Todos Ustedes, Zombies (Robert A. Heinlein)
Todos Ustedes, Zombies (Robert A. Heinlein)
Todos Ustedes, Zombies (Robert A. Heinlein)
Robert A. Heinlein
Yo lustraba una copa de coñac cuando entró la Madre Soltera. Anoté la hora:
las 22.17, zona cinco, tiempo del Este, 7 de noviembre de 1970. Los agentes
temporales siempre apuntamos la fecha y la hora. Es una norma.
La Madre Soltera era un hombre de veinticinco años, no más alto que yo, de
cara infantil y mal carácter. No me gustaba su aspecto (nunca me gustó) pero yo
había venido aquí para reclutarlo. Era mi muchacho. Le obsequié mi mejor sonrisa
de cantinero.
Tal vez soy demasiado severo. No era maricón ni nada parecido. Lo llamaban
así por lo que contestaba cuando algún entrometido quería saber a qué se
dedicaba: –Soy una madre soltera –decía, y si no tenía ganas de pegarle a alguien
continuaba: –A cuatro centavos por palabra. Escribo confesiones.
Si estaba de mal humor se quedaba esperando que alguien hiciese un chiste.
Tenía un estilo letal para la pelea cuerpo a cuerpo, como el de una mujer
policía…, razón por la cual yo lo lo buscaba. Y no la única.
Hoy estaba ya bastante servido y parecía detestar a la gente más que de
costumbre. Le serví en silencio una ración doble de Old Underwear y dejé la
botella. Bebió y se sirvió otro vaso.
Yo pasé el trapo por el mostrador.
–¿Cómo va el negocio de la Madre Soltera?
Sus dedos apretaron el vaso. Pensé que me lo iba a tirar a la cara y tanteé
bajo del mostrador en busca de la cachiporra. En la manipulación temporal uno
trata de planearlo todo, pero hay tantos factores que uno no debe correr riesgos
innecesarios.
Vi que se relajaba en ese grado pequeñísimo que nos enseñan a detectar en
la escuela de la Agencia.
–Perdón –dije–. Sólo preguntaba cómo iba el negocio. Haga de cuenta que le
pregunté cómo está el clima.
Se veía amargado. –El negocio va bien. Yo escribo, ellos publican, yo como.
Me serví un trago y me incliné hacia él.
–De hecho –le comenté–, usted escribe bien. He leído algunas de sus
historias. Le sale de maravilla el punto de vista femenino.
Éste era un desliz al que debía arriesgarme: él nunca había dicho qué
seudónimos usaba. Pero estaba tan enojado como para sólo oír lo último.
–¡El punto de vista femenino! –repitió, bufando–. Ah, sí, yo me sé el punto de
vista femenino. Claro que me lo sé.
–¿Sí? –dije, como dudando– ¿Hermanas?
–No. Si se lo cuento no me lo cree.
–Bueno –repuse suavemente–, los psiquiatras y los cantineros aprenden que
nada es más extraño que la verdad. Mire, joven, si usted oyera las historias que yo
oigo, bueno, se haría rico. Increíble.
–Usted no sabe qué es «increíble».
–¿De veras? A mí no me asombra nada. Ya todo lo he oído.
La Madre Soltera volvió a resoplar.
–¿Le apuesto el resto de la botella?
–Le apuesto otra botella entera –dije, y la puse en el mostrador.
–Bueno…
Le hice señas al otro barman para que se ocupara del negocio. Estabamos en
la punta del mostrador, un lugar para un solo banquillo que yo tenía como refugio
privado; para bloquearlo ponía sobre el mostrador frascos con huevos en conserva
y cosas por el estilo. En la otra punta había unos parroquianos viendo el box en la
televisión y alguien hacía sonar la rocola. Estábamos tan en privado como en una
cama.
–Muy bien –dijo la Madre Soltera–. Para empezar, soy un bastardo.
–Eso no es una ninguna distinción aquí –le contesté.
