El Padre Pío, Apóstol de La Misericordia
El Padre Pío, Apóstol de La Misericordia
El Padre Pío, Apóstol de La Misericordia
Queridos hermanos y hermanas , en el corazón de este Año Jubilar Extraordinario de la Misericordia, que toda la
Iglesia está celebrando con gran júbilo y fecundidad espiritual, tenemos la alegría de reencontrarnos para vivir
nuestra cita anual del Convenio Nacional de los Grupos de Oración de Padre Pío, aquí, en la Casa Alivio del
Sufrimiento, “Obra corporal de misericordia”, como la definió el Papa Francisco. Es nuestra casa, donde cada
grupo y cada miembro de los grupos deben sentirse a su gusto, como en su casa. Es el Padre Pío quien nos
reúne como “ la gallina que cobija sus pollitos bajo las alas” (Lc. 13, 31-35), para que experimentemos un tiempo
de gracia particular, para que podamos meditar, reflexionar, intercambiar ideas, vivir una experiencia de
fraternidad que nos haga sentir miembros de una gran familia presente no sòlo en todas la regiones de Italia,
sino también en muchos países del mundo. El tema sobre el cual vamos hoy a reflexionar, es, obviamente, y no
podía ser de otra manera: “El Padre Pío, apóstol de la Misericordia”. Su total dedicación al ministerio de la
reconciliación, con una fidelidad y una entrega que podríamos definir heroicas, nos interpela sobre la importancia
de este sacramento, la prioridad de la conversión, la necesidad que tenemos de la misericordia de Dios. El
Padre Pío, atado a un confesionario durante 52 años en San Giovanni Rotondo, sin permitirse una pausa, un día
de descanso o de ocio, nos dice sobre todo que el pecado es una cosa seria, que el perdón de Dios es vital, que
sin la misericordia de Dios el hombre no puede sobrevivir, que el sacramento de la penitencia o reconciliación es
un don de la bondad y de la benevolencia de Dios. En un tiempo como el nuestro, caracterizado por la pérdida
de la fe, el relativismo moral, el individualismo exasperado, la superficialidad y conflictualidad que
contradistinguen las relaciones interpersonales, el testimonio de santidad del Padre Pío de Pietrelcina ministro
de la reconciliaciòn es extraordinariamente actual y elocuente.
El ministerio sacerdotal del Padre Pío, para emplear una feliz expresión de San Juan Pablo II, se divide entre “el
altar y el confesionario”, sin olvidar obviamente la dirección espiritual. El ministerio de la reconciliación ocupaba
gran parte de sus jornadas. Un tiempo en el cual el humilde fraile estaba en contacto directo con la gente,
cargándose los sufrimientos e inquietudes de cuantos se acercaban a su confesionario buscando el perdón de
Dios, implorando el amor divino. En este sentido, el Papa Francisco, en la audiencia privada concedida a los
Grupos de Oración en la Plaza de San Pedro el 6 de febrero de 2016 afirmò: “El Padre Pío ha sido un servidor
de la misericordia. Lo fue a tiempo ilimitado, practicando, muchas veces hasta el agotamiento, el apostolado de
la escucha”. Seguidamente afirmó: “Se ha transformado a través del ministerio de la Confesión, en una caricia
viviente del Padre, que cura las heridas del pecado y renueva el corazón con la paz”. San Pío no se cansó
nunca de acoger a las personas y de escucharlas, de gastar tiempo y energìas para difundir el perfume del
perdón del Señor”.
Para comprender mejor còmo el Padre Pío vivía su ministerio eclesial, podemos citar un fragmento de una de
sus cartas escrita al Padre Agostino de San Marco in Lamis, en julio de 1918 (antes de la estigmatización
acaecida el 20 de septiembre del mismo año), en la cual describe como su tiempo está dedicado a la cura de las
almas: “Las horas de la mañana están ocupadas casi exclusivamente en la escucha de las confesiones. Pero
¡viva Dios que me asiste con su Gracia! (Ep. I, 1055).
