Regina - Alphonse de Lamartine

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 218

et

POR

A. DE LAMARTINE

VERSION CASTELLANA

POR

JOSÉ FEITO GARCÍA

SEGUNDA EDICIÓN

MADRID
LIBRERIA DE FERNANDO Ft:: 41
CARRFRA Dz SAN JU/6MM°, N6A. 2
-
1887
; ' ' 7' rrereeV7, 7-161re
7

REGINA
4r1
ti
REGINA
POR

A. DE LAMARTINE

VERSIÓN CASTELLANA

POR

JOSÉ FEITO GARCÍA

SEGU NA

MADRID
IMPRENTA DE FORTANET
CALLE DE LA LIBERTAD, M. 29

1887
ES PROPIEDAD
1.

ASIA en el cuerpo del cuartel mi-


litar del rey, donde mi padre me
hizo servir algunos años, un joven
bretón, cuya belleza, juventud y cordialidad
fuerte y sencilla, carácter de esta noble razä,
me hablan atraído. También él se sintió ins-
tintivamente atraído hacia mí. Estábamos en
esa época de la vida en que las amistades se
funden pronto; no se razona á sus atractivos.
Se ie, se gusta, se habla, se confía recípro-
camente. sus pensamientos; si están confor-
mes, se aislan juntos en, la muchedumbre, se
6 REGINA.

alejan con pena, se encuentran con placer


felicidad, se buscan, se aficionan y siendo dos
se hacen uno. Así era como yo estaba liga-
do fraternalmente con este camarada de vi-
da. Teníamos lös mismos gustos militares y
literarios, el mismo sentimiento de la poesía,
las mismas atracciones hacia la póca soledad
que nos permitia la vida de guarnición en
provincias 6 de cuartel en Parii, las mismas
costumbres de familia, las mismas opiniö-
nes de nacimiento. ül me hablaba de su mar,
yo de mis montafias. Saliendo de la minio-
bra, dábamos juntos largos paseos pensando
siempre en los verdes Valles, oscuros y mo-
nótonos de la trivial Picardia. Algunös me-
ses después nos tratábamos como hermanos;
él sabía todos mis secretos, yo todos los su-
yos; no hubiese sido considerado como' ex-
&alío en su familia, si la suerte ó la desgra-
cia me hubiera hecho ir á la puerta de su
A. DE LAMARTINE. 7

casa; y él habría igualmente reconocido á


mi padre, á mi madre y á mi hermanas por
los retratos que le hice de ellos.
El padre de Salustio había emigrado á
Inglaterra con su mujer, su 110 y su hija,
todavía en la cuna, después de los reveses
primeros de la Vend6e. Sus bienes fueron
confiscados. Un tío suyo, eclesiástico, viejo,
rico y provisto de un empleo importante en
Roma, en la cancillería. del Vaticano, llamóJ
á Jtalia al padre de Salustio y á su familia. Se
establecieron en Roma. El tío se murió *de-
jando su palacio, una quinta cerca de Albano
y una fortuna considerable en dinero á su
sobrino. Este sobrino, padre de mi amigó,
se había, así, completamente desnacionaliza-
do: se había vuelto romano. En el momen-
to de la entrada de los Borbones en Francia
pósose en camino para venir á reivindicar
su patria, su título y la recompensa de_ su
8 REGINA.

destierro. Dejó en Roma á su mujer y á su


hija; trajo á París á su hijo y le colocó en el
mismo cuerpo donde yo había sido colocado
por mi padre. De allí fué á Bretafia, recu-
peró los bosques no vendidos y compró á
bajo precio, á un adquiridor que no se con-
sideraba sino como depOsitario, el viejo cas-
tillo de sus padres. La muerte le aguardaba
en el sitio de su nacimiento. Cazando con
antiguos camaradas en sus bosques paterna-
les, tan felizmente recuperados, cayóse
caballo y le precipitó contra uno de los ro-.
bles de un paseo. Salustio fué á rendir los
últimos deberes á su padre, á tomar posesión
de la mitad de su herencia; después volvió
á despedirse de mí en Beauvais, y de allí
partió, para reunirse con su madre y su her-
mana, Roma. Su marcha me dejó profun-
damente triste, y esto fué una de las causas
que me hicieron bien pronto abandonar el
A. DE LIMARTINE. 9

oficio de soldado, fastidioso en tiempo de


paz. Pero como yo, su joven compatriota,
había sido su primera amistad, esta amistad
había también arrojado una profunda raíz
en su corazón. Mi recuerdo formaba, desde
entonces, parte de su vida. Teníamos una.
correspondencia interesante; vivíamos ver-
daderamente en dos lugares a la vez, él don-
de yo estaba, yo en Roma con él. Esta corres-
pondencia formaría un volumen, y demostra-
_
ría en este joven, mezcla de bretón y de ro-
mano, una de esas naturalezas mixtas, curio-
sas de estudiar, heróica y valiente por el co-
razón, artista y contemplativa por el senti-
miento: dos patrias encarnadas en un mismo
hombre. Este contraste era lo que me atraía
hacia él, porque yo encontraba de ello un •

débil reflejo en mí mismo. Las grandes na-.


turalezas como la suya son . dobles. Dad dos

patrias S, un nifio, le daréis dos naturalezas.


lo REGINA.

Júzguese por los fragmentos de las cartas de


Salustio que han escapado á los azares de
los arios y que he encontrado colocadas en
el viejo armario de la biblioteca de mi tío,
donde yo las arrojaba después de haberlas
leído y releído.
II.

ODO esto era necesario decirlo para


hacer comprender uno de los via-
jes inadvertidos y una de las des-
apariciones más misteriosas de mi juventud.
Locura ó abnegación, poco importa; lo que
es hecho, hecho está; lo que se ha dicho, di-
cho queda. Las confidencias son las confe-
siones de la amistad, y á la amistad corres-
ponde también absolverlas.
lan NA tardede los últimos días del
mes de Julio, entrando á caballo,
mi fusil en bandolera sobre mis
hombros, en la gran pradera desierta que Se
extendía entre dos aquinconces) (1) de tilos
ante la puerta ,del castillo de mi tío, quedé
muy sorprendido al encontrarme con un
postillón del vecino correo Pont-de7Pany,
que entregóme una carta inuy compacta,

(i) Disposición de un plantel puesto á distancias iguales en


linea recta, que presenta muchas calles de árboles ei; diferentes
sentidos; también se le da el nombre de tresbolillo. (N. del T.)
14 REGINA.

escrita en la posada del pueblo, pidiéndome


contestación.
Sin bajarme del caballo, abrí la carta y la
leí. Estaba en italiano, idioma que mi larga
estancia en Italia me había hecho tan fami-
liar como mi lengua materna. Ha aquí la
traducción:
«Dos señoras procedentes de Roma, in-
formadas por el Conde Salustio*** de que su
amigo está en el castillo de Urcy, le ruegan
tenga la amabilidad de venir á Pont-de-Pany,
donde le aguardan en la posada, no teniendo
más esperanza que en él. El nombre, qui-
zás, no le será desconocido; pero están con-
vencidas de que su calidad de extranjeras y
fugitivas bastará para asegurarles su interés
y su bondad.
CONDESA LIVIA D***
Y SU nieta, PRINCESA REGINA C***.»
IV.

r Ecomoci en seguida los dos nom-


bres que llenaban las cartas de Sa-
lustio. Solamente que no me daba
yo cuenta de su llegada á Francia, de su es-
tancia en una posada campestre, en un camino
indirecto á Borgofia, y por último con el
título de fugitivas como aquellas añadían en
su escrito. Mi tío, á quien las campanillas
del caballo del «postillón» habían atraído á
la puerta del vestíbulo, se sonreía con finura
, y bondad al ver mi fisonomía asombrada y la
atención con que yo leía y releía aquella carta.
16 REGINA.

—Nada de misterios conmigo,—me dijo


chanceándose buenamente,—los héroes ro-
manos tienen siempre necesidad de un con-
fidente. Conocí en mi tiempo ambos papeles.
No pienso sea el primero el que vengan á
ofrecerme esas maravillosas bellezas errantes,
de las que el postillón ha hablado .bebien-
do su vaso de vino; tú quieres darme el
segundo, seré discreto, es la virtud de la
indulgencia.
—Os juro— le dije,— que no hay en
esta carta ningún misterio que me co' ncier-
na. Reprocháis á menudo mi melancolía y
sabéis la causa. Mi corazón es incapaz de
corregirse por ningún encanto en la tierra.
Me mostró con un dedo el tilo enorme y
espeso bajo cuya sombra había parado mi
caballo.
—Mira bien este tilo—me dijo—es más
viejo que tú, ¿no es esto?
A. DE LAMARTINE.

—Sí.
—Pues bien, le he cortado cinco veces en
veinte arios, y tiene más savia y más ramas
que cuando llegué aquí.
—Sí —le reipondí tristemente;— pero
esto, es un árbol y yo soy un hombre. En-
sayad á hendirle la corteza y quemarle la
médula y ¡ved si reflexiona!
Entramos hablando y chanceando de este
modo, él de buen humor, yo gravemente.
Envié al postillón con un billete, dicien-
do que el nombre de mi amigo Salustio era
un talismán para mí, y que yo bajaría casi
tan pronto como el mensajero ä la posada.
No me entretuve más que el tiempo de
volver á montar á caballo, y galopé por
un sendero de los bosques que abreviaba la
mitad del camino, para llegar antes de la
noche á Pont-de-Pany.
,

,
y

ESCENDf del caballo. Un correo


italiano, de magnífica librea, me
condujo por el patio hacia un pa-
belloncito aislado, lindante con los prados y
formando parte de la posada. Tenía esta
dos 6 tres habitaciones para los viajeros de
distinción que la noche sorprendía á menudo
en aquel sitio, al pie de la montafia de Som-
bernon, donde no era grato aventurare en
las tinieblas. El correo me anunció á una
criada 6 nodriza vestida como las aldeanas
de Tívoli, traje que me hizo latir el cora-
20 REGINA.

zón, porque me recordaba á Graziella.


Aquella mujer, ya de edad, me abrió la
puerta del aposento de sus amas, y entré.
Exhalé un grito, entrando y apercibiendo
la radiante hermosura de la joven princesa
que se levantó para recibirme. ¡Qué razón
tenía mi tío al afirmar que, si el corazón crea
algunas veces la belleza, esta también es
capaz de crear un nuevo corazón qüe quede
envuelto en destellos semejantes! Es preciso
que intente ä lo menos describir la escena,
que nunca se ha borrado de mi imaginación
á pesar del tiempo transcurrido.
El cuarto era vasto, amueblado como de
posada de pueblo, con dos grandes lechos de
cortinas azul-cielo, bancos de madera, cajo-
nes de coche, chales y mantas de viaje, cu-
biertos de polvo y arrojados sobre las sillas
la alfombra. Una sola ventana dejaba ver
la anchaextensión de las praderas; los últi-
A. DE LAMARTINE. 21

mos rayos del sol alumbraban el cuarto y


las figuras con ese fulgor polvoroso y cálido
que parece una lluvia de oro sobre la cima
de los árbciles y de los horizontes. Ese ful-
gor caía, á través de la cortina azul entre-
abierta, en diadema radiante sobre la parte
superior de la cabeza, sobre el cuello y sobre
los hombros de la joven. Era alta, esbelta,
atrevida en sus maneras; pero sin ninguna
de esas fragilidades demasiado delicadas
de esas flaquezas cencefias que despojan de
su encarnación á las jóvenes de 16 á 18 afios
en nuestros climas tardíos del Norte. Su ta-
lle, sus brazos, sus hombros, su cuello, sus
mejillas, estaban revestidos de esa redondez
del mármol que dibuja la plenitud de la vida
en la estatua de Psychis, de Canova. Nada
se inclinaba, aunque todo era ligero y aéreo
en su talle. Era el aplomo, sobre la punta
del pie, de la bailarina' que eleva sus brazos
2 2 REGINA.

para tocar las castañuelas sobre la arena de


Castellamare. Estaba vestida de seda negra,
como todas las italianas de aquel tiempo. No
tenía, sobre este sencillo traje, ni chal ni fisú
que escondiesen sus hombros 6 que impidie-
ran al tejido apretado de seda dibujar, como
un vestido húmedo, los contornos de su
-
cuerpo. La falda era corta, como si la que
la llevase hubiera crecido desde que fué
hecha; dejaba dibujar y reposar sobre la al-
fombra dos piés un poco mayores y algo
menos esbeltos que los de las francesas. Es-
tos piés no llevaban botas; flotaban en liber-
tad en unas chinelas de tafilete amarillo,
revestidas de pajuelas de acero y bordadas
por ribetes de diversos colores. Su cuello es-
taba enteramente desnudo; una gruesa ca-
melia sostenida por una cinta de terciopelo
negro, realzaba sola su brillante blancura.
Fuera efecto del sol rozando su frente desde
A. DE LAMARTINE. 23

lo alto de la ventana, fuera efecto de la emo-


ción y del pudor con que la presencia de un
desconocido, y lo que tenía que decirme, la
agitaban de antemano, fuera naturaleza inun-
dada de vida, toda la coloración de su per-
sona parecía haberse concentrado en su
rostro.
Cuanto á la expresión de sus ojos, de un
azul tan oscuro como las aguas de Tívoli
en su abismo, de su boca, cuyos pliegues
graves y un poco pesados parecían á la vez
envolver y desarrollar su alma, de aquella
dulzura que arrojaba, y de aquella verdadera
majestad que tenía dirigiéndose hacia mi, no
trataré jamás de describirla. La luz no se
describe, se la siente. Una redecilla de seda
carmesí, como la.que llevan las mujeres del
Mediodía: en su cabeza cuando van de viaje
ó están en casa, envolvía sus cabellos. Pero
las anchas mallas de la cofia, desgarradas en
2 4 REGINA .

muchos sitios por el roce del carruaje, deja-


ban escapar bucles espesos, aquí y allá, y
dejaban ver su flexibilidad y su color. Estos
cabellos eran rubios, pero de ese tinte que
recuerda el tallo de la paja de trigo calcina-
do y bronceado por el mes de la canícula en
las llanuras de la campiña de Roma; rubio
que es un reflejo de fuego sobre las cabelle-
ras del Mediodía, como es un reflejo de
hielo sobre las cabelleras del Norte. Sus ca-
bellos, á su extremidad, cambiaban de color
como los de los niños; sujetos al final de su
cabeza, bajo la redecilla, por una cinta de
fuego, formaban una especie de diadema na-
tural, sobre la cual brillaba el sol. Tal se
adelantaba hacia mí la princesa Regina. Yo
no supe si había más deslumbramiento que
ternura en sus facciones. Quedé inmóvil y
como asfixiado de admiración.
VI.

L lado de ella, sobre un colchón


extendido en el suelo y cubierto
por una piel blanca atigrada de
negro, reposaba, la cabeza apoyada sobre un
codo, una mujer de edad envuelta en un
manto de terciopelo oscuro. Su rostro, aun-
que afectado y plegado por grandes arrugas
sobre sus mejillas y hacia la barba, conser-
vaba la impresión de una gran belleza des-
aparecida, pero que deja su sitio visible to-
davía en la figura.
Una nariz modelada como por el cincel
de un escultor; unos ojos negros, grande-
26 REGINA.

mente rasgados bajo las arcadas de las cejas;


una boca plegada en ambos bordes, pero
cuyos labios guardaban grandes rasgos de
gracia y fuerza; unos dientes de nácar; una
frente ancha y mate,. dividida por la sola
arruga del pensamiento; bucles de cabellos
negros, apenas veteados de blanco,' saliendo
á grandes ondas de una redecilla oscura, y en-
roscados como culebras sobre el hueco de sus
sienes; un aire lánguido y enfermizo en los
tintes de la piel, en la apatía de las posiciones
y en el timbre hueco y cascado del acento: tal
era la Condesa Livia D***, abuela de la joven.
Se levantó con esfuerzo sobre el codo á
mi aparición en el cuarto: seguía con la vis-
ta la fisonomía y los movimientos de su nie-
ta, como si la una hubiese sido el pensamien-
to, la otra la acción y la voz de aquella es-
cena. Veíase que toda el alma de la abuela
no estaba en ella, sino en su nieta.
VII.

ABALLER0,—me dijo en italiano la


joven, con voz temblorosa y con
timbre tan sonoro y tan perlado,
que creíase, escuchándola, oir correr« perlas
en una taza,—soy la Princesa Regina, y hé
aquí á la Condesa Livia, mi abuela. Sé por
el que es vuestro amigo y para mí todo...,
que el nombre de Salustio basta para toda
presentación de V. a nosotras y de nosotras
á V. Sabe V. nuestra vida por sus cartas;
conocemos á V. por las suyas; no tiene se-
cretos para nosotras; V. no los tiene para el.
28 REGINA.

Nos conocemos, pues, aunque no nos haya-


mos visto nunca, como si yo fuera Salustio y
como si V. fuera yo. Suprimamos el tiempo
y las ceremonias entre nosotros,—afíadió
aproximándose vivamente hacia mí como
si hubiese sido mi hermana, y, tomándome
la mano entre las suyas, tan bellas como tem-
blorosas,—seamos tan amigos en una hora
como si lo fuéramos hace diez años. ¿De qué
sirve el tiempo,—dijo todavía con un peque-
/10 gesto de impaciencia en que brillaba la

energía de su voluntad,—de qué sirve el


tiempo si no sirve para amarse más pronto?
Dicho esto, enrojeció como un carbón so-
bre el que el viento acaba de soplar en el
hogar que vive. Sonreí, me incliné, balbuceé
algunas palabras de placer, de devoción, de
servicios á toda prueba y de amistad para
Salustio, que había tenido razón de ver en
mí á otro como él. La anciana seriora hacía,
A. DE LAMARTINE. 29

á todo lo que decía su hija y á todo lo que


yo respondí, movimientos de cabeza de apro-
bación y exclamaciones de asentimiento. Re-
gina se colocó á sus piés, al borde del col-
chón, y yo tomé una silla, en la que me sen-
té ä cierta distancia de aquel admirable
grupo.
nnn
VIII.

