CAPÍTULO I LA CONDUCTA ANTOSOCIAL NVO 2016 Dos

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CAPÍTULO I

ANÁLISIS CONCEPTUAL DE LA CONDUCTA ANTISOCIAL

Introducción

La conducta antisocial es un problema que presenta serias consecuencias entre los


niños y adolescentes. Los menores que manifiestan conductas antisociales se
caracterizan, en general, por presentar conductas agresivas repetitivas, robos,
provocación de incendios, vandalismo, y, en general, un quebrantamiento serio de las
normas en el hogar y la escuela.

Esos actos constituyen con frecuencia problemas de referencia para el tratamiento


psicológico, jurídico y psiquiátrico. Aparte de las serias consecuencias inmediatas de las
conductas antisociales, tanto para los propios agresores como para las otras personas
con quienes interactúan, los resultados a largo plazo, a menudo, también son
desoladores. Cuando los niños se convierten en adolescentes y adultos, sus problemas
suelen continuar en forma de conducta criminal, alcoholismo, afectación psiquiátrica
grave, dificultades de adaptación manifiestas en el trabajo y la familia y problemas
interpersonales (Kazdin, 1988).

La conducta antisocial hace referencia básicamente a una diversidad de actos que


violan las normas sociales y los derechos de los demás. No obstante, el término de
conducta antisocial es bastante ambiguo, y, en no pocas ocasiones, se emplea haciendo
referencia a un amplio conjunto de conductas claramente sin delimitar. El que una
conducta se catalogue como antisocial, puede depender de juicios acerca de la severidad
de los actos y de su alejamiento de las pautas normativas, en función de la edad del niño,
el sexo, la clase social y otras consideraciones. No obstante, el punto de referencia para
la conducta antisocial, siempre es el contexto sociocultural en que surge tal conducta; no
habiendo criterios objetivos para determinar qué es antisocial y que estén libres de juicios
subjetivos acerca de lo que es socialmente apropiado (Kazdin y Buela-Casal, 2002).

Estas conductas que infringen las normas sociales y de convivencia reflejan un grado de
severidad que es tanto cuantitativa como cualitativamente diferente del tipo de conductas
que aparecen en la vida cotidiana durante la infancia y adolescencia. Las conductas
antisociales incluyen así una amplia gama de actividades tales como acciones agresivas,
hurtos, vandalismo, piromanía, mentira, absentismo escolar y huido de casa, entre otras.

Aunque estas conductas son diferentes, suelen estar asociadas, pudiendo darse, por
tanto, de forma conjunta. Eso sí, todas conllevan de base el infringir reglas y expectativas
sociales y son conductas contra el entorno, incluyendo propiedades y personas (Kazdin y
Buela-Casal, 2002).

Desde una aproximación psicológica, se puede afirmar que las actividades o conductas
anteriormente citadas, que se engloban dentro del término conducta antisocial se
podrían entender como un continuo, que iría desde las menos graves, o también llamadas
conductas problemáticas, a las de mayor gravedad, llegando incluso al homicidio y el
asesinato. Loeber (1990), en este sentido, advierte que el término conducta antisocial se
reservaría para aquellos actos más graves, tales como robos deliberados, vandalismo y
agresión física. Lo cierto es que aunque toda esta serie de conductas son diferentes, se

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consideran juntas, ya que suelen aparecer asociadas, a la vez que se muestran de formas
diferentes según la edad de inicio en el niño y/o adolescente.

Uno de los principales problemas que surgen a la hora de abordar el estudio de la


conducta antisocial desde cualquier aproximación, es sin lugar a dudas el de su propia
conceptualización. Esta dificultad podría estar relacionada, entre otros factores, con el
distinto enfoque teórico del que parten los autores en sus investigaciones a la hora de
definir conceptos tan multidimensionales como los de delincuencia, crimen, conducta
antisocial o trastornos de conducta (Otero, 1997).

Es evidente que la existencia de distintas interpretaciones que surgen desde los


diferentes campos de estudio (sociológico, jurídico, psiquiátrico o psicológico), y que
tratan de explicar la naturaleza y el significado de la conducta antisocial, generan
orientaciones diversas y se acaban radicalizando en definiciones sociales, legales o
clínicas (Otero, 1997).

No obstante, se ha de tener presente que a lo largo de la historia de las diferentes


disciplinas científicas que han estudiado la conducta antisocial, se han venido aplicando
numerosos términos para referirse a este tipo de conductas que transgreden claramente
las normas, tales como delincuencia, criminalidad, conductas desviadas, conductas
problemáticas, trastornos o problemas de conducta. A pesar de que las conductas a las
que se refieren son las mismas, existen ciertas diferencias que son necesarias resaltar.

Para Loeber (1990), la llamada conducta problemática haría más bien referencia a
pautas persistentes de conducta emocional negativa en niños, tales como un
temperamento difícil, conductas oposicionistas o rabietas. Pero no hay que olvidar que
muchas de estas conductas antisociales surgen de alguna manera durante el curso del
desarrollo normal, siendo algo relativamente común y que, a su vez, van disminuyendo
cuando el niño/a va madurando, variando en función de su edad y sexo. Típicamente, las
conductas problemáticas persistentes en niños pueden provocar síntomas como
impaciencia, enfado, o incluso respuestas de evitación en sus cuidadores o compañeros y
amigos. Esta situación puede dar lugar a problemas de conducta, que refleja el término
paralelo al diagnóstico psiquiátrico de “trastorno de conducta” y cuya sintomatología
esencial consiste en un patrón persistente de conducta en el que se violan los derechos
básicos de los demás y las normas sociales apropiadas a la edad (APA, 2002).

Dicha nomenclatura nosológica se utiliza comúnmente para hacer referencia a los casos
en que los niños o adolescentes manifiestan un patrón de conducta antisocial, pero debe
suponer además un deterioro significativo en el funcionamiento diario, tanto en casa como
en la escuela, o bien cuando las conductas son consideradas incontrolables por los
familiares o amigos, caracterizándose éstas por la frecuencia, gravedad, cronicidad,
repetición y diversidad.

De esta forma, el trastorno de conducta quedaría reservado para aquellas conductas


antisociales clínicamente significativas y que sobrepasan el ámbito del normal
funcionamiento (Kazdin y Buela-Casal, 2002).

Las características de la conducta antisocial (frecuencia, intensidad, gravedad, duración,


significado, topografía y cronificación), que pueden llegar a requerir atención clínica,
entroncan directamente con el mundo del derecho y la justicia. Y es aquí donde entran en
juego los diferentes términos sociojurídicos de delincuencia, delito y/o criminalidad.

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La delincuencia implica como fenómeno social una designación legal basada
normalmente en el contacto oficial con la justicia. Hay, no obstante, conductas específicas
que se pueden denominar delictivas. Éstas incluyen delitos que son penales si los
comete un adulto (robo, homicidio), además de una variedad de conductas que son
ilegales por la edad de los jóvenes, tales como el consumo de alcohol, conducción de
automóviles y otras conductas que no serían delitos si los jóvenes fueran adultos. En
España, esta distinción es precisamente competencia de los Juzgados de Menores (antes
Tribunales Tutelares de Menores), que tienen la función de conocer las acciones u
omisiones de los menores que no hayan cumplido los 18 años (antes 16 años) y que el
Código Penal u otras leyes codifiquen como delitos o faltas, ejerciendo una función
correctora cuando sea necesario, si bien la facultad reformadora no tendría carácter
represivo, sino educativo y tutelar (Lázaro, 2001).

