Galveston Sean Stewart
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Sean Stewart
Galveston
ePub r1.1
Titivillus 16.02.15
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Título original: Galveston
Sean Stewart, 2000
Traducción: Concepción Rodríguez González, María Del Mar Rodríguez Barrena, José Manuel
Echavarren
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PRÓLOGO
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0.1 Suerte
E
— l póquer es un juego de hombres —solía comentar el padre de Josh—
porque no es justo.
Acostumbraba a jugar cada sábado en el jardín trasero de la mansión
de los Ford. Cada sábado, cuando la luz del sol se hundía en el Golfo de
México, Joshua Cane se encargaba de llevarse a su padre para la cena en casa. A él le
gustaba ir a casa de los Ford. A veces Sloane Gardner estaba fuera, jugando con los
gemelos Ford. La señora Ford le dijo a Josh que fuera amable con ella, pero lo que
realmente sucedía es que la señora era muy curiosa y quería darle a Josh la
oportunidad de dejar las cosas en claro con ella. Todos estaban de acuerdo en que
Josh era un chico espabilado.
Incluso cuando Sloane y los chicos de los Ford no estaban ahí, la señora Ford
siempre le dejaba entrar y le preguntaba cómo estaba su madre y qué tal le iba con la
farmacia. Cuando él ya había respondido satisfactoriamente a todas sus preguntas, la
señora Ford lo enviaba a la cavernosa cocina donde la negra Gloria le daría una tarta.
Cuando su madre averiguó lo de las tartas, empezó a mandarle con Josh medicinas
para su artritis. Gloria decía que ella no quería que se le pagara, y entonces Josh
respondía que eran un regalo. Gloria le dijo a su madre que no se sintiera en deuda
por nada. Josh pensaba que ella tenía todo el derecho de recibir alguna compensación.
El 12 de abril de 2015 fue el día más caluroso de primavera hasta la fecha. Josh
saludó con la mano al jardinero mexicano que trabajaba en el parterre de las flores al
lado del porche. Llamó a la puerta con los nudillos y un ama de llaves le dejó entrar.
—Señor Cane —dijo ella haciendo una reverencia entre telas de color púrpura—,
ahora estoy intentando volver a coser estas costuras. Su padre está en el porche
trasero. ¿Podría ir usted solo?
Josh asintió y ella subió unas escaleras. Conforme Josh avanzaba a través del
frescor del aire acondicionado del vestíbulo, el sudor comenzó a brotar sobre su piel
como gotas de agua sobre cristal frío. Un par de empleadas de la casa estaban
sentadas en la mesa del comedor sacando brillo a la cubertería de plata. Detuvieron su
trabajo y le saludaron con una pequeña inclinación de la cabeza mientras Josh seguía
caminando. Aquel día no vio ni una señal de los niños. Más atrás, en la cocina, Gloria
tenía una olla con cangrejos hirviendo en la cocinilla de gas. Nubes de vapor con olor
a barro flotaban en el aire, que se iban haciendo jirones conforme iban ascendiendo
hacia las palas del ventilador que había en el techo de la cocina. Gloria estaba
cortando ajo sobre una olla llena de agua en ebullición, y se podía ver una tarta de
queso en el horno. Josh casi era demasiado mayor para pasar la lengua por los restos
de tarta de la batidora, pero solo casi.
Gloria frunció el ceño ante el enorme frigorífico de los Ford. Ya habían pasado
once años desde el Diluvio de 2004 que había acabado con la era industrial, y ante la
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inexistencia de piezas de recambio, los frigoríficos se iban haciendo más y más
valiosos con el paso del tiempo. Pero por supuesto, los Ford tenían un gigantesco
frigorífico de dos puertas del que brotaba agua helada o bien hielo en cubitos o en
forma de media luna, la preferida de Joshua. Su congelador era lo suficientemente
grande como para meter un ciervo abierto en canal y tantas palomas como fuese
necesario para hacer un pastel de carne para cuarenta personas, que era lo que servían
en el primer fin de semana de cada septiembre.
—Bueno, Joshua, prueba uno de estos —dijo Gloria sacando un plato de loza con
unas pocas docenas de langostinos salteados con hielo triturado.
—Gracias.
Josh cogió un langostino, le quitó las patas y le abrió la cáscara con dedos
expertos. Lo sentía satisfactoriamente fresco y firme en su boca. Con una sonrisa
feliz, se acercó a la ventana de la cocina para espiar el porche trasero a través de la
persiana. Le gustaba ver a los hombres jugando a cartas mintiéndose unos a otros y
riendo. Era como si existieran dos mundos totalmente diferentes, uno para las
mujeres como la señora Ford y Gloria o incluso su madre de vuelta a casa del trabajo
en la farmacia, y otro para los hombres, que se preocupaban menos y se reían más,
sentados a la fresca bajo el atardecer del Golfo de México bebiendo cerveza de arroz
de botellas recicladas de cerveza mexicana, como Corona, Tecate, o Dos Equis.
Así debía haber sido, excepto porque nadie reía aquella noche. De todos los
hombres del jardín, tan solo su padre parecía realmente cómodo. Era su turno para
hablar. Las mangas de su camisa estaban enrolladas y Josh podía ver sus musculosos
bíceps moverse acompasadamente mientras barajaba las cartas y las dejaba a su
izquierda para que alguien cortara. Sam Cane era conocido por ser un hombre
afortunado. Los demás no habrían contado con él para jugar si no hubiera tenido la
costumbre de retirarse sin apostar en las partidas tan a menudo como para dar opción
al resto de ellos a continuar y mantener intactas sus apuestas. Sam dio un pequeño
sorbo de su agua helada. Nunca probaba alcohol cuando había dinero sobre la mesa.
La cara de póquer de Sam era una sonrisa fácil. La de Josh era un entrecejo
fruncido con aspecto de preocupación, pero aún tenía bastantes detalles, tics, que le
traicionaban. Las manos le temblaban cuando estaba nervioso en las apuestas, y sus
ojos tendían a abrirse más de lo normal cuando las cartas eran buenas. En aquel
entonces ya conocía los trucos tan bien como su padre; era inteligente y bueno para
los juegos, y prueba de ello es que podía ganarle al ajedrez a su padre quizás una de
cada tres veces. Pero cuando había una baraja de cartas entre los dos, era como si
Josh estuviera sentado allí tan transparente como una cristalería, mientras que la
sonrisa de su padre era inescrutable.
Los hombres alrededor de la mesa recogieron sus cartas. Jugaban con cinco cartas
de dadas, jacks o cartas superiores. Su padre siempre le decía que un hombre era un
necio si no sacaba ventaja de ser mano, eligiendo un juego donde tuviera el último
turno para abrir. Justo enfrente de su padre se sentaba Jim Ford. Tenía un gran
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montón de fichas en su puesto pero parecía sentirse miserable. Josh no podía
imaginar por qué.
—Te gustaría estar jugando allá afuera, ¿verdad? —dijo Gloria mientras fregaba
un tazón. Josh no respondió—. Bueno, de todas formas vete ya. Tu mamá os estará
esperando.
—De acuerdo. —Josh echó la cabeza del langostino en el cubo de la basura y
abrió la puerta del jardín trasero.
En el exterior, el aire era cálido y dulce. Había dos gallinas en el patio, cada una
seguida por una procesión de pequeños polluelos, escrutando el suelo con objeto de
encontrar migas de pan y semillas. Los abejorros zumbaban sobrevolando
erráticamente sobre las rosas y las adelfas, todas las cuales estaban en flor, de colores
rosas y anaranjados. El sol se estaba poniendo ya y la sombra de la mansión de los
Ford se extendía rápidamente sobre el mirador y el jardín que lo circundaba. Josh
cerró con celeridad la puerta de la cocina tras de sí, preocupado porque no entrara
calor en la casa. Seis hombres se volvieron hacia él. Parecían aliviados.
—Aquí estás, Josh —dijo Jim Ford, pasándose una mano a través de su cabello
—; ya estaba empezando a pensar que te habían devorado algunos perros salvajes.
—O que te habían secuestrado algunos negros hambrientos —apuntó Carl Banks.
Carl era negro—. Sam, tu chico está aquí.
—Hola Josh. De acuerdo. Lo veo y subo cien más —dijo Sam, volviendo al
juego. Carl y Uwe Krupp se retiraron inmediatamente. Eso dejaba a Jim Ford, Vinny
Tranh, el padre de Joshua, y Travis Denton. En todos los años desde que el coronel
Denton, héroe del ejército confederado, viniera a vivir a Galveston para ganarse la
vida estafando a los cultivadores de algodón, nunca había habido un Denton civil. De
las tres grandes familias de Galveston, los Gardner eran tan corteses como les era
posible, los Ford eran cada uno hijo de padre y madre diferente, pero los Denton
siempre tenían aquel aire de pensar que lo que te merecías era una buena paliza.
Travis Denton era una maraña de tics en el póquer. Le cambiaba la voz cuando estaba
nervioso, y se sentaba inclinándose sobre la mesa con los hombros tiesos y rígidos.
Incluso se ordenaba las cartas en la mano, justo donde cualquiera podía ver qué era lo
que estaba haciendo. Josh despreciaba a los hombres que no podían con sus cartas.
—Si quieres apostar, Sam, ponlo sobre la mesa —dijo Travis.
Fue entonces cuando Josh se dio cuenta de que su padre no tenía fichas. Sam
Cane no dijo una sola palabra. Simplemente se quedó mirando a Travis, con las cejas
enarcadas y esbozando una sonrisa. Había aprendido aquel truco de la madre de Josh,
esa forma de cortar un chiste de mal gusto o una frase mal escogida interponiendo
una barrera de silencio tan grande que todo el mundo tenía tiempo de mirar qué es lo
que había al otro lado. Incluso los hombres de temperamento más difícil y borrascoso
que se ponían furiosos por cualquier tontería quedaban convertidos en nada colgados
en la percha de aquel silencio.
Jim Ford echó un trago de cerveza de arroz de su botella de Dos Equis sin cruzar
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la mirada con nadie.
—Tranquilo, Travis. Se hará cargo de todo.
El padre de Josh escribió una nota en la parte de atrás de un papel y lo colocó en
el bote. Echando un vistazo a la mesa, Josh se dio cuenta de que había tiras de papel
en la parte de ganancias de Carl, de Vinny, y de Travis Denton. Un sentimiento ácido
saltó sobre su estómago, como si estuviera paseando por un patio con un perro
encadenado. Su padre siempre se apostaba como máximo una cantidad cincuenta
veces superior a la apuesta mínima de la mano en una partida.
—No puedes ganar con dinero asustado —solía decir—, déjalo cuando hayas
perdido cuarenta y cinco veces la apuesta mínima. O no has tenido suerte, o los otros
jugadores lo han hecho mejor que tú, o la partida está amañada. Cualquiera de esas
razones es lo suficientemente buena para no estar allí. Así que, en una partida de
cinco dólares por mano, ¿cuánto puedes perder antes de retirarte?
—Doscientos veinticinco dólares —había respondido Josh. Siempre había sido
bueno en matemáticas.
Pero algo iba mal esa noche. O su padre no había llevado la cantidad total que
solía jugarse, o no se había retirado cuando se suponía que debía haberlo hecho. Las
apuestas se fueron sumando alrededor de la mesa mientras Josh se acercaba a la silla
de su padre. Sam Cane ocultó su mano.
—¿No vas a dejarle ver tus cartas ni siquiera al chico, Sam? —Rio Carl Banks.
Tenía unos grandes dientes blanquísimos y estaba muy orgulloso de ellos. Le había
pagado una buena suma a la madre de Josh para que le reservara sus existencias de
pasta de dientes Extra Blanqueador Rembrandt para él. Le habían vendido el último
tubo de pasta dentífrica la semana anterior. En un año más habrían vendido todas las
existencias de pasta de dientes que quedaban de antes del Diluvio. La madre de Josh
estaba experimentando intentando hacer su propio dentífrico siguiendo las
instrucciones de un libro de medicina alternativa. Él mismo se había pasado la
mañana extrayendo la salvia de unas hojas a base de picarlas mucho, para después
cocerla junto con sal mar molida y luego triturar bien la mezcla en un macero. Josh se
imaginó que la nueva pasta de dientes tendría un sabor raro y salado, pero su madre le
dijo que no había otra alternativa.
El padre de Josh se volvió hacia él y le revolvió el pelo con la mano libre.
—Es un buen chico.
—No quiero ver sus cartas. Todavía se me notan mucho cuando las miro —le
explicó Joshua a Carl—; no quiero echarle a perder la mano.
—Ese es mi chico. ¿Cuántas, señor Denton?
Travis Denton cogió una carta. El padre de Josh solo permitía coger cartas una
vez después de que se hubiera repartido la mano.
—No tiene sentido dejar que la casualidad se haga con la mano —decía.
Jim Ford cogió tres cartas, Vince dos. El padre de Josh tan solo cogió una carta.
Era posible que estuviera intentado conseguir una escalera o color, pero sin mucho
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dinero en el bote con el que sacar tajada, la jugada le iba a salir a poco. Josh cruzó los
dedos y rezó por un full.
—Cualquier idiota puede jugar con sus cartas —solía decir su padre—; el truco es
poner al otro en la mano.
Sam Cane tomó un sorbo de su agua helada.
—¿Alguna apuesta?
Vincent Tranh apostó. Tenía un rostro curtido al sol de rasgos vietnamitas y
hablaba con acento del sur de Texas. Siempre olía a langostinos crudos y chili. El Ku
Klux Klan había volado por los aires la barca de pescar de sus padres en 1978, tres
años después de que llegaran a los Estados Unidos desde Vietnam. Les habían
acusado de dedicarse al contrabando, lo que probablemente era cierto. Vendieron su
casa, a continuación compraron otro barco, y se trasladaron a Galveston cuando
Vincent todavía era un niño.
Vincent era el tipo de jugador que el padre de Josh denominaba como «roca»; eso
quería decir que Vincent tan solo jugaba cuando contaba con el respaldo de unas
buenas cartas. Si Vincent pedía dos cartas y apostaba, es que lo veía claro, Josh
entendía a si Vincent no había ligado una jugada con las dos cartas que había pedido,
era que al menos tendría un trío o un par de ases. Sam se habría retirado de la mano
nueve veces de diez si Vincent apostaba después del descarte. Sam era el jugador que
más a menudo de entre todos ellos se retiraba de la partida.
Esta vez no dijo nada.
Travis Denton tenía aspecto de estar muy nervioso; dejó sus cartas sobre la mesa
boca abajo. Las volvió a coger y se plantó. Jim Ford aceptó la apuesta. El padre de
Josh hizo lo propio sin aumentar la apuesta de Vincent. Si estaba de farol, debía haber
echado más, intentando amedrentar a Vinny para que se saliera de la mano. Vinny era
un jugador muy conservador. Pero también, si tuviese buenas cartas, habría subido la
apuesta tan solo un poco, con el fin de sacarle todo el jugo a la mano pero sin llegar a
alarmar a sus contrincantes y que se retiraran sin jugar. Josh interpretó que aquello
significaba que su padre creía que podía ganar, pero no estaba seguro. Dobles parejas,
posiblemente, con la esperanza de que Vincent no hubiera estado especulando con un
trío.
—Enseña las cartas, Vince.
El mariscador desplegó sus cartas sobre la mesa: tres reinas.
—A mí me parece que están muy bien, As.
Travis Denton traía su bourbon de antes del Diluvio a las partidas y nunca lo
compartía. Se echó un vaso entre pecho y espalda.
—Que me aspen.
Sam Cane sonrió y dejó sus cartas boca abajo sobre la mesa.
—Vince, las mujeres siempre han sido tu fuerte.
Vince no había hecho mucho más que coger a una mujer de la mano desde que el
Diluvio se llevara a su esposa. Ella estaba en el hospital esperando para dar a luz a su
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primer hijo cuando llegó el Diluvio. Él se acababa de ir a casa para descansar un poco
por primera vez en treinta y seis horas. Cuando se despertó, el mundo había
cambiado. La magia se abrió paso a lo largo y ancho del mundo a través del Diluvio,
extendiéndose gracias a las emociones intensas, tomando mente y carne. Las criaturas
que habían nacido de la alegría de los supervivientes y del dolor de los que sufrían, el
alivio de los amantes y el temor de los pacientes de quirófano, habían arrasado el
Campus Médico de la Universidad de Texas dejándolo en ruinas. Vince apenas había
escapado con vida mientras los monstruos asolaban las calles de la isla.
Vincent Tranh ordenó sus ganancias. Se detuvo un instante sobre la nota de débito
de Sam antes de meterla bajo un montón de sus fichas azules.
Jim Ford se apartó de la mesa y se secó de nuevo el sudor de la frente mientras
mataba un mosquito de una palmada. El sol desaparecía del campo de rosas
fundiéndose con la noche más allá del jardín. El azul cobalto del cielo se iba
oscureciendo en lo alto de las palmeras detrás de la mansión de Jim. El sonido de un
animal despidiendo el día se escuchó a través del aire cálido del atardecer. Los gallos
cacarearon, los cerdos gruñeron, las cigarras zumbaron. Se encendieron las luces
blancas y azules de la piscina, haciendo que el agua brillara tenuemente. La brisa del
golfo se agitó entre las adelfas.
Jim Ford fingió una sonrisa y se dirigió a Josh.
—¿Vienes a llevarte a tu papá a casa para la cena?
—Sí señor, yo…
—Todavía no me retiro —replicó Sam Cane. Todos optaron por dirigir la mirada
al rosal o al cielo. Carl Banks bajó la mirada a la mesa, para no encontrarse con los
ojos de Sam.
Mi mujer me está esperando. Además, hay mucho por pagar. Josh sabía que así no
iba a conseguir que su padre abandonara el juego.
—Yo me quedo —dijo Travis Denton cogiendo el mazo de cartas y comenzando a
barajarlas—. A siete cartas. Sentaos si queréis jugar. Vincent Tranh se levantó de la
mesa.
—No puedo permitirme otra mano. Sam es demasiado afortunado para seguir
perdiendo. No quiero estar aquí sentado cuando As recobre otra vez su toque.
—En eso estoy totalmente de acuerdo —añadió Carl.
Pequeños pedacitos de papel se agitaban por la brisa bajo los montones de fichas.
Josh contó hasta siete. Algo iba terriblemente mal.
—¿Papá?
—Me quedo aquí —dijo Sam—. ¿Jim? Odiaría sentarme a tu mesa sin que tú
participaras en la acción.
—Papá, papá, mamá dijo que…
—Ssss, Josh.
Jim se movía inquieto.
—Infiernos, Sam, vas a meter al chaval en un problema. ¿Por qué no levantas el
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campo?
—Porque siento que me llega la suerte. —Sam continuaba con su sonrisa fácil,
pero había algo más detrás, un abismo. Se sentía con suerte, Josh estaba seguro de
eso. Tan afortunado, tan confiado en sus posibilidades, que incluso aquellas pequeñas
notas no le ponían nervioso en absoluto. Sam se volvió y enfrentó sus ojos con los de
su hijo.
—Josh, voy a jugar otra mano. Me gustaría que te quedases aquí como mi
talismán de buena suerte. Pero si estás preocupado por meterte en un lío, vete a casa
con tu madre, que yo volveré en cuanto acabe.
Josh miró a su padre, sentado allí tranquilo y despreocupado, con sus ojos azul
claro confiando en él, confiando en su hijo. Tenía una piedra en su garganta que le
hacía difícil articular las palabras.
—Puedo esperar una mano —dijo finalmente.
Travis Denton terminó de barajar las cartas y las dejó sobre la mesa para cortar.
Luego comenzó a repartir.
—¿Estás con nosotros, Jim?
Jim exhaló un suspiro.
—Sí, por qué no. Infiernos, sí. Reparte las malditas cartas.
Tres de ellos en una mano, Travis, Jim y el padre de Josh. Vince, Carl y Uwe
hicieron como si se marchaban, recogiendo sus carteras, las llaves, las gorras… pero
cuando se hubo terminado de repartir las cartas continuaban sentados en la mesa. El
cielo se estaba oscureciendo rápidamente. Hubiera sido difícil poder distinguir las
cartas de no ser por la luz que se filtraba en forma de barras a través de las persianas
de la cocina. Uno a uno, los gallos de la ciudad fueron enmudeciendo. El aire parecía
arrastrar el último suspiro del día, acompañado por el cantar de las cigarras y el
aroma de las magnolias. La noche estaba acercándose.
Josh no pudo evitar echar un vistazo a las cartas de su padre cuando las recogió
de la mesa para ver lo que tenía. Un cuatro de tréboles, un as de tréboles. Travis
jugaba a la Calle Tercera, la variante de póquer donde la tercera carta se ponía boca
arriba en la mesa. Un cuatro de corazones para el padre de Josh. El corazón de Josh
comenzó a martillar con fuerza en su pecho. Una pareja con la Calle Tercera más un
as de refuerzo. Una mano jugable. Jack de diamantes para Jim Ford. La mano mostró
un siete de corazones.
—El jack habla.
—No subo.
—¿Sam?
—Oh. Voy a veinte. Déjame esa libreta tuya, ¿quieres, Carl? —Cogió la libreta y
escribió en ella con su bolígrafo.
—Veo tus veinte y echo veinte más —dijo Travis. Echó un dedo más de bourbon
en su vaso de chupitos.
—Mierda —dijo Jim mirando a Josh y a su padre y arrastrando un montón de
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fichas por valor de cuarenta dólares.
El padre de Josh volvió a escribir una nota. Es un hecho constatable el que
después del Gran Huracán de 1900, el Consejo Municipal de Galveston pidió a los
Denton que acogieran temporalmente a un grupo de huérfanos, y que los Denton
rehusaron. Dijeron que no tenían espacio, comida o agua para encargarse de ellos.
Una semana más tarde, cuando Will Denton Junior le dijo al coronel que sus
negocios se iban a resentir del éxodo de los supervivientes fuera de la isla, el anciano
hizo uno de los comentarios más famosos de la historia de la isla.
—Bien —dijo—, recuerda: los dos somos grandes aficionados a la caza y a la
pesca. Cuantos menos seamos en la isla, tocaremos a más caza y pesca.
Dos semanas después del huracán, Will Denton Junior compró una mansión de
treinta habitaciones en el número 2618 de Broadway por diez centavos de dólar.
El tatara-tatara nieto del coronel repartió otra carta a cada uno de los jugadores.
—Nueve de picas para Jim, no hay nada para ligar ahí.
Depositó un cinco de diamantes frente al padre de Josh.
—Posible escalera. A la mano le toca un rey de corazones. Y eso os costará
cuarenta —añadió poniendo cuatro fichas azules en el centro de la mesa. Travis
intentaba asustar al dinero de Sam. Esta era su forma de apretarle los tornillos a Sam,
de intentar que se retirara o hacerle apostar todo no porque tuviera las cartas, sino
porque tenía que ganar.
—¿Cuarenta? —intervino Jim—, ¿habiendo jugado solo cuatro cartas?
—¿Y a ti que te importa? Paga o cierra la boca, Jim. Tú no estás en la quiebra.
—Veo tus cuarenta —replicó el padre de Josh— y echó cuarenta más. A Josh la
boca se le quedó seca.
Ellos siempre jugaban partidas de cinco y diez dólares, pero ahora, no sabía muy
bien cómo, las cosas habían cambiado hasta tal punto que la partida pasaba a ser de
veinte y cuarenta dólares la mano.
—Papá, ¿qué tal si se le ponen límites a las apuestas? Tú decías que…
—No hables, Josh.
Josh se mordió el labio por dentro hasta que le dolió. Se lo merecía. Qué fallo tan
enorme. Había cantado las cartas de su padre. Todos sabían ahora que no tenía una
jugada espectacular.
—Veo tu envite y vuelvo a envidar con lo mismo —dijo Travis. Empujó ocho
fichas azules hasta el centro de la mesa. Ya no se podían subir más las apuestas.
—¡Por las barbas del chivo negro, Travis!
—Jim, ¿entras o sales? Si entras, pon tus fichas en la mesa, si no, cierra la puta
boca.
Jim arrojó sus cartas contra la mesa.
—Estoy fuera, maldita sea —agarró su vaso de cerveza con las dos manos y lo
vació de un trago, volviéndolo a dejar sobre la mesa con un golpe seco—. Sam, subir
la apuesta es una tontería, por el amor de Dios. ¿Crees que ahora estás metido en un
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lío con Mandy? Joder, ¿qué infiernos crees que va a ocurrir después de esto?
El padre de Josh levantó la vista hacia él.
—Te pediría por favor que no utilizaras ese lenguaje en presencia del chico, Jim.
Jim Ford desvió la mirada hacia el jardín de rosas que la oscuridad se iba
tragando poco a poco.
—Lo siento, Sam, yo solo…
Una pequeña lagartija verde del tamaño y grosor del dedo de un hombre se
escurrió de la grieta de unas piedras y trepó por la pared buscando algún insecto que
se sintiera atraído por la luz que se filtraba por las rendijas de la persiana de la cocina.
Los ojos de Jim cayeron hasta las losas del empedrado del jardín.
—Iré dentro a ver si la cena está lista.
El padre de Josh escribió otra nota.
—¿Nos sentimos afortunados, Sam? —comentó Travis Denton.
—Toda la noche, si quieres creerlo.
Josh estaba mirando fijamente a la lagartija. Se quedó congelada cuando un
mosquito se acercó atraído por la luz y comenzó a golpear las contraventanas una y
otra vez buscando una posible entrada. Bump, bump, bump.
Travis soltó una carcajada.
—Pero aun así continúas perdiendo.
Slurp. La lengua se disparó más rápido de lo que Josh jamás había alcanzado a
ver. La madre de Sloane Gardner, la Gran Duquesa, todavía tenía un ordenador de
diseño anterior al Diluvio y suficiente energía para hacerlo funcionar; allí tenía una
imagen de la lengua de un lagarto atrapando a una mosca en su enciclopedia en
CD-ROM. Cruzando el aire como un látigo, sin dar oportunidad al insecto. Tenías
que ir pasando las imágenes una a una para poder verlo todo.
Por favor, se dijo Josh. Por favor, papá. No lo hagas. Pero las palabras no salían
de sus labios. Se humedeció los labios, secos a pesar de la noche húmeda de Texas.
—Vamos, Sam —murmuraba Carl Banks—; vamos, As.
Travis Denton repartió la quinta carta. Un dos de diamantes para el padre de Josh,
un seis de corazones para él mismo.
—Todavía trabajando para una posible escalera por aquí. La mano tiene tres
corazones sobre la mesa.
Hora de las apuestas. Más fichas en el centro de la mesa. Más trozos de papel.
El padre de Josh tenía dos cuatros y un as en retaguardia. Todo lo que necesitaba
era un tres para hacer escalera. Travis podía tener una pareja, una doble pareja, o
probablemente, color. Si tenía una pareja, un cuatro en el siguiente descarte haría que
el padre de Josh tuviera un trío, suficiente para ganarle. Un tres le daría una escalera;
bueno, pero no lo bastante para superar al color de Travis si conseguía dos corazones
más. Otro as o un cinco le darían una doble pareja además. Era una buena mano, una
buena situación, dejando aparte el hecho de que había demasiado dinero en el bote de
la apuesta. Había de largo demasiado dinero en el bote. Si Sam no conseguía nada
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decente en el descarte, se quedaría con una pareja de cuatros y un as. Jugando a un
total de siete cartas, podías ganar con esa jugada, pero eso seguro, no arriesgarías
tanto dinero. No tan rápido como Travis estaba conduciendo la partida.
Quizás no tuviera nada, quizás estaba de farol.
—Es más fácil engañar con un farol a un buen jugador que a uno malo —solía
decir siempre Sam—, un mal jugador solo piensa en ganar. Un buen jugador está
dispuesto a dejar pasar una mano y esperar una mejor ocasión. A él no le importa que
le engañen. No permite que le afecte como algo personal.
Pero esto era personal. Es por mí, pensó Josh. No quiere que le faroleen delante
de su chico.
¿Por qué no se habría quedado esperando con Gloria en la cocina tan solo unos
pocos minutos más? Justo lo suficiente para que a su padre le hubieran dado la paliza
y luego salir de allí mientras aún estaban a tiempo. Papá y mamá tendrían una
discusión al respecto, por supuesto. Incluso Jim Ford era consciente de eso. Ya había
habido otras discusiones antes. Pero ahora… Josh trató de imaginar cuánto había
escrito en aquellos pequeños pedacitos de papel, aquellas pequeñas banderas blancas
sacudidas por la oscura brisa del sur de Texas bajo los montones de fichas alrededor
de toda la mesa.
La sexta carta, o calle sexta, era un nueve de tréboles. Otra basura, sin utilidad
ninguna. Un mosquito se posó sobre el cuello de Sam Cane. Lo ignoró. Josh observó
cómo clavaba su aguijón y comenzaba a beber. Travis apostó. El padre de Josh
rompió el silencio.
—Acabemos ya con todo esto. Nunca decía cosas como aquella. Nunca se
mostraba ansioso por ver la última carta.
Una paloma rompió a volar desde algún lugar más allá de la penumbra, nada más
que un batir de alas hasta que alcanzó la suficiente altura como para verla recortada
contra las últimas cenizas azules de luz en el oeste. Josh rezó. «Por favor, Dios, dale a
mi padre un tres o un cuatro. Un as o un dos o un cinco estaría bien, pero un tres o un
cuatro sería mucho mejor. Seré muy, muy, muy bueno si haces esto por mí».
La última carta. El padre de Josh la dejó reposar sobre la mesa por una eternidad,
y luego la recogió suavemente y la llevó a su mano junto con las demás, muy cerca
de su pecho. Tan rápido que Josh no pudo verla. Lo único que pudo distinguir era el
color rojo. Y que era una figura.
Nada.
Josh levantó la mirada y vio cómo Travis le miraba a él. No pudo sostener su cara
de póquer. Él simplemente se quedó clavado allí, sabiendo que cada poro de su
cuerpo estaba gritando a los cuatro vientos que no tenían nada en la mano, nada,
nada, nada.
—¿Te gusta mi chico, Travis? —dijo Sam como si nada—; le estás clavando la
mirada. No estabas mirándome las cartas, ¿verdad que no, Josh?
—No, señor. No he visto las últimas cartas, señor.
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—Buen chico.
—Lo prometo. No pude ver nada.
Travis Denton levantó el vaso para ocultar su rostro. Le temblaba la mano.
—Solo estaba mirando a través de él, Sam. Exprimiéndome el cerebro. Sin
embargo, parece un buen chico.
Quizás no se haya dado cuenta, pensó Josh. ¿Y qué importa si yo parecía
asustado? Ese es el aspecto que yo tendría que tener con tanto dinero sobre la mesa.
—¿Apostamos, Sam?
—Eso creo —el padre de Josh escribió algo en un trozo de papel y lo arrancó
limpiamente de la libreta. Era demasiado largo para ser un número. Acercó el papel
hasta Travis—. Me pregunto si vas a aceptar la apuesta.
Travis recogió el pedazo de papel. Lo miró con ojos muy abiertos.
—Yo… yo… no lo sé, Sam.
—Esa es mi apuesta —dijo el padre de Josh, con tan solo una ligera sonrisa en la
comisura de su sonrisa—. Tú no eres un Banks o un Ford, ¿verdad, Travis? Tú eres
un Denton. Tú puedes aceptar esta apuesta.
Josh sintió que los ojos de Travis se volvían hacia él. Él miró hacia otro lado,
observando a la lagartija acechando sobre el muro. Otra paloma rompió a volar y el
tiempo pareció detenerse para siempre, años y años entre cada batir de alas.
Travis recogió el pedazo de papel y lo depositó en el bote.
—De acuerdo.
Josh rompió a llorar. Se odió a sí mismo por eso; se llevó una mano a la boca y la
mantuvo allí, como si pudiera hacer retroceder sus sollozos más allá de su garganta,
pero no pudo. Las estrellas se nublaron ante sus ojos húmedos. Las lágrimas rodaron
por su cara mientras su padre iba descubriendo sus cartas una a una.
—¡Una pareja de cuatros, maldición! —Saltó Travis—. ¡Por Dios que has estado
de farol hasta el final, hijo de la gran zorra! Tres gorditos sietes por aquí, amigo mío.
Míralos y llora.
El aire se les escapó a los tres hombres que miraban la jugada. Carl Banks le pasó
el brazo por encima a Joshua y le dio un abrazo. Su brazo era grande, y olía a sopa de
soja. Josh lloraba desconsoladamente contra su pecho. Había sido su error lo que
había acabado con todo. Sus ojos los que condenaron el farol de su padre.
—¡Dulce María! —exclamó Vinny Tranh. Sostenía entre sus manos el último
pedazo de papel que había escrito el padre de Josh. Jim Ford estaba en la puerta
trasera.
—¿Qué pone?
Por primera vez, el padre de Joshua no sonreía. Sus ojos azules parecían
abrumados.
—Mi dirección —dijo.
Travis Denton les dio a Josh y a su familia dos semanas para abandonar su casa.
La isla de Galveston, una fina franja de tierra y arena de tan solo treinta millas de
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largo, y a menos de tres millas de Texas, había sido bautizada en dos ocasiones. Dos
veces había caído en la oscuridad y por dos veces había vuelto a nacer, tomando aire
entrecortadamente hacia una nueva vida.
La primera catástrofe que sufrió la isla en la era moderna ocurrió en la tarde del
siete de septiembre de 1900, cuando un huracán que parecía destinado para la costa
de Luisiana viró el rumbo inesperadamente y alcanzó Galveston.
En esa época el punto más alto de la isla se alzaba a dos metros y medio del nivel
del mar. Las olas que formó el huracán tenían seis metros. Los grandes vientos
huracanados arrancaron los tejados de las casas y los arrojaron a través del aire como
las cuchillas de una sierra mecánica, arrasando todo a su paso. El mar y el viento
acabaron con prácticamente todo lo que se erguía cercano a la playa, reuniendo los
escombros y golpeando con ellos los muros de las casas que quedaban en pie, una y
otra vez. Aquella trilladora de cascotes, de ocho metros de altura, dejó un área de
sesenta mil hectáreas de tierra desnuda, incluyendo casi un tercio de la ciudad. Por
allá donde pasó no quedaba nada: ni casas, ni muelles, ni árboles, ni matojos.
Uno de cada seis habitantes de la isla murió en el huracán. Trescientas sesenta
casas fueron destruidas. Un hombre pudo contar cuarenta y tres cuerpos colgando de
un puente para el tren en ruinas. De los noventa y siete niños del orfanato de Santa
María, únicamente sobrevivieron tres. Los cuerpos de nueve de ellos, todavía atados
con cuerdas de tender a una monja ahogada, se encontraron junto a la playa a varios
kilómetros. Para el atardecer del día ocho de septiembre, estaba claro que había
muchos, demasiados cadáveres para enterrar. Las primeras estimaciones del número
de muertos pasaron de cincuenta a trescientos, a mil y hasta seis mil personas
muertas. Se reclutó a punta de pistola a grupos de negros para cargar los cadáveres y
los pedazos de los muertos en carromatos. Para cuando llegaron al mar abierto se
había hecho demasiado oscuro para seguir trabajando, y los negros tuvieron que
quedarse a dormir junto a los cadáveres en incipiente descomposición. Cuando llegó
el día ataron pesos a los cadáveres y los echaron al mar.
Al siguiente día los cadáveres volvieron flotando a lo largo de toda la playa. Los
cuerpos se deslizaron de las cuerdas que los ataban a los pesos y llegaron a la
superficie del mar. Después de aquello, los cuerpos se incineraron en grandes piras
que continuaron ardiendo durante semanas. La isla se llenó del olor a cadáveres
quemados.
El segundo bautismo de la isla llegó en 2004, durante la semana de las fiestas del
Mardi Gras. Esta vez Galveston se inundó no de agua, sino de magia. La magia había
estado creciendo desde el final de la Segunda Guerra Mundial, un poco más cada año.
Cuando en un cierto espacio y tiempo se almacenaba la suficiente cantidad de magia,
una fuerte emoción podía actuar como catalizador. De esa reacción vendría un efecto,
una precipitación de la magia, un monstruo creado por el amor secreto de un solitario,
o una pesadilla hecha carne a través de sentimientos de amargura o de desamparo.
En la primavera de 2004, comenzó una reacción en cadena donde la magia
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provocaba más magia, y el mundo se inundó de sueños. El mediodía de luz de la
racionalidad del siglo XX se vio reemplazado por la larga noche de los sueños y los
espíritus, donde los fantasmas caminaban y una casa o un árbol o una carretera
podían despertarse y encontrar su voz y su voluntad. En Texas, donde la gente
todavía era profunda conocedora del Antiguo Testamento, se conoció a este
cataclismo como el Diluvio.
Cuando acabaron los siete días del Mardi Gras de Galveston, el setenta por ciento
de la población había desaparecido. Cientos murieron intentando huir cuando el mar
destruyó la carretera que unía la isla al continente. El alcalde de la ciudad se arrancó
sus propios ojos para no continuar viendo el fantasma de su propio hijo mayor,
muerto años atrás en un accidente de coche. El sonido del metal retorciéndose y de
cristales rotos le siguió allá a donde fue hasta que se voló los sesos con un Colt 45
que le arrebató a un policía encargado de protegerle. Cientos de otros ciudadanos
siguieron su ejemplo, suicidándose con armas de fuego o bien con pastillas o
emanaciones de gas, o corriendo por los largos muelles hasta lanzarse al vacío con los
brazos extendidos y caer en las cálidas aguas del Golfo de México.
Los ciudadanos de Galveston eran perseguidos y acosados por algo más que
recuerdos. El terror y la locura dieron a luz todo tipo de criaturas monstruosas:
escorpiones del tamaño de perros, el Payaso Llorón y el Comedor de Cristales y la
Viuda en su vestido negro, cuyo toque significaba la muerte instantánea y que
devoraba a sus víctimas.
Aunque muchos murieron, muchos más cayeron en el Carnaval Interminable,
donde siempre era Mardi Gras y siempre era de noche, donde se bailaba con pies
sangrantes y nunca se dejaba de cantar. Era un maravilloso y glorioso disturbio hecho
fiesta regido por el cruel Momus, de cabeza en forma de luna. De los miles que
vagaban por sus dominios, únicamente un puñado lograron regresar de nuevo al
mundo real.
Cada comparsa del Mardi Gras, durante la época más turística de Galveston,
patrocinaba un evento diferente: un baile, un festival de cerveza o un concierto. La
Comparsa de los Arlequines estaba haciendo un desfile cuando el Diluvio hizo su
aparición. Fueron los primeros en ver la magia saltando de juerguista en juerguista,
apagando a los borrachos y los drogados como a velas. Las calles del carnaval se
llenaron de confusión y asombro y los payasos cayeron en la locura y los fantasmas
de los muertos de Galveston flotaron a través de las avenidas tomando la forma de
una marea incontenible. Los arlequines, todavía desfilando con sus disfraces de
cuadros negros y blancos o sujetando sus flotadores, tenían suficiente magia como
para controlar su propia ola mágica y poder tomar lo suficiente de ella como para no
ser arrollados por la marea. El afortunado Samuel Cane había sido uno de los que
marchaban en aquel desfile.
Justo cuando las criaturas se estaban formando a partir del dolor y del pánico, las
comparsas más importantes hicieron nacer a sus propios dioses. La mar adormecida,
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andante, se creó alrededor de la Comparsa de Thalassar. De las esperanzas y los
miedos de marineros y pescadores tomó la forma y el carácter la mar adormecida,
brindando algo de protección a los miembros de su comparsa. En cuando la gente se
dio cuenta de lo que estaba sucediendo, intentaron unirse a las comparsas que
pudieron, con la esperanza de quedar fuera del alcance de los demonios del Mardi
Gras. Algunas comparsas pudieron ofrecer ese refugio seguro, otras fueron
destruidas. La de la Cerveza, por ejemplo, era un grupo de borrachines universitarios
de la Universidad de Texas hambrientos de fiesta, que pensaron que el Mardi Gras de
Galveston era algún tipo de performance excéntrica con buenos efectos especiales. Si
algún dios se formó alrededor de su miedo alcoholizado no les sirvió de nada, y la
comparsa se disolvió como la tinta de los periódicos bajo el agua.
Al final de todo, solo cinco de las comparsas más importantes salieron de aquella
situación con sus integrantes intactos: la de los Arlequines, las mujeres de la
Comparsa de Venus, la de Thalassar (originalmente la comparsa náutica A&B de
Texas), y la Antigua y Honorable Comparsa de los Caballeros de Momus, que había
estado celebrando el Mardi Gras en Galveston desde la década de 1860 y era
hábilmente dirigida por su Gran Duquesa, Jane Gardner.
Fueron dos las mujeres que salvaron la isla, Jane Gardner y Odessa Gibbons.
Resuelta, práctica y con recursos, Jane Gardner supo sacar provecho de su apellido y
posición como la líder de la comparsa más importante, para conducir a todos aquellos
que pudo una vez que la primera ola de magia hubo remitido. Formó cuadrillas de
trabajo y brigadas de voluntarios para combatir los incendios, recogió supervivientes
y los hizo trabajar taponando vías de escape de las tuberías de gas que venían a la isla
desde el Golfo de México y que proveían de energía a la isla, y racionó el agua
disponible hasta que las estaciones de bombeo pudieran ser reparadas.
Odessa Gibbons era un ángel, una persona con talento para sentir y utilizar la
magia. Podía ir y venir entre el verdadero Galveston y la fiesta interminable del
Carnaval de Momus. Su trabajo fue el de empujar a todas las criaturas que pudo
desde el Galveston real a aquel Mardi Gras eterno. Su tarea era sostener todo aquel
Mardi Gras como el pequeño niño holandés sostiene el dique, manteniendo la magia
a raya. Al principio la magia se había extendido por todas partes, pero Odessa fue
capaz de luchar contra ella y hacerla retroceder y recuperar la imagen del mundo tal y
como había sido una vez. Era inmisericorde con sus deberes. Los habitantes de la isla
empezaron a considerarla una bruja. La llamaban la Reclusa, y la gratitud que
pudieron haber sentido por haberlos salvado fue siendo reemplazada por recelo y
miedo. Si un niño comenzaba a entender el lenguaje de los pájaros o una mujer
obtenía el don de sanar más allá de los límites de la medicina convencional, la
Reclusa se iba a enterar tarde o temprano. En un día, o en una semana, o quizás
incluso un mes más tarde, aquella persona afectada por la magia desaparecía. Se
decía que había ido a parar al Mardi Gras eterno, o que se había «marchado con las
comparsas».
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Josh se había preguntado a menudo si su afortunado padre seguiría algún día ese
destino.
Amanda, la esposa de Samuel Cane, era una de las dos únicas farmacéuticas que
habían salido indemnes del Diluvio y que habían tenido la suerte de conservar su
establecimiento y sus existencias sin daños. Ella era un miembro respetable de la
Comparsa de la Solidaridad hasta el día en el que Sam perdió su casa y su suerte
comenzó a cambiar.
En aquellos días, Galveston era un mal lugar en una mala época para alguien sin
suerte. La madre de Josh no intentó ni por un momento revocar la apuesta de su
marido. Después del Diluvio, la suerte no era un riesgo sino un presagio, y se tomaba
tal y como venía. Pero ella solía decir que tampoco podías arriesgar el futuro de tu
familia por la suerte. Las palabras que Josh siempre recordaron fueron: «tu padre y yo
hemos decidido que lo mejor será que vivamos separados».
—¿Y eso es todo? —había dicho Josh, volviéndose a su padre, furioso, con
lágrimas en los ojos—. ¿No vas a… a… a hacer nada?
—En ocasiones tienes que deshacerte de tus pérdidas —había respondido Sam
Cane.
Dos semanas más tarde, Travis Denton llevó a su esposa y sus tres hijos para
inspeccionar su nueva propiedad.
Los niños estaban jugando en el ático cuando la casualidad quiso que un
cortocircuito y un escape de gas provocaran una explosión que redujo la casa a
escombros. Travis y su esposa murieron instantáneamente. Dos de los niños
perdieron la vida en el fuego. El tercero murió en el hospital una semana después a
causa de las quemaduras.
—¿Lo ves, Mandy? —le dijo Sam Cane a su esposa borracho y exultante en la
entrada de la pequeña y maloliente casa de alquiler donde vivían ella y Josh—.
Podemos estar juntos. Cielos, es algo horrible, es una tragedia, ¡pero es algo que iba a
suceder! Es por eso que continué con la partida. Es por eso que tenía que seguir
perdiendo. Si no hubiera perdido la casa, los que estaríamos allí seríamos nosotros,
serían nuestros dientes los que estarían recogiendo en la acera.