Escribiendo màs tarde al Padre Benedetto de San Marco in Lamis, el 3 de junio de 1919, nos muestra que el
sacramento de la reconciliación es como un puerto seguro, un lugar en el cual se convierte el mal en bien: “No
tengo un minuto libre: todo el tiempo está dedicado a desatar a los hermanos de las ataduras de satanás.
Bendito sea Dios [...] la mayor caridad es la de arrancar almas conquistadas por satanás y ganarlas para Cristo.
A esto apunto continuamente, día y noche […] . Aquí vienen numerosas personas de cualquier clase y de ambos
sexos con el ùnico objetivo de confesarse y por este motivo soy requerido. Hay espléndidas conversiones”. (Ep.
I, 1145). Un testimonio por demàs significativo que nos hace pensar en el pasaje de la primera multiplicación de
los panes en el cual Jesús dice a sus discípulos: “Dadles vosotros mismos de comer” (Lc. 9, 13). El servicio del
P. Pío es, por lo tanto, cifra y medida de cuanto sucede en la Eucaristía. En esta última, de hecho, se
conmemora la muerte de Jesús, su sacrificio, por eso, es llamado el modelo de todo servicio cristiano. Así
también en el ministerio sacerdotal existe un morir a sí mismo, una aniquilación, así como ha hecho Jesús.
Entendemos porqué el Padre Pío pudo afirmar fehacientemente que no tenìa tiempo libre. Asì testimonia de la
numerosa afluencia de fieles, la voluntad de la gente por confesarse. Está claro que la gente buscaba a Dios y
todavía hoy en el sacramento de la reconciliación busca su amor y su perdón. De hecho hay un primado de Dios
y un ser instrumento del Siervo: lo vemos cuando el Padre Pío hace referencia a las “espléndidas
conversiones”.
Podemos decir, de hecho, que la gente que recurría al confesionario, al “trono de la Gracia Divina”, no buscaba
otra cosa que hacer experiencia del amor y del perdón divino. La gente buscaba y busca todavía a Dios. El
Padre Pío ofrecía a todos aquellos que se le presentaban un itinerario de seguimiento de Cristo. Muchos
acogían la invitación a la conversión. Encontrando en el confesionario la misericordia de Dios, reencontraban así
la verdad sobre sí mismos y sobre su propia existencia, el sentido de la vida, frecuentemente perdido u ofuscado
por la “dictadura del pecado”.
Podrìamos preguntarnos cómo el Padre Pío, agobiado por tantos sufrimientos físicos y morales, tuviese la
capacidad de inmolarse tan generosa y fielmente por los fieles que recurrían a él. La respuesta nos la da una
vez más el Papa Francisco en el ya citado discurso: “Podía hacerlo porque estaba siempre sujeto a la fuente: se
saciaba continuamente de Jesús Crucificado, y de esta forma se transformaba en un canal de misericordia.
Llevó en el corazón a numerosas personas y muchos sufrimientos, uniendo todo al amor de Cristo que se ha
dado “sin medida” (Jn. 13,1). Ha vivido el gran misterio del dolor ofrecido por amor. De este modo, su pequeña
gota se trasformó en un gran manantial de misericordia, que irrigó numerosos corazones desiertos y creó un
oasis de vida en muchas partes del mundo”.