–Lo digo en serio –replicó–. Mis padres no estaban casados.
–Es no es raro –insistí–. Los míos tampoco.
–Cuando… –se interrumpió y, por primera vez desde que lo conocía, me miró
con alguna calidez–. ¿En serio?
–Claro. Bastardo cien por ciento. De hecho –agregué– nadie se casa en mi
familia. Puro bastardo.
–¿Y eso?
–Ah, esto –se lo mostré–. Parece un anillo de compromiso. Es para ahuyentar
a las mujeres –era una vieja sortija que le compré en 1985 a un colega, que la
había traído de la Creta pre-cristiana–. La serpiente Uroboros –expliqué–; la
Serpiente del Mundo que se muerde eternamente la cola. Un símbolo de la Gran
Paradoja.
Él apenas la miró.
–Si usted es realmente un bastardo, sabe cómo se siente uno. Cuando yo era
todavía una niña pequeña…
–¡Momento! –lo interrumpí– ¿Lo oí bien?
–¿Quién está contando la historia? Cuando yo era una niña pequeña… Mire,
¿nunca ha oído hablar de Christine Jorgenson? ¿O de Roberta Cowell?
–¿Cambios de sexo? ¿Me está tratando de decir…?
–Si me interrumpe, no hablo. A mí me dejaron en un orfanato de Cleveland, en
1945, cuando tenía un mes de edad. De chica envidiaba a los niños que tenían
padres. Luego, cuando empecé a saber de sexo…, y créame, Pop, que se
aprende rápido en un orfanato…
–Lo sé.
–… juré solemnemente que si tenía un hijo, tendría padre y madre. Esa idea
me mantuvo «pura’, cosa que era una hazaña en ese medio… Tuve que aprender
a pelear. Después fui creciendo y entendí que tenía muy pocas posibilidades de
casarme…, por lo mismo por lo que nadie me había adoptado –hizo una mueca–.
Tenía cara de caballo, dientes de conejo, pecho plano, pelo de cepillo…
–No está mucho peor que yo.
–¿A quién le importa cómo se ve un cantinero? ¿O un escritor? Pero la gente
que quiere adoptar elige a los tarados de ojos azules y cabellos de oro. Y luego los
hombres quieren pechos grandes, caras lindas y esa actitud de «oh, qué hombre»
–se encogió de hombros–. Yo no podía competir. Por eso decidí meterme a
R.A.M.E.R.A.S.
–¿A dónde?
–Red Astronáutica Múltiple Especializada en Relajación y Atención Sanitaria.
Lo que ahora llaman «Ángeles del Espacio»: Auxiliares Navales, Grupo de
Enfermería Lenitiva.
Reconocí ambas siglas cuando las ubiqué en el tiempo. Nosotros usamos
todavía una tercera sigla, la del grupo de élite: Patrulla Unificada de Tareas de
Animación y Solaz. El cambio de vocabulario es el peor obstáculo en los saltos por
el tiempo. ¿Sabían ustedes que las «estaciones de servicio» servían gasolina en
un tiempo? Una vez, cuando yo cumplía una misión en la Era Churchill, una mujer
me dijo: «Lo espero en la estación de servicio de junto», pero las estaciones de
servicio (en ese entonces) no tenían camas.
La Madre Soltera continuó:
–Entonces fue cuando admitieron que era imposible enviar hombres solos al
espacio durante meses y años sin aliviarles la tensión. ¿Recuerda cómo chillaron
los puritanos? Yo aproveché porque no había muchas voluntarias. Una debía ser
respetable, de preferencia virgen (querían adiestrarlas desde cero), mentalmente
por arriba del promedio y emocionalmente estable. Pero la mayoría de las
voluntarias eran prostitutas viejas o neuróticas que habrían acabado locas diez
días después de salir de la Tierra. Así que no hacía falta que yo fuera bonita; si me
aceptaban me arreglarían los dientes, me ondularían el pelo, me enseñarían a
caminar y a bailar, a escuchar a un hombre con expresión agradable, y todo lo
demás… sin contar el adiestramiento para los deberes fundamentales. De ser
necesario hasta me harían la cirugía estética… Nada era demasiado bueno para
Nuestros Muchachos.