—No, Sam —la voz de la madre de Josh sonaba muy cansada—. Todavía te
quiero, pero no.
—¿No lo entiendes, Mandy? Todavía la tengo. ¡Todavía tengo mi suerte!
—Lo sé —dijo la madre de Josh—, pero a nosotros ya no nos tienes más.
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PRIMERA PARTE
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1.1 Sloane
J
osh tiene diez años, todavía está viviendo la vida apacible que su padre perderá
jugando a cartas el invierno siguiente. Está sentado junto a Sloane Gardner en
una silla plegable detrás de la piscina de Jim Ford y están mirando las estrellas.
Es una de las exuberantes fiestas de Jim. Dentro, la banda de música ha pasado
de tocar «La rosa amarilla de Texas» a algunas viejas canciones de los Beatles. Los
miembros de más edad del público cantan los estribillos. Las risas y la luz de las
lámparas se filtran entre los postigos de las ventanas.
Los niños han sido desterrados al jardín trasero. Algunos de ellos se habían
acercado sigilosamente al porche trasero para espiar a través de las rendijas de la
ventana a los cantantes espontáneos, hasta que un adulto con un vaso de whisky de
palma al ver aquellas figuras delgadas junto a los postigos, los espanta con un
movimiento de brazos. El resto de los niños están diseminados alrededor de la
piscina, repantigados en las sillas del patio o bien sentados en el borde mojando sus
pies en el agua. Las luces submarinas de la piscina están encendidas provocando un
efecto iridiscente en el agua, que toma un color azul que parece de otro mundo. Los
murciélagos giran y revolotean, retazos de noche que se mueven tan rápido que Josh
los siente más que los ve, con sus minúsculas alas y sombras alimentándose de los
mosquitos.
Uno a uno, los chicos van cayendo dormidos en los asientos del patio o se los
llevan, con ojos nublados, padres que quieren volver pronto a casa. Josh, que se las ha
arreglado para sentarse al lado de Sloane, se muerde el labio para permanecer
despierto. Tiene la esperanza de que ella le vaya a hablar y le haga preguntas, porque
ella es la más curiosa de todas las chicas y él es el más listo. Ella está tanto tiempo sin
hablar que Josh se teme que se haya dormido, de modo que opta por decir algo.
—Vaya, las estrellas por la noche realmente son grandes y brillantes en el corazón
de Texas.
Ella sonríe. Se trata de una pequeña sonrisa, privada, justo entre los dos. Él le
explica que las estrellas parpadean en la noche a causa de las columnas de aire que
fluyen y giran entre la tierra y el espacio, como una botella de cristal, y es por eso que
parecen más grandes unos días que otros, y que ondulan cuando las miras fijamente.
No se lo ha dicho su padre; lo ha leído en la enciclopedia del ordenador de su madre.
—¿Por qué desaparecen las estrellas cuando les fijas la mirada? —pregunta
Sloane.
—¿Desaparecen?
—Inténtalo —ella entrecierra los ojos y mira hacia el cielo—; coge una que veas
con el rabillo del ojo y luego centra la vista en ella. Él lo intenta.
—Oh.
—¿Lo ves? ¿Y eso por qué es?
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—Bueno, probablemente es que… —y entonces Joshua se detiene, porque ha
estado a punto de mentir, y eso es anticientífico. En lugar de eso reconoce—: No lo
sé.
Siente que ha fracasado, pero ella le mira de esa extraña forma otra vez,
complacida. Su sonrisa le recorre el cuerpo como un escalofrío sobre la superficie de
la piscina azul iridiscente.
Después de un tiempo él casi está dormido en la tumbona del patio cuando siente
el contacto seco de los dedos de ella sobre sus manos. Él permanece muy quieto, sin
saber qué hacer, con miedo de que el más mínimo movimiento la asuste y retire su
mano. Puede sentir los latidos de su corazón retumbando hasta su dedo pulgar. Es
como si todo su ser se hubiera concentrado en la piel de su mano izquierda. La mano
de Sloane va más allá de sus dedos. Sus manos se enlazan. Las risas que provienen de
la mansión a sus espaldas cruzan el aire como la brisa que agita las magnolias.
—No se lo digamos a los demás —le susurra ella.
Él le aprieta la mano y sacude la cabeza afirmativamente con el corazón
creciéndole en el pecho mirando hacia las estrellas hasta que el sonido de su
respiración cambia y los cálidos dedos de ella se relajan entre los suyos. Él está
medio dormido, azul y ondulante, con una luz en su interior. Ido en el agua.
Después de que Amanda Cane perdiera su casa y su marido, así como la suerte de su
esposo, ella y Josh se mudaron a multitud de lugares. Al principio a Josh todavía se le
invitaba a las mejores fiestas de cumpleaños, pero el tiempo fue pasando. Las ropas
de Josh se iban haciendo más desaliñadas, su voz se fue quebrando, Jenny Ford fingía
no reconocerle durante los desfiles del Mardi Gras. Randall Denton se reía de él
cuando se lo encontraba en la calle. Pero a Josh la que más le importaba era Sloane
Gardner. Durante años después de que se mudaran del barrio, Josh fue encontrando
excusas para ir a Ashton Villa, donde ella vivía con su madre la Gran Duquesa. O si
no, él iba al centro de la ciudad a jugar al ajedrez. Él era un buen jugador, ganaba en
muchas ocasiones, y las partidas se realizaban en mesas de mármol en la calle junto a
la entrada de las oficinas de la Antigua y Honorable Comparsa de Momus, donde
Sloane iba más y más a menudo a ayudar a su madre en las tareas de dirigir la ciudad.
Amanda Cane perdió la licencia para regentar la farmacia. Josh pidió prestada una
carretilla y recogió todas las cosas de la farmacia, guardándolas en una habitación de
su pequeño apartamento al lado más pobre de la avenida Broadway. Randall Denton,
que tenía diecisiete años, ahora ignoraba completamente a Josh.
Más tarde Amanda y Josh trabajaron intensamente durante un brote de fiebre
amarilla en la ciudad. Josh estaba más y más tiempo en la biblioteca buscando
remedios caseros y propiedades de hierbas medicinales para la tienda de su madre
conforme las medicinas convencionales fueron acabándose una a una. Juntos,
aprendieron a hacer cataplasmas a partir de la salvia y algas para aliviar el dolor de
cortes y hematomas, elaborar té de damiana para las personas mayores con
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constipado, hacer pasta de chili para paliar el dolor de la artritis, y experimentaron,
con precaución, con extracto de planta de maravilla para pacientes con asma.
Josh tuvo un fuerte acceso de acné en la piel, y las guapas chicas mexicanas se
reían de él. Intentó curarse el acné tomando infusiones de té de damiana y
aplicándose cremas faciales hechas de milenrama seca puesta a hervir en agua. No
funcionó. Esperó a un gran tirón que nunca llegó. Finalmente se hizo a la idea de que
un metro sesenta sería todo la altura que iba a alcanzar. Sloane, por otra parte, creció
alta y esbelta, y comenzó a llevar aquellos vestidos elegantes que su madre solía
llevar. Durante más de tres años, Josh se escabulló por cualquier rincón cuando se la
encontró por la calle, y le dejó a su madre todos los recados que hubiera que hacer en
las inmediaciones de Ashton Villa.
Nunca creció nada más, pero su piel se aclaró y su voz se asentó en su nuevo
registro. Sus ropas estaban viejas y maltrechas, pero se las arreglaba para que
estuvieran limpias y aseadas. Un día de 2023, justo después de su dieciocho
cumpleaños, caminaba por la avenida Strand para comprar una estopilla nueva.
Llevaba una camisa anodina pero limpia de algodón gris de Galveston, un buen par
de calcetines y un par de sandalias de cáñamo cuando Sloane surgió de repente del
edificio de la Comparsa de Momus justo cuando él pasaba por delante de la puerta.
Se inclinó levemente para dar un saludo cortés.
—Buenos días, Sloane.
—Lo son, ¿verdad que sí? —Y le ofreció una sonrisa educada e impersonal, que
la hija de la Gran Duquesa debía emplear a menudo con los ciudadanos que visitaban
a su madre. No tenía ni la menor idea de quién era él. Josh estaba destrozado.
Había que agradecérselo a la vida feliz y regalada que había vivido hasta
entonces.
Cinco años más tarde, cuando la Gran Duquesa cayó enferma, no pudo evitar
preguntarse si Sloane se pasaría por un casual por su tienda a buscar medicinas. Una
fantasía estúpida. La Gran Duquesa estaría atendida por verdaderos médicos y le
administrarían los remanentes de medicinas que quedaran de antes del Diluvio. Se
enfadó consigo mismo. Sí, seguro, Sloane Gardner vendría corriendo a pedirle ayuda.
Y él, ¿qué le ofrecería? ¿Dientes de ajo para hacerle unas friegas en los pies?
¿Champú de ortigas para que el cabello le volviera a brillar como antaño?
Pero la suerte iba a hacer que Sloane finalmente acudiera a su tienda a finales de
aquel verano, apenas consciente, con su vestido rasgado y con sangre recorriendo su
rostro.
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castaña para los ojos. Es el tipo de noche, pensó ella, que pone bajo presión el
armario de una.
Una sirvienta llamó a la puerta de su dormitorio.
—¿Necesita ayuda, señorita?
—No, gracias, Consuelo. Tú vete preparándote.
—Bueno. ¿Y su madre…?
—Yo vestiré a madre.
—Gracias. —Había un obvio alivio en la voz de Consuelo. Ninguno de los
sirvientes podía soportar ver a Jane Gardner reducida a aquel lamentable estado.
Únicamente su hija era la que había de soportar aquella carga.
Eran entonces las seis en punto de la tarde. Una hora y media para que Sloane se
vistiera, y después veinte minutos para ponerle un conjunto a su madre, que
resoplaría y se quejaría por perder tanto tiempo arreglándose. Los invitados
comenzarían a llegar a partir de las ocho. Al menos tendría que pasar un par de horas
de charla hasta poder escabullirse… Sería entonces a las diez y media en el mejor de
los casos, cuando ella pudiera ir al parque de atracciones encantado donde habitaba el
Señor del Mardi Gras a suplicar por la vida de su madre. El solo pensamiento la hizo
estremecerse de terror. Pero todo lo demás había fallado. Si ella no lo intentaba, Jane
Gardner moriría.
De cualquier forma, lo más probable era que muriera de todas maneras.
Las manos de Sloane le temblaban sin poder evitarlo. Iba a ser difícil ponerse el
maquillaje en esas condiciones. Maldición. Su madre no sería así de cobarde. Como
consorte de Momus, Jane Gardner se había enfrentado al Dios Luna cada Mardi Gras
desde 2004. La madrina de Sloane, Odessa, era una bruja poderosa, y el último ángel
superviviente de Galveston. Por lo que sabía, podía charlar con Momus una vez al día
y dos el domingo. Sloane no era como aquellas mujeres. Ella necesitaba la confianza
que le proporcionaba una máscara facial y un conjunto elegante. Una vez que se
había hecho los ojos y que llevaba puesto un traje cosido a mano, le era mucho más
fácil ser valiente.
Sloane se estudió a sí misma en el espejo de la mesa. Era alta y cargaba el peso
sobre sus piernas: pies grandes, pantorrillas redondeadas, caderas anchas y trasero a
juego. Parezco una pera, pensó amargamente. Eso también explica mi estado,
fácilmente dañable y menos densa en el medio. Su cintura y sus hombros eran más
estrechos. Tenía unos pechos interesantes, pensó. Grandes, pero no aquellos enormes
y redondos que los hombres parecían admirar. Los suyos caían desde el pecho y luego
se levantaban al final, con los pezones apuntando hacia arriba. Más como calabazas
que como melones. Sloane era lo que ella se llamaba en la intimidad, una por-qué-no.
Su rostro estaba en la media, pero con un buen maquillaje y sonriente podía parecer
más bien guapa. Ahora no estaba sonriendo; su piel estaba húmeda y pálida.
Haciendo una mueca por su propia fealdad, alargó el brazo hacia la sombra de ojos.
El coraje vendrá o no vendrá, chica, pero la vanidad nunca te fallará.
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La mayoría de los días Sloane utilizaba el más nuevo y tosco de los maquillajes
que se fabricaban en la Isla Galveston, pero aquella noche se aplicó el último
precioso tarro de antes del Diluvio que Odessa le había regalado por su decimosexto
cumpleaños. Era la mejor forma de anticiparse a un posible llanto, ya fuera de miedo
o de dolor. Lo que necesitaba era una máscara robusta.
—Si no quieres perder el tiempo preocupándote —le dijo Odessa en una ocasión
—, ¡sé audaz! El uso más abusivo del maquillaje es pretender que no llevas nada.
Aquello era tristemente cierto. Sloane tenía ojos avellana claro, complexión
pálida y cabello castaño. ¡Más colores de pera! Lo que le dejaba únicamente dos
elecciones posibles. Podía teñirse el pelo de negro o rojo y después utilizar lápices
negros y máscara, dando a sus ojos el contraste de un verde fuerte. Eso era lo que
Odessa habría hecho. O bien ella podía emplear horas en frente del espejo con
sombras lápices marrones suaves, emborronando y perfilando.
Sloane comenzó a aplicarse la base de maquillaje. Después de cuarenta minutos
se reclinó hacia atrás en la silla y se contempló en el espejo. Era descorazonador ver
qué sutil era el cambio. Aún y todo era mejor que sobrepasarse por el lado de la
sofisticación.
Se preguntó si Momus la violaría. Seguramente no. No a su ahijada.
El aire acondicionado se activó, luchando su larga y perdida batalla contra el
clima veraniego de Texas. Un ventilador de techo se movía rítmicamente sobre su
cabeza, haciendo que la mosquitera de la cama de Sloane se agitara y retorciera por
efecto del aire. No había llovido desde el cuatro de julio. De aquello hacía casi siete
semanas. Jane Gardner y su ciudad estaban marchitándose juntas.
Sloane se incorporó y caminó hasta su ventana. El cristal parecía cálido al
contacto. Echó un vistazo al patio trasero. Los pollos escarbaban el suelo en el
gallinero detrás de la casa. Santa Anna, el gallo, saltó sobre el cobertizo donde los
dos generadores Lexus 02 vibraban y zumbaban, suministrando energía para los
ordenadores, refrigeradores y el maravilloso aire acondicionado de la Ashton Villa.
La piscina era un hueco desnudo. Su madre la había vaciado a fines de julio para
promover el racionamiento del agua.
—A no ser que mandes en un estado policial, tienes que tener autoridad moral
para gobernar —decía Jane.
Ella había sido abogada antes del Diluvio.
Primero la cara, luego el vestido. Sloane abrió las puertas de su enorme armario
de madera de ciprés y fue revisando las hileras de trajes que colgaban de las perchas,
intentando encontrar algo con lo que no le importara morir. El chaleco color gris
oscuro era atractivo de una forma discreta, pero era tímido y profesional, diseñado
teniendo en cuenta el papel de ayudante ejecutivo de su madre. Caminar bajo la
mirada atenta de una luna fuera de sus cabales al Carnaval donde habitaba el cruel
Momus, requería más coraje del que le podías pedir a un vestido de negocios en
condiciones normales.
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—Mis rasgos físicos son una especie de prueba —le había dicho una vez Sloane
una vez a Odessa—; la mayor parte de la gente no me va a prestar ninguna atención,
pero los más inteligentes sí me tendrán en consideración.
Ella tenía entonces dieciséis años, y estaba llena de buenas intenciones.
—¿Y cómo sabrás si has tenido éxito? —le preguntó su madrina.
Sloane meditó la respuesta.
—Únicamente la mitad de las mujeres me tendrán en cuenta y ninguno de los
hombres.
Odessa se había reído de la ocurrencia. Sloane sacó varios trajes de noche y los
fue emparejando con zapatos y chales en el maniquí del tocador que estaba detrás de
su máquina de coser. A Sloane le gustaba usar el viejo modelo Wheeler-Wright que
había pertenecido a la Ashton Villa desde principios del siglo XX. Era un ejemplo de
supervivencia, y ella necesitaba toda la suerte que fuera capaz de encontrar.
Eligió un vestido largo de color liquen con arreglos castaños, un escote no
demasiado bajo y unas finas cintas de tela que caían sobre sus hombros. A eso le
añadió un chal de material diferente, un algodón más claro con menos cuerpo de un
color rosa pálido con las raíces teñidas de sasafrás. Además sumó al conjunto un fino
velo gris oscuro con vainas de pacana. Para el observador poco atento, las tres piezas,
de materiales diferentes y colores que provenían de tintes de plantas locales,
componían la figura de una mujer sin recursos que se vestía con lo poco que tenía…
si no fuera porque las piezas de ropa estaban exquisitamente acabadas y conjuntadas,
y el color oscuro del chal y del velo junto a su rostro servían para acentuar sutilmente
sus ojos.
Ella levantaría el velo para la fiesta, por supuesto. Pero más tarde, cuando se
arriesgara en el parque de atracciones donde vivía Momus, iba a necesitar algo entre
ella y la mirada blanca del dios.
Ella también llevaba puesto su más precioso regalo, el reloj que su madre le había
dado el año que comenzó a menstruar. Era un Rolex de armazón de acero y detalles
de oro y con fragmentos de diamante sobre cada cifra del reloj.
—El tiempo es la primera cosa que se lleva la magia —le había dicho su madre
—, el tiempo no pasa en el Mardi Gras, al menos no en la forma en la que nosotros lo
entendemos. El tiempo tampoco pasa para los salvajes. Ellos viven en un ciclo que
siempre es el mismo: invierno, primavera, verano, otoño, invierno, primavera,
verano, otoño. Conocer qué hora del día es, conocer el día del mes, conocer qué año
es y haber construido algo nuevo y mejor que el año pasado: en eso consiste la
civilización.
Sloane se acercó el Rolex a su oído y escuchó su tic-tac. Algunos días la vida de
su madre, compartimentada entre reuniones de diez minutos y discursos de media
hora, parecía horriblemente sofocante. En esos días, el reloj era el único
complemento que no quería llevar. Pero aquella noche el sonido grave y seguro de su
mecanismo parecía darle fuerzas. Tic, tac, tic, tac. Algo en lo que podías confiar.
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Sloane se sintió más tranquila una vez que estuvo vestida. Se volvió al espejo y se
observó con satisfacción. El espejo no le devolvía la imagen una mujer bonita, pero sí
la de una joven con recursos propios. No una política, no una gobernadora, no una
líder. No una Gran Duquesa. Ella nunca sería capaz de asumir una carga tal. Una
buena ayudante, alguien que conocía su deber.
¿Una bonita víctima que sacrificar?
Sloane cerró su caja de maquillaje. Ya tenía suficiente.
Habían trasladado a la madre de Sloane al recibidor de la planta baja en junio,
cuando se había quedado demasiado débil como para subir escaleras. Estaba sentada
en su silla de ruedas mirando por la ventana de la fachada principal los parterres de
flores marchitas que el sol había echado a perder. Jane había desterrado todos los
muebles del recibidor el día que se mudó allí, reemplazándolos por las viejas piezas
de roble de su antigua habitación.
—Nadie puede pensar con sensibilidad rodeado de esto —había dicho con un
movimiento de la mano señalando todos aquellos muebles. En aquellos días tenía más
energía para mover las manos.
Sloane puso su caja de maquillaje sobre la austera mesa Bailey-Scott junto a la
cama.
—¿Estás cómoda?
—Es como estar enterrada viva. Una pala de tierra al día —dijo Jane Gardner.
La Gran Duquesa había comenzado a sentirse mal no mucho después del Mardi
Gras. Para mayo las dos ya sabían que no podía ser artritis, o una gripe, o la edad.
Sloane finalmente la obligó a visitar al doctor. El diagnóstico fue terrible: la
enfermedad de Lou Gehring. Mientras la mente de Jane era tan aguda como siempre,
una parálisis se iba apoderando de su cuerpo. Su piel y sus miembros iban a ir
muriendo de afuera adentro, centímetro por agónico centímetro. Eventualmente, la
parálisis alcanzaría su corazón, o sus pulmones, y ella moriría. La enfermedad parecía
avanzar inusualmente rápido. El médico se temía que un retal de magia pudiera estar
complicando su progreso. A Jane aquella idea no la convencía del todo.
—Frágil es el sueño de la cabeza que porta la corona, ¿eh? Bonita desgracia.
Sloane ayudó a su madre a que cambiara la posición en su silla de ruedas a una más
cómoda.
—Ya sé que habías planeado sentir lástima por mí de diez y media a once menos
cuarto esta mañana —dijo Jane después de una pausa—, pero mi reunión con Randall
Denton se ha estado posponiendo demasiado y no he tenido otra ocasión para hacerla.
Se trataba de su forma de pedir disculpas. —Si compadecerse de ti es mucha
molestia, puedo hacerlo yo por ti—. Ja. —Jane miró a su hija y asintió con la cabeza
—. Estás muy guapa, hija.
No ostentosa. Pero lamento que lo que haces te robe tanto tiempo. Con todas las
personas de buena familia que van a acudir a la fiesta, ¿le decimos a Sarah que le
saque brillo al cromo? —dijo ella señalando a la silla de ruedas con la mirada—. Era
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una broma.
Sloane intentó sonreír. La facultad de habla de su madre había comenzado a
resentirse por la enfermedad, pero solo un poco. Probablemente nadie lo notaría
todavía. Las consonantes demasiado desdibujadas conforme se le hacía más y más
difícil mover la lengua y los dientes para que hicieran exactamente lo que ella
esperaba de ellos. Sloane ayudó a su madre a cambiarse la ropa de trabajo del día.
Casi podía hacerlo por sí misma, pero había ciertamente algunos movimientos que
estaban ya fuera de su alcance, particularmente echar los brazos hacia atrás para
quitarse una camisa o ajustarse una cremallera en la espalda.
Jane cogió un bastón y se fue renqueando hacia el baño con ropa interior bajo el
brazo. Cuando volvió a la habitación, Sloane había puesto un par de conjuntos sobre
la cama, esperándola.
—Me imaginé que el vestido negro te iría bien.
—Quizás demasiado contraste con esta piel, ¿no crees?
Con el tiempo, enclaustrada en la mansión por causa de la enfermedad, la piel de
Jane Gardner se había vuelto pálida y arrugada como una seta vieja.
—Te he traído un poco de maquillaje…
—No. —Por amor de Dios, madre, vas a parecer…— ¿… como que me estoy
muriendo?
—¡Eres incorregible!
Su madre se hundió inquieta en la cama, tomó aire, y apoyó su bastón sobre la
mesilla de noche. Luego se volvió y observó a Sloane atentamente durante un rato.
—Sería mucho más fácil para ti si yo fingiera que no sucede nada. Si me
comportara como si siempre fuera a estar aquí haciendo las tonterías que hago, y que
entonces tú nunca tendrías que hacer.
Sloane no dijo nada, angustiada por la idea de que la habían cazado. Al final, Jane
Gardner dejó caer su mirada.
—No te hice ningún favor permitiendo que te escabulleras de tus
responsabilidades. Eras una niña pequeña y asustadiza. Pero hay cosas de las que no
puedes escapar.
Sloane ayudó a su madre a ponerse un pantalón elegante de color negro. A media
tarea, Jane detuvo su esfuerzo malgastando el poco aliento que le quedaba
quejándose. Su rostro estaba congestionado para cuando volvió a echarse sobre la
silla de ruedas. Se sentó con los ojos cerrados mientras Sloane le ponía un par de
zapatos negros en los pies.
Al cabo de unos momentos, abrió de nuevo los ojos.
—¿Te acordaste de invitar a todas las personas que te dije?
—Y también a los que olvidaste.
—¿A quiénes olvidé?
—Kyle Lanier. —Un hombre pequeño y feo de piernas torcidas, pensó Sloane. Y
de nuevo, Tú eres la superficial.
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Su madre chasqueó la lengua.
—Tienes razón, el nuevo adjunto de Jeremiah. Es escalador, ¿no es cierto?
—Su abuela era una Rosenberg, pero se casó mal y cayó fuera de la sociedad. Él
está desando como un loco el poder volver.
Jane asintió. Ella respetaba todas las opiniones de Sloane sobre la gente.
—La llave todavía son los Ford y los Denton. Jim Ford es un buen hombre, pero
es viejo y un poco maniático. —Sloane cogió la caja de base de maquillaje.
—Para con eso —le dijo Jane. Sloane lo dejó en su sitio de nuevo—. No tendrás
ningún problema con Jim, pero sus hijos son cosa de otro cantar. Los ha malcriado
terriblemente. Tendrás que tener cuidado cuando trates con ellos una vez que Jim se
haya ido. Y Randall Denton es una serpiente con un par de colmillos de recambio.
No soy tú, no soy tú, no soy tú.
—¿Al menos algo de colorete?
—Por el amor de Dios, Sloane, que no voy a un baile de graduación. He hablado
con Jim Ford y Jeremiah Denton. Ellos entienden la necesidad que tiene la comparsa
de permanecer unida y en equilibrio una vez que yo muera. Especialmente con esta
sequía.
—Mamá, yo no puedo ser tú. Por favor, escúchame.
—Cariño, cuando yo tenía tu edad, yo tampoco era yo —la madre de Sloane giró
la cabeza para mirar a su hija—. Una de las más duras lecciones que todos tenemos
que aprender es qué pocas opciones da la vida a una mujer civilizada con algo de
sentido de lo que le rodea.
Sloane condujo la silla de ruedas de su madre hasta el Salón de Oro, donde
atendería a sus invitados, dejándola cerca del viejo y famoso piano en el que el
fantasma de Bettie Brown todavía tocaba un par de noches cada año. Después de que
Jane Gardner se trasladara a Ashton Villa después del Diluvio, el Salón de Oro, con
sus enormes espejos de marcos dorados y sillas francesas, había sido de nuevo el
centro de la escena social de Galveston. Sloane estaba segura de que aquello debería
complacer al fantasma de Miss Bettie. Su madre pensó que esto era algo
extravagante, lo que demostraba que a pesar de ser una gran líder, era aún y con todo
una mujer de su tiempo. Al contrario que Sloane, ella había nacido en un mundo casi
sin magia de cuyos supuestos ella nunca había podido zafarse del todo.
Jim Ford fue el primero de los invitados en llegar. Desde la muerte de su esposa,
Clara, nadie impedía que Jim apareciera en las fiestas a la hora exacta de la
invitación. Era un secreto a voces que él y su criada negra, Gloria, eran ahora una
pareja de hecho, pero no tenía el suficiente valor como para llevarla a ese tipo de
reunión social, a pesar de los amables ánimos de la Gran Duquesa al respecto. Un
movimiento inteligente: sus detestables hijos jamás se lo permitirían.
Los Ford habían controlado el embarcadero de Galveston desde la Guerra Civil, y
Jim hacía gala de su dinero sin ningún gusto. Como muchos hombres que habían
conocido la moda en los tiempos anteriores al Diluvio, Jim llevaba pantalones con
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tirantes, botas cómodas y camisas ligeras. ¡Y una corbata vaquera! Sloane la advirtió
con disgusto. Gracias a Dios que Clara no vivía para ver aquello.
Sloane se reprendió mentalmente mientras lo acompañaba al Salón de Oro. Mala
chica. Nada de bromas.
—¿Vino de arroz? —le preguntó, encaminándose al gigantesco mueble-bar al otro
lado del piano.
—Gracias, Sloane. —Ella echó el vino en un vaso y le puso un cubito de hielo,
algo que ella sabía que le gustaba, pero que a él le daba vergüenza pedir. Sonrió
cuando Sloane volvió con la bebida. Echando un vistazo al otro lado de la habitación
donde su madre estaba consultando algo con Sarah, su criada, bajó la voz.
—¿Cómo está?
Muriendo, pensó Sloane.
—De buen humor, como puedes ver.
—Tu madre es una mujer extraordinaria.
—Eso me dice ella —sonrió Sloane—, nadie lo cree más que yo, sin embargo.
Sabes, esta mañana estábamos reflexionando sobre la cantidad de pólvora para
comerciar con Beaumont, pero madre me comentó que no me preocupara. «Jim lo
solucionará», me dijo.
Jim esbozó una amplia sonrisa, pasando su mano por donde una vez había estado
su pelo. Jim Ford era uno de los tres directores de la Comparsa de Momus, junto con
su madre y Jeremiah Denton. Jim era tan modesto y se sentía tan feliz cuando alguien
le tenía en consideración especial, que uno de los más agradables deberes para Sloane
era el de felicitarle por todo.
—Oh, no te preocupes —dijo Jim—. La producción ha bajado un poco por aquí,
pero los caníbales de la península Bolívar están tan revueltos este año que en
Beaumont están desesperados por obtener toda la pólvora que sea posible. Así que
subiremos el precio hasta, digamos, cien veces el peso de los cartuchos en arroz, y
saldremos ganando comparando con el año anterior. Mientras esos caníbales no
aprendan a construir barcos, estamos en una buena posición. —Bajó la voz de nuevo
—. Sabes… ¿cuánto más?
¿Seis meses? ¿O semanas? ¿O días? Respondió Sloane mentalmente.
—Ella no lo ha dicho.
—Debe de ser duro para ti.
No tan duro como morir. Sloane se encogió de hombros. Jim paseó una mirada
atenta a su alrededor hasta estar seguro de que no estaba sentado cerca de una ventana
o expuesto a un rayo casual de luz de luna. Se decía que Momus podía ver y escuchar
todo lo que iluminaba la Luna.
—¿Te ha dado él alguna señal?
Pregúntamelo dentro de seis horas, se dijo Sloane. La joven sacudió la cabeza
negativamente. Aquel era un momento especialmente resbaladizo, donde Jim la
miraba con tanta simpatía que era duro no venirse abajo, pero ella dejó pasar el
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pánico como una ola alcanzando las costas del golfo.
—¿Me excusas, Jim? Necesito consultar algo con Sara —dijo ella, escapando
bajo la cobertura de una sonrisa ensayada.
Los invitados fueron llegando y Sloane los fue recibiendo con aperitivos variados:
ostras sobre la mitad de su concha, revuelto de pimientos picantes, anillos de
galletitas de arroz, fritos de gamba en cuencos de plata llenos de hielo machacado, y
rollitos de sushi hechos por una mujer japonesa que el cocinero conocía, algas con
arroz acompañadas de carne de cangrejo…
El sheriff Denton llegó, con la gracia que le caracterizaba, junto con Kyle Lanier
a su vera. Kyle era un pequeño y feo intrigante, con diminutos ojos castaños y rostro
picado. Cuando se conocieron al final de su adolescencia, Kyle no apartaba nunca su
mirada de los pechos de Sloane, pero ahora ella se daba cuenta con cierto grado de
diversión, que en la actualidad Kyle había levantado la vista por razones políticas.
Kyle había hecho un gran esfuerzo por establecer contacto visual con ella para poder
hablar. Ella se deshizo de él tan rápidamente y con tanta gracia como pudo.
El comodoro Travis Perry de la Comparsa de Thalassar fue el siguiente en llegar,
todavía acompañado de un leve olor a mar y manchas de agua en los bajos de sus
pantalones. Después vino Horace Lemon, el viejo y robusto director negro de la
Comparsa de la Solidaridad. Su pelo rizado se estaba volviendo blanco en las puntas,
como si se le hubieran quemado las puntas y tuviera una capa de ceniza. Luego
apareció la médico de Jane con su marido, seguidos de cerca por Ellen Geary, la
actual dirigente de la Comparsa de Venus.
El representante de la Comparsa de los Arlequines, Dietrich Bix, fue el último en
llegar, al filo de las nueve de la noche.
—Gracias por venir —le dijo Sloane al ya entrado en años Bix cuando le besaba
la mano. Esta era una de las invitaciones que ella había enviado por iniciativa propia.
Cuando más mayor se hacía Jane Gardner, menos contacto quería mantener con la
Comparsa de los Arlequines. Eran agobiantes e impredecibles, solía decir ella, y era
cierto.
—La Comparsa de Momus quiere partir el pastel por orden de mérito —le dijo
Jane una vez—. Thalassar quiere hacerlo en función del riesgo. Solidaridad quiere
dividirlo a partes iguales entre todos. A Venus no le importa el tamaño de las
porciones de pastel siempre y cuando lo sirva una mujer. Pero los Arlequines tan solo
quieren coger el pastel y tirártelo a la cara, y si todos se quedan con hambre, pues qué
pena.
Aparte de esto, otra razón más política era que la Comparsa de los Arlequines era
la único de las cinco más importantes que siempre se había opuesto radicalmente a la
estrategia de Jane y Odessa de mantener separados a las dos Galveston, con toda la
magia confinada en el Carnaval oscuro donde Momus era el rey.
—¿Esperáis a la Reclusa esta noche? —preguntó Dietrich mientras sus cascabeles
tintineaban conforme sus labios se separaban de la mano de Sloane—. Tengo un par
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de bromas pesadas que me gustaría ensayar.
—Me imagino que Odessa vendrá.
—Estaba convencido de ello. Gracias por la información —dijo Bix—, no quiero
que la bruja me pille haciendo un truco de cartas y me mande con las comparsas por
eso.
Sloane observó cómo el arlequín se sumergía en la fiesta, deseando que las hijas
de la Antigua y Honorable Comparsa de Momus pudieran escapar del Mardi Gras tan
fácilmente como los rumores aseguraban que podían hacerlo los arlequines.
Ella necesitaba un trago desesperadamente.
Odessa hizo su aparición justo después de las nueve, pavoneándose como una
gallina clueca, haciendo una pausa dramática junto al marco de la puerta del Salón de
Oro. La multitud parecía incómoda, con los músculos rígidos. Dietrich Bix, que había
estado sacando una moneda de la ofendida nariz del comodoro Perry, la escondió en
la palma de la mano y permaneció con las manos detrás de la espalda y la mirada
baja. No había rastro de desafío o resentimiento alguno en sus ojos. A pesar de su
chiste de antes, sabía perfectamente bien que era un hombre marcado en el libro de
Odessa, viviendo en Galveston, como otros miembros de su comparsa, bajo la
insegura tolerancia de la bruja.
El último ángel de Galveston se había superado a sí misma. Un vestido de satén
color ciruela con brocados y un chaleco sin mangas sobre el cual había dispuesto
metros de un fantástico sari de finísimo algodón pintado a mano con veintenas de
pájaros en miniatura. Un traje que tan solo una mujer delgada habría podido llevar.
En Sloane, el traje se habría parecido a la explosión de un avión. Los adornos estaban
sujetados por un broche formando un gracioso remolino en la cadera de Odessa, pero
una vez que entró en la sala se detuvo y soltó el broche de tal forma que toda aquella
cinta cayó al suelo formando una cola de casi un metro, que el resto de los invitados
iba a tratar de no pisar durante toda la noche. Sloane frunció el ceño.
Odessa captó la mirada de Sloane, sonrió y fingió beber un vaso invisible y
arrojarlo a su espalda. La habitación se vació a su paso. Jim Ford se acercó a charlar
con ella durante unos minutos. La había conocido antes del Diluvio. Pero todos los
demás la temían demasiado como para mantener una conversación despreocupada
con ella. Los otros líderes de comparsa, exquisitamente corteses, le presentaron sus
respetos y se alejaron de ella en cuanto las reglas de la etiqueta se lo permitieron.
Cuando el comodoro Perry se excusó de la compañía de Odessa gracias una señal
de uno de sus subordinados convenida de antemano, Sloane se aproximó a su
madrina y le puso en la mano un vaso con dos dedos de whisky de hoja de palma.
Odessa se echó atrás, estudió el conjunto de Sloane y rio con voz chillona.
—¡Es la pequeña pobre niña rica! —gritó ella, agitando su mano y haciendo
bailar el whisky dentro del vaso—. Ratoncita lista. ¡Y, muñeca! ¡Tus ojos! ¡Se ven
preciosos! Te tienen que haber costado horas.
—Por supuesto que no —el calor de un pinchazo de vergüenza se abrió camino
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por la garganta de Sloane.
—La aplicación de tiempo y habilidad en aspectos frívolos es el sello de la
sociedad civilizada —remarcó Odessa—. Cualquier salvaje puede acabar con un león
o amamantar a un bebé, pero si me preguntas a mí, la Historia comienza cuando
Cleopatra se tiñó el pelo. Supongo que hoy concluye otro exitoso día de penoso
trabajo y vueltas en nombre de Jane, ¿no es así? Me alegro por ti. —Odessa puso su
mejilla entrada en años esperando un beso—. ¿Qué opinas de mi cola? Demasiado
preciosa ¿verdad?
—Forma un lazo muy bonito cuando te la abrochas.
—¿Abrochada crees que está mejor? Me parece un desperdicio. —Odessa tomó
un sorbo de su whisky—. Espero que tengas razón, pero no todas nosotras tenemos
tus ventajas con las que trabajar, tus jóvenes voluptuosidades.
Bonito consuelo.
—Todo el mundo siempre está listo para alabar el espíritu público de los Gardner —
le estaba diciendo Randall Denton a Sloane quince minutos más tarde—, pero la
verdad es que vosotros sois el grupo menos democrático de la isla.
Ella le acababa de cazar mirándole los pechos. Decidió no hacer patente que se
había dado cuenta, porque sabía que iba a ser ella y no Randall la que iba a terminar
en una situación embarazosa.
—¿Vino, Randall? ¿O no quieres beber el licor de los tiranos?
—Oh, nosotros los Denton jamás hemos tenido problemas con los tiranos —
apuntó Randall aceptando el vaso de vino de arroz. Era un hombre delgado cerca de
la treintena con problemas de calvicie. Él había sido uno de los jóvenes que habían
promovido la moda de ropas austeras de cortes claros. Llevaba una chaqueta ajustada
de color negro sobre una camisa de mandarín sin cuello, pantalones muy pegados a
los muslos y a los tobillos y unos zapatos tan cepillados que Sloane podía ver la araña
del techo reflejada en ellos. Sloane siempre había pensado que el efecto resultante de
su vestimenta era la de darle una apariencia depredadora, como una avispa blanca y
negra. Las únicas manchas de color en su ropa provenían de los pequeños
escorpiones dorados y escarlatas que adornaban la bufanda de seda que tenía envuelta
al cuello en completo desacuerdo con el calor de Texas que reinaba en el exterior.
—Durante ciento cincuenta años os las habéis arreglado para vendar los ojos a la
isla con un mal llamado «liderazgo civil» lo que es en realidad el ansia incontrolable
de los Gardner de gobernar las vidas de los demás —continuó Randall—, como si el
sol no pudiera volver a salir sin vuestra benevolente ayuda.
Sloane había suprimido de su mente ese exacto argumento docenas de veces por
considerarlo desleal, y por esa razón no pudo hacer otra cosa que parpadear sin
articular palabra.
—Lo que I. H. Gardner y la Comparsa de la Ciudad hicieron a esta isla después
del huracán de 1900 se habría conocido como un golpe de estado incruento si hubiera
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sucedido en alguna república bananera —añadió Randall con deleite—. Excelentes
estos mejillones —comentó abriendo uno con un pequeño tenedor de dos puntas para
ostras—. Después de 2004, tu madre hizo exactamente lo mismo. ¿Creías que nadie
había notado el paralelismo?
—Entonces, ¿por qué nadie se opuso a ella? ¿Por qué tu padre no dijo nada? ¿O
Jeremiah?
—Parece que a los Gardner les divierte controlar cosas, y hacen un trabajo
aceptable al respecto. Los Denton tampoco somos unos acérrimos defensores de la
democracia —anunció Randall con una sonrisa—. Tan solo no somos unos hipócritas
al respecto.
Y así se fue desarrollando la velada. En una hora Sloane había hablado con todos,
le habían preguntado las mismas preguntas y había dado contestaciones ligeramente
diferentes, amables pero impalpables, a la manera de una buena anfitriona. Esperó
hasta que Sarah estuvo en el Salón de Oro deambulando con una bandeja llena de
mejillones en vinagreta y se escabulló por la cocina. De ahí caminó con paso rápido a
lo largo del pasillo porticado que separaba la mansión de los establos.
En el exterior hacía calor y costaba respirar. Siguió el camino y pasó junto a la
casa de carruajes y de ahí al jardín público, con sus flores marchitas en la tierra reseca
y agrietada. En el centro del jardín se alzaba una plataforma de la que surgía un domo
con un enrejado que se suponía debía estar cubierto de flores, pero las parras habían
muerto y ningún pétalo ocultaba el viejo lema que George Ford había ordenado
grabar en la tracería un siglo atrás.
Una generación pasará y otra generación ocupará su lugar; pero la
tierra permanecerá siempre.
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hierba marchita, hojas de roble y quebradizas frondas de palmeras cubriendo el
asfalto. No había tráfico alguno. La gente prefería permanecer en casa durante la
noche los días que la luna estaba llena. Únicamente la Comparsa de Momus habría
previsto alguna actividad para una noche como aquella.
La sombra de la luna fue alargándose y pasó sobre ella mientras caminaba junto a
las siseantes lámparas de gas que iluminaban la calle en las mejores partes de la
ciudad. Le dolían los ojos. Se suponía que los Gardner no lloraban. Al final del
bulevar Broadway, donde el parque de atracciones Stewart en la playa esperaba junto
al límite del Golfo de México, la luna se alzaba con un color cremoso. Sloane sintió
su mirada y echó la vista al suelo. Sé pequeña. Permanece en silencio. Dos lágrimas
se escaparon del rabillo de sus ojos doloridos y resbalaron por sus mejillas. Se las
limpió de la cara con la palma de la mano. Lástima de agua desperdiciada.
Cada primavera, el desfile del Mardi Gras seguía la misma ruta que la Comparsa
de los Arlequines había recorrido en aquella fatídica noche de 2004, cuando el mundo
cambió para siempre. Habían iniciado la marcha junto a la vieja estación de tren justo
al oeste de la ciudad, tiempo después convertida en un museo dedicado al ferrocarril,
luego caminaron a través del Strand, el barrio de turistas y negocios de Galveston, y
finalmente se detuvieron en la entrada del parque de atracciones Stewart, donde
Momus había establecido su corte en la primera noche del Diluvio.
Allí, donde Broadway desembocada en el bulevar Seawall, la distancia entre el
Galveston real y el Galveston todavía atrapado en el carnaval era tan solo de
centímetros. Jane Gardner había ordenado erigir una valla que rodeara el lugar en su
primer año de mandato, de tal manera que aquellos que tenían negocios en las
inmediaciones de Seawall quedaban protegidos del carnaval impío que se agitaba más
abajo. Sloane podía escuchar sonidos provenientes de la feria que la brisa arrastraba
hasta el otro lado de la valla. El rítmico pregonar de los feriantes en sus barracas, el
golpear de bolas de béisbol lanzadas contra jarras de leche y carabinas disparando
contra patitos metálicos. Débiles acordes lejanos de música inmensamente triste.
Sloane se asomó a la esquina entre Broadway y el bulevar Seawall. Tan solo se
había dejado una puerta en la cerca de madera. A través de ella se advertían los
escalones que conducían a la playa y al mundo de la magia. Junto a la puerta se
levantaba una cabaña con una máquina expendedora de entradas. Incluso a la luz de
la luna, Sloane podía distinguir la fachada pintada de tonos alegres alrededor de la
puerta, con caras de payasos y globos de colores, una mujer barbuda y una rueda de
la fortuna. El lema de Momus se podía leer sobre el dintel de la puerta, escrito con
letras plateadas:
¡Está claro, las cosas no podrían
ponerse mejor!
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de su Rolex, dejando que la tranquilizase.
Un fragmento de unos acordes demenciales le dio la bienvenida cuando se
encaminó hacia la taquilla.
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1.2 Momus
L
a noche traía el olor de cangrejos, de sal y arena húmeda. El aire oscuro
estaba lleno de murmullos lejanos, de risas y gritos y música. Bajo todo
aquello, se distinguía el sonido rítmico del mar rompiendo y rugiendo.
Sloane miró hacia atrás sobre su hombro. El débil resplandor de la última
lámpara de gas sobre Broadway parecía muy lejano. Se obligó a avanzar por la acera
hacia la taquilla.
—Buenas noches, Sloane —dijo una voz desde las sombras—; te sientes
afortunada, ¿no es cierto?
La voz no sonaba ni joven ni anciana, ni masculina ni femenina.
No me voy a desmayar, se decía Sloane.
—Yo… yo… lo siento —tartamudeó Sloane—. Conoce mi nombre.
—Conozco el nombre de todos.
—Oh. Ah, no lo decía por nada en concreto. Yo n-necesito… —Por amor de
Dios, mujer, eres una Gardner. Deja de comportarte como una niña de diez años—,
necesito ver a Momus.