UES bien, vamos á decirlo todo en


dos palabras,—exclamó Regina le-
vantando sus hermosos ojos hú-
medos hacia mí, como para interrogarme ó
doblegarme.— Pero desde luego,—replicó
interrumpiéndose, como si hubiese come-
tido una ligereza,—qué loca soy!—dijo,—
tengo una carta para V. y ¡no se la he
dado!
Diciendo esto sacó de su seno una hoja
de papel plegada por la mitad, y me la en-
tregó, caliente aún por su vestido. El papel
32 REGINA.

no estaba sellado, le abrí. Reconocí la mano


de Salustio y leí:

«Fortaleza de***, Estados romanos.

La que te entregará este papel es más


que mi vida. Estoy preso; pero me sentiré
libre si al menos lo fuese ella. Va á Francia
á esconder su existencia y su nombre. No
puedo dirigirla más que á ti; . escóndeme mi
tesoro, y sé para ella lo que hubieras sido
para tu amada.
SALUSTIO.»

No quedé de ningún modo sorprendido


de esta carta, ni de la prisión de Estado en
que estaba fechada. Las cartas precedentes
de Salustio me habían preparado bastante
para alguna catástrofe de este género. Sin
embargo, hice una exclamación de dolor más
que de asombro.
A. DE LAMARTINE. 33

—¡Ay! sí—dijo la anciana,—¡salvándo-


nos se ha perdido él! Pero, ¡paciencia! el
proceso se juzgará; tengo amigos todavía
entre los jueces. La justicia triunfará, no
dudo de ello.
—¡Y el amor!—exclamó la joven besan-
do un retrato que se hallaba incrustado en
un brazalete del brazo de la condesa, y en
el que reconocí á Salustio.
Entonces me contaron, una después de
otra, y á menudo las dos á la vez, el des-
enlace de una pasión de la cual yo conocía
ya todas las fases por la correspondencia de
mi amigo. Torrentes de lágrimas fueron
vertidos durante aquella relación por las dos
extranjeras. Yo, apenas podía contener las
mías. Concluyeron por implorar mis conse-
sejos, mi dirección y mi apoyo, durante el
destierro al cual las condenaba su infortunio.
Si el carifío y la piedad no hubieran bastado
3

REGINA.
34

para encomendarme la más absoluta devo-


ción á su suerte, la maravillosa hermosura
de Regina no me habría dejado ni siquiera
la facultad de titubear. Su mirada, su voz,
su sonrisa, sus lágrimas, el torbellino de se-
ducción con el cual arrastraba y subyugaba
todo lo que se acercaba á ella, no me hacían
sentir sino la dicha de entregarme al mismo
tiempo á un deber y á una atracción. No
me hallaba enamorado; el estado de mi
alma, el deber hacia mi amigo cautivo, ha-
brían hecho un crimen del solo pensamiento
de amarla. Pero yo estaba mucho más que
enamorado. Sus miradas habían absorbido
mi voluntad. Me había sentido penetrar en
aquella atmósfera de destellos, de languidez,
de fuego, de lágrimas, de esplendor y de
melancolía, de claridad y de sombra, que
envolvía aquella maga de 20 arios. La hu-
biera seguido involuntariamente, como la
A. DE LAUARTINE. 35

hoja seca al viento que corre. Un amigo, un


salvador, un hermano, un complaciente, un
esclavo, un mártir, una víctima voluntaria,
todo podía hacer de mí, todo, ¡excepto un
amante!
Lo quiso y lo hizo.
Comí con las dos extranjeras, quedé mu-
cho tiempo todavía después á la ventana que
daba á los prados y que alumbraba una her-
mosa luna, hablando en voz baja con Re-
gina de su amor y de mi desgraciado amigo.
Su abuela, enferma y siempre echada en el
colchón, gemía y suspiraba en la sombra del
cuarto ante la horrible perspectiva de morir
en el extranjero, ¡dejando á su nieta á mer-
ced del destierro 6 de la tiranía que quería
oprimir su corazón! Yo la consolaba con la
esperanza de la libertad, que sin duda da-
rían bien pronto á Salustio, y por mis pro-
testas de consagrarme á su infortunio pasa-

36 REGINA.

jero. Rodaron diferentes ideas en nuestros


esplritus, sin fijarnos en ninguna. Ultima-
mente las persuadí descansasen toda la ma-
ñana del siguiente día en Pont-de-Pany,
para que dicho descanso diese fuerzas á la
condesa; les prometí volver por la tarde á
ponerme á sus órdenes para seguirlas allí
donde hubieran decidido irse á establecer.
Dije á la anciana me mirase como ä un hijo
y á Regina se fiara en mí como en un her-
mano. Encontrando en mis labios las pala-
bras y el acento de su patria, que yo con-
servé desde mi larga estancia en Roma,
creían hallar su cielo y naturaleza. Me des-
pedí de ellas y volví á subir lentamente, con
la vista ofuscada, el oído zumbante, el cora-
zón turbado, las profundas y siniestras gar-
gantas que serpentean de Pont-de-Pany al
castillo de Urcy. Mi tío dormía ya hacía
bastante tiempo.
IX.

uANDo se despertó, le conté la es-


cena de.la víspera y la resolución
que había tomado de consagrarme
á las dos extranjeras. Hizo ademán como
de creerme, pero yo veía bien en sus sonri-
sas que en el fondo no me creía tan desin-
teresado con aquel encuentro, como lo esta-
ba efectivamente. Fuese lo que quisiera, no
se enfadaba nunca por nada; era la indul-
gencia por naturaleza en la reflexión, sobre-
poniéndose á la inutilidad de las severidades.
—Haz lo que quiexas—me dijo—hé ahí

38 REGINA.

el cajón de mi «secrétaire;» toma de él con


mesura, pero con libertad. Si es un amor, el
tiempo lo curará; si es una amistad, lo podrá
cambiar muy bien. Tú eres muy joven para
ser el tutor de una mujer tan bella como
pintas á tu italiana; guarda bien tu corazón;
¡nunca está más cerca de' despertarse .que
cuando duerme!
Lo afirmé: tenía miedo hasta del nombre
de amor. Le enserié algunas de las cartas de
Salustio. Le volví á contar toda la historia de
la pasión de aquellos dos corazones predes-
tinados, por decirlo así, el uno para el otro.
Pero me apercibo demasiado tarde, reco-
giendo y completando estas notas, que no
he dado á conocer la historia de estos dos
amantes. Voy á restablecerla aquí, gracias á
las cartas de Salustio, que existen casi todas
en el gran cofre de papeles que he traído de
los restos de la biblioteca de Urcy.
X.

E dicho que los padres de mi ami-


go habitaban en Roma desde la
conclusión de la guerra de la Ven-
dée; tenían un hijo y una hija. Eran ricos;
estaban atenidos á los Estados romanos por
su palacio de Roma, y por tierras de grande
extensión, pero de poca renta, en los Abruz-
zos. Sus hijos eran poco mas ó menos de la
misma edad. La hija llamábase Clotilde. El
hermano y la hermana se parecían como dos
gemelos. Este parecido, que había sido á

40 REGINA.

menudo el encanto y la alegría de sus pa-


dres durante su primera infancia vino á
ser más tarde fatal á Salustio . Véase
XI.

UANDO SU hija Clotilde hubo lle-


gado á la edad de doce ó trece
dios, los padres de Salustio la pu-
sieron en uno de aquellos numerosos con-
ventos de Roma, de donde las hijas de las
casas nobles de Italia no salían mas que para
casarse. El convento, resto de un gran mo-
nasterio de monjas, reducido por la revolu-
ción á un pequeño número de religiosas, no
contaba más que tres ó cuatro de ellas, vie-
jas y enfermizas, y siete ú ocho jóvenes de
las grandes casas del Estado romano. Dos

REGINA.
42

solamente, de entre estas alumnas, llegaban


á la adolescencia; eran Clotilde y Regina.
Las otras eran niñas de siete á ocho arios.
Esta aproximación de edad y aquella dife-
rencia de patria, en medio del aislamiento
que la superioridad de los años creaba entre
las dos jóvenes, debían, por naturaleza,
acercarlas más estrechamente. No tardaron
en contraer una de esas amistades apasiona-
das que hacen el encanto y el consuelo de
las soledades, donde los corazones nuevos
encuentran otros corazones como ellos para
recibir y cambiar sus primeras confiden-
cias.
El convento estaba situado en el barrio in-
menso y desierto de la Longara, que se ex-
tiende de Transtevero hasta detrás de la co-
lumna de San Pedro. Es una calle sin fin, cu-
yas fachadas son, alternativamente, palacios,
monasterios 6 casas de un aspecto miserable,
A. DE LAMARTINE.
43

en otro tiempo habitadas por numerosas fa-


milias pobres, relacionadas por sus funciones
á los altares, á. las sacristías y al cuidado de la
Basílica, capital del catolicismo. En el tiem-
po de que hablo, estas casas parecían desier-
tas 6 pobladas solamente de viejos, de po-
bres mujeres y de indigentes. Entrando en
aquella calle, de la que se comprendía el an-
tiguo esplendor por algunos frontispicios
admirables de iglesias, y por la arquitectura
deteriorada de algunos grandes palacios, se
experimentaba una de esas impresiones que
no se conocen mucho en el Norte de Euro-
pa, una tristeza oriental, una melancolía en
la luz, una consternación resplandeciente
que oprime el corazón sin que se sepa por
qué. Era el contraste de un cielo azul y
limpio como el lapizlazuli, reverberándose
sobre tejas rojas y ardientes empedrados; eh
una soledad y en un silencio que daban al
44 REGINA.

día algo como la vaga inmensidad y el te-


rror de la noche. He tenido, á menudo, que
recorrer de una extremidad á otra esta larga
avenida de paredes brillantes, en medio del
día, sin distinguir á un solo sér moverse en
toda su extensión y sin oir un solo paso re-
sonar sobre su pavimento. Algunos gatos
lastimeros atravesando precipitadamente la
calzada y deslizándose de una guardilla á
otra; un asno abandonado y cargado con su
albarda, paciendo hierba de entre las hendi-
duras del umbral de los palacios; de vez en
cuando una de las maderas de los balcones,
todos uniformemente cerrados, abriéndose,
empujada por el brazo desnudo de alguna
mujer invisible, después cerrándose 'sin rui-
do en el vacío ó sin interrumpir el silencio
que existía ; largas cuerdas tendidas de una
ventana á otra, en donde las lavanderas ex-
tienden su ropa sucia y las pobres madres
A. DE LAMARTINE. 45

sus harapos, para secarlos al sol; en el fondo


de la calle, las largas sombras llevadas de la
columnata de San Pedro, parecidas á las os-
curidades de un bosque misterioso de pie-
dras; y, por encima, en el cielo, la cúpula,
descollando sobre el fondo del firmamento
su conjunto, sus galerías aéreas, y su última
balaustrada bajo la cruz; parecía el balcón
del palacio de un dios : hé aquí la austera
fisonomía de este barrio de Roma. Si una
de aquellas puertas se abre cuando pasáis, y
echáis una mirada al interior de aquellos
edificios, veréis grandes patios en donde el
sol cae sobre las losas del suelo, sobre las
conchas de las fuentes ó los mármoles de las
estatuas introducidas en los nichos de las fa-
chadas; y en el fondo del patio, grandes jar-
dines en pendiente rígida, cortados por gra-
derías de mármol y plantaglos generalmente
de altos cipreses, que se extienden como en
46 REGINA.

el jardín papal del Vaticano hasta los muros


de ladrillos mellados y tapizados de yedra
de las defensas de Roma. Tal era la Lon-
gara.
XII.

L convento, que he visitado des-


pués con Salustio, no consistía más
que en una gran casucha baja, ca-
lada por siete ú ocho ventanas de semicir-
culo, enrejadas de hierro, con una gran ta-
pia, abierta solamente por una puertecita
que impedía apercibir la calle. Detrás de
este ala deteriorada del antiguo monasterio,
veíase un montón de ruinas, cubierto hasta

la mitad por vegetaciones parietarias, algu-


nos muros todavía en pié, agujereados,
y grandes ventanas sin marcos por las que

48 REGINA.

se descubría el cielo; un jardín casi incul-


to subía por detrás de las ruinas del con-
vento demolido hacia las murallas en ancha
avenida, antiguamente empedrada, ahora
tapizada de altas hierbas secas ; bajo los
mismos muros, otra avenida transversal y
casi siempre en la sombra, serpenteaba si-
guiendo la curva de los baluartes. Había, á
los dos extremos, una estatua de santa, en-
verdecida por la humedad de las yedras y
de los musgos de la muralla. Era el paseo
habitual de las religiosas y de las jóvenes
reclusas del convento arruinado. Descen-
diendo hacia la calle, apercibíase un largo
cláustro exterior, cuyo techo en forma de
terraza, sostenía columnitas de mármol
blanco. Dicho cláustro servía de camino á
una capillita de hermosas piedras amari-
llas como las de San Pedro de Roma. Dos
ángeles de mármol negro, semi-echados
A. DE LAMARTINE. 49

sobre la cornisa de la fachada principal


y tendiéndose los brazos, como para ayu-
darse S. llevar un peso, unían sus manos
para elevar un cáliz. Las puertas-ventanas
de las celdas de las religiosas y celdas de las
dos alumnas de mayor edad, abríanse sobre
la terraza, cerrada por el techo plano del
clá.ustro. Una estatua de la Virgen, teniendo
su /lirio como para amamantarle, sostenía,
bajo el cláustro mismo, una fuente alimen-
tada por una derivación de la inmensa cas-
cada de Aqua Paulina que, murmurando
día y noche, bajo las bóvedas, llenaba aque-
lla soledad con el único ruido de existencia
que se 'oyó en aquel silencio de los vivos.
Tal era el monasterio habitado por las
dos amigas.

4
X II I.

UNQUE Clotilde tenía algunos me-


ses más de edad que Regina, el
desarrollo del cuerpo y del alma,
más rápido en las jóvenes del Mediodía,
aunque estén desarrolladas á la sombra, ha-
bía borrado toda distancia entre ellas. Sus
ideas y sentimientos estaban al mismo nivel
que sus frentes. Apenas pasaron algunas se-
manas juntas, cuando sus nacientes impre-
siones se cambiaron entre ellas, como entre
dos hermanas que se hubieran sustentado
de la misma leche en el seno de una misma

52 REGINA.

madre. Sus familias, sin estar en relaciones


de sociedad habitual, se conocían de nombre
y se hallaban en los mismos salones de car-
denales 6 príncipes romanos. Cuando la ma-
dre de Salustio venía á visitar á Clotilde al
locutorio, pedía ver también á Regina.
Cuando la abuela de Regina, la condesa Li-
via, venía, más frecuentemente aún, á pasar
largas horas con la superiora y con la hijita,
no dejaba nunca de llamar á la joven fran-
cesa. Acostumbrábanse así, dentro y fuera,
á considerarse como de una misma familia.
La intimidad de una y otra aumentaba.
Todo les parecía indivisible entre ellas, in-
fancia y juventud, convento y mundo, edu-
cación y vida.

481»
XIV.

E ha visto, por el retrato de Regi-


na á los 19 arios, lo que debía ser
su figura á los 14. En cuanto á
Clotilde , no la he visto nunca; no conocía
de ella más que los retratos que su hermano
me hacía á menudo de su figura, y por el
prodigioso parecido que tenía, decía, con él.
Me la dibujaba como una joven más italiana
por naturaleza y caracteres que Regina, con
los ojos negros, frente pálida, cabellos lisos
y oscuros, labios serios, expresión pensativa
y firme; juiciosa ante la edad, triste ante el

54 REGINA.

dolor, elocuente ante la pasión, un presenti-


miento encarnado de la vida, del amor, de
la muerte, la sombra de una estatua proyec-
tada por el sol sobre la losa de una tumba
del Vaticano. Su mirada, me decía, atrave-
saba lo que miraba; su palabra esculpía, por
el contrario, aquello que había visto 6 sen-
tido. Se grababa asimismo en la memoria de
los que le habían visto una sola vez, corno
si hubiera habido una maga en la joven.
Pero esta magia, añadía, no era el terror, era
el atractivo; se la adoraba mirándola.

wees,
XV.