«Y lo mejor de todo era que se aseguraban de que una no quedara
embarazada…, y, casi seguro, una se casaba al terminar el tiempo del contrato.
Igual que ahora con las A.N.G.E.L.es, que se casan con los astronautas. Hablan el
mismo idioma.
«A los dieciocho me pusieron como auxiliar de casa de familia. La familia sólo
quería una sirvienta barata, pero a mí no me importaba. No podía alistarme antes
de cumplir veintiuno. Hacía las labores de la casa y luego iba a la escuela
nocturna. Fingía estudiar taquigrafía y mecanografía, pero en realidad iba a una
clase de encanto, para que fuera más fácil que me reclutaran.
«Fue entonces cuando conocí a este tipo con sus billetes de cien dólares –la
Madre Soltera torció la cara–. Un imbécil, pero realmente tenía un fajo de billetes
de cien… Una vez me los enseñó y me dijo que tomara lo que quisiera.
«Pero yo no quise. Me gustaba. Era el primero que se mostraba amable
conmigo sin intentar ninguna otra cosa. Dejé la escuela nocturna para verlo más
seguido. Fue la época más feliz de mi vida.
“Hasta que una noche, en el parque, empezaron las otras cosas.
La Madre Soltera calló.
–¿Y luego? –pregunté.
–¡Luego nada! Nunca lo volví a ver. Me acompañó a casa, me dijo que me
quería, me dio un beso de buenas noches y nunca volvió –tenía una cara lugubre–
. Si pudiera encontrarlo, lo mataría.
–Bueno –le dije, en tono de condolencia–, sé cómo se siente. Pero matarlo…,
sólo por haber hecho lo más natural… ¿Usted se resistió?
–¿Qué? ¿Eso qué importa?
–Mucho. Tal vez se merezca que le rompan los brazos por irse así, pero…
–¡Merece algo peor! Espere a que termine. Me las arreglé para que nadie
sospechara, y me consolé pensando que había sido para bien; que realmente no
lo había querido y que probablemente nunca querría a nadie… Y estaba más
ansiosa que nunca por ingresar en R.A.M.E.R.A.S. No estaba descalificada
porque no se insistía mucho en lo de la virginidad. Al fin me reanimé.
«Sólo entendí hasta que las faldas empezaron a quedarme chicas.
–¿Embarazada?
–¡Como una vaca! Los tacaños con los que vivía se hicieron tontos mientras
pude trabajar, y entonces me echaron a patadas. El orfanato no quiso recibirme
otra vez. Acabé en un hospital de caridad, rodeada de otras gordas y limpiando
bacinicas hasta que llegó la hora.
«Una noche me encontré en una mesa de operaciones, con una enfermera
que decía: «Relájese. Ahora respire hondo…»
«Me desperté en la cama, paralizada del pecho para abajo. Llega el cirujano y
me pregunta muy contento:
«–¿Qué tal, cómo se siente?
«–Como una momia.
«–Es natural. Está envuelta como una momia, y llena de anestésico para que
no sienta. Va a salir bien, pero una cesárea no es un cualquier cosa.
«–Una cesárea –dije–… Doctor, ¿perdí al bebé?
«–No, su bebé está bien.
«–¿Fue niño o niña?
«–Niña. Totalmente sana. Cinco libras, tres onzas.
«Me tranquilicé. Ya era algo haber hecho un bebé. Me iría a cualquier parte,
pensé, me pondría ‘señora de’ en el apellido y dejaría que la niña pensara que su
padre había muerto. Mi hija no iba a acabar en un orfanato.
«Pero el cirujano seguía hablando:
«–Dígame, este… –no dijo mi nombre–. ¿Alguna vez pensó que su sistema
glandular era… raro?
