Ana Comnena, Alexíada
Ana Comnena, Alexíada
Ana Comnena, Alexíada
Ana Comnena
INTRODUCCIÓN 7
PROEMIO 41
LIBRO I 47
LIBRO II 99
LIBRO III 135
LIBRO IV 173
LIBRO V 197
LIBRO VI 229
LIBRO VII 271
LIBRO VIII 307
LIBRO IX 333
LIBRO X 361
LIBRO XI 407
LIBRO XII 449
LIBRO XIII 481
LIBRO XIV 527
LIBRO XV 569
Tῇ φιλτάτῃ συζύγῳ Μαρίᾳ ἀνάθημα
INTRODUCCIÓN
I. La persona.
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mujer, y ello suponía un obstáculo para ocupar el trono. La instancia
a la que recurrió Alejo fue prometerla en matrimonio a Constantino
Ducas, hijo del antiguo emperador Miguel VII Ducas y de María
de Alania. Aquel había sido derrocado por Nicéforo III Botaniates,
pero permanecía en el palacio imperial porque su madre había sido
obligada a casarse de nuevo con Nicéforo, aunque su primer marido
vivía aún convertido en monje y recluido en un convento. El matri-
monio de Ana con Constantino cumplía dos objetivos. Consolidaba
la alianza entre la casa de los Ducas y la de los Comneno y, al tiem-
po, daba estabilidad a la dinastía asegurando un heredero al trono
con toda la legitimidad. El monarca nombró coemperador al niño y
lo hizo partícipe de todos los honores.
La situación prometía buenas expectativas para Ana Comnena,
pero surgieron las adversidades. En una fecha comprendida entre el
l de septiembre de 1087 y el 31 de agosto de 1088 nació el primer
hijo varón del emperador, Juan Comneno. En este caso, había ya un
heredero más adecuado que Ana y su futuro esposo. Juan fue pro-
clamado sucesor inmediatamente y las esperanzas de Ana Comnena
se disiparon. Unos años más tarde, en 1094, murió Constantino
Ducas y nuestra autora quedó entonces libre para jugar una nueva
partida en ese papel que las grandes familias reinantes siempre han
reservado para las hijas, y que no era sino el ser objeto de matrimo-
nios de conveniencia para los intereses políticos de la dinastía.
Mientras esto sucedía, la niña, la adolescente y la joven Ana
iba siendo educada de forma exquisita. No solo dentro de los
ceremoniales y convenciones de la corte, sino accediendo también
a un densa formación cultural. Ella misma nos cuenta con orgullo
que había estudiado las artes liberales, esto es, el trivium (gramática,
dialéctica y retórica) y el quadrivium (geometría, música, matemáti-
cas y astronomía). Al tiempo, se la instruyó en los dogmas de la re-
ligión y se familiarizó con la literatura sagrada. Aunque su padre no
era muy partidario de darle una formación en los saberes profanos,
ella se las ingenió para que dentro del palacio un instructor le en-
señara esa faceta de la tradición griega. Todo ese acervo convirtió a
Ana Comnena en una mujer muy culta y dotada de unos recursos
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tales que le permitieron escribir una obra como La Alexíada, donde
da buena muestra de la profundidad y calidad de su formación.
Esta conciencia de su superior cualidad influyó, a buen seguro,
en las aspiraciones, que nunca abandonó, a ocupar el trono. Jamás
se resignó a ser una segundona. Aunque era mujer, su pertenencia
a la más alta clase social le había permitido acceder a unos recursos
intelectuales que le estaban prohibidos al resto de las mujeres2.
En el año 1097 o 1099 Ana se casó con Nicéforo Brienio, hijo
de otro Nicéforo Brienio que se rebeló contra Nicéforo III Botania-
tes y al que redujo el propio Alejo por encargo del emperador. Ana
y Nicéforo tuvieron cuatro hijos: Alejo, Juan, Irene y una cuarta
hija cuyo nombre desconocemos. De estos, el primero tomó el
apellido Comneno y los dos restantes, el de Ducas.
Nicéforo Brienio y Ana Comnena estuvieron separados du-
rante una buena parte de su matrimonio. Antes de que Juan
cumpliera un año de reinado, la princesa intentó arrebatarle el
trono mediante una conspiración que contaba en sus planes con
el asesinato del emperador. Nicéforo Brienio debía ocupar el
puesto de Juan II. La conjura estaba planeada para llevarse a cabo
aprovechando la estancia de Juan en el hipódromo de Filopation. Ya
había sido sobornada la guardia. Pero Nicéforo Brienio no colaboró
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como se esperaba en el plan debido a su carácter, al escarmiento que
ya viera en su familia y a posibles reflexiones morales. La conspira-
ción fue descubierta, hecho que probablemente provocara las iras de
Ana. Parece ser que Nicéforo tuvo buenas relaciones con el empera-
dor Juan y permaneció en el palacio como uno de sus consejeros. Lo
siguió, igualmente, en diferentes campañas, a la vuelta de una de las
cuales murió en 1138, a los cincuenta y siete años de edad.
Como castigo, Ana fue recluida en el monasterio de la Virgen
Llena de Gracia3 junto con su hermana Eudocia y su madre. Todas las
propiedades de los miembros involucrados fueron confiscadas. Gra-
cias, no obstante, a la mediación del gran doméstico y amigo de Juan
Comneno Juan Axuco, persona además con intereses intelectuales, se
logró el perdón imperial y le fue concedida la devolución de los bienes
a nuestra autora.
Con todo, Ana Comnena siempre se refiere a su esposo en La
Alexíada en tonos muy elogiosos y muestra tristeza al lamentar su
muerte como una pérdida irreparable. No obstante, nos tememos que
las múltiples declaraciones de Ana sobre el amor a su marido y su do-
lor por la pérdida de tan adorado compañero no podrían ser más que
un puro ejercicio de retórica y uno de sus sutiles instrumentos para
infravalorar la labor de gobierno de los sucesores de Alejo I. Manifes-
tar y exaltar la bondad de todo lo que la rodeaba era un instrumento
para marcar el contraste con la pésima política y el nefasto estado del
Imperio en tiempos del emperador Juan y su hijo Manuel. Por otra
parte, Ana Comnena suele callar aspectos que no le interesa revelar
porque podrían deteriorar la buena fama de aquellos a quienes desea
salvaguardar. Así, pasa como sobre ascuas por encima de las desave-
nencias entre los Comneno y los Ducas, y omite el desagradable final
de la vida de su padre, que sí nos cuentan otros historiadores como
Juan Zonaras y Nicetas Coniates, con Ana y su madre Irene presio-
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nando al moribundo Alejo para que se retracte del nombramiento de
Juan Comneno como heredero al trono y su sustitución por la pareja
de Nicéforo Brienio y Ana Comnena.
Ana Comnena dedicó el resto de su vida al estudio y al fomento
de las letras y las ciencias. Tuvo tratos con personajes de la intelectuali-
dad bizantina del momento: Jorge Tornices, que escribió una oración
fúnebre a su muerte; Miguel de Éfeso, encargado por ella de comentar
obras de zoología, antropología, la Retórica y la Política, todas de Aris-
tóteles, y parece ser que Eustracio de Nicea le dedicó su comentario.
Tras las muertes de Nicéforo Brienio, de su hermano favorito,
Andrónico, que había adoptado las posiciones de Ana en sus aspira-
ciones al trono en 1129, durante una expedición contra los búlga-
ros, y de su madre, muerta el 19 de febrero de 1123, Ana se decide,
a sus sesenta y cinco años, treinta después del fallecimiento del pro-
tagonista de su obra, y recluida en el monasterio, a continuar la obra
histórica que bajo el título de Ὕλη ἱστορίας4 había escrito su esposo,
el césar Nicéforo. Como ella misma declara, su esposo pretendió
relatar, a instancias de la emperatriz Irene, la historia del reinado y
las hazañas de los Comneno, pero se quedó antes de la llegada de
Alejo al poder.
En estos menesteres transcurrieron los años finales de su
existencia. La fecha de su muerte resulta controvertida. Contamos
con dos datos. En el año 1148 concluye la elaboración de La Alexíada,
momento a partir del cual se puede fijar su fallecimiento. Sin embar-
go, con su nombre y fechados en 1153, dos sellos parecen afirmar la
idea de que se produjera en torno a este último año. En el lecho de
agonizante tomó finalmente los hábitos.
El carácter de Ana Comnena llama la atención por las
aparentes contradicciones que marcan su vida con el reflejo lógico
en su obra. Ana era una personalidad compleja. En la introducción
a su testamento se resalta la voluntad de la princesa de recluirse
en un convento desde muy pronto. No obstante, si algo sobresale
claramente de su trayectoria vital es el deseo desesperado por ser
emperatriz.
4 Materia para una historia.
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Ana amaba a su familia, pero sentía una profunda animad-
versión hacia su hermano Juan, hasta el punto de conjurar para
su muerte, como hemos dicho. Declara en numerosas ocasiones a
lo largo de su historia la intención de escribir una obra imparcial,
pero no puede evitar caer en el juego simpatía/antipatía al descri-
bir a los personajes que trata. Es decir, Ana no era un espíritu tan
noble como parece desprenderse de sus propias confesiones. Ella
misma se goza de modo morboso en hacernos ver su vida como un
camino de espinas donde solo parecen brillar los años iniciales de
su existencia.
Ana Comnena no debe engañarnos con sus innumerables mues-
tras de autocompasión morbosa. Es una mujer de gran carácter a la
que, frustrada en sus ambiciones, por las que había apostado fuer-
temente, solo le quedaba escribir una obra donde, magnificando las
hazañas de todos los que la rodearon, minimizara las tareas de su
hermano Juan, el gran detestado, y de su sucesor, Manuel (1143-
1180), de quien fue contemporánea durante unos años. Sin embar-
go, de sus otros «enemigos» no habla. De su hermana Teodora no
dice nada, tal vez porque fuera del partido de Juan. La mención a
Eudocia, su tercera hermana, es indiferente, quizá por haber apoya-
do a Juan o por estar al margen de la querella.
Frente a este panorama, las declaraciones de autocompasión en
las que, de paso, como carácter fuerte que es, proclama su capacidad
de superación del sufrimiento, así como las de amor y cariño filial y
conyugal, suenan, de nuevo, a pura retórica.
Las aficiones de Ana no se ciñeron exclusivamente a las materias
tradicionales. En su obra hay muy claros destellos de sus conoci-
mientos sobre medicina. Es ella la que forma parte del consejo mé-
dico que asiste a su padre en la postrera enfermedad e incluso sus
opiniones son aceptadas y llevadas a cabo. Del mismo modo se per-
mite, gracias a su conocimiento de la materia, emitir juicios críticos
sobre el equipo de doctores. Previamente, había ido dando cuenta
de las enfermedades del emperador. La descripción de los últimos
días y momentos de este tiene toda la exactitud de un informe mé-
dico. En esto recuerda a Tucídides, un precedente de la Antigüedad,
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y a Procopio, con sus descripciones clásicas de las epidemias de peste
en Atenas durante la Guerra de Peloponeso y en Constantinopla
durante el reinado de Justiniano.
Junto con la medicina, sus otras aficiones iban encaminadas a
los clásicos y a la Biblia. Los primeros constituían el núcleo básico
de conocimiento del bizantino culto; la segunda era el fundamento
doctrinal y religioso. Ana estuvo familiarizada con Homero, cuyas
numerosas citas jalonan el texto de La Alexíada con una función
en su mayor parte erudita y cuya influencia también se refleja en
lo sublime de algún párrafo y en el tono general épico de la obra.
Conoce a Aristóteles, a Platón, a Polibio, a diversos historiadores
secundarios, a los trágicos, a los oradores, etcétera.
Las disciplinas relacionadas con adivinaciones y augurios tam-
bién entraban dentro del ámbito de intereses de Ana Comnena.
Muestra, no obstante, una curiosa ambivalencia en cuanto a estos
asuntos. De un lado, suele detallar cuidadosamente las intervencio-
nes de personajes y los hechos que tenían que ver con astrologías o
mánticas, pero seguidamente los hace objeto de una dura crítica.
Se ve que este tipo de conocimientos la atraía con cierta fuerza, fe-
nómeno en absoluto extraño, ya que nos encontramos frente a una
persona de estirpe helénica. Sin embargo, también era consciente de
que no entraba dentro de la ortodoxia confiar en oráculos, adivina-
ciones y demás expresiones del saber «oculto».
Dentro del ámbito de su formación señalaremos, asimismo, su
evidente experiencia en artes plásticas, especialmente en la pintura,
que la dota de un eficaz instrumento de sensibilidad patente en sus
descripciones del físico de determinados personajes de La Alexíada,
como María de Alania, Irene Ducas, Constantino, su hijo, Alejo I,
Bohemundo, etcétera.
En cuanto a la opinión de la propia Ana sobre la educación
destacaremos el interés que demuestra en su correcta aplicación a
los coetáneos. Achaca a la falta de una educación eficaz la presencia
de males para la humanidad como la herejía. Su interés por estos
aspectos se hace patente en su descripción del orfanato que Alejo
mandó erigir para recoger a niños cuyos padres perecieron y que
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reunía de todas partes del Imperio. Ana detalla el método didáctico
seguido por los maestros y de este se extrae la indudable orientación
civilizadora y de expansión del helenismo medieval que marcó los
horizontes del mundo bizantino dentro de los pueblos en contacto
con él. En este mismo capítulo se vierte su opinión acerca de la deca-
dencia de los estudios clásicos en su época (es reconfortante observar
la «mala salud de hierro» de la que siempre ha gozado el estudio de
los clásicos) y la inutilidad del método de la esquedografía5.
II. La obra.
14
las estructuras mentales del Bajo Imperio romano, al igual que su es-
tructura política. A pesar de que en los momentos del aprendizaje del
idioma de prestigio los alumnos se familiarizaran con los autores de la
Antigüedad, su empleo en las creaciones propias venía tamizado por la
concepción de lo que se viene llamando segunda sofística6. Este movi-
miento, a su vez, no era sino el intento de renovar las letras helénicas
volviendo al periodo helenístico. Los bizantinos cultivados sabían de
Homero, de Hesíodo, de los líricos, de Heródoto y de Tucídides. Sa-
bían bastante más de Platón y de Aristóteles porque hubo movimientos
filosóficos en Bizancio, muchos de ellos curiosamente paralelos a los del
Occidente latino. Pero aquellos nunca pasaron de ser adornos conven-
cionales que mostraban a los lectores la familiaridad con unos modelos
escolares. Las citas de los clásicos eran obligadas, pero no su concepción
del mundo. Entre Tucídides y Ana Comnena hay un espíritu de conti-
nuidad en el relato de la historia y el uso de un idioma parecido, pero
nada más7.
Algún estudioso de Bizancio ha reconocido que la historiografía
es una de las escasas aportaciones propias y originales de ese mundo
a la cultura universal. Porque el resto de la literatura bizantina culta
es un intento de reproducir esquemas y modelos ya fijados. En un
universo mental estático (no así en el mundo real, donde el cambio se
producía constantemente), no caben innovaciones y toda novedad se
contempla con recelo. No en vano, un verbo como νεωτερίζω, cuyo
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calco semántico al español sería «innovar», significado que tiene en grie-
go moderno, para los bizantinos significa «actuar revolucionariamente,
provocar revueltas». La aportación de la historiografía bizantina es que,
a pesar del miedo a la innovación, a pesar del empleo de unas modelos
establecidos y de una lengua esclerotizada y dominada por la retórica,
permite al autor expresarse.
La historiografía bizantina, al igual que la escrita en el Bajo Im-
perio, se centra en la figura del monarca. Este enfoque tiene su lógica
ya que, como dijimos, la segunda sofística retorna el helenismo y es
en esa época cuando aparece el culto a la personalidad del gober-
nante, fomentada por la apabullante figura de Alejandro Magno. A
este proceso se añade la progresiva orientalización de la monarquía
imperial romana, que incidía en el papel esencial de quien ostentaba
el poder absoluto. No obstante, el autor en este género tiene licencia
para mostrar su criterio respecto a la labor de los personajes cuya ac-
tuación política expone. Porque otra de las características que tiene la
historiografía bizantina, esta sí heredada de la primera historiografía
escrita en griego, es su interés exclusivo en la política y en las guerras.
Todo lo dicho lo encontramos en La Alexíada. El asunto son las
guerras y los conflictos políticos de un emperador concreto, Alejo I
Comneno, padre de la autora. La lengua es la que las normas exi-
gen, el griego helenístico aprendido de los modelos antiguos, con
algunos deslices propios de quien habla una versión diferente en su
vida cotidiana. La retórica y la presencia de citas de autores de la
Antigüedad son exigidas para demostrar que quien está redactando
ha leído y conoce a los maestros de siempre. El mérito de la obra re-
side en que, partiendo de materiales ya trillados y con poco margen
para algo tan ajeno a la mentalidad bizantina como la originalidad,
resulte una obra original. La Alexíada no es una biografía, porque
nada se nos cuenta de la infancia del protagonista ni de su realidad
más allá de su intervención en la política interna y externa del Im-
perio, pero narra las peripecias de un solo personaje y no entra en
la sucesión de varios monarcas, tal y como era lo habitual en los
historiadores bizantinos. La obra muestra la tradicional parcialidad
que encontramos en el género, pero amplificada, porque el interés
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de la autora es mostrar al mundo el gran gobernante que fue su pa-
dre. Esta finalidad requeriría el empleo de los recursos de un género
ya fijado como era el encomio; pero no es un encomio, porque ese
género estaba sometido a unas normas que La Alexíada no sigue. De
otro lado, hay un indudable aliento épico que se refleja no solo en
las citas frecuentes de los textos homéricos, cuya presencia tiene esa
intencionalidad de remarcar dicho aliento, sino en las descripciones
de encuentros bélicos o en las argucias de esa especie de Odiseo
versión medieval que Ana Comnena pretende fuera su padre. Pero
no es una obra épica, porque está en prosa y porque tampoco res-
peta las normas del género épico. La Alexíada, según su autora, es
historia. No se cansa de repetirlo a lo largo de su obra. Reitera
una y otra vez ese tópico, que era obligado en el historiador desde
Heródoto y Tucídides, de que la historia debe ser el receptáculo
donde se protejan los hechos dignos de memoria del paso destruc-
tor del tiempo e, igualmente, debe recoger esos hechos tal como
sucedieron en la realidad, sine ira et studio, en la fórmula magistral
de Tácito. Pero, al igual que pasa siempre, el escritor de historia se
deja llevar por sus fobias y filias. En el caso de La Alexíada, esa se-
paración entre las intenciones y la realidad es todavía más amplia,
porque el fin reconocido de la obra es dejar constancia de lo hecho
por alguien excepcional. El marco elegido por la autora, el género
histórico, le permite además hacer pasar por objetivo lo que poco
tiene de tal. Sería como una coartada de la que, no obstante, nada
hay que reprochar a Ana Comnena. Salvo en el caso de la tríada
formada por Heródoto, Tucídides y Polibio, las declaraciones de
imparcialidad de los historiadores han sido siempre papel mojado.
La ira y el studium estaban siempre presentes. Pero algo que desde
nuestra perspectiva sería reprochable, por lo menos de forma tan
ostensible, en un giro curioso se nos vuelve un elogio. Gracias a esa
licencia para exponer las simpatías y las antipatías del historiador,
la originalidad, el criterio y la disidencia entran en el enrarecido
mundo de las letras cultas bizantinas.
La Alexíada es original en la unión, a nuestro juicio muy bien
lograda, de tantos elementos dispares. Aunque sus modelos estén
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esclerotizados y el formalismo impere despiadadamente, la obra
resulta atractiva porque Ana Comnena los combina de forma
magistral para conseguir su objetivo. Por supuesto, como ocurre
tantas veces con manifestaciones culturales cuyos fundamentos no
resultan familiares, hay que acercarse a la obra sabiendo con qué
mimbres y con qué mente se elaboró el trabajo para apreciar su
valor.
Ahora bien, no despreciemos la aportación propiamente his-
tórica de La Alexíada. No todo es hojarasca retórica, amor de hija,
odio de hermana y de tía. Es también el relato de hechos históricos
que informan sobre un periodo concreto. La información es va-
liosa. Para encontrarla hay que hacer lo mismo que con los histo-
riadores de cualquier época, sean antiguos o modernos, conocer
el sesgo, limarlo y ver lo que queda bajo la expresión. En este
sentido, La Alexíada nos dice mucho. Y, sobre todo, nos dice qué
vieron los bizantinos en esa convulsión que removió las aguas
del Mediterráneo y las arenas de Oriente Medio con motivo de
la Primera Cruzada. Nuestra obra es la tercera pata que le falta
al trípode que sustenta el conocimiento de aquella conmoción.
Tenemos las fuentes latinas y las árabes. Pero el Imperio romano
de Oriente fue el tercero en discordia dentro de aquellos aconte-
cimientos y lo fue de manera muy relevante. Ana Comnena no
solo nos informa de los hechos, sino que también, y esto es muy
relevante, nos dice qué pensaban los bizantinos de todo aquello.
Nos comunica la extrañeza de que un líder religioso como el
papa de Roma sea también un líder guerrero. Nos hace saber
que los clérigos no deben mancharse las manos de sangre y que
la costumbre de los sacerdotes latinos de intervenir en la batalla
es una aberración. Nos dice que para los bizantinos el heroís-
mo caballeresco no era tan importante a la hora de la victoria
como la astucia. Nos informa de que aquellos nobles aristócratas
venidos desde donde se pone el sol se dejaban comprar por el
mejor postor y que un buen arcón con dinero hacía que el conde
tal o cual dejara a su señor natural y pasara a combatir con las
tropas de Alejo. Nos dice que en ocasiones el infiel puede ser de
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mayor utilidad para los objetivos del Imperio que esos supuestos
correligionarios procedentes del oeste. Y así mucho más que nos
aclara, a fin de cuentas, por qué en la historiografía occidental so-
bre las cruzadas los bizantinos aparecen desde muy pronto como
seres taimados, desleales, traicioneros y cobardes.
Y entre bambalinas, la princesa se revela como una autora
que mediante el engrandecimiento de las obras de su padre den-
tro de un género pretendidamente imparcial como es la historia
deja claro que los sucesores de Alejo I fueron unos inútiles que
echaron a perder su gran labor. Lo hace porque quiere dejar cons-
tancia de la verdad, pero nosotros sabemos que lo evidente en
todo este asunto es que Ana Comnena era una mujer de una in-
teligencia y una formación sobresalientes y de un rencor todavía
más sobresaliente.
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recibiría el nombre de Kastra Komnenón8, de donde procede el
nombre actual de Kastamuni. De 1057 a 1059, un representante
de la familia, Isaac Comneno, tío de Alejo, ocupó el trono. En el
momento de acceso al poder, la familia Comneno tenía un abo-
lengo que apenas se remontaba a dos generaciones. Una trama de
relaciones matrimoniales, unidas a las características políticas del
momento, garantizaba a la familia el apoyo del que gozó durante
bastante tiempo. Isaac y su hermano Juan heredaron las tierras de
su padre y su destreza militar, y ambos se casaron con damas de
la aristocracia bizantina. La esposa de Isaac era una princesa de la
antigua casa real de Bulgaria y la de Juan era una heredera de la
gran familia de los Dalaseno.
El prolongado enfrentamiento entre la aristocracia
civil y militar habíase resuelto en favor de la segunda. La
aristocracia militar, de la que los Comneno constituían un no
despreciable sector, cerró filas en torno a esta familia y la alzó
al primer puesto del Imperio como reacción a la política nefasta
del periodo precedente y en especial de Nicéforo III Botania-
tes. El programa político que proyectaron los Comneno, como
reflejo del sentir del momento y de su clase social, giraba en
torno a la recuperación del poder imperial y en la creación de
un cierto sentimiento patriótico bizantino. Las bases ideológicas
descansaban en la ortodoxia dentro del ámbito religioso y en la
recuperación de la vieja cultura helénica.
A su llegada al trono, Alejo Comneno se halló con la presen-
cia de los turcos en toda Asia Menor. El sultán selyúcida de Ico-
nio, Suleimán, había ocupado Nicea, ciudad a solo setenta millas
de la capital y se dedicaba a asolar las regiones circundantes. La
pérdida de Anatolia producía en el Imperio terribles resultados,
ya que suponía carecer de una importante fuente de recursos de
todo tipo. La reconquista de los territorios de Asia Menor consti-
tuía uno de los objetivos fundamentales de la política exterior de
Alejo I. Sin embargo, hubo de posponer este apartado de su pro-
grama ante el peligro mucho más inminente de los normandos.
8 Κάστρα Κομνηνῶν, esto es, «Ciudades de los Comneno».
20
Estos, al poco de acceder al trono el emperador, habían pro-
tagonizado un proceso de expansión que los había situado en
la costa adriática del Imperio. Alejo I, con medios ya utilizados
secularmente, aceptó la presencia de los turcos en Asia Menor,
considerándolos poblaciones aliadas, asentadas en zonas ante-
riormente bizantinas y admitidas por consentimiento imperial.
De este modo, la situación resultaba igualmente desastrosa, pero
se salvaba un tanto el honor.
Después del tratado y tras las actuaciones —que posterior-
mente veremos— de Alejo contra los normandos, el siguiente ob-
jetivo fue el enfrentamiento con los pechenegos en el periodo que
va de 1086 a 1091. En principio, los pechenegos9, aliados con los
herejes maniqueos descontentos de las provincias búlgaras, pe-
netraron en territorios del Imperio tras cruzar el Danubio y los
asolaron. Las campañas se sucedieron con diversa suerte a lo largo
de los años 1087 y 1088.
En la primavera de 1087, el emperador sufrió una tremenda
derrota en Dristra, ciudad danubiana que abría el paso a las forta-
lezas fronterizas del Imperio. La derrota no llegó a tener más graves
consecuencias gracias a los enfrentamientos que los pechenegos tu-
vieron con sus aliados cumanos a causa del reparto de botín. Final-
mente, este mismo año, Alejo concluyó un tratado de paz con los
pechenegos, tratado que no fue cumplido por estos.
En torno a 1089/1090, los pechenegos de nuevo invadieron
el Imperio y devastaron los territorios adyacentes a Cariópolis.
En este momento, el emir de Esmirna, Tzacás10, aprovechó las
difíciles circunstancias por las que atravesaba Alejo y, tras poner-
se en contacto con los pechenegos y aliarse con ellos, inició una
ofensiva que lo condujo a las mismas puertas de Constantinopla,
después de haberse apoderado de Clazomenas, Focea, Mitilene
9 Tribus nómadas procedentes del norte del Caspio que se instalaron a lo largo del
siglo XI entre el Don y el Danubio.
10 Çaka Bey [Chaka Bey], emir selyúcida de Esmirna. Originariamente, al servicio
de los emperadores bizantinos, se reveló y acabó siendo emir independiente de
Esmirna. Fue asesinado por su yerno Qilidj Arslan I.
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y Quíos. Tzacás se encargó del asedio naval de la capital y los
pechenegos del sitio por tierra. El emir de Esmirna, que había
estado prisionero anteriormente de los bizantinos, era conoce-
dor de las tácticas militares del Imperio y deseaba dar el golpe
decisivo por mar. En el invierno del año 1090/1091, Constan-
tinopla hubo de sufrir un clima bastante crudo y que sumaba
nuevo desánimo. Alejo recurrió a la petición de ayuda a occiden-
te y obtuvo respuesta con la llegada de quinientos caballeros del
conde de Flandes. Recurrió asimismo a la tradicional maniobra
estratégica de enfrentar las facciones del enemigo entre sí. En este
caso, contó con los cumanos. Apoyado por este pueblo nómada,
en abril de 1091, Alejo derrotó a los pechenegos en Lebunio. El
asedio naval de Tzacás hubo de romperse y, gracias a las labores
diplomáticas del emperador ante Qilidj Arslán y al choque de
Abul Kasim, emir de Nicea, con Tzacás, este último, herido en la
corte del sultán y víctima de una conjura, dejó de ser un problema
para Bizancio.
Más tarde, en 1094, los antiguos aliados cumanos irrum-
pieron de nuevo en territorios del Imperio. Esta vez iban en-
cabezados por un impostor que se hacía pasar por Constantino
Diógenes, hijo de Romano IV, que había muerto en Antioquía
hacía años. Este acontecimiento obligó a Alejo a abandonar con
una solución provisional la campaña contra el župan de Rascia,
Vukan11, que estaba devastando las regiones de Serbia con sus
invasiones. Alejo I apresó mediante una treta al impostor y dis-
persó a los cumanos.
Una vez pacificada la parte europea del Imperio, Alejo volvió
su mirada hacia Asia Menor. Deseaba continuar con sus campa-
ñas de reconquista de Anatolia. Aprovechando una vez más los
conflictos internos por los que atravesaban los enemigos selyúci-
das, la labor de Alejo parecía ser fácil. Efectivamente, la muerte
del gran sultán Malik Shâh en 1092 provocó numerosos con-
flictos en el territorio dominado por los selyúcidas y una dura
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lucha por el poder, que Alejo pretendía fomentar para expandir
sus dominios por Anatolia. No era más que un proceso iniciado
a la muerte del sultán Suleimán (1086) y el consiguiente reparto
de su herencia. Alejo se disponía a ayudar al nuevo sultán Qilidj
Arslán, cuando sobrevino un acontecimiento inusitado, la Cru-
zada. Hasta entonces Alejo había reconquistado el territorio a
todo lo largo de la franja costera del mar de Mármara, incluida
la ciudad de Cízico.
Alejo mantuvo el plan de recuperar Asia Menor hasta el final de
su vida. En el año 1114 una incursión de cumanos fue rechazada sin
combatir al enterarse estas de que Alejo en persona iba al frente de
las tropas. La figura de Alejo se había convertido ya en legendaria.
Ya hemos visto cómo una de las medidas adoptadas por Alejo
nada más acceder al trono y enfrentarse con las duras tareas de go-
bierno que un Imperio debilitado y acosado le presentaban fue la
cesión de territorios de Asia Menor a los turcos en una operación
destinada a salvaguardar el honor del Imperio y reconocer al tiempo
legalmente una situación que de hecho ya existía. Esta cesión a los
turcos, como «aliados», de territorios anatólicos tenía por finalidad
la liberación de la carga que suponía un frente oriental en sus luchas
por plantar cara al peligro occidental, que en esta ocasión se encar-
naba en los normandos.
La presencia de los normandos en suelo del Imperio (concre-
tamente, Dirraquio) obedecía a una política cuyos antecedentes
hay que buscarlos en época del emperador Romano IV Diógenes.
El mismo año en que este emperador fue derrotado en Mantzikert
(1071), Roberto Guiscardo, personaje que de mercenario había pa-
sado a ser duque de Calabria y Apulia durante un concilio en Mein
(1059), acababa de terminar la conquista de los últimos reductos
bizantinos del sur de Italia. Los normandos del sur de la península
italiana y Roberto a la cabeza se sintieron atraídos por la organiza-
ción estatal que hallaron en estos territorios. Lengua y costumbres
griegas subsistían y Roberto acabó por considerarse un reflejo del
emperador en las regiones bizantinas por él conquistadas. Ello no
obstante, Romano Diógenes propuso a Roberto un matrimonio de
23
estado que beneficiaría a ambas partes. El Imperio precisaba hom-
bres de armas con los que hacer frente a las acometidas de turcos en
oriente y pechenegos, cumanos y serbios en occidente. Los preten-
didos derechos de Bizancio sobre los territorios conquistados por
los normandos fueron obviados y subordinados a la necesidad de
recuperar los sectores perdidos en los Balcanes y en Anatolia. Roma-
no IV propuso el matrimonio de uno de sus hijos con una hija de
Roberto. Esta propuesta no tuvo resultados. Posteriormente, Miguel
VII Ducas volvería de nuevo a solicitar la alianza de los normandos
mediante el establecimiento de vínculos familiares. Lo intentó epis-
tolarmente a fines de 1071 o principios de 1072; posteriormente,
en 1072/73 propuso a su hermano Constantino como esposo de
una hija de Roberto. No hubo tampoco respuesta a estas solicitudes
del emperador. Sin embargo, en el año 1074, Roberto accedió a
desposar a su hija con el hijo de Miguel VII, Constantino. Como
resultado, el emperador emitió un crisóbulo, donde se establecían
los términos del compromiso. En dicho crisóbulo destaca, por parte
de ambos mandatarios, la obligación de tener iguales enemigos y
amigos. Las intenciones del emperador durante estas negociaciones
tenían dos objetivos, introducir a los normandos en la órbita de
Bizancio como mercenarios contra los enemigos de oriente y oc-
cidente, y, de otro lado, prevenir un proceso de expansión dentro
del territorio bajo administración bizantina en los Balcanes. De este
modo, el Imperio hacía uso nuevamente del viejo sistema de reco-
nocer legalmente como aliados a aquellos que le habían arrebatado
parte de sus posesiones, intentando, simultáneamente, situarlos bajo
sus influencias. Todas estas medidas creaban una extraña sensación
de unidad de intereses.
La razón de giro político de Roberto estaba relacionada con las
actividades del papa Gregorio VII, cuyos tratos con los norman-
dos no fueron, en un principio, todo lo amistosos que se desearía.
Roberto, gracias a su tratado con los bizantinos, recibiría también
apoyo contra el papa. Como consecuencia, el despecho del papa
ante la adversa marcha de sus intereses en el Imperio provocó la
bendición de la ofensiva contra sus costas adriáticas. El papa había
24
visto cercanos determinados rumbos favorables en sus intenciones
de atraerse el Imperio. Fue cuando los bizantinos, rechazados por
Roberto en la primera ocasión, se dirigieron a Roma. Posteriormen-
te, el recurso al papa fue desechado, ya que se había llegado a acuer-
dos con el caudillo normando. Los motivos más próximos fueron los
deseos de Roberto de intervenir en Bizancio tras el derrocamiento
de Miguel Ducas por Nicéforo Botaniates y de este, a su vez, por
Alejo Comneno.
En efecto, la interpretación de los lazos de alianza que unían a
Roberto con Miguel Ducas eran tanto políticos, como personales.
El que un pariente cercano perdiera el trono de Bizancio a manos
de un tercero exigía de Roberto la reparación de una ofensa hecha,
no solo a su aliado, sino a su propio yerno Constantino. Por otro
lado, había claves internas que alimentaban esos movimientos. La
sociedad normanda precisaba de una constante actividad bélica, ya
que la autoridad del caudillo se fundamentaba en su capacidad para
recompensar con tierras y feudos a los señores que lo seguían. Ello
requería una permanente actitud de guerra de conquista. Bohemun-
do, hijo mayor de Roberto, carecía de una herencia que recibir por
parte de su padre, puesto que las posesiones del sur de Italia habían
sido ya cedidas a su segundo hijo Roger. A falta de un principado
que ofrecerle, se embarcaron ambos en una guerra con el objetivo de
conseguir tierras. Estas motivaciones son fundamentales a la hora de
entender, no ya la futura actuación de Bohemundo, cuanto, poste-
riormente, la del resto de los cruzados.
Pero la sociedad normanda llevaba en sí el germen de su pro-
pia inestabilidad. Los lazos que unían a los caballeros con su señor
no eran del todo firmes y ello provocaba numerosas deserciones al
bando bizantino, que veían como un punto de destino beneficio-
so y enriquecedor. Esta visión del mundo bizantino era fomentada
por los propios emperadores, que recompensaban muy generosa y
liberalmente a quienes se pasaban a su lado. Del mismo modo, den-
tro de los propios dominios normandos abundaban las facciones y
personajes como Roberto y su hijo Roger debieron enfrentarse en su
propio campo a continuas revueltas.
25
La situación del Imperio, cuya administración asumía Alejo,
no soportaría un enfrentamiento en solitario con los normandos.
Alejo intentó la alianza con el papa y el emperador alemán Enrique
IV. Pero solo Venecia, a la que también había acudido, se prestó
para ofrecer ayuda. Las razones, características e interpretaciones las
veremos más adelante. Asimismo, confiscó los bienes de la iglesia,
que lo había apoyado en su lucha por el trono, para suministrar los
fondos precisos. La escuadra veneciana rompió por mar el cerco del
ejército normando. Esta victoria no pudo evitar, sin embargo, que
Dirraquio fuera tomada en 1081 y que Roberto Guiscardo avanzara
imparablemente hasta Tesalia. Pero unas revueltas promovidas por
los bizantinos en el sur de Italia alejaron a Roberto de los territorios
griegos. Los bizantinos supieron aprovechar los rasgos de debilidad
que ofrecía la constitución social de los normandos. Igualmente,
Roberto fue requerido por el papa para que lo apoyara en su lucha
contra Enrique IV. Sea como fuere, en 1082 Roberto abandonó la
campaña, la cedió a su hijo Bohemundo y retornó a Italia. Los bi-
zantinos aprovecharon esta coyuntura y fueron recuperando terreno
hasta que los venecianos lograron conquistar Dirraquio. Roberto
murió en 1085, tras iniciar una nueva campaña en los territorios
imperiales. Los normandos se retiraron y dejaron, por el momento,
de ser un peligro.
Occidente volvió a irrumpir violentamente en la vida de Bizan-
cio con la primera Cruzada. El choque y el contraste entre oriente
y occidente en el siglo XI ayudarían a configurar el nuevo senti-
miento patriótico bizantino. El concepto de Cruzada no cabía en
la mentalidad griega oriental. Y esto por varias razones. En primer
lugar, la lucha contra los infieles era vista por los bizantinos como
algo natural y la recuperación de los Santos Lugares era una cues-
tión que les afectaba exclusivamente a ellos, pues de su poder fue-
ron arrebatados en los albores del apogeo musulmán. Por otro lado,
los bizantinos estaban ligados a la tradición patrística, que veía la
iglesia como un instrumento puramente espiritual y les extrañaba
que fuera precisamente el papa quien alentara la guerra. Esta era un
asunto exclusivo del poder laico. Dentro de la concepción bizantina,
26
el impulso papal a la Cruzada era una invasión de los representantes
del ámbito espiritual en un ámbito exclusivo del poder político. El
origen de los sentimientos antilatinos en Bizancio reside no en
el cisma de 1054, que no fue sentido en su momento como un
hecho de la importancia que posteriormente se le dio, sino, más
bien, en las sucesivas agresiones normandas, expresión de un pro-
yecto más amplio y oculto del papado, cuyo objetivo era reducir
al mundo ortodoxo. Todo esto nos deja ver que existía una radical
oposición entre las mentalidades oriental y occidental respecto al
hecho bélico. En oriente la guerra no estuvo nunca justificada y, a
pesar de la lógica glorificación de lo militar, el conflicto armado era
sentido como la más patente muestra de un fracaso en el objetivo
de resolver los problemas planteados con otros pueblos o facciones.
En occidente, sin embargo, el propio papado supo encauzar para su
provecho el ímpetu de unas concepciones ideológicas que conside-
raban al soldado un héroe. Es más, la muerte del combatiente en de-
fensa de intereses relacionados con la religión lo elevaba a la suprema
categoría de mártir. Finalmente, el propio carácter caballeresco que
surgía en Europa durante aquellos tiempos servía de excelente caldo
de cultivo para actuaciones como las que secundaron los cruzados.
Nuestra autora, Ana Comnena, hace hincapié en esta divergencia de
opiniones dentro de un pasaje de su obra12, al mostrar su asombro
por la conducta agresiva y belicosa de un sacerdote latino.
En el concilio de Clermont (noviembre de 1095), el papa
Urbano II predicó la Cruzada. Aparentemente, el papa respondía
con la predicación de la guerra santa a las peticiones de ayuda
con las que el Imperio de oriente había requerido a las potencias
occidentales. En efecto, la petición de apoyo se había realizado
desde mucho tiempo atrás. Pero su función consistía en el re-
clutamiento de mercenarios con vistas a ir reconquistando te-
rritorios perdidos a manos de los infieles. Entre estos proyectos,
como uno más, se incluía la reimplantación del poder de la cruz
en Tierra Santa, pero siempre bajo la titularidad de sus legítimos
señores, los bizantinos.
12 X, VIII 7-9.
27
Estos objetivos habían llevado a unas líneas de actuación polí-
tica en las que primaba una reconciliación con la iglesia latina. Por
ejemplo, un tratado del arzobispo de Bulgaria, Teofilacto de Ocrida,
pide a sus lectores no den tanta importancia al formalismo y a las
manifestaciones religiosas, al tiempo que quitaba relevancia a aspectos
tradicionalmente conflictivos como la inclusión de la palabra Filioque
en el Credo, adjudicando esta tergiversación de la fe ortodoxa a la
pobreza del latín. Alejo I y Urbano II mantenían buenas relaciones
con la finalidad de unir las iglesias y colaborar también en la recupe-
ración de los Santos Lugares. Existen textos de la época que atestiguan
peticiones de apoyo por parte de Alejo I al papado o a Roberto, conde
de Flandes, si bien en este último caso, procedentes de una carta falsa,
pero posiblemente basada en un original. Existe, además, otro texto,
este en griego, la Crónica sinóptica13 del siglo XIII, atribuido a Teodoro
Escutariotes, donde el emperador, percatado de la imposibilidad de
reconquistar en solitario Asia Menor y sabedor de que occidente no
soportaba el dominio de los infieles sobre Tierra Santa, convenció a
los caudillos occidentales para que despacharan a los turcos de Ana-
tolia, como motivo real, y para liberar Tierra Santa, como pretexto.
De todos modos, los cruzados aprovecharon las tradicionales pe-
ticiones de ayuda y penetraron en el Imperio con sus miras puestas
en la recuperación de los Santos Lugares, pero dispuestos también a
pasar por encima del propio estado bizantino. Los bizantinos, a su vez,
nunca vieron con buenos ojos esta auténtica invasión procedente del
mundo que ellos denominaban latino.
El primero en llegar a territorio bizantino y solicitar el paso hacia
Asia Menor fue Pedro el Ermitaño. A mediados de 1096 y tras un
viaje lleno de saqueos y pillajes, la masa de harapientos y mal armados
hombres arribó a Constantinopla y pasó a zona selyúcida. Su fin fue el
casi total exterminio a manos de los turcos, cerca de Nicea. Solo unos
pocos se salvaron, entre quienes se encontraba el propio Pedro.
A fines de 1096, comenzaron a llegar los caballeros, Godo-
fredo de Bouillon, Raimundo de Tolosa, Hugo de Vermandois,
Roberto de Normandía, Roberto de Flandes y Bohemundo, hijo
13 Σύνοψις χρονική, «Sínopsis kroniké».
28
de Roberto Guiscardo. Alejo I logró el juramento de vasallaje
de todos ellos, salvo de Raimundo de Tolosa y de Tancredo,
sobrino de Bohemundo, quien había eludido Constantinopla
y llegado a Asia Menor sin tener que someterse al emperador.
Alejo les aseguró su apoyo y suministros. Los cruzados se com-
prometieron a ceder al emperador las ciudades conquistadas que
hubieran pertenecido alguna vez al Imperio.
En junio de 1097, los cruzados tomaron Nicea. Fue cedida
al emperador y este aprovechó el éxito para recuperar las zonas
occidentales de Asia Menor. Pero la toma de Antioquía en junio
de 1098 originó una disputa entre Raimundo de Tolosa y Bohe-
mundo sobre la posesión de la ciudad. Tras la victoria de Bohe-
mundo, este rompió los lazos con el emperador y se proclamó
príncipe de la ciudad. Solo Raimundo de Tolosa era partidario
de la entrega a Alejo. Fue el único cruzado que, aunque no pres-
tara juramento, iba cediendo a los delegados del emperador las
ciudades que conquistaba, mientras los caballeros que sí estaban
ligados por vasallaje al monarca se establecían como soberanos
independientes en los territorios que ganaban. Una vez tomada
Antioquía, fueron surgiendo estados como el Reino de Jerusa-
lén, el condado de Edesa y el de Trípoli.
Bohemundo, ahora abiertamente en contra de Bizancio, su-
frió diversos reveses, tanto por parte de turcos (su cautiverio
como prisionero en 1101, del que fue rescatado, la batalla de
Harrán en 1104), como de bizantinos (las reconquistas de Tarso,
Laodicea y la franja costera hasta Trípoli). Tras estos aconteci-
mientos, Bohemundo regresó a Italia con intenciones de arras-
trar a todo el occidente contra Bizancio y en una intensa labor
de propaganda antibizantina envolvió hasta el mismo patriarca
de Jerusalén, Daimberto. Hubo movimientos en la corte papal
cuyo objetivo consistía en mantener los estados ya existentes,
puesto que con ello se conseguiría también el sostenimiento de
la égida del patriarca latino que había legitimado el poder de
Bohemundo sobre Antioquía. Una caída bajo la órbita bizantina
habría supuesto la pérdida de los territorios que la concepción
29
ideológica normanda hacía imprescindible para un caudillaje como
el de Bohemundo. De ahí su interés en acabar con Bizancio.
En 1107 desembarcó en Aulón y puso sitio a Dirraquio. Pero
el emperador logró derrotarlo y en 1108 se firmó un tratado en el
que se especificaba la sumisión de Bohemundo y su vasallaje. El em-
perador eligió como testigos de este tratado a personajes relevantes
entre los caballeros occidentales a su servicio. Su deseo era humillar
a Bohemundo y presentarle a vasallos y parientes suyos bien situados
y partidarios del emperador. No obstante, al morir Bohemundo en
1111, su sobrino Tancredo no devolvió (como estipulaba el pacto)
Antioquía a Alejo. Y este dejó de lado la cuestión, después de algu-
nos intentos fallidos de recuperar la ciudad. Con este acontecimien-
to acaban los contactos entre Alejo y los cruzados. No obstante, la
política bizantina se orientó en esta zona durante los tiempos poste-
riores hacia la recuperación de los principados cristianos fundados
por los cruzados.
En relación a las ciudades italianas de Venecia y Pisa, tradicio-
nalmente, se ha venido interpretando la petición de ayuda a la Sere-
nísima en la lucha contra la primera incursión normanda a la costa
del Ilírico como una muestra de la total impotencia del Imperio para
encargarse de su propia defensa. Asimismo, las grandes concesiones
que los tratados hacían a la República eran señal de la inminente
necesidad de socorro por parte de una flota potente como lo era la
veneciana. Para los italianos, por su parte, era evidente el temor de
Venecia a ver su salida del Adriático atenazada por un poder nor-
mando asentado en ambas orillas del estrecho. Impedir la ocupación
de la costa ilírica se volvía un objetivo irrenunciable en la expansión
comercial veneciana. Por ello no planteó dudas la intervención a
favor de Alejo, cuando este acudió a su lado en petición de apoyo.
Alejo le concedió una serie de privilegios. Unos, personales di-
rigidos al patriarca y al dux; otros, institucionales a la iglesia de San
Marcos y al propio comercio veneciano. Destaca la cesión de un
barrio en Constantinopla, la licencia de comerciar en los territo-
rios bajo dominio bizantino, incluida la exención de todo tipo de
impuestos.
30
Venecia intervino en 1081 en el sitio de Dirraquio y venció a
los normandos con su flota. Estas actuaciones no impidieron que
Roberto Guiscardo en tierra tomara la ciudad y avanzara imparable
hacia el interior. Solo los problemas internos entre los normandos
y con los reductos probizantinos causaron, como hemos visto, la
partida del caudillo normando hacia sus posesiones del sur de Italia.
Bohemundo no pudo evitar que las tropas bizantinas ganaran terre-
no y que Venecia reconquistara Dirraquio para el emperador.
Además de la desastrosa situación política del Imperio, la actua-
ción de Alejo venía dada por el deseo de recuperar los mercados que
el caótico estado de Asia Menor había desviado de sus rutas hacia
otras zonas que desbordaban los límites del Imperio. Tanto Alejo
como sus consejeros presionaron en este sentido. Venecia debería
revitalizar estos territorios y con él, el movimiento económico
dentro del Imperio. Por otro lado, con estos beneficios recibidos
por Venecia Alejo I no hacía más que continuar el método tradi-
cional de concesión de privilegios comerciales a aliados. Incluso
la propia aristocracia terrateniente presionaba también para es-
trechar las relaciones con Venecia, ya que de ella se importaban
artículos de lujo que agradaban a esa clase y esta, a su vez, expor-
taba a la ciudad adriática sus productos agrícolas.
El hecho de que en 1111 se cerrara con Pisa un tratado (no
tan ventajoso como el concertado con Venecia) parece dar a en-
tender que los resultados de las relaciones con Venecia fueron
positivos. De todos modos, la aparición de los cruzados y su in-
tervención directa en el mundo musulmán supuso el final del
monopolio bizantino en el comercio con oriente. La concesión
de privilegios a Pisa por parte de Alejo I fue una respuesta a las
mismas medidas adoptadas por los cruzados con Génova. A la
larga, sin embargo, la actitud de los venecianos instalados en el
Imperio será para Bizancio el símbolo de una agresión occiden-
tal, ya que será copiada por pisanos y genoveses, y marcará el
final de la independencia comercial bizantina.
Pasando a otro ámbito, uno de los aspectos de gobier-
no a los que Alejo dedicó más abierta atención fueron los
31
asuntos eclesiásticos, si bien se denota de su actitud respecto
a estas instituciones y la ortodoxia una postura tornadiza, que
transparentaba la talla de gran político del emperador. Como
hemos visto, Alejo tiene en su programa la restauración de un
Imperio decaído cuya cohesión religiosa es fundamental. En esta
labor colaboró de buen grado la iglesia.
La concepción ortodoxa del cristianismo marcará con unas
características propias el fenómeno religioso dentro del Imperio
que lo separarán ostensiblemente del occidente cristiano latino y
del islam. En este sentido, la tradición jugaba un papel prepon-
derante. El emperador se entregó a fondo contra las distintas he-
rejías que proliferaban en los territorios del Imperio. Se enfrentó
y sometió a los paulicianos, maniqueos, bogomilos y a perso-
najes como Nilo, que mantenía concepciones erróneas respecto
a la unión hipostática. Contra los primeros, según cuenta Ana
Comnena, su padre empleó las armas y la palabra. Los venció y los
evangelizó. A los bogomilos, tras un astuto proceso de investigación
y búsqueda de sus cabecillas, que habían conseguido extender sus
doctrinas por sectores cada vez más amplios de la sociedad, Alejo los
llevó a la hoguera.
También marchó contra aquellos movimientos intelectuales
que no tanto daban una nueva versión de la religión tradicional,
cuanto se apartaban de ella y pretendían interpretar el mundo
desde creencias basadas en la filosofía pagana. Fue este el caso de
Juan Italo, recogido en La Alexíada. En la doble tradición griega
y cristiana que conformaban la cultura bizantina, con frecuencia,
el magnetismo de la primera arrastraba a su campo a intelec-
tuales que, posteriormente, debían retractarse y volver al redil.
Ana Comnena muestra escasa simpatía por Juan Italo y tanto su
retrato como la narración del proceso denotan el desprecio que
sentía hacia este intelectual.
Juan Italo fue discípulo de Miguel Pselo y llegó a ocupar una
estimable posición entre la intelectualidad bizantina; sin embar-
go, se dejó arrastrar hacia posturas poco ortodoxas donde las in-
fluencias, fundamentalmente platónicas y neoplatónicas además
32
de aristotélicas, tomaron carta de naturaleza. Sus concepciones
sobre la metempsícosis y sobre las ideas platónicas lo llevaron a
presencia del sínodo, que lo anatematizó. El proceso contra Juan
Italo también pudo haber sido sugerido por la simpatía de que
gozaba este filósofo entre la familia de los Ducas.
Sin embargo, no todo fue fácil en las relaciones de Alejo con
la iglesia, si bien su maestría política supo capear los temporales
diestramente. Dos cuestiones no concuerdan con el tono general
de estas distendidas relaciones. De un lado, el famoso asunto
de la confiscación de bienes eclesiásticos para financiar la guerra
contra los normandos y pechenegos. Este recurso es ilustrativo
del estado general de las finanzas en el Imperio a la llegada del
emperador Comneno. Alejo hubo de pasar por un juicio. Sin
embargo, parece ser que su actuación no contó con tanta opo-
sición como cabría esperar. La diplomacia pudo superar lo que
habría supuesto un conflicto con la jerarquía eclesiástica y todo
quedó en un débil argumento para sus detractores. Alejo anunció
oficialmente en 1082 que no volvería a requisar los bienes de la
iglesia, aunque posteriormente acudiría de nuevo a este recurso
para procurarse fondos. El sesgo que fue tomando este conflicto
le costó a León, obispo de Calcedonia, su más acérrimo adversa-
rio, el puesto y el exilio a Sozópolis del Ponto.
De otro lado, ya hemos visto anteriormente, cómo los deseos
de Alejo por ganarse el apoyo de occidente lo obligaron a adop-
tar una postura, en principio, no muy beligerante contra él. La
inclinación hacia Roma también provocó algunas reticencias en
Bizancio. Además de las opiniones de Teofilacto de Bulgaria, te-
nemos como prueba la aparición del nombre del papa en los díp-
ticos y el permiso a los occidentales para construir monasterios
dentro del Imperio. En el año 1112 Pietro Grossolano, arzobispo
de Milán, llegó a Constantinopla para tratar el asunto de la uni-
dad y Alejo dejó ver que se sentía inclinado por los argumentos
del emisario.
Tanto Alejo como su familia fomentaron el monacato y crea-
ron conventos contemplativos y de asistencia social. El emperador
33
en persona trató problemas de disciplina en las comunidades del
monte Atos y alentó las actividades de monjes como Cristódulo,
quien reformó la vida monástica de la isla de Patmos, llegando a
constituir gracias a los grandes derechos concedidos una especie
de estado paralelo a la península del monte Atos.
En resumen, la política eclesiástica de Alejo estuvo marcada,
a pesar de sus aparentes contradicciones, por el objetivo primor-
dial de su política, la restauración del Imperio. Alejo fomenta la
unidad religiosa, pero, al tiempo, con sabia diplomacia maneja
los bienes materiales de la iglesia y tiene escarceos con Roma.
Interiormente, la política de refuerzo de la ortodoxia le reporta
los beneficios que da la cohesión; exteriormente, la política de
acercamiento a Roma ofrece el apoyo de sus fuerzas.
IV. La sociedad.
34
las posesiones del estado y percibía directamente las cargas tributa-
rias de las mismas, así como sus beneficios; pero el emperador podía
enajenarlas cuando lo considerara oportuno. Del mismo modo, no
eran transmisibles a herederos del señor. El pronoiario, igualmente,
estaba obligado a contribuir con hombres, según las dimensiones de
sus tierras, al ejército imperial.
La institución de la prónoia con una orientación plenamente
militar se dirigía hacia dos propósitos fundamentales. De un lado,
completar las filas de un ejército propiamente bizantino que, a causa
de la evolución histórica de los tiempos precedentes a los Comneno,
había ido cediendo su plaza de manera alarmante a las tropas merce-
narias. Se trataba de hacer convivir ambos sistemas de reclutamiento
y dotar de este modo al Imperio de un instrumento esencial para la
restauración y mantenimiento del antiguo esplendor.
De otro lado, la prónoia era el sistema de creación de una nueva
jerarquía aristocrática y la dotación a la misma de un poder econó-
mico. Se recompensaba y se fortalecía a la par ese sector social de
propietarios de tierras y latifundistas, que auparon al trono a los
Comneno. Con todas estas medidas se cerraba lentamente el círculo
de poder en torno a las familias aristocráticas de marcado carácter
militar y feudal frente a la antigua nobleza burocrática y civil que fue
progresivamente relegada.
El proceso de feudalización bizantina no acabó, sin embargo, del
todo con las pequeñas propiedades libres, aunque este tipo de orga-
nización rural quedó a punto de extinción. Alejo I tomó medidas,
que venían de un proceso previo, para ir sujetando al campesino a la
tierra y al señor que le tocara en suerte.
La institución del kharistikion17 también al arbitrio del emperador,
se incluye asimismo en este deslizamiento feudalizante del Imperio.
Por ella, un laico se hacía cargo de la administración de bienes eclesiás-
ticos pertenecientes a monasterios. Del total de recursos obtenidos se
cedía al monasterio lo necesario para su sustento y lo demás pasaba a
manos del beneficiario o caristicario. Este instrumento económico re-
cibió tanto críticas de un sector de la iglesia por los abusos a que daba
17 Χαριστίκιον, «regalo, donación».
35
lugar, como aprobación de otros porque permitía una cierto alivio a la
imposibilidad de alienación de los bienes eclesiásticos.
La burocracia civil fue objeto, dentro de estas líneas de gobier-
no, de una reforma administrativa por parte de Alejo. Se transformó
la jerarquía cortesana con la aparición de unos títulos, generalmente
adjudicados a miembros de la familia imperial, y se aplicaron a an-
tiguas personas vinculadas con las clases aristocráticas simpatizantes
de los Comneno. El logothetes ton sekreton18 se hizo cargo de las tareas
burocráticas en general y concentró en sí lo que anteriormente había
estado en manos de varios funcionarios. Del mismo modo, fue refor-
mada la administración de las provincias. La estructura de los temas19
deja lugar a una nueva distribución, al verse aumentado su número a
costa de la reducción de sus terrenos, y a la aparición de grandes cir-
cunscripciones militares que se desarrollarán hasta el siglo XII.
Finalmente, haremos mención a la devaluación de la moneda, que
se pone en relación con la aparición de nuevas dignidades y de las
rentas o rhogai20 que les correponden a cada escalafón de la jerarquía
cortesana. Alejo siguió devaluando la moneda, en un proceso que ve-
nía ya de mediados del siglo XI. Esta devaluación ha sido interpreta-
da a veces como símbolo de prosperidad económica, basándose en el
hecho de que el recurso a esta medida tenía su origen en la necesidad
de más moneda para una actividad económica floreciente. De todos
modos, las devaluaciones provocaron confusión entre los bizantinos y
dieron lugar a irregularidades en el cambio de moneda antigua por la
nueva, de las que el fisco solía sacar provecho.
V. La traducción.
41
estos conocimientos -y no es jactancia el hecho- todos los cuales me
han sido concedidos por la naturaleza y por el estudio de las cien-
cias, Dios desde lo alto me ha regalado y las circunstancias me han
aportado), quiero por mediación de este escrito contar los hechos
de mi padre, indignos de ser entregados al silencio ni de que sean
arrastrados por la corriente del tiempo, como a un piélago de olvido.
Serán estos todos los hechos que llevó a cabo tras tomar posesión
del cetro y los que realizó al servicio de otros emperadores antes de
ceñirse la diadema.
42
los enemigos de los mejores elogios, cuando sus acciones lo exijan, y
otras muchas veces refutar a los más cercanos parientes, cuando los
errores de sus empresas lo manden. Por lo que no se debe vacilar ni
en atacar a los amigos ni en elogiar a los enemigos5. En lo tocante a
mí, a estos y a aquellos, a los que ataquemos y los que nos acepten,
podría tranquilizarlos en razón de las obras mismas y de los que las
han visto, llamando como testigos a ellos y a sus obras. Pues los pa-
dres y los abuelos de algunos de los hombres que viven ahora fueron
conocedores de esos hechos.
43
momentáneamente de las armas y la guerra, el tiempo le permitía
dedicarse a los escritos y a sus labores literarias. Comenzó, por tan-
to, su escrito llevando el inicio de su historia a la época previa a la
del soberano, obedeciendo también en esto las órdenes de nuestra
señora, y empezó por el emperador de los romanos Diógenes8, para
descender hasta aquel cuya vida informaba el plan de la obra. Fue
durante aquel reinado cuando la edad presagiaba en mi padre una
floreciente adolescencia. En cuanto a su vida previa, ni siquiera era
un adolescente y nada había realizado digno de escribirse, a no ser
que se presentara su infancia como argumento para un elogio.
3. Esos eran, pues, los objetivos del césar, como nos muestra su
obra. Sin embargo, no resultó lo que esperaba ni concluyó toda su
historia, y detuvo su redacción tras llegar hasta la época del soberano
Nicéforo Botaniates. Las circunstancias no le permitieron avanzar
en su escrito, causando un perjuicio al tema de su trabajo y privando
del placer a los lectores. Por eso, yo misma opté por escribir cuanto
mi padre hizo, para que semejantes obras no escaparan a nuestros
descendientes. Por otro lado, qué armonía, cuánta gracia tenían las
palabras del césar las conocen todos los que han leído sus escritos.
4. Cuando había llegado a aquel capítulo, como dije, cuando
tenía pergeñada su obra y nos la remitía inacabada desde la fron-
tera, contrajo al tiempo ¡ay de mí! una enfermedad mortal, tal vez
originada por las innumerables fatigas, tal vez por las demasiado
frecuentes campañas, o por su indecible dedicación a nosotros. Pues
la dedicación era algo innato en él y el trabajo, incesante. Además,
el continuo cambio de aires y los climas adversos le sirvieron una
bebida mortal. Aunque se encontraba terriblemente enfermo, desde
aquel lugar realizaba campañas contra sirios y cilicios. Siria entre-
gó luego a este hombre debilitado a los cilicios; los cilicios, a los
panfilios; los panfilios, a los lidios; Lidia, a Bitinia y Bitinia, a la
emperatriz de las ciudades9 y a nosotros con sus entrañas hinchadas
44
por la gran dolencia. Pero, aunque se hallaba así de débil, deseaba
narrar emocionadamente los sucesos que había vivido, aunque no
pudiera hacerlo, tanto por su enfermedad, como por los obstáculos
que nosotros le poníamos con intención de evitar que sus heridas se
abrieran al describirlos.
45
originen un movimiento dado hacia las armas y las batallas, sino que
muevan al lector a las lágrimas y obliguen al sufrimiento no solo a
la naturaleza sensible, sino también a la que carece de hálito vital.
2. El dolor que experimentaba por el estado del césar y su in-
esperada muerte me alcanzaron personalmente y me causaron una
profunda herida. Creo que las precedentes desgracias frente a esta
insoportable desgracia son como gotas en comparación con todo el
océano Atlántico o las olas del mar Adriático. Es más, según parece,
eran aquellas preludio de esta y se apoderaba de mí el humo de ese
fuego propio de un horno, la quemadura aquella de llama indes-
criptible y las antorchas diarias de un indecible ardor. ¡Oh fuego
sin materia, que reduces a cenizas, fuego que iluminas con furor
inexpresable y que ardes, pero sin consumir, y quemas el corazón,
pero con la apariencia de que no nos quemamos, aunque recibamos
el rojo vivo hasta los huesos, la médula y los pedazos del alma!
3. Pero soy consciente de que por causa de esos acontecimientos
me aparto de mi propósito. La presencia del césar y del sufrimiento
del césar destilan en mí un inmenso sufrimiento. Así pues, tras enju-
garme el llanto de mis ojos y recuperarme de mi dolor, soportaré lo
que viene a continuación ganando, según dice la tragedia2, dobles
lágrimas, como si me acordara de la desgracia en la desgracia. Pues
exponer en público la vida de semejante emperador supone reme-
morar su virtud y sus gestas, lo que me hace brotar las más cálidas
lágrimas en un llanto que se une al de todo el universo. Recordarlo
y explicar públicamente su reinado es motivo de lamentos para mí
y rememoración de una pérdida para los demás. Comience, pues, la
historia de mi padre desde el momento en que es más adecuado co-
menzar. Y el momento más adecuado es aquel desde donde nuestra
obra sea más clara y más histórica.
46
Nomisma de Miguel VII Ducas
LIBRO I
47
1. El emperador Alejo, mi padre, fue de gran utilidad al imperio de
los romanos incluso antes de haber asumido el cetro del imperio.
Comenzó a salir en campaña durante el reinado de Romano Dió-
genes. En opinión de quienes lo rodeaban parecía un ser admira-
ble y muy arrojado. Cuando contaba catorce años de edad ansiaba
acompañar al emperador Diógenes, que dirigía una expedición muy
ardua contra los persas5, y suponía una amenaza para ellos con su
ímpetu, ya que, si se enfrentaba a los bárbaros, su espada se em-
borracharía de sangre. Tan belicoso talante poseía este joven. Sin
embargo, el soberano Diógenes no cedió en aquella ocasión a sus
deseos de acompañarlo, porque un dolor muy profundo tenía so-
brecogida a la madre de Alejo. Lloraba la muerte reciente de su hijo
primogénito Manuel, varón que había sido protagonista de grandes
y admirables hazañas para el imperio de los romanos. Y para que ella
no se quedara sin consuelo al dejar ir a uno de sus hijos a la guerra
sin saber aún dónde iban a enterrar a otro, y con el temor de que el
joven sufriera alguna funesta desgracia y no supiera ella en qué tierra
había caído, por todas estas consideraciones, el emperador obligó
al joven Alejo a regresar junto a su madre. Entonces fue aparta-
do contra su voluntad de los que marchaban a la campaña, pero a
continuación el tiempo le abrió un mar de hazañas. Efectivamente,
durante el reinado del emperador Miguel Ducas6, tras el derroca-
miento del emperador Diógenes, la revuelta que dirigió Urselio le
dio motivos para demostrar de cuánto valor hacía gala.
2. Era ese un celta que había estado sirviendo desde tiempo
atrás en el ejército de los romanos y que, envalentonado por su
gran suerte, cuando hubo acumulado a su alrededor poder y un
ejército considerable, que había sido reclutado entre los que eran
48
oriundos de su mismo lugar de origen y entre otros que provenían
de cualquier otra procedencia, desde ese momento logró convertir-
se en un peligroso rebelde. En el instante en que el poderío de los
romanos sufría numerosos vaivenes y los turcos aplastaban el sino
de los romanos, obligándolos a retroceder como cuando la arena
cede a los pies, en ese preciso instante atacó también él al imperio
de los romanos. Es más, por su carácter muy rebelde se inclina-
ba entonces con más claridad hacia la rebelión aprovechando el
abatimiento que sufrían los intereses del imperio, y devastó casi
todos los dominios de oriente. Aunque les fuera confiada la guerra
contra él a muchos famosos por su valentía y que aportaban abun-
dantísima experiencia sobre la guerra y las batallas, este superaba
claramente la mucha experiencia de aquellos. Ya fuera recurriendo
al ataque directo, a la retirada y posterior ofensiva sobre sus adver-
sarios con el ímpetu de un vendaval, ya fuera aceptando la alianza
de los turcos, era tan completamente irresistible cuando atacaba,
que llegaba a hacer prisioneros a algunos de los personajes más
notables y confundir sus falanges.
3. Mientras mi padre Alejo estuvo a las órdenes de su hermano
durante sus funciones como general en jefe de todas las tropas de
las partes oriental y occidental, lo hizo con el cargo de lugartenien-
te. Pero ante las difíciles circunstancias por las que atravesaban los
romanos a causa de las continuas incursiones con las que, como un
relámpago, nos acosaba ese bárbaro, se pensó en el admirado Alejo
para la confrontación bélica con este, por lo que fue designado por
el emperador Miguel estratego autocrátor. Él, en efecto, puso en
marcha toda su inteligencia y experiencia estratégica y militar, que,
además, había acumulado en no mucho tiempo. Por su ánimo muy
esforzado y alerta en cualquier circunstancia, les había parecido a los
militares más expertos de los romanos que había llegado a la cima de
la experiencia estratégica, tal como el famoso romano Emilio, como
Escipión, como Aníbal el cartaginés. Era por aquel entonces muy jo-
ven y con el bozo recién salido, como suelen decir. Capturó al dicho
Urselio, que continuamente acometía a los romanos, y restableció
el orden en oriente sin necesitar muchos días. Era, asimismo, sagaz
49
para discernir lo conveniente y muy sagaz para ponerlo en práctica.
Cómo logró capturarlo, lo cuenta con mayor detalle el césar en el se-
gundo libro de su historia, aunque también lo contaremos nosotros
en la medida en que conviene a nuestra historia.
50
y se vea libre de peligros, volverá a darse la vuelta, me dejará en paz
y levantará contra ti su mano. Si me haces caso en cierto modo,
cuando se dirija nuevamente a vosotros, captura a Urselio y envía-
noslo prisionero por una abundante recompensa. Pues» añadió «de
ello obtendrás tres ganancias. La primera, una cantidad de riquezas
como nunca antes lograste; la otra, que te atraigas el favor de mi
soberano con lo que habrás conseguido llegar a la cima de la pros-
peridad, y la tercera, que el sultán se regocije grandemente al ser
eliminado un peligroso enemigo que está actuando contra unos y
otros, romanos y turcos».
3. Con el envío simultáneo de esta embajada al arriba citado Tu-
tac y de algunos prestigiosos rehenes en una fecha convenida junto
con una cantidad de dinero, mi padre, y jefe en aquel entonces del
ejército romano, convenció a los bárbaros de Tutac para que retuvie-
ran a Urselio. Llevada a cabo rápidamente esta acción, Tutac remitió
el prisionero al estratopedarca, que estaba en Amasea.
4. Sin embargo, el dinero tardaba en llegar desde su destino.
Alejo no tenía fondos con los que cubrir el pago y el que debía venir
del emperador sufría su desidia. No era que, como dice la tragedia9,
marchara a paso lento, es que no aparecía por ningún lado. Tutac
insistía reclamando el montón de dinero o bien la devolución del
hombre que había comprado y el permiso para regresar al lugar don-
de se le había capturado. Pero Alejo seguía sin tener fondos con los
que pagar el precio del hombre que había comprado. En medio de
la angustia provocada por todas estas adversidades, estuvo reflexio-
nando durante toda una noche y decidió recolectar la suma entre los
habitantes de Amasea.
5. Cuando amaneció el día, aunque le parecía difícil su plan,
sin embargo convocó a todos los habitantes, especialmente a los
que ostentaban los primeros rangos y los que poseían riquezas. Los
miró y les dijo: «Sabéis todos cómo este bárbaro ha tratado a to-
das las ciudades del tema Armeníaco10, cuántas aldeas ha saqueado,
51
a cuántos ha maltratado arrojándoles insoportables desgracias y
cuánto dinero ha conseguido de vosotros. Pero ha llegado el mo-
mento de liberaros de los males que él origina, si es que así lo
queréis. Por tanto, debemos impedir su liberación. Estáis viendo
que tenemos prisionero a este bárbaro gracias por entero al auxilio
de Dios y a nuestros esfuerzos. Sin embargo, Tutac, que es quien
lo ha capturado, nos reclama el pago. Y nosotros carecemos por
completo de recursos, porque al estar en una tierra alejada y llevar
luchando mucho tiempo contra los bárbaros, hemos agotado los
fondos. Si el emperador no estuviera tan lejos y el bárbaro diera
un plazo de espera, me hubiera apresurado a transportar el dinero
desde la capital. Pero, ya que ninguna de estas posibilidades es
factible, como sabéis, tenéis vosotros que aportar su precio con
vuestro dinero, y recobraréis del emperador la aportación entera a
través de nosotros cuando se suministre».
6. Nada más decir esto, fue silbado y se originó un violentí-
simo tumulto entre los amasianos, que se decantaban por la rebe-
lión. Pues había hombres muy pérfidos que los incitaban al motín,
agitadores que saben precipitar al pueblo en las revueltas. Se levan-
tó, entonces, un gran tumulto, tanto por parte de los que querían
quedarse con Urselio y excitaban a la masa a apoderarse de él, como
de los que pugnaban agitados (así es la masa del populacho) por
arrebatar a Urselio de su cautiverio y liberarlo de las cadenas. El es-
tratopedarca veía que el pueblo estaba tan enloquecido y reconocía
que su situación era completamente apurada, pero a pesar de ello no
se abatió lo más mínimo e infundiéndose valor, intentaba silenciar
con los gestos de su mano aquel tumulto.
7. Cuando más tarde y con esfuerzo los hizo callar, les dirigió
la palabra, diciendo: «Me llena de asombro, amasianos, que no os
percatéis en absoluto de la treta de estas personas que os quieren
engañar y que, comprando su propia salvación con vuestra sangre,
pero abarcó también competencias civiles. Se creó a mediados del siglo VII en sus-
titución de la organización que databa de los tiempos de Diocleciano. Su estruc-
turación y número varió a lo largo de la historia de Bizancio. Aunque oficialmente
siguió vigente hasta el final del Imperio, ya en el siglo XI sufrió cambios que le
hicieron perder su configuración y finalidad originales.
52
siempre os causan el mayor perjuicio. ¿Qué clase de ventaja ex-
traéis de la tiranía de Urselio, a no ser degüellos, cegueras y mu-
tilaciones de miembros? Estos, que son para vosotros la causa de
semejantes desgracias, preservan intactas sus propiedades gracias a
su servilismo para con el bárbaro y, al mismo tiempo, se apropian
de los regalos provenientes del emperador, ganándose su gratitud
por no haber abandonado ni a vosotros ni a la ciudad de Amasea
a merced del bárbaro. Y esto sin atender nunca a ninguna de vues-
tras razones. Por ello, mientras quieren conservar la tiranía adulan-
do al tirano con expectativas halagüeñas y mantener intactas sus
propiedades, a la vez piden al emperador honores y regalos. Pero si
la situación sufriera algún tipo de cambio, ellos abandonarían esta
actitud e inflamarían el ánimo del emperador contra vosotros. Por
consiguiente, si me hacéis caso, dejad que se vayan por el momen-
to a los que os incitan al motín y que cada uno de vosotros medite
en su casa lo que os he dicho y os daréis cuenta de quién es el que
os aconseja lo más conveniente».
53
de la privación de su vista era un engaño. El que iba a ser cegado en
apariencia fue advertido de que debía gritar y vociferar, y el encarga-
do de simular la privación de su vista fue también advertido de que
debía dirigirle una agria mirada, ejecutar todos sus actos con furia y,
sobre todo, fingir la acción de cegarlo. Entonces, mientras aquel era
cegado sin ser cegado, el pueblo aplaudía y difundía por doquier que
Urselio había sido privado de la vista.
2. Esta actuación, representada como si fuera sobre un escena-
rio, convenció a toda la muchedumbre, tanto la del lugar como la
foránea, a aportar su donativo como abejas. Y todo esto fue pro-
ducto de la inteligencia de Alejo para que los remisos a entregar
dinero y los que conspiraban para liberar a Urselio de las manos
de Alejo, mi padre, perdieran las esperanzas en sus ya inútiles
planes y se pusieran inmediatamente de parte del estratopedarca,
dado que sus primitivos proyectos habían fracasado. Se lo gana-
rían así como amigo y esquivarían las iras del emperador. De este
modo, pues, el admirado general era dueño de Urselio, a quien
mantenía encerrado como un león en una jaula, mientras aún lle-
vaba sobre sus ojos las vendas que eran símbolo de su indudable
privación de la vista.
3. Sin embargo, no estaba satisfecho con su labor, como tam-
poco se había desentendido del resto de su misión por el hecho de
haber tenido éxito, antes bien, recuperó y puso bajo la autoridad
del imperio muchas otras ciudades y fortalezas que habían tenido
un comportamiento desleal en tiempos de Urselio. Entonces, vol-
vió las riendas y se dirigió enseguida a la ciudad imperial. En el ca-
mino llegó a la ciudad de su abuelo12 y, mientras reposaban de las
muchas fatigas él mismo y todo su ejército, fue visto realizando allí
una hazaña parecida a la que hizo el famoso Heracles por Alcestis,
la mujer de Admeto13.
12 Castamuni, en Paflagonia, Asia Menor.
13 Referencia a la tragedia Alcestis, de Eurípides. La protagonista, Alcestis, es la
única que acepta morir por Admeto, su marido, para pagar una deuda contraída
por él con los dioses. Al final, Heracles, agradecido por la acogida de Admeto aun
en tan tristes momentos, salva a Alcestis de los brazos de la Muerte y la devuelve
a su esposo.
54
4. Cuando Dociano, sobrino del anterior emperador Isaac Com-
neno14 y primo de Alejo (hombre que pertenecía a una clase ilustre
por su linaje y posición social) vio que Urselio mostraba las señales
de haber sido cegado y que era conducido con el auxilio de un hom-
bre, profirió un hondo gemido y entre las lágrimas provocadas por
el estado de Urselio acusaba de crueldad al general. Le reprochaba
en su enojo que hubiera dejado sin vista a un hombre tan noble, a
un auténtico héroe merecedor de haber sido preservado sin castigo.
Fue entonces cuando el general dijo: «Pronto podrás enterarte de los
motivos de la ceguera, querido primo». Tras un breve lapso de tiem-
po, condujo a este y a Urselio a una sala, donde le descubrió el rostro
y mostró los ojos de Urselio brillando fogosamente. Cuando Docia-
no vio esto, se quedó estupefacto, asombrado, sin saber qué hacer
ante la magnitud del milagro. Al tiempo, se echó las manos a los ojos
por si era algo parecido a un sueño lo que estaba viendo o un pro-
digio mágico o algún raro y novedoso artificio. Cuando se percató
de la humanidad que había demostrado su primo con ese hombre y
además de humanidad, de su astucia, le invadió la alegría y transfor-
mó el asombro en gozo, mientras abrazaba y besaba repetidamente
el rostro de su primo. Los mismos sentimientos experimentaron la
corte del emperador Miguel, el emperador mismo y todo el mundo.
55
talar y la epómide17 arzobispal. Botaniates, tan pronto se hubo sen-
tado en el trono imperial, como nuestra obra expondrá en su desa-
rrollo con mayor detalle, desposó a la emperatriz María18 y se dispu-
so a dirigir los asuntos del imperio.
2. Nicéforo Brienio, ya duque de Dirraquio19 en época del em-
perador Miguel, antes del reinado de Nicéforo, comenzó a plantear-
se la posibilidad de acceder al trono y organizó la rebelión contra
Miguel. No es necesario que expliquemos aquí las causas y el modo
como lo hizo, pues la historia escrita por el césar ya hace constar las
motivaciones de la rebelión. Pero sí hemos de relatar brevemente
el hecho de que, tomando como base de operaciones la ciudad de
Dirraquio, recorriera desde allí los dominios de occidente para po-
nerlos bajo su propio mando y cómo fue capturado. Al interesado en
poseer más exactos informes de este episodio lo remitimos al césar.
3. Este hombre merecía realmente el imperio por su maestría
en el arte de la guerra, por su pertenencia a uno de los linajes más
ilustres, por estar adornado con una elevada estatura, por la belleza
en su rostro y por la superioridad sobre sus contemporáneos en la
seriedad de su carácter y en la fuerza de sus brazos. Era tan diestro en
persuadir a la gente y tan capaz de atraerse a todos desde su primera
mirada y su primera conversación, que todos en masa, soldados y
civiles, lo auparon a los primeros puestos y lo consideraron digno
de reinar sobre toda la parte oriental y occidental. Efectivamente,
cuando marchaba sobre las ciudades, todas lo acogían con las ma-
nos alzadas y en medio de los aplausos una ciudad dejaba paso a
otra. Las noticias de estos acontecimientos perturbaban a Botania-
tes, trastornaban también al ejército que le era fiel y precipitaban al
imperio entero en la zozobra.
17 Cinta larga y ancha que llevan los obispos de la Iglesia Ortodoxa sobre los
hombros durante la liturgia. Modernamente, se llama «omoforion» [ὠμοφόριον] y
es semejante el humeral de la Iglesia Católica.
18 María de Alania. Tras el derrocamiento de Miguel Ducas, Nicéforo Bota-
niates se casó con ella.
19 El título de duque no tenía por qué ser hereditario. Corresponde aproximada-
mente al cargo de gobernador, tanto de ciudades, como de otros organismos ad-
ministrativos. Asimismo, el jefe de la flota recibía la denominación de gran duque.
56
4. Así pues, se decidió enviar contra Brienio a mi padre Alejo
Comneno, que acababa de ser designado doméstico de las esco-
las20, al frente de las fuerzas disponibles. En esta parte del imperio
de los romanos, la situación había llegado al límite. Los ejércitos
de oriente estaban dispersos cada uno por un lado a causa de la
expansión de los turcos y su hegemonía sobre casi todo cuanto
hay entre el ponto Euxino y el Helesponto, el Egeo y el mar de
Siria, el Saro y los demás ríos, especialmente, los que, surcando
Panfilia y Cilicia, desembocan en el mar de Egipto. Así se halla-
ban los ejércitos de oriente. Los de occidente, que se habían unido
a Brienio, habían dejado al imperio de los romanos con un ejér-
cito muy reducido y escaso. Le quedaban algunos inmortales21,
que ayer mismo habían empuñado lanza y espada, unos pocos
soldados de Coma y un ejército celta, que se mantenía con unos
pocos hombres. Estas fuerzas le asignaron a mi padre y, mientras
se llamaba a aliados turcos, el emperador le ordenó partir y en-
frentarse a Brienio, confiando no tanto en el ejército que lo seguía,
como en la inteligencia del hombre y su habilidad para hacer frente
a guerras y batallas.
5. Pero Alejo, al enterarse de que el enemigo avanzaba impara-
ble, sin esperar a la alianza con los turcos salió de la emperatriz de
las ciudades, tanto él como sus hombres perfectamente armados y,
cuando hubo llegado a Tracia, acampó en torno al río Halmiro22 sin
foso ni empalizada. Como sabía que Brienio estaba asentado en las
llanuras del Cedocto23, deseaba que una distancia apreciable separa-
ra cada uno de los dos ejércitos, el suyo y el de los adversarios. En
efecto, no quería oponerse frontalmente a Brienio, para que no se
descubrieran las características de sus fuerzas y facilitar al enemigo
57
noción de las dimensiones de su ejército. Pues iba a lanzarse con
unos pocos contra muchos, con bisoños contra veteranos. Por ello
quería robarle por sorpresa la victoria al enemigo sin recurrir al valor
y al ataque frontal.
24 Al noroeste de Selimbria.
25 Jorge Maniaces había tomado Edesa y vencido a los árabes en 1032. Luego,
venció a los musulmanes en Sicilia. Se sublevó en 1043 y fue reprimido. En este
caso, se trata de antiguos mercenarios francos que procedían de su ejército.
58
sector no despreciable de la hetería26. De otra parte, el ala izquierda
la constituían Tarcaniotes Catacalon con macedonios y tracios per-
fectamente armados, sumando todos juntos unos tres mil. Brienio
en persona mandaba el centro de la falange formada por macedo-
nios, tracios y lo más selecto del arcontado en pleno27. Todos iban
cabalgando sobre sus caballos tesalios, destellando con sus corazas
de hierro y los yelmos de sus cabezas. Cuando los caballos alzaban
sus orejas y los escudos chocaban unos contra otros, ellos y sus yel-
mos despedían terroríficamente un enorme fulgor. Evolucionando
en medio, como un Ares o un Gigante, Brienio, que superaba en
un codo a partir de sus hombros a todos los demás, provocaba gran
estupor y miedo a los que lo observaban. Fuera de toda la forma-
ción, como a dos estadios28 de distancia, se hallaban unos aliados
escitas armados a la manera de los bárbaros. Se les había ordenado
que, una vez los enemigos se hicieran visibles y la trompeta diera la
señal del combate, cayeran sobre la retaguardia y se arrojaran sobre
los enemigos, mientras los acosaban con una densa y continua nube
de dardos. Luego el resto del ejército, formado en filas compactas,
atacaría con vigoroso ímpetu.
3. Así organizó Brienio a los suyos. Mi padre Alejo Comneno,
a su vez, tras reflexionar sobre la índole del lugar, situó una parte
del ejército en un barranco y desplegó la otra frente al ejército de
Brienio. Cuando estuvieron organizadas ambas partes y hubo alen-
tado a cada hombre con sus palabras, animándolos a comportarse
valerosamente, ordenó a la una, la sección emboscada, que, cuando
estuvieran a espaldas del enemigo, atacaran de improviso con el ma-
yor arrojo posible y concentraran sus esfuerzos sobre el ala derecha.
A los llamados inmortales y a algunos de los celtas los mantuvo a su
59
lado para ponerlos bajo su mando. Emplazó a Catacalon29 como co-
mandante de los comatenos y turcos, y les encomendó que prestaran
toda su atención al contingente escita a fin de repeler sus embestidas.
4. Así estaban las cosas. Tan pronto como el ejército de Brienio
hubo llegado a la altura del barranco, nada más dar mi padre la señal
convenida saltaron entre clamores y griterío las tropas que estaban
emboscadas y dejaron estupefactos a los enemigos con su repentina
intervención, circunstancia que aprovechó cada uno acometiendo y
matando al primero que encontraba hasta que los pusieron en fuga.
Pero Juan Brienio, hermano del caudillo, rememorando su ímpetu
guerrero y su valor, hizo volver su caballo con el freno, abatió de un
único golpe al soldado de los inmortales que lo seguía, detuvo a la
falange que huía en plena confusión y, tras reorganizarla, repelió a
los enemigos. De ese modo, los inmortales emprendieron la huida
en desorden con un cierto desbarajuste, masacrados por los soldados
que iban siempre en pos de ellos.
5. Entonces mi padre se arrojó en medio de los enemigos y,
combatiendo valientemente, desbarató el orden de la formación
en el sector donde se había presentado, acometiendo a todo el
que se le aproximaba y derribándolo al punto. En la confianza de
que algunos soldados lo seguían para protegerlo, sostenía incansa-
ble el combate. Pero al darse cuenta de que su falange había sido
rota y estaba ahora dispersa por todas partes, reagrupó a los de
mayor presencia de ánimo (seis eran en total) y decidió que con
las espadas desenvainadas, una vez estuvieran próximos a Brienio,
cargarían contra él sin vacilación y, si era necesario, aquellos tam-
bién morirían con él. Sin embargo, Teodoto, un soldado que había
servido a mi padre desde pequeño, desaconsejó esa decisión ale-
gando que el intento era manifiestamente descabellado. Tomando,
pues, la dirección opuesta, pretendía apartarse a corta distancia del
ejército de Brienio para iniciar de nuevo la acción cuando hubiera
reagrupado y reorganizado a algunos conocidos de los soldados
que se habían dispersado.
60
6. Aún no se había apartado de allí mi padre y ya los escitas esta-
ban desbaratando las filas de los comatenos de Catacalon mediante
el empleo de alaridos y un enorme griterío. Una vez que los hubie-
ron repelido y puesto fácilmente en fuga, dirigieron su atención al
pillaje y se fueron en busca de su campamento. Pues así es la raza
escita. Cuando aún no han terminado de batir claramente al con-
trario y poseer el dominio de la batalla, arruinan su victoria con el
pillaje. Toda la servidumbre que componía la retaguardia del ejército
de Brienio se mezclaba con las filas de sus soldados a causa del miedo
a los escitas y para no sufrir ninguna calamidad por culpa de ellos.
Como no paraba de presentarse gente que huía de las manos escitas,
se originó una no pequeña confusión en las filas de Brienio, donde
acabaron mezclándose unos estandartes con otros.
7. Entre tanto, mi padre, que estaba apresado y rodeado, como
decíamos antes, por el ejército de Brienio, vio a un palafrenero de
Brienio tirando de uno de los caballos imperiales engalanado con el
manto púrpura y los fálaros dorados30, y también vio que los porta-
dores de las picas terminadas en doble hacha, tradicionales acólitos
del emperador, corrían cerca de él. Al ver esto, ocultó su rostro con
la visera que pendía en torno a su casco y, lanzándose contra ellos
con sus seis soldados, de los que antes hemos dado cuenta, derribó
al palafrenero, capturó el caballo imperial, arrebató también al tiem-
po las hachas de doble filo y abandonó sin ser advertido el ejército.
Cuando estuvo fuera de peligro, despachó aquel caballo de dorados
fálaros y las picas con hachas de doble filo, que marchan a ambos
lados de la imperial persona, junto con un heraldo de voz muy po-
tente con la orden de que recorriera todo el ejército gritando que
Brienio había caído.
8. Esta estratagema, cuando fue realizada, logró que se reagru-
paran soldados del disperso ejército de mi padre, el gran doméstico
de las escolas, y los hizo retornar, mientras que animaba a otros para
que se mantuviesen firmes. Se quedaron inmóviles en el lugar que
ocasionalmente ocupaban y, volviendo sus miradas hacia atrás, no
daban crédito a tan insólito espectáculo. Se pudo entonces observar
30 Atributos imperiales.
61
la nueva situación que se había creado entre ellos. Las cabezas de
los caballos que montaban miraban hacia adelante, pero sus rostros
estaban vueltos hacia atrás, sin que avanzaran hacia adelante y sin
querer volver las riendas hacia atrás. Estaban estupefactos y como
desorientados por lo que ocurría.
9. Los escitas, añorando el regreso, emprendían la marcha hacia
sus hogares y no perdían ya el tiempo en la persecución. Con su
botín erraban por aquella zona lejos de ambos ejércitos. El anuncio
de que Brienio había sido capturado y muerto iba envalentonando a
los que hasta entonces se habían comportado como cobardes y fugi-
tivos. La noticia ofrecía las pruebas de su veracidad con la presencia
en todas partes del caballo adornado de insignias imperiales y con el
anuncio, que las solitarias picas con hachas de doble filo hacían, de
que Brienio, al que esas velaban, había caído por obra de una mano
enemiga.
62
2. Cuando los hombres de mi padre y los turcos recién llegados
vieron que aquellos estaban en una situación tan confusa, se dividie-
ron en tres secciones y ordenaron que las dos primeras permanecie-
ran emboscadas allí y que la tercera avanzara sobre el enemigo. Mi
padre fue el responsable de la totalidad de ese plan de combate.
3. Los turcos no atacaban ordenadamente en falange, sino por
separado y en grupos que se mantenían por cada lado a cierta distan-
cia unos de otros. Luego, cada pelotón atacó a los enemigos con una
carga a caballo mientras lanzaban una densa nube de flechas. Los
acompañaba también mi padre Alejo, que había ideado esa táctica
completa, con todos los soldados que las circunstancias le habían
permitido reagrupar entre los que estaban dispersos. Entonces, uno
de los inmortales que rodeaban a Alejo y que era valeroso y audaz,
se destacó con su caballo del resto de la formación y avanzó a galope
tendido directamente contra Brienio. Y arremetió fuertemente con
la lanza contra su pecho; pero Brienio desenvainó vehementemente
su espada cuando la lanza aún no había logrado apoyarse con fir-
meza y la partió enseguida. Al que intentó alcanzarlo lo acometió
con su espada en la clavícula, le hizo impacto con todo su poder y le
seccionó el brazo entero, coraza incluida.
4. Los turcos, que los alcanzaban en oleadas, ensombrecían el
ejército enemigo con sus constantes disparos de dardos. Los hom-
bres de Brienio estaban estupefactos por este repentino ataque; sin
embargo, tras reagruparse y recomponer las líneas, encajaban la in-
tensidad del combate exhortándose mutuamente a comportarse con
valentía. Los turcos y mi padre, tras un breve enfrentamiento con los
enemigos, fingieron huir, lo que arrastró pronto a los adversarios a
una emboscada gracias a la artimaña con que los estaban atrayendo.
Una vez llegaron al lugar donde estaba prevista la primera celada,
de un giro se pusieron frente a los hombres de Brienio y a una se-
ñal convenida los emboscados salieron inmediatamente cabalgando
de todas partes como enjambres. Con mucho griterío y clamor y
un constante lanzamiento de dardos ensordecieron los oídos de los
partidarios de Brienio y cubrieron de tinieblas sus ojos por el denso
número de dardos que llovía de todas partes.
63
5. Entonces, por la imposibilidad del ejército de Brienio de ofre-
cer resistencia (todos los hombres y caballos estaban ya heridos),
este inclinó su estandarte indicando la retirada y dio la espalda a sus
enemigos para que arremetiesen contra ella. Sin embargo, Brienio a
pesar del agotamiento del combate y de la intensa presión que sufría,
mostraba su valor y su animosidad acometiendo sin cesar en una y
otra dirección al adversario, y organizando también sin cesar las me-
didas precisas para la huida de modo correcto y honroso. Conten-
dían, asimismo, a cada uno de sus lados su hermano y su hijo31, que
en aquellos momentos dieron admirables muestras a los enemigos
de su heroico comportamiento.
6. Cuando ya su caballo estaba exhausto y no podía emprender ni
la fuga ni la persecución (estaba próximo a expirar a causa de las suce-
sivas galopadas), reteniéndolo con la brida como un valeroso atleta, se
plantó en posición de recibir y desafió a dos valientes turcos. Uno de
ellos lo acometió con la lanza, pero no logró darle un golpe decisivo
e iba a recibir de la derecha del turco otro más potente, cuando ya
Brienio le había cortado con su espada la mano, que rodó por tierra
aferrada a la lanza. El otro, saltando de su caballo como un leopar-
do, se precipitó sobre el caballo de Brienio y se agarró a su costado.
Aquel estaba firmemente enganchado a este, procurando subírsele a la
espalda; y este, revolviéndose como una fiera sobre sí mismo, quería
clavarle a aquel su espada. Sin embargo, su empeño no encontraba
la ocasión propicia y el turco que estaba aferrado a su espalda se aga-
chaba siempre y esquivaba los mandobles. Finalmente, su derecha se
dio por vencida de dar mandobles al aire y el atleta renunció. Se puso
entonces por entero a disposición de sus enemigos. Ellos lo cogieron y,
como si hubieran alcanzado enorme gloria, lo llevaron a Alejo Com-
neno, que no se había situado muy lejos del lugar donde se capturó a
Brienio y que estaba ordenando las falanges de los bárbaros y las suyas
propias, mientras las excitaba para el combate.
7. Primero unos mensajeros habían anunciado a Alejo la captu-
ra de este hombre, después lo presentaron al general. Era realmente
un espectáculo temible tanto durante la lucha, como cuando estaba
31 Juan y Nicéforo Brienio, futuro esposo este de Ana Comnena.
64
cautivo. Dueño, pues, así de Brienio, Alejo Comneno lo envió pri-
sionero al emperador Botaniates, sin tocarle para nada los ojos a este
hombre. Pues no era Comneno de ese tipo de personas que se ensañan
con sus oponentes tras su captura y consideraba suficiente castigo ser
prisionero de guerra. Fueron, por tanto, sus grandes cualidades de no-
bleza, humanidad y generosidad las que también mostró con Brienio.
8. En efecto, tras su captura, durante una ocasión en que llega-
ron a un lugar llamado (...) después de haber recorrido un trecho
bastante grande de camino, le dijo a Brienio con intención de que
el hombre se recuperara de su pena dándole favorables expectativas:
«Bajemos del caballo y sentémonos un poco para descansar». Pero
él, temeroso del peligro que corría su vida, estaba como loco y no
necesitaba reposo alguno. ¿Pues cómo podría hacerlo quien da por
perdida su propia existencia? No obstante, pronto se doblegó al de-
seo del general. Pues si la persona sometida obedece a todo lo orde-
nado, en el caso de que sea un prisionero de guerra, lo hace aún más.
9. Los caudillos, por consiguiente, desmontaron de los caballos.
Alejo yacía recostado sobre la verde hierba como sobre un lecho de
follaje, y Brienio mantenía la cabeza apoyada sobre la raíz de una
encina de alta cabellera. El uno dormía y al otro no lo vencía el dulce
sueño, como se expresa la amable poesía32. Pero se fijó en la espada de
Alejo y la estuvo contemplando colgada de las ramas. Como no veía a
nadie por ningún lado en ese momento, rehaciéndose de su desazón,
se le ocurrió una idea mejor que consistía en matar a mi padre. Quizá
hubiera llevado a cabo su resolución, si no hubiera sido porque una
fuerza divina procedente de lo alto se lo impidió, le calmó la furia
de su ánimo y lo inclinó a observar con benevolencia al general. Yo
misma pude oírle frecuentemente contar este relato. Le es legítimo,
a quien quiera, pensar por ello que Dios guardaba a Comneno para
un puesto de mayor rango, ya que era su deseo que el cetro de los ro-
manos fuera honrosamente reclamando por él. Si le ocurrió a Brienio
después de esto alguna desgracia no deseada, es responsabilidad de
algunos que rodeaban al emperador33. Mi padre es inocente.
32 Il., XIV 398; Il., II 2.
33 Nicéforo Brienio fue cegado por orden del emperador Nicéforo III Botaniates
65
VII. Basilacio34 se rebela contra Botaniates. Alejo es encargado
de someterlo.
66
2. Comenzando desde Epidamno36 (la capital del Ilírico37), ha-
bía llegado hasta la ciudad de los tesalios38, tras haber sometido por
sí mismo toda la región y haberse elegido y autoproclamado empe-
rador, mientras trasladaba su ejército errante adonde quería. Este
hombre era también admirado por las dimensiones de su cuerpo, la
fuerza de sus brazos, la severidad de su rostro, cualidades que cauti-
van antes que otras a esa grosera clase de los soldados. Esta no para
mientes en el alma, ni se fija en la virtud, sino que se detiene en las
virtudes del cuerpo admirando la osadía, la fuerza, la agilidad y la es-
tatura, Juzgándolas dignas de la púrpura y de la diadema. Basilacio,
que poseía estas cualidades no sin nobleza, poseía también un alma
valiente e inconmovible. Tenía un cierto aire y aspecto digno por en-
tero de ostentar el poder. Poseía una voz tonante, capaz de aterrar a
todo un ejército y un grito suficiente para anular el valor en el alma.
Era invencible en sus arengas cuando intentaba, indistintamente,
animar al soldado al combate o desanimarlo para que huyera. Dado
que este hombre salió en campaña con tan ventajosas cualidades,
tomó, como decíamos, la ciudad de los tesalios y reunió en torno a
sí un ejército imbatible.
3. Pero mi padre Alejo Comneno, como si fuera a enfrentarse a
un enorme Tifón o un Gigante de cien brazos, tras despertar toda su
astucia militar y su valiente inteligencia, estaba listo para combatir
con su contrincante. Y aunque todavía no se había sacudido el polvo
de sus últimas acciones ni había lavado la sangre de la espada ni de
sus manos, marchaba como un terrorífico león hacia Basilacio, un
jabalí de salientes colmillos, despertando su cólera. Llegó, en efecto,
67
al río Bardario39, pues así lo denominan en el lugar. Este fluye desde
lo alto de los montes cercanos a Misia y tras cruzar muchos lugares
y separar en una parte oriental y otra occidental las cercanías de
Berrea40 y Tesalónica, desemboca en nuestro mar meridional. Algo
semejante les ocurre a los ríos mayores. Una vez que mediante un
cúmulo de tierras de aluvión ascienden a un nivel importante, en-
tonces fluyen sobre tierras bajas como si cambiaran sus primeros
lechos, y abandonando su antiguo curso seco de humedad y falto de
agua, cubren el que recorren ahora de caudalosas corrientes.
4. Así pues, como existían dos cauces, el antiguo lecho y el curso
recién creado, después de contemplar el terreno entre ambos, el gran
estratega Alejo, mi padre, fijó como barrera de seguridad el torrente
del río y utilizó el antiguo curso, que se había convertido en un foso
por el flujo de la corriente, como una trinchera natural. Tras esto
montó el campamento. No había más de dos o tres estadios41 de
distancia entre uno y otro cauce. Pronto todos estuvieron enterados
de que el momento para descansar sería el día, durante el que harían
reposar sus cuerpos con el sueño y darían a los caballos suficiente
forraje, pues durante la noche permanecerían en vela esperando que
sobreviniera un ataque por sorpresa de los enemigos.
5. Creo que estas disposiciones las había adoptado mi padre por
sospechar durante esa noche alguna peligrosa tentativa proveniente
de los enemigos. Esperaba que estos lo atacaran, ya sea porque lo
previera gracias a su abundante experiencia, ya sea por conjeturas
de otra índole. El caso es que su predicción no tardó mucho en
hacerse realidad. Tampoco su previsión encontró unas disposiciones
innecesarias. Salió de su tienda y marchó al lado de sus hombres con
armas, caballos y toda la impedimenta necesaria para la batalla. Dejó
en el campamento lámparas encendidas por todas partes y confió
su tienda con su equipaje completo y con el material que llevaba
dentro y que precisaba para avituallarse a un tal Yoanicio42, uno de
68
sus familiares más cercanos, que hacía tiempo había escogido la vida
monástica. El general se alejó un buen trecho y ocupó sus posiciones
con el ejército armado, aguardando el curso de los acontecimientos.
Había tramado esto con idea de que Basilacio, cuando viera las ho-
gueras encendidas por todas partes y la tienda de mi padre ilumi-
nada, creyese que este se encontraba descansando en ella y, como
consecuencia, que podía capturarlo y someterlo.
69
honorables monjes, y aquel complaciente hijo obedecía la voluntad
materna no solo durante su infancia, sino también en su juventud
y hasta que se unió a una mujer. Basilacio buscaba entre todos los
objetos de la tienda y, según palabras de Aristófanes43, mientras es-
cudriñaba las tinieblas del Erebo, no dejaba de interrogar a Yoanicio
sobre el doméstico. El monje sostenía con firmeza que había salido
antes con todo el ejército. Cuando reconoció que era víctima de un
enorme error, se retractó de sus intenciones y cambiando de un tono
de voz a otro, gritaba: «Soldados, hemos sido engañados. El combate
se entablará fuera de este sitio».
3. No había concluido sus palabras, cuando mi padre Alejo
Comneno los atacó mientras estaban saliendo del campamento,
asaltándolos enérgicamente con unos pocos soldados de su ejérci-
to. Al percatarse de que alguien estaba colocando en orden las fa-
langes (en efecto, como la mayor parte de los soldados de Basilacio
se habían entregado al pillaje y a la recogida de botín -hecho que
entraba dentro de las primeras predicciones de mi padre-, aún no
habían logrado reagruparse y restablecer sus líneas, cuando desgra-
ciadamente para ellos los atacó el gran doméstico de improviso)
y viendo al hombre que se dedicaba a restablecer la formación,
pensó bien por su estatura bien por la brillantez de sus armas (le
refulgían las armas por el reflejo de las estrellas) que aquel era el
famoso Basilacio, se lanzó a su encuentro e impetuosamente le
alcanzó de un mandoble en la mano. Esta, al instante, cayó con la
espada por tierra, lo que turbó grandemente a la falange. Pero no
se trataba de Basilacio, sino de uno de los más valientes partidarios
de Basilacio, que en nada desmerecía de Basilacio en las manifes-
taciones de su valentía.
4. Así pues, Alejo se batía duramente contra ellos, los alcan-
zaba con sus dardos, los hería con su lanza, profería aullidos de
guerra, se hundía en la noche, aprovechaba todo lugar, ocasión
e instrumento para la victoria y se servía de todos estos recursos
valientemente, con imperturbable prestancia y firme intención.
Aunque se encontraba con gente que huía en todas direcciones,
43 Aristófanes, Nubes, 192.
70
siempre sabía distinguir al enemigo del amigo. Cuando un capa-
docio llamado Gules, voluntarioso servidor de mi padre, diestro
con su mano, de ímpetu invencible en el combate, vio a Basilacio
y lo reconoció con fiabilidad, le propinó un mandoble en el yelmo;
pero le pasó lo que a Menelao frente a Alejandro. Su espada, rota
en tres o cuatro partes, cayó de sus manos dejando la empuñadura
en la mano. Cuando el general lo vio, al momento se puso a in-
sultarlo por no tener espada y lo llamó cobarde; pero el soldado,
mostrando la empuñadura, lo único que le quedaba de su espada,
calmó al gran doméstico.
5. Otro, un macedonio de nombre Pedro y de apellido Torni-
cio , cayó en medio de los enemigos y mató a muchos de ellos.
44
71
IX. Alejo derrota a Basilaclo y es nombrado sebasto por el em-
perador.
72
hombre, le propuso la paz a Basilacio por mediación de su acompa-
ñante Yoanicio (hombre de reconocida virtud) con unas condiciones
que ofrecían a Basilacio la seguridad de no sufrir ninguna represalia
a cambio de su entrega y la de Tesalónica. A pesar de la desconfian-
za de Basilacio, los tesalonicenses decidieron dejar el paso franco a
Comneno por temor a que tomara la ciudad y a tener que soportar
terribles calamidades.
4. Sin embargo, Basilacio, cuando se enteró de lo que estaba
haciendo la población, se trasladó a la acrópolis y saltó de una a la
otra. Y ni aún en estas circunstancias renunciaba al combate y a las
batallas, por más que el doméstico le asegurara que no le sucedería
nada irremediable. Antes al contrario, Basilacio aparecía como un
hombre íntegro en los momentos críticos y apurados. No consintió
en empañar su valor y gallardía, hasta que ocupantes y defensores de
la acrópolis, tras expulsarlo de común acuerdo, lo entregaron a su
pesar y por la fuerza al gran doméstico.
5. Inmediatamente, Alejo informó al emperador de la captura
de Basilacio, permaneció un poco de tiempo en Tesalónica y resta-
bleció la situación en la ciudad para emprender finalmente el regre-
so espléndidamente victorioso. Pero unos enviados del emperador
llegaron a mi padre entre Filipos y Anfípolis y, tras ponerle en la
mano las órdenes dictadas por el emperador sobre aquel hombre,
se hicieron cargo de Basilacio, lo condujeron a un lugar llamado
Clempina y cerca de la fuente que hay allí le sacaron los ojos. Desde
el momento en que se produjo este hecho y hasta hoy la fuente se
llama fuente de Basilacio.
6. Este fue para el gran Alejo, como si fuera un Heracles, el
tercer trabajo previo a su reinado. No faltaríamos a la verdad si iden-
tificáramos a Basilacio con el jabalí de Erimanto y a mi padre Alejo
con un valerosísimo Heracles vivo entre nosotros. Queden, pues, ahí
los éxitos y las hazañas de Alejo Comneno antes del trono, por todos
los cuales recibió como recompensa del soberano la dignidad de se-
basto45 con una proclamación pública de este cargo ante el senado.
45 Dignidad honorífica.
73
X. Comienzo del análisis del peligro normando. Descripción de
Roberto Guiscardo46.
1. Según creo, igual que hay cuerpos que padecen enfermedades por
causas externas e igual que en algunos otros las causas de las enfer-
medades se generan en su mismo interior, y de acuerdo con uno u
otro motivo acusamos con frecuencia a las irregularidades del clima
o a algunas cualidades de los alimentos los orígenes de las fiebres y,
en otras ocasiones, achacamos la enfermedad a la descomposición de
los humores, del mismo modo el débil organismo de los romanos en
aquella ocasión generó, como una mortal enfermedad, o bien a esos
mencionados hombres, es decir los Urselios, Basilacios y cuantos
componen la masa humana ansiosa de poder, o bien los vaivenes de
la fortuna nos trajeron del exterior a unos déspotas, como si fueran
un mal irremediable y una enfermedad incurable, es decir el famoso
Roberto, conocido por sus tiránicas intenciones, hombre jactancio-
so al que generaron las tierras de Normandía y que parió y crió una
perversidad sin límites.
2. El imperio de los romanos se atrajo une enemistad de tal im-
portancia por el pretexto que le habían dado para sus guerras contra
nosotros un compromiso matrimonial concertado con los bárbaros
y no ajustado a nuestros intereses y, en especial, la negligencia del
entonces reinante Miguel, perteneciente al linaje de los Ducas. Y si
acuso a algunos de mis parientes consanguíneos (en efecto, la familia
de mi madre procede de los Ducas), que nadie se enoje. He decidi-
do escribir la verdad de todos los acontecimientos y en lo que a ese
hombre respecta no hago más que reflejar los reproches que todos
le han hecho. Dicho soberano, Miguel Ducas, comprometió a la
hija de ese bárbaro con su propio hijo Constantino y este hecho fue
el que provocó la actitud de los enemigos. Sobre Constantino, hijo
de este emperador, sobre su compromiso matrimonial y, en suma,
74
sobre el matrimonio con la bárbara y, lógicamente, sobre qué grado
de belleza, qué estatura tenía este hombre, qué carácter y de qué cla-
se, hablaremos en su momento, cuando deba lamentar las desgracias
que sufrí, es decir, tan pronto como esté concluida la exposición de
los hechos relacionados con este matrimonio y con la destrucción
total del poderío de los bárbaros, seguida de la consiguiente ruina
de los tiranos normandos, que fueron víctimas de una irracionalidad
que los alentaba a ir contra el imperio de los romanos.
