Martin Lutero Tertulia 8 Febrero

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Martín Lutero

Domingo, 20/Nov/2016 Olegario González de Cardedal ABC

El 31 de octubre de 1517 comienza un nuevo capítulo no solo de la historia espiritual, sino


también de la intelectual, social y política, de Europa. La inicia el gesto de un agustino
proponiendo 95 tesis como base de una disputa pública sobre las indulgencias, predicadas por
toda Alemania con intención de recaudar fondos para la construcción de la iglesia de San
Pedro en Roma. No se sabe con certeza si Lutero clavó el texto de esas 95 tesis en la puerta
de la iglesia del castillo de Wittenberg, o solo las repartió. Se proponía analizar la doctrina y los
abusos prácticos en torno a la concesión de las indulgencias con el dinero unido a ellas.

Con este acto se desencadena lo que luego se ha llamado la «Reforma». Diferenciamos «la
Reforma católica», «la Reforma protestante» y «la Contrarreforma». La Reforma no se inicia
con Lutero, sino que tiene sus raíces profundas en los decenios anteriores. Y de manera
especial en España, iniciada entre otros muchos movimientos por los franciscanos, por
hombres como Pedro de Villacreces; luego, con sus dos puntos máximos en figuras señeras
pero tan distintas entre sí como el cardenal Cisneros y san Pedro de Alcántara. Después
vendrán las figuras cumbre de Ignacio de Loyola y Teresa de Jesús. Con el término
«Contrarreforma» se designa todo el esfuerzo hecho por los católicos, sobre todo a partir del
Concilio de Trento, por frenar, contrarrestar y superar las consecuencias del luteranismo.

¿Qué sujeto humano está detrás de ese movimiento que significó una convulsión interior y un
vuelco exterior de la sociedad, de la Iglesia y de las conciencias individuales? ¿Quién era
Lutero, nacido en Eisleben en 1483 y muerto en 1546? En su compleja personalidad hay que
distinguir el hombre con sus peculiares orígenes y experiencias, el monje agustino, el profesor
de Sagrada Escritura, el traductor de la Biblia y creador de un nuevo alemán, el exégeta, el
reformador, el teólogo, el referente de las transformaciones políticas en Alemania desde los
choques entre los príncipes electores y con el emperador a las guerras de los campesinos.

En el inicio está el acontecimiento personal que le llevó a dar un giro a su existencia. Siendo
estudiante de Derecho le coge una tormenta, cayendo un rayo cerca de él y sintiéndose
amenazado no solo de muerte, sino de vida. Lo interpretó como un signo de Dios para que
cambiara de orientación ante el futuro. Decidió hacerse agustino, y como tal vivió en los
próximos decenios. Un monje cumplidor de la regla, con voluntad de perfección. Pero en este
intento de lograr la paz y de superar el poder del pecado por el propio esfuerzo sucumbe a la
angustia, en la frontera de la desesperación. Dios le aparecía como santidad que
desenmascara con su luz nuestros pecados más hondos y secretos, como juez, que exige
justicia. Pero su experiencia personal le muestra que es imposible lograr la propia justificación,
y que todas las penitencias y ayunos, realizados para lograr esa justificación ante Dios, no
conducen a la paz interior, sino a la exasperación y al resentimiento. Estas son las dos
preguntas nacidas de la angustia: «¿Cómo lograr tener un Dios benévolo conmigo pecador?»;
«¿cómo alcanzar mi justificación ante él?».

A nuestros contemporáneos, más preocupados por la justicia interhumana que por la


