CAPÍTULO I LA CONDUCTA ANTOSOCIAL NVO 2016 Dos
CAPÍTULO I LA CONDUCTA ANTOSOCIAL NVO 2016 Dos
CAPÍTULO I LA CONDUCTA ANTOSOCIAL NVO 2016 Dos
Introducción
Estas conductas que infringen las normas sociales y de convivencia reflejan un grado de
severidad que es tanto cuantitativa como cualitativamente diferente del tipo de conductas
que aparecen en la vida cotidiana durante la infancia y adolescencia. Las conductas
antisociales incluyen así una amplia gama de actividades tales como acciones agresivas,
hurtos, vandalismo, piromanía, mentira, absentismo escolar y huido de casa, entre otras.
Aunque estas conductas son diferentes, suelen estar asociadas, pudiendo darse, por
tanto, de forma conjunta. Eso sí, todas conllevan de base el infringir reglas y expectativas
sociales y son conductas contra el entorno, incluyendo propiedades y personas (Kazdin y
Buela-Casal, 2002).
Desde una aproximación psicológica, se puede afirmar que las actividades o conductas
anteriormente citadas, que se engloban dentro del término conducta antisocial se
podrían entender como un continuo, que iría desde las menos graves, o también llamadas
conductas problemáticas, a las de mayor gravedad, llegando incluso al homicidio y el
asesinato. Loeber (1990), en este sentido, advierte que el término conducta antisocial se
reservaría para aquellos actos más graves, tales como robos deliberados, vandalismo y
agresión física. Lo cierto es que aunque toda esta serie de conductas son diferentes, se
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consideran juntas, ya que suelen aparecer asociadas, a la vez que se muestran de formas
diferentes según la edad de inicio en el niño y/o adolescente.
Para Loeber (1990), la llamada conducta problemática haría más bien referencia a
pautas persistentes de conducta emocional negativa en niños, tales como un
temperamento difícil, conductas oposicionistas o rabietas. Pero no hay que olvidar que
muchas de estas conductas antisociales surgen de alguna manera durante el curso del
desarrollo normal, siendo algo relativamente común y que, a su vez, van disminuyendo
cuando el niño/a va madurando, variando en función de su edad y sexo. Típicamente, las
conductas problemáticas persistentes en niños pueden provocar síntomas como
impaciencia, enfado, o incluso respuestas de evitación en sus cuidadores o compañeros y
amigos. Esta situación puede dar lugar a problemas de conducta, que refleja el término
paralelo al diagnóstico psiquiátrico de “trastorno de conducta” y cuya sintomatología
esencial consiste en un patrón persistente de conducta en el que se violan los derechos
básicos de los demás y las normas sociales apropiadas a la edad (APA, 2002).
Dicha nomenclatura nosológica se utiliza comúnmente para hacer referencia a los casos
en que los niños o adolescentes manifiestan un patrón de conducta antisocial, pero debe
suponer además un deterioro significativo en el funcionamiento diario, tanto en casa como
en la escuela, o bien cuando las conductas son consideradas incontrolables por los
familiares o amigos, caracterizándose éstas por la frecuencia, gravedad, cronicidad,
repetición y diversidad.
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La delincuencia implica como fenómeno social una designación legal basada
normalmente en el contacto oficial con la justicia. Hay, no obstante, conductas específicas
que se pueden denominar delictivas. Éstas incluyen delitos que son penales si los
comete un adulto (robo, homicidio), además de una variedad de conductas que son
ilegales por la edad de los jóvenes, tales como el consumo de alcohol, conducción de
automóviles y otras conductas que no serían delitos si los jóvenes fueran adultos. En
España, esta distinción es precisamente competencia de los Juzgados de Menores (antes
Tribunales Tutelares de Menores), que tienen la función de conocer las acciones u
omisiones de los menores que no hayan cumplido los 18 años (antes 16 años) y que el
Código Penal u otras leyes codifiquen como delitos o faltas, ejerciendo una función
correctora cuando sea necesario, si bien la facultad reformadora no tendría carácter
represivo, sino educativo y tutelar (Lázaro, 2001).