3. Sin embargo, antes debo volver atrás en la historia y detallar
la peripecia vital de Roberto, esto es, aclarar su linaje, su categoría
social, el poder y el rango a que lo elevó el curso de los aconteci-
mientos, o por expresarme mejor y de forma piadosa, el puesto hasta
el que lo dejó avanzar la Providencia, consintiendo sus malas artes
y tretas.
4. Roberto era de origen normando y de irrelevante cuna. Te-
nía pensamientos propios de un tirano, un temperamento astuto
y una fuerza considerable. Era muy hábil para obtener la riqueza
y el rango de las personas importantes, y el más irrefrenable a la
hora de actuar. Perseguía sus objetivos sin réplicas. En lo relativo
a su talla, su cuerpo era tan alto que superaba a los hombres de
mayor altura, su tez era rubicunda, su cabellera rubia, tenía anchas
espaldas, sus ojos eran (...), pero el fuego destellaba desde ellos.
Donde la naturaleza exigía proporcionar anchura, era equilibrado;
y donde exigía estrechez, se ajustaba armónicamente, tal como he
oído a muchos decir en numerosas ocasiones. En cuanto a su voz,
Homero dijo lo mismo respecto a Aquiles. Una vez que él había
terminado de hablar, los que oían se quedaban con la impresión de
un tumulto producido por mucha gente, y su grito, según dicen,
puso en fuga a millares de hombres. Siendo así en cuanto a linaje,
naturaleza y espíritu, era también indomable, como es natural, e
incapaz de subordinarse a nadie. Esas son las características que
adornan a las personalidades fuertes, aunque sean de baja extrac-
ción social.
75
XI. Inicios de las fechorías de Roberto Guiscardo. La traición
que cometió con su suegro Guillermo Mascabeles.
76
holgadamente en riqueza y poder, Roberto rechazó la idea de hacerle
frente en una batalla cara a cara y tramó un malévolo plan. Simu-
ló buena voluntad, figuró arrepentimiento y planeó un ingenioso
engaño difícil de descubrir en contra de su suegro para adueñarse
de sus ciudades y convertirse en señor de todas las posesiones de
Mascabeles48.
5. Primeramente, pidió la paz y envió una embajada para con-
certar un encuentro de ambos frente a frente. Guillermo acogió fa-
vorablemente las propuestas de paz por el extraordinario amor que
sentía hacia su hija y concertó el encuentro para una fecha próxima.
Roberto, a su vez, le señaló el lugar donde convendría reunirse para
dialogar y ponerse de acuerdo en los puntos concretos del tratado.
Era un sitio donde había dos colinas que sobresalían con pareja al-
tura sobre una llanura y que estaban opuestas diametralmente. La
zona intermedia era pantanosa y se proyectaba en ella la sombra de
diversos árboles y arbustos. En aquel mismo sitio emplazó Roberto
a cuatro valerosos hombres armados y emboscados con la orden de
que vigilaran atentamente en todas direcciones y cuando vieran que
él reñía con Guillermo, saltaran inmediatamente sobre este sin la
más mínima pérdida de tiempo. Una vez, pues, concluidos los pre-
parativos de la trampa, aquel malvadísimo Roberto abandonó una
de las colinas, la que había indicado a Mascabeles como apropiada
para entablar las negociaciones, y se apropió en cierto modo de la
otra. Tomó consigo quince jinetes y unos cincuenta y seis infantes,
ascendió a la colina, los organizó en esta posición, les comunicó
todo su plan a los más destacados de los soldados y le ordenó a uno
que llevara sus armas, es decir, su escudo, su yelmo y su espada, a
fin de poder armarse con facilidad llegado el momento. Finalmente,
48 Ana Comnena está novelando aquí una historia que tuvo lugar en realidad. Los
protagonistas fueron, de un lado Roberto de Hauteville, que a partir de este hecho
recibió el apellido de Guiscardo, y, de otro, Pietro de Turra, rico potentado de la
ciudad de Bisignano, en la provincia de Cosenza, región de Calabria. Roberto citó
a Pietro de Turra al pie de las murallas de la ciudad para tratar unas cuestiones
que habían surgido entre los normandos y los habitantes de Bisignano. Ante los
propios ojos de los conciudadanos de Pietro de Turra, Roberto y sus hombres
capturaron a aquel para pedir por su liberación un rescate que hubieron de pagar
los de Bisignano.
77
El papa Nicolás II concede el título de duque de Apulia y Calabria a Roberto
Guiscardo.
78
las riendas alrededor de las ramas de los arbustos y se reclinaron en
el suelo para refrescarse a la sombra de caballos y árboles, fatigados
por el calor y la falta de comida y bebida (era verano, la estación en
la que el sol suele arrojar sus rayos en vertical y el calor se convierte
en insoportable) y otros se marcharon a casa.
7. Así estaban los hombres de Mascabeles. A su vez, el siem-
pre hábil Roberto, que tenía prevista esta reacción, se precipitó de
repente sobre Mascabeles, abandonó la mirada que hasta entonces
había mantenido, la cambió por otra llena de furor y le puso encima
a Mascabeles su mano asesina. Se produjo entonces una refriega.
Tan pronto atacaba Roberto, como era atacado; o arrastraba y era
arrastrado. Al final, ambos cayeron rodando pendiente abajo. Cuan-
do los cuatro hombres emboscados los vieron, salieron del pantano
y cayeron a la carrera sobre Guillermo. Una vez lo tuvieron bien
atado, corrieron al encuentro de los caballeros de Roberto situados
en la otra elevación, si bien ellos ya venían cabalgando en su direc-
ción por la pendiente, seguidos detrás por hombres de Guillermo.
Roberto subió al caballo, tomó yelmo, lanza, los aferró fuertemente
y, cubriéndose con el escudo, se volvió y acometió con su lanza a
uno de los hombres de Guillermo, que perdió la vida al tiempo de
recibir el lanzazo.
8. Tras repeler en el mismo instante el ataque de los jinetes de
su suegro y frustrar el auxilio que venían a prestarle (los restantes
dieron enseguida la espalda, al ver que los jinetes de Roberto estaban
por encima de sus cabezas y que estaban apoyados por la naturaleza
del terreno), tras frustrar de esta manera Roberto el ataque de los
caballeros de Mascabeles, este fue conducido prisionero y encadena-
do a la fortaleza que Mascabeles había dado a Roberto como regalo
de boda en el momento de comprometerlo con su hija. En conse-
cuencia, la plaza fuerte retuvo a su propio señor como cautivo, por
lo que fue llamada «La Fortaleza», como es lógico, a partir de aquel
momento. Pero nada es peor que relatar la crueldad de Roberto,
porque, una vez convertido en dueño absoluto de Mascabeles, se
dedicó primero a arrancarle todos los dientes y a pedir por cada uno
de ellos una importante cantidad de monedas al peso, mientras se
79
informaba de dónde estaban depositadas. Como no cesó de desden-
tarlo hasta que se hubo apropiado de todo su dinero, las riquezas y
los dientes abandonaron simultáneamente a Mascabeles. Luego, fijó
su mirada en los ojos de Guillermo y lo privó de la vista, porque le
envidiaba hasta la mirada.
80
3. Me emociono y se me turban el alma y los pensamientos,
cada vez que me acuerdo de este joven; pero dejo pendiente la narra-
ción de los hechos relacionados con él hasta que llegue el momento
oportuno. Solamente, no me resisto a decir lo que sigue, aunque esté
fuera de lugar. Aquel muchacho era un prodigio de la naturaleza y
un regalo de las manos de Dios, por así decir. En efecto, solo con
mirarlo se hubiera llegado a la conclusión de que era una pervivencia
de la poetizada edad de oro de los griegos, tan arrebatadora belleza
tenía. Cuando recuerdo a este joven después de tantos años, yo me
cubro de lágrimas; pero contengo mi llanto y lo reservo pensando en
ocasiones más adecuadas y para no confundir la historia mezclando
los lamentos dedicados a los míos con los relatos históricos.
4. Este joven, de quien hemos hablado aquí y en otras partes,
era mayor que nosotros en edad y antes de que nosotros viéramos
la luz del sol, se convirtió en prometido puro e inmaculado de
Helena, la hija de Roberto. La promesa de matrimonio quedó por
escrito, a pesar de lo cual no llegó a cumplirse y quedó solo en
promesa, ya que este muchacho era aún impúber por la edad que
tenía. Dicha promesa fue rota en el momento en que el empera-
dor Nicéforo Botaniates accedió al imperio. Pero me he desviado
del curso de mi narración. Volveré de nuevo al punto en que me
desvié.
5. Pues bien, el famoso Roberto, que había pasado de tener un
origen muy oscuro a ser hombre de ilustre linaje y que había acumu-
lado un inmenso poder en su persona, conjuraba para convertirse en
monarca de los romanos. Se inventó, en consecuencia, una serie de
pretextos creíbles para su odio y sus guerras contra los romanos. De
estos hechos se da una doble interpretación.
6. Una, que corría de boca en boca hasta que llegó a nuestros
oídos, decía que un monje llamado Réctor, haciéndose pasar por
el emperador Miguel, desertó al bando de Roberto y en calidad de
consuegro se lamentaba de sus personales desgracias. El citado Mi-
guel había recogido el cetro de los romanos tras el reinado de Dió-
genes y, después de estar al mando del imperio durante un breve
tiempo, fue derrocado por Botaniates, que se había rebelado contra
81
él. Entró, entonces, en la vida monástica para posteriormente vestir
el hábito episcopal, la tiara y, si se quiere, incluso la epómide. Este
fue el consejo que le dio el césar Juan, su tío por parte de padre, que
conocía el carácter voluble del que entonces gobernaba y temía que
Miguel sufriese algún daño.
7. El mencionado monje Réctor, al que llamaríamos mejor el
actor más atrevido de todos los tiempos, fingió ser Miguel. Acudió
al lado de Roberto como consuegro y lo puso al corriente de los
hechos relacionados con la injusticia que se había cometido contra
él, es decir, su derrocamiento del trono imperial y el infortunio
que lo tenía reducido al estado que presentaba. Por todos estos
agravios, invocaba al bárbaro en su defensa. Y añadió que había
dejado sin recursos y viuda, a todas luces, de su prometido a la
hermosa y joven doncella Helena, mientras decía enojado que la
emperatriz María y su hijo Constantino habían sido arrastrados al
partido de Botaniates contra su voluntad y obligados por el despo-
tismo de este. Con estas palabras iba excitando la cólera del bárba-
ro e iba ofreciéndole las armas que precisaba para la guerra contra
los romanos. Semejante relato llegó a mis oídos y no me asombré
de que algunos personajes de muy oscuro linaje se fingieran seres
ilustres y de noble origen.
8. Tengo presente, sin embargo, otra interpretación más creíble
que proviene de otras fuentes. No hubo ningún monje que se fin-
giera el emperador Miguel, ni nada parecido que incitara a Rober-
to a combatir contra los romanos, sino que el bárbaro mismo, que
era muy astuto, elaboró el citado plan sin dificultad. Esta versión
continúa así. El mismo Roberto, según dicen, persona carente de
cualquier tipo de escrúpulos, había estado gestando la idea de em-
prender la guerra contra los romanos y había estado preparándose
desde mucho tiempo atrás para el combate, pero algunos de sus más
señalados partidarios, incluida Gaita51, su propia mujer, había pues-
to impedimentos a su plan porque pensaban que iba a encabezar
82
una guerra injusta y que estaba haciendo preparativos bélicos contra
cristianos. Por ello, debían retenerlo con frecuencia en el momento
en que estaba a punto de intentar semejante empresa. Roberto, a su
vez, con el deseo de dar un fundamento convincente a la excusa de
la guerra, envió unos hombres a Cotrone52 que estaban al corriente
de sus secretos proyectos y que tenían órdenes de acoger, confra-
ternizar y conducir a su presencia al primer monje que vieran con
intención de cubrir la travesía hacia Italia, para ir en peregrinación al
templo de los dos principales apóstoles y patronos de Roma53, y que
por su aspecto no pareciera excesivamente vulgar. Tan pronto como
encontraron al citado Réctor, hombre taimado y de inigualable per-
versidad, le indicaron por carta a Roberto, que estaba en Salerno, lo
que sigue: «Tu deudo Miguel, el que ha sido despojado del poder
imperial, ha llegado para solicitar tu ayuda». En efecto, Roberto les
había ordenado que redactaran en esos términos la carta que iba a
ser dirigida a él.
9. Nada más tenerla en sus manos, se la leyó inmediatamente a
su esposa. Luego convocó a todos los condes y también les enseñó
la carta a fin de verse libre de obstáculos provenientes de ellos con el
pretexto de asumir sin dilación una causa justa. Muy pronto todos
se mostraron de acuerdo con la decisión de Roberto y de este modo
hizo venir al monje y concluyó un convenio. Roberto organizó en-
tonces una auténtica obra de teatro con todos estos elementos y
montó una puesta en escena. Fingió que aquel monje era el empe-
rador Miguel, que este había sido despojado del trono, privado de
su mujer, de su hijo y de todos los demás bienes por el tirano de
Botaniates y que, injustamente y contra toda razón justa, lo habían
obligado a vestir el hábito monástico en lugar de las bandas y la dia-
dema. Finalmente, añadió: «Ahora ha llegado suplicante a nuestra
presencia».
10. Roberto se expresaba así públicamente, mientras toma-
ba medidas para restituirlo en el imperio debido a su parentesco
y mientras hacía diariamente a aquel monje objeto de honores,
52 Crotona, en Calabria.
53 San Pedro y San Pablo.
83
como si se tratase en realidad del emperador, concediéndole la
presidencia en los actos públicos, los asientos de mayor altura y
extraordinarias muestras de respeto, y disponiendo sus interven-
ciones públicas de diversas maneras. Tan pronto buscaba la com-
pasión por los sufrimientos de su hija, como deseaba ahorrarle a
su consuegro el recuerdo del daño que había sufrido, o alentaba y
excitaba a los bárbaros que lo rodeaban para la guerra con astutas
promesas de montañas de oro que, les anunciaba, obtendrían del
imperio de los romanos.
11. Tirándoles así de la nariz, logró alzar en armas tanto a los
más ricos como a los más pobres de Longibardía y, arrastrándola
por entero, se apoderó de Salerno, la capital de Melfi, en la que,
tras ultimar las bodas de sus otras hijas, planeó la guerra magnífi-
camente. Respecto a sus hijas, tenía dos aún con él, pues la terce-
ra residía infeliz en la emperatriz de las ciudades desde el mismo
momento del matrimonio. Pues sucedió que Constantino, dada
su condición de impúber, escapó desde el principio de estas nup-
cias como los niños pequeños escapan de los fantasmas. De las
otras dos hijas, a una la prometió a Raimundo54, hijo del conde de
Barcelona y a otra la casó con Eubulo55, también un conde muy
ilustre. Ni siquiera estos compromisos los planeaba Roberto sin
sacarles provecho y por todos los medios ganaba e incrementaba su
poderío, ya fuera por el linaje, por la prepotencia, por el parentes-
co, o por otros medios de diversa índole que nadie podría siquiera
imaginar.
84
XIII. Enfrentamiento entre el papa y el rey56 de Alemania y el
papel desempeñado por Roberto en este conflicto.
56 Ana Comnena llama rey, «rex» [ῥήξ] a Enrique IV, emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico (1084-1105). Para la mentalidad bizantina, el único βασιλεύς
(basileus) «emperador» era el del Imperio Romano de Oriente.
57 Gregorio VII (1073-1085).
58 La querella de las investiduras.
85
realizar con ellos una última e insólita prueba de su iniquidad, que
superaba incluso a las vejaciones de las que suelen hacer gala los bár-
baros. Yo detallaría también este ultraje, si no me retuviera el pudor
propio de una mujer y de una princesa imperial. Porque el acto que
llevó a cabo no solo era indigno de un pontífice, sino incluso de cual-
quier persona que se hiciera llamar cristiano. Me repelió no tanto el
hecho como los pensamientos del bárbaro, porque si hubiera descrito
en detalle aquel acto, habría mancillado mi cálamo y mi papel. Baste
como muestra del ultraje que les infligió el bárbaro y de que el tiem-
po en su curso engendra toda clase de caracteres humanos dispuestos
a atreverse con la maldad más absoluta, el que ni siquiera nosotros so-
portemos desvelar o narrar el más mínimo detalle de lo que se realizó.
4. Estos son los actos de un pontífice, oh justicia, estos son los
actos del primer pontífice, estos son los actos de la que es primera
sede de todo el mundo, según afirman y piensan los latinos, pues se
jactan de ello. Cuando se trasladaron de Roma a Constantinopla,
a nuestra tierra y a nuestra ciudad imperial, el cetro, el senado y, al
mismo tiempo, la administración estatal, se transformó también la
jerarquía de las sedes episcopales. Los emperadores que reinaron an-
teriormente concedieron la primacía a la sede de Constantinopla y,
principalmente, el concilio de Calcedonia59 en pleno, que, al elevar
el trono de Constantinopla a la primerísima dignidad, le subordinó
todas las diócesis del mundo.
5. No hay duda, pues, de que el ultraje iba dirigido no tanto
contra los embajadores, como contra el que los había enviado y por
ello, además de castigarlos, el papa en persona descubrió una especie
de nuevo ultraje que empleó contra ellos. Con sus actos comunicó,
según creo, de forma simbólica al rey que sus exigencias eran despre-
ciables, igual que si un semidiós pretendiera dialogar con un mulo a
través de los embajadores que fueron víctimas de la citada vejación.
6. Tan pronto como el papa hubo concluido con estos actos, tal
cual dije, y hubo remitido al rey sus embajadores de aquella manera,
86
le declaró una crudísima guerra. Para evitar que el rey llegara a ser
imbatible por su unión con Roberto, se adelantó a proclamar sus pa-
cíficas intenciones a Roberto, cuando ni siquiera previamente poseía
lazos de amistad con él. Al enterarse de la llegada del duque Rober-
to a Salerno, el papa partió de Roma y se presentó en Benevento.
Tras unas conversaciones a través de embajadores, concertaron un
encuentro personal. De este modo después de que uno saliera de
Benevento con la guardia y otro de Salerno con un ejército, tan
pronto como las tropas de ambos se hubieron divisado a una pru-
dente distancia, cada uno de ellos se destacó de sus filas, se encon-
traron en un mismo sitio, se intercambiaron mutuos juramentos
de lealtad y se volvieron. El juramento establecía que el papa debía
conferir a Roberto la dignidad de rey y firmar con él una alianza
en el momento oportuno contra los romanos60. El duque, a su vez,
juró al papa, que lo apoyaría en lo que deseara. Sin embargo, estos
juramentos nunca se hicieron realidad. El papa estaba muy eno-
jado contra el rey y el enfrentamiento contra este le corría mucha
prisa. Y el duque Roberto, por su parte, tenía su mirada puesta
sobre el imperio de los romanos, contra el que rechinaba los dien-
tes como un jabalí salvaje y alimentaba su cólera. Por tanto, los
juramentos se quedaron solo en las palabras. Estos bárbaros, no
bien habían terminado de jurar el cumplimiento de sus mutuos
acuerdos, cuando ya los rompían.
7. El duque Roberto, volviendo riendas, se dirigió a Salerno
y ese despreciable papa (no sé de qué otro modo llamarlo ante el
recuerdo de aquel inhumano ultraje a los embajadores) marchó a
la guerra, una guerra civil, asistido por la gracia espiritual y la paz
evangélica, con todo convencimiento y con todas sus fuerzas, el
muy déspota, el pacífico y el discípulo del pacífico. El papa pronto
despachó embajadores a los sajones y a los caudillos de los sajones,
Landulfo y Velco61, con promesas de muchos y diversos beneficios
87
y con el anuncio de que los haría reyes de todo el occidente. Y se
atrajo a estos hombres a su partido. Tan pronta tenía él su diestra
para nombrar reyes, haciendo oídos sordos, según parece, a San
Pablo, cuando decía: «No impongas a nadie las manos con ligere-
za».62. Le ceñía la diadema al duque de Longibardía, tanto como
coronaba a aquellos sajones.
8. Cuando ambos, Enrique, el rey de Alemania, y el papa coinci-
dieron en el campo de batalla63 con sus fuerzas y las tuvieron alineadas
unas frente a otras, el cuerno de guerra dio la señal convenida y la
batalla provocó en cada uno de los dos bandos un violento y continuo
alboroto. Tan valientemente se portaban ambas facciones y encajaban
las heridas de lanzas y la nube de dardos, que en breve toda la extensa
llanura quedó encharcada con la sangre de la matanza hasta el punto
de que los supervivientes debían luchar nadando en un amasijo de
sangre mezclada con polvo. Incluso en ocasiones, al pisar los cuerpos
de los muertos, algunos caían y se ahogaban en los ríos de sangre, por-
que si es verdad, como dicen, que cayeron más de treinta mil hombres
en aquella batalla, qué grandes torrentes de sangre debieron de fluir,
qué gran extensión de tierra debió de cubrirse con el polvo y la sangre.
9. Ambas partes estuvieron manteniendo las cabezas igualmen-
te altas en el combate, por decirlo de alguna manera, hasta que la
muerte de Landulfo, el caudillo de los sajones, decidió la contienda.
Tan pronto como este recibió una herida mortal y dejó de vivir,
cedió la falange del papa y ofreció la espalda a los enemigos en una
huida no exenta de sangre ni de heridas. Lo siguió Enrique excitan-
do y animando a la persecución desde el mismo instante en que se
enteró de que Landulfo había caído por obra de una mano enemiga.
Sin embargo, acabó por detener su carrera y ordenar que su ejército
descansara. Cuando volvió a armarse, ya descansado, se apresuró en
dirección a Roma con intención de asediarla.
62 I Timoteo, V.22.
63 Batalla de Hohenmölsen, el 15 de octubre de 1080. Esta batalla estaba provoca-
da, realmente, por el enfrentamiento entre el emperador Enrique IV y el duque de
Suabia, Rodolfo de Rheinfelden (Landulfo, para Ana Comnena) por el dominio
de la zona. Con todo, los conflictos con el papado influyeron en el curso de esas
luchas.
88
10. Recordó entonces el papa los tratados y juramentos con Ro-
berto y le mandó una embajada para solicitar su ayuda. Y he aquí
que, simultáneamente, también Enrique buscó su apoyo con el en-
vío de emisarios en el momento de marchar sobre la vieja Roma. A
Roberto, sin embargo, le parecieron ambos igualmente idiotas al re-
querir un pacto de tal índole. Entonces, respondió al rey de palabra,
sin ningún escrito y al papa le redactó una carta. La carta decía, más
o menos, así: «Carta para el gran pontífice y señor mío, de Roberto,
duque por la gracia de Dios. Aunque conozco de oídas la ofensi-
va que unos enemigos han realizado contra ti, no he dado ningún
crédito a ese rumor, porque sé que nadie se atrevería a levantarte la
mano. ¿Quién, a no ser que estuviera loco, intentaría algo contra
tan magnífico padre? Por otra parte, te comunico que yo me estoy
armando para una muy dura campaña contra un pueblo dificilísimo
de batir, los romanos, que han llenado toda la tierra y el mar con
sus triunfos. Sin embargo, soy deudo, desde el fondo de mi alma, de
mi lealtad hacia ti, que te brindaré cuando la ocasión lo requiera».
De este modo despachó a los embajadores de los gobernantes que
solicitaban su auxilio. A unos lo hizo con esta carta; de otros se libró
despachándolos con persuasivas palabras.
89
alcanzaba, y los reunió de todas las procedencias de Longibardía
y Apulia. Era penoso ver a niños, jóvenes y pobres ancianos, que
ni siquiera en sueños habían visto un arma, cubiertos entonces
por una coraza, aferrando un escudo, tensando un arco del modo
más torpe e incorrecto y cayéndose de boca cuando había que
caminar.
2. Precisamente esta actitud era origen de incesantes alboro-
tos en la región de Longibardía y por todas partes se elevaban la-
mentos de hombres y gemidos de mujeres que participaban en las
desgracias familiares. De estas, una se lamentaba por su marido
que sobrepasaba la edad militar; otra, por su hijo que ignoraba los
entresijos de la guerra y otra, por su hermano que era labrador o
que se había ocupado en otras tareas. Esta actitud, como dije, era
totalmente característica de una locura como la de Herodes, o in-
cluso mayor que la de Herodes, pues este solo hizo víctimas de su
cólera a los recién nacidos y aquel también tomó como víctimas a
niños y mayores. No obstante, a pesar de tener tan poca práctica,
diariamente, por así decir, los entrenaba y ejercitaba los cuerpos de
los nuevos reclutas.
3. Esto le sucedía a Roberto en Salerno, antes de llegar a Hi-
drunte66. Hacia allí envió por delante un ejército bastante numero-
so para que esperase su venida, que se produciría cuando estuvie-
ran ultimadas las cuestiones referentes a la región de Longibardía
y hubiera ofrecido a los embajadores las respuestas apropiadas. A
todo lo que le había comunicado al papa, le añadió, no obstante,
que había ordenado a su hijo Rogelio, nombrado gobernador de
toda la Apulia, y a Boritilas67, su hermano, que cuando el trono de
Roma los requiriese para auxiliarlo contra el rey Enrique, acudieran
rápidamente a su presencia y le prestaran el apoyo de su poderosa
alianza.
66 Otranto.
67 Roberto I, conde de Loritello a partir de 1061 (muerto en 1107), sobrino de
Roberto Guiscardo, no hijo. Su padre era Godofredo de Hauteville (1020-1071),
hermano de Roberto Guiscardo, ambos hijos de Tancredo de Hauteville (980-
1041).
90
4. A Bohemundo, el más joven de sus hijos y parecido a su padre
en audacia, fuerza, valentía y temperamento incontenible (era una
copia perfecta del padre y poseía la viva impronta del carácter de
este) lo destacó con un potentísimo ejército para que asolara dentro
de nuestro territorio los lugares que rodean a Aulón. Él, tras caer
enseguida amenazadoramente y con el incontenible ímpetu de un
relámpago sobre Canina, Jericó68 y Aulón, se apoderó de todas estas
localidades, siguiendo siempre la táctica de tomar los alrededores de
su próximo objetivo e incendiarlos mientras combatía en el anterior.
Realmente, era tanto una humareda muy penetrante que augura-
ba un próximo incendio, como los prolegómenos de un asedio que
auguraba el gran asedio. Se podría identificar a estos dos bárbaros,
padre e hijo, con las larvas y con las langostas, porque aquello que
le sobraba a Roberto, su hijo Bohemundo lo agarraba y se lo comía.
Pero no hagamos pasar todavía a Roberto en dirección a Aulón y
examinemos lo que hizo por tierras de la costa italiana.
91
2. Mientras estaba en Salerno, envió un embajador que escogió
entre hombres más destacados, de nombre Raúl, al emperador Bo-
taniates, que ahora estaba al frente del imperio tras derrocar al sobe-
rano Ducas. Esperaba sus respuestas, pues le había dirigido una serie
de reproches y pretextos, en apariencia razonables, para la presente
guerra; que, como hemos dicho anteriormente, había separado a su
hija, prometida al emperador Constantino, de su novio, a quien le
había arrebatado el imperio, y que por esos ultrajes él se movilizaba
en su defensa. También había enviado algunos regalos y una carta
al que entonces tenía el cargo de gran doméstico y exarca71 de los
ejércitos de occidente (esto es, a mi padre Alejo) con la promesa de
su amistad. Así, esperando las respuestas a sus mensajes, permanecía
en Brentesio.
3. Cuando aún no estaban congregadas todas las tropas y la ma-
yoría de las naves no habían sido botadas, regresó Raúl de Bizancio.
Como no traía ninguna respuesta a sus denuncias reavivó la cólera
del bárbaro, tanto más cuanto que alegaba los siguientes argumentos
en su discurso para hacerlo desistir de la guerra contra los romanos.
Primero, que el monje que los seguía era un comediante, un impos-
tor que estaba suplantando al soberano Miguel y que sus preten-
siones eran pura ficción. Raúl afirmaba, en efecto, que había visto
a Miguel después de derrocado en la ciudad imperial vestido con
un mísero hábito gris y viviendo en un monasterio, ya que se había
tomado la molestia de ir a ver con sus propios ojos al emperador
destronado. Luego, añadió también la noticia, que había llegado a
sus oídos durante el camino de vuelta. Mi padre, tras apoderarse del
imperio, como más adelante contaré, arrojó a Botaniates del palacio
imperial e hizo llamar al hijo de Ducas, Constantino, el más ilustre
de los hombres que habitan bajo el sol, para asociarlo al trono im-
perial.
4. Al haberse enterado Raúl de estos acontecimientos por el ca-
mino, añadía este hecho como un persuasivo argumento a fin de
desbaratar los preparativos para la guerra. «¿Pues qué razón justa nos
92
amparará» dijo «en nuestra lucha contra Alejo, si fue Botaniates el
que dio base a la injusticia y privó del cetro de los romanos a tu hija
Helena? Los actos que unos han realizado en perjuicio nuestro no
pueden ser el origen de una guerra conforme a derecho contra otros
que en nada nos han agredido. Dado que la guerra no tiene una
causa justa, todo carece de sentido, las naves, las armas, los hombres
y todos los preparativos militares».
5. Todo lo dicho desató grandemente la ira de Roberto. Había
enloquecido e iba a echarle mano. Por otro lado, el falso emperador
Miguel, que fingía ser un Ducas y al que también hemos llamado
Réctor, estaba enfadado y lleno de irritación sin poder contener su
ira, ya que había quedado claramente probado así que no era el fa-
moso emperador Ducas, sino un fingido pseudoemperador. Como
aquel tirano estaba además molesto con Raúl porque su hermano
Rogelio72 se había pasado voluntariamente al bando de los romanos
y les había revelado todos los planes de la guerra que se prepara-
ba, quiso castigar de alguna manera a Raúl amenazándolo con una
muerte instantánea. Pero él, sin esperar ni un instante para huir,
escapó junto a Bohemundo, en el que halló algo de refugio gracias
a que estaba cerca.
6. Réctor entonaba trágicamente la letanía de sus sangrientas
amenazas contra el hermano de Raúl, que había desertado al bando
de los romanos, y mientras profería grandes gritos, golpeándose el
muslo con la diestra, reivindicaba ante Roberto lo siguiente: «Una
sola cosa es la que pido, que si accedo al imperio y soy restaurado en
mi trono, se me entregue a Rogelio; y si no le doy rápidamente una
muerte miserable, crucificándolo en medio de la ciudad, que Dios
haga conmigo lo que quiera». Cuando cuento estas cosas, me echo a
reír de la idiotez de estos hombres, de su simpleza y todavía más de
la fanfarronería que mostraban unos con otros. Roberto manejaba
a ese truhán como pretexto, como cebo y como una ficción de con-
suegro y emperador. Lo mostraba a las ciudades y alzaba en rebelión
72 Raúl y Rogelio eran hijos del noble francés Dagoberto. Toda la familia acabó
asentada en Constantinopla y creó una dinastía al servicio del imperio durante
siglos.
93
a aquellos ante los que se presentaba y a los que podía convencer.
Pero tenía en mente que cuando le fueran favorables el curso de la
guerra y la suerte, le daría un capón en el cogote y lo despacharía en-
tre carcajadas, pues nos reímos del cebo cuando la presa es nuestra.
Réctor, por su parte, se alimentaba con las falsas esperanzas de que
sucedería que tendría alguna parte en el poder, como suele ocurrir
inesperadamente en muchas ocasiones. Ese sería dueño absoluto del
imperio, ya que ni el pueblo ni el ejército romano aceptarían al bár-
baro Roberto en el trono imperial. Entre tanto lo utilizaría como
un instrumento para el desarrollo de sus intrigas. Cuando pienso en
esto, esbozo una sonrisa y acude la risa, mientras voy deslizando mi
pluma en dirección a la lámpara.
94
el camino más rápido y procurar una fácil navegación a la flota. En
efecto, era invierno en aquella época y el sol, con su marcha hacia
círculos meridionales y su aproximación a Capricornio acortaba la
duración del día. Por consiguiente, para no navegar de noche tras
haber zarpado de Hidrunte al amanecer, y meterse en alguna tor-
menta, decidió viajar a toda vela desde Brentesio hasta Dirraquio. La
distancia de la travesía es más reducida en aquel lugar porque el mar
Adriático se estrecha. No dejó atrás a su hijo Rogelio, como tenía
decidido previamente, tras nombrarlo señor de Apulia, sino que, no
sé cómo, cambió de opinión y lo hizo acompañarle otra vez.
2. Durante la travesía hacia Dirraquio tomó al primer asalto la
muy fortificada ciudad de Corifó75 y algunas otras fortalezas nues-
tras. Tras haber cogido rehenes de Longibardía y Apulia e imponer
contribuciones y tributos por todo el país, se esperaba que pusiera su
atención en Dirraquio. Era en aquellos momentos duque de todo el
Ilírico Jorge Monomacato, que había sido enviado por el soberano
Botaniates. Este hombre había rehusado en principio hacerse cargo
de la misión y no estaba en absoluto convencido de aceptar ese car-
go; pero los esclavos bárbaros del soberano (Borilo y Germano eran
escitas) estaban profundamente enojados con Monomacato y, como
siempre estaban tramando infligirle tremendos castigos, hablaron
mal de este hombre al soberano. Tramaron cuantas maquinaciones
se les antojaban y excitaron tanto el ánimo del emperador contra
Monomacato, que Botaniates se dirigió a la emperatriz María con
las siguientes palabras: «Tengo la sospecha de que Monomacato es
enemigo del imperio de los romanos».
3. Cuando Juan de Alania, que era muy amigo de Monomacato
y que conocía la inquina de los escitas y las continuas actividades
contra él, se enteró de esta conjura, partió a su lado, reveló a Mono-
macato las palabras del emperador y las de los escitas, y le aconsejó
que adoptara la medidas oportunas. Él, que era prudente, acudió a
presencia del emperador y aceptó el cargo de duque de Dirraquio,
mientras se ganaba su simpatía sirviéndose de términos aduladores.
Tras recibir la orden de partida en dirección a Epidamno y tomar las
75 Córcira / Corfú.
95
instrucciones escritas para el gobierno del territorio ducal, se apresu-
ró a salir dos días después de la ciudad imperial rumbo a Epidamno
y al país del Ilírico, porque los escitas Borilo y Germano le urgían
insistentemente a que partiera.
4. En torno más o menos al lugar conocido como la Fuente,
donde hay un templo dedicado a Nuestra Señora la Virgen Madre de
Dios que es famoso entre los templos de Bizancio, se tropezó con mi
padre Alejo. Tras reconocerse mutuamente, Monomacato comenzó
a hablar muy afectado al gran doméstico. Le dijo que se había exila-
do por él y por su amistad, que los escitas Borilo y Germano sentían
envidia de todos y, poniendo a girar la rueda del odio que le tenían a
él, habían logrado separarlo de su familia y de esta hermosa y amada
ciudad bajo una hermosa apariencia. Tan pronto hubo narrado de-
talladamente todas sus desventuras, todas las calumnias que habían
levantado ante el emperador y que había padecido por culpa de estos
esclavos, el doméstico de occidente le proporcionó todo el consuelo
que podía darle, ya que era capaz de aliviar el alma apesadumbrada
por las desgracias. Finalmente, tras afirmar Alejo que Dios sería el
vengador de esas injusticias y advertirle que recordaría su amistad,
despidió a Monomacato, que se encaminaba hacia Dirraquio, y él
avanzó en dirección a la ciudad imperial.
5. Cuando Monomacato llegó a Dirraquio y se enteró tanto de
los preparativos del tiránico Roberto, como del levantamiento de
Alejo, comenzó a ponderar su reacción. En público se mostraba hos-
til a ambos, pero tenía pensamientos más profundos que su hostili-
dad a la vista y que la apariencia. El gran doméstico le había adverti-
do por carta de lo ocurrido: que lo amenazaba la privación de la vista
y que ante esta perspectiva no tuvo más remedio que oponerse a los
tiranos con prácticas propias de una tiranía, que él debía sublevarse
por su amigo y que asumiera la misión de enviarle dinero recaudado
por cualquier medio. «En efecto» dijo «Necesito dinero» dijo «y sin
este no es posible nada de lo que debe hacerse».
6. Pero Monomacato no envió el dinero y, tras una amistosa
recepción a los emisarios de Alejo, les ofreció en lugar de dinero una
carta que contenía el siguiente mensaje. Él conservaba la primitiva
amistad hasta ese día y se comprometía a cuidarla en adelante. En
lo concerniente al oro requerido, deseaba vivamente enviarle cuanto
dinero quisiera. «Sin embargo,» dijo «me ha retenido un motivo
justo. En efecto, yo he sido enviado a esta plaza por el emperador
Botaniates y le he jurado la fidelidad del vasallaje. Ni siquiera a ti te
parecería una persona honrada y leal a los emperadores, si cediera
enseguida a tus órdenes. Pero si la providencia divina te recompensa
con el imperio, del mismo modo que antes fui un amigo fiel, tam-
bién seré luego tu más fiel vasallo».
7. Dado que Monomacato planeaba esta actitud con mi padre y
al mismo tiempo fingía ante él, me refiero a mi padre, y ante Bota-
niates, y dado que además de esto, mantenía conversaciones abiertas
con el bárbaro Roberto e incurría en una evidente sedición, puedo
colmarlo de acusaciones. Parece que tales caracteres humanos son
tornadizos y que cambian muchas veces de partido según el curso
de las circunstancias. Para la sociedad esas personas sin excepción
son desaconsejables, pues obran con suma prudencia para su propio
interés y miran por lo que les concierne solo a ellos, aunque fracasen
la mayor parte de las veces. Por culpa de estas disquisiciones, se me
salió del camino el caballo de la historia. Conduzcámoslo de nuevo
a su anterior sendero porque se hallaba sin freno.
8. Roberto, pues, que anteriormente se había agitado convulso
por el ansia de hacer la travesía hacia nuestro territorio y que solo
pensaba en Dirraquio, más se enardecía ahora y se le descontro-
laban sus manos y sus pies. Apremiaba por ello a los soldados y
los animaba con ardientes arengas. Monomacato, por su parte, tras
comportarse como dijimos, elaboraba además otra vía de escape. Se
ganó por cartas la amistad de Bodino1 y de Micaelás, exarcas de los
dálmatas, y se ganó de antemano su apoyo con regalos abriéndose
diversas puertas. En efecto, si sus planes sobre Roberto y Alejo fra-
casaran y fuera rechazado por ambos, se marcharía sin perder un
1 Constantino Bodin, rey de Serbia y Dalmacia entre los años 1081 y 1101. Al
denominarlo «exarca», Ana Comnena pretende sugerirnos que su autoridad real
procedía de una concesión imperial. La presencia de un tal Micaelás puede deberse
a que tanto el antecesor de Bodin en el poder (su abuelo o su padre), como su
primogénito se llamaban ambos Miguel.
97
instante a Dalmacia para presentarse como desertor ante Bodino y
Micaelás. Si aquellos dos se revelaban como enemigos, lo esperaría
Micaelás, y de otra parte también Bodino, junto a quienes había
previsto huir cuando las intenciones de Roberto y de Alejo fueran
evidentemente contrarias a él.
9. Terminemos aquí este libro. Tiempo es ya de aplicarnos al rei-
nado de mi padre y exponer cómo y por qué motivos fue empujado
a reinar, pues no solo es mi propósito contar los acontecimientos
anteriores a su reinado, sino cuantos aciertos y errores tuvo durante
su gobierno, si es que vemos que él erró en las obras por las que
vamos a transitar. Pues el hecho de que sea mi padre no constitui-
rá motivo suficiente para omitir los actos que no fueron realizados
acertadamente, si es que los hay. Como tampoco pasaremos por alto
los éxitos que obtuvo por la secreta sospecha de parcialidad al ser
un padre sobre quien escribimos la historia. En cada uno de los dos
casos, ultrajaríamos a la verdad. Yo, como he reiterado en muchas
ocasiones más arriba, me he fijado el objetivo de tratar sobre mi
padre y emperador. Dejemos, pues, a Roberto en el sitio adonde lo
ha llevado nuestra historia y examinemos a continuación los aconte-
cimientos relacionados con el emperador. Reservaremos las guerras
y las batallas contra Roberto para otro libro.
98
Nicéforo III Botaniates junto a su esposa María de Alania.
LIBRO II
99
que también se pueden extraer de esa obra los acontecimientos del
reinado del emperador Nicéforo Botaniates. Manuel, el hermano
primogénito de Isaac, de Alejo y de los restantes hijos de Juan
Comneno, mi abuelo paterno, fue estratego autocrátor de toda el
Asia por nombramiento del anterior emperador Romano Dióge-
nes. La ciudad de Antioquía le correspondió a Isaac con el cargo
de duque, ya que habían combatido en muchas guerras y batallas,
y habían obtenido muchos triunfos sobre los enemigos. Tras ellos,
mi padre Alejo fue ascendido a estratego autocrátor y enviado con-
tra Urselio por el entonces reinante Miguel Ducas.
2. Del mismo modo, cuando el emperador Nicéforo se per-
cató de que Alejo demostraba gran habilidad en los asuntos de
la guerra y cuando se enteró de cómo se había comportado por
encima de su edad en diversos combates, actuando como un hé-
roe, con ocasión de la campaña por oriente en la que había acom-
pañado a su hermano Isaac, y cómo había sometido a Urselio,
comenzó a estimarlo de manera especial y no menos que a su
hermano Isaac. Era feliz con ambos hermanos presentes en su
corazón y en algunas ocasiones los consideraba dignos de com-
partir su mesa.
3. Estos favores excitaban la envidia contra ellos, en particular
la de aquellos dos bárbaros ya mencionados y originarios de Esla-
vonia, es decir, Borilo y Germano. Se consumían al ver la buena
disposición del emperador hacia ellos y su invulnerabilidad ante sus
envidiosos dardos a pesar de que los atacaran sin descanso. Pues el
emperador nombró a Alejo por su extendida fama y aunque toda-
vía no estaba crecida su barba, estratego autocrátor de occidente,
tras haberlo honrado con la dignidad de proedro. Ya hemos hablado
bastante sobre los triunfos que obtuvo en occidente y sobre todos
los rebeldes que tras derrotarlos condujo como prisioneros ante el
emperador. Eran precisamente estos éxitos los que no agradaban a
los esclavos y encendían más aún su llameante envidia. Ellos propa-
gaban muchas murmuraciones y conjuraban en secreto contra los
Comneno, contando muchas historias al emperador, ya en privado,
ya en público, ya a través de intermediarios, y empleando diversas
100
argucias para que se los alejara.
4. Presionados por esta apurada situación, los Comneno pla-
nearon por necesidad ganarse a los miembros del gineceo y a través
de ellos conseguir el favor de la emperatriz2. Sabían atraerse a las
personas y eran capaces de ablandar un alma de piedra con toda
clase de recursos. Isaac hacía tiempo que había sacado fruto de estas
virtudes, al ser elegido por la emperatriz para marido de su prima3
gracias a la extraordinaria distinción de la que hacía gala tanto en sus
palabras como en sus actos, cualidades todas en las que se parecía
bastante a mi padre. Cuando sus intereses estuvieron bien encau-
zados, empezó a prestar gran atención a su hermano y tanto cola-
boró entonces aquel con este en lo relacionado con el matrimonio,
como se afanaba Isaac para que su hermano no se hallara lejos de
la emperatriz. Se dice que tanto afecto se tenían Orestes y Pílades
por su mutua amistad, que en el momento de la batalla cada uno
se despreocupaba de sus propios enemigos para defender al otro de
los que lo acometían y uno ponía el pecho para apartar los dardos
destinados al otro. Esta actitud también podía verse en ellos. Ambos
hermanos también querían apartarse los peligros, y las hazañas, los
honores y, en general, el bien del uno el otro los sentía como propios
y viceversa. Tan gran devoción mutua se tenían.
5. Así disponía la divina providencia los intereses de Isaac. No
mucho tiempo después, los funcionarios del gineceo a sugerencia de
Isaac convencieron a la emperatriz para que adoptase a Alejo. Esta
secundó sus recomendaciones y el día señalado ambos se encon-
traron en palacio. Entonces, la emperatriz adoptó a Alejo según el
ceremonial seguido desde antiguo para estos casos. Así pues, el gran
doméstico de los ejércitos de occidente quedó libre de sus enormes
preocupaciones. De ahí en adelante los dos acudían frecuentemente
a palacio y, tras hacer la prosternación debida a los emperadores y
aguardar un breve rato, se aproximaban a la emperatriz. Estas cos-
tumbres avivaban más la envidia en contra de ellos.
2 María de Alania. Nicéforo III Botaniates se había casado con ella tras derrocar
a su anterior marido Miguel VII Ducas y tras el pase de este a la vida monástica.
3 Irene de Alania.
101
6. Sin embargo, los Comneno eran informados por muchos par-
tidarios suyos de esas reacciones y, ante el temor de caer atrapados
ambos en las redes de sus enemigos y no tener a nadie que pudiera
ayudarlos, buscaban con la ayuda de Dios el modo de afianzar su
seguridad. En consecuencia, tras laboriosas reflexiones e intensos
exámenes de la situación junto a su madre encontraron una única
esperanza humana de salvación. Consistía en acercarse a la empera-
triz, cuando hubiera un motivo razonable para hacerlo, y revelar su
secreto. Mantenían oculta, no obstante, sus intenciones y no desve-
laron a nadie sus proyectos. Estaban atentos como los pescadores,
no fuera que asustasen la pesca. Su plan definitivo consistía en huir,
pero temían descubrírselo a la emperatriz por miedo a que ella se
presentara ante el emperador y le comunicara las intenciones de los
Comneno, ya que estaba emparentada con ellos y con el emperador.
Por tanto, renunciaron a su primitivo plan y dirigieron hacia otra
dirección sus reflexiones, pues eran unos maestros en aprovecharse
de las circunstancias que se les presentaban.
102
un patrimonio perteneciente en origen a su abuelo y luego a su pa-
dre. Con ello también la emperatriz confiaría en él y aumentaría
su lealtad El anciano no se percató de que estaba cometiendo una
injusticia y un error, y de que echaba piedras sobre su propio tejado.
2. La emperatriz se dio cuenta de esos planes por los rumores
que corrían y estaba muy apesadumbrada al sospechar el peligro que
se cernía sobre su hijo. Se encontraba desanimada, porque no podía
comunicar a nadie su pesar. Pero los Comneno repararon en esta
actitud. Cuando encontraron la oportunidad que buscaban, deci-
dieron acercarse a la emperatriz. Su madre confió a Isaac el modo de
iniciar la conversación con la emperatriz, valiéndose de la compañía
de su hermano Alejo. Cuando estuvieron a su lado, Isaac dijo a la
emperatriz: «No os vemos, señora, como ayer y antes de ayer, sino
como corroída y obsesionada por íntimos pensamientos hasta el ex-
tremo de no mostrar confianza en aquel al que Vos podríais revelar
vuestros secretos». Pero ella no deseaba revelarlos por el momento
y, suspirando profundamente, dijo: «No se debe preguntar a los que
habitan una tierra extraña5, porque esto solo es suficiente para su
dolor. En cuanto a mí, ¡ay, qué sucesión de desgracias y de qué tipo
se me están dispensando en tan breve lapso de tiempo, según pare-
ce!» Los Comneno se apartaron sin añadir más palabras, clavaron
sus ojos en tierra, cubrieron sus manos y estuvieron pensativos un
rato. Luego, tras hacer la acostumbrada reverencia, volvieron a casa
inquietos.
3. Al día siguiente, llegaron de nuevo para hablar con ella; pero
al ver que la emperatriz los miraba con mayor alegría que el día
anterior, se le acercaron los dos y dijeron: «Vos sois nuestra señora
y nosotros vuestros obedientes siervos, dispuestos a sufrir todo por
Vuestra Majestad. Que ningún pensamiento os turbe ni os hunda
en un total desaliento». Con estas palabras dieron fe de su lealtad a
la emperatriz y alejaron de ellos toda sospecha. Habían adivinado el
103
secreto gracias a su agudeza, su inteligencia y su capacidad para cap-
tar a las pocas palabras los pensamientos humanos que yacen ocultos
y que eran secretos hasta el momento. Pronto fueron más estrechas
sus relaciones con la emperatriz y junto a sus muchas muestras de su
lealtad prometieron apoyarla en todo aquello que exigiera su presen-
cia. De forma generosa se dispusieron, de acuerdo con el mandato
divino, a alegrarse con la que se alegraba y a entristecerse con la que
penaba6. Pedían que se los considerara familiares e íntimos amigos
suyos, oriundos del mismo país que ella, pidiendo solo a cambio
que, si algo les era comentado a la soberana o al emperador por quie-
nes los envidiaban, se lo comunicase sin tardanza, para no caer por
desconocimiento en las trampas de sus enemigos. Se lo pedían junto
con una exhortación a la confianza, añadiendo que, con la ayuda de
Dios, le ofrecerían sin reservas su ayuda y su lealtad, para que con
el apoyo de ellos su hijo Constantino no perdiera el imperio. Por
último expresaron su deseo de confirmar estos compromisos con un
juramento, pues no podían permitirse ninguna distracción frente a
quienes los envidiaban.
4. Estos dos hombres se vieron libres de su enorme inquietud,
recobraron los ánimos y desde aquel momento conversaban con el
emperador luciendo un rostro más alegre; tanto más, cuanto que
eran capaces, en especial uno de ellos Alelo de ocultar en su interior
los pensamientos más recónditos y las intenciones íntimas mante-
niendo al tiempo las apariencias. Como la llama de la envidia se
iba convirtiendo en una gran hoguera y no ignoraban nada de lo
que se decía al emperador en contra de ellos, según lo convenido
previamente. Conocían, asimismo, que los dos prepotentes esclavos
planeaban librarse de ellos. A partir de entonces ya no marchaban
juntos al palacio, como tenían acostumbrado, y cada uno de los dos
se presentaba diariamente por separado Este era un plan inteligente
y digno de Palamedes, porque, si sucedía que uno de ellos era apre-
sado por culpa de las secretas intrigas de aquellos dos poderosos
escitas el otro podría huir y no caerían ambos al mismo tiempo en la
trampa de los bárbaros. Ese era su plan. Sin embargo, el hecho que
6 Epístola a los Romanos, 15.
104
ellos esperaban no llegó a producirse. Al final se convirtieron en más
poderosos que los intrigantes, como el relato demostrará con toda
claridad partiendo de este punto.
105
de la angustia que los atenazaba. Y, ya recuperados, meditaron sobre
la respuesta con la que contestarían ágilmente, si alguien les pregun-
taba sobre este asunto, y sobre el consejo que prestarían como el más
adecuado, si el emperador se lo pedía.
3. Mientras ellos se entretenían con tales pensamientos, el empe-
rador, apartando su mirada hacia los hombres en la creencia de que
desconocían lo de Cízico, les comunicó su toma. Ellos, que estaban
también dispuestos a cuidar del alma del emperador, agitada por los
saqueos de nuestras ciudades, levantaron su ánimo decaído y lo con-
fortaron con hermosas expectativas, garantizándole que la ciudad se-
ría recuperada fácilmente: «Ante todo, que Vuestra Majestad se halle
bien;» dijo «en cuanto a los que han tomado la ciudad, recibirán en
su seno el séptuplo de los males que han cometido». Se maravilló
entonces de la presencia de ánimo de ellos dos y, tras despedirlos de
su mesa, quedó tranquilo durante el resto del día.
4. Así pues, a partir de entonces los Comneno tuvieron la pre-
caución de acudir a palacio y frecuentar más a los que estaban próxi-
mos al emperador para no darles ninguna clase de oportunidad a los
intrigantes, ni ganarse ningún tipo de enemistad, sino convencer a
todos para que les tuviesen estima y pensaran y hablaran en su favor.
Proyectaban ellos atraerse algo más a la emperatriz María, mirando
y viviendo solo por ella. Isaac, con la excusa de su boda con la prima
de la emperatriz, ampliaba su libertad de acción junto a ella y no
menos mi padre por su estrecho parentesco sobre todo gracias a que
su ilustre adopción le había facilitado la excusa para tener acceso a
la emperatriz. Su conducta aparecía como intachable y ensombrecía
la envidia de los perversos. En efecto, no desconocía el espíritu ven-
gativo de aquellos esclavos bárbaros ni la ligereza del emperador. Se
preocupaban, lógicamente, de no perder aquella buena disposición,
para no ser presa de sus enemigos, pues los caracteres muy ligeros
son inestables y vacilantes como el flujo y reflujo del Euripo7.
7 El Euripo no es un río, sino un estrecho entre la isla de Eubea y Beocia. Sus co-
rrientes cambian de dirección cuatro veces al día. Este hecho provoca que Sócrates
en el Fedón (90c) compare las corrientes del estrecho de Euripo con aquellos que
opinan que nada es estable, ni argumentos ni ninguna otra cosa, y que todo «gira
arriba y abajo».
106
IV. Ante el peligro Inminente que suponen las actividades de los
esclavos bárbaros, los Comneno deciden rebelarse como última
solución.
107
del imperio de los romanos creen que vienen las fuerzas completas
para reunirse aquí convocados por una señal, se engañan al confiar
solo en lo que ven». A pesar de las muchas réplicas que Borilo dirigía
a estas palabras, también en este asunto fue más poderoso Alejo y se
ganó la aprobación general. En lo que respecta a Germano, como
era más simple, no atacó mucho a Alejo. Sin embargo, como ni
siquiera estas acusaciones contra el doméstico habían turbado el áni-
mo del emperador, decidieron preparar una celada a los Comneno
aprovechando la facilidad del momento (era la tarde).
4. Por naturaleza es la servidumbre enemiga de sus señores y
cuando se emancipa de ellos, aferrándose a su éxito, se torna inso-
portable para sus compañeros de esclavitud. Esa clase de conducta y
de temperamento fue el que sufrió Alejo Comneno por parte de los
dos citados esclavos. Dichos personajes no estaban airados contra
los Comneno al servicio del soberano, sino porque Borilo codiciaba
el trono, como dicen algunos, con la complicidad en la conjura de
Germano, que colaboraba afanosamente para la encerrona. Entre
ellos discutían las decisiones que debían tomar para lograr sus obje-
tivos y empezaban a actuar abiertamente de acuerdo con los planes
que antes solo murmuraban entre dientes.
5. Alguien de origen alano escuchaba lo que se decía. Tenía la
dignidad de magistro8 y estaba emparentado desde hacía mucho
tiempo con el emperador e incluido entre sus familiares. Salió, pues,
en la vigilia9 central de la noche y corrió al encuentro de los Com-
neno para comunicar todo al gran doméstico. Algunos dicen que la
emperatriz no ignoraba del todo la marcha del magistro junto a los
Comneno. Alejo lo condujo ante su madre y su hermano. Tras oír
aquella abominable noticia, creyeron preciso sacar a la luz lo que
habían mantenido oculto hasta entonces y, con la ayuda de Dios,
procurarse la salvación.
8 Los magistri eran títulos de alto rango dentro de la corte. Su puesto en la jerar-
quía iba tras los títulos propios de los miembros de la familia imperial y solían
otorgarse a parientes directos o indirectos de la familia reinante.
9 La noche se dividía en cuatro vigilias, cuya duración dependía de la extensión de
las horas nocturnas según la estación del año.
108
6. Cuando dos días después supo que el ejército había toma-
do Tzurulo (una ciudadela situada en algún lugar de Tracia), el
doméstico marchó al encuentro de Pacuriano (hombre de corta
estatura, pero un poderoso guerrero, como dice el poeta10, que era
de origen armenio) en la primera vigilia de la noche y lo puso
al corriente de todo, de la cólera de los esclavos, de su envidia,
de su prolongado empeño por perjudicarlos y del reciente plan
que consistía en quitarles los ojos. Y añadió que no debía aceptar
estos ataques como si fuera un prisionero, sino morir como un
valiente, si fuera necesario, pues esta es lo propio de un carácter
firme, decía.
7. Pacuriano, cuando hubo escuchado todo y comprendido
que no debía haber ningún retraso en semejantes circunstancias,
sino que era necesario llevar a cabo una acción más audaz, dijo:
«Si, cuando amanezca mañana, sales de aquí, yo te seguiré para
combatir con energía a tu lado. Pero si dilatas tu decisión más
tiempo, entérate bien de que yo mismo, yo, iré al emperador y te
denunciaré a ti y a los que están contigo sin perder un instante».
Alejo repuso: «Como veo que te preocupas de mi salvación, y esto
es obra enteramente de Dios, no ignoraré tu consejo, pero tene-
mos que reforzar nuestro mutuo compromiso con un juramento».
Allí, en efecto, se prometieron fidelidad el uno al otro mediante
un juramento, de tal modo que, si Dios elevaba a Alejo al trono
imperial, Pacuriano sería honrado con la dignidad de doméstico,
que ahora poseía él. Tras despedirse de Pacuriano, Alejo Comne-
no salió de allí y marchó junto a otro hombre, también él valiente,
Humbertópulo11. Lo hizo partícipe de su proyecto y le refirió la
causa por la que en su deseo de escapar le solicitaba su alianza.
Este accedió enseguida y le dijo: «Me tendrás dispuesto para ser-
virte sin reservas, sobre todo en los momentos de peligro».
10 Il.,V 801.
11 Constantino Humbertópulo, sobrino de Roberto Guiscardo. Como se verá en
el curso de La Alexíada, Alejo I estuvo siempre rodeado de personajes originarios
en Occidente. Era normal que cambiaran de bando y se pasaran al lado de los
bizantinos cuando estos pagaban bien sus servicios.
109
8. Estos hombres que hemos mencionado se sumaban al par-
tido de Alejo especialmente porque él era superior a los demás en
valor e inteligencia. Era muy generoso y le gustaba enormemente
no tener la mano quieta en sus obsequios, aunque no poseía una
gran fortuna. No era él de los que rapiñaban y se pasmaban ante la
riqueza. Pues no se suele valorar la generosidad por el montante de
las entregas de dinero, sino que se juzga según la intención. Puede
darse el caso de que alguien, poseyendo escasos bienes y donándolos
según sus capacidades económicas, sea generoso, pero al que tiene
mucho dinero y lo entierra y no lo distribuye según sus posibilidades
al necesitado, nadie se equivocaría al llamarlo un nuevo Creso o un
Midas avaro, enloquecido por el oro y sórdido, capaz de aprovechar
un grano de comino partido. Como los hombres mencionados sa-
bían desde tiempo atrás que Alejo estaba adornado de todas esas
virtudes, deseaban su ascenso al trono y oraban para ello.
9. Alejo, tras pedir a Humbertópulo un juramento y obtener-
lo, marchó rápidamente a su casa para comunicarle todo a los su-
yos. La noche durante la que mi padre planeó estos hechos era la
del domingo de la Tirofagia12. Al día siguiente, con el nacimiento
del alba, salió de la ciudad con los suyos. El pueblo aceptó a Alejo
por su arrojo y su inteligencia, y por ello compuso en su honor una
cancioncilla en lengua vulgar, inspirada en estos acontecimientos,
que refería con mucho donaire la trama de este asunto y revelaba
el presentimiento de la intriga en contra y la réplica ingeniada por
él. La cancioncilla, con sus mismas palabras, decía así: «El sábado
de la Tirofagia, ¡bien por Alejo!, lo pensaste. Y el lunes por la ma-
ñana, adelante, halcón mío, bien». El sentido de dicha cancioncilla
era algo así como que «el sábado de la Tirofagia, muy bien por
tu inteligencia, Alejo. Y el lunes después del domingo, como un
halcón que vuela elevado, volaste por encima de los bárbaros que
se conjuraban».
12 «Tirofagia» [Τυροφάγος] significa «ingesta de queso». El Domingo de la Tirofa-
gia corresponde al Domingo de Quincuagésima e inicia la Cuaresma. Durante la
semana precedente, la Semana de la Tirofagia, no se permite comer carne, pero sí
se permiten los productos lácteos (queso, leche, mantequilla), pescado y huevos.
Aquí es el 14 de febrero de 1081.
110
V. Valiente actuación de las mujeres de la familia Comneno, en
especial de Ana Dalasena.
111
como los porteros abran las puertas les anuncies nuestra llegada». El
preceptor se apresuró a cumplir la orden.
4. Las mujeres llegaron al templo del patriarca Nicolás, co-
nocido hasta ahora como «El Refugio», que se halla cerca de la
gran iglesia y que fue construido hace tiempo para asilo de los
que han sido objeto de denuncias. La intención, creo, de nues-
tros antepasados era habilitar una parte de la gran iglesia para que
cualquier persona que hubiera sido denunciada y lograra entrar en
su interior, se viera libre automáticamente del castigo impuesto
por las leyes. En efecto, los antiguos emperadores y césares con-
sideraban dignos de gran atención a sus súbditos. El cuidador de
dicho templo no abrió inmediatamente la puerta a las mujeres,
sino que les preguntó quiénes eran y de dónde venían. Uno de los
que componían el grupo dijo: «Mujeres de oriente. Han gastado
todo el dinero en lo que necesitaban y se apresuran ahora a hacer
sus devociones antes de salir para casa». El hombre, tras abrir las
puertas sin dilación, les dejó libre la entrada.
5. Al día siguiente, el emperador convocó el senado, porque
se había enterado de la maniobra de los Comneno y, lógicamente,
estuvo hablando contra ellos y atacaba al doméstico. Envió tam-
bién entonces al llamado Estraboromano y a un tal Eufemiano
junto a las mujeres, para hacerlas venir a palacio. Pero Ana Dala-
sena les respondió: «Decid esto al soberano: mis hijos son leales
servidores de Vuestra Majestad y por servirla animosamente en
todas circunstancias no escatimaron ni sus vidas ni sus cuerpos,
afrontando continua y gallardamente los peligros por el bien de
vuestro imperio. Pero la envidia erigida contra ellos, que no so-
portaba la solicitud y la buena disposición de Vuestra Majestad
hacia ellos, les creó en cada momento serios riesgos y, cuando se
enteraron de que había planes para sacarles los ojos, sin poder
soportar ya tan injusta amenaza salieron de la ciudad, no como
sediciosos, sino como fieles servidores, para huir de un peligro in-
minente y al mismo tiempo también para dar a conocer a vuestro
imperio la trama que se urdía contra ellos y pedir el socorro de
Vuestra Majestad».
112
6. Los emisarios insistían con pertinacia para que los acompa-
ñara. La mujer les replicó airada: «Permitidme que ore, ya que estoy
en una iglesia consagrada a Dios. Es absurdo que haya llegado a sus
puertas sin entrar ni suplicar la mediación de Nuestra Señora, la
Inmaculada Madre de Dios, ante el mismo Dios y el corazón del
emperador». Avergonzados los emisarios por la piadosa petición de
la mujer, le permitieron el acceso. Ella marchaba a paso lento, como
cansada por la vejez y las penas, pero la realidad era que fingía este
cansancio. Se acercó a las puertas mismas del santuario, realizó dos
genuflexiones y a la tercera se sentó en el suelo, mientras se aferraba
con fuerza a las sagradas puertas gritando13: «No saldré de este santo
templo, a menos que me corten las manos o que reciba la cruz del
emperador como garantía de mi salvación».
7. Estraboromano se arrancó la cruz que portaba en torno a su
cuello e intentó ofrecérsela. Pero ella le replicó: «No os pido la ga-
rantía a vosotros, sino que es al emperador mismo a quien reclamo
el amparo que he mencionado. Y no estoy dispuesta a aceptar que
se me entregue una cruz pequeña, sino una de un tamaño digno».
Estas exigencias tenían como fin lograr que el juramento que se le
hiciera fuera claro. En efecto, podría pasarle a la gente inadvertido lo
estipulado porque la promesa se hubiera hecho sobre una pequeña
crucecita. «Así pues, apelo a la decisión y a la piedad del emperador.
Marchaos y anunciádselo».
8. Su nuera, la esposa de Isaac (que había entrado anteriormen-
te, cuando se abrían las puertas para el canto de maitines) dijo, des-
pués de retirar el velo que le cubría el rostro: «Que ella se marche,
si quiere. Nosotras no saldremos del templo sin garantías, aunque
ello nos suponga la muerte». Por tanto, los representantes del em-
perador, al ver que la actitud de las mujeres era más obstinada y su
comportamiento más arrojado que antes, temieron que se produjera
un alboroto y comunicaron todo al emperador tras marcharse del
13 En las iglesias ortodoxas el altar, o santuario [τὸ βῆμα], está separado del resto
del templo por el iconostasio, un muro donde se representan una serie de iconos
en un orden establecido. En este se abren tres puertas. La central tiene dos hojas y
solo puede ser traspasada por el sacerdote.
113
templo. Este, que era bueno por naturaleza, se plegó también a las
exigencias de la mujer y le envió la cruz requerida con la promesa
de que podía estar completamente tranquila. De este modo, cuando
abandonó la santa iglesia, el emperador ordenó que fuera confinada
con sus hijas y sus nueras en el monasterio de mujeres de Petria, que
se encuentra cerca de la Puerta de Hierro. Hizo llamar también a
la nuera del césar Juan14 (tenía la dignidad de protovestiaria15) del
templo de Blaquernas, que había sido fundado bajo la advocación
de Nuestra Señora la Madre de Dios, y le ordenó que ella también
ingresase en el citado monasterio de Petria16. Y ordenó que sus bo-
degas, sus campos de trigo y todos sus tesoros fueran conservados
sin mengua.
9. Cada mañana, ambas se acercaban a sus vigilantes y les pre-
guntaban si tenían alguna noticia sobre sus hijos. Ellos les comuni-
caban ingenuamente todo lo que oían. Y la protovestiaria, que era
generosa con su mano y su corazón, a fin de ganarse a los guardia-
nes para su causa los animaba a que cogiesen todo lo que quisie-
ran de los comestibles traídos para su consumo particular, pues les
estaba permitido introducir sin obstáculos aquellos productos que
necesitaran. A partir de entonces, los guardianes se hallaban mejor
dispuestos a facilitar las noticias y cuando los Comneno llevaban a
cabo acciones de público conocimiento, ninguna les pasaba desa-
percibida.
114
VI. Los Comneno se ganan a Jorge Paleólogo y al césar Juan
Ducas. Triunfal marcha sobre Constantinopla.
115
estirpes búlgaras. Tan agraciada era y tanta belleza y armonía tenía
su físico, que ninguna parecía en aquel tiempo más hermosa que
ella. Paleólogo y Alejo, pues, no se desentendieron de la suerte que
ella pudiera correr. Los partidarios de Alejo sostenían la opinión de
sacar a las mujeres del lugar donde estaban, unos decían que para
conducirlas a una fortaleza y Paleólogo decía que a la iglesia de la
Virgen de Blaquernas. Finalmente prevaleció la opinión de Jorge.
Así pues, tras partir con ellas sin perder un instante, las dejaron bajo
la protección de la Inmaculada Madre del Verbo, que contiene todas
las cosas. Ellos volvieron después al sitio de donde habían partido y
examinaron las acciones que debían llevarse a cabo. Paleólogo dijo:
«Vosotros tenéis que iros. Yo os alcanzaré enseguida con todo el di-
nero disponible». Pues en aquellos momentos toda la riqueza con-
templada en bienes muebles estaba allí a mano. En consecuencia,
siguieron sin retrasarse el camino previsto. Jorge Paleólogo, después
de cargar en las acémilas de los monjes sus riquezas, se apresuró a ir
tras ellos. Cuando estuvieron a salvo en Tzurulo (aldea de Tracia), se
unieron todos al ejército que por fortuna se había concentrado allí
por orden del doméstico.
4. Juzgaron que era necesario informar al césar Juan Ducas,
residente en sus posesiones de Morobundo19, de lo que les estaba
ocurriendo y le enviaron a alguien que lo pusiera al corriente de la
rebelión. Al llegar por la mañana temprano el mensajero, se detuvo
a las puertas de la residencia y pidió ver al césar. Cuando se hubo
percatado de la presencia del mensajero su nieto Juan, que aún era
un muchachito sin rayar en la adolescencia y que por ello convivía
ininterrumpidamente con el césar, entró veloz y despertó a su abuelo
con las noticias de la rebelión. Este enseguida se sobresaltó por lo que
estaba oyendo y golpeó a su nieto en la mejilla, mientras lo echaba
con la advertencia de que no debía decir idioteces. Pero el muchacho
volvió a entrar pocos instantes después con la misma noticia, a la que
añadía esta vez el mensaje de los Comneno cuyo objetivo era él.
5. El mensaje empleaba de manera genial un doble senti-
do que ocultaba la rebelión: «Nosotros» decía «hemos preparado
19 En Tracia.
116
un abundante banquete que no carecerá de especias. Si tú quieres
tomar parte del festín, ven lo más rápido posible a participar en
la comida». El césar se incorporó y, apoyado en su codo, derecho,
ordenó que condujeran a su presencia al mensajero procedente de
allí. Cuando este hubo explicado todo lo relativo a los Comneno,
el césar se echó las manos a la cara, diciendo: «Ay de mí». Al poco,
echó mano a la barba, como quien elucubra mucho, y se inclinó por
una sola postura, colaborar también con la rebelión. Entonces, hizo
llamar sin tardanza a los escuderos, montó a caballo y emprendió el
camino que llevaba a los Comneno.
6. Tropezó en ruta con un tal Bizancio, que portaba una bolsa
repleta de oro y que iba rumbo a la capital, y le preguntó al modo
homérico: «¿Quién eres, de dónde vienes, adónde vas?»20. Cuando
se enteró de que transportaba mucho oro procedente de unos co-
bros de impuestos y con destino al fisco, lo forzó a hacer alto con
él, mientras le prometía que lo dejaría marchar a donde quisiese
cuando amaneciera. Sin embargo, como este mostraba resistencia y
aguantaba mal esa actitud, el césar insistió con mayor interés y acabó
por convencerlo mediante su charla, tal como era él con su soltura a
la hora de expresarse, su habilidad para utilizar el pensamiento y lo
persuasivo de su discurso, como si fuese un nuevo Esquines o De-
móstenes. Se llevó, pues, a este sujeto, lo hospedó en una pequeña
estancia, le dispensó todo tipo de atenciones, lo invitó a compartir
su mesa y con este excelente trato logró retenerlo.
7. Al alba, cuando el sol se apresura a alcanzar el horizonte orien-
tal, Bizancio amarró las sillas a los caballos y se apresuraba a cabalgar
hacia la capital. Al observarlo, el césar dijo: «Vamos, vente con no-
sotros». El recaudador, que no conocía siquiera adónde iban e igno-
raba totalmente la causa por la que se le honraba tan solícitamente,
de nuevo mostraba su reticencia a las propuestas y sospechaba del
césar y de sus atenciones. Este estaba a su lado y tiraba de él; pero
como no obedecía, cambió el tono y empleó con él palabras más
rudas que contenían amenazas en el caso de que no hiciera lo orde-
nado. No obstante, el recaudador se resistía a obedecer. Entonces, el
20 Od., XIX 100.
117
césar mandó que todo su equipaje se uniera al de sus acémilas y se
transportara en ellas el resto del camino. Y le dio permiso para que se
fuera a donde quisiese. Pero este se negó a ir en dirección al palacio
imperial ante el temor de acabar encarcelado por los funcionarios
del tesoro imperial, cuando vieran que regresaba con las manos va-
cías, y siguió contra su voluntad al césar, puesto que no deseaba tam-
poco volver sobre sus pasos debido a la inestabilidad que se cernía
sobre el imperio y a la confusión que la ya proclamada rebelión de
los Comneno provocaría.
8. A continuación sucedió un hecho casual. El césar se topó
con unos turcos que atravesaban el río Euro21. Retuvo la brida y se
informó de dónde venían y adónde iban. Les prometió entonces
mucho dinero y hacerlos objeto de honrosas y diversas atenciones,
si se unían a él y a Comneno. Así se acordó y exigió, por tanto, un
juramento de sus jefes con la intención de reforzar el acuerdo. Los
turcos pronunciaron inmediatamente según su costumbre el jura-
mento de luchar como aliados de Comneno con ánimo muy firme.
9. Partió entonces junto con los turcos al encuentro de los Com-
neno. Cuando estos vieron venir de lejos al césar, quedaron asom-
brados por el nuevo botín y no sabían qué hacer de alegría, especial-
mente mi padre Alejo. Cuando se encontraron, se abrazó al césar.
¿Qué pasó a partir de entonces? El césar les recomendó y urgió a que
emprendieran el camino que llevaba a la ciudad imperial
10. Los habitantes de todas las poblaciones lo iban aclamando
espontáneamente emperador, salvo los de la región de Orestíada22,
porque se habían sumado al partido de Botaniates, enojados como
estaban desde hacía tiempo con él por la captura de Brienio. Tras
llegar a Atira23, descansaron allí. Al día siguiente ganaron Esquizas
(una aldea de Tracia) y levantaron en ese sitio su campamento.
21 El río Maritza.
22 Región en torno a la ciudad de Adrianópolis, de la que era originario el rebelde
Nicéforo Brienio
23 Hoy Büyük-Çekmece, en la Propóntide. Está situada entre Mesembria y Cons-
tantinopla.
118
VII. Alejo es proclamado emperador por el ejército. Apoyo pres-
tado por la familia Ducas.
119
ni en sus miembros ni en su propia vida por vuestra salvación,
atravesando montes y llanuras con vosotros en numerosas ocasio-
nes, sabiendo de los sufrimientos del combate, conociendo exac-
tamente por igual a todos y cada uno de vosotros, siendo amigo
del dios Ares y sintiendo una extrema devoción por los soldados
valientes».
3. Así se expresaban los Ducas, pero Alejo estimaba mucho a
Isaac y lo anteponía en todo momento, ya por el cariño fraternal
o, mejor aún, todo hay que decirlo, porque el ejército al completo
se inclinaba por Alejo y se empeñaba en su reinado y no mostra-
ba ningún interés por Isaac. Como poseía por ello el poder y la
fuerza y como veía que sus pretensiones iban por buen camino,
intentaba consolar al hermano con la subordinación a su candi-
datura. Nada despreciable experimentaría Alejo por estos hechos
si era arrebatado hacia las más altas esferas celestes por todo el
ejército mientras adulaba a su hermano con palabras y simulaba
cederle el poder.
4. Dado que el tiempo se estaba agotando en estas disquisicio-
nes, un día fue reunido el ejército entero alrededor de su tienda.
Todos estaban expectantes y rogaban que se cumplieran sus propios
deseos. Entonces, Isaac se levantó, tomó los borceguíes de color púr-
pura e intentó calzárselos a su hermano. Ante la reiterada negativa
de este, Isaac dijo: «Déjame hacerlo. Es la voluntad de Dios llamar a
nuestra familia a través de ti». Así le recordaba la predicción que le
había hecho en una ocasión alguien que apareció en los alrededores
del lugar llamado Carpiano, cuando ambos hermanos volvían a casa
del palacio imperial.
5. En efecto, al llegar allí se encontró con ellos un hombre que
o bien era un ser superior, o bien, a decir verdad, un hombre con
extraordinarias dotes para divisar el futuro. El ser que se les aproxi-
maba con la cabeza descubierta, los cabellos canos y la barba pobla-
da tenía aspecto de sacerdote. Tomó la pierna de Alejo y, como iba a
pie, se atrajo a sí al jinete y le dijo al oído las siguientes palabras, per-
tenecientes a los salmos de David: «Estate atento, crea prosperidad
120
y reina con la verdad, la dulzura y la justicia».24 Y añadió a sus pala-
bras: «Soberano Alejo». Cuando hubo dicho estas palabras y como
si hubiera hecho una profecía, desapareció. Ni siquiera Alejo pudo
cogerlo a pesar de miró a todas partes por si lo veía en algún sitio, y
de cabalgar a rienda suelta en pos de él para saber con mayor exacti-
tud, si lo alcanzaba, quién era y de dónde venía. Antes al contrario,
la aparición se hizo completamente invisible.
6. Cuando volvió de la búsqueda, su hermano Isaac le hizo mu-
chas preguntas sobre el aparecido y le pedía que le desvelara las pala-
bras dichas en secreto. Isaac insistía en preguntar y Alejo en un pri-
mer momento parecía rehusar, pero luego le hizo saber las palabras
que habían sido pronunciadas confidencialmente. Externamente,
hablaba al hermano interpretando aquel mensaje como una ficción,
como un engaño, pero en su interior le daba vueltas al asunto y en-
contraba semejanzas entre el venerable aspecto de la aparición y del
teólogo hijo del trueno25.
7. Puesto que Isaac estaba observando hechas realidad las pa-
labras que había dicho y con las que había profetizado el futuro
aquel anciano, insistió valientemente en obligarlo hasta que logró
calzarle los borceguíes de color púrpura, más aún al ver la ardiente
adhesión que todo el ejército mostraba a Alejo. A partir de ese ins-
tante, los Ducas iniciaron la aclamación26. Lo habían aceptado entre
otras razones también porque Irene, pariente suya y madre mía, era
la legítima esposa de mi padre. Junto con ellos también los parien-
tes consanguíneos de su linaje actuaban animosamente del mismo
modo. El resto del ejército, tras aceptar la aclamación, alzó sus voces
hasta casi el cielo. Pudo contemplarse entonces un raro fenómeno,
los que antes disentían en su opinión y hubieran preferido afrontar
la muerte a renegar de su voluntad, se volvieron en un instante tan
acordes a los demás que no había forma de reconocer si hubo una
vez una divergencia de opiniones entre estos.
24 Salmos, XLIV 5.
25 San Juan Evangelista.
26 «Εἰς πολλοὺς καὶ ἀγαθοὺς χρόνους», «¡Por muchos y buenos años!». Constantino
Porfirogéneto, De cerimoniis, I 38.
121
VIII. Nicéforo Meliseno también se rebela en Asia. Solución que
adoptan los Comneno.
122
3. Los emisarios no recibieron ninguna respuesta definitiva al tér-
mino de su mensaje. Al día siguiente, los hicieron llamar y durante
largo rato intentaron demostrarles la imposibilidad de acceder a las
pretensiones de Meliseno. Los Comneno, por su parte, al día siguien-
te les darían a conocer su parecer por mediación de Jorge, llamado
Manganes, a quien habían encargado de su cuidado. Aunque estu-
vieran así las cosas, no desatendían en absoluto el asedio e intentaban
con escaramuzas ganar dentro de sus posibilidades las murallas de
la ciudad. Al día siguiente, tras hacerlos llamar, les comunicaron su
decisión. Esta consistía en honrar a Meliseno con el título de césar,
dignarlo con el uso de la diadema, la aclamación y todos los demás
honores que son protocolarios para semejante dignidad, y en conce-
derle el gobierno de la muy grande ciudad de Tesalónica, donde exis-
te un bellísimo templo construido bajo la advocación del gran mártir
Demetrio de cuyo ataúd fluye un líquido perfumado que siempre
concede grandes curaciones a quienes se le acercan con fe.
4. Los emisarios se molestaron ante estas propuestas y como no
se atendían sus peticiones, como veían los grandes preparativos que
hacía el rebelde contra la ciudad y el ejército tan numeroso que po-
seía, y como el tiempo ya se les estaba acabando, temiendo que,
cuando fuera tomada la ciudad, los Comneno no quisieran cumplir
lo que ahora prometían, pidieron que esas promesas constaran por
escrito en un crisóbulo certificado con rojas letras. Alejo, el recién
proclamado emperador, accedió e hizo llamar enseguida a Jorge
Manganes, que también hacía las funciones de secretario suyo, y
le encargó la redacción del crisóbulo. Pero él estuvo retrasando la
confección del escrito durante tres días, poniendo unas veces una ex-
cusa, otras veces otra. Tan pronto decía que había acabado agotado
del día y que no había podido terminar el escrito durante la noche,
como achacaba a una brasa, que le había caído encima en la noche,
la reducción a cenizas de lo que llevaba escrito. Con tales pretextos
y algunos otros, Manganes, como si planeara tretas29 se retrasaba
utilizando cada vez una excusa distinta.
123
5. Tras salir de allí, los Comneno llegaron pronto al lugar llama-
do Aretas. Es este un sitio que se halla cerca de la ciudad, domina la
llanura y los que se sitúan a sus pies lo ven elevarse como una colina,
una de cuyas laderas se inclina hacia el mar, la otra hacia Bizancio y
las dos restantes están orientadas hacia el norte y el oeste. Batida por
todos los vientos, tiene agua transparente, potable y que siempre flu-
ye. Desprovista totalmente de vegetación y árboles, hubiérase dicho
que unos leñadores talaron la colina. Por lo agradable y templado
del lugar el soberano Romano Diógenes había erigido unas brillan-
tes edificaciones dignas de los emperadores para estancias breves.
Tras llegar a este sitio, intentaron ganar las murallas, pero no con
máquinas de asedio o catapultas por la carencia absoluta de tiempo,
sino con el envío de la infantería ligera, arqueros, lanceros y cata-
fractos30.
124
de extranjeros y por hombres del país y donde la muchedumbre es
diversa, allí también las opiniones se muestran diversas) y al com-
probar Alejo, recién calzado con los borceguíes, lo inexpugnable de
la ciudad y desconfiar del carácter voluble de los soldados, cambió
de estrategia. Se ganaría con adulaciones a algunos de los que guar-
daban los muros, les robaría su lealtad y así tomaría la ciudad.
3. Elaboró este plan durante toda la noche y al amanecer se pre-
sentó en la tienda del césar Juan Ducas para comunicarle sus objeti-
vos y pedirle que lo acompañase, que observase con él las murallas,
reconociera almenas y defensores (que tenían diversos orígenes) y
reflexionara sobre el posible modo de tomar la ciudad. El césar acep-
taba a duras penas esta misión, porque aun hacía poco que había
vestido el hábito de monje y preveía que iba a ser objeto de burla por
los que se hallaban en la muralla y en las almenas, si se presentaba
con esos ropajes al aproximarse a la muralla. Efectivamente, eso fue
lo que pasó. El césar se vio forzado a seguir a Alejo y tan pronto
como lo hubieron visto desde la muralla, los defensores comenzaron
a mofarse del monje con calificativos injuriosos. Pero él frunció el
entrecejo y aunque en su interior se sentía insultado, no prestó nin-
guna atención a esos ultrajes y ponía todo su interés en el objetivo
previsto. Los hombres de carácter firme acostumbran a perseverar en
aquello que creen positivo y despreciar lo que suceda en su entorno.
4. Se informó sobre la identidad de los defensores de cada torre.
Cuando se enteró de que en un sector estaban los llamados inmor-
tales (un cuerpo propio del ejército romano), en otro los varegos de
Thule31 (llamo así a los bárbaros portadores de hachas) y en otro sec-
tor los nemitzos32 (este es también un pueblo bárbaro que sirve des-
de hace mucho tiempo al imperio de los romanos), aconsejó a Alejo
que no se arriesgara con los varegos, ni tampoco con los inmorta-
les. Pues estos, al ser naturales del imperio y tener necesariamente
una gran adhesión al emperador, antes entregarían sus vidas que
31 Los varegos era un cuerpo de tropas mercenario de origen nórdico que formaba
parte de la guardia imperial. Su procedencia se situaba legendariamente en la isla
de Thule, pero en realidad, era una mezcla de rusos, ingleses, escandinavos, y otros.
32 Los nemitzos eran soldados de origen germánico.
125
dejarse persuadir para realizar algún acto deshonroso en contra de él.
Los otros, los que llevan en sus hombros las espadas, al transmitirse
como tradición paterna y patrimonio hereditario de uno a otro la
lealtad hacia los soberanos y la defensa de sus personas, conservan
una inamovible lealtad hacia él y no soportarían en absoluto la más
mínima palabra de traición. Pero si la tentativa se centrara en los
nemitzos, quizás su objetivo no estaría lejos y el intento de acceder a
la ciudad desde la torre defendida por ellos podría tener éxito.
5. Pues bien, a partir de ese instante Alejo obedeció las palabras
del césar como si proviniesen de un oráculo divino. A través de un
mensajero enviado por él pidió con mucho interés ver al jefe de los
nemitzos. Este miró hacia abajo desde lo alto de la muralla y después
de una larga conversación acordó entregar la ciudad sin tardanza.
Llegó, pues, el soldado con esa noticia y cuando los partidarios de
Alejo oyeron esta favorable nueva, se alegraron y se dispusieron muy
animosamente a montar en los caballos.
126
el recurso y la artimaña de Manganes para retrasar la firma del crisó-
bulo donde se le confería el título de césar.
2. Mientras pasaban esto y la oportunidad hacía urgente la en-
trada en la ciudad, los emisarios, sospechando la trama, insistían
con mayor viveza en reclamar el crisóbulo. Pero los Comneno les
dijeron: «Como ya tenemos en nuestras manos la ciudad, nos va-
mos para tomar posesión de ella con el auxilio de Dios. Marchaos,
comunicádselo a vuestro amo y señor y decidle lo siguiente: si todo
fuera como esperamos y tú te presentas a nosotros, nuestros intereses
comunes se verían encauzados de conformidad con tu voluntad y
la nuestra». Eso se les dijo a los emisarios. Enviaron, por otro lado,
a Jorge Paleólogo al jefe de los nemitzos, Gilpracto, para poner a
prueba la disposición de Gilpracto y, si comprobase que aceptaba
favorablemente a los Comneno según su promesa, hacerle la señal
convenida, una vez observada la cual, los partidarios de Alejo se
apresurarían a entrar y Jorge, tras subir a la torre, les abriría rápido
las puertas. El acogió muy favorablemente esta misión ante Gilprac-
to, porque era un hombre dispuesto a las acciones bélicas y a los
asaltos de ciudades, por lo que se le podría haber llamado con jus-
ticia un destructor de murallas, como Homero decía de Ares33. Tras
armarse y disponer de forma muy experta todo su ejército, los Com-
neno avanzaron a paso lento y se dirigieron en masa a la ciudad.
3. Así pues, al atardecer, tras aproximarse a la muralla y recibir
la señal de Gilpracto, Jorge Paleólogo subió a la torre con sus hom-
bres. Los de Alejo, que se habían acercado entonces a corta distancia
de las murallas, clavaron empalizadas y acamparon ostensiblemen-
te. Permanecieron una pequeña parte de la noche allí. Luego, los
Comneno ocuparon el centro de la falange junto con los jinetes
escogidos y lo mejor del ejército y, tras ordenar la infantería ligera,
comenzaron a avanzar poco a poco hasta aparecer al alba súbita-
mente formados en filas compactas ante las murallas. Todos habían
adoptado un aspecto bélico e iban cubiertos de armaduras para im-
presionar a los de dentro. Cuando Paleólogo les dio la señal desde lo
alto de las murallas y les abrió las puertas, entraron en masa, no en
33 Il., V 31, 455.
127
formación militar, sino cada uno a su antojo, cargados de escudos,
arcos y lanzas.
4. Era el día de Jueves Santo, en el que celebramos la Pascua
mística y la Cena, en la cuarta indicción, el mes de abril del año
658934. De este modo, todo el ejército, que se componía de tropas
extranjeras y del país, que había sido reclutado con soldados proce-
dentes de zonas fronterizas y colindantes con la propia capital y que
sabía la abundancia de toda clase de bienes que tenía gracias al con-
tinuo abastecimiento tanto por tierra como por mar, entró en breve
tiempo por la puerta de Carisio y se dispersó por toda la ciudad, por
avenidas, cruces y callejas, saqueando sin freno casas, iglesias y sin
evitar ni siquiera los santuarios35, de donde recogió mucho botín, y
aunque solo se privó de matar36, actuó sin pudor en todas las demás
cosas y por doquier. Pero lo que resulta más doloroso es que ni si-
quiera nuestros compatriotas se abstuvieron de cometer tales atrope-
llos y como si se hubieran olvidado de su propio origen y hubieran
cambiado sus costumbres por otras peores, también ellos realizaban
sin rubor los mismos desmanes que hacían los bárbaros.
128
acampaba en Damalis, sin saber qué hacer, optó por concederle a
Meliseno la primacía. Cuando la ciudad ya estaba tomada por los
Comneno, mandó llamar a uno de sus más fieles servidores acom-
pañado de un espatario37 muy aguerrido y le ordenó que con ayuda
de la flota condujera a Meliseno al palacio imperial.
2. Pero la ciudad había caído antes de que se cumpliera la or-
den y Paleólogo, llevando consigo a uno de sus subordinados, había
bajado junto al mar caminando. Tras encontrar una barca, montó
enseguida y ordenó a los remeros que dirigieran la embarcación ha-
cia el lugar donde habitualmente está fondeada la flota. Mientras
se iba acercando a la orilla opuesta, vio que el hombre enviado por
Botaniates para hacer venir a Meliseno estaba preparando la flota y
que el espatario se hallaba dentro de una nave de guerra. Cuando lo
reconoció en la distancia y como lo tenía por amigo desde mucho
tiempo atrás, navegó a lo largo del navío y le formuló las preguntas
de rigor, es decir, de dónde venía y adónde iba y pedía que él lo re-
cibiese a bordo. Pero el espatario, al ver que Paleólogo iba armado,
le dijo temeroso: «Si no te hubiera visto tan fuertemente armado,
te habría acogido con mucho gusto». Paleólogo le propuso soltar el
escudo, la espada y el casco, solo con que quisiera recibirlo.
3. Cuando el espatario vio que él dejaba las armas, accedió a
que embarcara en su nave y tras rodearlo con sus brazos lo abrazó
muy contento. Pero Paleólogo, que era un hombre arrojado, se puso
manos a la obra sin esperar un instante. Saltó a la proa e interro-
gó a los remeros diciéndoles: «¿Qué hacéis y adónde vais? Os estáis
empeñando en atraer sobre vuestras cabezas gravísimos perjuicios.
La ciudad, como veis, ha sido tomada. El que era antes gran do-
méstico ha sido proclamado ahora emperador. Ved a los guerreros y
oíd su aclamación. Ningún otro ocupará ya el puesto en el palacio
imperial. Bueno es Botaniates, pero los Comneno son mucho me-
jores. Numeroso es el ejército de Botaniates, pero mucho mayor es
el nuestro. No traicionéis, pues, vuestras vidas, a vuestras mujeres e
hijos. Mirad con detenimiento la ciudad, observad a todo el ejército
129
dentro de ella y sus banderas. Advertid que la aclamación es general,
que el anteriormente gran doméstico, ahora emperador, se encami-
na hacia el palacio imperial y que ya está invistiéndose del poder
imperial. Dadle la vuelta a la proa de vuestro barco, inclinad hacia
vosotros la victoria e id a su lado».
4. Todos obedecieron entonces sus palabras y se pusieron de su
parte. Y al espatario, que se había encolerizado, este guerrero, Jorge
Paleólogo, lo amenazó con encadenarlo allí mismo y arrojarlo bajo
la cubierta de la nave o lanzarlo al fondo del mar. A continuación
Paleólogo encabezó la aclamación y tras él lo hicieron los remeros.
En cuanto al espatario, como seguía encolerizado y no se avenía a
razones, lo encadenó y lo depositó bajo cubierta.
5. Después de una corta navegación, recogió su espada y su escu-
do, fondeó en el sitio donde estaba la flota y emprendió una aclama-
ción general. Cuando encontró al que Botaniates había enviado para
que tomase la flota e hiciera atravesar a Meliseno desde oriente, lo
prendió enseguida y ordenó soltar amarras a los marineros. Después
de zarpar de allí con la escuadra, llegó ante la acrópolis lanzando
una ostensible aclamación. En este sitio ordenó a los remeros que se
pararan y permanecieran quietos para cerrar el paso a los que inten-
taban cruzar desde oriente.
6. Cuando, pasado un poco de tiempo, vio que una nave es-
taba atracando junto al gran palacio, mandó a los remeros de su
barco que se pusieran a remar con viveza para darle alcance. Tan
pronto como contempló a su padre en ella, se levantó y le ofreció
enseguida la reverencia debida a los padres. Pero este no lo vio con
alegría, ni mucho menos lo llamó dulce luz, como hizo una vez el
itacense Odiseo a su hijo, cuando lo vio38. En aquella lejana ocasión
había un banquete, unos pretendientes, un concurso, cuerdas, un
arco y la recompensa para el vencedor era la prudente Penélope. Y
Telémaco no era un enemigo, sino que estaba allí como un hijo que
ayuda a su padre. En esta ocasión, había una batalla, una guerra y
ambos estaban enfrentados, uno contra otro, por su opinión. Las
simpatías del uno no le pasaban inadvertidas al otro, aunque aún no
38 Od., XVI 23.
130
hubieran derivado en acciones sus pensamientos. Entonces el padre,
tras mirarlo con suspicacia y llamarlo loco, le preguntó: «¿Qué vie-
nes a hacer aquí?» Su hijo le respondió: «Ya que eres tú quien me lo
preguntas, nada». Y aquel a este: «Aguanta un poco y, si el empera-
dor me hace caso, lo sabrás a no tardar».
7. Una vez en el palacio, el citado Nicéforo Paleólogo, al ver a
toda la guardia dispersa y ocupada en la recogida de riquezas y con-
vencido de que se podía vencer a esta fácilmente, pidió a Botaniates
que le fueran cedidos los bárbaros de la isla de Thule, para expulsar
con ellos de la ciudad a los Comneno. Pero Botaniates, que había
renunciado totalmente a defender su trono, fingió no desear que es-
tallase una guerra civil. «Vamos, hazme caso, Nicéforo;» dijo «puesto
que los Comneno se hallan dentro de la ciudad, ve a su encuentro y
pide la paz». Él, aunque a regañadientes, marchó en su busca.
133
entonces a todos los que llevaban las espadas sobre sus hombros2 y
a todos los soldados originarios de Coma, los fue emplazando desde
el foro de Constantino hasta el denominado Milio y más arriba,
alineados perfectamente en filas compactas. Los soldados se situaron
con los escudos pegados unos a otros, preparados para la batalla e
inmóviles, por el momento.
5. El que entonces ocupaba el cargo de patriarca era un hombre
realmente santo, pobre, que había pasado por todos los grados de la
ascética seguidos por los antiguos padres que consumieron su vida
en desiertos y montañas y era considerado poseedor de un carisma
profético y divino por haber hecho muchas predicciones sin equivo-
carse nunca y servir de norma y ejemplo de virtud para generaciones
venideras. Parecía no ignorar en absoluto lo que le sucedía a Bota-
niates. Ya fuera por inspiración divina, ya por sugerencia del césar
(también esto se rumoreaba), que mantenía amistosas relaciones con
él hacía tiempo por lo sublime de su virtud, aconsejó al emperador
que abdicase del trono, diciendo: «No des motivos para una guerra
civil, ni desobedezcas los mandatos de Dios. No quieras que la ciu-
dad se mancille con sangre de cristianos. Cede, pues, a la voluntad
de Dios y abdica del trono».
6. Obedeció el emperador las palabras del patriarca. Temiendo
la loca arrogancia del ejército, se vistió y bajó con idea de dirigir-
se hacia la gran iglesia de Dios3. Como estaba muy confundido,
olvidó que iba vestido aún con la ropa propia de los emperadores.
Entonces Borilo se volvió, lo agarró por el paño que está pegado
con broches de perlas al brazo y lo despojó de su vestidura, diciendo
en tono de burla y de chanza: «Semejante atuendo, en verdad, nos
conviene ahora». Una vez que él hubo penetrado en el gran templo
de Dios consagrado a la Sabiduría Divina, aguardó en su interior los
acontecimientos.
2 La Guardia Varega.
3 Santa Sofía.
134
LIBRO III
135
dados de Coma pretendiesen provocar una revuelta, aprovechando
la confusión y el desorden que aún reinaban, le aconsejaron que se
cortara el pelo sin tardanza. Los obedeció y entonces se le honró con
el hábito monástico. Así son los caprichos de la fortuna. Cuando
quiere sonreír a los hombres, eleva su existencia a las más altas cotas,
les ciñe la diadema imperial y les calza los borceguíes de púrpura;
pero cuando les frunce el ceño, en lugar de la púrpura y las coronas
los viste de negros jirones. Todo esto fue lo que, precisamente, le
ocurrió al emperador Botaniates. A la pregunta de uno de sus fami-
liares sobre si soportaba bien este cambio de vida, le dijo: «Solo me
molesta la abstinencia de carne. De lo demás poco me preocupo».
2. Sin embargo, la emperatriz María aún permanecía en palacio
junto con su hijo Constantino, que había tenido del antiguo empe-
rador Miguel Ducas, como dice el poema: «Temerosa por su rubio
Menelao», sosteniendo como pretexto irrebatible de su permanen-
cia el parentesco con los Comneno si bien algunos, movidos por
la envidia, tenían algunas otras sospechas de ella. En efecto, había
convertido previamente a uno de ellos en pariente y a otro en hijo
adoptivo. No fueron motivos deshonestos, como afirma la gente,
ni el atractivo y la afabilidad de aquellos hombres, las razones que
la persuadieron a adoptar esta determinación, sino el hecho de ser
originaria de una tierra extraña y no poseer aquí ningún familiar,
ni allegado ni menos aún un compatriota. Así pues, no quería salir
del palacio precipitadamente, porque, como suele ocurrir cuando se
derroca a un emperador, temía que algo malo le ocurriera a su hijo
si partía de allí antes de conseguir alguna garantía para su seguridad.
3. Por lo demás, este niño era hermoso y de corta edad (aún no
había cumplido los siete años); y que nadie me haga reproches si
alabo a los míos obligada por la naturaleza de las circunstancias. No
solo era encantador cuando hablaba y se movía, sino que tampoco
tenía igual en las evoluciones de sus juegos, como los entonces pre-
sentes dijeron después. Era rubio y blanco como la leche, con una
tez rebosante de color en los lugares donde debía tenerlo, como las
rosas que acaban de eclosionar de sus cálices. Los ojos no eran claros,
sino parecidos a los de un halcón y brillantes bajo unas cejas que
136
hacían como de engarce dorado. En consecuencia, embelesaba con
sus diversos encantos a quienes lo miraban y cuando se le veía po-
dría decirse de él, por su cierta apariencia de ser celestial y su belleza
enteramente ultra terrena, lo que se dice al describir al dios Amor.
4. Ese era el verdadero motivo de la permanencia de la empera-
triz en palacio. Además, respecto a este asunto afirmo aborrecer por
naturaleza el fabular y el inventar datos falsos, porque sé que esta
es la actitud que suele tomar todo el mundo, en especial cuando
caen víctimas de la envidia y la malevolencia. Yo no me complazco
rápidamente con las calumnias de la gente. También he tenido in-
formación segura sobre esos acontecimientos porque fui criada por
la emperatriz en mi infancia, cuando aún no había cumplido yo los
ocho años. Como me tenía mucho cariño, me hacía partícipe de
todos sus secretos. Asimismo, he oído a muchos hablar sobre estos
hechos y dar versiones diferentes unos de otros, cada uno con una
interpretación de aquellos sucesos de acuerdo con la propia disposi-
ción de su espíritu y según mostrara hacia ella simpatía u odio; y veía
que no todos eran de idéntica opinión. Yo pude oír con frecuencia
sus comentarios sobre todo lo que le había ocurrido y sobre el extre-
mo temor a que había llegado, especialmente por su hijo, cuando el
emperador Nicéforo abdicó del trono. A mi juicio y al de la mayoría
de las personas honestas y atentas a conocer la verdad, el amor hacia
su hijo la retuvo entonces en palacio un poco más de tiempo.
5. Tan graves fueron los problemas que acuciaron a la empera-
triz María. En cuanto a mi padre Alejo, que en ese momento había
tomado el cetro, tan pronto como empezó a habitar en la residencia
imperial, asignó el palacio inferior (así acabó llamándose por la si-
tuación de su emplazamiento) a su propia esposa, que contaba quin-
ce años, con sus hermanas, su madre y el césar, su abuelo paterno.
Alejo, con sus hermanos, madre y parientes cercanos subió al palacio
superior, que es conocido como Bucoleón. La causa de esta denomi-
nación hay que buscarla en el puerto que se construyó hace mucho
tiempo6 con materiales locales y mármoles en un lugar cercano a los
137
muros del palacio y en el que un león de piedra caza a un toro. Lo
tiene agarrado por los cuernos y, retorciéndole el cuello, es como si
se hundiera en su garganta. Esta escultura es, sin duda, la causa de
que se llame Bucoleón todo ese sitio, tanto las construcciones de
tierra como el mismo puerto.
138
como su madre. Ambos lo ayudaban en la administración de los
asuntos públicos, aunque su inteligencia y energía bastaban no solo
para el gobierno de un imperio, sino para el de muchos y distintos.
Alejo pasó el resto del día y toda la noche dedicado a los aspectos
más urgentes y preocupado por el modo de reprimir sin revueltas
los desordenados impulsos de la soldadesca, que se había dispersado
por Bizancio haciendo gala de esos desordenados impulsos, y para
procurarle a la gente en adelante la tranquilidad. Además, temía que
la osadía de las tropas las impulsara a organizar alguna revuelta en
contra de él, más probable en tanto que eran fuerzas reclutadas en
diferentes puntos de origen.
3. El césar Juan Ducas, con el deseo de librarse rápidamente de
la emperatriz María, expulsarla del palacio y alejar de la gente falsas
sospechas, intentaba ganarse al patriarca Cosmas por toda clase de
medios, pidiéndole que atendiese a aquello que los beneficiaría y
que no cediese bajo ningún concepto a las propuestas de la madre
de los Comneno. Por otro lado, poniendo como pretexto a Patro-
clo7, también sugería astutamente a la emperatriz María que, tras
solicitarle al soberano un documento escrito para su seguridad y la
de su hijo, abandonara el palacio. Ya antes Juan Ducas se había ocu-
pado de ella cuando el emperador Miguel Ducas fue derrocado. En
aquella ocasión, había aconsejado a Nicéforo Botaniates, su sucesor
en el trono, que se uniera a ella con el vínculo del matrimonio, ya
que era de origen extranjero y no tenía adherida una muchedumbre
de parientes que pudieran molestar al emperador, y le iba dando
exhaustivos informes sobre su linaje y la lozanía de su cuerpo todo
ello en medio de constantes elogios.
4. En efecto, su estatura era como la de un ciprés, su piel, blan-
ca como la nieve; su rostro no se ajustaba del todo a la forma de
un círculo, pero la tez era una flor en plena primavera, o mejor,
era una rosa. ¿Y del resplandor de sus ojos qué ser humano podría
hablar? Sus cejas eran arqueadas y del color del fuego, su mirada
nacía en unos ojos claros. La mano del pintor ha imitado con fre-
7 Il., XIX 300-301. En ese pasaje, las mujeres lloran la muerte de Patroclo, pero el
lamento era solo un pretexto para las desgracias de cada una de ellas.
139
cuencia los colores de todas las flores que suelen hacer brotar las
estaciones, pero la belleza de la emperatriz, su gracia desbordante, el
atractivo de su carácter y su prestancia superaban manifiestamente
lo que las palabras y el arte pudieran hacer. Ni Apeles ni Fidias, ni
ningún escultor crearon jamás una estatua de igual belleza. Según se
dice, la cabeza de la Gorgona convertía en piedra a los hombres que
la miraban. Del mismo modo, cuando alguien la veía caminar o se la
encontraba de repente, se detenía asombrado y se quedaba clavado
en la posición que por azar tuviera, aparentemente privado de vida
y pensamiento. Nadie vio nunca en cuerpo humano tal armonía y
equilibrio de miembros, tal proporción del todo con respecto a las
partes y de estas con respecto al todo. Era una obra de arte viviente y
favorita de los seres amantes de la belleza. Era, claramente, como la
materialización en este mundo terreno del dios Amor.
5. El césar, pues, empleando a fondo sus recursos, ablandó y
dominó el ánimo del emperador, aunque muchos le aconsejaban
que desposara a la ex-emperatriz Eudocia8, de quien se murmuraba
que había vuelto a desear ser emperatriz y con este objetivo había
seducido a Botaniates mediante cartas, cuando este estaba próximo
a Damalis y se apresuraba para ser elevado a la dignidad imperial.
Otros decían que no actuó así por sí misma, sino por su propia hija
Zoe Porfirogéneta. Quizá hubiera logrado el éxito de no haberlo
impedido uno de sus servidores, el eunuco León Cidoniates, tras
una larga y oportuna conversación que no nos es lícito reproducir
en detalle ya que huimos por naturaleza de la calumnia, pero que
será de gran interés para los escritores de y sobre semejantes temas.
6. Sin embargo, el césar Juan con toda clase de presiones dio por
terminado este asunto, aconsejando y convenciendo a Botaniates
para que se casara con la emperatriz María, como hemos expuesto
detalladamente, y desde entonces tuvo con ella mucha confianza.
Como aquellas negociaciones se estuvieron prolongando durante
140
días y como los Comneno no deseaban en absoluto expulsarla del
palacio por los abundantes favores con que los había regalado ella
durante todo el periodo de su reinado y, no menos, por la intimidad
que tenían con ella en razón del doble parentesco que los unía, mu-
cha gente hizo correr muchos rumores de diverso contenido, toman-
do unos los hechos de un modo y otros, de otro, conforme al odio o
a la simpatía que cada persona experimentara hacia ella, y siguiendo
la costumbre de juzgar los actos según las preferencias, no tal cual
son. En suma, solo Alejo fue el coronado en aquella ocasión por la
diestra del patriarca Cosmas. Este santo y venerable varón había sido
elegido en el cuarto año del reinado de Miguel Ducas, el hijo del so-
berano Constantino, tras la muerte del muy venerado patriarca Juan
Jifilino, el día dos de agosto de la decimotercera indicción9.
7. Los Ducas recelaban bastante del hecho de que la emperatriz
aún no hubiera sido honrada con la diadema imperial e insistían en
que también la emperatriz Irene debía ser honrada con la corona.
Había a la sazón un monje, de nombre Eustracio y de apellido Ga-
ridas, que vivía cerca de la gran iglesia de Dios y fingía descarada-
mente su virtud. Este solía acudir desde hacía tiempo a presencia de
la madre de los Comneno y le hacía predicciones sobre el imperio.
Ella, que además era amiga de monjes y se sentía halagada por tales
palabras, mostraba una fe en él que aumentaba cada día más y, en
consecuencia, concibió la idea de sentarlo en el trono patriarcal de la
metrópolis. Con el pretexto de la simpleza e inactividad del enton-
ces patriarca, convenció a algunos de que le sugirieran la abdicación
bajo la apariencia de un consejo que le daban sinceramente con la
única intención de favorecer sus particulares intereses. Pero aquel
santo varón se percató de esta maniobra y, finalmente, jurando por
su propio nombre, les dijo: «Por Cosmas, no abandonaré el trono
patriarcal hasta no haber coronado con mis propias manos a Irene».
Los agentes de la señora (ya todos se apresuraban a llamarla así por
deseo del emperador, su amante hijo) regresaron y le comunicaron la
respuesta del patriarca. En suma, una semana después de la aclama-
ción de Alejo, también su esposa Irene fue coronada por el patriarca
9 1075.
141
Cosmas.
