2020-0573 XXI Ensayos Derecho ACC EE FINAL PDF
2020-0573 XXI Ensayos Derecho ACC EE FINAL PDF
2020-0573 XXI Ensayos Derecho ACC EE FINAL PDF
XXI ENSAYOS
de Derecho Constitucional
comparado
Derecho Público
XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
CONSEJO ASESOR DE LA COLECCIÓN
DE DERECHO PÚBLICO
Directora
Yolanda Gómez Sánchez
Catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad Nacional de Educación a Distancia,
Catedrática Jean Monnet, ad personam, de la Unión Europea
Derecho Público
XXI ENSAYOS de Derecho Constitucional comparado
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DERECHO
COLECCIÓN
P Ú B L I C O
AGENCIA ESTATAL BOLETÍN OFICIAL DEL ESTADO
CENTRO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y CONSTITUCIONALES
MADRID, 2020
Primera edición: noviembre de 2020
En sobrecubierta: Alegoría de la libertad, por Ponciano Ponzano, frontón del Congreso de los
Diputados, Madrid.
En contraportada: Pórtico del Congreso de los Diputados, león modelado por Ponciano Ponzano
y fundido en Sevilla en 1872.
NIPO AEBOE:
en papel: 090-20-216-6
en línea, PDF: 090-20-217-1
en línea ePUB: 090-20-218-7
NIPO CEPC:
en papel: 091-20-086-X
en línea, PDF: 091-20-087-5
en línea, ePUB: 091-20-088-0
ISBN: 978-84-340-2669-8
Depósito legal: M-27122-2020
IMPRENTA NACIONAL DE LA AGENCIA ESTATAL
BOLETÍN OFICIAL DEL ESTADO
Avenida de Manoteras, 54. 28050 Madrid
ÍNDICE
Páginas
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PRÓLOGO DEL AUTOR
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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PRÓLOGO ■
hace veinte años y ahora actualiza la Sentencia del Tribunal Constitucional alemán
de 5 de mayo de 2020.
Todos ellos pretenden atenerse solo al derecho porque, al decir de Jellinek,
solo a través del derecho se llega al derecho. Pero a juicio de tan ilustre jurista
a cuya obra mucho debo, la interpretación del derecho no puede prescindir de
lo que le antecede y condiciona y, modestamente, me atrevo a añadir aquello a
lo que sirve, provoca o continúa. Lo que Ihering denominó el fin en el derecho.
En el constitucional, una realidad política al margen de la cual sus normas
positivas, su aplicación jurisprudencial y su construcción doctrinal no pasa de
ser un cascarón vacío.
Pero seamos prudentes. Por un lado, si el derecho encauza y racionaliza
la política como hace con las relaciones familiares o mercantiles no la sustitu-
ye. Las fórmulas jurídicas son instrumentos para construir la realidad pero no
una triaca máxima que basta enunciarla para crearla. Creer tal cosa es caer en
el más burdo pensamiento mágico. Por otro lado, huyamos de disolver las
normas y su dogmática en el reino de los valores suprapositivos o de las raíces
sociales de las instituciones. La realidad inmediata que al jurista le es dada
analizar y manipular no es la realidad completa, pero es suficiente y es a la que
me atengo para evitar ser frívolo y conseguir ser útil.
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ORIGEN DE LOS TEXTOS
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1. MI POSITIVISMO
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1. MI POSITIVISMO ■
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1. MI POSITIVISMO ■
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2. CONSTITUCIONALISMO Y NACIONALISMO
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2. CONSTITUCIONALISMO Y NACIONALISMO ■
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de los imperios por las naciones. Rupert Emerson dedicó a la cuestión una
obra para mí seminal y, a la vez, difícilmente superable: From Empire to Na-
tions (Cambridge, Mass., 1960).
Sólo sobre esa base y la solidaridad y homogeneidad fundamental que
implica es posible la democracia. Cuando todos se sienten miembros de un
solo cuerpo la mayoría representa a la minoría y ésta se sabe representada por
aquélla. Cuando dicha solidaridad y homogeneidad básica no se da, la demo-
cracia no decanta una voluntad que pueda calificarse de general sino que pro-
voca la secesión. Así lo demuestra la experiencia reciente de aquellas comuni-
dades nacionales homogéneas donde la democratización ha provocado un
proceso de «recuperación de la identidad nacional» (casos de Hungría y Polo-
nia), esto es, una más intensa integración y, a sensu contrario de aquellas otras
donde la democratización ha llevado a la secesión (casos de URSS, Yugoslavia
y Checoslovaquia).
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2. CONSTITUCIONALISMO Y NACIONALISMO ■
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3. LA RECEPCIÓN: EL ELEMENTO GERMÁNICO
EN EL MODERNO CONSTITUCIONALISMO ESPAÑOL
Desde sus albores a comienzos del siglo xix hasta muy entrada la centuria,
constituyentes y constitucionalistas españoles, perdiendo la originalidad que
habían mostrado durante el Antiguo Régimen, dependieron casi exclusivamen-
te de modelos extranjeros, principalmente franceses en un principio y, mucho
más tarde, alemanes. Se trata de un caso paradigmático de recepción doctrinal
e incluso normativa, categorías que hace años acuñé y analicé y a las que ahora
me remito (2). Recepción caracterizada porque los modelos recibidos desem-
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
peñan una función política inversa a las que tuvieron en su país de origen. La
influencia francesa, de raíz revolucionaria, se muestra, superado el «momento
gaditano» (3), conservadora en España; mientas la alemana que, desde la recep-
ción de Burke a través de von Gentz y sobre todo del conservadurismo luterano
posterior a 1851, era de tendencia fundamentalmente conservadora y autorita-
ria, ha tenido por lo general, en España, efectos liberalizadores.
Si la Constitución española de 1812 siguió fielmente la francesa de 1791,
raíz de toda una estirpe constitucional calificable de revolucionaria (4), su
segunda generación de exégetas, los llamados «doceañistas» frente los «exalta-
dos», fueron mucho más moderados que el propio texto gaditano e, incluso,
propugnaron su reforma. Iniciaron así la fase doctrinaria de nuestro constitu-
cionalismo, trasunto del doctrinarismo francés como en su día mostrara Luis
Díez del Corral (5), tanto en el pensamiento político como en los textos consti-
tucionales, desde el Estatuto Real de 1834 y sus frustrados intentos de revisión
en adelante.
Fue sin duda lamentable que los doctrinarios españoles solamente cono-
cieran el magisterio de los franceses, porque la versión germánica del doctri-
narismo, por ejemplo el austriaco Adrian von Werburg, entre otros (6), y su
elaboración categorial de las entidades histórico-políticas de la Monarquía
habsburguesa podrían haber sido de grande utilidad en España a la hora de
insertar la vieja foralidad en el moderno constitucionalismo. Máxime cuando
el propio concepto de derechos históricos, invocados por el nacionalismo vas-
co, traducción del Historische Staatsrecht después consagrado en la vigente
Constitución de 1978, procede de aquellas latitudes, aunque recibido a través
del irredentismo irlandés, hasta 1916 en gran medida favorable a seguir el
ejemplo de la doble monarquía danubiana (7).
En principio parece que el desconocimiento del doctrinarismo austriaco
se debiera a dificultades lingüísticas de los españoles. El ensayo de Juretschke (8)
sobre la influencia cultural alemana en el siglo xix español abunda en testimo-
nios sobre el carácter indirecto de dicha influencia y es a través de los doctri-
narios franceses y aun de autores italianos como los españoles de la época
conocen los clásicos del gran idealismo alemán. Quienes han estudiado el
ingrediente historicista de nuestro constitucionalismo, valga por todos el
nombre y la importante obra de Varela Suances-Carpegna (9), con razón no lo
han vinculado a influencia germánica alguna, sino a la herencia jovellanista.
En oposición al doctrinarismo filofrancés, la influencia germánica en
España, cuyo panorama general trazó magistralmente el propio Pérez-Pren-
des (10), se inicia con la recepción de la filosofía de Krause, heredera o mejor
legataria del gran idealismo alemán, que merced al tenaz magisterio de Sanz
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3. LA RECEPCIÓN: EL ELEMENTO GERMÁNICO EN EL MODERNO... ■
del Río renueva el panorama cultural español y afecta muy mucho al derecho
público. Especialmente a través del Cours de Droit Naturel ou de philosophie
du Droit, fit d’apres l’etat actuel de cette science en Allemagne (Bruselas 1838)
de H. Ahrens traducido al español en 1841.
Cualquiera que fuese el talante inicial del krausismo, cuestión sometida a
discusión (11), ciertamente su versión española, el «krausismo españolizado»
que dijera Unamuno y ponderara su brillante epígono Adolfo Posada (12),
inspiró un humanismo liberal de connotaciones organicistas, como expuso Reus
Bahamonde en su Teoría Orgánica del Estado (1880), un claro ingrediente
socializante (13) y un indiscutible impacto modernizador.
El krausismo, como «filosofía de la libertad» se desarrolla en España al
hilo de la «excitación política del constitucionalismo» y si, a través de Gierke
y de Preuss es posible ver alguna influencia suya en la constitución de Weimar (14),
es claro que la tuvo en la española de 1869 e incluso en la idea canovista del
Senado, que no se desarrolló después (15). Sin embargo no es menos cierto
que los constituyentes de 1868 se orientaron, hacia modelos anglosajones, mo-
delos que siempre tuvieron vigencia en el krausismo español. Esta aparente
paradoja no carece de cierta lógica, porque las ideas propias del krausismo,
que bien podían haber complacido a Möser, no tenían su correlato en el cons-
titucionalismo postrevolucionario alemán. Y si los anglosajones nunca las to-
maron en cuenta, ciertamente el espíritu de sus instituciones estaba menos
alejado que el de las germánicas de El Ideal de la Humanidad para la vida,
obra capital de Krause, reelaborada en español, más que traducida, por Sanz
del Rio (Madrid, 1860).
En cualquier caso, las obras doctrinales más representativas del derecho
público de la Restauración alfonsina responden a los presupuestos krausistas.
Primero, el Curso de Derecho Político de Santamaría de Paredes (Madrid, 1882),
reiteradamente editado y después el Curso de Derecho Político de Posada
(Madrid, 1893-1894), sobre las bases iusfilosóficas expuestas más adelante en
su Idea Pura del Estado (Madrid 1944).
A comienzos del siglo xx, Alemania sustituye a Francia como meca cul-
tural de los, con razón, llamados «educadores de la España moderna», capaces
de beber en fuentes tan ricas y sabrosas como de diferente orientación política.
Así, La Teoría General del Estado (1900) de Jellinek se traduce en 1914 por
Fernando de los Ríos, exponente de la convergencia entre krausismo y socia-
lismo; la Teoría General del Derecho de Kelsen (1925) por Legaz en 1932,
seguida de un profundo estudio crítico; La defensa de la Constitución de
Schmitt en 1931 por Sánchez Sarto; y, por Ayala en 1934, la Teoría de la Cons-
titución del mismo Schmitt (1928), autor al que Legaz dedicó sus fervores.
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cial de Weimar, a su vez más nominal que normativo. Tercero, la soberanía del
Estado, propugnada por Jellinek, como negación de la soberanía popular. Cuar-
to, la idea de «monarquía constitucional» como «monarquía limitada» frente a
la versión parlamentaria, es de filiación alemana y así fue señalado por su pro-
pios defensores (18). Por último, todo ello se da en un ambiente favorable al
fortalecimiento del ejecutivo (19) cuya primera manifestación se encuentra en
la Constitución alemana de 1919 y, más todavía, en su práctica favorable al
poder presidencial, si bien en las Actas de la Asamblea no se la menciona.
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ya intuyó, en dos textos proféticos de 1908 y 1924, al distinguir entre «las dos
Alemanias»: la de los filósofos y la de los filisteos (27). Una y otra se hicieron
presentes en el pensamiento jurídico español a través de los becarios españoles
en Universidades alemanas, atrás mencionados y de visitas oficiales e inmigra-
ciones complacientes de ilustres juristas alemanes a España. Si Herman Heller
se exilió y enseñó en la Universidad de Madrid hasta su muerte en 1934 y Hans
Morgenthau dio cursos en 1935, Schmitt, hispanófilo desde los años 20, vino
reiteradamente como huésped. Todos ellos, perseguidos y perseguidores, están
lejos del espíritu de Weimar y se encuadran en la denominada literatura jurí-
dica de crisis. Y una y otra Alemania, bajo la común etiqueta de Postdam,
influyeron en el constitucionalismo español. Una de ellas, al hilo de nuestra
guerra civil; la otra en las postrimerías del régimen político surgido de la con-
tienda. Las dos, frente a lo que de sus orígenes podía esperarse, en sentido libera
lizador.
Tras la designación del General Franco como Jefe del Estado, su pronto
y diáfano rechazo a considerar dicha situación como provisional y su mixtión
con la Jefatura Nacional de FET y de las JONS, surgió el problema de cómo
calificar dicho régimen. La dictadura es por definición provisional, la diarquía
fascista suponía una vinculación con la monarquía histórica, en España a la
sazón rechazada por la Falange, y el nacionalsocialismo, por definición, no
podía ser conceptualmente importado. ¿Cómo calificar al Estado Nuevo?
Intentarlo y en gran parte conseguirlo fue la tarea de Javier Conde, inte-
lectual de gran envergadura, cuya influencia en la progresiva configuración del
sistema autoritario no se ha valorado todavía debidamente. Conde pretendió,
como en Alemania proponía Höhn, hacer tabla rasa de las interpretaciones que
querían reconducir el régimen nuevo a las categorías clásicas del derecho cons-
titucional a las que no dudó en calificar de «beatería positivista». En su lugar,
insuflando categorías filosóficas heideggerianas y aun zubirianas en el derecho
naciente, una ontología de las realidades histórico-sociales en el marco de una
ontología existencial, propuso «dar un giro radical, de arriba a abajo, desde la
metafísica» (28) que concretó en cuatro conceptos políticos, publicados entre 1939
y 1945 (29). Primero, el destino universal de un pueblo que lo convierte en
Nación. Un pueblo sin fisuras internas y que, en consecuencia, podía proyectar
al exterior su voluntad de Imperio, esto es «la voluntad de cumplir una empresa
de alcance universal». Segundo, tarea semejante corresponde a las grandes
potencias, cuya forma política, impuesta por la competencia existencial entre
ellas, es el Estado totalitario. Esto es, el capaz de realizar una total movilización
de la sociedad en torno a un determinado fin. Tercero, el Estado totalitario re-
quiere la unidad de mando, esto es el caudillaje. Un caudillaje, carismático en
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anterior y el recuerdo del «inmoderado poder del poder moderador» que denunciara
Ortega (53) bajo Alfonso XIII y continuó el primer Presidente de la II.ª República,
combatió sus propios demonios al hilo de la demonología alemana.
Es de la Ley Fundamental alemana, aunque invirtiendo los términos, de
donde procede la definición del Estado como «social y democrático, de derecho»
(art. 1 cf. 20,1 GG ), harto polémica en el momento constituyente.
Las partes dogmáticas de ambos textos tienen notables paralelismos. Si el
español es más amplio que el alemán por insistir en los derechos sociales y
recoger derechos de tercera y cuarta generación desconocidos a la hora de
elaborarse la Ley Fundamental o que, aun incoados en ella, fueron desarrolla-
dos en el texto español (v.gr. arts. 73,5 y 16 GG y art. 51 CE), muchos de sus
artículos parecen directamente influidos por ésta. Sin embargo, de la semejan-
za no puede concluirse una transposición, sino que debe explicarse atendiendo
a cinco supuestos diferentes. Primero, la propia tradición constitucional espa-
ñola, incluso conservada en las Leyes Fundamentales del sistema autoritario.
Segundo, uno y otro responden al fenómeno general de racionalización del
poder desarrollado a partir de 1919. Así, por ejemplo la constitucionalización
de los partidos en el art. 21 GG y en el 6 CE. que se da en otras muchas cons-
tituciones (v.gr. art. 4 Francia 1958). Tercero, la recepción en España de la
Declaración Europea de 1950, a su vez muy influida por la Ley Fundamental
alemana. Cuarto, las disposiciones españolas heredadas de la Constitución de 1931
que, a su vez, las tomó del texto alemán de 1919 reiteradas por la propia GG
(v.gr. arts. 78 de 1978 =62 de 1931 = 35 W =45,1 GG), a más de 157-160
de 1812. Quinto, las verdaderas transposiciones harto numerosas.
Tales son los casos muy relevantes de los artículos 10 CE y 5,1 y 33 GG,
11,2 CE y 16,2 GG, 18 CE y 10, 1 GG 23 CE y 33,2 GG, 25,3 CE y 104,2 GG,
16 CE y 4.1 GG, 27 CE y 6,2 y 7,1 GG, 28 CE y 9,3 GG, 29 CE y 17 GG, 39
CE y 6,1 GG. O el evidente, pero lejano eco del art. 12 GG en el art. 35 CE.
A mi juicio las aportaciones alemanas más importante en este campo fue-
ron el carácter plenamente normativo de la Constitución (art. 9,1), eco directo y
amplificado del art. 1,3 GG (revisado en 1956) y 20,3 GG. Sus inmediatas con-
secuencias fueron la constitucionalización de todo el derecho público, la consi-
guiente primacía y aplicación directa de los derechos fundamentales en la línea
el art. 1 de la Ley para la Reforma Política de 1976, obra personal del Pfr. Meilán
(art. 53,1 CE), la exigencia de su desarrollo legal y la garantía de su contenido
esencial (art. 19,1 y 2 GG y 53 CE). La doctrina y la jurisprudencia han seguido
las pautas del Tribunal de Karlsruhe a la hora de interpretar estos preceptos, así
como para adoptar la categoría de garantía institucional (STC 32/1981), de espe-
cial utilidad para ordenar las frondosas declaraciones del Título I.
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NOTAS
(1) Dippel, «La significación de la Constitución española de 1812 para los nacientes liberalismos
y constitucionalismos alemanes» en Iñurritegui y Portillo (eds.). Constitución en España: orígenes y
destino, Madrid, 1998, p. 287 y ss.
(2) Nacionalismo y Constitucionalismo, Madrid, 1971, pp. 71 y ss.
(3) Portillo y Lorente (eds.), El Momento Gaditano. La Constitución de 1812 en el Orbe
hispánico, Madrid, 2012.
(4) Herrero, Cádiz a contrapelo, Madrid, 2013, p. 18.
(5) El Liberalismo Doctrinario (1945), en Obras Completas, Madrid, 1998, t. I pp. 117 y ss.
(6) Cf. Redlich, Das Osterreichische Staats und Reichsproblem, Leipzig, 1920, I, p. 226.
(7) Herrero, Idea de los Derechos Históricos, Madrid, 1991, pp. 52 y ss.
(8) Juretschke, «La recepción de la cultura y la ciencia alemana en España durante la época
romántica» Estudios Románticos(Casa Museo Zorrilla de Valladolid), 1975, pp. 63 y ss.
(9) Varela y Suárez Carpegna, Política y Constitución en España, (1808-1978), Madrid, 2007,
pp. 417 y ss.
(10) «Ein Urbarium. Algunas consideraciones sobre las relaciones entre la ciencia jurídica alemana
y la española hasta mediados del siglo xx» en Herrero y Scholz (eds.) Las Ciencias sociales y la moder-
nización. La Función de las Academias, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, p. 321 y ss.
Cfr. del mismo Pérez Prendes «El influjo del krausismo en el pensamiento jurídico español» en Ureña
y Álvarez Lazo (eds.) La actualidad del krausisimo en su contexto europeo, Madrid, 1999, p. 187 y ss.
(11) Cf. Ureña, Philosophie und gesellschaftliche Praxis. Wirkungen dr. Philosophie KCF Krause
in Deutschland (1933-1881), Stuttgart, 2001-2007.
(12) Cf. Posada, Breve Historia del Krausismo Español, Oviedo, 1981. El texto parece redactado
entre 1929 y 1936.
(13) Cf. Elías Díaz, La Filosofía Social del Krausismo, Madrid, 1973.
(14) Cf, Posada, Op. cit. p. 26 y 44.
(15) Ibid. pp. 81 y 109 cf. Pérez Ledesma, La Constitución de 1869, Madrid,2010, p. 42 y ss. Una
síntesis de los proyectos de reforma del Senado de inspiración krausista en Posada, La Reforma Consti-
tucional, Madrid, 1931.
(16) Stolleis, «Allmeine Staatslehre und politische Wissenschaft in Deutschland des 19 jahrhunderts»
en Herrero y Scholz (eds.), cit, p. 313 y ss.
(17) Cf. Morodo, «La proyección constitucional de la dictadura: la Asamblea Nacional Consultiva I»
Boletín de Ciencia Política n.º14, 1973 p. 83 y ss.
(18) Cf. García Canales, El problema constitucional en la Dictadura de Primo de Rivera,
Madrid, 1973, p. 110.
(19) Cf. Dendias, Le renforcement des pouvoirs du Chef de l’Etat dans la democratie parlamentaire,
Paris, 1932.
(20) Jiménez de Asúa, El proceso histórico de la Constitución de la República Española, Madrid,
1932, p. 47.
(21) Pérez Serrano, La Constitución Española (8 de diciembre de 1931), Madrid, 1933, pp. 28,
29, 134, 184, 274.
(22) Las nuevas Constituciones del Mundo, Madrid (Rrivadeneyra) 1931, Introducción.
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título segundo) que sigue el precedente en su día innovador del sistema irlandés de 1937 inspirado en el
español de 1931 llegó a través del largo camino de Birmania, (1948) e India (1950) frente al furor anticom-
paratista de Peces-Barba (cf. Nacionalismo y Constitucionalismo, p. 410).
(51) Cruz Villalón, «La recepción de la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania»
en La curiosidad del jurista persa y otros estudios sobre la Constitución. Madrid,1999, p. 53 y ss.
(52) Cf. Ulrich, Der Weimar Complex, Gotinga, 2009.
(53) Obras Completas, ed.cit. I, p. 698 y ss.
(54) V. gr. García de Enterría, Legislación Delegada y Control Judicial, Madrid, 1970.
(55) Cf. Nipperdey, Soziale Marktwirtschaft und Grundgessetz, Colonia, 3.ª ed. 1965.
(56) Cf. Herrero en El Valor de la Constitución, Barcelona, 2003, p. 203 y ss. síntesis de estudios
anteriores al hilo de la polémica.
(57) Cf. Herrero Revista de Estudios Políticos, n.º 110 (2017), p. 26.
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4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE
(Con referencia a algunos casos recientes en la historia
de la descolonización)
INTRODUCCIÓN
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4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■
aparecer como una novación tan radical del Estado que atente a su identidad (10),
o de otra parte, la fundamentación de la plena originariedad del Estado en la
autoctonía de su constituyente primordial (11).
Sin embargo, incluso los mantenedores a ultranza de la facticidad jurídi-
ca del nacimiento estatal están obligados a reconocer que «a veces el origen
del Estado se encuentra en un acto jurídico» (12), concesión cuya verdad harto
frecuente se encarga de demostrar la práctica; la ingente temática de la suce-
sión de Estados obliga a restringir un tanto el carácter originario, afirmado en
principio por la teoría, y la descolonización ha desmentido en muchos casos
que el Estado y su Constitución «no dependan de ningún orden jurídico ante-
rior» (13). Demostrarlo es el objeto de este trabajo.
Por ello, aun sin dejar de admirar el «palacio de conceptos» de las cons-
trucciones doctrinales, entrar en el cual exigiría, sin duda, mayor bagaje que
la simple erudición de que aquí se hace gala, tal vez sea útil examinar algu-
nos aspectos de la práctica del Poder Constituyente en los nuevos Estados
nacidos de la descolonización. Ningún campo mejor para analizar la apari-
ción del Estado que la disolución del fenómeno colonial; ningún tema más
idóneo tampoco que el Poder Constituyente, tanto por ser el hasta ahora
menos estudiado, al menos desde el ángulo aquí adoptado, como por su po-
sición central en la doctrina clásica del nacimiento del Estado, ya antes seña-
lada. Como en tantas otras ocasiones, el gran Léon Duguit no erraba al seña-
lar la importancia que para el Derecho público tenía el estudio de génesis de
la Constitución (14).
Ahora bien, el estudio del Poder Constituyente es problemático en sí
mismo. Baste aquí señalar someramente la disyuntiva metodológica que
desde un principio se presenta. Como señala G. Burdeau, «o bien se consi-
dera al Poder Constituyente fuera de toda regla de Derecho positivo relativa
a su institucionalización y su ejercicio, o bien se considera tal como el De-
recho positivo prevé y organiza su intervención» (15). Mientras la segunda
de estas perspectivas permite el estudio de la cuestión por el Derecho cons-
titucional, aunque a riesgo de eliminar la verdadera noción de constituyente
en beneficio de la instancia constituida competente para la reforma de la
Constitución, la primera excluye tal perspectiva y exige en su caso un tra-
tamiento de la materia por la Ciencia Política. Sin por ello confundir el acto
constituyente con la simple revisión de la Constitución, el punto de vista
aquí adoptado tiende a ser el jurídico-formal, y ello por dos razones. De una
parte, la Teoría de la Constitución no parece ganar nada con la identifica-
ción del constituyente originario y la opinión pública, sospechosamente en-
tendida como moderna versión de la «aclamación», prescindiendo de los
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■
ner su origen en una ley del Parlamento británico o en una Order in Council
de la Corona, se considera extranjera. Refiriéndose al texto constitucional
otorgado a Ghana cuando este país alcanzó el status de Dominio, señala K.
Nkrumah que «la Constitución fue impuesta al pueblo de Ghana por una
potencia imperial..., y tres años después de la independencia no podemos
seguir estando gobernados por una Constitución que nos ha sido impuesta
por una potencia extranjera» (20). En fin, una y otra preocupación se refle-
jan técnicamente en la aspiración a convertir el propio orden constitucional
no sólo en autónomo e incluso en autárquico, sino también en originario,
esto es, fruto de un acto constituyente que ni directa ni indirectamente pue-
da vincularse ni a la Corona ni al Parlamento Imperial a través de una cade-
na de normas (21).
Dos han sido las soluciones ofrecidas al problema del ejercicio autóctono
del Poder Constituyente en los nuevos Estados. Una de ellas, de carácter emi-
nentemente político, consistente en negar el problema formal, «del que sólo
confusión cabe esperar» (22), para atenerse a la, por otra parte indudable, na-
cionalización de la Constitución por vía de mutación constitucional que, man-
teniendo el mismo texto, verbigracia, la British North America Act de 1867, lo
transforma en cuanto a su fundamento, que no será ya, en el ejemplo citado, la
potestad del Parlamento de Westminster, sino el consenso del pueblo cana-
diense (23).
Sin embargo, esta forma de resolver o, mejor, de negar el problema de la
autoctonía no es admisible por dos razones. De una parte, la mutación consti-
tucional no resuelve todas las cuestiones derivadas del planteamiento formal,
y buena prueba de ello es la necesaria intervención del Parlamento británico en
la reforma de la Constitución canadiense. De otra parte, la cuestión de la
autoctonía, si en los viejos Dominios Británicos tuvo un fundamento jurídico
práctico, en la nueva Commonwealth, y más aún fuera de los Estados filobri-
tánicos, se plantea por motivos estrictamente políticos.
En efecto, la Constitución no es tan sólo una ley rituaria del proceso políti-
co, sino una decisión consciente del cuerpo político, en la que se asume el pasa-
do, se proyecta el futuro y se integra la propia realidad presente (24). La Consti-
tución no es sólo un instrumento de gobierno, sino la autoafirmación de la propia
entidad nacional y estatal constituida. Ahora bien, este sentido de la Constitución
no se adquiere sino cuando, como fruto de la ideología liberal y democrática, la
voluntad estatal obligatoria se concibe como «voluntad general» y la empresa de
liberación del súbdito convertido en ciudadano se convierte en el «telos» consti-
tucional por excelencia. Hoy como ayer, la Constitución es, de una vez y para
siempre, símbolo del autogobierno de una comunidad (25). Por esto, y dentro de
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I. TIPOLOGÍA
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del Gobierno y otros miembros del Consejo Legislativo, todos ellos elegidos
por sufragio universal (35). En la Conferencia Constitucional de Nyasaland,
después Malawi, celebrada en Londres en 1962, la representación indígena se
repartía entre los dos grandes partidos políticos del Protectorado en proporción
a los escaños obtenidos por cada uno de ellos en la elección general celebrada
en 1961, añadiéndose, para obtener la máxima representatividad posible, el
único diputado independiente (36). Análogo fue el caso de la Conferencia
Constitucional que precedió a la independencia de Zambia (37).
El proceso de emancipación del Congo Belga, aunque no responde a nin-
gún plan estructurado y, por tanto, solamente puede ser descrito como pura
sucesión de acontecimientos, se inspira en la práctica británica. Anunciada la
independencia en el mensaje real de 13 de enero de 1959, a fines del mismo
año tiene lugar la celebración de elecciones locales que permiten evaluar la
fuerza de los diversos movimientos políticos de la colonia, cuyos representan-
tes, junto con una delegación, belga, se reunieron en conferencia constitucio-
nal pintorescamente llamada Mesa Redonda (38). Aunque dicha conferencia
no obtuvo las funciones constituyentes que para ella solicitaran algunos de sus
delegados, se decidió que sus resoluciones serían llevadas ante las correspon-
dientes instancias belgas para su conversión en Ley, compromiso facilitado por
la composición mixta gubernamental-parlamentaria de la delegación belga en
la conferencia. La Mesa Redonda adoptó diversas resoluciones, «en el espíritu
de cuyos principios generales» el Gobierno preparó un proyecto legislativo
que, votado por las Cámaras y aprobado por el Rey, de acuerdo a la Constitu-
ción belga, se convirtió en la Ley Fundamental de 19 de mayo de 1960, primera
Constitución del Congo y en la que se preveía los órganos constituyentes y el
procedimiento para llegar a una Constitución definitiva (39). Es claro que ni
este texto provisional era autóctono, puesto que emanaba del legislador bel-
ga, ni lo hubiera sido el texto definitivo elaborado de acuerdo a lo en él dis-
puesto, dado que hubiera sido obra de un poder constituyente, a su vez consti-
tuido por el legislador metropolitano. El caos político que en el Congo siguió
a la independencia impidió que las previsiones constituyentes de la Ley Fun-
damental se llevasen a la práctica y la segunda no menos efímera Constitución
congoleña de 1964 puede considerarse autóctona, puesto que se elaboró, in-
cluso formalmente, a través de un proceso revolucionario y se adoptó mediante
referéndum (40).
Lo dicho sirve para poner de relieve que, desde un punto de vista político,
las Constituciones que presiden el acceso a la independencia no son impues-
tas por la metrópoli y, hoy como ayer, resulta en el fondo cierta la afirmación
del primer ministro Attlee: «The constitution is drafted and decided by the
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pero lo que resulta indiscutible es que la base legal de las nuevas Constitucio-
nes se encuentra en la Constitución anterior, y por ello derivan en último tér-
mino del Parlamento Imperial, a través de la Indian Independence Act de 1947
respecto de Pakistán, la Union of South Africa Act de 1909 y la Nigeria Inde-
pendence Act de 1960 y Nigeria (Constitution) Orden in Council subsiguiente.
La autoctonía de estas Constituciones es, por tanto, más que dudosa,
puesto que la Constitución «casera» es, en cuanto mera reforma de la anterior,
obra de unos órganos de revisión creados por el Parlamento Imperial y en ejer-
cicio de las competencias que les fueron atribuidas por éste en cuanto consti-
tuyente originario. La mera declaración de un preámbulo, por muy grande que
sea su valor normativo, no puede ocultar esta circunstancia.
La segunda fórmula, consistente en excluir de la nueva legislación consti-
tucional la sanción por la Corona, fue la seguida por India en 1950. De acuerdo
a la Indian Independence Act de 1947, la Asamblea Constituyente tenía compe-
tencia para hacer la Constitución del Dominion y competencia legislativa ordina-
ria (52). De acuerdo a la misma ley había también un Gobernador General «who
shall represent His Majesty for the purpose of the government of the Dominion»,
y a estos efectos «shall have full power to assent in His Majesty’s name to any
law of the legislature» (53). Ahora bien: la Constitución india de 1950 fue adopta-
da por la sola Asamblea, sin intervención alguna del Gobernador, cuya sanción
no fue requerida, al parecer, con la intención de obtener así plena autoctonía.
Sin embargo, la doctrina se ha planteado el problema de si la Indian
Independence Act de 1947 exigía o no la sanción real para los actos constitu-
yentes de la Asamblea. Si se entiende lo primero, la adopción de la Constitu-
ción en enero de 1950 por el mero voto de la Asamblea y la firma de su presi-
dente con el fin de autentificarla equivale a una solución de continuidad en la
cadena de las normas. Sería el pueblo indio «en» su Asamblea Constituyente el
que, en ejercicio de un poder originario e incondicionado, se da a sí mismo una
Constitución (54). Sin embargo, en favor. de la segunda interpretación doctri-
nal militan poderosas razones. En primer lugar, la Asamblea Constituyente,
reunida desde noviembre de 1946, se concibió siempre como un Cuerpo sobe-
rano (55), que en cuanto tal actuaba en capacidad distinta al de legislatura del Domi-
nio, y en este sentido puede señalarse la práctica de más de un trienio (56).
Mientras que la legislación ordinaria, es decir, la emanada de la Asamblea en
su capacidad de Legislatura del Dominio, fue sometida regularmente al Gober-
nador General para obtener la sanción real, los actos constituyentes tan sólo se
autentificaron, mediante la firma del presidente de la Asamblea. Ahora bien: si
la sanción real se explica perfectamente cuando se trata de la legislación ordi-
naria, obra de una Legislatura integrada por la Asamblea y por el propio
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técnica plebiscitaria se introduce con una timidez tal que la hace irrelevante.
No es el pueblo de Ghana directamente el que adopta por votación la nueva
Constitución, sino «a través de sus representantes» (66). Esto es, el Poder
Constituyente lo ejerce formalmente una Asamblea previamente constituida,
de acuerdo a las normas del constituyente originario, el Parlamento Imperial.
Si, por tanto, las Constituciones republicanas de Ghana y Tanganica fueron la
obra exclusiva de las Asambleas constituyentes, la atribución a éstas de tales
competencias a partir del ordenamiento constitucional anterior, esto es, de
competencias legal-constitucionales, excluye una verdadera autoctonía.
De los tres modelos ofrecidos por la evolución constitucional del Eire,
tan sólo el tercero, basado fundamentalmente en el principio plebiscitario,
garantizaba una plena autoctonía. Sin embargo, la solución de continuidad que
introducía en la cadena de normas requería técnicas excesivamente chocantes
con el Derecho constitucional de estirpe británica, y de aquí que, aun los Esta-
dos que han seguido las huellas irlandesas, no hayan llevado a sus últimas
consecuencias el recurso al pueblo, que ni en la República sudafricana ni en
Ghana ha llegado a ser el Poder Constituyente en sentido formal (67). A la
pregunta planteada por Sieyès sobre quién es el autor de la Constitución en
ambas Repúblicas debe responderse en favor de las Asambleas. Las técni-
cas de autoctonía utilizadas en el Eire suponían una flagrante violación del
orden constituido y el respetuoso temor a las leyes no ha dejado de influir en
la no imitación del ejemplo irlandés. La interpretación paquistaní de la Indian
Independence Act de 1947 y la vía seguida por Ghana en su búsqueda de la
autoctonía, caracterizada por el escrupuloso respeto a la integridad de la cade-
na de las normas, es buena prueba de ello.
Tan sólo, pues, las dos primeras técnicas utilizadas en el Eire, afirmación
de autoctonía en el preámbulo y no intervención de la Corona en la producción
formal de la Constitución, han hecho escuela, pero, según se ha subrayado, sus
resultados en cuanto a una total autoctonía son muy escasos. Tal vez ello
explique la decadencia de la cuestión en la Nueva Commonwealth, manifiesta
no sólo en los ya citados ejemplos de Uganda, Kenia o Malawi, sino especial-
mente en las nuevas Constituciones republicanas o de Monarquías indepen-
dientes otorgadas directamente por la Corona (68).
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4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■
tradora crea el nuevo Estado y le dota de una Constitución. Sin embargo, los
rasgos peculiares del imperialismo americano influyen en las técnicas jurídi-
cas adoptadas, de modo que el modelo británico se deforma en dos direcciones
en apariencia contrarias, pero realmente convergentes en su raíz. De una parte,
la población colonizada se asocia a la tarea constituyente, de manera que apor-
te a través de sus representantes un cierto contenido material a la decisión
constituyente y que directamente contribuya a la legitimación política de dicha
decisión. Por otro lado, el legislador metropolitano adopta decisiones de fondo
de envergadura tal que su acción no es meramente legalizante, como, según
hemos visto, pretende ser la del Parlamento británico respecto del progreso
constitucional de las dependencias de la Corona, sino de verdadero constitu-
yente material. En último término, y ello es interesante señalarlo, la indepen-
dencia se identifica con la Constitución, aunque de forma que, de adoptarse
ésta, aquélla se otorga a plazo (69).
En el período que se extiende desde 1900 a 1946 la organización político-
administrativa del archipiélago fue establecida por leyes de la Unión (70), y el
mismo sistema se siguió a la hora de elaborar la Constitución de la indepen-
dencia.
En efecto, la Tydings-Mc Duffie Act de 1934 preveía, de una parte, el
procedimiento constituyente. Así, se autorizaba a la legislatura creada en Fili-
pinas por la Jones Act de 1916 para convocar una Convención encargada de
elaborar una Constitución (sec. 1), que debería ser sometida a la aprobación
del Presidente de U. S. A. (sec. 3), y una vez obtenida ésta, adoptada mediante
votación popular (sec. 4). Además, en la misma Ley Tydings-Mc Duffie se pre-
veía el contenido material de la Constitución en lo que hace a la forma de go-
bierno, la parte dogmática, disposiciones transitorias durante el período de
protectorado y obligaciones del futuro Estado independiente (sec. 2).
De lo expuesto resulta que ni la Constitución filipina de 1934 ni sus ulte-
riores revisiones pueden considerarse autóctonos. De una parte, el fundamento
jurídico de la Constitución es una ley de la Unión, sin que la Convención
Constitucional, reunida en virtud de lo prescrito en dicha ley, ni la aprobación
del texto mediante referéndum, función atribuida por la ley de la Unión a los
filipinos, que actuaban así como instancia decisoria, pero constituida y condi-
cionada, desvirtúen este origen formal. De otro lado, las supremas decisiones
constitucionales materiales las adopta el legislador americano y la Constitu-
ción filipina sólo se entiende válida en cuanto se adapta a ellas (71). Por ello,
el constituyente originario, quien «decide sobre el modo y la forma de la pro-
pia existencia política» (72), es el Congreso de los Estados Unidos. El caso es
análogo al de aquellos supuestos en que en la elaboración de la Constitución,
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c) El modelo francés
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menos, que una estructura fundamental y estable, o bien las dos perderían en
jerarquía, si no jurídica sí política.
Para soslayar los citados inconvenientes sin dejar de cumplir la declara-
ción del Gobierno y los compromisos frente a Naciones Unidas, solamente un
procedimiento parecía factible: incorporar a la Constitución guineana las ba-
ses de la legislación electoral. De esta manera sería el legislador guineano,
quien desarrollase dichas bases de acuerdo al procedimiento previsto en la
misma Constitución; sin embargo, ello no obstaba para que las autoridades,
españolas promulgasen antes de la independencia una legislación electoral que
permitiese constituir las autoridades y asambleas representativas previstas en
la Constitución. Ahora bien, esta legislación electoral podía ajustarse ya a las
bases acordadas en la Conferencia constitucional, con lo cual, al llegar la inde-
pendencia y convertirse dicha ley en ley de Guinea, por los principios genera-
les que rigen la sucesión de Estados, el nuevo país se encontraría ya con una
Ley Electoral, perfectamente acorde con sus presupuestos constitucionales y
que sólo podría ser modificada, si en el futuro los responsables de Guinea lo
estimasen conveniente, de acuerdo a los procedimientos establecidos para ello
en la Constitución misma.
Tal fue el sistema que prevaleció al final, si bien no faltaron los errores de
procedimiento. La declaración española sobre el régimen electoral en la Con-
ferencia constitucional (114) afirma que las disposiciones de la Constitución
referentes a las elecciones y la nacionalidad deberían ya aplicarse al referén-
dum, y ello es manifiestamente insostenible, puesto que el proyecto elaborado
por la Conferencia sólo sería Constitución una vez adoptado en dicho referén-
dum. El régimen por el que éste se rigió no fue previsto en el proyecto consti-
tucional, sino el establecido por la potencia administradora sin perjuicio de
que materialmente coincidieran ambos (115). En cuanto a la legislación elec-
toral dictada con ocasión de las elecciones inmediatamente anteriores a la in-
dependencia, celebradas en septiembre y octubre de 1968, se trata, claro está,
de una norma española en cuanto a su origen, aunque de hecho concorde con
las previsiones constitucionales del futuro Estado independiente, y después ya
guineana y como tal, esto es como parte del Derecho de Guinea, modificable
de acuerdo a lo previsto en la Constitución del nuevo país (116).
B) La solución adoptada, decidida en la Comisión interministerial
preparatoria a propuesta de los asesores técnicos de la presidencia de la
Conferencia, y que el autor tuvo el honor de exponer al pleno de la misma en
su tercera sesión plenaria (117), partía de dos datos ineludibles: la celebración
de un referéndum y la conveniencia de mantener la cadena de la legalidad;
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CONCLUSIÓN
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den la inmensa mayoría de los casos es el de creación del nuevo Estado por un
acto unilateral del Estado colonizador, acto de cuya naturaleza, interna o inter-
nacional, y régimen, discrecional o reglado, no cabe ocuparse aquí, pero que
en todo caso supone una relación de creador a criatura.
Esta relación puede graduarse a través de tres fórmulas. La primera, a la
que corresponden la práctica británica (salvo en el caso de Birmania), esta-
dounidense en Filipinas, y belga, implica que el nuevo Estado es creado y
dotado de una Constitución por la potencia administradora. La vinculación
entre creador y criatura es muy estrecha, hasta el punto de que, como de
muestra el Derecho interimperial británico, el orden constitucional de los nue-
vos Estados encuentra su fundamento en el orden de la metrópoli, y en un
planteamiento kelseniano de la cuestión, pudiera dudarse si la pirámide nor-
mativa no tiene su cúspide, pese a la independencia, en la Constitución britá-
nica, a través de las Leyes del Parlamento Imperial (132). La dificultad de
cambiar tal situación, una vez establecida, sin recurrir a procedimientos revo-
lucionarios, y la urgencia con que algunos nuevos Estados han vivido la nece-
sidad del cambio, muestra lo erróneo del criterio clásico, según el cual, una vez
constituido el Estado, poco importa la vía por la que los individuos que le sir-
ven de órganos hayan adquirido tal capacidad o cualidad (133).
Una segunda fórmula, representada fundamentalmente por el modelo bir-
mano y su variante guineana, si bien hace del nuevo Estado la obra de la po-
tencia administradora, puesto que es ésta la que lo crea como tal Estado, rom-
pe toda vinculación entre el orden constitucional de la metrópoli y el orden
constitucional de la colonia independizada, que es obra exclusiva del constitu-
yente autóctono, ya asamblea, ya pueblo.