STABA ya en el monasterio hacía


algunos meses, cuando Regina fué
llevada por su abuela para acabar
su educación. Regina, mimada y adulada
hasta allí por esta úl tima, y espantada por
el hábito y la vejez de las religiosas, se echó
naturalmente por instinto en la idolatría de
su sola compariera Clotilde. Las distraccio-
nes de los estudios de mujeres en un cláus-
tro semidesierto de Italia, no eran de natu-
raleza á ocupar mucho las imaginaciones ac-
tivas de dos recluso de su tiempo. Se sabe

56 REGINA.

lo que era entonces la vida de aquellos con-


ventos: ceremonias religiosas más propias á
fanatizar los sentidos que á edificar las al-
mas, perfumes, cuadros, flores, cantos en la
capilla, libros místicos, procesiones, rosarios
sin fin y sin ideas, prácticas infantiles, cos-
tumbres austeras, recogimientos exteriores,
meditaciones marcadas al reloj á diferentes
horas del día; un poco de música y de poesía
santa enseriadas á las alumnas por maestras
afiliadas á la casa; lentos paseos en el recinto
enclaustrado, largas soledades impuestas á
las novicias en sus celdas; la distracción de
algunas visitas de dignatarios de la Iglesia,
protectores del convento; los sermones fami-
liares de algunos predicadores célebres de la
parroquia en cuaresma y los advientos; la
monotonía en el vacío, la importancia en la
nada, un sensualismo piadoso santificado por
el misticismo: lié ahí la educación de Italia
A. DE LAMARTINE. .57

y España entonces. No había noviciado más •


propio para anular todas las facultades razo-
nables, y para encender ó extraviar una sola:
la imaginación. También era el efecto ordi-
nario de aquellas reclusiones de las jóvenes;
piedad en las costumbres, vacío en el espí-
ritu, pasión en el corazón. Tales salían de
allí estas verdaderas orientales de Europa,
para entrar con la ignorancia y la puerili-
dad de los claustros, en la libertad y volup-
tuosidad de la vida.
Pero Clotilde, antes de entrar por circuns-
tancia en este convento, á causa de una au-
sencia de su padre y una pesada enfermedad
de su madre, había recibido ya, en la casa
paterna, una educación muy superior a la
sombra de educación enclaustrada. Sus pa-
dres, una institutriz traída por ellos de In-
glaterra ä Roma, la habían enseriado feliz-
mente, y casi por encima de la medida de su

58 REGINA.

edad, todo lo que comprende en París ó en


Londres, la educación de una joven perfecta.
Había estudiado historia; había recibido los
principios de las artes; había leído, por frag-
mentos, los grandes poetas traducidos de la
antigüedad; hablaba tres lenguas sin haber-
las estudiado más que por el uso; la francesa,
la inglesa y la italiana. Había oido, en casa
de sus padres, conversaciones serias de hom-
bres distinguidos de las tres naciones, conver-
saciones que los nifios no parecen escuchar,
pero que retienen. Los mismos emigrados
franceses eran atrevidos innovadores en com-
paración á las ideas y costumbres de la Italia
enclaustrada. Clotilde, aunque piadosa como
su madre, cerníase, aunque joven, sobre la
ignorancia y puerilidad de las devociones de
su cláustro.
Había llevado al convento algunos tomos
escogidos entre sus mejores libros de educa -
A. DE LAMARTINE.
59

ción ingleses y franceses, que las religiosas


romanas admitieron sin entenderlos, y en los
cuales se instruía 6 embelesaba, para preser-
varse de la ociosidad y del contagio de chis-
mografías de aquel pequeño mundo secues-
trado á toda idea. Su ejemplo y su conversa-
ción instruían más á Regina que las fastidio-
sas lecciones de las religiosas, ignorantes como
niñas con cabellos blancos. N 41

Clotilde experimentó por Regina, al pri-


mer golpe de vista, la misma inclinación na-
tural que había sentido Regina hacia la jo-
ven francesa. La maravillosa hermosura de
la italiana fué como un rayo de luz flotando
sobre los muros de su celda; bien pronto su
corazón siguió sus miradas. La hermosura,
sobre todo cuando está compuesta de ese
misterio que se llama encanto, no penetra
solamente de la frente de la mujer á la mi-
rada del hombre: impresiona con diferencia,
6o REGINA.

pero impresiona también los ojos y el cora-


zón entre bellezas jóvenes del mismo sexo;
produce en los hombres el amor, en las mu-
jeres la admiración y la atracción del alma.
La belleza es un don desconocido y una po-
tencia mágica. No es permitido á ningún sér
viviente escapar de ella. Ser hermosa, es
reinar.
Las dos jóvenes sintieron la una por la
otra esa potencia oculta de la diversa hermo-
sura, pero deslumbrante en ambas. Esa di-
versidad misma, ó esa oposición de belleza,
concentrada en Clotilde, radiante, trasparen-
te, explosiva, por decirlo así, en Regina, fué,
quizás en su ignorancia, una de las causas
que las atrajo más y más hacia sí. Los con-
trastes se atraen, porque se completan. Su
amistad vino á ser el único sentimiento de
existencia que había en aquella soledad. Las
pequeñas que les sucedían eran demasiado
A. DE LAMARTINE. 61

niñas, las religiosas estaban gi edad avanza-


da, y demasiado sumergidas también en sus
fruslerías y prácticas para ofrecer alguna
ocasión de amar á aquellas dos almas de ca-
torce y quince arios. Se sentían rechazadas
simpáticamente la una contra la otra y se ale-
graban en el interior; porque, si bien inocen-
tes contra sus corazones, su amistad era ce-
losa; hubieran sido desgraciadas á la menor
rivalidad de afectos.

ivrr
,

-
XVI.

o se acostaban en el dormitorio de
las demás pequerias pensionistas:
tenían para ellas dos celdas vacías
por la muerte de dos antiguas reclusas del
convento, á continuación de las celdas de
las religiosas. Los dos cuartitos solo estaban
separados por un muro ; se citaban en la
terraza, encima del cláustro, de modo que,
si las llaves de las puertas de sus celdas, que
daban al corredor, hubiesen sido retiradas
cada noche por la superiora, Clotilde y Re-
gina no hubieran tenido más que abrir las
64 REGINA.

ventanas y dar tres pasos, á pie desnudo,


sin ruido, sobre las losas, para pasar de un
lado al otro y prolongar mucho tiempo en
la noche las lecturas, las conversaciones ó
los delirios que las habían ocupado durante
el día.
La orden de la casa las obligaba á acos-
tarse á las ocho hasta en el verano, en el
momento en que la luna y las estrellas dan
más atracción al espectáculo del firmamento
y en que la brisa refrescante que sopla á
aquella hora de la garganta de Túsculum,
de Lancia ó de Tibur, empieza á hacer
temblar los capiteles.
Era precisamente la hora en que las almas
de las dos jóvenes amigas comenzaban á
despertarse y á agitarse después del atarea-
miento de las horas abrasadoras del día, y
en el que experimentaban la necesidad de
respirar á la vez los ruidos de las hojas, los
A. DE LAMARTINE. 65

murmullos de las fuentes, aquellos desvaríos


á duo, aquellos deliciosos diálogos á media
voz que duplican la vida reflejándola.
Así, casi todas 'las noches, tan pronto
como las religiosas encerradas en las celdas
vecinas habían acabado las últimas decenas
de sus rosarios y extinguido la lámpara de
su reclinatorio, una de las dos amigas se
levantaba dulcemente, empujaba sin rtiido
su ventana y pasaba á la celda de su amiga
que estaba aguardando. Allí, sentadas una
y otra sobre el borde de su lecho ó sobre el
umbral de la ventana, frente á las paredes
negruzcas que limitaban las sombras dividi-
das del jardín, bajo la bóveda estrellada del
cielo, al ruido eterno de la fuente murmu-
radora, dejaban sonar, sin escucharlas, en
las iglesias vecinas, las horas de aquellas tan
plácidas noches.
XVI I.

E qué no hablarían, en voz baja!


De su nao siempre creciente de
la una para la otra, de la necesi-
dad incesante de verse y volverse á ver, de
su pena cuando la regla de la casa ó las ocu-
paciones del día las había separado un mo-
mento, de la semejanza tan completa de sus
impresiones, que parecían nacer en dos co-
razones y en dos miradas de un solo pen-
samiento, de sus estudios, de sus poetas, de
su música sobre todo, que les gustaba mu-
cho más que los versos, porque las notas
68 REGINA.

más sutiles dicen más de infinito y pasión


que las palabras; del cielo, de las estrellas,
de las grandes cúspides de los cipreses que
hacían volver lentamente sus largas sombras
alrededor de sí mismos, como las agujas
del cuadrante que mide el tiempo sobre la
arena; de los campos libres, de los desiertos
poblados de ruinas, de las soledades ocultas
por encinas y cascadas espumosas, escondidas
por las grandes murallas detrás de las de-
fensas de Roma; de las quintas de su infan-
cia, hacia Albano ó Frascati; de la felicidad
de encontrarse allí un día juntas en la época
en que los vendimiadores y las vendimia-
doras de Ytri 6 de Fondi, bailan volviendo
de los caminos, donde van á dormirse á
los aires napolitanos de los a peferari» (gai-
teros); en fin, de sus familias, de sus padres,
de sus nodrizas, de sus patrias tan ale-
jadas la una de la otra, de las tempestades
A. DE LAMARTINE. 69

y de las nieves del Océano, de Inglaterra y


de Bretaña, de los castillos rodeados de to-
rres góticas de aquellas provincias, tan dife-
rentes á la eterna serenidad de las quintas
abiertas por todos los poros al sol de las
colinas romanas.
Estas conversaciones no cesaban nunca y
seguían, por decirlo así, al monótono derra-
me y murmullo melancólico del Aqua Pau-
lina, que resonaba en el pilón de mármol.
Sus cabezas, vueltas la una hacia la otra, sus
hermosos brazos entrelazados ora sobre las
rodillas de la una, ora sobre las de la otra, los
bucles flotantes de sus cabellos esparcidos en
sus hombros semidesnudos por las bocana-
das del viento de la noche que acariciaba la
terraza, hadalas parecer á dos hermosas ca-
riátides de mármol blanco, acurrucadas bajo
el balcón de una quinta romana, sobre las
cuales resbala la hoja, espésese 6 aclárese la

70 REGINA.

sombra, y cae el rocío durante toda una no-


che de verano.
Debían, aquellas noches, haberlas impre-
sionado mucho, puesto que Regina, tres ó
cuatro arios más tarde, y algún tiempo des-
pués de la pérdida de su amiga, no cesaba de
recordarlas y pintármelas en un lenguaje mil
veces mas sonoro que el mío y más penetra-
do de aquellas emanaciones de la tierra, del
cielo y del corazón.

z
XVIII.

trizÁs también estas conversacio-


nes nocturnas y secretas con su
amiga le habían impresionado tan-
to que vinieron á ser la causa y el origen de
su amor y su destino.
Se concibe que los pensamientos de las
dos reclusas debieran fijarse en efecto, á
menudo, hacia sus dos familias. Regina no
conocía de la suya Más que á su abuela, en
cuyo palacio habia sido criada por', á su
nodriza, á su tutor, al principe *** y algunos
abates 6 monseñores, parientes y abonados
72 REGINA.

de su casa, que frecuentaban en Roma ó


en *'* los salones de la condesa Livia. Pero
Clotilde tenía un padre, una madre, un her-
mano, sobre todo, compariero y amigo de
su primera niriez, ahora desterrado de su
primera patria. Adoraba á este hermano, ha-
blaba de él sin cesar á su amigas que no de-
jaba nunca de hablar también y recordarlo.
Quería saber su edad, su figura, su talla, sus
facciones, su carácter, el color de sus ojos y
cabellos, hasta el timbre de su voz y cos-
tumbres de sus gestos.
Clotilde la decía:
—No tengo necesidad de hacerte y vol-
verte á hacer sin cesar su retrato. Mírame:
nunca la naturaleza ha hecho dos seres más
perfectamente parecidos de rostro, de co-
razón y de alma, que mi hermano y yo.
Hemos sido llevados en el mismo seno, por
la misma madre, casi al mismo tiempo, en
A. DE LAMARTINE. 73

medio de los mismos pensamientos de des-


gracia, proscripción, destierro, que ablanda-
ban y entristecían el mismo corazón; hemos
nacido en los mismos climas nebulosos, á
orillas y con el ruido de las tempestades del
mismo Océano; hemos caminado juntos en
las mismas cunas. Sobre las mismas olas, bus-
cando y perdiendo uno después de otro los
mismos asilos, hemos estado después juntos
en los mismos palacios y en las mismas quin-
tas de Roma; vueltos á nuestra tercera patria,
hemos crecido juntos, como dos plantas del
Norte trasplantadas al Mediodía, y se han
dilatado nuestros cuerpos, nuestros ojos y
nuestras almas, á la luz de tu hermoso sol;
sin embargo, hemos alimentado siempre uni-
dos los recuerdos lejanos de nuestros prime-
ros cielos y primeros infortunios, conservan-
do, uno y otro, algo triste y frío de Bretaña,
en la irradiación exterior ..de tu Italia. Roma.-

74 REGINA.

nos por los sentidos, bretones por el cora-


zón, tibios como nuestro nuevo cielo, seve-
ros como nuestro antiguo sol, pensativos
como las noches, graves como nuestras bru-
mas, hé aquí á mi hermano y á mí interior-
mente vistos. Cuanto al exterior, á lo menos
cuando tenía diez y seis arios en que partió
hacia Bretaña, si se hubiera puesto mis vesti-
dos y yo los suyos á nuestra misma madre
la hubiese costado trabajo el reconocernos.
Yo era su sombra y él mi espejo. Pero aho-
ra la edad habrá debido cambiarle algo. ¡Dios!
quisiera verle sobre su hermoso caballo negro
y con sus armas, que él me escribe con tan
vivas descripciones, con ese entusiasmo mi-
litar de nuestros bretones para su nuevo
oficio.
—¡Y yo también—decía Regina,—qui-
siera verle!—Paréceme que será á ti á quien
yo vea, le amaré como á ti te amo, le ha-
A. DE LAMARTINE. 75

blaré como á ti, y tendré igual intimidad


con él que contigo.
Y las dos amigas se abrazaban y se po-
nían á reir y á pensar bajito, por miedo de
que el ruido de aquellas conversaciones no
despertase á las religiosas.

*ieeeete
i
XIX.

A verdad, según me ha dicho des-


pués Regina, cuando hubo llegado
a sondear su corazón, es que ado-
rando á Clotilde amaba ya á dos seres, sin
duda alguna, á su amiga y al hermano de
su amiga, confundiéndose en su imagina-
ción de tal modo que le era imposible sepa-
rar las dos imágenes, ¡tan potente es en una
imaginación solitaria que no se alimenta más
que de una sola idea y de un solo sentimien-
to, la repercusión continua de un solo sér
amado en su corazón! Regina desdoblaba en

78 REGINA.

su pensamiento á su amiga para amarla más,


amando á su hermano en ella, y aún al hér-
mano ausente! Jamás hubiese creído en este
fenómeno que desdobla y dobla el sir ama-
do, y le habría tomado por una concepción
imaginaria de poeta, si yo mismo no lo hu-
biera visto en el alma de Regina.
XX .

os arios pasaron así para las dos


compañeras de soledad sin variar
en nada su existencia, creciendo
diariamente el cariño que se tenían, desarro-
llando su alma, acabando y madurando su
hermosura. Clotilde llegaba á los 18 arios, y
Regina á los 16. La muerte de la madre de
Clotilde, á continuación de su apática enfer-
medad, hundió á su hija en un dolor pesado
y lento que la consumió en los brazos de
Regina. La noticia de la pérdida de su pa-
dre y la ausencia forzada y prolongada de
8o REGINA.

su hermano acabaron de evaporar una vida


que se había concentrado en estos tres pen-
samientos, y que no estaba asida á la tierra
más que por una raíz. Esta iba á ser corta-
da también. Anuncióse en el convento que
Regina iba á salir para ser entregada en ma-
trimonio al príncipe', pariente y amigo
de su tutor.
En efecto, la condesa Livia se presentó
allí para retirar á su nieta y llevarla algunos
meses con ella á su quinta de F... Las dos
amigas no podían separarse de los brazos de
una y otra. Regina juraba á su abuela que
prefería hacerse «monja» para el resto de su
vida, al dolor de dejar por mucho tiempo
á su amiga enferma. Se le prometió que la
ausencia no sería larga, que el matrimonio
se aplazaría hasta dentro de dos ó tres arios.
Fué arrebatada, casi á la fuerza, por la Con-
desa Livia, por sus criadas y por su nodriza.
A. DE LAMARTINE. 81

Las puertas del convento se volvieron á


cerrar para la pobre Clotilde. Su celda le
pareció una noche fúnebre, una tumba anti-
cipada, un silencio eterno, tan pronto como
el destello, la vida y la voz de Regina hu-
bieron desaparecido. En los primeros días
de Noviembre su languidez redobló, la fie-
bre se apoderó de ella, sus mejillas se colo-
rearon por primera vez con las tintas del sol
poniente sobre las hojas transidas del cerezo;
espiró llamando á su amiga y á su hermá-
no. He visto su tumba, con el nombre fran-
cés desterrado en la muerte, en medio de
todos aquellos nombres de religiosas 6 novi-
cias del Estado romano.