justificación ante Dios, quizá les parezca extraño que esa experiencia de Lutero fuera la matriz
de la Reforma protestante y haya determinado la historia de Europa hasta hoy mismo. No fue
una experiencia baladí, sino el descubrimiento de que el individuo no se sostiene por sí solo, no
llega a su paz interior y a verdadera libertad por el propio esfuerzo, sino desde el otro, en este
caso desde el Otro benévolo que es Dios. Con ello está viviendo lo que Hegel y el pensamiento
personalista de siglos siguientes han afirmado sobre el «reconocimiento» y «aceptación» por el
otro para ser sí mismo. Este es el sustrato antropológico de la cuestión teológica, el mismo en
el siglo XXI que en el siglo XVI.
Lutero redescubre afirmaciones esenciales de san Pablo: que el pecado es un poder objetivo;
que antes que una realidad moral o legal es una realidad teológica, que consiste en no querer
que haya Dios, en negar su realidad manifiesta a la conciencia, en reclamar soberanía sobre el
bien y el mal. El pecado existe, y nadie puede superarlo con sus fuerzas ni perdonarse a sí
mismo. El descubrimiento que él llama «experiencia en la torre» es que en el Nuevo
Testamento la justicia de Dios no es la justicia activa que exige de nosotros, sino la justicia que
nosotros recibimos de él, con la que nos justifica y libera. Él describe así tal descubrimiento:
«Me sentí entonces un hombre renacido y vi que me había franqueado las puertas del paraíso.
La Escritura entera me apareció con cara nueva».

En este contexto surge la polémica con Erasmo sobre la libertad del hombre. A la respuesta
optimista del nuevo humanismo expresada por él en «Sobre el libre albedrío», responde Lutero
con su «Sobre el albedrío esclavo». Una obra de esos primeros años, «Sobre la libertad del
cristiano» (1520), es una bella exposición de esta experiencia tanto del abismo de la libertad
esclavizada por el pecado como del abismo de la justificación ofrecida por Dios. Se abre con
estas palabras: «El cristiano es un hombre libre, señor de todo y no sometido a nadie. El
cristiano es un siervo, al servicio de todo y a todos sometido». Muestra cómo entre Cristo y el
cristiano se da un bello intercambio: él se reviste de nuestros pecados y nosotros nos
revestimos de su santidad, concluyendo con estas palabras: «De todo lo dicho se concluye que
un cristiano no vive en sí mismo, vive en Cristo y en su prójimo: en Cristo por la fe, en el
prójimo por el amor».

Esta comprensión está en el origen de la Reforma y funda la genialidad del Lutero todavía
católico. Luego, a partir de 1525, vendrán las innovadoras propuestas de reforma, los escritos
polémicos, con fórmulas brutales, tanto en sus libros como en las «Charlas de sobremesa».
Vendrán la agresión obsesiva contra el Papa y, sobre todo, la negación de elementos
constituyentes del cristianismo, como el valor de la tradición, la sucesión apostólica y el
ministerio ordenado, la relación entre Iglesia y Biblia, la afirmación absolutizada del individuo
frente a la autoridad eclesial; el rechazo de las mediaciones para reclamar una relación
inmediata con Dios, la legitimidad de la vida religiosa… A la vez, la absolutización ilegítima de
elementos en su raíz católicos con exclusión de otros que también lo son, como la primacía
absoluta de la gracia sobre las obras (sola gratia), de la Escritura sobre la Iglesia (sola
Scriptura), de la confianza en Dios sobre la pretensión del hombre (sola fide). P. Tillich
comprende el «principio protestante» como el rechazo de todo intermediario necesario entre
Dios y el creyente, incluyendo en esto la negación de cualquier autoridad atribuida tanto a la
Iglesia como a la Biblia. Ante Dios queda el hombre solo con su sola conciencia receptiva ante
la acción del Espíritu Santo.

El cardenal Cayetano, tras el diálogo en la dieta de Augsburgo de 1518, dirá que en Lutero ya
no se trata de una reforma de la Iglesia, sino de otra iglesia. Tal es la conexión y tales son los
límites que separan a Lutero del catolicismo. A la vez que eliminar todos los obstáculos
históricos del pasado y del presente, que dificultan la unión entre católicos y protestantes,
tenemos que repensar estas cuestiones de fondo, porque la comunión incluye la verdad, que
es anterior y superior a unos y otros. No podemos decir que estamos ya en la época de la
«posverdad» en la que importan solo los deseos y las intenciones.

Olegario González de Cardedal, teólogo.


ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES
DEL CONSEJO DE LA "IGLESIA EVANGÉLICA EN ALEMANIA"

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI


Antiguo convento agustino de Erfurt
Viernes 23 de septiembre de 2011

Distinguidos Señores y Señoras:

Al tomar la palabra, quisiera ante todo dar gracias de corazón por tener esta ocasión de
encontrarnos aquí. Mi particular gratitud a usted, querido hermano presidente Schneider que
me ha dado la bienvenida y me ha acogido con sus palabras en medio de ustedes. Usted ha
abierto su corazón, ha expresado abiertamente la fe verdaderamente común, el deseo de
unidad. Y nosotros estamos alegres, porque considero que esta asamblea, nuestros encuentros,
se celebran también como la fiesta de la comunión en la fe común. Quisiera además agradecer
a todos, por el don de poder dialogar juntos como cristianos en este histórico lugar.

Como Obispo de Roma, es para mí un momento de profunda emoción encontrarlos aquí, en el


antiguo convento agustino de Erfurt. Hemos escuchado que aquí, Lutero estudió teología. Aquí
celebró su primera Misa. Contra los deseos de su padre, no continuó los estudios de derecho,
sino que estudió teología y se encaminó hacia el sacerdocio en la Orden de San Agustín. Y en
este camino, no le interesaba esto o aquello. Lo que le quitaba la paz era la cuestión de Dios,
que fue la pasión profunda y el centro de su vida y de todo su camino. “¿Cómo puedo tener un
Dios misericordioso?”: Esta pregunta le penetraba el corazón y estaba detrás de toda su
investigación teológica y de toda su lucha interior. Para Lutero, la teología no era una cuestión
académica, sino una lucha interior consigo mismo, y luego esto se convertía en una lucha sobre
Dios y con Dios.

“¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso?” No deja de sorprenderme en el corazón que esta
pregunta haya sido la fuerza motora de su camino. ¿Quién se ocupa actualmente de esta
cuestión, incluso entre los cristianos? ¿Qué significa la cuestión de Dios en nuestra vida, en
nuestro anuncio? La mayor parte de la gente, también de los cristianos, da hoy por descontado
que, en último término, Dios no se interesa por nuestros pecados y virtudes. Él sabe, en efecto,
que todos somos solamente carne. Si hoy se cree aún en un más allá y en un juicio de Dios, en
la práctica, casi todos presuponemos que Dios deba ser generoso y, al final, en su misericordia,
no tendrá en cuenta nuestras pequeñas faltas. La cuestión ya no nos preocupa. Pero, ¿son
verdaderamente tan pequeñas nuestras faltas? ¿Acaso no se destruye el mundo a causa de la
corrupción de los grandes, pero también de los pequeños, que sólo piensan en su propio
beneficio? ¿No se destruye a causa del poder de la droga que se nutre, por una parte, del ansia
de vida y de dinero, y por otra, de la avidez de placer de quienes son adictos a ella? ¿Acaso no
está amenazado por la creciente tendencia a la violencia que se enmascara a menudo con la
apariencia de una religiosidad? Si fuese más vivo en nosotros el amor de Dios, y a partir de Él,
el amor por el prójimo, por las creaturas de Dios, por los hombres, ¿podrían el hambre y la
pobreza devastar zonas enteras del mundo? Y las preguntas en ese sentido podrían continuar.
No, el mal no es una nimiedad. No podría ser tan poderoso, si nosotros pusiéramos a Dios
realmente en el centro de nuestra vida. La pregunta: ¿Cómo se sitúa Dios respecto a mí, cómo
me posiciono yo ante Dios? Esta pregunta candente de Lutero debe convertirse otra vez, y
ciertamente de un modo nuevo, también en una pregunta nuestra, no académica, sino
concreta. Pienso que esto es la primera cuestión que nos interpela al encontrarnos con Martín
Lutero.

