Galveston Sean Stewart

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La

isla de Galveston, en Texas, sufrió en 2004 una repentina inundación


mágica. Todo quedó trastocado, y la isla se dividió en una ciudad real, donde
la tecnología se ha convertido en escasa y poco fiable, y una ciudad
condenada a un Carnaval interminable, anclada en el tiempo, en la que
habitan escorpiones del tamaño de perros, payasos melancólicos o viudas
que engullen a sus víctimas.
Sean Stewart es una de las figuras claves de la fantasía actual. Sus novelas
tratan de personas reales que se hayan inmersas en situaciones extrañas,
fantásticas, cercanas a lo imposible, donde busca explorar los aspectos más
profundos de la existencia humana.

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Sean Stewart

Galveston
ePub r1.1
Titivillus 16.02.15

ebookelo.com - Página 3
Título original: Galveston
Sean Stewart, 2000
Traducción: Concepción Rodríguez González, María Del Mar Rodríguez Barrena, José Manuel
Echavarren

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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PRÓLOGO

ebookelo.com - Página 5
0.1 Suerte

E
— l póquer es un juego de hombres —solía comentar el padre de Josh—
porque no es justo.
Acostumbraba a jugar cada sábado en el jardín trasero de la mansión
de los Ford. Cada sábado, cuando la luz del sol se hundía en el Golfo de
México, Joshua Cane se encargaba de llevarse a su padre para la cena en casa. A él le
gustaba ir a casa de los Ford. A veces Sloane Gardner estaba fuera, jugando con los
gemelos Ford. La señora Ford le dijo a Josh que fuera amable con ella, pero lo que
realmente sucedía es que la señora era muy curiosa y quería darle a Josh la
oportunidad de dejar las cosas en claro con ella. Todos estaban de acuerdo en que
Josh era un chico espabilado.
Incluso cuando Sloane y los chicos de los Ford no estaban ahí, la señora Ford
siempre le dejaba entrar y le preguntaba cómo estaba su madre y qué tal le iba con la
farmacia. Cuando él ya había respondido satisfactoriamente a todas sus preguntas, la
señora Ford lo enviaba a la cavernosa cocina donde la negra Gloria le daría una tarta.
Cuando su madre averiguó lo de las tartas, empezó a mandarle con Josh medicinas
para su artritis. Gloria decía que ella no quería que se le pagara, y entonces Josh
respondía que eran un regalo. Gloria le dijo a su madre que no se sintiera en deuda
por nada. Josh pensaba que ella tenía todo el derecho de recibir alguna compensación.
El 12 de abril de 2015 fue el día más caluroso de primavera hasta la fecha. Josh
saludó con la mano al jardinero mexicano que trabajaba en el parterre de las flores al
lado del porche. Llamó a la puerta con los nudillos y un ama de llaves le dejó entrar.
—Señor Cane —dijo ella haciendo una reverencia entre telas de color púrpura—,
ahora estoy intentando volver a coser estas costuras. Su padre está en el porche
trasero. ¿Podría ir usted solo?
Josh asintió y ella subió unas escaleras. Conforme Josh avanzaba a través del
frescor del aire acondicionado del vestíbulo, el sudor comenzó a brotar sobre su piel
como gotas de agua sobre cristal frío. Un par de empleadas de la casa estaban
sentadas en la mesa del comedor sacando brillo a la cubertería de plata. Detuvieron su
trabajo y le saludaron con una pequeña inclinación de la cabeza mientras Josh seguía
caminando. Aquel día no vio ni una señal de los niños. Más atrás, en la cocina, Gloria
tenía una olla con cangrejos hirviendo en la cocinilla de gas. Nubes de vapor con olor
a barro flotaban en el aire, que se iban haciendo jirones conforme iban ascendiendo
hacia las palas del ventilador que había en el techo de la cocina. Gloria estaba
cortando ajo sobre una olla llena de agua en ebullición, y se podía ver una tarta de
queso en el horno. Josh casi era demasiado mayor para pasar la lengua por los restos
de tarta de la batidora, pero solo casi.
Gloria frunció el ceño ante el enorme frigorífico de los Ford. Ya habían pasado
once años desde el Diluvio de 2004 que había acabado con la era industrial, y ante la

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inexistencia de piezas de recambio, los frigoríficos se iban haciendo más y más
valiosos con el paso del tiempo. Pero por supuesto, los Ford tenían un gigantesco
frigorífico de dos puertas del que brotaba agua helada o bien hielo en cubitos o en
forma de media luna, la preferida de Joshua. Su congelador era lo suficientemente
grande como para meter un ciervo abierto en canal y tantas palomas como fuese
necesario para hacer un pastel de carne para cuarenta personas, que era lo que servían
en el primer fin de semana de cada septiembre.
—Bueno, Joshua, prueba uno de estos —dijo Gloria sacando un plato de loza con
unas pocas docenas de langostinos salteados con hielo triturado.
—Gracias.
Josh cogió un langostino, le quitó las patas y le abrió la cáscara con dedos
expertos. Lo sentía satisfactoriamente fresco y firme en su boca. Con una sonrisa
feliz, se acercó a la ventana de la cocina para espiar el porche trasero a través de la
persiana. Le gustaba ver a los hombres jugando a cartas mintiéndose unos a otros y
riendo. Era como si existieran dos mundos totalmente diferentes, uno para las
mujeres como la señora Ford y Gloria o incluso su madre de vuelta a casa del trabajo
en la farmacia, y otro para los hombres, que se preocupaban menos y se reían más,
sentados a la fresca bajo el atardecer del Golfo de México bebiendo cerveza de arroz
de botellas recicladas de cerveza mexicana, como Corona, Tecate, o Dos Equis.
Así debía haber sido, excepto porque nadie reía aquella noche. De todos los
hombres del jardín, tan solo su padre parecía realmente cómodo. Era su turno para
hablar. Las mangas de su camisa estaban enrolladas y Josh podía ver sus musculosos
bíceps moverse acompasadamente mientras barajaba las cartas y las dejaba a su
izquierda para que alguien cortara. Sam Cane era conocido por ser un hombre
afortunado. Los demás no habrían contado con él para jugar si no hubiera tenido la
costumbre de retirarse sin apostar en las partidas tan a menudo como para dar opción
al resto de ellos a continuar y mantener intactas sus apuestas. Sam dio un pequeño
sorbo de su agua helada. Nunca probaba alcohol cuando había dinero sobre la mesa.
La cara de póquer de Sam era una sonrisa fácil. La de Josh era un entrecejo
fruncido con aspecto de preocupación, pero aún tenía bastantes detalles, tics, que le
traicionaban. Las manos le temblaban cuando estaba nervioso en las apuestas, y sus
ojos tendían a abrirse más de lo normal cuando las cartas eran buenas. En aquel
entonces ya conocía los trucos tan bien como su padre; era inteligente y bueno para
los juegos, y prueba de ello es que podía ganarle al ajedrez a su padre quizás una de
cada tres veces. Pero cuando había una baraja de cartas entre los dos, era como si
Josh estuviera sentado allí tan transparente como una cristalería, mientras que la
sonrisa de su padre era inescrutable.
Los hombres alrededor de la mesa recogieron sus cartas. Jugaban con cinco cartas
de dadas, jacks o cartas superiores. Su padre siempre le decía que un hombre era un
necio si no sacaba ventaja de ser mano, eligiendo un juego donde tuviera el último
turno para abrir. Justo enfrente de su padre se sentaba Jim Ford. Tenía un gran

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montón de fichas en su puesto pero parecía sentirse miserable. Josh no podía
imaginar por qué.
—Te gustaría estar jugando allá afuera, ¿verdad? —dijo Gloria mientras fregaba
un tazón. Josh no respondió—. Bueno, de todas formas vete ya. Tu mamá os estará
esperando.
—De acuerdo. —Josh echó la cabeza del langostino en el cubo de la basura y
abrió la puerta del jardín trasero.
En el exterior, el aire era cálido y dulce. Había dos gallinas en el patio, cada una
seguida por una procesión de pequeños polluelos, escrutando el suelo con objeto de
encontrar migas de pan y semillas. Los abejorros zumbaban sobrevolando
erráticamente sobre las rosas y las adelfas, todas las cuales estaban en flor, de colores
rosas y anaranjados. El sol se estaba poniendo ya y la sombra de la mansión de los
Ford se extendía rápidamente sobre el mirador y el jardín que lo circundaba. Josh
cerró con celeridad la puerta de la cocina tras de sí, preocupado porque no entrara
calor en la casa. Seis hombres se volvieron hacia él. Parecían aliviados.
—Aquí estás, Josh —dijo Jim Ford, pasándose una mano a través de su cabello
—; ya estaba empezando a pensar que te habían devorado algunos perros salvajes.
—O que te habían secuestrado algunos negros hambrientos —apuntó Carl Banks.
Carl era negro—. Sam, tu chico está aquí.
—Hola Josh. De acuerdo. Lo veo y subo cien más —dijo Sam, volviendo al
juego. Carl y Uwe Krupp se retiraron inmediatamente. Eso dejaba a Jim Ford, Vinny
Tranh, el padre de Joshua, y Travis Denton. En todos los años desde que el coronel
Denton, héroe del ejército confederado, viniera a vivir a Galveston para ganarse la
vida estafando a los cultivadores de algodón, nunca había habido un Denton civil. De
las tres grandes familias de Galveston, los Gardner eran tan corteses como les era
posible, los Ford eran cada uno hijo de padre y madre diferente, pero los Denton
siempre tenían aquel aire de pensar que lo que te merecías era una buena paliza.
Travis Denton era una maraña de tics en el póquer. Le cambiaba la voz cuando estaba
nervioso, y se sentaba inclinándose sobre la mesa con los hombros tiesos y rígidos.
Incluso se ordenaba las cartas en la mano, justo donde cualquiera podía ver qué era lo
que estaba haciendo. Josh despreciaba a los hombres que no podían con sus cartas.
—Si quieres apostar, Sam, ponlo sobre la mesa —dijo Travis.
Fue entonces cuando Josh se dio cuenta de que su padre no tenía fichas. Sam
Cane no dijo una sola palabra. Simplemente se quedó mirando a Travis, con las cejas
enarcadas y esbozando una sonrisa. Había aprendido aquel truco de la madre de Josh,
esa forma de cortar un chiste de mal gusto o una frase mal escogida interponiendo
una barrera de silencio tan grande que todo el mundo tenía tiempo de mirar qué es lo
que había al otro lado. Incluso los hombres de temperamento más difícil y borrascoso
que se ponían furiosos por cualquier tontería quedaban convertidos en nada colgados
en la percha de aquel silencio.
Jim Ford echó un trago de cerveza de arroz de su botella de Dos Equis sin cruzar

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la mirada con nadie.
—Tranquilo, Travis. Se hará cargo de todo.
El padre de Josh escribió una nota en la parte de atrás de un papel y lo colocó en
el bote. Echando un vistazo a la mesa, Josh se dio cuenta de que había tiras de papel
en la parte de ganancias de Carl, de Vinny, y de Travis Denton. Un sentimiento ácido
saltó sobre su estómago, como si estuviera paseando por un patio con un perro
encadenado. Su padre siempre se apostaba como máximo una cantidad cincuenta
veces superior a la apuesta mínima de la mano en una partida.
—No puedes ganar con dinero asustado —solía decir—, déjalo cuando hayas
perdido cuarenta y cinco veces la apuesta mínima. O no has tenido suerte, o los otros
jugadores lo han hecho mejor que tú, o la partida está amañada. Cualquiera de esas
razones es lo suficientemente buena para no estar allí. Así que, en una partida de
cinco dólares por mano, ¿cuánto puedes perder antes de retirarte?
—Doscientos veinticinco dólares —había respondido Josh. Siempre había sido
bueno en matemáticas.
Pero algo iba mal esa noche. O su padre no había llevado la cantidad total que
solía jugarse, o no se había retirado cuando se suponía que debía haberlo hecho. Las
apuestas se fueron sumando alrededor de la mesa mientras Josh se acercaba a la silla
de su padre. Sam Cane ocultó su mano.
—¿No vas a dejarle ver tus cartas ni siquiera al chico, Sam? —Rio Carl Banks.
Tenía unos grandes dientes blanquísimos y estaba muy orgulloso de ellos. Le había
pagado una buena suma a la madre de Josh para que le reservara sus existencias de
pasta de dientes Extra Blanqueador Rembrandt para él. Le habían vendido el último
tubo de pasta dentífrica la semana anterior. En un año más habrían vendido todas las
existencias de pasta de dientes que quedaban de antes del Diluvio. La madre de Josh
estaba experimentando intentando hacer su propio dentífrico siguiendo las
instrucciones de un libro de medicina alternativa. Él mismo se había pasado la
mañana extrayendo la salvia de unas hojas a base de picarlas mucho, para después
cocerla junto con sal mar molida y luego triturar bien la mezcla en un macero. Josh se
imaginó que la nueva pasta de dientes tendría un sabor raro y salado, pero su madre le
dijo que no había otra alternativa.
El padre de Josh se volvió hacia él y le revolvió el pelo con la mano libre.
—Es un buen chico.
—No quiero ver sus cartas. Todavía se me notan mucho cuando las miro —le
explicó Joshua a Carl—; no quiero echarle a perder la mano.
—Ese es mi chico. ¿Cuántas, señor Denton?
Travis Denton cogió una carta. El padre de Josh solo permitía coger cartas una
vez después de que se hubiera repartido la mano.
—No tiene sentido dejar que la casualidad se haga con la mano —decía.
Jim Ford cogió tres cartas, Vince dos. El padre de Josh tan solo cogió una carta.
Era posible que estuviera intentado conseguir una escalera o color, pero sin mucho

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dinero en el bote con el que sacar tajada, la jugada le iba a salir a poco. Josh cruzó los
dedos y rezó por un full.
—Cualquier idiota puede jugar con sus cartas —solía decir su padre—; el truco es
poner al otro en la mano.
Sam Cane tomó un sorbo de su agua helada.
—¿Alguna apuesta?
Vincent Tranh apostó. Tenía un rostro curtido al sol de rasgos vietnamitas y
hablaba con acento del sur de Texas. Siempre olía a langostinos crudos y chili. El Ku
Klux Klan había volado por los aires la barca de pescar de sus padres en 1978, tres
años después de que llegaran a los Estados Unidos desde Vietnam. Les habían
acusado de dedicarse al contrabando, lo que probablemente era cierto. Vendieron su
casa, a continuación compraron otro barco, y se trasladaron a Galveston cuando
Vincent todavía era un niño.
Vincent era el tipo de jugador que el padre de Josh denominaba como «roca»; eso
quería decir que Vincent tan solo jugaba cuando contaba con el respaldo de unas
buenas cartas. Si Vincent pedía dos cartas y apostaba, es que lo veía claro, Josh
entendía a si Vincent no había ligado una jugada con las dos cartas que había pedido,
era que al menos tendría un trío o un par de ases. Sam se habría retirado de la mano
nueve veces de diez si Vincent apostaba después del descarte. Sam era el jugador que
más a menudo de entre todos ellos se retiraba de la partida.
Esta vez no dijo nada.
Travis Denton tenía aspecto de estar muy nervioso; dejó sus cartas sobre la mesa
boca abajo. Las volvió a coger y se plantó. Jim Ford aceptó la apuesta. El padre de
Josh hizo lo propio sin aumentar la apuesta de Vincent. Si estaba de farol, debía haber
echado más, intentando amedrentar a Vinny para que se saliera de la mano. Vinny era
un jugador muy conservador. Pero también, si tuviese buenas cartas, habría subido la
apuesta tan solo un poco, con el fin de sacarle todo el jugo a la mano pero sin llegar a
alarmar a sus contrincantes y que se retiraran sin jugar. Josh interpretó que aquello
significaba que su padre creía que podía ganar, pero no estaba seguro. Dobles parejas,
posiblemente, con la esperanza de que Vincent no hubiera estado especulando con un
trío.
—Enseña las cartas, Vince.
El mariscador desplegó sus cartas sobre la mesa: tres reinas.
—A mí me parece que están muy bien, As.
Travis Denton traía su bourbon de antes del Diluvio a las partidas y nunca lo
compartía. Se echó un vaso entre pecho y espalda.
—Que me aspen.
Sam Cane sonrió y dejó sus cartas boca abajo sobre la mesa.
—Vince, las mujeres siempre han sido tu fuerte.
Vince no había hecho mucho más que coger a una mujer de la mano desde que el
Diluvio se llevara a su esposa. Ella estaba en el hospital esperando para dar a luz a su

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primer hijo cuando llegó el Diluvio. Él se acababa de ir a casa para descansar un poco
por primera vez en treinta y seis horas. Cuando se despertó, el mundo había
cambiado. La magia se abrió paso a lo largo y ancho del mundo a través del Diluvio,
extendiéndose gracias a las emociones intensas, tomando mente y carne. Las criaturas
que habían nacido de la alegría de los supervivientes y del dolor de los que sufrían, el
alivio de los amantes y el temor de los pacientes de quirófano, habían arrasado el
Campus Médico de la Universidad de Texas dejándolo en ruinas. Vince apenas había
escapado con vida mientras los monstruos asolaban las calles de la isla.
Vincent Tranh ordenó sus ganancias. Se detuvo un instante sobre la nota de débito
de Sam antes de meterla bajo un montón de sus fichas azules.
Jim Ford se apartó de la mesa y se secó de nuevo el sudor de la frente mientras
mataba un mosquito de una palmada. El sol desaparecía del campo de rosas
fundiéndose con la noche más allá del jardín. El azul cobalto del cielo se iba
oscureciendo en lo alto de las palmeras detrás de la mansión de Jim. El sonido de un
animal despidiendo el día se escuchó a través del aire cálido del atardecer. Los gallos
cacarearon, los cerdos gruñeron, las cigarras zumbaron. Se encendieron las luces
blancas y azules de la piscina, haciendo que el agua brillara tenuemente. La brisa del
golfo se agitó entre las adelfas.
Jim Ford fingió una sonrisa y se dirigió a Josh.
—¿Vienes a llevarte a tu papá a casa para la cena?
—Sí señor, yo…
—Todavía no me retiro —replicó Sam Cane. Todos optaron por dirigir la mirada
al rosal o al cielo. Carl Banks bajó la mirada a la mesa, para no encontrarse con los
ojos de Sam.
Mi mujer me está esperando. Además, hay mucho por pagar. Josh sabía que así no
iba a conseguir que su padre abandonara el juego.
—Yo me quedo —dijo Travis Denton cogiendo el mazo de cartas y comenzando a
barajarlas—. A siete cartas. Sentaos si queréis jugar. Vincent Tranh se levantó de la
mesa.
—No puedo permitirme otra mano. Sam es demasiado afortunado para seguir
perdiendo. No quiero estar aquí sentado cuando As recobre otra vez su toque.
—En eso estoy totalmente de acuerdo —añadió Carl.
Pequeños pedacitos de papel se agitaban por la brisa bajo los montones de fichas.
Josh contó hasta siete. Algo iba terriblemente mal.
—¿Papá?
—Me quedo aquí —dijo Sam—. ¿Jim? Odiaría sentarme a tu mesa sin que tú
participaras en la acción.
—Papá, papá, mamá dijo que…
—Ssss, Josh.
Jim se movía inquieto.
—Infiernos, Sam, vas a meter al chaval en un problema. ¿Por qué no levantas el

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campo?
—Porque siento que me llega la suerte. —Sam continuaba con su sonrisa fácil,
pero había algo más detrás, un abismo. Se sentía con suerte, Josh estaba seguro de
eso. Tan afortunado, tan confiado en sus posibilidades, que incluso aquellas pequeñas
notas no le ponían nervioso en absoluto. Sam se volvió y enfrentó sus ojos con los de
su hijo.
—Josh, voy a jugar otra mano. Me gustaría que te quedases aquí como mi
talismán de buena suerte. Pero si estás preocupado por meterte en un lío, vete a casa
con tu madre, que yo volveré en cuanto acabe.
Josh miró a su padre, sentado allí tranquilo y despreocupado, con sus ojos azul
claro confiando en él, confiando en su hijo. Tenía una piedra en su garganta que le
hacía difícil articular las palabras.
—Puedo esperar una mano —dijo finalmente.
Travis Denton terminó de barajar las cartas y las dejó sobre la mesa para cortar.
Luego comenzó a repartir.
—¿Estás con nosotros, Jim?
Jim exhaló un suspiro.
—Sí, por qué no. Infiernos, sí. Reparte las malditas cartas.
Tres de ellos en una mano, Travis, Jim y el padre de Josh. Vince, Carl y Uwe
hicieron como si se marchaban, recogiendo sus carteras, las llaves, las gorras… pero
cuando se hubo terminado de repartir las cartas continuaban sentados en la mesa. El
cielo se estaba oscureciendo rápidamente. Hubiera sido difícil poder distinguir las
cartas de no ser por la luz que se filtraba en forma de barras a través de las persianas
de la cocina. Uno a uno, los gallos de la ciudad fueron enmudeciendo. El aire parecía
arrastrar el último suspiro del día, acompañado por el cantar de las cigarras y el
aroma de las magnolias. La noche estaba acercándose.
Josh no pudo evitar echar un vistazo a las cartas de su padre cuando las recogió
de la mesa para ver lo que tenía. Un cuatro de tréboles, un as de tréboles. Travis
jugaba a la Calle Tercera, la variante de póquer donde la tercera carta se ponía boca
arriba en la mesa. Un cuatro de corazones para el padre de Josh. El corazón de Josh
comenzó a martillar con fuerza en su pecho. Una pareja con la Calle Tercera más un
as de refuerzo. Una mano jugable. Jack de diamantes para Jim Ford. La mano mostró
un siete de corazones.
—El jack habla.
—No subo.
—¿Sam?
—Oh. Voy a veinte. Déjame esa libreta tuya, ¿quieres, Carl? —Cogió la libreta y
escribió en ella con su bolígrafo.
—Veo tus veinte y echo veinte más —dijo Travis. Echó un dedo más de bourbon
en su vaso de chupitos.
—Mierda —dijo Jim mirando a Josh y a su padre y arrastrando un montón de

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fichas por valor de cuarenta dólares.
El padre de Josh volvió a escribir una nota. Es un hecho constatable el que
después del Gran Huracán de 1900, el Consejo Municipal de Galveston pidió a los
Denton que acogieran temporalmente a un grupo de huérfanos, y que los Denton
rehusaron. Dijeron que no tenían espacio, comida o agua para encargarse de ellos.
Una semana más tarde, cuando Will Denton Junior le dijo al coronel que sus
negocios se iban a resentir del éxodo de los supervivientes fuera de la isla, el anciano
hizo uno de los comentarios más famosos de la historia de la isla.
—Bien —dijo—, recuerda: los dos somos grandes aficionados a la caza y a la
pesca. Cuantos menos seamos en la isla, tocaremos a más caza y pesca.
Dos semanas después del huracán, Will Denton Junior compró una mansión de
treinta habitaciones en el número 2618 de Broadway por diez centavos de dólar.
El tatara-tatara nieto del coronel repartió otra carta a cada uno de los jugadores.
—Nueve de picas para Jim, no hay nada para ligar ahí.
Depositó un cinco de diamantes frente al padre de Josh.
—Posible escalera. A la mano le toca un rey de corazones. Y eso os costará
cuarenta —añadió poniendo cuatro fichas azules en el centro de la mesa. Travis
intentaba asustar al dinero de Sam. Esta era su forma de apretarle los tornillos a Sam,
de intentar que se retirara o hacerle apostar todo no porque tuviera las cartas, sino
porque tenía que ganar.
—¿Cuarenta? —intervino Jim—, ¿habiendo jugado solo cuatro cartas?
—¿Y a ti que te importa? Paga o cierra la boca, Jim. Tú no estás en la quiebra.
—Veo tus cuarenta —replicó el padre de Josh— y echó cuarenta más. A Josh la
boca se le quedó seca.
Ellos siempre jugaban partidas de cinco y diez dólares, pero ahora, no sabía muy
bien cómo, las cosas habían cambiado hasta tal punto que la partida pasaba a ser de
veinte y cuarenta dólares la mano.
—Papá, ¿qué tal si se le ponen límites a las apuestas? Tú decías que…
—No hables, Josh.
Josh se mordió el labio por dentro hasta que le dolió. Se lo merecía. Qué fallo tan
enorme. Había cantado las cartas de su padre. Todos sabían ahora que no tenía una
jugada espectacular.
—Veo tu envite y vuelvo a envidar con lo mismo —dijo Travis. Empujó ocho
fichas azules hasta el centro de la mesa. Ya no se podían subir más las apuestas.
—¡Por las barbas del chivo negro, Travis!
—Jim, ¿entras o sales? Si entras, pon tus fichas en la mesa, si no, cierra la puta
boca.
Jim arrojó sus cartas contra la mesa.
—Estoy fuera, maldita sea —agarró su vaso de cerveza con las dos manos y lo
vació de un trago, volviéndolo a dejar sobre la mesa con un golpe seco—. Sam, subir
la apuesta es una tontería, por el amor de Dios. ¿Crees que ahora estás metido en un

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lío con Mandy? Joder, ¿qué infiernos crees que va a ocurrir después de esto?
El padre de Josh levantó la vista hacia él.
—Te pediría por favor que no utilizaras ese lenguaje en presencia del chico, Jim.
Jim Ford desvió la mirada hacia el jardín de rosas que la oscuridad se iba
tragando poco a poco.
—Lo siento, Sam, yo solo…
Una pequeña lagartija verde del tamaño y grosor del dedo de un hombre se
escurrió de la grieta de unas piedras y trepó por la pared buscando algún insecto que
se sintiera atraído por la luz que se filtraba por las rendijas de la persiana de la cocina.
Los ojos de Jim cayeron hasta las losas del empedrado del jardín.
—Iré dentro a ver si la cena está lista.
El padre de Josh escribió otra nota.
—¿Nos sentimos afortunados, Sam? —comentó Travis Denton.
—Toda la noche, si quieres creerlo.
Josh estaba mirando fijamente a la lagartija. Se quedó congelada cuando un
mosquito se acercó atraído por la luz y comenzó a golpear las contraventanas una y
otra vez buscando una posible entrada. Bump, bump, bump.
Travis soltó una carcajada.
—Pero aun así continúas perdiendo.
Slurp. La lengua se disparó más rápido de lo que Josh jamás había alcanzado a
ver. La madre de Sloane Gardner, la Gran Duquesa, todavía tenía un ordenador de
diseño anterior al Diluvio y suficiente energía para hacerlo funcionar; allí tenía una
imagen de la lengua de un lagarto atrapando a una mosca en su enciclopedia en
CD-ROM. Cruzando el aire como un látigo, sin dar oportunidad al insecto. Tenías
que ir pasando las imágenes una a una para poder verlo todo.
Por favor, se dijo Josh. Por favor, papá. No lo hagas. Pero las palabras no salían
de sus labios. Se humedeció los labios, secos a pesar de la noche húmeda de Texas.
—Vamos, Sam —murmuraba Carl Banks—; vamos, As.
Travis Denton repartió la quinta carta. Un dos de diamantes para el padre de Josh,
un seis de corazones para él mismo.
—Todavía trabajando para una posible escalera por aquí. La mano tiene tres
corazones sobre la mesa.
Hora de las apuestas. Más fichas en el centro de la mesa. Más trozos de papel.
El padre de Josh tenía dos cuatros y un as en retaguardia. Todo lo que necesitaba
era un tres para hacer escalera. Travis podía tener una pareja, una doble pareja, o
probablemente, color. Si tenía una pareja, un cuatro en el siguiente descarte haría que
el padre de Josh tuviera un trío, suficiente para ganarle. Un tres le daría una escalera;
bueno, pero no lo bastante para superar al color de Travis si conseguía dos corazones
más. Otro as o un cinco le darían una doble pareja además. Era una buena mano, una
buena situación, dejando aparte el hecho de que había demasiado dinero en el bote de
la apuesta. Había de largo demasiado dinero en el bote. Si Sam no conseguía nada

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decente en el descarte, se quedaría con una pareja de cuatros y un as. Jugando a un
total de siete cartas, podías ganar con esa jugada, pero eso seguro, no arriesgarías
tanto dinero. No tan rápido como Travis estaba conduciendo la partida.
Quizás no tuviera nada, quizás estaba de farol.
—Es más fácil engañar con un farol a un buen jugador que a uno malo —solía
decir siempre Sam—, un mal jugador solo piensa en ganar. Un buen jugador está
dispuesto a dejar pasar una mano y esperar una mejor ocasión. A él no le importa que
le engañen. No permite que le afecte como algo personal.
Pero esto era personal. Es por mí, pensó Josh. No quiere que le faroleen delante
de su chico.
¿Por qué no se habría quedado esperando con Gloria en la cocina tan solo unos
pocos minutos más? Justo lo suficiente para que a su padre le hubieran dado la paliza
y luego salir de allí mientras aún estaban a tiempo. Papá y mamá tendrían una
discusión al respecto, por supuesto. Incluso Jim Ford era consciente de eso. Ya había
habido otras discusiones antes. Pero ahora… Josh trató de imaginar cuánto había
escrito en aquellos pequeños pedacitos de papel, aquellas pequeñas banderas blancas
sacudidas por la oscura brisa del sur de Texas bajo los montones de fichas alrededor
de toda la mesa.
La sexta carta, o calle sexta, era un nueve de tréboles. Otra basura, sin utilidad
ninguna. Un mosquito se posó sobre el cuello de Sam Cane. Lo ignoró. Josh observó
cómo clavaba su aguijón y comenzaba a beber. Travis apostó. El padre de Josh
rompió el silencio.
—Acabemos ya con todo esto. Nunca decía cosas como aquella. Nunca se
mostraba ansioso por ver la última carta.
Una paloma rompió a volar desde algún lugar más allá de la penumbra, nada más
que un batir de alas hasta que alcanzó la suficiente altura como para verla recortada
contra las últimas cenizas azules de luz en el oeste. Josh rezó. «Por favor, Dios, dale a
mi padre un tres o un cuatro. Un as o un dos o un cinco estaría bien, pero un tres o un
cuatro sería mucho mejor. Seré muy, muy, muy bueno si haces esto por mí».
La última carta. El padre de Josh la dejó reposar sobre la mesa por una eternidad,
y luego la recogió suavemente y la llevó a su mano junto con las demás, muy cerca
de su pecho. Tan rápido que Josh no pudo verla. Lo único que pudo distinguir era el
color rojo. Y que era una figura.
Nada.
Josh levantó la mirada y vio cómo Travis le miraba a él. No pudo sostener su cara
de póquer. Él simplemente se quedó clavado allí, sabiendo que cada poro de su
cuerpo estaba gritando a los cuatro vientos que no tenían nada en la mano, nada,
nada, nada.
—¿Te gusta mi chico, Travis? —dijo Sam como si nada—; le estás clavando la
mirada. No estabas mirándome las cartas, ¿verdad que no, Josh?
—No, señor. No he visto las últimas cartas, señor.

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—Buen chico.
—Lo prometo. No pude ver nada.
Travis Denton levantó el vaso para ocultar su rostro. Le temblaba la mano.
—Solo estaba mirando a través de él, Sam. Exprimiéndome el cerebro. Sin
embargo, parece un buen chico.
Quizás no se haya dado cuenta, pensó Josh. ¿Y qué importa si yo parecía
asustado? Ese es el aspecto que yo tendría que tener con tanto dinero sobre la mesa.
—¿Apostamos, Sam?
—Eso creo —el padre de Josh escribió algo en un trozo de papel y lo arrancó
limpiamente de la libreta. Era demasiado largo para ser un número. Acercó el papel
hasta Travis—. Me pregunto si vas a aceptar la apuesta.
Travis recogió el pedazo de papel. Lo miró con ojos muy abiertos.
—Yo… yo… no lo sé, Sam.
—Esa es mi apuesta —dijo el padre de Josh, con tan solo una ligera sonrisa en la
comisura de su sonrisa—. Tú no eres un Banks o un Ford, ¿verdad, Travis? Tú eres
un Denton. Tú puedes aceptar esta apuesta.
Josh sintió que los ojos de Travis se volvían hacia él. Él miró hacia otro lado,
observando a la lagartija acechando sobre el muro. Otra paloma rompió a volar y el
tiempo pareció detenerse para siempre, años y años entre cada batir de alas.
Travis recogió el pedazo de papel y lo depositó en el bote.
—De acuerdo.
Josh rompió a llorar. Se odió a sí mismo por eso; se llevó una mano a la boca y la
mantuvo allí, como si pudiera hacer retroceder sus sollozos más allá de su garganta,
pero no pudo. Las estrellas se nublaron ante sus ojos húmedos. Las lágrimas rodaron
por su cara mientras su padre iba descubriendo sus cartas una a una.
—¡Una pareja de cuatros, maldición! —Saltó Travis—. ¡Por Dios que has estado
de farol hasta el final, hijo de la gran zorra! Tres gorditos sietes por aquí, amigo mío.
Míralos y llora.
El aire se les escapó a los tres hombres que miraban la jugada. Carl Banks le pasó
el brazo por encima a Joshua y le dio un abrazo. Su brazo era grande, y olía a sopa de
soja. Josh lloraba desconsoladamente contra su pecho. Había sido su error lo que
había acabado con todo. Sus ojos los que condenaron el farol de su padre.
—¡Dulce María! —exclamó Vinny Tranh. Sostenía entre sus manos el último
pedazo de papel que había escrito el padre de Josh. Jim Ford estaba en la puerta
trasera.
—¿Qué pone?
Por primera vez, el padre de Joshua no sonreía. Sus ojos azules parecían
abrumados.
—Mi dirección —dijo.
Travis Denton les dio a Josh y a su familia dos semanas para abandonar su casa.
La isla de Galveston, una fina franja de tierra y arena de tan solo treinta millas de

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largo, y a menos de tres millas de Texas, había sido bautizada en dos ocasiones. Dos
veces había caído en la oscuridad y por dos veces había vuelto a nacer, tomando aire
entrecortadamente hacia una nueva vida.
La primera catástrofe que sufrió la isla en la era moderna ocurrió en la tarde del
siete de septiembre de 1900, cuando un huracán que parecía destinado para la costa
de Luisiana viró el rumbo inesperadamente y alcanzó Galveston.
En esa época el punto más alto de la isla se alzaba a dos metros y medio del nivel
del mar. Las olas que formó el huracán tenían seis metros. Los grandes vientos
huracanados arrancaron los tejados de las casas y los arrojaron a través del aire como
las cuchillas de una sierra mecánica, arrasando todo a su paso. El mar y el viento
acabaron con prácticamente todo lo que se erguía cercano a la playa, reuniendo los
escombros y golpeando con ellos los muros de las casas que quedaban en pie, una y
otra vez. Aquella trilladora de cascotes, de ocho metros de altura, dejó un área de
sesenta mil hectáreas de tierra desnuda, incluyendo casi un tercio de la ciudad. Por
allá donde pasó no quedaba nada: ni casas, ni muelles, ni árboles, ni matojos.
Uno de cada seis habitantes de la isla murió en el huracán. Trescientas sesenta
casas fueron destruidas. Un hombre pudo contar cuarenta y tres cuerpos colgando de
un puente para el tren en ruinas. De los noventa y siete niños del orfanato de Santa
María, únicamente sobrevivieron tres. Los cuerpos de nueve de ellos, todavía atados
con cuerdas de tender a una monja ahogada, se encontraron junto a la playa a varios
kilómetros. Para el atardecer del día ocho de septiembre, estaba claro que había
muchos, demasiados cadáveres para enterrar. Las primeras estimaciones del número
de muertos pasaron de cincuenta a trescientos, a mil y hasta seis mil personas
muertas. Se reclutó a punta de pistola a grupos de negros para cargar los cadáveres y
los pedazos de los muertos en carromatos. Para cuando llegaron al mar abierto se
había hecho demasiado oscuro para seguir trabajando, y los negros tuvieron que
quedarse a dormir junto a los cadáveres en incipiente descomposición. Cuando llegó
el día ataron pesos a los cadáveres y los echaron al mar.
Al siguiente día los cadáveres volvieron flotando a lo largo de toda la playa. Los
cuerpos se deslizaron de las cuerdas que los ataban a los pesos y llegaron a la
superficie del mar. Después de aquello, los cuerpos se incineraron en grandes piras
que continuaron ardiendo durante semanas. La isla se llenó del olor a cadáveres
quemados.
El segundo bautismo de la isla llegó en 2004, durante la semana de las fiestas del
Mardi Gras. Esta vez Galveston se inundó no de agua, sino de magia. La magia había
estado creciendo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, un poco más cada año.
Cuando en un cierto espacio y tiempo se almacenaba la suficiente cantidad de magia,
una fuerte emoción podía actuar como catalizador. De esa reacción vendría un efecto,
una precipitación de la magia, un monstruo creado por el amor secreto de un solitario,
o una pesadilla hecha carne a través de sentimientos de amargura o de desamparo.
En la primavera de 2004, comenzó una reacción en cadena donde la magia

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provocaba más magia, y el mundo se inundó de sueños. El mediodía de luz de la
racionalidad del siglo XX se vio reemplazado por la larga noche de los sueños y los
espíritus, donde los fantasmas caminaban y una casa o un árbol o una carretera
podían despertarse y encontrar su voz y su voluntad. En Texas, donde la gente
todavía era profunda conocedora del Antiguo Testamento, se conoció a este
cataclismo como el Diluvio.
Cuando acabaron los siete días del Mardi Gras de Galveston, el setenta por ciento
de la población había desaparecido. Cientos murieron intentando huir cuando el mar
destruyó la carretera que unía la isla al continente. El alcalde de la ciudad se arrancó
sus propios ojos para no continuar viendo el fantasma de su propio hijo mayor,
muerto años atrás en un accidente de coche. El sonido del metal retorciéndose y de
cristales rotos le siguió allá a donde fue hasta que se voló los sesos con un Colt 45
que le arrebató a un policía encargado de protegerle. Cientos de otros ciudadanos
siguieron su ejemplo, suicidándose con armas de fuego o bien con pastillas o
emanaciones de gas, o corriendo por los largos muelles hasta lanzarse al vacío con los
brazos extendidos y caer en las cálidas aguas del Golfo de México.
Los ciudadanos de Galveston eran perseguidos y acosados por algo más que
recuerdos. El terror y la locura dieron a luz todo tipo de criaturas monstruosas:
escorpiones del tamaño de perros, el Payaso Llorón y el Comedor de Cristales y la
Viuda en su vestido negro, cuyo toque significaba la muerte instantánea y que
devoraba a sus víctimas.
Aunque muchos murieron, muchos más cayeron en el Carnaval Interminable,
donde siempre era Mardi Gras y siempre era de noche, donde se bailaba con pies
sangrantes y nunca se dejaba de cantar. Era un maravilloso y glorioso disturbio hecho
fiesta regido por el cruel Momus, de cabeza en forma de luna. De los miles que
vagaban por sus dominios, únicamente un puñado lograron regresar de nuevo al
mundo real.
Cada comparsa del Mardi Gras, durante la época más turística de Galveston,
patrocinaba un evento diferente: un baile, un festival de cerveza o un concierto. La
Comparsa de los Arlequines estaba haciendo un desfile cuando el Diluvio hizo su
aparición. Fueron los primeros en ver la magia saltando de juerguista en juerguista,
apagando a los borrachos y los drogados como a velas. Las calles del carnaval se
llenaron de confusión y asombro y los payasos cayeron en la locura y los fantasmas
de los muertos de Galveston flotaron a través de las avenidas tomando la forma de
una marea incontenible. Los arlequines, todavía desfilando con sus disfraces de
cuadros negros y blancos o sujetando sus flotadores, tenían suficiente magia como
para controlar su propia ola mágica y poder tomar lo suficiente de ella como para no
ser arrollados por la marea. El afortunado Samuel Cane había sido uno de los que
marchaban en aquel desfile.
Justo cuando las criaturas se estaban formando a partir del dolor y del pánico, las
comparsas más importantes hicieron nacer a sus propios dioses. La mar adormecida,

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andante, se creó alrededor de la Comparsa de Thalassar. De las esperanzas y los
miedos de marineros y pescadores tomó la forma y el carácter la mar adormecida,
brindando algo de protección a los miembros de su comparsa. En cuando la gente se
dio cuenta de lo que estaba sucediendo, intentaron unirse a las comparsas que
pudieron, con la esperanza de quedar fuera del alcance de los demonios del Mardi
Gras. Algunas comparsas pudieron ofrecer ese refugio seguro, otras fueron
destruidas. La de la Cerveza, por ejemplo, era un grupo de borrachines universitarios
de la Universidad de Texas hambrientos de fiesta, que pensaron que el Mardi Gras de
Galveston era algún tipo de performance excéntrica con buenos efectos especiales. Si
algún dios se formó alrededor de su miedo alcoholizado no les sirvió de nada, y la
comparsa se disolvió como la tinta de los periódicos bajo el agua.
Al final de todo, solo cinco de las comparsas más importantes salieron de aquella
situación con sus integrantes intactos: la de los Arlequines, las mujeres de la
Comparsa de Venus, la de Thalassar (originalmente la comparsa náutica A&B de
Texas), y la Antigua y Honorable Comparsa de los Caballeros de Momus, que había
estado celebrando el Mardi Gras en Galveston desde la década de 1860 y era
hábilmente dirigida por su Gran Duquesa, Jane Gardner.
Fueron dos las mujeres que salvaron la isla, Jane Gardner y Odessa Gibbons.
Resuelta, práctica y con recursos, Jane Gardner supo sacar provecho de su apellido y
posición como la líder de la comparsa más importante, para conducir a todos aquellos
que pudo una vez que la primera ola de magia hubo remitido. Formó cuadrillas de
trabajo y brigadas de voluntarios para combatir los incendios, recogió supervivientes
y los hizo trabajar taponando vías de escape de las tuberías de gas que venían a la isla
desde el Golfo de México y que proveían de energía a la isla, y racionó el agua
disponible hasta que las estaciones de bombeo pudieran ser reparadas.
Odessa Gibbons era un ángel, una persona con talento para sentir y utilizar la
magia. Podía ir y venir entre el verdadero Galveston y la fiesta interminable del
Carnaval de Momus. Su trabajo fue el de empujar a todas las criaturas que pudo
desde el Galveston real a aquel Mardi Gras eterno. Su tarea era sostener todo aquel
Mardi Gras como el pequeño niño holandés sostiene el dique, manteniendo la magia
a raya. Al principio la magia se había extendido por todas partes, pero Odessa fue
capaz de luchar contra ella y hacerla retroceder y recuperar la imagen del mundo tal y
como había sido una vez. Era inmisericorde con sus deberes. Los habitantes de la isla
empezaron a considerarla una bruja. La llamaban la Reclusa, y la gratitud que
pudieron haber sentido por haberlos salvado fue siendo reemplazada por recelo y
miedo. Si un niño comenzaba a entender el lenguaje de los pájaros o una mujer
obtenía el don de sanar más allá de los límites de la medicina convencional, la
Reclusa se iba a enterar tarde o temprano. En un día, o en una semana, o quizás
incluso un mes más tarde, aquella persona afectada por la magia desaparecía. Se
decía que había ido a parar al Mardi Gras eterno, o que se había «marchado con las
comparsas».

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Josh se había preguntado a menudo si su afortunado padre seguiría algún día ese
destino.
Amanda, la esposa de Samuel Cane, era una de las dos únicas farmacéuticas que
habían salido indemnes del Diluvio y que habían tenido la suerte de conservar su
establecimiento y sus existencias sin daños. Ella era un miembro respetable de la
Comparsa de la Solidaridad hasta el día en el que Sam perdió su casa y su suerte
comenzó a cambiar.
En aquellos días, Galveston era un mal lugar en una mala época para alguien sin
suerte. La madre de Josh no intentó ni por un momento revocar la apuesta de su
marido. Después del Diluvio, la suerte no era un riesgo sino un presagio, y se tomaba
tal y como venía. Pero ella solía decir que tampoco podías arriesgar el futuro de tu
familia por la suerte. Las palabras que Josh siempre recordaron fueron: «tu padre y yo
hemos decidido que lo mejor será que vivamos separados».
—¿Y eso es todo? —había dicho Josh, volviéndose a su padre, furioso, con
lágrimas en los ojos—. ¿No vas a… a… a hacer nada?
—En ocasiones tienes que deshacerte de tus pérdidas —había respondido Sam
Cane.
Dos semanas más tarde, Travis Denton llevó a su esposa y sus tres hijos para
inspeccionar su nueva propiedad.
Los niños estaban jugando en el ático cuando la casualidad quiso que un
cortocircuito y un escape de gas provocaran una explosión que redujo la casa a
escombros. Travis y su esposa murieron instantáneamente. Dos de los niños
perdieron la vida en el fuego. El tercero murió en el hospital una semana después a
causa de las quemaduras.
—¿Lo ves, Mandy? —le dijo Sam Cane a su esposa borracho y exultante en la
entrada de la pequeña y maloliente casa de alquiler donde vivían ella y Josh—.
Podemos estar juntos. Cielos, es algo horrible, es una tragedia, ¡pero es algo que iba a
suceder! Es por eso que continué con la partida. Es por eso que tenía que seguir
perdiendo. Si no hubiera perdido la casa, los que estaríamos allí seríamos nosotros,
serían nuestros dientes los que estarían recogiendo en la acera.
—No, Sam —la voz de la madre de Josh sonaba muy cansada—. Todavía te
quiero, pero no.
—¿No lo entiendes, Mandy? Todavía la tengo. ¡Todavía tengo mi suerte!
—Lo sé —dijo la madre de Josh—, pero a nosotros ya no nos tienes más.

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PRIMERA PARTE

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1.1 Sloane

J
osh tiene diez años, todavía está viviendo la vida apacible que su padre perderá
jugando a cartas el invierno siguiente. Está sentado junto a Sloane Gardner en
una silla plegable detrás de la piscina de Jim Ford y están mirando las estrellas.
Es una de las exuberantes fiestas de Jim. Dentro, la banda de música ha pasado
de tocar «La rosa amarilla de Texas» a algunas viejas canciones de los Beatles. Los
miembros de más edad del público cantan los estribillos. Las risas y la luz de las
lámparas se filtran entre los postigos de las ventanas.
Los niños han sido desterrados al jardín trasero. Algunos de ellos se habían
acercado sigilosamente al porche trasero para espiar a través de las rendijas de la
ventana a los cantantes espontáneos, hasta que un adulto con un vaso de whisky de
palma al ver aquellas figuras delgadas junto a los postigos, los espanta con un
movimiento de brazos. El resto de los niños están diseminados alrededor de la
piscina, repantigados en las sillas del patio o bien sentados en el borde mojando sus
pies en el agua. Las luces submarinas de la piscina están encendidas provocando un
efecto iridiscente en el agua, que toma un color azul que parece de otro mundo. Los
murciélagos giran y revolotean, retazos de noche que se mueven tan rápido que Josh
los siente más que los ve, con sus minúsculas alas y sombras alimentándose de los
mosquitos.
Uno a uno, los chicos van cayendo dormidos en los asientos del patio o se los
llevan, con ojos nublados, padres que quieren volver pronto a casa. Josh, que se las ha
arreglado para sentarse al lado de Sloane, se muerde el labio para permanecer
despierto. Tiene la esperanza de que ella le vaya a hablar y le haga preguntas, porque
ella es la más curiosa de todas las chicas y él es el más listo. Ella está tanto tiempo sin
hablar que Josh se teme que se haya dormido, de modo que opta por decir algo.
—Vaya, las estrellas por la noche realmente son grandes y brillantes en el corazón
de Texas.
Ella sonríe. Se trata de una pequeña sonrisa, privada, justo entre los dos. Él le
explica que las estrellas parpadean en la noche a causa de las columnas de aire que
fluyen y giran entre la tierra y el espacio, como una botella de cristal, y es por eso que
parecen más grandes unos días que otros, y que ondulan cuando las miras fijamente.
No se lo ha dicho su padre; lo ha leído en la enciclopedia del ordenador de su madre.
—¿Por qué desaparecen las estrellas cuando les fijas la mirada? —pregunta
Sloane.
—¿Desaparecen?
—Inténtalo —ella entrecierra los ojos y mira hacia el cielo—; coge una que veas
con el rabillo del ojo y luego centra la vista en ella. Él lo intenta.
—Oh.
—¿Lo ves? ¿Y eso por qué es?

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—Bueno, probablemente es que… —y entonces Joshua se detiene, porque ha
estado a punto de mentir, y eso es anticientífico. En lugar de eso reconoce—: No lo
sé.
Siente que ha fracasado, pero ella le mira de esa extraña forma otra vez,
complacida. Su sonrisa le recorre el cuerpo como un escalofrío sobre la superficie de
la piscina azul iridiscente.
Después de un tiempo él casi está dormido en la tumbona del patio cuando siente
el contacto seco de los dedos de ella sobre sus manos. Él permanece muy quieto, sin
saber qué hacer, con miedo de que el más mínimo movimiento la asuste y retire su
mano. Puede sentir los latidos de su corazón retumbando hasta su dedo pulgar. Es
como si todo su ser se hubiera concentrado en la piel de su mano izquierda. La mano
de Sloane va más allá de sus dedos. Sus manos se enlazan. Las risas que provienen de
la mansión a sus espaldas cruzan el aire como la brisa que agita las magnolias.
—No se lo digamos a los demás —le susurra ella.
Él le aprieta la mano y sacude la cabeza afirmativamente con el corazón
creciéndole en el pecho mirando hacia las estrellas hasta que el sonido de su
respiración cambia y los cálidos dedos de ella se relajan entre los suyos. Él está
medio dormido, azul y ondulante, con una luz en su interior. Ido en el agua.

Después de que Amanda Cane perdiera su casa y su marido, así como la suerte de su
esposo, ella y Josh se mudaron a multitud de lugares. Al principio a Josh todavía se le
invitaba a las mejores fiestas de cumpleaños, pero el tiempo fue pasando. Las ropas
de Josh se iban haciendo más desaliñadas, su voz se fue quebrando, Jenny Ford fingía
no reconocerle durante los desfiles del Mardi Gras. Randall Denton se reía de él
cuando se lo encontraba en la calle. Pero a Josh la que más le importaba era Sloane
Gardner. Durante años después de que se mudaran del barrio, Josh fue encontrando
excusas para ir a Ashton Villa, donde ella vivía con su madre la Gran Duquesa. O si
no, él iba al centro de la ciudad a jugar al ajedrez. Él era un buen jugador, ganaba en
muchas ocasiones, y las partidas se realizaban en mesas de mármol en la calle junto a
la entrada de las oficinas de la Antigua y Honorable Comparsa de Momus, donde
Sloane iba más y más a menudo a ayudar a su madre en las tareas de dirigir la ciudad.
Amanda Cane perdió la licencia para regentar la farmacia. Josh pidió prestada una
carretilla y recogió todas las cosas de la farmacia, guardándolas en una habitación de
su pequeño apartamento al lado más pobre de la avenida Broadway. Randall Denton,
que tenía diecisiete años, ahora ignoraba completamente a Josh.
Más tarde Amanda y Josh trabajaron intensamente durante un brote de fiebre
amarilla en la ciudad. Josh estaba más y más tiempo en la biblioteca buscando
remedios caseros y propiedades de hierbas medicinales para la tienda de su madre
conforme las medicinas convencionales fueron acabándose una a una. Juntos,
aprendieron a hacer cataplasmas a partir de la salvia y algas para aliviar el dolor de
cortes y hematomas, elaborar té de damiana para las personas mayores con

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constipado, hacer pasta de chili para paliar el dolor de la artritis, y experimentaron,
con precaución, con extracto de planta de maravilla para pacientes con asma.
Josh tuvo un fuerte acceso de acné en la piel, y las guapas chicas mexicanas se
reían de él. Intentó curarse el acné tomando infusiones de té de damiana y
aplicándose cremas faciales hechas de milenrama seca puesta a hervir en agua. No
funcionó. Esperó a un gran tirón que nunca llegó. Finalmente se hizo a la idea de que
un metro sesenta sería todo la altura que iba a alcanzar. Sloane, por otra parte, creció
alta y esbelta, y comenzó a llevar aquellos vestidos elegantes que su madre solía
llevar. Durante más de tres años, Josh se escabulló por cualquier rincón cuando se la
encontró por la calle, y le dejó a su madre todos los recados que hubiera que hacer en
las inmediaciones de Ashton Villa.
Nunca creció nada más, pero su piel se aclaró y su voz se asentó en su nuevo
registro. Sus ropas estaban viejas y maltrechas, pero se las arreglaba para que
estuvieran limpias y aseadas. Un día de 2023, justo después de su dieciocho
cumpleaños, caminaba por la avenida Strand para comprar una estopilla nueva.
Llevaba una camisa anodina pero limpia de algodón gris de Galveston, un buen par
de calcetines y un par de sandalias de cáñamo cuando Sloane surgió de repente del
edificio de la Comparsa de Momus justo cuando él pasaba por delante de la puerta.
Se inclinó levemente para dar un saludo cortés.
—Buenos días, Sloane.
—Lo son, ¿verdad que sí? —Y le ofreció una sonrisa educada e impersonal, que
la hija de la Gran Duquesa debía emplear a menudo con los ciudadanos que visitaban
a su madre. No tenía ni la menor idea de quién era él. Josh estaba destrozado.
Había que agradecérselo a la vida feliz y regalada que había vivido hasta
entonces.
Cinco años más tarde, cuando la Gran Duquesa cayó enferma, no pudo evitar
preguntarse si Sloane se pasaría por un casual por su tienda a buscar medicinas. Una
fantasía estúpida. La Gran Duquesa estaría atendida por verdaderos médicos y le
administrarían los remanentes de medicinas que quedaran de antes del Diluvio. Se
enfadó consigo mismo. Sí, seguro, Sloane Gardner vendría corriendo a pedirle ayuda.
Y él, ¿qué le ofrecería? ¿Dientes de ajo para hacerle unas friegas en los pies?
¿Champú de ortigas para que el cabello le volviera a brillar como antaño?
Pero la suerte iba a hacer que Sloane finalmente acudiera a su tienda a finales de
aquel verano, apenas consciente, con su vestido rasgado y con sangre recorriendo su
rostro.

En la tarde del 23 de agosto de 2028, Sloane Gardner se sentó enfrente de su tocador


intentando decidir qué vestido debería llevar en una sobremesa difícil. Tenía dos
compromisos esa misma noche. El primero era una fiesta a la que su madre había
invitado a lo mejor de la sociedad de Galveston. La segunda era una reunión secreta
que probablemente le iba a costar a Sloane la vida. Jugueteó con una cajita de sombra

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castaña para los ojos. Es el tipo de noche, pensó ella, que pone bajo presión el
armario de una.
Una sirvienta llamó a la puerta de su dormitorio.
—¿Necesita ayuda, señorita?
—No, gracias, Consuelo. Tú vete preparándote.
—Bueno. ¿Y su madre…?
—Yo vestiré a madre.
—Gracias. —Había un obvio alivio en la voz de Consuelo. Ninguno de los
sirvientes podía soportar ver a Jane Gardner reducida a aquel lamentable estado.
Únicamente su hija era la que había de soportar aquella carga.
Eran entonces las seis en punto de la tarde. Una hora y media para que Sloane se
vistiera, y después veinte minutos para ponerle un conjunto a su madre, que
resoplaría y se quejaría por perder tanto tiempo arreglándose. Los invitados
comenzarían a llegar a partir de las ocho. Al menos tendría que pasar un par de horas
de charla hasta poder escabullirse… Sería entonces a las diez y media en el mejor de
los casos, cuando ella pudiera ir al parque de atracciones encantado donde habitaba el
Señor del Mardi Gras a suplicar por la vida de su madre. El solo pensamiento la hizo
estremecerse de terror. Pero todo lo demás había fallado. Si ella no lo intentaba, Jane
Gardner moriría.
De cualquier forma, lo más probable era que muriera de todas maneras.
Las manos de Sloane le temblaban sin poder evitarlo. Iba a ser difícil ponerse el
maquillaje en esas condiciones. Maldición. Su madre no sería así de cobarde. Como
consorte de Momus, Jane Gardner se había enfrentado al Dios Luna cada Mardi Gras
desde 2004. La madrina de Sloane, Odessa, era una bruja poderosa, y el último ángel
superviviente de Galveston. Por lo que sabía, podía charlar con Momus una vez al día
y dos el domingo. Sloane no era como aquellas mujeres. Ella necesitaba la confianza
que le proporcionaba una máscara facial y un conjunto elegante. Una vez que se
había hecho los ojos y que llevaba puesto un traje cosido a mano, le era mucho más
fácil ser valiente.
Sloane se estudió a sí misma en el espejo de la mesa. Era alta y cargaba el peso
sobre sus piernas: pies grandes, pantorrillas redondeadas, caderas anchas y trasero a
juego. Parezco una pera, pensó amargamente. Eso también explica mi estado,
fácilmente dañable y menos densa en el medio. Su cintura y sus hombros eran más
estrechos. Tenía unos pechos interesantes, pensó. Grandes, pero no aquellos enormes
y redondos que los hombres parecían admirar. Los suyos caían desde el pecho y luego
se levantaban al final, con los pezones apuntando hacia arriba. Más como calabazas
que como melones. Sloane era lo que ella se llamaba en la intimidad, una por-qué-no.
Su rostro estaba en la media, pero con un buen maquillaje y sonriente podía parecer
más bien guapa. Ahora no estaba sonriendo; su piel estaba húmeda y pálida.
Haciendo una mueca por su propia fealdad, alargó el brazo hacia la sombra de ojos.
El coraje vendrá o no vendrá, chica, pero la vanidad nunca te fallará.

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La mayoría de los días Sloane utilizaba el más nuevo y tosco de los maquillajes
que se fabricaban en la Isla Galveston, pero aquella noche se aplicó el último
precioso tarro de antes del Diluvio que Odessa le había regalado por su decimosexto
cumpleaños. Era la mejor forma de anticiparse a un posible llanto, ya fuera de miedo
o de dolor. Lo que necesitaba era una máscara robusta.
—Si no quieres perder el tiempo preocupándote —le dijo Odessa en una ocasión
—, ¡sé audaz! El uso más abusivo del maquillaje es pretender que no llevas nada.
Aquello era tristemente cierto. Sloane tenía ojos avellana claro, complexión
pálida y cabello castaño. ¡Más colores de pera! Lo que le dejaba únicamente dos
elecciones posibles. Podía teñirse el pelo de negro o rojo y después utilizar lápices
negros y máscara, dando a sus ojos el contraste de un verde fuerte. Eso era lo que
Odessa habría hecho. O bien ella podía emplear horas en frente del espejo con
sombras lápices marrones suaves, emborronando y perfilando.
Sloane comenzó a aplicarse la base de maquillaje. Después de cuarenta minutos
se reclinó hacia atrás en la silla y se contempló en el espejo. Era descorazonador ver
qué sutil era el cambio. Aún y todo era mejor que sobrepasarse por el lado de la
sofisticación.
Se preguntó si Momus la violaría. Seguramente no. No a su ahijada.
El aire acondicionado se activó, luchando su larga y perdida batalla contra el
clima veraniego de Texas. Un ventilador de techo se movía rítmicamente sobre su
cabeza, haciendo que la mosquitera de la cama de Sloane se agitara y retorciera por
efecto del aire. No había llovido desde el cuatro de julio. De aquello hacía casi siete
semanas. Jane Gardner y su ciudad estaban marchitándose juntas.
Sloane se incorporó y caminó hasta su ventana. El cristal parecía cálido al
contacto. Echó un vistazo al patio trasero. Los pollos escarbaban el suelo en el
gallinero detrás de la casa. Santa Anna, el gallo, saltó sobre el cobertizo donde los
dos generadores Lexus 02 vibraban y zumbaban, suministrando energía para los
ordenadores, refrigeradores y el maravilloso aire acondicionado de la Ashton Villa.
La piscina era un hueco desnudo. Su madre la había vaciado a fines de julio para
promover el racionamiento del agua.
—A no ser que mandes en un estado policial, tienes que tener autoridad moral
para gobernar —decía Jane.
Ella había sido abogada antes del Diluvio.
Primero la cara, luego el vestido. Sloane abrió las puertas de su enorme armario
de madera de ciprés y fue revisando las hileras de trajes que colgaban de las perchas,
intentando encontrar algo con lo que no le importara morir. El chaleco color gris
oscuro era atractivo de una forma discreta, pero era tímido y profesional, diseñado
teniendo en cuenta el papel de ayudante ejecutivo de su madre. Caminar bajo la
mirada atenta de una luna fuera de sus cabales al Carnaval donde habitaba el cruel
Momus, requería más coraje del que le podías pedir a un vestido de negocios en
condiciones normales.

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—Mis rasgos físicos son una especie de prueba —le había dicho una vez Sloane
una vez a Odessa—; la mayor parte de la gente no me va a prestar ninguna atención,
pero los más inteligentes sí me tendrán en consideración.
Ella tenía entonces dieciséis años, y estaba llena de buenas intenciones.
—¿Y cómo sabrás si has tenido éxito? —le preguntó su madrina.
Sloane meditó la respuesta.
—Únicamente la mitad de las mujeres me tendrán en cuenta y ninguno de los
hombres.
Odessa se había reído de la ocurrencia. Sloane sacó varios trajes de noche y los
fue emparejando con zapatos y chales en el maniquí del tocador que estaba detrás de
su máquina de coser. A Sloane le gustaba usar el viejo modelo Wheeler-Wright que
había pertenecido a la Ashton Villa desde principios del siglo XX. Era un ejemplo de
supervivencia, y ella necesitaba toda la suerte que fuera capaz de encontrar.
Eligió un vestido largo de color liquen con arreglos castaños, un escote no
demasiado bajo y unas finas cintas de tela que caían sobre sus hombros. A eso le
añadió un chal de material diferente, un algodón más claro con menos cuerpo de un
color rosa pálido con las raíces teñidas de sasafrás. Además sumó al conjunto un fino
velo gris oscuro con vainas de pacana. Para el observador poco atento, las tres piezas,
de materiales diferentes y colores que provenían de tintes de plantas locales,
componían la figura de una mujer sin recursos que se vestía con lo poco que tenía…
si no fuera porque las piezas de ropa estaban exquisitamente acabadas y conjuntadas,
y el color oscuro del chal y del velo junto a su rostro servían para acentuar sutilmente
sus ojos.
Ella levantaría el velo para la fiesta, por supuesto. Pero más tarde, cuando se
arriesgara en el parque de atracciones donde vivía Momus, iba a necesitar algo entre
ella y la mirada blanca del dios.
Ella también llevaba puesto su más precioso regalo, el reloj que su madre le había
dado el año que comenzó a menstruar. Era un Rolex de armazón de acero y detalles
de oro y con fragmentos de diamante sobre cada cifra del reloj.
—El tiempo es la primera cosa que se lleva la magia —le había dicho su madre
—, el tiempo no pasa en el Mardi Gras, al menos no en la forma en la que nosotros lo
entendemos. El tiempo tampoco pasa para los salvajes. Ellos viven en un ciclo que
siempre es el mismo: invierno, primavera, verano, otoño, invierno, primavera,
verano, otoño. Conocer qué hora del día es, conocer el día del mes, conocer qué año
es y haber construido algo nuevo y mejor que el año pasado: en eso consiste la
civilización.
Sloane se acercó el Rolex a su oído y escuchó su tic-tac. Algunos días la vida de
su madre, compartimentada entre reuniones de diez minutos y discursos de media
hora, parecía horriblemente sofocante. En esos días, el reloj era el único
complemento que no quería llevar. Pero aquella noche el sonido grave y seguro de su
mecanismo parecía darle fuerzas. Tic, tac, tic, tac. Algo en lo que podías confiar.

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Sloane se sintió más tranquila una vez que estuvo vestida. Se volvió al espejo y se
observó con satisfacción. El espejo no le devolvía la imagen una mujer bonita, pero sí
la de una joven con recursos propios. No una política, no una gobernadora, no una
líder. No una Gran Duquesa. Ella nunca sería capaz de asumir una carga tal. Una
buena ayudante, alguien que conocía su deber.
¿Una bonita víctima que sacrificar?
Sloane cerró su caja de maquillaje. Ya tenía suficiente.
Habían trasladado a la madre de Sloane al recibidor de la planta baja en junio,
cuando se había quedado demasiado débil como para subir escaleras. Estaba sentada
en su silla de ruedas mirando por la ventana de la fachada principal los parterres de
flores marchitas que el sol había echado a perder. Jane había desterrado todos los
muebles del recibidor el día que se mudó allí, reemplazándolos por las viejas piezas
de roble de su antigua habitación.
—Nadie puede pensar con sensibilidad rodeado de esto —había dicho con un
movimiento de la mano señalando todos aquellos muebles. En aquellos días tenía más
energía para mover las manos.
Sloane puso su caja de maquillaje sobre la austera mesa Bailey-Scott junto a la
cama.
—¿Estás cómoda?
—Es como estar enterrada viva. Una pala de tierra al día —dijo Jane Gardner.
La Gran Duquesa había comenzado a sentirse mal no mucho después del Mardi
Gras. Para mayo las dos ya sabían que no podía ser artritis, o una gripe, o la edad.
Sloane finalmente la obligó a visitar al doctor. El diagnóstico fue terrible: la
enfermedad de Lou Gehring. Mientras la mente de Jane era tan aguda como siempre,
una parálisis se iba apoderando de su cuerpo. Su piel y sus miembros iban a ir
muriendo de afuera adentro, centímetro por agónico centímetro. Eventualmente, la
parálisis alcanzaría su corazón, o sus pulmones, y ella moriría. La enfermedad parecía
avanzar inusualmente rápido. El médico se temía que un retal de magia pudiera estar
complicando su progreso. A Jane aquella idea no la convencía del todo.
—Frágil es el sueño de la cabeza que porta la corona, ¿eh? Bonita desgracia.
Sloane ayudó a su madre a que cambiara la posición en su silla de ruedas a una más
cómoda.
—Ya sé que habías planeado sentir lástima por mí de diez y media a once menos
cuarto esta mañana —dijo Jane después de una pausa—, pero mi reunión con Randall
Denton se ha estado posponiendo demasiado y no he tenido otra ocasión para hacerla.
Se trataba de su forma de pedir disculpas. —Si compadecerse de ti es mucha
molestia, puedo hacerlo yo por ti—. Ja. —Jane miró a su hija y asintió con la cabeza
—. Estás muy guapa, hija.
No ostentosa. Pero lamento que lo que haces te robe tanto tiempo. Con todas las
personas de buena familia que van a acudir a la fiesta, ¿le decimos a Sarah que le
saque brillo al cromo? —dijo ella señalando a la silla de ruedas con la mirada—. Era

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una broma.
Sloane intentó sonreír. La facultad de habla de su madre había comenzado a
resentirse por la enfermedad, pero solo un poco. Probablemente nadie lo notaría
todavía. Las consonantes demasiado desdibujadas conforme se le hacía más y más
difícil mover la lengua y los dientes para que hicieran exactamente lo que ella
esperaba de ellos. Sloane ayudó a su madre a cambiarse la ropa de trabajo del día.
Casi podía hacerlo por sí misma, pero había ciertamente algunos movimientos que
estaban ya fuera de su alcance, particularmente echar los brazos hacia atrás para
quitarse una camisa o ajustarse una cremallera en la espalda.
Jane cogió un bastón y se fue renqueando hacia el baño con ropa interior bajo el
brazo. Cuando volvió a la habitación, Sloane había puesto un par de conjuntos sobre
la cama, esperándola.
—Me imaginé que el vestido negro te iría bien.
—Quizás demasiado contraste con esta piel, ¿no crees?
Con el tiempo, enclaustrada en la mansión por causa de la enfermedad, la piel de
Jane Gardner se había vuelto pálida y arrugada como una seta vieja.
—Te he traído un poco de maquillaje…
—No. —Por amor de Dios, madre, vas a parecer…— ¿… como que me estoy
muriendo?
—¡Eres incorregible!
Su madre se hundió inquieta en la cama, tomó aire, y apoyó su bastón sobre la
mesilla de noche. Luego se volvió y observó a Sloane atentamente durante un rato.
—Sería mucho más fácil para ti si yo fingiera que no sucede nada. Si me
comportara como si siempre fuera a estar aquí haciendo las tonterías que hago, y que
entonces tú nunca tendrías que hacer.
Sloane no dijo nada, angustiada por la idea de que la habían cazado. Al final, Jane
Gardner dejó caer su mirada.
—No te hice ningún favor permitiendo que te escabulleras de tus
responsabilidades. Eras una niña pequeña y asustadiza. Pero hay cosas de las que no
puedes escapar.
Sloane ayudó a su madre a ponerse un pantalón elegante de color negro. A media
tarea, Jane detuvo su esfuerzo malgastando el poco aliento que le quedaba
quejándose. Su rostro estaba congestionado para cuando volvió a echarse sobre la
silla de ruedas. Se sentó con los ojos cerrados mientras Sloane le ponía un par de
zapatos negros en los pies.
Al cabo de unos momentos, abrió de nuevo los ojos.
—¿Te acordaste de invitar a todas las personas que te dije?
—Y también a los que olvidaste.
—¿A quiénes olvidé?
—Kyle Lanier. —Un hombre pequeño y feo de piernas torcidas, pensó Sloane. Y
de nuevo, Tú eres la superficial.

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Su madre chasqueó la lengua.
—Tienes razón, el nuevo adjunto de Jeremiah. Es escalador, ¿no es cierto?
—Su abuela era una Rosenberg, pero se casó mal y cayó fuera de la sociedad. Él
está desando como un loco el poder volver.
Jane asintió. Ella respetaba todas las opiniones de Sloane sobre la gente.
—La llave todavía son los Ford y los Denton. Jim Ford es un buen hombre, pero
es viejo y un poco maniático. —Sloane cogió la caja de base de maquillaje.
—Para con eso —le dijo Jane. Sloane lo dejó en su sitio de nuevo—. No tendrás
ningún problema con Jim, pero sus hijos son cosa de otro cantar. Los ha malcriado
terriblemente. Tendrás que tener cuidado cuando trates con ellos una vez que Jim se
haya ido. Y Randall Denton es una serpiente con un par de colmillos de recambio.
No soy tú, no soy tú, no soy tú.
—¿Al menos algo de colorete?
—Por el amor de Dios, Sloane, que no voy a un baile de graduación. He hablado
con Jim Ford y Jeremiah Denton. Ellos entienden la necesidad que tiene la comparsa
de permanecer unida y en equilibrio una vez que yo muera. Especialmente con esta
sequía.
—Mamá, yo no puedo ser tú. Por favor, escúchame.
—Cariño, cuando yo tenía tu edad, yo tampoco era yo —la madre de Sloane giró
la cabeza para mirar a su hija—. Una de las más duras lecciones que todos tenemos
que aprender es qué pocas opciones da la vida a una mujer civilizada con algo de
sentido de lo que le rodea.
Sloane condujo la silla de ruedas de su madre hasta el Salón de Oro, donde
atendería a sus invitados, dejándola cerca del viejo y famoso piano en el que el
fantasma de Bettie Brown todavía tocaba un par de noches cada año. Después de que
Jane Gardner se trasladara a Ashton Villa después del Diluvio, el Salón de Oro, con
sus enormes espejos de marcos dorados y sillas francesas, había sido de nuevo el
centro de la escena social de Galveston. Sloane estaba segura de que aquello debería
complacer al fantasma de Miss Bettie. Su madre pensó que esto era algo
extravagante, lo que demostraba que a pesar de ser una gran líder, era aún y con todo
una mujer de su tiempo. Al contrario que Sloane, ella había nacido en un mundo casi
sin magia de cuyos supuestos ella nunca había podido zafarse del todo.
Jim Ford fue el primero de los invitados en llegar. Desde la muerte de su esposa,
Clara, nadie impedía que Jim apareciera en las fiestas a la hora exacta de la
invitación. Era un secreto a voces que él y su criada negra, Gloria, eran ahora una
pareja de hecho, pero no tenía el suficiente valor como para llevarla a ese tipo de
reunión social, a pesar de los amables ánimos de la Gran Duquesa al respecto. Un
movimiento inteligente: sus detestables hijos jamás se lo permitirían.
Los Ford habían controlado el embarcadero de Galveston desde la Guerra Civil, y
Jim hacía gala de su dinero sin ningún gusto. Como muchos hombres que habían
conocido la moda en los tiempos anteriores al Diluvio, Jim llevaba pantalones con

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tirantes, botas cómodas y camisas ligeras. ¡Y una corbata vaquera! Sloane la advirtió
con disgusto. Gracias a Dios que Clara no vivía para ver aquello.
Sloane se reprendió mentalmente mientras lo acompañaba al Salón de Oro. Mala
chica. Nada de bromas.
—¿Vino de arroz? —le preguntó, encaminándose al gigantesco mueble-bar al otro
lado del piano.
—Gracias, Sloane. —Ella echó el vino en un vaso y le puso un cubito de hielo,
algo que ella sabía que le gustaba, pero que a él le daba vergüenza pedir. Sonrió
cuando Sloane volvió con la bebida. Echando un vistazo al otro lado de la habitación
donde su madre estaba consultando algo con Sarah, su criada, bajó la voz.
—¿Cómo está?
Muriendo, pensó Sloane.
—De buen humor, como puedes ver.
—Tu madre es una mujer extraordinaria.
—Eso me dice ella —sonrió Sloane—, nadie lo cree más que yo, sin embargo.
Sabes, esta mañana estábamos reflexionando sobre la cantidad de pólvora para
comerciar con Beaumont, pero madre me comentó que no me preocupara. «Jim lo
solucionará», me dijo.
Jim esbozó una amplia sonrisa, pasando su mano por donde una vez había estado
su pelo. Jim Ford era uno de los tres directores de la Comparsa de Momus, junto con
su madre y Jeremiah Denton. Jim era tan modesto y se sentía tan feliz cuando alguien
le tenía en consideración especial, que uno de los más agradables deberes para Sloane
era el de felicitarle por todo.
—Oh, no te preocupes —dijo Jim—. La producción ha bajado un poco por aquí,
pero los caníbales de la península Bolívar están tan revueltos este año que en
Beaumont están desesperados por obtener toda la pólvora que sea posible. Así que
subiremos el precio hasta, digamos, cien veces el peso de los cartuchos en arroz, y
saldremos ganando comparando con el año anterior. Mientras esos caníbales no
aprendan a construir barcos, estamos en una buena posición. —Bajó la voz de nuevo
—. Sabes… ¿cuánto más?
¿Seis meses? ¿O semanas? ¿O días? Respondió Sloane mentalmente.
—Ella no lo ha dicho.
—Debe de ser duro para ti.
No tan duro como morir. Sloane se encogió de hombros. Jim paseó una mirada
atenta a su alrededor hasta estar seguro de que no estaba sentado cerca de una ventana
o expuesto a un rayo casual de luz de luna. Se decía que Momus podía ver y escuchar
todo lo que iluminaba la Luna.
—¿Te ha dado él alguna señal?
Pregúntamelo dentro de seis horas, se dijo Sloane. La joven sacudió la cabeza
negativamente. Aquel era un momento especialmente resbaladizo, donde Jim la
miraba con tanta simpatía que era duro no venirse abajo, pero ella dejó pasar el

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pánico como una ola alcanzando las costas del golfo.
—¿Me excusas, Jim? Necesito consultar algo con Sara —dijo ella, escapando
bajo la cobertura de una sonrisa ensayada.
Los invitados fueron llegando y Sloane los fue recibiendo con aperitivos variados:
ostras sobre la mitad de su concha, revuelto de pimientos picantes, anillos de
galletitas de arroz, fritos de gamba en cuencos de plata llenos de hielo machacado, y
rollitos de sushi hechos por una mujer japonesa que el cocinero conocía, algas con
arroz acompañadas de carne de cangrejo…
El sheriff Denton llegó, con la gracia que le caracterizaba, junto con Kyle Lanier
a su vera. Kyle era un pequeño y feo intrigante, con diminutos ojos castaños y rostro
picado. Cuando se conocieron al final de su adolescencia, Kyle no apartaba nunca su
mirada de los pechos de Sloane, pero ahora ella se daba cuenta con cierto grado de
diversión, que en la actualidad Kyle había levantado la vista por razones políticas.
Kyle había hecho un gran esfuerzo por establecer contacto visual con ella para poder
hablar. Ella se deshizo de él tan rápidamente y con tanta gracia como pudo.
El comodoro Travis Perry de la Comparsa de Thalassar fue el siguiente en llegar,
todavía acompañado de un leve olor a mar y manchas de agua en los bajos de sus
pantalones. Después vino Horace Lemon, el viejo y robusto director negro de la
Comparsa de la Solidaridad. Su pelo rizado se estaba volviendo blanco en las puntas,
como si se le hubieran quemado las puntas y tuviera una capa de ceniza. Luego
apareció la médico de Jane con su marido, seguidos de cerca por Ellen Geary, la
actual dirigente de la Comparsa de Venus.
El representante de la Comparsa de los Arlequines, Dietrich Bix, fue el último en
llegar, al filo de las nueve de la noche.
—Gracias por venir —le dijo Sloane al ya entrado en años Bix cuando le besaba
la mano. Esta era una de las invitaciones que ella había enviado por iniciativa propia.
Cuando más mayor se hacía Jane Gardner, menos contacto quería mantener con la
Comparsa de los Arlequines. Eran agobiantes e impredecibles, solía decir ella, y era
cierto.
—La Comparsa de Momus quiere partir el pastel por orden de mérito —le dijo
Jane una vez—. Thalassar quiere hacerlo en función del riesgo. Solidaridad quiere
dividirlo a partes iguales entre todos. A Venus no le importa el tamaño de las
porciones de pastel siempre y cuando lo sirva una mujer. Pero los Arlequines tan solo
quieren coger el pastel y tirártelo a la cara, y si todos se quedan con hambre, pues qué
pena.
Aparte de esto, otra razón más política era que la Comparsa de los Arlequines era
la único de las cinco más importantes que siempre se había opuesto radicalmente a la
estrategia de Jane y Odessa de mantener separados a las dos Galveston, con toda la
magia confinada en el Carnaval oscuro donde Momus era el rey.
—¿Esperáis a la Reclusa esta noche? —preguntó Dietrich mientras sus cascabeles
tintineaban conforme sus labios se separaban de la mano de Sloane—. Tengo un par

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de bromas pesadas que me gustaría ensayar.
—Me imagino que Odessa vendrá.
—Estaba convencido de ello. Gracias por la información —dijo Bix—, no quiero
que la bruja me pille haciendo un truco de cartas y me mande con las comparsas por
eso.
Sloane observó cómo el arlequín se sumergía en la fiesta, deseando que las hijas
de la Antigua y Honorable Comparsa de Momus pudieran escapar del Mardi Gras tan
fácilmente como los rumores aseguraban que podían hacerlo los arlequines.
Ella necesitaba un trago desesperadamente.
Odessa hizo su aparición justo después de las nueve, pavoneándose como una
gallina clueca, haciendo una pausa dramática junto al marco de la puerta del Salón de
Oro. La multitud parecía incómoda, con los músculos rígidos. Dietrich Bix, que había
estado sacando una moneda de la ofendida nariz del comodoro Perry, la escondió en
la palma de la mano y permaneció con las manos detrás de la espalda y la mirada
baja. No había rastro de desafío o resentimiento alguno en sus ojos. A pesar de su
chiste de antes, sabía perfectamente bien que era un hombre marcado en el libro de
Odessa, viviendo en Galveston, como otros miembros de su comparsa, bajo la
insegura tolerancia de la bruja.
El último ángel de Galveston se había superado a sí misma. Un vestido de satén
color ciruela con brocados y un chaleco sin mangas sobre el cual había dispuesto
metros de un fantástico sari de finísimo algodón pintado a mano con veintenas de
pájaros en miniatura. Un traje que tan solo una mujer delgada habría podido llevar.
En Sloane, el traje se habría parecido a la explosión de un avión. Los adornos estaban
sujetados por un broche formando un gracioso remolino en la cadera de Odessa, pero
una vez que entró en la sala se detuvo y soltó el broche de tal forma que toda aquella
cinta cayó al suelo formando una cola de casi un metro, que el resto de los invitados
iba a tratar de no pisar durante toda la noche. Sloane frunció el ceño.
Odessa captó la mirada de Sloane, sonrió y fingió beber un vaso invisible y
arrojarlo a su espalda. La habitación se vació a su paso. Jim Ford se acercó a charlar
con ella durante unos minutos. La había conocido antes del Diluvio. Pero todos los
demás la temían demasiado como para mantener una conversación despreocupada
con ella. Los otros líderes de comparsa, exquisitamente corteses, le presentaron sus
respetos y se alejaron de ella en cuanto las reglas de la etiqueta se lo permitieron.
Cuando el comodoro Perry se excusó de la compañía de Odessa gracias una señal
de uno de sus subordinados convenida de antemano, Sloane se aproximó a su
madrina y le puso en la mano un vaso con dos dedos de whisky de hoja de palma.
Odessa se echó atrás, estudió el conjunto de Sloane y rio con voz chillona.
—¡Es la pequeña pobre niña rica! —gritó ella, agitando su mano y haciendo
bailar el whisky dentro del vaso—. Ratoncita lista. ¡Y, muñeca! ¡Tus ojos! ¡Se ven
preciosos! Te tienen que haber costado horas.
—Por supuesto que no —el calor de un pinchazo de vergüenza se abrió camino

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por la garganta de Sloane.
—La aplicación de tiempo y habilidad en aspectos frívolos es el sello de la
sociedad civilizada —remarcó Odessa—. Cualquier salvaje puede acabar con un león
o amamantar a un bebé, pero si me preguntas a mí, la Historia comienza cuando
Cleopatra se tiñó el pelo. Supongo que hoy concluye otro exitoso día de penoso
trabajo y vueltas en nombre de Jane, ¿no es así? Me alegro por ti. —Odessa puso su
mejilla entrada en años esperando un beso—. ¿Qué opinas de mi cola? Demasiado
preciosa ¿verdad?
—Forma un lazo muy bonito cuando te la abrochas.
—¿Abrochada crees que está mejor? Me parece un desperdicio. —Odessa tomó
un sorbo de su whisky—. Espero que tengas razón, pero no todas nosotras tenemos
tus ventajas con las que trabajar, tus jóvenes voluptuosidades.
Bonito consuelo.

—Todo el mundo siempre está listo para alabar el espíritu público de los Gardner —
le estaba diciendo Randall Denton a Sloane quince minutos más tarde—, pero la
verdad es que vosotros sois el grupo menos democrático de la isla.
Ella le acababa de cazar mirándole los pechos. Decidió no hacer patente que se
había dado cuenta, porque sabía que iba a ser ella y no Randall la que iba a terminar
en una situación embarazosa.
—¿Vino, Randall? ¿O no quieres beber el licor de los tiranos?
—Oh, nosotros los Denton jamás hemos tenido problemas con los tiranos —
apuntó Randall aceptando el vaso de vino de arroz. Era un hombre delgado cerca de
la treintena con problemas de calvicie. Él había sido uno de los jóvenes que habían
promovido la moda de ropas austeras de cortes claros. Llevaba una chaqueta ajustada
de color negro sobre una camisa de mandarín sin cuello, pantalones muy pegados a
los muslos y a los tobillos y unos zapatos tan cepillados que Sloane podía ver la araña
del techo reflejada en ellos. Sloane siempre había pensado que el efecto resultante de
su vestimenta era la de darle una apariencia depredadora, como una avispa blanca y
negra. Las únicas manchas de color en su ropa provenían de los pequeños
escorpiones dorados y escarlatas que adornaban la bufanda de seda que tenía envuelta
al cuello en completo desacuerdo con el calor de Texas que reinaba en el exterior.
—Durante ciento cincuenta años os las habéis arreglado para vendar los ojos a la
isla con un mal llamado «liderazgo civil» lo que es en realidad el ansia incontrolable
de los Gardner de gobernar las vidas de los demás —continuó Randall—, como si el
sol no pudiera volver a salir sin vuestra benevolente ayuda.
Sloane había suprimido de su mente ese exacto argumento docenas de veces por
considerarlo desleal, y por esa razón no pudo hacer otra cosa que parpadear sin
articular palabra.
—Lo que I. H. Gardner y la Comparsa de la Ciudad hicieron a esta isla después
del huracán de 1900 se habría conocido como un golpe de estado incruento si hubiera

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sucedido en alguna república bananera —añadió Randall con deleite—. Excelentes
estos mejillones —comentó abriendo uno con un pequeño tenedor de dos puntas para
ostras—. Después de 2004, tu madre hizo exactamente lo mismo. ¿Creías que nadie
había notado el paralelismo?
—Entonces, ¿por qué nadie se opuso a ella? ¿Por qué tu padre no dijo nada? ¿O
Jeremiah?
—Parece que a los Gardner les divierte controlar cosas, y hacen un trabajo
aceptable al respecto. Los Denton tampoco somos unos acérrimos defensores de la
democracia —anunció Randall con una sonrisa—. Tan solo no somos unos hipócritas
al respecto.
Y así se fue desarrollando la velada. En una hora Sloane había hablado con todos,
le habían preguntado las mismas preguntas y había dado contestaciones ligeramente
diferentes, amables pero impalpables, a la manera de una buena anfitriona. Esperó
hasta que Sarah estuvo en el Salón de Oro deambulando con una bandeja llena de
mejillones en vinagreta y se escabulló por la cocina. De ahí caminó con paso rápido a
lo largo del pasillo porticado que separaba la mansión de los establos.
En el exterior hacía calor y costaba respirar. Siguió el camino y pasó junto a la
casa de carruajes y de ahí al jardín público, con sus flores marchitas en la tierra reseca
y agrietada. En el centro del jardín se alzaba una plataforma de la que surgía un domo
con un enrejado que se suponía debía estar cubierto de flores, pero las parras habían
muerto y ningún pétalo ocultaba el viejo lema que George Ford había ordenado
grabar en la tracería un siglo atrás.
Una generación pasará y otra generación ocupará su lugar; pero la
tierra permanecerá siempre.

Aparentemente, el autor del Eclesiastés no había compartido la visión de su madre


sobre el transcurso de la civilización. Pero realmente, si uno pensaba en Dios, o en
los dioses, uno no podía creer en el mundo de Jane Gardner, ¿no era cierto? La gran
idea con la que la generación anterior al Diluvio había crecido era que el mundo era
inanimado: una gigantesca máquina a partir de la cual una persona inteligente podía
formar otras máquinas, como automóviles o escuelas y leyes sobre explotación
laboral de niños. ¿Pero en un mundo vivo, donde aquel coche quizás tuviera voluntad
propia y los dioses existieran…? Jane Gardner habría dicho que el siglo XX había
estado fundado sobre la razón, pero Sloane se preguntaba si la vanidad no sería una
respuesta más cercana a la realidad.
Broadway, el bulevar que discurría frente a Ashton Villa, había sido la calle más
ancha de América cuando se construyó en 1800. Palmeras y robles se erguían a
ambos lados y a lo largo de la mediana central, creando un doble túnel de hojas. Las
raíces de los árboles habían hecho desde entonces la acera prácticamente intransitable
en un revoltijo de losas torcidas y ladeadas. Sloane caminó por la misma carretera sin
alejarse demasiado del bordillo, con los zapatos rozando contra la fina cubierta de

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hierba marchita, hojas de roble y quebradizas frondas de palmeras cubriendo el
asfalto. No había tráfico alguno. La gente prefería permanecer en casa durante la
noche los días que la luna estaba llena. Únicamente la Comparsa de Momus habría
previsto alguna actividad para una noche como aquella.
La sombra de la luna fue alargándose y pasó sobre ella mientras caminaba junto a
las siseantes lámparas de gas que iluminaban la calle en las mejores partes de la
ciudad. Le dolían los ojos. Se suponía que los Gardner no lloraban. Al final del
bulevar Broadway, donde el parque de atracciones Stewart en la playa esperaba junto
al límite del Golfo de México, la luna se alzaba con un color cremoso. Sloane sintió
su mirada y echó la vista al suelo. Sé pequeña. Permanece en silencio. Dos lágrimas
se escaparon del rabillo de sus ojos doloridos y resbalaron por sus mejillas. Se las
limpió de la cara con la palma de la mano. Lástima de agua desperdiciada.
Cada primavera, el desfile del Mardi Gras seguía la misma ruta que la Comparsa
de los Arlequines había recorrido en aquella fatídica noche de 2004, cuando el mundo
cambió para siempre. Habían iniciado la marcha junto a la vieja estación de tren justo
al oeste de la ciudad, tiempo después convertida en un museo dedicado al ferrocarril,
luego caminaron a través del Strand, el barrio de turistas y negocios de Galveston, y
finalmente se detuvieron en la entrada del parque de atracciones Stewart, donde
Momus había establecido su corte en la primera noche del Diluvio.
Allí, donde Broadway desembocada en el bulevar Seawall, la distancia entre el
Galveston real y el Galveston todavía atrapado en el carnaval era tan solo de
centímetros. Jane Gardner había ordenado erigir una valla que rodeara el lugar en su
primer año de mandato, de tal manera que aquellos que tenían negocios en las
inmediaciones de Seawall quedaban protegidos del carnaval impío que se agitaba más
abajo. Sloane podía escuchar sonidos provenientes de la feria que la brisa arrastraba
hasta el otro lado de la valla. El rítmico pregonar de los feriantes en sus barracas, el
golpear de bolas de béisbol lanzadas contra jarras de leche y carabinas disparando
contra patitos metálicos. Débiles acordes lejanos de música inmensamente triste.
Sloane se asomó a la esquina entre Broadway y el bulevar Seawall. Tan solo se
había dejado una puerta en la cerca de madera. A través de ella se advertían los
escalones que conducían a la playa y al mundo de la magia. Junto a la puerta se
levantaba una cabaña con una máquina expendedora de entradas. Incluso a la luz de
la luna, Sloane podía distinguir la fachada pintada de tonos alegres alrededor de la
puerta, con caras de payasos y globos de colores, una mujer barbuda y una rueda de
la fortuna. El lema de Momus se podía leer sobre el dintel de la puerta, escrito con
letras plateadas:
¡Está claro, las cosas no podrían
ponerse mejor!

Sloane permaneció junto a la esquina con el corazón martilleándole el pecho. Levantó


su muñeca izquierda a la altura de su oído para escuchar el paciente tic, tac, tic, tac

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de su Rolex, dejando que la tranquilizase.
Un fragmento de unos acordes demenciales le dio la bienvenida cuando se
encaminó hacia la taquilla.

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1.2 Momus

L
a noche traía el olor de cangrejos, de sal y arena húmeda. El aire oscuro
estaba lleno de murmullos lejanos, de risas y gritos y música. Bajo todo
aquello, se distinguía el sonido rítmico del mar rompiendo y rugiendo.
Sloane miró hacia atrás sobre su hombro. El débil resplandor de la última
lámpara de gas sobre Broadway parecía muy lejano. Se obligó a avanzar por la acera
hacia la taquilla.
—Buenas noches, Sloane —dijo una voz desde las sombras—; te sientes
afortunada, ¿no es cierto?
La voz no sonaba ni joven ni anciana, ni masculina ni femenina.
No me voy a desmayar, se decía Sloane.
—Yo… yo… lo siento —tartamudeó Sloane—. Conoce mi nombre.
—Conozco el nombre de todos.
—Oh. Ah, no lo decía por nada en concreto. Yo n-necesito… —Por amor de
Dios, mujer, eres una Gardner. Deja de comportarte como una niña de diez años—,
necesito ver a Momus.
—Extienda la mano —dijo la voz.
La piel se le fue poniendo de gallina a Sloane conforme iba estirando el brazo
hacia la cabina de la entrada. Vaciló.
—¿Qué me va a hacer?
—Ponerle un sello. Extienda la mano.
—¿Eso es todo?
—La admisión es siempre sin coste alguno —el portero emitió una pequeña risita
—. Ya tendrá ocasión de pagar dentro. Extienda su mano.
Sloane cerró los ojos con fuerza. Acercar la mano a la ventanilla y más allá, hacia
la oscuridad de la taquilla, era como meterla dentro de un cajón lleno de arañas. Algo
le golpeó en la muñeca, justo por debajo de la correa de metal de su reloj. Tragó
saliva y retiró la mano. Una caricatura plateada de Momus refulgía en la oscuridad
sobre su piel, una cabeza redonda con dos pequeños cuernos y una sonrisa malvada.
Incluso entonces, enferma de miedo, no se olvidó de articular un «gracias». Siempre
obtienes más con buenas formas que con buenas ideas. Su madre odiaba cuando
Sloane decía aquello.
Ella comenzó a descender por las escaleras que la conducirían a la playa Stewart.
«La admisión es siempre sin coste alguno. Ya tendrá ocasión de pagar dentro». De
eso estoy convencida, se dijo Sloane.
El ruido del carnaval fue creciendo con cada escalón que bajaba. Los olores de la
feria fueron ascendiendo paulatinamente por la escalera: barbacoas y cigarrillos,
cerveza derramada y… ¡palomitas! Sloane se sorprendió de lo fácilmente que había
identificado el aroma. Ella no podía tener más de nueve años cuando se agotó la

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última bolsa de palomitas.
Cuando alcanzó el final de las escaleras no se encaminó inmediatamente hacia la
feria para encontrar a Momus. En lugar de eso, se escondió entre las sombras y
observó la escena que se desarrollaba frente a ella. Vendedores con delantales
comerciaban en sus barracas con todo tipo de productos: cerveza fría, nachos,
jalapeños en vinagreta, perritos calientes, algodón de azúcar, patatas fritas con
ketchup y palomitas. Lenguas de fuego se alzaban en el cielo de una docena de
parrillas improvisadas para lamer costillas de cordero y pollos y faldas de ternera y
camarones, salchichas de Fráncfort y hamburguesas, todas entre las llamas y
achicharrándose. El aire estaba lleno de humo, nubes de humo, flotando por el aire
desde las parrilladas, los cigarrillos, los tragadores de fuego, los puros.
Había puestos de buhoneros por doquier, cada uno con un pregonero diferente,
cada barraca adornada con estandartes o con luces parpadeantes o globos de colores.
La gente se arremolinaba entre ellas, intentando derribar jarras de leche con una
pelota de béisbol, adivinar el peso de la Dama Gorda, hacer sonar el timbre de lo alto
de la torre con un golpe fuerte de martillo pilón. Arrojaban pasteles a payasos y
lanzaban aros a cerdos y tiraban con gran fuerza de la rueda de la fortuna con letras
gitanas que traqueteaban y luego se iban ralentizando hasta detenerse en una casilla
como un viejo corazón dejando de funcionar.
Incluso el clima era diferente en Mardi Gras de lo que era fuera. Más fresco y
menos húmedo. Como le había comentado su madre, siempre era la misma noche en
Mardi Gras: 11 de febrero de 2004. Sloane se acercó el Rolex al oído. Para su enorme
alivio, todavía funcionaba. Se decía que los relojes funcionaban mal en Mardi Gras o
no funcionaban en absoluto, pero el Rolex era un talismán además de una máquina, y
alguna combinación entre una tecnología punta y el amor de su madre parecía
funcionar protegiendo el reloj de todo daño. ¿Qué otro talismán podría funcionar
como protección contra los hechizos de la corte de Momus si no era un regalo de su
propia Duquesa?
Todos los juerguistas de la multitud al parecer llevaban máscaras. Sloane quitó la
pinza que sujetaba su velo y lo dejó caer sobre su rostro. No, espera. Mirando más
fijamente, Sloane se dio cuenta de que muchas de las figuras no eran del todo
humanas. Una mujer emplumada permanecía en pie sobre una sola pierna como una
garza real, entrecerrando los ojos con fuerza mientras intentaba adivinar el peso
exacto de la Dama Gorda. Un hombre mascando una pila como si fuera escabeche
pasó a casi un metro de donde Sloane estaba observándolo todo. Tenía dientes de
acero y sus dedos tenían surcos como unos alicates. Sloane se aplastó más contra la
oscuridad. Esas deberían ser personas sobre las cuales la magia había estado
trabajando durante años y años. Quizás capturados en los primeros días del Diluvio.
Sus vestimentas eran extraordinarias. Llevaban algodón, inmaculadamente
cardado y tejido de tal forma que se pegaba imposiblemente al cuerpo. Vaqueros
azules y vestidos de una calidad que Sloane tan solo había visto en fotografías.

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Algunas de las mujeres habían sacado provecho de las cualidades increíbles de la
seda artificial. Sloane vio seda gruesa y chaquetas finas de fresco lino, jerséis
ceñidos, y más lazos de los que un ejército de abuelas podría tejer en un año. Todas
las ropas estaban teñidas de colores prediluvianos que la naturaleza únicamente
reproducía en peces o flores: amarillo limón, escarlata brillante, cobre, plata y azul de
ultramar.
Pronto se dio cuenta de que podía distinguir a los recién llegados por sus
vestimentas. Incluso los que habían empezado a perder su forma humana y les habían
crecido bigotes animales o bien escamas, podían identificarse por sus camisas de
algodón rugoso, sandalias de suelas de goma, y los colores sórdidos y monótonos que
los habitantes de Galveston conseguían a través de la pacana, corteza de roble y de
retama.
Con gran sorpresa, Sloane se dio cuenta de algo más: todos parecían estar
pasándoselo bien. Los hombres alardeaban, las mujeres sonreían, los niños aplaudían
y daban brincos, chillando presa de una gran excitación o persiguiéndose los unos a
los otros a través de un bosque de piernas de adultos. De alguna forma, Sloane
siempre había asumido que el Carnaval debía ser una especie de infierno, lleno de
almas en tormento en una macabra parodia de entretenimiento. Nunca se le había
ocurrido que quizás realmente fuera una fiesta infernalmente divertida. Parpadeó con
desconcierto. Está claro, las cosas no podrían ponerse mejor. Se sorprendió
esbozando una sonrisa víctima de un oscuro sentimiento de decepción. Debía ser más
hija de su madre de lo que ella misma suponía, una malhumorada hormiga haciendo
reproches a unas cigarras jugando entre las briznas de hierba.
Una mujer con cabeza de gato con un vestido de tubo de lamé dorado
vagabundeaba cerca del escondrijo de Sloane.
Era hora de encontrar a Momus. Sloane observó con malestar que sus piernas no
le obedecían. Vamos. ¿Asustada?, se dijo. Eres la mujer mejor vestida de todo el
lugar.
Sloane había invertido mucho tiempo en aprender a ser invisible. Había formado
parte de su carácter desde los días en que caminaba a gatas, aquel impulso infantil de
sentarse en silencio a un lado y observar a los demás sin que nadie se percatara de su
presencia. Una habilidad útil para alguien que trabajara como ayudante de Jane
Gardner, pero una característica nefasta para una Gran Duquesa, como ella había
intentado más de cien veces (siempre con educación) de hacerle ver a su madre. Pero
invisible era exactamente lo que ella quería ser en aquel momento.
Los cuerpos se apretaban entre sí y se daban empujones para avanzar en
direcciones opuestas, como Sloane tuvo ocasión de percibir al salir de su escondite y
adentrarse en la multitud. Metió los hombros hacia dentro como cualquier chica alta
con pechos grandes había aprendido a hacer y mantuvo su cabeza hacia el suelo para
prevenir cualquier posible contacto visual. Ahora deseaba haber llevado algo menos
elegante que su vestido de noche teñido de color liquen. Nadie aquí te va a prestar

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atención, se repitió, pero el viejo y familiar temor de que todos se estuvieran fijando
en ella se extendió por todo su cuerpo como una oleada de calor a lo largo de toda su
piel.
—¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes tostados y calentitos! —gritaba alguien justo al lado
de su oído—. ¡Algodón de azúcar! —¡Todo el mundo gana, señores y señoras!
—… Virgen Sagrada me ha bendecido con poderes…
—¡Collares, collares! —gritaba una mujer de color prácticamente envuelta en
collares de plástico—. ¡Cariño, necesitas algunos collares!
—No, gracias —respondió Sloane alejándose hacia un tenderete fingiendo un
gran interés por los premios que podían obtenerse encasquetando unas anillas en unos
monos de peluche.
La mujer de color mostró una amplia sonrisa. —Tú debes ser nueva, tú crees que
no necesitas collares —se echó a reír—. Vuelve a verme cuando hayas aprendido
más, cariño. —Es un tiro fácil, señorita. Un tiro fácil hasta para un mono— dijo el
vendedor extendiendo un puñado de anillas de plástico.
—Realmente en lo que estoy interesada es en ver a Momus. El vendedor se hizo
una bocinilla con la mano junto al oído.
—¿Qué has dicho? Habla más alto, dulzura. ¿Dos juegos enteros de anillas?
—Momus —gritó Sloane—, necesito ver a Momus. El nombre del dios cayó
sobre la multitud como una piedra sobre un pozo.
El silencio recorrió a todos los presentes. Todos los juerguistas se miraron los
unos a los otros y retrocedieron.
—No tan alto —susurró el feriante—. ¿Quieres que pierda mis clientes?
—Lo siento. —La tienda del encargado— gruñó indicando una dirección
mientras le daba la espalda y ofrecía un puñado de anillas a un niño pequeño
disfrazado con una máscara de piel de serpiente. —¡Haz algunos intentos gratis,
chaval! Qué fácil es ganar premios aquí. Alguien tiene que ganar, señores y señoras.
¿Por qué no usted?
Sloane se alejó del feriante intentando sin éxito ver algo que pudiera parecerse a
un despacho de encargado. Una joven demacrada vestida con un traje de fantasía le
tiró de la manga gritándole. —¡Siempre has sido una metepatas, Sloane!—.
—Oh, Dios mío —exclamó Sloane con sorpresa—. ¿Ladybird? ¿Ladybird Trube?
—La misma que viste y calza.
—Pero cómo…
Ladybird se encogió de hombros.
—O estoy loca, o estoy muerta, o bien Odessa averiguó lo de que veía muertos
por nuestra mansión y me envió aquí con las comparsas. Para ser verdaderamente
sincera, querida, intento no darle demasiadas vueltas a eso. Me lo estoy pasando de
locura, sin madre alrededor por una vez echándolo todo a perder. —Levantó un vaso
de plástico hasta la boca y dio un sorbo de una bebida sin color—. ¿Sabes que las
Hijas de la Revolución de Texas se la han jugado otra vez? Esas siete magras y

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hambrientas vacas que guardan el proceso de aplicación de las difamaciones de
nuestro papeleo. Quiero decir, Sloane, ¿tienes hora?
Sloane miró su reloj.
—Casi medianoche.
El aliento de Ladybird apestaba a alcohol dulce. Se apoyó con todo su peso sobre
el brazo de Sloane.
—Gracias, guapa. No sé por qué lo pregunto realmente, ya que aquí nunca llega a
amanecer, pero a una le gusta saber las cosas. Hay una encantadora fiesta en marcha
donde estás tú, sabes. Bueno, no exactamente donde estás tú, ya me entiendes lo que
te quiero decir. Miss Bettie va a tocar aquel curioso piano de cola. Su gusto en lo
tocante a música es previsiblemente anticuado, pero toca con verdadera pasión.
—Necesito ver a… —Sloane se dio unos golpecitos indicando el dibujo de
Momus que tenía pintado sobre la muñeca.
—Por supuesto que sí, querida. —Ladybird gesticuló con la bebida en la mano.
Era tan extravagante como siempre, con su cabello recogido en lo alto de la cabeza en
un estilo señorial español sujeto con tres grandes accesorios decorados como
caparazones de tortuga—. Todo recto detrás de ti, camina hasta la Mujer Barbuda y
después junto al Verdadero Laberinto Humano. No hay pérdida.
—Ladybird… —Sloane miró a la heredera de la fortuna Trube. Ella habría sido
una excelente vieja señora excéntrica, pensó Sloane. Pero en aquellos días no era
seguro hacerse de notar; las flores de colores más brillantes son las primeras en ser
cortadas—. ¿Te busco cuando vaya a salir de aquí?
—No puedo salir de aquí, Sloane. —Ladybird sonrió sin alegría—. Cuando
camino hacia la puerta, hacia el bulevar Seawall, ya sabes, no vuelvo a casa. Sigo otra
vez en este Galveston. Fiestas a lo largo y ancho de toda la avenida, borracheras en tu
casa. Coches que funcionan. Me he marchado con las comparsas, ya ves. Es el Mardi
Gras. Dondequiera que yo vaya, allí está el Mardi Gras —tomó otro trago de su vaso
de plástico y fabricó otra sonrisa—. ¡No puedo decir que eche demasiado de menos la
vieja vida! Deberías quedarte.
—Parece bastante divertido —comentó Sloane incómoda—, pero tengo cosas que
debo… Está madre y todo eso.
Ladybird acercó un dedo a su nariz.
—No digas más. ¡Márchate ya!
Sloane se despidió con la mano y se encaminó hacia la Mujer Barbuda.
—¿Sloane? —la llamó Ladybird. Sloane se volvió. Ladybird estaba de puntillas
para hacerse ver, porque la multitud que había entre ambas ya la estaba engullendo.
Gritó—: ¿Qué hora decías que era?
—Las once cincuenta y dos.
—¡Fabuloso! Que pases una buena noche, y suerte con Tú Ya Sabes Quién.
Sloane hizo caso a las indicaciones de Ladybird. En unos pocos minutos se
encontró frente a una pequeña cabaña con el rótulo «ENCARGADO» pintado sobre la

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puerta. Los gritos de los que se habían perdido llegaban débilmente a sus espaldas
desde el Verdadero Laberinto Humano.
Se dio cuenta de que no estaba llamando a la puerta. Vamos. Eres la hija de la
Gran Duquesa, se dijo. Pero continuaba sin llamar. Si no lo haces, tu madre morirá,
se animó. Aquello casi funcionó. Y entonces tú estarás haciendo su trabajo, reunión
tras reunión, moción y moción secundada, durante el resto de tu vida.
Soy tan cobarde. Llamó a la puerta.
—¡Adelante! —La puerta se abrió de repente y Momus apareció frente a ella, un
enano jorobado con cabeza en forma de luna con dos pequeños cuernos en lo alto de
una cabeza sin pelo. Llevaba una túnica escarlata de maestro de ceremonias con
faldones y unas botas más oscuras que el espacio entre las estrellas—. ¡Ahijada! ¡Al
fin!
El tiempo se detuvo.
La madre de Sloane siempre le había hablado de la magia como algo imposible,
algo no real. Los dioses eran vino o drogas que distorsionaban los sentidos. Sueños
enfebrecidos y alucinaciones. Nada podía estar más lejos a la verdad. Allí de pie
enfrente del dios jorobado, Sloane supo que Momus era real. Lo que ella llamaba
vida era un dibujo de carboncillo, emborronado sin cuidado sobre una hoja de papel,
y Momus era la chincheta que la atravesaba para clavarla al universo.
Debido a su altura, Sloane se quedó mirando la calva de su vieja cabeza. Era de
color blanquecino y se podían adivinar venas azules aquí y allá, junto con los
hoyuelos y prominencias propias de su cráneo. Su piel gruesa y basta en el
nacimiento de sus pequeños cuernos. No tenía cejas, aunque las prominencias
huesudas sobre sus ojos se vislumbraban perfectamente bajo su fina piel blanca.
Sintió una acuciante necesidad de alargar la mano y tocarlo, sentir los huesos
escarpados, la piel como papel de cera bajo sus dedos. Se imaginó a sí misma,
empalidecida y vieja, sentada enfrente de un tocador con un pequeño cepillo en su
mano y su cabello reducido a mechones dispersos.
—Lo siento —susurró, viendo sus viejos muslos, flácidos y pálidos. Con venas
azules interrumpidas por moratones a lo largo de toda la pierna. Se agarró con fuerza
al Rolex. El tiempo saltaba como un grillo atrapado en las manos de un dios.
Momus sonrió y lo liberó de nuevo.
—He oído algo sobre tu madre —dijo él—. Rígida, más rígida, lo más rígida
posible. Es una lástima. Debería habérselo pasado mejor, esa es mi filosofía. No tiene
sentido permanecer sobria hasta la última llamada.
La cogió del brazo. Su toque era borrachos solitarios y suicidas. Sloane se
imaginó sus propios dientes volviéndose amarillentos, su bonita sonrisa
desapareciendo. No más hombros que mereciera la pena enseñar a nadie. Grandes
tetas colgando dentro de una bata descuidada. Casa vacía. Soledad.
—¿Te alegras de verme, ahijada?
«Honrada», quería decir Sloane, pero la palabra se torció en su boca y en su lugar

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acertó a decir:
—Horrorizada.
Dejó escapar un grito ahogado y se tapó la boca con las manos.
—No estás en casa de tu madre, Sloane. Conmigo, puedes hablar con total
libertad. —Momus le dio unos golpecitos amistosos en el hombro—. Esa es la
diferencia entre una abogada y un bufón, mi querida. Un bufón debe decir la verdad,
ya le escuchen o no.
Momus la tomó de la mano y comenzaron a pasear fuera de la cabaña.
—Vamos, recupera el aliento.
Los sonidos del Carnaval volvían a danzar en torno a ella de nuevo, las risas de
los borrachos y el parloteo de los feriantes en sus puestos. Ruidos de pisadas huían y
se desvanecían dentro del Verdadero Laberinto Humano. Siguieron un estrecho
camino que bajaba hasta la orilla del mar. Hileras de olas se deslizaban y susurraban
sobre la oscura arena. Momus caminó hacia la playa con los brazos entrecruzados con
los de su ahijada. La brillante y ruidosa feria quedaba atrás a sus espaldas, como
sepultada bajo el ruido sordo y el murmullo de las olas rompiendo contra la orilla.
Primero oyó cómo una ola se estrellaba contra la playa. Luego, en la pequeña
hondonada que había dejado a su paso, y antes de que se acercara la próxima ola,
Sloane pudo oír el suave y lento siseo de las burbujas de espuma sobre la arena. Era
el mismo sonido que había escuchado cuando la vieja bruja de Odessa le acercaba un
vaso de gaseosa.
—¿Me vas a matar? —le preguntó Sloane.
—No.
—¿Me vas a encerrar aquí? —El dios no respondió. Las cabrillas se formaban en
la superficie del agua y se venían a deshacer contra la orilla con una apariencia
fantasmal a la luz de la luna—. Déjame pedirte un favor —dijo Sloane—;
concédemelo o niégamelo, pero déjame pedírtelo y luego permíteme marchar. Por
favor.
—Pide sin rodeos, ahijada.
«Cuando cenes con el Diablo, utiliza una cuchara larga». Odessa solía decir
aquello. Pero ya era demasiado tarde para comportarse sabiamente.
—Ya debes de saber que mi madre se está muriendo. Tu consorte —añadió
Sloane— no está bien. No es la hora. Todavía no.
El dios jorobado se agachó y recogió de la playa una concha vacía. Se observaba
cómo el mar había hecho mella en ella. La sostuvo en alto contra la luz de la luna, y
luego la dejó caer.
—En el esplendor de Roma, se dice, había un enano cuyo único cometido era
cabalgar al lado del emperador en cada desfile y acontecimiento público, y susurrarle
una cosa al oído imperial: «tú morirás, tú morirás, tú, también, deberás morir». La
hora nos llega a todos —dijo Momus—, incluso a mí, quizás, aunque no durante
mucho tiempo todavía —hizo un ademán señalando el Carnaval a sus espaldas—.

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Jane sostiene un Galveston, yo el otro, y la Reclusa vigila las puertas entre los dos.
Sloane cayó de rodillas sobre la arena húmeda.
—Te lo suplico. Momus la hizo levantarse.
—Vas a echar a perder tu vestido —dijo con un suspiro—. Dime tu deseo, y veré
qué puedo hacer por la hija de mi consorte.
—No puedo soportar verla morir. —Sloane no podía evitar llorar
desconsoladamente. Las lágrimas fluían fuera de ella sin ninguna posibilidad de
detenerlas—. ¿Me ayudarás?
El mar rompió y quedó en silencio como el lento latir del corazón del mundo.
—Sí.

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1.3 El boticario

M
omus acompañó a Sloane durante todo el camino de regreso hasta la
entrada del bulevar Seawall. La mera presencia del dios era tan
abrumadora que todo lo que ella podía hacer era intentar no
desmayarse. A pesar de ello, se forzó a mirarle a los ojos, morderse el
labio hasta que le doliera, asentir con la cabeza e incluso arreglárselas para hacer una
pequeña reverencia cuando él se inclinó para despedirse. Luego la puerta se cerró
detrás de él y Sloane cayó sobre ella, con la cabeza dándole vueltas, su mejilla
apoyada contra el cálido tacto de la madera, justo debajo del rótulo.
¡Está claro, las cosas no podrían
ponerse mejor!

No había luces, ningún sonido de música en el aire. Ella había vuelto a Galveston, a
su Galveston, donde la magia no estaba permitida. Toda la gente buena y prudente se
había quedado en sus casas, con amuletos para protegerse de la luna llena colgando
de sus puertas y ventanas. Sloane observó la ciudad como un halcón borracho,
mareado y exultante.
—¡Ja! —gritó. El sonido hizo eco a sus espaldas. Una fiera sonrisa se abrió paso
por su rostro. Ella lo había conseguido. Sloane, la aburrida y responsable Sloane,
había arriesgado su cordura, se había atrevido a entrar en el carnaval, había salvado la
vida de su madre. Su madre no moriría, y Sloane no sería enterrada en vida bajo
aquel horrible trabajo que era gobernar Galveston. El regocijo se extendió por todo su
ser, burbujas de él surgiendo y burbujeando por su sangre. ¡Así que es así cómo se
siente una al ser valiente! Como una borrachera de champaña, delicioso, pero no
algo que quieras hacer demasiado a menudo, se dijo.
Sloane fue tambaleándose a través del bulevar Seawall y cruzó la carretera con
rapidez. Los primeros bloques de casas de Broadway eran una parte desolada de la
ciudad, demasiado cercana al Carnaval para ser el hogar de gente decente. Las
gigantescas casas victorianas estaban descuidadas, sus tejados horadados por ramas
de robles. Muchas de ellas habían sido reducidas a escombros para aprovechar las
cañerías y la madera para hacer fuego.
Sloane estaba teniendo problemas para ver bien y el latir de su corazón era
errático, como si el ritmo del mar rompiendo contra la playa se hubiera introducido
en ella y lo hubiera puesto todo patas arriba. Pero ella no podía dejar de sonreír y a
pesar de ella misma echó a correr. Se imaginaba entrando con paso majestuoso en
Ashton Villa. Los últimos invitados estarían allí todavía, mirando a Jane Gardner
enmudecidos tan pronto como ella se levantara de la silla de ruedas. Jim Ford abriría
los ojos como platos y Randall Denton empezaría lentamente una ronda de aplausos

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cuando la Gran Duquesa de Momus hiciera lo imposible y comenzara a caminar por
la sala. Ella llamaría a un sirviente y pediría té, y después diría «¡Al diablo con el
té!», y agarraría una copa alargada de champaña con unos dedos que contra toda
esperanza podía sentir de nuevo. La mente racional de Jane Gardner no tendría
explicación para su recuperación. Sería un milagro.
Y entonces Sloane entraría con paso firme en el Salón de Oro y todo el mundo
volvería la mirada hacia ella. Odessa sería la primera en comprenderlo todo, y luego
todos los demás, uno a uno, y por último su madre miraría al otro lado de la sala y se
daría cuenta de que su hija lo había arriesgado todo para salvarla…
Una sombra se separó de una farola mientras Sloane corría y le hizo la zancadilla
con el pie. Ella cayó, golpeando el asfalto con su cara. Todo su cuerpo se congeló por
un segundo, y luego el dolor la atravesó como una descarga eléctrica, cegándola.
Cuando pudo pensar de nuevo había un hombre en cuclillas sobre ella. Apestaba a
gambas y a aceite de motor y a cerveza.
—Eh, nena, ¿a qué viene tanta prisa? —Una mano le recorría el hombro. La
sangre le resbalaba por la cara y caía sobre la calzada ardiente. Incluso entonces,
cuando el sol se había hundido en el horizonte hacía horas, el asfalto seguía
reteniendo su calor. Le quemaba la mejilla.
Tenía sangre en la boca. Parpadeó intentando ver con mayor claridad. Otro par de
manos le sujetaban los tobillos y la arrastraron brutalmente a un lado de la carretera,
raspando de nuevo su cara contra el pavimento.
—Métela en la casa —dijo el hombre al lado de su oído. Metió sus manos tras los
hombros de Sloane y tiró de ella hasta levantarla del suelo. Ella gritó. El hombre la
arrojó contra el suelo y su cabeza golpeó el pavimento de nuevo.
Ella emitió un quejido y alguien le abofeteó con fuerza en la mejilla
ensangrentada. El primer hombre estaba de cuclillas sobre su pecho, impidiéndole
respirar. Le agarró sin consideración del cabello y le levantó la cabeza de un tirón.
Ella sintió frío metal contra su garganta.
—Otra más de esas —le siseó— y te hago un coño nuevo, ¿pillas?
—¡Eh! —gritó alguien desde el bloque de pisos. El hombre saltó con el cuchillo
en su mano.
—Ocúpate de tus propios asuntos —le gritó. Unas pisadas comenzaron a
acercarse con rapidez hacia ellos. Sloane luchó por levantar su cabeza pero la luna le
deslumbró. Tuvo la impresión de ver a un hombre enorme con una maza
aproximándose hacia ellos.
El asaltante sostuvo su cuchillo enfrente de él.
—No estoy de coña, tío. Sigue tu camino.
El gran hombre ralentizó su paso, mirando a Sloane, tirada sobre el asfalto. Desde
donde estaba Sloane, el hombre parecía un gigante, al menos un metro noventa y
cinco, y tan ancho como el refrigerador de la cocina de Jim Ford. Fácilmente ciento
cincuenta kilogramos. Lo que ella creyó en un principio que era una maza, se reveló

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como una especie de arpón casero, un bate de béisbol con una púa gigantesca clavada
en uno de sus lados. Comenzó a darse golpecitos con aquella arma temible en su
enorme mano.
—Será mejor que tengas un arma de fuego que dé miedo, hijo, y que la saques
rápido, porque me voy a apañar para hacerte un feo en el jeto, pequeño cabrón.
El hombre que sujetaba los tobillos de Sloane la soltó y se escabulló entre la
oscuridad.
—Contaré hasta tres. Uno, dos, tr…
—Que te jodan —dijo el hombre del cuchillo. Y luego él también echó a correr
calle abajo.
El gran hombre exhaló un suspiro y se inclinó sobre el asfalto para examinar a la
chica. Olía a agua de mar y sudor y cerveza.
—Estás bien —le dijo—. ¿Puedes mover la cabeza?
Ella movió la cabeza de un lado a otro. Él chasqueó la lengua.
—¿No? ¿Qué tal los dedos de las manos y los pies?
Ella los movió lentamente.
—¿Cuántos dedos ves? —le preguntó mostrándole la manaza frente a sus ojos.
Muchos, intentó decir, pero las palabras no le brotaron de la boca. Sus dedos eran
cuadrados y gruesos y olían a pescado. Sloane tosió un poco. Más sangre se deslizó
por su boca.
—Bueno, atontada o borracha, pero no creo que tengas el cuello roto ni nada.
Llenas ese traje muy bien, eso te lo concedo —murmuró él—. Yo te taparé. Y además
tengo manos grandes —le pasó un brazo enorme alrededor de la cintura—. Muy bien,
pastelito, nos vamos.
La levantó tan fácilmente como si ella hubiera sido un gato y se la echó sobre la
espalda. Su gran hombro parecía más ancho que la cintura de Sloane.
—Ah, maldición —susurró él. Volvió la cabeza hacia la dirección por la que
había aparecido, se inclinó y sacó una bolsa—. No tiene sentido echar a perder una
buena noche de trabajo.
Un momento más tarde, Sloane se encontró cara a cara con un saco lleno de
restos de pescados malolientes. La bolsa le golpeaba y ensuciaba a cada paso que
daba el hombre. Sloane hubiese jurado que no todos los pescados que llevaba aquel
hombre estaban del todo muertos.
Sloane se dio cuenta de que el hombre no le había preguntado cómo se llamaba ni
cómo se iba a su casa. Quizás fuera otro violador, llevándola a un lugar lejos de ojos
indiscretos para poder forzarla sin más problemas. Si era así, estaba en problemas.
Nadie la iba a rescatar de ese gigante. Intentó gritar, pero no tenía aliento colgada de
su hombro, y su «socorro» le brotó como un susurro. El hombre chasqueó la lengua.
—No te preocupes, muñeca. El viejo Ham te va a curar todo el estropicio que
tienes. —La llevó a ella y al saco de pescados a una pequeña casa a unas dos
manzanas de distancia. El hombre fue saltando los escalones de la entrada abrió la

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puerta de cristal y llamó a la segunda puerta de madera con un puño del tamaño de un
melón—. ¡Josh!
Para llamar a la puerta, la había cambiado de postura, y ahora ella casi estaba de
pie. Sloane le arañó la cara con sus uñas. Quería atacarle a los ojos, pero en el último
instante en lugar de eso se decidió por la mejilla.
—¡Oye! ¡Maldita sea! —tronó el hombre. Sloane trató de escapar, pero el hombre
la sujetaba por la espalda con fuerza. Agarrando sus brazos la obligó a arrodillarse
contra el porche inmovilizándola dolorosamente—. ¡Para ya de una vez, imbécil
desagradecida!
Se oyó el crujir de unos escalones de madera.
—¿Ham? ¿Qué diablos…?
—¡Una maldita ratoncita borracha acaba de intentar sacarme los ojos! Mierda.
Estoy sangrando.
—Tengo dinero —dijo Sloane con voz entrecortada—. Os puedo pagar. Su
mejilla le ardía intensamente y la cabeza le daba vueltas. —Conozco a gente
importante. El otro hombre, el que había llamado Josh, abrió la puerta del porche.
—Creo que piensa que la vas a violar —dijo. El gran hombre se quedó congelado.
Un instante después soltó a Sloane como si quemara.
—Eh, lo ha entendido mal, señorita. Josh y yo somos buenos tipos, se lo juro ante
Dios. Sloane se acuclilló en el porche. El corazón le dolía, se sentía mareada y tenía
ganas de vomitar.
—No tienes por qué entrar aquí dentro —dijo Josh desde la puerta de su casa—,
pero sé un poco de primeros auxilios, y por el aspecto que tienes parece que los
puedes necesitar.
—Yo… —Sloane luchó por incorporarse—, estaré bien —dijo ella, intentando
encontrar los escalones del porche. Luego se desplomó.
Ham la cogió antes de que cayera al suelo. Esta vez la sujetó como si llevara en
brazos a una princesa hada y se metió dentro de la casa, poniendo especial cuidado en
agacharse al entrar para no golpearse la cabeza contra el quicio de la puerta y el
techo, que estaba lleno de madejas de ortigas secas, algas y manojos de ajos y
pimientos. La casa de Josh no tenía aire acondicionado y estaba horriblemente
caliente. Apestaba a sulfuro y a trementina, y al olor espumoso de la cerveza de arroz
fermentándose.
Acercaron una silbante lámpara de gas.
—Muy bien —dijo Josh—, ponla en la mesa de operaciones. —Sloane sintió una
superficie cálida de vinilo contra su espalda. Alguien le puso un cojín bajo los pies.
El hombre más pequeño estaba de pie junto a ella—. Te voy a echar un vistazo. No
tengas miedo.
—Todavía puede mover los dedos de los pies y de las manos. Encontré a dos
cabrones intentando abusar de ella cuando volvía del remolque de Rachel con el resto
de mi captura.