El Padre Pío, confesor severo, “rudo sòlo en apariencia”
La aparente dureza que a menudo el Padre Pío de Pietrelcina empleaba con los penitentes era en vista de su
conversiòn. Muchos que recurrían a él, aún siendo motivados, aún sintiéndose deseosos de confesarse,- porque
la gracia divina opera constantemente en el corazón de los fieles- podían tener necesidad de una ulterior
purificación, frecuentemente puesta de manifiesto justamente por aquel comportamiento aparentemente rudo del
santo confesor que les invitaba a abandonar el confesionario. Sin embargo, vuelven a la mente las palabras de
la Escritura: “Como es verdad que yo vivo –oráculo del Señor Dios- no gozo de la muerte del impío, sino que el
impío desista de su conducta y viva” (Ez. 33,11). Así que todos aquellos que habían sido alejados del
confesionario regresaban con un “corazón contrito y humillado” (Salmo 50), sobretodo, habiendo recibido la
gracia de una real inteligencia del propio pecado. Lo que, por ejemplo, le había faltado inicialmente a David,
cuando no comprendió que la profecía de Natán se referìa a él. El rey salmista testimoniará en aquel admirable
Salmo 50 haber recibido después el don y la capacidad de ver claro el propio pecado: “Lávame de todas mis
culpas, purifícame de mi pecado. Reconozco mi culpa, mi pecado está siempre ante mí. Contra ti, contra ti sòlo
he pecado, lo que es malo a tus ojos, yo lo he hecho”. Subrayar este aspecto, adquirir esta consciencia, es un
don que proviene de Dios. Aquél pecado reconocido y percibido en su gravedad, es acogido por Dios. El Padre
Pío frecuentemente “se limitaba” a ratificar lo que por gracia divina “veía” ya realizado en el corazón de Dios y en
el corazón del penitente que se encontraba ante él. La Escritura afirma pues, que Dios se olvida de nuestros
pecados: “Entonces mi amargura se trocarà en bienestar, pues tù preservaste mi alma de la fosa de la nada,
porque te echaste a la espalda todos mis pecados” (Is. 38,17). El mismo Papa Francisco dijo, bromeando, en el
curso de una catequésis, que Dios tiene un solo defecto: ¡Se olvida de todos nuestros pecados!
Su severidad pues estaba al servicio de la pedagogía divina que tiene un proyecto para cada uno de nosotros y
apunta a nuestra adhesión a la obra de salvación.
Un estilo que en ciertos aspectos recuerda el modo de actuar del mismo Dios, cuando en distintos fragmentos
proféticos del AT parece casi “entrar en causa”, “en litigio” con su pueblo. De hecho, Dios inicialmente rehùsa de
perdonar el pecado de su pueblo, y sòlo después de un tiempo establecido deja entrever la riqueza de su
perdón. Esta experiencia, narrada por los profetas, tal vez pueda explicar por qué el Padre Pío acogía y a veces
rechazaba al pecador. Sintiéndose rechazado y alejado, el penitente podía reflexionar sobre su propio pecado y
el estado de miseria en que éste lo habìa sumido y por tanto retornar verdaderamente convertido al
confesionario. Todo es obra de la gracia divina que trabaja en el corazón del hombre.
Mientras tanto, el Padre Pío continuaba rezando y sufriendo por aquel pecador alejado e invitado a volver
después de un cierto tiempo; a sus sufrimientos físicos y morales, solía anadir otras formas de penitencia y de
mortificación corporal, como la privación de la comida o del sueño. Todo para la conversión de aquel pecador
que después fatalmente volvería arrepentido sellando el perdón de Dios con “un abrazo pacificante”.
En la narración de los Evangelios, también Jesús acoge a los pecadores, pero los pone ante la verdad sobre sí
mismos, les invita a releer su propia existencia con los ojos de una renovada fe en El, la única capaz de hacer
brotar la novedad de vida: “Ni yo te he condenado, vete y de ahora en adelante no peques más” (Jn. 8,11).
Hay que anadir también que con frecuencia, existía una actitud superficial por parte de algunos por decir asì
“penitentes” que se acercaban al confesionario por muchos otros motivos, no necesariamente para confesarse y
retomar un verdadero camino de conversión, que provocaba las reacciones airadas del Padre. A este propósito
se refiere el Padre Eusebio Notte de Castelpetroso: “El confesionario era el único medio para acercarse al Padre
Pío y pedirle algún consejo, por eso todos querían ir a confesarse. Una enorme multitud, con una conducta poco
educada… hecha de peleas, rinas, palabrotas… con tal de alcanzar el objetivo. A la confesión de los pecados y
al arrepentimiento de las culpas nadie pensaba. Esto era uno de los motivos principales por el cual el Padre los
echaba sin la absolución. No quería que el sacramento de la confesión fuese profanado con su complicidad. Fue
entonces cuando el superior tuvo la idea de implementar un sistema de reservaciones, algo realmente extraño,
pero que en cierto modo resolvió el problema.
“Cincuenta o sesenta mujeres, que presumiblemente el Padre habrìa confesado cada mañana, eran preparadas
acerca de cómo debían confesarse”.