Desde un punto de vista que resalta más lo sociológico de este fenómeno conductual, se
habla comúnmente de desviación o conductas desviadas, definidas éstas como
aquellas conductas, ideas o atributos que ofenden (disgustan, perturban) a los miembros
de una sociedad, aunque no necesariamente a todos (Higgins y Buttler, 1982). Este
término es un fenómeno subjetivamente problemático, es decir, un fenómeno complejo de
creación social; de ahí que podamos decir que no hay ninguna conducta, idea o atributo
inherentemente desviada y dicha relatividad variará su significado de un contexto a otro
(Garrido, 1987; Goode, 1978).
Se podría conceptualizar la conducta delictiva dentro de este discurso como una forma
de desviación; como un acto prohibido por las leyes penales de una sociedad. Es decir,
tiene que existir una ley anterior a la comisión que prohíba dicha conducta y tiene que ser
de carácter penal, que el responsable ha de ser sometido a la potestad de los Tribunales
de Justicia. Pero de la misma forma que la desviación, el delito es igualmente relativo,
tanto en tiempo como en espacio. Las leyes evolucionan, y lo que en el pasado era un
delito, en la actualidad puede que no lo sea (consumo de drogas) o al contrario. El
espacio geográfico limitaría igualmente la posibilidad de que una conducta pueda ser
definida como delito o no (Garrido, 1987).
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medida de reforma, ya que le supone falto de capacidad de discernimiento ante los modos
de actuar legales e ilegales. En España ha surgido actualmente una reforma de los
antiguos Tribunales de Menores, así como de las leyes relativas a los delincuentes
juveniles, la Ley Orgánica 5/2000 reguladora de la responsabilidad penal del menor. Tal
reforma ha procurado conseguir una actuación judicial más acorde con los aspectos
psicológicos del desarrollo madurativo del joven.
Además, los niños por debajo de la edad de responsabilidad penal participan en una
conducta antisocial por la que no pueden ser procesados. Para entender los orígenes de
la delincuencia es crucial, por tanto, que se considere la conducta antisocial que está
fuera del ámbito de la ley y también los actos ilegales que no tienen como consecuencia
un procedimiento legal, además de los que sí la tienen.
En este sentido, y para el propósito que guía la presente tesis doctoral, el término de
conducta antisocial se empleará desde una aproximación conductual para poder así,
hacer referencia fundamentalmente a cualquier tipo de conducta que conlleve el infringir
las reglas o normas sociales y/o sea una acción contra los demás, independientemente de
su gravedad o de las consecuencias que a nivel jurídico puedan acarrear.
Consecuentemente, se prima el criterio social sobre el estrictamente jurídico. La intención
no es otra que ampliar el campo de análisis de la simple violación de las normas jurídicas,
a la violación de todas las normas que regulan la vida colectiva, comprendiendo las
normas sociales y culturales.
Uno de los factores que ha podido contribuir a esta problemática conceptual ha sido, sin
duda alguna, la naturaleza multidisciplinar que ha caracterizado el estudio de las
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conductas antinormativas (Blackburn, 1993; Shoemaker, 1990). El pensamiento filosófico,
el derecho, la sociología, la antropología, la economía, la biología, la medicina o la
psicología, en otras disciplinas, han prestado esencial atención al hecho delictivo, lo que,
desde su amplia heterogeneidad han conferido su propio significado a un dominio
conceptual que, en sí, es ya complejo y multidimensional.
La “norma” vendría a denotar, a su vez, dos campos semánticos relacionados entre sí.
De una u otra forma, además de una cierta carga de ambigüedad e imprecisión en los
parámetros definitorios, una de las características más representativas del concepto de
desviación es el relativismo sociocultural. De hecho, como han indicado los sociólogos del
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etiquetamiento (Becker, 1963), la desviación no es en modo alguno una cualidad
intrínsecamente ligada a ningún tipo de acto, sino que una determinada conducta podrá
categorizarse como “desviada” sólo con referencia a un contexto normativo, social y
situacional definido.