142
Mosaico de Alejo I Comneno
Santa Sofía
143
plarla ni cómo dejar de hacerlo.
4. No sé si existió alguna vez la diosa Atenea, imaginada por
antiguos poetas y autores, pero sé de mitos que la recuerdan y nos
transmiten su historia. Si alguien hubiera dicho en aquel entonces
que esta emperatriz semejaba una Atenea encarnada entre los hom-
bres o descendida del cielo en medio de un celeste estallido y un
inaccesible resplandor, a buen seguro que no hubiera errado en su
verosimilitud. La más admirable de sus cualidades, que no se hallaría
en ninguna otra mujer, era la capacidad que poseía su sola mirada
para abatir a los atrevidos y transmitir el valor a los que abatía el
miedo. Sus labios la mayor parte de las veces estaban cerrados, por-
que ella se mostraba silenciosa, como una auténtica estatua inspi-
rada por la belleza y una viva columna de armonía. Con frecuencia
enseñaba hasta la muñeca unas manos, que acompañaban con un
gesto acorde sus palabras y de las que se hubiera podido afirmar que
parecían una pieza de marfil cincelada por un artista con forma de
dedos y manos. El color azul de sus pupilas brillaba de forma seme-
jante al de las profundas aguas y daba la impresión del mar en calma.
Asimismo, el blanco de los ojos refulgía por su contraste con la pu-
pila, produciendo en conjunto una insuperable gracia y regalando
un gozo inefable. Así eran físicamente Irene y Alejo.
5. Por su parte, mi tío Isaac tenía una estatura igual a la de mi
padre, del que tampoco se diferenciaba mucho en el resto de su
aspecto. Era un tanto pálido de rostro, su barba no era muy espesa
y la tenía más escasa en las mejillas que su hermano. Ambos herma-
nos se dedicaban con asiduidad a la caza, cuando no los agobiaban
las abundantes ocupaciones de los asuntos públicos, pero más aún
disfrutaban con los asuntos de la guerra que con los de la caza. Na-
die adelantaba a Isaac en el ataque, ni siquiera cuando él en perso-
na mandaba la formación, porque tan pronto como veía las líneas
enemigas, se desentendía de todo lo demás y se arrojaba dentro de
ellas seccionando limpiamente las falanges como un rayo. Este fue el
motivo de que cayera prisionero en más de una ocasión durante sus
campañas en Asia contra los agarenos. Su incontenible ataque era el
único defecto del que adolecía mi tío en el campo de batalla.
144
IV. Alejo Comneno reestructura la jerarquía de la corte. Solu-
ción del asunto de María de Alania y su hijo Constantino.
145
niendo el nombre de unas, como hemos dicho arriba, y haciendo
de otras un uso diferente del establecido. De un lado están las dig-
nidades de panhipersebasto, sebastocrátor y todas aquellas cuyos
nombres compuso a partir de las ya existentes; de otro, los empleos
distintos del título de sebasto. En efecto, antes eran denominados
sebastos los emperadores. Esta palabra se le añadía como un califica-
tivo muy apropiado; pero Alejo fue el primero en ampliar el círculo
de aplicación de esa dignidad. Si alguien elevase el gobierno del im-
perio a la categoría de una ciencia y de una muy elevada filosofía,
como una especie de arte de las artes y ciencia de las ciencias, ad-
miraría a mi padre por su sabiduría y sus conocimientos de arqui-
tectura al innovar en funciones y títulos dentro del imperio. Hay,
sin embargo, una diferencia, mientras las principales figuras de las
ciencias lógicas inventaron los términos que usaban por claridad,
Alejo, este monarca experto en el arte de gobernar, tomó todas estas
medidas e hizo frecuentes innovaciones en el orden de las funciones
y la denominación de los títulos para el bien del imperio.
4. Aquel santo varón, el patriarca Cosmas, de quien hemos ha-
blado antes, unos días después de celebrar la sagrada liturgia en el
día del apóstol Juan el teólogo dentro de la iglesia puesta bajo su
advocación en el Hébdomo, renunció al patriarcado y tras haberse
distinguido durante cinco años y nueve meses en el cargo, se retiró al
monasterio de Calio. Detrás de este se encargó del timón de la nave
patriarcal el eunuco a quien hemos hecho mención anteriormente,
Eustracio Garidas.
5. Como, tras el derrocamiento de su padre Miguel Ducas,
Constantino Porfirogéneto, el hijo de la emperatriz María, se había
quitado voluntariamente los borceguíes rojos y se había calzado los
vulgares de color negro, Nicéforo Botaniates, que había asumido
el mando del imperio como sucesor de Miguel Ducas, el padre de
Constantino, decidió que se desprendiera de aquel calzado negro y
le mandó ponerse borceguíes de variopintas sedas, como si le diera
una muestra de respeto al joven, cuya belleza admiraba tanto como
su linaje. Pero como si sintiera envidia del rojo que destellaba de su
calzado por entero, solo le permitió que aquel lo dejara ver en algu-
146
nas partes de sus tejidos.
6. Tras la proclamación de Alejo Comneno, la madre de Cons-
tantino, la emperatriz María, siguiendo los consejos del césar, pidió
al soberano por escrito la promesa certificada con letras rojas y un
sello de oro, no solo de que sería salvaguardada indemne con su
hijo y sino también de que el joven reinaría con él, haciendo uso de
los borceguíes rojos, de la corona y siendo proclamado emperador
a su lado. Su petición no cayó en vacío y recibió un crisóbulo con-
firmando todos sus deseos. Entonces le retiraron a Constantino los
borceguíes de seda que calzaba, le permitieron ponerse el calzado
de color enteramente rojo y en adelante fue el segundo en sellar
con cinabrio tras el emperador las donaciones y los crisóbulos, y fue
también el segundo en los cortejos, tocado con la tiara imperial. Por
todo esto se rumoreaba que antes de la rebelión, la emperatriz había
ultimado un acuerdo sobre ese particular en el que se fijaba así el
futuro de su hijo.
7. En suma, salió ella de palacio con esta seguridad y con el
apropiado cortejo y se estableció en las estancias del monasterio del
gran mártir Jorge, en los edificios construidos por el difunto empe-
rador Constantino Monómaco (Mangana suele llamarlos hoy en día
la lengua vulgar). El sebastocrátor Isaac la acompañaba.
147
sonas devotas y sensatas, asume pronto en su alma el temor de Dios
y es presa de grandes turbaciones y miedos, especialmente si está a
cargo de importantes asuntos y ha accedido a señaladísimos puestos.
Acosaba a Alejo el temor de que conducido en algún modo por su
torpeza, su osadía y su soberbia se atrajera la cólera de Dios y cayera
rodando del poder que hasta entonces tenía, tal como le sucedió una
vez a Saúl, pues Dios por el atrevimiento del rey rompió en dos su
reino11.
2. Alejo se hallaba agitado por estas reflexiones y su alma es-
taba conmovida también por temor a que en algún momento so-
breviniera abiertamente la cólera de Dios. Pues se consideraba res-
ponsable del daño causado a la ciudad entera por todos y cada uno
de los soldados que se desparramaron como el populacho por toda
la ciudad. Pensando que fue él quien originó aquellos tremendos
perjuicios, se sentía herido, angustiado y no estimaba en nada,
como es lógico, el imperio, el poder, la púrpura, la corona de joyas
engastadas y el vestido dorado y rodeado de perlas, frente a las
indescriptibles desgracias que había sufrido en aquella ocasión la
emperatriz de las ciudades. Los horribles infortunios que la envol-
vieron en aquel instante nadie, aunque quisiera, podría relatarlos.
En efecto, los santuarios, los templos, las propiedades públicas y
privadas, fueron saquedos por todos en todas partes, y los gritos y
las voces levantadas en todas partes golpeaban los oídos de todos.
Si alguien hubiera visto este espectáculo, habría dicho que fue un
terremoto lo que sobrevino.
3. Alejo revolvía estos pensamientos en su mente y por ello su
alma estaba afligida, desgarrada sin saber qué hacer con su infinito
dolor. Pues era estricto hasta el extremo a la hora percibir lo que se
había hecho mal. Sabía que los precedentes acontecimientos, du-
rante los cuales la masa había obrado vilmente, los habían llevado
a cabo las manos y las voluntades de otros, pero era consciente, y
muy firmemente por cierto, de que él había facilitado el pretexto
y el origen de estos sufrimientos. Con todo, para él una vez más
los responsables últimos de la rebelión habían sido los ya citados
11 Reyes, XV 28; XXVIII; III Reyes, XI 11.
148
siervos.
4. Como había aceptado de este modo la plena responsabilidad
de los desmanes, pretendía y deseaba curar esta herida. Así, tras la
curación y purificación de sus faltas, se haría cargo de los asuntos del
imperio y podría dirigir y administrar correctamente el imperio y los
asuntos relacionados con el ejército y la guerra. Acudió a presencia
de su madre, le comunicó aquel encomiable sentimiento y buscó
un medio que lo curase y alejase de estos remordimientos que tor-
turaban su conciencia. Ella abrazó a su hijo y acogió gustosamente
sus palabras. Mandaron llamar, pues, de común acuerdo al patriarca
Cosmas (por aquel entonces aún no había abdicado del trono) y a
algunos destacados miembros del sagrado sínodo y del estamento
monástico.
5. Compareció ante ellos el emperador como acusado, como
condenado, como un hombre común o alguien de otra condición
que está sometido a la autoridad y aguarda en cualquier momento
la sentencia que el tribunal dictará en contra de él. Alejo confesó
todas las faltas sin omitir ni la instigación, ni el consentimiento, ni
la actuación, ni la causa de esos actos y, tras explayarse en todos los
hechos con temor y fe, pidió ardientemente la cura de sus males,
sometiéndose a sí mismo a la pena. El tribunal condenó a idénticas
penas tanto a él como a sus parientes consanguíneos que se habían
alzado también en rebelión, ordenando ayunar, dormir en el suelo
y las medidas que los acompañan para reconciliarse con el favor
divino. Ellos aceptaron las penas y las cumplieron de buena gana.
Tampoco sus mujeres consintieron en permanecer libres de castigo
(¿cómo podrían negarse si eran amantes esposas de sus maridos?) y
voluntariamente aceptaron el yugo del arrepentimiento.
6. Pudo verse entonces el palacio lleno de lágrimas, de aflicción,
de una aflicción no digna de reproche ni que acusaba una debili-
dad de espíritu, sino encomiable y receptáculo de una alegría mayor
nunca desaparecida. El emperador, por su parte, dada su religiosi-
dad, iba más allá y vistió por debajo de la púrpura imperial un cilicio
que estuvo en contacto con la piel de su cuerpo durante cuarenta
días y cuarenta noches. Además, de noche dormía acostado en el
149
suelo, apoyando su cabeza sobre una piedra y sumido en la aflicción,
como es natural. De este modo, a continuación tomó el gobierno
del imperio con las manos puras.
150
casos, la pasión materna se adueñaba de ella y accedía a gobernar
con su hijo y emperador. En otras ocasiones, conducía sola, sin fallos
ni errores, el carro del estado al mando de sus riendas. Era, además,
inteligente, guía realmente apropiada para el imperio y puntal del
trono. Pero desde el otro lado, la arrastraba el amor de Dios.
3. Cuando en el mes de agosto de esta misma indicción el paso
al Ilírico de Roberto, que mostraba clara y efectivamente sus planes
íntimos, obligó a Alejo a partir, designó a su madre como única re-
gente del imperio en un crisóbulo que certificaba abiertamente ante
todos su decisión. Como el historiador no debe dejar constancia de
los actos y los decretos de los hombres ilustres a grandes rasgos, sino
detallar aquellos en lo posible y referir sus edictos, voy también yo,
de este modo, a transcribir el contenido de dicho crisóbulo, elimi-
nando solo los adornos de su redactor.
4. Dice así: «Nada hay equiparable a una madre cariñosa y
amante de sus hijos, ni refugio más poderoso que ella, aunque el pe-
ligro se cierna, aunque se espere alguna otra desagradable amenaza.
Si ella da un consejo, será un consejo seguro; si reza, sus rezos serán
apoyo y protección imbatibles. Este fue el carácter que Mi Imperial
Majestad creyó ver desde la más tierna infancia en mi venerada ma-
dre y señora, que ha actuado siempre en todo como mi nodriza y mi
guía. En efecto, mientras Mi Majestad constaba dentro del catálogo
senatorial, el amor de madre prevaleció sobre todo lo demás y la
confianza de hijo se conservó pura. En nuestros cuerpos diferentes
se reconoció la existencia de una sola alma, que se ha preservado
intacta, por gracia de Cristo, hasta el presente. Nunca se dijo entre
nosotros »esto es mío« o »esto es tuyo«, esas frías palabras; y, lo que
sin duda es más importante, sus continuas oraciones subían en todo
tiempo a los oídos del Señor y me elevaron a esta cima del imperio.
5. Sin embargo, tras la toma del cetro imperial, ella no pudo so-
portar la idea de abandonar la colaboración con Mi Majestad, ni la
de renunciar a los intereses de esta y a los públicos. Por ello, aunque
Mi Majestad se disponga a partir en contra de los enemigos de la
Romania y dedique mucha atención al reclutamiento del ejército y
a su organización, tampoco ha descuidado la administración de los
151
asuntos civiles y políticos. Halló, por tanto, una inexpugnable for-
taleza para el mejor gobierno en el hecho de confiar a mi venerada
y honradísima madre la administración de todas las cuestiones de
estado.
6. Mi Majestad decreta, pues, oficialmente a través del presente
crisóbulo que, por la experiencia que atesora sobre las cosas de la vida,
aunque las haya despreciado por entero, las decisiones que ella haga
constar por escrito, siempre que hayan sido propuestas por el presi-
dente de los secreta o por sus subordinados o por cualquier otro fun-
cionario, cuyas memorias, peticiones y resoluciones sean preparadas
en materia de disminución de cargas fiscales, tengan plena vigencia,
como si hubieran sido dispuestas por el sereno poder de Mi Majestad
y como si hubieran sido escritos según el dictado de mi propia boca.
Cualquier clase de resoluciones o instrucciones que sean expresadas,
tanto escritas como no escritas, ya motivadas ya no motivadas, y que
lleven su sello en el que aparecen la Transfiguración y la Dormición12,
serán tenidas en cuenta como si proviniesen de Mi propia Majestad y
con la fecha puesta por el que dirija en ese momento los secreta.
7. Además, en las promociones y sucesiones de los secreta y de
los temas, en las dignidades, cargos y donaciones de tierras, mi santa
madre tendrá mi imperial permiso de hacer lo que le parezca co-
rrecto. Además, las personas que sean promovidas a puestos de los
secreta y de los temas y sean los sucesores en estos cargos, y las per-
sonas que sean honradas con títulos de categoría superior, media o
inferior serán en adelante mantenidos en sus puestos y conservarán
sus privilegios. Además, los incrementos de las rentas, los aumentos
en las cantidades de las donaciones, las reducciones de impuestos,
las disminuciones o supresiones de pagos, será ella quien los ordene
con pleno derecho. Para resumir, nada de lo que ella ordene por
escrito o no, será entendido como carente de vigencia. Sus palabras
y prescripciones serán tenidas en cuenta como si provinieran de Mi
Majestad, ninguna de ellas será derogada y tendrán vigencia y esta-
bilidad en los tiempos venideros.
8. Ninguna persona exigirá responsabilidades ni someterá a in-
12 Es el nombre que recibe en la Iglesia Ortodoxa la Asunción de la Virgen.
152
vestigación alguna, tanto ahora o como en el futuro, a ninguno de
los que la hayan obedecido, incluido el que haya sido en su época
logoteta de los secreta, ya parezcan razonables o no razonables las
acciones emprendidas. Sean cuales sean, de las medidas vigentes en
razón del presente crisóbulo no se pedirá nunca cuenta».
1. Este era el contenido del crisóbulo. Por otro lado, dadas las cir-
cunstancias, alguien podría asombrarse del aprecio que mi padre y
soberano sentía hacia su madre y de la manera en que le cedió todas
las prerrogativas, como si él hubiera cedido las riendas del imperio
y de algún modo fuera el acompañante de ella, que guiaba el carro
del imperio, participando solo del simple nombre de emperador,
aunque por su edad ya hubiera pasado la adolescencia, cuando es-
pecialmente en esos caracteres nace la pasión de poder. En efecto,
el emperador se metió de lleno en las guerras con los bárbaros y en
cuanto supone hazañas y contiendas, y confió a su madre la admi-
nistración de todos los asuntos, los cargos civiles y las medidas sobre
los impuestos y los gastos del imperio.
2. Tal vez alguien podría reprocharle, una vez llegado a este
punto, que tomara esas medidas, pensando que mi padre confió al
gineceo la administración del imperio. Pero, si hubiera conocido la
inteligencia de esa mujer, su enorme virtud y sensatez, y la activi-
dad que desplegaba, dejaría de hacer reproches y los sustituiría por
su admiración. Tan diestra era mi abuela para llevar adelante sus
asuntos y eficiente en ordenar y organizar el gobierno que no solo
hubiera podido regir el estado de los romanos, sino también cual-
quier imperio de cuantos hay bajo el sol. Era muy experta y conocía
la naturaleza de cualquier clase de tareas y sabía cómo empieza cada
una, dónde puede desembocar, cuáles son perjudiciales para cuáles
y cuáles benefician a otras. Era muy perspicaz para captar lo que era
preciso hacer y hábil para llevarlo a cabo con seguridad.
3. No se daba el caso de que fuera tan juiciosa, pero su len-
153
gua desentonara de su buen juicio, sino que era una oradora muy
persuasiva. Tampoco era una charlatana que prolongara su discurso
interminablemente, ni la abandonaba pronto la inspiración del dis-
curso, sino que tras comenzar oportunamente, acababa a su vez en
el momento más oportuno. El trono imperial la ganó para sí cuando
disfrutaba de madurez, cuando más descollaba su inteligencia, su
agudeza florecía y su saber en torno a la política alcanzaba cotas
extremas, cualidades en las que el gobierno y la administración ha-
llan su fuerza. Estaba en una edad naturalmente apropiada no solo
para hablar más sabiamente que los jóvenes, como dice la tragedia,
sino incluso para actuar más sensatamente13. Tiempo atrás, cuando
ella pertenecía al grupo de las mujeres más jóvenes, era totalmente
asombrosa la prudencia, propia de las canas, que mostraba en una
edad juvenil. Su aspecto ofrecía al espectador la muestra de la virtud
y la seriedad que residían en ella.
4. Como decía, cuando mi padre ascendió al trono, se reser-
vó para sí los combates y las penalidades, mientras convertía a su
madre en espectadora de sus trabajos, y, tras hacerla su señora,
obedeció sus órdenes como un esclavo. El emperador la quería
mucho, dependía de sus consejos (tan amante hijo de su madre
era), prestaba su derecha como mano ejecutora de las palabras de
aquella y consentía o disentía con ella en todo lo que aquella con-
sentía o disentía.
5. En suma, la situación era la siguiente. El emperador poseía
simbólicamente el imperio, pero ella poseía el imperio mismo; la
una legislaba, administraba y regía todo, y él refrendaba con su se-
llo las medidas de aquella, las escritas con su firma y las no escritas
con su aprobación verbal. Por así decir, no era un emperador, sino
un instrumento del poder imperial de ella. Él quedaba satisfecho
con todas las decisiones que su madre adoptaba y decretaba, y
no solo era el que mejor obedecía a su madre, sino que también
le prestaba atención como a un sabio en la ciencia del gobierno
del imperio. Pues sabía que ella iba buscando siempre lo mejor
y que superaba con diferencia a todos los que vivían en aquella
13 Esquilo, Euménides, 848-849
154
época por su inteligencia y su comprensión de las cuestiones que
se trataban.
1. Esos fueron los comienzos del reinado de Alejo. Nadie podría lla-
marlo, lógicamente, soberano ahora que había transferido por ente-
ro el cargo de soberano a su madre. En fin, que otro alabe de acuerdo
con las leyes del encomio14 la patria de aquella estupenda madre y
su linaje, que entroncaba con el de los famosos Adriano Dalaseno y
Caronte15, y dirija su narración hacia la inmensidad de sus hazañas.
Porque no es adecuado que yo, una historiadora, la caracterice por
su linaje o su sangre, sino por su conducta, sus virtudes y por todas
los rasgos que caracterizan el género histórico.
2. Volviendo a ella una vez más, diré que era la mayor gloria tanto
del sexo femenino, como del masculino, y un adorno de la natura-
leza humana. Ella transformó, mejoró e impuso un orden digno de
elogio en el gineceo de palacio, que estaba totalmente corrompido
desde que el famoso Monómaco16 asumiera el mando del imperio
y que había sido el centro de insensatas pasiones hasta el reinado de
mi padre. Pudo comprobarse entonces cómo el palacio gozaba de un
orden encomiable. Prescribió las horas de los himnos sagrados, fijó el
momento de la comida y de la elección de magistrados, y se convirtió
ella en hito y modelo de todas las actividades, de modo que el palacio
acabó por tener más apariencia de un sagrado lugar de meditación.
3. Ese era el carácter de aquella mujer, realmente extraordinaria
155
y santa. Tanto superaba en templanza a las mujeres celebradas en la
antigüedad y que inspiraron tantos relatos, cuanto el sol a los astros.
¿Y su compasión con el pobre, su generosa mano con los necesita-
dos, qué palabras podrían expresarlas? Su hogar era el asilo común
de los parientes que pasaban penalidades, y no menos común lo
era también de los extranjeros. Honraba especialmente a sacerdotes
y monjes, a los que invitaba a su mesa, de modo que nadie podría
contemplar su mesa sin que estuvieran presentes los monjes. La ma-
nifiesta firmeza de su temperamento era venerada por los ángeles y
temida por los demonios. Solo con su mirada se hacía insoportable
a los hombres desenfrenados y dados a los placeres, pero, por el
contrario, se comportaba agradable y dulcemente con los que hacían
gala de su templanza. Conocía tan bien la medida de la modestia y
de la seriedad, que lo modesto no parecía en ella fiero y rudo, ni lo
tierno, relajado e intemperante. Creo que una buena definición del
decoro es la mezcla de caridad con la altura espiritual.
4. El carácter que había en su interior se inclinaba por la re-
flexión y desarrollaba siempre proyectos nuevos cuyo objetivo no
consistía en perjudicar al estado, como algunos murmuraban, sino
preservarlo, conducir al imperio, entonces arruinado, a su plenitud
y enderezar en la medida de sus fuerzas el rumbo de un estado
que estaba reducido a la nada. Aunque estuviera excepcionalmente
encargada de la administración de la cosa pública, no por ello des-
atendía el régimen de vida adecuado para el monacato y dedicaba
la mayor parte de la noche a cumplir con los himnos sagrados,
consumiendo el tiempo en continua oración y en vela. En torno
al alba, en ocasiones al segundo canto del gallo, se ocupaba de los
asuntos de estado, atendiendo con la ayuda de su secretario Grego-
rio Genesio a la elección de cargos y resolviendo las solicitudes de
los peticionarios.
5. Si algún orador hubiera querido plasmar su personalidad en
un discurso de encomio ¿a qué hombres y mujeres distinguidos en
la antigüedad por su virtud o célebres por sus empresas, sus reflexio-
nes y sus conductas respecto a los demás hubiera dejado de citar,
mientras alzaba al último escalón de la gloria a la mujer que era el
156
objeto de la alabanza, todo ello según la ley de los escritores de en-
comios? Pero las reglas de la historia no dan tanta licencia al que la
cultiva. Por eso, si al hablar de esta emperatriz, contamos sus éxitos
muy comedidamente, que nadie de cuantos conocen su virtud, su
enorme dignidad, su agudeza para cualquier asunto y su sublime in-
teligencia, llene nuestro relato de reproches. Pero volvamos nosotros
al punto en el que, por extendernos sobre la emperatriz, nos hemos
desviado un tanto del hilo narrativo. Como decíamos, pues, ella no
consagraba el día entero a las ocupaciones mundanas; por el contra-
rio, cumplía con las funciones religiosas en la iglesia consagrada a
la mártir Tecla, que el soberano Isaac Comneno17, su cuñado, había
mandado edificar por el siguiente motivo.
6. Cuando los jefes dacios decidieron dejar de respetar el tratado
que mantenían hacía tiempo con los romanos y lo rompieron con
su perjurio, los sármatas, conocidos antiguamente con el nombre de
misios y que se extendían por todos los territorios más allá del límite
que marca el curso del Istro18, al tener evidencia de este hecho, deci-
dieron no continuar en paz dentro de sus fronteras, se movilizaron
en masa y se instalaron en nuestros territorios. La causa de esta mi-
gración fue la implacable enemistad que los vecinos getas tenían con
los sármatas, a quienes hacían víctimas de pillaje. Por eso, cuando
se percataron de que era el momento oportuno y tan pronto como
vieron el Istro helado, lo utilizaron como tierra firme, se trasladaron
de sus tierras a las nuestras con todo su pueblo y acosaron nuestros
dominios con terribles saqueos de ciudades y regiones fronterizas.
7. Cuando el emperador Isaac se enteró de ello, consideró nece-
sario ganar Triaditza19. Tras haber repelido anteriormente a los bárba-
ros de oriente, este nuevo conflicto se le presentó como un problema
de fácil solución. Efectivamente, después de reunir todo el ejército,
emprendió el camino que llevaba hacia el territorio afectado con el
deseo de arrojar a esos bárbaros al otro lado de las fronteras romanas.
Tras alinear como general todo su ejército en perfecta formación,
17 Isaac I Comneno (1054-1057).
18 Danubio.
19 Actualmente, Sofía, la capital de Bulgaria.
157
se lanzó contra ellos. Nada más verlo, los bárbaros se dividieron
según diferentes opiniones. Pero Isaac, que no podía permitirse el
confiar en ellos, atacó con su potente falange la parte más potente
y difícil de batir del ejército enemigo, al que aterrorizó solo con su
proximidad y la de sus tropas. Y como no osaban mirar cara a cara
al que parecía lanzar relámpagos, tan pronto como vieron la masa
compacta que formaban los escudos de las tropas, se disolvieron.
Se retiraron, pues, un tanto y a pesar de proponerle entablar ba-
talla pasados tres días, se dieron a la fuga abandonando durante
la misma jornada sus tiendas. Él llegó al lugar donde ellos habían
acampado, destruyó sus tiendas y retornó triunfador con el botín
que había encontrado.
8. Llegado a los pies del Lobitzo20, le cayó encima una furiosa
tormenta seguida de una extraordinaria nevada. Era el veinticuatro
de septiembre, día en el que se conmemora a la gran mártir Tecla.
Las corrientes de los ríos se convirtieron en auténticas mareas, se
desbordó el agua y la llanura entera, donde estaban acantonados la
tienda imperial y todo el ejército, parecía un mar. En aquel instante,
toda la impedimenta desapareció arrastrada por las corrientes fluvia-
les y los hombres y animales estaban paralizados por el frío. El cielo
retumbaba con los truenos y continuos relámpagos zigzagueaban
desde las nubes sin tregua alguna, como si amenazaran con incen-
diar todo aquel entorno.
9. Al ver estos fenómenos, Isaac se sintió angustiado. Cuando
se produjo una leve pausa en la tormenta, abandonó aquel sitio con
sus generales, tras haber perdido a muchos hombres ahogados en
los torbellinos de las corrientes del río, y se situó bajo una encina en
compañía de aquellos. Pero percibió algo semejante a un ruido o un
estruendo que surgía de la encina y temió que esta cayera derribada
por la fuerza con que el viento empezaba a soplar. Por ello, se apartó
a tanta distancia como para que el árbol, si caía, no lo alcanzase. Y
se quedó estupefacto. La encina, como a una señal, fue arrancada de
raíz y quedó a la vista de todos tirada por tierra.
10. El emperador estaba inmóvil, asombrado de la solicitud que
20 Actualmente, Loveč, en Bulgaria.
158
Dios mostraba hacia él. Al tener noticias por rumores de una sedi-
ción en oriente, volvió a palacio. A raíz de aquel acontecimiento
mandó edificar una famosa iglesia consagrada a la gran mártir Tecla,
dotada suntuosamente con generoso presupuesto y con todos los re-
cursos artísticos, en donde ofrecía los votos que deben hacer los cris-
tianos y cumplía siempre con los himnos sagrados. De este modo,
fue construida esa mencionada iglesia y puesta bajo la advocación de
la gran mártir Tecla, donde, como antes expusimos, cumplía con sus
continuas devociones la emperatriz y madre del emperador Alejo.
11. Yo misma también tuve ocasión de tratar con ella y admi-
rarla durante un breve tiempo. Todos saben bien que lo que hemos
dicho no es producto de vanagloria y todos los que quieren descu-
brir la verdad sin partidismos pueden reconocerlo, si es que quieren.
Porque si yo hubiera preferido entonar un panegírico y no hacer his-
toria, hubiera aplicado mi obra a una mayor relación de sus obras,
como he aclarado más arriba. Pero ahora debemos volver a nuestro
objetivo.
21 El dromón era una tipo de nave de guerra bizantina con remos, velas latinas y
sin espolón. El sermón era una nave cuyas características no son bien conocidas,
159
preparando nuevos y abundantes buques en las regiones costeras y
reuniendo en tierra firme fuerzas numerosas que coadyuvaran con él
en sus objetivos. Sumido el joven soberano en una situación angus-
tiosa y sin saber a cuál de los dos frentes encaminarse, ya que parecía
como si cada uno de los dos enemigos fuera a atacarlo antes que el
otro, aquel noble joven se irritaba y deploraba que el imperio de los
romanos no tuviese siquiera un ejército digno (pues no se disponía
más que de trescientos soldados22 y estos originarios de Coma, muy
débiles y bisoños, y de algún contingente formado por unos pocos
bárbaros extranjeros de los que acostumbran a llevar la espada sobre
el hombro derecho23) y que no se contara con recursos económicos
en el tesoro de palacio con los que pudieran ganarse algunas alianzas
de países extranjeros. Los emperadores que habían precedido a mi
padre en el trono habían tratado de modo muy torpe las cuestiones
relativas a la guerra y al ejército, y habían conducido el estado de los
romanos a una situación límite. Yo misma oí decir a algunos solda-
dos y ancianos que ningún país había alcanzado nunca tal extremo
de infortunio.
2. Difíciles, por tanto, se le presentaban al soberano las cosas,
dividido entre diferentes preocupaciones. Pero él, que era valiente e
intrépido y que tenía una abundante experiencia sobre los asuntos
de la guerra, quería hacer fondear de nuevo el imperio en pacífi-
cas costas una vez a salvo de la enorme tormenta y, con la ayuda
de Dios, dispersos entre la espuma los enemigos que se levantaban,
como las olas cuando chocan contra las piedras.
3. Se dio cuenta, pues, de que era preciso convocar rápidamente
en pleno a todos los toparcas24 de oriente que estaban resistiendo
con valor a los turcos al mando de fortalezas y ciudades. Inmediata-
mente, por tanto, redactó diversos mensajes a todos, a Dabateno, a
la sazón topotereta25 de Heraclea del Ponto y encargado de paflago-
160
nia; a Burtzes, que era toparca de Capadocia y Coma, y a los restan-
tes jefes, ofreciéndoles información sobre todos los acontecimientos
que le habían ocurrido, por cuya causa, y gracias a la divina provi-
dencia, había ascendido a la dignidad imperial y había sido salvado
inopinadamente de un peligro inminente. Asimismo, les ordenaba
que fortalecieran sus posiciones adoptando las medidas precisas y
que, tras dejar allí un número suficiente de soldados, se presentaran
en Constantinopla con el resto de las tropas y con cuantos reclutas
recién alistados y en pleno vigor pudieran conseguir.
4. Luego, comprendió que debía afianzar dentro de lo posible su
posición frente a Roberto y apartar de la empresa a los caudillos y
condes que se había atraído. Pero cuando el emisario que había sido
enviado a Monomacato antes de la toma de Constantinopla y por
cuya mediación le pedía ayuda y requería que le fuera remitido di-
nero, regresó trayendo solo una carta donde se deshacía en excusas,
como antes hemos relatado, y donde exponía que le era imposible
ayudarle en ese momento, puesto que aún Botaniates estaba en po-
sesión de la autoridad, y cuando la hubo leído, quedó desolado por
el temor de que Monomacato se pasase al bando de Roberto nada
más enterarse del derrocamiento de Botaniates. En consecuencia,
mandó llamar a su cuñado Jorge Paleólogo y lo despachó a Dirra-
quio (ciudad ilírica) encomendándole la tarea de expulsar de allí a
Monomacato mediante el recurso a todo su ingenio y sin combatir,
ya que no disponía de tropas suficientes con las que echarlo a la
fuerza de la ciudad, y de oponer, en lo posible, sus argucias a las
argucias de Roberto.
5. Le encomendó, asimismo, que reparare las almenas de una
nueva forma, dejando sin clavar la mayor parte de sus piezas de
madera, para que, si en algún momento se les ocurriera a los la-
tinos trepar a ellas por escalas, rodase la empalizada por tierra al
mismo tiempo del asalto y arrastrase en su caída a los enemigos.
Además, hizo por escrito encarecidas y abundantes exhortaciones a
los gobernadores de las ciudades costeras y de las islas en el sentido
de que no debían abatirse ni, menos aún, volverse negligentes y que
[κλεισούρα], esto es, un desfiladero de valor estratégico.
161
debían estar despiertos y alertas, vigilando su entorno y observando
a Roberto, no fuera a ocurrir que acabara siendo dueño al primer
ataque de todas las ciudades costeras y de las islas y creara dificulta-
des extremas al imperio de los romanos.
162
y disposición tuya hacia Nuestra Majestad y la promesa que hiciste
de aceptar la movilización en contra de ese hombre perverso y darle
a probar merecidamente su propia maldad a ese maldito criminal y
enemigo de Dios y de los cristianos, demuestran la inmensa gran-
deza de tu alma, lo que da claro testimonio de tu devoción a Dios.
4. Los intereses de Nuestra Majestad, en general, marchan bien,
pero en algunas insignificantes cuestiones se hallan inquietos y tur-
bados por las alteraciones a que los someten las actividades de Ro-
berto. Pero si en algo hay que confiar en Dios y en sus justos de-
signios es en que la ruina de ese injustísimo hombre es inminente.
Dios no consentirá en absoluto que el bastón de los pecadores se alce
contra sus herederos. Por otro lado, respecto a los acuerdos entre
Nuestra Majestad y Tu Poderosísima Alteza sobre el envío de ciento
cuarenta y cuatro mil monedas y las cien piezas de tela púrpura,
estas han sido enviadas con el protoproedro y catepán entre los títu-
los, Constantino30, con el beneplácito de tu fidelísimo y nobilísimo
conde Bulcardo31. La citada suma de monedas que ha sido enviada
se pagó mediante plata acuñada en la antigua calidad de época del
emperador Romano32. Una vez Tu Nobleza haya prestado juramen-
to, te serán remitidas doscientas diez y seis mil monedas y las rentas
de las veinte dignidades conferidas por mediación de Bagelardo33, el
muy fiel servidor de Tu Alteza, cuando bajes a Longibardía.
5. Por otro lado, Tu Alteza ha sido instruida previamente sobre
los términos en que debe ser cumplido el juramento. Sin embar-
163
go, el protoproedro y catepán Constantino, que ha sido informa-
do por Nuestra Majestad sobre cada uno de los requerimientos
que se hacen y que se confirmarán con el juramento que vas a
pronunciar, te dará mayores detalles. Cuando Nuestra Majestad y
los embajadores enviarlos por Tu Alteza llegaron a un acuerdo, se
les recordó algunas de las más urgentes y fundamentales cuestio-
nes, pero como los hombres de Tu Alteza afirmaron que no tenían
competencia sobre esos asuntos, Nuestra Majestad dejó pendiente
el juramento. Preste, pues, ahora el juramento Tu Alteza de acuer-
do con la garantía que de ello ofreció a Nuestra Majestad tu leal
Albertes34 mediante su propio juramento y según Nos requerimos
como preciso colofón.
6. La tardanza de tu fidelísimo y nobilísimo conde Bulcardo
se produjo porque Nuestra Majestad deseaba que él contemplara a
nuestro amadísimo sobrino35, el hijo del muy feliz sebastocrátor y
carísimo hermano de Nuestra Majestad36, para que a su regreso te
pusiera en conocimiento de la inteligencia que posee el niño a pesar
de su tierna infancia. Porque a las cuestiones relacionadas con su as-
pecto exterior y con su físico Nuestra Majestad les confiere un valor
secundario, si bien en este apartado posee abundantes cualidades.
Tu embajador te pondrá al corriente de que durante su estancia en
la capital vio al niño y de que, como es natural, trató con él sobre
muchos aspectos. Puesto que Dios aún no ha agraciado a Nues-
tra Majestad con un hijo y el lugar de hijo legítimo lo ocupa este
amadísimo sobrino, con la anuencia de Dios, ningún impedimento
existe para que nosotros nos unamos con el parentesco de la sangre,
tengamos mutuos lazos de amistad y creemos mutuas relaciones fa-
miliares en virtud de nuestro parentesco, de tal manera que, con la
ayuda de Dios, uno sea más poderoso gracias a al otro y viceversa,
y acabemos siendo ambos temibles e invencibles para los enemigos.
7. Ahora han sido remitidos a Tu Nobleza como muestra de afec-
to un colgante de oro con perlas, un relicario dorado que lleva dentro
34 Albert, otro miembro de la embajada de Enrique IV.
35 Juan Comneno, futuro gobernador de Dirraquio.
36 Isaac Comneno.
164
partes de diferentes santos, cada uno de los cuales se distingue por un
pequeño cartel situado en, cada uno de ellos, un cáliz de sardónice, un
vaso de cristal, roca de rayo atada a una cadena de oro y savia de bálsa-
mo.
8. Ojalá Dios alargue tu vida, ensanche los límites de tus dominios
y coloque a todos tus adversarios en la ignominia y en la sumisión.
Ojalá la paz sea con Tu Alteza, el sol de la serenidad brille para todos tus
vasallos y desaparezcan todos tus enemigos porque la poderosa fuerza
del Altísimo te favorezca contra todos a ti, que amas tanto su nombre
invencible y verdadero, y armas tu mano contra sus enemigos».
1. Así pues, una vez organizada de ese modo la defensa de los terri-
torios occidentales, Alejo se preparaba contra la amenaza urgente e
inminente de peligro, mientras residía aún en la ciudad imperial y
examinaba cómo oponerse a los enemigos que acechaban de forma
manifiesta mediante toda clase de recursos. Como señalamos ante-
riormente, él veía que los muy infieles turcos estaban asentados en
torno a la Propóntide a causa de la hegemonía de Solimán37 sobre
todo el oriente, el cual no cesaba de enviar incursiones de pillaje desde
Nicea (donde también tenía su sede el palacio del sultán, una especie
de palacio imperial) ni de saquear todos los territorios limítrofes con
Bitinia y Tinia38 hasta alcanzar la que ahora se denomina Damalis del
Bósforo en sus cabalgadas y asaltos, y que se llevaban abundante botín
sin atreverse tan solo a franquear el estrecho. Cuando los habitantes de
Bizancio veían que los bárbaros habitaban sin ninguna clase de temor
en las poblaciones costeras y en los templos sagrados sin que nadie los
expulsara de allí, caían en la mayor desolación porque no sabían qué
hacer y estaban completamente aterrorizados.
37 Suleimán, primo del sultán selyúcida Malik Shah, gobernaba casi de forma
independiente en Asia Menor.
38 Cabo situado entre el Mar Negro y el Mar de Mármara.
165
2. Al ver este estado cosas, el emperador comenzó a dar innu-
merables vueltas en la cabeza a sus pensamientos, adoptando y des-
echando sucesivas soluciones y planes estratégicos hasta que asumió
en la medida de sus posibilidades el plan que consideraba mejor y se
puso manos a la obra. En consecuencia, eligió a los decarcas39 entre los
hombres recién reclutados (los había romanos y algunos oriundos de
Coma). De ellos, embarcó a unos armados ligeramente solo con arcos
y escudos, y a otros, los que tenían alguna experiencia, cubiertos con
yelmo, escudo y lanza, les ordenó que bordearan la costa y la orilla,
cruzasen el mar en secreto y cayeran sobre los infieles si notaban que
estos tenían una superioridad numérica no mucho mayor que la suya.
Luego, deberían retornar inmediatamente al lugar de donde habían
partido. Como sabía que eran totalmente bisoños, les recomendó que
ordenasen a los remeros remar sin ruido, vigilando al tiempo a los
bárbaros que suelen emboscarse en las hendiduras de las rocas.
3. Así se estuvo actuando durante unos días y pronto los bár-
baros comenzaron a escapar hacia lugares más al interior de la cos-
ta. Cuando el emperador se enteró, ordenó a destacamentos de sus
fuerzas que tomasen las localidades y edificaciones que habían esta-
do antes en manos de los turcos y que pasaran las noches al abrigo de
estas. Asimismo, les ordenó que en torno al alba, cuando el enemi-
go necesitase salir para forrajear o por otro motivo, los atacaran en
masa; que se contentaran con poder realizar alguna acción en contra
de ellos, aunque fuera poca cosa, y que, sin buscar más riesgos ni
darle pretexto al enemigo de probar su valor, volvieran rápidamente
para ponerse a salvo en el interior de las fortalezas.
4. No mucho tiempo tardaron los bárbaros en estar tan lejos
que el soberano recobró el ánimo y ordenó a los hombres, que hasta
entonces habían combatido a pie, montar a caballo, blandir la lanza
y llevar a cabo numerosas y fugaces incursiones a caballo contra los
enemigos, sin que hubieran de atacarlos ya por la noche y furtiva-
mente, sino cuando acabara de amanecer. Los que hasta entonces
habían sido decarcas ascendieron a pentecontarcas40. Ellos, que ha-
39 «Decurión», al mando de diez hombres.
40 Al mando de cincuenta soldados.
166
bían luchado a pie, de noche y con mucho miedo contra los enemi-
gos, los atacaban ahora por la mañana y, cuando el sol brillaba en el
centro del cielo, libraban grandes combates llenos de valor. De este
modo, sucedió que mientras a unos se les iban reduciendo sus pose-
siones, a los romanos enseguida volvió a alumbrarlos el fulgor de un
poderío que había estado ahogado bajo las cenizas. Pues Comneno
no solo los arrojó mucho más lejos del Bósforo y de las regiones
próximas al mar, sino que incluso obligó al sultán a pedir muy enca-
recidamente la paz gracias a la expulsión de los bárbaros más allá de
los límites de Bitinia, Tinia y Nicomedia.
5. Ante las abundantes noticias que confirmaban el incontenible
avance de Roberto, quien ya había reunido abundantes fuerzas y se
disponía a acercarse a las costas de Longibardía, Alejo recibió favo-
rablemente la petición de la paz. Pues si ni siquiera Heracles podía
luchar contra dos, como dice el proverbio, mucho menos podría
un joven general que acababa de hacerse cargo de un imperio ya
arruinado y que desde hacía mucho tiempo iba marchitándose poco
a poco, degradado hasta el extremo, sin poseer riquezas, sin dinero,
pues todos los recursos habían sido engullidos antes y dilapidados
en gastos completamente inútiles. Por ello, tras expulsar a los turcos
de Damalis y de los lugares costeros de su entorno con toda clase
de medios, incluido el ganárselos con obsequios, se vio obligado a
firmar un tratado de paz. Una vez fijado como frontera el río llama-
do Dracón41, los convenció para que no lo traspasaran ni hicieran
nunca incursiones contra los límites de Bitinia.
167
dino y Micaelás. Pues estaba asustado a causa de su desobediencia
y por haber devuelto con las manos vacías a aquel mensajero que el
emperador Alejo le había enviado antes de hacer patente su planea-
da rebelión, pidiéndole que le mandara dinero por mediación suya.
En todo caso, el emperador no tenía intención de tomar represalias
contra él, salvo la destitución de su cargo por la razón ya citada. Al
enterarse de la actuación de Monomacato, el soberano le envió un
crisóbulo en el que le garantizaba una completa seguridad, pero él lo
tomó y lo devolvió al palacio.
2. Roberto, tras hacer aparición en Hidrunte y ceder la auto-
ridad sobre todas sus posesiones, incluida la propia Longibardía,
a su hijo Rogelio, partió de esta ciudad para llegar al puerto de
Brentesio. Tan pronto como se enteró de la llegada de Paleólogo a
Dirraquio, mandó construir torres de madera en las mayores naves
y recubrirlas con pieles. Asimismo, se apresuró a embarcar todo lo
necesario para el asedio, metió en los dromones caballos y jinetes
armados, ultimó con sumo cuidado y en todas partes los prepara-
tivos bélicos y se echó sin tardanza a la mar. Sus planes consistían
en arribar a Dirraquio, cercarla con helépolis42 por mar y tierra con
intención de asustar a sus defensores y tomar la ciudad al primer
asalto mediante una maniobra de cerco completo. A partir de este
momento, tan pronto como se enteraron de estos preparativos,
los isleños y los habitantes de la zona costera de Dirraquio fueron
presa de gran agitación.
3. Cuando todos los preparativos estuvieron concluidos según
sus órdenes, soltó amarras, dispuso los dromones, las trirremes y
moneres43 en formación de combate de acuerdo con los modos ma-
rineros y emprendió la navegación ordenadamente. Gracias al vien-
to de popa alcanzó el litoral de Aulón, desde donde llegó costeando
hasta Botrento44. Allí, tras reunirse con su hijo Bohemundo, que lo
había precedido en la travesía, dividió el ejército en dos partes. Él
personalmente tomó el mando de una con la intención de efectuar
42 Máquinas de asedio.
43 Naves de una sola fila de remeros.
44 Lengua de tierra situada entre Córcira y la costa que se halla enfrente.
168
la navegación por mar hasta Dirraquio; la otra la puso bajo las ór-
denes de Bohemundo, quien debía encaminarla por tierra también
hacia Dirraquio.
4. Cuando ya había pasado Corifó y enfilaba la proa hacia Dirra-
quio, cayó súbitamente dentro de una gran tempestad a la altura
del cabo conocido por Glosa45. Abundantes lluvias y vientos pro-
cedentes de las montañas agitaban el mar con su fuerza. Entonces,
comenzaron a levantarse y a rugir las olas; los remos, cuando los
remeros los empujaban, se quebraban; los vientos desgarraban las
velas, las vergas caían rotas contra la cubierta y las embarcaciones
se hundían con toda su tripulación. Esto sucedía a pesar de estar en
la estación del verano, cuando el sol pasa de Cáncer y se apresura a
Leo, también conocida con el nombre de canícula. Todos eran pre-
sa de la confusión, de la angustia, sin saber qué hacer, ya que eran
incapaces de enfrentarse a semejantes enemigos. Se levantó un gran
clamor, gemían, imploraban, invocaban a Dios llamándolo salvador
y suplicaban poder vislumbrar tierra firme.
5. Pero la tempestad no apaciguó su cólera en todo este tiem-
po, como si Dios demostrase al orgullo incontenible y soberbio de
Roberto ya desde el primer momento que su final no sería feliz. En
suma, algunas naves se hundieron con sus navegantes; otras choca-
ron contra la costa y quedaron destrozadas. En cuanto a las pieles
que cubrían las torres46, cuando se reblandecieron por efecto de la
lluvia, los clavos saltaron de su sitio y entonces estas pieles hicieron
volcar por su peso las torres de madera, que provocaron el hun-
dimiento de las naves en su caída. La embarcación que ocupaba
Roberto se salvó semidestruida y a duras penas, así como se salva-
ron, inesperadamente, algunos barcos de transporte junto con sus
tripulantes.
6. El mar devolvió muchos muertos, no pocas bolsas y algu-
nos otros objetos que transportaba la marinería de Roberto, y los
esparció sobre la arena. Los supervivientes se dedicaron a enterrar a
los muertos, y en ese mismo sitio los invadió la enorme pestilencia
45 Una de las puntas del golfo al fondo del cual se halla Aulón.
46 Torres de asedio.
provocada por los cadáveres, pues eran incapaces de sepultarlos a
todos rápidamente. Como todos los víveres habían desaparecido,
muy pronto hubieran sido exterminados por el hambre, incluso los
hasta entonces sanos y salvos, de no ser por las mieses, campos y
huertos, que estaban repletos de sus frutos. Esos acontecimientos
tenían una fácil interpretación para todos los que hacían gala de
rectos pensamientos. Sin embargo, nada de lo sucedido atemorizaba
a Roberto, porque era intrépido y rogaba, creo, la prolongación de
su propia vida el tiempo suficiente para poder combatir contra los
que su voluntad había señalado.
7. Por esto, nada de lo sucedido lo apartó del objetivo pro-
puesto. Roberto permaneció siete días en Glabinitza1 junto con
los que se habían salvado (algunos habían conseguido escapar del
desastre gracias al invencible poder de Dios) para reponerse, poder
descansar, tanto él como los supervivientes de la tormenta marina
y dar tiempo a que llegaran los que quedaron en Brentesio, los que
se esperaba vinieran desde otros puntos con una escuadra y los que
poco antes habían desembarcado y hacían el camino por tierra con
sus jinetes, infantes y la tropa ligera. Una vez hubo reagrupado a
todos los de mar y tierra, llegó con todas sus tropas a la llanura
ilírica.
8. El latino2 que me ha contado estos hechos, iba con Rober-
to, según él, en calidad de embajador del obispo de Bari. Como
afirmaba, acompañó a Roberto durante esta campaña. Pues bien,
levantaron el campamento en el interior de los muros en las ruinas
de la antigua Epidamno y emplazaron dentro el grueso de sus tro-
pas. Desde esta ciudad el rey Pirro del Epiro, aliado una vez con los
tarentinos, emprendió una sangrienta guerra en Apulia contra los
romanos, pero como en ese lugar se produjo una matanza tan gran-
de que todos sin excepción cayeron víctimas de la espada, fue aban-
donada y deshabitada por completo. En tiempos posteriores, como
dicen los griegos y testimonian, en efecto, las propias inscripciones
de la ciudad, fue reconstruida por Anfión y Zeto y pronto apareció
1 En la antigüedad, Acroceraunia, cerca de Aulón.
2 Urson, consejero y amigo de Roberto Guiscardo.
171
con su actual configuración. En aquel momento, precisamente, se
cambió su nombre por el de Dirraquio3. Quede, pues, constancia
así de lo que hemos contado, concluya en este punto el libro tercero,
porque los acontecimientos que siguen los debe describir el libro
que viene detrás de este.
3 No hay constancia de tal despoblación de la zona. Por otro lado, aquí la autora
mezcla la mitología con la historia de modo arbitrario. Anfión y Zeto son los fun-
dadores míticos de la ciudad de Tebas.
172
LIBRO IV
4 17 de junio de 1081.
173
tiempo en informar en una carta al soberano de la irrupción de
Roberto y de su presencia en Dirraquio con intención de asediar
la ciudad.
2. Cuando los habitantes de Dirraquio vieron fuera las máqui-
nas, la inmensa torre de madera que había sido construida y que so-
bresalía por encima de los mismos muros de Dirraquio, cubierta de
pieles toda entera, dotada de catapultas en su parte superior; cuando
vieron también que todo el recinto de las murallas estaba rodeado
en su exterior por el ejército, que contingentes aliados procedentes
de cualquier origen se reunían con Roberto, que las poblaciones
de los contornos eran tomadas al primer asalto y que las tiendas se
iban multiplicando día a día, quedaron sobrecogidos por el miedo y
comenzaron a reconocer los auténticos objetivos del duque Roberto.
No había llegado a la llanura ilírica para saquear ciudades y regiones,
y regresar de nuevo a Apulia tras acumular un gran botín, como se
decía por todas partes, sino que ambicionaba el trono imperial de
los romanos y por ello, según se dice, se apresuraba a asediar Dirra-
quio como punto de partida.
3. Entonces, Paleólogo ordenó preguntar desde lo alto de las
murallas a Roberto la razón de su presencia. Él respondió: «Para res-
tablecer en el puesto que le pertenece a mi pariente Miguel, que ha
sido expulsado del trono, y para vengar los ultrajes a que ha sido so-
metido y hacerle justicia». Los defensores respondieron: «Si cuando
veamos a Miguel lo reconocemos, nos prosternaremos al momento
ante él y entregaremos la ciudad». Tras oír estas palabras, Roberto
ordenó a Miguel que se mostrase enseguida espléndidamente ves-
tido ante los moradores de la ciudad. Lo condujeron en medio de
un brillante cortejo, acompañado con todo tipo de instrumentos
musicales y címbalos y se lo mostraron. Pero cuando estos lo vieron
desde lo alto de la muralla, comenzaron a proferir contra él gran
cantidad de insultos, mientras afirmaban con rotundidad que no lo
reconocían. No obstante, Roberto insistió en sus proyectos sin darle
la menor importancia a estos hechos. Por otro lado, en tanto los de
dentro y los de fuera hablaban unos con otros, algunos de los de-
fensores hicieron una salida repentina fuera de la ciudad y trabaron
174
combate con los latinos. Tras hacerles algún escaso daño, entraron
de nuevo en Dirraquio.
4. La gente tenía diversas opiniones sobre el monje que acom-
pañaba a Roberto. Unos divulgaban su creencia de que se trataba
del copero del emperador Miguel Ducas. Otros aseguraban que era
el propio soberano Miguel, consuegro del bárbaro, el causante de
que Roberto se hubiera embarcado en esta gran guerra, según se
dice. Finalmente, había quien insistía en saber con certeza que era
una argucia enteramente achacable a Roberto, ya que el monje no
había acudido a este por propia iniciativa. Roberto, tras conquistar
desde una extrema pobreza y un oscuro origen gracias a su carác-
ter enérgico y su gran inteligencia todas las ciudades y regiones de
Longibardía y de Apulia, y convertirse en su señor, como el libro
tercero ha mostrado, ambicionó muy pronto mayor poder, hecho
que es frecuente en los temperamentos insaciables, entonces llegó a
la conclusión de que debía intentar apoderarse de las ciudades del
Ilírico y, si los asuntos le iban de acuerdo a sus planes, continuar
adelante. Pues, en efecto, todos los codiciosos, una vez que acceden
al poder, no presentan diferencia alguna con la gangrena. Cuando
esta enfermedad hace presa en un cuerpo, no se detiene ante ningún
obstáculo hasta que lo invade todo entero y lo corrompe.
II. Alejo pide ayuda a los venecianos. Victoria de estos sobre los
normandos y saqueo de su campamento.
175
realidad el emperador, se estaban pasando al bando de Roberto. Por
todas estas razones, era presa del miedo, ya que podía calibrar las
dimensiones de este problema y comprendía que las fuerzas bajo su
mando no equivalían ni siquiera a una fracción de las de Roberto.
Juzgó entonces el emperador que era preciso hacer llamar a los tur-
cos de oriente y le comunicó este deseo al sultán.
2. Recurrió también a los venecianos (de quienes, según se dice,
los romanos sacaron el color azul de las carreras de carros5) con pro-
mesas y obsequios. También les anunció la concesión de unos bene-
ficios y el ofrecimiento de otros, si aparejaban la flota completa de su
país, arribaban con rapidez a Dirraquio para defenderla, y trababan
firme combate con la escuadra de Roberto. Si actuaban conforme a
las instrucciones del emperador, tanto si obtenían la victoria con la
ayuda de Dios, como si (hecho que suele ocurrir) eran derrotados,
recibirían según lo prometido idéntica recompensa que en el caso
de una victoria total. Además, todos aquellos de sus deseos que no
fueran perjudiciales para los intereses del imperio de los romanos
serían concedidos y garantizados mediante crisóbulos.
3. Después de oír esas propuestas, los venecianos expusieron a su
vez por mediación de embajadores todos sus deseos, a los que se res-
pondió con la promesa en firme de cumplirlos. Tras aparejar, enton-
ces, una armada con toda clase de buques, emprendieron la travesía
hacia Dirraquio en perfecta formación. Cuando llevaban gran parte
de la navegación, llegaron al templo erigido antiguamente en honor
de la muy inmaculada Madre de Dios en un lugar llamado Palia,
que dista unos dieciocho estadios6 del campamento que Roberto
había situado a las afueras de Dirraquio. Al ver la flota de Rober-
to al otro lado de la ciudad de Dirraquio reforzada con toda clase
de máquinas de guerra, se acobardaron ante el combate. Roberto,
cuando se enteró de su llegada, les envió a su hijo Bohemundo con
una escuadra para indicarles que aclamasen al emperador Miguel y
al mismo Roberto. Los venecianos dejaron pendiente la aclamación
5 La tradición decía que la denominación del equipo azul («venetus») en las carre-
ras de caballos procedía de la ciudad de Venecia. El otro equipo era el de los verdes.
6 2,7 kilómetros.
176
para el día siguiente. Al caer la tarde, como no podían aproximarse
a la costa porque el viento estaba en calma, unieron las mayores na-
ves, las ataron con amarras para formar el llamado puerto en el mar,
construyeron torres de madera entre sus velas y levaron con cabos las
pequeñas barcas que remolcaba cada una. Introdujeron en el inte-
rior de estas barcas hombres armados, cortaron en trozos de no más
de un codo7 gruesos troncos con agudos clavos de hierro hundidos
en ellos y esperaron la llegada de la flota franca.
4. Cuando abrió el día, Bohemundo arribó para pedir la acla-
mación. Ante los insultos que algunos dirigieron a su barba, Bo-
hemundo no pudo contenerse y se lanzó el primero contra sus na-
ves mayores. Tras él, marchó el resto de la escuadra. Entablado un
violento combate, mientras Bohemundo luchaba bastante valerosa-
mente contra los venecianos, tiraron estos uno de los citados trozos
de madera desde arriba y agujerearon la nave que ocupaba en ese
momento Bohemundo. Mientras la nave se iba hundiendo tragada
ruidosamente por las aguas, algunos tripulantes saltaron desde el
barco y acabaron por tener el mismo final del que huían, sumergi-
dos en el abismo. Otros fueron aniquilados combatiendo contra los
venecianos. Bohemundo, que se hallaba en peligro, saltó a otra de
sus naves y se refugió en ella.
5. Como los venecianos habían librado combate con mayor arrojo
y más valerosamente, lograron poner a los normandos en fuga y los
persiguieron hasta el campamento de Roberto. Tan pronto como es-
tuvieron próximos a tierra firme, saltaron a ella y trabaron un nuevo
combate con Roberto. Al verlos, Paleólogo hizo también una salida de
la ciudad de Dirraquio y emprendió la lucha contra ellos. Así pues, se
produjo un violento combate que llegó hasta el propio campamento
de Roberto. Muchos de sus soldados fueron perseguidos más allá de
este y otros muchos cayeron víctimas de la espada.
6. Los venecianos, cuando hubieron acumulado abundante bo-
tín, regresaron a sus propias naves y embarcaron. Paleólogo, a su vez,
entró en la ciudad. Tras descansar unos días, los venecianos enviaron
emisarios al soberano para informar de lo sucedido. Él los acogió
7 0,50 metros.
177
Roberto Guiscardo junto a su hermano Roger I de Sicilia
178
abandonar la campaña, sino combatir con empeño. Como había lle-
gado el invierno, no podía sacar las naves al mar y, además, las flotas
romana y veneciana, que vigilaban esas aguas, lo aislaban de los re-
fuerzos procedentes de Longibardía y del suministro que ellos trans-
portaban. Con la llegada de la primavera9 y el apaciguamiento de las
tormentas marinas los venecianos, tras levar anclas, atacaron los pri-
meros a Roberto. Detrás de estos, inmediatamente, navegaba Máurice
con la escuadra romana. Se produjo entonces un violentísimo choque
militar y los hombres de Roberto volvieron la espalda. Roberto reco-
noció a continuación que debía arrastrar a tierra firme toda su flota.
2. Los isleños, las villas costeras del continente y todos cuantos
pagaban tributos a Roberto, enterados de su derrota naval, se en-
valentonaron por lo que le había sucedido y empezaron a no pagar
las cargas impositivas. En consecuencia, Roberto comprendió que
debía empeñarse más a fondo en esta guerra y volver a combatir
por tierra y mar. Pero sus planes no podían llevarse a la práctica por
temor al naufragio, ya que en aquellos momentos estaban soplan-
do grandes vientos. Por ello, mientras permanecía dos meses en el
puerto de Jericó deseoso de combatir por tierra y mar, emprendió la
preparación de su dispositivo bélico. Las flotas veneciana y romana
vigilaban dentro de sus posibilidades el estrecho y, cuando las aguas
permitían la navegación, rechazaban a los refuerzos que intentaban
atravesar desde la otra orilla en dirección a Roberto. Seguidamen-
te, empezó a extenderse el hambre por la imposibilidad en que se
hallaba Roberto de proporcionar suministros al contingente acam-
pado junto al río Glicis debido a los obstáculos que interponían los
defensores de Dirraquio a quienes salían por forraje u otro tipo de
aprovisionamiento desde los atrincheramientos normandos. Incluso
el clima del lugar, que les resultaba extraño, los perjudicaba mucho
hasta el punto de que, como se dice, en el transcurso de tres meses
se produjo tal mortandad de hombres que ascendió a la cantidad
de diez mil. Este mal también alcanzó y aniquiló a muchas fuerzas
de la caballería de Roberto. Hasta quinientos caballeros, condes y
jefes, todos hombres muy valerosos, acabaron siendo víctimas de la
9 1082.
179
enfermedad y el hambre. En cuanto a los soldados de rango inferior,
perecieron gran cantidad de hombres de caballería.
3. Como hemos dicho, sus barcos estaban metidos en el río
Glicis. El río bajó de nivel a causa del descenso de caudal provo-
cado por el caluroso verano que había seguido a aquel invierno y a
aquella primavera y, al no tener tampoco la corriente de agua que
acostumbraba fluir río abajo, Roberto, angustiado, no podía sacarlos
de nuevo al mar. Sin embargo, como era un hombre muy astuto e
ingenioso, ordenó clavar postes a cada orilla del río y atarlos de for-
ma compacta mediante mimbres. Luego, ordenó extender tras ellos
enormes árboles cortados de raíz y echar arena desde arriba, con idea
de que el agua se acumulara solo en el canal que formaban los pos-
tes. En breve, el agua volvió a ser abundante y llenó la obra fluvial
hasta alcanzar una estimable profundidad. De este modo, levantó
las naves y barcos que durante ese tiempo habían estado firmemente
varados en la tierra, se elevaron y flotaron. A continuación los barcos
navegaron sin dificultad hasta ser sacados al mar.
180
oír ocasionalmente, hecho que sucede con frecuencia, así como de
guardar el palacio, la ciudad y de consolar el carácter de las mujeres,
tan dado a las lamentaciones. En lo concerniente a su madre, esta
no precisaba ninguna ayuda, creo, a causa de su fuerte constitución
junto a su extrema habilidad para manejar las cuestiones políticas.
En fin, tan pronto como Pacuriano hubo leído aquella misiva, nom-
bró su lugarteniente a Nicolás Branas, hombre aguerrido y en pose-
sión de gran experiencia militar, y partió rápidamente de Orestíada
en unión de todo el ejército y de la nobleza para unirse sin tardanza
al emperador.
2. El soberano ya se había apresurado a emplazar en orden de
batalla todo su ejército. Había nombrado jefes de los soldados de
élite a los más valientes de ellos, y les había dado la orden de que se
mantuvieran durante el camino en el mismo puesto que se les había
asignado para que gracias a su conocimiento de la formación y del
lugar que ocupaba cada uno, se mantuvieran en su sitio durante la
batalla y no pudieran cambiar de posición fácilmente y al azar.
3. Mandaba el batallón de los excúbitos11 Constantino Opo; el
de los macedonios, Antíoco; el de los tesalios, Alejandro Cabasilas;
comandaba a los turcos que habitaban en Acrido12 Taticio, a la sazón
gran primicerio13, hombre muy valiente e intrépido en las batallas,
aunque no descendiera de una familia libre. En efecto, su padre, que
era sarraceno había caído en poder de mi abuelo paterno Juan Com-
neno durante una expedición que realizó para procurarse forraje.
De los maniqueos14, que ascendían a la cantidad de dos mil ocho-
cientos, eran jefes Jantas y Culeón, también ellos de su misma secta.
Todos estos eran hombres muy aguerridos y dispuestos a gozar con
la sangre de los enemigos cuando el momento lo exigiera y, lo que es
más aún, osados e implacables. Las tropas más próximas al empera-
11 Tropas montadas acuarteladas normalmente en Constantinopla y asignadas a la
guardia imperial. A su mando había un doméstico.
12 En Tracia occidental.
13 Primicerios eran los primeros de cualquier orden jerárquico y los había abun-
dantemente en las jerarquías civil, eclesiástica y militar. En este caso, el jefe de los
turcos de Ohrid al servicio del imperio recibía esa denominación.
14 Ana Comnena hablará de ellos más extensamente en XIV VIII.3
181
dor (vestiaritas suelen denominarse) y el contingente de los francos
estaban bajo el mando de Panucomites y Constantino Humbertó-
pulo, que se llamaba de esta manera por sus orígenes familiares.15
4. Tan pronto como tuvo así dispuestos los batallones, se arrojó
con todo su ejército contra Roberto. Un hombre que venía de allí y
que se encontró con el emperador le informó sobre la situación de
Dirraquio. Por estas noticias, se enteró con mayor detalle de que Ro-
berto había puesto en movimiento todos los instrumentos necesarios
para el asedio y de que estaba junto a las murallas. Jorge Paleólogo,
que había hecho frente toda la noche y todo el día a las helépolis y a
las máquinas, acabó por desistir de esta clase de defensa y, tras abrir
las puertas de la ciudad, salió y libró con ellos un violento combate.
Una serie de certeras heridas afectaron diversas partes de su cuerpo,
especialmente, la herida provocada por un dardo que se le clavó cerca
de la sien. A pesar de los esfuerzos que hacía para arrancarlo, no po-
día. Un sanitario, que había sido llamado, retiró el extremo de la fle-
cha, es decir, la punta donde baten las plumas, pero el resto del dardo
permaneció en el lugar de la herida. Tras vendársele la cabeza como
buenamente se pudo, se lanzó de nuevo en medio de los enemigos y
se mantuvo firme combatiendo hasta bien entrada la tarde.
5. Cuando el emperador oyó estas noticias, reconoció que Pa-
leólogo necesitaba auxilio urgentemente y aceleró su marcha. A su
llegada a Tesalónica tuvo confirmación por muchas personas de las
noticias relacionadas con Roberto. Se enteró entonces de que Rober-
to estaba listo para combatir y de que, tras organizar a sus valientes
soldados y concentrar un abundante material bélico en la llanura de
Dirraquio, había situado el campamento a un tiro de flecha de sus
murallas. Igualmente, había distribuido muchas de las fuerzas bajo
su mando por los montes, valles y cerros cercanos. Pero también
se enteró por boca de mucha gente del ahínco de Paleólogo en la
defensa.
6. En efecto, Paleólogo con la pretensión de incendiar la torre
15 Era de origen normando. Por otro lado, este parágrafo tiene un aliento épico.
Evoca los pasajes en los que Homero detalla los contingentes de guerreros y sus
caudillos.
182
de madera construida por Roberto, había distribuido por la muralla
nafta, pez, virutas de madera seca y catapultas a la espera de la señal
para el combate. En Dirraquio se aguardaba el ataque de Roberto
para el día siguiente. Paleólogo se había adelantado y había construi-
do en el interior del recinto amurallado otra torre de madera frente
a la torre que estaba en el exterior. Durante toda la noche estuvo
ensayando la utilización de una viga colocada en su parte superior
cuya finalidad consistía en arremeter contra los portalones de la to-
rre que era arrastrada en el exterior. Pretendía con ello comprobar su
capacidad de maniobra y ver si evitaba con su acometida la apertura
de los portalones de la torre enemiga. Cuando observó que la viga de
madera se empujaba fácilmente y que había logrado sus objetivos,
recobró los ánimos para el combate que se avecinaba.
7. Al día siguiente Roberto ordenó que todos se armaran. In-
trodujo luego dentro de la torre unos quinientos infantes y jinetes
armados. Cuando esta se hallaba junto a la muralla y sus ocupantes
se apresuraban a abrir el portalón que había en la parte superior
para utilizarlo como puente en el acceso a la fortaleza, Paleólogo
hizo empujar desde dentro su inmensa torre mediante máquinas y
numerosos y valientes hombres que tenía preparados de antemano, e
inutilizó el ingenio de Roberto impidiendo completamente la aper-
tura del portalón con la viga.
8. Seguidamente, no cesaba de asaetear sin interrupción a los
celtas que ocupaban la parte superior de la torre. Estos, al no poder
hacer frente a los dardos, intentaron resguardarse. Paleólogo ordenó
entonces incendiar la torre, y apenas había terminado de pronun-
ciar la última palabra cuando al instante la torre quedó envuelta en
llamas. Los ocupantes de la parte superior se tiraron y los de aba-
jo, abriendo la puerta que se hallaba a ras de tierra, emprendieron
la huida. Al ver que estos huían, Paleólogo sacó por el portillo de
la ciudad a sus valientes guerreros completamente armados y otros
provistos con hachas con las que debían destruir la torre. Tampoco
fracasó esta misión y la torre, incendiada en su parte superior y cor-
tados sus apoyos en tierra gracias a unas herramientas que podrían
haber tallado la piedra, fue totalmente destruida.
183
V. A su llegada, Alejo inspecciona las posiciones. Roberto logra
que el ejército le conceda plenos poderes.
184
dades de Roberto. Cuando aquel le hubo respondido a todas sus
preguntas, le interrogó sobre la conveniencia de trabar combate con
el bárbaro. Paleólogo lo desaconsejó de manera contundente. Del
mismo modo, algunos de los jefes experimentados en la guerra des-
de mucho tiempo atrás ponían serios impedimentos al combate y
aconsejaban actuar con paciencia y esforzarse por poner en aprietos
a Roberto mediante escaramuzas, así como evitar que sus hombres
salieran de su campamento para forrajear o aprovisionarse, y ordenar
la misma actuación con Bodino, con los dálmatas y con los restantes
caudillos de las regiones colindantes. Aseguraban que de actuar así
Roberto sería fácilmente vencido. Por otro lado, la mayor parte de
los jóvenes del ejército apoyaban la postura de combatir, entre los
que destacaban Constantino Porfirogéneto, Nicéforo Sinadeno, el
jefe de los varegos, Nampites, y los dos hijos del antiguo emperador
Romano Diógenes, León y Nicéforo.
4. Al mismo tiempo, volvieron los embajadores que habían sido
enviados a Roberto y comunicaron las palabras de aquel al empera-
dor: «Yo» decía «en absoluto tengo intenciones hostiles contra Vues-
tra Majestad, sino que más bien he venido para vengar la injusticia
cometida con mi consuegro. Si Vos deseáis estar en paz conmigo, yo
estoy dispuesto a aceptarla gustosamente, pero solo en el caso de que
Vos mismo os mostréis de acuerdo en cumplir las demandas que os
son señaladas con mis emisarios». Pero sus exigencias eran comple-
tamente imposibles de aceptar y perjudiciales para el imperio de los
romanos, aunque prometiera considerar Longibardía como entrega-
da por el emperador y ayudarlo cuando hubiera necesidad. Esto, sin
embargo, no era sino un pretexto para aparentar que deseaba la paz
con sus demandas, porque al hacer peticiones imposibles de satisfa-
cer y no obtenerlas, persistiría en ir a la guerra. Después, imputaría
el origen de esta guerra al emperador de los romanos.
5. Como hacía peticiones irrealizables y no las veía cumplidas,
tras reunir a todos sus condes, les dijo: «Sabéis que el emperador
Nicéforo Botaniates cometió una injusticia con mi consuegro y co-
nocéis la deshonra que mi hija Helena ha sufrido por ser expulsada
del trono junto con él. Como no podíamos consentirlo, partimos
185
de nuestra tierra contra Botaniates con intención de vengarlos. Pero
aquel ha sido derrocado y ello nos coloca ahora frente a un nuevo
emperador, un soldado muy valeroso, que posee una experiencia en
el arte de la guerra por encima de lo normal a su edad. No debemos,
pues, plantearnos la guerra contra él sin organizarnos. Porque donde
hay muchos jefes, allí también hay confusión provocada por las di-
ferentes opiniones de la mayoría18. En consecuencia, es preciso que
uno solo de nosotros sea obedecido por los demás, y en contraparti-
da, este debe pedir consejo a todos y no actuar irreflexivamente y al
azar según sus propios juicios. A su vez, los demás deben exponer su
parecer con sinceridad y seguir fielmente la decisión que haya adop-
tado el previamente elegido. Pues bien, aquí me tenéis preparado,
como uno más entre todos, para obedecer al que todos escojáis».
6. Todos alabaron esta postura y, mientras afirmaban que Rober-
to se había expresado apropiadamente, le cedieron la primacía con
el consentimiento general. Él simuló indiferencia, como si rechazara
entonces su nombramiento; pero los otros insistieron en su solici-
tud. Finalmente, fingió ceder a sus demandas, aunque hacía tiempo
trabajaba arduamente por ello, y enlazando discurso tras discurso,
uniendo ingeniosamente razones tras razones con vistas a sus deseos,
parecía a los que no sabían escudriñar en su mente que accedía de
mala gana.
7. Después les dijo: «Condes y restantes soldados del ejército,
oíd mi parecer. Debemos plantar batalla con todas nuestras fuerzas,
ya que nos hemos presentado en esta tierra, tras abandonar nuestras
patrias, para trabar un combate que es ya inminente con un em-
perador muy valeroso a pesar de su reciente ascenso al trono y que
ha vencido muchas batallas durante su servicio a los emperadores
que le precedieron en el trono, y les ha llevado a los más acérri-
mos rebeldes como prisioneros. Además, si Dios nos concediera la
victoria, ya no nos faltarían las riquezas. En consecuencia, hay que
prender fuego a toda la impedimenta, abrir vías de agua en las naves
186
de transporte, dejarlas hundirse en el mar y, de este modo, asumir
el enfrentamiento con él como si en ese mismo instante hubiéramos
nacido y debiéramos morir». Todos estuvieron de acuerdo con estas
palabras.
187
ataque de unos bárbaros que se habían adelantado contra las tiendas
de Roberto, mientras retenía a su lado a otros, los que cargan en
los hombros las espadas de doble filo junto con su jefe Nampites.
A estos les ordenó que desmontaran y avanzaran frontalmente y en
fila hasta una corta distancia del frente. Estos soldados forman parte
de un pueblo en el que todos portan escudos. Dividió el resto del
ejército en falanges y él mismo ocupó el puesto central de la forma-
ción. A su derecha e izquierda situó al césar Nicéforo Meliseno19 y al
llamado Pacuriano, gran doméstico. La posición intermedia entre él
y los bárbaros que marchaban a pie la ocupaban numerosos solda-
dos expertos en el manejo del arco, a los que quería lanzar primero
contra Roberto. Para ello, Nampites había recibido la orden de dejar
sitio a los arqueros abriendo en dos sus filas, una vez que ellos se reti-
raran tras cargar contra los celtas, para concentrarse luego de nuevo
y marchar en filas compactas.
3. Cuando tuvo así dispuesto todo su ejército, el emperador en
persona se lanzó frontalmente contra las tropas celtas, corriendo al
lado de la costa. A su vez, los bárbaros que habían sido enviados
por los campos de sal emprendieron su ataque contra el campamen-
to celta tan pronto como los defensores de Dirraquio abrieron las
puertas por orden del emperador. Mientras ambos jefes marchaban
uno contra otro, Roberto despachó un escuadrón de caballería con
órdenes de actuar de modo que pudieran arrastrar lejos del campo
de batalla a algunos soldados del ejército romano. El emperador, sin
embargo, no cedió terreno en esto y enviaba más peltastas20 en gran
número para hacerles frente.
4. Ambos recurrían a escaramuzas contenidas el uno contra el
otro. Roberto seguía tranquilamente con los suyos y las distancias
del intervalo se iban acortando. Entonces, algunos infantes y jinetes,
tras salirse a la carrera de la falange de Amicetes, atacaron el extremo
de la formación de Nampites. Ante la enorme valentía con que les
19 Cuñado de Alejo, ya que era esposo de Eudocia, la segunda hija de Juan Com-
neno y Ana Dalasena.
20 En la antigüedad, los peltastas eran los integrantes de tropas ligeras armadas con
la «pelte» [πέλτη] escudo pequeño y poco pesado.
188
hicieron frente los nuestros, los atacantes emprendieron la huida,
porque no todos eran hombres escogidos, y se adentraron en el mar
hasta el cuello, pidiendo socorro a las naves de la flota romana y
veneciana, que no hicieron nada por ellos.
5. Según cuenta una versión de esta batalla, Gaita, la esposa de
Roberto, que lo acompañaba en esta expedición, una nueva Palas,
aunque no fuera Atenea, cuando vio a los que estaban huyendo, les
dirigió la palabra violentamente y les profirió un horrísono grito,
que parecía exclamar en su propio idioma lo que dice aquella cita
épica de Homero21: «¿Hasta cuándo huiréis? Deteneos, sed hom-
bres». Como vio que no detenían su fuga, agarró con su mano una
larga lanza y se arrojó a rienda suelta contra los fugitivos. Esta ac-
tuación hizo que los hombres recuperaran el dominio de sí mismos
y se animaran de nuevo mutuamente para tomar parte en la batalla.
6. Cuando los portadores de hachas y su jefe Nampites estu-
vieron a bastante distancia de la formación romana arrastrados por
deseo de atacar a los celtas con igual ímpetu que ellos (no les iban a
la zaga en el combate. Estos hombres son muy valientes y en nada
desmerecen de los celtas) y cuando Roberto llegó a la conclusión de
que ya estaban cansados y exhaustos debido a su rápido avance, a la
distancia recorrida y al peso de sus armas, ordenó a algunos infan-
tes que avanzasen contra ellos. Aquellos, ya agotados, se mostraban
más débiles que los celtas. Cedió, pues, todo el contingente bárba-
ro y todos los que lograron salvarse huyeron hacia el santuario del
archiestratego Miguel22. Unos, la cantidad que cabía en el interior
del templo, entraron; otros subieron a la parte superior y esperaban
salvarse, según creían, con este gesto. Pero los latinos les prendieron
fuego y los quemaron a todos, incluida la iglesia.
7. El resto de la falange romana luchaba denodadamente con-
tra ellos, pero Roberto, como un caballero alado, cabalgó con el
resto de sus fuerzas contra la falange romana, la empujó y la dis-
persó tras hacerla añicos. De los que se le enfrentaron, unos fueron
cayendo mientras combatían y otros buscaron la salvación con la
21 Il., V 529.
22 El arcángel San Miguel.
189
huida. Por su parte, el emperador Alejo permanecía como una torre
imperturbable a pesar de haber perdido a muchos de sus compa-
ñeros, hombres célebres por su linaje y su experiencia militar. En
efecto, en aquella ocasión cayeron Constancio, hijo del antiguo em-
perador Constantino Ducas, el Porfirogéneto, porque fue dado a luz
cuando su padre no era ya un particular, criado y destinado por su
padre para las ínfulas imperiales23. También cayó el que tenía por
nombre Nicéforo y por apellido Sinadeno, un hombre valiente y
muy hermoso, que en aquella jornada ardía en deseos de superar a
todos en la batalla y con quien el citado Constantino andaba en tra-
tos para casarse con su hermana, y el padre de Paleólogo, Nicéforo,
y otros ilustres varones. También fue alcanzado mortalmente en el
pecho Zacarías, que abandonó la vida al tiempo de recibir el golpe,
así como Aspietes24 y muchos de los mejores guerreros.
8. Pero la batalla no finalizaba porque se veía al emperador ofre-
ciendo aún resistencia. Entonces, se destacaron tres latinos. Uno era
el ya citado Amicetes; otro, Pedro, hijo de Alifa25, como él mismo
refirió, y un tercero en nada inferior a estos. A rienda suelta y con
largas lanzas en sus manos se precipitaron contra él. Amicetes erró
el tiro contra el emperador al desplazarse su caballo un poco hacia
un lado. Tras apartar el emperador la lanza del otro con su espa-
da y extender su mano, le asestó un mandoble en la clavícula y le
190
seccionó el brazo del resto del cuerpo. El tercero se apresuraba ya
a alcanzarle en la cabeza, cuando él, que era listo y de mente despe-
jada, sin confundirse en lo más mínimo y dándose cuenta de cómo
debía actuar en un tiempo imperceptible gracias a su agilidad men-
tal, se echó de espaldas sobre la grupa del caballo simultáneamente
a la acometida del arma enemiga. La punta de la espada solo rozó
levemente la piel de su cuerpo. Sin embargo, a pesar de haber sido
parada por el borde del casco, cortó la correa que lo sujetaba bajo las
mejillas y cayó al suelo. Entonces, el celta corrió hacia quien creía
haber derribado del caballo. Alejo, a su vez, se enderezó rápidamente
y se afirmó en su montura sin arrojar ni una de sus armas. Sostenien-
do en la derecha la espada desnuda, enrojecida por la mezcla de pol-
vo y de su propia sangre, descubierta su cabeza y ondeando de forma
molesta la rojiza y resplandeciente cabellera ante sus ojos (el caballo,
turbado, sin atender al freno, provocaba con sus movimientos el que
le cayeran los rizos por el rostro), recuperó su ánimo y se dispuso a
enfrentarse en la medida de sus posibilidades a sus adversarios.
9. Alejo pudo ver cómo huían los turcos y cómo retrocedía has-
ta el propio Bodino sin ofrecer batalla. También este había tomado
las armas y tenía dispuesto su ejército en orden de combate aquella
jornada para apoyar con energía al soberano según el acuerdo al que
se había llegado con él. Al parecer, el bárbaro antes de atacar a los
celtas esperó a ver si la balanza se inclinaba del lado del emperador y
le concedía la victoria, de lo contrario no intervendría y se retiraría.
Mientras se ocupaba en estas reflexiones, como quedó claro por lo que
hizo, se dio cuenta de que los celtas estaban obteniendo la victoria y,
sin intentar combatir en lo más mínimo, volvió a su casa. El soberano,
al contemplar el curso de estos acontecimientos y viendo cómo nadie
lo apoyaba, también volvió la espalda a sus adversarios. De este modo,
los latinos emprendieron la persecución del ejército romano.
191
lado estaba la tienda imperial y toda la impedimenta del ejército
romano, envió a todos los hombres válidos en persecución del em-
perador, mientras él se quedó allí mismo imaginando la captura del
soberano. En efecto, semejantes fantasías enardecían su soberbio
carácter. Aquellos lo persiguieron con mucha energía hasta un sitio
llamado por los lugareños Mal Costado, por debajo de uno de cuyos
lados corría el río denominado Carzanes y por el otro se elevaba una
alta roca. Entre estos accidentes del terreno lo alcanzaron sus perse-
guidores, quienes arremetieron contra su costado izquierdo con las
lanzas (eran nueve en total) y lo hicieron inclinarse hacia el otro
lado. Hubiera caído rápidamente de no ser gracias a la espada que
sostenía en su mano derecha y que logró apoyar en tierra, y gracias a
que la punta de la espuela de su pie izquierdo se clavó en el extremo
de la gualdrapa (llamada hipóstroma)26 e hizo imposible la caída
del jinete. También logró mantenerse gracias a que se aferró con la
mano izquierda a las crines del caballo. Finalmente, lo socorrió sin
duda una fuerza divina que, contra lo esperado, le proporcionó la
salvación de sus enemigos. Surgieron por la derecha otros celtas que
enfilaban sus lanzas contra él. Estos gracias a la presión que hacían
con la punta de sus lanzas sobre el costado derecho enderezaron
completamente al guerrero y lo volvieron a poner derecho en su
silla.
2. Pudo verse entonces un inesperado espectáculo. Unos se apre-
suraban a hacerlo caer por la izquierda, los otros fijaban sus lanzas en
el costado derecho como contrafuerte de los primeros y, lanza contra
lanza, empujando, conseguían la postura erguida del emperador. Él,
tras afirmarse en su montura con gran valentía y apretarse a horcaja-
das sobre el caballo y la silla, dio entonces una prueba de su valor. El
caballo, que, por un lado, era muy fogoso y ágil y, de otro, también,
el más veloz y guerrero (había sostenido a Brienio con su silla de
púrpura, cuando Alejo lo capturó en el campo de batalla, reinando
aún Nicéforo Botaniates) y, para decirlo de una vez, inspirado por
la divina providencia, brincó al punto, se volvió aéreo y se plantó en
la cima de la mencionada roca, como aligerado por unas alas o, por
26 Se trata de una pieza de tela que cubre la silla de montar.
192
hacer referencia a la mitología, con las alas de Pegaso. Brienio llamó
a este caballo Esguritzes. De las lanzas de los bárbaros, unas caye-
ron de sus manos por no hallar donde clavarse; y otras, que habían
atravesado y se habían quedado en algunas partes de la armadura
del emperador, subieron con el caballo por los aires. El emperador
enseguida rompió las lanzas que llevaba clavadas encima.
3. Estas terribles circunstancias no alteraron su ánimo ni en-
turbiaron sus reflexiones, antes bien comprendió cuál era la solu-
ción más conveniente y la siguió de forma inesperada. Los celtas se
quedaron asombrados, estupefactos por lo sucedido. Efectivamente,
su actuación merecía que se asombraran. Cuando vieron que Alejo
escapaba por otro camino, emprendieron de nuevo su persecución.
Él, tras dar la espalda a sus perseguidores durante largo tiempo, en
un momento dado tiró de las riendas, se puso frente a uno de sus
perseguidores y le atravesó con la lanza el pecho y quedó tendido en
tierra boca arriba.
4. El emperador volvió de nuevo las riendas y siguió por su ca-
mino. Entonces se topó con no pocos celtas de los que perseguían
por delante de él a las fuerzas romanas. Al verlo, cerraron la forma-
ción con sus escudos y se detuvieron con la doble intención de dar
reposo a las cabalgaduras y capturarlo vivo para llevarlo a Roberto
como botín. Alejo, que estaba huyendo de sus perseguidores y que
veía a los que estaban delante de él, dio por perdida toda esperanza
de salvación. Pero recobró el ánimo al contemplar a uno entre los
demás, a quien consideró como Roberto por su envergadura y por
el centelleante resplandor de las armas. Se afirmó en su montura y
enfiló contra él. Entonces, ambos se acometieron y se lanzaron uno
contra otro en el espacio existente entre ellos.
5. EI soberano, primero, dirigiendo su mano, lo acometió con
su lanza y allí mismo lo atravesó por el pecho hasta la espalda. El
bárbaro cayó enseguida por tierra y perdió la vida a causa del mor-
tal impacto recibido. A continuación, el emperador aprovechó la
ruptura que se produjo en la falange a raíz de la muerte de aquel
bárbaro y cabalgó por medio de ese paso. Tan pronto como ellos
vieron al alcanzado tendido en tierra, lo rodearon para asistirlo. Los
193
que perseguían al emperador, cuando los observaron, desmontaron
de los caballos y tras reconocer a la víctima, empezaron a golpearse
el pecho entre gemidos. Sin embargo, el cadáver no era el de Rober-
to, sino el de uno de sus hombres más ilustres y lugarteniente suyo.
Gracias a que aquellos estaban ocupados en esta tarea, el emperador
pudo seguir adelante en su camino.
195
tir debilidad por el dolor de la herida que tenía en el rostro, aunque
Io consumía el pesar por los que habían caído en la batalla y, en
especial, por los hombres que habían combatido valientemente. No
obstante, estaba completamente absorto por los problemas que se le
planteaban a la ciudad de Dirraquio y se acordaba de ella, lamentan-
do que se viera privada de su jefe Paleólogo, que no había podido re-
gresar a causa de la rapidez con que se llegó al combate. Hizo, pues,
lo posible por reforzar la posición de sus defensores, emplazó en la
acrópolis de la ciudad a los jefes de los venecianos y puso el resto de
la ciudad al mando absoluto de Comiscortes, un descendiente de
albaneses, a quien dio las instrucciones pertinentes mediante cartas.
196
LIBRO V
197
circunstancias insolubles plegándose a Roberto y entregándole la
ciudad. Espoleados por un emigrado de Melfi, cuyas recomen-
daciones siguieron, abrieron finalmente las puertas y dejaron el
paso libre a Roberto. Una vez convertido en dueño de la ciudad,
hizo llamar a sus fuerzas, las dividió por naciones y se informó
sobre los que estaban heridos gravemente o tenían solo rasguños
en la piel provocados por la espada, así como sobre el número y
el rango de los que habían sido víctimas de la guerra en las ba-
tallas antes descritas. Al mismo tiempo, meditaba sobre la idea
de reunir otro ejército mercenario y reclutar fuerzas extranjeras
para marchar, cuando la primavera hiciera su aparición (era in-
vierno en aquel momento), en contra del emperador con todas
sus huestes.
3. Sin embargo, Roberto no hacía semejantes reflexiones,
aunque se aclamara a sí mismo vencedor y triunfante, mientras
el emperador vencido, herido durante aquella insufrible derrota
y habiendo perdido tantos y tan valiosos hombres estaba retraído,
asustado como un niño, sino que sin achicarse lo más mínimo ni
renunciar a sus propósitos, ponía todo su esfuerzo e inteligencia
para neutralizar la derrota a la llegada de la primavera. Eran am-
bos hombres, efectivamente, capaces de prever y entender todo, y
nada inexpertos en técnicas bélicas, sino habituados a toda clase
de asedios, emboscadas y combates en formación. Eran decididos
y valientes en las acciones militares cuerpo a cuerpo, y entre todos
los jefes militares que había bajo el cielo eran adversarios dignos
uno del otro por su inteligencia y su valor. Pero el emperador Alejo
tenía una cualidad más que Roberto. Si bien era aún joven2, no
estaba por debajo en ningún aspecto de él, que en plena madurez
se jactaba de hacer temblar la tierra y de conmocionar a todas las
falanges solo con su grito. Pero queden estos detalles para otros lu-
gares. A buen seguro tendrán un gran interés para los que quieran
dedicarse a los encomios.
2 Roberto murió a los 70 años en 1085, por lo tanto, durante esta campaña con-
taba con 67 ó 68 años. Alejo, por su parte, nació en 1056/7; contaba, pues, con
25 ó 26 años.
198
4. El emperador Alejo, tras recuperarse y reponer un poco sus
fuerzas en Acrida3, llegó a Diabolis4. En lo posible reconfortaba del
dolor de las penalidades a los supervivientes del combate, y a los
demás les comunicaba por medio de emisarios que vinieran desde
todas partes a Tesalónica. Dado que tenía experiencia sobre la forma
de actuar de Roberto y sobre la audacia de su poderoso ejército y
dado que condenaba la gran debilidad y cobardía de los hombres
bajo su mando (no podría alegar yo que los soldados presentes en
aquellos momentos carecieran de entrenamiento y de toda expe-
riencia militar), por esas razones necesitaba aliados. Y eso sin dinero
no era factible. No lo había porque el tesoro imperial había sido tan
dilapidado inútilmente por el anterior emperador Nicéforo Bota-
niates, que sus puertas ni siquiera estaban cerradas y eran accesibles
para cualquiera que deseara atravesarlas. Estaba agotado, efectiva-
mente. Esta era la causa de que todo estuviese en una situación crí-
tica con la debilidad y la pobreza oprimiendo al mismo tiempo el
imperio de los romanos.
5. ¿Qué debía hacer entonces, justamente entonces, el joven em-
perador que acababa de coger las riendas del imperio? O bien dejar
angustiado el poder y abandonarlo todo, para que, aun sin culpa, se
le acusase de ser un jefe inexperto o incapaz, o bien llamar por lo
imperioso de la situación al mayor número posible de aliados, reu-
nir para ellos el dinero suficiente recurriendo a cualquier fuente de
recursos y hacer llamar empleando generosos fondos a los hombres
de su ejército dispersos por todas partes para que, recobrando la es-
peranza, permanecieran a su lado y para que los que se habían mar-
chado estuvieran dispuestos a volver y tuviesen mayor valor a la hora
de enfrentarse a los contingentes celtas. Por tanto, con el deseo de no
realizar ningún acto indigno ni en desacuerdo con sus conocimien-
tos militares ni tampoco con su valor, llegó a estas dos conclusiones.
Tenía que mandar buscar aliados de cualquier parte y atraérselos
astutamente con la esperanza de obtener muchas riquezas, y por
199
otro lado pedir a su madre y a su hermano que le enviasen dinero
obtenido de donde fuera.
200
prima para acuñar moneda destinada al pago de los soldados y de
los aliados.
3. Cuando esta idea tuvo apoyos, el sebastocrátor marchó al gran
templo de Dios5 donde había convocado al sínodo y al clero en ple-
no. Cuando lo vieron, los religiosos del sagrado sínodo, que asisten
al patriarca en las cuestiones eclesiásticas, le preguntaron extrañados
la razón de esta convocatoria. Él les contestó: «He venido a comu-
nicaros una medida que será útil en las duras circunstancias que
estamos viviendo y que salvará al ejército». Seguidamente, comenzó
a citar los cánones sobre los bienes sagrados que han perdido su
utilidad. Cuando hubo concluido su intervención, añadió: «Me veo
obligado a obligar a los que no quiero obligar». Alegó, entonces, una
serie de nobles razones que aparentemente persuadieron con rapidez
a la mayoría.
4. Pero Metaxas se oponía, alternando réplicas razonables con
burlas al mismo Isaac. Prevaleció, no obstante, la opinión adoptada.
Estas medidas dieron pie a muy graves acusaciones contra los empe-
radores (no vacilo en llamar también emperador a Isaac, aunque sin
el derecho a la púrpura) que duraron desde entonces hasta nuestros
días. En aquel tiempo ocupaba la sede episcopal de Calcedonia un
tal León, hombre no muy sabio ni culto que, si bien se preocupaba
de su virtud, tenía un carácter hosco y seco. Este, pues, mientras
eran despojadas las puertas de Calcopracia6 del oro y la plata que en
ellas había, apareció en pleno trabajo y se expresó atrevidamente sin
atender para nada a las necesidades económicas ni a las leyes en vigor
sobre los bienes sagrados. De manera bastante insolente y ¿por qué
no decirlo? rebelde se dirigía al que entonces gobernaba en cuantas
ocasiones acudía a la capital, abusando de su paciencia y su bondad.
Cuando el emperador salía de la capital por primera vez contra Ro-
berto y mientras su hermano, el sebastocrátor Isaac con la anuencia
5 Santa Sofía.
6 Iglesia construida en el siglo V o VI en las cercanías de Santa Sofía. En ella estaba
depositado en un principio el cinturón de la Virgen que luego fue llevado al pala-
cio de Blaquernas. El nombre de la iglesia hace referencia al barrio de los artesanos
del cobre donde se hallaba.
201
general le suministraba de todas partes dinero conforme a las leyes y
a lo justo, provocaba la cólera del citado hermano del emperador al
dirigirse a él de forma bastante desvergonzada.
5. En otra ocasión también atacó aquel obispo con escaso pudor
al soberano, cuando este, tras ser vencido muchas veces y enfrentarse
con audacia a los celtas otras tantas, había vuelto vencedor gracias al
apoyo divino para enterarse enseguida de que otra masa de enemi-
gos, me refiero a los escitas7, se volvía a lanzar en contra de él y por
ello también se apresuraba a recoger dinero durante su permanencia
en la capital de acuerdo con los mismos criterios que antes. En las
abundantes discusiones que se levantaron a raíz de estos aconteci-
mientos sobre los bienes sagrados, sostenía con dogmatismo que a
las santas imágenes se les daba culto de adoración, no de relación8,
manteniendo en algunas cuestiones criterios razonables y dignos de
un obispo y defendiendo en otras dogmas incorrectos. Yo no sé si
era por su ánimo de polemizar y por su odio hacia el emperador o
por ignorancia, ya que no podía exponer con exactitud y seguridad
sus razonamientos por carecer de cualquier formación intelectual.
6. Su insolencia con los emperadores iba aumentando progresi-
vamente, obedeciendo a hombres malintencionados, de los que en-
tonces había muchos en el estado, y en su excitación llegó a utilizar
insultos y blasfemias extemporáneamente, aunque el emperador le
pidiera que cambiara de opinión sobre las imágenes, que abandona-
ra su animadversión hacia él con la promesa de restituir los bienes
sagrados más valiosos a las santas iglesias y de hacer todo lo que fuera
preciso para reparar el daño, ya que, además, el soberano había sido
aceptado por los principales del sínodo, a quienes llamaban adula-
dores los que engrosaban el partido del calcedonio. Por todo ello fue
castigado con la deposición de su cargo. Pero como no se arredraba
202
ni, menos aún, se tranquilizaba, sino que incluso volvió a turbar la
paz de la iglesia a la cabeza de una facción con personas no del pue-
blo llano, al cabo de muchos años todos estuvieron de acuerdo en
condenarlo al exilio por su actitud intratable e incorregible. Fue la
ciudad de Sozópolis del Ponto9 la encargada de acogerlo y fue honra-
do con todas las atenciones y deferencias del emperador, aunque no
quiso nunca gozar de ellas a causa, según parece, del resentimiento
que conservaba contra el soberano. Dejemos, pues, aquí la narración
de aquellos acontecimientos.
203
junto con los hombres a su mando, que ascendían a unos dos mil
quinientos, emprendieron el camino a sus casas desordenadamente.
Aunque repetidas veces los hacía llamar el emperador, prometían
acudir, pero retrasaban la partida. El insistía prometiéndoles incluso
regalos y honores por escrito, pero ni aun así volvieron a su lado.
3. Mientras el emperador se empeñaba en estos preparativos
contra Roberto, un emisario llegó a presencia de Roberto para co-
municarle la inminente invasión de Longibardía por el rey de Ale-
mania. Estuvo reflexionando sobre lo que debía hacer en este aprie-
to. Tras cambiar de opinión varias veces y dado que había dejado a
Rogelio como heredero de su autoridad en el momento de la travesía
hacia el Ilírico y que aún no había atribuido a Bohemundo, que era
más joven, ninguna tierra, reunió a todos los condes y a los jefes de
su ejército, hizo llamar a su hijo Bohemundo Sanisco10 y lo presentó
en público. Y dijo:
4. «Sabéis, condes, que en el momento de pasar hacia el Ilírico
cedí el señorío de mis territorios a Rogelio, el amadísimo primogé-
nito de mis hijos. Pues no hubiera sido conveniente que yo, al mar-
charme de allí para emprender una tarea de esta índole, abandonara
mis dominios sin autoridad, como una presa fácil para las incursio-
nes de todo el que quisiera. Pero como el rey de Alemania ya está al
llegar y tiene intención de atacarlos, nosotros tenemos la obligación
de defenderlos en la medida de nuestras posibilidades. Porque el
hecho de estar ocupados ahora en otros asuntos no debe ser causa
para actuar negligentemente con los nuestros. Así pues, parto para
defender mis dominios y para presentar batalla al rey de Alemania.
En cuanto a Dirraquio, Aulón y todas las demás ciudades e islas que
he ocupado personalmente con mi lanza, le cedo su gobierno a este,
a mi hijo más joven. Os encomiendo y os pido que estiméis a este
204
tanto como a mí y que luchéis por él con todas vuestras fuerzas y
energías.
5. Y a ti, mi amadísimo hijo, te recomiendo» añadió dirigien-
do sus palabras a Bohemundo «que trates con toda dignidad a los
condes, que aproveches sus consejos en toda circunstancia, que no
actúes con ellos de manera autoritaria y que lo compartas todo con
ellos. Cuídate de no descuidar el reemprender la guerra contra el
emperador de los romanos. Es más, no debes relajarte lo más mí-
nimo porque haya sufrido una gran derrota, porque casi llegara a
caer víctima de la espada y porque haya perdido la mayor parte de
su ejército en combate (efectivamente, estuvo cerca de ser capturado
vivo, pero escapó herido de nuestras manos), no sea que, por hallar
él un resquicio, recobre su aliento y se enfrente a ti más valiente-
mente que antes. No es él un advenedizo, sino un hombre criado
desde niño en medio de las batallas y las guerras y ha atravesado
todo el oriente y el occidente haciendo prisioneros a todos lo que
se rebelaron contra sus anteriores soberanos, hechos estos de los que
tú mismo oyes hablar con frecuencia a mucha gente. En suma, si te
abandonas y no avanzas contra él con todas tus energías, reducirás
a la nada todos los abundantes logros que he conseguido llevar a
término gracias a mis esfuerzos, y tú mismo recolectarás los frutos de
tu propia negligencia. En cuanto a mí, parto para combatir contra
el rey de Alemania e intentar expulsarlo de nuestros territorios. De
este modo reforzaré la autoridad que transferí a mi amadísimo hijo
Rogelio».
6. Tras despedirse con estas palabras de su hijo, embarcó en una
monere y arribó a las costas de Longibardía, desde donde partió
a toda marcha para presentarse en Salerno, ciudad en la que esta-
ba desde hacía tiempo la residencia de los que se habían investido
con la dignidad ducal. Tras asentarse allí, reclutó bastantes fuerzas
y un contingente lo más numeroso posible de tropas mercenarias
procedentes de los países vecinos. El rey de Alemania, según las pro-
mesas hechas al soberano, se apresuraba ya a invadir Longibardía.
Tan pronto como Roberto se hubo enterado de esto, se dio prisa
205
por llegar a Roma para unirse al papa11 y apartar al rey de Alemania
de su propósito. Como el papa no rechazó esta coalición, ambos se
lanzaron sobre el rey de Alemania.
7. Sin embargo, mientras se daba prisa en atacar Longibardía,
el rey se enteró de lo que le había sucedido al soberano, que había
sufrido una enorme derrota, que una parte de su ejército había sido
víctima de las espadas y otra parte se había dispersado por doquier,
que el emperador se había salvado inesperadamente gracias a su
audacia y su valiente determinación después de arrostrar grandes
peligros durante los cuales luchó valerosamente y fue herido en di-
ferentes partes de su cuerpo, que dio vuelta a las riendas y regresó
por donde vino atribuyendo una victoria al hecho de no someterse
a ningún riesgo sin necesidad. El rey, pues, emprendió la ruta de
regreso a casa. En cuanto a Roberto, alcanzó el campamento del rey,
pero no quiso perseguirlo él personalmente más allá y, tras separar
una numerosa sección de sus escuadrones, ordenó que persiguieran
al rey de Alemania. Roberto con todo el botín retornó con el papa
a Roma. Él afianzó en el trono a este último y, a su vez, obtuvo la
proclamación del papa como rey. Luego, volvió a Salerno para recu-
perarse de la fatiga de sus muchos trabajos.
206
llegó a Yoanina a través de Bagenecia12. Allí cavó primero un foso
entre los viñedos que se hallaban en las afueras de la ciudad, luego
emplazó todo su contingente en posiciones ventajosas y él mismo
fijó la tienda en su interior. Tras inspeccionar las murallas, se perca-
tó de que la acrópolis de esta plaza fuerte era insegura. No solo se
apresuró a repararla en lo posible, sino que incluso construyó otra,
muy fortificada, en un lugar diferente del recinto amurallado y que
le pareció más oportuno. Entre tanto, se dedicaba a saquear las ciu-
dades y regiones colindantes.
2. Tan pronto como tuvo conocimiento el soberano de estos
movimientos, reunió sin la menor tardanza la totalidad de sus fuer-
zas y salió a toda prisa de Constantinopla en el mes de mayo. Una
vez llegado a Yoanina y con el inicio del combate y de la batalla ya
inminente, se percató de que sus propias tropas ni siquiera supo-
nían una mínima parte de las fuerzas de Bohemundo. Dado que,
asimismo, conocía por la batalla contra Roberto antes relatada que
la primera carga de la caballería celta contra sus enemigos era in-
contenible, juzgó preciso organizar primero unas emboscadas con
pocos hombres, contados y selectos, para obtener así algún indicio
de los conocimientos estratégicos de Bohemundo y conseguir una
idea general de la situación a través de estas incursiones parciales.
Gracias a esta táctica podría hacer frente al celta con mayor seguri-
dad y conocimiento. De este modo, las tropas deseaban con ardor
atacarse mutuamente. El emperador, por su parte, que temía el pri-
mer e irresistible ataque de los latinos, tuvo una nueva idea. Mandó
construir carros más ligeros y pequeños de lo acostumbrado, clavó
en ellos cuatro estacas y emplazó infantes armados para que, cuando
los latinos cargaran a rienda suelta contra la falange romana, los
infantes, que estaban situados debajo de ellos, los empujasen hacia
adelante y rompiesen la formación cerrada de los latinos.
3. Cuando llegó la hora del combate en el momento en que el
sol ya sobrepasaba con su fulgor el horizonte, el soberano situó las
falanges en orden de combate y él mismo ocupó el puesto central.
Una vez iniciada la batalla, Bohemundo no pareció sorprenderse
12 Región del Epiro entre Yánina y Arta.
207
de la argucia del soberano. Antes al contrario, como si hubiera pre-
visto la estratagema, se adaptó a esta circunstancia y, tras dividir
sus fuerzas en dos y dejar pasar de largo los carros, se lanzó desde
cada flanco contra la formación romana. Las falanges se mezclaron
entonces con las falanges y los hombres luchaban cara a cara con los
hombres. De este modo y tras caer muchos por cada bando durante
la lucha, Bohemundo se alzó con la victoria. El soberano, a su vez,
en medio del acoso a que era sometido por todas partes, se mantenía
firme como una torre inamovible. Tanto cabalgaba contra los celtas
que venían a su encuentro, acometiendo, matando y siendo acome-
tido en el choque armado con algunos enemigos, como levantaba el
ánimo con continuas llamadas a los fugitivos. Pero, cuando vio quo
las falanges empezaban a dispersarse en muchos sectores, pensó que
debía ponerse a salvo, no para proteger su propia persona, ni por
efecto de la confusión que provoca la cobardía, como quizás alguien
pudiera replicar, sino porque tenía la esperanza de enfrentarse más
valientemente en otro momento a los aguerridos celtas, una vez a
salvo del peligro y nuevamente recuperado.
4. Mientras escapaba de sus enemigos en compañía de unos
pocos hombres, se encontró de nuevo con un grupo de celtas y
demostró ser un general intrépido. En efecto, tras animar a sus
hombres, hizo frente a la carga que los celtas hacían contra ellos
como si en ese mismo día tuviera que vencer o morir. De un man-
doble, el emperador mató a uno de los celtas y entre todos los que
lo acompañaban, actuando como servidores de Ares, hirieron y
pusieron en fuga a muchos hombres. Así, tras escapar de innume-
rables y muy grandes peligros, de nuevo logró ponerse a salvo en
Acrida tras pasar por Estrugas13. Después de permanecer allí un
tiempo y hacer llamar a muchos de los soldados que habían huido,
los dejó a todos en ese lugar con el gran doméstico y llegó hasta el
río Bardares14, pero no con intención de descansar, porque no se
permitía a sí mismo ninguna de las comodidades ni de los ocios
propios de un emperador.