Por último, la tercera fórmula, a la que corresponde la práctica francesa
en los TOM africanos, a la autoctonía constitucional une que el nuevo Estado
nace, no en virtud de un acto de la metrópoli, sino de la autodeterminación de
la misma comunidad que se constituye en Estado, si bien las bases de la auto-
determinación y las consecuencias de la misma son creadas y formalizadas por
la antigua metrópoli (134). Por otra parte, el procedimiento utilizado por Fran-
cia sólo es viable cuando una asimilación teóricamente completa y el recono-
cimiento del principio de autodeterminación como base del Estado-nación,
hace posible que una misma norma, la Constitución de 1958, fuera autóctona
en Francia y en cada uno de los TOM (135).
Esas breves constataciones de hecho permiten obtener ciertas conclusio-
nes teóricas referentes a tres cuestiones diversas: la teoría clásica del naci-
miento del Estado; la teoría del Poder Constituyente y la noción misma de
descolonización.
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Respecto de la primera, tres eran las tesis medulares de los autores clási-
cos en la materia: la facticidad del Estado, su carácter originario y la vincula-
ción entre nacimiento del Estado y proceso constituyente. Sin embargo, el
somero análisis realizado demuestra que la mayoría de los nuevos Estados
nacen en virtud de un acto jurídico, ya de procedencia interna, como es el caso
de las leyes británicas, belgas y americanas o españolas, ya, lo que es más raro,
de orden internacional, en supuestos que no hemos considerado aquí.
Ahora bien, Kelsen y la Escuela de Viena, y, desde otros supuestos, An-
zilloti, habían ya negado la facticidad del nacimiento del Estado en pro de su
regulación por el Derecho internacional, pero ello supone dos tesis absoluta-
mente ajenas a los resultados del análisis realizado. En primer lugar, la califi-
cación de un hecho por el Derecho internacional no supone para Kelsen que el
orden derivante «proceda a la creación del mismo (Estado) en su existencia
natural, cuando lo que acontece es que le toma como es y le imputa una con-
secuencia jurídica» (136); por ello, en segundo término, la determinación del
nacimiento del Estado por el Derecho internacional se da para Kelsen en el
plano de la acronía lógica de un sistema, es decir, en la Teoría Pura del Dere-
cho y del Estado, de evidente filiación kantiana. Por el contrario, las conclusio-
nes a que hemos llegado suponen que el acto jurídico que crea el Estado no
califica un hecho natural ya existente, sino que produce el hecho y por ello la
relación de determinación entre el orden derivante y el orden derivado, espe-
cialmente importante en cuanto a la génesis de la Constitución, se da en la
diacronía de la historia jurídica. Evidentemente hacer de este resultado empí-
rico un argumento contra la teoría pura, sería tanto como impugnar las tesis
kantianas del origen trascendental del conocimiento a partir de los nuevos ha-
llazgos psicológicos en torno al comienzo experimental del conocer.
Al negar la facticidad empírica del nacimiento del Estado, se niega tam-
bién su carácter originario, de manera que no será ya imposible buscar más allá
de la aparición de un Estado los fundamentos jurídicos del mismo. Las dificul-
tades para alcanzar la autoctonía constitucional provienen esencialmente de
que dichos fundamentos se imponen por sí solos.
En cuanto a la identificación del nacimiento del Estado y su proceso
constituyente, cuya última raíz se encuentra en la fundamentación de ambos en
el principio de autodeterminación, su consideración exige tratar, aunque sea
brevemente, el problema del Poder Constituyente. Si tomamos como ejemplo
la exposición clásica de Carré de Malberg (137), resulta que las alteraciones de
la Constitución se producen de dos maneras. Hay, de una parte, cambios vio-
lentos llamados, según los casos, revoluciones o golpes de Estado, y en los
cuales la Constitución resultante no será producida de acuerdo a lo previsto en
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NOTAS
(1) Rehm: Alligemeine Stdatslehre, Handbuch, des off. Rechts, I, 1899, p. I.
(2) Sobre los eventuales abusos del pensamiento dogmático (entendido en el sentido de Viehweg:
Studium Generale, 1958, pp. 354 y ss.), cfr. García de Enterría: Revista de Administración Pública,
núm. 40, 1963, pp. 189 y ss., Cuya posición tiene validez para el Derecho constitucional comparado.
(3) Cfr. Lehre von den Staatenverbindungen, 1882, pp. 262 y ss.
(4) Carré de malberg: Contribution a la theorie generale de l’État, 1, 1920, p. 62. Tal es la doc-
trina usual de autores como Strupp, Cavaglieri, o, desde una perspectiva bien diferente, Le Fur. Por
todos, cfr. Erich: «La naissance et la reconnaissance des Etats», Rec. des Cours, 1926. III. p. 442.
(5) Carré de Malberg: Op. cit., p. 64.
(6) Esmein: Elements de Droit Constitutionnel, 5. 4 ed., p. 351.
(7) Erich: Op. cit., pp. 443, 450-451. Erich cita el ejemplo de la constitución prevista para Dantzig
por el artículo 103 del Tratado de Versalles.
(8) Cfr. Duclos: La notion de constitution dans l’oeuvre de l’Assemblée constituante de 1789,
París, 1932.
(9) Carré de Malberg: Op. cit., p. 65. Desde otra perspectiva, pero atendiendo también a la forma
de institucionalización del Poder que es el Estado, puede afirmar G. Burdeau: «Et cette forrnation de
l’État se concretise dans un acte juridique, qui est la constitution» (Traité de Science Politique, II, 1949,
p. 208).
(10) Cfr. Schmitt: Teoría de la Constitución, trad. esp., 1934, pp. 109 y ss., sobre la noción de
«destrucción». Los ejemplos bien conocidos son los casos de Francia en 1794 y Rusia soviética en 1922.
(11) Tal es el caso de Israel, en el que se sucedieron dos acciones plenamente independientes entre
sí: la Palestine Act, de 15 de mayo de 1948, mediante la cual el Parlamento Británico disponía el cese de
la Administración británica en Palestina; la creación del Estado de Israel por el Consejo Judío Provisional
de Gobierno, mediante la declaración de 14 de mayo de 1948 (cfr. Materials on Succession of States, ST.
LEG. SER. B. 14, p. 39). La Ley británica no crea, como en otros casos, un nuevo Estado, verbigracia:
Indian Independence Act., 1947, sec. I, o Burma Independerice Act., 1948, sección I, sino que establece
simplemente que, a partir del 15 de mayo, «all jurisdiction of H. M. in Palestine shall termínate and H. M.
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Government in the United Kingdbm shall cease to be responsible for the government of Palestine». Por su
parte, la proclama del Consejo Judío (cfr. Laws of the State of Israel, Tel-Aviv, 1948, pp. 3-7) «establece
el Estado judío de Palestina, que se llamará Israel», con una fórmula de autoctonía especialmente dura y a
partir de la cual se convalida provisionalmente el Ordenamiento jurídico, entonces existente, se organiza
el Gobierno provisional del Estado y se afirma la absoluta originariedad de Israel en el plano de la sucesión
(cfr. Materials...., cit. pp. 40-41.
(12) Rousseau; Tratado de Derecho Internacional Público, trad. esp., 1957; p. 278.
(13) Carré de Malberg: Op. cit., II, 1922, p. 490.
(14) Cfr. Études de Droit Public, II; L’État..., 1903, pp. 51, 52. 78.
(15) Traité de Science Politique, III, 1950, p. 203.
(16) Cfr. Schmitt: Teoría, p. 96.
(17) Por todos, cfr. la obra clásica de Dawson: The Development of Dominion Status, 1937 (reim-
presión, 1965).
(18) Londres, Macmillan, 1929.
(19) Así Cowen cfr. Wheare: The Constitutional Structure of the Commonwealth, 1960, p. 110.
(20) Cit. Mansergh: Speechs and Documents on British Commonwealth 1952-1962, Londres, 1963,
p. 295. Esta motivación «xenófoba» explica la frecuente vinculación de la lucha por la autoctonía, con las
aspiraciones republicanas de la nueva Commonwealth. Así, en el caso indio: «India is bound to be sovere-
ing and is bound to be republic... If it is to be an independent and sovereing state we are not going to have
an external monarch...» (Nehru, 13-12-1946, en Indian Constitucional Assembly Deb., vol, 1, núm. 5,
páginas 57.61, cit. Mansergh: Speechs and Documents..., II, p. 656). El texto de Krumah, citado, perte-
nece a la presentación ante el Parlamento de una moción republicana, y lo mismo pulde decirse de Tan-
ganyka (cfr. Manserch: Speechs and Documents..., 1952.1962, p. 304). Cfr. Jennings; Problems of the
New Commonwealth, Durham, 1958.
(21) Cfr. Wheare: Constitucional Structure..., cit., chap. 4; K. Rob1nson: Constitucional Auto-
chthony in Ghana, «Journal of Commonwealth Political Studies», 1961, 1, página 41; K. Roberts-Wray:
The Legal marchiney for transition from dependence to independence, en Anderson (ed.): Changing Law in
Developing Countries, Londres, 1964, pp. 60-62.
(22) Cfr. Bryce: Studies in History and Jurisprudence, II, p. 57.
(23) Cfr. Wheare Op. cit., pp. 108 y ss. Sobre la noción de «mutación», confróntese Loewens-
te1n: Teoría de la Constitución, trad. esp.. 1965, p. 164. Respecto del problema canadiense citado a guisa
de ejemplo, British North America Act., 1967, sec. 9t, British North America Act (núm. 2), 1949. Ahora el
ensayo n.º 6 de este volumen.
(24) Cfr. Schmitt: Teoría, pp. 86 y ss. Sobre la decantación histórica, cfr. Duclos: La notion de
constitution, cit., y, en general, G. Burdeau: Traité, III, 1950, páginas 49 y ss.
(25) Cfr. Loewenstein: Teoría, pp. 222-231. Un buen ejemplo fue el de Túnez. donde la reivindi-
cación nacionalista se identificó y redujo a la reivindicación constitucional (cfr. Tournau: L’evolution.
poIitique de l’Afrique du nord musulmane, 1920-1961. París, 1962, pp. 58 y ss.), y su triunfo tiene lugar a
través de un proceso constituyente (cfr. Debbasch: La Repubique Tunisienne, París. 1962, pp. 41-42 y 46).
A través de los movimientos nacionalistas liberales del Oriente Medio, como los de Egipto y Persia, no
parece imposible remontarse a la identificación de nacionalismo y constitucionalismo en la Europa del
siglo xix.
(26) Cfr. por todos, Emerson: From Empine to Nation, Cambridge (Mass.), 1962. El carácter fun-
cional del constitucionalismo, respecto del nacionalismo con referencia a los países descolonizados lo he
puesto de relieve en otros lugares; v. gr., en «Revista Española de Derecho Internacional», XIX (1966), 2,
pp. 3-37. (1965).
(27) Tal fue el caso de Ghana en 1960. Cfr. Tixier: Le Ghana, París, 1965, pp. 53 y ss.
(28) Sobre la importancia de la constitución en diversas prácticas coloniales, confróntese G. Fis-
cher: La Décolonisation et le rôle des traités et des constitutions, AFDI, 1962, pp. 809 y ss.
(29) Schmitt: Teoría, pp. 41 y ss.
(30) Cfr. S. A. de Smith: The new Commonwealth and its Constitutions, Londres, 1964, pp. 38 y ss.
(31) Sobre la exportación del Westminster Model, cfr. S. A. de Smith: The New Commonwealth
and its Constitutions, cit., pp. 77 y ss. En cuanto a la evolución de las estructuras constitucionales colonia-
les, la serie de monografías sobre los Consejos Legislativos, editadas por M. Perham y encabezadas por
Wight: The Development of Legislative Council, 1606-1945, Londres, 1954. Una esquematización de los
sistemas en Wight: British Colonial Constitutions, Oxford, 1952, p. 40.
73
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
(32) Cfr. Roberts-Wray: The Legal Machinery... cit., pp. 43 y ss. Así, verbigracia, respecto del
caso de Ghana, cfr. «Journal of African Law», 1 (1957), pp. 99-112.
(33) Jennings y Young: Constitutional Laws of the Commonwealth, Londres, 1952, p. 41. A ve-
ces, la preparación de la redacción de los instrumentos constitucionales se encarga a importantes Comités;
así, en el caso de Malaya, Cmnd 7.171/1947, parágrafos 4-9, y Cmnd 210/1957, parágrafos 1-2, y en
Malasia, Cmnd 1.794/1962, App. F. y Cmnd 1.954/1963.
(34) Hood-Phillips: The making of a colonial constitution, Law Quarterly Review, 1955, pp. 51-78.
Cfr. Elias: British Colonial Law, Londres, 1962, pp. 47 y ss. A veces, la constitución colonial prevé ella
misma la reunión de este tipo de conferencias como instrumento de la evolución constitucional; tal es el
caso del texto federal de Rhodesia y Nyasaland de 1953 (art. 99) y del de las Indias Occidentales de 1957
(art. 118).
(35) Cmnd. 1.360, p. 9.
(36) Cmnd. 1.887, p. 20.
(37) Cmnd. 2.365, p. 4..
(38) Cfr. Dumont: La Table Ronde belgo-congolaise, París, 1961.
(39) Cfr. Chronique de Politique Étrangère, XIII (1960), 4-6, pp. 48o y ss. El procedimiento cons-
tituyente se establece expresamente en la Ley Fundamental (artículos 85-105), y se atribuye al Parlamento
Nacional y a las Asambleas provinciales, con exclusión de toda intervención popular directa.
(40) Cfr. Dabin: L’Elaboration du project de constitution «Etudes Congolaises», VI (1964), 2, pp. 27-38.
(41) 1949, H. C. Deb, 59, col. 42,
(42) Wheare: Op. cit., p. 95.
(43) Ib., pp. 91 y ss.
(44) Sobre la revolución así entendida, cfr. Burdeau: Traité, III, 1950, pp. 213 y ss.
(45) Cfr. Schmitt: Teoría, p. 96.97, et infra.
(46) V. gr., Nigeria (1963): «We the people of Nigeria by our representatives here in Parliament
assembled do hereby declare, enact and give to ourselves the following constitution».
(47) Cfr. Federation of Pakistan vs. Moulvi Tamituddin Khan, PLR, 1956, WP, página 306 (texto y
comentario en Jemings, Constitucional Problems in Pakistan, Londres, 1957, pp. 79-238).
(48) Constitution of Uganda (First Amendment) Act 1963 (núm. 61, 1963). El nuevo texto provi-
sional Ugandés del 15 de abril de 1966 es marcadamente autóctono, más que por el tono de su preámbulo
(«... We the people of Uganda resolve and is hereby resolved...»), por su carácter revolucionario que supo-
ne la ruptura con la legalidad constituida [cfr. Chronologie Politique Africaine, 7 (1966), 1, pp. 87-90, y 2,
pp. 82-86] The Constitution of Kenya (Amendment) Act 1964. Cfr. Singh: The Republican Constitution of
Kenya, ICLQ, 14 (1965), 3, pp. 926.928.
(49) «In humble submission to Almighty God, Who controls the destinies of nations and the history
of peoples; Who gathered our forebears together from many lands and gave them this their own; Who has
guided them from generation to generation; Who has wondrously delivered them from the dangers that
beset them; We who are here in Parliament assembled, DECLARE that whereas we/ARE CONSCIOOUS
of our responsibility towards God and man; /ARE CONVINCED OF THE NECESSITY TO STAND
UNITED/To safeguard the integrity and freedom of our country; To secure the maintenance of law and
order; To further the contentment and spiritual and material welfare of all in our midst; /ARE PREPARED
TO ACCEPT our duty to seek world peace in association with all peace, loving nations; and ARE
CHARGED WITH THE TASK of founding the Republic of South Africa and giving it a constitution best
suite to the traditions and history of our land: BE IT THEREFORE ENACTED by the Queen’s Most
Excellent Majesty, the Senate and the House of Assembly of the Union of South Africa, as follows» (Act
to constitute the Republic..., núm. 32, 1961).
(50) Así refiriéndose a la sanción real de la Constitution of the Federation (núm. 20 de 1963), afir-
ma Elias: «the final act is not legally foreign to Nigeria: by this last act as Queen of Nigeria... H. M. was
for this purpose Queen not of the United Kingdom but of Nigeria» (Nigeria, The development of its laws
and Constitution, Londres, 1967, pp. 120-121).
(51) Para una discusión del problema, por todos, Wheare: The Status of Westminster and Dominion
Status, Oxford, 1953. Cfr. O’Connell: Tre Crow in the British Commontwealth, ICLQ, 6 (1957), p. 103.
(52) India Independence Act, 1947, sets. 6 (2) y 8 (1).
(53) Ib., sets. 5 y 6 (3).
(54) Cfr. Wheare: The constitutional structure..., p. 96, destaca la ficción simbólica de esta expresión.
(55) Cfr. Mansergh: Speechs and Documents..., II, pp. 648 y ss.
74
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■
75
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
(69) Cfr. G. Fischer: Un cas de decolonisation: Les Etats Unis et les Philipines. París, 1960.
(70) 1) Instrucción presidencial, 7-IV-1900; 2) Philippine Bill 1902 (Act of the USA Congress
of July 1, 1902), 3) Jones Law 1916 (Act of the USA Congress of August 24, 1916; 4) Tydings-Mc
Duffie Act 1934.
(71) Tydings-Mc Duffie Act, sec. 3.
(72) Cfr. Schmitt: Teoría, p. 86.
(73) Cfr. Mirkine-Guetzévitch: Droit Constitutionnel International, París, 1933, pp. 40 y ss. o
más recientemente el caso eritreo (Cfr. A. Schiller: Eritrea: Constitution and federation with Ethiopia.
American Journal of Comparative Law, II, 1953, pp. 375 y ss.).
(74) Para los datos concretos de esta evolución y una indicación bibliográfica, cfr. Luchaire: Droit
d’Outre-mer, París (Themis), 1967 y ediciones posteriores.
(75) Cfr. Gonidec: L’evolution des Territoires d’outre-mer depuis 1946, París, 1958.
(76) Cfr. Gonidec: La republique autonorne de Togo, París, 1958.
(77) Cfr. Lacouture: Togo. Etat pilote, Paris, 1963.
(78) Cfr. Gonidec: Droit d’Outre-rner, París, 196o, 1, pp. 462 y ss.
(79) Ibid, p. 472.
(80) Cfr. P. Lampué: Les constitutions des etats africains d’expression francaise, «Revue Juridique
et Politique», XV, 1961, 4, p. 516 sobre el carácter proto-parlamentarjo de estos textos. Sobre la función
de los partidos en este punto, véase por todos la magistral obra de R. Schachter Morgenthau: Political
Parties in French-Speaking West Africa, Oxford, 2.ª ed., 1967. En cuanto a la función de las Asambleas, la
historia constitucional puede hacer luz, verbigracia, cfr. Greene: The Quest for Power. The Lower Houses
of Assembly in the Southern Royal Colonies 1685-1776. Chapel Hill, 1963.
(81) Cfr. Gonidec: Droit d’Outre-mer II, pp. 138-143 y 154 ss. «Cette Communauté, France la
propose personne n’est tenu. d’y adhérer» (De Gaulle, cit. Gonidec: Cours d’institutions publiques
africaines el malgaches, «Les Cours de Droit», 1966-67 p. 81), comentario «cuasi» auténtico al art. 1 de
la Constitución de 1958.
(82) V. gr. J. O. Madagascar, 18 Oct. 1958, Loi const., núm. 1.
(83) Sobre la elaboración y promulgación de estas constituciones, cfr Gonidec: Les Droits Africa-
ins, cit. p. 73 y ss.
(84) Cfr. Fischer: L’independence de Guinée et les accords Franco-Guineans, AFDI. 1958, p. 711 y ss.
(85) Tal es el sentido de la refutación de la tesis francesa de la co-soberanía, cfr. Gonidec: Droit
d’Outre-mer, 1, pp. 398 y ss. En realidad el protectorado no se ha revelado como un régimen transitorio y
preparatorio de la anexión (Despagnet: Essai sur les protectorats, París, 1856), sino como un sistema que
ha permitido conservar la plena personalidad estatal y autonomía del protegido, que, al cesar el «control»
del protector ha recuperado la plenitud y exclusividad de su competencia. Cfr. Flory: La notion de
protectorat et son evolution en Afrique du Nord, París, 1955.
(86) Así, en Camboya el protectorado iniciado en 1863, reestructurado por tratado en 1884 y mante-
nido por el modus vivendi de 7-I-1946 no desaparece hasta la convención franco-Khemer de 8-XI-1949 y la
plena independencia no se alcanza hasta 1953 sin perjuicio de que el Rey otorgue una constitución el 6-V-1947,
Análogamente, en Laos el protectorado iniciado en 1853 y mantenido en el modus vivendi de 27-VIII-1946,
no desaparece hasta la convención franco-laosiana de 19-VII-1949, mientras que la constitución de la
monarquía data de 1947. La transformación de la Asamblea Consultiva en soberana en Camboya en 1947
no fue sino una reivindicación de autoctonía, frente a los trabajos del comité franco-Khemer (Cfr. Lachè:
L’evolution du statut du Cambodge, París. Thèse, 1948 passim).
(87) En Túnez, único protectorado norteafricano donde podría plantearse el problema, la Constitu-
yente rompe con el D. beylical de convocatoria de 6-I-1956 y actúa como cuerpo soberano (cfr. Debbasch:
La Republique Tunisienne, cit., p. 46). En Marruecos las constituciones datan de 1962.
(88) Burundi, independencia de 1-VII-1962 y constitución de 16-X-1962. Más claro aún es el caso
de Ruanda independiente, el 1-VII-1962, y cuya constitución de 24-XI-1962 no hizo sino ratificar lo acor-
dado tras el golpe de Estado de Gitarama, el 26-I-1961, sancionado mediante plebiscito. Cfr. Chronique
de Politique Étrangère, XVI (1963), número 46.
(89) Cfr. Longrigg: Iraq 1900 to 1450, Londres, 1953, pp. 148-153. Sin embargo, los manda-
tos A, aparente tierra de elección de la autoctonía constitucional, no alcanzan ésta en los demás casos.
En Jordania, la Constitución de 1928 fue otorgada por el Emir, en cumplimiento del artículo 2 del
Tratado anglo-transjordano de 20-II-1928 y en ejercicio de las competencias que en él delegara Su
Majestad Británica (cfr. M. Barondi: Les Problèmes juridiques concernant l’administration des comu-
76
4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■
nantes saus mandat, Genève, 1949, pp. 107 y ss.). En Siria y Líbano, las respectivas constituciones
de 1930 y 1924 no son evidentemente autóctonas (Ib., pp. 117 y ss.), si bien la supresión solemne del
artículo 116 por la Asamblea siria de 1943 podría considerarse una solución de continuidad suficiente
para alcanzar la autoctonía. En cuanto a los territorios sometidos a régimen de fideicomiso no puede
señalarse un criterio general. Así, Togo y Camerún fueron dotados por Francia de Estatutos que, si
garantizaban la autonomía, incluso constitucional, excluían la autoctonía (cfr. Gonidec: Droit
d’Outre-mer, II, pp. 118-119); pero mientras Togo se limitó en un primer momento a modificar el
texto de 30-XII-1958 (cfr. Ley núm. 60-10, de 22-IV-1960, J. O. T. de 25-IV-1960, p. 1) antes de ac-
ceder a la independencia (27-IV-196o), el Camerún adoptó, mediante referéndum (21-11-1960), un
texto constitucional, después de acceder a la independencia (1-I-1960). Cfr. D. 60-1 bis, de 14-I-1960
(J. O. C. de 3-II-1960, p. 13).
(90) Para una descripción del proceso, cfr. Chronique de Politique Etrangere, XIV (1961), 1.3,
pp. 292 y ss., y 298 y ss., respecto de Somalia y para Birmania, Maung Maung: The Burma’s Constitu-
tion, La Haya, 1961.
(91) Cfr. Acuerdo de 27-I-1947, Cmnd 7.029, en Mansergh: Speech and Documents, II, p. 766.
(92) VI Geo, Ch. 3, cfr. Mansergh: Loc. cit., pp. 779 y ss. Sobre las elecciones de la Asamblea,
cfr. Survey of International Affairs, 1947-48, p. 443.
(93) V. gr., Ordenanza de 27-VIII-1938, Ley de 30-VII-1959, Ley de 20-XII-1963, Decreto de 3-VII-1964.
Respecto de la legislación propia de aquellos territorios durante la Administración española, cfr. las reco-
pilaciones de A. Miranda Junco: Leyes Coloniales, Madrid, 1945; J. M. de la Peña y Goyoaga: Legis-
lación Colonial, Madrid, 1955; A. Fraile y Román: Legislación Regional, Madrid, 1961: y A. E. Millán
López: Legislación de Guinea Ecuatorial, Madrid, 1967.
(94) Cfr. arts. 17, I, c), y 17, 2, del texto articulado de 1964.
(95) Falta todavía un buen estudio sobre la dinámica política de la Guinea autónoma.
(96) Cfr. Actas de la Primera Fase de la Conferencia Constitucional (citaremos CCPF), 4.ª sesión
de la Comisión Política, pp. 39 y ss. (señor Gori Molubela), y Actas de la Segunda Fase de la Conferen-
cia Constitucional (citaremos CCSF), 7.ª sesión pp. 22 y ss. (señor Gori Molubela), entre otras muchas.
(97) El Gobierno español y sus representantes en la Conferencia Constitucional entendieron que
«España previó que la Asamblea General pudiera ser un cauce de reforma legislativa, pero jamás dijo España
que las posibilidades de reforma de las estructuras políticas de Guinea pasasen exclusivamente a los órganos
representativos de la autonomía» (declaración presidencial, CCPF, 5.ª sesión de la Comisión Política, p. 42).
(98) Cfr. CCSF, 2.ª sesión, pp. 11-14 (señor Ndongo). Relaciónese con la petición, por parte del
mismo señor Ndongo, de la convocatoria de una Asamblea Constituyente en CCPF, 5.ª sesión de la Co-
misión Política, pp. 20 y 26-27. Esta declaración es especialmente importante por ser a la sazón Atana-
sio Ndongo el indiscutible caudillo del nacionalismo guineano en su reivindicación por la independencia.
(99) Una relación de textos especialmente autorizados en los discursos inaugurales de ambas fases
de la Conferencia por el Ministro de Asuntos Exteriores. Cfr. Cast1ella: España y la Descolonización,
Madrid, 1967.
(100) 0Cfr. CCPF, 1.ª sesión plenaria, p. 18; 2.ª sesión plenaria, p. 26: 5.ª sesión de la Comisión
Política, p. 43.
(101) 1Cfr. CCPF de la Comisión Política, 1.ª sesión, p. 29 (señor Grange); 2.ª sesión, p. 3 (señor
Ngomo), y 6.ª sesión, p. 19 (señor Eñeso). Nada significan en contra las confusas palabras del señor
Econg (4.ª sesión, p. 5) o Mba (7.ª sesión, p. 16), en que el referéndum se concibe polémicamente con
efecto confirmatorio.
(102) 2Cfr. CCPF, 1.ª sesión de la Comisión Política, p. 11 (señor Gori); 3.ª sesión, id., p. 4 (señor
Jones); 8.ª sesión, id., pp. 1-13 (señor Copariate), entre otras muchas. Durante la segunda fase se repi-
tieron las mismas tomas de posición por parte de los isleños. Sirven de ejemplo entre los documentos in-
corporados a las actas los titulados «Primera Sugerencia que presenta el Consejero Nacional, don Alfredo
Jones, a los Puntas Básicos para un borrador de Constitución de Guinea Ecuatorial, integrada por la aso-
ciación de Fernando Poo y Río Muni, de 23-IV-1968, el escrito dirigido por un grupo de representantes de
Fernando Poo al Excelentísimo señor Presidente de la Conferencia de 8 de mayo de 1968 y el escrito
elevado a la Jefatura del Estado (cfr. CCSF, 7.a sesión, pp. 55-56, anejo 1.º).
(103) Emerson: From Empire to nation, pp. 329 y ss. Cfr. Nicholson: Self Government and
Communal Problem, Londres, 1944.
(104) Cfr. Res. 2.355 (XXII), de 19 de diciembre de 1967, y A/AC 109/289.
(105) Reserva formulada por la delegación española al explicar su voto favorable a Res. 2.355 (XXII).
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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4. AUTOCTONÍA CONSTITUCIONAL Y PODER CONSTITUYENTE... ■
(129) Pese a los términos de la citada declaración española sobre el régimen electoral, que se hacen
eco de la ambigüedad primitiva entre la cuestión constitucional y la opción por la independencia como
materia de referéndum.
(130) Cfr. Gonidec: Cours d’institutions..., cit., pp. 76 y ss. Siempre me refiero, claro es, al Estado
aparato y no al Estado sociedad: para esta distinción acuñada por la doctrina italiana, cfr. Lucas Verdú:
«P. B. di R. y la ciencia italiana del Derecho Constitucional», en la versión española de Biscaretti di
Ruffia: Derecho Constitucional (Technos), pp. 47-48.
(131) Cfr. Yturriaga: Participación de la O.N.U. en el proceso de descolonización, Madrid, 1967,
caps. 1.º y 3.º
(132) Para un planteamiento kelseniano de la Autoctonía véase Latham: The Law of the Common-
wealth, Londres, 1949.
(133) Carré de Malberg: Op. cit., I, pág. 62.
(134) Ordenanza 6-X-1058.
(135) El principio de autodeterminación se consagra en el preámbulo de la Constitución de 1958 y
en el art. 1.º de la misma. Es interesante señalar que la participación de los guineanos en el referéndum
español de 1966 (cfr. Instrucción 29-XI-1968, B. O. G. de 30-XI) no tuvo efectos análogos a los del refe-
réndum constitucional francés, sino que, por el contrario, constituyó un notable entorpecimiento a la hora
de instrumentar la autodeterminación de Guinea como territorio no autónomo, ajeno a la nación española
aunque bajo su soberanía. Cfr. mi estudio de próxima aparición, La delimitación del territorio nacional en
la reciente doctrina del Consejo de Estado. Ahora ensayo n.º 13 de este volumen. La razón fundamental
debe encontrarse en que el referéndum español no fue un acto de autodeterminación, sino de adhesión a la
decisión previa del Jefe del Estado, que no admitía alternativa.
(136) Rec. des Cours, XLII, p. 263.
(137) Op. cit., II, pp. 495 y ss.
(138) Ib., pp. 499-500.
(139) Por ello es tarea del constitucionalista estudiar la expresión formal y adecuada de esta sobe-
ranía. Cfr. Loewenstein: Political Reconstruction, Nueva York, 1946, pp. 212 y ss. La potencia innova-
dora e irreversible del constituyente popular que ya pusiera de relieve Schmitt, tiene graves consecuen-
cias de trascendencia práctica inmediata. Así, en Marruecos, posibilita el control jurisdiccional de la
actividad administrativa. [Cfr. Rousset: Reflexions sur la competence administrative du Roi dans la cons-
titution marocaine, en «Revue juridique et Politique», XXI (1967), 4.]
(140) Respecto al caso de Rhodesia del Sur. Cfr. «Commonwealth Survey», 1964, p. 1085, y 1965, p. 489.
(141) En este sentido pueden citarse los principios que deben regir la descolonización mediante
libre asociación contemplados en la Resolución 1.541 (XV).
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5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL
Ante todo, acotaré el campo al que este ensayo debe ceñirse. Me referiré
a las transiciones políticas de nuestros días, más concretamente a las habidas a
partir de la segunda postguerra. Sobre su pluriforme historia trataré de trazar
una tipología en el sentido que Weber daba a los tipos ideales y, para ello,
atenderé al aspecto jurídico-institucional de la propia transición. Es imposible
–afirmaba un clásico en la materia– llevar a cabo una reforma efectiva y dura-
dera sin reducirla a unos cánones legales (1) y ello es cierto tanto de los regí-
menes a superar, incluso cuando utilizan el derecho para pervertirlo, como de
aquellos otros a instaurar. No ignoro que la transición no solo es jurídica; más
aún, lo jurídico solo se explica, según decía un jurista tan ilustre como Jellinek,
a partir de «lo que hay detrás del derecho, lo que le antecede y le condiciona».
Pero ello no empece a que lo jurídico, por sí solo, tenga una importancia capi-
tal cuando de instituciones se trata y, según el mismo Jellinek, «sólo desde el
derecho puede llegarse y entenderse el derecho». Como se puso de manifiesto
en el coloquio celebrado en Estambul por el Consejo de Europa el 10 de octu-
bre de 1992, un coloquio tan analítico como prescriptivo, El proceso constitu-
cional era y es el principal instrumento para la transición democrática (2).
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL ■
TIPOS DE TRANSICIÓN
Así acotado el terreno, cabe articular una tipología en torno a tres crite-
rios fundamentales: el sujeto de la transición, su objeto y su actividad.
En cuanto a los sujetos que la protagonizan, las transiciones pueden ser
autónomas y heterónomas. Las primeras son aquellas en que el proceso cons-
tituyente se protagoniza por las propias instituciones y fuerzas políticas. Las
segundas aquellas en que son instituciones y fuerzas terceras las que dirigen e
incluso protagonizan el proceso de transición política.
El tránsito de la dictadura a la democracia en Brasil tanto en 1964 como
en 1985 protagonizado por el ejército e impulsado por la presión de la socie-
dad civil es un buen ejemplo de transición autónoma.
El proceso constituyente de Bosnia, un ejemplo de transición heterónoma
dirigido por Naciones Unidas. Se trata, en este caso, de un supuesto de inter-
nacionalización del poder constituyente del que no faltan precedentes en la
primera postguerra, bajo la égida de la Sociedad de Naciones –Memel y Danzig–
y en algunos casos de descolonización –Eritrea, Libia y, en menor medida,
Ruanda– (5). Surgiría aquí la cuestión de la «autoctonía» constitucional. Si el
constitucionalismo democrático no solo supone la formalización del proceso
político sino también la autointegración política de la comunidad, es preciso
nacionalizar la constitución, lo cual puede llevar a la apertura de un proceso
constituyente formal (6).
La autoctonía del proceso constituyente, sin embargo, nada tiene que ver
con el carácter originario o derivado de la constitución (7). Un proceso consti-
tuyente autóctono puede y es frecuente que tome en cuanta experiencias y
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EL PARADIGMA ESPAÑOL
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
estudio cuyo índice apenas aquí cabe esbozar– puede servir para validar dicho
análisis tipológico (19).
Pero antes de examinar el proceso de la transición española a la luz de la
dicha tipología, es preciso subrayar aquellas condiciones que posibilitaron el
éxito de la operación.
Primero, en 1975 España era económica y socialmente semejante al
resto de Europa occidental. Tan solo difería en su sistema político muy se-
mejante a los que se difundieron en el Sur y centro de Europa en la década
de los treinta del siglo xx y es claro que no me refiero al régimen nacional-
socialista y ni siquiera al fascismo cuyo modelo se abandonó en España a
partir de mediados los años cuarenta, sino a los autoritarismos conservadores
como el portugués, el austriaco o el polaco. Un régimen que correspondía en
gran medida al grado de desarrollo económico y social propio de aquellos
años. Un grado de desarrollo que impidió el éxito de la II.ª República en los
años treinta y que España había superado desde los años sesenta. El desarro-
llo que permite el dominio cuantitativo y cualitativo de la clase media, requi-
sito indispensable a la estabilidad democrática. Resumiendo, el autoritaris-
mo era ya arcaico a la muerte del general Franco y, por ello, la transición se
hizo inevitable, cualesquiera que fueran las dificultades coyunturales con
que tropezase, lógicamente exageradas por aquellos de sus muy meritorios
actores deseosos de protagonizar una gigantomaquia. Por eso, suscitó el con-
senso más o menos expreso, pero evidente de todas las instituciones –desde
la Corona a las Comisiones Obreras –sindicato clandestino de obediencia
comunista– y todas las fuerzas sociales –desde la Iglesia a la Patronal, pasando
por el Ejército–.
Segundo, en España no se puso en cuestión la subsistencia del Estado.
Antes bien, la transición aseguró su continuidad. La del Estado como comuni-
dad y la del Estado como organización. Durante la transición ninguna fuerza
política de las que concurrieron a las elecciones de 1977 y tuvieron presencia
en las Cortes planteó una opción separatista. Incluso los nacionalismos radica-
les que propugnaban la autodeterminación no afirmaron su vocación indepen-
dentista. La continuidad del Estado comunidad estuvo siempre garantizada e
incluso el sistema autonómico alumbrado durante la transición se concibió y
comprendió en gran medida como un antídoto frente a las tentaciones separa-
tistas.
Y lo que es tanto o más importante, tampoco se puso en cuestión a lo
largo de todo el proceso la continuidad del Estado-organización, la de sus
estructuras y sus magistraturas. Frente a lo ocurrido en las transiciones de
algunas de las antiguas democracias populares donde la disolución del partido
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5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL ■
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5. TIPOLOGÍA DE LA TRANSICIÓN: EL PARADIGMA ESPAÑOL ■
NOTAS
(1) Mc Ilwain, Constitutionalism. Ancient and Modern, Ithaca, Cornell University Press, 1947,
p. 145.
(2) Estrasburgo (Conseil de l’Europe), 1993. He incorporado lo principal de mi contribución (pp. 20-31)
al presente ensayo. También hubo contribuciones de Vedel (p. 36 y ss.) y Linz (p. 68 y ss.). Me honró
mucho estar en su compañía.
(3) Sobre esta tipología preliminar cf. mi estudio «Autoctonía Constitucional y Poder Constituyen-
te» en Revista de Estudios Políticos, 1970, pp. 87-105. Ahora en este volumen. Ensayo n.º 4.
(4) Cf. mi ensayo Las transiciones de la Europa central y oriental, Madrid (Tecnos), 1990, p. 27 y ss.,
cuyo único mérito fue el ser temprano y premonitorio.
(5) Sobre la categoría general y los precedentes cf. Mirkine Guetzevicht, Droit Constitutionnel
International, París, 1933, p. 40. Sobre el caso libio de 1951, donde se enfrentaron una opción cirenaica
de tendencia monárquica y otra tripolitana más democrática y triunfante en la redacción final de la consti-
tución cf. Kalidi, Constitucional Development in Lybia, Beirut, 1956. En cuanto a Eritrea cuya constitu-
ción se elaboró sobre la base del Acta Federal con Etiopía aprobada por la AG de NNUU (A/RES/390 (V)
de 2 de diciembre de 1950, cf. Schiller en American Journal of Comparative Law II (1953) p. 375 y ss.
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
(6) Sobre la categoría general cf. Fawcwett, The British Commonwealth in Internacional Law,
Londres (Stevens), 1963, p. 9393 y ss. y su desarrollo en mi ensayo ya citado «Autoctonía Constitucional...»,
n.º 4 de este volumen.
(7) Cf. Löwenstein, Teoría de la Constitución, trad. esp. Barcelona (Ariel), 1964, p. 209 y ss.
(8) Cf. mi ya viejo libro Nacionalismo y Constitucionalismo, Barcelona (Tecnos), 1971. Sobre la
noción de recepción (p. 71 y ss.) y de estirpes (p. 89 y ss.) y después cf. Anales de la Real Academia de
Ciencias Morales y Políticas, LII, 77 (1999-2000), p. 449 y ss. Ahora n.º 7 de este volumen.
(9) Cf. Linz Obra Escogida, IV, Madid (CEPyC), 2009, p. 227 y ss.
(10) Cf. A. Andel Malek, L’Egypt Societé Militaire, Paris, 1961.
(11) «Modelos de transición del autoritarismo a la democracia: Ideas para Cuba», en Ideas jurídi-
cas para la Cuba futura, Madrid (Fundación Liberal José Martí), 1993, p.80 y ss.
(12) Cf. mi ensayo «Símbolos políticos y transiciones políticas.» En Atenea Digital, 10 (2006),
p. 172 y ss.
(13) Cf. Mi ensayo «Seis décadas después. En el 60 aniversario de la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre», El LX aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre,
Madrid, Instituto de España, 2009. Ahora n.º 16 de este volumen.
(14) Cf. Brunner, «Constitutional models in communist States. A typological overview», en Pe-
láez (ed.) European Constitutional Law/Derecho constitucional Europeo. Homenaje a A. F. Valls I Taber-
ner, Barcelona (PPU), 1988, p. 2112 y ss.
(15) Cf. mi ensayo «Minorities and Historical Titles: the Search of Iidentity», Revista Internacio-
nal de Estudios Vascos, n.º extra 3, 2008, p. 189 y ss.
(16) Algunas muestras ya lejanas en el tiempo en mi libro Nacionalismo y Consitucionalismo, cit. p. 232 y ss.
(17) Cf. Linz, Obras Selectas, cit. p. 450 y ss.
(18) Cf. Duverger (ed.). Les regimes semipresidentiels, Paris (LGDJ), 1986, cf. mi ensayo «Las
funciones interconstitucionales del Jefe de Estado parlamentario» Revista Española de Derecho Constitu-
cional núm 110 (mayo-agosto 2017), p. 15 y ss., en especial pp. 23 y ss. Ahora en este volumen n.º 11.
(19) Cf. mi ensayo «Los instrumentos jurídicos de la transición española» ahora recogido en El
Valor de la Constitución, Barcelona, Crítica, 2003, p. 1 y ss.
(20) Cf. mis Memorias de Estío, Madrid, 1993 (ediciones temas de hoy), pág 135-136,
(21) Informe del Consejo Nacional, 4,3.b; 5,3 (Texto en Herrero ed. La transición democrática en
España, Bilbao (BBV), 1999, II, pp. 41 y 119.
(22) Además de la conocida actitud de las Fuerzas Armadas, ha dejado un testimonio de ello la
actitud del presidente Pujol y, entre otras instituciones la del Consejo de Estado (cf. mi ensayo en Luis
Jordana de Pozas, creador de la ciencia administrativa, Madrid, 2000, p. 93 y ss.).
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6. SOBRE LA MUTACIÓN CONSTITUCIONAL
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6. SOBRE LA MUTACIÓN CONSTITUCIONAL ■
NOTAS
(1) Cf. Marshall, Constitutional Conventions, Oxford (Clarendon Press) 1984. En la doctrina
española es fundamental, sobre todo lo que sigue, Pedro de Vega, La Reforma constitucional y la proble-
mática del poder constituyente. Madrid (Tecnos), 1988.
(2) Hatscheck, «Konventionalzegeln oder über die Grenzen der Naturwisenchaftlich Begriffsbil-
dung in öffentlichhen Recht» Jaharbuch des Gegenwart, III, 1909, p. 1ss.
(3) «Die Wandlungen der deutschen Reichsverfassung», Jahrbuch d. Gehestiftung zu Dresden,
1/1895, p. 149 y ss.
(4) Verfassungsänderung und Verfassungswandlung, Berlin, 1906 (trad. española de Lucas Verdú,
con amplio y docto estudio preliminar, Madrid, CEC, 1991). Adda. Cf. Löwenstein, Erscheinungsformen
der Verfassungsänderung, Tubinga,1931.