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—No puedo oler nada de alcohol. En ella, quiero decir.
Ham se echó a reír.
Los dedos del hombre pequeño le tocaron detrás de la oreja y sobre un punto de la
barbilla después de volverle la cabeza. Ella parpadeó por efecto de la luz de la
lámpara de gas. Sus manos eran duras y olían a sulfuro y pimientos de chili. Le abrió
los ojos de par en par.
—Está en shock. Pupilas dilatadas. Coge una manta de mi habitación, ¿quieres?
—Tú eres el jefe, jefe. —El hombre enorme se dirigió a otro cuarto. Su ausencia
vació la habitación.
La mejilla y la frente de Sloane eran un cúmulo de fuego. Podía sentir el sabor de
la grava y la sangre en su boca. Se le cerraron los ojos. Cuando se forzó a abrirlos,
vio que el llamado Josh estaba mirándola, no como un doctor, sino como un hombre.
Sus ojos se apartaron de los suyos con culpabilidad. La llama de la lámpara de gas
vibraba y se agitaba, mareándola más y más hasta que se desvaneció.
Cuando volvió en sí misma estaba cubierta por una manta. Estaba echada en una
camilla médica. La vieja superficie de vinilo crujió cuando movió la cabeza
parpadeando para poder observar lo que la rodeaba. La casa estaba llena de objetos
por todos lados. El vestíbulo solo tenía espacio para un par de sillas y la mesilla a un
lado, un estrecho pasillo y un largo mostrador que iba de un lado a otro de la
habitación. Sobre el mostrador podía ver una olla de acero inoxidable llena de hojas
secas con un palo de golf que sobresalía. Detrás del mostrador había hileras e hileras
de estantes llenos de botellas de plástico de Robitussin y tarros de cristal de Vick’s
Vapo-Rub y latas de hierbabuena Altoid, botellas de plástico a las que se le habían
arrancado las etiquetas, toscos sacos de algodón y botellas de cerveza con corchos de
cera para sellarlas. Raíces y hojas de todo tipo flotaban en jarras de aceite y alcohol,
junto con pedazos de animales. Estaba segura de que veía riñones de pollos,
pescados, una botella de plástico llena de cascabeles de serpientes de cascabel, y algo
que se asemejaba a una jarra llena de lenguas.
—Ham, esta es Sloane Gardner. Has rescatado a la hija de la Gran Duquesa.
—¿Estás de coña, Josh?
Sloane cerró los ojos intentando contener los deseos de vomitar. Le dolía el
hombro. Estaba comenzando a entrar en calor gracias aquella manta. La casa estaba
caliente, en penumbra y llena de olores extraños y penetrantes.
—Farmacia —murmuró ella.
—Antes lo era —dijo el hombre llamado Josh—. Ahora es tan solo la cabaña de
un hombre-medicina.
—Medicina de la frontera —señaló Ham—. Una botica.
—Botica. —Josh se acuclilló junto a la cabeza de la camilla, sujetando una jarra
en las manos—. Bebe esto si puedes. Es caldo caliente con algo que te ayudará a
superar el trauma.
Era joven, con la cara delgada. Reservado. No era verdaderamente pequeño más

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que en comparación con su enorme amigo, al cual Sloane podía escuchar dormitando
en algún lugar fuera de su radio de visión. El olor a espuma era muy fuerte, y Sloane
supuso que el boticario seguramente fermentaba cerveza de arroz y whisky de palma
allí, en su casa. Luchó por incorporarse y sentarse sobre la camilla. El boticario la
ayudó pasándole un brazo por detrás de la espalda. Ella fue dando pequeños sorbos al
caldo. Algo le daba un sabor amargo, parecido a la madera.
—Lo siento si os causo problemas —dijo ella.
El hombre pequeño cogió un reloj de bolsillo y colocó con suavidad sus dedos
sobre la muñeca de Sloane. La movió de un lado a otro para asegurarse de que no
había daños. Luego le tomó el pulso.
—Sin problema. —Sus ojos se encontraron.
Sloane terminó el caldo y se reclinó sobre la camilla. Su ojo captó movimiento.
Una cucaracha de árbol tan grande como su dedo pulgar estaba avanzando hacia su
pie. El boticario pareció no darse cuenta.
—¿Cómo me ha reconocido? —preguntó Sloane—. ¿Nos conocemos?
—Todo el mundo conoce a la hija de Jane Gardner. —Había algo extraño y plano
en su voz—. Soy Joshua Cane —dijo él. Ella se encogió de hombros con ademán de
impotencia.
—Lo siento. ¿Debería conocerle?
Las líneas junto a la boca y los ojos del boticario se tensaron. Desvió la mirada.
Está enfadado por algo. También se siente atraído por mí, se dio cuenta Sloane
con sorpresa. Pero ¿Por qué…? Bueno, una mujer pera en un traje ensangrentado, ¿a
quién no le va a parecer atractiva? Conforme Sloane continuaba mirando al boticario
una sutil conexión se terminó de completar en el fondo de su mente.
—¿No nos habíamos visto antes? ¿Cuando éramos niños? —Observó por el gesto
de su rostro severo que había acertado. Si tú fueras una chica, pensó ella, habrías
aprendido a sonreír cuando estás incómoda, en lugar de mirar como si te acabaran
de destetar.
—Sí, ahora me acuerdo. Tú sabías muchas cosas.
—Josh sabe una cosa o dos —dijo Ham con voz cavernosa. Estaba sentado contra
el mostrador de la farmacia, apretándose un paño húmedo contra la mejilla— por
suerte para ti. No destaca por su elegante comportamiento con el enfermo, pero Josh
es listo y él hará lo más correcto para que estés bien.
—Le dijiste una vez a Ladybird que todas las conchas de la playa son fósiles —
dijo Sloane. Pensó en Ladybird, con el rostro enrojecido y bebiendo, perdida en algún
lugar de la feria. O quizás en aquel mismo instante ella estaba en alguna parte de la
ciudad, en aquella otra Galveston donde era Mardi Gras para siempre, bebiendo
champaña en el Palacio del Obispo o bailando en el Salón de Oro o en otra,
levemente diferente Ashton Villa, donde el fantasma de Bettie Brown tocaba música
de jazz en su famoso piano de cola.
—¿De veras? —La expresión de Joshua perdió un poco de su seriedad—. Sí, es

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cierto. La isla se ha ido replegando contra la costa firme durante varios miles de años.
Las conchas que ahora vemos en la playa cayeron allí cuando esto era parte de la
bahía. —Se detuvo—. Pensaba que no lo recordarías.
—No lo hice al principio. —Miró de nuevo a la pequeña y mohosa casa, atestada
de plantas y apestando a cerveza de arroz en fermentación—. ¿Qué ocurrió?
—Perdimos nuestra suerte —la miró—. Pero supongo que los tuyos también, ¿no
es cierto? Siento lo de tu madre.
No tienes por qué sentirlo ahora, pensó Sloane con un breve recuerdo de su
anterior fantasía. Pero nunca era sensato enfadar a los dioses con arrebatos de
presuntuosidad, y ella no iba a decir alto y claro que su madre estaba bien hasta que
hubiera visto las pruebas con sus propios ojos.
El boticario se volvió a su amigo.
—Ham, date una vuelta hasta Ashton Villa, ¿de acuerdo? Dile a la Duquesa que
su hija está bien pero que lo mejor sería que la viniesen a recoger en un carruaje.
—Sin problema, Josh. —Ham se agachó para pasar por la puerta. Por allá donde
pasaba los racimos de ajos y savia seca se balanceaban indolentemente colgados del
techo. El boticario debe utilizar todo esto para fabricar sus medicinas, por supuesto,
razonó Sloane. Ham miró a Sloane y luego a su amigo y después otra vez a Sloane, y
se despidió con lo que él probablemente pensaba que era un guiño cómplice—.
¡Ahora a ser buenos, niños! —dijo mientras caminaba pesadamente sobre unos
crujientes escalones.
—Mis disculpas por Ham —dijo Josh con rigidez—. Es…
—No me ha ofendido —contestó Sloane. Horrorizado, quizás. Como si fuera
probable que ella comenzara a dar vueltas sobre la alfombra mohosa aplastando sin
remedio cucarachas y una varilla de zahorí o dos en un arrebato de lujuria con aquel
farmacéutico falto de suerte. Suprimió de su mente aquella imagen con un escalofrío
y se preguntó cuándo dejaría de sentir aquel hedor a cerveza de arroz fermentada.
—Siento no poder ofrecerte más comodidades —dijo Josh todavía más estirado.
Ups. Aparentemente ella no estaba controlando su expresión con la habilidad
habitual.
—Para ser sincera, estaba tan ocupada agradeciendo lo que habéis hecho por mí
que no me había fijado en la habitación.
Gracias a Dios que el resto del mundo no era como el reino de Momus, donde
solo podías decir la verdad.
—Estoy seguro de que estás deseando volver a casa —dijo Josh.
Sloane esbozó una sonrisa, enviando así una ráfaga de dolor a través de su mejilla
dolorida.
—Ay. Sí, lo estoy.
Bueno, su regreso triunfante no tendría la entrada que ella había imaginado, pero
de alguna forma era mejor así. Unos pocos cortes y contusiones la harían parecer más
como una heroína que había sufrido grandes penas para volver victoriosa con la vida

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de su madre. Después de la primera ronda de champaña, pensó ella, haré que una de
las criadas me prepare un baño caliente. Su madre había sido implacable al respecto
de baños frívolos, exigiendo que Ashton Villa conservara agua irreprochablemente
mientras durara la sequía. Pero seguramente después de esto, incluso ella estaría de
acuerdo con que Sloane se merecía uno tan largo como ella quisiese.
Sloane se apoyó sobre los codos y se sentó con cuidado en la camilla. La náusea
de su estómago comenzaba a remitir y se sentía menos soñolienta, aunque la cara
todavía le dolía y la parte de su hombro con la cual había caído al pavimento estaba
resentida. No pudo reprimir una mueca de dolor.
—¿La cabeza?
—El hombro. Creo que caí mal sobre él. —Qué estúpida había sido, presa de sus
fantasías, por no prestar atención a los dos maleantes que la estaban esperando.
—Tengo algo de ungüento que te ayudará con eso. —El boticario comenzó a
revolver en su mostrador.
—¿Por qué hay un palo de golf asomando de una olla?
—No es un palo de golf, es una maja. De hecho, es una maja de madera número
siete. Todos los mejores médicos brujos usan una. Ah. Aquí lo tenemos. —Josh
reapareció sujetando un pequeño bote que una vez había contenido tabaco de mascar.
Lo abrió. La pasta roja que había en su interior olía con tanta intensidad a trementina
y a pimientos picantes que los ojos de Sloane le comenzaron a llorar. Se puso detrás
de ella—. ¿El hombro derecho?
—S-sí.
Sus dedos tocaron el tirante de su traje y se detuvieron nerviosos durante unos
instantes y luego lo apartaron con delicadeza a un lado. Sloane se echó a un lado,
huyendo de aquel contacto.
—Ya estoy bien —dijo ella.
La mano del boticario se retiró de su hombro.
—Sí. Perfecto. Así está bien. Vuelva a casa, señorita Gardner. Haga que una de
sus sirvientas se lo extienda con cuidado y luego cúbralo con un camisón. No, un
segundo, el ungüento huele —dijo él—. Lo mejor es que se ponga una de las camisas
de sus sirvientes. No es cosa de echar a perder un buen camisón.
Aquello había sido un tiro fácil. El infierno no contiene tanta furia como un
hombre humillado. Joshua le extendió el bote y ella lo cogió.
—El ungüento es caliente al tacto —señaló—. La sirvienta debe poner cuidado en
no tocarse los ojos, y tendrá que lavarse las manos después de aplicarlo.
—Gracias.
Joshua se fue tras el mostrador y comenzó a moler algo con su mortero y la maja.
Esperaron a que llegara el carruaje de los Gardner envueltos en un silencio incómodo.
Maldición, pensó Sloane. Si se hubiera comportado como solía ser, habría manejado
la situación con mucha más habilidad. Habría sido capaz de rechazar sus atenciones
de una forma en la cual ninguno de los dos se hubiera sentido violento. Pero tal y

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como había marchado todo, el sonido de las ruedas del carruaje frenando fuera, eran
muy bien recibido.
—Adiós —dijo ella—… y gracias de nuevo por todo.
Bill, el cuidador del establo de los Gardner, estaba esperando fuera. La ayudó a
subirse al carruaje y luego espoleó a los caballos. El carruaje traqueteó conforme
aceleraba, dejando atrás unas casuchas tras otras, infestadas de ratas. Algunas tenían
un aspecto decente, con algún pequeño jardín, mientras otras estaban rodeadas de
malas hierbas y matojos afectados por la sequía enredados entre partes oxidadas de
coches y neumáticos podridos. El regreso a casa fue agónico para Sloane. Su corazón
estaba confundido, con una parte desesperada por celebrar la recuperación de su
madre y la otra temerosa de esperar algo bueno, porque la decepción sería
insoportablemente amarga si Momus la hubiese traicionado de alguna forma.
—Nadie se dio cuenta de que había salido, señorita —dijo Bill. Tiró de las riendas
y condujo a los caballos por Broadway.
—Intenté pasar desapercibida. ¿Todavía quedan muchos invitados?
—Un par. —A Sloane no le gustó cómo había sonado aquello. Seguramente una
curación milagrosa habría mantenido reunida a toda la congregación—. Curioso. —
Bill se detuvo cuando pasaron a través de una zona abierta a la luz de la luna. Luego
el dosel de ramaje de roble les cubrió de nuevo—. Curiosa parte de la ciudad ha
elegido para pasear, señorita Gardner. Debo señalar que no es demasiado segura.
—Definitivamente deberíamos arreglar algunas de las farolas —corroboró Sloane
—. Se lo sugeriré a madre.
Otro silencio. Bill aceleró el trote de sus caballos. Nadie estaba ansioso por
permanecer bajo la luna llena más de lo estrictamente necesario. Pasaron el Palacio
del Obispo, la gran mansión donde ahora vivía Randall Denton, y entraron en la zona
familiar de las grandes mansiones de Galveston. Allí funcionaban todas las farolas,
por supuesto. Sloane estaba segura de que Joshua Cane habría remarcado la
diferencia.
—No hace falta ser un genio para adivinar qué era lo que iba a hacer, señorita —
dijo el conductor con voz amable.
Sloane se quedó helada por dentro.
—¿Qué?
—Con su madre en un estado tan precario, no es difícil imaginar qué podía estar
haciendo en la casa del médico. Pero si no le importa que le dé un consejo, Josh Cane
no le va a poder ser de mucha utilidad. Mi familia no se puede permitir un médico de
verdad, así que cuando mi prima cogió la neumonía, fue a ver a Josh. Él es un pelín
estirado, pero es honesto. Eso se lo concedo. Le dijo que lo que realmente tenía que
hacer era entrar a robar algo de penicilina en el despacho de un médico de verdad.
Probablemente un buen consejo. Ella murió dos semanas más tarde.
—Lo siento. —Supongo que lo que quiero decir es que Josh Cane hace todo lo
que puede por la gente que no tiene recursos para nada mejor. Pero no tiene milagros

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que vender. Quédese con un médico de verdad que haya ido a la universidad antes del
Diluvio y que todavía tenga algunas drogas de las de antes. Ese es mi consejo, y Josh
le dirá lo mismo si le pregunta.
A Sloane no se le ocurrió nada que decir.
Hizo lo que pudo para permanecer sentada en el carruaje aparentando normalidad,
pero cuando llegaron a casa abandonó a Bill para que llevara los caballos al establo
por sí solo y aceleró el paso, ignorando el dolor de su hombro. Abrió con fuerza la
puerta del porche, empujó a una criada boquiabierta que llevaba una bandeja con
postres, e irrumpió en el Salón de Oro.
Su madre estaba junto al piano de cola, todavía sentada en su silla de ruedas,
fingiendo que atendía una conversación entre Randall Denton y Kyle Lanier. A
Randall le gustaba darle a Kyle unos pocos vasos de vino y luego dejarle hablar,
porque su registro iba cambiando y Kyle acababa hablando con el acento y los modos
patois de paleto blanco que él encontraba tan graciosos. Parecía totalmente agotada,
como si incluso el esfuerzo de la conversación fuera una carga insoportable.
La habitación se quedó en silencio cuando los pocos últimos invitados se giraron
hacia Sloane, mirando su rostro amoratado, la mejilla cortada y las manchas de
sangre sobre su bonito vestido de color de liquen. Su corazón comenzó a latir
aceleradamente en su pecho. Los ojos de su madre se abrieron con gran sorpresa.
—Dios, Dios, Sloane —murmuró ella—, estás horrible.
Sloane caminó a través de la habitación con las mejillas ardiendo.
—¿Cómo te encuentras? —le susurró.
—Mejor que tú, por tus pintas. ¿Qué has estado haciendo? Se suponía que debías
haber estado aquí —dijo Jane Gardner—. Podría haber necesitado un poquito de
ayuda, Sloane.
—Yo… lo siento. Mi intención no era estar fuera tanto tiempo. —Sloane cogió
las manos de su madre. El tacto era sin vida, sus huesos eran como palos metidos
bajo su piel que ya no encajaban más. Es demasiado pronto, se dijo. Por supuesto,
tardará un poco. Era infantil esperar que se curara en un instante—. No es nada
importante. Me caí.
Su corazón le latía y le latía contra las costillas, hasta hacerle daño.
O quizás simplemente nada podía ser mejor.

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1.4 La Reclusa

M
ás tarde aquella misma noche, cuando Sloane yacía dolorida en su cama
y apestando al ungüento de Josh, decidió que le pediría a su madre el
día libre, algo que no la haría a ella más feliz que a su madre, para
visitar a Odessa. Momus le había mentido. O si no le había mentido, la
había engañado con algún truco. De cualquier manera, Sloane había hecho un trato
con un dios y no había dado resultado. Odessa era la única persona en Galveston a la
que podías ir a contar aquel tipo de problema.
Cuando era pequeña, Sloane había pasado muchos días de bochorno en la casa de
Odessa, el viejo local de juego y apuestas llamado Cuarto Balinés, que se asomaba al
Golfo de México en al Avenida 23. Después de comer, Odessa siempre la hacía tomar
una siesta en la hamaca junto a su mesa de trabajo, y Sloane se tumbaría con los ojos
cerrados, las cuerdas crujiendo formando pequeños diamantes sobre la piel de su
espalda y piernas, intentando no caer dormida. Concentrando su atención en cada
sonido: el traqueteo que se paraba y se activaba de la máquina de coser de Odessa, el
pesado cortar del aire del ventilador del techo, el enloquecedor zumbido de un
mosquito en su oído, las contraventanas crujiendo y golpeando las paredes, las
cortinas ondulando por efecto del viento…
—Dessa, ¿por qué te llaman la Reclusa? —le había preguntado una vez cuando
tenía once años.
—¿Así me llaman? —contestó Odessa sin levantar la vista de la máquina de
coser. Este era el tipo de bromas con el que en ocasiones se divertía Odessa. Lo que
Odessa llamaba «prerrogativas de damas», a menudo no se diferenciaba mucho de lo
que la madre de Sloane conocía como «mentir». No era difícil seguir las normas del
juego al pie de la letra, siempre que no tuvieras que hablar con las dos a la vez.
Odessa cogió la muñeca en la que estaba trabajando y la examinó con ojos
críticos a través de sus bifocales de montura metálica. Sus uñas eran afiladas y largas
y siempre las tenía pintadas, ya de color rojo sangre o bien verde marino o blanco
concha de playa. Aquel día relucían como perlas.
—Si me llaman así, supongo que es porque vivo sola y me cuido a mí misma. Eso
es lo que es un recluso, querida. Un ermitaño. ¿Has sacado algo de Vicent Tranh?
—Ajá. —Sloane sacó un pañuelo de Tío Vince del fondo de sus pantalones
cortos. No era nada especial, estaba hecho del tosco algodón de Galveston que
abundaba en la isla, pero Odessa le había pedido algo que él hubiera mantenido cerca
de sí habitualmente—. Le dije que lo necesitaba para hacer un vestido de muñeca. Él
piensa que todas las niñas juegan con muñecas.
—Vaya, menuda mentirosilla estás hecha. —Sloane enrojeció—. Bueno, gracias,
cariño. El último ángel de Galveston observó el cuadrado de tela durante un
momento, y luego cortó dos pedazos iguales y los cosió juntos.

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—¿Qué estás haciendo?
—Una camisa para mi muñeca, muñeca.
Sloane se giró a un lado de la hamaca para poder observar el trabajo de Odessa.
—Randall dijo que era por la araña loxosceles reclusa. Mamá dice que son
supercherías. Él dijo que a su prima le picó una y que toda la pierna se le volvió negra
y que la carne se le cayó hasta que uno le podía ver el hueso, y entonces murió.
Odessa le dirigió una mirada helada por encima de sus bifocales.
—Randall Denton debería aprender a estar callado.
En lugar de eso se calló Sloane. Randall era tres años más mayor que ella y un
completo idiota, pero ella no quería meterlo en problemas con la bruja.
Su madrina hizo una camisa sin mangas a partir del pañuelo de Vincent Tranh,
pasándolo por la máquina de coser. Luego lo pasó por encima de la cabeza de la
muñeca en la que había estado trabajando desde que Sloane había llegado. Se trataba
de un muñeco delgado, de pelo negro y piel cetrina.
—¡Eh! —exclamó Sloane, echándole un vistazo a la muñeca—. Ese es el Tío
Vince. —Odessa no contestó—. ¿Por qué haces un muñeco del Tío Vince?
—Querida, eso es un asunto de Dessa.
—Tú me has hecho traer el pañuelo. Me debes una explicación.
—Ah, estoy escuchando a tu madre. —Odessa puso el muñeco boca abajo en su
mesa de trabajo y se estiró, frotándose la espalda con las manos—. De acuerdo, niña.
La cosa es, que Tío Vince ha comenzado a ver a los Hombres Langostino.
—¿Qué?
—Él ha empezado a ver a los Hombres Langostino. Está tan metido que puede
sumergir un dedo en el océano y predecir el tiempo que hará mañana. Encontrar
dónde se esconden los peces por el olor. Ayer descubrió que puede beber agua salada
—dijo Odessa con aire desaprobador—. La magia está comenzando a rezumar en su
interior.
—¿Cómo sabes todo eso? —Mi trabajo es saberlo.
Sloane dirigió una mirada asustada a su madrina.
—Pero esas cosas solo lo hacen ser mejor marinero. Así él puede traer a casa más
pescado y gambas, y hay más comida para todos. No es nada malo.
Odessa la miró con simpatía.
—Pero es magia, muñequita. Y nosotros no queremos que haya magia aquí. Así
es cómo sobrevive Galveston. No permito que entre la magia.
Se giró para observar atentamente el muñeco y le dio una leve punzada en la tripa
con la larga y brillante uña de su dedo índice. El muñeco pareció encogerse de dolor.
—¡Pero tú tienes magia! ¡La utilizas todo el tiempo!
—Eso es diferente.
—¡Por qué!
—Ese es mi trabajo —repitió Odessa. Sloane podía ver al muñeco luchando
débilmente en la mano de Odessa. La bruja se levantó ignorándolo, y caminó hasta

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los altares que tenía en el fondo de la habitación. Allí, donde solía estar la banda de
música en el restaurante Cuarto Balinés, había cinco pequeñas capillas, una para cada
una de las comparsas: Momus, Solidaridad, Thalassar, Venus y Arlequín. Se acercó a
la de la Comparsa de Thalassar con su hornacina pintada de azul, adornado con arena
y estrellas de mar y pedazos de cuerdas de pescar. Abrió una de las puertas de la
pequeña capilla, le dio un suave beso al muñeco de Vincent Tranh en la cabeza, y lo
tiró dentro—. Cuando alguien tiene una vía de agua, sabes, no se le puede arreglar tan
fácilmente.
Unos débiles golpecitos se dejaban oír desde dentro de la capilla.
—¡Has enviado al Tío Vincent con las comparsas! —gritó Sloane con horror.
Odessa se acercó a la hamaca y puso una mano en la cara de Sloane, ignorando la
forma en la que la niña se intentaba apartar de ella.
—Oh, niña, es un viejo duro mundo el que vivimos en estos tiempos. —Las
lágrimas se agolpaban en los ojos de la bruja. Sloane la odiaba de todas formas—.
Siento que hayas preguntado acerca del muñeco, pero es algo que habrías
comprendido antes o después. Alguien tiene que continuar haciendo esto cuando me
haya ido, ya sabes.
—¡No!
—No, todavía no. Por ahora la vieja Reclusa lo hará, y durante mucho tiempo
más. No te preocupes —su tono se volvió parecido al que se mantiene en una
conversación de negocios—. Pero ahora me temo que no puedo permitir que vayas
diciendo a todo el mundo lo que ha pasado con el pobre Tío Vincent. Saca la lengua,
muñequita.
Sloane sacudió la cabeza sin abrir la boca.
Odessa la miró. Tras sus bifocales, sus ojos eran verdes e indomables como el
mar.
—Saca la lengua, niña.
Sloane deseó más tarde que Odessa hubiera utilizado un hechizo. Debería haberlo
hecho, debería haber forzado a su madrina para que la hechizara.
Pero la imagen de una pequeña muñeca de Sloane llenó su mente, una pequeña
figurilla de pelo castaño dentro de la capilla de Momus, tropezando y arrastrando los
pies en la oscuridad mientras el muñeco de Momus, sentado en lo más alto, colgaba
sus piernas y sonreía como un malvado Humpty-Dumpty con cuernos.
De modo que sacó la lengua.
—Eso es, muñequita —dijo Odessa. Y tocó la punta de la lengua de Sloane con
una larga uña pintada.
A partir de aquel día, Sloane no pudo pronunciar el nombre de Tío Vincent ni
hablar de él de ningún modo. Ni en el velatorio que se celebró por él después de que
desapareciera aquella primavera, ni en los años que siguieron.
Sloane recordaba aquel día cuando se dirigía hacia la casa de Odessa. Era otra vez
un día caluroso y seco. La vegetación, marchita por la sequía, crujía y se quejaba bajo

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sus pies. Hierba muerta, y hojas de palmera y de robles secas y quebradizas como
caparazones de langostas. Al menos la sequía estaba manteniendo a raya a los
mosquitos.
Desde Ashton Villa había doce manzanas dirección sur del Bulevar Seawall hasta
la Avenida 23 y el Cuarto Balinés, pero no eran doce manzanas muy recomendables.
Una vez que llegó al lado del mar de Broadway, el vecindario se fue deteriorando
rápidamente. Perros sarnosos le gruñeron mientras pasaba junto a ellos. Había gallos
cacareando en lo alto de coches hechos chatarra. A unos pocos bloques de pisos de la
botica de Joshua Cane, pasó frente a un patio que había sido vallado con rejillas para
contener pollos. Cinco o seis gallinas buscaban en la tierra del patio interior. Bajo un
cartel que rezaba CUIDADO CON EL PERRO, alguien había clavado una rata muerta sobre
un pequeño crucifijo de madera. Sloane mantuvo los ojos clavados en el suelo y
aceleró el paso.
Respiró agradecida, como siempre, cuando dejó atrás el barrio y salió al bulevar
Seawall. La hierba había logrado brotar de la carretera agrietada, y la verdolaga
marina y las margaritas alcanfor parecían vivir del rocío y la humedad del mar,
sobreviviendo a la terrible sequía. El asfalto estaba cubierto de conchas de ostras y
cangrejos, que las gaviotas habían arrojado desde lo alto con el propósito de romper y
poder así sorber su tierna carne. Las conchas se quebraban con un crujido y raspaban
bajo los pies de Sloane al cruzar la calle. Allí se detuvo durante un momento,
mirando al océano. Una luz nebulosa brillaba sobre el golfo, haciendo que sus ojos le
escocieran. Hilachones de espuma se dividían y subían y bajaban sobre las espaldas
del mar. Las olas rompían a veinte metros de la costa, con sus crestas hirviendo en
colores castaños y blancos.
Pensó en Vincent Tranh, ido con las comparsas. Perdido en el mar tan solo unos
días después de que Odessa hubiera encerrado a su muñeco dentro de la capilla de la
Comparsa de Thalassar. El muñeco que Sloane había ayudado a fabricar. Eso habría
sido tan solo unos meses antes de que el padre de Joshua Cane perdiera su casa en
una apuesta a favor de… algún Denton u otro. Recordaba a Odessa asegurando su
silencio como un clavo atravesando su lengua. Intentó pronunciar en voz alta el
nombre de Vince Tranh. Su lengua permaneció muerta en su boca.
La Reclusa no era una buena mujer para buscarle las cosquillas.
Sloane torció a la derecha y caminó media manzana hasta el rompeolas del Cuarto
Balinés. En los años treinta y cuarenta del siglo XX, el Cuarto Balinés no solo había
sido el club nocturno más ostentoso de Texas, sino el corazón y el alma del imperio
de multitudes de los Maceo. Sam y Rosie Maceo habían llegado a controlar tan
completamente la ciudad que la isla era conocida como el Estado Libre de Galveston,
un Atlantic City de bolsillo con palmeras, donde cada niño distribuía cartones de
apuestas para los corredores de apuestas de los Maceo y el marinero visitante podía
encontrar más prostitutas per capita que en Shangai. Para cuando Sloane era una
niña, ya hacía sesenta años que Guy Lombardo o Jimmy Dorsey habían jugado en el

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Cuarto Balinés, pero en ocasiones, durante sus visitas, podía oír todavía sus
fantasmas: vasos entrechocándose, risas apagadas, el repiqueteo de una máquina
tragaperras cobrando premio. El olor de un whisky escocés o de un buen puro habano.
El club nocturno había sido construido sobre un rompeolas en forma de T, con un
restaurante y la cocina en un extremo de la T y un casino al otro lado, de espaldas al
mar, donde ahora dormía Odessa. Los zapatos de Sloane resonaban al cruzar el paseo
hecho de tablas a la intemperie que tenía en la cara del mar. El golfo se hinchaba y se
replegaba bajo ella, formando espuma alrededor de los postes llenos de percebes del
rompeolas. Sloane pasó la cabaña del guardia. Hubo una vez donde un centinela
hubiera estado allí de guardia. Si aparecían la policía o los rangers de Texas, su
misión era apretar el botón que activaría la alarma en el casino al otro lado del
rompeolas. Allí las mesas de blackjack y las ruletas se esconderían en las paredes
como mesas de planchar, y los ricos gángsteres y los banqueros de Houston se
sentarían apresuradamente enfrente de mesas con partidas de canasta y bridge
preparadas ya de antemano. Ya no había ningún guardia en la cabina, que ahora era el
hogar del motor de un coche Lincoln Town del 97 reconfigurado para funcionar con
propano. Se podía escuchar su zumbido incesante, proporcionando la energía
necesaria para la luz y el refrigerador de Odessa, su horno eléctrico, su soldador y su
máquina de coser.
La puerta principal del Cuarto Balinés era de cristales ahumados. Sloane se quedó
frente a su propio pálido reflejo. Aquel día llevaba unos pantalones oscuros, una
blusa de algodón blanco y un simple velo levantado para protegerle el cuello del sol.
Un pequeño anole verde, una lagartija del tamaño de su dedo corazón, saltó sobre el
cristal, mirándola atentamente. Con un soplido, convirtió su garganta en una bolsa de
irritación cuando el reflejo de Sloane pasó junto a él y desapareció dentro de la casa.
Temprano en las mañanas de calor, el terciopelo rojo del tapizado del Cuarto
Balinés tenía el triste y sórdido aspecto que siempre tienen los pubs nocturnos en las
horas de luz diurna. La brisa del golfo pasó a través de las contraventanas abiertas de
Odessa haciendo oscilar y golpear las paredes a las redes pescadoras que decoraban
las habitaciones. Hebras alborotadas de tela de araña vibraban y se agitaban en los
respaldos de las sillas y las patas de las mesas. Sloane pudo ver varios más de
aquellos pequeños anoles verdes, uno congelado en la mitad de un plato a medio
camino de cruzar la mesa, otro sobre el respaldo de una silla mirándola con ojos
perniciosos.
Odessa levantó la mirada de su mesa de trabajo. Llevaba sandalias y un kimono
rojo con unos estampados de misteriosos pájaros dorados. —Vaya, niña, te estuve
buscando ayer para despedirme pero nadie parecía saber dónde te habías metido—.
Entrecerró los ojos para ver mejor y se levantó alarmada al observar los
cardenales del rostro de Sloane. Se fundió en un cálido abrazo con Sloane. Por
primera vez Sloane se dio cuenta de que la bruja se había hecho vieja. Podía sentir las
vértebras de su espina dorsal bajo sus dedos. El fino pelo se había vuelto totalmente

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blanco, y su piel era de un rojizo parduzco, quemado por el viento y acartonado
después de tantos años de sal y sol. Su espalda estaba comenzando a inclinarse, y los
pechos le colgaban flácidos bajo la bata. Olía a aceite de máquina de coser y ropas
recién planchadas, limpiador de uñas y base de Max Factor.
Las visiones de Sloane volviéndose fea y vieja que la habían asaltado durante su
conversación con Momus, volvieron a inundarla.
Odessa retrocedió un poco y sujetó a Sloane por sus hombros. La examinó de
abajo a arriba y le tocó muy suavemente la mejilla herida con el envés de una mano.
Sus nudillos estaban hinchados por la artrosis.
—¿Y bien, niña? Empieza a hablar.
Sloane le contó toda la historia de su visita a Momus, su estúpido remate final
donde casi conseguía que la violasen y su rescate a manos de un gigante llamado
Ham y su amigo el boticario. Cuando llegó a la parte final del relato, donde volvía a
casa y encontraba que su madre no había mejorado, le fue difícil contener el llanto.
Cuando terminó, Odessa sacudió la cabeza.
—Hay días donde no puedes vencer el ímpetu de perder. Intentas con todas tus
fuerzas ser una buena niña, ¿no es verdad, Sloane? Como si eso fuese a salvarte a ti.
—Los hombros de Odessa se hundieron cuando se pasó una mano por su fino pelo—.
Y además has hecho un trato con Momus. Ahora tendremos que trabajar algo para
evitar que caigas en las comparsas, chica —suspiró—. Reconozco que este es un
problema Coca-Cola —dijo al fin—. He estado reservando las últimas para alguna
emergencia y creo que la situación actual no desmerece. ¿Quieres una, mi niña?
Unos vasos de whisky estarían mejor, pensó Sloane.
—Sí, por favor.
Odessa pasó a través de unas puertas abatibles al fondo del salón comedor y entró
en una cocina del tamaño de un restaurante. Un poco más tarde volvió con dos vasos
llenos de cubitos de hielo. Un refrigerador con una máquina de hacer cubitos de hielo
había sido uno de los lujos especiales que Jane Gardner siempre se había asegurado
de proporcionarle. Odessa también trajo una vieja botella de dos litros de Coca-Cola
con el plástico cubierto de polvo y recorrido por pequeñas hendiduras. Lo abrió
ceremoniosamente y bebieron juntas.
—Debería haber adivinado que algo pasaba por la forma en la que vestías ayer.
Me imagino que ibas bien arreglada para pedir a favor de tu madre. Fue un acto muy
valiente, maravillosamente valiente, ratoncita —dijo Odessa—. También muy tonto.
¿Por qué no me dijiste que estabas planeando esto?
Porque entonces quizás sería bastante posible que hicieras una muñeca Jane
Gardner y la dejaras en algún lugar, Dessa, se dijo Sloane.
—Lo siento —murmuró Sloane con la mirada baja—; debería haberlo hecho, lo
sé. Estaba preocupada y habría perdido el valor si me hubiese puesto a hablar de
aquello.
Lo cual también era cierto.

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—Ja. Casi puedo imaginarte. —Odessa agitó su vaso de bebida, haciendo que los
cubitos de hielo entrechocaran los unos con los otros—. ¿Puedes recordar las palabras
exactas que le dijiste?
—Solo que no podía soportar que ella… —Sloane se detuvo. La sangre pareció
desaparecer de su rostro—. No. Eso no fue lo que le dije. Le dije «no puedo soportar
verla morir». —Toda una serie de horribles posibilidades comenzaron a pasar ante los
ojos de ella—. ¡Pero él sabía lo que yo quería decir, Dessa!
—No intentes eso conmigo —dijo Odessa con voz cortante—, resérvalo para
alguien a quien quieras engañar. Nadie le dice a Momus nada que no sea exactamente
la verdad. Eso es justo lo que dijiste y eso es justo lo que tú querías decir.
—No era todo lo que quería decir —susurró Sloane.
Su madrina se encogió de hombros.
—Cuando cenes con el diablo, utiliza una cuchara larga. Bueno, el daño ya está
hecho. «No puedo soportar verla morir» no es… no es una feliz elección de palabras,
Sloane.
—Supongo que si me quedo en la habitación de madre mirándola veinticuatro
horas diarias vivirá para siempre —replicó ella con tono agrio.
Odessa tomó un sorbo de su Coca-Cola.
—No seas odiosa, muñeca, pero existe al menos una forma por la cual tú no
podrías verla morir.
Sloane se la quedó mirando durante un buen rato.
—Oh —dijo ella—. Te refieres a que yo muera antes.
—Encaja en la letra del trato —la Reclusa tomó aliento—. No, creo que tendrás
que volver y renegociar, querida. Solo por esta vez, te ayudaré y tú serás un poco
menos tonta. ¿Me creías tan poca cosa? —le preguntó con un chispazo de furia—.
¿De verdad creías que estabas preparada para encontrarte con Momus sin mi ayuda?
—Se volvió de espaldas a la chica apoyándose en la parte superior de la máquina de
coser—. ¿Olvidas que hay más personas aparte de tu madre que cuentan contigo?
Sloane mantuvo sus ojos clavados en el suelo.
—Jane Gardner no es la única persona que necesita un sucesor, Sloane. ¿Quién
podría hacer su trabajo? Cualquiera, cualquier persona insípida, cualquier mente
práctica de algún lacayo de la Comparsa de Momus puede garantizar el servicio de
alcantarillado u ordenar que se arregle un depósito de agua cuando comienza a tener
fugas. Pero ¿qué pasa cuando la magia comienza a tener fugas, eh? ¿Qué pasa cuando
las pesadillas empiezan a derramarse dentro del pequeño imperio de Jane y no hay
ninguna Reclusa allí para devolverlas al Mardi Gras? Te he enseñado con un
propósito, Sloane.
—Oh, bien —dijo Sloane—. Estaba impaciente por sentirme más culpable
todavía.
En algún lugar en la parte trasera de la casa, una contraventana dio un golpe una
vez, dos veces. Odessa se echó a reír. Se volvió y despeinó el corto pelo castaño de

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Sloane.
—Tienes razón. ¿Qué has hecho para merecer tan terrible pareja de viejas señoras
revoloteando a tu alrededor? Aún y todo queda el asunto de la renegociación de tu
trato. Y para eso necesitamos otra tú muy diferente, si es que vas a negociar con el
propio viejo lunático. Necesitaremos alguien mucho menos agradable.
Golpeteó el cristal del vaso con las uñas.
—Voy a hacerte una máscara —dijo la bruja al final. Los ojos de Sloane se
abrieron de par en par. Las máscaras de Odessa estaban cargadas de poder. La
Reclusa vació lo que le quedaba de su Coca-Cola—. Si necesitas un nuevo rostro hay
algunas cosas que tienes que afrontar… —dijo ella—, cara a cara.
Una pequeña colección de máscaras colgaba de la pared al final del escritorio.
Sloane reconoció algunas de ellas: Hollow, Salvamento Seco, Lagarto, Peloquemado.
—Casi he acabado con esta —dijo Odessa cogiendo una ficha de cobre pulido del
banco—. ¿La recuerdas?
Las prominencias de la cara y las cejas estaban hechas de piezas de ordenador que
Sloane había rescatado para Odessa de un antiguo PC clónico que había encontrado
abandonado en el ático de Ashton Villa.
—Claro. ¿Cómo lo vas a llamar?
—1999 —La bruja puso el frío metal con suavidad contra el rostro de Sloane. La
máscara le cortó la respiración como lo hubiera hecho una sacudida eléctrica,
inundándola con un gimoteo, zumbido, una cascada inhumana de cálculos,
adquisición, construcción, comercio. Con manos temblorosas, Sloane se la quitó y la
depositó sobre la mesa de trabajo de Odessa, intentando respirar, esperando que los
ritmos de aquel desvanecido mundo industrial dejaran de rugir más a través de toda
su sangre.
—Oh, dioses. Sabía que iba a ser diferente, pero…
—Una cosa es oír historias pero otra muy diferente es sentirlas, ¿no es así, cielo?
Eso es lo que perdimos —dijo Odessa—. Tanto, Sloane. Hemos perdido tanto…
Sloane pensó en Joshua Cane. Su madre había vendido medicinas de verdad en
pequeñas pastillas perfectas. Ahora él machacaba hierbas con la cabeza de un palo de
golf.
Odessa cogió la máscara.
—Déjame tan solo arreglar esto un poco.
Odessa limpió la mesa de trabajo de todos los pedacitos de tela, metiéndolos
luego en un cajón bajo la máquina de coser que ya estaba llena hasta reventar del
tosco moderno algodón de Galveston y de tesoros de antes del Diluvio: lazos y
medias de nylon, rollos de papel con dibujos de flores, pantalones de poliéster y
tejanos desteñidos de alta calidad con las etiquetas Levi’s todavía colgando, tela de
algodón afelpada crepé, cuadrados de jerséis gris y metros de gabardinas formales.
Odessa limpió su lugar de trabajo, metiendo una lata de disolvente bajo el escritorio,
y colgando su soldador en un espacio preparado para tal uso en la pared. Los objetos

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metálicos los puso en dos cajas rojas de aparejos de pescar: tornillos y clavos y trozos
de alambre, llaves inglesas y brocas, limas para metal, madera y cristal.
Cuando Odessa hubo terminado de ordenar la mesa a su gusto, hizo que Sloane se
echase sobre ella con el rostro mirando hacia el techo, con la cabeza descansando en
una almohada de trapo improvisada.
—Esto nos va a llevar algún tiempo —dijo ella presionando con una uña roja los
labios de Sloane—. Posiblemente horas. Le enviaré un mensaje a Jane para decirle
que estás bien. No comerás, no beberás y no dormirás. Serás la máscara.
Odessa se dirigió a la puerta que daba a la cocina y comenzó a buscar
desordenadamente. Sloane trató de llamarla. Las palabras se reunían como calor en su
boca, pero los labios no se abrían. Tenía los labios adormecidos allí donde Odessa le
había tocado con su uña. Lo intentó con más fuerza, luchando desesperadamente. Un
débil silbido se escapó de sus labios. Se rindió.
Odessa volvió sujetando dos pajitas.
—Póntelos en la nariz —los ojos de Sloane se abrieron de par en par—. Quieres
respirar, ¿no? No te preocupes, estas son anchas, de las de batir la leche. Recogidas
en la calle Denny. No me importa ponértelas yo, pero se van a mover menos si te las
pones tú misma.
Sloane cogió las pajitas y se las ajustó con cuidado, una en cada agujero de la
nariz. Olían a plástico viejo. Odessa la examinó, mirando arriba y abajo a través de
sus bifocales, y luego asintió con la cabeza.
—Perfecto —dijo con voz cansina—. Tengo la certeza de que aportan carácter.

La Reclusa hizo varios viajes a la cocina, volviendo con tres grandes tazas llenas de
agua, un bote de yeso en polvo, un bote con una etiqueta de «Productos Dentales
Danlo», y una jarra de vaselina. Humedeció una tira de tela y fue humedeciendo con
cuidado el rostro de Sloane. El agua estaba caliente y olía levemente a sopa.
—Tu madre y yo siempre fuimos diferentes. Jane es una criatura de arcilla. Todo
se le queda pegado. No es de extrañar que no se pueda mover, con todo ese peso
encima. Por mi parte, yo vivo en un mundo de agua —dijo la vieja bruja, pasando el
paño húmedo por las sienes y los labios de Sloane—. Todo va discurriendo lejos de
mí.
Odessa recorrió el rostro de Sloane con un trapo seco, luego abrió su jarra de
vaselina y extendió una fina capa sobre la cara de Sloane con las yemas de los dedos,
prestando especial atención a sus cejas y sus pestañas. Después buscó una vieja
media de nylon en el cajón del escritorio.
—Ahora tenemos que proteger tu pelo, ¿no es cierto, pastelillo?
Le puso la media en la cabeza y luego lo envolvió todo con una badana de
muselina. Odessa cogió un par de tijeras y cortó tres piezas de estopilla en
rectángulos de treinta centímetros por un metro. Luego echó el yodo en polvo en una
gran taza de agua.

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—Claro que estos últimos años no he estado tanto con Jane. Ella me ha dejado de
lado con demasiada facilidad. No puedo decir que la culpe. Me he convertido en una
vieja quisquillosa. Nunca dirías que yo hubiera sido bonita un día, ¿no?
Volvió a la cocina y regresó con una batidora eléctrica.
—Ruido —advirtió ella, y acto seguido conectó la batidora y comenzó a batir el
yodo—. Sin grumos. Como una buena base de pastel. A Jane nunca le interesó la
cocina, tampoco. Siempre quería comer fuera. Italiano. Griego. Bueno, ella venía de
ese tipo de ambiente. Mucho más rica que mi mamá. Mi mamá me enseñó a cocinar.
Pechuga de pollo frita, pasteles, pan de maíz. Guisantes ojos negros en el día de año
nuevo. —Sacó la batidora del recipiente. El yodo goteaba por su pequeña hélice—.
Bien —limpió el aparato—; Jane y yo tenemos nuestros diferentes tipos de poder.
Cogió el bote de la etiqueta de Productos Dentales Danlo.
—Alginato. Lo hacen de algas, pero realmente no sé cómo. Robé esto del
despacho de mi dentista. Dr. Holub. Perdió la razón el día después del Diluvio. Se
suicidó con un hacha. Un asunto desagradable. —Puso el alginato en un segundo
tazón—. Antes se hacían impresiones dentales con este material. —La batidora
eléctrica volvió a zumbar de nuevo. Cuando paró, la mano de Odessa, cubierta de
manchas, apareció de pronto sobre el rostro de Sloane—. Y ahora, querida, es hora de
que cierres los ojos.
Le tocó el párpado izquierdo con la uña roja, después el derecho. Se cerraron
como si estuvieran hechos de plomo.
Sloane se quedó en penumbras. El pánico saltó sobre su estómago como un grillo.
Casi se sintió tan asustada como cuando se había encontrado con Momus. En
ocasiones, porque ella quería a Odessa, olvidaba lo horrible que el ángel de Galveston
podía llegar a ser.
El alginato cayó alrededor de sus ojos y corrió por su rostro. Eran oleadas
húmedas y frescas, espesas como la base de un pastel, extendiéndose por sus mejillas
y sus labios. La oleada remitió y luego comenzó una segunda resbalando desde su
frente, cubriendo sus párpados y bajando por su nariz.
Odessa debía de estar utilizando un cucharón. Una tercera ola espesa sobre su
boca y mejillas. La respiración de Sloane se hizo más fuerte. Tenía la boca cerrada y
las ventanas de su nariz vibraban con fuerza. Se encogió intentado alejarse lo más
posible del alginato.
—Nada de eso. —Una palmadita seca sobre su frente y su rostro se quedó inerte.
Odessa tocó después su hombro izquierdo. La insensibilidad se fue extendiendo a
través de su toque, haciendo que la carne fuera muriendo poco a poco. Sloane
gimoteaba. Ahora el otro brazo. Ahora su pecho. Ahora sus caderas, su cintura
muriendo, su sexo, la parte superior de sus muslos. Odessa tocó cada pierna. Sloane
dobló los pies hasta que las pantorrillas perdieron la sensibilidad, luego sus tobillos, y
después los dedos de sus pies.
Tanto hubiera dado que estuviera muerta. Su cuerpo ya no vivía más; ella era

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madera y arcilla, palos y piedras. Ella era una ciega cosa muerta, una piedra del
subsuelo, atrapada en la oscuridad con tan solo el sonido de su propia respiración
asustada, antinaturalmente alta. Un pensamiento terrorífico cruzó de pronto la mente
de Sloane: no era una mujer, era una de las muñecas de Odessa, una cosa con vida
pero sin volición, para ser arrojada al mar o depositada en una caja de zapatos y
enterrada viva.
Esto es lo que siente madre cada día.
Otra oleada de jarabe fresco sobre su rostro.
—Creo que ninguna de nosotras comenzó a envejecer hasta que tú naciste —dijo
Odessa—. Yo estaba allí aquella mañana. En el exterior hacía un viento huracanado,
y hacia mucho frío, más de lo normal. Hasta ese momento, ni Jane ni yo nos
habíamos planteado que moriríamos. Pero cuando ves a un bebé, es cuando le das la
vuelta a tu reloj de arena. Cada vez que te veía hacerte mayor, Sloane, me sentía
envejecer yo también. Solo que tú ibas brincando y yo iba dando traspiés. A ti te
crecieron los pechos, a mí me crecieron las arrugas. Perdí la cuenta de mis
cumpleaños cuando comencé a contar los tuyos, y cada vez iban y venían más y más
rápido. Algunos días dolía mucho verte, Sloane. Yo te quería muchísimo, quizás más
que a mis propios niños, si hubiese tenido alguno. A ellos me habría ido
acostumbrando. Pero tú irrumpías aquí como un pajarillo cantarín y después te ibas
de nuevo. Observándote jugar, podía sentir los segundos escapándose de mí, uno a
uno.
Sloane yacía en la oscuridad, paralizada.
El alginato comenzó a solidificarse inmediatamente, endureciéndose hasta tomar
la consistencia de la dura gelatina fría. Después de tres minutos, Odessa le dio unos
golpecitos en el cuero cabelludo.
—Ya debería estar listo. Mueve los músculos de la cara por mí ahora, cielo, para
despegar la pasta. Voy a hacer un molde de yeso. ¿Recuerdas aquellos pedazos de
estopilla que corté antes? Ahora los estoy sumergiendo en el yeso. Bien. Ahora los
voy a ir colocando sobre tu cara y así conseguiremos algo de apoyo para el alginato.
Eso es, mi niña. Hay un bonito rostro debajo de todo esto. No sé por qué lo escondes
tanto. Velos y capuchas y siempre mirando al suelo. —La presión de los dedos pasó
alrededor del cuero cabelludo de Sloane, de sus mejillas, de su mandíbula y su
barbilla. La voz de Odessa sonaba cansada otra vez—. El tiempo se encargará de
ocultarlo por ti dentro de poco.
El cuerpo de Sloane le parecía pesado y sin vida sobre la mesa de la bruja, un
pedazo de carne, nada más. Las rígidas pajitas que tenía colocadas en la nariz le
daban ganas de estornudar. El sonido de su respiración pasando a través de ellas le
parecía terriblemente alto, tanto que tenía que esforzarse por oír la voz de Odessa.
—Yo fui tan guapa como tú una vez, si puedes creerlo. Fue un trabajo duro el
comportarse como una dama en aquellos últimos años antes del Diluvio; la magia se
te metía en la sangre como el vino, si tú eras un ángel. Hubiera sido fácil conseguir lo

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que hubiera querido. —Los viejos dedos de Odessa estaban en la única parte expuesta
de su cuerpo que todavía tenía algo de sensibilidad, justo en la nuca, desnuda más
abajo de los vendajes. Odessa le acarició con suavidad su pelo corto—. Las noticias
estaban llenas de historias de ángeles y de monstruos, de milagros y pesadillas. Todo
aquel invierno fui sintiendo crecer la magia dentro de mí, como si estuviera en el
golfo y la marea estuviese viniendo. Ya sabes cómo es, el agua te llega a la cintura, a
tu pecho, y después a cada oleada tus pies pierden un poco más de firmeza y te cuesta
mantenerte en pie. Luego te llega al cuello, vuelves el rostro hacia arriba, una ola te
alcanza y tienes sabor de sal en la boca, pierdes pie, otra ola, y consigues rehacerte de
nuevo.
—Todavía no tengo claro por qué estoy aquí realmente. La mayoría de nosotros
se perdió en un latido de corazón, pienso. Tenía una amiga a la que vi desintegrarse la
noche del Diluvio. Disuelta como un azucarillo en una taza de café caliente. Y por
supuesto, muchos de los que sobrevivieron nunca pudieron escapar del Mardi Gras.
Por lo que sé, todavía están allí con tu padrino.
El ruido de la respiración de Sloane era como un viento rítmico. A ella le hubiese
gustado sentir su pecho subiendo y bajando a su compás. A ella le hubiese gustado
poder sentir su pulso recorriendo sus muñecas y sus tobillos adormecidos.
—La gente se estaba volviendo loca —continuó Odessa—. Las calles estaban
llenas de monstruos. La gente esperaba que yo hiciera algo. No sabía qué hacer. Fue
Jane la que se encargó de todo. Se dio cuenta de que teníamos que entrar en las
comparsas. Fue la que salvó todo lo que había en el hospital antes de que se viniera
abajo. A alguien más se le ocurrió la idea de reventar los oleoductos para conseguir
combustible, pero fue tu madre la que lo llevó a cabo. Parece que cada vez que el
desastre ataca, la isla toma a un Gardner. Los Denton siempre se preocuparon
únicamente de ellos mismos, y los Ford siempre han tenido un ojo mirando a sus
espaldas. La gente confía en los Gardner. Ella trabajaba todo el tiempo, apenas
dormía. Yo podía ir a su casa, esto era antes de que se trasladara a Ashton Villa,
tambaleándome a las dos o a las tres de la mañana, y siempre me la encontraba
trabajando. Tenía que estar con ella en la habitación para asegurarme de que sus
pesadillas no crecieran demasiado, ya me entiendes. Ese era el tipo de cosas que
solían ocurrir en aquellas primeras seis semanas, y no hubiéramos podido
arreglárnoslas si la hubiéramos perdido a ella. Ella se quedaba dormida en el pequeño
sofá, quizás con su cabeza en mi regazo, con el rostro recorrido por el cansancio del
trabajo, demasiado cansada incluso para soñar, y yo nunca podía echarme a dormir.
Había una débil luz, creo que era una lámpara Coleman, y la ponía muy bajo, casi al
mínimo, y allí estaba en la esquina con su pequeño siseo mientras yo la miraba la cara
de tu madre entre las sombras.
La voz de Odessa se detuvo, junto con sus dedos.
—La admiraba mucho —confesó. Después de un momento retiró su mano del
cuello de Sloane—. Pero eso fue hace mucho tiempo. Ya no viene a visitarme nunca.

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Tan solo envía a su pequeña mensajera, ¿verdad, cielo? Tan solo te envía a ti.
Los dedos de Odessa volvieron a la tarea. Sloane los podía sentir levemente
meneando con delicadeza el borde de la máscara de alginato con su soporte de yeso.
En un momento dado, la máscara se liberó de la frente de Sloane con un pequeño
tirón, un soplo de aire fresco sobre su piel. Poco a poco y con suavidad, Odessa fue
retirando la máscara. Las pajitas cayeron de los orificios nasales de Sloane, la
oscuridad contra sus párpados cedió paso a la luz, la gelatina desapareció de su boca
con un último beso. Después Odessa le dio un golpecito en cada ojo y pudo ver.
Odessa se aplicó rápidamente en lubricar el interior de la máscara con vaselina,
para después llenarlo con yeso fresco. Veinte minutos más tarde el yeso ya se había
secado. Retiró el molde de alginato, y Sloane se encontró mirándose en una
impresión de yeso de su propio rostro.
Odessa exhaló un largo suspiro y flexionó sus dedos. Miró a Sloane a través de
sus gafas bifocales de varilla.
—Ahora, veamos qué Sloane puede estar a la altura de las circunstancias con
Momus ¿de acuerdo? —Cogió un puñado de arcilla de un bote bajo su escritorio.
Sloane luchó por hablar.
—¿Qué dices? —preguntó Odessa—. Vaya, cariño, lo siento —dijo tocándole
levemente sobre los labios.
La voz de Sloane volvió.
—Gracias a Dios —soltó bruscamente, con las palabras saliéndose de su boca
como el agua de una manguera retorcida puesta bien de improviso—. Uf. ¿Hay algo
que pueda hacer para ayudar?
—Quizás más tarde. Por ahora… bueno, querida, tu versión de ti es parte de tu
problema, ¿no es así? —Odessa cogió una pequeña bola de arcilla y la puso sobre la
punta de la nariz de yeso de Sloane, moldeándola hasta hacerla asemejar más a la
suya propia—. Y los ojos… tú tienes esos ojos tan bajos, corazón, siempre mirando al
suelo. Ese no es el espíritu adecuado para el Mardi Gras.
Sloane observó cómo Odessa iba rehaciendo su rostro. Sus ojos se hicieron más
finos y maliciosos. Le fue modelando una nariz prominente. Sus mejillas se elevaron
y se hicieron más afiladas. Y donde sus propias cejas eran rectas y pasaban
desapercibidas, las que crecían bajo los dedos de Odessa eran descollantes.
Fue una hora de trabajo, cuidadoso y meticuloso. Cuando estuvo terminado,
Odessa se reclinó y se apretó las manos contra comienzo de la espalda, bajo el cuello.
—Ahí lo tienes, mi pequeña —dijo mientras Sloane se asomaba a su hombro para
examinar la máscara—. ¿Qué te parece? Un putón la miraba con una mirada
provocativa y una sonrisa peligrosa.
—Esa no soy yo —dijo Sloane.
—Todavía no.
Los dedos de Odessa estaban grises y sucios, sus gafas cubiertas de yeso en
polvo.

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—Ya es tarde —dijo ella—. ¿Qué te parecer si echamos un bocado mientras esto
se termina de endurecer?
Con un suspiro, se levantó del escritorio y comenzó a andar a través del cuarto,
con los miembros rígidos después de haber estado tanto tiempo sentada. Sloane
siguió a la bruja cuando ella empujó la puerta que las separaba de la gigantesca
cocina donde el grupo de cocineros chinos de los Maceo había una vez cocinado para
doscientas personas cada noche. Estaba inmaculado. La mesa de trabajo de Odessa
estaba siempre revuelta, pero en la cocina no se advertía el más mínimo desorden.
Era una cocinera maravillosa, con dos recetas de pastel de nuez de las que te podían
hacer perder el sentido. Uno de color claro y ligero con un débil aroma a vainilla, el
otro tan oscuro como el barro del Misisipi y tan denso como un yunque.
En el medio del suelo de la cocina había una trampilla que Odessa siempre dejaba
abierta. Según ella, uno de los pinches chinos se sentaba allí con una caña y pescaba
para la cena especial en los días de Maceo. Ahora el sonido del mar surgía desde allí
junto con un poderoso olor salobre a sal y madera húmeda. Odessa desplegó una gran
actividad en la cocina, hasta tener listo para la comida un salmón frito con arroz y
alubias rojas.
Después de que hubieran comido, Odessa hizo una máscara trasera y después otra
frontal, esta vez en cemento de yeso. Puso una gran olla de agua a calentar en la
cocina. Luego rebuscó en su cajón de sastre y sacó una larga madeja de cuero. Con
cuidado, fue envolviendo con el cuero la cara de cemento. Después sumergió toda la
cabeza en el agua caliente del fuego de la cocina. Apagó el gas y dejó reposar el
cuero durante diez minutos. Luego le pasó el busto a Sloane, diciéndole que moldeara
y escurriera y retorciera.
—Tu turno, querida. Esto que sostienes entre tus manos es una nueva vida. Una
oportunidad de comenzarlo todo de nuevo. Este es tu nuevo rostro. De ahora en
adelante tú serás la única que lo va a tocar.
Sloane extendió el cuero presionándolo con fuerza contra las cuencas de los ojos
del molde con sus dedos pulgares y lo tensó sobre las altas y afiladas mejillas de la
zorra. Cuando el cuero se ajustó sobre la máscara y se lo fijó a ella, Odessa le alcanzó
un cuchillo de mantequilla de madera para utilizarlo como rascador.
Hacía mucho calor. El sudor se concentraba en grandes surcos en los sobacos de
Sloane y le perlaba la frente. Se sentó con la máscara en el regazo, rascando,
trabajando pacientemente, apretando el cuero con el rascador. Poco a poco se perdió a
sí misma entre sus manos. Ya no oía el mar murmurando abajo junto a los postes del
malecón o el ventilador girando sobre su cabeza. Incluso sus ojos parecían otra
expresión del tacto, una confirmación de lo que sus dedos ya sabían.
Una cara comenzó a surgir del cuero, un rostro riente, más oscuro que el suyo y
más experimentado. Le mostraba una amplia sonrisa y ella se sintió incómoda, como
perdiendo pie. Sentía intensamente la piel de su verdadero rostro, tensándose a lo
largo de los surcos sobre sus ojos. La sangre le calentaba las mejillas.

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Fue una verdadera sorpresa cuando Odessa rompió el silencio.
—Ya es suficiente por ahora, cielo.
Acto seguido le dio a Sloane un martillo con una cabeza hecha de la bocina del
volante de un coche lijada hasta quedar tan suave como la seda. Sloane comenzó a
clavar la parte puntiaguda del martillo sobre el cuero, trabajando en un rasgo cada
vez. Los golpes del martillo iban haciendo el cuero más compacto, prensándolo y
ajustándolo aún más al molde. Le llevó una hora acabar con el ojo derecho y su
mejilla. Una vez que Sloane había cubierto una parte con pequeños hoyuelos, los
trabajaba una y otra vez con el rascador, frotando los surcos, alisando cada pequeña
arruga e imperfección. Tensándolo más.
Sentía su propia piel tensándose entre los huesos de sus mejillas y su mandíbula.
El rabillo de sus ojos comenzó a cambiar de expresión, y aunque le dolía la espalda y
estaba desesperadamente sedienta entre aquel calor sofocante, no pudo evitar esbozar
una sonrisa.
Las horas fueron pasando.

Durante un buen rato su mente estuvo vacía, tan tranquila como una charca de agua
marrón. Luego, lentamente, imágenes y recuerdos comenzaron a flotar en la
superficie. El ligero golpeteo de su martillo modelando la máscara, liberando
pequeñas huellas de aroma de cuero y el recuerdo de Momus de pie junto a ella.
Recordó la sensación de realidad que le produjo, y la palidez de su piel, similar a la
de la tripa de un pez. Jane sostiene un Galveston, yo el otro, y la Reclusa vigila las
puertas entre los dos. El recuerdo de aquel momento se sostuvo en su mente mientras
terminaba de martillar a lo largo de su mejilla izquierda. Luego cogió el rascador y
frotó el cuero con ella. Y conforme iba modelando el cuero, el recuerdo se iba
disipando, dando forma a la superficie de la máscara hasta que el recuerdo comenzó a
desaparecer sometido a la presión de aquellos dedos, hasta que finalmente borró
cualquier rastro de su piel blanca, y todo lo que quedaba era la suave y tersa piel del
cuero bajo sus dedos.
Al igual que las finas hierbas, al machacarse, liberan una tímida explosión de
aroma, así los golpes del martillo liberaban racimos de recuerdos; alientos de deseo,
desespero, esperanza, lástima. Visiones de dolor, momentos cuando a pesar de toda su
habilidad y esfuerzo no había sido lo suficientemente invisible.
Los aplastó con un movimiento de los dedos.
Era asombroso que uno pudiera hacer eso. Le parecía increíble que pudiera
incluso tomar el recuerdo de su encuentro con un dios y eliminarlo, vaciarlo,
despejarlo. Vio a su madre, yaciente en la cama y mirando a Sloane, temerosa de
morir y más temerosa aún de que su hija no pudiera estar a la altura de sus
responsabilidades. La duda en sus ojos era humillante, y Sloane se alegró mucho de
liberarse de él, alejándolo con pequeños y pacientes golpes del rascador de madera.
Dejó ciertos ángulos y protuberancias sin tocar: los arcos gemelos de sus cejas y

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los huesos de sus mejillas bajo ellos. Con el tiempo, aquellas protuberancias se harían
incluso más afiladas, creando duras sombras bajo el resplandor de la luz de la mesa
de trabajo.
Jane y Sloane entrada la noche en el despacho de su madre. Ella no debería haber
estado aburrida pero lo estaba, y se sentía avergonzada por ello. Todo lo que ella
quería hacer era irse a la cama, dar un paseo, trabajar en una blusa que tenía a medio
terminar en su máquina de coser, cotillear con Ladybird Trube, cualquier cosa.
Perezosa. Frívola. Débil, le dijo una voz en su cabeza. Era una voz mandona, llena de
resentimiento, que siempre le decía cosas como aquella. Si te importara realmente
algo más que tú misma, deberías…
Lo hizo desaparecer.
No te hice ningún favor permitiendo que te escabulleras de tus responsabilidades.
Eras una niña pequeña y asustadiza. Pero hay cosas de las que no puedes escapar.
También borró aquello.
Inclinada sobre los brazos echados a perder de su madre, ayudándola torpemente
a bajar las escaleras para ir al baño y después observando su lucha por quitarse la
ropa interior. Eliminó el recuerdo furiosamente, temblando de furia.
La sequía. Las miradas en los rostros de los pobres mientras pasaban por Ashton
Villa. Los mismos pobres, con la tripa hinchada por el arroz, las caras recorridas por
la sed, amarillas con ictericia, picadas por la viruela, quemadas por el sol o húmedas
por la fiebre amarilla: las hizo desaparecer, aplastando con los dedos y después
puliendo con brillo y sin voces.
El resentido e inteligente Joshua Cane que la deseaba: eliminado.
Más atrás, Sloane sentada inmóvil delante del espejo de su tocador, con su madre
detrás de ella, trenzando con cuidado su cabello. Su propia expresión seria, el tacto
seguro de su madre, la gran Jane Gardner terriblemente vulnerable, loca de amor por
su hija.
—Tú eres mi rayo de sol —le había cantado en un susurro, y le había besado a
Sloane en lo alto de su cabeza, y se habían sentido a salvo juntas. Aquel recuerdo
hizo que Sloane se enfadara aún más, y lo borró, lo borró y lo borró.
Las dos juntas jugando en las olas de la playa, Sloane ahora una niña pequeña, la
extraña risa en los ojos de su madre y agua de sal mojando su cabello. Sloane como
una bolsa de patatas fritas que explota al abrirse, riendo y pasándoselo en grande
mientras su madre salta con ella a cada ola que rompe…
Todo, cualquier pensamiento y sentimiento y recuerdo que surgiera, ella lo hacía
desaparecer. Estaba tan enfadada que todo su cuerpo le temblaba. Solo después de
varias horas la furia comenzó a remitir. Después de horas y horas y horas, finalmente
todo se hizo más suave, la superficie marrón de la máscara era como aceite bajo sus
dedos.
Luego fue acabando con las últimas arrugas una a una, sintiéndose cada vez más
alegre, lisa y afilada y sonriente. Si no hubiese sido por el intenso y hormigueante

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dolor de su cara, que parecía extenderse, y una curiosa tirantez en su pecho, habría
dicho que no se había sentido tan bien en años.

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1.5 La máscara

M
ientras Sloane terminaba su trabajo, aquel sentimiento vacío y elevado
continuaba cantando en su interior. Canturreando para sí misma, aplicó
siete capas de laca al interior de la máscara y luego la alisó hasta
conseguir un brillo de seda con una tira de cuatrocientos granos de
papel de lija extra-fino. Tiñó el cuero de un color rojizo trabajando el color con una
brocha de afeitar, añadiendo más en algunos sitios que en otros, de tal forma que toda
la cara tomó el aspecto de la piel de un animal abigarrado. Con un pellizco de
producto de belleza de un viejo bote de Comet difuminó un poco el tinte, dejando
resaltes pálidos en los salientes de la máscara, de tal forma que el cejo y las mejillas
destacaron mucho. Después cortó vendas faciales y las fijó con remaches.
El único momento de disgusto le sobrevino cuando tuvo que cortar los agujeros
para los ojos. Odessa le había puesto la máscara sobre una pieza redondeada de
madera flotante y le había dado un escoplo, un cincel con una hoja que recordaba
levemente a una bocina. Era extraño el ver a la máscara mirándola a ella, algo
parecido a su cara pero sin embargo totalmente diferente. Puso incómoda a Sloane y
eso le hizo golpear el escoplo con más fuerza de lo que en un principio tenía previsto.
Sintió un dolor punzante en su ojo izquierdo, y se hizo oscuro en aquel lado tan
pronto como la pupila de cuero de la máscara había caído.
—Odessa… —la Reclusa sacudió la cabeza y movió el escoplo hacia el ojo
derecho de la máscara. Esta vez el dolor fue incluso peor, y cuando Sloane había
terminado estaba ciega.
La oscuridad en la que se vio envuelta estaba llena de ruido. Durante toda una
vida no había habido más sonido que el de su propia respiración. El ventilador del
techo de Odessa, el mar incansable bajo las dos. Ahora, sin embargo, podía escuchar
ráfagas de risas, fragmentos de conversaciones, y el entrechocar de platos y cubiertos.
Un piano tintineaba en el fondo. Sloane levantó la máscara hacia su cara. Los sonidos
se hicieron más fuertes, como si se estuviera aproximando a una habitación
abarrotada de personas. Volvieron a difuminarse conforme fue bajando la máscara
hacia su regazo.
Se puso la máscara. Podía ver perfectamente bien. Cada mesa del Cuarto Balinés
estaba ocupada. La conversación rugía en torno a ella. La luz de las velas refulgía en
plata y cristal. Una mujer en un vestido negro de noche con perlas alrededor de su
cuello echó la cabeza atrás y rio, tan cerca que Sloane podía haberla tocado.
—¡Eh! —dijo alguien señalando a Sloane. Cada cabeza en la mesa se volvió a
mirarla a ella.
Se arrancó la máscara de su cara y volvió a encontrarse en la tranquila oscuridad.
—Todavía no —dijo Odessa—, y yo elegiría un lugar menos público para hacer
mi aparición, si fuera tú.

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—No puedo ver.
—Eso se te pasará. ¿Te traigo algo de beber, muñequita?
—Sí, por favor —susurró Sloane. Por primera vez se dio cuenta de que no había
probado bocado ni bebido nada desde que Odessa le había quitado la máscara de la
cara, hacía horas y horas ya. Su garganta estaba dura y seca y le picaba por la acción
de la laca, la pintura y el disolvente. Intentó decir algo cuando Odessa salió del cuarto
para traerle algo de beber, pero su voz era un puro graznido.
—¿Qué hora es?
—Casi el amanecer —le respondió Odessa sobre su hombro—. Casi es mañana.

El sol fue surgiendo mientras Sloane caminaba de regreso a casa. Después de pasar
tanto tiempo dentro del interior de una casa el contemplar la luz del cielo y observar
el horizonte tan lejano le producía una sensación extraña. Llevaba la máscara en su
bolso como un secreto terrible. Ya hacía calor fuera, pero el día todavía se iba a hacer
más caluroso. Ollas y cubos secos esperaban expectantes bajo los canalones de cada
tejado de las casas habitadas. Los gallos agitaban las alas y cacareaban conforme
pasaba a su lado, con los cuellos erguidos, haciendo ruido desde postes de cercas y
tejadillos de porches. Los polluelos escarbaban entre el polvo estéril. La energía
potente y tensa que la había llenado al ponerse la máscara parecía desvanecerse con
el sol, dejándola confundida y exhausta.
Corrió el último bloque de casas hasta Ashton Villa con el estómago hecho un
nudo. Quizás su madre había muerto mientras no estaba cerca para verlo. O —y la
esperanza era casi tan terrible como el miedo— quizás volviera a casa para descubrir
que Momus después de todo no la había traicionado. Quizás hubiera algún signo de
que su madre se estaba recuperando. Ya el solo uso de sus brazos sería un milagro.
Cualquier cosa que mostrara que la enfermedad había finalmente detenido su avance
inexorable.
Se coló en la casa, avanzó a través del porche, y abrió la puerta del recibidor.
Aunque apenas había amanecido, Jane Gardner ya estaba despierta y sentada en su
silla de ruedas. Sus brazos yacían muertos en su regazo, la piel cubierta con manchas
marrones fruto del mal funcionamiento del hígado. El nudo en el estómago de Sloane
se tensó aún más.
—He vuelto —dijo ella—. Ya lo veo.
—No estás… —Sloane se mordió el labio—. ¿Quieres que te traiga algo?
—Estoy segura de que estarás muy cansada —dijo Jane Gardner. Estaba mirando
al ave del paraíso que Bettie Brown tenía disecada en una jaula de cristal—. Cuando
Odessa me envió un mensaje diciéndome que ibas a estar con ella toda la noche
pagué los servicios de una enfermera. Ella me está trayendo el té.
—Yo…
Te he dicho durante semanas que no deberías pasar tanto tiempo conmigo. Una
enfermera es mucho más práctica.

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El rostro de Sloane estaba ardiendo.
—Lo siento.
—¿Por qué te quejas? Odio cuando te estás quejando todo el tiempo —dijo Jane.
Sus pes cuando decía «por» estaban definitivamente perdiendo su perfil,
asemejándose más a una be—. Toma decisiones corre-tas y deja que todo llegue a su
final.
Echó la cabeza a un lado, mirando hacia las puertas de color vino que separaban
el recibidor del salón. En la distancia, unas pisadas se aproximaban. Sloane pudo
distinguir el sonido de cucharas tintineando sobre una bandeja de té.
Con los sentimientos embotados, se dio la vuelta y dejó la habitación.

Una semana más tarde, justo después del amanecer, Sloane se encontró rondando en
la acera de la casa de Joshua Cane. Su madre no había muerto todavía. Sloane
acababa de venir del Mardi Gras. A su lado, una hiedra seca y blanquecina colgaba de
un letrero de metal descolorido de tiempos anteriores al Diluvio:
Asociación de Vecinos San Jacinto
VIGILANCIA CRIMINAL
Damos cuenta de todas las actividades sospechosas
a nuestro departamento de policía.

Soy el tipo de cosa que aquella buena gente debería denunciar. Los pensamientos de
Sloane eran irónicos. Le dolía la cabeza, sus pies sufrían, y de cuando en cuando un
poco más de sangre manaba de un corte leve en la parte superior de su pierna
izquierda. La sangre había manchado también su pantorrilla derecha. Llevaba un
vestido corto ajustado de algodón y medias de seda, que no le gustaban en absoluto
pero que hacían juego con la máscara. Es decir, hacían juego con la persona en la que
ella se convertía cuando se la ponía. Debería parecer una vagabunda en toda regla,
con su vestido manchado y oliendo a alcohol, con aquellas bonitas medias de seda
que Odessa le había dado el día de su veintiún cumpleaños rasgadas, corridas y
manchadas de sangre después de una noche en el reino de Momus.
Para su madre, verla en este estado sería impensable. Tampoco podía presentarse
de esa guisa en la mansión de Randall Denton o en la de Jim Ford, o en el Castillo
Trube. A pesar de la incomodidad de su última visita a la casa de Joshua Cane, él era
la única persona lo suficientemente anodina para que pudiera arriesgarse a que la
viera en aquel estado.
Además, siempre atrae la idea de aparecer en la puerta de tu admirador con un
vestido corto, ¿no es cierto?
Aquello era el último coletazo de la charla de borrachera de la última noche.
Silencio, se dijo.
A la luz del día, la casa del boticario parecía pequeña y desatendida, pero su capa
de pintura de diez años se conservaba mejor que la de sus vecinos. Un traje de vestir

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en un armario lleno de monos de trabajo. Sloane se acercó de puntillas hasta el
porche de la entrada. El tercer escalón crujió, con un sonido antinaturalmente
estridente a aquellas horas de la mañana. Sloane esbozó una mueca, mirando a su
alrededor para comprobar si la había visto algún vecino.
Joshua la debía haber oído en las escaleras, porque una cortina en la puerta se
descorrió y apareció su rostro. Un poco más tarde estaba de pie en la puerta. Un
madrugador, al parecer: ya estaba aseado y afeitado.
—¿Estoy en problemas?
—No que yo sepa.
—En ese caso, adelante.
La primera vez que se había encontrado con Josh allí, ella estaba en shock y era
de noche. Su recuerdo de él era el resultado de una confusión de lámparas de gas
siseantes, abrumadores olores de farmacia y dedos endurecidos tocando el tirante de
su vestido. Aquella mañana lo veía con mayor claridad. Tenía su misma edad a
grandes rasgos. Era un hombre pequeño de veintipocos años con los rasgos afilados y
las muñecas de alguien para quien la cocina y la comida son una molestia. Tenía unos
ojos oscuros bajo unas sorprendentemente pobladas cejas negras, y un cabello rizado
muy corto. Era un trabajo limpio, pero sin verdadero conocimiento. Probablemente se
lo hacía él mismo.
Joshua Cane, pensó ella, ejemplifica el tipo de pobreza que sabe más. Una
excelente camisa de seda hecha a medida, recosida con cuidado en algunas partes,
dos botones de repuesto que no coincidían con los originales, pero que lo intentaban.
Sus pantalones cortos eran nuevos, hechos de una basta tela vaquera moderna que se
obtenía allí mismo en Galveston a partir de algodón amarillo. Bajo sus pantalones
cortos, sus piernas y sus tobillos eran huesudos. La base de sus sandalias estaban
hechas de goma de neumático; las tiras estaban hechas a partir de cinturones de
seguridad de coches abandonados.
Se echó a un lado y la invitó a entrar con un movimiento de la mano, mirando a la
fea mancha de sangre que tenía en la pierna.
—¿Es algo serio?
—Tiene peor pinta de lo que es. Un accidente estúpido con una botella rota. —
Sloane se frotó la mancha con los dedos, pero se detuvo al observar que se le
quedaban rojos y pegajosos—. Oh, vaya —levantó los ojos—; quiero decir,
¿podría…?
—Hay un baño detrás de esa puerta, a tu izquierda.
—Gracias.
El baño era diminuto y mohoso. Como la mayoría de la gente demasiado pobre
como para permitirse agua corriente, Josh tenía un gran barril de agua junto a la
bañera. Una vieja botella de leche con la parte superior cortada hacía las veces de
cazo. Las medias de Sloane estaban pegadas a la piel de sus piernas por la sangre
seca. Se quitó el vestido y se metió en la bañera, echándose agua templada sobre sus

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muslos. El agua resbaló sobre su herida, que comenzó a escocerle furiosamente. ¡Ay!
¡Agua salada! Por supuesto, un hombre de la calle no estaría utilizando agua potable
para bañarse después de cuatro semanas de sequía. Joshua Cane no gozaba de los
privilegios de vivir en Ashton Villa. Sloane se sintió como una niña rica consentida.
Hay una razón para todo, señorita Gardner.
Para su alivio, las toallas estaban limpias y no olían demasiado. Se secó con
rapidez y se puso el vestido de nuevo. Había una pequeña mancha de sangre en el
dobladillo. Eso lo podría lavar más tarde, o cubrirlo con algún adorno, pero las
medias estaban hechas una pena. Cuando volvió a la habitación principal, Joshua
estaba detrás del mostrador de su farmacia, moliendo algo en un mortero con su palo
de golf.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Sloane.
—Linimento para la artritis a partir de pasta de chili. ¿Te acuerdas de Ham? A su
padre le duelen bastante las manos últimamente. Quería tener listo esto antes de la
hora punta de la mañana —dijo Josh sardónicamente.
—¿Lo estás haciendo gratis?
—Los Mather son para mí como parientes. Les debo más que una jarra ocasional
de linimento —explicó él—. ¿Qué puedo hacer por usted, señorita Gardner? Sloane
esbozó una amplia sonrisa.
—Criado por tu madre, ¿no es así?
—¿Cómo?
—Únicamente los hijos educados por mujeres de la generación de mi madre
pueden llamar a alguien «señorita».
—No puedo evitarlo.
—No, no lo hagas. Resulta original. —Sloane se rio—. Viejas formas adorables.
De verdad —se estiró los húmedos restos de sus medias—, no estoy segura de qué
hacer con estas. Además de caminar por la calle con ellas rasgadas y llenas de sangre
en las manos, claro. Quizás lo que debería hacer es simplemente dejarlas colgando
alegremente sobre el respaldo del sillón en el vestíbulo para que madre las
encontrara. —Sloane se estremeció—. Están irrecuperables, pero no sé donde…
—Si las vas a tirar, yo las puedo aprovechar. —Sloane enarcó una ceja.
Para ella era una nueva expresión, algo que le había venido con la máscara.
—No para ponérmelas —apuntó Joshua rápidamente—. Es para ayudarme a
moler algún preparado. Algo más fino que la estopilla me podría ser útil de vez en
cuando. —Sloane dejó caer el montón húmedo de seda mojada sobre el mostrador—.
Así que ¿cómo le ha ido la noche en el Mardi Gras, señorita Gardner? —dijo Josh.
Sloane se quedó helada.
—Hueles a humo de cigarrillo —explicó Josh—. No hemos tenido tabaco en la
isla en diez años. Ese fue el último ingreso importante que tuvimos. Incluso a mi
madre no le importaba empeñar un ojo y dos riñones por aquel veneno. La única vez
que tuvimos a un Denton en la tienda. La primera mujer del sheriff Jeremiah vino

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desesperada unas pocas veces antes de que el cáncer se la llevara.
—Es usted muy listo, señor Cane.
—Eso no me ha hecho rico, señorita Gardner.
—Llámame Sloane. Por favor —extendió la mano sobre el mostrador. Él sonrió,
dejó el mortero, se limpió los dedos en sus pantalones cortos y le estrechó la mano.
Sus dedos estaban ásperos, como ella los recordaba. Todo aquel moler y moler.
—¿Has estado despierta toda la noche? —le preguntó Josh.
—Siento decir que he sido una mala chica. Como si no hubiera trabajo que hacer.
Como si madre no me necesitara ahora más que nunca.
Su intención había sido encontrar a Momus y aclarar su acuerdo, fue por eso por
lo que se puso la máscara en primer lugar. Pero todo era tan extraño en Mardi Gras,
había tanta música y bailes, que le había costado un tiempo el poder adoptar sus
maneras. La habían pillado, de alguna forma, en una fiesta maravillosa en el Palacio
del Obispo. Tan solo que no era el verdadero palacio, donde ahora vivía Randall
Denton, sino uno diferente, mágico, donde todavía era febrero del 2004 y había
coches en las calles y todo el aire acondicionado que pudieras desear y comidas
exóticas exquisitas que ella no había probado en toda su vida. ¡Y agua! Toda el agua
que pudieras beber, y Coca Cola, y vino, y cerveza que no estaba hecha de arroz.
Cualquier cosa que te pudieras imaginar. Habían vivido como reyes, antes del
Diluvio. Todavía seguían viviendo como reyes en el Mardi Gras. La última noche del
viejo mundo, repitiéndose para siempre.
Sloane parpadeó. Casi se había dormido sobre su pie.
Josh se volvió y recorrió con sus dedos uno de los estantes detrás de su cabeza,
luego sacó una jarra llena de hojas secas.
—Damiana. Un suave estimulante y antidepresivo, una de las pocas plantas útiles
que crecen por aquí en estado salvaje. Los mexicanos la utilizan a todas horas, la
llaman hierba de la pastora. Nada que le importe a nadie. Antes pensaban que era un
afrodisíaco. —Levantó la mirada. Con el sabor del Mardi Gras todavía en su sangre,
ella le devolvió una sonrisa provocadora. Odessa habría estado orgullosa de aquella
mirada, pensó ella. Estás flirteando como una niña mala.
Él sonrió, desenroscando la tapa de la jarra.
—Das la impresión de que un buen estornudo te podría tumbar. ¿Puedo darte una
pequeña cosa para remediarlo? Tengo la impresión de que tus días no son del todo
divertidos ahora mismo.
—No demasiado divertidos, no.
—Perdí a mi madre hace unos pocos años —dijo Josh—: diabetes. —Sacó un
pequeño puñado de hojas de damiana y cerró la jarra—. Espero morir de un ataque al
corazón. Es malo cuando puedes ver venir el final desde lejos.
Era bastante insoportable el escucharle intentando confortarla a su incómoda
manera cuando en lugar de intentar salvar a su madre todo lo que había hecho en la
última noche era beber y bailar. Sloane sonrió con su sonrisa ensayada.

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—Intentamos aprovechar cada día tal y como viene. Joshua asintió con la cabeza,
como si aquello significase algo, como si no fuera una tontería mecánica que ella
dispensaba por todas partes cada día.
—¿Bebiste mucho ayer? No, olvida lo que he preguntado. Lo que quiero decir es
que probablemente estés un poco deshidratada. Déjame prepararte un sorbo de té.
Le mostró el camino hacia su cocina y ella le siguió sabiendo que no debería,
sabiendo que probablemente él no tendría dinero o agua suficiente para malgastarlo
con ella, sabiendo que debería regresar a Ashton Villa antes de que la echaran de
menos. En lugar de eso se hundió en una silla a la mesa en la cocina de Josh mientras
él hervía preciosa agua para hacerle una taza de té de damiana. El sentimiento de
culpa por haber abandonado a su madre para irse a bailar al Mardi Gras toda la noche,
no le hacía fácil el volver a aquel recibidor en penumbra con las cortinas echadas y
aquella figura marchita tumbada en la cama. El té tenía un sabor extraño, mentolado
y un poco amargo, pero agradeció su calor. Después de unos pocos sorbos cruzó los
brazos sobre la mesa y descansó la cabeza sobre ellos. Joshua Cane le recordaba al
adjunto Kyle Lanier, decidió adormilada. Físicamente los dos eran de pequeña
estatura, pero más importante, los dos arrastraban aquella sensación de pobreza como
una forma de resentimiento. La diferencia estribaba en que Kyle había sido pobre de
niño, mientras que Josh había sido un niño de familia acomodada. Kyle siempre
intentaba escapar de su pasado, mientras que Josh Cane no podía abandonar el suyo.
Se dio cuenta de que se debía haber quedado dormida cuando un ruido la
despertó. Josh estaba poniendo un tazón con una cuchara enfrente de ella. Parecía
como si hubiesen pasado horas, pero debían haber sido tan solo minutos. Un
momento después volvió con un cazo lleno de potaje de arroz y comenzó a servirle
una porción.
—¿Azúcar moreno o melaza?
—Azúcar —respondió ella, y luego se arrepintió por si había escogido la opción
más cara, y se preguntó qué pensaría de ella si supiera que en realidad ella no sabía
qué era lo más caro. Niña rica consentida. Sloane observó cómo un terrón de azúcar
moreno se derretía, una mancha oscura extendiéndose en el potaje. Todo su cuerpo se
revolvió ante la idea de comer, pero ella no quería parecer descortés o avergonzarle,
de modo que bendijo el potaje y se forzó a comerse todo el plato, acompañándolo con
sorbos del té amargo de damiana.
Un gallo cacareaba ruidosamente y paseaba con andares regios por el patio
trasero. Joshua se sentó frente a ella, revolviendo melaza en su potaje. Maldición.
Apuesto a que la melaza era lo más barato. Cuando Ham la había llevado allí la
primera vez, el boticario olía a los pimientos, la levadura de cerveza y el sulfuro con
el que había estado trabajando. Hoy su camisa limpia y sus pantalones desprendían
un suave pero agradable olor a recién planchado.
—Gracias por esto —dijo Sloane levantando su taza de té.
—Medicina de brujo —respondió Josh brevemente—. Lo que me recuerda que no

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recojas damiana por tu cuenta y te la bebas a litros. También funciona como laxante.
Sloane se echó a reír.
—Gracias por la advertencia. ¿Tienes muchos clientes?
—No. Yo soy… mi madre y yo teníamos reputación de ser desafortunados —dijo
Josh.
Después de un silencio incómodo, Sloane volvió a hablar.
—Gracias por el té y por la ayuda. —Cuidado ahora con su orgullo—. Me
gustaría pagarte.
—No estaba intentando ganarme tu simpatía.
Vaya que sí.
—Por supuesto que no —dijo Sloane—, pero me puedo permitir el pagarte.
Puedes ser tan orgulloso como un Gardner, pero no más orgulloso. Puedes parecer
ofendido mientras te pago, pero no voy a permitir que no me cobres nada. ¿Trato
hecho?
La miró con ojos sardónicos.
—Trato… no, espera, se me ocurre algo más. Me gustaría saber cómo es el Mardi
Gras.
Era el turno de Sloane de echarse atrás. Dio un sorbo de su té.
—No estoy segura de que pueda explicártelo. Realmente nunca he estado allí. —
Él empezó a decir algo, pero ella sacudió la cabeza—. Quiero decir que no soy
realmente yo, soy alguien más. Malicia va a fiestas, Malicia juega a los dados,
Malicia bebe y baila. Sloane… Sloane es una pobre chica. Ella se tiene que levantar a
la mañana. Organizar citas. Llevar a madre al baño.
—¿Malicia?
—Así es como la llamo. Quiero decir, a mí misma. Cuando estoy allí. No utilizo
mi verdadero nombre, no en el reino de Momus.
—¿Por qué Malicia?
Si le echaras un vistazo a la máscara, lo entenderías. Sloane se encogió de
hombros.
Joshua terminó su potaje de arroz y recogió la mesa, poniendo los platos en su
pequeña fregadera.
—¿Cuánto tiempo has estado allí?
—No mucho —respondió ella rápidamente—. Solo he estado allí dos veces.
Bueno, tres veces.
—Mmm —dijo Josh mirándola.
Sloane no podía mirarle a los ojos.
—¿Joshua? Por favor… por favor no se lo cuentes a nadie. —No lo haría—. Me
sentiría tan avergonzada. —Sé lo que es eso— respondió él. Entonces Sloane hizo
algo que nunca había podido hacer antes de ponerse la máscara. Se acercó a él junto a
la fregadera, posó sus ojos en los suyos y cogió su mano, sellando el pacto con un
toque. El rastro de una sonrisa asomó en el rostro de Joshua.

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—No se lo digamos a los demás —murmuró él. Ella le miró sin entender, pero él
sacudió la cabeza—. Su secreto está a salvo conmigo, señorita Gardner.
—¿Sloane? ¿Por favor?
—Sloane.
Ella le apretó la mano y luego la liberó. Después Sloane acabó su té.
—Gracias. Lo necesitaba. Con los pies doloridos, Sloane le permitió a Joshua
acompañarla hasta la puerta principal. Una vez más, pensó ella. Volveré solamente
una vez más a visitar a Momus. Después de eso, nunca más.
Volvió a casa a través de las zonas pobres de la ciudad en el lado sur de la avenida
Broadway, rezando en voz baja por no encontrar a nadie conocido. Incluso aunque el
día era caluroso, se sentía demasiado expuesta en su vestido corto de algodón,
especialmente con las piernas desnudas. ¡Cómo diablos me he podido poner algo tan
corto! Solo hay una explicación, pensó ella malhumorada. Mi mente está siendo
controlada por un dios al que le gustan las piernas gordas.
Su suerte casi le había salvado. Entró con cautela en la Avenida 23 y se escondió
tras una gruesa palmera en el lado oeste de Broadway, esperando el momento en el
que la calle estuviera prácticamente desierta. En aquel momento, Sloane cruzó la
calle rápidamente con la mirada baja y se deslizó a través de la puerta principal de
Ashton Villa.
—Otra vez tarde —dijo Sarah, el ama de llaves, materializándose en el oscuro
recibidor—. Y en una noche como la que ha tenido tu madre —añadió con
reprobación.
Oh, Dios.
—¿Está peor?
Sarah se encogió de hombros.
—Pregunte a la enfermera —dijo mordazmente.
—Sarah, no tienes por qué…
—¿… Por qué recriminarle nada? ¿Es eso lo que quiere decir? Tengo trabajo que
hacer —dijo Sarah, y sin esperar respuesta alguna se dirigió a la cocina.

Dos horas más tarde, Sloane estaba sentada junto a la silla de ruedas de su madre,
despierta por virtud de su esfuerzo de voluntad y del té de damiana. Los ojos le
parecían cristales empañados. La damiana no la había despertado realmente, sino que
la había puesto hiperactiva y nerviosa. Ansiaba el momento de irse a la cama.
Estaban sentadas a la pequeña mesa del comedor, una mesa circular tallada de
roble italiano. Armarios, vitrinas y cómodas refinadas a lo largo de todo el cuarto
contenían la vajilla de plata de Miss Bettie, cincuenta conjuntos de cubiertos para una
comida de siete platos. Veinte sillas a juego de estilo Elisabeth con respaldos y
cojines de terciopelo azul se distribuían alrededor de la formal mesa de madera de
cerezo que ocupaba el centro de la habitación. Sloane se preguntó cuánto de la casa
de Joshua podría comprar con el dinero de la comisión de tan solo una de las cornisas

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de nogal que había en cada ventana de la habitación. Pensamientos parecidos eran los
que recorrían su mente mientras hacía como que prestaba atención a la discusión de
su madre de los asuntos de las comparsas con Jim Ford y Jeremiah Denton.
El sheriff Denton era un tranquilo e inteligente caballero del sur de mostacho y
barba grises del tipo que Sloane había visto en fotografías de Robert E. Lee. También
tenía los ojos cansados de Lee, unos ojos que habían mirado de forma resuelta pero a
un gran coste, demasiados años de desgracias y trabajos arduos. Jeremiah era el
Denton de su generación que gozaba de respeto universal. Jane Gardner le había
engatusado para aceptar el cargo de sheriff cuando Sloane todavía era una niña.
Ahora él estaba cumpliendo su tercer mandato.
Sloane cambió la orientación de la silla de Jane sin movimientos bruscos, de
forma que pudiera ver a los dos hombres sin esforzarse.
—Incluso aunque lo hagamos, el precio va a subir, más, más, más —dijo Jim. Él
había traído el ordenador portátil Sony que llevaba siempre al trabajo desde que
Sloane tenía uso de memoria, y lo puso sobre la mesa. Levantó la pantalla.
—Permitidme mostraros algunas cifras.
Durante la siguiente hora, las cabezas de la Comparsa de Momus barajaron sus
opciones. Debatieron sobre formas alternativas de alimentación, consideraron las
mejores formas de aumentar la extracción de los pozos artesianos a lo largo de la
bahía que abastecían el suministro de agua de la isla, y discutieron la validez del
racionamiento. Todos detenían a menudo sus argumentaciones para desear una pronta
lluvia.
Era una conversación crucial, desesperadamente importante para el futuro
inmediato de la isla. Sloane siguió con dificultades todos los pormenores. Era
aburrido y ella estaba exhausta. Cada vez que se esforzaba severamente por seguir un
argumento o una idea, su concentración se le escabullía como un pececillo entre los
dedos. En lugar de aquello, se sorprendía observando la forma en la que la luz de la
lámpara brillaba sobre la calva de Jim Ford, o los dedos de su madre, tan
dolorosamente atrofiados y delgados. Recordaba aquellos dedos sobre los suyos
cuando su madre le enseñaba pacientemente a escribir a máquina en el ordenador de
su cuarto de juegos. Recortada entre ese recuerdo había otros de sus recientes noches
en el Mardi Gras: retazos de canciones, la imagen de una boca riendo, burbujas
revoloteando en una copa de champaña.
Qué valientes son, pensó ella mientras el sobrio debate discurría a su alrededor
como un murmullo. Pueden estar desesperados, pero como todos los miembros de la
generación de su madre, ellos no sentían la maldad de la sequía. Para ellos era algo
impersonal, un molesto accidente climático. Deberían estar ofreciéndole sacrificios,
o suplicar la ayuda del Mar. En lugar de eso, continuaban actuando como si tan solo
la humanidad tuviera volición y propósito. Como si el resto del mundo no fuera nada
más que un reloj, una máquina ciega, mal diseñada y caprichosa, que ellos se suponía
que tenían que regular y reparar. No pueden evitarlo, se repetía. Así es como han sido

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educados. Pero cómo cualquier persona pensante podía sostener una postura tan
inocente en un mundo donde Vincent Tranh podía ser enviado a las comparsas, donde
Momus gobernaba su reino desde un parque de atracciones tan solo a un par de
kilómetros de distancia. Aquello a Sloane le parecía algo peor que inocencia. Aquello
se parecía más a un orgullo peligroso y a pura y ciega estupidez.
—¿Sloane? ¿Sloane? —Ella parpadeó. Jeremiah Denton le estaba hablando—.
¿Le pasa algo malo a tu madre? Los ojos de Jane Gardner estaban abiertos de par en
par y sus labios estaban grises. Estaba luchando por decir algo.
—¡No puede respirar! —gritó Sloane—. ¡Llamad a un médico!
Muy tarde aquella noche en el dormitorio de Sloane, el pequeño reloj azul
Dresden que había pertenecido a la hermana tímida de Miss Bettie, marcó las dos.
Sloane estaba echada boca arriba mirando a la blanquecina mosquitera que rodeaba
su cama. Su bolso descansaba sobre el tocador francés de madera satinada pintada a
mano. La máscara estaba en su bolso. De más abajo le llegaba el débil sonido de un
piano. El fantasma de Miss Bettie. Sloane la oía tocar cada noche desde que se había
traído la máscara a casa.
Su madre estaba en el recibidor, recibiendo oxígeno a través de una máscara de
goma. Había estado muy cerca aquella noche, muy cerca. Sloane había tratado de
hacerle el boca a boca a su madre, pero en su agitación lo había hecho mal, olvidando
pinzar la nariz de su madre para mantenerla cerrada, de forma que todo el aire se
había escapado. Para cuando se había dado cuenta, había llegado la enfermera, y la
había echado enérgicamente a un lado.
El horrible sabor de la boca de su madre todavía estaba pegado a sus labios.
Sloane se sentó, descorriendo su mosquitera, y caminó con pies rápidos hasta las
puertas francesas que la separaban del balcón. En el Galveston de su padrino, la fiesta
estaría en su punto álgido. Pero allí en el mundo real, la isla yacía como un animal
muerto en la noche abrasadora. Luces de lámparas de gas ardían en los mejores
barrios; el resto estaba oscuro. Lejos, muy lejos, unas lámparas amarillas se movían
lentamente sobre la bahía; pescadores nocturnos, de faena pescando calamares o
rayas.
La boca de su madre había tenido un sabor a viejo, sus labios, flácidos bajo los
labios de Sloane. Sin lápiz de labios, por supuesto: Sloane no había estado allí para
ponérselo aquella mañana. La enfermera no había pensado en ello, y Jane Gardner no
le habría pedido a una extraña hacerle algo tan personal. Sloane no pudo recordar un
solo día en la vida de su madre donde no hubiera llevado los labios pintados. Era
parte de su armadura.
Incluso de espaldas a la máscara, podía sentirla esperándola.
Realmente no tenía nada que hacer en Mardi Gras. Necesitaba dormir. Necesitaba
estar bien descansada y alerta. Ella nunca habría debido forzar a su madre a contratar
a una enfermera. Era responsabilidad de Sloane el llevarla al baño en su silla de
ruedas, lavarla, vestirla, leer para ella. A pesar de lo cansada que estaba.

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Cada vez que Sloane le hablaba a su madre o a Odessa sobre el primer terrible
año después del Diluvio, preguntaba de dónde habían sacado las fuerzas necesarias
para seguir adelante, con enfermedades en las calles y la locura extendiéndose como
por contagio, y lo peor de todo, el terrible peso de la pérdida de todas aquellas
familias que habían sido tragadas por la marea de magia. Las dos le daban la misma
no-respuesta.
—Haces lo que tienes que hacer.
Cuando el peso asfixiante del nombre Gardner cayera sobre ella,
presumiblemente encontraría la fuerza necesaria para sostenerlo. Si la vida de su
madre no fuera una que Sloane quisiera seguir, bueno, a Jane Gardner tampoco le
habían preguntado por sus propias cargas ¿verdad? Antes del Diluvio, ella era una
joven abogada de éxito con un marido atractivo y un apartamento en la playa. Si Jane
podía perder su mundo y todavía persistir, era bien poco el pedirle a Sloane que
renunciara a su libertad.
Una de las más duras lecciones que todos tenemos que aprender es qué pocas
opciones da la vida a una mujer civilizada con algo de sentido de lo que le rodea.
El tic tac del Rolex estaba perfectamente sincronizado con el del reloj del vestidor
de Sloane. Llevaba puesto el reloj en la cama e incluso en la ducha. Con Momus
quizás observándola, no se sentía segura si se quitaba su más poderoso talismán,
aunque ella había comenzado a odiar su enloquecedor tic, tac, tic, tac, mientras se
movía y se revolvía, intentando dormir durante las largas y calurosas noches de
Texas.
Quizás, pensó Sloane, el tiempo que había pasado en el Mardi Gras aquella
última semana había sido una oculta bendición. Quizás había cometido un error al
haber ido tanto, pero la enfermera era una profesional enérgica y eficiente. Ahora
que ella estaba allí, era ridículo que se sintiera culpable por haber descuidado su
trabajo. Tanto Jane como Sloane, sentían con demasiada intensidad la humillación
por la debilidad de Jane. Ninguna de las dos podía sonreír o hacer un chiste cuando
Sloane tenía que subirle la ropa interior a su madre después de un viaje al lavabo.
Quizás Momus la estuviera engañando, el muy cabrón. Quizás él fuera a
mantener a Jane viva, pero nunca a mejorar su estado. Una tullida inútil. El dios de la
luna probablemente encontraría divertida aquella crueldad. O quizás Odessa tuviera
razón, era posible que fuera Sloane la que muriera primero. Eso planteaba la cuestión
de qué reino exactamente era el que se suponía que entonces iba a heredar:
Galveston, Mardi Gras, o el territorio crepuscular de Odessa entre ambos.
¿Realmente cualquiera de ellos esperaba seriamente que ella los fuera a suceder?
¿Sloane, que apenas podía hacer de asistente de su madre? ¿Sloane, que no tenía ni el
coraje ni la fuerza de voluntad para encontrarse una segunda vez con Momus y
enmendar su previo error? No puedo soportar verla morir. La estupidez de todo
aquello le hacía querer gritar. Ella, que se creía la más lista, la que se había criado con
dioses y brujas y que se suponía que podía entenderlos.

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No, ella tenía que volver. Tenía que enfrentarse con Momus de nuevo. No porque
ella fuera valiente. Porque ella era demasiado cobarde para pasar por más días como
aquel. Demasiado débil para soportar la decepción en los ojos de su madre conforme
Jane Gardner viera, con mayor claridad cada día, que su hija iba a ser incapaz de
mantener todo lo que ella había logrado construir.
Lo gracioso de todo aquello, pensó, era que a madre le gustaría más Malicia que
ella misma. Malicia no se sentaba en la esquina de la habitación y fingía estar
interesada en las plantas de las macetas. Ella bromeaba, engatusaba, se metía a la
gente en el bolsillo. Ella era quizás demasiado libertina para los estándares de los
Gardner, pero Malicia disfrutaría haciendo el trabajo de Jane, al menos las fiestas y su
política inherente. En cierta forma, no era tan malo que hubiera estado tanto tiempo
de la pasada semana siendo Malicia. Sloane tenía mucho que aprender de ella.
Realmente, sería una mejor heredera de su madre una vez que dominara las
habilidades que Malicia tenía para enseñarle.
Y el negro es blanco y los pollos son cerdos. Estoy segura de que estoy utilizando
una energía enorme para caerme bien a mí misma, pensó ella con amargura. Emitió
un gruñido y se frotó la cara con las manos. Se sentía completamente despierta, pero
frágil. Hacía calor y el ambiente estaba húmedo y ella nunca iba a volver a dormir.
Los relojes siguieron marcando el paso. Escaleras abajo el piano entonaba una
canción de jazz.
Sloane cerró las contraventanas y encendió la lámpara de gas del vestidor. Se
dirigió al armario y cogió un conjunto calculado para hacer rodar los ojos de su
madre, llevando un vestido de algodón de mangas cortas ceñido en el busto y la
cadera. Eligió un par de gemelos de diamantes para hacer juego con su Rolex.
Culminó el conjunto con sus mejores zapatos, los marrones con hebillas de cobre, y
una bufanda de seda envuelta sobre la garganta, un regalo de Odessa. Malicia nunca
llevaba velo. Se acercó con prisa hasta la mesilla de noche para coger la máscara.
Esta iba a ser verdaderamente la última noche, pensó. El sonido del piano se iba
escuchando más cercano conforme se tocaba el cuero, y sintió que su boca esbozaba
una sonrisa. Sí, perfecto.

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1.6 Calle Tercera

E
n el momento en el que Sloane se puso la máscara, se sintió mucho, mucho
mejor.
Escaleras abajo, el piano tintineaba y se iba animando. Los vasos
chocaban entre el estruendo sordo de las conversaciones. Ráfagas de risas
venían flotando desde del jardín en el exterior. Sloane abrió las puertas francesas y
salió a su balcón. Este Galveston estaba ardiendo de luces: altas farolas, luces
encendidas en las ventanas de las casas y en edificios de oficinas, faros de coches
circulando, y sobre todo ello la mirada blanca de una luna llena. Había una multitud
arremolinada en torno a Ashton Villa. Alguien apagó una vela romana, enviando
pequeñas oleadas de fuego dorado al cielo nocturno. Abajo en el suelo, un hombre
enfundado en un abrigo de gángster y una máscara de dominó atrapó su mirada y le
silbó. Ella le saludó con la mano.
Se sentía bien. Ella sabía, de alguna manera despreocupada, que era una mala
persona por sentirse feliz, pero el sentimiento de culpa que la abrumaba todo el
tiempo había desaparecido de repente. En el verdadero Galveston era un dolor
constante y apremiante. Allí, una molestia. Una picadura de mosquito.
Sloane jadeó y se bajó la máscara para que sus ojos pudieran ver por encima de
ella. El Mardi Gras se desvaneció, reemplazado por la monótona ciudad afectada por
la sequía a la que se tendría que enfrentarse de nuevo a la mañana siguiente. Sus
manos le temblaban como las de un yonqui, y se sorprendió escuchando el más
mínimo sonido, como si acabara de despertarse de una pesadilla. No estás haciendo
este viaje para divertirte. Lo estás haciendo para encontrarte con Momus. Vas a hacer
lo que debes.
Bajó la mirada a sus manos temblorosas. El pánico se convirtió en furia.
—Al infierno con todo —susurró, y se puso la máscara.
Escaleras abajo, el Salón de Oro estaba a rebosar. Personal de uniforme recorría
Ashton Villa llevando todo tipo increíble de comida. ¡Y de bebidas!
Zumos exóticos hechos de frutas que para Sloane tan solo existían en cuentos:
manzanas y arándanos y limones. Había variedad de alcohol, y pasteles con crema
por encima, hechos de algo mucho más apetitoso que la seca y hojaldrada harina de
arroz. Una bandeja de galletas pasó junto a ella. Ni siquiera reconoció la mitad de las
substancias que las bañaban, como el vegetal púrpura envuelto en una exótica salsa
de queso, o el extraño condimento que olía a albahaca y ajo tostado.
Solo podía imaginar lo que Josh Cane pensaría de aquel despliegue visual de
gasto frívolo que cortaba la respiración. Cualquiera pensaría que el camarero tiene
los hombros bien anchos, con todos los aperitivos que lleva de un lado a otro, pensó
ella. Los debates sobre moral aburrían a Malicia. Mientras vagabundeaba por el Salón
de Oro, Sloane vio una figura familiar. Ladybird Trube estaba a cuatro patas enfrente

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del reloj del bisabuelo en el vestíbulo. Tenía la caja abierta y estaba buscando a
tientas algo dentro de él, estorbando la acción del péndulo.
—¿Ladybird?
La heredera de los Trube saltó y miró detrás de su hombro. Había perdido su
pinza de conchas de tortuga y su pelo colgaba descuidado frente a sus ojos. El bajo de
su vestido estaba sucio y deshilachado. Intentó sonreír.
—Ah, hola —dijo ella—. ¿Sabrías decirme qué hora es? ¿Qué estás haciendo allí
abajo? —El reloj se paró. Pensé que podría arreglar al viejo muchacho, pero parece
que no puedo…— Se volvió, buscando más desesperadamente dentro del
mecanismo. —¡Parece que no puedo encontrar la maldita llave!
—¿Ladybird? ¿Me reconoces? —dijo Sloane detrás de su máscara. Se dio cuenta
de que deseaba con todas sus fuerzas que Ladybird no la reconociera. Allí quería ser
Malicia, no Sloane. Se sentiría tan avergonzada si la reconocieran…
—No creo que hayamos tenido el placer. —Ladybird estudió la caja del reloj. Sus
hombros se hundieron. De pronto, estrelló su cabeza contra el marco de madera del
reloj con toda violencia. Si la puertecilla de cristal hubiera estado cerrada la habría
roto en pedazos.
—Tan solo quiero… (BAM)… saber… (BAM)… la hora.
Golpeó una vez más el reloj con la cabeza y cayó sobre la alfombra llorando
débilmente. Sloane cruzó el vestíbulo.
—Ahora, cielo —remarcó en la voz despreocupada de Malicia— vas a tener
manchas de sangre en ese vestido.
Ladybird estaba demasiado ocupada sollozando como para prestarle ninguna
atención. Gracias a Dios. Habría habido una escena del tipo de las que la valiente y
responsable Sloane se hubiera visto abocada a empantanarse. Obligada a sofocar su
propia noche de diversión. Una salida.
Había un juego de cartas en marcha en la mesa redonda del comedor.
—¡Hagan sus apuestas, señores y señoras! —decía la mano.
Estaba sentado en el mismo sitio donde, dieciséis horas antes, Jane Gardner casi
había muerto. Solo que aquello había sucedido en la aburrida y poco elegante
Galveston. En esta ciudad mucho más agradable, Jane jamás habría estado en peligro.
Una pequeña punzada de culpabilidad atravesó a Sloane, como una oleada de
nausea. No era que no estuviera intentando encontrar a Momus. Iba a hacerlo.
Había cinco jugadores en el juego. El que hacía de mano era un hombre asiático
delgado y calvo que llevaba un par de anteojos redondos y lucía un increíblemente
largo mostacho. En un segundo vistazo, Sloane se percató de que el mostacho no
estaba hecho de pelo en absoluto, sino de unos zarcillos largos y rojos como las
antenas de un langostino, que caían por debajo del borde de la mesa.
Sloane reconoció inmediatamente al jugador que estaba situado junto a él: era la
propia Miss Bettie en sus mejores años, con la misma apariencia que tenía en el
retrato que todavía colgaba del Salón de Oro. Era una mujer de rasgos marcados,

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justo como cuando a la edad de Sloane viajó a través del Sahara en camello con
treinta y tres gigantescos cedros a remolque. Llevaba un traje de noche de color
púrpura y una boa de plumas que era un chiste dedicado a su propia extravagancia.
Era una de las pocas personas que Sloane había visto que no llevaba máscara. Por
supuesto, Miss Bettie había formado parte de la magia de Galveston desde mucho
antes de que el Diluvio asolara la isla.
Al lado de Miss Bettie, una mujer de facciones angulares sacó su apuesta de un
bolso de mano de seda y lo arrojó al centro de la mesa. Sus dedos eran oscuros y
duros como garras. Llevaba un traje de noche blanco y una excelente máscara de
pájaro de la cual colgaban unas gafas de opera. No, una mirada más atenta le
mostraba que no se trataba de una máscara. Tenía la cabeza de una garceta: cara
blanca, un pico largo y recto, ojos pequeños y amarillos, y un círculo desordenado de
plumas blancas donde debería nacer el cabello.
Un hombre gigantesco se sentaba enfrente de la mano. Tenía una cintura estrecha
pero unos hombros enormes, redondeados, más anchos incluso que los de Ham. Olía
como un animal salvaje e irradiaba una ferocidad apenas contenida. Su puño peludo
sujetaba un palo al cual tenía pegada su máscara de cartón piedra, que representaba a
un hombre de mediana edad de aspecto apacible. Detrás de aquella máscara
inofensiva, pelos negros tan gruesos como alambres sobresalían de un hocico
prominente, y dos colmillos curvos de jabalí asomaban de una boca de labios gruesos.
La última jugadora era una mujer de cabeza de gata que vestía una falda gitana.
El hombre de los bigotes de langostino levantó la mirada hasta Sloane y le sonrió.
—¿Le gustaría participar? Hemos perdido a nuestro sexto jugador.
¡El hombre que hace de mano es Vincent Tranh! Sloane estaba segura. Por
supuesto, él debía estar allí en el Mardi Gras. ¿Dónde si no? La abatida Sloane sin
agallas lo había enviado allí. Culpa, vergüenza, más culpa: bostezo.
Intentó pronunciar su nombre pero las palabras se le murieron en los labios,
muertas por el encantamiento de Odessa.
—Llámame Malicia —dijo ella—. Me encantaría jugar, pero me temo que no sé
cómo.
El Vincent Tranh de bigotes de langostino, exiliado a las comparsas hacía tanto
tiempo, sacó una silla para ella.
—Una mujer hermosa siempre encuentra ayuda. —Vince divisó entre las sombras
a un hombre delgado que se dirigía al recibidor—. ¿As? ¡As! Acércate aquí y
aconseja a la joven, ¿quieres? —Le guiñó el ojo a Sloane—. Es el mejor hijo de puta
con el que he cruzado cartas jamás. Hágale caso y le irá bien.
El hombre delgado se acercó lentamente a la mesa. Debía haber sido atractivo en
un tiempo, pero ahora estaba esquelético hasta el punto de la desnutrición, dejando
entrever demasiado de su cráneo a través de la piel. Le habían cortado la oreja
izquierda, dejando tan solo pedazos de piel y carne cicatrizada alrededor del oído. Si
Sloane no hubiera llevado la máscara, se habría quedado petrificada y hubiera

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empezado a tartamudear.
La máscara inofensiva que ocultaba el rostro del hombre-bestia comenzó a
temblar, amenazando con caerse.
—No quiero su suerte en la mesa —gruñó. Vincent lo tranquilizó.
—No le vamos a dar ninguna carta a As, Rake. Déjale tan solo que le dé algunas
indicaciones a la chica.
Sloane curvó una esquina de su boca esbozando una sonrisa imprecisa que le
resultaba muy cómoda a Malicia.
—No te preocupes. No sigo los buenos consejos prácticamente nunca.
El jugador llamado Rake retorció sus dedos peludos sobre el palo que sujetaba la
máscara haciéndola temblar de nuevo.
—Al primer signo de trampas, él es hombre muerto. Sloane sonrió y extendió la
mano para que As se la besara. Él se agachó y rozó la parte anterior de sus nudillos
con sus labios.
—Encantado —dijo, y ocupó un asiento detrás de su silla.
—¿Tienen sus apuestas? —preguntó la mujer de cabeza de garza—. Estamos
jugando un total de quinientos, con una apuesta mínima de diez dólares. Ah. Un
problema.
Por supuesto, la estúpida de Sloane no había pensado en llevar algo de dinero
consigo.
—¿Qué tal esto? —dijo ella quitándose el Rolex de su muñeca—. Los diamantes
son de verdad.
—Es una bonita pieza la que tienes aquí —señaló Miss Bettie. Le echó a Sloane
una larga mirada—. ¿Estás segura de que quieres jugártelo?
Me ha reconocido, pensó Sloane con desmayo. A Miss Bettie no le había
engañado la máscara. Ella sabía que la pobre e indecisa Sloane se escondía detrás de
la sonrisa de Malicia. Bueno, eso era algo que tampoco debería sorprenderla tanto.
Después de todo, habían estado viviendo en la misma casa durante veintitrés años.
Realmente, sabía que lo que debería hacer era quedarse el reloj, dejar la mesa, irse
a buscar a Momus, ser valiente. O simplemente quitarse la máscara. Volver al
Galveston real, aquel que importaba de veras, aquel donde su madre se estaba
muriendo. El que se suponía que iba a heredar.
Pero el propósito de la máscara era el de crear una Sloane menos cobarde, más
lista, más dura, más astuta para la hora de su encuentro con Momus. Alguien que
pudiera tener una oportunidad. La última cosa que se podía permitir era que la vieja,
débil y llorosa Sloane se encargara de echarlo todo a perder. Era Malicia la que
contaba más, ¿no era así? Ella se había pasado veintitrés años siendo Sloane, y solo
había que ver lo que había conseguido en ese tiempo: una prisionera de las
expectativas de todos los demás. Una que jamás había vivido plenamente.
Sloane se encontró inclinándose sobre la mesa. Malicia se había quitado el reloj y
lo sostenía para cambiarlo por dinero.