*el

6
-
EGINA, ä quien se había querido
evitar aquel espectáculo y la deses-
peración, no supo sino poco á po-
co, y mucho tiempo después que no existía
ya, la muerte de su querida Clotilde. El ím-
petu de su dolor se manifestó en gritos y
sollozos que hicieron temer por sus días. La
primera explosión del primer dolor, en un
alma donde todo sentimiento era arrebato,
faltaba poco para llevar la vida misma. Su
abuela se vió obligada á enviarla á Nápoles
para contener el llanto de sus ojos y para
84 REGINA.

distraer su alma de la fuerza de un solo


pensamiento por la diversidad de aspectos y
por la agitación de las estancias y de las
horas; pero no vió nada más que la ima-
gen de Clotilde entre ella y la naturaleza.
Su sudario estaba extendido sobre la tierra
y sobre el mar. El mundo entero no contie-
ne nunca más que aquello que se ve interior-
mente. Tuvieron los suyos largas y serias
inquietudes; pero su juventud y su savia de
vida superabundante y siempre renovada,
que nada podía corromper ni agotar, triun-
faron sobre su espíritu. Venció y aun em-
belleció con el luto, que quería llevar, como
por la pérdida de una hermana.
Cubrióse, como de reliquias de cariño,
con todas las alhajas, los cabellos, las obras
de mano que Clotilde había cambiado con
ella durante su larga y tierna intimidad del
convento. Collares, brazaletes, pendientes,
A. DE LAMARTINE. 85

anillos, hebillas, broches, coral 6 perla, aún


existía Clotilde en sus cabellos, alrededor de
su cuello, su pecho, sus brazos, sus dedos;
aún existía Clotilde, sobre todo, en su cora-
zón. Había mezclado este nombre como un
talismán á su rosario; le pronunciaba en to-
das sus oraciones, como una invocación idó-
latra de alguna criatura divinizada que se le
hubiera aparecido sobre la tierra al principio
de su peregrinación, y tuviera una influencia
celeste en su destino. Clotilde era el «sursum
corda» perpetuo de aquella joven. Su abuela,
tan sencilla como llena de bondad, no con-
trariaba ninguno de los caprichos del dolor,
asociábase á todas aquellas prácticas del cul-
to, á la memoria de la amiga tan adorada de
su hija, y hacía decir centenares de misas en
todas las capillas por el reposo del alma de
la infeliz joven francesa, que ninguna madre
ni hermana llorarían en su patria.
XXII.

i. fin, y de repente, Regina cambió


de rostro y apareció, sin saber de
qué manera, interiormente pacífica
y semiconsolada. Ella misma me ha contado
después cómo se operó súbitamente aquel
fenómeno, que llamaba, como todas las ita-
lianas, un milagro de la Madonna de Pausi-
lippo.
—€ Una tarde, me decía, bajé de la carre-
tela, al sonido de la campana que llamaba á
los transeuntes á una bendición ante una ca-
pillita vecina á la gruta de Pausilippo. En-

88 REG INA.

tramos allí mi abuela y yo para hacer nues-


tras oraciones. No había estado nunca tan
triste como aquel día; estaba abatida de vi-
vir en un mundo que no compartía nada
conmigo; me decía yo: ¿Qué me importan
este hermoso país, este hermoso cielo, esa
bella mar y esas montarias, y esos monumen-
tos, y esos teatros, y aquellas miradas de la
muchedumbre, y aquellos gritos de admira-
ción cuando paso en coche descubierto por
las calles? ¡Ella no está allí para participar
nada de aquello conmigo; amo más su pen-
samiento en el cielo que la admiración de la
tierra! La tierra está vacía desde que no
existe. Lloraré, escondiéndome lo más que
pueda de mi abuela, entre mis manos juntas,
ante el santo sacramento.
»Y, de repente, escuché, no en idea, sino
en mí, en mi oido interno, como yo os escu-
cho, una voz que me dijo:
A. DE LAMARTINE. 89

—»Pero, Regina, tú sueñas; está allí,


existe todavía. No te he dicho que tenía un
hermano, otro como ella, un hermano tan
parecido de rostro y de espíritu, que su ma-
dre no los hubiera distinguido? ¿Su hermano,
que te amará como ella te amaba, puesto que
es en todo semejante, y que lo hacía como
nunca hermana alguna ama á su gemela?
¿Su hermano, que respira, que vive, que
piensa, que siente exactamente y bajo los
mismos rasgos que ella respiraba, vivía, pen-
saba, sentía? ¡Su hermano, en cuyo corazón,
si nos halláramos siempre, encontraría las
mismas predilecciones que echo de menos y
que ningún sér de la tierra podría darme
sino él!
»Este pensamiento, me decía Regina, en-
tró en mi alma tan de repente como entra
un rayo de sol en un cuarto lleno de tinie-
blas cuyas ventanas se abren. Hizo aparecer
90 REGINA.

en mí millares de cosas que creía muertas


y sepultadas con Clotilde. Esto me pareció
de tal modo un milagro, obtenido por la in-
tercesión de mi amiga, que me incliné de
nuevo hasta la tierra para dar gracias á Dios
y á sus ángeles, y besé el pavimento donde
aquella hermosa aparición de su hermano
parecía haber salido por mí. Era como una
resurrección de mi cariño bajo otra forma,
bajo otro sér del cual esperaba ser amada, y
al que iba á poder amar todavía tanto como
á la primera.
»Saliendo, mi abuela me vió de tal modo
radiante y transfigurada, que me preguntó
qué tenía de nuevo en el alma. No le dije lo
que soñé, pero le dije que había orado tanto
que los ángeles me habían consolado. Fui-
mos aquella tarde hasta la costa del mar de
Bagnoli, al otro lado de la gruta de Pausili-
ppo, despues al teatro de San Carlos; allí
A. DE LAMARTINE. 91

cada murmullo de las olas, aquí, cada nota


de la música, parecían recordarme la apari-
ción, la voz, los cuchicheos de los labios del
que amaba tanto. ¡Oh! ¡cuánto hubiera dado
por verle! Buscaba de sitio en sitio, y entre
las numerosas cabezas vueltas hacia mí de
las galerías y del parterre, un rostro que pu-
diese recordarme las facciones de Clotilde, y
si le hubiera encontrado, no habría podido
menos de exhalar un grito.
»Dejando á Nápoles, mi abuela me llevó
por San Germano á su viejo castillo al pié de
los Abruzzos. Quedé asombrada al hallar
allí á mi tutor con el príncipe de*** y algu-
nos magistrados reunidos que parecían
aguardar mi llegada. Un aire de misterio y
de fiesta reinaba en la antigua morada. Por
la noche, conferencias secretas tuvieron lugar
entre mi tutor y mi abuela Se agitaba y llo-
raba mucho, afectando conmigo un aire de
92 REGINA.

felicitación y de alegría. No tengo el valor


de deciros lo demás.»
XXIII.

STAS circunstancias,
cuyo recuerdo
repugnaba á Regina, hasta por
una palabra, en las conversaciones
sin fin que he tenido con ella más tarde,
eran las de su matrimonio, mitad sorpresa,
mitad violencia, con el príncipe'. Este era
casi un viejo; era pariente de la condesa
Livia, tenía una gran fortuna; Regina debía
entonces poseer también otra bastante consi-
derable por la falta de herederos varones en
la familia. La unión de estas dos ramas, por
un matrimonio desproporcionad o en edad,

94 REGINA.

debía reunir grandes tierras en manos de los


descendientes del príncipe*** y Regina. Su
abuela, que detestaba á aquél, que temía al
tutor, que era á la vez violenta y débil, como
las mujeres de edad que no han tenido más
que pasiones, resistió mucho tiempo, des-
pués acabó por consentir y entregar á su
nieta, solamente á condición de que el ma-
trimonio no sería más que un acto de obe-
diencia de su parte, una especie de obliga-
ción futura ratificada por un notario y un
sacerdote, pero que se le dejaría á su peque-
ña aún tres arios. Por otro lado, consintiendo
aturdidamente en volverse con ella á los
Abruzzos, se había llevado todo medio de
resistencia moral á aquella unión y todo me-
dio de alejamiento. No estaba rodeada mas
que por amigos y confidentes del príncipe y
por el tutor de Regina. Era demasiado tar-
de para contradecirlos. Sin osar prevenirla

A. DE LAMARTINE. 95

la víspera, de otro modo más que por sus


lágrimas, el sacrificio de que iba a ser vícti-
ma al siguiente día, la anunció, cuando se
hubo despertado, la voluntad de la familia.
Una hora después, Regina era casada en la
capilla del castillo de'. El príncipe, el tutor
y su comitiva cumplieron su palabra, y se
retiraron á Roma después de la celebración
del matrimonio, dejando á Regina y á su
abuela ¡como á una niña que no pudiera po-
seer aún el rango de esposa y la autoridad
de ama de casa en el palacio de su marido!
Su extrema juventud sirvió de pretexto para
dar color, á los ojos de la sociedad de Roma,
á esta reserva del viejo príncipe'. No hubo
cambio en la vida de Regina, más que el de
su nombre. Al cabo de algunos días, había
casi olvidado que no se pertenecía. Convino
en que la joven princesa de*** viajaría con
su abuela por Siena, Florencia, Nápoles, Si-

96 REGINA.

cilia, durante las estaciones de verano, y que


viviría en Roma como para acabar su edu-
cación en el mismo convento de la Longara,
donde acababa de pasar su infancia. Su
abuela se retiraría allí con ella para no sepa-
rarse de su ídolo, que no podía presentar
públicamente en los salones, puesto que le
había sido dejada por indulgencia de su
marido.
Este plan fué ejecutado durante un ario
tal como había sido expuesto.

.ty O 5»
XXIV.

ODO lo que he dicho hasta aquí de


Regina, no lo he sabido sino más
tarde por ella, pero era necesario
decirlo para dar una significación á la visita
inesperada que acababa de recibir en el fon-
do de los bosques de Borgoña, y un sentido
á las cartas de Salustio que he conservado, y
de las que aquí copio algunos fragmentos.
Estas dan, por decirlo así, el envés y la con-
secuencia de la pasión de esta niña, pasión
nacida de un delirio y convertida en una
dolorosa realidad. Copio aquí literalmente
7

98 REGINA.

las cartas de Salustio, limitándome á algu-


nas supresiones y correcciones de estilo que
no quitan nada de la verdad ni añaden nada
á la pasión. Salustio escribía mejor que
todos nosotros en aquella época, cuando
quería reflejar su pensamiento 6 estaba agi-
tado. Su educación, mitad inglesa, mitad ita-
liana, le daba un acento extranjero y ma-
nantiales de expresión que faltan con harta
frecuencia á los hombres que poseen un solo
idioma.
A. DE LAMARTINE. 99

Primera carta.

«Roma.

... »Si tú estuvieras aquí, nada me faltaría.


Son necesarias dos almas para abarcar á
Roma; no tengo más que una, y no sé si
por mucho tiempo. Tengo miedo de que
me haya sido llevada en una mirada como
á mi héroe Ariosto y que, en lugar de ha-
berlo sido una estrella, haya quedado en los
dos más hermosos ojos que reflejaron aquí
este bello cielo primaveral. «¡Ohimé!» (esto es
una exclamación de pena italiana). « ¡Ohimé!»
¡mi pobre hermana no me había dicho nada
I00 REGINA.

de ello! « ¡Ohimé! I Misero me!... ¡Povero


me!...» Todas las interjecciones de « Trans-
tevero » no bastarían á evaporar lo que me
oprime. Me has conocido poco poético; lo
soy más que tú esta noche, porque te escribo
en lugar de dormir. Mi pensamiento no esta
en mí; no está ya en aquella hermosa poesía
de Guido que me mira, ó mejor aún, que
mira al cielo desde el fondo de esta larga
galería que habitaba mi tío y donde amon-
tonaba sus tesoros de pintura. ¡No, no, la
poesía que he visto hoy vive, camina, pal-
pita y habla! ¡Y qué vida, y qué marcha, y
qué palpitaciones en el seno, y qué melodías
en los labios, y qué lágrimas transparentes
en el globo de los ojos! ¡Oh, Guido Reni!
tú has soriado bien, pero la naturaleza sueña
mucho mejor que tú.
»... Debes pensar que me he vuelto loco,
como me ha sucedido á veces, por alguna
A. DE LAMARTINE. 101

'tela de Rafael, de la Galatea, de la Forna-


rina, 6 por alguna página de novela britá-
nica abietta sobre mi mesa; y como yo hago,
como hacíamos juntos, un filtro de capri-
chos para embriagarme, dejo romper la copa
después ó arrojar mi anillo al mar como el
disgustado de Samos. ¡No, no, no; no es esto!
¡Es «ella!» ¡Y «ella!» ¿quién? me dices tú.
«¡Ella,» que «existe,» según la expresión
mosáica! « ¡ Ella, » de la cual te hablaba en
París! «¡Ella,» de la que me hablaba mi her-
mana en todas sus cartas; «ella,» que me
fastidiaba, tanto se apoderaban de este nom-
bre y de estas perfecciones mis ojos y mis
oídos; «ella,» á quien llamaba rrii segunda
hermana; tanto mi hermana y ella se habían
identificado en mis pensamientos; «ella» úl-
timamente! Ya sabes tú á quién quiero de-
cir. Pues bien, ¡mi hermana estaba ciega,
amigo mío!
102 REGINA.

»Me ha recordado un verso tuyo del cual


no tengo presente sino el sentido:
»Su sombra contiene más electricidad que
el cuerpo de otra cualquiera.
»Pero te tengo demasiado tiempo en sus-
penso; ¡ es que tengo fiebre! Ten, ¡toma -y
lee! como dijo Talma.
»Yo no sabía que hubiera vuelto esta
niña-maravilla de la cual me hablaba sin ce-
sar Clotilde hasta la víspera de su muerte.
La creía llevada no sé adonde, por uno de
los cuatro vientos del mundo, muy lejos del
nido. No pensé en ello. Pensaba en el alma
de mi pobre hermana, llevada allí, en nues-
tra ausencia, ¡sin guía para enseriada el ca-
mino, sin ninguna voz querida para alen-
tarla en su marcha! Y me decía yo todas las
noches acostándome en las grandes salas
donde habíamos jugado tanto juntos y lle-
naba con su hermosa voz: Es preciso, sin
A. DE LAMARTINE. 103

embargo, que tenga el valor de ir á ver la


piedra de la capilla donde ha sido enterrada
por manos extranjeras, es preciso que vea
aquel cláustro, aquellos tristes jardines, aque-
lla celda, aquel horizonte de cipreses, de
piedras y ladrillos, que ella ha visto tanto
tiempo, pensando en nosotros, y que tan á
menudo ha descrito y tan bien, que parece
iré con los ojos cerrados. Y después, cuando
llegaba el día, sentía tal opresión en el pe-
cho, un pie tan resistente á aquella calle,
que decía: No; hoy no. ¡No me siento bas-
tante fuerte, bastante tranquilo, bastante
santo, para hablar tan de cerca con un alma!...
»Dos veces he pasado por la Longara,
volviendo de San Pedro, como para acos-
tumbrarme poco á poco á la idea, á la casa,
á la tumba!... Hasta una vez he levantado
la mano para llamar en la puerta del con-
vento, después he bajado el brazo y me he
104 REGINA.

retirado, como si hubiese tenido miedo de


que se hubieran apercibido de mi actitud y
no se me fuese á abrir. En fin, sabes las
contradicciones, niñerías y supersticiones
que pasan en nuestra almas cuando están
solas. He dejado pasar un mes, después
otro, después la mitad de otro, sin osar ir
allí. Pero tenía el proyecto (es decir, tenía
ayer, porque hoy ya no lo tengo), tenía el
proyecto de marchar para Sicilia, en donde
mi padre tiene un viejo amigo inglés que
me ha recomendado viese. No tenía en el
palacio la menor reliquia de Clotilde, un ca-
bello, una cinta, un vestido, nada; todo ha-
bía quedado en el convento después de su
muerte, según me dijo el conserje del pala-
cio de mi padre. No quería de ningún modo
dejar á Roma sin llevar un talismán de
aquel ángel sobre mí. Sabes que no soy su-
persticioso como los niños de mi país, de
A. DE LAMARTINE. 105

Bretaña; pero soy «memorativo» y fiel con


ellos. En la reliquia no está la reliquia que
amo; ¡está el pensamiento! ¡No sé si el pen-
samiento se incorpora hasta cierto punto en
la cosa material, y le comunica, no una vir-
tud secreta, sino un signo presente y visible
de virtud! una emanación del sér ausente
que imprime al objeto dado, en recuerdo,
una continuidad de presencia, amor, protec-
ción. Divago, es igual, no me hago contigo
más sobrehumano de lo que soy. En resu-
men, quería una presencia real de mi pobre
hermana en el corazón, en el cuello, en el
dedo, en mi cartera. Faltaba ir á pedir esta
reliquia donde estaba. Tomé valor en mi
deseo y fuí.
»Pero las tres de la mañana dan en San
Pedro; te canso; es igual, todavía continúo.
No puedo dormir, es preciso que escriba,
no leas si no quieres.
io6 REGINA.

»Fuí allí, pues; ¿cuándo? ¿Hace un siglo?


En verdad, me parece que hace un siglo y
que la imagen que está en este momento en
mis ojos, cuando los cierro, esta todavía allí.
Pues bien, ¡hace la mitad de un día y la mi-
tad de una noche! ¡Oh tiempo, no existes!
no eres más que el vacío de lo que todavía
no hay, esperando lo que debe ser. Tan
pronto como este vacío se ha llenado, no
existe ya el tiempo; ¿á qué medir lo que no
existe?
»Fuí, pues, allá, á las dos de la tarde, con
un sol abrasador que me hacía buscar la
sombra, aproximado á los muros, y que ale-
jaba de las calles desiertas toda figura hu-
mana, á llamar todo trémulo en la puerteci-
ta del convento de mi hermana. La puerta
se abrió como por sí misma y entré, sin ha-
ber visto á nadie, por un paseo que concluía
en el patio. Nadie había tampoco; todo el
A. DE LAMARTINE. 107

mundo dormía la siesta en las celdas. Una


mano de tornera adormecida me había apa-
rentemente alzado el picaporte de la puerta
enrejada. Yo era feliz en aquella soledad
completa; una voz me habría herido el co-
razón, como si una figura cualquiera se hu-
biera interpuesto entre la imagen de mi her-
mana y yo. ¡Miraba en libertad y paz aque-
llos muros que la habían encerrado, aquellos
pavimentos que pisó, aquella larga avenida
de cipreses que había contado tan á menudo
pensando en mí, aquella fuente que mur-
muraba bajo el claustro y cuyo murmullo
la había igualmente despertado ó adormeci-
do durante tres arios! El patio, brillante de
sol, y cuyas losas dejaban crecer largas hier-
bas y alelíes amarillos entre los intersticios
de las piedras, tenía el aire de un «campo
santo» abandonado a las vegetaciones incul-
tas del Mediodía.
108 REGINA.

»El ruido de mis pasos sobre las piedras no


atrajo á nadie á este patio desierto, ni hizo
abrir ninguna persiana de las ventanas. No
sabía á quién dirigirme para hablar á la su-
periora y pedirla visitar los restos de mi her-
mana y llevar sus reliquias. La tornera dor-
mía aparentemente, como los otros habitan-
tes de aquel cláustro adormecido. Me atreví,
esperando un movimiento ó una voz, á
mirar en la parte abierta del cláustro, en la
fuente, en el patio, en los jardines que
no animaban el ruido de ninguna azada,
y en dar algunos pasos por aquel recinto.
»Apercibí últimamente, á la extremidad
del cláustro, una puerta entreabierta; era la
de la capilla del monasterio, de la que mi
hermana había hablado á menudo. Pensé
que alguna religiosa en meditación en la ca-
pilla habría dejado, sin duda, aquella puerta
sin cerrar, que el ruido de mis pasos la
A. DE LAMARTINE. 109

arrancaría de sus piadosas practicas y que


vendría á indicarme la persona del convento
á la cual debía dirigirme. Dí algunos pasos
bajo el cláustro; mojé mi mano en el agua,
al pasar, del pilón que tantos arios refrescó
la frente de Clotilde , bebí un poco en su
memoria; empujé el batiente de la puerta y
entré haciendo expresamente resonar mis
pasos bajo la pequeña cúpula consagrada á
las devociones de las reclusas. Creí que este
ruido haría volver la cara á alguna de ellas;
pero no había nadie en los bancos. Sus
asientos estaban marcados por libros de ora-
ciones, dejados en la última grada de su re-
clinatorio. Un altarcito en el fondo, decora-
do con flores artificiales, plantadas en urnas
de mármol pintado de oro, dos ó tres cua-
dros de devoción, encerrados y encajados en
madera negra contra los muros blanqueados
de cal, una balaustrada de ciprés moldeada,
110 REGINA.

separando el coro del resto del edificio, un


piso de grandes losas, de las que algunas es-
taban esculpidas en relieve con armas y figu-
ras, de las que otras no llevaban más que
una ancha cruz cuadrada, dibujada en la
piedra, con un nombre y una fecha abajo;
hé ahí todo. Dos rayos de sol cayendo á
plomo por las vidrieras de una cupulita en-
cima del altar atravesaban perpendicular-
mente el fondo del recinto, como dos haces
de agua, venían á herir las losas al pié de la
balaustrada, y volvían á caer en luz des-
lumbradora á mis piés sobre una de las es-
culturas. Por esta claridad del cielo, por la
luz de aquel cirio eterno, como dices en tus
versos, leí el nombre de Clotilde con la fe-
cha de su muerte. Me precipité desde luego
para estrechar con mis brazos aquel lecho
de luz donde reposaba, donde el sol la pa-
recía buscar para reanimarla. No fué sino
A. DE LAMARTINE. II I

muy tarde y después de haber pronunciado


mil veces su nombre, llorado y rogado sobre
su tumba, cuando me apercibí de una dife-
rencia que no me había impresionado desde
luego entre esta losa y las que cubrían los
otros féretros de los que la capilla parecía
empedrada. Era de mármol, y había encima
un puñado de flores todavía fragantes, que
parecían ser renovadas á menudo. No puse
gran cuidado en esta distinción de culto en-
tre los féretros y quedé arrodillado no sé
cuanto tiempo sobre la losa, con los codos
apoyados en la balaustrada del coro y el
rostro escondido entre mis manos.
»Sabes que no soy lo que se llama devo-
to; pero cuando se tiene bajo las rodillas el
féretro del sér que más se amó en el mundo,
sobre la cabeza un rayo de sol poniente y
ante su pensamiento el problema terrible de
la eterna separación ó reunión, no se resuelve
1 1 2 REGINA.

por el razonamiento, se resuelve por el co-


razón, amigo mío: se ama, se llora, se con-
fía en el amor y en las lágrimas. Entonces
todo hombre toma á su pesar la superstición
de su cariño. Si no siente nada, no cree
nada; si siente todo, todo lo cree. Yo estaba
anonadado por la visión de inmortalidad en
que veía á mi hermana, como si hubiese
formado parte de aquellos rayos de luz; le
hablaba como si ella me hubiera respondido
en el eco de mis respiración, en aquel vacío
de mármoles sonoros. ¿Cuántas horas ó mi-
nutos se pasaron así? No lo sé. Creo que
allí estaría aún si no hubiera sido por lo que
voy á decirte.
»(Pero, ¡gran Dios! no he comenzado y
hé aquí un volumen. ¿Qué vas á pensar de
mi locuacidad? Piensa lo que quieras, es pre-
ciso que vuelva á trazar para mí, si no para
ti, aquella hora, alrededor de la que, desde
A. DE LAMARTINE. 113

hoy, y para siempre, van á gravitar todas


las horas que me restan de vida.)
»Oí un ligero rechinamiento de goznes
en la puerta; creí fuese el viento del ((Ave
María» que se eleva al sol poniente y que
hace batir las maderas de los balcones en la
soledad de las calles de Roma; no me volví.
Escuché un rozamiento de tela contra el
muro, creí eran los pliegues de una de las
cortinas de las ventanas que barrían los vi-
drios; no levanté la cabeza. Escuché unos
piés ligeros, pero lentos y marcados, que pa-
recían adelantarse titubeando hacia el banco
de madera cuya tabla superior, la en que se
junta las manos, escondía sin duda á la per-
sona que venía á rezar, mi cabeza inclinada
más en la balaustrada del coro. Pasé mis
dedos sobre mis ojos para hacer volver á en-
trar mis lágrimas, aparté mis cabellos que
cubrían la frente y me levanté volviendo mi
I 14 REGINA.

rostro hacia la puerta del lado que yo había


creido oír los pasos.
»¡Ah! amigo mío, no fué más que un re-
lámpago, una visión, una alucinación, todo
lo que tú quieras; pero viviré mil y mil
arios, y tendré el pincel de Rafael, el cincel
de Canova, el teclado de Rossini, la pluma
de Petrarca, y escribiré, cantaré, pintaré, es-
culpiré mi pensamiento durante millares de
horas, pero no ensayaré nunca á igualar lo
que vi en aquel rayo de luz!
»Una joven de cerca de diez y seis arios,
toda vestida de negro, como un ciprés que
sale de un pavimento de mármol, hermosa,
flexible, impetuosa sobre su base, con los
hombros transparentes á través de una red
de sombríos encajes, los brazos redondeados,
el talle ondulante y semilleno, haciendo bri-
llar la envoltura de seda que se ceñía á las
líneas de su cuerpo, como el tejido de yedra
A. DE LAMARTINE. 115

desgarrado aquí y allá por la blancura del


mármol que se pega á las rodillas y caderas
de una estatua, en el jardin Pamphili, la ca-
beza un poco inclinada, las manos juntas
con sus dedos entrelazados sobre sus rodi-
llas alrededor de uno de esos gruesos rami-
lletes de todos matices que las campesinas
de Albano vienen á vender á Roma y que
tejen en mosaico de flores; unos cabellos
atados en dos 6 tres abultadas trenzas á su
cabeza por dos largos alfileres parecidos a
unos estiletes con mangos de perlas. Estos
cabellos rubios, heridos por el sol, resaltaban
ä los ojos en verdaderos deslumbramientos
metálicos de haces de oro. En cuanto al ros-
tro, no ensayo; borraría tantas palabras
como escribiera para pintar lo inexplicable;
por otra parte había alrededor de todos los
rasgos, de todas las líneas, de todos los tin-
es de la piel, de todas las expresiones de su
116 REGINA.

rostro, una atmósfera y como un resalta-


miento de alma, de juventud, de vida, de
esplendor tal, que no se veían aquellos ras-
gos, 6 no se les veía más que á través de un
deslumbramiento, como no se ve el hierro
rojo más que á través de su vapor igneado
en la hornilla. Aquel rostro cruzado de par-
te á parte por la luz, tan límpida estaba la
encarnación en él, se confundía tan comple-
tamente con los rayos de aquella por la
transparencia y el color blanco y rosa de la
frente y las mejillas, que no se podía decir
lo que era del sol y lo que era de la mujer:
¡dónde comenzaba, dónde concluía el rayo
del cielo y la criatura celeste! Era, si tú
quieres, una encarnación de la luz, una trans-
figuración de los rayos del sol en rostro de
mujer, una sombra de rostro entrevista en
el fondo de un arco iris de fuego! Pero,
¡bah! borra todo esto, 6 no lo leas; ¡es qui-
A. DE LAMARTINE. 117

zás, lo que tú has soñado en la hora más


amorosa de tus inspiraciones para fundir de
una mirada un corazon insensible en un co-
razón de hombre! ¡Lo que no has podido
decir nunca ; lo que Rafael ha entrevisto en
sus últimas pinceladas, cuando venía á ser
más hombre y menos místico; un rostro entre
la Virgen y la Fornarina, divino por la belle-
za, femenino por el amor! ¡con aquellos ojos
que, si os miraran siempre, atraerían vuestra
alma á vuestros labios y la consumirían en
un relámpago! Borra todavía; no es esto,
que el relámpago destruye, y ese rostro arre-
bata y atrae. No es el rayo, no, es todavía
la evaporación instantánea del alma hacia la
divinidad del atractivo... ¡Ten! rompo mi
pluma, maldigo las palabras; ¡no es nada de
esto! es todo esto, y después todavía, sin em-
bargo, de lo que acabo de decir, ¡es ella!
Haz como si no hubiera dicho nada.
iI8 REGINA.

»Tuve el tiempo (si el tiempo existe ante


semejante aparición, y creo que no), pero
en fin, tuve lo que se dice el tiempo de mi-
rar con todos mis ojos exteriores é interiores
la arrebatadora figura que se adelantaba negli-
gentemente, con los brazos colgantes, la vista
fija en el pavimento de la capilla. Las esta-
tuas de piedra que había en los nichos de-
trás del altar no estaban tan petrificadas como
yo. No creo que mi respiración levantase
una sola vez mi seno desde que mi mirada
estaba fija en ella. Hubiera deseado avanza-
se siempre, y no llegara nunca. Me parecía
que llevaba mi vida, y que el primer grito,
la primera acción, harían desaparecer todo
y quebrantarla en su huida!
»Ora estuviese absorta en su pensamiento,
ora el rayo de sol que caía á plomo de la cú-
pula del claustrito, y que resaltaba en el oro
y en el mármol del altar, deslumbrase sus
A. DE LAMARTINE. 119

ojos, aún no me veía, si bien no estaba más


que á seis pasos de mí. Sin levantar la cabe-
za, llegado que hubo al borde de la piedra
de la tumba de mi hermana, se arrodilló.
Colocó suavemente el grueso ramillete que
llevaba sobre el mármol, como si hubiera
temido que el ruido de aquellas hojas de flo-
res puestas en un ataud despertase á la muer-
ta adormecida. Después quedó un momento
inmóvil y en silencio, mirando á la piedra y
moviendo ligeramente sus labios, donde creí
sorprender el nombre de nuestra querida
Clotilde.
»No puedo decirte lo que pasó en mí, no
o
acertando adivinar qué parentesco fúnebre
existía entre aquella alma revestida de un
cuerpo celeste y la mía, y pensando que, an-
tes de vernos, un sentimiento común nos
unía en el culto de mi hermana. ¿Sera esta,
me dije, aquella Regina de la cual Clotilde
120 REGINA.

fué tan amada? Pero Clotilde me había escri-


to, poco tiempo antes de su muerte, que ha-
bía perdido á su Regina, y que iba á casarse
dentro de poco con el príncipe ***. Además
la encantadora figura no tenía carácter de
una mujer casada. Sus cabellos sueltos, su
vestido negro, anudado sin ningún adorno
alrededor del cuello, era el tipo usado por
las jóvenes de Roma. ¡Esta no podía ser
Regina!...
»En el momento que me preguntaba así:
¿quién podrá ser? se levantó sobre una rodi-
lla, alzando igualmente la cabeza, para salu-
dar al altar antes de retirarse, y me vió. No
arrojó ningún grito; sus ojos quedaron fijos,
sus labios entreabiertos, sus brazos tendidos
hacia mí, como los de una sonámbula; la
palidez del mármol se extendió en sus fac-
ciones, sus brazos volvieron á caer á lo largo
de su cuerpo, su cabeza se inclinó, sus pier-
A. DE LABIARTINE. 121

nas temblaron, y se deslizó sobre sus rodillas,


sentándose, con la mano izquierda apoyada
en la piedra de Clotilde para sostenerse, y
continuando en mirarme. Me adelanté y la
sostuve en mis brazos. Qué te diré yo de lo
que pasó en mí cuando sentí el peso ligero
de aquella mujer no desmayada, sino debi-
litada, en mi corazón?
No tuve tiempo más que de llevarla al
aire libre; no fué más que un desvaneci-
miento; volvió á tomar al instante el color,
el movimiento, la palabra. Se desprendió sin
cólera y sin brusco sobresalto de mis brazos
como si hubiera estado en sí. Miró á la pie-
dra de Clotilde, después á mí, después á la
piedra otra vez, luego á mí de nuevo. Hu-
biérase dicho era un pintor que confronta
un modelo con un retrato; y al cabo, de re-
pente, adelantándose, con el corazón, los
ojos y la actitud, hácia mi rostro:
122 REGINA.

—»¡Oh Clotilde, es él, porque este eres


tú!—dijo.
»Después, con una volubilidad infantil y
balbuciante:
—»¡No es verdad, caballero, que sois él?
Pues bien, yo soy ella, ¡soy Regina! ¡Soy su
amiga, su hermana, su hija en la tierra! ¡Ved-
lo, vivo todavía de ella, con ella y para ella!
¡Cuando cojo dos flores, tomo una para mis
cabellos y otra para su tumba! ¿Es que no
me conocéis como yo os he conocido en se-
guida? Pero no me habéis asustado: ¡oh! no;
¡su fantasma no me espantaría! ¡Me siento
tan tranquila ahora y tan acostumbrada a V.
como si fuera mi hermano y yo vuestra
hermana.
— »¡ Oh! I qué nombre, señorita— excla-
mé,—permitidme dároslos también! Herma-
no, hermana, amigo!
—»¡Llamadme Regina, por favor, —me
A. DB LAMARTINE. 123

dijo juntando sus dos manos como para su-


plicarme,— creeré mejor que es Clotilde.
¡Ella no me llamaba seriorital ¡Yo, no os di-
ré ya caballero; os llamaré aSalustio»!
—»¡Oh! Regina—le dije sentándola en
uno de los bancos del cläustro y cayendo ä
mi vez de rodillas ante ella;—qué, ¿sois vos?
¿Sois vos quien me aguardaba en el sitio de
mi hermana?
—»¡Oh! yo no os aguardaba, os invoca-
ba, repuso tomándome las manos con esa
confianza sencilla de un niño que no titubea
nunca entre la decencia y un primer movi-
miento; ¡sí, no lo sabíais, pero ella lo sabe!
(Mostrando con un dedo la piedra fúnebre).
¡Os invocaba todos los días, allí, en aquella
piedra! Decía ä Clotilde: Si quieres que viva,
¡envíame tu imagen y tu corazón en la ima-
gen y corazón de ese hermano ä quien tú
tanto amabas! ¡Que tanto se te parecía! Y
124 REGINA.

me respondía,—añadió con un gesto de afir-


mación sobrehumana. — Sí. Ella á su vez
me repuso: ¡Algo me dijo que resucitaría
para mí en V., y que de su tumba, como
habéis salido, saldrían su imagen y su amis-
tad para mí, bajo las facciones y el nombre
de su querido Salustio!... Es esto verdad?
A/le engañaba prometiéndomelo? Seréis un
amigo como ella para mí?
—»¡Oh! ¡ahora es cuando yo creo en el
milagro, Regina!—exclamé.—Un amigo, un
hermano, un...
—«¡Calláos! me dijo poniendo un dedo
sobre sus labios y cubriendo su radiante
fisonomía con un velo que pareció extender
todas sus facciones. ¡ Estoy casada!... Soy
princesa ***. Lo dicen al menos en Roma,
pero mi corazón no. Después de Clotilde,
nadie le ha poseido; ¡lo he guardado para
mí, vedlo, para dársele a aquél que ella so-
A. DE LAMARTINE. 125

lamente quería! Ella es quien os ha hecho


venir últimamente, ¿no es esto?
»¡En fin, mil cosas vivas, sin intención,
infantiles, aturdidas, espontáneas, inespera-
das, embriagantes, que una joven de tu lado
de los Alpes no diría en diez meses, aunque
lo pensara! ¡Yo era quien estaba sobrecogi-
do! ¡Ella era quien me aseguraba su confian-
za, quien me suplicaba, quien me familiari-
• zaba con ella misma, como si hubiera sido
sencillamente una hermana vuelta á hallar,
una hermana de más edad que ella, y ante
la cual hubiera tenido á la vez los entusias-
mos del carifío y las puerilidades de la in-
fancia!
»Y todo esto salía de una mirada donde el
cielo resplandecía en un rocío de lágrimas
de gozo; de un corazón que veía palpitar
bajo su ligero vestido de seda, y cuyos lati-
dos hubieran contado, sin que yo lo sintiese,
126 REGINA.

las horas de la eternidad! ¡Oh! ¡me paro! No


puedo escribir más; no puedo más que abrir
mi ventana, elevar los ojos hacia las estrellas
de donde mi hermana me ha enviado este
divino rayo de luz sobre mi vida, y mirar
correr el Tíber, que no ha llevado nunca
semejante deslumbramiento de los ojos de
un mortal en el brillo de sus olas! Te diré
otra vez lo que respondí.
»P. S. Basta que sepas que aquella conver-
sación en el jardín del cláustro, con los ojos
sobre la tumba de su amiga y mi hermana,
en aquel silencio lumínico del mediodía,
duró sin ser interrumpida hasta el «Ave Ma-
ría; » que su nodriza, que la buscaba en vano
por los jardines, vino al fin á encontrarla
sentada junto á mí en el banco; que me llevó
saltando hacia aquella mujer que la adora,
arrojándome en sus brazos, dando palmadas
y gritándola: «¡Es él!»; que me presentó á
A. DE LAMARTINE. 127

su abuela enferma, por quien fui acogido


como un hijo; que me llevó á la celda de mi
pobre hermana, que es hoy la suya, toda ta-
pizada de recuerdos; que se arrojó de rodillas
ante un retrato de Clotilde suspendido al
pié de su lecho, y que le dijo viéndola: «No
tengo ya necesidad de ti, tengo tu imagen
viva. ¡Héla ahí! ¡Allí vivo! ¡míranos! ¡Va-
mos á amarnos como otras veces en tu
nombre!
»Que, en fin, me contó, con lágrimas de
despecho y aire de incredulidad, su matri-
monio, que no parecía alarmarla seriamente
para lo porvenir, que pasé la tarde entre la
abuela, la nodriza y ella, en el jardín del
convento y en la terraza hablando de Clo-
tilde; que la puerta de dicho convento me
será abierta todos los días para ir libremente
a hablar de mi hermana; que formo parte de
la familia, ¡como si su querida Clotilde hubie-
128 REGINA.

ra verdaderamente resucitado en mí para


ellas! ¡Que tengo los ojos deslumbrados, el
alma ebria, el corazón lleno de sensaciones!
¡Que he vivido más en esta tarde que en los
veintitres arios de mi vida, y que si Dios me
hubiera hecho escoger entre un siglo á mi
elección, sin ella, y el minuto en que ví á
Regina adelantarse con el ramillete fúnebre
en la mano hacia la piedra de mi hermana,
después levantar su rostro hacia mí en un
rayo de sol, no habría titubeado, amigo mío,
hubiese tomado el minuto! ¡Contiene más
delirio que una eternidad! ¡Adios, adios
adios!»
A. DE LAMARTINE. 129 .