(5) Jennings, Cabinet Government, 3.ª ed., Cambridge (University Press) 1959, p. 5 y ss.
(6) Moniteur Belge, 6 Aout 1949. p.7589 y ss.
(7) A partir de experiencias históricas de la propia Francia (cf. Gilson, La découverte du régime
présidentiel, Paris (LGDJ), 1968, p. 293 y ss. y 337 y ss.), cf. Vedel, «Vers le régime présidentiel» Revue
Francaise de Science Politique, XIV )1964) 1, p. 20 y ss., Últimamente cf. Aromaterio, «La dérive des
institutions vers un régime présidentiel», Revue de Droit Public, 2007, 3, p. 731 y ss.
(8) G. Taylor, «Convention by consensus: Constitutional conventions in Germany» International
Journal of Constitutional Law, 2014, vol. 12, n.º 2, p. 303 y ss. y la bibliografía sobre Austria allí citada.
Contrasta con el volumen y orientación de la bibliografia anterior cf. Hesse, loc. cit., p. 87, nota 1.
(9) Cf. Rescigno, Le convenzioni costituzionali, Padua, CEDAM, 1972.
(10) Es clave Jennings, Cabinet Government, cit. p. 412; cf. de Smith, The New Commonwelh
and its Constitutions, Londres (Stevens & Sons) 1964, p. 90 y ss. y en especial 98 y ss. Un ejemplo
en Hickling «The first five years of Malaya Constitution en Malaya Law Review 4, 1962, 2 p. 186 y ss.
Una síntesis de la cuestión doctrinal en Blackburn, «Monarchy and the Personal Prerogatives», Public
Law, Autom 2004 n.º 74, p. 546 y ss.
(11) Así ocurrió a la hora de ratificar el Tratado de Maastricht cuando el Presidente Federal aplazó
su decisión hasta la Sentencia del Tribunal Constitucional.
(12) Mi trabajo «Los mensajes regios» en Libro Homenaje a Jaime Guasp, Granada (Colmares),
1984, p. 315 y ss.
(13) Cf. Introduction to the Study of the Law of the Constitution. III (ed, Wade, Londes 1959).
(14) Walter Bognador (The Monarchy and the Constitution, Oxford, Clarendon, 1997, p 91-93),
pone como ejemplo de la reversibilidad de las convenciones el que el nombramiento de Baldwin en lugar
de Curzon en 1922 no significa la definitiva exclusión de los Pares del cargo de Primer Ministro.
(15) «La curiosidad de un jurista persa», Revista de la Facultad de Derecho de la Universidad
Complutense 4 (1981), p. 53 y ss., recogido en La curiosidad de un jurista persa y otro estudios sobre la
Constitución, Madrid (CEPyC) 1999 p. 381 y ss.
(16) Informe de la Comisión de Expertos sobre Autonomías, Centro de Estudios Constitucionales,
Mayo 1981 (Madrid, CEC, 1981Colección Informes n.º 32).
(17) Rubio, La Forma del Poder (Estudios sobre la Constitución), Madrid, CEC, 1993, p. 99 y ss.
(18) El itinerario desviado del Estado Autonómico y su futuro, A Coruña (Bubok), 2014, en espe-
cial pp. 62 y 134 y ss. Las consecuencias políticas las denuncie yo en una temprana conferencia, pronun-
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
ciada en el Ateneo de Madrid, el 9 de abril 1981 y publicada en un libro que sobran razones para olvidar,
Ideas para Moderados, Madrid (Unión Editorial) 1982, p. y en especial p. 303 y ss.
(19) Zangara, «Costituzione materiales e Costituzione convenzionale. Notazione e spunti», Scrit-
ti in onore G. Mortati, Milan (Giuffré) 1977, t. I.
(20) Marcuello, La práctica parlamentaria en el reinado de Isabel II, Madrid, 1986, p. 41 y ss.
(21) Muñoz Machado, Le Unión Europea y las mutaciones del Estado, Madrid (Civitas), 1993.
(22) «Limites de la mutación constitucional» Escritos de Derecho Constitucional (Selección), trad.
esp. Madrid (CEC), 1983, p. 85 y ss.
(23) Jellinek no utiliza en el texto citado de 1906 esta categoría a la que da especial realce en su
Teoría General de 1900.
(24) Estas categorías son utilizadas por Laband (vd. supra nota 3) y Müller («Thesen zur
Struktur von Rechtsnormen» en Archiv für Rechts- und Sozialphilosophie LVI (1970), p. 503.
(25) Cf. Hsü Dau Lin, Die Verfassungswandlung, Berlín y Leipzig, 1932, desarrollando el pensa-
miento de Smend, expuesto en 1928.
(26) Cf. Teoría de la Constitución, trad.esp. Barcelona (Ariel), 1964, p 162 que recoge del mismo
autor Über Wessen, Thechnik und Grenzen der Verfassungsänderung, Berlin, 1961.
(27) Las convenciones tienen por finalidad hacer efectivo, más allá de las formas, el poder del so-
berano: el pueblo (Dicey).
(28) Fernández Farreres, La contribución del Tribunal Constitucional al Estado Autonómico,
Madrid (Iustel) 2005, p. 17 y passim.
(29) Madrid (IEAL), 1982, p. 403 y ss.
(30) Cf. Meilán Op. cit., p. 196 y ss.
(31) Cf. de Otto, Derecho Constitucional. Sistema de fuentes. Barcelona (Ariel) 1989, p. 94.
(32) Expuse esta tesis en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en el otoño del 2012 y
la reitere en el Círculo de Economía de Barcelona el 9 de abril del 2013 («Para el reconocimiento consti-
tucional de Cataluña» La reforma de la democracia española. Las dimensiones políticas de la crisis,
Circulo de Economía, 2013, p. 47 y ss. La idea fue descalificada por el Gobierno con el argumento «¡Ya
están los listos!» ¿Era acaso mejor que se quedaran los tontos?
(33) Cf. Recopilación de Doctrina Legal 1987, p. 87-95; 1988, p. 65-103, los recopiladores no
recogieron la mención de la Adicional Primera que sí está en el original del dictamen n.º 50.452; 1989, p. 61-66;
1991, p. 146-163; 1992. p. 153-176; 1993, p. 66-103).
(34) Entre otros muchos análisis que muestran el alcance del cambio de doctrina jurisprudencial
cf., el ponderado y, por ello mismo, más elocuente ensayo de Tornos «El Estatuto de Autonomía de Cata-
luña y el Estado Autonómico. Tras la Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010» El Cronista del
Estado Social y Democrático de Derecho, n.º 15. Octubre 2010, p. 18 y ss.
(35) Meilán, Op. cit. p. 233.
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7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO
De la racionalización al neohistoricismo
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
¿Cuáles son los límites históricos del siglo? El término ad quem está claro;
puesto que se trata de hacer un balance en el año 2000. Pero, ¿y el término a quo?
A muchos efectos, el siglo xix termina con la Primera Guerra Mundial y, en
cuanto hace al Derecho constitucional, el xx comienza con la primera postgue-
rra y los nuevos textos constitucionales que en ella ven la luz. Incluso uno
novedoso, ajeno a esa circunstancia, el mejicano de 1917, en opinión de mu-
chos origen del moderno constitucionalismo social, coincide cronológicamen-
te con la eclosión de nuevas constituciones en Europa.
Este hito fundamental en la historia del moderno constitucionalismo es el
punto de referencia para interpretar la reflexión doctrinal. Así, aunque Kelsen
delimitara el método jurídico frente al sociológico desde 1911, su obra funda-
mental, Problemas capitales de la Teoría del Estado es de 1923, cuando ya su
autor ha inspirado la Constitución austríaca de 1920 y las que le son paralelas.
Por el contrario, la Teoría General del Estado de Jellinek, publicada en 1900,
sólo está vigente directamente hasta la caída del II Reich, sin perjuicio de su
influencia a lo largo de todo el siglo, tanto sobre el propio Kelsen –recuérdese
el Prólogo a la Teoría General de 1925– como, por ejemplo en Francia, a través
de la reacción de Duguit –cuyas obras más importantes se inician con el siglo–
o de la recepción por Carré de Malberg, y en los países de habla española, a
partir de la traducción por Fernando de los Ríos en 1924.
Este es el período más fecundo del moderno Derecho constitucional, no
sólo cuantitativa sino cualitativamente. Primero, porque el siglo que ahora aca-
ba ha visto lo que, con razón, Löwenstein denomina la universalización de la
Constitución escrita. Tanto porque el Estado moderno es la forma política que
ha llegado a extenderse a todo el planeta, como porque, casi sin excepción, los
Estados han adoptado una Constitución. Algo que no es casual sino debido a un
mismo proceso de racionalización de la vida política que, por una parte, hace de
la Nación el cuerpo político que justifica al Estado frente a los Imperios de an-
taño y, de otra, codifica los valores básicos y las reglas de procedimiento de la
vida colectiva. Como traté de mostrar en mi ya vieja tesis doctoral, Nacionalis-
mo y Constitucionalismo (1971) son, así, polos correlativos de un proceso de
modernización. No hay modernización sin Estado nacional y todo Estado
nacional se da una Constitución. Así ocurrió en la Europa decimonónica y des-
pués en América y así ha ocurrido en este siglo tanto en Centroeuropa primero
como en Asia y África después.
Ciertamente que esta universalización de la Constitución escrita va al paso
de su desvalorización y relativización. El rigor propio de lo simbólico corre el
peligro de disolverse en mera retórica si el símbolo se toma como metáfora. Por
eso, muchas de las constituciones adoptadas como emblema de modernidad,
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7. BALANCE DE UN SIGLO DE CONSTITUCIONALISMO... ■
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las nuevas constituciones, desde la alemana de 1919 hasta la vigente Ley Fun-
damental de la República Federal, especialmente a través de la llamada cláu-
sula de oro del Estado de derecho –el pleno sometimiento del poder al derecho
y una garantía jurisdiccional– seguida después por otras constituciones, v. gr.,
la española vigente.
Ciertamente, lo que diferencia la nueva legalización del poder de la
recepción del Derecho romano o de la recepción ulterior del Derecho natural
racionalista, es que ahora la ley es expresión de la voluntad general. Raciona-
lización equivale a democratización. Esta es la primera tendencia del nuevo
Derecho constitucional que enunciara Boris Mirkine Guetzevitch y cuyo inter-
no dinamismo, como veremos más adelante, hace evolucionar el Derecho
constitucional en novísimas direcciones. Pero la Constitución democrática,
precisamente por expresar con suma radicalidad la voluntad del pueblo sobe-
rano y condicionar a ella cualquier otra manifestación constituida de la volun-
tad general, se considera plena, esto es, comprensiva en su literalidad, de la
regulación normativa de los valores fundamentales de la comunidad política y
de la estructura y procedimientos de las instituciones básicas del Estado.
Por eso, y ésta es la tercera dimensión de la racionalización, las constitu-
ciones estudiadas pretenden reducir toda facticidad política a normatividad y
regularlo todo. En expresión de Antonio de Luna, maestro de la entonces Uni-
versidad de Madrid, convertir la política en derecho procesal. Hay instituciones
de relieve constitucional, como los Consejos Económico-sociales, que procu-
ran racionalizar el diálogo social, y categorías como la garantía institucional o
el mandato del legislador, que expresan, respectivamente, la racionalización de
la seguridad o de la dinámica política. No hay política fuera de la Constitución.
Es lo que Stern denomina empeño de remitirse a la ejecución constitucional;
postulado susceptible de funcionar como pretexto o máscara.
La dogmática constitucional clásica, especialmente la de raíz kelseniana, y
la escuela constitucionalista italiana, responden a esta visión de la Constitución
literal, plena y normativa. Sin embargo, el impacto de la ciencia política sobre
los juristas, la decantación de las visiones substancialistas de la Constitución
(Schmitt, Mortati, Lucas Verdú) y la mayor complejidad de la vida político-so-
cial de la que las jurisdicciones constitucionales hubieron de dar cuenta, han
llevado en las últimas tres décadas a una concepción distinta de la Constitución.
Esta ya no aparece en un sólo texto, sino dispersa a través de todo un «bloque de
constitucionalidad»; renuncia a la plenitud y pretende ser un mero «punto de
Arquímedes» que permita la integración jurídica de la realidad sociopolítica; y
su «normativa se abre a la facticidad», ya para ampararla y respetarla –v. gr,
Disposición Adicional Primera de la CE respecto de los Derechos Históricos de
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
los Territorios Forales– ya para asumirla –v. gr., art. 10 CE respecto de las decla-
raciones internacionales de Derechos–, ya para, incluso, transformarla –v. gr. la
llamada cláusula de transformación de la Constitución italiana, art. 3, seguida
por el art. 9.2 CE–. Se trata, pues, de una Constitución abierta.
Ahora bien, si la Constitución en cuanto norma está formalmente abierta
hasta el punto de que opciones inherentes a la Constitución que Schmitt denomi-
nara positiva se contienen en normas que ni siquiera son formalmente parte de la
Constitución, ello se debe a que el sistema constitucional es, no ya formal, sino
substancialmente abierto, y ello en un doble sentido. Por una parte, como señala
Häberle, abierto al proceso, no ya político sino público, del que son actores una
pluralidad de intérpretes, desde los tribunales constitucionales a la doctrina ius-
publicista y la propia opinión pública, y que a partir de unos principios constitu-
cionales y de acuerdo con unas reglas procedimentales, reelabora esos valores y
reinterpreta esas reglas. Así, por ejemplo, es claro que, hoy día, el derecho a la
vida proclamado en numerosas constituciones y otros instrumentos del mismo o
mayor rango, como son las declaraciones internacionales de derechos, significa
algo distinto a lo que significaba muy mayoritariamente hace varias décadas. Y
los valores consagrados en el denominado Derecho constitucional económico
significan cosas diferentes interpretados a la luz de un pensamiento único, aun-
que sea alternativo, o a la luz del pacto y del consenso.
De otro lado, como señala Schneider, la apertura del sistema constitucional
es de carácter estructural. Esto es, se abre tanto a realidades infra y para estatales
como supra e internacionales. Y tal es el sentido de las nuevas vías del federalis-
mo o el nuevo Derecho internacional constitucional que más adelante expondré.
En instrumentar esta apertura vertical tanto como horizontal, radicarán, al decir
de Häberle, Los retos actuales del Estado Constitucional. Gustavo Zagrebelsky,
en su obra sobre El diritto mitte (1992), ha esbozado una crítica transcendental
de esta nueva concepción de la Constitución y de su Teoría.
La dinámica de la racionalización así esbozada y cuyos últimos avatares
son tan distintos de los que hubiera podido imaginar el citado Boris Mirkine
Guetzevitch, se explicitan en cinco principales dimensiones, correspondientes a
las otras tantas Nuevas tendencias del Derecho Constitucional que el mencio-
nado autor señalase en 1931 como propias de la primera postguerra mundial.
Democracia
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La rehistorización
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8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA
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ción vulgar que es la aquí empleada equivale a idealización. Los mitos, en todo
caso, nunca son arbitrarios, parten de unos hechos, reales o imaginarios, físi-
cos o psíquicos que se prestan a la idealización. No hay que ser evemerista
para reconocer lo que Gaston Bachelard, tratando de las potencia simbolizan-
tes, denominaba la solicitación semántica de la materia. Y no faltaban solicita-
ciones semánticas a la estructura política de la Corona de Aragón.
Primero, la original politerritorialidad, hecho sobradamente conocido. El
Reino de Aragón y el principado de Cataluña desde 1163, el Reino de Valen-
cia, constituido en 1239, el de Cerdeña y el de Mallorca quedan definitivamen-
te vinculados desde Jaime II y Pedro IV. A ello habrá que añadir paulatinamen-
te los Reinos de Sicilia y de Nápoles.
En segundo término, todos estos territorios tienen su propia identidad y
una personalidad política plena. No son meras terrae como ocurre en Castilla,
sino «Reinos de suyo» y por eso, más allá de su específica titulación, tienen su
propio derecho y sus propias instituciones representativas como correspondía
a la altura de su tiempo, y como tales limitativas del poder real. Todas ellas
caracterizadas, como algunos de los territorios de la cornisa cantábrica, por
una organización jurídico-política que Lalinde (1) denominó «normativista»
frente al «decisionismo» jurídico político propio de Castilla.
En tercer lugar, esto es lo que configura el denominado por el ilustre profe-
sor siciliano Andrea Romano «modelo mediterráneo», determinante en la confi-
guración a partir del siglo xv de la Monarquía Hispánica. El español no menos
ilustre Ion Arrieta, tras las huellas de Lalinde, ilustra con continuas investigacio-
nes esta relación genética, una de cuyas mejores muestras en el plano doctrinal
es, entre otras muchas, la influencia de un jurista valenciano Crespí de Valldaura
en la obra paradigmática de un gran foralista vizcaíno, Salazar y Fontecha (2).
Si, como dice Maravall (3), el concepto hispano medieval de Monarquía de cor-
te castellano es antecedente de lo que fue la Monarquía Católica, ciertamente en
su organización práctica, la práctica del Imperio, intervinieron decisivamente a
partir del reinado de los Reyes Católicos los juristas de filiación aragonesa.
La Monarquía Católica fue durante cerca de tres siglos prototipo de lo
que Sir John Elliot (4), ha categorizado como «monarquía compuesta» y su
relieve en la historia política e intelectual europea y universal, sobradamente
conocido, pone de manifiesto la importancia del modelo aragonés (5).
No en balde, el a mi juicio mejor teórico de aquella forma política, Don
Juan de Palafox y Mendoza (6), era un aragonés de nación y ejercicio que, de
una parte formuló los principios que, a su juicio, debían inspirar la estructura
politerritorial de la Monarquía y de otra propugnó su extensión transatlántica.
Los principios eran tres Primero, un gobierno no arbitrario sino consensuado
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8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
con una afirmación de sus libertades forales. Los episodios protagonizados por
Micer Miguel Donlope en 1541, los sucesos de Ariza, Monclus y Ayerbe, la
reivindicación del Fuero de Sepúlveda –castellano– por Teruel y Albarracín
son otros tantos reflejos jurídicos de esta tensión que jalonan, desde los co-
mienzos, el reinado de Felipe II, y a las que no dejaran de sumarse otros más
hasta la Cortes de Tarazona (11).
La intensidad del tráfico franco-aragonés a través del Condado de Riba-
gorza que llevo a la incorporación el mismo a la Corona en 1554, facilitó el
conocimiento y la explotación de semejante situación por parte de Francia,
tanto más cuanto que a la oposición política entre «los dos luminares», como
en su día se llamaron los tronos español y francés, se añadió un enfrentamien-
to religioso, desde 1570, fecha de la paz de St. Germain entre el Rey de Fran-
cia y los calvinistas, a 1598, fecha de la evacuación de París por las tropas de
Felipe II tras la conversión de Enrique IV. La expedición bearnesa y protestan-
te de 1591 en Aragón, instigada por el ya exiliado Antonio Pérez, es la mejor
prueba de ello.
Pues bien, es en esos años cuando el policratismo tan caro a los monarcó-
macos encuentra un ejemplo candente en Aragón enfrentado al Rey y aparece
una literatura monarcómaca que cifra en Felipe II la tiranía regia a combatir y,
al hilo de ello, elogia las libertades constitucionales aragonesas. El tratado de
Hotman, titulado Franco-Gallia (12), editado en latín en 1571 y después en
francés en 1573 aborda la cuestión que es tratada con mayor amplitud en el
mas importante libro monarcómaco, la Vindiciae contra tyrannos (1579-1581)
de quien se denominaba Junius Brutus (13) y de ahí se difunde en la literatura
directa o indirectamente calificable de monarcómaca. Sirva por todos el trata-
do De rege et regis institutione, del P. Juan de Mariana (14).
La Ilustración europea abundó en el tópico, como ha estudiado el italiano
Magoni (15) y la participación británica en la Guerra de Sucesión, una con-
tienda caracterizada por su proyección en la opinión publica a través de abun-
dante propaganda escrita, dio a conocer entre los ingleses, sobre todo los
whigs, una versión idealizada del sistema de gobierno de la Corona aragonesa,
especialmente de Cataluña. A mi juicio el aprecio ilustrado de la constitución
aragonesa es el que inspira los textos de Leibniz, sabio indiscutible de su tiem-
po, enfrentando los derechos constitucionales que se imputaban a la España
austriaca con los modos franceses de gobernar (16).
En el primer caso «la voluntad de las naciones no se expresa por los ma-
gistrados o regentes, sino por las asambleas de estamentos de los reinos y
provincias»; en el segundo «se han reducido a la nada las libertades de los
grandes y del pueblo y el capricho del Rey lo domina todo». Por ello, a la hora
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8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
non nata (24). El eco de un Justicia de Aragón mitificado llega a nuestros días,
a través de la doctrina, y se recoge en el moderno derecho estatutario aragonés.
En resumen, la idealización de los datos históricos mitifica la antigua
constitución de la Corona aragonesa destacando tres elementos: Primero, la
politerritorialidad, esto es el mantenimiento de las personalidades diferencia-
das de los distintos Reinos y del Principado catalán en el seno de una misma
estructura. Segundo, la representación estamental en las Cortes de amplias
competencias codecisorias junto con el Rey, expresadas en una formula más
mítica que histórica: «Nos que valemos tanto como vos…» (25). Tercero, la
defensa de las libertades resultante de este sistema de gobierno mixto y de sus
instituciones más típicas, como es el Justicia.
Este imaginario llega hasta las Cortes de Cádiz en tres momentos diferen-
tes y con distinto resultado. En la Consulta al país decidida por la Junta Central
en 1809; en los debates de las propias Cortes; y, finalmente, en la opción cons-
tituyente que culmina en 1812.
Si se examinan las diferentes Informaciones a que da lugar la consulta,
muchas de las cuales se han salvado y han sido publicado por Miguel Artola y
sobre todo por un importante grupo de historiadores de la Universidad de
Navarra dirigidos por el pfr. Suárez Verdaguer y el acervo doctrinal que las
acompaña, resulta que el constitucionalismo de la Corona aragonesa aparece
en tres versiones distintas, las tres sobre un fondo común: la afirmación de la
identidad de los respectivos territorios, en el seno de una comunidad política
indisoluble.
De una parte como modelo de lo que debe ser una monarquía moderada.
No se trata ya de restaurar la politerritorilidad, sino de organizar la nación es-
pañola y se propone hacerlo como monarquía moderada por unas Cortes repre-
sentativas tan potentes como fueron en su día las aragonesas o las valencianas.
Esto es lo que, por ejemplo, propone el obispo de Teruel o, en el Reino de
Valencia, el P. Ribelles cuyas opiniones, con ligeros matices, son endosados
por la Junta Suprema en su correspondiente Informe (26).
De otro lado como principio politerritorial. La mejor muestra de ello es
la celebración en 1808 de unas Cortes estamentales aragonesas, las suprimidas
un siglo antes por la Nueva Planta, convocadas por el Virrey Palafox para legi-
timar su nombramiento revolucionario. En estas Cortes se afirma rotundamen-
te que debe Aragón «mantener relación con los demás reinos y provincias de
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8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■
España que deben formar con nosotros una misma y sola familia» (27). Y en el
mismo sentido se pronuncian las Instrucciones que la Junta Suprema del Prin-
cipado de Cataluña da a sus diputados en las Cortes Generales y Extraordina-
rias ya convocadas: «no sería sino muy útil el que a ejemplo de ese gran con-
sejo representante de toda la nación que ha de residir en la Corte, se formase
en cada una de las provincias una Junta o cuerpo de representación que tuviese
el mismo objeto con relación y sujeción a aquel y con limitación a la esfera de
su provincia» (28).
Por último, la reafirmación del identitarismo que cristaliza en la politerri-
torialidad y que fundamenta las instituciones representativas e incluso su com-
posición estamental. A ello responden las instrucciones catalanas ya citadas
–«debe Cataluña no solo conservar sus privilegios y Fueros actuales sino tam-
bién recobrar los que disfrutó el tiempo en que ocupó el Trono español la
augusta casa de Austria»– y obras tan significativas como las del valenciano
X. Borrul, Discurso sobre la Constitución que dio al Reino de Valencia su
invicto conquistador el Señor Don Jaime Primero (Valencia, 1810), después
un importante constituyente en Cádiz (29).
En un segundo momento, en los trabajos preparatorios de las Cortes, en
la fundamental Comisión redactora del proyecto de Constitución y en los de-
bates plenarios de las Cortes, los elementos austracistas señalados son sumer-
gidos en lo que Portillo Valdés ha denominado Revolución de Nación (30),
esto es en la opción constituyente en pro de una nación única y homogénea de
ciudadanos sin diferencias estamentales ni territoriales. Unitarismo y unifor-
mismo se imponen así a la politerritorialidad y al estamentalismo. La razón
abstracta se impone sobre el sentimiento historicista.
La evolución del pensamiento de Jovellanos es el mejor ejemplo de ello.
Quien en 1808 había defendido enérgicamente la constitución provincial del
Principado de Asturias frente a las intromisiones del Marques de la Romana,
afirma un año después, en sus Instrucciones a la Junta de Legislación, «como
ninguna constitución política puede ser buena si le faltare unidad y nada sea
más contrario a esa unidad que las varias constituciones municipales y privile-
giadas de algunos pueblos y provincias que son partes constituyentes del cuer-
po social… la Junta de Legislación investigará y propondrá los medios para
mejorar esa parte de nuestra legislación, buscando la más perfecta uniformidad
así en el gobierno interior de los pueblos y provincias como en las obligacio-
nes y derechos de sus habitantes» (31). Así quedo claro en los trabajos repara-
torios de las Cortes, bajo la firma de Argüelles (32).
Frente a este principio unitarista que desde el comienzo tuvo un apoyo
mayoritario en las Cortes, no deja de reivindicarse la politerritorialidad. Tal es
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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8. LAS TRES VIDAS DE LA CONSTITUCIÓN ARAGONESA ■
mental que terminaron imponiéndose a partir del Estatuto Real de 1834 (40).
Pero la negación de la politerritorialidad frustró todas las tentativas de encauzar
la Emancipación americana por vías que los británicos habían de explorar poco
después. La España vertical y ensimismada se impuso sobre la España horizon-
tal y alterada. El resultado fue una España menor (41).
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
leónica. A todos estos modelos tenidos por demagógicos los primeros y el úl-
timo y por autoritarios los impuestos por Bonaparte los británicos opusieron
otro modelo liberal. Según los ingleses, si los franceses vencían para oprimir,
ellos dominaban para liberar y como había de ocurrir dos siglos después, el
país que se preciaba de no tener constitución escrita se convirtió en el más fe-
cundo inspirador cuando no redactor de constituciones. Primero, la del reino
anglo-corso de 1794 (en pie hasta 1798), después los frustrados proyectos
constitucionales de Malta desde 1801 a 1807; más adelante la constitución de
Sicilia de 1812; en fin la de las Islas Jónicas de 1818. La idea de liberar Italia
de la dominación francesa y unificarla se vinculó para algunos estrategas in-
gleses al establecimiento de un régimen constitucional (44).
A los ensayos constitucionales que van desde 1794 a 1818 a lo largo del
Mediterráneo subyace un austracismo latente del que hay claros testimonios,
por ejemplo, en Nápoles, Malta y Córcega. La organización politerritorial del
Imperio Hispánico, configurada sobre el modelo de la Corona de Aragón, es-
taba aún demasiado próxima en el tiempo para no ser recordada con nostalgia
y a ello se sumaba la experiencia desarrollada en Irlanda hasta 1800 de una
Monarquía compuesta asimétrica, esto es la de un Reino sometido a la Corona
ajena, pero que guardaba su personalidad diferente y las correspondientes ins-
tituciones. Así se hizo en Córcega y se soñó –el sueño de Lord Bentinck al que
después me referiré– hacerlo en Sicilia y, bajo la forma de un precoz protecto-
rado, en las Islas Jónicas.
Pero puede buscarse una raíz todavía más profunda en determinados ras-
gos comunes a los regímenes políticos de todas las islas del Tirreno y el Egeo:
el gobierno mediante una asamblea que controla al poder gubernamental que,
incluso, surge de ella y cuyos últimos ecos se encuentran en la constitución
Jónica de 1818. El paralelismo entre el Grand e General Consell mallorquín y
otras asambleas baleares, la Consulta General de Córcega y la ancestral Asam-
blea Popular de Malta, suprimida por considerarla fermento subversivo,
en 1775 por el Gran Maestre jerosomalitano, de Rohan, cuya restauración los
malteses no dejan de reclamar de sus sucesivos ocupantes, así lo demuestra.
Con todas las tensiones, desviaciones y corrupciones propias de la vida políti-
ca, lo cierto es que los territorios tanto continentales como insulares de la
Corona de Aragón vincularon su constitutiva identidad a la existencia de asam-
bleas representativas. Baste mencionar las Cortes valencianas. A ello habrá
que sumar, cuando el Reino Unido asuma la hegemonía mediterránea y preten-
da organizar políticamente tal espacio, su propia tradición de Consejo Legisla-
tivo en las colonias (45).
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A MODO DE EPÍLOGO
NOTAS
(1) «La creación del derecho entre los españoles» Anuario de Historia del Derecho Español, XXXVI,
1966, p. 359 y ss.
(2) «Las autoridades jurisprudenciales de la Corona de Aragón en el Escudo de Fontecha y Sala-
zar» en Initium. Revista Catalana de Historia del Dret, 1, 1996, p. 207 y ss. y «Los fundamentos jurídico-
políticos del Escudo de Pedro de Fontecha y Salazar» en Notitia Vasconiae. Revista de Derecho Histórico
de Vasconia 1/2001, p. 142 y ss. Por ahora culminados en el estudio preliminar a su edición del Escudo de
la más constante fe y lealtad del muy noble y muy leal Señorío de Vizcaya VPV, 2013. Cf. Lalinde, La
Corona de Aragón en el mediterráneo medieval 1229-1479, Zaragoza (Institución Fernando el Católico) 1979.
(3) «El concepto de Monarquía en la Edad Media española» en Estudios de historia del pensamien-
to español. I.ª Serie Edad Media. Madrid, (Ediciones cultura hispánica) 3.ª ed. 1983, p. 65 y ss.
(4) «A Europe of Composite Monarchies» en Past and Present, n.º 187 1992 pp. 48 y ss.
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DEL ANTIGUO RÉGIMEN
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II
En efecto, la Constitución del año VIII, donde se articulan por primera vez
las instituciones autoritarias, crea un Consejo de Estado (art. 52), calificado con
razón de «resurrección del Consejo del Rey» (4), y un Senado Conservador
(tít. II), prototipo de los organismos gerontocráticos inherentes a la estirpe
autoritaria. Ambas figuras, moduladas por los esquemas bonapartistas de or-
ganización militar, proceden de los proyectos constitucionales de Sieyès, que, a
su vez, es heredero de dos grandes tradiciones doctrinales e institucionales, la-
pidariamente descritas por Montesquieu cuando, al tratar del indispensable
«Depósito de las leyes», atribuye esta función a los Parlamentos, puesto que, en
expresión ya célebre, «el Consejo del Príncipe es el depósito de su voluntad
momentánea y ejecutiva, y no el depósito de las leyes fundamentales» (5).
Pero, a su vez, una y otra corriente responden a los avatares del principio
de colegialidad consultiva. Esto es, aquella forma institucional en la cual el
poder, aun siendo monocrático, actúa mediante instituciones colegiales cuya
intervención, de derecho, es un trámite pero no un límite, porque el soberano,
aun obligado a solicitar la opinión de sus consejeros, no se ve obligado a
seguirla y, de hecho, aun siendo grande e incluso amenazante, nunca llegó a
confiscar los poderes del príncipe, esto es, a convertirse en colegialidad de
dirección (6).
Tal fue el sistema, muy difundido desde los albores del Estado Moderno,
hasta lo que Otto Hintze (7) denominara «Revolución comisarial», y su origen
histórico no es otro que el deber vasallático de consilium (A) y la racionaliza-
ción de la función áulica (B).
A) Las consecuencias institucionales del deber vasallático de Consejo
son bien conocidas, y no es éste el momento de insistir en ellas. De la Curia
ordinaria derivó el Consejo Real, «cuando al soberano no le basta la consulta
ocasional de algunas personas de confianza o de una asamblea de las mismas,
convocada intermitentemente en las situaciones difíciles» (8).
Ahora bien, este deber vasallático que, sin duda, impregnaría las prime-
ras manifestaciones del Consejo Real, y del que subsisten reliquias en la legis-
lación, la práctica administrativa y la opinión pública de la España barroca
–el deber de decir al rey la verdad (9)–, sufre una transformación de importan-
cia capital en los últimos siglos de la Edad Media.
Se trata, en un principio, de un Consejo de índole protoparlamentaria, fiel
reflejo de la estructura estamental de las Cortes y titular, como ellas, de la
representación del Reino. El Consejo aparece así, al decir de Piskorski (10),
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9. UNA RAÍZ DEL ESTADO AUTORITARIO: LA POLISINODIA DEL ANTIGUO RÉGIMEN ■
como una Diputación Permanente de las Cortes. Tal es el caso de los Consejos
organizados en las Cortes de Guadalajara de 1297, de Valencia de 1313 y de
Burgos de 1315 (11).
Dicha pauta es evidente cuando las Cortes de Burgos de 1367 solicitan de
don Enrique el Doliente la composición de un Consejo sobre base territorial,
con dos miembros por cada una de las partes sustantivas de la Monarquía,
«porque los usos e costumbres e los fueros de las ciudades e villas e lugares de
nuestros reinos puedan ser mejor guardados e mantenidos» (12). Años
después, las Cortes castellanas celebradas en Valladolid en 1385, en las cuales
puede considerarse definitivamente establecida la institución, son contunden-
tes al respecto. En un emocionante Ordenamiento, don Juan I afirma reiterada-
mente la vinculación entre la necesidad del Consejo y la imposición al Reino
de pechos o tributos, a la vez que atribuye a la institución una función de con-
trol y la opone al ejercicio solitario del poder: «... porque de nos se dice que
facemos las cosas por nuestra cabeca e sin consentimiento, lo cual no es así...
porque no entre ninguna cosa en nuestro poder de lo que nos da el reino et otrosí
que se nos despienda si no por vuestro mandado [a las Cortes] e ordenación de
los de dicho Consejo...» (13).
Late allí, nada menos, que el principio más tarde, y con mejor fortuna,
desarrollado por el constitucionalismo anglosajón: la participación de los go-
bernados en el poder, a través del necesario consentimiento a las cargas públi-
cas: «no taxation without representation». Así parecen entenderlo los contem-
poráneos cuando afirman, para explicar la participación en el Consejo de
Tutores del Rey Niño, don Enrique III, que la «cosa más necesaria es haber
gran Consejo e bueno, en el cual Consejo es necesario haber de toda gente,
especialmente de aquellos a quienes atañe la carga y el provecho del bien co-
munal del Reino» (14). Quedan así sentadas las bases de una concepción
«protoparlamentaria» del Consejo del Rey. Cuando esta concepción alcanza
pleno desarrollo, el Consejo se convierte en un comité ejecutivo de las Cortes,
como ocurrió con ocasión de las de Madrid de 1391 (15).
En los Estados orientales de la Península el fenómeno es análogo, y las
Cortes aragonesas de la Unión tienen como objetivo principal imponer al rey
unos consejeros designados por ellas (16).
Sin duda, los elementos estamentales sobrevivieron largo tiempo en el
seno del Consejo Real y de sus múltiples derivaciones. Pero ya en las mismas
postrimerías del siglo xiv, frente a lo que se ha denominado concepción proto-
parlamentaria del Consejo del Rey, aparece y se afirma otra concepción que
llamaré áulica, según la cual el Consejo no está llamado a controlar el poder
real ni a representar a los Estamentos del Reino, sino a hacer más efectivo el
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órgano de gobierno colaborador del rey, cuando éste era hábil y fuerte como
Gustavo Adolfo, pero capaz también de absorber sus competencias. Así, tras el
establecimiento, en 1720, de «las libertades suecas», el Consejo, órgano cole-
giado de gobierno en el que el rey tan sólo tenía voto de calidad, era nombrado
previa presentación por los Estamentos reunidos en Dieta (Ridsdag) y sólo
responde ante éste (26). El Consejo constituía, como en 1751 expondría el
máximo teórico del sistema, obispo de Abo, «el órgano ejecutivo de los Esta-
mentos» (27). Tal es la esencia del parlamentarismo.
B) Exceptuando Escandinavia, de ambas concepciones, protoparla-
mentaria y áulica, había de triunfar la segunda, merced a la introducción en el
Consejo de un nuevo elemento: los letrados. Su aparición, uno de los más im-
portantes episodios culturales de la historia moderna, da lugar a un rápido
proceso de burocratización, «dominación gracias al saber», dirá Weber (28),
de las instituciones áulicas, que, como a la burocracia corresponde, sustituye
el principio de representatividad por el de jerarquía.
Volviendo al caso castellano, frente a las potestades de las Cortes, la ten-
dencia general en el siglo siguiente a la creación del Consejo Real es triple: se
incrementa constantemente el número de letrados –ya presentes en 1387 y
mayoritarios desde 1459–; se excluye la representación ciudadana –sustituida
por los letrados desde 1406–; se reduce el elemento privilegiado. Así, cuando
los Reyes Católicos organizan el Consejo Real en las Cortes de Toledo de
1480, lo componen ocho o nueve letrados, tres caballeros y un prelado, mien-
tras que los próceres eclesiásticos y laicos, aunque ostentan el título de conse-
jeros, carecen de voto en sus deliberaciones (29).
Esta es la situación que, consolidada en los años sucesivos, había de pro-
vocar la protesta de los comuneros. En un texto de especial interés (30), co-
mentado por el profesor Maravall, los comuneros, aun reconociendo que los
oidores del Consejo deben ser «letrados de ciencia y de conciencia», pretenden
volver por los fueros de la representatividad contra la jerarquía inherente a la
burocracia anterior. «En el Consejo –afirman– haya de haber tantos oidores
como obispados hay en estos reinos de Castilla, en esta manera que en cada un
obispado elijan tres letrados de ciencia e de conciencia e de edad de cada cua-
renta años e que el Rey o un Gobernador escoja él uno de ellos e que este sea
oidor por aquel obispado toda su vida... e que el Rey no pueda poner otros ni
quitar estos...» Por otra parte, en el mismo documento se trata de atribuir a este
Consejo y al gobernador elegido con su intervención la regencia en caso de
minoría, incapacidad o ausencia del rey. Se trata del mismo sistema de las.
Cortes de 1391, ya mencionadas. Cuando, en el bando contrario, se tacha a los
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que, ya trate de influirla, ya pretenda tan sólo reflejarla, ha de manejar las ca-
tegorías que son familiares a aquélla, nos ofrece la apologética descripción de
los Consejos en que se encomia la valía personal de sus miembros, sin una sola
referencia a su carácter representativo (45). «El dar consejo es del inferior y
tomarle del superior», dirá Saavedra Fajardo (Empr., LV).
En la literatura política y en la creación dramática, y por lo tanto en la
conciencia colectiva que sustenta ambas, los Consejos son, de acuerdo a una
fórmula de raíz aristotélica (Política, 1287 b) utilizada en las Partidas, ojos y
oídos del príncipe (46), al que sirven de eficaz instrumento de poder y nunca
de freno. ¡Cuan lejos estamos de aquellas asambleas representativas del Reino
y fiscalizadoras del poder real que todavía reunidas en Monzón, en 1585, tanto
habían de irritar a los cortesanos de Castilla! (47). Pero, a la vez, ¡cómo se
corresponde esta nueva visión racional de la función de «Consejo» con la or-
ganización racional por excelencia de las funciones públicas, la burocracia! La
aristocracia intelectual sería la primera versión de una nuda dominación gra-
cias al saber.
III
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brados por el Rey, estaban pagados por él y podían libremente ser revocados o
destinados a otras funciones».
Sin embargo, en la medida en que, mediante una amortización de plazas
y un sistema autónomo de reclutamiento por cooptación, el estamento y las
instituciones estamentalizadas se convierten en una realidad social indepen-
diente, la biología política lleva a la ineludible oposición entre poder y contra-
poder. El Estamento creado a la sombra del soberano pretende confiscar la
soberanía. Tras la apropiación de la función al servicio del poder se intenta la
apropiación del poder mismo, si los derroteros de éste aparecen como peligro-
sos a los intereses estamentales. Históricamente, sabemos que el más poderoso
estamento de príncipes, el alemán, nació de un estamento de funcionarios e
hizo de los Consejos su órgano de expresión preferente, y la Fronda parlamen-
taria francesa intentó, en más de una ocasión, una operación análoga. Otro
tanto intentaría, en 1814, el Senado napoleónico y, tras él, muchas institucio-
nes autoritarias.
Mousnier e investigadores paralelos como Bluche y Egret, entre otros,
han señalado cómo en Francia esta ambivalencia se plasma, incluso, en una
diferencia social dentro de la nobleza de toga: por un lado, las familias de con-
sejeros leales a la Corte; de otro, las familias parlamentarias provincianas,
siempre proclives a la defensa de privilegios estamentales y locales.
El gran partero constitucional que fue Sieyès recogió y diferenció con el
nombre de poder gobernante y poder conservador ambos legados, y la raciona-
lización jurídica llevada a cabo por la Revolución y su obra constituyente
reconoció la sustantividad de uno y otro. A la vez, el Antiguo Régimen legaba
también las técnicas comisariales –nombramiento de personal libremente re-
vocable para el desempeño de comisiones concretas– que habían permitido, en
el campo de la administración, someter estrechamente los funcionarios al prín-
cipe. Estas mismas técnicas habían de permitir modular ambas tradiciones al
servicio del poder autoritario.
Las más doctas investigaciones sobre los orígenes de la Constitución
del año VIII se detienen en las Constituciones francesas y filofrancesas pos-
teriores a 1791 y en las doctrinas de Sieyès, pero allende estas doctrinas, y
como fundamento de las mismas, los datos expuestos permiten vislumbrar
cuán grande era la continuidad entre aquel docto e influyente ideador de fór-
mulas constitucionales y la práctica y la doctrina del Antiguo Régimen. Una
vez más, como certeramente señalara Tocqueville, la Revolución y su legata-
rio Bonaparte se constituían como los más fieles herederos del Antiguo Ré-
gimen.
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
NOTAS
(1) Napoleón et l’organisation autoritaire de la France, París, 1956.
(2) Cfr. Sanz Cid, La Constitución en Bayona, Madrid, 1922.
(3) Cfr. Bulletino delle leggi del Regno de Napoli, t. IV.
(4) Barthelemy, Droit Administratif, 13 ed.; cfr. Le Conseil d’Etat. Livre jubilaire, París, 1952,
pp. 31 y ss.
(5) I, IV.
(6) Max Weber, Economía y Sociedad, traducción española, México, 1966, I, pp. 217 y ss., en
especial p. 219.
(7) «Der Comisarius und seine Bedeutung in der allgemeine Verwaltungsgeschichte. Eine
vergleichende studie», en el volumen Staat und Verfassung, 2: ed., Gottinga, 1962.
