Soliloquio Genocida Leopold I - Mark Twain
Soliloquio Genocida Leopold I - Mark Twain
Soliloquio Genocida Leopold I - Mark Twain
[Arroja los panfletos que ha estado leyendo. Se pasa nerviosamente los dedos por la
frondosa barba; golpea la mesa con los puños; suelta de vez en cuando bruscas andanadas de
expresiones non sanctas, ladeando contritamente la cabeza entre andanada, y andanada y
besa el crucifijo Luis XI que le cuelga del cuello, acompañando los besos con disculpas
masculladas; al rato se levanta, con el rostro enrojecido y sudoroso, y camina por la estancia,
gesticulando.]
2 ¡¡––!! ¡¡––!! ¡Si los tuviera agarrados del cuello! (Besa apresuradamente el crucifijo y
masculla.) En estos veinte años he gastado muchos millones para mantener callada la prensa
de los dos hemisferios, y siguen produciéndose filtraciones. He gastado muchos millones más
en religión y arte, ¿y qué consigo a cambio? Nada. Ni un cumplido. Esas generosidades se
pasan por alto de modo deliberado en lo que se publica. ¡En lo que se publica sólo recibo
calumnias, calumnias y más calumnias, y calumnias sobre calumnias! Aceptemos que sean
verdad, ¿y qué? Son calumnias de todos modos cuando se pronuncian contra un rey.
3 ¡Canallas, lo cuentan todo! Absolutamente todo: cómo me dediqué a peregrinar entre las
potencias bañado en lágrimas, con la boca llena de Biblia y la piel rezumando piedad por todos
los poros, y les imploré que me asignaran en fideicomiso el vasto, rico y populoso Estado Libre
del Congo en tanto que agente suyo, de tal manera que pudiera erradicar la esclavitud y
detener las incursiones esclavistas, así como alzar a esos veinticinco millones de dóciles e
inofensivos negros desde las tinieblas hasta la luz, la luz de nuestro bendito Redentor, la luz
que emana de su santa Palabra, la luz que convierte en gloriosa a nuestra noble civilización...
alzarlos, secarles las lágrimas y llenar sus magullados corazones de alegría y gratitud... alzarlos
y hacerles comprender que ya no eran unos seres marginados ni abandonados, sino nuestros
hermanos en Cristo; cómo los Estados Unidos y trece grandes Estados europeos lloraron de
compasión conmigo y se dejaron convencer; cómo sus representantes se reunieron en un
congreso en Berlín y me nombraron jefe supremo y superintendente del Estado del Congo, y
redactaron mis poderes y limitaciones, salvaguardando cuidadosamente de todo daño y
perjuicio las personas, las libertades y las propiedades de los nativos, prohibiendo el tráfico de
whisky y de armas, proporcionando tribunales de justicia, permitiendo el comercio libre y sin
trabas a los tratantes y comerciantes de todos los países, y acogiendo y protegiendo a los
misioneros de todos los credos y confesiones. Han contado cómo planeé y preparé mi
administración y elegí a un ejército de funcionarios –«compinches» y «conseguidores» míos,
«belgas repulsivos» todos ellos–, e icé mi bandera, engañé a un presidente de los Estados
Unidos y logré que fuera el primero en reconocerla y saludarla. Está bien, que me calumnien si
quieren; es para mí una profunda satisfacción recordar que fui un poco más listo que ese país
que se cree tan listo. Sí, ya lo creo que embauqué a un yanqui, como suelen decir. ¿Una
bandera pirata? Que la llamen así, tal vez lo sea. De todos modos, fueron los primeros en
saludarla.
5 ¡Menudo incordio! ¡Si es que no se han callado nada! Han revelado estos y otros detalles
que por vergüenza deberían haber mantenido en silencio puesto que denunciaban a un rey,
una figura sagrada y exenta de reproche por el derecho que confiere haber sido elegida y
nombrada para su elevado cargo por Dios mismo; un rey cuyas acciones no pueden criticarse
sin incurrir en blasfemia, porque Dios las ha observado desde el principio y no ha manifestado
insatisfacción ante ellas, ni tampoco desaprobación, ni las ha impedido ni interrumpido en
modo alguno. Por esta señal reconozco su aprobación de mis actos; su cordial y grata
aprobación, estoy seguro de poder afirmarlo. Bendecido, coronado y beatificado con esta gran
recompensa, esta recompensa dorada, esta recompensa inefablemente valiosa, ¿por qué
habría de preocuparme de las maldiciones y las injurias de los hombres? (Presa de un arrebato
repentino.) Que se abrasen por toda la eternidad en... (Respira hondo y besa con efusión el
crucifijo; murmura con tristeza: «Al final me condenaré con este hablar irreflexivo».)
6 ¡Sí, estos charlatanes siguen contándolo todo! Cuentan cómo fijo impuestos asfixiantes a los
nativos, impuestos que son un auténtico robo... impuestos que deben satisfacer recolectando
caucho en condiciones muy duras y que cada vez se endurecen más, cultivando y
suministrando provisiones de forma gratuita... y como resulta que no cumplen con sus tareas
debido al hambre, la enfermedad, la desesperación y el incesante y agotador trabajo sin
descanso y huyen a la selva para escapar del castigo, al final mis soldados negros, reclutados
en tribus hostiles, instigados y dirigidos por mis belgas, los persiguen, les dan caza, los asesinan
brutalmente y queman sus poblados... tras reservarse para ellos a algunas de las muchachas.
Lo cuentan todo: cómo aniquilo por todos los medios posibles a una nación de criaturas
desamparadas en beneficio de mi propio bolsillo. Pero nunca dicen, aunque lo saben, que al
mismo tiempo y todo el tiempo he obrado en nombre de la religión, y que les he enviado
misioneros (de la «tendencia adecuada», dicen) para enseñarles lo equivocado de sus
costumbres y acercarlos a Él, que es todo misericordia y amor, y que es el infatigable guardián
y amigo de todos los que sufren. Sólo cuentan lo que me perjudica, no lo que me favorece.