Garrido (1987) y Goode (1978) señalan tres elementos que determinan la medida en que
un acto puede ser entendido como una forma de desviación: a) la audiencia, esto es, los
grupos de referencia que juzgarán y responderán ante la conducta en cuestión en función
de las normas que regulan su funcionamiento interno: un mismo acto podrá constituir
desviación para determinados sectores sociales y, sin embargo, presentar connotaciones
incluso positivas para otros grupos normativos; b) la situación, el homicidio resulta punible
habitualmente en la mayoría de las sociedades actuales y, sin embargo, determinadas
situaciones (tiempos de guerra) pueden convertir a este acto en un hecho común e
incluso deseable y en definitiva, no desviado; c) las propias características del actor. El
grado de tolerancia social a ese apartarse de las normas dependerá fuertemente de las
características del sujeto que incurre en el acto.
La literatura ha puesto de relieve en más de una ocasión, por ejemplo, que el grado de
respetabilidad del actor influirá en la severidad con que se evalúen y sancionen los
comportamientos potencialmente desviados (Berger, 1990).
Desde una perspectiva legal, inspirada en los fundamentos de las ciencias jurídicas, los
conceptos de “crimen” “delito” y “delincuente” son los protagonistas por excelencia en el
discurso criminológico. El delito se concibe, bajo esta aproximación, como aquel acto que
viola la ley penal de una sociedad; siendo el delincuente, aquella persona que el sistema
de justicia ha procesado y culpado por la comisión de un delito.
La relatividad que caracteriza a los ordenamientos legales da lugar también a que el delito
se convierta en una realidad cambiante y multiforme (Clemente, 1995; García Arás,1987).
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Lejos de constituir una categoría “natural” y prefijada de comportamientos, lo delictivo
responde a complejos procesos de producción sociopolítica y se convierte en un
fenómeno cuyo contenido se puede especificar sólo en función de los ejes espaciales y
temporales en los que se inscribe. La conducta que es delito en una sociedad puede no
serlo en otra. Lo que fue delito en un momento histórico puede despenalizarse en otro
punto del tiempo; y viceversa, diversas circunstancias pueden dar lugar a que sean
proscritos actos en otros tiempos permisibles. Es más, la problemática conceptual de la
delincuencia legalmente definida se agudiza en cuanto introducimos otro concepto central
en las aproximaciones fundamentadas en lo sociojurídico: la delincuencia juvenil.
No obstante, esta idea de que los jóvenes y los adultos deben recibir un tratamiento
diferencial por parte de la ley no siempre ha estado presente en el funcionamiento de los
sistemas de control oficial. De hecho, no fue hasta finales del siglo pasado cuando dentro
de la doctrina legal se comenzó a sentir de un modo generalizado la necesidad de tener
en cuenta las características específicas del joven (falta de madurez, responsabilidad y/o
experiencia) a la hora de valorar su comportamiento anti normativo y a la hora de
administrar las medidas correctoras oportunas (Empey, 1978).
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La importante relatividad de la que hace gala el concepto jurídico de delito, así como el
concepto más específico de delincuencia juvenil, constituye uno de los principales
problemas con los que tradicionalmente se han encontrado las disciplinas criminológicas y
que dificulta notablemente la labor de análisis del fenómeno delictivo. De hecho, la
comparación de hallazgos y conclusiones y la consiguiente acumulación e integración de
conocimientos se ha visto a menudo dificultada, aunque no imposibilitada por la
variabilidad espacio-temporal que presenta la realidad delictiva (Garrido, 1987). Una de
las limitaciones más importantes que las definiciones legales muestran de cara al estudio
científico del comportamiento antisocial se pone claramente de manifiesto cuando se
examina el modo en que se especifica quién es considerado como delincuente.