“No empezar con los pedidos o preguntas de cosas materiales: estas estaban reservadas para el final de la
confesión. La precedencia correspondìa a los pecados mortales, al número, a la especie, y después a los
pecados veniales”.
“Estos pecados, para obtener la absolución del Padre Pío y el perdón de Dios, suponían algo importante:
reconocer de haberse equivocado, trasgrediendo los mandamientos del Señor y arrepentirse (…). Entonces la
absolución estaba garantizada y se encontraba, no un Padre Pío juez, sino un padre con una dulzura infinita,
que te invitaba a la conversión y al arrepentimiento.
“Una confesión hecha de este modo, te autorizaba a pedirle al Padre todo lo que querías.
“Si no se respetaban estas normas, o peor aún, si no había un cierto arrepentimiento, el Padre lo provocaba
cerrándoles la ventanilla en la cara sin demasiada gracia (…). Pero sin embargo, es de notar que no te mandaba
al infierno, sino que agregaba siempre: “Vete, vuelve dentro de un mes, dos meses”, etc. El regreso y la
conversión estaban casi asegurados. Sellados por “una confesión dulcísima e inolvidable” (E. Notte, Padre
Eusebio e Padre Pio. Briciole di storia. Grafiche Grilli, Foggia, 2007, pp. 155).
Hay otro aspecto no menos considerable en la pedagogía del Padre Pío confesor, su celo por la gloria y los
derechos de Dios asì como también por la salvación de las almas. El mismo ha escrito al Padre Benedetto de
San Marco in Lamis el 20 de septiembre de 1921: “Todo se compendia en esto: estoy devorado por el amor de
Dios y por el amor al prójimo. Dios está siempre para mi fijo en la mente y estampado en el corazón. Nunca lo
pierdo de vista: me conmueve admirar su belleza, su sonrisa, sus turbaciones, su misericordia, su venganza o
mejor dicho el rigor de su justicia (…) Créame, padre, que los enojos que a veces me sobrecogen son causados
por esta dura prisión (…) ¿Cómo es posible ver a Dios que se aflige y no afligirse? Ver a Dios al límite de arrojar
su zaeta, y buscando otra solución no encontrar más que alzar la mano y detener su brazo, y la otra dirigirla
temblorosa al hermano, con un doble fin: que arroje lejos de si el mal y que se aparte, y rápidamente, de ese
lugar donde se encuentra, porque la mano del juez está por descargarse sobre él? Créame, que en ese instante,
mi interior no queda conmovido y mucho menos alterado. No siento otra cosa que no sea querer lo que Dios
quiere. Y en El me siento siempre reposado, al menos en mi interior, exteriormente sin embargo a veces un poco
incómodo” (Epístola I, p. 1247).
El Padre Carmelo de Sessano testimonia: “Después de una riña bastaba que volviera la cabeza hacia él para
verlo de nuevo sonreír, como si nada hubiera ocurrido. Me sucedió una vez al observarlo, que quedé
sorprendido, tanto que le dije: <Pero, Padre, hace un instante parecía el fin del mundo, ¡en cambio ahora todo es
cielo!> Y él a mi: <Hijo mío, me turbo sòlo en la superficie, pero dentro, en el corazón, hay siempre sobrada
calma y serenidad>. (Carmelo de Sessano, Testimonianza su Padre Pio, P. Pio da Pietrelcina, San Giovanni
Rotondo, 2000, p.10).
Es además interesante notar como el Padre Pío exhortaba a sus hermanos sacerdotes a no imitarlo. A un
confesor que echó a un penitente que, obviamente, no volvió más, le dijo: “Es un lujo que tù no te puedes
permitir”
En otra circunstancia, cuando algunos hermanos sacerdotes le preguntaron: “Cuando usted no absuelve, esas
almas recurren a nosotros. ¿Qué debemos hacer: absolver o no?, el Padre Pío respondió: “Vosotros debéis
absolver, el Padre Pío es uno solo”.