13 Ciudad situada cerca del lago de Ohrid.
14 Río Vardar.
208
5. Cuando volvió a tener reunidas las tropas y reclutado un
contingente de mercenarios, marchó contra Bohemundo con su
pensamiento puesto en otros planes para derrotar a los celtas. Se
aprovisionó de piezas puntiagudas de hierro y, como esperaba la ba-
talla para el día siguiente, las extendió la víspera por la parte de la
explanada situada entre los dos ejércitos, por donde preveía que los
celtas podrían llevar a cabo la carga más impetuosa. Imaginaba que
la primera e incontenible embestida de los latinos tal vez pudiera
romperse en el momento en que las puntas atravesaran los cascos
de los caballos. En ese instante, todos los lanceros romanos que es-
tuvieran colocados en primera línea llevarían a cabo una carga con-
tenida para no atravesarse en lo posible con las puntas de hierro, se
dividirían en dos direcciones y las rodearían, mientras los peltastas
dispararían de lejos sus certeras flechas contra los celtas y las alas
derecha e izquierda caerían con incontenible ímpetu sobre los celtas
desde ambos flancos.
6. Esos eran los planes de mi padre, pero no le pasaron inad-
vertidos a Bohemundo. Ocurrió que la táctica fraguada por el em-
perador al atardecer, a la mañana siguiente estaba en conocimiento
del celta. Acomodando su estrategia ingeniosamente a las informa-
ciones recibidas, aceptó la batalla, pero no la organizó del modo
acostumbrado. Por el contrario, gracias a su previo conocimiento
de los planes del soberano, reforzó el ataque desde sus dos flancos,
mientras ordenaba que la falange que estaba situada frente al ejército
romano permaneciera inmóvil durante ese tiempo. Así pues, cuando
la batalla legó al cuerpo a cuerpo, los soldados del ejército romano
volvieron la espalda a los latinos y ni siquiera tuvieron el valor de
mirarlos a la cara por el terror que aún los sobrecogía al recordar la
derrota que hemos descrito anteriormente.
7. Se produjo entonces la confusión entre las líneas romanas, a
pesar de que el emperador permaneciera imperturbable y se defen-
diese valientemente en cuerpo y alma hiriendo a muchos y siendo
herido en alguna ocasión. Al ver que todo su ejército desaparecía
y que él mismo estaba siendo abandonado solo con unos pocos
hombres, pensó que no debía correr riesgos resistiendo de forma
209
irracional. Pues cuando tras grandes esfuerzos uno no puede sopor-
tar con firmeza el ataque enemigo, es una insensatez exponerse a un
riesgo manifiesto. Así pues, las alas derecha e izquierda de la falange
romana se daban a la fuga, en tanto el emperador aún aguantaba
valientemente el peso del combate contra la falange de Bohemun-
do sobre su sola persona. Pero, cuando comprendió que el peligro
era insuperable, juzgó necesario salvarse para poder reemprender la
lucha con el vencedor como un poderoso oponente y evitar que
Bohemundo se alzara con la victoria definitiva.
8. Así era él, tanto en la derrota, como en la victoria, en la huida
y en la persecución, nunca se escondía atemorizado ni, menos aún,
caía en las redes de la desesperación. Tenía, asimismo, una enorme
fe en Dios, que llevaba siempre presente en sus pensamientos, y se
abstenía de hacer ningún tipo de juramento. Por tanto, como hemos
dicho arriba, por eludir cualquier resistencia también él se vio per-
seguido en su escapada por Bohemundo y sus mejores condes. En
medio de estos hechos, dijo a Gules (un servidor de su padre) y a
los que estaban con él: «¿Hasta cuándo estaremos huyendo?» y acto
seguido, dando vuelta a las riendas, desenvainó su espada y asestó un
mandoble en el rostro del primero que lo acometía. Los celtas vieron
esta reacción y se percataron de que él había renunciado a la vida.
Como sabían desde hacía tiempo que los hombres que han tomado
esta decisión son imbatibles, se echaron atrás y abandonaron la per-
secución. Se libró así de sus perseguidores y logró salir del peligro y
es más, tampoco se mostró abatido durante esta fuga y se dedicó a
llamar a unos fugitivos y a burlarse de otros, si bien la mayoría de
ellos fingieron no reconocerlo. A salvo, pues, del peligro, regresó a
la capital con el propósito de reunir nuevas tropas y marchar contra
Bohemundo.
210
de su padre y alentaba continuamente batallas y combates. Envió
a Pedro Alifa junto con Punteses15 a asediar diferentes lugares. No
tardó Pedro Alifa en dominar los dos Polobos16 ni el citado Punte-
ses en hacer lo mismo con Escopia17. Por su parte, Bohemundo a
instancias de los acridios se apresuró a llegar hasta Acrida. Tras per-
manecer escaso tiempo allí, dado que Ariebes18 defendía la ciudad,
partió rumbo a Ostrobo19 sin hacer nada. Despachado de allí con las
manos vacías, marchó a través de Sosco y Serbias para llegar a Be-
rea20. Tras intentar muchas incursiones en muchos lugares sin conse-
guir el éxito, llegó a Moglenas a través de Bodinas21, donde restauró
una plaza fuerte que estaba en ruinas desde hacía tiempo. Luego,
después de dejar en esta plaza fuerte a un conde llamado Sarraceno
al mando de un buen contingente de soldados, llegó hasta un lu-
gar denominado Iglesias Blancas22 a través del Bardares. Mientras
consumía el plazo de tres meses durante los que permaneció en este
lugar, se descubrió que tres de sus más destacados condes, Punteses,
Renaldo y uno llamado Guillermo, se habían conjurado para pasarse
al bando del emperador. Punteses, que era previsor, huyó y logró
llegar a presencia del soberano; pero los otros dos fueron capturados
y obligados, según la ley de los celtas, a participar en un combate
singular. Guillermo fue derrotado y su culpa probada. Se le apresó
y se le cegó. Mientras, el otro, Renaldo, fue remitido a Longibardía,
donde se hallaba su padre, Roberto, quien también mandó sacarle
los ojos. Bohemundo, tras partir de Iglesias Blancas, se dirigió ha-
cia Castoria. Al enterarse de este movimiento, el gran doméstico
aprovechó para presentarse en Moglenas, apoderarse de Sarraceno,
15 Pudiera tratarse del conde Raúl de Pontoise, conde de Amiens.
16 En las fuentes del río Vardar.
17 Skopje.
18 Gobernador bizantino de Acrida, de origen armenio. Conservó la ciudad bajo
soberanía bizantina a pesar del deseo de los acridios de pasarse a Bohemundo.
19 Hoy Árnisa, al este de Flórina.
20 Serbias no es el país de Serbia. Ana Comnena comete un error en este itinerario.
Serbias está muy al sur de Beroe (Verria).
21 Bodena-Vodena, en Macedonia. Moglenas está al norte de Bodena.
22 Al noroeste de Tesalónica.
211
a quien mató inmediatamente, y convertir en ruinas de una vez por
todas esta plaza fuerte. Bohemundo, por su parte, salió de Castoria
y marchó a Larisa con la intención de invernar allí.
2. Como decíamos, el soberano se puso en acción nada más
llegar a la capital, de acuerdo con su carácter resuelto y enemigo de
la inactividad. Pidió, entonces, al sultán23 tropas que estuvieran al
mando de jefes con larga experiencia. Este envió siete mil hombres
al mando de jefes totalmente experimentados entre los que estaba
Camires, que superaba a los demás en edad y experiencia. En tanto
el emperador tomaba y ultimaba estas medidas, Bohemundo, desta-
cando una parte de su propio ejército, mandó por delante algunos
catafractos celtas que tomaron Pelagonia24, Tricala y Castoria de una
vez. Enseguida apareció Bohemundo en Tricala con la totalidad de
su ejército; desde allí despachó un destacamento, todos ellos valien-
tes guerreros, que al primer asalto se apoderó de Tzibisco25. Luego,
en el día del gran mártir Jorge26, llegó con todas sus fuerzas a Larisa
y, tras rodear sus murallas, les puso sitio.
3. El gobernador de esta ciudad, León Cefalas, hijo de un ser-
vidor del padre del soberano, llevaba seis meses resistiendo a las
máquinas de Bohemundo. Entonces, informó al soberano por una
carta de este ataque. Pero él a pesar de sus ardientes deseos no em-
prendió inmediatamente la marcha hacia el lugar donde estaba Bo-
hemundo y retrasó su partida hasta tener reunidos más mercenarios.
Una vez estuvieron todos fuertemente armados, salió de Constan-
tinopla. Tras llegar a las proximidades de Larisa, atravesó el monte
Celia, abandonó el camino público a la derecha y el monte llamado
por los lugareños Cisabo y descendió a Ezebán, una aldea válaca27
que se encuentra muy cerca de Andronia. Desde allí llegó a una nue-
va población habitualmente conocida como Plabitza, que se halla
212
relativamente cerca del río denominado (...), donde mandó instalar
su campamento, tras excavar un foso considerable. De allí levantó el
campo el emperador y partió hacia los jardines de Delfinas y nueva-
mente de allí hacia Tricala.
4. Entonces se presentó ante el soberano el portador de una car-
ta de León Cefalas, a quien ya nos hemos referido anteriormente,
que se expresaba con mucha franqueza en los siguientes términos:
«Debéis saber, Majestad, que hasta ahora he conservado a salvo la
ciudad gracias a mi gran empeño. Incluso cuando nos faltaron los
alimentos permitidos a los cristianos, recurrimos a los prohibidos.
Pero ahora carecemos hasta de estos. Si os dais prisa, pues, en apor-
tar vuestros refuerzos y conseguís poner en fuga a los sitiadores,
daríamos gracias a Dios. De lo contrario, yo ya he cumplido con
mi deber y doblegándonos ante lo inevitable (¿qué se puede hacer
contra la naturaleza y su poderío?) tenemos la determinación de en-
tregar la plaza a los enemigos que nos presionan y que a todas luces
nos están ahogando. Si esta calamidad llegase a suceder, ojalá se me
maldiga. Pero me atrevo a decir con toda franqueza que si no os dais
prisa para apartarnos del peligro ahora que ya no podemos afrontar
las enormes penalidades de la guerra y del hambre, si Vos, nuestro
emperador, aun pudiendo ayudarnos, no apresuráis el envío de so-
corro, seríais el primero en no libraros de la acusación de traidor».
5. El soberano se dio cuenta de que se imponía derrotarlos de al-
gún otro modo. Por ello se metió en cálculos y reflexiones. En efecto,
se pasó el día entero examinando las maneras de tender emboscadas
e invocando el nombre de Dios en su auxilio. Mandó llamar, por
consiguiente, a un anciano de Larisa y lo estuvo interrogando sobre
las características del lugar. Mientras recorría con su mirada el lugar,
señalaba con su dedo determinados puntos, sobre los que preguntaba
concienzudamente si eran escarpados o estaban cubiertos de espesas
malezas. Se informaba sobre Larisa con la intención de tender una
emboscada a los latinos y derrotarlos mediante el engaño. El enfren-
tamiento abierto y frontal lo tenía descartado desde antes porque ha-
bía en sus muchos enfrentamientos había sido vencido y porque ha-
bía adquirido experiencia sobre el modo de combatir de los francos.
213
6. Cuando el sol se ocultó, el emperador, agotado por el trabajo
de todo un día, se fue a dormir. Tuvo entonces un sueño en el que
parecía hallarse dentro del sagrado templo del gran mártir Demetrio
y oír una voz que decía: «No te apenes ni te angusties, mañana vas
a vencer». Creía que la voz surgía de uno de los iconos colgados en
el templo y en el que figuraba pintada la imagen del gran mártir
Demetrio. Cuando despertó, se alegró de la profecía que había oído
en sueños, invocó al mártir y le prometió que iría a su templo, si
lograba arrebatar la victoria a sus enemigos. Asimismo le prometió
que desmontaría del caballo a una gran distancia de la ciudad de
Tesalónica y marcharía a pie en peregrinación.
7. Tras convocar a generales, jefes y a todos sus parientes, co-
menzó la reunión pidiendo la opinión de cada uno. Luego, les
comunicó su plan. Según este, confiaba todos los batallones a sus
allegados, de manera que los comandantes en jefe fueron Nicéforo
Meliseno, Basilio Curticio y el llamado Yoanaces, hombre de ilus-
tre linaje y célebre por su valentía y conocimientos militares que
era originario de Adrianópolis. No solo les entregó el mando de las
tropas, sino también todas las insignias imperiales. Les impartió sus
órdenes, que consistían en disponer la formación según el esquema
que él había seguido en anteriores combates con la instrucción de
sondear primero mediante escaramuzas la vanguardia de los latinos.
Luego, debían atacarlos en masa entre gritos de guerra y, tras avanzar
en formación cerrada y llegar al enfrentamiento, debían volver la
espalda a los latinos y fingir una huida a la desbandada en dirección
aparentemente a Licostomio28. Mientras el emperador detallaba es-
tos puntos, se pudo oír de repente el relincho de todos los caballos
del campamento. Todos quedaron estupefactos ante este hecho, sin
embargo, pronto el emperador y los más perspicaces llegaron a la
conclusión de que era un buen augurio.
8. Tras darles estas instrucciones, los dejó situados a la derecha
de la ciudad de Larisa y, después de esperar hasta la puesta de sol,
ordenó que algunos valientes guerreros lo siguieran para atravesar
el desfiladero de Libotanio, bordear Rebenico y llegar a través del
28 En las cercanías de Tricala.
214
lugar llamado Alage29 a la parte izquierda de Larisa. Una vez exami-
nadas las características del lugar y consciente de que ese sitio era lo
suficientemente bajo, se quedó allí con sus hombres para tender la
emboscada. Los jefes de las tropas romanas, cuando el emperador,
como hemos dicho, se disponía a cruzar el desfiladero de Libotanio
apresurándose a tender su emboscada, seleccionaron un destaca-
mento de las tropas romanas y lo enviaron contra los celtas a fin de
atraerse sobre ellos su atención e impedirles disfrutar de una tregua
que les permitiera descubrir adónde iba el emperador. Los soldados
bajaron a la llanura, atacaron a los celtas y soportaron el combate
durante largo tiempo, hasta que la noche no les permitió continuar
luchado. Por su parte, el emperador, cuando llegó al lugar proyecta-
do, ordenó que todos desmontasen de los caballos. Los hombres pa-
saron el resto de la noche sentados sobre sus piernas, manteniendo
las riendas en las manos. También el emperador con las riendas en
las manos se mantuvo así toda la noche, apoyado en una germandria
que había encontrado casualmente en el lugar.
215
de un huracán, creyendo que el soberano estaba allí donde veía las
insignias imperiales. Cuando los soldados romanos, tras una corta
resistencia, volvieron la espalda, se lanzó él impetuosamente en su
persecución, tal como hemos descrito en ocasiones anteriores. El
emperador, a su vez, cuando vio que sus tropas habían cubierto una
distancia suficiente en su huida y que Bohemundo perseguía impe-
tuosamente a las tropas romanas, y cuando calculó que Bohemundo
estaba ya a bastante distancia de su campamento, montó a caballo,
dio igual orden a sus hombres y llegó hasta el campamento de Bo-
hemundo. Una vez en él, mató en gran número a los latinos que iba
encontrando y se apoderó del botín. Luego, se quedó observando a
los perseguidores y a los fugitivos.
2. Al darse cuenta de que la fuga emprendida por los romanos era
caótica y de que Bohemundo los perseguía junto con Brienio, que
iba tras él, llamó al denominado Jorge Pirro, un arquero de fama,
al que ordenó junto con un numeroso destacamento de valientes
peltastas que se lanzaran rápidamente tras Brienio y que, cuando le
dieran alcance, no trabaran combate cuerpo a cuerpo, sino que dis-
parasen a distancia ininterrumpidamente sus dardos contra los ca-
ballos. Así pues, cuando estuvieron cerca de los celtas, comenzaron
a derribar caballos con una densa nube de dardos destinados dejar a
los jinetes impotentes contra el enemigo. Efectivamente, cualquier
guerrero celta muestra un ímpetu y una apariencia terribles si va a
caballo; pero, una vez desmontado del caballo, se convierte en un
ser indefenso y radicalmente distinto al de antes, como si hubiera
perdido su salvaje aliento, en parte por el tamaño de su escudo, en
parte por las espuelas de su calzado y su paso torpe. El conocimiento
que tenía el emperador de estos defectos, creo fue lo que le impulsó
a ordenar que mataran a los caballos y no a los jinetes.
3. Conforme iban cayendo los caballos de los celtas, los hombres
de Brienio rodaban por tierra. La gran confusión que se produjo
levantó una columna de polvo amplia y densa que subía hasta las
nubes a tan gran altura que fue comparada con las tinieblas opacas
que cayeron antiguamente sobre Egipto31. La misma densidad de la
31 Éxodo, XIII 20-22. Referencia a la columna de humo que ocultaba a los israe-
216
polvareda impedía la visión a los latinos y evitaba que supieran la
causa y los autores de estos flechazos. Brienio mandó tres emisarios
latinos a Bohemundo y le comunicó todo. Estos le dieron alcance
en un islote del río llamado Salabria32 en compañía de unos po-
cos celtas y comiendo uvas, mientras se vanagloriaba con un detalle
arrogante que hasta hoy se parodia y se cita. Repetía con su pronun-
ciación bárbara del término «Licostomio»33: «He arrojado a Alejo
a la boca del lobo». Pues la arrogancia se caracteriza por desviar la
atención de la gente no ya de lo que está ante la vista, sino incluso
de lo que está a sus pies.
4. Tras oír los informes de Brienio y reconocer la treta y la vic-
toria obtenida por el soberano gracias a su estratagema, como es
natural, montó en cólera; pero no quedó abatido, habida cuenta
de su temperamento. Destacó, pues, algunos catafractos celtas de
sus tropas, que ascendieron a una colina situada frente a Larisa. Al
verlos, el ejército romano empezó a presionar vivamente para ata-
carlos, pero el soberano los disuadió de este propósito. Sin embargo,
un numeroso grupo formado por toda clase de soldados mezclados
de diferentes cuerpos ascendieron para atacar a los celtas. Estos, a
su vez, no tardaron en lanzarse sobre aquellos y mataron hasta qui-
nientos. Después, el emperador, previendo el lugar por donde iba
a pasar Bohemundo, envió un destacamento de valientes soldados
junto con unos cuantos turcos al mando de Migideno. Tan pronto
como estuvieron próximos a él, Bohemundo se arrojó contra ellos y
tras vencerlos, los persiguió hasta el río.
217
boscosa limitada por dos montañas a la que daba acceso un estre-
cho paso («clisura»34 lo llaman), denominado Palacio de Doménico.
Atravesó este paso y fijó allí su campamento. Al día siguiente, al
alba, le dio alcance con todo su ejército el falangarca35 Miguel Du-
cas, mi tío materno, persona célebre por su inteligencia, que supera-
ba en belleza y en estatura no ya a sus coetáneos, sino incluso a los
que nunca han existido (todos los que veían a este hombre quedaban
estupefactos) y que era el más hábil e incomparable a la hora de pre-
ver el futuro, descubrir lo que es urgente y llevarlo a cabo.
2. El soberano le había ordenado que no entrasen todos por la
boca del desfiladero y que situara en el exterior el grueso de sus fuer-
zas. A continuación debía escoger a algunos turcos y sármatas que
fueran expertos arqueros, que podrían penetrar a cierta distancia de
la entrada, y darles instrucciones para que no utilizasen más armas
que sus flechas. Tras entrar en el desfiladero y mientras cargaban
contra los latinos, los que quedaron fuera empezaron a discutir an-
siosamente unos con otros sobre quién debía entrar por la boca del
desfiladero. Pues Bohemundo, al que le sobraban conocimientos de
estrategia, había ordenado a sus hombres que formaran una línea
compacta de escudos y que se cubrieran con estos sin moverse. El
protostrátor36, al ver que sus hombres poco a poco se iban deslizan-
do al interior del desfiladero, optó por entrar también él. Cuando
Bohemundo los vio, «se alegró como un león que encuentra una
gran presa»37, hubiéramos dicho al modo homérico y «así también
al ver él con sus ojos» a estos y al protostrátor Miguel, arremetió con
todas sus tropas con un incontenible ataque. Los romanos volvieron
enseguida la espalda.
3. Uzás, que llevaba ese nombre a causa de sus orígenes38, célebre
por su valentía, que sabía «manejar a derecha e izquierda la seca piel de
218
los bueyes»39, según Homero, cuando salía de la boca del desfiladero,
con una ligera inclinación a la derecha se volvió impetuosamente y
acometió al latino que venía de frente. Este cayó enseguida a tierra,
donde quedó tendido. Bohemundo, a su vez, los persiguió hasta el río
Salabria. Durante su huida, el citado Uzás hiere de un lanzazo al alfé-
rez de Bohemundo y le arrebata la enseña de las manos. A continua-
ción la ondeó un poco y la inclinó hacia adelante. Esta inclinación de
la enseña desde una previa posición erguida provocó confusión entre
los latinos y los impulsó a huir por un nuevo camino que los condujo
hasta Tricala, ya en poder de algunos de los hombres de Bohemundo
que huían hacia Licostomio. Una vez en su interior, se instalaron y
desde este sitio partieron posteriormente hacia Castoria.
4. El emperador partió de Larisa y llegó a Tesalónica, actuando
como suele hacerlo su carácter en semejantes circunstancias. Envió
rápidamente a los condes que acompañaban a Bohemundo emisa-
rios que les transmitirían las magníficas promesas del emperador, si
reclamaban a Bohemundo las pagas que les debía de acuerdo con
lo que les había prometido. En el caso de que no pudiera satisfacer
estos pagos, harían bien en convencerlo para que acudiera a la costa
e hiciera personalmente la travesía a fin de pedir a Roberto el dinero
de sus sueldos. Si lograban que Bohemundo actuara de esa manera,
todos disfrutarían de grandes honores e innumerables beneficios. Fi-
nalmente, cuantos de ellos quisieran servirlo serían acogidos previa
remuneración con agrado y se les entregaría una paga acorde a sus
deseos. Por otro lado, aquellos que quisieran regresar a sus hogares,
podrían pasar sin problemas por Hungría.
5. Cediendo, así pues, a las propuestas del emperador, los condes
reclamaban sin compasión las pagas de los cuatro años transcurri-
dos. Ante la imposibilidad de cubrir estos pagos, Bohemundo dilató
su entrega durante un tiempo. Ellos, a su vez, insistían formulando
sus justas peticiones. Sin saber qué hacer, dejó a Brienio allí mismo
para la defensa de Castoria y a Pedro Alifa para la de Polobos y mar-
chó a Aulón. Cuando el emperador se hubo enterado de su partida,
retornó victorioso a la emperatriz de las ciudades.
39 Il., VII 238. La «seca piel de los bueyes» es el escudo.
219
VIII. El asunto de Juan Italo. Precedentes.40
40 Uno de los puntos del programa de gobierno de Alejo Comneno dentro del
propósito de restauración de la integridad imperial era la lucha contra las herejías
y las doctrinas opuestas a la ortodoxia,
41 Constantino IX Monómaco (1042-1055).
42 Ver I. V.2, nota 18.
43 Basilio II (976-1025).
220
y los literatos se dedicaron de nuevo a cultivarlas. Antes de él, la
mayoría de la gente vivía en la molicie, los hombres se divertían, se
entretenían con las codornices44 y otros juegos más degradantes a
causa de su molicie y relegaban las letras y toda cultura científica a
un lugar secundario.
3. Así eran, pues, los hombres que entonces había y con los
que se encontró Italo. Después de relacionarse con estudiosos sin
sensibilidad y de carácter incivilizado (por aquel tiempo había per-
sonajes de tales características en la capital), de quienes asimiló,
sin embargo, la cultura literaria, pasó a ser seguidamente discípu-
lo del célebre Miguel Pselo45. Este, sin haber tenido trato alguno
con sabios maestros, se había encumbrado a la cima de todos los
saberes, con exactos conocimientos incluso de la sabiduría griega
y caldea46, hasta convertirse en un personaje famoso en aquella
época por su saber. Todo esto lo consiguió gracias a su hábil natu-
ral, a su aguda inteligencia y a que había contado también con la
ayuda de Dios en sus estudios gracias a las ardientísimas súplicas
de su madre, que rezaba continuamente ante el venerado icono de
la Madre de Dios del templo de Ciro y que oraba con cálidas lágri-
mas por su hijo. Así pues, aunque Italo fuera su discípulo, desde
el primer momento se alineó en contra del propio Pselo. Por su
44 La caza de las codornices, se sobreentiende.
45 Constantino (Miguel) Pselo es uno de los intelectuales más relevantes de la
historia bizantina. Nació en 1018 y murió en 1078. Ocupó importantes puestos
en el gobierno del imperio a lo largo de tres dinastías. Fue profesor de filosofía y
retórica en la Universidad Imperial de Constantinopla. Escribió sobre teología,
derecho, filología, arqueología, historia, alquimia, matemáticas, medicina, etc.,
e inspiró el renacimiento intelectual en época de los Comneno. Como filósofo,
orientó su pensamiento en la corriente neoplatónica. Su obra más conocida es la
Cronografía, mezcla de memorias y de libro de historia donde narra sus experien-
cias en la política.
46 En principio, por Caldea se entiende en la antigüedad grecolatina una zona que
abarcaba el centro de Mesopotamia con capital en Babilonia y llegaba hasta costa
del Golfo Pérsico. La sabiduría caldea hace referencia a una tradición que parte
de los comentarios escritos en griego a un antiguo poema de contenido oracular
muy diverso y que se creía tenía origen en Caldea, pero que parecen haber naci-
do en Alejandría y haber sido redactados durante el Bajo Imperio Romano. Esos
comentarios presentaban un sincretismo de doctrinas neoplatónicas con doctrinas
egipcias, persas y babilónicas.
221
carácter rudo y bárbaro no pudo acceder a las profundidades de la
filosofía, puesto que no soportaba nada durante las clases, porque
estaba repleto de soberbia y de bárbara insensatez y porque creía
que superaba a todos incluso antes de haber estudiado. Cuando
consiguió profundizar en la dialéctica, provocaba altercados a dia-
rio en las reuniones ante el público con sus banalidades sofísticas,
al hacer todas las proposiciones en esa línea y sostenerlas a su vez
con argumentaciones del mismo estilo.
4. El entonces emperador Miguel Ducas y sus hermanos se vol-
vieron asiduos a este hombre, al que ponían en segundo lugar tras
Pselo y al que, sin embargo, protegían y aprovechaban para sus de-
bates humanísticos. Pues los Ducas, tanto los hermanos del sobe-
rano como el mismo emperador Miguel, eran muy amantes de las
Humanidades. Italo, por su parte, tenía su encendida y furibunda
atención puesta sobre Pselo, si bien este, como un águila, sobrevola-
ba por encima de las banalidades de Italo.
5. ¿Qué fue lo que pasó después? Cuando los odios de latinos
e italianos47 se revolvían contra los romanos con la pretensión de
dominar toda Longibardía así como Italia48, aquel emperador des-
pachó hacia Epidamno a Italo por ser orignario de Italia, tener fama
de honesto y ser conocedor del carácter de los italianos. En fin y para
abreviar, allí fue sorprendido traicionando nuestros intereses por lo
que se envió al hombre encargado de expulsarlo de allí. Al enterarse
de su llegada, emprendió camino hacia Roma como fugitivo. Luego,
tal como era él, se arrepintió y tras suplicar el perdón del empe-
rador, por orden suya volvió a Constantinopla, donde se retiró al
monasterio llamado de la Fuente y a la iglesia de los Cuarenta San-
tos. Cuando Pselo se trasladó de Bizancio tras su tonsura, quedó él
como primer maestro de toda filosofía con el cargo de cónsul de los
filósofos49 y se dedicó a explicar las obras de Aristóteles y de Platón.
47 Normandos e italianos.
48 El dominio bizantino sobre Italia finalizó en 1071, cuando los normandos se
apoderaron de Bari, la última plaza fuerte bizantina en Italia.
49 En griego ὕπατος τῶν φιλοσόφων. Su traducción más directa sería algo así como
«el supremo de los filósofos». Tradicionalmente, se ha venido traduciendo como
222
6. Era muy erudito, al parecer, y hábil como ningún otro hom-
bre en explorar la complejísima doctrina peripatética, especialmen-
te, la dialéctica. Pero respecto a las otras artes humanísticas no era
ni mucho menos un entendido. Más bien cojeaba en el arte de la
gramática y no gustaba del néctar de la retórica. Por ello, tampo-
co tenía un lenguaje armonioso ni bellamente trabajado. Además
poseía un estilo rudo y completamente falto de adorno. Su discur-
so no hacía sino fruncir el entrecejo y despedir acritud por todos
lados. Sus escritos estaban repletos de irrupciones dialécticas y su
expresión en las disputas estaba repleta de argumentos silogísticos,
más en las conversaciones que en los escritos. Tan fuerte era en sus
argumentaciones y tan irrefutable, que quien le replicaba automá-
ticamente caía en la impotencia y era reducido al silencio. A cada
uno de los dos lados de la cuestión horadaba un agujero y arrojaba
al interlocutor en un pozo de dificultades, ya que su experiencia
dialéctica conturbaba la mente de este. Quien se tropezaba una vez
con él era incapaz de atravesar sus laberintos.
7. Por otro lado, era el más grosero. Su cólera lo dominaba
y cualquier virtud que adquiriera gracias a las letras esa cólera la
destruía y borraba. Este hombre discutía con palabras y manos, no
permitía que el interlocutor llegara por entero a la falta de argu-
mentos, ni le era suficiente coser la boca al oponente y condenarlo
al silencio, sino que su mano pronto caía sobre la barba y los ca-
bellos y enseguida a un insulto le sucedía otro insulto. Era incapaz
de refrenar sus manos y su lengua. Solo tenía como característica
impropia de un filósofo que tras la paliza cesaba su cólera, lo domi-
naba el llanto y caía en un evidente arrepentimiento.
223
8. Por si a alguien le gustase saber de su aspecto, diré que su
cabeza era grande; su frente, prominentísima; su rostro, expresivo;
su nariz exhalaba el aire con soltura y libertad, la barba era redonda;
el pecho, ancho y fuertes los miembros. En cuanto a su estatura, era
más bajo de lo normal. En su forma de hablar mostraba las trazas de
quien había arribado a nuestra tierra procedente del mundo latino
durante su juventud. Por ello, aunque había logrado aprender la
lengua griega, carecía de una correcta pronunciación y en ocasiones
se expresaba mutilando bastante las sílabas. Ni la torpeza de su ar-
ticulación, ni su extremada incorrección pasaban inadvertidas a la
gente, y era tomado por un campesino debido a su modo de hablar
entre las personas más formadas en la retórica. En suma, sus escritos
estaban constreñidos por los tópicos dialécticos en todos lados y no
escapaban en absoluto de la fealdad del desorden y de abundantes
solecismos.
224
llegué a comprobar que no tenían ningún conocimiento científico
exacto, que fingían ser dialécticos recurriendo giros desordenados y
ciertas metáforas erráticas en sus formas, que, sin saber nada sano,
proponían ideas como la metempsícosis, aunque algo veladamente,
y alguno otros horrendos planteamientos próximos a aquellos.
3. ¿Y qué persona que fuera culta no estaba presente mientras
la sagrada pareja se daba al estudio de las divinas escrituras durante
toda la noche y todo el día? Me refiero a mis padres y emperadores.
Daré una pequeña explicación marginal porque la ley de la retórica
me lo permite. Recuerdo que mi madre y emperatriz, cuando estaba
servida la comida, llevaba frecuentemente un libro en sus manos, en
el que estudiaba las doctrinas de los santos padres que fijaron el dog-
ma y, en especial, del filósofo y mártir Máximo52. Había dirigido su
atención no tanto a las cuestiones de la naturaleza, como a los dog-
mas, en los que deseaba recoger el fruto de la auténtica sabiduría.
Muchas veces sentía nacer en mí la admiración por ella y admirada,
precisamente, le dije en una ocasión: «¿Cómo has podido apartar la
atención de aquí abajo y mirar hacia cosas tan sublimes? Yo tiemblo
de pensar solo en oír con el borde de mis orejas esas doctrinas. Dicen
que el carácter extremadamente contemplativo y conceptual de ese
autor provoca vértigo a los lectores». Ella, con una sonrisa, dijo: «Sé
que esa cobardía es encomiable. Tampoco yo me acerco sin temblar
a estos libros. Sin embargo, no puedo desprenderme de ellos. Aguar-
da, pues, un poco y dedícate primero a otros libros para poder dis-
frutar luego con la dulzura de estos». Los recuerdos han herido mi
corazón y me han arrojado a un cúmulo de nuevas digresiones, pero
las exigencias del género histórico me apartan de esos propósitos.
Por lo tanto, hagamos que retorne nuestra obra al asunto de Italo.
4. Mientras Italo estaba en el punto álgido de su prestigio entre
los citados discípulos, se comportaba con todos despectivamente y
alentaba a la masa de los insensatos a la rebelión, entre los que se
contaban no pocos de sus propios alumnos. Podría citar a muchos,
227
228
LIBRO VI
I. Recuperación de Castoria.
1 Una de las etimologías que se aducen para el nombre de la ciudad. Ana Com-
nena hace derivarlo del término «kastron» [κάστρον] tomado del latín castrum,
«campamento» y que en griego significa «plaza fuerte», lo que incluye las ciudades
amuralladas que existían en aquella época.
229
recinto de la muralla. Pero los defensores resistían con bastante co-
raje y no capitulaban ni siquiera a pesar de tener la muralla derrum-
bada. Como le era imposible conseguir su objetivo, Alejo concibió
un plan tan audaz como inteligente Combatiría simultáneamente
desde ambas partes, desde tierra firme y desde del lago mediante
barcos en los que meter a algunos valientes. Como no había barcos,
cargó unos botes ligeros en carros y los introdujo en el lago a través
de un embarcadero. El emperador veía que los latinos subían con
mayor rapidez por el lado del promontorio, mientras que los que
descendían por el otro lado necesitaban más tiempo para su descen-
so. Ordenó, entonces, a Jorge Paleólogo que, una vez embarcado
al frente de un grupo de vigorosos guerreros, abordara la base del
promontorio y que, cuando viera la señal convenida, ascendiera a su
cima por el lado posterior, accediendo a ella a través del camino más
solitario y transitable. Cuando viera que el soberano reemprendía
el combate contra los latinos desde tierra, también él se apresuraría
cuanto pudiera para que no fueran capaces de luchar al mismo tiem-
po en dos frentes, sino que, relajando la intensidad de la batalla en
una de las partes, fueran derrotados entonces por esa misma parte.
3. Jorge Paleólogo atracó en la base del citado promontorio y
aguardó armado en aquel sitio. Situó en lo alto un vigía para otear
la aparición de la señal convenida por el emperador. Le ordenó tam-
bién que nada más verla, se lo hiciera saber. Cuando alboreaba el
día, los hombres del soberano lanzaron el grito de guerra y se apre-
suraron a trabar combate contra los latinos por el lado de tierra. Al
percatarse de la señal, el vigía se lo comunicó a Paleólogo mediante
otra señal. Este pronto alcanzó junto con sus hombres la cumbre del
promontorio, donde se situó en formación cerrada.
4. Brienio no se rendía aunque viera que estaba siendo asediado
al otro lado de sus murallas y que Paleólogo rugía amenazadora-
mente contra los defensores. Por el contrario, animaba a los condes
para que ofreciesen mayor resistencia. Pero ellos, dirigiéndose a él
sin ningún reparo, le dijeron: «Estás viendo cómo a una desgracia le
sucede otra desgracia. Así pues, es lícito que cada uno de nosotros
se preocupe a partir de ahora de su propia salvación y que unos nos
230
pasemos al emperador y otros regresemos a nuestra patria». Ponien-
do enseguida manos a la obra, solicitaron al emperador que colo-
cara uno de sus estandartes junto al templo del gran mártir Jorge
(esta iglesia había sido construida hacía tiempo y estaba dedicada
al mártir) y otro en dirección a Aulón, para que «todos aquellos de
nosotros que quieran ser vasallos de Vuestra Majestad acudan al es-
tandarte que está vuelto hacia el templo del mártir y cuantos quieran
regresar a su propia patria, se dirijan hacia el que mira a Aulón». Tras
decir esas palabras, se encaminaron enseguida hacia donde estaba el
emperador. En cuanto a Brienio, que era un guerrero valeroso, se
negaba rotundamente a cambiar de bando, pero juró no alzar nunca
sus armas contra el soberano, solo con que le cediera una escolta que
debería preservarlo del peligro hasta llegar a las fronteras del imperio
de los romanos y tener así paso franco hacia su país. El soberano
satisfizo con suma celeridad su petición y regresó a Bizancio como
un muy ilustre vencedor.
2 Ana Comnena identifica como iguales a los paulicianos y los maniqueos. Si bien
aquellos derivan de estos, presentan diferencias. Su nombre parece provenir de la
especial veneración que sentían hacia el apóstol Pablo, aunque hay otras teorías,
como la que achaca su nombre a los fundadores, Pablo y Juan, hijos de la mani-
quea Calínice. La secta apareció en Armenia en el siglo VII. Debido a su actitud
hostil hacia el imperio, Basilio I los deportó desde Armenia hasta Filipópolis, en
Tracia. Distinguían entre el Dios que creó el mundo material y el Dios que creó
las almas y está en el cielo. Este último es el que debe ser adorado. Rechazaban el
Antiguo Testamento y solo admitían una parte del Nuevo. Igualmente, no acep-
taban el culto a las imágenes ni las jerarquías, ni los ritos, ni los sacramentos y se
reclamaban como los más puros seguidores del cristianismo primitivo.
231
en el espléndido triunfo ante los enemigos en occidente. Su deseo
no era conseguir el sometimiento mediante una guerra o una batalla
para evitar así que mucha gente de los dos bandos pereciera en el
enfrentamiento, ya que sabía desde hacía tiempo que eran hombres
muy decididos y que respiraban furor contra sus enemigos. Por to-
dos estos motivos se apresuró a castigar a los cabecillas y sumar los
restantes al contingente de sus tropas.
2. Logró, pues, ganárselos mediante el siguiente procedimiento.
Habida cuenta de su arrojo y su incontenible ímpetu en combates
y batallas, temía que se desesperaran y llevaran a cabo algo peor.
Por ahora, vivían tranquilos en sus territorios y aún no se habían
dedicado a nuevos pillajes e incursiones. Así pues, los mandó buscar
mediante cartas que anunciaban abundantes beneficios si se presen-
taban en Bizancio. Ellos, por su parte, tenían conocimiento de su
victoria sobre los celtas y por ello temían que tal vez las cartas pre-
tendieran embaucarlos con hermosas promesas. Sin embargo, aun-
que de mala gana, se encaminaron hacia el emperador.
3. El soberano se presentó en Mosinópolis3 y aguardó en los
alrededores fingiendo que permanecía en este sitio por otras causas,
cuando de hecho solo esperaba su llegada. Una vez que hubieron
llegado, hizo como si quisiera verlos uno por uno para inscribir sus
nombres. Se sentó, entonces, con terrible aspecto y mandó avanzar a
los jefes de los maniqueos, no juntos, sino en grupos de diez, mien-
tras prometía para el día siguiente la revista general y la entrada en
la ciudad una vez que estuvieran inscritos. Tras esto, los encargados
de apresarlos, que ya estaban listos, se apoderaron de sus caballos y
armas y los encerraron en unas prisiones determinadas. Los grupos
que iban apareciendo seguidamente, como tenían un desconoci-
miento absoluto de lo que se estaba haciendo, entraban ignorando
lo que le ocurriría a cada uno.
4. Así fue como los encarceló. Tras confiscar sus bienes, los dis-
tribuyó entre aquellos bravos soldados que habían compartido sus
fatigas durante las batallas habidas y aquellos peligros. A continua-
ción, la persona encargada de la ejecución marchó para arrojar de
3 En la Macedonia oriental, al norte de Komotiní.
232
sus casas a las mujeres de aquellos y recluirlas en la acrópolis. El
soberano, sin embargo, pronto juzgó a los maniqueos cautivos me-
recedores de su misericordia. Ninguno de los que decidieron recibir
el santo bautismo fue privado de él. En cuanto a los responsables
de semejante locura, tras someterlos a toda clase de exámenes, logró
identificarlos y los deportó a islas en las que fueron confinados. A
los demás los liberó y les dio permiso para que fueran a donde qui-
sieran. Ellos prefirieron la tierra que los vio nacer a otras y pronto
volvieron corriendo a ella para rehacer sus vidas lo mejor posible.
233
públicamente los libros (normalmente llamados brevia5), en los
que se hace constar el patrimonio de cada templo. El que en apa-
riencia era juez, el emperador, estaba sentado en el trono imperial,
pero en realidad él iba a ser examinado. Se investigaban, en efecto,
los bienes donados antiguamente por gran cantidad de gente a los
sagrados lugares y arrebatados posteriormente por aquella o por el
propio soberano.
3. Una vez demostrado que no se había producido más expolio
que los adornos de oro y plata que recubrían el ataúd de la famosa
emperatriz Zoe6 y unos pocos objetos más no muy útiles para la sa-
grada liturgia, se presentó públicamente a sí mismo como acusado y
prometió designar juez de su causa a cualquiera que lo desease. Tras
una breve pausa, añadió en otro tono: «Sabéis cuántos peligros me
acecharon, hasta casi el punto de caer víctima de una espada bárba-
ra, cuando, al hallar el imperio acosado por bárbaros de toda espe-
cie, me enfrenté con ellos sin capacidad apenas para hacerlo contra
los enemigos que nos presionaban. Los pueblos que nos asaeteaban
con sus flechas se multiplicaban tanto en oriente como en occidente.
Estáis al tanto de las incursiones de los persas y los ataques de los
escitas, tenéis presentes las agudas lanzas de Longibardía. Las rique-
zas se habían perdido igual que las armas y el ámbito de nuestro
poderío se centraba en torno al punto indivisible que era Constan-
tinopla. Pero, a su vez, también sois conscientes de cómo el ejército
incrementó sus efectivos gracias al reclutamiento general, cómo fue
reconstruido y adiestrado. Y bien sabéis todos que todas estas acti-
vidades requieren mucho dinero y que los bienes confiscados lo han
sido por necesidad, como dijo el célebre Pericles7, y se han gastado
por nuestro honor.
234
4. Nada de asombroso tiene que parezcamos unos infractores
de los cánones para quienes nos censuran. No obstante, oímos de-
cir que incluso David, el rey profeta, cuando se vio reducido a una
necesidad parecida a la nuestra, comió los panes sagrados junto con
sus tropas, aunque al profano le estuviese prohibido alimentarse con
la comida reservada a los sacerdotes8. Además, debemos aceptar que
los sagrados cánones permiten, entre otras cosas, vender los bienes
sagrados para la liberación de los prisioneros. No creo que estemos
dando pie a ninguno de nuestros críticos para una acusación razo-
nable si, cuando toda la tierra estaba en cautiverio y cuando todas
las ciudades, incluida la propia Constantinopla, corrían el riesgo de
convertirse en prisioneras, a causa de tan enormes coacciones echa-
mos mano a unos pocos bienes que ni mucho menos tenían cate-
goría de sagrados, y los empleamos para la libertad de todas esas».
5. Al término de estas palabras, cambió de lenguaje para presen-
tarse a sí mismo como acusado y condenarse. Luego ordenó a sus
portadores que abrieran los brevia para que se hicieran públicos los
bienes confiscados. Enseguida fijó para la tesorería de la iglesia del
Antifoneta9 (allí se encontraba el ataúd de la mencionada empera-
triz) una importante cantidad de oro que era satisfecha anualmente
por los intendentes públicos, pago que hasta hoy ha permanecido
inalterable. Para la iglesia de Calcopracia ordenó dar prioridad a una
cantidad anual de oro del tesoro imperial suficiente para quienes
cumplen con los himnos en el divino templo de la Madre de Dios.
235
ejército10. Esta fue notificada al soberano. Los acusadores compa-
recieron y denunciaron a los integrantes de esa conjura. Cuando
la conspiración salió a la luz e iba a recaer sobre los responsables el
grave castigo que señala la ley, el soberano no se mostró dispuesto a
infligirlo y decretó solo la confiscación de sus bienes y su reclusión y
dejó ahí el castigo de la conspiración. Pero retornemos al punto en
el que nos desviamos.
2. Coincidiendo con el nombramiento de doméstico por Nicé-
foro Botaniates, el soberano había aceptado a un maniqueo, Traulo,
lo había incluido en el servicio de la familia y, tras dignarlo con el
santo bautismo, lo había casado con una de las damas de la empe-
ratriz. Cuando este vio que las cuatro hermanas que tenía eran con-
ducidas a prisión junto con los demás maniqueos y eran despojadas
de todas sus propiedades, montó en cólera, ya que no podía tolerar
este ultraje y reflexionó sobre la manera de librarse del servicio al
soberano. Su cónyuge, a cuyo conocimiento llegó el plan, cuando
vio que estaba a punto de huir, reveló sus intenciones al encargado
del asunto de los maniqueos.
3. Traulo se enteró de la actuación de su esposa y entonces hizo
venir al atardecer a todos los que habían sido informados anterior-
mente de su plan secreto. Todos los que estaban unidos a él por algún
parentesco acudieron a su lado y se marcharon juntos a Beliatoba11,
villorrio que se halla en la elevación que domina el valle de Beliatoba.
Como lo encontraron deshabitado, lo consideraron propiedad suya
y construyeron viviendas. Posteriormente, en sus diarias incursiones
desde su cuartel general llegarían a alcanzar hasta nuestra Filipópolis,
de donde regresaron tras adueñarse de abundante botín.
4. Pero Traulo, no satisfecho con ello, firmó también tratados
con los escitas12 que moraban en el Paristrio y se atrajo a los jefes de
10 Según otros historiadores bizantinos, a pesar del papel simbólico y nulo desde
el punto de vista político del senado, hubo enemistad entre Alejo y los integrantes
de la institución. De ahí que muchas de las conjuras contra el emperador tuvieran
su origen entre los senadores.
11 Al norte de Filipópolis.
12 Los pechenegos que habitaban entre los Balcanes y el Danubio.
236
Glabinitza, Dristra13 y de las zonas vecinas, mientras se comprome-
tía con la hija de uno de los caudillos escitas por su profundo anhelo
de perjudicar al soberano con la incursión de los escitas. El empe-
rador, que era informado de esos movimientos día a día, se esforza-
ba por ganárselo mediante cartas y promesas, adelantándose a los
acontecimientos y para evitar los daños que pudiera causar. También
le remitió un crisóbulo garantizándole la inmunidad y la libertad
plena. Pero el cangrejo no aprendía a andar hacia adelante y él seguía
siendo el mismo de ayer y de antes de ayer. Así pues, persistió en sus
intentos por atraerse a los escitas, de cuyos territorios hacía venir
más gente, en su labor de pillaje por todas las regiones colindantes.
237
ánimos para volver a batallar y la cabeza se le llenaba nuevamente de
planes y proyectos mayores que los de antes. Pues este hombre era
un poderoso defensor de sus decisiones y propósitos personales y no
deseaba en absoluto abandonar las resoluciones que había tomado
una vez. En suma, era un personaje sin miedos que confiaba en apo-
derarse de todo al primer ataque.
2. Tan pronto como hubo puesto en orden los sentimientos de
su corazón y se hubo recuperado de su gran desaliento, envió emi-
sarios en todas direcciones con el anuncio de una nueva travesía
hacia el Ilírico en contra del emperador. Pronto estuvo reunida una
muchedumbre de soldados de caballería e infantería procedentes de
todos los puntos, todos brillantemente armados y con sus anhelos
puestos en el combate. De la muchedumbre hubiera dicho Home-
ro: «Van como enjambres de densas abejas».14. Acudían tanto desde
las ciudades vecinas, como de países extranjeros. Así se armaba con
todo su poder para rehacerse de la derrota de su hijo. Cuando tuvo
reclutadas gran cantidad de tropas, mandó llamar a sus hijos Roge-
lio y el llamado Guido (a quien el emperador Alejo con el deseo de
apartarlo de su padre, le había ofrecido mediante emisarios secretos
un matrimonio y le había prometido también una distinguida dig-
nidad y una generosa cantidad de dinero. Él, tras oír esas propuestas,
las había aceptado, si bien por ahora mantenía ocultas sus intencio-
nes) y, encomendándoles toda la caballería, los envió con la orden
de que se apresuraran a tomar Aulón. Ellos, tras hacer la travesía, se
adueñaron de ella al primer asalto. Después de dejar allí unos pocos
hombres de guarnición, llegaron con los restantes a Botrento, que
conquistaron también al primer ataque.
3. Roberto se hizo cargo de toda la flota y, siguiendo la línea
de la costa junto a Botrento, llegó a Brentesio, desde donde zarpa-
ría en dirección al Ilírico. Como sabía que el estrecho se hacía más
corto saliendo desde Hidrunte, inició la travesía desde allí rumbo a
Aulón. De ese modo, tras navegar con toda su escuadra al lado de
la costa que se extiende entre Aulón y Botrento, se reunió con sus
hijos. A continuación, dejó a sus hijos en Botrento y él se dirigió
14 Il., II 87.
238
personalmente con toda la flota a Corifó, que antes había estado
bajo su control, pero que ahora se acababa de rebelar.
4. El hecho de que Roberto realizara esos movimientos no aba-
tió el espíritu del soberano cuando se enteró de ellos, antes bien,
animó a los venecianos mediante cartas para que, tras armar una im-
portante flota, prepararan nuevamente el inicio de las hostilidades
con Roberto. En cuanto a los múltiples gastos, el emperador prome-
tía correr con ellos. Él, por su parte, después de embarcar guerreros
expertos en el combate naval, aparejó birremes, trirremes y todo tipo
de barcos piratas y los envió contra Roberto.
5. Roberto se percató de la ofensiva que emprendía la escua-
dra en contra de él y, anticipándose a la batalla de acuerdo con su
carácter, soltó amarras y con toda su flota arribó al puerto de Ca-
sope15. Los venecianos, a su vez, llegaron al puerto de Pasaron16 y
aguardaron allí un cierto tiempo. Cuando se enteraron de la llegada
de Roberto, marcharon rápidamente también ellos al puerto de Ca-
sope. Tras un violento combate y un enfrentamiento al abordaje,
Roberto fue derrotado. No por ello se rindió después de esta derro-
ta, habida cuenta de su temperamento belicoso y dispuesto para el
combate, sino que de nuevo se preparaba para luchar en otra batalla
y enfrentarse en un combate más trascendente. Al conocer esto, los
comandantes de ambas flotas, animados por la victoria, lo atacaron
tres días después y lograron una brillante victoria sobre él. Luego,
regresaron de nuevo al puerto de Pasaron.
6. Ya fuera porque, como suele ocurrir en semejantes circuns-
tancias, se encontraban animados por las precedentes victorias, ya
fuera porque se desentendieron de los derrotados, el caso es que se
relajaron y, pensando que ya habían conseguido todo, despreciaron
a Roberto. A continuación, apartaron y mandaron naves rápidas a
Venecia para referir lo ocurrido, así como la derrota valientemente
infligida a Roberto. A su vez, Roberto, que se había enterado de este
estado de cosas gracias a un veneciano llamado Pedro Contarini17,
15 Al norte de Córcira, hoy Kasiopi.
16 Al este de Córcira.
17 De familia ilustre, ya que el patriarca de Venecia por aquella época era
239
que acababa de pasarse a su bando, sufrió un gran desaliento ya
que se le hacía intolerable aquel resultado. Sin embargo, se rehízo
gracias a reflexiones más animosas y se lanzó contra los venecianos.
Los venecianos, asustados por su inesperada venida, inmediatamen-
te amarraron con cabos unas a otras sus naves más grandes en las
proximidades del puerto de Corifó y, disponiéndolas como el llama-
do puerto en el mar, empujaron sus navíos más pequeños al interior
del recinto así formado y aguardaban todos armados la llegada de
Roberto.
7. Cuando estuvo a su altura, se enzarzó con ellos en una bata-
lla. El combate transcurría más sangrienta y violentamente que los
anteriores, ya que se luchaba con más arrojo que en otras ocasiones.
Se libraba una dura batalla en la que no solo ninguna de las partes
volvía la espalda, sino que se enfrentaban en un intenso combate al
abordaje. Por su parte, los venecianos tenían ya agotados sus recur-
sos sin tener ninguna otra cosa más que soldados en unas naves que
por su poco peso flotaban en la superficie a merced de las aguas, ya
que el agua no las cubría ni tan siquiera por la segunda línea de flo-
tación, y al correr en masa hacia la banda contraria para hacer frente
al enemigo, terminaron ahogados en número aproximado de trece
mil. Las demás naves fueron capturadas con sus tripulantes.
8. Tras aquella brillante victoria, Roberto tuvo un comporta-
miento cruel y muy salvaje con muchos de los prisioneros. A unos
los cegó, a otros les cortó la nariz, a algunos más les cortó manos,
pies o ambos a la vez. En cuanto a los restantes, mediante unos emi-
sarios que envió a sus compatriotas les hizo saber que los interesados
en rescatar a los suyos acudieran sin temor a lo que pudiera costarles.
Al tiempo, les solicitó la paz. Ellos, a su vez, le respondieron: «Enté-
rate, duque Roberto, de que, aunque viéramos degollados a nuestras
propias mujeres e hijos, no revocaríamos el tratado que tenemos con
el soberano Alejo, ni menos aún, dejaríamos de apoyarlo y luchar
con todas nuestras fuerzas a su lado».
9. Transcurrido un tiempo, los venecianos aparejaron dromones,
trirremes y algunas otras naves pequeñas y veloces, y se encaminaron
Domenico Contarini.
240
con mayores fuerzas contra Roberto. Le dieron alcance cuando te-
nía instalado su cuartel general en Botrento y se enzarzaron en un
combate con él del que salieron indiscutiblemente victoriosos y en
el que mataron a muchos enemigos y se ahogaron muchos más. In-
cluso poco faltó para que capturasen a su propio hijo Guido y a su
esposa. Después de haber obtenido una brillante victoria sobre él, se
la comunicaron al emperador.
10. Él les correspondió con abundantes presentes y honores.
Honró al dux de Venecia18 con la dignidad de protosebasto junto con
sus rentas. Honró también al patriarca con la dignidad de hipértimo
en unión de sus correspondientes rentas. Igualmente, ordenó que
anualmente fuera distribuida entre todas las iglesias de Venecia una
importante cantidad de oro procedente del tesoro imperial. Hizo
tributarios a todos los naturales de Melfi que poseyeran negocios
en Constantinopla de la iglesia del apóstol evangelista San Marcos
y cedió la explotación de los negocios que se extendían desde el an-
tiguo muelle de los hebreos hasta el lugar llamado Bigla19, incluidos
los muelles existentes dentro de estos límites. Les regaló asimismo
muchos inmuebles en la ciudad imperial, en Dirraquio y en donde
se les antojase pedirlos. Y, lo que es más importante, les concedió la
exención de aranceles en el comercio dentro de las fronteras del im-
perio de los romanos, para que comerciasen libremente a voluntad,
sin tener que aportar ni un óbolo en virtud de tasas comerciales o
de cualquier clase de impuesto exigido para los fondos públicos, así
como la dispensa de subordinarse a ninguna autoridad romana.
18 Domenico Silvio.
19 Emplazamiento de un cuartel de los «vigiles», de donde deriva el nombre en
griego. Eran los encargados de la seguridad de los habitantes, una especie de po-
licía.
241
to tampoco después de esta derrota. Tras enviar por delante una de sus
naves al mando de su hijo contra Cefalenia con la misión de apoderarse
de su capital y emplear las naves que le quedaban y todas sus tropas
en un ataque contra Bonditza20, él embarcó en una monere armada y
arribó a Cefalenia. Antes de unirse a las restantes fuerzas y a su hijo y
durante su permanencia en Ater (un cabo de Cefalenia,), unas intensas
fiebres hicieron presa en él. En una ocasión, ante el insoportable ardor
de la fiebre, pidió agua fresca. Sus hombres se dispersaron en todas di-
recciones en busca del agua. Entonces, uno de los lugareños les dijo:
«¿Veis la isla de Ítaca? En ella hay una gran ciudad llamada Jerusalén,
aunque con el tiempo ha ido quedando en ruinas. En ella existe una
fuente de la que mana siempre agua potable y fresca».
2. Cuando Roberto se enteró de la indicación, cayó presa de un
hondo temor, ya que reconoció en el nombre de Ater unido al de la ciu-
dad de Jerusalén su muerte inminente. En efecto, hacía tiempo algunos
adivinos lo habían adulado, como suelen hacerlo con los príncipes, con
la siguiente profecía: «Hasta Ater lo someterás todo; pero cuando salgas
de allí rumbo a Jerusalén cumplirás con tu deuda». Si fueron las fiebres
la enfermedad que mató a Roberto o si fue una pleuresía, no sabría de-
cirlo con exactitud. El caso es que en seis días murió21.
3. Gaita, su mujer, llegó al lado de Roberto y de su hijo, que
lloraba por su padre, cuando exhalaba el último suspiro. Se le comu-
nicó, entonces, su muerte a aquel de sus hijos que había designado
en vida como su heredero22. Este, al enterarse de la noticia, quedó
transido por un inmenso dolor. Cuando estuvo repuesto gracias a
esperanzadoras reflexiones y hubo recuperado la claridad de ideas,
hizo llamar a todo el mundo, les anunció lo sucedido en medio de
grandes lágrimas provocadas por la muerte de su padre y tomó jura-
mento a todos en su favor. Una vez que los tuvo reunidos, inició la
travesía rumbo a Apulia. Aunque estuvieran en verano, durante el
viaje vino a caer en medio de una fortísima tormenta, de modo que
se hundieron algunos barcos y algunos otros quedaron inutilizados
20 En el golfo de Arta, hoy Vonitsa.
21 17 de julio de 1085.
22 Rogelio.
242
al embarrancar en la arena. La nave que transportaba el cadáver que-
dó medio destrozada y el féretro que lo contenía fue recuperado a
duras penas por quienes lo acompañaban. Al cabo, fue depositado
en Benusio23. En el antiguo monasterio de la Santísima Trinidad,
donde habían sido enterrados antes sus hermanos, recibió sepultu-
ra. Roberto murió tras veinticinco años de gobierno ducal y a los
setenta de edad.
4. Cuando el emperador se enteró de la súbita muerte de Rober-
to, se recuperó al verse libre de semejante peso e inició inmediata-
mente una ofensiva contra los que todavía ocupaban Dirraquio. Pla-
neó sumirlos en la discordia mediante cartas y toda clase de medios.
Esperaba tomar así de fácilmente luego la ciudad de Dirraquio. Tam-
bién preparó que los venecianos que habitaban en Constantinopla
aconsejaran a través de cartas a los amalfitanos, venecianos y cuantos
extranjeros hubiese en Epidamno, que secundaran sus deseos y le
entregaran Dirraquio. También él, recurriendo a promesas y obse-
quios tampoco cejaba en su idea de que le entregasen la ciudad de
Dirraquio, Así pues, una vez convencidos (así es el carácter de todos
los latinos, codicioso y acostumbrado a vender por un óbolo24 hasta
lo más querido) y con la esperanza de grandes beneficios, urdieron
una conjura y mataron al que primero los había persuadido de que
entregasen la plaza a Roberto junto con sus partidarios. Aquellos,
por su parte, se pasaron al emperador y le entregaron la plaza, gracias
a lo cual sacaron el beneficio de una completa libertad.
23 Venosa.
24 Moneda de escaso valor
25 Simeón Seth, contemporáneo de Miguel Psello. Escribió obras pseudocientí-
ficas.
243
paso al Ilírico mediante un oráculo que, después de escribirlo en una
nota y sellarla, había entregado a algunos de los más allegados al em-
perador, con la indicación de que lo guardasen hasta un cierto mo-
mento. Posteriormente, y a raíz de la muerte de Roberto, abrieron la
nota por orden suya. El oráculo rezaba así: «Un importante enemigo
originario de occidente, que ha provocado una enorme turbación,
caerá de modo súbito». Todos quedaron asombrados de la perfec-
ción que este hombre había logrado con su saber sobre esa ciencia.
2. Vamos a desviarnos brevemente y a apartarnos un poco del
hilo de la historia para exponer el estado en que se encuentra el
asunto de la adivinación. Se trata de un hallazgo bastante reciente,
ya que en la antigüedad no conocía esta ciencia. Ni en época de
Eudoxo26, el más sabio astrónomo, constaba la existencia de método
alguno de adivinación, ni Platón poseía estos conocimientos y ni
siquiera Manetón27, el astrólogo, dejó nada especificado sobre esta
disciplina. Antes bien, ellos carecían de horóscopos destinados a pre-
dicciones, del conocimiento para fijar los puntos cardinales y para
observar la posición de los astros, así como de cuantos aspectos legó
a sus seguidores el que descubrió esta disciplina y que son compren-
sibles a quienes se dedican a semejantes banalidades.
3. En cierto modo, también yo me dediqué en otro tiempo a
esa ciencia, no para ponerla en práctica (quiera Dios que nunca
suceda), sino para conocer la índole de sus cultivadores y la ba-
nalidad de sus fundamentos. Mis intenciones al escribir esto no
es vanagloriarme de mi sabiduría, sino demostrar que en tiempos
de este soberano, muchas de las ciencias habían recuperado su im-
portancia gracias al respeto con que honraba tanto a los filósofos
como a la propia filosofía. A pesar de ello, se confesaba molesto
por esta disciplina de la astrología, según creo, porque persuadía a
la mayoría de las personas simples a abandonar las esperanzas en
el más allá y a quedarse pasmados con los astros. Esta fue la causa
26 Eudoxo de Cnido (ca. 408-355 a.C.), estudió con Platón. Matemático y as-
trónomo.
27 Vivió en el siglo III a.C., sacerdote egipcio. Escribió una historia de Egipto que
dedicó a Ptolemeo II. El poema astrológico atribuido a él es falso.
244
de que el soberano mantuviera un enfrentamiento con el estudio
de la astrología.
4. Por todo lo dicho, no había sequía de astrólogos. Antes al
contrario, en aquella época descollaba el citado Seth, ese célebre
egipcio de Alejandría que mostraba con generosidad los misterios
de la astrología. Él hacía predicciones muy exactas a instancias de la
gente, y en algunos casos sin usar siquiera el astrolabio, sino por el
método de lanzar los dados28. Esto, sin embargo, no tenía nada de
mágico; antes bien, era una técnica lógica del alejandrino. Al com-
probar el soberano que la juventud acudía a él y que consideraba al
hombre un profeta, también él recurrió dos veces a sus servicios y en
tantas ocasiones el alejandrino acertó sobre el objeto de la consulta.
Ante el temor, no obstante, de que perjudicase a mucha gente y todo
el mundo se interesase en algo tan vano como la astrología, limitó el
ámbito de residencia de Seth a la localidad de Redesto29, tras haberlo
expulsado de la ciudad, y tuvo tantas atenciones con él que incluso
le suministró con generosidad los medios de vida a expensas del
tesoro imperial.
5. Igualmente, el gran dialéctico Eleuterio, también él egipcio,
se ocupaba con empeño en el cultivo de esta ciencia y se elevó con
ella a la categoría más prestigiosa sin que nade pudiera lograr que
cediera este primer puesto. Posteriormente, el llamado Catanan-
ces, que había venido de Atenas a la capital, metido en rivalidades
para conseguir el prestigioso puesto de sus predecesores, predijo a
preguntas de algunos la fecha de la muerte del soberano según su
saber y se equivocó. El que sí murió en esa fecha tras cuatro días
de fiebre fue el león que había en palacio y gracias a este suceso la
gente creyó que la predicción de Catanances se había cumplido. Al
cabo de mucho tiempo, de nuevo predijo la muerte del soberano y
volvió a fallar; pero sí murió su madre, la emperatriz Ana, en el día
que Catanances había pronosticado. El emperador, como se había
245
equivocado en cuantas ocasiones había hecho profecías sobre su per-
sona, no quiso exilarlo de la ciudad, porque se había refutado a sí
mismo y, al tiempo también, porque no quería dar la sensación de
que lo había expulsado de allí por resentimiento.
6. Retornemos, pues, nosotros al lugar de donde nos desviamos,
no sea que demos la apariencia de ser unos charlatanes que empa-
ñamos la importancia de la historia con los nombres de personas
procedentes de la astrología. Roberto, según la opinión general y
las afirmaciones de algunos, había sido un extraordinario caudillo,
inteligente, de hermoso aspecto, ocurrente con las palabras, agudo
en su conversación, de voz potente y afable. Físicamente, era de alta
estatura, con una melena siempre moderada en la cabeza, barbudo,
atento siempre a respetar los hábitos de su familia. Era, en suma,
una persona que conservó la lozanía de su rostro y de todo su cuer-
po hasta el final y que estaba satisfecho de ello, lo que dio pie a una
presencia que se consideraba digna de mandar. Del mismo modo,
juzgaba merecedores de su respeto a todos sus hombres y mucho
más a sus más íntimos partidarios. Sin embargo, también era muy
avaro, ambicioso, codicioso, cicatero y muy ansioso de obtener la
gloria, por lo que al ser derrotado, provocó también numerosos re-
proches en todo el mundo.
7. Algunos reconvenían al soberano porque se había asustado
y había emprendido demasiado pronto la guerra contra él. Si no
hubiera ido en su busca antes de tiempo, como decían, fácilmen-
te hubiera sido vencido por las presiones que venían de todos los
frentes, el de los llamados arbanitas30 y el de los dálmatas enviados
por Bodino. Pero estos detractores profieren sus acusaciones en unos
puestos que están al abrigo de las flechas, desde donde disparan con
la lengua sus punzantes proyectiles en contra de los que combatie-
ron. En efecto, todo el mundo conoce la valentía de Roberto, su
habilidad en las cuestiones relacionadas con la guerra y la firmeza de
sus decisiones. No era, ciertamente, hombre al que se pudiera vencer
fácilmente, sino todo lo contrario, porque se mostraba más valiente
en las derrotas.
30 Albaneses.
246
VIII. Nacimiento de Ana, María y Juan Comneno. Ceremonial
que sigue al nacimiento de los porfirogénetos.
247
3. Las tradiciones que se cumplen cuando tiene lugar el naci-
miento de algún hijo de la pareja imperial se llevaron también a
cabo cuidadosamente, según se dice. Es decir, aclamaciones y dis-
tribución de obsequios y dignidades a los notables del senado y del
ejército. Todos y, en especial los parientes consanguíneos de la em-
peratriz, estaban más contentos que nunca. Cantaban, saltaban y
no sabían qué hacer de gozo. Transcurrida una serie determinada de
días, mis padres me consideraron digna de la corona y de la diade-
ma imperial. En aquella época, Constantino, el hijo del emperador
Miguel Ducas, de quien hemos hablado con frecuencia, estaba to-
davía asociado al trono con mi padre, el soberano. Firmaba a su lado
con el color rojo en las donaciones, lo seguía en los cortejos con la
tiara y era aclamado tras él en las aclamaciones. Por ello, también
yo sería aclamada en el momento de la aclamación y los que la diri-
gían, cuando debían hacer la aclamación, aclamaban juntamente a
Constantino y Ana. Este ceremonial se estuvo cumpliendo durante
bastante tiempo, como después he oído contar muchas veces a mis
parientes y a mis progenitores. Tal vez era ello un augurio de lo que
me ocurriría, tanto de las alegrías, como de las desgracias.
4. Posteriormente la pareja imperial tuvo una segunda hembra33,
que se parecía físicamente a sus padres y que mostraba al tiempo la
virtud y la inteligencia que luego brillarían en ella. Añoraban tam-
bién el nacimiento de un varón y en sus oraciones lo pedían. Al fin,
durante la undécima indicción les nació un varón34. Instantánea-
mente, mis padres se alegraron y ya no les quedó sombra de pena
al ver su deseo convertido en realidad. Todos los súbditos saltaban
viendo a sus gobernantes tan felices, se alegraban unos con otros y
disfrutaban. Pudo verse entonces el palacio repleto de gozo y no de
penas ni de ningún otro tipo de preocupaciones. Mientras unos,
los leales, estaban contentos con todo su corazón, otros fingían es-
tar alegres. En efecto, los súbditos sienten hostilidad hacia los que
248
poseen el poder, pero fingen con frecuencia y se ganan con su adu-
lación la simpatía de sus superiores. A pesar de todo, era digna de
verse la alegría que sentían todos juntos y al unísono.
5. El niño era de piel morena, frente ancha, mejillas un tanto
descarnadas, nariz ni chata ni aguileña, sino más o menos entre am-
bas, los ojos bastante negros y dejando traslucir un carácter todo lo
perspicaz que puede adivinarse en una pequeña criatura. Con el de-
seo, en consecuencia, de que este niño ascendiera al trono imperial
y dejarle como herencia el imperio de los romanos, lo llevaron a la
gran iglesia de Dios y allí lo bautizaron y coronaron. En suma, estas
son las ceremonias que nos competen a nosotros, los porfirogénetos,
desde el primer momento de nuestra vida. Lo que ocurrió después,
será contado en su momento.
249
Asia; cómo, una vez derrotado por Tutuses39, el hermano del sultán,
fue muerto y cómo los primos de Puzano, tras la derrota de este,
estrangularon a Tutuses.
2. Filareto, que era un hombre de origen armenio, célebre por
su valentía e inteligencia y que había sido ascendido a la dignidad de
doméstico por el anterior emperador Romano Diógenes, se sintió
muy dolido en razón de la alta estima en que lo tenía al ver el final
de Diógenes y al saber que había sido cegado. Por ello, se rebeló y
se hizo con el dominio de Antioquía. Como los turcos asolaban
a diario los alrededores y no le daban reposo, planeó pasarse a los
turcos y circuncidarse, tal como es su costumbre. Sin embargo, su
hijo lo presionaba insistentemente para que reprimiera tan insen-
sato impulso, aunque su padre no atendía a ese excelente consejo.
Empujado por su pesar, llegó tras ocho días de viaje a Nicea y se
presentó ante el emir Solimán, que ya tenía la dignidad de sultán, e
instigándolo a la guerra contra su padre, lo animó para que asediara
Antioquía. Solimán se dejó persuadir por esta iniciativa. En el mo-
mento de partir hacia Antioquía dejó a Apelcasem como goberna-
dor de Nicea, nombrándolo jefe superior de todos los jefes y él, por
su parte, en compañía del hijo de Filareto llegó en doce noches (pues
para no despertar sospechas descansaba durante el día) a Antioquía
y la tomó al primer asalto.
3. Entre tanto, también Caratices40 saqueó inesperadamente Sí-
nope, porque se había enterado de que allí había grandes cantida-
des de oro y dinero del tesoro imperial. Pero Tutuses, hermano del
gran sultán, que gobernaba Jerusalén, toda Mesopotamia, Calep41,
así como la propia Bagdad y que pretendía el dominio de Antioquía,
cuando vio que el emir Solimán se rebelaba e intentaba asumir el
gobierno de Antioquía, llegó con todas sus fuerzas a la zona entre
250
Calep y Antioquía. Cuando el emir Solimán se encontró con él, se
trabó al punto un violento combate, pero cuando llegaron al cuer-
po a cuerpo, los hombres de Solimán huyeron desordenadamente.
Por más que procuraba Solimán infundirles valor, no acababa de
convencerlos para que abandonaran la fuga. Por tanto, al ver que el
peligro se cernía sobre su cabeza, emprendió la retirada hasta que le
pareció que tal vez estaría fuera de peligro y, colocando su escudo
en tierra, se lanzó sobre él y sentó. Pero no había pasado inadvertido
para sus compatriotas. Tras presentarse en el lugar donde estaba,
algunos sátrapas42 le dijeron que su tío Tutuses43 había mandado
buscarlo. Él, por su parte, se negó a ir porque sospechaba el peligro
que aquel suponía. Dada la insistencia de los sátrapas y ante la im-
posibilidad de oponerse por la fuerza solo como estaba, desenvainó
su espada, se la clavó de un empujón en sus propias entrañas, atra-
vesándose de parte a parte, y pereció indignamente como la persona
indigna que era. Enseguida los soldados del ejército del emir Soli-
mán que se habían salvado se pasaron al bando de Tutuses.
4. Cuando el gran sultán se enteró de este hecho, temió que
Tutuses se fuera haciendo poderoso. Despachó entonces junto al
emperador a Siaus para ofrecerle un compromiso matrimonial y
prometerle que, de llevarse a cabo, haría levantar a los turcos el cam-
po de las zonas costeras, le entregaría las plazas fuertes y lo apoyaría
con todas sus fuerzas. El emperador, tras recibir a Siaus y leer cui-
dadosamente el contenido de la carta del sultán, no dijo nada sobre
el mencionado matrimonio; pero al darse cuenta de que Siaus era
un hombre inteligente, comenzó a preguntarle acerca de su origen y
del de sus padres. Él respondió que era íbero44 por parte de madre y
turco por su padre. Ante esta respuesta, el soberano se tomó mucho
interés para que Siaus recibiera el santo bautismo. Convino en ello
Siaus y dio su palabra al soberano de que, una vez recibido el santo
bautismo, no retornaría a su país.
251
5. El sultán le había encomendado que, en el caso de que el
emperador estuviese dispuesto a suscribir el convenio para el ma-
trimonio, mostrase a los sátrapas que ocupaban las zonas costeras
una carta suya de la que él era portador y en cuyo texto les ordenaba
que abandonasen esos lugares. El emperador propuso a Siaus que
empleara ese documento y que, una vez los hubiera despachado de
allí mediante la presentación de la carta del sultán, volviera de nuevo
a la capital. Él aceptó gustoso y llegó primero a Sínope. Después de
mostrar la carta del sultán a Caratices lo despidió de allí sin que este
percibiese ni un óbolo de las arcas imperiales. En aquella ocasión
tuvo lugar el siguiente prodigio. Mientras Caratices salía de Sínope,
cayó a tierra echando espuma por la boca entregado por la divina
providencia a algún demonio vengador a causa del ultraje que había
cometido contra la iglesia de Nuestra Señora, la Inmaculada Madre
de Dios. Así, endemoniado, salió de allí.
6. Entonces, Siaus transfirió el mando de Sínope a Constanti-
no Dalaseno, que había sido enviado por el emperador para ello,
y luego, recorriendo de ese modo las demás ciudades y mostrando
el documento del sultán a los sátrapas, los despedía de sus plazas,
que, a su vez, entregaba a los sátrapas del soberano. En suma, una
vez cumplidos sus objetivos, Siaus retornó junto a este y después de
recibir el santo bautismo y disfrutar de abundantes obsequios, fue
nombrado duque de Anquialo45.
252
aguardase su regreso. Apelcasem, que era entonces archisátrapa de
Nicea, la capital del sultanato, se adueñó de ella, entregó el gobierno
de la región de Capadocia a su hermano Pulcases y se sintió seguro
durante un tiempo creyéndose el sultán y considerando el puesto
como suyo. Era un hombre hábil y arrojado. Por ello, no quería
contentarse con lo que tenía y organizaba incursiones para devastar
toda Bitinia hasta llegar a la misma Propóntide.
2. Así pues, el soberano, poniendo en práctica idénticos méto-
dos que los de antes, repelía las incursiones y empujaba a Apelcasem
a pedir la paz. Sin embargo, se percató de que este tramaba planes
secretos y que dilataba las negociaciones. Entonces, pensó que era
preciso enviar contra él una poderosa expedición militar. Despachó
a Taticio, muchas veces mencionado en esta obra, contra Nicea con
importantes fuerzas, recomendándole que utilizara la prudencia a
la hora de enfrentarse a los enemigos en el caso de que durante la
campaña se los encontrara en campo abierto. Partió Taticio, y estaba
disponiendo cerca de los muros la formación de combate, porque
ningún turco había hecho acto de presencia por el momento, cuan-
do se abrieron las puertas y unos doscientos turcos cargaron en masa
contra él. Los celtas (que eran numerosos) al verlos de frente, asieron
con energía las largas lanzas y se arrojaron contra ellos. Tras herir a
muchos, empujaron a los restantes dentro de la ciudad.
3. Por su parte, Taticio permaneció en el mismo orden de ba-
talla hasta la puesta de sol. Dado que no se veía aparecer a ningún
turco fuera de las puertas, se retiró y fijó su campamento en Basilea,
que distaba de Nicea doce estadios46. De noche, un campesino que
acudió a su presencia sostenía que Prosuc47 había sido enviado por
Pargiaruc48, el nuevo sultán, al mando de cincuenta mil hombres
con orden de atacarlo. Cuando Taticio tuvo confirmación de esta
noticia por otros y como no disponía de fuerzas para hacer frente a
tan gran contingente, abandonó su plan primitivo y pensó que sería
preferible conservar todo el ejército a salvo, no fuera que, por querer
46 1,8 km.
47 Burzuq.
48 Barkyaruq (1092-1105), hijo y sucesor de Malik Shah.
253
luchar con mínimas fuerzas contra otras muy numerosas, perdiera
todo el ejército. Fue este el motivo por el que dirigió su atención a la
capital, hacia la que miraba con intención de retornar a ella a través
de Nicomedia.
4. Cuando Apelcasem vio desde lo alto de la muralla que Taticio
se retiraba por el camino de Constantinopla, salió y emprendió su
persecución con intención de atacarlo si veía que acampaba en un
lugar favorable para él. Le dio alcance cuando llegaba a Preneto49,
donde se enfrentó a él y se arrojó con resolución a la batalla. Taticio,
a su vez, situó rápidamente las fuerzas en formación de combate
y encomendó a los celtas la primera carga contra los bárbaros, así
como el peso del combate. Ellos asieron sus largas lanzas y cargaron
a rienda suelta, como el fuego, contra los bárbaros, a los que tras
romper sus líneas, pusieron completamente en fuga. A continua-
ción, Taticio regresé a la capital a través de Bitinia.
6. Sin embargo, Apelcasem no tenía la menor intención de que-
darse quieto. Pretendía ardientemente apoderarse del centro del im-
perio de los romanos o, caso de fracasar, poseer al menos el control
de toda la región costera y de las islas próximas. De acuerdo con esas
reflexiones y después de llegar a Cío (una ciudad costera de Bitinia),
planeaba armar primero naves piratas. Y pensaba que con la cons-
trucción de los barcos se iban cumpliendo los planes. Pero esos pre-
parativos tampoco le pasaron inadvertidos al soberano. Tras aprestar
sin tardanza las birremes y trirremes de que disponía y el resto de sus
fuerzas navales, elevó a la categoría de duque a Manuel Butumites
y lo mandó contra Apelcasem con la orden de que se apresurase a
incendiar las naves a medio concluir de Apelcasem cualquiera que
fuese el estado en que las encontrara. También envió por tierra con-
tra él a Taticio con importantes fuerzas.
6. En consecuencia, ambos partieron de la ciudad. Cuando
Apelcasem vio que Butumites estaba a punto de llegar por mar a
toda prisa y tuvo noticias de que un ejército venía por tierra, se dio
cuenta de que el lugar donde se encontraba no le convenía por lo es-
carpado y angosto, así como por lo completamente desfavorable que
49 En el golfo de Nicomedia.
254
era para los arqueros, ya que no tenían terreno suficiente para cargar
a caballo contra los romanos. Entonces, levantó de allí el campo
y decidió situar sus fuerzas en un lugar más ventajoso. Llegó, por
tanto, a un sitio denominado por unos Halices y por otros Ciparisio.
7. Butumites llegó por mar antes de lo esperado e incendió las
naves de Apelcasem. Al día siguiente se presentó también Taticio por
tierra y desplegó sus tropas en un lugar favorable. Durante quince
días completos, desde la mañana hasta la noche, no cesó de provo-
car escaramuzas ni de librar batallas con Apelcasem. Pero ante la
resistencia de Apelcasem y su vigorosa oposición, los latinos acaba-
ron por aburrirse y, aunque no contaban con el auxilio del terreno,
hostigaban a Taticio para que les permitiera librar batalla ellos solos
contra los turcos. Él, si bien no le parecía aconsejable emprender esa
acción, cedió a los deseos de los latinos al ver que cada día se iban su-
mando nuevas fuerzas turcas a Apelcasem. Al alba, tras emplazar sus
falanges, trabó combate con Apelcasem. En aquella ocasión fueron
muchos los turcos que murieron, muchísimos los que cayeron pri-
sioneros y la mayoría de ellos volvieron la espalda sin echar cuenta
de su propia impedimenta. Hasta el propio Apelcasem logró salvarse
a duras penas en dirección a Nicea. Una vez que los hombres bajo
el mando de Taticio hubieron recogido de allí un enorme botín,
regresaron a su campamento.
8. Cuando el soberano se enteró de esta nueva, con su habilidad
para cautivar e corazón humano y ablandar hasta las piedras, remitió
una carta a Apelcasem aconsejándole que renunciara a tan vanas em-
presas y que no diera golpes en el aire. Por el contrario, debía unirse
a él para liberarse de sus grandes penalidades y gozar de generosos
obsequios y honores. Cuando Apelcasem se enteró de que Prosuc
estaba asediando las plazas ocupadas por algunos sátrapas y de que
ya estaba próximo a Nicea, a la que pretendía poner sitio, sacando,
como se dice, de la necesidad virtud y tras múltiples conjeturas sobre
las intenciones del emperador, confió en él y aceptó sus propuestas
de paz. Una vez suscrito el tratado por ambos, el soberano, atento a
sacar un provecho adicional a esta maniobra e incapaz de cumplir de
otra manera sus objetivos, lo hizo llamar a la capital para que tomara
255
allí posesión de su dinero y para que mientras tanto pudiera gozar
de una vida relajada, disfrutando de toda clase de placeres hasta que
regresara así a su casa.
9. Apelcasem aceptó y una vez en la capital, se le dispensó toda
clase de atenciones. Cuando los turcos que ocupaban Nicea se apo-
deraron de Nicomedia (la capital de Bitinia), el emperador en su
anhelo por arrojarlos de allí pensó que debía levantarse otra fortaleza
en la costa mientras asguraba sus muestras de afecto. En consecuen-
cia, embarcó en naves mercantes el material necesario para la edi-
ficación junto con sus constructores y los hizo partir al mando del
drungario de la flota Eustacio, como encargado de la construcción
de esta fortaleza, tras revelarle sus planes secretos. Sus órdenes fue-
ron que, si pasaba algún turco por allí, lo tratase muy cortésmente y
mientras le permitía disfrutar hasta la saciedad de lo que necesitase,
le aclarara que esa fortaleza se erigía con el conocimiento de Apelca-
sem. Además, debía desviar todo navío de las costas de Bitinia, para
impedir que este tuviera indicios de lo que estaba sucediendo.
10. El emperador, por su parte, en su diario dispensar atenciones
a Apelcasem, no paraba de ofrecerle baños, cabalgadas, cacerías y
de hacerle contemplar las columnas instaladas en las plazas. Incluso
llegó a ordenar a los aurigas que organizasen una competición en su
honor dentro del estadio construido en la antigüedad por el gran
Constantino y a diario lo animaba para que asistiera a las pruebas
hípicas, con intención de proporcionar a los constructores un am-
plio margen de tiempo. Cuando la ciudadela estuvo ya concluida y
sus objetivos se habían cumplido, tras cubrirlo de mayores regalos,
concederle el título de sebasto y confirmar la validez del tratado, lo
despidió con todos los honores por mar.
11. Cuando le fue anunciada la construcción del castillo, aun-
que su amor propio se resintió por la erección de la plaza, fingió
conocer el asunto y se guardó todo lo demás. La historia cuenta
que también Alcibíades realizó una maniobra parecida. Del mismo
modo engañó él a los lacedemonios, que no consentían que Atenas
fuera reconstruida después de haber sido devastada por los persas.
Tras encomendar a los atenienses que la reconstruyeran, partió él
256
con una embajada hacia Lacedemonia. Luego, mientras la emba-
jada perdía tiempo, daba ocasión a los constructores para concluir
su obra. Después de concluida la superchería, los lacedemonios se
enteraron de la reconstrucción de Atenas. El hombre de Peania50
rememora este astuto engaño en algunos pasajes de sus discursos.
Semejante a ese plan fue el de mi padre por no decir que incluso
poseía mayor valor estratégico que el de Alcibíades. Efectivamente,
el soberano, regalando a aquel bárbaro con carreras de caballos y
con toda clase de placeres, le hizo perder un día tras otro hasta que
el castillo estuvo construido. Entonces, una vez completa la obra,
despachó a este personaje de la ciudad imperial.
257
apoderándose poco a poco primero de una ciudad y luego de otra,
ampliaría los límites del imperio de los romanos, que pasaba por
unos momentos angustiosos, en especial desde que el poderío turco
se había ido incrementando.
3. Hubo, en efecto, un tiempo en que las fronteras del imperio
de los romanos eran los dos pares de columnas que marcaban los lí-
mites de oriente y occidente. Por poniente, las llamadas de Hércules
y por levante las de Dioniso, que están situadas en algún lugar cerca
de las fronteras de la India. No es posible especificar cuál era el poder
del imperio de los romanos a causa de su extensión. Comprendía
Egipto, Méroe, el país entero de los trogloditas, los países cercanos a
la zona tórrida y, por el otro extremo, la legendaria Thule y cuantos
pueblos habitan en la zona boreal, en cuyo extremo se halla el polo
norte. Pero en nuestros días, las fronteras del poder imperial romano
eran por oriente el cercano Bósforo y por occidente estaban fijadas
en Adrianópolis. El emperador Alejo, actuando como si golpease
con ambas manos a los bárbaros que por cada flanco amenazaban el
imperio y moviéndose en torno al centro constituido por Bizancio,
iba ampliando la extensión del imperio hasta dejar como fronteras
asentadas el mar Adriático por occidente y por oriente, el Éufrates y
el Tigris. Hubiera conseguido recuperar la antigua prosperidad del
imperio de no ser por las sucesivas contiendas y los constantes traba-
jos y peligros (el soberano buscaba grandes y abundantes peligros al
mismo tiempo) que lo desviaron de su anhelo.
4. Pues bien, como decía al principio, con el envío de un ejér-
cito a Apelcasem, el usurpador de Nicea, no pretendía alejarlo del
peligro, sino marcarse una victoria. La suerte, sin embargo, no fa-
voreció este proyecto. Los acontecimientos se desarrollaron de la
siguiente manera. Las tropas que habían sido enviadas llegaron a
la villa llamada de San Jorge y los turcos enseguida les abrieron las
puertas. Subieron a las almenas que están sobre la puerta oriental y
agruparon los estandartes y los cetros mientras lanzaban alaridos y
proferían continuos gritos de guerra. Los sitiadores, asustados, apro-
vecharon la noche para retirarse por pensar que era el soberano en
persona quien había acudido a este lugar. Por su parte, las fuerzas
258
romanas volvieron a la capital dado que no constituían un contin-
gente capaz de combatir contra el ataque persa que de nuevo se
esperaba proveniente del hontanar del dominio turco.
259
arrojo y porque había pedido y obtenido el auxilio del emperador.
Se lanzó, entonces, a ocupar otras ciudades y pueblos y, tras retirarse
de allí, fijó su residencia en la ribera del Lampe, el río que corre
junto a Lopadio53. Tan pronto como Apelcasem vio que Puzano se
había retirado, recogió todo el oro que podían cargar quince mulas
y partió para ofrecerlas como presente al sultán de los persas y evitar
así que este lo destituyese del mando. Lo encontró en su residencia
de Espacá54.
3. Ante la negativa del sultán a recibirlo, recurrió a intermedia-
rios. Aquel, molesto por su presencia, les dijo: «Ya he transferido el
mando al emir Puzano y no es mi deseo privarlo de él. Por tanto,
que salga a su encuentro, le entregue a Puzano el oro y le diga todo
lo que quiera. La decisión que adopte Puzano será también mi de-
cisión». Apelcasem, tras permanecer durante mucho tiempo en Es-
pacá y fatigarse sin obtener ningún resultado, abandonó aquel lugar
con intención de ir al encuentro de Puzano. En su camino se tropezó
con doscientos de los mejores sátrapas que este había enviado contra
él, pues su salida de Nicea no le había pasado en absoluto inadver-
tida. Los sátrapas lo apresaron, prepararon una soga con las cuerdas
de los arcos, con las que le rodearon el cuello, y lo ahorcaron. Sin
embargo, a mi juicio esta ejecución no fue obra de Puzano, sino del
citado sultán, que había dispuesto ese fin para Apelcasem.
4. Este fue el final de Apelcasem. En cuanto al emperador, tras
leer la carta del sultán, no quería ni oír hablar de semejante pro-
puesta. ¿Pues cómo iba a hacerlo? La hija del emperador, que la
carta solicitaba en matrimonio para el hijo primogénito del bárbaro,
hubiera sido infeliz con toda verosimilitud si hubiera marchado a
Persia para compartir un imperio peor que la pobreza más absolu-
ta. Ni Dios aprobaba este matrimonio, ni el emperador consentía
que este compromiso saliera adelante. Ni siquiera aunque se hallara
apurado por las presentes circunstancias Enseguida, nada más serle
leída por primera vez la carta, se rió de las pretensiones del bárbaro,
mientras murmuraba: «El demonio le ha metido eso en la cabeza».
53 En Bitinia, en el extremo occidental del golfo de Apoloníade.
54 Ispahán. Era la capital estival. En invierno, la corte se desplazaba a Bagdad.
260
Sin embargo, el soberano tenía sus planes acerca de dicho matrimo-
nio. Pensó que debía mantener en vilo mediante falsas esperanzas
las expectativas del sultán. Mandó buscar a Curticio junto con otros
tres más y los envió como embajadores portando una carta en la que
declaraba querer la paz y asentir a lo indicado, mientras también
presentaba él algunas otras exigencias que creaban una dilación.
Pero cuando los embajadores de Bizancio aún no habían llegado a
Corosán, tuvieron que emprender el regreso al haberse enterado de
la muerte del sultán.
5. En efecto, su hermano Tutuses, tras matar al emir Solimán y a
su propio yerno55, que había venido desde Arabia contra él, ciego de
orgullo al enterarse de que el sultán había iniciado ya conversacio-
nes de paz con el emperador, planeó la muerte de su hermano. Pues
bien, haciendo venir a doce hombres de los llamados «casios»56, (que
en lengua persa significa «los que ansían matar»), los envió rápida-
mente como embajadores al sultán con las instrucciones precisas
sobre el modo de matar a su hermano: «Id» les dijo «y anunciad en
primer lugar que queréis comunicar al sultán determinada informa-
ción confidencial. Cuando se os haya franqueado la entrada, acer-
caos como si quisierais hablarle al oído y aniquilad inmediatamente
a mi hermano».
6. Los embajadores, o mejor, los asesinos, partieron para matar
al sultán muy animosamente, como si hubieran sido invitados a una
comida o a un banquete. Como lo encontraron ebrio y se les daba
total libertad por hallarse lejos de aquellos soldados a los que se había
confiado la custodia del sultán, se le acercaron, sacaron los cuchillos
de sus axilas y en un instante aniquilaron a aquel infeliz. El placer
55 Ana Comnena confunde los personajes. Malik Shah fue asesinado, seguramen-
te mediante un veneno, el 19 de noviembre de 1092 y su visir Nizam al-Mulk, un
persa, fue asesinado en otoño de 1092, antes que el sultán.
56 En árabe, «hashishiyun», esto es «consumidores de hashish», secta islámica is-
mailita creada por un personaje llamado «El viejo de la montaña», Hasan-ibn-Sa-
bah, en la fortaleza de Alamut, al norte de Irán, a fines del siglo XI. Sus integrantes,
tras entrar en estado de enajenación gracias a la droga, llevaban a cabo asesinatos
por encargo que solían costarles la vida. El sustantivo «asesino» deriva de esta pala-
bra árabe. En el texto griego, Ana Comnena los denomina «khásioi» [χάσιοι] y su
etimología es errónea, tanto respecto a la lengua de origen como a su significado.
261
que los casios sienten ante la sangre es tal que solo les gusta hundir
su cuchillo en las entrañas de un hombre. Es más, si se ven atacados
por alguien en ese mismo instante y son destrozados a mandobles,
consideran como gloriosa esa muerte57, ya que su ansia por matar la
reciben unos de otros y se la transmiten de padres a hijos como una
herencia. En fin, ninguno de ellos retornó junto a Tutuses, porque
sufrieron el castigo de su propia muerte.
7. Puzano, una vez enterado de ese suceso, volvió con todas sus
fuerzas a Corosán. Cuando estaba próximo a Corosán, lo recibió
Tutuses, el hermano del sultán asesinado. Al instante se entabló una
batalla cuerpo a cuerpo y mientras ambos ejércitos luchaban con de-
nuedo sin que el uno cediera en nada la victoria al otro, cayó herido
de muerte Puzano, que combatía lleno de coraje y que sembraba
la confusión en todas las falanges. Sus hombres se procuraron la
salvación con la huida, dispersándose en todas direcciones. Tutuses,
por su parte, emprendió el regreso a Corosán con la victoria en sus
manos y creyéndose ya investido de la dignidad de sultán, aunque se
cernía un peligro sobre su cabeza. Efectivamente, Pargiaruc, hijo de
Tapares58, el sultán asesinado, al encontrarse con Tutuses se alegró
como un león al hallarse con tan enorme presa, según dice el poe-
ta59, y, tras atacarlo con todo su poder y coraje, rompió las fuerzas
de Tutuses en muchas partes. Una vez puestas en fuga, emprendió
una persecución sin cuartel. Y murió también el propio Tutuses, que
había estado hinchado de orgullo como Novato60.
8. Cuando Apelcasem ya había partido, como antes hemos con-
tado, en busca del sultán de Corosán con sus riquezas, su hemano
Pulcases llegó a Nicea y la ocupó. Al enterarse de este hecho, el
soberano prometió generosos presentes si le entregaba la ciudad y
se retiraba de ella. Aunque Pulcases lo deseaba, difería la respuesta
en espera de lo que pasara con Apelcasem y remitía mensaje tras
mensaje al soberano para dejarlo en suspenso, mientras de hecho
262
aguardaba la llegada de su hermano. Entre tanto, ocurrió más o me-
nos lo siguiente. El sultán de Corosán, que había sido asesinado por
los casios, hacía tiempo que retenía en su poder a los dos hijos del
gran Solimán. Estos tras su muerte huyeron rápidamente de Coro-
sán y llegaron a Nicea. Los moradores de Nicea, al contemplarlos,
los acogieron alegremente en una atmósfera de revuelta y Pulcases
les entregó gustoso Nicea como herencia de su padre. Clitziastlán,
el primogénito de los dos, fue proclamado sultán. Él hizo venir a
las mujeres e hijos de los defensores de Nicea y los instaló en ella,
reinstaurando en esta ciudad, como alguien diría, la capital de los
sultanes. Tras tomar estas medidas acerca de Nicea, retiró a Pulcases
del mando, nombró al archisátrapa Mucumet jefe de los sátrapas
que estaban en Nicea y tras dejarlo allí, salió contra Melitene.
61 Ignoramos el nombre real de quien está detrás de este. Ana Comnena emplea la
denominación de un título («il-khan») como nombre propio.
263
siquiera a una fracción de las fuerzas atacantes, creyó mejor preser-
var sus tropas intactas, aunque ello supusiera renunciar a la victoria.
Viendo que su situación se iba tornando bastante crítica y que las
posibilidades de sobrevivir se habían perdido, se dirigió al mar, em-
barcó en sus propias naves y emprendió la navegación por el río en
dirección al sitio que ocupaba Elcanes. Este, sin embargo, previó las
intenciones de Alejandro y se adelantó a ocupar la entrada del lago y
el puente sobre el río, cerca del cual hubo antiguamente una antigua
iglesia edificada por Santa Elena en honor del gran Constantino, de
quien procede el nombre por el que aún hoy se conoce el puente.
Tras emplazar en dicha entrada y en el puente a muy aguerridos sol-
dados por ambos lados, les ordenó que acecharan el paso de los bar-
cos. Todos nuestros guerreros cayeron en las redes de Elcanes en el
momento de entrar en el lago a bordo de las citadas embarcaciones.
Cuando vieron el peligro en el que se habían precipitado, sin saber
qué hacer, vararon las naves y desde ellas saltaron a tierra. Cuan-
do llegaron los turcos, se entabló un violento combate. Muchos de
nuestros mejores soldados cayeron prisioneros y muchos también
cayeron en el río y fueron arrastrados por sus remolinos.
3. Cuando el emperador se hubo enterado de estos aconteci-
mientos, despachó por tierra contra él un importante contingente
de tropas al mando de Opo por hacérsele intolerable la idea de esta
derrota. Este llegó a Cízico, de la que se apoderó al primer asalto. Se-
leccionó luego entre sus filas un número aproximado de trescientos
aguerridos soldados, destructores de murallas62, y los destacó contra
Pemaneno63, que ocuparon a la primera. De sus defensores mataron
a una parte y enviaron los demás como prisioneros a Opo, que rá-
pidamente los expidió en dirección al emperador. A continuación,
levantó el campo de allí, llegó a Apoloníade y no cedía en su asedio.
4. Elcanes, que no contaba con suficientes fuerzas para oponerse
a Opo, le entregó la ciudad voluntariamente y él junto con parientes
consanguíneos desertó al bando del emperador para gozar de sus
innumerables obsequios y recibir el mayor de todos ellos, es decir,
62 Ver II X.2, nota 32.
63 En Misia, al sur de Cízico.
264
el santo bautismo. Todos los que se habían negado a seguir a Opo,
como Escaliario64 y (...), que posteriormente sería dignado con el
título de hiperperílampros (también ellos ilustres archisátrapas).
Cuando se enteraron de la benevolencia que el emperador había
mostrado con Elcanes y de las generosas donaciones de las que había
sido objeto, acudieron al soberano para obtener también ellos lo
que deseaban. Era, en efecto, este monarca, sin sombra de duda,
muy piadoso y el sumo pontífice de la religiosidad tanto por su vir-
tud como por su forma de hablar. Era el mejor maestro de nuestro
dogma y apostólico en sus convicciones y expresiones, y deseaba
introducir en nuestra fe no solo a los famosos nómadas escitas, sino
a toda Persia y a cuantos bárbaros habitan en Egipto y Libia cele-
brando los cultos de Mahoma.
1. Pero ya está bien de hablar sobre los turcos. Como quiero con-
tar un ataque más terrible y más grave que el precedente contra el
imperio de los romanos, me remontaré al principio de este episodio
histórico. Los enemigos se sucedían uno tras otro como las olas del
mar. Una tribu escita, a la que los sármatas hostigaban a diario con
sus incursiones de pillaje, levantó el campo de lo que había sido su
territorio y descendió en dirección al Danubio. Ante la necesidad
que tenían de suscribir pactos con los pueblos que vivían en las ribe-
ras del Danubio, cuando estuvieron todos de acuerdo, concluyeron
un tratado con los caudillos Tatú, también llamado Cales, Sestlabo y
Satzas (es necesario recordar el nombre de sus principales jefes, aun-
que el cuerpo de la historia se manche con ellos). El primero ocupó
265
Dristra66 y los otros Bitzina67 y las demás poblaciones. En suma,
como tenían tratados con ellos, pasaron sin temor a la otra orilla
del Danubio y comenzaron a devastar las regiones cercanas hasta
apoderarse de algunas plazas fuertes. Luego, durante una tregua que
obtuvieron, araron y sembraron mijo y trigo.
2. Entonces Traulo, aquel célebre maniqueo que en unión de
sus seguidores y sus correligionarios había ocupado en lo alto de una
colina la plaza fuerte de Beliatoba y sobre los que ya hemos dado
antes amplios detalles68, cuando se enteraron de los movimientos
escitas, sacaron a la luz las intenciones que ocultaban en su interior
desde hacía tiempo y, tras ocupar los escarpados y estrechos sen-
deros, hicieron llamar a los escitas. Desde ese momento, empeza-
ron a saquear todos los territorios de los romanos. Los maniqueos,
en efecto, son por naturaleza una raza guerrera y, como los perros,
siempre deseosa de gozar con la sangre humana.
3. Cuando el emperador se hubo enterado de esto, ordenó a
Pacuriano, el doméstico de occidente, cuya habilidad para dirigir el
ejército, organizar las líneas y desplegar formaciones de muy variada
índole conocía bien, que tomase el mando de las fuerzas junto con
Branas (hombre este también muy aguerrido) y que partiera contra
los escitas. Cuando Pacuriano alcanzó a los escitas, estos estaban
atravesando los desfiladeros y fijando su campamento a un lado de
Beliatoba. Tan pronto como vio que constituían una numerosa mu-
chedumbre, se negó a presentarles combate pensando que era mejor
preservar sus fuerzas sin luchar por el momento, antes que librar
batalla con los escitas y que perecieran muchos en una derrota. Pero
a Branas, que era muy valiente y arrojado, no le gustaban esas me-
didas. El doméstico, por su parte, para no dar pie a las sospechas de
cobardía por retrasar el momento del combate, cedió a los deseos de
Branas. Ordenó entonces que todos se pusieran las corazas, dispuso
la formación de combate y avanzó contra los escitas, después de
haber elegido para él la parte central de la falange. Como el ejército
66 Silistra, en el Danubio.
67 Kamchyk, cerca de Varna.
68 Ver IV IV.2 y ss.
266
romano no bastaba contra la numerosa multitud de sus enemigos,
todos se atemorizaron solo con verlos. Sin embargo, atacaron a los
escitas y perecieron muchos en esta batalla, incluido Branas, que
cayó herido de muerte. En cuanto al doméstico, mientras luchaba
valerosamente y hacía intrépidas cargas contra el adversario, se gol-
peó contra una encina y pronto perdió la vida. El resto del ejército
se dispersó en todas direcciones.
4. Cuando el soberano se enteró de este desastre, empezó a la-
mentar por igual la muerte de todos y cada uno de los caídos. Se
dolía en particular por la muerte del doméstico y derramaba to-
rrentes de lágrimas. Apreciaba extraordinariamente a ese hombre
incluso desde antes de su proclamación. Sin embargo, no por eso se
deprimió e hizo llamar a Taticio, a quien envió con mucho dinero a
Adrianópolis para dar a los soldados su sueldo anual, reclutar fuerzas
por todas partes y alzar en armas un nuevo ejército capaz de com-
batir. Asimismo, ordenó a Humbertópulo que dejara en Cízico una
fuerte guarnición y que se apresurara a acudir junto a Taticio solo
con los celtas. Este, tan pronto como vio a Humbertópulo junto
a sus latinos y como ya tenía un ejército recién reclutado, volvió a
animarse y marchó directamente contra los escitas.
5. Una vez llegado a los alrededores de Filipópolis, fijó su cam-
pamento junto a la orilla del río que pasa por Blisno. Cuando vio
que los escitas regresaban de una incursión trayendo gran botín y
cautivos, y a pesar de que aún no había terminado de instalar la
impedimenta dentro del campamento, destacó a un elevado número
de sus hombres en contra de ellos. Él también se armó y ordenó que
todos se pusieran la coraza. Cuando la formación estuvo lista, siguió
a los soldados que había mandado por delante. Pero cuando vio que
los escitas con su botín y sus cautivos se estaban uniendo al resto
del ejército escita por la orilla del Euro, dividió en dos su ejército,
ordenó que se lanzara el grito de guerra por ambas partes y en medio
de alaridos y de un gran clamor atacó a los bárbaros. Tras librarse
una violenta batalla, la mayoría de los escitas perecieron y muchos
lograron salvarse gracias a que se dispersaron. Él, a su vez, después de
recoger todo el botín, retornó vencedor a Filipópolis.
6. Emplazó allí todo su ejército y reflexionaba sobre el lugar y el
modo de volver a atacar a los bárbaros. Sabedor del inabarcable nú-
mero de sus fuerzas, diseminó por doquier a exploradores para que
pudieran traerle detallados informes sobre la situación de los escitas.
A su regreso, los exploradores dijeron que una numerosa muche-
dumbre de bárbaros permanecía en torno a Beliatoba, mientras de-
vastaban los alrededores. Taticio se encontraba impotente mientras
esperaba la llegada de los escitas sin disponer de fuerzas suficientes
para enfrentarse a tan gran ejército y completamente desbordado
por sus reflexiones. No obstante, afilaba su espada y daba ánimos a
su ejército para la batalla. Se presentó entonces un hombre que le
informó del avance de los bárbaros contra él y le dijo que estaban al
llegar de un momento a otro.
7. Enseguida se armó y tan pronto como tuvo a su ejército ar-
mado, atravesó el Euro, alineó sus falanges y organizó la formación
de combate. Él ocupaba el centro de las líneas. Los bárbaros, por su
parte, después de ordenar sus fuerzas para la batalla al modo esci-
ta, parecían buscar el combate e instigar a sus adversarios para que
presentaran batalla. No obstante, ambos ejércitos se temían mutua-
mente y retrasaban el momento del enfrentamiento. Mientras el ro-
mano tenía miedo de la multitud de los escitas, el escita se asustaba
al ver a todos los soldados con sus corazas, con sus estandartes y al
observar el brillo de sus armaduras y el resplandor que de allí brota-
ba y que relucía como un astro. De todos ellos, solo los valientes y
osados latinos deseaban entrar en combate, para lo cual afilaban sus
espadas al mismo tiempo que sus dientes. Pero Taticio los retenía,
porque era una persona prudente y capaz de prever con facilidad
lo que podría pasar. Así pues, ambos ejércitos tomaron posiciones,
mientras acechaban sus mutuos movimientos, sin que ningún sol-
dado se atreviera a avanzar a caballo desde sus filas por la tierra de
nadie. Cuando el sol llegó al ocaso, cada uno de los jefes regresó
a su campamento. Esto vino sucediendo durante dos días. Como
ninguno contendiente, aun estando listos para la batalla y a pesar
de colocarse a diario en formación de combate, se atrevía a iniciar la
batalla con el otro, cuando llegó el alba del tercer día, los escitas se
268
retiraron. Taticio, al darse cuenta, los atacó sin perder tiempo; pero
era parecido, como se dice a «un infante corriendo en pos de un
carro lidio»1. Los escitas se adelantaron y cruzaron el valle conocido
por Sidera. Como no pudo darles alcance en ese sitio, replegó todas
sus fuerzas y retornó a Adrianópolis. Dejó allí a los celtas, dio licen-
cia a los soldados para que cada uno se marchara a su casa y volvió a
la capital con una parte del ejército.
269
270
LIBRO VII
2 Húngaro.
3 Hoy Haryabolu, en la costa turca europea del Mar de Mármara.
4 Hay una ciudad del mismo nombre a orillas del Éufrates.
5 Entre Rodosto y Cariópolis
6 El término de la jerga soldadesca que emplea Ana Comnena es «kopós» [κοπός]
que significa literalmente, «esfuerzo», «trabajo», «fatiga». Se refiere a la retaguardia
271
ejército romano, iban tras ellos como si estuvieran siguiéndoles
la pista.
2. Cuando amaneció el día, Tzelgú emplazó sus propias fuerzas y
decidió dar la batalla a Maurocatacalon. Este, por su parte, ascendió
a la colina que dominaba la llanura con algunos de sus jefes para ob-
servar las fuerzas bárbaras. Al ver la masa de los escitas, se agitó de-
seando entrar en combate, pero contuvo al ejército romano porque
sabía que no equivalía ni siquiera a una fracción de las fuerzas bár-
baras. A su regreso, debatió con los oficiales de todo el contingente,
incluido el propio Yoanaces, la posibilidad de atacar a los escitas.