Por una parte, sólo una muy pequeña porción de las conductas delictivas realizadas
llegan a tener existencia oficial, es decir, llegan a ser detectadas y procesadas por los
sistemas policiales y judiciales. Por otra parte, la acción de estas entidades de control
oficial parece verse sesgada en buena medida por diversos factores de carácter
claramente extralegal, como la raza, el sexo o el estrato socioeconómico, de forma que
los individuos con la etiqueta de elincuentes pueden resultar bien poco representativos del
conjunto de personas que realmente han incurrido en conductas delictivas (Chambliss,
1969; Hawkins, Laub y Lauritsen 1999; Liska y Tausig, 1979; Rutter et al., 2000).
De todo ello se deriva que, para la psicología, y en concreto para el desarrollo de teorías e
investigaciones sobre los procesos que conducen a los individuos a involucrarse en
comportamientos delictivos, la concepción de la delincuencia en cuanto fenómeno
conductual resulta más apropiada que la noción de la delincuencia como atributo
asignado por las estructuras de control oficial.
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1.2.3. Aproximación clínico-psicopatológica
Dentro de esta aproximación, una de las taxonomías más influyentes y populares ha sido
el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) de la Asociación
Americana de Psiquiatría, que incluye, en sus diferentes ediciones, múltiples categorías
diagnósticas definidas por patrones conductuales cuyo contenido se solapa en mayor o
menor medida con la esfera conceptual de lo antisocial. Esto ocurre, por ejemplo, con
diversos trastornos denominados “del control de impulsos”, tales como la cleptomanía, la
piromanía o el trastorno explosivo-intermitente, o el trastorno por déficit de atención con
hiperactividad y comportamiento perturbador, que se caracterizan por la presencia de
episodios discretos de agresividad y violencia contra las personas o contra la propiedad.
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personas, acusar a otros de sus propios errores o problemas de comportamiento, ser
quisquilloso o sentirse fácilmente molestado por otros, mostrarse iracundo y resentido, ser
rencoroso y vengativo, Asimismo, para calificar dichos comportamientos como trastorno,
deben presentarse con más frecuencia de la típicamente observada en sujetos de edad y
nivel de desarrollo comparables y deben producir deterioro significativo de la actividad
social, académica o laboral (APA, 2002).
Rebasar los límites de la concepción clínica o legal de delito, dando cabida a este tipo de
comportamientos antinormativos (conductas disruptivas en el marco escolar, conductas
de agresión en niños o muchachos jóvenes) es una idea ampliamente reconocida dentro
de la literatura del área (Blackburn, 1993; Catalano y Hawkins, 1996; Moffitt, 1993;
Thornberry, 1996). La significación que a nivel teórico presentan estas conductas y el
interés de su incorporación dentro de los estudios de la psicología criminológica vienen
dados no solo porque son comportamientos con antecedentes y manifestaciones
semejantes a las conductas transgresoras de la ley, sino también porque se ha
demostrado dentro del curso evolutivo del individuo como claros predictores del desarrollo
de actividades delictivas de mayor gravedad (Broidy et al., 2003; Catalano y Hawkins,
1996; Hawkins et al. 2000; Loeber y Farrington, 2000; Moffitt, 1993; Thornberry, 2004).
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Frente a la dicotomización delincuente-no delincuente, implícita en concepciones legales,
la comprensión conductual de la actividad delictiva como parte del constructo de
“conducta antisocial” implica el reconocimiento de que la delincuencia, en ningún caso, se
puede considerar como un fenómeno “todo o nada”. Por el contrario, las conductas
delictivas forman parte de una realidad dimensional que puede adoptar un amplio rango
de grados y modalidades de expresión. La concepción de la delincuencia en un continuo
conductual permite así la puesta en práctica de análisis menos simplistas, más detallados
y precisos que los posibilitados por la concepción de la delincuencia como atributo
definitorio de cierta categoría de individuos.