«Yo dije: –¿Qué? Claro que no. ¿A qué se refiere?
«Él, primero, se quedó callado. –Se lo diré en una sola dosis. Luego una
inyección, para que se duerma y se le pasen los nervios. Le va a hacer falta.
«–¿Nervios? ¿Por qué? –le dije.
«–¿Alguna vez oyó hablar de ese médico escocés que fue mujer hasta los treinta
y cinco años? Después se operó, y fue un hombre, desde el punto de vista medico
y legal. Hasta se casó. Todo perfecto.
«–¿Eso qué tiene que ver conmigo?
«–Es lo que estoy tratando de explicarle. Usted es un hombre.
«Me quise enderezar. –¿Qué?
«–Cálmese. Cuando la abrí, encontré un revoltijo. Mientras sacaba al bebé llamé
al jefe de cirugía; lo consulté con usted todavía en la mesa, y trabajamos varias
horas para salvar lo que se podía salvar. Usted tenía dos juegos completos de
órganos sexuales, ambos inmaduros, pero el femenino estaba lo bastante
desarrollado como para permitirle tener un bebé. Ya no le iban a servir, así que los
extirpamos y dejamos todo puesto para que usted pueda desarrollarse
adecuadamente como hombre –me puso una mano en el hombro– No se
preocupe. Es usted joven, los huesos se ajustarán, cuidaremos su equilibrio
glandular… y haremos de usted un hombre.
«Me eché a llorar. –¿Y qué va a pasar con mi hija?
–Bueno, no va a poder amamantarla… No tiene leche ni para un gatito. Si yo fuera
usted ni siquiera la vería: la pondría en adopción…
«–¡No!
«A él no le importó. –Usted decide. Es la madre…, es decir… Usted la engendró.
Pero ahora no se preocupe. Lo primero es que se ponga bien.
«Al día siguiente me dejaron ver a la niña, y seguí viéndola a diario. Trataba de
acostumbrarme a ella. Nunca había visto un recién nacido, y no tenía idea de qué
horribles son… Mi hija parecía un monito anaranjado. Eso sí, mis sentimientos se
volvieron una decisión firme de hacer todo por ella. Pero cuatro semanas después,
todo eso dio lo mismo.
–¿Cómo?
–La secuestraron.
–¿La secuestraron?
La Madre Soltera estuvo a punto de tirar la botella.
–La raptaron. ¡La robaron de la enfermería del hospital! –la Madre Soltera
respiraba con fuerza– ¿Qué le parece cómo le pueden quitar a un hombre la única
razón que tiene para vivir?
–Qué feo –admití–. Tómese otro. ¿No hubo pistas?
–Nada que le sirviera a la policía. Alguien fue a verla diciendo que era el tío.
Cuando la enfermera le dio la espalda, se la llevó.
–¿Cómo era?
–Un tipo cualquiera, con una cara en forma de cara, como la de usted o la mía –
frunció el ceño–. Ha de haber sido el padre. La enfermera juró que era un hombre
de más edad, pero seguro se maquilló. ¿Quién más se iba a llevar a mi bebé? Las
mujeres sin hijos hacen esas cosas, pero ¿quién iba a decir que un hombre…?
–¿Qué pasó después?
–Once meses más en ese lugar horrible y tres operaciones. A los cuatro meses
empezó a crecerme la barba. Antes de salir ya me rasuraba todos los días…, y sin
duda era hombre –sonrió ácidamente–. Ya empezaba a mirarle el busto a las
enfermeras.
–Bueno –le dije–, me parece al final le fue bien. Helo aquí, un hombre normal que
gana bastante dinero y que no tiene problemas.Y la vida de la mujer no es fácil.
La Madre Soltera me miró con furia.
–¡Usted no tiene idea!
–¿Por qué?
–¿Alguna vez oyó esa expresion, «una mujer arruinada»?
–Huy, hace años. Ya no tiene mucho sentido.