Dada la insistencia de ellos para que se combatiera y como también
él se inclinaba más por dicha postura, dividió las fuerzas en tres
secciones, ordenó proferir el grito de guerra y entró en combate con
los bárbaros. En aquella ocasión, muchos escitas cayeron heridos y
no pocos murieron. El propio Tzelgú, que había luchado valiente-
mente y que había hecho estragos en todas las falanges romanas, fue
herido de muerte y perdió la vida. La mayoría de ellos cayó durante
su huida en el torrente que hay entre Escotino y Cules y se ahoga-
ron mientras eran pateados unos por otros. En suma, tras haberse
alzado con una brillante victoria sobre los escitas, los hombres del
emperador entraron en la capital. Una vez hubieron recibido regalos
y honores según sus méritos por parte del emperador, retornaron a
su puesto con quien había sido nombrado gran doméstico de occi-
dente, Adriano Comneno, el hermano del emperador.
272
instalaran dentro de las fronteras romanas, porque también temía
que atravesaran los desfiladeros7 y cometiesen mayores tropelías que
las de antes. Por ello, después de organizar y equipar bien el ejército,
llegó a Adrianópolis, de donde partió en dirección a Lardeas, lugar
que se halla entre Diámpolis y Goloe8. Allí, tras nombrar jefe a Jorge
Euforbeno, lo envió por mar contra Dristra.
2. Durante su permanencia de cuarenta días allí, el soberano
mandó buscar tropas por todas partes. Cuando hubo reunido un
importante ejército, se planteó la necesidad de atravesar los desfi-
laderos y presentar batalla a los escitas. «No se les debe dar tregua
a los escitas bajo ningún concepto», decía el emperador haciendo
una observación lógica respecto a estos bárbaros. Efectivamente, las
invasiones de los escitas no comenzaban ni mucho menos en una de
las cuatro estaciones y terminaban en la siguiente, concluyendo en
verano la que había comenzado en primavera, o en invierno la que
lo había sido en otoño. Tampoco el ciclo de un año circunscribía
este azote; por el contrario, estuvieron turbando durante bastantes
años los dominios romanos, aunque nosotros aquí solo recordemos
algunos pocos acontecimientos de los muchos que tuvieron lugar.
Tampoco se dividían en pareceres opuestos. Aunque el soberano los
provocaba con toda clase de medios, no hubo uno solo que se pasase
ocultamente al bando del emperador y mantenían hasta entonces
criterios inflexibles.
3. Así las cosas, Nicéforo Brienio y Gregorio Maurocatacalon, a
quien, tras caer prisionero de los escitas, el emperador había resca-
tado por la cantidad de cuarenta mil monedas, se negaban a aceptar
una guerra con los escitas en el Paristrio. A su vez, Jorge Paleólogo,
Nicolás Maurocatacalon y otros tantos, todos ellos jóvenes y en ple-
nitud de energía, se sumaban al parecer del emperador e insistían
en atravesar el valle del Hemo9 y presentar batalla a los escitas en
273
el Paristrio. Con ellos también estaban los dos hijos del soberano
Diógenes, Nicéforo y León, que habían nacido en la sala Púrpura
del palacio tras su ascenso al trono imperial y que desde entonces
fueron llamados porfirogénetos.
4. La Púrpura es una estancia del palacio construida sobre una
planta cuadrangular desde su base hasta el arranque del techo, des-
de donde cambia de forma para terminar en pirámide. Por el lado
del mar, mira al puerto en el que se hallan las estatuas de piedra de
toros y leones10. El suelo fue embaldosado y las paredes recubiertas
de un mármol que no era de cualquier tipo, como tampoco de
una clase valiosa, pero asequible, sino que está adornada con aquel
que los antiguos emperadores mandaron traer de Roma. Es este
mármol, por resumir, de color púrpura y lo recorre una especie de
picaduras blancas parecidas a los granos de arena. Por el color de
este mármol, creo, nuestros antepasados denominaron la Púrpura
a esta estancia.
5. Como decía, cuando la trompeta con su estentóreo sonido
animó a todo el mundo a marchar contra los escitas por la senda
del Hemo, Brienio, que intentaba impedir el empeño del soberano
sin convencerlo, dijo sentenciosamente: «Sabed, Majestad, que si
atravesáis el Hemo, pondréis a prueba los caballos más probados».
Ante los requerimientos de alguien para que explicase el sentido de
la frase, añadió: «Durante la huida». Este hombre, aunque había
perdido la vista por su rebelión, era reconocido, al menos, como
el más experto y fino consejero en asuntos de estrategia y táctica.
Remitimos al muy gran césar11 a todo aquel que desee saber con
mayor detalle cómo el mencionado Brienio fue cegado a raíz de su
rebelión o levantamiento contra el soberano Botaniates y cómo,
capturado por Alejo Comneno, quien a la sazón era gran doméstico
de las tropas de oriente y occidente, fue entregado a Borilo con los
ojos intactos.
de la cordillera.
10 El puerto de Bucoleón.
11 Nicéforo Brienio, Materiales para una historia, [Ὓλη ἱστορίας]; Alexíada, I IV-
VII.
274
6. Dicho césar, que se convirtió en yerno de Alejo, cuando este
ya poseía el cetro de los romanos, era hijo12 del antes citado Brienio.
Cuando toco estos temas, el alma se hunde en la turbación y el
sufrimiento me ahoga. Este hombre hacía gala de un sabio proceder
y de un muy sabio intelecto. El vigor, la agilidad, la belleza física y,
en una palabra, todas las cualidades que embellecen tanto el cuerpo
como el alma se dieron cita en este mismo hombre para adornarlo.
Porque en una sola persona la naturaleza engendró y Dios creó la
más extraordinaria criatura en todos los aspectos. Del mismo modo
que Homero celebró a Aquiles entre los aqueos, así también se ha-
bría podido hablar de mi césar entre todos los seres que han visto
la luz del sol. Además, dicho césar no por haber obtenido el primer
puesto en el ejercicio de las armas desatendía el cultivo de las letras;
por el contrario, con la lectura de toda clase de libros y su aplicación
a toda clase de ciencias extrajo de ellos un amplio conocimiento
de nuestro saber, tanto actual como antiguo13. Posteriormente, se
consagró también a las letras y escribió por orden de mi señora y
madre (me refiero a la emperatriz Irene) una obra digna de elogio
y de ser leída, donde había expuesto la historia de los hechos de mi
padre antes de asumir de las riendas del imperio. En ella expuso con
bastante exactitud los acontecimientos protagonizados por Brienio,
describiendo igualmente las desgracias de su progenitor con respeto
a la verdad y relatando las hazañas de su suegro, pues no hubiera po-
dido mentir sobre ninguno de los dos, al ser de uno pariente político
y de otro, pariente por su sangre. Pero ya hicimos referencia a este
particular en las primeras páginas de esta obra.
7. Los escitas vieron que Jorge Euforbeno avanzaba contra ellos
con un importante ejército y una flota a través del Istro. Es este un
río que fluye desde lo alto de los montes occidentales y que después
de pasar unas cataratas, desemboca por cinco cauces en el Ponto
Euxino. Corre amplio y caudaloso por extensas llanuras y gracias a
12 Hay una discusión erudita sobre si el término usado por Ana Comnena, «apó-
gonos» [ἀπόγονος] quiere decir «hijo» o «nieto».
13 Se refiere tanto al conocimiento de las letras sagradas como de las profanas del
paganismo.
275
que es navegable, los barcos más grandes y pesados pueden flotar en
él. No tiene un único nombre. En su parte superior y cercana a las
fuentes se le denomina Danubis, mientras que en su parte inferior y
próxima a la desembocadura se denomina Istro. Pues bien, el bando
de los escitas, al observar que Jorge Euforbeno venía por este río y
al saber que el soberano estaba a punto de llegar por tierra con un
numerosísimo ejército, se vieron incapaces de hacer frente a ambos
contingentes, por lo que buscaron un modo con el que poder es-
capar de tan grave peligro. Enviaron, entonces, a ciento cincuenta
embajadores escitas para iniciar unas posibles negociaciones de paz,
para lo cual por aquí y por allá, simultáneamente, combinaron sus
amenazas con la promesa de estar dispuestos a apoyar al soberano
con tres mil jinetes, cuando él lo indicara, en el caso de que quisiera
acceder a sus demandas.
8. El soberano, por su parte, se daba perfecta cuenta de que los
escitas estaban mintiendo y de que habían enviado esa embajada
por huir del inminente peligro. Sabía que si tuvieran oportunidad,
alimentarían la brasa oculta de su perfidia hasta convertirla en una
gran hoguera, y no recibió a la embajada. Mientras se estaba en tales
tratos, Nicolás, uno de los secretarios al servicio del soberano, se
acercó a su oreja y le dijo quedamente: «Majestad, aguardad a que en
un momento se produzca un eclipse de sol». Como el emperador no
se fiaba, Nicolás juró que no se equivocaba. Y con la agilidad mental
que lo caracterizaba, se volvió a los escitas y les dijo: «Remito a Dios
la decisión final. Si el cielo diera pronto algún signo inequívoco,
sabréis con seguridad que yo no acepto en justicia vuestra embajada
ante la sospecha de que vuestros comandantes no portan un sincero
mensaje de paz. De no ser así, se probará que estaba errado en mi
conjetura». No habían pasado aún dos horas, cuando la luna se su-
perpuso sobre el sol y, eclipsando su luz, oscureció toda la superficie
del disco.
9. Los escitas quedaron espantados. Entonces, el soberano los
entregó a León Nicerites (un eunuco que había vivido desde peque-
ño en la milicia y que era muy apreciado), con la orden de que los
condujese hasta la ciudad imperial con una fuerte escolta. Este em-
276
prendió muy resueltamente el camino a Constantinopla. Pero estos
bárbaros, que solo pensaban en su libertad, cuando llegaron a la Pe-
queña Nicea14, mataron a los guardias, que cubrían negligentemente
su vigilancia, y retornaron al lado de quienes los habían enviado por
unos senderos bastante tortuosos. En cuanto a Nicerites, que había
tenido dificultades para ponerse a salvo, alcanzó al soberano junto
con tres hombres en Goloe.
277
pas ligeras y capturaron también a algunos maniqueos, que habían
luchado con enorme valor. Tan gran alboroto y confusión creó esta
sorpresa en el ejército, que la tienda del emperador cayó desarbola-
da por efecto de los caballos que corrían sin control, hecho que los
opuestos al emperador interpretaron como un mal augurio. Pero el
emperador expulsó lejos del campamento a los bárbaros atacantes
con una parte de su ejército para acabar con el tumulto. Tan pronto
como hubo montado a caballo y hubo apaciguado el tumulto, se
dirigió con sus fuerzas en correcta formación a Dristra (una célebre
ciudad de la ribera del Istro) para asediarla con helépolis. Puso ma-
nos a la obra sin vacilar, la cercó por entero y, tras derrumbar uno de
los lienzos de la muralla, entró con todo su ejército.
3. Los parientes del llamado Tatú, que había partido con ante-
rioridad para concertar una alianza con los cumanos20 y traérselos de
vuelta a los escitas como refuerzos, ocupaban aún las dos acrópolis
de la mencionada ciudad. Ese, cuando se disponía a partir, se había
despedido de los suyos diciéndoles: «Sé con toda seguridad que el
emperador piensa asediar esta ciudad. Por tanto, cuando veáis que
él está a punto de llegar a esta llanura, apresuraos a ocupar el pro-
montorio que la domina por sernos el lugar más favorable de todos
y emplazad allí un campamento. De ese modo, el emperador no
tendrá facilidad para asediar la fortaleza, porque al mismo tiempo
estará temeroso del daño que podáis causarle por retaguardia. Entre
tanto, de noche y de día no dejéis de enviar guerreros contra él sin
descanso». Pero el soberano previó lo que se requería hacer y, tras
abandonar el asedio de las ciudadelas, partió de allí. Cuando hubo
alcanzado un torrente próximo al Istro, fijó el campamento y convo-
có una deliberación sobre la posibilidad de atacar a los escitas.
4. Paleólogo y Gregorio Maurocatacalon rechazaban la batalla
con los patzinaces21 y aconsejaban presentarse con toda la panoplia
en Gran Peristlaba22. «Pues cuando los escitas» decían «nos vean mar-
char con nuestras armas y bien formados, no se atreverán para nada
20 Tribu turca originaria de los Urales, los polovtsianos.
21 Pechenegos.
22 Preslav, en Bulgaria oriental.
278
a combatir contra nosotros. Incluso en el caso de que sus jinetes osen
a combatir sin sus carros, sabedlo bien, serán derrotados. Así, noso-
tros tendríamos en adelante Gran Peristlaba como una plaza bien
fortificada». Es esa una famosa ciudad que se encuentra junto al Is-
tro. Antiguamente, no era conocida por esa denominación bárbara,
sino que poseía un nombre griego, «Gran Ciudad», porque lo era
y merecía este nombre. Pero desde los tiempos en que Mocro23, el
emperador de los búlgaros, sus sucesores y, en no menor grado, el
último miembro de su dinastía, Samuel, el equivalente del Sedecías
judío24, hicieran incursiones por occidente, adquirió un nombre
compuesto y fue llamada con el término griego «Gran», seguido de
una palabra en el idioma de los eslavos, quienes al final conocían a
esta ciudad en todas partes como Gran Peristlaba.
5. «Entonces, reservándola como un refugio,» continuaban di-
ciendo los partidarios de Maurocatacalon «hostigaremos sin des-
canso con emboscadas diarias a los escitas y les impediremos salir
de su campamento para forrajear o por los suministros necesarios».
Mientras se discutía esta propuesta, Nicéforo y León, los hijos de
Diógenes, tras desmontar de sus caballos, tras quitarles el bocado y
golpearlos en la grupa para que fueran a comer el mijo, añadieron,
como jóvenes que eran y desconocedores de las penalidades de la
guerra: «No temáis, Majestad, pues nosotros los destrozaremos con
nuestras espadas desenvainadas».
6. Pero el emperador, que tenía un temperamento muy arrojado
y propenso por naturaleza a iniciar ofensivas, no prestó ni un segun-
do de atención a las personas que intentaban disuadirlo y, tras enco-
mendar la custodia de la tienda imperial y de toda la impedimenta
a Jorge Cutzomites, los envió a Betrino. En cuanto a sus tropas, les
ordenó que por ningún motivo encendiesen hogueras y lámparas
durante esa noche y que estuvieran en vela junto a sus caballos hasta
la salida del sol. Al alba, salió él del campamento y, una vez tuvo di-
vididas las fuerzas y colocadas las falanges en formación de combate,
279
pasó revista al ejército. Después, ocupó él la posición central de la
formación, compuesta por sus parientes de sangre, sus íntimos y su
hermano Adriano, quien comandaba en aquella ocasión a los latinos
y a otros valientes guerreros. El ala izquierda la mandaba el césar
Nicéforo Meliseno, marido de una hermana del emperador25. A la
cabeza del ala derecha iban Castamonites y Taticio, y a los extranje-
ros los dirigían los sármatas Uzás y Caratzás. El emperador encargó
de su custodia personal a un grupo de seis hombres, ordenándoles
que no se dedicasen a más tarea que la de velar por su seguridad.
Ellos eran los dos hijos de Romano Diógenes, Nicolás Maurocataca-
lon, hombre con una abundante y prolongada experiencia sobre la
guerra, Yoanaces, Nampites, jefe de los varegos, y un servidor de la
familia llamado Gules.
7. Los escitas también dispusieron su formación de combate,
puesto que saben de forma natural cómo se debe plantear la batalla
y ordenar la falange. Tras organizar las secciones de sus tropas, com-
pactar tácticamente las líneas y convertir su ejército en una especie
de muralla con ayuda de sus carros, avanzaron en masa contra el
soberano lanzando proyectiles desde lejos. El soberano, a su vez,
adaptó la formación de sus tropas para hacer frente a aquellos escua-
drones y ordenó que ningún hoplita avanzara ni que se deshiciera la
cohesión de las líneas hasta que no estuvieran cerca de los escitas y
que luego, cuando vieran que el terreno entre los dos ejércitos ata-
cantes tenía la extensión de una rienda, corrieran hacia el enemigo.
8. Así pues, mientras el soberano estaba tomando estas disposi-
ciones, aparecieron los escitas a lo lejos acompañados de sus carros,
mujeres y niños. El combate duró de la mañana a la noche y se
produjo una gran cantidad de muertos con numerosas bajas por
uno y otro bando. Cuando León, el hijo de Diógenes, cargaba con
gran energía sobre los escitas, se dejó llevar más de lo conveniente
en la dirección de los carros y allí cayó herido de muerte. Por otra
parte, Adriano, el hermano del monarca, a quien en aquella oca-
sión se le había confiado el mando de los latinos, al darse cuenta de
que el ímpetu de los escitas era incontenible, cargó a rienda suelta
25 Eudocia.
280
hasta donde estaban los carros y tras un valiente enfrentamiento
regresó solo con siete hombres, puesto que todos los demás habían
sido o bien degollados, o bien capturados por los escitas. La batalla
iba igualada y ambos ejércitos luchaban aún con decisión. Cuando
aparecieron a lo lejos algunos jefes escitas que venían seguidos por
treinta y seis mil hombres, los romanos, al no poder ya resistir a tan
enorme multitud de enemigos, volvieron la espalda.
9. Sin embargo, el emperador estaba a la cabeza de sus fuerzas y
permanecía con la espada desenvainada, mientras sostenía en la otra
mano el palio26 de la Madre del Verbo a guisa de estandarte. Había
sido abandonado en unión de veinte valientes caballeros que eran
Nicéforo, hijo de Diógenes, el protostrátor Miguel Ducas, hermano
de la augusta27, y algunos servidores de la familia. Entonces, tres in-
fantes escitas, lo agarraron de un salto, uno de cada lado de la brida y
otro de la pierna derecha. Él cortó al instante la mano de uno, puso
en fuga al otro solo con alzar su espada acompañando el gesto con
un grito y propinó al que le agarraba la pierna un tajo en el yelmo.
Pero este mandoble resultó ser bastante débil y no fue descargado
de un golpe con todas sus fuerzas. Dado que un mandoble enérgico
de la espada la desvía inevitablemente, temía que le ocurriese una
de las dos cosas, o que se hiriese en su propio pie o al caballo en el
que montaba y, de este modo, fuese capturado por los enemigos. Por
esto le asestó rápidamente un segundo golpe moviendo con pruden-
cia la mano. Así era él, en efecto, llevaba a cabo toda acción, palabra
y movimiento con la sensatez siempre presente, sin exaltarse por
la cólera y sin dejarse arrastrar por sus impulsos. Como al primer
mandoble de la espada el yelmo había rodado por tierra, asestó otro
golpe en la cabeza descubierta del escita y este, al instante, quedó
tumbado en el suelo sin un gemido.
10. Cuando el protostrátor vio la desordenada huida de las tro-
pas (las falanges ya se habían dispersado en una anárquica fuga)
281
dijo: «¿Por qué, Majestad, intentáis permanecer más tiempo aquí?
¿Por qué entregar vuestra vida, derrochando inútilmente vuestras
posibilidades de salvación?» Y él le respondió que era mejor morir
luchando con valentía que salvarse gracias a una acción indigna.
El protostrátor añadió: «Si dijerais esas palabras siendo un hombre
cualquiera, seríais digno de alabanza; pero si vuestra muerte com-
porta un riesgo universal ¿por qué no escoger el mejor camino? Si
os salváis, podréis volver a luchar y vencer». Por tanto, cuando el
soberano vio que el peligro era ya demasiado inminente a causa de
las embestidas de los escitas, perdida ya la esperanza de salvación,
dijo: «Ahora es cuando debemos pensar en salvarnos, si Dios quiere;
pero no tomemos el mismo camino que los fugitivos y así evitare-
mos que quienes ahora persiguen a los nuestros nos encuentren al
dar la vuelta. Mejor es que carguemos contra ellos» dijo señalando
con la mano a los escitas situados en el extremo de la formación
«como si hoy naciéramos para morir. De este modo, con ayuda de
Dios, cuando hayamos atravesado las filas escitas, podremos irnos
por otro camino». Al término de sus palabras, exhortó a los demás
para que lo siguieran y él mismo fue el primero en lanzarse como el
fuego contra los escitas. A uno de ellos, que se encontró de frente, lo
golpeó con su espada y el enemigo al instante rodó de la silla. Tras
romper en dos con los hombres a su mando la compacta formación
escita, alcanzó el terreno que había en la retaguardia de los escitas.
11. Estas hazañas fueron las del emperador. En cuanto al protos-
trátor, su caballo resbaló y él cayó derribado inmediatamente. Uno
de los servidores le cedió su caballo. Y cuando alcanzó al soberano ya
no se separó de él ni un dedo por la enorme devoción que le tenía.
A causa de la gran confusión que se produjo entre los que huían y
los que perseguían, un nuevo grupo de escitas dieron alcance al em-
perador. Este no tardó en volverse y asestó un golpe con su espada a
uno de sus perseguidores. Los que estuvieron presentes en aquellos
momentos afirmaban que no solo mató a este, sino también a todos
los demás del grupo. Cuando otro escita, que había dado alcan-
ce a Nicéforo Diógenes, iba a atacarlo por la espalda, el soberano,
que se dio cuenta, gritó a Diógenes: «¡Detrás de ti, Nicéforo!» Y él,
282
volviéndose rápidamente hizo impacto con su espada en la cara al
enemigo. Nosotros hemos oído al emperador afirmar en momentos
posteriores a esos hechos que nunca había sido testigo de una agi-
lidad y habilidad tan grandes en ningún hombre. Y añadía: «Si no
hubiera llevado el estandarte aquel día, habría matado más escitas
que pelos tiene mi cabeza». No estaba vanagloriándose. ¿Alguien
había alcanzado un punto más extremo de modestia? Sin embargo,
las conversaciones y las propias características de sus actos a veces lo
obligaban a contarnos en privado algunos momentos de su vida, si
bien era forzado a ello muchas veces por nosotros. Nadie ajeno a su
círculo oyó nunca al emperador soltar ninguna jactancia.
12. Debido a un fuerte viento y al ataque de los patzinaces, le
costaba trabajo sostener el estandarte. Entonces, un escita que ma-
nejaba con ambas manos una gran lanza le golpeó en el glúteo y
aunque no le llegó a rozar la piel, le cansó un dolor incurable que
persistió en él durante años. Tan apurado estaba por la situación que
dobló el estandarte y lo escondió en una germandria para que nadie
pudiera verlo. Él, por su parte, se salvó corriendo durante la noche
camino de Goloe. Con el día llegó a Beroe28, donde se quedó porque
deseaba rescatar a los cautivos.
283
tante simple, mostraba en ocasiones un celo irreflexivo y no tenía un
conocimiento exacto de los sagrados cánones. Por todo ello, como
arriba se ha dicho, había sufrido penalidades hasta que fue depuesto
de su sede. Paleólogo siempre estuvo unido a este hombre, al que
estimaba muchísimo por lo excelso de su virtud. En suma, no sabría
decir si Paleólogo tuvo una aparición de origen divino motivada por
su firme confianza en ese hombre, o si la presencia de ese obispo se
debió a algún otro secreto designio de la providencia.
2. Mientras era perseguido por los patzinaces entró en un lugar
cenagoso y de espesa vegetación, donde encontró a ciento cincuenta
soldados romanos. Como estaban angustiados por el cerco de los
escitas, puesto que no eran lo bastante numerosos como para ha-
cer frente a tantos enemigos y conociendo desde siempre la valentía
y firmeza de las decisiones de Paleólogo, estaban pendientes de la
decisión que adoptase. Él aconsejó atacar a los escitas sin pensar
para nada en la salvación personal y, creo, conseguirla por ello: «De-
bemos ratificar con un juramento este criterio, para que, al estar
todos de acuerdo, a nadie se le ocurra abandonar el ataque contra
los escitas porque piense que tanto la salvación como los riesgos solo
le atañen a cada uno personalmente». Así pues, tras una impetuosa
carga, golpeó al primero que encontró. Este aturdido por el vértigo,
quedó enseguida tendido en tierra. De los demás, que habían carga-
do con decisión, unos cayeron y otros regresaron de nuevo a aquel
espeso bosque como a una guarida, donde se ocultaron para salvarse.
3. Mientras Paleólogo, que de nuevo era perseguido por los pat-
zinaces, alcanzaba una colina, su caballo fue a desplomarse por una
herida. Entonces, él subió por un monte cercano. En su búsqueda
de un camino que lo salvase y que no había forma de encontrar,
estuvo errando durante once días hasta hallar a una mujer, viuda
de un soldado, que le ofreció unos días de hospitalidad. Y sus hijos,
que habían salvado también la vida, le indicaron el camino que le
salvaría.
4. Estas fueron las gestas de Paleólogo. Los caudillos escitas, por
otra parte, deseaban matar a los cautivos que retenían, pero la masa
de su pueblo no estaba de acuerdo en absoluto con estas intenciones
284
porque pretendían canjearlos por un rescate en dinero. Como fue
esta la decisión que se adoptó, se dio cuenta de ello al emperador
mediante una carta remitida con Meliseno, que, aun en su condi-
ción de prisionero, había insistido a los escitas para que adoptasen
esa resolución. El emperador, que aún permanecía en Beroe, tras
hacer transportar desde la ciudad imperial una suficiente cantidad
de dinero, rescató a los cautivos.
29 Situado en Valaquia.
285
y caudalosos. De la gran profundidad de este lago da prueba el
que pueda mantener a flote numerosas y enormes naves de trans-
porte. Se lo denomina Ozolimne no porque presente emanaciones
perjudiciales o pestilentes30, sino porque a raíz de la llegada de un
ejército huno al lago (los hunos son vulgarmente conocidos como
uzos) y de su acampada a las orillas del lago, se empezó a llamar,
creo, a este lago Uzolimne. Sustituyendo la vocal o por u, tenemos
su nombre actual. Sin embargo, en ninguna fuente antigua consta
que se reuniera allí ningún ejército huno. Fue más bien en la época
del soberano Alejo cuando todos se juntaron allí procedentes de
todas partes y dieron nombre al lugar.
3. Quede aquí constancia de estos detalles referidos a ese lago,
cuya historia hemos sido nosotros los primeros en recoger a fin
de demostrar que muchos lugares recibieron sus denominaciones
gracias a las diversas campañas del soberano Alejo, ya fuera por
inspiración directa de él, ya fuera por inspiración de los enemigos
que lo atacaban. Algo parecido tengo entendido que pasó también
en tiempos de Alejandro, el rey de los macedonios. En efecto, tanto
la Alejandría de Egipto, como la Alejandría de la India recibieron
de él sus nombres. Sabemos también que Lisimaquia recibió su de-
nominación por Lisímaco, uno de sus soldados. No podría extra-
ñarme, por tanto, de que el emperador Alejo, recogiendo ese celo
propio de Alejandro, confiriera a los lugares nuevas denominacio-
nes por los pueblos que se reunieran allí o que él convocara, o que
transmitiera su propio nombre a los sitios en razón de las acciones
que él había realizado en ellos. Quede constancia de estos detalles
sobre el citado lago Ozolimne por su valor histórico. En cuanto a
los cumanos, al carecer de suministros, retornaron a sus propios
hogares para volver de nuevo contra los escitas una vez hubieran
conseguido sus suministros.
286
VI. Fracasos del emperador en su política de evitar las incursio-
nes escitas mediante tratados de paz.
287
tratado de paz con el emperador, solicitaron a este el permiso para
poder cruzar los desfiladeros y atacar a los escitas. Pero él se negó a
satisfacer esta petición, ya que acababa de firmar los acuerdos con
los escitas, y añadió: «No tenemos necesidad de ayuda por ahora.
Tomad todos estos abundantes obsequios y volveos». Después de
agasajar a los emisarios y hacerles abundantes regalos, los despidió
pacíficamente. Este hecho envalentonó a los escitas, quienes, tras
romper el tratado convenido con el emperador, volvieron a com-
portarse con su anterior crueldad en sus saqueos de ciudades y de
regiones adyacentes. En efecto, todos los bárbaros son en general
incontrolables e incapaces por naturaleza de respetar los tratados.
4. Cuando Sinesio observó esta reacción, acudió por propia ini-
ciativa al emperador para informarle de la ingratitud de los escitas
y de la transgresión del tratado. Cuando el emperador se enteró de
que ellos habían ocupado Filipópolis, se sintió impotente ante la
situación, ya que carecía de fuerzas suficientes para oponerse a tan
gran muchedumbre y presentarles definitivamente batalla. Pero, tal
como era él, encontrando soluciones en medio de las adversidades y
no acostumbrado a abatirse ante los problemas, llegó a la conclusión
de que debía someterlos aplicando escaramuzas y emboscadas. De
este modo, previendo los sitios y las ciudades que pensaban cruzar
ellos por las mañanas, por la tarde él se anticipaba a su llegada. Y si
se enteraba de que los bárbaros ocuparían al atardecer alguna posi-
ción, él se les anticipaba por la mañana. Y luchaba contra ellos en
la medida de sus capacidades y a distancia, mediante escaramuzas y
emboscadas, para evitar que se adueñaran de alguna plaza fuerte. Al
final, ambos bandos, los escitas y el soberano, llegaron a Cipsela32.
5. Como aún no había llegado el contingente mercenario que
se aguardaba y como el soberano conocía la rapidez con que se mo-
vían los escitas y veía que ellos estaban al llegar a la ciudad imperial
con gran rapidez, se sintió angustiado. Al no disponer de fuerzas
suficientes para oponerse a tan numerosa muchedumbre, aceptó,
como se suele decir, el mal menor y volvió a solicitar un tratado de
paz. Pidió, por tanto, la paz mediante una embajada. Ellos cedieron
32 Ipsela, entre Adrianópolis y Demótica.
288
a las propuestas del emperador. Entonces, Neantzes, antes de que el
tratado de paz fuera ratificado, se pasó al bando del emperador.
6. Se encargó entonces a Migideno de reclutar soldados en las re-
giones vecinas. Migideno era aquel cuyo hijo, durante la batalla que
tuvo lugar posteriormente en (...), se arrojó con vehemencia contra
las posiciones de los patzinaces. Allí lo agarró una mujer escita con
un gancho de hierro, lo arrastró al interior del recinto formado por
los carros y cayó prisionero. El emperador compró su cabeza cortada
a petición de su padre, que murió después de estar golpeándose el
pecho con un bloque de piedra por su insoportable dolor durante
tres días y tres noches. No duraron mucho los acuerdos de paz con
los escitas y de nuevo se revolvieron, como los perros, a su pro-
pio vómito33. En consecuencia, tras levantar el campo de Cipsela,
ocuparon Taurocomo34, donde invernaron, mientras devastaban las
poblaciones vecinas.
289
carros. El batallón de los arcontópulos fue ideado originalmente por
Alejo. Dada la penuria por la que atravesaba el ejército del imperio
de los romanos por culpa de la negligencia de los soberanos prece-
dentes, decidió reclutar por doquier a los hijos de los soldados caí-
dos, los entrenó para las armas y el combate, y les puso por nombre
arcontópulos, como si fueran hijos de arcontes, para que gracias a
la evocación de la nobleza y valentía de sus padres incitada por su
nombre, recordaran la fuerza de su empuje37 y fueran más valientes,
cuando la ocasión les exigiera audacia y fuerza. Este era, brevemente,
el batallón de los arcontópulos, que constaba de dos mil hombres,
ideado del mismo modo que los laconios inventaron la Compañía
Sagrada38.
2. Pues bien, estos bisoños arcontópulos fueron enviados al com-
bate. Los escitas, emboscados al pie de la colina, observaban su paso
y, cuando vieron que estos asaltaban los carros con un vigor irresis-
tible, se lanzaron contra ellos. Durante el enfrentamiento cuerpo a
cuerpo cayeron luchando valientemente unos trescientos del batallón
de los arcontópulos. El emperador lamentó profundamente su muer-
te durante mucho tiempo, vertiendo cálidas lágrimas y llamando por
su nombre a cada uno, como si solo estuvieran ausentes.
3. Así pues, los patzinaces, tras haber derrotado a sus enemigos y
pasar por Cariópolis, se dirigieron hacia Apron39, devastándolo todo.
El emperador, recurriendo nuevamente a su anterior método, se an-
ticipó a ellos y entró en Apron por no disponer de suficientes fuer-
zas, como hemos dicho en numerosas ocasiones, para hacer frente al
enemigo. Sabedor de que ellos salían al amanecer para forrajear, hizo
llamar a Taticio, de quien hemos hablado con frecuencia, y le orde-
nó que seleccionara para su mando a los jóvenes más célebres por su
valentía, a los mejores hombres de su guardia y a todos los latinos y
que, tras despertarse al alba, observasen los movimientos escitas con
la intención de cargar contra ellos a rienda suelta, cuando creyeran
37 Il., VI 112.
38 Ana Comnena se equivoca. El Batallón Sagrado era tebano.
39 Lugar que en VII IX.7 se denominará Aspro. Hoy en día es Kermian, entre
Çorlou y Silivria, en la tracia turca europea.
290
que los escitas se habían alejado lo bastante de su campamento para
ir a forrajear. Taticio cumplió la orden, mató a trescientos escitas y
trajo de vuelta a muchos prisioneros.
4. ¿Qué sucedió entonces? Llegaron los quinientos caballeros
escogidos enviados por el conde de Flandes con un obsequio para
el emperador consistente en ciento cincuenta caballos de raza. Y es
más, le vendieron todos aquellos caballos que habían usado antes.
El emperador los recibió con todos los honores y les correspondió
con abundantes muestras de agradecimiento. Al recibirse la noticia
desde oriente de que Apelcasem40, el gobernador de Nicea (cargo
que los persas acostumbran a llamar sátrapa y los turcos, que con-
trolan ahora las antiguas posesiones persas, denominan emir), se es-
taba armando, los envió contra Nicomedia para que defendieran esa
región.
291
firió terribles amenazas mediante un mensajero al curátor43 Alopo,
gobernador de Mitilene, sobre lo que le pasaría en el caso de que no
se retirara enseguida de allí. Añadía que se preocupaba de él y que
por ello le adelantaba que su futuro sería nefasto, si no se marcha-
ba de allí. Atemorizado por las amenazas de Tzacás, embarcó él de
noche en una nave y volvió a la capital. Tan pronto como Tzacás se
43 Prefecto o administrador civil.
292
enteró de esta huida, sin esperar ya un instante, partió y se apoderó
al primer intento de Mitilene.
2. Al ser informado el emperador de la resistencia que Metimna,
que está en un promontorio de esta isla, ofrecía a Tzacás, despa-
chó numerosas fuerzas a ella para que reforzaran su situación. Sin
embargo, Tzacás, sin prestarle ninguna atención a Metimna, hizo
enseguida la travesía a Quíos y la ocupó también al primer ataque.
Cuando se hubo enterado de este hecho, el soberano envió contra él
una importante escuadra con gran cantidad de soldados al mando
del comandante Nicetas Castamonites. Este tras partir y entablar
combate con Tzacás, fue derrotado. Tzacás se apropió de muchas de
las naves capitaneadas por aquel.
3. Cuando llegó a conocimiento del emperador lo que le había
sucedido a Castamonites, equipó otra escuadra y puso a su frente
como duque a Constantino Dalaseno, hombre muy aguerrido y pa-
riente suyo por parte de madre. Este, una vez arribado a las costas
de Quíos, se ocupó pronto del asedio de su capital combatiendo re-
sueltamente y apresurándose a tomar la ciudad antes de que Tzacás
llegara de Esmirna. Así pues, gracias a las embestidas de numerosas
helépolis y de las piedras de las catapultas contra las murallas lo-
gró derrumbar el lienzo situado entre las dos torres. Los defensores
turcos, cuando vieron lo ocurrido y supieron que los romanos eran
incontenibles en su ímpetu, invocaban en lengua romana la piedad
del Señor de todas las cosas. Pero los hombres de Dalaseno y de
Opo no refrenaban sus esfuerzos por entrar en la plaza, aun cuando
estos dos, temiendo que a su entrada los hombres se apoderasen de
todo el botín y el dinero depositado allí por Tzacás, les contuvieran
y les dijeran: «Oíd ya la clara aclamación del soberano que hacen los
turcos. Están a merced de nuestras condiciones. No debemos entrar
y degollarlos cruelmente». Cuando pasó el resto del día y vino la
noche, los defensores construyeron otra muralla en sustitución de la
que había sido derribada y colgaron por su cara exterior colchones,
pieles y toda la tela que encontraron, para que la fuerza de las piedras
arrojadas se redujera y amortiguara en alguna medida.
4. Tzacás dispuso la escuadra que poseía y, después de poner en
293
armas a unos ocho mil turcos, emprendió el camino hacia Quíos. La
flota lo acompañaba bordeando la costa. Cuando Dalaseno se enteró
de ello, ordenó a los navarcas de la flota que soltaran amarras una
vez embarcados en ella un suficiente número de soldados y Opo en
calidad de comandante. Quería que presentaran batalla, si se encon-
traban con Tzacás mientras navegaba contra él. Tras abandonar tie-
rra firme, Tzacás navegó directamente hacia Quíos. Opo se encontró
con él en medio de la noche y, cuando vio que había adoptado una
nueva manera de fondear (en efecto, había preparado una enorme
cadena y unido con ella todos sus navíos para que no pudieran huir
los que intentaban escapar, ni, por el contrario, rompieran la for-
mación naval los que deseaban adelantarse a ella), presa del temor y
sin atreverse a aproximarse, dio vuelta completamente al timón y se
dirigió de nuevo a Quíos.
5. Por su parte, Tzacás lo iba siguiendo astutamente sin cesar de
remar. Al arribar a Quíos, Opo fue el primero en atracar las naves
a su puerto (pues ya antes lo había ocupado Dalaseno). Pero Tzacás
rodeó dicho muelle por su extremo y acercó sus naves a la mura-
lla de la ciudad. Era un miércoles. Al día siguiente, desembarcó
a todos sus hombres de las naves, los contó y registró. Dalaseno,
a su vez, al hallar una plaza fuerte cercana al puerto, destruyó el
campamento que había fortificado anteriormente y, tras llegar al
nuevo emplazamiento, se fortificó con otra trinchera adecuada para
todo su ejército. Al día siguiente, ambos ejércitos se preparaban
para combatir, armados uno contra otro. El ejército romano perma-
necía quieto, porque Dalaseno había ordenado que nadie rompiera
la formación. Tzacás, por su parte, animó a la mayoría de sus tropas
bárbaras para que avanzaran contra los romanos mientras reservaba
un exiguo contingente de caballería para que persiguiera a los ene-
migos. Los latinos, cuando vieron esto, aferraron sus largas lanzas y
cargaron contra los bárbaros, quienes disparaban sus proyectiles no
a los celtas, sino a sus caballos. Tras herir con las lanzas a algunos y
matar a muchos, los empujaron en su huida al interior del campa-
mento, desde donde se precipitaron sobre las naves en un impulso
descontrolado.
294
6. Cuando los romanos vieron que los celtas huían asustados y
en desorden, retrocedieron un poco y se detuvieron junto al muro
de la mencionada plaza. A continuación, los bárbaros se dirigieron
a la costa y se apropiaron de algunas naves. Cuando los marineros
vieron esto, soltaron amarras, se apartaron del litoral y, después de
bajar el ancla, quedaron a la espera de los acontecimientos. No obs-
tante, Dalaseno les ordenó navegar al lado de la costa occidental de
la isla, arribar a Boliso y aguardar su llegada. Boliso es una fortale-
za que se halla en el cabo de dicha isla. Pero algunos escitas que se
habían pasado a Tzacás le comunicaron el plan de Dalaseno. Des-
tacó, entonces, cincuenta exploradores para que le informasen del
momento en el que Dalaseno se dispusiera a soltar amarras para
hacerle llegar un mensaje desde allí donde se le solicitara iniciar
unas posibles conversaciones de paz. En mi opinión, Tzacás había
renunciado completamente a sus objetivos porque se daba cuen-
ta de la valentía y audacia de Dalaseno. Este comunicó a Tzacás
que al día siguiente saldría por el extremo del campamento para
escuchar y hablar sobre cuantos aspectos parecieran convenientes
a ambos.
7. El bárbaro no rechazó esta proposición y por la mañana am-
bos generales acudieron al mismo punto. Tzacás comenzó la entre-
vista llamándolo por su nombre: «Debes saber» continuó «que yo
soy aquel muchacho que durante mis antiguas correrías por Asia y
mis intrépidas luchas caí prisionero del famoso Alejandro Cabali-
cas, engañado por mi inexperiencia. En aquella ocasión, me llevó él
como cautivo ante el soberano Nicéforo Botaniates, que me honró
enseguida con el título de protonobilísimo44, y tras ser objeto de ri-
cos obsequios, le prometí obediencia. Pero esta promesa ha quedado
rota desde el instante en que Alejo Comneno tomó las riendas del
imperio. Por todo ello vengo a comunicarte la causa de mi hosti-
lidad. Que sepa el soberano que si quiere acabar con mi renacida
enemistad, tiene que restituirme exactamente todo aquello que me
corresponde y de lo que he sido privado. Y si te parece bien que
44 Título originariamente exclusivo de los hijos de los emperadores que acabó por
ser concedido a otras personas.
295
nuestros hijos se comprometan, quede ratificado por escrito este
acuerdo entre nosotros, como es costumbre de los romanos y de no-
sotros los bárbaros. Luego, una vez hayamos cumplido la totalidad
de las condiciones ya expuestas, devolveré por mediación tuya al
soberano todas las islas que he arrebatado en mi ofensiva al imperio
de los romanos y en cumplimiento del acuerdo estipulado con él,
regresaré a mi patria».
8. Dalaseno, que, como conocía desde hacía tiempo el carácter
falaz de los turcos, veía en esas palabras solo una treta, dejó para
más adelante el cumplimiento de sus solicitudes, al tiempo que le
descubría la sospecha que tenía sobre él, diciéndole: «Ni tú me en-
tregarás las islas, a pesar de lo que has dicho, ni yo puedo acceder
sin la autorización del soberano a lo que desde aquí pides a aquel y
a mí. No obstante, ya que está a punto de llegar Juan, el cuñado del
soberano, con toda la flota y al frente de numerosas fuerzas por mar
y tierra, dejaremos que él escuche lo que dices. Ten así por seguro
que por su mediación en favor de la paz el tratado con el soberano
será ratificado».
9. En efecto, Juan Ducas había sido enviado por el soberano a
Epidamno con un aguerrido ejército para que se dedicara con inten-
sidad a la defensa de Dirraquio y al mismo tiempo también para que
presentara batalla a los dálmatas. Pues el hombre conocido como
Bodino, que era muy combativo y rebosaba perversidad, no con-
sentía permanecer dentro de sus fronteras y con sus correrías diarias
por las zonas más próximas a Dalmacia añadía a sus territorios las
plazas fuertes que iba encontrando. Juan Ducas durante su estan-
cia de once años en Dirraquio, había recuperado numerosas plazas
fuertes que estaban en poder de Bolcano45, había enviado muchos
prisioneros dálmatas al soberano y, finalmente, tras una violenta ba-
talla con Bodino, había conseguido capturarlo. El soberano tenía
sobradas pruebas de que Juan Ducas era una persona muy aguerrida,
útil en la milicia y completamente disciplinado con sus órdenes. Lo
hizo, pues, venir desde su actual destino, porque necesitaba contar
296
con este hombre para hacer frente a Tzacás, y junto a numerosas
fuerzas terrestres y navales lo envió contra el bárbaro con el cargo de
gran duque46 de la flota. A continuación, el relato va a exponer con
detalle todas las batallas en las que participó este hombre y el modo
como logró salir vencedor gracias a la gran cantidad de riesgos que
supo afrontar.
10. Como Dalaseno aguardaba su inminente llegada, durante
las conversaciones con Tzacás remitió evidentemente todo a Du-
cas, que estaba al venir. En un momento dado, Tzacás pareció decir
aquellas palabras homéricas: «Ya llega la noche. Es bueno también
obedecerla.47» Y prometió suministrar abundantes provisiones cuan-
do amaneciera. Pero todo no era sino un engaño y un fraude, si
bien Dalaseno no lo perdía de vista. En efecto, al alba, Tzacás bajó a
escondidas al litoral de Quíos y como había viento favorable, navegó
hacia Esmirna para reunir más fuerzas y regresar de nuevo a Quíos.
Sin embargo, Dalaseno no iba evidentemente a la zaga de Tzacás en
cuanto a argucias. Embarcó en las primeras naves que halló, llegó
a Boliso48 con las fuerzas a su mando. Allí, tras procurarse más na-
ves y preparar nuevas helépolis, dio un reposo a los soldados y una
vez reclutados más hombres, volvió al sitio de donde había salido.
Después de librar un violento combate con los bárbaros, derribó las
murallas y se adueñó de la ciudad, mientras Tzacás aún se hallaba
de vuelta en Esmirna. Al encontrar el mar en calma, navegó directa-
mente desde esta isla con todo el ejército y arribó a Mitilene.
46 Almirante en jefe.
47 Il., VII 282-293.
48 En el norte de Quíos.
49 En Tracia, al este de Cipsela.
297
liboto50, partió tal cual estaba de Constantinopla y llegó a Rusio. Lo
acompañaba Neantzes, el desertor, que tramaba una grave y terrible
traición. Estaban también presentes Cantzús y Catranes51, hombres
expertos en la guerra y que hacían gala de una fervorosa devoción
hacia el soberano. Cuando vio a una sección importante del ejército
escita, les presentó batalla. Muchos romanos cayeron en aquella oca-
sión durante el combate, algunos incluso fueron ejecutados al caer
prisioneros de los escitas y bastantes fueron conducidos hasta Rusio.
2. Pero esos hechos tenían que ver con algunos forrajeadores es-
citas. El emperador, tras la llegada de los latinos conocidos por ma-
niacates52, cobró ánimos y decidió entrar en combate formal al día
siguiente. Como no había un suficiente terreno entre los dos ejérci-
tos, no se atrevió a hacer sonar la trompeta de guerra por querer ser
él quien tomara la iniciativa en la batalla. Así pues, hizo venir al cui-
dador de los halcones imperiales, Constantino, y le ordenó que to-
mara un tambor y que sin dejar de golpearlo recorriera durante toda
la noche el ejército transmitiendo la orden de prepararse porque al
amanecer del día siguiente el soberano deseaba trabar combate con
los escitas sin anunciarlo mediante las trompetas. Los escitas, por su
parte, tras levantar el campo de Poliboto, avanzaron hasta el lugar
denominado Hades, donde fijaron su campamento. En suma, el so-
berano tomaba las disposiciones precisas desde la víspera y, cuando
amaneció, tras dividir el ejército y ordenar las tropas, los atacó.
3. Cuando aún no se había iniciado el combate y ambos ejérci-
tos todavía estaban tomando posiciones, Neantzes, con el pretexto
de querer observar las filas escitas y facilitar datos al soberano sobre
su posición, le dijo que iba a subir a una colina próxima. E hizo todo
298
lo contrario. Desde allí aconsejó en su propio idioma a los escitas
que situasen los carros en línea y que no temieran al soberano, por-
que estaba ya vencido desde su anterior derrota y estaba preparado
para la huida por la escasez de tropas y aliados que sufría. Cuando
hubo concluido su mensaje, descendió junto al soberano. Pero un
semibárbaro que hablaba la lengua escita y que había comprendido
lo que Neantzes había dicho a los escitas, le hizo saber el contenido
total del mensaje al emperador. Cuando este hecho llegó a conoci-
miento de Neantzes, exigió la presentación de pruebas. El semibár-
baro se presentó sin reparos ante la gente y aportó su testimonio.
Mientras este hablaba, Neantzes desenvainó su espada y cortó la
cabeza del hombre en presencia del propio emperador y a la vista de
ambas falanges situadas una frente a otra.
4. Creo que Neantzes, con su intento de apartar de sí esa dela-
tora sospecha asesinando al delator, provocó muchas más sospechas.
¿Por qué no esperar a la prueba? Por el contrario, según parece, en su
deseo de cortar de antemano una lengua que se explayara revelando
su perfidia, se atrevió a realizar un acto enormemente temerario,
digno de un espíritu bárbaro y tanto más sospechoso, cuanto que
fue producto de la audacia. Sin embargo, el emperador no mandó
prenderlo al instante, ni lo castigó, aunque debiera hacerlo, y contu-
vo astutamente su corazón, que ardía de ira y rabia, para no espantar
antes de tiempo a la fiera y desconcertar a las falanges. Él contenía
y reprimía su ira contra Neantzes aunque preveía su traición y su
defección por estos últimos hechos y por otros más. La desastrosa
marcha de las cuestiones militares y la falta de recursos obligaban
por ahora al emperador a contener su ardiente cólera.
5. Un poco más tarde, Neantzes se presentó ante el emperador,
desmontó de su caballo y le pidió otro. Rápidamente le propor-
cionaron un nuevo y magnífico caballo, este con la silla imperial.
Montó en él y cuando las formaciones marchaban ya una contra la
otra por tierra de nadie, amagó un intento de carga contra los esci-
tas, para terminar avanzando a la carrera hacia sus congéneres con
la punta de la lanza vuelta hacia atrás y dándoles recomendaciones
sobre la manera de hacer frente a la formación imperial.
299
6. Ellos llevaron a la práctica sus instrucciones y, tras librar un
violento combate con el soberano, pusieron completamente en fuga
a sus tropas. El emperador, al ver que sus falanges estaban disemi-
nadas y que todos huían, se sintió incapaz de enfrentarse a esta si-
tuación y no quiso correr peligros sin sentido. Por esto, dio vuelta a
las riendas y llegó al río que corre cerca de Rusio. Allí, sujetando las
riendas, luchó dentro de sus posibilidades y junto a varios elegidos
contra sus perseguidores, cargando contra ellos y matando a mu-
chos, y siendo herido también en algún momento. Cuando Jorge
Pirro en su huida llegó al río por otra dirección, el soberano lo llamó
y animó a acudir a su lado. Pero como veía el arrojo de los escitas
y que hora a hora se iban sumando muchos nuevos guerreros que
venían como refuerzos, dejó allí a Jorge con los demás tras ordenar-
le que resistiera sin heroísmos a los escitas hasta que él regresase.
Giró rápidamente las bridas de su caballo, ganó la otra orilla del río,
entró en Rusio y a todos los soldados fugitivos que alcanzó en esa
localidad, así como a todos los rusiotas que estaban en edad militar,
incluidos los campesinos con sus carros, les ordenó que salieran sin
tardanza y se colocaran junto a la orilla del río. La orden fue cumpli-
da con mayor rapidez de la esperada y una vez emplazados en línea,
corrió nuevamente en dirección a Jorge a través del río, aunque su-
friera por los escalofríos de unas fiebres cuartanas53 hasta el extremo
de que sus dientes rechinaban por los temblores.
7. A pesar de que todo el ejército escita estuviera reagrupado,
cuando estos vieron la doble línea de batalla y al soberano luchando
con tanto arrojo, se quedaron quietos sin sacar valor para hacerle
frente porque conocían su audacia, su ánimo igualmente firme tanto
en las victorias como en las derrotas y su incontenible empuje. El
soberano, de una parte, afectado por la fiebre y, de otra, más propia-
mente, porque aún no se había logrado reagrupar a todos los hom-
bres diseminados de su ejército, se mantenía erguido en su caballo,
revistando las tropas y cabalgando al paso para mostrarle al enemigo
su valor. Pues bien, sucedió que ambos ejércitos permanecieron in-
móviles hasta el atardecer. Cuando cayó la noche, retornaron a sus
53 Son fiebres de origen palúdico y que se repiten cada cuatro días.
300
respectivos campamentos sin haber combatido. Ambos eran presa
del miedo y no se atrevían a presentar batalla. Los soldados que se
habían dispersado en todas direcciones durante el primer encuentro
bélico, fueron regresando poco a poco a Rusio. La mayor parte de
ellos sin haber probado siquiera el sabor de la batalla. En cuanto a
Monastrás, Uzás y Sinesio, guerreros llenos del espíritu de Ares y
valerosos, después de pasar por el lugar llamado Aspro, llegaron a
Rusio sin que tampoco ellos hubieran tomado parte en ninguna
batalla.
301
llanura (era una cantidad innumerable), ya que los bárbaros devasta-
ban con ellos día y noche nuestro territorio. Mandó buscar a Uzás y
a Monastrás y les ordenó que pasaran por detrás de las líneas escitas
al frente de los mejores jinetes para llegar al amanecer a la llanura y
apoderarse de todos los caballos y de los otros rebaños que hubiera,
incluidos sus pastores. Les animaba a no tener miedo diciendo: «Vo-
sotros podréis cumplir esta orden sin obstáculos, porque mientras
actuáis, nosotros estaremos luchando frontalmente con ellos». Efec-
tivamente, las palabras se hicieron realidad en el acto y la misión fue
llevada a cabo felizmente.
3. A causa del esperado ataque de los escitas, el soberano no les
concedía el sueño a sus ojos, ni menos aun dormitaba. Antes bien,
tras mandar buscar a los soldados, especialmente a los expertos en
el arco, durante toda la noche mantuvo largas conversaciones con
ellos sobre los escitas. Los animaba y les daba las instrucciones más
convenientes para la batalla del día siguiente, es decir, cómo se debe
tensar el arco, lanzar las flechas, refrenar en ocasiones los caballos
para darles rienda a continuación y cómo desmontar, si fuera preci-
so. Así pasó la noche. Cuando amanecía, tras haber dormido algo,
toda la plana mayor de los escitas, que había cruzado el río, parecía
querer combatir, lo que confirmaba las conjeturas del soberano (en
efecto, tenía gran habilidad en prever el futuro gracias a la enorme
experiencia que había adquirido por la cantidad de combates a que
se veía sometido diariamente). El emperador montó enseguida en su
caballo, ordenó que la trompeta diera el toque de combate y, cuando
tuvo organizada la falange, se puso él a su frente. Tan pronto como
vio que los escitas atacaban con mayor resolución que antes, mandó
que los arqueros desmontasen de sus caballos y que los atacaran a
pie sin dejar de usar sus arcos. El resto de la formación, a su vez, se
lanzó tras estos, mientras el soberano en persona dirigía el centro del
ejército.
4. Los arqueros atacaron con valor a los escitas. Cuando la bata-
lla se hizo más violenta, los escitas volvieron la espalda atemorizados
por la densidad de las flechas disparadas y, al mismo tiempo también,
porque habían visto la formación compacta del ejército romano y al
302
propio soberano luchando con arrojo. Seguidamente, se apresuraron
a vadear el río y dirigirse a los carros en su retirada. Los soldados de
las falanges romanas emprendieron una persecución a rienda suelta.
Unos herían con sus lanzas las espaldas de los enemigos, mientras
otros disparaban sus flechas. En conclusión, muchos bárbaros ca-
yeron muertos antes de que ganaran el río y muchos también se
hundieron durante su desordenada huida en los remolinos del río
y se ahogaron mientras eran arrastrados por las aguas. En aquella
jornada destacaron por encima de todos los demás los hombres que
pertenecían al servicio personal del soberano. Todos, en efecto, eran
incansables. El soberano, por su parte, regresó a su campamento,
donde fue recibido como un auténtico adalid y el claro vencedor de
la batalla.
1. Así pues, tras descansar en aquel mismo lugar durante tres días,
levantó el campo y llegó a Tzurulo. Allí observó que no sería preci-
so trasladarse pronto de su nueva posición e hizo cavar por el lado
oriental de esta plaza fuerte un foso suficiente para albergar las tro-
pas con las que contaba en ese momento. Dentro del recinto, colocó
la tienda imperial y toda la impedimenta. Los escitas, que también
marchaban sobre Tzurulo, cuando se enteraron de que el soberano
se les había adelantado, cruzaron el río que fluye por la llanura cer-
cana a esta ciudad (Jerogipso lo denominan en el lugar) y fijaron su
campamento a medio camino entre el río y la aldea fortificada. De
este modo, los escitas estaban fuera, rodeando la ciudad, mientras el
emperador estaba dentro, atrapado como si se tratara de un asedio.
Al caer la noche, en tanto «el resto de los dioses y de los hombres
conductores de carros dormían», como dice la Calíope de Homero2,
al soberano Alejo, sin embargo, no le llegaba el dulce sueño. Por el
contrario, estaba en vela sumido en toda clase de reflexiones sobre
1 Çorlu, en Tracia, en torno a 100 kilómetros de Constantinopla.
2 Il., II 1-2. Calíope es la Musa de la poesía épica.
303
la manera de superar mediante la astucia el coraje de los bárbaros.
2. Tras comprobar que la villa de Tzurulo estaba construida so-
bre una elevada colina y que todo el ejército bárbaro estaba acam-
pado abajo, en la llanura, y al no disponer de fuerzas suficientes
como para atreverse a librar una batalla formal contra tan enorme
contingente, ideó una estratagema muy ingeniosa. Recogió los ca-
rros de los habitantes y los desarmó para quedarse solo con ruedas y
ejes. A continuación, colgó estas partes de los carros por fuera de los
lienzos de muralla, sujetándolos con cuerdas a las almenas. Dicho y
hecho. En una hora, estuvieron suspendidas las ruedas junto con sus
ejes formando un círculo sobre la muralla con el aspecto de círculos
pegados unos a otros y unidos por sus ejes.
3. Por la mañana temprano, se levantó, se armó y mandó armar-
se a todos sus hombres. Seguidamente, sacó a los soldados fuera de
las murallas y los emplazó frente a los bárbaros. Nuestros soldados
se situaron en el mismo sector donde estaban colgadas las ruedas.
Frente a ellos, en una sola línea, se encontraba el enemigo. El empe-
rador, entonces, tras ocupar el centro de las líneas formadas por sus
tropas, ordenó que, cuando la trompeta diera el toque de combate,
los soldados desmontaran de los caballos, avanzasen lentamente a
pie contra los enemigos, sin dejar de disparar con sus arcos, y que
provocasen a la falange de los escitas para que los atacaran. Cuando
vieran que lograban atraerlos a sí y que espoleaban a sus caballos, de-
bían dar la vuelta y, dividiéndose en dos secciones que se apartarían
ligeramente a derecha e izquierda, cederían terreno a los enemigos
hasta que estuvieran cerca de la muralla. Cuando esto sucediera,
tenía ordenado que los hombres situados en lo alto de la muralla,
nada más ver la escisión de las falanges, cortasen con sus espadas las
cuerdas y dejaran que las ruedas con sus ejes se precipitaran muralla
abajo.
4. Esta maniobra se llevó a cabo de acuerdo con las órdenes del
emperador. Los jinetes escitas entre sus bárbaros alaridos se lanzaron
en una masa compacta contra nuestra formación, que lentamente y
a pie se dirigía contra ellos. Solo el soberano les acompañaba mon-
tado a caballo. Aquellos, de acuerdo con la estratagema del soberano
Alejo, se separaron con tranquilidad, paso a paso, en dos secciones,
dando la sensación de que retrocedían de manera inesperada, como
si ofrecieran una puerta de considerable anchura para que los bár-
baros pasaran por ella. Tan pronto como los escitas franquearon la
brecha abierta por ambas falanges, las ruedas saltaron impulsadas
por su peso, rebotaron estruendosamente en las murallas hasta al-
canzar una altura superior a un codo, siendo despedidas al chocar
con el muro como si fueran arrojadas por una honda, y rodaron
entre los jinetes bárbaros gracias al fuerte impulso que habían ad-
quirido. Debido en parte a este descenso masivo motivado por su
propio peso, en parte debido a la gran velocidad que ganaban por
la inclinación de la pendiente, el caso es que iban cayendo violenta-
mente por doquier con el mismo efecto que si segaran las patas de
los caballos, seccionando sus dos pares, tanto los delanteros como
los traseros, por los dos costados, y obligaban a que los caballos se
doblaran por donde recibían el impacto y a que los jinetes cayeran
derribados. Mientras se amontonaban sin cesar unos sobre otros,
nuestros guerreros se lanzaron contra ellos desde ambos flancos y
se produjo una batalla terrible para los escitas. Unos murieron por
efecto de las flechas, otros fueron heridos por las lanzas y la mayoría
de los que quedaban, derribados por las ruedas, se precipitaron en la
corriente del río y se ahogaron.
5. Al día siguiente, al ver que los escitas supervivientes volvían
al combate y como notaba que sus hombres estaban animados, les
ordenó que se armaran. También él, cuando hubo tomado sus armas
y hubo dispuesto la formación de combate, descendió a la pendien-
te. A continuación, emplazó sus falanges de cara a los escitas y se
situó junto a ellas para combatir con todo su coraje. Él ocupaba el
puesto central de las tropas. Tras una sangrienta batalla, las falanges
romanas obtuvieron inesperadamente la victoria y emprendieron
sin contenerse la persecución de los enemigos. Cuando el soberano
comprobó que en la persecución sus soldados se habían alejado a
bastante distancia, temiendo que algunos escitas emboscados caye-
ran de improviso sobre los romanos, dieran la vuelta al resultado de
la batalla y, uniéndose los emboscados con los fugitivos, provocaran
305
un grave perjuicio al ejército de los romanos, cabalgó rápidamente
hacia los soldados y les ordenó que retuvieran las riendas y refresca-
ran sus caballos.
6. Así, ambos ejércitos pusieron tierra por medio aquel día. Pues
los unos con su fuga y el otro como vencedor regresaron a sus cam-
pamentos. Los escitas, completamente derrotados, fijaron sus tien-
das entre Bulgarófigo y la Pequeña Nicea. Como el invierno ya se
echaba encima, el soberano reconoció que era preciso volver a la ca-
pital para que tanto él como la mayor parte del ejército descansaran
de la fatiga provocada por los muchos combates. Así pues, dividió
las tropas, seleccionó para que permaneciesen en el frente a la tota-
lidad de los hombres más intrépidos de todo el ejército y los puso
al mando de Yoanaces y de Nicolás Maurocatacalon, sobre quienes
frecuentemente ya hemos hablado antes. Asimismo, les encomen-
dó que introdujeran en cada una de las poblaciones un número de
soldados suficientes para su defensa y que se procuraran por toda
la región infantes y carros junto con los bueyes que tiran de ellos.
Como deseaba reemprender la guerra contra los escitas con mayor
fuerza cuando llegara la primavera, hacía de antemano los prepara-
tivos pertinentes y tomaba las medidas precisas. En suma, cuando
todo estuvo listo, regresó a Bizancio.
306
LIBRO VIII
307
2. Así pues, se encaminó sin tardanza y directamente a Queroba-
cos. Una vez en su interior, cerró las puertas y recogió él mismo las
llaves. Luego, distribuyó a todos sus leales servidores por las almenas
de la muralla, con la orden de que no se tomaran descanso y de que
se mantuvieran en vela, vigilando las murallas, no fuera que alguien
subiese a ellas y se asomase para entrar en tratos con los escitas.
3. Al salir el sol, los escitas que eran esperados ocuparon la eleva-
ción que está próxima a la muralla de Querobacos y se instalaron en
ella. A continuación, se destacaron unos seis mil de ellos, se dispersa-
ron para saquear la zona y llegaron incluso hasta la localidad de De-
cato, que dista en torno a diez estadios5 de las murallas de la ciudad
imperial, hecho por el que, creo, recibió su nombre. El resto del con-
tingente enemigo permaneció en el mismo sitio. El emperador subió
por la muralla hasta las almenas para observar la llanura y las colinas
de los alrededores por si nuevas fuerzas bárbaras se sumaban a las que
allí estaban o por si estas tendían emboscadas para intentar detener
al que pudiera atacarlos. Como no observó ningún indicio de tales
movimientos. En la segunda hora del día vio que los escitas no se
disponían a combatir, sino que se agachaban para comer y descansar.
Entonces se le hizo insoportable la sola idea de que, tras someter a
pillaje toda la región, avanzasen hasta los propios muros de la empe-
ratriz de las ciudades sin que él pudiera hacerles frente en una batalla
formal por la cantidad de gente que vio en sus fuerzas. Y todo ello
cuando él había salido de Constantinopla para expulsarlos del país.
4. Hizo entonces llamar a los soldados que estaban a su mando
y con la pretensión de tantear su parecer, les dijo: «No debemos
acobardarnos al mirar la masa de los escitas, sino presentarles batalla
con nuestra confianza puesta en Dios, pues solo con que actuemos
coordinados, estoy convencido de que los derrotaremos completa-
mente». Ante el radical rechazo de sus hombres a ese plan, él les dijo
para atemorizarlos más y alertarlos ante el peligro: «Si los que han
salido para saquear regresaran y se unieran a los que están aquí, el
peligro sería manifiesto. Porque o la fortaleza caería en sus manos y
nosotros seríamos víctimas de una matanza, o por el contrario, sin
5 1,5 km.
308
prestarnos la más mínima atención, se acercarían tal vez a las mura-
llas de la ciudad imperial y no nos permitirían entrar en la ciudad
por estar acampados delante de sus puertas. En consecuencia, hay
que arriesgarse y no morir como cobardes. Por lo que a mí respecta,
pienso salir ahora mismo. Todos aquellos de vosotros que queráis
seguirme cuando yo corra en vanguardia para meterme en medio de
los escitas, hacedlo. Todos aquellos de vosotros que no podáis o no
queráis hacerlo, no crucéis el umbral de las puertas».
5. Pronto salió armado por la puerta que daba a la zona del lago.
Tras bordear la muralla y dar un pequeño rodeo, subió por la zona
posterior de la colina, pues sabía que sus hombres no lo seguirían en
un combate formal contra los escitas. Él fue quien primero agarró su
lanza y se precipitó entre las tropas escitas, acometiendo al primero
que se le oponía. Tampoco sus soldados abandonaron la batalla y
en aquella ocasión dieron muerte a la mayor parte de los enemigos,
mientras que a los restantes los hicieron prisioneros. Después, de
acuerdo con su hábito de tramar argucias, ordenó que los soldados
se vistieran con las ropas escitas y montaran en sus caballos. Entregó
a algunos de sus más leales los caballos de sus soldados, sus estan-
dartes y las cabezas de los escitas que habían cortado y les ordenó
que los guardaran y que lo esperasen dentro de la fortaleza. Cuando
todo estuvo organizado, con los estandartes escitas y sus soldados
vestidos con ropajes escitas descendió hasta el río que corre cerca de
Querobacos, que era el lugar por donde pensaba que pasarían los
escitas al regreso de sus incursiones. Aquellos saqueadores, al verlos
allí, creyeron que eran también escitas y acudieron a su lado sin nin-
guna precaución. Unos cayeron en la matanza y los demás fueron
capturados.
309
del lunes salió de la ciudad. Dividió sus tropas y colocó a los por-
tadores de los estandartes escitas, delante y detrás a los prisioneros
escitas, todos bajo la custodia de los lugareños. En cuanto a las ca-
bezas cortadas y clavadas en lanzas, ordenó que hicieran el camino
del mismo modo y sostenidas por otros hombres. Tras estos y a una
distancia moderada los venía siguiendo con sus soldados y los habi-
tuales estandartes romanos.
2. Cuando amaneció el domingo de abstinencia6, Paleólogo,
que era un hombre de comportamiento arrojado en las acciones
bélicas, partió de Bizancio antes que los demás. Como conocía el
temperamento impulsivo de los escitas, no hacía el camino despreo-
cupadamente; por el contrario, destacó un reducido grupo de sus
servidores, que lo seguían, y les ordenó que se adelantaran a una
cierta distancia para inspeccionar las llanuras, los bosques y los ca-
minos para que, si aparecieran en algún momento los escitas, retor-
nasen rápidamente y se lo comunicaran. Cuando en el transcurso de
esta misión vieron por la llanura llamada de Dimilia a los hombres
que vestían las ropas escitas y llevaban los estandartes escitas, retro-
cedieron y dijeron que ya estaban llegando los escitas. Paleólogo,
sin perder tiempo, tomó sus armas. Entonces, pisándole los talones,
se presentó otro explorador que sostenía que tras los escitas habían
aparecido a una prudente distancia estandartes romanos y soldados
que marchaban detrás de ellos.
3. Quienes daban estas noticias hacían conjeturas ciertas y al
mismo tiempo erróneas. El ejército que iba en retaguardia era, efec-
tivamente, romano en su aspecto y en la realidad, con el emperador
a su cabeza; pero los que iban delante con indumentaria escita eran
todos integrantes del ejército romano, aunque vistieran ropas es-
citas por orden del emperador. E igual que engañaron gracias a su
apariencia de escitas a los auténticos escitas, como hemos contado
anteriormente, con el mismo propósito el soberano mandó usar en
aquellos momentos los ropajes escitas con idea de engañar y hacer
310
caer en el error a los nuestros y así quienes se encontrasen con ellos
quedaran aterrados como si creyeran caer sobre los escitas, cuando
solo eran nuestros soldados, y se provocara una risa, tanto inocente
como astuta, mezclada con el miedo. Pues antes de que el temor se
adueñase completamente de ellos, se animarían viendo detrás al em-
perador. De esta manera el soberano iba asustando inocentemente a
los que se encontraba.
4. Mientras que el miedo se adueñaba de sus demás hombres por
lo aparente, Paleólogo, sin embargo, que superaba a todos en expe-
riencia y conocía lo ingenioso que era Alejo en sus estratagemas, se
percató enseguida de que todo eso no era más que una ocurrencia de
Alejo. Se reafirmó a sí mismo en su confianza y lanzó la misma orden
a los demás. Se precipitaron también en tropel detrás toda la masa
compuesta por familiares del emperador y por parientes. Creían
apresurarse para llegar junto al soberano según lo acordado con él,
ya que habían convenido en que lo alcanzarían tras la abstinencia,
en la Tirofagia, como hemos dicho antes. Pero no habían terminado
de salir de la ciudad cuando el soberano ya retornaba triunfante. Por
eso, cuando se unieron a él, no hubieran creído que se trataba del
emperador triunfante, que había logrado tan rápidamente la victo-
ria, si no hubieran visto unas cabezas escitas ensartadas en la punta
de las lanzas y a los restantes, cuyas cabezas aún no había cortado la
espada, las manos atadas detrás, conducidos y arrastrados uno tras
otro como prisioneros.
5. La rapidez de esta campaña provocó asombro, excepto en lo
que sé de Jorge Paleólogo (los testigos presentes nos lo han relatado),
ya que se reprochaba a sí mismo con irritación su retraso en acudir
al combate y su falta de asistencia al soberano, que tan gran renom-
bre había conseguido con su inesperada victoria sobre esos bárbaros.
Paleólogo tenía gran interés en participar de tan enorme gloria. En
cuanto al soberano, podría aplicársele lo que dice el versículo del
Deuteronomio, que en aquella ocasión fue dicho y hecho: «¿Cómo
es que uno va a perseguir a mil y cómo es que dos van a poner en
fuga a millares?7» Casi en solitario se enfrentó entonces el emperador
7 Deuteronomio, XXXII 30.
311
Alejo a aquella masa de bárbaros tan numerosa y asumió correcta-
mente todo el peso de la guerra hasta obtener la victoria. Si reflexio-
namos sobre el número de soldados que lo acompañaban y sobre su
valía, para luego compararlos con las estratagemas del soberano y su
astucia, así como su valentía y su audacia en la actuación contra la
masa de los bárbaros y su poderío, nos encontraríamos con que la
victoria fue obra exclusiva de él.
312
2. Estos terribles hechos sucedían en las tierras de occidente al
soberano. Tampoco estaba libre de las preocupaciones que le provo-
caba la situación en el mar; antes bien, estaba en grave peligro, ya
que Tzacás se había hecho con una nueva escuadra y recorría todas
las zonas del litoral. Esta situación afligía al emperador, que se irrita-
ba por el acoso a que lo sometían estos problemas. En ese momen-
to, le fue comunicado que Tzacás, tras haberse hecho con una gran
flota en las zonas costeras y devastar las islas que previamente había
ocupado, intentaba poner en práctica sus planes contra las regiones
occidentales y aconsejaba a los escitas por medio de embajadores
que ocuparan el Quersoneso. Tampoco permitía que el contingente
de tropas mercenarias que había venido de oriente para unirse al so-
berano, es decir, el contingente turco, respetase los inquebrantables
tratados que tenían con él. Les halagaba y les prometía beneficios
si abandonaban al soberano y se sumaban a sus fuerzas nada más
recibir la cebada.
3. Cuando el emperador se enteró de estos hechos y como los
asuntos por mar y tierra tomaban un cariz totalmente negativo y el
invierno, al presentarse con crudeza, impedía el uso de las salidas en
todas partes, de modo que ni siquiera se podían abrir las puertas de
las casas por los montones de nieve que se formaban ante ellas (había
caído mucha y en cantidades que nadie recordaba anteriormente),
hacía lo posible por apresurarse a llamar mercenarios mediante car-
tas enviadas en todas direcciones.
4. Cuando el sol acababa de llegar al solsticio de primavera, mo-
mento en el que la amenazadora hostilidad de las nubes se alejó y el
mar calmó su cólera, como el enemigo acechaba por ambos frentes,
consideró preciso ocupar primero la franja costera, tanto para en-
frentarse con facilidad a los adversarios que atacaban en naves, como
para combatir cómodamente contra los que acudían por tierra. Sin
perder tiempo envió un mensaje al cesar Nicéforo Meliseno con la
orden de que se apoderara de Eno8 antes de lo que se esperaba. Pre-
viamente, le había indicado por carta que reuniera a cuantos hom-
bres pudiera, pero no entre aquellos que ya hubieran estado en filas
8 En la desembocadura del río Maritza.
313
(los había diseminado por todas las ciudades de occidente para que
defendieran sus plazas más importantes), sino alistando a nuevos re-
clutas, parte entre los búlgaros, parte entre los nómadas (que la len-
gua vulgar conoce con la denominación de válacos) y parte entre los
procedentes de cualquier otra región, tanto jinetes como infantes.
5. En cuanto al emperador, tras hacer venir a los quinientos cel-
tas del conde de Flandes desde Nicomedia, salió con sus allegados
de Bizancio para llegar rápidamente a Eno. Subió entonces a una
barca y después de inspeccionar cuidadosamente la situación del río
y examinar todo su cauce desde ambas orillas, reconoció el lugar
donde el ejército ocuparía una posición más segura y se volvió. Esa
noche convocó a los jefes del ejército y les comentó el resultado de
la inspección del río y de sus dos orillas: «Tenéis que atravesarlo
mañana para observar toda la extensión de la llanura que hay al
otro lado. Tal vez no os parezca inapropiado el emplazamiento que
os voy a mostrar y donde tenemos que montar el campamento». El
acuerdo fue unánime. Al amanecer, el primero en tocar la otra orilla
fue el emperador seguido de todo el ejército. Después de examinar
otra vez con los jefes militares toda la ribera del río y la llanura que
se extendía al otro lado y señalarles el lugar que le gustaba (se hallaba
próximo a un pueblo llamado Querenos por los lugareños, con el río
a un lado y al otro un terreno pantanoso), ante el asentimiento ge-
neral de los soldados sobre la protección que ofrecía el lugar, mandó
sin tardanza que se cavara un foso y acantonó en aquel sitio todo el
ejército. El emperador, entonces, regresó a Eno junto con numero-
sos peltastas para repeler los ataques de los escitas que venían por
aquella dirección en contra de nosotros.
314
una barca y navegó río arriba desde la desembocadura hasta unirse a
todo su ejército. Al comprobar que sus fuerzas no equivalían ni siquie-
ra a una fracción del ejército escita, se sintió incapaz de hacerles frente
y temeroso por carecer de cualquier apoyo humano. Pero no se abatió,
ni flaqueó, sino que reflexionó largamente sobre estos hechos.
2. Al cuarto día, vio acercarse a lo lejos por otra dirección un
ejército cumano de unos cuarenta mil hombres. Ante el temor de
que se sumaran a los escitas y provocaran un enfrentamiento que
sería funesto para él (ninguna otra cosa se podía esperar en ese caso,
salvo el total aniquilamiento), creyó que debía atraérselos a su ban-
do. Tomó, pues, la iniciativa y los hizo llamar. Había muchos otros
jefes en el ejército cumano, pero los cabecillas eran Togortac, Ma-
niac9 y algunos otros hombres muy aguerridos. Mientras veía acer-
carse a él la muchedumbre de los cumanos, por su experiencia sobre
lo tornadizo de su carácter tuvo miedo de que, a pesar de hacerlos
sus aliados, acabasen convirtiéndose en enemigos y adversarios, lo
que le produciría enormes perjuicios.
3. Alejo consideró que era más seguro levantar el campo de allí
con todo su ejército y cruzar de nuevo el río, pero antes creyó preciso
hacer llamar a los jefes cumanos. Ellos acudieron inmediatamente
a presencia del soberano, incluido Maniac, aunque más tarde que
los demás por una previa reticencia. Ordenó a los cocineros que les
sirvieran una abundante mesa. Después de la celebración del festín,
de un cortés agasajo y de ser honrados con todo tipo de regalos,
les pidió un juramento y rehenes porque desconfiaba de su carácter
mendaz. Ellos hicieron de buena gana lo que se les exigió, ofrecie-
ron mantener su lealtad y solicitaron que se les permitiera presentar
batalla a los patzinaces en un plazo de tres días. Si Dios les daba
la victoria, prometían asignar al soberano una parte de las dos en
que dividirían todo el botín obtenido. Él les concedió permiso para
que atacasen a los escitas con completa libertad no ya dentro de
tres días, sino dentro de diez días con sus noches y les cedió por
9 Son los Tugorkán y Boniak de la Primera crónica rusa, que narra hechos com-
prendidos entre 850 y 1110. Fue recopilada originalmente en Kiev en torno al año
1113. Es la fuente principal para la historia de los eslavos orientales.
315
entero todo el botín que pudieran arrebatarles, si Dios les otorgaba
la victoria.
4. Los ejércitos escita y cumano permanecieron en aquel mismo
lugar quietos durante un tiempo, si bien los cumanos habían tan-
teado ya al ejército escita mediante emboscadas. No habían trans-
currido aún tres días, cuando el soberano hizo llamar a Antíoco (un
hombre noble y destacado de los demás por su carácter enérgico) y
le ordenó que fabricase un puente. Este fue construido con barcas
unidas entre sí por larguísimas planchas de madera que estuvo ter-
minado enseguida. A continuación, el emperador hizo llamar al pro-
tostrátor Miguel Ducas, su cuñado, y al gran doméstico, su hermano
Adriano, para encomendarles la misión de que permanecieran junto
a la orilla del río y no dejaran que lo cruzaran al mismo tiempo la in-
fantería y la caballería mezcladas, sino que los primeros en destacarse
del ejército fueran los infantes junto con los carros, la impedimenta
y las mulas de carga. Cuando la infantería hubo atravesado el río,
mandó que se guareciera en el interior de un atrincheramiento que
fue cavado con mayor rapidez de lo normal por temor a las fuerzas
escitas y cumanas, y recelando de sus furtivos ataques. Luego, orde-
nó que cruzasen los jinetes y, mientras lo hacían, él, quieto junto a
la orilla del río, contemplaba a quienes lo pasaban.
5. Meliseno, por su parte, siguiendo las instrucciones contenidas en
la carta del emperador que había recibido previamente, reunió tropas
de todas partes e hizo levas forzosas de infantes que cargaron en carros
tirados por bueyes su impedimenta y todo lo necesario, y los envió sin
perder tiempo al emperador. Cuando llegaron a una distancia del ejér-
cito suficiente para que el ojo pudiera distinguir lo que veía, la mayoría
de los soldados creyó que era un grupo destacado de las fuerzas escitas
para atacar al soberano. Incluso alguien con insistencia los señalaba con
el dedo ante el emperador y sostenía que eran escitas. Y él, creyendo que
era cierto lo que se decía y sin disponer de bastantes tropas como para
hacer frente a tantos enemigos, se sintió incapaz de soportar su ofensiva.
Hizo venir entonces a Rodomero (un noble de origen búlgaro y parien-
te por línea materna de la augusta, nuestra madre)10 y lo despachó con
10 Radomir o Rodomir. Juan Ducas y su hijo Andrónico habían desposado prin-
316
la misión de observar a los que venían. Él cumplió raudo lo ordenado y
a su vuelta dijo que eran los hombres enviados por Meliseno. El sobera-
no se puso contento. Después de esperar un poco la llegada de los que
venían, atravesó con ellos el río y, cuando hubo ampliado el atrinchera-
miento, los unió al resto del ejército.
6. Los cumanos pronto llegaron al atrincheramiento desde donde
el soberano, tras levantar el campamento había salido para cruzar el
río con todo su ejército, y acamparon allí mismo. Al día siguiente,
después de levantar el campo, el emperador se dispuso a ocupar co-
rriente abajo el llamado por los lugareños «Vado de Filocales11». Se
encontró entonces con bastantes escitas, a quienes atacó y llevó a un
violento combate. Durante la batalla murieron muchos hombres de
ambos bandos, sin embargo, el soberano obtuvo la victoria gracias a la
total derrota de los escitas. Después de que la batalla concluyera con
ese resultado y una vez separados los dos ejércitos en dirección a sus
respectivos campamentos, el ejército romano permaneció en el mismo
sitio durante toda aquella noche. Al amanecer, levantaron el campo de
allí y llegaron a una colina denominada Lebunes, que domina la lla-
nura. El emperador subió a su cima y, como el lugar elevado no daba
cabida a todo el ejército, mandó erigir a sus pies una fortificación y un
foso capaz de albergar a todo el ejército y lo situó en su interior. En
aquel instante se volvió a pasar al soberano el desertor Neantzes y con
él unos cuantos escitas. Cuando el soberano lo vio, recordó sus ante-
riores muestras de ingratitud y como añadiera algunas otras fechorías,
acabó por prenderlo y encadenarlo junto con sus compañeros.
V. La batalla de Lebunio.
317
con ellos. Pero tampoco paraban de enviar embajadores al empera-
dor para negociar la paz. Él, por su parte, adivinando su dolosa acti-
tud, les respondía apropiadamente, porque quería dejar en el aire sus
planes hasta que recibiera los mercenarios esperados desde Roma13.
A su vez, los cumanos, que consideraban ambiguas las promesas de
los patzinaces, no se les unieron. Es más, una tarde le informaron al
emperador: «¿Hasta cuándo retrasaremos el momento de la batalla?
Sabed que ya no aguardaremos y cuando el sol se levante, comere-
mos carne de lobo o de cordero14». Al término de estas palabras,
el emperador, percatándose de que la decisión de los cumanos era
definitiva, no podía ya retrasar más el momento de la batalla. Como
habían decidido para aquel día el momento del combate, les prome-
tió que el enfrentamiento con los escitas tendría lugar al día siguien-
te. A continuación, convocó a los jefes, a los pentecontarcas y a los
demás para ordenarles que anunciasen por todo el campamento que
el combate sería al día siguiente.
2. Aunque tenía intención de combatir, sin embargo, temía a
la innumerable muchedumbre de patzinaces y cumanos, y sospe-
chaba de un entendimiento entre ambos. Mientras el emperador
hacía estas reflexiones, se pasó a sus filas un contingente de cinco mil
hombres audaces y belicosos procedentes de regiones montañosas.
3. Puesto que la batalla no admitía ya más retrasos, invocó a
Dios como auxilio. Cuando el sol se estaba poniendo, el empera-
dor fue quien primero comenzó los ruegos destinados a Dios en
medio de una brillante procesión con antorchas y con el canto de
los himnos consagrados a Él. No dejó que el resto del campamento
permaneciera inactivo, sino que fue aconsejando uno por uno a los
más prudentes que hicieran lo mismo, y a los más descuidados se lo
ordenó. Entonces pudo verse cómo el sol se ocultaba en el horizonte
al mismo tiempo que el ambiente se iluminaba no ya con el fulgor
de un único sol, sino con el de muchos otros astros que regalaban su
brillante resplandor. Todos los hombres aplicaron antorchas o velas
13 Existió un intercambio de cartas entre Alejo y el papa Urbano II, en las que
aquel le pedía ayuda. Están recogidas en las crónicas latinas.
14 Esto es, serán vencidos o vencerán.
318
a sus lanzas, según las posibilidades de cada cual, y las encendieron.
El rumor de las voces que se elevaban desde el ejército, creo que
llegaba a la bóveda celeste o, más aún y por ser sinceros, ascendía
hasta Dios mismo, Nuestro Señor. Por todo esto considero que debe
dejarse aquí constancia de la religiosidad del emperador, ya que no
accedía a atacar al enemigo sin auxilio divino. Su valor no se basaba
en hombres, caballos o máquinas, sino que ponía toda su confianza
en la voluntad divina.
4. Estas preces duraron hasta media noche. Luego, tras dormir
un poco, se despertó y armó fuertemente a los soldados ligeros. En
algún momento también mandó a determinados hombres que se
vistieran con unas túnicas de seda que imitaban el color del hierro,
como si fueran corazas y yelmos, porque no había bastantes exis-
tencias de ese material para todos. Cuando acababa de despuntar el
día, salió fuertemente armado de su atrincheramiento y ordenó que
sonara el toque de combate.
5. A los pies del Lebunio (aquel era el lugar) dividió su ejército
y situó en orden las falanges. El emperador mismo se puso al frente
«respirando un vivo ardor guerrero»15, mientras que el ala derecha e
izquierda las comandaban respectivamente Jorge Paleólogo y Cons-
tantino Dalaseno. Más allá de los cumanos emplazados en el ala de-
recha, se colocó Monastrás, preparado junto con los hombres a sus
órdenes. Cuando estos vieron que el emperador estaba ordenando las
falanges romanas, aprestaron a sus fuerzas y adoptaron una formación
de combate acorde con sus costumbres. A la izquierda de estos estaba
el llamado Uzás y por la parte que mira a occidente, Humbertópu-
lo con los celtas. Cuando el soberano hubo dispuesto así el ejército,
dejándolo con el aspecto de una fortaleza, y lo hubo rodeado con los
escuadrones, de nuevo ordenó que la trompeta hiciera sonar el toque
de combate. Entonces, los romanos, con temor ante aquella inmensa
muchedumbre de escitas y a sus incontables carromatos, que les ser-
vían como de murallas, tras solicitar la compasión del Señor de todas
las cosas con un solo clamor, a rienda suelta corrieron a dar batalla a
los escitas con el emperador marchando al frente de todos ellos.
15 Od., XXIV 319.
319
6. Con sus líneas en forma de media luna, en un mismo instante
y como a una única señal todo el ejército, incluidos los cumanos,
inició el ataque. Uno de los principales jefes escitas, previendo lo
que iba a suceder, se procuró la salvación y, tomando a unos pocos
consigo, se pasó a los cumanos por ser gente que hablaban la misma
lengua. Aunque los cumanos luchasen con valor contra los escitas,
sin embargo aquel jefe tenía más confianza en estos que en los roma-
nos y se había pasado a su bando para emplearlos como mediadores
ante el soberano. A la vista de este hecho, el soberano temió que
otros escitas vinieran a unirse a los cumanos y los convenciesen de
que atendieran solo a sus intereses personales y volvieran contra la
falange romana a la vez sus riendas y sus intenciones. Haciendo gala
de su habilidad para comprender lo que era conveniente en los mo-
mentos críticos, ordenó inmediatamente al portaestandarte imperial
que llevara su enseña hasta el campamento de los cumanos y que se
quedara allí.
7. Disuelta ya la cohesión militar de los escitas, cuando los dos
ejércitos se acercaron uno al otro, pudo verse una matanza como
nunca nadie había visto antes. Mientras los escitas eran terriblemen-
te masacrados, abandonados ya por el favor divino, los masacradores
se agotaban con el enérgico y continuo manejo de sus espadas hasta
desfallecer y ceder en su empuje. El soberano, a su vez, cabalgan-
do entre los enemigos, conmocionaba a todas las falanges con sus
embestidas contra quienes se le enfrentaban y con sus gritos, que
paralizaban de miedo incluso a los que estaban lejos.
8. Cuando notó que el sol lanzaba sus rayos directamente sobre
su cabeza, porque acababa de llegar el mediodía, tomó la siguiente
medida. Hizo llamar a algunos hombres y los envió con la orden
de que unos campesinos llenasen pellejos de agua, los cargasen en
sus mulas y los llevaran al lugar de la batalla. Al verlos, incluso los
lugareños vecinos, que no habían sido llamados a colaborar, uno
con un ánfora, otro con un pellejo, otro con cualquier vasija que
hallara, realizaron la misma labor a fin de refrescar con agua a los
soldados que los libraban de la terrible mano escita. Y ellos, tras be-
ber un poco de agua, de nuevo se entregaban a la batalla. Pudo verse
320
entonces un raro espectáculo, cómo todo un pueblo, si no infinito,
al menos superior a todo número, fue aniquilado en aquella jornada
sin perdonar ni a sus mujeres ni a sus niños. Era un martes, veinte y
nueve de abril16. A raíz de aquella batalla, los bizantinos entonaban
una cancioncilla que decía: «Por un único día, los escitas no vieron
mayo».
9. Cuando el sol ya llegaba al ocaso y todos habían acabado
como víctimas de las espadas, incluidos tanto hijos como madres, y
muchos también habían sido tomados como cautivos, el soberano
ordenó que se tocara retirada y regresó a su campamento. La persona
que reflexione sobre estos hechos podría percatarse de un prodigio,
cómo quienes antiguamente habían salido de Bizancio en contra de
los escitas después de haber comprado cuerdas y correas para lle-
var atados a los cautivos escitas, les había pasado todo lo contrario,
puesto que fueron precisamente ellos los capturados por los escitas
y los que fueron convertidos en prisioneros. Estos acontecimientos
pertenecen al momento en que se produjo contra los escitas la ba-
talla de Dristra. En aquella ocasión, Dios humilló el orgullo de los
romanos. Posteriormente, durante los instantes que acabo de relatar,
cuando reconocieron que estaban aterrados y que sin fuerzas que
oponer a tan enorme muchedumbre de enemigos habían perdido las
esperanzas de salvación, Dios les regalo inopinadamente la victoria,
de modo que no ya aprisionaron, mataron y condujeron como cau-
tivos a los escitas (con frecuencia suelen producirse sin esperarse he-
chos semejantes en batallas concretas), sino incluso liquidaron todo
un pueblo en solo un único día.
321
uno de nuestros soldados tiene a su cargo por encima de treinta y
muchos cautivos escitas. La masa de los cumanos está próxima a
nosotros. Si los soldados se durmieran, algo lógico, puesto que están
exhaustos, y los escitas se desataran unos a otros, sacaran las espadas
y los mataran. ¿Qué ocurriría después? Vamos, ordenad que la ma-
yoría de ellos sean ejecutados al punto». El emperador lo miró irrita-
do y le dijo: «Aunque escitas, son por entero seres humanos. Aunque
enemigos, merecen nuestra compasión. Ni yo sé qué estás pensando
al parlotear así». Dada su insistencia, lo despidió enfadado.
2. Ordenó entonces que se hiciera saber a todo el ejército que
debían tomar todas las armas de los escitas, depositarlas en un úni-
co lugar y vigilar atentamente a los prisioneros. Tras impartir estas
órdenes, el emperador pasó el resto de la noche en calma. Pero en
torno a la vigilia central de la noche, ya por una inspiración divina,
ya por otro motivo que ignoro, como a una sola indicación, los
soldados mataron a casi todos. Cuando amaneció, el emperador se
enteró de este hecho y sospechó enseguida de Sinesio. Lo hizo lla-
mar inmediatamente y lo acusó gravemente entre amenazas: «Esto
es obra tuya». Aunque él juraba que no sabía nada, ordenó que fuera
prendido y encadenado: «Para que sepa» dijo «de qué modo ya solo
las cadenas son malas y en adelante no actúe de esa manera con los
seres humanos». Y quizá lo hubiera castigado de no ser por los prin-
cipales jefes, sus parientes y allegados, que intercedieron por él ante
el soberano y suplicaron unánimemente clemencia para Sinesio.
3. La mayoría de los cumanos por temor a que el soberano in-
tentase durante la noche alguna maniobra perjudicial contra ellos,
recogieron todo el botín y emprendieron de noche la marcha por el
camino que conduce al Danubio. En cuanto a él, cuando amaneció,
levantó el campo de allí, para huir del mal olor de los cadáveres, y
marchó en dirección a un lugar denominado Bellos Árboles, que
dista dieciocho estadios de Querenos17. En el momento de su par-
tida le dio alcance Meliseno, que no había conseguido presentarse
en el momento de la batalla porque estaba ocupado en enviar aquel
contingente de reclutas al soberano. Tras los naturales saludos y las
17 2,7 km.
322
felicitaciones, pasaron el resto del camino charlando sobre los acon-
tecimientos relacionados con la derrota de los escitas.
4. Cuando a su llegada a Bellos Árboles el soberano se enteró
de la huida de los cumanos, mandó cargar en mulas todo lo que les
correspondía en razón de lo pactado con ellos y se lo envió, orde-
nando a los encargados de llevar a cabo el envío que se apresuraran
a alcanzarlos, si podían, incluso al otro lado del Danubio. En efecto,
siempre le resultaba difícil no ya mentir, sino incluso aparentar la
mentira, máxime cuando solía hacer significativos alegatos a todos
contra la mentira. Esto es lo que pasó con los que huyeron. En cuan-
to a los demás, tras acompañarlo durante el resto de la jornada, fue-
ron obsequiados con generosos presentes. Sin embargo, consideró
preciso no entregar en ese momento los sueldos convenidos, sino
dejar que digirieran con el sueño el vino que habían bebido para que
luego, con el dominio de su conciencia recobrado, pudieran apreciar
su generosidad. Así pues, al día siguiente, hizo llamar a todos y no
solo les dio lo estipulado, sino mucho más. Pero tomó rehenes entre
ellos, ya que quería despedirlos en dirección a sus hogares y temía
que al dispersarse produjeran durante su retorno no pocos daños a
las aldeas que se hallaban en el camino. Como también le pidieron
una escolta para el viaje, les cedió a Yoanaces (hombre muy desta-
cado por valentía y sensatez), a quien responsabilizó del cuidado de
todos y del buen comportamiento de los cumanos hasta que llegasen
a Zigo18.
5. En fin, todas esas gestas que el soberano llevó a cabo fueron
posibles gracias a la divina providencia. Tras concluir definitivamen-
te con los asuntos pendientes, volvió a Bizancio como triunfante
vencedor cuando corría el mes de mayo. Pongamos aquí el punto
final a los acontecimientos relacionados con los escitas, aunque he
dicho pocas cosas de las muchas que sucedieron, como si fuera solo
la punta de mi dedo la que tocase el mar Adriático. Porque respecto
a las brillantes victorias del soberano, las derrotas parciales de sus
enemigos, cada una de sus gestas, los sucesos ocurridos entre unas
y otras, su astucia y su capacidad de resolver mediante toda clase de
18 La cordillera de los montes Balcanes.
323
soluciones los momentos críticos, ni otro Demóstenes o el coro al
completo de los oradores, ni toda la Academia y el Pórtico, si se hu-
bieran reunido en un mismo sitio y hubieran tratado de los hechos
de Alejo con plena justicia, hubieran tenido fuerzas para abarcarlas.
324
contenido de la misiva no fuera falso. Como Juan era un muchacho
y sabía perfectamente que los impulsos de semejantes personas son
ingobernables, temía que organizara alguna revuelta y provocase un
disgusto insoportable a ambos, a su padre y a su tío. Por tanto, con-
sideró preciso apresurarse por cualquier medio a frustrar sus planes.
Pues sobre el afecto hacia él se podría hablar abundantemente.
4. Hizo llamar, por consiguiente, al que era entonces gran hete-
riarca19 Argiro Caratzás, de origen escita, muy prudente y preocupa-
do tanto por su virtud, como por su lealtad, y le entregó dos cartas.
Una era para Juan, que decía así: «Nos hemos enterado de la venida
de los bárbaros a través de los desfiladeros en contra de nosotros y
hemos salido de Constantinopla para reforzar las zonas limítrofes
del imperio de los romanos. Es preciso, en consecuencia, que tú te
presentes para informarnos de tu gestión (pues tememos que Bol-
cano tenga intenciones hostiles hacia nosotros) así como que nos
pongas al corriente sobre la situación en Dalmacia y sobre el mismo
Bolcano respecto a su observancia de los tratados de paz (a diario
me llegan noticias negativas sobre él), para que gracias a una infor-
mación más clara nos preparemos mejor contra sus maquinaciones.
Cuando te hayamos dado las recomendaciones pertinentes, te envia-
remos de nuevo al Ilírico de modo que obtengamos la victoria con
el auxilio de Dios enfrentándonos al enemigo por ambos frentes».
5. Ese era el contenido de la carta destinada a Juan. La dirigida a
los notables de los habitantes de Dirraquio decía lo siguiente: «Ya que
nos hemos vuelto a enterar de que Bolcano está urdiendo un plan
contra nosotros, hemos salido de Bizancio para reforzar los valles
que se extienden entre nuestro país y el de los dálmatas y, al mismo
tiempo, para conocer con exactitud su situación y la de los dálmatas.
Por ello, consideramos preciso llamar a vuestro duque y dilecto so-
brino de Nuestra Majestad y os hemos enviado al que porta nuestra
carta para que lo sustituya en el cargo de duque. Admitidlo también
vosotros y obedecedlo en todo cuanto sea ordenado por él». Después
de entregarle las cartas a Caratzás, le ordenó que cuando llegara,
325
entregase primero su carta a Juan y si accedía de buen grado que lo
enviara desde allí sin problemas y que él se encargara de la defensa
del país hasta que volviera; pero si ofrecía resistencia y no obedecía,
que mandara buscar a los notables de Dirraquio y les leyera la otra
carta para que colaboraran con él en el objetivo de prender a Juan.
326
emperador y marchó a la tienda asignada a él. Pronto entró a la ca-
rrera el portador de la carta que había sido enviada a Juan. Regresaba
de allí con la noticia de su llegada.
3. Por tanto, libre entonces el sebastocrátor de las muchas sospe-
chas y animado por pensamientos más favorables, marchó agitado
a presencia del emperador, repleto de cólera contra los que habían
vertido esas acusaciones sobre su hijo. Nada más verlo el emperador,
reconoció el motivo de su presencia. No obstante, le preguntó cómo
estaba. Él dijo: «Mal por tu causa». Isaac, en efecto, no tenía la más
mínima capacidad de dominar las riendas de su rugiente cólera y se
descontrolaba solo con oír cualquier palabra. Y añadió a estos térmi-
nos alguno más, diciendo: «No estoy enojado tanto contra Vuestra
Majestad, cuanto contra ese» y señaló a Adriano «porque va difun-
diendo falsedades». A estas palabras no replicó aquel tierno y dulce
emperador ni con una sílaba, pues sabía cómo hacer cesar la ardiente
cólera de su hermano. Una vez sentados ambos junto con el cesar
Nicéforo y algunos de sus parientes y allegados, trataron solamente
entre ellos sobre las acusaciones contra Juan. Al ver el sebastocrátor
que Meliseno y su propio hermano Adriano atacaban con cierto di-
simulo a su hijo, sin poder contener otra vez su ira en ebullición y
fijando una penetrante mirada en Adriano, lo amenazó con cortarle
la barba y enseñarle a no intentar apartar al emperador de tales pa-
rientes con sus manifiestas mentiras.
4. En esto llegó Juan, se introdujo enseguida en la tienda impe-
rial y escuchó todo lo que se había dicho en contra de él. No se le
abrió, sin embargo, ninguna investigación y fue dejado en libertad
tras estas palabras del emperador: «Por el respeto que tengo hacia
tu padre y hermano mío, no consiento en oír hablar en contra de
ti. No te preocupes y obra como siempre». Estas palabras fueron
pronunciadas dentro de la tienda imperial ante la única presencia
de los parientes, sin nadie ajeno a la familia. Así pues, cuando los
rumores, o tal vez los intentos de conjura, se remansaron por igual,
hizo llamar a su hermano, es decir, al sebastocrátor Isaac, y a su
hijo Juan y tras una extensa charla, le dijo al sebastocrátor: «Vuelve
tú en buena hora a la capital para comunicar a nuestra madre lo
327
relacionado con nosotros. En cuanto a este,» dijo señalando a Juan
«lo envió de nuevo a Dirraquio para que cumpla eficazmente con
las responsabilidades de su propio gobierno». Después de esta sepa-
ración, al día siguiente el uno emprendió el camino a Bizancio y el
otro fue enviado a Dirraquio.
20 Trebisonda, hoy Trabzon, en la costa norte de Asia Menor, junto al Mar Negro.
21 Caldea era la denominación en la antigüedad de la zona media de Mesopo-
tamia. Realmente, Teodoro Gabras parece haber sido originario de la región de
Trebisonda.
22 Según la legislación sobre el matrimonio que data del año 726, durante el rei-
nado del emperador León III, una pareja puede contraer matrimonio a partir de
los quince años en el varón y de los trece en la hembra.
23 Murió.
328
esposa del sebastocrátor y la que desposó Gabras eran hijas de dos
hermanas. Al hacerse esto público y como según las leyes y los cá-
nones la unión de los niños quedaba entonces vetada, se disolvió
aquel compromiso. Sin embargo, el emperador, sabiendo qué clase
de militar era Gabras y con cuántas actividades podía perturbar el
imperio, no deseaba que su hijo Gregorio volviera junto a él tras
la anulación de aquel compromiso, y lo retenía en la capital por
dos razones. De un lado para utilizarlo como rehén y de otro para
ganarse la lealtad de Gabras y así apartarlo de sus pretensiones en
el caso de que tuviera alguna pérfida aspiración. Quería, en suma,
unir a Gregorio con una de mis hermanas. Por eso retrasaba el
momento de devolver al niño.
3. Cuando Gabras retornó a la ciudad imperial, aunque no te-
nía conocimiento de la trama del soberano, planeaba recuperar en-
cubiertamente a su hijo. Por el momento, mantuvo en secreto su
propósito, a pesar de que el soberano le hacía veladas insinuaciones
y sugerencias sobre sus intenciones. Él, sin embargo, no sé si por no
comprender nada, o por estar descorazonado ante la ruptura, recien-
temente acaecida, de aquella boda, el caso es que pedía que le fuera
devuelto su hijo porque pensaba emprender el regreso. El soberano
se negó a esta petición.
4. Gabras fingió dejarlo de buen grado y confiar a los criterios
del soberano el futuro de su hijo. Cuando, tras despedirse del em-
perador, estaba a punto de partir de Bizancio, el sebastocrátor re-
cibió una visita suya motivada por el cercano parentesco y por la
confianza que se había ganado gracias a esa causa. Lo recibió allí
donde hay una iglesia dedicada al gran mártir Focas, en una villa
muy hermosa situada en la Propóntide. Tras celebrar un estupendo
festín y cuando el sebastocrátor se disponía a regresar a Bizancio,
él pidió que le fuera concedido disfrutar de la compañía de su hijo
durante el día siguiente. El sebastocrátor no puso reparo alguno.
El muchas veces mencionado Gabras, cuando al día siguiente iba a
separarse de su hijo, pidió a sus tutores que lo acompañaran hasta
Sostenio24, donde pensaba acampar. Ellos asintieron y partieron con
24 Al norte de Constantinopla, hoy İstinye.
329
él. A continuación, cuando iba a levantar de nuevo el campo, hizo
la misma petición a los tutores. Esta vez su hijo debía acompañarlo
hasta el faro. Pero ellos se negaron. Entonces él puso sobre la mesa
sus sentimientos de padre y mezclando el argumento de su larga
ausencia con algunos otros, les ablandó el corazón a los tutores y,
convencidos por sus palabras, lo acompañaron. Por fin, cuando lle-
garon al faro demostró sus verdaderas intenciones y tras arrebatar
al niño y embarcarlo en una nave mercante, salieron él y su hijo al
encrespado Ponto.
5. Cuando el emperador se enteró de este hecho, envió contra
él con mayor presteza de la esperada unas veloces naves, ordenán-
doles a los que partían en ellas que entregaran a Gabras una carta
dirigida a él y que procurasen recuperar al niño con su anuencia, a
no ser que quisiera tener al soberano como enemigo. Los emisarios
le dieron alcance pasada la ciudad de Egino, en la ciudad llama-
da por los lugareños Carambis25. Y, efectivamente, le entregaron
la carta del emperador en la que el soberano le revelaba su deseo
de comprometer al niño con una de mis hermanas y, tras deliberar
bastante tiempo con él sobre algunos puntos, lo convencieron de
que devolviera a su hijo.
6. Tras verlo el soberano y sancionar el compromiso por escrito
según las leyes habituales, lo entregó a Miguel el eunuco, uno de
los servidores de la emperatriz, para que fuera su tutor. Luego, de
este modo, mientras residía en el palacio, lo honró con espléndidas
atenciones, le educó el carácter y lo instruyó con una completa for-
mación militar. Pero, tal como es el carácter de los jóvenes, se ha-
llaba a disgusto porque no quería estar subordinado a nadie en ab-
soluto y pensaba que no se le dispensaban los honores apropiados.
Al estar contrariado también con su tutor, planeó escapar junto a
su padre, cuando hubiera sido más honroso que agradeciera el ha-
bérsele dignado con tan grandes atenciones. No se limitó solo a los
pensamientos su decisión, sino que puso manos a la obra. Así pues,
acudió a presencia de algunos hombres a quienes les comunicó sus
1 Hay un debate sobre aquello a lo que se refiere Ana Comnena con las palabras
«τὸν ἅγιον ἦλον». Literalmente, significa «el santo clavo», pero lo que atravesó el
costado de Cristo fue una lanza. Ahora bien, «lanza» en griego es «λόγχη». Hay
quien sugiere que Ana Comnena está aquí empleando «clavo» en sentido metafó-
rico por cuanto es puntiagudo y se clava como una lanza. Había varios clavos de
la lanza de Cristo en las iglesias de Constantinopla, uno de ellos en la iglesia de
la Virgen del Faro. En todo caso, el término «clavo» en griego es inequívoco. Sin
embargo, en XI VI.7 vuelve a aparecer la expresión. Esta vez, las fuentes latinas
hablan expresamente de la Santa Lanza. Como era habitual en las reliquias, apare-
cían varios ejemplares de una misma en diferentes sitios. A pesar de que existía una
Santa Lanza en Constantinopla, los cruzados en el pasaje mencionado del libro XI
encuentran otra en Antioquía. Finalmente, los juramentos hechos sobre reliquias
eran considerados sagrados.
2 El castigo de Gregorio Gabras fue breve. Unos pocos años más tarde, fue des-
posado realmente con María, la hija del emperador, pero el matrimonio fue un
fracaso y se anuló. A partir de ahí, se pierde la pista del personaje.
331
la acrópolis. A Jorge, el hijo de Decano3, lo remitió junto con
una carta a León Nicerites, quien era a la sazón duque del Para-
dunabo4, aparentemente para que defendiera con él la zona del
Danubio, aunque en realidad estaba allí para que Nicerites pudiera
vigilarlo de cerca. Por último, metió en prisión y confinó a Eusta-
cio, el hijo de Camitzes5, y a los demás.
332
LIBRO IX
333
el contrario, empleaba los símbolos propios de los emperadores, lla-
mándose a sí mismo emperador, y durante su estancia en Esmirna,
como si estuviera en un palacio imperial, aparejaba una flota para
volver a saquear las islas, arribar hasta la misma Bizancio e incluso
subir, si le fuera posible, al trono imperial.