Los trastornos de conducta y la delincuencia coinciden parcialmente en distintos aspectos,


pero no son en absoluto lo mismo. Como se ha mencionado con anterioridad, trastorno
de conducta hace referencia a una conducta antisocial clínicamente grave en la que el
funcionamiento diario del individuo está alterado. Pueden realizar o no conductas
definidas como delictivas o tener o no contacto con la policía o la justicia. Así, los jóvenes
con trastorno de conducta no tienen por qué ser considerados como delincuentes, ni a
estos últimos que han sido juzgados en los tribunales se les debe considerar como
poseedores de trastornos de conducta. Puede haber jóvenes que hayan cometido alguna
vez un delito pero no ser considerados por eso como “patológicos”, trastornados
emocionalmente o con un mal funcionamiento en el contexto de su vida cotidiana. Aunque
se puede establecer una distinción, muchas de las conductas de los jóvenes delincuentes
y con trastorno de conducta, coinciden parcialmente, pero todas entran dentro de la
categoría general de conducta antisocial.

Desde un punto de vista que resalta más lo sociológico de este fenómeno conductual, se
habla comúnmente de desviación o conductas desviadas, definidas éstas como
aquellas conductas, ideas o atributos que ofenden (disgustan, perturban) a los miembros
de una sociedad, aunque no necesariamente a todos (Higgins y Buttler, 1982). Este
término es un fenómeno subjetivamente problemático, es decir, un fenómeno complejo de
creación social; de ahí que podamos decir que no hay ninguna conducta, idea o atributo
inherentemente desviada y dicha relatividad variará su significado de un contexto a otro
(Garrido, 1987; Goode, 1978).

Se podría conceptualizar la conducta delictiva dentro de este discurso como una forma
de desviación; como un acto prohibido por las leyes penales de una sociedad. Es decir,
tiene que existir una ley anterior a la comisión que prohíba dicha conducta y tiene que ser
de carácter penal, que el responsable ha de ser sometido a la potestad de los Tribunales
de Justicia. Pero de la misma forma que la desviación, el delito es igualmente relativo,
tanto en tiempo como en espacio. Las leyes evolucionan, y lo que en el pasado era un
delito, en la actualidad puede que no lo sea (consumo de drogas) o al contrario. El
espacio geográfico limitaría igualmente la posibilidad de que una conducta pueda ser
definida como delito o no (Garrido, 1987).

El delincuente juvenil, por tanto, es una construcción sociocultural, porque su definición


y tratamiento legal responden a distintos factores en distintas naciones, reflejando una
mezcla de conceptos psicológicos y legales. Técnicamente, un delincuente juvenil es
aquella persona que no posee la mayoría de edad penal y que comete un hecho que está
castigado por las leyes. La sociedad por este motivo no le impone un castigo, sino una

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medida de reforma, ya que le supone falto de capacidad de discernimiento ante los modos
de actuar legales e ilegales. En España ha surgido actualmente una reforma de los
antiguos Tribunales de Menores, así como de las leyes relativas a los delincuentes
juveniles, la Ley Orgánica 5/2000 reguladora de la responsabilidad penal del menor. Tal
reforma ha procurado conseguir una actuación judicial más acorde con los aspectos
psicológicos del desarrollo madurativo del joven.

Los términos delincuencia y crimen aparecen en numerosos textos como sinónimos de


conducta antisocial, sin embargo ambos términos implican una condena o su posibilidad,
sin embargo, todos los estudios han demostrado que la mayoría de los delitos no tienen
como consecuencia que aparezca alguien ante los tribunales y que muchas personas que
cometen actos por los cuales podrían ser procesados nunca figuren en las estadísticas
criminales.

Además, los niños por debajo de la edad de responsabilidad penal participan en una
conducta antisocial por la que no pueden ser procesados. Para entender los orígenes de
la delincuencia es crucial, por tanto, que se considere la conducta antisocial que está
fuera del ámbito de la ley y también los actos ilegales que no tienen como consecuencia
un procedimiento legal, además de los que sí la tienen.

En este sentido, y para el propósito que guía la presente tesis doctoral, el término de
conducta antisocial se empleará desde una aproximación conductual para poder así,
hacer referencia fundamentalmente a cualquier tipo de conducta que conlleve el infringir
las reglas o normas sociales y/o sea una acción contra los demás, independientemente de
su gravedad o de las consecuencias que a nivel jurídico puedan acarrear.
Consecuentemente, se prima el criterio social sobre el estrictamente jurídico. La intención
no es otra que ampliar el campo de análisis de la simple violación de las normas jurídicas,
a la violación de todas las normas que regulan la vida colectiva, comprendiendo las
normas sociales y culturales.

Tal y como señala Vázquez (2003), la inclusión de un criterio no solamente jurídico en la


definición de la conducta antisocial presentaría la ventaja de centrar la atención en
factores sociales o exógenos, y en factores personales o endógenos; cambiando el
enfoque de la intervención y abordando directamente el problema real. Así, la conducta
antisocial quedaría englobada en un contexto de riesgo social, posibilitando una
prevención e intervención temprana en el problema que entroncaría directamente con los
intereses de las distintas disciplinas de la psicología interesadas en este problema.

1.2. Aproximaciones a la conceptualización de la conducta antisocial

La dificultad para delimitar con precisión el concepto de la conducta antisocial es uno de


los temas más ampliamente reconocidos por los estudiosos de la criminología. Cualquier
examen de la literatura especializada de las últimas décadas sobre inadaptación social
nos revela que tal dificultad se ha convertido en uno de los principales objetivos, siendo ya
tradicional en las publicaciones sobre delincuencia hacer referencia a la ardua la tarea de
establecer con claridad sus criterios definitorios y precisar sus límites conceptuales
(Kazdin y Buela-Casal, 2002; Romero, Sobral y Luengo, 1999; Rutter, Giller y Hagell,
2000; Vázquez, 2003).

Uno de los factores que ha podido contribuir a esta problemática conceptual ha sido, sin
duda alguna, la naturaleza multidisciplinar que ha caracterizado el estudio de las

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conductas antinormativas (Blackburn, 1993; Shoemaker, 1990). El pensamiento filosófico,
el derecho, la sociología, la antropología, la economía, la biología, la medicina o la
psicología, en otras disciplinas, han prestado esencial atención al hecho delictivo, lo que,
desde su amplia heterogeneidad han conferido su propio significado a un dominio
conceptual que, en sí, es ya complejo y multidimensional.

No obstante, la existencia de múltiples disciplinas ha contribuido, por otra parte, a


enriquecer el estudio científico de los comportamientos antisociales y delictivos. Así, los
esfuerzos que se han realizado desde las ciencias tradicionalmente consideradas
“naturales” como desde las ciencias “sociales” sobre la conducta antisocial, han
posibilitado el desarrollo de un gran cuerpo de conocimientos, innumerables vertientes
teóricas y líneas de investigación sobre este campo de estudio. Sin embargo, la escasa
coordinación con que se han efectuado tales esfuerzos, así como las rivalidades que han
caracterizado a las diferentes disciplinas han dificultado ostensiblemente la unificación de
criterios definitorios, alimentando la confusión conceptual y metodológica que hoy
presenta el estudio de la conducta antisocial o delictiva (Jeffery, 1990; Romero et al.,
1999; Stoff, Breiling y Maser, 1997; Vázquez, 2003).