–Yo estaba tan arruinado como puede estarlo una mujer. Ese maldito realmente
me arruinó la vida. Yo ya no era una mujer y no sabía cómo ser un hombre.
–Habrá tomado tiempo acostumbrarse…
–Usted no tiene la menor idea. No me refiero a aprender a vestirme, o de no
equivocarme de baño. Todo eso lo aprendí en el hospital. ¿Pero cómo iba a vivir?
¿En qué iba a trabajar? Carajo, ni siquiera sabía manejar. No sabía ningún oficio y
no podía hacer trabajo manual: tenía demasiadas cicatrices, demasiado tejido
blando…
«Además, yo odiaba a aquel tipo por haberme quitado esa posibilidad de entrar en
R.A.M.E.R.A.S, pero fue peor cuando quise entrar en el Cuerpo Espacial. Con
verme el abdomen me declararon inepto para el servicio militar. El oficial médico
me dedicó un buen rato por pura curiosidad. Ya había leído acerca de mi caso.
«Entonces cambié de nombre y vine a Nueva York. Trabajé friendo cosas en un
restaurante. Después renté una máquina de escribir y quise ser escribano
público…. ¡Qué risa! En cuatro meses escribí cuatro cartas y un manuscrito. El
manuscrito era para Casos de la Vida Real y era puro desperdicio de papel, pero
el idiota que lo escribió pudo venderlo.
Eso me dio una idea. Compré un montón de revistas para mujeres y las estudié…
–ahora tenía una cara cínica–, y ahora ya sabe cómo puedo escribir el punto de
vista femenino en mis cuentos sobre madres solteras. Gracias a la única versión
que no he vendido: la verdadera. ¿Me gané la botella?
La empujé hacia él. Yo mismo me sentía bastante trastornado, pero había trabajo
que hacer.
Le dije:
–Joven, ¿todavía le gustaría agarrar a ese tal por cual?
Sus ojos se encendieron con un brillo de fiera.
-¡Momento! –dije– No lo mataría, ¿o sí?
Soltó una risa maligna.
–Póngame a prueba.
–Calma. Sé más de este asunto de lo que usted piensa. Lo puedo ayudar. Sé
dónde está.
Él pasó un brazo sobre el mostrador. —¿Dónde está?
–Suélteme la camisa, joven, o va acabar en el callejón y le tendré que decir a la
policía que desmayó.
La Madre Soltera me soltó.
–Perdón. Pero ¿dónde está? –me miró– ¿Y cómo sabe tanto?
–Todo a su tiempo. Hay registros: del hospital, del orfanato, de los médicos. La
directora del orfanato era la señora Fetherage, ¿verdad? Y después vino la señora
Gruenstein, ¿verdad? Y cuando usted era niña su nombre era Jane, ¿verdad? Y
usted no me dijo nada de esto, ¿verdad?
Había logrado desconcertarlo, tal vez asustarlo.
–¿De qué se trata? ¿Quiere meterme en problemas?
–Claro que no. Me interesa su bienestar. Puedo poner al tipo junto a usted. Usted
hace con él lo que quiera…, y le garantizo que no le pasará nada. Eso sí, creo que
no va a matarlo. Tendría que estar loco para matarlo… y usted no está loco. No
mucho.
No me hizo mucho caso.
–Menos habladas. ¿Dónde está?
Le serví un trago, chico. Seguía borracho, pero no se notaba por la ira.
–No tan rápido. Yo le hago un favor, usted me hace un favor.
–¿Cuál?
–A usted no le gusta su trabajo. ¿Qué me diría si yo le ofrezco otro, bien pagado,
permanente, gastos ilimitados, con usted de su propio jefe, y un montón de
diversión y aventuras?
Se me quedó mirando.
–Le diría que me contara otro cuento. Ya basta, Pop. Ese empleo no existe.
–Hagámoslo de otro modo: yo le entrego el hombre, usted se arregla con él
y luego prueba el trabajo que le ofrezco. Si no es como le digo, no pasa nada.