—Extienda la mano —dijo la voz.
La piel se le fue poniendo de gallina a Sloane conforme iba estirando el brazo
hacia la cabina de la entrada. Vaciló.
—¿Qué me va a hacer?
—Ponerle un sello. Extienda la mano.
—¿Eso es todo?
—La admisión es siempre sin coste alguno —el portero emitió una pequeña risita
—. Ya tendrá ocasión de pagar dentro. Extienda su mano.
Sloane cerró los ojos con fuerza. Acercar la mano a la ventanilla y más allá, hacia
la oscuridad de la taquilla, era como meterla dentro de un cajón lleno de arañas. Algo
le golpeó en la muñeca, justo por debajo de la correa de metal de su reloj. Tragó
saliva y retiró la mano. Una caricatura plateada de Momus refulgía en la oscuridad
sobre su piel, una cabeza redonda con dos pequeños cuernos y una sonrisa malvada.
Incluso entonces, enferma de miedo, no se olvidó de articular un «gracias». Siempre
obtienes más con buenas formas que con buenas ideas. Su madre odiaba cuando
Sloane decía aquello.
Ella comenzó a descender por las escaleras que la conducirían a la playa Stewart.
«La admisión es siempre sin coste alguno. Ya tendrá ocasión de pagar dentro». De
eso estoy convencida, se dijo Sloane.
El ruido del carnaval fue creciendo con cada escalón que bajaba. Los olores de la
feria fueron ascendiendo paulatinamente por la escalera: barbacoas y cigarrillos,
cerveza derramada y… ¡palomitas! Sloane se sorprendió de lo fácilmente que había
identificado el aroma. Ella no podía tener más de nueve años cuando se agotó la
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última bolsa de palomitas.
Cuando alcanzó el final de las escaleras no se encaminó inmediatamente hacia la
feria para encontrar a Momus. En lugar de eso, se escondió entre las sombras y
observó la escena que se desarrollaba frente a ella. Vendedores con delantales
comerciaban en sus barracas con todo tipo de productos: cerveza fría, nachos,
jalapeños en vinagreta, perritos calientes, algodón de azúcar, patatas fritas con
ketchup y palomitas. Lenguas de fuego se alzaban en el cielo de una docena de
parrillas improvisadas para lamer costillas de cordero y pollos y faldas de ternera y
camarones, salchichas de Fráncfort y hamburguesas, todas entre las llamas y
achicharrándose. El aire estaba lleno de humo, nubes de humo, flotando por el aire
desde las parrilladas, los cigarrillos, los tragadores de fuego, los puros.
Había puestos de buhoneros por doquier, cada uno con un pregonero diferente,
cada barraca adornada con estandartes o con luces parpadeantes o globos de colores.
La gente se arremolinaba entre ellas, intentando derribar jarras de leche con una
pelota de béisbol, adivinar el peso de la Dama Gorda, hacer sonar el timbre de lo alto
de la torre con un golpe fuerte de martillo pilón. Arrojaban pasteles a payasos y
lanzaban aros a cerdos y tiraban con gran fuerza de la rueda de la fortuna con letras
gitanas que traqueteaban y luego se iban ralentizando hasta detenerse en una casilla
como un viejo corazón dejando de funcionar.
Incluso el clima era diferente en Mardi Gras de lo que era fuera. Más fresco y
menos húmedo. Como le había comentado su madre, siempre era la misma noche en
Mardi Gras: 11 de febrero de 2004. Sloane se acercó el Rolex al oído. Para su enorme
alivio, todavía funcionaba. Se decía que los relojes funcionaban mal en Mardi Gras o
no funcionaban en absoluto, pero el Rolex era un talismán además de una máquina, y
alguna combinación entre una tecnología punta y el amor de su madre parecía
funcionar protegiendo el reloj de todo daño. ¿Qué otro talismán podría funcionar
como protección contra los hechizos de la corte de Momus si no era un regalo de su
propia Duquesa?
Todos los juerguistas de la multitud al parecer llevaban máscaras. Sloane quitó la
pinza que sujetaba su velo y lo dejó caer sobre su rostro. No, espera. Mirando más
fijamente, Sloane se dio cuenta de que muchas de las figuras no eran del todo
humanas. Una mujer emplumada permanecía en pie sobre una sola pierna como una
garza real, entrecerrando los ojos con fuerza mientras intentaba adivinar el peso
exacto de la Dama Gorda. Un hombre mascando una pila como si fuera escabeche
pasó a casi un metro de donde Sloane estaba observándolo todo. Tenía dientes de
acero y sus dedos tenían surcos como unos alicates. Sloane se aplastó más contra la
oscuridad. Esas deberían ser personas sobre las cuales la magia había estado
trabajando durante años y años. Quizás capturados en los primeros días del Diluvio.
Sus vestimentas eran extraordinarias. Llevaban algodón, inmaculadamente
cardado y tejido de tal forma que se pegaba imposiblemente al cuerpo. Vaqueros
azules y vestidos de una calidad que Sloane tan solo había visto en fotografías.
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Algunas de las mujeres habían sacado provecho de las cualidades increíbles de la
seda artificial. Sloane vio seda gruesa y chaquetas finas de fresco lino, jerséis
ceñidos, y más lazos de los que un ejército de abuelas podría tejer en un año. Todas
las ropas estaban teñidas de colores prediluvianos que la naturaleza únicamente
reproducía en peces o flores: amarillo limón, escarlata brillante, cobre, plata y azul de
ultramar.
Pronto se dio cuenta de que podía distinguir a los recién llegados por sus
vestimentas. Incluso los que habían empezado a perder su forma humana y les habían
crecido bigotes animales o bien escamas, podían identificarse por sus camisas de
algodón rugoso, sandalias de suelas de goma, y los colores sórdidos y monótonos que
los habitantes de Galveston conseguían a través de la pacana, corteza de roble y de
retama.
Con gran sorpresa, Sloane se dio cuenta de algo más: todos parecían estar
pasándoselo bien. Los hombres alardeaban, las mujeres sonreían, los niños aplaudían
y daban brincos, chillando presa de una gran excitación o persiguiéndose los unos a
los otros a través de un bosque de piernas de adultos. De alguna forma, Sloane
siempre había asumido que el Carnaval debía ser una especie de infierno, lleno de
almas en tormento en una macabra parodia de entretenimiento. Nunca se le había
ocurrido que quizás realmente fuera una fiesta infernalmente divertida. Parpadeó con
desconcierto. Está claro, las cosas no podrían ponerse mejor. Se sorprendió
esbozando una sonrisa víctima de un oscuro sentimiento de decepción. Debía ser más
hija de su madre de lo que ella misma suponía, una malhumorada hormiga haciendo
reproches a unas cigarras jugando entre las briznas de hierba.
Una mujer con cabeza de gato con un vestido de tubo de lamé dorado
vagabundeaba cerca del escondrijo de Sloane.
Era hora de encontrar a Momus. Sloane observó con malestar que sus piernas no
le obedecían. Vamos. ¿Asustada?, se dijo. Eres la mujer mejor vestida de todo el
lugar.
Sloane había invertido mucho tiempo en aprender a ser invisible. Había formado
parte de su carácter desde los días en que caminaba a gatas, aquel impulso infantil de
sentarse en silencio a un lado y observar a los demás sin que nadie se percatara de su
presencia. Una habilidad útil para alguien que trabajara como ayudante de Jane
Gardner, pero una característica nefasta para una Gran Duquesa, como ella había
intentado más de cien veces (siempre con educación) de hacerle ver a su madre. Pero
invisible era exactamente lo que ella quería ser en aquel momento.
Los cuerpos se apretaban entre sí y se daban empujones para avanzar en
direcciones opuestas, como Sloane tuvo ocasión de percibir al salir de su escondite y
adentrarse en la multitud. Metió los hombros hacia dentro como cualquier chica alta
con pechos grandes había aprendido a hacer y mantuvo su cabeza hacia el suelo para
prevenir cualquier posible contacto visual. Ahora deseaba haber llevado algo menos
elegante que su vestido de noche teñido de color liquen. Nadie aquí te va a prestar
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atención, se repitió, pero el viejo y familiar temor de que todos se estuvieran fijando
en ella se extendió por todo su cuerpo como una oleada de calor a lo largo de toda su
piel.
—¡Cacahuetes! ¡Cacahuetes tostados y calentitos! —gritaba alguien justo al lado
de su oído—. ¡Algodón de azúcar! —¡Todo el mundo gana, señores y señoras!
—… Virgen Sagrada me ha bendecido con poderes…
—¡Collares, collares! —gritaba una mujer de color prácticamente envuelta en
collares de plástico—. ¡Cariño, necesitas algunos collares!
—No, gracias —respondió Sloane alejándose hacia un tenderete fingiendo un
gran interés por los premios que podían obtenerse encasquetando unas anillas en unos
monos de peluche.
La mujer de color mostró una amplia sonrisa. —Tú debes ser nueva, tú crees que
no necesitas collares —se echó a reír—. Vuelve a verme cuando hayas aprendido
más, cariño. —Es un tiro fácil, señorita. Un tiro fácil hasta para un mono— dijo el
vendedor extendiendo un puñado de anillas de plástico.
—Realmente en lo que estoy interesada es en ver a Momus. El vendedor se hizo
una bocinilla con la mano junto al oído.
—¿Qué has dicho? Habla más alto, dulzura. ¿Dos juegos enteros de anillas?
—Momus —gritó Sloane—, necesito ver a Momus. El nombre del dios cayó
sobre la multitud como una piedra sobre un pozo.
El silencio recorrió a todos los presentes. Todos los juerguistas se miraron los
unos a los otros y retrocedieron.
—No tan alto —susurró el feriante—. ¿Quieres que pierda mis clientes?
—Lo siento. —La tienda del encargado— gruñó indicando una dirección
mientras le daba la espalda y ofrecía un puñado de anillas a un niño pequeño
disfrazado con una máscara de piel de serpiente. —¡Haz algunos intentos gratis,
chaval! Qué fácil es ganar premios aquí. Alguien tiene que ganar, señores y señoras.
¿Por qué no usted?
Sloane se alejó del feriante intentando sin éxito ver algo que pudiera parecerse a
un despacho de encargado. Una joven demacrada vestida con un traje de fantasía le
tiró de la manga gritándole. —¡Siempre has sido una metepatas, Sloane!—.
—Oh, Dios mío —exclamó Sloane con sorpresa—. ¿Ladybird? ¿Ladybird Trube?
—La misma que viste y calza.
—Pero cómo…
Ladybird se encogió de hombros.
—O estoy loca, o estoy muerta, o bien Odessa averiguó lo de que veía muertos
por nuestra mansión y me envió aquí con las comparsas. Para ser verdaderamente
sincera, querida, intento no darle demasiadas vueltas a eso. Me lo estoy pasando de
locura, sin madre alrededor por una vez echándolo todo a perder. —Levantó un vaso
de plástico hasta la boca y dio un sorbo de una bebida sin color—. ¿Sabes que las
Hijas de la Revolución de Texas se la han jugado otra vez? Esas siete magras y
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hambrientas vacas que guardan el proceso de aplicación de las difamaciones de
nuestro papeleo. Quiero decir, Sloane, ¿tienes hora?
Sloane miró su reloj.
—Casi medianoche.
El aliento de Ladybird apestaba a alcohol dulce. Se apoyó con todo su peso sobre
el brazo de Sloane.
—Gracias, guapa. No sé por qué lo pregunto realmente, ya que aquí nunca llega a
amanecer, pero a una le gusta saber las cosas. Hay una encantadora fiesta en marcha
donde estás tú, sabes. Bueno, no exactamente donde estás tú, ya me entiendes lo que
te quiero decir. Miss Bettie va a tocar aquel curioso piano de cola. Su gusto en lo
tocante a música es previsiblemente anticuado, pero toca con verdadera pasión.
—Necesito ver a… —Sloane se dio unos golpecitos indicando el dibujo de
Momus que tenía pintado sobre la muñeca.
—Por supuesto que sí, querida. —Ladybird gesticuló con la bebida en la mano.
Era tan extravagante como siempre, con su cabello recogido en lo alto de la cabeza en
un estilo señorial español sujeto con tres grandes accesorios decorados como
caparazones de tortuga—. Todo recto detrás de ti, camina hasta la Mujer Barbuda y
después junto al Verdadero Laberinto Humano. No hay pérdida.
—Ladybird… —Sloane miró a la heredera de la fortuna Trube. Ella habría sido
una excelente vieja señora excéntrica, pensó Sloane. Pero en aquellos días no era
seguro hacerse de notar; las flores de colores más brillantes son las primeras en ser
cortadas—. ¿Te busco cuando vaya a salir de aquí?
—No puedo salir de aquí, Sloane. —Ladybird sonrió sin alegría—. Cuando
camino hacia la puerta, hacia el bulevar Seawall, ya sabes, no vuelvo a casa. Sigo otra
vez en este Galveston. Fiestas a lo largo y ancho de toda la avenida, borracheras en tu
casa. Coches que funcionan. Me he marchado con las comparsas, ya ves. Es el Mardi
Gras. Dondequiera que yo vaya, allí está el Mardi Gras —tomó otro trago de su vaso
de plástico y fabricó otra sonrisa—. ¡No puedo decir que eche demasiado de menos la
vieja vida! Deberías quedarte.
—Parece bastante divertido —comentó Sloane incómoda—, pero tengo cosas que
debo… Está madre y todo eso.
Ladybird acercó un dedo a su nariz.
—No digas más. ¡Márchate ya!
Sloane se despidió con la mano y se encaminó hacia la Mujer Barbuda.
—¿Sloane? —la llamó Ladybird. Sloane se volvió. Ladybird estaba de puntillas
para hacerse ver, porque la multitud que había entre ambas ya la estaba engullendo.
Gritó—: ¿Qué hora decías que era?
—Las once cincuenta y dos.
—¡Fabuloso! Que pases una buena noche, y suerte con Tú Ya Sabes Quién.
Sloane hizo caso a las indicaciones de Ladybird. En unos pocos minutos se
encontró frente a una pequeña cabaña con el rótulo «ENCARGADO» pintado sobre la
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puerta. Los gritos de los que se habían perdido llegaban débilmente a sus espaldas
desde el Verdadero Laberinto Humano.
Se dio cuenta de que no estaba llamando a la puerta. Vamos. Eres la hija de la
Gran Duquesa, se dijo. Pero continuaba sin llamar. Si no lo haces, tu madre morirá,
se animó. Aquello casi funcionó. Y entonces tú estarás haciendo su trabajo, reunión
tras reunión, moción y moción secundada, durante el resto de tu vida.
Soy tan cobarde. Llamó a la puerta.
—¡Adelante! —La puerta se abrió de repente y Momus apareció frente a ella, un
enano jorobado con cabeza en forma de luna con dos pequeños cuernos en lo alto de
una cabeza sin pelo. Llevaba una túnica escarlata de maestro de ceremonias con
faldones y unas botas más oscuras que el espacio entre las estrellas—. ¡Ahijada! ¡Al
fin!
El tiempo se detuvo.
La madre de Sloane siempre le había hablado de la magia como algo imposible,
algo no real. Los dioses eran vino o drogas que distorsionaban los sentidos. Sueños
enfebrecidos y alucinaciones. Nada podía estar más lejos a la verdad. Allí de pie
enfrente del dios jorobado, Sloane supo que Momus era real. Lo que ella llamaba
vida era un dibujo de carboncillo, emborronado sin cuidado sobre una hoja de papel,
y Momus era la chincheta que la atravesaba para clavarla al universo.
Debido a su altura, Sloane se quedó mirando la calva de su vieja cabeza. Era de
color blanquecino y se podían adivinar venas azules aquí y allá, junto con los
hoyuelos y prominencias propias de su cráneo. Su piel gruesa y basta en el
nacimiento de sus pequeños cuernos. No tenía cejas, aunque las prominencias
huesudas sobre sus ojos se vislumbraban perfectamente bajo su fina piel blanca.
Sintió una acuciante necesidad de alargar la mano y tocarlo, sentir los huesos
escarpados, la piel como papel de cera bajo sus dedos. Se imaginó a sí misma,
empalidecida y vieja, sentada enfrente de un tocador con un pequeño cepillo en su
mano y su cabello reducido a mechones dispersos.
—Lo siento —susurró, viendo sus viejos muslos, flácidos y pálidos. Con venas
azules interrumpidas por moratones a lo largo de toda la pierna. Se agarró con fuerza
al Rolex. El tiempo saltaba como un grillo atrapado en las manos de un dios.
Momus sonrió y lo liberó de nuevo.
—He oído algo sobre tu madre —dijo él—. Rígida, más rígida, lo más rígida
posible. Es una lástima. Debería habérselo pasado mejor, esa es mi filosofía. No tiene
sentido permanecer sobria hasta la última llamada.
La cogió del brazo. Su toque era borrachos solitarios y suicidas. Sloane se
imaginó sus propios dientes volviéndose amarillentos, su bonita sonrisa
desapareciendo. No más hombros que mereciera la pena enseñar a nadie. Grandes
tetas colgando dentro de una bata descuidada. Casa vacía. Soledad.
—¿Te alegras de verme, ahijada?
«Honrada», quería decir Sloane, pero la palabra se torció en su boca y en su lugar
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acertó a decir:
—Horrorizada.
Dejó escapar un grito ahogado y se tapó la boca con las manos.
—No estás en casa de tu madre, Sloane. Conmigo, puedes hablar con total
libertad. —Momus le dio unos golpecitos amistosos en el hombro—. Esa es la
diferencia entre una abogada y un bufón, mi querida. Un bufón debe decir la verdad,
ya le escuchen o no.
Momus la tomó de la mano y comenzaron a pasear fuera de la cabaña.
—Vamos, recupera el aliento.
Los sonidos del Carnaval volvían a danzar en torno a ella de nuevo, las risas de
los borrachos y el parloteo de los feriantes en sus puestos. Ruidos de pisadas huían y
se desvanecían dentro del Verdadero Laberinto Humano. Siguieron un estrecho
camino que bajaba hasta la orilla del mar. Hileras de olas se deslizaban y susurraban
sobre la oscura arena. Momus caminó hacia la playa con los brazos entrecruzados con
los de su ahijada. La brillante y ruidosa feria quedaba atrás a sus espaldas, como
sepultada bajo el ruido sordo y el murmullo de las olas rompiendo contra la orilla.
Primero oyó cómo una ola se estrellaba contra la playa. Luego, en la pequeña
hondonada que había dejado a su paso, y antes de que se acercara la próxima ola,
Sloane pudo oír el suave y lento siseo de las burbujas de espuma sobre la arena. Era
el mismo sonido que había escuchado cuando la vieja bruja de Odessa le acercaba un
vaso de gaseosa.
—¿Me vas a matar? —le preguntó Sloane.
—No.
—¿Me vas a encerrar aquí? —El dios no respondió. Las cabrillas se formaban en
la superficie del agua y se venían a deshacer contra la orilla con una apariencia
fantasmal a la luz de la luna—. Déjame pedirte un favor —dijo Sloane—;
concédemelo o niégamelo, pero déjame pedírtelo y luego permíteme marchar. Por
favor.
—Pide sin rodeos, ahijada.
«Cuando cenes con el Diablo, utiliza una cuchara larga». Odessa solía decir
aquello. Pero ya era demasiado tarde para comportarse sabiamente.
—Ya debes de saber que mi madre se está muriendo. Tu consorte —añadió
Sloane— no está bien. No es la hora. Todavía no.
El dios jorobado se agachó y recogió de la playa una concha vacía. Se observaba
cómo el mar había hecho mella en ella. La sostuvo en alto contra la luz de la luna, y
luego la dejó caer.
—En el esplendor de Roma, se dice, había un enano cuyo único cometido era
cabalgar al lado del emperador en cada desfile y acontecimiento público, y susurrarle
una cosa al oído imperial: «tú morirás, tú morirás, tú, también, deberás morir». La
hora nos llega a todos —dijo Momus—, incluso a mí, quizás, aunque no durante
mucho tiempo todavía —hizo un ademán señalando el Carnaval a sus espaldas—.
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Jane sostiene un Galveston, yo el otro, y la Reclusa vigila las puertas entre los dos.
Sloane cayó de rodillas sobre la arena húmeda.
—Te lo suplico. Momus la hizo levantarse.
—Vas a echar a perder tu vestido —dijo con un suspiro—. Dime tu deseo, y veré
qué puedo hacer por la hija de mi consorte.
—No puedo soportar verla morir. —Sloane no podía evitar llorar
desconsoladamente. Las lágrimas fluían fuera de ella sin ninguna posibilidad de
detenerlas—. ¿Me ayudarás?
El mar rompió y quedó en silencio como el lento latir del corazón del mundo.
—Sí.
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1.3 El boticario
M
omus acompañó a Sloane durante todo el camino de regreso hasta la
entrada del bulevar Seawall. La mera presencia del dios era tan
abrumadora que todo lo que ella podía hacer era intentar no
desmayarse. A pesar de ello, se forzó a mirarle a los ojos, morderse el
labio hasta que le doliera, asentir con la cabeza e incluso arreglárselas para hacer una
pequeña reverencia cuando él se inclinó para despedirse. Luego la puerta se cerró
detrás de él y Sloane cayó sobre ella, con la cabeza dándole vueltas, su mejilla
apoyada contra el cálido tacto de la madera, justo debajo del rótulo.
¡Está claro, las cosas no podrían
ponerse mejor!
No había luces, ningún sonido de música en el aire. Ella había vuelto a Galveston, a
su Galveston, donde la magia no estaba permitida. Toda la gente buena y prudente se
había quedado en sus casas, con amuletos para protegerse de la luna llena colgando
de sus puertas y ventanas. Sloane observó la ciudad como un halcón borracho,
mareado y exultante.
—¡Ja! —gritó. El sonido hizo eco a sus espaldas. Una fiera sonrisa se abrió paso
por su rostro. Ella lo había conseguido. Sloane, la aburrida y responsable Sloane,
había arriesgado su cordura, se había atrevido a entrar en el carnaval, había salvado la
vida de su madre. Su madre no moriría, y Sloane no sería enterrada en vida bajo
aquel horrible trabajo que era gobernar Galveston. El regocijo se extendió por todo su
ser, burbujas de él surgiendo y burbujeando por su sangre. ¡Así que es así cómo se
siente una al ser valiente! Como una borrachera de champaña, delicioso, pero no
algo que quieras hacer demasiado a menudo, se dijo.
Sloane fue tambaleándose a través del bulevar Seawall y cruzó la carretera con
rapidez. Los primeros bloques de casas de Broadway eran una parte desolada de la
ciudad, demasiado cercana al Carnaval para ser el hogar de gente decente. Las
gigantescas casas victorianas estaban descuidadas, sus tejados horadados por ramas
de robles. Muchas de ellas habían sido reducidas a escombros para aprovechar las
cañerías y la madera para hacer fuego.
Sloane estaba teniendo problemas para ver bien y el latir de su corazón era
errático, como si el ritmo del mar rompiendo contra la playa se hubiera introducido
en ella y lo hubiera puesto todo patas arriba. Pero ella no podía dejar de sonreír y a
pesar de ella misma echó a correr. Se imaginaba entrando con paso majestuoso en
Ashton Villa. Los últimos invitados estarían allí todavía, mirando a Jane Gardner
enmudecidos tan pronto como ella se levantara de la silla de ruedas. Jim Ford abriría
los ojos como platos y Randall Denton empezaría lentamente una ronda de aplausos
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cuando la Gran Duquesa de Momus hiciera lo imposible y comenzara a caminar por
la sala. Ella llamaría a un sirviente y pediría té, y después diría «¡Al diablo con el
té!», y agarraría una copa alargada de champaña con unos dedos que contra toda
esperanza podía sentir de nuevo. La mente racional de Jane Gardner no tendría
explicación para su recuperación. Sería un milagro.
Y entonces Sloane entraría con paso firme en el Salón de Oro y todo el mundo
volvería la mirada hacia ella. Odessa sería la primera en comprenderlo todo, y luego
todos los demás, uno a uno, y por último su madre miraría al otro lado de la sala y se
daría cuenta de que su hija lo había arriesgado todo para salvarla…
Una sombra se separó de una farola mientras Sloane corría y le hizo la zancadilla
con el pie. Ella cayó, golpeando el asfalto con su cara. Todo su cuerpo se congeló por
un segundo, y luego el dolor la atravesó como una descarga eléctrica, cegándola.
Cuando pudo pensar de nuevo había un hombre en cuclillas sobre ella. Apestaba a
gambas y a aceite de motor y a cerveza.
—Eh, nena, ¿a qué viene tanta prisa? —Una mano le recorría el hombro. La
sangre le resbalaba por la cara y caía sobre la calzada ardiente. Incluso entonces,
cuando el sol se había hundido en el horizonte hacía horas, el asfalto seguía
reteniendo su calor. Le quemaba la mejilla.
Tenía sangre en la boca. Parpadeó intentando ver con mayor claridad. Otro par de
manos le sujetaban los tobillos y la arrastraron brutalmente a un lado de la carretera,
raspando de nuevo su cara contra el pavimento.
—Métela en la casa —dijo el hombre al lado de su oído. Metió sus manos tras los
hombros de Sloane y tiró de ella hasta levantarla del suelo. Ella gritó. El hombre la
arrojó contra el suelo y su cabeza golpeó el pavimento de nuevo.
Ella emitió un quejido y alguien le abofeteó con fuerza en la mejilla
ensangrentada. El primer hombre estaba de cuclillas sobre su pecho, impidiéndole
respirar. Le agarró sin consideración del cabello y le levantó la cabeza de un tirón.
Ella sintió frío metal contra su garganta.
—Otra más de esas —le siseó— y te hago un coño nuevo, ¿pillas?
—¡Eh! —gritó alguien desde el bloque de pisos. El hombre saltó con el cuchillo
en su mano.
—Ocúpate de tus propios asuntos —le gritó. Unas pisadas comenzaron a
acercarse con rapidez hacia ellos. Sloane luchó por levantar su cabeza pero la luna le
deslumbró. Tuvo la impresión de ver a un hombre enorme con una maza
aproximándose hacia ellos.
El asaltante sostuvo su cuchillo enfrente de él.
—No estoy de coña, tío. Sigue tu camino.
El gran hombre ralentizó su paso, mirando a Sloane, tirada sobre el asfalto. Desde
donde estaba Sloane, el hombre parecía un gigante, al menos un metro noventa y
cinco, y tan ancho como el refrigerador de la cocina de Jim Ford. Fácilmente ciento
cincuenta kilogramos. Lo que ella creyó en un principio que era una maza, se reveló
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como una especie de arpón casero, un bate de béisbol con una púa gigantesca clavada
en uno de sus lados. Comenzó a darse golpecitos con aquella arma temible en su
enorme mano.
—Será mejor que tengas un arma de fuego que dé miedo, hijo, y que la saques
rápido, porque me voy a apañar para hacerte un feo en el jeto, pequeño cabrón.
El hombre que sujetaba los tobillos de Sloane la soltó y se escabulló entre la
oscuridad.
—Contaré hasta tres. Uno, dos, tr…
—Que te jodan —dijo el hombre del cuchillo. Y luego él también echó a correr
calle abajo.
El gran hombre exhaló un suspiro y se inclinó sobre el asfalto para examinar a la
chica. Olía a agua de mar y sudor y cerveza.
—Estás bien —le dijo—. ¿Puedes mover la cabeza?
Ella movió la cabeza de un lado a otro. Él chasqueó la lengua.
—¿No? ¿Qué tal los dedos de las manos y los pies?
Ella los movió lentamente.
—¿Cuántos dedos ves? —le preguntó mostrándole la manaza frente a sus ojos.
Muchos, intentó decir, pero las palabras no le brotaron de la boca. Sus dedos eran
cuadrados y gruesos y olían a pescado. Sloane tosió un poco. Más sangre se deslizó
por su boca.
—Bueno, atontada o borracha, pero no creo que tengas el cuello roto ni nada.
Llenas ese traje muy bien, eso te lo concedo —murmuró él—. Yo te taparé. Y además
tengo manos grandes —le pasó un brazo enorme alrededor de la cintura—. Muy bien,
pastelito, nos vamos.
La levantó tan fácilmente como si ella hubiera sido un gato y se la echó sobre la
espalda. Su gran hombro parecía más ancho que la cintura de Sloane.
—Ah, maldición —susurró él. Volvió la cabeza hacia la dirección por la que
había aparecido, se inclinó y sacó una bolsa—. No tiene sentido echar a perder una
buena noche de trabajo.
Un momento más tarde, Sloane se encontró cara a cara con un saco lleno de
restos de pescados malolientes. La bolsa le golpeaba y ensuciaba a cada paso que
daba el hombre. Sloane hubiese jurado que no todos los pescados que llevaba aquel
hombre estaban del todo muertos.
Sloane se dio cuenta de que el hombre no le había preguntado cómo se llamaba ni
cómo se iba a su casa. Quizás fuera otro violador, llevándola a un lugar lejos de ojos
indiscretos para poder forzarla sin más problemas. Si era así, estaba en problemas.
Nadie la iba a rescatar de ese gigante. Intentó gritar, pero no tenía aliento colgada de
su hombro, y su «socorro» le brotó como un susurro. El hombre chasqueó la lengua.
—No te preocupes, muñeca. El viejo Ham te va a curar todo el estropicio que
tienes. —La llevó a ella y al saco de pescados a una pequeña casa a unas dos
manzanas de distancia. El hombre fue saltando los escalones de la entrada abrió la
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puerta de cristal y llamó a la segunda puerta de madera con un puño del tamaño de un
melón—. ¡Josh!
Para llamar a la puerta, la había cambiado de postura, y ahora ella casi estaba de
pie. Sloane le arañó la cara con sus uñas. Quería atacarle a los ojos, pero en el último
instante en lugar de eso se decidió por la mejilla.
—¡Oye! ¡Maldita sea! —tronó el hombre. Sloane trató de escapar, pero el hombre
la sujetaba por la espalda con fuerza. Agarrando sus brazos la obligó a arrodillarse
contra el porche inmovilizándola dolorosamente—. ¡Para ya de una vez, imbécil
desagradecida!
Se oyó el crujir de unos escalones de madera.
—¿Ham? ¿Qué diablos…?
—¡Una maldita ratoncita borracha acaba de intentar sacarme los ojos! Mierda.
Estoy sangrando.
—Tengo dinero —dijo Sloane con voz entrecortada—. Os puedo pagar. Su
mejilla le ardía intensamente y la cabeza le daba vueltas. —Conozco a gente
importante. El otro hombre, el que había llamado Josh, abrió la puerta del porche.
—Creo que piensa que la vas a violar —dijo. El gran hombre se quedó congelado.
Un instante después soltó a Sloane como si quemara.
—Eh, lo ha entendido mal, señorita. Josh y yo somos buenos tipos, se lo juro ante
Dios. Sloane se acuclilló en el porche. El corazón le dolía, se sentía mareada y tenía
ganas de vomitar.
—No tienes por qué entrar aquí dentro —dijo Josh desde la puerta de su casa—,
pero sé un poco de primeros auxilios, y por el aspecto que tienes parece que los
puedes necesitar.
—Yo… —Sloane luchó por incorporarse—, estaré bien —dijo ella, intentando
encontrar los escalones del porche. Luego se desplomó.
Ham la cogió antes de que cayera al suelo. Esta vez la sujetó como si llevara en
brazos a una princesa hada y se metió dentro de la casa, poniendo especial cuidado en
agacharse al entrar para no golpearse la cabeza contra el quicio de la puerta y el
techo, que estaba lleno de madejas de ortigas secas, algas y manojos de ajos y
pimientos. La casa de Josh no tenía aire acondicionado y estaba horriblemente
caliente. Apestaba a sulfuro y a trementina, y al olor espumoso de la cerveza de arroz
fermentándose.
Acercaron una silbante lámpara de gas.
—Muy bien —dijo Josh—, ponla en la mesa de operaciones. —Sloane sintió una
superficie cálida de vinilo contra su espalda. Alguien le puso un cojín bajo los pies.
El hombre más pequeño estaba de pie junto a ella—. Te voy a echar un vistazo. No
tengas miedo.
—Todavía puede mover los dedos de los pies y de las manos. Encontré a dos
cabrones intentando abusar de ella cuando volvía del remolque de Rachel con el resto
de mi captura.
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—No puedo oler nada de alcohol. En ella, quiero decir.
Ham se echó a reír.
Los dedos del hombre pequeño le tocaron detrás de la oreja y sobre un punto de la
barbilla después de volverle la cabeza. Ella parpadeó por efecto de la luz de la
lámpara de gas. Sus manos eran duras y olían a sulfuro y pimientos de chili. Le abrió
los ojos de par en par.
—Está en shock. Pupilas dilatadas. Coge una manta de mi habitación, ¿quieres?
—Tú eres el jefe, jefe. —El hombre enorme se dirigió a otro cuarto. Su ausencia
vació la habitación.
La mejilla y la frente de Sloane eran un cúmulo de fuego. Podía sentir el sabor de
la grava y la sangre en su boca. Se le cerraron los ojos. Cuando se forzó a abrirlos,
vio que el llamado Josh estaba mirándola, no como un doctor, sino como un hombre.
Sus ojos se apartaron de los suyos con culpabilidad. La llama de la lámpara de gas
vibraba y se agitaba, mareándola más y más hasta que se desvaneció.
Cuando volvió en sí misma estaba cubierta por una manta. Estaba echada en una
camilla médica. La vieja superficie de vinilo crujió cuando movió la cabeza
parpadeando para poder observar lo que la rodeaba. La casa estaba llena de objetos
por todos lados. El vestíbulo solo tenía espacio para un par de sillas y la mesilla a un
lado, un estrecho pasillo y un largo mostrador que iba de un lado a otro de la
habitación. Sobre el mostrador podía ver una olla de acero inoxidable llena de hojas
secas con un palo de golf que sobresalía. Detrás del mostrador había hileras e hileras
de estantes llenos de botellas de plástico de Robitussin y tarros de cristal de Vick’s
Vapo-Rub y latas de hierbabuena Altoid, botellas de plástico a las que se le habían
arrancado las etiquetas, toscos sacos de algodón y botellas de cerveza con corchos de
cera para sellarlas. Raíces y hojas de todo tipo flotaban en jarras de aceite y alcohol,
junto con pedazos de animales. Estaba segura de que veía riñones de pollos,
pescados, una botella de plástico llena de cascabeles de serpientes de cascabel, y algo
que se asemejaba a una jarra llena de lenguas.
—Ham, esta es Sloane Gardner. Has rescatado a la hija de la Gran Duquesa.
—¿Estás de coña, Josh?
Sloane cerró los ojos intentando contener los deseos de vomitar. Le dolía el
hombro. Estaba comenzando a entrar en calor gracias aquella manta. La casa estaba
caliente, en penumbra y llena de olores extraños y penetrantes.
—Farmacia —murmuró ella.
—Antes lo era —dijo el hombre llamado Josh—. Ahora es tan solo la cabaña de
un hombre-medicina.
—Medicina de la frontera —señaló Ham—. Una botica.
—Botica. —Josh se acuclilló junto a la cabeza de la camilla, sujetando una jarra
en las manos—. Bebe esto si puedes. Es caldo caliente con algo que te ayudará a
superar el trauma.
Era joven, con la cara delgada. Reservado. No era verdaderamente pequeño más
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que en comparación con su enorme amigo, al cual Sloane podía escuchar dormitando
en algún lugar fuera de su radio de visión. El olor a espuma era muy fuerte, y Sloane
supuso que el boticario seguramente fermentaba cerveza de arroz y whisky de palma
allí, en su casa. Luchó por incorporarse y sentarse sobre la camilla. El boticario la
ayudó pasándole un brazo por detrás de la espalda. Ella fue dando pequeños sorbos al
caldo. Algo le daba un sabor amargo, parecido a la madera.
—Lo siento si os causo problemas —dijo ella.
El hombre pequeño cogió un reloj de bolsillo y colocó con suavidad sus dedos
sobre la muñeca de Sloane. La movió de un lado a otro para asegurarse de que no
había daños. Luego le tomó el pulso.
—Sin problema. —Sus ojos se encontraron.
Sloane terminó el caldo y se reclinó sobre la camilla. Su ojo captó movimiento.
Una cucaracha de árbol tan grande como su dedo pulgar estaba avanzando hacia su
pie. El boticario pareció no darse cuenta.
—¿Cómo me ha reconocido? —preguntó Sloane—. ¿Nos conocemos?
—Todo el mundo conoce a la hija de Jane Gardner. —Había algo extraño y plano
en su voz—. Soy Joshua Cane —dijo él. Ella se encogió de hombros con ademán de
impotencia.
—Lo siento. ¿Debería conocerle?
Las líneas junto a la boca y los ojos del boticario se tensaron. Desvió la mirada.
Está enfadado por algo. También se siente atraído por mí, se dio cuenta Sloane
con sorpresa. Pero ¿Por qué…? Bueno, una mujer pera en un traje ensangrentado, ¿a
quién no le va a parecer atractiva? Conforme Sloane continuaba mirando al boticario
una sutil conexión se terminó de completar en el fondo de su mente.
—¿No nos habíamos visto antes? ¿Cuando éramos niños? —Observó por el gesto
de su rostro severo que había acertado. Si tú fueras una chica, pensó ella, habrías
aprendido a sonreír cuando estás incómoda, en lugar de mirar como si te acabaran
de destetar.
—Sí, ahora me acuerdo. Tú sabías muchas cosas.
—Josh sabe una cosa o dos —dijo Ham con voz cavernosa. Estaba sentado contra
el mostrador de la farmacia, apretándose un paño húmedo contra la mejilla— por
suerte para ti. No destaca por su elegante comportamiento con el enfermo, pero Josh
es listo y él hará lo más correcto para que estés bien.
—Le dijiste una vez a Ladybird que todas las conchas de la playa son fósiles —
dijo Sloane. Pensó en Ladybird, con el rostro enrojecido y bebiendo, perdida en algún
lugar de la feria. O quizás en aquel mismo instante ella estaba en alguna parte de la
ciudad, en aquella otra Galveston donde era Mardi Gras para siempre, bebiendo
champaña en el Palacio del Obispo o bailando en el Salón de Oro o en otra,
levemente diferente Ashton Villa, donde el fantasma de Bettie Brown tocaba música
de jazz en su famoso piano de cola.
—¿De veras? —La expresión de Joshua perdió un poco de su seriedad—. Sí, es
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cierto. La isla se ha ido replegando contra la costa firme durante varios miles de años.
Las conchas que ahora vemos en la playa cayeron allí cuando esto era parte de la
bahía. —Se detuvo—. Pensaba que no lo recordarías.
—No lo hice al principio. —Miró de nuevo a la pequeña y mohosa casa, atestada
de plantas y apestando a cerveza de arroz en fermentación—. ¿Qué ocurrió?
—Perdimos nuestra suerte —la miró—. Pero supongo que los tuyos también, ¿no
es cierto? Siento lo de tu madre.
No tienes por qué sentirlo ahora, pensó Sloane con un breve recuerdo de su
anterior fantasía. Pero nunca era sensato enfadar a los dioses con arrebatos de
presuntuosidad, y ella no iba a decir alto y claro que su madre estaba bien hasta que
hubiera visto las pruebas con sus propios ojos.
El boticario se volvió a su amigo.
—Ham, date una vuelta hasta Ashton Villa, ¿de acuerdo? Dile a la Duquesa que
su hija está bien pero que lo mejor sería que la viniesen a recoger en un carruaje.
—Sin problema, Josh. —Ham se agachó para pasar por la puerta. Por allá donde
pasaba los racimos de ajos y savia seca se balanceaban indolentemente colgados del
techo. El boticario debe utilizar todo esto para fabricar sus medicinas, por supuesto,
razonó Sloane. Ham miró a Sloane y luego a su amigo y después otra vez a Sloane, y
se despidió con lo que él probablemente pensaba que era un guiño cómplice—.
¡Ahora a ser buenos, niños! —dijo mientras caminaba pesadamente sobre unos
crujientes escalones.
—Mis disculpas por Ham —dijo Josh con rigidez—. Es…
—No me ha ofendido —contestó Sloane. Horrorizado, quizás. Como si fuera
probable que ella comenzara a dar vueltas sobre la alfombra mohosa aplastando sin
remedio cucarachas y una varilla de zahorí o dos en un arrebato de lujuria con aquel
farmacéutico falto de suerte. Suprimió de su mente aquella imagen con un escalofrío
y se preguntó cuándo dejaría de sentir aquel hedor a cerveza de arroz fermentada.
—Siento no poder ofrecerte más comodidades —dijo Josh todavía más estirado.
Ups. Aparentemente ella no estaba controlando su expresión con la habilidad
habitual.
—Para ser sincera, estaba tan ocupada agradeciendo lo que habéis hecho por mí
que no me había fijado en la habitación.
Gracias a Dios que el resto del mundo no era como el reino de Momus, donde
solo podías decir la verdad.
—Estoy seguro de que estás deseando volver a casa —dijo Josh.
Sloane esbozó una sonrisa, enviando así una ráfaga de dolor a través de su mejilla
dolorida.
—Ay. Sí, lo estoy.
Bueno, su regreso triunfante no tendría la entrada que ella había imaginado, pero
de alguna forma era mejor así. Unos pocos cortes y contusiones la harían parecer más
como una heroína que había sufrido grandes penas para volver victoriosa con la vida
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de su madre. Después de la primera ronda de champaña, pensó ella, haré que una de
las criadas me prepare un baño caliente. Su madre había sido implacable al respecto
de baños frívolos, exigiendo que Ashton Villa conservara agua irreprochablemente
mientras durara la sequía. Pero seguramente después de esto, incluso ella estaría de
acuerdo con que Sloane se merecía uno tan largo como ella quisiese.
Sloane se apoyó sobre los codos y se sentó con cuidado en la camilla. La náusea
de su estómago comenzaba a remitir y se sentía menos soñolienta, aunque la cara
todavía le dolía y la parte de su hombro con la cual había caído al pavimento estaba
resentida. No pudo reprimir una mueca de dolor.
—¿La cabeza?
—El hombro. Creo que caí mal sobre él. —Qué estúpida había sido, presa de sus
fantasías, por no prestar atención a los dos maleantes que la estaban esperando.
—Tengo algo de ungüento que te ayudará con eso. —El boticario comenzó a
revolver en su mostrador.
—¿Por qué hay un palo de golf asomando de una olla?
—No es un palo de golf, es una maja. De hecho, es una maja de madera número
siete. Todos los mejores médicos brujos usan una. Ah. Aquí lo tenemos. —Josh
reapareció sujetando un pequeño bote que una vez había contenido tabaco de mascar.
Lo abrió. La pasta roja que había en su interior olía con tanta intensidad a trementina
y a pimientos picantes que los ojos de Sloane le comenzaron a llorar. Se puso detrás
de ella—. ¿El hombro derecho?
—S-sí.
Sus dedos tocaron el tirante de su traje y se detuvieron nerviosos durante unos
instantes y luego lo apartaron con delicadeza a un lado. Sloane se echó a un lado,
huyendo de aquel contacto.
—Ya estoy bien —dijo ella.
La mano del boticario se retiró de su hombro.
—Sí. Perfecto. Así está bien. Vuelva a casa, señorita Gardner. Haga que una de
sus sirvientas se lo extienda con cuidado y luego cúbralo con un camisón. No, un
segundo, el ungüento huele —dijo él—. Lo mejor es que se ponga una de las camisas
de sus sirvientes. No es cosa de echar a perder un buen camisón.
Aquello había sido un tiro fácil. El infierno no contiene tanta furia como un
hombre humillado. Joshua le extendió el bote y ella lo cogió.
—El ungüento es caliente al tacto —señaló—. La sirvienta debe poner cuidado en
no tocarse los ojos, y tendrá que lavarse las manos después de aplicarlo.
—Gracias.
Joshua se fue tras el mostrador y comenzó a moler algo con su mortero y la maja.
Esperaron a que llegara el carruaje de los Gardner envueltos en un silencio incómodo.
Maldición, pensó Sloane. Si se hubiera comportado como solía ser, habría manejado
la situación con mucha más habilidad. Habría sido capaz de rechazar sus atenciones
de una forma en la cual ninguno de los dos se hubiera sentido violento. Pero tal y
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como había marchado todo, el sonido de las ruedas del carruaje frenando fuera, eran
muy bien recibido.
—Adiós —dijo ella—… y gracias de nuevo por todo.