1.2.1. Aproximación sociológica

Desde la sociología, el concepto de la conducta antisocial ha sido considerado


tradicionalmente como parte integrante del concepto más general de desviación (Cohen,
1965; Pitch, 1980; Vázquez, 2003). Desde esta aproximación, la desviación se entendería
como aquel tipo de conductas -o incluso, como señalan Higgins y Butler (1982) de ideas o
atributos personales- que violan una norma social (Binder, 1988).

La “norma” vendría a denotar, a su vez, dos campos semánticos relacionados entre sí.

Por una parte, la norma sería indicativo de lo frecuente, lo usual o lo estadísticamente


“normal” (Johnson, 1983). En este sentido, las normas podrían conceptualizarse como
criterios esencialmente descriptivos que definen un rango de comportamientos
mayoritarios y “típicos” dentro de un determinado sistema sociocultural. Lo desviado,
sería, a su vez, lo “raro”, lo “distinto”, aquello que se aparta del “término medio” dentro de
unas coordenadas sociales dadas. No obstante, como pone de manifiesto Pitch (1980),
esta forma de conceptuar norma y desviación parece claramente insuficiente para dar
cuenta de lo que las teorías sociológicas han entendido clásicamente por comportamiento
desviado.

Por otra parte, la norma, además de describir lo “frecuente” presenta implícitamente un


componente evaluativo y prescriptivo (Johnson, 1983). Así, la norma social define lo
permisible, lo apropiado, lo “bueno”, conteniendo expectativas sobre cómo se debe
pensar o actuar. La desviación social no constituiría únicamente lo “infrecuente”, sino que
presentaría además connotaciones negativas, reprobables o sancionables para, al menos,
parte de los miembros de una estructura social. Higgins y Butler (1982) expresan esta
idea en su definición sobre desviación, frecuentemente citada en la literatura: “aquellas
conductas, ideas o atributos que ofenden (disgustan o perturban) a los miembros de una
sociedad (aunque no necesariamente a todos)”.

De una u otra forma, además de una cierta carga de ambigüedad e imprecisión en los
parámetros definitorios, una de las características más representativas del concepto de
desviación es el relativismo sociocultural. De hecho, como han indicado los sociólogos del

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etiquetamiento (Becker, 1963), la desviación no es en modo alguno una cualidad
intrínsecamente ligada a ningún tipo de acto, sino que una determinada conducta podrá
categorizarse como “desviada” sólo con referencia a un contexto normativo, social y
situacional definido.

Garrido (1987) y Goode (1978) señalan tres elementos que determinan la medida en que
un acto puede ser entendido como una forma de desviación: a) la audiencia, esto es, los
grupos de referencia que juzgarán y responderán ante la conducta en cuestión en función
de las normas que regulan su funcionamiento interno: un mismo acto podrá constituir
desviación para determinados sectores sociales y, sin embargo, presentar connotaciones
incluso positivas para otros grupos normativos; b) la situación, el homicidio resulta punible
habitualmente en la mayoría de las sociedades actuales y, sin embargo, determinadas
situaciones (tiempos de guerra) pueden convertir a este acto en un hecho común e
incluso deseable y en definitiva, no desviado; c) las propias características del actor. El
grado de tolerancia social a ese apartarse de las normas dependerá fuertemente de las
características del sujeto que incurre en el acto.

La literatura ha puesto de relieve en más de una ocasión, por ejemplo, que el grado de
respetabilidad del actor influirá en la severidad con que se evalúen y sancionen los
comportamientos potencialmente desviados (Berger, 1990).

En definitiva, el concepto de desviación es el que permite comprender el comportamiento


antisocial desde la sociología. Y como tal comportamiento desviado, es contextualizado
siempre en su entorno socionormativo, estando siempre sujeto a un amplio margen de
relatividad. De hecho, como han destacado las teorías sociológicas subculturales (Miller,
1958; Wolfgang y Ferracuti, 1967), se considera que las conductas antisociales podrían
ser desviadas desde el punto de vista de la sociedad mayoritariamente, y, sin embargo,
no ser inaceptables ni desviadas desde la perspectiva de algunos de los subsistemas
socioculturales que la integran.

1.2.2. Aproximación legal y/o forense

La perspectiva sociológica ha servido de guía a importantes líneas de estudio e


investigación sobre la delincuencia, pero han sido las orientaciones conceptuales legales
y/o jurídicas las que han suscitado una fuerte y, a su vez, enriquecedora controversia en
este campo de estudio.

Desde una perspectiva legal, inspirada en los fundamentos de las ciencias jurídicas, los
conceptos de “crimen” “delito” y “delincuente” son los protagonistas por excelencia en el
discurso criminológico. El delito se concibe, bajo esta aproximación, como aquel acto que
viola la ley penal de una sociedad; siendo el delincuente, aquella persona que el sistema
de justicia ha procesado y culpado por la comisión de un delito.

El relativismo histórico-cultural emerge también en este tipo de aproximaciones, como


rasgo estrechamente ligado a la definición de lo delictivo. Las leyes, como normas
institucionalizadas que protegen determinados “bienes jurídicos”, se ven sujetas a
múltiples variaciones en el tiempo y en el espacio en función de los valores e ideologías
imperantes en las distintas sociedades.

La relatividad que caracteriza a los ordenamientos legales da lugar también a que el delito
se convierta en una realidad cambiante y multiforme (Clemente, 1995; García Arás,1987).

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Lejos de constituir una categoría “natural” y prefijada de comportamientos, lo delictivo
responde a complejos procesos de producción sociopolítica y se convierte en un
fenómeno cuyo contenido se puede especificar sólo en función de los ejes espaciales y
temporales en los que se inscribe. La conducta que es delito en una sociedad puede no
serlo en otra. Lo que fue delito en un momento histórico puede despenalizarse en otro
punto del tiempo; y viceversa, diversas circunstancias pueden dar lugar a que sean
proscritos actos en otros tiempos permisibles. Es más, la problemática conceptual de la
delincuencia legalmente definida se agudiza en cuanto introducimos otro concepto central
en las aproximaciones fundamentadas en lo sociojurídico: la delincuencia juvenil.

La expresión “delincuencia juvenil” designa comúnmente a aquellas personas que


cometen un hecho prohibido por la leyes y que cuentan con una edad inferior a la que la
ley de un país establece como de “responsabilidad penal” (Garrido, 1987). La minoría de
edad penal conlleva que el individuo no pueda ser sometido a las mismas acciones
judiciales que un adulto; por lo que el menor estará sujeto, por tanto, a la acción de los
Juzgados de Menores, quienes no podrán imponer condenas, aunque sí aplicar medidas
teóricamente destinadas a su rehabilitación y reforma.

No obstante, esta idea de que los jóvenes y los adultos deben recibir un tratamiento
diferencial por parte de la ley no siempre ha estado presente en el funcionamiento de los
sistemas de control oficial. De hecho, no fue hasta finales del siglo pasado cuando dentro
de la doctrina legal se comenzó a sentir de un modo generalizado la necesidad de tener
en cuenta las características específicas del joven (falta de madurez, responsabilidad y/o
experiencia) a la hora de valorar su comportamiento anti normativo y a la hora de
administrar las medidas correctoras oportunas (Empey, 1978).