7 Cuentan cómo Inglaterra me exigió una comisión de investigación sobre las atrocidades del
Congo y cómo la nombré con el fin de silenciar a ese entrometido país y a su desagradable
Asociación para la Reforma del Congo, formada por condes, obispos, John Morleys, eminencias
universitarias y otros sujetos más interesados en los asuntos ajenos que en los propios. ¿Les
cerró eso la boca? No, les sirvió para señalar que era una comisión formada en su totalidad por
mis «carniceros del Congo», «los mismos hombres cuyos actos debían investigarse». Dijeron
que era como nombrar una comisión de lobos para investigar los estragos en un redil de
ovejas. ¡Nada satisface a un maldito inglés! *
8 ¿Y muestran esos criticones la debida deferencia hacia mi carácter personal? No mostrarían
menos si fuera plebeyo, campesino o mecánico. Recuerdan al mundo que desde el principio mi
casa ha sido una combinación de capilla y burdel, con ambas actividades desarrollándose a
tiempo completo; que cometí con mi reina y mis hijas crueldades a las que añadí vergüenza y
humillaciones diarias; que, cuando mi reina yacía en el feliz refugio de su ataúd, y una de mis
hijas me imploró de rodillas que le dejara ver por última vez el rostro de su madre, yo me
negué; y que hace tres años, insatisfecho con el botín robado a toda una nación extranjera, le
robé sus bienes a mi propia hija y, todo un espectáculo para el mundo civilizado, comparecí
ante un tribunal por intermediación de un representante para defender ese acto y completar
el delito. Es como digo: son parciales e injustos; resucitan y ponen de nuevo en circulación
cosas como ésas o cualquier otra que me denigre, pero no mencionan ningún acto mío que me
favorezca. He gastado en arte más dinero que cualquier otro monarca de mi época, y ellos lo
saben. ¿Hablan de ello, lo cuentan? No, no lo hacen. Prefieren convertir lo que llaman
«horribles estadísticas» en ofensivas ilustraciones dignas de un jardín de infancia cuyo
propósito es estremecer a los sensibleros y predisponerlos en mi contra. Señalan que «si la
sangre inocente derramada en el Estado del Congo por el rey Leopoldo se vertiera en cubos y
los cubos se colocaran uno al lado de otro, la fila se extendería tres mil kilómetros; que, si los
esqueletos de sus diez millones de víctimas del hambre y los asesinatos pudieran levantarse y
desfilar en fila india, tardarían siete meses y cuatro días en pasar por delante de un lugar; que,
reunidos todos juntos, cubrirían más superficie que la que ocupa Saint Louis, con Exposición
Universal incluida; que, si pudieran aplaudir al unísono con sus óseas manos, el espeluznante
estrépito se oiría a una distancia de...». ¡Maldita sea, ya me canso! Y milagros parecidos
realizan con el dinero que he destilado de esa sangre y que me he embolsado. Lo amontonan
hasta formar pirámides egipcias; tapizan con él Sáharas enteros; lo extienden por todo el cielo
y entonces su sombra deja la tierra en penumbra. Y las lágrimas que he causado, los corazones
que he roto, ¡nada los convence para que se ocupen de sus cosas! (Pausa meditativa.) Bueno...
no importa, ¡a los yanquis sí que conseguí engañarlos! (Lee con sonrisa burlona la orden
presidencial de reconocimiento cursada el 22 de abril de 1884.) el gobierno de los Estados
Unidos anuncia su simpatía y aprobación en relación con los propósitos humanos y
benevolentes de (mi plan para el Congo), y ordenará a los funcionarios de los Estados Unidos,
tanto en tierra como en mar, que reconozcan su bandera como la bandera de un gobierno
amigo.
9 Seguro que a los yanquis ahora les gustaría desdecirse, pero van a descubrir que mis agentes
no están en los Estados Unidos en vano. De todos modos, no hay peligro, ni los países ni los
gobiernos pueden permitirse el lujo de admitir un error. (Con una sonrisa de satisfacción
empieza a leer el Informe de reverendo W. M. Morrison, misionero estadounidense en el
Estado Libre del Congo.)
Ofrezco a continuación algunos de los múltiples incidentes atroces de los que he podido ser
observador directo; revelan el sistema organizado de saqueos y atropellos perpetrado y
mantenido hoy por el rey Leopoldo de Bélgica en este desdichado país. Digo rey Leopoldo
porque él y sólo él es hoy responsable, pues es el soberano absoluto. Él mismo se hace llamar
así. Cuando nuestro gobierno estableció los cimientos del Estado Libre del Congo en 1884
reconociendo su bandera, poco pensaba que esa empresa, presentada bajo la apariencia de la
filantropía, era en realidad la del rey Leopoldo de Bélgica, uno de los gobernantes más astutos,
despiadados y desalmados que jamás se haya sentado en un trono. Eso al margen de su
conocida corrupción moral, que ha hecho que su nombre y su familia estén en boca de todos
en dos continentes. Sin duda, nuestro gobierno no habría reconocido esa bandera de haber
sabido que era en realidad el rey Leopoldo quien pedía a nivel individual el reconocimiento; de
haber sabido que estaba estableciendo en el corazón de África una monarquía absoluta; de
haber sabido que, tras abolir con un elevado coste de sangre y dinero la esclavitud africana en
nuestro país, establecía una forma aun peor de esclavitud en la propia África.
10 (Con alegría maliciosa.) Sí, desde luego, fui un poco más listo que los yanquis. Eso les duele;
les fastidia. ¡Son incapaces de superarlo! Y les hace cargar además con otra deshonra, y de
mayor gravedad; porque nunca podrán borrar de su memoria el reprobable hecho de que su
vanidosa república, autoproclamada campeona y promotora de las libertades del mundo, es la
única democracia de la historia que ha prestado su poder e influencia ¡para instaurar una
monarquía absoluta!
11 (Contemplando con mirada hostil una imponente pila de panfletos.) ¡Al cuerno con estos
entrometidos misioneros! Escriben estas cosas a toneladas. Parece que están siempre
merodeando, siempre espiando, siempre observando los acontecimientos; y todo lo que ven lo
escriben. Están siempre rondando de un lugar a otro; los nativos los consideran sus únicos
amigos; acuden a ellos con sus penas; les muestran las cicatrices y heridas causadas por mi
policía militar; alzan los muñones de sus brazos y se lamentan porque les han cortado las
manos como castigo por no entregar suficiente caucho y como prueba presentada después
ante mis oficiales de la correcta y efectiva aplicación del castigo establecido. Uno de esos
misioneros vio ochenta y una de esas manos puestas a secar sobre un fuego con objeto de
enviarlas a mis oficiales y, por supuesto, va y lo pone por escrito y luego lo publica. ¡No paran
de viajar, no paran de espiar! Y nada les parece demasiado trivial para no publicarlo. (Elige un
panfleto. Lee un pasaje del informe de un Viaje hecho en julio, agosto y septiembre de
1903 por el reverendo A. E. Scrivener, misionero británico.)