3. El soberano, conforme se iba cerciorando a diario de estos
movimientos, llegaba a la conclusión de que no debía desanimar-
se ni desoír aquellos anuncios, sino prepararse durante lo que aún
restaba de primavera y el siguiente invierno, para afrontar ventajo-
samente estos problemas en la próxima primavera y afanarse por
todos los medios en hacer fracasar no solo sus proyectos, decisiones,
expectativas y empresas, sino incluso expulsarlo de la propia Esmir-
na, así como defender de su mano todo cuanto él había poseído
anteriormente. Una vez pasado el invierno, al hacer su aparición la
risueña primavera, mandó llamar de Epidamno a su cuñado Juan
Ducas y lo nombró gran duque de la flota. Lo puso al frente de
un ejército reclutado en tierra firme, le ordenó que marchara en
dirección a Tzacás por tierra y que encargara la jefatura de la flota a
Constantino Dalaseno con la orden de bordear la zona costera para
llegar simultáneamente a Mitilene y así presentar batalla a Tzacás
por ambos frentes, mar y tierra.
4. Tan pronto como Ducas llegó a Mitilene, construyó torres de
madera y partiendo desde allí, como si fuera su base de operaciones,
se enfrentó vigorosamente a los bárbaros. Tzacás, que había enco-
mendado el defensa de Mitilene a su hermano Galabatzes, conscien-
te de que este en la batalla no estaba a la altura de un hombre de tal
valía, llegó allí a toda velocidad, dispuso la formación de combate y
libró batalla con Ducas. La noche dio por terminado el duro enfren-
tamiento que se produjo. Desde ese instante y durante tres meses,
Ducas no dejó de atacar las murallas de Mitilene y de librar con
Tzacás heroicos combates desde la salida del sol hasta la puesta.
5. Pero Ducas nada obtenía más que grandes fatigas, lo que
al soberano, al entrarse, le provocaba enfado y irritación. En una
ocasión, tras preguntar a un soldado procedente de allí, se perca-
tó de que Ducas no conseguía más que complicarse en batallas y
334
combates. Entonces, le preguntó al soldado en qué momento y a
qué hora se libraban las batallas con Tzacás. Cuando él dijo que
sobre el alba, el emperador inquirió a su vez: «¿Y qué combatientes
miran a levante?» El soldado respondió: «Nuestro ejército». Cons-
ciente de la causa entonces, tal como era soberano para dar con lo
que debe hacerse en un tiempo imperceptible, redactó una carta
para Ducas donde le aconsejaba que evitara combatir con Tzacás al
amanecer, a fin de que no luchara contra dos enemigos, los rayos del
sol y el propio Tzacás. Asimismo, le dijo que aprovechara para atacar
al enemigo el momento en que el sol hubiera rebasado el círculo
del mediodía y fuera declinando hacia el ocaso. Tras confiar la carta
al soldado y darle abundantes recomendaciones sobre el particular,
le dijo finalmente en tono sentencioso: «Si atacáis a los enemigos
cuando el sol se esconde, saldréis pronto vencedores».
6. Cuando Ducas tuvo conocimiento de estas instrucciones a
través del soldado y como nunca despreció los consejos del soberano
en ningún asunto, al día siguiente, cuando los bárbaros estuvieron
armados como de costumbre, no compareció ningún enemigo (las
falanges romanas permanecían inmóviles de acuerdo con las reco-
mendaciones del soberano). Desesperados por la ausencia de su ene-
migo aquel día, dejaron las armas y se quedaron en el mismo sitio.
Sin embargo, Ducas no permanecía inmóvil. Cuando el sol llegó a la
mitad del cielo, él y todo su ejército estaban ya en armas. En el mo-
mento del declive solar, dispuso la formación de combate y se lanzó
súbitamente contra los bárbaros en medio de una enorme algarabía.
Sin embargo, tampoco pareció que a Tzacás le cogiera desprevenido
este ataque y tras armarse sin tardanza, hizo frente a las falanges
romanas. Entre el fuerte viento que soplaba y el combate cuerpo
a cuerpo, el polvo se levantaba hasta alcanzar el cielo. De un lado,
por tener el sol brillando de frente y de otro porque el viento impe-
día una cierta visibilidad con la polvareda que levantaba, así como
gracias a un ataque más impetuoso que los anteriores, los enemigos
fueron derrotados y volvieron la espalda.
7. Ante la imposibilidad de soportar el asedio durante más
tiempo y su incapacidad para afrontar continuamente las batallas,
335
Tzacás pidió la paz con una sola condición, que le fuera permitido
navegar sin contratiempos hasta Esmirna. Accedió Ducas y tomó
dos rehenes entre los principales sátrapas. El bárbaro, a su vez,
también pidió a Ducas rehenes con el compromiso de no causar
daño a ningún mitilenio en su partida, ni llevarse a nadie consigo
en la travesía a Esmirna. Ducas se comprometió a procurarle una
navegación sin problemas hasta Esmirna para lo que le cedió a
Alejandro Euforbeno y a Manuel Butumites, hombres aguerridos
y valientes. Con sus palabras de honor mutuamente comprometi-
das, uno tenía la tranquilidad de que Tzacás no haría ningún daño
a los mitilenios durante su partida y el otro que la flota romana no
le provocaría ningún conflicto durante su travesía.
8. Pero como el cangrejo no aprende a andar hacia adelante,
así tampoco Tzacás abandonó su habitual perversidad. En efecto,
intentó llevarse consigo a todos los mitilenios, mujeres y niños
incluidos. Mientras esto sucedía, Constantino Dalaseno, que era
entonces talasocrátor6 y que aún no había arribado, de acuerdo
con las órdenes impartidas por Ducas fondeó las naves junto a un
promontorio y, cuando se enteró de las noticias, acudió a presen-
cia de Ducas para pedirle que le permitiera librar combate con
Tzacás. Este se lo negó eventualmente por respeto al juramento
dado. Dalaseno, por su parte, insistía, alegando lo siguiente: «Tú
has jurado, pero yo no estaba presente. Respeta tú la palabra
que diste, porque yo, que no estuve presente y que ni he jurado,
ni conozco el acuerdo al que llegasteis ambos, me aprestaré a
la guerra contra Tzacás». Cuando Tzacás hubo soltado amarras y
emprendía la navegación con su botín rumbo a Esmirna, Dalaseno
le dio alcance antes de lo previsto y tras atacarlo inmediatamente,
emprendió su persecución. También Ducas dio alcance al resto de
la flota de Tzacás, que estaba soltando amarras, y una vez en poder
de las naves, liberó a todos los prisioneros del bárbaro y a los cau-
tivos encadenados en ellas. Dalaseno, a su vez, tras apoderarse de
un buen número de naves corsarias de Tzacás, ordenó matar a sus
tripulantes y remeros.
6 Otra denominación para el almirante de la flota.
336
9. Pronto hubiera sido capturado también Tzacás, si no hubiera
actuado con astucia y, previendo lo que iba a ocurrir, no hubiera
trasbordado a una barca muy ligera y se hubiera puesto a salvo en
ella, pasando inadvertido gracias a tan insospechado recurso. Efecti-
vamente, como suponía lo que podría suceder, había tomado la pre-
caución de dejar a algunos turcos apostados en un cabo de la costa
para que vigilasen hasta que llegase sin peligro a Esmirna o hasta que
apareciera ante ellos en una barca buscando refugio para escapar del
enemigo. Ciertamente, no se equivocó con sus previsiones. Una vez
hubo atracado allí y se hubo unido a los turcos que lo aguardaban, se
encaminó a Esmirna, adonde llegó. Dalaseno retornó vencedor jun-
to al gran duque. Y Ducas, cuando terminó de reforzar las defensas
de Mitilene y Dalaseno se hubo marchado, seleccionó una parte sig-
nificativa de la escuadra romana y la despachó contra las posesiones
de Tzacás (había logrado ocupar, efectivamente, numerosas islas).
Tras adueñarse al primer ataque de Samos y de algunas otras islas,
regresó a la capital.
337
y llegó al cerro de Cirene, donde fijó su campamento. Prefirió re-
trasar por el momento la hora de entrar en combate a causa de su
bisoñez y su ignorancia en materia de estrategia. En efecto, hubiera
debido caer sobre ellos inopinadamente. Sin embargo, dilataba el
momento de la batalla, no con vistas a organizar el enfrentamiento
porque realmente no estuviera listo (contaba con estupendos prepa-
rativos y, si hubiera querido, hubiera podido entrar en combate en-
seguida), sino porque no quería librar batalla y porque se planteaba
la guerra como un juego infantil. Mientras, recurría cobardemente
a embajadores y hacía como que intentaba atraerse al adversario con
palabras aduladoras.
2. Creo que no era sino la inexperiencia sobre las guerras la ra-
zón de su comportamiento, porque, como yo misma oí decir acerca
de él, había tocado por primera vez una lanza y una espada el día an-
terior, y ni siquiera sabía montar a caballo. En el caso de que casual-
mente hubiera montado en uno y luego hubiera querido desmontar,
habría sufrido miedo y vértigo. Tan inexperto era Rapsomates en
cuanto a experiencia militar. Así pues, ya fuera por dicha causa, ya
fuera porque el repentino ataque de las tropas romanas había cons-
ternado su pretendida valentía, el caso es que su mente se hallaba
desconcertada. De ahí que, al haber marchado al combate con una
cierta desesperanza, los acontecimientos no se desenvolvieran a su
favor. Butumites, en efecto, se había ganado a algunos de sus segui-
dores, que tras desertar ingresaron en su ejército. Al día siguiente,
cuando Rapsomates tuvo emplazadas sus falanges, presentó batalla
a Ducas, marchando a paso lento pendiente abajo por el cerro. Tan
pronto como el espacio de tierra entre ambos se estrechó, una parte
de los hombres de Rapsomates, en número de cien, desertó al bando
de Ducas y a rienda suelta, con las puntas de las lanzas vueltas hacia
atrás, avanzaron hacia él.
3. A la vista de estos hechos, Rapsomates volvió enseguida la
espalda y escapó a toda velocidad en dirección a Nemeso10, por si
lograba encontrar una nave con la que abordar Siria y ponerse a
salvo. Pero Manuel Butumites se lanzó en su persecución tras él.
10 Hoy, Limassol, en la costa sur de Chipre.
338
Apurado por este y fracasado su empeño, huyó por otro camino en
dirección a un monte, buscando refugio en un santuario consagra-
do desde antiguo a la Santa Cruz. Butumites (a quien Ducas había
encomendado esta persecución) le dio allí mismo alcance, le dió
su palabra de inmunidad y lo condujo preso al gran duque. Todos
llegaron, entonces, a Leucusia y, una vez puesta la isla entera bajo
su autoridad, reforzaron el lugar y dieron a conocer por carta estos
hechos al soberano.
4. El emperador aprobó el combate de aquellos y reconoció que
se debía reforzar la presencia en Chipre. En consecuencia, eligió
como juez e inspector fiscal11 a Calipario, varón este que, aunque no
de los insignes, daba muchos testimonios de ecuanimidad, insobor-
nabilidad y humildad12. Puesto que la isla carecía de un cargo que la
gobernase, le ofreció su gobierno a Eumacio Filocales y lo nombró
estratopedarca, mientras le cedía naves de guerra y caballería para
que reforzara la situación en Chipre por mar y tierra. Butumites, por
otro lado, cuando hubo capturado a Rapsomates y a los inmortales
que se habían rebelado con él, regresó junto a Ducas y así marcharon
juntos hacia la capital.
339
más ligeros. Tampoco esta vez, cuando se enteró de estas noticias,
se deprimió el soberano ni retrasó su reacción; antes al contrario, se
apresuró a derrotarlo por mar y por tierra. En consecuencia, nom-
bró a Constantino Dalaseno talasocrátor y lo despachó con toda la
escuadra contra Tzacás.
2. Creyó también conveniente instigar al sultán contra Tzacás
mediante cartas que decían lo siguiente: «Sabes, ilustrísimo sultán
Clitziastlán, que la dignidad de sultán te pertenece por herencia pa-
terna. Sin embargo, Tzacás, tu pariente, emplea la vulgar excusa de
que se está armando aparentemente contra el imperio de los roma-
nos y se aplica a sí mismo el título de emperador. Pero bien sabe él,
gracias a su experiencia y a su exacto conocimiento de la realidad,
que nada se le ha perdido en el imperio de los romanos y que es
imposible apoderarse de tan amplios dominios. Toda su perfidia,
pues, la está dirigiendo en contra de ti. Por tanto, es nuestro deber
dejar de tolerar esta actitud y, evidentemente, no desanimarnos, sino
darnos más prisa para que no llegues a verte privado de tu trono. Por
lo que a mí respecta, pienso expulsarlo, con el auxilio de Dios, de las
fronteras del imperio de los romanos. Pero desde mis desvelos por
tu persona te exhorto a que mires también tú por tu imperio y tu
trono y a que te apresures para someter a Tzacás, ya sea por medios
pacíficos o, si no te agradan estos, por medios violentos».
3. Después de que el emperador hubiera adoptado esas medidas,
Tzacás llegó a Abido por tierra con las fuerzas a su mando y la asedió
con helépolis y todo tipo de catapultas, pues no tenía aún a mano
naves corsarias por no estar todavía listas. Por su parte, Dalaseno,
hombre muy aguerrido y resuelto, emprendía con las fuerzas a su
mando el camino hacia Abido. En cuanto al sultán Clitziastlán, al
recibir las noticias del emperador, se puso en movimiento inme-
diatamente y tomó la ruta que conducía hasta Tzacás con todo su
ejército. De semejante índole es el carácter del bárbaro, siempre dis-
puesto a guerras y matanzas.
4. Cuando Tzacás vio que el sultán estaba al llegar y que sus
enemigos lo iban a atacar por tierra y mar sin que él dispusiera aún
ni de uno de los barcos que estaba preparando porque no habían
340
sido terminados, ni de suficientes fuerzas contra la flota romana y
el ejército de su pariente, el sultán Clitziastian, se sintió incapaz de
hacer frente a esta situación. Por el temor que llegó a sentir incluso
ante los habitantes y soldados de Abido, pensó que debía acudir a
presencia del sultán, sin conocer la maquinación preparada contra él
por el soberano. El sultán, cuando lo vio, le mostró un rostro amable
y lo recibió afectuosamente. Luego, ante una mesa dispuesta como
es costumbre y durante la cena en su compañía obligó a Tzacás a
beber vino puro. Cuando se percató de que él estaba repleto de vino,
sacó la espada y la clavó en su costado. Y este quedó muerto allí
mismo. El sultán, por su parte, pidió una paz duradera al soberano
mediante embajadores y, efectivamente, no erró en su objetivo. El
soberano aceptó la petición y, concluidos los trámites habituales, las
provincias costeras quedaron estabilizadas.
341
país) para enfrentarse a Bolcano, librar una violenta batalla con él, si
se lo encontraba y, en el caso de que Dios le concediera la victoria,
reconstruir y devolver su aspecto primitivo a Lipenio y todos los
demás lugares saqueados.
3. Cuando Bolcano se enteró de la llegada del soberano, partió
del lugar donde estaba y llegó a Esfentzanio, una ciudadela que se
halla en la cima del citado Zigo, en el espacio de tierra situado entre
la frontera romana y Dalmacia. Cuando el soberano hubo llegado
a Escopia, Bolcano envió embajadores para pedir la paz, mientras
se eximía de la responsabilidad por los daños causados, poniendo
como único motivo de sus saqueos la actuación de los sátrapas de los
romanos. Y decía: «Por no querer permanecer dentro de sus propias
fronteras y haber realizado diversas incursiones, ellos han atraído no
pocas desgracias a Serbia. En cuanto a mí, en adelante me abstendré
de hacer nada parecido a lo que he hecho y cuando esté de vuelta
en mi tierra, mandaré a Vuestra Majestad rehenes escogidos entre
mis parientes y no traspasaré mis fronteras». El emperador accedió a
estas condiciones y, después de dejar allí a los encargados de erigir las
ciudades que habían sido reducidas a ruinas y recibir a los rehenes,
volvió a la capital.
4. A pesar de las reclamaciones que se le hacían a Bolcano acerca
de los rehenes, él no los entregaba y dejaba pasar un día tras otro.
Cuando aún no había transcurrido un año entero, salió con inten-
ción de volver a devastar los territorios romanos. Por más cartas que
recibiera del soberano en las que le recordaba el tratado y las prome-
sas anteriormente contraídas con él, ni aun así quería cumplir sus
compromisos. En consecuencia, el emperador mandó buscar a Juan,
el hijo del sebastocrátor, su hermano, y lo envió contra él a la cabeza
de suficientes tropas. Él, como bisoño que era y deseoso de entrar
en batalla a causa de su juventud, partió, atravesó el río que pasa por
Lipenio y estableció su campamento frente a Esfentzanio, a los pies
del Zigo. No le pasaron inadvertidos a Bolcano estos movimientos,
342
por lo que volvió a pedir la paz, adjuntando la promesa de ceder los
rehenes prometidos y conservar en adelante íntegra la paz con los
romanos. Pero esto solo eran simples promesas, porque él se estaba
preparando para atacarlo de improviso.
5. Cuando Bolcano se puso en camino contra Juan, un monje,
que se había percatado previamente de lo que estaba tramando, se
lo comunicó a Juan, mientras le aseguraba que el enemigo estaba
al llegar. Pero él lo despidió encolerizado, llamándolo mentiroso
y bribón. La realidad, sin embargo, pronto confirmó sus palabras.
Efectivamente, Bolcano cayó de noche sobre Juan. Muchos soldados
fueron muertos en el interior de sus tiendas y otros muchos se aho-
garon durante su huida a la desbandada, arrastrados por los remoli-
nos del río que va corriente abajo. Los que tenían mayor presencia
de ánimo, buscaron la tienda de Juan y gracias a que combatieron
con resolución sobre el terreno, pudieron preservarla a duras penas.
Así, por tanto, se dispersó la mayor parte del ejército romano. Tras
reagrupar a los suyos, Bolcano ascendió Zigo arriba y se estableció
en Esfentzanio.
6. A la vista del número de enemigos, los hombres de Juan,
como eran pocos y no podían hacer frente a tanta gente, decidieron
cruzar el río en retirada. Tras pasarlo, llegaron a Lipenio, que dista
unos doce estadios15 de ahí. Habida cuenta de la imposibilidad de
ofrecer resistencia por haber perdido la mayoría del ejército, Juan
emprendió camino hacia la capital. A continuación Bolcano, con-
fiado en la idea de que ningún adversario lo detendría, se dedicó a
devastar las ciudades y regiones limítrofes. Dejó en ruinas la región
de Escopia y quemó otras partes. Y no solo no se limitó a esto, sino
que, tras llegar también a Polobos, ocupó Branea16 y devastó toda
esa región. Seguidamente, se retiró en dirección a sus tierras con un
abundante botín.
343
V. Nicéforo Diógenes17 conspira contra el emperador.
344
y ante los hombres». Filocales, salió apesadumbrado, retorciendo sus
manos y llamando loco al soberano.
3. No mucho tiempo después y cuando el emperador dormía
despreocupadamente en unión de la emperatriz, alrededor de la vi-
gilia central de la noche, Diógenes se levantó con una espada bajo la
axila y se detuvo una vez llegado al umbral de su tienda. Durante el
sueño del emperador, la entrada de su tienda no se cerraba ni velaba
fuera la guardia. Así se hallaba el emperador, cuando Nicéforo se vio
impedido de llevar a cabo su plan por una fuerza divina, pues al ver a
la muchacha que ventilaba el ambiente y espantaba a los mosquitos
de la piel de la pareja imperial, el temor se apoderó de sus miembros
instantáneamente, la palidez, como dice el poeta21, le inundó las
mejillas y dejó su crimen pendiente para más adelante.
4. Mientras este hacía continuos intentos por matar sin justifica-
ción al emperador, ninguna de sus pretensiones contra él le pasaban
inadvertidas. Efectivamente, la muchacha se había acercado rápida-
mente al soberano y le había comunicado el hecho. Al día siguiente,
partió y siguió su ruta, fingiendo ignorarlo, aunque organizaba su
vida de modo tal que estuviera protegido y al mismo tiempo no diera
a Nicéforo ningún pretexto razonable. Cuando llegaron a la región
de Serras, ante el interés mostrado por el porfirogéneto Constantino
Ducas, que acompañaba al soberano, para que se detuvieran en sus
propiedades por lo agradables que eran y por estar atravesadas de
frescas y potables aguas, como disponía su residencia (Pentegostis se
llamaba) de suficientes estancias para la acogida del emperador, ce-
dió a sus deseos e hizo allí una parada. Cuando al día siguiente quiso
partir, el porfirogéneto no consintió dejarlo marchar, pidiéndole que
se quedara aún un poco más para reponerse del viaje y limpiarse el
polvo del camino con un baño. Tenía preparado, efectivamente, en
su honor lo preciso para un opíparo banquete. Él volvió a ceder a los
deseos del porfirogéneto.
5. Cuando se enteró Nicéforo Diógenes de que él se había la-
vado y salido del baño, volviendo a su afición por usurpar, probó
si podía asesinarlo con sus propias manos. Tomó, pues, la espada y
21 Il., III 34-35.
345
entró en la cámara del baño como si volviera de una cacería, según
era su costumbre. Al verlo, Taticio, que conocía de tiempo atrás sus
intenciones, le impidió el paso, diciéndole: «¿Por qué entras con una
indumentaria tan poco apropiada a este lugar y con una espada? Es
el momento de bañarse, no de salir en ruta, cazar o combatir». Él
retrocedió habiendo errado en su objetivo. Como sospechaba que
ya había sido descubierto (tremenda acusadora es la conciencia) de-
cidió buscar su salvación en la huida, marchando hasta las tierras de
la emperatriz María en Cristópolis22 o hasta Pernico o Petritzo23 y
desde allí reorganizar sus planes de acuerdo con los acontecimientos
ocurridos. Pues hacía tiempo que era un protegido de la emperatriz
María porque era hermano por parte de madre de su primer esposo,
el emperador Miguel Ducas, si bien eran de distinto padre.
6. El emperador partió de Pentegostis al tercer día. Había dejado
a Constantino allí para que descansara, ya que temía por la delicada
constitución del joven y porque aquella había sido su primera salida
en campaña y no estaba acostumbrado a ellas. Era el hijo único de su
madre y el soberano, que lo quería extraordinariamente como a un
hijo propio y que mostraba por el joven un vivo interés, le concedía
siempre permiso para pasar el tiempo con su madre la emperatriz.
346
como simples particulares, aun cuando eran de linaje imperial. Su
hermano Miguel, tan pronto como había subido al trono, les había
quitado sus borceguíes de color púrpura, despojado de sus coronas
y condenado al exilio en el monasterio de Ciperudes24 junto con su
madre, la emperatriz Eudocia. El emperador los cubrió de honores,
en parte porque los compadecía a causa de los sufrimientos que ha-
bían pasado, en parte porque veía que los jóvenes destacaban del
resto de la gente por su lozanía y vigor físico, con el bozo reciente en
su cara, de elevada estatura y proporcionados como un canon. Por
aquel entonces estaban saliendo de la flor de la infancia y daban cla-
ra muestra, a quienes no cegaba la pasión, de un valor y una nobleza
semejantes a las de los cachorros de león.
2. Es más, los quería como a sus propios hijos porque, de acuer-
do con su carácter, no se quedaba en la superficie de las cosas, ni ce-
rraba los ojos ante la verdad, ni era víctima de pasiones censurables,
sino que sopesaba los hechos en la balanza equilibrada de su con-
ciencia y se daba cuenta de la categoría desde la que habían caído.
¿Qué palabras no diría en favor suyo, qué acciones no emprendería
en su beneficio, qué atenciones no les dispensaría? Y todo ello a
pesar de los continuos dardos con que los acosaba la envidia. Por
más que mucha gente intentara ponerlo a mal con ellos, el soberano
en persona les prestaba toda su asistencia, los miraba siempre con
amabilidad como si estuviera orgulloso de ellos, y les daba continua-
mente los consejos adecuados.
3. Otro quizás los hubiera considerado como sospechosos y se
hubiera empeñado desde el primer momento en alejarlos por toda
clase de medios. Pero este soberano no les prestaba la menor aten-
ción a los cuentos que la gente difundía en contra de los jóvenes,
porque los quería extraordinariamente. Incluso rodeaba a su madre
Eudocia de obsequios y no la privaba de los honores propios de las
emperatrices. Es más, le concedió a Nicéforo el gobierno de Creta
en calidad de propiedad privada.
4. Esta fue la actitud del soberano respecto a los jóvenes. Por su
parte, uno de ellos, León, que era honrado y franco, y que estimaba
24 En el Bósforo. El nombre correcto es Piperudes.
347
la benevolencia que el emperador les brindaba, apreciaba la suerte
que le había tocado y estaba contento con su vida, igual que aquel
que dijo: «Te ha tocado Esparta. Embellécela25». El otro, Nicéforo,
que era irritable y colérico, no cesaba de conjurar en secreto contra
el soberano y de intentar subir al trono, aunque mantenía ocultas
sus intenciones. Cuando comenzó a poner en práctica sus planes,
contactó con algunos abiertamente. La gente reparó en ello y a tra-
vés de ella llegó la conjura a oídos del emperador, quien reaccionó de
una insólita manera. Los mandaba buscar en ocasiones adecuadas y,
sin revelarles lo que había oído, les aconsejaba con nobleza y les ofre-
cía sensatas recomendaciones. Cuanto más evidente se iba haciendo
la conjura, tanto más generosamente se comportaba con ellos en
su deseo de ganárselos con esta actitud. Pero el etíope no puede
volverse blanco26. Nicéforo seguía siendo el mismo e iba haciendo
partícipes de su conspiración a cuantos se acercaba, conquistando a
unos con promesas y a otros con juramentos27.
5. Las bases del ejército no le preocupaban tanto a Nicéforo ya
que todos estaban a favor de él. Prestó entonces mucha atención a
los miembros más importantes del generalato y del sector relevante
inscrito dentro del senado, y se los iba ganando. Era en cuanto al ca-
rácter más incisivo que una espada de doble filo, pero nada constan-
te, salvo en lo que respecta a su deseo de gobernar, donde se mostra-
ba inquebrantable. Sabía adular y ser sociable con la gente. Recubría
su humildad como con una piel de zorro, si bien en algún momento
mostraba el carácter enérgico de un león. Era robusto y se jactaba
de poder enfrentarse a los Gigantes. Tenía la tez trigueña, era ancho
de pecho y más alto que cualquiera de sus coetáneos. Si alguien lo
veía jugar al polo, cabalgar, disparar flechas o blandir la lanza y hacer
una carga, creía contemplar un espectáculo irreal y se quedaba no ya
asombrado, sino estupefacto. Por eso se atraía también el favor de
más gente. Tanto progresaba su empeño, que sedujo hasta a Miguel
348
Taronites, el marido de una de las hermanas del soberano, a quien
este había honrado con el título de panhipersebasto.
349
planes y frustra los propósitos de los pueblos, lo hizo fracasar con
la duda sobre su huida, que posponía hora tras hora. Así son los
designios de Dios. Cuando hubo acampado en las cercanías de Se-
rras, donde también estaba el emperador, volvían a sobrevenirle los
pensamientos de que ya estaba descubierto, así como sus temores
hacia el futuro. El emperador hizo llamar entonces aquella tarde a
su hermano, el gran doméstico Adriano. Era el día en que se celebra
la memoria del gran mártir Teodoro28. Volvió a darle cuenta de las
actividades de Diógenes, que tampoco ignoraba desde hacía tiempo,
es decir, que había ido a buscarlo empuñando una espada, que había
sido expulsado ya en la puerta y que lo que desde tiempo atrás tenía
decidido se empeñaba en realizarlo apresuradamente si era posible.
Por tanto, el emperador mandó al gran doméstico que se le trajera
a Diógenes a su tienda y que se le convenciera con amables palabras
y toda clase de promesas para que revelara sus proyectos. Si además
de no ocultarle nada le detallaba también los nombres de todos sus
cómplices, se comprometía a ofrecerle la inmunidad y el ulterior
olvido de sus delitos.
4. Adriano cumplió la orden lleno de tristeza. Pero no logró
persuadir a Diógenes para que revelara el menor detalle de proyectos
ni con amenazas, promesas o consejos. ¿Qué pasó entonces? El gran
doméstico se lamentaba, apenado por el pensamiento de los males
a los que se precipitaba Diógenes. Y es que Diógenes lo tenía como
cuñado por el matrimonio con la más pequeña de sus hermanas-
tras29. Precisamente por este motivo, no cesaba de suplicarle entre
lágrimas, pero no lo convencía de ninguna manera por más que
insistiera evocando unos sucesos que tuvieron lugar tiempo atrás.
5. Efectivamente, en una ocasión, durante un partido de polo30
que se jugaba en el picadero del gran palacio y en el que intervenía el
28 8 de febrero de 1094.
29 Se trata de Zoe, una de las hijas de Constantino X Ducas y de la emperatriz
Eudocia.
30 Parece ser que el polo es el deporte ecuestre más viejo del mundo. Nace en tor-
no al siglo VI a.C. en Persia, entre las tribus iraníes, como medio de entrenamiento
para el combate de la caballería. Poco a poco, a lo largo de los siglos, se extendió
desde Bizancio hasta China.
350
soberano, un bárbaro de doble origen armenio y turco con una daga
escondida entre sus vestiduras, cuando vio que el soberano se había
apartado de los jugadores y había aflojado las riendas para darle re-
poso a su extenuado caballo, se le aproximó y cayó de rodillas, fin-
giendo hacer una petición. El emperador paró enseguida su caballo
y, tras volverse a él, le preguntó cuál era su petición. El otro, que más
que un pedigüeño era un asesino, metió su mano en sus vestiduras,
agarró la daga e intentó sacarla de su vaina. Pero el arma no seguía
a su mano. Mientras se esforzaba por sacar la daga, una, dos, tres
veces, iba improvisando en sus labios falsas peticiones, hasta que
desesperado se tiró por tierra y quedó en el suelo pidiendo clemen-
cia. El emperador volvió su caballo hacia él y le preguntó por qué
pedía clemencia, a lo que el bárbaro solo mostró la daga envainada
mientras entre golpes de pecho y gritos decía asombrado: «Ahora
me doy cuenta de que Vos sois un auténtico siervo de Dios. Ahora
he comprobado que el gran Dios os protege. Yo tenía lista esta daga
para daros muerte y con ella en mi poder salí de casa y me presenté
aquí con intención de clavarla en vuestras entrañas. Pero a pesar de
haber intentado desenvainarla una, dos y tres veces, no hubo forma
de que obedeciera a los tirones de mi mano».
6. El emperador se mantuvo valiente en la misma postura, como
si no hubiera oído una confesión de tal gravedad. Enseguida corrie-
ron todos hacia él, los unos al oír aquellas palabras, los otros asom-
brados por estos hechos. Los más leales al soberano pretendían des-
pedazar a aquel hombre, si bien él con movimientos de su cabeza, de
sus manos y con una continua reprimenda los disuadía del empeño.
¿Qué ocurrió entonces? Aquel soldado, que era un asesino, no solo
fue absuelto inmediatamente y sin reservas, sino que también reci-
bió abundantísimos presentes y además gozó de libertad. Muchos de
los presentes insistían hasta con impertinencia en que expulsara de
la ciudad a ese asesino, pero el emperador no les prestaba atención
y les decía: «Si el Señor no defiende la ciudad, en vano velan sus de-
fensores31. Por tanto, hemos de pedir a Dios que prolongue nuestra
existencia y que nos proteja».
31 Salmo 126 v. 2.
351
7. Todos murmuraban que aquel hombre había intentado ase-
sinar al soberano a instancias de Diógenes, aunque el soberano en
modo alguno prestara oído a esas palabras y se encolerizara contra
ellos. Tanta paciencia tuvo con él, que incluso cuando la punta de la
daga tocaba su garganta, fingía no saber nada. Así se desarrollaron
estos acontecimientos. En suma, tras recordarle el gran doméstico a
Nicéforo estas tentativas y como no tenía forma de convencerlo, vol-
vió al lado del emperador y le comunicó la obstinación de Diógenes,
así como que Diógenes mantenía una absoluta negativa a confesar,
aunque, como afirmaba, se le hubiera pedido con insistencia que lo
hiciera.
352
participación de la emperatriz María en la rebelión de Diógenes,
si bien ella no admitía bajo ningún concepto el asesinato e incluso
intentaba apartarlo con ahínco no solo del crimen, sino incluso de
su sola idea. Y le fueron enviadas al emperador. Este, al término de
su lectura y ante el descubrimiento de que había más implicados de
los que se sospechaba, todos ellos de elevada extracción, no sabía
qué hacer. En efecto, Diógenes no mostraba el más mínimo interés
en atraerse a la gente sencilla porque la tenía desde hacía tiempo
totalmente fascinada y ganada para su causa; sin embargo, se estaba
empeñando en seducir a los principales cargos del estamento civil
y del militar. Pues bien, el soberano quiso mantener en secreto la
implicación de la emperatriz María. Y, efectivamente, la mantuvo en
secreto fingiendo ignorar su participación en la conjura por la con-
fianza y el trato que venía teniendo con ella incluso desde antes de
recibir el cetro del imperio. Así, difundía por todas parte la versión
de que la conjura de Diógenes le había sido revelada por el empera-
dor Constantino Porfirogéneto, el hijo de María, aunque la realidad
fuera otra. Los demás detalles de la conspiración fueron descubiertos
lentamente a través de los cómplices de Diógenes.
3. Después de que Diógenes fuera descubierto, encadenado y
exilado, los principales cómplices, que aún no habían sido pren-
didos, se dieron cuenta de que ellos mismos se habían convertido
ya en sospechosos, por lo que reflexionaron visiblemente asustados
sobre las medidas que debían adoptar. A su vez, los partidarios del
emperador, al comprobar la enorme agitación de aquellos, parecían
encontrarse en un callejón sin salida ya que veían que la situación
del emperador era crítica. Los apoyos del soberano se circunscribían
a algunos pocos hombres y se cernía sobre su cabeza un grave peli-
gro.
4. Entre tanto, el emperador analizaba el desarrollo de estos
acontecimientos desde el comienzo y pensaba inquieto en todas las
ocasiones en que Diógenes había aceptado voluntariamente asumir
el papel de un asesino y había intentado matarlo, aunque había erra-
do gracias a Dios. El emperador mantenía una lucha interior, cam-
biando continuamente de opinión y de conclusiones porque sabía
353
que los estamentos civil y militar estaban completamente corrom-
pidos por las adulaciones de Diógenes. Como no tenía suficientes
fuerzas para apresar a tanta gente y tampoco deseaba mutilar a un
colectivo tan abundante, envió a Diógenes y a Cecaumeno Cata-
calon32, los principales inspiradores de la conspiración, a Cesaró-
polis33, con la única condena de ser encadenados y vigilados allí,
ya que había decidido no tomar ninguna otra represalia más dura
contra ellos, aunque todos le aconsejaban que los mutilase (le tenía
un extraordinario afecto a Diógenes y mantenía aún sus antiguas
atenciones hacia él). También exilió al marido de su hermana, Mi-
guel Taronites y a (...) y les confiscó sus bienes. En cuanto a los
demás, no decidió nada en concreto, ni siquiera la apertura de un
proceso. Antes prefirió atraérselos a través de la generosidad. Todos
los exiliados llegaron por la tarde a su destino, incluido Diógenes,
que llegó a Cesarópolis. De los demás, ninguno cambió de posición
y todos conservaron sus antiguos puestos.
354
con las expectativas de la gente respecto a Diógenes, difundieron la
noticia de que este había sido cegado a escondidas. Con tal fin hicie-
ron venir a algunos y les encargaron que difundieran en secreto este
hecho a todo el mundo, aunque en absoluto semejante idea nunca
se le hubiera ocurrido al soberano. Sin embargo, este rumor, que en
aquellos instantes carecía de fundamento, acabó por convertirse en
realidad, como expondremos a continuación.
2. Cuando el sol, habiendo sobrepasado el horizonte, salió res-
plandeciente, todos los hombres del emperador que no habían sido
cómplices de Diógenes en su delito y los soldados que desde antiguo
integran la guardia imperial, marcharon en primer lugar hacia la
tienda del emperador, unos con las espadas ceñidas, otros llevando
lanzas, otros con las pesadas hachas de hierro de doble filo sobre sus
hombros, y se situaron todos juntos a una cierta distancia del trono
imperial y como si abrazaran al soberano con una formación semi-
circular, dispuestos todos para el combate, encolerizados y afilando,
si no sus espadas, sí sus corazones. El contingente formado por los
parientes y allegados se aproximó y se situó a ambos lados del trono
imperial. A derecha e izquierda también se iban emplazando más
escuderos. El emperador estaba sentado en el trono con un rostro
terrible y miraba a la concurrencia no ya de forma majestuosa, sino
con el gesto propio de un soldado. No dominaba a los asistentes des-
de una cierta altura, pues su estatura no era elevada; sin embargo, el
trono estaba recubierto de oro y sobresalía por encima de su cabeza.
Tenía contraída su frente, la tensión enrojecía mucho sus mejillas,
y los ojos, fijos y meditabundos, dejaban traslucir un alma ocupada
por infinidad de pensamientos.
3. Todos concurrieron al mismo tiempo, atemorizados y a punto
de exhalar la vida por el intenso miedo que sentían. Unos estaban
atravesados, más profundamente que por un dardo, por sus con-
ciencias, mientras otros temían una falsa sospecha. No se oía una
voz de nadie. Todos tenían la mirada fija en el hombre que estaba
de pie a la entrada de la tienda y aguardaban quietos y aterrados.
Era este un hombre inteligente a la hora de hablar y enérgico a la
hora de actuar. Su nombre era Taticio. En un momento preciso, el
355
emperador le indicó con la mirada que podía dar paso a la gente
que esperaba fuera. Este les dejó franquear la entrada al instante.
Entraron a pesar del miedo que sentían, con la cara desencajada y a
paso lento. Después de encontrar cada uno su posición en las filas,
esperaron lo que sucedería con el temor de haber recorrido el último
tramo de su vida.
4. Pero tampoco el soberano las tenía todas consigo (me refiero
en lo humano; en las demás cosas, aceptaba la voluntad de Dios),
ya que temía, ante la abigarrada muchedumbre de los presentes, que
atentaran contra él de alguna otra grave y nefasta manera. Cuan-
do hubo reforzado su ánimo y se sintió mejor preparado para la
contienda, comenzó su alocución pública (estaban más mudos que
los peces, como si les hubieran cortado la lengua) diciendo: «Sabéis
que Diógenes nunca sufrió ningún daño por mi culpa. Tampoco
le quité yo el trono a su padre, sino otro, ni he hecho nada que lo
perjudicara o lo engañara. Cuando Dios tuvo a bien transferirme el
mando del imperio, no solo respeté el rango que ocupaban, tanto
él, como su hermano León, sino que los amé y los traté como a mis
propios hijos. Aunque en numerosas ocasiones descubrí a Nicéforo
conspirando contra mí, otras tantas veces lo consideré digno de mi
clemencia. Aunque tampoco así corregía su actitud, la soporté y pasé
por alto el gran número de sus ofensas, creyendo que todo el mundo
sentía hostilidad hacia él. A pesar de todo, ninguno de los favores
que obtuvo gracias a mí cambió su innoble proceder. Por el contra-
rio, él decretó mi muerte como muestra de agradecimiento por todo
lo que yo había hecho».
5. A estas palabras clamaron todos que no querrían ver a otro
ostentando los atributos imperiales, aunque no era esa la verdadera
voluntad de la mayoría, sino que tan solo eran unas palabras de
adulación que les permitieran escapar de aquel peligro inminente.
El emperador aprovechó al vuelo la oportunidad y concedió a todo
el mundo un perdón general, puesto que los responsables de la con-
jura habían sido ya condenados al exilio. A estas palabras se elevó
un enorme tumulto como ninguno de los entonces presentes nunca
ha oído hasta nuestros días, según dicen, mientras todos alababan al
356
emperador entre la admiración de unos por la paciencia y bondad
que mostraba y los insultos de otros a los exilados, a los que, con
la forma de actuar habitual en la naturaleza humana, insistían en
condenar a muerte. Pues, el que hoy es cubierto de alabanzas y es
acompañado en cortejo y conducido entre honores, cuando la gente
ve que el dado de su vida ha caído de otra cara, recibe un trato radi-
calmente opuesto sin que nadie se avergüence por ello.
6. El emperador, tras silenciarlos con una seña, les volvió a ha-
blar: «No hay que alborotar, ni malinterpretar la decisión que he
adoptado. He sido yo, como he dicho, quien os ha concedido a
todos el perdón y quien volverá a ser con vosotros el mismo de an-
tes». Y mientras el emperador les concedía el perdón, los que habían
colaborado en aquella conjura enviaron a quienes cegaron a Dióge-
nes sin el consentimiento del soberano. Igual castigo le decretaron
también para Cecaumeno Catacalon, ya que había sido cómplice de
Diógenes en la misma conjura. Era el día de los Grandes Apósto-
les34. Estos son los hechos que se cuentan desde aquel entonces hasta
nuestros días. Dios sabrá si el emperador conoció por sus instigado-
res ese acto y accedió, o si fue él su responsable. Yo, por mi parte, no
tengo modo de saberlo con certeza.
35 Ver libro VII VII.8. Župan era el nombre que recibían los gobernantes de las
regiones de Serbia y Dalmacia.
36 Uroš, primo hermano de Vukan.
37 Dídimo de Alejandría. Vivió durante el siglo IV d.C.
ojos. Todo el mundo se asombra al oír estos hechos, pero yo perso-
nalmente pude ver a este hombre y lo he oído disertar asombrada
sobre tan interesantes temas. Y yo misma, que no soy lega en ta-
les cuestiones, reconocía que este hombre estaba en posesión de un
exacto conocimiento de los teoremas.
3. Aunque se dedicara al estudio de temas intelectuales, no
abandonaba su antiguo rencor contra el soberano; por el contrario,
sus aspiraciones a gobernar estaban enteramente vivas. Lógicamen-
te, cuando comunicó de nuevo a algunos sus secretas intenciones,
uno de ellos fue a presencia del soberano y le informó sobre esta
cuestión. Este hizo venir a Diógenes y lo interrogó acerca de lo que
había tramado y sobre sus cómplices en la conjura. Como él confesó
todo muy pronto, fue perdonado.
359
360
LIBRO X
1 Poco se sabe de Nilo aparte de lo que dice Ana Comnena. Era de Calabria, dis-
cípulo de Juan Italo y se conservan el documento de retractación y un testimonio
de Nicetas de Heraclea casi contemporáneo.
2 Como ya sabemos, se trata de la cultura no cristiana de la antigua Grecia.
361
modo alguno lo que es la hipóstasis, ni podía entender por separado
la hipóstasis y la unión, ni, por otra parte, la unión hipostática en
conjunto. Dado que tampoco había aprendido de los santos cómo
había sido divinizada la parte humana3, opinaba erróneamente,
arrastrado lejos de la verdad, que esta había sido divinizada por na-
turaleza.
3. Tampoco estos hechos eran ignorados por el emperador.
Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, encontró una so-
lución rápida. Hizo llamar a este hombre y le dirigió numerosas
acusaciones por su osadía y su ignorancia. Lo instruía con claridad,
adjuntando abundantes pruebas, sobre la unión hipostática del Ver-
bo humano y divino, le presentaba el modo del intercambio y le
enseñaba cómo la parte humana fue divinizada con la gracia del cie-
lo. Pero él se mantenía firme en su propio error y estaba totalmente
dispuesto a sufrir cualquier vejación, instrumento de tortura, cade-
nas, mutilaciones, todo antes que renunciar a enseñar que la parte
humana fue divinizada por naturaleza.
4. Por aquel entonces había gran número de armenios en la ca-
pital, a cuya desviación religiosa sirvió de acicate el famoso Nilo. Por
ello, solía tratar a los conocidos Ticranes y Arsaces, que eran además
instigados a la herejía por las opiniones de Nilo. ¿Qué ocurrió en-
tonces? Viendo el soberano que la desviación se iba propagando por
las almas de la gente, que la herejía de Nilo y la de los armenios se
iban acercando una a otra, que por doquier difundía sin reparos la
divinización por naturaleza de la parte humana, que los escritos de
los santos padres sobre estas cuestiones estaban siendo desplazados
hasta el punto de llegar a desconocerse la unión hipostática, convocó
3 La expresión «parte humana» traduce mal que bien la palabra griega «próslem-
ma» [πρόσλημμα], cuya versión directa al español sería «adición». Es un vocablo
especializado de la teología que designa la adquisición adicional de la naturaleza
divina y humana a través de la Encarnación del Hijo de Dios. Por otra parte, me-
diante la expresión «unión hipostática» se entiende que en la persona de Jesucristo
había dos naturalezas conjuntas al mismo tiempo, la humana y la divina, ninguna
de las cuales sufre merma por la unión en vida, salvo en el hecho de que la parte
humana desconoce el pecado. Por otro lado, las «hipóstasis» [ὑποστάσεις] son las
tres personas de la Santísima Trinidad, en cada una de las cuales hay una sola esen-
cia «ousía» [οὐσία] o naturaleza «physis» [φύσις]. El Verbo es la segunda hipóstasis.
362
a los notables de la iglesia y organizó la celebración de un sínodo pú-
blico sobre este asunto para detener el imparable avance de este mal.
5. En aquel sínodo estuvieron presentes todo el colegio de obis-
pos y el patriarca Nicolás4. Nilo se situó cara al público junto con
los armenios y sus doctrinas fueron expuestas. Incluso él en persona
desarrolló claramente sus creencias, defendiéndolas con vigor y por
extenso. ¿Qué ocurrió entonces? El sínodo, para apartar las almas
de la gente de sus corruptas enseñanzas, lanzó contra él un anatema
eterno y ratificó con mayor claridad el principio de la unión hipos-
tática en consonancia con las tradiciones de los santos.
6. Después de este, o mejor dicho, al mismo tiempo que este,
también Blaquernites, aunque fuera un clérigo, llegó a convertirse
en un personaje público merced a sus opiniones impías y ajenas a la
iglesia. En efecto, este estaba en tratos con iluminados5 y participaba
en sus desviaciones, engañaba a mucha gente, minaba las princi-
pales casas de la capital y divulgaba los dogmas de su impiedad.
Aunque el soberano lo estuvo llamando durante mucho tiempo e
instruyéndolo en la ortodoxia, no había manera de que se retractara
de sus falsas y particulares creencias. El soberano remitió también
este caso a la iglesia. Sus miembros, tras una intensa investigación,
comprobaron su obstinación y lanzaron sobre él y sus opiniones un
anatema eterno.
4 El sínodo fue presidido por el patriarca Nicolás Gramático y tuvo lugar en 1087.
5 «Enthousiatai» [ἐνθουσιασταί] denomina Ana Comnena a los pertenecientes a
la herejía de Blaquernites. Según sus creencias, no es necesaria intermediación al-
guna para acceder directamente a la comunicación con Dios, sino solo aceptar su
inspiración.
363
del mundo y haber ordenado correctamente los asuntos de la iglesia,
se vio arrastrado nuevamente a otro mar de conflictos y tumultos.
Pues siempre a un problema se añadía otro, a un mar de calamida-
des, como se dice, otro mar y a un río, otro río, de tal modo que no
le permitían al emperador ni tomar aliento ni cerrar los párpados,
como se dice. Se podría afirmar con justicia que nosotros no mos-
tramos más que una pequeña gota del mar Adriático con nuestro
pequeño esbozo, más que descripción, de las hazañas realizadas en
aquella época por el emperador. Se opuso él a todas las olas y tem-
pestades hasta que la nave del imperio, empujada por vientos favora-
bles, ancló en un puerto seguro. ¿Quién, si no la voz de Démostenes,
la impetuosidad de Polemón o todas las Musas homéricas podrían
cantar dignamente sus gestas? Incluso me atrevería a afirmar que ni
siquiera el mismísimo Platón, ni el Pórtico al completo, ni la Aca-
demia, reunidos en un mismo sitio, hubieran podido describir con-
venientemente su espíritu. Cuando aún no habían amainado aque-
llas borrascas ni complejas guerras, ni habían perdido su fuerza las
tempestades, se le levantó otra borrasca en nada menor a las citadas.
2. Efectivamente, un hombre, no de linaje ilustre, sino de baja
extracción y origen cuartelero, aseguraba ser el hijo de Diógenes,
aunque este hubiera muerto hacía tiempo en la época en que Isaac
Comneno, el hermano del emperador, había librado combate con
los turcos en Antioquía. Quien esté interesado en conocer más de-
talladamente cómo ocurrió, podrá hacerlo recurriendo a la obra de
nuestro célebre césar. Pues bien, aunque muchos intentaban silen-
ciarlo, este personaje no cejaba. Había venido de oriente pobre y
vestido con una rústica piel y se dedicaba a brujulear por la ciudad,
entre las casas y los barrios, ayudado por su muy pérfido y astuto ca-
rácter, y haciendo acerca de sí mismo ciertas elevadas apreciaciones.
Decía que era León6, el ilustre hijo del antiguo emperador Diógenes,
que se decía había muerto alcanzado por una flecha en Antioquía.
Así el impostor revivía al muerto y, habiendo usurpado su nombre,
aspiraba abiertamente al trono, para lo que iba seduciendo a los más
364
simples. Este desagradable asunto fue también un nuevo añadido a
las desgracias del emperador, como si Fortuna le hiciera interpretar
un drama con ese pérfido. Del mismo modo que, según creo, los di-
solutos, una vez saciados se hacen servir como postre de lujo ciertas
tartas de miel, así también la Fortuna de los romanos, saciada ya, se
burlaba del emperador con semejantes pseudoemperadores.
3. Sin embargo, el soberano despreciaba por completo lo que se
decía. Pero como este militarote no cesaba de parlotear continua-
mente en calles y cruces sobre dicho asunto, acabaron por llegar es-
tas palabras a oídos de Teodora, hermana del monarca Alejo y viuda
de ese hijo muerto de Diógenes. Ella no soportaba los parloteos y se
irritaba, porque a raíz de la muerte de su marido se había retirado a
la vida monástica, de modo que había asumido muy estrictamente
la vida ascética y se dedicaba solo a Dios. Como, aunque el soberano
le hubiera hecho una segunda y hasta una tercera amonestación a
aquel charlatán, este no se callaba, lo envió a Querson7 con la orden
de que fuera encarcelado. Una vez allí, solía subir de noche a las
almenas y asomándose al borde, trataba asiduamente con los cuma-
nos, que acudían con frecuencia a esa plaza para comerciar y llevarse
lo que necesitaban, y tras el intercambio de promesas, una noche se
ató a unas cuerdas y se deslizó por la muralla.
4. Después de acogerlo, los cumanos partieron hacia su país.
Mientras compartía los campamentos con ellos, hasta al punto los
conquistó que lo nombraron emperador. Ellos, con su deseo de
beber sangre humana, saciarse de carne de hombre y acumular
abundante botín de nuestras tierras, habiendo hallado a este Pa-
troclo como pretexto, decidieron avanzar contra el imperio de los
romanos junto a todo su ejército con la aparente pretensión de
restaurar en el trono de su padre a este hombre. El emperador no
ignoraba esas maniobras, a pesar de que por el momento dejaban
sus planes en suspenso. Por ello, estaba armando lo mejor posible
sus fuerzas y se preparaba para dar batalla a los bárbaros, pues los
desfiladeros, que la lengua vulgar suele denominar «clisura», como
dijimos, los había fortificado anteriormente. Con el transcurso del
7 En Crimea.
365
tiempo, cuando se enteró de que los cumanos habían llegado al Pa-
ristrio junto con el impostor, reunió a los notables del estamento
militar y a sus allegados y parientes para plantearles la convenien-
cia de salir en contra de ellos. Todos, sin embargo, desaconsejaban
este plan.
5. En consecuencia, como él no podía confiar solo en sí mismo
ni deseaba llevar a la práctica sus propios planes, rogó a Dios que
tomara una decisión. Convocó, pues, a todos los miembros de los
estamentos sagrado y militar, y marchó al atardecer hacia la gran
iglesia de Dios, donde ya se encontraba el patriarca Nicolás, que
había ascendido al trono patriarcal durante la séptima indicción, el
año 65928, tras la dimisión de Eustracio Garidas. Después de ha-
ber escrito en dos tabletas la consulta sobre si debía partir y atacar
a los cumanos o no, le ordenó al presidente de la reunión que las
depositara en la mesa del altar. Cuando concluyó el canto de los
himnos, que duró toda la noche, al alba, el que las había colocado
entró, recogió un texto, lo sacó, lo desató delante de todos y lo leyó.
Por consiguiente, habiendo interpretado la señal proveniente de este
hecho como un oráculo divino, el soberano se entregó por completo
a la campaña y reunió al ejército mediante cartas que envió en todas
direcciones.
6. Cuando estuvo bien preparado, emprendió el camino en
contra de los cumanos. Cuando llegó a Anquialo junto con todo
el ejército que había hecho reunir, mandó llamar a su cuñado, el
césar Nicéforo Meliseno, a Jorge Paleólogo y a su sobrino Juan Ta-
ronites y los envió a Beroe para que vigilasen y protegiesen tanto
esta ciudad como las regiones colindantes. Respecto a los demás
jefes, tras dividir sus tropas, puso al mando de estas a Dabateno9,
a Jorge Euforbeno y a Constantino Humbertópulo y les encomen-
dó la defensa de los desfiladeros que había en los alrededores del
Zigo. Desde allí llegó a Cortarea (así se denomina un desfiladero
del Zigo), recorrió todo el Zigo inspeccionando, para corregir las
8 Agosto de 1084.
9 Uno de los fieles de primera hora a Alejo. En aquel momento era topotereta de
Heraclea del Ponto.
366
deficiencias, si todas las instrucciones que había impartido ante-
riormente habían sido cumplidas por los encargados de llevarlas a
cabo, o si estaban a medio terminar o eran insuficientes, de modo
que los cumanos no pudieran cruzar fácilmente a través de es-
tos pasos. Una vez organizado todo, regresó de aquella zona y fijó
el campamento junto al conocido como Lago Sagrado, que está
próximo a Anquialo. De noche, un tal Pudilo, un jefe válaco, llegó
para anunciar el paso de los cumanos por el Danubio. El empera-
dor entonces juzgó preciso reunir al amanecer a la flor y nata de sus
parientes y jefes y decidir lo que debía hacerse. Ante la opinión co-
mún de que era necesario acudir a Anquialo, despachó enseguida
a Cantacuzeno y a Taticio al lugar conocido por Termas en unión
de algunos aliados, el ilkán Escaliario y otros hombres escogidos,
para organizar la vigilancia de aquella zona. Él, por su parte, salió
en dirección a Anquialo.
7. Cuando se hubo enterado del ataque de los cumanos sobre
Adrianópolis, hizo venir en pleno a los notables de esta ciudad. De
ellos envió al llamado Tarcaniotes Catacalon y a Nicéforo Brienio
(el hijo del que antiguamente había montado una conspiración, ha-
bía intentado tomar el poder y había sido cegado) y les encomendó
que organizasen una minuciosa defensa de la plaza y que cuando
llegaran los cumanos, no librasen combate contra ellos de forma
irresoluta, sino que los acosaran con flechas certeras y disparadas a
distancia, así como que mantuvieran cerradas las puertas la mayor
parte del tiempo, prometiéndoles abundantes favores si observaban
las órdenes. Una vez les hubo dado estas órdenes a Brienio y a los
demás, el soberano los despidió hacia Adrianópolis con excelentes
expectativas. A Euforbeno Constantino Catacalon le mandó por
carta que recogiera al llamado Monastrás (un semibárbaro que po-
seía experiencia sobre asuntos militares) y a Miguel Anemas junto
con los soldados a sus órdenes y que, cuando se enterasen de que los
cumanos habían atravesado los desfiladeros, los siguieran por detrás
y los hostigasen con ataques por sorpresa.
367
III. Sitios de Anquialo y de Adrianópolis.
368
3. La plaza de Anquialo presentaba a la sazón el siguiente aspec-
to. A la derecha estaba el mar del Ponto y a la izquierda un lugar
escarpado, de difícil acceso, lleno de viñedos y que no permitía el
paso de la caballería. ¿Qué ocurrió entonces? Los bárbaros, al ver la
resistencia del emperador y habiendo desesperado de sus pretensio-
nes, cambiaron de objetivo y se dirigieron a Adrianópolis, ya que
el impostor los engañaba diciendo: «Cuando Nicéforo Brienio se
entere de que yo estoy a punto de llegar a Adrianópolis, abrirá las
puertas, me recibirá alegremente, me obsequiará con muchas rique-
zas y se portará muy cortésmente conmigo, puesto que si no por
naturaleza, sí al menos por adopción, le tuvo un cariño fraternal a
mi padre. Y cuando nos sea entregada la plaza, continuaremos cami-
no hacia adelante, en dirección a la ciudad imperial». Llamaba «tío»
a Brienio erigiendo una falsedad basada en un fundamento cierto.
En efecto, el antiguo emperador Romano Diógenes sabía que aquel
hombre superaba en inteligencia a todos los de su época, conocía
con toda seguridad que era recto en su proceder y que tanto sus
palabras como sus obras estaban orientadas por la verdad. Por ello,
tuvo a bien adoptarlo como hermano y, como es natural, el acuerdo
se hizo con el mutuo consentimiento. Estos hechos son ciertos y son
así conocidos por todo el mundo, pero el impostor tanto despreció
el pudor, que llegó a llamar tío a Brienio.
4. Estas eran las maquinaciones del impostor. En cuanto a los
cumanos, que por bárbaros poseen como consecuencia natural un
carácter inestable y tornadizo, obedecieron a sus palabras. Una vez
llegados a Adrianópolis, acamparon en las afueras de la ciudad. Des-
pués de cuarenta y ocho días durante los cuales se libraban com-
bates a diario (los jóvenes, ansiosos por combatir y salir cada día,
libraron frecuentes combates con los bárbaros), el impostor requirió
la presencia de Nicéforo Brienio, quien se asomó a una torre y en
cuanto podía discernir por la voz del hombre, decía no reconocer en
él al hijo de Romano Diógenes, su pariente por adopción según una
costumbre que es frecuente, como hemos dicho. Y afirmaba que de
hecho el hijo del emperador había muerto en Antioquía. Tras decir
esto, despidió al falsario cubierto de vergüenza.
369
5. Como los defensores con tan prolongado asedio empezaban
a pasar privaciones, pidieron ayuda al soberano por carta. Este or-
denó inmediatamente a Constantino Euforbeno que destacara un
contingente suficiente entre sus condes y que se introdujera durante
la noche en Adrianópolis junto con ellos por la parte de Calatades.
Catacalon emprendió enseguida el camino hacia Orestíada, creyen-
do con plena confianza que pasaría inadvertido a los cumanos. Pero
sus apreciaciones resultaron erróneas. Cuando los cumanos se per-
cataron de su presencia, muchos de ellos lo atacaron a la carga, lo
hicieron retirarse y lo persiguieron sin descanso. En aquella ocasión
Nicéforo, su hijo, quien sería posteriormente mi cuñado por ser ma-
rido de mi hermana porfirogéneta María, aferrando una larga lanza,
se dio la vuelta y se encontró de frente con el escita que lo perseguía,
al que hirió en el pecho. Enseguida quedó muerto en tierra. Nicé-
foro sabía ciertamente manejar la lanza y protegerse con el escudo
y su aspecto al cabalgar, de poder vérsele, bien hubiera podido no
pertenecer a un romano, sino a un guerrero de Normandía. Era ad-
mirable aquel joven cuando cabalgaba y un auténtico prodigio de
la naturaleza. Con Dios mostraba una enorme devoción y con los
hombres era bondadoso y agradable.
6. Cuando aún no se había llegado a los cuarenta y ocho días,
por orden de Nicéforo Brienio (en quien se concentraba toda la au-
toridad de Adrianópolis) se abrieron las puertas de la ciudad de par
en par y salió un contingente de valientes guerreros para atacar a los
cumanos. Durante este violento combate cayeron muchos romanos
luchando con valor y sin escatimar sus vidas, pero ellos mataron
a muchos más enemigos. Cuando Mariano Maurocatacalon creyó
ver a Togortac (el jefe más importante del ejército de los cumanos)
aferró su larga lanza y cargó directamente contra él a rienda suelta.
Lo hubiera matado al instante de no ser porque los cumanos que
se hallaban a su lado corrieron a socorrerlo. Y estuvieron a punto
de matar a Mariano. El citado Mariano, aunque era joven por sus
años y acababa de entrar en la edad adulta, se acostumbró a salir
fuera de las puertas de Orestíada y a luchar con los cumanos, a los
que solía vencer tras herir o matar a muchos. Era, ciertamente, un
370
soldado muy valeroso que parecía haber heredado de su padre el va-
lor y haber nacido como un hijo valeroso de padres muy valerosos.
Tras escapar de una muerte segura, hirviendo de cólera contra el
falso Diógenes, siguió avanzando. Este se hallaba junto a la orilla del
río, donde Mariano luchaba con los bárbaros. Cuando lo vio vestido
de púrpura y ataviado al modo de los emperadores, así como que sus
hombres se habían dispersado, alzando entonces su fusta, lo golpeó
en la cabeza mientras lo llamaba sin contenerse falso emperador.
10 Heródoto, III 154-8. Zópiro para ganarse la confianza de los babilonios, que
resistían al asedio de los persas, se cortó la nariz y las orejas, se hizo pasar por deser-
tor y consiguió entregar la plaza a su rey. Según Heródoto, Ciro debe ser sustituido
por Darío I (521-485).
371
vejaciones por parte del soberano Alejo, he llegado a vuestra pre-
sencia confiando en la antigua intimidad de mi padre con Vuestra
Majestad y para cooperar con Vos en vuestros planes». Se servía de
tan aduladores términos para atraérselo aún más. Para dar mayores
detalles sobre la actuación de este hombre, añadiré que había recibi-
do un salvoconducto del soberano Alejo, así como una carta donde
se indicaba lo que sigue al encargado de defender una plaza llamada
Putza: «Obedece todo lo que el portador de esta te encomiende y
hazlo al instante». Pues el emperador había previsto certeramente
que los cumanos llegarían allí una vez partieran de Adrianópolis.
Cuando estuvieron ultimadas todas estas medidas, Alacaseo, como
hemos dicho, fue al encuentro del impostor y mientras ponía como
prueba su pelado a rape, decía: «Por Vos he sufrido terribles ultrajes,
por Vos he sido torturado y encadenado, por Vos he estado encerra-
do en prisión durante bastantes días desde que atacasteis las fron-
teras romanas, porque le parecí sospechoso al soberano a causa de
la amistad que mi padre tuvo con Vos. En suma, he huido sin que
nadie se diera cuenta para venir junto a Vos, mi Señor. Ya libre, so-
meteré a vuestra consideración aquellas opiniones mías que os sean
más convenientes».
3. El impostor lo recibió amablemente y le preguntó lo que de-
bía hacer para cumplir sus planes. Él le dijo: «¿Veis esa fortaleza y
esa extensa llanura capaz de dar forraje a vuestros caballos durante
todo el tiempo que deseéis descansar Vos y todo vuestro ejército? No
hay razón para que vayamos más lejos. Quedémonos ahí un poco
de tiempo a fin de que podáis apoderaros de la plaza y reponeros,
mientras los cumanos salen y suministran las vituallas para empren-
der así el camino de la ciudad imperial. Si es de vuestro agrado, veré
al gobernador de la ciudadela, que es un antiguo conocido mío, y
me encargaré de que os la entregue sin combatir».
4. Este plan satisfizo a Diógenes. Esa noche Alacaseo ató la ci-
tada carta a una flecha y la disparó al interior de la fortaleza. Cuan-
do su comandante la hubo leído, preparó la entrega de la plaza.
A la mañana siguiente, Alacaseo fue el primero en aproximarse a
las puertas y fingir mantener una conversación con el gobernador.
372
Previamente, había acordado con Diógenes que cuando este viera
una señal, avanzara directamente hacia la ciudad. Tras una larga en-
trevista con el gobernador, hizo la señal convenida con el impostor,
quien tan pronto como la vio entró valientemente en la plaza junto a
unos pocos soldados. Los defensores de Putza los recibieron amable-
mente y el gobernador lo invitó al baño. Dada la insistencia también
de Alacaseo en ello, les hizo caso enseguida. Luego los regalaron,
tanto a él como a los cumanos, con un espléndido banquete. Al final
del opíparo festín, todos por igual estaban ebrios de beber el vino
que habían tragado desde odres rebosante por lo que se quedaron
dormidos roncando. Sin perder tiempo Alacaseo y el gobernador
con algunos de sus hombres los rodearon y, tras despojarlos de ca-
ballos y armas, abandonaron allí mismo al impostor roncando y a
los cumanos los mataron y arrojaron directamente a los fosos, que
sirvieron de tumbas improvisadas.
5. Catacalon, que seguía a las tropas cumanas según las instruc-
ciones del emperador, cuando vio que el falso Diógenes se había
introducido en la fortaleza y que los cumanos se habían dispersado
para forrajear, marchó y fijó su campamento en un lugar cercano a
la mencionada ciudad. Como los cumanos estaban diseminados por
todas partes, Alacaseo no se atrevió a informar del resultado de su
misión al soberano y, haciéndose cargo de ese hombre, se puso en
ruta hacia Tzurulo con idea de partir desde esta localidad hacia la
ciudad imperial. Al enterarse de esto, la madre y señora del empera-
dor, que residía en el palacio como regente, envió con toda celeridad
y sin retraso al drungario de la flota, el eunuco Eustatio Ciminiano,
para que tomara consigo a aquel individuo y lo trajera a la capital.
Él marchó en unión de un turco llamado Camires, al que empleó
para cegarlo.
6. El soberano, que aún permanecía en Anquialo, cuando se
hubo enterado de que los cumanos se habían dispersado con inten-
ción de someter a pillaje las regiones colindantes, levantó el campo
de donde estaba y llegó a la Pequeña Nicea. Al tener conocimiento
de que Citzes, uno de los jefes del ejército cumano, había toma-
do consigo a doce mil cumanos y de que tras diseminarlos estaba
373
consiguiendo un abundante botín, al tiempo que había ocupado la
cresta de Taurocomo, descendió en compañía de las tropas que es-
taban a su mando y se estableció junto al borde del río que pasa por
la llanura situada a los pies de dicha cresta y cubierta de chaparros
y brotes de árboles recientes. Así pues, tras emplazar allí sus fuerzas,
destacó una sección numerosa de turcos seleccionados por su habi-
lidad con el arco y los lanzó contra los cumanos para que mediante
ataques y cargas los atrajeran hacia la pendiente. Los cumanos los
atacaron y persiguieron sin contenerse hasta llegar al lugar que ocu-
paba la falange romana, donde contuvieron brevemente los caballos
con idea de organizar la formación y prepararse para cargar contra
la falange romana.
7. Al ver el soberano a un arrogante cumano que se destacaba de
la falange y que, recorriendo la formación, parecía buscar a alguien
que se enfrentara con él y al percatarse de que sus alas derecha e
izquierda estaban inmóviles, no pudo tolerar esta cobardía y en pre-
sencia de todos sus hombres cargó a rienda suelta contra el bárbaro
que pretendía un combate singular y lo hirió primero con su lanza
para seguidamente atravesarle de parte a parte el pecho con su espa-
da y derribarlo del caballo. En ese día se comportó más como un sol-
dado corriente que como un general. Así pues, gracias a su heroico
gesto, que infundió gran ánimo en las tropas romanas y no menos
temor entre los escitas, atacó y quebró, como lo haría una torre, la
cohesión del ejército enemigo. Rota así la unión de las filas bárbaras,
estas emprendieron una incontenible fuga y se dispersaron por do-
quier. En conclusión, siete mil fueron los cumanos que murieron en
aquel enfrentamiento y tres mil los que fueron hechos prisioneros.
8. A pesar de la victoria, el soberano no autorizó a los integrantes
del ejército romano el reparto de todo el botín obtenido, como es
la costumbre, ya que había sido producto del saqueo de las regiones
vecinas, y ordenó que les fuera devuelto a sus habitantes. Esta reso-
lución del emperador recorrió volando todos los contornos, por lo
que, cuando se enteraron de la misma, se presentaron todos los que
habían padecido saqueos y cada uno fue recuperando sus propie-
dades. Estos, golpeándose el pecho y levantando al cielo las manos
374
suplicantes, rogaban a Dios que le concediese la mayor ventura al
soberano. Y pudo oírse cómo las voces unánimes de hombres y mu-
jeres alcanzaban hasta la luna misma.
9. Así se desarrollaron estos acontecimientos. El soberano, por
su parte, satisfecho, hizo descansar a sus fuerzas y retornó de nuevo a
la citada Pequeña Nicea. Tras permanecer allí durante dos días, salió
al tercero y llegó a Adrianópolis, donde estuvo albergado durante
bastantes días en casa de Silvestre. Todos los caudillos de los cuma-
nos se destacaron del resto del ejército y con intención de engañarle,
acudieron a su presencia fingiendo urgentes negociaciones con él
para que, mientras se consumía tiempo con el asunto de la paz, el
ejército cumano ganara más terreno en su avance. Tras permanecer
a su lado durante tres días, la noche del tercer día emprendieron
camino a sus hogares.
10. El soberano, al darse cuenta del engaño de los cumanos,
envió alados mensajeros que revelaron estos hechos a los encar-
gados de defender los pasos de Zigo para que no se relajasen y
estuvieran continuamente alerta con intención de capturarlos. Tan
pronto como él se enteró de que todo el ejército cumano iba cu-
briendo su ruta, reagrupó a los soldados de los que disponía en
esos momentos y llegó a un lugar llamado Escutario, que dista
unos diez y ocho estadios11 de Adrianópolis. Al día siguiente, llegó
a Agatónice. Una vez enterado de que el campamento cumano
ya se encontraba en Abrilebo (un lugar que no se halla lejos de
las mencionadas ciudades), se acercó hasta allí. Cuando vio en la
distancia las innumerables fogatas que habían encendido, medi-
tó sobre la situación e hizo venir mediante mensajeros a Nicolás
Maurocatacalon y a otros jefes escogidos del ejército para deliberar
sobre el plan de combate. En la reunión se consideró preciso hacer
venir a caudillos aliados como Uzás (este lo era de los sármatas),
Caratzás, el escita, y el semibárbaro Monastrás, e igualmente hacer
preparativos para que estos marcharan y prepararan quince o más
hogueras por cada tienda de modo que los cumanos, al ver tan
gran cantidad de hogueras, creyeran que el ejército romano era
11 2,7 kilómetros.
375
Pedro el Ermitaño alienta a los cruzados
Grabado de Gustave Doré
376
todos los que habían luchado valientemente y concederles grandes
recompensas. Cuando hubo cumplido sus propósitos y hubo envia-
do a todos alegres de vuelta a casa, alcanzó el palacio imperial en dos
jornadas.
377
cias a sus indagaciones junto a algunas personas acabó sabiendo que
esa zanja había sido cavada por orden de Anastasio Dícuro14, aunque
esas personas no podían explicar su finalidad. El soberano Alejo, por
su parte, opinaba que aquel emperador había proyectado trasvasar
agua del lago a ese canal artificial. Pues bien, asumiendo tal propósi-
to, el soberano Alejo ordenó cavar el foso a gran profundidad.
3. Temiendo que las aguas no fueran vadeables en el punto de
enlace de las corrientes, erigió una poderosa fortaleza, segura e inex-
pugnable en toda su extensión tanto por el río como por la altura y
grosor de sus murallas. Esta fue la causa de que se la llamara Sidera15.
Aun hoy ese férreo baluarte es una plaza fuerte delante de una plaza
fuerte y una muralla delante de una muralla. El soberano en perso-
na inspeccionaba la construcción de la fortaleza desde la mañana a
la noche y, aunque hacía mucho calor por estar en plena estación
estival, soportaba polvo y ardor. Invirtió gran cantidad de fondos
para que de allí surgiera una muralla poderosa e inexpugnable, re-
compensando generosamente a cada uno de los que acarreaban pie-
dras, ya fueran cincuenta o cien. A partir de ese momento, no solo
los que a la sazón se encontraban en el sitio de las obras, sino todo
soldado o sirviente, lugareño u oriundo de otro país, se movilizaba
para acarrear dichas piedras al ver los generosos salarios y al empe-
rador mismo presidiendo la marcha de los trabajos como si fueran
unos juegos. Gracias a este recurso afluía mucha gente y el acarreo
de aquellas enormes piedras podía hacerse con mayor rapidez. Así
era él, un ser capaz de las más profundas reflexiones y de las más
grandiosas acciones.
4. En suma, los hechos que el soberano protagonizó hasta la
(...) indicción del año (...)16 se habían desarrollado como hemos
descrito. Pero aún no había tenido tiempo de descansar un poco,
378
cuando oyó rumores acerca de la llegada de innumerables ejércitos
francos. Temía su aparición porque conocía su incontenible ímpetu,
su inestable y voluble temperamento y todos los demás rasgos que el
carácter de los celtas posee como propios o agregados. Sabía cómo,
pasmados ante el dinero, aparecen desdiciéndose fácilmente de sus
tratados por cualquier motivo. Siempre había oído esa cantinela y la
había verificado en mucha ocasiones. Pero no se dejó abatir y se pre-
paraba con todo empeño para estar listo en el momento en que fuera
preciso pelear. Ahora bien, la realidad resultó más aterradora incluso
que los rumores que se difundían. Todo el occidente, la raza de los
bárbaros al completo, que habita las tierras comprendidas desde la
otra orilla del Adriático hasta las columnas de Hércules, toda en una
masa compacta, se movilizaba hacia Asia a través de toda Europa y
marchaba haciendo la ruta con todos sus enseres. Aproximadamen-
te, lo motivos de tan enorme muchedumbre fueron las siguientes17.
5. Un celta, de nombre Pedro y de apodo Pedro de la Cogulla18,
tras haber sufrido en su peregrinación hacia el Santo Sepulcro mu-
chas calamidades por culpa de los turcos y sarracenos que devasta-
ban toda el Asia, a duras penas logró regresar a su casa. Pero no so-
portaba haber fracasado en su objetivo y quería volver a emprender
el mismo camino. Como era consciente de que en esta ocasión no
debía ponerse a caminar en solitario hacia el Santo Sepulcro, con-
cibió un astuto plan para que no le sucediese desgracia alguna. Este
consistía en lanzar la siguiente proclama por todos los países latinos:
«Una voz divina me ordena anunciar a todos los condes de Francia
que deben abandonar sin excepción sus hogares y partir para pere-
grinar al Santo Sepulcro, y dedicar todas sus fuerzas y pensamientos
a rescatar Jerusalén del poder de los agarenos».
6. A pesar de todo, tuvo éxito. Como si hubiera grabado un
oráculo divino en el corazón de todos los hombres, consiguió que
los celtas desde lugares distintos fueran cuales fueran, se congregaran
379
con armas, caballos y demás impedimenta de guerra. Tanto ánimo
e ímpetu tenían, que todos los caminos vieron su presencia. Acom-
pañaba a aquellos guerreros celtas una muchedumbre de gente des-
armada que superaba en número a los granos de arena y a las es-
trellas, llevando palmas y cruces en sus hombros. Mujeres y niños
habían partido también de sus respectivos países. Pudo verse enton-
ces cómo, igual que ríos que confluyen de todas partes, avanzaban
masivamente hacia nuestros territorios a través del país de los dacios.
7. Precedió a la llegada de tan numerosos ejércitos una plaga
de langosta que respetaba el trigo, pero devoraba sin compasión los
viñedos. Esto era signo, como los adivinos de entonces profetiza-
ban, de que los ataques de tan gran ejército celta se apartarían de
objetivos cristianos y se dedicarían con celo a combatir contra los
bárbaros ismaelitas, que están esclavizados por la ebriedad, el vino y
Dioniso. Esta raza, en efecto, es seguidora de los cultos de Dioniso
y del dios Amor, está sumida en la práctica de toda clase de pro-
miscuidad, de modo que, si bien su carne está circuncidada, no lo
están sus pasiones y no es más que esclava y mil veces esclava de las
perversiones de Afrodita. Por eso, ellos adoran y veneran a Astarté
y Astarot y estiman muchísimo la imagen de ese astro junto con la
imagen dorada de Cobar19. Precisamente, el trigo era símbolo del
cristianismo en esa profecía porque no embriaga y tiene gran valor
alimenticio. Esta fue, pues, la interpretación dada por los adivinos a
los viñedos y al trigo.
8. Dejemos en este punto las cuestiones relacionadas con la
adivinación. Los hechos relacionados con la llegada de los bárbaros
19 San Juan Damasceno, en su obra Sobre las herejías [Περὶ αἱρέσεων, en latín De
hæresibus] trata en un capítulo el islam como herejía del cristianismo. En sus inicios
nos revela que los árabes antes de la aparición de Mahoma adoraban a Afrodita y a
la estrella de la mañana que ellos denominan «Khabar», término que el autor tra-
duce como «Grande». Ana Comnena añade aquí a Astarté y Astaroth. La primera
era considerada por los griegos como la versión fenicia de su Afrodita. La segunda
figura aparece en la Biblia hebrea y es, en origen, el plural en fenicio de Astarté y
se refiere a las numerosas estatuas de la diosa. Fue recogido el término en la Biblia
griega y latina como una figura aparte. Posteriormente, a mediados del siglo XV
aparece en textos hebreos como el nombre dado a un demonio. El comentario de
la autora, con todo, ilustra la concepción que había en Bizancio sobre los segui-
dores del islam.
380
venían así acompañados y quienes al menos eran perspicaces podían
prever novedades. La venida de tan gran cantidad de gente no se
producía de manera uniforme ni en el mismo instante (¿cómo hu-
biera sido posible que tan numerosa muchedumbre procedente de
diferentes lugares, atravesara en masa el estrecho de Longibardía?).
Hubo una primera travesía, luego una segunda a la que siguió otra
más hasta que, una vez la hubieron hecho todos, emprendieron ca-
mino por tierra firme. Como hemos dicho, a cada uno de sus ejérci-
tos lo precedía una inmensa plaga de langosta. Todos, pues, cuando
pudieron observarla varias veces, llegaron a la conclusión de que
anunciaba la llegada de los batallones francos.
9. Ya en el momento en que algunos empezaban a atravesar
aisladamente el estrecho de Longibardía, el soberano hizo llamar a
determinados jefes de las fuerzas romanas y los envió a la zona de
Dirraquio y de Aulón con orden de recibir amablemente a los que
hiciesen la travesía y darles abundantes provisiones sacadas de todas
las regiones que hay en el camino hacia aquellos lugares. Tenían ór-
denes de no perderlos luego de vista y de emboscarse para alejarlos
con breves escaramuzas, cuando vieran que realizaban incursiones y
correrías para forrajear por las regiones vecinas. Los acompañaban
también algunos intérpretes del idioma latino a fin de evitar los en-
frentamientos que pudieran surgir entre tanto.
10. Para dar más detalles y profundizar en este episodio añadiré
que, cuando se expandió por todo el mundo el rumor de aquella
convocatoria, el primero que vendió sus propiedades y se puso en
camino fue Godofredo20. Este hombre era adinerado y presumía
grandemente de su valor, valentía e ilustre linaje. Y cada uno de los
celtas se afanaba en adelantarse al resto. Fue aquella una muche-
dumbre de hombres y mujeres como nunca nadie recuerda, unos
con la sincera idea de peregrinar al Santo Sepulcro del Señor y con-
templar los sagrados lugares; otros, más pérfidos, como Bohemun-
do y sus seguidores, que albergaban en su seno otras intenciones,
es decir, poder apoderarse de paso también de la ciudad imperial
381
como si hubieran hallado en ella un cierto objetivo. Bohemundo,
en concreto, turbaba las almas de muchos y muy valientes caballeros
a causa del antiguo rencor que le guardaba al soberano. Tras su pro-
clama Pedro se adelantó a todos, atravesó el estrecho de Longibardía
con ochenta mil jinetes y llegó a la capital a través de las tierras de
Hungría. Como puede adivinarse, la raza de los celtas tiene además
un temperamento muy ardiente e inquieto y es incontenible cuando
se lanza a alguna empresa.
382
acompañado en sus correrías a causa de la envidia que corroía a los
que se habían quedado. Tras un enfrentamiento entre ambos grupos,
los osados normandos se separaron de nuevo, llegaron a Jerigordo22
y se apoderaron de ella al primer asalto.
3. Cuando se enteró de lo ocurrido, el sultán envió contra ellos
a Elcanes23 en unión de numerosas fuerzas. Tras llegar a Jerigordo,
la tomó y de los normandos, a unos los hizo víctimas de la espada
y a otros se los llevó prisioneros. Y planeó acciones contra los que
estaban junto a Pedro de la Cogulla. Preparó emboscadas en lugares
apropiados del camino hacia Nicea para caer sobre ellos de improvi-
so y matarlos. Como conocía la codicia de los celtas, mandó buscar
a dos hombres de carácter arrojado y les ordenó que se dirigieran al
ejército de Pedro de la Cogulla, para darle a conocer que los nor-
mandos habían ocupado Nicea y estaban haciendo el reparto de las
riquezas que había en ella.
4. Esta noticia intranquilizó tremendamente a los que acompa-
ñaban a Pedro. Pero tan pronto como oyeron hablar de reparto y
de riquezas, se pusieron desordenadamente en camino hacia Nicea,
olvidando no solo sus conocimientos militares, sino incluso la for-
mación correcta que conviene guardar cuando se parte a la batalla.
Como hemos dicho anteriormente, la raza de los latinos es muy
codiciosa y cuando ha resuelto atacar un país, es inmanejable porque
carecen de raciocinio. En su avance carente de orden y formación,
vinieron a caer en manos de los turcos que estaban emboscados en
el Dracón24 y fueron masacrados miserablemente. Tan grande fue la
muchedumbre de celtas y normandos que cayó víctima de la espada
de los ismaelitas, que cuando se reunieron los despojos existentes
por doquier de los hombres muertos, erigieron no digo ya un enor-
me collado, ni un montículo, ni una colina, sino una especie de
montaña elevada que tenía una longitud y extensión considerables.
Tan voluminoso fue el amontonamiento de huesos. Posteriormente,
22 Al noroeste de Nicea.
23 En este caso, Ana Comnena toma el nombre del cargo Il-khan como nombre
propio. Ver libro VI XIII.1.
24 Al norte del lago de Nicea.
383
algunos bárbaros del linaje de los masacrados, al edificar unas forti-
ficaciones aparentemente semejantes a las de una ciudad, colocaron
los huesos de los que habían caído intercalados como argamasa, ha-
ciendo que la ciudad les sirviera de algo parecido a una tumba. Aún
hoy día sigue en pie esa ciudad, cuyas fortificaciones fueron erigidas
con piedras y huesos mezclados entre sí.
5. En suma, todos habían caído bajo la espada. Solo Pedro en
unión de unos pocos regresó y se introdujo de nuevo en Helenó-
polis. En cuanto a los turcos, le estuvieron tendiendo emboscadas
nuevamente para capturarlo. El soberano, al oír todas estas noti-
cias y confirmarse tan gran matanza, se indignaba al pensar que
Pedro pudiera ser capturado. Mandó buscar enseguida a Constan-
tino Euforbeno Catacalon, de quien ya hemos hablado en muchas
ocasiones, embarcó bastantes fuerzas en naves de guerra y lo envió
por mar en su auxilio. Los turcos, al observar su llegada, se die-
ron a la fuga. Él, sin perder un instante, rescató a Pedro y a sus
acompañantes, que eran contados, y logró ponerlos a salvo junto
al emperador.
6. Durante la entrevista en la que el emperador le recordó la
imprudencia que había demostrado tener desde el primer momen-
to y cómo por hacer caso omiso de sus recomendaciones se había
sumido en tantas calamidades, él, como altivo latino que era, no
reconoció su propia culpabilidad en tan enormes desgracias y se la
achacaba a aquellos que no lo habían obedecido, sino que habían
seguido solo sus particulares deseos, y los calificaba de piratas y
ladrones. Por todo ello, afirmaba que Nuestro Salvador no había
permitido que pudieran peregrinar al Santo Sepulcro.
7. Los latinos que como Bohemundo y sus secuaces ambicio-
naban desde hacía tiempo gobernar el imperio de los romanos y
querían apropiárselo, tal cual hemos dicho, hallaron una excusa
en la proclama de Pedro para reunir tal muchedumbre y engañar a
las personas más puras. Y con el pretexto de que partían contra los
turcos para liberar el Santo Sepulcro vendieron sus tierras.
384
VII. Llegada de Hugo de Francia.
385
notorio, duque, que nuestro señor Hugo está a punto de llegar por-
tando desde Roma el estandarte dorado de San Pedro28. Que sepas
que él es caudillo de todo el ejército franco. Por tanto, disponte a
recibirlo a él y a las fuerzas a su mando de modo digno de su poderío
y prepárate a marchar a su encuentro».
4. Mientras estos utilizaban tales términos con el duque, Hugo
descendió por Roma hasta Longibardía, como hemos dicho, y em-
prendió la travesía desde Bari hacia el Ilírico, durante la cual cayó en
medio de una fortísima tormenta y perdió la mayoría de sus barcos
junto con sus remeros y tripulantes. Solo una barca, donde coin-
cidió que iba él, fue despedida medio destrozada por las olas en
el sector de costa entre Dirraquio y un lugar llamado Pales29. Un
par de hombres que estaban escudriñando el horizonte aguardando
su llegada lo encontraron milagrosamente a salvo. Lo llamaron y le
dijeron: «El duque aguarda tu llegada con vivos deseos de verte». Él
pidió al punto un caballo. Uno de aquellos desmontó de su caballo
y se lo ofreció gustosamente.
5. Cuando el duque lo vio tan inesperadamente a salvo, lo sa-
ludó, le preguntó adónde iba y de dónde venía, se enteró de cómo
le habían sucedido esas calamidades en la travesía, lo alivió con sus
grandes promesas y le brindó a continuación un abundante banque-
te. Tras el festín lo dejó a su aire, si bien no le permitió una completa
libertad. Sin perder tiempo, indicó al soberano las circunstancias
en que aquel había llegado y le dijo que esperaba sus instruccio-
nes. Tan pronto como el soberano se hubo enterado de todo, envió
a Butumites a Epidamno, a la que con frecuencia hemos llamado
Dirraquio, para que lo recogiera y lo condujera a la capital no por
el camino directo, sino desviándose por Filipópolis, pues temía a
la muchedumbre de los celtas y a los ejércitos que venían detrás.
El emperador lo acogió con cortesía y lo cubrió de toda clase de
atenciones. Nada más hacerle entrega de gran cantidad de dinero, lo
convenció para que pasara a ser su vasallo, pronunciando el habitual
juramento de los latinos.
28 Entregado por el papa a quienes iban a combatir contra los enemigos de la fe.
29 Cabo Palli, al norte de Dirraquio.
386
VIII. Travesía del conde de Prebentza30. Excurso sobre la tzan-
gra. Hazañas de Mariano Maurocatacalon.
30 Hay dudas sobre el personaje al que se refiere la autora con ese título. Unos
dicen que se trata de Raimundo de Saint Gilles, conde de Tolosa y marqués de
Provenza, al que Ana Comnena llamará más adelante Isangeles. Otros opinan que
se trata de Ricardo de Principat, hijo de Guillermo de Hauteville, hermano de
Roberto Guiscardo.
31 Río del Epiro, al norte de Aulón.
32 En la antigüedad, la estátera ateniense tenía un peso de 8,72 gr. de oro y la
eginética, 12,62 gr.
33 Al sur de Aulón.
387
trirremes y naves ligeras de toda su flota, partió y se situó en Caba-
lion, frente a Asón34, desde donde había zarpado, dejando allí la ma-
yor parte de la escuadra. Envió al que se llama segundo conde con
su galera, que los marineros denominan «excusato»35, y le ordenó
que encendiera una hoguera cuando viese que los remeros de la nave
pirata soltaban amarras y que esta se adentraba entre las olas del mar.
Tan pronto como partió, se dispuso a cumplir la orden.
4. Nada más observarla, el duque Nicolás dotó de alas a unas
naves, desplegando las velas, y a otras dotó de innumerables patas,
poniendo sus remos en movimiento, y marchó contra el conde que
estaba cruzando el estrecho. No había navegado aún tres estadios36
desde tierra firme, cuando le dio alcance mientras aquel se apresu-
raba a arribar a la costa de Epidamno al frente de mil quinientos
soldados armados y ochenta caballos de raza. Cuando el piloto de la
nave vio al duque, le dijo al conde de Prebentza: «El barco que nos
está dando alcance es de Siria. Corremos el riesgo de caer bajo sus
cuchillos y espadas». En consecuencia, el conde ordenó enseguida
que todos se pusieran las corazas y que luchasen con valentía.
5. Aunque estuvieran a mitad del invierno, en el día de Nicolás,
aquel gran patriarca37, se dio la circunstancia de que el mar estaba
completamente en calma y la luna llena brillaba en una noche más
clara que en primavera. Como el viento había dejado de soplar, la
nave pirata no tenía fuerza que la impulsara y sucedió que se quedó
quieta en medio de las aguas. Al llegar a este punto de la historia,
quisiera que mi lengua celebrara las gestas de Mariano. Enseguida
pidió él al duque de la flota, su padre, los barcos más ligeros, se arro-
jó directamente sobre aquella nave e intentó apoderarse de ella con
un abordaje por proa. Rápidamente acudieron a ese punto los hom-
bres en armas, nada más verle armado para el combate. Mariano
388
exhortaba a los latinos empleando su idioma para que no tuvieran
miedo y no lucharan contra correligionarios. Pero un latino le dis-
paró con su tzangra38 al casco.
6. La tzangra es un arco bárbaro totalmente desconocido para
los griegos. No se tensa tirando con la derecha de la cuerda y sos-
teniendo con la izquierda el arco, antes bien, el que tensa este ins-
trumento bélico de gran potencia, debe, por así decir, tenderse de
espaldas, apoyar ambos pies en los semicírculos del arco y tirar muy
fuertemente de la cuerda a la vez con ambas manos. En su centro
hay un tubo semicilíndrico de un tamaño parecido al de un dardo
de considerable longitud que va desde la cuerda al centro del arco y
por el que se dispara todo tipo de dardos. Los dardos que se colocan
en el tubo son de escasa longitud, pero muy gruesos y están forra-
dos en su punta con pesado hierro. Cuando se dispara, la cuerda se
suelta con enorme fuerza y velocidad y los proyectiles, donde quiera
que caigan, no rebotan hacia atrás, sino que llegan a horadar un
escudo o una gruesa coraza de hierro, que pueden atravesar para
seguir volando por el otro lado. Tan poderoso e imparable es el im-
pulso de semejantes dardos. Ya ha habido ocasiones en que esta clase
de dardos ha atravesado una estatua de bronce y en que, tras venir
a dar en la muralla de una ciudad muy importante, o bien la punta
se incrustó dentro, o bien se ocultó enterrada en el interior de las
murallas. En suma, los resultados de la actuación de la tzangra son
realmente diabólicos. Quien experimenta su golpe muere, el muy
mísero, sin darse cuenta siquiera de la enorme potencia del golpe.
7. La flecha, por tanto, salió desde la tzangra, golpeó la parte
superior del casco y lo atravesó volando sin rozar siquiera superfi-
cialmente un pelo de Mariano, porque la Providencia lo protegió.
Él disparó rápidamente una flecha contra el conde y lo hirió en el
brazo. Esta había horadado el escudo, atravesado la armadura en
forma de escamas y lo había alcanzado en el costado mismo. Un
sacerdote latino, que estaba junto a otros doce compañeros de armas
389
del conde y que se hallaba en popa, al ver estos hechos disparó nu-
merosos dardos contra Mariano. Pero tampoco así cedía Mariano y
mientras combatía, exhortaba a hacer lo mismo los que estaban a su
mando, de modo que en tres ocasiones hubo que relevar a los hom-
bres heridos y agotados que rodeaban al sacerdote latino. En cuanto
al sacerdote, aunque había recibido muchos impactos y estaba em-
papado en su propia sangre, aguantaba a pie firme.
8. No hay coincidencia de opiniones sobre la cuestión de los clé-
rigos entre nosotros y los latinos. A nosotros se nos prescribe por los
cánones, las leyes y el dogma evangélico: «No toques, no murmures,
no ataques, pues estás consagrado39». El bárbaro latino, sin embargo,
lo mismo manejará los objetos divinos que se colocará un escudo
en la izquierda y aferrará en la derecha la lanza, y de igual modo
comulga con el cuerpo y la sangre divinos, que contempla matanzas
y se convierte en un ser sanguinario, como dice el salmo de David40.
Así, esta bárbara especie no son menos sacerdotes que guerreros.
Pues bien, aquel combatiente, mejor que sacerdote, lo mismo se
vestía con la estola sacerdotal que manejaba el remo o se dedicaba a
combatir en batallas navales, luchando con el mar y con los hombres
simultáneamente. En cambio, como acabo de decir, nuestro modo
de vida se remonta a Aarón, a Moisés y a nuestro primer pontífice.
9. Tras haberse prolongado esta violenta batalla desde la tarde
hasta la mitad del día siguiente, los latinos se rindieron en contra de
su voluntad, una vez pedida y obtenida de Mariano la garantía de
inmunidad. Por su parte, aquel aguerridísimo sacerdote no cesaba
de combatir ni siquiera cuando ya se había llegado a la paz. Es más,
cuando su aljaba estuvo vacía de proyectiles, tomó un guijarro de
honda y lo lanzó contra Mariano, que aunque se cubrió la cabeza
con el escudo, lo golpeó en él y, tras partirlo en cuatro partes, rom-
pió el casco. Mariano, aturdido por el impacto de la piedra, perdió
el conocimiento y estuvo tendido en el suelo sin voz durante mucho
tiempo, como el famoso Héctor, que estuvo a punto de agonizar por
efecto de la piedra que le había lanzado Áyax. Una vez logró a duras
39 II Colosenses, 21.
40 Salmos, XXV 9.
390
penas volver en sí y reponerse, disparó sus flechas e infligió tres he-
ridas al que lo había alcanzado con sus proyectiles. Ese polemarca41,
más que sacerdote, que no se cansaba nunca de batallar, como había
arrojado todas las piedras de sus manos y, en una palabra, carecía
tanto de piedras como de dardos, sin saber qué hacer ni con qué de-
fenderse de su adversario, comenzó a agitarse, a enardecerse y enfu-
recerse, dando vueltas como una fiera sobre sí mismo, y utilizaba sin
reservas todo lo que caía en sus manos. Y así, al encontrar una bolsa
llena de pan de cebada, lanzó los panes de la bolsa como si fuesen
piedras de honda, a la manera de una consagración y haciendo de la
guerra una celebración y una ceremonia sagrada. Pues bien, agarró
un pan y con toda la fuerza de su mano lo arrojó contra el rostro de
Mariano y lo golpeó en la mejilla.
10. Estos fueron los hechos relacionados con aquel sacerdote y
con aquella nave y sus tripulantes. En cuanto al conde de Prebent-
za, tras su rendición, la de su nave y la de los hombres a su mando,
siguió voluntariamente a Mariano el resto de la travesía. Cuando
hubieron llegado a tierra y desembarcaban de la nave, aquel sacer-
dote emprendió una y otra vez la búsqueda de Mariano, al que por
no conocer su nombre lo llamaba por el color de sus vestiduras. Una
vez se hubo acercado a él, lo rodeó con sus brazos, mientras se jac-
taba: «Si me hubierais encontrado en tierra firme, muchos habríais
muerto entre mis manos». Sacó y le entregó, entonces, una copa de
plata de ciento treinta estáteras de valor. Y mientras charlaba y hacía
este regalo, expiró.
391
en un terreno que se extendía desde el puente situado cerca del Cos-
midio hasta San Focas. Aunque el emperador lo exhortaba a que
cruzase el estrecho de la Propóntide, el conde retrasaba el paso un
día tras otro, ideando excusa tras excusa. En una palabra, aguardaba
la llegada de Bohemundo y de los demás condes. Efectivamente,
mientras Pedro había aceptado desde el mismo comienzo hacer tan
largo camino con la finalidad de peregrinar al Santo Sepulcro, el
resto de los condes y más que ellos Bohemundo le guardaban un vie-
jo rencor al emperador y buscaban una oportunidad para vengarse
de aquella brillante victoria que había obtenido sobre Bohemundo
durante la batalla librada en Larisa. Como los condes estaban de
acuerdo y soñaban con apoderarse de la capital, acordaron llevar
adelante un mismo plan (esto lo hemos mencionado en repetidas
ocasiones anteriormente) que consistía en seguir aparentemente el
camino que conducía a Jerusalén, cuando en realidad lo que querían
era arrebatarle al soberano el trono y adueñarse de la capital.
2. Pero el emperador, que desde hacía tiempo conocía su perfi-
dia, había ordenado por cartas a las fuerzas aliadas y a sus jefes que
se situasen escalonadamente desde Atira hasta Fileas (lugar de la
costa del Ponto), que estuviesen atentos por si Godofredo enviaba
a alguno de sus hombres a Bohemundo y a los condes que venían
detrás, o viceversa, y que los apartaran de su ruta.
3. Entre tanto tuvo lugar el siguiente suceso. El emperador ha-
bía mandado buscar a algunos de los condes de Godofredo para
aconsejarles que lo convencieran de que prestase juramento a su
persona. Como el tiempo se consumía a causa de la charlatanería
natural y la gran prolijidad de los latinos, acabó por difundirse en-
tre ellos el falso rumor de que los condes habían sido apresados por
el emperador. Como consecuencia, inmediatamente se movilizaron
sus compactas falanges contra Bizancio y arrasaron totalmente los
palacios que se hallaban junto al llamado Lago de Plata, mientras
al mismo tiempo intentaban tomar las murallas de Bizancio sin
helépolis, porque carecían de ellas, y confiando en su propia masa.
Tan poco pudor mostraron tener, que osaron arrojar fuego contra
la puerta que está a los pies del palacio imperial, cerca de la iglesia
392
levantada antiguamente por un emperador en honor del gran pa-
triarca Nicolás42.
4. No solo los bizantinos que integran la masa del populacho y
que son pusilánimes sin remedio e ignorantes del arte de la guerra
al ver las falanges de los latinos se lamentaban, gemían y se daban
golpes de pecho sin saber qué hacer, sino que incluso el conjunto
de los hombres leales al emperador se unía a aquel coro, porque
imaginaban que aquel jueves sobrevendría la toma de la ciudad y
temían sufrir durante aquella jornada el castigo de los acontecimien-
tos pasados. Todos cuantos tenían conocimientos militares acudían
desordenadamente al palacio. El emperador, por su parte, no se ha-
bía armado en modo alguno, ni se había puesto la coraza de escamas
de hierro, ni aferrado escudo ni lanza, ni ceñido la espada; antes al
contrario, estaba sereno, firmemente sentado en el trono imperial,
animando a todos con una mirada sonriente, infundiendo valor en
sus almas y aconsejando sobre las medidas que debían adoptarse a
parientes y jefes del ejército.
5. Y así como primera disposición había ordenado que nadie
hiciera ninguna salida contra los latinos, en parte porque el día en
que estaban era sagrado (era el jueves de la más grande y santa de las
semanas, en el que el Salvador sufrió por todos nosotros una muerte
vergonzosa), en parte también porque aborrecía la idea de matar a
gente de su misma religión. Por tanto, aconsejó a los latinos que
abandonaran su empeño mediante continuos mensajes que decían:
«Respetad a Dios, que hoy ha muerto por todos nosotros sin recha-
zar para nuestra salvación ni la cruz ni los clavos ni la lanza, que son
atributos propios de los criminales. Si tenéis deseos de combatir,
nosotros acudiremos dispuestos para la batalla tras el día en que
resucite Nuestro Salvador43».
6. Los latinos, sin embargo, lejos de obedecer a esta petición,
compactaron más las falanges y lanzaron sin cesar sus flechas hasta
el extremo de que hirieron en el pecho a uno de los que estaban al
lado del soberano. Al ver esto, la mayoría de los que rodeaban al
42 El Palacio Imperial de Blaquernas.
43 Jueves Santo, 2 de abril de 1097.
393
emperador retrocedieron; pero él se quedó quieto en el trono, mien-
tras los alentaba y regañaba con una cierta dulzura. Esta actitud dejó
a todos asombrados. Como observaba que los latinos se iban aproxi-
mando sin ningún pudor a las murallas y que no obedecían a lo que
se creía conveniente, mandó buscar primero a su yerno Nicéforo, mi
césar, y le ordenó que tomara a su cargo a los arqueros más aguerri-
dos y expertos, y los emplazase en lo alto de las murallas con orden
de disparar flechas sin descanso contra los latinos; pero no debían
apuntar a nadie, sino procurar errar en la mayoría de los casos, de
modo que la densidad con que se disparasen las flechas sirviera solo
para atemorizarlos y no matarlos. Como hemos dicho, respetaba el
carácter sagrado de la jornada y no deseaba una matanza fratricida.
7. En segundo lugar, ordenó que algunos soldados escogidos, ar-
mados con arcos la mayoría y aferrando largas lanzas el resto, abrie-
ran la puerta de San Romano y les hicieran una demostración de
fuerza. Cada uno de los lanceros debía ir cubierto por dos peltastas a
cada flanco. Cuando estuviesen así formados, avanzarían a paso len-
to. Previamente, habrían sido enviados contra los celtas unos pocos
y expertos arqueros que dispararían flechas desde lejos y acosarían
incesantemente sus dos flancos. Cuando estos vieran que el terreno
intermedio entre ambos contendientes se acortaba, ordenarían a los
arqueros que iban tras ellos que arrojasen una densa nube de flechas
contra los caballos, no contra los jinetes, para cargar luego a rienda
suelta contra los celtas. Así se conseguiría de un lado detener la fase
más impetuosa del ataque de los celtas y evitar una fácil carga contra
los romanos, que no podrían hacer por tener los caballos heridos, y
de otro lado sobre todo, impedir la muerte de cristianos. Las órdenes
del emperador fueron cumplidas con decisión y las puertas fueron
abiertas. Unas veces cargando a rienda suelta contra el enemigo y
otras reteniendo los caballos, lograron matar a muchos, mientras
que entre ellos hubo pocos heridos aquel día.
8. Dejémoslos aquí a esos. En cuanto al césar, mi señor, como
hemos dicho, tomó a su cargo algunos expertos arqueros, los em-
plazó a lo largo de las torres y estuvo acosando a los bárbaros con
ellos. Todos poseían arcos potentes y certeros, porque era un grupo
394
de jóvenes con una experiencia en manejar el arco que no desme-
recía en nada a la pericia del Teucro homérico44. El arco del césar,
por su parte, era realmente el arco de Apolo. No hacía como los
famosos griegos de los poemas de Homero que, llevando la cuerda
hasta el pecho, ponían el hierro en su sitio para mostrar como ellos
su excelencia en la caza; antes bien, como un Heracles, disparaba
flechas mortales desde arcos inmortales y bastaba que se propusiera
un blanco para acertar en él con solo quererlo45. Y así, en los mo-
mentos en que se presentaba la ocasión de combatir y pelear no
erraba su disparo, fuera cual fuera el blanco que se propusiera, y
donde apuntaba siempre causaba heridas. Tan fuertemente tensaba
el arco y con tanta potencia lanzaba la flecha, y parecía manejar las
habilidades del arco por encima del propio Teucro y de los Ayantes.
Sin embargo, aunque así fuera, por respeto al carácter sagrado del
día y teniendo presente la orden del emperador, cuando veía que los
latinos se iban aproximando audaz e insensatamente a las murallas
cubiertos con escudos y cascos, tensaba el arco, colocaba la flecha en
la cuerda y la disparaba con una trayectoria alta o baja, pero siempre
intentando fallar el tiro.
9. Aunque reprimiera sus impulsos de disparar a los latinos
con propósito de acertar a causa del día en que estaban, la osadía y
desvergüenza de un latino que no solo lanzaba una densa nube de
flechas contra los que estaban en lo alto de las murallas, sino que
incluso, hablando en su propio idioma, parecía proferir numerosas
injurias, empujó al césar a tensar su arco contra él, y de su mano
salió un dardo que lejos de perderse, horadó el largo escudo, la co-
raza de láminas junto con el brazo y fue a clavarse en su costado.
El latino quedó enseguida tendido en tierra sin voz, como dice el
poeta46, mientras que el clamor de los que vitoreaban al césar y de
los que lloraban al caído se elevaba hasta el cielo. En suma, aquel
día se libró un horrible y sangriento combate entre ambos bandos
por la decisión con que luchaban tanto nuestra caballería como los
44 Il., IV 105-111.
45 Il., IV 105-111, 123.
46 Il., XV 537-538; XX 483; Od., V 456-457.
395
Alejo I recibe a Godofredo de Bouillon
396
rándote desde un puesto tan alto a la categoría de esclavo ¿has
venido para darme semejantes consejos, como si se tratase de una
gran hazaña?» Él repuso: «Hubiera sido preferible quedarnos en
nuestros propios territorios y dejar en paz los ajenos; pero, ya que
hemos venido hasta aquí y necesitamos el apoyo del emperador,
hagamos caso a sus palabras. De lo contrario, nada bueno pue-
de ocurrimos». Como Godofredo despidió a Hugo con las manos
vacías y como también se recibió la noticia de que los condes que
venían después ya estaban próximos, el emperador envió a algunos
de sus mejores jefes al frente de sus tropas con orden de aconsejarle
de nuevo y empujarle a cruzar el estrecho. Cuando los vieron, los
latinos se pusieron a guerrear sin esperar un instante y sin pregun-
tar al menos qué querían. Tras un violento combate, perecieron
muchos combatientes de cada bando y fueron heridos todos los
hombres del soberano que habían marchado imprudentemente a
la batalla. Pero como estos habían luchado con mayor arrojo, los
latinos volvieron la espalda.
11. De este modo, al cabo de poco tiempo Godofredo terminó
por aceptar la voluntad del emperador. Acudió, pues, a presencia
del emperador y le prestó el juramento que exigía. Según este,
cuantas ciudades, regiones y fortalezas lograra ocupar que antes
hubieran dependido del poder romano, debería devolverlas al jefe
militar que el emperador destacaría con ese objeto. Y así, tras pres-
tar juramento, haber recogido abundantes riquezas, haber com-
partido con él casa y mesa y haber sido generosamente festejado,
atravesó y acampó en Pelecano47. El emperador, entonces, ordenó
que se les suministrara copiosas provisiones.
397
Patriarca48, y acantonó a sus demás hombres a lo largo de la costa
hasta Sostenio. Al igual que Godofredo también Raúl retrasaba
el momento de cruzar el estrecho esperando la llegada de los que
venían tras él. Pero el emperador, que preveía lo que iba a pasar y
temía la llegada de los otros latinos, agilizaba su traslado por todos
los medios. A través de emisarios hizo llamar a Opo (persona de
nobles sentimientos y no inferior a nadie en experiencia militar) y,
cuando se hubo presentado, lo envió por tierra hacia donde estaba
Raúl en unión de otros valientes guerreros con orden de obligarlo
a efectuar el traslado. Al ver que no había manera de que el conde
obedeciera la orden del emperador y que adoptaba una actitud
insolente respecto al soberano, dando numerosas muestras de su
arrogancia se armó y alineó la formación, posiblemente para asus-
tar al bárbaro y en la creencia de que con esta medida lo persuadi-
ría para que hiciera la travesía a la otra orilla. Pero el conde, alegre
como un león que halla una gran presa, tras alinear la formación
de sus celtas más rápido de lo esperado, libró un violento combate
con Opo.