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—¿Alguien me da tres mil?
—Te daré dos mil —dijo la mujer de cabeza de garza.
—Hecho.
—Dejémoslo en dos mil quinientos —dijo Miss Bettie—. Hará juego
perfectamente con el pendiente de diamantes que me regaló el Emperador Francisco
José. Un hombre adorable, ¡y cómo bailaba el vals!
Miss Bettie sacó un fajo de billetes de su bolso de mano de lentejuelas y Malicia
echó el Rolex a su lado de la mesa. Se sintió maravillosamente ligera sin él.
Vincent repartió las tres primeras cartas. A Sloane le tocaron un seis y un tres,
además de otro seis vuelto boca arriba: una pareja de cartas dadas.
—La carta más baja debe abrir la ronda de apuestas, y esa es la mano, con un dos
—dijo Vincent, poniendo diez dólares más—. ¿Más apuestas en la Calle Tercera?
Cincuenta dólares para jugar.
Sloane puso tres fichas de veinte dólares.
—Veo tus diez y aumento cincuent… —sintió una leve presión cuando As le
empujó suavemente en el hombro. Volvió la mirada hacia él, sorprendida.
—Déjelo estar.
—Por los cuernos de Momus, ¿por qué debería hacer eso?
—Consejo —gruñó Rake—. Sin explicaciones.
Sus labios se retiraron dejando ver unos colmillos amarillentos entre unas encías
rosadas.
As permaneció inmóvil y en silencio.
Sloane echó sus sesenta dólares en el bote de las apuestas y le sonrió a Rake.
—Te prometí que no haría todo lo que me dijeran.
Miss Bettie se retiró. Rake subió la apuesta a su vez con una reina y la Garza
aceptó con un diez de diamantes. La mujer de rostro de gato, cuyo nombre era
Lianna, también se retiró de la mano, junto con Vincent.
—Mis posibilidades aumentan —dijo Sloane, pero sabiendo que As no aprobaba
su juego, no aumentó la apuesta en sus siguientes tres cartas, simplemente aceptaba
los envites de Rake, que pegaba más a cada mano. La Garza parecía estar
decidiéndose por una jugada de color con diamantes, pero su quinta y su sexta cartas
eran ambas de picas, y cuando Rake aumentó la apuesta, ella también se retiró de la
mano. Sloane había estado tentada de hacer lo mismo, viendo la furia con la que Rake
apostaba, pero su sexta carta era otro tres, lo que hacía unas dobles parejas. Se
decidió por reservarse para el momento decisivo. Las apuestas de la cuarta, quinta y
sexta cartas habían sido de cien dólares, dejando un total de trescientos veinte dólares
sobre la mesa cuando ella aceptó el último envite de Rake.
—Veamos qué es lo que tienes. —Reinas y cuatros— gruñó él. Sloane hizo una
mueca y comenzó a mostrar su inferior doble pareja, pero As, rápidamente, le cogió
la mano y dejó las cartas boca abajo sobre la mesa.
—Ssssh —miró a Rake—. Tú ganas.

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Sloane contó su dinero. Había perdido quinientos sesenta dólares, más de un
quinto de su banca, en una mano. Miró a As.
—Supongo que me debería haber retirado a tiempo.
—Sí.
Siguiendo su consejo inmediatamente, se retiró en las siguientes tres manos, ganó
un pequeño montante en la cuarta, y se retiró de nuevo en la quinta carta de la
siguiente, justo antes de que las apuestas comenzaran en serio. A continuación, fue
Miss Bettie la que tenía la carta más baja y la que empezaba con las apuestas. Rake y
la mujer de cabeza de gato no entraron en el juego. La Garza y Vincent aceptaron la
apuesta de Miss Bettie. Sloane tenía un diez y un as además de un rey boca arriba, y
sin opción de conseguir color. Empezó a recoger las cartas en su mano cuando sintió
los dedos huesudos de As sobre su hombro una vez más.
—Eche más.
—Es justo lo que estaba pensando —dijo ella, y echó sesenta dólares más al
centro de la mesa. Diez minutos más tarde había ganado un bote de mil seiscientos
dólares con tres dieces.
Rake comenzó a gruñir, con un rumor grave y salvaje que nacía desde el fondo de
su garganta. —Os dije que no deberíamos jugar con él—. Se bebió un generoso
chupito de bourbon—. No me he sentado aquí para que me engañen.
—¡Nadie está haciendo trampas, nadie está haciendo trampas! —dijo Vincent,
sacudiendo la cabeza con energía de modo que sus bigotes de langostino restallaron
como látigos contra la mesa.
—La suerte del principiante —añadió brillantemente Sloane. Echó una mirada a
su consejero—. Coja su dinero y deje la mesa —dijo As—. Este es el mejor consejo
que tengo.
El Salón de Oro era un torrente de vasos entrechocando y borrachos cantando. As
siguió a Sloane y entre el tumulto se agachó junto a ella y le murmuró algo al oído.
—Conociendo a Rake, es posible que la espere fuera para quitarle ese dinero por
la fuerza.
Después de la siguiente canción, Sloane se escabulló del salón a la cocina y de ahí
a la puerta trasera. Un momento más tarde, As la siguió.
Cuando hubieron dejado la fresca y seca atmósfera de aire acondicionado del
interior para salir al césped exterior, la noche de Galveston se echó sobre ellos como
un baño caliente. Una carpa adornada con banderines se alzaba alegremente donde
debería estar la pocilga. Pequeños grupos de personas charlaban, hacían explotar
petardos y se iban confundiendo junto a la piscina. Sloane se quedó mirando a la
piscina durante un rato.
No había gallinero recortado contra la valla trasera, y el cobertizo del generador
todavía era un garaje independiente. Los dos motores Lexus que en el mundo de
Sloane proporcionaban energía a la casa, allí estaban todavía funcionando dentro de
automóviles. No había tendederos colgados de árbol a árbol, ni hedor a agua sucia, ni

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cubos de agua polvorientos esperando bajo los canalones de los tejados algo de
preciosa lluvia. Qué inteligente chica había sido al venir a este Galveston.
Siguió a As hasta más allá de las puertas de Ashton Villa y sin darse cuenta, se
vio en una acera cerca de la calle Cuarta. La carretera estaba en buen estado, con
coches aparcados a lo largo. La Biblioteca Rosenberg se alzaba amenazadora al otro
lado de la calle. En el Galveston de Sloane, aquel edificio se había convertido en la
sede de la Comparsa de la Solidaridad. Allí únicamente almacenaba libros. Bueno,
aquello habría que corroborarlo. Después de veinticuatro años de carnaval,
probablemente contuviera cosas más extrañas que libros.
As comenzó a ralentizar su paso caminando por la acera en dirección sur. Sloane
continuó andando hasta llegar a su nivel.
—Gracias por los consejos. Incluso te las arreglaste para sacarle partido a mi
error.
—¿El consejo es tan bueno como para merecer una tajada? —No la miraba a los
ojos.
—Eso, señor, no era parte del trato —respondió Sloane—. Creía que todo era por
caballerosidad.
Hubo un largo silencio.
—Estoy hambriento.
—Eso está mejor. —Se dio cuenta de que Malicia tenía un tono malicioso y
agresivo al hablar—. No trates de hacer tratos conmigo, tan solo apela a mi
generosidad. —Le extendió unos cuantos billetes, pero los apartó cuando As trató de
cogerlos—. No, no. ¿Cuál es la palabra mágica?
—Gracias, señorita.
Sloane se rio.
—Mucho mejor —cogió la mano de As y le cerró los dedos sobre el dinero—. El
orgullo sana —dijo ella.
Una hora después estaba sentada con As al final de la calle Seawall, cada uno con
un plato de barbacoa comprado en un puesto en el concurrido parque de atracciones
de la playa Stewart. En la arena, a sus pies, feriantes y buhoneros se trabajaban a la
multitud. Una columna de fuego ardió brevemente y después desapareció en la
garganta de un tragafuegos. La gente se mezclaba y bromeaba a lo largo de toda la
feria, probando suerte con los bolos, o echando aros a ranas, o disparando con
carabinas, contemplando las actuaciones, cantando, o simplemente paseando por la
playa a través de las cálidas aguas del golfo. La fiera luz de la luna llena se reflejaba
sobre la marejada, produciendo en la noche el efecto de una superficie de cobalto
oscilante. Los fantasmas de la espuma refulgían y corrían sobre las espaldas del mar,
o se abalanzaban siseando sobre la arena.
—Tiene que saber en qué manos hay que pasar y en cuales jugar —comentó As
entre bocados de faldas de ternera bastante hechas—, y necesita saberlo antes de su
primera apuesta. Espero que no le importe si hablo un poco. Si como demasiado

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rápido me voy a poner malo.
—Sloane sorbía el extremo de una costilla, balanceando la pierna con indolencia
y golpeando la calle Seawall con los talones. —¿Por qué querías que me plantara con
una pareja de dadas y echar más con nada en la siguiente mano?
—Posición —dijo él— en la primera mano, la posición obligaba a apostar antes
que nadie más. Era como decirles a todos que tenía seises de buenas a primeras. Con
una pequeña pareja y no mucho más, un tres, ¿no es así? Va a ir merodeando toda la
partida alrededor de una jugada parecida. Un animal como Rake va a aumentar y
aumentar la apuesta, castigándola por quedarse con malas cartas. Prácticamente
cualquier otra pareja va a ser superior, por no mencionar jugadas superiores. —Se
chupó los dedos—. Escaleras o color, quiero decir. Un trío era la única esperanza, y
con una carta mala como el tres no merece la pena arriesgarse.
Sloane sonrió.
—¿Y por qué apostar en la última mano?
—Aquí usted era la que hablaba la última.
Todos los demás se retiraron o aceptaron, de modo que sabíamos que nadie tenía
una mano ganadora. Además, Rake estaba fuera de la partida. La carta boca arriba era
de más peso, y nos habíamos quedado pocos en la partida, de modo que pensé que
habría buenas posibilidades de llegar a la quinta o sexta carta con buenas
perspectivas. Los demás no querían aumentar y aumentar las apuestas, de modo que
obtuvimos dos cartas libres. Cartas libres es cuando puedes coger carta sin tener que
poner una apuesta como requisito previo. Tuvimos cartas libres en la cuarta y sexta
calles por ser agresivos en la tercera y la quinta. Sacó dos dieces —se encogió de
hombros y cortó otro pedazo de carne con sus cubiertos de plástico—. Y allá vamos.
Sloane se sorprendió sonriendo.
—Por lo que veo, eres un jugador de primera.
—Ya no —el hombre demacrado a su lado se lamía los dedos—; pero todavía
conozco el juego.
—Entonces, ¿por qué estás muriéndote de hambre? ¿No te puedes ganar la vida
con las cartas?
—Nadie va a jugar contra mí. Siempre hay partidas en el Mardi Gras, docenas.
Pero tan solo voy a ser bienvenido en una. —Dirigió la mirada hacia la cabaña del
encargado al final del parque de atracciones y se tocó la oreja mutilada—. Pero las
apuestas son altas.
—No parece muy… masculino prohibirle jugar a alguien tan solo porque es
bueno.
—Afortunado. No simplemente bueno. Afortunado.
—Parece una buena cualidad para poseer.
—¿Eso cree? —As acabó su plato de comida. Sostuvo el plato entre sus manos
durante un largo rato.
Ella se rio.

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—Vamos. Pásale la lengua. Puedo ver que lo estás deseando. —No había querido
incomodarla. A Malicia no le importaba un comino—. El orgullo sana —dijo ella.
Caminaron juntos hasta uno de los malecones que se hundían en el océano. Los
malecones, que se habían construido como protección contra las tormentas a la vez
que la avenida Seawall, estaban hechos de gigantescos bloques de granito. Cuando
llegaron al final, con las cálidas aguas del golfo consumiéndose bajo sus pies, As
rompió el silencio.
—Usted no vive aquí.
—¿Perdón?
—Usted no vive en el Mardi Gras. La mayoría de las personas aquí no pueden
salir, pero usted sí puede.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Se puede deducir por los signos, igual que ocurre con el póquer cuando se
pueden saber las cartas de los jugadores por la expresión de su cara. En el Mardi Gras
siempre es de noche, pero usted está bronceada. Podría ser una recién llegada, pero
no veo ningún cambio en su cuerpo. La máscara es tan solo una máscara. No hay
magia emanando de usted, nada extraño en las manos, en los pies o el cabello. Tiene
el hábito de caminar por la calzada en lugar de la acera, y anda como un turista,
mirando hacia todos lados con interés. Puedo verla comparar el verdadero Galveston
con este.
Sloane silbó.
—Buena vista.
El agua chocaba y se revolvía con un sonido siseante a su alrededor. La luna caía
directamente sobre la feria, como un foco blanco gigante. As volvió a hablar.
—Cuando yo era joven, antes del Diluvio, pasé un año en Perú enseñando inglés.
Me encontré con un buen número de norteamericanos allí. Ocho o nueve. Y los
aspirantes a viajeros, los mochileros de a pie. —As estudiaba el mar—, la gente no
empaqueta sus cosas y se va al culo del mundo así porque sí. Cada uno de ellos tenía
una motivación, huía de algo. Quizás de un mal matrimonio. Quizás no les gustaba
cómo eran y esperaban cambiar así. Conocí a un hombre al que le habían extirpado
un tumor cerebral. Podías ver al Miedo plantado con un látigo detrás de aquel pobre
chico. Todo el rato pensando en que quizás podía desarrollar otro cáncer… —Una ola
rompió justo bajo ellos, rociando las rocas y colándose por sus grietas.
—¿Y tú? ¿De qué estabas huyendo?
—Nunca terminé de saberlo —respondió As—. El Diluvio golpeó justo después
de que yo volviera a casa.
Una nube pasó por delante de la luna, y por un momento el mundo alrededor de
Sloane se volvió más oscuro.
—Crees que yo también estoy huyendo de algo, ¿no es así?
—Eso no es asunto mío, pero usted haría bien en averiguarlo.
El esbozo de un rápido movimiento captó la atención de Sloane, y se volvió para

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mirar en derredor. Había un hombre sentado al lado del malecón con los pies en el
agua, quizás a diez pasos de ellos. No. No era un hombre exactamente. Una figura
alta de cara triste con pelos de bigote marinos que le caían hasta su cintura. El velo de
la nube se deslizó a través de la luna y la luz blanca retornó. La criatura fue bajando
entre las rocas y se sumergió en el mar. Un momento más tarde, un leve olor a
langostino vino flotando en la suave brisa del golfo. El mar continuó su movimiento
incansable borrando todo rastro de donde había desaparecido.
Un Hombre Langostino. Le había oído a Odessa hablar de ellos.
—No tengo nada contra la gente que huye —dijo As—. Jugadores débiles se
quedan con manos que otros mejores dejan de lado.
Sloane no podía decir si él había visto también al Hombre Langostino. Se podía
percibir una gran tranquilidad en el rostro de la criatura. Y tristeza. O más bien, algo
parecido a la tristeza: el sentimiento que le sobrevenía a Sloane al mirar la hierba de
las praderas áridas al final del día. La soledad de todas las cosas. Nadie conoce a
nadie, no realmente. Cada uno de nosotros está encerrado dentro de nuestra propia
piel, una criatura abandonada en la isla desierta en el mar salado secreto del cuerpo.
El viento del mar era frío, y ella tiritó. Sabía que tenía que sacarse de encima
aquella visión. Era una sensación típica de Sloane; nada que ver en absoluto con el
carnaval. Se sentiría mejor cuando lo olvidara. Y aun así… aquellos momentos de
aprensión, donde ella veía cosas, fragmentos de decepción o duda que su madre
nunca parecía sentir; aquellos momentos le parecían a Sloane más reales y más
verdaderos que toda su ajetreada vida pública como una Gardner. Como si los actos y
las palabras fueran únicamente cosas, ropa por ejemplo, que quizás la reflejaran pero
que nunca podían definirla.
Aquello era estúpido. Le dio la espalda al lugar donde había estado el Hombre
Langostino. As continuó.
—Tengo una propuesta para usted. Yo necesito comer y usted necesita ojos
rápidos. Si admite que es una forastera en el Mardi Gras, puedo enseñarle a jugar a
cartas y ganar. No querría todo lo que llegara a ganar, o incluso ni siquiera la mitad.
Tan solo una parte.
Sloane sintió que sus labios se curvaban en la sonrisa de Malicia.
—Podría ser que sí. Pero únicamente el tiempo que me divierta.
—Hay una bonita partida en marcha en el Museo del Ferrocarril si quiere
empezar a ponerse en situación.
¡No! Dijo la aburrida y responsable voz dentro de ella. ¿Y qué pasa con madre?
Sloane sonrió.
—Me encantaría.
Después de que la estación de tren se cerrara y se convirtiera en museo, alguien
había decidido llenarla de estatuas. En el verdadero Galveston había siete u ocho de
ellas, la mayoría vestidas al estilo de los años cuarenta y cincuenta, diseminadas entre
los bancos de madera en la sala de espera como si estuvieran esperando a la llamada

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de algún tren. Sloane reconoció uno de ellos en el momento en el que ella y As
entraban en la estación, un viejo hombre de color llevando un sombrero flexible y
leyendo un periódico que parecía tan real que tenía que golpearle en el brazo para
comprobar si realmente era de piedra.
—Parece verdaderamente aburrido —dijo Sloane.
—Ha estado esperando durante mucho tiempo.
Sloane se echó a reír.
—Están jugando en un vagón de la parte trasera —señaló As—. No hablemos de
porcentajes hasta que domine mejor el juego. Por ahora, le daré dos buenas reglas. La
primera es que hay que retirarse casi en cada mano. Si puedes retirarte, si las cartas te
dejan, entonces hay que hacerlo. Después lo que haces es observar cómo juegan los
demás.
—¿Y la segunda regla?
—Si estás dentro, apuesta. Sube las apuestas, no quieras sin más. Echa a todas las
manos débiles cuanto antes para que no puedan ir dando tumbos gratis y al final
conseguir una escalera o un color. —Tomó aliento—. Bueno, esos muchachos no me
van a querer cerca de la mesa, así que lo mejor será que vaya usted sola. La estaré
esperando en el coche restaurante —dijo él señalando con un pulgar a la cafetería de
la estación a su espalda.
Ella salió por la puerta trasera del Museo Ferroviario y siguió el sonido de las
risas y el olor del humo de tabaco hasta un lujosamente amueblado coche vagón que
había sido utilizado una vez por el infame Will Denton Jr. El aire estaba denso con
los olores del licor y los puros habanos. Sloane jugó durante bastante tiempo,
perdiendo tan solo un poco más de lo que ganó. Al final se tomó un respiro para
estirar un poco las piernas, paseó por la estación y encontró a As junto al mostrador
de la cafetería, como había prometido. La estatua del viejo hombre de color estaba
sentada en un taburete estudiando detenidamente el menú. Sloane se acercó y le dio
unas palmaditas en la mano. Fría piedra tan inmóvil como la muerte.
—Que me aspen… —dijo ella.
Estuvo hablando sobre unas pocas partidas con As paseando a lo largo de la sala
de espera de mármol mientras una multitud de juerguistas y borrachos fluían a su
alrededor riendo y haciendo bromas y mirando la decoración del museo. Luego
Sloane volvió para jugar un poco más.
Lo hizo lo mejor que pudo, y lo mejor que pudo resultó no ser tan malo.
Finalmente, después de una placentera y emocionante victoria en una mano, la fina
burbuja de exuberancia de Sloane explotó. Se sintió tan cansada como si no hubiera
dormido en días. Cuando se sorprendió dando cabezadas entre apuesta y apuesta,
Sloane supo que había llegado el momento de parar. Presentó sus excusas y bajó del
humeante vagón de tren caminando entre la grava crujiente hacia la entrada de la
estación, sin dejar de bostezar. El punzante y triste sentimiento de culpa que
perseguía a Sloane en el mundo real parecía hacerse más fuerte conforme el

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cansancio iba disipando el fino, agudo, vacío tarareo que era Malicia.
¡Momus! Maldición. Se suponía que tenía que ver a Momus. Lo había olvidado
otra vez. La atrapó otro bostezo. Bueno, estaba demasiado cansada para hacer nada
en absoluto con respecto al Señor del Carnaval en aquel momento. Aquella
confrontación iba a tener que esperar una noche más.
As estaba cuidando su taza de café en la cafetería de la estación.
—¿Se marcha ya del Mardi Gras?
—Me temo que el deber me llama —bostezó una vez más—, y la cama también.
—Cuando vuelva, búsqueme aquí. Si no estoy por aquí, estaré jugando con
Momus, pero ese es un juego para el que la señorita no está preparada. Ella lo besó,
algo que Sloane nunca haría. Después de eso se quitó la máscara.
Los ecos de la música y el rumor de las conversaciones del Mardi Gras cesaron
como si las hubieran cortado con un cuchillo. Estaba sola en un repentino silencio, de
pie en la vacía sala de espera del Museo del Ferrocarril. La luz gris estaba
comenzando a trepar a través de las puertas de cristal. A su lado, enfrascado como
siempre, el viejo y cansado hombre de color leía su periódico en la penumbra.
Había fallado de nuevo.
El ser consciente de ello le recorrió por dentro como una serpiente en el
estómago. No se había enfrentado a Momus. No había utilizado la máscara para lo
que se suponía que iba a utilizarla. En lugar de ayudar a su madre, en lugar de hacer
que Odessa se sintiera orgullosa de ella, había desperdiciado otra preciosa noche
jugando a las cartas. Todo lo que le esperaba ahora era intentar entrar a hurtadillas en
su casa como una adolescente castigada. Su boca estaba seca y su garganta irritada
por el humo de los puros. Sus rodillas la sostenían a duras penas a causa del
cansancio.
—Oh, Dios —susurró ella—. ¿Qué estoy haciendo?
De acuerdo. De acuerdo. La había pifiado de nuevo, se odiaba a sí misma,
perfecto. Tendría tiempo más que de sobra para odiarse en detalle más tarde. En aquel
momento tenía que hacer las cosas bien, tenía que estar en disposición de hacer su
trabajo, de ayudar a su madre. Tenía que ser capaz de lograr superar el día. Otra dosis
de té de damiana, concluyó. Empezó por las puertas del museo. El sonido de sus pies
arrastrándose por el suelo resonó en la estación vacía.
Caminó desde el Museo del Ferrocarril hasta la casa de Josh, recorriendo con
dificultad la distancia hasta el cartel donde se leía aquel:
Asociación de Vecinos San Jacinto
VIGILANCIA CRIMINAL
Damos cuenta de todas las actividades sospechosas
a nuestro departamento de policía.

Y encogiéndose al ver un vecino o dos observándola detrás de unas cortinas subidas o


de unos postigos venecianos. Solo el Señor sabía qué pensaría su enorme amigo,

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Ham, si la viera aparecer de aquella guisa. Imaginó todo tipo de historias lascivas
recorriendo los muelles hasta finalmente llegar a los oídos de su madre. Todos los
rumores llegaban a sus oídos, antes o después. Buf. Sloane mantuvo los ojos fijos
sobre el asfalto, intentando ignorar las miradas que se clavaban en ella mientras subía
los escalones de la casa de Joshua y llamaba a su puerta.
Se apreció un movimiento en su interior.
—El horario de visitas empieza a… Dios santo… —dijo Joshua—. Eres tú.
—Yo también me alegro de verte. ¿Puedo pasar?
El boticario se hizo a un lado.
Sloane estaba tan cansada que sus oídos le zumbaban con un sonido insistente y
sus párpados le pesaban como si Odessa los hubiera hechizado para cerrarse.
—Me preguntaba si todavía tenías un poco más de aquel té —dijo ella, hurgando
en su bolso buscando el dinero le quedaba de lo que había conseguido por el Rolex.
—¿Dónde has estado? —sus ojos se entrecerraron—. En el Mardi Gras, por
supuesto. —Ella podía leer el desprecio en cada línea de su cuerpo—. Todavía no lo
sabes, ¿verdad que no?
—¿Te das cuenta de que has estado fuera durante cuatro días?
Sloane se quedó sin habla. Sin poder evitarlo, se dejó caer contra el muro.
—Y todavía queda lo mejor —continuó Joshua con voz fría—. Mientras estabas
fuera de fiesta, tu madre ha muerto. La enterraron ayer.
Un color blanquecino como el de la mirada de la luna cubrió la cabeza de Sloane.
Su sangre se le retiró del rostro. Todo estaba mal, equivocado, perverso.
—No —susurró ella.
—Espero que la fiesta mereciera la pena —apuntilló Josh.

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SEGUNDA PARTE

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2.1 Insulina

J
osh cogió un bote de té de damiana de un estante de su pequeño dispensario.
Cuando volvió a la cocina para mostrárselo a Sloane, ella ya había
desaparecido. Salió al porche esperando verla corriendo hacia Ashton Villa,
pero las calles estaban vacías. Sloane se había desvanecido sin ruido alguno.
Bajó precipitadamente los escalones del porche, mirando por los parterres del jardín e
incluso por las esquinas de su pequeña casa, temiendo que hubiera entrado en shock o
que la borrachera le hubiera jugado una mala pasada, pero no había ni rastro de ella.
Si no fuera por el olor a cigarrillos y alcohol que flotaba en su puerta, todo le hubiera
podido parecer un espejismo.
Josh volvió hecho un manojo de nervios, preguntándose qué podría hacer.
Finalmente colgó el cartel de CERRADO en la puerta principal y se dirigió a los
muelles, esperando encontrar a Ham antes de que se fuera a trabajar. Encontró a su
gigantesco amigo en el muelle 21. Ham estaba enredando en el bote de su compañía,
una pequeña lancha de aluminio con el emblema de la llama azul de Gas Authority
pintada sobre el casco. Los gruesos dedos de Ham tanteaban delicadamente en las
entrañas del pequeño motor fuera borda Mercurio de 9’5 caballos de vapor.
En los primeros días después del Diluvio, se había hecho claramente patente que
la mejor opción de Galveston para suministrar energía iba a ser desviar el gas natural
de los gaseoductos que serpenteaban desde el Golfo de México hasta los craqueos y
las refinerías de Texas City y la gigantesca planta Dow Chemical al norte de La
Marque. La mayor parte de las casas que habían sobrevivido en Galveston tenían
además todavía instalaciones para el gas. Utilizando la maquinaria local, el padre de
Ham y otros muchos supervivientes expertos y aficionados a la mecánica como él,
habían reconstruido pacientemente los carburadores de automóviles para que
pudieran funcionar a base de metano. Con tirar el coche en el patio trasero y
aprovechar el motor, cada casa podía tener su propio pequeño generador. La casa de
la infancia de Joshua había estado alimentada por la energía de un eficiente motor
Toyota, pero hacía varios años ya que no podía permitirse comprar piezas de
recambio importadas. Normalmente utilizaba un Ford Taurus que había sido
reformado dos veces ya y que probablemente se fuera a estropear definitivamente ese
mismo año. Ham, que se preocupaba más por el mantenimiento, tenía un modelo
Delta 88 del 2001. Como la mayoría de los blancos, Ham era un fan de los viejos
Lincoln. La población de color de Galveston prefería los motores Caddy, cuando
podía conseguirlos, o si no los Buick, particularmente los Regal, cuyos modelos del
fin de siglo habían sido inusualmente buenos. Los hispanos se decantaban todos por
los Chevies.
—Son unos coches de mierda para un blanco —le dijo Ham una vez—, pero van
como el terciopelo para los putos mexicanos.

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Los vietnamitas solían vivir casi todos en barcos, escogiendo entre motores
Mercury o Evinrude, aunque se decía que tenían un gran talento para poner en
marcha de nuevo motores de motocicletas como fuentes de energía adicional.
Aquella mañana Ham llevaba una gorra de visera con viejas manchas de grasa de
los Astros de Houston puesta del revés para protegerse la nuca del sol mientras se
inclinaba como un delincuente trasteando junto al motor de la fuera borda. Fue
tirando con delicadeza de uno de sus cables eléctricos con dos de sus enormes dedos.
La luz del sol convertía los pelillos de su cuello en alambres de oro contra su piel del
color de la teja. Tenía una camisa de barato algodón de Galveston atada firmemente
sobre su enorme pecho y su más enorme tripa, sujeto por una hebilla de sobaquera de
un Smith & Wesson del tamaño de un plato. El padre de Ham había llevado aquella
hebilla la noche que el Diluvio anegó todo a su paso por Galveston, convirtiéndola en
el talismán de la familia. Ham lo había heredado de su hermano mayor, Shem,
cuando murió de una intoxicación etílica en la borrachera de whisky de palma en su
noche de despedida de soltero.
Josh se alegró de encontrar a Ham en los muelles en lugar de que estuviera por
ahí fuera entre los matojos buscando fugas de gas de las tuberías, que era como
pasaba la mayor parte del tiempo.
—Sloane Gardner apareció en mi puerta esta mañana, si te lo puedes creer,
vestida como una puta del Mardi Gras.
Ham le observó con interés.
—De acuerdo. ¿Qué ha pasado?
—Nada —dijo Josh.
Ham se dio una palmada en la frente con una de sus manazas.
—Al menos puedo dar gracias al Buen Señor de que pueda mirarme al espejo y
decir, Ham, tú cumpliste con tu papel. No solo le presentaste una mujer a Joshua, ¡se
la llevaste a hombros hasta su casa! ¡Y mira! Él la atendió, sí, pero como un hermano
solamente, porque su lluvia era débil y no cayó sobre las colinas abrasadas por el sol
de ella. —Sacudió la cabeza disgustado—. Cuando llegue el día en el que la picha se
te caiga al suelo por falta de uso, al menos sé que no me va a atormentar el amargo
pinchazo de la culpabilidad.
Alice Mather, la madre de Ham, fue una longeva profesora de catequesis, y su
segundo hijo había heredado una fraseología bíblica. Ham escupió al golfo.
—¿Qué diablos quieres decir con «nada»?
—Quiero decir literalmente nada. Se desvaneció. —Josh se secó una gota de
sudor de la frente. Iba a ser otro día de calor infernal—. Quería algo de té de
damiana. Me aparté para buscarlo en la estantería. Cuando volví, ella se había ido.
Desapareció.
Ham dejó escapar un silbido.
—¿Ni rastro de ella?
—Debe haber vuelto al Mardi Gras. Eso es lo que me imagino. —Josh recordó la

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imagen de Sloane Gardner de pie junto a su porche tambaleándose por efecto del
cansancio y la borrachera, todavía impregnada del olor de los cigarrillos. Esta vez le
había parecido más guapa. La luz en sus ojos. La ligera sonrisa en sus labios cuando
pidió el té de damiana, aquella preciosa sonrisa de mujer que pedía perdón sin temor
a ser rechazada. Su vestido estaba rasgado y manchado y le debería haber costado
más que todos los remiendos de su madre en sus últimos tres años de vida. ¿Debería
conocerte? ¿Cómo te llamas?
Ham le dio la espalda a Josh arrancando el pequeño motor de la lancha.
—Bueno, ¿se lo vas a decir al sheriff? Ya sabes que la han estado buscando.
—Todavía no. Le prometí que no le contaría a nadie lo de sus escapadas al
carnaval.
Ham cerró los ojos.
—¿Esa mujer te ha mojado el pajarito alguna vez, Joshua?
—Ham…
—Solo estoy diciendo que no la conoces lo suficientemente bien como para dejar
que tu pequeña cabecita le diga a tu gran cabecita lo que debe hacer.
—A veces eres un cabronazo. —Josh se sentó en cuclillas sobre el muelle de
madera.
—Hablo en serio, Josh. —Ham abandonó el motor y se sentó con sus gordos
brazos descansando sobre el castigado muelle—. Cuando éramos pequeños, tú eras el
único chico que conocía con las agallas suficientes como para dejar a un lado la
magia. Nada de rezar, nada de talismanes, nada de sortilegios de protección ni mierda
de esa. ¿Recuerdas cuando el secador de la señora MacReady se estropeó y empezó a
probar con todo tipo de magias para arreglarlo? Me engatusaste para echar una mano,
te imaginabas que el solenoide se le había quemado, y entre tú y yo conseguimos
cambiárselo por uno nuevo.
—Que duró unos seis meses, si no recuerdo mal.
—El hecho está en que tú nunca te rindes —dijo Ham—. «Ham», decías, «ya sé
que el Mardi Gras está aquí, pero una vez que lo admites en tu cabeza ya nunca más
puedes ser un hombre libre». Bueno, ahora yo te advierto a ti: Mardi Gras y unas
faldas de mucha pasta como Sloane Gardner que lanza problemas con P mayúscula
como hechizos. Josh se echó a reír. —Por el Altísimo, yo era un pequeño bastardo
marimandón—. Y yo soy un poco mejor hombre gracias a eso —apuntó Ham—. Yo
siempre les dije a los demás que tú eras el pájaro más listo de todo el vecindario. No
me hagas quedar como un mentiroso por culpa de esa chica Gardner, ¿de acuerdo?
—Lo intentaré —respondió Josh sonriendo. Ham se volvió para seguir trabajando
en su motor haciendo que se sumergiera, trepidara y salpicara contra los flotadores
que impedían que el casco de aluminio golpeara contra el muelle. Una y otra vez Josh
se encontró preguntándose por qué infiernos el afable Ham se había puesto como una
fiera al hablarle de todo aquello. Aparentemente Ham lo daba por supuesto, aunque él
no tuviera ni idea—. ¿Qué vas a hacer hoy?

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—Isla Pelícano, a trabajar en un gaseoducto. —Ham reconectó un cable y aflojó
la capota trasera del motor del Mercurio—. Los chicos de la planta han visto una fuga
de presión en la línea tres esta semana. Ayer me fui al golfo a ver qué tal iba el árbol
de Navidad, pero la presión en la superficie del pozo no había remitido. Entonces
pinché la línea para aliviar la presión, pero en la planta la diferencia no fue
demasiado importante. De modo que hoy tengo el placer de pasear a lo largo del
gaseoducto y de limpiarlo de todo tipo de porquería. Si no puedo encontrar la fuga en
tierra, entonces vas a ver al viejo de Hammy con un traje húmedo en el suelo
oceánico buscando burbujas.
Josh sonrió afectadamente.
—Entonces adivino que esta noche tenemos sesión, ¿no es cierto?
Ham frunció el ceño. Antes de cualquier ejercicio serio de buceo se tenía que
poner gotas de aceite mineral en los oídos durante todo el día y después sentarse con
una toalla alrededor del cuello, quejándose amargamente mientras Josh le quitaba la
cera de las orejas con un instrumento puntiagudo y agua tibia.
—Cabroncete, adoras verme retorcerme.
Josh se sentó al borde del muelle y balanceó los pies en la cálida agua del golfo.
Las suelas de sus sandalias hechas de goma de neumáticos se volvieron negras y
brillantes.
—Mi papá tenía unas botas de piel de avestruz —dijo él—, y mocasines.
Mocasines italianos. Ferragamo. Recuerdo la marca. Él solía… recuerdo un Mardi
Gras, en el gran baile de la Comparsa de Momus, donde él fue el primero en salir a la
pista. Trató de convencer a mi madre para bailar, pero ella no quiso, no con toda
aquella gente mirando. De modo que él sacó a bailar a una vieja señora, una de las
Ford, creo. Él era un buen bailarín. Toda la noche las otras mujeres le estuvieron
diciendo a madre lo afortunada que era. Las únicas veces que bailaba con él era en
nuestra cocina.
Las campanas de San Patricio daban los dos cuartos. Los ecos de las campanadas
desde la catedral flotaban holgazanamente en el aire, amortiguadas por el calor
húmedo de la mañana como ondas en melaza. El muelle flotante bajo Joshua crujía y
se mecía cada vez que el mar lo golpeaba. La Flota Mosquito, el grupo de pescadores
de gambas que se iban al golfo cada mañana, estaba ya en la boca del puerto de
Galveston. Una bandada de gaviotas fue volando en círculos alrededor la pequeña
flotilla mientras chillaba con sus graznidos.
Josh pensó en Sloane Gardner.
Un espantoso perro callejero con una oreja comida por alguna enfermedad saltó
sobre el muelle. El tormento de las pulgas y de la sarna había dejado a la bestia medio
desnuda, con el pelo arrancado contra las aceras o ladrillos de edificios. El perro le
gruñó a Josh y después se marchó.
—Ham, creo que voy a ingresar en una comparsa.
—¿Tú? —Escupió Ham, esta vez para connotar sorpresa—. ¿Después de… qué,

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seis años de decirme que no necesitas a las comparsas, que no te las puedes permitir,
que no crees en ellas? ¿Para qué? Las cuotas acabarán contigo. —Una fina línea de
sudor se fue deslizando por su pecho. Se la secó con un dedo del tamaño de una
salchicha—. Ahora me pregunto si esto tiene algo que ver con el gatito que te dejé en
la noche de luna llena de hace una semana.
—¿Sabes que una vez nos cogimos de la mano? Y ella ni siquiera me recordaba
—dijo Josh—. En cuanto a lo de ingresar en una comparsa, simplemente ya es hora,
eso es todo.
Ham le miró de reojo.
—Oh oh —le dio un tirón al cable del motor y su Mercurio traqueteó hasta volver
a la vida envuelto en una pequeña nube de humo negro. Josh soltó las amarras del
bote. Ham se marchó de allí, con su mole corpulenta echándose sobre la nariz de la
lancha a ras del agua, el casco de aluminio brillando al sol de la mañana. Una larga V
de agua rompió y se difuminó lentamente en el agua detrás de él.

Josh se fue a casa. El letrero de CERRADO todavía colgaba de la puerta principal. Lo


dejó allí. Deambuló por su casa durante unos pocos minutos. Luego cogió las medias
de Sloane del tendedero en el baño donde habían estado secándose. Su intención era
cogerlas y guardarlas con el resto de su material de trabajo, pero en lugar de eso se
las llevó escaleras arriba a su habitación. Para su propio desprecio, al poco tiempo se
encontró masturbándose pensando en Sloane. No en la Sloane que había visto aquella
mañana, la chica de la fiesta mareada por el vino y el cansancio, sino la otra, la
recatada. La hija de la Gran Duquesa, la que vivía en Ashton Villa rodeada de
sirvientes. Con la que él debería haber estado intimando después de los catorce. Pero
en lugar de eso él estaba allí, en aquel cuchitril, aprendiendo a quitar callos de los
pies a estibadores de muelle y soportando las burlas de las guapas chicas mexicanas.
Demasiado desafortunado incluso para tener una cita con las reinas del parque de
remolques, aunque después de un tiempo vinieran a él para practicarles sus abortos
porque no tuvieran dinero para pagarse un médico de verdad.
Cuando se levantó de la cama bebió un pequeño vaso de agua con el fin de
prevenir el pequeño dolor de cabeza que sentía avecinarse a causa de la
deshidratación. Después echó un vistazo a sus pollos y a su última producción de
vino de arroz para comprobar si estaba fermentando correctamente.
Aquel era el día que tenía pensado para solicitar el ingreso en la Comparsa de
Momus. No podía postergarlo por más tiempo. Lo siento, mamá, pensó. Ella nunca
había querido tener que estarle agradecida a nadie, y a las comparsas menos aún que
a nadie, dado que la habían abandonado después de que su suerte se fuera con su
padre.
Abrió el cajón superior de su escritorio y sacó un viejo libro de laboratorio. De
entre sus páginas no leídas cogió una nota que encontró en la mesa de la cocina el día
en que su madre murió.

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Mi queridísimo Josh,

Ha llegado la hora de mi marcha.

Ambos sabíamos que este día iba a llegar, y aquí está. Las alternativas son rápidas y
relativamente indoloras ahora, lejos de casa, o bien quetoacidosis en dos o tres o
cinco semanas, sed, hiperpnea y coma. No es una decisión difícil. Creo que esto es
lo que se conoce como «mal menor».
No me quiero ir, no pienses eso jamás. Me preocupa que pienses que estoy más
triste de lo que estoy. No tienes que rescatarme, Josh. Nunca has tenido que
hacerlo. No hay nada de lo que rescatarme, es simplemente que la vida es así, y
estoy feliz de haber vivido y de ser bendecida con el mejor hijo que podría haber
esperado tener.

Después de aquello venía una frase que empezaba con me gustaría. El resto estaba
demasiado tachado como para poder leer nada.

Llora por mí, si lo necesitas, pero ríe por mí también. Siempre seré
Tu madre, que te quiere tanto.

P. D.: No pensaría en malgastar cloridio de potasio o el lanoxín o algo así, de modo


que no te molestes en buscar. No he tocado nada de nuestras existencias. ¡Y
acuérdate de recoger aquellas botellas tintadas de la cervecería la semana que
viene!

P. D. 2: Te quiero, mi niño. Que Dios te bendiga.

Como siempre, le resultó muy difícil leer la carta. Comprenderla. Las palabras huían
de su entendimiento conforme las iba leyendo, como las estrellas lejanas de Sloane,
escondidas cuando las buscabas.
Una hora después, Joshua salió de su casa llevando su camisa de seda y su mejor
par de pantalones, hechos de barato algodón de Galveston, pero cuidadosamente
teñidos en un agradable color amarillo tostado. Se los había teñido él mismo,
utilizando flores de algodón y otras plantas silvestres, para después dárselos a una
costurera calle abajo que los cortó y cosió con mano experta a cambio de un cuarto de
jarra de machucadura y veinte aspirinas genuinas de antes del Diluvio. No había
tenido muchas ocasiones de llevar aquellos pantalones; se los había comprado para
llevarlos en la boda del hermano de Ham.
Los zapatos eran un asunto más problemático. Evidentemente, sus sandalias de
todos los días no eran lo suficientemente buenas como para hacer una solicitud de
ingreso en una comparsa. Sus alternativas eran el par de botas desgastadas que se
ponía en invierno o cuando iba de excursión al campo para recoger plantas para la
tienda, o un par de zapatos de traje negros de su padre que había estado dejando
apartados en su armario durante doce años. Su madre había tratado de tirarlos, pero
Josh los había recuperado de la basura y los había vuelto a dejar en su sitio. Si ella los
había encontrado de nuevo más tarde, metidos en el armario otra vez, no lo había

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mencionado.
Se decidió por los zapatos de vestir. Los sacó con cuidado del armario, se los
llevó al baño y los dejó boca abajo sobre la taza del inodoro. Después de unos
vigorosos golpes, una araña marrón cayó de uno de los zapatos hacia el inodoro. Josh
cogió una palangana de agua salada del barril de agua y lo echó sobre la taza del
inodoro para desembarazarse de la araña. Luego, introdujo una escobilla en los
zapatos y se aseguró de que no había más arañas dentro del calzado. Luego limpió
bien todas las manchas de moho y los frotó con salvia pulverizada para eliminar el
olor a encerrado y húmedo. Los zapatos eran demasiado grandes para él, pero pronto
vio que podía caminar con ellos si llevaba puestas dos parejas de calcetines y metía
algodón en los talones y las punteras de los zapatos.
Amanda Cane había muerto hacía cuatro años, cuando se acabó la última dosis de
insulina de sus existencias prediluvianas.
Allí había una ecuación: estatus es poder. Poder es insulina. Insulina es vida. Por
lo tanto, estatus es vida.
A su madre no le había importado sufrir. Su madre había elegido encajar la mala
suerte cuando viniese, como si de alguna forma aquello fuera un castigo para el padre
de Joshua por haberles fallado. Como si su sufrimiento fuese la mejor arma que ella
tenía a su alcance. Joshua nunca había visto que aquello le hubiese funcionado. Sam
Cane los había visitado dos veces, quizás tres, y después nunca más. Hubo un gran
oficio por Amanda, al que acudieron todas aquellas personas que la habían
abandonado en vida. Si uno no hacía todo lo posible para congraciarse con los
espíritus de los suicidas, decía la Reclusa, estos tendían a no permanecer
completamente muertos. Pero Sam no apareció. En las primeras pocas semanas que
siguieron a la muerte de Amanda, Joshua se había sorprendido —y enfadado consigo
mismo— al esperar que su padre apareciese, en lugar de concentrarse en el recuerdo
de su madre y en sus sacrificios como debería haber hecho.
—Ese cabronazo malnacido debería haber dado señales de vida —había dicho
Ham una vez, a lo cual había replicado Josh.
—Mi padre siempre ha sabido abandonar la partida cuando sus cartas eran las de
perder.
Bien. Era la hora de que el chico de Sam Cane jugara con suficientes cheques
como para ganar. Josh se roció los sobacos y las suelas de sus zapatos con sabia
espolvoreada. Incluso se lavó la boca con un taponcito de la antigua Listerina, aunque
el sabor fue tan malo que se preguntó si podría haber caducado. La botella de plástico
estaba recorrida con unas grietas blancas como las patas de gallo en las personas de
edad.
De las cinco comparsas de Galveston, Joshua tenía el sexo equivocado para
ingresar en la de Venus, y tampoco había muchas ventajas sociales por ingresar en la
de los Arlequines. Quedaban las otras tres: la vieja y poderosa Comparsa de Momus,
la marinera Comparsa de Thalassar, y la Comparsa de la Solidaridad. La de la

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Solidaridad era a la que había pertenecido su madre. Se había dado de baja cuando
Josh tenía catorce años, incapaz de permitirse las cuotas cuando apenas podía hacer
frente a las deudas, ni pudo soportar el desplazarse hasta la parte civilizada de
Galveston para hacer sus horas obligatorias de servicio a la comunidad y sufrir las
miradas de compasión que la acompañaban allá donde fuera. Contra la voluntad de su
madre, Joshua había acudido a ellos cuando se les acabaron las dosis de insulina. El
encargado de la comparsa fue muy atento y educado, y la inscribió en una lista que
ambos sabían demasiado larga como para salvarla. Solidaridad no era la primera
elección de Joshua.
No tienes que rescatarme, Josh. Nunca has tenido que hacerlo.
Lo cual era bastante cierto. Él nunca lo había hecho.
Eran pasadas las nueve de la mañana cuando Joshua dejó su casa y se dirigió
hacia el centro de la ciudad. El sol avanzaba como un jarabe caliente sobre el
vecindario. Los polluelos piaban y los gallos graznaban; los motores de automóvil
reacondicionados vibraban como contrapunto a las cigarras que zumbaban
amodorradas en los árboles. Cruzar Broadway era como el Cielo. Uno no podía dejar
de notar lo bien que se estaba en los barrios donde vivía la gente de verdad, bajo los
doseles de sombras que ofrecían los ramajes de los robles. Los sinsontes aleteaban a
través de las ramas. La calle estaba moteada de monedas de luz matinal. Caballos y
carruajes recorrían la mitad de la calle, mientras Josh y los demás peatones
caminaban por los bordillos de los secos desagües de las alcantarillas. Las aceras
habían quedado destrozadas por las raíces de los robles hacía mucho tiempo. Ahora
las losas revueltas de hormigón se combaban y asomaban por todos los ángulos bajo
indómitas arcadas de adelfas en flor, blancas y rosas. Se preguntó cuántas de las
personas que vivían en aquellas casas magníficas, sabrían que las elegantes hojas con
forma de lanza de las adelfas eran un veneno mortal.
Una vez en Strand, Josh tenía que estar constantemente apartándose para dejar
pasar a los carruajes, casi todos ellos carros de reparto, llenos de algodón o paños o
barriles de vinagre, cerveza, o sal arrastrados por caballos de aspecto tranquilo con
grandes bolsas ajustadas en los cuartos traseros para recoger sus excrementos antes
de que tocaran el suelo. Josh se secó el sudor de su frente y después casi se secó la
mano en la pernera del pantalón. Debería haber traído un pañuelo. Maldición.
Continuó caminando, con la mano húmeda, hasta que llegó al Edificio de Cambio de
Algodón. Se apoyó contra él con aire casual como si estuviera recuperando el aliento,
dejando la huella húmeda de la palma de una mano sobre el cálido ladrillo.
En cinco minutos más había llegado al Edificio Square del viejo Galveston, donde
se encontraban las oficinas de la Antigua y Honorable Comparsa de Momus. Dos
puertas enormes se alzaban frente a él, de madera de caoba pulimentada, cristales
tintados, manillas de cobre. Abrió una de ellas con ímpetu decidido, como si tuviese
negocios legítimos que hacer allí, y entró.
Los tacones de los zapatos de su padre resonaron contra las baldosas de mármol

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negras y blancas del vestíbulo. Sus pies sudaban profusamente dentro del doble par
de calcetines. Se concedió un momento para prepararse. Se oían voces provenientes
del atrio central, y risas, y el zumbido de fondo del aire acondicionado. Allí dentro se
estaba fresco, había un frío seco casi pecaminoso. Josh sintió cómo rompía a sudar,
como si toda la humedad del aire se estuviera concentrando sobre él, la única cosa
caliente y húmeda de todo aquel edificio fresco, seco y perfecto. Se restregó las
palmas de las manos contra las perneras de los pantalones, maldijo en voz baja y
comprobó que no había manchas. No podía ver ninguna, aunque podía sentir el sudor
de sus sobacos humedeciendo su camisa de seda.
El edificio era un cubo hueco de tres plantas de alto, cada una de ellas con techos
de cuatro metros y medio de alto. La luz caía en cascada a través del atrio central de
una cristalera gigantesca. Enfrente de Joshua había un ascensor pasado de moda, un
ascensor de fantasía con la caja forjada de hierro y puertas de cristal. La luz
centelleaba y refulgía con sus remaches de cobre. Frente a él se encontraba una
estructura que podía haber sido un recuerdo decorativo en Strand, una rémora de los
tiempos del renacimiento de Galveston convertido en atracción turística de fin de
milenio.
Esculpida en cartón piedra, una gigantesca cabeza de Momus colgaba suspendida
de una única sirga en el centro del atrio. Su siniestra sonrisa flotaba al nivel del
segundo piso, de modo que sus ojos parecían estar observándolo todo desde la
barandilla. Sus dos pequeños cuernos se curvaban hasta casi alcanzar la tercera
planta. La cabeza entera iba girando lentamente y se agitaba bajo las corrientes de
aire frío que caían de los conductos del aire acondicionado encima de ella. Había algo
inquietante en la expresión de diversión del dios. Josh felicitó a la comparsa por su
honestidad. Incluso ellos no habían cometido el error de creer que su patrón era
benevolente. Joshua entró en el ascensor y presionó el botón del tercer piso. A través
de las paredes de cristal, el sonriente Momus le observaba conforme ascendía.
Dos hombres y una mujer estaban esperando al ascensor cuando las puertas se
abrieron.
—… preocuparse por ella fue lo que condujo a Jane a la muerte —estaba
diciendo la mujer. Sus ojos recorrieron brevemente a Joshua Cane, descansando por
un momento sobre su rostro, como si se hubiera dejado un espacio de la cara sin
afeitar.
—Perdón —dijo él saliendo del ascensor.
—Si ella estuviese viva, habría sido… —Las puertas del ascensor se cerraron,
ahogando la conversación.
Por supuesto, Sloane Gardner debía ser una figura cotidiana allí, atendiendo los
asuntos de su madre la Gran Duquesa allí casi a diario. Todas las personas del
edificio debían estar cuchicheando sobre su desaparición. Se le ocurrió que quizás
toda su puesta en escena no iba a servir para nada. Las probabilidades parecían decir
que lo más seguro era que la comparsa, repentinamente sin líder ni heredera a la que

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dar una patada, decidiera que no merecía la pena molestarse en entrevistar a doctores
curanderos con pretensiones.
Joshua entró en las oficinas de la comparsa, dejó su nombre a una secretaria y se
preparó para una larga espera. Para pasar el tiempo fue estudiando la parafernalia que
decoraba los muros: prospectos enmarcados de fines del siglo diecinueve, cuadros de
la época de la prohibición de mujeres de la sociedad con pelo rizado vestidas como
reinas del Mardi Gras con pieles de armiño en vestidos rasos, y por doquier el rostro
sonriente de Momus, sonriendo afectadamente sobre un menú de banquete o en un
alfiler para solapa, o en unos pendientes grabados al aguafuerte que habían llevado
las chicas de los Ford durante la depresión, cuando los bailes de Momus habían
llegado a su cúspide de lascivia.
Finalmente, Josh fue conducido a un gran despacho repleto de estantes de madera
de roble llenos de libros. Un elegante ventilador de techo de cobre giraba sobre uno
de aquellos estantes de roble sobre el cual se veía un bonito bote de tinta negra. Una
mujer alta se levantó de detrás del escritorio.
—Fiona Barret —dijo con soltura—; encantada de conocerle, señor Cane.
Sus dientes eran más blancos y más rectos que los de cualquiera que viviera en el
lado de Joshua de la calle Broadway. Ella daba la impresión de ser naturalmente
limpia, como si el cieno no pudiera ensuciarla. Joshua sintió la humedad de sus
sobacos cuando se estiró para estrecharle aquella mano seca y suave.
Ella se sentó, cogió una pluma de pato del escritorio y la puso en equilibrio sobre
una pequeña cuartilla de papel barato de Galveston hecho de cáscara de arroz.
—¿De modo que usted estaba pensando en ingresar en nuestra comparsa? —Él
corroboró que así era—. ¿Y ha hablado de ello con los miembros de su comparsa
actual?
Le dijo que él no formaba parte de ninguna. Ella le miró. Él bajó la mirada al
suelo de parqué y le explicó que su madre se había dado de baja de su comparsa
cuando él todavía no era adulto, pero que ahora él sentía que era hora ya de retomar
sus responsabilidades con la comunidad. Traicionó a su madre con la misma calma, la
misma voz sin emociones con la que trataba a sus pacientes. Sería socialmente más
sencillo para él y la señorita Barret el llegar a un acuerdo si toda posible tensión
pudiera ser desviada hacia Amanda Cane, por supuesto. Los vivos forman siempre un
bloque compacto contra los muertos.
—Ya veo —la señorita Barret cogió la pluma y escribió algo en su hoja de papel
—. Señor Cane, sin ánimo de desanimarle, debo ser sincera con respecto a los
obstáculos que quizá se encuentre en su solicitud de ingreso.
Él levantó la vista pero se perdió el resto de lo que la señorita Barret tenía que
decir porque su madre estaba de pie tras ella. Su rostro era de tez cetrina, su cabello
húmedo y enmarañado. El agua le chorreaba de las mejillas. Josh olió a barro y a fría
agua de mar. Ella llevaba su chubasquero marrón, totalmente abotonado a pesar del
calor reinante. Lo había cosido para que se cerrase lo más ajustado posible al cuerpo:

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unos gruesos hilos oscuros ataban un lado del chubasquero al otro. Sus largos
bolsillos se combaban y sobresalían con piedras o pedazos de ladrillos. También ellos
habían sido remendados. Ella le miró, sin pronunciar palabra pero con una gran
intensidad. Sus ojos, que habían sido castaños en vida, eran ahora tan verdes como el
mar. Sacudió la cabeza sin apartar la mirada. Una advertencia.
Fiona Barret tosió educadamente.
—¿Señor Cane?
—Yo… yo… le pido disculpas —dijo él tratando de salvar la situación—. ¿Le
importaría repetir esto último?
—Diez mil dólares —dijo ella con una sonrisa franca. Se levantó extendiendo la
mano de una forma que indicaba claramente que la entrevista había llegado a su fin.
Josh también se levantó, incapaz de resistirse.
—Cuando desee volver con las cuotas de los primeros años, será bienvenido —
dijo ella con amabilidad—. Daremos curso a su solicitud entonces.
Ella no podía ver a su madre. No podía sentir el frío en el aire. No podía oler
aquellas algas marinas frías y húmedas.
Le dio las gracias, y cuando ella le mostró el camino hasta el ascensor le dio las
gracias de nuevo, incapaz de escuchar lo que estaba diciendo. El trauma, en forma de
oleadas húmedas y heladas se extendía y retorcía sobre su piel, arrastrándose hasta
sus muñecas, después a su cuello, su espalda, después hasta el interior de una pierna.
Sacudidas impredecibles hormigueando y abarcando todo su cuerpo. Vio el reflejo de
su madre en la pared de cristal del ascensor. Después, las puertas de bronce se
cerraron y la imagen se desvaneció.

En el último año antes de que la insulina de su madre comenzara a escasear, ella


había comenzado a visitar a carniceros y a los dos vegetarianos de la ciudad, pidiendo
que le notificaran la muerte de algún cerdo o vaca. Él se había despertado muchas
veces en su dormitorio en mitad de la noche al escuchar el alboroto que hacía su
madre al buscar sus botas y su delantal. Una hora más tarde él se despertaba de nuevo
cuando su madre volvía a la casa con el páncreas del animal muerto. Normalmente el
dueño se lo quería entregar gratis, pero ella insistía en pagar.
A partir del páncreas, ella elaboraba un preparado crudo y lo utilizaba en lugar de
su menguante reserva de insulina. Las inyecciones le causaban cardenales grandes
como huevos de pato y le dolían como el infierno. Tampoco eran tan efectivas como
las medicinas humanas. Entonces tenía que controlar mucho más estrictamente su
nivel de azúcar en sangre, y vivir con días de sed rampante hasta que ya no podía más
y se inyectaba casi de forma indolora su dosis de insulina en el brazo.
Un día, el viejo veterinario. —Vikram Chandri, al que había conocido hacía
muchos años en la Comparsa de la Solidaridad inmediatamente después del Diluvio
— pasó y dejó recado de que iba a sacrificar a un cerdo. En aquella ocasión, ella no
acudió a la cita. Joshua se lo recordó dos veces aquel día, conforme pasaban las

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horas. A la hora de la cena sacó el tema de nuevo. Le llevó mucho tiempo el caer en
la cuenta de las lágrimas que resbalaban en silencio por las mejillas de su madre. Ella
dejó el tenedor sobre la mesa y se levantó de la mesa, todavía cojeando por el efecto
de la última inyección.
Durante varias semanas más, los veterinarios continuaron pasándose por la casa
con noticias de otras oportunidades, pero Amanda nunca fue, y Josh no lo volvió a
mencionar.

Josh salió del edificio en mitad del calor de la mañana. Un fulgor blanco le cegaba,
como si el ver el espíritu de su madre hubiera sido como mirar al sol, y ahora él
parpadeaba, aturdido, esperando recuperar la vista. Se quedó en la parte más interna
de la acera apoyando una mano en el muro del edificio que acababa de dejar. Cogió
su baqueteado reloj de bolsillo y se tomó el pulso. Ciento veinte pulsaciones por
minuto. Dejó la acera y cruzó Strand a la altura de la calle 23, donde fue casi
arrollado por un gran carromato de cerveza.
—¿No tienes ojos en la cara, imbécil? —le gritó el conductor, luchando
trabajosamente por refrenar su caballo trasero.
Josh se disculpó y aceleró el paso a través de la carretera. La gente era atropellada
por carromatos. Él había tratado algunas piernas rotas, y había acudido a los funerales
de una pareja de hombres que habían recibido golpes en el pecho o más arriba. Pero
normalmente había que estar borracho y cruzar una calle a oscuras para que te
atropellaran. Se recordó que tenía que prestar más atención. Al otro lado de la calle
había una pequeña plaza abierta. Josh se sentó allí en un banco, tratando de
recobrarse de la impresión. Su piel comenzó a dejar de hormiguear, y por una vez
agradeció el fuerte calor del sol.
Durante los últimos cuatro años había intentado con todas sus fuerzas no imaginar
cómo había muerto su madre, pero ahora él lo sabía. Se había cosido el abrigo a
modo de una camisa de fuerza, había llenado los bolsillos con piedras y los había
cosido también, y después se había encaminado al mar. Probablemente habría ido
hasta el final de alguno de los muelles que sobresalían en Seawall.
No tenía ni idea de por qué su espíritu se le había aparecido. ¿Algo en su
comportamiento o en su humor la había traído hasta allí? ¿Algo quizás relacionado
con los recuerdos que le habían ido sobreviniendo desde que Sloane Gardner había
aparecido en la puerta de su casa? ¿Había traído Sloane un hálito de magia con ella
desde el Mardi Gras que había tomado forma cuando él leyó la última carta de su
madre? No podía creer que Amanda Cane estuviera tan firmemente opuesta a que
ingresara en cualquier comparsa que aquello la despertara de la tumba. Ella no había
abandonado la Comparsa de Solidaridad por principios, sino porque no tenían el
dinero suficiente para pagar las cuotas, sumado al sentimiento de vergüenza que le
hacía más difícil el estar con aquella gente después de que su matrimonio hubiera
fracasado.

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El espíritu no había volcado el tintero de Fiona Barret sobre el escritorio, y ni
siquiera había parecido tenerla en cuenta ni mirarla en ningún momento.
Sencillamente había permanecido allí, acuciadamente visible, sacudiendo la cabeza.
Ella le estaba advirtiendo de algo: eso es lo que él había sentido. Pero ¿advertirle de
qué?
La visión de Josh se fue aclarando y el ritmo de su corazón comenzó a
ralentizarse. La plaza era un solar bastante grande que había sido bellamente
pavimentado con baldosas, incluyendo un tablero de ajedrez con piezas del tamaño de
niños de tres años. Aproximadamente la mitad eran originales en plástico de antes del
Diluvio; las nuevas piezas que sustituían a las perdidas habían sido talladas de
madera flotante y pintadas. Se acordó de repente del verano que había ido a aquella
plaza dos o tres veces a la semana, cuando su padre le había estado enseñando a
jugar. Qué descansado parecía jugar en un pequeño tablero en casa cuando allí había
que hacer un esfuerzo físico notable para mover aquellos peones y reinas gigantes.
Las piezas de plástico ya no eran resbaladizas al tacto sino extrañamente porosas al
haber sido golpeadas por el viento arenoso de Galveston y el brutal sol de Texas.
Su padre había jugado con él de forma didáctica, describiendo las posiciones
movimiento por movimiento, creando jugadas para que Josh pudiera aprender sus
tácticas. A pesar de ello, nunca le dejó ganar. Le decía que tendría más sentido si él
sabía que realmente se lo merecía. Josh se lo había creído, aunque algunos días había
sido duro para él el haber estado tan cerca de ganar, jugando con todo el mayor
cuidado, haciéndolo lo mejor posible, pero siempre, de alguna forma, perdía,
mientras su padre le iba dando cada vez menos y menos consejos, hasta que Samuel
Cane jugó con las negras en silencio. Después sus rasgos se fundirían en su cara de
póquer, tranquila y amigable, y él ganaría y ganaría y ganaría, y por supuesto cada
vez que él ganaba, Josh tenía que perder.

Después de veinte minutos, Josh tenía demasiado calor como para seguir sentado al
sol ni un segundo más. Bueno, si la Comparsa de Momus no lo quería, lo intentaría
en la Comparsa de Thalassar. Conforme se dirigía a los muelles, se fue dando cuenta
de que los perros y los gallos iban enmudeciendo a su paso. El efecto era tan
pronunciado que sin poder evitarlo se dio la vuelta para comprobar si le seguía el
espíritu de su madre. No la vio en ningún momento. Quizás los perros pudieran olerla
cerca de él; un suave aroma a fría agua de mar y decadencia, demasiado sutil para los
seres humanos.
Las oficinas centrales de la Comparsa de Thalassar se encontraban en los restos
del naufragio de Selma, un barco cubierto de hormigón de ciento veinte metros de
eslora. Aunque el Selma no había tenido ningún problema de flotabilidad, el barco
resultó ser bastante frágil. Cuando un oleaje más violento de lo normal lo elevó sobre
las aguas y los arrojó al fondo de la bahía en 1920, el barco se partió por la mitad y
así había quedado desde entonces. La Comparsa de Thalassar era famosa por ser muy

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supersticiosa, y Joshua nunca había entendido por qué habían elegido un barco
naufragado como base para sus operaciones, pero Ham le había explicado que nadie
había muerto o había resultado herido de gravedad en el naufragio. Aquel barco
gigantesco, el Selma, era el talismán más poderoso de los marineros en una ciudad
que había sufrido terriblemente a manos del mar.
En el muelle 23, el muelle de la Comparsa de Thalassar, un joven hombre de
color de la edad de Joshua, alto y musculoso, permanecía de pie en la cornamusa de
un barco a motor junto al surtidor de combustible a base de metano de la comparsa.
Un hombre de la comparsa de más edad, al que le faltaba el brazo izquierdo,
desenganchó la manguera del surtidor y comenzó a llenar una lata de combustible.
Josh se dirigió al marinero.
—Estoy pensando en ingresar. ¿Podría alguien llevarme al Selma? El viejo del
surtidor se echó a reír, mostrando una dentadura salpicada de dientes sucios.
—La comparsa es para marineros —dijo el hombre de color—. Si necesitas ayuda
para llegar es que no tienes razones para ir. —Vestía unos sucios pantalones cortos
grises y una gorra de béisbol. Podía tener un abuelo blanco o mexicano por el color
de su piel, aventuró Joshua—. Tú no eliges a la mar, Joshua Cane, ella te elige a ti.
—¿Cómo conoces mi nombre?
—Estamos al tanto de la gente desafortunada —contestó el viejo del surtidor.
Levantó su muñón—. Ahora a mí tampoco nadie me lleva a pasear en barca, si eso te
hace sentir mejor. Soltó la manecilla de la manguera para que el combustible dejara
de fluir. El joven marinero se encogió de hombros.
—No es nada personal, tío. —Recogió la lata de metano y la encajó en la toma de
combustible de la barca, después se detuvo un momento y echó una mirada al agua
bajo la motora. Levantó la vista hacia Josh—. Ven aquí un segundo. —Josh se acercó
al borde del muelle, en guardia por si le quería hacer objeto de alguna broma que
acabara con él en el agua. El marinero señaló al agua justo debajo de su motor—.
Estás metido en una mierda muy gorda, tío.
La madre de Joshua estaba en allí en el fondo arenoso, mirándolo con una suerte
de urgencia ciega, con su rostro parcialmente oscurecido por una maraña de algas y
remolinos de su cabello flotando mientras ella sacudía la cabeza y levantaba las
manos con las palmas hacia arriba.
Sal de ahí. Cuidado.

La entrevista de Joshua con la Comparsa de los Arlequines fue mucho mejor. Antes
de nada, se tomó una cerveza. Joshua no podía justificar bajo ninguna circunstancia el
gastarse dinero en comida, pero volver andando a casa y regresar a la comparsa en
medio de aquel día tan caluroso, únicamente haría que sudara más y oliera peor. En
lugar de eso, se refugió en el Café Mikonos, el local favorito de Ham, ignorando el
aroma a cerdo souvlakis y a nata amarga, y se conformó con un chupito de whisky de
palma y un vaso de cerveza fría de arroz.

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Para cuando dejó el Mikonos, ya era la hora de la sobremesa, y el sol caía con
tanta fuerza que incluso su sombra se encogía para escapar del calor. Fue un gran
alivio el salir del calor para entrar en la Grand Opera House, donde los arlequines
tenían su sede. La Grand Opera House había sido construida en 1894, y había
albergado a los más grandes de principios del siglo XX: Lionel Barrymore, Paulova,
Sarah Bernhardt, los hermanos Marx y George Burns, Tex Ritter y su caballo White
Flash.
Josh también descubrió algo que debía haber adivinado por sí mismo: su padre
había sido un miembro de la Comparsa de los Arlequines. Ese era un factor de
importancia. Las cuotas eran moderadas y el servicio de comunidad se restringía
exclusivamente a los deberes propios del Mardi Gras. Su entrevistador mostró
bastante excitación cuando dijo que en su botica podía confeccionar todo tipo de
tintas invisibles y fuegos artificiales.
El principal problema para su admisión radicaba en que no era lo suficientemente
raro.
—Pareces un joven tranquilo y sensible —señaló el entrevistador con
preocupación. Estaban sentados en la cabina de proyección al final del entresuelo,
sobre la cubierta—. No encaja con nuestro patrón ideal de aspirante. Aunque por
supuesto, el fantasma ayuda —añadió.
Dándose la vuelta, Joshua casi no se sorprendió al ver a su madre abajo en el
centro de la cubierta con los ojos fijos en él.
El entrevistador era un hombre de pequeña estatura con entradas y horriblemente
feo, con la frente redonda y el rostro lleno de verrugas gigantescas con unos pelillos
que sobresalían, tan rígidos como las cerdas de un jabalí.
—Quizás se pueda hacer algo con respecto a aquel fantasma, ciertamente, pero
me temo que tengo que recomendar que la inscripción se posponga por el momento.
—Se secó los labios con unos dedos rechonchos—. Percibo una cierta inclinación en
ti, una suerte de desequilibrio que, apropiadamente descontrolada, podría ser justo lo
que necesitas para ingresar. No te perderemos de vista, eso es lo que vamos a hacer.
Esperaremos a ver qué es lo que dice la luna, ¿de acuerdo?
Joshua no se sentía tranquilo ni sensible. Se sentía asustado, extrañamente
liviano, y un tanto borracho. ¿Qué grado de desequilibrio había alcanzado desde que
Ham depositó a Sloane Gardner en su mesa de operaciones con toda su carga de
recuerdos? Él recordaba los rastros del shock en su rostro, la luz en sus ojos
desmigajándose cuando asimiló que su madre había muerto mientras ella estaba de
fiesta en el Mardi Gras. Él no debería haberle mostrado tanto desprecio. Podía sentir
un nudo de irritación en su estómago que saltaba cuando no se mantenía bajo control.
Recordó la carta de su madre, y su fantasma, mirándole y mirándole. Sacudió la
cabeza.
—¿Qué tal si le hago ver que realmente soy menos sensible de lo que piensa?
El pequeño y poco agraciado hombre esbozó una sonrisa.

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—Demuéstralo.

* * *

La cerveza en la Choza del Cangrejo del Martini era aún peor que la que se hacía
Josh en casa, pero el whisky era whisky y era el mismo allá donde fuera. El tipo de
whisky que él se podía permitir, de cualquier forma.

Su cuarta entrevista en las cámaras de la Comparsa de la Solidaridad, fue un


completo desastre. Después de aquello, Joshua fue dando tumbos hasta el muelle del
Gas Authority y esperó a que Ham regresara. El día que había tenido debía de haber
quedado reflejado en su rostro; cuando Ham finalmente llegó, echó una mirada a Josh
y le hizo una oferta apropiada.
—Vamos a pescar.
Del muelle del Gas Authority, los dos hombres caminaron hasta el barco personal
de Ham, Lucille. Lucille era un bote destartalado de aluminio con un motor fuera
borda de quince caballos de vapor a popa. Ham guardaba dos cañas de pescar de
módulos y unos cebos en una pesada caja roja de herramientas con un rótulo de
PELIGRO: EXPLOSIVOS pegado en la tapa. Ham era conocido por tener el barco lleno de
detonadores para mantener alejados a los ladrones. Joshua nunca había visto ninguno
de ellos ni nada que se le pareciera, pero él era el que había extendido la noticia por
los barrios más marineros cuando los dos eran unos adolescentes. De cuando en
cuando, añadía una nueva historia para embellecer la leyenda de Ham. Una vez
aquella práctica lo había metido en problemas, cuando Ham entró como un torbellino
en su casa al haber oído que se decía que pescaba con dinamita. Josh no sabía a
ciencia cierta qué línea de práctica justa de pesca había traspasado, pero Ham parecía
tan mortificado como un sacerdote que hubiera sido descubierto desnudo en una casa
de citas.
Ham ancló a Lucille cerca de las rocas en el extremo más al sureste de la isla,
encarando el estrecho de la península Bolívar. El sol de la tarde brillaba ya bajo en el
horizonte, difuminado entre las corrientes del oeste. Levantó su caña de pescar y la
agitó como un látigo con un movimiento sorprendentemente sordo de un antebrazo
tan ancho como una lata de café. El sedal cortó el aire y silbó mientras el cebo
plateado describía un arco sobre las aguas del golfo. Atravesó el aire y centelleó
cayendo al agua con un chapoteo.
—Quizás no haya sido la mejor de las ideas el acudir a la Comparsa de la
Solidaridad —dijo Ham. El sedal hizo un sonido metálico contra el carrete cuando
comenzó a recoger el cebo—. Entre el fantasma y el no comer y la bebida y todo eso.
No una gran idea.
—No —dijo Josh—. ¿Le hiciste sangre a alguno de ellos? —preguntó Ham
jugando con el sedal con un par de movimientos secos—. No. Nada de puñetazos —

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dijo Joshua con una mueca—. Les he sacudido un par de veces. Pero solo por los
hombros. —Hummm—. Ham le miró por encima del hombro enarcando una poblada
ceja.
Una vez, cuando los dos tenían trece años, habían estado de paseo juntos y habían
mantenido una curiosa conversación.
—No sé por qué seguimos siendo amigos, pero de lo que estoy seguro es de que
me alegro de ello.
—Seguimos siendo amigos porque tú te crees mejor que yo —le había dicho Ham
—, y yo te dejo.
Aquello le había cerrado la boca a Josh inmediatamente.
Él estaba acostumbrado a pensar que era el listo de los dos, el de la personalidad
más fuerte, más dominante. Pero en un día como aquel, habiendo sido rebotado de
cuatro comparsas y casi arrestado por alcoholismo y conducta escandalosa, sentía de
pronto que realmente era Ham, junto a él, tan sólido como una roca moviendo el
sedal de un lado a otro, el que realmente tenía las cosas claras.
Ham escupió meditabundo a las aguas del golfo.
—Diablos, Josh. Estoy pensando en comer esta noche, aunque tú no lo hagas.
El sol ya en la parte final de su periplo diario estaba casi a sus espaldas. Bajo el
aire brillante, el mar estaba oscuro por las sombras de la costa. Sus propias sombras
se alargaban hacia lo lejos, donde resultaba difícil seguirles el rastro entre la
marejada, rompiendo en bolsas y retazos de luz contra las aguas verdes. Joshua
recogió el sedal, sintiendo el peso del pequeño cebo de acero dando botes y
temblando al final de la caña. Con un movimiento de muñeca, volvió a arrojar el
sedal al agua con el sedal cortando el aire y cayendo al mar, no tan lejos como Ham
pero aún y todo bastante lejos, un precioso arco de sedal colgando sobre el agua
oscura, dorado como el cabello de un ángel a la luz del atardecer. Cuando el cebo
finalmente tocó el agua él pudo sentirlo como un pequeño temblor a través de su
brazo y en el interior de su cuerpo.
Se sintió absurdamente, dolorosamente agradecido por la compañía del gran
hombre.
—También hice una observación poco elegante sobre la madre del director de la
comparsa —dijo Josh después de un rato—. Y sobre su hermana.
—Que me aspen…
—Creía que «Solidaridad» era algo más que un lema —añadió Josh con aire
reflexivo. Ham emitió un resoplido. Josh continuó hablando arrastrando las palabras
—. Soy tan bueno como cualquiera de vosotros, niños pijos. Yo también soy un niño
pijo. ¿Pensáis que sois mejor que yo solo porque tenéis más suerte? Bueno, la suerte
no le acompaña a uno para siempre, sabéis. Quizás un buen día os levantéis y
descubráis que sois vosotros los que sois desafortunados de cojones, quizás algo le
pase a vuestra casa o a vuestras familias, y entonces os miraré desde el cuchitril
donde vivo y vendréis a mí arrastrándoos. ¿Y entonces, os ayudaré? ¿Eh? ¿Eh? —Dio

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un pequeño hipo con gran dignidad—. ¡No lo sé! ¿Os gustaría eso?
Ham ponía mala cara y se reía a la vez, con su enorme torso sacudiéndose bajo
todas aquellas hectáreas de tela de camisa. Hizo que toda la barca se agitara bajo
ellos. Josh suspiró.
—Me las arreglé para vomitar encima de Carl Banks mientras me sacaban fuera
de las oficinas de la comparsa. —Se miró la camisa de seda, con recorrida de
manchurrones donde había intentado limpiar los restos de vómito frotándolos con
agua de mar.
—Les diste una lección a esos malnacidos. —Puedes jurarlo. Deberías haber visto
cómo quedaron aquellos tipos. No volverán a llevar aquellas ropas hasta dentro de
bastante tiempo.
Los pequeños ojos de Ham se estrecharon con fuerza aún más y le arrancaron una
lágrima de risa. Cuando acabó el acceso de risa recogió el sedal y volvió a echar el
cebo más allá.
—¿Y tu madre estaba allá también?
Josh tiró de su sedal, recogió el cebo y volvió a probar suerte. La lengüeta de la
cucharilla relampagueó en el aire, después cayó en la sombra, hundiéndose en las
aguas oscuras.
—Sí.
—¿Está aquí ahora? —Josh sacudió la cabeza—. ¿Sabes qué es lo que quiere?
—Ni idea.
Dos pelícanos pardos pasaron ante ellos a ras del agua batiendo las alas con
fuerza. Más allá a lo lejos, los botes dispersos de la Flota Mosquito se iban
acercando, cada uno de ellos envuelto en una nube de gaviotas. Sus chillidos cruzaron
el mar, deformados por la distancia, pareciendo más agudos y solitarios.
—No necesitaba Galveston. No nuestro barrio, me refiero al Galveston de verdad
—dijo Josh—. Ni siquiera sabía que estaba tan hambriento de él. Y ahora, de repente,
me ha nublado los sentidos, Ham. Lo quiero todo. Quiero recuperar mi casa. Quiero
recuperar mi vida.
—¿Y la chica?
—Sí, maldición, quiero a la chica. Ojalá no la hubiera visto nunca. Ojalá no la
hubieras traído a mi casa.
—La habían dejado hecha un trapo.
—Lo sé. —Josh recogió el sedal, colocó el cebo en el ojete de una de las cañas de
pescar y se desplomó sobre su bancada—. Con el día que estoy teniendo, lo más
probable es que acabe enganchándome el anzuelo en el ojo si continúo pescando.
—Algunos días son así, uno no puede ganar siempre —dijo Ham con voz cansada
—. Dame tres intentos más para pescar algo de cenar. Tengo algo de arroz y huevos
en casa por si no hay suerte.
—¿Encontraste tu fuga?
—¿En la línea número tres? No.

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—Pásate por mi casa después de que cenemos para que te prepare los oídos.
—Eeeso es —dijo Ham amargamente—. Ahora sí que te reconozco.
Lanzó una vez más el sedal. La pequeña barca de aluminio se agitaba entre las
olas. El agua jugueteaba y borboteaba en torno suyo.
—Tu problema es que sigues esperando que la vida sea justa —añadió Ham—.
Crees que es como el ajedrez o algo así, y que si haces los movimientos correctos,
vas a ganar. Pero no funciona así. Es como pescar —volvió a arrojar el cebo—. Tú
pones el cebo en el anzuelo, lo tiras a un sitio y eso es todo lo que puedes hacer,
compañero. Algunos días pican, otros no.
—Quizás tengas razón. Quizás la vida es así. Pero no debería serlo —dijo Josh—,
y antes no lo era. En los viejos tiempos, antes del Diluvio, no era tan solo suerte.
Ham escupió de nuevo.
—Bueno, quizás eso fue una suerte, esa es mi filosofía. No el curso de la
naturaleza. Y el mundo se despertó y le puso fin a eso bien rápido.
—Mi madre tenía diabetes. Era «natural» que ella muriera —dijo Josh. La mano
de Ham se detuvo por un momento en su carrete, y después continuó jalando el sedal
sin cesar con el suave y sedante clic clic clic del mecanismo resonando en el aire—.
¿Quieres ser como los animales? —preguntó Josh—. ¿Crees que está mal luchar por
un mundo donde los méritos de cada cual cuenten más que la pura suerte? Nunca voy
a estar de acuerdo con eso.
—Josh, tienes razón. —Ham hizo una mueca—. Señor, pero odio decir eso, sobre
todo porque tengo que decirlo demasiado a menudo.
A pesar de todo, Josh sonrió.

Ham capturó un salmón en su último intento y se lo llevaron a la casa de los Mather,


donde vivía con sus padres y su hermano pequeño, aunque pequeño fuera un decir,
llamado Japhet. Ham hizo el pescado a la parrilla, y él y Josh se lo comieron con una
guarnición de arroz, judías pintas y un poco de salsa de pimienta. Ham se tomó una
cerveza con su plato, y comentó que Dios había creado aquellos manjares para ser
degustados. Josh solo probó agua. Japhet estaba en casa, y la hermana de Ham,
Rachel, se pasó con su marido y sus tres niños a hacer una visita. Era un ambiente
cálido, lleno de gente y con un aroma a familia que a Josh le reconfortó mucho al
principio, pero que, conforme fue pasando el tiempo, todo aquel bullicio y aquellas
risas resultaron ser más fuerte que él. La familia de Ham era grande y su casa era
pequeña. Josh no pudo evitar el pensamiento de que acabaría muerto por
aplastamiento en el momento en el que quedara atrapado entre un Mather y el
refrigerador.
Ya era noche cerrada cuando él y Ham salieron de la casa. Por supuesto, en aquel
vecindario nadie se preocupaba por mantener las luces de la calle en buen estado, o
las mismas calles. Ham llevó consigo una lámpara Coleman y la sostuvo a la altura
de su rostro con su siseo característico de modo que Josh pudiera abrir la puerta del

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porche con su llave. Con los ojos cegados por la luz de la lámpara, Ham y Josh
fueron cogidos totalmente por sorpresa por los hombres armados que los esperaban
dentro.
—¡Ni un movimiento! —gritó alguien, y Josh oyó un buen número de armas
amartillándose.

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2.2 Sheriff Denton

Q
— ué coñ…
Josh se calló cuando alguien le puso el cañón de un arma en la cara.
El olor a frío acero le hizo un nudo en el estómago. Bueno, pensó,
ahora ya sé de lo que mamá me estaba intentando advertir. Se
preguntó si estaba a punto de morir.
—No nos vamos a mover —dijo Ham—. ¿Verdad, Josh? Dos estatuas, esos
somos nosotros.
La lámpara Coleman siseaba despidiendo su círculo de fuerte luz blanca. Josh
pudo ver a cuatro hombres: dos detrás de su mostrador, otro detrás de la mesa de
examen, y otro más de pie tras la puerta. Tres de ellos tenían pistolas; el que estaba
detrás de la mesa de examen tenía una escopeta de repetición. La escopeta hizo un
sonoro clic cuando el hombre la armó.
—Si queréis la cerveza, lleváosla —dijo Josh. Habló con su voz de médico, fría y
clínica. La solía utilizar cuando se tenía que enfrentar a todo número de traumas, tales
como tumores, desfiguraciones o muerte. La máscara fría y racional de médico era la
única de la que estaba seguro que podía controlar tics traicioneros sin revelar sus
emociones o pensamientos. Era la que esbozaba cuando no se podía permitir jugar
asustado—. La bebida no es algo por lo que uno quiera morir. Tampoco merece la
pena matar por ella.
—Qué tal todo, señor Cane —dijo el hombre que le presionaba el caño del arma
en la cara. Se movió para colocarse frente al boticario, metiéndole la pistola entre los
dientes. Joshua se imaginó a la pistola accionándose, sus dientes reventando como
porcelana, la bala saliendo por la nuca en un revoltijo de carne y huesos.
Era una mala señal que al pistolero no le importase colocarse en el círculo
iluminado por la lámpara. No tenía miedo de que lo identificaran más tarde. Josh le
miró con toda la calma que pudo, intentando dominar la situación. El rostro del
pistolero estaba atravesado por viejas cicatrices, acné adolescente o más
posiblemente, viruela. Se había roto parte de uno de los dientes incisivos; los dos
superiores tenían fundas de oro. Caro pero vulgar. Sloane Gardner o Jim Ford habrían
elegido algo menos obvio. Tenía más o menos la misma altura y constitución de
Joshua, bajo y poco fornido; pero en lugar de vestir ropas raídas y zapatos caseros,
llevaba una fresca camisa y un traje, botas negras bien brillantes y pantalones grises.
Ah. Pantalones color ceniza con una banda negra. La milicia de la ciudad.
Josh se permitió una sensación de alivio. Aquel era uno de los hombres del sheriff
Denton.
—Supongo que esto tiene que ver con lo de la Comparsa de la Solidaridad —dijo
él—. Puedo pagar los daños razonables, pero la culpa no fue solo mía…
—¿Dónde está, pequeño cabrón?

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—¿Dónde está quién?
El miliciano le golpeó la cara con la culata con fuerza, partiéndole el labio a Josh
y haciéndole tambalearse. La sangre brotó de su boca, mientras sus dientes le
aguijoneaban de dolor. El pánico de sus músculos de pronto cedió ante algo más duro
y furioso, y él lanzó un salvaje puñetazo únicamente para ver cómo Ham lo detenía
con su gran manaza. Ham podía reventar las conchas de los cangrejos con los dedos.
El puño de Joshua no iba a ir a ningún lado.
—Lo siento, chicos —dijo Ham con voz tranquila—. Parece que estamos
empezando con mal pie. ¿Qué es lo que estáis buscando?
—Adjunto Lanier —dijo el hombre de la escopeta—, los tenemos. Metámoslos
dentro.
El adjunto le propinó un golpe con el cañón de su arma en la cabeza de Joshua.
—Si supiera que ya está muerta, si no hubiera ninguna esperanza de que la
tuvieras viva, que Dios me ayude, pero te volaría los sesos en un abrir y cerrar de
ojos.
La boca de Joshua estaba llena de sangre. Se la tragó. Ham parecía no tener prisa
en dejar libre su puño. La furia en su estómago se fue transmutando otra vez en terror.
Lo ignoró, disgustado consigo mismo. Su voz era incluso más fría y distante.
—Bueno, adjunto, puedes pegarme otra vez, porque no tengo ni idea de lo que
estás hablando.
—Imagino que se trata de Sloane Gardner —dijo Ham—, juzgando por las pintas
de alta sociedad del pelotón. Dos Colt 45 automáticas gubernamentales, una Glock
17, y si no me equivoco, ¡el compañero de la escopeta de allí es el propio sheriff
Denton!
—¡Sloane! —dijo Josh. Sacudió la cabeza—. Debería haberlo adivinado.
El adjunto Lanier le clavó el cañón de la pistola en el estómago. Josh se dobló con
el impacto y las náuseas le asaltaron sin poder evitarlo, obligándole a vomitar su cena
de salmón y judías pintas sobre el suelo de su consultorio. El adjunto se acercó a él.
—Eso es lo que eres tú comparado con la señorita Gardner.
—¡Kyle! Acaba ya con eso —dijo el sheriff Denton.
Las elusivas estrellas de Sloane relampagueaban y se desvanecían en frente de los
ojos de Joshua. Recuperó el aliento y luchó para incorporarse de nuevo, pero se
volvió a quedar en cuclillas boqueando buscando aire.
—Alguien me comentó una vez que teníamos un sistema judicial en esta isla —
dijo Ham. Ya no parecía tan calmado como antes—. Y que uno es inocente hasta que
se demuestre lo contrario.
—Cogedlos, nos los llevamos —dijo el sheriff.

Una hora más tarde, después de tomarles las huellas y cogerles los datos, el sheriff
Denton, el adjunto Kyle Lanier y Josh, estaban en la sala de interrogatorios en la
planta baja del Juzgado del Condado. Al caer la noche, cualquier asunto confidencial

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se llevaba a cabo en habitaciones sin ventanas o bien aisladas, para asegurarse de que
no hubiera ningún leve rayo de luz de luna que permitiera a Momus estar al tanto de
lo que se tratase. La habitación tenía un suelo de liso hormigón, las paredes cubiertas
de un antiguo panel de falsa madera, dos sillas y una pequeña mesa con la cubierta de
vinilo. Josh se sentaba en una silla con las manos esposadas a su espalda. Kyle Lanier
se sentaba enfrente de él con una carpeta en las manos y una hoja de papel de arroz
tomando notas con una valiosa pluma Waterman. La única luz provenía de una
silbante lámpara de propano sobre la mesa. Iluminaba el rostro de Kyle
intermitentemente desde abajo, haciendo más evidentes las marcas de la viruela en su
cuello y mejillas mientras le cubría los ojos de una sombra.
Jeremiah Denton caminaba en la oscuridad más allá del círculo de luz de la
lámpara. De cuando en cuando se aproximaba y emergía de la oscuridad para
descansar sus manos sobre el borde de la mesa, con la luz de la lámpara
relampagueando en la cadena de oro de su reloj de bolsillo. Josh se preguntó si el
sheriff no se sentaba porque tenía dolor de espalda. La rigidez de sus andares al
caminar y la forma deliberada en la cual ponía los dedos en la mesa antes de
descansar sobre ellos el peso de su cuerpo sugerían un atisbo de artritis. Además
parecía tener una ligera tos seca, que podía significar desde una nadería fruto de un
pasado fumador hasta una convalecencia de una infección bronquial o una
tuberculosis incipiente.
Después de escuchar el relato de Joshua de lo que había hecho aquel día, el
sheriff Denton hizo una pausa en su interrogatorio. La lámpara siseaba. La pluma de
Kyle escribió una línea y se detuvo. La depositó sobre un trapo. Se hizo un silencio.
—Ham le votó a usted —le dijo Josh al sheriff.
—¿Prefería usted a mi oponente?
—Yo no voté.
—Ese es un error —dijo el sheriff Denton—. Te debes a ti mismo el tener voz
sobre la dirección de tu comunidad, y se lo debes a tus convecinos, para que «el
gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la tierra». Pero
usted estuvo haciendo gestiones para ingresar en una comparsa hoy, ¿no es cierto?
Ese es un interés por los asuntos de la comunidad muy repentino.
—Creía que usted lo iba a agradecer.
El sheriff tosió en su puño cerrado. Después acercó la mano hasta su reloj de
bolsillo de su traje y sacó un Waltham con cubiertas de oro. Sus dedos estaban rígidos
y le llevó unos segundos el poder abrir la caja. Definitivamente un caso de artritis.
Miró el reloj, empezó a cerrar la caja, se detuvo y cortésmente le acercó el reloj a
Joshua para que pudiera ver la hora que era. Pasaban treinta minutos de la
medianoche. Josh se recordó que no debía deducir demasiado de los pequeños gestos
de consideración del sheriff, probablemente debidos a su impecable educación. Nada
personal. El padre de Joshua habría sido bendecido con buenas maneras y sonrisas,
con una amigable cara de póquer, pero él siempre había jugado para ganar. El sheriff

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Denton se metió el reloj en el bolsillo.
—¿Le comentó a su amigo Ham que estaba intentando ingresar en alguna
comparsa?
Estaban comprobando su historia con el testimonio de Ham. Josh esperó que Ham
recordara aquella mañana de la misma forma.
—Creo que mencioné que quería ingresar.
—¿Y él qué dijo al respecto?
—Se sorprendió.
En general, Josh consideró que estaba haciendo un buen trabajo en ocultar tics y
fingir tranquilidad. Todo aquello era de vital importancia, porque su cuerpo estaba
aterrorizado. Su pulso estaba a cien, su estómago tenso, y sentía una pinza como una
piedra, atravesada en su garganta. Era muy enojoso que su cuerpo se sintiera
culpable. Ham vivía dentro de su carne, sintiéndose en casa con sus propios músculos
y huesos. Josh no. La experiencia de Joshua era que su cuerpo le hacía tomar
decisiones equivocadas. Sentía cosas que no debía. Le dejaba al descubierto.
—Tenemos dos testigos que vieron a Sloane Gardner entrar en tu casa esta
mañana —dijo el sheriff Denton—. Ninguno de ellos la vio salir.
—Nunca es mala hora para mis vecinos si es para meterse en los asuntos de los
demás —dijo Josh—. Sucede que yo tampoco la vi salir.
—¿Pudo haber salido por la puerta trasera?
—Hummm… —una posible salida de aquel embrollo. Josh estudió al sheriff. Si
Sloane hubiera salido por la puerta trasera, aquello explicaría el por qué los vecinos
cotillas de Joshua no la habían visto salir. Por otra parte, otros vecinos podrían haber
estado levantados temprano aquella mañana atendiendo a los polluelos o trabajando
en sus generadores. Y siempre estaban los borrachos que callejeaban en los
alrededores de su patio trasero con la esperanza de poder hacerse con las sobras de la
comida, o mejor aún, pasteles de levadura y arroz fermentado de la cerveza que él
hacía, cualquier cosa que pudiera tener algún rastro de alcohol en su interior.
Josh se imaginó que las probabilidades de que el sheriff estuviera esperando
cogerle en una mentira eran de dos a una, con testigos dispuestos a jurar que Sloane
no había salido por la puerta trasera. Sostuvo la mirada del sheriff
desapasionadamente.
—No, no salió por la puerta de la cocina. No hay forma de que hubiera podido
pasar por detrás de mí sin que me enterara. No tuvo tiempo suficiente, y además
habría oído algo.
La pluma de Kyle escribió algo sobre el papel de arroz.
—Dice que es la segunda vez que la señorita Gardner había venido a su casa
voluntariamente, después de haber sido conducida allí sin su consentimiento por el
señor Mather.
—Apenas estaba consciente cuando Ham…
—Ya volveremos a eso más tarde —dijo el sheriff Denton—. También asegura

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que en las dos visitas la señorita Gardner compró algo de té. ¿Dami…?
—Damiana. Es un suave estimulante.
Ella estaba muy cansada. El sheriff Denton paseaba por la oscuridad, de espaldas
a Josh. Los tacones de sus botas resonaban lentamente en el suelo de hormigón. Clic.
Clac. Clic. Clac.
—¿Puedo preguntar por qué ella eligió su tienda?
—Ya le había prestado un buen servicio. Debo añadir que tanto Ham como yo
hemos aprendido la lección y prometo solemnemente que nunca volveré a ser un
buen samaritano de nuevo.
—No te hagas el listo —dijo Kyle. El sheriff Denton levantó la mano para pedir
silencio.
—Señor Cane, ¿encuentra a Sloane Gardner atractiva?
El corazón de Joshua dio un salto y la pinza de su garganta se hizo más presente,
tensa como el nudo de una cuerda de piano. Se encogió de hombros con el rostro sin
expresión.
—Un tanto.
—¿Y eso qué significa, Josh? ¿La considera vulgar o atractiva?
—¿Físicamente? Supongo que ella es tolerable. Las he visto mejores.
Kyle escribió, sacudiendo la cabeza. El sheriff asintió.
—¿Y su personalidad? ¿Le gustaba?
—Sí.
—¿Por qué?
—No era estúpida.
El sheriff se detuvo en aquel punto.
—¿Esperaba usted que ella fuera estúpida?
—He aprendido a no dar la inteligencia por supuesto.
Kyle rio.
—Pequeño bastardo arrogante.
—Kyle… —el sheriff Denton posó una mano sobre el hombro de su adjunto.
Tosió. Tosió de nuevo y se aclaró la garganta. Otra tos—. Excúseme, señor Cane.
Necesito un trago de agua. Estaré de vuelta en un momento.
—Por supuesto —dijo Josh—, por favor, por mí no se moleste.
El sheriff Denton frunció el ceño y salió caminando a paso lento de la habitación.
Josh se palpó la parte frontal de la boca con la lengua. Su labio estaba hinchado y su
boca todavía le sabía a sangre y vómito. Además, su estómago le dolía como el
infierno, un dolor agudo en el punto donde Kyle le había golpeado con su pistola.
La puerta se cerró detrás del sheriff Denton. Josh levantó la mirada con cautela
cuando el ayudante del sheriff dejó la carpeta sobre la mesa. Kyle Lanier se
incorporó, se estiró y después se acercó al otro lado de la mesa.
—El viejo tiene muy buenos modales, ¿no crees? —Kyle sacudió la cabeza y
sonrió. Las fundas de oro de sus dientes incisivos brillaron a la luz de la lámpara. A

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excepción de su fealdad, tenía el aspecto elegante que el joven Josh debería haber
tenido. El cabello, que le llegaba a la altura de los hombros, lo tenía recogido con un
pequeño lazo. Llevaba una americana de algodón basto sobre una camisa delicada y
unas caras botas acabadas en punta. Sus pantalones de uniforme grises estaban
ajustados sobre sus muslos y tobillos.
Anduvo hasta sobrepasar a Joshua y se colocó a su espalda. Josh forzó su cuello
para seguirle con la vista, pero con las manos esposadas tras el respaldo de la silla, no
podía girarse tan lejos. Hubo un largo momento de silencio. La piel de Joshua
comenzó a ponerse de gallina.
—¿Qué estás haciendo?
Kyle cogió la silla de Joshua y la fue inclinando hacia atrás hasta que solamente
su mano impedía que cayera contra el suelo.
—Mis modales no son tan finos —dijo el ayudante—. Yo soy lo que tú llamarías
un hombre que se ha hecho a sí mismo, Josh. Ya ves, yo empecé desde abajo, desde
la pobreza. Y quiero decir pobreza de verdad. Cuando era niño, mi padre solía
zurrarme con un cinturón si no me traía mi cena a casa. Un cangrejo, una ardilla o
alguna maldita cosa. También utilizaba la hebilla. No caí en ello entonces, pero, te
voy a decir algo, aquello fue instructivo. Hizo maravillas por mi carácter. Aprendí a
trabajar duro para lograr lo que quería, y no me quedé con hambre.
—Déjame —dijo Josh. Alargó las piernas todo lo que pudo intentando alcanzar el
suelo con las puntas de los pies. Kyle dio un paso hacia Joshua y le lanzó dos
puñetazos con toda su fuerza contra su estómago. El aliento desapareció de Josh
envuelto en unos fuegos artificiales de dolor. Sus pulmones se retorcieron y lucharon
por conseguir aire.
—El sheriff Denton no sabe de hebillas —dijo Kyle—. Él cree que todo el mundo
es tan bueno y noble como él. Yo no. La mayoría de la gente son animales, si quieres
mi opinión. En los viejos tiempos todo eso estaba más o menos encubierto, pero
ahora que las cartas están boca arriba, ves a la gente mostrando sus verdaderas jetas.
Si quieres llegar a cualquier sitio, necesitas repartir unos cuantos golpes.
Esta vez Kyle le dio un puñetazo en los testículos. Luego dejó caer la silla. La
cabeza de Joshua rebotó contra el suelo de hormigón y perdió el conocimiento.
Cuando sus párpados se volvieron a abrir tan solo unos segundos más tarde, Kyle
estaba sobre él.
—Sloane Gardner era amiga mía.
El aire volvía al cuerpo de Joshua.
—Yo no…
Kyle le golpeó en un costado, justo sobre un riñón.
—Te recomiendo una confesión completa. Sabes que no os vamos a matar ni a ti
ni a tu amigo el gordo incluso aunque os encontremos culpables. El sheriff no está de
acuerdo en hacer fantasmas.
Josh adoptó la posición fetal replegando las piernas para intentar alejar aquel

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dolor horrible en sus testículos, en el estómago y en su costado.
—En el caso de que te lo plantees —añadió Kyle—, puedes considerarte ya un
culpable a los ojos de la ley, maldito malnacido. Eso está hecho. Estuvimos hablando
con el juez antes de ir a tu casa. Se acabó. La única diferencia que puede haber es la
de una confesión. —Le golpeó de nuevo en el costado con sus brillantes botas de
cuero—. No sabes qué satisfacción personal me supone el molerte a palos por lo que
le has hecho a Sloane, monstruo.
Klye levantó la silla con Josh atado a ella y la colocó enfrente de la mesa. A Josh
le dolía terriblemente el respirar. La puerta crujió al abrir y el sheriff Denton volvió a
la habitación.
—¿Qué está pasando? Escuché un golpe.
—El prisionero se echó hacia atrás y la silla cayó al suelo —dijo Kyle con soltura
—. Ahora estamos bien.
—Me golpeó —dijo Josh con rabia.
El sheriff Denton dirigió una mirada seria a Kyle.
—¿Adjunto?
—No lo he tocado.
—Eso espero.
—Hágaselo jurar —dijo Josh—. Hágaselo jurar por Momus.
El sheriff Denton le miró.
—Hijo, estás aquí con una seria acusación. Mi consejo es que colabores más y
dejes aparte tu orgullo —el sheriff suspiró—. No es que yo mismo no fuera un
presuntuoso a tu edad. —Tosió en su puño—. Volvamos al trabajo.
Joshua trató de decidir si les debería hablar de las escapadas de Sloane al Mardi
Gras, del olor a cigarrillos y a licor de su vestido, las medias corridas y la sonrisa
descarada fuera de su carácter la mañana en que se había quedado a desayunar con él.
Ella le había cogido de la mano y había confiado en que él guardaría su secreto. Pero
era difícil ignorar su cuerpo lloriqueante, que quería contárselo todo cuanto antes. Por
supuesto sus motivos eran diáfanos, y Josh tuvo miedo de que eso influyera en su
juicio. Y además, el sheriff le estaba acusando de asesinato, eso ya le había quedado
claro. Además, Ham no se lo pensaría dos veces a la hora de la verdad. No tenía
ninguna razón para que lo exiliaran o lo abandonaran en una isla desierta tan solo por
culpa de las confidencias de Josh. Iba a ser mucho más fácil para Josh si su historia y
la de Ham coincidían.
En ocasiones, uno tiene que dejar pasar la jugada y esperar a que lleguen mejores
cartas.
Josh traicionó el secreto de Sloane despreciándose a sí mismo por hacerlo y
odiando a Sloane por hacer de él un traidor. Pero cuando les habló sobre las visitas de
Sloane al Mardi Gras, el sheriff no quiso oír nada al respecto.
—¿Me quieres decir en serio que la hija de la Gran Duquesa estuvo en el
carnaval, no una sino varias veces, por propia decisión, mientras su madre se estaba

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muriendo?
—Sí, señor.
—Eso no suena para nada a la Sloane Gardner que yo conozco —dijo el sheriff
Denton—. Ella siempre ha sido una chica tranquila y responsable. La conozco desde
que era una niña.
—Y yo —dijo Josh—, aunque todo el mundo lo olvide.
—Humm. Sí —los ojos del sheriff descansaron sobre Josh—. ¿Conoces los Diez
Mandamientos, chico? El último es: no desearás la casa de tu vecino, no desearás a la
mujer de tu vecino, ni a su sirviente, ni a su sirvienta, ni a su buey, ni a su mula, ni
nada de tu vecino. —El sheriff tosió—. Imagino que las hijas también quedan
incluidas en la ley general.
—Yo también he estado tan hambriento —dijo Kyle con suavidad—. Lo he
deseado con tanta fuerza que me han dado arcadas. Pero me lo he ganado, Josh. Me
he ganado lo que tú intentas robar, escoria de mierda.
—Eres vulgar y no eres demasiado listo —dijo Josh—. Nada de lo que consigas
va a cambiar eso.
Kyle le miró durante un buen rato antes de que una ligera sonrisa se abriera paso
entre sus labios, dejando escapar un rayo dorado de las fundas de sus dientes.
—Y habla de no ser demasiado listo —dijo él.
Joshua continuó mirando a Kyle con desprecio, pero su estúpido cuerpo estaba
asustado. Su boca le dolía donde Kyle le había golpeado con la pistola, su cabeza le
dolía donde había impactado contra el suelo. Hacían horas desde que no había tenido
la oportunidad de orinar y necesitaba hacerlo urgentemente. El dolor de sus testículos
había desaparecido pero el dolor en su costado iba haciéndose cada vez más agudo.
No dejaría muchos cardenales, claro. Muy conveniente para Kyle. Le dolía respirar.
Se preguntó si el adjunto le habría roto alguna de sus costillas cuando le pateó, o
dañado uno de sus riñones.
El sheriff Denton volvió a pasear por la oscuridad. Clic. Clac. Clic. Clac.
—Nuestras dos familias parece que nunca se cruzan para bien, ¿eh, Josh?
A Josh le llevó un momento comprender el comentario.
—¿Te refieres a nuestra casa?
—Le dije a Travis que no debería haber aceptado aquella apuesta. Nunca debería
haber puesto a la familia de Sam en la calle, incluso aunque tu padre fuera tan
estúpido como para jugársela. Pero Travis era… —el sheriff dio una pequeña tos—.
Un Denton, supongo —tosió en su puño. La cadena de oro tintineó cuando sacó de
nuevo el reloj de bolsillo Waltham—. Prácticamente.
Ham le solía decir «Siempre puedes calar a un ricachón por su reloj. Cuanto
menos trabajo de verdad hacen esos cabrones, más se preocupan del tiempo».
El sheriff volvió a retomar su paseo. Clic. Clac. Clic. Clac.
—¿Sabes que hay miembros de mi familia que creen que el incendio no fue un
accidente? —dijo el sheriff—. Randall Denton, por ejemplo, cree que tu padre

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saboteó las tuberías del gas.
—¡Eso es mentira! —Josh se intentó levantar, pero el tirón del peso de la silla
sobre sus muñecas esposadas le hizo tambalearse y sentarse de nuevo.
—Cállate —intervino Kyle. Josh forzó a su cuerpo a permanecer inmóvil. Se
forzó a ignorar su aliento irregular, el nudo de hierro en su estómago.
—Aquello pasó hace mucho tiempo —dijo él—. Nada de resentimientos. Una
apuesta es una apuesta. Mi padre echó la apuesta y yo la perdí por él. Una apuesta es
una apuesta.
—¿Qué quieres decir conque tú la perdiste?
—Pude ver las cartas de mi padre. Sabía que estaba de farol y yo se lo eché a
perder. En aquel entonces yo no tenía una «cara de póquer» y se me notaban esas
cosas.
—Ahora te sale mejor —dijo el sheriff. Tosió con fuerza en su mano. Después
exhaló un suspiro y se volvió hacia la puerta de la sala de interrogatorios—.
Excúsenme, caballeros; necesito otro trago de agua. Volveré inmediatamente.
Kyle dejó la carpeta sobre la mesa y le sonrió a Josh.
—Por favor —dijo Josh. El sheriff se giró, con su mano ya sobre la manilla de la
puerta.
—¿Sí?
—No me deje solo con él.
—Hijo, soy un hombre viejo y necesito un trago de agua. Volveré enseguida. —
Entonces le pido otro guardia. Por favor.
—Josh, no puedo hacer eso. —El sheriff Denton se detuvo y le miró, con sus ojos
grises bajo sus cejas blancas—. A no ser que tengas algo importante que decir…
Josh sintió cómo su corazón hacía un ruido sordo, una, dos, tres veces. Ah. De
modo que eso era. El sheriff sabía que Kyle le había pegado. Estaba esperando que
Josh confesara. Si no lo hacía, Denton dejaría la habitación y Kyle volvería a
golpearle de nuevo. Estaba muy bien orquestado. Realmente, debería haber
funcionado.
—Pero no lo hice —susurró Josh. Para su horror, sintió dos lágrimas rodando por
su rostro—. ¡Yo no lo hice! El sheriff Denton se volvió a dirigir a él.
—Necesito beber algo de agua —dijo él—. Estaré de vuelta en un momento.
Había pasado mucho tiempo desde que alguien le había pegado. En su primer año
en el barrio le había ocurrido a menudo, pero luego Ham se hizo su amigo y las
palizas se acabaron de repente. La mayor parte del tiempo Joshua nunca le concedió a
su cuerpo un segundo pensamiento, concentrándose en cambio en qué drogas
mezclar, qué cartas jugar, cómo iba a pagar el alquiler el mes que viene. Pero cuando
estaba enfermo o demasiado herido, sacudido por la náusea o atravesado por el dolor,
era imposible vivir más allá de los límites de su piel. Todo pensamiento de repente se
desvanecía, excepto una única y simple idea: la carne era lo único que importaba.
Más tarde él se recuperaría y olvidaría la lección, hasta que la próxima

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enfermedad volviera para recordarle que el cuerpo era la única verdad. El dolor es el
señor. Todo lo demás es fantasía.
Después de veinte minutos de castigo brutal, Kyle llamó a dos guardias para
llevarse a Joshua de allí. Sus rodillas no podían sostenerlo, y su cuerpo estaba
encorvado por el terrible dolor en su abdomen. Temblaba.
Se había orinado encima durante la segunda paliza. Nadie le ofreció una muda
limpia. No le debería haber importado, pero cuando los guardias lo condujeron hasta
su celda, Josh sintió cómo le atravesaban oleadas de humillación ante el olor a orina
que provenía de su mejor par de pantalones, los que había mandado teñir para la boda
de Shem. Su camisa de seda estaba húmeda de orina a la altura de la cintura. Por
mucho que odiara a los guardias, estaba mucho más aterrorizado por quedarse solo,
porque tendría que buscar rastros de sangre en la orina que hacía apestar sus
pantalones.
Uno de los milicianos llevaba una lámpara Coleman. Sus sombras se agitaban y
agrandaban a cada paso que daban mientras lo iban arrastrando a través de un largo
pasillo embaldosado. El techo estaba recorrido con barras de luz fosforescente
quemadas hacía mucho. Estaban fuera de servicio desde hacía mucho tiempo, pero no
había forma de arreglarlas o de reemplazarlas. Aquel era el Galveston que se había
esfumado. Todas las reales, verdaderas luces se fueron apagando una a una, para ser
reemplazadas por luz de gas, luz de fuego, luz de luna. Durante un siglo de luz, los
hombres habían ido más allá de la voluble y cambiante iluminación de la naturaleza,
pero entonces vino el Diluvio y todos ellos habían caído en las sombras, dejando atrás
el bien iluminado siglo XX para volver a pasillos oscuros y lámparas ardientes.
El pasillo terminaba en una pesada puerta de cristal con barras de hierro rodeadas
por una malla de acero. Su vieja cerradura electrónica aparentemente todavía
funcionaba. El guardia sin linterna tecleó un código, se escucharon una serie de tonos
y la cerradura se abrió con un sonido metálico.
Al otro lado de la puerta había una pequeña antecámara, más allá de la cual había
una segunda puerta, esta de acero macizo a excepción de una pequeña ventana y el
ojo de una cerradura. Un guardia abrió la puerta y la sostuvo. El otro empujó dentro a
Joshua. Sin nadie en el que apoyarse, se tambaleó y cayó sobre sus rodillas. La puerta
se cerró de golpe detrás de él. Los destellos de una lámpara parpadearon a través del
ventanuco de la puerta durante unos pocos segundos, después fueron menguando y
murieron. Los guardias debían de haberse ido más allá de la puerta exterior de la
antecámara.
No había una oscuridad total. Había dos pequeñas ventanas cerca del techo en el
lado de la celda más alejado de Joshua a lo que debería ser el nivel de la calle. A
través de ellas se veían los pálidos barrotes de luz de luna. Josh cayó al suelo hecho
un ovillo, temblando y temblando. Su mente voló de un miedo a otro. Vio a Kyle de
pie sobre él en la sala de interrogatorios. La sonrisa condescendiente de Fiona Barret.
Sloane Gardner comiendo potaje de arroz en la mesa de su cocina en un amanecer

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gris, desprendiendo un leve olor a humo de cigarrillos y licor. Cuando estaba echada
dormitando sobre su mesa y él había llegado por detrás de ella para traerle su cuenco
de potaje y le había visto un poco de piel a través de la abertura de su vestido sin
mangas, una visión momentánea de la suave curva de su pecho izquierdo. Aquel
recuerdo se fundía con el fantasma de su madre, mirándole fijamente después el suelo
marino bajo la lancha motora en el muelle 23, y después el brillo lustroso de los
elegantes zapatos de cuero de Kyle justo antes de que le golpearan los riñones a
Joshua.
Solo cuando la luz diurna comenzó a arrastrarse por la celda transformando las
cosas finalmente en seguras, definitivas y ciertas, Josh se las arregló para dormir un
sueño intranquilo.

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2.3 El juicio

J
osh hubiera jurado que no había dormido en absoluto si no se hubiera
despertado tan dolorido. Escuchó un ruido de llaves y voces aproximándose.
Para cuando la puerta de la celda se abrió hacia dentro, había conseguido
forzarse a abrir los ojos. Los sentía rígidos e hinchados, como el resto de su
cuerpo.
Dos guardias estaban de pie junto a la puerta, uno más viejo blanco con barba de
dos días y un hispano de rasgos atractivos con la cara picada por la viruela. Los dos
guardias llevaban los uniformes gris oscuro de la milicia de Galveston. Teñidos con
corteza de pacana y… ¿sulfato de hierro? Josh no podía recordarlo.
—Vamos, Cane. Es hora de levantarse y brillar —dijo el hombre de más edad.
—No puedo.
La mano del guarda cayó sobre el mango de su porra.
—¿Necesitas ayuda?
—No, gracias. —Josh se arrastró a un lado del cuarto y se incorporó utilizando el
muro como apoyo. Se mantuvo apoyado a las paredes conforme fue arrastrando los
pies por los pasillos. Le resultaba imposible permanecer erguido. En lugar de eso
andaba encorvado, como si sus músculos se hubieran agarrotado en aquella posición
en el momento en el que se había hecho un ovillo en el suelo alrededor del pie de
Kyle.
Lo condujeron a un vestuario.
—Métete en la ducha —ordenó el hombre mayor—. Paco, dale algo de ropa
limpia.
—Os lo agradezco —susurró Josh, manoseando con torpeza los botones de su
sucia camisa de seda.
—Nadie te está haciendo ningún favor, escoria de mierda —dijo el guardia—.
Simplemente no queremos que el juez se apiade de ti.
Aunque Jane Gardner había ejercido como abogada ella misma, no los había
creído necesarios para una población tan pequeña como la de Galveston después del
Diluvio. Las disputas se arreglaban en el viejo Juzgado del Condado, pero los
acusados, a menos que fueran incapaces de ello, se defendían a sí mismos ante un
juez sin preocuparse mucho de tecnicismos legales. Josh pensó que la sala del
juzgado se parecía mucho a una iglesia. Fila tras fila de bancos llenos de espectadores
que cuchicheaban entre sí mientras lo conducían a través de una puerta lateral.
Enfrente de los bancos había dos mesas, una para el acusado y otra para el fiscal. El
estrado del juez, más alto, dominaba el extremo de la sala, justo donde debería estar
el púlpito o el altar. Los guardias lo sentaron en una silla en la mesa a la izquierda del
estrado. La multitud comenzó a susurrar de nuevo, con más intensidad, señalándole y
mirándole.

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Ya hacía calor en el juzgado. El aire acondicionado zumbaba y los ventiladores
del techo giraban sobre las cabezas, pero la combinación de otro día abrasador y una
sala abarrotada con más de cien personas era demasiado con lo que lidiar. Las
mujeres intentaban aliviarse con abanicos, y los hombres se secaban las frentes con
pañuelos de algodón. Las moscas chocaban contra las ventanas de cristal y aquí y allá
alguien se daba una bofetada para matar a un mosquito errante. Josh deseó haberse
obligado a beber más en la ducha. Demasiado tarde ya.
Una segunda puerta se abrió a un lado de la sala y el juez hizo su aparición,
murmurando una palabra o dos al alguacil y trepando hasta su estrado.
Por primera vez en aquella mañana Josh sintió una oleada de esperanza. El juez
James Bose era el que iba a presidir el tribunal. El diácono Bose era duro pero justo.
Incluso había conocido a la madre de Joshua en los tiempos en los que ella era
todavía un miembro activo de la Comparsa de la Solidaridad. Jim Bose era un chico
de granja, no un Gardner o un Denton. Él había perdido su dedo pulgar izquierdo en
un accidente. Josh le había oído leer unas palabras en los funerales de varios de sus
pacientes. Todavía podía recordar la forma en la que el diácono sostenía su Biblia con
las dos manos, que parecía extraña al faltarle el pulgar, con aquel rostro sobrio y
fuerte cuando hablaba. Era diácono en la isla de la Iglesia de Cristo, inteligente, duro,
hombre de principios, alguien del que nadie se burlaba. Josh le había visto más de
una vez en el lado equivocado de Broadway llevando comida y ropa a los pobres y
recordando siempre a los padres que podían llevar a los niños a las catequesis de los
domingos aunque ellos mismos no acudieran a los servicios religiosos. Ya había
rebasado los setenta años entonces, pero el pelo que le quedaba era tan negro como la
Biblia a su lado sobre el banco.
La multitud se agitó y susurró en los bancos. La mitad de la ciudad debía haber
abarrotado la sala. Los cuadros administrativos de las comparsas con ropajes de
algodón del Corpus Christi teñidos de colores que nunca se veían en los suburbios,
como escarlata, melocotón o índigo. Hispanos ricos con vestidos de tela de algodón
afelpada y trajes pasados de moda, las mujeres con crucifijos al cuello y rosarios, los
hombres con diminutas manos y corazones de cerámica colgando de collares para
invocar la ayuda de La Mano Más Poderosa y el Corazón Sagrado. Miembros de la
milicia de Galveston del sheriff Denton, todos en elegantes uniformes grises ceñidos.
Negros con aire serio de la Comparsa de la Solidaridad. Fiona Barret y su familia.
Jim Ford. La plantilla entera del Galveston Daily News de Jennifer Ford. Randall
Denton, con un elegante traje ajustado de cintura de avispa, observaba a Josh con
interés desde la primera fila. Randall Denton se había marcado el tanto de conseguir
el mejor asiento de todo el espectáculo.
De pie al fondo de la sala y llenando los pasillos estaban todos aquellos segundos
entre los iguales: pescadores de gambas vietnamitas, el vaquero John Trachsel, un par
de compañeros de Ham del de los gaseoductos, Jezebel MacReady, que le había
hecho el mejor par de pantalones a Joshua. El mismo par de pantalones que

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probablemente en ese mismo momento estuvieran en un cubo de basura en algún
lugar del juzgado.
Otro murmullo surgió de entre los bancos cuando Ham fue conducido dentro de la
sala, sobresaliendo entre su escolta de milicianos. Todavía llevaba puestos los sucios
pantalones cortos amarillos y la camisa de manga corta que tenía el día anterior. Tuvo
que ponerse de perfil para caber por la pequeña compuerta de madera que separaba la
platea de la mesa de los acusados. Se sentó junto a Josh en una silla que crujió y
gimió bajo su peso.
—Oye tío —murmuró Ham—, estamos hasta el cuello de mierda.
—Entonces es una buena cosa el que seamos inocentes, ¿no?
—Silencio —dijo el alguacil.
El sheriff Denton y el adjunto Lanier entraron y se sentaron en la mesa opuesta a
Josh y Ham. El diácono Bose golpeó con su martillo. En medio de aquel silencio
intranquilo, se incorporó para dirigirse a la audiencia.
—Damas y caballeros, vamos a comenzar. Por favor, pónganse de pie. —La
multitud se puso de pie. Después de unos momentos de dudas, Josh y Ham también
se levantaron e inclinaron las cabezas—. Padre Celestial —dijo el diácono Bose—,
nos hemos reunido aquí en este día bajo Tu mirada para preguntarnos por uno de tus
hijos, Sloane Gardner. Te pedimos que bendigas este proceso y nos guíes rápidamente
y con certeza hasta comprender qué es lo que le ha sucedido. Te rogamos que nos la
devuelvas si puedes. Pero si esa no es tu voluntad, esperamos que la protejas allá
donde esté, en este mundo o en el venidero, con toda Tu tierna misericordia. Todo
esto lo suplicamos en nombre de Cristo nuestro Señor. Amén.
—Amén —murmuró la multitud. Josh dijo su amén con todos los demás; y pensó
amargamente, más honestamente que la mayoría.
El diácono Bose se sentó. El resto de la sala le imitó entre un rozar de pantalones
y vestidos.
—Sheriff Denton, por favor, levántese. —Jeremiah Denton se levantó—. ¿Cuál es
su opinión?
El sheriff Denton habló con la voz clara y tranquila.
—Nosotros creemos que el señor Cane, en colaboración con el señor Mather,
secuestraron a Sloane Gardner, la violaron y probablemente después la mataron.
El silencio fue terrible. El cuerpo de Joshua le traicionó de nuevo y un ardiente
rubor le inundó el rostro.
—¿Señor Cane? ¿Cómo se declara?
—No culpable.
—Mentiroso —dijo una voz a su espalda.
—La próxima persona que interrumpa el proceso puede pasar la noche en una
celda por desacato al tribunal —dijo con voz cortante el diácono Bose. El alguacil
lanzó una mirada furiosa al fondo de la sala del juzgado—. Esto no es un teatro.
Aunque a todos nos gustaría hacer justicia sin dilación y encontrar a Sloane lo más

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rápido posible, no se hará nada hasta que nada sea probado. Hagamos que este
proceso sea claro y vayamos al grano sin interrupciones, por favor. —Trasladó todo
el peso de su atención a Josh—. Señor Cane, por favor, díganos con sus propias
palabras lo que sucedió desde cuando el señor Mather condujo a Sloane Gardner a su
casa hasta la hora en la que usted fue arrestado.
Josh contó su historia. Todavía sentía su garganta áspera de la vomitona, y su
estómago le dolía cada vez que respiraba. Quiso ceñirse únicamente a sus encuentros
con Sloane, pero decidió que haría mejor si hacía un rápido recorrido por sus visitas a
las sedes de las comparsas, incluyendo la debacle en la de la Solidaridad. El sheriff
Denton sin duda iba a sacar ese episodio tan humillante, y Josh no quería aparentar
que ocultaba algo. Dejó a un lado lo referente al espíritu de su madre. El diácono
Bose tomó notas. Después le preguntó a Ham su versión de lo sucedido. Continuó
escribiendo durante un tiempo después de que Ham hubiera acabado, después limpió
de tinta su pluma con aire ausente y la dejó sobre la mesa.
—De acuerdo. Sheriff Denton, puede usted comenzar.
El sheriff llamó a Raúl y a Conchita Fuentes como sus primeros testigos. Josh
estaba sorprendido. La joven pareja vivía a seis o siete manzanas de distancia de su
casa y no parecía probable que hubieran visto las idas y venidas de Sloane. Raúl se
había vestido para aquel día con una americana de sarga descolorida que
probablemente perteneciera a su padre. Tenía las piernas patizambas como muchos
otros muchachos de los suburbios que se habían criado sin mucha comida. Conchita
debía tener unos diecinueve años. Su tripa parecía plana. O sus lecturas respecto al
embarazo estaban muy equivocadas, o habían encontrado una comadrona que le
hiciera un aborto.
—Señor Fuentes. ¿Ha coincidido en alguna otra ocasión con el acusado?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Cuando nació mi hija. La primavera pasada.
—Sheriff, ¿por qué ha llamado a este testigo? —preguntó el diácono Bose.
—Para dar a conocer algo de su carácter, juez.
—Muy bien. Sea rápido.
Josh estaba desconcertado. El niño había nacido muerto, pero él había hecho todo
lo que pudo.
—¿Describiría usted al señor Cane como un hombre bondadoso? —preguntó el
sheriff.
—No —dijo Raúl enfáticamente. Por primera vez miró a Josh, con una mirada
desafiante. Él era como tantos otros de aquellos jóvenes mexicanos, un flacucho
gallito de pelea—. Es un frío hijo de puta. Podía haber salvado a mi hija. Pero
simplemente no quiso.
El juez miró a Josh.
—¿Señor Cane?