La figura del delincuente “juvenil”, que surge de la necesidad de establecer diferentes


líneas de actuación judicial para adultos y jóvenes, fue ocupando así a lo largo del tiempo
un lugar de gran relevancia no sólo dentro de la dinámica interna del funcionamiento de
los sistemas de justicia, sino que fue adquiriendo también un peso especial dentro del
análisis de los comportamientos inadaptados.

En este contexto, la noción de delincuencia juvenil se ha convertido en un constructo de


difícil delimitación conceptual. Incluso el relativismo que impregna el concepto legal de
delincuencia se ve acentuado cuando le añadimos el calificativo de “juvenil”. En primer
lugar, porque los límites de edad que establecen la mayoría de edad penal y que
establecen quién es el delincuente juvenil, son diferentes en distintos puntos del espacio
sociocultural y del discurrir histórico; mientras que en determinadas sociedades el límite
se sitúa en los 15 años, en otras jurisdicciones se sitúa en los 16, 17, 18, o incluso los 20
años de edad (Otero, 1997; Rutter et al., 2000; Trojanowicz y Morash, 1992).

En segundo lugar, porque el conjunto de actos que constituyen la delincuencia juvenil


presenta una gran disparidad intercultural en función de que una determinada sociedad se
adscriba a lo que se ha denominado perspectiva “restringida” o perspectiva “amplia”
(Garrido, 1987). En múltiples países a los jóvenes se les prohíbe a nivel legal sólo
aquellas conductas tipificadas como delitos en las leyes para adultos (perspectiva
restringida). Sin embargo, en otros estados, la delincuencia juvenil incluye además la
comisión de lo que en el mundo anglosajón se ha llamado “delitos de status”, es decir,
actos que sólo son legalmente prohibidos a los jóvenes (p. ej., escaparse de casa o
desobediencia crónica a los padres, consumo de drogas o conducir).

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La importante relatividad de la que hace gala el concepto jurídico de delito, así como el
concepto más específico de delincuencia juvenil, constituye uno de los principales
problemas con los que tradicionalmente se han encontrado las disciplinas criminológicas y
que dificulta notablemente la labor de análisis del fenómeno delictivo. De hecho, la
comparación de hallazgos y conclusiones y la consiguiente acumulación e integración de
conocimientos se ha visto a menudo dificultada, aunque no imposibilitada por la
variabilidad espacio-temporal que presenta la realidad delictiva (Garrido, 1987). Una de
las limitaciones más importantes que las definiciones legales muestran de cara al estudio
científico del comportamiento antisocial se pone claramente de manifiesto cuando se
examina el modo en que se especifica quién es considerado como delincuente.

Para los enfoques centrados en lo jurídico, el delincuente es definido como aquel


individuo que ha sido convicto de un delito por el sistema de justicia de una comunidad.
Desde una perspectiva legalista o institucionalista (Biderman y Reiss, 1967) sólo existirá
delito y delincuente cuando se producen las reacciones oportunas por parte de los
sistemas de control oficial. Los procesos legales de identificación, arresto e inculpación
son esenciales para que la etiqueta de delincuente pueda ser aplicada al individuo
(Olczak, Parcell y Stott, 1983). A esta concepción de delincuencia como “etiqueta”
atribuida a la persona por los sistemas de control formal, se opone la aproximación que
Biderman y Reiss (1967) denominaron “realista”, según la cual delito y delincuente tienen
una existencia propia, independientemente de que ambos lleguen a ser detectados por los
mecanismos de la justicia oficial. Desde este tipo de perspectivas, la delincuencia es
entendida fundamentalmente como una “conducta”, como un comportamiento que puede
haber sido realizado por cualquiera de los componentes de una sociedad, hayan sido o no
asignados a la categoría legal de “delincuentes”.

La necesidad de diferenciar entre “etiqueta” y “conducta” ha sido puesta de relieve por


diferentes investigadores (Binder, 1988; Farrington, 1987; Jeffery, 1990; Kaplan, 1984),
quienes han llamado la atención sobre el hecho de que la atribución de la etiqueta de
delincuente viene dada no sólo por el comportamiento del transgresor, sino también por el
propio comportamiento de los agentes del sistema policial y judicial. Y, como la literatura
científica ha mostrado, el comportamiento de tales agentes muestra un alto grado de
selectividad (Blackburn, 1993).

Por una parte, sólo una muy pequeña porción de las conductas delictivas realizadas
llegan a tener existencia oficial, es decir, llegan a ser detectadas y procesadas por los
sistemas policiales y judiciales. Por otra parte, la acción de estas entidades de control
oficial parece verse sesgada en buena medida por diversos factores de carácter
claramente extralegal, como la raza, el sexo o el estrato socioeconómico, de forma que
los individuos con la etiqueta de elincuentes pueden resultar bien poco representativos del
conjunto de personas que realmente han incurrido en conductas delictivas (Chambliss,
1969; Hawkins, Laub y Lauritsen 1999; Liska y Tausig, 1979; Rutter et al., 2000).

De todo ello se deriva que, para la psicología, y en concreto para el desarrollo de teorías e
investigaciones sobre los procesos que conducen a los individuos a involucrarse en
comportamientos delictivos, la concepción de la delincuencia en cuanto fenómeno
conductual resulta más apropiada que la noción de la delincuencia como atributo
asignado por las estructuras de control oficial.

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1.2.3. Aproximación clínico-psicopatológica

La aproximación clínico-psicopatológica ha sido otro de los enfoques históricos que han


profundizado en el estudio científico de las conductas antisociales. Partiendo de la
tradición psiquiátrica y psicopatológica, esta aproximación a conceptualizado los
comportamientos antisociales como componentes, más o menos definitorios, de diversos
tipos de trastornos mentales y/o de la personalidad.

Dentro de esta aproximación, una de las taxonomías más influyentes y populares ha sido
el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) de la Asociación
Americana de Psiquiatría, que incluye, en sus diferentes ediciones, múltiples categorías
diagnósticas definidas por patrones conductuales cuyo contenido se solapa en mayor o
menor medida con la esfera conceptual de lo antisocial. Esto ocurre, por ejemplo, con
diversos trastornos denominados “del control de impulsos”, tales como la cleptomanía, la
piromanía o el trastorno explosivo-intermitente, o el trastorno por déficit de atención con
hiperactividad y comportamiento perturbador, que se caracterizan por la presencia de
episodios discretos de agresividad y violencia contra las personas o contra la propiedad.

No obstante, el solapamiento conceptual con el dominio de lo delictivo se presenta de un


modo especialmente acusado cuando atendemos a dos de los trastornos que mayor
interés han suscitado en los últimos tiempos dentro del estudio de los comportamientos
antinormativos: por una parte, los denominados “trastorno disocial” (anteriormente
denominado “trastorno de conducta”) y “trastorno negativista-desafiante”; y, por otra, el
“trastorno antisocial de la personalidad” (APA, 2002).