Teorías psicobiológicas
Dentro de esta teoría se encuadraría la tesis clásica de Lombroso (1911) sobre la base de
sus estudios biológicos y antropomórficos realizados con presidiarios, en la que expone
que el delincuente era una especie de ser atávico, que reproduce en su persona los
instintos feroces de la humanidad primitiva y los animales inferiores, marcado por una
serie de anomalías cerebrales y corporales (mandíbula prominente, pómulos anchos,
orejas grandes, etc.); junto con una insensibilidad moral, precocidad antisocial, vanidad,
imprevisión e incorregibilidad. En esta línea, Ferri (1928; citado en Pérez-Llantada y
Gutiérrez, 1979) estableció su Ley de saturación criminal, según la cual el nivel de
criminalidad viene determinado cada año por las diferentes condiciones del medio físico y
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social, combinado con las tendencias congénitas y con los impulsos ocasionales de los
individuos. Dentro de la concepción psicobiológica, destaca la teoría de la conducta
antisocial de Eysenck (1976), que se fundamentan en su propia teoría de la personalidad.
Eysenck (1981), en su teoría de la “condicionabilidad del delincuente”, entiende que el
comportamiento se adquiere por aprendizaje (donde interviene el sistema nervioso
central) y por condicionamiento (regido por el sistema nervioso autónomo). En este
sentido, un comportamiento antisocial obedece a un aprendizaje deficiente de las normas
sociales en forma condicionada y reconoce, por un lado, la importancia del sistema
nervioso heredado por la persona, distinguiendo varios tipos de personalidad, desde la
introversión (personas reservadas, tranquilas, pacientes y fiables) a la extraversión (seres
sociables, excitables, impulsivos, despreocupados, impacientes y agresivos), siendo las
personas extrovertidas más difíciles de condicionar que las introvertidas. Por otro lado,
destaca la calidad del condicionamiento recibido en su ambiente familiar. De esto se
deduce que la suma de los dos factores, forma la personalidad al término de la primera
infancia, y según el grado de introversión-extraversión en la que se encuentre la persona,
quedará determinada la propensión de la misma al delito (Lamnek, 1987). Junto a esta
dimensión, Eysenck (1981) propone que el neuroticismo (preocupación, inestabilidad
emocional y ansiedad) también jugaría un importante papel en la conducta delictiva ya
que actuaría como impulso, multiplicando los hábitos que existen antisociales o
socializados de los extravertidos o introvertidos. Así, un alto grado de neuroticismo en los
extravertidos reforzaría su conducta antisocial, mientras que en los introvertidos
contribuiría a su mejor socialización.Finalmente, ante la evidencia de la existencia de
delincuentes caracterizados por la baja emotividad y carentes de culpabilidad (Hare, 1970;
Hare y Cox, 1978) (psicópatas primarios), Eysenck (1977) amplía su teoría con la
dimensión de psicoticismo (insociabilidad, despreocupación, hostilidad, impulsividad y
búsqueda de estimulación), que sería el mecanismo causal de la psicopatía primaria,
mientras que una alta extraversión y un alto neuroticismo serían los responsables de la
psicopatía secundaria (delincuencia).
Como conclusión de esta teoría, resultaría por un lado la carga genética y hereditaria así
como la importancia concedida al medio ambiente en combinación con la predisposición
genética en el desencadenamiento de la delincuencia y, por tanto, será necesario actuar
sobre él para la prevención y el tratamiento de la delincuencia (Sancha, Clemente, Tobal,
1987). Estudios posteriores en España intentan confirmar la teoría de Eysenck,
encontrando que la variable psicoticismo (muy relacionada con la necesidad de
estimulación) aparece más asociada al delito que la variable extraversión, y que la
variable neuroticismo no tiene relación con la delincuencia (Carrillo y Pinillos, 1983; Pérez,
1984; Pérez, Amado, Ortet, Pla y Simo, 1984; Valverde, 1988).Además, Pérez (1984)
encuentra que personas que tuvieran una alta necesidad de estimulación, junto con poca
susceptibilidad al castigo (personas extravertidas tal y como indican Eysenck, 1976; Lym y
Eysenck, 1961; Schallin, 1971; Barnes, 1975) serían más susceptibles de cometer
conductas antisociales. No obstante, García-Sevilla (1985) concede mayor importancia a
la baja susceptibilidad al castigo, puesto que la necesidad de estimulación sería una
consecuencia de una baja sensibilidad al castigo.