2 Cuando Pegasio, que había llegado allí con la misión de fa-
cilitarles el traslado por mar, contempló la batalla que estaba te-
niendo lugar en tierra firme y vio que los celtas atacaban con gran
arrojo al ejército romano, desembarcó de las naves y atacó también
él a los celtas por la retaguardia. Muchos cayeron muertos y mu-
chos también heridos. Así, los supervivientes latinos pidieron ser
trasladados. El emperador, que era hombre muy astuto, temiendo
que al juntarse con Godofredo lo pusieran al corriente de lo que
había ocurrido y lo instigasen en contra de él, aceptó gustoso su
sometimiento, los embarcó y a petición propia los envió por mar al
Sepulcro del Salvador. Despachó asimismo algunos embajadores a
los condes que estaban al venir y les expresó sus mejores propósitos
al tiempo que les adelantaba un venturoso futuro. A su llegada,
48 Dedicado a San Miguel. Se llamaba así porque en el monasterio se hallaba la
tumba del patriarca San Ignacio de Constantinopla (847-867). San Ignacio fundó
tres conventos en las islas Príncipe, próximas a Constantinopla y fue nieto del
emperador Nicéforo I (802-811) e hijo de Miguel I (811-813), Su festividad se
celebra el 23 de octubre.
398
ellos cumplieron de buen grado todo lo que se les ordenó.
3. Tales fueron, pues, los hechos protagonizados por el conde
Raúl. Tras él venía una nueva muchedumbre inmensa y heterogénea,
que se había formado con aportaciones de hombres provenientes de
casi todos los países celtas, con caudillos, reyes, duques, condes e
incluso obispos a su frente. Conforme iban llegando, el soberano
les enviaba embajadores, los recibía amablemente y les dirigía pa-
labras de bienvenida haciendo gala de la habilidad que tenía para
prever el futuro y adivinar la actitud más conveniente. Ordenó a los
encargados de esta tarea que suministrasen víveres a quienes se iban
presentando para que ellos no tuvieran oportunidad ni, lógicamen-
te, motivos para cometer ninguna fechoría. Ellos, por su parte, se
apresuraban para llegar pronto a la capital. Podría decirse que eran
numerosos como las estrellas del cielo o los granos de las arenas que
se extienden junto a la orilla del mar. Eran tantos como hojas y flores
brotan en primavera, según palabras de Homero49, y tenían prisa
por llegar a Constantinopla.
4. Aunque no me importaría detallar los nombres de los jefes,
no deseo hacerlo. Mi obra se vería entorpecida por ello, en parte
porque dichos términos bárbaros son impronunciables y no puedo
transmitirlos, en parte porque me disuade de hacerlo la inmensidad
de su número. Además ¿por qué pretender dar las denominaciones
de tan enorme gentío, cuando incluso los que fueron testigos de
aquellos hechos solo mostraron indiferencia? Así pues, una vez en la
capital, sus ejércitos se acantonaron por orden del soberano cerca del
monasterio de Cosmidio50 y abarcaron hasta Hiero51.
5. No eran nueve los heraldos que, según una antigua costumbre
griega, los contenían con sus gritos, sino un gran número de valientes
hoplitas que los seguían, instándoles a que obedecieran las exhorta-
ciones del soberano. El emperador con el deseo de estimularlos para
que jurasen como hiciera Godofredo, los hacía llamar por separado,
399
conversaba con ellos en particular sobre lo que deseaba y a los más
sensatos los usaba como intermediarios ante los más irreductibles.
Pero no obedecían por estar aguardando la llegada de Bohemundo
e inventaban toda clase de peticiones sobre las que añadían, a su
vez, más reclamaciones. Sin embargo, el emperador resolvía sus pro-
blemas fácilmente e insistía en animarlos a jurar como Godofredo.
Incluso mandó llamarlo de Pelecano, en la otra orilla, para que estu-
viera presente en el acto del juramento.
6. Después de que todos los condes comparecieran, incluido
Godofredo, y prestaran juramento, uno de aquellos nobles tuvo la
osadía de sentarse en el trono del emperador. El emperador soportó
esta injuria sin decir una palabra porque hacía tiempo que cono-
cía el temperamento altivo de los latinos. El conde Balduino52 se
le acercó, lo tomó de la mano, lo levantó de allí y le recriminó su
actitud en estos términos: «No deberías haber hecho eso, ya que has
prometido ser vasallo del emperador. No es costumbre de los empe-
radores romanos el compartir su trono con los que les son inferiores
en rango. Los que por su juramento se han convertido en vasallos
de Su Majestad deben observar las costumbres de su país». El otro
no respondió nada a Balduino y fijando su penetrante mirada en el
emperador, se dijo a sí mismo en su propio idioma: «Mirad cómo
un campesino es el único que está sentado, mientras a su lado están
en pie tan magníficos caudillos».
7. El movimiento de los labios del latino no le pasó inadvertido
al emperador y, llamando a un intérprete, le preguntó sobre lo que
había dicho. Cuando hubo oído la frase de aquel, prefirió no dirigir-
se al latino por el momento y reservó para sí sus reflexiones. Cuando
todos se despedían del emperador, hizo venir a aquel soberbio y
desvergonzado latino, y le preguntó quién era, de donde procedía
y a qué linaje pertenecía. Él le respondió: «Soy un franco de pura
raza, de una familia noble. Y una cosa sé, que en un cruce del país
de donde procedo existe un antiguo santuario al que se acerca todo
el que esté dispuesto a enfrentarse en un combate singular y tras
400
plantarse allí como un solitario combatiente, solicita ayuda a Dios
desde las alturas y espera con tranquilidad al adversario que se atreva
a contender con él. En dicho cruce pasé yo mucho tiempo inactivo,
esperando a alguien que luchara conmigo; pero en ninguna parte
había un hombre que se atreviera a ello». Cuando hubo oído estas
palabras, el emperador le dijo: «Si buscando entonces el combate no
lo hallaste, te ha llegado el momento de hartarte con innumerables
combates. Te recomiendo que no te coloques ni en la retaguardia,
ni en la vanguardia de la falang, sino ocupar el medio con los he-
miloquitas53, pues hace mucho tiempo que conozco el método de
combate de los turcos». No solo le daba a él estos consejos, sino
también a todos los demás y les adelantaba todos los problemas que
iban a encontrar en su camino. Asimismo, les recomendaba que no
se obstinaran en perseguir a los turcos hasta el final, cuando Dios les
concediera la victoria contra los bárbaros, para no caer muertos en
medio de sus emboscadas.
401
contacto con los condes que estaban al llegar, no le hicieran cambiar
de opinión. Tras mirarle con una sonrisa en el momento de su entra-
da, el emperador se fue informando de las peripecias del viaje y del
lugar donde había dejado a los condes.
2. Cuando Bohemundo le hubo dado todos los informes de
acuerdo con sus apreciaciones, el emperador le recordó con fineza la
osadía que había mostrado anteriormente en Dirraquio y Larisa, así
como su antigua enemistad. Él le dijo: «Aunque entonces yo era un
enemigo y un adversario ahora he venido como amigo y por propia
iniciativa a presencia de Vuestra Majestad». El emperador mantu-
vo largas conversaciones con él y puso discretamente a prueba sus
intenciones. Cuando reconoció que aceptaba prestar un juramento
fiable, le dijo: «Ahora debes retirarte para descansar de las fatigas de
tu viaje. Mañana conversaremos sobre lo que queramos».
3. Una vez en el Cosmidio, cuyas dependencias le habían sido
acondicionadas para alojamiento, le fue ofrecida una abundante
mesa repleta de toda clase de manjares y alimentos. Los cocineros
llegaron incluso a presentarle la carne cruda de ganado y volatería,
diciéndole: «Nosotros, como ves, hemos preparado los manjares de
acuerdo con nuestro modo de cocinar, pero si no son de tu agrado
aquí los tienes crudos y que sean cocinados como tu deseas». Así
les había ordenado actuar y expresarse el soberano. Había acertado,
efectivamente, con sus conjeturas gracias a su habilidad característica
para prever la actitud del ser humano y a su capacidad para sumer-
girse dentro de su corazón y captar sus reflexiones, y gracias a que
conocía también la animadversión y malevolencia de Bohemundo.
Y así, para que no tuviese ninguna sospecha sobre él, ordenó que se
le presentasen las carnes crudas, con lo que eliminó rápidamente la
sospecha. Sus previsiones fueron acertadas.
4. El hábil Bohemundo no solo evitó degustar las viandas que ya
estaban preparadas, sino que ni tan siquiera las tocó con la punta de
sus dedos. Por el contrario, las rechazó al instante sin revelar a nadie
los secretos pensamientos que recorrían su mente y las distribuyó
por entero a los comensales fingiendo mostrarles su amistad con este
gesto, pero, en realidad, un examen atento de la situación revelaría
402
que les estaba sirviendo una copa mortal. Y tampoco ocultó su per-
versidad, tanto despreciaba a sus subordinados. Al mismo tiempo,
ordenó a sus propios cocineros que preparasen las carnes al modo de
su país. Al día siguiente se dedicó a preguntar a los que habían co-
mido las primeras viandas cómo se encontraban. Ellos dijeron: «Es-
tupendamente», y añadieron que no habían sentido la más pequeña
molestia. Entonces fue cuando les reveló su secreto y les dijo: «Yo te-
nía bien presentes las guerras contra él y aquella célebre batalla. Por
ello, temía que pudiera buscar mi muerte introduciendo un veneno
mortal en la comida». Este fue el comportamiento de Bohemundo.
Por mi parte, puedo afirmar que nunca vi a ningún malvado que no
se diera prisa por obrar lejos de lo correcto en todas sus palabras y
actuaciones, pues cuando se abandona el justo medio, no importa
en dirección a qué extremo se vaya, uno se sitúa lejos de la virtud.
5. Tras hacer venir a Bohemundo, el emperador le pidió que
prestara también el juramento habitual de los latinos. Y Bohemun-
do, que sabía cuáles eran sus recursos, que no era de antepasados
ilustres, ni tenía abundancia de riquezas, lo que motivaba que tam-
poco contara con fuerzas numerosas, sino con los escasísimos celtas
que lo seguían y como, además, era perjuro por naturaleza, cedió
de muy buena gana a los deseos del soberano. A continuación, el
emperador escogió una estancia del palacio imperial y extendió por
el suelo todo tipo de riquezas, (...), vestidos, monedas de oro, de
plata y objetos de menor valor. Tan llena estaba la habitación, que
ni siquiera se podía caminar por la abundancia de los obsequios. Al
encargado de mostrar este despliegue de riquezas a Bohemundo le
ordenó que abriera de par en par las puertas. Él, estupefacto ante la
visión del tesoro, dijo: «Si tantas riquezas hubieran sido mías, hace
tiempo que sería yo señor de muchos países». Y el encargado repuso:
«Todos estos bienes te regala hoy el emperador».
6. Bohemundo aceptó alegremente esos regalos y agradeció el
gesto. Seguidamente, se encaminó para descansar al lugar donde
se hospedaba. Pero cuando le fueron llevadas esas riquezas, cambió
de parecer y el que antes se había asombrado, dijo ahora: «Nunca
hubiera esperado sufrir tal deshonra por parte del emperador. To-
403
mad, pues, estos presentes y devolvedlos al que los ha enviado». El
emperador, que conocía la natural inconstancia de los latinos, repli-
có con el dicho vulgar: «Las malas obras se vuelven contra el que las
ha hecho55». Al oír esas palabras Bohemundo y ver que los encar-
gados de transportarlas venían con celeridad a recogerlas de nuevo,
cambió de actitud y el que antes las había despreciado y se había
molestado, dirigía ahora una amable mirada a los cargadores, como
un pulpo que puede transformarse con toda rapidez. En efecto, este
hombre era por naturaleza pérfido y hábil para adaptarse a las cir-
cunstancias, y tanto superaba en maldad y valor a todos los latinos
que entonces atravesaron el estrecho, cuanto era inferior a ellos en
fuerzas y riquezas, pero incluso así dominaba a todos por su enorme
bellaquería. De igual modo, la inconstancia, como una impronta
natural de los latinos, formaba también parte de él. En conclusión,
el que había rechazado las riquezas, ahora las tomaba alegremente.
7. Él había partido de su país con su malicia por no poseer ni
siquiera un trozo de tierra y con el motivo aparente de peregrinar al
Santo Sepulcro, cuando en realidad se proponía ganarse algún do-
minio y mejor aún si pudiera, apoderarse del propio imperio de los
romanos de acuerdo con las instrucciones de su padre. Y como dice
el proverbio, quien mucho mueve, mucho necesita. El soberano, que
conocía su hostilidad y perfidia, se apresuraba a eliminar hábilmente
todo aquello que pudiera coadyuvar a sus secretas aspiraciones. Por
ello, no obtuvo el título de doméstico de oriente, cuando lo solicitó,
ya que actuaba como un cretense ante otro cretense56. El emperador
temía que si obtenía autoridad y convertía en vasallos gracias a ella a
todos los condes, los condujera con facilidad en adelante por el cami-
no que deseaba. Como no quería que Bohemundo sospechara que ya
había sido totalmente descubierto, entre halagos y buenas promesas
para el futuro, le dijo: «Todavía no es el momento. Pero con tu ener-
gía y lealtad podrá hacerse realidad en no mucho tiempo».
8. En conclusión, tras conversar con los condes y obsequiarlos
405
midad a Nicea podría enterarse de lo que les iba sucediendo a los
celtas y, al tiempo también, de las incursiones de los turcos fuera de
los muros de Nicea y de la situación de sus defensores. Creía que
sería perjudicial no llevar a cabo mientras tanto ninguna acción mi-
litar que le permitiese, si encontraba la oportunidad, apoderarse por
su cuenta de Nicea y no conseguirla de manos de los celtas, como
le habían jurado. Pero mantenía en secreto sus planes y todo lo que
había preparado. Solo él y Butumites, su confidente en este proyec-
to, conocían los motivos de su presencia allí. Envió entonces a este
para que se ganara a los bárbaros del interior de Nicea con promesas
de toda clase de favores y de una completa inmunidad, y en parte
también, con la amenaza de sufrir calamidades sin cuento y de que
caerían bajo las espadas de los celtas si eran capturados por ellos. La
elección de este hombre se debió al conocimiento que desde siempre
tenía sobre la lealtad de Butumites y su energía en lo relacionado
con las misiones de esta índole. En fin, así se desarrollaron estos
acontecimientos desde su inicio.
406
LIBRO XI
1. Asedio de Nicea.
407
Representación de la batalla de Nicea
Grabado de Gustave Doré
408
murallas con las helépolis que tenía aprestadas. Entre tanto, les llegó
un rumor que informaba de la venida del sultán. Cuando los tur-
cos se enteraron de esta nueva y se animaron, expulsaron enseguida
a Butumites. El sultán2, por su parte, destacó una sección de su
ejército y la envió para que inspeccionase la ofensiva de Isangeles,
con orden de que si se topasen con algunos celtas, no rehuyeran
el combate con ellos. Cuando los hombres de Isangeles los vieron
de lejos, se enzarzaron en una batalla. Los otros condes y el propio
Bohemundo, enterados de la incursión de aquellos bárbaros, selec-
cionaron a grupos de doscientos hombres de cada contingente y,
una vez reunido una tropa muy numerosa, lo enviaron sin dilación
en apoyo de Isangeles. Después de ponerlos en fuga, persiguieron a
los bárbaros hasta el anochecer.
4. Mas el sultán en absoluto estaba deprimido por estos acon-
tecimientos, antes bien, cuando iba amaneciendo el día, se armó y
ocupó con todas sus tropas la llanura que se extendía por fuera de
las murallas de Nicea. Los celtas, tras percatarse de su presencia y
armarse fuertemente, se lanzaron contra ellos como leones. Enton-
ces se produjo un duro y sangriento enfrentamiento. Como la bata-
lla se encontraba estabilizada con igual provecho para ambas partes
durante todo el día, al llegar el sol al crepúsculo, los turcos huyeron,
porque la noche reguló el combate. En suma, perecieron muchos de
ambos bandos, hubo no pocos muertos y la mayoría fueron heridos.
5. Los celtas retornaron después de haberse alzado con esta bri-
llante victoria y de haber ensartado en sus lanzas, como estandartes,
las cabezas de muchos enemigos, para que los bárbaros, al ver de
lejos lo sucedido, se asustasen por esta prematura derrota y renun-
ciasen a una obstinada resistencia. De tal índole eran los actos que
habían llevado a cabo y las reflexiones que hicieron los latinos. El
sultán, tras la visión de las infinitas huestes de estos y habida cuenta
de su irrefrenable valor a raíz del propio ataque, cursó a los turcos
del interior de Nicea un mensaje con sus palabras: «Haced en ade-
lante todo aquello que juzguéis mejor». Pues sabía de antemano que
preferían entregar al emperador la ciudad antes que caer cautivos de
2 Qilidj Arslán I, hijo de Solimán. Ver libro VI XII.1, nota 52.
409
los celtas.
6. Isangeles, por su parte, que mantenía su primitivo empeño,
tras construir una torre circular de madera y cubrirla de pieles por
ambos flancos, completar su interior con mimbres entrelazados y
fortificarla en todo su perímetro, la aproximó al costado de la torre
llamada Gonata. Se le había dado este nombre hacía tiempo, cuando
el famoso Manuel, padre del precedente emperador Isaac Comne-
no3, y de su hermano Juan, mi abuelo paterno, fue elegido por el
entonces emperador Basilio4 para el cargo de estratego autocrátor de
todo el oriente, con la orden de dar fin a las hostilidades con Escle-
ro5, ya fuera mediante oposición militar, ya convenciéndolo con su
buen juicio para firmar un tratado de paz. Pero Esclero, que era muy
aguerrido y disfrutaba con la sangre, prefirió siempre la guerra a la
paz, con lo que a diario se producían violentos combates. Como Es-
clero no solo no deseaba la paz, sino que pugnaba valientemente por
apoderarse de Nicea con ayuda de helépolis, sucedió que, después de
haber derruido la muralla, la torre perdió sus apoyos y cayó a peso.
Quedó con el aspecto de estar inclinada sobre una rodilla y por este
hecho recibió semejante apelativo6.
7. Así era conocida la historia de la torre Gonata. Isangeles,
cuando gracias a su enorme pericia tuvo dispuesta la ya citada torre
de madera, que los más expertos en ingenios bélicos denominan
tortuga, introdujo en su interior hombres armados «demoledores de
murallas»7, y otros que sabían minar la torre con sus herramientas,
con objeto de que los unos lucharan contra los defensores de la mu-
ralla y mediante esta maniobra los otros dispusieran de tregua para
410
minar la torre. Estos fueron introduciendo vigas de madera en lugar
de las piedras que sacaban. Cuando desde el interior alcanzaron a
vislumbrar la claridad de tal modo que vieron penetrar por un lu-
gar cierto resplandor, les metieron fuego a las vigas y las quemaron.
Cuando estas estuvieron calcinadas sucedió que la torre Gonata se
vino más abajo de tal manera que no perdió su apelativo. Rodearon
de arietes y tortugas el resto de la muralla y cubrieron con escom-
bros en un abrir y cerrar de ojos el foso que se hallaba en su exterior
hasta llegar a unirse sin solución de continuidad a la llanura que se
extendía por una y otra parte.
411
a estas reflexiones renunció el soberano a sus proyectos. Aceptó que
no debía unirse a los celtas, aunque sí otorgarles tanto apoyo, como
durase su presencia.
3. Como estaba al tanto de la poderosa fortificación de las mu-
rallas de Nicea, sabía que era imposible su conquista por los latinos.
Pero cuando se enteró de que el sultán estaba introduciendo fácil-
mente en Nicea por el lago vecino importantes fuerzas y un comple-
to reaprovisionamiento, intentó la conquista del lago. Por tanto, una
vez dispuestas las barcas apropiadas para la navegación por aquellas
aguas y cargadas en carros, las echó al lago por el sector de Cío tras
embarcar en ellas soldados armados al mando de Manuel Butumites
y tras hacerles entrega de un número de estandartes mayor del ne-
cesario, así como de trompetas y tambores de modo que parecieran
por ello mucho más numerosos.
4. Así fueron tomadas por el soberano las medidas relativas al
sector del lago. Por lo que respecta a tierra firme, mandó buscar a
Taticio y al llamado Tzitas junto a valientes peltastas que ascendían
al número de dos mil, y los destacó a Nicea con órdenes de que en el
desembarco tomaran el castillo de San Jorge, que cargaran en mulas
la gran cantidad de flechas que transportaban y que, tras desmontar
de los caballos a distancia de las murallas de Nicea, marcharan a pie
y fijaran su campamento directamente frente a la torre llamada Go-
nata; que luego, con los escudos en formación cerrada atacaran las
murallas junto a los latinos a una señal convenida. Una vez llegado
Taticio con el ejército a sus órdenes, dio cuenta de ello a los celtas de
acuerdo con los planes del emperador. Todos entonces se vistieron
las armaduras y atacaron las murallas entre alaridos y un enorme
griterío.
5. Los hombres de Taticio disparaban dardos incesantemente
y los celtas por una parte horadaban las murallas y por otra inten-
sificaban el lanzamiento de piedras con sus catapultas. En cuanto
al sector del lago, los bárbaros, aterrorizados con los estandartes y
trompetas imperiales por Butumites, quien en ese mismo instan-
te les transmitía las promesas del emperador, a tal punto fueron
constreñidos que ni siquiera se atrevían a asomarse a las almenas
412
de Nicea. Dado que también habían perdido la esperanza de la
llegada del sultán, consideraron más conveniente entregar la ciu-
dad al soberano y emprender negociaciones acerca de este parti-
cular con Butumites. Este trató en los términos esperados y les
mostró el crisóbulo que previamente le había entregado en mano
el emperador. En consecuencia, permitieron el acceso a Butumi-
tes, después de haber escuchado la lectura del crisóbulo con el
que el emperador les prometía no solo el inmunidad, sino incluso
una generosa donación de riquezas y dignidades a la hermana y
a la mujer del sultán, que, según se decía, era hija de Tzacás y, en
suma, a todos los bárbaros de Nicea dispuestos a confiar en las
promesas del soberano. Este, sin dilación, comunicó por carta
a Taticio la siguiente noticia: «Ya tenemos en nuestras manos la
presa. Hay que disponerse para el asalto y facilitarle esta misma
acción a los celtas, pero no confiarles nada más que el combate en
torno a las murallas, cercarlas como se debe, e intentar el ataque
cuando salga el sol».
6. Esto era una treta para que los celtas creyeran que esa ciudad
había sido tomada en combate por Butumites e ignoraran la ma-
niobra practicada por el soberano para su entrega. El emperador
deseaba que las actividades de Butumites quedaran en secreto para
los celtas. Al día siguiente, se profirió el grito de guerra desde ambos
frentes de la ciudad. De un lado, los celtas se emplearon en el asalto
por tierra con bastante arrojo y de otro, Butumites tras ascender a las
almenas y plantar los cetros y los estandartes en la muralla, aclamó
con trompas y trompetas al soberano. De esta manera entró todo el
ejército romano en Nicea.
7. Butumites conocía el abundante número de los celtas y temía
que ellos por lo inseguro de su carácter y lo irresistible de su ímpetu
se apoderasen de la plaza después de su entrada. Veía también que
los sátrapas de la ciudad se bastaban contra las fuerzas de las que
él disponía y solo con quererlo eran capaces de encadenarlas y de-
gollarlas. Por ello, se hizo cargo al punto de las llaves de la puerta.
En aquel momento existía una sola puerta de entrada y salida, ya
que las demás habían sido cerradas por miedo a los celtas que por
413
allí estaban. Así pues, ya en su poder las llaves de aquella puerta,
consideró preciso reducir a los sátrapas con un ardid para poder
someterlos fácilmente de manera que no tramaran nada contra él.
Mandó buscarlos y les aconsejó que acudieran a presencia del so-
berano si deseaban recibir abundantes riquezas de él, ser dignados
con los mayores honores y que se les dispensaran presentes anuales.
Convenció a los turcos y, abriendo de noche la puerta, los fue despa-
chando por el cercano lago en pequeños grupos a Rodomero y al se-
mibárbaro Monastrás, que permanecían en la fortaleza denominada
de San Jorge, y a quienes les había ordenado que los remitiesen sin
dilación al soberano nada más desembarcar de las naves, y que no
los retuviesen ni un instante para que no conspiraran contra ellos al
unirse con los turcos que eran enviados después de ellos.
8. En efecto, el augurio fue correcto y la conjetura, basada en
la gran experiencia de aquel hombre, incontrovertible. Mientras
estuvieron despachando al soberano con diligencia a quienes iban
viniendo, conservaron la seguridad y ningún peligro les acechó, pero
cuando se relajaron, se cernió sobre ellos el peligro que suponían
los bárbaros retenidos. Efectivamente, cuando se vieron en tan gran
número, planearon llevar a cabo una de estas dos alternativas, o caer
sobre esos durante la noche y matarlos, o conducirlos encadenados
al sultán. Puesto que todos quedaron de acuerdo en esta última pro-
puesta, los atacaron de noche y conduciéndolos encadenados según
la previa decisión, partieron de allí. Luego, una vez llegados al cerro
de Azala, lugar que dista (...) estadios de las murallas de Nicea, allí,
como era de esperar, desmontaron de los caballos y los dejaron des-
cansar.
9. Monastrás era medio bárbaro y conocía el idioma turco, e
incluso Rodomero, que había sido hacía tiempo capturado por los
turcos y había permanecido mucho tiempo con ellos, tampoco era
desconocedor de dicho idioma. Ambos continuamente los agita-
ban con persuasivos términos diciéndoles: «¿Para qué nos preparáis
una copa mortal, si ni siquiera os sacaréis un mínimo provecho
de ello? Mientras todos los demás disfrutan de grandes presentes
distribuidos por el soberano y se les inscribe para que dispongan
414
de rentas anuales, vosotros os priváis de todos esos beneficios. No
os hagáis tales planes respecto a vosotros mismos y no corráis un
riesgo evidente, cuando podéis salvaros sin peligros, retornar a
vuestros hogares repletos de riquezas y, quizás, ser dueños de tie-
rras. Quizás, también, cuando os encontréis con los romanos em-
boscados ahí» dijeron señalando con sus manos los torrentes y los
lugares pantanosos «perezcáis y perdáis inútilmente vuestras vidas,
porque os acechan no solo gran cantidad de celtas y bárbaros, sino
también un innumerable contingente de romanos. Así pues, si nos
obedecéis, dadles la vuelta a las riendas y marchemos unidos junto
al soberano. Y os juramos por Dios que gozaréis de sus infinitos
presentes y luego tendréis paso franco, como personas libres, en la
dirección que deseéis».
10. Los turcos obedecieron sus palabras y tras dar y recibir mu-
tuas garantías de honor, emprendieron el camino al encuentro del
soberano. A su llegada a Pelecano, nada más verlos el emperador,
después de dirigirles a todos una alegre mirada, aunque en su inte-
rior estuviera muy indignado con Rodomero y Monastrás, los des-
pidió en aquel instante para que descansaran. Al día siguiente, todos
los turcos que estuvieron dispuestos a rendirle vasallaje gozaron de
infinitos beneficios. En cuanto a los que aspiraban a volver a sus
propios hogares, también a ellos, una vez hubieron recibido no po-
cos presentes, les fue concedido permiso para cumplir sus deseos.
Posteriormente, les reprochó a Rodomero y a Monastrás su mucha
negligencia, pero al ver que estos, avergonzados, ni siquiera tenían
el valor de mirarlo a la cara, cambió el tono y se apresuró a animar-
los con otros términos. Estos fueron los acontecimientos relativos
a Rodomero y Monastrás. Una vez nombrado entonces Butumites
por el soberano duque de Nicea, los celtas le solicitaron el acceso
para ver y venerar sus sagrados templos. Pero aquel, que, como se
dijo, conocía claramente su temperamento, no permitía la entrada a
todos juntos, sino que la concedía a los celtas abriéndoles las puertas
por grupos de diez.
415
III. El paso por Anatolia.
416
Luego Tancredo, avergonzado por su comportamiento impertinente
con Paleólogo y, obedeciendo por otra parte los consejos de Bohe-
mundo y de los demás, juró también.
3. Una vez todos hubieron jurado ante el emperador, les cedió
a Taticio, que ostentaba entonces el cargo de gran primicerio, junto
con las fuerzas bajo su mando, en parte para que en todo momento
colaborara con su apoyo y les precaviera de los peligros, y en par-
te también para que se hiciera cargo de las ciudades tomadas por
aquellos, si Dios así lo establecía. Por tanto, tras hacer de nuevo la
travesía al día siguiente, todos los celtas emprendieron el camino
que conduce a Antioquía. Luego, como el emperador conjeturara
que no todos irían necesariamente acompañando a los condes en su
ruta, instruyó a Butumites para que cuantos celtas abandonaran su
propio ejército fueran admitidos a sueldo para la defensa de Nicea.
4. Después de que Taticio con el ejército bajo sus órdenes, todos
los condes y las incontables tropas celtas a su mando hubieron alcan-
zado Leucas10 en dos días, confió la vanguardia a Bohemundo por
petición propia, y ellos marchaban detrás en formación y a paso len-
to. Los turcos, a causa del paso más vivo que llevaba, lo vieron por
la llanura de Dorileo11 y creyeron haberse topado con el grueso del
ejército celta. Al momento trabaron combate con él subestimándo-
lo. El engreído latino que había osado sentarse en el trono imperial,
ocupaba la vanguardia de la formación de Bohemundo y olvidando
el consejo del emperador, se adelantó estúpidamente a los demás.
Como consecuencia, murieron entonces cuarenta de sus hombres
y él, herido gravemente, dio la espalda a sus enemigos y se metió a
resguardo en su formación mientras con sus actos, que no con sus
palabras, divulgaba qué sagaz era el emperador.
5. Bohemundo, al ver que los turcos estaban combatiendo de-
cididamente, mandó buscar con un emisario a las fuerzas celtas.
Llegaron raudas y entonces se libró un combate duro y sangriento.
La victoria la obtuvo el ejército romano y celta. Mientras los bata-
llones se alejaban de allí en formación cerrada, se dieron de frente
10 En Bitinia, al este de Nicea.
11 Hoy Eski-şehir, en Frigia.
417
Representación del sitio de Antioquía
Grabado de Gustave Doré
12 Heraclea.
13 El emir Ghâzi-ibn-Danishmend, muerto en 1104. Pertenecía a la dinastía de
los Danishmends. A partir de la batalla de Mantzikert, en 1071, su dinastía con-
troló el norte y el centro de Anatolia. Después de la toma de Nicea, se había recon-
ciliado con el sultán Qilidj Arslán en contra de los cruzados.
418
de su propia fuerza, según dice el poeta14, contra el mismo sultán
Clitziastlán. Este hecho atemorizó a los turcos y les hizo presentar la
espalda a los celtas.
6. Estos, que tenían presentes las recomendaciones del empera-
dor, no los persiguieron mucho rato, antes bien, llegaron al atrinche-
ramiento de los turcos y reposaron allí un poco. Volvieron a alcanzar
a los turcos en Augustópolis y los pusieron en fuga por completo
con su ataque. Aquella fue la ruina del bárbaro. Los supervivientes,
persuadidos de que no serían capaces de oponerse en adelante a los
latinos y de que hallarían la salvación en la fuga, se dispersaron por
doquier siguiendo cada uno distinto camino y dejando abandona-
dos a mujeres y niños.
14 Il., V 299.
15 El valle del Orontes.
16 Su nombre era Firuz, se había convertido al islam y había jurado fidelidad a
Yaghi-Siyán, gobernador turco de Antioquía
419
dispuestas. Pero no solo debes estar tú preparado, sino incluso todo
el ejército debe tener puestas las corazas para que, en cuanto vean los
turcos que habéis subido y que estáis lanzando el grito de guerra, se
den a la fuga asustados».
3. Bohemundo mantuvo en secreto entonces sus planes. Cuan-
do ya estaba ultimado ese plan, llegó alguien afirmando que una in-
mensa muchedumbre de agarenos estaba al llegar conducida contra
ellos por un general de Corosán llamado Curpagán17. Al enterarse
de esta noticia Bohemundo y como no deseaba entregar Antioquía
a Taticio de acuerdo con los juramentos prestados anteriormente
al emperador, sino que la pretendía para sí, urdió un pérfido plan
por el que preparó la partida de aquel en contra de su voluntad.
Acudió a su lado, por tanto, y le dijo: «Deseo revelarte un secreto,
ya que miro por tu seguridad. Un rumor que ha llegado a oídos de
los condes ha turbado sus almas. El emperador ha convencido al
sultán para que envíe contra nosotros a los soldados que acuden des-
de Corosán. Como consideraron fiable esta noticia están tramando
algo contra tu vida. Yo he cumplido mi parte y te he prevenido del
inminente peligro. En adelante, es tu responsabilidad cuidar de tu
propia salvación y la de las tropas a tu mando». Taticio, tomando en
consideración la terrible hambruna (en efecto, una cabeza de buey
se vendía por tres estáteras de oro), renunció entonces a la toma
de Antioquía, partió de allí y, tras embarcar en la escuadra romana
atracada en el puerto de Sudi18, arribó a Chipre.
4. Una vez se hubo retirado este, Bohemundo, con las palabras
del armenio aún secretas y alimentando una halagüeña expectativa
porque se veía dueño de Antioquía, dijo a los condes: «Contemplad
cómo después de tanto tiempo de sufrimientos no solo no consegui-
mos ningún éxito, sino cómo incluso estamos a punto de caer vícti-
mas del hambre a no ser que elaboremos un plan mejor para nuestra
supervivencia». Algunos le preguntaron cuáles eran los planes. Él
420
dijo: «No todas las victorias las concede Dios a los caudillos median-
te las armas, ni siempre se logran los éxitos con la batalla. Es más,
aquello que las penalidades de la guerra no han facilitado, muchas
veces lo regalan las palabras. Los rodeos empleando la amistad y el
disimulo erigen muchos trofeos. No debemos consumir el tiempo
en vano, sino apresurarnos más antes de que llegue Curpagán, y
llevar a cabo alguna acción inteligente y valerosa para nuestra sal-
vación. Que cada uno de nosotros se gane rápidamente al bárbaro
que defiende su propio sector. Y si así lo queréis, que se establezca
una recompensa para el que logre primero ese objetivo, el gobierno
de la ciudad hasta que llegue el encargado del soberano que vaya a
recibirla de nosotros. Así, tal vez, podamos obtener un provechoso
triunfo».
5. El hábil Bohemundo, que amaba el poder y que había pro-
yectado, dicho y explicado esto no tanto en beneficio de los latinos
en su conjunto, cuanto en beneficio de su propio prestigio, no erró
en su objetivo, ni en sus palabras y ni en su engaño, como nuestra
historia expondrá en su desarrollo. Tras asentir a estas propuestas,
todos los condes se pusieron manos a la obra. Al amanecer Bohe-
mundo partió hacia la torre19. El armenio, a su vez, abrió las puer-
tas según lo acordado. Bohemundo ascendió al punto en unión de
quienes lo acompañaban con mayor velocidad de la esperada. Los
del interior y el exterior lo contemplaron plantado en las almenas
de la torre y mandando que la trompeta diera el toque de combate.
Entonces, se pudo ver un acontecimiento insólito. Los turcos, total-
mente atemorizados, huyeron sin dilación por la puerta opuesta y
solo unos pocos y valientes hombres resistieron para la defensa de la
ciudadela. Los celtas ascendieron desde el exterior tras los pasos de
Bohemundo por las escalas y se apoderaron enseguida de la ciudad
de Antíoco. Tancredo tomó consigo a bastantes celtas y emprendió
la persecución en pos de los turcos fugitivos. Muchos cayeron muer-
tos y otros tantos, heridos.
6. Curpagán, que había llegado con muchos miles de hombres
en auxilio de la ciudad de Antíoco, al encontrársela ya tomada, fijó el
19 Conocida como la torres de las Dos Hermanas.
421
campamento, mandó hacer trincheras, colocó en él la impedimenta
y decidió asediar la ciudad. No había aún puesto manos a la obra
cuando llegaron hasta él unos celtas que habían hecho una salida. Se
libró entonces entre ellos un gran combate. Los turcos obtuvieron la
victoria y los latinos se encerraron puertas adentro con dos frentes de
batalla, los que defendían la ciudadela (pues aún la retenían los bárba-
ros) y los turcos que estaban asentados fuera. Bohemundo, que era un
hombre hábil y quería adueñarse del gobierno de Antioquía, dándoles
aparentemente un consejo, dijo de nuevo a los condes: «No deben los
mismos luchar a la vez en ambos frentes, el interior y el exterior, sino
dividirse en dos secciones desiguales, proporcionalmente al número
de los enemigos que se oponen a nosotros por cada frente, y plantear
así la batalla contra ellos. Me permitiréis, en consecuencia, que com-
bata con los que guardan la acrópolis, si vosotros estáis conformes con
ello. A los demás les corresponderá pelear con energía contra los del
exterior».
7. Estuvieron todos de acuerdo con la opinión de Bohemundo.
Él se puso inmediatamente manos a la obra y erigió pronto frente a la
acrópolis un muro transversal que la aislaba por entero de Antioquía,
como una muy poderosa fortificación para el caso de que la guerra se
prolongase. Y en efecto, después se plantó como un guardián incan-
sable de dicho muro, mientras sin cesar luchaba valerosamente contra
los del interior cuando la ocasión se lo permitía. Los demás condes
mostraban mucho interés por el sector encomendado a cada uno, de-
fendiendo la ciudad sin descanso e inspeccionando las almenas y los
lienzos de las murallas, no fuera que los bárbaros ascendieran de no-
che desde el exterior y se apoderasen de la ciudad, o que alguien del
interior se presentara a escondidas en lo alto de la muralla y mediante
tratos con los bárbaros entregase la ciudad a traición.
422
personalmente en auxilio de los celtas, pero se lo impedían, aunque
ansiaba hacerlo, el pillaje y la total destrucción de las regiones y ciu-
dades costeras. Tzacás ocupaba Esmirna como una propiedad parti-
cular, y el conocido como Tangripermes ocupaba la ciudad de Éfeso
que se hallaba cerca del mar, donde antaño se fundara un templo
bajo la advocación del apóstol teólogo Juan. Cada sátrapa ocupaba
una plaza fuerte distinta y habían hecho a los cristianos esclavos en
su indiscriminado pillaje. Ocuparon incluso las islas de Quíos, Ro-
das y todas las demás, y aparejaron allí naves piratas. Precisamente
por ello, el emperador creyó preciso tomar medidas concernientes
a la situación en el mar y a Tzacás, reservar una importante flota y
bastantes fuerzas en tierra. Luego, gracias a estos contingentes re-
peler el empuje de los bárbaros y enfrentarse a ellos, y así, después,
emprender el camino en dirección a Antioquía con el resto del ejér-
cito combatiendo entre tanto a los bárbaros en la medida de sus
posibilidades.
2. Mandó buscar, por tanto, a su cuñado Juan Ducas y le entre-
gó tropas reclutadas en diferentes regiones y una flota suficiente para
el asedio de las ciudades costeras. Le entregó también a la hija misma
de Tzacás, que había sido capturada junto con los que eventualmen-
te ocupaban Nicea, encomendándole que divulgara por doquier la
toma de Nicea y que si no lo creían, mostrase a la hija misma de
Tzacás a los sátrapas turcos y a los bárbaros que ocupaban la costa
para que quienes ostentaban el poder de las ya citadas ciudades, al
verla y asegurarse de la toma de Nicea, renunciaran sin combatir y
entregasen las ciudades. Una vez lo hubo aprovisionado con todo
tipo de suministros en cantidad suficiente, despachó a Juan. Este
libro, conforme vaya exponiendo su asunto, irá revelando cuántos
triunfos obtuvo este en contra de Tzacás y cómo lo expulsó de allí.
3. Así pues, el duque y tío mío, tras despedirse del emperador
partió de la capital y a su paso por Abido hizo llamar al conocido
como Cáspax y le transfirió el mando de la flota y el total gobierno
sobre la navegación, prometiendo que si luchaba decorosamente en
la toma de Esmirna, lo nombraría gobernador de la misma Esmirna
y de toda la zona circundante. Lo despachó, pues, como talasocrátor
423
de la flota por mar, según se ha dicho. Él quedó de comandante en
tierra. Cuando los habitantes de Esmirna vieron que Cáspax con la
flota y Ducas por tierra se aproximaban simultáneamente a Esmir-
na, que Ducas fijaba su campamento cerca de la muralla y que Cás-
pax había atracado en el puerto, habida cuenta de que conocían ya
la toma de Nicea, bajo ningún concepto quisieron enfrentarse a ellos
y prefirieron recurrir a negociaciones y a un tratado de paz donde
constara la promesa de que, si Juan Ducas consentía mediante jura-
mento en que podrían retirarse indemnes de todo mal a sus casas,
ellos se replegarían y le entregarían Esmirna sin derramamiento de
sangre y sin resistencia. Ducas asumió las condiciones de Tzacás,
prometiendo cumplir todos los compromisos según lo pactado. Una
vez los hubieron expulsado de allí pacíficamente, cedió a Cáspax
toda autoridad sobre Esmirna. Pero sucedió la siguiente desgracia.
4. Cuando Cáspax regresaba de haber estado con Juan Ducas,
se le aproximó un esmirneo que acusaba a un sarraceno de haber-
le robado quinientas estáteras de oro. Él ordenó que estos fueran
conducidos a juicio; pero al ser arrestado, el sirio, que creía que
era llevado para ser ejecutado, desesperando de su propia salvación,
sacó un cuchillo y lo hundió en las entrañas de Cáspax. Dándose
la vuelta, también hirió a su hermano en la pierna. Debido a la
enorme confusión provocada por este crimen, el sarraceno escapó,
pero todos los hombres de la flota junto con los propios remeros
entraron atropelladamente en la ciudad y los mataron a todos des-
piadadamente. Quedó a la vista entonces un espectáculo digno de
lástima, alrededor de diez mil personas fueron aniquiladas en un
aciago instante. Juan Ducas, muy dolido por la muerte de Cáspax,
volvió a ocuparse por entero de la plaza durante bastante tiempo.
En sus salidas e inspecciones de las murallas, se aseguró del parecer
de los habitantes a través de quienes lo conocían. Como se precisaba
un hombre valiente y como sabía que Hialeas20 era el más valiente de
todos, lo nombró duque de Esmirna, pues era un hombre aguerrido.
5. Tras abandonar toda la escuadra para la defensa de Esmirna,
tomó él sus fuerzas y se encaminó hacia Éfeso, que estaba ocupada
20 Nicéforo Exazeno Hialeas. Tendrá más adelante protagonismo en La Alexíada.
424
por los sátrapas Tangripermes y Maraces21. Cuando los bárbaros vie-
ron que aquel se lanzaba contra ellos, se armaron, emplazaron sus
falanges y formaron en orden de combate sobre la llanura que se
extiende fuera de la muralla de la ciudad. El duque sin perder un
instante se arrojó contra ellos en correcto orden militar. El combate
duró la mayor parte del día. En medio de la batalla, cuando el re-
sultado era incierto, los turcos volvieron la espalda y huyeron a la
desbandada. Muchos murieron entonces. No cayeron prisioneros
solo miembros de la soldadesca, sino incluso la mayoría de los sátra-
pas, de modo que el número de los cautivos ascendió a cerca de dos
mil. Cuando tuvo noticias de este hecho, el emperador ordenó que
estos fueran dispersados por las islas. Los turcos que sobrevivieron
atravesaron por el río Meandro en dirección a Poliboto22. Habían
actuado despectivamente con Ducas creyendo que estaba acabado,
pero no fue así. Tras dejar a Petzeas23 como duque de esa ciudad,
tomó él consigo a todo su ejército y avanzó inmediatamente en su
persecución, no en tropel, sino con una adecuada formación y del
modo como según la recomendación del soberano un general muy
experto debe atacar a sus enemigos.
6. Los turcos, como se ha dicho, en su ruta por el Meandro y las
ciudades que lo bordean llegaron a Poliboto. El duque no empren-
dió al instante su persecución, sino que marchó por el camino más
corto, ocupó Sardes y Filadelfia al primer asalto y confió la defensa
de estas ciudades a Miguel Cecaumeno. Cuando llegaron a Laodi-
cea, todos sus habitantes se pasaron enseguida a su bando. Actuó
con ellos como gente que de forma voluntaria se pasa a su lado y,
confiando en ellos, les permitió que administrasen libremente sus
propiedades sin imponerles tampoco un jefe. Desde allí, atravesan-
do por Coma, llegó a Lampe24 y la dejó bajo el mando de Eustacio
21 El emir Marak. Sin más datos.
22 Hoy Bulwadin. En Frigia, al sur de Amorio.
23 Duque de Éfeso hasta un momento entre 1105 y 1106. A partir de esa fecha,
fue nombrado duque de Laodicea en sustitución de Cantacuzeno, llamado por el
emperador Alejo a Europa para enfrentarse a la inminente invasión de Bohemun-
do.
24 En Frigia.
425
Camitzes en calidad de general. Una vez llegado a Poliboto, alcanzó
al numeroso contingente de turcos. Cayó sobre ellos, cuando aca-
baban de colocar su impedimenta, trabó combate al momento y
venció totalmente. Mató a muchos y recogió un botín de una abun-
dancia proporcionada a la multitud.
1. Aún no había regresado este, sino que combatía contra los turcos,
cuando el emperador estuvo preparado para acudir en auxilio de
los celtas de Antioquía. Tras su llegada a Filomelio25 en unión de
todas sus fuerzas, después de haber matado durante el camino a gran
cantidad de bárbaros y haber saqueado también muchas ciudades
ocupadas antes por estos, se presentaron procedentes de Antioquía,
Guillermo Grandemane, Esteban, conde de Francia26, y Pedro Alifa,
quienes, tras ser descolgados por las almenas de Antioquía y haber
atravesado por Tarso, aseguraron que la situación de los celtas había
llegado a un punto crítico y juraron que la desolación era total.
2. Por ello, el emperador pensaba en acelerar más su ayuda, si
bien todos intentaban disuadirlo de semejante empeño ya que se
anunciaba por doquier el ataque contra él de un inmenso contin-
gente de bárbaros a punto de llegar a su posición. En efecto, el sultán
de Corosán, al conocer la partida del soberano en ayuda de los cel-
tas, había enviado contra él a su propio hijo de nombre Ismael, una
vez hubo reclutado infinitas huestes en Corosán y en lugares más
lejanos, y armado a todos fuertemente. La orden era alcanzar pronto
al soberano antes de que llegara a Antioquía. Con todo, las informa-
ciones facilitadas por los francos que se habían presentado y por los
que acudieron con la noticia de la llegada de Ismael en contra de él
426
detuvieron la ofensiva que el soberano proyectaba para salvar a los
celtas y liquidar pronto a los turcos, que estaban enfurecidos contra
él, y a su propio jefe Curpagán. Mientras, hacía los lógicos cálculos
sobre el futuro en la idea de que era algo imposible salvar la ciudad
recién tomada por los celtas, todavía sumida en una total confusión
y asediada asimismo desde el exterior, puesto que los celtas, perdidas
las esperanzas de salvación, pensaban cederlas abandonadas murallas
a los enemigos y salvarse de la aniquilación con la fuga.
3. Es la raza de los celtas, junto con otras características, inde-
pendiente e intratable. Nunca emplea la formación militar correcta
ni su técnica, antes al contrario, cuando se le presenta la ocasión de
batallar y combatir, tanto los soldados rasos, como los propios cau-
dillos obran irrefrenablemente en medio de los aullidos de su cólera,
de manera que solo con que el adversario se muestre levemente dé-
bil, caen sin que pueda haber resistencia en medio de las falanges de
los enemigos. Pero si los adversarios tienden frecuentes emboscadas
gracias a su experiencia militar y se les enfrentan según las normas
del arte de la estrategia, todo su coraje se queda en nada. En resu-
men, pues, es imposible resistir a los celtas en la primera carga, pero
después de esta quedan a merced de cualquiera por la pesadez de sus
armas y lo impetuoso e irracional de sus decisiones.
4. Por eso, porque no tenía ni suficientes fuerzas contra tamaña
multitud y porque no podía cambiar el temperamento de los celtas,
ni conducirlos al terreno de su conveniencia con un consejo adecua-
do, consideraba que no debía continuar su avance, no fuera que por
apresurarse en auxilio de Antioquía perdiera Constantinopla. Ante
el temor de que por la venida de infinitas tropas turcas los morado-
res de la región de Filomelio acabaran siendo víctimas de la espada
bárbara, se le ocurrió la idea de difundir por doquier la noticia del
ataque de los agarenos. También se difundió al punto la proclama
de que todo hombre y mujer se anticipara con su partida a la llega-
da de esos, preservando así sus propias personas y cuantas riquezas
pudieran transportar.
5. Todos prefirieron unirse inmediatamente al emperador,
tanto los hombres como las mujeres mismas (...). Tales medidas
427
había dispuesto el emperador sobre los cautivos. Después de haber
separado una parte del ejército y haberla dividido a su vez en otras
muchas partes, las envió por diferentes caminos en contra de los
agarenos para que, si encontrasen turcos que realizaran incursiones,
trabaran combate con ellos y luchando con coraje contuvieran su
ataque contra el soberano. Él retornaba a la capital con todo el ejér-
cito de los bárbaros cautivos y de los cristianos venidos a su lado.
6. El archisátrapa Ismael, por su parte, al haberse enterado de
que el soberano, tras su partida de Constantinopla había hecho
abundantes matanzas, reducido totalmente a ruinas muchas aldeas
a su paso, recogido mucho botín y cautivos, y de que retornaba a la
capital sin haberle dejado ninguna posibilidad de represalia, renun-
ció a la caza y se sumía en la impotencia. Se volvió en otra dirección
y decidió asediar Paipert27, localidad que ocupaba, tras haberla to-
mado recientemente, el famoso Teodoro Gabras. Cuando hubo lle-
gado al río que corría cerca de esta, situó allí mismo todo su ejército.
Enterado Gabras de este hecho, planeó caer sobre aquel durante la
noche. Pero resérvese nuestra historia para otro lugar el final de la
peripecia de Gabras, su origen y temperamento y continúe ahora
con el asunto que nos ocupa.
7. Los latinos, por su parte, terriblemente apurados por el ham-
bre y el prolongado asedio, acudieron a su obispo Pedro, el que ha-
bía sido una vez derrotado en Helenópolis, como nuestra historia
ha mostrado previamente, y le pidieron consejo. Él les dijo: «Aun-
que prometisteis que os conservaríais puros hasta vuestra entrada
en Jerusalén, creo que habéis roto la promesa. Por esto, Dios no
os está ayudando como antes. Debéis, pues, convertiros al Señor y
llorar por vuestros pecados, demostrando con cilicios, cenizas, fer-
vorosas lágrimas y oraciones nocturnas vuestro arrepentimiento. En
ese caso, también yo dedicaré mi tiempo a apaciguar a Dios en be-
neficio vuestro». Obedecieron a las exhortaciones del obispo. Tras
algunos días, movido por una voz divina, el obispo mandó buscar
a los principales condes y les indicó que excavasen a la derecha del
428
altar28 y que allí encontrarían el Santo Clavo29. Una vez cumplida
la orden, como no daban con ella, se volvieron desanimados y reve-
laron su fracaso. Pero aquel, tras una oración más intensa, mandó
que se hiciera un nuevo intento con mayor empeño. Ellos volvieron
a cumplir lo ordenado y, cuando hallaron el objeto que se buscaba,
corrieron a referírselo a Pedro, sobrecogidos por la alegría y el temor
de Dios.
8. A partir de entonces durante las batallas confiaron el vene-
rable y divino Clavo a Isangeles, por ser el más puro de todos. Al
día siguiente se precipitaron contra los turcos por una puerta insos-
pechada. En ese momento, el llamado conde de Flandes hizo a los
restantes una única petición. Que le fuera concedido solamente a
él cargar el primero de todos en unión de tres hombres contra los
turcos. Se le otorgó lo solicitado, y cuando las falanges se hubie-
ron situado compactas en cada ala y el encuentro estaba a punto
de producirse, desmontó él del caballo, echó pie a tierra y suplicó
por tres veces a Dios pidiendo ayuda de lo alto. Al grito general de
«¡Dios está con nosotros!» se precipitó a rienda suelta contra el pro-
pio Curpagán, que se había situado sobre una colina. A quienes se
encontraban de frente les arrojaron sus lanzas y los derribaron por
tierra. Atemorizados, los turcos se dieron a la fuga antes de trabar
combate gracias al total apoyo que el cielo dispensaba a los cristia-
nos. A causa de su atropellada huida, la mayoría de los bárbaros
se ahogaron apresados en los remolinos de las corrientes fluviales,
de modo que los cuerpos de los ahogados sirvieron como puente a
quienes los seguían.
9. Tras una prolongada persecución de los fugitivos, se volvieron
hacia el atrincheramiento turco. Encontraron allí la impedimenta de
28 De la catedral de San Pedro de Antioquía.
29 Las fuentes latinas hablan expresamente de la punta de la lanza que hirió el
costado de Jesucristo, pero, de nuevo, Ana Comnena nos habla, como en VIII IX.6
(nota 24), del «Santo Clavo». Desde el siglo VII, en Constantinopla se conservaba
como reliquia una punta de lanza que se consideraba la auténtica y que estaba
depositada en la iglesia de Santa Irene, próxima a Santa Sofía. Por otro lado, Ana
Comnena comete varios errores. En primer lugar, confunde Pedro el Ermitaño con
Ademaro, obispo de Puy. En segundo lugar, el inspirador del descubrimiento de la
reliquia fue un monje llamado Pedro Bartolomé.
429
los bárbaros y todo el botín que transportaban y sintieron el deseo
de llevárselo sin tardanza. A causa de lo abundante que era, al cabo
de treinta días de duros esfuerzos consiguieron introducirlo en An-
tioquía. Durante su permanencia en aquel sitio, dedicada por igual
al reposo de las penalidades militares y a la defensa de Antioquía,
buscaban al que debía gobernar esta ciudad. Fue Bohemundo, tal
como lo había solicitado previamente antes de que la ciudad fuera
tomada, y tras cederle la autoridad total sobre Antioquía, tomaron
el camino hacia Jerusalén. A su paso iban ocupando muchas de las
poblaciones costeras. Cuantas presentaban fortificaciones bastante
poderosas y precisaban un más largo asedio, las dejaban de lado por
el momento y se apresuraban en dirección a Jerusalén. Tras cercar
sus murallas y asediarla con continuos ataques durante un ciclo lu-
nar, la ocuparon después de una enorme matanza de los sarracenos y
hebreos que la habitaban. Cuando todo estuvo sometido a su poder,
ante la ausencia de oponente, ofrecieron su gobierno a Godofredo y
lo nombraron rey.
430
una vez tomado contacto con el ejército de Amerimnes, que venía
contra ellos, trabaron batalla con este. Los celtas obtuvieron inme-
diatamente la victoria.
2. Pero al día siguiente, cuando la vanguardia enemiga los hubo
atacado desde la parte posterior de la formación, los celtas fueron
derrotados y se salvaron llegando hasta Ramel. Tan solo el conde
Balduino estaba ausente, porque había preferido huir no como lo
hace un cobarde, sino con la intención de adoptar mejores medidas
para su propia salvación y para reclutar un ejército contra los babilo-
nios. Los babilonios llegaron a Ramel, montaron un asedio en torno
a ella y pronto la tomaron. Muchos latinos perecieron entonces y
muchos más aún fueron conducidos como cautivos a Babilonia32.
Mientras volvía de aquel sitio, el ejército entero de los babilonios se
apresuró a asediar Jafa, pues esa es la estrategia de la raza bárbara. El
arriba citado Balduino, por su parte, en su recorrido por todas las
aldeas en poder de los francos, reunió no pocos caballeros e infantes,
congregó un aguerrido ejército y, tras partir en contra de los babilo-
nios, los derrotó completamente.
3. Cuando el emperador se hubo enterado de la derrota de los
latinos en Ramel, se sintió muy afectado por el cautiverio de los
condes. Como sabía que por su lozanía, su vigor físico y la fama
de su linaje estaban a la altura de los héroes celebrados en la an-
tigüedad, no podía soportar además que estuvieran prisioneros en
tierra extranjera. Por ello, mandó buscar a un tal Bardales, le entregó
bastante dinero y lo despachó a Babilonia para que los rescatara.
Le entregó también cartas para Amerimnes que trataban sobre los
condes. Él, tras abrir la misiva del soberano, le devolvió los condes
con amabilidad y sin percibir cantidad alguna, excepto Godofredo,
pues a este lo había devuelto anteriormente a su hermano Balduino
por un rescate en dinero. Cuando llegaron a la capital, el emperador
recibió a los condes con honores, les entregó abundantes riquezas y
después de un adecuado descanso los despidió y envió a casa. Go-
dofredo, restablecido como rey de Jerusalén, despachó a su hermano
Balduino a Edesa.
32 Entiéndase El Cairo.
431
4. En aquella ocasión fue cuando el soberano ordenó a Isange-
les que cediera el mando de Laodicea a Andrónico Tzintziluces y
las plazas de Maraceo y Balaneo a los subordinados del que enton-
ces gobernaba Chipre, el duque Eumacio. Le ordenó asimismo que
continuara su avance y combatiera con toda la energía posible para
ocupar las demás plazas, acciones que, efectivamente, llevó a cabo
obedeciendo las cartas del emperador. Así pues, una vez entregadas
las plazas a los arriba indicados, partió hacia Antárado33 y se apoderó
de ella sin combatir. Al enterarse de eso Atapacas34 de Damasco, una
vez reunidas suficientes fuerzas, avanzó contra él. Puesto que Isan-
geles no poseía bastantes tropas para enfrentarse con tan numero-
sos soldados, concibió un plan no tanto valeroso como inteligente.
Confiado en los lugareños, dijo: «Voy a ocultarme en algún lugar,
ya que la plaza es enorme. Vosotros, cuando Atapacas llegue, no le
confeséis la verdad, sino aseguradle que yo he huido atemorizado».
5. Una vez llegado Atapacas y tras preguntar por Isangeles, fijó
su tienda cerca de la muralla agotado por el viaje y con la confian-
za de que había huido. Ante la abrumadora cortesía mostrada por
los lugareños, los turcos, confiados y sin sospechar ninguna hostili-
dad, soltaron sus propios caballos por la planicie. Isangeles, cuando
el sol del mediodía lanzaba sus rayos desde el cielo, tras armarse
fuertemente, abrió de repente las puertas y se arrojó en medio del
campamento de aquellos en unión de sus hombres (que se elevaban
al número de cuatrocientos). Cuantos estaban habituados a luchar
decididamente, tras plantarse erguidos, aceptaron el combate con
ellos sin escatimar sus vidas. Los demás intentaban procurarse su
propia salvación con la fuga. Pero la amplitud de la planicie y la
ausencia de zona pantanosa o montañosa o de barrancos los entregó
a todos en manos de los latinos. Ello provocó que todos acabaran
como víctimas de sus espadas y pocos cayeran prisioneros. Después
de haber derrotado así a los turcos gracias a esa estratagema, avanzó
hacia Trípoli.
432
6. Ascendió y conquistó primero directamente la cima de la co-
lina situada frente a Trípoli, que forma parte del sistema montañoso
del Líbano, para tenerlo como baluarte y retener el agua que des-
ciende del Líbano hacia Trípoli por la pendiente de esa colina. En-
tonces, informó al emperador de todo lo acontecido y le pidió que
se construyera un baluarte bien fortificado antes de que llegaran de
Corosán huestes más numerosas e iniciaran la guerra contra ellos. El
emperador encomendó al duque de Chipre la construcción de dicha
plaza fuerte tras darle instrucciones para que rápidamente expidiera
con la flota todo el material preciso y a los obreros encargados de
edificar dicho bastión en el emplazamiento que Isangeles les había
indicado. Entonces sucedió lo siguiente.
7. Isangeles, que había acampado fuera de Trípoli, no se con-
cedía tregua en el empeño de tomarla. Por su parte, cuando Bohe-
mundo se hubo enterado de la llegada de Tzintziluces a Laodicea,
sacó a la luz la enemistad que de tiempo atrás albergaba en su seno
contra el soberano y envió contra Laodicea a su sobrino Tancredo
en unión de nutridas huestes con la intención de someterla a asedio.
Nada más llegar este rumor a oídos de Isangeles, inmediatamente,
sin perder un instante, acudió a Laodicea y, empleando todo tipo de
razones y argumentos, aconsejó a Tancredo que renunciara al asedio
de la ciudad. Como a pesar de su prolongada conversación con él
no conseguía convencerlo, sino más bien parecía a todas luces que le
cantaba a un sordo, se volvió de allí y llegó de nuevo a Trípoli. Aquel
de ninguna manera cejaba en su asedio. Tras comprobar Tzintzilu-
ces el empeño de Tancredo y el punto crítico al que estaba abocada
su situación, solicitó auxilio de Chipre. Pero ante el retraso de los
refuerzos desde allí y sumido en una situación angustiosa, prefirió
entregar la plaza abrumado tanto por el asedio, como por el hambre.
433
puesto de rey, al instante los latinos de Jerusalén mandaron llamar
de Trípoli a Isangeles con el deseo de convertirlo en rey de Jerusalén.
Él estuvo dilatando durante un tiempo el momento de la partida.
Una vez en la capital, al percatarse los habitantes de Jerusalén de
que él iba dando largas, mandaron buscar a Balduino, que residía en
Edesa, y lo proclamaron rey de Jerusalén. El emperador, que había
acogido amistosamente a Isangeles, cuando se enteró de que Baldui-
no había recibido el gobierno de Jerusalén, lo retuvo consigo coin-
cidiendo con la aparición del ejército normando acaudillado por los
dos hermanos conocidos como Biandrate35.
2. A pesar de sus continuos y numerosos consejos para que mar-
chasen por el mismo camino que los ejércitos precedentes, para que
llegasen por la costa a Jerusalén y se reuniesen así con el resto del
ejército de los latinos, no logró convencerlos, ya que no era el deseo
de aquellos juntarse con el ejército de los francos, sino marchar por
la otra ruta del este y avanzar directamente sobre Corosán con in-
tención de apoderarse de dicho reino. El emperador, que conocía lo
inconveniente de esos planes y que no deseaba la destrucción de tan
gran ejército (pues eran cincuenta mil jinetes y cien mil infantes), al
no ver forma de convencerlos, tomando, como se suele decir, otro
camino, mandó buscar a Isangeles y Tzitas y los envió con ellos, para
que les dieran los consejos adecuados y refrenaran su insensato em-
peño dentro de lo posible. Así pues, una vez hubieron atravesado el
estrecho de Ciboto, iban a marchas forzadas hacia el tema Armenía-
co y, al llegar a Ancira36, se apoderaron de ella al primer asalto. Así,
tras cruzar el Halis37, llegaron a una ciudad. Puesto que la habitaban
confiados romanos, los sacerdotes se revistieron con las sagradas es-
tolas y, transportando el Evangelio y las cruces, se acercaron a ellos
como cristianos. Pero ellos no solo mataron inhumana y cruelmente
434
a los sacerdotes, sino también al resto de los cristianos y continuaron
sin preocupación camino adelante en dirección a Amasea38.
3. Pero los turcos, que eran expertos guerreros, se fueron adelan-
tando por todas las poblaciones, prendieron fuego al forraje en to-
das ellas y cuando llegaron, los atacaron impetuosamente. Era lunes
el día en que los turcos los vencieron. Entonces, una vez hubieron
acampado y fijado sus tiendas, instalaron la impedimenta. Al día si-
guiente, volvieron a combatir ambos ejércitos. Los turcos, que habían
emplazado sus tiendas en torno a aquellos, no les daban terreno para
el forrajeo ni les permitían que ganado y caballos salieran a abrevar.
Al comprender los celtas por sí mismos que su destrucción sería to-
tal, al día siguiente, un miércoles, fuertemente armados, entablaron
combate con los bárbaros sin escatimar sus vidas. Los turcos, que los
tenían a su merced, no se les enfrentaron ya con lanzas ni arcos, sino
que aferraron sus espadas, las sacaron de sus vainas, llevaron la batalla
al cuerpo a cuerpo y enseguida pusieron en fuga a los normandos.
Estos alcanzaron su campamento y buscaron un consejero.
4. Pero el más experto de los soberanos, el que les hiciera las me-
jores recomendaciones y que no había sido escuchado, no estaba pre-
sente. Así pues, se refugiaron en la opinión de Isangeles y de Tzitas. Al
mismo tiempo, también se informaron sobre si existía cerca alguna
región bajo dominio del soberano para buscarla. Tras dejar abando-
nada allí la impedimenta, las tiendas y toda la infantería, montaron
en sus caballos y salieron corriendo a la mayor velocidad que podían
hacia las zonas costeras del tema Armeníaco y de Paurae39. Los tur-
cos mediante un asalto en masa sobre su campamento lo saquearon
todo. Luego, emprendieron la persecución tras aquellos y masacraron
a toda la infantería cuando le hubieron dado alcance. Tras capturar
también a algunos, los condujeron como prueba a Corosán.
5. Esas fueron las hazañas de los turcos contra los normandos.
Isangeles, por su parte, y Tzitas llegaron a la ciudad imperial con
los pocos caballeros que sobrevivieron. El soberano, tras acogerlos,
38 Hoy Amasya, en el norte de Anatolia, cerca de la costa del Mar Negro, de ahí
que en la antigüedad fuera llamada Amasea del Ponto.
39 Bafra, en Paflagonia, al oeste de la desembocadura del Halis.
435
regalarles con abundantes presentes y ofrecerles reposo, les pregunta-
ba a dónde preferían ir a continuación. Ellos pidieron ir a Jerusalén.
Habiéndoles dado generosos regalos, los envió por mar sirviendo en
todo a sus deseos. Tras su partida de la capital, Isangeles se dirigió a
su propio ejército. Llegó de nuevo a Trípoli con la clara voluntad de
tomarla. Posteriormente, cayó en una mortal enfermedad y, cuando
estaba expirando, hizo venir a su sobrino Guillermo40 y le cedió en
herencia todas las plazas ocupadas por él, proclamándolo caudillo y
jefe de sus tropas. Cuando el soberano se enteró de su muerte, dio
instrucciones por escrito enseguida al duque de Chipre para que
enviara a Nicetas Calintzes con bastantes riquezas a Guillermo para
que se lo ganara y dispusiera que prestase el juramento de guardar
al soberano una firme lealtad, tal como su fallecido tío Isangeles
observó hasta el final.
436
Pues aunque prometisteis que vendríais tras nosotros con abundantes
fuerzas, no quisisteis confirmar con las obras vuestra promesa. Noso-
tros, después de nuestra llegada a Antioquía, hemos estado pasando
muchas fatigas durante tres meses y hemos luchado con los enemigos
y con un hambre como ningún hombre nunca ha visto, hasta el pun-
to de que la mayoría de nosotros ha devorado carnes prohibidas por
la ley. Mientras pasábamos bastante tiempo aguantando, el hombre
que nos fue cedido para apoyarnos, el muy fiel servidor de Vuestra
Majestad Taticio, nos abandonó y se marchó cuando corríamos pe-
ligro. Con todo, inesperadamente, tomamos la ciudad y pusimos en
fuga a las fuerzas que habían llegado de Corosán en ayuda de los an-
tioquenos. ¿Cómo puede ser justo que renunciemos tan fácilmente a
lo que hemos adquirido con nuestro propio sudor y esfuerzo?»
2. Cuando, tras el regreso de los embajadores, hubo leído la mi-
siva de Bohemundo, reconoció que aquel volvía a ser el mismo Bo-
hemundo de siempre, que de ninguna manera había cambiado para
mejor, y juzgó que debía prestársele atención a las fronteras del im-
perio de los romanos y reprimir, dentro de sus posibilidades, su em-
puje irresistible. Envió, por tanto, con Butumites abundantes fuerzas
contra Cilicia y a lo más distinguido del estamento militar, todos
hombres muy aguerridos y servidores de Ares, a Bardas mismo y al
archicopero Miguel41, que estaban en la flor de la edad y tenían una
barba incipiente. El soberano, que los había tomado desde pequeños
a su cargo e instruido en el arte de la guerra, los entregó a Butumites
como los más leales de todos en unión de varios miles de valerosos
hombres, celtas y romanos, para que lo acompañaran y obedecieran
sin reservas, y al mismo tiempo le indicó que fuera poniéndolo al
corriente mediante cartas secretas de cualquier acontecimiento que
sobreviniera en cada ocasión. Tenía prisa por conquistar entero el
país de Cilicia para ultimar allí con más facilidad los preparativos
concernientes a Antioquía.
3. Butumites partió con todas sus tropas y a su llegada a Ata-
lia ante la evidencia de que Bardas y el archicopero Miguel no
41 Ver VIII IX.6. Este fue quien descubrió el proyecto de huida de Gregorio Ga-
bras.
437
obedecían su voluntad, dio rápido conocimiento al soberano de la
existencia de esa conducta, solicitando que se le excusara de su com-
pañía a fin de que no se produjese un levantamiento en el ejército y
por ello quedara frustrada la misión de Butumites y acabara expul-
sado de Cilicia sin haber hecho nada provechoso. Él, que conocía los
perjuicios que acostumbran a sobrevenir por semejantes actitudes,
rápidamente desvió a aquellos y a cuantos tenía por sospechosos
hacia otro destino mediante una misiva, con la finalidad de que, tras
arribar a Chipre, se unieran a Constantino Euforbeno, que entonces
ostentaba el gobierno ducal de la isla, y se pusieran a sus órdenes en
todo. Aquellos, que recibieron la carta con gusto, hicieron ensegui-
da la travesía a Chipre. Al poco de estar junto al duque de Chipre
también se empezaron a comportar con él siguiendo su habitual
desvergüenza. Por ello, los miraba con desconfianza. Los jóvenes,
tras haber recordado la solicitud del emperador, le hicieron por es-
crito abundantes reproches contra el duque, mientras reclamaban
el retorno a Constantinopla. Después de haber abierto su carta, el
soberano, que había enviado a Chipre con ellos a algunos aristócra-
tas sospechosos, ante el temor de que por su contrariedad quizás se
unieran a esos, ordenó enseguida a Cantacuzeno que los tomara bajo
su cargo. Este, una vez hubo llegado a Cirene42, los mandó llamar y
los tomó consigo.
4. Estos fueron los acontecimientos relacionado con Bardas y el
archicopero Miguel. Butumites, por su parte, después de su llegada
a Cilicia en unión de Monastrás y de los comandantes que quedaron
con él, cuando se encontró con que los armenios habían concluido
un tratado con Tancredo, pasó de largo, se adueñó de Marasin43
nada más llegar y al mismo tiempo de todas las aldeas colindantes
y fortalezas. Tras ceder bastantes huestes para la defensa de toda la
región y dejar como jefe al medio bárbaro Monastrás, a quien ha
mencionado en muchas ocasiones nuestra historia, retornó a la ciu-
dad imperial.
438
X. Intervención de los pisanos.
439
3. Así pues, tras zarpar de la capital cuando corría el mes de
abril, llegaron a Samos con la flota romana y, una vez sacados los
barcos a tierra, partieron para el interior con intención de reforzarlos
y asegurarlos con más alquitrán. Cuando se enteraron de la nave-
gación de la nota pisana, soltaron amarras y corrieron también en
dirección a Cos. Los pisanos arribaron a esta por la mañana y ellos
llegaron a la isla por la tarde. Como no hubo contacto con los pisa-
nos, partieron hacia Cnido, que se halla cerca de Anatolia. Después
de hacer su aparición en aquel sitio, cuando la presa había escapado,
se encontraron con algunos pocos pisanos abandonados allí y les
interrogaron sobre el rumbo que había tomado la flota pisana. Ellos
dijeron que lo habían emprendido hacia Rodas. Tras soltar amarras,
pronto los alcanzaron entre Patara46 y Rodas. Nada más verlos, los
pisanos se pusieron en formación de combate para la batalla e iban
afilando no solo las espadas, sino también sus corazones.A la llegada
de la flota romana, un conde peloponesio de nombre Periquites,
experto en grado sumo en el combate naval, nada más verlos, dotó
de alas a su propia monere con los remos y, tal como estaba, se arrojó
contra ellos. Y tras haberse introducido en medio de ellos como una
llamarada, retornó de nuevo a la flota romana.
4. Sin embargo, la escuadra romana no intentó combatir con los
pisanos en formación, sino que los atacó impetuosa y desordenada-
mente. El propio Landulfo fue el primero que, tras aproximarse a
las naves pisanas, erró al lanzar el fuego y no logró otro objetivo que
desperdiciarlo. El conde llamado Eleemon, que había atacado sin
reparos a un enorme barco por la popa, inutilizó su timón y, al no
poder maniobrar libremente para separarse, podría haber sido cap-
turado de no haberse dirigido con celeridad a los recursos disponi-
bles y no haber lanzado fuego contra ellos sin desperdiciarlo inútil-
mente. Luego puso rápidamente proa en otra dirección y enseguida
estuvo consumiendo con su fuego otras tres enormes naves bárbaras.
Al mismo tiempo una tempestad, que se había levantado repentina-
mente, embravecía el mar, destrozaba los barcos y amenazaba casi
con hundirlos (pues las olas bramaban, las vergas chirriaban y los
46 Puerto de Licia.
440
mástiles se rompían). Atemorizados los bárbaros de una parte por
el fuego que se lanzaba (no estaban acostumbrados a recursos tales
como el fuego que, si bien tiene una tendencia natural a ascender,
sin embargo el que lo maneja puede dirigirlo en la dirección que
desee, incluso hacia abajo y hacia cada lado) y de otra confundidos
en su interior a causa de la tormenta marina, se dieron a la fuga.
5. Así se desarrollaron los acontecimientos relacionados con los
bárbaros. La flota romana fondeó en un islote llamado algo así como
Seutlo47. Cuando amanecía el día, partieron de allí y atracaron en
Rodas. Así pues, tras desembarcar de las naves y bajar a tierra a cuan-
tos habían conseguido capturar, entre los que se contaba el mismo
sobrino de Bohemundo, se dedicaban a asustarlos con la amenaza de
venderlos como esclavos a cambio de dinero, o matarlos. Como los
vieron impasibles ante esta amenaza y sin que les importara lo más
mínimo su venta, al punto los hicieron víctimas de la espada.
6. Por su parte, los supervivientes de la flota pisana se dedica-
ron al pillaje de las primeras islas que iban encontrando y también
de Chipre. Eumacio Filocales, que se daba la circunstancia de que
estaba allí, se arrojó contra ellos. Los tripulantes de las naves, domi-
nados por la cobardía, sin preocuparse siquiera del contingente que
había desembarcado para aprovisionar sus naves y tras dejar abando-
nada en la isla a la mayoría de su gente, con el pensamiento puesto
en Bohemundo zarparon hacia Laodicea, habiendo soltado amarras
desordenadamente. Y en efecto, tras su llegada acudieron a presen-
cia de este y afirmaron que abrazaban sinceramente su partido. Él,
como era así, los acogió gustosamente. Los que habían desembarca-
do en costa para someterla a pillaje, puesto que al regresar no vieron
su propia flota, se echaron sin reservas al mar y se ahogaron.
7. Los talasocrátores de la flota romana, incluido Landulfo, des-
pués de arribar a Chipre y juntarse, estuvieron deliberando si pedir
la paz. Cuando todos llegaron a un acuerdo, se envió a Butumites
al encuentro de Bohemundo. Después de acogerlo y tenerlo reteni-
do durante quince días completos, ante la circunstancia de que el
hambre también asolaba Laodicea, Bohemundo, que seguía siendo
47 Próximo a Rodas.
441
Bohemundo y que no cambiaba ni había aprendido a vivir en paz,
lo mandó buscar y le dijo: «No te has presentado tú aquí en persona
por amistad o paz, sino para prender fuego a mis naves. Vete, por
tanto, pues te basta con salir incólume de aquí».
8. Después de partir de aquel lugar, llegó al lado de quienes lo
habían enviado y que lo aguardaban en el puerto de Chipre. Cuando
tuvieron conocimiento además de la perversa actitud de Bohemun-
do por los informes procedentes de allí y de que era totalmente im-
posible que pactara con el soberano, partieron todos y navegaron a
toda vela rumbo a la capital a través de húmedos caminos48. Debido
al inmenso oleaje y a la fuerte borrasca que se levantaron en Sice49,
los barcos, exceptuadas las naves que comandaba Taticio, quedaron
todos medio desarbolados, al haber encallado en tierra.
9. De ese modo se habían desarrollado los hechos relativos a la
flota pisana. Bohemundo, que era por naturaleza muy malvado, te-
mía que el emperador se adelantara a ocupar Curico50 y tras atracar
a su puerto la flota romana, defendiera Chipre y alejara a los aliados
procedentes de Longibardía que iban a acudir en su auxilio a través
de la costa de Anatolia. Así pues, impulsado por estas reflexiones,
quería él reedificar las fortificaciones y ocupar el puerto. Aunque
Curico antiguamente fue una ciudad muy fortificada, en los últimos
tiempos había acabado convertida en ruinas. El soberano, por su
parte, habiendo previsto estos movimientos y presentido sus inten-
ciones, envió al eunuco Eustacio51, que ostentaba el cargo de cani-
cleo52 con el título de gran drungario de la flota y con la misión de
apresurarse a ocupar Curico, de erigir fortificaciones en ella y en la
ciudad de Seleucia, que distaba seis estadios53 de esa, de dejar en ella
48 Od., III 171.
49 Gálata y Pera, al otro lado del Cuerno de Oro, en Constantinopla.
50 Puerto de Cilicia. En la desembocadura del río Curk. Hoy, Korgos.
51 El eunuco Eustacio Ciminiano.
52 Funcionario encargado de custodiar y llevar el tintero con cuya tinta negra el
emperador firmaba sus decretos. Parece ser que tenía forma de perro, de ahí su
nombre. El cargo llevaba aparejados privilegios, como la competencia de poder
firmar algunos documentos oficiales.
53 900 mts.
442
bastantes fuerzas, de elegir duque a Estrategio Estrabo, varón de
corta estatura, pero de larga y muy abundante experiencia militar, de
atracar también una importante escuadra al puerto, ordenar que se
dieran prisa en tender emboscadas a los hombres que procedentes de
Longibardía iban en auxilio de Bohemundo y, asimismo, de ayudar
a Chipre.
10. Dicho drungario de la flota, tras partir y anticiparse a las
intenciones de Bohemundo, restauró la plaza y le devolvió su primi-
tivo estado. Cuando hubo reconstruido también Seleucia, la hubo
fortificado rodeándola de atrincheramientos y hubo dejado sufi-
cientes fuerzas en ambos lugares, bajó con el duque Estrategio al
puerto, lo dejó con una importante escuadra allí de acuerdo con las
instrucciones del soberano y retornó a la capital, y, tras ser objeto
de grandes elogios por parte del soberano, fue recompensado con
generosidad.
443
Peloponeso y de que estaba próxima, recomendó a Landulfo que
tomara consigo dieciocho naves (se daba la circunstancia de que solo
estas estaban en condiciones de navegar entre todas las que habían
sido botadas), que partiera y las fondeara en el cabo Maleas según las
prescripciones del soberano; que si durante la travesía de los geno-
veses se vieran con valor para combatirlos, al punto libraran batalla
y si no, que se procurara la salvación propia y la de las naves a su
mando junto con sus marineros abordando Corone55. El otro partió
y, una vez que vio la gran flota, rehusó la batalla con ellos y llegó
velozmente a Corone.
3. Cantacuzeno, que había tomado toda la flota romana, como
lo pedían las circunstancias, y que había embarcado en ella a sus
hombres, con la mayor rapidez posible emprendió la persecución en
pos de los genoveses. Puesto que no les dio alcance, llegó a Laodicea
con apresurándose a prepararse con todo su empeño y todas sus
fuerzas en la guerra contra Bohemundo. Una vez puestas manos a
la obra, arribó al puerto y no abandonaba su asedio ni de día ni de
noche.
4. No obstante, el asedio se prolongaba sin resultados. Había
llevado a cabo mil ofensivas, pero en tantas otras había fracasado, ya
fuera por no convencer a los celtas de pasarse a su lado, ya fuera por
fracasar en el combate. Erigió en tres noches y tres días un pequeño
muro circular con piedras sin argamasa entre la orilla y las murallas
de Laodicea y, teniéndolo como protección, erigió velozmente otro
baluarte dentro de este con argamasa con objeto de poseer una espe-
cie de base de operaciones para hacer frente al asedio más dignamen-
te. Tras edificar también dos torres en cada extremo de la bocana del
puerto, lanzó de parte a parte una cadena de hierro y con ella reforzó
su posición contra las nave que probablemente vinieran por mar en
auxilio de los celtas. Al mismo tiempo, ocupó muchas villas costeras,
la llamada Argirocastro, Marcapin, Gabala56 y algunas otras, y llegó
hasta el mismo borde de Trípoli, que antes había dado tributo a los
444
sarracenos y que últimamente había recobrado el soberano para el
imperio de los romanos con muchos sudores y esfuerzos.
5. El emperador, entonces, consideró preciso asediar Laodicea
por tierra. Como conocía de tiempo atrás al hábil Bohemundo y sus
ardides gracias a esa destreza tan suya capaz de percibir rápidamente
el carácter de los seres humanos, y puesto que tenía una idea exacta
de su temperamento doloso y sedicioso, hizo llamar a Monastrás y lo
mandó por tierra con numerosas fuerzas, de modo que Cantacuzeno
por mar y él por tierra asediaran simultáneamente Laodicea. Sin
embargo, Cantacuzeno, antes de que llegara Monastrás, se apoderó
del puerto y de la ciudad misma. La acrópolis, sin embargo, que
hoy suele denominarse habitualmente «kulá»57, aún la mantenían
ocupada quinientos infantes celtas y cien jinetes.
6. Cuando Bohemundo se hubo enterado de la ocupación de
esas villas y el conde que defendía la acrópolis de Laodicea le hubo
notificado que carecían de víveres, cargó todo tipo de provisiones en
mulas, reunió a todas las huestes bajo su mando junto con las de su
sobrino Tancredo y de Isangeles y, una vez hubo llegado a Laodicea,
introdujo pronto las vituallas en el kulá. Tras entrar en conversa-
ciones con Cantacuzeno, le dijo lo siguiente: «¿Con qué fin te has
dedicado a hacer construcciones y obras?» Él le respondió: «Sabes
que por haber reconocido vasallaje al soberano y haberle prestado
juramento os comprometisteis a entregarle las ciudades que voso-
tros fuerais conquistando. Después, tú has violado los juramentos
y despreciado los tratados de paz. Tras apoderarte de esta ciudad y
entregárnosla, te arrepentiste y volviste a adueñártela, de tal modo
que yo he venido en vano a este lugar para hacerme cargo de las
ciudades que vosotros capturáis». Bohemundo replicó: «¿Has veni-
do con intención de recibir estas ciudades nuestras por dinero o
con las armas?» El otro dijo: «El dinero lo han recibido quienes nos
siguen para luchar con más valor». Bohemundo, rebosante de ira,
dijo: «Entérate de que sin dinero no podrás ocupar ni tan siquiera
un fortín». Y entonces animó a sus falanges para que cargasen hasta
las mismas puertas de la ciudad.
57 Término de origen árabe.
445
7. Los hombres de Cantacuzeno, que defendían las murallas de
sus atacantes con una nube de flechas tan densa como copos de nie-
ve, casi lograron rechazarlos. Enseguida Bohemundo, una vez hubo
reagrupado a todos sus hombres, entró en la acrópolis. Como des-
confiaba del conde y de los soldados celtas a su mando, encomendó
la defensa de la ciudad a otro y expulsó a aquellos de ese lugar. Al
tiempo, destruyó los viñedos cercanos a las murallas, de modo que
no supusieran un obstáculo para los latinos en el momento de car-
gar. Después de tomar estas medidas, partió de allí y llegó a Antio-
quía. Cantacuzeno, por su parte, no aflojaba el asedio ni dejaba de
hostigar a los latinos que ocupaban la acrópolis mediante diversas
tretas e intentonas y mediante helépolis. Monastrás, de otro lado,
que venía por tierra con sus tropas de caballería, se apoderó de Lon-
giníade, Tarso, Adana, Mamista e incluso de toda Cilicia.
1 Juego de palabras que asocia el nombre de la isla con la palabra griega «korifé»
[κορυφή] que significa «cumbre», «punto elevado», «cima».
447
5. Pero él menospreciaba a todos y buscaba al duque de la ciu-
dad. Lo era en aquel entonces un tal Alejo, oriundo del tema Ar-
meníaco. Tras acudir a su presencia, le ordenaba con un rostro y
una apariencia severa y empleando un tono serio y completamen-
te bárbaro que comunicara al soberano Alejo el siguiente mensaje:
«Ante vos estoy yo, el famoso Bohemundo, hijo de Roberto, de cuya
valentía y perseverancia hace tiempo que tenéis buena cuenta tanto
vos como vuestro imperio. En cuanto se me presente la coyuntura,
bien sabe Dios que no me aguantaré los perjuicios que me han sido
provocados. Pues desde que llegué a Antioquía a través del imperio
de los romanos y me apoderé de toda Siria con mi lanza, he sufrido
muchas amarguras por causa de vos y de vuestro ejército, enviado
de promesa en promesa, precipitado a innumerables calamidades y
combates con bárbaros.
6. Pero ahora, enteraos al menos de que, si bien he estado muer-
to, de nuevo he vuelto a vivir y he escapado de vuestras manos.
Después de pasar desapercibido a todos los ojos, manos y pareceres
bajo el aspecto de un muerto y mientras ahora me muevo con vida y
respiro el aire, desde esta Corifó, expido a Vuestra Majestad unas no-
ticias muy desagradables, que es imposible oigáis con alegría. A mi
sobrino Tancredo he dejado a cargo de la ciudad de Antioquía como
digno adversario para vuestros generales. Yo parto para mi país bajo
el rumor de ser un muerto para vos y los vuestros, y un vivo para mí
y los míos, y con idea de planear contra vos terribles calamidades.
Aunque vivo, he muerto; y habiendo muerto, acabo de recuperar la
vida, solo con el fin de destruir la Romania. Pues si logro alcanzar la
otra orilla y ver a los longibardos, a todos los latinos, germanos y a
mis francos, hombres expertos en las artes de Ares, colmaré vuestras
ciudades y territorios de ríos de sangre y matanzas sin cuento hasta
que consiga clavar mi lanza en la misma Bizancio». A tal punto de
jactancia había llegado el bárbaro.
448
LIBRO XII
449
1. Bohemundo difama a Alejo. Rescate y acogida de los condes
latinos presos de los musulmanes.
450
tonces trescientos condes, en el momento en que los innumerables
contingentes de los celtas habían pasado por occidente y fustigado
Asia, Antioquía, Tiro y todas las ciudades y regiones, los retenía en-
cadenados en prisión y el cautiverio era de una crueldad propia de
tiempos pasados. Cuando se enteró el soberano de su reclusión y de
las desgracias que les habían sobrevenido, se le desgarró el corazón y
se entregó por entero a su rescate. Mandó buscar a Nicetas Panuco-
mites y lo despachó hacia el babilonio con riquezas, tras entregarle
una carta para él mediante la cual reclamaba a aquellos condes cau-
tivos con la promesa de abundantes beneficios si los soltaba de sus
cadenas y los liberaba. El babilonio, una vez hubo visto a Panuco-
mites, oído el mensaje entero del soberano y abierto su carta, soltó
a los condes de sus cadenas y los excarceló de su prisión. Pero, no
solo les concedió la libertad completa, sino que los entregó y envió
al soberano sin aceptar ni una parte de las riquezas enviadas. Dios
sabrá si lo hizo ya fuera porque no eran suficientes para el rescate
de tantos hombres, ya fuera por escapar de las sospechas de venali-
dad y no dar la apariencia de cederlos a cambio de dinero, sino por
prestarle al emperador un favor honesto y en buena ley, ya fuera por
desear mayores riquezas.
4. Cuando el emperador vio su llegada, se admiró enormemente
de la actitud del bárbaro y quedó asombrado. Puesto al corriente el
emperador, tras un minucioso interrogatorio sobre lo que les ha-
bía sucedido, de cómo durante ese prolongado periodo de tantos
meses en los que estuvieron prisioneros, ni una vez habían visto el
sol, ni les habían soltado las cadenas, y que habían aguantado tan-
to tiempo sin tomar para nada alimentos variados, sino solo pan y
agua, se lamentó de sus sufrimientos, derramó cálidas lágrimas y
enseguida los consideró merecedores de suma atención, razón por
la que les entregó riquezas, los proveyó de un amplio vestuario, los
invitó al baño y lo dispuso todo para que se rehicieran de tan gran-
des penalidades. Ellos, que habían sido antes enemigos, adversarios,
transgresores de juramentos y promesas, se alegraban de los favores
que recibían del soberano y se daban cuenta de su grandísima mag-
nanimidad hacia ellos.
451
5. Pasados unos días, los mandó buscar y les dijo: «Os doy en
adelante licencia para que os quedéis en esta ciudad junto a noso-
tros el tiempo que deseéis. Pero si alguno se acuerda de su hogar
y quiere marcharse, que emprenda sin obstáculos el camino a su
casa tras despedirse de nosotros y así, provisto de riquezas y de los
demás recursos precisos, organice bien su partida. Sencillamente,
quiero que tengáis licencia para quedaros o marcharos y para que
obréis como hombres libres según vuestro propio criterio». Durante
una temporada, como hemos dicho, los condes permanecieron jun-
to al soberano regalados con todo tipo de atenciones y renuentes a
apartarse de su lado. Pero, debido a que Bohemundo, como nuestra
historia ha mostrado arriba, tras su llegada a Longibardía se apresu-
raba a reunir más tropas que las reclutadas en anteriores ocasiones,
profería innumerables invectivas contra el soberano a lo largo de su
recorrido por todas las ciudades y países, y abiertamente se dedicaba
a proclamarlo pagano y convencido colaborador de los paganos, el
soberano, puesto al corriente de esos hechos, mandó a casa a los ci-
tados condes repletos de presentes, porque estaban a punto de partir
hacia sus países conforme a su propio deseo y para que sirvieran de
refutación contra las hostiles proclamas de Bohemundo.
6. Él partió presurosamente hacia Tesalónica, con intención de
instruir a los nuevos reclutas en el arte militar y, al tiempo, para
impedirle a Bohemundo su anunciada travesía desde Longibardía
hacia nuestros territorios. Así pues, una vez se hubieron marchado
aquellos condes, pasaron a ser testigos auténticos contra Bohemun-
do, quienes lo calificaban de embustero y de persona que ni por
casualidad decía la verdad. Y lo rebatían en su cara con frecuencia,
proscribiéndolo en cada ciudad y en cada país, y poniéndose a sí
mismos como testigos fidedignos.
452
equivalente a la masa de los celtas para afrontarla, no perdía el tiem-
po ni se echaba atrás. Antes bien, mandó buscar a los hombres de
Celesiria, es decir a Cantacuzeno y Monastrás. Uno era gobernador
de Laodicea y el otro de Tarso. Aunque los mandase llamar de allí,
no dejó sin defensa los países y ciudades puestos bajo su gobierno.
Envió a Petzeas a Laodicea con otras fuerzas. A Tarso y a todas las
ciudades y regiones bajo el mando de Monastrás envió a Aspietes.
Era este hombre noble, de origen armenio y de los afamados por su
valentía, como los rumores proclamaban por aquel entonces, si bien
en aquella ocasión no demostró que fuera así, al menos en cuanto a
su capacidad como estratega.
2. Durante su etapa como gobernador de Antioquía, Tancredo,
a quien nuestra historia ha dejado antes en Siria, difundía continuos
rumores sobre su pronta llegada a Cilicia con intención de atacarla
y arrebatarla de manos del emperador, ya que era suya y se la había
quitado con su lanza a los turcos. No solo divulgaba por todas par-
tes semejantes rumores, sino incluso profería amenazas peores que
aquellas mediante cartas que a diario entregaba a Aspietes. Y no solo
amenazaba, sino incluso ofrecía adelantos de sus amenazas y prome-
tía llevarlas a cabo cuando tuviera reclutadas de todas procedencias,
entre armenios y celtas, tropas que él disciplinaba a diario con vistas
a las batallas y a los combates. En ocasiones, destacaba algunos hom-
bres para que realizaran incursiones, mostrando el humo antes que
el fuego. Y, preparando máquinas de asedio, se aprestaba con todos
los medios para el cerco.
3. Esto era lo que hacía él. Pero Aspietes, el armenio, permanecía
relajado, como si no existieran amenazas de nadie, ni temores, ni se
cerniera tan enorme peligro, mientras abusaba de fortísimas bebidas
durante la noche. Por muy valiente y esforzado servidor de Ares que
fuera, cuando arribó a Cilicia, lejos del poder de su señor y dueño él
de los asuntos públicos, se entregó a todo tipo de placeres. De este
modo, el famoso armenio, afeminándose y viviendo muellemente,
cuando llegó el momento del ataque, se presentó como un hombre
reblandecido frente a Tancredo, un soldado muy resistente. Los oí-
dos de Aspietes no se alteraron ante los truenos de sus amenazas, ni,
453
una vez llegado en medio de la devastación de Cilicia aquel portador
del rayo, prestaba atención a sus relámpagos.
4. Tancredo, tras partir de Antioquía a la cabeza de un numeroso
ejército, lo dividió en dos cuerpos. Uno lo envió por tierra en direc-
ción a las ciudades de Mopso3 y otro lo embarcó en trirremes y lo
transportó por mar hacia el río Sarón4. Este río fluye desde las mon-
tañas del Tauro, corre por medio de las dos ciudades de Mopso, la
destruida y la que está en pie, y desemboca en el mar de Siria. Desde
allí las naves de Tancredo, que se habían aproximado navegando a
la desembocadura de este río, remontaron corriente arriba hasta los
puentes que comunican ambas ciudades. La ciudad acabó siendo
cercada por ambos frentes y estando a merced del ejército. Así, unos
podían fácilmente plantear un combate naval ante la ciudad y quie-
nes la hostigaban por tierra podían combatir con la infantería por
el otro flanco.
5. Aspietes, como si no pasara nada raro, ni zumbara en torno a
la ciudad un enorme enjambre de soldados, se preocupaba poco de
estos hechos por haberle ocurrido yo no sé qué y por comportarse
de manera indigna a su valentía. Esta actitud lo hizo muy odioso
para el ejército imperial. ¿Qué deberían sufrir las ciudades cilicias
asoladas por semejante hombre? Pues por lo demás, Tancredo se ha-
bía convertido en el más vigoroso de los suyos y en uno de los más
ampliamente admirados por su experiencia militar. Era el general
del que nadie podía escaparse a la hora de asediar ciudades.
6. Alguien podría preguntarse, llegado a este punto, cómo no
advirtió el emperador la impericia militar de Aspietes. Yo podría
salir en defensa de mi padre diciendo que lo señalado de su linaje
había convencido al soberano, de modo que la brillantez del lina-
je y el prestigio del nombre pudieron contribuir al mando de As-
pietes. Este procedía de los Arsácidas5, cuya jefatura ostentaba, y
454
era descendiente de un linaje real. Por ello, lo consideró a la altura
del cargo de estratopedarca de todo el oriente y lo elevó a muy des-
tacados puestos, sobre todo al haber recibido pruebas de su valor.
7. Efectivamente, con ocasión de la guerra que el soberano, mi
padre, como he recordado, sostuvo con Roberto, un celta durante
un enfrentamiento en la famosa guerra después de alzar su lanza por
encima de sus hombros y espolear su caballo cayó como un rayo so-
bre Aspietes. Él, tras aferrar su espada recibió la violenta acometida
del celta y encajó un certero lanzazo que le traspasó los pulmones y
le atravesó la espalda. Sin embargo, él, sin ser derribado aún por el
golpe ni verse caído de la silla, se afirmó en ella con mayor solidez,
golpeó al bárbaro en el yelmo y le dividió en dos la cabeza y el yel-
mo. Cayeron ambos de sus caballos, el celta muerto y Aspietes res-
pirando aún. Sus hombres lo recogieron, lo llevaron completamente
exangüe con sumo cuidado a presencia del soberano y mientras le
mostraban la lanza y el golpe, le iban explicando la muerte del celta6.
No sé cómo, el soberano, que se había acordado por aquel entonces
de aquella heroica actuación y de su audacia, y que asoció a estas el
linaje y el renombre de su linaje, lo envió como un aguerrido general
a Cilicia contra Tancredo con el cargo de estratopedarca, como antes
he dicho.
455
como arriba se dijo, y encaminarse hacia el interior de las regio-
nes occidentales, llegó a Tesalónica en el mes de septiembre de la
decimocuarta indicción, cuando corría el vigésimo8 año desde que
asumiera las riendas del imperio.
2. Obligó a la augusta a que partiera con él. Su carácter era tal,
que no deseaba en absoluto aparecer en público, sino que vivía fre-
cuentemente aislada y entregada a sus tareas, me refiero a la lectura
de santos varones, la meditación, las buenas obras, la caridad con
las gentes, sobre todo con aquellos que sabía por su hábito y su
forma de vida que servían a Dios. También se daba a la oración y a
los cantos de antífonas9. Cuando iba a aparecer en público por una
necesidad insalvable en su calidad de emperatriz, se llenaba de pudor
y florecía inmediatamente el sonrojo en sus mejillas.
3. La filósofa Téano10 a uno, que le había dicho en tono burlón
al verle el codo desnudo: «Es un hermoso codo», le respondió: «Pero
no es para el público». Del mismo modo, a la emperatriz, mi madre,
imagen de la dignidad, hogar de santidad, no le gustaba que el codo
o la mirada fueran de dominio público y ni siquiera deseaba destinar
su voz a oídos que no fueran los habituales. Tan enorme y admirable
prueba de pudor daba ella. Pero, ya que contra el destino, dicen, ni
siquiera los dioses luchan11, se vio forzada a acompañar al empera-
dor en sus continuas campañas.
4. La retenía dentro del palacio imperial su innato pudor, pero
el afecto hacia el soberano y su ardiente amor por él la sacaban del
palacio a pesar de no ser su deseo. Las causas eran las siguientes. Pri-
mero, porque la enfermedad que le había atacado los pies requería
456
de muchísimas atenciones. El soberano tenía agudos dolores por el
penoso estado de sus pies y no consentía más contacto que el de mi
madre y señora. Lo trataba con solicitud y gracias a su diestro tacto
aliviaba algo los dolores de sus pies. Aquel emperador (y que nadie
me reproche hablar sobre mí misma, pues admiro a mi familia; tam-
poco se me desprecie por mentir acerca del soberano, porque digo
la verdad) ponía todo lo relacionado consigo mismo y tocante a él
detrás de la salvaguarda de las ciudades. Nada lo apartaba del amor
a los cristianos12, ni dolores, ni placeres, ni las penalidades de la gue-
rra, ni ninguna otra cosa pequeña o grande, ni los rayos del sol, ni
la violencia de las tempestades, ni los ataques de diversos bárbaros.
Antes al contrario, era inflexible frente a todas estas circunstancias
y, aunque se abatiera por los ataques de las enfermedades, se erguía
para socorrer al estado.
5. La segunda y más importante razón por la que la emperatriz
acompañaba al soberano era que, habida cuenta de los numerosos
conspiradores que brotaban por doquier, se precisaba de una ex-
haustiva vigilancia y de la energía de mil ojos. Incluso la noche cons-
piraba contra él, el mediodía y la tarde le planteaban algún tipo de
conflicto y la mañana le urdía las peores asechanzas, testigo es Dios
de esto. ¿Acaso el emperador no debía ser protegido por incontables
ojos cuando tantos malvados conspiraban, unos acribillándolo con
dardos, otros afilando sus espadas, otros, cuando no podían hacer
nada más, soltando una lengua injuriosa y difamándole?
6. ¿Con qué aliado hubiera debido contarse de no ser con su
natural consejera? ¿Quién mejor que ella vigilaba en favor del sobe-
rano y recelaba de sus conspiradores? ¿Quién mostraba agudeza para
ver su conveniencia y mayor agudeza para descubrir lo que maqui-
naban sus enemigos? Por todas estas razones, mi madre lo era todo
en todas las cosas para mi padre y señor. De noche, una vigilante
mirada y de día, un guardián muy ilustre, un buen antídoto para las
asechanzas de la mesa y un remedio eficaz contra el veneno de los
alimentos. Esas razones alejaban de ella su natural pudor y le daban
valor ante los ojos de los hombres, si bien tampoco entonces dejaba
12 Romanos, VIII 35.
457
en el olvido su acostumbrado decoro y se daba la circunstancia de
que era una desconocida para la mayoría de la gente por su aspec-
to, su silencio y su interés en la propia intimidad. Solo un indicio
mostraba que la emperatriz seguía al ejército, la camareta portada
por dos mulas con el velo imperial corrido. Por lo demás, su sagrada
persona permanecía oculta.
7. Todos sabían que únicamente eran eficaces contra la dolencia
del emperador unos cuidados extraordinarios, una vigilancia incan-
sable sobre él, una mirada despierta y que no se dejaba vencer por las
circunstancias que inducían al sueño. Cuantos de nosotros éramos
leales al soberano trabajábamos y ayudábamos a nuestra madre y
señora en las atenciones hacia él, cada uno como podía, con toda su
alma y sus fuerzas, sin darse en modo alguno al sueño. Quede esto
escrito sin la más mínima vacilación contra quienes lo ridiculizaban
y para las lenguas injuriosas. Pues hacen culpable al inocente (este
rasgo del carácter humano lo conoce también la Musa de Home-
ro13), denigran las buenas obras y someten a reproches la conducta
irreprochable.
8. Pues bien, ella seguía a la expedición militar que se había em-
prendido en aquella ocasión (el emperador llevaba a cabo su ofensi-
va contra Bohemundo) tanto voluntaria, como involuntariamente.
La emperatriz no debía verse envuelta en un enfrentamiento con el
ejército bárbaro. ¿Cómo podría ser posible? Este gesto sería digno
de Tomiris14 y de Esparetra de Masagétide15, pero no de mi madre
458
Irene. Su valor se encauzaba en otra dirección, y se armaba, pero no
con la lanza de Afrodita y el casco de Ares. Ella tenía por escudo,
broquel y daga el enfrentarse rectamente a las adversidades y ase-
chanzas de la vida (conocedora la emperatriz de que se ciernen sobre
los emperadores), la energía en el momento de obrar, un rechazo
muy firme de las pasiones y una fe sincera propia de Salomón. De
este modo y para tal tipo de guerras estaba preparada mi madre. En
los demás aspectos, era la más pacífica, haciendo honor a su nom-
bre16.
9. Dado que iba enfrentarse a los bárbaros, el emperador dirigía
su atención hacia los preparativos para el combate y se proponía
como objetivo consolidar unas fortalezas y reforzar otras, y se apre-
suraba sin descanso a dejar todos los recursos que serían empleados
contra Bohemundo en excelentes condiciones. Se hacía acompañar
también de la emperatriz. De un lado, por su propio interés y por las
razones a las que hemos aludido; de otro, porque aún no existía peli-
gro y no había llegado el momento del combate. Una vez hubo reco-
gido ella las monedas de oro y de otro metal y algunas otras riquezas
que poseía, salió de la ciudad. Mientras hacía el camino, a su paso
desplegaba una mano generosa con todos los mendigos, andrajosos
y desnudos. No había nadie que le pidiese algo y se marchara de
vacío. Cuando llegaba a la tienda asignada a ella y se encontraba en
su interior, no se dedicaba a descansar, sino que la abría y concedía
paso franco a los mendigos. Era muy accesible a ese tipo de personas
y les permitía que la vieran y la oyeran. Pero no se contentaba solo
con repartir dinero a los pobres, sino que también les prestaba los
mejores consejos. A cuantos veía con cuerpos vigorosos y que lleva-
ban una vida dejada, los incitaba a que cubrieran sus necesidades
mediante el trabajo y la actividad, y no vagaran pidiendo de puerta
en puerta abatidos por su incuria.
10. Ningún acontecimiento apartaba a la emperatriz de seme-
jante labor. Si David a los ojos de todos mezclaba la bebida con
sus lamentos17, nuestra emperatriz, por su parte, mezclaba de
16 «Irene» [Εἰρήνη] significa «paz» en griego.
17 Salmos, 101 10.
459
forma evidente día a día la comida y la bebida con la piedad. Mucho
hubiera podido hablarse de nuestra emperatriz, si el hecho de que
yo sea su hija no levantara sospechas de falsedad y de complacencia
con nuestra madre. A los que así opinan, les presentaré los aconteci-
mientos que testimonian la veracidad de mis palabras.
18 Febrero-marzo 1106.
19 El eparca de Constantinopla era el máximo cargo al frente de la ciudad. En
el caso de este Basilio, probablemente, se tratara de un monje porque vivía en
un convento. De las palabras de Ana Comnena se deduce que era aficionado a la
astronomía.
460
a su residencia (un templo construido antaño bajo la advocación
del evangelista Juan). Cuando el sol se ocultaba, observaba el astro.
Y ocurrió que, agotado y cansado por las reflexiones, se durmió y
entonces vio al santo vestido con el hábito sacerdotal. Él se alegró y
no creía ya contemplar un sueño, sino una visión real. Es por lo que,
tras reconocer al santo, asustado le pedía humildemente que le diera
a conocer lo que anunciaba el astro. Aquel dijo que vaticinaba la
movilización de los celtas: «Y su desaparición marcará su disolución
en algún lugar».
3. Tales fueron los hechos relacionados con la aparición del as-
tro. El emperador, una vez hubo llegado a Tesalónica, como nuestra
historia ha contado arriba, se preparaba contra la llegada por mar de
Bohemundo instruyendo a los nuevos reclutas en tensar el arco, dis-
parar flechas contra un blanco y protegerse con el escudo. Preparaba
también contingentes de tropas extranjeras procedentes de diversos
lugares mediante cartas para que acudiesen sin tardanza cuando la
ocasión lo requiriese. Tomaba abundantes precauciones en el Ilírico,
fortificando la ciudad de Dirraquio y poniendo a su frente a Alejo,
el segundo hijo del sebastocrátor Isaac. Al mismo tiempo, ordenó
que fuera aparejada una escuadra en las islas Cícladas, en las ciuda-
des costeras de Asia y en Europa misma. Aunque muchos pusieran
objeciones a la construcción de la escuadra porque la presencia de
Bohemundo no servía aún de acicate, él no se dejaba persuadir y
afirmaba que el general debía estar permanentemente alerta y no to-
mar medidas solo contra lo que tiene frente a sus narices, sino saber
ver más lejos, y que no debía parecer dispuesto a ahorrar dinero si
la ocasión exigiese lo contrario, y con mayor razón cuando intuye el
ataque de un enemigo.
4 Así pues, una vez hubo dispuesto todo magistralmente, partió
de allí y llegó a Estrumpitza20 y desde allí se dirigió a su vez a Eslopi-
mo. Nada más enterarse de la derrota de Juan el hijo del sebastocrá-
tor, que había sido enviado contra los dálmatas, despachó suficientes
fuerzas en su auxilio. Como consecuencia, Bolcano, que era muy
pérfido, pidió la paz al emperador y expidió a los rehenes solicitados.