... Enseguida empezamos a hablar y, sin estímulo alguno por mi parte, los nativos iniciaron los
relatos a los cuales ya estaba tan acostumbrado. Vivían en paz y tranquilidad cuando por el
lago llegaron los hombres blancos con todo tipo de peticiones de que hicieran esto y lo otro, y
pensaron que eso era esclavitud. Así que intentaron echarlos de su tierra, pero fue inútil. Los
fusiles los superaron. Así que se rindieron y decidieron sobrellevar lo mejor posible aquellas
nuevas circunstancias. Primero llegó la orden de construir casas para los soldados, y eso se
hizo sin una queja. Luego tuvieron que alimentar a los soldados y a todos los hombres y
mujeres que iban con ellos, su séquito de acompañantes. A continuación, les pidieron que
fueran a buscar caucho. Hacer algo así era una novedad para ellos. Había caucho en la selva a
varios días de distancia de su poblado, pero les resultó novedoso que tuviera valor alguno. Les
ofrecieron una pequeña recompensa, y todos se lanzaron en busca del caucho. «Qué blancos
tan raros, que nos dan telas y collares a cambio de la savia de una planta silvestre.» Se
alegraron de lo que consideraron su buena fortuna. Sin embargo, la recompensa no tardó en
verse reducida hasta que al final les dijeron que fueran a buscar el caucho a cambio de nada.
Intentaron poner objeciones; pero, para su gran sorpresa, los soldados mataron a algunos
aldeanos, y al resto se les dijo, con multitud de maldiciones y golpes, que partieran en el acto o
habría más muertos. Aterrorizados, empezaron a preparar las provisiones para las dos
semanas de ausencia del poblado que comportaba la recolecta del caucho. A los soldados les
pareció que tardábamos mucho en partir. «¿Cómo? ¿No os habéis ido todavía?» ¡Bang, bang,
bang! Y así cayeron muertos uno y luego otro, en medio de esposas y compañeros. Hubo un
griterío espantoso y un intento de preparar a los muertos para el entierro, pero no nos
dejaron. Tenéis que salir todos de inmediato para la selva. ¿Sin comida? Sí, sin comida. Y así
partieron los pobres desgraciados sin ni siquiera llevar consigo las cajas de yescas para hacer
fuego. Muchos murieron en la selva por culpa del hambre y la intemperie, y muchos más por
culpa de los fusiles de los feroces soldados a cargo de la plaza. A pesar de todos sus esfuerzos,
la cantidad recolectada disminuyó, y hubo muchos más muertos. Me mostraron el lugar y me
indicaron la localización de los asentamientos de los antiguos grandes jefes. La población de
hace siete años, por ejemplo, era, según un cálculo meticuloso, de dos mil personas en la plaza
y alrededor de ella en un radio de unos quinientos metros. En total, no sumarán hoy
doscientas, y tanto es su pesar y su melancolía que el número disminuye rápidamente.
Nos quedamos allí el lunes todo el día y mantuvimos muchas conversaciones con los
lugareños. El domingo, algunos boys me habían comentado haber visto algunos huesos, así
que el lunes pedí que me los enseñaran. Entre la hierba, a pocos metros de la casa donde me
alojaba, había una gran cantidad de cráneos, huesos y, en algunos casos, esqueletos humanos
completos. Conté treinta y seis cráneos y vi muchos otros conjuntos de huesos en los que
faltaba el cráneo. Llamé a uno de los hombres y le pregunté qué significaba aquello. «Cuando
empezaron las negociaciones acerca del caucho – dijo–, los soldados mataron a tantos que nos
cansamos de enterrarlos y muchas veces ni siquiera nos dejaron hacerlo, así que los
arrastramos hasta aquí los cuerpos y los dejamos en la hierba. Hay cientos por todas partes, si
desea verlos.» Sin embargo, ya había visto más que suficiente y tenía el estómago revuelto a
causa de todas las historias que contaban hombres y mujeres de la espantosa experiencia por
la que habían tenido que pasar. Las atrocidades búlgaras deben considerarse como la
afabilidad misma en comparación con lo perpetrado aquí. No sé cómo esas personas
aceptaron someterse, y aún hoy me asombro ante lo que considero su paciencia. Que algunas
lograran escapar es un pequeño motivo para la gratitud. Permanecí en el lugar dos días y lo
que más me impresionó fue la recolecta del caucho. Vi llegar largas filas de hombres, como en
Bongo, con sus cestitas bajo el brazo, vi que les pagaban una lechera llena de sal y los dos
metros de percal arrojados a los jefes; vi su temblorosa timidez y, en realidad, muchas cosas
que ponían de manifiesto el estado de terrorismo que existe y la auténtica esclavitud a la que
está sometida esa gente.
12 Éste es su estilo; espían todo el tiempo y luego corren a publicar cualquier estúpida
insignificancia. Y el cónsul británico, Casement, es igual que ellos. Se apodera de un diario
redactado por uno de mis funcionarios y tiene tan poca delicadeza y elegancia que, aunque se
trata de un diario privado y destinado sólo a la lectura de su propietario, se dedica a publicar
fragmentos. (Lee un pasaje del diario.)
Cada vez que el cabo sale a por caucho, le dan cartuchos. Tiene que devolver todos los no
usados y por cada uno usado debe entregar una mano derecha. P. me dijo que a veces gastan
un cartucho cazando algún animal y que entonces le cortan la mano a un hombre vivo. En
cuanto a la escala en que se lleva a cabo dicha práctica, me informó de que en seis meses el
Estado había gastado en el río Mambogo seis mil cartuchos, lo que significa seis mil personas
asesinadas o mutiladas. Significa más de seis mil personas porque la gente me cuenta una y
otra vez que los soldados matan a los niños con la culata de los fusiles.
13 Cuando el sutil cónsul cree que el silencio es más eficaz que sus palabras, no duda en
emplearlo. Aquí deja que cada uno llegue a la conclusión de que un millar de asesinatos y
mutilaciones al mes es una cifra elevada para una región tan pequeña como la concesión del
río Mambogo, cuyas dimensiones indica tácitamente al adjuntar a su informe un mapa del
vastísimo Estado del Congo en el que no aparece algo tan pequeño como ese río. Ese silencio
pretende decir: «Si son mil al mes en ese pequeño rincón, ¡imaginad la cantidad en todo el
enorme Estado!». Un caballero no debería rebajarse a tales bajezas.