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partiendo de la notación cromosómica XY para el hombre y XX para las mujeres,
encuentran una excesiva presencia de la anomalía cromosómica. Con estos resultados se
supone errónea la creencia popular de unos individuos psicópatas supermasculinos, cuya
característica más destacable era su extremada violencia. En cualquier caso, aunque los
comportamientos violentos son más claramente numerosos en los individuos XYY en
comparación con XY de la misma edad, peso, inteligencia y clase social, sus delitos son
triviales (Witkin, Mednik, Schulsinger, Bakkestrom, Christiansen et al., 1977). Rutter, Giller
y Hagell (2000) recogen que la presencia de XYY no causaría directamente la
delincuencia, sino que junto a otros factores incrementa la posibilidad de ejercer
conductas antisociales.
Un gran eco tuvieron los estudios sobre gemelos y adopción partiendo de la comparación
entre gemelos monozigóticos (procedentes del mismo óvulo y que comparten el 100% de
los genes) con gemelos dizigóticos o fraternos (procedentes de dos óvulos distintos y que
comparten el 50% de sus genes). Lange (1929) encontró un 77% de concordancia en la
criminalidad de gemelos monozigoticos y un 12% para los dizigoto. Christiansen (1968)
estudió 3.568 pares de daneses nacidos entre 1881 y 1910, encontrando que el 52% de
los gemelos idénticos (monozigóticos) tenían el mismo grado de conducta delictiva
registrada, mientras que sólo el 22% de los gemelos dizigóticos alcanzaban similares
grados de delincuencia. Pero las limitaciones de estos estudios con gemelos radican en la
dificultad para separar causas genéticas y ambientales. Para superar estas limitaciones,
los estudios con hijos adoptivos separan más adecuadamente las causas genéticas y
ambientales. En esta línea, Crowe (1974) encuentra un incremento significativo de la
criminalidad en jóvenes adoptados que tenían madres biológicas criminales. Estos y otros
datos, encuentran que la influencia genética aparece menos en los estudios de hijos
adoptivos que en los de gemelos, apoyando a la genética en la génesis de la conducta
antisocial (Bock y Goode, 1996; Carey y Goldman, 1997; Miles y Carey, 1997).
Las teorías del aprendizaje explican el comportamiento delictivo como una conducta
aprendida, bien sea basándose en el condicionamiento clásico, el operante o el
aprendizaje vicario. El condicionamiento clásico ha sido utilizado por Eysenck (1977,
1983) explicando cómo el niño es castigado a lo largo de su infancia por padres, y
maestros, lo que actuaría como estímulo incondicionado (EI); el acto antisocial castigado
como estímulo condicionado (EC) y el resultado de miedo, ansiedad y culpa como
respuestas incondicionadas. Mediante los sucesivos apareamientos EI-EC, el niño va
siendo condicionado a experimentar miedo y ansiedad ante los actos antisociales,
constituyendo estas respuestas condicionadas su conciencia, que actuará como un
poderoso disuasor de la ejecución de tales actos.
Otros autores, entre los que se situaría en gran medida Jeffery (1965, 1977), se han
centrado en el condicionamiento operante para explicar el moldeamiento y mantenimiento
de la conducta delictiva mediante refuerzo diferencial. Parten de que el comportamiento
delictivo es reforzado tanto por reforzadores positivos como mediante reforzamiento
negativo. Según Borrill (1983), los refuerzos positivos serían las ganancias materiales
derivadas del acto delictivo y la aceptación y prestigio dentro de un grupo de referencia.
Según García y Sancha (1985), el reforzamiento negativo explicaría muchos
comportamientos delictivos asociados con una reducción de estados de ansiedad y
frustración tales como, delitos sexuales y contra las personas y los asaltos a farmacias en
busca de estupefacientes. Según Sancha y Miguel Tobal (1985), la actuación conjunta de
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ambos reforzamientos (positivo y negativo) hace que este tipo de conductas sean
sumamente resistentes a la extinción, unido al hecho de que la detención y el arresto se
producen de forma intermitente, dando lugar a un programa de reforzamiento parcial.