(8) Weber, op. cit., II, p. 747. Cfr. Prendes en Revista de Estudios Políticos, núm. 126, 1962. Frente
a la interpretación general acuñada por Sánchez Albornoz y divulgada por García de Valdeavellano, Curso
de Historia de las Instituciones Españolas, Madrid, 1961, pp. 450 y ss, se enfrentan más recientes inves-
tigaciones. V. gr., Salustiano de Dios, El Consejo de Castilla, Madrid, 1982, pp. 9 y ss.
(9) Vid., Antequera, Historia de la legislación española, Madrid, 1884, p. 347; otro testimonio
en Nov. Rec., IV, III, 15. El tópico aparece constantemente en la literatura dramática del siglo xvii; cfr.
Herrero García, «La Monarquía Teorética de Lope de Vega», en Fénix, núm. 3, pp. 343 y ss.
(10) Las Cortes de Castilla en el período de tránsito de la Edad Media a la Moderna (1183-1520),
traducción española, Barcelona, 1930, p. 178.
(11) Cfr. Torreanaz, Los Consejos del Rey en la Edad Media, Madrid, 1884, I, pp. 128 y ss.
(12) Cortes de los antiguos Reinos de León y Castilla, ed. R. A. H., Madrid, 1883, II, p. 148.
(13) Ibid., II, p. 332.
(14) Crónica de Don Enrique III de Castilla e de León, año 2.º (1392); Crónicas de los Reyes de
Castilla, II, ed. B. A. E., cap. VI, p. 188 b.
(15) Cortes de los antiguos Reinos de León y Castilla, I, pp. 384-385.
(16) Zurita, Los cinco libros primeros de la. 1.» parte de los Anales de la Corona de Aragón,
Zaragoza, 1585, t. I, p. 321 vto. Gfr. González Antón, Las Uniones Aragonesas y las Cortes del Reino
(1283-1301), Zaragoza, 1975.
(17) Cortes de los antiguos Reinos..., II, p. 208.
(18) Ibid.
(19) Guerée, Occident au XIV et XV siècles: Les Etats, París, col. Nouvelle Clio, núm. 22, cap. II.
(20) Vid., el panorama constitucional comparado trazado por Elton en New Cambridge Modern
History, II, The Reformation, Cambridge, 1958 (ed. 1975), pp. 444 y ss. Cfr. el ejemplo típico de Nápoles
bajo la dinastía aragonesa en Ryder, The Kingdom of Naples under Alfonso the Magnanimous, Oxford,
1976, pp. 91 y ss.
(21) Eszlary, Histoire des institutions publiques hongroises, París, 1959, I.
(22) The constitutional history of England, 5.ª Ed., Oxford, 1898, III, pp. 5 y ss.
(23) Cfr. Jlliffe, The constitutional history of Medieval England, Londres, 1937. Últimamente
Brown, «The Commons and the Council in the Reign of Henry IV», en Fryde Miller (ed.), Historiad
Studies of íbe English Parliament, II, Cambridge, 1970, pp. 31 y ss.
(24) Cfr. Doucet, Les institutions de la France au XV siècle, París, 1948, y Elton, The Tudor
revolution in Government, Cambridge, 1953.
(25) Ellehoj en Dantrup y Koch (eds.), Danmarks Historie, Copenhague, 1964-1965, vol. 7, pp. 397 y ss.
(26) Carlsson y Rosen, Svensk historia, I, Estocolmo, 1961, pp. 96 y ss.
(27) Citado por Jutikkala, A history of Finland, New York, 1962, p. 145.
(28) Op. cit., I, p. 179.
(29) Los datos de este proceso están resumidos en García Valdeaveilano, op. cit., p. 459.
(30) Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España, 1, p. 273.
(31) Citado por Danvila, Historia crítica y documentada de las Comunidades de Castilla,
Madrid, 1897, II, p. 502. Cfr. Maravall, Las Comunidades de Castilla, Madrid, 1963, p. 132.
(32) Crónica de los Reyes Católicos, ed. Carriazo, Madrid, 1941, I, p. 421.
(33) Cfr. Oliver Martín, Le Conseil d’Etaí du Roi (Les cours de Droit, 1942-1943), pp. 13 y ss.
(34) «Estructura administrativa estatal en los siglos XVI y XVII» (1960), recopilado en Obra
Dispersa, Barcelona, 1967, pp. 359-377.
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(35) Juan de Madariaga, Del Senado y de su Príncipe, Valencia, 1616, p. 35. Para un primer
testimonio sobre el Consejo de Estado, cfr. Miscelánea di Storia Italiana, tercera serie, t. XVII, Torino,
1915, pp. 426-427.
(36) III, XXI, 1.a. Cfr. Ferrari, «La secularización de la Teoría del Estado en las Partidas», en
Anuario de Historia del Derecho Español, XI, 1934, pp. 449-456; Vid. p. 452.
(37) III, XXI, 2.ª; cfr. XXVIII, 9, 2.ª
(38) Cfr. García Pelayo, «Sobre las razones históricas de la razón de Estado», en el volumen’ Del
mito y de la razón de Estado en el pensamiento político, Madrid, 1968, pp. 279 y ss.
(39) Cfr. Maravall, Teoría española del Estado en el siglo XVI, Madrid, 1944, cap. V. Los autores
que pueden citarse a guisa de ejemplo son innumerables; así, Ramírez de Prado: «consejo es aprobación
que el entendimiento hace de lo que parece más conveniente al fin que se pretende» (Consejo y consejero
de Príncipes, Madrid, 1617, inicio).
(40) Cfr. Maravall, op. tit., p. 276.
(41) V. gr.: Fray Juan de la Cruz: «A ninguno toca este oficio más propiamente que al confesor,
que se ha de presumir que ha de ser hombre de letras y no como quiera sino con amplia enciclopedia de
facultades. Buen teólogo escolástico, mucho mejor moral que es lo que más importa, con noticia de dere-
cho positivo y con grande extensión de historias y, sobre todo, de juicio cuerdo y prudente y de conocida
virtud, para que lo que resolviese con la Teología lo sacase del conocimiento de los casos sucedidos en los
siglos pasados, sin cuyo conocimiento parece caso imposible que se pueda gobernar bien una Monarquía»
(Job estoico ilustrado, Zaragoza, 1638, p. 83).
(42) Política para corregidores y señores de vasallos, Madrid, 1597, pp. 497 y 506.
(43) V.gr.: Brances Candamo, El esclavo en grillos de oro, II, B. A. E., XLIX, p. 317.,
(44) Esta literatura fue someramente analizada.por Maravall en la citada obra, cap. VIL
(45) V.gr.: Lope de Vega, La Octava Maravilla, I, ed. R. Ac, N., VIII, p. 251.
(46) Partidas, II, IX, 5.ª Ejemplos del tópico en Merriman, The rise of the Spanish Empire, III,
Nueva York, 1925, p. 144, y Maravall, op. cit., p. 279.
(47) Cfr. Menéndez Pidal en Bol. R. Ac., II, 1915, pp. 460 y ss. En este sentido han de interpre-
tarse las polémicas en torno a las funciones del Consejo Real en Navarra desde el siglo XVII.
(48) Op. cit., II, p. 747.
(49) Op. cit., I, pp. 421-422.
(50) Cfr. Mayer Die Verwaltungsorganisation Maximilians, 1. s.l., 1920. Cfr. Escudero, en A. H:
D: E: XXXVI, 1966, pp. 255 y ss.
(51) Madariaga, op. Cit., caps. XXII y ss.
(52) Op. cit., 1, p. 422.
(53) Cfr. Maravall, op. cit., pp. 228 y ss. (la cita es del P. Rivadeneyra). En la perspectiva comparada
para Francia, cfr. M. Antoine, Le Conseil du Roi sur le règne de Louis XV, París-Ginebra, 1973, pp. 217 y ss.
(54) Cfr. Bernard, Le Secrétariat d’Eíai et le Conseil espagnol des Indes, 1700-1808, París, 1972,
pp. 165 y ss.
(55) Op. cit., I, pp. 380 y ss.
(56) Op. cit., p. 479.
(57) Política Mixta. Madrid. 1602. p. 13
(58) Norte de Príncipes, Madrid, 1626, cap. XVIII.
(59) Maravall, op. cit., pp. 275-276.
(60) R. C. de 9 de junio de 1715, Nov. Rec., IV, III, 4, 17.
(61) Veroloquium de las Reglas de Estado, Valencia, 1604.
(62) Idea de un Príncipe Político-Cristiano, Empresa LV.
(63) Cfr. García de Enterría, La Administración española, 2.ª ed., Madrid, 1964, p. 188, que
hace una sugerente aplicación de esta categoría a la administración colegial.
(64) Cfr. para Francia, las investigaciones inauguradas por Mousnier: Le Conseil du Roí de Louis
XII a la Revolution, París, 1979, pp. 37 y ss. En España, los datos aportados por Fallard: Les membres du
Conseil de Castille a l’époque Moderne (1621-1746), Ginebra, 1979.
(65) Cfr. Oliver Martín, op. cit., pp. 23 y sst) con numerosos materiales. Un paralelo en Suecia,
cfr. Roberts, Gustavus Adolphus. A history of Sweden, 1611-1632, I, Londres, 1953, pp. 260 y ss.
(66) «Der Beamtenstand» (1911), en el volumen citado.
(67) «Los hombres de saber o letrados y la formación de su conciencia estamental», en el volumen
Estudios de historia del pensamiento español, 1.a serie, Madrid, 1967, p. 347. Un precedente en Moxo,
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
Hispania, 129, 1975, pp. 5 y ss. Para matizar lo apuntado en el texto, ofrecen especial interés los estudios
de Maravall recogidos en la segunda parte de su obra Poder, honor y élites en el siglo XVII, Madrid, 1979,
pp. 149 y ss., y en especial pp. 251 y ss. Últimamente P. Molas Ribalta, Consejos y audiencias durante el
reinado de Felipe II, Valladolid, 1984, pp. 82 y ss., con las referencias allí contenidas.
(68) Cfr. García Pelayo, «El Estamento de la Nobleza en el despotismo ilustrado español», Mo-
neda y Crédito, 17, 1946, pp. 37 y ss.
(69) Batista i Roca, prólogo a Koenigsberger, La práctica del Imperio, traducción española,
Madrid, 1975, pp. 39-40. Ver también la relación descrita en pp. 75 y ss.
(70) Frase de Federico Guillermo de Prusia, citada por Hintze.
(71) «Le Conseíl de Castille au XVIII siècle». Revue Historique, 1902, 69, p. 23.
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10. EL VALOR CONSTITUCIONAL DE IDENTIDAD
1. Comenzaré aclarando los términos sobre los que voy a disertar:
valor, constitución e identidad.
Valor es un término difícil de definir y prueba de ello es el raudal de
docta tinta al que los intentos de tal definición han dado lugar especialmente a
partir de la Conferencia de Brentano de 1889 precozmente traducida al caste-
llano (1). Pero lo cierto es que las más valiosas lucubraciones españolas sobre
el tema se han desarrollado en esta Real Academia. Desde el non nato discurso
de Ortega con ocasión de su frustrada doble elección como miembro de la misma
en 1918, culminado en su Introducción a una Estimativa publicada en 1923 (2),
hasta el de nuestro compañero Gracia Guillén en 2011 (3), que reelabora la
tesis de Ortega mediante una penetrante exégesis de la noología acuñada por
Zubiri, pasando por el de García Morente en 1932 (4). Nada me honra más que
situarme al término de tan ilustre fila y de los tres autores mencionados con-
cluyo que los valores no son ni meramente subjetivos ni totalmente objetivos
sino, en expresión orteguiana, cualidades de las cosas. «Unas cualidades que
tienen su propia estimación y dignidad que le conviene no menos a sí mismas
que a la apreciación del hombre» (5).
En cuanto a la Constitución son tres las principales acepciones de la
Constitución que ha formulado el moderno constitucionalismo: normativismo,
decisionismo e integracionismo (6).
Según la primera, protagonizada por Hans Kelsen y su escuela, la Cons-
titución es una norma, norma suprema de la que se deriva lógicamente todo el
ordenamiento jurídico y que como, a juicio de la Teoría Pura, es propio de todo
derecho, predica un «deber ser».
De acuerdo con la segunda, cuyo principal formulador y defensor fue
Carl Schmitt, la constitución es una decisión sobre la forma de la existencia
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NOTAS
(1) El origen del conocimiento moral, traducción española de García Morente, Madrid, 1927.
(2) Ortega: Obras completas, Madrid (Taurus) 2005, III, pp. 531 y ss. y VII pp. 723 y ss.
(3) La cuestión del valor, Madrid (Real Academia de Ciencias Morales y Políticas), 2011.
(4) Morente: «Ensayo sobre el progreso» Obras completas, Barcelona (Antropos), 1996.
(5) Ortega: Loc cit. III, p. 542.
(6) Schimitt, Über des drei Arten des Rechtswissenchaftlichen Denkes, Hamburgo 1934.
(7) «El programa económico de la constitución nacional», Discurso de ingreso en la Academia
Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires. Anales LXII, n.º 55, octubre 2017, cf. del mismo
Derecho Constitucional Económico, 2.ª edición, Buenos Aires (Lexis nexis) 2006, p. 97 y ss. y p. 124 y ss.
(8) Verfassungswesen I, 2 trad. esp. W. Roces.
(9) Escritos y fragmentos políticos, Madrid (IEP 1974), II, p. 379 y ss.
(10) El historicismo y su génesis, trad. esp. México (FCE) 1936.
(11) Trad. esp. México (FCE) 1972, p. 224 y ss.
(12) Lucas Verdú, Estimativa y política constitucionales, Madrid, Universidad Complutense, 1984.
Sobre la preexistencia y progresivo descubrimiento académico de las identidades, cf las referencias de
P. Bon en «La identidad nacional o constitucional, una nueva noción jurídica» en Revista Española de
Derecho Constitucional, número 100 (2014), p. 167 y ss.
(13) Ver por ejemplo las contribuciones a Veröffentlichungen der Vereinigung der Deutschen
Staatsrechtslehrer, vol. 62.
(14) Buena muestra de la actualidad de la cuestión es Gallies y Vander Schyff (eds). Constitutional
identity in a Europe of multilevel constitutionalism. Cambridge University Press de inminente aparición
con una importante contribución española del profesor Martín Pérez Nanclares.
(15) De la identidad nacional a la globalización insegura, Madrid (Real Academia Ciencias
Morales y Políticas), 2008. Cf. Ortega, Obras Completas, I, p. 87.
(16) Idea de una historia universal en sentido cosmopolita (1784), trad. esp. Eugenio Imaz, Méxi-
co (FCE), 1941, principios Cuarto y Séptimo. Así lo reconoce el propio Schimtt en su texto El concepto
de lo político.
(17) Cf. Polzin, «Constituional Identity: The Development of the Doctrine of Constitutional Identity
in German Constitutional Law». International Journal of Constitutional Law, 14,2, abril 2016, p. 415 y ss.
(18) Ibidem p. 416, nota.
(19) Cf. Laulhe Shalou, «Nous les peuples: l’identité constitutionnelle dans les iurisprudence
constitutionnelles tchèque, lettone et polonaise» Burgorgue-Larsen (eds) L’identité constitionelle saisie
pour les jujes en Europe Paris (Pedone) 2011 y Central European Constitutional Courts in Faces of EU
Memberships Leiden-Boston, (Nijhoff) 2013.
(20) Les limites constitutionelles à la integration européenne, Paris (LGDJ) 2015
(21) Primacía del derecho europeo y salvaguarda de las identidades nacionales, Madrid (BOE) 2015.
(22) Rodríguez Iglesias, «Tribunales constitucionales y derecho comunitario» Hacia un nuevo
derecho internacional y europeo. Homenaje al profesor Díez de Velasco, Madrid, 1993, p .1175 y ss. y mi
ensayo «Desde el “mientras qué” al “sí salvo”» (La jurisprudencia constitucional ante el proceso euro-
peo)», Revista Española de Derecho Internacional LVII, 205, I, p. 89 y ss., y nota 19.
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
(23) Cf. Krishnaswany, Democracy in India, a Study of Basic Structure Doctrine, Nueva Delhi
(Oxford University Press) 2008. Sobre la recepción de esta categoría cf Jacobsohn y Shankar «Constitution-
al Borrowing in South Asia: India, Sri Lanka and Secular Constitutional Identity» en Khalnani, Kaghavan y
Thiruvengadan Comparative Constitutionalism in Asia. Delhi (Oxford University Press), 2016, p. 180 y ss.
(24) Cf., mi libro Nacionalismo y constitucionalismo, Madrid, Tecnos, 1971, p. 98.
(25) A partir de Lepsius en Interessen und institutionen, Opladen, 1990, p. 247 y ss., Stermberger
«Verfassung patriotismus» Schriften, Francfort, 1990 y Habermas Identidades nacionales y postnaciona-
les, trad. española, Madrid Technos, 1989, p. 94 y 112, véase mi crítica ante este concepto en Anales de la
Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, LIV (2001-2002), n.º 79, p. 251 ss.
(26) Cf., Guastaferro, «Beyond the Exceptionalism of Constitutional Conflicts: The Ordinary
Functions of the Identity Clause», Yearbook of European Law, vol. 31, n.º 1 (2012), pp. 263-318.
(27) «Configuración del Estatuto Internacional del Estado en la Unión Europea: el respeto a la
identidad nacional», Santiago Torres Bernárdez (ed), El derecho internacional en el mundo multipolar del
siglo XXI: Obra homenaje al profesor Luis Ignacio Sánchez Rodríguez. Madrid, 2013. pp. 449 y 456.
(28) Smend, Constitución y derecho constitucional, trad. esp. Madrid (CEPyC) 1985, pese a que hay
prestigiosos autores que los consideran caducos (Bogdandy, Revista española derecho constitucional, n.º 72,
p. 26, nota) creo tienen mayor eco en la conciencia ciudadana que la refracción hegeliana del legado helénico
o la similitud de la bandera de la Unión con las 12 estrellas del Apocalipsis, 2,12. sic. (ibíd. p. 32 y ss.).
(29) «Apropiación, partición, apacentamiento» Traducción española de Truyol, Boletín informati-
vo del Seminario de Derecho Político de la Universidad de Salamanca, 1955.
(30) He desarrollado más largamente este punto con relación a los Estados miembros del Consejo
de Europa en mi colaboración al homenaje tributado al profesor Julio D. González Campos, Pacis artes.
Madrid (UAM), 2005.
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11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE
DEL ESTADO PARLAMENTARIO
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de la reforma belga de 1993. Entre las segundas, las de Grecia de 1975 (art. 36),
de Eslovenia de 1991 (art. 111) y de Finlandia de 1997 (art. 61).
3. Esta breve reseña del derecho y la práctica constitucional comparada
nos permite trazar un cuadro bastante completo y fiel de las posibles compe-
tencias de un Jefe del Estado parlamentario, sea monárquico o republicano.
Partamos para ello de las categorías acuñadas por un ilustre constituciona-
lista italiano, Esposito (39), que, siguiendo la definición kelseniana de la Jefatura
del Estado como uno de los órganos supremos del mismo, esto es, sin superior,
distingue tres tipos de supremacía: la de posición, la de mando y la de tutela.
3.1. La supremacía de posición atribuye al Jefe del Estado la primacía
entre todas sus instituciones y en la sociedad que les da vida, con independen-
cia de las competencias que cada Constitución le atribuya y que la costumbre
y el protocolo se encargarán de subrayar. Que el primero en Francia sea el
primero de los franceses, dijo Rene Coty, como eco de la Roma de Augusto,
refiriéndose a De Gaulle. Pasando desde tan elocuente anécdota a la categoría,
que el primer magistrado sea también el primer ciudadano. Y esta primacía
institucional y social sirve para hacer de la Jefatura del Estado lo que Smend (40),
denominó un factor de integración política, en un doble sentido.
Por un lado y en función de las cualidades personales del titular de la
magistratura, un factor personal de integración que actualiza formas más afec-
tivas que racionales de legitimidad, ya tradicional (Isabel II en el Reino Unido,
Aki Ito en el Japón), ya carismática (Mannerheim en Finlandia, De Gaulle en
Francia). Una integración simbólica que la experiencia comparada demuestra,
las ceremonias y el ornato resaltan y fortalecen.
Cuando el Jefe del Estado tiene solo funciones simbólicas y de mera re-
presentación y formalización de actos procedentes de la voluntad de terceros,
conserva esta supremacía de posición y, aun careciendo de toda competencia
jurídica es una magistratura reverenciada e influyente. Tal es el caso del
Emperador del Japón según la vigente Constitución de 1946 y del Rey de Suecia
según al Instrumento de Gobierno de 1974 (41). La comparación con Presi-
dentes de República en situación semejante, incluso elegidos por sufragio
directo, v. gr., el Presidente irlandés, muestra que el Monarca hereditario
garantiza mejor que el electivo la supremacía de posición. Los juristas y poli-
tólogos británicos consideran que es la experiencia acumulada a través de un
largo reinado lo que fundamenta la influencia del monarca sobre el gobierno
parlamentario de turno (42).
La Jefatura del Estado simboliza la identidad del Estado como tal Estado
y no se requiere ser hegeliano confeso para reconocer en el Estado algo más
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petencia gubernamental (v. gr., Suecia 1974, IG 5,1). Es ahí donde cabe ejercer
más intensamente la función moderadora del Jefe del Estado parlamentario, de
advertir y animar. Si el deber gubernamental de información al Jefe del Estado
se convierte en un mero trámite formal, la función moderadora se esfuma.
Ello ha dado lugar a que, en paralelo a la atribución al Jefe del Estado de
competencias propias, incluso exentas del refrendo ministerial, se atribuyan al
gobierno, y concretamente a su Presidente o Primer Ministro, competencias
ajenas a la formalización por parte del Jefe del Estado. En ello radica la auto-
nomía institucional de ambas magistraturas.
Además, es de notar que la mayoría de las constituciones parlamentarias
atribuyen el Jefe del Estado la Jefatura de las fuerzas armadas y una especial
intervención en la acción exterior del Estado, tendencia que se refuerza en los
sistemas semipresidenciales, hasta constituir, en algunos de ellos, dominios
reservados al Monarca o Presidente. Hacen excepción los casos de Japón y la
Republica Federal donde la experiencia de Weimar lleva a atribuir el mando de
las Fuerzas Amadas al Ministro de Defensa (art. 65a/ GG) y en caso de estado
de defensa (cf. art.115 a/ GG) al Canciller (art. 115b/ GG).
La tradicional orientación de los Jefes del Estado, especialmente los prín-
cipes, pero también los Presidentes de la República, al cultivo de la diplomacia
al más alto nivel, fundamental en las relaciones internacionales hasta la I.ª GM,
se mantiene después, como hábito, por doquiera exista un ejecutivo bicéfalo
Su utilidad en la época de la diplomacia directa, es grande. Pero son numero-
sas las constituciones que prevén expresamente el deber gubernamental de
informar al Jefe del Estado de las negociaciones internacionales, su protago-
nismo en el derecho de legación e, incluso, su coparticipación en el ejercicio
del poder exterior del Estado.
En cuanto al mando militar que suele reconocerse al Jefe del Estado par-
lamentario y semipresidencial, sin perjuicio de su posible delegación en un
Comandante en Jefe para la guerra, ha evolucionado, más por razones técnicas
que políticas, desde el mando operativo, ejercido todavía en la II.ª G.M. por los
Reyes de Noruega y Bélgica, hacia un mando eminente.
Ese mando eminente va más allá de lo simbólico. Significa la despolitiza-
ción de las Fuerzas Armadas y su condición de institución estatal y se concreta
en situar al Jefe del Estado a la cabeza de la jerarquía militar (48), su presidencia
y activa participación en los organismos superiores de la defensa nacional, y en
su especial atención a la mejor dotación y organización de los ejércitos. La auto-
nomía institucional del gobierno responsable para dirigir la política de defensa y
la administración militar no puede llevarle a prescindir de estas competencias
del Jefe del Estado y la práctica comparada muestra su posible y eficaz articula-
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
ción. La crisis francesa que puso fin a la IV.ª República en 1958 mostró la efica-
cia de esta posición del Jefe del Estado cuando el Presidente Coty invocó, frente
a los militares sublevados, su título, nada más que título, no ejercicio, de Jefe de
las Fuerzas Armadas que la constitución de 1946 le atribuía. En caso de suprema
crisis constitucional el Jefe del Estado como cabeza de las Fuerzas Armadas está
habilitado e incluso en virtud de su juramento obligado a utilizarlas en defensa
del propio orden constitucional (infra nota 69).
3.3. La tutela institucional corresponde al Jefe del Estado como Defen-
sor de la constitución.
Fue Carl Schmitt quien, en 1929 (49), acuñó el concepto con relación al
Presidente del Reich, iniciando una famosa polémica con Hans Kelsen sobre
la defensa política o jurídica de la Constitución que no vamos a abordar aquí.
Pero el concepto tuvo una proyección doctrinal menos dramática que la dise-
ñada por su inventor. Mientras Schmitt construyó su concepto sobre el supues-
to de la dictadura presidencial, así rezaba su famoso título de 1924 (50), en
virtud de los poderes de excepción previstos en el artículo 48 del texto de
Weimar, autores de filiación francesa buscaron su fundamentación en las fun-
ciones de autentificación y formalización de los actos de Estado que normal-
mente corresponden al Monarca o Presidente.
En efecto, por limitadas que sean sus competencias les corresponde la for-
malización de una serie de actos cuyo origen e incluso cuyo contenido está en la
voluntad de terceros, sean éstos las Cámaras o los Ministros. Pues bien, su con-
sideración como defensor de la Constitución da un contenido substantivo a estas
atribuciones formales que dejan de ser meros actos debidos como «si de estam-
par un sello se tratase», para utilizar una expresión famosa. Si el Jefe del Estado
ejerce una función análoga a la notarial, es lógico reconocerle, como es propio
del notariado latino, la conformación jurídica de lo que el tercero, Gobierno o
Asamblea, que solicita su preceptiva intervención propone. Así lo entendió la
más autorizada doctrina con la siguiente argumentación (51).
La Constitución puede ser violada por dos tipos de actos jurídicos. Aqué-
llos que se producen sin los requisitos constitucionalmente exigidos –ya sea la
autoría, ya la competencia, ya el procedimiento– y aquéllos que violan el or-
den material de valores inherente a la Constitución. Sirvan de ejemplo los su-
puestos de una ley no debidamente votada por las Cámaras parlamentarias o
una disolución de las mismas cuando por haberse declarado el estado de sitio
lo prohíba la Constitución o un Decreto Ley que afectase gravemente a los
derechos fundamentales.
El Jefe del Estado, monárquico o republicano, al tomar posesión de su
cargo, jura lealtad a la Constitución y, por lo tanto, cuando menos, no puede
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CONCLUSIÓN
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NOTAS
(1) Cf. Teoría General del Estado, trad. esp. Legaz, México (Editora Nacional) 1979, p. 393 y ss.
Sobre la posición de Kelsen de cara a sus primeras construcciones positivas, las iniciales constituciones
austriacas de postguerra, cf. Die Vefassungsgesetze der Republik Deutschösterreich, Viena 1919.
(2) O. Kimminich, Das Staatsoberhaupt in der parlamentarischen Demokratie VVDStRL, 25, 1967,
pp. 48 y ss.
(3) Ehmke, Ibid., p. 239 y ss.
(4) Pérez Royo, «Jefatura del Estado y Democracia Parlamentaria», Revista de Estudios Políticos
(Nueva Epoca). 39 (1984), pp. 7 y ss.
(5) Cf. mi viejo estudio Nacionalismo y Constitucionalismo. El derecho constitucional de los nuevos
Estados Madrid, (Tecnos) 1971, pp. 121 y ss.
(6) Cf. Carlson & Rosen, Svensk Historia, I, Estocolmo, 1961, p. 96 y ss. Sobre el panorama com-
parado cf. mi contribución al Libro Homenaje a José Antonio Maravall, Madrid (CEC), 1986, pp. 309 y ss.
Ahora en este volumen n.º 9.
(7) Mirkine Guetzevitch, «Le parlamentarisme sous la Convention nationale» Revue de Droit
Publique et de la Science Politique, 1935, pp. 671 y ss.
(8) Stubbs, The Constitutional History of England, 5.ª ed. Oxford, 1898, III, pp. 5 y ss.
(9) Löwenstein, Teoría de la Constitución, trad. esp. Barcelona (Ariel), 1965 p. 103 y ss. y 131 y
ss. Sobre la posición del Jefe del Estado, en general, cf. Löwenstein en Revue de Droit Public, LXV,
1949, p. 161y ss. y parlamentario, Ibid. 9. 204 y ss. y Kaltefleiter, Die Funktionen des Staatoberhaupts
in der parlamentarischen Demokratie, Colonia, 1970.
(10) Cf. Díez del Corral, El Liberalismo Doctrinario, OOCC Madrid (CEPyC), 1998, I,
p. 195 y ss.
(11) Redslob, Die Parlamentarische Regierung in ihrer wahren und in ihrer unrechten Form,
Tubinga, 1918, trad. francesa Paris, 1924. Sobre la influencia de esta obra en los redactores del texto de
Weimar a la que después haré referencia cf. Lucas, Die organisatorischen Grundgedanken des deutschen
Verfassung, …. 1920.
(12) Duguit, L’ Etat, les gouvernants, les agents, París, 1903.
(13) La última y más popular muestra del constitucionalismo «whig» es la conocida obra de Walter
Bagehot (The English Constitution Londres,1867), antes de cuya 2.ª edición, en 1872, hubo dos tempranas
traducciones francesa y alemana. La primera, publicada en la prestigiosa Bibliotheque d’Histoire Contem-
poraine (Paris, 1868) con la intención de arropar doctrinalmente y con el prestigio de las instituciones
británicas, los proyectos de parlamentarización al amparo de la última Constitución del II.º Imperio del
mismo año (Senados consulta de 8 de septiembre de 1869 y 21 de mayo de 1870). Prevost-Parandol,
epígono del doctrinarismo y que se había destacado en la oposición al autoritarismo bonapartista, antes de
suicidarse en 1870, se convirtió en defensor del II.º Imperio y de su evolución liberalizadora, propugnando
un parlamentarismo, compatible con la monarquía imperial (vd. su obra La France Nouvelle, Paris, 1868,
p. 143 y ss) De ahí su reiterada mención en el inusitado prólogo de Bagehot a la edición francesa de su
obra. La traducción alemana (Berlin, 1868.), del mismo signo liberal, no tuvo, desgraciadamente, fortuna
frente a los defensores germánicos del principio monárquico (cf. Jellinek, Teoría General del Estado, trad.
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esp. p. 516). Sobre la versión francesa, Posada hizo una traducción española publicada en 1902, tal vez con
análoga intención pedagógica respecto del joven Rey Alfonso XIII, recientemente proclamado mayor de
edad. Que Posada no utilizó el original inglés, sino la traducción francesa, lo revelan, ciertas equivalencias,
v.gr. traducir «dignified parts» por «partes imponentes» ( p 47), tomado de «imposantes parties» (p 68) y
que no utilizara la segunda edición inglesa de 1872. Sobre la proyección española de la obra de Bagehot,
vd el docto estudio preliminar de Varela Suárez-Carpegna a la reedición de la traducción española de Po-
sada de Madrid (CEPyC) 2016.
(14) Deux letters au sujet du role du President de la Republique, Le Temps, 9 y 25 Agosto de 1920. Cf.
Röpke, Vom Gambetta bis Clemenceau. Fünfzig Jahre Franzonischen Politik und Geschichte, Stuttgart, 1922.
(15) París (Delagrave) 1928, versión española actualizada Madrid, (Editorial España) 1931.
(16) V. gr., Baviera (1919), 4, 57 y 58; Prusia (1920) arts 7, 44 y 45 Cf. Kollreutter, Das parlamen-
tarische System in den deutschen Landesverfasungen, Tubinga, 1921.
(17) Vd. Estonia (1920) arts 58 y 59. Cf. Rolnik, Die baltischen Staaten Lituanen, Letland und
Estand und ihr Verfassunsrecht, Leipzig, 1927.
(18) La bibliografía sobre la teoría soviética del Estado y de su futura extinción es inmensa. Como
muestra cf. Zolo, La teoria comunista dell’estinzione dello Stato, Bari, 1974. En español es útil García
Álvarez. Construcción del comunismo y Constitución, León, 1978, p. 37 y ss.
(19) Poyulicki, La Constitution de la République de Pologne de 17 mars 1921, Varsovia-París, 1921,
cf Rolnik, Opus cit.
(20) Le renforcement des pouvoirs du Chef de l’Etat dans la democratie parlementaire, París
(Boccard), 1932
(21) Cf. Vernet, Le pouvoir executif en Droit Constitutionel tchecoeslovaque, Ginebra, 1922 y
para la ulterior evolución política y consiguiente mutación constitucional cf, Pesca, «Apres dix ans de
developpément de la Constitution tchecoeslovaque (1920-1930)». Revue de Droit Public, 3, 1930.
(22) Cf. Robinson « Der liautische Staat und sein Verfassungsentwicklung», en Jahrbuch des
öffentlichen Rechts ds Gegenwart, VI, 1928; Mirkine Guetzevitch, «La revisión constitutionelle en Autri-
che», l’Europe Nouvelle, 18 Enero 1930. Alcalá Zamora, Los defectos de la constitución española de 1931,
Madrid, 1936, p. 143 y ss.
(23) Trentin, Les transformation recentes du droit public italien, Paris, 1929 CF. Ghisalberti, Storia
constituzionale d’Italia 1848-1948, Bari, 1974, p. 23 y ss. Respecto de Polonia 1934 arts. 1 a 25 y espe-
cialmente la definición que de la institución da el at.1; Portugal (1933) arts. 72, 78, 81 y 82.
(24) Cf. Gordon, Les nouvelles constituions europeennes et le role du Chef de l’État, París (Sirey)
1931, p. 311 y ss.
(25) Con más detalle cf. Jovanovitch, Le régime absolu jougoslave institué le 6 janvier 1929, París,
1930. Respecto de España los textos en Varela Suances Carpegna (ed.), Constituciones y Leyes Fundamen-
tales, Madrid (Iustel), 2012, p. 375 y ss y una síntesis del contexto en Fernandez Segado, Las constituciones
históricas españolas, Madrid (Civitas), 1986, p. 418 y ss.
(26) Cf. Caporali, Il Presidente della Repubblica e l’emanazione degli atti con forza di legge, Turín
(Giappichelli Editore), 1999, p. 11 y ss.
(27) Una síntesis de la doctrina alemana sobre la materia en Leissner «Le Président de la Républi-
que et le Gouvernement dans las Constitution de Bonn», Revue de Droit Public, LXXIV, n.º 6, p. 65 y ss.
(28) Les Constitutions Européennes, Paris (PUF), 1952, I, prefacio.
(29) Cf. Duverger, Les régimes semiprésidentiels. Paris (LGDJ), 1986. Esa influencia se debe
principalmente a la doctrinal que Schmitt ejerció sobre René Capitant, uno de los constitucionalistas de
cámara del general De Gaulle cf. G. Le Brazidec, René Capitnt, Carl Schmitt: crise et reforme du parla-
mentarisme, De Weimar a la Cinquieme République, Paris (l’Harmattan), 1998.
(30) Duverger, Institutions politiques et droit constitutionnel, Paris (PUF), col Themis, 11.ª ed.,
1970, p. 277.
(31) Cf. Colliard, Les régimes palementaires contemporains, Paris,1978, p. 39, El análisis, a todas
luces sectario, pero extremadamente detallista de Gicquel (Essai sur la practique de la Vemme Republique,
Bilan d’un septenat, Paris, LGDJ, 1968) revela, tal vez incluso frente a la intención del autor, que la pre-
ponderancia presidencial se dio, desde el principio, en virtud de carisma gaullista, al margen de la elección
del Jefe del Estado por sufragio directo, establecida en 1962.
(32) Duverger, Les régimes cit, p. 8 y 12 (vd. infra nota 38).
(33) Fioravanti, Constitucionalismo. Experiencias históricas y tendencias actuales, trad. esp. Madrid
(Trotta), 2002, p. 74 y ss.
196
11. LAS FUNCIONES INTERCONSTITUCIONALES DEL JEFE DEL ESTADO... ■
(34) Francia 1958, art. 19, Grecia 1975, art. 35, Rep. Checa 991, art. 63,3, Bulgaria 1991,
art. 102, Rumanía 1991, art. 100, Lituania, 1991, art. 85, Polonia 1997, art. 144, Finlandia 1997, art. 58.
(35) Cf. el discurso del Presidente F. Tudman el 22 de diciembre de 1990 ante el Parlamento croa-
ta con ocasión de la proclamación de la constitución (Rapport du Parlement, n.º 15)
(36) Cf. Vedel, «Vers le régime présidentiel» Revue Francaise de Science Politique, XIV (1964),
1, pp. 20 y ss.
(37) C. Gomes Canotiho-Vital Moreira, Os poderes do Presidente da Republica, Coimbra,
1991 passim.
(38) M. Gutan («Romanian semi-presidentialism in historical context» Romanian Journal Compa-
rative Law, 212, 2, p. 275) destaca las diferentes actitudes del pasivo Presidente Contantinescu y del activo
Presidente Besescu que avalan la distinción de Duverger entre semipresidencialismo de práctica parlamen-
taria y de práctica presidencial (vd. supra nota 32) La correspondiente tensión llega a tener un reflejo juris-
prudencial . Cf. Selejn Gutan, The Constitution of Romania: A contextul analysis, Oxford (Hart), 2016.
(39) Esposito, «Capo dello Stato». Enciclopedia Italiana di Diritto.
(40) Cf., Smend, Verfassung und Verfassungrecht, Berlin, 1928, trad. esp. Madrid (CEPyC), cuyas
tesis sigo.
(41) Cf. Rodríguez Artacho, La Monarquía Japonesa, Madrid (CEPyC), 2003.
(42) Jennings, Cabinet Government, Cambridge, 5.ª ed., 1959, p. 372 y ss.
(43) Cf. Brunner, «Constitutional Models in Communist States. A Typological Overview», en
VVAA. European Constitutional Law. Derecho Constitucional Europeo. Homenaje a F. Valls i Taberner,
Barcelona (PPU) 1988, p. 2079 y ss.
(44) Cf. Fawcett, The Commonwealth and International Law, Oxdord, 1963, pp. 1 y ss.
(45) Cf. los datos y referencias reunidos en mi obra ya citada Nacionalismo y Constitucionalismo, p. 529.
(46) Cf. Crisafuli. Jus, 1958, p. 69.
(47) Cf. mi estudio «El refrendo, art 64» en Alzaga (ed), Comentarios a la Constitución Española
de 1978, Madrid (EDERSA), 2.º ed, 1996, V, p. 22 y ss. y la bibliografía allí citada. En contra cf. Gonzá-
lez Trevijano, El Refrendo, Madrid (CEPyC), 1998.
(48) Así ocurre en Suecia, donde el Rey no tiene el mando supremo de los ejército, pero ostenta el
más alto grado en los mismos y preside el Comité de Asuntos Exteriores elegido por la Dieta y que, junto
con el Gobierno, analiza estas materias (IG 1974, art. 10,7).
(49) Schmitt, Der Hütter der Verfassung, en Archiv des öffentlichen Rechts, 1929.
(50) Die Diktatur, 1924, ed. Berlin 1964 (vd. Paragrafo final).
(51) Gordon, Les nouvelles, cit., p. 207 y ss.
(52) Cf. Bompard, Le veto du Président de la République et la sanction royale, Paris, 1909.
(53) Op. cit. vd. supra nota 13.
(54) Law and Custom of the Constitution, Oxford, 1886.
(55) En especial, Cabinet Governement, Oxford, 1936, 3.ª ed. 1953.
(56) The Monarchy and the Constitution, Oxford, 1988.
(57) «The Monarchy» en Bognador (ed), The British Constitution in the Twenteeth Century, Oxford,
2003, pp. 69 y ss, vd. la relación de episodios señalados por Hennesy en «The Throne Behind the Power»
The Economist (Dic. 1994-Enero 1995, pp. 53-55).
(58) Blackburn Plant, Constitutional Reform, The Labour Government’ Constitutional Reform
Agenda, Londres (Longman) 1999, pp. 139 y ss.
(59) Cf. Ryan, «The Fixed-term Parliaments Act 2011» Public Law, 2 April 2012, pp. 213 ss.
(60) Cf. de Smith, The New Commonwealth and its Constitutions, Oxford, (Stevens), 1964, pp. 86 y ss.
(61) Cf. Forsey, The Royal Power of Dissolution of Parliament in the British Commonwelth,
Toronto, 1943 y otros datos posteriores reunidos en mi obra. Nacionalismo y Constitucionalismo… cit.,
p. 147. En 1974 el Gobernador General de Australia negó la disolución solicitada por el Primer Ministro
porque consideró que existía una mayoría alternativa en el Parlamento.
(62) Constitucion de 1831, art. 78 cf., Snelle, La Constitution belge comentée, Bruselas, 1974.
(63) Wodon, «Sur le rôle du Roi comme Chef de l’État dans le cas de defaillances constitutionne-
lles», Bulletin d l’Academie Royale, 1939.
(64) Moniteur Belge, 6 de agosto de 1949, pp. 7589 y ss.
(65) Ibid. III, p. 7592.
(66) Cf. Delperee, La formation du Gouvernement. Texte et Contexte (ponencia presentada en
Rouan en junio del 2016.
197
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
(67) Cf. Delpérée, «La fonction du Roi» Pouvoirs, n.º 78, 1996 Les Monarchies, p. 43 y ss y en
Pouvoirs, n.º 54, 1990, p. 19. Cf. Molitor, La Fonction Royale en Belgique, Bruselas (CRISP) 1966 y
Stengers, L’action du Roi en Belgique depuis 1831, Pouvoir et influence. Essai de typologie de mode
d’action du Roy. París. Louvain, 1974.
(68) Cf. Molitor, opus cit., p. 73.
(69) Cf. Moniteur Belge… cit. p. 7595.
(70) Cf. Caporali, Il Presidente della Repubblica e l’emanzione degli atti con forza di legge, Turin
(Giappichelli) 200, p. 1.
(71) Tosato (ed.) Asamblea constituente, Roma, 1951, IV, p. 336 y ss.
(72) Por todos cf. (Branca (ed.) Comentario della constituzione. Il presidente della Repubblica (arts
83 a 91), Bolonia, Roma (Zanichelli Editores-Foro Italiano), 1978. En especial M. Midiri La contrafirma
ministeriale nel sistema di reporti tra Presidente dell Repubblica e Governo, Padua (CEDAM), 1988.
(73) Cf. Santaniello (ed), Trattato di diritto Amministrativo Padua (CEDAM), 1990.
(74) Cf. Vergotini, Diritto Constituzionale, Padua (CEDAM) 5.ª ed, 2006, pp. 506 y ss.
198
12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO
MONARQUÍA Y DEMOCRACIA
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■
razón. Pero hoy sabemos, mejor que los liberales victorianos, que tal predomi-
nio no es temporal, sino inherente a la condición histórica y vital de la razón
humana.