Nota
* Esta visita tuvo un resultado más afortunado del esperado. Un miembro de la Comisión era
un alto funcionario del Congo, otro un funcionario del gobierno en Bélgica, el tercero un jurista
suizo. Se temía que el trabajo de la Comisión fuera tan veraz como las innumerables
«investigaciones», como se las llamaba, de los funcionarios locales. Sin embargo, parece ser
que la Comisión se encontró con una enorme avalancha de testimonios espantosos. Un testigo
presente en la audiencia pública escribe: «Unos hombres de piedra se conmoverían con las
historias que salen a la luz con las averiguaciones de la Comisión sobre la espantosa historia de
la recogida del caucho». Es evidente que los comisionados quedaron conmovidos. Sobre su
informe y la incidencia que tuvo en el problema internacional constituido por la situación
reconocida en el Estado del Congo, se dicen algunas palabras en las páginas suplementarias de
este opúsculo. La Comisión ordenó ciertas reformas en la sección visitada, pero, según las
últimas noticias, tras su partida la situación no tardó en ser peor que antes de su llegada. M. T.
14 Y ahora lo de las mutilaciones. No es posible arrinconar a un crítico del Congo y mantenerlo
arrinconado; hace un regate y enseguida vuelve desde otra dirección. Están llenos de mañas
escurridizas. Cuando las mutilaciones (amputaciones de manos, castración de hombres,
etcétera) empezaron a causar revuelo en Europa, se nos ocurrió la idea de excusarlas con una
réplica que creíamos que los confundiría de una vez por todas sobre ese tema y los dejaría sin
saber qué más decir: atribuimos descaradamente la costumbre a los nativos y dijimos que
nosotros no la habíamos inventado, sino que sólo la seguíamos. ¿Los confundió eso? ¿Les
cerró la boca? Ni por una hora. Hicieron un regate y volvieron de nuevo contra nosotros con la
observación de que «si un rey cristiano percibe una salvífera diferencia moral entre inventar
sanguinarias barbaridades e imitar las de los salvajes, ¡ojalá pueda su confesión depararle todo
el consuelo posible!».
15 Es de lo más asombrosa la forma que tiene de actuar este cónsul, este espía, este
intrigante. (Agarra el informe Trato acordado a mujeres y niños en el Estado del Congo; lo visto
por Roger Casement en 1903.) ¡Hace apenas dos años! Revelar la fecha a la opinión pública ha
sido un gesto calculado de mala intención. Tenía como objetivo debilitar las garantías de mis
oficinas de prensa según las cuales mis severidades en el Congo habían cesado, y cesado por
completo, hacía ya muchos años. A este hombre le gustan las nimiedades, disfruta con ellas, se
recrea, las mima, las acaricia, las pone todas por escrito. No hace falta quedarse dormido
repasando este monótono informe para verlo; los simples títulos de las secciones lo ponen de
manifiesto. (Lee.)
Doscientas cuarenta personas, hombres, mujeres y niños, obligadas a suministrar cada semana
al gobierno una tonelada de víveres cuidadosamente preparados, tras lo cual reciben como
remuneración la hermosa suma total de 15 chelines y 10 peniques.
16 Lo admito, fui generoso. Representaba casi un penique a la semana por cada negro. Es
típico de este cónsul menospreciar un gesto así, pero él sabe muy bien que habría podido
conseguir la comida y el trabajo a cambio de nada. Soy capaz de demostrarlo con mil
ejemplos. (Lee.)
17 Ahora bien, se cuida mucho de no explicar que nos vemos obligados a pedir un rescate
para cobrar las deudas allí donde la gente no tiene con qué pagar. Las familias que escapan a la
selva venden como esclavos a algunos de sus miembros y así entregan el rescate. Él sabe que
pondría fin a este sistema si encontrara una forma menos desagradable de cobrar esas
deudas... ¡Mmm, aquí tenemos otra exquisitez de nuestro cónsul! Informa de una
conversación sostenida con algunos nativos:
P: ¿Cómo sabes que fueron los propios hombres blancos quienes dieron la orden de que se
cometieran con vosotros esas crueldades? Seguro que las han cometido los soldados negros
sin conocimiento del hombre blanco.
R: Los hombres blancos dijeron a sus soldados: «Sólo matáis a mujeres; con los hombres no
podéis. Tenéis que demostrar que matáis hombres». Así que los soldados, cuando nos
mataban (se detuvo, dudó y luego señalando... dijo:) entonces... y las llevaban a los hombres
blancos, que decían: «Es verdad, habéis matado hombres».
P: ¿Es verdad lo que dices? ¿Han sido muchos los cadáveres mutilados de este modo?
No cabía duda de que esa gente no inventaba lo que decía. Su vehemencia, sus ojos
centelleantes, su agitación, no eran simuladas.
18 Y, claro, el crítico, tenía que divulgarlo; carece de dignidad. Todos los que son como él me
censuran, aunque saben muy bien que no he disfrutado castigando a los hombres de ese modo
concreto, sino que sólo lo he hecho como advertencia a otros delincuentes. Los castigos
corrientes no sirven con los salvajes ignorantes; no consiguen impresionarlos. (Lee más títulos
de secciones.)
19 Ni se toma la molestia de decir cómo sucedió. Es fecundo en ocultaciones. Pretende que
sus lectores y los reformistas del Congo, de la ralea de lord Aberdeen, Norbury, John Morley y
sir Gilbert Parker, crean que los han matado a todos. No fue así. La gran mayoría escapó.
Huyeron con sus familias a la selva a causa de las incursiones del caucho, y fue allí donde
murieron de hambre. ¿Acaso habríamos podido impedirlo?
20 Uno de mis afligidos críticos observa: «Otros soberanos gravan con impuestos a su pueblo,
pero a cambio proporcionan escuelas, tribunales de justicia, carreteras, luz, agua y protección
a la vida y la integridad física; ahora bien, el rey Leopoldo grava con impuestos a su nación
expoliada y no proporciona a cambio nada salvo hambre, terror, dolor, vergüenza, cautiverio,
mutilación y matanzas». ¡Tal es su estilo! ¡Que no suministro «nada»! Envío el evangelio a los
supervivientes; esos censuradores lo saben, pero preferirán que se les corte la lengua antes
que mencionarlo. He pedido varias veces a mis mercenarios que dieran a los moribundos la
oportunidad de besar el emblema sagrado; y, si me han obedecido, no cabe duda de que habré
sido el humilde instrumento de la salvación de muchas almas. Ninguno de mis calumniadores
ha tenido la imparcialidad de mencionar ese hecho; pero no le demos importancia a eso; hay
Alguien que no lo ha pasado por alto y que es mi refugio y mi consuelo.