Por otra parte, la teoría del aprendizaje social, cuyo principal exponente fue Bandura
(1987), explica la conducta humana como la interacción recíproca y continua entre los
determinantes cognitivos, comportamentales y ambientales. García y Sancha (1985)
exponen que la observación de modelos incide sobre el joven en la adquisición de hábitos
de comportamiento generales y particulares (agresión), normas y juicios morales, y en el
autocontrol (entendiendo éste como la capacidad de tolerar la demora de la recompensa,
la posibilidad de renunciar al refuerzo inmediato en vistas a lograr metas a largo plazo y el
empleo de autorrefuerzos y autocastigos). Siguiendo esta línea, Bandura y Walters (1988)
intentan explicar la conducta antisocial desde los principios del aprendizaje social,
incidiendo en que el reforzamiento vicario depende de las consecuencias que para el
modelo tiene su conducta. Si el modelo es recompensado o si el comportamiento es muy
valorado por el grupo, se generan en el observador unas expectativas de obtener
recompensas semejantes al llevar a cabo la conducta, pero cuando es castigado, el
observador tenderá a devaluar tanto al modelo como al comportamiento. Por tanto, las
más altas tasas de conducta agresiva, se han encontrado en ambientes en que abundan
los modelos agresivos y donde la agresividad es altamente valorada. El problema surge
cuando los modelos de agresión se pueden encontrar en la familia y la subcultura, y de
forma simbólica en cine y televisión estando, por tanto, al alcance de los jóvenes (Belson,
1978; Howe, 1977).
Piaget (1932) mantuvo que los niños comienzan a aprender las reglas morales de los
adultos, distinguiendo, en primer lugar, un período temprano de autocentrado (período
egocéntrico), que luego era seguido de dos etapas: a) realismo moral, donde el juicio
moral del niño está dominado por los adultos, y lo bueno es referido en término de
obediencia a los roles paternos, evaluando sus actos con relación a la exacta conformidad
con las reglas establecidas (normas externas; así como, b) relativismo moral donde existe
cooperación, reciprocidad y autonomía moral. Aquí, el niño internaliza las leyes y luego
emite juicios. A partir de esta idea, según Finckenauer (1984), para Piaget el desarrollo
inadecuado de la etapa del relativismo moral, implica una perturbación en el proceso de
socialización que conlleva la conducta delictiva.
La investigación llevada a cabo por Kohlberg (1958) sugiere que las ideas en torno a la
sociedad progresan a través de etapas morales (un esquema cognitivo que se relaciona a
una conducta situacional, tanto a corto como a largo plazo), situando la comprensión de la
moralidad y la justicia en la adolescencia. De aquí que la detención en el desarrollo moral
en la edad de los 13 años, debido a la existencia de un ambiente social y físico
inadecuado para poder ponerse en el lugar del otro, suponga el inicio de la delincuencia
(Finckenauer, 1984; Scharf, 1978). A partir de estas investigaciones, Hoffman (1984),
afirma que la aparición de conductas antisociales está relacionada con la insatisfacción de
ciertas necesidades del chico (seguridad, conocimiento de las fronteras de control,
dependencia con otros y desarrollo de competencias a través de experiencias de éxito en
la manipulación del ambiente) y con la imposibilidad de llevar a cabo ciertas tareas de
desarrollo (adquirir conductas socialmente responsables, preparación para un futuro, etc.).
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Teorías sociológicas en la explicación de la delincuencia
Siguiendo esta línea argumental, surge la teoría clásica de las subculturas representada
por Cohen (1955), que muestra como la mayoría de los problemas de adaptación se
solucionan de forma normal, pero en algunos casos, las personas eligen soluciones
desviadas, basándose en los grupos de referencia. Por tanto, un joven en conflicto o
inadaptado puede optar por tres alternativas:
Incorporarse al ámbito cultural de los jóvenes de clase media, aunque suponga competir
en inferioridad de condiciones.