El trastorno disocial se incluye dentro de lo que en el DSM denomina “trastornos de


inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia”. En concreto, esta categoría diagnóstica
se aplica básicamente a individuos menores de 18 años que presentan patrones
conductuales relativamente persistentes en los que se violan los derechos básicos de los
demás, así como importantes normas sociales apropiadas a la edad. Entre los criterios
diagnósticos especificados por el DSM en sus últimas ediciones se incluyen
comportamientos tales como robo, agresión, destrucción de la propiedad, empleo de
armas, conductas contra las normas impuestas por padres o profesores.

Tal y como han señalado Blackburn (1993) o Farrington (1993a), la constelación de


conductas que delimitan el “trastorno disocial” presenta en definitiva gran cercanía
conceptual a lo que en otros contextos se ha incluido bajo el término de delincuencia y, en
concreto, delincuencia juvenil. No obstante, cabe subrayar también que el diagnóstico de
este trastorno requiere que el patrón de conductas antisociales presente una cierta
severidad; de hecho, en el DSM-IV se añadió un criterio según el cual sólo es posible
aplicar la categoría de “trastorno disocial” cuando el comportamiento antinormativo da
lugar a un deterioro clínicamente significativo de las actividades sociales, académicas o
laborales del individuo.

El trastorno negativista-desafiante, incluido también junto con el trastorno disocial en el


grupo de “trastornos de inicio en la infancia, niñez y adolescencia”, se caracteriza según el
DSM-IV-TR por presentar un patrón recurrente de comportamiento negativista, desafiante,
desobediente y hostil, dirigido a las figuras de autoridad, que persiste por lo menos
durante seis meses. Alguno de estos comportamientos serían: accesos de cólera,
discusiones con adultos, desafiar activamente o negarse a cumplir las demandas o
normas de los adultos, llevar a cabo deliberadamente actos que molestarán a otras

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personas, acusar a otros de sus propios errores o problemas de comportamiento, ser
quisquilloso o sentirse fácilmente molestado por otros, mostrarse iracundo y resentido, ser
rencoroso y vengativo, Asimismo, para calificar dichos comportamientos como trastorno,
deben presentarse con más frecuencia de la típicamente observada en sujetos de edad y
nivel de desarrollo comparables y deben producir deterioro significativo de la actividad
social, académica o laboral (APA, 2002).

El trastorno antisocial de la personalidad es otra de las categorías del DSM dentro de


las que los comportamientos antisociales adquieren un carácter definitorio. De acuerdo
con el DSM-IV-TR, la característica esencial del trastorno sería un patrón general de
desprecio y violación de los derechos de los demás, que se iniciaría en la niñez o en la
adolescencia y que persistiría en la vida adulta. La categoría puede aplicarse a adultos
con una historia de trastorno disocial antes de los 15 años y con patrones de
comportamiento antisociales e irresponsables a partir de esa edad. De acuerdo con estos
criterios diagnósticos, entre tales patrones de comportamiento se encontrarían: el fracaso
en adaptarse a las normas sociales y legales, con la comisión de actos que son motivo de
detención; manifestaciones de irritabilidad y agresividad, con agresiones y peleas físicas
repetidas; fracasos en el cumplimiento de las obligaciones laborales o económicas, o
ausencia de remordimientos (APA, 2002).

Como puede apreciarse, muchos de estos trastornos conllevan el desarrollo de conductas


antisociales y/o delictivas, sin embargo, no son en ningún modo sinónimos de delito.
Podrían alegarse diferentes inconvenientes para justificar la no equiparación terminológica
entre estos trastornos y la delincuencia. Entre otros, por ejemplo, que los criterios para el
diagnóstico dependen de muchas conductas que no implican quebrantar la ley; y, a su
vez, que muchos individuos que sufren una condena no cumplen los criterios operativos
para un diagnóstico de trastorno mental.

1.2.4. Aproximación conductual

Desde una aproximación conductual, el concepto de “conducta antisocial” resulta ser un


foco de atención de especial significación y utilidad como objeto de estudio (Farrington,
1992; Loeber, 1990; Tolan y Thomas, 1995). En primer lugar, porque dentro de esta
aproximación se incluyen tanto las conductas clínicamente significativas, las estrictamente
delictivas como otra amplia gama de comportamientos antinormativos que, sin ser
ilegales, se consideran dañinos o perjudiciales para la sociedad y que dan lugar a
procesos de sanción dentro del sistema social.

Rebasar los límites de la concepción clínica o legal de delito, dando cabida a este tipo de
comportamientos antinormativos (conductas disruptivas en el marco escolar, conductas
de agresión en niños o muchachos jóvenes) es una idea ampliamente reconocida dentro
de la literatura del área (Blackburn, 1993; Catalano y Hawkins, 1996; Moffitt, 1993;
Thornberry, 1996). La significación que a nivel teórico presentan estas conductas y el
interés de su incorporación dentro de los estudios de la psicología criminológica vienen
dados no solo porque son comportamientos con antecedentes y manifestaciones
semejantes a las conductas transgresoras de la ley, sino también porque se ha
demostrado dentro del curso evolutivo del individuo como claros predictores del desarrollo
de actividades delictivas de mayor gravedad (Broidy et al., 2003; Catalano y Hawkins,
1996; Hawkins et al. 2000; Loeber y Farrington, 2000; Moffitt, 1993; Thornberry, 2004).

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Frente a la dicotomización delincuente-no delincuente, implícita en concepciones legales,
la comprensión conductual de la actividad delictiva como parte del constructo de
“conducta antisocial” implica el reconocimiento de que la delincuencia, en ningún caso, se
puede considerar como un fenómeno “todo o nada”. Por el contrario, las conductas
delictivas forman parte de una realidad dimensional que puede adoptar un amplio rango
de grados y modalidades de expresión. La concepción de la delincuencia en un continuo
conductual permite así la puesta en práctica de análisis menos simplistas, más detallados
y precisos que los posibilitados por la concepción de la delincuencia como atributo
definitorio de cierta categoría de individuos.

A modo de conclusión, dentro de la problemática conceptual en la que tradicionalmente se


ha visto envuelta la investigación de la conducta antisocial, la principal controversia se ha
centrado, por una parte, entre los partidarios de una concepción legalista o
psicopatológica de este fenómeno y, por otra, los defensores de la visión de la
delincuencia como una realidad esencialmente conductual, que posee entidad propia al
margen de que sean puestos o no en acción los engranajes del procesamiento judicial o
sean o no síntomas clave de un trastorno clínico. Desgraciadamente, las diferencias
existentes entre estos tipos de aproximaciones han constituido, como señalaron Olczak,
Parcell y Stott (1983), uno de los principales impedimentos para el logro de una definición
unificadora y consensuada dentro de este campo de estudio, dando lugar a posiciones
también enfrentadas en lo concerniente a la metodología considerada adecuada para
acceder a su estudio y evaluación.

De la Peña Fernández Mª Elena (2010) Conducta Antisocial en Adolescentes Factores de


Riesgo y de Protección Memoria Universidad Complutense de Madrid Facultad de
Psicología Departamento de personalidad, evaluación y tratamiento psicológico
(personalidad, evaluación y psicología clínica)

Peña Fernández Mª Elena (2010) La Conducta Antisocial en Adolescentes Factores


de Riesgo y de Protección Memoria para optar al grado de Doctor Universidad
Complutense de Madrid.