20 Hoy, Strumica, en Macedonia.
461
Tras haber permanecido él durante un año y dos meses en aquel lu-
gar y como había sido informado de que Bohemundo esperaba aún
en sus dominios de Longibardía, ante la proximidad del invierno
devolvió a los soldados a sus casas y él marchó a Tesalónica. Mientras
estaba llegando a Tesalónica nació en Balabista21 el primero de los
hijos varones del porfirogéneto y emperador Juan22, acompañado en
el parto por una hembra. Una vez hubo celebrado allí la conmemo-
ración del gran mártir Demetrio23, regresó a la capital.
5. Entonces sucedió lo siguiente. En el foro de Constantino ha-
bía una estatua de bronce orientada hacia levante sobre una preciosa
columna de pórfido. Sostenía un cetro en su mano derecha y llevaba
en la izquierda una esfera de bronce. Se decía que era la estatua de
Apolo, pero creo que los habitantes de Constantinopla la denomi-
naban Antelio24. El famoso Constantino, grande entre los empe-
radores, padre y señor de la ciudad, le dio su nombre con el título
de estatua del emperador Constantino. No obstante, prevaleció el
nombre puesto en origen a la estatua y todos la llamaban Anelio o
Antelio. Unos vientos fortísimos, que soplaban de África, la tiraron
inesperadamente de su pedestal y la precipitaron en tierra en el mo-
mento en que el sol aún andaba por la constelación de Tauro. El he-
cho no pareció un buen augurio a la gente y, en particular, a quienes
no estaban a bien con el soberano. Murmuraban que lo acontecido
presagiaba la muerte del soberano. Pero este decía: «Sé que hay un
único Señor de la vida y de la muerte y no puedo creer bajo ningún
concepto que las caídas de estatuas provoquen la muerte, pues cada
vez que un Fidias, por ejemplo, u otro escultor esculpiera un estatua
trabajando con su cincel sobre la piedra, ¿resucitaría a muertos y
462
también crearía seres vivos? Y si eso es así, ¿qué dejaríamos al Crea-
dor de todas las cosas? Pues Él dice: `Yo mataré y daré la vida´25, y no
la caída o la erección de tal o cual estatua». En efecto, todo lo ponía
en manos de la providencia de Dios.
463
cuando no la había, buscaba con desvelo el modo de hacerla retor-
nar. Era él por naturaleza pacífico, pero las circunstancias lo obli-
gaban a ser el más belicoso. Yo misma afirmaría con toda seguridad
respecto a esta persona que el imperio de los romanos, tras haber
perdido durante mucho tiempo su conciencia imperial, solo con él
volvió a recobrarla, como si aquella fuera la primera ocasión en que
se le prestara hospitalidad dentro del estado romano.
3. Como decía al iniciar esta obra, me quedo admirada de
cómo se desbordó la cuestión de la guerra. Era digno de verse
cómo en todas las partes del interior y del exterior se producían
alborotos. Pero el emperador Alejo preveía las intenciones ocultas
y secretas de sus enemigos y conjuraba los quebrantos con todo
tipo de medios, enfrentándose a los sediciosos del interior y a los
bárbaros del exterior, adelantándose con su perspicacia a las cons-
piraciones de los conspiradores y reprimiendo sus embates. Perso-
nalmente, yo creo, basándome en el curso de los acontecimientos,
que ese era el sino del imperio, porque las estructuras del estado
se hallaban convulsionadas y todo el resto del mundo había enlo-
quecido en contra del imperio de los romanos en una situación
parecida a la de alguien que se encuentra en un momento tan crí-
tico, que se ve acosado por extranjeros y a la vez atormentado por
sus compatriotas y físicamente agotado, pero al que la Providencia
lo levanta para que responda a las adversidades de toda proceden-
cia, tal como debía comprobarse en aquellos momentos. Y es que
el bárbaro Bohemundo, a quien hemos citado con frecuencia, se
disponía a marchar contra el estado romano a la cabeza de una
importantísima expedición y alzaba en armas una muchedumbre
de rebeldes procedentes de todos sitios, como he dicho más arriba
en el preámbulo de este capítulo.
4. Eran cuatro en total quienes iniciaron la conjura, de ape-
llido Anemas y de nombre Miguel uno, otro León, otro (...) y
otro (...). Eran hermanos, primeramente por su sangre y en aque-
lla ocasión también por sus intenciones, pues todos coincidían en
el mismo fin, matar al soberano y apoderarse del cetro imperial.
Los secundaban también otros nobles, los Antíocos, que eran de
464
ilustre linaje, los conocidos por Exazeno, Ducas y Hialeas, los va-
rones más animosos que nunca nacieron para combatir, y además
Nicetas Castamonites, un tal Curticio y Jorge Basilacio. Estos eran
los principales conspiradores del estamento militar. A su vez, del
senado figuraban Juan Salomón, al que por la abundancia de sus
riquezas y la brillantez de su linaje, Miguel, que hacía la labor
de jefe del cuarteto de los Anemas, le prometió engañosamente
ungirlo emperador. Este Salomón, que pertenecía a la élite de la
aristocracia senatorial, era el más bajo de estatura y el de tempe-
ramento más ligero, tanto entre sus colegas, como entre quienes
lo habían engañado. Creía haber llegado a la cumbre en las disci-
plinas aristotélicas y platónicas, pero de hecho no había logrado
ningún correcto conocimiento sobre la filosofía y más bien estaba
cegado por lo abrumador de su ligereza.
5. Se dirigía, pues, a toda vela hacia el control del imperio, como
si fuera impulsado por los vientos de los citados Anemas. Pero estos
eran en todo unos impostores. Los partidarios de Miguel no con-
taban con alzarlo al trono (¡faltaría más!), sino que aprovechaban
la ligereza del hombre y su fortuna personal para su propio interés.
Mientras drenaban las corrientes de su oro, se ganaron a aquel va-
nidoso con la esperanza de cederle el mando del imperio con la in-
tención de que, si las cosas marcharan por buen camino y los Hados
fijaran en ellos benevolentemente sus ojos, tras un breve periodo de
gloria y ventura, le darían un codazo, se lo quitarían de encima y
ellos por su cuenta se adueñarían del cetro. No obstante, los térmi-
nos en los que se dirigían a él no contenían mención del asesinato
del soberano y no aludían a la necesidad de desenvainar la espada,
ni al enfrentamiento ni a la lucha, a fin de no atemorizar pronto al
hombre, ya que sabían que se acobardaba como nadie ante la idea de
cualquier tipo de violencia. En suma, abrazaron al citado Salomón
como el elemento más importante de todos. También se unieron en
secreto a la facción Esclero y Jero, que acababa de dejar entonces la
eparquía de Constantinopla.
6. Pero Salomón, que tenía un carácter bastante simple, como
arriba se ha dicho, y que no comprendía nada de las acciones de
465
Exazeno, Hialeas y los propios Anemas y, creyendo ser ya poseedor
del imperio de los romanos, hacía tratos con algunas personas y las
seducía atrayéndoselas con promesas de regalos y dignidades. En
una ocasión, cuando Miguel Anemas, el director del drama, mar-
chaba a su encuentro, lo vio dialogando con uno y le preguntó sobre
qué estaban hablando. Salomón con su habitual simpleza dijo: «Nos
ha pedido un título y ha recibido mi promesa de concedérselo. Por
ello, se ha comprometido a colaborar con nosotros en nuestro plan
común». Aquel, tras haber reprobado su loca conducta y presa del
miedo, no frecuentó su compañía como antes al percatarse de que
no había nacido para contener su lengua.
466
mármol y la puerta de la capilla que daba a este se hallaba abierta
para todos los que quisieran entrar. Por ello, en su plan figuraba la
idea de penetrar en el interior de la capilla por allí, echar abajo las
puertas que cerraban la cámara imperial y, posteriormente, una vez
dentro, matar con la espada al soberano.
3. Pero aquellos asesinos ultimaban estos proyectos en contra
del que ningún mal les había infligido y Dios les hizo fracasar en
su plan. La conjura fue revelada por alguien al soberano y al punto
se mandó buscar a todos. El emperador ordenó que primeramente
fueran conducidos a palacio Juan Salomón y Jorge Basilacio para
situarlos cerca de la cámara en la que él se encontraba rodeado de
sus parientes, a fin de que se los sometiera a interrogatorio, ya que
sabía hacía tiempo por algunas personas que ellos eran de corta
inteligencia y por esto, creía, se pondría fácilmente al corriente de
los planes. Pero, a pesar de ser sometidos a un continuo interroga-
torio, negaban las acusaciones. El sebastocrátor Isaac intervino y,
fijando su mirada en Salomón, dijo: «Conoces bien, Salomón, la
bondad de mi hermano y emperador. Si revelas la totalidad de los
planes, enseguida se te perdonará; pero si no lo haces, se te aplica-
rán tormentos insufribles». Aquel lo miró fijamente, observó a los
bárbaros que rodeaban al sebastocrátor, con las espadas de doble
filo sobre sus hombros27 y, atemorizado, se apresuró a revelarlo
todo. Acusó a sus cómplices, pero afirmando con vigor que no
sabía nada del asesinato. Luego se les encarceló por separado, tras
ser puestos a disposición de los funcionarios de palacio a cargo de
su custodia.
4. También los demás fueron interrogados sobre la conjura.
Una vez hubieron confesado todo sin ocultar el proyectado asesi-
nato y se hubo reconocido la conspiración por parte de estos mi-
litares, especialmente por el cabecilla de la revuelta, Miguel Ane-
mas, que aspiraba a asesinar al soberano, todos fueron deportados
y confiscados sus bienes. La casa de Salomón, que era espléndida,
fue entregada a la augusta; pero ella, haciendo gala de su bondad
a San Demetrio.
27 La guardia varega.
467
en tales trances y conmovida por los lamentos de la esposa de Sa-
lomón, se la entregó en donación sin haberle sustraído ni una pe-
queña parte.
5. Encarcelaron a Salomón en Sozópolis28. Ordenó que se les
cortara a rape el pelo de la cabeza y el de la barba a Anemas y a sus
cómplices por ser los principales responsables y que marcharan en
cortejo por medio de la plaza y luego, que se les sacasen los ojos.
Los ejecutores los agarraron, los vistieron con túnicas, les adorna-
ron la cabeza con intestinos de bueyes y ovejas al modo de ínfulas,
los condujeron a los bueyes y, tras montarlos no a horcajadas, sino
a un lado, los estuvieron paseando por el patio del palacio impe-
rial. Unos maceros saltando ante ellos gritaban y cantaban una
graciosa cancioncilla apropiada al cortejo y compuesta en lengua
vulgar. La canción pedía que se invitase a todo el mundo a venir
para que vieran a esos hombres cornudos, sediciosos y que habían
afilado sus espadas contra el soberano.
6. Todos, sin importar la edad, acudían a ver semejante espec-
táculo, de modo que también nosotras, las hijas del emperador,
salimos y contemplamos el espectáculo a escondidas. Cuando la
gente pudo ver que Miguel miraba al palacio y levantaba las manos
suplicantes al cielo pidiendo con el gesto que le fueran separados
los brazos de los hombros, las piernas de los glúteos y que fuera
seccionada su cabeza, a todo ser vivo le brotaban las lágrimas y
los lamentos, especialmente a nosotras, las hijas del emperador.
Yo, con el deseo de librar al hombre de aquel tormento, llamé
repetidas veces a la emperatriz, mi madre, para que contemplara
el cortejo. Nos ocupábamos de esos hombres por causa del empe-
rador, para que no se viera privado de tan excelentes militares y
en especial de Miguel, en tanto en cuanto había sido pronunciada
contra él una condena más dura.
7. Como decía, al ver yo cuánto lo estaba humillando la des-
gracia, forzaba a mi madre para que intentara de algún modo librar
a los hombres del desastre que ya les era inminente. Los ejecutores
hacían el camino con bastante lentitud, buscando ocasión para el
28 En Tracia, a orillas del Mar Negro.
468
perdón de los criminales. Ante su demora en presentarse (se en-
contraba sentada al lado del soberano en el lugar donde, frente a
una imagen de la Virgen, rezaban juntos las oraciones destinadas a
Dios), bajé y me situé al otro lado de las puertas. Temerosa porque
no me atrevía a entrar, llamé con una señal a la emperatriz. Final-
mente, ella me hizo caso y subió. Cuando vio el espectáculo que
estaba ofreciendo Miguel, prorrumpió en lamentos, retornó entre
cálidas lágrimas junto al emperador le rogó repetidas veces que le
perdonara los ojos a Miguel.
8. Sin esperar un instante, se envió al hombre que debía detener a
los verdugos. A pesar de su rapidez, los alcanzó dentro del lugar llama-
do «Las Manos», que, una vez atravesadas, no libran a nadie del cum-
plimiento del castigo. Los emperadores fijaron esas manos de bronce
en un sitio elevado, en una alta bóveda de piedra. Su deseo era que si
un condenado a muerte por la ley iba pasando por debajo de ellas y en
el camino le llegaba la concesión del indulto imperial, se librara de la
pena. Era como si las manos dieran a entender que el emperador los
había vuelto a abrazar, los había retenido por entero con sus manos y
aún no se habían librado de las manos de su clemencia. En el caso de
que se traspasaran, era señal de que a partir de ahí el poder imperial
los había desahuciado.
9. En suma, la suerte de los condenados depende de los Hados,
que yo estimo es una opción decidida por Dios, cuyo auxilio debemos
invocar. Pues o el anuncio del perdón les llega a estos desgraciados a su
paso por las manos y se ven libres de la pena, o, una vez atravesadas las
manos, han perdido la oportunidad de salvarse. Yo todo lo atribuyo
a la Divina Providencia, que también en aquellos momentos salvó a
aquel hombre de perder la vista. Al parecer, Dios nos movió entonces
a la clemencia. En efecto, el portador del mensaje de la salvación se
apresuró y le entregó la nota del indulto a los que conducían a Miguel
dentro de la bóveda, donde están fijadas las manos de bronce y, tras
hacerse cargo de este, llegó a la torre que existe cerca de palacio y lo
encerró allí. Así se le había dado orden de actuar.
469
VII. Rebelión de Gregorio Taronites29 en Trapezunte y actitud
clemente del emperador hacia él.
470
parientes y allegados del soberano. Al percatarse el soberano por esa
carta de que él iba de mal en peor, de que se había vuelto comple-
tamente loco, desahuciándolo ya sin reservas, cuando transcurría la
decimocuarta indicción33, envió contra él a Juan34, el sobrino de su
hermana primogénita y primo por parte de padre del rebelde, en
principio para facilitarle con sus consejos el mejor medio de obtener
su salvación, confiado en que lo obedecería gracias a la cercanía de
su parentesco y a su sangre común. Si no aceptaba, debía enfrentarse
a él por mar y tierra al mando de una nutrida tropa.
3. Cuando Gregorio Taronites se enteró de su llegada, salió y
marchó en dirección a Colonea35, una localidad muy fortificada e
inexpugnable, con intención de hacer llamar en su auxilio a Tanis-
manes36. Durante su camino, Juan se enteró de ello, separó de su
ejército a los celtas y a la élite de las tropas romanas, y los mandó
contra él, con quien libraron una violenta batalla nada más darle
alcance. Dos valientes soldados que se lo encontraron, lo capturaron
tras haberlo derribado a lanzazos de su caballo. Luego, así cautivo, lo
condujo Juan al soberano y le juró que en absoluto lo había mirado
ni dirigido la palabra durante el camino. Sin embargo, intercedía
por él insistentemente ante el emperador, ya que este fingía querer
privarlo de la vista.
4. A duras penas descubrió su fingimiento el soberano, acce-
diendo a partir de ese instante a los ruegos de aquel, y recomendó
no divulgar su decisión. Al cuarto día ordenó que se le pelaran a
rape los cabellos de su cabeza y de su barba, que fuera conducido
en medio de la plaza y que fuera luego conducido con aquel aspecto
dentro de la citada Torre de Anemas. Como a pesar de su reclusión
continuaba siendo un insensato y lanzaba diariamente locas profe-
cías a los guardianes, el soberano gracias a su infinita bondad pensó
que merecía amplia atención, de modo que cambiase y diera alguna
471
señal de arrepentimiento. Pero él volvía a adoptar idéntica actitud y
hacía llamar a mi césar continuamente, ya que era desde hacía tiem-
po amigo nuestro. El soberano accedía a ello para que lo sacara de
su profundo desánimo y le brindara sus mejores consejos. Pero él se
mostraba lento en su avance hacia una transformación positiva, por
eso permaneció más tiempo encarcelado. Posteriormente, se pensó
que merecía el indulto y estuvo gozando de tantas atenciones, pre-
sentes y honores, como nunca antes lo hiciera de acuerdo con el ca-
rácter del que hacía gala mi emperador en semejantes circunstancias.
472
hacia el Ilírico. Pero no quedó ahí la cosa, incluso hizo caso omiso
a las órdenes recibidas y atravesó el mar en dirección a Hidrunte38,
que es una ciudad costera de Longibardía. Esta ciudad tenía por
gobernadora a una mujer, que no sé si era madre de Tancredo, como
se afirmaba, o hermana del muy citado Bohemundo o no tenía nada
que ver con ambos, pues ignoro por completo si el parentesco de
Tancredo con Bohemundo era por parte de padre o de madre.
3. Tras arribar allí y atracar las naves, intentaba apoderarse de
las murallas y llegó casi a tenerlas en sus manos. Cuando comprobó
este hecho, la mujer que residía en el interior y que era inteligente y
firme en su carácter, en cuanto fondearon allí las naves, se apresuró
a llamar con emisarios a uno de sus hijos. Como toda la flota con-
fiaba ya en que tenían en sus manos la ciudad y pronunciaban todos
la aclamación al emperador, también aquella mujer, dada la crítica
situación en la que se hallaba, ordenó hacer lo mismo a los del inte-
rior. Al mismo tiempo, envió una embajada a Contostéfano, que le
transmitió la sumisión al soberano y prometía suscribir un tratado
de paz y acudir a su encuentro para departir sobre sus proyectos a
fin de que él se lo hiciera saber todo al soberano. Urdía semejantes
tretas, dejando en suspenso el plan de Contostéfano, por si llegaba
su hijo entre tanto y entonces, tras desmontar el escenario, como
dicen los trágicos, pudiera afrontar la batalla.
4. Mientras las aclamaciones del interior se fundían con las del
exterior y se generalizaban en los alrededores, gracias a que aquella
belicosa mujer, valiéndose de palabras y promesas embusteras, había
dejado en el aire el plan de Contostéfano, como se ha dicho, llegó el
hombre que esperaba en unión de los condes a cuyo frente marcha-
ba, quien, tras atacar en el mismo lugar a Contostéfano, lo derrotó
por completo. Todos los hombres de la flota, como desconocedores
que eran de las tácticas del combate en tierra, se precipitaron en el
mar. Los escitas, por su parte (había muchos en el ejército romano),
que se habían adelantado en busca de botín durante la batalla, según
costumbre de dichos bárbaros, tuvieron que ver cómo eran captura-
dos seis de ellos, que fueron enviados a Bohemundo y, tras haberlos
38 Otranto.
473
visto y tomándolos como un magnífico botín, partió con ellos en
dirección a Roma.
5. Tras llegar ante el trono apostólico y dialogar con el papa39,
inflamó sin reservas su ira contra los romanos y excitó la inveterada
cólera de esos bárbaros contra nuestra raza. Con idea de enfurecer
más a los italianos que rodeaban al papa, Bohemundo presentó a
los escitas capturados, como si demostrara con estos hechos que el
soberano Alejo por su hostilidad contra los cristianos estaba ali-
neando en su ejército a bárbaros infieles y a arqueros a caballo
de extraños orígenes que blandían sus armas y tensaban sus arcos
contra los cristianos. A cada palabra suya le señalaba al papa aque-
llos escitas, vestidos a la usanza escita y con el aspecto de bárba-
ros y según la costumbre de los latinos, los denominaba paganos,
mientras se burlaba de su nombre y su apariencia. Ladinamente,
se había consagrado a esta cuestión de la guerra contra cristianos,
parece ser, para convencer también a la opinión pontificia de que
se había movilizado de modo razonable en contra de la hostilidad
de los romanos y con la pretensión simultánea de reclutar espon-
táneamente a muchos hombres rudos e insensatos. ¿Qué bárbaro,
cercano o lejano, no hubiera acudido voluntariamente a la guerra
contra nosotros, cuando exhortaba a ello el parecer del pontífice y
una causa aparentemente justa armaba todo caballo, a todo hom-
bre y mano de soldado? Incitado, pues, el papa por las palabras de
ese y acorde con él, ordenó el paso al Ilírico.
6. Pero volvamos a lo de antes. Así pues, los soldados en tierra
se batían resueltamente en la batalla. A los demás los recogió el
bronco rugido del mar. Los celtas acabaron entonces por tener en
sus manos una brillante victoria. Nuestros más valientes soldados,
por su parte, y en mayor grado los de más alto linaje entre los que
se distinguían sobre todo el famoso Nicéforo Exazeno, Hialeas,
su primo Constantino Exazeno, llamado Ducas, el muy valiente
Alejandro Euforbeno y otros de su mismo rango y clase, dando
muestras de su impetuosa fuerza, se volvieron, sacaron sus espadas
y estuvieron luchando con todo vigor y empeño contra los celtas.
39 Pascual II (1099-1118).
474
Tras asumir todo el peso del combate y, tras haberlos derrotado, se
alzaron sobre ellos con una brillante victoria.
7. Aprovechando la tregua que obtuvo en las acometidas de
los celtas gracias a estas hazañas, Contostéfano soltó amarras y con
toda su flota arribó a Aulón. Como en el curso de su primera lle-
gada a Dirraquio había dispersado las naves de guerra que tenía
a sus órdenes entre Dirraquio y el lugar llamado Quimara (dista
Dirraquio de Aulón cien estadios40 y Aulón de Quimara sesenta
estadios41), pudo enterarse ahora de la inminente travesía de Bo-
hemundo. Supuso que era más previsible su paso hacia Aulón por-
que la distancia hacia Aulón era menor que hacia Dirraquio y que
debía por eso procurar la defensa de Aulón. Partió, pues, con los
otros duques, inspeccionó con detenimiento el estrecho de Aulón
y situó vigías en la cima de la llamada montaña de Jasón para que
vigilaran el mar y controlasen las naves que lo surcaban.
8. Un celta, que acababa de hacer la travesía desde la otra ori-
lla, les aseguró que el paso de Bohemundo estaba a punto de pro-
ducirse. Los Contostéfano42, cuando se enteraron de esta noticia,
asustados por la batalla naval contra Bohemundo (pues solo su
fama les aterraba), fingieron estar enfermos y precisar por ello unos
baños. Landulfo, que comandaba toda la flota y que poseía desde
mucho tiempo atrás una abundante experiencia de la guerra en el
mar y del combate naval, les recomendaba con encarecimiento que
anduvieran en permanente vigilancia y esperasen el ataque de Bo-
hemundo. Los Contostéfano, a su marcha en dirección a Quimara
para tomar los baños, dejaron como responsable de la vigilancia en
Glosa, lugar que no se halla lejos de Aulón, con una monere del
tipo excusato al llamado segundo drungario de la flota. Landulfo,
por su parte, permanecía en Aulón acompañado por un modesto
número de naves.
40 15 kilómetros.
41 9 kilómetros.
42 Eran dos hermanos, Isaac, el gran duque de la flota entre 1106 y 1107, y Es-
teban.
475
IX. Bohemundo llega al Ilírico. Inicio del sitio de Dirraquio.
1. Dispuestas así las cosas, partieron para tomar los baños o con la
excusa de tomarlos. Bohemundo, por su parte, se hizo rodear de
doce naves piratas, todas birremes y dotadas de numerosos remos
que producían con su continuo golpear en el mar un ruidoso y so-
noro rumor. Distribuyó por cada banda en torno a dicha flota naves
mercantes y encerró en su interior, como en un recinto, la flota de
guerra. Se hubiera podido decir al contemplarla y verla a lo lejos des-
de un puesto de vigilancia que esta expedición naval que iba avan-
zando era una ciudad flotante. También coincidió que la suerte le
dispensaba sus favores. En efecto, el mar estaba en calma, y de cuan-
do en cuando soplaba una ligera brisa del sur que hinchaba las velas
de las naves mercantes. Así, era fácil que hubiera un viento de cola,
que los barcos de remo avanzaran en línea recta con las embarcacio-
nes de vela y que el ruido, producido en medio del mar, sonara en
ambas orillas del mar Adriático. Tan asombroso espectáculo ofrecía
la flota bárbara de Bohemundo, que, aunque se aterrasen los hom-
bres de Contostéfano, yo no podría lanzarles reproches ni acusar a
los hombres de cobardía. Incluso la famosa flota de los Argonautas,
y no solo los Contostéfano, los Landulfo y algunos parecidos, ha-
brían sentido miedo ante este hombre y la flota que traía.
2. Landulfo, cuando vio que Bohemundo venía navegando con
un aspecto tan aterrador y rodeado de innumerables naves mercan-
tes, como hemos señalado antes muy detalladamente, se alejó un
poco de Aulón por su incapacidad para combatir contra tan gran
fuerza y dejó a Bohemundo paso franco. Este, tras aprovechar la
coyuntura favorable, cruzó desde Bari hasta Aulón, trasladó toda
su flota a la otra orilla y, tras desembarcar, primeramente devastó
por entero la zona costera al frente de un ejército innumerable de
francos, de celtas, de todos los hombres pertenecientes al ejército ro-
mano originarios de la isla de Thule43 que se habían pasado al bando
de Bohemundo por las imposiciones del momento y, más aún, de
43 Parece ser que eran hombres originarios de Gran Bretaña.
476
hombres de raza germánica y celtíberos44. Cuando los hubo reagru-
pado a todos, los diseminó por toda la franja del interior que corre
junto al mar Adriático y, tras asolarla completamente, atacó a conti-
nuación Epidamno, a la que llamamos Dirraquio, con el objetivo de
tomar esta ciudad y luego, de este modo, devastar el territorio hasta
Constantinopla.
3. Siendo como era Bohemundo un hombre hábil para los ase-
dios, en los que conseguía superar al famoso Demetrio Poliorcetes,
y con Epidamno en su mente, movilizó todo ingenio mecánico de
asedio existente contra esta ciudad. La rodeó primero con su ejército
y asedió los enclaves próximos y distantes de la ciudad de Dirraquio,
en unas ocasiones con la oposición de tropas romanas; en otras, libre
de quienes se lo impedían. Mientras se producían muchos comba-
tes, destrucciones y matanzas, como hemos señalado arriba, ponía
su atención en el propio sitio de la ciudad de Dirraquio.
4. Pero antes de meternos en materia sobre la famosa batalla de
Dirraquio provocada por el rebelde Bohemundo, debemos explicar
qué posición ocupa la ciudad. Se halla en la mitad de la costa del
Adriático, que es un mar interior, amplio y que se extiende anchu-
roso hasta la orilla italiana. Se prolonga en dirección al norte y se
dobla al oriente hacia las tierras de los bárbaros vetones45, frente a
44 Parece ser que Ana Comnena se está refiriendo con esta denominación a hom-
bres procedentes del condado de Barcelona y de Cataluña. En primer lugar, las
fuentes antiguas de las que bebe Ana Comnena sitúan a los celtíberos en la parte
oriental de la Península Ibérica, aunque no llega a la costa mediterránea, siendo su
punto extremo Zaragoza y Teruel, hecho que no invalida la hipótesis ya que no es
descabellado aducir la falta de un conocimiento exacto de la geografía peninsular
en la autora. Por otro lado, aquella región tenía lazos históricos desde muy antiguo
con el Rosellón y la Provenza, regiones importantes en la Primera Cruzada. Como
hemos visto en I XII.11, una hija de Roberto Guiscardo era esposa de Ramón
Berenguer II. Su hermano gemelo, Berenguer Ramón II tuvo que acudir en com-
pañía de sus fieles a la Cruzada como expiación por el asesinato de su hermano.
Por otro lado, mientras el resto de las tierras de España luchaba en la Reconquista
contra los musulmanes, combate que el papado consideraba una Cruzada particu-
lar y que eximía a la nobleza aragonesa y castellana de asistir a sus correligionarios
del resto de Europa, en Cataluña esa situación no se daba. Finalmente, sabemos
que en el año 1102 se hallaba en la corte de Alejo el obispo de Barcelona, a quien
encargó el emperador un mensaje a Pascual II.
45 Se trata de piratas eslavos asentados en la costa del Ilírico y que estaban en
Retrato de Alejo I procedente de un manuscrito de la Biblioteca de Vaticano
quienes se halla el país de Apulia. Estos son los límites del Adriático.
Dirraquio, o Epidamno, es una antigua ciudad griega que se halla al
sur de Eliso, y Eliso está al nordeste.
5. Esta población llamada Eliso, no sabría decir con certeza si
recibió su denominación por un río Eliso que desemboca en el cau-
daloso río Drimón o si tiene esa denomina sencillamente porque
sí. Eliso es un enclave elevado y completamente inexpugnable que
domina, según se dice, la llanura de Dirraquio. Es tan segura que
ofrece protección a Dirraquio por tierra y por mar. Gracias al uso
que de la citada ciudadela de Eliso hizo el soberano Alejo para auxi-
lio de la ciudad de Epidamno, pudo fortificar Dirraquio por el río
Drimón, que es navegable, y por tierra. Introdujo por el continente
y por mar todas las provisiones que eran precisas para la alimenta-
ción de sus soldados y moradores, y todo el material necesario para
armas y para la guerra.
6. Por añadir algunos datos sobre el río Drimón y su curso, diré
que fluye desde lo alto del lago Licnitis, al que la gente llama Acrida
con un término de origen bárbaro, y desde el monte Mocro a tra-
vés de unas cien zanjas que denominamos canales. Esos ríos fluyen,
como desde diferentes fuentes, separados del lago en número de cien
y sin cesar. Luego, se unen así con el río que pasa por Deure, a partir
de donde se llama Drimón, y aumentando su caudal, lo ensanchan
y lo hacen más grande. Este río, tras bordear las fronteras de los
dálmatas, sube hacia el norte, luego se dobla hacia el sur y llegando
a los pies de Eliso desemboca en el golfo del Adriático.
7. Queden así descritas la posición de Dirraquio y de Eliso, y
las fuertes defensas de ambos lugares. El emperador, que aún perma-
necía en la ciudad imperial, al conocer por las cartas del duque de
Dirraquio la travesía de Bohemundo, apresuró su partida. El duque
de Dirraquio, que vigilaba sin reposo y no concedía a sus ojos el
descanso del sueño, cuando supo que Bohemundo había cruzado
el mar hasta ganar las llanuras del Ilírico, que había desembarcado
de su nave y fijado allí mismo su campamento, mandó buscar a
un escita con alas en sus pies, según dice la expresión, con el fin de
guerra permanente con los venecianos.
479
informar al soberano de la venida de aquel. El emisario encontró al
soberano cuando regresaba de una cacería, entró a toda prisa y gritó
con clara voz, la cabeza en tierra, la travesía de Bohemundo. Todos
los presentes quedaron clavados en el lugar que casualmente ocu-
paba cada uno, aturdidos por el solo nombre de Bohemundo. Pero
el soberano, haciendo gala de su valor y de su sangre fría, mientras
desataba el cordón de su calzado, dijo: «Vayamos ahora a almorzar.
Luego veremos qué hacemos con Bohemundo».
480
LIBRO XIII
1 1107.
2 Arrabal al este de Constantinopla.
3 En el año 1031 se descubrió un icono de la Virgen en la iglesia de Blaquernas,
481
3. Al día siguiente emprendió camino en dirección a Tesalónica.
Al llegar a Querobacos nombró eparca a Juan Taronites. Era este
un aristócrata, vinculado a él desde niño. Tenía el cargo de secreta-
rio desde hacía tiempo porque era una persona de inteligencia muy
despierta, conocedora de la legislación romana. Cuando se le orde-
naba hacerlo, se expresaba en los decretos imperiales con términos
magníficos y dignos de la majestad del emperador. Era franco en
sus palabras, aunque hablaba sin el escándalo que caracteriza al des-
vergonzado y se comportaba como aconseja el Estagirita4 que sea el
dialéctico.
4. Mientras se alejaba de aquel lugar, enviaba sin descanso cartas
a Isaac5, el duque de la flota, y los que con él se hallaban, es decir
Exazeno, Ducas y Hialeas, con la orden de que permanecieran alerta
y repelieran a quienes navegaran al encuentro de Bohemundo desde
Longibardía. A su llegada al Mesto6, la augusta reveló su deseo de
retornar a palacio, pero el soberano la obligó a continuar adelante.
Nada más cruzar ambos el río llamado Euro, fijaron sus tiendas en
Psilo7.
5. Él, que había escapado de un intento de asesinato, hubiera
sido víctima de otro, si una fuerza divina no hubiera apartado a los
asesinos de su empeño. Cierto hombre que pertenecía a un linaje
entroncado en parte con el de los famosos Aronios8, aunque fuera
que se recubrió con un lujoso velo. El milagro tenía lugar todos los viernes por la
tarde y consistía en la elevación y mantenimiento en el aire del velo a intervalos re-
gulares sin ninguna causa natural que lo explicara. Lógicamente, cuando no se pro-
ducía el milagro, los fieles creían que nefastos acontecimientos iban a tener lugar.
4 El filósofo Aristóteles (384-322 a.C.), nacido en Estagira, ciudad situada en el
centro de Macedonia, próxima a la costa oriental de península Calcídica.
5 Contostéfano.
6 Río de Macedonia oriental.
7 İpsala, en la Tracia meridional, cerca del río Maritza.
8 Eran los descendientes de Iván Vladislav (cuyo padre fue Aarón I), zar de Bul-
garia entre 1015-1018. Tras varios enfrentamientos contra los bizantinos que de-
seaban restaurar su autoridad sobre la zona, fue derrotado en 1017 en la batalla
de Setina y, finalmente, muerto ante los muros de Dirraquio en 1018. A partir
de ese instante, su viuda, herederos y la nobleza búlgara se sometió a Basilio II
Bulgaróctono. La familia real fue acogida en Constantinopla y recibieron honores
y una elevada posición en la corte. El Aronio de La Alexíada puede haber sido el
482
descendiente de bastardos, instigaba al sector sedicioso para que
asesinara al soberano. Había puesto en conocimiento de su propio
hermano Teodoro el plan secreto. No es mi deseo aclarar si había
otros sediciosos cómplices en este delito. A pesar de todo, lograron
que un esclavo escita de nombre Demetrio (su amo era precisamente
Aarón) fuera el agente del crimen y determinaron como momento
para el asesinato el instante en el que la emperatriz se marchara, a
fin de que el escita aprovechase la ocasión y clavase su cuchillo en el
costado del emperador, ya fuera en una encerrona, ya fuera a escon-
didas mientras dormía.
6. Demetrio, que respiraba el asesinato, afilaba el arma y tenía
lista su diestra criminal. Entonces, la justicia jugó un papel impre-
visto. La emperatriz no se apartó enseguida del emperador, sino que
lo fue acompañando día tras día, porque el soberano la animaba
a ello. Aquellos asesinos, al ver que la incansable escolta, es decir,
la emperatriz, retrasaba aún su partida, descorazonados, escribieron
unos libelos y los arrojaron a la tienda del soberano (quienes los
arrojaban no eran conocidos por el momento; la palabra «libelo»
define determinados escritos injuriosos), donde aconsejaban al sobe-
rano que continuara su avance y a la augusta que tomara el camino
de Bizancio. La ley sanciona los libelos con los más duros castigos:
que se consuman estos en el fuego y que sean sometidos a las más
penas más severas quienes osan escribirlos. Como fracasaron en sus
objetivos, cayeron en la necedad de los libelos.
7. Una vez, cuando el soberano había terminado su almuerzo
y el personal se había retirado excepto el maniqueo Romano, el
eunuco Basilio Psilo y Teodoro, el hermano de Aarón, se volvió a
descubrir un libelo depositado sobre el lecho del emperador que
contenía un extenso ataque contra la emperatriz por acompañar
al emperador y por no volver inmediatamente a la capital. Ese era
su plan, poseer una total libertad de movimientos. El soberano,
que conocía a su autor, dijo repleto de cólera mirando a la em-
peratriz: «O tú o yo o alguno de los presentes ha arrojado esto».
En su parte inferior estaba escrito: «Este libelo lo escribo yo, el
hijo o el nieto de ese rey.
483
monje que vos, emperador, por ahora no conocéis, pero al que
veréis en sueños».
8. Constantino, un eunuco que había servido al padre del empe-
rador y que atendía la mesa imperial, al servicio entonces de la em-
peratriz, mientras se hallaba situado a la tercera vigilia de la noche en
el exterior de la tienda imperial, cumpliendo con el preceptivo canto
de los himnos, oyó que uno gritaba: «Que nadie me cuente entre los
hombres si yo no voy, revelo vuestros planes completos y muestro mi
desprecio a los libelos que habéis lanzado». Aquel ordenó sin dila-
ción a su sirviente que fuera a buscar al hombre que estaba gritando.
Este partió y, como reconoció a Estrategio, el servidor de Aarón,
se hizo cargo de él y lo condujo junto al servidor de la mesa. Una
vez presente, enseguida reveló cuanto conocía. Constantino lo tomó
consigo y marchó junto al soberano.
9. En ese momento la pareja imperial dormía. Pero se encontró
con el eunuco Basilio, quien le obligó a comunicar ya al emperador
las palabras de Estrategio, el criado de Aarón. Aquel entró enseguida
e introdujo asimismo a Estrategio. Sometido a un detallado inte-
rrogatorio, descubrió entera la historia de esos estúpidos libelos, al
autor de la idea del asesinato y al hombre mismo encargado de dar
muerte al emperador. «Pues» dijo «mi señor Aarón en unión de otros
que Vuestra Majestad en absoluto ignora, han conjurado contra
vuestra vida y os tenían destinado a mi compañero de servidumbre
Demetrio, un hombre de raza escita, de criminales intenciones, de
brazos fuertes, muy audaz en cualquier empresa y de espíritu salvaje
y atroz. Le entregaron una espada de doble filo y le encomendaron
la inhumana misión de aproximarse completamente resuelto a vos y
hundir su espada en vuestras imperiales entrañas».
10. El emperador, remiso a creer tales acusaciones, le dijo: «Ten
cuidado no sea que estés urdiendo esta confesión por enemistad ha-
cia tus señores y tu compañero de servidumbre. Vamos, di toda la
verdad y todo lo que sabes. Si te cogiéramos mintiendo, este asunto
de las acusaciones no acabaría bien para ti». Aquel, que se reafirmaba
en que estaba diciendo la verdad, fue entregado al eunuco Basilio
para que le diese los necios escritos hasta entonces elaborados. Este
484
lo tomó a su cargo, partió y lo condujo a la tienda de Aarón mientras
todos dormían. De allí sacó una bolsa militar llena de escritos y la
entregó a Basilio. Al amanecer, el emperador, tras haber visto seme-
jantes escritos y al corriente del asesinato planeado contra él, ordenó
a las autoridades de la capital que se confinara a la madre de Aarón
en Querobacos y que Aarón (...) y Teodoro su hermano lo fueran
en Anquialo. Estos acontecimientos lo apartaron de proseguir su
camino durante cinco días.
485
emperador un general y un instructor. En suma, una vez selecciona-
dos los más diestros de ellos y nombrados sus capitanes, los envió a
los valles por donde iba a cruzar el ejército bárbaro. Él, por su parte,
decidió pasar el invierno en Tesalónica.
2. Como decíamos, tras despedirse de su tierra, el rebelde de
Bohemundo pasó con una muy potente flota desde aquellas tierras
hasta las nuestras y desplegó todo el ejército franco para asolar nues-
tras llanuras. Marchó sobre Epidamno con intención de apoderarse
de ella al primer ataque, si pudiera. Si no, plantaría máquinas de ase-
dio y catapultas en torno a toda la ciudad. Con este objetivo, pues,
acampó frente a la puerta que se abre a oriente, encima de la cual
hay un jinete de bronce, y tras una inspección comenzó el asedio.
Durante todo el invierno estuvo pensando y estudiando los puntos
por donde era factible tomar Dirraquio y cuando la primavera co-
menzaba a sonreír, al tener ya todas sus tropas en esta orilla, prendió
fuego a sus naves de mercancía y a las que habían llevado caballos
y soldados. Adoptó esta medida estratégica para que su ejército no
tuviese la vista puesta en el mar y porque lo forzaba a ello la flota
romana. Y dirigió toda su atención al asedio.
3. Primeramente, desplegó alrededor su ejército bárbaro y pla-
neó escaramuzas destacando pelotones de soldados del ejército fran-
co (los arqueros del ejército romano también los acosaban con sus
flechas, unas veces desde las torres de Dirraquio, otras desde lejos).
Atacaba y era atacado. Se adueñó de Petrula, de la aldea de Milo,
situada más allá del río Diabolis y de otros lugares similares que se
encontraban en torno a Dirraquio, con todo se quedó por derecho
de conquista. Lograba estos éxitos gracias a su destreza bélica. Entre
tanto, iba construyendo máquinas de guerra, preparando tortugas
fortificadas con torretas y arietes, algunas trincheras y más tortugas
para proteger a los zapadores. Trabajó durante todo el invierno y
el verano atemorizando con amenazas y con hechos a quienes eran
pusilánimes.
4. Pero no podía vencer en el combate a la valentía romana. Se
frustraron también sus planes en el aspecto relacionado con la inten-
dencia. Todo lo que había rapiñado previamente por los alrededores
486
de Dirraquio acabó consumiéndolo y el suministro de las provisio-
nes esperadas era obstaculizado por los soldados del ejército romano
que se habían adelantado a ocupar valles, pasos e incluso el mar.
Sobrevino entonces un hambre general que hacía perecer por igual
a hombres y caballos, ya que no había ni forraje para los caballos ni
alimentos para los hombres. Se le añadió también al ejército bárbaro
la desgracia de una enfermedad del vientre, parece ser que por causa
de una escasa alimentación, es decir por comer solo mijo; pero en
realidad, era la cólera de Dios, que se abatía sobre tan numeroso y
aguerrido ejército y que provocaba las muertes de uno tras otro.
487
con los embates. Unos hombres muy fuertes situados a cada lado del
ariete lo empujaban con vigor contra la muralla en un movimiento
coordinado. Estos acometían con el ariete una vez y este en su em-
puje destrozaba la muralla y, tras rebotar y ser sometido de nuevo
a la acción del impulso, volvía a deteriorarla. El ariete hacía este
movimiento ininterrumpidamente, sin cesar de ser impulsado y sin
cesar de horadar la muralla.
3. Probablemente, los antiguos ingenieros que inventaron el
ariete en los alrededores de Gadira10 le confirieron esta denomi-
nación por referencia a los carneros que conocemos, los cuales se
ejercitan topándose unos con otros. Los del interior, burlándose del
trágico asalto de los bárbaros que manejaban el ariete y de que el
asedio no fuera para ellos por buen camino, abrieron las puertas y
los exhortaban a entrar en medio de las carcajadas provocadas por
las sacudidas del ariete. Decían: «El ariete nunca hará con sus aco-
metidas contra el muro una brecha tan grande como la que ofrece
la puerta». En suma, aquel empeño se demostró vano por la valentía
de los defensores y el valor del general Alejo, sobrino del soberano
Alejo. El enemigo acabó por desentenderse del ingenio y por re-
nunciar al sitio, pues el coraje de los defensores y el hecho de que
hubieran abierto las puertas a los bárbaros y se hubieran atrevido a
afrontarlos los hundieron en el desánimo y en la desmoralización
ante la máquina. De ese modo, quedaron inutilizados los efectos de
la tortuga reforzada con arietes. Ninguna consecuencia peor trajo el
que le prendieran fuego desde lo alto de la muralla a la máquina, ya
inútil e inmóvil por los motivos antes citados, y el que la redujeran
a cenizas.
4. El ejército franco renunció a esos medios y puso su atención
en otro ingenio más terrible aún destinado al extremo del sector
norte, frente a la sede ducal, lugar que recibe la denominación de
pretorio. La situación del lugar era la siguiente. Este sitio se elevaba
sobre una colina, y me refiero no a una colina rocosa, sino de tierra,
sobre la que se había cimentado el amurallamiento de la ciudad.
Frente a esta, como decíamos, los hombres de Bohemundo comen-
10 Cádiz.
488
zaron a excavar con gran habilidad. Era una nueva calamidad contra
las ciudades ingeniada entre los sitiadores y otro instrumento de ase-
dio ideado por estos contra la ciudad. Excavaban bajo tierra como
topos e iban horadando el terreno bajo el suelo, y ya protegiéndose
en la superficie de los lanzamientos de piedras y dardos efectuados
por los defensores con tortugas de cubierta elevada, ya sosteniendo
el techo de la galería mediante vigas, el caso es que cavaban en línea
recta e iban construyendo una galería muy amplia y larga, mientras
apartaban en carros la tierra que sacaban. Una vez la excavación
hubo alcanzado la longitud necesaria, lo celebraron como si hubie-
ran realizado una gran labor.
5. Pero los defensores andaban alerta y desde cierta distancia
empezaron a cavar la tierra en su sector, hicieron una zanja conside-
rable y se emplazaron a lo largo de la extensión de dicha zanja, aten-
tos al lugar por donde sin duda el bando sitiador iba a construir su
galería desde su territorio hasta el nuestro. Pronto descubrieron un
lugar donde estaban golpeando, excavando y minando los cimientos
de la muralla. Apercibidos de su presencia, abrieron un hoyo frente
a ellos y, cuando vieron la masa de los enemigos a través del hoyo
abierto desde el interior, les arrojaron fuego y calcinaron sus rostros.
6. Este fuego había sido elaborado por ellos según el siguiente
procedimiento. Se recogió la resina, que es muy combustible, del
pino y de otros árboles similares de hoja perenne. Esta fue macerada
y mezclada con azufre, se introdujo en tubos de caña y fue expulsa-
da por quien los manejaba con un fuerte y prolongado soplo. Nada
más tomar contacto con el fuego encendido en el extremo del tubo,
prendió y cayó como un torbellino en las caras de los enemigos.
Gracias al empleo que hicieron de ese fuego los defensores de Dirra-
quio, lograron prender las barbas y los rostros de sus adversarios al
encontrárselos de frente. Era digno de verse cómo ellos salían en
desbandada por donde habían entrado ordenadamente, igual que
un enjambre de abejas perseguido por el fuego.
7. Como también estos esfuerzos se habían hecho en vano y el
empeño de los bárbaros no había culminado en ningún resultado
útil, tuvieron una tercera ocurrencia, una torre de madera que, como
489
se rumorea, era un instrumento de asedio que había comenzado a
construirse hacía un año y no a raíz del fracaso de los sistemas que
habían ido ingeniando. Esta era la obra fundamental, las otras dos
anteriormente descritas no eran sino recursos accesorios.
8. Pero primero es preciso que yo explique brevemente la confi-
guración de Dirraquio. Su muralla es suavizada por torres. Las torres
que circundan la ciudad la sobrepasan en altura sobre unos once
pies11. Se accede a ellas mediante una escalera de caracol y están
protegidas por almenas. Tal aspecto de seguridad ofrece la ciudad.
El grosor de la muralla presenta unas considerables dimensiones,
hasta el punto de que pueden cabalgar con tranquilidad más de cua-
tro jinetes hombro con hombro. Quede aquí la explicación que he
ofrecido sobre las características de las murallas para que con este
excurso no exista confusión en lo que vamos a contar.
9. Los aspectos relacionados con la fabricación de esa máqui-
na que, como la torre de una tortuga, construyeron los bárbaros
de Bohemundo, son difíciles de describir y terribles de imaginar, a
tenor de lo que decían quienes la vieron, aunque no en menor me-
dida constituyó un espectáculo aterrador para aquellos a quienes se
les acercó. Era de la siguiente forma. Se había construido una torre
de madera con base cuadrangular y se había elevado a una altura
considerable, tanta que superaba a las torres de la ciudad a veces en
cinco, a veces en seis codos12. Esta torre había debido fabricarse así
para que, mediante unas planchas que se abatían hacia abajo y que
estaban situadas en su extremo superior, se pudiera atacar fácilmente
la muralla de la ciudad descendiendo desde esa posición. De este
modo los defensores de la ciudad no podrían soportar el empuje del
ataque y serían repelidos hacia atrás. Según parece, los bárbaros si-
tiadores de Dirraquio destacaban en la ciencia de la óptica, pues sin
tal capacidad no hubieran podido calcular la altura de las murallas.
Y si lo que tenían no era un conocimiento sobre óptica, al menos sí
11 Si aplicamos las medidas del pie ático, esa altura sería en torno a unos tres
metros.
12 Aproximadamente, dos metros y medio y tres metros.
490
lo era de las dioptras13.
10. Esta torre, en consecuencia, ofrecía un terrible aspecto, pero
más terrible parecía cuando se ponía en movimiento. Muchas rue-
das levantaban su base. Cuando era movida mediante palancas por
los soldados que iban en su interior, provocaba asombro, ya que no
enseñaba el origen del movimiento y parecía moverse por sí misma,
como un gigante cuya altura alcanza las nubes. Estaba protegida por
doquier desde la base hasta la cima, dividida en numerosos pisos y
a su alrededor se abrían toda clase de troneras, desde donde conti-
nuamente se disparaban dardos. En su parte superior había hombres
armados y valerosos que portaban en las manos espadas listas para
la defensa.
11. Cuando esta tremenda visión se acercó a la muralla, los hom-
bres de Alejo, general de la plaza de Dirraquio, no se quedaron quie-
tos; antes bien, mientras en el exterior Bohemundo preparaba este
ingenio invencible como si se tratara de una helépolis, en el interior
también los defensores estaban construyendo otra. Tras comprobar
la altura a la que llegaba aquella torre que en apariencia se movía
sola y el lugar donde, una vez quitadas las ruedas, la habían apoyado,
clavaron cuatro larguísimos maderos frente a la torre con aspecto
de andamio erigido sobre una base cuadrangular. Luego, colocando
plataformas entre las vigas opuestas, le dieron a su torre una altura
que superaba en un codo14 a la del exterior. Toda su altura estaba al
descubierto, pues no precisaba protección, salvo la plataforma que
se había puesto en su cima.
12. Una vez subidos, los soldados de Alejo tenían planeado de-
rramar fuego líquido contra el ingenio enemigo desde la parte supe-
rior de esta torre de madera descubierta. Sin embargo, parecía que el
plan y su puesta en práctica no provocarían la total destrucción de la
máquina, pues el fuego arrojado desde ese punto solo iba a prender
491
superficialmente en la torre. ¿Qué tramaron entonces? Llenaron el
lugar situado entre la torre de madera y la torre de la ciudad con
todo tipo de materiales inflamables y con abundante aceite vaciado a
chorros. A estos se les prendió fuego con antorchas y tizones que pri-
mero provocaron un pequeño incendio y luego, al recibir una ligera
brisa, levantaron una llamarada inmensa a la que también se le unie-
ron las fogaradas procedentes del fuego líquido y que incendió toda
aquella temible máquina, que estaba hecha con muchísima madera,
provocando un estruendo y un espectáculo aterrador para quienes
lo estaban observando. El fuego se percibía en trece estadios15 a la
redonda. El caos y la confusión fueron enormes e irremediables para
los bárbaros que se hallaban en su interior, ya que unos se veían apri-
sionados y atrapados por el fuego y otros se lanzaban a tierra desde
lo alto. El griterío fue inmenso y la agitación incontenible cuando se
unieron a sus clamores los de quienes estaban situados en el exterior.
492
al bando de Bohemundo y, a su vez, que desde el otro campo circu-
laran cartas o se enviaran mensajes a nuestros hombres, medios con
cuyo auxilio frecuentemente suelen crearse amigos. Pues la escasez
de comunicación, según el Estagirita16, destruye muchas amistades.
2. Como sabía que Bohemundo era un hombre repleto de mal-
dad y de fuerza, deseaba entablar batalla con él cara a cara, como
se ha dicho, pero tampoco renunciaba en absoluto a hacer planes
contra él sirviéndose de cualesquiera otros medios y estrategias. A
causa de las razones ya citadas, aunque se impacientara mucho por
combatir este padre mío, siendo como era desde siempre muy va-
liente y arrojado, se afanaba en derrotarlo por vías diversas, ya que
se dejaba gobernar en todo por la razón.
3. El estratega, creo, no debe empeñarse siempre en conquistar
la victoria mediante el recurso a la espada, sino que también en oca-
siones debe apelar a la astucia cuando el momento y las circunstan-
cias permitan obtener con ella una victoria completa. La cualidad
que mejor caracteriza a los estrategas es, a nuestro entender, la capa-
cidad de recurrir tanto a las espadas y las batallas, como a los pactos.
Por otra parte, en ocasiones se debe vencer al enemigo acudiendo a
la astucia, si se presenta la ocasión de recurrir a ella. Es evidente que
el soberano organizó tales movimientos en aquellos instantes. Con
el deseo de introducir la discordia entre los condes y Bohemundo,
y sacudir, o incluso quebrar, su cohesión militar, planeó la siguiente
estratagema.
4. Mandó llamar de Nápoles al sebasto Marino (era él del linaje
de los Maistromilio17 y, aunque en aquel momento no le guardara
al emperador un muy claro vasallaje por haberlo engañado con pa-
labras y promesas fraudulentas, sin embargo se atrevió a confiarle
sus proyectos secretos sobre Bohemundo). Hizo lo mismo también
493
con Rogelio (hombre de la nobleza franca)18 y con Pedro Alifa,
persona afamada por su valor guerrero y que conservaba una lealtad
totalmente inamovible hacia el soberano. Una vez en su presencia,
les pidió consejo sobre las disposiciones que debía adoptar para
vencer a Bohemundo y estuvo haciendo indagaciones sobre quiénes
eran los hombres más leales de Bohemundo y sobre cuántos estaban
plenamente de acuerdo con este. Tras informarse por sus colabora-
dores de estos detalles, dijo que era necesario ganárselos apelando a
cualquier recurso. «Si así fuera, gracias a ellos el grueso del ejército
celta caería en las disensiones y se disgregaría». Les hizo partícipes
de estas reflexiones a quienes ya hemos mencionado, y a cada uno
le pidió el nombre de uno de sus más leales y discretos servidores.
Ellos respondieron decididos que le cederían a los mejores de sus
súbditos.
5. Cuando comparecieron los hombres, urdió la siguiente tra-
ma. Mandó escribir cartas como si fueran respuestas a escritos pro-
cedentes de los hombres más próximos a Bohemundo y como si en
realidad hubieran sido ellos los redactores de unas misivas donde le
habían propuesto establecer lazos de amistad desvelando los planes
secretos del rebelde. Se las remitió fingiendo palabras de agradeci-
miento y mostrando la probable aceptación de su lealtad. Los desti-
natarios eran Guido19, el hermano de Bohemundo, y el llamado Co-
prisiano20, uno de los más famosos. Junto a ellos figuraban Ricardo
y en cuarto lugar, Principato21, un noble perteneciente a la élite del
ejército de Bohemundo, y otros más. Fueron estos los destinatarios
de las fingidas cartas, pues el emperador no había recibido notifica-
ción alguna que diera cuenta de lealtades y fidelidades, ni proceden-
tes de Ricardo ni de ningún otro como él. Semejantes cartas eran un
engaño del propio emperador.
18 Este Rogelio era hermano de aquel Raúl que en I XV 2-5 Roberto Guiscardo
envía a Nicéforo III Botaniates reivindicando el antiguo matrimonio de su hija y a
quien manda luego con regalos a Alejo en la idea de ganárselo.
19 El hijo menor de Roberto Guiscardo. Ver VI V.2.
20 Roberto, conde de Conversano (1070-ca. 1113).
21 Ricardo, hijo de Ranulfo de Salerno y Ricardo de Principato, primo de Bohe-
mundo. Fue conde de Edesa entre 1104 y 1108.
494
6. El objetivo de la trama era el siguiente. Si llegara a oídos de
Bohemundo la traición de esos hombres y que por discrepar de su
parecer se habían pasado de su bando al del emperador, enseguida
Bohemundo sería presa de agitación y, dando muestras otra vez de
su temperamento bárbaro, los maltrataría y los forzaría a alejarse
de su lado. Entonces, aquellos gracias a las maniobras de Alejo lle-
varían a cabo una acción que jamás se les hubiera ocurrido y serían
el origen de revueltas en contra de Bohemundo. El general sabía,
creo, que cualquier fuerza enemiga, si está cohesionada y unida, se
crece en el momento del ataque, pero cuando cae en las revueltas y
se divide en muchas facciones, se torna más débil y de este modo
puede ser derrotada por sus enemigos. Por ello actuaba secretamente
y mantenía ocultas las dolosas intenciones de las cartas.
7. Alejo se puso manos a la obra de la siguiente manera. Envió
las falsas cartas a aquellos con orden a los emisarios de entregar una
a cada uno. Dichos escritos no solo contenían el agradecimiento del
soberano, sino también el anuncio de presentes, regalos imperiales
y soberbias promesas. Igualmente, los animaba a que en lo sucesivo
fueran y se mostraran leales, y a que no se guardaran ningún secreto.
Luego, envió por detrás a uno de sus más fieles hombres de incóg-
nito, para que siguiera a los mensajeros y cuando viera que se iban
aproximando a su objetivo, se adelantara a su llegada y, una vez en
presencia de Bohemundo, se fingiera desertor, dijera que se pasaba a
su bando porque detestaba la idea de continuar al lado del empera-
dor y, tras ofrecer al rebelde su amistad, le expusiera muy claramente
qué clase de lealtad era la de aquellos hombres a quienes iban des-
tinadas las cartas, diciendo que fulano y fulano (citándolos a todos
nombre por nombre) a pesar de haberle jurado fidelidad a Bohe-
mundo, se habían vuelto leales amigos y partidarios del emperador
y que debía tener cuidado no fuera que repentinamente llevaran a
cabo contra él alguna acción planeada hacía tiempo.
8. Este plan debía realizarse así para que Bohemundo no to-
mara violentas represalias contra aquellos correos. El emperador se
tomó esta precaución tanto para preservar incólumes a esos hombres
que él estaba manipulando, como para perturbar los intereses de
495
Bohemundo. No se realizaron y comunicaron esos proyectos para
verse después frustrados, antes al contrario, el citado hombre del
emperador, tras haber acudido a presencia de Bohemundo y haber
recibido su palabra de inmunidad para los correos, reveló todo se-
gún las instrucciones del soberano. Al ser preguntado sobre el lugar
por donde se esperaba su llegada, respondió que ellos habían dejado
atrás Petrula.
9. Despachó a unos hombres para que apresaran a los correos y,
después de abrir las cartas, casi se desmayó lleno de turbación, ya que
creía en su autenticidad. Así pues, dispuso la vigilancia de aquellos
hombres y él protagonizó un duro combate consigo mismo durante
los seis días en los que estuvo encerrado en su tienda. Tenía dudas
sobre lo que había de hacer y le daba infinitas vueltas a su mente
sobre la conveniencia de que los condestables comparecieran, de dar
explicaciones a su hermano Guido acerca de la presunción existente,
si debían comparecer tras una investigación o sin investigación. Re-
flexionaba también sobre aquellos a los que nombraría condestables
en su lugar. Pero como esos hombres eran unos valientes y suponía
que el perjuicio causado por la privación de sus servicios iba a ser
grave, arregló la situación con los medios a su alcance (creo también
que a causa de sus sospechas sobre la falsedad de las cartas) y hacien-
do gala de un trato cortés hacia ellos y de su confianza, les permitió
que conservasen el mismo puesto.
22 Posible pariente del proedro Teodoro Aliates, a quien su lealtad hacia Romano
IV Diógenes tras la batalla de Mantzikert le costó la vista en 1072.
23 Hechas con troncos de árboles abatidos.
496
un gobernador siempre alerta, Miguel Cecaumeno. Al frente de Pe-
trula con tropas de infantería mixta24 estaba Alejandro Cabasilas,
hombre muy intrépido que había obtenido muchos triunfos contra
los turcos en Asia. Deure25 la defendía León Nicerites con nume-
rosas fuerzas y a Eustacio Camitzes se le habían encomendado los
desfiladeros de Arbano26.
2. Bohemundo, por su parte, desde el inicio de la carrera, si-
guiendo la expresión usual, envió contra Cabasilas a su hermano
Guido, a un conde llamado Sarraceno y a Contopagano. Gracias a
que algunas villas limítrofes con Arbano se habían pasado al bando
de Bohemundo, sus habitantes, que conocían con exactitud los
senderos de Arbano, pudieron acudir a su encuentro, dar detallada
cuenta de la posición de Deure e indicarle la existencia de senderos
recónditos. Entonces Guido, tras dividir en dos el ejército, tomó
bajo su responsabilidad la batalla frontal contra Camitzes y orde-
nó que Contopagano y el conde llamado Sarraceno, conducidos
por los deuriotas, cayeran sobre la retaguardia de Camitzes. Dado
que ambos estuvieron de acuerdo en la estrategia, cuando Guido
emprendió el combate de frente, los otros condes cayeron por la
espalda sobre el ejército de Camitzes y provocaron una tremenda
matanza, al no poder luchar él contra todos. Cuando comprobó
que sus hombres estaban huyendo, los siguió también. Muchos
romanos cayeron entonces, Caras, quien desde niño había sido
escogido y sumado a sus íntimos por el soberano, y Escaliario, un
turco que había sido antiguamente un renombrado caudillo de las
gentes de oriente y que, tras pasarse al emperador, había recibido
el santo bautismo.
3. Esos fueron los acontecimientos relacionados con Camitzes.
A su vez, Aliates, que defendía Glabinitza con otros hombres de
élite, bajó a la llanura. Dios sabe si lo hizo con intención de com-
batir o de inspeccionar alguna posición. Pues bien, casualmente,
497
enseguida dieron con él unos catafractos celtas, valientes soldados.
Se dividieron en dos grupos y uno (con cincuenta hombres) se pre-
cipitó frontalmente contra él a rienda suelta y con todo vigor, y
los demás le daban la vuelta por detrás sin hacer ruido, pues era
un lugar pantanoso. Aliates, que no se percató de la acometida por
retaguardia y combatía con todas sus fuerzas contra los que venían
de frente, ignoraba el peligro al que estaba expuesto. Tras caer sobre
este los que atacaban por la retaguardia, lucharon duramente contra
él. Un conde llamado Contopagano, al encontrarse con Aliates, lo
acometió con su lanza y lo derribó. Pronto quedó muerto en tierra.
No pocos cayeron con él.
4. Al enterarse de este hecho, el soberano mandó llamar a Can-
tacuzeno, conocedor de la competencia de este hombre en las em-
presas militares. Este, como iba diciendo, reclamado desde Laodi-
cea, acababa de reunirse en un lugar con el soberano. Dado que el
asunto de Bohemundo no admitía dilación, lo envió con un ague-
rrido ejército y salió del campamento tras él como si lo estimulase
para la batalla. Cuando hubo llegado al desfiladero denominado
por los lugareños Petra, se detuvo y, tras hacerlo partícipe de múl-
tiples recomendaciones y planes militares y ofrecerle los mejores
consejos, lo despachó a Glabinitza confiando en un futuro propi-
cio, mientras él volvía a Diabolis. Cantacuzeno en su ruta llegó a las
proximidades de una plaza fuerte llamada Milo y le puso sitio sin
tardanza una vez tuvo dispuestas diversas helépolis. Los romanos se
aproximaron sin recato a las murallas. Unos incendiaron las puertas
mediante el lanzamiento de fuego, otros escalaron por la muralla y
alcanzaron rápidamente las almenas.
5. Cuando los celtas acampados al otro lado del río conocido
por Buses27 se enteraron, corrieron hacia la fortaleza de Milo. Al
verlos, los vigías de Cantacuzeno (eran bárbaros, nuestra historia
lo ha indicado antes) se apresuraron a regresar desordenadamente
junto a este y no informaron de la presencia de los celtas discreta-
mente, sino en medio de un griterío que se oía en lontananza. Nada
más enterarse los soldados de la incursión de los celtas, aunque
27 Vjosa, al norte de Aulón.
498
habían superado las murallas, habían quemado las puertas y eran
ya dueños de la plaza, corrieron atemorizados en dirección a sus
caballos. Debido al pánico y a la confusión, los unos montaban en
los caballos de los otros.
6. Cantacuzeno, tras muchas disputas y cabalgadas contra los
atemorizados hombres, gritándoles, como decía el poeta, «Sois
hombres, acordaos de nuestra impetuosa fuerza»28, y viendo que
no lograba convencerlos, acabó de una forma original con su pá-
nico gritando: «No debemos abandonar las helépolis a los enemi-
gos, porque serán instrumentos que se volverán contra nosotros.
Prendámosles fuego y retirémonos después ordenadamente». Los
soldados cumplieron enseguida y con decisión las instrucciones,
y quemaron tanto las helépolis, como los barcos situados en el río
Buses con idea de evitar que los celtas pudieran pasar fácilmente
desde la otra orilla. Cantacuzeno volvió sobre sus pasos una corta
distancia y encontró una llanura con el río Carzanes29 a la derecha
y un lugar pantanoso y cenagoso a su izquierda, que usó como
fortificaciones, y fijó allí mismo su campamento. Cuando los men-
cionados celtas llegaron a la orilla del río, estando ya calcinadas
las embarcaciones, se dieron la vuelta pasmados porque los barcos
habían sido incendiados.
7. Cuando Guido, el hermano de Bohemundo, conoció por
ellos todo lo ocurrido, cambió de rumbo y, tras separar de sus hues-
tes a algunos valientes soldados, los despachó en dirección a Jericó
y Canina. Una vez llegados a los valles que defendía Miguel Cecau-
meno (lo había dejado el soberano para su defensa), los romanos,
que se sirvieron de su emplazamiento como de un aliado, los ataca-
ron valerosamente y los pusieron en completa fuga. Pues el guerrero
celta, cuando se enfrenta a sus enemigos en un lugar angosto, es
invencible, del mismo modo que se le puede reducir con facilidad
en la llanura.
499
VI. Hazañas de Cantacuzeno contra los francos.
500
haber capturado a algunos condes ilustres como Hugo, su hermano
llamado Ricardo y Contopagano. Deseoso de ofrecer al emperador
alguna prueba de su victoria, le remitió inmediatamente las cabezas
de numerosos celtas clavadas en lanzas y a los más nobles de los cau-
tivos, Hugo y el llamado Contopagano.
3. Una vez llegada a este punto y mientras arrastro la pluma
en el momento del crepúsculo, siento que me estoy adormilando
un tanto sobre mis escritos, ya que pierdo el control sobre el curso
de esta obra. Y es que allí donde se requiere necesariamente la uti-
lización de denominaciones bárbaras y el desarrollo de una serie de
acontecimientos, el cuerpo de mi historia y la continuidad de la obra
parecen desarticularse; pero al menos quienes leen mis escritos con
un talante positivo no deben enojarse por ello.
4. Como el muy aguerrido Bohemundo notaba que su situación
era crítica a causa de los ataques que sufría por tierra y por mar, de
tal modo que, dada la carencia también de todo lo necesario, se ha-
llaba acosado por doquier, destacó un número importante de tropas
y las envió en dirección a las ciudades vecinas de Aulón, Jericó y
Canina para que las saquearan. Pero Cantacuzeno ni se despreocupó
ni, como dice el poeta, se adueñó de él un dulce sueño31 y rápida-
mente envió contra los celtas a Beroites con un aguerrido ejército.
Nada más verlos, les dio alcance y los derrotó y, como colofón, pasó
a su regreso junto a las naves de Bohemundo y las redujo a cenizas.
5. Cuando el muy rebelde de Bohemundo se hubo enterado
de la derrota de los soldados que había enviado, no se deprimió ni
mucho menos y actuó igual que si no hubiera perdido ni un solo
soldado de su ejército. Parecía más resuelto y, después de destacar
otra vez muy aguerridos infantes y jinetes en número de seis mil,
los envió contra Cantacuzeno, creyendo que al primer asalto cap-
turarían al propio Cantacuzeno y al ejército romano. Pero este, que
tenía siempre vigías controlando la masa de los celtas, al enterarse
de su venida, se armó de noche con toda su panoplia militar y
armó a los soldados con el vivo deseo de caer sobre aquellos al alba.
Cuando los celtas, agotados, se tumbaron a la orilla del río Buses
31 Il., XI 2.
501
para descansar un poco, tras darles allí mismo alcance al sonreír el
día, y atacarlos sin dilación, acabó contando a su favor con muchos
prisioneros y con un número mayor de muertos. Los restantes se
ahogaron arrastrados entre los remolinos del río y por huir del lobo
se toparon con el león.
6. Así pues, envió a todos los condes al soberano y luego marchó
hacia Timoro32, lugar pantanoso y de difícil acceso. Tras permanecer
allí una semana, despachó a unos cuantos vigías para que inspec-
cionasen en diferentes lugares los movimientos de Bohemundo y
le suministrasen información de modo que pudiera contar con más
exactas referencias sobre las actividades de Bohemundo. Los hom-
bres que habían sido enviados encontraron casualmente a cien celtas
que ultimaban la fabricación de almadías, con las que deseaban atra-
vesar el río y tomar el pueblo que se hallaba en la otra orilla. Después
de caer por sorpresa sobre ellos, casi capturaron a todos incluido el
primo mismo de Bohemundo, que medía diez pies de altura y era
ancho como Heracles. Resultó curioso observar este hecho insólito,
cómo aquel gran gigante, realmente inmenso, cayó prisionero en
manos de un pigmeo escita. Cantacuzeno ordenó, mientras ultima-
ba el envío de los cautivos, que el pigmeo escita presentase a aquel
descomunal ser encadenado ante el soberano, para provocar quizás
el regocijo de este. Al enterarse el emperador de que ellos habían
llegado, se sentó en el trono imperial y ordenó que fueran traídos los
prisioneros. Entró también el escita, que apenas llegaba a la cadera
de aquel gigante celta y que lo conducía encadenado. Una enorme
risotada se alzó entre los presentes. Los demás fueron recluidos en
prisiones.
502
cuenta de una inenarrable matanza entre los batallones romanos de
Camitzes y Cabasilas. El soberano no se deprimió en absoluto, aun-
que su corazón estuviera desgarrado y entristecido y llorara de vez
en cuanto lamentándose por la muerte de cada uno de los caídos.
Por el contrario, mandó llamar a Constantino Gabras, un guerrero
que era como el fuego contra sus enemigos, lo envió al lugar llamado
Petrula para que inspeccionara el sitio por donde los celtas habían
accedido a los valles y llevado a cabo tan gran matanza y para que
atrincherara contra esos en lo sucesivo dicho camino. Como Gabras
se sentía molesto y en cierto modo despreciado por esta misión (era
un hombre altivo y ávido de aplicarse a grandes asuntos) el empe-
rador envió enseguida con mil valientes guerreros a Mariano Mau-
rocatacalon, concuñado mío por parte de la hermana de mi césar,
hombre aguerrido, cualidad que demostró a través de muchas haza-
ñas, y extraordinariamente estimado por el soberano. Junto a estos
envió también un gran número de hombres que estaban al servicio
de los porfirogénetos y de mi césar y que ansiaban vivamente com-
batir. Mariano, a pesar de sentir ciertos temores ante esta misión, se
retiró a su propia tienda con idea de estudiarla.
2. En torno a la vigilia central de la noche recibió el empera-
dor una carta de Landulfo, que se hallaba en esos momentos con
Isaac Contostéfano, el entonces talasocrátor, donde acusaba a los
Contostéfano, a Isaac y su hermano Esteban, y a Euforbeno de que
habían relajado la guardia en el estrecho de Longibardía y de que
solían partir en algunas ocasiones hacia el interior para descansar.
Le exponía en la carta lo siguiente: «A pesar del empeño y de las
fuerzas que estáis poniendo en juego, Majestad, para impedir los
ataques e incursiones de los celtas, los que hacen la travesía al en-
cuentro de Bohemundo y le suministran las provisiones necesarias
actúan tranquilamente a causa de la negligencia de aquellos y de su
dejadez en la vigilancia del estrecho de Longibardía. Los que hace
poco emprendieron la navegación desde Longibardía hacia el lugar
donde se halla Bohemundo, aprovechando el viento favorable que
soplaba (los vientos del sur son fuertes y favorables para quienes na-
vegan desde Longibardía hacia el Ilírico y los del norte son desfavo-
503
rables), les prestaron a sus naves las alas de las velas y se atrevieron a
zarpar rumbo al Ilírico. Como el viento del sur soplaba fuertemente
y les impedía totalmente atracar en Dirraquio, se vieron obligados
a costear hasta llegar a Aulón. Una vez hubieron fondeado allí los
innumerables barcos mercantes, transportaron hacia el lugar donde
estaba Bohemundo abundantes tropas de infantería y caballería, y le
facilitaron también todos los víveres. A partir de ese momento, los
celtas se hicieron con copiosos suministros de modo que importaron
de allí generosamente los productos de subsistencia».
3. El emperador lleno de cólera recriminó grandemente a Isaac
su conducta y gracias a sus amenazas en el caso de que no se corrigie-
ra, lo persuadió para que anduviera alerta. Pero las cosas no le iban
a Contostéfano según lo esperado. Aunque había intentado una y
mil veces rechazar a los que pasaban de la costa italiana en dirección
al Ilírico, había fracasado en sus objetivos. Cuando llegaba al centro
del estrecho y veía que los celtas venían navegando con viento de
cola, desplegadas las velas y a una velocidad imparable, no era capaz
de luchar simultáneamente contra los celtas y contra los vientos y
las brisas que le soplaban de proa. Ni siquiera el mismo Heracles,
afirman, pudo luchar contra dos adversarios y emprendía el regreso
a causa de la fuerza del viento. Por todo ello, el soberano estaba muy
enojado.
4. Al conocer que Contostéfano tenía fondeada la flota roma-
na en un emplazamiento que no era el adecuado y que por ello
los vientos del sur le resultaban desfavorables, pero beneficiaban la
navegación de los celtas, envió a Contostéfano una carta en la que,
tras describir las costas de Longibardía y del Ilírico y los puertos que
había en cada orilla, le señaló los sitios donde debía fondear y desde
donde encontraría brisas de popa en el momento de zarpar contra
los celtas que estuvieran haciendo la travesía. Animó nuevamente
a Contostéfano y lo convenció de que se pusiera manos a la obra.
Cuando Isaac se hubo repuesto de su desaliento, arribó al lugar que
le recomendara el soberano y fondeó sus naves. Se mantuvo a la ex-
pectativa del momento en que los hombres de Longibardía iniciaran
la navegación hacia el Ilírico con su abundante impedimenta. Cuan-
504
do se presentó, les salió al encuentro en medio del estrecho gracias a
un viento favorable. Convirtió en pasto de las llamas algunos barcos
piratas y envió muchos más al abismo con sus tripulaciones.
5. No se había enterado aún de este éxito el emperador, ocupado
como estaba en reflexionar sobre las noticias enviadas por Landulfo
y por el duque de Dirraquio, cuando cambió de opinión y, mandan-
do llamar de su destino inmediatamente al ya citado Mariano Mau-
rocatacalon, lo nombró duque de la flota y encargó a otro del sector
de Petrula. Partió, pues, este y no tardó en encontrarse por un azar
con las naves piratas que navegaban, escoltando a las de transporte,
desde Longibardía al encuentro de Bohemundo y las capturó a todas
llenas de todo tipo de víveres. Gracias a su función de incansable
guardián del estrecho que separa Longibardía y el Ilírico, no permi-
tió en adelante el paso de celta alguno hacia Dirraquio.
505
de malla. Consideraba que era completamente inútil e insensato to-
marlos como blanco.
2. La cota de malla es un tipo de armamento defensivo celta en
el que un anillo de hierro está entrelazado a otro anillo con tan ex-
celente calidad en el metal que repele un dardo arrojado con fuerza
y preserva el cuerpo del soldado. Otro accesorio para la defensa es
un escudo que no es redondo, sino largo que es muy ancho en su
parte superior y termina en una punta aguda. Por dentro presenta
un aspecto ligeramente curvado y por fuera brilla uniformemente y
resplandece como el bronce. Un dardo, aun de procedencia escita
o persa, o disparado por brazos de gigantes, rebotaría sobre este y
retornaría hacia el que lo lanzó.
3. Me parece que era precisamente porque el emperador cono-
cía el armamento usado por los celtas y nuestros arcos, por lo que
mandaba dejar en paz a los hombres y ordenaba atacar más a los
caballos, aconsejando que los atravesaran con los dardos para que
al ser derribados de sus monturas, se les pudiera vencer fácilmente.
Pues un celta a caballo es imposible de resistir en su ataque y capaz
de horadar la muralla de Babilonia, pero una vez desmontado es un
juguete para cualquiera.
4. El emperador, al percatarse del estado de desunión que pre-
sentaban quienes iban con él, prefirió no franquear los desfiladeros,
aunque tuviera el vivo deseo de entablar una batalla campal con
Bohemundo, como en muchas y reiteradas ocasiones nos explicó.
Pues era en la batalla más cortante que cualquier espada, de firme
resolución y completamente decidido. Sin embargo, las circunstan-
cias lo apartaban de su empeño, limitando tremendamente sus as-
piraciones.
5. Bohemundo, pues, estaba siendo acosado por tierra y por
mar. El soberano se había sentado a contemplar, como un espec-
tador, los hechos que estaban sucediendo en la llanura del Ilírico,
aunque se encontraba espiritual y anímicamente por entero junto a
los combatientes y compartía con ellos sus trabajos y penalidades,
por no decir más que ellos, incitando a la batalla y a los combates a
los jefes emplazados en las cimas de los desfiladeros y recomendando
506
cómo se debía atacar a los celtas. Mariano, por su parte, que guar-
daba los accesos del estrecho entre Longibardía y el Ilírico, repelía
continuamente a quienes atravesaban desde allí hacia el Ilírico, no
permitiendo que ningún navío de tres mástiles ni transporte cargado
con innumerables mercancías ni barco ligero de dos remos cruzase
al encuentro de Bohemundo. Este veía que Alejo planteaba la guerra
muy hábilmente, mientras que a él le faltaban los alimentos sumi-
nistrados por mar y los abastecidos por tierra. Cuando alguien salía
del campamento por provisiones o llevaba los caballos a abrevar, lo
atacaban los romanos y mataban a la mayoría de ellos, de modo que
poco a poco su ejército iba disminuyendo. Preguntó entonces las
condiciones de paz a Alejo, duque de Dirraquio, por mediación de
unos emisarios.
6. Un conde de Bohemundo, el noble Guillermo Clareles33,
como veía que todo el ejército de los celtas estaba siendo devastado
por el hambre y la enfermedad (una tremenda se había abatido sobre
ellos desde el cielo), se procuró su propia salvación y desertó con
cincuenta caballos al bando del soberano. El emperador lo acogió,
se informó de la situación de Bohemundo y, una vez estuvo seguro
de que el hambre había hecho acto de presencia en el ejército de este
y que su situación había llegado a un punto crítico, le correspondió
con el título de nobilísimo y le hizo innumerables regalos y favores.
Cuando se hubo enterado por una carta de Alejo de que Bohemun-
do había enviado embajadores para pedir la paz, dado que sospe-
chaba que quienes le rodeaban planeaban continuamente conspi-
raciones contra él (veía en cuántas ocasiones se habían sublevado y
había sido atacado por su gente más que por enemigos extranjeros)
y dado que creía además mejor no pelear contra ambos frentes con
las dos manos, haciendo de la necesidad virtud, como se suele decir,
reconoció que era más beneficioso aceptar la paz con los celtas y no
rechazar la solicitud de Bohemundo, pues temía avanzar más lejos
por la causa que el relato ha mostrado anteriormente.
7. Por todo ello, se quedó en el mismo lugar con idea de hacer
frente a las dos clases de enemigos y ordenó al duque de Dirraquio
33 Guillaume Claret.
507
que comunicara por escrito a Bohemundo lo siguiente: «Sabes muy
bien cuántas veces me he visto engañado por confiar en tus jura-
mentos y palabras. Si la divina ley del Evangelio no mandase a los
cristianos ceder el uno ante el otro, mis oídos no se hubieran abierto
a tus palabras. No obstante, es mejor ser engañado que ofender a
Dios y transgredir sus divinas leyes. Por eso no rechazo tu solicitud.
Así pues, si tú deseas en verdad la paz, horrorizado por lo absurdo
y lo imposible de la empresa que acometiste, y no deseas ya gozar
vertiendo sangre de cristianos, que no se ha derramado en beneficio
de su patria, ni de los cristianos, sino por tu sola voluntad, y ya que
la distancia entre nosotros es corta, preséntate tú en compañía de
cuantos hombres quieras. Tanto si nuestras voluntades llegan a un
acuerdo en idénticos apartados con una coincidencia de intereses,
como si no, incluso así, conforme a lo estipulado retornarás incólu-
me a tu propio campamento».
508
maría el tratado sin reparo ninguno, y si no, regresarían indemnes
a su campamento.
2. Una vez les hubo dado las instrucciones sobre esta misión,
el emperador los despidió. Ellos se encaminaron al encuentro de
Bohemundo. Cuando informaron a este de su llegada y ante el te-
mor de que notasen la decadencia de su ejército y la pusiesen en
conocimiento del emperador, salió a su encuentro a caballo y lejos
del campamento. Ellos le expusieron las palabras del soberano: «En
absoluto se ha olvidado el emperador» dijeron «de las promesas y
juramentos que hiciste, no solo tú, sino también todos los condes
que pasaron contigo hace tiempo. Puedes ver con certeza que todo
este asunto de la transgresión de tus juramentos no ha desembocado
en nada bueno para ti». Tras oír estas palabras, Bohemundo dijo:
«Basta ya de hablar en semejantes términos. Si me tenéis que dar
algún informe del emperador sobre otro punto, quiero conocerlo».
3. Los emisarios le dijeron: «El emperador, deseoso de tu salva-
ción y del ejército a tus órdenes te dice lo siguiente por mediación
nuestra. Sabes bien que a pesar de tus muchas fatigas no has sido
capaz de apoderarte de la ciudad de Dirraquio y no has aportado
ningún beneficio ni a tus hombres ni a ti mismo. Por tanto, si no
quieres ver hecha realidad tu destrucción total y la de tu ejército,
acude al lado de Nuestra Majestad y revela sin temores todo lo que
quieras, para que oigas, a tu vez, nuestro parecer. Si ambas pareceres
coincidieran en los mismos puntos, alabado sea Dios; y si no, te en-
viaré de nuevo intacto a tu campamento. En cualquier caso, todos
aquellos de tus hombres que quieran partir en peregrinación al San-
to Sepulcro, estarán bajo mi protección, y todos los que prefieran
retornar a su tierra, tras disfrutar de generosos regalos de mi tesoro,
serán libres de marchar a sus hogares».
4. Él les repuso: «Ahora me doy cuenta de que el emperador ha
enviado a hombres capaces de dar razones y de aceptarlas. Os pido,
pues, que toméis nota de las siguientes instrucciones destinadas a
evitar una recepción poco honorable por parte del emperador. A la
distancia de seis estadios34 acudirán los más íntimos de sus parientes
34 900 mts.
509
consanguíneos. Cuando llegue a la tienda imperial, en el momento
de traspasar su entrada, él me recibirá honorablemente, en pie ante
su trono imperial. No se me hará ninguna referencia a los acuer-
dos precedentes y bajo ningún concepto se harán juicios sobre mí,
tendré plena libertad para decir todo lo que deseo y cómo lo deseo.
Tras esto, el emperador tomará mi mano y me presentará en el lugar
de honor. Entraré acompañado de dos hombres de armas y estaré
totalmente exento de la obligación de doblar mi rodilla o mi cabeza
ante el soberano».
5. Cuando hubieron oído estas condiciones los arriba mencio-
nados embajadores, no accedieron al hecho de que a su llegada el
emperador estuviera en pie ante el trono imperial, antes al contrario,
rechazaron su petición por considerarla excesiva. Y no solo lo hicie-
ron con esta extraña prerrogativa, sino también con la de no tener
que inclinar la rodilla ni la cabeza en la prosternación ante el empe-
rador. Sin embargo, no se negaron al hecho de que algunos de los
parientes del emperador salieran a recibirlo a una distancia conside-
rable e hicieran lo mismo en el momento de hallarse en presencia del
soberano por las atenciones y por la consideración que prestaba a su
persona. Tampoco rehusaron conceder el privilegio de entrar con dos
hombres de armas y, más aun, tampoco se negaron al hecho de que el
emperador lo tomara de la mano y lo colocara en el lugar de honor.
6. Una vez concluidas estas conversaciones, los embajadores se
alejaron y marcharon al lugar que se les había asignado para des-
cansar, custodiados por cien infantes para que no salieran de noche,
espiasen la pésima situación del ejército y adoptaran por ello una
postura más despectiva con respecto a Bohemundo. Al día siguiente,
con trescientos caballeros y todos los condes llegó al lugar en el que
había conversado con los citados embajadores el día anterior y luego,
tomando consigo a seis hombres escogidos, partió hacia donde esta-
ban los enviados, tras dejar a sus restantes compañeros en aquel lugar
para que lo recibiesen a su regreso.
7. Cuando se volvió a retomar la conversación del día anterior,
Bohemundo insistió en sus condiciones y por ello un conde de muy
elevado linaje llamado Hugo dijo a Bohemundo: «Ninguno de noso-
510
tros, que pensábamos trabar combate con el emperador, ha acertado
aún a nadie con su lanza. Déjate de tantas historias. Debemos cam-
biar la guerra por la paz». Tras producirse un prolongado intercam-
bio de pareceres por ambas partes, Bohemundo acabó disgustándose,
porque se iba a sentir ultrajado si todo no transcurría como había
requerido previamente a los embajadores.
8. Estos, accediendo a unas peticiones y negándose a otras, con-
vencieron a Bohemundo, quien, sacando provecho de la necesidad,
solicitó de ellos un juramento en el que constaba que sería recibido
honorablemente y que si el soberano no estuviese de acuerdo con
sus planteamientos, sería devuelto indemne a su campamento. Así
pues, ante los Santos Evangelios exigió rehenes que serían enviados
a su hermano Guido y custodiados por él hasta su regreso. Los em-
bajadores accedieron a esta petición e hicieron a su vez peticiones.
Bohemundo accedió a estas y, tras un intercambio de juramentos,
entregó a su hermano Guido al sebasto Marino, al llamado Adrales-
to y al franco Rogelio para que, una vez ultimado, o no, el tratado
de paz con el emperador, los enviase indemnes al soberano desde allí
conforme a los juramentos.
511
lado del ejército más allá de doce estadios35: «Si quieres hacerlo»
decían a Bohemundo «también iremos todos nosotros para ver el
lugar». Bohemundo aceptó esta condición y enseguida advirtieron
mediante cartas a los defensores de los desfiladeros que no les infli-
gieran daño ni hicieran incursiones contra ellos.
2. Euforbeno Constantino Catacalon solicitó a su vez a Bohe-
mundo permiso para partir hacia Dirraquio. Como Bohemundo
asintió a la petición, Catacalon se puso en camino y llegó rápida-
mente a Dirraquio y, tras buscar al gobernador de la plaza, Alejo, el
hijo del sebastocrátor Isaac, lo puso al corriente de los informes del
soberano destinados a él y a los jefes que con él habían descendido.
Los asediados, en efecto, no podían asomarse a la muralla a causa
de un ingenio del soberano que estaba desde antiguo en las almenas
de Dirraquio. Se habían colocado astutamente en las almenas de la
ciudad unas planchas fabricadas a conciencia sin clavos, para que los
latinos que eventualmente intentasen trepar por las escalas, cuando
saltaran sobre las almenas, no pudieran agarrarse a nada y se desliza-
ran por las planchas hasta caer dentro de la plaza, como hemos di-
cho. En suma, tras hablar Euforbeno con aquellos, darles a conocer
los informes del emperador, tras llenarlos de coraje y, una vez ente-
rado por preguntas sobre el estado de la plaza, de que los defensores
habían adoptado las medidas adecuadas para ser autosuficientes en
el avituallamiento y considerando que las máquinas de Bohemun-
do suponían un riesgo mínimo, le dio alcance a este cuando había
concluido el atrincheramiento en el lugar que anteriormente estaba
establecido, y emprendió camino con él en dirección al emperador.
El resto de los embajadores según lo estipulado, se quedaron con
Guido.
3. Envió por delante a Manuel Modeno36, un muy fiel y leal
servidor suyo, para que anunciara al emperador la llegada de Bohe-
mundo. Cuando este estaba próximo a la tienda imperial, ya había
sido preparado el protocolo de su recibimiento según las condicio-
35 1,8 kilómetros.
36 Con cierta seguridad, italiano de Módena. Probablemente, actuara como intér-
prete en las negociaciones.
512
nes que los embajadores tenían concertadas con él. A su entrada, el
emperador le tendió la mano, tomó la suya y tras saludar del modo
como acostumbran a hacer los emperadores, lo situó cerca del trono
imperial.
4. Este hombre era de tal manera que, por decirlo brevemente,
nunca se vio a ningún otro como él en el territorio romano, ni en el
bárbaro, ni en el griego. Su apariencia causaba asombro y su renom-
bre, temor. Por describir detalladamente la planta del bárbaro, diré
que era tan alto que su estatura sobrepasaba en un codo37 a los más
prominentes. El vientre y sus costados eran duros, sin grasa, ancho
de hombros, de amplio pecho y fuertes brazos. Todo el conjunto de
su cuerpo no era ni enjuto ni sobrecargado de carnes, sino excelen-
temente proporcionado y conforme, por así decir, con el canon de
Policleto. Las manos, grandes; firme sobre las plantas de sus pies. El
cuello y la espalda eran sólidos. Quien lo observaba detenidamente
podía apreciar un cierto encorvamiento que no estaba causado por
ninguna enfermedad de las vértebras de su espina dorsal, sino por-
que su cuerpo, según parece, había presentado esta leve deformación
desde su nacimiento. La piel del resto de su cuerpo era de un color
muy blanco y su rostro, de tan blanco, se sonrosaba. La cabellera era
rubia, pero ni mucho menos colgaba sobre la espalda como pasaba
con los demás bárbaros, pues no tenía este hombre obsesión con sus
cabellos y llevaba el pelo cortado a la altura de las orejas. La barba
no sé decir si era pelirroja o tenía otro color, pues la navaja de afeitar
la había apurado y había dejado el rostro más blanco que la cal. En
todo caso, tenía el aspecto de ser también roja. Los ojos eran claros y
traslucían simultáneamente su temperamento y su seriedad. Su nariz
y las aletas de esta respiraban generosamente el aire y la anchura de
su pecho se armonizaba con la nariz y la nariz con el amplio pecho.
Pues la naturaleza ha creado a través de la nariz los caminos para el
aire que brota desde el corazón.
5. Una cierta dulzura se mostraba en este hombre, pero se que-
braba por efecto del terrible conjunto. Poseía el hombre entero un
talante brusco y salvaje en toda su persona, me parece que causado
37 0,48 m.
513
por su envergadura y su mirada, y su risa era para todos los de-
más motivo de terror. Tanto se caracterizaba así en alma y cuerpo
que su ánimo y su pasión estaban en armas y los dos miraban a la
guerra. Sus pensamientos eran diversos, astutos y escurridizos ante
cualquier intento de captarlos. Su conversación era inteligente y sus
respuestas, inaprensibles. Con un talante lleno de tales cualidades y
tan señaladas solo podía ser superado por el emperador gracias a su
linaje, elocuencia y demás cualidades naturales.
514
para emprender el camino de regreso a Dirraquio. Tras oír esto y
salir con intención de marchar a la tienda a él asignada, Bohemundo
requirió ver a mi césar Nicéforo Brienio, quien entonces acababa de
ser honrado con el título de panhipersebasto. Acudió él y gracias a
los recursos de su persuasiva oratoria, invencible como era en dis-
cursos y debates, convenció a Bohemundo de que condescendiese
a la mayor parte de los puntos que había expuesto el soberano. Lo
tomó, pues, de la mano y lo condujo a presencia del emperador. Al
día siguiente con un juramento y por propia voluntad conforme a su
parecer, se culminó el acuerdo. Lo acordado era lo siguiente.
515
do pacto que también yo deseo preservar para siempre, lo juro por
Dios y todos sus santos, puesto que el pacto ha sido escrito y leído
teniéndolos por testigos, y seré fiel vasallo de Vuestra Majestad y de
vuestro muy amado hijo y emperador, nuestro señor Juan Porfirogé-
neto. Armaré mi diestra contra toda persona que se enfrente a Vues-
tra Majestad, ya forme parte quien alce su mano de la comunidad
cristiana, ya sea ajeno a nuestra fe, es decir, pagano, como lo llama-
mos nosotros. De modo que, una vez revocados los demás puntos,
solo extraigo del antiguo acuerdo, confirmo y mantengo invariable-
mente aquello que era grato a ambas partes, a Vuestras Majestades y
a mí, a saber, que soy súbdito y vasallo de Vuestras dos Majestades,
con lo que renuevo en cierto modo el compromiso roto. Pase lo que
pase, nunca obraré para su invalidación. No habrá causa alguna o
medio claro u oculto por el que yo aparezca como transgresor del
acuerdo y del actual tratado.
3. Tomo posesión de los países en oriente que aquí serán expresa-
mente indicados gracias a un crisóbulo de Vuestra Majestad, el cual
Vuestra Majestad ha firmado con tinta roja y del que me ha sido en-
tregada una copia. Recibo los países cedidos como regalo de Vuestras
Majestades y asumo las competencias sobre estas donaciones a través
de este crisóbulo. En correspondencia a un regalo consistente en tan-
tos países y ciudades, ofrezco mi fidelidad a Vuestras Majestades, el
gran soberano, nuestro señor Alejo Comneno y a vuestro muy ama-
do hijo el emperador nuestro señor Juan Porfirogéneto, prometiendo
mantenerla inconmovible y firme, como un ancla bien fondeada.
4. Y para reiterar los términos más claramente y preservar el
derecho de las partes firmantes, he aquí que yo, Bohemundo, hijo
de Roberto Guiscardo, convengo con Vuestras Majestades y me
comprometo a guardar este inquebrantable pacto con Vuestras Ma-
jestades, esto es, con Vos, el soberano de los romanos Alejo y el
emperador e hijo vuestro, el Porfirogéneto, y me comprometo a ser
un auténtico y sincero vasallo, mientras respire y me cuente entre los
vivos. Armaré mi mano contra los enemigos vuestros y de Vuestras
Majestades, los siempre venerables y honorables emperadores del
imperio de los romanos, procedentes de cualquier lugar.
516
5. En el momento en que se me ordene por Vuestras Mjestades,
iré inexcusablemente a serviros según las necesidades del momento
con todo el ejército bajo mi mando. Si hay alguien, sea quien sea,
que actúa de forma hostil con Vuestras Majestades, a no ser que
sean invulnerables a nuestras lanzas, como los ángeles inmortales,
o estén constituidos por cuerpos de diamante, lucharé con ellos al
lado de Vuestras Majestades. Y si aún conservo mi salud y estoy libre
de guerras con bárbaros o turcos, yo mismo lucharé personalmente
en la guerra junto a Vosotros con el ejército que me sigue. Si me
hallara impedido por una grave enfermedad, como es normal en
los hombres, o una guerra inminente me arrastra, entonces en ese
caso prometo facilitar un gran apoyo con mis valientes guerreros,
de modo que ellos con su labor compensen mi ausencia. Pues el
compromiso fiel que hoy ofrezco a Vuestras Majestades consiste en
observar íntegramente las exigencias del pacto ya sea por mí mismo
o por otros, como ha quedado expreso.
6. Juro conservar una sincera fidelidad en lo general y en lo parti-
cular a Vuestra Majestad y a vuestra vida, es decir a vuestra existencia
terrena en este mundo. Pues por defender vuestra vida me convertiré
con mis armas en una compacta estatua de hierro. Extiendo inclu-
so mi juramento a vuestro honor y a vuestras imperiales personas,
en el caso de que se conjure contra ellos algún peligro promovido
por malditos enemigos, a los que posiblemente yo destruya y aparte
de su pérfido empeño. Asimismo, extiendo mi juramento a la sal-
vaguarda de todo país, ciudad, grande o pequeña, e islas que sean
vuestros y, en suma, de cuantas tierras y mares están bajo vuestro
cetro desde el mar Adriático hasta el oriente todo y toda la superficie
de la Gran Asia, que son los confines del imperio de los romanos.
7. Igualmente convengo, y que sea testigo del acuerdo Dios, que
lo está oyendo, en no poseer nunca gobierno ni propiedad sobre
ningún territorio que esté ahora o que haya estado antiguamente
bajo el poder de vuestro cetro, sea ciudad o isla, o por decirlo con
otras palabras y en resumen, sobre cuantos dominios abarcaba el im-
perio de Constantinopla o posee ahora por oriente y por occidente,
salvo los lugares que me han sido expresamente cedidos como pre-
517
sentes por Vuestras Majestades elegidas por Dios y cuyos nombres,
uno por uno, serán detallados en este documento.
8. Respecto a los países que pudiera conquistar tras expulsar a
sus ocupantes y que se hayan contado alguna vez bajo el gobierno
imperial, debo dejar a vuestro buen juicio las disposiciones relativas
a su administración. Si es vuestro deseo que yo ejerza el poder sobre
el país conquistado como vasallo vuestro y fiel servidor, así sea. En
caso contrario, lo entregaría al hombre que eligiesen Vuestras Majes-
tades sin ningún tipo de vacilación. No recibiré como pertenecientes
por alguien diferente a Vos ninguna ciudad, ni aldea que antigua-
mente formaran parte del poder imperial. Incluso las que fueran
conquistadas con o sin asedio y que hayan sido vuestras, volverán a
ser vuestras sin que yo discuta nada sobre este particular.
9. Tampoco aceptaré juramento de ningún cristiano, ni se lo
prestaré a otro, ni firmaré acuerdo de ningún tipo que tenga como
objetivo vuestro daño o vuestro perjuicio y el de vuestro imperio.
Tampoco seré vasallo de otro señor o de otro reino, grande o pe-
queño sin vuestra autorización. Yo solo tengo un único señor, al que
prometo servir, Vuestra Majestad y la de vuestro amado hijo.
10. Repudiaré, rechazará e incluso me armaré contra los vasallos
de Vuestra Majestad que acudan a mí con intención de rebelarse
contra vuestra autoridad y pasarse a mi servicio. Recibiré a los otros
bárbaros que deseen ponerse bajo mis órdenes, pero no como una
persona libre, sino que les haré jurar por Vos y vuestro muy amado
hijo, me haré cargo de sus países en nombre de Vuestras Majestades
y a partir de ese momento prometo llevar a cabo inexcusablemente
las órdenes relacionadas con ellos.
11. Estas son las cláusulas relativas a todas las ciudades y países
que se dio la circunstancia de que estuvieron bajo el cetro de los
destinos romanos. Respecto a los enclaves que no han llegado a ser
nunca vasallos de la Romania, me comprometo con un juramento
a contar también los territorios agregados a mi poder con guerras
y batallas, o sin ellas, como integrantes de vuestro imperio, ya sean
turcos, ya armenios, o en otras palabras, como alguien que conociera
nuestra lengua diría, paganos o cristianos. Acogeré a los extranjeros
518
que se pasen a mí y deseen así servirme con la idea de que también
ellos van a ser vasallos de Vuestras Majestades. Trasladaré también a
estos los juramentos ratificados y el compromiso hacia la autoridad
del imperio. Entre estos extranjeros pasarán a mi servicio aquellos
que vosotros, siempre venerables emperadores, deseéis que estén a
mi servicio. Aquellos que queráis poner bajo vuestra autoridad, si
ellos están conformes, os los enviaré, y si no quieren y se niegan a
serviros, yo no los aceptaré tampoco.
12. Llevaré la guerra sin cuartel a mi sobrino Tancredo, en el
caso de que no desee deponer parte de su enemistad hacia Vuestras
Majestades, ni liberar de su poder las ciudades de Vuestras Majesta-
des. Cuando, quiéralo él o no, las ciudades sean liberadas, tomaré yo
su mando, que me ha sido cedido por Vuestra Autoridad entre las
posesiones entregadas mediante vuestro crisóbulo, cuyos nombres
serán expresamente detallados. Y todas aquellas ciudades junto con
Laodicea de Siria que están fuera del grupo de las que me han sido
cedidas, sean adscritas a vuestro cetro. Tampoco daré acogida a los
fugitivos de Vuestras Majestades, sino que los pondré en el camino
de regreso y los obligaré a retornar junto a vuestras Majestades.
13. Hago, además, las siguientes promesas junto a los puntos
arriba expuestos para hacer este pacto más firme. Convengo en en-
tregar como garantía de estos acuerdos, para conservarlos inviola-
ble e inquebrantablemente en el futuro, a los hombres que, estando
ahora bajo mi mando, ocupen los países cedidos a mí por Vuestra
Majestad, incluidas las ciudades y los pueblos que asimismo serán
detallados nominalmente. También dispondré que estos hombres
hagan los más sagrados juramentos a fin de que conserven hacia
vuestro imperio la recta lealtad que las instituciones de los roma-
nos ordenan, y respeten todo lo estipulado en el presente acuerdo
con suma exactitud. Les haré jurar por las potencias celestiales y la
ineludible ira de Dios, que si alguna vez conjurara contra Vuestras
Majestades (¡ojalá no suceda, Salvador mío; ojalá no, justicia divi-
na!), se afanen ellos por todos los medios durante un periodo de
cuarenta días en traerme de nuevo, tras mi rebelión, a la fidelidad de
Vuestras Majestades. Pero esto sucedería, si es que pudiera ocurrir,
519
cuando la locura o el furor me afectaran claramente o perdiera de
forma evidente el sano juicio. Si me muestro enloquecido y obstina-
do ante sus consejos, y las secuelas de mi furor acosan violentamente
mi alma, entonces abjurarán de mí, me rechazarán por todos los
medios y devolverán a vuestra autoridad sus fuerzas y su lealtad, y las
regiones que ocupan por derecho mío, una vez las hayan desgajado
de mi gobierno, serán entregadas a vosotros y a vuestro bando.
14. Ellos serán obligados a llevar estas acciones a cabo mediante
juramentos, guardarán la misma fidelidad, vasallaje y lealtad hacia
vosotros que yo también he acordado y alzarán sus armas por vues-
tras vidas y honor terreno, como tampoco por vuestras imperiales
personas dejarán de ansiar el combate para que no sufran ningu-
na penalidad motivada por algún enemigo, si es que ellos tienen
conocimiento de la existencia de conspiraciones y peligros. Juro y
pongo por testigo a Dios, a los hombres y a los ángeles del cielo que
los obligaré a hacerlo y a actuar con energía, comprometidos por
sagrados juramentos. De este modo, adoptarán acuerdos idénticos
a los que he suscrito con vosotros, esté yo vivo o muerto, en lo que
respecta a vuestras plazas y territorios y, en una palabra, en lo relati-
vo a todos los lugares que están bajo la égida de vuestro imperio en
occidente y que el oriente abarca. En ellos tendrá vuestro estado a
vasallos obedientes y los empleará como fieles servidores.
15. Todos los que circunstancialmente han venido conmigo en
esta misión también acatarán inmediatamente la fidelidad que yo he
jurado y los pactos firmados con vosotros, los venerables Alejo, so-
berano de los romanos y el Porfirogéneto, emperador e hijo vuestro.
Todos los jinetes y hoplitas de mi ejército, a los que acostumbramos
a llamar caballeros, que están ausentes, cuando Vuestra Majestad
mande emisarios a la ciudad de Antioquía, allí también pronun-
ciarán ellos los juramentos y los acogerá el enviado de Vuestra Ma-
jestad, y yo, lo juro, dispondré que los hombres juren y asuman los
mismos pactos sin cambio alguno. Además, contra aquellos ocupan-
tes de ciudades y países que una vez estuvieron bajo el poderío del
imperio de Constantinopla, y así lo quiera Vuestra Majestad, acuer-
do y juro declarar la guerra, entablar combate y armarme contra
520
ellos. Contra quienes no tenéis intención de movilizar un animoso
ejército, tampoco yo enviaré un ejército contra ellos. Pues en todo
queremos servir a vuestro poder y depender en toda acción y en todo
deseo de vuestros deseos.
16. A todos los sarracenos y secuaces de Ismael que deseen pasar-
se al bando de Vuestra Majestad como desertores y os hayan entrega-
do sus ciudades, no les pondré obstáculos a su decisión, ni intentaré
con mi esfuerzo someterlos a mi mando, a no ser que, forzadas y
acosadas en todas partes aquellas regiones por mi lanza, atemoriza-
dos por los peligros, volvieran su mirada a Vos y pusieran su salva-
ción en pasarse a vuestro campo. Pero a todos esos y a cuantos por
su temor a la espada franca, para evitar una muerte segura, os llamen
venerables emperadores, no los contaréis entre nuestros cautivos,
precisamente por ello, sino, lógicamente, a los que voluntariamente
se pongan a vuestro servicio sin que hayan mediado trabajos y pena-
lidades por parte de nosotros.
17. Además, convengo en esto. Que los soldados que deseen
atravesar conmigo el Adriático desde Longibardía, también ellos
jurarán y estarán conformes en servir a Vuestra Majestad. Eviden-
temente, les tomará juramento un súbdito vuestro que vosotros mis-
mos enviaréis con ese fin a la otra orilla del Adriático. Si se negaran a
prestar juramento, no los dejaré atravesar por haber rehusado acep-
tar nuestras decisiones.
18. Es preciso, asimismo, detallar en el crisóbulo las ciudades y
países cedidos a mí por Vuestras Majestades, elegidas por Dios, y ex-
ponerlos en el presente documento. Estos son: Antioquía de Celesiria
con su recinto y su distrito e, igualmente, Suecio38, que está situado
junto al mar; Dux39 con todo su distrito junto con el de Cauca40, lla-
mado antiguamente Lulo41 y el del Monte Maravilloso42; Fersia43 con
521
toda su región; San Elías44, el distrito militar junto con las villas bajo
su soberanía; el distrito militar de Borze45 y las plazas a su mando; la
región en torno al distrito militar de Sezer46, que los griegos denomi-
nan Larisa, y Artac47, Teluc48, los distritos militares con cada recinto;
junto a estos, Germanicea y las fortalezas a su mando; la Montaña
Negra49 y las plazas bajo su jurisdicción y la llanura entera que se
prolonga a sus pies, evidentemente, sin el distrito de los Rupenio50,
los armenios León y Teodoro, que son súbditos de Vuestra Majestad.
19. Junto a las localidades citadas el distrito militar de Pagras51,
el distrito militar de Palatzas52, y el tema de Zume53 y todas las plazas
y villas bajo su jurisdicción y la región que le pertenece a cada una.
Todas estas localidades también constan en el crisóbulo de Vuestras
Majestades, porque me han sido cedidas por vuestra divina autori-
dad hasta el fin de mi vida, con el compromiso de que han de vol-
ver tras mi óbito al imperio de la Nueva Roma y emperatriz de las
ciudades, Constantinopla, siempre y cuando guarde una muy pura
fidelidad y una limpia lealtad hacia vosotros, los siempre venerables
y honorables emperadores, hacia vuestro imperio y trono, y sea sier-
vo y sumiso vasallo del cetro imperial.
20. Acuerdo y juro por Dios, que es venerado en la iglesia de
Antioquía, que no habrá patriarca de nuestra raza en Antioquía,
sino que lo será aquel que designen Vuestras Majestades de entre los
522
que sean vástagos de la gran iglesia de Constantinopla. