Mitos de La Posmodernidad

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Mitos de la posmodernidad

1. Resumen
2. Temporalidad y duración
3. Zonceras del nuevo orden
4. Mitos de la sociedad de consumo
5. Tecnomitos
6. Fuentes

Resumen.
La era posmoderna, pese a asistir a la decadencia de las certezas y cuestionar los
sistemas de creencias de la modernidad –razón, progreso, revolución-, se ha
convertido en una etapa pródiga en la generación de mitos. Reciclados o
reinventados, aunque lejos de desempeñar el papel central que tenían en las
sociedades tradicionales, y despoja- dos de su halo sagrado, los mitos
posmodernos aparecen como verdades verosímiles y absolutas, fruto de la
supremacía de los medios de comunicación. En la posmodernidad, los mitos
aparecen como ideas articula- das en forma de verdades absolutas e
incuestionables. Si en las sociedades primitivas eran modelos ejemplares y
universales acerca de historias sagradas cuyos actos eran imitados por los
hombres, con la modernidad los mitos han extinguido esa aureola sagrada, aunque
no ha desaparecido, pues su esencia es conservada dentro del inconsciente
colectivo de la humanidad. Más aún, la era posmoderna, caracterizada por un furor
desmitificante, es paradójicamente pródiga en mitos: pese a la caída de los
grandes relatos y utopías, se renuevan los mitos de la temporalidad –la eterna
juventud, el eterno retorno, el mito de la aceleración en pos de vencer al tiempo- y
aparecen nuevos metarrelatos asociados a la cultura tecnológica: el del hombre
y su rechazo del cuerpo en pos de habitar el espacio virtual, el de la
metamorfosis maquínica en la búsqueda de la in- mortalidad, el del hombre como
herramienta de la tecnología. Los mitos posmodernos de la globalización, del fin de
las ideologías, del progreso in- definido de la sociedad de la información y de la
libertad en un mundo de control social aparecen, en fin, como metarrelatos que
sustentan al pensamiento hegemónico, único, imperan- te en el nuevo orden
mundial.

En las sociedades primitivas, los mitos representaban el fundamento de la vida


social y de la cultura, y constituían un modelo ejemplar de comportamiento
humano. En aquel tiempo primordial, referían historias sagradas cuyos actos
eran imitados por los hombres. Estas historias, conservadas en imágenes dentro
del inconsciente colectivo de la humanidad, han sido sin duda la puerta de acceso
a los aspectos más profundos y complejos del espíritu humano: sus temores,
sus miedos, sus fantasías y sus esperanzas. A su vez, los personajes míticos
en las sociedades arcaicas eran seres sobrenaturales, investidos de un aura
primordial que los transformaba en arquetipos. Gilgamesh, el héroe persa,
aterrorizado por la muerte, recurrió a la búsqueda de la planta de la inmortalidad
para intentar liberarse del des- tino irreversible del hombre. Ulises realizó el
clásico periplo del héroe, su viaje iniciático y su retorno finalístico, impulsado por el
terror a los misterios infranqueables del mar. Fue el temor a lo sagrado lo que
motivó el viaje de Perceval a las tierras yermas del Rey Pescador en busca de
un encuentro revelador (Del Johnny .2000) (Eliade Mircea eliado.1961). Según
Mircea, el mito no refería una historia particular, privativa, personal. Sólo podía
constituirse como tal en la medida en que revelaba la existencia y la actividad de
los seres sobrehumanos comportándose de una manera ejemplar. En efecto, la
ejemplaridad y la universalidad han sido las dimensiones constitutivas de los
mitos.

En las sociedades modernas, desacralizadas y laicizadas, los mitos han ido


extinguiendo esa aureola sagrada. Reformulados, actualizados, templados al
calor de una nueva era, los mi- tos sobrevivieron en la modernidad, aunque lejos
de desempeñar el papel central que tenían en las sociedades tradicionales.
Comparados con éstas, el mundo moderno pareció desprovisto de mi- tos:
“Laicizados, degradados, camuflados, los mitos y las imágenes míticas se
reencuentran por todas partes: sólo es cuestión de reconocerlos –dice Mircea
Eliade 1961 - (...) Es evidente que ciertas fiestas -profanas en apariencia- del
mundo moderno, han conservado su estructura y su función míticas: los júbilos
del Año Nuevo, o las fiestas que siguen al nacimiento de un niño, descifran la
nostalgia de la renovatio, la necesidad de un recomienzo absoluto, la esperanza
de que el mundo se renueva. Cualquiera sea la distancia que exista entre esos
júbilos profanos y su arquetipo mítico –la repetición periódica de la Creación, el
mito del Eterno Retorno- no es me- nos evidente que el hombre moderno ha
experimentado la necesidad de reactualizar periódicamente tales escenarios, por
desacralizados que hayan sido”. Si en las sociedades arcaicas el mito era la única
revelación válida de la realidad, a lo largo de la modernidad significó todo cuanto
se oponía a ella. Si se tiene en cuenta que en la experiencia individual, el mito
incide en los sueños y las fantasías del hombre y en las zonas oscuras de la
psiquis, se estima que no desaparece jamás de la actualidad psíquica: cambia de
aspecto y disimula sus funciones. He aquí el camouflage de los mitos, tanto en
el nivel individual como en el social. Por lo tanto, tal cual lo manifestó el filósofo
italiano Giambattista Vico, es un error suponer que la civilización comienza cuando
se desecha el mito. La vida humana, la sociedad y la civilización siempre
necesitarán de mi- tos, aunque se trate –como en el caso de la modernidad- de
mitos como los de la ciencia y el progreso (Polaco, Moris 2003) .

Asistimos hoy, en la posmodernidad, a una aparente contradicción: en una


época caracterizada por un furor desmitificante, y por someter y desmenuzar
todo a un análisis exhaustivo, parece sin embargo ser el tiempo en que se
sustentan la mayor cantidad de mitos. Pese a la caída de los grandes relatos,
como el marxismo o la idea de progreso, el ideario posmoderno –fruto de la
relatividad ética instaurada por la supremacía de los medios de comunicación,
y producto ejemplar de un tiempo sin modelos globales- paradójicamente
sostiene una abundante reinvención de mitos: “el de la eterna juventud, el de
comer determinados alimentos que tienen la clave del bienestar, el de que no hay
que perderse nada, el de la aceleración. Es el paso de los mitos de la espacialidad
a los de la temporalidad” (Cao, José Luis.1998). A su vez, las tecnologías no sólo
no han desterrado los mitos de la humanidad; antes bien, han aportado nuevas
alegorías de la cultura tecnológica, dando lugar a una variedad de tecnomitos: el
del hombre tecnológico y su rechazo del cuerpo en pos de habitar el espacio
virtual, el de la meta- morfosis maquínica en la búsqueda de la inmortalidad, el
del hombre como herramienta de la tecnología, vale decir, el hombre convertido en
la herramienta de su propia herramienta. Del mito del fin de las ideologías al mito
de la libertad -en un mundo de control social-, del espiritualismo New Age a la
preponderancia absoluta del hibridante “todo vale” ideológico-cultural, la
posmodernidad parece pródiga en sostener la sentencia de Roland Barthes:
“todos somos descifradores, creadores y consumidores de mitos”.

TEMPORALIDAD Y DURACIÓN.
El hombre de las sociedades arcaicas, al imitar los actos ejemplares de sus dioses
o héroes, o simplemente refiriendo sus aventuras, alcanzaba mágicamente el Gran
Tiempo –el tiempo sagrado- desligándose del tiempo profano. El hombre moderno
también se ha esforzado por salir de su historia y vivir un ritmo temporal diferente.
Para Mircea Eliade (1961), el espectáculo y la lectura constituyen las dos vías de
evasión del tiempo elegidas en la modernidad: “la lectura obtiene, más aún que el
espectáculo, una ruptura de la duración y, a la vez, una salida del tiempo (...)
que le han permitido al hombre la ilusión de un dominio del tiempo en el que
tenemos el derecho de sospechar un secreto deseo de sus- tracción al devenir
implacable que lleva a la muerte”. Vale decir, en las sociedades tradicionales, el
trabajo, la guerra, los oficios, el amor, se desenvolvían en un tiempo sagrado,
porque reproducían modelos míticos. Al volver a vivir lo que los dioses habían
vivido en el Tiempo primordial, esas existencias eran ricas en significado.
Pero con la desacralización del traba- jo en la modernidad, el hombre se siente
prisionero de su oficio, por cuanto no puede ya escapar al Tiempo. “Es por eso
que se esfuerza por salir del Tiempo en sus horas libres, de donde el número
vertiginoso de distracciones inventadas por las civilizaciones modernas
(Eliade, Mir- cea.1961)

La posmodernidad exacerbará esa tendencia, de la mano de las tecnologías y


los medios de comunicación, que a su vez instaurarán el paradigma de la
aceleración: realidades virtuales, comunicaciones instantáneas, vehículos
vertiginosos. Corresponde a la era del deslizamiento, del zapping, de las primicias,
de la histeria y el nerviosismo absoluto por abarcar el todo, por hacer y contemplar
lo que crea, por consumir y producir hechos, tecnologías y signos. Es en la
posmodernidad donde se incrementan los mitos de la cantidad por sobre los de la
cualidad: ocurre con el sexo, la comunicación, el conocimiento, las relaciones
interpersonales, el entretenimiento, los intercambios, la información. A su vez,
los mitos de la abundancia generan la ilusión de detener el tiempo: la acumulación
(de bienes, de tecnología, de signos) actúa como un simulacro de perpetuación
del tiempo presente, una argucia para diferir el futuro de manera eterna. Saturno,
el dios del tiempo huidizo, el más anciano de los dioses romanos, devoraba a sus
hijos, simbolizando la necesidad que experimentó el hombre de todas las
épocas de poner su vida a salvo del tiempo, que todo lo destruye y transforma en
olvido. El mito de la repetición periódica de la Creación, con su certeza de un
recomienzo absoluto, de una regeneración y renovación total, soslaya la
recuperación periódica de un tiempo primordial. A su vez, el mito del paraíso
perdido “sobrevive en las imágenes de la isla paradisíaca y del paisaje edénico:
territorio privilegiado donde las leyes están abolidas, donde el tiempo se
detiene” (Eliade, Mircea.1961). El vértigo y la ansiedad del hombre en su lucha
contra el tiempo se ha vuelto una cuestión casi patológica. Como afirma Jean
Baudrillard, en éste siglo volvemos a ser milenaristas: que- remos la perpetuidad
inmediata de la existencia, exactamente como los medievales querían el paraíso
en tiempo real, el Reino de Dios en la Tierra. “Efectivamente, se trata del
establecimiento de una inmortalidad de la especie en tiempo real (...) queremos su
realización inmediata” (Baudrillard, Jean.1979).

Los avances de la ingeniería genética y los trabajos sobre técnicas de clonación


han reactualizado los presupuestos planteados en la Edad Media en torno a la
inmortalidad y la resurrección de los cuerpos. El mito de la longevidad humana –los
relatos bíblicos aluden a seres de edades descomunalmente prolongadas- ha
cobrado un formidable impulso en el siglo XXI: volverse inmortal, aquí y ahora,
volverse materia imperecedera. Diferir o perpetuar su existencia, detener todos los
relojes, vencer al tiempo, diseñar la propia durabilidad. El hombre con-
temporáneo, en su afán por quebrar la homogeneidad del tiempo y salir de la
duración, crea y recrea nuevos mitos, “como el mito científico de que el hombre
puede contra la naturaleza. Podrá contra ciertas manifestaciones de ella, pero
no puede contra la naturaleza con mayúsculas que, en tanto azar, se le
sustrae”(Cao, José Luis.1998) . La plasmación del mito de Frankenstein –en el
siglo XIX- como crítica a la omnipotencia científica y sus inéditos e insondables
efectos, renueva permanentemente la carga de temor y ansiedad que habita en la
imaginación colectiva, al reactualizar el tema de la imposición técnica sobre el
hombre. Puede hallarse en esto una cierta parábola con respecto a la moda
actual de las cirugías estéticas: la idea de derrotar al tiempo y a la naturaleza, la
actitud divina de modificar a voluntad el mandato de la Creación. “Somos libres
–afirma Beatriz Sarlo (1994) cada vez seremos más libres para diseñar nuestro
propio cuerpo (...) Hoy la cirugía, mañana la genética, vuelven o volverán reales
todos los sueños (...) Hoy la juventud es más prestigiosa que nunca, como
conviene a culturas que han pasado por la desestabilización de los principios
jerárquicos (...) Así, la juventud es un territorio en el que todos quieren vivir
eternamente”. En el Fausto, en las viejas leyendas hindúes acerca de yoguis
capaces de alcanzar inconcebibles edades o acaso obtener la inmortalidad, en los
textos tradicionales sobre alquimia -en donde la transmutación de la materia
operaba idéntica conversión sobre la conciencia del experimentador, quien
alcanzaba el estado de juventud eterna por medio de la piedra filosofal- en las
prácticas de ciertos chamanes a través del ascesis y la meditación, has- ta la
profusión actual de ciertas drogas o sustancias que actúan sobre determinadas
células para diferir o retardar el envejecimiento, el mito de la eterna juventud ha
logrado ocultar una situación de vacío existencial en relación con el futuro, al
destino incierto y angustiante de la humanidad.

El tiempo que valora el paradigma de la posmodernidad es el presente, el aquí y


ahora. Entre la urgencia por diferir el futuro y una cierta pérdida de la historicidad
–originada por la vorágine de la información y los acontecimientos y la
imposible adaptación del organismo humano a las velocidades del nuevo
sistema mundial- el hombre posmoderno es inca- paz de procesar la historia
misma, como así también de plantearse una es- pera permanente, inquieta, de
un tiempo venidero liberado del mal, tal como el hombre medieval -inspirado en el
Apocalipsis- soñaba con que, después de las tribulaciones, comenzaría a vivir un
lapso de paz. El hombre contemporáneo convive sin ese proyecto finalístico,
porque han sido extinguidas las ‘obligaciones hacia Dios’, y aun hacia el prójimo.
“Ahistoricidad, velocidad y fallecimiento de la crítica. La experiencia del tiempo es
la de un presente sin pasado ni fu- turo. Experiencia sin protección, es la llamada
esquizofrenia del hombre contemporáneo”(Jameson, A Frederic.1992). De ahí
el mito –posmoderno- del fin de la historia, comprendida por los pensadores de la
nueva era como el fin del proyecto moderno, es decir, de la historia entendida
como portadora de un sentido en el que estaba embarcada toda la humanidad. La
concepción posmoderna de la historia enfatiza en la tolerancia y en la premisa
fundamental de que su sentido no es universal ni direccional (Alppini Alfredo) . A
finales de los años ochenta, el mito fue retomado –aunque en una concepción
totalmente antagónica- por Francis Fukuyama en su polémico y publicitado libro
“El fin de la historia y el último hombre”: allí, el autor sostenía que la democracia
liberal constituiría “el punto final de la evo- lución ideológica de la humanidad” y la
“forma final de gobierno”. Apólogo del capitalismo vigente –sus ideas sur- gen en
el seno mismo del Departa- mento de Estado norteamericano- Fu- kuyama
sostuvo que la historia ha lle- gado a su fin debido a que la democracia liberal,
basada en la economía de mercado, ha probado ser la mejor solución al problema
humano. La historia ha determinado ya que no existen conflictos ideológicos a la
vista, tras la caída del socialismo (Santacreu María José). Representante del
liberalismo y, por lo tanto, uno de los resabios de la modernidad burguesa, el
autor afirma que el surgimiento del úl- timo hombre –el hombre liberal-
constituye el fin hacia el que se diri- gen todas las sociedades. Este hombre, al
encontrarse satisfecho con su modo de vida, no tendría causas ni prejuicios por
las que arriesgarse en lucha, su vida es “una vida de seguridad física y
abundancia material”(Alppini Alfredo).

Los pensadores posmodernos han criticado esta concepción unitaria y


direccional de la historia, reivindican- do la existencia de múltiples sujetos y
culturas que reclaman sus derechos, que habían sido reprimidos por la
modernidad occidental. Por otra parte, en la visión escéptica de Jean Baudrillard
(1994), la historia “no tendrá fin puesto que sus restos –la Iglesia, el comunismo,
la democracia, las etnias, los conflictos, las ideologías- son indefinidamente
reciclables (...) Nada de lo que se creía superado por la historia ha desaparecido
realmente, todo está ahí, dispuesto a resurgir, todas las formas arcaicas y
anacrónicas”.
ZONCERAS DEL NUEVO ORDEN.
Si en las sociedades arcaicas los mi- tos eran modelos ejemplares y universales
acerca de historias sagradas cuyos actos eran imitados por los hombres, en la Era
de la Información apa- recen como ideas que se nos presentan como verdades
absolutas, verosímiles e incuestionables.
Hacia fines de los años setenta, el filósofo francés Jean-Francois
Lyotard, en su crítica a la modernidad y a sus utopías y mitos –como la
razón y la confianza en el progreso- proponía acabar con la
Revolución por tratarse de una “idea minúscula”. Su teoría contenía el
germen de la idea de decadencia de los grandes relatos universales y
absolutos de la modernidad. Las ideas humanistas heredadas del siglo
XIX y asociadas a la modernidad (Progreso, Razón, Revolución y
Emancipación) parecían desvanecerse a instancias del nuevo mundo
tecnologizado y fragmentado. La lógica positivista y cientificista pasaba
a ser cuestionada, y “la mayor parte de las presuposiciones históricas y
filosóficas que forjaron la ciencia social decimonónica, y en particular el
marxismo, fueron acusadas de haber querido contarnos cosas muy
interesantes que, en realidad, no eran viables (...)

El problema no reside en el hecho de que el progreso o sus sustitutos con-


temporáneos no sean buenos o dignos de luchar por ellos: simplemente ya no
hay cabida para ningún tipo de causa; el mundo material que hemos construido
no les da cabida (...) En las sociedades plurales contemporáneas, la verdad y la
razón no son sino quimeras” (Lopez Arellano, José.2000). Como consecuencia de
esto, cobra vida el mito posmoderno del fin de las ideologías, entendido como la
decadencia de las ideologías totalizadoras y de los sistemas sociales estructura-
dos alrededor de metalenguajes como Patria, Honor, Civismo, Familia y Progreso.
En la sociedad posmoderna reina la indiferencia de masa, “ya ninguna ideología
política –asegura Gilles Lipovetzky (1986) - es capaz de entusiasmar a las masas,
la sociedad pos- moderna no tiene ni ídolo ni tabú, ni tan solo imagen gloriosa de sí
misma, ningún proyecto histórico movilizador, estamos ya regidos por el vacío,
un vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni Apocalipsis”. En lugar de
aquellas ideologías totalizantes y absolutas han surgido redes de comunidades
conectadas por identidades propias, con intereses miniaturizados, capaces de
generar sus propias modalidades de expresión. Pero aquella indiferencia laxa,
inocua –a la que aludía Lipovetzky- parece funcional al orden capitalista imperante,
a la ideología consumista ya que, como lo expresa el mismo autor, “el capitalismo
encuentra en la indiferencia una condición ideal para su experimentación”.

Paradójicamente –o no- el liberalismo y la ciencia son los esquemas histórico-


filosóficos del siglo XIX que todavía gozan de cierto prestigio dentro de la
parafernalia ideológica posmoderna. Arturo Jauretche, poeta, escritor y periodista
argentino, en su “Manual de Zonceras argentinas”, refería precisamente con el
término zoncera –un vocablo más familiar en la América hispana que en la propia
España, y que equivale a tontería, insulsez o falta de gracia y de viveza- a los
“principios introducidos en nuestra formación intelectual con la apariencia de
axiomas, para impedirnos pensar las cosas por la simple aplicación del buen
sentido (...) Basta detenerse un instante en su análisis para que la zoncera
resulte obvia, pero ocurre que lo obvio pasa con frecuencia inadvertido,
precisamente por serlo ”(Jauretche, Arturo. 1980). En el mismo sentido
jauretcheano aparece hoy el mito de la globalización, repetido de manera
incuestionable, y que forma parte del paisaje pos- moderno y constituye el
sentido común de la época. Hija dilecta de la ideología del fin de las ideologías
–acaso otra zoncera- la globalización constituye la “colonización del espacio
mundial por las mitologías de los poderosos (Al aludir a mitologías en este
contexto pensamos en aquellos discursos cerrados que son presenta- dos como
objetivos) (...) El pensamiento global, el pensamiento planetario, tal vez no sea
más que una nueva metástasis del discurso de la racionalidad occidental,
empapado de presunta objetividad y etnocentrismo” (Llorensi Cerda, Francesc y
Tenutto Marta Alicia.2000). En sí misma, la ideología de la globalización tiene
que ver con la sustitución de las fronteras geopolí- ticas por las del consumo
tecnológico: el mito se refiere a la globalización económica como el único modo de
mejorar la calidad de vida en los países más atrasados, y ha sido alimentado y
amplificado con voracidad por un neoliberalismo triunfante tras la caída del
socialismo hacia fines de los años ochenta. Para algunos autores, la globalización
es la ideología engendrada por el capitalismo tardío para inmovilizar por
completo cualquier intento de cambiar la sociedad, neutralizando los
particularismos –y los ideales emancipatorios que éstos contienen- en función de
una falsa opción homogénea y universal. Esta ideología neo- liberal pretende
sostener la abolición del Estado mediante la totalización del mercado, a través
de la misión de las corporaciones transnacionales, ca- da vez más
interrelacionadas, opacas al público y ligadas, a su vez, a los Estados más
poderosos. Desde ese punto de vista, la globalización es sinóni- mo de
privatización global del Poder (Rabadán Fernández, Eliseo).
Del seno de esta zoncera de la globalización –emplazada como mito- han
surgido otras nuevas que reafirman su fundamento ideológico: una de ellas es
la del advenimiento de la sociedad post-industrial. El argumento de esta zoncera
es ocultar las verdaderas estrategias y objetivos de los po- seedores del capital y
del control de las instituciones políticas, al afirmar que “vivimos en una
sociedad del ocio donde la información y el saber son lo necesario para
mantener una estructura de servicios en la que la industria como motor
económico ha dejado de ser fundamental” (Rabadán Fernández, Eliseo). Si bien
es cierto que en la nueva era se han originado evidentes cambios en los modos
de producción a raíz de la revolución tecnológica de fines de siglo, no es
menos evidente que sigue habiendo un tejido industrial que es factor clave del
poder económico de Europa, Japón y los Estados Unidos. El mito es funcional a
la ideología del pensamiento hegemónico y a las premisas del neoliberalismo de
las corporaciones multinacionales: capital especulativo, crecimiento sostenido y,
por ende, fortalecimiento de la calidad de vida de los países que tienen el
control hegemónico de las empresas transnacionales, dominantes en los
mercados de los países periféricos.

Otra de las zonceras asociadas a aquella de la globalización es la de la


economía social de mercado, la que cobró dimensión a lo largo de los años
noventa como paradigma de equilibrio y justicia: consistió en hacer ver a la
opinión pública que el mercado y sus gestores –las multinacionales- son los que
proveerán el soporte material necesario para una sociedad efectivamente
democrática, en la que la igualdad de oportunidades permita ejercer la libertad y la
soberanía individual y social. La estrategia del libre mercado ha hecho que los
países centrales –en especial, Estados Unidos- controlen sus productos y
vulneren los de los países competidores, y concentren sus esfuerzos en socavar
economías, incorporar nuevos activos y manipular con maniobras de
intervenciones políticas o incluso mi- litares. Vale decir, otra herramienta servil a
la hegemonía corporativa USA. Los gurúes neoliberales del mundo desarrollado
alimentan el mito del progreso indefinido de la sociedad de la información. Este
mito –por cierto también otra zoncera, hija de aquella de la sociedad post-
industrial- induce a pensar que sólo sobrevivirá la Nueva Economía apoyada en
el manejo de transacciones de información, en detrimento de la producción real.
En el nuevo modo de producción, la fuente de productividad estriba, según
Manuel Castells, en la tecnología de la generación de conocimiento, el
procesamiento de la información y la comunicación de símbolos. Pero es
indudable que mucho del envoltorio con el que se presentan las nuevas
tecnologías están marcadas a fuego por las técnicas de marketing que se
mezclan con el nuevo credo de los tecnofílicos contemporáneos (Lomello,
Adrián.2000). Ya en su obra “La condición posmoderna”, Lyotard aseguraba que
“todo saber que no pueda ser traducido en cantidades de información será dejado
de lado”, y pronosticaba profundos cambios en la relación del sujeto con el saber:
éste se producirá para ser vendido, se valorará en tanto producto a ser consumido
y útil para una nueva producción; será un bien de cambio. Es decir, dejará de ser
en sí mismo su propio fin para convertirse en mercancía informacional. Esta idea
de mercantilización del saber ancla en la ideología neoliberal de mercado, y hace
aparecer a ese saber útil como legitimado por su relación con el
poder( Moguillansky, Ro- dolfo.2003).

Por último, el mito de la libertad –en un mundo de control social- constituye


otra zoncera que desciende del mismo árbol genealógico de las anteriores: si,
en términos de Fukuyama, la democracia liberal constituía la solución final al
problema humano y el grado más alto de libertad al que el hombre puede aspirar,
esa democracia resulta hoy en día –en especial, en las naciones periféricas, pero
también en la mismísima USA- irónica- mente un eufemismo demasiado
grotesco. Al fin de cuentas, “los nuevos tiempos han logrado vulnerar, como
nunca antes, la privacidad y el secreto. Paradójicamente, el mundo libre nos
mantiene vigilados, nos ha dado los instrumentos necesarios para que nosotros
mismos, en la ilusión vanidosa de una soberanía y una libertad ampliamente
escogidas, podamos participar de nuestro propio control y vigilancia” (Cocimano,
Gabriel.2003). La idea de una mundialización de la democracia liberal no parece
ser el producto fukuyamesco de una evolución histórica, sino de “una epidemia de
consenso, de una epidemia de valores democráticos, es decir, de un efecto
viral, de un efecto de moda triunfal. Si los valores democráticos se difunden tan
bien, por capilaridad o por un efecto de vasos comunicantes, será que se han
licuado, que ya no va- len nada. A lo largo de la modernidad han valido mucho, y
se han pagado muy caro. Hoy en día están de saldo, y asistimos a una subasta de
los valores democráticos que mucho se ase- meja a una especulación desenfrena-
da”(Baudrillard, Jean.1994)

MITOS DE LA SOCIEDAD DE CONSUMO


La sociedad de consumo, como tal, está estructurada jerárquicamente, vale decir,
construida desde el poder. La satisfacción de los deseos y las necesidades
individuales hacia las que tiende el consumo son generadas a través de una
lógica piramidal, una ética y estética propias de los sectores hegemónicos.
Roland Barthes señalaba que todas las mitologías de la sociedad de consumo se
construyen desde el poder para convertir lo histórico en natural. La sociedad de
consumo está cimentada en un inmenso proceso de producción de signos, que
circulan con el fin de promover y generar deseos, necesidades y sueños. En el
discurso publicitario se hace evidente el poder de la ideología, que impone
visiones del mundo a través de mitologías que enmascaran las desigualdades
existentes (Vicente Serra- no, Pilar.1999). El perpetuo tópico de la huida de lo
cotidiano –y su consiguiente arquetipo, el mito del eterno retorno, el regreso a la
naturaleza y la vida alejada del infierno urbano- entronca con un concepto de
libertad que va unido al consumo: apela a viejos sentimientos recuperados de una
tradición que mitifica una parte del pasado. Esta huida del tiempo profano para
recuperar el tiempo primordial y que acentúa un Yo individual despreocupado por
lo colectivo, tiene su explicación en el miedo a lo desconocido, lo inesperado y lo
inestable que ha venido de la mano del mito del progreso. La sociedad de
consumo parece fértil en la producción de signos que generalizan deseos en
torno a dicho mito: el discurso publicitario –que se construye a partir del conjunto
de los discursos sociales de cada época- ha logrado hoy sacralizar e idolatrar
lo material, el Objeto. Así, por ejemplo, los automóviles que pautan los avisos
publicitarios ofrecen escapadas de fin de semana hacia el paraíso perdido, otorgan
mayor virilidad, libertad o prestigio, y ofrecen las sensaciones que antes estaban
reservadas a las personas: nos otorgan afectos, terapias, nos ayudan a superar las
inseguridades y a exteriorizar los deseos más ocultos (Vicente Serrano,
Pilar.1999).

A fin de cuentas, el discurso publicitario solo expresa –indisociablemente del


orden cultural, económico y político- cómo “el mito del regreso a la naturaleza en
versión burguesa, una parte esencial de las estrategias económicas del
industrialismo”, igual cómo “la mayor parte de las mitologías radicales de los
últimos años tienen como soporte el comportamiento de fuga (...) el yo, la vida
cotidiana, el placer, la autoconciencia, las costumbres folklóricas, el ocio, la
estética, las modas, las minorías marginales, los exotismos”(Cueto, Juan.1982).
El hombre contemporáneo, frente al vacío dejado en la cultura occidental por la
decadencia de los sistemas religiosos, ha adherido –según George Steiner- a
mitologías sustitutivas. Asimismo, Gilles Deleuze afirmaba que ese mismo
hombre produce personajes míticos frente a una religiosidad perdida y a la
necesidad de aferrarse a una individuación rígida ante la confusión que produce la
pérdida de certezas (religiosas, científicas y políticas). Aquellas mitologías
sustitutivas también constituyen sistemas de creencias, cuerpos de pensamiento o
conjuntos de imágenes emblemáticas, puesto que la mente posmoderna,
aunque no esté habitada por ideas religiosas –o no lo esté en el grado que antes sí
lo estaba- tiende a pensar con un criterio religioso. A su vez, estas mitologías
no serían tales en el universo de la posmodernidad al margen de un mundo
mediatizado, compuesto por vastas autopistas de la información, una economía en
red y la omnipresencia de los medios de comunicación. Ejemplo paradigmático de
estas mitologías sustitutivas es la denominada New Age (Nueva Era), un
movimiento difuso, confuso y ecléctico –característica posmoderna si las hay- que
toma la forma de un metarrelato planetario portador de vigorosas promesas de
salvación, en medio de un mundo desencantado y desdivinizado. Heterogénea,
con una mitología simbólica y una base de creencias comunes, la New Age se
halla organizada horizontalmente, sin jerarquías precisas, en oposición a la
verticalidad de las religiones canónicas, y prueba que los discursos
legitimadores y los relatos de salvación de ningún modo han desaparecido de la
conciencia del hombre contemporáneo, acaso porque su existencia no sea
accidental, sino consubstancial a la misma sociedad humana (Robredo
Zugasti, Eduardo.2000)

Pero este neoespiritualismo no surge de una misteriosa mutación ni de iluminadas


elucubraciones, no es neutral sino que aparece condicionado por las nuevas
estructuras económicas mundiales de la sociedad en red, y que constituyen de
alguna manera al individuo-red que la habita. La New Age implica un relativismo –
otra premisa posmoderna- que enlaza mística y ciencia, y suscita el auge de
nuevas terapias alternativas, espirituales y etno-médicas, presentando un
ecléctico atractivo que luce irresistible para el habitante de esa sociedad
interconectada. “Si existe una pulsión estética –hipotetiza Robredo Zugasti
(2000) - destinada a convertir el cuerpo en un objeto estético (dietas rigurosas,
intervenciones traumáticas sobre el cuerpo en forma de cirugías estéticas) así
también puede existir, correspondiéndose con ella, una pulsión espiritual
destinada al autotrascendimiento del mismo cuerpo mediante técnicas diversas
de ‘expansión de la conciencia’ (disciplinas de meditación, psicotecnias
simbólicas y otras cirugías espirituales). Algunos han señalado la incidencia
creciente de una bulimia espiritual, acaso etiológicamente no muy alejada de la
bulimia corporal, caracterizada por un consumo compulsivo de diversas formas de
espiritualidad”. Fusión, profusión y confusión de géneros y simbologías
tendientes a exacerbar el rico y atractivo mundo de consumo del individualismo
posesivo: gusto por lo exótico, un verdadero menú de terapias y psicotecnias, el
preciosismo estético de los mandalas, gemas y piedras curativas, los chakras y los
cuerpos sutiles del aura, las disciplinas yóguicas y la medicina ayurbédica, forman
parte del inmenso y sincrético menú de este espiritualismo new look, ecléctico y a
la carta, presto para el consumo al cliente e ideado para mantener a toda costa la
ilusión de independencia y autonomía espiritual, regla eficaz del modelo
consumista. Una vez más, el discurso publicitario –pilar de la sociedad de
consumo- muestra los cambios en las mitologías actuales, que dan cuenta del
final de lo uniforme y del gusto actual por lo barroco, complejo e impreciso, por lo
ambivalente y lo contradictorio. Lo bueno y lo malo conviven juntos, igual que
instinto y tecnología, velocidad y seguridad, inteligencia y corazón. La
exageración y lo excéntrico se inscriben junto a lo pequeño, el minimalismo y lo
fragmentario. Esta adhesión de la publicidad al relativismo -nunca han sido tantos
los términos imprecisos, que implican al receptor para que los des- cifre a su
antojo- contribuye a hacer fluctuar las grandes verdades (Vicente Serrano, Pilar.
1999).

Los medios masivos y la industria cultural han contribuido a delinear los rasgos
míticos de ciertos personajes –reales o ficticios- devenidos en modelos
ejemplares y que encarnan los deseos y los sueños de toda una sociedad. Según
Mircea Eliade, “el hombre sufre la influencia de toda una mitología difusa, que le
propone numerosos modelos para imitar.
Los héroes, imaginarios o no, juegan un papel importante en la formación de los
adolescentes (...): personajes de novelas de aventuras, héroes de guerra,
glorias del cine, etc.- Esta mitología no hace más que enriquecerse con la edad: se
descubren alternativamente modelos ejemplares lanzados por modas sucesivas
y vemos cómo se esfuerzan en imitarlas”. Detrás de esta mitología difusa
subyacen los arquetipos, representados en “las nuevas versiones de Don Juan,
del Héroe, del Amoroso desdichado, de Cínico o del Nihilista, del Poeta
melancólico (...): todos estos modelos prolongan una mitología y su actualidad
denuncia un comportamiento mitológico” (Eliade Mircea.1961).

Pero en la posmodernidad, los mitos o personajes míticos que encarnaban sueños


colectivos o utopías solidarias –Elvis Presley, Kennedy, Evita, el Che 31 íbid.- 32
Pilar VICENTE SERRANO, ob.cit.- 33 Mircea ELIADE, ob.cit.-Guevara,
Superman, entre tantos otros- parecen ir dejando paso, a partir de los dictados
del consumismo, a la sacralización de los objetos, a su exaltación sublime:
consecuencia del desencanto social, se tiende a idolatrar lo material y una visión
del mundo que mitifica lo individual y los objetos por ser consumidos. La nueva
publicidad reproduce los discursos que privilegian a un individuo personalizado,
diferenciado e indiferente de los Otros. Nuevamente, esta ideología es funcional
al statu quo: el exceso de énfasis en el individuo anula cualquier perspectiva
solidaria. Ahora el conflicto que se plantea es individual, ni revolucionario ni
colectivo, sino de cada cual consigo mismo, con un Yo que se muestra dividido y
ambivalente: el nuevo héroe de las mil caras se debate entre opciones distintas, el
actual Minotauro –hijo de la Medusa, mitad hombre, mitad toro- coherente con un
hombre dividido, no oculta sus contradicciones ni sus dudas (Vicente Serrano,
Pilar.1999). Los héroes mediáticos del pasado, como Superman o Batman, han
mutado en héroes de nuevo cuño: Indiana Jones es doctor universitario y
competente experto en arqueología, lo que encaja en la ética yuppie del
performance eficaz. Instalados en esa nueva ética, estos héroes no utilizan armas
de fuego ni ostentan poderosos músculos: Mickey Rourke aparece ante el teclado
de su computadora entre sus juegos de sadismo light con Kim Basinger en Nueve
Semanas y Media 35 (Guber, Román.1992). Rocky metamorfosea en un
desencarnado Matrix, Kennedy en Bill Gates y el hippie sesentista –amor y sexo
libre- en yuppie, fanático de la computadora, un nerd sin vida sexual, antisocial, y
con muy pocos lazos con la realidad.

Los dos grandes mitos políticos que la Argentina le legó al siglo XX, Evita y el Che
Guevara –ambos encarnaron el ideal de justicia social en un continente que
conoce la opresión y la desidia del poder hegemónico y de sus clases dirigentes-
ya no son en la posmodernidad lo que fueron en la realidad histórica. Se han
convertido en “bienes de consumo, casi de degustación: el afiche con la cara del
Che fue un bien de consumo que colgaba de las habitaciones de todos los
progresistas del mundo. Eva Perón es una imagen romántica asociada al tango.
El teatro, el cine, la televisión, los medios, son monstruos que necesitan
alimentarse constantemente de imágenes” (Vincent, Manuel.1997). Hollywood,
a su vez, ha contribuido a otorgarle al mito de Evita una proyección internacional al
tiempo que, paralelamente, el personaje real ha perdido todo su sentido original.
En tanto, los productos audiovisuales de la sociedad de la información tienen el
sello posmoderno: se trata de productos difusos, eclécticos e intangibles “que
poco o nada tienen que ver con los tiempos duros del Quiz Show de Robert
Redford. Estos relatos fluidos, vaporosos, profundamente asépticos y bañados
con el tamiz de la estética publicitaria, se alejan de los paradigmas narrativos
clásicos que se agrupaban alrededor de las dicotomías bien-mal, amor-odio,
legalidad-injusticia o héroes-villanos, para adentrarse en una geografía convulsa
en la que nada es lo que parece y en la que cualquier evento puede suceder
porque todo es válido”(Gonzalez Zorrilla, Raúl). En la sociedad de consumo, los
productos y las mercancías obedecen a la lógica de la velocidad de circulación, por
lo que sus tiempos son breves y volátiles. Es probable, por tanto, que los mitos y
personajes míticos contemporáneos tengan una vida efímera: los vertiginosos
cambios sociales producen rápidamente sedimentos de la intensa vida cultural del
hombre, y nuevos modelos ejemplares sobrevendrán a instalarse en el imaginario
social. En tanto representen arquetipos míticos, esos modelos conformarán la
estructura en la que el hombre canalizará sus sueños colectivos, ya que “el mito
es un significante incompleto que los consumidores se encargan de llenar de
sentido”(Lewin, Hugo.2000).

TECNOMITOS
La sociedad contemporánea ha ido creando y recreando -a la par del soberbio
desarrollo tecnológico- sus propios relatos y narraciones míticas, disfrazadas con
los ropajes de las nuevas alegorías de la cultura tecnológica. La obsesión del
cuerpo por convertirse en máquina aparece como tópico central en la cultura
contemporánea: del doctor Frankenstein a toda una nueva estirpe de
monstruos, como Terminator y Robocop, surge “el deseo de deshacerse de la
carne y habitar el espacio inmaterial de las comunicaciones digitales. El anhelo
de escapar a la prisión orgánica tiene su origen en el gnosticismo del siglo II
DC, que consideraba al cuerpo como un cadáver provisto de sentidos, así como
en la tradición puritana del cristianismo victoriano. A estos antiguos miedos se ha
sumado un renovado temor al cuerpo y la sexualidad, propio de la era del
sida”(Yehya, Naief.1997). Jaron Lanier, en su optimismo tecnológico, afirmaba su
deseo de “trascender los límites injustos del mundo físico, frustrantes y contrarios a
la infinitud de la imaginación” y de “convertirse en máquina para no tener que
morir”: el eterno tópico de la inmortalidad y la eternidad en su versión
contemporánea cibernética. El cuerpo maquínico es sin dudas uno de los
tecnomitos de la cultura contemporánea, pues conjuga el deseo de eternidad, el
de perfección (deseo narcisista y, a la vez, escópico) con la noción de carácter
erótico, vale decir, el cuerpo inmortal convertido en máquina de placer.
Hiperhedonismo producto del sex appeal de la tecnología pero también, sin dudas,
de la convalidación del placer a causa del derrumbe de las grandes doctrinas
religiosas y sus obligaciones hacia Dios.

Otro de los tecnomitos recurrentes parece ser aquel del hombre convertido en
herramienta de la tecnología. Un cuento de William Gibson, “Johnny
Mnemonic”, retrata la historia de un traficante de información, un depósito
viviente de datos: no sólo vive en una sociedad hipertecnológica, sino que él
mismo es un ser tecnológico. El protagonista es una enorme metáfora del ser
humano actual: “Yo llevaba cientos de megabytes guardados en la cabeza, en una
base informática del tipo idiota/sabio, a la que no tenía acceso consciente”.
Johnny está en la cresta de la ola, maneja la mercancía más preciada: datos, pero
al igual que el hombre actual, no tiene acceso a ellos. El caudal de información es
tal que escapa a las posibilidades del hombre: “Temas gigantes como meteoritos,
noticias de imponente verdad quedan sin atender y pasan a engrosar,
peligrosamente, la bolsa del inconsciente colectivo”. Johnny posee la
información, pero no el conocimiento, superado por la avalancha vertiginosa de
datos. La paradoja es que el hombre contemporáneo tiene toda la
información al alcance de su mano, pero no tiene forma de clasificarla más que
apelando a un método empírico y arbitrario: como el hombre posmoderno, ha
perdido la capacidad de encontrar una tabla de valores que le permita reelaborar la
información y acceder al conocimiento. El hombre es un simple receptáculo de la
tecnología, una mera herramienta sin otro sentido más que contener información:
en verdad, se ha transformado en la herramienta de su herramienta (Del
Jonny.2002).

Optimistas o apocalípticas, las nuevas mitologías asociadas al fecundo


desarrollo tecnológico están inspiradas en los miedos, expectativas y temores
que supura la actual sociedad de la información. Paul Virilio plantea el mito de la
domesticación del cuerpo humano por la tecnología a través de la miniaturización
cibernética: si antaño el desarrollo de la técnica se dirigía al horizonte terrestre y a
la extensión geográfica en la era de las megamáquinas (trenes, vías eléctricas,
sistemas hidráulicos y viales), “lo que ahora se inicia es la época de los
componentes mínimos (...) la intrusión intraorgánica de la técnica y sus micro-
máquinas en el seno de lo viviente (...) Luego de la revolución industrial, se
inicia la ultimísima de las revoluciones, la de los trasplantes, el poder de alimentar
el cuerpo vital con técnicas estimulantes, como si la física (la microfísica) se
aprestara en lo sucesivo a hacer la competencia a la química de la nutrición y de
los productos dopantes” (Virilios, Paul.1996). La emergente cibersociedad
planetaria ha planificado diversas teorías imbuidas de un optimismo visceral, tales
como las ideas de Robert Jastrow y Hans Moravec de bajar o downlodear
mentes humanas a circuitos integrados y la utopía de quienes esperan subir
o uplodear conciencias a la red, sin dudas perneadas de tecnomisticismo y de
un anhelo pueril por alcanzar el paraíso del conocimiento absoluto, la
inmortalidad y el sexo extracorporal a través de las líneas telefónicas (Yehya,
Naief.1997).