Bill, el cuidador del establo de los Gardner, estaba esperando fuera. La ayudó a
subirse al carruaje y luego espoleó a los caballos. El carruaje traqueteó conforme
aceleraba, dejando atrás unas casuchas tras otras, infestadas de ratas. Algunas tenían
un aspecto decente, con algún pequeño jardín, mientras otras estaban rodeadas de
malas hierbas y matojos afectados por la sequía enredados entre partes oxidadas de
coches y neumáticos podridos. El regreso a casa fue agónico para Sloane. Su corazón
estaba confundido, con una parte desesperada por celebrar la recuperación de su
madre y la otra temerosa de esperar algo bueno, porque la decepción sería
insoportablemente amarga si Momus la hubiese traicionado de alguna forma.
—Nadie se dio cuenta de que había salido, señorita —dijo Bill. Tiró de las riendas
y condujo a los caballos por Broadway.
—Intenté pasar desapercibida. ¿Todavía quedan muchos invitados?
—Un par. —A Sloane no le gustó cómo había sonado aquello. Seguramente una
curación milagrosa habría mantenido reunida a toda la congregación—. Curioso. —
Bill se detuvo cuando pasaron a través de una zona abierta a la luz de la luna. Luego
el dosel de ramaje de roble les cubrió de nuevo—. Curiosa parte de la ciudad ha
elegido para pasear, señorita Gardner. Debo señalar que no es demasiado segura.
—Definitivamente deberíamos arreglar algunas de las farolas —corroboró Sloane
—. Se lo sugeriré a madre.
Otro silencio. Bill aceleró el trote de sus caballos. Nadie estaba ansioso por
permanecer bajo la luna llena más de lo estrictamente necesario. Pasaron el Palacio
del Obispo, la gran mansión donde ahora vivía Randall Denton, y entraron en la zona
familiar de las grandes mansiones de Galveston. Allí funcionaban todas las farolas,
por supuesto. Sloane estaba segura de que Joshua Cane habría remarcado la
diferencia.
—No hace falta ser un genio para adivinar qué era lo que iba a hacer, señorita —
dijo el conductor con voz amable.
Sloane se quedó helada por dentro.
—¿Qué?
—Con su madre en un estado tan precario, no es difícil imaginar qué podía estar
haciendo en la casa del médico. Pero si no le importa que le dé un consejo, Josh Cane
no le va a poder ser de mucha utilidad. Mi familia no se puede permitir un médico de
verdad, así que cuando mi prima cogió la neumonía, fue a ver a Josh. Él es un pelín
estirado, pero es honesto. Eso se lo concedo. Le dijo que lo que realmente tenía que
hacer era entrar a robar algo de penicilina en el despacho de un médico de verdad.
Probablemente un buen consejo. Ella murió dos semanas más tarde.
—Lo siento. —Supongo que lo que quiero decir es que Josh Cane hace todo lo
que puede por la gente que no tiene recursos para nada mejor. Pero no tiene milagros
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que vender. Quédese con un médico de verdad que haya ido a la universidad antes del
Diluvio y que todavía tenga algunas drogas de las de antes. Ese es mi consejo, y Josh
le dirá lo mismo si le pregunta.
A Sloane no se le ocurrió nada que decir.
Hizo lo que pudo para permanecer sentada en el carruaje aparentando normalidad,
pero cuando llegaron a casa abandonó a Bill para que llevara los caballos al establo
por sí solo y aceleró el paso, ignorando el dolor de su hombro. Abrió con fuerza la
puerta del porche, empujó a una criada boquiabierta que llevaba una bandeja con
postres, e irrumpió en el Salón de Oro.
Su madre estaba junto al piano de cola, todavía sentada en su silla de ruedas,
fingiendo que atendía una conversación entre Randall Denton y Kyle Lanier. A
Randall le gustaba darle a Kyle unos pocos vasos de vino y luego dejarle hablar,
porque su registro iba cambiando y Kyle acababa hablando con el acento y los modos
patois de paleto blanco que él encontraba tan graciosos. Parecía totalmente agotada,
como si incluso el esfuerzo de la conversación fuera una carga insoportable.
La habitación se quedó en silencio cuando los pocos últimos invitados se giraron
hacia Sloane, mirando su rostro amoratado, la mejilla cortada y las manchas de
sangre sobre su bonito vestido de color de liquen. Su corazón comenzó a latir
aceleradamente en su pecho. Los ojos de su madre se abrieron con gran sorpresa.
—Dios, Dios, Sloane —murmuró ella—, estás horrible.
Sloane caminó a través de la habitación con las mejillas ardiendo.
—¿Cómo te encuentras? —le susurró.
—Mejor que tú, por tus pintas. ¿Qué has estado haciendo? Se suponía que debías
haber estado aquí —dijo Jane Gardner—. Podría haber necesitado un poquito de
ayuda, Sloane.
—Yo… lo siento. Mi intención no era estar fuera tanto tiempo. —Sloane cogió
las manos de su madre. El tacto era sin vida, sus huesos eran como palos metidos
bajo su piel que ya no encajaban más. Es demasiado pronto, se dijo. Por supuesto,
tardará un poco. Era infantil esperar que se curara en un instante—. No es nada
importante. Me caí.
Su corazón le latía y le latía contra las costillas, hasta hacerle daño.
O quizás simplemente nada podía ser mejor.
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1.4 La Reclusa
M
ás tarde aquella misma noche, cuando Sloane yacía dolorida en su cama
y apestando al ungüento de Josh, decidió que le pediría a su madre el
día libre, algo que no la haría a ella más feliz que a su madre, para
visitar a Odessa. Momus le había mentido. O si no le había mentido, la
había engañado con algún truco. De cualquier manera, Sloane había hecho un trato
con un dios y no había dado resultado. Odessa era la única persona en Galveston a la
que podías ir a contar aquel tipo de problema.
Cuando era pequeña, Sloane había pasado muchos días de bochorno en la casa de
Odessa, el viejo local de juego y apuestas llamado Cuarto Balinés, que se asomaba al
Golfo de México en al Avenida 23. Después de comer, Odessa siempre la hacía tomar
una siesta en la hamaca junto a su mesa de trabajo, y Sloane se tumbaría con los ojos
cerrados, las cuerdas crujiendo formando pequeños diamantes sobre la piel de su
espalda y piernas, intentando no caer dormida. Concentrando su atención en cada
sonido: el traqueteo que se paraba y se activaba de la máquina de coser de Odessa, el
pesado cortar del aire del ventilador del techo, el enloquecedor zumbido de un
mosquito en su oído, las contraventanas crujiendo y golpeando las paredes, las
cortinas ondulando por efecto del viento…
—Dessa, ¿por qué te llaman la Reclusa? —le había preguntado una vez cuando
tenía once años.
—¿Así me llaman? —contestó Odessa sin levantar la vista de la máquina de
coser. Este era el tipo de bromas con el que en ocasiones se divertía Odessa. Lo que
Odessa llamaba «prerrogativas de damas», a menudo no se diferenciaba mucho de lo
que la madre de Sloane conocía como «mentir». No era difícil seguir las normas del
juego al pie de la letra, siempre que no tuvieras que hablar con las dos a la vez.
Odessa cogió la muñeca en la que estaba trabajando y la examinó con ojos
críticos a través de sus bifocales de montura metálica. Sus uñas eran afiladas y largas
y siempre las tenía pintadas, ya de color rojo sangre o bien verde marino o blanco
concha de playa. Aquel día relucían como perlas.
—Si me llaman así, supongo que es porque vivo sola y me cuido a mí misma. Eso
es lo que es un recluso, querida. Un ermitaño. ¿Has sacado algo de Vicent Tranh?
—Ajá. —Sloane sacó un pañuelo de Tío Vince del fondo de sus pantalones
cortos. No era nada especial, estaba hecho del tosco algodón de Galveston que
abundaba en la isla, pero Odessa le había pedido algo que él hubiera mantenido cerca
de sí habitualmente—. Le dije que lo necesitaba para hacer un vestido de muñeca. Él
piensa que todas las niñas juegan con muñecas.
—Vaya, menuda mentirosilla estás hecha. —Sloane enrojeció—. Bueno, gracias,
cariño. El último ángel de Galveston observó el cuadrado de tela durante un
momento, y luego cortó dos pedazos iguales y los cosió juntos.
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—¿Qué estás haciendo?
—Una camisa para mi muñeca, muñeca.
Sloane se giró a un lado de la hamaca para poder observar el trabajo de Odessa.
—Randall dijo que era por la araña loxosceles reclusa. Mamá dice que son
supercherías. Él dijo que a su prima le picó una y que toda la pierna se le volvió negra
y que la carne se le cayó hasta que uno le podía ver el hueso, y entonces murió.
Odessa le dirigió una mirada helada por encima de sus bifocales.
—Randall Denton debería aprender a estar callado.
En lugar de eso se calló Sloane. Randall era tres años más mayor que ella y un
completo idiota, pero ella no quería meterlo en problemas con la bruja.
Su madrina hizo una camisa sin mangas a partir del pañuelo de Vincent Tranh,
pasándolo por la máquina de coser. Luego lo pasó por encima de la cabeza de la
muñeca en la que había estado trabajando desde que Sloane había llegado. Se trataba
de un muñeco delgado, de pelo negro y piel cetrina.
—¡Eh! —exclamó Sloane, echándole un vistazo a la muñeca—. Ese es el Tío
Vince. —Odessa no contestó—. ¿Por qué haces un muñeco del Tío Vince?
—Querida, eso es un asunto de Dessa.
—Tú me has hecho traer el pañuelo. Me debes una explicación.
—Ah, estoy escuchando a tu madre. —Odessa puso el muñeco boca abajo en su
mesa de trabajo y se estiró, frotándose la espalda con las manos—. De acuerdo, niña.
La cosa es, que Tío Vince ha comenzado a ver a los Hombres Langostino.
—¿Qué?
—Él ha empezado a ver a los Hombres Langostino. Está tan metido que puede
sumergir un dedo en el océano y predecir el tiempo que hará mañana. Encontrar
dónde se esconden los peces por el olor. Ayer descubrió que puede beber agua salada
—dijo Odessa con aire desaprobador—. La magia está comenzando a rezumar en su
interior.
—¿Cómo sabes todo eso? —Mi trabajo es saberlo.
Sloane dirigió una mirada asustada a su madrina.
—Pero esas cosas solo lo hacen ser mejor marinero. Así él puede traer a casa más
pescado y gambas, y hay más comida para todos. No es nada malo.
Odessa la miró con simpatía.
—Pero es magia, muñequita. Y nosotros no queremos que haya magia aquí. Así
es cómo sobrevive Galveston. No permito que entre la magia.
Se giró para observar atentamente el muñeco y le dio una leve punzada en la tripa
con la larga y brillante uña de su dedo índice. El muñeco pareció encogerse de dolor.
—¡Pero tú tienes magia! ¡La utilizas todo el tiempo!
—Eso es diferente.
—¡Por qué!
—Ese es mi trabajo —repitió Odessa. Sloane podía ver al muñeco luchando
débilmente en la mano de Odessa. La bruja se levantó ignorándolo, y caminó hasta
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los altares que tenía en el fondo de la habitación. Allí, donde solía estar la banda de
música en el restaurante Cuarto Balinés, había cinco pequeñas capillas, una para cada
una de las comparsas: Momus, Solidaridad, Thalassar, Venus y Arlequín. Se acercó a
la de la Comparsa de Thalassar con su hornacina pintada de azul, adornado con arena
y estrellas de mar y pedazos de cuerdas de pescar. Abrió una de las puertas de la
pequeña capilla, le dio un suave beso al muñeco de Vincent Tranh en la cabeza, y lo
tiró dentro—. Cuando alguien tiene una vía de agua, sabes, no se le puede arreglar tan
fácilmente.
Unos débiles golpecitos se dejaban oír desde dentro de la capilla.
—¡Has enviado al Tío Vincent con las comparsas! —gritó Sloane con horror.
Odessa se acercó a la hamaca y puso una mano en la cara de Sloane, ignorando la
forma en la que la niña se intentaba apartar de ella.
—Oh, niña, es un viejo duro mundo el que vivimos en estos tiempos. —Las
lágrimas se agolpaban en los ojos de la bruja. Sloane la odiaba de todas formas—.
Siento que hayas preguntado acerca del muñeco, pero es algo que habrías
comprendido antes o después. Alguien tiene que continuar haciendo esto cuando me
haya ido, ya sabes.
—¡No!
—No, todavía no. Por ahora la vieja Reclusa lo hará, y durante mucho tiempo
más. No te preocupes —su tono se volvió parecido al que se mantiene en una
conversación de negocios—. Pero ahora me temo que no puedo permitir que vayas
diciendo a todo el mundo lo que ha pasado con el pobre Tío Vincent. Saca la lengua,
muñequita.
Sloane sacudió la cabeza sin abrir la boca.
Odessa la miró. Tras sus bifocales, sus ojos eran verdes e indomables como el
mar.
—Saca la lengua, niña.
Sloane deseó más tarde que Odessa hubiera utilizado un hechizo. Debería haberlo
hecho, debería haber forzado a su madrina para que la hechizara.
Pero la imagen de una pequeña muñeca de Sloane llenó su mente, una pequeña
figurilla de pelo castaño dentro de la capilla de Momus, tropezando y arrastrando los
pies en la oscuridad mientras el muñeco de Momus, sentado en lo más alto, colgaba
sus piernas y sonreía como un malvado Humpty-Dumpty con cuernos.
De modo que sacó la lengua.
—Eso es, muñequita —dijo Odessa. Y tocó la punta de la lengua de Sloane con
una larga uña pintada.
A partir de aquel día, Sloane no pudo pronunciar el nombre de Tío Vincent ni
hablar de él de ningún modo. Ni en el velatorio que se celebró por él después de que
desapareciera aquella primavera, ni en los años que siguieron.
Sloane recordaba aquel día cuando se dirigía hacia la casa de Odessa. Era otra vez
un día caluroso y seco. La vegetación, marchita por la sequía, crujía y se quejaba bajo
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sus pies. Hierba muerta, y hojas de palmera y de robles secas y quebradizas como
caparazones de langostas. Al menos la sequía estaba manteniendo a raya a los
mosquitos.
Desde Ashton Villa había doce manzanas dirección sur del Bulevar Seawall hasta
la Avenida 23 y el Cuarto Balinés, pero no eran doce manzanas muy recomendables.
Una vez que llegó al lado del mar de Broadway, el vecindario se fue deteriorando
rápidamente. Perros sarnosos le gruñeron mientras pasaba junto a ellos. Había gallos
cacareando en lo alto de coches hechos chatarra. A unos pocos bloques de pisos de la
botica de Joshua Cane, pasó frente a un patio que había sido vallado con rejillas para
contener pollos. Cinco o seis gallinas buscaban en la tierra del patio interior. Bajo un
cartel que rezaba CUIDADO CON EL PERRO, alguien había clavado una rata muerta sobre
un pequeño crucifijo de madera. Sloane mantuvo los ojos clavados en el suelo y
aceleró el paso.
Respiró agradecida, como siempre, cuando dejó atrás el barrio y salió al bulevar
Seawall. La hierba había logrado brotar de la carretera agrietada, y la verdolaga
marina y las margaritas alcanfor parecían vivir del rocío y la humedad del mar,
sobreviviendo a la terrible sequía. El asfalto estaba cubierto de conchas de ostras y
cangrejos, que las gaviotas habían arrojado desde lo alto con el propósito de romper y
poder así sorber su tierna carne. Las conchas se quebraban con un crujido y raspaban
bajo los pies de Sloane al cruzar la calle. Allí se detuvo durante un momento,
mirando al océano. Una luz nebulosa brillaba sobre el golfo, haciendo que sus ojos le
escocieran. Hilachones de espuma se dividían y subían y bajaban sobre las espaldas
del mar. Las olas rompían a veinte metros de la costa, con sus crestas hirviendo en
colores castaños y blancos.
Pensó en Vincent Tranh, ido con las comparsas. Perdido en el mar tan solo unos
días después de que Odessa hubiera encerrado a su muñeco dentro de la capilla de la
Comparsa de Thalassar. El muñeco que Sloane había ayudado a fabricar. Eso habría
sido tan solo unos meses antes de que el padre de Joshua Cane perdiera su casa en
una apuesta a favor de… algún Denton u otro. Recordaba a Odessa asegurando su
silencio como un clavo atravesando su lengua. Intentó pronunciar en voz alta el
nombre de Vince Tranh. Su lengua permaneció muerta en su boca.
La Reclusa no era una buena mujer para buscarle las cosquillas.
Sloane torció a la derecha y caminó media manzana hasta el rompeolas del Cuarto
Balinés. En los años treinta y cuarenta del siglo XX, el Cuarto Balinés no solo había
sido el club nocturno más ostentoso de Texas, sino el corazón y el alma del imperio
de multitudes de los Maceo. Sam y Rosie Maceo habían llegado a controlar tan
completamente la ciudad que la isla era conocida como el Estado Libre de Galveston,
un Atlantic City de bolsillo con palmeras, donde cada niño distribuía cartones de
apuestas para los corredores de apuestas de los Maceo y el marinero visitante podía
encontrar más prostitutas per capita que en Shangai. Para cuando Sloane era una
niña, ya hacía sesenta años que Guy Lombardo o Jimmy Dorsey habían jugado en el
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Cuarto Balinés, pero en ocasiones, durante sus visitas, podía oír todavía sus
fantasmas: vasos entrechocándose, risas apagadas, el repiqueteo de una máquina
tragaperras cobrando premio. El olor de un whisky escocés o de un buen puro habano.
El club nocturno había sido construido sobre un rompeolas en forma de T, con un
restaurante y la cocina en un extremo de la T y un casino al otro lado, de espaldas al
mar, donde ahora dormía Odessa. Los zapatos de Sloane resonaban al cruzar el paseo
hecho de tablas a la intemperie que tenía en la cara del mar. El golfo se hinchaba y se
replegaba bajo ella, formando espuma alrededor de los postes llenos de percebes del
rompeolas. Sloane pasó la cabaña del guardia. Hubo una vez donde un centinela
hubiera estado allí de guardia. Si aparecían la policía o los rangers de Texas, su
misión era apretar el botón que activaría la alarma en el casino al otro lado del
rompeolas. Allí las mesas de blackjack y las ruletas se esconderían en las paredes
como mesas de planchar, y los ricos gángsteres y los banqueros de Houston se
sentarían apresuradamente enfrente de mesas con partidas de canasta y bridge
preparadas ya de antemano. Ya no había ningún guardia en la cabina, que ahora era el
hogar del motor de un coche Lincoln Town del 97 reconfigurado para funcionar con
propano. Se podía escuchar su zumbido incesante, proporcionando la energía
necesaria para la luz y el refrigerador de Odessa, su horno eléctrico, su soldador y su
máquina de coser.
La puerta principal del Cuarto Balinés era de cristales ahumados. Sloane se quedó
frente a su propio pálido reflejo. Aquel día llevaba unos pantalones oscuros, una
blusa de algodón blanco y un simple velo levantado para protegerle el cuello del sol.
Un pequeño anole verde, una lagartija del tamaño de su dedo corazón, saltó sobre el
cristal, mirándola atentamente. Con un soplido, convirtió su garganta en una bolsa de
irritación cuando el reflejo de Sloane pasó junto a él y desapareció dentro de la casa.
Temprano en las mañanas de calor, el terciopelo rojo del tapizado del Cuarto
Balinés tenía el triste y sórdido aspecto que siempre tienen los pubs nocturnos en las
horas de luz diurna. La brisa del golfo pasó a través de las contraventanas abiertas de
Odessa haciendo oscilar y golpear las paredes a las redes pescadoras que decoraban
las habitaciones. Hebras alborotadas de tela de araña vibraban y se agitaban en los
respaldos de las sillas y las patas de las mesas. Sloane pudo ver varios más de
aquellos pequeños anoles verdes, uno congelado en la mitad de un plato a medio
camino de cruzar la mesa, otro sobre el respaldo de una silla mirándola con ojos
perniciosos.
Odessa levantó la mirada de su mesa de trabajo. Llevaba sandalias y un kimono
rojo con unos estampados de misteriosos pájaros dorados. —Vaya, niña, te estuve
buscando ayer para despedirme pero nadie parecía saber dónde te habías metido—.
Entrecerró los ojos para ver mejor y se levantó alarmada al observar los
cardenales del rostro de Sloane. Se fundió en un cálido abrazo con Sloane. Por
primera vez Sloane se dio cuenta de que la bruja se había hecho vieja. Podía sentir las
vértebras de su espina dorsal bajo sus dedos. El fino pelo se había vuelto totalmente
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blanco, y su piel era de un rojizo parduzco, quemado por el viento y acartonado
después de tantos años de sal y sol. Su espalda estaba comenzando a inclinarse, y los
pechos le colgaban flácidos bajo la bata. Olía a aceite de máquina de coser y ropas
recién planchadas, limpiador de uñas y base de Max Factor.
Las visiones de Sloane volviéndose fea y vieja que la habían asaltado durante su
conversación con Momus, volvieron a inundarla.
Odessa retrocedió un poco y sujetó a Sloane por sus hombros. La examinó de
abajo a arriba y le tocó muy suavemente la mejilla herida con el envés de una mano.
Sus nudillos estaban hinchados por la artrosis.
—¿Y bien, niña? Empieza a hablar.
Sloane le contó toda la historia de su visita a Momus, su estúpido remate final
donde casi conseguía que la violasen y su rescate a manos de un gigante llamado
Ham y su amigo el boticario. Cuando llegó a la parte final del relato, donde volvía a
casa y encontraba que su madre no había mejorado, le fue difícil contener el llanto.
Cuando terminó, Odessa sacudió la cabeza.
—Hay días donde no puedes vencer el ímpetu de perder. Intentas con todas tus
fuerzas ser una buena niña, ¿no es verdad, Sloane? Como si eso fuese a salvarte a ti.
—Los hombros de Odessa se hundieron cuando se pasó una mano por su fino pelo—.
Y además has hecho un trato con Momus. Ahora tendremos que trabajar algo para
evitar que caigas en las comparsas, chica —suspiró—. Reconozco que este es un
problema Coca-Cola —dijo al fin—. He estado reservando las últimas para alguna
emergencia y creo que la situación actual no desmerece. ¿Quieres una, mi niña?
Unos vasos de whisky estarían mejor, pensó Sloane.
—Sí, por favor.
Odessa pasó a través de unas puertas abatibles al fondo del salón comedor y entró
en una cocina del tamaño de un restaurante. Un poco más tarde volvió con dos vasos
llenos de cubitos de hielo. Un refrigerador con una máquina de hacer cubitos de hielo
había sido uno de los lujos especiales que Jane Gardner siempre se había asegurado
de proporcionarle. Odessa también trajo una vieja botella de dos litros de Coca-Cola
con el plástico cubierto de polvo y recorrido por pequeñas hendiduras. Lo abrió
ceremoniosamente y bebieron juntas.
—Debería haber adivinado que algo pasaba por la forma en la que vestías ayer.
Me imagino que ibas bien arreglada para pedir a favor de tu madre. Fue un acto muy
valiente, maravillosamente valiente, ratoncita —dijo Odessa—. También muy tonto.
¿Por qué no me dijiste que estabas planeando esto?
Porque entonces quizás sería bastante posible que hicieras una muñeca Jane
Gardner y la dejaras en algún lugar, Dessa, se dijo Sloane.
—Lo siento —murmuró Sloane con la mirada baja—; debería haberlo hecho, lo
sé. Estaba preocupada y habría perdido el valor si me hubiese puesto a hablar de
aquello.
Lo cual también era cierto.
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—Ja. Casi puedo imaginarte. —Odessa agitó su vaso de bebida, haciendo que los
cubitos de hielo entrechocaran los unos con los otros—. ¿Puedes recordar las palabras
exactas que le dijiste?
—Solo que no podía soportar que ella… —Sloane se detuvo. La sangre pareció
desaparecer de su rostro—. No. Eso no fue lo que le dije. Le dije «no puedo soportar
verla morir». —Toda una serie de horribles posibilidades comenzaron a pasar ante los
ojos de ella—. ¡Pero él sabía lo que yo quería decir, Dessa!
—No intentes eso conmigo —dijo Odessa con voz cortante—, resérvalo para
alguien a quien quieras engañar. Nadie le dice a Momus nada que no sea exactamente
la verdad. Eso es justo lo que dijiste y eso es justo lo que tú querías decir.
—No era todo lo que quería decir —susurró Sloane.
Su madrina se encogió de hombros.
—Cuando cenes con el diablo, utiliza una cuchara larga. Bueno, el daño ya está
hecho. «No puedo soportar verla morir» no es… no es una feliz elección de palabras,
Sloane.
—Supongo que si me quedo en la habitación de madre mirándola veinticuatro
horas diarias vivirá para siempre —replicó ella con tono agrio.
Odessa tomó un sorbo de su Coca-Cola.
—No seas odiosa, muñeca, pero existe al menos una forma por la cual tú no
podrías verla morir.
Sloane se la quedó mirando durante un buen rato.
—Oh —dijo ella—. Te refieres a que yo muera antes.
—Encaja en la letra del trato —la Reclusa tomó aliento—. No, creo que tendrás
que volver y renegociar, querida. Solo por esta vez, te ayudaré y tú serás un poco
menos tonta. ¿Me creías tan poca cosa? —le preguntó con un chispazo de furia—.
¿De verdad creías que estabas preparada para encontrarte con Momus sin mi ayuda?
—Se volvió de espaldas a la chica apoyándose en la parte superior de la máquina de
coser—. ¿Olvidas que hay más personas aparte de tu madre que cuentan contigo?
Sloane mantuvo sus ojos clavados en el suelo.
—Jane Gardner no es la única persona que necesita un sucesor, Sloane. ¿Quién
podría hacer su trabajo? Cualquiera, cualquier persona insípida, cualquier mente
práctica de algún lacayo de la Comparsa de Momus puede garantizar el servicio de
alcantarillado u ordenar que se arregle un depósito de agua cuando comienza a tener
fugas. Pero ¿qué pasa cuando la magia comienza a tener fugas, eh? ¿Qué pasa cuando
las pesadillas empiezan a derramarse dentro del pequeño imperio de Jane y no hay
ninguna Reclusa allí para devolverlas al Mardi Gras? Te he enseñado con un
propósito, Sloane.
—Oh, bien —dijo Sloane—. Estaba impaciente por sentirme más culpable
todavía.
En algún lugar en la parte trasera de la casa, una contraventana dio un golpe una
vez, dos veces. Odessa se echó a reír. Se volvió y despeinó el corto pelo castaño de
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Sloane.
—Tienes razón. ¿Qué has hecho para merecer tan terrible pareja de viejas señoras
revoloteando a tu alrededor? Aún y todo queda el asunto de la renegociación de tu
trato. Y para eso necesitamos otra tú muy diferente, si es que vas a negociar con el
propio viejo lunático. Necesitaremos alguien mucho menos agradable.
Golpeteó el cristal del vaso con las uñas.
—Voy a hacerte una máscara —dijo la bruja al final. Los ojos de Sloane se
abrieron de par en par. Las máscaras de Odessa estaban cargadas de poder. La
Reclusa vació lo que le quedaba de su Coca-Cola—. Si necesitas un nuevo rostro hay
algunas cosas que tienes que afrontar… —dijo ella—, cara a cara.
Una pequeña colección de máscaras colgaba de la pared al final del escritorio.
Sloane reconoció algunas de ellas: Hollow, Salvamento Seco, Lagarto, Peloquemado.
—Casi he acabado con esta —dijo Odessa cogiendo una ficha de cobre pulido del
banco—. ¿La recuerdas?
Las prominencias de la cara y las cejas estaban hechas de piezas de ordenador que
Sloane había rescatado para Odessa de un antiguo PC clónico que había encontrado
abandonado en el ático de Ashton Villa.
—Claro. ¿Cómo lo vas a llamar?
—1999 —La bruja puso el frío metal con suavidad contra el rostro de Sloane. La
máscara le cortó la respiración como lo hubiera hecho una sacudida eléctrica,
inundándola con un gimoteo, zumbido, una cascada inhumana de cálculos,
adquisición, construcción, comercio. Con manos temblorosas, Sloane se la quitó y la
depositó sobre la mesa de trabajo de Odessa, intentando respirar, esperando que los
ritmos de aquel desvanecido mundo industrial dejaran de rugir más a través de toda
su sangre.
—Oh, dioses. Sabía que iba a ser diferente, pero…
—Una cosa es oír historias pero otra muy diferente es sentirlas, ¿no es así, cielo?
Eso es lo que perdimos —dijo Odessa—. Tanto, Sloane. Hemos perdido tanto…
Sloane pensó en Joshua Cane. Su madre había vendido medicinas de verdad en
pequeñas pastillas perfectas. Ahora él machacaba hierbas con la cabeza de un palo de
golf.
Odessa cogió la máscara.
—Déjame tan solo arreglar esto un poco.
Odessa limpió la mesa de trabajo de todos los pedacitos de tela, metiéndolos
luego en un cajón bajo la máquina de coser que ya estaba llena hasta reventar del
tosco moderno algodón de Galveston y de tesoros de antes del Diluvio: lazos y
medias de nylon, rollos de papel con dibujos de flores, pantalones de poliéster y
tejanos desteñidos de alta calidad con las etiquetas Levi’s todavía colgando, tela de
algodón afelpada crepé, cuadrados de jerséis gris y metros de gabardinas formales.
Odessa limpió su lugar de trabajo, metiendo una lata de disolvente bajo el escritorio,
y colgando su soldador en un espacio preparado para tal uso en la pared. Los objetos
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metálicos los puso en dos cajas rojas de aparejos de pescar: tornillos y clavos y trozos
de alambre, llaves inglesas y brocas, limas para metal, madera y cristal.
Cuando Odessa hubo terminado de ordenar la mesa a su gusto, hizo que Sloane se
echase sobre ella con el rostro mirando hacia el techo, con la cabeza descansando en
una almohada de trapo improvisada.
—Esto nos va a llevar algún tiempo —dijo ella presionando con una uña roja los
labios de Sloane—. Posiblemente horas. Le enviaré un mensaje a Jane para decirle
que estás bien. No comerás, no beberás y no dormirás. Serás la máscara.
Odessa se dirigió a la puerta que daba a la cocina y comenzó a buscar
desordenadamente. Sloane trató de llamarla. Las palabras se reunían como calor en su
boca, pero los labios no se abrían. Tenía los labios adormecidos allí donde Odessa le
había tocado con su uña. Lo intentó con más fuerza, luchando desesperadamente. Un
débil silbido se escapó de sus labios. Se rindió.
Odessa volvió sujetando dos pajitas.
—Póntelos en la nariz —los ojos de Sloane se abrieron de par en par—. Quieres
respirar, ¿no? No te preocupes, estas son anchas, de las de batir la leche. Recogidas
en la calle Denny. No me importa ponértelas yo, pero se van a mover menos si te las
pones tú misma.
Sloane cogió las pajitas y se las ajustó con cuidado, una en cada agujero de la
nariz. Olían a plástico viejo. Odessa la examinó, mirando arriba y abajo a través de
sus bifocales, y luego asintió con la cabeza.
—Perfecto —dijo con voz cansina—. Tengo la certeza de que aportan carácter.
La Reclusa hizo varios viajes a la cocina, volviendo con tres grandes tazas llenas de
agua, un bote de yeso en polvo, un bote con una etiqueta de «Productos Dentales
Danlo», y una jarra de vaselina. Humedeció una tira de tela y fue humedeciendo con
cuidado el rostro de Sloane. El agua estaba caliente y olía levemente a sopa.
—Tu madre y yo siempre fuimos diferentes. Jane es una criatura de arcilla. Todo
se le queda pegado. No es de extrañar que no se pueda mover, con todo ese peso
encima. Por mi parte, yo vivo en un mundo de agua —dijo la vieja bruja, pasando el
paño húmedo por las sienes y los labios de Sloane—. Todo va discurriendo lejos de
mí.
Odessa recorrió el rostro de Sloane con un trapo seco, luego abrió su jarra de
vaselina y extendió una fina capa sobre la cara de Sloane con las yemas de los dedos,
prestando especial atención a sus cejas y sus pestañas. Después buscó una vieja
media de nylon en el cajón del escritorio.
—Ahora tenemos que proteger tu pelo, ¿no es cierto, pastelillo?
Le puso la media en la cabeza y luego lo envolvió todo con una badana de
muselina. Odessa cogió un par de tijeras y cortó tres piezas de estopilla en
rectángulos de treinta centímetros por un metro. Luego echó el yodo en polvo en una
gran taza de agua.
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—Claro que estos últimos años no he estado tanto con Jane. Ella me ha dejado de
lado con demasiada facilidad. No puedo decir que la culpe. Me he convertido en una
vieja quisquillosa. Nunca dirías que yo hubiera sido bonita un día, ¿no?
Volvió a la cocina y regresó con una batidora eléctrica.
—Ruido —advirtió ella, y acto seguido conectó la batidora y comenzó a batir el
yodo—. Sin grumos. Como una buena base de pastel. A Jane nunca le interesó la
cocina, tampoco. Siempre quería comer fuera. Italiano. Griego. Bueno, ella venía de
ese tipo de ambiente. Mucho más rica que mi mamá. Mi mamá me enseñó a cocinar.
Pechuga de pollo frita, pasteles, pan de maíz. Guisantes ojos negros en el día de año
nuevo. —Sacó la batidora del recipiente. El yodo goteaba por su pequeña hélice—.
Bien —limpió el aparato—; Jane y yo tenemos nuestros diferentes tipos de poder.
Cogió el bote de la etiqueta de Productos Dentales Danlo.
—Alginato. Lo hacen de algas, pero realmente no sé cómo. Robé esto del
despacho de mi dentista. Dr. Holub. Perdió la razón el día después del Diluvio. Se
suicidó con un hacha. Un asunto desagradable. —Puso el alginato en un segundo
tazón—. Antes se hacían impresiones dentales con este material. —La batidora
eléctrica volvió a zumbar de nuevo. Cuando paró, la mano de Odessa, cubierta de
manchas, apareció de pronto sobre el rostro de Sloane—. Y ahora, querida, es hora de
que cierres los ojos.
Le tocó el párpado izquierdo con la uña roja, después el derecho. Se cerraron
como si estuvieran hechos de plomo.
Sloane se quedó en penumbras. El pánico saltó sobre su estómago como un grillo.
Casi se sintió tan asustada como cuando se había encontrado con Momus. En
ocasiones, porque ella quería a Odessa, olvidaba lo horrible que el ángel de Galveston
podía llegar a ser.
El alginato cayó alrededor de sus ojos y corrió por su rostro. Eran oleadas
húmedas y frescas, espesas como la base de un pastel, extendiéndose por sus mejillas
y sus labios. La oleada remitió y luego comenzó una segunda resbalando desde su
frente, cubriendo sus párpados y bajando por su nariz.
Odessa debía de estar utilizando un cucharón. Una tercera ola espesa sobre su
boca y mejillas. La respiración de Sloane se hizo más fuerte. Tenía la boca cerrada y
las ventanas de su nariz vibraban con fuerza. Se encogió intentado alejarse lo más
posible del alginato.
—Nada de eso. —Una palmadita seca sobre su frente y su rostro se quedó inerte.
Odessa tocó después su hombro izquierdo. La insensibilidad se fue extendiendo a
través de su toque, haciendo que la carne fuera muriendo poco a poco. Sloane
gimoteaba. Ahora el otro brazo. Ahora su pecho. Ahora sus caderas, su cintura
muriendo, su sexo, la parte superior de sus muslos. Odessa tocó cada pierna. Sloane
dobló los pies hasta que las pantorrillas perdieron la sensibilidad, luego sus tobillos, y
después los dedos de sus pies.
Tanto hubiera dado que estuviera muerta. Su cuerpo ya no vivía más; ella era
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madera y arcilla, palos y piedras. Ella era una ciega cosa muerta, una piedra del
subsuelo, atrapada en la oscuridad con tan solo el sonido de su propia respiración
asustada, antinaturalmente alta. Un pensamiento terrorífico cruzó de pronto la mente
de Sloane: no era una mujer, era una de las muñecas de Odessa, una cosa con vida
pero sin volición, para ser arrojada al mar o depositada en una caja de zapatos y
enterrada viva.
Esto es lo que siente madre cada día.
Otra oleada de jarabe fresco sobre su rostro.
—Creo que ninguna de nosotras comenzó a envejecer hasta que tú naciste —dijo
Odessa—. Yo estaba allí aquella mañana. En el exterior hacía un viento huracanado,
y hacia mucho frío, más de lo normal. Hasta ese momento, ni Jane ni yo nos
habíamos planteado que moriríamos. Pero cuando ves a un bebé, es cuando le das la
vuelta a tu reloj de arena. Cada vez que te veía hacerte mayor, Sloane, me sentía
envejecer yo también. Solo que tú ibas brincando y yo iba dando traspiés. A ti te
crecieron los pechos, a mí me crecieron las arrugas. Perdí la cuenta de mis
cumpleaños cuando comencé a contar los tuyos, y cada vez iban y venían más y más
rápido. Algunos días dolía mucho verte, Sloane. Yo te quería muchísimo, quizás más
que a mis propios niños, si hubiese tenido alguno. A ellos me habría ido
acostumbrando. Pero tú irrumpías aquí como un pajarillo cantarín y después te ibas
de nuevo. Observándote jugar, podía sentir los segundos escapándose de mí, uno a
uno.
Sloane yacía en la oscuridad, paralizada.
El alginato comenzó a solidificarse inmediatamente, endureciéndose hasta tomar
la consistencia de la dura gelatina fría. Después de tres minutos, Odessa le dio unos
golpecitos en el cuero cabelludo.
—Ya debería estar listo. Mueve los músculos de la cara por mí ahora, cielo, para
despegar la pasta. Voy a hacer un molde de yeso. ¿Recuerdas aquellos pedazos de
estopilla que corté antes? Ahora los estoy sumergiendo en el yeso. Bien. Ahora los
voy a ir colocando sobre tu cara y así conseguiremos algo de apoyo para el alginato.
Eso es, mi niña. Hay un bonito rostro debajo de todo esto. No sé por qué lo escondes
tanto. Velos y capuchas y siempre mirando al suelo. —La presión de los dedos pasó
alrededor del cuero cabelludo de Sloane, de sus mejillas, de su mandíbula y su
barbilla. La voz de Odessa sonaba cansada otra vez—. El tiempo se encargará de
ocultarlo por ti dentro de poco.
El cuerpo de Sloane le parecía pesado y sin vida sobre la mesa de la bruja, un
pedazo de carne, nada más. Las rígidas pajitas que tenía colocadas en la nariz le
daban ganas de estornudar. El sonido de su respiración pasando a través de ellas le
parecía terriblemente alto, tanto que tenía que esforzarse por oír la voz de Odessa.
—Yo fui tan guapa como tú una vez, si puedes creerlo. Fue un trabajo duro el
comportarse como una dama en aquellos últimos años antes del Diluvio; la magia se
te metía en la sangre como el vino, si tú eras un ángel. Hubiera sido fácil conseguir lo
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que hubiera querido. —Los viejos dedos de Odessa estaban en la única parte expuesta
de su cuerpo que todavía tenía algo de sensibilidad, justo en la nuca, desnuda más
abajo de los vendajes. Odessa le acarició con suavidad su pelo corto—. Las noticias
estaban llenas de historias de ángeles y de monstruos, de milagros y pesadillas. Todo
aquel invierno fui sintiendo crecer la magia dentro de mí, como si estuviera en el
golfo y la marea estuviese viniendo. Ya sabes cómo es, el agua te llega a la cintura, a
tu pecho, y después a cada oleada tus pies pierden un poco más de firmeza y te cuesta
mantenerte en pie. Luego te llega al cuello, vuelves el rostro hacia arriba, una ola te
alcanza y tienes sabor de sal en la boca, pierdes pie, otra ola, y consigues rehacerte de
nuevo.
—Todavía no tengo claro por qué estoy aquí realmente. La mayoría de nosotros
se perdió en un latido de corazón, pienso. Tenía una amiga a la que vi desintegrarse la
noche del Diluvio. Disuelta como un azucarillo en una taza de café caliente. Y por
supuesto, muchos de los que sobrevivieron nunca pudieron escapar del Mardi Gras.
Por lo que sé, todavía están allí con tu padrino.
El ruido de la respiración de Sloane era como un viento rítmico. A ella le hubiese
gustado sentir su pecho subiendo y bajando a su compás. A ella le hubiese gustado
poder sentir su pulso recorriendo sus muñecas y sus tobillos adormecidos.
—La gente se estaba volviendo loca —continuó Odessa—. Las calles estaban
llenas de monstruos. La gente esperaba que yo hiciera algo. No sabía qué hacer. Fue
Jane la que se encargó de todo. Se dio cuenta de que teníamos que entrar en las
comparsas. Fue la que salvó todo lo que había en el hospital antes de que se viniera
abajo. A alguien más se le ocurrió la idea de reventar los oleoductos para conseguir
combustible, pero fue tu madre la que lo llevó a cabo. Parece que cada vez que el
desastre ataca, la isla toma a un Gardner. Los Denton siempre se preocuparon
únicamente de ellos mismos, y los Ford siempre han tenido un ojo mirando a sus
espaldas. La gente confía en los Gardner. Ella trabajaba todo el tiempo, apenas
dormía. Yo podía ir a su casa, esto era antes de que se trasladara a Ashton Villa,
tambaleándome a las dos o a las tres de la mañana, y siempre me la encontraba
trabajando. Tenía que estar con ella en la habitación para asegurarme de que sus
pesadillas no crecieran demasiado, ya me entiendes. Ese era el tipo de cosas que
solían ocurrir en aquellas primeras seis semanas, y no hubiéramos podido
arreglárnoslas si la hubiéramos perdido a ella. Ella se quedaba dormida en el pequeño
sofá, quizás con su cabeza en mi regazo, con el rostro recorrido por el cansancio del
trabajo, demasiado cansada incluso para soñar, y yo nunca podía echarme a dormir.
Había una débil luz, creo que era una lámpara Coleman, y la ponía muy bajo, casi al
mínimo, y allí estaba en la esquina con su pequeño siseo mientras yo la miraba la cara
de tu madre entre las sombras.
La voz de Odessa se detuvo, junto con sus dedos.
—La admiraba mucho —confesó. Después de un momento retiró su mano del
cuello de Sloane—. Pero eso fue hace mucho tiempo. Ya no viene a visitarme nunca.
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Tan solo envía a su pequeña mensajera, ¿verdad, cielo? Tan solo te envía a ti.
Los dedos de Odessa volvieron a la tarea. Sloane los podía sentir levemente
meneando con delicadeza el borde de la máscara de alginato con su soporte de yeso.
En un momento dado, la máscara se liberó de la frente de Sloane con un pequeño
tirón, un soplo de aire fresco sobre su piel. Poco a poco y con suavidad, Odessa fue
retirando la máscara. Las pajitas cayeron de los orificios nasales de Sloane, la
oscuridad contra sus párpados cedió paso a la luz, la gelatina desapareció de su boca
con un último beso. Después Odessa le dio un golpecito en cada ojo y pudo ver.
Odessa se aplicó rápidamente en lubricar el interior de la máscara con vaselina,
para después llenarlo con yeso fresco. Veinte minutos más tarde el yeso ya se había
secado. Retiró el molde de alginato, y Sloane se encontró mirándose en una
impresión de yeso de su propio rostro.
Odessa exhaló un largo suspiro y flexionó sus dedos. Miró a Sloane a través de
sus gafas bifocales de varilla.
—Ahora, veamos qué Sloane puede estar a la altura de las circunstancias con
Momus ¿de acuerdo? —Cogió un puñado de arcilla de un bote bajo su escritorio.
Sloane luchó por hablar.
—¿Qué dices? —preguntó Odessa—. Vaya, cariño, lo siento —dijo tocándole
levemente sobre los labios.
La voz de Sloane volvió.
—Gracias a Dios —soltó bruscamente, con las palabras saliéndose de su boca
como el agua de una manguera retorcida puesta bien de improviso—. Uf. ¿Hay algo
que pueda hacer para ayudar?
—Quizás más tarde. Por ahora… bueno, querida, tu versión de ti es parte de tu
problema, ¿no es así? —Odessa cogió una pequeña bola de arcilla y la puso sobre la
punta de la nariz de yeso de Sloane, moldeándola hasta hacerla asemejar más a la
suya propia—. Y los ojos… tú tienes esos ojos tan bajos, corazón, siempre mirando al
suelo. Ese no es el espíritu adecuado para el Mardi Gras.