Integrarse en la cultura de otros jóvenes de la calle renunciando a sus aspiraciones.
Integrarse en una subcultura delincuente creada por jóvenes que se encuentran en la
misma situación social y en la que encuentran valores antisociales y normas propias, al
margen de la sociedad imperante, en donde se encuentran más cómodos para la
supervivencia.
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propone que la conducta delictiva, al igual que cualquier otro comportamiento, se aprende
en un proceso de comunicación con otras personas y dicho proceso de aprendizaje se
produce al margen de la influencia de los medios de comunicación (prensa y radio)
impersonales. Para que un individuo se convierta en delincuente, no basta con que haya
estado en contacto con pautas de comportamiento delictivo, sino que es necesario un
exceso de dichos contactos en relación con los no delictivos.
Por tanto, se deduce que la clase baja tendría menos oportunidades de conseguir sus
objetivos por vía legal, desarrollando conductas desviadas.
Otra teoría destacable sería la del control o arraigo social propuesta por Hirschi (1960),
que a grandes rasgos viene a decir que la sociedad se esfuerza en presionar a sus
miembros con modelos de conformidad, pero las personas que carecen de vínculos
sociales están predispuestas a delinquir, en comparación con aquéllas que tienen gran
arraigo social. La familia y la escuela son los dos sistemas convencionales de control
social.
Por otro lado, la teoría de la tensión o frustración sostiene que las relaciones negativas,
los estímulos nocivos y los sucesos vitales estresantes pueden desencadenar furia y
frustración hasta llegar al punto del crimen o la delincuencia. Distingue tres tipos de
frustración: 1) como consecuencia de un fallo en el logro de metas se produce una gran
tensión, 2) como resultado del rechazo o la eliminación de logros positivos anteriormente
alcanzados, 3) producida por la exposición a estímulos negativos (p.e. ser ridiculizado por
los compañeros). Por tanto, el comportamiento desviado sería una solución a la
frustración que algunas personas utilizan para conseguir sus logros o evitar estímulos
nocivos.
Para finalizar, destacar la teoría del autocontrol recogida por Gottfredson y Hirschi (1990),
que expone que la mejor manera de que la gente se resista a cometer delitos y a
renunciar a las satisfacciones inmediatas es tener autocontrol, siendo definido como un
rasgo individual que explica las variaciones en la probabilidad de ser atraídos por
semejantes actos. Por tanto, cuando el camino hacia la delincuencia se inicia a edades
tempranas, depende de cómo haya sido inculcado por los padres en los primeros años de
la niñez.
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Teorías integradoras
Como ya se ha expuesto, han sido muchas las teorías que han tratado de explicar el
porqué de la delincuencia. Se han argumentado teorías biológicas, psicológicas y
sociales, pero ninguna ha explicado satisfactoriamente la conducta antisocial en los
jóvenes. De aquí surge la necesidad de teorías integradoras que según Moliné y Larrauri
(2001), requieren establecer factores asociados a la delincuencia, pudiendo parecer que
un fenómeno delictivo aparezca asociado a factores de diversas teorías. Una de las
teorías integradoras más relevantes en el estudio de la conducta antisocial, fue la
propuesta por Farrington (citado en Farrington, Ohlin y Wilson, 1986) que integra aspectos
vistos en otras teorías, como la teoría de las subculturas de Cohen, la teoría del control de
Hirschi, la teoría de la asociación diferencial de Sutherland, la teoría de la desigualdad de
oportunidades de Cloward y Ohlin y la teoría del aprendizaje social de Trasler. Según
Farrington (1986) los delitos se producen mediante procesos de interacción entre el
individuo y el ambiente, que él divide en cuatro etapas:
A modo de conclusión, el autor señala que la delincuencia alcanza su cota máxima entre
los 14 y los 20 años, porque los chicos (de clase baja que abandonan la escuela) tienen
fuertes deseos de excitación, cosas materiales, status y pocas posibilidades de
satisfacerlos; por el contrario, después de los 20 años, los deseos se atenúan o se
vuelven realistas, disminuyendo la conducta antisocial.
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