Teorías clásicas de la delincuencia

Teorías psicobiológicas

Los defensores de estas teorías tratan de explicar la conducta antisocial en función de


anomalías o disfunciones orgánicas, en la creencia de que son algo orgánico o factores
internos del individuo, los que concurren en algunas personas y llevan a una
predisposición congénita para la comisión de la delincuencia (Pérez, 1984).

Dentro de esta teoría se encuadraría la tesis clásica de Lombroso (1911) sobre la base de
sus estudios biológicos y antropomórficos realizados con presidiarios, en la que expone
que el delincuente era una especie de ser atávico, que reproduce en su persona los
instintos feroces de la humanidad primitiva y los animales inferiores, marcado por una
serie de anomalías cerebrales y corporales (mandíbula prominente, pómulos anchos,
orejas grandes, etc.); junto con una insensibilidad moral, precocidad antisocial, vanidad,
imprevisión e incorregibilidad. En esta línea, Ferri (1928; citado en Pérez-Llantada y
Gutiérrez, 1979) estableció su Ley de saturación criminal, según la cual el nivel de
criminalidad viene determinado cada año por las diferentes condiciones del medio físico y

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social, combinado con las tendencias congénitas y con los impulsos ocasionales de los
individuos. Dentro de la concepción psicobiológica, destaca la teoría de la conducta
antisocial de Eysenck (1976), que se fundamentan en su propia teoría de la personalidad.
Eysenck (1981), en su teoría de la “condicionabilidad del delincuente”, entiende que el
comportamiento se adquiere por aprendizaje (donde interviene el sistema nervioso
central) y por condicionamiento (regido por el sistema nervioso autónomo). En este
sentido, un comportamiento antisocial obedece a un aprendizaje deficiente de las normas
sociales en forma condicionada y reconoce, por un lado, la importancia del sistema
nervioso heredado por la persona, distinguiendo varios tipos de personalidad, desde la
introversión (personas reservadas, tranquilas, pacientes y fiables) a la extraversión (seres
sociables, excitables, impulsivos, despreocupados, impacientes y agresivos), siendo las
personas extrovertidas más difíciles de condicionar que las introvertidas. Por otro lado,
destaca la calidad del condicionamiento recibido en su ambiente familiar. De esto se
deduce que la suma de los dos factores, forma la personalidad al término de la primera
infancia, y según el grado de introversión-extraversión en la que se encuentre la persona,
quedará determinada la propensión de la misma al delito (Lamnek, 1987). Junto a esta
dimensión, Eysenck (1981) propone que el neuroticismo (preocupación, inestabilidad
emocional y ansiedad) también jugaría un importante papel en la conducta delictiva ya
que actuaría como impulso, multiplicando los hábitos que existen antisociales o
socializados de los extravertidos o introvertidos. Así, un alto grado de neuroticismo en los
extravertidos reforzaría su conducta antisocial, mientras que en los introvertidos
contribuiría a su mejor socialización.Finalmente, ante la evidencia de la existencia de
delincuentes caracterizados por la baja emotividad y carentes de culpabilidad (Hare, 1970;
Hare y Cox, 1978) (psicópatas primarios), Eysenck (1977) amplía su teoría con la
dimensión de psicoticismo (insociabilidad, despreocupación, hostilidad, impulsividad y
búsqueda de estimulación), que sería el mecanismo causal de la psicopatía primaria,
mientras que una alta extraversión y un alto neuroticismo serían los responsables de la
psicopatía secundaria (delincuencia).

Como conclusión de esta teoría, resultaría por un lado la carga genética y hereditaria así
como la importancia concedida al medio ambiente en combinación con la predisposición
genética en el desencadenamiento de la delincuencia y, por tanto, será necesario actuar
sobre él para la prevención y el tratamiento de la delincuencia (Sancha, Clemente, Tobal,
1987). Estudios posteriores en España intentan confirmar la teoría de Eysenck,
encontrando que la variable psicoticismo (muy relacionada con la necesidad de
estimulación) aparece más asociada al delito que la variable extraversión, y que la
variable neuroticismo no tiene relación con la delincuencia (Carrillo y Pinillos, 1983; Pérez,
1984; Pérez, Amado, Ortet, Pla y Simo, 1984; Valverde, 1988).Además, Pérez (1984)
encuentra que personas que tuvieran una alta necesidad de estimulación, junto con poca
susceptibilidad al castigo (personas extravertidas tal y como indican Eysenck, 1976; Lym y
Eysenck, 1961; Schallin, 1971; Barnes, 1975) serían más susceptibles de cometer
conductas antisociales. No obstante, García-Sevilla (1985) concede mayor importancia a
la baja susceptibilidad al castigo, puesto que la necesidad de estimulación sería una
consecuencia de una baja sensibilidad al castigo.

Otras investigaciones biológicas están relacionadas con la herencia y genética.


Echeburùa (1991) recoge un intento de determinar si la herencia es una parte importante
en la inducción al crimen. Buscó similitudes en los comportamientos de individuos que
estaban genéticamente relacionados unos con otros (propósito del general pedigree or
family studies), encontrándose poco a favor de que existan familias con una herencia
genética común y determinadas para el crimen. Estudios con cromosomas sexuales,

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partiendo de la notación cromosómica XY para el hombre y XX para las mujeres,
encuentran una excesiva presencia de la anomalía cromosómica. Con estos resultados se
supone errónea la creencia popular de unos individuos psicópatas supermasculinos, cuya
característica más destacable era su extremada violencia. En cualquier caso, aunque los
comportamientos violentos son más claramente numerosos en los individuos XYY en
comparación con XY de la misma edad, peso, inteligencia y clase social, sus delitos son
triviales (Witkin, Mednik, Schulsinger, Bakkestrom, Christiansen et al., 1977). Rutter, Giller
y Hagell (2000) recogen que la presencia de XYY no causaría directamente la
delincuencia, sino que junto a otros factores incrementa la posibilidad de ejercer
conductas antisociales.

Un gran eco tuvieron los estudios sobre gemelos y adopción partiendo de la comparación
entre gemelos monozigóticos (procedentes del mismo óvulo y que comparten el 100% de
los genes) con gemelos dizigóticos o fraternos (procedentes de dos óvulos distintos y que
comparten el 50% de sus genes). Lange (1929) encontró un 77% de concordancia en la
criminalidad de gemelos monozigoticos y un 12% para los dizigoto. Christiansen (1968)
estudió 3.568 pares de daneses nacidos entre 1881 y 1910, encontrando que el 52% de
los gemelos idénticos (monozigóticos) tenían el mismo grado de conducta delictiva
registrada, mientras que sólo el 22% de los gemelos dizigóticos alcanzaban similares
grados de delincuencia. Pero las limitaciones de estos estudios con gemelos radican en la
dificultad para separar causas genéticas y ambientales. Para superar estas limitaciones,
los estudios con hijos adoptivos separan más adecuadamente las causas genéticas y
ambientales. En esta línea, Crowe (1974) encuentra un incremento significativo de la
criminalidad en jóvenes adoptados que tenían madres biológicas criminales. Estos y otros
datos, encuentran que la influencia genética aparece menos en los estudios de hijos
adoptivos que en los de gemelos, apoyando a la genética en la génesis de la conducta
antisocial (Bock y Goode, 1996; Carey y Goldman, 1997; Miles y Carey, 1997).