Todo ello es claro que no depende tanto de las cualidades personales del
Monarca, esto es, de su ejemplaridad, como de su posición institucional. Pero
de la actitud del príncipe e incluso de su dinastía respecto de los valores en
juego a la hora de promover la integración política puede deducirse unas u
otras consecuencias. Así, los Habsburgo desaparecieron el Danubio por su es-
pecial capacidad de enemistarse con diversas reivindicaciones nacionales, sal-
vo algunos sectores del imperialismo magiar, mientras que los Saboya, adop-
tando la bandera de la unidad y la libertad, protagonizaron el nacionalismo
italiano, y otro tanto puede decirse de las más importantes monarquías balcá-
nicas a la hora de la independencia frente a Turquía.
Un párrafo aparte merece la experiencia postcolonial (18), donde la repú-
blica ha substituido a la Monarquía cuando ésta ha aparecido incompatible con
las aspiraciones nacionalistas por su arcaísmo político y social (Birmania, cer-
cano y medio oriente árabe, Ruanda, Burundi), su oposición a la unidad nacio-
nal (India), o su contubernio con las autoridades coloniales (v.gr. Túnez). Sin
embargo, no faltan casos en que las Monarquías tradicionales han servido de
símbolo de identidad (v.gr. Malaya) o incluso otros como Marruecos y Cam-
boya en que mediante una «Cruzada regia por la independencia» el titular de
la legitimidad tradicional haya asumido el liderazgo de la empresa nacionalis-
ta reforzando su condición de símbolo de la Nación con los carismas propios
de su libertador (19).
La cuestión reviste hoy especial interés a la vista de la efervescencia nacio-
nal y nacionalista de nuestros días, cuando a la par y como indispensable com-
pensación a la globalización de la economía, las comunicaciones y la política,
las naciones reafirman su identidad con mayor intensidad que nunca hasta hacer
de este siglo y, probablemente del próximo, la época de los nacionalismos.
En situación semejante, la búsqueda de fórmulas que permitan expresar
tales identidades, no directamente a través de la sangre y la tierra, sino simbó-
licamente, con la moderación que toda refracción simbólica implica, y, ade-
más, permitiendo más fácilmente su recíproca articulación, como revela toda
la doctrina de las unciones de Estados, hace pensar en la utilidad de nociones
tales como la Corona.
En efecto, todas las experiencias reseñadas revelan que la Monarquía
puede, por una parte, expresar con mayor vigor que otras formas de Estado, la
identidad de sus respectivas naciones y, por otro lado, articular en formas po-
líticas complejas, una pluralidad de tales identidades, asumiendo los corres-
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
El Rey de todos, por el hecho de serlo, pretende expresar que el conflicto que
todos protagonizan no empece que todos sigan sintiéndose miembros de un
solo cuerpo político. Y es claro que sin esta vivencia de base, el conflicto se
radicaliza hasta hacerse inviable. El Rey de los belgas, lo es de todos, flamen-
cos y valones y ese es, según se ha visto recientemente, el más operativo factor
de configuración de lo que el propio Monarca denominó una «ciudadanía fe-
deral». El sistema quiebra cuando el Rey lo es sólo de una parte y así ocurrió
en la Yugoslavia anterior a la II.ª Guerra Mundial.
Por otra parte, y en ello consiste el segundo de los aspectos enunciados,
la Monarquía puede, al asumirlos, incluso con escaso énfasis, garantizar la
vigencia de unos valores que pudieran sentirse amenazados y, en consecuen-
cia, amenazar por reacción defensiva la propia concurrencia. Tal sería el aspec-
to positivo del enraizamiento conservador que Laski denunciara en toda insti-
tución monárquica. En efecto, ya señalaba el citado von Stein que la clase
social privilegiada no contestará el poder supremo de la Corona, de su titular y
de su dinastía, porque de una u otra manera comprende que el título de la po-
sesión del poder supremo del Estado es el mismo en el que basa su propia si-
tuación de dominación en la sociedad: A saber, la inviolabilidad de los dere-
chos adquiridos y por lo tanto verá en la misma existencia la mejor garantía de
su situación.
La realidad histórica no ha sido siempre así, y baste pensar en la actitud
del Regente de Hungría, Almirante Horthy, frente a los Habsburgo o del repu-
blicanismo de los gobiernos derechistas tras la caída del comunismo en la
misma Hungría, Bulgaria, Rumanía y Serbia. Y más claramente aún en el re-
publicanismo de los propietarios esclavistas brasileños que ocasionó la caída
del Emperador y del Imperio a raíz de la liberación de los esclavos. Pero, in-
cluso ese caso, prueba la capacidad compensadora de la Monarquía en el sen-
tido preconizado por von Stein, en situaciones donde los privilegiados hubie-
ran ofrecido mucha mayor resistencia ante un poder con menores avales de
conservadurismo. Así se comprueba si se comparan las medidas de tímida re-
forma social adoptadas por el efímero Maximiliano I en Méjico y lo que fue la
política del «Porfiriato» (24).
En el terreno político, esta función de la Monarquía puede ser aún mayor,
y el caso español es el más reciente y exitoso ejemplo de ello.
En efecto, en España, por los recuerdos de la I Restauración y el legado
franquista, la Monarquía restablecida en 1975 estaba teñida de derechismo e
incluso de reacción. Esta era su cruz y hacía, a juicio de muchos, difícil
cuando no imposible su consolidación. Pero el envés de tal cruz, la cara de la
Monarquía española, era que precisamente, tales connotaciones le daban es-
206
12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■
pecial autoridad ante los más fervientes mantenedores de tales valores (25).
Ello permitió al Rey de España, por una parte, vencer las resistencias conser-
vadoras a las reformas. Pero, a la vez, garantizar que por ser la Corona quien
acometía o avalaba dichas reformas, éstas no pondrían en juego la esencia de
los valores que la Monarquía encarnaba más y mejor que ninguna otra insti-
tución. El Rey Católico era garantía de que la secularización no impedía una
relación amistosa entre la Iglesia y el Estado; el Rey soldado podía mejor
que nadie garantizar la disciplina militar ante el poder civil; y el heredero de
tres dinastías unificadoras podía propiciar las autonomías nacionales y regio-
nales. Precisamente porque nadie podía presentar a la Corona como una ins-
titución disgregadora del Estado, anti militarista o anti religiosa, calificativos
que en España, podían imputarse a las dos experiencias republicanas. En
consecuencia, porque la Monarquía y su titular, pese a resistencias y ambiva-
lencias, tenían autoridad frente a los sectores más inmovilistas y les inspira-
ba menos desconfianza que la República, la Monarquía fue una instancia
democratizadora. Al ser el máximo exponente de la integración, funcionó
como estrato protector de la concurrencia.
EL RECURSO AL PUEBLO
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■
***
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
NOTAS
(1) Politique, LXXXIII.
(2) Allgemeine Staatslehre, Tubinga, 1905, chap. XX.
(3) «Non pas tant dans le sens qu’il participe effectivement à toutes les fonctions, ou que tous les
organs sont néccesairement dans sa subordination […] Il n’est peut-être aucune sphere de l’activité
étatique dnas laquelle le chef de l’État puisse tout faire de sa seule volonté la mais il n’en est aucune non
plus dans laquelle sa volonté n’apparaisse comme la volonté la plus haute qui soit dans l’État» (Carré de
Malberg, Contribution à la théorie de l’État, Paris, 1920, II, p. 184). Sobre la supremacía de posición,
categoría de la doctrina italiana (Esposito, «Capo dello Stato», Enciclopedia Italiana del Diritto, p. 226
s), voir Hauriou, Principes de droit public, Paris, 2ª éd., 1916, p. 674.
(4) Carré de Malberg, op, cit., p 185.
(5) Duverger, La Monarchie républicaine, Paris, 1974.
(6) Tales son respectivamente las tesis de Morrox, Plato’s Cretan City. A Historical Interpretation
of the Laws, Princeton University Press, 1960, sobre todo el capítulo X; y Crossman, Plato today, Oxford,
1937, sobre todo chap. 10, «Why Plato failed?».
(7) Cf. Von Fritz, The Theory of the Mixed Constitutional in Antiquity. A Critical Analysis of
Polibius Political Ideas, New York, Columbia University Press, 2º ed., 1958; y también la introducción de
Sabine a su edición de Cicerón, On the Commonwealth, Ohio University Press, 1929.
(8) A History of Political Theory, New York, 1937, passim.
(9) «… bonus et sapiens et peritus utilitatis dignitatisque civilis quasi tutor et procurator reipubli-
cae […] rector et gubernator civitatis […] iste est enim quasi consilio et opera civitatem tueri potest» (De
republica II, 51 cfr. De Officiis, I. 85).
(10) Desde Augusto en 27, av. J.-C., la esencia del principado fue «cura et tutela reipublicae uni-
versa» cuya función y autorictas eran totalmente diferentes de las otras magistraturas republicanas (von
Premerstein, Vom Werden und Wesen des Prinzipats, Munich, 1937, sobre todo p. 117-133 et 166-175).
Ver el texto de Plinio en Panegyricus, p. 61 s. surtout p. 63.
(11) Díez del Corral, El liberalismo doctrinario, Madrid, 1946, sobre todo chap. VI.
(12) Sobre el principio monárquico como categoría histórica del constitucionalismo moderno ver
O. Hintze, «Das Monarchische Prinzip und die Konstitutionelle Verfassung», Presussische Jahrbucher, 1911,
recogido en Staat und Verfassung, Göttingen, 1962; pero hace falta subrayar su relación desde el punto de
vista político con la democratización de base (ver Naumann, Demokratie und Kaisertum, 1900).
(13) Ver J.-M. Benoist. «la Constitution de la Vª République, du mythe maurrassien à une genèse
rousseauiste..», Les Monarchies (dir: E. Le Roy Ladurie), Paris, PUF, 1986, pp. 307 y ss.
(14) Verfassung und Verfassungsrecht. Munich-Leipzig, 1928.
(15) Ver las diferentes monografías de la colección, Corona Regni, Studien über die Krone als
Symbol des Staaten im späteren Mittelalter, Weimar, 1961. Para una visión de conjunto, García Pelayo,
210
12. MONARQUÍA Y DESARROLLO DEMOCRÁTICO ■
Del Mito y de la Razón en el pensamiento político, Madrid, 1968, pp. 13-64. La alusión simplemente
metafórica, à Kantorowicz se refiere a su estudio, ya clásico, The King’s Two Bodies, Princeton, 1957.
(16) Smend, op. cit., lª, 5.
(17) The English Constitution (1867), chap. II.
(18) Ver mi libro, Nacionalismo y Constitucionalismo. El derecho constitucional de los nuevos
Estados, Madrid, 1971, pp. 328 y ss.
(19) Ver el folleto del Ministerio camboyano de Educación Nacional, La Monarchie cambodgienne
et la Croisade royale pour l’indépendance, AKP, 1962.
(20) Kunz, Die Staatenverbindungen, Stuttgart, 1929, la exposición más completa.
(21) Ver la introducción de R.H.S. Crossman a la edición de Cornell University Press, New York,
1981, pp. 16 y ss. Op. cit. Parliamentary Government in Great Britain: A Commentary, Londres, 1938.
(22) Von Stein, Geschichte der sozialen Bewegung in Frankreich von 1789 bis auf unsere Tage,
Kiel, 1850, t. III, p. 1-41 et 89-103 (ed. preparada por G. Salomon, Munich, 1921). Este texto (Madrid,
1956), parcialmente traducido por el socialista Tierno Galván y comentado por el liberal Díaz del Corral
dio argumentos a los partidarios de la restauración monárquica en España.
(23) Jennings, Cabinet Government, Cambridge, 1959, p. 382 s et 394 s., para los Anglo-Saxons
et Molitor, La Fonction royale en Belgique, Bruxelles, 1979. En general, para el continente, ver Fussilier,
Les Monarchies parlamentaires, París, 1960.
(24) A más de las intuiciones, como es el caso de Lord Acton («The rise and fall of the Mexican
Empire», 1868, incluido en Historical Esays and Studies, Londres, 1907), hay testimonios que dan que
pensar, ver Arragoiz, Apuntes para la Historia del Segundo Imperio Mexicano, Madrid, 1870. La mayor
investigación hasta el presente es la de Corti, Maximilian und Charlotte von Mesiko, 2 vol., Vienne-Zu-
rich-Leipzig, 1924. Sobre el caso brasileño, ver Williams, Don Pedro The Magnanimous, Second Emper-
or of Brazil, Chapman Hill, N.C., 1937.
(25) Ver Aranguren, La cruz de la Monarquía española actual, Madrid, 1974. La monarquía
como horizonte de reformismo democrático ha estado analizada en España por Jiménez de Parga (Las
Monarquías europeas en el horizonte español, Madrid, 1966) y Ollero (Dinámica social, desarrollo
económico y forma Política, Madrid, 1966).
(26) Ver mi artículo «El Rey Legítimo», Sistema, 6, 1974, pp. 119 y ss. donde yo anunciaba la ne-
cesaria actitud democratizante del futuro Rey de España.
(27) Ver mi libro El Principio Monárquico. Un estudio sobre la soberanía del Rey según las Leyes
Fundamentales, Madrid, 1972; un estudio que ha dado instrumentos jurídicos para la transición democrá-
tica después de la muerte de General Franco. (cf. Palacio Attard, Juan Carlos I y el advenimiento de la
democracia, Madrid, 1988, pp. 27 y ss).
(28) Cf. Gour, Institutions constitutionnelles et politiques du Cambodge, Paris, 1965, pp. 137 y ss.
211
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL
INTRODUCCIÓN
213
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■
215
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
ción más allá de la Common Law, eventualmente importada por los colonos, de
derecho escrito, no tiene lugar mediante una Ley del Parlamento Imperial, sino
por Órdenes de la Corona. Análogamente, el legislador italiano distinguió
entre territorio colonial y metropolitano (8), y el mismo sistema siguió el
Segundo Reich respecto de las posesiones ultramarinas del Imperio (9). En
cuanto a los Estados Unidos, la distinción inicial y, la asimilación progresiva
encuentran su fundamento histórico en la Northwest Ordinance de 1787, y su
más claro exponente ha sido la evolución de la condición jurídica de Alaska o
Hawai hasta convertirse en Estados de la Unión. Entre ambos extremos, ha
sido la práctica y, especialmente, la jurisprudencia de la Corte Suprema quien
construyó las diversas categorías –Possessions, Unincorporated territories,
Incorporated territories, Commonwealth o Estado Libre Asociado—, expresi-
vas todas ellas de la situación de territorios que, sin ser extranjeros a la Unión,
no forman parte de ella (10).
Frente a esta posición, mantenida oficialmente por las cuatro potencias
mencionadas, las restantes –Francia, Portugal, Holanda y Bélgica– dedujeron
de la plenitud de la competencia territorial del Estado sobre sus posesiones
coloniales la homogeneidad jurídica del espacio sobre el que se ejerce dicha
competencia. Esta tendencia se enraíza en las aspiraciones igualitario-anexio-
nistas de la Revolución Francesa (11), revive en la era del Imperialismo y sir-
ve, en la última fase del colonialismo, para camuflar, so capa de asimilación,
una situación de dominación. Así, las Constituciones de Portugal y de Holanda
incluyen las colonias en la definición territorial del Estado (12); en Bélgica, la
Ley de 1908, relativa a la anexión del Congo, supone, según la más autorizada
interpretación, la conversión del suelo congoleño en territorio belga (13), y en
Francia, hasta 1958, fue dogma el carácter francés del territorio de las «colo-
nias incorporadas» (14). Sin embargo, un examen detenido de los sistemas
jurídicos amparados bajo estas etiquetas asimilacionistas demuestra que ni el
ejercicio de una competencia territorial plena ni la misma integración formal
convierten el territorio colonial en idéntico al territorio metropolitano. En
efecto, tomando por guía a uno de los más doctos expositores de la tesis asimi-
lacionista (15), pueden señalarse como consecuencias lógicas de la pretendida
homologación del territorio, nacional y el colonial la nacionalidad común de
los naturales de ambos, la común organización política y administrativa, la
carencia de personalidad internacional por parte de las colonias y –siguiendo
siempre al autor citado– la libre disposición del territorio colonial por parte
del Estado. Ahora bien, la realidad concreta de cada sistema colonial demues-
tra que, atendiendo a tales criterios de calificación, la tesis favorable a la asi-
milación resulta insostenible.
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Esta realidad palmaria exige concluir que la condición jurídica del te-
rritorio colonial no es la misma que la del territorio metropolitano, cualquie-
ra que sea la denominación de aquél. Sin duda que la descolonización puede
tener lugar por la fusión de la colonia con la Metrópoli en una entidad supe-
rior; los ejemplos no escasean y así lo ha reconocido el anticolonialismo
militante de las Naciones Unidas (34); pero la integración del antiguo terri-
torio colonial en el metropolitano no puede resultar de una mera denomina-
ción formal, sino de una calificación material. Concluir la homogénea condi-
ción de ambos territorios, aun reconociendo que «la legislación dictada para
las diversas, poblaciones difiere... y el grado de participación de las pobla-
ciones coloniales en la designación de los gobiernos nacionales puede ser
débil o incluso nula» (35), no deja de constituir una «expresión notoriamen-
te carente de sentido» (36).
Sentada la tesis de la calificación heterogénea, tres han sido las princi-
pales posiciones doctrinales a la hora de construir jurídicamente la diversa
condición del territorio metropolitano y del colonial. Para unos, este último
constituye una «dependencia estatal» sobre la que se exterioriza la compe-
tencia del Estado colonizador, sin llegar en ningún caso a la fusión. Como
en su día señalara Laband respecto de las posesiones ultramarinas alemanas,
«los territorios protegidos pertenecen al Imperio..., pero no están incorpora-
dos a él; no forman parte de esta porción del globo que constituye la base
material de la personalidad política del Imperio ; no son sus elementos, sino
dependencias de su territorio» (37). Otros, por su parte, han considerado
que el territorio colonial es objeto de dominación, pero no elemento consti-
tutivo del Estado. Tal parece ser la posición dominante entre los italianos
que, citando frecuentemente las tesis políticas de Jules Harmand, distin-
guen, con terminología diversa, dentro del territorio sometido a soberanía
del Estado, un territorio metropolitano –que llamaré nacional– y un territo-
rio colonial (38). El primero, esencial e inmanente al Estado, se halla cons-
titucionalmente garantizado; el segundo está en relación de trascendencia
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pero sin confundirlos con el propio nacional (52). Esta heterogeneidad de con-
dición jurídica entre ambas clases de territorio se pone de manifiesto en las
más diversas ocasiones, ya sea al regular la caza, los aprovechamientos fores-
tales o —con fórmula enigmática— los honores militares (53).
Es cierto que durante la misma fase colonial pueden rastrearse testimo-
nios verbales favorables a la calificación homogénea (54), enfáticamente afir-
mados tras la provincialización; pero también es verdad que, con posterioridad
a ésta, se siguen dictando normas que distinguen Metrópoli y colonia como
diferentes categorías formales. El Consejo citó por vía de ejemplo, en el caso
de Guinea Ecuatorial, el Reglamento de Pesas y Medidas de 18 de junio de
1959, y en el mismo sentido podría mencionarse, entre otros, el Reglamento
de Explotación de Hidrocarburos de 12 de junio de 1959 (55).
Sin embargo, el más valioso resultado de esta encuesta terminológica tal
vez sea poner de manifiesto la irrelevancia de la denominación provincial a
efectos de la calificación jurídica del territorio. Se tropieza aquí con el carácter
ambiguo de todo lenguaje y, en consecuencia, también del jurídico. Cuando
los términos no se definen, es decir, ni se precisa su referencia semántica ni sus
reglas de utilización, tienen el sentido que les da su acepción vulgar; pero,
incluso cuando se lleva a cabo una definición, el lenguaje legal incide en el
vulgar (56).
Como señala Ross, «las palabras son vagas, esto es, tienen un campo de
referencia indefinido consistente en un foco o zona central y una nebulosa de
incertidumbre» (57) que sólo concreta su significado en un contexto. Ahora
bien, en el caso de «provincia», el foco o zona central es su acepción vulgar de
«circunscripción administrativa» y, a partir de ella, diversas estructuras pueden
dar lugar, sin salir del campo del Derecho, a otras tantas acepciones técnicas.
Sirvan a modo de comprobación introductoria dos ejemplos tomados de órde-
nes jurídicos bien diferentes. En la organización colonial de la India británica,
«province» significaba –con notable rigor etimológico– una circunscripción
para la administración directa de los territorios sometidos, subsiguiente a la
debellatio; pero, desde la Government of India Act de 1935, el término adqui-
rió la significación de unidad federada, en muchos puntos análoga a la de su
homónima canadiense, y éste es el sentido que ha conservado en el Derecho
constitucional pakistaní. El mismo término de «provincia», en el Código de
Derecho Canónico, significa, ya la reunión de varias diócesis bajo la presiden-
cia de un Metropolitano –provincia eclesiástica (canon 272)–, ya «la unión de
varias Casas entre sí bajo un mismo Superior formando parte de una religión»
–provincia religiosa (canon 488-6.º)–. Los ejemplos podrían multiplicarse
fácilmente.
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cirse de la Ley de 1961, referente al Sahara. De ello resulta que «la sedicente
provincialización, cualquiera que pudiese ser su significado, no afectó a la
extensión del territorio nacional, materia esta regulada por normas cuya modi-
ficación exigía una Ley y no normas de rango inferior, como un Decreto, y,
menos aún, un simple Aviso».
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–concretamente Ifni–, tanto por su conducta internacional como por sus actos
de Derecho interno. Respecto de lo primero, recuerda el Consejo, en el dicta-
men referente a Guinea, que «en noviembre de 1958 y agosto de 1959 España
se negó a informar a las Naciones Unidas... negándoles la condición de no
autónomos, pero desde 1960 el Gobierno español ofreció proporcionar dicha
información a la Organización internacional enviándola regularmente
desde 1961...» ; ello supone, a juicio del Consejo, «que claramente se acepta
el carácter de no autónomos de los citados territorios» (67).
Esta calificación heterogénea realizada por la Carta de las Naciones Unidas,
España no sólo la ha sancionado respecto de Guinea e Ifni en su conducta
internacional, sino que, respecto de Guinea, la ha incorporado a su propio
ordenamiento interno. La Ley de Bases de diciembre de 1963, desarrollada por
el texto articulado de 1964, en los que se establecía el régimen autónomo de
Guinea Ecuatorial, no sólo suponía el fin de la provincialización en cuanto a la
denominación y las instituciones, sino, sobre todo, en cuanto abandonaba la
idea de asimilación y reconocía a aquellos pueblos el derecho de autodetermi-
nación, según puntualizara la misma interpretación gubernamental de los
citados textos legales y confirmará la evolución jurídico-política ulterior. Aho-
ra bien, la Ley de Autonomía, al reconocer a los guineanos un derecho de
autodeterminación independiente del que a España corresponde como Nación,
lo hacía a partir de la calificación de territorio no autónomo –esto es, distinto
del metropolitano–, sentada por la Carta de San Francisco. Así lo señaló el
Consejo al poner de relieve que el Preámbulo de la Ley de Bases de 1963
recoge textualmente los términos de la famosa Resolución de la Asamblea
General 1541 (XV), según la cual se presume no autónomo «el territorio
geográficamente separado del país que lo administra y étnica o culturalmente
distinto del mismo».
Ahora bien, es a partir de este planteamiento formal como el Consejo de
Estado establece, con relación al ordenamiento español, la distinción entre
territorios de soberanía y territorio nacional. «Si España –afirma el segundo de
los dictámenes citados– ha dado a Ifni la calificación de no autónomo, tanto en
su ordenamiento interno como en sus actos internacionales, ello debe conside-
rarse a la luz del artículo 73 de la Carta de las Naciones Unidas y de su ulterior
interpretación por las Resoluciones de la Asamblea General de dicha Organi-
zación. Ahora bien, la Resolución 1514, de 15 de diciembre de 1960, en la que
se contempla la descolonización de los territorios no autónomos..., considera
«que la descolonización puede restaurar una integridad territorial mutilada por
la situación colonial, pero no quebrantar la integridad territorial del Estado
descolonizador, la salvaguarda de la cual es uno de los principios capitales de
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la Administración del Estado. Ahora bien, sin exageración alguna, puede afir-
marse que dicho principio quebraba y quiebra en los territorios españoles de
África Ecuatorial y Occidental. En efecto, reconocida la especialidad del orde-
namiento jurídico de aquellos territorios con relación a los sujetos a la legisla-
ción peninsular, el Centro directivo de la Presidencia del Gobierno es su princi-
pal fuente de producción. A partir de la vieja tradición colonial española de «la
especialidad combinada con la autorización a los Gobiernos para extender la
legislación metropolitana con o sin variantes» (86), la Dirección General de
Plazas y Provincias Africanas es competente para decidir la extensión a aque-
llos territorios de las normas generales y de las modificaciones a introducir, en
su caso. Ninguna disposición regía ni rige, en principio, sino tras su publicación
en el «Boletín Oficial» de la «provincia» correspondiente, lo que no ocurría
frecuentemente, y a ello había que añadir la potestad suspensoria del Goberna-
dor General de Guinea y la continuación en vigor de las normas anteriores a la
provincialización (87). El resultado es una inextricable «maraña de legalidad»
en la que no rige ni el principio de publicidad ni el de jerarquía (88).
En consecuencia, el examen breve de algunos aspectos de los derechos
individuales de los indígenas y los naturales de la Metrópoli demuestra que
«solamente mediante un abuso de los términos se puede calificar en los dos
casos a los individuos de nacionales» (89). La Ordenanza General ya citada de
agosto de 1938 declaraba, en el artículo 14, que «los derechos de los españo-
les... en el Golfo de Guinea serán los reconocidos en la Nación», pero lo que
entonces fue una irónica realidad, a la hora de la provincialización era ya una
afirmación, al menos en parte, desmentida por el desarrollo del sistema admi-
nistrativo español.
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CONCLUSIONES
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jerarquía normativa, ya que su situación actual está regulada por una Ley, la de
abril de 1961. Por el contrario, si se tratase de una cesión mediante Tratado,
como fue el caso de Ifni, su ratificación no ha de ser previamente autorizada
por Ley, al no caer bajo ninguno de los supuestos previstos en la Ley Orgáni‑
ca del Estado –artículo 9-a y concordante artículo 14,1 de la Ley Constitutiva
de Cortes–. Es cierto que el Alto Cuerpo aconsejaba la intervención de las
Cortes e incluso que la forma legislativa resultase posible al amparo de lo pre-
visto en los artículos 10-m y 12,I de su Ley Constitutiva y deseable —piénsese
en las reservas de Ley indirectamente afectadas, verbigracia, artículo 62 de la
del Patrimonio del Estado–; pero nunca esta conveniencia equivaldría a la ne-
cesidad. Solamente fórmulas más depuradas impiden evadir por vía de Conve-
nio internacional la distribución de competencias que en lo interior realiza la
Constitución. Sin embargo, lo más importante a destacar de su calificación
jurídica colonial es que el porvenir del territorio para nada compromete la in-
tegridad territorial nacional de España.
Por último, la condición jurídica de Ceuta y Melilla no se aclara afirmando,
como es usual, su calidad de «plazas de soberanía», puesto que la actual pleni-
tud de competencias del Estado español es una cuestión de hecho que nadie
discute, ni recurriendo a la ficción de la «segregación geográfica», puesto que
la unidad jurídica del territorio, con independencia de su dispersión física, so-
lamente puede afirmarse tras el examen del proceso formal de su integración,
su posición internacional, organización administrativa y condición jurídica de
sus habitantes.
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NOTAS
(1) Précis de Drorit public.
(2) El proceso de autodeterminación de Guinea Ecuatorial se inicia con la Ley 191/1963, de 20 de
diciembre, y el Decreto de 3 de julio de 1964 (Régimen autónomo), culminando con la Ley 49/1968, de 27
de julio, y Decreto de 12 de octubre del mismo año (independencia). En Ifni, la descolonización tuvo lugar
mediante la «retrocesión» del territorio al Reino de Marruecos por Convenio de 4 de enero de 1969, rati-
ficado el 20 de abril (cfr. B.O. del E. de 5 de junio).
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(3) Dictámenes núms. 36.017, de 20 de junio de 1968 (caso de Guinea), y 36.227, de 7 de noviem-
bre de 1968 (caso de Ifni) publicados casi íntegramente en los volúmenes de Recopilación de doctrina
legal, 1967-1968 y 1968-1969, Madrid, 1971.
(4) Cfr. mi trabajo «Autoctonía constitucional y Poder constituyente», en Revista de Estudios Polí-
ticos, núm. 169-170, pp. 79 y ss. Ahora en este volumen n.º 4.
(5) Cfr. La Pradelle: «Le territoire», en Encyclopedie Francaise, tomo X (ed. 1935), p. 10.
(6) No he podido abordar el terna con relación a las colonias japonesas anteriores a 1945, en las
que, al parecer, se siguieron criterios asimilistas, ni examinar en detalle la práctica de los Dominios britá-
nicos respecto de sus posesiones, generalmente inspirada en la de Gran Bretaña. Por razones obvias, se
excluye de este estudio toda referencia al territorio de los Mandatos o sometidos a fideicomiso, respecto
de los cuales –incluso en el caso de los Mandatos «C»– nunca se ha pretendido la anexión. Salvo referen-
cia en contra, utilizo los textos –ya viejos– publicados en Les Lois Organiques des Colonies, Bruselas,
1906-1927 (6 vols.) y, para los posteriores, el Annuaire de Documentation Coloniale Comparée, Bruselas.
En general, confróntese Moresco: Organisation politique et administrative des Colonies, Bruselas, 1936, y,
del mismo autor : Les rapports de Droit public entre la Metropole et les colonies, dominions et autres
territoires d’Outremer, en «Rec. des Cours», 55 (1936-I), y Van Asbeck: Le statut actuel des pays non
autonomes d’Outremer, en «Rec. des Cours», 71 (1947-1).
(7) La colonia británica se define «any part of H. M. dominions exclusive the British Islands...»
(Interpretation Act 1889, 52 & 53; Vict. c. 63, sec. 18-2), definición que, en principio, abarca los Dominios
excluidos por el Status of Westminster. Sobre el ejemplo que sigue, cfr. Tanganyka Independence Act.
1961, 10 y 11 Eliz. 2 c. 1, sec. 1-1.
(8) Real Decreto-ley de 20 de agosto de 1923 y Real Decreto-ley de 9 de enero de 1939, en los que
se consideran «parte integrante del territorio del Reino de Italia» las provincias líbicas del litoral.
(9) Ley de 17 de abril de 1889.
(10) Sobre la gestación del sistema, cfr. Randolf: Law and Practice of the Annexation, 1901.
Respecto del caso de Filipinas, confróntese Hackworth: Digest of International Law, Washington,
1940, I, p. 497. En general, para la práctica americana en la materia, confróntese Hackworth: Ib.,
pp. 477 y ss., y Whiteman: Digest of International Law, Washington, 1952, II, pp. 1321-1322,
(11) El ideal igualitario es más propio de los convencionales (Constitución de 1795-III, art.º 6.0,
cuyo espíritu recogen los constituyentes de 1848 (art.º 109 de la Constitución). Cfr. G. Martín: La doc-
trine coloniale en France en 1789, París, 1935.
(12) Portugal: Constitución de 1826, art.º 2.º, al que se remite el artículo 1.º del texto de 1911; hoy,
Constitución de 1933, art.º 1.º También, en Holanda, todas las Constituciones desde 1815.
(13) Cfr. Wigny: Droit constitutionnel, Bruselas, 1952, I, p. 77,
(14) Para la práctica, cfr. Kiss: Répertoire Français de Droit International Publique, París, 1966,
II, pp. 128 y ss., y las referencias allí dadas.
(15) Cfr. Gonidec: Cours d’institutions publiques africaines et malgaches, Licence, «Les Cours
de Droit», París, 1966-1967, pp. 59-60.
(16) Makarov: Régles générales du Droit de la Nationalité, en «Rec. des Cours», 74, 1949-I,
pp. 288-290.
(17) Cfr., respecto de estos casos coloniales, Makarov: Allgemeine Lehren des Staatsangehörigkeit
Rechts, Sttutgart, 1962, pp. 42 y siguientes. Respecto de los ciudadanos italo-líbicos, cfr. Real Decreto-ley
de 3 de diciembre de 1934.
(18) Sobre el problema de la nacionalidad, cfr. Boulbés: Droii francais de la Nationalité, París,
1956, pp. 36 y ss. En cuanto a la ciudadanía, cfr. Gonidec: Droit d’Outre-mer, París; 1960, I, pp. 418-421,
con referencias también a los diversos estatutos de Derecho privado.
(19) Cfr. el Decreto-ley de 9 de febrero de 1929 (texto en Annuaire, citado, 1929, I, pp. 515).
(20) Respectivamente, Decreto-ley 39.666, de 20 de mayo de 1954, Decreto-ley 43.893, de 6 de
noviembre de 1961 y Decreto 44.309, de 27 de abril de 1962 (textos en Diario Oficial). Cfr. Willensky:
Tendencias de la legislación ultra-marina portuguesa en Africa, Braga, 1968, pp. 193 y ss.
(21) Es interesante destacar la proporción de los asimilados en África Occidental Francesa: en 1959,
el 0,50 por 100 de la población (Gonidec: Droit d’Outre-mer, I, p. 120). En el Imperio Portugués, en 1950,
tras quinientos años de asimilismo, había 295.148 asimilados frente a 8.601.663 indígenas (Cordero:
Política colonial, Madrid, 1953, página 762, nota).
(22) Cfr. Lampue : «Les Constitutions des États africains d’expression française», en Rev. Juridi-
que et Politiquee, XV (1961), 4, pp. 515-516.
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(23) Así lo prevén expresamente los textos constitucionales holandés, belga y portugués. También
las Constituciones españolas del siglo xix, salvo la de 1812, llegan a resultados análogos mediante el cri-
terio de la aplicación especial.
(24) Cfr. Willensky: Opus. cit. La Ley 2.048, de 11 de junio de 1951, lleva a cabo la integración
en el texto constitucional.
(25) Prelot: Institutions politiques et Droit Constitutionnel, París, 1963, pp. 230-231.
(26) Cfr. Wight: British Colonial Constitutions, Londres, 1952, página 40.
(27) Estos datos me han sido amablemente proporcionados por la Embajada de Portugal en Madrid.
(28) Cfr. Gonidec: Droit d’Outre-mer, I, pp. 420-421 y 423.
(29) Cfr. Yturriaga: Participación de la O.N.U. en el proceso de descolonización, Madrid, 1963, p. 73.
(30) Sobre la configuración europea de esta dinámica, cfr. Nippold : Le développement histori-
que du Droit International depuis le Congrés de Vienne, en «Rec. des Cours», 2 (1924-I), pp. 22 y si-
guientes. Ejemplos varios de distribuciones, territoriales en las colonias, en Cornevin: Histoire de
l’Afrique, II, pp. 532-533.
(31) Cfr. Bastide: «Le rattachement de Tende et la Brigue», en Rev. Générale de Droit International
Public, 1949, pp. 321-340.
(32) En Chandernagor, el Referéndum, autorizado y organizado por Ley de 27 de mayo de 1949 y
Decreto de la misma fecha, se celebró el 19 de junio y la cesión tuvo lugar por el Tratado franco-indio
de 2 de febrero de 1951. Cfr. Coret: «La cession de l’Inde Francaise», en Rev. de l’Union Française,
1955, pp. 577 y ss. y 697 y ss.
(33) El art.º 8.º de la Ley Constitucional de 16 de julio de 1875 exige la autorización mediante Ley
para la alteración de los limites territoriales, pero la práctica entendió que esta disposición no regía con
relación a las colonias incorporadas. Ejemplo, la decisión del Conseil d’Etat en el caso Villes de Cradaia
(1925), Recueil d’Arréts du C. d’E., 1925, p. 472.
(34) Resolución 1.541 (XV), de 15 de diciembre de 1960. Cfr. Robinson: «Alternatives to inde-
pendence», en Political Studies, t. IV, 3, páginas 225-249. Retrospectivamente, para un caso concreto, es
interesante R. Emerson: American’s Pacific dependencies: a survey of american colonial polticies and
administration and progress toward self‑rule in Alaska, Haway, Guam, Samoa and the Trust territory,
Nueva York, 1949.
(35) La Pradelle: loc. cit., p. 10.
(36) Moresco: Les rapports..., p. 531.
(37) Laband: Le Droit Public de l’Empire Allemand, París, 1901. tomo II, pp. 690-691.
(38) Biscaretti di Ruffia: Derecho constitucional (traducción española), pp. 109 y 6611 Esta
posición es tradicional en la doctrina italiana, a más del famoso Manuale, de Santi Romano, de autores
de muy distinta tendencia: Así, Castamagna: Elementi di Diritto publico fascista, Turín, 1934, XII, pp. 83-84,
y Crossa: Diritto Constituzionale, Turín, 1955 (4.ª ed.), p. 176. Sobre la raíz política de esta posición, cfr.
J. Harmand: Domination et colonisation, París, 1910.
(39) Biscaretti di Ruffia: Opus cit., p. 110: «derecho personal público del Estado sobre sí mismo
y derecho real público del Estado sobre el territorio dominado, que, en esta interpretación, no sería parte
del cuerpo político, sino cosa». Sin perjuicio de rechazar esta tesis, por antropomórfica, es preciso recono-
cer que responde plásticamente a la diferente posición del territorio, que se refleja en el Derecho español
con referencia, v. gr., a la Administración de Justicia en nombre del Jefe del Estado –en España– y del
Estado español –en las colonias–. Así, en Guinea, incluso durante la provincialización, cfr. Decreto de 16
de noviembre de 1961; respecto del A.O.E.,. confróntese Decreto de 23 de enero de 1953, art.º 1.º
(40) Précis de Droit des gens, París, 1932, I, pp. 76 y 146.
(41) Ibídem, pp. 7-8.
(42) Teoría general del Estado (traducción española), Buenos Aires, 1954, pp. 299-301.
(43) Précis..., p. 146.
(44) Utilizo la tipología de Strachey: The end of Empire, Londres, 1959. Cfr. Mesa (Roberto): El
colonialismo en la crisis del XIX español, Madrid, 1967; en especial, pp. 35 y ss.
(45) Es frecuente la afirmación de criterios asimilistas por vía de comparación polémica con la
práctica colonial británica u holandesa (v. gr., Blanco Herrero: Política de España en Ultramar, Madrid,
1888, pp. 192 y ss.), y el primer tratadista español de Derecho colonial moderno afirma paladinamente que
el territorio ultramarino es territorio nacional español [R. España (Gabriel): Tratado de Derecho adminis-
trativo colonial, Madrid, 1894, t. I, p. 12] ; pero opinión contraria mantuvo otro sector doctrinal respecto
al caso de Filipinas (Moret: El problema colonial contemporáneo, Madrid, 1879) y esta posición la hizo
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13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■
suya ante las Cortes el propio Gobierno –debo estas tres referencias a la amistosa generosidad del docto
Letrado del Consejo señor Cordero Torres–. Sin embargo, cuando se contempla la cuestión desde una
postura más aséptica, es notoria la ambigüedad. Así, para Colmeiro (Derecho administrativo español,
Madrid, 1865, tomo I, pp. 52-53): «el territorio español se compone de la Península e islas adyacentes y
los preciosos restos de los dominios de Ultramar. De éstos no hablaremos, porque como nuestro régimen
colonial constituye una legislación excepcional que llaman de Indias, fundada en la especialidad de los
intereses que allí prevalecen, forman también un estudio aparte»; y análogo criterio mantiene, v. gr.,
Ferran (Extracto metódico de un curso completo de Derecho político y administrativo, Barcelona, 1873,
p. 200). La misma ambigüedad es evidente desde un punto de vista no jurídico en una obra tan importante
como la de Macanaz: Principios generales del arte de colonización, Madrid, 1873, pp. 27, 36, 266 y ss.
Un discurso de Alejandro Oliván, recientemente exhumado por el profesor L. Martín Retortillo («Un
retrato y un discurso de Alejandro Oliván», en Revista de Administración Pública, núm. 57, págs 379-406),
pone de relieve la raíz de esta ambigüedad. Defendiendo la esclavitud, es decir, un sistema de trabajo liga-
do a los intereses de los colonos, dice Oliván: «Las posesiones españolas de Ultramar no son colonias,
pues no se hallan sujetas al sistema colonial o prohibitivo, son provincias de la Monarquía» (edición cita-
da, p. 389). «¿Quedará ya la más pequeña duda de que nuestras Leyes políticas, que sólo libertad y patria
respiran, no pueden serles aplicadas?» (ed. cit., p. 395).
(46) Así, una Circular de 27 de marzo de 1857 proscribe el término «colonial», por considerarlo
improcedente para las provincias de Ultramar, pero tal denominación pervive, incluso a nivel superior,
hasta 1898, cfr., v. gr., Real Decreto de 26 de noviembre de 1897 (Gaceta, del 27). Solamente los dos
textos constitucionales citados organizan la integración territorial en una forma político-administrativa
homogénea, ya centralizada, ya federal.
(47) Cfr. R. Mesa Garrido: «Algunos problemas coloniales del siglo XIX», en Revista Española
de Derecho Internacional, XLIII, (1965), 3, pp. 380 y ss.
(48) Sobre la teoría colonial del Estado nuevo ofrece interesante material el asombroso libro de
Castiella y Areilza: Reivindicaciones de España, Madrid, 1942. Cfr. Ley de 15 de mayo de 1945, art.º 1.º
(49) Es significativo el silencio de Cordero Torres: Tratado elemental de Derecho colonial espa-
ñol, Madrid, 1943. Una transición «asimilacionista» de los dominios americanos a los africanos en Posada,
Tratado de Derecho Administrativo, Madrid, 1897 pp. 280 y siguientes.
(50) Al definir constitucionalmente el territorio nacional en 1931 (artículo 8.º de la Constitución)
no se admitió la enmienda tendente a integrar en el mismo las posesiones de A.O.E. y A.E.E.; por el con-
trario, se incluían las plazas de Ceuta y Melilla (cfr. Pérez Serrano: La Constitución española de 1931,
Madrid, 1932, p. 84). Desde un punto de vista doctrinal, se conoce la doctrina de la calificación heterogé-
nea, cfr., v. gr., Useros: Derecho colonial, en «Nueva Enciclopedia Jurídica Seix», I, pp. 351-355.
(51) En la doctrina, sirva de ejemplo García Oviedo que, partiendo de la calificación heterogénea
(Tratado de Derecho administrativo, ed. 1957, II, pp. 349 y ss.),. considera que la provincialización eleva
dichos territorios «al rango del territorio nacional» (Tratado, edición 1962, II, p. 346). También la Juris-
prudencia, v. gr., Sentencia (A. T. Valencia) de 15 de enero de 1964; cfr. nota González Campos, en
Revista Española de Derecho Internacional, XIX (1966), 1, páginas 77-79, destacando la extraña pro-
vincialización «por razones de alta conveniencia nacional».
(52) «... territorio español o en territorio de colonias o protectorado» (Ley de 7 de junio de 1940,
art.º 1.º); «territorios coloniales o de protectorado» (Orden de 21 de noviembre de 1944); «... nuestros te-
rritorios de África, comprendiendo en esta denominación los territorios de Guinea Ecuatorial, Ifni, Sahara
y Protectorado español de Marruecos» (Decreto de 30 de septiembre de 1944, art.º 1.º); «... todo el terri-
torio nacional y en las zonas de soberanía de Marruecos y colonias» (Decreto de 29 de diciembre de 1948,
art.º 1.º), etc. El último texto citado pone de manifiesto que el territorio sometido a plena soberanía ‘puede
ser otro que el «nacional».