–Reclamé treinta esclavos de este lado del río y treinta del otro lado; dos piezas de marfil, dos
mil quinientas bolas de caucho, trece cabras, diez aves de corral y seis perros, algo de maíz,
etcétera.»
–Mandé llamar a todos sus jefes, subjefes, hombres y mujeres, para que acudieran cierto día,
diciendo que iba a terminar todas las negociaciones. Cuando entraron por estas pequeñas
puertas (el recinto estaba hecho con las vallas de otros poblados, de las que son altas) y
reclamé toda mi paga o los mataría; entonces se negaron a pagarme y ordené cerrar la valla
para que no pudieran escapar; y los matamos aquí, dentro de la valla. Consiguieron derribar
trozos de la valla y algunos huyeron.
–Creo que matamos entre ochenta y noventa, y de los otros poblados no sé, no fui, envié a mis
hombres.
Caminamos los dos hasta un llano situado junto al campamento. Había tres cadáveres a los
que les faltaba la carne de la cintura para abajo.
–¿Por qué les falta la carne y sólo quedan los huesos?– pregunté.
–Mis hombres se los han comido –respondió de inmediato. Y a continuación explicó–: Los
hombres que tienen hijos pequeños no comen carne humana, pero todos los demás los
comieron.
A la izquierda había un hombre corpulento, con un disparo en la espalda y sin la cabeza. (Todos
los cadáveres estaban desnudos.)
–Ah, han hecho un cuenco con el cráneo para machacar tabaco y diamba.
Entonces nos acompañó hasta una armazón hecha de palos bajo la que ardían unas brasas, y
allí estaban las manos derechas: conté ochenta y una.
Todos afirmamos haber investigado cuanto nos ha sido posible esta atrocidad y llegamos a la
conclusión de que fue un plan urdido con antelación para apoderarse de toda la materia prima
posible y capturar y matar a esos pobres desdichados en la «trampa mortal».
22 Y otro detallito más, como se puede ver: el canibalismo. Denuncian casos de canibalismo
con una frecuencia de lo mas ofensiva. Mis calumniadores no olvidan hacer notar que, en la
medida en que soy el soberano absoluto y que con una palabra puedo impedir en el Congo
cualquier cosa que decida impedir, todo lo que ahí se hace con mi permiso es un acto mío, un
acto personal mío; que lo hago yo; que la mano de mi agente es tan auténticamente mi mano
como si estuviera unida a mi propio brazo; y por ello me dibujan con el manto real, la corona
en la cabeza, masticando carne humana, bendiciendo la mesa, mascullando gracias a Aquel de
quien proceden todas las cosas buenas. Diantre, cuando esos sensibleros dan con algo
parecido a la contribución de ese misionero pierden por completo la serenidad. Sueltan
blasfemias y reprochan al cielo que permita vivir a semejante malvado. Refiriéndose a mí.
Consideran que es inadmisible. Van por ahí estremeciéndose, dándole vueltas a la reducción
de veinticinco a quince millones de habitantes en la población del Congo en los veinte años de
mi administración; luego estallan y me llaman «el rey con diez millones de asesinatos sobre su
alma». Dicen que soy un «récord». La mayoría no se contenta sólo con atribuirme esos diez
millones. No, calculan que de no ser por mí la población, gracias al crecimiento natural,
ascendería hoy a treinta millones, así que me atribuyen cinco millones más y hacen que mi
cosecha de muertos sea de quince millones. Señalan que el hombre que mató la gallina que
ponía huevos de oro fue también responsable de los huevos que habría puesto si no la
hubieran matado. Sí, dicen que soy un «récord». Señalan que en la India, dos veces en cada
generación, la Gran Hambruna destruye dos millones de vidas de una población de 320
millones y que el mundo alza las manos embargado por la compasión y el horror; ¡y entonces
les da por preguntarse dónde daría el mundo cabida a sus emociones si se me diera a mí la
oportunidad de ocupar el lugar de la Gran Hambruna durante veinte años! La idea les inflama
la imaginación y van y se imaginan que se me acerca con gran ceremonia la Hambruna al cabo
de veinte años y se prosterna ante mí diciendo: «Enséñame, Señor, reconozco que no soy más
que una principiante». Y a continuación se imaginan que se me acerca la Muerte, con su
guadaña y su reloj de arena, y me suplica que me case con su hija y reorganice su fábrica y
dirija el negocio. ¡En todo el mundo, os dais cuenta? En ese punto sus morbosas mentes ya
funcionan a todo vapor, dejan los libros y amplían sus esfuerzos, tomándome a mí como texto.
Rastrean todas las biografías en busca de alguien a mi altura, escarban minuciosamente en
Atila, Torquemada, Gengis Jan, Iván el Terrible y el resto de esa multitud, y se regocijan
diabólicamente cuando no encuentran a nadie. Luego pasan revista a los terremotos, los
ciclones, las tormentas de nieve, los cataclismos y las erupciones volcánicas de la historia;
veredicto: nada de eso me hace sombra. Y por último dan de verdad en el clavo (o eso creen) y
concluyen sus esfuerzos admitiendo –a regañadientes– que hay una cosa a mi altura en la
historia, pero sólo una: el Diluvio. ¡Qué falta de moderación!
23 El caso es que siempre son así cuando piensan en mí. Cuando se menciona mi nombre,
mantenerse serenos les resulta tan difícil como a un vaso de agua controlar sus sentimientos
con polvos de Seidlitz efervescentes en las entrañas. ¡Qué cosas tan extravagantes son capaces
de imaginar inspirándose en mí! Un inglés se ofrece a apostar tres contra uno la cantidad que
yo quiera hasta 20.000 guineas a que durante dos millones de años seré el huésped más ilustre
del infierno. La indignación ciega tanto a ese hombre que no se da cuenta de que la idea es
insensata. Insensata y poco profesional: vamos a ver, no puede haber un ganador; ambos
saldríamos perdiendo a causa de la pérdida de los intereses sobre lo apostado; al cuatro o
cinco por ciento compuesto, eso hace... no sé cuánto exactamente, pero cuando venciera el
plazo y hubiera que cobrar la apuesta, seguro que sería posible comprar el infierno entero con
todo lo acumulado.
24 Otro loco quiere construir un memorial para la perpetuación de mi nombre con quince
millones de calaveras y esqueletos, y rebosa de rencoroso entusiasmo con ese extraño
proyecto. Lo ha calculado todo y dibujado a escala. Con las calaveras me construirá un
monumento y mausoleo al mismo tiempo que replicará exactamente la gran pirámide de
Keops, cuya base cubre una superficie de cinco hectáreas y cuya cúspide se encuentra a 147
metros de altura. Quiere embalsamarme y colocarme de pie en la punta, ataviado con el
manto y la corona, la «bandera pirata» en una mano y un cuchillo de carnicero y unas esposas
colgando en la otra. Construirá la pirámide en medio de una extensión deshabitada, un
siniestro páramo cubierto por la maleza y los derruidos restos de poblados incendiados, donde
los espíritus de las víctimas del hambre y los asesinatos puedan expresar eternamente sus
lamentos en los susurros de los vientos errantes. Partiendo de la pirámide, como los radios de
una rueda, hay cuarenta majestuosas avenidas de acceso, cada una de cincuenta kilómetros de
longitud y cada una cercada a ambos lados por esqueletos sin cabeza colocados a metro y
medio de distancia el uno del otro y unidos en hileras con cortas cadenas que van de una
muñeca a otra a modo de guirnaldas y sujetos con esposas usadas auténticas estampadas con
mi marca de fábrica particular, un crucifijo y un cuchillo de carnicero con el lema «Con este
signo prosperamos»; cada cerca ósea está compuesta por doscientos mil esqueletos de cada
lado, lo cual supone cuatrocientos mil por avenida. Se ha señalado con satisfacción que la
suma total asciende a cinco mil o seis mil kilómetros de esqueletos (en fila india), quince
millones en total, y que cruzaría todos los Estados Unidos desde Nueva York hasta San
Francisco. Se señala además, con el tono esperanzado de una compañía ferroviaria que
pronostica atractivas ampliaciones de su red, que tengo una producción de medio millón de
cadáveres al año cuando mi fábrica funciona a pleno rendimiento y, por lo tanto, que si me
conceden diez años más, habrá suficientes calaveras nuevas para añadir cincuenta metros a la
pirámide, que se convertirá con creces en la construcción arquitectónica más alta de la tierra, y
suficientes esqueletos nuevos para continuar la fila transcontinental (sobre pilones) mil
quinientos kilómetros Pacifico adentro. El coste de reunir los materiales desde mis «muy
dispersos e innumerables cementerios privados», transportarlos y construir el monumento y
las majestuosas avenidas radiales está debidamente calculado, una suma del orden de varios
millones de guineas, pero entonces... bueno, entonces (¡¡—- —-!! ¡¡—- —-!!) ¡ese idiota me
pide que le facilite el dinero! (Súbita y efusiva utilización del crucifijo.) Me recuerda que mis
ingresos anuales en el Congo ascienden a millones de guineas y que para su proyecto «sólo»
harían falta cinco millones. Me encuentro todos los días con intentos descabellados de
sacarme dinero; no me afectan, ni siquiera les dedico un pensamiento. Pero éste... éste me
desasosiega, me pone nervioso; porque no hay forma de saber qué otra cosa se le puede
ocurrir a una criatura tan trastornada... Si le da por acudir a Carnegie... ¡pero tengo que
sacarme ese pensamiento de la cabeza! Perturba mis días, trastoca mi sueño. Esto sólo lleva a
la locura. (Tras un pausa.) No hay otra solución... tengo que comprar a Carnegie.
25 (Agobiado y murmurando, recorre durante unos instantes la sala y luego retoma los títulos
de las subsecciones del cónsul. Lee.)
El gobierno deja sin comer a los hijos de una mujer y los mata de hambre. Matanza de mujeres
y niños. El nativo ha quedado reducido a un ser que carece de ambición por carecer de
esperanza.
Las mujeres no quieren tener hijos porque cargando con un niño no pueden huir bien y
esconderse de los soldados.
Declaración de un niño: «Mi madre, mi abuela, mi hermana y yo nos escapamos al monte. Los
soldados mataron a mucha de nuestra gente... Después consiguieron ver la cabeza de mi
madre y los soldados salieron corriendo hasta donde estábamos y atraparon a mi abuela, a mi
madre, a mi hermana y a otro niño más pequeño que nosotros. Todos querían casarse con mi
madre y se pelearon, así que al final decidieron matarla. Le dispararon en la barriga con un
fusil y mi madre cayó al suelo, y cuando lo vi lloré mucho, porque habían matado a mi abuela y
a mi madre y yo estaba solo. Todo eso lo vi.»
26 Esto tiene algo de conmovedor, aunque sólo sean negros. Me hace recordar otros tiempos,
cuando mis hijos eran pequeños y salían huyendo, al monte, como si dijéramos, cuando veían
que me acercaba... (Reanuda la lectura de los títulos de las secciones del informe del cónsul.)
Cortan manos, las llevan a C. D. (un oficial blanco) y las colocan alineadas ante él para que las
vea. Las dejan ahí, porque el hombre blanco ya las ha visto y no tienen que llevarlas a P.
Amigos acuden a pagar el rescate de una muchacha capturada, pero el centinela los rechaza
diciendo que el hombre blanco la quiere porque es joven.
Extracto del testimonio de una joven nativa: «En el camino, los soldados vieron a un niño
pequeño y cuando fueron a matarlo el niño se echó a reír, entonces el soldado le golpeó con la
culata del fusil y luego le cortó la cabeza. Un día mataron a mi hermanastra y le cortaron la
cabeza, las manos y los pies, porque llevaba pulseras. Luego agarraron a otra de mis hermanas
y la vendieron a los w. w., y ahora es esclava de ellos.»
27 ¡El niño se echó a reír! (Larga pausa. Queda pensativo.) Inocente criatura. No sé... preferiría
que no lo hubiera hecho. (Lee.)
Niños mutilados.
El gobierno incita al tráfico de esclavos entre las tribus. Las elevadísimas multas impuestas a
los poblados que se retrasan en el suministro de alimentos obligan a los nativos a vender a sus
prójimos –y niños– a otras tribus para satisfacerlas.
Unos padres obligados a vender a su hijo pequeño. Viuda obligada a vender a su niña.
28 (Irritado.) Al cuerno con este gruñón pesado, ¿qué quiere que haga? ¿Que suelte a una
viuda sólo porque es viuda? Sabe muy bien que ahora ya es casi lo único que hay, viudas. No
tengo nada en contra de ellas, como categoría, pero el negocio es el negocio, y de algo tengo
que vivir, ¿no?, aunque con eso le cause una molestia a alguien de vez en cuando. (Lee.)
Hombres sometidos mediante la tortura de sus esposas e hijas. (Para obligarlos a que
entreguen caucho y provisiones y poder liberar así a sus mujeres de las cadenas y la
detención.) El centinela me explicó que capturaba mujeres y las traía (encadenadas del cuello)
por orden de su patrón.
Un agente me explicó que se veía obligado a capturar mujeres en vez de hombres porque los
hombres entregaban más deprisa las provisiones; pero no explicó como conseguían
alimentarse los niños privados de sus padres.
29 (Reflexionando en voz alta.) Morir de hambre. Tiene que ser un suplicio largo y lento. Un
día y otro, y luego otro y otro más, las fuerzas del cuerpo flaquean, se escurren poco a poco...
sí, tiene que ser la muerte más dura de todas. Y ver que pasa la comida, todos los días, y que tú
no recibes nada. Y, claro, los niños lloran, y eso a una madre le parte el corazón... (Suspiro.) En
fin, no se puede hacer nada; las circunstancias hacen necesaria esta disciplina. (Lee.)
31 Levantarán revuelo, no cabe duda, esas crucifixiones. La gente se pondrá a preguntar otra
vez, igual que ha ocurrido en ocasiones pasadas, cómo pretendo granjearme y conservar el
respeto de la raza humana si sigo dedicando mi vida al asesinato y el pillaje. (Con
desprecio.) ¿Cuándo me han oído decir que quiero el respeto de la raza humana? ¿Me
confunden con el vulgo? ¿Se olvidan de que soy un rey? ¿A qué rey le ha importado el respeto
de la raza humana? En lo más hondo de su corazón, quiero decir. Si reflexionaran se darían
cuenta de que es imposible que a un rey le importe el respeto de la raza humana. Se alza en lo
alto de un promontorio, dirige su mirada al mundo y ve muchedumbres de mansas cosas
humanas adorando a las personas, y sometiéndose a las opresiones y las exacciones, de una
docena de cosas humanas que en modo alguno son mejores o superiores a ellas, que en
realidad están hechas con su mismo patrón y con barro de la misma calidad. Cuando hablan,
son una raza de ballenas; pero para un rey son una raza de renacuajos. Su historia lo pone de
manifiesto. Si los hombres fueran de verdad hombres, ¿cómo sería posible un zar? ¿Y cómo
sería posible yo? El caso es que somos posibles, que no corremos ningún peligro y que, con la
ayuda de Dios, seguiremos con el negocio en el puesto de siempre. Y se verá que la raza nos
aguanta con su docilidad inmemorial. Puede que de vez en cuando ponga mala cara y suelte un
discurso, pero seguirá de rodillas igualmente.
32 Soltar discursos es una de sus especialidades. Se enfurece, echa espumarajos por la boca y
justo cuando uno cree que va a lanzar un ladrillo... ¡va y tira un poema! ¡Señor, menuda raza
esta!
Un zar
33 Está muy bien, hay que admitirlo; es un buen retrato, y muy impresionante. Ese canalla
maneja bien la pluma. De todos modos, si tuviera ocasión, lo cru... desollaría... «Dios fofo.» Es
el mismísimo zar: un dios y fofo; un invertebrado real, el desdichado; blando y fuera de lugar.
«Dios fofo y adorado por millones de bobos.» Despiadadamente exacto, y también breve y
conciso... el alma y el espíritu de la raza humana condensada en media frase. De rodillas...
ciento cuarenta millones. De rodillas ante una pequeña deidad de hojalata. Si se juntaran, se
extenderían en la distancia, cada vez más y más lejos, a través de las llanuras,
desvaneciéndose, esfumándose y perdiéndose en una perspectiva sin límites... vamos, que ni
siquiera la visión de un telescopio podría llegar a la frontera última de esa extensión
continental del servilismo humano. Así que ¿por qué tendría que importarle a un rey el respeto
de la raza humana? Esperar eso es del todo irracional. ¡Una raza curiosa, desde luego! Me
critica a mí y critica mis ocupaciones y se olvida de que ninguno de nosotros podría existir ni
una hora sin su permiso. Es nuestra aliada y protectora omnipotente. Nuestro baluarte,
nuestra amiga, nuestra fortaleza. Por ello tiene nuestra gratitud, nuestra profunda y sincera
gratitud... pero no nuestro respeto. Que lloriquee, se preocupe y gruña si quiere; todo eso está
bien; no nos importa.
34 (Pasa las páginas de un álbum de recortes, deteniéndose de vez en cuando para leer un
recorte y hacer un comentario.) ¡Cómo hostigan los poetas al pobre zar! Franceses, alemanes,
ingleses, estadounidenses... todos le ladran. Los más hermosos y hábiles de la jauría, y los más
feroces, son Swinburne (que es inglés, creo) y un par de estadounidenses, Thomas Bailey
Eldridge y el coronel Richard Waterson Gilder, de la sensiblera publicación Century Magazine
and Louisville Courier-Journal. Han soltado unos gañidos muy fuertes, desde luego. No los
encuentro, los habré traspapelado... Si el mordisco de un poeta fuera tan terrible como su
ladrido, no quiero ni pensarlo... pero no lo es. A un rey sabio no le preocupan ninguna de las
dos cosas, pero el poeta no lo sabe. Es el cuento del perrito y el tren transcontinental. Cuando
el zar pasa tronando, el poeta da un brinco y corre unos metros protestando a su lado, luego
vuelve a su caseta sacudiendo la cabeza satisfecho, y piensa que ha infligido un susto
memorable, cuando nada de eso ha ocurrido en realidad: el zar ni siquiera se ha dado cuenta
de su presencia. A mí nunca me ladran; me pregunto por qué será. Supongo que los compra mi
Departamento de Corrupción. Debe de ser eso, porque está claro que debería inspirar uno o
dos ladridos; debo decir que soy un material de primera... Vaya, aquí hay un gañido dirigido a
mí. (Mascullando un poema.)