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Josh casi le estaba agradecido al sheriff Denton por comenzar con un caso en el
que era evidente que no tenía la culpa.
—La señora Fuentes volvió al trabajo dos meses antes de tiempo. Su nutrición era
inadecuada, y ella admitió que había estado bebiendo durante su embarazo. La niña
no respiraba cuando nació. Intenté provocarle la respiración durante un tiempo
después de que hubiera nacido, pero simplemente no era lo suficientemente fuerte
como para sobrevivir.
—¿Le habló alguna vez a la señora Fuentes de los peligros que entraña la bebida
durante el embarazo? —preguntó el sheriff Denton.
Conchita tenía la mirada clavada en el suelo.
—Una vez durante su embarazo —dijo Josh—, y otra vez después de que diera a
luz.
El sheriff asintió con la cabeza con aspecto meditabundo. Se giró hacia los
bancos.
—Señor Cane, ¿es habitual en usted el culpar a una madre por la muerte de su
hijo?
—Yo no…
—Sí, usted sí. Ahora mismo, señor Cane. No ha expresado el más mínimo
remordimiento ni el más leve trazo de su propia responsabilidad. Y no únicamente lo
ha hecho usted aquí, en público, sino también en la casa de la señora Fuentes, con el
cuerpo de su niña todavía caliente.
Un frío espasmo recorrió el pecho de Joshua, como si alguien le hubiera tocado el
corazón con un cubito de hielo. Los habitantes de Galveston le miraron a él.
—Lo siento si le he causado aflicción a la señora Fuentes —dijo él—. Raúl,
Conchita, ¿es eso todo lo que recordáis? ¿No os acordáis de que fue después de
medianoche cuando vinisteis a buscarme? ¿Que estuve con vosotros hasta después de
las diez de la mañana siguiente? ¿Recordáis que solo os pedí un pollo como pago por
los servicios de una noche de trabajo y que todavía no lo habéis pagado y que en
ningún momento os he molestado por ello?
En cuanto lo dijo Josh se dio cuenta de que había sido un error. Nadie del público
iba a entender que alguien tuviera la audacia de pedir algo por una noche de trabajo
cuando una pobre pareja había perdido a su hijo.
—Un pollo y un bote de mermelada —susurró Conchita—. He traído la
mermelada. En este momento es todo lo que tenemos.
Para horror de Joshua, sacó una pequeña jarra de cristal y la puso encima de la
mesa.
—¿Recuerdas lo que dijiste —continuó Raúl con beligerancia— después de que
la pequeña María muriese? Dijiste «es lo que hay». Le dijiste eso a mi esposa,
después de un duro día de trabajo. «Es lo que hay».
—¡La niña nunca llegó a respirar! —dijo Josh—. Aunque la pudiera haber
revivido, hubiera tenido graves daños cerebrales. —Se detuvo. Tan solo estaba

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dejándose en peor lugar.
—«Es culpa tuya que el bebé muriese, pero es lo que hay» —repitió el sheriff con
aire pensativo. El público en los bancos miraba a Josh con asco. El sheriff volvió la
mirada al diácono Bose—. Esto nos habla del carácter —dijo—. Señor Cane, ¿es
cierto que se suele administrar una inyección de adrenalina a los niños que mueren
durante el parto para ayudarles en su resucitación?
—En ocasiones —dijo Josh con expresión torva. No veía a dónde conducía
aquello.
—¿Y tenía usted algo de adrenalina la noche en la que atendió a los señores
Fuentes?
—Sí.
—Pero eligió no utilizarla.
—Eso es correcto.
—¿Por qué hizo esa elección, señor Cane?
—El término médico es triaje —dijo Josh llanamente. No había forma de salir de
aquello sin parecer un monstruo—. Divide a los pacientes en tres categorías.
Aquellos que sobrevivirán sin tratamiento, aquellos que probablemente morirán
incluso aunque se les suministre, y aquellos para los cuales el tratamiento
probablemente va a suponer la diferencia entre vivir y morir. Cuando tienes tiempo y
recursos limitados, tan solo puedes tratar a las personas del tercer grupo. Tan solo me
queda un poco de adrenalina. En casos de asma o shock anafiláctico, esa adrenalina
va a suponer la diferencia entre la vida y la muerte.
—De modo que eligió no utilizarla —dijo el sheriff—, aunque la tenía allí en ese
momento. Incluso con la niña delante de usted.
—A mi juicio, no había suficientes posibilidades de que la niña sobreviviera y
creciera como un adulto inteligente —dijo Josh. Conchita lo miraba con impotencia.
La expresión de su rostro se había descompuesto. Las lágrimas recorrían sus mejillas
—. La elección correcta no es siempre fácil. En ocasiones tienes que jugar bien con
malas cartas. Intuí que reservar aquella adrenalina…
—¿Quizás para un cliente con más dinero?
—Sheriff —dijo el juez. El sheriff Denton alzó una mano pidiendo disculpas.
Conchita estaba llorando en el estrado con la mano enfrente de su boca, tratando de
no hacer ruido. Las lágrimas le escurrían por la cara. Raúl le puso la mano en el
hombro y miró a Josh con puro odio. Josh cerró los ojos para evitar verlos.
—No tiene nada que ver con la justicia —dijo él—, sino con lo que es lo mejor
para todos.

* * *

Después le tocó el turno a la vecina de Josh de la calle de enfrente, Letitia Daschle,


una gorda viuda alemana-tejana con la piel del color de la miga del pan. Era una

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especie de gran gallina entrometida, todo cloqueos y grandes pechos. Le gustaba
quejarse de su rodilla mala y de su artritis, sus alergias y su lumbago en cualquier
oportunidad posible con la esperanza de que Josh le diera algún remedio gratis, pero
siempre se había negado a que le hiciera una visita profesional remunerada.
—Señora Daschle, usted vio a Sloane Gardner entrar en la casa del señor Cane,
¿es eso cierto?
—Así es, señor.
—¿Pero usted no la vio salir?
—No, señor.
—¿Durante cuánto tiempo estuvo vigilando su puerta?
—Yo no estaba vigilando —dijo ella con enojo—. Simplemente sucede que
estaba sentada frente a la ventana.
A Josh le rechinaban los dientes. La camisa que le habían dado en la prisión se
estaba quedando pegada a su espalda húmeda de sudor, y tenía unas grandes manchas
empapadas bajo sus brazos. La sala rebosaba de olor al calor de la gente.
El sheriff asintió comprensivamente a su testigo.
—Comprendo, señora Daschle. ¿Durante cuánto tiempo?
—Quizás dos horas.
—Gracias, ha sido de gran ayuda. Señora Daschle, ¿cómo describiría al señor
Cane?
—Reservado, nada de buen vecino. Siempre preocupado por sí mismo.
—Un solitario.
—Solitario —dijo ella con satisfacción—. Esa es la palabra justa.
—Gracias.

Después vinieron los borrachos a declarar que Sloane Gardner tampoco había salido
por la puerta trasera. Josh le dirigió una sonrisa helada al sheriff a lo largo de aquel
testimonio. Después fueron pasando una sucesión de marineros y trabajadores de la
compañía Gas Authority declarando que Ham había estado presumiendo en los
muelles sobre cómo su amigo Josh estaba dándole trabajo al colchón con la hija de la
Gran Duquesa.
Josh se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa de prisión.
—Con amigos como tú, ¿quién necesita enemigos?
—Lo siento, socio —murmuró Ham. El hombre gigante estaba rojo como un
tomate hasta las orejas.
El siguiente testigo era Aaron Barker, el marinero de color que se había negado a
llevar a Joshua hasta el Selma. Llevaba las ropas blancas del Thalassar, pantalones
cortos y camisa, y un par de zapatos blancos de lona con suelas de goma.
—¿Podría decirle al juez lo que usted vio en el agua bajo su barca?
—Un fantasma. —La multitud se agitó y murmuró—. Una mujer, bajo el agua.
Mirándolo fijamente —dijo señalando a Josh.

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—¿Le comentó algo al señor Cane acerca del fantasma?
—Oh, sí. Él lo vio.
El sheriff Denton permitió que un largo silencio se extendiera por la sala.
—Señor Cane, usted no mencionó este fantasma en su relato anterior de los
hechos.
—No era relevante —dijo Josh.
—¿No era relevante?
—No, señor.
—Yo creo que sí lo es. Sospecho que todas las personas en esta sala están muy
interesadas en escuchar que un fantasma le estuvo siguiendo a usted ayer, señor Cane.
¿Reconoció usted al fantasma?
—Sí —dijo Joshua. Seis ventiladores de palas de madera de roble colgaban del
techo, todos en funcionamiento. La luz del sol que entraba por las ventanas se
reflejaba en sus palas de madera lacada. Como estrellas, pensó Joshua. Uno de los
seis ventiladores tenía alguna clase de problema, girando con mucha más lentitud,
como si estuviese herido o enfermo. No podía sentir la brisa de los ventiladores en
absoluto.
El diácono Bose nunca había estado relacionado con el ala médica de la
Comparsa de la Solidaridad. No había sido su despacho en el que Joshua había estado
esperando a que le atendieran, reduciendo su pulso cardíaco para que el corazón no se
le desbocara fuera de control en su pecho, con la boca seca mientras un burócrata de
la comparsa le explicaba cómo por supuesto su madre no podía esperar saltarse en la
lista de espera a otras personas cuya necesidad de insulina era, al menos, tan grande
como la suya, pero que de todas formas su nombre constaría en la lista.
—Señor Cane, estamos esperando.
—Era mi madre —dijo Joshua.
—Señor Barker, ¿pudo ver a la mujer con la suficiente claridad como para poder
distinguir sus rasgos?
—Realmente no —dijo el joven marinero—; había algas flotando enfrente de ella.
Pude ver que era blanca y tenía el pelo oscuro.
—Señor Barker, por lo que usted pudo ver, ¿podría aquel fantasma corresponder a
la madre del acusado?
—Seguro. Supongo.
—¿Podría haber sido el fantasma de Sloane Gardner?
La multitud dio un respingo. Los ojos del testigo se abrieron de par en par.
—Yo… sí, supongo que sí —asintió con la cabeza, lentamente al principio,
después con más fuerza al cruzar la mirada del sheriff—. Sí.
—Pero no lo era —dijo Joshua—; era mi madre.
El sheriff Denton llamó a declarar al hombre que había entrevistado a Joshua en
la Comparsa de los Arlequines. Declaró que él también había visto el fantasma de una
mujer de pelo oscuro. Una vez más, ella había estado demasiado lejos como para

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poder reconocerla.
—Era mi madre —dijo Joshua.
El ventilador enfermo cojeaba por encima de su cabeza. Josh podía sentir el sudor
en la cintura de los pantalones de algodón que le habían dado.
—¿Por qué? —le preguntó el sheriff Denton después de otro largo silencio—.
¿Por qué su madre se le debería aparecer? ¿Tenía la costumbre de hacerlo?
—No.
—Entonces, ¿por qué ayer? ¿Por qué justamente ese día entre todos los demás?
—No lo sé —respondió Josh—. Probablemente para advertirme de que un grupo
de matones exaltados me iba a arrestar y juzgar por un crimen que no he cometido.
El sheriff Denton se dio la vuelta, dirigiéndose a la sala.
—Dejo constancia al juez de que la aparición del fantasma es una señal. —Hizo
una pausa—. Personalmente, no creo que fuera el fantasma de su madre, señor Cane.
Creo que era el fantasma de Sloane Gardner. Y creo que ella estaba persiguiendo a su
asesino.
La multitud murmuró y asintió, mirando a Josh. Bajo toda aquella ola de
humillación, cayó en la cuenta de que no había oído toser al sheriff Denton ni una
sola vez desde que comenzó el juicio.
—Señor Barker, puede bajar del estrado.
Josh saltó de su banco como impulsado por un resorte.
—Diácono Bose, ¿puedo llamar a declarar a un testigo?
—Puede hacerlo, señor Cane.
—Entonces, ¿qué tal uno de mis pacientes? —La voz de Josh era ronca—. Están
en la parte trasera de la sala, por supuesto. Ellos no consiguen asientos de primera fila
como aquí el señor Denton. ¿Por qué no Daisy Thornton? Le arreglé la pierna cuando
se la rompió la coz de un caballo. O usted, señora Phipps —dijo encontrando la
mirada de una lavandera del vecindario—. ¿Cuántas veces he entrado en su choza y
examinado las heces de los pañales de sus hijos? —Hizo una mueca y bajó la mirada.
Tranquilo, se dijo Josh. No permitas que la rabia te haga perder la oportunidad de
dar lo mejor de ti. No puedes jugar una mano borracho, asustado o loco—. ¿Qué tal
Jezebel MacReady? —dijo él, con la voz ronca y quebrada—. Señora MacReady, ¿no
tiene algo bueno que decir de mí? ¿No le he dado pastillas y ungüentos y todo tipo de
remedios para su artritis durante años y todo por unas pocas jarras de mermelada? Ni
siquiera me gusta la mermelada de uvas pasas. Tengo toneladas de ella en casa, todo
lo que hago es cambiarla con los vecinos.
La mujer de color le devolvió la mirada.
—Ese fue el precio convenido —dijo ella.
—Tranquilo, Josh —le dijo Ham con voz cavernosa.
—He vivido con todos vosotros durante años —dijo Josh—. Vamos, por favor.
He cumplido con mi deber. He estado donde me correspondía. ¿Nadie se va a
levantar por mí? —El silencio era ensordecedor. Hilera tras hilera de rostros le

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devolvían la mirada o apartaban la vista. Nadie se levantó para hablar—. No es justo
—gritó Josh.
El sheriff Denton le dio la puntilla.
—Usted no les cae bien, señor Cane.
La rabia de Josh comenzó a desmoronarse convirtiéndose en una ruina de
vergüenza. Siempre lo había sabido, realmente, pero nunca se había dado cuenta. No
había sorpresa. Pero por primera vez comprendió que sus pacientes del barrio
únicamente iban a él porque no tenían otra alternativa. Nunca se había molestado en
ocultarles, ni por un solo instante, cuánto lamentaba hallarse atrapado entre ellos.
Ham se frotaba los ojos con sus dedos rollizos. —Oh, Josh. Ham debía haber
estado defendiéndole horas y horas todo aquel tiempo—.
El rostro de Josh le ardía como si estuviese escuchando cientos de conversaciones
sobre él. Ham pacientemente disculpándole ante marineros y lecheras, ante
mariscadores y los sirvientes que se encontraba en los bares después de que Josh se
fuera a la cama. Por lo que sabía Josh, quizás ni siquiera les cayera bien a los otros
Mather. Quizás a la hermana de Ham, Rachel, aunque él era un presumido estirado
que utilizaba grandes palabras para darse importancia. La madre de Ham siempre le
había tratado con deferencia. Quizás lo que él daba por supuesto que era respeto era
realmente tacto, y la señora Mather no quería ofender a su patética vanidad. Él era
una acción de caridad, eso es lo que era él, tolerado porque poseía unas pocas
habilidades útiles, protegido por el escudo de la buena fe de Ham.
Sintió la zarpa gigante de su amigo sobre su hombro, que le invitaba a sentarse
con delicadeza.
—Siéntate —le dijo Ham con voz profunda—. Dale al sheriff tiempo para
recuperarse, pico de oro.
—Lo siento —dijo Josh. Ham se levantó pesadamente de su asiento. Se rascó el
cuello.
—Ya sabes, una cosa que tenemos los habitantes de Texas es que somos muy
buenos vecinos. —Paseó la mirada por la sala del juzgado—. ¡Eh, Tex! —le gritó—.
¿Ya has conseguido arreglar la fuga de la número tres? ¿Y qué tal usted, señora
MacReady? —Hizo una gran reverencia que parecía chapada a la antigua—. Sí. Está
claro que nos gusta ser educados. Y nosotros, los Mather, somos buenos en eso. Mi
madre se siente mal si cuando vienen invitados a casa no les da tres de lo que sea. Mi
madre ha estado dando catequesis los domingos desde que tengo memoria. Sus
modales tienen modales. Somos los amigables honestos-hijos-de-la-tierra, buenos
vecinos qué-tal-le-va-todo.
Hizo una pausa.
—Josh no es así. La verdad es que es un yanqui de corazón, no un verdadero hijo
de Texas. No tiene los mejores modales del mundo. No le importa demasiado cómo le
va a tu gente. Y entre nosotros, no sé si Josh ha ojeado la Biblia desde hace bastante
tiempo.

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El diácono Bose se irguió.
—Si quiere llegar a alguna parte con esto, señor Mather, hágalo pronto, hijo.
—Pero apelando a lo más profundo de mis recuerdos —dijo Ham—. Jesucristo
guarda bastante silencio en lo que respecta al apartado de los modales. Lo que Él dice
es «por sus obras los conoceremos». —Ham hizo una pausa y recorrió la sala con la
mirada—. Bueno, echemos un vistazo entonces a lo que Josh Cane ha hecho. Él se ha
roto el culo por la gente que vive al otro lado de Broadway, recibiendo tan poco a
cambio que tiene que vender cerveza para llegar a final de mes. Gracias a Dios —
añadió Ham piadosamente, deteniéndose por un momento y dándose unas palmaditas
en la tripa. Un pequeño rumor de risas atravesó la sala—. Josh ha hecho más que un
poco de bien. Negarlo simplemente porque no sonría y salude al mismo tiempo…
Eso sí sería un pecado.
—Amén —dijo Alice Mather. Josh miró a la madre de Ham con agradecimiento y
ella le devolvió la mirada ignorando las filas de cabezas que la estaban mirando. Que
Dios te bendiga, pensó Josh.
Ham se sentó.

El sheriff Denton calzaba unas botas hechas a mano de cuero de ternero. El mexicano
que se las había hecho vivía ahora en una buena casa de la calle Post Office. A fines
del siglo XX su pequeña tienda de reparación de calzado le había dado el suficiente
dinero a él y a su joven familia para apenas ir sobreviviendo. Había ingresado en la
Comparsa de la Solidaridad en la primavera de 2004 y había hecho algunos
contactos, buscando una nueva veta de trabajo. Entonces el mundo terminó y de
pronto ya no había más tiendas llenas de productos de Tony Lama y Nocono Boot
Company. Se convirtió en un hombre rico, un ejemplo viviente de la volubilidad del
destino.
Josh calculó que él podría haber comido durante tres semanas con el precio que
Jeremiah Denton habría pagado por aquellas botas. Tenían unos buenos tacones de
madera. Cuando caminaba lentamente a través de la sala, sus tacones pisaban con
firmeza, con autoridad. Crac. Crac. Crac.
—Señor Cane, ¿le importaría explicar cómo es que encontramos un par de medias
pertenecientes a Sloane Gardner en su casa?
Crac. Crac.
—Dijo que se le habían echado a perder mientras estaba en el Mardi Gras. Le
pregunté si me las podía quedar. —La multitud murmuró. La voz de Josh se alzó
sobre ellos—. Las necesitaba, como redecilla para moler. Cuando estoy mezclando
una droga o una medicina, a menudo necesito moler hojas secas o minerales hasta
pulverizarlos. Las medias me sirven entonces para envolverlas y facilitar la molienda.
—Ya veo.
Crac. Crac. Crac. El sheriff Denton caminó hacia Josh.
—Señor Cane, ¿le gustaría explicarnos por qué hemos encontrado restos de la

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sangre de Sloane en sus medias?
—Se cortó. En el Mardi Gras.
—Ya veo. —El sheriff Denton le dio la espalda a Josh, paseando incluso más
lentamente, con pasos medidos de aquellas magníficas botas—. Señor Cane, ¿le
importaría explicar por qué hemos encontrado cantidades significativas de esperma
seco en las medias de Sloane Gardner?
El corazón de Josh le golpeaba en el pecho como una mula. La multitud había
subido la intensidad de sus murmullos. El diácono Bose dio unos golpes con el
martillo sobre la mesa. Josh miraba fijamente a los ventiladores del techo sin decir
nada. Sus mejillas le ardían.
—¿Señor Cane? Le estamos esperando. Josh ni siquiera hizo ademán de hablar.
El sheriff Denton se dio la vuelta y le hincó el dedo en un brazo.
—Por Dios, chico, quiero oír lo que tienes que decir. ¿Cuál es tu explicación?
¿Tienes algo que decirle al juez? ¿Tienes algo que decirle a la familia de Sloane?
¿Por qué sus medias estaban manchadas con tu semen? Ham se levantó de la silla de
un salto.
—Me cago en la salsa de la barbacoa —gruñó—. Está tan claro como una jarra de
agua debajo de una lámpara, sheriff. Josh le pide las medias justo como le ha
explicado. Más tarde cede a un momento de tentación y se la machaca con ellas.
—¡Ham! —Por amor de Dios, Josh, es embarazoso, pero darle a la zambomba no
es un crimen capital.
—Le estaba haciendo la pregunta al señor Cane —le cortó el sheriff Denton—.
Lo mejor es que reserve su ingenio para las explicaciones de sus propios actos, señor
Mather.
—No hay problema por ese lado, sheriff —dijo Ham—. Mi chico Josh es de los
finos. Es demasiado vergonzoso. Estoy seguro de que usted mismo admite que la
señorita Gardner era una chica de buen ver. ¿Me está diciendo que en su vida nunca
le ha dado trabajo a los cinco dedos?
Se podría haber oído el ruido de una pluma al caer sobre el suelo entre todo aquel
silencio. El sheriff Denton habló.
—El problema con la gente como usted, señor Mather, es que no pueden imaginar
nada superior a ustedes mismos. Usted piensa pensamientos básicos y siente
sentimientos básicos, pero en lugar de arrepentirse de ellos, usted asume que deben
ser normales, que otros hombres y mujeres, decentes, respetables, son simplemente
como usted. —Le dio la espalda para quedar de frente al público—. Señor Mather,
nosotros no somos como usted.
Ham se quedó de pie ruborizado y echando chispas por los ojos.
—Doy por supuesto esas verdades por ser totalmente evidentes, señor Denton:
que TODOS los hombres son creados IGUALES; que el Creador les ha concedido unos
derechos inalienables; que entre esos derechos están la vida, la libertad y la búsqueda
de la felicidad.

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—No, Jefferson —se quejó Josh—. Ahora no.
—Que los gobiernos se instituyen para GARANTIZAR esos derechos entre las
personas —tronó Ham—, que sus JUSTOS PODERES se derivan del CONSENTIMIENTO DE
LOS GOBERNADOS, ¡TONTO DEL CULO!
Alguien rio en el fondo de la sala.
El sheriff Denton consultó su reloj.
—Señor Mather, ¿le importaría explicarnos cómo es que hemos encontrado dos
pelos del cabello de Sloane Gardner en su bote?
La multitud murmuró agitada y se inclinó hacia delante. La mandíbula de Ham se
abrió desencajada y luego se cerró de golpe. Josh se giró para mirar a su amigo,
totalmente cogido por sorpresa.
El sheriff Denton avanzó hacia el estrado del diácono con las botas resonando
sobre el suelo de madera.
—Tenemos los cabellos en esta bolsa de plástico —dijo depositándola sobre la
mesa del juez—. Obviamente, Sloane, o su cuerpo, estuvo en el bote del señor
Mather hace poco tiempo.
Incluso al final de la sala, donde se hallaban los amigos y las personas que
apoyaban a Ham, la gente se quedó pálida y sorprendida.
—Su señoría —dijo el sheriff Denton—. Sloane Gardner entró en la casa del
señor Cane en una parte de reputación dudosa de la ciudad. Nunca regresó. El señor
Cane mantiene que ella se marchó al Mardi Gras, huyendo de sus responsabilidades
para con su familia y su comparsa. Lo encuentro difícil de creer. El señor Cane estuvo
todo el día intentando ingresar en cualquier comparsa que lo admitiese. Deduzco que
lo que buscaba era protección. Sabemos que lo perseguía un fantasma. Deduzco que
eso no es una buena cosa. Él sostiene que era su madre. Yo sugiero que él es un
mentiroso y que eso es otra mentira. Mucho me temo que el fantasma que lo
perseguía no es otro que el de la joven a la que había engañado, puesto en un mal
compromiso, y asesinado. Encontramos las medias de la señorita Gardner en la casa
del acusado manchadas de sangre y semen. Encontramos cabellos de su pelo en la
barca del señor Mather. Han sido analizados con microscopio y comparados con
cabellos suyos que recogimos de uno de sus cepillos en su casa. Son suyos.
Jeremiah Denton se volvió y dirigió la mirada a los acusados.
—A Joshua Cane le gusta pensar que es un hombre caritativo que trabaja para los
pobres. Lo que él nunca ha aceptado es que él mismo es pobre. Sugiero que desde
que su padre se jugó a las cartas la fortuna de la familia, Joshua Cane ha vivido en la
amargura, lleno de desprecio por los desafortunados entre los cuales él vive, y
consumido por el odio y la envidia hacia aquellos que todavía tienen lo que él
considera que debería ser suyo por derecho. ¿Admiraba él a Sloane Gardner?
Posiblemente. ¿Tenía envidia de su casa, de su linaje, de sus ropas, de su fortuna? Me
jugaría la vida en ello. —Jeremiah Denton hizo una pausa—. Mi familia, como
algunos pueden recordar, ha cogido algo que los Cane sienten que les pertenece —

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dijo él—, y ha pagado un terrible precio por ello.
—¡Protesto! —gritó Josh sobre el murmullo de la multitud.
El sheriff lo ignoró.
—Es cierto que no tenemos el cuerpo, su señoría. Pero tenemos tres elocuentes
evidencias contra las declaraciones del señor Cane y el señor Mather. La palabra de
una testigo que vio a Sloane Gardner entrar en su casa y no salir de la misma. Las
manchas de sangre en las medias en posesión del señor Cane. Y los cabellos
encontrados en la barca del señor Mather. Parece ser que la historia que nos están
señalando está clara.
El diácono Bose garabateó más notas. Josh levantó la mano. El esfuerzo le hizo
temblar el brazo. Él había estado prácticamente sin comer y sin dormir durante más
de un día. Su abdomen y sus costillas todavía le dolían de la paliza que Kyle le había
propinado.
El diácono Bose levantó la vista.
—Puede hablar, señor Cane.
Josh dejó caer su mano y se encorvó ligeramente, para después incorporarse
lentamente.
—Me confieso culpable —dijo él.
La multitud exhaló un largo suspiro, y el sheriff Denton asintió. Josh levantó la
mano pidiendo silencio.
—Culpable de muchas cosas. Del cargo de que encuentro a la señorita Gardner
atractiva, que parece ser la mayor parte del caso del señor Denton, me confieso
culpable. Del cargo de que vivo en la parte menos recomendable de la ciudad, me
confieso culpable. Del cargo de que mi casa apesta y de que no tengo amistad con
mucha gente en esta sala, aparentemente también soy culpable. Del cargo de que no
doy la talla para ocupar los pensamientos de ninguna mujer sobre mi persona,
también me confieso culpable, como un buen criminal, con la circunstancia atenuante
de que mis mejores ropas se echaron a perder cuando fui apaleado repetidamente la
última noche por los bravos hombres de la milicia del sheriff Denton mientras estaba
esposado con las manos a la espalda.
—¡Mentiroso! —gritó alguien que vestía los colores de la milicia. Varias personas
del público le chistaron para que se callara.
—Soy el primero en afirmar que mi amigo Ham se emborracha y dice cosas
estúpidas en los bares —añadió Joshua echándole una mirada a Ham, que tuvo la
decencia de hacer una mueca—. Ya he explicado lo que ha sucedido. La cuestión de
las medias ha sido… aclarada. En cuanto a cómo han ido a parar cabellos de la
señorita Gardner a la barca de Ham no me lo puedo imaginar, pero juro que ni él ni
yo hemos hecho nada malo. Los dos salvamos la vida de la señorita Gardner. Ese
punto ya estaba claro. El resto es meramente lo que el señor Denton cree y conjetura
y supone y teme. Es su palabra contra las nuestras. —Josh paseó la mirada por la sala
—. ¿Es que somos tan diferentes de todos vosotros que vais a destruir nuestras vidas

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por nada mejor que la palabra del sheriff?
—Sí, maricón —dijo alguien del fondo de la sala. El diácono golpeó con su
martillo pidiendo silencio—. ¿Tienen ustedes más argumentos? ¿Señor Denton?
¿Señor Cane? ¿No? Consultó sus notas.
—Mi experiencia con la ley —dijo el diácono al fin— me ha hecho ver que el
móvil, aunque fascinante, es prácticamente irrelevante en la mayoría de los casos. Las
evidencias físicas raramente engañan. En ausencia de un cuerpo, no puedo en buena
conciencia encontrar culpables a los acusados de asesinato más allá de una sombra de
duda. Sin embargo, pienso que las evidencias garantizan una sentencia de exilio, y
esa es la pena que les voy a imponer.
En el fondo de la sala, la madre de Ham y su hermana Rachel empezaron a llorar.
—El tribunal decreta que Joshua Cane y Ham Mather sean exiliados de Galveston
—dijo el diácono Bose—. Deberán abandonar nuestras costas con los víveres
estipulados en el código penal, y desterrados de ahora en adelante y para siempre,
bajo pena de muerte.

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TERCERA PARTE

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3.1 Asilo

U
n gélido relámpago atravesó a Sloane en el instante en que Josh le dijo lo
de la muerte de su madre. En el momento en que él se volvió para
prepararle un té, agarró la máscara con dedos temblorosos y se la puso,
desesperada por sentir la enorme sensación de vacío que le
proporcionaba.
El cuero se asentó sobre su rostro y, de pronto, estuvo de vuelta en el Mardi Gras.
Estaba oscuro, y la energía del Carnaval ronroneaba y chasqueaba en sus venas,
manteniéndola en pie de la misma forma que una brisa fuerte haría con una cometa.
Se encaminó hacia Broadway. La enorme avenida estaba llena de carnavaleros:
malabaristas y payasos, tragasables y un hombre que escupía fuego. Zancudos de
rígidas piernas caminaban hacia delante a grandes pasos, tan cautelosos como grullas.
Una mujer con las zarpas y las ancas de un gato brincaba por allí a cuatro patas con
un pájaro muerto en la boca. Los fuegos artificiales estallaron en la oscuridad, velas
romanas, bengalas y girándulas. Contra el suelo explotaban ristras de petardos, con
un ruido semejante al de los disparos.
La luna llena le sonreía con sorna desde las alturas. Ella le devolvió la mirada. La
luna brillaba tanto que le hacía daño en los ojos. Has mentido. Has mentido, hijo de
puta.
Soy Malicia, soy Malicia, soy la sonrisa y la mirada que nada bueno auspician.
La pequeña cantinela resonaba una y otra vez en su cabeza mientras se abría paso a
través de la multitud hacia el Parque de Atracciones de Playa Stewart. La luna ardía
como una vela blanca en lo alto, haciendo resplandecer el letrero que había sobre la
entrada:
¡Está claro, las cosas no podrían
ponerse mejor!

Cuando pasó junto a la jaula del Niño Salvaje, un comebichos se estaba tragando una
rana viva. Las ancas del anfibio todavía colgaban de sus labios, sin dejar de
retorcerse. Pasó por alto la tentación que suponían los puestecillos de gambas a la
plancha y los vendedores ambulantes que había frente a la tienda del Show de Pussy
mientras se abría camino más allá de la Jaula del Unicornio y el Auténtico Laberinto
Humano. Llegó a la oficina del gerente justo en el momento en que salía Momus.
—Mentiste —le dijo. El enano jorobado la miró a los ojos.
—Yo nunca miento. —La luz de esos ojos se posó sobre ella como si fuera
escarcha y logró que sintiera la piel fría y rígida—. Tus palabras exactas fueron: «no
puedo soportar verla morir». No lo has hecho. Sé feliz.
—Sabías muy bien lo que quería decir.

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—Sí —dijo Momus—. Lo sabía.
La mujer sintió que la sensación de culpa la sacudía como un golpe en el pecho,
estrujándole el corazón. Si no llevara la máscara ahora mismo, si solo fuera Sloane,
me mataría.
Un perro pasó a la carrera junto a ellos, asustado. Alguien le había atado un
petardo a la cola. Se desvaneció en el laberinto de puestos, dejando a su paso un
reguero de chispas blancas y sombras bamboleantes.
Momus dijo:
—A mi manera, soy un moralista. Desprecio las falacias. —La agarró del brazo
—. Pasea conmigo, hijastra. Quiero enseñarte algo.
Momus la condujo alrededor de uno de los laterales de la jaula del comebichos
hasta una pequeña callejuela que se extendía por detrás de una fila de exhibiciones.
Allí por donde pasaban, la muchedumbre guardaba silencio y se apartaba a su paso.
El dios se detuvo junto a un pequeño cobertizo. El candado de la puerta trasera se
abrió en cuanto lo tocó, y le hizo un gesto a la mujer para que entrara. Una fría luz
blanca se desprendía de sus pálidas manos y su redonda cabeza, iluminando el
interior como si de la luz de la luna se tratara. Era un almacén. Había piezas y
soportes del equipamiento de carnaval dispersos por todos lados: anillas para lanzar;
pelotas y escopetas de balines, bolos y patos de hojalata para los juegos de puntería;
pelucas y dientes falsos, adhesivo especial para la piel y metros y metros de cabello
de papel crepé del mismo tono que la barba de la Mujer Barbuda. Había naipes,
monedas y vasos de charlatán de feria; sables plegables y un traje de gorila apolillado
que apestaba como un mono.
Momus señaló un bolo, del mismo tipo de los que la gente trataba de derribar con
una pelota de béisbol en uno de los puestos de la feria, según había podido observar
Sloane.
—Coge eso. Ella lo hizo y soltó un gruñido por la sorpresa.
—¡Guau! Cómo pesa el cabrón. —Malicia decía más tacos de los que jamás había
dicho Sloane.
—Así debe ser —dijo Momus—. Están hechos de plomo.
—¡Plomo!
—Pintados de blanco después, por supuesto. Parecen bolos normales, pero
también tienen la base más ancha. Hace falta un buen tiro para derribar uno de estos.
Se paseó hasta otra estantería y cogió un frasco de canicas. Tenía una etiqueta
pegada que decía: «¡Adivina cuántas hay y gana nuestro fabuloso premio!». Momus
inclinó el frasco hacia delante. Al mirar hacia abajo, Malicia vio que había otro
pequeño recipiente dentro. Las canicas, que parecían llenar el bote hasta arriba, en
realidad solo ocupaban una delgada capa del exterior.
—¿Otro truco? —Sloane sintió que su rostro adoptaba la incisiva sonrisa de
Malicia—. ¿Y el unicornio?
—Una cabra con un cuerno falso pegado a la cabeza.

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—¿La Mujer Barbuda?
—Es un hombre.
Sloane rio entre dientes.
—¿Y el comebichos? ¿El niño salvaje al que vi comerse la rana «viva»?
—Oh, ese es de verdad —dijo Momus—. Está hambriento, sencillamente.
La mujer soltó una carcajada.
—Creí que habías dicho que despreciabas las falacias.
—Esto no son falacias —dijo Momus—. Yo no miento jamás. El mundo está
lleno de mentiras, si bien conocidas por distintos nombres. Publicidad. Plataformas
políticas. Poesía de amor. Créeme cuando te digo, hijastra, que no encontrarás en toda
tu vida nada más honesto que el lema de mi reino. —Le dio unos golpecitos al bolo
de plomo con una uña—. No conseguirías nada mejor que esto. Y esa es la pura
verdad.
—Pero es un timo.
—Es una lección —rebatió Momus. Sacudió el tarro de canicas para escuchar el
ruido que hacía—. Es un monográfico, un experimento, una demostración pública de
una ley básica. ¿Por qué crees que tanto los hombres serios de tu Comparsa como los
lunáticos de la Comparsa de los Arlequines se inclinan ante mí? Tú crees que mi
carnaval es un timo y que debería ser justo. Pero la vida no es justa. El universo no es
justo. El juego es una estafa. Puedes ganar por un tiempo: encontrar el amor, la
esperanza, la felicidad… Pero, al final, la banca siempre gana. Siempre gana. Esa es
la verdad. —La miró y le guiñó un ojo—. Si no me crees, pregúntaselo a tu madre.
Eso me recuerda, hijastra… ¿cómo llevas la muerte de la querida Jane? ¿Vas tirando?
Sloane se encogió de hombros.
—Quiero acabar con mi vida —dijo—. Hmmm, no era eso lo que quería decir en
absoluto. No obstante, supongo que debe ser cierto. ¿Puedes hacer que deje de sentir
eso?
—Por supuesto.
Momus atravesó el almacén hasta donde ella se encontraba, colocó una mano
sobre su pecho y sacó su palpitante corazón. Sloane se tambaleó, cayó al suelo como
una marioneta a la que hubiesen cortado las cuerdas y se golpeó un lado del rostro
contra el suelo de madera. Algunos bolindres traquetearon y unos cuantos trocitos de
viejo confeti salieron volando y se depositaron a su alrededor junto con el polvo. Se
quedó tumbada en el suelo, sin dejar de temblar. Momus se acuclilló a su lado.
Contemplaron juntos el corazón durante un instante mientras el sangriento órgano no
cesaba de latir en su palma. Momus dio unas palmaditas en los bolsillos de su
chaleco.
—¿Dónde he puesto…? ¡Ah! Aquí está. Sacó una muñeca del bolsillo inferior de
su traje de director de pista.
Sloane la reconoció de inmediato. Era ella misma de niña, solo que más bonita,
más salvaje, más exótica de lo que ella había sido nunca. Tenía un vestido de

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terciopelo azul, adornado —de forma más extravagante de lo que Jane Gardner jamás
hubiese permitido— con el encaje de un velo que había perdido hacía un año. Los
rasgos de la muñeca eran más afilados y más hermosos de lo que los suyos habían
sido alguna vez, y si bien Sloane tenía el pelo castaño, el de la muñeca era de un
llamativo pelirrojo. Sus ojos eran dos brillantes botones de jade.
Momus embutió su corazón dentro de la muñeca. —Ya está, totalmente
escondido. ¿No te sientes mejor?—. Así era. Por primera vez desde que se enterara de
la muerte de su madre, se había relajado algo por detrás de sus costillas. Se sentía
más ligera por dentro. Mucho más ligera, como si Momus hubiese sacado un yunque
del interior de su pecho. Sloane se echó a reír mientras señalaba la muñeca.
—¿De dónde has sacado eso? —Me la hizo la Reclusa.
—Claro. —Odessa debía haberle robado el velo—. ¿Cuánto tiempo hace?
—Un año, por lo menos. Hemos estado vigilándote, ya sabes. No me cabe duda.
Con aire meditabundo, Sloane acarició la máscara que se adhería a su rostro como
una segunda piel. Ahora que su corazón había desaparecido, descubrió que podía
pensar con más claridad. Al volver la vista atrás, tenía serias dudas de que la
intención de Odessa fuese que la máscara la ayudara a desafiar a Momus. Lo más
probable es que el propósito de la bruja hubiese sido proporcionarle a Sloane el poder
necesario para poder pasearse por los dos Galveston. Y, tal vez, hacer que se
pareciera un poco más a la hija que Odessa jamás había tenido. ¿Qué fue lo que dijo?
«Jane Gardner no es la única que necesita un sucesor, Sloane».
Momus volvió a guardarse la muñeca en el bolsillo.
—Resulta muy interesante comprobar las formas tan distintas de morir que tiene
la gente. Tu madre, por ejemplo: se congeló, como una piedra. Sin embargo, la
Reclusa se está desgastando, como un trozo de tela. Últimamente hablo con ella muy
a menudo. Después del Diluvio enviaba a la gente a las Comparsas de muchas y
variadas maneras: empujándolos escaleras abajo en la Playa Stewart, perdiéndolos en
el Laberinto, convirtiéndolos en perros, en peces o en zarzas. De un tiempo a esta
parte, suele ahogarlos a todos, de una forma o de otra. Es difícil seguir siendo
creativo a medida que envejeces, según dicen.
—¿Qué ocurriría si Odessa muriera? —«Cuando», no «si»—. Momus volvió a
darle unos golpecitos al bolo. —La banca siempre gana, ¿recuerdas?
—Después de su muerte, entonces.
—Qué ocurrirá después… —dijo Momus—. Esa es en realidad la única pregunta
importante, ¿no es cierto? —Le guiñó un ojo—. En este caso, tu madrastra y yo
hemos llegado finalmente a un acuerdo, aunque nunca pudimos convencer a la pobre
Jane. Con respecto a lo que sucederá cuando la bruja muera, bueno, eso en parte
depende de ti, querida. Pero te diré una cosa: si no hay ángel que me detenga, los
Arlequines conseguirán toda la magia que creen que quieren.
—Por mí no hay problema —dijo Sloane—. No me interesa lo más mínimo jugar
a ser bruja. Odessa tendrá que unirse a la larga lista de personas a las que he

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decepcionado. ¿Y sabes qué? No me importa. —La sonrisa de Sloane se hizo más
amplia—. Dios, qué bien sienta. Voy a decirlo de nuevo: no me importa. No me
importa lo que te ocurra, o a ella, o a mí, o al resto de esta pequeña isla corrupta. —
Hizo una reverencia y se encaminó hacia la puerta del pequeño cobertizo de
almacenamiento—. Gracias. Por lo del corazón, quiero decir.
Momus hizo un gesto para restarle importancia.
—Una insignificancia. Para los humanos es difícil relacionarse con los dioses. Es
malo para la piel —dijo mientras ella volvía a internarse en la algarabía de la feria—.
Deberías tenerlo en cuenta la próxima vez, antes de venir a buscarme de forma tan
confiada.

Era Malicia, total y absolutamente Malicia, sin dejar de reír mientras se abría paso a
trompicones a través del Carnaval. Malicia, libre como un halcón en la noche.
Vagó a la deriva por las calles del Mardi Gras, sin una sola preocupación por
primera vez en toda su vida. Una energía demencial la empujaba a danzar en las
mansiones que conocía tan bien, a girar y bailar con alegre abandono en el salón de
baile de Ford en Puertas Abiertas, y sobre el suelo de madera del Palacio del Obispo.
Encontró amigos en la noche; champaña en copas estrechas y alargadas en la
Mansión Gresham; y bourbon en el Bar Comodoro. Descubrió música, bailes y
juegos de azar, si bien no volvió a ver a As de nuevo. Perdió a Sloane y encontró a
Malicia. Encontró a hombres y ellos la encontraron a ella.
Perdió el monedero y los zapatos. Bailó a lo largo de Bulevar del Espigón con
solo las medias cubriendo sus pies, hasta que llegó al Salón de Bali. Habían
depositado extrañas ofrendas a los pies del muelle de Odessa: una botella de vino, un
puñado de violetas marchitas, una guirnalda de pieles de serpiente estiradas sobre un
marco de huesos. También había un platillo con lo que Sloane tomó por ketchup hasta
que metió el dedo para probarlo y el sabor salado de la sangre coagulada trajo un
torrente de saliva a su boca.
Un diminuto hombrecillo con cara de hurón y con un cinturón cargado de
tenacillas, tijeras y destornilladores, llegó y se arrodilló a su lado. En el momento que
se agachaba, sus rodillas hicieron un ruido semejante al que se produciría al doblar
una lámina de metal. Había colocado por delante de él dos baterías de coche y un par
de pinzas que entrechocaba con una cadencia espasmódica, consiguiendo que se
formara un arco de chispas y se abriera una fisura en la oscuridad.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Malicia.
—Una ofrenda para la Dama —graznó—. Tengo dos hijos al Otro Lado. Necesito
que alguien los cuide. He traído regalos a la Dama para que les eche un ojo por mí.
Malicia parpadeó con incredulidad.
—Jamás he oído que Odessa se preocupara por ninguna familia después de enviar
a alguien a las Comparsas. Mire lo que ocurrió con los… —Tranh, pensó, pero aun
así no pudo decirlo. Pobre Vince… Sloane lo había traicionado. La muy zorra.

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Las chispas formaron un arco y saltaron por delante del carnavalero.
Chispas que estallaron y sisearon frente a su rostro de color hojalata.
—Tengo que hacer algo —dijo—. Pruebe a beber —sugirió Sloane mientras se
alejaba del hogar de la bruja. En realidad, no necesitaba ver a Odessa esa noche. O
nunca, si lo pensaba mejor.
Se encaminó de nuevo a la ciudad para beber. Bebió, bebió, y volvió a beber.
Cuando hubo bebido demasiado para bailar, se dio largos y amodorrados paseos por
las calles de Galveston, exhausta aunque mareada, mientras sus miembros, que
funcionaban a tirones, la llevaban hacia delante como si tuviese un mecanismo de
cuerda en la espalda que jamás se acabara. Se agachó junto a una puerta, se levantó la
falda y se puso a orinar; una cálida humedad empapó sus medias. Había perdido —
qué maravilla— su capacidad de avergonzarse, pero también su habilidad para
hacerse invisible. Ni siquiera tenía fuerzas suficientes para evitar que el hombre con
la máscara de perro la violara, ni el del monóculo, ni el de los zancos… pero no
podían hacerle daño. Más tarde, se tambaleó hacia Playa Stewart y se tiró sobre la
arena que había junto al Espigón con la intención de dormir, solo para descubrir que
se mecía, canturreaba y excavaba pequeños surcos en la arena con los dedos de los
pies, sedienta, mareada, presa de las náuseas e insomne. Meciéndose una y otra vez.
Meciéndose y meciéndose.
Cuanto más se perdía Sloane, mejor se sentía.

—Oye. —Alguien sacudió su hombro—. ¡Oye!


Se acurrucó con más fuerza sobre sí misma. Era la dureza y la oscuridad, algo
submarino sin sentimientos, un cangrejo oculto en la playa. La voz llegaba desde muy
lejos, apagada, desde la superficie del agua; las embestidas no eran más que el
movimiento de las olas en lo alto.
Las sacudidas se intensificaron.
—Levanta, Malicia. No pienso llevarte en brazos.
Tenía arena bajo la mejilla. Olía a vómito y a orina. Se enroscó con más fuerza
todavía.
Dos manos se introdujeron bajo sus axilas y la obligaron a sentarse con la espalda
apoyada contra el Espigón. Se cayó de bruces.
—¡Lárrrgate! —Giró la cabeza y parpadeó para tratar de enfocar la masa borrosa
que había frente a ella—. ¿As? —El jugador se volvía nítido y borroso de forma
alternativa—. Vaya, ¡viejo hijo de puta! —Soltó una risilla tonta y le dio un ataque de
náuseas—. ¿Qué te trae por aquí?
El hombre la miró con sorna.
—La suerte, supongo. ¿Puedes andar?
Ella se echó a reír, pero se detuvo cuando As tiró de ella hasta ponerla en pie.
Unas estrellitas blancas y doradas aparecieron y desaparecieron frente a sus ojos. Se
le doblaron las rodillas y se tambaleó entre sus brazos. El hombre gruñó y volvió a

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enderezarla de nuevo. En algún lugar, a lo lejos, tocaba una banda de ragtime. Los
fuegos artificiales titilaban sobre el puerto y las risas resonaban desde las terrazas
situadas en el Bulevar del Espigón.
Poco a poco, sostuvo su propio peso sobre las piernas. Se inclinó hacia delante y
jadeó con fuerza mientras apoyaba las manos sobre las rodillas. Sentía un dolor
pulsante en los pies.
—Un poco de ayuda no me vendría mal —dijo.
As le ofreció un brazo y se colgó de él. El hedor de sus ropas le llegó hasta la
nariz: una peste a vómito, a orina y a vino.
—Joder. Otro bonito vestido estropeado.
—Conozco un lugar en el que puedes lavarte… oh, oh… —Un grupo de jóvenes
enmascarados descendía con estruendo las escaleras del Espigón hasta la playa, sin
dejar de gritar y pegar alaridos—. ¿Puedes correr? —preguntó As en voz baja.
—No. Demasiado cansada. —Malicia se giró y dedicó una sonrisa al grupo de
carnavaleros. Sloane habría tratado de huir o de esconderse en la arena con la
esperanza de pasar desapercibida. La sonrisa de Malicia se hizo más amplia—. ¡Eh,
socios! —gritó.
Su voz sonó ronca y afónica. Le respondió un coro de gritos y brindis. Eligió a
uno de los cabecillas, un adolescente delgado con el pelo rizado que llevaba una
máscara de dominó dorada y una camiseta de Texas A&M. Perdido en el Diluvio
mucho antes de que Sloane hubiera nacido siquiera.
—¡Oye, guapo! —dijo al tiempo que se tambaleaba hacia él y frotaba su sucio
vestido contra la camiseta del muchacho. Exhaló una ráfaga de aliento que apestaba a
vómito.
Él se apartó.
—Lárgate, zorra.
—Pelandusca asquerosa.
—Por Dios, hasta mi viejo tendría un poco más orgullo.
—No tengo nada ahí abajo que no sea un pequeño herpes —prometió Malicia
mientras se frotaba contra su muslo—. No tengo nada malo. Vamos, nene. —Su
elegido la abofeteó y se apartó de ella, que cayó de rodillas sobre la arena al lado de
As—. Venga, socios… —añadió.
Alguien le escupió. Los carnavaleros se alejaron entre vituperios y vomitonas
fingidas.
—Ha estado cerca —dijo As una vez que se hubieron marchado. Malicia se
esforzó por ponerse en pie.
—Hay más de una forma de despellejar a un gato, como dice mi madre…
¡Uy! —Soltó una risilla tonta—. Como solía decir.
As la condujo hasta el Bulevar del Espigón y después giró al Este. Cerca de la
calle Barco Mecánico, se distrajo con los fuegos artificiales que estallaban sobre el
puerto y se cortó el pie con una botella rota que había en la calle. Cosa extraña,

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aunque cojeó un poco, el pie no sangró y apenas sentía dolor alguno. No tenía
corazón, recordó. Una mejora enorme.
A lo lejos, la música criolla se abría paso en la noche. Pasaron por detrás de un
cuarteto con zancos que cantaba a capella y llegaron a un barrio de casas victorianas
dilapidadas justo al oeste de la Mole Roja, el hospital universitario encantado. Las
farolas estaban hechas añicos, pero el resplandor de la luna llena proporcionaba luz
suficiente. En la Decimotercera Avenida, As se detuvo enfrente de un desvencijado
edificio de tres plantas. El porche delantero estaba combado y parte del tejado se
había hundido.
—¿Por qué aquí? —preguntó Malicia.
—Nostalgia. —La ayudó a subir a traspiés los escalones del porche—. Aquí es
donde vivíamos mi esposa y yo hasta la noche del Diluvio. Era una casa compartida;
éramos siete en total. Lo llamábamos el «Asilo». Era más divertido antes del Diluvio.
Amanda y yo fuimos los únicos que sobrevivimos aquella semana. Tuvimos que
apañárnoslas solos los diez años siguientes. Suelen decir que fueron malos tiempos
después del Diluvio, y lo fueron, pero durante una época, con la mayor parte de la
gente desaparecida o muerta, aquellos de nosotros que quedamos teníamos un
montón de cosas para elegir.
Malicia parpadeó.
—¿No te arrastró el Diluvio?
—No. Soy un hijo de puta con suerte, ¿recuerdas? —Abrió la puerta de
mosquitera y probó la de madera que había detrás. No estaba cerrada. Un olor
mohoso y rancio salió desde la oscuridad que reinaba en el interior.
—¿Te atrapó la Reclusa?
—Algo así. No podría haberlo hecho si yo no hubiese querido. Tenía demasiada
suerte —dijo As—. Supongo que acabé en el Infierno casi por voluntad propia. He
llegado a pensar que así es como acaba aquí la mayoría de la gente. —Se detuvo en la
entrada durante un buen rato—. Malicia, necesitamos un poco de luz. Espera aquí en
el porche. —Ella se deslizó hacia abajo, pegada a la pared y se sentó de cara a la calle
—. Eso es. Volveré en un momento. —Las tablas del porche crujieron y se agitaron
cuando se marchó.
Un mosquito empezó a zumbar alrededor de la cabeza de Malicia, un súbito ruido
junto a su oído. El zumbido se detuvo y las patas del insecto le hicieron cosquillas en
la mejilla, pero estaba demasiado aturdida por el agotamiento para darle un
manotazo. Te voy a contar algo gracioso: no tengo corazón ni sangre para que
chupes, pequeño cabrón taimado. Se quedó dormida, sonriendo ante esa idea.

Tenía la barbilla apoyada en el pecho y el cuello le crujió de una forma espantosa


cuando As la sacudió para despertarla.
—Ven dentro. He preparado un catre.
La ayudó a ponerse en pie. As había encendido una vela en la escalera que había

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justo al lado de la puerta de entrada. La oscuridad se cernía sobre la luz parpadeante
que la llama lanzaba hacia el vestíbulo de la casa en ruinas. Las sombras colgaban de
los rincones como si estuviesen adheridas a las telarañas que había allí. Las
barandillas ascendían hacia la oscuridad del piso superior. Al otro lado del
polvoriento pasillo unas cuantas madejas informes de tejido podrido colgaban de un
perchero de pie. Al principio, el hedor del moho le resultó abrumador, pero se fue
disipando de forma gradual a medida que se acostumbraba a él. As dijo:
—Hay un cuarto de baño al final del pasillo. He colocado allí un balde con agua y
una pastilla de jabón. —Le tendió un bulto de tela—. Aquí tienes ropa para
cambiarte.
—¿De dónde has sacado estas cosas?
—He gastado un poco más del dinero que me diste.
El cuarto de baño era horrible, un compendio de moho surcado por cucarachas. Se
deslizaban y crujían bajo sus pies. Se quitó la ropa y se puso la que le había traído As:
una blusa gris holgada, una falda hasta la rodilla y un par de sencillas sandalias de
esparto. Cosas anodinas, pero los mendigos no podían elegir. De pie frente al lavabo,
se enjuagó la cara, y trabajó hasta conseguir una buena cantidad de espuma con el
áspero jabón que olía a limpio y que tenía vetas de salvia. Tuvo mucho cuidado de no
desencajar la máscara: deslizó los dedos por dentro con tanta delicadeza como le fue
posible e inhaló el olor del cuero como si de perfume se tratara.
As estaba esperándola cuando salió del baño.
—Eso está mejor —dijo—. Supongo que deberías quitarte la máscara, ¿no?
—Nunca más.
El hombre se encogió de hombros y la condujo hacia la cocina. Una segunda vela
estaba colocada sobre una mesita. Unas pálidas sombras cuadradas se disponían en
los límites de la habitación: la nevera, sin duda; y la cocina; y, muy probablemente,
un lavaplatos o un horno microondas. As la obligó a sentarse en un acolchado
rectángulo azul de plástico que había junto a la mesa. ¿Qué? Ah… mobiliario de
piscina. Una colchoneta hinchable.
—Teníamos una de estas cuando era pequeña —dijo Malicia—. Solía tumbarme
encima y flotar durante horas, hasta que mi madre vaciaba la piscina.
—No te fíes de las escaleras que llevan a los dormitorios. Tampoco te fíes de los
colchones. Demasiadas arañas.
—¡Puaj!
Malicia hizo una mueca y se tumbó sobre la colchoneta hinchable, inquieta al
pensar que la súbita presión podría hacer estallar el viejo plástico o conseguir que se
pinchara y perdiera aire. As se quitó su oscura chaqueta y la colgó en el respaldo de
la silla para sentarse después junto a la mesa de la cocina y empezar a mezclar con
suavidad una baraja de cartas. Parecía frágil con la camiseta interior de algodón.
Tenía el pecho delgado, y sus hombros redondeados estaban empezando a encorvarse.
A la titilante luz de la vela, su rostro parecía descarnado y triste, lleno de sombras.

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—Señor —dijo Malicia al fin—, usted ha perdido algo más que una oreja.
—Espera un poco —le dijo—. A ti te sucederá lo mismo.
Malicia giró la cara para apartar la mirada de él, de modo que la luz de la vela no
le diera en los ojos. La cama de plástico resultaba extrañamente fresca allí donde
entraba en contacto con su mandíbula, bajo el borde de la máscara. Tenía un olor
raro, también: un tenue remanente del olor limpio y artificial que ella siempre
asociaba con la época anterior al Diluvio, tan diferente de los olores de su mundo. Su
Galveston olía a moho y a vapor, a paños calientes y a arena. Un recuerdo de la niñez
de Sloane le vino a la memoria: fisgaba en los cajones de ropa de su madre y
acariciaba el crujiente plástico de los paquetes de pantys que Jane había empezado a
acumular justo después del Diluvio. Todos los años, por Navidad, la Gran Duquesa
de Galveston se regalaba uno a sí misma y dejaba que Sloane jugara con el envoltorio
de celofán y tocara las propias medias, imposiblemente finas e inmaculadas, como
telarañas del color del caramelo. Malicia podía sentir todavía la forma en que los
músculos de las pantorrillas de su madre se hinchaban cuando flexionaba los pies
para ponerse los pantys. En aquel entonces, la enfermedad todavía no había
consumido sus piernas hasta convertirlas en bastones.
—¿Tuviste algún hijo? —dijo Malicia con voz perezosa.
—Un chico. —Los naipes se doblaron y cayeron. As colocó el mazo y barajó,
colocó y barajó—. La primera vez que vine al Mardi Gras, creí que jamás volvería al
Galveston real. Ya me había retirado de aquella partida, igual que tú.
—Eso debió ser bastante duro para el chico. ¿Ni siquiera lo echas de menos?
—Se lo cedí a Mandy sin rodeos. ¿No te das cuenta? No me lo merecía. Estaba
mejor sin mí. Mandy creía eso a pies juntillas, y supongo que yo también. Imagino
que todavía lo creo. Pero aun así… —Las cartas se deslizaron juntas en una larga
cascada, con un ruido seco y rápido, como el batir de las alas de un insecto—. Un día,
los Hombres Langostino me dijeron que Amanda había muerto. Mi mujer, quiero
decir.
—No sabía que pudieran hablar. As colocó la baraja, la sujetó por la mitad con el
dedo meñique, la cortó con una mano y volvió a colocarla de nuevo.
—Hay que tener mucha paciencia.
—Supongo que tú la tienes.
—La paciencia es la cicatriz que queda cuando ha desaparecido cierta clase de
esperanza. —As estaba delgado y enjuto a causa del hambre, y después de tantos
años atrapado en una noche sin fin, su piel tenía el color blanco de la cera.
Píntale un comodín encima y mételo en la baraja de repuesto, pensó Malicia,
sonriendo para sus adentros.
As cortó y barajó.
—Sea como sea, pensar en ese chico solo… me reconcomía por dentro. Decidí
que debía ir a verlo. Solo para ver cómo estaba. —As colocó el mazo—. No sabía
cómo volver. Le pedí a la señorita Odessa que me dejara pasar, pero me dijo que esa

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puerta jamás se abría hacia el otro lado; no si ella podía evitarlo. Así que encontré la
única carta de la baraja que podía vencerla. Jugué con Momus para volver a casa. Al
final gané, aunque la apuesta era alta y tuve algunas pérdidas. —As acarició con el
dedo las rugosas cicatrices que rodeaban el agujero donde debía haber estado su
oreja. Sonrió sin mucho humor—. ¿Te imaginas que no hubiese tenido esta
condenada suerte?
Los bichos salían de la oscuridad atraídos por la vela que había sobre la mesa de
la cocina. Malicia contempló a una polilla que revoloteaba y giraba alrededor de la
llama hasta que una de sus alas se quemó y cayó sobre la mesa. El amor es ciego,
pensó.
—Espero que el chico se alegrara de verte.
—¿Sabes? En realidad nunca hablé con él. Lo observé durante un tiempo. Lo
seguí —dijo As. Se humedeció los labios—. En mi opinión, ya no necesitaba más
interrupciones en su vida.
Malicia soltó una carcajada.
—Quieres decir que fuiste un gallina. Pero, joder, seguramente fue lo más
acertado. —Malicia adoptó la voz enfadada y decepcionada de Jane Gardner—. Los
niños de hoy en día dan más problemas de los que valen. Al final siempre te
decepcionan.
—Les di a los padres de un amigo suyo una buena suma de dinero —dijo As—.
Les pedí que cuidaran de él. Una buena suma de dinero…
Malicia se incorporó un poco y se apoyó sobre el codo por un momento para
observar al anciano.
—Supongo que el orgullo no se cura tan deprisa como yo pensaba. ¿No tuviste la
decencia de hablar cara a cara con tu hijo? ¿De hombre a hombre? —Las manos de
As se quedaron inmóviles. Con un bufido, Malicia se tumbó de nuevo sobre la
colchoneta—. Bueno, bien por ti. ¡Enhorabuena!
—Siempre trato de deshacerme de las jugadas flojas —dijo As—. Nunca apuesto
más de lo que puedo permitirme perder. Pero tarde o temprano la vida reparte a cada
uno una pérdida demasiado terrible para soportarla. —Deslizó un naipe bajo la polilla
lisiada y la sacó de la mesa de un capirotazo—. Cualquiera sabe ganar, Malicia. Lo
que define a una persona es cómo pierde.
Malicia se echó a reír. Pensó en todos los imbéciles y bobalicones que todavía se
arremolinaban en Playa Stewart, lanzando pelotas de béisbol a bolos de plomo y
disparándoles a patos de hojalata con una escopeta de aire comprimido defectuosa.
—Véndele esa filosofía a algún otro imbécil, viejo.
As cogió la baraja. Después de un instante, comenzó a repartir, seis cartas de
Texas Hold ’Em. Los naipes chasqueaban y se deslizaban sobre la mesa, como una
lluvia incesante.
—Duérmete, anda —dijo.

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Cuando hubo descansado lo suficiente, As le enseñó a jugar al póquer. Se sentó en la
mesa frente a él y examinó las cartas a la luz de la vela.
—Hay que ser agresivo, esa es la regla número uno. —Sacó tres cartas, un as y un
siete boca abajo, otro as visible—. Los aficionados van con esta mano, esperando
atraer a tanta gente al juego como puedan con la esperanza de engordar el bote. El
problema es que, cuanta más gente entre en el juego, más débiles son esos ases.
Digamos que tú tienes ahí un cuatro-cinco-seis. Te permito que continúes sin pagar
por el privilegio y, para el momento que lleguemos al Río, has ligado cartas mejores
que las mías.
—¿El Río?
—La última carta boca abajo. —As repartió una mano completa para un stud a
siete cartas—. Dos cartas van boca abajo. Después la Tercera Calle. Cuarta Calle,
también llamada Turn, porque después de la Cuarta las apuestas se doblan. Quinta
Calle. Sexta Calle. —Dejó la última carta boca abajo—. El Río.
—¿Por qué se llama así?
—Nunca me he parado a pensarlo. —As dio la vuelta a la carta—. Puede que
venga del Estigio. El río Leteo, el río del Infierno. No tendrás ni idea de estas cosas,
jamás fuiste a la escuela.
—Es bastante desagradable que tener que oír continuamente lo ignorante que eres
de boca de una generación que no sabe montar a caballo ni vivir sin aire
acondicionado.
As se echó a reír.
—¿Sabes?, recuerdo haberle dicho exactamente lo mismo a mi madre una vez,
solo que era que no sabía «programar el vídeo». —Volvió a las cartas que había
repartido boca abajo al principio, as-siete-as—. De modo que si tienes as-siete-as, ¿la
jugada correcta es…?
—Subir. Librarse de las cartas sin ligar.
—Bien. Y lo mismo va para ti. Cuando veas que la primera boca arriba es un as,
sube, quédate con los ases y tira el resto de las cartas. No juegues desde atrás. —
Recogió las cartas y las cuadró sobre la mesa—. Los ganadores se deshacen de las
cartas malas. Los perdedores se las quedan con la esperanza de conseguir las que les
faltan. La esperanza es pecado, y debes castigarla con severidad.
—De acuerdo —rio Malicia—. No tienes por qué ponerte nervioso.
—Es importante. —As repartió otras seis cartas boca arriba en la Tercera Calle—.
El que reparte muestra color, la siguiente es basura, más basura. Tienes un rey
suicida. —El rey de corazones: por primera vez, Malicia se dio cuenta de que parecía
haberse clavado la espada en su propia cabeza—, basura a tu izquierda, diez para la
primera carta descubierta en última posición.
Malicia contempló las cartas que tenía frente a ella: un cuatro de diamantes y un
seis de tréboles. Inservibles. Lo que As llamaba «basura».

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—¿Qué apuestas? —dijo.
(Una minúscula y desagradable burbuja procedente de los recuerdos de Sloane
subió a la superficie; el sabor de la boca de su madre mientras trataba de hacerle la
respiración artificial. Los ojos fuertes de Jane Gardner terriblemente asustados. Los
brazos que habían sujetado a Sloane de niña colgaban inservibles a los costados. Jane
Gardner en el Río).
—¿Malicia? ¿Qué apuestas?
—No voy —dijo Malicia.
Dejó que el vacío supremo de energía de la máscara la llenara y la sostuviera de
nuevo.

Después de lo que parecieron semanas de prácticas, As la envió a jugar a una partida


de 5-10$. Fue con doscientos dólares de fondo y ganó ciento cuarenta más en una
racha de buenas manos; después perdió sesenta de nuevo y cobró sus fichas.
—Deberías haberte retirado antes —dijo As cuando regresó al Asilo—. Una vez
que hayas ganado treinta veces la apuesta mínima, recuerda siempre que debes
dejarlo si pierdes veinte veces el mínimo. Es una forma de administración monetaria.
Cuando era corredor de bolsa lo llamábamos «stop-loss», o detención de pérdidas.
Debería habértelo dicho.
Malicia se frotó la cara a través del fino cuero de la máscara.
—Lo siento.
—Lo más probable es que te estuvieras cansando. No te quedes en la mesa una
vez que eso ocurra. He hervido un poco de agua por si tenías sed.
Malicia cogió la vela que había sobre la mesa de la cocina, miró en los armaritos
que había sobre el fregadero y cogió una jarra con un letrero a un lado que decía:
«¡Deberías agradecerle a las estrellas haber nacido en TEXAS!». El agua estaba en un
recipiente sobre el fogón.
—Oye, has limpiado los quemadores. Y la encimera, y el fregadero…
—Y la ventana que hay encima del fregadero —dijo As.
Malicia arqueó una ceja.
—¿Hogareño?
—Aburrido —respondió. Pero no la miró a los ojos.
—Si esto lo haces por mí…
—No se requieren pagos —dijo. Clavó la mirada en ella—. Ni se desean.
Malicia se apoyó contra la cocina y dejó que el vestido se subiera un poco sobre
su pierna.
—Puedes herir los sentimientos de una chica.
As dijo:
—Malicia, esa es una partida de la que me retiré hace tiempo.

Al día siguiente volvió a una partida de 5-10$ que se jugaba en el coche Pullman que

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había detrás del Museo del Ferrocarril. As la obligó a llevarse su revólver, por si
acaso el juego se ponía feo o los jugadores lascivos. Jugó un rato y perdió. As estaba
barriendo el vestíbulo del Asilo cuando regresó.
—El Libertino entró en juego —le dijo—. Sube todas las apuestas. No jugué casi
nunca; solo llegué dos veces al Río. La primera vez él tenía mejores cartas. La
segunda estaba segura de que le ganaría, pero un tercer jugador tenía color.
As asintió y siguió barriendo.
—Mala suerte. Tus instintos fueron básicamente los correctos. —No dejaba de
levantar nubes de polvo a su alrededor y Malicia empezó a toser y estornudar—. A
alguien que siempre juega fuerte lo llamamos «el Animal». Es una de las ocasiones
en las que no tienes control sobre la mesa. Tira las cartas basura y prepárate para
conseguir una buena suma con las manos ganadoras. Con él, tienes que dejarte llevar.
Deja que sea el Animal quien engorde el bote para ti. Con él en la mesa puedes
disfrazar con facilidad una mano buena sin preocuparte por darle a cualquiera una
carta gratis que te deje fuera. El Animal subirá las apuestas por ti.
—Vale, lo he pillado.
As abrió la puerta de mosquitera y barrió una nube de porquería hacia el porche, y
después escaleras abajo, hacia el patio. Malicia se apoyó en el marco de la puerta sin
dejar de observarlo.
—No se ve el polvo en la oscuridad, As. El hombre regresó al porche y se quedó
de pie un momento, con las manos en el palo de la escoba, mirándola.
—Todavía ganarte la mano, Malicia. Tienes figuras, sin duda; y dinero y una
buena vida. Fuiste a la oficina del gerente y Momus te permitió seguir. Tienes algunas
cartas, de acuerdo, pero que me condenen si tengo la más mínima idea de cuáles son.
Pareja de damas, querido… Jane Gardner y Odessa Gibbons.
—¿Te gusta esta sonrisa? —le dijo sin dejar de sonreír—. Es mi cara de póquer.
—Estás aprendiendo —respondió As. Volvió a la partida de 5-10$. Esta vez ganó
y ganó bien, y terminó con unos beneficios de setecientos veinticinco dólares. Estaba
despierta y despejada, sin dejar de sonreír y calcular a un tiempo.
Aprendió una nueva forma de volverse invisible que a Sloane jamás se le había
ocurrido. Consistía en utilizar su sonrisa, sus pechos y su risa como pantalla, al
tiempo que su mente se escurría para hacer su trabajo sin que se dieran cuenta,
mientras todas las miradas estaban puestas en su cuerpo. Dietrich Bix, el Arlequín, le
había enseñado un par de trucos de magia una vez, como sacar monedas de las orejas
o hacer que desaparecieran las conchas, y todos se basaban en el mismo principio. La
mano que hacía el gran gesto no era nunca la que obraba la magia; era la ladina, la
que pasaba desapercibida, la que llevaba a cabo el truco.
Cogió una botella de vino y regresó al Asilo de muy buen humor, tarareando y
contoneándose con el peso del revólver de As sobre la cadera.
Sentó al anciano a la mesa de la cocina, lo obsequió con historias de guerra y sacó
doscientos cincuenta dólares del monedero.

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—¡La mitad de quinientos dólares! No está mal para una mañana de limpiar el
polvo a los dinteles, o lo que sea que hayas hecho, ¿eh? —Le ofreció la botella de
vino—. ¡Toma un trago!
As dobló los billetes y se los metió en el bolsillo del pantalón.
—No, gracias.
—¡Vamos! ¡Quiero celebrarlo! La próxima vez debería intentarlo con una partida
de apuestas más altas, ¿no te parece?
—Quizás. Tú decides. —Se puso su raída chaqueta negra de predicador—. Yo
tengo que asistir a mi propia partida.
—¡Dios Santo!, has limpiado toda la planta baja. ¿Cuánto puede aburrirse un
hombre? ¿Qué quieres decir con eso de que tienes una partida a la que asistir? Creí
que te habían expulsado de todos los juegos de la ciudad.
—De todos menos de uno. —As se metió una baraja de cartas en el bolsillo de la
chaqueta.
Malicia parpadeó.
—¿Momus?
—Tenías razón al decir que me había comportado como un cobarde la primera
vez que regresé. Debería haberme enfrentado a él. —Casi para él mismo, As dijo—:
Así es como perdemos lo que de verdad importa. Quédate con el arma —añadió—.
Yo no la necesitaré.
—¡As! —Lo agarró del brazo, algo que jamás había hecho antes. El hombre
siempre había sido muy escrupuloso a la hora de asegurarse de que no se tocaban—.
¿Quieres volver a Galveston? ¿Por qué? Tiraste esas cartas, ¿recuerdas? ¿Qué es lo
que tratas de hacer?
Con delicadeza, el anciano retiró los dedos de Malicia de su brazo.
—Jugar mi mejor baza de cinco cartas.

Encontró una partida de 15-30$ sobre la que As le había hablado. Tal y como le había
advertido, los jugadores eran mucho más agresivos, subían y volvían a subir a un
ritmo que ponía en constante peligro sus recursos. Malicia jugó de forma muy
conservadora al principio y se deshizo de todo lo que no fueran parejas ganadoras en
la Tercera Calle, sin dejar de observar a los jugadores con atención para estudiar sus
tendencias y el transcurso del juego. As le había dicho que cuanto más competitivo
fuera el juego, peores serían las manos ganadoras, y tenía razón. A nadie le estaba
permitido avanzar con la esperanza de conseguir una escalera en la Sexta Calle o en
el Río. En cambio, vio más de un momento decisivo que se ganaba con una pareja de
jotas ante un conjunto de basura en el que la carta más alta era un as.
En el instante en que comenzó a participar de manera más activa, se llevó un bote
en la Tercera Calle con un as como primera carta descubierta y una rápida sucesión
de subida de apuestas. Ganó otra mano por pura suerte, con reyes de mano y una jota
de primera que completó con full house en la Sexta Calle, donde comprobó las cartas

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por primera vez, fingiendo vacilar ante el potencial trío de damas de su rival. Volvió a
dar el mazazo en el Río, retirándose de la mesa con casi mil cuatrocientos dólares.
Después se quedó en una mano demasiado larga y volvió a perder la mayor parte.
Terminó con una ganancia de trescientos dólares y se fue de copas. Eligió a un
tipo guapo con escamas de serpiente por toda la piel; se lo pasó genial flirteando con
él y después lo enfrió con un juego de desafíos. En su turno, estiró un imperdible y se
atravesó la palma de la mano hasta que la punta salió por el dorso. No había sangre,
por supuesto, y apenas dolía. Le sonrió a Serpiente y volvió a sacar el alfiler,
observando cómo el bulto de sus pantalones se marchitaba. El hombre se excusó por
no aceptar el desafío, para diversión de sus colegas. Ella rio hasta que se le llenaron
los ojos de lágrimas.
Por un impulso, dejó el bar y se paseó hasta Ashton Villa. Era la casa de su
madre, y a la vez no lo era. No había gallos pavoneándose en la parte trasera de la
casa, tampoco cerdos; y la fiesta que se desarrollaba en el interior era mucho más
espléndida y decadente de lo que Jane Gardner hubiese aprobado jamás. Al levantar
la vista para contemplar su habitación en la tercera planta, Malicia vio a una mujer
que la miraba. Era la señorita Bettie. Mientras la observaba, el viejo fantasma se dio
unos golpecitos en el lugar de la muñeca donde habría estado el reloj, como una
mujer que pidiese que le dijeran la hora.
Malicia se dio la vuelta y se marchó a la carrera.

Encontró a As en la cocina cuando llegó a casa. Estaba inclinado sobre el fregadero


con una toalla húmeda sobre el lado izquierdo de la cara.
—¡Has vuelto! —le dijo—. ¿Estás herido?
—He perdido un ojo —respondió. Unos regueros rojos se desprendían lentamente
desde la toalla.
—Ya te dije que era una estupidez jugar con Momus. —En la primera mano tenía
dos parejas y lo llevé hasta el Río con un trío de dieces, pero sacó color de diamantes
—. As la miró. —Eres Sloane Gardner— le dijo. Se quedó helada.
—Por si no lo sabías —continuó As—, tienes un cante que te delata cuando tratas
de pensar una mentira para encubrirte. Se te abre la boca y la punta de la lengua
acaricia tu labio superior. Puedo leerte bastante bien, Malicia. Sloane, debería decir.
Si tuviera corazón, estaría latiendo a mil por hora, pensó. Era una locura, cosa de
niños, en realidad, lo mucho que deseaba que él no supiera que una vez había sido
Sloane Gardner. No quería que nadie lo supiera. Se humedeció los labios y sonrió.
—Eso fue hace mucho tiempo. Ahora no tiene importancia. As se giró para
contemplarla, con la toalla ensangrentada todavía apretada contra el lugar donde
había estado su ojo izquierdo.
—Sí, sí que importa. La ciudad entera es un completo desbarajuste, Malicia. Jane
Gardner está muerta. Y Sloane Gardner, esa adorable chica tan dulce, ha sido
asesinada. Eso es lo que creen. —Hizo una mueca—. Joder, cómo duele. —Derramó

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agua hirviendo de un cazo que había en el fogón sobre la toalla, la escurrió y volvió a
colocar el tejido caliente sobre la cuenca del ojo—. No debería importarme, Malicia,
pero creen que ha sido mi hijo el que te ha matado.
—¿Tu hijo? —inquirió Malicia, atónita.
—Lo metieron en un barco anoche para abandonarlo a su suerte. De camino a
Beaumont. —As se encogió de hombros—. Josh y Amanda nunca tuvieron ni una
pizca de suerte después de que ella me abandonara. En cierta ocasión me alegré de
eso, pero ahora no. Hace mucho tiempo que no. Les habría dado todas las buenas
rachas que tengo, diez centavos por dólar.
—¿Joshua? —preguntó Malicia—. ¡Joshua Cane! El boticario. —Malicia rio con
ganas—. Y tú debes ser Samuel Cane, el que perdió su casa a manos de Travis
Denton. Y los amigos a los que les diste dinero para que cuidaran de tu hijo… deben
ser la familia de Ham.
—Jim y Alice Mather. Gente en la que se puede confiar. Pero no es la familia de
Joshua —dijo As—. Yo soy la única familia de verdad que le queda.
—Joder —dijo Malicia—. Vaya lío.
Los regueros rojizos que se desprendían de la toalla estaban manchando la
camiseta interior de As.
—Está claro que es ya demasiado tarde para Amanda. Pero mi hijo va a morir si
no vuelves y arreglas las cosas.
—Lo siento, As, pero no. —En esta ocasión, la sonrisa de Malicia tuvo un dejo de
incertidumbre—. Haría cualquier cosa por ti, ya lo sabes. Bueno, cualquier cosa no.
Muchas cosas. Pero esta no. No voy a volver. Me gusta estar aquí. Este es mi lugar.
—Él morirá.
—Y yo también, si regreso. —Sacó sus ganancias con la mano izquierda y las
dejó sobre la mesa. Su mano derecha se movió despacio hacia el 32 que tenía en la
cadera—. Quédate con el dinero. Me quedaré con cien para apostar. Bueno, con
doscientos. El resto es tuyo.
—Quítate la máscara, Malicia.
—¡No!
Acababa de colocar la mano sobre la culata del revólver cuando él la agarró de la
cintura y la colocó de espaldas sobre la mesa de la cocina. Se removió con furia por
debajo de él, tratando de liberar la mano del arma. El hombre agarró la máscara y
Malicia gritó, se giró hacia un lado y apretó el gatillo del 32. La pistola dio un
respingo y rugió, saliendo disparada del fondo de la funda. Una llamarada se extendió
por su pierna, y sus cuerpos cayeron juntos desde la mesa…

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3.2 Scarlet

D
e repente, As ya no estaba allí y Sloane iba camino de caer al suelo de una
casa destartalada de Galveston; el Galveston real donde había dejado que
su madre muriera.
Ya no era Malicia. La máscara había desaparecido. As la tenía; en el
Mardi Gras.
Cayó al suelo y se quedó allí tendida, jadeando. Esta casa era muy distinta de su
doble en el Mardi Gras. Allí olía a moho y las paredes estaban inclinadas y cubiertas
de manchas de humedad, pero seguía siendo una casa. Aquí, la casa de Samuel Cane
se había derrumbado a causa de una explosión de gas dos semanas después de que
Travis Denton la ganara en una partida de cartas. La luz grisácea del día se filtraba a
través de las ventanas rotas y de una gigantesca grieta en el techo ennegrecido por el
humo. Las vigas de madera, hechas astillas, se alzaban hacia el cielo como costillas
destrozadas. Entre las grietas del suelo crecían unas cuantas briznas marchitas de
tanaceto y de verdolaga roja. Donde debería haber estado la encimera de la cocina, no
había más que unas escombros chamuscados: tablas quemadas y trozos de yeso;
pedazos de cristal y escayola; manchas de pintura metalizada; piezas de vajilla
ennegrecidas. El aspa carbonizada y rota de un ventilador de techo.
Sloane yacía en el suelo, esperando que la culpa la partiera en dos. Había
abandonado a su madre, y su madre había muerto. Pero, aun así, cuando el dolor y la
culpabilidad llegaron solo pudo sentirlos como algo lejano y débil, como insectos que
chocaran contra los cristales de las ventanas en Ashton Villa.
El olor penetrante de la pólvora flotaba en el aire. Sloane bajó la mirada. Todavía
tenía el 32 en la mano. La bala había volado la parte inferior de la funda y le había
dejado una quemadura a lo largo de la pierna. Apenas lo sentía. No tenía corazón.
Eso era lo que le pasaba. Momus le había quitado el corazón.
Se arrastró por el suelo hacia un montón de escombros y encontró un vaso de
cristal roto con el que se cortó las muñecas. El cristal se clavó en su piel y la
desgarró, dejando a la vista la carne rosada que había debajo; pero no tenía corazón y,
por tanto, no habría sangre. Sloane dejó caer el cristal.
Vale. Siguiente plan. Bueno, suponía que debía arreglar lo de Joshua Cane. Se lo
debía a As. Un tipo con suerte.
Pero claro, era el hombre más afortunado de Galveston, ¿verdad? O, al menos,
eso decía todo el mundo. Sin embargo, ¿cuál era el verdadero significado de esa
expresión? ¿Cómo era posible que el hombre más afortunado de Galveston, al que la
fortuna acariciaba cada cierto tiempo, acabara sin esposa, sin hijos, mudo y solo? ¿Es
que su suerte era corta de vista? O tal vez hubiese cosas que Sloane no supiera;
ciertos aspectos de su historia que permanecían ocultos para ella, e incluso para el
mismo As. Tal vez todas las demás alternativas que se le habían presentado hubieran

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sido peores. ¿Sería posible que el exilio de Joshua fuese, de algún modo, parte de la
buena suerte de As? Y si esa teoría era cierta, ¿había sido realmente la suerte la que
hizo que Sloane conociera a Josh en primer lugar? Quizás los dos hombres que la
atacaron al salir del Mardi Gras no fueran otra cosa que representantes de la suerte de
As. O de la astucia de Momus. Tal vez toda trama de acontecimientos en la que se
había visto atrapada formara parte de un siniestro diseño que jamás comprendería.
O tal vez la vida fuese la mejor partida de póquer de todas. Gane o pierda, el
Destino jamás muestra sus cartas, pensó Sloane. Con él, nunca puedes marcarte un
farol, nunca puedes ganar una mano. Tienes que limitarte a coger cada nueva carta,
intentar reunir la mejor mano posible y jugar; jugar hasta que el Destino te gane la
última ficha y te obligue a abandonar la mesa.

Era difícil moverse por el Galveston real; como si allí la fuerza de la gravedad fuera
mayor. También hacía más calor. Al vivir en la interminable noche del Mardi Gras
había olvidado lo caluroso que podía ser el día. Sloane se movió y buscó entre los
escombros hasta encontrar un palo de madera podrida y chamuscada. Pasó los dedos
por la madera, de forma que quedasen manchados de negro, y después se pintó la
cara: una línea larga e inclinada hacia arriba sobre cada una de sus cejas; un alegre
rabillo en la comisura de los ojos; y, en cada mejilla, una línea que resaltaba los
pómulos altos y afilados de Malicia.
El espíritu de su madre zumbaba en algún lugar de la habitación, como un
mosquito distante. Incapaz de llegar hasta ella.
Era casi mediodía cuando salió dando traspiés de las ruinas de la casa de As. El
brillo del sol resultaba doloroso. Sentía cómo presionaba sobre su piel, como un dolor
sordo debido al calor que se batía en oleadas sobre la isla. No había nubes; el sol las
había quemado y había esparcido sus pálidas cenizas por la superficie del cielo vacío.
Las ramas chamuscadas de las palmeras le arañaban los tobillos mientras caminaba
hacía su casa. El asfalto de la carretera le quemaba los pies, pero no lo notaba. Las
calles de Galveston estaban vacías. Todos se ocultaban del sol. Las ventanas de los
ricos estaban cerradas para impedir que saliera el aire acondicionado. Las de los
pobres estaban abiertas de par en par, con la esperanza de que entrara algo de brisa.
Tenemos miedo de Momus porque tiene rostro, pensó Sloane, pero esto es Texas, y
el sol siempre será más letal que la luna.
Se preguntó cuánto tiempo habría estado holgazaneando en el Mardi Gras.
¿Días? ¿Semanas?
Perdiendo el tiempo.
Le dio vueltas a esas palabras como una polilla que revoloteara alrededor de la
llama de una vela. El tiempo se consumía, exactamente igual que había sucedido con
las extremidades de su madre; el tiempo mengua y decae, pierde la esperanza, se
agota.
Tiempo perdido.

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El tiempo deambula sin rumbo, sin raíces, abandonado. Los recuerdos de su
estancia en el Mardi Gras desaparecían, se alejaban de ella como las gotas de lluvia
que se evaporan al caer a la tierra abrasada. Tiempo perdido que nunca podrá ser
recuperado. Días que se han ido y que jamás podrán ser aprovechados.
Debería haberme quedado con el reloj.
Un muchacho mejicano llegó corriendo desde una calle lateral y, al verla, se
detuvo. Se besó los temblorosos dedos antes de santiguarse y se apartó de ella
caminando de espaldas, retrocediendo paso a paso muy despacio, como si ella fuera
una serpiente de cascabel que siseara en el suelo. Sloane lo observó en silencio
mientras se alejaba. Finalmente, se le ocurrió echarse un vistazo. Llevaba uno de los
vestidos de Malicia; un modelo de lamé rojo con un hombro desgarrado, manchado
de hollín y chamuscado en la cadera tras haber disparado la pistola de As.
Estoy perdida. Ese chico cree que soy una carnavalera. Sloane estuvo a punto de
sonreír. Y supongo que eso es lo que soy.
Se obligó a seguir hasta Broadway. Si ascendía un poco más, llegaría a Ashton
Villa. No, no era una buena idea. No podía enfrentarse a la casa de su madre; todavía
no. ¿A casa de los Ford, quizá? Jim la ayudaría. Jim trataría de arreglar las cosas. La
carreta de un cervecero bajaba la calle traqueteando, conducida por un tiro de cuatro
caballos de aspecto cansado. Les brillaba el cuello a causa del sudor. Observó cómo
se acercaban los animales entre el ruido de los cascos; las herraduras brillaban antes
de volver a descender sobre el suelo; las grandes ruedas de la carreta crujían y
chirriaban mientras avanzaba detrás de los caballos. Se dio cuenta de que estaba
considerando el mejor momento para realizar un salto suicida delante de ellos.
No, de eso nada, querida. Se agarró a una farola para mantenerse lejos del
bordillo de la acera. Todavía no. No de un modo tan fácil.
Siguió caminando por Broadway hasta que giró para tomar el paseo que llevaba a
casa de los Ford. Llamó a la gran puerta principal. Estaba hecha de madera de ciprés
curada, igual que las puertas de Ashton Villa; la única madera que no se estropeaba
bajo el sol tropical. Gloria abrió la puerta.
Sloane notó de inmediato que llevaba uno de los vestidos de Clara Ford, que
había sido entallado a la perfección en su momento y al que ahora le habían añadido
un generoso estampado en el dobladillo. Lo suficiente para evitar que Jim se diera
cuenta de que había pertenecido a su primera esposa muerta; nunca solía fijarse en
ese tipo de cosas.
—¡Dios Todopoderoso! —exclamó Gloria. Entrecerró los ojos y cruzó los brazos
delante del pecho—. ¿Eres un fantasma?
—No, mujer. Soy yo, Sloane.
Gloria se acercó y le pellizcó el brazo con fuerza.
—¡Ay! —se quejó Sloane, sabiendo que era lo que se esperaba de ella.
—Vaya… Bueno, supongo que eres tú. —Gloria meneó la cabeza—. O al menos,
lo que queda de ti. Vamos, entra niña y ponte cómoda. Tienes todo el aspecto de

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haber estado paseándote por el Infierno.

Dos horas después, Sloane estaba sentada junto a Jim Ford en su espacioso carruaje,
sin dejar de mirar hacia delante. El sheriff Denton estaba sentado en el asiento
opuesto a ellos. Su ayudante, el señor Lanier estaba en el pescante, conduciendo. De
vez en cuando, Sloane lo escuchaba instigar a los caballos, chasqueando las riendas
sobre sus lomos con un golpe ligero.
Era media tarde y hacía un calor horrible, aún bajo la cubierta de lona blanca.
Viajaban por la carretera del Espigón hacia el Salón de Bali; pero, aunque resultase
extraño, en aquella ocasión no soplaba la más mínima brisa del Golfo que pudiera
refrescarlos. El mar estaba tranquilo; un monótono espejo verde que reflejaba los
rayos del sol de Texas. En ese momento había nubes; en el Sureste se veía una masa
alta de nubarrones del mismo color verde bronce del mar. Los caballos de Jim
avanzaban con rapidez. El carruaje chirriaba y se bamboleaba, sacudiéndose al pasar
sobre las grietas del pavimento; sus grandes ruedas machacaban los restos de conchas
rotas que se extendían a lo largo del Bulevar del Espigón.
Habían pasado seis días desde la muerte de Jane Gardner, le había informado Jim
Ford. Cuatro desde el entierro. Tres desde que Josh le comunicara la noticia de su
fallecimiento. Allí, en el mundo real, no habían pasado más que tres días, mientras
que en el Mardi Gras, donde el tiempo transcurría de modo extraño, Malicia había
dado a Sloane por muerta solo para que Sam Cane la resucitara. Maldito fuese.
Sloane le había hablado a Jim de la máscara; le había dicho que había escapado al
Mardi Gras y que su desaparición no había tenido nada que ver con Joshua Cane. En
aquel momento se dirigían a ver a la Reclusa. El sheriff Denton había dicho que
necesitaba saber por qué la mujer no había acudido en ayuda de Joshua para
confirmar su historia.
—¿Conoció usted a Sam Cane? —le preguntó Jim al sheriff. El sudor adornaba la
calva del hombre como si de gotas de rocío se tratara—. El padre de Joshua Cane.
Solía jugar a las cartas conmigo todos los domingos. El chico le traía a Gloria una
pastilla para la artritis. Un buen muchacho en aquella época. Ahora está más
resentido que un ogro. Algo lo hizo cambiar.
¿La pobreza, Jim? ¿El desengaño? ¿La amargura? ¿La muerte? Sloane no dijo
nada.
—Conocí a Travis Denton —contestó el sheriff.
—Por supuesto; cómo no iba usted a conocerlo. Una tragedia terrible.
Sloane echó un vistazo al interior del carruaje. El asiento estaba tapizado con
terciopelo color crema. Los años habían hecho que el color no fuese uniforme: era
más pálido allí donde Jim y su esposa solían sentarse y en el centro, donde la luz del
sol había sido más intensa; en los extremos era más oscuro, ya que las puertas
proporcionaban una sombra permanente. Cuando Sloane era muy pequeña, tres o
cuatro años como mucho, había notado que, en ocasiones, resultaba más fácil

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observar el mundo que formar parte de él. A veces, cuando no se podía abandonar un
lugar horrible, uno podía escapar de él convirtiéndose en un observador, en una
salamanquesa en la pared. Silenciosa como una concha en la playa.
Jim Ford lo intentó de nuevo.
—Sloane dice que fue a la tienda del chico en busca de algo para el corte que se
había hecho en la pierna. Dice que dejó las medias allí a propósito, porque estaban
destrozadas.
—Ojalá hubiésemos sabido eso antes —contestó el sheriff.
—Sin duda. —Jim meneó la cabeza en un gesto comprensivo. Por encima del
Golfo, el brillo de un relámpago resplandeció sobre el distante banco de nubes—. Me
pregunto si allí estará lloviendo.
—Eso espero —dijo el sheriff.
Sacó su reloj de bolsillo y miró la hora. El sol arrancó un destello en el cristal. El
hombre frunció el ceño y volvió a guardarlo en el bolsillo del chaleco.
Jim dijo entonces: —Es curioso que encontrara un cabello de Sloane en el bote de
Ham Mather. Ella dice que no subió a ningún bote—.
—Que ella recuerde —replicó el sheriff—. Como usted mismo me ha dicho, no
recuerda gran cosa de lo que le sucedió mientras estaba… —Hizo una pausa para
mirar hacia Playa Stewart—… allí.
Sloane contempló sus zapatos. Eran de loneta gris con suelas de goma que habían
sido recortadas a partir de un neumático. Gloria había enviado a una doncella a
Ashton Villa en busca de una muda de ropa. Por vez primera, después de lo que
parecía haber sido una eternidad, al parecer estaba vestida como debería: una camisa
blanca limpia, una chaqueta de algodón también blanca que ocultaba las manchas de
sudor de las axilas y una sencilla falda gris que le llegaba una cuarta por debajo de las
rodillas y cubría las quemaduras que la pólvora le había producido en la pierna
derecha. No llevaba medias ni pantys. El sol se colaba por el lado oeste del carruaje,
dejando un haz de luz sobre su pierna. Observó el vello fino que cubría sus piernas
tostadas por el sol, como hebras de seda de una telaraña dorada.
—Puede que haya muchas cosas que la joven no recuerde —continuó el sheriff
Denton.
—Es posible —asintió Jim mientras observaba la masa de nubes en espera de otro
relámpago—. No sería de extrañar —concedió.
Llegaron al Salón de Bali. Kyle ató los caballos al poste de una herrumbrosa
señal. Cuando Sloane era pequeña, podía leerse en ella: «Prohibido aparcar de 00:00
a 5:00», pero la salada brisa del mar junto con la arena que desplazaba el viento
habían erosionado la inscripción. Sloane bajó del carruaje, un poco mareada por el
calor.
El sheriff Denton y el ayudante Lanier se apresuraron a cruzar el muelle. Jim Ford
le ofreció el brazo a Sloane y juntos se encaminaron tras los dos hombres. Las
planchas de madera, que habían sido blanqueadas por el despiadado sol hasta obtener

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un uniforme tono plateado, crujían bajo sus pies. Dejaron atrás la caseta del guardia.
El sheriff Denton tenía un aspecto solemne y fruncía el ceño como si fuera la propia
encarnación de la Ley. Sloane sintió que una de las sonrisas de Malicia le cruzaba el
rostro mientras se imaginaba que un centinela maceo pulsaba el botón oculto de la
alarma: en el interior, la orquesta comenzaría a tocar «The eyes of Texas are upon
you»; los cocineros chinos, con un aspecto impasible, ocultarían por completo el
restaurante mientras que, en el casino, replegarían las ruletas y las mesas de blackjack
sobre las paredes.
El sheriff Denton abrió la puerta y dejó que su ayudante pasara. Sloane observó
cómo la oscuridad los devoraba. Descubrió a Jim Ford mirándola.
—Pareces más alegre —señaló.
Sloane compuso una pequeña sonrisa.
—Odessa me aprecia —contestó ella.

La bruja de Galveston estaba sentada tras su mesa de trabajo.


—Hola, sheriff —saludó sin alzar la mirada—. Ayudante Lanier. Y Jim… siempre
es un placer.
Se abrieron camino a través del oscuro comedor. La escasa luz que había en la
estancia llegaba de forma oblicua desde las ventanas orientadas al Norte, y los rayos
arrancaban unos cuantos reflejos a la polvorienta vajilla de plata y a los altares de las
Comparsas, pintados con alegres colores, que se alzaban sobre pilares. Jim y
Jeremiah pasaron tan lejos de ellos como les resultó posible, pero Kyle Lanier, que
parecía indiferente, pasó justo por delante e, incluso, se detuvo para apoyarse en la
parte trasera del altar a cuadros blancos y negros de los Arlequines, coronado por el
monigote del payaso loco.
De la mesa de trabajo colgaba la guirnalda fabricada a base de pieles de serpiente
que Sloane viera colocada a modo de ofrenda en el exterior de la casa de Odessa, en
el otro Galveston. A la luz del día podía verla mejor. En su mayoría, eran pieles de
mocasín de agua —aunque tal vez hubiese alguna que otra de víbora cabeza de cobre
— dispuestas sobre un armazón de lo que Sloane esperaba fueran huesos de ciervo;
quizás de las patas y unas cuantas costillas. Se preguntó si a la bruja le gustaría el
aspecto de la guirnalda o si se trataba de una ofrenda que se había visto obligada a
aceptar. Tal vez también ella hubiera estado haciendo buenas acciones durante todos
esos años; cosas como proteger a algunas personas de la enfermedad o de la mala
suerte; o cuidar de las familias que ella misma había roto al enviar a un niño dotado o
a un padre susceptible a la magia al Mardi Gras iluminado por la luna.
El sheriff se quitó el sombrero de paja y comenzó a girarlo entre sus manos. —
Tenemos algunas preguntas y necesitamos que usted las conteste, señorita Gibbons
—.
Odessa los miró por primera vez. Llevaba un kimono de seda estampado con aves
del paraíso. Tanto sus labios como sus uñas estaban pintados con un tono rojo

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antediluviano, y su maquillaje era impecable. Sloane podía oler la laca de Revlon,
Aquanet, que mantenía sus cabellos en su lugar. Tenía en las manos una muñeca que
representaba al sheriff Denton y que era tan grande como su antebrazo. El juguete
llevaba un traje negro y un sombrerito de paja. Los ojos eran dos trocitos de concha
color azul pálido y su mentón estaba cubierto por una cuidada barba gris hecha con
cabello humano. Tenía una estrella plateada prendida en su pequeño pecho acolchado.
—¿Sí, Jeremiah?
Kyle buscó a tientas el arma que llevaba en el costado.
—Suelte eso ahora mismo.
A lo que Odessa contestó:
—Yo que tú no lanzaría ninguna amenaza, muchachito.
—Y una mierda…
—Aparte las manos de la pistola —dijo Jim Ford.
Kyle miró a Jeremiah Denton. El sheriff asintió con la cabeza.
—Tranquilízate, Kyle. Jim, la señorita Gibbons y yo vamos a retroceder un poco
en el tiempo.
Odessa se puso en pie y se acercó a Sloane para darle un abrazo.
—¿Estás bien, cariño? —le preguntó en voz baja.
Sloane asintió. A su espalda, aún atrapada entre las manos de Odessa, la muñeca
del sheriff Denton daba pequeños tirones a su chaqueta de algodón. Odessa se apartó.
—Jeremiah, Jim… Muchachos, ¿puedo ofreceros algo de beber? Tengo
Coca-Cola y Dr. Pepper, vino de arroz y unos cuantos licores más. Hielo también,
aunque he oído que escasea.
—Señorita Gibbons —la interpeló el sheriff Denton sin alzar la voz—, ¿qué está
haciendo con esa muñeca? La Reclusa lo miró.
—Mi obligación —contestó.
Jim Ford fingió un acceso de tos.
—¡Maldita sea! Me vendría muy bien un escocés con agua si tienes, Odessa. —
¿Y tú, Jeremiah?—. La muñeca del sheriff se retorcía débilmente en las manos de
Odessa. Ella la ignoró. Sloane pudo observar cómo el vello de las muñecas del sheriff
se ponía de punta. El hombre no podía apartar la vista de la muñeca.
—No quiero beber nada que venga de usted.
—Como quieras. Jim, creo que voy a acompañarte. —Odessa se dio la vuelta,
camino de la cocina—. Charlad entre vosotros un momento.
—Con mucho gusto —respondió Jim.
—Va a escapar —dijo Kyle.
De un empujón con el hombro, abrió las puertas giratorias de la cocina. Todos los
demás lo siguieron adentro. Odessa se encontraba delante del frigorífico, sacando
unos cubitos de hielo del congelador. La muñeca del sheriff Denton yacía sobre la
encimera, al lado de dos vasos de licor que contenían un generoso dedo de bourbon.
Sobre el fogón había una olla cuyo contenido hervía a fuego lento y despedía unas

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volutas de vapor de olor fétido, como si Odessa estuviese cociendo agua de mar sin
haber quitado primero las algas o los cangrejos. La trampilla del suelo de la cocina
estaba abierta; a través de ella, Sloane vio el agua verdosa, que comenzaba a agitarse
levemente. Un ala blanca cruzó por encima de la superficie; una gaviota que acababa
de descender en picado por debajo del muelle.
Odessa acabó de sacar el hielo y cerró el congelador. Una bocanada de aire frío
los envolvió a todos. El sheriff Denton se aclaró la garganta.
—Señorita Gibbons, dos jóvenes fueron exiliados cuando echamos en falta a la
señorita Gardner, aquí presente, y no pudimos encontrarla. Usted dijo no saber nada
acerca de su desaparición. Si nos hubiese hablado de la máscara, esos chicos aún
estarían en la isla.
Odessa echó los cubitos en los vasos y le ofreció uno de ellos a Jim Ford.
—Sheriff, la confección de esa máscara fue un secreto entre Sloane y yo. ¿Cómo
iba a imaginarme que actuarías como un estúpido y acusarías a dos hombres
inocentes?
—Tiene usted una lengua muy sucia para una señora de su edad —dijo Kyle al
tiempo que sacaba su pistola.
—¡Guarde eso, por amor de Dios! —exclamó Jim Ford.
Pero, en aquella ocasión, el sheriff no dijo nada. Él mismo tenía la mano en la
empuñadura de su 38.
Kyle no guardó el arma.
—He oído decir que el poder corrompe a la gente. Creo que se ha acostumbrado a
actuar de modo escurridizo para hacer lo que le da la gana.
—¡Es el único ángel de Galveston, por lo que más quieran!
Kyle sonrió y dejó a la vista las dos fundas de oro.
—¿No es gracioso, señor Ford? Si cualquier otra persona demostrara el más
mínimo rastro de magia, no duraría mucho ¿verdad? No tardaría en saltar hacia las
Comparsas. La misma Reclusa lo acompañaría. Algunos de nosotros, los más
jóvenes, no podemos entender por qué no buscamos unos cuantos ángeles más. Si tan
maravilloso es tener uno, ¿por qué no dejar unos cuantos más con vida? Pero ella
nunca lo hace. ¿No es así, señorita Gibbons? Voy a llevarme esa muñeca del sheriff
ahora mismo. —Rodeó la trampilla con cuidado—. Nadie votó nunca por usted,
señora.
Odessa le contestó:
—Muchacho, alguien debería enseñarte unos cuantos modales. —Se movió con
rapidez hasta el centro de la habitación para dejar la muñeca suspendida sobre el
hueco de la trampilla.
El disparo de un arma resonó con la fuerza de un trueno y una bala atravesó la
garganta de Odessa. El aire se volvió rojo por la sangre salpicada, y su cabeza cayó
hacia un lado en un ángulo extraño. El cuerpo de la mujer cayó al suelo como un
montón de harapos mientras la sangre salía a borbotones del lugar donde poco antes

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estuviese su cabeza. Todavía tenía en la mano la muñeca del sheriff, que no dejaba de
retorcerse y forcejear, y que apartó la cara cuando un reguero de sangre cayó sobre
sus mejillas de algodón.
Solo entonces Sloane se dio cuenta de que el disparo lo había hecho el sheriff
Denton.
—Lo siento —musitó, dejando caer el 38. Le temblaba la mano—. No me quedó
más remedio. Todos visteis lo que iba a hacer. Iba a tirarme por el agujero. Todos lo
visteis. —Tragó saliva—. No me quedó otro remedio.
Dejó de manar sangre. El cuerpo de Odessa se quedo inmóvil. Sloane contempló
a la vieja bruja que yacía desmadejada y ensangrentada sobre el suelo de su preciosa
cocina. Ahora ella misma no era más que una muñeca. Unos cuantos trozos de hueso
envueltos en harapos. Una bata de seda. Unas cuantas joyas de bisutería.
La banca gana de nuevo.
Adiós, Odessa.

—¿Sloane?
Sloane escuchó la voz de Jim Ford de forma vaga, como si estuviese muy lejos de
allí. Desde que regresara del Mardi Gras había estado como entumecida. Al parecer,
ahora también estaba sorda; tenía la sensación de que el atronador disparo del sheriff
Denton había pulverizado el resto de los sonidos. En lo más profundo de su ser, el
fantasma de Odessa se unió al de su madre; ambos se sentían atraídos hacia ella como
si notaran su calor; no cesaban de gimotear y ronronear, sin encontrar redención.
Sloane era de cristal. Era intocable.
—Sloane, necesitamos una manta con la que taparla. Ella se puso en pie de forma
vacilante y fue hacia la puerta que conducía a la habitación de Odessa.
—Supongo que tendré que empezar a etiquetar —dijo Kyle. Sloane lo miró.
—¿Es que no ha hecho ya suficiente?
Kyle le abrió la puerta y, con una sonrisa y un gesto ampuloso, le indicó que
pasara.
—Solo he cumplido con mi deber, señorita Gardner. Solo mi deber.
Habían pasado años desde la última vez que Sloane estuviera en el dormitorio de
Odessa. Había cambiado. Lo recordaba lleno de cojines, muñecas y adornos; también
había un tocador y una enorme caja llena de cosméticos y botes de laca para el pelo.
En ese momento, el mar, el viento y la luz entraban a raudales, ocultando todo resto
de humanidad. Había tiras de algas secas encima de los muebles y sobre el suelo. Las
contraventanas estaban abiertas y la mosquitera que rodeaba la cama de bronce de
Odessa colgaba en jirones que se retorcían y se agitaban con la brisa del Golfo. En
lugar de sábanas, el colchón estaba cubierto por una capa de conchas blancas
resquebrajadas. Aquí y allá se veía alguno que otro dólar de arena o alguna anémona
reseca. Había dos medusas de color rosa donde debían haber estado las almohadas.
Daba la sensación de que, durante todos esos años, Odessa hubiese estado

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conteniendo no solo magia sino también el Golfo en sí mismo, y que al final este
había acabado por ganarle la partida.
De repente, un recuerdo se agitó en su memoria: una Odessa más joven, segura de
sí misma y despreocupada, que estaba colocando la muñeca de Vinny Tranh en el
altar de la Comparsa de Thalassar. «Como verás, cuando alguien empieza a hacer
agua, es muy difícil ponerle un parche».
Se escuchó un ruido procedente del vestidor. Kyle sacó el arma y se acercó con
precaución. Colocó la mano con cautela sobre el pomo de la puerta y, entonces, la
abrió de un tirón mientras apuntaba al interior con el 38, sin dejar de temblar. Sloane
contuvo el aliento. Allí no se movía nada. Kyle entró en el oscuro habitáculo.
—Bueno… Tal vez fuera solo una rata. Espere un min… ¡Ay!
Una niñita de rizos de color rojo intenso irrumpió en la habitación, rodeó la cama
a toda velocidad y se dio de bruces contra Sloane… y, cosa extraña, realmente le hizo
daño. Sloane vio una confusa mezcla de imágenes: el pelo alborotado, unos zapatos
de charol y un retazo de velo azul. ¡Es la muñeca!, pensó. La muñeca que tenía su
corazón.
Y, en ese momento, la tristeza y el suelo la golpearon a la vez mientras el dolor la
hacía añicos.

Sloane, su madre y Odessa están de picnic en la playa. Sloane se encuentra en el


regazo de Odessa mientras Jane lucha contra la brisa del Golfo al tratar de extender
un mantel de lino blanco sobre la arena. Con cuidado, saca de la cesta una bandeja
con una tarta de cumpleaños. La coloca en una esquina del mantel mientras sujeta la
opuesta con la mano. Odessa se ríe de ella y Jane la mira con fingido enfado.
—¿Por qué no ha venido Sarah? —pregunta Sloane entre lloriqueos.
—Es un picnic especial, solo para nosotras —contesta Jane—. Cielo, ¿puedes
sentarte aquí y sujetar el mantel? —Su pelo todavía no es blanco, sigue siendo largo y
castaño. La brisa se lo encrespa.
Sloane se aferra aún más al regazo de Odessa.
—¿No te cae bien Sarah?
—Por supuesto que me cae bien Sarah, pero es una criada. Odessa, ¿puedes
inclinarte un poco y sacar la cubertería de esa cesta?
—Me gusta Sarah. No trabaja todo el tiempo. Estuvo en mi fiesta de cumpleaños
de verdad —prosigue Sloane de mal humor.
Su recompensa consiste en ver el respingo que da su madre. Jane baja la mirada y
encorva los hombros.
Ahora, al revivir aquel momento, Sloane hubiera dado cualquier cosa por retirar
ese pequeño arrebato de rencor. Pero, por supuesto, no podía hacerlo. Tanto su madre
como Odessa se han ido allí adonde ella no puede rescatarlas, más allá del Río, donde
ni la más pequeña de sus crueles travesuras y traiciones puede ser redimida.
Y, sencillamente, nunca —jamás de los jamases— encontraría algo mejor que

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esto.

Sloane cayó de rodillas, aferrada a la muñeca. Tenía la sensación de que, de algún


modo, la pequeña la había golpeado en una magulladura que ni ella misma sabía que
tenía; una que se encontraba en lo más profundo de su ser, bien oculta al fondo de su
caja torácica. Jadeó ante la conmoción que suponía volver a sentir de nuevo.
No puedo estar aquí. Esto es demasiado. No puedo soportarlo. No puedo estar
aquí.
—¡Suéltame! —siseó la muñeca sin dejar de retorcerse y darle patadas.
Comenzó a arremeter contra Sloane y estuvo a punto de clavarle algo… una
horquilla muy larga. Recordó que la había perdido hacía un año.
—Esa mocosa busca sangre —dijo Kyle, que salía en ese momento cojeando del
armario mientras se frotaba la rodilla. La muñeca comenzó a dar saltitos y a
retorcerse como un gato rabioso entre las manos de Sloane.
—¡Quiero ver a tía Odessa!
—Llegas una hora y una bala tarde. Deja ya de quejarte.
La niña le contestó con un grito y una patada. Kyle le dio un fuerte cachete en la
parte posterior de la cabeza. Ella refunfuñó y se quedo quieta.
—Eso está mejor —dijo Kyle. La muñeca que tenía en su interior el corazón de
Sloane estaba pálida y temblaba pero, en lugar de llorar, se dio la vuelta y observó a
Kyle con puro odio.
—Mi abuelo te matará por eso.
—Dile que pida la vez. —Kyle hizo una mueca y volvió a frotarse la rodilla—.
¿De dónde coño has salido?
La muñeca actuaba y hablaba como una niña de ocho o nueve años, pero no era
más grande que una de cuatro; sus huesos eran delicados, sus músculos delgados y
fuertes, y pesaba como un gato grande.
—Mi abuelo me dio permiso para quedarme con tía Odessa esta tarde porque iba
a estar muy ocupado hoy.
—¿Y quién es tu abuelito? Sloane apretó el brazo de la pequeña, deseando que
mintiera, pero no lo hizo.
—Momus —contestó la muñeca con desdén.

* * *

Mientras Jane se esfuerza con el picnic de cumpleaños, Odessa mira al mar y


contempla cómo los cabezones pelícanos aletean sobre la cresta de las olas antes de
aterrizar en el agua de esa forma tan graciosa, hundiendo los largos picos en la
espuma y dejándose caer de golpe. Odessa sonríe.
—¿Cincuenta millones de años de evolución para eso?
Sloane está observando una porción de tarta de cumpleaños. La Gran Duquesa de

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la Comparsa de Momus la mira con nerviosismo mientras le da un bocado. Es una
tarta de nueces, que está bastante seca y se resquebraja, ni por asomo tan buena como
la que harían Odessa o Sarah. Sloane se da cuenta de que su madre ha intentado
sustituir la harina de arroz de la vieja receta sin caer en la cuenta de que tenía que
haber aumentado la cantidad de huevo o de almíbar para que la tarta no se
desmoronara.
—¿Te gusta, cielo? —pregunta Jane.
Odessa parece estar fascinada por los pelícanos; sin embargo, en cuanto Sloane
abre la boca para hablar, las uñas de su madrina se hunden en su espalda sin que Jane
pueda verlas. Sloane contiene un chillido.
—¡Genial! —contesta con voz aguda, dejando caer una lluvia de migajas.
Se da cuenta de que su madre se esfuerza por creerlo, pero no acaba de estar
convencida.
—¿De verdad?
Las uñas vuelven a clavarse en su espalda.
—Genial, de verdad. —La imaginación de Sloane no da para más. Se limpia la
boca con el dorso de la mano y se obliga a tragarse el reseco pedazo de tarta de
nueces—. Esto… ¿puedo beber algo, por favor?
Mientras Jane coge el termo, Odessa comienza a hacerle cosquillas a Sloane en
los costados. La niña chilla y se retuerce sin dejar de reír, desordenando sin querer el
mantel, que acaba lleno de arena por todos lados. Su madre esboza una torpe sonrisa
mientras las observa, sin estar muy segura de cómo unirse a la diversión. Y entonces
llega el desastre…
Odessa exclama:
—¡Ay, Jane! Cariño, ¡he tirado tu preciosa tarta! —Suelta a Sloane y se inclina
sobre el pastel volcado para tratar, sin resultado alguno, de eliminar la arena que lo
cubre.
Tiene un aspecto ridículo allí agachada y meneando el trasero en el aire, al tiempo
que sopla sobre la tarta como si intentara avivar una hoguera. El ceño fruncido que
había aparecido en el rostro de Jane no tarda mucho en convertirse en una sonrisa. La
actuación de Odessa ha sido maravillosa y Sloane, que sabe perfectamente lo que está
sucediendo, queda muy impresionada.
Por fin, Odessa alza la mirada, abatida; el rimel corrido aumenta su apariencia
desolada y sus labios tienen un tono más intenso que la flor del pincel indio. Jane
suelta una carcajada.
—¡Te vas a enterar! —exclama antes de inclinarse sobre Sloane y empezar a
hacerle cosquillas a Jane en esa ocasión, introduciendo las manos bajo la chaqueta
gris de la Gran Duquesa y haciéndola caer sobre la arena hasta que comienza a jadear
y a suplicar clemencia; la camisa se le ha salido de la cinturilla de los pantalones y
parte de su piel queda expuesta a la vista.
Finalmente, la bruja detiene el ataque. Los ojos de Jane están llenos de lágrimas

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por las carcajadas y no ve la mirada que Odessa le dirige. Una mirada extraña y
vulnerable: los labios rojos sonríen, pero los ojos están inundados de un sentimiento
de pérdida y anhelo. Sloane sí nota esa mirada, pero solo dieciséis años después,
cuando coge a la muñeca y se gira para abandonar la habitación de Odessa, comienza
a comprenderla.
No puedo estar aquí.
La muñeca se aferró a Sloane con brazos y piernas a modo de lapa, como si
pudiese ocultarse de Kyle al acurrucarse contra su cuerpo.
—¿Cómo te llamas? —murmuró Sloane.
—Scarlet. ¡Quiero ver a Dessa!
Jim Ford y el sheriff Denton alzaron la mirada en cuanto Sloane regresó a la
cocina. Jim parpadeó.
—Sloane, ¿quién es esa niña?
—Es una carnavalera —informó Kyle—. La Reclusa la hizo. Afirma que Momus
es su abuelo.
El sheriff la miró con los ojos entrecerrados.
—Ya hemos tenido suficiente magia —dijo.
Sloane vio, aterrorizada, cómo la mano del hombre se cernía sobre el 38.
—¡Es solo una niña!
El hombre se humedeció los labios.
—Es un monstruo —replicó.
Scarlet se quedó rígida en brazos de Sloane. Abrió los ojos como platos y señaló,
sin decir una sola palabra, el cuerpo de Odessa, que yacía junto a la trampilla del
suelo de la cocina.
—Ya lo sé —susurró Sloane.
No puedo estar aquí.
«Pero yo sí», contestó Malicia.
—Ya está, no pasa nada —dijo. Su voz parecía sorprendentemente alegre e
indiferente. No había duda de que era la voz de Malicia—. Tranquila, pequeña. Ese
hombre desagradable de allí disparó a tu tía Odessa —dijo mientras señalaba al
sheriff Denton para que quedara claro de quién está hablando.
Los labios de Scarlet comenzaron a temblar. Esos ojos tan semejantes a los de una
muñeca de porcelana se llenaron de lágrimas y se abrieron, si cabe, aún más. Tenía la
respiración entrecortada. Su rostro era increíblemente expresivo. Las ideas y
sentimientos lo atravesaban de forma atropellada, pero tan claros como un pez que
nadara en una pecera. Sloane se dio cuenta de que sus labios se curvaban en una
sonrisa irónica. La niña jamás llegaría a ser una buena jugadora de cartas con
semejante cantes.
—Vamos —le dijo al tiempo que la dejaba en el suelo y le daba la mano—. Es
hora de decir adiós a tía Odessa. Scarlet meneó la cabeza a modo de negativa y
hundió el rostro en la falda de algodón gris de Sloane. Esta chasqueó la lengua.