(53) Cfr. Orden de 4 de julio de 1949, Orden de 30 de abril de 1951, Orden de 12 de febrero de 1947,
art.º 16: (... territorios de soberanía y colonial», fórmula que la Orden de 18 de marzo de 1950 sustituye
por los nombres de Sahara e Ifni.
(54) Por ejemplo, cfr. Decreto de 9 de mayo de 1951, art..º 1.º
(55) «... territorio peninsular e insular español, así como en los territorios africanos» (Decreto
de 12 de junio de 1959, art. 1.º). Si este precepto se pone en relación con el art.º 1.º de la Ley de 26 de
diciembre de 1958 («... yacimientos en territorios nacionales constituyen el patrimonio inalienable e
imprescriptible de la Nación»), puede servir de argumento en favor de una pluralidad de calificaciones,
249
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
porque la diversidad de territorios no puede ser equivalente en Derecho a la dispersión geográfica, y así, el
texto reglamentario considera uno –español– los espacios peninsular e insulares.
(56) Cfr. sobre el tema J. R. Capella: El Derecho como lenguaje, Un análisis lógico, Barcelona,
1968, pág. 257 y ss.
(57) Ross: On Law and Justice, Londres, 1958, página 134.
(58) Desde el Real Decreto de 27 de noviembre de 1867, creador de las Comandancias.
(59) Así, al iniciarse en Guinea la autodeterminación en 1963, se sustituye la denominación de
«provincias» por la de «territorios» en algunos casos; sin embargo, las disposiciones que emanan de la
Administración propiamente colonial siguen utilizando el término de «provincia». Otro tanto se apunta en
el Sahara con el Decreto de 11 de mayo de 1967. El Decreto de 5 de diciembre de 1969 cambia de nuevo
el nombre a la Dirección General, llamándola de Promoción del Sahara.
(60) Aviso de 2 de enero de 1957 (B. O. del E. de 15 de enero).
(61) Exposición de motivos de la Ley de 30 de julio de 1959. Tal fue la interpretación habitual:
«... con esta Ley que desarrolla el Decreto de 21 de agosto de 1956» (Cola y Cordero: La evolución de
la España de Ultramar, en el volumen colectivo «El Nuevo Estado Español», Madrid, 1961, p. 186).
(62) Exposición de motivos de la Ley de 30 de julio de 1959. Análoga la fórmula de la de 19 de
abril de 1961, referente al Sahara.
(63) Cfr. Exposición de motivos del Decreto 3.160/1963, de 21 de noviembre. También hace refe-
rencia al Decreto de agosto de 1956 el Decreto de 4 de julio de 1958.
(64) «... un detenido examen de la génesis estructural de las formas constitucionales demuestra
indudablemente que el control jurídico y político de las competencias internacionales del Estado por los
órganos internos del mismo no tiene otro objeto que evitar que, por vía internacional, se atente a la distri-
bución de competencias que en el orden jurídico interno realiza la Constitución... las competencias inter-
nacionales y las competencias internas del Estado no son sino dos aspectos de una misma atribución de
potestad que en favor de las mismas instituciones realiza el ordenamiento jurídico, de manera que a quien
corresponde la competencia de legislar en lo interno corresponde la competencia internacional en materia
legislativa...» (caso de Guinea). Esta tesis encuentra apoyo en las novísimas formas constitucionales
(cfr. mi trabajo: «El Derecho Constitucional Internacional de los nuevos Estados», en Revista Española
de Derecho Internacional, XIX, 1966, 2, pp. 20-23). El proyecto constitucional español de 1929 –tan in-
fluyente en la gestación de la vigente Ley Orgánica del Estado– reserva a la Ley «la incorporación de un
territorio al territorio nacional» (art.º 63,5). El Consejo matizó esta doctrina con relación al vigente Dere-
cho español en el dictamen número 37.068, de 3 de julio de 1970.
(65) Ley Orgánica del Estado, art.º 3.º Sin embargo, ello no equivale a una prohibición formal de
enajenación del territorio, puesto que, según señala el Consejo de Estado en el mismo dictamen número
36.017, tanto este artículo como la Ley de 17 de mayo de 1958 no contienen normas, sino principios rec-
tores de la política estatal.
(66) Cfr. Venturini: La Portée et les effects juridiques des attitudes et des actes unilateraux des
États, en «Rec. des Cours», 112 (1964-II), páginas 367-368.
(67) Lo mismo puede decirse con relación al Sahara. A la petición inicial del Secretario General
(Doc. ONU A/C. V/331) siguió una dilación española (A/C. 4/SR. 670, 14 de diciembre de 1957, p. 95) y,
tras el Decreto «provincializador», la negativa (Cfr. Doc. ONU A/C. 4/385, 10 de noviembre de 1958;
A/C. 4/SR 832, 5 de diciembre de 1958; A/C 4/406, 5 de agosto de 1959). Ante la amenaza de un proyec-
to de resolución en el que se enumeraban los territorios no autónomos administrados por España y Portu-
gal (Doc. A/C 4/L 649) y tras una entrevista hispanolusitana a nivel de Ministros de Asuntos Exteriores
(marzo de 1961), España proporciona información y «de antemano y por su libre voluntad», según ya
había anunciado su representante (Cfr. A/C, 4/SR, 1046, pp. 289 y 291).
(68) Cfr. Chronique de Politique Etrangère, VI (1953), 6, p. 715,
(69) En cuanto a la Sociedad de Naciones; cfr. Doc. S. d. N. C. 422, M. 176, 1931, VI, relativo al
Irak. Respecto de las Naciones Unidas, confróntese Yturriaga, Opus cit., p. 88 con las referencias allí
contenidas.
(70) «... sujetos a tutela por cristiana y clarividente previsión de España» (Ordenanza del Gobierno
General de Guinea de 17 de marzo de 1953). Sobre el Patronato, cfr. Cordero Torres: Tratado Elemen-
ta1, cit., pp. 178 y ss.; posteriormente fue reorganizado por Decreto de 7 de marzo de 1952. El tema de la
misión civilizadora y tutelar es lugar común en las Exposiciones de motivos de Leyes y otras normas de
rango inferior, ya se trate de la ordenación financiera (Ley de 15 de mayo de 1945, art. 1.º), de una norma
250
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■
251
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
sobre ordenación financiera de Guinea. Tampoco –ya en régimen de provincialización– se publicó, entre
otras, la Ley de Procedimiento Administrativo, que, sin embargo, se entendió siempre vigente.
Principio de anarquía normativa: ejemplo: la Orden de 16 de enero de 1962 declara aplicable a
Guinea, entre otras normas, el Código Civil, la Ley de Régimen Jurídico de Sociedades Anónimas, la Ley
de Hipoteca mobiliaria, la Ley de Aguas, etc., pero «todas las antedichas disposiciones se entenderán
aplicables en cuanto no se opongan a lo dispuesto en las Órdenes de esta Presidencia del Gobierno...». Los
casos podrían multiplicarse.
(89) Scelle: Précis..., I, p. 148.
(90) «Bajo la inmediata dependencia de la Presidencia del Gobierno» –Decreto de 31 de marzo
de 1960, art.º 2.º–. En cuanto a la evolución de este Centro, cfr. Cordero Torres: «Problemas de la Ad-
ministración a distancia: la organización metropolitana de las dependencias», en Revista de Administra-
ción Pública, núm. 3, pp. 28 y sigs: Por ello se dan ante este organismo los recursos de alzada y la avoca-
ción propia de la relación jerárquica.
(91) Decreto de 31 de marzo de 1960, art.º 7.º –respecto de Guinea–; Decreto de 10 de enero de 1958,
art.º 2.º –respecto de Ifni–; Decreto, de 14 de diciembre de 1961, art.º 8.º» –respecto de Sahara–. Es inte-
resante señalar que en el A.O.E. se exigía la previa comunicación a la citada Dirección General para la
entrada en dichos territorios de toda Autoridad a la que el Gobernador General no estuviese inmediata-
mente subordinado (Orden de 23 de noviembre de 1954, art.º 12).
(92) Así lo hace F. Martín González: «La división administrativa española y los acontecimien-
tos africanos: Cuatro nuevas provincias de régimen especial», en Rev. Est. Vida Local, XIX (1960), 114,
página 843.
(93) Decreto de 31 de marzo de 1960, arts. 9.º a 14 y 16 –respecto de Guinea–; Decreto de 10 de
enero de 1958, art.º 5.0 –Ifni–; Ley de 49 de abril de 1961, art.º 14, y Decreto de 14 de diciembre de 1961,
artículos 2.º y 15 a 22 –Sahara.
(94) Ley de 30 de julio de 1959, art.º 11, y Decreto de 31 de mayo de 1960, arts. 2.º y 14.
(95) Cfr. Decreto de 29 de noviembre de 1962, arts. 14, 29, 65,n, 66, 68...
(96) Cfr. Instrucción G. G. de 20 de marzo de 1962, art.º 3.º
(97) Orden de 28 de noviembre de 1968, que modifica la de 5 de diciembre de 1944.
(98) Merced a la composición paritaria de la Asamblea General: por las dos Diputaciones (De-
creto de 3 de julio de 1964, art.º 13). Confróntese el Reglamento de la Asamblea de 10 de octubre de 1964.
Todavía falta un estudio en profundidad sobre el funcionamiento del régimen de autonomía en Guinea
Ecuatorial, tema sobre el que prepara una investigación muy amplia el señor Gard, de la Universidad de
Los Angeles.
(99) Creada, por el Decreto 1024/1967, de 11 de mayo, que añadió un Capítulo XX al «Ordena-
miento de la Administración Local en el Sahara» de 29 de noviembre de 1962. Su composición es, en gran
parte, fruto de «elecciones libres» (= sufragio universal directo de los mayores de edad de las fracciones
nómadas, art.º 168). Sus competencias fundamentales son políticas: «1.º examinar y emitir dictamen en
todos aquellos asuntos de interés general del territorio; 2.º ser informada de las disposiciones con rango de
Ley o de Decreto que deben regir en el Territorio, pudiendo, a este respecto, formular las objeciones o
sugerencias que se consideren oportunas para su adaptación, a las necesidades del mismo; 3.º proponer al
Gobierno, por propia iniciativa, la adopción de las medidas y normas jurídicas necesarias para el cumpli-
miento y desarrollo de las Leyes del Estado» (artículo 173). Es evidente la analogía de este precepto con
el art.º 17 del Decreto de 3 de julio de 1964, referente a Guinea Ecuatorial.
(100) Tal ha sido la interpretación del propio legislador, al situar el régimen sahariano entre «la
diversidad de instituciones y de regímenes administrativo-económicos actualmente existentes en España,
las variedades económico-forales y la especial configuración de los Cabildos insulares» (Exposición de
motivos de la Ley de 19 de abril de 1961). Tal ha sido la posición unánimemente sostenida por los autores
que en España han abordado el tema.
(101) Ley de 30 de julio de 1959, art.º 13. «Aucune des slogans integrationistes n’a pu transformer
une société profondement différente de celle de la Metropole» [Flory: Loi Cadre, en «Encyclopedie Fran-
caise», X ed. 1964, pp. 68,a)].
(102) En Guinea, por el Decreto 623/1960, de 7 de abril; en el Sahara, por el ya citado de 29 de
noviembre de 1962. En este segundo caso, la organización municipal no es continua. Atendiendo a lo
dispuesto en la Ley de Régimen Local, art.º 1.º (cfr. Reglamento de Población y Demarcación, de 17 de
mayo de 1952), la Sentencia (Audiencia Territorial de Pamplona) de 19 de octubre de 1965 afirmaba que
«el territorio nacional se divide en su integridad en términos municipales y no en términos municipales, de
252
13. TERRITORIO ESTATAL Y TERRITORIO COLONIAL ■
una parte, y, de otra, en territorios de dominio público, pues tal tesis... llevaría al resultado absurdo, y por
ello rechazable, de que las zonas demaniales no integran el territorio del Estado español», con lo que
permitía concluir que el territorio nacional era exclusivamente territorio municipalizado, de acuerdo con
la Ley de Régimen Local y con la tradición constitucional, excluyendo, por lo tanto, los territorios extra-
vagantes africanos; sin embargo, el Tribunal Supremo, al confirmar la Sentencia citada, puntualizó que
«... el territorio nacional en la Península e islas adyacentes está totalmente distribuido en términos muni-
cipales contiguos entre sí» (Sentencia de 2 de octubre de 1967), dando a entender de esta manera que
fuera de dichas zonas, había territorio nacional ajeno a la organización municipal. El «fetichismo de los
kilómetros cuadrados» de que hace gala el señor Cordero Torres –ponente de dicha Sentencia– (Tratado,
p. 7), tal vez no sea ajeno al tenor de la Sentencia, manifiestamente contraria a los términos de la Ley de
Régimen Local.
(103) Cfr. García de Enterría: La Provincia en el Régimen Local español, recogido en su libro
«Problemas actuales del Régimen Local», Sevilla, 1957. Por ello, no creo procedente tomar el régimen
autonómico de Guinea Ecuatorial como piloto para la necesaria regionalización de España, como propone
Montoro Puerto: «La región ecuatorial y las provincias españolas», en La Provincia, Barcelona, 1966,
II, páginas 115-128.
(104) Merkl: Derecho administrativo, traducción española, Madrid, 1935, p. 432.
(105) Como antecedente colonial baste citar la Ord. General de 1938, arts. 10 y 11. Como ejemplo
concreto y posterior a la provincialización, el Convenio entre la Federación de Nigeria y la provincia de
Guinea sobre reclutamiento de braceros (Boletín Oficial del Estado de 1 de octubre de 1957).
(106) Cfr. Flory: Loc. cit., p. 69-a.
(107) Kelsen: Teoría general del Estado, traducción española, página 219. En cuanto a la evolución
doctrinal, cfr. Schoenborn: La nature jurídique du Territoire, en «Rec. des Cours», 1929, IV, pp. 85-189.
(108) Verbigracia: Constitución de Marruecos de 1970, art.º 19; Constituciones de Pakistán de
1956, art.º 203, y de 1962, art.º 221. Como ejemplo de un Estado dividido, Constitución de la República
Democrática del Vietnam de 1959, art.º 72.
(109) Tratado de Derecho Internacional Público, traducción española, ed. 1967, p. 72.
(110) «... convencida de que todos los pueblos tienen un derecho inalienable a la libertad absolutas
al ejercicio de su soberanía y a la independencia de su territorio...» (Res. A. G. 1.514 (XV) del 15 de di-
ciembre de 1960).
(111) Sobre este aspecto, cfr. Gottmann: La politique des États et leur geographie, París,
1952, pp. 70-120. Así parece intuirlo Colmeiro cuando dice: «El ciudadano dentro del territorio nacional
vive como el hombre privado en la casa que habita y en el campo que cultiva» (Derecho administrativo
español, 1, p. 47).
(112) Contribution a la Théorie Générale de l’État, I, p. 4, nota 4.
(113) The Approach to Selfgovernment, Londres, 1958, p. 58.
253
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO
(Contribución a la teoría del símbolo político)
INTRODUCCIÓN
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
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14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
nía estatal radica en las diferentes competencias fácticas que en cada uno de
ellos ejerce el Estado (17). Sin duda esto es cierto y a la hora de saltar por enci-
ma de las denominaciones y atender a las condiciones de un territorio, es piedra
de toque la condición jurídica de sus habitantes, pero detenerse en tal explica-
ción es responder la cuestión con otra nueva, puesto que cabe preguntarse el
porqué las competencias difieren en ámbitos distintos. En el fenómeno colonial
ello podía explicarse, porque en términos de Scelle (18), «la colectividad colo-
nizada es distinta de la colectividad metropolitana» y en consecuencia «los sis-
temas jurídicos de ambas comunidades son necesariamente diferentes porque
se dirigen a grupos cuyas necesidades se encuentran recíprocamente en las an-
típodas». Pero ni ello ocurre, necesariamente, siempre, ni la explicación es vá-
lida en aquellos supuestos, ajenos al mundo colonial, en los que existe una
pluralidad de territorios sin que se dé una pluralidad de poblaciones.
Tal es, precisamente, uno de los casos típicos de la categoría de «fragmen-
to de Estado», hoy en vías de resurrección (19). Basta pensar en el Reino de
Croacia desde 1868 hasta 1918, y actualmente en Escocia y el País de Gales.
En todos estos casos existió y existe un territorio propio, pero no hubo en el
Reino de Croacia una específica naturaleza croata, de la misma manera que en
Gran Bretaña no hay sino una sola nacionalidad británica (20). De hecho, otro
tanto ocurre en el llamado Estado Federal Unitario, donde la nacionalidad es
única y el ejercido del derecho electoral en un determinado país depende de
esta nacionalidad única más el criterio de la simple residencia (21).
En todos estos casos está fuera de dudas que existe un territorio bávaro o
escocés, dotado de una entidad infungible, como hasta 1918 existió un territo-
rio nacional croata (22), pero ello no puede explicarse como lo haría Jellinek o
Romano en atención a un peculiar pueblo bávaro, escocés o croata, que no
existe como tal. La diversidad de tales territorios es independiente, hoy, de la
existencia de un solo pueblo alemán o británico, como ayer lo fue de una sola
ciudadanía húngara.
En consecuencia la heterogeneidad de territorios sometidos a una única
soberanía estatal, es incompatible con la interpretación del territorio como
mero ámbito competencial.
Por otro lado, la teoría de la competencia se ha afirmado señalando que
un territorio concebido como elemento de la personalidad del Estado no sería
susceptible de cesión sin alterar la naturaleza de aquél, lo cual contradice la
práctica general de los Estados (23). Sin embargo, no resulta infrecuente que
las constituciones de cada Estado prohíban la cesión territorial o la sometan a
especiales condiciones de rigidez e incluso delimiten ellas mismas el territorio
nacional sometiendo, por tanto, su alteración al procedimiento de revisión
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14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■
que perdura hasta muy entrado el siglo xix y aún más adelante» (47). Pero ello
es así en virtud, precisamente, de las reminiscencias feudales que perduran junto
con el antiguo régimen y sus residuos. Ahora bien, los derechos reales feudales
poco tienen que ver con las asépticas categorías jurídicas construidas por los
pandectistas. La tierra es la carne del feudalismo como la relación de vasallaje es
su sangre y su espíritu. La tierra no es sólo objeto de una relación, sino que su
condición reviste gran importancia y llega a objetivizarse e independizarse de su
propietario que, inversamente, recibe de ella su status. De esta manera, la adqui-
sición de tierras nobles ennoblece, como la propiedad de tierra plebeya somete a
obligaciones de pechero e, incluso, ya entrado el siglo xviii, para ser un rey sin
superior, el de Prusia necesita un territorio exterior al Imperio Germano (48).
El territorio funciona, pues, como expresión espacial, física, del cuerpo
político. Es allí y no en el poder donde radica la unidad política. Cuando este
cuerpo político lo constituyen el rey y los estamentos o su valentior pars, «rey
y nobles» (49), no es de extrañar que el territorio de la comunidad se constitu-
ya sobre categorías feudales y dominicales. La comunidad nacional que histó-
ricamente toma su relevo, también encuentra en el territorio su dimensión y
carga éste su elemento corporativo de afectos todavía más intensos, como más
intenso es su grado de integración. Contemplado así, sub specie patriae, el
territorio se convierte en parte del ser nacional, en territorio nacional.
Analizando una vez más los rasgos y características del «espacio mítico»
se pone de manifiesto su condición de espacialidad de situación. Pero resulta
indudable que si de algún lugar puede decirse, con el poeta, «soy el sitio en que
estoy», este es el cuerpo propio.
En efecto, tal como ha sido explicitado por la fenomenología existencial (50),
el cuerpo propio es el factor antropométrico por excelencia al que no puede
atribuirse una cualidad espacial de índole puramente geométrica (partes extra
partes) y resultaría eminentemente grotesco afirmar que «si mi brazo está so-
bre la mesa... se encuentra al lado del cenicero, como éste se halla junto al te-
léfono». El cuerpo no está solamente entre las casas, sino que es «mi acceso a
las cosas», y este ser origen de todas mis percepciones sobre el mundo es lo
característico del cuerpo convertido, de tal manera, en «aquí fundamental».
Por eso, el cuerpo propio es radicalmente heterogéneo respecto de todo otro
volumen, como raíz de toda espacialidad, en tomo al cual se articula lo exten-
so, lo lleno y lo vacío.
265
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
Por otro lado, el espacio corporal no es perceptivo, puesto que «no estoy
ante mi cuerpo sino en mi cuerpo, o mejor aún, soy mi cuerpo» y, sin verlo, lo
contemplo desde dentro tanto en su totalidad como en su posibilidad.
En fin, la «síntesis del cuerpo propio» nos revela, en vez de la coordina-
ción de sus partes, una total inherencia estructural de las mismas, que hace al
todo estar presente o mejor ser totalmente en cualquiera de ellas, porque no es
el ojo quien ve ni la mano quien aprehende, sino yo en esa mi omnipresente
dimensión corporal.
Ahora bien, en páginas anteriores ha quedado expuesto que éstos son
precisamente los rasgos del espacio mítico del cual el cuerpo propio es, por lo
tanto, el análogo fundamental. ¿Por qué esta analogía? Por su común pertenen-
cia al campo de la simbólico cuyo a priori constitutivo es, precisamente, el
cuerpo, la carnalidad del hombre. La tradición kantiana nos enseña que en las
determinaciones espaciales reside la esencia del objeto como tal objeto; pero
«la experiencia nos muestra bajo la espacialidad objetiva una espacialidad pri-
mordial de la cual aquélla es mera envoltura». La intuición pura de toda sensi-
bilidad descansa en último término en mi carnalidad, que, antes de estar en el
espacio, «es al espacio». En esta carnalidad el sentimiento lo es todo; el con-
cepto ruido y ceniza. Esta función inaugural del símbolo permite afirmar que
los símbolos «dan ser» y por ello en términos del viejo Ihering no pertenecen
al «haber» de los hombres; no se tienen símbolos, se es en y por los símbolos.
Ello supone la necesidad de distinguir entre los símbolos y las cosas, en
el sentido jurídico del término. La cosa puede caracterizarse por tres rasgos
fundamentales. En primer lugar, es cosa aquello que no es sujeto, la no perso-
nalidad, diría Bierling. En segundo término, la cosa ha de ser autónoma, es
decir, no mera parte de otra. Por último, la cosa como bien jurídico, ha de estar
en el comercio de los hombres, es decir, dentro de la posibilidad de ser objeto
de relaciones jurídicas (51).
El símbolo no se opone como objeto al sujeto, no se incluye en la cate-
goría de patrimonialidad. En el viejo derecho romano el deudor podía librar a
su persona entregando toda su hacienda, porque precisamente el cuerpo de la
persona no forma parte de aquélla y, en expresión muy posterior de la glosa,
dominus membrorum suorum nemo videtur (52). Por el contrario, ya la última
Escolástica conoció un ius in se ipsum (53) que, desde el pasado siglo, la ci-
vilística alemana ha tematizado largamente, considerándolo como derecho de
la personalidad, absolutamente irreductible a un derecho real (54). Análoga-
mente, el territorio es la forma física del ser social, como el cuerpo lo es de la
persona. «El territorio no es un accesorio fortuito o un anexo separable o
intercambiable de la personalidad del Estado, sino un contenido de su natura-
266
14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■
leza, contenido que en muchos aspectos determina los actos de esta persona-
lidad y todo su desarrollo» (55), y esta ineludible conclusión de la Teoría
General del Estado es avalada por el análisis del derecho positivo. Así, Preuss
recordará cómo «una violación del territorio del Imperio es una violación del
Imperio mismo, no de un objeto de su posesión, correspondiéndose más a una
lesión personal que a un delito contra la propiedad» (56).
Con ello se cumple también el rasgo general según el cual es imposible
autonomizar el símbolo de lo simbolizado. Mientras la metáfora expresa algo
que fuera de ella también podría ser comprendido, el símbolo revela lo que sin
él resultaría inaprehensible, hasta tal punto que si llega a separarse la faz sim-
bolizante de la simbolizada, el símbolo deja de serlo. Ello permite explicar la
peculiaridad de los derechos reales sobre el territorio. Estos pueden ser de dos
tipos, ya derechos reales sobre partes individualizadas del territorio en favor
del propio Estado o de tercero –y a ellos son asimilables los derechos reales
sobre las cosas singulares que en el territorio se encuentran–, ya los llamados
derechos reales internacionales. El objeto de los primeros, por su misma indi-
viduación, puede considerarse ajeno al espesor simbólico del territorio. El pro-
pietario posee una tierra y la hacienda estatal puede adquirir un derecho real
preferente sobre un inmueble, pero es claro que estos derechos se dan en un
plano distinto al de la soberanía territorial del Estado, y ha sido precisamente
el derecho público del Estado Constitucional quien ha emancipado esta última
categoría de la de patrimonio estatal, que puede darse, por supuesto, y con la
misma intensidad fuera del propio ámbito territorial (57).
En cuanto a los derechos reales internacionales limitados sobre el territo-
rio, su análisis revela una trascendencia simbólica que los hace muy diferentes
de sus homónimos civiles (58). Si los derechos del Estado sobre sus pertenencias
militares, sus archivos y sus naves, especialmente las de guerra, pueden ser cali-
ficados de reales, esta denominación no oculta que se trata de un tipo de derecho
muy distinto del de la mera propiedad, puesto que supone una prolongación es-
pacio-temporal de la personalidad del Estado, y, desde el punto de vista contra-
rio, quien ha padecido una concesión o servidumbre internacional sabe que se
trata de una capitidisminución de su propia personalidad estatal (59).
Por último, es claro que los símbolos, en la medida que lo son, caen fuera
del comercio de los hombres. El mismo derecho de la personalidad, por su tras-
cendencia simbólica, supone más una exclusión de la actividad ajena que un po-
der de disposición. Por ello, el derecho a la vida, primero de los derechos de la
personalidad, no es tanto un derecho de disposición –eutanasia, suicidio, etc.–,
como la exclusión de la actividad ajena que pudiera serle fatal, y el derecho al
nombre es más una exclusión del uso individual por terceros que un derecho de
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
disposición contradicho por la imperatividad del mismo nombre. Los datos reco-
gidos en la primera parte de este estudio revelan cómo el territorio nacional es
cada vez más un elemento ajeno al tráfico o, lo que es lo mismo, ajeno a las po-
sibilidades de ser objeto de relaciones jurídicas, y la potestad del Estado en el
mismo se caracteriza por su exclusividad frente a toda intervención de terceros.
El símbolo, por tanto, es inherente al sujeto. Tal es la base subyacente a
la diferencia tematizada por la doctrina italiana entre entes locales y entes te-
rritoriales (60). Mientras los primeros desarrollan su actividad en un determi-
nado espacio que es límite de su competencia, pero que les es estructuralmen-
te ajeno, por ejemplo, una institución docente de ámbito geográfico preciso, en
los segundos el territorio tiene el carácter de elemento material, esencial, del
cual resulta la vida del propio ente. Tal es, sin duda, el caso del Estado, pero
también de comunidades infraestatales, como el municipio, la provincia, el
«país»; y precisamente en el caso en que las reivindicaciones autonómicas son
más firmes, aparecen vinculadas a la infungibilidad de una personalidad terri-
torial (61). Ahora bien, si este ente territorial se halla de tal manera definido y
controlado por la dimensión espacial que «sin ésta no existiría», es porque el
territorio es uno, cuando no el principal, de los elementos corporativos.
En esta misma dirección apunta la doctrina socialista. Como es bien sabi-
do, la teoría marxista del Estado no dio excesiva importancia al territorio, y a ello
responden los primeros planteamientos soviéticos en la materia, puesto que la
«clase» es una categoría sin especial enraizamiento territorial. Incluso los prime-
ros intentos de síntesis entre marxismo y nacionalismo dan importancia predo-
minante, cuando no exclusiva, al elemento personal de las naciones, con inde-
pendencia de su localización territorial; baste recordar los nombres de Renner,
Bauer y, en general, el austro-marxismo (62). Sin embargo, cuando el socialismo
en un solo país abre las puertas al llamado «patriotismo socialista», que transfor-
ma al comunismo en un «nacionalismo pintado de rojo», la situación cambia.
Así, en un texto ejemplar de esta segunda fase, el Tratado de Y. A. Korovin, se
critican las doctrinas clásicas del territorio, y, muy especialmente, la doctrina de
la competencia, puesto que «la ciencia jurídica soviética parte del significado
social del territorio» (63). Un observador superficial podría creer que se trata de
una valoración económica del espacio, pero, antes bien, se trata de una valora-
ción simbólica, y el territorio adquiere especial importancia como «base material
de la supremacía, la independencia y la inviolabilidad del pueblo establecido en
él (64). De ahí la importancia que tienen las reivindicaciones territoriales dentro
del círculo de países socialistas y en China. Para Hsin Wo (65) el territorio es
fundamentalmente expresión física de la soberanía, manifestación, a su vez, de
la identidad de un pueblo amenazado por el imperialismo.
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14. EL TERRITORIO NACIONAL COMO ESPACIO MÍTICO... ■
CONCLUSIÓN
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
Sin embargo, lo que aquí interesa más es esbozar la estructura del símbo-
lo político y destacar su relación con la Teoría General del Estado.
El territorio nacional, como todo símbolo, parte de elementos de suyo
evocadores y esta materia, llena de solicitaciones semánticas, se carga de emo-
ciones enraizadas en la afectividad arcaica. Sus fuentes son las exigencias con-
fusas y elementales de los deseos humanos y solamente a la psicología profun-
da corresponde trazar la arqueología de la madre-patria. Por ello mismo,
detenerse en describir la nostalgia por el propio terruño es pararse en la fasci-
nación de las imágenes sin llegar al nivel de lo simbólico.
El símbolo, cómo corresponde a su naturaleza social, únicamente se da
en una historia, pero una historia vivida, esto es, interpretada, es decir, inven-
tada. Las imágenes espaciales más solemnes son ya fruto de una dimensión
temporal: en la inmensidad íntima del bosque, diría Bachelard, reina el antece-
dente. Fuera de esta historia el símbolo se diluye en imágenes polivalentes. El
territorio, en su dimensión simbólica, no es propio por la fuerza de las queren-
cias infantiles, sino por la razón de una historia, es decir, de una reinterpreta-
ción del propio pasado colectivo, siempre mítica, puesto que, de una u otra
manera, explica el porqué del presente. A guisa de ejemplo, la Declaración de
Independencia del Estado de Israel de 1942, menciona «el país... cuna del pue-
blo judío, hogar de su intimidad espiritual, religiosa y nacional... al que en el
exilio han permanecido fieles... al que ha regresado para construir un Estado
sobre la tierra de sus padres», y la Constitución de la República de África del
Sur, de 1960, comienza invocando la tierra «dada en propiedad por Dios a los
primeros colonos venidos de distintos países».
Esta historia introduce en un orden distinto y por eso, al situar la expe-
riencia del ser terrícola del hombre y de su vida en común, en relación de alte-
ridad, frente a los antepasados o incluso frente a Dios, le da sentido. Por ello
puede decirse que el símbolo es una epifanía de transcendencia. Ahora bien,
como señala J. Wahl (69), la transcendencia supone dos perspectivas harto di-
ferentes. Por un lado la transascendencia hacia lo totalmente distinto, v. gr., en
la fe; por otra parte, la transdescendencia que se prolonga en la horizontalidad,
v. gr., considerando la tierra el transcendente por excelencia. La simbología
política responde a esta segunda dimensión en la que, como toda simbología
existencial, pretende ofrecer un sentido, en este caso relativo pero no menos
último, a las situaciones límite, esto es, a los grandes existenciales que señalara
Heidegger, el «ser-ahí», el «ser-con-los-otros», el «ser-para-la-muerte». La co-
munidad política terminal, la nación, da sentido al vivir colectivo, integra y por
eso, tanto ella como su anatomía, es de índole simbólica.
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NOTAS
(1) Jellinek: Teoría General del Estado, trad. esp. de la 2.ª ed. Buenos Aires, 1954, p. 14.
(2) Cf., Mitos y Símbolos Políticos. Madrid, 1964; y Del Mito y de la Razón en el pensamiento polí-
tico. Madrid, 1968.
(3) Del Mito y de la Razón..., pp. 2 y ss.
(4) Cf., Mitos y Símbolos… pp. 162 y 93.
(5) Cassirer: El Mito del Estado, trad. esp. México, 1947, p. 331.
(6) Cf., Ortigues: Le dircours et le Symbole. Paris, 1962.
(7) Cf., S. Romano: Principii di Diritto Constituzionale Generale. Milán, 1947, pp. 181 y ss.
(8) Seldmayr («Idee einer kritischen Symbolik», Archivo di Filosofia, 1953). Sólo acierta en el
título.
(9) Cf., Schönborn: «La nature juridique du territoire», Rec. des Cours de l’Academie de Droit
International de la Hay e, 1929. IV, pp. 92 y ss.
(10) Stato e Territorio, Roma, 1924, p. 59.
(11) Romano: Corso di diritto internazionale. Padua, 1929, pp. 152 y ss. Cf., Ghirardini, La so-
vranita territoriale nell diritto internazionale. Cremona, 1913.
(12) Loc. cit., p. 301.
(13) Meyer-Anschutz: Lehrbuch des deutschen Staatsrechts, 7.ª ed., pp, 236 y ss.
(14) Radnitzky: en Arch. für öffentliches Recht XX (1905), pp. 313 y ss. XXII (1907), pp. 416 y ss.,
y XXVIII (1912), pp. 454 y ss.; Duguit, Traité de Droit Constitutionnel 1914, II.
(15) «Staatsgebiet, Staatsgemeinschaftgebiet und Staatengebiet», Niemeyers Zeitschrift für
lnternationales Recht XXXVII (1927), pp. 293 y ss., tesis recogida después en su Tratado.
(16) Cf., mi trabajo: «La configuración del territorio nacional en la doctrina reciente del Consejo
de Estado Español», Estudios de Derecho Administrativo. Libro Jubilar del Consejo de Estado. Madrid,
1972, pp. 357 y ss. Ahora en este volumen n.º 13. Sobre el tema han insistido en España; Guaita, División
Territorial y Descentralización. Madrid, 1975; y Ramiro Bretons, Territorio Nacional y Constitución
1978. Madrid, 1978.
(17) Radnitzky: loc. cit., pp, 339 y ss.
(18) Precis de Droit des Gens. París, 1932, I, p. 146.
(19) Jellinek: Über Staatsfragmente, Heidelberg, 1896. Sobre la actualidad de esta figura, vid. mi
estudio preliminar a la traducción española de tan raro opúsculo (Madrid, 1978).
(20) Cmnd. 6.348, p. 5, Cf., Ley húngara de 1868, art. 30, 1 (Steinbach, Die hungarische Verfas-
sung Gesetze. 2.ª ed., pp. 103 y ss.
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(53) Gómez de Amescua: Tractatus de potestate in se ipsum, 1604. El derecho natural racionalis-
ta y la primera pandectística elaboraron este concepto.
(54) Desde la tesis de Kramer en Berlín en 1887 y Klusemann en Leizpig en 1907. Cf. Cas-
tan: Los derechos de la personalidad, 1952, como visión de conjunto en la doctrina española.
(55) Kjellen: Der Staat als Lebensform. Estocolmo, 1917, p. 80.
(56) Gemeinde, Staat, Reich als Gebietskörperschaften. Berlín, 1889, p. 394.
(57) V. gr. El dominio exterior del Estado. Por eso también pueden distinguirse desde Planiol y
Hauriou derechos reales administrativos de corte civil.
(58) Ubertazzi: I Diritti reali nell’ordine internazionale. Milán, 1949, pp. 73 y ss.
(59) Hsin Wu: «A Criticism of Bourgeois International Law on the Question of State Territory»,
Kuo-Chi Wen - t’i yen-chiu (Estudios sobre problemas internacionales), 1960.
(60) Romano: «Observazioni sulla natura giuridica del territorio dello Stato» en Scritti Minori.
Milán, 1950, p. 173. Cf., Alessi, « Intorno alla nozione di ente territoriale», Rivista Trimestrale di Diritto
Publico, 1960, p. 290.
(61) Así, en España, el proyecto de Constitució per l’Estat Catalá de 1883, establece «Cap poder te
la facultat de rompre la unitat de la regió, ni d’enagenar per cap concepte el tot o part de dit territori»
(art. 2.º), y la misma preocupación late en las bases de 1918 (1º B) y en las textos siguientes, tanto tradi-
cionalistas (1930) como de otro signo. En cuanto al País Vasco la preocupación se apunta ya en el Estatu-
to de Estella (1931) y es muy claro en el anteproyecto de Constitución de Euskadi de 1941 (art. 5) y más
aún en el proyecto de estatuto de 1940, art. 1.º (textos de Santa María, Orduña, Martín Artajo, Documento
para la historia del regionalismo en España. Madrid, 1977), Un paralelo importante en el reconocimiento
húngaro de la integridad territorial de Croacia-Slovenia (leyes citadas de 1868, art. 65).
Este relieve del elemento territorial es también patente cuando se hace del territorio fundamento de
la representación política, así, en la reciente Constitución española «se garantiza la representación de las
diferentes áreas del territorio» (art. 152, 1), se hace del Senado cámara de representación territorial
(art, 69, 1), y se asegura mínimos de representación provincial (art. 68, 2).
(62) Cf., García Pelayo: La teoría de la Nación en Bauer. Caracas, 1978.
(63) Derecho Internacional Público (trad. española). México, 1963, pp. 173 y ss.
(64) Ibidem, p. 182, cf. Para el planteamiento paralelo en las democracias populares y especial-
mente en Alemania. Völkerrechet Lehrbuch, I , Berlín, 1973, pp. 354 y ss., y 357-59.
(65) Loc. cit., p. 323, Cf., Shao-Chuang Leng: «The Sino-Soviet Border Dispute» en Law in Chi-
nese Foreign Policy: Comunist China and Selected Problems of Inter. Law. N. York, 1972, pp. 263 y ss.
G. Ginsburg y C. Pinkele, «The genesis of the territorial issue in the Sino-Soviet Dialogue: Substan-
tive dispute or ideological as de Deux?» en China’s Practice of International Law, Some Case Studies
(Ed. J. A. Cohen) Cambridge, Mass. 1972, pp. 167 y ss. People’s China and International Law. A Docu-
mentary Study (Ed. by J. A. Cohen y Hungdag Chiu), vol. 1, Princeton, New Jersey, 1974. Cfr., especial-
mente pp. 315 y ss., 503 y ss.
(66) Barile: I Diritti Absoluti nell’ordinamento Internazionale. Milán, 1951, pp. 40 y ss.
(67) Guasp: loc. cit., pp. 281 y ss.
(68) Mortati: Istituzioni di Diritto Publico, Padua, 1960, p. 102.
(69) Transcendance et condition humane. París, 1942.
(70) Loc. cit., pp. 195 y ss. Estos símbolos que «dan que pensar» exceden con mucho los que «sir-
ven para pensar». V. gr.: J. Laponce, «Temps, espace et politique». Soc. sci. inform. 14 (¾), pp. 7-28.
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de los lemas democristianos. Por otra parte los anglosajones, en especial los
americanos, trataron de hacer de la Declaración Universal un calco de su pro-
pia Declaración de Derechos.
B) La segunda raíz o fuente de la Declaración es la ideología socialista
que aportan fundamentalmente la representación de la URSS y los Estados por
aquel entonces bajo influencia soviética. Frente al individualismo dominante
ya señalado, la raíz socialista insiste en cuatro aspectos de capital importancia,
que, por otra parte, resultan próximos al pensamiento iusnaturalista católico.
Primero, porque, como quedó plasmado en el artículo 22 de la Declara-
ción que hace de introducción a toda una serie de derechos económicos y so-
ciales, «cada uno, en tanto que miembro de la sociedad, tiene derecho a...». Es
decir, las delegaciones de los países socialistas insistieron y obtuvieron que se
atendiera no sólo al individuo aislado en un universo metahistórico muy pro-
pio del iusnaturalismo racionalista, sino inserto en determinado ambiente
social que concreta y condiciona su vida. Por ello, en segundo término, la in-
fluencia socialista es patente en la inserción de los derechos económicos,
sociales y culturales de los artículos 22 a 27, después desarrollados en el Pacto
de 1966. En tercer lugar, la influencia socialista llevó a afirmar, junto a los
derechos del individuo, los deberes del ciudadano cara a la sociedad (art. 29.1).
Por último, el sentido del ejercicio de los derechos en forma solidaria y de
acuerdo con los propios principios de Naciones Unidas (arts. 29 y 30).
Lo que de tal planteamiento interesa ahora destacar es que los Derechos
proclamados en 1948 no se dan con independencia de un aquí y ahora concre-
tos y que tales aquí y ahora son una determinada sociedad y Estado. Que el
titular de derechos en tal sociedad también lo es de deberes frente a la misma
y que su ejercicio no puede ser arbitrario, sino dirigido a un fin lícito. Extre-
mos todos ellos importantes de recordar cuando se trate de articular los dere-
chos humanos y el interés e identidad de la comunidad nacional en cuyo seno
se ejercen.
C) Junto a la matriz iusnaturalista y la matriz socialista, la Declaración
de 1948 tiene también una matriz identitaria. En un primer momento, al redac-
tar la Declaración de 1948, la única identidad que se afirma es la expresada a
través de la soberanía de los Estados, que llevó a eliminar el derecho de peti-
ción, a difuminar el de rebelión apenas aludido en el Preámbulo, a negar el
derecho de las minorías nacionales y, sobre todo, a eludir el carácter jurídica-
mente vinculante de la propia Declaración. Pero ya en la elaboración de la
misma los países socialistas, no menos defensores de su soberanía estatal que
los occidentales, insistieron por razones tácticas en los derechos de los pue-
blos. Estados recién descolonizados como la India, aún alienándose con los
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B) Regionalización
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Se repite allí el modelo de los Pactos de Nueva York, pero con importan-
tes matizaciones harto significativas. Así, los derechos se configuran por ley
(art. 4), y muchos de ellos se reservan a los ciudadanos. La libertad de religión,
referida con especial énfasis a las minorías (art. 37), se matiza en cuanto a
Derecho individual (art. 27) con el respeto al derecho de las demás, lo que en
el mundo musulmán a cuyos valores se hace reiterada referencia en el Preám-
bulo, tiene un especial significado y se reconoce expresamente el valor del
nacionalismo árabe (art. 35). En todo ello apunta el valor emergente de la
identidad.
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propia práctica de las Naciones Unidas que pretende reducir al marco colonial el
mencionado derecho, el Acta de Helsinki que afirma la inmodificabilidad de las
fronteras y, más aun, la Carta de París que supedita el reconocimiento de los
PEGOS, surgidos de la secesión, al establecimiento y funcionamiento de un
sistema democrático. Esto es, la autodeterminación externa a la interna. La prác-
tica posterior muestra que la realidad es otra. La autodeterminación se impone,
en la URSS, en Yugoeslavia y en Checoeslovaquia, con lo que Jellinek denominó
la «fuerza normativa de los hechos».