Como afirma Stefano Campanella, en su reciente obra “La Misericordia in Padre Pio”: “El contacto directo con el
Señor consentía, de hecho, a aquel fraile no sòlo de escrutar el corazón, sino también de conocer el itinerario de
purificación más eficaz para obtener de los pecadores un arrepentimiento más profundo, una verdadero
resurrecciòn”.
Interesante aún en este aspecto es el testimonio del Padre Peregrino Funicelli de San Elia a Pianisi, quien le
preguntò al Padre Pìo:“Las personas dejadas por él sin absolución, en caso de muerte imprevista, ¿corren el
riesgo de condenarse? El Padre Pío responde: “¿Quién te dijo que esas almas están en desgracia de Dios?
Entonces el interlocutor objetó: “Y si no están en desgracia de Dios, ¿por qué no pueden acercarse a la
Eucarestía? Y el Padre Pío le replicò: “Porque deben hacer una penitencia particular”.
En algunos casos, inclusive era él mismo el que aconsejaba al penitente despedido sin absolución sacramental:
“Ahora vete a confesarte con otro”.
En el humilde confesionario de la antigua iglesia de Santa María de las Gracias de la aldea gargánica de San
Giovanni Rotondo, podemos afirmar que el Padre Pío, hacìa suyo el grito del hombre de su siglo, marcado por
los horrores de la guerra, la duda del aparente eclipse de Dios, del mal moral que iba ganando la sociedad,
consciente de ser sòlo un pobre instrumento de la misericordia de Cristo al servicio de los “hermanos en exilio”.
El Padre Pío, no sòlo confesor, sino también “victima por los pecadores”
Un aspecto que tal vez deberìa ser màs profundizado en el ministerio de la reconciliación del Padre Pìo, es el de
“la víctima ofrecida en sacrificio” que él hace de sí mismo en reparación y expiación de los pecados de los
hombres. Un ofrecimiento que interpretamos a la luz de su particular conformación a Cristo. Parecería que no
fuera suficiente el servicio de cada día cumplido con fidelidad y total entrega: él quiere comprometerse aùn más
y sinte que debería ofrecerse víctima, en uniòn con el sacrificio de Jesucristo, unica vìctima agradable al Padre
para la salvaciòn de los hombres. Una sensibilidad que encontramos en el Concilio Vaticano II donde se afirma
que los presbíteros actúan en nombre de Cristo. Este ofrecimiento alcanza su vértice en la celebración de la
Eucaristía. El Papa Juan Pablo II comenta: “¿Y quién no recuerda el fervor con el que el Padre Pío revivía en la
Santa Misa la Pasión de Cristo? Por esto la estima que tenía de la Misa – por él definida “un misterio tremendo”
– como momento decisivo de la salvación y la santificación del hombre mediante la participación en los
sufrimientos mismos del Crucificado. “ En la Misa – solìa decir – està todo el Calvario”. La Misa fue para él
“fuente y vértice”, perno y centro de toda su vida y de toda su obra”.
Conclusión
Queridos hermanos y hermanas, conscientes de que nuestro deber es orientar a los hermanos hacia Cristo,
estamos llamados sobre todo a cultivar una relación vital con El; se necesita en suma, estar llenos del Espíritu
Santo para asì ser capaces de discernir los dones de Dios y de testimoniarlos con fidelidad y coherencia.
Lo sabemos muy bien: la vida espiritual y pastoral de nosotros, los sacerdotes, depende, por su calidad y fervor,
de nuestra estrecha uniòn a la fuente de la gracia que es el Corazón de Cristo.
El Padre Pío, apóstol incansable del confesionario, interceda por todos los presbíteros llamados a ejercitar el
ministerio, a fin de que en este mundo atormentado, marcado por la violencia y el odio, el relativismo moral y la
pérdida de los valores, podamos ser testimonios fehacientes de la misericordia de Dios. Que también hoy, en le
Iglesia, “maestra de humanidad y de misericordia”, los sacerdotes puedan transformarse como ha sido el Padre
Pío, en “una caricia viviente del Padre, que cura las heridas del pecado y renueva el corazón con la paz” (Papa
Francisco).
