechos humanos, ciudadanía…) o
representaciones unitarias (a veces oligárquicas).
En resumen, algunas interpretaciones de lo queer abarcan varios
ámbitos y niveles, cuya interacción hay que clarificar: movimiento
LGTBI (incluido transgénero y transexual), movimiento feminista
(incluidas mujeres heterosexuales), conjunto de sectores subalternos
(incluidos varones inmigrantes, racializados y de clase trabajadora).
Pero, la construcción de ese gran sujeto ‘transfeminista’, siguiendo
criterios postmodernos o postestructuralistas, vendría realizada por el
papel del discurso (indiferenciado o con un significante vacío, según
Laclau) de una élite, cuya función de liderazgo sería central. El sujeto se
construiría según la actitud ante las demandas de derechos.
No obstante, de acuerdo con esa ambigüedad posestructuralista o
populista no se definen qué demandas o qué derechos, ni qué relación
tienen, por una parte, con una realidad de subordinación y, por otra
parte, con unos objetivos y valores (republicanos) más generales. O sea,
el riesgo de subsumir el feminismo en un conglomerado sin definir es
evidente. La pugna por la prevalencia de cada élite, con su hegemonía o
ventajismo, sería permanente. Y más descarnada al realizarse por la
competencia por un liderazgo hiper-político que no cree en una base
social estable, una estrategia definida o un pensamiento crítico
coherente. Ahora el eje articulador sería la instrumentalización del
discurso trans y feminista al igual que en otras tradiciones han sido el de
las clases trabajadoras (la histórica lucha de clases por el socialismo) o

203
el de la lucha nacional-popular y antiimperialista. El riesgo de la
subordinación de los demás se reproduce; el reto de una articulación
democrática, interactiva, multidimensional y realista permanece.
En definitiva, el feminismo, como comportamiento y cultura
igualitario-emancipadores contra la opresión femenina, tiene unas bases
estructurales y sociohistóricas duraderas y específicas; y más allá de la
convergencia en procesos democrático-populares, sujetos globales e
identidades múltiples va a tener una fuerte autonomía e identificación
propia. No se puede diluir en un proyecto difuso de exigencia de
derechos y menos con una élite autonombrada, cuya legitimidad, en
ausencia de un auténtico arraigo social, se persigue en forma de pelea
discursiva. El no-sujeto posmoderno, el individualismo radical e
irrealista, no tiene futuro. El gran sujeto esencialista, tampoco. El
feminismo, en el marco de una amplia corriente social de progreso,
tiene unas bases sólidas.

204
Autor

Antonio Antón Morón es profesor de Sociología de la Universidad


Autónoma de Madrid (UAM). Licenciado en Sociología y Ciencias
Políticas por la UNED y doctor en Sociología por la Universidad
Complutense de Madrid (con sobresaliente cum laude). Pertenece a los
Comités de Investigación de la Federación Española de Sociología en
Movimientos sociales, acción colectiva y cambio social y Sociología del
Trabajo. Es especialista, además, en Políticas públicas y Estado de
bienestar, Sociología política y Sociología de la educación y también
ha escrito sobre Historia social y Filosofía política.
Ha publicado numerosos artículos y ensayos, una veintena de libros y
otros tantos capítulos de libro. Entre los últimos: Ciudadanía activa.
Opciones sociopolíticas frente a la crisis sistémica (ed. Sequitur. 2013),

205
Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (ed. UOC.
2015), La democracia social hoy. Un nuevo ciclo sociopolítico por la
democracia y la igualdad (ed. Académica española. 2016) y Clase,
nación y populismo. Pensamiento crítico y estrategias políticas (ed.
Dyskolo. 2019). Su primer libro en Dyskolo fue Poder, protesta social y
cambio institucional (2015).
Su blog es: http://www.antonio-anton-uam.es
Twitter: @antonioantonUAM

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Introducción
1. FEMINISMOS E IDENTIDADES
1.1. Nueva ola feminista
1.2. Un debate teórico vivo y plural
1.3. El feminismo avanza
1.4. Identidad de género y poder
1.5. Identidad y ambivalencia humana
1.6. Diversidad identitaria e interseccionalidad
1.7. Superar la identidad emocional
2. FEMINISMOS, INTERSECCIONALIDAD E
IDENTIFICACIONES
2.1. El nuevo progresismo de izquierdas
2.2. Activación feminista
2.3. Interseccionalidad y procesos identitarios
2.4. Identificaciones feministas
3. ACERCA DEL PENSAMIENTO DE NANCY FRASER
3.1. El feminismo crítico (del 99%) de Nancy Fraser
3.2. La teoría crítica de Nancy Fraser
3.3 Convergencia popular, alianzas y neoliberalismo progresista
3.4. Resiliencia y mal menor
3.5 Anexo: Citas textuales del libro de Nancy Fraser
4. SUJETO Y CAMBIO FEMINISTA
4.1. El cambio feminista
4.2. El contexto del impulso feminista
4.3. Identidades y sujetos feministas
5. SUJETO FEMINISTA: NI ESENCIALISTA NI POSMODERNO
5.1. Ni determinismo esencialista, ni posestructuralismo
5.2. La importancia de la liberación y la diversidad sexual
5.3. La reacción distorsionadora del feminismo socioliberal y puritano
5.4. Tres ejes feministas
5.5. La formación del sujeto feminista
5.6. Identidad feminista no es identidad de género
5.7. El carácter social del feminismo
5.8. ¿Del sujeto feminista al no-sujeto posmoderno?
5.9. Un sujeto relacional y sociohistórico
Autor

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