Ahora bien, desde nuestro punto de vista lo que importa no es describir la
proyección colectiva de unos u otros derechos, sino desvelar en qué consiste esa
su naturaleza colectiva. Y así resulta que los derechos son colectivos no solo
cuando su titular es una colectividad, sino cuando el bien a tutelar es un bien
colectivo (25). La autodeterminación de un pueblo es un bien colectivo y, por
ello, su titular no es individuo alguno, sino el pueblo en cuestión. La lengua es
un bien colectivo y, por ello, puede calificarse de derecho colectivo el que sus
hablantes tienen a utilizarla. Y la identidad étnica y cultural es un bien colectivo
y, por ello, no está a disposición de quien quiera optar por ella o incluso abando-
narla, sino que es un derecho a ejercer por quienes, objetivamente, pertenecen a
la colectividad en cuestión. Los derechos colectivos lo son en función de su ob-
jeto y es el objeto el que determina al sujeto hasta confundirse ambos como
ocurre en los derechos de la personalidad y otros derechos existenciales.
Que la tutela del objeto prima sobre la libertad del sujeto se pone de ma-
nifiesto en las diversas medidas de protección externa e interna que garantizan
determinado bien colectivo frente a la erosión exterior y la disidencia interior.
Ello es especialmente cierto en cuanto se refiere a la protección de minorías
históricas y pueblos indígenas. Como señalara Mirkine Guetzevitch en los
albores del régimen de minorías, se trata de un «control social de la libertad».
b) El segundo paso de los atrás enunciados es la idea de igualdad resul-
tante de todo lo dicho y que ahora solo cabe apuntar. La Declaración Universal
enuncia en su comienzo la igualdad de todos ante la ley, con independencia de
edad, raza, sexo, lengua o religión y lo mismo se reitera en los Pactos de Nue-
va York y en las múltiples declaraciones regionales atrás citadas. Se trata de la
noción kantiana de igualdad, basada en la común dignidad de los seres huma-
nos. Pero, poco después de Kant, Herder introdujo el principio de valoración
de las diferencias y las ideas de dignidad e igualdad recibieron progresivamen-
te otro significado.
Topamos aquí con el problema filosófico de la fundamentación de los
Derechos Humanos que no es el momento de abordar. Baste señalar con Charles
Taylor (26), un importante teórico de las políticas de reconocimiento, que con-
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chos del hombre, de los individuales y colectivos, requiere cada vez más aten-
der al valor de identidad, algo que la sociedad global de nuestros días amenaza
más que nunca. Y ello exige medidas de protección externa e interna que, en
ciertos casos, refractan los derechos clásicos.
Los microestados, sociedades cuya pequeña talla hace especialmente
vulnerable su identidad, ofrecen ejemplo de ello y otro tanto cabe decir de re-
giones de estructura identitaria muy frágil (27). Derechos como los de propie-
dad, circulación y residencia se limitan y condicionan por su peligrosidad para
el mantenimiento de una identidad que se estima más valiosa, no sólo que la
riqueza o el progreso, sino que la misma autonomía de la voluntad.
El primero de los derechos que llega a condicionar a los demás es el de-
recho a la identidad, y ésta siempre trasciende al individuo; es colectiva. A eso,
llamaba Wahl «transdescendencia».
Algún día se elaborará una Teoría del Estado atenta a los sentimientos de
la que hoy tan solo conozco atisbos. Entonces se pondrá de relieve cómo los
derechos humanos, al pasar de las declaraciones a la práctica, han dejado de
ser fruto de la razón universal, de donde surgen los derechos subjetivos, la
autonomía de la voluntad y el Pacto, para referirse a los sentimientos. Ello es
así porque en el hombre, decía Ortega, la razón es la mera cima de un iceberg
de instinto, pasión y deseo: esto es, de afectividad y la afectividad, para no
desembocar en la neurosis, requiere la comunidad.
La cuestión no es saber si hay ya y habrá más comunitarización de los
derechos en el futuro. Eso me parece indudable y a los teóricos corresponde
acuñar las categorías dogmáticas para dar cuenta de ello. Las cuestiones más
graves están en otro lugar: Por una parte, en establecer los límites de dicha
colectivización y garantizar en ella los valores esenciales del individualismo
en el derecho, como rezaba el título, ya clásico de Marcel Walin (28). Por otra,
en esclarecer cuál es la instancia que, por ofrecer el anclaje identitario adecua-
do, puede servir de polo colectivizador. ¿Será una instancia sectorial, como la
religión, según la tradicional reivindicación de las sectas o como el género o la
orientación sexual, según proponen los llamados nuevos movimientos sociales
o novísimas minorías? ¿O será una instancia política? Y, en tal caso ¿serán las
minorías, o las naciones sin Estado, o los Estados Nacionales, o los plurinacio-
nales con suficientes factores de integración, o lo que Díez del Corral deno-
minó supernaciones o, por hipótesis, una comunidad supranacional?
De analizar los derechos se llega así a toparse con las Instituciones; pero
eso es materia para otras muchas disertaciones porque de ser así, supondría
una inversión radical de los actuales planteamientos del Derecho constitucio-
nal más atento a los primeros que a las segundas.
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
NOTAS
(1) Cf., v. gr., Carrillo, Permanencia y Cambio en Derecho Internacional, Madrid (RACM y P), 2005.
(2) Cf. por todos, Díez de Velasco, Instituciones de Derecho Internacional Público. Madrid
(Tecnos) 14.º Ed. 2003, p. 583 y ss.
(3) La expresión es de Stammler y Coing. Cf., Kaufmann, Naturrecht und Geschitlichkeit,
Tubinga (Mohr) 1957.
(4) Art. 96 CE. Cf. BOE núm. 103, de 30 de abril de 1977.
(5) V. fr., en España Ley 9/1994 de 4 de mayo que reforma la Ley 5/1984 de 26 de marzo. Cf. Conse-
jo de Estado, Memoria 1995, Madrid (BOE) 1996, p. 127 y ss. En el mismo sentido el ante proyecto de ley
que el Gobierno tiene en estudio. Cf. Dictamen del Consejo de Estado, núm. 1870/2008, 27 de noviembre
del 2008.
(6) Los Derechos Humanos en el mundo contemporáneo, trad. esp. Ariel (Barcelona), 1991, p. 43 y ss.
(7) System der subjektiven Öffentlichen Rechte, Tubinga, 1892.
(8) Cf. Recueil des Cours de l’Academie de Droit International de la Haye, 79 (1951-H, p. 237 y ss.).
(9) Cf. Johnson, «The Contribution of Eleanor and F. Roosevelt to the development of International
Protection of Humans Rights». The Human Rights Quarterly, 9 (1987), p. 35 y ss.
(10) Cf., por todos, Yturriaga, Participación de la ONU en el proceso de descolonización,
Madrid (CSIC), 1967.
(11) Cf. en español la obra pionera y todavía útil de García Amador, El Derecho Internacional al
desarrollo, una nueva dimensión del Derecho Internacional Económico, Madrid (Civitas), 1987. En
general, Díez de Velasco, op. cit., p. 596 y ss. y la bibliografía así citada.
(12) Derecho, Madrid, 1971.
(13) Me remito a los planteamientos de Ortega (La rebelión de las masas, 1930) y de Röpke (La
crisis social de nuestro tiempo, 1946).
(14) Schneider, «Droit sociaux et doctrine des Droits de Thomme». Archives de Philosophie du
Droit, 1967, 12, p. 327 y ss.
(15) Cf., el capítulo 11 de mi obra El valor de la Constitución, Barcelona (Crítica), 2003, p. 169 y ss.
(16) Op. cit., p. 48.
(17) El primero, el de Derechos Civiles y Políticos, se complementa con dos Protocolos Facultati-
vos. Uno del mismo 1966, que establece como garantía un sistema de peticiones. Otro de 1989, destinado
a abolir la pena de muerte.
(18) El paralelo constitucional tiene su origen en el texto irlandés de 1937. Cf. Herrero. Naciona-
lismo y constitucionalismo. El derecho constitucional de los nuevos Estados, Madrid (Tecnos), 1971,
pp. 410 y ss.
(19) Cf. El repertorio publicado por el Consejo de Europa Human Rights in International Law,
Estrasburgo, 7.ª ed., 2007.
(20) Cf. mis Memorias de Estío, Barcelona (Temas de Hoy), 199, p. 139 y ss.
(21) Cf. La compilación documental con estudios preliminares de Clavero (ed). Derechos de los
Pueblos Indígenas, Vitoria (Gobierno Vasco), 1988, y Aparicio, Los pueblos indígenas y el Estado. El
reconocimiento constitucional de los derechos indígenas en América Latina, Barcelona (Cedecs), 2002.
(22) Por todos, cf., Kymlika, Ciudadanía multicultural, trad. esp. Barcelona (Paidós), 1996.
(23) Cf. Pentassuglia, Minorities in Internacional Law, Estrasburgo (Consejo de Europa), 2002.
Abordé la cuestión en un seminario celebrado en St. Anthony’s College (Oxford) en 2004, cuyo texto,
«Minorities and Historical Titles: the Search of Identity», se publica en la Revista Internacional de Estu-
dios Vascos, 2008, p. 191 y ss. Más ampliamente, «Protección de minorías e identidades históricas en la
práctica constitucional europea». Pacis Artes. Obra Homenaje al Profesor Julio D. González Campos,
Madrid (UAM), 2005,II, p. 1919 y ss.
(24) Sobre lo que sigue, cf. Cassese, Selt-determination of Peoples. A legal Reappraisal, Cam-
bridge University, Press, 1995.
(25) Cf. Raz, The Morality of freedom, Oxford (Clarendon), 2008, p. 208.
(26) Taylor, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, trad. esp., Madrid (FCE), 2003.
(27) Cf. mi estudio «Els Drets Humans ais microestats: dues crisis de creixement», en Recull i
comentari deis articles de la Declaración Universal de Drets Humans. 50é aniversari, Andorra (Col-legi
d’Advocats), 1999, p. 293 y ss.
(28) L’ lndividualisme et le droit, París (Sirey), 1945.
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17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD
RELIGIOSA (UN ENSAYO DE DERECHO
CONSTITUCIONAL COMPARADO)
Cfr. Mc. 9, 38-40
303
■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
que, en último término impregna con sus categorías, especialmente las dogmá-
ticas, simbólicas y rituales, las instituciones y los espacios públicos. La Res
Publica es así Res Sacra y como tal se ha considerado formalmente al Estado
prolongación de la Iglesia en el cristianismo oriental (3). Pero, a la vez, la re-
ligión se convierte en materia eminentemente política y la correspondiente
Iglesia en un servicio público, dando nueva vida a la vieja formula ciceronia-
na, una cuique civitati religio est, nostra nobis (Pro Flaco XXVIII), que el
evangélico Cesaris Cesari, Dei Deo (Mc. 12, 17) parecía haber cancelado ¿Es
la nacionalización, incuso de la religión, como dijera André Hauriou, un retor-
no a la Ciudad antigua?
La confesionalización de los Estados, su identificación con una confesión
religiosa –católica, luterana, anglicana, reformada–, ha sido una constante en la
historia europea, cuna y patrón del moderno constitucionalismo. Primero, en
España e Inglaterra; después, por doquier, desde Westfalia hasta entrar en crisis
con el constitucionalismo liberal (4). En una u otra medida, todos los Estados
europeos siguieron análogo proceso, si bien el tipo de organización religiosa
que adoptan indujo uno u otro resultado. Lo que Milton Yinger (5) denomina
religión universal institucionalizada –v. gr., los católicos– no llevaron la sim-
biosis al extremo de los Estados que, como los protestantes, organizaron sus
confesiones como Ecclesiae estrictamente nacionales. Los rasgos confesiona-
les del constitucionalismo extraeuropeo siguen las mismas pautas y las formas
religiosas que Yinger denomina universales difusas, esto es no institucionaliza-
das, v. gr., el Islam, son más proclives a la nacionalización que las instituciona-
lizadas y confunden sus instituciones con las del Estado (v. gr., Malasia, 2010,
sec. 3,2 y Brunei, 1959, sec. 3, 2 y 3).
Lógica e históricamente secularización y confesionalización parecen fe-
nómenos antitéticos, de modo que la secularización social debiera excluir la
confesionalización de los poderes públicos y así lo afirma como un hecho in-
contestable una doctrina más prescriptiva que analítica (6). Y es claro que una
opción jurídico-política que pretenda favorecer la secularización adopta posi-
ciones laicistas. Un caso reciente y extremo de ello serían, las políticas antirre-
ligiosas de los regímenes comunistas, primero en la URSS, después en las
llamadas democracias populares y cuyo máximo ejemplo fue el ateísmo oficial
de la República Popular de Albania en 1976 (arts. 7 y 55).
Pero atendiendo a lo que el ilustre sociólogo lovaniense Karel Dobbelaere (7)
denomina macronivel y, sin duda, lo es el análisis de las normas constituciona-
les hoy vigentes relativas a la religión, muestra lo contrario.
La secularización es evidente en las sociedades europeas, pero también
en otros ámbitos culturales. Y, sin embargo, a lo largo y ancho de los cinco
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17. EL RELIEVE CONSTITUCIONAL DE LA IDENTIDAD RELIGIOSA... ■
continentes, entre las más diferente culturas, puede comprobarse que los Esta-
dos conservan y desarrollan importantes elementos neoconfesionales y así lo
hacen constar en sus constituciones. Calificarlos de residuos en vías de supe-
ración, como es frecuente se haga, es, sin paliativos, una enorme frivolidad y
pretender forzar su eliminación es confundir las tareas del comparatista con las
ilusiones constructivistas de un megalománico legislador universal. Pero
tampoco me parece acertado tomarlos como muestra de una antisecularización
en curso. No se tata de una prueba más de lo que Gilles Kepel denominó
La Revancha de Dios (8) a través de formas fundamentalistas. Antes bien,
como expondré más delante, salvo en algunos países musulmanes, estas decla-
raciones constitucionales de neoconfesionalidad van de la mano con el recono-
cimiento de la más amplia libertad religiosa e, incluso, de la separación entre
la Iglesia y el Estado.
El objeto de este breve ensayo no es, claro está, un análisis exhaustivo de
tan compleja materia y de las cuestiones con ella conexas. Pretende, simple-
mente, llamar la atención sobre tales elementos confesionales y esbozar, de
manera forzosamente elusiva, su funcionalidad para explicar su compatibili-
dad con la secularización social.
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
todo legislador decía Ph. Heck, la diagonal resultante de los intereses en pre-
sencia, incluidos, claro esta, los sentimientos. Pero esta innegable pulsión so-
cial no tiene que estar directamente vinculada a la «fe y devoción que solo
Dios conoce», como dice la formula litúrgica. Pongo entre paréntesis husser-
lianos lo que los anglicanos o los cingaleses creen y practican y me limito a
comprobar que la Iglesia anglicana es, en Inglaterra, una religión de Estado y
que los shinaleses han luchado hasta la muerte para preservar la identidad bu-
dista de Ceylan.
Las constituciones abordan la religión desde dos perspectivas diferentes.
Una, los objetos religiosos, desde el concepto de Dios hasta las instituciones
eclesiásticas; y, otra, la libertad religiosa. En cuanto a la primera, más de un
centenar de textos constitucionales vigentes contemplan el hecho religioso en
sí mismo. Desde la invocación de la divinidad hasta la configuración de Igle-
sias de Estado o la plena confesionalización de éste y la consiguiente creación
de instituciones estatales de función religiosa –por ejemplo los Consejos de
expertos islámicos en Malasia o Brunei atrás citados y de Comoras o la juris-
dicción del Cadí para la aplicación de la sharia de Kenia o Nigeria o la garan-
tía político constitucional de bienes económicos religiosos– por ejemplo en
Chipre.
Respecto de la segunda, la libertad religiosa, sea una norma efectiva, sea
una declaración meramente nominal, figura en la mayoría de las constitucio-
nes vigentes y se proyecta en campos muy diversos. Desde la no discrimina-
ción individual de los creyentes y la colectiva de las religiones, hasta la auto-
nomía de estas, pasando por la libertad de cultos, de enseñanza o la presencia
religiosa en los servicios públicos. Me ocuparé principalmente de la primera
de las perspectivas indicadas y solo en relación a ella de la segunda, por las
razones que verá el lector.
La distribución geográfica y adscripción dogmática de tales constitucio-
nes es significativa. En Europa treinta y una constituciones vigentes prestan
atención a aspectos varios del hecho religioso, sin contar las referencias a la
libertad religiosa. De ellos, doce (Irlanda, Andorra, España, Portugal, Italia,
Hungría, Eslovaquia, Polonia, Lituania, Malta, Mónaco, Lichtenstein) corres-
ponden a sociedades católicas; seis (Reino Unido, Islandia, Noruega, Suecia,
Dinamarca y Finlandia) a sociedades protestantes; siete a sociedades cristiano-
ortodoxas (Ucrania, Bulgaria, Macedonia, Grecia, Georgia, y Chipre), inclu-
yendo entre ellos a Armenia sin desconocer la peculiaridad de su Santa Iglesia
Apostólica; tres (Alemania, Países Bajos y Suiza) a sociedades bi o multicon-
fesionales; y dos (Albania y Bosnia) a sociedades musulmanas en vías de ex-
pansión.
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Las vías que se han seguido para definir la constitución política son
fundamentalmente tres: normativismo, decisionismo e integracionismo (29).
De acuerdo con la primera, protagonizada por Hans Kelsen y su escuela,
la Constitución es una norma, norma suprema de la que se deriva lógicamente
todo el ordenamiento jurídico y que como, a juicio de la teoría pura, es propio
de todo derecho, predica un «deber ser».
De acuerdo con la segunda, cuyo principal formulador y defensor fue
Carl Schmitt, la Constitución es una decisión sobre la forma de la existencia
política de la comunidad. Y si plasma en una o varias normas, no es por deduc-
ción lógica, sino por la fuerza de esta decisión. Decisionismo y normativismo,
en la historia de las ideas jurídicas acérrimos rivales, son en realidad, faz y
envés de la misma posición. La decisión produce la norma, la norma existe en
virtud de una decisión, porque como dice el mismo Kelsen, tras la hipotética
norma suprema existe la, a su juicio, metajurídica realidad del poder. La deci-
sión opta por un «deber ser»; la norma lo proclama e impone. La constitución
es así un instrumento de innovación. Un programa de acción política.
Pero la Constitución puede también entenderse, no como un «deber ser»,
sino como un «ser». Esto es, como instrumento de conservación. Tal fue el
sentido de lo que Fioravanti (30), en su magistral síntesis histórica del consti-
tucionalismo, denomina «constitucionalismo primigenio», «constitucionalis-
mo liberal» y, en gran medida, al constitucionalizar los móviles y procedi-
mientos de cambio, del «constitucionalismo democrático».
La constitución no es solo norma ni solo decisión, sino un orden concreto
que condiciona las decisiones y da sentido a las normas. Un orden concreto
fruto de la concurrencia de valores, de normas y de prácticas, de relaciones y
afecciones. Un orden concreto en el que participan una pluralidad de sujetos. Lo
que Lasalle denominó, en su famosa conferencia berlinesa de 1862, «fragmentos
de constitución» (31), en cuyo equilibrio dinámico consiste la integración que
Rudolf Smend (32) consideraba esencia de la Constitución y que ha de ser capaz
de unir la pluralidad sin destruirla. En ello consiste la «constitucionalización» de
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más aún, la neutralización del espacio público eliminando del mismo toda
actividad religiosa.
Esta interpretación de la libertad religiosa incide en dos importantes
aspectos de la función identitaria de la religión. Por un lado la pretendida
simetría confesional en una sociedad multirreligiosa; por otro la presencia re-
ligiosa en el espacio público.
En cuanto a lo primero, una importante corriente doctrinal entiende que
el tratamiento diferencial de las confesiones afecta al ingrediente igualitario de
la libertad porque, en la senda de Rousseau, se estima que la desigualdad oprime.
La lógica consecuencia de tal planteamiento, y así se ha propugnado por sus
defensores, es la exigencia de una absoluta neutralidad estatal ante el hecho
religioso que, en la práctica, conduce al desconocimiento del mismo y a su
eliminación de los servicios y espacios públicos.
Sin embargo la práctica es otra. Los poderes públicos que no interfieren en
la libertad religiosa individual, establecen criterios para determinar lo que es
una confesión religiosa y valoran su arraigo histórico y social o, alternativa-
mente exigen un trámite registral, nominalmente declarativo pero de efectos
prácticos constitutivos y, en función de todo ello, prevén un tratamiento dife-
rente de lo que es diferente. La jurisprudencia, tanto internacional como com-
parada, ha avalado tal planteamiento. Ya cerrada la última versión de este ensa-
yo conocí la importante colección de trabajos recopilados por Martínez Torrón
y Cañamares Arribas Libertad, religión, neutralidad del Estado y educación.
Una perspectiva europea y latinoamericana. Pamplona, Aranzadi 2019.
Así en los países ortodoxos, formalmente laicos, la primacía de la otrora
Iglesia nacional se reconoce expresamente por ley, aunque no se mencione en
la constitución (v. gr., Rumanía y Serbia) y las »confesiones tradicionales»
(católica, evangélica, evangélica eslovaca, reformada, musulmana y hebrea),
gozan en Hungría y Serbia de un trato diferente del dispensado a las demás.
Por ejemplo no requieren registrase. Lituania y Bielorrusia también distinguen
entre confesiones tradicionales o arraigadas y otras.
En cuanto a la presencia religiosa en el espacio público físico, esto es en
plazas, calles y romerías, ha dado lugar a viejas polémicas. Baste pensar en la
autorización de templos protestantes en 1781 por la Toleranzpatent de José II,
siempre que no tuvieran campanario y la entrada fuera lateral. El referéndum
suizo del 2009 que limitó la construcción de minaretes cuya proliferación
amenazaba la identidad del paisaje helvético «bien entrañable de su comuni-
dad nacional», muestra la permanencia de la cuestión.
El problema se agudizó en Francia tras la ley de separación de la Iglesia y
el Estado de 1905 y su evolución legal, jurisprudencial y doctrinal ha hecho de
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nime, contra la retirada del crucifijo que llevo provocar reacciones antieuro-
peístas y propuestas de revisión del Concordato.
En el resto de Europa, a la vez que hubo un movimiento de solidaridad
contra la eliminación de la cruz y diez Estados, la mayor parte de ellos cristia-
no-orientales, Rusia entre ellos, comparecieron ante el Tribunal Europeo como
amicii curiae para apoyar la tesis del gobierno italiano recurrente, la jurispru-
dencia influyó en otros muchos Tribunales desde Grecia a Lituania, y la juris-
prudencia inferior española.
La polémica en torno a la presencia de los crucifijos en los espacios
públicos se ha extendido por toda Europa y ha descubierto lo que Genoveva
Zubrycky (58) denominó la apertura semiótica del símbolo de la Cruz que
puede cobijar significados muy diversos. Los estrictamente religiosos para los
cristianos, los valores puramente humanísticos que ya Kant señalara en el
Crucificado y se estiman inherentes a la civilización occidental y base del
Estado democrático de derecho, y la tradición constitutiva de la propia identi-
dad nacional. Los estudios reunidos por Stanisz, Zawislak y Ordon (59), rela-
tivos a esta cuestión en la actualidad de Inglaterra, Francia, Alemania, Gracia,
Irlanda, Polonia, Italia, Lituania, Rumania, España y Suiza, muestran que la
jurisprudencia constitucional y la práctica administrativa han rechazado por
doquier la pretendida exclusión de los símbolos religiosos de los espacios
públicos destacando su valor identitario de la comunidad nacional respectiva.
La laicidad tiene así una doble acepción: la de la jurisprudencia concep-
tual de los juristas y la de la práctica administrativa popular. La primera, tanto
más manifiesta cuanto más alta y, consecuentemente lejana, es la instancia
jurisdiccional, como es el caso de los Tribunales internacionales, pone el acen-
to en la neutralidad ante el pluralismo religioso e, incluso, en el desconoci-
miento del hecho religioso. La segunda, al margen de toda lucubración y más
pegada al terreno, es inconscientemente fiel a la etimología de «laico», del
griego «laiós», pueblo. Laico no equivale a irreligioso, sino «popular» y lo que
en cada caso ello supone (60).
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NOTAS
(1) The Invisible Religion, Nueva York (Macmillan) 1967.
(2) Religion in Secular Society, A Sociological Comment, Londres, (Watts & Co.) 1966.
(3) Esta idea de cuya popularidad da muestra el texto de Los hermanos Karamazoff, está avalada
por ejemplo en el constitucionalismo histórico rumano (Cf. Iordace «Church and State in Romania» en
Ferrari, Durham, Cole (eds.) Law and religion in Post Communist Europe, Lovaina-Paris, 2003.
(4) Un útil estudio introductorio y ensayos monográficos sobre los diferentes casos europeos de
confesionalización y abundante y seleccionada bibliografía en Haupt y Langewiesche (eds.) Nación y
religión en Europa. Sociedades multiconfesionales en los siglos XIX y XX, trad, esp. Zaragoza (Inst.
Fernando el Católico) 2010.
(5) The Scientific Study of Religion, Londres (Macmillan) 1970, p. 251 y ss.
(6) Un ejemplo bien autorizado de tal posición es interpretar «las tradiciones constitucionales
comunes» a las que se remite el derecho y la jurisprudencia de la Unión Europea, no como el balance de
los textos vigentes y de su práctica, sino como la hipotética tendencia de todos ellos, por diversos que sean
su modelos, hacia un objetivo común, el «Estado laico», dogmáticamente afirmado (Dionisio Llamazares,
«Libertad religiosa, aconfesionalidad, laicismo y cooperación con las confesiones religiosas en la Europa
del siglo XXI» en Estado y Religión en la Europa del siglo XXI, Actas de la XIII Jornadas de la Asocia-
ción de letrados del Tribunal Constitucional, Madrid (CEPyC), 2008, p. 18 y ss.
(7) Secularisation. An Analysis at three Levels, Bruselas (Peter Lang) 2002.
(8) Paris, du Seuil, 1991.
(9) He utilizado como guía el repertorio de Vega Gutiérrez (ed.) Religión y libertades fundamenta-
les en los países de Naciones Unidas. Textos constitucionales, Granada (Comares), 2003 completando y
actualizando los textos con las versiones que figuran en las paginas web de los diferentes Parlamentos
nacionales. (Cf. Blaustein & Flanz (eds.) Constitutions of the Countries of the World, Oceana Publications
inc., Nueva York (Ahora en www.worldoceanreview.com). Las constituciones se citan por el nombre del
Estado, su fecha entre paréntesis y el número del artículo o sección.
(10) Cf. la espléndida y aguda síntesis de Vázquez Alonso, Laicidad y constitución, Madrid
(CEPyC) 2012, p. 169 y ss.). Más adelante abundaré en el tema. Cf. Ramband, Le princip de separation
des cults et de l’état en droit civil comparé, París (LGDJ) 2004 y El estudio clásico de Trotabas La laicité,
París (PUF) 1960. Es significativo el proidentitario a pesar suyo Tonzil, Dix mites de droit public, París
(LGDJ) 2018, p. 53 y ss.
(11) Desde Briand, en pleno debate sobre la separación (Quand on a lutté contre… l’Eglise… on
finit pour éprouver une sorte d’affeection pur elle et l’on se resout difficilment a s’en séparer) cit. Conseil
d’Etat Rapport Public 2004. Un siecle de laïcité Etudes & Documents n.º 55, p. 254, hasta el Presidente
Macron, en plena reconciliación (Ce qui importe c’st la sève et je suis convancu que la sève catholique doit
contribuer encore et toujours a faire vivre notre Nation). Discours du Président de la République devant
les Evêques de France 10 de Abril 2018).
(12) Cf. Novac, «Faith and American Founding. Its Religion’s Influence» First Principles, n.º 7,
p. 1 y ss. Cf. Herberg, Catholics, Protestants and Jews, Nueva York, 1955 (trad. esp. México, 1964).
Sobre los últimos planteamientos, Vd. Witte & Nichols, La libertad religiosa en Estados Unidos. Historia
de un experimento constitucional, trad. esp. Pamplona (Thomson-Aranzadi) 2018, en especial caps. X, XI
y XII.
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(13) Cf. Krishnaswany, Democracy in India. A Study of the Basic Structure Doctrine, Nueva Delhi
(OUP) 2008.
(14) Radhakrishnan, Recovery of Faith, Londres, 1956, p. 148. Esta misma es la tesis del gran
constitucionalista indio Basu (Constitutional Law of India, Bombay, 1998), que, sin embargo ya apoya
cierto rasgos del identitarismo hindú v. gr., el respeto a la vaca sobre el art. 48 de la Constitución.
(15) Vid. art. 14 a 16, 19 y 21, 25 a 30 Constitución India.
(16) Cf. Madan, «Secularism in its Place» en Shagari (ed.) Secularism and its Critics, Nueva
Delhi (OUP) 1998. Una vision global de la cuestión en Amartya Sen, The argumentative Indian Writtings
on Indian History, Culture and Identitty, New York, 2005.
(17) Cf. Whitecross, «Separating Religion and politics? Buddhism and the Buthanese Constitu-
tion» en Khilnany, Raghavan, Thiruvengadam (eds.) Comparative Constitutionalism in South Asia, Oxford,
2018, p. 116 y ss. y las referencias ally dads.
(18) Cf. Kalagadi, «Constitutional Development in a Himalayan Kingdom. The Experience of
Nepal» en Khilnany et al. (eds) Op. cit. p. 86 y ss.
(19) Cf. Udagama «The Democratic State and Religious Pluralism. Comparative Constitutionalism
and Constitutional Experience of Sri Lanka» en Khilnany et alii (eds.) cit., p. 145 y ss., y Jcobsohn y
Shankar «Constitutional Borrowingin in South Asia. India Sri Lanka and Secular Identity» Ibid. p. 180 y ss.
(20) Cf. Jennings, The Constitution of Ceylon, Oxford, 1949, 3.ª ed. 1953, p. 51 y ss.
(21) Tras una larga experiencia provincial, hoy recogida a la cabeza de la Constitution Act 1982
«Where as Canada is founded upon principles that recognize the supremacy of God and the rule of law».
(22) Cf. Carrère d’Encausse, L’Empire Éclaté. La Revolte des Nations en URSS, Paris (Flama-
rion), 1979, p. 225 y ss. y las referencias allí dadas.
(23) Cf. Newton, The Constitutional Systems of the Independent Central Asian States. A Contex-
tual Analysis. Oxford and Portland, 2017, en especial p. 284.
(24) Cit. Emerson, From Empire to Nations, Cambridge Mss. 1962, p. 349.
(25) Sobre las visicitudes de esa primera constituyente, cf. Keith Calard, Pakistan. A Political
Study, Londres, 1957, pp. 85-101. Sobre los proyectos de islamización del nuevo Estado Ibid. p. 93 y ss. y
cf. Kemal A. Faruki, Islamic Constitution, Karachi, 1952. Más reciente Sadaf Aziz, The Constitution
of Pakistan, Oxford (Hart), 2018, en especial caps. 2 y 8.
(26) Cf. Hoque, «Constitutionalism and Judiciary in South Asia» en Kihlnany, op. cit. p. 303. Al
cerrar la redacción no he podido consultar directamente la sentencia en cuestión.
(27) A partir de los trabajos de Hare (The lenguage of Morals,1952), Hierro (Problemas del aná-
lisis del lenguaje moral, 1970), Capella (El derecho como lenguaje, 1968) y Stevenson («El significado
emotivo de los términos éticos «en Mind, 1937, reproducido en la antología de Ayer, El positivismo lógico,
trad. esp., Mexico, FCE, 1985, p. 269) vengo distinguiendo, a conciencia de su provisionalidad, entre
lenguajes descriptivos, lenguajes dinámicos y lenguajes catárticos. A su vez, los lenguajes dinámicos
pueden ser axiológico o exhortativo, normativo (que manda, prohíbe u organiza) y emotivo (que conmueve).
Cf. mi viejo ensayo «En torno a la aplicación de la Constitución» en vv.aa. La constitución española y las
fuentes del derecho, Madrid. (Instituto de Estudios Fiscales), 1979.
(28) Así, algo tan importante como la autorización de préstamos bancarios con interés, algo prohi-
bido por el Islam. Igualmente en el derecho de familia, se emancipa, tímida pero eficazmente a la mujer y
se autoriza la adopción plena frente a la única autorizada por la sharia, la kafala. Tales son, entre otras, las
«aperturas» a las que se refiere el preámbulo de la vigente constitución tunecina.
(29) Über Die drei Arten des Rechtswissenchaftlichen Denkes, Hamburgo, 1934.
(30) Fioravanti, Constitucionalismo. Experiencias históricas y tendencias actuales, trad. esp. Madrid
(Trotta), 2014.
(31) Verfasungswessen (ed. Bernstein). I, p. 425 y ss.(versión española de W. Roces con introduc-
ción de E. Aja, Barcelona, Ariel, 1984) Vd. mi ensayo «La Constitución como Pacto» en Revista de Dere-
cho Político (UNED) 1988, n.º 44, p. 17 y ss. ahora en El Valor de la Constitución, Barcelona (2000).
(32) Verfassung und Vefassungsrecht, Munich, 1928 (trad. esp. en IEPyC) y, como última versión,
en Evangelische Staatslexikon, 1966, p. 803 y ss.
(33) Cf. Conde, Escritos y fragmentos políticos, Madrid (IEP), 1974 II, p. 329 y ss.
(34) Así lo muestran las diversas aportaciones a Veröffentlichungen der Vereinigung der Deutschen
Staatsrechtslerer t. 62 (2003).
(35) Kymlicka, Ciudadania Multicultural, trad. esp., Barcelona, 1996.
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Pablo II en Ploërmal, contraria al deseo expreso de la población y del alcalde favorables al monumento,
parece marcar una dirección contraria.
(54) Vd. los datos reunidos por Innerarity, loc. cit. p. 165 y ss.
(55) Pamplona, 2014.
(56) M. Schulze Wessel, «La confesionalización de la nación checa» en Haupt & Langewesche,
Nación y Religión en Europa, cit. pp. 161 y ss.
(57) Un planteamiento general de la cuestión en J. Temperman, Th Lautsi Papers: Multidisiplinary
Reflections on Religious Symbols in the Public School Clasroom, La Haya, 2012. Cf. El Cronista del Es-
tado Social y Democrático de Derecho, n.º 27, p. 28-34.
(58) Zubrzydky. The Crosses of Auschwitz. Nationalism and Religion in Postcommunist Poland,
Chicago University Press, 2006.
(59) Stanisz, Zawislak, Ordon (eds.), Presence of the Cross in Public Spaces Experience of
Selected European Countries, Cambridge Scholars Publishing, 2016.
(60) Setién, Laicidad del Estado e Iglesia, Madrid, 205. Cf. Murgoitio, Igualdad religiosa y
diversidad de título de la Iglesia Católica, Pamplona (EUNSA) 2008.
(61) Polo Sabau, El estatuto de las confesiones religiosas en el derecho de la Unión Europea.
Entre el universalismo y la peculiaridad nacional, Madrid, 2014, pp. 19 y 97.
(62) Cf. Arenal, «Homogeneidad y heterogeneidad en la sociedad internacional como base de las
tendencias hacia la integración y la desintegración» en Rodrigo y García (eds.) Unidad y pluralismo en
el derecho internacional público y en la comunidad internacional, Madrid, 211, p. 64.
(63) Cf. mi ensayo «Seis décadas después» en LX Aniversario de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, Madrid (Instituto de España), 200, ahora recogida en este volumen n.º 16.
(64) Bartolomé Clavero (Derechos de los Pueblos Indígenas, Vitoria- Gasteiz, 1998) y Aparicio
(Los Pueblos indígenas y el Estado. El reconocimiento constitucional de los derechos indígenas en Amé-
rica Latina), Barcelona, CEDECS, 2001 «Derechos y pueblos indígenas: avances objetivos y debilidades
subjetivas» en Revista de Antropología Social, 2015, 24, p. 127y ss.) iniciaron sabiamente el desbroce de
tan frondosa mata.
(65) Cf. Arlettaz, Religión libertades y Estado. Un estudio a la luz del Convenio Europeo de
Derechos Humanos, Barcelona (Icaria), 2014, p. 193.
(66) A los efectos de este ensayo es significativa la evolución de Schleiermacher hacia el institucio-
nalismo y la comunidad a partir de su inserción en el romanticismo alemán y especialmente en la reacción
patriótica que produjo la crisis de Prusia tras la derrota de Jena (1807) y que culmina en su incorporación
a la nueva Universidad de Berlín.
(67) Cf. Las formas complejas de la vida religiosa (religión, sociedad y carácter en la España de
los siglos XVI y XVII), Madrid 1978.
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18. ¿EL ESTADO SOCIAL ESTÁ AMENAZADO POR LA UNIÓN
EUROPEA?
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
ejemplo, que sin dicha igualdad real en términos económicos no existe la liber-
tad civil de contratar entre, si no iguales. sí pares equivalentes. En la miseria no
existe autonomía de la voluntad y otro tanto puede decirse del ejercicio efectivo
de las libertades políticas. Esto es, que el orden de convivencia por concurrencia
que denominamos mercado se dé entre iguales y que su práctica no destruya la
hipotética equivalencia entre quienes concurren al mercado.
Pero en la práctica ni todos los que concurren al mercado son iguales ni la
afectación de recursos ni distribución de beneficios que el mercado produce,
cualesquiera que sea su eficiencia, produce igualdad, antes bien, al contrario.
Por ello, cuando la comunidad política incluyó al «cuarto estamento» y preten-
dió hacer efectivos para todos sus miembros los principios del Estado liberal,
hubo de arbitrar los mecanismos para ello. En términos de uno de los primeros
y principales teóricos del fenómeno, Ernesto Forsthoff, compensando mediante
la correspondiente prestación de un ámbito vital efectivo, la carencia de un
ámbito vital de dominio a quienes así lo requirieran. En ello consiste el Estado
Social y por eso digo que es la consecuencia lógica del propio Estado liberal.
Cuando para la realización de sus fines –la libertad– no basta un Estado regula-
dor y garante de un orden formal, sino algo más: un Estado prestador.
El Estado Social toma conciencia del conflicto que la mano invisible del
mercado es incapaz por sí sola de resolver, pretende abordarlo a partir de cri-
terios de justicia material y, en consecuencia, supone la primacía de la política
sobre la economía, esto es, la subordinación de los criterios de ésta a las opcio-
nes de aquélla. Cuando la política económica toma como objetivo la erradica-
ción de la pobreza y vincula este concepto al de desigualdad, como ha señala-
do recientemente el Pfr. Novales Cinca (1) es posible que a la larga incluso
mejore la eficiencia económica en pro de un mayor y mejor desarrollo, pero la
opción contra la pobreza no es sólo una opción económica, sino, ante todo, una
opción política que responde a un determinado valor material de justicia.
Solamente así, decía Marx, la economía es de verdad economía política.
Y en tal sentido el Estado Social supone la negación del Estado liberal en
cuanto no sólo organiza el mercado, sino que corrige su dinámica y distribuye
sus beneficios atendiendo a criterios que son ajenos al propio mercado. Por
ello, quienes propugnan una estricta ortodoxia liberal y, en nombre de la moral
del mercado impugnan la idea de justicia material, consideran el Estado Social
como la antítesis del Estado liberal.
La Constitución española de 1978 en su artículo 1.1 define el Estado como
de «derecho social y democrático» y a los efectos de este ensayo es el califica-
tivo de «social», como rasgo determinante de nuestra identidad constitucional,
lo que importa.
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18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■
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■ XXI ENSAYOS DE DERECHO CONSTITUCIONAL COMPARADO
ción de sus fines, que son los previstos en el artículo 9.2 CE. Esto es, hacer
efectivas la libertad y la igualdad entre ciudadanos y colectivos, removiendo
las obstáculos pertinentes. Y, todo ello, a la luz del valor de justicia proclamado
en el artículo 1.1 CE. El camino ha de ser justo y la meta, el orden social al que
se refiere el artículo 10 CE, también justo.
Ello se articula en la propia Constitución a través de:
Primero, la libertad de empresa proclamada en el art. 38 CE cuyo conte-
nido procede de la autonomía de la voluntad personal y patrimonial consagra-
da en diferentes artículos de la Constitución y que supone la visión dinámica
de la propiedad reconocida en el art. 33 CE.
Segundo, la corrección sobre criterios de justicia material, proclamados
en el art. 1.1 CE, de los costes de la competencia y de la distribución de sus
beneficios.
Tercero, el reconocimiento de una serie de derechos sociales que, repi-
tiendo las categorías en su día acuñadas por Jellinek en un contexto liberal,
cabe clasificar en iura activae libertatis –v. gr. las medidas de conflicto co-
lectivo (arts. 28.2 y 37.2 CE)–, iura activae civitatis –v. gr. la asociación
sindical (art. 28.1 CE) y la negociación colectiva (art. 37.1 CF.)– y, parafra-
seando al propio Jellinek, de Status creditoris –v. gr. arts. 39.1, 41, 43.2, 44,
49, 50, etc.– contenidos en el título I de la Constitución, ya como derechos
fundamentales, ya como Principios Rectores, en muchos casos polo objetivo
de aquellos.
Cuarto, la pieza central del sistema de prestaciones públicas es un siste-
ma público de seguridad social objeto de una garantía institucional establecida
en el artículo 41 CE.
Quinto, una organización de las cargas fiscales capaz de distribuir equita-
tivamente la riqueza y de financiar las prestaciones en que se concretan los
derechos sociales. Tal es el sentido del art. 31 CE, en relación con los citados
en el párrafo anterior, especialmente el art. 40.1.
Sexto, como ha señalado el Tribunal Constitucional en las Sentencias 18
y 23/1984, entre otras, la condición «social» del Estado no supone una inter-
vención totalizadora del poder público en la economía, sino una interrelación
dialéctica entre tales poderes y los propios agentes sociales que va desde el
encuadramiento del mercado mediante regulaciones por parte de los primeros,
hasta la autorregulación a cargo de los segundos, pasando, respectivamente
por las acciones de fomento a cargo de aquellos y el ejercicio privado de fun-
ciones públicas por parte de estos. De ahí que, como ha dicho el propio Tribu-
nal «es propio del Estado Social de derecho la existencia de entes de carácter
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Europea que dio lugar a las retóricas menciones que al efecto contenía el
proyecto de Constitución del 2004 y, en fin, las más rotundas y no menos retó-
ricas expresiones del Tratado de Lisboa (art. 3.3).