Teorías del aprendizaje

Las teorías del aprendizaje explican el comportamiento delictivo como una conducta
aprendida, bien sea basándose en el condicionamiento clásico, el operante o el
aprendizaje vicario. El condicionamiento clásico ha sido utilizado por Eysenck (1977,
1983) explicando cómo el niño es castigado a lo largo de su infancia por padres, y
maestros, lo que actuaría como estímulo incondicionado (EI); el acto antisocial castigado
como estímulo condicionado (EC) y el resultado de miedo, ansiedad y culpa como
respuestas incondicionadas. Mediante los sucesivos apareamientos EI-EC, el niño va
siendo condicionado a experimentar miedo y ansiedad ante los actos antisociales,
constituyendo estas respuestas condicionadas su conciencia, que actuará como un
poderoso disuasor de la ejecución de tales actos.

Otros autores, entre los que se situaría en gran medida Jeffery (1965, 1977), se han
centrado en el condicionamiento operante para explicar el moldeamiento y mantenimiento
de la conducta delictiva mediante refuerzo diferencial. Parten de que el comportamiento
delictivo es reforzado tanto por reforzadores positivos como mediante reforzamiento
negativo. Según Borrill (1983), los refuerzos positivos serían las ganancias materiales
derivadas del acto delictivo y la aceptación y prestigio dentro de un grupo de referencia.
Según García y Sancha (1985), el reforzamiento negativo explicaría muchos
comportamientos delictivos asociados con una reducción de estados de ansiedad y
frustración tales como, delitos sexuales y contra las personas y los asaltos a farmacias en
busca de estupefacientes. Según Sancha y Miguel Tobal (1985), la actuación conjunta de

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ambos reforzamientos (positivo y negativo) hace que este tipo de conductas sean
sumamente resistentes a la extinción, unido al hecho de que la detención y el arresto se
producen de forma intermitente, dando lugar a un programa de reforzamiento parcial.

Por otra parte, la teoría del aprendizaje social, cuyo principal exponente fue Bandura
(1987), explica la conducta humana como la interacción recíproca y continua entre los
determinantes cognitivos, comportamentales y ambientales. García y Sancha (1985)
exponen que la observación de modelos incide sobre el joven en la adquisición de hábitos
de comportamiento generales y particulares (agresión), normas y juicios morales, y en el
autocontrol (entendiendo éste como la capacidad de tolerar la demora de la recompensa,
la posibilidad de renunciar al refuerzo inmediato en vistas a lograr metas a largo plazo y el
empleo de autorrefuerzos y autocastigos). Siguiendo esta línea, Bandura y Walters (1988)
intentan explicar la conducta antisocial desde los principios del aprendizaje social,
incidiendo en que el reforzamiento vicario depende de las consecuencias que para el
modelo tiene su conducta. Si el modelo es recompensado o si el comportamiento es muy
valorado por el grupo, se generan en el observador unas expectativas de obtener
recompensas semejantes al llevar a cabo la conducta, pero cuando es castigado, el
observador tenderá a devaluar tanto al modelo como al comportamiento. Por tanto, las
más altas tasas de conducta agresiva, se han encontrado en ambientes en que abundan
los modelos agresivos y donde la agresividad es altamente valorada. El problema surge
cuando los modelos de agresión se pueden encontrar en la familia y la subcultura, y de
forma simbólica en cine y televisión estando, por tanto, al alcance de los jóvenes (Belson,
1978; Howe, 1977).

La aparición de la delincuencia según la teoría del desarrollo cognitivo-social o


moral

Piaget (1932) mantuvo que los niños comienzan a aprender las reglas morales de los
adultos, distinguiendo, en primer lugar, un período temprano de autocentrado (período
egocéntrico), que luego era seguido de dos etapas: a) realismo moral, donde el juicio
moral del niño está dominado por los adultos, y lo bueno es referido en término de
obediencia a los roles paternos, evaluando sus actos con relación a la exacta conformidad
con las reglas establecidas (normas externas; así como, b) relativismo moral donde existe
cooperación, reciprocidad y autonomía moral. Aquí, el niño internaliza las leyes y luego
emite juicios. A partir de esta idea, según Finckenauer (1984), para Piaget el desarrollo
inadecuado de la etapa del relativismo moral, implica una perturbación en el proceso de
socialización que conlleva la conducta delictiva.

La investigación llevada a cabo por Kohlberg (1958) sugiere que las ideas en torno a la
sociedad progresan a través de etapas morales (un esquema cognitivo que se relaciona a
una conducta situacional, tanto a corto como a largo plazo), situando la comprensión de la
moralidad y la justicia en la adolescencia. De aquí que la detención en el desarrollo moral
en la edad de los 13 años, debido a la existencia de un ambiente social y físico
inadecuado para poder ponerse en el lugar del otro, suponga el inicio de la delincuencia
(Finckenauer, 1984; Scharf, 1978). A partir de estas investigaciones, Hoffman (1984),
afirma que la aparición de conductas antisociales está relacionada con la insatisfacción de
ciertas necesidades del chico (seguridad, conocimiento de las fronteras de control,
dependencia con otros y desarrollo de competencias a través de experiencias de éxito en
la manipulación del ambiente) y con la imposibilidad de llevar a cabo ciertas tareas de
desarrollo (adquirir conductas socialmente responsables, preparación para un futuro, etc.).

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Teorías sociológicas en la explicación de la delincuencia

Teorías de la socialización deficiente

Este grupo de teorías intentan explicar la delincuencia a través de la deficiente


socialización de los individuos, y cómo la familia, la escuela, la comunidad y las amistades
favorecen o interfieren este proceso (Hassemer y Muñoz- Conde, 2001).

De la escuela sociológica francesa, el primer autor en hacer estudio y análisis de las


estadísticas criminales fue Quételey (citado en Garrido, Stangeland y Redondo, 1999), al
formular que la toma de conciencia de las personas de las desigualdades sociales, da
lugar a sentimientos de injusticia y resentimiento y esto puede contribuir al delito en la
clase pobre urbana. Por tanto, la sociedad prepara criminales y los culpables son los
instrumentos que los ejecutan.

Posteriormente, la escuela de Chicago y sus teorías ecológicas, relacionan el fenómeno


criminal con la estructura social en la que se desenvuelve y en función del ambiente que
la rodea (Moliné y Larrauri, 2001). La idea central fue “la hipótesis zonal”, realizada por
Burgess (1925), que divide a la ciudad de Chicago en cinco zonas concéntricas: la zona 1,
o distrito central de negocios (zona interior); la zona 2, que es la “zona de transición” que
está deteriorada y aparecen fábricas y suburbios; la zona 3. donde vive la gente
trabajadora; las zonas 4 y 5 corresponden a zonas residenciales y suburbanas. Por ello,
este autor demostró que ciertas zonas de la ciudad arrojaban delincuentes, sobre todo la
zona de transición donde había grandes problemas de integración. Otros autores como
Shaw y McKay (1942) al estudiar las estadísticas del Tribunal Tutelar de Menores de
Chicago, encuentran que la mayoría de los menores delincuentes residían en un sector
urbano particular (zona delincuencial con deterioro físico, superpoblación, proximidad a
zonas industriales...) que favorecía actitudes a favor del delito mantenidas por la
comunidad social, el vecindario y la familia.