Una infinidad de relatos fantásticos –que contienen diversas dosis de misterio y


asombro inherente al hombre de todos los tiempos- han calado en forma de
tecnomitos en el inconsciente colectivo del individuo contemporáneo. Relatos
verosímiles que recorren los laberintos inciertos de la imaginación, fábulas que
saturan la red de redes y son recreadas, reformuladas o redefinidas
permanentemente por la infinidad de medios de comunicación y aprovechadas por
la industria cultural. En su novela “El mundo perdido”, Michael Crichton pone en
boca de uno de sus personales el siguiente discurso: “Hemos perdido los mitos
antiguos. Orfeo y Eurídice, Perseo y Medusa. De modo que los hemos sustituido
por tecnomitos actuales (...) Uno es que hay un alienígena vivo en un hangar de la
base aérea de Wright-Patterson. Otro es que alguien inventó un carburador con un
consumo de un litro por cada sesenta kilómetros, pero los fabricantes de auto-
móviles compraron la patente y la mantienen archivada. También está el cuento
de que unos niños adiestrados por los rusos en técnicas de percepción
extrasensorial en una base secreta de Siberia son capaces de matar con la
mente a personas en cualquier lugar del mundo. O la fantasía de que las líneas de
Nazca, en Perú, son un aeropuerto para naves espaciales. Que la CIA propagó
el virus del sida para acabar con los homosexuales (...) Que en Estambul existe
un dibujo del siglo X que representa la Tierra vista desde el espacio. Que el
Instituto de Investigaciones de Stanford encontró a un individuo que resplandece
en la oscuridad” (González Zorrilla, Raúl).

El individuo del tercer milenio, impotente ante la presencia de la Gran Trama


comunicacional, económica y cultural, parece ver en el hacker al nuevo héroe
de la cultura digital, aquel capaz de desenmarañar la confusión que viaja a través
de las redes informáticas, y cuya destreza consiste en poseer una lógica difusa a
partir de la cual extraer conclusiones fiables. El pirata electrónico convertido en
héroe contracultural, parece poseer la llave de un conocimiento vedado al hombre
común, para de esta manera enfrentar y neutralizar a la hegemonía del
sistema. La aparición en escena del caso Napster –aunque tiempo después
de su surgimiento fuera sancionado por la justicia- jaquea los principios de la
economía neoliberal, porque comienza a destruirse la posibilidad de que la red sea
parte de la nueva economía, donde la información digital también sea
sometida a las leyes del mercado. Este software, que permitía a los usuarios el
acceso rápido y sencillo a miles de grabaciones en MP3, en forma gratuita y para
uso personal, logró desafiar el orden establecido, tal como lo entrevió su joven
creador, e hizo realidad –al menos por un instante- algunos de los mitos
construidos en torno a la red: el mito de la libertad de expresión, el de la libertad de
mercado –intercambio gratuito, por lo que no hay transacción comercial- el
mito de la abundancia de información y el de la democratización de la
información, vale decir, la libre disponibilidad de archivos en la red, lo que abre la
posibilidad de una gran biblioteca global al servicio de todos los usuarios (Lomello,
Adrián.2000). El optimismo tecnofílico pronto se diluyó con la caída de Napster,
pero la batalla por la gratuidad la siguen librando miles de héroes
contraculturales en pos del triunfo definitivo y total.

Los medios de comunicación han creado una realidad (electrónica) inundada


de imágenes y de símbolos que provocan el desvanecimiento de cualquier realidad
objetiva que se esconda detrás de ellos. Un mundo virtual en contraposición al
mundo real, el mapa versus el territorio, para mencionar la fábula de Jorge Luis
Borges. En una de sus teorías, Baudrillard afirma que vivimos precisamente dentro
del mapa –lo virtual-, y no en el territorio –lo real-; nuestro mundo está
convirtiéndose en un mundo de simulación que genera modelos realistas que no
son reales ni tienen orígenes en la realidad, y que en ese mundo ya no es posible
distinguir lo imaginario de lo real, el signo de su referente, lo verdadero de lo falso
(López Arellano, José.2000). “La virtualidad es, para muchos, el mapa que
precede al territorio, la quintaesencia de la simulación, la crisis de lo real, el
accidente global que sustituye lo real por el simulacro operacional” (Jiménez Gatto,
Fabian).

Aquel mundo de simulación conduce al mito de la disolución del sujeto tal como
éste era concebido en la modernidad. En esta última, el sujeto vivía en el territorio,
y se constituía en centro como actor social y conciencia autónoma. Pero en el
sujeto actual –habitante del mapa- los conceptos de autonomía y voluntad
individual son impensables porque aquel ya no mantiene ninguna relación
objetiva –ni siquiera alienada- con su entorno. A partir de esta indiferenciación de
lo virtual y de lo real, los hermanos Wachowsky apuntan en The Matrix –casi el
correlato fílmico de la teoría de la simulación- al mito antedicho: “Has vivido
dentro de un mundo de sueños, Neo (...) La totalidad de tu vida ha transcurrido
dentro del mapa, no del territorio” (Giménez Gatto, Fabián).

En la posmodernidad, ciertos mitos, como los de la temporalidad –la eterna


juventud, el eterno retorno, los mitos de la abundancia para perpetuar el tiempo- se
han reciclado y actualizado y, a su vez, han surgido nuevos metarrelatos
asociados a la cultura tecnológica: el hombre en el espacio virtual, el de la
metamorfosis del cuerpo en máquina, el de la aceleración. Los mitos de nuevo
cuño aparecen ligados a la sociedad de consumo: los medios masivos y la
industria cultural contribuyen a delinear rasgos míticos que devienen en modelos
ejemplares y encarnan los deseos y los sueños de toda sociedad, se trate de
personajes o de objetos de consumo. Todo un signo de época, en la que se
sacraliza e idolatra lo material. Es evidente que el hombre actual ha
experimentado la necesidad de reactivar las creaciones míticas o de reinventarlas
porque, como afirma Roland Barthes, “todos somos descifradores, creadores y
consumidores de mitos”.

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