Él vacilaba, pero se decidió con el último trago.
–¿Cuándo me lo entrega? — dijo con voz pastosa.
–Sí está de acuerdo…, ¡ahora mismo!
Él extendió la mano. –¡Trato hecho!
Le hice una seña a mi ayudante para que vigilara las dos puntas del mostrador,
tomé nota de la hora –23.00– y cuando me agachaba para cruzar la puertita bajo
el mostrador, la rocola empezó a sonar con «¡Soy mi propio abuelo!». El
encargado tenía la orden de poner sólo clásicos y Americano, porque yo no
aguanto la “música» de 1970, pero yo no sabía que esa grabación se hubiera
infiltrado. Así que grité:
–¡Apaga eso! ¡Devuélvele el dinero al cliente! –y agregué: –Voy al almacén. No
tardo.
Y allá fui, seguido por la Madre Soltera.
El almacén estaba al fondo del pasillo, del otro lado de los baños. Una puerta de
acero de la que sólo el encargado de día y yo teníamos llave. Adentro, había otra
puerta que llevaba a un cuarto del que sólo yo tenía llave. Entramos ahí.
La madre soltera miró, confundido, las paredes sin ventanas.
–¿Dónde está?
–Ahora mismo viene.
No había nada en el cuarto salvo un estuche. Lo abrí. Era un Equipo de Campo
Transformador de Coordenadas de la U.S.F.F., serie 1992, modelo II. Una belleza,
sin partes móviles, 23 kilos de peso a plena carga y diseñado para parecer una
maleta. Lo había ajustado con precisión desde temprano. Todo lo que había que
hacer era desplegar la red metalica que limita el campo de transformación. Cosa
que hice.
–¿Qué es eso? –preguntó.
–Una máquina del tiempo –respondí, y eché la red sobre nosotros.
–¡Oiga! –gritó la Madre Soltera, y dio un paso atrás. Hay una técnica para hacer
esto: hay que lanzar la red de modo que el sujeto retroceda instintivamente hacia
la malla de metal, y entonces acabar de cerrar la red para que los dos quedemos
adentro. Si no, uno puede dejar detrás la suela de un zapato, o la punta de un pie,
o bien llevarse un trozo del suelo. Pero no hace falta más. Algunos agentes
engañan al sujeto para que se meta en la red; yo digo la verdad y uso ese
momento de asombro total para mover el interruptor. Cosa que hice.
Salí del almacén con una botella de Drambuie para justificar el minuto de
ausencia. Mi ayudante discutía con el cliente que quería oír «¡Soy mi propio
abuelo!». Le dije:
–Déjalo que lo escuche. Después desconecta la rocola.
Estaba muy cansado.
El trabajo es duro, pero alguien debe hacerlo, y luego del Error de 1972 es difícil
reclutar en los años tardíos. ¿Puede haber una fuente mejor que seleccionar a
gente más en la ruina, estén donde estén, y ofrecerle un trabajo interesante y bien
pagado (aunque peligroso) para una buena causa? Todo el mundo sabe ahora por
qué falló la Guerra del Fallo de 1963: la bomba que iba para Nueva York no
explotó jamás, y otras mil cosas no ocurrieron como habían sido planeadas…,
todo gracias a gente como yo.
Pero no el Error de 1972. Ese no fue nuestra culpa, y ya no tiene arreglo. No hay
ninguna paradoja. Una cosa o es, o no es, ahora y para siempre. Amén. Pero
nunca habrá otro error así: una orden fechada 1992 tiene prioridad en cualquier
año.
Cerré el bar cinco minutos antes de la hora, y dejé en la caja registradora una
carta donde le explicaba al encargado de día que aceptaba su ofrecimiento de
comprar mi parte, y que se entrevistara con mi abogado, porque yo me iba a tomar
unas largas vacaciones. La Agencia podía cobrarle o no cobrarle, pero quiere que
no se dejen cabos sueltos. Bajé al cuartito en el almacén y salté a 1993.