Y después es importante: Dios, el único Dios, el Creador del cielo y de la tierra, es algo distinto
de una hipótesis filosófica sobre el origen del cosmos. Este Dios tiene un rostro y nos ha
hablado, en Jesucristo hecho hombre, se hizo uno de nosotros; Dios verdadero y verdadero
hombre a la vez. El pensamiento de Lutero y toda su espiritualidad eran completamente
cristocéntricos. Para Lutero, el criterio hermenéutico decisivo en la interpretación de la Sagrada
Escritura era: “Lo que conduce a la causa de Cristo”. Sin embargo, esto presupone que
Jesucristo sea el centro de nuestra espiritualidad y que el amor a Él, la intimidad con Él,
oriente nuestra vida.

Ahora quizás se podría decir: De acuerdo. Pero, ¿qué tiene esto que ver con nuestra situación
ecuménica? ¿No será todo esto solamente un modo de eludir con muchas palabras los
problemas urgentes en los que esperamos progresos prácticos, resultados concretos? A este
respecto les digo: Lo más necesario para el ecumenismo es sobre todo que, presionados por la
secularización, no perdamos casi inadvertidamente las grandes cosas que tenemos en común,
aquellas que de por sí nos hacen cristianos y que tenemos como don y tarea. Fue un error de la
edad confesional haber visto mayormente aquello que nos separa, y no haber percibido en
modo esencial lo que tenemos en común en las grandes pautas de la Sagrada Escritura y en las
profesiones de fe del cristianismo antiguo. Éste ha sido para mí el gran progreso ecuménico de
los últimos decenios: nos dimos cuenta de esta comunión y, en el orar y cantar juntos, en la
tarea común por el ethos cristiano ante el mundo, en el testimonio común del Dios de
Jesucristo en este mundo, reconocemos esta comunión como nuestro común fundamento
imperecedero.

Indudablemente, el riesgo de perderla es real. Quisiera señalar brevemente dos aspectos. En


los últimos tiempos, la geografía del cristianismo ha cambiado profundamente y sigue
cambiando todavía. Ante una nueva forma de cristianismo, que se difunde con un inmenso
dinamismo misionero, a veces preocupante en sus formas, las Iglesias confesionales históricas
se quedan frecuentemente perplejas. Es un cristianismo de escasa densidad institucional, con
poco bagaje racional, menos aún dogmático, y con poca estabilidad. Este fenómeno mundial –
que los obispos de todo el mundo continuamente me describen- nos pone a todos ante la
pregunta: ¿Qué nos transmite, positiva y negativamente, esta nueva forma de cristianismo? Sea
lo que fuere, nos sitúa nuevamente ante la pregunta sobre qué es lo que permanece siempre
válido y qué puede o debe cambiarse ante la cuestión de nuestra opción fundamental en la
fe.

Más profundo, y en nuestro país, más candente, es el segundo desafío para todo el
cristianismo; quisiera hablar de ello: se trata del contexto del mundo secularizado en el cual
debemos vivir y dar testimonio hoy de nuestra fe. La ausencia de Dios en nuestra sociedad se
nota cada vez más, la historia de su revelación, de la que nos habla la Escritura, parece
relegada a un pasado que se aleja cada vez más. ¿Acaso es necesario ceder a la presión de la
secularización, llegar a ser modernos adulterando la fe? Naturalmente, la fe tiene que ser
nuevamente pensada y, sobre todo, vivida, hoy de modo nuevo, para que se convierta en algo
que pertenece al presente. Ahora bien, a ello no ayuda su adulteración, sino vivirla
íntegramente en nuestro hoy. Esta es una tarea ecuménica central, en la cual debemos
ayudarnos mutuamente, a creer cada vez más viva y profundamente. No serán las tácticas las
que nos salven, las que salven el cristianismo, sino una fe pensada y vivida de un modo nuevo,
mediante la cual Cristo, y con Él, el Dios viviente, entre en nuestro mundo. Como los mártires
de la época nazi propiciaron nuestro acercamiento recíproco, suscitando la primera gran
apertura ecuménica, del mismo modo también hoy la fe, vivida a partir de lo íntimo de nosotros
mismos, en un mundo secularizado, será la fuerza ecuménica más poderosa que nos
congregará, guiándonos a la unidad en el único Señor. Y por esto la plegaria para aprender de
nuevo a vivir la fe para poder así ser una sola cosa.

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