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—Venga, Scarlet —la reprendió—, siempre hay que decir adiós a una persona
cuando se marcha. Es de buena educación. —Apartó a la niña de su pierna y juntas se
pusieron en cuclillas al lado del cadáver de la bruja.
—Sloane, ¿qué estás…?
—Cállate, Jim.
Sí, sin lugar a dudas, y aun sin llevar la máscara, había recuperado parte de
Malicia. El zumbido del vacío que sentía ayudaba a fortificar su presencia. (¡Señor!,
la mayor parte de ese sentimiento era pura ira). Inclinó la cabeza sobre el cuerpo de
su madrina.
—Padre que estás en los Cielos —dijo, sin importarle a quién llegase su plegaria,
ya fuese Momus o el Jesús que Odessa había conocido en la escuela dominical.
Cualquiera que pudiera vengarla le vendría bien—. Cuida de Tu hija cuando llegue a
Tu lado. Perdona los pecados que ha cometido, pero no aquellos que se han cometido
contra ella. Porque Tuyo es el reino, el poder y la gloria. Por los siglos de los siglos.
Amén.
Sloane abrió los ojos y vio que la muñeca del sheriff Denton aún se encontraba en
la mano muerta de Odessa. Su sonrisa se ensanchó.
Eso es lo que yo llamo una señal.
—Y, con respecto a usted —dijo mientras se daba la vuelta y miraba a Jeremiah
Denton—, alguien debería enseñarle a no hacer trampas.
Con un movimiento fluido, cogió la muñeca del sheriff por una de sus tibias
piernas, la hizo girar y la lanzó por la trampilla; la muñeca dio un pequeño alarido.
Chapoteó al caer al agua y luego se hundió. De la garganta del sheriff Denton surgió
un grito de desesperación. El hombre cayó de rodillas junto a la trampilla y miró
hacia abajo, espantado.
—Cristo Misericordioso —musitó Jim—. Muchacha, ¿qué has hecho?
—Se lo merecía —contestó Scarlet.
Todos observaron cómo la muñeca emergía de nuevo. Sus deditos se abrían y se
cerraban. La cabeza manchada de sangre giraba y se retorcía en un esfuerzo por
mantenerse fuera del agua. El tenue oleaje se había hecho más fuerte. Sloane
distinguió el sonido de un trueno lejano. Los relámpagos debían estar acercándose. El
rostro del sheriff Denton adquirió un tinte grisáceo cuando vio que una gran ola
verdosa atrapaba a la muñeca y la hacía girar con cuidado y delicadeza, como si de la
caricia de una madre se tratara. Un momento después, volvió a aparecer en la
superficie, pero esta vez más lejos, adentrándose en el mar mientras agitaba sus
bracitos y sus pequeñas piernas.
—El viento sopla desde la costa —dijo Kyle.
Otra ola volvió a tragarse a la figurilla. En aquella ocasión, tardó más en emerger.
La resaca la había alejado aún más de la orilla.
—Sloane —musitó el sheriff Denton sin dejar de contemplar a la muñeca que iba
a la deriva—. Sloane, ¿por qué?

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Sloane sostuvo una de las manos de Odessa entre las suyas y la apretó con fuerza.
Se dio cuenta de que sonreía.
—Espero que muera. —Se le hizo un nudo en la garganta al escupir semejantes
palabras—. Espero que muera, porque no es más que un presuntuoso asesino hijo de
puta.
Una de las contraventanas se sacudió con fuerza debido al viento. El calor ya no
era tan asfixiante. La larga sequía comenzaba a sucumbir por fin, como si las gotas de
sangre de Odessa hubiesen sido las precursoras de un inminente chaparrón. Se
escuchó el retumbar de otro trueno, más cerca y más fuerte esa vez. La muñeca se
hundió de nuevo.
—La tormenta se acerca —dijo Kyle.
El sheriff Denton comenzó a sentir náuseas. Cayó al suelo y se sostuvo sobre las
rodillas y las manos, respirando con dificultad y sin dejar de toser. Una terrible
espasmo agitó su cuerpo, luego otro y, finalmente, una bocanada de agua marina
verdosa surgió de su boca. El hombre miró fijamente el charco que se había formado
en el suelo de la cocina de Odessa y, al instante, se le pusieron los ojos en blanco y se
desmayó.

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3.3 Huracán

E
l ayudante Kyle acercó la oreja al pecho del sheriff Denton.
—Aún respira bastante bien. Supongo que habrá sido la conmoción.
Joder, lo ha dejado apañado —dijo y alzó la vista para mirar a Sloane.
—Se lo merecía.
Kyle se encogió de hombros.
—Dígaselo al juez.
Sloane se descubrió mirando la bocanada de agua de mar que había escupido el
sheriff. No había duda de que, después de aquello, pasaría directamente a las
Comparsas. Pero de todos modos, ¿no acababan allí todos? Jane Gardner estaba
muerta. Odessa estaba muerta. ¿Quién iba a impedir que Momus y su magia
inundaran la ciudad? El miedo comenzó a abrirse paso en su interior. Una cosa era
irritarse por la implacable oposición de su madre contra cualquier cosa remotamente
divina o mágica… y otra muy distinta pensar que Galveston pudiera regresar a la
pesadilla del Diluvio, a la época en que la locura se apoderó de la ciudad y se llevó
por delante las vidas y las mentes de las personas como si fuesen los restos de un
naufragio arrastrados por la marea.
La tormenta se acercaba.
Jim Ford apartó los ojos de la trampilla y bebió de un trago el bourbon que aún
quedaba en su vaso.
—¡Dios Santo! Adecentemos un poco a Odessa antes de salir zumbando de aquí.
Cubrieron al gran ángel de Galveston con cintas y trozos de tela que sacaron del
baúl de la costura; Sloane alzaba los retales uno por uno, comprobaba si tenían alguna
araña y, acto seguido, envolvía con ellos el cuerpo de su madrina. Los primeros
retales se oscurecieron al empaparse de sangre. Sloane continuó con su tarea: remetía
la tela bajo los hombros de Odessa y la envolvía con ella como si estuviese haciendo
el molde de un cuerpo con papel maché. Jim Ford intentó convencer a Scarlet de que
saliera de la cocina, pero la niña se negó y se acercó aún más a Sloane con el fin de
no perderse detalle.
—Enviaremos a alguien más tarde para que se haga cargo del cuerpo —dijo Jim
Ford finalmente—. ¡Por el amor de Dios!, vamos a sacar al sheriff de este maldito
lugar.
—Está mintiendo —replicó Scarlet de forma tajante—. No enviará a nadie.
—Cállate, cariño —le aconsejó Sloane, si bien ella pensaba lo mismo y se negaba
a que le metieran prisa.
Cuando hubo acabado, Jim y Kyle llevaron al sheriff de vuelta al carruaje y lo
tumbaron sobre uno de los asientos; Jim y Sloane, con la niña acomodada en su
regazo, se sentaron enfrente. El hombre aún no había recuperado del todo el
conocimiento, pero ya había empezado a gemir y a toser.

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Durante el tiempo que habían estado en el interior, el cielo se había cubierto con
un muro de nubes negras que había ocultado el sol. La tarde se había vuelto gris y
amenazadora. El viento soplaba con fuerza desde el interior de la isla, alzando las
mantas de los inquietos caballos y haciendo que los tiros se agitaran y restallaran
como látigos. Unas pequeñas olas cubiertas de espuma se rizaban y susurraban sobre
las oscuras aguas del Golfo.
Kyle Lanier se sentó de un salto en el pescante del carruaje y azuzó a los caballos
con un ligero chasquido de las riendas. Los animales se pusieron en movimiento
dando un respingo y, al instante, traqueteaban calle abajo por el Bulevar del Espigón.
La cabeza del sheriff Denton se agitaba con el bamboleo y las sacudidas del vehículo.
Arriba, en el pescante, Kyle comenzó a silbar.
—Me temo que Odessa estaba tramando algo —musitó Jim al tiempo que miraba
de soslayo a Scarlet y meneaba la cabeza—. La niña es tu viva imagen, Sloane, pero
más pequeña.
—Y más bonita, Jim. Que no se te olvide.
Sloane contempló el mar a través de la ventana del carruaje. El nivel del agua
llegaba a las rocas situadas en la base del Espigón, y las olas chocaban contra el muro
en sí.
Era increíble que la marea pudiese subir con semejante rapidez, teniendo en
cuenta la fuerza con la que el viento soplaba desde tierra. Una mala señal. Un enorme
relámpago zigzagueó por encima de la nube que se aproximaba. El retumbar de los
truenos se hacía cada vez más fuerte.
El sheriff abrió los ojos y tosió. Al ver que intentaba incorporarse, Jim Ford se
acercó al hombre para ayudarlo, pero el sheriff le apartó la mano. Se vio sacudido por
otro acceso de tos. Con los labios firmemente apretados bajo la barba, metió la mano
en el bolsillo, sacó un pañuelo con unas lunas crecientes bordadas en las cuatro
esquinas y escupió en él.
Kyle giró el carruaje hacia Broadway. La gente no dejaba de salir de las enormes
casas que se alzaban a lo largo de la avenida: criados de uniforme; comerciantes con
sus productos de reparto; niños ricos vestidos con pulcros pantalones cortos y
camisas planchadas; y veteranos que todavía recordaban el Alicia, el huracán de
1980. El terral soplaba y amainaba, soplaba y amainaba, levantando cabellos y faldas
antes de dejarlos caer de nuevo. Algunos se reían, otros murmuraban. La larga sequía
por fin llegaba a su fin.
El viento se calmó del todo. Una gota de lluvia cayó con un ruido sordo sobre la
cubierta de lona del carruaje. Al momento, cayó otra. Kyle volvió a chasquear las
riendas y los caballos aumentaron la velocidad, camino de Ashton Villa. Unos
círculos oscuros, del tamaño de monedas, comenzaron a cubrir las polvorientas
aceras. Las calles se vieron sacudidas con el repentino alboroto que provocaron los
pájaros: grajos, estorninos y arrendajos que se llamaban los unos a los otros mientras
se elevaban y volaban en círculos, remolineando alrededor de las ramas de los robles

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perennes. Los olores que habían quedado atrapados en el pavimento se alzaron,
liberados por la primera caricia de la lluvia: olor a alquitrán, a polvo, a ladrillo
templado y a excremento de caballo. Cuando la nube se cernió sobre la ciudad, la
lluvia comenzó a caer con fuerza, tamborileando sobre la cubierta del carruaje y
quebrando las frágiles hojas de las palmeras y las mustias hojas de los robles; una
cortina de agua arrolladora y envolvente que agitó el aire como una inmensa ola que
jamás llegaba a romper.
Al llegar a Ashton Villa, Sloane cogió a Scarlet y bajó a la carrera del carruaje
mientras se inclinaba hacia delante para proteger a la niña de la lluvia. Llegó al
porche empapada, sin aliento y con la carne de gallina. En la puerta los aguardaba
Sarah, una mujer de rostro alargado que trabajaba como cocinera y sirvienta de los
Gardner desde hacía tanto tiempo que Sloane no podía recordarlo. Una hilera de velas
asomaba del bolsillo de su delantal.
—Tunanta mía… —dijo, y agarró a Sloane para darle un gigantesco abrazo. Tenía
que hablar a gritos para que su voz se escuchase por encima del fragor de la lluvia,
que retumbaba sobre las copas de los robles antes de abalanzarse con un borboteo
hacia las alcantarillas de la acera—. Creíamos que te habíamos perdido, viborilla.
Creíamos que los tipos esos te habían matado.
—Lo siento mucho, Sarah. No era mi intención preocupar a nadie.
Jim Ford y el sheriff Denton se reunieron con ellas en el porche mientras sacudían
el agua de sus sombreros.
—Cualquier persona a la que Dios haya concedido un cerebro algo más grande
que el de un mosquito se habría preocupado —gritó Sarah—. Se aproxima un
huracán, o al menos, un temporal. La cristalería se cae al suelo con más rapidez que
las bragas de una puta; la presión atmosférica está alrededor de setenta y sigue
bajando. Ya he cerrado el gas y he sacado las velas. —La mujer se alejó de Sloane y
observó a la pequeña que esta llevaba en sus brazos—. ¿La Reclusa te ha enseñado
algún truco para hacer bebés, Sloane?
—No es humana —intervino el sheriff Denton—. Puede que parezca una niña,
pero en realidad es una carnavalera.
Sarah observó a la muñeca con los labios fruncidos.
—A la mierda con la manera tradicional de engendrarlos. Y tampoco necesita
pañales.
—No te preocupes por la niña —gritó Sloane—. Se quedará conmigo. —La lluvia
seguía cayendo con un rugido ensordecedor, como si los fantasmas de los seis mil
isleños asesinados en 1900 se agitaran inquietos en sus tumbas. Sloane alzó más la
voz—. Sarah, ve a buscar a tu familia y tráelos aquí. Estamos en el lugar más elevado
de la isla. Si la tormenta empeora, estarán más seguros con nosotros.
Sarah asintió con la cabeza y deshizo el nudo del delantal. —Gracias, señorita
Gardner. He cerrado bien todas las contraventanas y las gallinas están a buen recaudo.
Volveré tan pronto como sea posible. El sheriff agarró a su ayudante por el brazo y se

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inclinó hacia él para gritarle al oído—: Kyle, cuando hayas acabado con los caballos,
lleva a la señorita Gardner y a esa aberración a su dormitorio y ¡ocúpate de que no
salgan!
En aquel momento, se alzó una ráfaga de viento, aullando desde el mar por fin, y
arrancó gemidos y crujidos de los robles que se alineaban a lo largo de la avenida.
—¿Acaso piensa arrestarme? —vociferó Sloane—. ¡Me limito a mantenerla
alejada del peligro! La lluvia caía como una cortina desde el techo de hierro del
porche. Kyle Lanier la cruzó y saltó hacia la calle para llevar los caballos al establo.
En el instante en que llegó hasta la acera, Sloane ya no distinguía más que una
mancha negra, oscurecida por la persistente lluvia. Se volvió hacia el sheriff al
recordar a la pequeña muñeca que era la viva imagen del hombre, agitándose entre las
olas bajo el Salón de Bali. Sintió la sonrisa de Malicia en la cara mientras alzaba la
voz para que el hombre pudiera oírla por encima de la tormenta.
—En su lugar, Jeremiah, yo buscaría un lugar más alto.

Una hora más tarde, el viento aullaba alrededor de la casa; la lluvia golpeaba el tejado
y los truenos rugían constantemente sobre sus cabezas. Sloane estaba sentada tras su
máquina de coser. Había encontrado un retal de paño de color verde bosque y había
cortado el patrón de una túnica adecuada para una niña. Alineó las costuras bajo la
luz parpadeante de una pequeña lámpara de gas que había colocado sobre su mesa de
costura. La máquina de coser arrancaba y se detenía una y otra vez bajo la familiar
presión de su pie.
Estaba cosiendo en parte para procurarle a Scarlet una muda de ropa seca y en
parte para tranquilizarse. La tormenta que se fraguaba en el exterior era la peor que
recordaba y, desde que Scarlet saliera a la carrera del armario de Odessa y cayera en
sus brazos, había perdido el entumecimiento sensitivo que la había protegido durante
las primeras horas de su regreso a Galveston. Esa misma mañana le habría importado
un comino escuchar cómo crujían las vigas de Ashton Villa, pero en aquel momento
le horrorizaba imaginarse a Scarlet aplastada bajo una pared derrumbada, o arrastrada
lejos de su lado por una marea que la impulsaría hasta el fondo del mar, al igual que
les sucediera a los niños del Orfanato de Santa María que habían muerto en 1900.
Según decían, había más de cuarenta cueros cabelludos colgando de la barandilla del
puente la mañana posterior al huracán; habían atado a los niños allí por el cabello
como medio de sujeción, pero la brutalidad de las olas los había arrancado.
Déjalo ya.
Aquello no era solo una tormenta. Era el fin de la ciudad de Galveston tal y como
la conocían. Al menos, el Espigón se interponía entre el casco urbano y el Golfo; sin
embargo, con Odessa muerta, no había nada que retuviera la marea de magia. Sloane
sentía cómo recorría las calles de Galveston; la sentía del mismo modo que sentía a
Malicia en su interior cuando no llevaba la máscara. Allí afuera, en la oscuridad,
Momus surcaba la superficie de las aguas, cargadas de prodigios.

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En el exterior, el viento movía las tejas y sacudía las contraventanas una y otra
vez, como si tratara de destrozarlas para abrirse camino hacia el interior de la casa. La
habitación de Sloane parecía excesivamente pequeña; una caja de madera en la que
Scarlet y ella se habían ocultado, estremecidas y aterrorizadas por la tormenta. La luz
de un relámpago hizo que la habitación se llenara de inesperadas sombras y, al
instante, ambas se vieron rodeadas por el estruendo de un trueno tal que provocó que
los cuadros repiquetearan en las paredes. El pie de Sloane quedó paralizado sobre el
pedal de la máquina de coser. Se obligó a respirar con serenidad y a volver a bajar el
pie. Calma, mucha calma. Terminó la última costura de su improvisado vestido y lo
sostuvo en alto. La luz de otro relámpago lo alumbró.
—Acércate, Scarlet. Tengo una muda de ropa seca para ti.
La niña no se movió. Estaba de pie junto a las puertas francesas que daban al
balcón, con la nariz pegada al cristal. La terraza se abría a la parte interior de la isla y
estaba, por tanto, protegida de la tormenta por la misma mansión. Un relámpago
restalló de nuevo. Sloane tuvo una visión momentánea de las palmeras que se
doblaban a causa del viento; las hojas se habían convertido en una masa confusa a
causa de la lluvia. Se imaginó que el huracán se convertía en un tornado y que
arrancaba el tejado de la casa de un tremendo tirón, haciendo un ruido como el de un
trozo de tela al rasgarse. Scarlet se perdía en el cielo como una hoja de color rojo.
De la mala gana, la niña se apartó de las puertas y dejó que le quitara el vestido
húmedo. Su piel era tan blanca como el nácar. Sloane le pasó la túnica verde por la
cabeza y observó cómo una nube de cabello rojo intenso emergía por la abertura del
cuello antes de que asomaran los ojos verde oscuro, la puntiaguda nariz y los
delgados labios rojos de Scarlet.
—Tienes que aprender a no poner furioso al sheriff —le dijo.
—¡Pero disparó a tía Odessa!
—Y nos hará lo mismo a nosotras si le damos un motivo —le advirtió Sloane
mientras alisaba el pelo de la muñeca.
Scarlet le apartó la mano de un empellón.
—Me disparará ya sea amable con él o no. No soy humana.
En algún lugar de la planta baja una ventana se hizo pedazos. Ambas se giraron y
se detuvieron a escuchar. Los criados corrían por toda la casa y gritaban mientras
buscaban planchas de madera y clavos para cubrir el agujero.
—Podrías pasar por humana, si lo intentaras —dijo Sloane.
—Yo no miento —contestó Scarlet con voz desdeñosa.
—Pues deberías —le aconsejó—. Yo lo hago. —Se acercó al cajón donde
guardaba los cachivaches y encontró una cinta negra que anudó en torno de la
pequeña cintura de Scarlet, a modo de ceñidor—. Si fueras mi hija, eso sería lo
primero que te enseñaría.
—No lo soy.
—Llámalo «tacto» o «diplomacia», pero de todos modos no deja de ser «mentir».

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Y suele ser muy necesario en múltiples ocasiones.
—El abuelo nunca miente.
—Es mayor. No tiene por qué hacerlo —le explicó Sloane—. Nosotras somos
pequeñas. Y cuando eres pequeña, casi todo lo que te rodea es más grande que tú,
corazón. No siempre puedes recurrir a la lucha para obtener lo que quieres. A veces
hay que ser astuta, o maliciosa o, que Dios te ayude, educada. Confía en mí, la
educación en una niña suele ser muy apreciada. —Hizo una bonita lazada en el
improvisado ceñidor de Scarlet—. ¡Estás preciosa! ¿Verdad que así esa pequeña y
horrible horquilla tuya causará un tremendo estupor cuando ataques a alguien con
ella?
La muñeca la miró fijamente. —Eres una tramposa— concedió al fin.
Y que lo digas. Mira cómo engañé a mi madre, ja, ja.
Sloane cerró los ojos. Era bueno tener un poco del egoísmo y el atrevimiento de
Malicia burbujeando en la sangre, pero se sentiría mucho mejor si pudiera recuperar
esa bendita sensación de vacío. La sonrisa de Malicia nunca había sido tan frágil
como en esos momentos. Era mucho más fácil ser uno mismo cuando todo te
importaba un comino.
Con mucha suavidad, Sloane aferró a Scarlet por sus delgados hombros y le dijo:
—¡Escucha!
Las vigas crujieron en el ático. Los criados gritaron y soltaron alguna que otra
palabra malsonante en el piso inferior. La lluvia golpeaba el tejado y se resbalaba
hasta el balcón de la habitación. Un rayo cayó tan cerca que el destello de luz pareció
incendiar la casa, una violenta luz actínica que se coló por las rendijas de las tablas de
las paredes. El trueno no tardó nada en rugir sobre Ashton Villa, como una ola que se
estrellara contra la playa. Sloane notó que Scarlet daba un respingo y comenzaba a
temblar entre sus brazos.
—¿Oyes eso? —le preguntó sin dejar de mirarla a los ojos—. Hay cosas en la
vida de las que es preciso esconderse.
Scarlet le devolvió la mirada con el rostro muy pálido. El rugido del trueno se
desvaneció y fue sustituido por otros más lejanos, acompañados del fragor del viento.
—Tranquila, cariño, no pasa nada —susurró Sloane, que cogió a la niña y la
sostuvo sobre su regazo. Por primera vez, Scarlet no ofreció resistencia alguna—. Yo
cuidaré de ti —la tranquilizó. Sí, claro. Igual que cuidé de Jane y de Dessa—. Confía
en mí, yo te cuidaré —le aseguró.
Le escocían los ojos, pero se negaba a llorar.

Cuatro horas más tarde, cayó sobre ellas una súbita calma. Scarlet abrió una rendija
en las puertas francesas que daban al balcón.
—Definitivamente es un huracán —dijo Sloane—. Ahora debemos estar en el
mismo ojo. Oye, no salgas. Te vas a mojar los p…
Pero la niña ya se había escurrido por la estrecha abertura. Antes de que Sloane

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pudiera reaccionar, saltó sobre la barandilla para, acto seguido y con la misma
rapidez de un gato, encaramarse al tejado y desaparecer de la vista. El ruido que
hacían sus pequeñas manos y rodillas se escuchaba de forma apagada a través del
techo.
Sloane se tapó la boca con la mano. Si chillaba, alertaría al guardia que Kyle
Lanier había colocado en el pasillo, justo fuera de su habitación. Se mordió el labio
para prevenir cualquier sonido y corrió hacia el balcón, donde se dio la vuelta y alzó
la mirada hacia el tejado. Allí estaba Scarlet, mirándola por encima del hombro con
una torva sonrisa, mientras caminaba a gatas.
—¿Vienes? —Se jactó la pequeña.
—¡Ven aquí ahora mismo!
Scarlet gateó por encima de las tejas. El tejado de Ashton Villa tenía una suave
inclinación, no más de diez grados. Más allá del borde del mismo, el cielo estaba
claro y cuajado de estrellas, cosa que parecía imposible. Sloane, que estaba descalza,
notó que el agua que la lluvia había dejado en el balcón estaba muy fría. La niña llegó
al caballete y miró hacia atrás.
—¡Date prisa! —exclamó y la invitó con un gesto con la mano.
Un alero ancho, de función puramente estética, sobresalía por encima del balcón.
Scarlet había llegado a él tras subirse en la barandilla de hierro forjado. Ningún niño
humano sería capaz de semejante salto. Sloane se encaramó a la barandilla con
mucho cuidado. El hierro se le clavó en los pies al agazaparse sobre ella y adoptar la
postura de una gárgola desdichada al tiempo que alargaba un brazo para apoyarse en
la fachada de ladrillo de la casa y guardar así el equilibrio. Miró hacia abajo y deseó
no haberlo hecho. La luz del farol que debería estar alumbrando la cocina brillaba
sobre el agua. O bien había llovido tanto que el agua había llenado el patio, o bien el
mismo océano había sobrepasado el Espigón e inundado la isla.
Los caballos relinchaban en los establos. Sloane se enderezó, se tambaleó un
instante y se agarró al canalón con la mano derecha. El siguiente paso: girar la parte
superior del cuerpo un cuarto de vuelta para quedar de frente al alero. Se inclinó
hacia delante, colocó los codos sobre el tejado y tomó impulsó para subir.
Sus pies abandonaron la barandilla y se encontró colgada sobre el balcón. Fue
entonces cuando descubrió que no era lo bastante fuerte como para impulsarse hacia
arriba. Al inclinase un poco hacia delante, pudo colocar la mayor parte de su torso
sobre el tejado, pero le resultó imposible subir la rodilla izquierda hasta el borde. Las
tejas húmedas le arañaron los antebrazos mientras seguía colgada en el espacio, tan
desmañada como una rana en un trapecio.
La calma fue interrumpida por una solitaria ráfaga de aire. El débil presagio del
regreso del huracán consiguió que a Sloane le invadiera el pánico e hiciera un intento
desesperado por subir. Lo siguiente que supo fue que tenía las caderas sobre el tejado.
El pánico, pensó jadeando. La mejor medicina. Gateó hasta el caballete del
tejado, donde la esperaba Scarlet. —¿No es genial?— preguntó la niña entre

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estridentes carcajadas.
—Claro, fabuloso.
Se le pasó por la cabeza la idea de estrangular a la mocosa, pero todavía le
temblaban las manos. Se tumbó sobre el tejado sin dejar de estremecerse. Cuando por
fin pudo mirar a su alrededor, vio que la isla estaba destrozada. Incluso a lo largo de
Broadway, la espina dorsal de Galveston y el punto más alto de la ciudad, el agua
había subido por encima de las aceras como un río desbordado, inundando los arriates
de flores y chapoteando contra los escalones de los porches de las grandes mansiones
victorianas. El viento había arrastrado la copa de una palmera a lo largo del mirador
de Jackson y había arrojado el gigantesco roble perenne que se alzaba enfrente de la
casa de John Browning sobre su tejado, que había partido en dos como si de un huevo
se tratara. Los troncos de las palmeras, con las copas arrancadas por el vendaval, se
alineaban en el bulevar a modo de mástiles quebrados.
Allá a lo lejos, donde las casas eran más pequeñas y el nivel del agua más alto, los
daños eran aún peores. El aire comenzaba a llenarse de llantos y gritos. El segundo
piso de una de las casas con la planta baja inundada estaba ardiendo y el humo se
escapaba por las ventanas del ático. Se habían roto los conductos del gas, sin duda.
Los caballos relinchaban por toda la ciudad. Los establos se habían venido abajo y
tanto las vacas como los cerdos no dejaban de chillar mientras se ahogaban.
Sloane recuperó el aliento e intentó atrapar a Scarlet, que se escabulló con
facilidad.
—¡Vuelve adentro!
El ojo del huracán pasará en cualquier momento. ¡Morirás si te pilla aquí arriba!
La niña continuó deslizándose por el caballete del tejado con la misma agilidad que
un mono.
—Me voy al Carnaval.
Saltó sobre el alero del frente para aterrizar con un ruido sordo sobre la parte
superior del porche de hierro de dos pisos que había en la fachada de la casa. Sloane
gateó tras ella sin dejar de lanzar juramentos. Cuando llegó al alero, miró hacia abajo
y tuvo que agarrarse al borde del tejado con tanta fuerza que los nudillos se le
quedaron tan blancos como unos dados bajo una luz tenue. Alcanzó a distinguir la
cabeza de Scarlet justo antes de que se precipitara hacia abajo, utilizando la columna
de hierro de uno de los laterales del porche.
A Sloane debería haberle resultado fácil inclinarse sobre el alero y dejarse caer
sobre el porche, pero esa zona no había sido ideada como terraza y no tenía
barandilla. Estaba tan preocupada por la posibilidad de caerse de espaldas por encima
del borde que cuando al fin reunió el valor necesario para pasar por encima del alero
y dejarse caer, se inclinó demasiado hacia delante y al aterrizar se golpeó la cabeza
con la fachada de ladrillo de la casa.
Había llegado al tejado del porche rosa de dos plantas que se alzaba sobre la
puerta principal. Se enjugó la frente con la manga y bajó por la misma columna que

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había utilizado Scarlet. El porche de hierro forjado estaba rematado por un enrejado
ornamental que su madre había encontrado excesivamente recargado. Esa noche,
Sloane agradeció cada ringorrango y cada moldura por la sujeción que
proporcionaban a sus manos y sus pies.
Tres minutos después, se deslizaba hasta el rosal que crecía en la base del porche.
Scarlet ya se alejaba de la casa, hundida en el agua hasta la cintura. Sloane comenzó a
correr entre chapoteos y, sin miramiento alguno, encerró a la niña entre sus brazos. La
pequeña comenzó a darle patadas y a retorcerse. Sloane le atrapó la mano justo en el
momento en que se cerraba sobre la larga horquilla que había utilizado para dar una
estocada a Kyle Lanier.
—Hazlo y te rompo el brazo —la amenazó. Su voz era grave y temblaba por la ira
—. Esto no es un juego. No puedes huir de mí. Si es posible, te llevaré al Carnaval;
pero no puedes volver a escaparte de mí.
Comenzó a caminar sin dejar de arrastrar a Scarlet con ella.
—No tienes por qué hacerme daño —se quejó la niña.
Sloane refunfuñó y se colocó a la niña sobre la cadera y permitió que esta se
aferrara con fuerza a sus hombros.
—¿Era mentira? Eso que has dicho de me romperías el brazo…
—Eso espero —contestó Sloane.
La isla fue azotada por otra ráfaga de viento. Había veintitrés bloques de
edificios, anegados de agua y con aspecto de estar a punto de derrumbarse, entre
Ashton Villa y Playa Stewart, al final de Broadway.
Será mejor que nos demos prisa, pensó Sloane mientras se abría camino a través
del agua con un brazo alrededor de Scarlet. Las salpicaduras le empaparon la ropa y,
por primera vez desde hacía meses, estaba helada. Cada vez salía más gente a la calle.
Los niños se agrupaban en los porches, susurrando y contemplando la devastación
que había dejado el frente del huracán. Las esposas sujetaban lámparas de propano o
de petróleo mientras sus maridos clavaban con furia tablones de madera sobre las
ventanas orientadas al Este y al Sur. Muchas de las mansiones de Broadway estaban
atestadas con los criados, los parientes e incluso extraños que se habían quedado en la
calle; la mayor parte de ellos estaba empapada. Una marea continua de refugiados
ascendía con torpeza por la avenida desde los muelles de la bahía posterior y los
barrios residenciales más pobres de la parte sur, donde el viento había golpeado en
primer lugar y con más fuerza.
Los refugiados comenzaron a gritar en las puertas de las elegantes mansiones
victorianas que flanqueaban la avenida. Tanto los Jackson como Jim Ford habían
abierto sus puertas y tenían las luces encendidas, como faros que guiaran a los
maltratados y sin hogar hacia un refugio.
Benditos sean, pensó Sloane sin dejar de avanzar con torpeza por el agua que le
llegaba a las rodillas.
Sin embargo, algunas mansiones estaban a oscuras y en otras podían verse a

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grupos de hombres armados, apostillados como advertencia para los salteadores y
vagabundos.
Todo el mundo miraba al cielo.
El cuerpo de un caballo ahogado flotaba a la deriva sobre las aguas que
inundaban el comienzo de la Decimoctava Avenida. Sloane aceleró el paso; tuvo que
abrirse camino a empellones entre refugiados cubiertos de barro y trepar o rodear las
palmeras y los robles derribados que bloqueaban la acera. Se quedó atónita al darse
cuenta de que las calles estaban llenas de carnavaleros. Al pasar por la Decimosexta
Avenida, vio a un zancudo que se tambaleaba a una manzana de distancia como una
grulla borracha mientras cruzaba la calle cubierta de agua. Mientras Sloane lo
contemplaba, alguien tropezó contra la pierna del hombre. El zancudo cayó
lentamente hacia atrás, sin dejar de agitar los brazos como si fuesen aspas de molino,
y desapareció en medio de las salpicaduras de su zambullida.
Momus había dado rienda suelta al Carnaval. La magia que Jane y Odessa habían
intentado contener con tanto esfuerzo se derramaba de nuevo sobre Galveston en las
alas de la tempestad.
Una mujer con cara de gato le dio un tirón en el brazo. Sloane intentó recordar el
nombre de la carnavalera. Lianna, así se llamaba. La mujer con cabeza de gato
llevaba un traje de noche de seda color esmeralda, hecho jirones y cubierto de
manchas de agua que jamás desaparecerían. Qué crimen. Su combinación tenía
salpicaduras de barro y de algo peor.
—¡Oye! ¡Malicia! Soy amiga de Vinnie Tranh. Jugaste al póquer con nosotros.
—Tienes sangre en el hocico. —Sloane tuvo que gritar para hacerse oír por
encima del ruido de la multitud que se movía y chapoteaba en el agua.
—Un trozo de cristal me cayó encima —le contestó Lianna a voz en grito.
Scarlet comenzó a retorcerse en brazos de Sloane.
—¡No te pares! ¡Tenemos que ver al abuelo!
Sloane comenzó a moverse de nuevo, salpicando agua mientras avanzaba.
Lianna se movió con rapidez hasta alcanzarla; su rostro felino estaba arrugado por
la aversión que le provocaba el agua. Sacó una lengua larga y rosada y se lamió un
hilillo de sangre que le caía por el hocico.
—¿Te importa si te acompaño? No tengo otro sitio adonde ir.
Sloane refunfuñó como respuesta y comenzó a avanzar con más rapidez,
moviéndose con dificultad por el agua mientras el viento comenzaba a soplar de
nuevo y a sacudir las hojas de los robles con gruesas gotas de lluvia. La multitud que
se movía por la calle fue presa de la desesperación y la gente comenzó a subir a los
porches de las mansiones y a aporrear las puertas. Un árbol había destrozado la
cúpula de San Patricio, y una horda de refugiados había salido de su interior y se
agolpaba alrededor de la mansión de Randall Denton, el ostentoso Palacio del
Obispo. De la multitud surgió un bastón que trazó un arco en el aire antes de
estrellarse contra una de las ventanas de Randall. En respuesta, surgió un disparo

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desde el porche. Alguien gritó. La muchedumbre retrocedió, tumbando a Sloane en el
proceso. Consiguió ponerse en pie a duras penas, sin dejar de escupir agua y con
Scarlet aferrada a ella como un mono. La lluvia comenzó a caer con más fuerza.
No lo conseguiremos, entendió de pronto Sloane. ¡Ay, Dios mío! Playa Stewart
está por debajo del nivel del Espigón. ¡Dios Santo! ¿En qué estaba pensando?
—¡No te pares! —gritó Scarlet—. ¡No vamos a llegar nunca!
El pánico hizo que a Sloane se le encogiera el estómago. El viento reapareció.
Sloane se dio la vuelta y comenzó a avanzar con desesperación hacia las
resplandecientes luces de la mansión de Randall Denton.
El mismo Randall estaba en el porche y mantenía a la multitud a raya con su
antigua escopeta Purdey de doble cañón.
—¡Atrás! —gritaba al tiempo que trazaba un arco con el arma y apuntaba a los
rostros que lo miraban—. ¡Esto es propiedad privada, condenada chusma!
Un nuevo relámpago surcó el cielo desde el Sur, seguido de una terrible pausa
tras la cual llegó el retumbar del trueno. El ojo del huracán se alejaba. Las oscuras
nubes de la tormenta se acercaban de nuevo, devorando las estrellas a su paso.
Comenzó a caer una lluvia helada otra vez.
—Aquí viene —musitó Sloane.
La multitud avanzó. Randall disparó y una mujer cayó al agua entre pataleos y
sacudidas. Sloane esperó que gritara, pero no lo hizo; siguió dando patadas y
retorciéndose en el suelo. Era difícil saber si estaba herida o simplemente asustada. El
olor de la pólvora flotaba en el aire. El viento, que cada vez era más fuerte, se
arremolinó en torno a Randall e hizo que el albornoz se agitara alrededor de sus
piernas mientras el hombre se preparaba para la siguiente ronda.
—¿Quién es el siguiente?
La multitud retrocedió. Sloane respiró hondo y dio un paso adelante. En ese
instante, se produjo una fuerte ráfaga de viento que a punto estuvo de tumbarla.
—¡Randall! ¡Randall! ¡Soy yo, Sloane!
—¡Y una mierda! —Randall movió la escopeta y le apuntó directamente al pecho.
—¡Escúchame! —Aún sujetaba a Scarlet con el brazo derecho. Había alzado el
izquierdo sobre su cabeza; de ese modo, la delgada camisa de algodón se le pegaría al
pecho. Malicia sabía cómo jugar esta mano—. ¡Randall, por favor!
Déjame entrar. Me conoces. El hombre entrecerró los ojos para tratar de distinguir
algo en la oscuridad.
—¿Sloane?
Ella se tambaleó hacia delante.
—¡Randall, gracias a Dios! Creía que iba a morir ahí fuera, con ellos. —Ahora se
encontraba claramente por delante del resto de la muchedumbre y se alejaba de ellos
a cada paso que daba.
—¡Zorra! —gritó alguien.
Sintió que una piedra o un bastón le golpeaba con fuerza en la parte de atrás de la

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cabeza. Dio un chillido y un traspié hacia delante, con lo que estuvo a punto de dejar
caer a Scarlet. Randall disparó de nuevo. Sloane no supo si alguien resultó herido a
sus espaldas. No se giró. La lluvia caía en ese momento como un torrente, levantando
blancas salpicaduras en la capa de agua que cubría el césped.
—¡Randall!
Con un movimiento de la escopeta, el hombre le indicó que subiera los escalones.
—¡Vamos! Y el resto de vosotros, basura, ¡QUEDAOS ATRÁS!
Sloane inició entonces una torpe carrera hacia la casa, salpicándolo todo a su
paso. Deseó haber conservado el útil 32 de As. Otro relámpago cayó sobre el Golfo.
En ese instante de luz cegadora, vio una figura oscura recortada en el extremo de la
galería de Randall. Era un Hombre Langostino que contemplaba el mar, encaramado
e inmóvil sobre la barandilla del porche. La criatura desapareció junto con la luz del
relámpago. El trueno hizo su aparición con la fuerza de una onda expansiva, haciendo
que las contraventanas del Palacio del Obispo repiquetearan.
Randall volvió a cargar el arma, preparado para una nueva andanada.
—¡Sloane! ¡Dios, eres tú! ¿Quién es la niña?
—Mi sobrina. —Dejó a Scarlet en el suelo y subió los escalones cojeando—. ¡Oh,
Randall! —exclamó, y se lanzó a los brazos del hombre. Este le rodeó la cintura con
una mano mientras con la derecha sujetaba la escopeta.
—Vamos —le dijo y se encaminó hacia la puerta.
—¡Oh, Randall, gracias a Dios! —Y, en ese momento, se inclinó entre sus brazos
y le mordió justo por encima de la muñeca derecha con toda la fuerza de la que fue
capaz.
Randall gritó y dejó caer el arma. Al instante, Scarlet la cogió y la arrojó por
encima del porche, hacia el agua. La multitud se adelantó. Sloane empujó a Randall
hacia la puerta principal de la casa.
—¡Vamos! ¡Todo el mundo adentro! —chilló. La muchedumbre rugió al tiempo
que avanzaba—. ¡Nada de peleas! ¡Hay sitio para todo el mundo! Incluso para ti —
añadió mientras empujaba a Randall al interior de su propio recibidor.
—¡Zorra!
Le dio a Sloane una bofetada; con fuerza. Al momento, el hombre dejó escapar un
grito y se agachó para agarrarse la parte posterior de la rodilla mientras caía al suelo.
Scarlet retrocedió de un salto y esgrimió la afilada horquilla en la mano sin dejar de
sonreír.
A Sloane le zumbaba la cabeza y tenía sangre en la boca. Agarró a un muchacho
corpulento que llevaba una camisa destrozada y que en ese momento subía con gran
esfuerzo los escalones del porche de Randall.
—¡Tú! Ocúpate de que el señor Denton se quite de en medio. ¡Todos adentro! —
gritó, agitando las manos frenéticamente—. ¡Todos adentro!
El sonido del viento se asemejaba a un chillido y, junto con la lluvia, habían
comenzado a caer granizos. Un relámpago restalló sobre sus cabezas. Un descomunal

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estruendo recorrió el aire cuando la iglesia situada al otro lado de la calle se desplomó
bajo la renovada fuerza de la tempestad. La empapada multitud traspasaba la puerta
principal del Palacio del Obispo como agua que se filtrara por un dique agrietado.
Empapada, maltrecha y cubierta de barro, la gente se arrojaba sobre los sofás
tapizados de terciopelo de Randall Denton o se dejaba caer sobre sus maravillosas
alfombras persas. Sloane ordenó a su improvisado ayudante que mantuviera a
Randall detrás de ella para quitarlo de en medio.
—Contra la pared. ¡A comportarse todo el mundo! —gritó Sloane—. Nadie va a
cortarte el cuello, Randall —le dijo por encima del hombro—. Solo intentan salvar
sus vidas.
Randall se dejó caer, malhumorado, contra la pared, vestido con un empapado
albornoz y frotándose con irritación la muñeca herida.
—Morder a alguien no es un ejemplo de buenos modales, Sloane.
Sloane tragó la sangre que le llenaba la boca y se pasó la lengua por los dientes
para comprobar si Randall le había partido alguno cuando la golpeó.
—Bueno, estamos en paz.
El fragor de la tormenta se introducía a través de las ventanas rotas; las pesadas
cortinas de Randall se agitaban y se hinchaban como si tras ellas estuviera teniendo
lugar una reyerta. Otro terrorífico trueno agitó la casa e hizo que se sacudiera la
porcelana colocada en los armarios y que las medallas del Coronel Denton rebotaran
en el interior de sus expositores de terciopelo rojo. Una ráfaga de viento abrió con
gran estrépito la puerta principal de la mansión y la cortina de agua empapó la
alfombra persa en un abrir y cerrar de ojos.
Sloane se acercó a toda prisa a las puertas y trató de cerrarlas. No tenía bastante
fuerza. El viento penetró en la mansión de Randall y sacudió la araña de cristal, que
empezó a tintinear como un carillón de viento. En ese momento, el joven y
corpulento ayudante de Sloane se colocó a su lado y empujó la puerta con el hombro;
Lianna se unió al instante. Juntos, lograron cerrarla. La madera de ciprés temblaba
bajo sus manos y vibraba con la fuerza de la tempestad mientras Sloane volvía a
echar los cerrojos.
Tras respirar hondo, le ofreció la mano al corpulento muchacho.
—Gracias, ¿cómo te llamas?
—Japhet —contestó él sin emoción alguna, al tiempo que tomaba la mano de
Sloane y la agitaba—. Japhet Mather, señora. Sloane lo reconoció al instante.
Este debe de ser el hermano pequeño de Ham.
Eso explicaría el metro ochenta de estatura y ese cuerpo de noventa kilos de peso,
coronado por una cabeza más adecuada para un niño de doce años.
¡Hola!, pensó, pero no dijo nada. Yo soy el motivo de que tu hermano esté ahí
fuera con este temporal, abandonado a su suerte en algún lugar de la Península de
Bolívar. Le dedicó una radiante sonrisa. Al mal tiempo, buena cara. Era algo que
tenían en común Sloane y Malicia.

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Cuando miró a su alrededor, vio que una de las doncellas de Randall asomaba la
cabeza por la puerta de la biblioteca. No había señales del resto de los criados.
—¡Oye, Lindsey! —El rostro de la doncella desapareció—. Tu patrón necesita
agua templada y una venda. Lindsey, sé que estás ahí. Sé una buena chica. Nadie va a
hacerte daño.
—¿Y qué pasa con esas «cosas»? —gritó la criada.
Sloane miró a su alrededor. Ah… los carnavaleros. Más de uno había buscado
refugio en el Palacio del Obispo. Vio a la Garza que conociera en su primera partida
de póquer en el Mardi Gras y que, en aquel momento, se sostenía sobre una pata,
encaramado sobre la vitrina de la porcelana. Lianna saltó con agilidad sobre el
pequeño piano de cola para niños y se acurrucó allí para lamerse el hocico, aún
manchado de sangre. Un zancudo, que había tenido que doblarse por la cintura para
poder pasar por la puerta principal, se enderezó con tanta rapidez que se golpeó con
la araña de cristal en la cabeza; la lámpara osciló y se agitó, derramando haces de luz
de múltiples colores por el recibidor.
—Monstruos —puntualizó Randall—. Bueno, lo que nos faltaba.
Los refugiados humanos retrocedían hacia el salón con los ojos abiertos de par en
par a causa del miedo, dejando el recibidor y la gran escalera central a los
carnavaleros. Sloane observó que un hombre cogía un pesado cenicero de cristal. Un
adolescente delgado con la cara manchada de sangre sacó una navaja de su cadera y
la sostuvo frente él con una mano temblorosa.
Mejor hacerse cargo de la situación ahora, antes de que alguien tenga la
oportunidad de pensar siquiera.
—Oye, tú… ¿estás herido? —preguntó Sloane, mirando a los ojos al muchacho
que sostenía la navaja—. Ve al fondo del salón y buscaremos algo para curarte. —El
muchacho no se movió. Sloane fingió no darse cuenta—. ¿Alguien más está herido?
La madre de un niño que no dejaba de llorar alzó la mano.
—Creo que mi hijo se ha roto el brazo.
—Ve al fondo del salón, lejos de las ventanas.
La mujer alzó al niño en brazos y renqueó a través la habitación. Un momento
después la siguió una joven, que se aferraba el hombro con una mano. Y, a
continuación, un anciano con la rodilla envuelta en un trozo de camisa manchada de
sangre.
—Gracias —dijo Sloane a modo de reconocimiento.
Poco después, el muchacho de la navaja con el rostro cubierto de sangre siguió al
resto de los heridos.
—Gracias a todos. Lindsey, trae una palangana de agua caliente y vendas limpias.
—La criada apareció muy despacio desde la esquina de la biblioteca—. Si no hay
vendas en la casa podemos utilizar trapos limpios o fundas de almohada. ¿Hay algún
médico aquí? —Silencio—. ¿O algo parecido?
—Yo sé algo de primeros auxilios —contestó Japhet Mather.

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—Que Dios te bendiga. Yo te ayudaré. —Sloane se dio la vuelta y miró a Randall
—. ¿Vas a ponerte difícil?
—Después —contestó con una de sus viejas y cínicas sonrisas—. Te lo prometo.
—En el exterior, el huracán rugía en plena furia—. Será un placer servir de ayuda —
prosiguió en voz alta. La muchedumbre lo contemplaba con desprecio—. Por favor…
¡pónganse cómodos! Muévete, socio —le dijo a Japhet mientras le daba una palmada
en la espalda—. Si alguien tiene hambre o sed, mi personal de servicio estará
encantado de preparar algún aperitivo —finalizó, arrastrando las palabras.
Sloane lo contempló con la boca abierta.
—No te asombres tanto —le dijo Randall—. ¿Acaso creías que no tenía
conciencia alguna?
—Bueno, para serte sincera…
—Además, serás tú la que te encargues de pagar cada centavo —añadió Randall.
Volvió a esbozar su sonrisa—. Cada puñado de arroz, cada mancha de sangre en mi
alfombra, cada botella de vino… ¿Sloane? Te veo un tanto pálida —le dijo con tono
solícito—. Que tu preciosa cabecita (bueno, hay que reconocer que no careces de
cierto atractivo) no se tome esto como un motivo de preocupación. Yo mismo me
encargaré de fijar los precios y sumar las cantidades.
Sloane miró fijamente a la muchedumbre de refugiados que manchaban de sangre
y barro los carísimos y antiguos muebles de Randall.
—Bueno… está bien —exclamó con desmayo—. Todo aclarado, entonces.
—Muy amable por tu parte aparecer por fin —siguió Randall. Scarlet siseó. El
hombre alzó las cejas—. Aunque es probable, Sloane, que sea un poco tarde para esos
dos tipos que desterramos, acusados de tu asesinato. —En ese momento, el estallido
de otro relámpago agitó la araña del techo. Randall meneó la cabeza—. En fin…
pobres bastardos. —Su rostro reflejaba con claridad su fingida preocupación—.
¡Imagínate lo que debe ser estar a la intemperie con este tiempo!

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CUARTA PARTE

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4.1 Veneno

E
l inicio del exilio de Josh y Ham comenzó veinticuatro horas después de
ser sentenciados. En la oscuridad que precede al amanecer, los sacaron de
sus celdas aisladas y los llevaron hacia el Muelle 23 a punta de pistola.
Fueron obligados a entrar en la bodega del Martes de Carnaval, una
embarcación dedicada a la pesca de la gamba cuyo capitán era primo segundo de los
Gardner.
La oscuridad era negra como la pez en la bodega del Martes de Carnaval, y Josh
no tenía nada que contemplar salvo los vergonzosos fragmentos de sus recuerdos: la
sonrisa condescendiente de la mujer de las oficinas de la Comparsa de Momus; el
rostro lleno de cicatrices de Kyle Lanier, que sonreía mientras le propinaba a Josh
una patada en el costado con sus brillantes zapatos; Sloane Gardner tumbada sobre su
vieja mesa de reconocimiento, mientras un hedor a hongos y a vino de arroz
fermentado apestaba el pequeño gabinete delantero; las estanterías cargadas con
patéticas pociones de hechicero en botellas recicladas y frascos de Noxzema; el
tirante de su vestido caído sobre el hombro; sus ojos confundidos… «Lo siento.
¿Debería reconocerlo?».
Con los tobillos atados mediante unas cuerdas, Josh y Ham estaban sentados
sobre unos ocho centímetros de agua salada, turbia a causa de las algas, que olía a
gambas podridas. Josh podía sentir los trocitos de gambas sobre su piel, los bigotes y
las patitas que se desprendían durante las cargas y descargas y que quedaban flotando
en la salmuera. No había dejado de tener náuseas desde que los bajaran allí, y los
músculos del estómago todavía se quejaban de la paliza que le había dado Kyle
Lanier dos noches antes. Siguió vomitando mucho después de que su estómago se
hubiera quedado vacío, como si hubiera algún tipo de toxina en su organismo que
fuera capaz de eliminar. Como si la vergüenza fuese un veneno.
—Alguno de estos hijos de puta todavía siguen vivos aquí abajo —dijo Ham al
tiempo que removía el agua. Las gotas salpicaron el rostro de Joshua—. Tenemos que
atrapar unos cuantos cabroncetes de estos. ¿Has comido alguna vez gambas crudas?
Sushi tejano —dijo el hombretón.
A Joshua se le revolvió el estómago.
—Parásitos intestinales —dijo. Sentía que le ardía la cara y que tenía fiebre; su
estómago no dejaba de retorcerse. Pensó en los labios de Sloane cerrándose alrededor
de una cucharada de guiso de arroz; en su disfraz teñido con los brillantes colores
antediluvianos; en el olor del humo de los cigarrillos del Mardi Gras impregnado en
sus ropas y su cabello.
—Dios, qué sed tengo —dijo Ham, que no paraba de hacer ruido al moverse.
—No bebas esta mierda.
—No jodas, ¿de verdad?

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Josh clavó la vista en la oscuridad. En algún lugar más abajo, un motor cobró
vida. El suelo se sacudió cuando empezaron a alejarse del muelle.
—¿Ham?
—¿Sí?
El suelo se inclinó y volvió a adoptar la posición original a medida que el Martes
de Carnaval tomaba rumbo y el oleaje lo impulsaba con delicadeza hacia delante. El
barco ganó velocidad y avanzó a paso firme hacia el Golfo.
—¿Cómo llegó el cabello de Sloane hasta tu barco? La voz de Ham se abrió paso
a través de la oscuridad.
—Pero qué gilipollas eres, el cabello estaba en el barco porque el Sheriff Denton
lo puso allí.
—¿Estaban mintiendo?
—Josh, algunas veces me desesperas. —Ham suspiró con ganas—. No han
encontrado a los asesinos. Necesitaban conseguir un culpable. Sigues pensando que
no harían algo así a uno de los suyos. Pero ¿sabes qué, Sherlock? Para ellos, tú no
eres más que otro de nosotros.
—Crecí con ella. Íbamos a las mismas fiestas. Otra explosiva salpicadura llenó el
rostro de Josh de esa agua asquerosa.
Creo que he atrapado a esa puñetera. Busca a tientas por aquí, Josh, a ver si
puedes encontrar alguna gamba aplastada. —A Josh se le hizo un nudo en el
estómago y le dieron arcadas otra vez. Ham tosió—. Y probablemente no haya sido
de mucha ayuda que las medias estuvieran… bueno…
—Manchadas.
—Exacto —dijo Ham—. Ahora, una vez que nos saquen de este puto agujero,
tendremos que encontrar un poco de agua. ¿Hacia dónde crees que nos llevan?
¿Hacia el Oeste, hacia Corpus? ¿O hacia el Este, hacia Beaumont y los caníbales?
—No me importa.
—Venga, hombre. Este no es mi chico. El Josh que conozco era un malhumorado
cabroncete que no se rendía jamás —dijo Ham—. El Josh que conozco es el tipo que
regresaba todos los días después de que ese perro loco mordiera a Matt Biggs.
—Matt murió, Ham.
—Por supuesto que murió, Josh —dijo Ham con paciencia—. Tenía la puta rabia,
¿no es cierto? La cuestión es que te quedaste allí para luchar cuando todos sabían que
estaba perdido… y a ti ni siquiera te caía bien ese cabrón. No eres de los que se
rinden, Joshua Cane.
Josh cerró los ojos para tratar de detener el repugnante recuerdo de ese momento
en la sala del tribunal en el que finalmente había comprendido lo mucho que
Galveston lo despreciaba. Lo mucho que iba a tener que apoyarse en la fuerza de
Ham para sobrevivir.
—Hay un nombre para un tipo que juega las manos que debería tirar —dijo Josh
—. Un «primo». —Se puso en cuclillas dentro de aquella agua apestosa—. ¿Ham?

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—¿Sí?
—Siento haberte metido en es…
—Venga ya, cállate de una puta vez.
Pocas horas después de haberse alejado del muelle, Ham empezó a roncar. La
pequeña celda de oscuridad siguió adelante llevando a Joshua con ella, como Jonás
en el vientre de la ballena. El agua se sacudía y burbujeaba a su alrededor. La
sofocante bodega del Martes de Carnaval se volvía más y más calurosa. Josh se
deslizó hasta quedar echado sobre la espalda, con la intención de aspirar el aire más
fresco que había justo por encima de del agua nauseabunda del fondo. Dejó de notar
el olor a gambas. En ocasiones tenía los ojos abiertos; otras veces, cerrados. Le dolía
el estómago; y las costillas.
No se dio cuenta de que se había quedado dormido hasta que despertó con la
explosión de luz que se produjo cuando alguien abrió de golpe la trampilla de lo alto.
Entrecerró los ojos para protegerse de la claridad. La cabeza del capitán del Martes
de Carnaval apareció recortada contra el cuadro de luz del sol.
—Arriba, perros.
Uno de los marineros lanzó una escala de cuerda hacia la bodega. Josh subió por
ella. Le temblaban las piernas por la debilidad que le provocaban el hambre y la sed.
En cubierta soplaba una suave brisa desde tierra. Josh aspiró el aire puro e hizo
una mueca cuando el dolor aguijoneó su costado. Una costilla rota, posiblemente. En
el costado del Martes de Carnaval que daba a tierra, cuatro estibadores bajaban una
lancha al agua. Cuatro tripulantes más, con rifles en las manos, flanqueaban al
capitán. El hombre hizo un gesto con la cabeza para señalar la embarcación.
—Adentro, muchachos.
A Josh y Ham los ataron espalda contra espalda con una cuerda de nailon amarilla
y los obligaron a descender hasta la parte trasera del bote. Ham no dijo nada cuando
los marineros tiraron con fuerza de las cuerdas, pero, para su vergüenza, Josh gritó.
Los marineros lo miraron con desprecio. La lancha avanzó hacia la orilla.
—Por lo menos corre algo de brisa —dijo Ham. Su voz sonaba ronca por la falta
de agua—. ¿Cuánto hemos recorrido? ¿Cincuenta millas, tal vez?
Ninguno de los marineros respondió.
—Hablad todo lo que queráis. Está permitido —dijo el capitán. Era un hombre
bajo, con barba y ojos fríos—. Pero yo que vosotros no desperdiciaría la saliva.
La lancha se detuvo a unos cincuenta metros de la playa. Dos marineros fueron a
la parte trasera para desatarlos. Los demás se sentaron con los rifles preparados.
Estaba claro que si alguno de ellos, Josh o Ham, trataba de escapar, les pegarían un
tiro al momento.
—Vosotros dos, fuera —dijo el capitán.
Un marinero le dio un pinchazo con la navaja a Josh para que se diera prisa. Ham
y él se arrastraron hasta caer por la borda y se quedaron de pie con el agua hasta la
cintura en la cálida corriente del Golfo.

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Mientras uno de los marinos enrollaba y amontonaba la cuerda que había servido
para atarlos, el oficial le trajo un pequeño cofre al capitán, que lo abrió.
—Según los artículos de la Comparsa de Thalassar y la justicia del tribunal,
cualquier persona o personas exiliadas deben ser abastecidas y dotadas con ciertas
provisiones adecuadas para permitir la supervivencia —recitó—. Estos artículos son
los siguientes: una cantimplora. —Levantó una abollada cantimplora de latón y se la
pasó a su compañero, que a su vez se la tendió a Josh, que se la dio a Ham, quien la
remojó en el mar y la sujetó frente a sus ojos. Después de un momento, apareció una
pequeña gota en el fondo. Y cayó. Seguida de otra, y otra, y otra…
—Está rota —dijo Josh. El capitán se atusó la barba—. Cerillas y un recipiente
impermeable —dijo.
El oficial le dio a Josh un puñado de fósforos de madera baratos del tipo que
Joshua fabricaba. Algunos cayeron al agua. Joshua trató de imaginar cuántas cerillas
llegarían secas después de que recorrieran el largo trecho que les separaba de la orilla.
—¿Qué pasa con el recipiente impermeable?
—Tenéis una cantimplora de metal.
—Tiene agua dentro.
El capitán se encogió de hombros.
—Eso es cosa vuestra, a mí no me atañe.
—Pero pierde agua…
—Un cuchillo —continuó el capitán.
El oficial sacó una navaja de bolsillo marca Buck con una hoja de unos seis
centímetros.
—Esa es mía —dijo Josh al reconocer las iniciales que había grabado en el
mango de madera—. Me la dio mi padre cuando cumplí nueve años. Las cerillas
también son mías, ¿verdad? Las cogieron de mi casa.
—Y por último, un arma y munición.
El oficial les pasó un pequeño revólver. Ham se colgó la cantimplora del cuello y
extendió la mano para coger el revólver. El sudor chorreaba por su frente enrojecida.
—Un Colt del calibre 32 —dijo. El marinero le pasó una sucia bolsa de algodón.
Ham echó un vistazo a lo que contenía—. Y seis balas del calibre 38. Gracias de todo
corazón. ¿Sabéis?, podéis besarme todos el culo hasta que se me arrugue el sombrero.
El capitán les hizo un gesto a sus hombres. El motor de la lancha ronroneó de
nuevo y el bote comenzó a deslizarse, dejando a Ham y Josh entre las olas de Golfo,
abandonados a su suerte.
—¡Cabrones! —gritó Ham—. Si muero, ya podéis esperar mi fantasma, ¡hijos de
puta! ¡Nos veremos en el infierno!
La lancha se alejó de ellos sin dejar de hacer ruido. Josh se giró y empezó a
caminar por el agua hacia la orilla, con las cerillas y la navaja bien por encima de la
cabeza, para evitar que se mojaran. No sirvió de mucho. La orilla se parecía bastante
a la que había más allá del Espigón de Galveston: la arena que había junto a la orilla

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era oscura y apelmazada, mientras que la que se extendía unos veinte metros más allá
hasta formar una pequeña duna que le llegaría a Josh hasta la cintura era clara y fina.
Por detrás había una vasta llanura con grama de costa.
Josh salió del agua y caminó hacia la playa. La sequía había marchitado gran
parte de la vegetación que cubría la duna, pero su ojo de boticario todavía podía
localizar verdolaga y margarita alcanfor, barrones, té de playa, y pequeñas hojas
grisáceas de salvia. La fuerte brisa de tierra hacía que toda la llanura se agitara y
temblara. Oleadas de grama de costa verde azuladas se agitaban entre susurros. Tierra
adentro, Josh pudo ver unos cuantos matorrales de bosque bajo: cinamomo, carqueja
y coma bumelia, sapio de la china y almez. Al oeste, vio un soto de hierbas altas o
carrizos: cañas, espadañas o bambú… la primera racha de suerte que tenían desde
hacía tiempo. Los sotos de cañas y espadañas significaban agua dulce: una charca, un
marjal o un arroyo. Incluso en el caso de que la sequía hubiera secado el agua de la
superficie, un cañizal era un buen lugar para escarbar en busca de agua subterránea.
Con suerte habría un sauce negro o dos en las cercanías, y podría usar la corteza
como aspirina para los dolores y magulladuras.
Ham estaba al borde del agua, protegiéndose los ojos con una de sus enormes
manos para contemplar el mar.
—El barco se dirige hacia el Oeste. Si van a casa, estamos en la Península
Bolívar.
Josh se giró y entrecerró los ojos para protegerse del sol de la tarde con el fin de
observar cómo retrocedía el Martes de Carnaval.
—Entonces estamos en tierra caníbal, ¿no?
—Todavía no estoy maduro. —Ham señaló una delgada franja oscura en el
horizonte—. Oye, son nubes. Si llueve, necesitaremos algo para poder coger el agua.
Levantó la cantimplora. Goteaba sin cesar sobre el mar. Ham soltó un juramento y
se frotó la frente con su gorda mano.
Josh se moría de sed. No había tenido tanta sed en toda su vida. Tenía la voz
ronca, y sentía la lengua como si fuera un trozo de fieltro.
—Estoy un poco mareado —dijo—. ¿Y tú?
—También, y me duele la cabeza como si el puto ayudante del sheriff todavía
estuviese dándome patadas en ella. Además, tengo ganas de vomitar.
Deshidratación.
—Necesitamos agua. Creo que he visto algunas cañas allí a lo lejos.
Ham entrecerró los ojos para observar el terreno.
—Vamos, entonces.
Comenzaron a caminar por la playa. A pesar del recio viento que llegaba desde
tierra, hacía un calor brutal. Unos treinta y cinco grados, quizás. Las ropas de Josh se
secaron en un momento. No creía estar sudando lo suficiente. Retazos de cosas que
había leído volvieron a su memoria: «Ante una pérdida de agua del cinco por ciento,
el paciente experimentará sed, irritabilidad, debilidad, cefalea y posibles náuseas».

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Josh se preguntó cuántas hemorragias internas había tenido después de la paliza de
Kyle. Más pérdida de fluidos por esa parte. «Un déficit del diez por ciento dará como
resultado una cefalea más intensa y náuseas, con posible incapacidad para andar» —
eso todavía no— «y un posible hormigueo en las piernas». Le dolían los pies.
«Cuando se llega al quince por ciento, la sensación de hormigueo se extiende por
toda la piel; también se produce inflamación de la lengua, sordera, visión borrosa y
micción dolorosa».
Ham se detuvo.
—Mierda, me estoy friendo vivo. —Le pasó a Josh la cantimplora, el arma y las
balas para quitarse la camisa. El amplio pecho y la barriga estaban pálidos en
comparación con el rostro y las manos. Unos sudorosos rizos partían de sus pezones
blandengues para formar una especie de costura oscura que aumentaba de tamaño
según se aproximaba a la cinturilla de los pantalones de la prisión. Se colocó la
camisa como si fuera un turbante.
—Mejor quemarme la piel que sufrir un síncope por el calor.
—Buena idea. —Josh siguió su ejemplo—. Nosotros, los Mather, sabemos unas
cuantas cosas sobre la supervivencia en el campo. Voy a hacer que esos cabrones
desearan haberme pegado un tiro cuando tuvieron la oportunidad —añadió de mal
humor—. Voy a meterle el brazo a ese capitán por la garganta hasta llegar a su culo y
le voy a dar la vuelta como si fuera un calcetín.
Avanzaron de nuevo sin apartarse de la arena húmeda. Unas pequeñas olas
rompían contra la playa y sisean alrededor de los pies de Joshua, para retroceder
después y llevarse la arena que había bajo las plantas de sus pies. Entre la arena
asomaban trocitos de concha azules o beiges.
«Más del quince por ciento de pérdida de líquidos resultaría mortal».
Las cañas que Josh había visto resultaron ser espadañas. Cuando llegaron al lugar,
se quedaron juntos en la playa y observaron el enmarañado pelaje de grama salada.
Josh calculó que habría medio kilómetro de distancia hasta la zona de hierba más alta.
Ham se rascó la mandíbula. Tenía los labios agrietados, a pesar del ambiente
bochornoso.
—Creo que uno de nosotros debería examinar aquella parte en busca de agua, y el
otro peinar la playa. ¿Qué se necesitaría para construir un alambique?
Josh se humedeció los labios. No sirvió de mucho.
—Un trozo de plástico y algo para excavar.
—De acuerdo. Tú busca por ahí. Yo iré por aquel otro sitio. —Ham se quitó la
cantimplora del cuello, la alzó y dio un golpe en el lateral con la culata del inservible
32. Hizo un ruido estruendoso y extraño—. Apartaos de mi camino, serpientes de
cascabel, voy a pasar. —Se detuvo y sacudió la cabeza—. Tened en cuenta la
parábola de Joshua Cane. Desterrado de por vida por un coñito que no se había tirado,
el pobre gilipollas.
—La próxima vez.

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—Claro, claro. —Ham pasó por encima de la duna con los pies descalzos y un
bamboleo de barriga, y pisó con fuerza sobre la grama sin dejar de golpear su
improvisado tambor.
Josh examinó la playa en busca de algo que pudiera serles de utilidad. Incluso
antes del Diluvio, la Península Bolívar había sido una zona muy poco poblada. Tan
solo un puñado de comunidades costeras de segunda categoría, casas de veraneo
pertenecientes a aquellos demasiado pobres para comprar en Galveston; algunos
ranchos con unas cuantas cabezas de ganado y una tienda de regalos en la autopista
87; unos cuantos hombres que trabajaban en la explotación petrolera de la península y
en las gasolineras, bares y restaurantes que la abastecían. Pero, a pesar de que no
había muchas personas allí antes del Diluvio, la gente había sido tan guarra que
todavía podías encontrar bastante basura si observabas con atención. Casi al instante,
Josh descubrió un grueso trozo de cuerda de nailon negra y amarilla, raída por el sol,
y tan gruesa como su muñeca, que habría pertenecido a un buque cisterna o a un
carguero. Encontró un neumático entero, un AquaTread de Goodyear, en la cima de
una duna, donde alguna tormenta lo había dejado. Lo llevó hasta la playa, pensando
que podría necesitarlo más tarde para fabricarse unos zapatos o, muy probablemente,
para quemarlo con el fin de mantener alejados a los mosquitos que con toda
seguridad aparecerían cuando amainara el viento. Miró el neumático y meneó la
cabeza. Vaya un imperio. Incluso la basura duraba una eternidad.
A Josh cada vez le resultaba más difícil mantenerse erguido. No sabría decir si se
estaba poniendo más enfermo o si el viento estaba cobrando fuerza. Le dolía
muchísimo la cabeza.
Encontró una botella de plástico con el fondo roto, pero que todavía tenía puesto
el tapón. La colocó en el interior del neumático, donde el viento no se la llevaría, sin
estar muy seguro de para qué podría utilizarla.
Encontró dos latas de Budweiser, una de un tercio que serviría para recoger agua
y otra de cuarto que estaba rota. Encontró un disco plano de metal del tamaño de un
plato de cena; tal vez la tapadera de un bote de pintura. Podrían utilizarlo como
herramienta para excavar, si se le ocurría alguna manera de darle forma.
Le resultaba aterrorizador lo rápido que la especie humana se había deteriorado.
Sus abuelos habían vivido una existencia asombrosa: habían asistido a universidades
de más de cien años de antigüedad y habían estudiado libros más antiguos todavía…
una línea acumulativa de pensamiento y capacidades, cada generación formándose
según las bases que había dejado la última. En comparación con aquello, la gente a la
que Joshua atendía con sus pociones y amuletos no era mucho mejor que los
animales: nacida en casas provisionales, fallecida a causa de las sequías y
enfermedades, criando y muriendo como una cosecha anual de mosquitos.
En el último siglo, los médicos habían vencido. Habían logrado curar a la gente.
Todo lo que él podía hacer era disminuir las pérdidas de la gente, retrasar lo
inevitable, jugar cada mano perdedora de cartas tan bien como podía. Pero Galveston

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siempre había tenido ases que jugar: tifus, viruela, picaduras de araña, malaria…
Recientemente había empezado a ver tuberculosis también, y algo que se parecía
mucho a la fiebre amarilla.
El sonido metálico de la cantimplora volvió a escucharse más cerca. Ham debía
de estar regresando.
Josh descubrió un pequeño agujero en la base de la duna. La madriguera de algún
tipo de animal, casi seguro. La luz del sol se reflejaba en su interior, como si fuera de
plástico. Metió una mano dentro para buscar lo que fuera que provocaba ese destello.
Una serpiente lo mordió justo por encima de la muñeca derecha y Josh gritó, un
grito demencial que salió de lo más profundo de su dolorida garganta. Sacó la mano
del agujero y contempló las dos marcas de punción al final de su antebrazo derecho.
Se derramaron dos gotas de sangre que cayeron sobre la arena de la playa a un
centímetro de distancia. Oyó que Ham regresaba corriendo a la playa, moviéndose
con dificultad entre la grama.
¿Cómo podía haber sido tan estúpido? El problema de no tener suerte, pensó
Joshua, que contemplaba fijamente la herida, era que uno no tenía margen de error. El
dolor se extendió desde la muñeca hacia la parte superior del antebrazo. Toda la vida
había jugado bien las malas cartas que le habían tocado. Era inteligente y trabajaba
duro; hizo buenas elecciones y le echó agallas. Reuniendo todo aquello había
conseguido salir adelante. Nunca había ganado, por supuesto. Después de todo, era el
chico de Sam Cane. Y cuando llegó el momento de cometer un error, cuando fue lo
bastante estúpido como para enamorarse y agarrarse a las medias de Sloane Gardner,
o cuando, después de un día sin comida ni agua, perdió la concentración y metió la
mano en un pequeño agujero a un lado de una duna de arena… fue cuando le llegó la
puñalada. Su padre solía decir: «Si cometes un error, un jugador bueno te castigará
por ello». Y era cierto; quien quiera que fuera el dios que le había repartido una mano
mala tras otra durante toda su vida, había aplicado un castigo implacable por cada
error.
Según la experiencia de Joshua, más o menos la mitad de la gente que sufría una
picadura de serpiente experimentaba pocos o ningún efecto adverso. La mitad
afortunada.

* * *

Ham corrió a través de la grama y saltó de la duna. Siguió los ojos de Joshua hasta las
marcas circulares de su muñeca y después se giró para contemplar el agujero de la
duna.
—¡Por los clavos de Cristo! ¡Eres un gilipollas!
Ham metió la mano en el bolsillo de Joshua, agarró la navaja y la abrió. Josh salió
de su estupor.
—¡No! Cortarme solo serviría para abrirme los capilares y conseguir que el

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veneno entre más rápido en mi torrente sanguíneo.
—¿Estás seguro? Está bien, entonces. Dime qué tengo que hacer, Josh.
—Saca una jeringuilla e inyéctame el antídoto, ¿te parece bien?
Ham lo agarró por los hombros.
—Josh, joder, ni se te ocurra bromear con esto. Dime lo que tengo que hacer.
¿Tengo que succionar la herida?
—¡No! Dios, no. Los vasos sublinguales llevarían el veneno hasta tu corazón en
un santiamén.
El corazón de Joshua latía con fuerza y cada latido repartía el veneno por su
organismo. Siempre le había parecido divertido, de una forma siniestra, que lo único
que hay que hacer después de una mordedura de una serpiente venenosa es
permanecer calmado.
—Ham, esta picadura es bastante mala.
—¡Dime lo que tengo que hacer, joder!
Josh cerró los ojos. No tenían una bomba de succión mecánica.
—Apretarlo, supongo. —La zona alrededor de la picadura comenzaba a escocer.
Ham la pellizcó y salieron dos gruesas gotas de sangre—. Más fuerte —dijo.
Ham apretó mucho más fuerte. La sangre comenzó a salir a borbotones a través
de la herida. Dolía un montón. Josh apretó los dientes y asintió. Ham relajó los dedos
por un momento y después apretó con más fuerza todavía. Josh le había visto partir el
caparazón de los cangrejos con tan solo el dedo índice y el pulgar.
—Josh, tío, ¿qué más hay que hacer?
—Bueno, debería quedarme inmóvil, si puedo. No puedo permitir que me entre el
pánico. —Le dolía la muñeca—. Voy a contener la respiración.
—¿Qué?
—Cuando la concentración de CO2 aumente en el torrente sanguíneo deprimirá la
frecuencia cardiaca.
Josh tomó una buena bocanada de aire y aguantó la respiración. Cerró los ojos y
se vio a sí mismo insertando una jeringa llena de solución de jugo pancreático en la
pierna de su madre y bajando el émbolo muy despacio mientras contaba hasta diez.
Tenía los muslos negros y amarillos por los moratones, y una vieja hinchazón del
tamaño de un huevo de gaviota en la otra nalga. Salió más sangre de la muñeca. Ham
le dio unas palmaditas torpes en el hombro.
—Siento haberte insultado. Podría haberle pasado a cualquiera.
—Tú no habrías metido la mano ahí ni aunque vivieras diez vidas.
El rostro gordo de Ham tenía mal aspecto después de un día sin agua: marcado
por la fatiga y los comienzos de quemaduras solares en sus mejillas y su nariz.
—Tío, tengo un miedo que te cagas. Joder, no te me mueras.
—De acuerdo.
A Joshua seguía doliéndole horriblemente la muñeca, que estaba hinchada y ardía
a pesar de que Ham ya no apretaba. Lo siguiente: limpiar la herida. Josh se colocó de

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espaldas a Ham y se desabrochó los botones del pantalón con una mueca. De cuclillas
en la arena, sacó su fláccido pene y lo sujetó sobre su muñeca derecha. Ham abrió
unos ojos como platos.
—La orina es un antiséptico —dijo Josh. Hablar le hacía daño.
Le llevó bastante tiempo mear. Al final, salió un chorro de orina, de color
amarillo oscuro y con un olor fuerte. La frotó contra las heridas de punción tan a
fondo como le fue posible. No había suficiente ni para enjuagarse las manos, pero lo
intentó.
—Hijo de puta —susurró Ham.
A Josh le llevó bastante tiempo volver a abrocharse los pantalones. Después se
tumbó en la arena con la cabeza hacia el agua y los pies hacia la duna, una elevación
natural.
El dolor de la muñeca hacía que se le saltaran las lágrimas. Era como si hubieran
encendido un fósforo bajo la piel. Había tratado las mordeduras de serpiente a varios
pacientes, incluyendo a un niño de tres años con malnutrición que al final había
muerto. El chiquillo había pisado la serpiente mientras jugaba en la calle cubierta de
basura que había tras la choza de sus padres. Josh recordó la forma fría y clínica en
que se había colocado junto a la cama mientras el niño gritaba. Después de la muerte
del crío, su padre le había ofrecido a Josh una parte de su escasa cena de arroz y le
había prometido que añadiría a su plato un poco de grasa de pollo. Lo había
rechazado de forma educada. El padre no cesaba de sacudirle la mano. La madre se
había sentado para mecer el pequeño cuerpo entre sus brazos. Debería haberse
quedado a cenar, pensó Josh. En aquel momento se dijo que les estaba haciendo un
favor a los padres. Pero era mentira. Lo que necesitaban era que alguien los ayudara a
soportar el dolor. Debería haberse quedado.
—Hijo de puta —repitió Ham.
Josh se giró hacia el lado izquierdo. Ham contemplaba la playa. La marea había
subido. Había subido bastante, se dio cuenta Josh. Las olas llegaban siseando hasta
escasos metros del lugar donde se encontraba, muy por encima de la línea del agua.
—Contra el viento —dijo Ham—. La marea está subiendo y lo hace contra el
viento. Mira el cielo.
En el sur, el horizonte estaba negro. Líneas y láminas de relámpagos lo
atravesaban. Se estaba formando una tormenta sobre el Golfo. Eso era lo que atraía el
viento fuerte desde tierra. Debía ser una buena tormenta para conseguir que esa
enorme oleada se dirigiera tierra adentro a pesar del viento en contra. Josh olvidó
contener el aliento.
—¡Huracán! —susurró.
Ham se tambaleó.
—Tío, no podemos quedarnos aquí. La playa entera estará bajo el agua dentro de
una hora.
Un pequeño movimiento atrapó la atención de Joshua. La cabeza triangular de

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una serpiente se deslizó desde el agujero donde le habían mordido. Un momento
después, apareció el resto de la serpiente. Medía bien a gusto un metro y medio de
largo; era de color marrón claro, con rombos de un marrón más oscuro bordeados por
anillos negros, y su cola tenía el color de la nata fresca. Giró y se deslizó con
suavidad por la falda de la duna de arena.
—Una cascabel de diamantes —dijo Ham—. Sabe que se acerca la tormenta.
Contemplaron cómo desapareció la serpiente en la zona de grama de costa y
verdolaga roja. Ham extendió la mano. Josh la tomó y aceptó su ayuda para
levantarse. Se quedaron de pie durante un minuto, sin dejar de estudiar el pastizal. El
viento apretó un momento y se detuvo de repente. Una garza blanca se elevó desde la
mustia llanura y batió las alas con fuerza hacia el Norte. Josh dudaba que la tierra se
levantara más de un metro sobre el nivel del mar desde el lugar donde se encontraban
hasta el horizonte.
—¿Cuánto creció el oleaje durante el Gran Huracán? —preguntó Ham.
—Seis metros.
Ham soltó un juramento.
El dolor de la muñeca de Joshua se estaba haciendo insoportable.
—Ham, corta la manga de mi camisa y átamela alrededor del brazo. No un
torniquete, solo apretado.
A Ham le llevó menos de un minuto cortar la manga y colocársela como una
cincha alrededor del brazo. A Joshua le empezaron a arder también los dedos de la
mano derecha. Se obligó a contener el aliento para dejar que el anhídrido carbónico
llenara su torrente sanguíneo. Su corazón golpeaba una y otra vez contra la caja
torácica, negándose a aminorar el ritmo. El viento del Norte volvió a soplar con
fuerza.
—Tenemos que irnos, colega.
—Vale —masculló Josh.
Se encaminaron hacia la parte superior de la duna; primero Ham, que seguía el
rastro que había dejado antes en la grama de costa. A unos treinta pasos hacia el
interior, el terreno se elevó un poco y a Joshua le costó bastante subirlo. Desde donde
estaba, podía ver el asfalto agrietado que asomaba a través de la raída alfombra de
hierba y broza.
—La autopista 87 —dijo Ham.
—¿Podemos seguirla?
Ham se movió con dificultad para bajar la suave cuesta hasta el otro lado.
—Joder, no. Sigue a lo largo de la costa.
Josh trastabilló tras él. Los pájaros se levantaron a su alrededor y se alejaron
volando tierra adentro: estorninos negros, gorriones, arrendajos a rayas blancas y, en
una ocasión, un cardenal rojo como la sangre. Al principio, a Josh le aterrorizaba
pisar otra serpiente de cascabel, pero pronto le resultó difícil pensar en otra cosa que
no fuera el dolor de su brazo derecho. Se sentía mareado y no podía utilizar el brazo

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para equilibrarse. Se cayó al suelo.
—Vamos, socio —dijo Ham. Josh forcejeó para ponerse en pie, se puso en
marcha y volvió a caerse. Esta vez, Ham lo agarró del brazo izquierdo y tiró con
fuerza hacia arriba. El viento se detuvo de nuevo. En el súbito silencio, pudieron
escuchar el murmullo distante del trueno.
Aceleraron el paso; podía oírse el pesado y ronco arrastrar de sus pies a través de
la hierba seca. No hubo más oportunidades para que Josh aguantara la respiración;
jadeaba y se ahogaba por falta de aire. La deshidratación y la picadura de la serpiente
se habían confabulado para producirle unos terribles espasmos en el abdomen y en
los costados. Las briznas de grama salada se le enredaron alrededor de sus pies y
cayó de nuevo, aterrizando con fuerza sobre su brazo malo. El dolor lo atravesó como
un estallido de fuegos artificiales que hubiesen sido lanzados desde la picadura, tan
intenso que dejó el resto de su cuerpo sacudido por los estremecimientos. Su mente se
quedó en blanco y aguardó a que las oleadas de agonía terminaran.
Ham se lo cargó cabeza abajo sobre su enorme hombro y echó a correr. Josh se
sacudía contra su amplia espalda. Su brazo derecho colgaba todo lo largo que era, y
se agitaba de forma horrible con cada zancada que daba Ham. El hombretón respiraba
con dificultad, y no dejaba de gruñir y resoplar mientras avanzaba por la hierba.
—¡Para! —jadeó Josh—. Ve despacio. —Puedo aguantar, puedo… Ham tropezó
y cayó sobre una rodilla.
—¡Por los clavos de Cristo, cállate! —Se puso en pie de nuevo con un tambaleo,
llevando a Josh sobre el hombro como si fuera una muñeca de trapo—. Lo siento
Josh, no podré seguir cargando contigo mucho más.
Alrededor de un kilómetro y medio tierra adentro, dejó a Josh con cuidado al otro
lado de una cerca de alambre de espino. Mientras Ham bajaba los alambres y
cruzaba, Josh miró el camino que habían recorrido. La pequeña ondulación de la
Autopista 87 todavía se distinguía a la perfección, más alta que el terreno en el que
estaban ahora. Josh permaneció doblado a la mitad, sin dejar de jadear. Le dieron
náuseas de nuevo. Los espasmos de su estómago y de sus costados habían
empeorado. Notó que le iba a dar un calambre y los ligamentos de la parte trasera de
la rodilla empezaron a contraerse.
—¡Joder! —dijo Ham—. Tenemos que buscar algún refugio. —Señaló un
matorral que estaba a una distancia de al menos otro kilómetro y medio—. Voy a
llegar a hasta allí.
La línea de tormenta atravesó el sol, que se dirigía hacia el Oeste. Una calma
mortal llegó con la súbita penumbra; el bochornoso día se quedó en silencio en
aquella oscuridad sobrenatural. La marchita pradera contuvo el aliento, como si
aguardara una señal. En aquel momento, una bandada de gaviotas salió a toda
velocidad de las oscuras nubes de tormenta; las aves chillaron en lo alto y, en un
instante, desaparecieron a lo lejos hacia el norte, como flechas blancas que hubiesen
sido disparadas hacia la quietud expectante.

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Al instante siguiente, sopló un vendaval, como la onda expansiva que hubiesen
dejado a su paso, y toda la pradera se postró ante él.

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4.2 Gusanos

E
l temporal no soplaba de sur a norte, como Josh habría esperado; la
torrencial lluvia llegaba desde el este-sureste. El viento parecía soplar de
un lugar muy, muy lejano, cargado de masa y aceleración, como un
inmenso río que aplastara la llanura bajo su peso. Una gota de lluvia le
cayó con fuerza sobre la espalda, asombrosamente fría sobre su piel caliente. Otra le
golpeó en el hombro. La luz del día se desvaneció como una lámpara que se apagara
y, a continuación, la lluvia comenzó a caer a raudales; una ruidosa cascada que dejó a
Josh calado entre un jadeo rasgado y el siguiente. El viento tiró de su improvisado
turbante, haciendo que se sacudiera como un látigo alrededor. El mundo se había
convertido de repente en un lugar mucho más pequeño, un hueco inestable dentro de
la tormenta. Los relámpagos restallaban sobre su cabeza y los truenos retumbaban a
su alrededor con la fuerza de una bomba. Ham lo agarró de la mano izquierda y
juntos comenzaron a avanzar con enormes dificultades.
El suelo, endurecido por la sequía, se convirtió en un charco de barro bajo sus
pies desnudos. Josh tragó el agua que le corría por la cara. La llanura parecía hervir
como un mar embravecido bajo el vacilante resplandor de los relámpagos. La lluvia
caía de forma oblicua. Un calambre hizo que Josh se doblara en dos. Ham tiró de él
para que corriera, pero el movimiento hizo que se cayera al suelo con la muñeca
herida bajo el cuerpo y se desmayó por el dolor.
Ham lo levantó. Josh se balanceaba como los restos de un naufragio, emergiendo
de la inconsciencia para volver a hundirse en ella al instante. Abría y cerraba los ojos.
La tormenta era una casa de locos. Ham tan pronto lo llevaba en brazos como lo
dejaba en el suelo y tiraba de él, para volver a llevarlo en brazos de nuevo. Cada vez
que Josh sentía que recuperaba el sentido, los relámpagos grababan una imagen
sombría ante sus ojos.
Briznas de hierba que se retorcían como los brazos de una anémona.
Gigantescas nubes moradas con las mismas bocas succionadoras de las estrellas
de mar.
Una ráfaga de viento hizo que un trozo de musgo español golpeara la cabeza de
Ham, tomando de repente el aspecto de algo peludo y monstruoso.
Un caimán que se agitaba sin cesar, atrapado en una alambrada de púas.
Poco después, llegaron a un bosquecillo donde los árboles se quejaban sin cesar y
las ramas de los almeces y las cañas de azúcar mantenían enloquecidas
conversaciones. Josh se encontró en el suelo, con la espalda apoyada contra el tronco
de un árbol; las ramas y ramitas se bifurcaban hasta convertirse en capilares: todo un
sistema circulatorio completo que había sido arrancado de algún gigantesco animal y
que se alzaba, retorcido, sobre su cabeza.
El brillo del latón apareció frente a su rostro y, momentos después, Ham le acercó

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la cantimplora a la boca. Se atragantó y tosió al tratar de sorber el agua. El metal tenía
un sabor ácido, pero el agua de lluvia era tan dulce como la vida.
Más ventrículos y arterias; en esa ocasión estaban hechos de relámpagos y habían
sido dibujados con fuego blanco contra el cielo.
Otra madeja de musgo español llegó dando tumbos a través del aire y cayó
pesadamente sobre el tronco de un árbol cercano. De nuevo, un relámpago rasgó e
iluminó el cielo, y Josh se percató de que no se trataba de musgo español, sino del
rostro de su madre, mortalmente pálido y cubierto de algas.
—¿Te has acordado de traer las cerillas? —le preguntó ella.
—Sí, señora. —Se levantó de la mesa de la cocina para ofrecerle las cerillas a su
madre. Su padre comenzó a guardar las piezas del ajedrez—. ¿Ya no vamos a jugar
más? —preguntó Josh.
—¿Otra vez? —Su madre sonrió y meneó la cabeza.
Encendió la lamparilla de petróleo que había colocado bajo la fondue en la que
llevaba a cabo sus experimentos. El aire se llenó con el aroma de la menta, la
madreselva y la cera caliente. Debía de estar haciendo crema para las manos, jabón o
algo parecido.
—Llevas horas jugando, Josh.
—Pero con este tiempo no puedo salir —porfió de forma razonable. Las
contraventanas se sacudieron y las vigas de la casa crujieron con la fuerza del viento,
como si quisieran confirmar la afirmación del muchacho—. Me gusta mucho jugar
una partida detrás de otra. Se aprende más cuando uno se dedica a algo en concreto.
—De tal palo, tal astilla.
—En una ocasión, alguien preguntó a un gran maestro por qué no había jugadoras
de ajedrez que tuviesen verdadero éxito —comentó el padre de Josh. Su esposa dejó
de mirar la fondue para observar a su marido con gesto mordaz—. Y él contestó:
«Espero que las mujeres tengan mejores cosas que hacer en su tiempo libre que jugar
al ajedrez».
La madre de Joshua soltó una carcajada.
—¿Podemos jugar otra vez? ¿Por favor?
Samuel Cane guardó la última pieza de ajedrez y cerró la tapa de la caja. —Si
quieres seguir jugando, tendrá que ser al póquer—.
—Me gusta más el ajedrez —insistió Josh de mal humor.
—Eso es porque todavía eres un niño. —Su padre sonreía, pero Josh sintió que
acababa de fallar en algún tipo de oscura prueba. Su madre resopló.
—Entonces, el póquer sí es un verdadero juego de hombres, ¿no?
—A Josh le gusta el ajedrez porque es un juego justo. Cada jugador controla con
exactitud lo que sucede en el tablero, y aquel que juega mejor es el que gana. Por eso
es un juego de niños. —Sam sacó una baraja de cartas del bolsillo interior de su
chaqueta y las barajó con una elegancia innata—. Un juego de hombres debería ser
como la vida misma.

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La lluvia no dejaba de repiquetear contra los cristales de las ventanas de la cocina.
Josh era vagamente consciente de las cosas que se mecían en el exterior: las hojas de
las palmeras, las ramas de las adelfas. Su padre barajó los naipes haciendo que
cayeran como una cascada de agua líquida que sonó exactamente igual que el viento
que aullaba en el exterior, como la misma lluvia.
—No siempre gana el mejor jugador. En la vida real, a veces te reparten basura en
lugar de reyes. Ganar es fácil, Josh. Cualquiera sabe ganar. Sin embargo, perder es
otra cuestión. —Repartió con rapidez, cinco cartas para cada uno.
Josh cogió las suyas. Sabía que su madre y su padre habían estado casados con
personas distintas antes del Diluvio, y que esas personas habían muerto. Mucha gente
había muerto, y el mundo que conocían había muerto también.
—Tenemos toda una vida para aprender una sola lección —prosiguió Samuel
Cane—: cómo perder con dignidad.
El viento y la lluvia golpeaban la acogedora casa. La oscuridad aguardaba más
allá de sus ventanas. Al mirar hacia abajo, Josh descubrió que el suelo de la cocina
había desaparecido y en su lugar no había más que una fangosa pradera. De algún
modo, la lluvia había conseguido entrar. Los charcos de agua sucia se extendían entre
los macizos de grama de costa y de margaritas alcanfor y, al unirse, hacían que el
nivel del agua comenzara a subir. En sus pies se había enredado una mata de
verdolaga roja.
—No voy a creerme eso —dijo la madre de Joshua con una sonrisa jovial—.
Pero, bueno, ¿sabes una cosa Sam? Algunos días casi eres el hombre que creí podrías
ser…
El padre de Joshua rio.
—No apuestes por eso… —le contestó.

Mucho más tarde, Josh salió de golpe y porrazo del delirio en el que se había sumido,
como aquel que sale por la puerta equivocada por error. Estaba sentado, con el agua a
la altura del regazo, y atado a un árbol no muy grueso con un jirón de lo que antaño
fuese la camisa de Ham. El dolor de la muñeca era horroroso, pero lo sentía como si
viniese de un lugar remoto. El aullido de la tempestad se había calmado, dejando tras
de sí una calma sobrenatural. El agua se agitaba suavemente contra él; olía a sal y a
fango. El cielo estaba despejado. Las estrellas brillaban sobre su cabeza como la
espuma arrojada sobre una playa de arenas negras.
Ham estaba atado a un árbol cercano. El hombretón tenía los ojos abiertos y
contemplaba con una profunda expresión de soledad el mar y la tierra, que se habían
convertido en una única y turbulenta criatura. El simple hecho de mirarlo resultaba,
de algún modo, una intrusión, algo vergonzoso e indigno.
Allá en el horizonte, casi a ras del mar, una luna creciente iba a la deriva sobre las
aguas, como una cuna abandonada. Los trémulos trazos de su amarillenta luz se
fundían y reflejaban sobre la superficie de la tierra anegada. En el cielo, las estrellas

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titilaban como velas remotas que se apagaban en cuanto las mirabas y volvían a la
vida una vez apartabas los ojos de ellas. Las estrellas fluctuaban como luminosas
gotitas de agua azul; lo envolvían y lo eludían a un mismo tiempo.

Cuando volvió a despertar, ya había amanecido.


El cielo estaba despejado y el día era fresco y agradable; alrededor de los veinte
grados, aunque el sol estaba bien arriba. Una mosca zumbaba alrededor de su cabeza.
Todavía estaba sentado con la espalda apoyada contra el árbol, con el agua hasta la
cintura. La llanura se había convertido en marjales, charcas y riachuelos de aguas
brillantes, que se veían interrumpidos por extensiones de grama de costa y sotos de
carrizos. La típica brisa del Golfo volvía a soplar. Agitaba tanto la hierba como el
agua, de modo que el paisaje parecía estremecerse y hervir. Comenzó a inclinarse
hacia delante para comprobar si el agua era dulce o salada, pero se detuvo con un
quejido al sentir que un dolor punzante se extendía por su muñeca derecha.
—¡Buenos días, Josh! —Ham apareció de repente a un lado del bosquecillo.
Estaba desnudo y la punta de su polla se balanceaba, apenas visible, bajo la masa
informe de su barriga. El pecho, gigantesco y fláccido, estaba enrojecido allí donde
no tenía moratones. Su rostro mostraba los oscuros indicios de su espesa barba. El
cansancio había dejado sus ojos ribeteados como los de un mapache. Sonrió—. Socio,
tienes el mismo aspecto que cuatro kilos de mierda embutidos en una bolsa de dos.
—Pues no me siento tan bien… —musitó Josh.
Le dolía la espalda por haber estado atado al árbol. Los músculos de los costados
y los de las piernas también estaban doloridos, y le recordaban los agudos calambres
que el veneno de la serpiente de cascabel le había provocado. Ham chapoteó hasta
llegar junto a él y aplastó un mosquito que se había posado sobre el enjuto pecho de
Joshua.
—Habrá más de estos cabroncetes en un día o dos. —Se puso en cuclillas al lado
de Josh, haciendo caso omiso de otro mosquito y de dos moscas que se posaron sobre
sus enormes hombros.
—¿Dónde están tus pantalones?
Ham señaló la rama que había justo sobre la cabeza de Joshua.
—Cuando el viento comenzó a amainar, los colgué ahí arriba para recoger agua
de lluvia mientras durara el chaparrón. Supongo que será mejor que los baje antes de
que se sequen. ¿Quieres un sorbo?
—Dios, sí.
Un minuto después, Josh estaba estirando el cuello del mismo modo que un
polluelo mientras Ham retorcía lentamente la tela sobre su boca, con cuidado de no
malgastar ni una sola gota. Solo cuando hubo bebido la última, Josh volvió hablar:
—¿No deberíamos haberla racionado?
—No te preocupes. Anoche bebí mi parte y un poco más. La cantimplora tiene un
agujero en el fondo, por cierto. Si le pones el tapón y la sostienes bocabajo aguanta,

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más o menos. La he colgado por ahí, en la rama de un árbol. —Ham retorció los
pantalones del uniforme de la prisión una vez más para beberse las últimas gotas
antes de ponérselos entre saltitos y chapoteos sobre el agua fangosa.
—¿Ham?
—¿Qué?
—Todavía sigo atado al árbol…
Ham lanzó un juramento y se agachó para desatarlo.
—¿Cómo está mi muñeca? —preguntó Josh. Intentó apretar el puño. El dolor
resultaba agónico y apenas podía mover los dedos—. No puedo soportar mirarla.
Dímelo, por favor. Los ojos de Joshua se llenaron de lágrimas mientras Ham, con
mucho cuidado, le alzaba el brazo derecho para inspeccionarlo.
—No parece estar tan caliente —dijo el hombre despacio—. Tampoco huele muy
bien que digamos. En realidad, tanto la mano como la muñeca tienen el doble de su
tamaño habitual. Josh, la carne de aquí se ha puesto negra. Está negra y algo así
como… deshecha. —En la voz de Ham ya no había rastro de diversión—. Creo que
ya se ha deshecho una parte. Además, huele fatal.
—Entonces es que está infectada. Se está necrosando. —Otra mosca comenzó a
zumbar alrededor de Joshua; atraída por el olor, sin duda. Tragó saliva, se movió un
poco con el fin de acomodar su dolorida espalda, y alzó las rodillas por delante de él.
Con ayuda de su mano izquierda, alzó el brazo derecho y lo colocó, con todo el
cuidado del que fue capaz, sobre sus rodillas, siseando de dolor en el proceso—.
Ham, ¿vamos a morir?
—Joder, no. Conseguimos sobrevivir al huracán, ¿no es cierto? Mala hierba
nunca muere…
—¿Y qué pasa con el agua?
El hombretón hizo un gesto de total despreocupación con la mano.
—No hay problema, compadre. Lo único que tenemos que hacer es seguir la
autopista 87 hasta que encontremos algún edificio. En la primera casa que veamos,
buscaremos un toldo o una cortina de ducha y… ¡bingo! Tendremos tu alambique
listo en un santiamén. Además, habrá bidones de agua, depósitos y fuentes. Lo más
probable es que todos los molinos que veamos tengan un pozo en la base. Supongo
que este lugar no estaría deshabitado antes del Diluvio.
—¿No habrán saqueado a estas alturas las cosas más valiosas?
—Dudo mucho que se hayan llevado un depósito de agua. Estarán en el mismo
sitio donde los dejara el granjero y llenos hasta los bordes después de la lluvia de
anoche. Sobre todo si encontramos un camino que se interne la isla.
—¿Y la comida?
—Si mueres de hambre en una playa, es que mereces morir —contestó Ham—.
Amigo mío, te encuentras en el Bufé de la Madre Naturaleza. Tienes almejas,
cangrejos y ostras. Más todo el pescado que el temporal ha arrastrado hacia tierra y se
ha quedado varado. Ya he visto cinco o seis peces coleteando por aquí cerca. Un poco

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más allá hay una corvina atrapada en un árbol; es lo más horroroso que he visto en la
vida… Josh, tienes una mosca en la muñeca.
—No te preocupes.
—Y además, esta mañana he visto un par de cabezas de ganado ahogadas,
colgando de una valla de alambre de espino. Y un caimán. Una carne para chuparse
los dedos, la de caimán. —Su voz se desvaneció—. Tienes otra mosca en la herida.
¡Fuera, asquerosas! —exclamó, agitando el brazo para espantarlas.
—Déjalas.
—¿Cómo dices?
—Que las dejes —repitió Josh—. Dentro de una hora, más o menos, habrán
hecho su puesta de huevos en la carne de mi muñeca. Entonces, me vendaré la herida.
Los ojos de Ham estuvieron a punto de salirse de sus órbitas.
—Terapia con larvas —explicó Josh—. La usaban muchísimo durante la Primera
Guerra Mundial. Hay que dejar que las larvas eclosionen, ya que los gusanos se
alimentarán de la carne infectada y, cuando se la hayan comido, puedes retirarlos con
facilidad.
Ham observó las moscas que se arremolinaban alrededor de la muñeca de Joshua.
—Espero que no te moleste si vomito.
—Aquí no —contestó Josh—. No quiero competencia.
—Josh…
—No puedo permitir que todas mis moscas se congreguen sobre tu vómito…
—¡Josh!
—… y que se desperdicien todos esos gusanos —concluyó Josh con una sonrisa.
Si Ham hubiese comenzado a sufrir arcadas, no habría podido contener las
carcajadas.

* * *

Pasaron repetidamente lo que quedaba de la camisa de Ham por las copas de los
árboles del pequeño bosquecillo de almeces, con el fin de empaparla con el agua de
lluvia que aún quedaba sobre las hojas, y así poder retorcerla después sobre sus bocas
para beber. En la parte trasera del boscaje se alzaba un pequeño sauce negro
achaparrado. Josh hizo que Ham cortara con la navaja de bolsillo unas largas tiras de
corteza de las que extrajo la parte más interna y blanda. Guardó la mayoría en el
bolsillo del pantalón y comenzó a masticar el resto con la esperanza de que los
salicilatos le ayudaran a aliviar el dolor del antebrazo y le bajaran la fiebre que, según
suponía, debía rondar los treinta y ocho grados. No sabía muy bien si la fiebre era
consecuencia de la paliza de Kyle, de la deshidratación, del veneno de la víbora o de
la infección del brazo. En opinión de Ham, su temperatura había descendido bastante
con respecto a la noche anterior, lo que encajaba con los sueños delirantes y los
momentos de lucidez meridiana.

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Por supuesto, había perdido las cerillas. Aunque tampoco hubiesen sido de mucha
ayuda tras semejante inundación. Ham se las había arreglado mejor: aunque pareciera
un milagro, aún conservaba la pistola y las balas de diferente calibre, así como la
cantimplora y la navaja.
—¿Y ahora qué? —preguntó Josh. Ham estaba ocupado en arrancar más trozos de
corteza.
—Supongo que hoy deberías descansar todo lo que puedas. Yo buscaré comida.
Después, haré unas sandalias con esta corteza para que no se nos destrocen los pies
cuando tengamos que caminar. Sobre todo, después de haber estado sumergidos tanto
tiempo en agua salada.
Josh alzó un pie del suelo cubierto de agua. Estaba inflamado y arrugado como
una uva pasa.
—Avanzaremos durante la noche y buscaremos cobijo durante el día —prosiguió
Ham—. Esta noche, en cuanto empiece a refrescar, nos pondremos en marcha hacia
la carretera que está más allá.
—¿Y por qué la carretera? ¿No deberíamos permanecer cerca de los árboles?
Ham hizo además de escupir pero, tras pensárselo mejor, tragó saliva. —Por una
parte, me gusta la idea de moverme por tierras más altas y, por otra, nos resultará
mucho más fácil caminar por el asfalto. Además, será más sencillo encontrar una casa
a lo largo del camino. Y, por último—. Echó un vistazo al agua que cubría el suelo,
—me gustaría saber qué es lo que piso.
—¿Crees que es posible que alguna serpiente haya sobrevivido a la inundación?
—Lo que sé con seguridad es que no todos los caimanes se han ahogado…
Josh tragó saliva. Había esperado pasar un día de amodorrado descanso bajo la
sombra de los árboles pero, en su lugar, comenzó a imaginar que el pantanal se
llenaba de caimanes, corvinas varadas y serpientes: serpientes de cascabel, cabezas de
cobre, bocas de algodón y mocasines de agua.
—Ham, ¿qué tal si me cortas dos ramas pequeñas para entablillarme el brazo? En
cuanto tenga la muñeca vendada, te seguiré hasta la carretera y descansaremos allí.
Era casi mediodía cuando se pusieron en marcha a través del pantanal. Ambos
estaban desnudos de cintura para arriba. Josh había perdido la camisa durante el
huracán y Ham había hecho tiras la suya para vendar el codo de Joshua y atarlo al
tronco del almez antes de atarse él mismo. No hacía, ni mucho menos, tanto calor
como el que habían sufrido las semanas anteriores a la tormenta, pero la temperatura
aún superaba los veintiséis grados y el ambiente estaba increíblemente húmedo. Tras
haber bebido varios litros de agua de lluvia la noche anterior, Ham sudaba a chorros.
Había nubes de insectos revoloteando a su alrededor: moscas, jejenes y los primeros
mosquitos, que habían vuelto a hacer acto de aparición tras el impresionante
vendaval. El aire resultaba bochornoso y húmedo, y olía a fango y a pescado podrido.
Los charcos que se abrían entre los montículos de grama de costa se asemejaban a los
pedazos de un espejo roto. La luz del sol arrancaba destellos de su superficie. Josh

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caminaba con los ojos casi cerrados a causa del intenso resplandor.
Una tonelada de peces había quedado varada tras el dique fortuito que formara la
autopista 87 cuando el mar retrocedió. Josh observó cómo se retorcían junto a sus
pies mientras caminaba: corvinas y platijas y unos cuantos róbalos. Las garzas y las
garcetas se estaban dando un festín; se paseaban por el pantanal picoteando
pececillos, crías de serpiente y las escandalosas ranas que habían comenzado a
agruparse sobre cualquier tronco o montículo de hierba. En el cielo se veían
constantemente tres o cuatro grupos de buitres, cada uno de los cuales indicaba el
lugar donde yacía el cuerpo de una vaca ahogada o de una zarigüeya empalada en
alguna cerca de alambre de espino.
Les llevó más de una hora regresar a la autopista 87 y, a pesar de la alegre
conversación de Ham —compuesta en su mayoría por prácticos y útiles consejos a
poner en práctica, en caso de tener que luchar cuerpo a cuerpo contra un caimán—,
Josh se sentía exhausto. La autopista estaba cubierta por una gruesa capa de lodo de
una consistencia semejante a la de la grasa de los motores, salpicada de peces
moribundos, pájaros ahogados y tiras de algas. Josh se sentó al estilo indio y se
inclinó hacia delante con el brazo herido apoyado sobre el vientre, hasta dejar la
cabeza cerca de las rodillas. Esperaba que las larvas estuvieran alimentándose con su
carne. Se adormiló en esa incómoda postura mientras Ham se marchaba en busca de
comida.
El hombretón regresó satisfecho consigo mismo.
—La marea aún está muy alta, pero ya se ve un poco de arena en la parte superior
de la playa. Hay montones de escombros amontonados contra las dunas. Creo que allí
podremos encontrar refugio.
Guio a Josh hacia la playa, donde la rama de un gigantesco roble perenne,
arrancada hacía muy poco tiempo del tronco, yacía contra una duna tras haber sido
arrojada por el mar. Había perdido la mayoría de las hojas, pero Ham consiguió un
poco de sombra una vez apiló unas cuantas algas, algunas matas de verdolaga y unos
cuantos carrizos sobre el entramado que formaban las ramas más pequeñas en uno de
los extremos.
Josh se introdujo con cautela en el nido de ramas. No era muy cómodo y, en lugar
de dormir, pasó toda una infructuosa hora intentando apartar las ramas más molestas
con la mano izquierda. Ham amontonó manojos de verdolaga, de lechuga de mar, y
de llantén para comer.
—Creo que deberíamos dejar el pescado y la carne para cuando podamos
encender fuego —explicó.
Josh no tenía apetito, pero se obligó a mordisquear las saladas plantas. La tarde
estaba despejada y soplaba una brisa ligera, pero el mar seguía encrespado. Olas de
hasta dos y tres metros rompían a unos treinta metros mar adentro. La espuma blanca
se extendía por la playa a poca distancia del lugar donde Ham y Josh estaban
sentados, apiñados el uno junto al otro en busca de sombra bajo el improvisado tejado

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hecho de algas y helechos. Ham meneó la cabeza mientras masticaba un puñado de
lechuga de mar.
—Menudo temporal.
—¿Crees que el Martes de Carnaval se habrá quedado atrapado en la tempestad?
—preguntó Josh, esperanzado.
Cogió una hoja de llantén y la probó. La planta contenía una gran cantidad de
mucílago, sustancia que formaba parte de muchas de sus pociones y emplastos para
curar cortes y hematomas. Lo más probable es que debiera ponerse un poco sobre la
herida de la muñeca pero, puestos a pensarlo, no acababa de decidirse a quitarse la
venda.
Ham había dejado de comer.
—Ni siquiera se me había ocurrido. Ese huracán soplaba de Este a Oeste, así que
a nosotros nos ha tocado el frente derecho de la tormenta. Eso quiere decir que el ojo
ha debido pasar muy cerca de casa.
—Era lo que merecían esos cabrones —contestó Josh. Tenía un sabor amargo en
la boca después de pasar toda la mañana masticando corteza de sauce. Ham lo miró.
—Que se joda Galveston, ¿no?
—Me da exactamente igual —dijo Josh. Las hojas de llantén tenían un ligero
sabor a salmuera. Se preguntó qué cantidad de sal estarían comiendo—. Será mejor
que encontremos agua esta noche.
—Esos marineros me provocaron una buena quemadura con la cuerda cuando nos
ataron —comentó Ham—. ¿Y esa gente del tribunal? Sin tener en cuenta al sheriff y
al diácono Bose, ¿qué pasa con todos esos primos de los Gardner, con las sirvientas y
los niños que vinieron para disfrutar del espectáculo? Una manera cojonuda de
levantarte el ánimo, ¿no te parece? Si ese temporal les ha dado una lección, se la
tenían merecida. Sí, señor.
Josh dejó de comer.
—¿Qué es lo que te pasa?
—¿Y por qué quedarnos ahí? —preguntó Ham, rascándose la barba que le cubría
las mejillas quemadas por el sol. Tenía los ojos entrecerrados y su rechoncho rostro
estaba desfigurado por la ira—. ¿Por qué no arrasar la puta isla hasta dejarla limpia?
Por supuesto, algunas de las casas grandes aún estarán en pie, pero por lo menos
habrás matado a toda la chusma.
—¿He hecho algo para cabrearte?
—Al menos, ahora tienes un «lugar de trabajo esterilizado» por primera vez —
dijo Ham mientras contemplaba el embravecido océano, que seguía expresando su
furia al estrellarse ruidosamente contra la orilla.
Josh recordó las escandalosas gaviotas que habían atravesado el agua hacia la
oscuridad de la noche. Si el Martes de Carnaval no había llegado a tierra a tiempo, se
habría perdido con total seguridad.
—No he querido decir que me gustaría que todos hubieran muerto.

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—Por supuesto que no —asintió Ham—. Eres médico, ¿no? Te dedicas a cuidar
de la gente.
—¿Qué es lo que esperas de mí? —preguntó Josh—. Nos echaron a patadas,
Ham. Si regresamos nos matarán; a los dos. Traté una y otra vez hacer las cosas lo
mejor que podía, pero no les caí bien, ¿vale? No hay problema, capté el mensaje.
—Eres un gilipollas —dijo Ham. Se secó el sudor de su enrojecido y enorme
rostro con una mano—. Sí nos caías bien, Josh. A mí y a Shem, a Penny, a los Grook
y a los Stephenson. Y al chico de los Bowl al que salvaste, el que se estaba muriendo
de asma. Nos caías bien. Pero no éramos ricos, por eso contábamos una mierda. —Su
semblante estaba cargado de frustración y hastío—. ¿Todavía no te has dado cuenta
de por qué te pone cachondo esa zorra Gardner?
—¿Cómo?
—No es a ella a quien quieres follarte, Josh, sino a su casa. —Los pliegues de
carne quemada por el sol se desparramaron por encima de la cinturilla de los
andrajosos pantalones de Ham en cuanto este se llevó una mano a la entrepierna e
impulsó sus enormes caderas hacia arriba—. Quieres arrastrarte por los suelos de la
consagrada y formal Duquesa de la Comparsa de Momus, llevar a cuestas su
porcelana y meterles mano a todos esos fanfarrones que van a sus fiestas. —Meneó la
cabeza y escupió, tras lo cual apretó la mandíbula—. No eres más que un esnob de
mierda, Joshua Cane, y yo soy un gilipollas por haber afirmado alguna vez lo
contrario.
—Eso no es verdad. —Josh se sentía deshidratado y débil.
Meneó la cabeza. Recordaba todo lo que se había dicho de él durante el juicio.
Recordaba que nadie lo había defendido. Nadie, salvo Ham.
El hombretón le ofreció un puñado de comida.
—Creo que voy a descansar ahí fuera, en la playa.
—Ham. Por Dios. ¡Quédate en la sombra, joder! No podemos permitirnos el lujo
de caer en la estupidez. Tienes que quedarte a la sombra para no perder líquidos.
Ham salió como pudo de su pequeño entramado de ramitas de roble.
—Resulta difícil comer aquí dentro, Josh. Tu puta muñeca apesta, si quieres que
te diga la verdad.
—Ham…
—Aquí fuera corre un poco de brisa —continuó Ham—. No soy más que un
inculto patán, Josh. No me siento cómodo en una casa grande y elegante —dijo,
arrastrando las palabras de modo exagerado—. Puedes quedarte con el uso y disfrute
de la mansión.
—Te estás comportando como un niño.
—¿Cómo un niño? —preguntó Ham, tras darse la vuelta con la rapidez de un
zorro y empujar a Josh contra el tronco del maltrecho árbol para rodearle el cuello
con una de sus formidables manos. Le temblaba todo el cuerpo—. Tú… —Se
humedeció los labios—. Tal vez no te acuerdes de que mi hermana Rachel vive en

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una caravana, Josh. ¿Cómo crees que habrá aparecido su remolque esta mañana?
¿Eh? Pero claro, se lo merece, ¿verdad? Todos se lo tienen bien merecido por no
admitir que eres un puto genio.
Josh forcejeó para poder respirar. La enorme mano de su amigo era tan dura como
un ladrillo y seguía presionándole la traquea.
—La gente solía decir: «Ese chico de los Cane es un egoísta, ¿no crees?» y yo me
empeñaba en hacerles ver que estaban equivocados. Si miráis más allá de las espinas,
les contestaba yo, Josh es un buen tipo. Pero no lo eres, ¿no es cierto, Josh? No eres
más que un gilipollas rencoroso que nunca tiene la culpa de nada y al que el mundo le
ha dado la espalda. —El grueso brazo de Ham temblaba por la furia—. Y por tu culpa
¡por tu culpa!, yo no estaba allí cuando mi familia me necesitaba. Tengo familia y
amigos que lo son todo para mí, y los he cambiado por ti. —Se apartó de Josh una
mueca de desprecio—. Así es que, dime ¿cuál de los dos es más imbécil? ¿Cuántas
veces te he salvado el culo? Y tú no has hecho una mierda por mí. Nada de nada.
Puede que mientras yo estaba aquí viendo cómo te compadecías de ti mismo y metías
la mano en las madrigueras de las serpientes de cascabel, cosa que no haría ni un niño
de cinco años, mi gente o mi hermana se estuvieran ahogando. Tal vez mi sobrina
Christy; es posible que haya acabado con un trozo de cristal atravesado en el cuello
porque nadie los ayudó a cubrir las ventanas a tiempo.
Josh estaba muerto de vergüenza. Era la primera vez que veía a su amigo así.
—Ham…
—No quiero escuchar una palabra más, despreciable hijo de puta —le dijo Ham
de modo tajante. Salió de la improvisada cabaña—. Estaré fuera —concluyó. Josh lo
observó mientras se alejaba por la playa, hacia el Oeste, hacia Galveston.

Josh cerró los ojos. A Ham se le pasaría el enfado, se decía. Como siempre. Había
visto al hombretón enfurecerse en otras ocasiones. No era de los rencorosos. De todos
modos… Esa forma tan tajante de despedirse al salir del emparrado… Era la primera
vez que lo había oído hablar así.
El emparrado que Ham había construido y que él estaba usando. «¿Cuántas veces
te he salvado el culo? Y tú has hecho una mierda por mí». La hermana de Ham,
Rachel, tenía dos hijas. ¡Dios!, pensó Josh. Qué gilipollas era. Aun en el caso de que
hubieran logrado sobrevivir de algún modo, iban a tener unos enormes problemas con
el alcantarillado en ese descuidado vecindario. En un par de días comenzarían a
aparecer casos de disentería. Y de cólera. Se frotó los ojos con la mano izquierda y
apoyó la frente sobre la palma. Le dolía la cabeza. Ham tenía razón. No era más que
un esnob egoísta, mezquino y rencoroso. Joder, pensó, si yo fuera otro, tampoco me
admitiría en ninguna Comparsa.
El sonido de los pasos de Ham pronto se perdió bajo el estruendo del oleaje y el
siseo de la espuma sobre la arena. Las gaviotas chillaban. Josh distinguió los
estridentes gritos de una bandada de chorlitos. Cuando eran pequeños, Sloane solía

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llamar a los más grandes «lavanderas» y a las más pequeñas «lavanderillas».
Probablemente ella no lo recordara. Pero él sí. Recordaba cómo perseguía a los
pájaros con Sloane, Randall Denton y Jenny Ford, toda una manada de niños. Las
aves saltaban y agitaban las alas en el aire, ofendidas, y los niños corrían tras ellos, la
mayoría más deprisa que Josh. En una ocasión, recordaba, se detuvo a recoger un
dólar de arena para volver a arrojarlo a la espuma de modo que no se secara. Cuando
alzó la cabeza, sus amigos habían desaparecido. Habían corrido hasta el otro extremo
de la playa; nadie lo había esperado. Lo habían dejado solo.
Le dolía la muñeca y, bajo el calor de la tarde, sentía el cuerpo tan espeso como el
lodo. Exhausto y bajo los efectos de la fiebre, cayó en una serie de sueños inquietos
en los que su madre necesitaba algo que él había perdido por puro descuido y el
tiempo se le acababa. El objeto que debía devolver a su madre cambiaba sin cesar: un
dólar de arena, una Biblia, un reloj de pulsera, un par de medias negras de seda
manchadas de sangre… El sueño seguía y seguía de modo que, cuando despertó, lo
primero que sintió fue un inmenso alivio.
Lo había despertado un ruido; un golpe metálico, monótono aunque ligeramente
melodioso. Un sonido extraño. Abrió los ojos y se sorprendió al descubrir que había
anochecido. Ham también debía haberse quedado dormido. Mirando por los huecos
del entramado de las ramitas, lo único que alcanzó a ver fue el tenue brillo de la luz
de las estrellas sobre las olas que rompían en la orilla. La espuma se extendía sobre la
arena y formaba unos diseños espectrales a lo largo de la playa.
Le dolía la cabeza y tenía sed. Sentía la boca tan áspera como un paño caliente.
Un dolor punzante le atravesaba la muñeca cada vez que intentaba moverse. Metió la
mano en el bolsillo en busca de otro trozo de corteza de sauce. ¿De dónde coño
vendría ese ruido tan extraño? Parecía que alguien estuviese meneando un cencerro
envuelto en un paño de cocina. Comenzó a arrastrarse hacia el exterior de la
improvisada cabaña e hizo una mueca de dolor. Cada latido de su corazón parecía
constar de dos golpeteos distintos provocados por el mismo martillo; el primero le
atravesaba la muñeca derecha y, al instante, el segundo le machacaba la cabeza. Al
asomarse por la abertura del refugio, sintió un soplo de aire fresco en la cara.
Alguien le apoyó un cuchillo en la garganta.
—Si te mueves te corto el cuello —dijo una voz de mujer—. ¿George? He cogido
al pequeño. ¿Le rajo la garganta?

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4.3 Caníbales

J
osh distinguió otra figura delante de la oscura masa del cuerpo de Ham.
—Esta paletilla de ternera no está muerta todavía —dijo el hombre llamado
George con la metódica pronunciación del este de Texas—. ¿El pequeñín puede
caminar?
La mujer que sujetaba el cuchillo contra la garganta de Joshua tosió; tenía una tos
seca.
—¿Puedes andar?
Él supuso, por su forma de hablar, que era negra.
—Vamos a darle un incentivo —dijo George—. Si no puedes andar, te
rebanaremos el pescuezo y te dejaremos en la playa.
—Puedo andar.
—Así me gusta. —Con un gruñido, George giró el cuerpo de Ham de manera que
quedara boca abajo sobre la arena—. Qué grande es este hijo de puta, ¿eh? Y tiene la
cabeza muy dura, también. Le di un montón de golpes con el bate de béisbol. Habría
sido un desperdicio matarlo, pero más vale asegurarse que arrepentirse, ese es mi
lema.
—¿Por qué están haciendo esto? —dijo Josh. Pensó en saltar de nuevo bajo la
pantalla de vegetación, pero eso le habría dejado atrapado. Estaba demasiado débil y
mareado para abrigar esperanzas de dejar atrás a sus captores en una carrera a lo largo
de la playa—. No tenemos nada que merezca la pena, ni siquiera comida.
—¿Ni siquiera comida? —dijo George con una carcajada—. Joder, hijo, vosotros
sois la comida.
El corazón de Joshua empezó a latir con fuerza contra las costillas, como un
pájaro enjaulado.
Caníbales.
Sin dejar de reír por lo bajo, George colocó los brazos de Ham a su espalda y ató
las muñecas con asombrosa rapidez.
—Así son las cosas, hombrecito: cuando haya acabado con este ternero, vas a
quedarte quietecito hasta que te ate. Después saldremos a dar un paseo. Si tratas de
escapar, golpearé la cabeza de tu amigo como si fuera un huevo y después saldré
pitando detrás de ti. ¿Comprendes?
—¿Por qué iba a cooperar? Van a matarme de todas formas.
—Bueno, a ver, el juego no acaba hasta que termina, esa es mi filosofía. Joer,
¡hasta podría dejar que te marcharas! —dijo George con entusiasmo—. Era una
broma hijo. ¿Por qué no te ríes? Ahora hablando en serio: tengo bastante comida,
sobre todo después de un golpe como este. Los buenos currantes, sin embargo, son
difíciles de conseguir. Seguirá con vida e intacto mientras sea útil. —George se
dedicó a los tobillos de Ham—. No es nada personal, amigo. Pero el viejo mundo es

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duro, y todo el mundo debe tener cuidado con el número uno. Martha, ayúdalo a salir
de ese cobertizo y asegúrate de que puede andar.
La punta del cuchillo instó a Josh a salir fuera. Se obligó a ponerse en pie, sin
dejar de morderse los labios para luchar contra la oleada de vértigo. La tal Martha
volvió a toser.
—A mí me parece que está un poco tembloroso. Y flaco, también.
—Eres una maldita bigarda, Martha. —George se colocó detrás de Josh y empezó
a atarle las muñecas con lo que parecía un alambre. Josh gritó y se sacudió cuando el
lazo se apretó sobre el antebrazo donde estaba la mordedura de la serpiente. George
lo golpeó con fuerza en la parte trasera de la cabeza y cayó de bruces contra la arena.
El hombre se sentó sobre su espalda.
—Bueno, ¿qué coño pasa? Trae algo de luz, Martha. Ah, ya veo. Bueno, no pasa
nada. Te ataremos por los codos, entonces… Eso es; así está mejor, ¿no es cierto?
Josh trató de dejar de gimotear mientras el dolor de su muñeca disminuía. Tenía
los brazos atados con fuerza a la espalda, y sus codos casi chocaban el uno contra el
otro. George lo giró de manera que quedara con la espalda sobre la arena y después se
colocó en cuclillas sobre él, con una rodilla a cada lado de su pecho, y cogió su
barbilla para impedir que moviera la cabeza.
—Es posible que quieras cerrar los ojos —dijo George.
—¡Puedo andar! ¡Puedo andar! ¡No me mate, por favor! —Josh cerró los ojos con
fuerza.
—Si quisiera matarte, ¿por qué iba a desperdiciar el tiempo atándote? —Josh
escuchó un clic, seguido un momento después por el tenue olor del queroseno
arrastrado por la brisa del Golfo. Abrió los ojos de repente al sentir un dolor
abrasador en la frente que le hizo corcovear y dar alaridos.
Lo habían marcado como al ganado.
—¡Bienvenido al Bar V! —exclamó George.
Martha sujetaba un espigado sello fabricado con el alambre de una percha y que
resplandecía con un rojo apagado. Josh se debatió contra las ataduras al oler el hedor
de su propia carne quemada. George rio entre dientes y le quitó el hierro a Martha.
Un momento después estaba agachado sobre Ham, marcando su frente. El hombretón
gimió y se sacudió; su enorme cuerpo se estiró y se enderezó sobre la arena mientras
George se separaba de él.
Ver a Ham tan indefenso, con los tobillos atados y las manos ligadas a la espalda,
consiguió que algo chasqueara en la mente de Josh y que todo el miedo y el dolor se
transformaran de repente en una cólera fría y amarga.
—Si de verdad quiere que caminemos, dele la vuelta —dijo Josh—. Si lo golpea
en la cabeza, puede provocarle una conmoción. Eleve sus pies y dele algo de agua
para que no entre en shock.
Una esbelta llama se desprendió de la mano ahuecada de George: un encendedor
plateado. Eso debía de ser lo que había utilizado para poner al rojo el hierro.

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Ocultando la llama parpadeante del mechero con su cuerpo, George observó a Josh.
Este le devolvió la mirada a su captor. George había nacido blanco, pero el sol y el
viento habían tornado su piel de un color caoba rojizo. La correosa dermis de su
rostro estaba llena de surcos y líneas profundas. Tenía el aspecto curtido de un
hombre que había tenido una vida demasiado dura y sufrido demasiado por el
hambre, la sed y las enfermedades. Era un aspecto que Josh había visto en otras
ocasiones, en sus pacientes más pobres y maltratados. A primera vista, cualquiera
hubiese creído que George era un hombre fuerte de cerca de setenta, pero Josh se
figuró que estaba más cerca de los cuarenta y cinco. Tenía el pelo frágil y encrespado
característico de la malnutrición. Las dos mejillas de su huesudo rostro estaban
cosidas con una larga y profunda cicatriz. La carne de las cicatrices estaba arrugada y
llena de nudos desde el pómulo a la mandíbula. Sobre ellas, en la frente, tenía una
tercera cicatriz, una V borrosa como la que había marcado sobre la frente de Josh y
de Ham, pero esta había sido cortada, y no quemada.
—¿Eres médico? —preguntó George.
—Algo así.
Martha tosió. Josh se quedó tumbado sobre la arena, con los brazos a la espalda y
los tobillos atados. Recuperó su aire frío y profesional y se cubrió con él si fuera una
bata de laboratorio. Era la única tapadera que le quedaba. —Si quiere que Ham
camine, será mejor que eleve sus pies. Lo haría yo mismo, pero…— A Josh se le
saltaron las lágrimas de dolor cuando George le dio unos golpecitos en la quemadura
de la frente.
—Yo soy quien da las órdenes aquí —dijo—. ¿Me has oído, hijo? —Josh no
respondió. George extendió una mano tras su espalda y le dio un apretón en la
muñeca hinchada—. ¿Me has oído?
Josh jadeó.
—Sí, señor.
—Así me gusta —dijo George. Un momento después, giró el cuerpo de Ham de
manera que los pies quedaran en alto sobre la orilla. A continuación, derramó unas
cuantas gotas de agua de su cantimplora en la boca de Ham. Ham tardó diez minutos
en recuperar la consciencia. Media hora más tarde, Josh y él se tambaleaban despacio
a lo largo de la autopista 87 bajo las estrellas, con los brazos atados a la espalda y los
tobillos maneados. Sus captores caminaban tras ellos: Martha taciturna y sin dejar de
toser; George con un incansable buen humor. A pesar de que la cólera no lo
abandonaba, Josh sintió que empezaban a flaquearle las fuerzas. La tercera vez que
cayó sobre la carretera, George se detuvo.
Una delgada franja de cielo empezaba a iluminarse al este, en el horizonte.
George hizo que Josh y Ham se tumbaran, espalda contra espalda sobre la carretera.
Josh podía sentir cómo empezaban a tensarse los músculos de Ham mientras George
se inclinaba para amarrarlos juntos. El hombre hizo una pausa y le dio una patada
brutal a Ham en el abdomen.

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—No haga tonterías —dijo sin dejar de reírse por lo bajo.
En pocos segundos, utilizó otro pedazo de cuerda para atarles los brazos.
—Martha, voy salir a explorar en busca de agua y algo que comer. Si alguno de
ellos hace el más mínimo intento de moverse, pincha al más pequeño y mantente
alejada. Dudo que el grande vaya demasiado lejos con el otro a las espaldas.
Martha tosió.
—Tengo hambre —dijo mientras miraba a Ham.
George se echó a reír.
—No por mucho tiempo.
En aquel momento los abandonó para dirigirse tierra adentro. Pudieron oírle
caminar a través de la ciénaga de grama mucho después de que su oscura silueta
desapareciera de la vista.
La luz gris se filtraba con lentitud a través de la humedad del aire. Josh y Ham
yacían espalda contra espalda, con el primero de cara hacia tierra. La brisa del Golfo
se había detenido a mitad de la noche. La hierba y los carrizos permanecían inmóviles
en el agua grisácea, que todavía cubría gran parte de la pradera anegada. Largas
formas gibosas moteaban el llano. Algunas permanecían quietas, pero otras se
movían como bestias gigantes, tan grandes como robles, que se agachaban y
levantaban sus enormes cabezas como si estuvieran bebiendo. De pronto, Josh se dio
cuenta de que eran pozos de petróleo, herbívoros solitarios del tipo que ellos
llamaban bombas de balancín o cabezas de caballo. Trató de humedecerse los labios
agrietados.
—Ahora sé por qué no podíamos ver casa o granero alguno —dijo.
—Esta zona debía pertenecer a una compañía petrolífera. Está plagada de bombas
de balancín —gruñó Ham.
—Son caníbales —dijo Josh—. George dice que vamos a trabajar como esclavos,
por lo que he podido deducir. Dice que no nos comerá hasta que no podamos seguir
trabajando. ¿Cómo va tu visión?
—Un poco borrosa, pero no demasiado mal. Tengo la cabeza como si me hubiera
dado una coz un caballo.
—Fue un bate de béisbol de aluminio. Lo vi cuando nuestro camarada George se
marchaba.
—El Obús Easton —dijo Martha con una breve carcajada—. Era de mi hermano.
Lo tengo desde el Diluvio.
Josh entrecerró los ojos para observar a Martha, que estaba sentada de piernas
cruzadas en la carretera, por detrás de ellos. Era una mujer negra y larguirucha, con
ojos amarillos enfermizos y esa apariencia desabrida de alguien cuyas sencillas
expectativas aún no se han cumplido. Sus mejillas tenían las mismas cicatrices que
las de George, pero había una marca diferente en su frente, un rombo atravesado por
una línea. Era más joven que George, según su opinión: entre treinta y cinco y
cincuenta. Debía de tener nueve o diez años cuando cayó el Diluvio, y había crecido

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en la sangrienta anarquía que lo sucedió.
George era esbelto y fibroso, pero Martha estaba increíblemente delgada.
Demasiado delgada, en realidad. Incluso en las épocas de mayor dureza, el mar debía
de proporcionar alimento más que suficiente para poner algo más de carne sobre sus
huesos, pensó Joshua. El nudillo de su dedo anular izquierdo estaba el doble de
hinchado que los demás dedos de sus huesudas manos. ¿Artritis? ¿Escorbuto? Sus
pechos colgaban planos bajo una camiseta de algodón de mangas largas. Llevaba
pantalones de poliéster que habían sido remendados una y otra vez con trozos de
otros tejidos, y un par de sandalias de dedo de goma en los pies. Josh las observó con
envidia; sus pies ya estaban agrietados por el viento y la sal, y tenía un montón de
ampollas en los dedos. Martha todavía sujetaba el cuchillo en la mano, una hoja de
veinte centímetros con un mango moldeado de goma antideslizante. Lo que una vez
fuera la hoja gruesa de un cuchillo de caza, a juzgar por el acero que había junto a la
empuñadura, había acabado pareciendo un delgado cuchillo para cortar carne ya que,
tras años de afilarlo, el borde dentado de la hoja había desaparecido.
Martha tosió.
—No me mires.
—Ayúdanos a librarnos de George y te aseguro que haremos que te merezca la
pena —dijo Ham.
Martha se echó a reír.
—Eso no llevaría mucho tiempo. ¿Cómo piensas, exactamente, conseguir que me
merezca la pena, ternero? George me ha dado un lugar donde vivir. George y yo
conocemos la tierra, y conocemos a los tipos de por aquí. Vosotros no tenéis nada. No
sabéis nada. En el momento en que os librara de esas cuerdas, me cortaríais el
pescuezo.
—No lo haríamos —dijo Ham—. Entonces sois más imbéciles de lo que parecéis
a simple vista —contestó Martha. A Josh no le gustó cómo había sonado eso.
—¿Josh? —dijo Ham de repente un rato después.
—¿Sí?
—Gracias de nuevo por meterme en esto.
Josh observó cómo las cabezas de las bombas subían y bajaban entre los juncos.
—De nada —dijo.
El silencio se instauró a medida que la luz del día se extendía. Un mosquito
zumbó en el oído de Josh. Otro se posó en su mejilla. Sacudió la cabeza con el fin de
quitárselo de encima. El bicho se apartó un instante antes de volver a posarse. Tenía
los brazos atados a la espalda. Observó al mosquito, esforzándose por no perder de
vista el objetivo, mientras el insecto atravesaba su piel. Anopheles. Se preguntó si
sería portador de la malaria o la fiebre amarilla.
Martha tosió de nuevo. Una alarma sonó en las profundidades del cerebro de
Joshua. Giró la cabeza de pronto para contemplar de nuevo la articulación hinchada
de su dedo anular izquierdo.

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—¿Desde cuándo…? —Se detuvo para hacer unos cálculos.
—¿Qué?
—Nada —respondió.
Tenía una idea, pero tendría que esperar a que volviera George.

Su secuestrador regresó de un humor excelente, con cuatro corvinas de buen tamaño


dentro de una bolsa de plástico. Le dio el pescado a Martha para que lo limpiara
mientras él lavaba la bolsa con agua de mar.
—¿Los ha pescado con un bate? —preguntó Ham cuando el hombre regresó—.
Supuse que tendría que fabricarse un arpón.
—No ha sido necesario. —George sonrió y cogió un puñado de yesca de su
mochila—. Hay peces atrapados en pequeños charcos por todos lados. Lo único que
hay que hacer es dar una patada en el fondo. Cuando está lleno de barro, se acercan a
curiosear. Entonces los atizas con el bate, igual que te atizamos a ti cuando paseabas
por la playa. —Limpió un trozo de carretera y apiló un montón de helechos, cabezas
de espadaña y agujas de pino secas. Encima de la yesca colocó ramitas, seguidas por
trozos más grandes de hojarasca y pedazos de madera que la tormenta había traído a
la playa.
—De todas formas, no quiero que os preocupéis. Os daré algo de desayunar esta
mañana. Os vendrá bien para el corazón.
—George —dijo Martha.
—«No pongas bozal al buey que trilla» —entonó George—. Tienen que ser
capaces de andar, ¿no es cierto? Al menos por hoy.
Se inclinó sobre el fuego y encendió el mechero plateado. La yesca chasqueó y
empezó a echar humo, renuente a prenderse. El agua que había caído durante la
tormenta, o bien la siempre presente humedad de la costa del Golfo, había conseguido
que estuviese mojada. Al final, un penacho de agujas de pino se encendió y
aparecieron pequeñas lenguas de fuego en algunas de las ramas más pequeñas.
George sacó una abollada sartén con patas de su mochila. Hizo un gesto hacia el
cielo; el sol de la mañana resplandecía sobre el pantanal de grama; podía escucharse
el tenue rugido de las olas al romper en la orilla.
—Son los días como estos los que hacen que te alegres de seguir con vida, ¿no os
parece?
—Disculpe si Ham y yo no nos ponemos a cantar aleluyas —dijo Josh. Todavía
yacían atados de espaldas sobre el pavimento.
George se detuvo y miró a su alrededor con una expresión divertida.
—¿Cómo has dicho que se llama tu amigo el grandote? ¿«Ham»? Dios mío, ¡al
final tendré que comérmelos! ¡Ham! Eso es lo que yo llamo una Señal.
—El pequeñito parece bastante fibroso —dijo Martha sin dejar de sonreír. George
reflexionó un instante.
—No hay mucho para un asado, tengo que admitirlo, pero yo diría que ya se

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parece bastante al tasajo. Seis horas en el ahumadero y podría guardarlo en el bolsillo
trasero y dejar espacio suficiente para una lata de tabaco para mascar.
Martha se echó a reír sin muchas ganas, y George rio entre dientes hasta que tuvo
que limpiarse las lágrimas y atender el fuego, que amenazaba con desmandarse.
—Ahora, encárgate de esos peces, Martha. Siempre me ha encantado el pescado,
incluso antes del Diluvio. Supongo que vosotros, muchachos, sois demasiado jóvenes
para recordar el mundo de entonces. Incluso Martha es incapaz de recordarlo, en
realidad.
—Nosotros teníamos una televisión en color y veíamos los dibujos los sábados
por la mañana —dijo Martha—. Tuve que ir al funeral después de que los vecinos se
comieran a mi hermano. Llevaba zapatos rojos.
—Nadie se comió a tu hermano —dijo George de manera brusca—. De cualquier
forma, murió después del Diluvio. Siempre lo mezclas todo. Ni siquiera sabe cuántos
años tiene. ¿En qué año estamos, cariño? —Martha no respondió—. ¿Veis? Daría lo
mismo preguntárselo a una serpiente de cascabel. —George colocó la sartén sobre el
fuego y Martha puso dos filetes de corvina encima.
George se agachó en la carretera sin dejar de sujetar la sartén sobre el fuego
humeante.
—Sin embargo yo era un hombre adulto. Lo recuerdo. Las cosas eran fáciles por
aquel entonces, esa es la pura verdad. Y, sin duda, era estupendo ver un partido en la
tele y beber una cerveza. Pero esa vida es para los borregos, no para los hombres. —
Hizo un gesto con la sartén para señalar el amplio mundo—. Aquí fuera, hoy en día,
solo sobreviven los más aptos. Es duro. Es difícil. ¿Es uno el cazador o la presa? Pero
eso te hace fuerte. En los viejos tiempos, el gobierno se quedaba con la mitad de lo
que ganabas para dárselo a los negros débiles y perezosos, a los drogadictos y a los
pandilleros. A las manzanas podridas blancas también, no solo a los negros —añadió
a la par que echaba una mirada de reojo a Martha—. En la actualidad, puedes hacerte
una idea mucho más acertada de lo que vale un hombre en realidad.
—Que te jodan, gilipollas de mierda —dijo Ham. Josh no señaló que le había
oído decir a Ham casi lo mismo—. Me cago en tu puta madre, cabrón. George meneó
la sartén sobre el fuego y sonrió. —Bueno, no hay nada bueno en un zorro, según las
gallinas. Martha apartó la cabeza del pez que estaba destripando y se sacudió otra vez
con esa tos seca.
—¿Desde cuándo la tienes?
—¿Tener qué?
—Esa tos.
—Ah. —Se encogió de hombros—. Un par de semanas, tal vez. No es nada.
—¡Un par de semanas! —exclamó George—. Di mejor dos meses. No me deja
dormir por las noches y hace que se menee cuando echamos un polvo. Es una gripe.
—Es una gripe —repitió Martha.
Josh dijo:

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—¿Alguna vez le dan sudores nocturnos, Martha?
La mujer cortó la cabeza a un segundo pez con un golpe furioso.
—¿Y a ti qué te importa…?
—Sí, eso también. —George miró con atención a Josh—. Lo he visto yo mismo.
Josh deseó gritar de alegría. Ahora tenía enganchado a George.
—Vaya, vaya —dijo.
El olor de la corvina frita llegó a su nariz y recuperó el apetito por primera vez en
tres días. Sus glándulas salivares se contrajeron, a pesar de que había bebido tan poco
agua que solo una cantidad mínima de saliva se derramó en su boca.
—Crees que tiene algo —dijo George.
Josh se encogió de hombros.
—Es la gripe —espetó Martha.
La mujer observó a Josh con atención. Los huesos de sus muñecas se distinguían
con total claridad mientras les sacaba las tripas a los peces y las lanzaba a la cuneta
que había junto al arcén. A la luz del día, su rostro parecía incluso más huesudo, sus
mejillas surcadas de cicatrices más hundidas, y los huesos de su frente eran
claramente visibles bajo la piel.
—Martha, podrías dejar que el hombre hiciera algunas preguntas. Si estás
enferma, necesitaremos algo de ayuda —dijo George con calma.
—No querrás ser débil —dijo Ham con sarcasmo—. Es un mundo difícil el de ahí
fuera. El perro se come al perro. Solo sobreviven los más fuertes.
Bendito seas, pensó Josh. No podrías haber dicho nada mejor aunque lo
hubiéramos ensayado durante una hora.
—¿Alguna vez tiene fiebre por las tardes? —preguntó Josh—. Digamos, ¿desde
media tarde hasta la puesta de sol?
—No —respondió Martha.
—¿Ha perdido peso los últimos meses?
—No.
Josh echó un vistazo a George. Este bajó la mirada a la sartén.
—¿Se le han inflamado las articulaciones? No todas… ¿puede que una o dos? —
Josh pudo apreciar cómo la mirada de George salía disparada hacia el hinchado
nudillo del dedo anular de la mano izquierda de Martha.
—En mi familia era habitual el reumatismo.
Josh se quedó callado.
—¿Y bien? —inquirió George.
Josh parpadeó.
—¿Qué? Ah, probablemente sea la gripe. De todas maneras, no hay forma de que
pueda hacer un diagnóstico seguro, no sin la prueba de TB.
—¿TB? —preguntó George—. ¿Tuberculosis?
—Se está inventando toda esa mierda —dijo Martha, furiosa.
—Solo me preguntaba el origen de la tos —dijo Josh. Ham giró la cabeza para

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tratar de ver la cara de Joshua. Este se encogió de hombros—. Lo más probable es
que sea una gripe.
Martha dejó el pez y se levantó. Caminó hasta donde yacía Joshua en la carretera
y le dio una patada tan brutal en el abdomen que el hombre se dobló contra la espalda
de Ham, acosado por las náuseas.
—Yo no soy débil —dijo la mujer. Miró fijamente a George—. No creas nada de
toda esa mierda.
—No me preocupa —dijo sin dejar de mirar la sartén. Pero su efervescencia
previa había desaparecido, y cuando el pescado estuvo listo, Josh y Ham no
recibieron ni un solo pedazo.
Josh había tenido la esperanza de que después de la parada del desayuno
acamparan para pasar el día, pero George dijo que había que seguir adelante.
—Quiero llegar a casa esta noche —explicó—. Al paso que vais, muchachos, eso
nos llevará bastante tiempo.
Josh no pudo convencerle de que les diera algo de comida, pero se mostró de
acuerdo en darles algo de agua. Martha dio un largo trago de la cantimplora y luego
les dejó que dieran un sorbo.
—Ha sido una tormenta infernal —apuntó George al contemplar el mar mientras
cogía el agua que le ofrecía Martha.
Josh observó que limpiaba la boca de la cantimplora con la manga de la camisa
antes de dar un trago. Y, en su opinión, Martha también se había dado cuenta.
George desató las cuerdas que unían a Josh y a Ham y emprendieron el camino
aún con los tobillos y los brazos atados. Los obligó a trotar, sin dejar de gritar y de
empujarlos constantemente. A medida que el sol ascendía y el día se volvía más
caluroso, aminoraron aún más el paso.
—Estoy perdiendo la paciencia —dijo George con los labios apretados.
Algún tiempo después, vio otra rama de roble que la tormenta había arrastrado
hasta la playa. Se acercó al trote por la carretera y usó el bate de aluminio para partir
un buen trozo.
—Esto debería servir —dijo mientras sacudía con fuerza el astillado extremo de
la vara contra la espalda de Ham. Este gruñó de dolor.
Los hizo avanzar más deprisa, bien por medio de latigazos en las pantorrillas o
bien con azotes en los hombros o en la espalda cuando aminoraban el paso. El breve
respiro del calor del verano que había seguido a la tormenta se había evaporado.
Hacía mucho calor, tanto como antes del huracán. El bochorno era insoportable, y a
medida que avanzaba el día el hedor se volvía peor; un hedor a barro recalentado y a
los cuerpos descompuestos de los peces y los animales que había matado la tormenta.
A Josh le escocían los ojos por el sudor incesante. Le preocupaba la deshidratación.
Se caía una y otra vez, solo para que George lo levantara de nuevo. Ham no era tan
afortunado: cuando se caía, George lo golpeaba con el palo hasta que volvía a
levantarse por su cuenta. Josh se preguntaba si George estaba mostrándole una

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especie de favoritismo, como si tuviese planes posteriores para él y no para Ham. O
quizás George fuera lo bastante inteligente para no acercarse demasiado al
hombretón. Incluso atado, Ham era bastante más alto que el resto, y, enorme como
era, habría sido capaz de hacer mucho daño con un solo golpe del hombro o de la
cabeza.
También estaban los mosquitos; nubes y nubes de ellos. Hacia la mitad de la
mañana, George hizo un alto.
—Estos pequeños cabrones nos van a comer vivos. Martha, acércate a esa hierba
de allí y trae algo de barro. Yo echaré un vistazo a los chicos. Ten cuidado con los
caimanes.
Ella asintió con la cabeza y se dirigió hacia el cenagal. Josh se dio cuenta de que
se había llevado el cuchillo. George se dio la vuelta.
—Tú, siéntate —le dijo a Ham mientras lo golpeaba por detrás de una rodilla con
el palo.
Ham cayó de rodillas al suelo. Sus enormes hombros se encorvaron mientras
jadeaba en busca de aire.
—Que Dios me ayude si alguna vez logro ponerte las manos encima…
—No lo harás, ternero, así que reserva el aliento. —George cogió a Josh del brazo
y lo giró de forma que ambos quedaran de cara al mar, con la espalda hacia Martha y
el cenagal—. Ahora, Josh —dijo en voz baja—, creo que tú y yo deberíamos llegar a
un acuerdo. Un cuerpo grande es útil durante algún tiempo, pero un médico… No
puedo hacerte ninguna promesa, no sin hablar antes con Martha, pero no creo que
tenga sentido desperdiciar la educación que has recibido haciéndote trabajar en el
campo. De hecho, creo que podría aventurarme a decir que no deberías llevar
ataduras. Tan solo un pequeño corte en la corva, ya sabes, para asegurarme de que no
te vas muy lejos. Con eso y con la marca que te he puesto, dudo mucho que te
robaran. Tú y yo podemos llegar a tener una relación muy provechosa.
Josh se obligó a permanecer sereno y concentrado, a ignorar el dolor de la
muñeca y las nubes de mosquitos que ya habían cubierto de picaduras su pecho
desnudo.
—¿Y qué pasa con Ham?
—Bueno… te diré una cosa —dijo George después de una pausa—: es muy útil
tener a mano un cuerpo grande como ese. No puedo dejarlo pasearse por ahí sin
ataduras, por supuesto. Pero si nos llevamos bien y todo eso, podríamos utilizar una
espalda fuerte en el rancho.
Josh entendió que aquello significaba que el hombretón resultaba obviamente
peligroso y que le cortarían la garganta en el momento en que llegara al ahumadero
de George por sus propios medios.
—Me alivia oír eso —dijo.
George se acercó poco a poco.
—Ahora, háblame un poco sobre la tuberculosis. ¿Es muy contagiosa?

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—En realidad, no mucho. Lo más probable es que le pusieran la vacuna y las
dosis de recuerdo cuando estaba en el colegio. George se pasó una mano por su
arrugada cara.
—Hmmm. ¿Y qué pasa con la pobre Martha, entonces? ¿Cuáles son sus
posibilidades?
—Lo más seguro es que sea la gripe.
George hizo una mueca y bajó la voz aún más.
—Yo no estoy tan seguro. Digamos que tengo razones para creer que ha dicho
unas cuantas mentirijillas al responder a esas preguntas que le ha hecho.
—Vaya —dijo Josh—; si eso es cierto, me temo que la tuberculosis es una
posibilidad muy real. —Una realidad, de hecho; Martha era el caso más claro de
enfermedad que había visto desde hacía años—. Si es tuberculosis, su esperanza de
vida es bastante corta. Seis meses, tal vez. Un año como mucho.
George echó un vistazo a sus espaldas. Martha estaba metida hasta las rodillas en
el cenagal, colocando puñados de barro sobre su piel para mantener alejados a los
mosquitos. Se había cubierto toda la piel visible del rostro, las muñecas, los pies y los
tobillos, y ahora había empezado a untar sus ropas también. George volvió a girar la
cabeza hacia el mar.
—Eso es muy duro. Llevamos juntos muchos años. La encontré y cuidé de ella
desde que tenía trece años. Mucho tiempo. Tenemos tres hijos.
—¿Los chicos están en casa?
—En realidad, no —dijo George. Sacudió la cabeza—. Hacemos un buen equipo,
Martha y yo. Les pasa a todos los hombres, ¿no es así? «La naturaleza es roja en uñas
y dientes», solía decir mi padre. Aprovecha la vida hoy, mañana podrías estar muerto.
Ese es mi lema.
Los dos hombres se quedaron de pie juntos y contemplaron el romper incansable
de las olas sobre la orilla. George se movió de repente.
—Solo por curiosidad —dijo—. Si algo… digamos un caimán o un viejo
coyote… encontrara el cuerpo de alguien que ha muerto así, ¿contraería la
tuberculosis por comérselo?
—¿Por comerse el cadáver?
—Por curiosidad, nada más.
—Yo diría que sí —dijo Joshua con su voz más fría, considerada y profesional—.
Desde luego, no si no se comiera las articulaciones inflamadas o los pulmones. Y, por
supuesto, la cocción eliminaría el problema.
—Ya veo —dijo George—. Pero los coyotes no cocinan, ya sabe.
—Supongo que no —dijo Josh. Martha chapoteó a través de la zanja que había a
un lado del camino y volvió a dirigirse hacia la carretera.
—Ni una palabra —murmuró George—. No inquietemos a la pobre chica. —Se
volvió hacia Martha con una enorme sonrisa—. Te toca vigilar el gallinero, querida
mía.

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Josh notó que se llevaba el bate de béisbol con él.
Josh miró a Martha y descubrió que ella lo observaba fijamente. En voz baja, le
dijo:
—George acaba de preguntarme…
—Una palabra —le advirtió la mujer— y te corto la polla.
Y después empezó a toser.

El día se volvió más caluroso y no hubo más charlas. El barro que había sobre la piel
de Martha y de George se coció y endureció. Josh y Ham avanzaban en medio de una
nube de mosquitos. De vez en cuando, Ham soltaba un gruñido de repente, agitaba la
cabeza como un oso furioso y se dejaba caer de rodillas para rodar sobre la carretera,
como si de esa forma pudiese aplastar a los torturadores insectos bajo su cuerpo. La
primera vez que ocurrió, Josh temió que George golpeara a Ham sin piedad, pero
debía de haberse despertado entre ellos una pizca de compañerismo, un odio hacia los
mosquitos que los hermanaba a todos. Después de un momento, Ham se puso en pie,
luchó para recuperar el equilibrio a pesar de las cuerdas que lo sujetaban, y comenzó
a avanzar de nuevo. George no comentó nada al respecto.
Justo después del mediodía, Ham frenó en seco.
—Si vas a matarme, hazlo. Ya no puedo más.
—¿Y qué pasa si mato a tu amigo?
—Que le den por culo —dijo Ham—. Si no puedo seguir corriendo para salvar mi
propio culo, te aseguro que no voy a hacerlo por el suyo.
George se echó a reír.
—Siempre hay que tener cuidado con el número uno, ese es mi lema.
Josh se dejó caer de rodillas al suelo. Al jadear, aspiró un mosquito, empezó a
toser y trató de expulsarlo. La temperatura debía rondar los treinta grados. La brisa
del Golfo aún no había vuelto a soplar.
—¿Alguien quiere un traguito? —preguntó George mientras dejaba a un lado el
bate de aluminio y el palo y se quitaba la mochila de los hombros.
Martha tosió.
—Yo tomaré uno —dijo a la par que se acercaba.
El paso que llevaban y el calor del día estaban haciendo mella en la mujer, pensó
Josh. Por no mencionar la falta de sueño y los efectos de la tuberculosis, que estaban
agotándola. Ham tenía empapada toda la parte delantera de su cuerpo, y yacía
jadeante sobre el asfalto lleno de hierbajos. Solo George parecía inmune a los bichos,
al hedor y al calor agobiante. Sus dientes y sus ojos amarillos relampaguearon en una
sonrisa en medio de su rostro cubierto de barro. Justo en ese momento, bajo el sol
implacable de Texas, parecía un ser diferente al resto de ellos, el enjuto depredador
que creía ser.
—Dos horas de descanso para ocuparos de vuestros asuntos, muchachos —dijo
George—. Un buen tirón debería colocarnos en casa en… —Hizo una pausa para

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pensar e inclinó el cuello para sacarse la correa de la cantimplora por encima de la
cabeza.
Estaba pasando el brazo por delante de la cara cuando Martha estiró la mano con
un súbito latigazo y, de un tirón, le abrió la garganta con su cuchillo de caza. La
sangre salía a borbotones del cuello del hombre. George abrió los ojos de par en par.
Se agachó para recuperar el bate. La sangre salió con más fuerza, y los pedacitos de
carne se desprendían con cada latido del corazón. Salpicó el rostro de Josh, cálida,
salada y con sabor a carne. Martha se echó hacia atrás. George trató de gritar, pero de
su garganta cercenada solo salió un extraño gorgoteo. Se tambaleó hacia Martha con
el cuello como un atomizador de sangre. Ella se puso fuera de su alcance con
facilidad. El hombre cayó de rodillas. La sangre manaba de su garganta. Había
mucha, mucha más de la que Josh hubiese esperado, y se esparcía por la carretera
como lluvia roja. George perdió la consciencia y cayó de bruces al suelo.
Martha contempló cómo se desangraba sobre el camino durante un buen rato.
—Deshazte de ellos antes de que se deshagan de ti —dijo con amargura—. Ese es
mi lema. Ham la miraba con absoluta incredulidad. La mujer limpió la hoja del
cuchillo en su pierna.
—¿Puedes curar esa cosa, la TB?
—Lo más probable es que sea la gripe —dijo Josh.
—Sé muy bien que no es la puñetera gripe —espetó Martha—. ¿Puedes curarla?
—Sí —mintió Joshua.
—Creo que solo lo dices para que no te clave el cuchillo.
—Creo que no te queda más remedio que creerme —dijo Josh—. Si no se trata de
forma adecuada, serás mujer muerta en menos de seis meses. Tienes un caso flagrante
de Mycobacterium tuberculosis, y yo soy tu única esperanza de vida.
Martha lo pensó un instante.
—De acuerdo —dijo. Avanzó unos pasos y le quitó a George el bate de béisbol de
la mano—. Fin del trayecto para ti, ternero. No puedo vigilaros a todo el camino de
vuelta al ahumadero.
Ham forcejeó para colocarse de rodillas.
—Inténtalo, nena.
—¡Espera! —gritó Joshua—. Lo quiero con vida.
—Una mierda —dijo Martha. Se metió el cuchillo en el cinturón y agarró el bate
de aluminio con las dos manos.
—Te conviene tenerme contento —dijo Josh con rapidez—. Si soy feliz, haré que
te pongas bien. Si no lo soy, no tendrás manera de saber si te estoy dando un
medicamento o un veneno.
Martha empezó a temblar sobre la carretera.
—Me cago en la puta —dijo.
De repente, bajó el bate con fuerza. Ham se encogió, pero fue la cabeza de
George lo que golpeó. El bate de aluminio machacó el cráneo y se incrustó en parte

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dentro de la cabeza. El cuerpo de George se sacudió para quedarse rígido segundos
después.
—No tenías que escuchar —gritó Martha.
Volvió a sacudirse con otra serie de toses secas. Un par de lágrimas se derramaron
por sus mejillas embadurnadas de barro. Le dio patadas a George en el costado, una y
otra vez. A él no pareció importarle.
—No tenemos por qué ser enemigos —dijo Josh con voz calmada.
—Cierra la boca —dijo Martha—. Tengo que pensar. Tengo mucho que pensar.
—Cerró los ojos. Un segundo más tarde los abrió y pateó de nuevo el cuerpo de
George con un grito—. ¿Creías que ibas a engañarme así? —Se detuvo para
recuperar la compostura—. Debería haberte matado en la playa. Tan pronto como
dijiste que eras médico. —Sacudió la cabeza—. No podía soportar ponerse enfermo.
Todo esto es por tu culpa —añadió, mirando con furia a Josh—. Si no fuera por ti,
esto no habría ocurrido. Él era un buen proveedor.
—Martha, ese hombre iba a comerte —dijo Josh—. Iba a matarte y a comerte.
Casi acababa de decírmelo.
Incluso bajo el sol de mediodía, había mosquitos a su alrededor; mosquitos que
no dejaban de zumbar y posarse sobre ellos. A Josh le palpitaba la muñeca. Había
pasado demasiado tiempo desde que abriera el vendaje. Se preguntaba si se habrían
incubado algunos gusanos en la herida. Lo más seguro era que sí. En el calor del día,
el hedor que se desprendía del vendaje húmedo era repugnante. Ham todavía seguía
arrodillado en el camino, frente a él. Su enorme espalda estaba quemada por el sol,
magullada y arañada de los porrazos que le había dado George con el palo. Y cubierta
de picaduras de mosquito.
—Si nos matas —dijo Josh—, morirás sin duda alguna. Si matas a Ham, morirás
muy probablemente, aunque no es seguro. Si nos dejas con vida, existe una
oportunidad de que pueda salvarte. Suéltanos, Martha.
La mujer se pasó una mano huesuda a través de su corto y rizado cabello.
—¿Y por qué ibas a curarme? ¿Por qué no matarme sin más?
—Yo me dedico a conseguir que la gente se ponga bien —dijo Josh.
Una bandada de charranes chillaba en lo alto; los pájaros no dejaban de hacer
acrobacias y perseguirse unos a otros.
—Ponte de rodillas junto al ternero —dijo Martha—. Jódeme lo más mínimo y te
mato.
Joshua arrastró los pies hasta Ham y se dejó caer de rodillas al suelo.
Martha hizo que se colocaran de cara al mar y se situó a sus espaldas. Debía
haberse cambiado el bate a la mano izquierda y haber sacado el cuchillo, porque un
momento después Josh sintió cómo cortaba las cuerdas que ataban sus codos. Una
oleada de agonía atravesó sus pobres hombros y sus brazos cuando fueron liberados.
Un instante más tarde, empezó a sentir un hormigueo en los músculos adormecidos a
medida que la sangre comenzaba a fluir de nuevo por ellos. Martha cortó la cuerda

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que mantenía unidas las manos de Ham y se echó hacia atrás para colocarse fuera de
su alcance.
Le dedicó una mirada penetrante a Josh.
—Ahora estamos en paz.
Él asintió. No podían hacerle daño, no con los tobillos atados mientras ella tenía
los pies libres, pero con lo grande y lo fuerte que era Ham, sería muy difícil que ella
los matara sin correr un grave peligro.
La mujer tosió. Había perdido varios dientes debido a la malnutrición. Si era
propensa a sufrir fiebre vespertina, era muy probable que la sufriera en aquel
momento, sobre todo en un día tan caluroso y después de tanto ejercicio.
—Dime la verdad —dijo Martha—, ¿tengo esa cosa?
—Tuberculosis. Sí, la tienes.
—¿Voy a morir?
—Sí. Había algo desdeñoso, incluso menospreciante, en su aspecto, a pesar de las
mejillas hundidas. Un orgullo famélico y amargo que había visto en alguno de sus
pacientes con anterioridad. Josh pensó que, con toda probabilidad, él adoptaría el
mismo aire cuando le llegara la hora de morir.
—¿Puedes curarme? —preguntó ella.
—No.
—Lo suponía —dijo—. Suponía que harías trampas en el momento en que te vi.
¿Cuánto tiempo me queda?
—Puede que seis meses —respondió Josh.
La mujer volvió a toser y escupió. Joshua se preguntó si habría sangre en su
esputo; y, si la había, desde cuándo ocurría aquello Se levantó el aire. La brisa del
Golfo había regresado. Martha asintió.
—Cogeré la mochila grande. No estoy acabada, os aviso.
Será mejor que no me busquéis las cosquillas u os rebanaré el pescuezo ahí donde
estáis, ¿me habéis oído? Conozco el terreno. Limitaos a portaros bien.
Cogió la mochila de George del lugar en que él la había dejado en la carretera y a
continuación cacheó sus bolsillos, haciendo caso omiso de sus ropas empapadas en
sangre, hasta que encontró el encendedor plateado y lo sacó. Entretanto, no les quitó
el ojo de encima, y cuando hubo terminado, se puso de nuevo en pie.
—Adiós, doctor. Toda mi vida he sido una estúpida. Siempre me metía en
problemas. No sabía hacer otra cosa. —Se limpió su embarrado rostro con su
embarrada mano—. Poco y bien, ese es mi lema.
Caminó de espaldas por la carretera. Los hombres aguardaron hasta que ella
estuvo a unos cien metros de distancia antes de que Josh empezara a encargarse de las
cuerdas que ataban los tobillos de Ham. Cuando finalmente las desató, el hombretón
soltó un juramento y estiró sus descomunales piernas, llenas de contracciones y
cardenales debidos a los golpes de George. Tenía un calambre, así que empezó a
frotarse la pierna para que pasara. Después, se encargó de las ataduras de Joshua.

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—Bueno, Josh, ¿qué aspecto tiene Galveston… —gruñó el hombretón—… ahora
que ya has visto un poco del mundo que hay más allá?
—Tiene mejor aspecto —admitió Josh.
Ham sacudió la cabeza y dirigió la mirada hacia el Oeste, a lo largo de la 87.
Martha había desaparecido de la vista.
—Esa mujer no cree que vayamos a cumplir con nuestra palabra. No puede
hacerse a la idea de que estaríamos mejor si trabajáramos juntos para salir de este
agujero del infierno. Mi madre solía decir que lo más gracioso acerca de la salvación
era que Cristo la daría gratis, en cualquier lugar y a cualquier persona… pero lo que
ocurre es que casi toda la maldita gente es demasiado orgullosa para pedirla.
Ham quitó las cuerdas de los tobillos de Joshua.
—Eres mejor persona que yo —dijo Josh—. Yo la hubiese matado a la primera
oportunidad, de haber podido.
Ham lo observó con atención. En lugar de la mirada de reproche que esperaba
Joshua, el rostro del hombretón permaneció inexpresivo.
—Yo también creo que lo habrías hecho —dijo, y apartó la mirada—. Es curioso,
pero siempre creí que eras mejor que todo eso. Supongo que no presté bastante
atención.

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4.4 Ley marcial

M
— e voy a casa —anunció Ham, en cuanto se hubieron frotado lo
bastante como para recuperar la sensibilidad en las piernas y los
brazos.
—¿Estás loco? —replicó Josh—. No podemos volver a
Galveston. Sobre nuestras cabezas pende una pena de muerte, ¿es que no lo
recuerdas?
—Josh, me importa una puta mierda lo que tú hagas. —Ham encontró un segundo
encendedor, junto con la navaja de Josh, en el fardo que Martha había dejado
olvidado—. Después de semejante huracán, ¿crees que van a echarse encima de un
boticario y de un instalador de gas? —argumentó Ham—. Claro que los isleños son
famosos por su estupidez…
—¡Por el amor de Dios! —Josh se puso en pie y apretó la mandíbula para luchar
contra el dolor que sentía tanto en la pierna como en la muñeca.
Entornó los ojos, deslumbrado por el reflejo de sol sobre la ciénaga que los
rodeaba. El hombretón comenzó a caminar a lo largo de la 87 hacia el Oeste. No miró
hacia atrás. Después de un momento, Josh lo siguió.
Mientras caminaban a duras penas bajo el inclemente sol, Josh se imaginó a
Sloane Gardner sentada en una de las mansiones provistas de aire acondicionado del
Mardi Gras, disfrutando de una exótica bebida helada y totalmente ajena incluso al
hecho de que hubiese pasado un huracán. Entretanto, en el mundo real, Ham y él las
pasaban canutas entre las nubes mosquitos, medio desnudos y jadeando por el
insoportable calor, con la orina de un color anaranjado y los pies convertidos en un
montón de ampollas. El mundo estaba muy mal repartido.
Por no mencionar que todavía no habían comido. Gracias, Señor, por tu infinita
misericordia.

A la mañana siguiente, Josh descubrió que ya tenía carne rosada y sangre en la herida
de la muñeca. La terapia de larvas había sido un éxito… si es que ser comido vivo
podía considerarse de algún modo un éxito. Esos cabroncetes blancos que reptaban
por su muñeca habían acabado con toda la carne infectada. Josh los miró durante un
buen rato. Una vez superada la arcada inicial que la imagen le provocara, lo había
atravesado una desoladora revelación: eso era lo que le sucedía a todo el mundo una
vez le llegaba la última carta; el cuerpo moría y los gusanos se lo comían. La
diferencia radicaba en que él estaba contemplando la última carta un poco antes de
tiempo.
Tardó una hora en deshacerse de las larvas y limpiar la herida una y otra vez con
agua de mar, que quemaba como si de fuego salado se tratase. Cuando por fin acabó,
se envolvió la muñeca con vendas limpias, procedentes de la camisa de George.

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Caminaron por la noche y descansaron durante el día, bebiendo de los depósitos
de agua. Comieron almejas al vapor y pescado asado todos los días y, en una ocasión,
incluso carne de un caimán moribundo que encontraron enredado en una maraña de
alambre de púas. Ham lo remató con el bate de béisbol. El hombretón contaba
maravillas acerca de la carne de caimán, pero según Josh, por muy deliciosa que
estuviese, no podría compensar el duro trabajo que suponía cortar filetes de esa cola
con la navaja.
Guardaron todo el silencio posible y evitaron hacer hogueras siempre que podían,
para no delatarse con el humo.
—Escóndete, ternero —había dicho Josh con su mejor imitación de la voz de
George—. Así no nos echarán el lazo.
A Ham no le había hecho gracia.
Tuvieron la suerte de su lado, para variar, y no se encontraron con ningún otro
grupo de caníbales. No obstante, abandonaron la autopista en una ocasión. El
resplandor de unas luces en el horizonte los acompañó durante la tercera noche de
viaje. Justo antes del amanecer, llegaron a una pequeña población. Una señal muy
bien iluminada y colocada a un lado de la autopista decía así:
¡Bienvenidos a la Ciudad del Sol,
Capital Veraniega de la Tercera Costa!
«¡Visítenos y jamás querrá marcharse!».

Por primera vez desde que Martha se marchara, vieron gente; montones de personas,
incluso antes de que saliese el sol. Un adolescente recién acicalado, vestido con
pantalones cortos y camiseta antediluviana, recorría las calles en una reluciente
bicicleta mientras repartía el periódico matinal. Un sonriente lechero saludó al
muchacho al tiempo que dejaba dos botellas de leche en el porche de un apartamento
para turistas que se alzaba sobre pilares. En el edificio contiguo, una encantadora
pareja salía al porche para contemplar la salida del sol, con sendas tazas de humeante
café en las manos. Una camioneta de reparto se detuvo con suavidad junto a las
iluminadas ventanas de una tienda de donuts, y un montón de apuestos y rudos
vaqueros y trabajadores del campo petrolífero se apearon del vehículo y entraron en
el local entre bromas y carcajadas.
—No hay barro en las calles —murmuró Ham—. Ni cristales rotos.
—Ni ventanas selladas con tablones.
—Ni marcas de agua en las casas. Ni algas alrededor de los pilares. Ni nada —
continuó Ham—. No ha caído ni una gota de agua. Algo se cuece aquí y apesta a
magia de la gorda.
—Joder —masculló Josh, de acuerdo con Ham—. Supongo que este tipo de cosas
tiene que suceder cuando la Reclusa no está cerca… —Y se apartó de la señal
tragando saliva con fuerza—. «Está claro que las cosas no podrían ponerse mejor».
—Voy a rodearlo —dijo Sam, deslizándose por el terraplén.

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Un momento después, Josh le oyó soltar una maldición. Ham estaba agazapado
en el fondo de la acequia, misteriosamente seca, y observaba un esqueleto humano
con los dedos hundidos en la tierra.
—Le faltó muy poco para llegar a la señal —comentó Ham—. El pobre
desgraciado murió intentando trepar. Se pasaron las siguientes horas dando un rodeo
extremadamente amplio a la Capital Veraniega de la Tercera Costa.
Cinco días después de que Martha los abandonara, la autopista 87 llegó a su fin
entre las ruinas de lo que fuese la Terminal del Transbordador de Punta Bolívar.
Desde allí se veía la Isla de Galveston, algo más de tres kilómetros más allá, al otro
lado de los Canales de Bolívar. Hicieron la pausa de mediodía entre los escombros de
la terminal abandonada del transbordador, agradecidos por la sombra. Bien entrada la
tarde, cuando el sol ya no picaba tanto, Josh salió en busca de comida mientras Ham
trataba de encontrar el modo de cruzar el canal. En el embarcadero aún había un
transbordador atracado; no estaba a flote, por supuesto, sino asentado sobre el fondo
arenoso; el nivel del agua llegaba hasta la cubierta donde se aparcaban los coches.
Durante varias horas, Ham trató de soltar uno de los botes salvavidas con una de las
hachas dispuestas a tal efecto en la embarcación pero, cuando por fin consiguió echar
el bote al agua, descubrió que la madera estaba agujereada o podrida, o ambas cosas a
la par. Se hundió como un bloque de cemento.
Encaramados en los pilares que se extendían a lo largo del embarcadero del
transbordador, un grupo de cormoranes negros observaba el proceso con aire
divertido y, entretanto, extendían las alas para que se secaran. Eran aves primitivas,
sin glándulas sebáceas que dotaran a sus plumas de protección contra el agua, motivo
por el cual se pasaban la vida intentado secarlas. Josh lo había leído en un libro.
Tras la decepción del bote salvavidas, Ham abrió las taquillas del transbordador
con ayuda del hacha y encontró veintisiete flotadores. Cogió dos, uno para Josh y
otro para él, y unió los veinticinco restantes utilizando las cuerdas que llevaban
atadas, de modo que pudieran utilizarse como balsa.
No fue hasta la llegada del crepúsculo cuando metieron su flotilla de salvavidas
anaranjados en el agua y se pusieron en camino a través de los Canales de Bolívar.
Ham había utilizado el hacha para convertir los remos del bote en unas paletas más
pequeñas y toscas, pero el brazo de Joshua aún estaba demasiado débil como para
servir de ayuda. En un principio, intentó remar con el brazo izquierdo, pero no tardó
mucho en flaquear. Ham lo observaba sin expresar emoción alguna.
—Ni te molestes —le dijo por fin—. Túmbate en el extremo de la balsa con las
piernas en el agua y da patadas si quieres fingir que ayudas en algo.
—Ya está bien —masculló Josh—. Lo has dejado muy claro; soy una mierda, lo
he captado. Dime cómo se supone que debo pedirte perdón y lo haré.
El hombretón hundió su remo en el agua: una paletada, y otra más.
—Hay una cosa llamada «arrepentimiento sincero» —dijo. Un impulso, otro más
—. Josh, limítate a cerrar el pico.

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—He notado que cada vez que tengo problemas, tú me rescatas.
—Se necesitarán médicos en la isla —explicó Ham—. Aunque sean como tú.
Ham siguió remando. Josh no creía que sus patadas sirvieran de mucho, pero
siguió moviendo las piernas durante un buen rato para no darle a Ham la satisfacción
de oír que se detenía. Sin embargo, la presión que suponía estar tumbado sobre el
torso empeoraba el dolor de su muñeca y, finalmente, tuvo que dejarlo. Y a partir de
ese momento, palada a palada, Ham lo llevó hacia delante. Una vez más.
Un repentino temor hizo mella en Josh: que su madre ahogada iba a la deriva bajo
la improvisada balsa; sin embargo, cada vez que miraba por uno de los huecos del
fondo le resultaba imposible encontrarla. Si sabía de algún peligro inminente,
guardaba ese conocimiento para ella.
Media hora después de salir de Punta Bolívar, Ham giró la cabeza.
—Zi necezitaz hablar, cecea. El zonido viaja con mucha rapidez por encima del
agua. Zi te metez en un barco que zalga de la Punta de loz Amantez, podráz ezcuchar
un zujetador que ze dezabrocha a ciento cincuenta metroz.
—Pero ¿a qué viene lo del ceceo?
—Cállate y haz lo que te digo. —Ham siguió remando. Poco después le dijo—:
Cada vez que te quejaz, laz «ezez» zon ziempre loz zonidoz máz audiblez.
Era una noche tranquila, no había riesgo de ser arrastrados mar adentro. Ham
remaba vigorosamente, sentado en la parte delantera de la vacilante balsa, que más
parecía un edredón hecho de retales. Cruzar el canal les llevó bastante tiempo. Josh
hubiera debido estar relajado: no tenía hambre; ni estaba débil; ni se sentía torturado
por la sed; ni huía de una tormenta; ni se escondía de los caníbales. Sobre su cabeza,
las estrellas tenían un aspecto cálido y acuoso contra el cielo de Texas. Sin embargo,
en lugar de descansar, se encontró alimentando el enfado que Ham le provocaba. Sí,
había sido un desconsiderado pero ¡por el amor de Dios!, era un poco duro pedirle a
un hombre al que le habían dado una paliza, que había sido exiliado y que poco
después había resultado mordido por una serpiente venenosa que hiciera gala de sus
mejores modales.
A la derecha, más allá de la Bahía, se alzaban las enormes e inagotables
llamaradas y columnas de humo de las refinerías de Texas. Con sus kilómetros y
kilómetros de chimeneas, torres de condensación, refinerías, depósitos y sus extraños
y constantes fogonazos, parecía una versión industrial del infierno. Había niños en la
isla que decían que Texas era el lugar donde deambulaban las almas condenadas de
aquellos que habían sido malvados en vida. Josh siempre había pensado que tras esa
teoría había mucho sentido común. Hubiera enviado allí al ayudante Lanier en menos
que canta un gallo.
Volvió a preguntarse qué le habría sucedido a Sloane.
Poco a poco se acercaron a Galveston. A la luz del día, desde Punta Bolívar, había
tenido más o menos el aspecto de siempre; sin embargo, en la oscuridad de la noche
era fácil darse cuenta de que algo no iba bien. La ciudad estaba demasiado oscura.

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Unos enormes espacios negros se intercalaban en el reguero de farolas; y, donde
había luz, esta a menudo tenía el tinte rojo y parpadeante del fuego que ardía allí
donde no debería haber fuego alguno.
Se habían dirigido hacia la zona costera más próxima a Punta Bolívar, es decir, la
playa que se extendía frente al viejo Fuerte de San Jacinto, pero llegaron a unos
trescientos cincuenta metros más al sureste, a los rocosos bajíos que circundaban el
Gran Arrecife, una zona que Ham conocía muy bien. Había arrastrado a Josh hasta
allí cuando tenían trece años. Josh había llevado una lupa y una bolsa de algodón;
Ham, por su parte, llevaba un farol de propano, un arpón para platijas —un palo con
un clavo fijado en uno de sus extremos— y un par de alicates. Obligó a Josh a sujetar
el farol sobre las charcas de los arrecifes. En cuanto las platijas de ojos abultados
salían a la superficie, atraídas por la luz de la linterna, Ham las atravesaba con el palo
y las arrojaba a la bolsa, donde saltaban y se retorcían de un modo tan desconcertante
que Josh dejó caer la bolsa al suelo. En aquel momento, y para ocultar la vergüenza
que sentía por ser un miedica, había acusado a Ham a gritos de haberle arruinado su
bolsa. Ham se había disculpado con humildad antes de agarrar a la siguiente platija
por la cola, golpearle la cabeza contra una roca cercana hasta que dejó de retorcerse y
murió, y después, arrojarla con cuidado a la bolsa.
Josh se estremeció al recordarlo.
Una vez Ham hubo conseguido suficientes platijas para la cena de aquella noche,
Josh, cansado de pasar tanto rato de pie, cometió el error de preguntar para qué
servían los alicates. Ham le había mostrado el modo de atrapar los cangrejos que
vivían entre las rocas del arrecife y cómo arrancarles las pinzas sin haberlos matado.
—Si les arrancas las dos pinzas, mueren —había explicado Ham con seriedad,
arrojando la primera pinza a la bolsa, mientras el resto del cangrejo se alejaba, dando
bandazos de un lado a otro.
En definitiva, había sido una noche fascinante y repugnante a la par; claro que,
después, disfrutaron de una suculenta cena. Joshua disfrutó de muchas cenas en casa
de Ham aquel año. De repente, allí echado sobre la improvisada balsa de flotadores,
comprendió que todo había sido una delicada especie de caridad por parte de la
madre de Ham. La forma de pagar los servicios y remedios farmacéuticos de Amanda
Cane de modo que no se viera obligada a rechazar el pago a causa de su orgullo:
cuidar de su hijo y darle de comer. Resultaba extraño que no se hubiese dado cuenta
antes.
Ham estaba recostado en la parte frontal de la balsa, utilizando el remo como
pértiga para impulsarse a través del Gran Arrecife en dirección al desordenado grupo
de bloques de granito que formaban la línea de la costa. Las olas emergían con
suavidad entre las rocas de la base y retrocedían de nuevo. El agua chapoteaba y
barbullaba. Ham acababa de saltar y meter su enorme cuerpo en el agua para tirar de
la balsa hasta la orilla cuando se detuvo, pasmado.
—¡Joz! —siseó—. Ven aquí.

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A medida que Josh avanzaba con torpeza hacia delante, los salvavidas se hundían
bajo su peso para volver a emerger poco después. Al menos no tenía frío; el agua del
Golfo siempre había estado templada en septiembre y el aire de la noche era
bochornoso. Le dolía la muñeca allí donde se había filtrado el agua de mar a través de
la venda, pero el dolor era mucho más soportable que a principios de la semana;
apenas merecía que le prestara atención.
—¿Qué pasa?… ¡Uy! Lo ziento —se disculpó al recordar que debía cecear.
Ham señaló con el remo hacia un punto concreto.
—Un cuerpo —dijo.
Con tan solo la luz de las estrellas y la luna menguante, Josh tardó un momento
en distinguir lo que señalaba Ham. Una silueta del tamaño de un hombre flotaba
bocabajo en el agua. El cuerpo estaba encajado entre dos rocas, a punto de liberarse
cada vez que subían las olas para después volver a quedar como estaba cuando se
alejaban, varado como un trozo de madera a la deriva. Había algo horripilante en
aquel movimiento, no muy distinto del que tendrían un tronco o un trozo de cuerda.
Ahora ese hombre era un simple objeto; ya no era un ente vivo. Josh se vio inundado
por una mezcla de horror y compasión. La idea de que su madre hubiese sido
reducida a eso mismo era peor que ver su fantasma. Al menos, esa aparición
conservaba parte de la naturaleza de Amanda. Lo había visto y lo había reconocido
como a su hijo. Pero eso…
—El tipo ezte tiene un agujero en la cabeza —murmuró Ham.
Al mirar desde más cerca, Josh descubrió que el cuerpo tenía una cavidad donde
hubiera debido estar la parte trasera de la cabeza. Le faltaba un enorme trozo de
cráneo. Ham rozó la espalda del cadáver con el remo. La madera resonó como si
hubiese chocado contra algo rígido. Deslizó el remo hacia delante y le alzó la cabeza,
girándola hacia un lado. En lugar de encontrarse con el rostro de un hombre, lo que
vieron fue una criatura mustia y roja, con largos bigotes semejantes a los de una
gamba. Su rostro era rígido; algo así como una mezcla entre la piel humana y un
caparazón.
—Un Hombre Langoztino —musitó Ham—. Había oído hablar de elloz, pero
nunca había vizto uno. —Tenía un pequeño agujero redondo justo encima del ojo
izquierdo, y otro cerca del mentón—. Le han dizparado. Y máz de una vez.
—Vámonos de aquí —dijo Josh.
Ham asintió con la cabeza e impulsó la balsa para alejarla de las rocas. Ansioso
como había estado por volver a la isla, pasó quince minutos más remando cerca de la
orilla para poner distancia entre ellos y aquel extraño y triste cadáver. Había sido un
siniestro presagio para su llegada.
La playa estaba formada por unas cuantas rocas despeñadas y acumuladas en la
base de una pequeña colina. Descansaron un rato sobre un enorme bloque de granito,
refrescándose según la brisa les secaba los pantalones… si es que a esos harapos que
llevaban se les podía seguir llamando «pantalones». En cuanto Josh estuvo seco, no

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obstante, la noche volvió a ser casi perfecta, cálida y húmeda.
Obviamente, lo primero que debían hacer era descubrir qué había sido de la
familia de Ham. Después decidirían qué sería lo siguiente. Josh insistió en dejar la
balsa de flotadores en algún lugar fácil de localizar, por si acaso todavía pesara sobre
ellos la pena de muerte y tuvieran que salir disparados de la Isla. Ham no discutió la
decisión.
No habría más de noventa metros de distancia desde donde estaban sentados hasta
el elevado dique que señalaba el extremo oriental del Bulevar del Espigón. Podrían
caminar sin ningún problema por la carretera y cruzar en poco tiempo el extremo
deshabitado de la isla, pero serían del todo visibles para cualquiera que hubiese
tomado la ruta de la carretera.
—Caminaremoz por loz montículoz de grama de cozta que crecen junto a la
carretera, ocultoz a la vizta y de eze modo no perderemoz tiempo —decidió Ham.
Josh se quedó paralizado.
—No puedo.
—Haz lo que ze te dice —dijo Ham.
—No puedo. Me da demasiado miedo pisar una serpiente.
Ham lo observó un buen rato. Al fin, le dijo:
—Caminaremoz por la carretera. Noz ocultaremoz en la hierba zi vemoz a alguien.
—Y comenzó a ascender el terraplén sin volver la vista atrás.
Descubrieron que daba igual por donde caminaran. No vieron un alma a lo largo
de los kilómetros que los separaban de Playa Stewart. Al principio, Josh se alegró de
la buena suerte que los acompañaba, pero el completo silencio que los rodeaba acabó
siendo un misterio.
—Debería haber alguien pezcando platijaz —musitó Ham—. O cangrejoz. O
algo…
—Mira —susurró Josh.
Estaban a varios cientos de metros del Paseo Lyncrest, la vía más oriental que
cruzaba la isla de Norte a Sur. La luz de las farolas no había sido nunca una prioridad
en la zona, pero en esos momentos no había ninguna encendida. O la instalación del
gas se había estropeado, o estaban racionando el combustible. Tres manzanas más
adelante, en la intersección del Bulevar del Espigón con el Paseo del Transbordador,
vieron un tremendo incendio. Aquello no era una hoguera ni mucho menos, sino un
amasijo de escombros cubierto de llamas que recorrían su superficie y se movían
erráticamente sobre las grietas y las rendijas que brillaban como las ascuas. Un
momento después, un terrible olor los asaltó al unísono: el olor de la carne quemada.
Josh respiró hondo.
—Están quemando cadáveres —musitó—. Igual que sucedió tras el Gran
Huracán.
También estarían quemando a los animales muertos. Por muy escaso que fuese el
suministro de agua antes de que se descargara el temporal, iba a resultar muy difícil

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mantener la higiene en las calles, sobre todo con el alcantarillado destrozado y
atascado a consecuencia del huracán. Estaba claro que habría cientos de heridas que
limpiar, provocadas por los despojos arrastrados por el aire, los cristales rotos y las
ramas de los árboles que habían sido arrancadas. La falta de agua potable también
sería un problema. Sería un milagro si Galveston se libraba de una epidemia de
cólera. Josh se descubrió de camino hacia su casa, en busca de las provisiones que
tenía allí, mientras intentaba suponer qué tipo de heridas y dolencias lo estarían
esperando.
Ham le sacudió el hombro. Sus ojos tenían una mirada desesperada.
—¡Vamoz, vamoz!
Josh asintió con una sensación de aprensión en el pecho. La hermana de Ham,
Rachel, y sus hijas vivían en una zona de caravanas en la Avenida del Atún, en un
vecindario al que llamaban La Pecera. Antes del Diluvio había sido una parte decente
de la ciudad, pero los años posteriores a 2004, el Hospital Universitario encantado se
había interpuesto entre La Pecera y el resto de Galveston. La gente que tenía familia
en otra zona o que contaba con recursos suficientes, había abandonado el vecindario.
Aquellos demasiado testarudos para huir vieron cómo los solares abandonados se
llenaban de ocupantes ilegales, refugiados y caravanas similares a la que habitaba la
familia de Rachel. El pánico empezó a apoderarse de Josh. Entre La Pecera y el
huracán solo se habría interpuesto el dique del Bulevar del Espigón.
Bajaron a lo largo del Paseo Lyncrest. A su derecha, la vacía llanura no mostraba
apenas signos del paso del huracán; pero a su izquierda, los tejados de chapa y las
paredes de madera contrachapada yacían dispersos por el suelo como gigantescos
naipes. Josh comenzó a ser consciente de las toscas cruces que cubrían el suelo; una,
tres, cinco… docenas de ellas, hechas con los mangos de las escobas rotas, con palos
o con los extremos curvos de los percheros. Una casita que parecía casi intacta tenía
cinco pequeñas cruces en la entrada. Dos casas más allá, pasaron junto a una cabaña
de chapa con las paredes caídas; lo único que permanecía en pie era una cocina de
gas, con un quemador que aún siseaba. No había ninguna cruz en el patio. Josh no
hubiera sabido decir si eso significaba que los ocupantes habían sobrevivido o,
simplemente, que no había quedado nadie que recordara a sus difuntos.
Cuando llegaron a la Avenida del Atún, Ham echó a correr. En la zona situada por
detrás de Lyncrest, los daños no parecían tan extremos. Aún había una farola
encendida en el cruce entre Atún y el Paseo del Transbordador. Un fantasma se
tambaleó bajo la farola y, durante un instante, luchó y se retorció contra una marea
invisible. Una ola que ni Josh ni Ham pudieron ver se abalanzó sobre el espectro y
este desapareció.
—¿Josh? —musitó Ham.
—Lo he visto.
El corazón de Joshua latía con tanta fuerza que cada uno de los latidos resultaba
doloroso. No deberían haber visto un fantasma con semejante facilidad. Si se corría la

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voz de que Ham y él tenían visiones, la Reclusa los enviaría a las Comparsas antes de
que terminara semana.
Una vez que pusieron un par de manzanas entre ellos y la zona que había sufrido
la peor parte del huracán, las casitas comenzaron a tener mejor aspecto. En algunas
de ellas había luz tras las ventanas, pero todavía no habían visto a nadie por la calle.
—¿Toque de queda? —preguntó Josh a Ham al oído. El hombretón se encogió de
hombros y comenzó a atravesar la calle, persignándose al llegar al lugar donde habían
visto al fantasma ahogado.
En ese vecindario, las casas de los mexicanos brillaban bajo el parpadeo de las
velas. Habían colocado velas en las ventanas, en los porches y a lo largo de los
senderos de los jardines; velas rodeadas por mamparas de papel y velas encendidas
dentro de alargados vasos mágicos, decorados con dibujos del Sagrado Corazón o del
Cordero Sangrante, La Virgen Sagrada o La Mano más Poderosa. Delante de las
casas de los negros y de los anglosajones se veía otro tipo de amuletos. Habían
clavado cruces y talismanes en las puertas o habían dejado ofrendas en los porches
para cualquier espíritu que necesitara ser aplacado: un pez, un plato de arroz frío,
regalos envueltos en papel encerado… Alguien había arrancado un enorme cartel de
Texaco de una gasolinera abandonada y lo había colocado en su patio, de frente a la
Bahía, en una especie de súplica para que aquellos espíritus que moraban entre los
fuegos eternos de Texas lo protegieran. Cuando las medidas de protección hechas por
los hombres resultaban ineficaces, estos volvían su rostro hacia los dioses y los
espíritus en busca de salvación, pensó Josh. No pasaría mucho tiempo antes de que se
escondieran de nuevo en las cavernas y creyeran que las enfermedades eran
provocadas por la maldición de una bruja.
Ham echó a correr, trotando pesadamente por encima del pavimento con los pies
desnudos. Josh lo siguió a paso más lento, preocupado por la posibilidad de pisar un
trozo de cristal o una tabla con algún clavo oxidado. Desde que su madre muriera,
había perdido cuatro pacientes a causa del tétanos y otros tantos por la gangrena.
Ham se detuvo en la intersección de la Calle Cuarta, allí donde una vez estuviera
la casa de Rachel. Josh lo alcanzó poco después y juntos contemplaron la pesadilla.
Estaba claro que el huracán se había convertido en un tornado. Había restos y piezas
de las caravanas esparcidos a lo largo y ancho de un campo de desolación; muebles,
ropa y platos yacían desparramados en montones de escombros. Las caravanas se
habían cascado como huevos, y, para colmo de males, todo lo que tenían en su
interior había acabado siendo arrojado y diseminado por los alrededores incluso antes
de que se hubieran desprendido las cáscaras.
—¡Dios mío! —susurró Josh. Se imaginaba a la hermana de Ham, Rachel,
escondida en su caravana. Habrían quitado el colchón de la cama de Rachel para
cubrirse con él y no les habría servido absolutamente para nada. Imaginó cómo
habrían chillado las niñas al ver que las paredes se rasgaban.
—No hace ni tres semanas que Christy pescó su primer pez —comentó Ham.

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Christy, una de las hijas de Rachel, era una pequeña consentida con cuatro años y una
abundante mata de pelo rizado—. Una pequeña trucha de mar de poco más de medio
kilo. En la parte de atrás de mi barca, con anzuelo y un pedacito de gamba como
cebo. Un pedacito de gamba como cebo. Yo debería haber estado aquí —terminó.
Josh sintió el ruido sordo de su corazón: diez veces, veinte, treinta…
—No estaban aquí.
Ham meneó la cabeza y escupió.
—No se habrían quedado aquí al ver que se aproximaba un frente semejante. Ya
viste las nubes. Rachel no se habría quedado aquí de ningún modo. Seguro que los
trasladó a todos. ¡Por los clavos de Cristo, Ham! No estaban aquí. —En su cabeza,
pudo ver cómo la caravana se tambaleaba hasta quedar boca abajo; fue testigo de
cada uno de los golpes que la abollaban. La lluvia caía de lado, con la misma fuerza
que la ráfaga disparada por una ametralladora. Los marcos de las ventanas saltaron y
el gas produjo una explosión semejante a la de una granada—. Se fueron a casa de tu
madre —siguió Josh. Sabía que no decía más que incoherencias, pero no tenía la más
mínima intención de detenerse—. Ham, Ham. Yo no quería que esto sucediera. Di
algo. —Agarró a su amigo del brazo, pero el hombretón se libró de él con un
empellón y lo tiró al suelo sin girarse siquiera.
Josh sintió una opresión en el pecho que apenas le dejaba respirar.
—No estaban aquí —susurró.
Ham seguía contemplando el terreno devastado. Al otro lado de la calle había una
hilera de casas prácticamente intactas. Los tornados eran cuestión de suerte. Uno
pequeño podría arrancar una casa desde sus cimientos, sin ni siquiera mover las
contraventanas de la que estaba al lado. Y todo en el tiempo que se tarda en repartir
unas cartas. Josh podía escuchar el susurro de los naipes de su padre en los oídos, el
chasquido de las cartas cuando las dejaba caer en una precisa cascada.
—Apuesto a que se fueron a casa de mi madre —dijo Ham.
—Claro que sí.
Ham se dio la vuelta. Un momento después, Josh se levantó y cojeó tras él.
Fueron a la casa donde Ham había vivido con su madre, su padre y su hermano
pequeño, Japhet. Había resultado dañada, pero no se había derrumbado. La mayoría
de las ventanas estaban rotas; el gallinero de la parte posterior había desaparecido y el
pequeño aparato de aire acondicionado —el orgullo y la alegría del señor Mather—
se había esfumado del lugar que ocupara en la ventana salón. Ham irrumpió en la
oscura estancia por la puerta principal, y estaba a punto de gritar cuando Josh le tapó
la boca con la mano.
—¡Aquí no hay nadie! —siseó Josh.
Ham se deshizo de la mano de Josh y se quedó petrificado en la oscuridad,
mientras sus hombros subían y bajaban. La cama de su padre, en la habitación de
enfrente, estaba vacía. Josh siguió a tientas la pared que llevaba a la cocina. La marca
de humedad del papel de la pared le llegaba por encima de la cintura. El gas de la

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cocina no funcionaba y no había rastro del catre de Japhet.
—Si están muertos, te romperé el cuello —dijo Ham.
—No están muertos.
—¿Lo juras, Josh? —La voz de Ham sonaba hueca y horrible—. Júralo por el
fantasma de tu madre.
—Están vivos —contestó—. Te lo juro. Ham se encaminó hacia la puerta
principal.
—He visto una luz en la casa de al lado, la de los Rossi. Voy a preguntar.
—¡Ham! Si nos atrapan, esta vez el sheriff nos pegará un tiro.
—Los Rossi me aprecian —respondió Ham antes de pasar junto a Josh.
—Al menos déjame el arma —dijo Josh—. Por si acaso intentaran entregarte.
—No está cargada, Josh.
—Pero nadie más lo sabe.
Ham le pasó el inútil 32 y atravesó el diminuto trozo de tierra que los separaba de
la propiedad de los Rossi; mientras tanto, Josh se agazapó en la esquina de la casa de
los Mather y sujetó con torpeza el arma en su mano izquierda. Ham golpeó la puerta
de los vecinos con su inmenso puño. Una rendija apareció en una de las
contraventanas.
—Id a dormir antes de que os muela el culo a golpes, ¡gamberros!
—Soy Ham, señora Rossi.
—¡Ham!
—¿Dónde está mi familia?
La contraventana se abrió de par en par. La señora Rossi lo miró con los ojos
entrecerrados y actitud recelosa.
—Eres un fantasma.
—Y la perseguiré durante toda la eternidad si no me dice donde está mi familia.
—No. No harás nada de eso —contestó la señora—. Te huelo desde aquí, que
Dios me bendiga, ¡qué cerdo eres! Están en casa del señor Cane, Ham.
Joshua creyó que su corazón se detendría en aquel instante. Ham miró a la señora
Rossi con cara de bobo.
—¿En casa de Josh?
—En palabras de tu madre: «Es una casa resistente, está en una zona alta y
alguien debe utilizarla con la tormenta que se avecina». La gente que vivía allí la
había abandonado; imagínate en qué clase de fantasma se habrá convertido ese tal
Josh, con lo presuntuoso que era. Pero tu madre dijo que si el muchacho estaba
muerto, tú también lo estarías y te encargarías de mantenerlo a raya. También dijo
que volverías. Tu madre tiene mucha fe en Jesús, sí señor.
—Están vivos —dijo Josh.
Era como si le hubieran retirado una sentencia de muerte. La palabra «alivio» se
quedaba corta para describir lo que sentía. Estaba absolutamente maravillado.
Ham se alejó de la puerta principal y se lanzó casi a la carrera en dirección a la

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casa de Joshua. Este abandonó las sombras y se apresuró a seguirlo. Cuando pasó
junto a la ventana de la señora Rossi, echó un vistazo al sorprendido rostro de la
mujer.
—¡Uuuh! —exclamó, riéndose como un colegial antes de correr a grandes
zancadas tras su amigo.
Una casa pequeña llena de Mather parecía, como Josh pudo comprobar, muy
llena. Ham era tan alto que, aun inclinado para estrujar a su madre en un abrazo de
oso, su cabeza rozaba las ristras de pimientos y los manojos de salvia que Josh había
colgado del techo para que secaran. El señor Mather era casi tan inmenso como su
hijo, si bien un poco más bajo, y su barriga, cubierta con una espesa mata de vello
grisáceo, ocultaba la cinturilla de los pantalones cortos que se había puesto para
dormir.
A decir verdad, las niñas habían sido las primeras en despertarse. Tras llamar a la
puerta, Josh había escuchado un ruido sordo, que resultó ser el sonido de la pequeña
Christy al bajarse de la camilla donde examinaba a sus pacientes, en la que ella y su
hermana Samantha estaban acostadas.
—¡No hagáis ruido! —siseó a través de la puerta—. Todos tan dumiendo —
explicó con severidad.
Josh pensó que era la voz más hermosa que había oído en la vida.
—¡Christy! —exclamó Ham.
—¡Silencio!
—Christy, soy el tío Ham. ¡Dile a mamá que baje, cariño!
—Está dumiendo.
En la oscuridad, Josh sonrió como un lunático al imaginarse con total precisión el
mohín que habría compuesto Christy, empeñada en salirse con la suya.
La discusión habría durado toda la noche (la pequeña era intratable en temas de
obediencia) pero, por suerte, el ruido despertó a Samantha, que tenía seis años y era
más sensata. De inmediato, la niña corrió a la cocina en busca de su madre. Un
momento después, Rachel abrió la puerta y dejó escapar un chillido ahogado. Se tapó
la boca con una mano y, al ver a su hermano, se le llenaron los ojos de lágrimas. Ham
se acercó y le dio un abrazo. Poco después, Ben, su marido, vino corriendo desde la
cocina. Enviaron a Samantha a despertar a sus abuelos mientras Rachel trataba de
encender la lámpara colocada sobre la camilla de reconocimiento. Christy intentó
obligar a todo el mundo a volver a la cama. Ben ofreció a Josh un poco de su propio
vino de arroz, al tiempo que los abuelos salían del dormitorio principal. Josh encontró
otra lámpara de aceite en la cocina, la encendió y la llevó al salón. Al final, hasta el
imperturbable sueño de Japhet fue interrumpido cuando la ingeniosa Samantha le
tapó la nariz y su tío tuvo que forcejear para abrir los ojos, entre toses y parpadeos.
Fue un alegre regreso a casa, empañado apenas por el miedo que Josh sentía a
dejarse llevar por el entusiasmo generalizado. Todos los Mather eran enormes: Ham,
su padre y su hermano Japhet eran tres bloques descomunales de carne y huesos. El

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marido de Rachel, Ben, era más delgado, pero sobrepasaba el metro ochenta y cinco
de altura y tenía unas extremidades largas y flacuchas que daban la impresión de
necesitar varias articulaciones más para poder doblarse y alcanzar, de ese modo, un
tamaño razonable. Las mujeres suplían su falta de gordura de distintas maneras:
Rachel con el increíble volumen de su peinado; Samantha con energía; y Christy con
la potencia de su voz y su testarudez. Solo la señora Mather parecía haber adoptado
una dimensión humana y, una vez que el primer ataque de palmaditas en la espalda
hubo remitido, Josh sintió el impulso de hablar tranquilamente con ella, a ser posible
en un pequeño rincón al que ninguno de los tres hombres pudiese acceder con el fin
de reducir así las posibilidades de que alguno de ellos lo aplastara por accidente.
—Ahora que estás aquí, nos mudaremos a nuestra vieja casa —dijo la señora
Mather—. Al ver lo que bajaba la presión el día de la tormenta, supimos que la cosa
iba a ponerse muy fea. No me gustaba la idea de que las niñas y Rachel estuvieran ahí
fuera, en la caravana, por poco que soplara el viento.
—Hizo lo correcto —contestó Josh con rapidez para que Ham no pudiera
acusarlo de actuar de modo egoísta.
—Japhet quedó atrapado entre la multitud, en el Palacio del Obispo —continuó la
madre de Ham—. La tal señorita Gardner ha regresado, ¿sabes? Ha conseguido que
toda una muchedumbre de gente humilde se quede en la casa de Randall Denton, por
increíble que parezca. Nuestro Japhet la ayudó mucho la primera noche y yo he
estado echándole una mano durante el día, aunque intentamos regresar aquí por la
noche. Apenas hay sitio para que duerman tantas personas, y es mejor dejarlo para
aquellos que no tienen ni una cama en la que acostarse, creo yo. —Alice Mather hizo
una pausa y su rostro adquirió un rubor fascinante—. La señorita Gardner me
permitió organizar un poco la situación.
No me extraña, pensó Josh mientras recordaba cómo la madre de su amigo había
cuidado a todos los niños del vecindario. Los Gardner siempre habían tenido muy
buen ojo a la hora de delegar funciones. La idea de Sloane Gardner trabajando codo
con codo con Alice Mather lo emocionó enormemente. Lo atravesó otra oleada de
gratitud al recordar que, durante el juicio, había sido Alice quien lo respaldara, sin
mostrar ningún temor a la multitud de observadores, ni a aquellos de sus vecinos que
no se mostraban de acuerdo con lo que hacía.
—Me temo que muchas de tus medicinas han desaparecido —prosiguió la madre
de Ham—. Dos días después de la tormenta, ese ayudante del sheriff llegó y arrambló
con todo lo que había. Se llevó todo lo que era anterior al Diluvio… para compartirlo,
según él, pero está claro que este vecindario no se ha beneficiado en lo más mínimo;
no contigo ausente, Josh. Debería habérmelo llevado todo a casa de la señorita
Gardner, lo sé, pero de algún modo me pareció que sería como robar.
—Josh. —Ham había asomado su enorme cabeza, ensombrecida por una barba de
siete días, por la puerta de la cocina—. Estamos absueltos. Papá dice que tu novia
apareció el día del huracán.

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—En esto hay una moraleja —continuó la señora Mather mientras le daba unas
palmaditas en la cabeza a Japhet, que acababa de entrar medio dormido en la cocina.
En busca de un aperitivo nocturno, sin duda; según Ham, el muchacho sufría los
espectaculares efectos del crecimiento. La señora Mather meneó la cabeza—. La
señorita Gardner (me ha dicho que la llame Sloane, pero no logro acostumbrarme)…
pues bien, como iba diciendo, la señorita Gardner regresó vestida de punta en blanco
del Mardi Gras, tal y como tú dijiste que pasaría, Josh. El sheriff estuvo a punto de
arrestarla, pero no sabemos muy bien por qué. También hay carnavaleros en el
Palacio del Obispo. Me llevé un buen susto el primer día que subí al piso de arriba.
Pero la señorita Gardner ha conseguido que todo el mundo se comporte como es
debido. Digna hija de su madre, no hay duda.
—Hay un tío con zancos en lugar de piernas —dijo Japhet—. Y una mujer que
tiene plumas en la cara y lleva vestidos que dejan ver su… —Miró a su madre de
soslayo—, sus rodillas.
—Los que tenían casas donde regresar se marcharon al día siguiente —prosiguió
la señora Mather—, pero aún quedan muchos que no tienen donde ir.
Ham entró como pudo a la cocina, seguido de su padre.
—La Reclusa está muerta. Aunque debería aclarar que la mató el sheriff de un
disparo.
—Eso también es una buena noticia —replicó Jim Mather—. De otro modo,
habríamos perdido a tu madre a estas alturas.
Ham parpadeó. Alice Mather se ruborizó.
—No es nada —dijo.
—¡Se ha convertido en un ángel! —exclamó Japhet que se rascaba la barriga al
tiempo que asentía con la cabeza, sin dejar de sonreír—. Yo mismo lo vi. Hace dos
días salió un vietnamita de una de las casas flotantes, más enfermo que un perro.
Mamá se pone a hablar con él, el tío le contesta y se van… Pero ¡es que ella estaba
hablando en inglés y el tipo la escuchaba hablar en vietnamita! El hombre comienza a
parlotear y mamá lo escucha hablar inglés americano.
—Lo que se conoce como «hablar lenguas desconocidas» —explicó el padre de
Ham.
Alice Mather meneó la cabeza y se ruborizó intensamente.
—Bueno, estamos aquí charlando mientras vosotros debéis estar medio muertos
de hambre. Vamos a prepararos algo de comer. —Comenzó a moverse por la cocina,
toda atareada, sin querer mirar a nadie a los ojos.
—Dios Todopoderoso —musitó Ham.
El señor Mather meneó la cabeza. Aún estaba sonriendo por el regreso de su hijo,
pero Josh notó que la preocupación volvía a las profundas arrugas y pliegues de su
rostro.
—Seremos incapaces de afrontar otro temporal sin la presencia de la señorita
Odessa. No quiero ni imaginarme el aspecto que tendrá esta ciudad dentro de diez

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años.
—El Señor proveerá —contestó Alice.
Y que lo condenaran si la simple voz de la señora Mather no encerraba algún tipo
de extraño poder, pensó Josh. Sentía cómo se introducía en su interior para
tranquilizarlo, como el aceite que se derrama sobre las aguas turbulentas.
—Amén —respondió Ham, y añadió—: Me comería un ciervo bien grande con
cuernos y todo. Josh está en deuda con nosotros, mamá. ¿Qué es lo que tiene para
comer?
La despensa de Joshua estaba, si cabe, aún más llena que cuando se marchó.
—Hemos intentado comer de nuestra propia comida, siempre que ha sido posible
—dijo la señora Mather—. Papá tenía la intención de arreglar nuestra casa de modo
que pudiésemos mudarnos pronto, pero ha habido mucho trabajo que hacer para
aquellos que están peor que nosotros. Hemos pasado días y días escarbando entre los
escombros en busca de los supervivientes y sacando los cadáveres para incinerarlos.
Pero ahora que has regresado, nos marcharemos a casa a primera hora de la mañana.
—No, por favor, quédense todo el tiempo que quieran —barbotó Josh. Los
Mather lo miraron, sorprendidos—. Este… este no ha sido el más afortunado de los
hogares —balbució—. Me alegra mucho que, después de todo… significa mucho
para mí que hayan podido refugiarse aquí y ponerse a salvo durante el huracán. Para
mí lo es todo.
—Nosotros también nos sentimos bastante emocionados —contestó Jim Mather
con sequedad.
Después de pasar una semana a base de algas y cangrejos, la cocina era una
desconcertante caja de Pandora rebosante de diferentes olores: melaza, vinagre, vino
barato de arroz para cocinar, miel, salsa picante, cartuchos de pimentón picante en
polvo, de hojas secas de menta y de nueces, y, cómo no, mermeladas y gelatinas de
uvas silvestres, moras, menta y zarzamoras, bayas, pimientos encurtidos, pepinillos
en salsa de mostaza y salsa de ajo para untar. En los armaritos de la cocina se
alineaban una enorme cantidad de tarros de cerámica; el más grande contenía arroz;
otro tenía harina de arroz; y también había harina de bellota (Josh había descubierto
que podía sacar partido de las omnipresentes bellotas de los robles, una vez lavaba y
tamizaba la harina para quitarle el amargor). A continuación, había una jarra enorme
que contenía azúcar refinada y un cuenco más pequeño que siempre estaba lleno de
trocitos de caña de azúcar fresca. Las especias se encontraban en un estante cercano
al hornillo; sal y pimentón molido, tomillo y salvia.
No podía compararse con los Ford ni con los Denton pero, por primera vez, Josh
fue consciente de que era mucho más rico que la mayoría de sus pacientes.
Avergonzado, se recordó a sí mismo durante el juicio, cuando ridiculizara la
mermelada que Jezebel MacReady le había llevado como pago. Y para colmo, se
había sorprendido al ver que nadie lo defendía… Había perdido el hilo de la
conversación de la señora Mather, ahogado en el intenso rubor que le había

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provocado la vergüenza.
Mientras daban buena cuenta del apresurado arroz con gambas y salsa picante —
¡el paraíso!—, Josh y Ham se pusieron al día de los sucesos acaecidos en Galveston
gracias a la incesante cháchara de los Mather. El huracán no había provocado daños
tan importantes como los del Gran Huracán; desde entonces, la isla se había elevado
unos tres metros, y el Espigón había contenido la marea… o casi. Aun así, el número
de víctimas había sido muy elevado; entre doscientas y mil personas, dependiendo de
las fuentes. La mayor parte de las muertes se debían a los tornados derivados del
temporal. Se sabía que al menos seis de ellos se habían adentrado en la isla. Unas
cuantas personas se habían ahogado y varias habían muerto al ser golpeadas por los
escombros que transportaba el viento. La vieja Katie Heinrich, cuya artritis Josh
había estado tratando durante años con friegas de pimiento picante y ácido
acetilsalicílico obtenido de la corteza de sauce, había logrado encaramarse al tejado
de su casa y evitar así perecer bajo las aguas… solo para ser alcanzada por un
relámpago.
Y lo más extraño de todo había sido la desaparición del Mardi Gras; Galveston
había amanecido la mañana posterior a la tormenta y se había encontrado con un
buen número de carnavaleros ahogados en los portales, o agazapados entre los
refugiados que se amontonaban en las mansiones de Broadway.
—Pero no será por mucho tiempo —dijo Jim Mather—. El sheriff Denton ha
empezado a darles caza. Los quiere fuera de la isla y en un lugar remoto, por
supuesto. Muchos les han disparado nada más verlos. Yo he estado reservando mis
balas para el momento en que alguno de ellos me dé problemas, sí señor. La mayoría
ha huido de la ciudad, pero otros se esconden en el Palacio del Obispo, con Sloane
Gardner y Randall Denton.
—La señora Mather ya había mencionado eso antes —comentó Josh—. ¿Está
intentado decirme que Randall se ha convertido en un filántropo?
—Más bien en un rehén aristócrata —respondió Alice—. La señorita Gardner lo
mantiene allí, por si acaso el resto de los Denton decidiera irrumpir en la casa y
acabar a disparos con todos sus carnavaleros. Tiene cierta debilidad por ellos.
—Todas las noches hay un toque de queda —informó Ben, el marido de Rachel
—. Desde la puesta del sol al amanecer. Menos mal que nos os cogieron anoche o
habríais acabado otra vez en la cárcel.
Tras eso, las noticias empeoraron. El problema más acuciante en aquellos
momentos era la aparición de enfermedades. La diarrea ya estaba muy extendida e
iba a peor. Disentería, si somos afortunados, pensó Josh, y cólera si no lo somos. No
había suficiente agua potable. Muchos de los depósitos habían sido contaminados por
el agua del mar, y el viento había destrozado o arrastrado demasiados baldes y
toneles. Aun así, había llovido lo bastante durante los dos primeros días como para
que todo el mundo pudiera beber. Y lo mejor de todo, la tubería de casi un metro de
diámetro que pasaba por debajo de la Bahía y traía agua a la isla desde el continente

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estaba intacta tras el paso del temporal. Por desgracia, la estación de bombeo no
había corrido la misma suerte. Ham meneó la cabeza y hundió la cuchara en la
comida. Él era exactamente el tipo de hombre que podría haber ayudado mucho en un
aprieto semejante. En cuanto a Josh, todo el mundo lo había echado mucho de menos,
según los Mather.
No es que los demás médicos no hayan sido de ayuda —aclaró Rachel—. Pero les
gusta mantenerse apegados a las antiguas costumbres…
—A la medicina de verdad —replicó Josh, malhumorado.
—Sí. Y no es que quede mucho de ella. Sé que la reservaban para utilizarla con…
El gran Jim Mather, meneó la cabeza.
—Con cualquier tipo rico que tiene agua y comida y un sitio donde dormir, pero
que ha sufrido un arañazo o tiene tos. Mientras que la gente de aquí cada vez está
peor.
—Estamos trasladando a los enfermos al Palacio del Obispo —dijo la señora
Mather. ¡Y entiende lenguas desconocidas!, pensó Josh totalmente cautivado por
semejante portento.
—Pero nos vendría muy bien un médico, Joshua.
—Aquí tienes tu oportunidad —le dijo Ham entre bocado y bocado—. Los demás
médicos te necesitan. Apuesto a que ahora podrías entrar en la Comparsa de la
Solidaridad. Andan cortos de personal y puedes ganar un buen dinero ocupándote de
los Denton y los Ford.
Josh sintió que se ruborizaba por la vergüenza.
—Eso no es justo. Alice frunció el ceño.
—¿Pasa algo entre vosotros dos?
—Ya no —respondió Ham.
Siguió dando ruidosa cuenta de su comida. El resto de los Mather miró en primer
lugar a Josh y luego apartaron los ojos, avergonzados. El silencio parecía manar del
interior de Joshua y extenderse por la estancia, hasta que todos dejaron de hablar.
Solo se escuchaba el tintineo metálico del tenedor del Ham. En numerosas ocasiones,
al observar a Sloane Gardner o a la gente elegante de Galveston que se reunía en casa
de Jim Ford, Josh se había sentido como un mendigo que contemplara a través de la
ventana una fiesta a la que jamás podría asistir. Y en esos momentos volvía a sentirse
así, salvo que en esa ocasión eran la calidez y la alegría de la familia Mather lo que
no podría llegar a conocer.
Lo habían pillado con la cara pegada al cristal, fisgando lo que ocurría dentro.
—¿Ham? —dijo Alice Mather.
—Una comida muy buena, mamá. Joder, cómo lo necesitaba.
Con voz formal, Joshua anunció:
—Señora Mather, mañana a primera hora saldré hacia el Palacio del Obispo.
Alice Mather asintió, a todas luces preocupada por lo que sucedía entre Josh y su
hijo, a los que miraba de forma alternativa.

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—¡Sloane estará encantada! —Abrió los ojos de par en par y se tapó la boca con
una mano—. Ya está. Acabo de llamarla Sloane. Ahora nos mezclamos con la alta
sociedad, Jim —bromeó, mientras lanzaba una mirada jovial a su marido.
Josh le contestó:
—Señora Mather, en mi opinión usted y su familia son la alta sociedad de esta
isla. —Y supuso que no había modo de que la mujer supiera que no había dicho algo
más en serio en toda su vida.
La madre de Ham le llamó «sinvergüenza» antes de darle un ligero manotazo en
el brazo. Pero Josh sintió que el roce provenía de miles de kilómetros de distancia.
Había perdido todo el derecho a sentirlo.

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4.5 Bautismo

A
pesar de todas las educadas excusas de Joshua, Rachel y Ben le
devolvieron su cama y se prepararon un catre en el suelo de la cocina. De
alguna forma, en el momento en que Josh despertó en la pequeña y oscura
habitación, supo que tanto ellos como el resto de los Mather estaban
profundamente dormidos. Alguien sacudía su hombro. El gélido contacto aguijoneó
su piel y consiguió que se le pusiera de punta el vello de la espalda.
Se apartó de aquella mano helada y se levantó de un salto. Una mujer rica con un
vestido blanco estaba junto a su cama.
—¿Está en-enferma? —tartamudeó Josh.
Ella le dedicó una mirada divertida.
—No, señor Cane. Estoy muerta.
Un fantasma. A Josh se le erizó el vello de la nuca y de las muñecas. La voz del
fantasma tenía la autoritaria confianza que solo el dinero podía prestar. Incluso en la
oscuridad de la habitación, su piel resplandecía con el color blanco pálido de un
champiñón. Tenía un rostro fuerte y feo, con una boca grande y expresiva.
—¿Quién es usted? —preguntó Josh.
—¿Hace falta que lo pregunte? Ou sont les neiges d’antan, sin duda. Hubo un
tiempo en el que yo era muy conocida en esta ciudad —afirmó el fantasma. Le dirigió
una extraña sonrisa y le hizo una pequeña reverencia. El vestido era tan blanco como
su piel, una creación fabulosamente adornada y pasada de moda, cubierta de encaje y
volantes. Debía de llevar muerta cien años—. Elizabeth Brown, a su servicio.
—La señorita Bettie —susurró Josh.
Por un momento, tuvo la esperanza de estar dormido, pero la desechó con
rapidez. La señorita Bettie no era un sueño. Era real. Más real que él mismo, de
alguna forma. Su gélida presencia era tan cierta que lograba que su propia vida
pareciese frágil e inconstante, la llama de una vela que se agita con el viento.
La señorita Bettie extendió una mano muy real.
—De modo que ya ve, señor Cane, no hay nada que pueda hacer por mí. Pero hay
otra persona que necesita su ayuda. Venga conmigo, ¡y dese prisa, señor! —Lo sacó
de la cama; sus dedos eran como grilletes de hielo alrededor del antebrazo de Josh.
No hubo ningún crujido del desvencijado entarimado, ni un susurro de las
cortinas, mientras ella se desplazaba en silencio por la habitación.
Josh rebuscó en el armario en busca de unos pantalones, deteniéndose solo para
frotarse la frialdad del antebrazo. La señorita Bettie. El fantasma más famoso de la
isla; la mujer que había convertido Ashton Villa en el centro de la sociedad de
Galveston antes del Diluvio. Murió de… esclerosis lateral amiotrófica, ahora que lo
pensaba, igual que Jane Gardner. ¿Qué había de extraño en aquello? Josh se puso los
pantalones con una sonrisa sarcástica. Bueno, al final había conseguido una de sus

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aspiraciones: se movía en los círculos más altos de la sociedad de Galveston y había
conocido a una de sus reinas incuestionables. Incluso en la muerte, la señorita Bettie
era, sin duda alguna, muy elegante.
Se puso una camisa y bajó las escaleras a la carrera mientras daba un bostezo. La
señorita Bettie lo esperaba en la salita. Los Mather yacían a lo largo y ancho de la
casa como manatíes varados en la playa, sin dejar de roncar y resoplar. Dormían
como si estuviesen hechizados, haciendo caso omiso del paso de Joshua. Siguió a la
señorita Bettie al exterior, a la calidez de la noche de Galveston. A pesar de lo
insoportable que resultaba el calor de día, durante la noche, el aire del sur de Texas
era tan suave como los pétalos de las flores. Galveston dormía. Afuera reinaba una
curiosa sensación de intimidad: no se movía ni un alma por las calles, todavía
plagadas de escombros y desechos. Si había sobrevivido algún gallo, aún no había
despertado para anunciar el amanecer.
—Señora, ¿adónde vamos?
—No muy lejos.
—Esta no es su zona de la ciudad —dijo Josh mientras señalaba los dilapidados
chalés y los adosados derruidos de la vecindad.
La señorita Bettie le dirigió una mirada admonitoria.
—Toda esta es mi ciudad, señor Cane.
Josh trató de no poner los ojos en blanco. Los ricos siempre eran arrogantes, al
parecer. Incluso los muertos. Siguió el resplandor de su vestido blanco a lo largo de la
calle. Era extraño que la señorita Bettie hubiese salido y que fuera tan claramente
visible, incluso para él. Joshua jamás había mostrado muchas aptitudes para la magia.
Gracias a Dios, o la Reclusa lo habría embarcado hacia las Comparsas, sin duda.
Pero, claro, la Reclusa estaba muerta, ¿o no? En aquel momento, espíritus y
carnavaleros caminaban por las calles a plena luz del día, al menos eso afirmaban los
Mather. Contempló al fantasma que caminaba delante de él. De modo que había
comenzado: el último paso de la civilización hacia la barbarie absoluta, hacia un
mundo de sueños y fantasmas no muy diferente a la Edad Media. Al final de su vida,
lo más probable es que todos viviesen en cavernas y cazaran ciervos con garrotes. A
pesar de que la señorita Bettie era un fantasma, un milagro, había nacido en un
pasado absolutamente racional. George y Martha eran el futuro.
Caminaron a través de las calles que había odiado y temido cuando se mudaron
allí, hasta que Ham, siempre tan generoso, le había presentado a los vecinos. En el
interior de las casitas arruinadas por la tormenta dormían los amigos y vecinos de los
Mather, que Josh nunca se había dignado a considerar suyos también. Pero ahora
había dejado que Ham se apartara, de alguna forma, y, por primera vez desde que se
trasladara allí cuando no era más que un niño de diez años, se encontraba de nuevo
entre extraños y completamente solo. La señorita Bettie le llevó seis manzanas más
allá, hasta la casa de la viuda Tucker. La motocicleta de Billy Tucker estaba en el
jardín delantero. Por lo general, Billy tenía el césped de su madre cubierto con piezas

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de coche, pero el huracán había hecho desaparecer algunas y había lanzado el
estropeado chasis de un Buick Regal contra su porche. La tormenta había hecho
pedazos todas las ventanas de la fachada; las esquirlas y los trozos de cristal aún
resplandecían, colgadas de los marcos. Alguien había encendido una lámpara en el
interior. Josh pudo escuchar los gemidos de un niño cuando empezó a subir las
escaleras. Exhausto como estaba, le resultó difícil adoptar su aire clínico y sereno.
Luchó por conseguirlo mientras seguía a la señorita Bettie a lo largo del camino de
entrada.
El fantasma se hizo a un lado y le hizo un gesto con la mano para que se acercara
a la puerta. Josh llamó. El niño de dentro soltó un grito. Volvió a llamar.
—¿Señora Tucker?
—¿Es el médico?
—¡Billy! ¡Cállate! —Era la voz de una mujer que siseaba. Gina, la esposa de Bill.
Treinta y seis o treinta y siete años ahora, caderas grandes.
Josh no había ayudado en el parto de sus hijos, pero cada pocos meses sufrían una
infestación de piojos y le vendía a la mujer un paquete de ungüento para pediculosis
que fabricaba a base de salvia y arbusto de gobernadora. Josh no tenía mucha fe en el
ungüento, pero lo hacía con la excusa de prestar uno de sus tres peines de metal para
piojos.
Se abrieron los cerrojos. La puerta se separó un poco, todavía sujeta por una
cadena de bronce. Billy echó un vistazo al exterior.
—¡Josh Cane! ¡Alabado sea Cristo Todopoderoso! —susurró—. Tú estás muerto.
—Todavía no.
Billy se frotó la cara. Tenía los ojos inyectados en sangre y, al parecer, no se había
afeitado desde el huracán.
—Te ha traído el fantasma, ¿verdad?
—Suerte que tienes —dijo la señorita Bettie con acritud. Saltó sobre la capota del
Buick que había en el porche de la señora Tucker y se sentó allí, balanceando los pies
mientras su adorable vestido de noche blanco resplandecía sutilmente en la oscuridad.
Josh metió la mano izquierda poco a poco a través de la apertura de la puerta.
—Tócame. Todavía estoy caliente —dijo.
Billy tocó los dedos de Josh, muy poco al principio, pero después con toda la
palma.
—De acuerdo. —Abrió la puerta—. Le ruego a Dios que Ham también haya
regresado.
—Así es.
—Bueno, me alegro mucho entonces.
Billy Tucker era un hombre bajo y regordete que se ganaba la vida desguazando
coches e intercambiando las piezas de un motor a otro, con el fin de mantener en
marcha los cada vez más escasos generadores del gueto. Josh siempre se había fijado
en sus manos, en lo gruesos que eran aquellos dedos achaparrados que siempre tenían

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negra la parte que rodeaba las uñas; dedos llenos de abultadas cicatrices pálidas
producidas por la sierra para cortar metales, las retorcidas láminas de metal y las
quemaduras del ácido de las baterías. Olía mal, a aceite de coche, a barro y a sudor.
Un niño quejumbroso yacía en el sofá.
Billy se encaminó hacia el deslucido interior de la casa de su madre, caminando
con las piernas arqueadas de un hombre que solía pasar hambre en su niñez.
—Es Joe —murmuró.
—¿Tu madre está dormida? —preguntó Josh en voz baja mientras lo seguía.
—Mi madre está muerta. Se la llevó el huracán.
«¿Por qué no arrasar la puta isla hasta dejarla limpia? Por supuesto, algunas de las
casas grandes aún estarán en pie, pero por lo menos habrás matado a toda la chusma».
Otra ardiente oleada de vergüenza se reflejó en el rostro de Joshua. Mantuvo la
cabeza gacha para que los Tucker no pudieran apreciarlo y agradeció la escasa luz.
Gina, la esposa de Billy, estaba arrodillada en el suelo junto al sofá donde yacía
su hijo de diez años, cuya cabeza se agitaba de un lado a otro sin cesar. El sofá
apestaba a moho y agua de mar. Billy se acuclilló y colocó la mano sobre el brazo del
niño. Joe dio un respingo y gritó al tiempo que se apartaba del contacto.
—No puede soportar el más mínimo ruido —susurró Gina.
La mujer se sentó con las manos sobre las rodillas, sin dejar de mirar a su hijo con
los labios apretados. Una lámpara de queroseno con una mecha de recambio ardía
tenuemente en la mesita rinconera que había junto al sofá. Las sombras se reunían y
acumulaban alrededor de los ojos de Gina mientras la mujer se mecía adelante y atrás
sin dejar de contemplar a su hijo.
—Apaga la lámpara —gimió Joe. Tenía la cara delgada de su madre—. ¡Apágala!
—Vamos a dejar la puñetera lámpara encendida para que el doctor pueda ver, Joe
Daniel.
—Gina —dijo Billy.
—Tú no has estado con él las últimas seis horas. No le has escuchado mientras…
—Cerró la boca y volvió a mecerse.
—Lo sé —dijo Billy.
No trató de tocarla. Joe apartó bruscamente la cabeza del tenue resplandor de la
lámpara.
Gimió de nuevo y echó la cabeza hacia delante, como si no pudiese soportar la
aspereza de la tapicería contra la mejilla.
—El chico lo siente todo —dijo Billy. Josh notó que se le helaba la carne de la
espalda y empezó a avanzar un poco cuando la señorita Bettie se paseó por detrás de
él—. El chico fue el primero en verla —añadió Billy. Hipersensibilidad. Josh se
obligó a ignorar la pequeña sacudida de horror que agitó su vientre.
Trató de colocar con cuidado la mano en la frente de Joe. El muchacho dio un
respingo para apartarse de su contacto. Gina agarró la cara del niño y la mantuvo
inmóvil. El chiquillo se sacudió y gritó, sin dejar de soltar agudos alaridos. A pesar de

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sus forcejeos, no tenía mucha fuerza. Sus padres no tuvieron mucha dificultad para
dejarlo inmóvil. Josh trató de que los gritos rebotaran en su imaginaria capa
profesional y examinó al chico. No tenía mucha fiebre, si es que tenía algo. Puede
que un grado. Colocó los dedos sobre el cuello de Joe y sintió latir el pulso bajo su
piel, que era tan fina como el papel de fumar. Le levantó los párpados; tenía las
pupilas muy dilatadas. Josh se echó hacia atrás y les hizo un gesto a los padres para
que soltaran al chiquillo. Se retiró hacia el pasillo, donde podría hablar con ellos sin
causarle mucha ansiedad a Joe.
Encontró a dos niñitas en el pasillo, a gatas; una tendría alrededor de ocho años, y
la otra unos cuatro.
—A la cama antes de que os dé unos azotes —siseó Gina.
—Pero mamá, ¿qué le ocurre a J…?
Billy cogió a una niña bajo cada brazo y subió de puntillas las escaleras. El papel
de las paredes estaba lleno de manchas y burbujas a un metro por encima del rodapié.
Josh trató de imaginarse toda la isla desaparecida, oculta bajo el agua. «Si ese
temporal les ha dado una lección, se la tenían merecida. Sí, señor». Suficiente. Tenía
un paciente al que atender. No había tiempo para entretenerse con una inútil
sensación de culpa.
¿Tienes algún narcótico en la casa? —le susurró Josh a Gina—. ¿Hongos?
¿Estramonio?
—La madre de Billy tenía una pequeña maceta en el jardín de atrás. Eso es todo
lo que sé.
—¿Comió Joe algo diferente al resto de vosotros?
—No estoy al tanto de cada detalle, Josh. —El torso de Gina aún se mecía—.
Hemos estado comiendo toda la mierda que encontrábamos. La madre de Billy tuvo
suerte de que no nos la comiéramos.
Tan solo tenía unos cuantos años más que Josh, pero parecía mucho mayor. Tenía
tres hijos y un marido, y ya empezaban a notarse las canas en los mechones de
cabello que caían sobre su delgado rostro.
—La encontré en su habitación. Uno de los cristales de la ventana casi le había
arrancado la cabeza del cuello. ¿Sabes lo que he comido hoy? Media lata de
cacahuetes. Billy me cedió su parte.
Su marido descendió las chirriantes escaleras.
—Todos estamos bien —dijo—. No hagas caso a Gina, solo está enfadada.
—Estoy enfadada —añadió Gina.
—¿Ha actuado Joe como si hubiera comido o bebido algo inusual? —preguntó
Josh—. ¿Se ha quejado del estómago? ¿Problemas para caminar o respirar?
—Bueno, cojea de un lado, pero eso se debe a una astilla —dijo Billy.
—Le dije que se mantuviera alejado de las casas grandes —se quejó Gina—. Pero
no me hizo caso. Es como esperar para la cena a un gato callejero. Malditos niños. —
Respiró hondo—. No es culpa tuya —le dijo a Billy—. Has hecho todo lo posible, lo

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sé. Es solo que estoy irritada. Se pone peor a cada hora que pasa, sin importar lo que
haga.
Billy extendió un brazo hacia su esposa. Ella se meció de forma rígida entre sus
brazos.
—¿Una astilla? —dijo Josh con cautela. Un trozo de madera afilada. Los Mather
utilizaban esa palabra de vez en cuando—. ¿Fue a recuperar…?
—A robar.
—… cerca de la Séptima Avenida —murmuró Billy—. La segunda planta de una
de las casas de lujo se vino abajo y él cayó por el agujero. Se le clavó una astilla
bastante grande en la pantorrilla.
—Herví un poco de agua y le lavé la herida —dijo Gina—. Eso lo hizo gritar. La
envolví lo mejor que pude con una de las fundas de almohada de la madre de Billy.
Supuse que ella ya no las necesitaría. Lo siento mucho, Billy.
Josh podía escuchar el latido del corazón en los oídos. La madre de Joe se mecía
en el pasillo, de forma constante y sin propósito alguno, como un reloj que ya no
marcaba las horas. No podía saber el horror que acababa de asaltar la mente de Josh,
pero era la madre del niño y debía de saber que algo terrible, horrible, le pasaba a su
hijo.
—Será mejor que le eche un vistazo a esa pierna —dijo Josh. Mientras entraba de
nuevo en el salón de los Tucker, volvió la vista hacia Billy—. ¿Hay alguna mesa de
cocina en este lugar?
—Sí, ¿por qué?
Josh no respondió. Se arrodilló a los pies del sofá en el que estaba tumbado Joe,
que no cesaba de retorcerse, como una víctima de quemaduras.
—Sujetadlo —ordenó Josh.
Billy sujetó con delicadeza los brazos de su hijo contra el pecho. Gina sujetó sus
pies. Josh cogió la lámpara de la mesita, la colocó en el suelo cerca de las piernas del
niño, y subió la intensidad de la luz todo lo posible. Retiró la húmeda venda de
algodón de la pantorrilla del muchacho. Era una herida fea, una punción profunda que
le llegaba hasta la parte trasera de la pantorrilla. La carne de alrededor estaba tensa y
enrojecida. A Josh se le secó la boca.
—¿Cuándo?
—Hace tres días. Tres días y medio, ahora —dijo Gina—. Se lo he cambiado dos
veces.
Josh sostuvo la venda de algodón frente a la lámpara en busca de trazos de suero
rojizo que hubiesen supurado de la herida. Los encontró. Palpó la pantorrilla del
muchacho. Joe no dejó de gritar.
—Tranquilo —murmuró Billy.
Josh apretó y masajeó. Se escuchó un sonido crujiente cerca del dorso de la
rodilla. Burbujas de gas. Joe gritó, gritó y volvió a gritar. Gina no apartaba la mirada
de Josh, y su rostro tenía una expresión pétrea. Billy sujetó al niño cada vez con más

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fuerza, sin dejar de apretarle los brazos contra el pecho. Joe gritaba y gritaba. Josh
apretó la pantorrilla de nuevo. Más crujidos.
Josh se levantó, pero el niño no dejó de gritar. —¡Cállate! —siseó Billy. El niño
se sacudía como un pez entre sus brazos—. ¡Cállate! ¡Cállate! Josh cogió la lámpara
y bajó la intensidad de la luz. La colocó sobre la mesita de café. Descubrió que Gina
seguía mirándolo. —No me hagas esperar toda la noche— le dijo. —Y no me
mientas. Nunca me caíste bien, pero sé que no mientes. Dímelo sin rodeos.
—Vuestro hijo tiene gangrena caseosa. Va a morir. —Joshua sintió que su capa de
clínico se desprendía de su cuerpo—. Lo siento muchísimo; muchísimo, de verdad.
—No puedes hacer nada.
—Si esto hubiera ocurrido antes del Diluvio, podría. Si tuviese algo de penicilina,
podría. Si fuera demasiado tarde para utilizar la penicilina, podría enviarlo al hospital
con suero intravenoso y anestésicos para que se ocuparan de él médicos de verdad y
pudieran cortarle la pierna a nivel de la cadera, cosa que probablemente lo salvara. —
Dios, las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Josh. Cómo se atrevía a llorar
frente a la madre del niño, frente a una mujer que iba a perder a su hijo… Se las
enjuagó y sacudió la cabeza—. No, no puedo hacer nada por él.
Joe gritó y volvió a gritar. Los músculos de los brazos de Billy se abultaron.
Respiraba muy deprisa y muy fuerte. Se sentó en el suelo. Hubo un crujido en la
escalera. —Entonces, córtale la pierna—.
—No soy médico.
—Inténtalo. Va a morir de todas formas, ¿no?
Billy dio un manotazo sobre la mesa de café.
—Maldita sea, Gina, el hombre ha dicho…
—No es más que un cobarde hijo de puta —dijo Gina—. Y no me importa. Va a
salvar a nuestro hijo.
—Gina…
—Va a intentarlo.
La fría silueta blanca de Bettie Brown se colocó al lado de Josh.
—Nobleza obliga —murmuró.
—No puedo —susurró Josh. Gina observó de forma implacable a los hombres
hasta que Billy agachó la cabeza. Josh sacudió la suya—. No puedo —dijo—. No
tengo…
Las escaleras crujieron de nuevo. Billy explotó de repente.
—¡Os dije que os quedarais en la cama, niñas! —gritó.
Joe gimió de nuevo. Josh entrevió la silueta de la mayor de las hijas acurrucada
en los escalones cuando Billy la cogió y la lanzó hacia el hueco de la escalera con
tanta fuerza que temblaron las paredes. La niña gruñó y cayó con fuerza sobre los
escalones; un instante después, su padre la cogió y la lanzó hacia el descansillo,
convirtiéndola en un borrón de pijama y piernas blancas que chocó contra la
barandilla que había al comienzo de la escalera. Arriba, entre las sombras, la chiquilla

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de cuatro años empezó a llorar.
—Bill —dijo Gina.
El desguazador de coches se detuvo en seco a mitad de las escaleras; le temblaban
los hombros.
—No digas ni una puta palabra.
—Mira a ver qué necesita el señor Cane —dijo Gina.
Billy se giró, jadeante. La angustia que reflejaban sus ojos era tan espantosa que
disipó la histeria de Joshua. Eliminó su derecho al sufrimiento. Josh se dio la vuelta,
incapaz de soportar esa mirada.
—¿Tiene una sierra para metal? —le preguntó.
Se hizo el silencio.
—¿Billy? —inquirió Gina.
—En mi caja de herramientas.
—Necesitaré cuerda también, tanta como sea posible. Y sedal de nailon. —
Pinzas, pinzas—. Y alicates puntiagudos, todos los que pueda encontrar. O incluso
pinzas de la ropa —dijo Josh. Su voz le sonó aguda, tensa y falsa—. Gina, si te queda
algo de marihuana, mira a ver si Joe es capaz de tomarla. Si no puede fumarla, haz
que se la coma. Si no puede comer nada, quémala bajo su nariz. Licor también, si
puede tragarlo. Consigue cualquier talismán que puedas encontrar, los mejores
amuletos que tenga. —La Reclusa se había ido y la magia había vuelto. Incluso si los
talismanes no ayudaban a que Joe sobreviviera a la carnicería de Joshua, por lo
menos servirían para tratar de mantener a los minotauros a raya. Dios sabía que allí
iba a haber mucho dolor esa noche, horror y un miedo insoportable a que la magia se
volviera sobre sí misma. Josh deseó no haber perdido la costumbre de rezar.
—Despeja la mesa de la cocina —dijo—. Pondré un poco de agua a hervir.

Media hora después, había sujetado al chico a la mesa de la cocina con trozos de una
vieja cuerda de nailon amarilla, tan vieja que parecía tener pelos al tacto y las fibras
de plástico estaban deshilachadas. A pesar de la hipersensibilidad del niño, Joe no
mostraba síntomas de delirio. Gina le dijo que Josh iba a cortarle la pierna y que
tendría que ser valiente. El niño se orinó encima y se mordió los labios para evitar los
gritos.
—Compórtate como un hombre —susurró Billy.
Joe se vino abajo y empezó a suplicar. Josh pensó en amordazarlo, pero decidió
no hacerlo. Tenía que ser capaz de discernir si Joe se tragaba la lengua.
Josh envió a Gina a hervir el sedal de dos kilos y cuarto que pensaba utilizar para
las suturas. Fue en busca de los cuchillos de la viuda Tucker, cogió el más grande y
mandó a Billy a que lo afilara todo lo que el delgadísimo y descolorido acero viejo
pudiese soportar. Mientras Billy trabajaba, Josh cortó tiras de las cortinas de la cocina
y se las colocó bien apretadas alrededor de su muñeca derecha con el fin de que le
proporcionasen más estabilidad. No se iba a arriesgar a operar con la mano izquierda.

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Billy dejó la piedra de afilar, se colocó la hoja del cuchillo de cocina con suavidad
sobre la uña del pulgar y, a continuación, dejó que el cuchillo se deslizara. El filo dejó
una ranura en la uña. El hombre le pasó el cuchillo a Josh.
—¿Qué pasa con la sierra?
—Está afilada.
Josh bajó los pantalones de Joe, pero le dejó la ropa interior empapada en orina.
Restregó la pierna del niño con whisky de palma. Apestaba. Joe habló, y su voz sonó
ronca y trémula. —Papá dice que no soy lo bastante mayor para las tareas duras—. Se
suponía que era una broma. Josh colocó el instrumental sobre la encimera de la
cocina, a su lado: el cuchillo; la sierra; dos pares de alicates puntiagudos y un tercero
oxidado hirviendo en una cacerola sobre el fogón. Ya había enhebrado dos agujas con
el sedal, y tenía montones de algodón a la espera, sucias bolas grises de relleno. Con
el cuchillo, cortaría la carne de Joe tan deprisa como le fuera posible, y dejaría la
sierra para partir el hueso. La clave era no cercenar la arteria femoral. Tendría que
diseccionar el tejido a su alrededor y pinzarla. Si cortaba la femoral, el niño moriría
en cuestión de segundos, sin sufrir lo más mínimo.
Y era un error muy fácil de cometer.
Nadie podría culparlo. Nadie podría probar que lo había hecho a propósito. Desde
luego, no podía decirse que hubiese llevado a cabo una amputación con éxito antes.
Josh descubrió a la señorita Bettie mirándolo fijamente. En voz baja le dijo: —
Galveston espera que dé lo mejor de usted, señor Cane—.
Trató de decidir por dónde cortar. Cuanto más arriba, mejor, ya que tenía que
asegurarse de detener la gangrena. Sujetó la sierra cabeza abajo y la dejó sobre la
pierna de Joe, con la intención de comprobar hasta dónde podía llegar para que le
quedara espacio para maniobrar sin cortar el otro muslo. Joe orinó un poco más en su
ropa interior, pero se abstuvo de gritar.
—Esponjas —dijo Josh. Se le habían olvidado las esponjas para absorber la
sangre que se derramaría de los pequeños vasos. Tendría que reservar las tenacillas
para las grandes arterias cuando no pudiera contener la hemorragia mediante presión.
Había leído en alguna parte que en la época de los barcos de vela, los cirujanos de
a bordo podían cortar la pierna de un hombre en tres minutos, desde el primer corte
hasta la última puntada. Cuanto más rápido, mejor, por supuesto. Menos hemorragia,
menos traumatismo.
Josh empezó a marearse. Se obligó a respirar hasta que se le aclaró la vista y se le
pasaron las ganas de vomitar.
Joe comenzó a dar golpes con la cabeza contra la mesa.
—Deja de hacer eso —dijo Gina.
—No quiero estar despierto —gimoteó el niño.
—¡Compórtate como un hombre! —le ordenó Billy mientras sujetaba la cabeza
de su hijo. El rostro del desguazador de coches estaba pálido—. Compórtate como un
hombre.

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Josh cogió el cuchillo. Joe trató de dar otro golpe con la cabeza, más fuerte, pero
las cuerdas que lo sujetaban no le daban suficiente juego. Gritó.
Diez minutos para la primera vez, pensó Josh. Puedo hacer esto.

Hicieron falta dieciocho. Josh rozó la arteria femoral, pero no la cortó. La sangre
manaba de los vasos sanguíneos del chico con cada latido, con tanta fuerza como los
aspersores que había por delante del casco urbano. A Josh se le quedó atascada la
sierra dos veces en el hueso y tuvo que tirar con fuerza para sacarla y empezar a
serrar de nuevo. La segunda vez, Billy se marchó de la habitación. Había sangre por
todas partes. Josh había comenzado a cortar por el sitio equivocado y casi no había
dejado carne para cubrir el hueso. Le llevó una eternidad coger la piel de Joe y
estirarla sobre el hueso, como un hombre que tratase de envolver un regalo sin el
papel suficiente. Gina ni siquiera se movió. Joe gritó hasta que su voz se convirtió en
un susurro, pero no se desmayó en ningún momento. Fue entonces cuando Josh
perdió toda esperanza en un Dios misericordioso. Si hubiera un Dios en el cielo al
que le importara un ápice, el chico se habría desmayado. Pero no murió.
Cuando Josh hubo dado el último punto de sutura, dejó caer la aguja sobre la
mesa y palpó el muñón del niño. No podía percibir ninguna crepitancia, pero quizás
las burbujas de gas fueran pequeñas todavía o, tal vez, no estuviera en condiciones de
percibir nada. Quizás no hubiera podido percibir ni un kilo de grava bajo la piel de
Joe. Hacía tiempo que el niño había dejado de gritar; ahora solo era capaz gemir. Josh
colocó una mano llena de sangre sobre el cuello de Joe. El pulso era débil e
inconstante, cosa que no era de extrañar. Debía de haber perdido… ¿cuánto? ¿Un litro
de sangre? ¿Litro y medio? ¿Dos litros? Un mosquito se posó sobre la mejilla del
muchacho. Josh lo apartó de un manotazo, dejando salpicaduras de sangre sobre el
rostro del niño. Joshua sintió una mano sobre su brazo. Era Gina. Tenía sangre en su
sucio cabello rubio.
—Gracias —dijo.
Gracias por mutilar a mi hijo; gracias por hacerle una carnicería de la forma más
torpe posible. Gracias por convertirlo en un tullido, alguien de quien se reirán los
demás niños. Gracias por acabar con la vida que creía que tenía por delante.
—De nada —respondió Josh.

—¿Vivirá? —preguntó la señorita Bettie.


—No lo sé. Josh había salido al patio trasero. Estaba sentado, completamente
exhausto, sobre los escombros de lo que una vez fuera el gallinero de la viuda Tucker.
Una luz gris cenicienta se filtraba por el Este, aunque, en lo alto, las estrellas todavía
brillaban sobre el cielo negro.
—No pude percibir ninguna burbuja en lo que le queda de pierna. Mientras no
haya señales de gas, estará bien. Eso siempre que la herida no se infecte; siempre que
no contraiga una septicemia, una peritonitis o el tétanos. Siempre que tenga suficiente

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que comer y agua pura que beber, estará bien; sí, estará bien —dijo Joshua. Tenía la
garganta contraída por la furia—. Por supuesto, si hubiese tenido el buen juicio de
nacer treinta años antes, ahora estaría sano como una manzana. Tres gramos de
penicilina. Eso era todo lo que necesitaba. Tres gramos de penicilina el día que se
hizo la herida.
—Tampoco teníamos penicilina cuando yo era niña —dijo la señorita Bettie—.
Muy poca gente la tuvo jamás, señor Cane. Usted parece creer que eso es injusto.
La gran dama de la sociedad de Galveston se subió con elegancia al tejado de una
zahúrda volcada y se sentó al lado de Josh. El hombre podía sentir el frío que se
desprendía del hombro del fantasma. Su mirada lo buscó en la oscuridad.
—La civilización no es lo que ocurre en ausencia de la barbarie, señor Cane. Es lo
que nos esforzamos por construir en medio de ella.
Josh se inclinó hacia delante para apoyar la cara en las manos. Jamás se había
sentido tan cansado, ni siquiera en medio del huracán, ni siquiera cuando George lo
azotaba a lo largo de la autopista 87. Estaba exhausto hasta la médula de los huesos.
Resultaba increíble pensar que la última vez que había visto el sol se encontraba
todavía a algo más de tres kilómetros de la Terminal del Ferry de Punta Bolívar. En
aquel momento, había sido un hombre diferente. Había partido de Galveston como un
criminal con un único amigo en el mundo; había regresado como un hombre libre sin
ninguno. Las casas, los vecinos… eso no había cambiado exactamente; lo que era
diferente era lo que significaban para él. Había regresado a casa y había descubierto
que era un desconocido en su propia vida.
Deseaba tanto que el niño de los Tucker sobreviviera que no se atrevía ni a
pensarlo.
—¿Por qué vino a buscarme? —le preguntó Josh a la señorita Bettie—. ¿Por qué
no fue en busca de un médico de verdad? Joder, ¿por qué ha venido aquí, en primer
lugar? Esta no es su gente. Su lugar está por allí —dijo mientras señalaba hacia
Brodway y la Rambla, los pocos enclaves en los que las farolas ya habían sido
reparadas.
—«Uno de los obstáculos más graves para el progreso de nuestra raza es la
caridad indiscriminada» —recitó la señorita Bettie—. Andy Carnegie, ese viejo
embaucador. Supongo que soy una mujer falta de criterio. Carnegie también dijo que
el exceso de riquezas era un índice de la confianza divina, y que era una obligación
moral de cada uno repartirlo a lo largo de la vida. Yo lo he hecho mejor que él, ¿no es
cierto? —dijo con una carcajada—. Debería lavarse. —Le pasó un sencillo paño gris,
tomado de uno de los cajones de la cocina de la viuda Tucker, sin duda. Josh lo miró
fijamente, aturdido por el cansancio, y después comenzó a limpiarse.
Entonces ocurrió un pequeño milagro. Allí donde la sangre de Joe Tucker había
entrado en contacto con su piel, esta se había vuelto blanca como la leche, como si la
hubieran sumergido en ácido. Sus manos parecían de sal. Y lo más raro de todo: su
muñeca estaba abultada pero suave, como si alguno de los músculos que había

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perdido cuando los gusanos limpiaron la herida siguieran del mismo modo, pero la
piel ya hubiera sanado sin dejar cicatriz alguna por encima. Más arriba del codo tenía
pequeñas manchas e hilillos de color más blanco allí donde le había salpicado la
sangre. Se miró absolutamente maravillado.
—Y su rostro, señor Cane —dijo la señorita Bettie.
Se limpió la frente y las mejillas y vio que otra parte del paño se había vuelto
roja.
—Lavado con la sangre del cordero —añadió la señorita Bettie con suavidad.
Josh la miró, perplejo.
—¿Ha sido usted quien ha hecho esto?
—No, señor, no he sido yo.
—¿Entonces…?
El encaje y los volantes de la señorita Bettie se agitaron cuando ella se encogió de
hombros.
—Nuestro pequeño banco de arena desapareció bajo la marea al fin, señor Cane.
¿Quién puede predecir los milagros que están por ocurrir?
Permanecieron sentados allí juntos y contemplaron cómo el amanecer se
derramaba por el firmamento. Al final, Josh se movió, inquieto. Debía comprobar
cómo estaba Joe; debía hablar con Billy y Gina. Tenía que decirles que colgaran sus
amuletos, que alimentaran a su hijo con té de diente de león y que se aseguraran de
que su equilibrio hidroelectrolítico no se fuera al traste. Pronto tendría que
presentarse en el Palacio del Obispo, donde, según decían, Sloane Gardner lo estaba
esperando. Trató de imaginarse qué iba a decir, pero su mente seguía deslizándose
hacia cosas menos personales y más importantes: el cólera y la malaria, el agua
limpia y los vendajes.
Notó que la señorita Bettie llevaba un reloj de pulsera, un Rolex de acero con
diamantes diminutos.
—¿Qué hora es? —preguntó.
La señorita Bettie lo miró y se echó a reír.
—Al parecer tiene dificultades para recordar, ¿no es cierto? Bien, se lo diré
entonces. Es «ahora», Joshua Cane. Siempre y únicamente ahora.

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QUINTA PARTE

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5.1 Hundimiento

L
a séptima mañana tras el huracán, Sloane se despertó con el olor del cebo.
Estaba tumbada sobre un canapé en la biblioteca de Randall Denton. Se
esforzó por abrir los ojos. Aún no había amanecido; no obstante, la
oscuridad era menos densa que cuando finalmente se echó a dormir, justo
después de las tres de la mañana. Algo largo, húmedo y fibroso rozó su mejilla y se
retiró al instante. Sloane jadeó y abrió los ojos de par en par. Un rostro triste con
bigote se vislumbraba entre la penumbra, trayendo consigo un fuerte hedor a gambas
y a cangrejos de río. Jamás había oído que un Hombre Langostino se hubiera
acercado tanto a alguien con anterioridad. Esperó a que la criatura hablara o hiciera
algún movimiento. No hizo ninguna de las dos cosas. Se limitó a observarla, a mirarla
con una profunda y apacible melancolía, con su rígido rostro inclinado hacia un lado
y sus ojos negros brillantes como perlas. Los ojos de Sloane se esforzaron por
soportar el peso de la noche. Se cerraron de golpe, se abrieron de nuevo; el olor del
barro y de la carnaza eran como un narcótico en el oscuro ambiente, hasta que, al
final, volvió a quedarse dormida. Los sueños se cernieron sobre su cabeza,
moviéndose de forma lenta y extraña, como las corrientes de un mar tenebroso.
Cuando despertó de nuevo, se distinguía la luz grisácea del amanecer. El Hombre
Langostino se había ido, si bien un tenue olor a pescado persistía en el aire. En algún
lugar más allá de la ventana de la biblioteca, un arrendajo emitía su llamada. Las
notas de su melodía eran hermosas y tristes; cada tonada llegaba a su fin con un
interrogante, como la voz de una mujer que vagara por el inframundo llamando a su
familia.
O tal vez fuera Jane Gardner, encantada, en busca de la ciudad que había perdido.
Galveston se estaba hundiendo: Sloane podía sentir cómo la magia se derramaba
sobre la isla, trayendo con ella los milagros, a los minotauros y al Hombre
Langostino, quienes, al parecer, vivían en su corriente.
La mañana después del huracán, habían empezado a circular rumores sobre
minotauros. Con tanto miedo en el ambiente, y sin la Reclusa para evitar que la magia
se fraguase a su alrededor, era inevitable que se abrieran en la carne vacíos de pánico
y terror. Sloane había escuchado que una niña a la que le habían arrancado la
cabellera había convertido la Pecera en un lugar encantado. Se decía que se había
ahogado cuando uno de los tornados alzó la caravana donde estaba escondida, la
redujo a pedazos y la lanzó al mar. La piel había sido arrancada de su cabeza, y
decían que se sentía atraída por las melenas largas y oscuras. Había informes de otros
minotauros: el Hombre de Cristal y el Chico Gordo, con sus cuchillos; y una criatura
sin nombre que se decía había encantado el Muelle 21, y que estrangulaba a sus
víctimas con resbaladizos trozos de algas verdes que parecían cuerdas.
«¿Qué ocurre cuando las pesadillas comienzan a derramarse sobre el pequeño

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imperio de Jane y ya no está la Reclusa para ahuyentarlas hacia el Mardi Gras? El
viejo mundo en el que vivimos ahora es duro, chiquilla».
Por el amor de Dios, Dessa, ¿cómo dejaste que te mataran? Ahora te
necesitamos muchísimo.
No todos los prodigios eran siniestros. La primera muestra descarada de la nueva
magia que Sloane había presenciado fue el desarrollo del ángel en Alice Mather.
Desde el momento en que Japhet regresara al Palacio del Obispo el día posterior a la
tormenta con su madre a cuestas, Sloane había encargado a Alice más y más tareas.
La señora Mather era competente y muy querida entre los demás, y Sloane necesitaba
toda la ayuda que pudiera reunir. Al principio no cabía duda alguna de que Alice
Mather estaba terriblemente preocupada por su hijo, sin importar el número de veces
que expresaba su confianza en que Dios cuidaría de él. Alice deseaba con
desesperación mantenerse ocupada, y no solo con su familia. Sloane la había
complacido. Tener cosas que hacer con gente desconocida había sido algo a lo que
aferrarse según pasaban los días y no había ni rastro de Ham, ni del barco que lo
había llevado al exilio.
Y entonces, cosa bastante curiosa, Alice había empezado a «resplandecer». Su
paso se había hecho cada vez más ligero. La esperanza entraba a cada habitación con
ella, como el olor de la ropa recién planchada. Y al final, tres días atrás, Lindsey, la
doncella, había entrado a la carrera en el estudio en el que Sloane trabajaba para
decirle que Alice Mather hablaba idiomas desconocidos.
Sloane siempre había creído que su madre no comprendía lo «vivas» que estaban
las cosas. Era más obvio cada día. Por ejemplo, había mantenido a los enfermos
graves acuartelados en el salón de baile de Randall durante cinco días; ahora, el
propio salón parecía enfermo. Al papel de las paredes le habían salido ampollas,
como si estuviese febril, y el ambiente parecía enrarecido incluso cuando se dejaban
las ventanas abiertas.
Debería alegrarme de que mamá nunca vaya a ver en qué se ha convertido su
ciudad.
En un improbable juego de sillas y música, ahora ella ocupaba la casa de Randall
Denton. El sheriff Denton, por otra parte, se había mudado de forma permanente a
Ashton Villa. Sloane debería haberse sentido feliz ante semejante intercambio, pero el
sheriff había dejado claro que si la atrapaba tratando de hacer algo, la pondría bajo
arresto y haría una redada entre los carnavaleros, significara eso lo que significara.
Nada bueno, Sloane estaba segura. Si quería salir del Palacio del Obispo, como así
era, tendría que ser en ese momento, cuando el resto de la ciudad estaba o bien
dormida, o bien ocupada con sus propios desastres.
Sloane se obligó a abrir los ojos. Había dormido con la ropa puesta de nuevo,
cosa que odiaba, pero no podía desperdiciar el tiempo con la intimidad. El
adolescente del cuchillo de caza dormía en un catre junto a ella. Había perdido a su
familia en la tormenta y no tenía hogar al que regresar. Scarlet, la niña-muñeca que

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tenía el corazón de Sloane en su interior, se encontraba a unos cuantos metros,
acurrucada como un gato sobre el enorme sillón de cuero.
Cuando estaba despierta, Scarlet era una niña incordio y malhumorada, con tanta
energía que parecía desprender chispas cuando corría por el Palacio del Obispo.
Pasaba horas jugando al dominó —muy mal, por cierto— con cualquiera que
estuviese dispuesto a jugar. Se ponía furiosa cuando perdía y se regodeaba cuando
ganaba. Se quedaba despierta hasta bastante después de la media noche todos los
días, y se jactaba de ser la nieta de Momus. Despreciaba a los humanos comunes y
corrientes varados en el Palacio, y se esforzaba por pasar todo su tiempo con los
carnavaleros, quienes la trataban como a una princesa.
No obstante, sin importar el lugar en el que durmiera Sloane, cada mañana,
cuando se despertaba, encontraba a Scarlet acurrucada a escasos metros. Hasta ese
momento, las pesadillas habían llevado a la niña hasta ella en dos ocasiones en mitad
de la noche. Se había acurrucado bajo el brazo de Sloane, con su pequeño cuerpo
temblando. Poco a poco, los temblores habían desaparecido y su respiración había
recuperado el ritmo normal. Dormía mientras Sloane permanecía despierta, a la
espera de que pasara la larga noche, con miedo de que cualquier movimiento la
molestara.
Cuando estaba dormida, Scarlet era la criatura más hermosa y frágil que Sloane
hubiera visto jamás. Distintas imágenes la acosaban: Scarlet con un tiro del sheriff
Denton, o enferma de malaria, o cayendo a la piscina del patio trasero de Randall y
ahogándose. Esas imágenes horrorosas se sucedían ante los ojos despiertos de Sloane
hasta que los cerraba con fuerza y se obligaba a pensar en otra cosa.
Fuera, el arrendajo continuaba con su melodía.
Esta hora antes del amanecer era el único momento tranquilo del día. Los
carnavaleros habían abandonado la planta baja del Palacio del Obispo en pro de los
refugiados humanos. Todas las noches, hasta las tres o las cuatro de la madrugada,
podían escucharse retazos de canciones que llegaban flotando desde la escalera,
acompañados del traqueteo de los dados y el chasquido de las fichas de dominó, y los
paseos de puntillas de los borrachos a la cocina, claramente audibles.
Una hora más tarde, sobre las cinco y media, las doncellas de Randall estarían
atendiendo a sus pollos; y la señora Sherbourne, la cocinera, se hallaría en sus
dominios para empezar con el desayuno y aumentar la cuenta de Sloane,
alarmantemente abultada. Randall, como era predecible, le había traído un contrato
para que lo firmara en mitad de la tormenta. Ella se había mostrado de acuerdo en
correr con todos los daños y costos de su propio bolsillo, si era necesario. En aquel
momento había tenido la esperanza de que la Comparsa de Momus se hiciera cargo
de la cuenta, pero después de un circunspecto intercambio de mensajeros, el sheriff
Denton la había declarado una proscrita de la Comparsa.
—¡Quién le ha dado derecho! —Había querido saber ella.
Sin embargo, tal y como Randall había señalado, lo único que Jeremiah tenía que

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hacer era persuadir a Jim Ford. No era una gran proeza para cualquiera con la
suficiente personalidad, como Sloane sabía muy bien.
Aquello había requerido que pusiera en marcha un segundo plan: ganar de nuevo
el dinero. Una noche tras otra, después de la cena, la señora Sherbourne comenzaba a
sumar los costos del día. A continuación, Sloane recorría la casa durante las dos
últimas horas antes de que Alice Mather se fuese a la cama e invitaba a Randall arriba
para jugar a las cartas. En un principio, el hombre se mostraba renuente a sentarse
entre los carnavaleros, pero había una parte de él que disfrutaba de semejante
excentricidad, sobre todo después de descubrir que pocos de ellos eran buenos
jugadores.
Sloane sí lo era, no obstante.
Era imposible ganar todo lo que gastaba. —Randall habría dejado de jugar si se
hubiera dado cuenta de que estaba perdiendo tantísimo dinero—, pero al menos había
contenido un poco la hemorragia. Oh, sí, muy noble por su parte. Y por una buena
causa, además, pensó con sarcasmo. Porque la verdad era que le gustaban los juegos
de cartas. Si no disfrutara de ese par de horas de irresponsabilidad al día, se habría
vuelto loca. Abajo, en la primera planta, la gente estaba enferma, o moría, o lloraba la
pérdida de su familia a causa de la tormenta, mientras que arriba, entre los monstruos,
Sloane Gardner reía y bebía y, tenía que reconocerlo, lo pasaba bien. Desde luego, no
podía decirse que estuviese siguiendo los pasos de su madre.
Y la noche se hacía aún más corta cuando uno se despertaba con las primeras
luces de la mañana. Sloane gruñó para sus adentros.
Había oído de boca de un par de carnavaleros que As había sido visto después de
la tormenta. Un tragafuegos que había llegado al Palacio del Obispo el tercer día
después del huracán afirmaba que As y otros carnavaleros de aspecto humano habían
puesto en funcionamiento un albergue ilegal en el Museo del Ferrocarril. A pesar de
lo aliviada que se había sentido al saber que seguía con vida —por supuesto, no había
logrado dispararle; el hombre tenía demasiada suerte para eso—, la idea de
enfrentarse a él la llenaba de vergüenza. Aun así, se lo debía.
El canapé de cuero crujió bajo su cuerpo cuando se levantó. Pasó con cuidado
junto al pálido muchacho que dormía en el suelo.
Los refugiados llenaban la biblioteca y la sala de billar, tumbados en catres
fabricados a partir de las colchas y los edredones de Randall Denton. Sloane pasó de
puntillas junto a más cuerpos dormidos, que eran como bultos grises en la oscuridad
de la casa; un brazo extendido por aquí, una cara magullada y sin afeitar por allá. Tras
la mesa de billar de Randall, Sloane se encontró con una mujer y su hija que habían
llegado el día anterior, ambas empapadas con el sudor de la fiebre. Giró el picaporte
de las puertas francesas que conducían al patio trasero tan silenciosamente como
pudo, pero los ojos de la niña se abrieron al escuchar el pequeño ruido. Contempló en
silencio a Sloane. No podía tener más de diez años. Su madre seguía dormida.
A pesar del tiempo que Sloane había pasado preocupada por Scarlet esos días,

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¿cuánto más debía preocuparse el corazón de una persona al contemplar a una niña de
verdad, a una niña a la que habías traído al mundo y cuidado durante años y años?
Una debía de sentirse increíblemente indefensa. La imagen de una Jane Gardner tan
vulnerable dejó consternada a Sloane. Pensarlo le produjo una sensación extraña y
temblorosa en el pecho. Tal vez su madre había luchado por algo más que por
Galveston. Había luchado por ella, por Sloane. Para retener no solo la magia, sino el
futuro, la propia rueda incontenible del tiempo. Había tratado de evitar, con toda la
energía y la inteligencia de las que disponía, que la vida y todos sus cambios hicieran
daño a su hija.
La obligación real de una madre era preparar a sus hijos para que se valieran por
ellos mismos. Eso era lo que las personas se decían unas a otras. Pero al mirar a
Scarlet, o a la niña de diez años que yacía febril en el suelo, Sloane no se lo tragaba.
Si ella fuera madre, pensó, no haría algo así. Trataría con toda su alma de proteger a
su hija de cualquier daño, por muy pequeño que fuese. Por muy inevitable o
necesario que fuese. Era una idea ridícula e imposible, pero eso sería lo que haría.
Que el mundo tratara de enfrentarse a ella, si podía.
Sloane salió al exterior. Después, por la tarde, el sol convertiría la costa en otro
hervidero de treinta y cinco grados, pero por ahora, en la penumbra de antes del
amanecer, el aire era más fresco de lo que lo había sido desde abril. La húmeda
mañana de quince grados habría sido deliciosa de no ser por el hedor de las piras de
cadáveres. Sloane se paseó por los arruinados terrenos de Randall, más allá del
cobertizo del generador y de la piscina. Esta última estaba llena de agua salada,
plagada de frondas de palmera, guijarros, hojas, y de los cuerpos de varios estorninos
y ardillas. El día anterior había una zarigüeya, pero algo la había sacado. Incluso a
esa hora temprana, bandadas de buitres giraban sobre cada parte de la ciudad. Unas
delgadas columnas de humo se elevaban desde las piras crematorias.
En la Decimocuarta Avenida, pasó junto a una yegua torda que estaba atada con
una correa a una farola. A la luz del alba, el caballo pastaba sobre el cuerpo de un
perro muerto, sacudiendo el cadáver con sus enormes dientes amarillos. Por alguna
razón, aquello le pareció a Sloane la abominación más terrible que hubiera
engendrado la magia; más que los hombres que había visto en el Carnaval con
escamas de piel de serpiente o agallas bajo la mandíbula. Descubrió que deseaba que
el sheriff Denton viniese y le pegara un tiro a aquella horrible yegua, y que lanzara su
cuerpo lejos de la isla.
Un súbito espasmo de puro odio hacia la gente de Galveston se solidificó en la
sangre de Sloane. Desde que podía recordar, los isleños habían temido y despreciado
a su madrina, Odessa. Le habían llamado bruja, asesina, monstruo. Habían querido
que muriera o se desvaneciera. Sloane observó cómo el caballo colocaba un casco
sobre el cuerpo del perro y arrancaba otro pedazo de carne. Bueno, mis colegas
conciudadanos han conseguido lo que querían, pensó con furia. Me pregunto si les
gusta lo que ven.

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El Museo del Ferrocarril estaba más concurrido de lo que recordaba, lleno del
murmullo de las conversaciones y de los pasos; de puertas que se abrían y se
cerraban; del tintineo de platos y platillos y de los cubiertos de la cena. Al parecer,
alguien mantenía el edificio limpio. Pudo ver aquí y allá un penacho de algas
atrapado bajo un banco, pero los suelos habían sido fregados, y a pesar de que vio
unas cuantas ventanas hechas pedazos, alguien había clavado unos tablones a través y
había barrido los cristales. El gas estaba instalado y funcionando, y había muchas
luces encendidas sobre soportes a lo largo de las paredes. Los ventiladores giraban en
el techo.
Había más gente allí, y más estatuas también. En el Galveston real, antes de que
Odessa muriera, todas las esculturas habían sido tipos vestidos a la moda de los años
30 y 40, pero aquel día, sin embargo, en lugar del puñado de antiguas y conocidas
estatuas, había docenas y docenas de otras nuevas: turistas japoneses y mujeres
jóvenes de la generación de Odessa, con dientes blancos y camisetas ajustadas; y dos
mujeres hispanas de mediana edad, inmóviles a media zancada a la entrada del
servicio de chicas, ambas vestidas con el insulso algodón de Galveston de después
del Diluvio. Había incluso un indio karankawa, uno de los gritones caníbales que
habitaban la isla cuando llegó por primera vez Cabeza de Vaca. El hombre estaba a
punto de abrir una puerta lateral de la estación que daba a las vías y a los vagones
abandonados del tren, como si acabara de llegar a la ciudad a bordo del viejo
mercancías de algodón Southern Pacific. Incluso el hombre negro ya no estaba
sentado en su banco de costumbre, pasando las hojas de su periódico. Ahora que la
marea de magia estaba inundando la Galveston decente, tal vez podría pasar la página
por fin, o dejar el periódico y pasear a la luz del día.
También había gente viva en la estación. Los rumores que había oído Sloane eran
ciertos: la mayor parte eran carnavaleros que se habían visto varados en el Mardi
Gras hasta que las dos Galveston se fundieron en una de nuevo. Algunos todavía
llevaban sus harapientos vestidos de baile o se aferraban a sus máscaras de fiesta.
Voces quedas y ojos enrojecidos eran la norma. La resaca, pensó Sloane, había
hundido sus garras en el carácter deprimido de la muchedumbre. La mañana después
de la noche más larga de la Historia.
Pasó a través de la estación de la forma más discreta posible; toda Sloane, con los
hombros encorvados y la cabeza gacha, sin nada de Malicia en la curvatura de sus
labios ni en la postura de su cabeza. Mucha gente la miró con atención, pero si
alguien estaba seguro de que era Malicia, aunque sin la máscara, nadie dijo nada. Era
curioso, al mirar atrás, que Lianna la hubiera reconocido a primera vista la noche del
huracán. En aquel entonces, Malicia ocupaba la mayor parte de su ser.
Siguió su camino a través de la multitud hasta el restaurante. Las camareras se
abrían paso entre las atiborradas mesas, cargadas con bandejas de comida o con
platos sucios; o dejaban tras de sí el sonido del chisporroteo procedente de la plancha
cada vez que abrían de una patada las puertas de la cocina. Salvas de gritos en

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español volaban a través del aire como aves de brillantes colores. El lugar olía a
mantequilla caliente, a manteca de cerdo y a las tortitas que se estaban cocinando.
As estaba sentado en una mesa de la esquina, empujando unas cuantas judías
refritas con el tenedor. Después de un rato, dejó el tenedor a un lado. Dio un sorbito
al café y se apoyó, cansado, en el respaldo con la taza entre las manos.
Sloane reunió lo que le quedaba de coraje y se acercó a su mesa. «¡Hola! Puede
que no me recuerdes, pero la última vez que nos vimos traté de dispararte». Se sacó
las manos de los bolsillos para que el hombre pudiera ver que no llevaba armas.
—Hola, As —dijo. Pretendía parecer vivaz, pero solo le salió un susurro.
Él levantó la mirada.
—¿Señora?
—Soy yo —dijo—. Mal… Sloane Gardner. —Tragó saliva con fuerza—. Malicia.
As llevaba un parche sobre el ojo que Momus le había arrebatado, pero su ojo
derecho se abrió de par en par.
—Me cago en la puta.
—No me extraña —añadió Sloane.
En el rostro de Samuel Cane se dibujó una sonrisa radiante.
—Dios mío, no tenía ni la más mínima idea. Jamás te había visto con pantalones
antes, y cuando te quité la máscara estaba un poco irritado. —As se echó a reír de
nuevo y señaló con un gesto la silla que estaba al otro lado de la mesa—. ¡Siéntate!
¡María, una más aquí! ¿Ya has desayunado? Hay arroz y judías, o judías y arroz, lo
que prefieras.
—Tenía esperanzas de probar los huevos al rancho.
—Perdieron un montón de gallinas, y las que quedan no ponen muchos. Pero,
claro, había olvidado que eres una Gardner. Supongo que puedes permitirte huevos
con chorizo, a pesar del precio que tienen después del huracán.
Sloane sonrió y decidió no contarle que, en realidad, pagaba el desayuno, la
comida y la cena de treinta personas… al precio, que Dios la ayudara, que Randall
Denton consideraba adecuado.
—Pareces más joven —dijo As.
Y tú más viejo, pensó Sloane. Mucho más viejo. As parecía haber envejecido diez
años desde la última vez que lo viera. Las líneas que tenía alrededor de la boca eran
más profundas, y su cabello, que recordaba salpicado de canas, era blanco casi por
completo. Sloane bajó la vista hasta el plato.
—Apenas has tocado las judías.
—El clima me tiene un poco alicaído hoy.
Permanecieron en silencio durante un rato. Sloane examinó su rostro en busca de
algún parecido con Joshua. Y allí estaba. Padre e hijo tenían la misma cara estrecha y
huesuda, con cejas grandes y rectas, a pesar de que el efecto de los rasgos era muy
diferente en ambos hombres. La cara de Josh era afilada y llena de inteligencia. La
vida se había portado peor con su padre, y durante más tiempo; el agotamiento y la

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sabiduría vivían en los escombros de lo que había sido la cautela.
—Siento mucho haberte disparado —dijo por fin Sloane.
—Haber tratado de dispararme, querrás decir. —As sonrió—. Si pretendes cobrar
una presa, será mejor que tengas un poquito más de puntería.
—Jamás le acertaría a un objetivo con tanta suerte, eso es todo.
La camarera le trajo un vaso de agua y el menú.
—¿Has tenido noticias de tu hijo? —preguntó Sloane—. Le dije a todo el mundo
que era inocente.
As le puso al café azúcar de caña y lo removió.
—No sé nada de él. Se dice que tenían la intención de dejarlo en algún lugar de la
Península la tarde del huracán. El barco jamás regresó. Supongo que se perdería en la
tormenta. —Dio un sorbo al café—. ¿Has vuelto a ver a la niña que tiene tu corazón
dentro?
—Ahora vive conmigo en casa de Randall Denton. En el Palacio del Obispo.
—Me he enterado de que lo has convertido en un hogar para enfermos y para la
gente pobre que lo necesita. —Con deliberación, As cargó el tenedor con judías
refritas y se lo tragó—. ¿Cómo llevas lo de tener un crío al lado?
—Fatal. Me preocupo por ella constantemente. —As asintió y estiró la mano para
coger la salsa picante y echarla sobre las judías refritas—. Es un incordio —continuó
Sloane—, siempre está enfadada, se queja sin cesar y nunca hace lo que le digo sin
discutir. Yo nunca fui así. Mi madre jamás tuvo que preocuparse porque me cayera de
una ventana o saliera huyendo.
As bebió un poco de agua.
—No puedes elegir a tus hijos.
—No es mi hija.
—De acuerdo.
—No es mi hija —repitió Sloane. Cerró los ojos. Volvió a abrirlos—. Es quien yo
quería ser cuando tenía once años. Joder. Es esa niña atrevida, ruidosa y exagerada
que Odessa quería que yo fuera. Yo antes… antes diseñaba esos vestidos;
maravillosos vestidos escarlata con mangas fruncidas y cola, o vestidos de brocado
azul marino.
As sonrió.
—Creo que me hago una idea acerca de los vestidos. Sloane se encogió.
—Eso era algo que siempre me encantó del Mardi Gras, hacer los disfraces. Y
cuando estuve allí, contigo… ahora ya jamás podré ponerme esos vestidos. Aquella
era Malicia, no yo.
—¿Qué es Malicia sino tú con tres dedos de whisky? Hablando del tema… —As
rebuscó en su chaqueta negra de predicador y sacó del bolsillo del pecho una bola de
cuero. Era la máscara—. Creo que esto te pertenece —dijo al tiempo que se la
ofrecía.
El cuero le produjo un hormigueo en la mano. Un escalofrío de posibilidades

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atravesó a Sloane, y se dio cuenta de lo mucho que echaba de menos ser Malicia. Que
Dios la ayudara, pero había sido divertido ser esa mujer arrogante, juguetona y
embaucadora.
—¿Quiere usted algo, señorita? —le preguntó María, la camarera.
—No. Debería irme ya. —Sloane cerró el menú—. Supongo que es una estupidez
sentir celos de una niña pequeña.
—Pues sí.
—Me alegro de haberte visto —dijo Sloane. El cansancio había regresado a los
ojos de As y, a pesar de que no hacía calor en el restaurante, pequeñas gotas de sudor
perlaban su frente. Su desayuno aún estaba casi intacto frente a él—. Tienes fiebre.
—Bueno, no es nada. Todo el mundo está enfermo. Hay un montón de gripe por
ahí.
—Si enfermas, si necesitas un sitio en el que quedarte, siempre podrás
encontrarme en el Palacio del Obispo —dijo Sloane—. Tú y cualquiera.
—Es usted muy amable, señorita Gardner —dijo el hombre arrastrando las
palabras y sin dejar de sonreír. Dio otro sorbo al café—. Siento mucho lo de tu madre.
—Yo también —dijo Sloane.

Tres horas más tarde, Sloane y Scarlet tomaban un rápido desayuno de guiso de arroz
y melaza en el patio de Randall Denton. Sloane había empezado a santiguarse antes
de comer; Scarlet no quería tener nada que ver con tan patéticos encantamientos, por
supuesto. Era ridículo, dijo la niña, que la nieta de Momus tuviera miedo de la magia.
Removió el guiso con la cuchara; puso los ojos en blanco; le dio una patada con el pie
a la silla de acero de la terraza le hizo muecas de asco.
Sloane trató de ignorarla, adormecida por el zumbar de las abejas de los jardines
Denton. No cabía duda de que los Denton sabían cómo pasarlo bien, tenía que
reconocerlo. El patio de Randall estaba rodeado de madreselva y cascadas de forsitia,
y la mesa de hierro forjado junto a la que estaban sentadas se encontraba a la sombra
de un magnífico magnolio. La vegetación era maravillosa, verde y exuberante. Sloane
frunció el ceño al ver a Randall, que estaba sentado en una silla del patio con el libro
de contabilidad sobre el regazo.
—No has guardado agua, ¿verdad?
—No —replicó el hombre de forma ecuánime—, pero he animado a que lo hagan
comprando los sobrantes de agua a mentes más conservadoras. No creerás que han
sido los decretos de tu madre lo que ha espoleado esa oleada cívica de acumulación
de agua, ¿verdad? Todo el mundo la guardaba para sí mismo hasta que mi dinero
empezó a guiar a los palurdos por la senda de la virtud.
Para sorpresa de Sloane, descubrió que le agradaba mucho la compañía de
Randall Denton. Él era lo único que quedaba de su antigua vida; de alguna forma,
incluso su avaricia era un consuelo.
Lianna atravesó las puertas francesas del salón.

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—Han disparado a otro Hombre Langostino, Malicia. Acabo de enterarme —dijo,
y sus bigotes temblaban. Se paseó alrededor de la mesa de hierro forjado donde
tomaban el desayuno—. Es el séptimo de los nuestros en tres días.
—Qué vergüenza —murmuró Randall—. A ver, han sido otros tres juegos de
sábanas los que se han desgarrado para vendajes desde ayer; dos juegos de uniformes
para sirvientes que se han regalado, así como también uno de mis pantalones (unos
pantalones de la mejor calidad, por cierto); un jarrón chino que rompió el tipo de los
zancos, y, por supuesto, otro día de comida, como muy bien ha apuntado mi cocinera.
—Le pasó un trozo de papel a Sloane—. No, espera. —A continuación garabateó:
«2x pudin de arroz & melaza @ 3$» y cambió el total que había al final—. Firma
aquí.
—Deberíamos ir a ver al abuelo —dijo Scarlet desde el otro lado de la mesa—.
Esto es asqueroso —añadió al tiempo que apartaba el plato de pudin de arroz.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —gruñó Lianna—. ¿Esperar a que venga el sheriff
y nos pegue un tiro a todos?
—Cómete el desayuno —dijo Sloane. Se sacó un puñado de fichas de póquer del
bolsillo y se las pasó a Randall, anotando «pagado» debajo de los artículos que había
apuntado la señora Sherbourne en la cuenta de comida hasta que se quedó sin fichas.
Duraron casi hasta el desayuno del día anterior. Bueno, algo era algo. A continuación,
Sloane le quitó el bolígrafo a Randall y tachó la suma de dólares del jarrón chino—.
Encontraré a alguien que te dé otro jarrón.
Randall llevaba puestos los ajustados pantalones hechos a medida que había
ayudado a poner de moda, en la época en que sus pantorrillas tenían mejor aspecto, y
una camisa de algodón sin cuello increíblemente blanca.
—Es una antigüedad…
—Al igual que esta melaza.
—¿Entonces por qué tengo que comérmela? —se quejó Scarlet.
—Calla y cómete el desayuno —le espetó Sloane.
Ella tampoco quería más de aquel guiso de arroz, pero se obligó a dar ejemplo a
Scarlet. Si se le permitiera, Scarlet no comería más que yogur dulce y azúcar de caña.
Dios, iba a ser otro día abrasador. Catorce… ¿de septiembre? Solo faltaban dos
semanas para que acabara el verano.
Sloane se obligó a concentrar la mente en los problemas actuales.
—Randall, ¿acaso piensa tu tío invadir esta casa?
—Si lo hace, espero que se me devuelvan las armas sin daño alguno, y que se me
pague por cada bala que disparéis en vuestra gloriosa defensa.
Randall dio un sorbo a la taza de infusión de menta que había traído con él. Lo
más probable es que también me la cobre, pensó Sloane. Tarifa de asesoramiento.
Desayuno de negocios.
—No lo sé, Sloane. Jamás lo hubiese creído, pero tu reaparición ha puesto a
Jeremiah en un aprieto considerable, ya sabes. Ahora parece que las evidencias que

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tenía contra dos hombres convictos que, bueno… se habían desecho de ti, no eran del
todo legítimas. Y, por supuesto, la semana pasada fue dura para todo el mundo. Sin
embargo, pese a todo, el tío Jeremiah se ha comportado de forma extraña
últimamente. Nunca le gustaron demasiado los carnavaleros, pero desde el huracán le
ha entrado una especie de manía. Y tiene una tos terrible —dijo Randall. Sloane se
preguntó si el viejo todavía expectoraba agua de mar—. Peor aún, parece que oye
cosas. Estábamos charlando en la Habitación Dorada de tu antigua casa y en tres
ocasiones diferentes me mandó callar y levantó las manos. Afirmó haber escuchado
cangrejos que andaban dentro del piano. Una vez, incluso levantó la tapa para mirar
en el interior. Yo no oí absolutamente nada.
Un momento, un momento…
—¿Tú lo has visto? —preguntó Sloane.
—Ayer, en tu casa. Ha trasladado las oficinas del sheriff allí hasta que el edificio
del centro de la ciudad sea totalmente reparado.
Sloane miró a Lianna.
—Nadie me había dicho que Randall se había marchado.
—No puedo vigilarlo a cada segundo —siseó Lianna.
Sloane cerró los ojos. Había veinticinco o treinta refugiados del Mardi Gras en el
Palacio del Obispo. Sloane estaba empezando a descubrir que, a pesar de que muchos
de ellos eran muy divertidos, la «devoción al deber», la «formalidad», y otras cosas
semejantes de la aburrida vida cotidiana no eran el fuerte de los carnavaleros.
Las abejas zumbaban entre las parras. Randall las observaba mientras meditaba.
—Entonces, ¿soy un prisionero en mi propia casa, Sloane? ¿Vas a convertirme en
un rehén?
Bueno, pues sí.
—Supongo que no —respondió Sloane—. No estaría bien visto, imagino.
Randall sonrió y dio otro sorbo a su té.
—Gracias por preocuparte.
—Deberíamos ir a buscar al abuelo —dijo Scarlet. Estaba utilizando una de las
cucharas de verdadera plata de Randall para trazar dibujos sobre su pudin de arroz,
que aún no se había comido.
—Él cuidaría de los suyos —dijo Lianna—. Cuidaría de nosotros si lo supiera.
—¿Qué te hace creer que no lo sabe? —preguntó Randall, divertido—. ¿Acaso
crees que ninguno de esos asesinatos ha tenido lugar a la luz de la luna? —Dejó su
taza, se estiró, y aspiró el aroma de la madreselva con gran satisfacción antes de
volver a observar a la carnavalera con cara de gato—. Los Denton han sido miembros
de la Comparsa de Momus desde 1873, mi felina amiga; y, a riesgo de sonar
sacrílego, nunca ha sido parte del carácter del dios bufón mostrar una excesiva
preocupación por sus adoradores. Su nombre viene del dios griego del sarcasmo, ya
sabes. Expulsado del Olimpo por ridiculizar al resto de los dioses. No tiene nada de
esa benevolencia que predica el culto a tu Jesús. Y, por cierto, jamás he oído que

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Jesús hiciera mucho por los negros cuando eran esclavos por estas tierras, por
ferviente que fuera su fe.
—Entonces, ¿en qué crees tú, Randall? —preguntó Sloane con desesperación.
—En agachar la cabeza y en una devolución del diez por ciento. Llámame
tradicionalista. —Le pasó la cuenta de nuevo y le ofreció el bolígrafo—. Firma el
albarán, Sloane… Ah, muchas gracias.
A Sloane no le hacía ninguna gracia pensar en la enorme cantidad de dinero que
le debía ya. Incluso si consiguiera recuperar Ashton Villa, tendría que vender la casa
de su madre para pagar las deudas.
—Eres todo un Denton.
—Y tú te has convertido en una Gardner, para mi enorme sorpresa. —Randall
recogió los papeles—. Jamás creí que tuvieses el estómago de tu madre para hacerlo.
Te imaginaba más bien retirada en tu habitación, cosiendo o escribiendo poesía. Pero
aquí estás, una buena samaritana entrometida, después de todo. En mi propia casa,
por desgracia. —Se puso en pie—. Te dejaré para que te ocupes de tus asuntos. Me
quedaré con mi madre esta noche, y mientras dure el asedio del tío Jeremiah, creo. A
menos que hayas decidido mantenerme como rehén, claro está.
—No te vayas —dijo Sloane. Scarlet le dirigió una mirada furiosa—. Lo digo en
serio, ¿por qué?
—Por mucho que disfrute al ver mi casa llena de mutantes y gente sin hogar —
recalcó Randall mientras miraba intencionadamente la cara gatuna de Lianna y a
Scarlet—, por no mencionar a los niños groseros, no creo que este lugar sea seguro.
Una cosa es que a Alice Mather y a ti os gustara jugar a las buenas samaritanas aquí
los primeros días después de la tormenta, cuando la mayoría de los problemas eran
magulladuras, cortes y unos cuantos huesos rotos; pero la gente que viene ahora está
enferma, Sloane. Tienen fiebres. Lo más probable es que padezcan enfermedades
contagiosas, como el tifus, el cólera o la fiebre amarilla. Por adorable que haya sido
unir nuestras fuerzas en bien de la reverente aunque maloliente plebe, no tengo
intención de quedarme aquí y pillar la peste contigo, querida.
—¿Y cómo sabrás lo que estamos cogiendo de tu casa? —argumentó Sloane sin
muchas esperanzas—. La señora Sherbourne tomará nota de todo.
—Ah, así que no te importa dejarla aquí para que pille la peste.
—Le estoy pagando una cantidad extra —dijo Randall con sequedad—. O, mejor
dicho, la estás pagando tú. —Cogió un pañuelo del bolsillo del pecho de su camisa y
se enjugó el sudor que comenzaba a formarse en su frente—. Además, ahora que los
muertos se asan a fuego lento en sus piras, el tío Jeremiah volverá a concentrarse con
seriedad en el problema de los carnavaleros que se esconden en mi casa. Le pone
bastante furioso tener monstruos en la isla. Me ha advertido que es probable que corte
el agua de aquí, o el gas. Me gusta darme una ducha por las mañanas, y me gusta
caliente. —Randall inclinó la cabeza—. Que tengas un buen día, Sloane. Y adiós.
—¡No dejes que se vaya, Malicia! —exclamó Lianna—. Necesitamos un rehén.

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Pero Sloane meneó la cabeza.
—El abuelo se encargará de ti —dijo Scarlet.
Randall parecía impertérrito.
—Momus se encargará de todos nosotros, tarde o temprano —dijo—. Hasta que
llegue el Carnaval, os recomiendo que busquéis a otro por el que pedir un rescate.

Sloane subió las escaleras hacia el estudio de Randall. Le había dicho a todo el
mundo que iba a un lugar donde pudiera concentrarse, y lo había intentado; había
hecho listas de los trabajillos que había que hacer mientras trataba de descubrir, sin
conseguirlo, una forma de evitar que el sheriff Denton ejecutara a los carnavaleros.
¿Qué habría hecho mamá?, se preguntó. Muy fácil: estaría imponiendo las
normas en la ciudad. Ella era la Ley, no lo Ilegal. En cuanto a Odessa, ella tenía su
magia. Momus… bueno, los dioses hacían lo que les daba la gana. Sloane no podía
hacer lo que ninguno de ellos habría hecho. Ellos eran gente superior. Esbozó una
pequeña sonrisa. De modo que, ¿cuál era la forma astuta, tranquila y educada de
resolver aquel lío? ¿Rezar?
En realidad, era un buen consejo, decidió. Ahora que la magia se derramaba sobre
Galveston, los mejicanos, que se aferraban a sus velas votivas y cantaban misas,
hacían lo correcto casi con toda seguridad. Una pequeña ofrenda o dos no harían
ningún daño. Y, ¿quién tenía mejores ancestros que invocar que Sloane Gardner?
Bueno, quemar incienso en su nombre haría que mamá se retorciera en su tumba,
pensó Sloane. Sonrió. De hecho, el mero hecho de descubrir que podía retorcerse en
su tumba haría que se retorciera en su tumba.
Su sonrisa se desvaneció. Incluso después de haber pasado una época como
Malicia, había decepcionado demasiado a su madre como para no darle importancia.
Tal vez pudiera rezarle a Bettie Brown; habían compartido la misma casa durante
años, después de todo. Incluso habían jugado una mano o dos de cartas en el Mardi
Gras. O, mejor todavía, a Odessa. No había conseguido salvar a su madrina, pero al
menos había intentado vengarla. Suponía que debía sentirse mal por haber lanzado al
mar el muñeco de Jeremiah Denton, pero no era así. Había sido un acto impulsivo,
furioso y desagradable, y estaba mucho más orgullosa de eso que de sus decisiones
consideradas, razonables y políticamente correctas.
Me pregunto si el sheriff estaría dispuesto a jugar al Stud para decidir el asunto.
O al Texas Hold ’Em. O a las tragaperras, pensó Sloane mientras cerraba los ojos.
Joder, le dejaría repartir y jugar con comodines si quisiera…

Lo siguiente que supo fue que una doncella le daba unos toquecitos en el hombro.
—¿Señora?
Sloane se incorporó, sobresaltada. El pequeño estudio resultaba sofocante y
caluroso. Sentía los ojos hinchados y se le había dormido la cara allí donde la había
apoyado sobre el escritorio de caoba.

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—¿Qué? ¿Qué?
—Siento molestarla —dijo Lindsey—. La señora Mather ha traído a su hijo, y a
un caballero. Un médico.
Había algo extraño en la voz de Lindsey. Sloane parpadeó. La doncella tenía un
trapo que le cubría la nariz y la boca. Empapado en vinagre, a juzgar por el olor. Le
preocupaba contraer una enfermedad.
Sloane asintió.
—Un médico. Bien; eso es bueno.
—Lo es; es el médico, señora. El que todos creían…
Ah.
—El boticario, el señor Cane. —La doncella asintió—. Y el hijo de la señora
Mather, Ham, ¿también ha venido?
—Sí, señora. Achicharrado y con una gran marca en la cabeza. Lo han marcado
como a una vaca, según dicen… ¡Los caníbales!
—¡Gracias a Dios! —Sloane se tomó un momento para alegrarse de todo corazón
de que Josh y Ham no hubieran muerto por su culpa, y otro para sentirse aliviada por
Alice Mather. Qué bonito.
Pero después llegó la culpa. Era tan predecible que Sloane se puso furiosa
consigo misma a medida que la vergüenza se extendía en su interior. Pero se había
ganado a pulso ese autodesprecio. Si no hubiese estado jugando en el Mardi Gras,
Josh y Ham jamás habrían sido arrestados y exiliados. Miró el pequeño reloj que
había sobre el escritorio de Randall. Acababan de dar las doce. Había dormido más
de una hora.
—Gracias. Bajaré ahora mismo.
El reloj era muy antiguo; cada «tic» parecía trabajoso y llegaba un poco tarde.
Tics frágiles y añosos. Sloane levantó la muñeca para comprobar la hora en el Rolex,
y entonces recordó que el reloj había desaparecido. Lo había tirado, el amuleto más
poderoso de su madre. Lo había tirado y se había sentido feliz por librarse de él.
La doncella hizo una reverencia y se giró para marcharse.
—Lindsey —dijo Sloane.
—¿Sí, señora?
—¿Tienes algo de maquillaje?
—¿Yo?
—Sí.
—¿En la casa?
—Sí.
—Algunas cosas, señora.
Sloane bajó la vista hacia el escritorio, donde tenía apoyadas las manos. Trozos
de una laca de uñas rojo pálido moteaban sus uñas, como pintura descascarillada que
a nadie le importara lo bastante como para restaurarla.
—¿Te importaría prestármelas?

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—Son solo un perfilador de ojos y un lápiz —dijo Lindsey, vacilante—. Y de los
baratos. No de antes del Diluvio ni nada de eso. —El reloj seguía emitiendo sus tics
en la sofocante habitación—. De acuerdo.
—Gracias —dijo Sloane—. Tráeme el maquillaje y después dile al señor Cane
que bajaré en un momento.
La doncella volvió cinco minutos después. Además del lápiz para las cejas y el
perfilador de ojos, trajo un pequeño cuenco de agua y una lata redonda con una
pintura de labios rojo pálido en el interior, del tipo que había que untar con el dedo y
repartirlo sobre los labios.
—Esto es de la señora Sherbourne, de la cocina —dijo Lindsey—. Y también he
traído uno de los pañuelos del señor Denton para que lo reparta.
Sloane estaba bastante segura de que si trataba de hablar, se echaría a llorar. Trató
de esbozar una sonrisa. Lindsey se la devolvió a través del trapo empapado en
vinagre.
—¿Le gusta el médico?
—No.
Hundió los dedos en el cuenco y se mojó la cara con el agua fresca. Sin
proponérselo, descubrió que estaba trazando las líneas de la máscara de Malicia sobre
sus mejillas… trazos invisibles de frescura.
«Hay algunas cosas», le había dicho Odessa una vez, «a las que hay que
enfrentarse cara a cara».

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5.2 Tratamiento

U
na vez que la señora Mather acompañó a Josh y a Ham al Palacio del
Obispo, se retiró con discreción con la excusa de que tenía que ayudar a
la cocinera de Randall a servir el almuerzo. Dejó a los muchachos en el
recibidor mientras la doncella corría escaleras arriba para anunciar su
llegada. La muchacha llevaba una mascarilla empapada en vinagre. Hacía mucho
tiempo que Josh había decidido no luchar contra ese tipo de artilugios, que muchos de
los isleños utilizaban para evitar el contagio de las enfermedades. Suponía que no
tenía derecho a mostrarse condescendiente; no cuando un buen placebo resultaba más
eficaz que muchos de sus remedios.
Ham tiraba con gesto distraído de la visera de una vieja gorra de béisbol de nailon
mientras contemplaba la casa de Denton. Todavía tenía la marca de George en la
frente, si bien la de Josh ya había desaparecido. En algún momento durante la
amputación de la pierna de Joe Tucker, debió enjugarse el sudor de la frente con las
manos ensangrentadas; su marca había sido sustituida por un trozo de piel blanca
como la sal. Josh se descubrió flexionando los dedos decolorados. La piel
blanquecina era suave como la de un bebé y sensible hasta extremos alarmantes; ya
se había quemado esa misma mañana al coger una taza de café de achicoria que
normalmente no le habría hecho daño alguno.
Si estuviesen en la antigua Galveston, ya lo habrían llevado ante la Reclusa y, con
semejante augurio escrito en la frente, habría pasado a las Comparsas en cuestión de
días. Pero en aquellos momentos, la Reclusa estaba muerta y eran las Comparsas las
que se habían adueñado de Galveston. Se preguntaba si los Arlequines encontrarían
este nuevo mundo tan fascinante como habían esperado que fuera.
Ham trazó el contorno de la chimenea de mármol situada al otro extremo del
vestíbulo, con sus hojas de vid talladas y sus cabezas de gárgolas que emergían desde
la repisa. Estudió con atención la enorme araña de cristal que había sobre sus cabezas
y la espléndida alfombra persa, que ahora con un aspecto asqueroso con todas esas
huellas embarradas. Observó el pequeño piano de cola, encerado y dispuesto en la
sala de música; las escupideras de bronce y los cordones de terciopelo de las cortinas.
Y asintió discretamente.
—Entonces, así es como viven los que están forrados.
Se caló la gorra hasta las orejas y se inclinó para examinar el expositor de madera
de cerezo que Randall había colocado en el vestíbulo principal, donde se guardaban
los trofeos del pasado de los Denton. La parte trasera de los pantalones le colgaba
desde la cintura y aún tenía el cuello muy enrojecido a causa de las quemaduras del
sol y las picaduras de los mosquitos que no había dejado de rascarse.
Josh se acercó al expositor y se colocó junto a Ham.
—Esas son las medallas ganadas por el viejo Coronel en la Guerra Civil. —

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Recordó que en una ocasión, cuando tenía ocho años, había hecho un recorrido por la
casa. El padre de Randall había ido señalando cada uno de los objetos allí dispuestos
con manos temblorosas a causa del Parkinson que finalmente acabaría con su vida—.
Esa es una carta firmada de su amigo William Jennings Bryan, que se presentó a las
elecciones presidenciales. —Josh señaló un loro disecado—. Cuando alguien venía a
pedir un préstamo al banco de Will Denton, este acercaba la cabeza al loro (que
entonces ya estaba muerto y relleno de serrín) y después alzaba la mirada, esbozaba
una pequeña sonrisa e informaba que su compañero se negaba a hacer el préstamo. Y
estos son los billetes de avión que el padre de Randall decidió no utilizar el día
anterior al Diluvio. —Vuelo Continental 204; todavía había un cupón amarillento de
Hertz que sobresalía de las deterioradas cubiertas de papel—. Si hubiera decidido
marcharse, habría estado en Nueva York y habría acabado tragado por las aguas como
todos los demás.
—Vaya… —exclamó Ham.
Estaban de pie, hombro con hombro, contemplando las reliquias familiares de los
Denton.
—Lo siento —se disculpó Josh. Se sentía mal. El corazón le latía demasiado
rápido y notaba las palmas de las manos pegajosas por el sudor—. No voy a poner
ninguna excusa. Tu familia y tú habéis sido muy buenos conmigo. Y yo no siempre…
debería haberme comportado mejor. Lo siento.
Ham no mostraba signo alguno de haberlo escuchado. El rostro de Josh volvió a
enrojecerse a causa de la vergüenza, como tan a menudo le sucediera durante los
últimos días, y el rubor produjo una severa picazón allí donde la sangre de Joe Tucker
le había blanqueado la piel.
—Bueno, supongo que te estoy pidiendo otra oportunidad.
—Has tenido miles de oportunidades.
—Ya lo sé —contestó Josh.
Por primera vez desde hacía días, Ham se dio la vuelta y lo miró a los ojos.
—¿Estoy escuchando por fin la voz del arrepentimiento sincero?
El alivio provocó en Josh un pequeño escalofrío y recordó, en ese momento, que
debía respirar.
—¿Vas a pasar página? —Siguió Ham—. ¿Vas a convertirte en un nuevo y
mejorado Joshua Cane, lleno de compasión por los demás y que ve más allá de su
propio culo? —El hombretón se rascó la cabeza por debajo de la gorra. Unos trocitos
de piel descamada cayeron desde su cuero cabelludo quemado por el sol—. Yo no
estoy tan seguro —concluyó—, y si te soy sincero, me da igual.
Josh escuchaba el rugido de la sangre en sus oídos y sentía el pulso en el cuello y
en la yema del pulgar. Ham volvió a darse la vuelta y comenzó a deambular con los
dedos metidos en la cinturilla de los pantalones.
—Supongo que ya no estoy tan cabreado; no tanto como lo estaba hace poco, al
menos. Pero, para serte franco, Josh, estoy harto de escucharte. Me da la sensación de

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que nos hemos pasado años y años y años con la misma cantinela, y lo único que
quiero es olvidarla. Así que sigue adelante, pasa página. Me parece estupendo. Pero
no me lo cuentes. Porque en algún lugar, allí en la Península de Bolívar, dejó de
importarme una mierda.
Josh notó su propio corazón rígido, seco y correoso, como si hubiese estado
colgado de las vigas de su casa junto al tomillo, la salvia y el ajo.
—Me parece bastante justo —contestó—. Siempre hay partidas de las que es
mejor retirarse.
—Eso creo yo —dijo Ham.
La doncella bajó al trote las escaleras. La venda mojada que tenía en la cara se
agitaba con cada movimiento.
—La señorita Gardner bajará en un momento —dijo—. ¿Les apetece a los
caballeros algo de comer o beber?
—Hemos comido hace poco —respondió Josh. La simple idea de la comida le
revolvía el estómago. Ham sonrió.
—Achicoria, si es posible. Y un pequeño aperitivo, si no es mucha molestia.
—Muy bien. —La doncella hizo una inclinación y se marchó sin pérdida de
tiempo a la cocina.
—Como si fuera a perder la oportunidad de sacarles un almuerzo gratis a los
Denton… —explicó Ham—. Pero tú puedes dártelas de orgulloso. Tu madre era
exactamente igual. Demasiado orgullosa con todo el mundo. Y fíjate lo que ganó.
—Ham, si hay algo que pueda… —Josh se detuvo y soltó una carcajada que le
atravesó el pecho como una navaja—. No importa —dijo—. Es que acabo de recordar
algo.
Ham no preguntó qué era y Josh se dio cuenta de que seguía actuando cómo si a
Ham le importara; resultaba tan patético como un colegial al que acaban de rechazar
una cita.
—Vale —contestó Ham.
Josh se dio la vuelta y contempló su imagen en el cristal de expositor del coronel,
sin verla realmente. Lo que había recordado de repente, como si una burbuja hubiera
emergido hasta la superficie desde las profundidades del mar y hubiese estallado al
llegar arriba, era la imagen de su padre de pie en los escalones de la entrada de su
casa hacía muchísimo tiempo, borracho, arrepentido y exultante, todo a la vez.
«¿Es que no lo entiendes, Mandy? Todavía la tengo. ¡La suerte todavía me
acompaña!».
Incluso en ese momento, su madre había amado a Sam Cane. Estaba seguro. Pero
ya no le importaba. Su madre, exhausta, lo había escondido tras ella, bloqueando de
ese modo la entrada con su cuerpo y había respondido a su marido con voz neutra:
«Lo sé. Pero nosotros ya no».
Observó cómo Ham se alejaba. Después de pasar toda una vida en ese portal,
oculto tras su madre, era sorprendente descubrirse de repente en la calle y ver cómo

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la puerta se cerraba en sus narices, pensó.

Se escuchó el sonido de unos pasos que bajaban las escaleras y, un momento después,
una diminuta niña pelirroja irrumpió en el vestíbulo.
—Hay alguien nuevo. He escuchado voces. ¡Ah! —exclamó, antes de detenerse y
mirarlos de arriba abajo—. Humanos.
Ham rio.
—¿Y qué esperabas? —preguntó, al tiempo que se agachaba para mirarla frente a
frente.
La niña tenía el tamaño de un bebé que está aprendiendo a andar, pero era ágil y
esbelta como una niña de diez años, con un rostro, según pudo comprobar Josh nada
más verla, exactamente igual al de Sloane, pero mucho más espectacular. Su pelo era
de un rojo intenso y tenía la piel blanca sin una sola peca, algo jamás visto en la
naturaleza o, al menos, bajo el sol de Texas. Se preguntaba si sus propias manos se
llenarían de manchas e imperfecciones allí donde la sangre de Joe Tucker las había
decolorado o si, al contrario, permanecerían blancas como la leche durante el resto de
su vida.
—Esperaba a alguien interesante —contestó la niña—. Este sitio es tan
aburrido… No hay nada que hacer, salvo esperar que el sheriff venga a matarnos a
todos de un disparo. —Fingió un bostezo y se desperezó—. Será emocionante cuando
por fin suceda —dijo con voz cargada de ironía—. Pero hasta entonces no habrá
demasiada diversión. Estás gordo —añadió.
—Y tú hueles mal —contestó Ham de inmediato.
—¡Mentira!
Ham arrugó la nariz y olisqueó.
—¡Apestas!
—¡Yo no huelo mal! —gritó la niña.
Ham se encogió de hombros. La nariz de la niña se agitó.
—¡Has olfateado! —Se jactó Ham.
—¡No estaba jugando!
—Sí que jugabas y has perdido —concluyó Ham, satisfecho—. Apuesto a que
eres Scarlet. Mi sobrina Christy me ha hablado de ti esta mañana. Organizaste un
guiñol para ella.
—Christy es una espectadora estupenda —concedió Scarlet—. A veces dejo que
represente los papeles humanos.
—Eso está muy bien por tu parte —aseguró Ham con seriedad al tiempo que
extendía uno de sus enormes brazos para saludar a la niña con una mano del mismo
tamaño de un ladrillo y casi el mismo color anaranjado.
Josh observó cómo se hacían amigos. Ham siempre decía que casi todos los
hombres eran unos imbéciles y unos alcornoques, pero él no parecía dejarse llevar
por esa opinión en absoluto. Le gustaba la gente; le gustaba mezclarse con ella y se

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las arreglaba para hacerse amigo de todo el mundo. Siempre estaba dispuesto a
mantener una conversación, ya fuese con un hombre o con una mujer, con un
pescador o con un agricultor, con la gente común y corriente o con los marginados.
Josh se había preguntado muchas veces si era su enorme tamaño lo que lo hacía
posible. Ham no tenía miedo de la gente; las burlas le traían sin cuidado, y nadie era
tan estúpido como para vacilarle (bueno, al menos no lo hacían una segunda vez).
Ham apreciaba a cualquier persona, ya fuese blanca, negra, de piel cobriza o tostada,
en tanto en cuanto trabajara como un cabrón.
Lo que permitía que Ham fuese capaz de agacharse en sus holgados pantalones,
allí en mitad del Palacio del Obispo, y trabar amistad con una pequeña carnavalera
(puesto que era obvio que la niña no era otra cosa), era probablemente lo mismo que
lo había hecho estar dispuesto, tantos años atrás, a pasar tiempo con un muchacho
complicado, orgulloso e inquieto que se creía demasiado bueno para sus vecinos. Y
Josh, que no tenía la costumbre de expresar en voz alta que casi todos los hombres
eran estúpidos, lo creía en el fondo mucho más que Ham. No le gustaba mucho la
gente y, por tanto, no había respetado a nadie.
Los respetaba ahora, cuando ya no había vuelta atrás, cuando ya era demasiado
tarde. La imagen de Billy y Gina Tucker sujetando a su pequeño mientras él le
cortaba la pierna izquierda había dejado un pensamiento indeleble en su cabeza: todo
el mundo sufre. Ricos y pobres, blancos y negros, hasta las personas más alegres con
las que alguna vez se había topado, habían conocido lo que era el sufrimiento.
Muchos habían sufrido más que él. Quizás la mayoría. Hasta la noche anterior, jamás
se había preocupado por Billy Tucker. Y, en esos momentos, haría cualquier cosa por
no sentir la angustia que había visto reflejada en los ojos del desguazador de coches.
Hubo un tiempo en el que pensaba que lo verdaderamente admirable en una persona
era su intelecto, su habilidad para jugar sus cartas sin dar el cante. Había sido un
estúpido al no reconocer lo único que todas las personas tenían en común: tarde o
temprano todos perdían más de lo que se podían permitir.
El sufrimiento era algo que Josh podía respetar. El sufrimiento y el valor de
permanecer en la mesa a pesar del dolor. Cerró los ojos e intentó bloquear el recuerdo
de Joe Tucker, aterrorizado, mientras susurraba: «Papá dice que no soy lo bastante
mayor para las tareas duras».
La doncella regresó con dos tazas de achicoria, una selección de galletas saladas
de arroz y un tarro de gelatina de uvas silvestres con la que untarlas.
Ham se comió tres galletas, le dio una a Scarlet —que por fin había confesado su
nombre— y estaba bebiéndose su tercera taza de café cuando Sloane Gardner se
dignó a bajar las escaleras para saludarlos.
Verla fue una desilusión. En su mente, Josh había esperado encontrarse con la
elegantísima mujer de ojos entrecerrados que recordaba de aquella primera noche,
cuando Ham la arrastrara hasta su tienda. O, si no con ella, al menos con la chica
desinhibida y alegre que se había desgarrado las medias de seda y las había dejado en

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su casa. O con la mujer a la que había dado una infusión de damiana, la que le dio la
mano, indefensa, y le confió todos sus secretos.
Esta Sloane Gardner llevaba una camisa de hombre que no le sentaba nada bien y
unos pantalones sencillos y arrugados. Su rostro era demasiado pequeño y sus ojos
estaban demasiado juntos. No había dormido lo suficiente. Tenía la piel pálida e
hinchada, y unas bolsas oscuras por debajo de los deslustrados ojos. Solo era un
cuerpo, exactamente igual que todos los demás: una humana normal y corriente
adherida a un animal que necesitaba descanso y alimento, que iba a enfermar y morir.
—Buenas tardes —los saludó con voz educada y distante.
Josh asintió.
—Señorita Gardner.
Ham bajó a Scarlet de su regazo, donde había estado sentada.
—¡Usted! —exclamó.
—Señor Mather. Estoy encantada…
Ham comenzó a amenazarla con un dedo del tamaño de un enorme pepinillo.
—Gracias a usted, Josh y yo estuvimos a punto de palmarla en la Península,
¿sabe? Gracias a usted, a Josh le mordió una serpiente de cascabel y yo estuve a
punto de ser devorado por los caníbales; y ese huracán nos pateó el culo a los dos a
base de bien. —Se levantó de la silla y se puso en pie, sin dejar de mirarla echando
chispas por los ojos. Aun siendo una mujer alta, los ojos de Sloane quedaron frente a
frente con la multitud de picaduras de mosquitos infectadas que Ham tenía en el
cuello—. ¿Qué tiene que decir a eso?
Sloane se mordió los labios y recobró la compostura.
—Lo siento mucho —dijo en voz baja—. Lo siento muchísimo…
Ham le asestó una ruidosa palmada en la espalda.
—Muy bien entonces. Ya se ha disculpado.
Sloane parpadeó.
—Pero…
—¡Joder, preciosa! Yo también la he cagado una vez o dos. Bien está lo que bien
acaba —sentenció Ham, antes de darse la vuelta para coger otra galleta de arroz.
—Ham es muy generoso —explicó Josh. La bilis le subió hasta la garganta.
El hombretón untó la galleta con una gruesa capa de mermelada y se la metió
entera en la boca. Señaló a Scarlet con el cuchillo y dijo:
—Un encanto de niña. —Ni siquiera había tragado, con lo cual, una lluvia de
migajas de galleta cayó por todos sitios.
—Me alegra que lo piense —le contestó, indecisa, Sloane.
—Creo que deberíamos acomodarlos en la Habitación Invitada, ¿qué te parece?
—preguntó Scarlet entre risotadas.
—¿Eh? —balbució Ham, que ladeó la cabeza mientras masticaba.
—Parece que hay una habitación en el Palacio, una reminiscencia del Mardi Gras
—explicó Sloane—. Tiene aire acondicionado, almohadas de poliéster y una

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televisión que aún funciona. De vez en cuando alguien entra en ella por accidente,
pero jamás podemos dar con ella a propósito. Randall dice recordar que fue renovada
cuando él era un niño.
—La llamamos «Habitación Invitada» porque nunca se queda demasiado tiempo
—concluyó Scarlet. Ham meneó la cabeza.
—Santo Dios del Perpetuo Socorro.
—He oído que hay gente que necesita atención médica —dijo Josh—. ¿O se han
recuperado durante el tiempo que hemos estado esperando? Sloane lo miró.
—Están en el piso de arriba. Cuando haya acabado con el aperitivo, estaré
encantada de acompañarle, si quiere echar un vistazo.
—He acabado.
Ham les indicó que se marcharan.
—Adelante —dijo, con otra galleta cubierta de mermelada en la boca—. Ya os
alcanzaré.
—Su amigo es muy afable —dijo Sloane mientras guiaba a Josh por la escalinata
central, camino del segundo piso de la mansión de Randall Denton—. No creí que
fueran a mostrarse tan benevolentes.
—Bien —contestó Josh.

Sloane lo acompañó hasta el pequeño salón de baile situado en la parte trasera de la


mansión, donde había atrincherado a los más enfermos y a los que padecían las
heridas más graves.
—Quizás quiera trasladar a estos pacientes —dijo—. Creo que la habitación se
está poniendo enferma.
Josh recordó la historia de la esposa de Vincent Tranh, que quedó atrapada en el
Hospital Universitario durante el Diluvio de 2004. Cuando hay bastante magia como
para que pueda condensarse alrededor del miedo y del sufrimiento, una habitación
llena de gente enferma no es un buen lugar.
Las sandalias de suelas de goma de neumático de Joshua resonaban sobre el
suelo. Recordaba la estancia de mucho tiempo atrás: el suelo dorado del salón de
baile, con las tablas del parqué dispuestas alrededor de los zócalos siguiendo un
diseño especial; los ocho ventiladores de techo idénticos y la araña de cristal que se
mecía suavemente. En la pared oriental de la habitación había entonces una enorme
vidriera de Jacob luchando con el ángel; un caprichoso contrapunto a la danza,
mucho más moderada, que se desarrollaba más abajo. Pero el huracán había hecho
pedazos parte de la vidriera y, lo que quedaba, mostraba una imagen horrible. El
ángel estaba muy delgado y su demacrado rostro estaba extenuado y enrojecido por la
fiebre. Jacob se encontraba todavía peor: tenía conjuntivitis en un ojo, el típico pelo
encrespado típico de la desnutrición, y el rostro hinchado y cubierto de pústulas de
viruela. El mismo aire parecía enrarecido. En lugar de los sonidos de los pies al bailar
y de la música de un grupo de swing, Josh tendría que escuchar la dificultosa

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respiración de los enfermos. En lugar de flotar los deliciosos aromas de la cera, del
cuero y de los perfumes, en el salón de baile flotaban los olores del sudor rancio y de
la orina.
Sloane le explicó que debería haber ocho pacientes. Dos de ellos estaban en el
balcón, disfrutando de la sombra y de unos minutos de aire fresco. Probablemente
helados y ansiosos por ponerse al sol, pensó Josh. Otro hombre estaba sentado en el
inodoro del cuarto de baño, echando las tripas. Los otros cinco yacían en otros tantos
catres, dispuestos sobre la combada madera del suelo del salón.
La primera paciente de Josh no tenía muy buen aspecto. Su rostro estaba frío y
húmedo por el sudor. Tenía el pelo oscuro, sucio y lacio, con abundantes canas.
Probablemente no tuviera más de treinta y cinco años, pero parecía mucho mayor.
Joshua se arrodilló y le tocó la frente con el dorso de la mano. La fiebre palpitó
contra su sensibilizada piel. Unos treinta y ocho grados; descubrió que no necesitaba
utilizar termómetro. También había un poco de magia en él, por tanto, allí donde la
sangre de Joe Tucker había caído.
—¿La fiebre es constante?
—Sube y baja cuando le da la gana —contestó la mujer—. Pero, incluso cuando
desaparece, me siento cansada. Tengo muchas cosas que hacer; mi casa está
destrozada y no hay nadie más que pueda hacerse cargo de mi sobrino y mi sobrina…
—La mujer apretó los labios y un par de lágrimas se deslizaron por sus mejillas—.
Pero estoy tan cans…
—Fatiga —concluyó Josh, impaciente—. ¿Vómitos?
La mujer negó con la cabeza, con el rostro aún bañado por las lágrimas.
—Saque la lengua, por favor.
Básicamente normal. Bien.
—¿Diarrea?
—Un poco.
Giró con suavidad la cabeza de la mujer para comprobar si existía rigidez en el
cuello y para buscar indicios de conjuntivitis en sus ojos inyectados en sangre.
—¿Delirios?
—Hace dos días, cuando la fiebre era mucho más alta —respondió Sloane.
—¿Cómo los atendió?
—Para aquellos que tenían la fiebre más alta, mantuvimos el ventilador de techo
encendido al máximo y los envolvimos en sábanas húmedas. Teníamos una provisión
de ácido acetilsalicílico de corteza de sauce, pero se nos acabó.
—Mejor aún. Era lo peor que podía hacer —le dijo Josh—. No tenía por qué
saberlo, claro. Esta mujer sufre, con toda seguridad, de malaria, que suele ir
acompañada de anemia y de posibles hemorragias internas. El ácido acetilsalicílico es
un antiagregante plaquetario. Hubiese sido demasiado arriesgado.
—Lo siento —se disculpó Sloane—. No lo sabíamos. —¿Malaria?— preguntó la
enferma. —¡Dios mío! ¿Qué puede hacer?—. No mucho. A menos que a la señorita

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Gardner le apeteciera darse un viajecito hasta los Andes para recolectar un poco de
corteza de quino, de la que podríamos extraer quinina. Sin embargo, sospecho que su
agenda está completa. —Por algún motivo, Josh era incapaz de librarse de esa voz
fría, pero sus manos lo contradecían. Nunca habían sido tan gentiles como en esos
momentos, ni siquiera al sostener a un bebé. Alzó la muñeca de la mujer, en busca del
pulso. Era rápido y débil—. Exacto. Sí, es malaria.
La contempló durante un buen rato, fijándose en su rostro macilento y arrugado,
en su cansancio y el sudor cerúleo de la fiebre. —Estoy muy enferma— le dijo la
mujer, avergonzada, como si él pudiera pensar que estaba fingiendo. —Lo sé—. La
miró a los ojos hasta que estuvo seguro de que la mujer lo creía.
Lo hizo porque estaba enferma y no tenía otro modo de conseguir que se sintiera
mejor; no tenía otro consuelo que ofrecerle que el de reconocer su sufrimiento.
Porque se lo debía, igual que a los Tucker. Del mismo modo que estaba en deuda con
Ham y los Mather, y lo seguiría estando durante años y años y años, aun cuando
jamás volvieran a invitarlo a su casa. Aun cuando jamás volvieran a dirigirle la
palabra. Del mismo modo que había estado en deuda con Raúl y Conchita. Les había
fallado el día que su hijo nació muerto. De haber tenido que volver a pasar por lo
mismo otra vez, habría tomado las mismas decisiones, habría mantenido su nivel de
adrenalina, no habría cambiado nada de lo que hizo… salvo respetar el dolor de
ambos.
Cuando estuvo seguro de que la mujer era consciente de que entendía su
sufrimiento, dijo:
—Ahora, Sally… era Sally, ¿verdad? La examiné una vez porque tenía… —
Sintió que la mujer tensaba el cuerpo bajo sus dedos y se abstuvo de decir «gonorrea»
justo a tiempo—. Sí, hace más o menos un año —concluyó. La mujer le dirigió una
mirada de agradecimiento. Josh se arrodilló junto a su catre sin soltarle la mano.
Sentía su pulso contra la fina piel de los dedos—. Sally, escúcheme con atención.
Está muy enferma. Tiene malaria. Esas son las buenas noticias. Las malas son que va
a seguir estando muy enferma durante el resto de su vida.
La mano de la mujer lo apretó con más fuerza. Josh quería soltarla, pero se obligó
a no hacerlo.
—La enfermedad vendrá de modo intermitente. Tendrá ataques severos, como el
que sufrió el otro día: fiebre alta, delirios, posibles hemorragias, posible ictericia.
Sabrá que padece ictericia si su orina se vuelve de color muy oscuro. —Quería dar a
su voz un tono distinto, un tono reconfortante, pero le parecía un embuste demasiado
grande, y no podía forzarse a hacerlo.
—Cuando pasen esos ataques, se sentirá mejor, incluso mejor que ahora, durante
tres, cinco o, incluso, ocho semanas. Y entonces sufrirá otra recaída. Lo único que
podrá hacer será soportarlo lo mejor que pueda. Manténgase lo más fresca posible,
coma mucha comida fresca entre ataque y ataque, y asegúrese de beber toda el agua
potable que sea capaz.

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—¿Nunca voy a ponerme bien? —preguntó Sally—. ¿No hay ninguna
posibilidad? —Intentó sonreír—. Podría mentir, solo para animarme…
—No, no puedo. Lo siento —se disculpó Josh—. No acabará de ponerse bien.
Incluso en algunos periodos, entre los ataques, se seguirá sintiendo cansada e
irritable. Intente descansar.
—Sí, claro —le aseguró, con la sonrisa rendida de un jugador cuyo farol ha sido
descubierto.
Estaba claro que no tendría descanso. Tendría que trabajar más que nunca para
sacar adelante a unos niños que ni siquiera eran suyos; huérfanos de algún hermano o
hermana al que había perdido a causa de la enfermedad o del huracán. Josh pensó en
Gina Tucker, en la sombría expresión de su rostro mientras lo acosaba para que
salvara a su hijo.
—La malaria es un parásito —explicó Josh—. Reside en su hígado.
Periódicamente, invadirá sus glóbulos rojos. Lo transmiten los mosquitos. Sally,
incluso cuando se sienta mejor, podrá contagiar la enfermedad si un mosquito le pica
y después pica a otra persona. Es muy importante que descanse y coma bien, pero es
todavía más importante para el resto de los habitantes de la isla que duerma bajo una
mosquitera resistente y gruesa todas las noches. Todas y cada una de las noches,
Sally. ¿Comprende?
La mujer volvió a apretar los labios.
—Doctor Cane, no tenemos nada…
—No es cierto: tienen malaria. No es justo. —Se encogió de hombros—. Pero por
malas que sean, esas son las cartas que le han tocado y tiene que jugarlas lo mejor
posible. Aunque no gane, puede mejorar las probabilidades de los demás. Si quiere
que sus sobrinos no se vean afectados por la enfermedad, tendrá que tener cuidado
con los mosquitos durante el resto de su vida. ¿Lo entiende?
Josh aprobó los esfuerzos que la mujer hacía para no llorar.
—Lo intentaré —concedió.

Cuando Josh hubo acabado la ronda de pacientes, se retiró con Sloane y Ham al
vestíbulo que se encontraba en la parte superior de la escalinata.
—Peor de lo que esperaba, mejor de lo que me temía —les dijo—. No estoy
seguro acerca del hombre del cuarto de baño, pero creo que se trata de salmonelosis.
Tiene un cincuenta por ciento de posibilidades de superarla. Creo que tiene usted tres
casos de malaria y tres dolencias intestinales, una de ellas complicada con disentería.
Los pacientes de malaria deben ser colocados bajo mosquiteras tan pronto como sea
posible; debería comenzar a tratar a los mosquitos como si de serpientes de cascabel
se trataran. Tarde o temprano, aparecerá algún caso de fiebre amarilla. Es posible que
sea inocuo, pero puede acabar resultando peor que la malaria. También se contagia
por las picaduras de mosquito. Procure que todos los enfermos estén frescos y
asegúrese de tener bastante agua potable para beber. Hiérvala primero. Si se queda sin

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agua, Ham le enseñará cómo hacer un alambique para destilar agua salada. Prepare
infusiones de diente de león; son ricas en hierro y en potasio, y ambos son
imprescindibles para los pacientes con diarrea o anemia. Y por último, el adolescente
de la cicatriz en la cara tiene tétanos. Tiene una herida en el hombro, probablemente
provocada por el clavo oxidado de algún trozo de madera. Morirá en los tres
próximos días.
Sloane se quedó blanca.
—¡Dios mío!
—¡Por los clavos de Cristo, Josh! —exclamó Ham, irritado—. Trata de no
ahogarte con el informe. Josh flexionó sus dedos blanquecinos. —Si lo sintiera todo,
jamás volvería a moverme. Tengo damiana y estramonio para los tratamientos que
necesitan. ¿Qué más quieres de mí, Ham? ¿Esperanza?
—La gente necesita esperanza para curarse.
—Dádsela vosotros dos —dijo Josh—. Me temo que yo solo puedo ofrecerles
medicina. ¿Hay algún paciente más?
—En la habitación principal —contestó Sloane con actitud indecisa.
—Debería advertirle que no son exactamente personas.
—¿Cómo dice?
—Son carnavaleros.
—¡Vaya!
De camino hacia aquí, uno de los hombres del sheriff Denton nos detuvo en la
calle y me obligó a hacer un juramento según el cual no debo tratar a ningún
«monstruo».
Sloane cerró sus pequeños ojos. También estaba cansada, pensó Josh. No tanto
como él (ella no había mutilado a ningún niño de diez años), pero estaba cansada.
—¿No va a verlos? —le preguntó ella.
—No sea ridícula —masculló Josh—. Muéstreme el camino. Sloane soltó una
carcajada.
—¿Qué ha pasado con aquello de la palabra de honor de un caballero?
—No soy ningún caballero —dijo Josh—. Tal y como se empeñó el sheriff en
demostrar durante mi juicio.

Después de que Josh hubiese visto a los carnavaleros (otro caso de malaria; dos de
delirium tremens; uno de septicemia… un moribundo sin duda alguna; y tres sobre
los que no podía emitir diagnóstico alguno) dejó instrucciones a Sloane sobre cómo
debía tratar a los pacientes, poniendo de nuevo énfasis en la necesidad de tener agua
potable y hervida para beber, y se marchó hacia la cocina para picar algo de comer y
darle algunas instrucciones a la cocinera. Para los que sufrían de diarrea, dispuso que
la señora Sherbourne alternara sopa de pollo e infusiones de diente de león
endulzadas con caña de azúcar: una fórmula básica para reponer los electrolitos que,
disfrazada como comida, todos podían elaborar. Después se sentó a la mesa del

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comedor y dejó que la cocinera le sirviera algo de comer: un filete de trucha
asalmonada frito en mantequilla de ajo, con guarnición de judías rojas y arroz. Ham
inspeccionó el cobertizo del generador, situado fuera de la mansión, en busca de los
materiales necesarios para construir un alambique y, después, se unió a él para
almorzar.
Ham cortó un pedazo de su trucha.
—Joder, qué bueno está. No acabo de entender cómo el viejo George se planteaba
comernos cuando podía hacerse esto. Cuestión de principios, supongo. La
supervivencia de los más fuertes. —Siguió masticando y saboreando la comida.
Josh aún se sentía seco y consumido por dentro, y no tenía interés alguno en la
comida.
—Josh, en la Península me picaron miles de mosquitos. Igual que a ti. ¿Qué
posibilidades tenemos de…?
—Depende de si alguno de ellos era portador.
La cocinera ofreció un vaso de leche a Ham y este le hizo los honores
bebiéndoselo todo. Josh notó que la mujer anotaba algo en un libro de contabilidad,
que estaba abierto sobre la encimera de la cocina. ¿Una lista de la compra?
—¿Cuándo lo sabremos? —preguntó Ham. Comenzó a rascarse el cuello, que
seguía lleno de picaduras, para detenerse un instante después—. Lo de la malaria y
eso…
—Pronto. Si pasan un par de días más sin ningún indicio serio, significará que
estamos bien. Por ahora. Pero que no nos piquen más. Hay que llevar capas y capas
de ropa, sin importar el calor que haga. Úntate la piel con ajo si crees que te puede
servir de ayuda. Va a haber una epidemia en toda regla.
—Joder. —Ham pronunció la palabra separando las sílabas: «jo-der». Meneó la
cabeza y volvió a entregarse a la comida—. Bonita choza —comentó—. La mesa está
tan bruñida que puedo ver mi propio reflejo.
—Una criada diligente hará eso por ti.
Ham siguió comiendo. Al fin, apartó el plato, eructó y dijo:
—Bueno, aquí estás, Josh. De vuelta en la alta sociedad. Mangoneando a los
criados de Randall Denton. Dando órdenes a la hija de la Gran Duquesa. ¿Todo va tal
y como tú querías?
Josh jugueteó con el pescado, apartando la carne blanca de la espina central de
forma metódica, mientras recordaba cómo había diseccionado la carne de la pierna de
Joe Tucker hasta dejar el hueso a la vista.
—Todo parece más pequeño —dijo finalmente.

Alguien golpeó con urgencia la puerta principal justo cuando la señora Sherbourne
estaba quitando la mesa. Ham se levantó y se dirigió al vestíbulo. Josh lo siguió a
paso más lento. Lindsey, la doncella, ya estaba abriendo la puerta.
—Otro paciente —dijo, al verlo.

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El paciente era un hombre delgado de pelo canoso. Llevaba un parche sobre el ojo
izquierdo y, también en el lado izquierdo, le faltaba una oreja. Tenía el rostro rojo
como una gamba y cubierto con una película de sudor. Su único ojo también estaba
rojo.
—Llevadlo arriba… ¡Dios mío! —exclamó. Al instante, recuperó la compostura
—. Llevadlo al piso de arriba. —Miró a su alrededor, en busca de la doncella—.
Humedece unas cuantas sábanas, por favor. Necesitamos bajarle la fiebre. —Sloane
Gardner apareció en ese momento en el descansillo de las escaleras, con Scarlet a su
lado. Josh la miró—. Voy a necesitar una habitación independiente para este paciente.
No tiene por qué ser grande, pero una cama con mosquitera sería ideal.
—Está la habitación de los niños —contestó Sloane—. Síganme.
—Excelente. —Josh descubrió que Ham lo miraba con los ojos entrecerrados—.
Es mi padre —le comentó.
Ham cogió a Samuel Cane, lo llevó con mucho cuidado escaleras arriba y lo dejó
sobre la cama en la que Randall Denton había dormido de niño; una cama con cuatro
postes y un dosel de tela mosquitera. Josh y Sloane entraron tras él en la habitación.
—Lo vi esta mañana —murmuró Sloane—. Parecía estar enfermo, pero no hasta
este punto.
—Yo también lo vi —dijo Scarlet, que se abrió paso a duras penas entre los
cuerpos de los adultos para hacerse con un sitio junto a la cama—. El abuelo le sacó
el ojo antes de que yo te conociera. De un golpecito, como si fuera una canica.
Josh apoyó el dorso de la mano sobre la frente de su padre. La piel de Sam Cane
ardía, además de estar enrojecida y empapada por el sudor, como si estuviese
cociéndose vivo. Sabía exactamente cual era su temperatura gracias a los dedos
decolorados, igual que los marineros que desarrollaban la magia alegaban que podían
conocer el estado del tiempo del día siguiente con solo meter un dedo en el océano.
Su padre tenía una temperatura de treinta y nueve grados y medio. Una temperatura
altísima para un hombre de más de cincuenta años.
—Que traigan las sábanas húmedas —dijo Josh—. Encienda el ventilador del
techo, por favor, señorita Gardner. El enfermo dio un respingo y lo miró con ojos
vidriosos.
—¿Josh? —musitó. Josh se inclinó hacia él.
—Su aliento huele a vómito.
—Esta mañana no podía comer —informó Sloane.
—¿Josh? ¿Eres tú? Estoy oyendo tu voz —dijo su padre—. No paro de escuchar
voces.
—El paciente muestra signos de delirio. Cogió la muñeca de su padre entre sus
manos.
El antebrazo de Sam Cane era muy distinto a como lo recordaba. Esos brazos
siempre habían sido suaves y muy bronceados; todavía podía ver el preciso juego de
movimientos de los músculos bajo la piel cuando su padre cogía el mazo de cartas y

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lo cortaba con una mano, antes de dividirlo y comenzar a barajar los naipes con una
cascada que sonaba con la misma cadencia y ritmo que el ventilador que giraba en la
habitación contigua.
En aquel momento, la piel estaba terriblemente pálida allí donde no mostraba
signos de enrojecimiento; pálida y cetrina, como algo que creciera bajo las tablas del
parqué. Las manchas debidas a la edad lo cubrían como si fueran hongos, y la piel
estaba arrugada y fláccida; los huesos eran más que evidentes, no había suficiente
carne a su alrededor.
Ham cambió de posición en la puerta de entrada.
—Contéstale, Josh.
—Silencio, por favor.
Josh abrió su reloj de bolsillo prestado y encontró el pulso de su padre con
facilidad; un latido letárgico bajo esa piel pálida y caliente. Contó solo diez
pulsaciones durante los primeros quince segundos, lo que parecía imposible. Scarlet
comenzó a saltar a los pies de la cama hasta que Sloane la cogió para apartarla. Josh
frunció el ceño mientras miraba el reloj y comenzaba de nuevo. Los latidos de su
padre disminuyeron en la segunda ocasión. Treinta y ocho latidos por minuto.
Fiebre alta y pulso débil: signo de Faget. El término se filtró en su mente,
procedente de algún libro de medicina leído largo tiempo atrás.
—Busca a tu madre, Josh —dijo Sam Cane. Agitaba su mutilada cabeza
débilmente sobre la almohada—. ¿Mandy? Me duele mucho la cabeza.
—¿Y el cuello, te duele?
—¿Josh? —El ojo enrojecido de Sam Cane giró de nuevo hacia él y trató de
fijarse en su rostro de forma inestable, como un borracho que intentara agarrarse al
borde de la barra de un bar.
Lindsey, la doncella, apareció con una sábana húmeda, se la dio a Josh y se
marchó a toda prisa de la habitación, sin dejar de sujetar la mascarilla con firmeza
sobre la nariz y la boca. Josh tapó a su padre con la sábana mojada.
—Saca la lengua —le dijo sin más.
Sam Cane tenía sangre en la boca: encías sangrantes. La lengua presentaba los
bordes muy enrojecidos, mientras que en el centro estaba blanquecina y seca.
—Este hombre tiene fiebre amarilla —dijo Josh.
—No —negó Sloane meneando la cabeza—. Tiene demasiada suerte como para
eso.
—No tuvo tanta suerte con el abuelito —dijo Scarlet—. Hasta me dio pena —
añadió.
—¿Josh? —dijo As—. ¿Eres tú?
—Necesita agua potable —indicó Josh—. Si la fiebre baja, intentaremos que beba
un poco de infusión de diente de león de la que está preparando la señora Sherbourne.
También necesitaré un diente de ajo para frotarle la piel. Cualquier cosa que
mantenga alejados a los mosquitos. Puede que tenga que regresar a casa a por una

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sonda.
Ham lo agarró por el hombro.
—¡Contéstale, por el amor de Dios! —Está delirando— dijo Josh.
—¡Es tu padre!
Josh apartó la mano de Ham.
—Guárdate los gritos y los abrazos para ti, Ham. Ya tienes a toda tu camada de
vuelta; los cerdos y los cerditos a salvo lejos del estacionamiento. Sé feliz.
Ham lo agarró por el cuello de la camisa y lo estampó contra la pared con tanta
fuerza que el ventilador del techo traqueteó. Josh comenzó a ver estrellitas frente a
sus ojos, como bengalas del Mardi Gras, y jadeó por el dolor que el golpe había
provocado en su espalda abrasada por el sol.
—Ya está bien —siseó Josh. Se dio cuenta de que estaba furioso—. Te has pasado
de listo.
—Gilipollas de mierda —le dijo Ham. Su rostro quemado estaba mudando la piel
por todos lados; tenía trocitos colgando de las orejas y de la punta de la nariz. Incluso
después de una semana casi sin comer, apenas notaba el peso de Joshua mientras lo
mantenía sujeto contra la pared, a casi medio metro del suelo.
Sloane Gardner posó su mano sobre el enorme bíceps de Ham. —Me estoy
quedando sin sábanas para vendar a los heridos—. Ham tomó una profunda y
entrecortada bocanada de aire. Dejó que Joshua cayera al suelo, les dio la espalda a
todos y salió a grandes pasos de la habitación.
Josh se sentó en el suelo y apoyó la espalda contra la pared mientras trataba de
recobrar el aliento. Sloane Gardner se dio la vuelta con intención de seguir a Ham.
Lindsey, la doncella, ya se había marchado, de modo que se encontró mirando los
ojos de Scarlet, la pequeña carnavalera.
—Bueno —dijo ella con desdén—. Supongo que se lo has dejado claro.

Dos horas más tarde, Josh seguía en el dormitorio infantil de Randall Denton. El
ventilador de techo giraba a la máxima velocidad, chirriando y zumbando en lo alto.
La habitación estaba llena de colecciones: conchas, navajas de bolsillo y guijarros;
regimientos de soldados de juguete, tallados en madera o de plomo, que se alineaban
en la repisa de la ventana y que estaban liderados por tres individuos muy apreciados:
tres G. I. Joe hechos de auténtico plástico antediluviano. Había un viejo tablero de
corcho apoyado sobre el escritorio, cubierto de escarabajos y mariposas clavadas con
alfileres. Las alas de las mariposas se habían descompuesto con los años y la
humedad de Texas; estaban ennegrecidas y se desmoronaban como los trozos de
papel de periódico. Sin embargo, los insectos de caparazón duro estaban más o menos
intactos: había un saltamontes y un escarabajo verde de junio, una diminuta hormiga
león de color morado, un caparazón de cigarra y una enorme y vieja cucaracha de
árbol, tan grande como el pulgar de Joshua. También había una libélula; sus alas
habían adquirido, con los años, el color del caramelo manchado. El aire procedente

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del ventilador hacía que tanto la libélula como el caparazón de cigarra rozaran contra
el corcho de forma audible.
La mosquitera que rodeaba la cama de cuatro postes también se agitaba. Durante
aquellos días de su infancia en los que había estado enfermo, Josh había contemplado
esa misma escena: una mosquitera gris que se movía y susurraba hora tras hora.
Sobre el escritorio había un ventilador eléctrico más pequeño, con las aspas de
plástico azul. También lo habían encendido y su cabeza giraba lentamente a uno y
otro lado.
—¿Joshua? —susurró Sam.
—Sí —contestó Josh.
—Entonces eres tú. Eso me había parecido. —Le habían quitado la ropa y habían
vuelto a dejarlo sobre la cama con tan solo la sábana húmeda. A través de la oscilante
mosquitera, Josh veía el pecho de su padre, blanco como el de un muerto, que
asomaba por debajo de la sábana—. No me siento muy bien, pero al menos no estoy
tan mal como antes.
—La fiebre ha bajado.
—Lo suponía. —La cabecera de bronce y los muelles de acero crujieron cuando
su padre se movió en la cama. Unos instantes después, As dijo—: ¿Me he imaginado
a un tipo enorme golpeándote o ha ocurrido de verdad?
—Es verdad. Ham pensaba que no estaba siendo lo bastante amable contigo.
El padre de Joshua soltó una carcajada breve y dolorosa.
—Eso es que no conoció a tu madre, ¿verdad? En toda mi vida he conocido a una
mujer con menos simpatía. «Acuéstate y deja de quejarte. Solo tienes la gripe. Yo sí
que veo gente enferma todos los días».
Josh recordó haber estado acostado en su cama, sin dejar de toser, con el tufo del
Vick’s Vapo-Rub en el pecho y el sonido de los niños que jugaban en la calle.
Descubrió que una pequeña sonrisa le curvaba los labios.
—«La señora Robinson sí que está enferma. Perdió la pierna izquierda ayer por la
mañana a causa la picadura de una araña violín. Eso sí es estar enfermo. Chuck Yang
tiene un tumor del tamaño de una uva en el cuello. Eso sí es estar enfermo». —Josh
meneó la cabeza—. Era como si le desquiciara que yo me pusiera enfermo. Como si
fuera una afrenta personal.
—Mandy siempre creyó en secreto que uno elige las cartas que le toca jugar.
Como si la mala suerte fuera un defecto particular.
—Supongo que sí —dijo Joshua. Recordaba los ruidos que hacía su madre
cuando salía de la cama en mitad de la noche para ir en busca de páncreas recién
extirpados. Los verdugones del tamaño de un puño que tenía en la pierna—. ¿Sabes
una cosa, Sam? Ahora sí estás enfermo. —Se acercó a la ventana, desde donde podía
contemplar la parte trasera del Palacio. La colada húmeda se agitaba perezosamente
en los cordeles con la brisa del Golfo. La piscina estaba cubierta de escombros, hojas
de palmera y de robles y trozos de tejas, de papel y de ropa. Tres niños vestidos con

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harapos estaban tumbados bocabajo en el borde de la piscina y golpeaban el agua con
unos palos. Quizás intentaran golpear a los escribanos o a las ranas. No veía que
nadie estuviese vigilándolos.
—Es fiebre amarilla —dijo Josh.
—Refréscame la memoria y dime lo que eso significa.
—¿Cuánto tiempo llevas enfermo?
—Unos tres días con fiebre.
—Entonces, hoy es un gran día.
—Deseaba que llegara un adulto y le dijese a los niños que se alejaran del borde
de la piscina. —Entrarás en una fase de «remisión» o bien en una fase de
«intoxicación». Pareces estar lúcido, pero puede deberse a que la fiebre ha bajado
momentáneamente.
—Si es una fase de remisión, ¿seré libre de volver a casa?
—No. No es más que un aplazamiento de la fase de intoxicación.
—Vaya, entonces, tarde o temprano tendrás que repartir todas las cartas.
—A menos que te retires —concluyó Josh.
Recordó la piscina en la que había estado sentado la noche en la que Sloane
Gardner le enseñara cómo las estrellas desaparecen cuando las miras. Todavía le
molestaba que ella no lo recordara. «No se lo diremos a los demás», le había dicho.
Se suponía que era un secreto entre los dos.
El ventilador del escritorio completó su recorrido lateral, enviando una ráfaga de
aire a su rostro. La frente fue el lugar que más sintió el frescor, allí donde la sangre de
Joe Tucker había borrado la marca de George.
—¿Quieres saber lo que está por venir?
—No me apetece demasiado —contestó su padre—. Las iré jugando según
lleguen. Un arrendajo cruzó por la ventana, un reflejo color cobalto.
—Vale —respondió Josh. (Hemorragias, anuria, delirio. Y después ictericia,
fiebre altísima, pulso lento, vómitos de sangre negra. Más delirios y convulsiones,
que posiblemente conduzcan al coma y a la muerte).
—A menos que necesites decírmelo —replicó su padre.
—No.
—¿Puedo beber un poco de agua? Josh cogió un vaso de agua. Retiró la
mosquitera y colocó el vaso sobre los labios de su padre. La lengua de Sam aún tenía
un color rojo brillante y, cuando acabó de beber, dejó unas gotas de sangre en el
borde del vaso. Josh dejó que la mosquitera cayera de nuevo.
—Pensé que vendrías al funeral de mamá.
—Vine después. Tenía intención de ir a visitarte, pero… —El ventilador finalizó
otro arco, con ese zumbido tan característico, se detuvo, vaciló un instante y comenzó
a girar en el sentido contrario—. ¿Crees que debería haber venido con más
frecuencia? —preguntó As—. Tu madre estaba muy segura de lo que hacía. Fue ella
quien se encargó de tu educación y yo respeté sus decisiones. Pero ahora me pregunto

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si debería haber venido, de todos modos.
—Supongo que fue tu elección —comentó Josh.
—Sí, supongo. —As tosió—. Josh, ¿los Mather cuidaron bien de ti?
—Mejor de lo que jamás he merecido —contestó.
—Les di una buena cantidad de dinero después del funeral. Pero, por supuesto, ni
Jim ni Alice pertenecen al tipo de gente que robaría. Joder. Me está sangrando la
nariz. —As se echó a reír casi sin aliento.
Josh le limpió la cara. El paño quedó lleno de sangre.
—Pagaste a los Mather para que me cuidaran —repitió.
—Supongo que sabía que eras lo bastante fuerte como para cuidar de ti mismo,
pero imaginé que una buena comida casera de vez en cuando no te haría ningún daño.
Joder, qué calor hace aquí.
—Por eso me invitaban a cenar en tantas ocasiones.
—Creo que voy a beber otro sorbo de agua —dijo Sam.
Joshua recordó lo bulliciosas que eran las comidas en casa de Ham: los enormes
brazos que se abalanzaban sobre la mesa; el sonido de la cubertería sobre los platos y
los cuencos de madera o, si era domingo, en lo que quedaba de la vajilla de porcelana
de Alice Mather; los aros de las servilletas, diferentes entre sí, que Ham había
torneado para su madre; Jim diciéndoles a sus hijos que prestasen atención a su
madre; el sabor de los guisantes pintos con trocitos de panceta. Joshua siempre había
ayudado al final a lavar los platos. Aun cuando Ham y sus hermanos se acomodaban
en el salón para hablar con su padre, él se quedaba en la cocina con Rachel o con la
señora Mather, porque era importante representar su papel. Porque su madre le había
enseñado a no sentirse en deuda con nadie.
—Pásame la toalla, ¿quieres? —El rostro de Samuel Cane volvía a estar
enrojecido; la fiebre subía.
Josh le dio el paño, pero le temblaba tanto la mano que el hombre no era capaz de
utilizarlo. Fue Josh quien le limpió de nuevo el hilillo de sangre que le caía por el
labio. El ojo de Sam seguía estando rojo y no dejaba de parpadear, como si la luz lo
molestara.
—Según qué días —dijo con voz áspera—, tienes que prestar mucha atención
para ver al hombre más afortunado que existe.

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5.3 Ofrendas

M
ientras Joshua Cane cuidaba a su padre en el piso superior, Sloane se
dedicaba a lavar sábanas y mantas. Por una vez, había conseguido que
Scarlet la ayudara. La niña, malhumorada y con el ceño fruncido,
arrastraba las sábanas húmedas por el suelo según las llevaba al
exterior, donde Sloane la esperaba con una bolsa de pinzas para colgarlas en el
tendedero.
—Estoy aburrida —dijo Scarlet.
—Y yo —contestó Sloane al tiempo que colgaba una funda de almohada que
había sido usada como venda.
Las manchas de sangre no habían desaparecido. Randall decretaría que estaba
estropeada y ella tendría que reemplazarla de su bolsillo, por supuesto. El simple
hecho de que el hombre se lo tomara a bien no significaba que hubiese dejado de ser
un cruel hijo de puta que no renunciaría a ninguna oportunidad de joderla de
cualquier manera posible.
—El Mardi Gras ya no existe, pequeña. Ahora vives en el mundo real. Aquí todos
trabajamos. Todo el mundo tiene que trabajar, incluida tú. Acostúmbrate.
—No sé por qué estás tan enfadada conmigo. —Scarlet dejó caer un montón de
sábanas húmedas en la cesta de Sloane—. Por lo que he oído, tú también huías del
trabajo. Me han dicho que te ibas a la playa, incluso cuando tu madre se estaba
muriendo.
El tendedero chirrió cuando Sloane tiró del cordel para apartar la funda de la
almohada y colgar una toalla completamente manchada de sangre. As había
empezado a vomitar sangre negra bien entrada la tarde e, incluso después de lavar la
ropa en la magnífica lavadora antediluviana de Randall, las manchas seguían allí.
Josh había pronosticado que habría más hemorragias internas.
—Por lo menos, reconozco que lo que hice estuvo mal.
—Pero lo hiciste, de todos modos —replicó la niña.

* * *

En la casa había catorce carnavaleros; quince si se contaba a Scarlet, cosa que Sloane
no hacía. Kyle Lanier, el ayudante del sheriff, llegó justo antes de la cena para decir,
de la forma más educada posible, que si los carnavaleros no eran entregados antes de
las doce de la mañana del día siguiente, el sheriff cortaría el suministro de gas y agua
al Palacio del Obispo.
—¡Pero la gente morirá! —había gritado Sloane.
—Eso es cosa suya —había respondido Kyle mientras se llevaba la mano al

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sombrero para despedirse—. Señora. —Y dejó dos milicianos para vigilar la mansión.
Ya era algo oficial: estaban bajo asedio.
Llegó la hora de la cena. Alice Mather organizó a los pocos refugiados humanos
que quedaban en la casa con el fin de que dieran de comer a los enfermos. Sloane en
persona llevó la cena a los carnavaleros. La comida estaba racionada: otra vez pudin
de arroz con melaza, caldo de pollo para los enfermos e infusiones de diente de león.
La señora Sherbourne no podía matar más gallinas; necesitaban huevos. Sloane quiso
enviar a un par de personas al mercado en busca de algunas provisiones, pero no tenía
dinero que darles. Al final, cogió unos cuantos objetos insignificantes que Randall
jamás había usado —como su pitillera de plata—, los anotó en el libro de cuentas de
la señora Sherbourne y les pidió a un par de refugiados que los vendieran y
consiguieran comida extra con los beneficios. Ellos aceptaron, pero la idea no les
hizo ninguna gracia.
—Pensarán que los hemos robado —dijo uno de ellos.
En cuanto los platos de la cena estuvieron limpios, la señora Sherbourne y
Lindsey se marcharon con sus respectivas familias a sus casas. Una hora más tarde,
Alice Mather fue en busca de Japhet y Christy, preparada para marcharse también del
Palacio del Obispo.
—¿Y qué pasa si mañana no nos permiten entrar? —preguntó sin dejar de mirar
de soslayo al piquete de milicianos que holgazaneaba en la verja.
—No lo intentéis —contestó Sloane—. Esto es ridículo. Mañana me encargaré de
aclarar las cosas con el sheriff.
—¿Qué vas a hacer?
—Ya lo verás —respondió Sloane, con la misma sonrisa relajada y competente de
su madre.
No dejó de sonreír hasta que Alice se hubo marchado. Su madre siempre decía
que tanto el pánico como la sagacidad eran contagiosos, y el trabajo de un líder
consistía en extender esta última. Jane Gardner había vivido situaciones peores que
esa, mucho peores, y las había manejado espléndidamente. Eso era lo que todo el
mundo le decía a Sloane. Y ella no podía evitar preguntarse si su madre se habría
refugiado tras esa tranquila sonrisa para ocultar tanta desesperanza y confusión como
las que ella sentía en esos momentos. Eso esperaba. Recordaba a su madre mientras
le decía: «Cuando yo tenía tu edad, tampoco era yo misma».
Por no mencionar lo de: «Uno hace lo que tiene que hacer».
Bueno, si Sloane tenía que descubrir que en su interior vivía un general frío y
seguro de sí mismo, sería mejor que lo encontrara en las próximas doce horas. Vamos,
oruga, pensó con amargura. A ver si te crecen las alas y echas a volar, ¡vuela,
imbécil!
Poco después de las nueve, se dio cuenta de que no había comido desde que
tomara el desayuno con Randall Denton en el patio. Entró a hurtadillas en la oscura
cocina y pescó a uno de los niños refugiados en la despensa, inclinado sobre un tarro

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de melaza; era el mismo al que había mandado de vuelta con su familia. Unas cestas
trenzadas, colgadas del techo, se balanceaban sobre su cabeza. Una semana atrás,
estaban llenas de ajo, cebollas y pimientos: ajíes dulces, poblanos, pimientos de
Anaheim y habaneros. Ahora estaban vacías.
Si el sheriff Denton les cortaba el gas, se quedarían sin combustible para los
motores del generador. Sin electricidad no funcionaría la nevera. Ni la lavadora; la
colada tendría que hacerse a mano. No habría aire acondicionado. Ni ventiladores. Ni
luces, salvo las lámparas de petróleo… hasta que este también se acabara. Y entonces
no tendrían ninguna luz.
La gente podía sobrevivir así. Los abuelos de Odessa no habían tenido ninguna de
esas cosas. Y habían sobrevivido. Si hubieran tenido malaria, no habrían podido
sobrevivir así, se respondió Sloane. No habrían sobrevivido si hubieran sufrido de
fiebre amarilla y no hubieran tenido ni agua ni comida.
Sloane fue a coger una galleta de arroz, pero descubrió que no quedaba ninguna,
y por tanto se tuvo que conformar con una cucharada de melaza. Tras detenerse un
momento, abrió uno de los armaritos de Randall y sacó un platillo. ¿Qué comían los
dioses? Comenzó con una cucharada de melaza y un diente de ajo. Después cogió un
cuchillo afilado y se cortó tres mechones de cabello para colocarlos en el plato. No
parecía suficiente, por lo que se pinchó la yema de un dedo hasta que brotó una gota
de sangre. La añadió a la ofrenda y se dirigió al patio para dejar el platillo sobre la
mesa de hierro que había bajo el magnolio. Con suerte, algún dios o algún fantasma
lo encontrarían antes de que lo hicieran las cucarachas.
¡Dios Misericordioso! ¿Qué diría madre si me pillara haciendo esto?
«¡Uno se fabrica su propia suerte, Sloane!».
Ya no, mamá. No siempre es así.
Dejó de tratar de imaginarse con qué vestido habrían enterrado a su madre cuando
sintió que las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas. No podía permitirse
el lujo de derrumbarse en esos momentos, sin importar lo mal que se hubiera
comportado. Hasta Jane Gardner estaría de acuerdo. Tenía que ser fuerte, seguir
centrada y no perder la compostura. ¡Ja!
Fuera hacia más calor que dentro de la casa, ya que estaba encendido el aire
acondicionado; sin embargo el calor del exterior resultaba, de algún modo, menos
opresivo. La noche era húmeda y clara, las estrellas brillaban de forma titubeante; sus
bordes parpadeaban y se desenfocaban como si las estuviese viendo a través de las
oleadas de calor que ascienden del asfalto en un bochornoso día de verano.
Vio un destello de luz por el rabillo del ojo.
Había alguien en el cobertizo del generador. Sloane bajó los escalones del patio y
siguió el camino que llevaba al jardín trasero. Un mosquito zumbó junto a su oído, se
marchó y regresó de nuevo. Se dio un manotazo en el cuello sintiendo que el pánico
la consumía. Ya no podía pensar en los mosquitos como simples molestias. Ahora
eran viudas negras, escorpiones y serpientes de cascabel que portaban en sus

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aguijones venenos mortales como la malaria y la fiebre amarilla.
Al abrir una rendija en la puerta del cobertizo —«cobertizo» no era un término
muy apropiado, ya que era más grande que un garaje amplio y en su interior había
más herramientas que las que guardaban en Ashton Villa— se encontró con Ham, que
estaba en cuclillas junto a la descomunal barbacoa de gas de Randall, rodeado por un
revoltijo de enormes botellas de cristal, tuberías de cobre, tapones de goma y
herramientas. El hombre alzó la mirada brevemente cuando la vio entrar.
—Hola, señorita Gardner.
—Llámame Sloane. ¿Qué estás haciendo?
Ham se puso en pie y levantó una enorme botella llena de agua que dejó en la
parrilla de la barbacoa.
—Me enteré de que estaban pensando en cortarte el suministro de agua, así que
me acerqué a casa de Josh y cogí su alambique.
—¿Dónde has conseguido el agua?
—En la piscina. La pasé por la depuradora para quitarle las hojas antes de sacarla
de allí, pero de todos modos no me atrevería a beberla. —Comenzó a unir un trozo de
manguera de goma a una especie de boquilla curvada que estaba colocada en la parte
superior de la botella—. ¿Cómo está el padre de Josh?
—No muy bien. Vomita sangre. ¿Puedo ayudarte?
—Joder —masculló Ham—. No, no hace falta. —La miró con una sonrisa—.
Aunque, si no te importa, podrías quedarte por aquí un rato, solo para cabrear a
Josh… me harías un gran favor.
Sloane soltó una carcajada y se sentó de un salto en el asiento de la antigua
cortadora de césped John Deere de Denton. Por supuesto, no habían tenido un jardín
con césped desde hacía veinte años; hacía mucho tiempo que lo habían transformado
en un gallinero, una zahúrda y un huerto para las verduras. El padre de Randall había
quitado las aspas de la cortadora de césped y la Comparsa de Momus la utilizaba
todos los años para tirar de las carrozas en el desfile del Mardi Gras.
Ham consiguió insertar el trozo de tubería. Metió los pulgares en las trabillas de
sus enormes pantalones y tiró de ellos hacia arriba un par de centímetros o tres.
—Si hubiese pasado tanto tiempo adulando a las chicas como el que he estado
intentando hacer las paces con ese testarudo e insignificante hijo de puta, tendría en
estos momentos las tres esposas más felices de Galveston.
—¿Y por qué te molestas?
—Y yo qué coño sé.
Volvió a agacharse y siguió trasteando con las tuberías, los adaptadores y los
precintos para unir su tubería de cobre de modo que desembocara en lo que Sloane
suponía que era una jarra para almacenar el líquido destilado. Había una intensa
expresión de concentración en su enorme rostro. Sus dedos, tan gruesos como
salchichas, eran rápidos y precisos.
—Creo que al principio me daba pena. No encajaba muy bien y había un par de

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muchachos que le pegaban por pura diversión. Yo me creía el poli del barrio, ¿sabes?,
así que me puse de su parte. Era un niño complicado y desagradable. Me debía una,
pero tal y como se comportaba jamás lo habrías adivinado. Cuando éramos críos,
siempre hacía que me sintiera mal. Hacía que me sintiera como un estúpido.
—¿Has llegado a la parte en la que me explicas por qué erais amigos? —preguntó
Sloane—. Si lo has hecho, me lo he perdido.
—Bueno, verás, en realidad, yo era un estúpido. —Ham la miró—. Josh… no
veía las cosas del mismo modo que el resto de los chicos. Te daba la sensación de que
iba a ser alguien importante. Yo conocía a los muchachos que le pegaban. Conocía a
sus padres y a sus hermanos. Sabía que, si tenían suerte, acabarían trabajando en los
almacenes, que por las noches acabarían cabreados y les pegarían a sus novias. Mi tío
Mordecai era así. Josh no. Él te hacía desear entender las cosas. Por ejemplo, mi
padre me podía enseñar a poner a punto el motor de la barca; pero la madre de Josh
tenía una enciclopedia en un ordenador que te enseñaba cómo funcionaba el motor y
por qué. A Josh siempre le interesó todo eso. Me hacía desmontar las cosas e intentar
hacer otras nuevas. Me convirtió en alguien más inteligente. —Se puso en pie—.
Trabajo como experto de primera clase en localizar averías para la Compañía de Gas.
—Frunció en entrecejo con un gesto cómico y flexionó los brazos. Los bíceps
sobresalieron como si fueran las enormes raíces de un árbol—. Si tienes un cuerpo
como este, la gente te ve como una mula de carga. Si no hubiera sido por Josh, habría
acabado siendo un estibador, supongo. Hubiera tenido la espalda hecha una mierda a
los treinta o los treinta y cinco, y me emborracharía como un desgraciado para
palmarla a los cuarenta y cinco, como mi tío Mordecai. Eso si no me hubiera ahogado
primero; o me hubiera partido en dos con un hacha; o hubiera acabado frito de un
disparo en la cama de otro hombre. —Se encogió de hombros y se rascó las picaduras
de mosquito que tenía en su grueso cuello.
Para su sorpresa, Sloane se dio cuenta de que quería acostarse con él. Lo miró con
incredulidad. Era absurdo. Cuando fantaseaba sobre sexo, siempre se imaginaba a sus
amantes como hombres atractivos, elegantes y fabulosamente bien vestidos. Incluso
peligrosos. No obstante, en ese momento sentía un pequeño hormigueo en su
interior… Malicia se estaba despertando y se desperezaba. Se descubrió pensando en
los carnosos dedos de Ham desenganchando corchetes y soltando hebillas con la
misma y sorprendente precisión con la que desarmaba cualquier motor. Se imaginaba
esos dedos desabrochando los botones de su camisa; la camisa de hombre que había
robado del armario de Randall. Empujaría a un botón de nácar que se resistiría a
abandonar la presión de los labios de algodón del ojal hasta dejarlo libre. Y entonces
se escucharía el susurro de la ropa al deslizarse.
Sloane parpadeó y miró hacia arriba —muy, muy arriba—, hacia el amplio rostro
de Ham. Bueno, ya no volvería a sentirse tan asquerosamente alta nunca más. Al lado
de Ham casi era una muñequita.
—Creo que eres un amigo maravilloso para él.