Segunda carta

«Roma.

»Guárdame estas cartas; serán un vestigio


de mi vida, que corre ahora tan ligera, si no
nos volvemos á ver.
»Desde que te escribí mi encuentro con
la amiga de Clotilde, nos vemos todos los
días dos veces. Por la mañana cuando todo
reposa, durante la siesta del mediodía; en la
Longara paso á una hora convenida bajo las
ventanas de una alita desierta del convento
que están encima de la puerta. Hay allí un
9
130 REGINA.

mirabel al cual el tiempo ha deteriorado una


parte del enrejado de madera que impedía
otras veces á las novicias ser apercibidas por
los transeuntes cuando respiraban el fresco.
Regina, que viene allí, sola y libremente por
el corredor de su celda, ha abierto un poco,
con sus hermosas manos, la brecha del enre-
jado. Ha hecho una verdadera guardillita,
por donde pasa casi su cabeza, toda guarne-
cida de yedras y alboholes entrelazados S,
aquél. Conoce mis pisadas, pasa su brazo
por la abertura y deja caer un puñado de
flores 6 solamente una hoja seca, un grano
de arena sobre mi cabeza; me paro, mira si
lo he recogido; paso al otro lado de la calle,
distingo sus bellos ojos abiertos, parecidos á
dos urnas azules; además en la tapicería de
flores trepadoras, entreveo sus cabellos dora-
dos como los filamentos de una flor desco-
nocida, nos miramos inmóviles, moviendo
A. DE LAMARTINE. 131

solamente los labios, llenos de palabras mu-


das, de confidencias y sonrisas llevadas por
el viento. Quedamos así hasta que una per-
siana importuna viene á abrirse en la fachada
de alguna casa vecina, ó hasta que escucho
el raro paso de un transeunte resonar en una
de las extremidades de la calle. Entonces ella
se retira, yo continúo mi camino, y entro en
el palacio de mi padre con una provisión de
embriaguez para todo el día.
»Por la noche, á la hora en que los roma-
nos salen en carretela á los teatros, al «Cor-
so,» á las «conversazioni,» donde no voy
nunca, soy admitido por la tornera, como
individuo de la familia, en el departamento
de la princesa, que no sufre más que la mi-
tad de las reglas claustrales. Encuentro á
Regina que me aguarda bajo el cláustro, jun-
to á la fuente; le beso las manos con el respe-
to de un extrajo para una mujer, con la dul-
132 REGINA.

ce familiaridad de un hermano. Me conduce


-al pié del canapé de su abuela; hablamos en
paz y en plena libertad ante aquella anciana
señora, que parece rejuvenecer á nuestras
locas alegrías de niños dichosos. Solamente
arroja algunas veces una larga mirada de
tristeza á Regina y á mí, después mira al
reloj y parece pensar sin decírmelo: ¿Cuánto
tiempo durará esta dicha? ¿Cuántas horas
hay en dos arios? Porque dentro de dos arios
será cuando el príncipe *** deba llevarse á
su nieta hecha mujer suya.
»Cuando Regina se apercibe de esta in-
quietud y adivina el pensamiento de su abue-
la se levanta sobre las puntas de los piés y
pára la aguja del reloj mirando á la conde-
sa Livia. al\To, no, dice con ese gesto encan-
tador é italiano en los labios de una niña, no,
-abuela, no penséis en eso! ¡Os digo que eso
no vendrá nunca! ¡Ese príncipe villano no
A. DE LAMARTINE. 133

me hablara de ello; hace odiar mi nombre!


¡Soy Regina; no su princesa! ¡no lo seré
nunca! Me burlo de sus «sbirri»; mi corazón
me pertenece, se lo daré á quien yo quiera!»
Y me mira con aire de inteligencia y son-
riendo, ¡como si, en efecto, parando la aguja,
la caprichosa hubiera parado el tiempo! . .

(Faltan aquí siete ú ocho cartas de Salus-


tio, en las que me contaba las monótonas es-
cenas de su felicidad y los desenvolvimientos
de la pasión de los dos amantes.)
1 34 REGINA.

Décima carta.

«Roma.

»Conoces la quinta de Pamphili. Re-


cordarás quizá que fuimos allí un día juntos
en el mes de Abril, y que mirando á lo úl-
timo de los grandes pinos la pendiente de
césped que baja hacia la choza y que termi-
na en el llano velado por las brumas, que
atraviesan solamente los arcos amarillos de
«travertin» (1) de los acueductos en ruinas,

(e) Piedra caliza que se encuentra en las cercadas de Tivo-


li. (N. del T.)

A. DE LAMARTINE. 135

me decías: «¡Esto es demasiado bello para el


hombre! ¡no existe más que el amor que sea
digno de habitar aquí!
»¡Pues bien, profeta! eso no es demasiado
bello; el amor ha ido allí y ha embellecido
mil veces todavía aquellas escenas melanc6-
licas de la ciudad que tú llamabas jardín de
lo infinito!
»Hemos ido á menudo á la caída del sol
en el Mediterráneo, mientras que los roma-
nos y los extranjeros corren en el Corso
entre dos muros que se forman de polvo.
Como la princesa *** ha cesado de habitar
en el convento, la condesa Livia no la pasea
más que en lugares desiertos, por Albano,
Tivoli, Frascati, por los monumentos, por
los jardines de Diocleciano, por la tumba de
Cecilia Metella, por el campo de Sabina; allí
por todas partes donde no haya nadie más
que ella y yo. Como soy poco conocido en
136 REGINA.

Roma, paso, cuando se nos encuentra, por


un sobrino de la condesa Livia, llegado de
Sicilia para servirla de apoyo. Mis cabellos
negros y mis facciones del Mediodía hacen
la versión verosímil.
»Esta misma noche hemos dejado á. la
anciana condesa y á la nodriza en la carre-
tela, en el «bolingrin» (1) de la entrada de
la quinta, y nos hemos internado, como de
costumbre, Regina y yo, por las largas ave-
nidas de laureles que descienden perdiéndose
de vista desde la meseta de la ciudad hasta
el valle. Eramos, á esa hora que los italianos
encuentran peligrosa, los solos habitantes de
aquellas vastas salas de verdura. Las largas
murallas de sombras que forman los espesos
setos de laureles entrelazados, los recodos de

(i) Llaman así los jardineros las calles cubiertas de césped


con ribete de boj 6 de otra planta cualquiera, que se cortan á modo
de tapias ó de otra forma para adorno de los jardines. (N. del T.)
A. DE LAMARTINE. 137

los paseos, las estatuas de las fuentes, las


perspectivas de mármol que interrumpen de
distancia en distancia la uniformidad, nos es-
condían á todas las miradas. Estábamos su-
mergidos en aquel aislamiento y en aquella
seguridad de la dicha que hace creer á dos
seres que se aman, que son las únicas criatu-
ras animadas, los únicos puntos sensibles de
toda la naturaleza. Nos apresuramos á avan-
zar lo más lejos posible en los laberintos,
para que ningún otro ojo que , los del firma-
mento, las estrellas que iban ä elevarse, pu-
dieran caer sobre nosotros. Regina cogía en
los céspedes flores de otofio y venía á entre-
gármelas en haces para llevarlas al carruaje
y embalsamar, por la noche, la terraza de su
habitación. Mis manos estaban llenas. Corría
delante de mí; hacía volar los mirlos ya
dormidos que atravesaban los paseos, sil-
bando y rozando sus manos extendidas, con
138 REGINA.

sus alas azules. Los tintes rosados de los va-


pores de la tarde que flotaban en el horizon-
te del lado del mar, reflejábanse en su fren-
te, su cuello, sus manos, como un afeite ce-
leste vertido de lo alto del cielo sobre la más
divina forma de la naturaleza. Sus cabellos,
que elevaba y se desataban sin cesar por la
corrida, volvían á caer en trenzas empapadas
de rocío en sus mejillas y espaldas. Hubié-
rase dicho que salía de uno de aquellos ba-
rios de Diana, cuyas ondas murmuraban
sus piés. Jamás la había visto tan hermosa,
y jamás, sin duda alguna estos jardines ha-
Man sido hollados por una más ardiente
imagen de la alegría, de la juventud y del
amor. No comprendía, mirándola, que el
dolor osase jamás arrojar su sombra sobre
frente semejante. Me parecía inviolable á la
desgracia como á la muerte.
)Cuando estaba cansada, se suspendía por
A. DE LAMARTINE. 139

sus dos manos á mi brazo, ya cargado de


flores, y se apoyaba en él exagerando el li-
gero peso de su cuerpo para hacerme sentir
mejor que estaba allí, y para sentir el apoyo
que yo la prestaba. Se divertía en arrastrar
por momentos sus piés, como si hubiese es-
tado demasiado sofocada para andar de pri-
sa; después, de repente abandonaba mi brazo
con estrépitos de dulce alegría y de desafíos
para alcanzarla, y lanzábase saltando ante
mí por la arena de las avenidas.
»Mas tarde se dejaba adelantar, y me ro-
gaba entonces, fingiendo enfadarse, que la
esperara. Luego se acercaba, con las manos
unidas, en actitud de languidez que despier-
ta, mirándome y pareciendo como que roda-
ba alguna imagen importuna en su pensa-
miento. A continuación levantaba y sacudía
repentinamente la cabeza con un movimien-
to de arrebato y de impaciencia, y gritaba:
140 REGINA.

—¡No! ¡ no quiero pensar en ello! ¡Salustio,


tenemos dos arios delante de nosotros!
—»¡Pero comprende—la decía yo,— lo
que será para nosotros la vida separados, des-
pués de dos años de esta felicidad sobrehu-
mana!
—»Hay una Clotilde en el cielo,—me res-
pondía entonces mostrándome con el dedo
una de las estrellas que comenzaban á verse
salir en el firmamento, entre las anchas som-
brillas verdes de los pinos de Italia.—La que
nos ha reunido sabrá protegernos bien to-
davía.
»¿Piensas en lo que debe ser para mí la
soledad del palacio de mi padre después de
las noches pasadas así? ¡Oh! ¿Por qué, si
Clotilde debia proteger este amor, ha dejado
interponerse, entre su amiga y su hermano,
la sombra amenazadora de ese hombre, que
reclamará un día, en nombre de la ley, lo que

A. DE LAMARTINE. 141

el corazón y la voluntad no le han dado


nunca?
»El príncipe,*** en este momento, no
vive en Roma. Viaja por Inglaterra y Amé-
rica para estudiar las mejoras agrícolas que
tiene que introducir en sus dominios del es-
tado romano.»

142 REGINA.

Decimatercera carta.

«Roma.

»Los días y los meses pasan, y nada ha


cambiado en mi dicha. Hé ahí por qué te
he escrito tan pocas veces; tengo miedo de
hastiarte de felicidad. Vivo desde hace al-
gunas semanas en la misma casa que Regina
y su abuela en Tívoli.
»Los médicos han aconsejado á la con-
desa Livia respirar, para fortificarse, el aire
puro y vivo de las colinas. Ha alquilado por
algunos días el palacio*** en Tívoli. Hasta
me ha permitido alquilar un cuartito enci-

A. DE LAMARTINE. 14.3

ma del suyo en el mismo palacio. Desde mi


ventana, veo el balcón de Regina, donde su
abuela se sienta á la sombra todo el día, des-
de que el sol ha dado la vuelta al ángulo del
palacio. Conoces á Tívoli. Estamos en el
último grado de la colina, dominando el
templo de Sibila, las grutas, las pequeñas
cascadas, y el valle ¡donde el murmullo y el
humo de las aguas se elevan confundidos con
los arco iris envueltos en los vapores! ¿Era
necesario esta locura más para dar el vértigo
eterno á nuestras almas?
»Veo desde aquí la explanada opuesta al
otro lado del valle de las aguas, con las enci-
nas, las rocas grises entrelazadas de higueras,
y la ermita de los franciscanos, que en otro
tiempo fué la casa de Horacio, y en donde
tú escribiste un día tus primeros versos!
Este recuerdo de ti, en medio de mi felici-
dad, la completa. Me figuro que estás allí

1 44 REGINA.

todavía, mirándome y regocijándote conmi-


go de lo que la fortuna me ha dado por tea-
tro de mi amor, una de las más divinas man-
siones de la tierra. Cuando el alma está llena,
tiene necesidad de extenderse á su alrededor,
en una naturaleza tan espléndida como sus
pensamientos. La naturaleza es la decora-
ción de la vida. Vida más dichosa, decora-
ción más bella, ¡nunca!»

A. DE LAMARTINE. 145

Decimacuarta carta.

«Roma.

»La dicha era demasiado completa para


ser duradera... Lo que me hace falta ahora
es tu compasión. La condesa Livia ha reci-
bido del gobernador la orden de volver á
Roma, observar la vida enclaustrada en el
convento con su nieta, ó dejarla sola en el
mismo hasta el regreso del príncipe***, que
reclamará, á su mujer. Esto es á causa de los
amigos del príncipe que han sido informa-
dos y se han quejado de las atenciones de
un extraño en la familia. Las órdenes del
10
146 REGINA.

Gobierno son aquí absolutas; ha sido preciso


obedecer. La condesa ha dejado á Tívoli; ha
vuelto á entrar en su palacio de Roma, con
el fin de tener la libertad de reclamar y ha-
cer obrar ,á sus amigos junto al gobernador.
Regina ha quedado sola con la nodriza en
el recinto del convento. Yo partí ostensible-
mente hacia Florencia, según sus consejos,
para quitar todo pretexto de acusación y re-
clusión contra Regina y la condesa. Pero
llegado . á Terni, he hecho proseguir de no-
che á mi carretela el camino; un joven na-
politano, amigo mío, que va á París, ha
ocupado mi lugar. Yo he vuelto solo y bajo
otro nombre á Roma. No he entrado en la
ciudad, para que mi palacio vacío engalle la
vigilancia del gobernador: vivo escondido en
una casa, de jardinero, fuera de las murallas,
al lado de San Pablo, sobre un camino de
travesía, en casa del hermano de la nodriza
A. DE LABNARTINE. 147

de Regina. Tengo un cuarto cuya ventana


se abre al campo, y que me permite alegrar
la vista en el jardín, en los prados, sin ser
visto desde el camino. Tengo libros, papel,
armas; no salgo más que por la noche, en-
vuelto en una de esas grandes capas oscuras
que cubren á los aldeanos romanos, con un
sombrero de ala ancha. Se me confunde á la
puerta de Roma con los comerciantes de
bueyes de Sabina 6 con los viñadores de
Velletri; entro y salgo sin sospechas, para ir
á deslizarme bajo los muros de Longara. A
una serial de mis zapatos herrados, sobre el
suelo, una luz brilla á través del enrejado de
madera, una mano pasa, un hilo armado con
un gancho de plomo desciende junto al muro:
cojo de él un billete de Regina, suspendo
otro mío, escucho un suspiro 6 mi nombre
pronunciado en voz baja, cubro de besos el
papel antes de dejarle subir, me alejo al me-
1 48 REGINA.

flor ruido, llevo mi tesoro, le leo á la claridad


de la luna 6 de las lámparas que arden en
los nichos de las «madonas,» vuelvo á salir
por otra puerta de Roma, vuelvo á ganar á
través de los campos mi asilo, paso la noche
y el día en leer, estudiar é interpretar las
cartas de Regina. El principe***, dice, está
en camino para volver á Italia. Su abuela
pasa su vida en zozobras y lágrimas. Se ha-
lla decidida á protestar contra el consenti-
miento imprevisto que ha dado á aquella
unión, bajo el imperio de la dominación y
del miedo. Se prestará á todo para impedir
la desgracia y el rapto de su hijita. Ha pues-
to en su interés, á fuerza de dinero y súpli-
cas, una parte de la familia y personas influ-
yentes con el gobernador. La opinión está
dividida. Se quejará, se arrojará á los piés
del cardenal***. Ha tomado horror al tutor
de Regina y al príncipe***. Regina jura, en

A. DE LAMARTINE. 149

todas sus cartas, que se refugiará antes en la


tumba de Clotilde que dejarse llevar por un
hombre que su corazón rechaza, y por coger
una vida que me ha dado antes de haberme
conocido. Las cosas se hallan de este modo,
no podrán durar así mucho tiempo.
»¡Oh! ¡que no estés aquí para aconsejarme
y llevarme quizá! Siento que voy a jugar
mil veces más que mi vida: ¡la vida y la re-
putación de Regina! ¡ Pero no tengo para
consejo más que el delirio que poseo noche
y día! ¡Ah! ¡vienen días en que el delirio es
la sola inspiración posible!
»Te escribiré antes de pocos días, si estoy
todavía libre ó vivo.»
STA carta había sido la última antes
de la catástrofe que arrojó á Salustio
al castillo San-Angelo y á la con-
desa con Regina á Francia. Hé aquí cómo
el drama de amor se desenvolvió como todos,
con penas y lágrimas. Regina me contó los
detalles que Salustio, entonces preso, no
podía escribirme.
XXV I.