Siguiendo esta línea argumental, surge la teoría clásica de las subculturas representada
por Cohen (1955), que muestra como la mayoría de los problemas de adaptación se
solucionan de forma normal, pero en algunos casos, las personas eligen soluciones
desviadas, basándose en los grupos de referencia. Por tanto, un joven en conflicto o
inadaptado puede optar por tres alternativas:

Incorporarse al ámbito cultural de los jóvenes de clase media, aunque suponga competir
en inferioridad de condiciones.
Integrarse en la cultura de otros jóvenes de la calle renunciando a sus aspiraciones.
Integrarse en una subcultura delincuente creada por jóvenes que se encuentran en la
misma situación social y en la que encuentran valores antisociales y normas propias, al
margen de la sociedad imperante, en donde se encuentran más cómodos para la
supervivencia.

Hasta ahora se han explicado algunas teorías explicativas de la delincuencia como


socialización deficiente, pero ¿cuáles son los mecanismos de transmisión de las pautas
de conducta antisocial? Hay dos teorías importantes: la del contagio social y la teoría de
la asociación diferencial. La teoría del contagio social fue propuesta por Park (1925) y
tiene la misma connotación negativa que “malas compañías”, refiriéndose a las
consecuencias negativas de la concentración de individuos con tendencias similares en
una determinada zona. La teoría de la asociación diferencial (Sutherland y Cressey, 1966)

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propone que la conducta delictiva, al igual que cualquier otro comportamiento, se aprende
en un proceso de comunicación con otras personas y dicho proceso de aprendizaje se
produce al margen de la influencia de los medios de comunicación (prensa y radio)
impersonales. Para que un individuo se convierta en delincuente, no basta con que haya
estado en contacto con pautas de comportamiento delictivo, sino que es necesario un
exceso de dichos contactos en relación con los no delictivos.

Teorías de la estructura social defectuosa

Una de las teorías más importantes recogidas en este apartado es la de la anomia.


Durkheim (1995) se considera pionero en el concepto de anomia referido al delito, aunque
no completó su teoría. Para el autor la anomia expresa las crisis, perturbaciones de orden
colectivo y desmoronamiento de las normas y valores vigentes en una sociedad, como
consecuencia de un cambio social producido de forma súbita, llevando a los sujetos al
inconformismo, al crimen, la destrucción y el suicidio. Posteriormente, Merton (1980)
revisa y amplía la teoría de la anomia proponiendo dos proposiciones básicas:

Las contradicciones de la estructura cultural (objetivos o metas) y la estructura social


(medios institucionalizados), producen una tendencia a la anomia en la sociedad que
afecta en particular a la clase baja.
Existen cinco respuestas individuales típicas de la adaptación que son la conformidad, la
innovación, el ritualismo, el retraimiento y la rebelión. Excepto la primera, las demás son
tipos de conducta desviada (no necesariamente delincuentes).

Por tanto, se deduce que la clase baja tendría menos oportunidades de conseguir sus
objetivos por vía legal, desarrollando conductas desviadas.

Otra teoría destacable sería la del control o arraigo social propuesta por Hirschi (1960),
que a grandes rasgos viene a decir que la sociedad se esfuerza en presionar a sus
miembros con modelos de conformidad, pero las personas que carecen de vínculos
sociales están predispuestas a delinquir, en comparación con aquéllas que tienen gran
arraigo social. La familia y la escuela son los dos sistemas convencionales de control
social.

Por otro lado, la teoría de la tensión o frustración sostiene que las relaciones negativas,
los estímulos nocivos y los sucesos vitales estresantes pueden desencadenar furia y
frustración hasta llegar al punto del crimen o la delincuencia. Distingue tres tipos de
frustración: 1) como consecuencia de un fallo en el logro de metas se produce una gran
tensión, 2) como resultado del rechazo o la eliminación de logros positivos anteriormente
alcanzados, 3) producida por la exposición a estímulos negativos (p.e. ser ridiculizado por
los compañeros). Por tanto, el comportamiento desviado sería una solución a la
frustración que algunas personas utilizan para conseguir sus logros o evitar estímulos
nocivos.

Para finalizar, destacar la teoría del autocontrol recogida por Gottfredson y Hirschi (1990),
que expone que la mejor manera de que la gente se resista a cometer delitos y a
renunciar a las satisfacciones inmediatas es tener autocontrol, siendo definido como un
rasgo individual que explica las variaciones en la probabilidad de ser atraídos por
semejantes actos. Por tanto, cuando el camino hacia la delincuencia se inicia a edades
tempranas, depende de cómo haya sido inculcado por los padres en los primeros años de
la niñez.

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Teorías integradoras

Como ya se ha expuesto, han sido muchas las teorías que han tratado de explicar el
porqué de la delincuencia. Se han argumentado teorías biológicas, psicológicas y
sociales, pero ninguna ha explicado satisfactoriamente la conducta antisocial en los
jóvenes. De aquí surge la necesidad de teorías integradoras que según Moliné y Larrauri
(2001), requieren establecer factores asociados a la delincuencia, pudiendo parecer que
un fenómeno delictivo aparezca asociado a factores de diversas teorías. Una de las
teorías integradoras más relevantes en el estudio de la conducta antisocial, fue la
propuesta por Farrington (citado en Farrington, Ohlin y Wilson, 1986) que integra aspectos
vistos en otras teorías, como la teoría de las subculturas de Cohen, la teoría del control de
Hirschi, la teoría de la asociación diferencial de Sutherland, la teoría de la desigualdad de
oportunidades de Cloward y Ohlin y la teoría del aprendizaje social de Trasler. Según
Farrington (1986) los delitos se producen mediante procesos de interacción entre el
individuo y el ambiente, que él divide en cuatro etapas:

En la primera etapa, se sugiere que la motivación o el deseo de bienes materiales, de


prestigio social y de búsqueda de excitación producen actos delictivos.
En la segunda etapa se busca el método legal e ilegal de satisfacer los deseos. La relativa
incapacidad de los jóvenes pobres para alcanzar metas u objetivos mediante métodos
legítimos puede ser, en parte, porque tienden a faltar a la escuela y, por tanto, encuentran
empleos de bajo nivel.
En la tercera etapa, la motivación para cometer actos delictivos se magnifica o disminuye
por las creencias y actitudes interiorizadas sobre el significado de infringir la ley,
desarrolladas a partir de la historia de refuerzos y castigos.
La cuarta etapa supone que los factores situacionales (costes y beneficios) serán los que
lleven a cometer los delitos.

A modo de conclusión, el autor señala que la delincuencia alcanza su cota máxima entre
los 14 y los 20 años, porque los chicos (de clase baja que abandonan la escuela) tienen
fuertes deseos de excitación, cosas materiales, status y pocas posibilidades de
satisfacerlos; por el contrario, después de los 20 años, los deseos se atenúan o se
vuelven realistas, disminuyendo la conducta antisocial.

E. Navas Collado1, J.J. Muñoz García (2005) Teorías Explicativas y Modelos


Preventivos de la Conducta Antisocial en Adolescentes artículo cuadernos de
medicina psicosomática y psiquiatría de enlace 22 c. med. psicosom, nº 75 – 2005 c. med.
psicosom, nº 75 - 2005 23

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