Todas estas declaraciones tienen el mismo carácter: se limitan a fijar ob-
jetivos, tanto las declaraciones iniciales, como las llamadas cláusulas horizon-
tales y los mismos derechos sociales cuyo carácter programático puede llegar
a erosionar la normatividad de los derechos civiles y políticos allí también
declarados. En efecto, estas declaraciones comunitarias no han tenido en cuen-
ta la sabia distinción que el derecho constitucional comparado ha acuñado
entre derechos de inmediata aplicación, incluso cuando puede tratarse de dere-
chos de configuración legal, y lo que nuestro texto de 1978 denominó Princi-
pios Rectores. Unos y otros revelan un orden material de valores inherente a la
Constitución y, en consecuencia, como tiene declarado el Tribunal Constitu-
cional, son vinculantes para los poderes públicos y los Principios pueden ser el
indeclinable polo objetivo de los derechos. No se trata, en consecuencia, antes
al contrario, de desvalorizar los Principios Rectores; pero es evidente que su
grado de ejecutividad no es el mismo que el de los derechos. Nuestro texto
constitucional así lo dice expresamente (art. 53.3) y así se deduce claramente
de su propio enunciado. No es lo mismo el derecho a expresarse libremente
que el derecho a la salud, porque para el primero basta un orden formal de
libertad y el segundo requiere una complicada organización sanitaria. Ahora
bien, esta diferencia cualitativa de su respectiva pretensión de eficacia debe
llevar a distinguir su formulación como hizo el constituyente español. Los
textos comunitarios, por el contrario, no introducen tal diferencia ni en la
redacción ni en la sistematización, con lo cual se corre el peligro de que la
menor intensidad de las declaraciones de intenciones contaminen el resto de la
declaración y la conviertan toda ella en un benevolente desiderátum más que
en una norma efectiva. El «soft law» permite ser extremadamente generoso.
Pero la verdadera identidad del modelo comunitario de mercado procede
de otro lado, a saber la reconceptualización de las cuatro libertades económi-
cas afirmadas en los tratados fundacionales –circulación de personas, bienes,
servicios y capitales–. De concebirse como meras consecuencias del principio
de no discriminación por razón de nacionalidad, lo que suponía la recíproca
apertura de los diferentes mercados nacionales, pasan, fundamentalmente por
obra de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia comunitario a partir de los
casos Dassonville (1974) y Cassis de Dijon (1979), a ser libertades individua-
les. Estas, según dijo el Tribunal de Justicia, se proyectan «sobre cualquier otra
restricción aunque se aplique indistintamente a los prestadores de servicios
nacionales y a los demás Estados miembros, cuando pueda prohibir, obstacu-
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18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■
lizar o hacer menos atractiva las actividades del prestador establecido en otro
Estado miembro en el que presta legalmente servicios análogos» (S. de 15 de
marzo del 2001 que se remite a una abundante jurisprudencia anterior). Las
libertades económicas propias del mercado –un mercado interior único–
excluyen las limitaciones propias de los diferentes Estados miembros en cuan-
to Estados Sociales.
Es claro que la Europa Social podría construirse sin perjuicio del merca-
do único si una normativa «social» única o al menos uniforme se impusiera en
todo el ámbito de la Unión. Es decir, uniformando las normativas laborales,
sanitarias, de seguridad social, corporativas, interventoras y ordenadoras del
mercado, etc. y lógicamente fiscales. Y no faltan intentos en el sentido de crear
sobre el núcleo de la ciudadanía de la Unión una identidad social europea pro-
moviendo la participación de los ciudadanos europeos en los sistemas socia-
les de los respectivos Estados miembros,
Las dificultades prácticas para ello son de dos tipos. Por un lado, la Unión
carece de competencias al efecto. Por otro, si las tuviera, como reiteradamente
se ha intentado a partir del tratado de Maastricht, la diferencia entre las econo-
mías de los Estados miembros daría como resultado una asimetría entre los
costes de producción de los mismos que falsearía toda la competencia sobre la
que pretende asentarse el mercado único. Si la deslocalización allende Europa
de plantas industriales de los miembros más competitivos de la Unión ya hace
asimétrico el propio mercado único, la homologación de sus costes lo haría
aún mayor. Ello explica las excepciones británica y danesa y las denominadas
«Preocupaciones» del pueblo irlandés ante el Tratado de Lisboa que dio lugar
al correspondiente Protocolo firmado en junio de 2012 (en especial art. 2 rela-
tivo a fiscalidad).
A ello hay que sumar las diferentes «culturas» jurídicas coexistentes en
la Unión y que solo un voluntarismo ciego es capaz de no ver. Algunas, más
favorables a la libre competencia y por ello bien vistas en la Unión –desde el
informe Monti a la Directiva de servicios 2006/123– resultan más costosas
para el consumidor y degradan la calidad del servicio a cambio del ingreso en
el mercado de nuevos protagonistas. Sirva como ejemplo de lo primero la
alternativa anglosajona –certificado de tercero de confianza más seguro de
riesgo– a la administración pública de derecho privado a cargo del notariado
latino-germánico, cuya práctica, sin duda, hay que perfeccionar, pero que sería
fatal destruir. Y, como muestra de lo segundo, la liberalización de los estable-
cimientos farmacéuticos para convertirlos en supermercados. La libre compe-
tencia que tome como paradigma el rastro, no garantiza ni la mejor calidad de
los servicios ni siquiera su más bajo coste.
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18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■
Justicia de la Unión decidió que tal normativa violaba el derecho de los Schwarz
a circular por todo el territorio comunitario en busca de la mejor opción edu-
cativa y la libertad de libre prestación de servicios en toda la Unión.
El 10 de febrero del 2010 el Tribunal dictó Sentencia en el caso Vicoplus
(C-307/09) en el sentido de considerar que si una empresa contrata trabajado-
res en un Estado y los desplaza para prestar servicios en el territorio de otro
Estado de la Unión, el desplazamiento es el objeto de la prestación del servicio
realizado por la empresa proveedora aunque el trabajador preste sus servicios
bajo el control de la empresa usuaria. El resultado es que el contrato laboral se
celebra entre el trabajador y aquella y no ésta, con lo cual es la segunda la que
se beneficia de las diferencias salariales entre ambas.
El 21 de enero del 2010, el Tribunal dictó Sentencia en el caso Comisión
vs. Alemania (C 546/07) en la que, aun aceptando la alegación alemana para el
caso concreto objeto del litigio, excluyó la posibilidad de que pudieran adop-
tarse nuevas medidas de defensa del mercado laboral para promover el empleo
en situaciones de alto nivel de paro.
Pasando de la libertad de circulación de personas a la de establecimien-
to, la Sentencia Uberseering de 5 de noviembre del 2002 (C 208/2000) cuyas
tesis confirmaría, después de significativas vacilaciones, la Sentencia Carte-
sio (2010/06) de 16 de diciembre del 2008, identificó la libertad de estable-
cimiento con la libertad de decidir de acuerdo con qué legislación nacional
puede constituirse una empresa con independencia de en qué Estado tenga su
sede y dónde opera. El resultado fue que, en un plazo de tres años, se cons-
tituyeron en el Reino Unido, al amparo de su normativa tributaria, numero-
sas empresas cuyo capital y centro de actividad eran alemanes, pero que
eludían así el sistema tributario alemán, sin dejar de beneficiarse de sus ser-
vicios públicos.
En cuanto a la libre circulación de capitales que el propio Tribunal ha
calificado de «metalibertad», la Sentencia recaída el 23 de octubre del 2007 en
el caso Volkswagen (C 112/05) consideró contrarias a la misma las normas
dictadas en el Land de la Baja Sajonia sobre la gobernanza corporativa de la
citada empresab¡, que ponderaba los derechos de voto de los accionistas para
evitar mayorías hegemónicas, garantizar los derechos minoritarios y asegurar
la representación pública en el Consejo superior de la compañía.
Respecto de los derechos que no limitan el poder sino que se oponen al
mismo, incluidas las relaciones inter privatos, como en el campo laboral son
los derechos de asociación, sindicación y conflicto colectivo, cuatro Senten-
cias, dos del año 2007 (Viking C 438-05 y Laval 431/05) y dos del 2008
(Ruffen 3/16/06 y Luxemburg Case 319/06) dieron prevalencia a la libertad de
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frustrado Tratado Constitucional de Roma del 2004 (art. I-6), para poner uni-
lateralmente fin a dicha oposición. Y, rechazado dicho tratado por los referenda
de Francia y Holanda, se ha pretendido reintroducirla en el Tratado de Lisboa,
por vía de declaración que, como tal no forma parte del Tratado (art. 51 a con-
trario) y que se limita a copiar un Dictamen del servicio jurídico del Consejo
de 22 de junio del 2007, dictamen que reitera los términos de la jurisprudencia
citada (Declaración n.º 17) y cuyo relieve examinaré más adelante, a la luz de
la jurisprudencia comparada.
Como señalé reiteradamente desde el año 2004 en adelante (7), la más
grave consecuencia de esta tesis era la comunitarización del poder constitu-
yente –al menos del constituyente constituido– de los Estados miembros,
con el inmediato efecto práctico de dejar en manos de cualquier instancia
comunitaria, incluido el colegio de comisarios, y al margen de todo control,
instituciones y garantías institucionales establecidas en la Constitución estatal.
Dado el modelo económico de la Unión atrás descrito, ello pondría en grave
riesgo las instituciones propias del Estado Social, como la experiencia práctica
está demostrando. Así lo avala la experiencia empírica de los análisis de la
decreciente movilidad social de aquellos países que adoptan pautas económi-
cas neoliberales como el Reino Unido o los Estados Unidos, si bien en el pri-
mero de ellos no pueden olvidarse otros factores metaeconómicos de rigidez,
característicos de su sociedad.
Sabido es que, como en su día analizara brillantemente el Prf. Muñoz Ma-
chado (8), la integración estatal en la Unión abre la vía de importantes mutacio-
nes constitucionales en el sentido que desde Jellinek se da a este término. El
desplazamiento o el vaciamiento de las instituciones del Estado Social se podría
incluir en el capítulo de tales mutaciones. Ahora bien, ¿hay límites a las mutacio-
nes constitucionales? La cuestión ha hecho correr ríos de tinta desde Laband y
Jellinek hasta la fecha. Pero baste ahora señalar que una concepción integradora
del derecho constitucional como la incoada por Smend y desarrollada en este
punto por Hesse (9) puede concluir que la mutación constitucional tiene dos lí-
mites. Por un lado, la normatividad de la propia Constitución que debe excluir la
mutación por normas inconstitucionales; de otro, la finalidad –el «telos» decía
Löwenstein– de dicha normatividad que no es otro que la integración política de
la comunidad estatal. Si hay alguna disposición de nuestra Constitución que
exprese dicha meta integradora, es la definición de nuestro Estado como «social
y democrático de derecho» y lo que de ello se deriva. La mutación encuentra ahí
su límite infranqueable, salvo que se renuncie a toda idea de Constitución y se
pase de contemplar su mutación a propugnar su destrucción.
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18. EL ESTADO SOCIAL AMENAZADO POR LA UNIÓN EUROPEA ■
Dos son las vías para garantizar tales límites y de ambas ofrecen ejem-
plos el derecho y la jurisprudencia constitucional comparada. Por una parte, se
han introducido contralímites al proceso y alcance de la integración, ya exi-
giendo procedimientos especiales, como ocurre en la mayoría de las constitu-
ciones de los Estados miembros de la Unión, ya, lo que aquí más interesa,
declarando intangibles determinados elementos de la constitución estatal fren-
te a cualquier reforma y, en consecuencia, también a cualquier mutación, sea
ésta autónoma o heterónoma (v. gr., en la Ley Fundamental de la República
Federal art. 23 en relación con el 79 y en el Instrumento de Gobierno Sueco
de 1974, art. 5 del capítulo 10). Por otro lado, las jurisdicciones constituciona-
les, convertidas en los defensores del Estado constitucional que es el Estado
Social y Democrático, han puesto primero caveats y después limites al proceso
de mutación. Si, como señalara Weiler, hasta ahora se ha seguido la vía de la
integración mediante el derecho, ahora parecen ser quienes aplican el derecho
los encargados de frenar un proceso político que amenaza con discurrir a su
margen, instrumentado por una normativa heterónoma obra de instituciones
que adolecen de un indiscutido y, por la razón atrás apuntada, irremediable
déficit democrático.
La reacción frente al activismo judicial prointegrador del Tribunal de Jus-
ticia se apunta ya en la doctrina y aún en la jurisprudencia ordinaria, pero es aún
más claro en el «diálogo de los jueces» entablado por los Tribunales Constitu-
cionales de los más importantes Estados miembros de la Unión Europea. Si no
han tenido reparo alguno en reconocer la primacía del derecho europeo sobre
las normas de rango legal e infralegal, también han afirmado la supremacía de
la propia Constitución estatal sobre la normativa europea, tanto el derecho ori-
ginario como el derivado. Rodríguez Iglesias (10), de cuyo más solvente euro-
peísmo no cabe dudar, en 1993 y yo mismo (11) en el 2005 señalamos esta
larga evolución que ahora cabe sintetizar desde el «mientras que» de la doctrina
«Solange», afirmada por el Tribunal Constitucional alemán en 1974, hasta el
«sí salvo que» de las resoluciones del Conseil Constitutionnel francés a partir
del 2004. Las Sentencias italianas de 1973 (Frontini), 1984 (Granital) y 1989
(Fragd), donde se afirman los contralímites constitucionales a la integración
mediante la reserva hipotética de control de constitucionalidad sobre la norma-
tiva comunitaria y, sobre todo, las reiteradas Sentencias polacas, desde la de 27
de mayo del 2003 (K 11/03) hasta la de II de mayo del 2005 (K 16/04), donde
se establece rotundamente la supremacía de la Constitución y el consiguiente
control de la jurisdicción nacional sobre la constitucionalidad del derecho inter-
nacional o comunitario, hasta culminar en la Sentencia alemana sobre el Trata-
do de Lisboa de 30 de junio del 2009, marcan los frutos de esta evolución.
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puede reformar la propia Constitución, algo sólo factible mediante los proce-
dimientos previstos en el título X de la misma, ni afectar al contenido esencial
de los derechos fundamentales, ni derogar la imagen social identificadora de
aquellas instituciones garantizadas por lo que la doctrina y la jurisprudencia
conocen como garantías institucionales.
Tercera, la Constitución, sistemáticamente interpretada, obliga al cumpli-
miento de las obligaciones derivadas de la pertenencia de España a la UE,
entre otras, a la incorporación del derecho derivado. Un derecho derivado cuya
compatibilidad con la Constitución estatal no viene garantizada por la confor-
midad del derecho primario y la propia Constitución y que, por tanto, debiera
ser sometido a un control de constitucionalidad, un control regido por una
voluntad integradora, esto es, lo que cabría denominar un prejuicio favorable
al derecho de la Unión y, a la vez, un respeto, no sólo formal sino substancial,
a la supremacía de la Constitución afirmada en el art. 9 de la misma y tantas
veces reiterada en foro legislativo, jurisdiccional, doctrinal y político. La juris-
prudencia constitucional comparada, especialmente las ya citadas de los tribu-
nales de Polonia y la República Checa han insistido en ello. Un control que se
facilitaría, si, mediante la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Constitu-
cional, se incorporase el derecho comunitario al bloque de constitucionalidad
e interpretarlo así a la luz de la propia Constitución.
Si la pertenencia de los Estados a la Unión, entre ellos la de España, se
basa en las cláusulas de integración de las respectivas constituciones, entre
ellas el artículo 93 de la vigente Constitución española, es evidente que ello no
puede conducir a la destrucción de la propia Constitución estatal. Ahora bien,
bajo la norma suprema que la Constitución, nuestra Constitución, es, late un
pacto, uno de cuyos ingredientes fundamentales es el carácter Social del Estado.
Erosionar tal carácter es atentar contra el pacto y contra lo que el pacto sustenta,
la Constitución. Los partidarios de la permanencia de España en la Unión
deberían ser los más decididos partidarios de poner, en defensa de nuestra
identidad constitucional, límites políticos en Bruselas y jurídicos en España a
la ilimitada primacía del derecho de la Unión.
NOTAS
(1) La lucha contra la pobreza como objetivo de política económica. Lección inaugural del Curso
Académico 2012/2013. Madrid (Universidad Complutense) 2012.
(2) Cf. mi libro El Valor de la Constitución, Barcelona (Crítica), 2003, p. 203 y ss.
(3) «Rechtsstaat y Europa social» en El Cronista, n.º 32, Noviembre 2012, p. 60 y ss.
(4) La Constitución inédita, Madrid (Trotta), 2003, p. 111 y ss.
(5) Cf. Memoria 1993, Madrid, 1994, p. 176.
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(6) Agustín Menéndez. «La Unión Europea en el espejo de Lisboa» en Vidal Prado (ed.), Sentencia
Lisboa del Tribunal Constitucional Alemán, Madrid (CEPyC), 2011, p. 59 y ss. y es especial, 96 y ss.
(7) Constitución Española y Constitución Europea, Madrid (Instituto de España), 2004.
(8) La Unión Europea y las mutaciones del Estado, Madrid (Civitas) 1993.
(9) Cf. Escritos de Derecho Constitucional, trad. esp. Madrid (CEC) 2011, p. 95 y ss.
(10) «Tribunales Constitucionales y Derecho comunitario» en Hacia un nuevo orden internacional
y europeo. Homenaje al prf. Díez de Velasco, Madrid, 1993, p. 1175 y ss.
(11) «Desde el «mientras que» al «sí salvo» (la jurisprudencia constitucional ante el proyecto europeo)»
en Revista Española de Derecho Internacional, LVII, 2005, 1, p. 89.
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dad plurilingüe puede provocar reacciones adversas que erosionen esa misma
condición identificadora de la lengua propia.
El futuro de ambos factores de identificación y posible integración tam-
poco es evidente. Si el euskera se ha normalizado y expandido y considerado
«lengua propia» incluso por quien no lo habla, es minoritario en toda Euskal
Herría, y respecto al derecho privado siguen vigentes las reiteradas admonicio-
nes de un gran conocedor de la materia, Adrián Celaya, respecto al déficit de
su práctica y análisis doctrinal.
Pero la mayor amenaza que hoy sufre el derecho civil foral y no solo en
Euskadi es la extensión de las normas mercantiles, exclusiva competencia del
Estado según el artículo 149.1.6.º de la Constitución a lo que tradicionalmente
han sido relaciones civiles. Tal fue el tenor del proyecto de Código Mercantil
elaborado por la Comisión General de Codificación que no prosperó gracias al
dictamen contundente del Consejo de Estado (837/2014 aprobado el 29 de
enero de 2015).
3. El examen, por somero que sea, de estos factores de identificación e
integración arrojan un balance ambivalente lleno de «evidencias e incertidum-
bres» como reza el subtítulo del importante libro del profesor Castells sobre
El hecho diferencial de Vasconia.
El territorio es indispensable e indiscutible, pero aparece fraccionado y
siempre incompleto; la lengua propia es, a la vez, minoritaria; el derecho aun
en vías de recuperación, trasformación y asentamiento Y, pese a tamaña fragi-
lidad todos ellos aparecen nimbados de un plus de significado, de un superávit
de sentido. El territorio supera su fraccionamiento, irurak bat; la lengua se
hace «propia» entre quienes la desconocen; y el derecho civil se territorializa.
Más allá de su materialidad, territorio, derecho civil foral y lengua, se ca-
racterizan por su singularidad –de ahí el calificativo de «propio»–, su mutabili-
dad –en función de las diferentes circunstancias temporales– y la pasión afectiva
que suscitan en el imaginario colectivo. Como señaló Castells en la obra antes
citada, se enraízan en el indispensable sustrato foral. Y es en esa foralidad, aun
trascendiéndola como el árbol trasciende a la raíz, donde tienen su origen los
Derechos Históricos mediante una doble novación. Novación tanto objetiva por-
que cambia su contenido, como subjetiva porque cambian sus titulares.
Primero la novación objetiva, porque de la reivindicación de determina-
das instituciones forales, pasando por la del statu quo anterior a 1841, se pasa
a transformar la foralidad, esto es, un conjunto de normas (muchas de ellas de
derecho privado), instituciones y atribuciones, en «derechos históricos»,
expresión nunca plenamente concretada en un determinado conjunto normati-
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yo defendí en 1987, sobre la base del propio Estatuto (v. gr. arts. 16, 17, 22.1.a/)
y fue reconocida por el Tribunal Constitucional al año siguiente (STC 76/1988).
Los territorios forales que en el Código Civil, incluso tras la reforma de 1974,
eran «espacio» de vigencia de una normas, se sustantivan en la Adicional
Primera de la Constitución, haciéndose «lugar» titular de derecho y más aún
en el Estatuto de Gernika de 1979, como integrantes de Euskadi (arts. 2 y 37)
y se subliman, después, en una magnitud no ya territorial sino popular, no ex-
tensiva sino intensiva, en la Adicional única de dicho Estatuto que hace al
Pueblo Vasco titular de los Derechos Históricos. Quienes se escandalizan de
tales términos deberían leer a Kant, el ilustrado por excelencia.
Los derechos históricos no se identifican claro está con las instituciones
y las normas de los viejos Fueros, pero surgen de su historicidad. Esa categoría
decantada, como antes dije, en la Ilustración y cuyos rasgos característicos son
la singularidad de lo fáctico, su capacidad de mutación temporal y la afectivi-
dad ¿No es acaso su infungibilidad, su adaptación a las más diferentes circuns-
tancias, algo en lo que más adelante insistiré y la pasión que ha suscitado y aun
suscitan en el imaginario colectivo, lo que caracterizó la foralidad madura?
4. El resultado de todo ello es que el Pueblo Vasco se identifica, es decir
se autodefine por su secular titularidad de unos derechos históricos. De nación
foral le ha calificado recientemente el Lehendakari Urkullu. Unos derechos
históricos de contenido en permanente evolución, pero con tres rasgos cons-
tantes, la identidad, la originariedad y su carácter paccionado.
Primero, la identidad propia y diferenciada del cuerpo político. Una iden-
tidad propia que no significa superioridad ni extrañeza, pero sí heterogeneidad
e infungibilidad. La identidad es, en este como en otros casos, constituyente.
No es sin duda inmutable. La identidad de una comunidad política evoluciona
orgánicamente, pero no acepta la subitaneidad del tránsito ni es disponible. La
identidad ni se inventa ni se improvisa ni se puede renunciar porque ello elimi-
naría la propia subjetividad de quien lo hiciera. Un cuerpo político no puede
saltar al margen de su sombra sin perder sombra al amparo de la que cobijarse.
¿Imagínense ustedes al Parlamento Vasco sustituyendo el euskera como len-
gua propia por cualquier otra lengua europea?
Segundo, el carácter originario de la foralidad, esto es, mitos historiográ-
ficos aparte, su espontaneidad, como espontánea es la vida de un pueblo, diría
Savigny. Y de ahí viene la originariedad que hoy se predica, incluso en el
vigente bloque de constitucionalidad, de los derechos históricos. La disposi-
ción adicional primera de la Constitución «reconoce y ampara» los derechos
históricos como ya preexistentes. No los crea, como crea al Tribunal Constitu-
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establecerse mediante pacto y así ocurre cada vez más frecuentemente como
muestra la expansión de la figura del contrato administrativo en sus varias
formas. Pero no es menos cierto que el derecho público interno moderno y aún
contemporáneo, construido sobre la noción de soberanía, expresada a través de
la ley, parecía excluir de su seno todo posible pacto, puesto que es propio de la
soberanía imponerse unilateralmente a todos y todo en su propio ámbito terri-
torial. Ni cabe que la soberanía pacte ni puede pactarse sobre la decisión sobe-
rana de acuerdo al brocardo «ius publicum privatorum pactis mutari nequit».
Y semejante concepción, elevada a categoría de dogma en lo que se denominó
Estado legal (Carré de Malberg, 1923) y en su posterior versión de Estado
constitucional, ha tenido importantes consecuencias. Desde dificultar la géne-
sis del contrato administrativo, puesto que parecía contradictorio que el poder
público pudiera contratar con particulares, hasta considerar vitanda la idea de
ley paccionada. Y es claro que, como la experiencia demuestra, de los prejui-
cios doctrinales pueden seguirse importantes dificultades políticas para alcan-
zar soluciones satisfactorias a los conflictos que el derecho y sus cultivadores
deben tratar de solucionar, nunca empeñarse en empecinar.
El propósito de estas líneas es señalar cómo, en el derecho público de
nuestros días, el pacto es algo frecuente y que, por tanto no puede oponerse a
su utilización, allí donde la conveniencia o incluso la necesidad lo aconseje, el
dogma de su incompatibilidad con la idea de unidad de la soberanía estatal.
Antes al contrario, de su aceptación se podrá deducir una idea más realista y
funcional de ésta.
Con tal fin, partiré de distinguir las tres ramas principales del derecho
público interno –el procesal, el administrativo y el constitucional (Guasp, 1971
p. 469 y ss)– para señalar, con toda la brevedad del caso, la presencia en las
mismas del principio pacticio. No pretendo descubrir nada, sino señalar, a tra-
vés del derecho positivo, de la jurisprudencia constitucional y de la doctrina
más autorizada y pacífica, lo que es pacífica evidencia, permitiéndome tan solo
extraer las lógicas consecuencias de ello: la formulación de un principio gene-
ral, el Principio Pacticio, de especial incidencia en el derecho constitucional.
En cuanto al derecho procesal, aquella rama del derecho público ordena-
da a la satisfacción de pretensiones de acuerdo con el derecho objetivo, sabido
es que el más arcaico fue, por doquier, de naturaleza arbitral, esto es pactada.
Solamente la experiencia de las ciudades lombardas, las figuras canónicas y la
recepción del derecho romano tardío («extraordinaria cognitio») permitió
construir una jurisdicción ajena y heterónoma respecto de las partes en litigio.
Merced a ello, hoy día, las relaciones jurídico-procesales pueden caracterizar-
se por rasgos que están en las antípodas del pacto. Frente a la igualdad subje-
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II
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En efecto, como señala Guasp (1971, p. 535), en una teoría general del
pacto, cabe distinguir, junto a aquellos que establecen relaciones de intercam-
bio, supuesto típico del pacto-contrato, y los disolutorios de relaciones previa-
mente existentes, aquellos otros en cuya virtud las partes ascienden a un estado
de unión que anteriormente no existía entre ellas. Y en dichos pactos de unión
cabe a su vez distinguir una multiplicidad de figuras.
Así, atendiendo al criterio de la temporalidad. La instantaneidad propia
del contrato y de las relaciones así creadas (Guasp 1971, p 284) cede el paso
a una vocación de duración mayor o menor que puede llegar hasta la de
permanencia. Es claro que la dimensión temporal no es la misma en una
Unión Temporal de Empresas que en una Sociedad Anónima constituida por
tiempo indefinido, ni en una Alianza temporal (vgr. tratado de Washington
de 1949) que en una Organización Internacional de integración (v. gr. TUE
de 1992). El pactismo que hemos denominado constitucional tiene, lógica-
mente, vocación de permanencia, como es propio del Estado: Lo Stato, lo
que permanece.
Atendiendo al alcance de la unión pactada pueden distinguirse dos gran-
des tipos. Aquellas uniones meramente funcionales con un objetivo social,
más o menos amplio, pero siempre preciso y determinado, como es el caso de
las sociedades mercantiles y de todas las organizaciones internacionales con
competencias expresamente atribuidas en función de un fin. Y aquellas otras
que afectan al completo ser de los participantes añadiendo a su identidad, ca-
racteres con vocación de irreversibilidad, como es el caso del pacto constituti-
vo de una federación, en principio, indisponible
Por último, atendiendo a la causa, en el contrato las partes se encuentran
en una relación de oposición de manera que cada una de ellas quiere una cosa
distinta cuya recíproca compensación es la meta del contrato, de manera que
la prestación de una es causa de la otra. Por el contrario, en el pacto de unión,
las voluntades de las partes, cualquiera que sean sus respectivos fines subjeti-
vos, tienen el mimo objeto: la creación de una nueva situación objetiva. Esto
es, el pacto de unión pretende conseguir una meta trascendente a la propia re-
lación pactada. Ahora bien, la trascendencia, junto con la indisponibilidad y la
permanencia, dan a la figura un carácter marcadamente institucional, puesto
que tales son los caracteres de la institución (Guasp, 1971, p. 285). A tales
pactos se les denomina Pactos de Status «porque verdaderamente de ellos
surge una regla objetiva de derecho, un status» (Duguit, I, p.410)
Así entendido el pactismo, su instrumento clave es la ley-paccionada.
Esto es, aquella norma de rango superior, cualquiera que sea su aprobación
formal, cuya contenido material es producto de un acuerdo entre dos o más
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III
¿Cuáles son las consecuencias del retorno del pactismo al derecho consti-
tucional sobre el concepto de Soberanía con el que se decía era incompatible?
La soberanía del Estado es una realidad indeclinable en el derecho públi-
co y por muy polémico que su concepto sea, resulta clave de bóveda en el
constitucionalismo contemporáneo y principio estructural del orden jurídico
internacional. Por eso mismo no puede reducirse a una abstracción lógica,
sino, como mostró Herman Heller (1927), ha de entenderse como voluntad de
la realidad que es el Estado, una voluntad por suprema autónoma. Ahora bien,
una voluntad autónoma puede ser una voluntad situada y relacionada, suscep-
tible de comprometerse, obligarse y asumir responsabilidades. Una voluntad
que, por definición, puede pactar renunciando así a la unilateralidad de sus
decisiones. La voluntad real no es nunca solipsista y la voluntad libérrima lo
es por autónoma, en el sentido kantiano del término, no por desencarnada. Así
ocurre en el orden internacional y, como he esbozado antes, cada vez más en
el interno (Herrero 2007).
La exclusión de la unilateralidad introduce insensiblemente una noción de
cosoberanía a la altura del tiempo presente. En efecto, una expresión de «pico y
garras» como decía Ortega, la soberanía se reduce en derecho a la competencia
sobre la propia competencia, esto es a la decisión última sobre la propia identi-
dad del cuerpo político. Así coinciden los asépticos conceptos de Laband y Jelli-
nek con los existenciales de Schmitt, tal como se actualizan hoy en día a la luz
del concepto de identidad. Pero la competencia sobre la propia competencia, en
virtud del pacto se limita a la hora de decidir por el necesario previo acuerdo con
la otra parte del pacto. Ahora bien, si la decisión es una codecisión y la compe-
tencia una cocompetencia o competencia compartida, la soberanía se torna en
cosoberanía. La soberanía compartida de la que hablaba un especialista tan cons-
picuo y alérgico al secesionismo como J. Marías (1966, p. 184)
No es distinta la conclusión a que se llega aplicando a la cuestión la
categoría un tanto arcaica de inmunidad, a juicio de algunos ilustres teóricos
del derecho compatible con el moderno Estado constitucional, compatibili-
dad que niegan a las nociones de pacto y cosoberanía. Así lo propugna el
Pfr. J. F. Laporta (2006, p. 27), siguiendo las categorías de Hohefeld, en un
docto y brillante estudio cuyas tesis no comparto, pero en el que admiro su
rigor y agradezco, a más de que dedique a rebatirme su mayor parte, el tono
serio y académico que le es propio y que, por infrecuente en estos temas,
resulta todavía más valioso. La inmunidad de un actor, dice Laporta se co-
rresponde o es equivalente a la no-competencia o no-poder de otro actor, es
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supone substituir por imperativo legal el criterio económico, esto es, el que
atiende al mayor o más utilitario uso de una lengua, por un criterio identitario,
patente en las otras tres funciones enunciadas. Funciones que expresan una
pertenencia voluntaria o incluso involuntaria a una comunidad o, en registro
mucho más débil, desatascan un factor material de identidad comunitaria como
es el patrimonio cultural.
En la España autonómica es claro que el plurilingüismo, íntimamente re-
lacionado con los hechos diferenciales que las Comunidades Autónomas tratan
de institucionalizar, se concreta en determinadas lenguas españolas (art. 3,2 en
relación con la Disposición final) que los respectivos Estatutos catalán (art. 6),
vasco (art. 6), gallego (art. 5) y balear (art. 4,1), califican de «lengua propia». Una
lengua de vigencia territorial, no personal como la oficial de todo el Estado
(Preámbulo del Estatuto Balear), que identifica la personalidad histórica, social y
política de la respectiva comunidad (Preámbulo del Estatuto gallego) y que,
como tal, no solo por razones de fomento, goza de determinada preeminencia
en el marco de la cooficialidad. Y eso aun cuando se trate de una lengua mino-
ritaria en el seno del respectivo territorio, pero, por su valor identificatorio, ca-
lificada de «propia», incluso por quienes la desconocen. El caso del Euskera,
calificado como «lengua del pueblo vasco» (art. 6 Estatuto vasco) y conocida
por no más del 25% de los ciudadanos de Euskadi es un ejemplo paradigmático
pero no único del fenómeno. El Estado de Israel durante muchos años, respecto
del hebreo, y hoy Irlanda, respecto del gaélico y la India respeto del hindi ofre-
cen casos análogos. Como decía Humboldt en su famosa obra, Latium und
Helas «En la lengua se manifiesta y acuña la totalidad del carácter nacional a la
vez que en ella, como en medio del entendimiento general del pueblo, se enraí-
zan las diferencias individuales». Por ello, el Tribunal Constitucional ha desta-
cado el carácter simbólico de la lengua propia (STC 205/1990).
El individuo tiene el derecho de usar de la lengua en cuestión como
miembro de una comunidad lingüística, según los artículos estatutarios cita-
dos. Pero, junto a los derechos lingüísticos, existen los deberes lingüísticos a
cargo tanto de los poderes públicos y de sus agentes como de los ciudadanos a
quienes se impone la obligación de conocer una lengua determinada, empe-
zando por los nacionales españoles respecto del español (art. 3,1 CE) y si-
guiendo por los ciudadanos de las diferentes comunidades con lengua propia
respeto de ésta (art. 6,2 Estatuto Catalán, declarado inconstitucional en la STC
31/2010 frente al criterio seguido en la STC 84/1986 de 26 de junio, FJ II,2
sobre la Ley Gallega 3/1983 art. 2). El ciudadano es usuario de la lengua, pero,
a su vez, está poseído por una lengua que le antecede, le sobrevivirá, contribu-
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muebles que hacia el Code, reconocen que el animal no es una cosa. Así el
Código Civil suizo tras la reforma del 4 de octubre del 2002 (art. 641-a,1) o la
Ley catalana 5/2006 de 10 de Mayo (art. 511-1,3). Su bienestar, ajeno al con-
cepto de cosa, es un valor ya muy reconocido en la normativa, la jurispruden-
cia y la doctrina comparadas.
Pero permítanme que vuelva a mi experiencia de campo. Un complejo
dictamen sobre el comercio internacional de animales me llevó a concluir que
un buen ejemplo de un nuevo tipo de propiedad es la relación con el animal de
compañía, figura que, por cierto, tanto incomoda a los forofos de la liberación
animal. Concepto, el de animal de compañía, irreductible a las categorías ro-
manistas clásicas de salvaje, doméstico y domesticable y distinto tanto del
animal de granja como de la mascota. Así lo esbocé, hace años, en la ya citada
Revista con muchos errores que ahora intento depurar. ¿Acaso no desdice ésta
de las cuestiones antes tratadas?¿Como abordar los animales caseros junto con
la lengua o el territorio de la Nación? Responderé con el Poeta: «sic parvis
componere magna solebam» y pediré paciencia; a la Égloga I.ª sigue pronto la IV.ª
El concepto de animal de compañía no tiene en España medio siglo de
antigüedad y se decanta a partir del concepto de animal doméstico. La excesiva
extensión de este concepto en la Ley de Caza de 1902 y en su correspondiente
Reglamento, donde se equiparaba toro, cerdo, gato, gallina «y análogos», ha
sido corregida en la normativa posterior comenzando por la local y autonómica.
La Ordenanza mallorquina de 1973 sobre la «Inserción de los animales de com-
pañía en la sociedad urbana» fue una de las primeras muestras de ello seguida
por la ley Catalana 3/1988 de Protección Animal. Las Comunidades Autónomas
han abundado en la misma dirección y el derecho administrativo de nuestros días
define los animales de compañía como «animales domésticos o domesticados a
excepción de los de renta y los criados para el aprovechamiento de sus produc-
tos, siempre y cuando a lo largo de su vida se les destine únicamente a este fin»;
esto es la compañía (Ley castellano-leonesa 5/97 art. 2).
Por lo tanto, es la convivencia generadora de afectos la que hace al ani-
mal doméstico, domesticado o salvaje, sin mengua incluso de su ferocidad,
animal de compañía. Se quiebra así la clasificación trimembre de los animales
en salvajes, domesticados y domésticos heredada del derecho romano, olvida-
da en la codificación civil y que resucitó en la citada Ley de Caza de 1902
(art. 1), porque la compañía no es una categoría caracteriológica del animal,
sino una función en relación con el acompañado. Es la vinculación afectiva
recíproca entre el dueño y el propio animal, la que hace «de compañía» al ani-
mal cualquiera que éste sea. Las grajillas tertulianas del etólogo Lorenz o la
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contré en esta noción en la que la moderna civilística pone cada día mayor
atención, los mismos rasgos antes expuestos: la recíproca identificación me-
diante las cargas afectivas del sujeto en el objeto y su tutela jurídica.
El hogar familiar es, en términos de nuestro Tribunal Supremo «el reduc-
to donde se asienta y desarrolla la persona física, como refugio elemental que
sirve a la satisfacción de sus necesidades primarias (descanso, aseo, alimenta-
ción, vestido, etc.) y protección de su intimidad» (STS 16 de Diciembre de 1996).
Definición que muestra tanto la complejidad del hogar que, como la exégesis
doctrinal y jurisprudencial del artículo 47 CE ha puesto de manifiesto, no es
solo el habitáculo, sino los servicios que lo hacen habitable, como su valor
afectivo hasta suponer según reconoce el derecho español y comparado un
valor moral.
La literatura ofrece infinitos testimonios de cómo son los sentimientos
los que convierten el habitáculo en hogar con independencia de sus cualidades
físicas. Baste, por todos, el siguiente fragmento de Knut Hamsun: «En otoño
construyó una choza de turba, impermeable y cálida, resistente a las tormentas
y al fuego. Isak era libre de entrar en ella, en su hogar, de cerrar la puerta y
permanecer en su morada o bien de quedarse fuera en la losa que había delan-
te de la entrada y mostrarse como dueño de toda la casa ante cualquiera que
pasase por allí» (Markens Grode I.º, 1).
Los artículos 33 y 47 CE son el fundamento del derecho constitucional a
la vivienda. La propiedad que el primero de ellos consagra, se fortalece o
debilita según coincida o no con su utilización hogareña, ratio del segundo. La
condición de hogar fortalece la propiedad. Baste pensar en la defensa de la
vivienda habitual dada en garantía hipotecaria a que responden los Reales
Decretos Leyes 8/1011 de 1 de Julio, 6/2012 de 12 de Marzo y 27/2012 de 15
de Noviembre. Y, a la inversa, la propiedad se debilita en favor del tercero que,
sin ser propietario, tiene allí su hogar. Por ejemplo, el inquilino y la prórroga
del contrato por sus familiares más directos. O los artículos 525 CC y 108.3.º
LH relativos al derecho personalísimo de habitación. Es la afección de tal
derecho sobre piezas de la casa ajena a las necesidades del titular del derecho
de habitación «y de las personas de su familia» (art. 524 CC) lo que tal derecho
protege. Es el ingrediente familiar el que lo justifica.
De ser un «derecho terrible» como reza, siguiendo las huellas de Becca-
ria, el famoso titulo de Stefano Rodotá, la propiedad se hace íntima y cordial y
el mismo Rodotá pone como ejemplo de lo que denomina «propiedades favo-
recidas» la normativa y jurisprudencia sobre la vivienda.
El ingrediente afectivo atrás citado al hilo de la jurisprudencia del Tribu-
nal Supremo, convierte la casa en vivienda y la institucionaliza. Es decir, hace
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perro. Una propiedad que identifica al propietario y no lo aísla sino que lo re-
laciona no solo con su perro, sino con los otros propietarios de perros.
Una reciente tesis doctoral presentada en la Politécnica de Madrid ha
señalado la posibilidad de crear o incluso de apropiarse de un paisaje suburba-
no como instrumento de autoidentificación mediante la espacialización de lo
que Veblen en su Teoría de la clase ociosa denominó «gasto ostentoso». Si
mediante tal recurso se consigue la autoidentificación colectiva de un determi-
nado sector social, es claro que surge un orden concreto en el que el propieta-
rio se trasciende, cualquiera que sea el juicio que el fenómeno merezca. Pero
si el gasto ostentoso espacializado tan solo pretende la autoafirmación del su-
jeto, la alteridad desaparece.
Ahora bien, todo ello, la función recíprocamente identificadora, la infun-
gibilidad y la sociabilidad, son resultado de la afectividad que impregna la
relación noético-noemática de los nacionales con su territorio, de los vecinos
con su paisaje, de los hablantes con su lengua propia, de la familia con su
hogar. En tales derechos lo que está en juego no es la autonomía de la voluntad
ni las magnitudes extensas que denominamos intereses, sino unas magnitudes
intensas tan íntimas como cordiales.
Las magnitudes extensivas son, según Kant, aquellas que se nos revelan
cuando a las intuiciones puras de espacio y tiempo aplicamos las categorías de
cantidad. El resultado no es distinto al extenso cartesiano: las partes extra-
partes. Pero, junto a estas magnitudes extensivas, Kant señalaba otras magni-
tudes intensivas, resultantes de aplicar a las intuiciones puras las categorías de
cualidad. Mientras las de cantidad nos obligaron a pensar los objetos como
magnitudes extensivas, las de cualidad nos llevan a pensarlos con un cierto
grado de intensidad, es decir, como reales y limitados.
A mi juicio, esta noción kantiana es susceptible de dos interpretaciones.
Una física y otra afectiva. Una, referida a la primera de las Críticas, y otra, a la
tercera. Aquélla, ceñida a la materia que tiene que llenar la figura geométrica
para convertirla en un objeto físico capaz de producir una sensación. Ésta,
vinculada a la dimensión existencial de las categorías de cualidad: la realidad,
la negación y la limitación.
En efecto, las categorías según la cualidad son existenciales, porque afir-
mando o negando la realidad y reconociendo la limitación, el hombre se en-
frenta con lo sublime. Lo sublime, según la Crítica del Juicio, es aquel objeto
de la naturaleza cuya representación conduce al espíritu a pensar la inaccesibi-
lidad de la propia naturaleza como exposición de ideas, porque al conocimien-
to como facultad de los conceptos se opone, superándolo, la razón como facul-
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¿Tiene ello alguna utilidad? ¿Estas lucubraciones son algo más que la
pobre versión de lo que despectivamente Gierke llamaba las fantasías de los
artistas del derecho? Las categorías, decía Kant, sirven para iluminar los he-
chos que sin ellas están ciegos. Pero las categorías no crean los hechos ni las
normas. Propugnar lo contrario fue lo que Rumelin denominara el «pecado
contra el Espíritu Santo» de la jurisprudencia conceptual. Pero, al iluminarlos,
permiten identificarlos y utilizarlos. Son lo que el citado Heck denominó «con-
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En esta obra se recogen veintiún trabajos de diversa pro-
cedencia, que resumen el pensamiento de Miguel Herre-
ro de Miñón en la rama de derecho constitucional. Todos
ellos muestran su conexión con los retos planteados por
el pensamiento y la doctrina contemporáneos de los más
destacados autores en la materia. Valga, pues, este libro
como un recopilatorio de la labor de casi cincuenta años
de magisterio de uno de los padres de nuestra Constitución.