ALUSTIO, por medio del hermano


de la nodriza de Regina, había he-
cho poner de su parte á un pobre
jardinero de Transtever, pariente suyo, que
cultivaba un jardincito de legumbres y árbo-
les frutales bajo la misma muralla de la
ciudad, que servía de cerco al recinto del
convento de la Longara. Habiendo orde-
nado el gobernador á la condesa Livia reti-
rarse á sus tierras de los Abruzzos, 6 en-
cerrarse en el claustro con su nieta, la con-
desa, secretamente de acuerdo con Salustio
154 REGINA.

y Regina, partió para los Abruzzos. Regina,


á quien toda comunicación fuera del con-
vento estaba en lo sucesivo severamente pro-
hibida, fué advertida para que se preparase
á volver bajo el dominio y á la casa del
príncipe, tan pronto como llegase. Puede
juzgarse, dada la energía y el indomable ca-
pricho de aquel carácter, el dolor que debió
experimentar, la repulsión y la cólera, vién-
dose reducida á sacrificar la vez á su abue-
la, á Clotilde, á Salustio, su libertad, su me-
moria, su amor, en una inmolación de sí
misma. Escribió á Salustio, por mediación
de su nodriza, estas dos palabras: (q0 la
huida, 6 la muerte, antes del día en que me
arranquen de ti!»
Este día se acercaba. El príncipe*** había
llegado. No pidió aún ver á la princesa.
Deliberaba con sus amigos del Gobierno so-
bre el medio de traer por la dulzura y la
A. DE LAMARTINE. 155

templanza á la obediencia á aquella imagi-


nación de niña revoltosa. Salustio lo supo.
Resolvió aprovechar aquel momento de in-
decisión del príncipe para sustraer á Regina
de una tiranía que temía más que al puñal.
XXVII. '

ALUSTIO se procuró sucesivamente,


y sin que se pudiese notar su acu-
mulación en el jardín, cuatro ó cin-
co de esas largas escalas de madera ligera de
las que los jardineros de Italia se sirven para
podar las cepas y coger las uvas de entre los
pámpanos, enlazadas y suspendidas á la ex-
tremidad de las ramas de las más altas parras.
Las desarmó, puso aparte los escalones; ajus-
tó y volvió á atar los montantes con fuertes
cuerdas, y construyó una escala ligera, sólida,
manuable, con ayuda de la que podía llegar
158 REGINA.

hasta lo alto de la muralla. Terminado este


trabajo, hizo advertir á Regina por el her-
mano de su nodriza que él estaría á la noche
siguiente, después que la luna se hubiera es-
condido, en la capilla, junto á la tumba de su
hermana, y que encontraría la libertad allí
donde había hallado el amor de su vida.
Ayudado por el jardinero y el hermano
de la nodriza, cuya complicidad y silencio
había comprado á precio de oro, á la hora
convenida subió al muro, tiró la escala hacia
sí, la hizo deslizar por la parte del paseo de
los cipreses, bajó, fué á la capilla, encontró
en ella á Regina y á la criada, las hizo fran-
quear la tapia como la había franqueado él
antes, y dejó á sus dos cómplices retirar,
demoler la escala, y destruir de este modo
toda serial de escalo y rapto en el jardín del
complaciente transteverino. Uno de esos
cochecitos de campesino romano, formado

A. DE LAMARTINE. 1.59

de dos arcos de madera encorvada, y res-


guardado del sol por un pedazo de tela, les
esperaba en el patio del hermano de la-no-
driza de Regina. Un vigoroso caballo salva- _
Je de las lagunas Pontinas, comprado de an-
temano por Salustio, se hallaba atalajado á
dicho cochecito. Regina se quitó sus vestidos
de seda y tomó el de lana de una de las nie-
tas de su nodriza. Salustio estaba cubierto
por su vestido romano y su capa de lana os-
cura. Llevaba en los piés los zapatos de sue-
las de madera, y en las piernas las polainas
de cuero negro de los aldeanos del campo
Sabina. Llevaba tarribien dos fusiles y una
especie de trabuco cargado hasta la boca, en-
tre la paja del carruaje, bajo sus piés. Los
fugitivos, acompariados solamente de la no-
driza, tomaron, cuatro horas antes de ama-
necer, el camino de las inontafas, siguiendo
lo mejor posible los menos frecuentados.

16o REGINA.

Gracias al vigor del caballo llegaron por


la noche del siguiente dia á la residencia de
la condesa Livia. Esta, que les aguardaba
á todas horas, no perdió un instante para
gozar del regreso de su hija. Tenía todo
preparado para la eventualidad de su huida.
Un falucho español, fletado por los cuidados
de su «fattore», aguardaba sus órdenes en
Gaeta. Fueron allí á la mañana del dia si-
guiente y se embarcaron para Génova, en
donde la condesa advirtió por carta á su
banquero que la preparase oro, un coche y
un correo.
Los adioses de Regina y de Salustio, se-
parándose de las dos fugitivas libertadas, no
fueron más que un corto y feliz aplazamien-
to de su reunión y de su felicidad. Debían
volverse á encontrar seis meses después en
París. Pero como la huida de Regina habría
pasado por un rapto si el nombre de Salustio
A. DE i.AMARTINE. 161

se hubiera mezclado en ello, este resolvió


volver atrevidamente á Roma, como si nun-
ca hubiese salido, mostrarse en los lugares
públicos y en el teatro para desmentir así,
con su presencia, toda participación en el
acontecimiento del cual el público se ocu-
paría.

11
,
XXVIII.

oLvió, pues, ä tomar la ruta de


Roma por el mismo camino y en
el mismo traje con que aseguró el
rapto de Regina; pero, llegando por la no-
che al patio de la nodriza, halló en él una
banda de «esbirros» que le aguardaban y
apresaron antes que hubiese podido advertir
su presencia. Ya las cartas de Regina y
todas las pruebas de su participación en el
rapto de la princesa, sorprendidas en su cel-
da, estaban en manos de aquellos. Se le con-
dujo al palacio del «Buon Goberno» 6 de la
164 REGINA.

policía, y, después de un corto interrogato-


rio secreto, fué encerrado en el castillo como
un criminal de Estado.
De allí fué de donde, por intercesión de
un sub-oficial suizo de la guarnición del
castillo, envió á Génova, á la condesa y á
su hija, la carta que estas me llevaron á
su vez.

wr
XXIX.

Ereuní en Pont-de-Pany con la


princesa y su abuela, pronto á
acompañarlas allí donde la aten-
ción de un amigo de Salustio podía prote-
gerlas contra su aislamiento. Después de un
instante de deliberación con ellas, fué reco-
nocido que su estancia en París, á la vista
del nuncio, y bajo la acción de un gobierno
ligado por relaciones de deferencia política y
religiosa con la corte de Roma, tenía algu-
nos inconvenientes y peligros. Resolvieron,
atendiendo á mis indicaciones, salir de Fran-
I66 REGINA.

cia y volverse á Ginebra por el camino de


Dijón. En aquel país de neutralidad, apro-
ximado á Italia por el Simplón y Milán,
podían enviar más seguramente correos
confidenciales á Roma, recibirlos y alcanzar
con más aislamiento y seguridad la libertad
de Salustio y la continuación del proceso
que habían decidido sostener ante los jueces
para debatir la validez del casamiento y re-
cobrar su independencia.
Volvimos, pues, á tomar juntos el camino
de Ginebra, cuyo viaje se realizó sin aconte-
cimientos de ninguna especie.
Me dediqué, según su deseo, tan pronto
como hubimos llegado, á buscar á orillas del
lago una casa modesta, solitaria y de estan-
cia agradable, donde aquellas dos mujeres,
que deseaban quedar desconocidas, pudiesen
pasar el tiempo más 6 menos prolongado de
su destierro. No encontré esta casa mas que
A. DE LAMARTINE. 167

á cierta distancia de Ginebra, en los alrede-


dores de la linda ciudad de Nyon. Tenía
dos 6 tres piezas en el piso bajo, abriéndose
sobre un prado plantado de tilos, y algunos
cuartos pequeños en el primer piso para la
condesa Livia, su hija, la nodriza y las dos
mujeres que llevó de Nyon para servirlas.
Un cuartito, cuyos muros eran de abeto,
encima de la casita de madera del jardinero,
separado del cuerpo del edificio por un ver-
gel, me sirvió de alojamiento. Aquella man-
sión, aunque pobre en apariencia, era delicio-
sa. El vergel se confundía, de la parte opues-
ta del lago, con un soto de castaños cortado
aquí y allá por senderos naturales de arena,
donde podía uno internarse hasta las mon-
tañas. Una fuente, descendiendo por un tubo
de abeto, y corriendo por una . espita de co-.
bre, caía día y noche con diverso ruido mo-
dulado, según el viento, en un pilón de pie-
168 REGINA.

dra, adonde iban á beber las vacas y los pá-


jaros. Delante de la fachada de la casa de la
princesa, una columnata de troncos de abe-
tos cortados y replantados con su corteza
adelantábanse algunos pasos sobre la arena
de un paseo, y recubría un tosto diván
de madera, adonde se llevaban los cojines
del salón y donde la condesa Livia pasa-
ba todas las horas tibias del día con la no-
driza.
El prado, que se inclinaba por una pen-
diente dulce, un poco más lejos no tenía su
horizonte cortado más que por dos 6 tres
fresnos, jamás desmochados, que parecían
salir de las olas del lago. Más allá de los
fresnos la pendiente se precipitaba é iba á
morir en los guijarros de la orilla, que las
olas agitaban cuando había viento, con ese
pequeiío ruido de niños que juegan con pie-
dras. Existía allí, al pie de un inmenso sáuce
16g
A. DE LAMARTINE.

blanco, un banco de musgo entre las raíces


del árbol, donde se veía, á la derecha y en-
frente, Lausana, Vevey, Villeneuve, Saint-
Gingolph, las gargantas del Valais y las in-
numerables cimas blancas de nieves eternas
que sirven como de escalón al Monte Blanco.
Regina hablaba allí conmigo sin cesar para
preguntarme el nombre de esta montaria,
el de aquella, el de la otra; si del otro lado
de la nieve estaba Italia, después si se aper-
cibía Roma desde lo alto de aquellas cimas,
cuantos días y cuántas horas de marcha ha-
bía, corriendo siempre, desde el pié de aque-
llos montes á la puerta del Pueblo. Veíase
que su pensamiento no estaba fijo un solo
instante con ella en esta deliciosa mansión, y
que su alma franqueaba aquellas alturas, más
pronto que los rayos rosáceos sobre las nie-
ves, para ir á herir con continua aspiración
los muros negruzcos del castillo de S. An-
170 REGINA.

gelo. No tenía seria inquietud por la suerte


de Salustio, protegido en su calidad de ex-
tranjero, contra los castigos que hubiera po-
dido alcanzar un romano; pero tenía esas
impaciencias de la juventud, que cuenta por
siglos sin vuelta y sin fin todos los minutos
perdidos para la pasión.
No traté nunca de consolarla, inconsola-
ble yo mismo por otra ausencia también;
sabía, por precoz experiencia, que el papel
de consolador, importuno, intempestivo,
odioso, mientras que el dolor mismo no se
quiera olvidar, no viene á ser agradable y
dulce sino después que el dolor se ha amor-
tiguado y se detiene ante el consuelo. Vivía
lo más lejos posible de ella, dejándola á su
propia voluntad, á sus suefios, á su soledad,
á sus lágrimas, marchándome una parte del
día por las gargantas del Jura, leyendo
escribiendo aquí y allí algunos versos sobre
A. DE LAMARTINE. 171

las brillantes escenas que tenía sin cesar bajo


los ojos, y sentado solamente por la tarde
junto á la pobre condesa Livia, cuyas horas
trataba de distraer.
Me hice amar de este modo de Regina
con una amistad familiar y confiada, mucho
mejor que si hubiera llevado en mis conver-
saciones de cada instante con ella una oficio-
sidad y servilismo de complacencia como su
belleza y bondad hubiesen podido inspirar
á otros. No puedo decir estuviese deslum-
brado con una belleza á la cual ninguna de
las que yo había visto en Europa podía
compararse. Miraba á aquella joven como
se mira una llama en los matorrales durante
el estío, admirando los visos del fuego, pero
sin calentarse. Regina no pensaba que yo era
joven; no sabía si era hermoso 6 feo, hecho
para rechazar 6 atraer las miradas; sabía que
era el amigo de Salustio, hé ahí todo. Este tí-
172 REGINA.

tulo la quitaba toda especie de encogimiento.


Parecía haber vivido en la intimidad con-
migo desde que conoció á Clotilde y amó á
su hermano.
NFORMi á Salustio, por medio de un
oficial suizo conocido mío en Roma,
de la residencia que había escogido
para Regina y su madre durante su forzada
mansión lejos de la ciudad Santa. Nos escri-
bía por el mismo medio. Ignoro lo que de-
da á Regina en sus cartas; yo las veía leer
y releer veinte veces al día, ora con saltos
de alegría y esperanza en el jardín, ora con
movimientos de cólera que parecían dirigir-
se al papel, y que le hacían por momentos
arrojar las cartas al suelo y hollarlas bajo sus
174

piés. Entreveía en sus miradas y en sus pa-


labras oscuras que le encontraba demasiado
resignado á la separación y demasiado con-
vencido de los miramientos que su mismo
cariño hacia ella exigía al amante para su
reputación y porvenir. iQu é le importaba á
ella todo eso? Todo lo veía en él. Pero Sa-
lustio, que había vivido mucho tiempo en In-
glaterra, tenía en el amor algo de sangre fría,
la delicada reserva y el sentimiento casi reli-
gioso de conveniencia que distingue á aque-
lla sociedad de regla y buen sentido. Era
evidente que no quería por ningún precio
ni aun por el de su vida, sacrificar el honor,
el porvenir y la fortuna de Regina á su prò-
pia felicidad, si el proceso de nulidad de
matrimonio pedido por sus abogados venía
á restituirla á su marido. Entreveía yo con,-
fusamente algo de aquella delicadeza, quizás
un poco tardía de su parte, en las cartas y
A. DE LA?dARTINE. 175

tristes palabras que recibía de él bajo el so-


bre de sus largas correspondencias á Regina
y la condesa. Pero las de los procuradores y
amigos de Livia no permitían dudar sobre la
pronta anulación del matrimonio. Nada se
opondría entonces á que Salustio recobrase
su libertad y obtuviese á Regina de las ma-
nos de una abuela que veía en él otro hijo.
De esta manera había alternativas constan-
tes de alegría loca y sombrías nubes en las
facciones de Regina, según que el correo de
Roma, dirigido á Nyon por un banquero de
Ginebra llevase la esperanza ó la angustia
aquellos dos corazones. Los días de alegría,
Regina quería correr toda la mañana conmi-
go por la arena del lago para esparcir su
embriaguez en toda aquella hermosa natu-
raleza. Los días de tristeza huía de mí y se
enfadaba como si yo hubiera sido culpable
de las tergiversaciones de la suerte y de los
176 REGINA.

escrúpulos de delicadeza de su amante.


Seguía sus caprichos sin contradecirlos y la-
mentándolos en mi interior. Cuando la pa-
sión es justa, no existe la pasión. Al día
siguiente volvía hacia mí, y me hacía fami-
liaridades más vivas, mudas excusas de su
injusticia. Soportaba todo esto corno lo hu-
biera aceptado de una hermana, porque co-
menzaba á ver el presentimiento de alguna
desgracia para ella. La trataba como se debe
tratar á los desgraciados, á los enfermos y á
los nitlos que no se dan cuenta mas que de
sus sensaciones; las suyas venían á ser tu-
multuosas como el aire cargado de dudas que
empezaba á pesar sobre ella. El proceso iba
á ser juzgado dentro de algunas semanas; la
correspondencia tardaba.