Sloane observó cómo Odessa iba rehaciendo su rostro. Sus ojos se hicieron más
finos y maliciosos. Le fue modelando una nariz prominente. Sus mejillas se elevaron
y se hicieron más afiladas. Y donde sus propias cejas eran rectas y pasaban
desapercibidas, las que crecían bajo los dedos de Odessa eran descollantes.
Fue una hora de trabajo, cuidadoso y meticuloso. Cuando estuvo terminado,
Odessa se reclinó y se apretó las manos contra comienzo de la espalda, bajo el cuello.
—Ahí lo tienes, mi pequeña —dijo mientras Sloane se asomaba a su hombro para
examinar la máscara—. ¿Qué te parece? Un putón la miraba con una mirada
provocativa y una sonrisa peligrosa.
—Esa no soy yo —dijo Sloane.
—Todavía no.
Los dedos de Odessa estaban grises y sucios, sus gafas cubiertas de yeso en
polvo.
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—Ya es tarde —dijo ella—. ¿Qué te parecer si echamos un bocado mientras esto
se termina de endurecer?
Con un suspiro, se levantó del escritorio y comenzó a andar a través del cuarto,
con los miembros rígidos después de haber estado tanto tiempo sentada. Sloane
siguió a la bruja cuando ella empujó la puerta que las separaba de la gigantesca
cocina donde el grupo de cocineros chinos de los Maceo había una vez cocinado para
doscientas personas cada noche. Estaba inmaculado. La mesa de trabajo de Odessa
estaba siempre revuelta, pero en la cocina no se advertía el más mínimo desorden.
Era una cocinera maravillosa, con dos recetas de pastel de nuez de las que te podían
hacer perder el sentido. Uno de color claro y ligero con un débil aroma a vainilla, el
otro tan oscuro como el barro del Misisipi y tan denso como un yunque.
En el medio del suelo de la cocina había una trampilla que Odessa siempre dejaba
abierta. Según ella, uno de los pinches chinos se sentaba allí con una caña y pescaba
para la cena especial en los días de Maceo. Ahora el sonido del mar surgía desde allí
junto con un poderoso olor salobre a sal y madera húmeda. Odessa desplegó una gran
actividad en la cocina, hasta tener listo para la comida un salmón frito con arroz y
alubias rojas.
Después de que hubieran comido, Odessa hizo una máscara trasera y después otra
frontal, esta vez en cemento de yeso. Puso una gran olla de agua a calentar en la
cocina. Luego rebuscó en su cajón de sastre y sacó una larga madeja de cuero. Con
cuidado, fue envolviendo con el cuero la cara de cemento. Después sumergió toda la
cabeza en el agua caliente del fuego de la cocina. Apagó el gas y dejó reposar el
cuero durante diez minutos. Luego le pasó el busto a Sloane, diciéndole que moldeara
y escurriera y retorciera.
—Tu turno, querida. Esto que sostienes entre tus manos es una nueva vida. Una
oportunidad de comenzarlo todo de nuevo. Este es tu nuevo rostro. De ahora en
adelante tú serás la única que lo va a tocar.
Sloane extendió el cuero presionándolo con fuerza contra las cuencas de los ojos
del molde con sus dedos pulgares y lo tensó sobre las altas y afiladas mejillas de la
zorra. Cuando el cuero se ajustó sobre la máscara y se lo fijó a ella, Odessa le alcanzó
un cuchillo de mantequilla de madera para utilizarlo como rascador.
Hacía mucho calor. El sudor se concentraba en grandes surcos en los sobacos de
Sloane y le perlaba la frente. Se sentó con la máscara en el regazo, rascando,
trabajando pacientemente, apretando el cuero con el rascador. Poco a poco se perdió a
sí misma entre sus manos. Ya no oía el mar murmurando abajo junto a los postes del
malecón o el ventilador girando sobre su cabeza. Incluso sus ojos parecían otra
expresión del tacto, una confirmación de lo que sus dedos ya sabían.
Una cara comenzó a surgir del cuero, un rostro riente, más oscuro que el suyo y
más experimentado. Le mostraba una amplia sonrisa y ella se sintió incómoda, como
perdiendo pie. Sentía intensamente la piel de su verdadero rostro, tensándose a lo
largo de los surcos sobre sus ojos. La sangre le calentaba las mejillas.
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Fue una verdadera sorpresa cuando Odessa rompió el silencio.
—Ya es suficiente por ahora, cielo.
Acto seguido le dio a Sloane un martillo con una cabeza hecha de la bocina del
volante de un coche lijada hasta quedar tan suave como la seda. Sloane comenzó a
clavar la parte puntiaguda del martillo sobre el cuero, trabajando en un rasgo cada
vez. Los golpes del martillo iban haciendo el cuero más compacto, prensándolo y
ajustándolo aún más al molde. Le llevó una hora acabar con el ojo derecho y su
mejilla. Una vez que Sloane había cubierto una parte con pequeños hoyuelos, los
trabajaba una y otra vez con el rascador, frotando los surcos, alisando cada pequeña
arruga e imperfección. Tensándolo más.
Sentía su propia piel tensándose entre los huesos de sus mejillas y su mandíbula.
El rabillo de sus ojos comenzó a cambiar de expresión, y aunque le dolía la espalda y
estaba desesperadamente sedienta entre aquel calor sofocante, no pudo evitar esbozar
una sonrisa.
Las horas fueron pasando.
Durante un buen rato su mente estuvo vacía, tan tranquila como una charca de agua
marrón. Luego, lentamente, imágenes y recuerdos comenzaron a flotar en la
superficie. El ligero golpeteo de su martillo modelando la máscara, liberando
pequeñas huellas de aroma de cuero y el recuerdo de Momus de pie junto a ella.
Recordó la sensación de realidad que le produjo, y la palidez de su piel, similar a la
de la tripa de un pez. Jane sostiene un Galveston, yo el otro, y la Reclusa vigila las
puertas entre los dos. El recuerdo de aquel momento se sostuvo en su mente mientras
terminaba de martillar a lo largo de su mejilla izquierda. Luego cogió el rascador y
frotó el cuero con ella. Y conforme iba modelando el cuero, el recuerdo se iba
disipando, dando forma a la superficie de la máscara hasta que el recuerdo comenzó a
desaparecer sometido a la presión de aquellos dedos, hasta que finalmente borró
cualquier rastro de su piel blanca, y todo lo que quedaba era la suave y tersa piel del
cuero bajo sus dedos.
Al igual que las finas hierbas, al machacarse, liberan una tímida explosión de
aroma, así los golpes del martillo liberaban racimos de recuerdos; alientos de deseo,
desespero, esperanza, lástima. Visiones de dolor, momentos cuando a pesar de toda su
habilidad y esfuerzo no había sido lo suficientemente invisible.
Los aplastó con un movimiento de los dedos.
Era asombroso que uno pudiera hacer eso. Le parecía increíble que pudiera
incluso tomar el recuerdo de su encuentro con un dios y eliminarlo, vaciarlo,
despejarlo. Vio a su madre, yaciente en la cama y mirando a Sloane, temerosa de
morir y más temerosa aún de que su hija no pudiera estar a la altura de sus
responsabilidades. La duda en sus ojos era humillante, y Sloane se alegró mucho de
liberarse de él, alejándolo con pequeños y pacientes golpes del rascador de madera.
Dejó ciertos ángulos y protuberancias sin tocar: los arcos gemelos de sus cejas y
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los huesos de sus mejillas bajo ellos. Con el tiempo, aquellas protuberancias se harían
incluso más afiladas, creando duras sombras bajo el resplandor de la luz de la mesa
de trabajo.
Jane y Sloane entrada la noche en el despacho de su madre. Ella no debería haber
estado aburrida pero lo estaba, y se sentía avergonzada por ello. Todo lo que ella
quería hacer era irse a la cama, dar un paseo, trabajar en una blusa que tenía a medio
terminar en su máquina de coser, cotillear con Ladybird Trube, cualquier cosa.
Perezosa. Frívola. Débil, le dijo una voz en su cabeza. Era una voz mandona, llena de
resentimiento, que siempre le decía cosas como aquella. Si te importara realmente
algo más que tú misma, deberías…
Lo hizo desaparecer.
No te hice ningún favor permitiendo que te escabulleras de tus responsabilidades.
Eras una niña pequeña y asustadiza. Pero hay cosas de las que no puedes escapar.
También borró aquello.
Inclinada sobre los brazos echados a perder de su madre, ayudándola torpemente
a bajar las escaleras para ir al baño y después observando su lucha por quitarse la
ropa interior. Eliminó el recuerdo furiosamente, temblando de furia.
La sequía. Las miradas en los rostros de los pobres mientras pasaban por Ashton
Villa. Los mismos pobres, con la tripa hinchada por el arroz, las caras recorridas por
la sed, amarillas con ictericia, picadas por la viruela, quemadas por el sol o húmedas
por la fiebre amarilla: las hizo desaparecer, aplastando con los dedos y después
puliendo con brillo y sin voces.
El resentido e inteligente Joshua Cane que la deseaba: eliminado.
Más atrás, Sloane sentada inmóvil delante del espejo de su tocador, con su madre
detrás de ella, trenzando con cuidado su cabello. Su propia expresión seria, el tacto
seguro de su madre, la gran Jane Gardner terriblemente vulnerable, loca de amor por
su hija.
—Tú eres mi rayo de sol —le había cantado en un susurro, y le había besado a
Sloane en lo alto de su cabeza, y se habían sentido a salvo juntas. Aquel recuerdo
hizo que Sloane se enfadara aún más, y lo borró, lo borró y lo borró.
Las dos juntas jugando en las olas de la playa, Sloane ahora una niña pequeña, la
extraña risa en los ojos de su madre y agua de sal mojando su cabello. Sloane como
una bolsa de patatas fritas que explota al abrirse, riendo y pasándoselo en grande
mientras su madre salta con ella a cada ola que rompe…
Todo, cualquier pensamiento y sentimiento y recuerdo que surgiera, ella lo hacía
desaparecer. Estaba tan enfadada que todo su cuerpo le temblaba. Solo después de
varias horas la furia comenzó a remitir. Después de horas y horas y horas, finalmente
todo se hizo más suave, la superficie marrón de la máscara era como aceite bajo sus
dedos.
Luego fue acabando con las últimas arrugas una a una, sintiéndose cada vez más
alegre, lisa y afilada y sonriente. Si no hubiese sido por el intenso y hormigueante
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dolor de su cara, que parecía extenderse, y una curiosa tirantez en su pecho, habría
dicho que no se había sentido tan bien en años.
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1.5 La máscara
M
ientras Sloane terminaba su trabajo, aquel sentimiento vacío y elevado
continuaba cantando en su interior. Canturreando para sí misma, aplicó
siete capas de laca al interior de la máscara y luego la alisó hasta
conseguir un brillo de seda con una tira de cuatrocientos granos de
papel de lija extra-fino. Tiñó el cuero de un color rojizo trabajando el color con una
brocha de afeitar, añadiendo más en algunos sitios que en otros, de tal forma que toda
la cara tomó el aspecto de la piel de un animal abigarrado. Con un pellizco de
producto de belleza de un viejo bote de Comet difuminó un poco el tinte, dejando
resaltes pálidos en los salientes de la máscara, de tal forma que el cejo y las mejillas
destacaron mucho. Después cortó vendas faciales y las fijó con remaches.
El único momento de disgusto le sobrevino cuando tuvo que cortar los agujeros
para los ojos. Odessa le había puesto la máscara sobre una pieza redondeada de
madera flotante y le había dado un escoplo, un cincel con una hoja que recordaba
levemente a una bocina. Era extraño el ver a la máscara mirándola a ella, algo
parecido a su cara pero sin embargo totalmente diferente. Puso incómoda a Sloane y
eso le hizo golpear el escoplo con más fuerza de lo que en un principio tenía previsto.
Sintió un dolor punzante en su ojo izquierdo, y se hizo oscuro en aquel lado tan
pronto como la pupila de cuero de la máscara había caído.
—Odessa… —la Reclusa sacudió la cabeza y movió el escoplo hacia el ojo
derecho de la máscara. Esta vez el dolor fue incluso peor, y cuando Sloane había
terminado estaba ciega.
La oscuridad en la que se vio envuelta estaba llena de ruido. Durante toda una
vida no había habido más sonido que el de su propia respiración. El ventilador del
techo de Odessa, el mar incansable bajo las dos. Ahora, sin embargo, podía escuchar
ráfagas de risas, fragmentos de conversaciones, y el entrechocar de platos y cubiertos.
Un piano tintineaba en el fondo. Sloane levantó la máscara hacia su cara. Los sonidos
se hicieron más fuertes, como si se estuviera aproximando a una habitación
abarrotada de personas. Volvieron a difuminarse conforme fue bajando la máscara
hacia su regazo.
Se puso la máscara. Podía ver perfectamente bien. Cada mesa del Cuarto Balinés
estaba ocupada. La conversación rugía en torno a ella. La luz de las velas refulgía en
plata y cristal. Una mujer en un vestido negro de noche con perlas alrededor de su
cuello echó la cabeza atrás y rio, tan cerca que Sloane podía haberla tocado.
—¡Eh! —dijo alguien señalando a Sloane. Cada cabeza en la mesa se volvió a
mirarla a ella.
Se arrancó la máscara de su cara y volvió a encontrarse en la tranquila oscuridad.
—Todavía no —dijo Odessa—, y yo elegiría un lugar menos público para hacer
mi aparición, si fuera tú.
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—No puedo ver.
—Eso se te pasará. ¿Te traigo algo de beber, muñequita?
—Sí, por favor —susurró Sloane. Por primera vez se dio cuenta de que no había
probado bocado ni bebido nada desde que Odessa le había quitado la máscara de la
cara, hacía horas y horas ya. Su garganta estaba dura y seca y le picaba por la acción
de la laca, la pintura y el disolvente. Intentó decir algo cuando Odessa salió del cuarto
para traerle algo de beber, pero su voz era un puro graznido.
—¿Qué hora es?
—Casi el amanecer —le respondió Odessa sobre su hombro—. Casi es mañana.
El sol fue surgiendo mientras Sloane caminaba de regreso a casa. Después de pasar
tanto tiempo dentro del interior de una casa el contemplar la luz del cielo y observar
el horizonte tan lejano le producía una sensación extraña. Llevaba la máscara en su
bolso como un secreto terrible. Ya hacía calor fuera, pero el día todavía se iba a hacer
más caluroso. Ollas y cubos secos esperaban expectantes bajo los canalones de cada
tejado de las casas habitadas. Los gallos agitaban las alas y cacareaban conforme
pasaba a su lado, con los cuellos erguidos, haciendo ruido desde postes de cercas y
tejadillos de porches. Los polluelos escarbaban entre el polvo estéril. La energía
potente y tensa que la había llenado al ponerse la máscara parecía desvanecerse con
el sol, dejándola confundida y exhausta.
Corrió el último bloque de casas hasta Ashton Villa con el estómago hecho un
nudo. Quizás su madre había muerto mientras no estaba cerca para verlo. O —y la
esperanza era casi tan terrible como el miedo— quizás volviera a casa para descubrir
que Momus después de todo no la había traicionado. Quizás hubiera algún signo de
que su madre se estaba recuperando. Ya el solo uso de sus brazos sería un milagro.
Cualquier cosa que mostrara que la enfermedad había finalmente detenido su avance
inexorable.
Se coló en la casa, avanzó a través del porche, y abrió la puerta del recibidor.
Aunque apenas había amanecido, Jane Gardner ya estaba despierta y sentada en su
silla de ruedas. Sus brazos yacían muertos en su regazo, la piel cubierta con manchas
marrones fruto del mal funcionamiento del hígado. El nudo en el estómago de Sloane
se tensó aún más.
—He vuelto —dijo ella—. Ya lo veo.
—No estás… —Sloane se mordió el labio—. ¿Quieres que te traiga algo?
—Estoy segura de que estarás muy cansada —dijo Jane Gardner. Estaba mirando
al ave del paraíso que Bettie Brown tenía disecada en una jaula de cristal—. Cuando
Odessa me envió un mensaje diciéndome que ibas a estar con ella toda la noche
pagué los servicios de una enfermera. Ella me está trayendo el té.
—Yo…
Te he dicho durante semanas que no deberías pasar tanto tiempo conmigo. Una
enfermera es mucho más práctica.
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El rostro de Sloane estaba ardiendo.
—Lo siento.
—¿Por qué te quejas? Odio cuando te estás quejando todo el tiempo —dijo Jane.
Sus pes cuando decía «por» estaban definitivamente perdiendo su perfil,
asemejándose más a una be—. Toma decisiones corre-tas y deja que todo llegue a su
final.
Echó la cabeza a un lado, mirando hacia las puertas de color vino que separaban
el recibidor del salón. En la distancia, unas pisadas se aproximaban. Sloane pudo
distinguir el sonido de cucharas tintineando sobre una bandeja de té.
Con los sentimientos embotados, se dio la vuelta y dejó la habitación.
Una semana más tarde, justo después del amanecer, Sloane se encontró rondando en
la acera de la casa de Joshua Cane. Su madre no había muerto todavía. Sloane
acababa de venir del Mardi Gras. A su lado, una hiedra seca y blanquecina colgaba de
un letrero de metal descolorido de tiempos anteriores al Diluvio:
Asociación de Vecinos San Jacinto
VIGILANCIA CRIMINAL
Damos cuenta de todas las actividades sospechosas
a nuestro departamento de policía.
Soy el tipo de cosa que aquella buena gente debería denunciar. Los pensamientos de
Sloane eran irónicos. Le dolía la cabeza, sus pies sufrían, y de cuando en cuando un
poco más de sangre manaba de un corte leve en la parte superior de su pierna
izquierda. La sangre había manchado también su pantorrilla derecha. Llevaba un
vestido corto ajustado de algodón y medias de seda, que no le gustaban en absoluto
pero que hacían juego con la máscara. Es decir, hacían juego con la persona en la que
ella se convertía cuando se la ponía. Debería parecer una vagabunda en toda regla,
con su vestido manchado y oliendo a alcohol, con aquellas bonitas medias de seda
que Odessa le había dado el día de su veintiún cumpleaños rasgadas, corridas y
manchadas de sangre después de una noche en el reino de Momus.
Para su madre, verla en este estado sería impensable. Tampoco podía presentarse
de esa guisa en la mansión de Randall Denton o en la de Jim Ford, o en el Castillo
Trube. A pesar de la incomodidad de su última visita a la casa de Joshua Cane, él era
la única persona lo suficientemente anodina para que pudiera arriesgarse a que la
viera en aquel estado.
Además, siempre atrae la idea de aparecer en la puerta de tu admirador con un
vestido corto, ¿no es cierto?
Aquello era el último coletazo de la charla de borrachera de la última noche.
Silencio, se dijo.
A la luz del día, la casa del boticario parecía pequeña y desatendida, pero su capa
de pintura de diez años se conservaba mejor que la de sus vecinos. Un traje de vestir
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en un armario lleno de monos de trabajo. Sloane se acercó de puntillas hasta el
porche de la entrada. El tercer escalón crujió, con un sonido antinaturalmente
estridente a aquellas horas de la mañana. Sloane esbozó una mueca, mirando a su
alrededor para comprobar si la había visto algún vecino.
Joshua la debía haber oído en las escaleras, porque una cortina en la puerta se
descorrió y apareció su rostro. Un poco más tarde estaba de pie en la puerta. Un
madrugador, al parecer: ya estaba aseado y afeitado.
—¿Estoy en problemas?
—No que yo sepa.
—En ese caso, adelante.
La primera vez que se había encontrado con Josh allí, ella estaba en shock y era
de noche. Su recuerdo de él era el resultado de una confusión de lámparas de gas
siseantes, abrumadores olores de farmacia y dedos endurecidos tocando el tirante de
su vestido. Aquella mañana lo veía con mayor claridad. Tenía su misma edad a
grandes rasgos. Era un hombre pequeño de veintipocos años con los rasgos afilados y
las muñecas de alguien para quien la cocina y la comida son una molestia. Tenía unos
ojos oscuros bajo unas sorprendentemente pobladas cejas negras, y un cabello rizado
muy corto. Era un trabajo limpio, pero sin verdadero conocimiento. Probablemente se
lo hacía él mismo.
Joshua Cane, pensó ella, ejemplifica el tipo de pobreza que sabe más. Una
excelente camisa de seda hecha a medida, recosida con cuidado en algunas partes,
dos botones de repuesto que no coincidían con los originales, pero que lo intentaban.
Sus pantalones cortos eran nuevos, hechos de una basta tela vaquera moderna que se
obtenía allí mismo en Galveston a partir de algodón amarillo. Bajo sus pantalones
cortos, sus piernas y sus tobillos eran huesudos. La base de sus sandalias estaban
hechas de goma de neumático; las tiras estaban hechas a partir de cinturones de
seguridad de coches abandonados.
Se echó a un lado y la invitó a entrar con un movimiento de la mano, mirando a la
fea mancha de sangre que tenía en la pierna.
—¿Es algo serio?
—Tiene peor pinta de lo que es. Un accidente estúpido con una botella rota. —
Sloane se frotó la mancha con los dedos, pero se detuvo al observar que se le
quedaban rojos y pegajosos—. Oh, vaya —levantó los ojos—; quiero decir,
¿podría…?
—Hay un baño detrás de esa puerta, a tu izquierda.
—Gracias.
El baño era diminuto y mohoso. Como la mayoría de la gente demasiado pobre
como para permitirse agua corriente, Josh tenía un gran barril de agua junto a la
bañera. Una vieja botella de leche con la parte superior cortada hacía las veces de
cazo. Las medias de Sloane estaban pegadas a la piel de sus piernas por la sangre
seca. Se quitó el vestido y se metió en la bañera, echándose agua templada sobre sus
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muslos. El agua resbaló sobre su herida, que comenzó a escocerle furiosamente. ¡Ay!
¡Agua salada! Por supuesto, un hombre de la calle no estaría utilizando agua potable
para bañarse después de cuatro semanas de sequía. Joshua Cane no gozaba de los
privilegios de vivir en Ashton Villa. Sloane se sintió como una niña rica consentida.
Hay una razón para todo, señorita Gardner.
Para su alivio, las toallas estaban limpias y no olían demasiado. Se secó con
rapidez y se puso el vestido de nuevo. Había una pequeña mancha de sangre en el
dobladillo. Eso lo podría lavar más tarde, o cubrirlo con algún adorno, pero las
medias estaban hechas una pena. Cuando volvió a la habitación principal, Joshua
estaba detrás del mostrador de su farmacia, moliendo algo en un mortero con su palo
de golf.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Sloane.
—Linimento para la artritis a partir de pasta de chili. ¿Te acuerdas de Ham? A su
padre le duelen bastante las manos últimamente. Quería tener listo esto antes de la
hora punta de la mañana —dijo Josh sardónicamente.
—¿Lo estás haciendo gratis?
—Los Mather son para mí como parientes. Les debo más que una jarra ocasional
de linimento —explicó él—. ¿Qué puedo hacer por usted, señorita Gardner? Sloane
esbozó una amplia sonrisa.
—Criado por tu madre, ¿no es así?
—¿Cómo?
—Únicamente los hijos educados por mujeres de la generación de mi madre
pueden llamar a alguien «señorita».
—No puedo evitarlo.
—No, no lo hagas. Resulta original. —Sloane se rio—. Viejas formas adorables.
De verdad —se estiró los húmedos restos de sus medias—, no estoy segura de qué
hacer con estas. Además de caminar por la calle con ellas rasgadas y llenas de sangre
en las manos, claro. Quizás lo que debería hacer es simplemente dejarlas colgando
alegremente sobre el respaldo del sillón en el vestíbulo para que madre las
encontrara. —Sloane se estremeció—. Están irrecuperables, pero no sé donde…
—Si las vas a tirar, yo las puedo aprovechar. —Sloane enarcó una ceja.
Para ella era una nueva expresión, algo que le había venido con la máscara.
—No para ponérmelas —apuntó Joshua rápidamente—. Es para ayudarme a
moler algún preparado. Algo más fino que la estopilla me podría ser útil de vez en
cuando. —Sloane dejó caer el montón húmedo de seda mojada sobre el mostrador—.
Así que ¿cómo le ha ido la noche en el Mardi Gras, señorita Gardner? —dijo Josh.
Sloane se quedó helada.
—Hueles a humo de cigarrillo —explicó Josh—. No hemos tenido tabaco en la
isla en diez años. Ese fue el último ingreso importante que tuvimos. Incluso a mi
madre no le importaba empeñar un ojo y dos riñones por aquel veneno. La única vez
que tuvimos a un Denton en la tienda. La primera mujer del sheriff Jeremiah vino
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desesperada unas pocas veces antes de que el cáncer se la llevara.
—Es usted muy listo, señor Cane.
—Eso no me ha hecho rico, señorita Gardner.
—Llámame Sloane. Por favor —extendió la mano sobre el mostrador. Él sonrió,
dejó el mortero, se limpió los dedos en sus pantalones cortos y le estrechó la mano.
Sus dedos estaban ásperos, como ella los recordaba. Todo aquel moler y moler.
—¿Has estado despierta toda la noche? —le preguntó Josh.
—Siento decir que he sido una mala chica. Como si no hubiera trabajo que hacer.
Como si madre no me necesitara ahora más que nunca.
Su intención había sido encontrar a Momus y aclarar su acuerdo, fue por eso por
lo que se puso la máscara en primer lugar. Pero todo era tan extraño en Mardi Gras,
había tanta música y bailes, que le había costado un tiempo el poder adoptar sus
maneras. La habían pillado, de alguna forma, en una fiesta maravillosa en el Palacio
del Obispo. Tan solo que no era el verdadero palacio, donde ahora vivía Randall
Denton, sino uno diferente, mágico, donde todavía era febrero del 2004 y había
coches en las calles y todo el aire acondicionado que pudieras desear y comidas
exóticas exquisitas que ella no había probado en toda su vida. ¡Y agua! Toda el agua
que pudieras beber, y Coca Cola, y vino, y cerveza que no estaba hecha de arroz.
Cualquier cosa que te pudieras imaginar. Habían vivido como reyes, antes del
Diluvio. Todavía seguían viviendo como reyes en el Mardi Gras. La última noche del
viejo mundo, repitiéndose para siempre.
Sloane parpadeó. Casi se había dormido sobre su pie.
Josh se volvió y recorrió con sus dedos uno de los estantes detrás de su cabeza,
luego sacó una jarra llena de hojas secas.
—Damiana. Un suave estimulante y antidepresivo, una de las pocas plantas útiles
que crecen por aquí en estado salvaje. Los mexicanos la utilizan a todas horas, la
llaman hierba de la pastora. Nada que le importe a nadie. Antes pensaban que era un
afrodisíaco. —Levantó la mirada. Con el sabor del Mardi Gras todavía en su sangre,
ella le devolvió una sonrisa provocadora. Odessa habría estado orgullosa de aquella
mirada, pensó ella. Estás flirteando como una niña mala.
Él sonrió, desenroscando la tapa de la jarra.
—Das la impresión de que un buen estornudo te podría tumbar. ¿Puedo darte una
pequeña cosa para remediarlo? Tengo la impresión de que tus días no son del todo
divertidos ahora mismo.
—No demasiado divertidos, no.
—Perdí a mi madre hace unos pocos años —dijo Josh—: diabetes. —Sacó un
pequeño puñado de hojas de damiana y cerró la jarra—. Espero morir de un ataque al
corazón. Es malo cuando puedes ver venir el final desde lejos.
Era bastante insoportable el escucharle intentando confortarla a su incómoda
manera cuando en lugar de intentar salvar a su madre todo lo que había hecho en la
última noche era beber y bailar. Sloane sonrió con su sonrisa ensayada.
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—Intentamos aprovechar cada día tal y como viene. Joshua asintió con la cabeza,
como si aquello significase algo, como si no fuera una tontería mecánica que ella
dispensaba por todas partes cada día.
—¿Bebiste mucho ayer? No, olvida lo que he preguntado. Lo que quiero decir es
que probablemente estés un poco deshidratada. Déjame prepararte un sorbo de té.
Le mostró el camino hacia su cocina y ella le siguió sabiendo que no debería,
sabiendo que probablemente él no tendría dinero o agua suficiente para malgastarlo
con ella, sabiendo que debería regresar a Ashton Villa antes de que la echaran de
menos. En lugar de eso se hundió en una silla a la mesa en la cocina de Josh mientras
él hervía preciosa agua para hacerle una taza de té de damiana. El sentimiento de
culpa por haber abandonado a su madre para irse a bailar al Mardi Gras toda la noche,
no le hacía fácil el volver a aquel recibidor en penumbra con las cortinas echadas y
aquella figura marchita tumbada en la cama. El té tenía un sabor extraño, mentolado
y un poco amargo, pero agradeció su calor. Después de unos pocos sorbos cruzó los
brazos sobre la mesa y descansó la cabeza sobre ellos. Joshua Cane le recordaba al
adjunto Kyle Lanier, decidió adormilada. Físicamente los dos eran de pequeña
estatura, pero más importante, los dos arrastraban aquella sensación de pobreza como
una forma de resentimiento. La diferencia estribaba en que Kyle había sido pobre de
niño, mientras que Josh había sido un niño de familia acomodada. Kyle siempre
intentaba escapar de su pasado, mientras que Josh Cane no podía abandonar el suyo.
Se dio cuenta de que se debía haber quedado dormida cuando un ruido la
despertó. Josh estaba poniendo un tazón con una cuchara enfrente de ella. Parecía
como si hubiesen pasado horas, pero debían haber sido tan solo minutos. Un
momento después volvió con un cazo lleno de potaje de arroz y comenzó a servirle
una porción.
—¿Azúcar moreno o melaza?
—Azúcar —respondió ella, y luego se arrepintió por si había escogido la opción
más cara, y se preguntó qué pensaría de ella si supiera que en realidad ella no sabía
qué era lo más caro. Niña rica consentida. Sloane observó cómo un terrón de azúcar
moreno se derretía, una mancha oscura extendiéndose en el potaje. Todo su cuerpo se
revolvió ante la idea de comer, pero ella no quería parecer descortés o avergonzarle,
de modo que bendijo el potaje y se forzó a comerse todo el plato, acompañándolo con
sorbos del té amargo de damiana.
Un gallo cacareaba ruidosamente y paseaba con andares regios por el patio
trasero. Joshua se sentó frente a ella, revolviendo melaza en su potaje. Maldición.
Apuesto a que la melaza era lo más barato. Cuando Ham la había llevado allí la
primera vez, el boticario olía a los pimientos, la levadura de cerveza y el sulfuro con
el que había estado trabajando. Hoy su camisa limpia y sus pantalones desprendían
un suave pero agradable olor a recién planchado.
—Gracias por esto —dijo Sloane levantando su taza de té.
—Medicina de brujo —respondió Josh brevemente—. Lo que me recuerda que no
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recojas damiana por tu cuenta y te la bebas a litros. También funciona como laxante.
Sloane se echó a reír.
—Gracias por la advertencia. ¿Tienes muchos clientes?
—No. Yo soy… mi madre y yo teníamos reputación de ser desafortunados —dijo
Josh.
Después de un silencio incómodo, Sloane volvió a hablar.
—Gracias por el té y por la ayuda. —Cuidado ahora con su orgullo—. Me
gustaría pagarte.
—No estaba intentando ganarme tu simpatía.
Vaya que sí.
—Por supuesto que no —dijo Sloane—, pero me puedo permitir el pagarte.
Puedes ser tan orgulloso como un Gardner, pero no más orgulloso. Puedes parecer
ofendido mientras te pago, pero no voy a permitir que no me cobres nada. ¿Trato
hecho?
La miró con ojos sardónicos.
—Trato… no, espera, se me ocurre algo más. Me gustaría saber cómo es el Mardi
Gras.
Era el turno de Sloane de echarse atrás. Dio un sorbo de su té.
—No estoy segura de que pueda explicártelo. Realmente nunca he estado allí. —
Él empezó a decir algo, pero ella sacudió la cabeza—. Quiero decir que no soy
realmente yo, soy alguien más. Malicia va a fiestas, Malicia juega a los dados,
Malicia bebe y baila. Sloane… Sloane es una pobre chica. Ella se tiene que levantar a
la mañana. Organizar citas. Llevar a madre al baño.
—¿Malicia?
—Así es como la llamo. Quiero decir, a mí misma. Cuando estoy allí. No utilizo
mi verdadero nombre, no en el reino de Momus.
—¿Por qué Malicia?
Si le echaras un vistazo a la máscara, lo entenderías. Sloane se encogió de
hombros.
Joshua terminó su potaje de arroz y recogió la mesa, poniendo los platos en su
pequeña fregadera.
—¿Cuánto tiempo has estado allí?
—No mucho —respondió ella rápidamente—. Solo he estado allí dos veces.
Bueno, tres veces.
—Mmm —dijo Josh mirándola.
Sloane no podía mirarle a los ojos.
—¿Joshua? Por favor… por favor no se lo cuentes a nadie. —No lo haría—. Me
sentiría tan avergonzada. —Sé lo que es eso— respondió él. Entonces Sloane hizo
algo que nunca había podido hacer antes de ponerse la máscara. Se acercó a él junto a
la fregadera, posó sus ojos en los suyos y cogió su mano, sellando el pacto con un
toque. El rastro de una sonrisa asomó en el rostro de Joshua.
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—No se lo digamos a los demás —murmuró él. Ella le miró sin entender, pero él
sacudió la cabeza—. Su secreto está a salvo conmigo, señorita Gardner.
—¿Sloane? ¿Por favor?
—Sloane.
Ella le apretó la mano y luego la liberó. Después Sloane acabó su té.
—Gracias. Lo necesitaba. Con los pies doloridos, Sloane le permitió a Joshua
acompañarla hasta la puerta principal. Una vez más, pensó ella. Volveré solamente
una vez más a visitar a Momus. Después de eso, nunca más.
Volvió a casa a través de las zonas pobres de la ciudad en el lado sur de la avenida
Broadway, rezando en voz baja por no encontrar a nadie conocido. Incluso aunque el
día era caluroso, se sentía demasiado expuesta en su vestido corto de algodón,
especialmente con las piernas desnudas. ¡Cómo diablos me he podido poner algo tan
corto! Solo hay una explicación, pensó ella malhumorada. Mi mente está siendo
controlada por un dios al que le gustan las piernas gordas.
Su suerte casi le había salvado. Entró con cautela en la Avenida 23 y se escondió
tras una gruesa palmera en el lado oeste de Broadway, esperando el momento en el
que la calle estuviera prácticamente desierta. En aquel momento, Sloane cruzó la
calle rápidamente con la mirada baja y se deslizó a través de la puerta principal de
Ashton Villa.
—Otra vez tarde —dijo Sarah, el ama de llaves, materializándose en el oscuro
recibidor—. Y en una noche como la que ha tenido tu madre —añadió con
reprobación.
Oh, Dios.
—¿Está peor?
Sarah se encogió de hombros.
—Pregunte a la enfermera —dijo mordazmente.
—Sarah, no tienes por qué…
—¿… Por qué recriminarle nada? ¿Es eso lo que quiere decir? Tengo trabajo que
hacer —dijo Sarah, y sin esperar respuesta alguna se dirigió a la cocina.
Dos horas más tarde, Sloane estaba sentada junto a la silla de ruedas de su madre,
despierta por virtud de su esfuerzo de voluntad y del té de damiana. Los ojos le
parecían cristales empañados. La damiana no la había despertado realmente, sino que
la había puesto hiperactiva y nerviosa. Ansiaba el momento de irse a la cama.
Estaban sentadas a la pequeña mesa del comedor, una mesa circular tallada de
roble italiano. Armarios, vitrinas y cómodas refinadas a lo largo de todo el cuarto
contenían la vajilla de plata de Miss Bettie, cincuenta conjuntos de cubiertos para una
comida de siete platos. Veinte sillas a juego de estilo Elisabeth con respaldos y
cojines de terciopelo azul se distribuían alrededor de la formal mesa de madera de
cerezo que ocupaba el centro de la habitación. Sloane se preguntó cuánto de la casa
de Joshua podría comprar con el dinero de la comisión de tan solo una de las cornisas
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de nogal que había en cada ventana de la habitación. Pensamientos parecidos eran los
que recorrían su mente mientras hacía como que prestaba atención a la discusión de
su madre de los asuntos de las comparsas con Jim Ford y Jeremiah Denton.
El sheriff Denton era un tranquilo e inteligente caballero del sur de mostacho y
barba grises del tipo que Sloane había visto en fotografías de Robert E. Lee. También
tenía los ojos cansados de Lee, unos ojos que habían mirado de forma resuelta pero a
un gran coste, demasiados años de desgracias y trabajos arduos. Jeremiah era el
Denton de su generación que gozaba de respeto universal. Jane Gardner le había
engatusado para aceptar el cargo de sheriff cuando Sloane todavía era una niña.
Ahora él estaba cumpliendo su tercer mandato.
Sloane cambió la orientación de la silla de Jane sin movimientos bruscos, de
forma que pudiera ver a los dos hombres sin esforzarse.
—Incluso aunque lo hagamos, el precio va a subir, más, más, más —dijo Jim. Él
había traído el ordenador portátil Sony que llevaba siempre al trabajo desde que
Sloane tenía uso de memoria, y lo puso sobre la mesa. Levantó la pantalla.
—Permitidme mostraros algunas cifras.
Durante la siguiente hora, las cabezas de la Comparsa de Momus barajaron sus
opciones. Debatieron sobre formas alternativas de alimentación, consideraron las
mejores formas de aumentar la extracción de los pozos artesianos a lo largo de la
bahía que abastecían el suministro de agua de la isla, y discutieron la validez del
racionamiento. Todos detenían a menudo sus argumentaciones para desear una pronta
lluvia.
Era una conversación crucial, desesperadamente importante para el futuro
inmediato de la isla. Sloane siguió con dificultades todos los pormenores. Era
aburrido y ella estaba exhausta. Cada vez que se esforzaba severamente por seguir un
argumento o una idea, su concentración se le escabullía como un pececillo entre los
dedos. En lugar de aquello, se sorprendía observando la forma en la que la luz de la
lámpara brillaba sobre la calva de Jim Ford, o los dedos de su madre, tan
dolorosamente atrofiados y delgados. Recordaba aquellos dedos sobre los suyos
cuando su madre le enseñaba pacientemente a escribir a máquina en el ordenador de
su cuarto de juegos. Recortada entre ese recuerdo había otros de sus recientes noches
en el Mardi Gras: retazos de canciones, la imagen de una boca riendo, burbujas
revoloteando en una copa de champaña.
Qué valientes son, pensó ella mientras el sobrio debate discurría a su alrededor
como un murmullo. Pueden estar desesperados, pero como todos los miembros de la
generación de su madre, ellos no sentían la maldad de la sequía. Para ellos era algo
impersonal, un molesto accidente climático. Deberían estar ofreciéndole sacrificios,
o suplicar la ayuda del Mar. En lugar de eso, continuaban actuando como si tan solo
la humanidad tuviera volición y propósito. Como si el resto del mundo no fuera nada
más que un reloj, una máquina ciega, mal diseñada y caprichosa, que ellos se suponía
que tenían que regular y reparar. No pueden evitarlo, se repetía. Así es como han sido
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educados. Pero cómo cualquier persona pensante podía sostener una postura tan
inocente en un mundo donde Vincent Tranh podía ser enviado a las comparsas, donde
Momus gobernaba su reino desde un parque de atracciones tan solo a un par de
kilómetros de distancia. Aquello a Sloane le parecía algo peor que inocencia. Aquello
se parecía más a un orgullo peligroso y a pura y ciega estupidez.
—¿Sloane? ¿Sloane? —Ella parpadeó. Jeremiah Denton le estaba hablando—.
¿Le pasa algo malo a tu madre? Los ojos de Jane Gardner estaban abiertos de par en
par y sus labios estaban grises. Estaba luchando por decir algo.
—¡No puede respirar! —gritó Sloane—. ¡Llamad a un médico!
Muy tarde aquella noche en el dormitorio de Sloane, el pequeño reloj azul
Dresden que había pertenecido a la hermana tímida de Miss Bettie, marcó las dos.
Sloane estaba echada boca arriba mirando a la blanquecina mosquitera que rodeaba
su cama. Su bolso descansaba sobre el tocador francés de madera satinada pintada a
mano. La máscara estaba en su bolso. De más abajo le llegaba el débil sonido de un
piano. El fantasma de Miss Bettie. Sloane la oía tocar cada noche desde que se había
traído la máscara a casa.
Su madre estaba en el recibidor, recibiendo oxígeno a través de una máscara de
goma. Había estado muy cerca aquella noche, muy cerca. Sloane había tratado de
hacerle el boca a boca a su madre, pero en su agitación lo había hecho mal, olvidando
pinzar la nariz de su madre para mantenerla cerrada, de forma que todo el aire se
había escapado. Para cuando se había dado cuenta, había llegado la enfermera, y la
había echado enérgicamente a un lado.
El horrible sabor de la boca de su madre todavía estaba pegado a sus labios.
Sloane se sentó, descorriendo su mosquitera, y caminó con pies rápidos hasta las
puertas francesas que la separaban del balcón. En el Galveston de su padrino, la fiesta
estaría en su punto álgido. Pero allí en el mundo real, la isla yacía como un animal
muerto en la noche abrasadora. Luces de lámparas de gas ardían en los mejores
barrios; el resto estaba oscuro. Lejos, muy lejos, unas lámparas amarillas se movían
lentamente sobre la bahía; pescadores nocturnos, de faena pescando calamares o
rayas.
La boca de su madre había tenido un sabor a viejo, sus labios, flácidos bajo los
labios de Sloane. Sin lápiz de labios, por supuesto: Sloane no había estado allí para
ponérselo aquella mañana. La enfermera no había pensado en ello, y Jane Gardner no
le habría pedido a una extraña hacerle algo tan personal. Sloane no pudo recordar un
solo día en la vida de su madre donde no hubiera llevado los labios pintados. Era
parte de su armadura.
Incluso de espaldas a la máscara, podía sentirla esperándola.
Realmente no tenía nada que hacer en Mardi Gras. Necesitaba dormir. Necesitaba
estar bien descansada y alerta. Ella nunca habría debido forzar a su madre a contratar
a una enfermera. Era responsabilidad de Sloane el llevarla al baño en su silla de
ruedas, lavarla, vestirla, leer para ella. A pesar de lo cansada que estaba.
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Cada vez que Sloane le hablaba a su madre o a Odessa sobre el primer terrible
año después del Diluvio, preguntaba de dónde habían sacado las fuerzas necesarias
para seguir adelante, con enfermedades en las calles y la locura extendiéndose como
por contagio, y lo peor de todo, el terrible peso de la pérdida de todas aquellas
familias que habían sido tragadas por la marea de magia. Las dos le daban la misma
no-respuesta.
—Haces lo que tienes que hacer.
Cuando el peso asfixiante del nombre Gardner cayera sobre ella,
presumiblemente encontraría la fuerza necesaria para sostenerlo. Si la vida de su
madre no fuera una que Sloane quisiera seguir, bueno, a Jane Gardner tampoco le
habían preguntado por sus propias cargas ¿verdad? Antes del Diluvio, ella era una
joven abogada de éxito con un marido atractivo y un apartamento en la playa. Si Jane
podía perder su mundo y todavía persistir, era bien poco el pedirle a Sloane que
renunciara a su libertad.
Una de las más duras lecciones que todos tenemos que aprender es qué pocas
opciones da la vida a una mujer civilizada con algo de sentido de lo que le rodea.
El tic tac del Rolex estaba perfectamente sincronizado con el del reloj del vestidor
de Sloane. Llevaba puesto el reloj en la cama e incluso en la ducha. Con Momus
quizás observándola, no se sentía segura si se quitaba su más poderoso talismán,
aunque ella había comenzado a odiar su enloquecedor tic, tac, tic, tac, mientras se
movía y se revolvía, intentando dormir durante las largas y calurosas noches de
Texas.
Quizás, pensó Sloane, el tiempo que había pasado en el Mardi Gras aquella
última semana había sido una oculta bendición. Quizás había cometido un error al
haber ido tanto, pero la enfermera era una profesional enérgica y eficiente. Ahora
que ella estaba allí, era ridículo que se sintiera culpable por haber descuidado su
trabajo. Tanto Jane como Sloane, sentían con demasiada intensidad la humillación
por la debilidad de Jane. Ninguna de las dos podía sonreír o hacer un chiste cuando
Sloane tenía que subirle la ropa interior a su madre después de un viaje al lavabo.