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Ham hizo una mueca.
—Ya no.
Sloane lo miró con curiosidad. Ham se encogió de hombros.
—Es que Josh… bueno, ha conseguido cansarme. Una vez tuve un amigo que
decidió suicidarse por una chica. Yo lo escuchaba hablar una y otra vez de lo mismo
todos los días, horas y horas, meses y meses. Incluso lo intentó, bueno, más o menos:
se comió un poco de dedalera o algo de eso, pero no murió. De todos modos, al final
se puso bien, pero me pasé todo un año asqueado cuando lo veía. Y eso me ha pasado
con Josh. He estado muchos años diciendo que nadie lo comprendía, que su vida era
muy dura, y bla, bla, bla. Pero ¿cuánto tiempo puedes seguir poniendo excusas?
Llega el huracán, le salvo el culo en la Península porque está deseando meterse
debajo de ciertas faldas (perdón por la expresión), y mientras tanto mi gente se está
muriendo aquí. Y él solo puede pensar en Josh, Josh y Josh. —Meneó la cabeza y
escupió.
Sloane le dijo:
—Pero echarías por tierra muchos años, aunque estés en lo cierto. Mi madre solía
decir que lo que te une a los viejos amigos es la imposibilidad de hacer otros nuevos.
Ham se frotó la nariz quemada por el sol.
—Sobreviviré —replicó—. Joder, ni siquiera me soporto a mí mismo cuando
estoy cerca de él. Como esta tarde. ¿Desde cuándo no sentía la necesidad de lanzar a
un tío contra la pared? El padre de Josh aparece por primera vez desde hace diez
años, se está muriendo y Josh ni siquiera se arrodilla a su lado. Ya era hora de que le
diera un meneo para espabilarlo. Pero es que ahora mismo, cualquier cosa que tenga
que ver con él me cabrea. Todo lo que dice y lo que hace.
Unas cuantas escamas de piel seca se desprendieron de la nariz de Ham mientras
este la frotaba.
¿Será que me apetece hacer una visita a los barrios bajos?, pensó Sloane. Trató
de imaginárselo con una bonita camisa y una chaqueta de colores discretos; marrón, o
verde oliva, quizás. Lo primero que haría sería deshacerse de ese cinturón y colocarle
unos tirantes. ¿Le seguiría gustando si se vistiera como alguien de su misma clase
social?
Dios, sí.
—Lo que pasa es que no lo cogí a tiempo cuando apareció su padre. En mi
familia todo el mundo es muy sencillo. Si nos dan un regalo, sonreímos. Si nos gritan,
gritamos. Si nos dan una cerveza, nos emborrachamos. Josh siempre lo complica
todo. Estoy harto de intentar imaginarme lo que pasa por su cabeza. —Hizo una
pausa—. Tú conocías muy bien a la Reclusa. Supongo que sabrás un par de cosas
sobre la magia. ¿Has visto las manos de Josh?
—Iba a preguntártelo. —Esta mañana tuvo que cortarle la pierna al chico de Billy
Tucker mientras yo estaba todavía roncando en el séptimo sueño— explicó Ham. —
Ha estado muy raro desde entonces. Desequilibrado. Supongo que debe ser un trago

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cojonudo tener que cortarle una pierna a un niño—. El hombretón se estremeció,
haciendo que su torso y su barriga se movieran bajo todos esos metros de camisa.
—¿Cuántos años tiene el niño? —preguntó Sloane. Ham arrugó la frente mientras
intentaba recordar.
—¿Diez? Puede que once, tal vez.
—Mmm. —Sloane recordó el modo en que Josh la había mirado la primera vez
que ella fue a su casa. Esa mirada hambrienta y resentida que se parecía tanto a la de
Kyle Lanier. Muy despacio, dijo—: Creo que podría nombrar a otro chico que perdió
la vida que había conocido hasta entonces más o menos a esa misma edad.
—¡Vaya! —exclamó Ham y alzó las cejas—. ¿Te refieres a Josh? No lo había
pensado. —Volvió a meter los pulgares en las trabillas del cinturón y se subió los
pantalones mientras la observaba con admiración reflejada en los ojos—. Supongo
que puedes ver detrás de ciertos recovecos. ¿Es algo normal en los Gardner?
Sloane sintió que una pequeña sonrisa le curvaba los labios.
—No. Madre nunca tuvo tanta… malicia. Ham manipuló la gigantesca barbacoa
de gas de Denton, comprobó el depósito de propano y la puso en funcionamiento.
—Supongo que deberíamos colocar todo esto fuera de la casa. Sería una tontería
hacer trabajar aún más al aire acondicionado para eliminar todo el calor que
desprende. Cuando has mencionado a tu madre, he recordado que tenía muchas ganas
de hacerte una pregunta desde que regresamos. —Ham observó el cielo con los ojos
entrecerrados. Solo se veían las estrellas—. ¿Qué va a pasar con Momus? —
preguntó, bajando la voz.
—Lo vieron una o dos veces después de la tormenta. Volvió loca a una de las
criadas de Jenny Ford, según me han contado. Vamos camino de cuarto menguante.
Puede Momus salga menos a medida que mengua la luna. Ham asintió.
—Pero ¿te imaginas lo que sucederá cuando vuelva a estar llena dentro de otras
tres semanas…?
—Habrá que tener cuidado. Ham se rascó la barbilla.
—Entonces, ¿vas a ser tú la encargada de tratar con él? Como has estado en el
Carnaval y eres la hija de la Gran Duquesa, y todas esas cosas…
—Espero que no —contestó Sloane. Recordaba esa gélida mirada blanca del dios
que te hacía sentir que el corazón se te llenaba de escarcha; y también las visiones
que había tenido sobre su propia vejez, con las piernas llenas de venas azuladas. Bajo
semejantes circunstancias, supongo que debería estar agradecida por tener la
oportunidad de envejecer pero…—. Estoy buscando un modo de librarme de eso.
Él fue lo bastante educado como para no señalar que, hasta esos momentos, se las
había arreglado muy bien a la hora de librarse de las responsabilidades.
Entre el calor de la noche de Texas y los motores Mercedes de Randall, el
cobertizo parecía una sauna. El rostro ancho de Ham estaba cubierto de gotas de
sudor. Su barata camiseta interior de algodón se le pegaba a la protuberante barriga y
a los montículos que formaban sus pechos en ese torso masculino. Definitivamente,

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necesitaba conseguirle ropa de más calidad. ¿Me seguiría gustando aún vestido con
un «muumuu»?, se preguntó Sloane. Se lo imaginó con algo atrevido, algo con un
fruncido debajo del pecho, un picardías rosa casi transparente, adornado con una
estola de plumas cuyos extremos susurraran de forma indecente contra la parte
superior de esos muslos tan gruesos como un par de toneles. Resopló al tiempo que
intentaba contener una risilla nerviosa.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Ham con una sonrisa.
En el dobladillo de tus picardías, grandullón.
—En nada —contestó Sloane—. Es el calor, que me tiene aturdida.
Se sentía sudorosa; sentía la humedad en las axilas, detrás de las rodillas y entre
los muslos. Cuando descruzó las piernas, deseó llevar puesta una de sus faldas; quizás
esa que estaba hecha con unos cuantos pañuelos cosidos que flotaban y susurraban al
andar. ¿Algo cómodo para hacer un poco de ejercicio, quieres decir? ¡Dios
Misericordioso, chica! Tienes cosas de más envergadura en las que pensar. Echó un
vistazo a Ham. Bueno, puede que no sean de más envergadura pero sí más
importantes…
Ham toqueteó unos cuantos botones de la barbacoa.
—Oye… ¿Te importaría que te haga una pregunta un poco personal?
—No lo sabré hasta que la haya escuchado —contestó Sloane con una sonrisa
lánguida que se parecía a las de Malicia—. Gira la ruleta y espera a ver qué te depara
la suerte.
Él sonrió.
—A ver. —Alzó el borde de la camisa un instante para secarse el sudor de la
frente—. Me da la sensación de que eres una chica lista, así que imagino que sabrás
que Josh está colado por ti.
—«Colado» no es exactamente el término que yo habría utilizado… pero sí,
supongo que me he dado cuenta. —Y me he aprovechado de ello, dijo para sí misma.
Lo he implicado en un crimen, cuando yo misma estaba desertando de las
obligaciones que tenía en mi hogar. La diferencia es que yo me lo pasé de puta madre
y a él le dieron una paliza y acabó exiliado en la Península de Bolívar.
—¿Y tiene alguna oportunidad?
La barbacoa de gas hizo un ruido ronco. Se estaban formando burbujas en la parte
inferior de la jarra de cristal, llena de agua de la piscina.
—No —contestó por fin Sloane. Y entonces hizo algo que jamás se hubiera
imaginado capaz de hacer antes de haber ido al Carnaval: alzó los ojos y sostuvo la
mirada de Ham durante un buen rato—. Josh no —dijo.
—Joder. Bueno, hay días en los que te comes al oso y otros días… —Se detuvo al
darse cuenta de que Sloane seguía mirándolo fijamente.
—El oso te come a «ti» —terminó ella. Ham entrecerró los ojos, perplejo.
¡Imbécil! Sloane apartó la mirada, tan avergonzada como si hubiese abierto la puerta
en ropa interior para encontrarse con el párroco en la entrada. Una explosión resonó

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en la noche, seguida de un chillido y de otra detonación. Sloane y Ham se miraron,
nerviosos.
—¡Mierda! —masculló Ham. Sloane bajó de un salto de la cortadora de césped y
corrió hacia el exterior—. ¡Eso ha venido de la parte trasera! A sus espaldas, la gente
ya se amontonaba en las ventanas iluminadas de la mansión, pero Sloane no se
detuvo. Pasó junto a la pocilga y los montones de escombros que el huracán había
dejado a su paso, tropezándose en la oscuridad, en busca de la puerta que había en el
alto muro de piedra que rodeaba la parte trasera del Palacio del Obispo.
Al otro lado del muro se escuchaban voces.
—¿Le has dado? —dijo alguien.
—Supongo que sí, pero había dos. La otra era muy pequeña, una enana o un
mono, no sé.
Sloane encontró la cancela de hierro forjado y la abrió de un tirón. En el exterior,
dos hombres vestidos con los uniformes de la milicia se giraron para apuntarle con
sus armas. Había un cuerpo desmadejado sobre la acera, bajo la farola de la esquina.
Sloane se acercó a la carrera.
—¡¿Qué habéis hecho?! —Lo mismo que voy a hacer contigo si no te quedas
quieta ahora mismo y cierras la boca— dijo el mayor de los milicianos.
Sloane se hincó de rodillas junto al cadáver. Era Lianna. La mujer con cara de
gato yacía completamente inmóvil. Sloane le cogió el brazo y comenzó a buscarle el
pulso, pero no lo encontró.
—Esa es Sloane Gardner —dijo uno de los milicianos. Sloane pegó el oído al
pecho de Lianna. No se escuchaba el sonido de la respiración. Ni latido alguno.
En ese momento, recordó lo inflexibles que se habían mostrado Lianna y Scarlet
esa misma mañana en su empeño de ir a ver a Momus. Y ella no les había prestado
atención alguna porque… ¿por qué? Porque era una Gardner. Eso era exactamente lo
que Randall diría. Porque se había convertido en su madre; dirigía las vidas de otras
personas pensando en su bienestar, sin detenerse a escuchar lo que esas personas
querían en realidad. Recordó cómo Lianna le había tirado del brazo la noche de la
tormenta. La primera persona que la había llamado Malicia cuando no tenía la
máscara puesta.
—Está muerta —afirmó Sloane—. La ha matado.
—Sí —dijo satisfecho el más corpulento de los dos guardias—. Acerté a la
primera. Pero la pequeña se me escapó. Está bajo arresto, por cierto. Órdenes del
sheriff.
La sangre de Sloane se congeló en sus venas.
—¿Qué pequeña? ¿Tenía…? ¿Ha notado algo especial en ella?
—Siento mucho todo esto, señorita Gardner. —El fornido guardia metió el arma
en su funda y sacó un juego de esposas. Colocó las manos de Sloane a sus espaldas y
la esposó mientras su compañero los ocultaba con su cuerpo—. En cuanto al pequeño
monstruo, lo único que vi fue un montón de pelo rojo.

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Sloane pensó en Scarlet, con los ojos hinchados por el cansancio, luchando por
mantenerse despierta durante otra partida de dominó. Scarlet acurrucada bajo su
brazo en mitad de la noche, abandonada ya toda su rebeldía, suplicando el consuelo
de la única persona que quedaba en el mundo que podía ofrecérselo.
—Puede que fuese un monstruo —replicó Sloane—. Pero ahora no es más que
una niñita.
—En lo que a mí respecta, lo que siento es que se haya escapado —dijo el otro
guardia, enfundando el arma—. El ayudante Lanier ha ofrecido una recompensa de
cien dólares por su cabeza.

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5.4 La Comparsa de los Descastados

J
oshua estaba de nuevo en la habitación de la infancia de Randall, sentado entre
los velos de las mosquiteras con su padre acurrucado entre sus brazos, tratando
de conseguir que bebiera una taza de té frío de diente de león.
—Toma un sorbo —susurró—. Eso es… solo un poco… muy bien.
La única luz de la habitación procedía de una lámpara de aceite que había sobre el
escritorio.
Otra pizca de magia se había depositado como una gota de rocío sobre una
brillante cucaracha que había clavada en el tablero de corcho de Randall Denton, y le
había devuelto la vida. Josh la había visto moverse por primera vez hacía una hora.
En aquel momento, sus pequeñas patas se retorcían y arañaban el corcho sin cesar
mientras trataba de liberarse. Sin esperanzas de conseguirlo, por supuesto; el alfiler
que le atravesaba la espalda la tenía bien sujeta. En algunas ocasiones, Josh pensó
que debería liberar al bicho; y, en otras, que debería matarlo. Por el momento, se
limitaba a alimentar a su padre con sorbos de té y a observar cómo las delgadas
patitas negras de la cucaracha crujían y rasguñaban. No paraba de forcejear.
El rostro de Samuel Cane estaba rojizo y abotargado, pero ya no brillaba por el
sudor. Se estaba quedando sin sudor, sin agua. Su última orina se había derramado sin
el más leve movimiento de las tripas un momento antes. Las heces y los vómitos eran
negros, por la sangre digerida. Su hígado ya no producía factores de coagulación, y
así era como terminaban las víctimas de la fiebre amarilla: hemorragias internas,
shock hipovolémico, desequilibrio electrolítico crítico, fibrilación cardiaca.
—Solo es fiebre amarilla. Cinco por ciento de mortalidad —susurró Josh—. Eso
es todo. Venga, hombre con suerte.
Se escuchó un brusco golpe en la puerta. El padre de Joshua se sacudió con fuerza
entre sus brazos. El té se derramó sobre su enrojecido pecho desnudo.
—¿Josh? Soy yo, Ham. —El hombretón abrió la puerta.
—Joder, estoy con un paciente…
—Cierra la boca —dijo Ham. Jadeaba con fuerza—. Estamos en un mar de dolor.
¿Es que no has oído los disparos?
—Quizás. —Josh limpió el té que se había vertido sobre el pecho de su padre con
la esquina de una sábana—. ¿Hay alguien herido?
—No. Bueno, sí, ha muerto uno de los carnavaleros. Pero tienen a Sloane —dijo
Ham—. Estaba hablando con ella en el cobertizo del generador, mientras trataba de
fabricar un alambique, cuando escuchamos los disparos. Antes de que pudiera mover
mi gordo culo hasta el muro, ella ya había cruzado las puertas y estaba discutiendo
con la milicia. No tenía mi arma, así que me quedé mirando cómo la esposaban y se
la llevaban a Ashton Villa para ver al sheriff. —Hizo una pausa—. ¿Crees que
debería haber ido tras ellos?

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—Por supuesto. Habría sido una estupidez, pero realmente valiente.
—Gilipollas.
—¿Algo más? —dijo Josh.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—¿Por qué quieres mi consejo? Creí que estabas harto de mí.
—Y lo estoy. Pero eso no me convierte en mejor jugador de cartas, claro está. Tú
eres el listo, ¿recuerdas? Así que dime qué es lo que hará el sheriff a continuación y
cómo vamos a conseguir traer de vuelta a Sloane. Piensa en algo.
—Me siento halagado —dijo Josh.
Ham cruzó sus grandes brazos y aguardó. A Josh no se le ocurrían ideas
brillantes. Deseaba tener alguna que pudiera impresionar a Ham, o que lo molestara.
No hubiera sabido decir cuál de las dos cosas le apetecía más. A pesar de estar al
corriente que había una buena parte de Ham que lo despreciaba esos días, era patético
saber lo mucho que deseaba que el hombretón lo creyera inteligente. Se suponía que
lo era, ¿no? Eso era lo único que había podido ofrecerle a Ham a cambio de su
amistad.
De modo que Sam Cane había pagado a los Mather para que se ocuparan de él.
Debería haberlo supuesto.
Ham se removió con impaciencia.
—No admitiría esto delante de Sloane, pero la verdad es que no me molestaría
mucho que los carnavaleros… bueno, se marcharan. Sobre todo si la alternativa es
tener a un ser humano de verdad lleno de agujeros en un tiroteo.
Samuel Cane gimió y se giró sobre la cama. Joshua buscó de nuevo el pulso de su
padre.
—¿Acaso Scarlet es humana?
—Eso es distinto —respondió Ham—. Ella no… no es más que una niña
pequeña.
—Mmm —dijo Josh.
El pulso de Sam Cane había bajado a treinta y cuatro latidos por minuto. Le dio
un ataque de náuseas. Al instante, Josh se inclinó para sujetarle la cabeza y colocar la
taza de té vacía bajo sus labios. El hombre mayor se convulsionó, se inclinó hacia
delante y tuvo más arcadas. Sus costillas se sacudieron y los músculos de sus
costados se convirtieron en nudos, sin dejar de contraerse hasta que, finalmente, una
oleada de sangre negra se derramó dentro de la taza. Las náuseas pasaron.
—Sexta calle —dijo Joshua—. No tires las cartas ahora. —¿Lo superará?—
susurró Ham. —No lo sé. Había una parte de Josh, encerrada bajo llave en su interior,
que no había dejado de llorar desde el momento en que Gina Tucker le dijo que
tendría que cortarle la pierna a su hijo. Pensaba en todas las cosas que se perdería Joe
Tucker, en los juegos que jamás podría volver a jugar. Sería un tullido del que el resto
de los niños no dejarían de reírse. Ahora ya no podría imaginarse como el príncipe
azul de los sueños de alguna niña. Tendría que vivir de la caridad y considerarse

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afortunado por ello.
Juega esas cartas, chico.
En el tablero de corcho, la cucaracha seguía agitando las patas y forcejeando.
Ham no se había dado cuenta todavía.
—¿Acaso mi padre es humano? —dijo Josh. Su voz estaba cargada de desprecio,
pero su mano se movía con ternura al acariciar la mejilla de Sam Cane—. Míralo. Es
un animal, un animal enfermo. Menos humano que Scarlet. Menos humano que el
Hombre Langostino. Hemos hecho realidad esos sueños, Ham. —Joshua apartó el
cabello, húmedo por el sudor, del ojo bueno de su padre y después dejó de nuevo al
hombre sobre las almohadas—. Si quieres ver monstruos, piensa en George y en
Martha.
Ham se tocó la marca de la frente y, a continuación, dejó que su mano cayera a un
costado.
—Necesito una partida, colega.
Resultaba difícil de cojones ser inteligente cuando todo lo que Josh quería era
tumbarse sobre una cama suave en una habitación oscura y desaparecer para siempre.
Se frotó el rostro, intentando de ese modo borrar el cansancio.
—Me he quedado sin cartas —dijo.

Una hora más tarde, la puerta del dormitorio se abrió de golpe.


—¿No te he dicho que llames…?
—¿Cómo está, señor Cane? —dijo Kyle Lanier, que parecía muy gallardo con su
uniforme de la milicia. Al parecer, no se había dado cuenta de que Ham lo observaba
con furia a sus espaldas.
Joshua recordó la sala de interrogatorios del Tribunal del Condado. La forma en
que Kyle Lanier había inclinado su silla cada vez más hacia atrás para después dejarla
caer. La cabeza de Josh había golpeado contra el suelo de cemento. Recordó el reflejo
de la luz de la lámpara sobre las brillantes botas de Kyle mientras le daba patadas en
los costados y en el vientre.
—¿Qué coño quieres? —El sheriff Denton ha convocado una reunión de
emergencia para todas las Comparsas. Comenzará dentro de una hora en la Biblioteca
Rosenberg, en la sala de conferencias de la Comparsa de la Solidaridad. Tú y tu
amigo el gordinflón estáis invitados.
—Ni siquiera estamos en ninguna Comparsa.
—La reunión es para decidir cómo encargarse de la chusma. Quiero decir, de los
ciudadanos más pobres —afirmó Kyle—. Necesitamos a alguien que pueda hablar en
su nombre, y vosotros sois los afortunados ganadores.
—¿Qué coño habéis hecho con Sloane? —Quiso saber Ham.
—La señorita Gardner está descansando cómodamente en su casa —dijo el
ayudante del sheriff—. Donde debía haber estado desde el principio.
—Estoy con un paciente —dijo Joshua. Todavía sujetaba la taza de té, que estaba

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negra por la sangre de su padre.
—Le daré cinco minutos para que termine aquí —añadió Kyle. Le guiñó un ojo a
Ham—. Yo mismo encontraré la salida.
—No tienes más que saltar sobre esa barandilla de ahí. Es más rápido —gruñó
Ham. Josh se puso en pie en cuanto salió el ayudante.
—Esto no tiene buena pinta en absoluto. —Empezó a pasearse de un lado a otro
de la habitación—. ¿Por qué iba a querer el sheriff Denton vernos a ninguno de los
dos? Si yo fuera el sheriff, no me invitaría a ninguna reunión. Cogería mi milicia e
invadiría este lugar. Aquí ya no hay cuadros de los que preocuparse, tan solo basura.
Alguien podría morir en el fuego cruzado, sí, una pena, pero sus congéneres no tienen
autoridad para causar verdaderos problemas.
—Si estás tratando de animarme —dijo Ham—, no está dando resultado.
—De hecho, si pudiera dispararle al farmacéutico y a su amigo, sería un beneficio
extra —continuó Josh—. Son un motivo de vergüenza. Son la prueba de que amañé
un juicio. Coño, representan una amenaza mayor para mi cargo que Sloane Gardner.
Sería una suerte para mí que se sentaran en el lugar donde se fueran a producir todos
los disparos, joder.
—Josh, ya basta.
—Tengo que ganarle la mano. —Josh meneó la cabeza—. No, si quiere hablar
con nosotros, debe sentir la presión del resto de las Comparsas a causa de nuestro
juicio. Lo digo en serio; piénsalo, Ham. La milicia es la que se encarga de imponer el
orden en esta ciudad desde el huracán. Con Jane Gardner muerta, ¿quién será el
nuevo jefe? Vaya, el sheriff Denton, sin duda. Solo que las demás Comparsas no van
a querer cederle el poder de forma automática, sobre todo si existe alguna posibilidad
de que nosotros le causemos un montón de problemas con los pobres.
—Y no olvides a la Reclusa —dijo Ham—. Si de verdad le disparó a esa mujer,
querrán saber por qué. —El hombretón, sin darse cuenta, se quitó un trozo de piel
quemada de su despellejada nariz—. ¿Así que crees que quiere hacernos la pelota?
—Bueno, de momento no nos ha disparado —dijo Josh—. Una cosa es segura:
quiere hacerse una idea de cómo están las cartas.
—Supongo que tendremos que asistir a esa reunión, ¿eh? Parece que es eso o
sentarnos aquí a esperar una bala «accidental».
—Supongo que sí. —Josh bajó la mirada para observar a su padre—. Volveré
aquí en cuanto termine. Procura no morirte entretanto. —Bajó la intensidad de la
lámpara del escritorio hasta conseguir un resplandor apagado y salió de la habitación
con la taza llena de sangre. Ham lo siguió—. No hagamos que el sheriff se sienta
tentado de hacernos desaparecer a ambos —dijo—. Me gustaría que te quedaras fuera
de la Biblioteca mientras yo entro a hablar, por si acaso esto es una emboscada. Y
quiero que haya mucha gente a tu alrededor. Gente suficiente para que no
desaparezcas sin que nadie lo note.
—¿Y de dónde se supone que voy a sacar una multitud que se reúna en torno a la

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Biblioteca Rosenberg después de las diez de la noche, Josh?
—Usa tu encanto autóctono —dijo Josh con una sonrisa apretada. Caminó a paso
enérgico hacia el cuarto de baño que estaba al final del pasillo. Metió la cabeza en el
barril de agua salada que había junto al lavabo. Notaba el agua muy fría en las
manchas de piel blanca que la sangre de Joe Tucker había dejado en sus manos y en
su frente.
—Diles que va a haber un desfile. A Galveston le gustan los desfiles. —Su
sonrisa se desvaneció—. No, pensándolo mejor, no lo hagas. Diles que habrá
medicinas —dijo Josh con lentitud. Se giró para mirar a Ham a los ojos—. Diles que
habrá medicinas, agua fresca y buena comida. Diles que los ricos han estado
acaparándolas. Diles que vamos a conseguir nuestra parte.
—¿Es cierto?
—¿Quién sabe? —Josh se secó la cara con la camisa y luego estudió su reflejo en
el espejo. Su rostro era un desastre: quemaduras rojas mezcladas con piel blanca.
Líneas de cansancio marcadas alrededor de los ojos y la boca.
—Eso va a cabrear a mucha gente —dijo Ham, que no dejaba de sacudir la
cabeza—. Incluso si eres más astuto que el sheriff Denton, esa promesa vas a tener
que cumplirla de alguna forma.
Joshua se encogió de hombros.
—Podemos preocuparnos por eso más tarde —dijo—. Dejemos que esos
cabrones jueguen con algo de miedo a perder dinero por una vez en su vida.
Ham se dirigió escaleras abajo, hacia donde Kyle Lanier estaba esperando. Josh
se detuvo para echar un último vistazo a su padre. Las salpicaduras de la sangre de
Sam Cane comenzaban a manchar la funda de la almohada. Sangre de la nariz o de
las encías, era difícil decirlo. Si llegaba al delirio en toda regla, seguido por el coma y
la muerte, no tardaría mucho. En las siguientes treinta y seis horas, supuso Joshua.
Aguanta, As. Aguanta hasta el Río.
—¿Señor Cane? —dijo el ayudante del sheriff.
—Ya voy —gritó Joshua. Caminó con rapidez hacia el tablero de corcho y quitó
el alfiler que sujetaba a la cucaracha. El bicho cayó al suelo, se estremeció y renqueó
hasta ocultarse debajo la cama.

Era un grupo bastante cómico el que salió del Palacio del Obispo justo antes de las
once de la noche: Josh y Kyle Lanier iban a la cabeza; después Ham, que hablaba en
voz alta con seis o siete refugiados que caminaban a su lado. Dos milicianos más iban
a la retaguardia. Josh tomó un desvío a través de los suburbios, asegurando que
necesitaba dejar algunas cosas de su maletín médico en casa. Ham reunió a una buena
multitud una vez que llegaron a la vecindad en la que distintas piezas de coches
estaban esparcidas por todos sitios.
—¡Agua! ¡Agua fresca y medicinas para vuestros enfermos! —gritó Ham con
entusiasmo.

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—¡Nadie ha prometido nada! —espetó Kyle Lanier.
—Coño. —Ham se rascó los pliegues de su gordo cuello—. Debe haber un
malentendido. Escuchad con atención —dijo en voz alta a la multitud que se reunía
alrededor de ellos—. El ayudante del sheriff dice que estoy equivocado. Puede que el
sheriff no vaya a daros ninguna medicina, después de todo.
—Eso sí que es una puta sorpresa —dijo una voz desde las sombras.
—¿Así mejor? —preguntó Ham con voz inocente.
—¿Por qué no te limitas a cerrar tu gorda bocaza? —dijo el ayudante.
La cháchara de la multitud se acalló. El silencio se cernió a su alrededor mientras
caminaban a lo largo de la calle oscura. Ambos milicianos tenían las manos en la
culata de sus pistolas.
—Vamos, hombre —dijo Ham con docilidad—. No hay ninguna necesidad de ser
grosero.
Fue el ayudante del sheriff quien dejó de hablar. Un buen movimiento. Josh
estaba seguro de que todavía tenía enemigos a este lado de Broadway; Ham Mather
no tenía otra cosa que amigos. Los chavales negros que salían con Ham se unieron a
la procesión, junto a los mexicanos, que llevaban velas mágicas y crucifijos. Los
trabajadores del muelle salieron de los bares en los que se habían estado tomando un
respiro para ver qué demonios estaba tramando Ham. No muy lejos las oficinas de la
Comparsa de la Solidaridad, en la Biblioteca Rosenberg, un puñado de sus
colaboradores se unieron a las filas, todavía con los monos de la Compañía de Gas.
En el momento en que llegaron a la Biblioteca, la muchedumbre de Ham había
crecido hasta convertirse en más de un centenar de personas. Más de las que vinieron
a nuestro juicio, pensó Josh, aunque aquella otra multitud iba considerablemente
mejor vestida.
Josh se detuvo frente a las puertas principales de la Biblioteca.
—Ayudante, Ham se quedará aquí, si no le importa. Yo entraré y hablaré con el
sheriff.
—¿Espera una emboscada? Joshua Cane, debería aprender a confiar un poco en
los demás —dijo el ayudante del sheriff.
—Puede que mañana.
Kyle se encogió de hombros y se dirigió a Ham.
—¿Seguro que quieres quedarte aquí? Hay que establecer algunos acuerdos. A
juzgar por lo que he visto, si yo estuviera en tu lugar no estaría muy seguro de poder
confiar en que el señor Cane velara por mis intereses.
—Gracias por tu preocupación. Estoy muy a gusto aquí. ¿Josh? —dijo Ham a la
ligera—. ¿Unas palabritas antes de entrar? —Josh miró a Kyle, que asintió. El brazo
de Ham se colocó como un neumático de tractor sobre sus hombros mientras
caminaban unos cuantos pasos a un lado—. Traiciónanos y usaré tus cojones para
engrasar motores —murmuró el hombretón—. A ver si vas a entrar ahí y vas a dejar
que todos esos Ford y Denton se te suban a la cabeza ahora.

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Josh bajó la vista hacia los escalones de mármol de la Biblioteca.
—¿De verdad crees que es necesario decir eso?
Josh se permitió creer que había visto un fogonazo de vergüenza en el rostro de
Ham.
—Solo ve y juega tus cartas. Pero hazlo rápido, si puedes. Conozco a unos
cuantos de estos chicos, pero no a todos. He notado que hay más de uno o dos
colegas preparándose, si sabes a qué me refiero. Con lo loco, enfermo y hambriento
que está todo el mundo, no querrás mantener a una multitud como esta por aquí sin
nada que hacer salvo jugar con sus armas.
—Querrás decir jugar con sus herramientas protegidas constitucionalmente…
—Vete a tomar por culo.
Josh se unió de nuevo a Kyle Lanier y juntos caminaron hacia las puertas de la
Biblioteca. Tras ellos, Ham elevó la voz para dirigirse a la multitud:
—Josh va a hablar con el sheriff para conseguir agua pura, medicinas y todo eso.
Permanezcamos en calma y de forma amistosa. Las Comparsas saben lo que es justo.
Estoy seguro de que podemos confiar en que los Denton cumplan con su deber —
dijo.
Josh sonrió en el interior. «Estoy seguro de que podemos confiar en los Denton»
era una frase que todo isleño comprendería muy bien.
—Vaya, señor Cane —dijo el sheriff cuando Kyle condujo a Josh hasta la sala de
conferencias de la Comparsa de la Solidaridad—. Todo el mundo está aquí ya, salvo
Randall. Estamos a punto de empezar.
A pesar de que habían pasado varias horas desde el ocaso, el sheriff Denton
todavía llevaba gafas de sol oscuras. Algún medicamento debía de haberle provocado
fotosensibilidad, pensó Josh.
Los delegados estaban sentados alrededor de una enorme mesa de madera de
cerezo con forma de píldora de Tylenol. El huracán había hecho pedazos la ventana
que había al fondo de la habitación y hacía más calor del que debería, a pesar del
ventilador de techo que giraba en lo alto. Las lámparas de gas siseaban en la periferia
de la estancia, con lo que las demás sillas quedaban en las sombras. El sheriff se puso
en pie —no con demasiada facilidad, su artritis debía de estar molestándolo— y
presentó a Josh a los representantes de varias Comparsas: Horace Lemon, en
representación de la Comparsa de la Solidaridad, con su rostro negro lleno de arrugas
y de cansancio; el Comodoro Travis Perry, de Thalassar, un hombre curtido por el
viento y el sol que estaba en los cuarenta.
—Con Ellen Geary enferma, será María Gómez quien hable en representación de
la Comparsa de Venus —dijo el sheriff. Hizo una pausa para toser. La tos era más
profunda y productiva de lo que lo había sido la última vez que Josh lo viera.
—¿Es que la señora Geary tiene fiebre? —le preguntó Josh a la señora Gómez.
—Sí.
—¿Diarreas, vómitos?

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La señora Gómez lo miró. De pronto, recordó haberla visto en el juicio, sentada
junto al pasillo de la tercera fila.
—La señora Geary ya tiene un médico —dijo con frialdad.
Mala jugada.
—Por supuesto, discúlpeme. Llevo viendo pacientes todo el día. Las preguntas
me salen solas.
—¿Es usted médico, entonces? Me parece recordar que usted dijo que no era más
que un boticario.
Josh respondió:
—Soy todo lo que tiene la gente pobre.
—Si quiere llamarla «gente»… —dijo Randall Denton, que acababa de entrar—.
La chusma de ahí fuera parece tiñosa pero llena de energía. Travis, Horace —dijo con
un asentimiento de cabeza.
Incluso a las once de la noche, tenía un aspecto inmaculado con sus pantalones
rectos, una camisa de color arena y un pañuelo estampado con peces de colores. En
realidad, Josh había pensado en tomar prestada una de las camisas de Randall para
ponérsela en aquella reunión; ahora se sentía agradecido por haber decidido no
hacerlo. Estaban confeccionadas según la talla del hombre, demasiado a su medida
para que le quedaran bien, y habría tenido el aspecto de un sirviente al que habían
pillado hurtando en el armario de su amo. Su sencilla camisa de algodón, manchada
con gotas de sangre que había sido incapaz de quitar, al menos le daba cierta seriedad
moral.
Randall tomó la mano de la representante de la Comparsa de Venus y la besó con
una escrupulosa falta de sinceridad.
—Señora Gómez, siempre es un placer.
Ella retiró la mano y se la limpió brevemente en el vestido. Josh sonrió para sus
adentros. Un cante muy esclarecedor, sí señor. Debía aprovechar cualquier aversión
hacia los Denton en su propio beneficio.
—A propósito —dijo Randall Denton—, no creo que Jim Ford venga. Ha estado
algo indispuesto, y debido a lo tardío de la hora, se mostró de acuerdo en que sería
mejor quedarse en casa.
Lo que significaba que, con Sloane Gardner bajo custodia, solo hablarían los
Denton en representación de la Comparsa de Momus. Con cada segundo que pasaba,
quedaba más y más claro que Josh había colocado a los Denton en la mano correcta:
el sheriff trataba de hacerse con el vacío de poder que había dejado la muerte de Jane
Gardner.
—¿Vamos a esperar a algún Arlequín? —preguntó Randall.
—No invité a los Arlequines —dijo Jeremiah. Volvió a sentarse con muchísimas
dificultades en su silla—. Sabemos qué es lo que quieren. Tienen parte de culpa en lo
que nos ha ocurrido.
La artritis del sheriff parecía haber empeorado bastante; tenía las articulaciones

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rígidas y doloridas. Al pensar de nuevo en las gafas de sol oscuras, Joshua se
preguntó si el sheriff estaría tomando milenrama. A menudo la recetaba para los
resfriados y las gripes, ya que ayudaba a bajar la fiebre y tenía un leve componente
antiinflamatorio, pero en ocasiones los pacientes se quejaban de que hacía que sus
ojos fueran muy sensibles a la luz. La tos del sheriff era muy mala, ronca, húmeda y
prolongada. A juzgar por las manchas de color en sus mejillas, también tenía fiebre.
Tiene neumonía.
Josh se quedó atónito al darse cuenta. Se preguntó qué utilidad podría darle a
aquella carta inesperada. El ruido de las risas llegó desde la calle, más abajo. Por lo
menos, hasta el momento, la multitud de Ham estaba de buen humor.
—Kyle, levanta el acta —dijo Jeremiah Denton.
Su ayudante asintió. Horace Lemon deslizó un taco de papeles a través de la
mesa, y también un bote de tinta y una pluma. El sheriff Denton tosió un instante en
su puño y luego tomó una sonora bocanada de aire.
Neumonía, sin duda alguna.
—Damas y caballeros, gracias por venir. He convocado esta reunión para que
todos ustedes puedan despedirme. Los delegados parpadearon, perplejos. —¿Cómo?
— dijo María Gómez. El sheriff se encogió de hombros. —En estos momentos, no
soy un hombre muy popular. Ahora que Jane Gardner nos ha abandonado, alguien
tiene que encargarse de dirigir la isla. Lo he intentado, pero no me he ganado muchos
amigos, sobre todo al otro lado de Brodway. Los pobres siempre son los que más
sufren con cualquier catástrofe, y los amigos del señor Cane y el señor Mather son
particularmente propensos a desconfiar de mí.
Yo siento lo mismo, pensó Joshua, pero mantuvo la boca cerrada, tal y como le
había enseñado su padre, y trató de no dar ningún cante.
—Además está la cuestión de los minotauros y los carnavaleros —continuó el
sheriff—. Los quiero fuera de esta isla. Creo firmemente que si carecemos de la
fuerza de voluntad suficiente para echarlos de Galveston, dentro de uno o dos años no
quedará nada de la ciudad que podamos reconocer por su nombre. —El sheriff se
encogió de hombros. Parecía muy viejo—. Pero a aquellos demasiado jóvenes para
recordar el 2004, lo que hago les parece inhumano. No solo estoy alentando a los
carnavaleros a que se marchen. Mis hombres tienen órdenes de dispararles en defensa
propia. Esa no es una política agradable. Necesito poder para respaldarla. Y eso es lo
que estoy pidiendo esta noche. —Se inclinó hacia delante y colocó las manos sobre la
mesa, de modo que su chaqueta rozaba sobre la superficie—. Podemos esperar a que
los minotauros nos atrapen uno a uno, o peor aún, esperar a convertirnos nosotros
mismos en monstruos. Es una posibilidad. —El sheriff miró alrededor de la mesa—.
Y si este concilio decide que estamos mejor como hermanos de los dragones y
compañeros de los búhos, que así sea. Yo me retiraré. Tal vez abandone la isla. Pero
si ustedes deciden que la humanidad es algo por lo que merece la pena luchar,
entonces denme su respaldo.

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Josh se incorporó.
—¿Para qué estoy aquí exactamente, sheriff? Comprendo que necesite la potestad
de estos otros miembros honorables, pero…
El sheriff Denton tosió.
—Para serte franco, Josh, es necesario que todos trabajemos juntos en estos días
siniestros. Necesito que alguien hable con los pobres, con los refugiados, con la gente
que se ha reunido en el Palacio del Obispo en respuesta a la invitación de Sloane. No
quiero que se produzca una guerra civil. Quiero incluir a esa gente.
—¿Por qué yo?
—Tú eres su médico. El señor Mather es tu amigo. Y vosotros dos, vamos a ser
sinceros, tenéis buenas razones para echarme a la chusma encima. Si estuvieseis
dispuestos a apoyar a la milicia, creo que la gente se daría cuenta de que eso es lo
correcto.
—Y, después de todo —agregó Josh—, la Comparsa de Momus siempre ha
estado al mando. Y sin Jim Ford aquí, y con Jane Gardner muerta y Sloane Gardner
arrestada… bueno, los Denton son la Comparsa de Momus, ¿no es cierto? Lo que me
recuerda que debo preguntarle, es decir, preguntarle de nuevo, ¿por qué ha arrestado a
la señorita Gardner?
—Mis hombres la llevaron a casa —dijo Jeremiah—. Ashton Villa es su hogar,
señor Cane. No hay razón para que estuviera en casa de Randall.
—Y tampoco ninguna razón para invitar a cada chucho de las calles a revolcarse
entre mis sábanas —añadió Randall.
—Qué considerado de su parte —dijo Josh.
Kyle Lanier levantó la vista de sus notas.
—No se haga el graciosillo, Cane.
—Sin embargo, ya que estamos siendo sinceros —dijo Josh con lentitud—,
ciertamente albergo algo de rencor por su oficina, sheriff. Tiene algo que ver con que
casi me reventaran a patadas y con que me acusaran de un crimen que no había
cometido, con la ayuda de pruebas amañadas.
El sheriff se encogió de hombros.
—Siempre se cometen errores. Me entristece reconocerlo, pero tengo que
admitirlo.
—¿Y qué pasa si le digo que eso no es suficiente? —preguntó Josh—. ¿Qué
ocurriría si decido poner a prueba la justicia de Galveston? ¿Qué pasaría si digo que
estoy dispuesto a apoyar la milicia pero solo si el hijo de puta que amañó las pruebas
que había contra mí y contra Ham es arrestado y encerrado en la cárcel?
Se hizo un largo silencio. Josh deseó poder ver tras lo que ocurría tras las gafas
oscuras del sheriff.
—Bueno, entonces —dijo el sheriff con calma—, podríamos iniciar una
investigación con tus cargos sobre agresión y falsas evidencias. —Hizo una pausa—.
Pondríamos todos nuestros esfuerzos en determinar quién es el culpable, y ese

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culpable sería castigado —dijo.
La pluma de Kyle Lanier dejó de moverse sobre la hoja de papel de arroz. El
ayudante levantó la vista, entrecerrando los ojos de su feo rostro.
—Soy un gran amante de la justicia —dijo Josh.
Randall Denton se echó a reír.
—¿Sería capaz de patrocinar mi entrada en la Comparsa de Momus? —preguntó
Josh—. Tengo que advertirle que no tengo los honorarios necesarios, no en este
momento, al menos.
—En épocas como esta, los méritos valen más que el dinero —dijo el sheriff.
Incorrecto. El mérito no le comprará insulina, sheriff. Josh frunció el ceño—. ¿Y qué
ocurriría si digo que no? ¿Qué ocurriría si digo que aquí el sheriff Denton le disparó a
la Reclusa, a la misma Odessa Gibbons cuyo legado afirma defender? ¿Qué ocurriría
si digo que el sheriff Denton fue el responsable de que me encerraran? —Josh le
dirigió a Kyle Lanier una larga mirada y, a continuación, se volvió hacia Randall
Denton—. ¿Qué pasaría si digo que este hombre está fuera de control, que ha
alentado a la Comparsa de Momus a dar falso testimonio, a declarar por sí sola la ley
marcial y cometer asesinatos? ¡Está denigrando el apellido Denton!
—Si es que tal cosa es posible —murmuró María Gómez. El sheriff Denton se
levantó de golpe de su silla—. ¿Acaso cree que puede venir aquí con la camisa sucia
y salir ofreciéndole a Randall mi dinero y a Kyle mi trabajo? —Trató de recuperar la
compostura—. Hijo, ha alcanzado los límites de la impertinencia. Lo he traído aquí
con una propuesta honesta en su propio bien. Todos los que están alrededor de esta
mesa lo saben. Pero no crea que puede hacerse el duro conmigo. No tiene las cartas
necesarias. Culpable o inocente, fue sentenciado al exilio de esta Isla, y puedo
arrestarlo en este mismo instante por haber puesto un pie en Galveston de nuevo.
—No se atrevería —dijo Josh. El sheriff lo miró a los ojos.
—Póngame a prueba.
María Gómez se aclaró la garganta.
—¿De verdad cree que la magia va a desaparecer? —dijo para sorpresa de todos
—. Ahora que la Reclusa no está, se supone que funciona en las personas. Yo… —Se
detuvo y observó al sheriff—. Eso he oído, por lo menos.
¡Ja!, pensó Joshua. Me pregunto qué ha visto la representante de la Comparsa de
Venus. Se miró las manos, que todavía estaban milagrosamente blancas allí donde
había caído la sangre de Joe Tucker.
María Gómez siguió con sus reflexiones.
—Una vez que la magia comienza a funcionar en las personas, nadie puede
enviarla de vuelta a las Comparsas en ausencia de la señorita Odessa.
Travis Perry se levantó.
—Un barco tendrá el mismo efecto que la magia de la Reclusa a la hora de sacar a
alguien de la isla.
—Sin embargo, ya que hablamos de la señorita Odessa —dijo Horace Lemon—,

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la Comparsa de la Solidaridad al menos querría saber algunos detalles más sobre su
muerte, señor Denton.
—La señorita Gibbons era una gran dama —dijo el sheriff Denton—. A pesar de
que en los últimos tiempos había empezado a abusar gravemente de sus poderes,
nunca olvidamos lo que hizo para salvar esta isla. En el 2004, fueron Jane Gardner y
Odessa Gibbons quienes nos demostraron que para vivir en libertad debíamos luchar
contra la magia hasta el último aliento… —El sheriff Denton se detuvo, tosió, sacó
un pañuelo con lentitud del bolsillo delantero de su chaqueta y tosió sobre él con más
fuerza; una oleada de largos y estremecedores espasmos. Cuando pudo respirar por
fin, dobló el pañuelo con pulcritud y volvió a guardárselo en el bolsillo—. Esto no
tiene nada que ver con la humanidad de los carnavaleros —dijo—, sino con la
nuestra. Una vez que se ha admitido que algo con el caparazón de un cangrejo o con
el rostro de una serpiente es humano, la cosa no se detendrá ahí. ¿Por qué no casarse
con ellos? ¿Por qué no parir sus hijos? —preguntó el sheriff. Su rostro estaba
contraído por la furia tras las gafas oscuras—. ¿Dejaréis que la raza humana
desaparezca de la tierra? Puede que Darwin tuviera razón y que no seamos otra cosa
que un extraño tipo de mono. ¿Es eso lo que queréis? ¿Queréis que abdiquemos de
nuestra posición de soberanía sobre la tierra, una posición que nos fue confiada por
Dios Todopoderoso? «La palabra “deber” es la más sublime de nuestro idioma.
Cumple con tu deber en todas las cosas. No puedes hacer más. No deberías hacer
menos», dijo Robert E. Lee.
—El sheriff Denton deslizó la mirada alrededor de la mesa escudado tras las gafas
de sol. —Yo sostengo que tenemos un deber que cumplir.
—Sí, ha estado muy acertado al citar al General Lee —dijo Josh muy despacio—.
Tenemos una guerra civil en Galveston. Otra vez. Y, al igual que la primera, el puro e
inmaculado Sur debe protegerse de los monstruos inmundos, infrahumanos y… —
Aquí, Josh clavó la vista en el consumido rostro negro de Horace Lemon—…
manifiestamente inferiores.
La gente se removió con incomodidad alrededor de la mesa. Los ojos de Lemon
se clavaron en Josh durante un buen rato para desviarse después hacia el sheriff.
—Los carnavaleros no solo son de un color diferente —dijo el sheriff Denton—.
No son humanos. La magia no es algo sin discernimiento, como las manchas solares
o la radiación. Cambia el carácter de la gente, al igual que sus cuerpos.
—Y también la cerveza —dijo Joshua—. Y el whisky. Por no hablar del
fanatismo. Vincent Tranh yace hoy en la segunda planta de la casa del señor Denton.
—Josh miró a Travis Perry, el segundo (¿o era el tercero?) Capitán de Thalassar
desde que Vince se había unido a las Comparsas—. Está enfermo de malaria, un
parásito genuinamente humano que parece haberse apoderado de su hígado. Tiene un
largo bigote como el de una gamba, y su piel ha cambiado de color. Podéis afirmar
que es un excéntrico, o un loco, por haber pasado los últimos trece años atrapado en
el Mardi Gras. Pero ¿acaso a mí me parece menos humano que un paciente con

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Alzheimer avanzado? No, conserva más de sí mismo que ellos. Y podría afirmar que
físicamente no ha sufrido más cambios que la Gran Duquesa en los días anteriores a
su muerte.
No más que Sam Cane, con un solo ojo y con delirios, que ardía en la cama de la
infancia de Randall Denton. Su sangre medio digerida manaba de su boca para
manchar las carísimas sábanas de Randall. Ahí está tu simulacro de civilización,
pensó Joshua, todo al descubierto en un instante.
Por un momento, sintió que su rostro empezaba a disolverse entre el pánico, el
agotamiento y la desesperación. Disciplinó sus rasgos. Nada de cantes. Ahora no.
—No puede pedirnos que creamos que los Hombres Langostino son tan humanos
como usted o yo —dijo Travis Perry.
—El Diablo puede recitar las Escrituras según su conveniencia —dijo el sheriff
Denton—. Pero dígame, muchacho, ¿de verdad es tan benévolo con los carnavaleros?
¿Realmente está tan ansioso porque venga la magia? Si cree que eso lo vengará, está
muy equivocado. Lo he visto antes, jovencito. Soy lo bastante viejo como para
recordar el Diluvio, y créame cuando le digo que los pobres y los enfermos serán los
primeros y los peores.
Josh se echó a reír. —¿Yo? ¿Ansioso por la magia? Sheriff, no me conoce muy
bien—. Josh echó su silla hacia atrás y se levantó. Caminó hacia la ventana y apartó
las cortinas. En aquel momento, había una buena multitud reunida alrededor de la
Biblioteca Rosenberg compuesta por curiosos y ociosos, por gente sin hogar y por
enfermos, sus pacientes y los amigos de Ham. Si los carnavaleros se atrevían a
mostrarse, serían parte de aquella Comparsa de descastados. Su padre también, si
sobrevivía. Alguien en la muchedumbre atisbó su silueta y un rugido atravesó el
gentío. Las cabezas se giraron y las manos lo señalaron.
—¿Ha escuchado eso, sheriff? —Josh volvió la cabeza para enfrentarse a los
antiguos poderes de Galveston—. Ahí afuera están los proscritos, los exiliados, los
don nadie a los que nadie quiere —dijo—. Y mucho menos yo. Tiene razón a ese
respecto, sheriff. Para mi vergüenza. —Josh recordó de nuevo el repugnante
momento en que comprendió que los ciudadanos de Galveston no pensaban mejor de
él que él de ellos—. «Tienes que jugar las cartas que te tocan», me dijo mi padre una
vez. No sé cuántas veces he oído esa frase sin saber ni una sola vez lo que significaba
de verdad. —Señaló la ventana—. Bien, damas y caballeros, esas son mis cartas.
Los delegados se quedaron mirándolo sin comprender.
—Amanece una nueva era en Galveston —dijo Josh—. Nuevas reglas. Nuevos
poderes. Y una nueva Comparsa. La Comparsa de los Descastados. La Comparsa de
los Descastados —repitió—. Por supuesto, en realidad yo no soy un miembro. Me
han dado un montón de oportunidades para unirme a ellos en los últimos trece años.
Las rechacé todas. Porque no podía soportar tener que aceptar que esas eran las cartas
que me habían tocado.
—¿Todo esto conduce a alguna parte? —preguntó Randall Denton.

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—Sheriff, ningún hombre en esta isla odia la magia más que yo. —Joshua se
separó de la ventana—. Odio las nuevas enfermedades. Odio tener que usar amuletos
y hierbajos en lugar de antibióticos y vacunas. Si estuviéramos en 2004, estaría en las
calles con usted, disparando a cualquier carnavalero que me ordenara. Pero no
estamos en 2004 —dijo Josh. Levantó las manos, salpicadas con la sangre milagrosa
de Joe Tucker—. La magia llega, llega y no deja de llegar, y ya no hay nada que
pueda detenerla. —Josh se inclinó sobre la mesa junto al sheriff Denton—. Esas son
nuestras cartas, sheriff. Eso es lo que nos ha repartido la vida en esta época. Y lo
único que podemos hacer es jugarlas lo mejor que podamos.
Jeremiah Denton ya no olía a polvos de talco y a ropa recién planchada, como en
la sala de interrogatorios. Ahora olía a humedad y a sal. No había dormido suficiente,
ni había tenido tiempo para cambiarse antes de la conferencia.
—¿Me encantaría unirme a la Comparsa de Momus? —preguntó Josh—. Usted
sabe que sí. ¿Me gustaría ver cómo sacrifica al ayudante Lanier que está ahí y lo
envía a pudrirse en prisión? Joder, ni se imagina cuánto. Hace dos semanas habría
aceptado su oferta al instante, señor. Pero ahora no. Y no porque sea benévolo con los
carnavaleros —dijo Josh—. No porque esté medio embobado con la magia. Sloane sí,
en eso tiene razón. Pero yo no. Sin embargo, la magia ahora está por todos sitios.
Esas son las cartas. Dejar que usted ande por ahí los próximos meses intentando hacer
que desaparezca con balas, dejar que Jeremiah Denton decida quién es humano y
quién no… Eso sería una auténtica locura. —Josh meneó la cabeza—. Me duele
rechazar su encantador soborno, pero la Comparsa de los Descastados vota que no,
señor. Votamos por destituirlo de su cargo. Y espero que cualquier otra Comparsa con
un poco de sentido común haga lo mismo.
El sheriff tosió.
—No existe la Comparsa de los Descastados, Josh Cane. No eres nada. Tu familia
no ha sido nada desde que os enfrentasteis a los Denton hace trece años. —Tosió de
nuevo, con más fuerza—. Haré que lo arresten. Kyle, arresta…
Otra oleada de toses lo sacudió, y después otra, y otra. Se inclinó hacia delante
debido al ataque y sus gafas cayeron sobre la mesa. Los demás delegados se quedaron
con la boca abierta.
Los ojos del sheriff Denton eran lisos estanques de agua del Golfo, verdes y
oscuros, sin pupila ni esclerótica.
—Madre de Dios —susurró María Gómez—. Ha saltado a las Comparsas.
Era como si el sheriff estuviese lleno de agua de mar, pensó Josh horrorizado. No
era de extrañar que tosiera sin cesar. Se estaba ahogando por dentro.
—¿Dónde están vuestros principios? —rugió Jeremiah Denton. Otra tos lo
sacudió, y un tenue olor salobre se arremolinó en la estancia—. Randall, ¿dónde esta
tu sentido del deber hacia la familia?
Randall observó los terribles ojos de agua de mar de su tío y, a continuación, le
hizo a Kyle Lanier un sutil gesto con la cabeza. Kyle se abrió paso alrededor de la

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mesa. En el último momento, el sheriff lo vio venir y forcejeó para sacar el arma que
llevaba a la cintura. Kyle le agarró la muñeca.
—Coloque las manos sobre la mesa por delante de usted, señor —dijo el
ayudante. El sheriff miró las manos de Kyle como si fueran serpientes de cascabel.
—¡Judas! Kyle retorció el brazo del sheriff hasta colocarlo a su espalda, le dio un
codazo en la parte trasera de la cabeza y colocó al anciano cabeza abajo sobre la mesa
de conferencias.
—¿Creía que iba a venderme? —siseó—. Le enseñaré quién manda aquí, maldito
cabrón difamador. —Le retorció el brazo con más fuerza. Un grito estrangulado
borboteó desde la garganta del sheriff Denton, seguido por una oleada de esputo
salado.
—Bueno… ¿Ayudante? Un poco de decoro, haga el favor —dijo Randall Denton.
El sheriff Denton tosió y expulsó otra débil oleada de flema acuosa sobre la mesa.
Kyle respiró hondo.
—Sí, señor —dijo con su serena voz de oficial—. Me lo llevaré de aquí —añadió.
—Ayudante, ¿por qué lo arresta? —preguntó Horace Lemon con tono de
sorpresa. Kyle observó al hombre con un semblante inexpresivo.
—Por asesinato —dijo Joshua—. Por el asesinato de Odessa Gibbons.
—Y por el confinamiento de Sloane Gardner en contra de su voluntad —añadió
Kyle.
Joshua descubrió que sudaba profusamente. Demasiado para mantener su cara de
póquer.
—¿Por amañar pruebas —dijo— en nuestro juicio? ¿El cabello que afirmó haber
encontrado en el barco de Ham? —Se humedeció los labios—. No tiene sentido
seguir protegiéndolo ahora, ¿no es cierto, ayudante Lanier?
—Eso estuvo mal —dijo Kyle Lanier—. Se lo dije, pero no quiso hacerme caso.
María Gómez juró por lo bajo una y otra vez en español. Josh contempló cómo Kyle
Lanier esposaba a su jefe. En los cuentos que le había contado su madre a la hora de
irse a la cama, hacía mucho tiempo, siempre triunfaba la justicia; los malos morían y
los hombres con sombrero blanco triunfaban. Pero el póquer era un juego de
hombres, le había dicho su padre, porque no era justo. En la vida real no había
justicia alguna. Diez días atrás, Kyle Lanier había dado patadas a Josh hasta dejarlo
casi sin sentido mientras yacía esposado en una silla, incapaz de defenderse. Josh
bajó la vista al suelo. El ayudante llevaba el mismo par de botas brillantes. Ahora,
según lo que sabía Josh, podría pasar los siguientes treinta años enfrentándose a Kyle
Lanier, ciudadano prominente. Kyle Lanier, defensor de la paz. Josh sonrío con sorna.
Estaba claro, las cosas no podrían ponerse mejor.
El sheriff no dejaba de toser. María Gómez seguía alternando la mirada entre el
charco embarrado de agua de mar que había sobre la mesa de conferencias y los
vacíos ojos verdes de Jeremiah Denton.
—¿Pero por qué? —susurró—. Si ya se había unido a las Comparsas, ¿cómo ha

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podido decir todas esas cosas sobre limpiar la isla?
Fuera, Josh estaba seguro, Ham y su muchedumbre de matones se estarían
impacientando, contando chistes vulgares para pasar el tiempo, o mintiendo acerca de
lo mucho que podían beber. Haciendo todas las cosas que Josh siempre había
despreciado.
—En algunas ocasiones —dijo muy despacio—, creo que aquello que más odias
es en lo que temes convertirte.

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5.5 El Río

T
an pronto como Kyle Lanier volvió a Ashton Villa para liberar a Sloane de
su arresto domiciliario, la mujer corrió hasta Playa Stewart en busca de
Scarlet. Una vez allí, descubrió que el muro de madera que separaba la
ciudad del parque de atracciones había desaparecido, destrozado por la
tormenta. La cabina de las entradas también había desaparecido. Más allá del
Espigón, donde Momus había establecido su corte entre mercachifles y juerguistas,
apenas quedaban siquiera escombros. El huracán había dejado la playa limpia, sin
otra cosa que la arena y el ronco murmullo de las olas. El Auténtico Laberinto
Humano se había desvanecido, y los puestecillos se habían evaporado. Cada caseta de
los vendedores ambulantes y cada luz parpadeante, cada tablero y cada barra de
maquillaje, había salido volando y se había dispersado a lo largo y ancho de la isla, o
había sido engullida por el mar.
Sloane volvió a subir desde la playa para quedarse de pie en el Bulevar del
Espigón bajo una luna menguante, con la calidez de la noche envolviéndola como un
chal. El sudor le humedecía el flequillo. Estaba, literalmente, enferma de miedo. Sus
pensamientos comenzaron a dispersarse ante el pánico, pero se mordió los labios
hasta que el dolor le aclaró las ideas. Eres una Gardner. Compórtate como tal.
Había sido mucho más fácil ser Malicia. Dolía demasiado como para que le
importara una mierda.
Se apartó el cabello mojado de la cara. Muy bien, pues; tendría que patearse las
calles, desde las callejuelas a las avenidas, como otra mujer desolada más que buscara
a un ser querido perdido durante la tormenta. Al menos después de pasar tres días con
este mismo traje, eso es lo que parezco, pensó. Los restos del naufragio escudriñando
entre los desechos del barco.
Durante las siguientes tres horas caminó por las calles de Galveston sin dejar de
gritar el nombre de Scarlet, pero la niña no respondió, y nadie parecía haberla visto.
Al final, regresó al Espigón y caminó hacia la intersección de la Vigésimo Tercera
Avenida, donde debería haber estado el Salón de Bali. El restaurante había
desaparecido, y todo rastro de Odessa con él. Incluso el muelle había sido arrancado
y esparcido por el mar. Solo quedaban dos postes llenos de costras de percebes,
torcidos y solitarios como los últimos dientes en la boca de una bruja. El mar se
rizaba, siniestro, a su alrededor. El Golfo había reclamado el cuerpo de Odessa con la
misma infalibilidad que había tomado la muñeca del sheriff Denton; allí ya no
quedaba nada de su madrina a lo que Sloane pudiera aferrarse. Trató de cerrar los
ojos para detener los recuerdos de Odessa con un tiro en la garganta y la sangre
salpicando toda la cocina. Siempre había sido particularmente escrupulosa a la hora
de mantener esa cocina limpia. La sangre lo llenaba todo y no había tiempo de
limpiarlo.

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«Como verás, cuando alguien empieza a hacer agua, es muy difícil ponerle un
parche».
Sloane permaneció de pie en el Espigón y lloró.
Al final, las lágrimas se secaron. Recordó cómo era yacer en la hamaca de
Odessa, el sonido de su máquina de coser cuando se detenía y volvía a ponerse en
marcha mientras las contraventanas crujían y se sacudían bajo la brisa del Golfo.
Bueno, genial, otra persona a la que le he fallado. Ya debería estar acostumbrada.
Esbozó una sonrisa torcida al recordar cómo meneaba su madrina la cabeza sobre un
vaso de Dr. Pepper. Tratas con todas tus fuerzas de ser una buena chica, ¿no es
cierto, Sloane? Como si eso fuera a salvarte.
Sloane respiró hondo, volvió la espalda a todo lo que quedaba del Salón de Bali y
emprendió el camino de regreso a casa. O Scarlet estaba muerta, o bien escondida…
O, quizás, solo quizás, estuviera esperándola en alguna parte. Sloane tenía la
intención de regresar al Palacio del Obispo, donde se suponía que debía cuidar a sus
refugiados. Frenó en seco, descalza en medio de Broadway en esa hora negra que
deja bastante atrás a la media noche pero que queda muy lejos del amanecer. La idea
de entrar dando traspiés en el Palacio del Obispo con el fin de dormir tan solo tres
horas y que después la despertaran antes de que cantara el gallo para que se
enfrentara a las quejas de los carnavaleros del piso superior, para ayudar con el
desayuno, para dar órdenes a la señora Sherbourne y a Alice Mather… era difícil de
soportar. Le había fallado a su madre, a Odessa y ahora también a Scarlet. No podría
afrontar más fracasos. Como una cobarde, se escabulló del Palacio, despreciándose
por su propia debilidad, y se dirigió hacia Ashton Villa. Se escondería entre el lujo de
la porcelana y la teca de su habitación mientras que familias enteras habían perdido
sus hogares; al día siguiente por la mañana elegiría un traje de su antiguo armario
mientras que los hijos de Galveston podrían considerarse afortunados si conseguían
unos harapos. Como recompensa por haberles fallado a todos, dormiría esa noche en
su propia cama de niña rica. Qué orgullosa habría estado su madre.
Giró hacia el paseo de Ashton Villa. A través de una nube de lágrimas, Sloane vio
la luz que parpadeaba en una de las ventanas de la fachada. Echó a correr. Subió con
estruendo las escaleras del porche y escuchó las débiles notas de la música de un
piano. Abrió la puerta delantera de golpe y corrió a través del vestíbulo hasta la
Habitación Dorada. Allí se detuvo, jadeante entre sollozos, con la cara húmeda por
las lágrimas.
La señorita Bettie, muerta hacía ochenta años pero sin nada en su aspecto que lo
delatara, estaba sentada en el banquillo frente al piano, tocando a Chopin con más
sentimiento que habilidad. La gran belleza de Texas estaba resplandeciente con un
vestido de noche beige y suficientes perlas para ahorcar a un elefante. Su piel,
mortalmente pálida y luminosa, brillaba con un gélido resplandor, como si estuviera
iluminada por la luz de la luna.
La única luz de la Habitación Dorada procedía de un pequeño candelabro

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eléctrico que estaba colocado sobre el piano vertical. En el gran sillón que había al
lado, yacía una estatua donde no debería haber ninguna. Scarlet estaba sentada en el
regazo de la estatua, retorciendo un mechón de su cabello rojo alrededor de uno de
sus dedos y bostezando de manera prodigiosa, como un gato. Mientras Sloane se
quedaba inmóvil al otro lado de la habitación, los ojos imposiblemente verdes de
Scarlet se abrieron y su boca se cerró de golpe a mitad del bostezo. Saltó del regazo
de la estatua, corrió a toda prisa y saltó hacia los brazos de Sloane. Se colgó como
una lapa, con los codos, las rodillas y las pequeñas muñecas hundiéndose en la carne
de Sloane.
—¿Dónde estabas? —Quiso saber—. ¡Estábamos preocupados! Sloane la abrazó
una y otra vez, meciéndola hacia delante y atrás con los ojos cerrados. Scarlet señaló
a la señorita Bettie, que había dejado de tocar.
—Fui a la playa a buscar al abuelo, pero se había ido y la encontré a ella en su
lugar. Fue ella quien me trajo aquí.
—Por supuesto que sí —dijo el fantasma, que las miraba por encima de un par de
anteojos de montura dorada—. Esta es mi casa, ¿dónde sino iba a ir?
—Le dispararon a Lianna —dijo Scarlet. Sloane la soltó en el suelo—. Me
habrían disparado a mí también, pero fui demasiado rápida. Tenía mucho miedo.
¿Ella murió?
—Sí —dijo Sloane. La niñita enroscó los brazos alrededor de la pierna de Sloane.
—Ya está, ya pasó —murmuró Scarlet. Sloane reconoció su propio tono de voz
—. Todo saldrá bien —dijo la niña con seriedad.
Sloane caminó despacio hacia la señorita Bettie, que estaba al otro lado de la
habitación. Al principio, solo tenía ojos para el fantasma, pero después se descubrió
observando con más y más atención la estatua sentada en el sillón. La luz caía en
destellos y esquirlas desde el candelabro, poniendo de relieve las manos de mármol
cruzadas sobre el regazo de piedra de la mujer. Vestía un elegante traje hecho a
medida, con falda de color antracita, chaqueta gris y blusa blanca. Estaba leyendo un
libro de bolsillo que sujetaba lo bastante lejos como para que uno se diera cuenta de
que necesitaba gafas para leer pero que se creía demasiado joven para utilizarlas.
—Oh —dijo Sloane… un diminuto y descorazonado jadeo. Era su madre, la
propia Jane Gardner, tan perfecta en todos los detalles como lo habían sido las
estatuas del Museo del Ferrocarril.
Pero esta no era la mujer achacosa y enferma que Sloane había levantado de su
silla de ruedas para bañarla o sentarla en el aseo. Esta era Jane Gardner en todo su
esplendor. La piedra parecía tan viva en cada arruga de su blusa de algodón que
Sloane sintió que en cualquier momento su madre escucharía un ruido y alzaría la
mirada. Le sonreiría un instante, de manera oficiosa, y atraería a Sloane para darle un
minúsculo beso y decirle las tareas que debía hacer. Pero la estatua no alzó la mirada;
no pasó la página; la blusa blanca no se agitó con su respiración.
Sloane miró fijamente a la señorita Bettie.

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—¿Tú hiciste esto?
—Me han hecho esa pregunta muy a menudo estos días —dijo la señorita Bettie
con cierta aspereza. Cuando sacudió la cabeza, sus perlas se agitaron—. No, por
supuesto que no, niña. Tengo mis talentos, pero esculpir no es uno de ellos.
Sloane pensó otra vez en el viejo hombre negro del Museo del Ferrocarril, que
primero leía su periódico, después estaba inclinado sobre el menú del restaurante y al
final había desaparecido. Si él había salido a la luz de un nuevo día en Galveston…
—¿Ella… volverá? —preguntó Sloane.
Al pensarlo, el terror la atravesó como un cuchillo… junto con la esperanza. Su
corazón estaba perdido en medio de semejante confusión.
—¿Volverá a la vida de nuevo? No lo sé —la señorita Bettie tocó un suave acorde
menor—. Pero Galveston ha caído bajo la magia por fin, ya lo sabes. La línea entre
nuestra ciudad y el Mardi Gras no es la única que se está haciendo borrosa. —Tocó
otra pequeña pieza en el piano y después bajó la cubierta del teclado y la cerró con
dulzura sobre las teclas—. Ven aquí, ¿quieres, querida?
Sin dejar de apretar con fuerza la mano de Scarlet, Sloane se aproximó al piano
donde la señorita Bettie estaba sentada, espléndidamente erguida. Para una mujer que
llevaba muerta casi un siglo, tenía una postura maravillosa, sin duda.
—La escuela superior —dijo la señorita Bettie, como si Sloane hubiese dicho en
voz alta lo que pensaba—. Cuando yo era pequeña, nos pulían igual que a la plata de
tu madre. ¡Ni te imaginas lo bien que se me daba enderezar las esquinas de una
sábana! Uno podía cortarse las espinillas con ellas si se caía de la cama por la
mañana. Siempre me gustó hacer mi cama. No puedes esperar que una doncella de
hotel cuadre bien las esquinas. La pobre chica del Hotel Hyde Park se sintió tan
mortificada cuando me negué a que hiciese mi cama que tuve que darle una enorme
propina. Pero eso no viene al caso. —La señorita Bettie dio uno golpecitos al
banquillo del piano, junto a ella—. Ven aquí, Sloane.
Sentarse junto a ella fue como abrir la puerta del congelador. Tomó los dedos de
Sloane y les dio un suave apretón. Su mano estaba tan fría como el hielo.
—¿Sabías que fallecí debido a la misma enfermedad que tu madre? Ambas nos
convertimos en piedra —dijo la señorita Bettie, que miraba la estatua de Jane
Gardner con gran ternura y lástima. Scarlet había vuelto a subirse a su regazo de
piedra—. No sé si fue la casualidad o el destino. O tal vez algo de desolación —
añadió la señorita Bettie a la par que fruncía el ceño—. Yo iría a hacerme un chequeo,
si estuviera en tu lugar. Pero, tal vez, ambas estábamos oprimidas bajo la carga que
viene con esta casa, con nuestra posición en la sociedad.
—¿Qué carga? —preguntó Sloane—. Siempre he oído que pasabas el tiempo
bailando el vals alrededor de Europa y atravesando el Sahara en camello.
—Eso fue en mi juventud —dijo la señorita Bettie con una sonrisa—. ¡Cielo
Santo, menudos espectáculos daba entonces! A pesar de que una niña no nazca
hermosa, un poco de personalidad y una enorme fortuna personal pueden llevarla por

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el buen camino. —Sloane se echó a reír—. La juventud no es algo malo —continuó
la señorita Bettie—. Probablemente, deberías haber disfrutado más de la tuya
mientras tuviste la oportunidad.
—Todavía no es demasiado tarde…
La señorita Bettie la interrumpió y sacudió una mano helada hacia Scarlet, que
estaba subida sobre el cabello de piedra de Jane Gardner y no dejaba de balancear los
pies de manera ociosa.
—Niña, bájate de la cabeza de tu abuela. Con un puchero, Scarlet se deslizó de
nuevo al regazo de la estatua. —Momus se ha ido y Momus está por todos sitios—
siguió la señorita Bettie.
—Hay un montón de cambios, Sloane. Un montón de trabajo que tienes que
hacer. Cuando regresé de mis excursiones por África, descubrí que el inútil de mi
hermano mayor había malgastado el dinero de papá y nos había dejado a dos pasos de
la beneficencia. ¡Ni te imaginas lo que nos costó mantener las apariencias después de
eso! Pasé los últimos veinte años de mi vida en esta ciudad. Regía un hostal para
mujeres enfermas. Por supuesto, en mi época no se alentaba a las damas a participar
en la política. Una lástima. Me gusta creer que hubiese podido evitar que los maceos
tomaran nuestra isla y la convirtieran en una especie de Atlantic City barata —dijo la
señorita Bettie con indignación.
—¿Podemos irnos a la cama? —dijo Scarlet con un bostezo.
—Deber cívico. De eso es de lo que estoy hablando —dijo la señorita Bettie.
Alzó la muñeca. Llevaba puesto el Rolex de acero que la madre de Sloane le había
dado a ella. La escarcha se había apoderado del cristal, de modo que Sloane apenas
podía leer la hora: las tres y veintisiete de la madrugada—. He guardado esto para ti
—añadió la señorita Bettie y empezó a quitarse el reloj.
—¡No! —gritó Sloane. El fantasma la miró con desaprobación—. Quiero decir:
no, gracias.
Sloane tenía la terrible sensación de que su madre estaba observándola, de que en
cualquier momento la estatua giraría su cabeza de mármol y la observaría con esos
ojos de piedra que podían ver a través de ella y descubrir sus deseos.
—No puedo —dijo Sloane. Se había quedado sin respiración—. No puedo. No
puedo hacerlo.
—No llores, niña —dijo la señorita Bettie con sequedad—. Recuerda quién eres.
—No soy nadie —gritó Sloane y dio un golpazo con la mano sobre el piano
mientras las lágrimas se derramaban por su rostro—. Jamás he sido alguien, en toda
mi vida. Lo único que he sido es la «No Jane Gardner». La «No Odessa Gibbons». —
La respiración le salía a borbotones y agitaba sus hombros. Debía de tener un aspecto
espantoso, pensó. La máscara de pestañas caducada de Lindsey no aguantaría aquello
—. Por favor —suplicó Sloane, demasiado avergonzada como para enfrentarse a la
gélida mirada de la señorita Bettie—, busca a otra persona. No estoy hecha para
salvar esta isla. No estoy hecha para ser una princesa. Solo lograré decepcionarte.

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—Cuando llegue el momento, harás lo que tengas que hacer.
—¡No lo hice! —gritó Sloane—. Huí. Ser la «No Jane Gardner» es todo lo que sé
hacer.
—Dentro de ti hay mucho más que eso —dijo la señorita Bettie. Estiró la mano
bajo la barbilla de Sloane y alzó su rostro. El contacto de sus dedos era como hielo
sobre la piel de la garganta de Sloane.
—Soy auxiliar administrativo —dijo Sloane—. Bueno, supongo que mamá
siempre será parte de mí. Pero…
Pero Odessa también era parte de ella, con su risa de bruja y su amor por las
ropas. También era Scarlet, ya puestos, o lo sería: dramática e impetuosa. Y, por
supuesto, era Malicia. Incluso cuando era la voluntariosa y deferente Sloane, jamás
había sido Jane Gardner. Había sido su auxiliar administrativo. Su trabajo consistía en
manejar a la gente: en halagar y persuadir, en engatusar, transigir y delegar, como
había hecho con Randall Denton, con As y con Alice Mather.
—Oh —dijo Sloane.
La señorita Bettie la miró a los ojos con furia.
Sloane se enfrentó a los viejos ojos del fantasma.
—Ayudaré en todo lo que pueda —dijo en voz baja—. Pero, a menos que seamos
muy cuidadosos, ahora que Jeremiah Denton ha muerto, cualquiera de los dos, o bien
Randall o bien yo, terminaremos dirigiendo la Comparsa de Momus. —Vio que la
señorita Bettie comenzaba a asentir—. Lo que no estaría mal, si no estuviera
disponible un candidato mucho mejor.
El fantasma frunció el ceño.
—No hay nadie más apropiado que tú, señorita Gardner.
—Sí, claro que lo hay —dijo Sloane—. Tú.
—¿Ella? —dijo Scarlet desde el sillón.
—¿Yo? —inquirió la señorita Bettie. Dejó caer la mano de la barbilla de Sloane.
—Pero ella está muerta —objetó Scarlet.
—No parece que eso haya logrado detenerla. —Sloane se obligó a coger la gélida
mano de la señorita Bettie—. ¿Quién tendría más credibilidad que Bettie Brown?
Vaya, todavía se te conoce como la mujer más importante de la historia de la isla,
incluso después de haber estado… digamos, «indispuesta» durante ochenta años. Y
piensa en lo que podrías aportar a ese cargo. La Comparsa de Momus siempre ha sido
un grupo estirado. ¿Realmente crees que podrá adaptarse a este milagroso nuevo
mundo? ¿Con Jim, Randall y yo discutiendo por estupideces a cada minuto? ¡Pero
tú…! Tú sabes más de magia que cualquiera de nosotros —dijo Sloane de forma
razonable—. De hecho, también vivías cuando no existía la magia en absoluto.
La señorita Bettie contempló a Sloane con ojos risueños durante un buen rato.
—No creas que no me doy cuenta de por qué estás haciendo esto.
—El que yo no sea más que una cobarde no te convierte a ti en menos apta para el
trabajo —dijo Sloane con calma. Se limpió los regueros de lágrimas de la cara y vio

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las manchas de máscara de pestañas que habían quedado en el dorso de su mano—.
Incluso vives en Ashton Villa. Muy conveniente. Yo estaría encantada de echarte una
mano. Si necesitaras una secretaria, por ejemplo. Algunos de los otros miembros de
la Comparsa saben algo más. Alguien, bueno…
—Respira —le advirtió la señorita Bettie.
—Eso, también. Me encantará ayudarte. —La comisura de la boca de Sloane
comenzó a curvarse en la sonrisa que una vez había creído que le pertenecía a
Malicia, pero que en aquel momento era sencillamente suya.
—Granuja. —La señorita Bettie toqueteó sus perlas y observó a Sloane con
renuente diversión—. Hay cierta clase de descaro —dijo el fantasma— que encuentro
difícil de desaprobar, por más que debiera hacerlo. —La señorita Bettie dio unos
golpecitos con los dedos sobre el cristal congelado del Rolex—. Bueno —dijo—.
Hmm. —Frunció el ceño—. Hay algunas cosas que me gustaría que se hicieran.
—Hay que hacer reparaciones.
—Tu madre era una mujer excelente —señaló la señorita Bettie—, pero algo más
de elegancia no le habría venido mal.
—Debería sugerir…
—No —la interrumpió el fantasma. Puso uno de sus dedos blancos como la tiza
delante de sus labios—. Me has tentado, Sloane Gardner. Eso es suficiente por esta
noche. Ve a dormir. Meditaré un poco a solas.
—De verdad que eres la persona idónea para ese puesto —dijo Sloane. Se levantó
y cogió a Scarlet del regazo insensible de Jane Gardner. Su sonrisa desapareció.
Todavía esperaba que su madre pasara la página, que se levantara de la silla con un
pequeño suspiro y fuera a hacer su trabajo. Sloane pensó que si no estuviese tan
cansada, se le partiría el corazón: por Jane, por Odessa, por As y por Josh. Por todas
las personas de la isla de Galveston, en realidad, que vivían sus vidas sobre esa franja
de arena hasta que la implacable ola del Tiempo venía y se las llevaba.
—Todos tenemos que colaborar —dijo Sloane—. Todos tenemos que ayudar. De
otra forma, ¿quién podría soportarlo? La señorita Bettie esbozó una pequeña y triste
sonrisa.
—Está claro que las cosas no podrían ponerse mejor —dijo. Y a continuación,
después de un rato, se acercó para colocar su fría mano sobre la de Sloane—. Pero
tampoco peor. La vida es todo lo que tenemos, querida, con todas sus imperfecciones.
—Miró a su alrededor para contemplar la Habitación Dorada, el piano vertical y el
candelabro, los espejos de tres metros y medio, el papel dorado de las paredes y los
retratos de ella misma junto al emperador de Austria—. ¡Señor, cómo adoraba la
vida! —Exclamó la señorita Bettie—. La amaba tanto que regresé a pesar de todo el
sufrimiento, cuando podría haber elegido dormir en su lugar. —El fantasma observó a
Sloane con esos ojos que habían visto los candelabros de Viena y las dunas del
Sahara. La belleza de Texas más famosa de su época, tan vivaz como Malicia y tan
respetuosa como Sloane—. Incluso una mujer civilizada tiene opciones —dijo la

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señorita Bettie—. Solo tiene que elegir bien.

Unos cuantos días después, al anochecer, Josh pensaba en la señorita Bettie Brown
mientras caminaba hacia Ashton Villa. Sloane Gardner le había invitado a jugar a las
cartas. Josh sospechaba que trataba de establecer con delicadeza una reconciliación
entre su padre y él. Era la clase de mediación que solía hacer. As había superado la
fiebre. Aún estaba muy débil, pero tan pronto como Josh le dio el visto bueno para
moverse, Sloane envió un carruaje para llevarlo a Ashton Villa. Echaba sal a la herida
saber que su padre y ella se habían hecho amigos tan rápido. Había un lado divertido
en todo aquello, pero Josh encontraba muy fácil no echarse a reír.
Al principio, le había dicho que no podría asistir, que estaba demasiado ocupado
para jugar a las cartas. No obstante, de alguna forma, ella lo había persuadido para
que fuera. Era uno de los talentos de los Gardner. Josh se preguntó si la señorita
Bettie estaría allí. Esperaba que no. No tenía nada personal en contra de la anciana
dama, pero solo le recordaba el horror que había supuesto la amputación de la pierna
de Joe Tucker. Y, además, lo último que necesitaba era otra prueba de la magia.
Pedazo a pedazo, los últimos fragmentos del siglo XX habían zozobrado bajo la marea
de milagros que se derramaban de forma continua sobre la isla. Ya había empezado a
ver cosas que parecían enfermedades pero no lo eran. Uno de los colegas de Ham de
la Compañía de Gas se había dado cuenta de que su piel se hacía más gruesa cada día,
para acabar convertida en algo duro y leñoso, como una corteza. El día anterior, Josh
había visto a una mujer con lesiones que le brotaban por todo el cuerpo, provocadas,
en su opinión, por la culpa que sentía al haber sobrevivido a la tormenta que se había
llevado a su hijo.
Pero por otro lado, pensó Josh, incluso cuando los medicamentos funcionaban, la
medicina jamás había sido una buena apuesta. Tarde o temprano, la banca siempre
gana.
Las casas se volvían más grandes y hermosas a medida que Josh se alejaba de los
suburbios y se acercaba a Broadway. En la Decimoséptima Avenida, un farolero
elevaba su pábilo hacia la farola de hierro forjado de una esquina. La llama prendió,
parpadeó y se estabilizó en el interior de su globo de cristal, que colgaba como una
pequeña luna llena sobre el cruce. Josh miró al cielo. No había señales de la luna de
verdad todavía. Momus había sido visto unas cuantas veces durante los últimos días,
más anciano y marchito cada noche, pero hasta el momento nunca lo habían visto en
la ciudad antes de que saliera la luna.
Josh se preguntó si Sloane estaba condenada a ser la Consorte de Momus.
Esperaba que no, y su mente se descentraba con inquietud al pensar en las
implicaciones que eso conllevaría. Bettie Brown había anunciado su intención de
presentarse como candidata al puesto de Gran Duquesa, para la estupefacción de casi
todo el mundo. Se suponía que los miembros de la Comparsa de Momus votarían a
finales de esa semana. Toda la gente estaba de acuerdo en que deberían dejar

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asentado el asunto antes de la siguiente luna llena. Y Josh que había pensado que la
Comparsa de los Descastados aunaría a los carnavaleros y a los monstruos… Aun así,
no era lo suficientemente buena para los de la clase de Bettie Brown, al parecer. Sería
por aquello de haber sido enterrada con un pan bajo el brazo…
Josh siguió caminando muy despacio. El cansancio se asentaba en sus
articulaciones como si de reumatismo se tratara. No es que pudiera quejarse. Si bien
había trabajado duro desde que volviera a Galveston, muchos habían trabajado más
duro aun. Dos días atrás, se había detenido en casa de los Mather, pero Rachel era la
única que estaba en casa, cuidando de los niños. Sin mirarlo a los ojos, le había dicho
que Ham estaba muy ocupado. Primero había que reparar y poner en funcionamiento
las líneas de gas natural. Después del trabajo, la mitad de la gente de la isla convencía
a Ham para que la ayudara a reconstruir sus casas, sus cobertizos y sus zahúrdas. Se
llevaba sus desperdicios, replantaba sus jardines, parcheaba sus barcos y ponía las
herraduras a algún que otro caballo.
—Siempre está dispuesto a ayudar a todo el mundo… ya sabes cómo es —le
había dicho Rachel. Sí, le había dicho Josh, así era Ham. Por supuesto, la Comparsa
de los Descastados había elegido a Ham como su líder. No es que esa gente no le
agradeciera a Josh su parte en el derrocamiento del sheriff Denton. Pero cuando la
cosa se ponía seria, la gente prefería dejar a un lado a Josh, salvo cuando estaba
enferma. Sobresaliente para mí, pensó. Qué inteligente debo ser para haber
conseguido eso.
Posiblemente, pudiera unirse a la Comparsa de los Descastados si lo solicitaba.
No lo había hecho.
Se encontró aminorando el paso a medida que se acercaba a Ashton Villa, y le
irritó darse cuenta de ello. No es que no hubiera vuelto a esa vecindad con
anterioridad. Lo había hecho, muchas veces; pero siempre a la luz del día, cuando
todos y cada uno de los pequeños detalles —la ropa en los tendederos, los niños
jugando, las gallinas cacareando— dejaban claro que aquel era otro lugar, y que no
estaba inmerso en su infancia perdida. Pero en la oscuridad, los detalles se
difuminaban. Las altas casas victorianas se veían reducidas a las mismas siluetas que
recordaba, y los olores se filtraban en el aire de la noche —sopa de poblano, estofado
de gambas— eran los mismos que los de las docenas de noches que había paseado
hacia su casa con su padre después de una tarde de cartas en casa de Jim Ford.
¿Qué había dicho Ham? Que no era de Sloane de quien estaba enamorado, sino de
su casa. De su riqueza, su posición y sus elegantes amigos. Probablemente fuera
cierto. Sin embargo, ¿no se había sentido Ham culpable de lo mismo en realidad
cuando decidió hacerse amigo de Josh? Por principios, al comienzo habría
despreciado a Josh. Pero habían seguido siendo amigos a lo largo de los años
precisamente porque Josh no era en realidad parte de los suburbios. Porque
representaba algo diferente del resto del mundo de Ham.
De modo que he ganado la discusión, pensó Josh de mal humor. Y solo una

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semana tarde. Pero habían pasado diez años desde que aprendiera la lección de que,
una vez que te ha dejado, no puedes demostrar los errores de lógica de los
razonamientos de tu novia y esperar que ella te acepte de nuevo. La vida es como el
póquer, no como el ajedrez, y la lógica es solo una diminuta parte del juego.
No se imaginaba enviándole flores a Ham.
Las persianas estaban subidas en Ashton Villa, y las ventanas resplandecían con
el pálido color amarillento de las lámparas de gas. Josh se encontró indeciso a la
entrada del camino de Sloane. Los fantasmas de su infancia se arremolinaban a su
alrededor como una espesa bruma, y zumbaban como si de mosquitos se tratase. Al
menos, aquel lugar no olía como la casa de su madre. Ella no lo estaría esperando
dentro, deshaciendo cera en su pequeña fondue, ni destilando timol, ni cociendo
plantas para obtener mucílago.
Sloane lo recibió en la puerta.
—Estaba empezando a preocuparme —dijo—. Pasa. Les he dado a los sirvientes
la noche libre. Tenemos la mesa de cartas preparada en la habitación de atrás. —Hizo
una pausa—. Sabes que tu padre está aquí, ¿verdad?
—Lo suponía.
Cuando siguió a Sloane hasta la cocina, no fue la visión de As, que estaba sentado
en una silla de ruedas junto a la mesa de la cocina, lo que lo dejó perplejo. Tampoco
se sorprendió al ver a Scarlet, la niñita carnavalera, en el regazo de su padre. A quien
no se esperaba era a Ham. El hombretón estaba inclinado delante de la elegante
nevera de los Gardner.
—¿Se te ha acabado la cerveza, Sloane? —dijo mientras rebuscaba. Se le veía la
raja del culo—. Joder, con la sed que tengo.
Josh miró de forma abrupta a Sloane.
—Veo que has invitado a todo tipo de gente.
Ham se puso rígido al escuchar la voz de Josh.
—Me cago en diez. —Se enderezó y se dio la vuelta—. Qué pasa, Josh —dijo
con incomodidad.
Aquel era tan diferente del tono apagado que el hombretón había estado
utilizando para dirigirse a él desde que se escaparan de George y Martha que, de
inmediato, hizo sospechar a Josh.
—O puede que no hayas invitado a Ham —dijo con lentitud—. Tal vez está aquí
porque… ¿se ha quedado a pasar la noche? Ham se enjugó la frente con el dorso de la
mano. La piel quemada por el sol aún se desprendía de su cara como si fuera confeti.
—Bueno, ¿a qué coño estamos esperando? —bramó de pronto, al tiempo que
sacaba un par de botellines de cerveza del frigorífico y los colocaba con estruendo
sobre la mesa—. ¡Vamos a jugar unas manos!
Así que Josh tenía razón. Ham estaba en casa de Sloane porque estaba viviendo
allí. Ham se acostaba con Sloane Gardner. Uno tenía que apreciar la ironía de todo
aquello… Josh esbozó una sonrisa tan tensa que le hizo daño en la cara.

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—Joder, sí, juguemos a las cartas. —Le echó un vistazo a Sam Cane—. ¿Tú
también vas a jugar?
—No le cabía la más mínima duda de que su padre era todavía tan experto y tan
afortunado que podría ganarle con facilidad a cualquiera en esa mesa.
—Solo tenía pensado darle a Scarlet unos cuantos consejos —dijo As.
—¿Cenamos un poco primero? —dijo Sloane con entusiasmo—. Sara ha hecho
chilis rellenos antes de irse.
El olor despertó el apetito de Josh. Empezó a comer de buena gana mientras Ham
no dejaba de quejarse frente al fogón. El hombretón había traído un cubo de gambas
y se disponía a prepararlas a la brasa para ellos añadiendo un buen par de dientes de
ajo en una sartén con mantequilla. A Josh no se le había ocurrido traer nada. Por
supuesto. Como si el hecho de que Sloane fuese rica lo excusara del más mero acto
de cortesía. Trató de desechar ese pensamiento con un buen botellín de cerveza.
Los chiles eran pimientos poblanos, más picantes de lo normal, con trocitos de
manteca de cerdo, cilantro y otras cosas suculentas que Josh no pudo identificar.
Después de tres bocados le ardía la boca, así que bajó los chiles con otra cerveza.
Descubrió que era la única persona de la mesa que no se santiguaba como un
mexicano antes de empezar a comer. La costumbre se había extendido por toda la
isla, ya que la gente trataba de protegerse con cualquier amuleto, ritual o estúpida
oración.
Tras la cena, Sloane sacó las cartas. Según dijo, solía quedarse hasta bien tarde
todas las noches en el Palacio del Obispo, apostando con dinero de verdad con el fin
de liquidar, poco a poco, las deudas que tenía con Randall Denton.
—Todavía le debo una barbaridad, pero cualquier cantidad ayuda, por pequeña
que sea. Aunque sea por una vez, esta noche me gustaría jugar por simple diversión.
En ese momento, escucharon que alguien llamaba con suavidad a la puerta
trasera. Sloane se levantó para abrir.
—Alguno de los criados que olvidó algo, sin duda. Estaba pensando que
podíamos utilizar granos de arroz y pacanas para apostar —dijo, hablando por encima
de su hombro—. Arriba tengo una colección de dólares de arena que también
podemos utilizar.
Josh escuchó el chirrido de la puerta al abrirse. Una ráfaga de viento,
sorprendentemente fría, penetró en la cocina.
—¡Vaya! —exclamó Sloane, fuera de la vista de los demás.
La puerta mosquitera se cerró con un fuerte golpe y Sloane regresó a la habitación
tan pálida como el disfraz de la señorita Bettie. Tras ella, y más pálido aún, venía un
anciano, delgado, consumido y frágil que parecía haber sido trenzado con mimbre.
Josh supo casi al instante que se trataba de Momus. La piel del dios parecía tan clara
como la bola blanca del billar, y emitía un resplandor como el de la luna.
—Me he enterado de que iba a haber una partida —resolló Momus—. Pensé que
podría unirme, solo para una mano. —Respiraba con pequeños jadeos, se tambaleaba

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al andar y hablaba con esa voz quebradiza, característica de los más ancianos.
El dios emanaba un débil olor a polvos de talco y a hielo. La edad y la muerte
inminente se desprendían de él del mismo modo que la débil luz que lo envolvía. Josh
sintió que se encogía por el miedo.
—¿Abuelito? —dijo Scarlet, sin abandonar el regazo de Sam Cane.
El padre de Joshua no mostró ningún signo de sorpresa.
—Buenas noches —saludó As, que inclinó la cabeza hacia un lado.
Ham, que había estado trajinando cerca de la cocina, retrocedió hasta la encimera
y contempló al dios con los ojos abiertos como platos. La sangre había abandonado
su grueso rostro.
Momus se frotó las manos y, al hacerlo, se escuchó un ruido parecido al que
hacen dos ramitas secas cuando se rozan. Se sentó en la silla desocupada que había
entre Josh y su padre.
—¿Bien? Vamos a jugar, ¿no? ¿Quién quiere jugar una partida? Malicia, tú
juegas, ¿verdad, muñeca? Y As, por supuesto. ¿Y la niña?
—¡No! —gritó Sloane antes de poder contenerse. Poco a poco, sus labios se
curvaron en una sonrisilla calculadora y temeraria—. Yo juego —contestó.
Momus rio entre dientes. Su gélida mirada se posó en Josh con la misma
intensidad que el reflector que ilumina de modo implacable a un preso fugado.
—Y tú debes ser el chico de Sam. Apuesto a que As te ha enseñado un par de
cosas.
—Cómo perder —contestó Josh, sorprendiéndose a sí mismo. No había tenido
intención de hablar. Sintió un pequeño ramalazo de furia en respuesta a la fría mirada
del dios—. Yo juego.
Momus se dio la vuelta para mirar a Ham con unos ojos tan vacíos y viejos que
parecían sacados de la última glaciación.
—¿Y tú?
—No puedo —susurró Ham meneando la cabeza—. Demasiado asustado —
admitió. Tras semejante confesión, la vergüenza anegó sus ojos.
—Déjelo en paz —dijo Josh.
Momus volvió a mirarlo con expresión divertida y distante. Josh sintió que el aire
se había congelado dentro de sus mismos pulmones, pero se obligó a hablar.
—De todas formas, no tiene ni puñetera idea de jugar —explicó—. Con cuatro
hay suficiente. Momus se encogió de hombros.
—Solo una mano. Me voy de la ciudad por un día o dos, pero volveré pronto y
más en forma, lo prometo.
—Yo reparto las cartas —dijo As, que alargó el brazo para coger la baraja. El dios
posó sus pálidos dedos sobre la mano del hombre.
—Tú tienes demasiada suerte. No sería justo. Por no mencionar que el dios
tendría que ser el primero en apostar, pensó Josh, que conocía bien las tácticas de su
padre.

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—Repartiré yo —dijo Sloane. Sam y ella se miraron de forma elocuente. El
hombre le pasó las cartas a Josh; este cortó y se las ofreció a Sloane, que estaba al
otro lado de la mesa.
—Bien, no vamos a jugar con arroz y pacanas —dijo Momus—. El póquer no
tiene significado alguno si no hay riesgo. —Sacó una cartera del bolsillo interno de la
chaqueta, contó diez billetes de cien dólares y los dejó sobre la mesa. Observó al
resto de los ocupantes de la mesa con los ojos entornados, como si se tratara del tío
anciano que está haciendo una broma—. La apuesta inicial, chicos.
As observó el dinero.
—Creo que tendré que hacer un pagaré.
—Claro, claro. Todas las apuestas serán cubiertas —dijo Momus—. Lo garantizo
—añadió con una sonrisilla helada.
Sloane se levantó en busca de papel y lápiz. Josh, As y ella misma firmaron sus
pagarés por una cantidad de mil dólares y los dejaron sobre la mesa. Una vez
concluido el proceso, Sloane cogió la baraja.
—Cinco cartas, sin descarte —explicó—. No habrá comodines.
—Los doses de comodines —dijo Momus.
—Quien reparte fija las reglas —replicó Sloane, cortante—. No habrá comodines.
—Vale, lo que tú digas. Interesante elección de juego, pensó Josh mientras
observaba cómo Sloane repartía las cartas, haciéndolas girar una a una sobre la mesa.
Con Momus dentro, habría sido una locura elegir un juego que permitiese un montón
de oportunidades para apostar, como el Texas Hold ’Em o el stud de siete cartas. Con
solo mirar la cicatriz arrugada que sustituía al ojo izquierdo de Sam Cane, uno podía
hacerse una idea aproximada del tipo de apuestas que solía hacer el dios. Sin
embargo, si lo único que quería Sloane era que Momus perdiera, lo más razonable
habría sido permitir tantos comodines como fuese posible, con el fin de dejar espacio
suficiente para que la suerte de As pudiese maniobrar. Pero, en realidad, no es que
Sloane quisiera que Momus perdiese, pensó Josh. Es que ella misma quería ganar.
Josh cogió sus cartas. Pareja de ochos y un rey. Sin descartes era una mano
excelente. —Tú apuestas, As— dijo Sloane.
—Paso.
Todos los congregados en la habitación miraron a Momus. El dios observó sus
cartas y las dejó sobre la mesa. Buscó un momento en los bolsillos de sus pantalones
blancos de lino y sacó una pequeña navaja.
—He visto cartas peores —dijo.
Abrió la navaja, colocó la mano izquierda sobre la mesa, con la palma hacia abajo
y se cortó el dedo corazón justo sobre el nudillo. Del corte surgió una pequeña
cantidad de sangre que no tardó en coagularse y palidecer, como si se hubiera
congelado. Momus plegó la navaja, la guardó de nuevo en el bolsillo y, acto seguido,
cogió el dedo y lo arrojó al centro de la mesa, donde quedó entre los pagarés y los
billetes de cien dólares.

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Ham se dio la vuelta y comenzó a vomitar en el fregadero de Sloane. Las arcadas
seguían y seguían, como los ataques de nauseas que sufrían los pacientes de
disentería de Josh.
—¿Señor Cane? —dijo Momus—. Usted apuesta, señor.
—No voy —dijo Josh. No había mano que pudiera aguantar semejantes apuestas.
—¡Cuatro mil dólares! —exclamó Momus, meneando la cabeza—. Eso es
muchísimo dinero para dejarlo en la mesa, especialmente para ti.
—No es suficiente para pagar un dedo nuevo —respondió Josh—. Ni siquiera
antes del Diluvio. —Alargó el brazo para coger la botella de cerveza, pero la mano le
temblaba demasiado—. La apuesta no ha sido justa. Dentro de tres o cuatro días
habrá luna nueva y su dedo volverá a crecer.
—No me interesa si es justo o no —dijo Momus—. Malicia, ¿qué dices?
—Veo tu apuesta con esto, si lo aceptas —contestó Sloane antes de sacar del
bolso una máscara de cuero y arrojarla sobre la mesa. Tenía varios tonos de marrón
rojizo, ocre y gris, y rasgos afilados como los de un zorro.
Momus rio entre dientes.
—Muy bien. Creo que esa apuesta lo cubre. As, volvemos a ti. ¿Lo ves o no?
Josh se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, de que su padre había adoptado su vieja
cara de póquer. No había ni rastro de la sonrisa fácil y tranquila del hombre que
yaciera en la cama de Randall Denton, medio muerto a causa de la fiebre amarilla.
Allí, incluso en los momentos en que se encontraba mejor, algo había cambiado en él;
como si todos los largos años pasados en el Mardi Gras hubiesen reducido a cenizas
al viejo Sam Cane. Sin embargo, en ese momento, aquel hombre estaba de vuelta,
resucitado, con esa voz alegre y las manos rápidas al coger las cartas; la misma
tranquilidad, elegancia y comodidad que lo rodeaban entonces y que hacían pensar
que los últimos quince años no habían existido.
—Veo la apuesta y la subo —contestó. Alzó las cejas apenas un segundo—. Me
apuesto mi suerte, señor. ¿Tendrá el valor de verla o no?
El dios lo observó durante un buen rato.
—Y bien Momus, ¿vas o no?
Y, en ese momento, como si fuese un milagro, el dios soltó sus cartas.
—Demasiado para mí —contestó.
Josh dejó escapar un largo suspiro. Sam Cane había cambiado las tornas sobre
Momus. Cuando el dios se cortó el dedo, su intención había sido asustar a los
humanos y dejarlos fuera de la partida con semejante precio, demasiado alto para ser
igualado. Sin embargo, en la nueva Galveston, una ciudad en la que la magia se
derramaba por todos lados —y en la que tal vez nacían nuevos dioses mientras
jugaban esa misma partida— la «suerte» era algo que Momus no podía permitirse el
lujo de perder.
—¡Dios mío! —exclamó Josh—. Entonces ya está. Usted dijo que solo jugaría
una mano.

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—Pero la partida no ha acabado —puntualizó Momus—. Malicia, ¿verás la
apuesta o pasas? La hija de Jane Gardner estudió sus cartas.
—Joder, odio perder teniendo buenas cartas, pero no sé qué… —Se detuvo y dejó
que su sonrisa se desvaneciera—. No, Malicia no tiene con qué apostar. Pero creo que
Sloane sí. —Se humedeció los labios. Le temblaban los dedos y las cartas se agitaban
en sus manos—. Muy extraña tu apuesta. Tu suerte. —Ha sido toda mi vida—
contestó As con tranquilidad. —Para lo bueno y para lo malo. Claro, que casi siempre
ha sido para lo malo. Sloane asintió.
—Estoy pensando, en ese caso… —Contuvo el aliento. Era extraño lo insegura
que parecía si se comparaba con lo que había sentido momentos antes—. Me apuesto
esto. —Y miró alrededor, refiriéndose a la cocina, al pasillo y las habitaciones que se
abrían más allá—. Me apuesto Ashton Villa —repitió—. Apuesto mi casa. La casa de
mi madre. Mi hogar.
El padre de Joshua la miró.
—Es una apuesta enorme.
La joven tardó unos instantes en recobrar la compostura. Josh se dio cuenta de
que los ojos de Sloane se llenaban de lágrimas.
—Tú deberías saberlo mejor que nadie.
—Acepto la apuesta —contestó Sam Cane—. Sé lo que significa perderla.
Josh recordó la desolación, tan seca como un puñado de ceniza en la boca, que
sintió mientras se alejaba de la casa de Jim Ford arrastrando los pies tras su padre.
Las lágrimas le bañaban la cara y le dolía el pecho por el esfuerzo de contener los
sollozos. Habían perdido su hogar y él había sido el culpable, por desenmascarar la
jugada de su padre. Jamás habría podido imaginar que esa pérdida resultara después
mucho más terrible de lo que supuso en ese momento.
Momus dio unas palmaditas sobre la muñeca del padre de Joshua. —Te toca— le
dijo. As le dio la vuelta a sus cartas. Nada, la carta más alta era un rey. Se había
marcado un farol para sacar a Momus de la partida. Sloane soltó un suspiro y dejó sus
cartas sobre la mesa: una pareja de damas.
—La señorita Gardner gana —dijo As. Soltó una carcajada—. La Suerte, siendo
una dama, barre para casa.

* * *

—¿Cómo puede uno ganar la suerte de otro? —preguntó Scarlet, una vez que su
abuelo se hubo marchado.
El aire frío que Momus había dejado tras él comenzaba a desvanecerse en la
noche de Texas.
—La aposté y la perdí. Momus se hará cargo del resto —respondió As.
La niña se dio la vuelta en su regazo para mirarlo frente a frente.
—Será mejor que no vuelva a hacer caso de tus consejos, entonces.

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Sloane alejó su silla de la mesa y se puso en pie mientras tomaba una honda y
entrecortada bocanada de aire. Se llevó las manos a la cara y se frotó las mejillas,
como si las notase tensas. Caminó muy despacio hacia el fregadero en el que se
encontraba Ham, que aún seguía inclinado hacia delante, apoyado sobre los codos y
con la cabeza gacha.
—¿Estás bien? —preguntó Sloane. El hombretón meneó la cabeza—. Es normal
sentir miedo. Los dioses son así.
—Pero tú le hiciste frente —replicó Ham con voz ronca.
—Yo soy de la familia. Además, nosotros ya lo habíamos visto antes.
—Pero Josh no —dijo Ham.
Sloane abrió los grifos y limpió el fregadero.
—Si te sientes mareado, agacha la cabeza y no te olvides de respirar —aconsejó
Josh.
—Me siento igual que cuando George me golpeó con aquel bate de béisbol.
—El Obús Easton —dijo Josh. Recordó el golpe furioso que Martha le había
asestado a la cabeza de George, cómo le había machacado el cráneo para dejarlo en
mitad un charco de sangre sobre la autopista 87. ¿Qué había dicho Momus? «No me
interesa si es justo o no»—. Dale un vaso de agua, por si acaso —le dijo a Sloane.
Diez minutos después, el color había vuelto al rostro de Ham, Scarlet estaba
aburrida y Sloane había firmado un pagaré para Josh por valor de mil dólares.
—Por tus consejos médicos —le dijo—. Además, creo que te debo varias tazas de
té.
—No creo que sea tan sencillo —contestó Josh, dejándose llevar por el
pesimismo—. No me sorprendería nada que Momus encontrara el modo de quitarme
esos mil dólares. ¿Qué vas a hacer con eso? —añadió, mirando el pálido dedo que
todavía estaba sobre la mesa.
—Tíralo a la basura —dijo Ham—. Por el amor de Dios.
—¿Estás de broma? —Sloane cogió una manopla caliente que estaba sobre la
cocina y la utilizó para envolver el dedo con mucho cuidado—. Me deshice de mi
mejor amuleto unos días antes de que mi madre muriera. ¿Crees que voy a encontrar
algo mejor para reemplazarlo?
—¡Genial! —exclamó Scarlet.
Sloane se llevó el dedo de la cocina y regresó unos momentos más tarde.
—Y con respecto a tus mil dólares, siempre podré devolvértelos, Josh. O… —
añadió mientras volvía a coger la baraja—, siempre puedes ganármelos.
—¡Por las barbas de Cristo! —exclamó Ham—. ¿No estaréis pensando en serio
en volver a jugar al póquer? Sloane cortó con una mano, colocó los naipes y barajó
dejándolos caer en una larga y ruidosa cascada.
—No veo por qué no. Momus dijo que solo iba a jugar una mano. Y, después de
todo, ¿quién tendría las agallas de volver a jugar ahora que todos sabemos que puede
aparecer en mitad de cualquier partida?

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—Yo no —contestó Josh.
—Haces bien —añadió Ham con un estremecimiento. En aquel momento, parecía
haber olvidado que aborrecía a Josh. Probablemente no tardaría mucho en recordarlo.
Sloane cortó de nuevo con una mano, desplegó los naipes en abanico, los volvió a
colocar con un golpe seco sobre la mesa y cortó una vez más. As rio entre dientes, sin
dejar de observarla.
—Quieres jugar porque te sientes con suerte. Te conozco.
—No, no me conoces —respondió Sloane—. Tú conoces a Malicia. A Sloane, sin
embargo, acabas de conocerla. As se tocó el ala de un imaginario sombrero de
vaquero.
—Usted perdone, señorita.
—¿Dónde te habrías ido a vivir si hubieras perdido la partida? —preguntó Josh.
Intentaba imaginarla apiñada con Rachel y su progenie. Esperando bajo las
mantas de la cama donde Ham y él solían colocar los soldaditos de juguete.
Sloane se encogió de hombros. Su oscuro cabello corto se balanceó a ambos lados
de su rostro y Josh volvió a sentir otra oleada de inútil deseo por ella.
—No lo sé. Tal vez me hubiera construido una pequeña cabaña donde estaba el
Salón de Bali —respondió en voz baja.
—¿Vamos a jugar a las cartas o no? —preguntó malhumorada Scarlet. Y,
finalmente, jugaron; si bien aquella vez apostaron tan solo con granos de arroz,
pacanas y dólares de arena. En un principio, fue Ham el que consiguió las mejores
cartas, pero consumió la mayor parte de sus ganancias sin darse cuenta y se quedó
fuera de los suculentos botes que hubo poco después. Siempre había sentido debilidad
por las pacanas…
Ham era un jugador decente, de andar por casa; veterano de numerosas partidas
en los bares y conocía las probabilidades básicas, pero que basaba su juego en
demasiados descartes. Josh era un jugador más comedido y selectivo a la hora de
apostar, pero consiguió seguir en la partida tanto rato como Sloane. Con lo modesta
que era siempre, en el juego se comportaba como una completa sádica. Apenas
dejaba ver cante alguno y parecía disfrutar con una mano ganadora mucho más de lo
que debería una dama bien educada.
Josh se contentó con ganar las manos en las que tenía buenas cartas, y todos
conspiraban para asegurarse de que Scarlet se llevaba un bote de vez en cuando.
La niña no era mala jugadora para su edad, pero aún le gustaban las manos
románticas, como el color y las escaleras. También le tenía un cariño especial a las
jotas, algo que hacía que se aferrara a una pareja de ellas sin tener en cuenta las
probabilidades de la mano. As conseguía reprimirse en la mayoría de las ocasiones y
no analizaba con la niña cada jugada una vez acabada; pero, de vez en cuando, era
incapaz de contenerse y se inclinaba hacia delante para susurrarle algo al oído en
mitad de la partida.
—Nada de consejos —prometía—. Solo voy a señalarle los cantes.

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Aquello ocurrió en dos ocasiones mientras Josh decidía si apostar o no. No le
hacía ninguna gracia que su padre todavía pudiera leerlo tan bien.
De repente, se le ocurrió que el farol que su padre había utilizado para sacar a
Momus de la partida era prácticamente el mismo que había fracasado contra Travis
Denton. Estaba claro que Momus era mucho mejor jugador, que tenía mucho más que
perder y que, por lo tanto, había resultado más fácil de asustar. Y, al contrario de lo
que había sucedido con él, Scarlet había mantenido una expresión neutra. De todas
formas, ten en cuenta que el farol de Sam Cane no ha funcionado del todo, ¿cierto?
Había perdido la apuesta con Sloane Gardner. Una vez más, los ricos de Galveston se
hacían más ricos a expensas de los Cane. Tal vez algunas cosas no cambiarían jamás.
Conforme avanzaba la noche y el miedo electrizante que había acompañado a
Momus desaparecía, Josh se sintió invadido por el cansancio. O tal vez se tratara de
la cerveza. Su concentración comenzó a decaer hasta que acabó sin prestar mucha
más atención a las cartas de la que les prestaba Ham (aunque, al menos, él no se
comía sus ganancias). Con tristeza, intentó imaginarse cómo sería vivir en un mundo
donde una difunta podía dirigir la Comparsa más poderosa y un dios podía participar
en cualquier partida de cartas. En ese mundo de ensueño, el Azar siempre sería el rey.
Era muy probable que el padre de Joshua dijera que el siglo XX había sido
exactamente igual. Diría que la tragedia estaba a la vuelta de cualquier accidente de
tráfico, aun antes del Diluvio. En aquella época, la Suerte siempre había estado
disfrazada. Oculta, más bien. Bueno, pues Joshua quería que siguiera oculta. La
Galveston de la que ahora formaban parte era demasiado impredecible. La suerte
estaba en todos sitios, desequilibrada e inalcanzable, como el mercurio que se
derrama de un termómetro roto. El desastre yacía enroscado cual serpiente de
cascabel en cualquier hendidura sombría.
Ham tosía demasiado esa noche; una tos breve y seca que a Josh no le gustaba ni
un pelo. La primera vez que la escuchó, se le hizo un nudo en el estómago y se dio
cuenta de que había estado oyendo esa misma tos desde el interminable día que
pasaran con Martha y George.
Lo más probable es que solo fuese un resfriado.
La brisa nocturna que entraba a través de la puerta mosquitera que había en la
parte de atrás de la cocina se hizo más fresca. Sloane apagó todas las luces de la casa
que no resultaban necesarias, de modo que quedaron en la cocina al calor del fogón y
jugando a la luz de una única lámpara de gas mientras, a su alrededor, el resto de la
casa en penumbras crujía y se asentaba. En el exterior, en el resto de la ciudad, la
oscuridad estaría acariciando las últimas luces, ahogándolas una a una. Joe Tucker
habría dejado sus muletas a un lado para decir sus oraciones antes de meterse con
dificultad en la cama. En algún lugar, se despertaría un niño durante la noche,
empapado en sudor y llorando a causa de una infección de oído. Los Hombres
Langostino se sentarían en las rocas de los rompeolas que se introducían en el océano
y esperarían a que desapareciera la luna.

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La isla se extendía más allá del perfil de los edificios: kilómetros de llanuras de
grama de costa y de arbustos de almez. Cruzando la Bahía de Galveston, los fuegos
infernales de la Ciudad de Texas seguirían rugiendo. Los desesperados y los caníbales
buscarían refugio y aguzarían sus oídos en busca de los sonidos que hacían los de su
misma especie, preparados para robarles o matarlos. Al Norte se encontraba el vasto
continente; atormentado por sueños inquietos, durmiendo tras la larga noche que
comenzara en 2004. ¿Quién podría decir cuándo volvería a amanecer?
En la dirección opuesta, más allá de la costa meridional de Galveston, el Golfo de
México se extendía como un desierto de agua, como una oscuridad sin fin.
Josh dejó la partida. La señora Mather tendría una ronda de pacientes preparada
para él por la mañana, y también había prometido pasar a ver a Joe Tucker. Tenía que
preparar más polvo para los piojos y algo para contener el aluvión de conjuntivitis
que se había producido. Y, aparte de sus obligaciones como médico, siempre había
más cerveza que fermentar para pagar las deudas.
Al otro lado de la mesa, Sloane estaba avasallando de nuevo a Ham, riéndose
cuando él despotricaba y fruncía el ceño mientras contaba sus ganancias. En cierto
modo, era mucho menos misteriosa de lo que fuera alguna vez, y mucho más jovial.
Le sentaba muy bien haberse convertido en la defensora de los carnavaleros, pero no
podía evitar preguntarse cómo se sentiría si se despertara una mañana y descubriera
que le había crecido pelo de zorro en las mejillas. Una cosa era decir «¡El cambio es
inevitable!» y otra muy distinta afrontarlo cuando es tu puta vida la que se escapa
como el agua entre los dedos.
Va a ser una Gardner diferente, pensó Josh sin dejar de observarla. Una buena
ayudante para la señorita Bettie… casi siempre. Pero de vez en cuando, sospechaba,
habría un par de días o tal vez tres, en los que Sloane desaparecería y volvería a
aparecer con una resaca, negándose a explicar dónde había estado. Y prometería no
volver a hacerlo de nuevo. Ham ya le había advertido una vez de los peligros de
enamorarse de la hija de Jane Gardner. El hombretón debería seguir sus propios
consejos, decidió Josh. Mientras observaba el modo de jugar de Sloane, elegante,
despiadado y alegre, pensó que posiblemente fuese maravilloso ser el amante de
Sloane; pero también sería difícil. Tan difícil, tal vez, como estar casada con Sam
Cane.
Josh contempló el círculo de rostros que lo rodeaban: Sloane, feliz; Ham
acalorado por los pimientos picantes y la cerveza; la pequeña Scarlet frunciendo el
ceño y mordiéndose el labio; su padre, ahora viejo y más pequeño de lo que Josh
recordaba, consumido por la enfermedad. As por fin había sido despojado de su
suerte; de esa suerte que lo había dejado sin su esposa, sin su hijo, sin sus amigos y
sin su vida en el mundo de los humanos. Quizás fuera imposible para un ser humano
conocer el significado verdadero de la suerte, reflexionó Josh. Tal vez solo un dios
pudiese sobrellevarla.
¡Qué aspecto tan magnífico tenía Sam Cane la noche que perdió su casa! Josh aún

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recordaba los sutiles movimientos de los músculos de sus antebrazos mientras
barajaba y repartía. Y ahí estaba en esos momentos, tan apocado, con un ojo y una
oreja de menos, y sin su esposa ni su hijo, pero aún con las cartas en la mano. Toda
una vida desperdiciada por un juego. Por un puto juego.
Lo que hería a Josh de un modo tan profundo no era solo el convencimiento de
que la pérdida era inevitable. Parte de la amarga sabiduría que había atesorado tras su
experiencia en la Península Bolívar era que la vida, aún la vida humana, era más
vulnerable que valiosa. Las personas eran máquinas frágiles y mal diseñadas,
destinadas a fallar tarde o temprano. Los hombres nacían, vivían y morían. Para los
poderes que regían el mundo, el mar y el sol, e incluso los mezquinos y astutos
dioses, los hombres importaban tanto como los mosquitos que se estrellaban contra
las ventanas de Sloane. La cuestión no era que Josh tuviera miedo de perder: esa
noche, en ese momento, no le encontraba sentido alguno al juego.
La conversación de los jugadores se desvaneció para él; las voces se
fragmentaron en débiles susurros. La luz de la lámpara de gas se ensombreció, como
si él mismo hubiese envejecido entre un latido del corazón y el siguiente, y sus
córneas se hubiesen vuelto rígidas y amarillentas. Un pánico aterrador se apoderó de
él y, de repente, supo que había algo horrible junto a la cocina; algo tan pavoroso que
si alzaba la vista, su corazón se detendría y moriría de miedo.
Contempló sus cartas, dispersas bocabajo frente a él. El dorso de los naipes era de
color azul con un dibujo de hojas de hiedra. Un horrible silencio lo envolvía todo. La
habitación se quedó helada. Se le erizó la piel de los brazos y de la espalda. Intentó
hablar, pero no tenía aliento. Sus uñas adquirieron un color azulado. Si hubiera sido
capaz de moverse, se habría arrojado al suelo para arrastrarse debajo de la mesa y
cubrirse la cabeza con los brazos.
Había un espantoso y gélido olor a rocas mojadas y a agua de mar. Algo le rozó la
cara: una mano. Luchó con todas sus fuerzas para mantener los ojos fijos en la mesa,
pero la mano resultó ser más fuerte. Le alzó la barbilla y lo dejó expuesto de un modo
grotesco; como si alguien hubiera cogido un escalpelo y lo hubiera abierto desde el
cuello hasta la entrepierna. Trató de cerrar los ojos, pero fue imposible. Intentó
chillar, pero no pudo. Lo único que pudo hacer fue morir por dentro y mirar a su
madre a los ojos.
Estaba de pie, entre su silla y la de Ham. No era vieja y no estaba ahogada. Estaba
exactamente igual que la recordara durante el delirio que sufrió bajo el huracán:
Amanda Cane a los treinta y un años, con unos pantalones de algodón y una camisa
de algodón de tinte casero. Tenía las mangas remangadas hasta los codos y los dedos
cubiertos de polvo de salvia machacada. Así era mucho antes de que perdieran la
casa, antes de los largos años de amarga mala suerte. Antes de que se acabara la
insulina. Con un sonrisa y los ojos llenos de amor.
El olor de las algas y de la arena mojada lo impregnaba todo.
Josh quería morirse. Quería arrojarse en sus brazos. Quería que lo arropara en su

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cama y le contara un cuento. Quería que le hiciese pollo asado con vino de arroz, el
plato que siempre cocinaba el día de su cumpleaños. Quería traerle una taza de
infusión de menta y sentarse con ella en el porche, como hacían todos los domingos
por la mañana antes de que su padre se levantara. Tenía un rizo en la mejilla, pero
jamás soñaría con acariciárselo.
Su madre se inclinó hacia delante; el algodón hizo un suave ruido con el
movimiento, las mangas de la camisa se alzaron y lo besó en la frente. Una vez. De
ese modo pausado que solía utilizar cuando comprobaba si tenía fiebre.
El tiempo se detuvo.

—¡Jotas y nueves! —Alardeó Scarlet, alargando el brazo con gesto avaricioso en


busca del bote para arrastrarlo frente a ella. Ham meneó la cabeza y sacó su pareja de
reyes en medio de una mano de color fallida.
—Otra vez una navaja en un duelo de pistolas —gruñó.
Sloane se rio de él.
—¿Te das cuenta ahora del momento en que podías haber conseguido sacarle otra
apuesta más a ese primo de ahí? —preguntó As, al tiempo que amontonaba los
dólares de arena que la niña acababa de ganar.
—¿En la quinta?
—Exacto.
—Encerrad a vuestros esposos y maridos —dijo Sloane arrastrando la voz—.
¡Scarlet ha llegado a la ciudad!
La niña ordenó sus pacanas en grupos de cinco. Ham miró sus recursos, que
habían mermado al punto de verse reducidos a unos cuantos granos de arroz.
—Josh, estas mujeres están terminando conmigo, y acabo de recordar que querías
acostarte temprano. ¿Quieres irte a casa o prefieres quedarte un rato y echar un par de
manos más? —Le dio unos golpecitos en el brazo—. ¿Josh? ¡Oye, Josh! ¿Juegas o
no, socio?
—Creo que necesito otra cerveza —dijo Sloane mientras buscaba en el frigorífico
—. ¿Alguien más quiere?
Joshua parpadeó. Sentía que la parte central de su cuerpo se había licuado, como
si algo congelado se hubiera derretido. Por sus mejillas se deslizaron dos lágrimas.
Agachó la cabeza para limpiárselas. La cocina volvía a ser un lugar caldeado,
dichosamente caldeado, y lleno del olor de las gambas cocidas, de los rellenos, de la
cerveza y del perfume de Sloane. Hasta ese momento no se había percatado de que
llevaba perfume. Era una fragancia tenue y exquisita, como el olor del bosque
después de la lluvia. La vacilante luz de la lámpara de gas arrancaba destellos a su
cabello. A su lado, Ham tosió y se cubrió la boca con una mano carnosa.
Su padre lo miraba fijamente. Sabía que había pasado algo. Josh nunca podía
ocultarle sus cantes a su padre.
—Dios, sí —contestó—. Dios, sí que quiero una cerveza.

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Sloane le ofreció una. Y se enamoró de ella.
Ham lo miraba con expresión curiosa.
—¿Juegas o no, compadre?
Josh inspiró hondo y soltó una temblorosa carcajada. El olor del mar y de la arena
húmeda había desaparecido.
—Dame cartas —respondió.

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Sean Stewart, (Lubbock, Texas, Estados Unidos, 1965) es un escritor de ciencia
ficción y fantasía canadiense pero nacido en Estados Unidos. Se mudó a Edmonton,
Alberta, Canadá en 1968. Después de desempeñar diversos trabajos residiendo en
Houston, Texas, Vancouver, British Columbia, Irvine, California y Monterey,
actualmente vive en Davis, California, con su esposa y dos hijas.
Se graduó con honores en Lengua Inglesa de la Universidad de Alberta en 1987,
después, pasó muchos años escribiendo novelas. Gradualmente se pasó de escribir
novelas a escribir ficción interactiva, empezando como escritor principal del juego
web de realidad alterna The Beast.
Ha trabajado también como consultor en varios juegos electrónicos, y estuvo en el
equipo de Dirección de la compañía de mercadeo experimental y entretenimiento
4orty2wo Entertainment, en la que fue escritor principal de Haunted Apiary, también
conocido como ilovebees andy de Last Call Poker.
Su últimas novelas de la trilogía de Cathy Vickers representan el nexo entre sus dos
carreras, ya que mezclan el formato de un juego de realidad alterna con el de una
novela para adolescentes. En 2007, él y varios fundadores de 4orty2wo dejaron dicha
compañía para comenzar los Fourth Wall Studios.

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Agradecimientos

A
Cristina y Philip a los que, como siempre, les debo muchísimo.
A Christopher Bullock, mi padrastro, al que le debo mucho más que de
costumbre. Le estoy profundamente agradecido por haber sido un oyente
tan comprensivo, en lo que a este libro y a su autor se refiere, a lo largo de
los últimos años. Tanto él como a Susan Allison, mi editora, apreciaron y entendieron
esta novela antes de que yo mismo.
Por la gran cantidad de información acerca la que debe ser la ciudad más
interesante de América, estoy en deuda con la magnífica Galveston: A History of the
Island, de Gary Cartwright, y con Mike Reynolds, el isleño que me lo prestó y que
embelleció la historia con sus propias e inestimables narraciones. Las informaciones
más precisas sobre armas, Texas y la Vida en las Ruinas de la Industria, las tomé del
admirable Bob Stahl. Sage Walter, que Dios la bendiga, respondió a las preguntas
sobre medicina con su habitual amabilidad. Y mi más profundo agradecimiento a
Scott Baker, Sean Russell, Linda Nagata, Tom Phinney, y especialmente a Maureen
McHugh, que consiguió que siguiera siendo honesto cuando todo lo que deseaba era
mentir.
Por último, debo decir que jamás habría terminado este libro sin el apoyo y el
amor de mi madre, Kay Stewart. Y, tampoco, sin ninguno de los anteriores.

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