4121«
XXXI.

banquero de Ginebra me hizo


advertir en secreto que tenía una
carta que entregarme personalmen-
te, y que le estaba prohibido entregarla á
ninguna otra persona. Tomé un pretexto
para ir á Ginebra, con el fin de que Regina
y su madre no pudiesen sospechar el motivo
de mi partida. Así que llegué corrí a casa
del banquero. Me entregó un paquete volu-
minoso de Roma. Volví á tomar el camino
de Nyon y marchando lo desaté. Conte-
nía una larga carta de cinco 6 seis hojas
178 REGINA.

para mí y una más corta para Regina. No


debía entregar esta sino después de una su-
ficiente preparación meditada, y después de
enterarme bien de lo que él me decía. Esta-
ba solo en uno de esos carritos suizos que
había tomado en Nyon. Leí la mía sin dis-
traerme. Hé aquí los principales párrafos
que contenía:
A. DE LAALARTINE. 179

Declina-octava carta.

«Roma, palacio.

»He cumplido mi deber, amigo mío, pero


siento que lo he hecho á costa de mi exis-
tencia. No importa, he hecho mi deber, y
siento á mi conciencia que me aprueba en
medio del desgarramiento de mi corazón.
Existen dos seres en mí, de los cuales el uno
ha inmolado al otro. Todo ha concluido; Re-
gina es libre; puede ahora volver á Roma con
su pobre condesa, entrar en el palacio 6 en
las quintas de su abuela, viajar ó vivir en su
patria sin ser llamada de nuevo, ni incomoda-
I80 REGINA.

da, ni inquietada en su independencia por el


príncipe.¿Podía yo titubear más tiempo en
decir esa palabra? A tu consideración lo dejo.
¡Pronuncia!... Pero no, no pronuncies, por-
que lo que está hecho, hecho se queda. He
declarado yo mismo, y si me hubiese arrepen-
tido un solo minuto por la detención que he
sufrido, hubiera sido el más indigno y el
más personal de los hombres. ¡Quiero morir
de dolor, no" de vergüenza!

»La víspera del juicio del proceso de la


princesa, mis abogados han recibido propo-
siciones de los del -príncipe***.
»Han venido por la noche a trasmitirme-
las, acompañados de un miembro omnipo-
tente del Gobierno. Hé aquí las palabras
que me han traído en nombre de la parte
adversaria:
A. DE LAMARTINE. TI

--«El proceso de la princesa***, del que


sois la causa única y en el que vuestro nom-
bre ha de resonar ,y vuestro testimonio de
hombre de honor será invocado, va á deci-
dirse mañana. Nosotros no disimulamos que,
no obstante todos nuestros esfuerzos, no po-
demos mirar ese juicio sin terror. Los prece-
dentes, las costumbres, los magistrados, las
familias de los príncipes de Roma, vuestra
calidad de extranjero, todo está contra V.,
mejor aún, todo está contra la princesa y su
abuela. Seremos condenados. La condena-
ción es el convento á perpetuidad para esa
joven que adoráis, 6 el destierro sin la espe-
ranza de volver á entrar en Roma, con la
pérdida de todos sus bienes en Italia. La
amáis, nosotros debemos advertiros. ¡Fié
aquí la suerte que habéis tenido en vuestro
amor: reflexionad! No hablaremos tampoco
de las manchas que van á recaer sobre ese
182 RI1G1NA.

nombre de diez y seis arios por las revela-


ciones y testimonios de dos hombres del
pueblo que han tomado parte en el rapto y
que expían su complacencia hacia V. en
la prisión. Ese nombre va ser arrojado ma-
ñana con escándalo á Roma y con resonan-
cia en Europa. Tiene diez y seis arios; ¡pen-
sad cuántos le quedan aún para sentir su
proscripción y sus humillaciones ante el
mundo!
»El dolor, la huida y los climas extraños
bien pronto van á gastar en lágrimas la poca
vida que resta á su abuela. ¡Qué porvenir
para una joven de aquella hermosura, de
aquel nombre, de aquella edad! ¿La protege-
réis, la casaréis? decid. Pero ¿habéis pensado
bien? ¿En qué país y bajo qué comunión un
magistrado ó un cura consagrarán el matri-
monio de una mujer cuya primera unión ha
sido declarada válida por los tribunales de su
A. DE LAMARTINE. 1837

propia patria? si la princesa Regina no


puede jamás ser vuestra mujer, qué será su
nombre junto al vuestro?... ¿Quién recibirá,
nunca en su casa á una mujer que no puede
ser esposa y que osaríais exhibir como con-
cubina?... ¡Pensad ahora en ella y no en vos!
Cuanto á nosotros nos es imposible no tem-
blar del nombre que la sentencia de un juez
prevenido y la suerte de un juicio va á ha-
cer llevar mañana á la mujer que améis más
que la vida.
»En esta perplejidad, que las opiniones
demasiado claramente enunciadas de los
principales jueces del negocio han aumenta,
do en nosotros desde hace dos días, hemos
recibido proposiciones de los abogados en-
cargados de sostener la causa del príncipe.
Este, lo sabéis, no quiere y ha querido de
este casamiento más que la fortuna de la
condesa, asegurada después de él en sus des-
184 REGINA.

cendientes. Su edad y sus enfermedades le


hacen insensible á la posesión de una joven.
No puede mirar sin repugnancia y sin re-
mordimientos la triste necesidad, en que el
juicio de este proceso le coloca, de arrojar á
la publicidad el deshonor sobre el nombre
de una joven que lleva el suyo y que, inde-
pendientemente de ese título, está unido á
su casa por lazos de familia. No puede titu-
bear en perseguir, si persistís en colocaros
entre Regina y él, pero si desaparecéis del
proceso, no existirá ante él más que una
niria á quien compadece y respeta; arrojará
el velo de la indulgencia de un padre sobre
todo, consentirá en no reivindicar nunca la
residencia de su mujer en su palacio, le de-
jará la disposición de su fortuna personal, no
le pedirá continúe llevando su nombre en
casa de su abuela y separarse del que ha
dado demasiado pretexto á la maldad públi-
A. DE LAMARTINE. 185

ca. Los cómplices del rapto serán puestos


en libertad tan pronto corno el príncipe haya
retirado su queja. En cuanto á V., caballero,
no le pide más que un largo alejamiento de
Roma como precio del sacrificio completo
que hace de sus derechos y de su resenti-,
miento. Roma verá, dice, cuál es el más ge-
neroso y el más verdaderamente amigo de
esta niña, su pretendido tirano que le con-
serva el honor y le da la posesión de sí mis-
ma, 6 el joven extranjero que sacrifica á su
amor la persona amada.»
»Después de haber hablado así, se han re-
tirado. Me han rogado reflexione solo y sin
influencia extraña sobre mi deber y las pro,
posiciones del príncipe y del Gobierno.

»No he reflexionado, he gritado de dolor


precipitándome sobre el pavimento de mi
, prisión... Tenía dos vidas en mi mano: la de
86 REGINA.

Regina y la mía, ¡he sacrificado la mía!...


¡Que me acuse! ¡que me odie! ¡que me mal-
diga! ¡no importa! ¡Tú me conoces: cuando
un deber está trazado, aun á través del fue-
go y de la muerte, paso!

»A la hora en que tú recibas esta, habré


dejado Roma. Regina podrá volver á entrar
allí. Su familia y la sociedad la acogerán como
merece ser acogida. Será la dueña de su vida,
la gracia de la casa de su abuela, el ídolo en
este país de la hermosura. ¡Que ella me ol-
vide! ¡Es Clotilde mismo quien se lo pide
por medio de mi voz! Un día por ventura.

»Parto pasado mañana para España, don-


de voy á entrar de servicio en un regimien-
to de la guardia real, del que mi tío es coro-
nel. No tiene más pariente que á mí, me
llama á su lado, tiene una hija única. Sé que
A. DE LAMARTINE. x8

él alimenta proyectos de unión de familia.


No podré amar á nadie después de haber
amado lo que la naturaleza animó siempre
más perfectamente en la tierra. Me embar-
caré para Filipinas; iré hasta donde el nom-
bre de Europa no llegue á perseguirme ya.
Perderé mi huella en el Universo. No pien-
ses más en mí; pero piensa, por causa mía,
en Regina, y no la abandones ni á ella ni á
la condesa en tierra extraña hasta que los dos
hermanos de su madre, que salen mañana
para traerlas á Roma, hayan llegado á Gi-
nebra.

»Hé aquí tres cartas para ella.


»No le entregues la última, esta despedida
mía suprema, sino después de haberla pre-
parado lentamente al golpe que le doy para
salvarla.
»Escríbeme una línea á Madrid cuando
188 REGINA.

haya vuelto un poco a la calma, y dime que


no me maldice eternamente.)
El resto de la carta contenía recomenda-
ciones sin fin sobre la manera como yo debía
conducirme para evitar un accidente dema-
siado súbito á Regina.
XXXII.

Ki o puedo menos de aprobar é. Sa-


lustio, deplorando sin embargo, la
fatal necesidad en que se hallaba
de hacer sufrir al corazón de Regina inmo-
lando su propio corazón. No la había con-
sultado. ¿Quién sabe si ella no hubiera pre-
ferido mil veces el destierro con 61, á la li-
bertad y la fortuna sin él? Este deber que
cumplía tan cruelmente era, pues, arbitrario.
¡Se hacía á la vez juez y sacrificador sin in-
terrogar á la víctima! ¡Y, sin embargo, el
190 REG1 NA .

sacrificio era pedido por la delicadeza,


el honor, la virtud, el amor mismo! Mi
razón se turbaba ante una situación seme-
jante.

,z2,3
XXXIII.

UANDO llegué á Nyon, mi rostro


estaba tan desconcertado por la
horrible revelación que tenía que
hacer, que no tuve necesidad de hablar. Las
mujeres que aman tienen una mirada que
todo lo atraviesa. Antes que hubiese dicho
una palabra ¡Regina lo sabía!... Traté de
negar, prolongar la incertidumbre, decir
que no había encontrado cartas en Ginebra,
que regresaría al día siguiente para alcanzar
el correo de Roma. Mi fisonomía mentía.
Regina no se engafió ni un minuto. La fría

192 REGINA.

razón que encontraba, hacía algún tiempo,


en las expresiones de Salustio, la hubieron
medio alumbrado. Se precipitó sobre mí
para buscar bajo mi ropa el paquete que yo
me obstinaba en esconder. Lo asió, leyó len-
tamente la primera línea de la carta que me
había dirigido, y con estas solas palabras:—
«He hecho mi deber!» arrojó un grito de
indignación y de cólera cuya vibración
jamás he escuchado mas que en el rugido
de una leona.
_---(¡Vilta!»--exclamó arrojando lejos de
ella la carta que le había dirigido sin querer
ni aun romperla.—¡ Volvedle á enviar su
adiós!—me dijo en italiano.—¡No quiero
nada de él, ni siquiera el sacrificio de su
vida por la mía! Le pertenezco yo acaso,
para que se haya creído autorizado á sacri-
ficarme con el mismo golpe- con que él se
sacrificaba? ¡Crueldad y cobardía! ¡Cobardía

A. DE ' LAPdARTDER. '93

y crueldad! —gritaba pisoteando las cartas


manchadas de arena y lodo bajo sus • piés.
¡Crueldad y cobardía, de la- cual no quiero
ver :ni ' una imagen ni un rasgo alrededor
mío! • ¡No, no! ¡No era dignó del movi-
miento de una pestaña de una rOmana!-¡Que
vaya á amar á las - hijas de nieve y espuma
de mar de su país!—¡No 'quiero ya nada de.
él! Ni su nómbre,me dijo últimamente
lanzando una soberbia mirada de mandato
y sin réplica.
Diciendo estas palabras, saltó; mejor que
corrió,- hacia la -escalera, subió k su cciartá,
abrió suVentatia, y, con loa cabellos esparci-
dos, los brazos.levantados por encizni de su
cabeza, volviéndose del ladO de las .montaLis
de Italia, prorrumpió en .una imprecación
entrecortada de .sollozos; como . 'si creyeie
que su voz podía ser escuchado por su
amante en Roma, y arrojó con un gesto
13 •
desesperado en el jardín todas las cartas,
todos los cabellos, todas las reliquias, todos
los recuerdos mutuos de su amor para Sa-
lustio. Después, llamando á su nodriza:
--¡Baglia!—la gritó.—¡Ve ä recoger todo
aquello y échalo en lo más profundo del
lago, después de haberlo atado con una
piedra, para que las olas no vuelvan jamás
ni un resto á la luz del día! ¡Quisiera disipar
los seis meses de amor y de delirio que he
tenido por él!
La nodriza obedeció murmurando é in-
dignándose como Regina, con la cual pare-
cía compartir toda la cólera. La pobre con-
desa Livia, pálida y muda, sollozaba sobre
el canapé, agitada entre la alegría de reco-
brar á su hija sola, y la vergüenza de verla
abandonada por su amante.
Regina, después de este acceso de rabia,
se echó en su lecho y pasó dos días, sin
A. DF....4AMARTINE. ;495

querer aparecer, entre los brazos. de su no-


driza, que trataba vanamente de calmarla.
Encontré dos 6 tres veces á esta mujer en
la escalera y la pedí noticias de Regina.
—Recobra su corazón—me dijo la trans-
teverina en italiano,—y curará su cólera
con el desprecio. ¡Si fuera yo, lo hubiera
curado con sangre!
La nodriza parecía mirar como la más
sangrienta de las afrentas la generosidad de
Salustio. Y cuando la pronuncié esta palabra:
—¡No, no, no,—me decía,—caballero, no
hay generosidad contra el amor! Cuandtt se
ama en mi país, se ama y no se sabe otra
cosa. Ustedes, los franceses, no comprenden _
la virtud de un corazón del Tíber; el agua
de vuestro país deslava el corazón. ¡Un roma-
no habría arruinado y deshonrado á mi joven
ama, pero la hubiera amado hasta la sangre!
¡Yo le desprecio, marchad!
XXXIV.

L tercer día, Regina reapareció


por fin más pálida y tranquila.
Viéndome en el jardín se apro-
ximó á mí con el dedo en la boca, para de-
cirme con este signo no despertase nunca el
nombre en su oído. Parecía profundamente
impresionada y hasta conmovida por la ex-
presión de tristeza y ansiedad con que se ha-
bía cambiado mi rostro desde hacía tres días
y tres noches.
—No os causéis tanta pena por mí,—me
dijo apretándome la mano y mirando con
z.98 REGINA.

una expresión de solicitud y confianza que


decía millares de cosas indecisas en su pen-
samiento;—su mano ha arrancado el dardo
de mi corazón; ¡estoy curada! Sobre la
tumba de Clotilde no era Clotilde á quien
había encontrado, ¡era su fantasma! ¡Este se
ha desvanecido! ¡No, no era el hermano de
Clotilde; tenía sus facciones, pero no su co-
razón!
Después dejando caer mi mano y vol-
viéndose con vivacidad para alejarse de mí
y continuar su camino hacia el lago:
---¡Es V. quien hubiera tenido su cora-
zón!—dijo más bajo.
Por la tarde, me rogó la llevase bien lejos
ä fatigarse en la montaña, para volver á re-
cobrar á fuerza de laxitud un poco de
sueño.
La obedecí. Fuimos desde las dos de la
tarde hasta cerca del anochecer por las viñas,
A. DE LAMART1NE.

por los barrancos y bajo los castañares que


crecen abundantes al pié del Jura.
Sus tíos, que habían llegado á Ginebra,
debían venir por ella el día siguiente para
llevarla á Roma por el camino de Valais y
Milán. Parecía querer prolongar el mayor
tiempo posible la última jornada que le que-
daba de pasar conmigo. Era tan joven, tan
hermosa, estaba tan penetrada por los rayos
dorados del sol, tan incorporada al cuadro
maravilloso del cielo, los bosques, las aguas,
en la cual la veía deslumbrarme y donde iba
á verla desaparecer; era tan joven y tan sen-
sible á aquella hermosura yo mismo que, si
no hubiera estado defendida por dos sombras
que se interponían entre nosotros (la de***
y la de Salustio), no habría . podido resistir
á su deslumbramiento y hubiese puesto mi
corazón bajo sus piés, como las hojas caídas
del árbol que hollaba andando. .
200 REGINA.

Hasta parecía apercibirse de ello y buscar


voluntariamente, mejor que huir, los encuen-
tros de miradas ó palabras que hubieran po-
dido traer una confesión ó una explosión de
nuestros dos Corazones.
Una penosa incertidumbre pesaba sobre
nuestra conversación. La llevé hasta el patio
de la casa, donde la sombra de los plátanos
y de los muros aumentaba la oscuridad, sin
haber esclarecido con una palabra lo que pa-
saba entre ella y yo. Debía partir por la no-
che. Se paró y volviéndose hacia mí antes de
subir los primeros escalones- de la gradería:
- que no volveréis jamás á Roma?—
me dijo con una voz que temblaba de ante-
mano por lo que iba a responderla.
—No—respondí ;—no soy libre en mis
pasos.
- en dónde estaréis este invierno?
—En París—la dije..
A. DE LANARTINE.

Entonces, tomándome por última vez la


mano:
—Pues bien, ¡yo soy libre—dijo — é
iré allí!
Comprendí el acento de resolución infle-
xible y apasionado con el cual pronunció
esta especie de juramento interno para ver-
nos otra vez.
—No—la respondí—no iréis allí nunda.
—Iré—dijo.
La noche fué triste y silenciosa en el
salón de la condesa Livia, como entre ami-
gos la víspera de una separación eterna.
En el invierno siguiente, recibí en París
un billete de Regina que me manifestaba
haber llegado con su abuela, que habían
ido, bajo el cuidado de uno de los tíos de la
joven princesa, al hotel de***
Nos volvimos á ver en París.
r
-

.0,
.
s

También podría gustarte