Quizás Momus la estuviera engañando, el muy cabrón. Quizás él fuera a
mantener a Jane viva, pero nunca a mejorar su estado. Una tullida inútil. El dios de la
luna probablemente encontraría divertida aquella crueldad. O quizás Odessa tuviera
razón, era posible que fuera Sloane la que muriera primero. Eso planteaba la cuestión
de qué reino exactamente era el que se suponía que entonces iba a heredar:
Galveston, Mardi Gras, o el territorio crepuscular de Odessa entre ambos.
¿Realmente cualquiera de ellos esperaba seriamente que ella los fuera a suceder?
¿Sloane, que apenas podía hacer de asistente de su madre? ¿Sloane, que no tenía ni el
coraje ni la fuerza de voluntad para encontrarse una segunda vez con Momus y
enmendar su previo error? No puedo soportar verla morir. La estupidez de todo
aquello le hacía querer gritar. Ella, que se creía la más lista, la que se había criado con
dioses y brujas y que se suponía que podía entenderlos.
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No, ella tenía que volver. Tenía que enfrentarse con Momus de nuevo. No porque
ella fuera valiente. Porque ella era demasiado cobarde para pasar por más días como
aquel. Demasiado débil para soportar la decepción en los ojos de su madre conforme
Jane Gardner viera, con mayor claridad cada día, que su hija iba a ser incapaz de
mantener todo lo que ella había logrado construir.
Lo gracioso de todo aquello, pensó, era que a madre le gustaría más Malicia que
ella misma. Malicia no se sentaba en la esquina de la habitación y fingía estar
interesada en las plantas de las macetas. Ella bromeaba, engatusaba, se metía a la
gente en el bolsillo. Ella era quizás demasiado libertina para los estándares de los
Gardner, pero Malicia disfrutaría haciendo el trabajo de Jane, al menos las fiestas y su
política inherente. En cierta forma, no era tan malo que hubiera estado tanto tiempo
de la pasada semana siendo Malicia. Sloane tenía mucho que aprender de ella.
Realmente, sería una mejor heredera de su madre una vez que dominara las
habilidades que Malicia tenía para enseñarle.
Y el negro es blanco y los pollos son cerdos. Estoy segura de que estoy utilizando
una energía enorme para caerme bien a mí misma, pensó ella con amargura. Emitió
un gruñido y se frotó la cara con las manos. Se sentía completamente despierta, pero
frágil. Hacía calor y el ambiente estaba húmedo y ella nunca iba a volver a dormir.
Los relojes siguieron marcando el paso. Escaleras abajo el piano entonaba una
canción de jazz.
Sloane cerró las contraventanas y encendió la lámpara de gas del vestidor. Se
dirigió al armario y cogió un conjunto calculado para hacer rodar los ojos de su
madre, llevando un vestido de algodón de mangas cortas ceñido en el busto y la
cadera. Eligió un par de gemelos de diamantes para hacer juego con su Rolex.
Culminó el conjunto con sus mejores zapatos, los marrones con hebillas de cobre, y
una bufanda de seda envuelta sobre la garganta, un regalo de Odessa. Malicia nunca
llevaba velo. Se acercó con prisa hasta la mesilla de noche para coger la máscara.
Esta iba a ser verdaderamente la última noche, pensó. El sonido del piano se iba
escuchando más cercano conforme se tocaba el cuero, y sintió que su boca esbozaba
una sonrisa. Sí, perfecto.
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1.6 Calle Tercera
E
n el momento en el que Sloane se puso la máscara, se sintió mucho, mucho
mejor.
Escaleras abajo, el piano tintineaba y se iba animando. Los vasos
chocaban entre el estruendo sordo de las conversaciones. Ráfagas de risas
venían flotando desde del jardín en el exterior. Sloane abrió las puertas francesas y
salió a su balcón. Este Galveston estaba ardiendo de luces: altas farolas, luces
encendidas en las ventanas de las casas y en edificios de oficinas, faros de coches
circulando, y sobre todo ello la mirada blanca de una luna llena. Había una multitud
arremolinada en torno a Ashton Villa. Alguien apagó una vela romana, enviando
pequeñas oleadas de fuego dorado al cielo nocturno. Abajo en el suelo, un hombre
enfundado en un abrigo de gángster y una máscara de dominó atrapó su mirada y le
silbó. Ella le saludó con la mano.
Se sentía bien. Ella sabía, de alguna manera despreocupada, que era una mala
persona por sentirse feliz, pero el sentimiento de culpa que la abrumaba todo el
tiempo había desaparecido de repente. En el verdadero Galveston era un dolor
constante y apremiante. Allí, una molestia. Una picadura de mosquito.
Sloane jadeó y se bajó la máscara para que sus ojos pudieran ver por encima de
ella. El Mardi Gras se desvaneció, reemplazado por la monótona ciudad afectada por
la sequía a la que se tendría que enfrentarse de nuevo a la mañana siguiente. Sus
manos le temblaban como las de un yonqui, y se sorprendió escuchando el más
mínimo sonido, como si acabara de despertarse de una pesadilla. No estás haciendo
este viaje para divertirte. Lo estás haciendo para encontrarte con Momus. Vas a hacer
lo que debes.
Bajó la mirada a sus manos temblorosas. El pánico se convirtió en furia.
—Al infierno con todo —susurró, y se puso la máscara.
Escaleras abajo, el Salón de Oro estaba a rebosar. Personal de uniforme recorría
Ashton Villa llevando todo tipo increíble de comida. ¡Y de bebidas!
Zumos exóticos hechos de frutas que para Sloane tan solo existían en cuentos:
manzanas y arándanos y limones. Había variedad de alcohol, y pasteles con crema
por encima, hechos de algo mucho más apetitoso que la seca y hojaldrada harina de
arroz. Una bandeja de galletas pasó junto a ella. Ni siquiera reconoció la mitad de las
substancias que las bañaban, como el vegetal púrpura envuelto en una exótica salsa
de queso, o el extraño condimento que olía a albahaca y ajo tostado.
Solo podía imaginar lo que Josh Cane pensaría de aquel despliegue visual de
gasto frívolo que cortaba la respiración. Cualquiera pensaría que el camarero tiene
los hombros bien anchos, con todos los aperitivos que lleva de un lado a otro, pensó
ella. Los debates sobre moral aburrían a Malicia. Mientras vagabundeaba por el Salón
de Oro, Sloane vio una figura familiar. Ladybird Trube estaba a cuatro patas enfrente
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del reloj del bisabuelo en el vestíbulo. Tenía la caja abierta y estaba buscando a
tientas algo dentro de él, estorbando la acción del péndulo.
—¿Ladybird?
La heredera de los Trube saltó y miró detrás de su hombro. Había perdido su
pinza de conchas de tortuga y su pelo colgaba descuidado frente a sus ojos. El bajo de
su vestido estaba sucio y deshilachado. Intentó sonreír.
—Ah, hola —dijo ella—. ¿Sabrías decirme qué hora es? ¿Qué estás haciendo allí
abajo? —El reloj se paró. Pensé que podría arreglar al viejo muchacho, pero parece
que no puedo…— Se volvió, buscando más desesperadamente dentro del
mecanismo. —¡Parece que no puedo encontrar la maldita llave!
—¿Ladybird? ¿Me reconoces? —dijo Sloane detrás de su máscara. Se dio cuenta
de que deseaba con todas sus fuerzas que Ladybird no la reconociera. Allí quería ser
Malicia, no Sloane. Se sentiría tan avergonzada si la reconocieran…
—No creo que hayamos tenido el placer. —Ladybird estudió la caja del reloj. Sus
hombros se hundieron. De pronto, estrelló su cabeza contra el marco de madera del
reloj con toda violencia. Si la puertecilla de cristal hubiera estado cerrada la habría
roto en pedazos.
—Tan solo quiero… (BAM)… saber… (BAM)… la hora.
Golpeó una vez más el reloj con la cabeza y cayó sobre la alfombra llorando
débilmente. Sloane cruzó el vestíbulo.
—Ahora, cielo —remarcó en la voz despreocupada de Malicia— vas a tener
manchas de sangre en ese vestido.
Ladybird estaba demasiado ocupada sollozando como para prestarle ninguna
atención. Gracias a Dios. Habría habido una escena del tipo de las que la valiente y
responsable Sloane se hubiera visto abocada a empantanarse. Obligada a sofocar su
propia noche de diversión. Una salida.
Había un juego de cartas en marcha en la mesa redonda del comedor.
—¡Hagan sus apuestas, señores y señoras! —decía la mano.
Estaba sentado en el mismo sitio donde, dieciséis horas antes, Jane Gardner casi
había muerto. Solo que aquello había sucedido en la aburrida y poco elegante
Galveston. En esta ciudad mucho más agradable, Jane jamás habría estado en peligro.
Una pequeña punzada de culpabilidad atravesó a Sloane, como una oleada de
nausea. No era que no estuviera intentando encontrar a Momus. Iba a hacerlo.
Había cinco jugadores en el juego. El que hacía de mano era un hombre asiático
delgado y calvo que llevaba un par de anteojos redondos y lucía un increíblemente
largo mostacho. En un segundo vistazo, Sloane se percató de que el mostacho no
estaba hecho de pelo en absoluto, sino de unos zarcillos largos y rojos como las
antenas de un langostino, que caían por debajo del borde de la mesa.
Sloane reconoció inmediatamente al jugador que estaba situado junto a él: era la
propia Miss Bettie en sus mejores años, con la misma apariencia que tenía en el
retrato que todavía colgaba del Salón de Oro. Era una mujer de rasgos marcados,
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justo como cuando a la edad de Sloane viajó a través del Sahara en camello con
treinta y tres gigantescos cedros a remolque. Llevaba un traje de noche de color
púrpura y una boa de plumas que era un chiste dedicado a su propia extravagancia.
Era una de las pocas personas que Sloane había visto que no llevaba máscara. Por
supuesto, Miss Bettie había formado parte de la magia de Galveston desde mucho
antes de que el Diluvio asolara la isla.
Al lado de Miss Bettie, una mujer de facciones angulares sacó su apuesta de un
bolso de mano de seda y lo arrojó al centro de la mesa. Sus dedos eran oscuros y
duros como garras. Llevaba un traje de noche blanco y una excelente máscara de
pájaro de la cual colgaban unas gafas de opera. No, una mirada más atenta le
mostraba que no se trataba de una máscara. Tenía la cabeza de una garceta: cara
blanca, un pico largo y recto, ojos pequeños y amarillos, y un círculo desordenado de
plumas blancas donde debería nacer el cabello.
Un hombre gigantesco se sentaba enfrente de la mano. Tenía una cintura estrecha
pero unos hombros enormes, redondeados, más anchos incluso que los de Ham. Olía
como un animal salvaje e irradiaba una ferocidad apenas contenida. Su puño peludo
sujetaba un palo al cual tenía pegada su máscara de cartón piedra, que representaba a
un hombre de mediana edad de aspecto apacible. Detrás de aquella máscara
inofensiva, pelos negros tan gruesos como alambres sobresalían de un hocico
prominente, y dos colmillos curvos de jabalí asomaban de una boca de labios gruesos.
La última jugadora era una mujer de cabeza de gata que vestía una falda gitana.
El hombre de los bigotes de langostino levantó la mirada hasta Sloane y le sonrió.
—¿Le gustaría participar? Hemos perdido a nuestro sexto jugador.
¡El hombre que hace de mano es Vincent Tranh! Sloane estaba segura. Por
supuesto, él debía estar allí en el Mardi Gras. ¿Dónde si no? La abatida Sloane sin
agallas lo había enviado allí. Culpa, vergüenza, más culpa: bostezo.
Intentó pronunciar su nombre pero las palabras se le murieron en los labios,
muertas por el encantamiento de Odessa.
—Llámame Malicia —dijo ella—. Me encantaría jugar, pero me temo que no sé
cómo.
El Vincent Tranh de bigotes de langostino, exiliado a las comparsas hacía tanto
tiempo, sacó una silla para ella.
—Una mujer hermosa siempre encuentra ayuda. —Vince divisó entre las sombras
a un hombre delgado que se dirigía al recibidor—. ¿As? ¡As! Acércate aquí y
aconseja a la joven, ¿quieres? —Le guiñó el ojo a Sloane—. Es el mejor hijo de puta
con el que he cruzado cartas jamás. Hágale caso y le irá bien.
El hombre delgado se acercó lentamente a la mesa. Debía haber sido atractivo en
un tiempo, pero ahora estaba esquelético hasta el punto de la desnutrición, dejando
entrever demasiado de su cráneo a través de la piel. Le habían cortado la oreja
izquierda, dejando tan solo pedazos de piel y carne cicatrizada alrededor del oído. Si
Sloane no hubiera llevado la máscara, se habría quedado petrificada y hubiera
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empezado a tartamudear.
La máscara inofensiva que ocultaba el rostro del hombre-bestia comenzó a
temblar, amenazando con caerse.
—No quiero su suerte en la mesa —gruñó. Vincent lo tranquilizó.
—No le vamos a dar ninguna carta a As, Rake. Déjale tan solo que le dé algunas
indicaciones a la chica.
Sloane curvó una esquina de su boca esbozando una sonrisa imprecisa que le
resultaba muy cómoda a Malicia.
—No te preocupes. No sigo los buenos consejos prácticamente nunca.
El jugador llamado Rake retorció sus dedos peludos sobre el palo que sujetaba la
máscara haciéndola temblar de nuevo.
—Al primer signo de trampas, él es hombre muerto. Sloane sonrió y extendió la
mano para que As se la besara. Él se agachó y rozó la parte anterior de sus nudillos
con sus labios.
—Encantado —dijo, y ocupó un asiento detrás de su silla.
—¿Tienen sus apuestas? —preguntó la mujer de cabeza de garza—. Estamos
jugando un total de quinientos, con una apuesta mínima de diez dólares. Ah. Un
problema.
Por supuesto, la estúpida de Sloane no había pensado en llevar algo de dinero
consigo.
—¿Qué tal esto? —dijo ella quitándose el Rolex de su muñeca—. Los diamantes
son de verdad.
—Es una bonita pieza la que tienes aquí —señaló Miss Bettie. Le echó a Sloane
una larga mirada—. ¿Estás segura de que quieres jugártelo?
Me ha reconocido, pensó Sloane con desmayo. A Miss Bettie no le había
engañado la máscara. Ella sabía que la pobre e indecisa Sloane se escondía detrás de
la sonrisa de Malicia. Bueno, eso era algo que tampoco debería sorprenderla tanto.
Después de todo, habían estado viviendo en la misma casa durante veintitrés años.
Realmente, sabía que lo que debería hacer era quedarse el reloj, dejar la mesa, irse
a buscar a Momus, ser valiente. O simplemente quitarse la máscara. Volver al
Galveston real, aquel que importaba de veras, aquel donde su madre se estaba
muriendo. El que se suponía que iba a heredar.
Pero el propósito de la máscara era el de crear una Sloane menos cobarde, más
lista, más dura, más astuta para la hora de su encuentro con Momus. Alguien que
pudiera tener una oportunidad. La última cosa que se podía permitir era que la vieja,
débil y llorosa Sloane se encargara de echarlo todo a perder. Era Malicia la que
contaba más, ¿no era así? Ella se había pasado veintitrés años siendo Sloane, y solo
había que ver lo que había conseguido en ese tiempo: una prisionera de las
expectativas de todos los demás. Una que jamás había vivido plenamente.
Sloane se encontró inclinándose sobre la mesa. Malicia se había quitado el reloj y
lo sostenía para cambiarlo por dinero.
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—¿Alguien me da tres mil?
—Te daré dos mil —dijo la mujer de cabeza de garza.
—Hecho.
—Dejémoslo en dos mil quinientos —dijo Miss Bettie—. Hará juego
perfectamente con el pendiente de diamantes que me regaló el Emperador Francisco
José. Un hombre adorable, ¡y cómo bailaba el vals!
Miss Bettie sacó un fajo de billetes de su bolso de mano de lentejuelas y Malicia
echó el Rolex a su lado de la mesa. Se sintió maravillosamente ligera sin él.
Vincent repartió las tres primeras cartas. A Sloane le tocaron un seis y un tres,
además de otro seis vuelto boca arriba: una pareja de cartas dadas.
—La carta más baja debe abrir la ronda de apuestas, y esa es la mano, con un dos
—dijo Vincent, poniendo diez dólares más—. ¿Más apuestas en la Calle Tercera?
Cincuenta dólares para jugar.
Sloane puso tres fichas de veinte dólares.
—Veo tus diez y aumento cincuent… —sintió una leve presión cuando As le
empujó suavemente en el hombro. Volvió la mirada hacia él, sorprendida.
—Déjelo estar.
—Por los cuernos de Momus, ¿por qué debería hacer eso?
—Consejo —gruñó Rake—. Sin explicaciones.
Sus labios se retiraron dejando ver unos colmillos amarillentos entre unas encías
rosadas.
As permaneció inmóvil y en silencio.
Sloane echó sus sesenta dólares en el bote de las apuestas y le sonrió a Rake.
—Te prometí que no haría todo lo que me dijeran.
Miss Bettie se retiró. Rake subió la apuesta a su vez con una reina y la Garza
aceptó con un diez de diamantes. La mujer de rostro de gato, cuyo nombre era
Lianna, también se retiró de la mano, junto con Vincent.
—Mis posibilidades aumentan —dijo Sloane, pero sabiendo que As no aprobaba
su juego, no aumentó la apuesta en sus siguientes tres cartas, simplemente aceptaba
los envites de Rake, que pegaba más a cada mano. La Garza parecía estar
decidiéndose por una jugada de color con diamantes, pero su quinta y su sexta cartas
eran ambas de picas, y cuando Rake aumentó la apuesta, ella también se retiró de la
mano. Sloane había estado tentada de hacer lo mismo, viendo la furia con la que Rake
apostaba, pero su sexta carta era otro tres, lo que hacía unas dobles parejas. Se
decidió por reservarse para el momento decisivo. Las apuestas de la cuarta, quinta y
sexta cartas habían sido de cien dólares, dejando un total de trescientos veinte dólares
sobre la mesa cuando ella aceptó el último envite de Rake.
—Veamos qué es lo que tienes. —Reinas y cuatros— gruñó él. Sloane hizo una
mueca y comenzó a mostrar su inferior doble pareja, pero As, rápidamente, le cogió
la mano y dejó las cartas boca abajo sobre la mesa.
—Ssssh —miró a Rake—. Tú ganas.
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Sloane contó su dinero. Había perdido quinientos sesenta dólares, más de un
quinto de su banca, en una mano. Miró a As.
—Supongo que me debería haber retirado a tiempo.
—Sí.
Siguiendo su consejo inmediatamente, se retiró en las siguientes tres manos, ganó
un pequeño montante en la cuarta, y se retiró de nuevo en la quinta carta de la
siguiente, justo antes de que las apuestas comenzaran en serio. A continuación, fue
Miss Bettie la que tenía la carta más baja y la que empezaba con las apuestas. Rake y
la mujer de cabeza de gato no entraron en el juego. La Garza y Vincent aceptaron la
apuesta de Miss Bettie. Sloane tenía un diez y un as además de un rey boca arriba, y
sin opción de conseguir color. Empezó a recoger las cartas en su mano cuando sintió
los dedos huesudos de As sobre su hombro una vez más.
—Eche más.
—Es justo lo que estaba pensando —dijo ella, y echó sesenta dólares más al
centro de la mesa. Diez minutos más tarde había ganado un bote de mil seiscientos
dólares con tres dieces.
Rake comenzó a gruñir, con un rumor grave y salvaje que nacía desde el fondo de
su garganta. —Os dije que no deberíamos jugar con él—. Se bebió un generoso
chupito de bourbon—. No me he sentado aquí para que me engañen.
—¡Nadie está haciendo trampas, nadie está haciendo trampas! —dijo Vincent,
sacudiendo la cabeza con energía de modo que sus bigotes de langostino restallaron
como látigos contra la mesa.
—La suerte del principiante —añadió brillantemente Sloane. Echó una mirada a
su consejero—. Coja su dinero y deje la mesa —dijo As—. Este es el mejor consejo
que tengo.
El Salón de Oro era un torrente de vasos entrechocando y borrachos cantando. As
siguió a Sloane y entre el tumulto se agachó junto a ella y le murmuró algo al oído.
—Conociendo a Rake, es posible que la espere fuera para quitarle ese dinero por
la fuerza.
Después de la siguiente canción, Sloane se escabulló del salón a la cocina y de ahí
a la puerta trasera. Un momento más tarde, As la siguió.
Cuando hubieron dejado la fresca y seca atmósfera de aire acondicionado del
interior para salir al césped exterior, la noche de Galveston se echó sobre ellos como
un baño caliente. Una carpa adornada con banderines se alzaba alegremente donde
debería estar la pocilga. Pequeños grupos de personas charlaban, hacían explotar
petardos y se iban confundiendo junto a la piscina. Sloane se quedó mirando a la
piscina durante un rato.
No había gallinero recortado contra la valla trasera, y el cobertizo del generador
todavía era un garaje independiente. Los dos motores Lexus que en el mundo de
Sloane proporcionaban energía a la casa, allí estaban todavía funcionando dentro de
automóviles. No había tendederos colgados de árbol a árbol, ni hedor a agua sucia, ni
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cubos de agua polvorientos esperando bajo los canalones de los tejados algo de
preciosa lluvia. Qué inteligente chica había sido al venir a este Galveston.
Siguió a As hasta más allá de las puertas de Ashton Villa y sin darse cuenta, se
vio en una acera cerca de la calle Cuarta. La carretera estaba en buen estado, con
coches aparcados a lo largo. La Biblioteca Rosenberg se alzaba amenazadora al otro
lado de la calle. En el Galveston de Sloane, aquel edificio se había convertido en la
sede de la Comparsa de la Solidaridad. Allí únicamente almacenaba libros. Bueno,
aquello habría que corroborarlo. Después de veinticuatro años de carnaval,
probablemente contuviera cosas más extrañas que libros.
As comenzó a ralentizar su paso caminando por la acera en dirección sur. Sloane
continuó andando hasta llegar a su nivel.
—Gracias por los consejos. Incluso te las arreglaste para sacarle partido a mi
error.
—¿El consejo es tan bueno como para merecer una tajada? —No la miraba a los
ojos.
—Eso, señor, no era parte del trato —respondió Sloane—. Creía que todo era por
caballerosidad.
Hubo un largo silencio.
—Estoy hambriento.
—Eso está mejor. —Se dio cuenta de que Malicia tenía un tono malicioso y
agresivo al hablar—. No trates de hacer tratos conmigo, tan solo apela a mi
generosidad. —Le extendió unos cuantos billetes, pero los apartó cuando As trató de
cogerlos—. No, no. ¿Cuál es la palabra mágica?
—Gracias, señorita.
Sloane se rio.
—Mucho mejor —cogió la mano de As y le cerró los dedos sobre el dinero—. El
orgullo sana —dijo ella.
Una hora después estaba sentada con As al final de la calle Seawall, cada uno con
un plato de barbacoa comprado en un puesto en el concurrido parque de atracciones
de la playa Stewart. En la arena, a sus pies, feriantes y buhoneros se trabajaban a la
multitud. Una columna de fuego ardió brevemente y después desapareció en la
garganta de un tragafuegos. La gente se mezclaba y bromeaba a lo largo de toda la
feria, probando suerte con los bolos, o echando aros a ranas, o disparando con
carabinas, contemplando las actuaciones, cantando, o simplemente paseando por la
playa a través de las cálidas aguas del golfo. La fiera luz de la luna llena se reflejaba
sobre la marejada, produciendo en la noche el efecto de una superficie de cobalto
oscilante. Los fantasmas de la espuma refulgían y corrían sobre las espaldas del mar,
o se abalanzaban siseando sobre la arena.
—Tiene que saber en qué manos hay que pasar y en cuales jugar —comentó As
entre bocados de faldas de ternera bastante hechas—, y necesita saberlo antes de su
primera apuesta. Espero que no le importe si hablo un poco. Si como demasiado
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rápido me voy a poner malo.
—Sloane sorbía el extremo de una costilla, balanceando la pierna con indolencia
y golpeando la calle Seawall con los talones. —¿Por qué querías que me plantara con
una pareja de dadas y echar más con nada en la siguiente mano?
—Posición —dijo él— en la primera mano, la posición obligaba a apostar antes
que nadie más. Era como decirles a todos que tenía seises de buenas a primeras. Con
una pequeña pareja y no mucho más, un tres, ¿no es así? Va a ir merodeando toda la
partida alrededor de una jugada parecida. Un animal como Rake va a aumentar y
aumentar la apuesta, castigándola por quedarse con malas cartas. Prácticamente
cualquier otra pareja va a ser superior, por no mencionar jugadas superiores. —Se
chupó los dedos—. Escaleras o color, quiero decir. Un trío era la única esperanza, y
con una carta mala como el tres no merece la pena arriesgarse.
Sloane sonrió.
—¿Y por qué apostar en la última mano?
—Aquí usted era la que hablaba la última.
Todos los demás se retiraron o aceptaron, de modo que sabíamos que nadie tenía
una mano ganadora. Además, Rake estaba fuera de la partida. La carta boca arriba era
de más peso, y nos habíamos quedado pocos en la partida, de modo que pensé que
habría buenas posibilidades de llegar a la quinta o sexta carta con buenas
perspectivas. Los demás no querían aumentar y aumentar las apuestas, de modo que
obtuvimos dos cartas libres. Cartas libres es cuando puedes coger carta sin tener que
poner una apuesta como requisito previo. Tuvimos cartas libres en la cuarta y sexta
calles por ser agresivos en la tercera y la quinta. Sacó dos dieces —se encogió de
hombros y cortó otro pedazo de carne con sus cubiertos de plástico—. Y allá vamos.
Sloane se sorprendió sonriendo.
—Por lo que veo, eres un jugador de primera.
—Ya no —el hombre demacrado a su lado se lamía los dedos—; pero todavía
conozco el juego.
—Entonces, ¿por qué estás muriéndote de hambre? ¿No te puedes ganar la vida
con las cartas?
—Nadie va a jugar contra mí. Siempre hay partidas en el Mardi Gras, docenas.
Pero tan solo voy a ser bienvenido en una. —Dirigió la mirada hacia la cabaña del
encargado al final del parque de atracciones y se tocó la oreja mutilada—. Pero las
apuestas son altas.
—No parece muy… masculino prohibirle jugar a alguien tan solo porque es
bueno.
—Afortunado. No simplemente bueno. Afortunado.
—Parece una buena cualidad para poseer.
—¿Eso cree? —As acabó su plato de comida. Sostuvo el plato entre sus manos
durante un largo rato.
Ella se rio.
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—Vamos. Pásale la lengua. Puedo ver que lo estás deseando. —No había querido
incomodarla. A Malicia no le importaba un comino—. El orgullo sana —dijo ella.
Caminaron juntos hasta uno de los malecones que se hundían en el océano. Los
malecones, que se habían construido como protección contra las tormentas a la vez
que la avenida Seawall, estaban hechos de gigantescos bloques de granito. Cuando
llegaron al final, con las cálidas aguas del golfo consumiéndose bajo sus pies, As
rompió el silencio.
—Usted no vive aquí.
—¿Perdón?
—Usted no vive en el Mardi Gras. La mayoría de las personas aquí no pueden
salir, pero usted sí puede.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Se puede deducir por los signos, igual que ocurre con el póquer cuando se
pueden saber las cartas de los jugadores por la expresión de su cara. En el Mardi Gras
siempre es de noche, pero usted está bronceada. Podría ser una recién llegada, pero
no veo ningún cambio en su cuerpo. La máscara es tan solo una máscara. No hay
magia emanando de usted, nada extraño en las manos, en los pies o el cabello. Tiene
el hábito de caminar por la calzada en lugar de la acera, y anda como un turista,
mirando hacia todos lados con interés. Puedo verla comparar el verdadero Galveston
con este.
Sloane silbó.
—Buena vista.
El agua chocaba y se revolvía con un sonido siseante a su alrededor. La luna caía
directamente sobre la feria, como un foco blanco gigante. As volvió a hablar.
—Cuando yo era joven, antes del Diluvio, pasé un año en Perú enseñando inglés.
Me encontré con un buen número de norteamericanos allí. Ocho o nueve. Y los
aspirantes a viajeros, los mochileros de a pie. —As estudiaba el mar—, la gente no
empaqueta sus cosas y se va al culo del mundo así porque sí. Cada uno de ellos tenía
una motivación, huía de algo. Quizás de un mal matrimonio. Quizás no les gustaba
cómo eran y esperaban cambiar así. Conocí a un hombre al que le habían extirpado
un tumor cerebral. Podías ver al Miedo plantado con un látigo detrás de aquel pobre
chico. Todo el rato pensando en que quizás podía desarrollar otro cáncer… —Una ola
rompió justo bajo ellos, rociando las rocas y colándose por sus grietas.
—¿Y tú? ¿De qué estabas huyendo?
—Nunca terminé de saberlo —respondió As—. El Diluvio golpeó justo después
de que yo volviera a casa.
Una nube pasó por delante de la luna, y por un momento el mundo alrededor de
Sloane se volvió más oscuro.
—Crees que yo también estoy huyendo de algo, ¿no es así?
—Eso no es asunto mío, pero usted haría bien en averiguarlo.
El esbozo de un rápido movimiento captó la atención de Sloane, y se volvió para
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mirar en derredor. Había un hombre sentado al lado del malecón con los pies en el
agua, quizás a diez pasos de ellos. No. No era un hombre exactamente. Una figura
alta de cara triste con pelos de bigote marinos que le caían hasta su cintura. El velo de
la nube se deslizó a través de la luna y la luz blanca retornó. La criatura fue bajando
entre las rocas y se sumergió en el mar. Un momento más tarde, un leve olor a
langostino vino flotando en la suave brisa del golfo. El mar continuó su movimiento
incansable borrando todo rastro de donde había desaparecido.
Un Hombre Langostino. Le había oído a Odessa hablar de ellos.
—No tengo nada contra la gente que huye —dijo As—. Jugadores débiles se
quedan con manos que otros mejores dejan de lado.
Sloane no podía decir si él había visto también al Hombre Langostino. Se podía
percibir una gran tranquilidad en el rostro de la criatura. Y tristeza. O más bien, algo
parecido a la tristeza: el sentimiento que le sobrevenía a Sloane al mirar la hierba de
las praderas áridas al final del día. La soledad de todas las cosas. Nadie conoce a
nadie, no realmente. Cada uno de nosotros está encerrado dentro de nuestra propia
piel, una criatura abandonada en la isla desierta en el mar salado secreto del cuerpo.
El viento del mar era frío, y ella tiritó. Sabía que tenía que sacarse de encima
aquella visión. Era una sensación típica de Sloane; nada que ver en absoluto con el
carnaval. Se sentiría mejor cuando lo olvidara. Y aun así… aquellos momentos de
aprensión, donde ella veía cosas, fragmentos de decepción o duda que su madre
nunca parecía sentir; aquellos momentos le parecían a Sloane más reales y más
verdaderos que toda su ajetreada vida pública como una Gardner. Como si los actos y
las palabras fueran únicamente cosas, ropa por ejemplo, que quizás la reflejaran pero
que nunca podían definirla.
Aquello era estúpido. Le dio la espalda al lugar donde había estado el Hombre
Langostino. As continuó.
—Tengo una propuesta para usted. Yo necesito comer y usted necesita ojos
rápidos. Si admite que es una forastera en el Mardi Gras, puedo enseñarle a jugar a
cartas y ganar. No querría todo lo que llegara a ganar, o incluso ni siquiera la mitad.
Tan solo una parte.
Sloane sintió que sus labios se curvaban en la sonrisa de Malicia.
—Podría ser que sí. Pero únicamente el tiempo que me divierta.
—Hay una bonita partida en marcha en el Museo del Ferrocarril si quiere
empezar a ponerse en situación.
¡No! Dijo la aburrida y responsable voz dentro de ella. ¿Y qué pasa con madre?
Sloane sonrió.
—Me encantaría.
Después de que la estación de tren se cerrara y se convirtiera en museo, alguien
había decidido llenarla de estatuas. En el verdadero Galveston había siete u ocho de
ellas, la mayoría vestidas al estilo de los años cuarenta y cincuenta, diseminadas entre
los bancos de madera en la sala de espera como si estuvieran esperando a la llamada
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de algún tren. Sloane reconoció uno de ellos en el momento en el que ella y As
entraban en la estación, un viejo hombre de color llevando un sombrero flexible y
leyendo un periódico que parecía tan real que tenía que golpearle en el brazo para
comprobar si realmente era de piedra.
—Parece verdaderamente aburrido —dijo Sloane.
—Ha estado esperando durante mucho tiempo.
Sloane se echó a reír.
—Están jugando en un vagón de la parte trasera —señaló As—. No hablemos de
porcentajes hasta que domine mejor el juego. Por ahora, le daré dos buenas reglas. La
primera es que hay que retirarse casi en cada mano. Si puedes retirarte, si las cartas te
dejan, entonces hay que hacerlo. Después lo que haces es observar cómo juegan los
demás.
—¿Y la segunda regla?
—Si estás dentro, apuesta. Sube las apuestas, no quieras sin más. Echa a todas las
manos débiles cuanto antes para que no puedan ir dando tumbos gratis y al final
conseguir una escalera o un color. —Tomó aliento—. Bueno, esos muchachos no me
van a querer cerca de la mesa, así que lo mejor será que vaya usted sola. La estaré
esperando en el coche restaurante —dijo él señalando con un pulgar a la cafetería de
la estación a su espalda.
Ella salió por la puerta trasera del Museo Ferroviario y siguió el sonido de las
risas y el olor del humo de tabaco hasta un lujosamente amueblado coche vagón que
había sido utilizado una vez por el infame Will Denton Jr. El aire estaba denso con
los olores del licor y los puros habanos. Sloane jugó durante bastante tiempo,
perdiendo tan solo un poco más de lo que ganó. Al final se tomó un respiro para
estirar un poco las piernas, paseó por la estación y encontró a As junto al mostrador
de la cafetería, como había prometido. La estatua del viejo hombre de color estaba
sentada en un taburete estudiando detenidamente el menú. Sloane se acercó y le dio
unas palmaditas en la mano. Fría piedra tan inmóvil como la muerte.
—Que me aspen… —dijo ella.
Estuvo hablando sobre unas pocas partidas con As paseando a lo largo de la sala
de espera de mármol mientras una multitud de juerguistas y borrachos fluían a su
alrededor riendo y haciendo bromas y mirando la decoración del museo. Luego
Sloane volvió para jugar un poco más.
Lo hizo lo mejor que pudo, y lo mejor que pudo resultó no ser tan malo.
Finalmente, después de una placentera y emocionante victoria en una mano, la fina
burbuja de exuberancia de Sloane explotó. Se sintió tan cansada como si no hubiera
dormido en días. Cuando se sorprendió dando cabezadas entre apuesta y apuesta,
Sloane supo que había llegado el momento de parar. Presentó sus excusas y bajó del
humeante vagón de tren caminando entre la grava crujiente hacia la entrada de la
estación, sin dejar de bostezar. El punzante y triste sentimiento de culpa que
perseguía a Sloane en el mundo real parecía hacerse más fuerte conforme el
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cansancio iba disipando el fino, agudo, vacío tarareo que era Malicia.
¡Momus! Maldición. Se suponía que tenía que ver a Momus. Lo había olvidado
otra vez. La atrapó otro bostezo. Bueno, estaba demasiado cansada para hacer nada
en absoluto con respecto al Señor del Carnaval en aquel momento. Aquella
confrontación iba a tener que esperar una noche más.
As estaba cuidando su taza de café en la cafetería de la estación.
—¿Se marcha ya del Mardi Gras?
—Me temo que el deber me llama —bostezó una vez más—, y la cama también.
—Cuando vuelva, búsqueme aquí. Si no estoy por aquí, estaré jugando con
Momus, pero ese es un juego para el que la señorita no está preparada. Ella lo besó,
algo que Sloane nunca haría. Después de eso se quitó la máscara.
Los ecos de la música y el rumor de las conversaciones del Mardi Gras cesaron
como si las hubieran cortado con un cuchillo. Estaba sola en un repentino silencio, de
pie en la vacía sala de espera del Museo del Ferrocarril. La luz gris estaba
comenzando a trepar a través de las puertas de cristal. A su lado, enfrascado como
siempre, el viejo y cansado hombre de color leía su periódico en la penumbra.
Había fallado de nuevo.
El ser consciente de ello le recorrió por dentro como una serpiente en el
estómago. No se había enfrentado a Momus. No había utilizado la máscara para lo
que se suponía que iba a utilizarla. En lugar de ayudar a su madre, en lugar de hacer
que Odessa se sintiera orgullosa de ella, había desperdiciado otra preciosa noche
jugando a las cartas. Todo lo que le esperaba ahora era intentar entrar a hurtadillas en
su casa como una adolescente castigada. Su boca estaba seca y su garganta irritada
por el humo de los puros. Sus rodillas la sostenían a duras penas a causa del
cansancio.
—Oh, Dios —susurró ella—. ¿Qué estoy haciendo?
De acuerdo. De acuerdo. La había pifiado de nuevo, se odiaba a sí misma,
perfecto. Tendría tiempo más que de sobra para odiarse en detalle más tarde. En aquel
momento tenía que hacer las cosas bien, tenía que estar en disposición de hacer su
trabajo, de ayudar a su madre. Tenía que ser capaz de lograr superar el día. Otra dosis
de té de damiana, concluyó. Empezó por las puertas del museo. El sonido de sus pies
arrastrándose por el suelo resonó en la estación vacía.
Caminó desde el Museo del Ferrocarril hasta la casa de Josh, recorriendo con
dificultad la distancia hasta el cartel donde se leía aquel:
Asociación de Vecinos San Jacinto
VIGILANCIA CRIMINAL
Damos cuenta de todas las actividades sospechosas
a nuestro departamento de policía.
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Ham, si la viera aparecer de aquella guisa. Imaginó todo tipo de historias lascivas
recorriendo los muelles hasta finalmente llegar a los oídos de su madre. Todos los
rumores llegaban a sus oídos, antes o después. Buf. Sloane mantuvo los ojos fijos
sobre el asfalto, intentando ignorar las miradas que se clavaban en ella mientras subía
los escalones de la casa de Joshua y llamaba a su puerta.
Se apreció un movimiento en su interior.
—El horario de visitas empieza a… Dios santo… —dijo Joshua—. Eres tú.
—Yo también me alegro de verte. ¿Puedo pasar?
El boticario se hizo a un lado.
Sloane estaba tan cansada que sus oídos le zumbaban con un sonido insistente y
sus párpados le pesaban como si Odessa los hubiera hechizado para cerrarse.
—Me preguntaba si todavía tenías un poco más de aquel té —dijo ella, hurgando
en su bolso buscando el dinero le quedaba de lo que había conseguido por el Rolex.
—¿Dónde has estado? —sus ojos se entrecerraron—. En el Mardi Gras, por
supuesto. —Ella podía leer el desprecio en cada línea de su cuerpo—. Todavía no lo
sabes, ¿verdad que no?
—¿Te das cuenta de que has estado fuera durante cuatro días?
Sloane se quedó sin habla. Sin poder evitarlo, se dejó caer contra el muro.
—Y todavía queda lo mejor —continuó Joshua con voz fría—. Mientras estabas
fuera de fiesta, tu madre ha muerto. La enterraron ayer.
Un color blanquecino como el de la mirada de la luna cubrió la cabeza de Sloane.
Su sangre se le retiró del rostro. Todo estaba mal, equivocado, perverso.
—No —susurró ella.
—Espero que la fiesta mereciera la pena —apuntilló Josh.
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SEGUNDA PARTE
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2.1 Insulina
J
osh cogió un bote de té de damiana de un estante de su pequeño dispensario.
Cuando volvió a la cocina para mostrárselo a Sloane, ella ya había
desaparecido. Salió al porche esperando verla corriendo hacia Ashton Villa,
pero las calles estaban vacías. Sloane se había desvanecido sin ruido alguno.
Bajó precipitadamente los escalones del porche, mirando por los parterres del jardín e
incluso por las esquinas de su pequeña casa, temiendo que hubiera entrado en shock o
que la borrachera le hubiera jugado una mala pasada, pero no había ni rastro de ella.
Si no fuera por el olor a cigarrillos y alcohol que flotaba en su puerta, todo le hubiera
podido parecer un espejismo.
Josh volvió hecho un manojo de nervios, preguntándose qué podría hacer.
Finalmente colgó el cartel de CERRADO en la puerta principal y se dirigió a los
muelles, esperando encontrar a Ham antes de que se fuera a trabajar. Encontró a su
gigantesco amigo en el muelle 21. Ham estaba enredando en el bote de su compañía,
una pequeña lancha de aluminio con el emblema de la llama azul de Gas Authority
pintada sobre el casco. Los gruesos dedos de Ham tanteaban delicadamente en las
entrañas del pequeño motor fuera borda Mercurio de 9’5 caballos de vapor.
En los primeros días después del Diluvio, se había hecho claramente patente que
la mejor opción de Galveston para suministrar energía iba a ser desviar el gas natural
de los gaseoductos que serpenteaban desde el Golfo de México hasta los craqueos y
las refinerías de Texas City y la gigantesca planta Dow Chemical al norte de La
Marque. La mayor parte de las casas que habían sobrevivido en Galveston tenían
además todavía instalaciones para el gas. Utilizando la maquinaria local, el padre de
Ham y otros muchos supervivientes expertos y aficionados a la mecánica como él,
habían reconstruido pacientemente los carburadores de automóviles para que
pudieran funcionar a base de metano. Con tirar el coche en el patio trasero y
aprovechar el motor, cada casa podía tener su propio pequeño generador. La casa de
la infancia de Joshua había estado alimentada por la energía de un eficiente motor
Toyota, pero hacía varios años ya que no podía permitirse comprar piezas de
recambio importadas. Normalmente utilizaba un Ford Taurus que había sido
reformado dos veces ya y que probablemente se fuera a estropear definitivamente ese
mismo año. Ham, que se preocupaba más por el mantenimiento, tenía un modelo
Delta 88 del 2001. Como la mayoría de los blancos, Ham era un fan de los viejos
Lincoln. La población de color de Galveston prefería los motores Caddy, cuando
podía conseguirlos, o si no los Buick, particularmente los Regal, cuyos modelos del
fin de siglo habían sido inusualmente buenos. Los hispanos se decantaban todos por
los Chevies.
—Son unos coches de mierda para un blanco —le dijo Ham una vez—, pero van
como el terciopelo para los putos mexicanos.
Ambos sabíamos que este día iba a llegar, y aquí está. Las alternativas son rápidas y
relativamente indoloras ahora, lejos de casa, o bien quetoacidosis en dos o tres o
cinco semanas, sed, hiperpnea y coma. No es una decisión difícil. Creo que esto es
lo que se conoce como «mal menor».
No me quiero ir, no pienses eso jamás. Me preocupa que pienses que estoy más
triste de lo que estoy. No tienes que rescatarme, Josh. Nunca has tenido que
hacerlo. No hay nada de lo que rescatarme, es simplemente que la vida es así, y
estoy feliz de haber vivido y de ser bendecida con el mejor hijo que podría haber
esperado tener.
Después de aquello venía una frase que empezaba con me gustaría. El resto estaba
demasiado tachado como para poder leer nada.
Llora por mí, si lo necesitas, pero ríe por mí también. Siempre seré
Tu madre, que te quiere tanto.
Como siempre, le resultó muy difícil leer la carta. Comprenderla. Las palabras huían
de su entendimiento conforme las iba leyendo, como las estrellas lejanas de Sloane,
escondidas cuando las buscabas.
Una hora después, Joshua salió de su casa llevando su camisa de seda y su mejor
par de pantalones, hechos de barato algodón de Galveston, pero cuidadosamente
teñidos en un agradable color amarillo tostado. Se los había teñido él mismo,
utilizando flores de algodón y otras plantas silvestres, para después dárselos a una
costurera calle abajo que los cortó y cosió con mano experta a cambio de un cuarto de
jarra de machucadura y veinte aspirinas genuinas de antes del Diluvio. No había
tenido muchas ocasiones de llevar aquellos pantalones; se los había comprado para
llevarlos en la boda del hermano de Ham.
Los zapatos eran un asunto más problemático. Evidentemente, sus sandalias de
todos los días no eran lo suficientemente buenas como para hacer una solicitud de
ingreso en una comparsa. Sus alternativas eran el par de botas desgastadas que se
ponía en invierno o cuando iba de excursión al campo para recoger plantas para la
tienda, o un par de zapatos de traje negros de su padre que había estado dejando
apartados en su armario durante doce años. Su madre había tratado de tirarlos, pero
Josh los había recuperado de la basura y los había vuelto a dejar en su sitio. Si ella los
había encontrado de nuevo más tarde, metidos en el armario otra vez, no lo había
Josh salió del edificio en mitad del calor de la mañana. Un fulgor blanco le cegaba,
como si el ver el espíritu de su madre hubiera sido como mirar al sol, y ahora él
parpadeaba, aturdido, esperando recuperar la vista. Se quedó en la parte más interna
de la acera apoyando una mano en el muro del edificio que acababa de dejar. Cogió
su baqueteado reloj de bolsillo y se tomó el pulso. Ciento veinte pulsaciones por
minuto. Dejó la acera y cruzó Strand a la altura de la calle 23, donde fue casi
arrollado por un gran carromato de cerveza.
—¿No tienes ojos en la cara, imbécil? —le gritó el conductor, luchando
trabajosamente por refrenar su caballo trasero.
Josh se disculpó y aceleró el paso a través de la carretera. La gente era atropellada
por carromatos. Él había tratado algunas piernas rotas, y había acudido a los funerales
de una pareja de hombres que habían recibido golpes en el pecho o más arriba. Pero
normalmente había que estar borracho y cruzar una calle a oscuras para que te
atropellaran. Se recordó que tenía que prestar más atención. Al otro lado de la calle
había una pequeña plaza abierta. Josh se sentó allí en un banco, tratando de
recobrarse de la impresión. Su piel comenzó a dejar de hormiguear, y por una vez
agradeció el fuerte calor del sol.
Durante los últimos cuatro años había intentado con todas sus fuerzas no imaginar
cómo había muerto su madre, pero ahora él lo sabía. Se había cosido el abrigo a
modo de una camisa de fuerza, había llenado los bolsillos con piedras y los había
cosido también, y después se había encaminado al mar. Probablemente habría ido
hasta el final de alguno de los muelles que sobresalían en Seawall.
No tenía ni idea de por qué su espíritu se le había aparecido. ¿Algo en su
comportamiento o en su humor la había traído hasta allí? ¿Algo quizás relacionado
con los recuerdos que le habían ido sobreviniendo desde que Sloane Gardner había
aparecido en la puerta de su casa? ¿Había traído Sloane un hálito de magia con ella
desde el Mardi Gras que había tomado forma cuando él leyó la última carta de su
madre? No podía creer que Amanda Cane estuviera tan firmemente opuesta a que
ingresara en cualquier comparsa que aquello la despertara de la tumba. Ella no había
abandonado la Comparsa de Solidaridad por principios, sino porque no tenían el
dinero suficiente para pagar las cuotas, sumado al sentimiento de vergüenza que le
hacía más difícil el estar con aquella gente después de que su matrimonio hubiera
fracasado.
Después de veinte minutos, Josh tenía demasiado calor como para seguir sentado al
sol ni un segundo más. Bueno, si la Comparsa de Momus no lo quería, lo intentaría
en la Comparsa de Thalassar. Conforme se dirigía a los muelles, se fue dando cuenta
de que los perros y los gallos iban enmudeciendo a su paso. El efecto era tan
pronunciado que sin poder evitarlo se dio la vuelta para comprobar si le seguía el
espíritu de su madre. No la vio en ningún momento. Quizás los perros pudieran olerla
cerca de él; un suave aroma a fría agua de mar y decadencia, demasiado sutil para los
seres humanos.
Las oficinas centrales de la Comparsa de Thalassar se encontraban en los restos
del naufragio de Selma, un barco cubierto de hormigón de ciento veinte metros de
eslora. Aunque el Selma no había tenido ningún problema de flotabilidad, el barco
resultó ser bastante frágil. Cuando un oleaje más violento de lo normal lo elevó sobre
las aguas y los arrojó al fondo de la bahía en 1920, el barco se partió por la mitad y
así había quedado desde entonces. La Comparsa de Thalassar era famosa por ser muy
La entrevista de Joshua con la Comparsa de los Arlequines fue mucho mejor. Antes
de nada, se tomó una cerveza. Joshua no podía justificar bajo ninguna circunstancia el
gastarse dinero en comida, pero volver andando a casa y regresar a la comparsa en
medio de aquel día tan caluroso, únicamente haría que sudara más y oliera peor. En
lugar de eso, se refugió en el Café Mikonos, el local favorito de Ham, ignorando el
aroma a cerdo souvlakis y a nata amarga, y se conformó con un chupito de whisky de
palma y un vaso de cerveza fría de arroz.
* * *
La cerveza en la Choza del Cangrejo del Martini era aún peor que la que se hacía
Josh en casa, pero el whisky era whisky y era el mismo allá donde fuera. El tipo de
whisky que él se podía permitir, de cualquier forma.
Q
— ué coñ…
Josh se calló cuando alguien le puso el cañón de un arma en la cara.
El olor a frío acero le hizo un nudo en el estómago. Bueno, pensó,
ahora ya sé de lo que mamá me estaba intentando advertir. Se
preguntó si estaba a punto de morir.
—No nos vamos a mover —dijo Ham—. ¿Verdad, Josh? Dos estatuas, esos
somos nosotros.
La lámpara Coleman siseaba despidiendo su círculo de fuerte luz blanca. Josh
pudo ver a cuatro hombres: dos detrás de su mostrador, otro detrás de la mesa de
examen, y otro más de pie tras la puerta. Tres de ellos tenían pistolas; el que estaba
detrás de la mesa de examen tenía una escopeta de repetición. La escopeta hizo un
sonoro clic cuando el hombre la armó.
—Si queréis la cerveza, lleváosla —dijo Josh. Habló con su voz de médico, fría y
clínica. La solía utilizar cuando se tenía que enfrentar a todo número de traumas, tales
como tumores, desfiguraciones o muerte. La máscara fría y racional de médico era la
única de la que estaba seguro que podía controlar tics traicioneros sin revelar sus
emociones o pensamientos. Era la que esbozaba cuando no se podía permitir jugar
asustado—. La bebida no es algo por lo que uno quiera morir. Tampoco merece la
pena matar por ella.
—Qué tal todo, señor Cane —dijo el hombre que le presionaba el caño del arma
en la cara. Se movió para colocarse frente al boticario, metiéndole la pistola entre los
dientes. Joshua se imaginó a la pistola accionándose, sus dientes reventando como
porcelana, la bala saliendo por la nuca en un revoltijo de carne y huesos.
Era una mala señal que al pistolero no le importase colocarse en el círculo
iluminado por la lámpara. No tenía miedo de que lo identificaran más tarde. Josh le
miró con toda la calma que pudo, intentando dominar la situación. El rostro del
pistolero estaba atravesado por viejas cicatrices, acné adolescente o más
posiblemente, viruela. Se había roto parte de uno de los dientes incisivos; los dos
superiores tenían fundas de oro. Caro pero vulgar. Sloane Gardner o Jim Ford habrían
elegido algo menos obvio. Tenía más o menos la misma altura y constitución de
Joshua, bajo y poco fornido; pero en lugar de vestir ropas raídas y zapatos caseros,
llevaba una fresca camisa y un traje, botas negras bien brillantes y pantalones grises.
Ah. Pantalones color ceniza con una banda negra. La milicia de la ciudad.
Josh se permitió una sensación de alivio. Aquel era uno de los hombres del sheriff
Denton.
—Supongo que esto tiene que ver con lo de la Comparsa de la Solidaridad —dijo
él—. Puedo pagar los daños razonables, pero la culpa no fue solo mía…
—¿Dónde está, pequeño cabrón?
Una hora más tarde, después de tomarles las huellas y cogerles los datos, el sheriff
Denton, el adjunto Kyle Lanier y Josh, estaban en la sala de interrogatorios en la
planta baja del Juzgado del Condado. Al caer la noche, cualquier asunto confidencial
J
osh hubiera jurado que no había dormido en absoluto si no se hubiera
despertado tan dolorido. Escuchó un ruido de llaves y voces aproximándose.
Para cuando la puerta de la celda se abrió hacia dentro, había conseguido
forzarse a abrir los ojos. Los sentía rígidos e hinchados, como el resto de su
cuerpo.
Dos guardias estaban de pie junto a la puerta, uno más viejo blanco con barba de
dos días y un hispano de rasgos atractivos con la cara picada por la viruela. Los dos
guardias llevaban los uniformes gris oscuro de la milicia de Galveston. Teñidos con
corteza de pacana y… ¿sulfato de hierro? Josh no podía recordarlo.
—Vamos, Cane. Es hora de levantarse y brillar —dijo el hombre de más edad.
—No puedo.
La mano del guarda cayó sobre el mango de su porra.
—¿Necesitas ayuda?
—No, gracias. —Josh se arrastró a un lado del cuarto y se incorporó utilizando el
muro como apoyo. Se mantuvo apoyado a las paredes conforme fue arrastrando los
pies por los pasillos. Le resultaba imposible permanecer erguido. En lugar de eso
andaba encorvado, como si sus músculos se hubieran agarrotado en aquella posición
en el momento en el que se había hecho un ovillo en el suelo alrededor del pie de
Kyle.
Lo condujeron a un vestuario.
—Métete en la ducha —ordenó el hombre mayor—. Paco, dale algo de ropa
limpia.
—Os lo agradezco —susurró Josh, manoseando con torpeza los botones de su
sucia camisa de seda.
—Nadie te está haciendo ningún favor, escoria de mierda —dijo el guardia—.
Simplemente no queremos que el juez se apiade de ti.
Aunque Jane Gardner había ejercido como abogada ella misma, no los había
creído necesarios para una población tan pequeña como la de Galveston después del
Diluvio. Las disputas se arreglaban en el viejo Juzgado del Condado, pero los
acusados, a menos que fueran incapaces de ello, se defendían a sí mismos ante un
juez sin preocuparse mucho de tecnicismos legales. Josh pensó que la sala del
juzgado se parecía mucho a una iglesia. Fila tras fila de bancos llenos de espectadores
que cuchicheaban entre sí mientras lo conducían a través de una puerta lateral.
Enfrente de los bancos había dos mesas, una para el acusado y otra para el fiscal. El
estrado del juez, más alto, dominaba el extremo de la sala, justo donde debería estar
el púlpito o el altar. Los guardias lo sentaron en una silla en la mesa a la izquierda del
estrado. La multitud comenzó a susurrar de nuevo, con más intensidad, señalándole y
mirándole.
* * *
Después vinieron los borrachos a declarar que Sloane Gardner tampoco había salido
por la puerta trasera. Josh le dirigió una sonrisa helada al sheriff a lo largo de aquel
testimonio. Después fueron pasando una sucesión de marineros y trabajadores de la
compañía Gas Authority declarando que Ham había estado presumiendo en los
muelles sobre cómo su amigo Josh estaba dándole trabajo al colchón con la hija de la
Gran Duquesa.
Josh se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa de prisión.
—Con amigos como tú, ¿quién necesita enemigos?
—Lo siento, socio —murmuró Ham. El hombre gigante estaba rojo como un
tomate hasta las orejas.
El siguiente testigo era Aaron Barker, el marinero de color que se había negado a
llevar a Joshua hasta el Selma. Llevaba las ropas blancas del Thalassar, pantalones
cortos y camisa, y un par de zapatos blancos de lona con suelas de goma.
—¿Podría decirle al juez lo que usted vio en el agua bajo su barca?
—Un fantasma. —La multitud se agitó y murmuró—. Una mujer, bajo el agua.
Mirándolo fijamente —dijo señalando a Josh.
El sheriff Denton calzaba unas botas hechas a mano de cuero de ternero. El mexicano
que se las había hecho vivía ahora en una buena casa de la calle Post Office. A fines
del siglo XX su pequeña tienda de reparación de calzado le había dado el suficiente
dinero a él y a su joven familia para apenas ir sobreviviendo. Había ingresado en la
Comparsa de la Solidaridad en la primavera de 2004 y había hecho algunos
contactos, buscando una nueva veta de trabajo. Entonces el mundo terminó y de
pronto ya no había más tiendas llenas de productos de Tony Lama y Nocono Boot
Company. Se convirtió en un hombre rico, un ejemplo viviente de la volubilidad del
destino.
Josh calculó que él podría haber comido durante tres semanas con el precio que
Jeremiah Denton habría pagado por aquellas botas. Tenían unos buenos tacones de
madera. Cuando caminaba lentamente a través de la sala, sus tacones pisaban con
firmeza, con autoridad. Crac. Crac. Crac.
—Señor Cane, ¿le importaría explicar cómo es que encontramos un par de medias
pertenecientes a Sloane Gardner en su casa?
Crac. Crac.
—Dijo que se le habían echado a perder mientras estaba en el Mardi Gras. Le
pregunté si me las podía quedar. —La multitud murmuró. La voz de Josh se alzó
sobre ellos—. Las necesitaba, como redecilla para moler. Cuando estoy mezclando
una droga o una medicina, a menudo necesito moler hojas secas o minerales hasta
pulverizarlos. Las medias me sirven entonces para envolverlas y facilitar la molienda.
—Ya veo.
Crac. Crac. Crac. El sheriff Denton caminó hacia Josh.
—Señor Cane, ¿le gustaría explicarnos por qué hemos encontrado restos de la
U
n gélido relámpago atravesó a Sloane en el instante en que Josh le dijo lo
de la muerte de su madre. En el momento en que él se volvió para
prepararle un té, agarró la máscara con dedos temblorosos y se la puso,
desesperada por sentir la enorme sensación de vacío que le
proporcionaba.
El cuero se asentó sobre su rostro y, de pronto, estuvo de vuelta en el Mardi Gras.
Estaba oscuro, y la energía del Carnaval ronroneaba y chasqueaba en sus venas,
manteniéndola en pie de la misma forma que una brisa fuerte haría con una cometa.
Se encaminó hacia Broadway. La enorme avenida estaba llena de carnavaleros:
malabaristas y payasos, tragasables y un hombre que escupía fuego. Zancudos de
rígidas piernas caminaban hacia delante a grandes pasos, tan cautelosos como grullas.
Una mujer con las zarpas y las ancas de un gato brincaba por allí a cuatro patas con
un pájaro muerto en la boca. Los fuegos artificiales estallaron en la oscuridad, velas
romanas, bengalas y girándulas. Contra el suelo explotaban ristras de petardos, con
un ruido semejante al de los disparos.
La luna llena le sonreía con sorna desde las alturas. Ella le devolvió la mirada. La
luna brillaba tanto que le hacía daño en los ojos. Has mentido. Has mentido, hijo de
puta.
Soy Malicia, soy Malicia, soy la sonrisa y la mirada que nada bueno auspician.
La pequeña cantinela resonaba una y otra vez en su cabeza mientras se abría paso a
través de la multitud hacia el Parque de Atracciones de Playa Stewart. La luna ardía
como una vela blanca en lo alto, haciendo resplandecer el letrero que había sobre la
entrada:
¡Está claro, las cosas no podrían
ponerse mejor!
Cuando pasó junto a la jaula del Niño Salvaje, un comebichos se estaba tragando una
rana viva. Las ancas del anfibio todavía colgaban de sus labios, sin dejar de
retorcerse. Pasó por alto la tentación que suponían los puestecillos de gambas a la
plancha y los vendedores ambulantes que había frente a la tienda del Show de Pussy
mientras se abría camino más allá de la Jaula del Unicornio y el Auténtico Laberinto
Humano. Llegó a la oficina del gerente justo en el momento en que salía Momus.
—Mentiste —le dijo. El enano jorobado la miró a los ojos.
—Yo nunca miento. —La luz de esos ojos se posó sobre ella como si fuera
escarcha y logró que sintiera la piel fría y rígida—. Tus palabras exactas fueron: «no
puedo soportar verla morir». No lo has hecho. Sé feliz.
—Sabías muy bien lo que quería decir.
Era Malicia, total y absolutamente Malicia, sin dejar de reír mientras se abría paso a
trompicones a través del Carnaval. Malicia, libre como un halcón en la noche.
Vagó a la deriva por las calles del Mardi Gras, sin una sola preocupación por
primera vez en toda su vida. Una energía demencial la empujaba a danzar en las
mansiones que conocía tan bien, a girar y bailar con alegre abandono en el salón de
baile de Ford en Puertas Abiertas, y sobre el suelo de madera del Palacio del Obispo.
Encontró amigos en la noche; champaña en copas estrechas y alargadas en la
Mansión Gresham; y bourbon en el Bar Comodoro. Descubrió música, bailes y
juegos de azar, si bien no volvió a ver a As de nuevo. Perdió a Sloane y encontró a
Malicia. Encontró a hombres y ellos la encontraron a ella.
Perdió el monedero y los zapatos. Bailó a lo largo de Bulevar del Espigón con
solo las medias cubriendo sus pies, hasta que llegó al Salón de Bali. Habían
depositado extrañas ofrendas a los pies del muelle de Odessa: una botella de vino, un
puñado de violetas marchitas, una guirnalda de pieles de serpiente estiradas sobre un
marco de huesos. También había un platillo con lo que Sloane tomó por ketchup hasta
que metió el dedo para probarlo y el sabor salado de la sangre coagulada trajo un
torrente de saliva a su boca.
Un diminuto hombrecillo con cara de hurón y con un cinturón cargado de
tenacillas, tijeras y destornilladores, llegó y se arrodilló a su lado. En el momento que
se agachaba, sus rodillas hicieron un ruido semejante al que se produciría al doblar
una lámina de metal. Había colocado por delante de él dos baterías de coche y un par
de pinzas que entrechocaba con una cadencia espasmódica, consiguiendo que se
formara un arco de chispas y se abriera una fisura en la oscuridad.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Malicia.
—Una ofrenda para la Dama —graznó—. Tengo dos hijos al Otro Lado. Necesito
que alguien los cuide. He traído regalos a la Dama para que les eche un ojo por mí.
Malicia parpadeó con incredulidad.
—Jamás he oído que Odessa se preocupara por ninguna familia después de enviar
a alguien a las Comparsas. Mire lo que ocurrió con los… —Tranh, pensó, pero aun
así no pudo decirlo. Pobre Vince… Sloane lo había traicionado. La muy zorra.
Al día siguiente volvió a una partida de 5-10$ que se jugaba en el coche Pullman que
Encontró una partida de 15-30$ sobre la que As le había hablado. Tal y como le había
advertido, los jugadores eran mucho más agresivos, subían y volvían a subir a un
ritmo que ponía en constante peligro sus recursos. Malicia jugó de forma muy
conservadora al principio y se deshizo de todo lo que no fueran parejas ganadoras en
la Tercera Calle, sin dejar de observar a los jugadores con atención para estudiar sus
tendencias y el transcurso del juego. As le había dicho que cuanto más competitivo
fuera el juego, peores serían las manos ganadoras, y tenía razón. A nadie le estaba
permitido avanzar con la esperanza de conseguir una escalera en la Sexta Calle o en
el Río. En cambio, vio más de un momento decisivo que se ganaba con una pareja de
jotas ante un conjunto de basura en el que la carta más alta era un as.
En el instante en que comenzó a participar de manera más activa, se llevó un bote
en la Tercera Calle con un as como primera carta descubierta y una rápida sucesión
de subida de apuestas. Ganó otra mano por pura suerte, con reyes de mano y una jota
de primera que completó con full house en la Sexta Calle, donde comprobó las cartas
D
e repente, As ya no estaba allí y Sloane iba camino de caer al suelo de una
casa destartalada de Galveston; el Galveston real donde había dejado que
su madre muriera.
Ya no era Malicia. La máscara había desaparecido. As la tenía; en el
Mardi Gras.
Cayó al suelo y se quedó allí tendida, jadeando. Esta casa era muy distinta de su
doble en el Mardi Gras. Allí olía a moho y las paredes estaban inclinadas y cubiertas
de manchas de humedad, pero seguía siendo una casa. Aquí, la casa de Samuel Cane
se había derrumbado a causa de una explosión de gas dos semanas después de que
Travis Denton la ganara en una partida de cartas. La luz grisácea del día se filtraba a
través de las ventanas rotas y de una gigantesca grieta en el techo ennegrecido por el
humo. Las vigas de madera, hechas astillas, se alzaban hacia el cielo como costillas
destrozadas. Entre las grietas del suelo crecían unas cuantas briznas marchitas de
tanaceto y de verdolaga roja. Donde debería haber estado la encimera de la cocina, no
había más que unas escombros chamuscados: tablas quemadas y trozos de yeso;
pedazos de cristal y escayola; manchas de pintura metalizada; piezas de vajilla
ennegrecidas. El aspa carbonizada y rota de un ventilador de techo.
Sloane yacía en el suelo, esperando que la culpa la partiera en dos. Había
abandonado a su madre, y su madre había muerto. Pero, aun así, cuando el dolor y la
culpabilidad llegaron solo pudo sentirlos como algo lejano y débil, como insectos que
chocaran contra los cristales de las ventanas en Ashton Villa.
El olor penetrante de la pólvora flotaba en el aire. Sloane bajó la mirada. Todavía
tenía el 32 en la mano. La bala había volado la parte inferior de la funda y le había
dejado una quemadura a lo largo de la pierna. Apenas lo sentía. No tenía corazón.
Eso era lo que le pasaba. Momus le había quitado el corazón.
Se arrastró por el suelo hacia un montón de escombros y encontró un vaso de
cristal roto con el que se cortó las muñecas. El cristal se clavó en su piel y la
desgarró, dejando a la vista la carne rosada que había debajo; pero no tenía corazón y,
por tanto, no habría sangre. Sloane dejó caer el cristal.
Vale. Siguiente plan. Bueno, suponía que debía arreglar lo de Joshua Cane. Se lo
debía a As. Un tipo con suerte.
Pero claro, era el hombre más afortunado de Galveston, ¿verdad? O, al menos,
eso decía todo el mundo. Sin embargo, ¿cuál era el verdadero significado de esa
expresión? ¿Cómo era posible que el hombre más afortunado de Galveston, al que la
fortuna acariciaba cada cierto tiempo, acabara sin esposa, sin hijos, mudo y solo? ¿Es
que su suerte era corta de vista? O tal vez hubiese cosas que Sloane no supiera;
ciertos aspectos de su historia que permanecían ocultos para ella, e incluso para el
mismo As. Tal vez todas las demás alternativas que se le habían presentado hubieran
Era difícil moverse por el Galveston real; como si allí la fuerza de la gravedad fuera
mayor. También hacía más calor. Al vivir en la interminable noche del Mardi Gras
había olvidado lo caluroso que podía ser el día. Sloane se movió y buscó entre los
escombros hasta encontrar un palo de madera podrida y chamuscada. Pasó los dedos
por la madera, de forma que quedasen manchados de negro, y después se pintó la
cara: una línea larga e inclinada hacia arriba sobre cada una de sus cejas; un alegre
rabillo en la comisura de los ojos; y, en cada mejilla, una línea que resaltaba los
pómulos altos y afilados de Malicia.
El espíritu de su madre zumbaba en algún lugar de la habitación, como un
mosquito distante. Incapaz de llegar hasta ella.
Era casi mediodía cuando salió dando traspiés de las ruinas de la casa de As. El
brillo del sol resultaba doloroso. Sentía cómo presionaba sobre su piel, como un dolor
sordo debido al calor que se batía en oleadas sobre la isla. No había nubes; el sol las
había quemado y había esparcido sus pálidas cenizas por la superficie del cielo vacío.
Las ramas chamuscadas de las palmeras le arañaban los tobillos mientras caminaba
hacía su casa. El asfalto de la carretera le quemaba los pies, pero no lo notaba. Las
calles de Galveston estaban vacías. Todos se ocultaban del sol. Las ventanas de los
ricos estaban cerradas para impedir que saliera el aire acondicionado. Las de los
pobres estaban abiertas de par en par, con la esperanza de que entrara algo de brisa.
Tenemos miedo de Momus porque tiene rostro, pensó Sloane, pero esto es Texas, y
el sol siempre será más letal que la luna.
Se preguntó cuánto tiempo habría estado holgazaneando en el Mardi Gras.
¿Días? ¿Semanas?
Perdiendo el tiempo.
Le dio vueltas a esas palabras como una polilla que revoloteara alrededor de la
llama de una vela. El tiempo se consumía, exactamente igual que había sucedido con
las extremidades de su madre; el tiempo mengua y decae, pierde la esperanza, se
agota.
Tiempo perdido.
Dos horas después, Sloane estaba sentada junto a Jim Ford en su espacioso carruaje,
sin dejar de mirar hacia delante. El sheriff Denton estaba sentado en el asiento
opuesto a ellos. Su ayudante, el señor Lanier estaba en el pescante, conduciendo. De
vez en cuando, Sloane lo escuchaba instigar a los caballos, chasqueando las riendas
sobre sus lomos con un golpe ligero.
Era media tarde y hacía un calor horrible, aún bajo la cubierta de lona blanca.
Viajaban por la carretera del Espigón hacia el Salón de Bali; pero, aunque resultase
extraño, en aquella ocasión no soplaba la más mínima brisa del Golfo que pudiera
refrescarlos. El mar estaba tranquilo; un monótono espejo verde que reflejaba los
rayos del sol de Texas. En ese momento había nubes; en el Sureste se veía una masa
alta de nubarrones del mismo color verde bronce del mar. Los caballos de Jim
avanzaban con rapidez. El carruaje chirriaba y se bamboleaba, sacudiéndose al pasar
sobre las grietas del pavimento; sus grandes ruedas machacaban los restos de conchas
rotas que se extendían a lo largo del Bulevar del Espigón.
Habían pasado seis días desde la muerte de Jane Gardner, le había informado Jim
Ford. Cuatro desde el entierro. Tres desde que Josh le comunicara la noticia de su
fallecimiento. Allí, en el mundo real, no habían pasado más que tres días, mientras
que en el Mardi Gras, donde el tiempo transcurría de modo extraño, Malicia había
dado a Sloane por muerta solo para que Sam Cane la resucitara. Maldito fuese.
Sloane le había hablado a Jim de la máscara; le había dicho que había escapado al
Mardi Gras y que su desaparición no había tenido nada que ver con Joshua Cane. En
aquel momento se dirigían a ver a la Reclusa. El sheriff Denton había dicho que
necesitaba saber por qué la mujer no había acudido en ayuda de Joshua para
confirmar su historia.
—¿Conoció usted a Sam Cane? —le preguntó Jim al sheriff. El sudor adornaba la
calva del hombre como si de gotas de rocío se tratara—. El padre de Joshua Cane.
Solía jugar a las cartas conmigo todos los domingos. El chico le traía a Gloria una
pastilla para la artritis. Un buen muchacho en aquella época. Ahora está más
resentido que un ogro. Algo lo hizo cambiar.
¿La pobreza, Jim? ¿El desengaño? ¿La amargura? ¿La muerte? Sloane no dijo
nada.
—Conocí a Travis Denton —contestó el sheriff.
—Por supuesto; cómo no iba usted a conocerlo. Una tragedia terrible.
Sloane echó un vistazo al interior del carruaje. El asiento estaba tapizado con
terciopelo color crema. Los años habían hecho que el color no fuese uniforme: era
más pálido allí donde Jim y su esposa solían sentarse y en el centro, donde la luz del
sol había sido más intensa; en los extremos era más oscuro, ya que las puertas
proporcionaban una sombra permanente. Cuando Sloane era muy pequeña, tres o
cuatro años como mucho, había notado que, en ocasiones, resultaba más fácil
—¿Sloane?
Sloane escuchó la voz de Jim Ford de forma vaga, como si estuviese muy lejos de
allí. Desde que regresara del Mardi Gras había estado como entumecida. Al parecer,
ahora también estaba sorda; tenía la sensación de que el atronador disparo del sheriff
Denton había pulverizado el resto de los sonidos. En lo más profundo de su ser, el
fantasma de Odessa se unió al de su madre; ambos se sentían atraídos hacia ella como
si notaran su calor; no cesaban de gimotear y ronronear, sin encontrar redención.
Sloane era de cristal. Era intocable.
—Sloane, necesitamos una manta con la que taparla. Ella se puso en pie de forma
vacilante y fue hacia la puerta que conducía a la habitación de Odessa.
—Supongo que tendré que empezar a etiquetar —dijo Kyle. Sloane lo miró.
—¿Es que no ha hecho ya suficiente?
Kyle le abrió la puerta y, con una sonrisa y un gesto ampuloso, le indicó que
pasara.
—Solo he cumplido con mi deber, señorita Gardner. Solo mi deber.
Habían pasado años desde la última vez que Sloane estuviera en el dormitorio de
Odessa. Había cambiado. Lo recordaba lleno de cojines, muñecas y adornos; también
había un tocador y una enorme caja llena de cosméticos y botes de laca para el pelo.
En ese momento, el mar, el viento y la luz entraban a raudales, ocultando todo resto
de humanidad. Había tiras de algas secas encima de los muebles y sobre el suelo. Las
contraventanas estaban abiertas y la mosquitera que rodeaba la cama de bronce de
Odessa colgaba en jirones que se retorcían y se agitaban con la brisa del Golfo. En
lugar de sábanas, el colchón estaba cubierto por una capa de conchas blancas
resquebrajadas. Aquí y allá se veía alguno que otro dólar de arena o alguna anémona
reseca. Había dos medusas de color rosa donde debían haber estado las almohadas.
Daba la sensación de que, durante todos esos años, Odessa hubiese estado
* * *
E
l ayudante Kyle acercó la oreja al pecho del sheriff Denton.
—Aún respira bastante bien. Supongo que habrá sido la conmoción.
Joder, lo ha dejado apañado —dijo y alzó la vista para mirar a Sloane.
—Se lo merecía.
Kyle se encogió de hombros.
—Dígaselo al juez.
Sloane se descubrió mirando la bocanada de agua de mar que había escupido el
sheriff. No había duda de que, después de aquello, pasaría directamente a las
Comparsas. Pero de todos modos, ¿no acababan allí todos? Jane Gardner estaba
muerta. Odessa estaba muerta. ¿Quién iba a impedir que Momus y su magia
inundaran la ciudad? El miedo comenzó a abrirse paso en su interior. Una cosa era
irritarse por la implacable oposición de su madre contra cualquier cosa remotamente
divina o mágica… y otra muy distinta pensar que Galveston pudiera regresar a la
pesadilla del Diluvio, a la época en que la locura se apoderó de la ciudad y se llevó
por delante las vidas y las mentes de las personas como si fuesen los restos de un
naufragio arrastrados por la marea.
La tormenta se acercaba.
Jim Ford apartó los ojos de la trampilla y bebió de un trago el bourbon que aún
quedaba en su vaso.
—¡Dios Santo! Adecentemos un poco a Odessa antes de salir zumbando de aquí.
Cubrieron al gran ángel de Galveston con cintas y trozos de tela que sacaron del
baúl de la costura; Sloane alzaba los retales uno por uno, comprobaba si tenían alguna
araña y, acto seguido, envolvía con ellos el cuerpo de su madrina. Los primeros
retales se oscurecieron al empaparse de sangre. Sloane continuó con su tarea: remetía
la tela bajo los hombros de Odessa y la envolvía con ella como si estuviese haciendo
el molde de un cuerpo con papel maché. Jim Ford intentó convencer a Scarlet de que
saliera de la cocina, pero la niña se negó y se acercó aún más a Sloane con el fin de
no perderse detalle.
—Enviaremos a alguien más tarde para que se haga cargo del cuerpo —dijo Jim
Ford finalmente—. ¡Por el amor de Dios!, vamos a sacar al sheriff de este maldito
lugar.
—Está mintiendo —replicó Scarlet de forma tajante—. No enviará a nadie.
—Cállate, cariño —le aconsejó Sloane, si bien ella pensaba lo mismo y se negaba
a que le metieran prisa.
Cuando hubo acabado, Jim y Kyle llevaron al sheriff de vuelta al carruaje y lo
tumbaron sobre uno de los asientos; Jim y Sloane, con la niña acomodada en su
regazo, se sentaron enfrente. El hombre aún no había recuperado del todo el
conocimiento, pero ya había empezado a gemir y a toser.
Una hora más tarde, el viento aullaba alrededor de la casa; la lluvia golpeaba el tejado
y los truenos rugían constantemente sobre sus cabezas. Sloane estaba sentada tras su
máquina de coser. Había encontrado un retal de paño de color verde bosque y había
cortado el patrón de una túnica adecuada para una niña. Alineó las costuras bajo la
luz parpadeante de una pequeña lámpara de gas que había colocado sobre su mesa de
costura. La máquina de coser arrancaba y se detenía una y otra vez bajo la familiar
presión de su pie.
Estaba cosiendo en parte para procurarle a Scarlet una muda de ropa seca y en
parte para tranquilizarse. La tormenta que se fraguaba en el exterior era la peor que
recordaba y, desde que Scarlet saliera a la carrera del armario de Odessa y cayera en
sus brazos, había perdido el entumecimiento sensitivo que la había protegido durante
las primeras horas de su regreso a Galveston. Esa misma mañana le habría importado
un comino escuchar cómo crujían las vigas de Ashton Villa, pero en aquel momento
le horrorizaba imaginarse a Scarlet aplastada bajo una pared derrumbada, o arrastrada
lejos de su lado por una marea que la impulsaría hasta el fondo del mar, al igual que
les sucediera a los niños del Orfanato de Santa María que habían muerto en 1900.
Según decían, había más de cuarenta cueros cabelludos colgando de la barandilla del
puente la mañana posterior al huracán; habían atado a los niños allí por el cabello
como medio de sujeción, pero la brutalidad de las olas los había arrancado.
Déjalo ya.
Aquello no era solo una tormenta. Era el fin de la ciudad de Galveston tal y como
la conocían. Al menos, el Espigón se interponía entre el casco urbano y el Golfo; sin
embargo, con Odessa muerta, no había nada que retuviera la marea de magia. Sloane
sentía cómo recorría las calles de Galveston; la sentía del mismo modo que sentía a
Malicia en su interior cuando no llevaba la máscara. Allí afuera, en la oscuridad,
Momus surcaba la superficie de las aguas, cargadas de prodigios.
Cuatro horas más tarde, cayó sobre ellas una súbita calma. Scarlet abrió una rendija
en las puertas francesas que daban al balcón.
—Definitivamente es un huracán —dijo Sloane—. Ahora debemos estar en el
mismo ojo. Oye, no salgas. Te vas a mojar los p…
Pero la niña ya se había escurrido por la estrecha abertura. Antes de que Sloane
E
l inicio del exilio de Josh y Ham comenzó veinticuatro horas después de
ser sentenciados. En la oscuridad que precede al amanecer, los sacaron de
sus celdas aisladas y los llevaron hacia el Muelle 23 a punta de pistola.
Fueron obligados a entrar en la bodega del Martes de Carnaval, una
embarcación dedicada a la pesca de la gamba cuyo capitán era primo segundo de los
Gardner.
La oscuridad era negra como la pez en la bodega del Martes de Carnaval, y Josh
no tenía nada que contemplar salvo los vergonzosos fragmentos de sus recuerdos: la
sonrisa condescendiente de la mujer de las oficinas de la Comparsa de Momus; el
rostro lleno de cicatrices de Kyle Lanier, que sonreía mientras le propinaba a Josh
una patada en el costado con sus brillantes zapatos; Sloane Gardner tumbada sobre su
vieja mesa de reconocimiento, mientras un hedor a hongos y a vino de arroz
fermentado apestaba el pequeño gabinete delantero; las estanterías cargadas con
patéticas pociones de hechicero en botellas recicladas y frascos de Noxzema; el
tirante de su vestido caído sobre el hombro; sus ojos confundidos… «Lo siento.
¿Debería reconocerlo?».
Con los tobillos atados mediante unas cuerdas, Josh y Ham estaban sentados
sobre unos ocho centímetros de agua salada, turbia a causa de las algas, que olía a
gambas podridas. Josh podía sentir los trocitos de gambas sobre su piel, los bigotes y
las patitas que se desprendían durante las cargas y descargas y que quedaban flotando
en la salmuera. No había dejado de tener náuseas desde que los bajaran allí, y los
músculos del estómago todavía se quejaban de la paliza que le había dado Kyle
Lanier dos noches antes. Siguió vomitando mucho después de que su estómago se
hubiera quedado vacío, como si hubiera algún tipo de toxina en su organismo que
fuera capaz de eliminar. Como si la vergüenza fuese un veneno.
—Alguno de estos hijos de puta todavía siguen vivos aquí abajo —dijo Ham al
tiempo que removía el agua. Las gotas salpicaron el rostro de Joshua—. Tenemos que
atrapar unos cuantos cabroncetes de estos. ¿Has comido alguna vez gambas crudas?
Sushi tejano —dijo el hombretón.
A Joshua se le revolvió el estómago.
—Parásitos intestinales —dijo. Sentía que le ardía la cara y que tenía fiebre; su
estómago no dejaba de retorcerse. Pensó en los labios de Sloane cerrándose alrededor
de una cucharada de guiso de arroz; en su disfraz teñido con los brillantes colores
antediluvianos; en el olor del humo de los cigarrillos del Mardi Gras impregnado en
sus ropas y su cabello.
—Dios, qué sed tengo —dijo Ham, que no paraba de hacer ruido al moverse.
—No bebas esta mierda.
—No jodas, ¿de verdad?
* * *
Ham corrió a través de la grama y saltó de la duna. Siguió los ojos de Joshua hasta las
marcas circulares de su muñeca y después se giró para contemplar el agujero de la
duna.
—¡Por los clavos de Cristo! ¡Eres un gilipollas!
Ham metió la mano en el bolsillo de Joshua, agarró la navaja y la abrió. Josh salió
de su estupor.
—¡No! Cortarme solo serviría para abrirme los capilares y conseguir que el
E
l temporal no soplaba de sur a norte, como Josh habría esperado; la
torrencial lluvia llegaba desde el este-sureste. El viento parecía soplar de
un lugar muy, muy lejano, cargado de masa y aceleración, como un
inmenso río que aplastara la llanura bajo su peso. Una gota de lluvia le
cayó con fuerza sobre la espalda, asombrosamente fría sobre su piel caliente. Otra le
golpeó en el hombro. La luz del día se desvaneció como una lámpara que se apagara
y, a continuación, la lluvia comenzó a caer a raudales; una ruidosa cascada que dejó a
Josh calado entre un jadeo rasgado y el siguiente. El viento tiró de su improvisado
turbante, haciendo que se sacudiera como un látigo alrededor. El mundo se había
convertido de repente en un lugar mucho más pequeño, un hueco inestable dentro de
la tormenta. Los relámpagos restallaban sobre su cabeza y los truenos retumbaban a
su alrededor con la fuerza de una bomba. Ham lo agarró de la mano izquierda y
juntos comenzaron a avanzar con enormes dificultades.
El suelo, endurecido por la sequía, se convirtió en un charco de barro bajo sus
pies desnudos. Josh tragó el agua que le corría por la cara. La llanura parecía hervir
como un mar embravecido bajo el vacilante resplandor de los relámpagos. La lluvia
caía de forma oblicua. Un calambre hizo que Josh se doblara en dos. Ham tiró de él
para que corriera, pero el movimiento hizo que se cayera al suelo con la muñeca
herida bajo el cuerpo y se desmayó por el dolor.
Ham lo levantó. Josh se balanceaba como los restos de un naufragio, emergiendo
de la inconsciencia para volver a hundirse en ella al instante. Abría y cerraba los ojos.
La tormenta era una casa de locos. Ham tan pronto lo llevaba en brazos como lo
dejaba en el suelo y tiraba de él, para volver a llevarlo en brazos de nuevo. Cada vez
que Josh sentía que recuperaba el sentido, los relámpagos grababan una imagen
sombría ante sus ojos.
Briznas de hierba que se retorcían como los brazos de una anémona.
Gigantescas nubes moradas con las mismas bocas succionadoras de las estrellas
de mar.
Una ráfaga de viento hizo que un trozo de musgo español golpeara la cabeza de
Ham, tomando de repente el aspecto de algo peludo y monstruoso.
Un caimán que se agitaba sin cesar, atrapado en una alambrada de púas.
Poco después, llegaron a un bosquecillo donde los árboles se quejaban sin cesar y
las ramas de los almeces y las cañas de azúcar mantenían enloquecidas
conversaciones. Josh se encontró en el suelo, con la espalda apoyada contra el tronco
de un árbol; las ramas y ramitas se bifurcaban hasta convertirse en capilares: todo un
sistema circulatorio completo que había sido arrancado de algún gigantesco animal y
que se alzaba, retorcido, sobre su cabeza.
El brillo del latón apareció frente a su rostro y, momentos después, Ham le acercó
Mucho más tarde, Josh salió de golpe y porrazo del delirio en el que se había sumido,
como aquel que sale por la puerta equivocada por error. Estaba sentado, con el agua a
la altura del regazo, y atado a un árbol no muy grueso con un jirón de lo que antaño
fuese la camisa de Ham. El dolor de la muñeca era horroroso, pero lo sentía como si
viniese de un lugar remoto. El aullido de la tempestad se había calmado, dejando tras
de sí una calma sobrenatural. El agua se agitaba suavemente contra él; olía a sal y a
fango. El cielo estaba despejado. Las estrellas brillaban sobre su cabeza como la
espuma arrojada sobre una playa de arenas negras.
Ham estaba atado a un árbol cercano. El hombretón tenía los ojos abiertos y
contemplaba con una profunda expresión de soledad el mar y la tierra, que se habían
convertido en una única y turbulenta criatura. El simple hecho de mirarlo resultaba,
de algún modo, una intrusión, algo vergonzoso e indigno.
Allá en el horizonte, casi a ras del mar, una luna creciente iba a la deriva sobre las
aguas, como una cuna abandonada. Los trémulos trazos de su amarillenta luz se
fundían y reflejaban sobre la superficie de la tierra anegada. En el cielo, las estrellas
* * *
Pasaron repetidamente lo que quedaba de la camisa de Ham por las copas de los
árboles del pequeño bosquecillo de almeces, con el fin de empaparla con el agua de
lluvia que aún quedaba sobre las hojas, y así poder retorcerla después sobre sus bocas
para beber. En la parte trasera del boscaje se alzaba un pequeño sauce negro
achaparrado. Josh hizo que Ham cortara con la navaja de bolsillo unas largas tiras de
corteza de las que extrajo la parte más interna y blanda. Guardó la mayoría en el
bolsillo del pantalón y comenzó a masticar el resto con la esperanza de que los
salicilatos le ayudaran a aliviar el dolor del antebrazo y le bajaran la fiebre que, según
suponía, debía rondar los treinta y ocho grados. No sabía muy bien si la fiebre era
consecuencia de la paliza de Kyle, de la deshidratación, del veneno de la víbora o de
la infección del brazo. En opinión de Ham, su temperatura había descendido bastante
con respecto a la noche anterior, lo que encajaba con los sueños delirantes y los
momentos de lucidez meridiana.
Josh cerró los ojos. A Ham se le pasaría el enfado, se decía. Como siempre. Había
visto al hombretón enfurecerse en otras ocasiones. No era de los rencorosos. De todos
modos… Esa forma tan tajante de despedirse al salir del emparrado… Era la primera
vez que lo había oído hablar así.
El emparrado que Ham había construido y que él estaba usando. «¿Cuántas veces
te he salvado el culo? Y tú has hecho una mierda por mí». La hermana de Ham,
Rachel, tenía dos hijas. ¡Dios!, pensó Josh. Qué gilipollas era. Aun en el caso de que
hubieran logrado sobrevivir de algún modo, iban a tener unos enormes problemas con
el alcantarillado en ese descuidado vecindario. En un par de días comenzarían a
aparecer casos de disentería. Y de cólera. Se frotó los ojos con la mano izquierda y
apoyó la frente sobre la palma. Le dolía la cabeza. Ham tenía razón. No era más que
un esnob egoísta, mezquino y rencoroso. Joder, pensó, si yo fuera otro, tampoco me
admitiría en ninguna Comparsa.
El sonido de los pasos de Ham pronto se perdió bajo el estruendo del oleaje y el
siseo de la espuma sobre la arena. Las gaviotas chillaban. Josh distinguió los
estridentes gritos de una bandada de chorlitos. Cuando eran pequeños, Sloane solía
J
osh distinguió otra figura delante de la oscura masa del cuerpo de Ham.
—Esta paletilla de ternera no está muerta todavía —dijo el hombre llamado
George con la metódica pronunciación del este de Texas—. ¿El pequeñín puede
caminar?
La mujer que sujetaba el cuchillo contra la garganta de Joshua tosió; tenía una tos
seca.
—¿Puedes andar?
Él supuso, por su forma de hablar, que era negra.
—Vamos a darle un incentivo —dijo George—. Si no puedes andar, te
rebanaremos el pescuezo y te dejaremos en la playa.
—Puedo andar.
—Así me gusta. —Con un gruñido, George giró el cuerpo de Ham de manera que
quedara boca abajo sobre la arena—. Qué grande es este hijo de puta, ¿eh? Y tiene la
cabeza muy dura, también. Le di un montón de golpes con el bate de béisbol. Habría
sido un desperdicio matarlo, pero más vale asegurarse que arrepentirse, ese es mi
lema.
—¿Por qué están haciendo esto? —dijo Josh. Pensó en saltar de nuevo bajo la
pantalla de vegetación, pero eso le habría dejado atrapado. Estaba demasiado débil y
mareado para abrigar esperanzas de dejar atrás a sus captores en una carrera a lo largo
de la playa—. No tenemos nada que merezca la pena, ni siquiera comida.
—¿Ni siquiera comida? —dijo George con una carcajada—. Joder, hijo, vosotros
sois la comida.
El corazón de Joshua empezó a latir con fuerza contra las costillas, como un
pájaro enjaulado.
Caníbales.
Sin dejar de reír por lo bajo, George colocó los brazos de Ham a su espalda y ató
las muñecas con asombrosa rapidez.
—Así son las cosas, hombrecito: cuando haya acabado con este ternero, vas a
quedarte quietecito hasta que te ate. Después saldremos a dar un paseo. Si tratas de
escapar, golpearé la cabeza de tu amigo como si fuera un huevo y después saldré
pitando detrás de ti. ¿Comprendes?
—¿Por qué iba a cooperar? Van a matarme de todas formas.
—Bueno, a ver, el juego no acaba hasta que termina, esa es mi filosofía. Joer,
¡hasta podría dejar que te marcharas! —dijo George con entusiasmo—. Era una
broma hijo. ¿Por qué no te ríes? Ahora hablando en serio: tengo bastante comida,
sobre todo después de un golpe como este. Los buenos currantes, sin embargo, son
difíciles de conseguir. Seguirá con vida e intacto mientras sea útil. —George se
dedicó a los tobillos de Ham—. No es nada personal, amigo. Pero el viejo mundo es
El día se volvió más caluroso y no hubo más charlas. El barro que había sobre la piel
de Martha y de George se coció y endureció. Josh y Ham avanzaban en medio de una
nube de mosquitos. De vez en cuando, Ham soltaba un gruñido de repente, agitaba la
cabeza como un oso furioso y se dejaba caer de rodillas para rodar sobre la carretera,
como si de esa forma pudiese aplastar a los torturadores insectos bajo su cuerpo. La
primera vez que ocurrió, Josh temió que George golpeara a Ham sin piedad, pero
debía de haberse despertado entre ellos una pizca de compañerismo, un odio hacia los
mosquitos que los hermanaba a todos. Después de un momento, Ham se puso en pie,
luchó para recuperar el equilibrio a pesar de las cuerdas que lo sujetaban, y comenzó
a avanzar de nuevo. George no comentó nada al respecto.
Justo después del mediodía, Ham frenó en seco.
—Si vas a matarme, hazlo. Ya no puedo más.
—¿Y qué pasa si mato a tu amigo?
—Que le den por culo —dijo Ham—. Si no puedo seguir corriendo para salvar mi
propio culo, te aseguro que no voy a hacerlo por el suyo.
George se echó a reír.
—Siempre hay que tener cuidado con el número uno, ese es mi lema.
Josh se dejó caer de rodillas al suelo. Al jadear, aspiró un mosquito, empezó a
toser y trató de expulsarlo. La temperatura debía rondar los treinta grados. La brisa
del Golfo aún no había vuelto a soplar.
—¿Alguien quiere un traguito? —preguntó George mientras dejaba a un lado el
bate de aluminio y el palo y se quitaba la mochila de los hombros.
Martha tosió.
—Yo tomaré uno —dijo a la par que se acercaba.
El paso que llevaban y el calor del día estaban haciendo mella en la mujer, pensó
Josh. Por no mencionar la falta de sueño y los efectos de la tuberculosis, que estaban
agotándola. Ham tenía empapada toda la parte delantera de su cuerpo, y yacía
jadeante sobre el asfalto lleno de hierbajos. Solo George parecía inmune a los bichos,
al hedor y al calor agobiante. Sus dientes y sus ojos amarillos relampaguearon en una
sonrisa en medio de su rostro cubierto de barro. Justo en ese momento, bajo el sol
implacable de Texas, parecía un ser diferente al resto de ellos, el enjuto depredador
que creía ser.
—Dos horas de descanso para ocuparos de vuestros asuntos, muchachos —dijo
George—. Un buen tirón debería colocarnos en casa en… —Hizo una pausa para
M
— e voy a casa —anunció Ham, en cuanto se hubieron frotado lo
bastante como para recuperar la sensibilidad en las piernas y los
brazos.
—¿Estás loco? —replicó Josh—. No podemos volver a
Galveston. Sobre nuestras cabezas pende una pena de muerte, ¿es que no lo
recuerdas?
—Josh, me importa una puta mierda lo que tú hagas. —Ham encontró un segundo
encendedor, junto con la navaja de Josh, en el fardo que Martha había dejado
olvidado—. Después de semejante huracán, ¿crees que van a echarse encima de un
boticario y de un instalador de gas? —argumentó Ham—. Claro que los isleños son
famosos por su estupidez…
—¡Por el amor de Dios! —Josh se puso en pie y apretó la mandíbula para luchar
contra el dolor que sentía tanto en la pierna como en la muñeca.
Entornó los ojos, deslumbrado por el reflejo de sol sobre la ciénaga que los
rodeaba. El hombretón comenzó a caminar a lo largo de la 87 hacia el Oeste. No miró
hacia atrás. Después de un momento, Josh lo siguió.
Mientras caminaban a duras penas bajo el inclemente sol, Josh se imaginó a
Sloane Gardner sentada en una de las mansiones provistas de aire acondicionado del
Mardi Gras, disfrutando de una exótica bebida helada y totalmente ajena incluso al
hecho de que hubiese pasado un huracán. Entretanto, en el mundo real, Ham y él las
pasaban canutas entre las nubes mosquitos, medio desnudos y jadeando por el
insoportable calor, con la orina de un color anaranjado y los pies convertidos en un
montón de ampollas. El mundo estaba muy mal repartido.
Por no mencionar que todavía no habían comido. Gracias, Señor, por tu infinita
misericordia.
A la mañana siguiente, Josh descubrió que ya tenía carne rosada y sangre en la herida
de la muñeca. La terapia de larvas había sido un éxito… si es que ser comido vivo
podía considerarse de algún modo un éxito. Esos cabroncetes blancos que reptaban
por su muñeca habían acabado con toda la carne infectada. Josh los miró durante un
buen rato. Una vez superada la arcada inicial que la imagen le provocara, lo había
atravesado una desoladora revelación: eso era lo que le sucedía a todo el mundo una
vez le llegaba la última carta; el cuerpo moría y los gusanos se lo comían. La
diferencia radicaba en que él estaba contemplando la última carta un poco antes de
tiempo.
Tardó una hora en deshacerse de las larvas y limpiar la herida una y otra vez con
agua de mar, que quemaba como si de fuego salado se tratase. Cuando por fin acabó,
se envolvió la muñeca con vendas limpias, procedentes de la camisa de George.
Por primera vez desde que Martha se marchara, vieron gente; montones de personas,
incluso antes de que saliese el sol. Un adolescente recién acicalado, vestido con
pantalones cortos y camiseta antediluviana, recorría las calles en una reluciente
bicicleta mientras repartía el periódico matinal. Un sonriente lechero saludó al
muchacho al tiempo que dejaba dos botellas de leche en el porche de un apartamento
para turistas que se alzaba sobre pilares. En el edificio contiguo, una encantadora
pareja salía al porche para contemplar la salida del sol, con sendas tazas de humeante
café en las manos. Una camioneta de reparto se detuvo con suavidad junto a las
iluminadas ventanas de una tienda de donuts, y un montón de apuestos y rudos
vaqueros y trabajadores del campo petrolífero se apearon del vehículo y entraron en
el local entre bromas y carcajadas.
—No hay barro en las calles —murmuró Ham—. Ni cristales rotos.
—Ni ventanas selladas con tablones.
—Ni marcas de agua en las casas. Ni algas alrededor de los pilares. Ni nada —
continuó Ham—. No ha caído ni una gota de agua. Algo se cuece aquí y apesta a
magia de la gorda.
—Joder —masculló Josh, de acuerdo con Ham—. Supongo que este tipo de cosas
tiene que suceder cuando la Reclusa no está cerca… —Y se apartó de la señal
tragando saliva con fuerza—. «Está claro que las cosas no podrían ponerse mejor».
—Voy a rodearlo —dijo Sam, deslizándose por el terraplén.
A
pesar de todas las educadas excusas de Joshua, Rachel y Ben le
devolvieron su cama y se prepararon un catre en el suelo de la cocina. De
alguna forma, en el momento en que Josh despertó en la pequeña y oscura
habitación, supo que tanto ellos como el resto de los Mather estaban
profundamente dormidos. Alguien sacudía su hombro. El gélido contacto aguijoneó
su piel y consiguió que se le pusiera de punta el vello de la espalda.
Se apartó de aquella mano helada y se levantó de un salto. Una mujer rica con un
vestido blanco estaba junto a su cama.
—¿Está en-enferma? —tartamudeó Josh.
Ella le dedicó una mirada divertida.
—No, señor Cane. Estoy muerta.
Un fantasma. A Josh se le erizó el vello de la nuca y de las muñecas. La voz del
fantasma tenía la autoritaria confianza que solo el dinero podía prestar. Incluso en la
oscuridad de la habitación, su piel resplandecía con el color blanco pálido de un
champiñón. Tenía un rostro fuerte y feo, con una boca grande y expresiva.
—¿Quién es usted? —preguntó Josh.
—¿Hace falta que lo pregunte? Ou sont les neiges d’antan, sin duda. Hubo un
tiempo en el que yo era muy conocida en esta ciudad —afirmó el fantasma. Le dirigió
una extraña sonrisa y le hizo una pequeña reverencia. El vestido era tan blanco como
su piel, una creación fabulosamente adornada y pasada de moda, cubierta de encaje y
volantes. Debía de llevar muerta cien años—. Elizabeth Brown, a su servicio.
—La señorita Bettie —susurró Josh.
Por un momento, tuvo la esperanza de estar dormido, pero la desechó con
rapidez. La señorita Bettie no era un sueño. Era real. Más real que él mismo, de
alguna forma. Su gélida presencia era tan cierta que lograba que su propia vida
pareciese frágil e inconstante, la llama de una vela que se agita con el viento.
La señorita Bettie extendió una mano muy real.
—De modo que ya ve, señor Cane, no hay nada que pueda hacer por mí. Pero hay
otra persona que necesita su ayuda. Venga conmigo, ¡y dese prisa, señor! —Lo sacó
de la cama; sus dedos eran como grilletes de hielo alrededor del antebrazo de Josh.
No hubo ningún crujido del desvencijado entarimado, ni un susurro de las
cortinas, mientras ella se desplazaba en silencio por la habitación.
Josh rebuscó en el armario en busca de unos pantalones, deteniéndose solo para
frotarse la frialdad del antebrazo. La señorita Bettie. El fantasma más famoso de la
isla; la mujer que había convertido Ashton Villa en el centro de la sociedad de
Galveston antes del Diluvio. Murió de… esclerosis lateral amiotrófica, ahora que lo
pensaba, igual que Jane Gardner. ¿Qué había de extraño en aquello? Josh se puso los
pantalones con una sonrisa sarcástica. Bueno, al final había conseguido una de sus
Media hora después, había sujetado al chico a la mesa de la cocina con trozos de una
vieja cuerda de nailon amarilla, tan vieja que parecía tener pelos al tacto y las fibras
de plástico estaban deshilachadas. A pesar de la hipersensibilidad del niño, Joe no
mostraba síntomas de delirio. Gina le dijo que Josh iba a cortarle la pierna y que
tendría que ser valiente. El niño se orinó encima y se mordió los labios para evitar los
gritos.
—Compórtate como un hombre —susurró Billy.
Joe se vino abajo y empezó a suplicar. Josh pensó en amordazarlo, pero decidió
no hacerlo. Tenía que ser capaz de discernir si Joe se tragaba la lengua.
Josh envió a Gina a hervir el sedal de dos kilos y cuarto que pensaba utilizar para
las suturas. Fue en busca de los cuchillos de la viuda Tucker, cogió el más grande y
mandó a Billy a que lo afilara todo lo que el delgadísimo y descolorido acero viejo
pudiese soportar. Mientras Billy trabajaba, Josh cortó tiras de las cortinas de la cocina
y se las colocó bien apretadas alrededor de su muñeca derecha con el fin de que le
proporcionasen más estabilidad. No se iba a arriesgar a operar con la mano izquierda.
Hicieron falta dieciocho. Josh rozó la arteria femoral, pero no la cortó. La sangre
manaba de los vasos sanguíneos del chico con cada latido, con tanta fuerza como los
aspersores que había por delante del casco urbano. A Josh se le quedó atascada la
sierra dos veces en el hueso y tuvo que tirar con fuerza para sacarla y empezar a
serrar de nuevo. La segunda vez, Billy se marchó de la habitación. Había sangre por
todas partes. Josh había comenzado a cortar por el sitio equivocado y casi no había
dejado carne para cubrir el hueso. Le llevó una eternidad coger la piel de Joe y
estirarla sobre el hueso, como un hombre que tratase de envolver un regalo sin el
papel suficiente. Gina ni siquiera se movió. Joe gritó hasta que su voz se convirtió en
un susurro, pero no se desmayó en ningún momento. Fue entonces cuando Josh
perdió toda esperanza en un Dios misericordioso. Si hubiera un Dios en el cielo al
que le importara un ápice, el chico se habría desmayado. Pero no murió.
Cuando Josh hubo dado el último punto de sutura, dejó caer la aguja sobre la
mesa y palpó el muñón del niño. No podía percibir ninguna crepitancia, pero quizás
las burbujas de gas fueran pequeñas todavía o, tal vez, no estuviera en condiciones de
percibir nada. Quizás no hubiera podido percibir ni un kilo de grava bajo la piel de
Joe. Hacía tiempo que el niño había dejado de gritar; ahora solo era capaz gemir. Josh
colocó una mano llena de sangre sobre el cuello de Joe. El pulso era débil e
inconstante, cosa que no era de extrañar. Debía de haber perdido… ¿cuánto? ¿Un litro
de sangre? ¿Litro y medio? ¿Dos litros? Un mosquito se posó sobre la mejilla del
muchacho. Josh lo apartó de un manotazo, dejando salpicaduras de sangre sobre el
rostro del niño. Joshua sintió una mano sobre su brazo. Era Gina. Tenía sangre en su
sucio cabello rubio.
—Gracias —dijo.
Gracias por mutilar a mi hijo; gracias por hacerle una carnicería de la forma más
torpe posible. Gracias por convertirlo en un tullido, alguien de quien se reirán los
demás niños. Gracias por acabar con la vida que creía que tenía por delante.
—De nada —respondió Josh.
L
a séptima mañana tras el huracán, Sloane se despertó con el olor del cebo.
Estaba tumbada sobre un canapé en la biblioteca de Randall Denton. Se
esforzó por abrir los ojos. Aún no había amanecido; no obstante, la
oscuridad era menos densa que cuando finalmente se echó a dormir, justo
después de las tres de la mañana. Algo largo, húmedo y fibroso rozó su mejilla y se
retiró al instante. Sloane jadeó y abrió los ojos de par en par. Un rostro triste con
bigote se vislumbraba entre la penumbra, trayendo consigo un fuerte hedor a gambas
y a cangrejos de río. Jamás había oído que un Hombre Langostino se hubiera
acercado tanto a alguien con anterioridad. Esperó a que la criatura hablara o hiciera
algún movimiento. No hizo ninguna de las dos cosas. Se limitó a observarla, a mirarla
con una profunda y apacible melancolía, con su rígido rostro inclinado hacia un lado
y sus ojos negros brillantes como perlas. Los ojos de Sloane se esforzaron por
soportar el peso de la noche. Se cerraron de golpe, se abrieron de nuevo; el olor del
barro y de la carnaza eran como un narcótico en el oscuro ambiente, hasta que, al
final, volvió a quedarse dormida. Los sueños se cernieron sobre su cabeza,
moviéndose de forma lenta y extraña, como las corrientes de un mar tenebroso.
Cuando despertó de nuevo, se distinguía la luz grisácea del amanecer. El Hombre
Langostino se había ido, si bien un tenue olor a pescado persistía en el aire. En algún
lugar más allá de la ventana de la biblioteca, un arrendajo emitía su llamada. Las
notas de su melodía eran hermosas y tristes; cada tonada llegaba a su fin con un
interrogante, como la voz de una mujer que vagara por el inframundo llamando a su
familia.
O tal vez fuera Jane Gardner, encantada, en busca de la ciudad que había perdido.
Galveston se estaba hundiendo: Sloane podía sentir cómo la magia se derramaba
sobre la isla, trayendo con ella los milagros, a los minotauros y al Hombre
Langostino, quienes, al parecer, vivían en su corriente.
La mañana después del huracán, habían empezado a circular rumores sobre
minotauros. Con tanto miedo en el ambiente, y sin la Reclusa para evitar que la magia
se fraguase a su alrededor, era inevitable que se abrieran en la carne vacíos de pánico
y terror. Sloane había escuchado que una niña a la que le habían arrancado la
cabellera había convertido la Pecera en un lugar encantado. Se decía que se había
ahogado cuando uno de los tornados alzó la caravana donde estaba escondida, la
redujo a pedazos y la lanzó al mar. La piel había sido arrancada de su cabeza, y
decían que se sentía atraída por las melenas largas y oscuras. Había informes de otros
minotauros: el Hombre de Cristal y el Chico Gordo, con sus cuchillos; y una criatura
sin nombre que se decía había encantado el Muelle 21, y que estrangulaba a sus
víctimas con resbaladizos trozos de algas verdes que parecían cuerdas.
«¿Qué ocurre cuando las pesadillas comienzan a derramarse sobre el pequeño
Tres horas más tarde, Sloane y Scarlet tomaban un rápido desayuno de guiso de arroz
y melaza en el patio de Randall Denton. Sloane había empezado a santiguarse antes
de comer; Scarlet no quería tener nada que ver con tan patéticos encantamientos, por
supuesto. Era ridículo, dijo la niña, que la nieta de Momus tuviera miedo de la magia.
Removió el guiso con la cuchara; puso los ojos en blanco; le dio una patada con el pie
a la silla de acero de la terraza le hizo muecas de asco.
Sloane trató de ignorarla, adormecida por el zumbar de las abejas de los jardines
Denton. No cabía duda de que los Denton sabían cómo pasarlo bien, tenía que
reconocerlo. El patio de Randall estaba rodeado de madreselva y cascadas de forsitia,
y la mesa de hierro forjado junto a la que estaban sentadas se encontraba a la sombra
de un magnífico magnolio. La vegetación era maravillosa, verde y exuberante. Sloane
frunció el ceño al ver a Randall, que estaba sentado en una silla del patio con el libro
de contabilidad sobre el regazo.
—No has guardado agua, ¿verdad?
—No —replicó el hombre de forma ecuánime—, pero he animado a que lo hagan
comprando los sobrantes de agua a mentes más conservadoras. No creerás que han
sido los decretos de tu madre lo que ha espoleado esa oleada cívica de acumulación
de agua, ¿verdad? Todo el mundo la guardaba para sí mismo hasta que mi dinero
empezó a guiar a los palurdos por la senda de la virtud.
Para sorpresa de Sloane, descubrió que le agradaba mucho la compañía de
Randall Denton. Él era lo único que quedaba de su antigua vida; de alguna forma,
incluso su avaricia era un consuelo.
Lianna atravesó las puertas francesas del salón.
Sloane subió las escaleras hacia el estudio de Randall. Le había dicho a todo el
mundo que iba a un lugar donde pudiera concentrarse, y lo había intentado; había
hecho listas de los trabajillos que había que hacer mientras trataba de descubrir, sin
conseguirlo, una forma de evitar que el sheriff Denton ejecutara a los carnavaleros.
¿Qué habría hecho mamá?, se preguntó. Muy fácil: estaría imponiendo las
normas en la ciudad. Ella era la Ley, no lo Ilegal. En cuanto a Odessa, ella tenía su
magia. Momus… bueno, los dioses hacían lo que les daba la gana. Sloane no podía
hacer lo que ninguno de ellos habría hecho. Ellos eran gente superior. Esbozó una
pequeña sonrisa. De modo que, ¿cuál era la forma astuta, tranquila y educada de
resolver aquel lío? ¿Rezar?
En realidad, era un buen consejo, decidió. Ahora que la magia se derramaba sobre
Galveston, los mejicanos, que se aferraban a sus velas votivas y cantaban misas,
hacían lo correcto casi con toda seguridad. Una pequeña ofrenda o dos no harían
ningún daño. Y, ¿quién tenía mejores ancestros que invocar que Sloane Gardner?
Bueno, quemar incienso en su nombre haría que mamá se retorciera en su tumba,
pensó Sloane. Sonrió. De hecho, el mero hecho de descubrir que podía retorcerse en
su tumba haría que se retorciera en su tumba.
Su sonrisa se desvaneció. Incluso después de haber pasado una época como
Malicia, había decepcionado demasiado a su madre como para no darle importancia.
Tal vez pudiera rezarle a Bettie Brown; habían compartido la misma casa durante
años, después de todo. Incluso habían jugado una mano o dos de cartas en el Mardi
Gras. O, mejor todavía, a Odessa. No había conseguido salvar a su madrina, pero al
menos había intentado vengarla. Suponía que debía sentirse mal por haber lanzado al
mar el muñeco de Jeremiah Denton, pero no era así. Había sido un acto impulsivo,
furioso y desagradable, y estaba mucho más orgullosa de eso que de sus decisiones
consideradas, razonables y políticamente correctas.
Me pregunto si el sheriff estaría dispuesto a jugar al Stud para decidir el asunto.
O al Texas Hold ’Em. O a las tragaperras, pensó Sloane mientras cerraba los ojos.
Joder, le dejaría repartir y jugar con comodines si quisiera…
Lo siguiente que supo fue que una doncella le daba unos toquecitos en el hombro.
—¿Señora?
Sloane se incorporó, sobresaltada. El pequeño estudio resultaba sofocante y
caluroso. Sentía los ojos hinchados y se le había dormido la cara allí donde la había
apoyado sobre el escritorio de caoba.
U
na vez que la señora Mather acompañó a Josh y a Ham al Palacio del
Obispo, se retiró con discreción con la excusa de que tenía que ayudar a
la cocinera de Randall a servir el almuerzo. Dejó a los muchachos en el
recibidor mientras la doncella corría escaleras arriba para anunciar su
llegada. La muchacha llevaba una mascarilla empapada en vinagre. Hacía mucho
tiempo que Josh había decidido no luchar contra ese tipo de artilugios, que muchos de
los isleños utilizaban para evitar el contagio de las enfermedades. Suponía que no
tenía derecho a mostrarse condescendiente; no cuando un buen placebo resultaba más
eficaz que muchos de sus remedios.
Ham tiraba con gesto distraído de la visera de una vieja gorra de béisbol de nailon
mientras contemplaba la casa de Denton. Todavía tenía la marca de George en la
frente, si bien la de Josh ya había desaparecido. En algún momento durante la
amputación de la pierna de Joe Tucker, debió enjugarse el sudor de la frente con las
manos ensangrentadas; su marca había sido sustituida por un trozo de piel blanca
como la sal. Josh se descubrió flexionando los dedos decolorados. La piel
blanquecina era suave como la de un bebé y sensible hasta extremos alarmantes; ya
se había quemado esa misma mañana al coger una taza de café de achicoria que
normalmente no le habría hecho daño alguno.
Si estuviesen en la antigua Galveston, ya lo habrían llevado ante la Reclusa y, con
semejante augurio escrito en la frente, habría pasado a las Comparsas en cuestión de
días. Pero en aquellos momentos, la Reclusa estaba muerta y eran las Comparsas las
que se habían adueñado de Galveston. Se preguntaba si los Arlequines encontrarían
este nuevo mundo tan fascinante como habían esperado que fuera.
Ham trazó el contorno de la chimenea de mármol situada al otro extremo del
vestíbulo, con sus hojas de vid talladas y sus cabezas de gárgolas que emergían desde
la repisa. Estudió con atención la enorme araña de cristal que había sobre sus cabezas
y la espléndida alfombra persa, que ahora con un aspecto asqueroso con todas esas
huellas embarradas. Observó el pequeño piano de cola, encerado y dispuesto en la
sala de música; las escupideras de bronce y los cordones de terciopelo de las cortinas.
Y asintió discretamente.
—Entonces, así es como viven los que están forrados.
Se caló la gorra hasta las orejas y se inclinó para examinar el expositor de madera
de cerezo que Randall había colocado en el vestíbulo principal, donde se guardaban
los trofeos del pasado de los Denton. La parte trasera de los pantalones le colgaba
desde la cintura y aún tenía el cuello muy enrojecido a causa de las quemaduras del
sol y las picaduras de los mosquitos que no había dejado de rascarse.
Josh se acercó al expositor y se colocó junto a Ham.
—Esas son las medallas ganadas por el viejo Coronel en la Guerra Civil. —
Se escuchó el sonido de unos pasos que bajaban las escaleras y, un momento después,
una diminuta niña pelirroja irrumpió en el vestíbulo.
—Hay alguien nuevo. He escuchado voces. ¡Ah! —exclamó, antes de detenerse y
mirarlos de arriba abajo—. Humanos.
Ham rio.
—¿Y qué esperabas? —preguntó, al tiempo que se agachaba para mirarla frente a
frente.
La niña tenía el tamaño de un bebé que está aprendiendo a andar, pero era ágil y
esbelta como una niña de diez años, con un rostro, según pudo comprobar Josh nada
más verla, exactamente igual al de Sloane, pero mucho más espectacular. Su pelo era
de un rojo intenso y tenía la piel blanca sin una sola peca, algo jamás visto en la
naturaleza o, al menos, bajo el sol de Texas. Se preguntaba si sus propias manos se
llenarían de manchas e imperfecciones allí donde la sangre de Joe Tucker las había
decolorado o si, al contrario, permanecerían blancas como la leche durante el resto de
su vida.
—Esperaba a alguien interesante —contestó la niña—. Este sitio es tan
aburrido… No hay nada que hacer, salvo esperar que el sheriff venga a matarnos a
todos de un disparo. —Fingió un bostezo y se desperezó—. Será emocionante cuando
por fin suceda —dijo con voz cargada de ironía—. Pero hasta entonces no habrá
demasiada diversión. Estás gordo —añadió.
—Y tú hueles mal —contestó Ham de inmediato.
—¡Mentira!
Ham arrugó la nariz y olisqueó.
—¡Apestas!
—¡Yo no huelo mal! —gritó la niña.
Ham se encogió de hombros. La nariz de la niña se agitó.
—¡Has olfateado! —Se jactó Ham.
—¡No estaba jugando!
—Sí que jugabas y has perdido —concluyó Ham, satisfecho—. Apuesto a que
eres Scarlet. Mi sobrina Christy me ha hablado de ti esta mañana. Organizaste un
guiñol para ella.
—Christy es una espectadora estupenda —concedió Scarlet—. A veces dejo que
represente los papeles humanos.
—Eso está muy bien por tu parte —aseguró Ham con seriedad al tiempo que
extendía uno de sus enormes brazos para saludar a la niña con una mano del mismo
tamaño de un ladrillo y casi el mismo color anaranjado.
Josh observó cómo se hacían amigos. Ham siempre decía que casi todos los
hombres eran unos imbéciles y unos alcornoques, pero él no parecía dejarse llevar
por esa opinión en absoluto. Le gustaba la gente; le gustaba mezclarse con ella y se
Cuando Josh hubo acabado la ronda de pacientes, se retiró con Sloane y Ham al
vestíbulo que se encontraba en la parte superior de la escalinata.
—Peor de lo que esperaba, mejor de lo que me temía —les dijo—. No estoy
seguro acerca del hombre del cuarto de baño, pero creo que se trata de salmonelosis.
Tiene un cincuenta por ciento de posibilidades de superarla. Creo que tiene usted tres
casos de malaria y tres dolencias intestinales, una de ellas complicada con disentería.
Los pacientes de malaria deben ser colocados bajo mosquiteras tan pronto como sea
posible; debería comenzar a tratar a los mosquitos como si de serpientes de cascabel
se trataran. Tarde o temprano, aparecerá algún caso de fiebre amarilla. Es posible que
sea inocuo, pero puede acabar resultando peor que la malaria. También se contagia
por las picaduras de mosquito. Procure que todos los enfermos estén frescos y
asegúrese de tener bastante agua potable para beber. Hiérvala primero. Si se queda sin
Después de que Josh hubiese visto a los carnavaleros (otro caso de malaria; dos de
delirium tremens; uno de septicemia… un moribundo sin duda alguna; y tres sobre
los que no podía emitir diagnóstico alguno) dejó instrucciones a Sloane sobre cómo
debía tratar a los pacientes, poniendo de nuevo énfasis en la necesidad de tener agua
potable y hervida para beber, y se marchó hacia la cocina para picar algo de comer y
darle algunas instrucciones a la cocinera. Para los que sufrían de diarrea, dispuso que
la señora Sherbourne alternara sopa de pollo e infusiones de diente de león
endulzadas con caña de azúcar: una fórmula básica para reponer los electrolitos que,
disfrazada como comida, todos podían elaborar. Después se sentó a la mesa del
Alguien golpeó con urgencia la puerta principal justo cuando la señora Sherbourne
estaba quitando la mesa. Ham se levantó y se dirigió al vestíbulo. Josh lo siguió a
paso más lento. Lindsey, la doncella, ya estaba abriendo la puerta.
—Otro paciente —dijo, al verlo.
Dos horas más tarde, Josh seguía en el dormitorio infantil de Randall Denton. El
ventilador de techo giraba a la máxima velocidad, chirriando y zumbando en lo alto.
La habitación estaba llena de colecciones: conchas, navajas de bolsillo y guijarros;
regimientos de soldados de juguete, tallados en madera o de plomo, que se alineaban
en la repisa de la ventana y que estaban liderados por tres individuos muy apreciados:
tres G. I. Joe hechos de auténtico plástico antediluviano. Había un viejo tablero de
corcho apoyado sobre el escritorio, cubierto de escarabajos y mariposas clavadas con
alfileres. Las alas de las mariposas se habían descompuesto con los años y la
humedad de Texas; estaban ennegrecidas y se desmoronaban como los trozos de
papel de periódico. Sin embargo, los insectos de caparazón duro estaban más o menos
intactos: había un saltamontes y un escarabajo verde de junio, una diminuta hormiga
león de color morado, un caparazón de cigarra y una enorme y vieja cucaracha de
árbol, tan grande como el pulgar de Joshua. También había una libélula; sus alas
habían adquirido, con los años, el color del caramelo manchado. El aire procedente
M
ientras Joshua Cane cuidaba a su padre en el piso superior, Sloane se
dedicaba a lavar sábanas y mantas. Por una vez, había conseguido que
Scarlet la ayudara. La niña, malhumorada y con el ceño fruncido,
arrastraba las sábanas húmedas por el suelo según las llevaba al
exterior, donde Sloane la esperaba con una bolsa de pinzas para colgarlas en el
tendedero.
—Estoy aburrida —dijo Scarlet.
—Y yo —contestó Sloane al tiempo que colgaba una funda de almohada que
había sido usada como venda.
Las manchas de sangre no habían desaparecido. Randall decretaría que estaba
estropeada y ella tendría que reemplazarla de su bolsillo, por supuesto. El simple
hecho de que el hombre se lo tomara a bien no significaba que hubiese dejado de ser
un cruel hijo de puta que no renunciaría a ninguna oportunidad de joderla de
cualquier manera posible.
—El Mardi Gras ya no existe, pequeña. Ahora vives en el mundo real. Aquí todos
trabajamos. Todo el mundo tiene que trabajar, incluida tú. Acostúmbrate.
—No sé por qué estás tan enfadada conmigo. —Scarlet dejó caer un montón de
sábanas húmedas en la cesta de Sloane—. Por lo que he oído, tú también huías del
trabajo. Me han dicho que te ibas a la playa, incluso cuando tu madre se estaba
muriendo.
El tendedero chirrió cuando Sloane tiró del cordel para apartar la funda de la
almohada y colgar una toalla completamente manchada de sangre. As había
empezado a vomitar sangre negra bien entrada la tarde e, incluso después de lavar la
ropa en la magnífica lavadora antediluviana de Randall, las manchas seguían allí.
Josh había pronosticado que habría más hemorragias internas.
—Por lo menos, reconozco que lo que hice estuvo mal.
—Pero lo hiciste, de todos modos —replicó la niña.
* * *
En la casa había catorce carnavaleros; quince si se contaba a Scarlet, cosa que Sloane
no hacía. Kyle Lanier, el ayudante del sheriff, llegó justo antes de la cena para decir,
de la forma más educada posible, que si los carnavaleros no eran entregados antes de
las doce de la mañana del día siguiente, el sheriff cortaría el suministro de gas y agua
al Palacio del Obispo.
—¡Pero la gente morirá! —había gritado Sloane.
—Eso es cosa suya —había respondido Kyle mientras se llevaba la mano al
J
oshua estaba de nuevo en la habitación de la infancia de Randall, sentado entre
los velos de las mosquiteras con su padre acurrucado entre sus brazos, tratando
de conseguir que bebiera una taza de té frío de diente de león.
—Toma un sorbo —susurró—. Eso es… solo un poco… muy bien.
La única luz de la habitación procedía de una lámpara de aceite que había sobre el
escritorio.
Otra pizca de magia se había depositado como una gota de rocío sobre una
brillante cucaracha que había clavada en el tablero de corcho de Randall Denton, y le
había devuelto la vida. Josh la había visto moverse por primera vez hacía una hora.
En aquel momento, sus pequeñas patas se retorcían y arañaban el corcho sin cesar
mientras trataba de liberarse. Sin esperanzas de conseguirlo, por supuesto; el alfiler
que le atravesaba la espalda la tenía bien sujeta. En algunas ocasiones, Josh pensó
que debería liberar al bicho; y, en otras, que debería matarlo. Por el momento, se
limitaba a alimentar a su padre con sorbos de té y a observar cómo las delgadas
patitas negras de la cucaracha crujían y rasguñaban. No paraba de forcejear.
El rostro de Samuel Cane estaba rojizo y abotargado, pero ya no brillaba por el
sudor. Se estaba quedando sin sudor, sin agua. Su última orina se había derramado sin
el más leve movimiento de las tripas un momento antes. Las heces y los vómitos eran
negros, por la sangre digerida. Su hígado ya no producía factores de coagulación, y
así era como terminaban las víctimas de la fiebre amarilla: hemorragias internas,
shock hipovolémico, desequilibrio electrolítico crítico, fibrilación cardiaca.
—Solo es fiebre amarilla. Cinco por ciento de mortalidad —susurró Josh—. Eso
es todo. Venga, hombre con suerte.
Se escuchó un brusco golpe en la puerta. El padre de Joshua se sacudió con fuerza
entre sus brazos. El té se derramó sobre su enrojecido pecho desnudo.
—¿Josh? Soy yo, Ham. —El hombretón abrió la puerta.
—Joder, estoy con un paciente…
—Cierra la boca —dijo Ham. Jadeaba con fuerza—. Estamos en un mar de dolor.
¿Es que no has oído los disparos?
—Quizás. —Josh limpió el té que se había vertido sobre el pecho de su padre con
la esquina de una sábana—. ¿Hay alguien herido?
—No. Bueno, sí, ha muerto uno de los carnavaleros. Pero tienen a Sloane —dijo
Ham—. Estaba hablando con ella en el cobertizo del generador, mientras trataba de
fabricar un alambique, cuando escuchamos los disparos. Antes de que pudiera mover
mi gordo culo hasta el muro, ella ya había cruzado las puertas y estaba discutiendo
con la milicia. No tenía mi arma, así que me quedé mirando cómo la esposaban y se
la llevaban a Ashton Villa para ver al sheriff. —Hizo una pausa—. ¿Crees que
debería haber ido tras ellos?
Era un grupo bastante cómico el que salió del Palacio del Obispo justo antes de las
once de la noche: Josh y Kyle Lanier iban a la cabeza; después Ham, que hablaba en
voz alta con seis o siete refugiados que caminaban a su lado. Dos milicianos más iban
a la retaguardia. Josh tomó un desvío a través de los suburbios, asegurando que
necesitaba dejar algunas cosas de su maletín médico en casa. Ham reunió a una buena
multitud una vez que llegaron a la vecindad en la que distintas piezas de coches
estaban esparcidas por todos sitios.
—¡Agua! ¡Agua fresca y medicinas para vuestros enfermos! —gritó Ham con
entusiasmo.
T
an pronto como Kyle Lanier volvió a Ashton Villa para liberar a Sloane de
su arresto domiciliario, la mujer corrió hasta Playa Stewart en busca de
Scarlet. Una vez allí, descubrió que el muro de madera que separaba la
ciudad del parque de atracciones había desaparecido, destrozado por la
tormenta. La cabina de las entradas también había desaparecido. Más allá del
Espigón, donde Momus había establecido su corte entre mercachifles y juerguistas,
apenas quedaban siquiera escombros. El huracán había dejado la playa limpia, sin
otra cosa que la arena y el ronco murmullo de las olas. El Auténtico Laberinto
Humano se había desvanecido, y los puestecillos se habían evaporado. Cada caseta de
los vendedores ambulantes y cada luz parpadeante, cada tablero y cada barra de
maquillaje, había salido volando y se había dispersado a lo largo y ancho de la isla, o
había sido engullida por el mar.
Sloane volvió a subir desde la playa para quedarse de pie en el Bulevar del
Espigón bajo una luna menguante, con la calidez de la noche envolviéndola como un
chal. El sudor le humedecía el flequillo. Estaba, literalmente, enferma de miedo. Sus
pensamientos comenzaron a dispersarse ante el pánico, pero se mordió los labios
hasta que el dolor le aclaró las ideas. Eres una Gardner. Compórtate como tal.
Había sido mucho más fácil ser Malicia. Dolía demasiado como para que le
importara una mierda.
Se apartó el cabello mojado de la cara. Muy bien, pues; tendría que patearse las
calles, desde las callejuelas a las avenidas, como otra mujer desolada más que buscara
a un ser querido perdido durante la tormenta. Al menos después de pasar tres días con
este mismo traje, eso es lo que parezco, pensó. Los restos del naufragio escudriñando
entre los desechos del barco.
Durante las siguientes tres horas caminó por las calles de Galveston sin dejar de
gritar el nombre de Scarlet, pero la niña no respondió, y nadie parecía haberla visto.
Al final, regresó al Espigón y caminó hacia la intersección de la Vigésimo Tercera
Avenida, donde debería haber estado el Salón de Bali. El restaurante había
desaparecido, y todo rastro de Odessa con él. Incluso el muelle había sido arrancado
y esparcido por el mar. Solo quedaban dos postes llenos de costras de percebes,
torcidos y solitarios como los últimos dientes en la boca de una bruja. El mar se
rizaba, siniestro, a su alrededor. El Golfo había reclamado el cuerpo de Odessa con la
misma infalibilidad que había tomado la muñeca del sheriff Denton; allí ya no
quedaba nada de su madrina a lo que Sloane pudiera aferrarse. Trató de cerrar los
ojos para detener los recuerdos de Odessa con un tiro en la garganta y la sangre
salpicando toda la cocina. Siempre había sido particularmente escrupulosa a la hora
de mantener esa cocina limpia. La sangre lo llenaba todo y no había tiempo de
limpiarlo.
Unos cuantos días después, al anochecer, Josh pensaba en la señorita Bettie Brown
mientras caminaba hacia Ashton Villa. Sloane Gardner le había invitado a jugar a las
cartas. Josh sospechaba que trataba de establecer con delicadeza una reconciliación
entre su padre y él. Era la clase de mediación que solía hacer. As había superado la
fiebre. Aún estaba muy débil, pero tan pronto como Josh le dio el visto bueno para
moverse, Sloane envió un carruaje para llevarlo a Ashton Villa. Echaba sal a la herida
saber que su padre y ella se habían hecho amigos tan rápido. Había un lado divertido
en todo aquello, pero Josh encontraba muy fácil no echarse a reír.
Al principio, le había dicho que no podría asistir, que estaba demasiado ocupado
para jugar a las cartas. No obstante, de alguna forma, ella lo había persuadido para
que fuera. Era uno de los talentos de los Gardner. Josh se preguntó si la señorita
Bettie estaría allí. Esperaba que no. No tenía nada personal en contra de la anciana
dama, pero solo le recordaba el horror que había supuesto la amputación de la pierna
de Joe Tucker. Y, además, lo último que necesitaba era otra prueba de la magia.
Pedazo a pedazo, los últimos fragmentos del siglo XX habían zozobrado bajo la marea
de milagros que se derramaban de forma continua sobre la isla. Ya había empezado a
ver cosas que parecían enfermedades pero no lo eran. Uno de los colegas de Ham de
la Compañía de Gas se había dado cuenta de que su piel se hacía más gruesa cada día,
para acabar convertida en algo duro y leñoso, como una corteza. El día anterior, Josh
había visto a una mujer con lesiones que le brotaban por todo el cuerpo, provocadas,
en su opinión, por la culpa que sentía al haber sobrevivido a la tormenta que se había
llevado a su hijo.
Pero por otro lado, pensó Josh, incluso cuando los medicamentos funcionaban, la
medicina jamás había sido una buena apuesta. Tarde o temprano, la banca siempre
gana.
Las casas se volvían más grandes y hermosas a medida que Josh se alejaba de los
suburbios y se acercaba a Broadway. En la Decimoséptima Avenida, un farolero
elevaba su pábilo hacia la farola de hierro forjado de una esquina. La llama prendió,
parpadeó y se estabilizó en el interior de su globo de cristal, que colgaba como una
pequeña luna llena sobre el cruce. Josh miró al cielo. No había señales de la luna de
verdad todavía. Momus había sido visto unas cuantas veces durante los últimos días,
más anciano y marchito cada noche, pero hasta el momento nunca lo habían visto en
la ciudad antes de que saliera la luna.
Josh se preguntó si Sloane estaba condenada a ser la Consorte de Momus.
Esperaba que no, y su mente se descentraba con inquietud al pensar en las
implicaciones que eso conllevaría. Bettie Brown había anunciado su intención de
presentarse como candidata al puesto de Gran Duquesa, para la estupefacción de casi
todo el mundo. Se suponía que los miembros de la Comparsa de Momus votarían a
finales de esa semana. Toda la gente estaba de acuerdo en que deberían dejar
* * *
—¿Cómo puede uno ganar la suerte de otro? —preguntó Scarlet, una vez que su
abuelo se hubo marchado.
El aire frío que Momus había dejado tras él comenzaba a desvanecerse en la
noche de Texas.
—La aposté y la perdí. Momus se hará cargo del resto —respondió As.
La niña se dio la vuelta en su regazo para mirarlo frente a frente.
—Será mejor que no vuelva a hacer caso de tus consejos, entonces.
A
Cristina y Philip a los que, como siempre, les debo muchísimo.
A Christopher Bullock, mi padrastro, al que le debo mucho más que de
costumbre. Le estoy profundamente agradecido por haber sido un oyente
tan comprensivo, en lo que a este libro y a su autor se refiere, a lo largo de
los últimos años. Tanto él como a Susan Allison, mi editora, apreciaron y entendieron
esta novela antes de que yo mismo.
Por la gran cantidad de información acerca la que debe ser la ciudad más
interesante de América, estoy en deuda con la magnífica Galveston: A History of the
Island, de Gary Cartwright, y con Mike Reynolds, el isleño que me lo prestó y que
embelleció la historia con sus propias e inestimables narraciones. Las informaciones
más precisas sobre armas, Texas y la Vida en las Ruinas de la Industria, las tomé del
admirable Bob Stahl. Sage Walter, que Dios la bendiga, respondió a las preguntas
sobre medicina con su habitual amabilidad. Y mi más profundo agradecimiento a
Scott Baker, Sean Russell, Linda Nagata, Tom Phinney, y especialmente a Maureen
McHugh, que consiguió que siguiera siendo honesto cuando todo lo que deseaba era
mentir.
Por último, debo decir que jamás habría terminado este libro sin el apoyo y el
amor de mi madre, Kay Stewart. Y, tampoco, sin ninguno de los anteriores.