35 ... No, veo que, en realidad, es «Para el zar».** De todos modos, habrá quienes digan que
me encaja, y además la mar de bien. «Madura brutalidad.» Dirán que la del zar no está madura
todavía, y que la mía sí lo está; y no sólo madura, sino que podrida. Imposible que no digan
eso; y pensarán que son muy listos. «Tal terror.» Que el zar reciba ese nombre; yo ya estoy
satisfecho. Todo este largo tiempo he sido el «monstruo»; éste era su preferido: el monstruo
del crimen. Pero ahora tengo uno nuevo. Han descubierto un dinosaurio fósil de diecisiete
metros de longitud y cuatro metros de altura, lo han montado en el museo de Nueva York y le
han puesto un cartel que dice «Leopoldo II». De todos modos, no importa, no busca uno
modales en una república. Mmm... esto me recuerda que nunca me han caricaturizado. ¿Será
que los corsarios del lápiz no han encontrado un símbolo ofensivo lo bastante grande y
desagradable que haga justicia a mi reputación? (Tras una pequeña reflexión.) No hay otra
opción: voy a comprar el dinosaurio. Y a eliminarlo. (Se tranquiliza con varios títulos más de
sección. Lee.)
Es una desgarradora historia de sufrimiento humano desde el principio hasta el fin, y es del
todo reciente.
37 Se refiere a 1904 y 1905. No entiendo cómo puede alguien actuar así. Este Morel es
súbdito de un rey, y la reverencia por la monarquía debería impedirle censurarme con tanto
ahínco. Este Morel es un reformista; un reformista del Congo. Con eso está todo dicho. Publica
en Liverpool un periódico que se llama The West African Mail, financiado con las aportaciones
voluntarias de los crédulos y los sensibles; y todas las semanas bulle, humea y supura nuevas
«atrocidades congoleñas» como las que se detallan en esta pila de panfletos. Lo eliminaré. Ya
eliminé en ese país un libro sobre las atrocidades congoleñas, cuando estaba impreso; no me
tendría que ser difícil eliminar un periódico.
38 (Estudia algunas fotografías de negros mutilados, las arroja al suelo. Suspira.) La Kodak ha
sido una auténtica calamidad para nosotros. En realidad, es el enemigo más poderoso que
hemos tenido delante. En los primeros años, no nos costaba nada lograr que la prensa
«destapara» que los cuentos de las mutilaciones eran calumnias, mentiras, invenciones de
misioneros estadounidenses entrometidos y de extranjeros exasperados al descubrir que la
«puerta abierta» del Acta del Congo de Berlín se había cerrado de nuevo en sus narices cuando
se presentaron inocentemente para comerciar; y con la ayuda de la prensa conseguimos que
todos los países cristianos desoyeran con irritación e incredulidad esos cuentos y dijeran cosas
feas sobre quienes los difundían. Sí, todo era armonioso y agradable en aquellos viejos
tiempos, y yo era considerado como el benefactor de un pueblo pisoteado y sin amigos.
¡Entonces, de pronto, llegó la catástrofe! Y me refiero a la incorruptible Kodak, ¡toda la
armonía se fue al infierno! El único testigo que, en mi larga experiencia, no he podido
sobornar. Cualquier misionero yanqui y cualquier comerciante contrariado hacía un pedido y
se conseguía una; y ahora... bueno, las fotos se cuelan por todas partes, a pesar de nuestros
esfuerzos por localizarlas y eliminarlas. Diez mil púlpitos y diez mil imprentas difunden buenas
nuevas acerca de mí todo el tiempo y niegan plácida y convincentemente las mutilaciones.
Entonces esa pequeña y trivial Kodak, que un niño puede llevar en el bolsillo, se levanta, sin
pronunciar nunca una palabra, ¡y los deja mudos de un golpe! ... ¿Qué es este
fragmento? (Lee.)
Resulta extraño ver a un rey destruir a una nación y arruinar a un país sólo por el sórdido
dinero, y única y exclusivamente por eso. La sed de conquistas es real; los reyes siempre han
ejercido ese augusto vicio; estamos acostumbrados a ella, por inveterada costumbre la
consentimos, percibimos en ella cierta dignidad; pero la sed de dinero, la sed de chelines, la
sed de centavos, la sed de sucias monedas, no para el enriquecimiento del país, sino
únicamente para el del monarca, eso, eso es nuevo. Nos repugna de modo patente, no parece
que podamos resignarnos a ella, nos ofende, la despreciamos, la consideramos zarrapastrosa,
indigna de un rey, impropia. Siendo como somos demócratas deberíamos abuchear y
burlarnos, deberíamos alegrarnos de la púrpura arrastrada por el barro, pero, por más que
podamos justificarlo, nos resulta imposible hacerlo. Vemos a ese espantoso rey, ese rey
despiadado y bañado en sangre, ese rey enloquecido por el dinero, elevándose hacia el cielo
en una soledad planetaria de sórdidos crímenes, sin parangón y separado de la raza humana,
el único carnicero por su propio lucro de toda su casta, antigua y moderna, pagana o cristiana,
objetivo adecuado y legítimo para el escarnio de los más humildes y los más privilegiados, y
para las execraciones de cuantos no albergan estima alguna por el opresor y el cobarde; y...
bueno, es un misterio, pero no queremos mirar; porque es un rey y eso nos duele, nos
desasosiega, y por un instinto atávico y heredado nos avergüenza ver a un rey degradado hasta
ese punto y rehuimos escuchar los detalles de cómo ha llegado a suceder. Nos estremecemos
y les damos la espalda cuando damos con ellos en una hoja impresa.
UN ERROR ORIGINAL
«Esta obra de "civilización" es una enorme y continuada carnicería.» «Todos los hechos
presentados ante esta cámara fueron negados primero del modo más enérgico; pero luego,
poco a poco, quedaron probados por, medio de textos oficiales y documentos.» «Se afirma
que la práctica de cortar manos es contraria a las instrucciones, pero se contentan ustedes con
decir que hay que mostrar indulgencia y que esa mala costumbre debe corregirse "poco a
poco"; y aducen ustedes, además, que sólo se cortan las manos de enemigos caídos y que, si se
cortan manos de "enemigos" no del todo muertos que, tras recuperarse, han tenido el mal
gusto de presentarse ante los misioneros y mostrarles sus muñones, todo ello es debido al
error original de creer que estaban muertos.» Del debate en el parlamento belga, julio de
1903.