A modo de conclusión, relato aquì un episodio que tal vez, muchos habrán ya escuchado, pero que en cierto
modo, resume todo lo que hemos tratado de decir con respecto al Padre Pío “ministro y apóstol de la
misericordia”. Es Mons. Pierino Galeone quien nos ofrece este testimonio: “Se refiere a un abogado boloñés, ex
33 de la masonería (el grado más elevado en la jerarquía masónica), obstinadamente anticlerical, teniendo a sus
espaldas un pasado cargado de pecados y de errores. Todo inició con la enfermedad de su esposa: tumor sin
esperanza. La muerte era cierta e inminente. El marido, angustiado, estaba en el hospital y la asistía. Pero un
día ella, sollozando, le pide que vaya a San Giovanni Rotondo para implorarle al Padre Pío la gracia de un
milagro. Había sentido hablar mucho de las innumerables gracias que él habìa propiciado. La señora sabía que
el marido era masón y obstinadamente anticlerical, pero ésta era su última esperanza.
El abogado instintivamente tuvo una reacción irritada y sarcástica. Pero cuando la esposa, desesperada rompió
en llanto, por compasión ante su penosa condición, decidió contentarla: “Bien, voy a ir” – le dijo - . “Y no porque
crea, sino para “giocare un terno al lotto” (para jugar un nùmero de la loterìa)”. Parte pues de Boloña y llega en
un día. Participa en la misa por la mañana, hace la larga fila de las confesiones y cuando llega su turno,
quedándose de pie, sin arrodillarse, le susurra al Padre Pío que quería hablarle un minuto. “Joven, ¡no me haga
perder el tiempo!, - le replicò - ¿qué ha venido a hacer Ud., a “giocare un terno al lotto”? Si quiere confesarse
arrodíllese, si no, déjeme confesar a esta pobre gente que está esperando”.
El abogado se sintió impactado al escuchar repetir al dedillo por parte del Padre Pío, la misma frase que él le
había dicho a la esposa dos días antes y también el tono del fraile no admitía réplica. Casi sin pensarlo, se
arrodilló, pero no había pensado ni siquiera en sus pecados, no sabía qué decir. Por un instante se sintió como
una página en blanco, enmudecido y con el recóndito temor que aquel confesor le repitiera la escena. Y así
continúa: “En cambio, apenas me arrodillé, el Padre cambió la voz y la actitud: se volviò dulce y paternal. Es
más, en forma de preguntas, me fue revelando paulatinamente cada pecado de mi vida pasada, ¡ y yo había
cometido tantos! Yo escuchaba cabizbajo la pregunta, y siempre respondía “Sí”. Asorado y conmovido, me
quedé todo el tiempo inmóvil. Finalmente el Padre Pío me pidió: ¿Tienes algún otro pecado que confesar? No,
respondí, convencido de que habiéndome dicho todo él, demostrando asì que conocìa perfectamente mi vida,
yo no tenía nada más que confesar. El Padre Pío, en ese instante, me reveló un episodio de mi vida pasada que
solamente yo conocía. Fulminado por su escrutinio del corazón, rompì en llanto. Mientras con el rostro
escondido entre las manos, sollozaba, inclinado ante el reclinatorio, el Padre dulcemente me apoyó el brazo
sobre las espaldas y, acercándose aùn màs a mi oído, me susurró, sollozando: “Hijo mío, ¡me has costado gran
parte de mi sangre!. Ante estas palabras sentí mi corazón como si se partiera en dos, como por una dulcìsima
llama.
Lloraba, cabizbajo y , de a ratos, alzando el rostro empapado en lágrimas, le repetía: “Padre,¡ perdón, perdón,
perdón!. El Padre que tenía ya el brazo sobre mis espaldas, se acercó aùn más y comenzó a llorar conmigo.
Una dulcísima paz invadió mi espíritu. Por un momento sentí el absurdo dolor mudarse en un increíble gozo.
“Padre – le dije – ¡soy tuyo! ¡Haz de mí lo que quieras! Y él, enjugándose los ojos me susurró: “Dame una mano
para ayudar a los demàs”. Después añadió: “Salúdame a tu mujer”. Volví a casa y mi esposa estaba curada”.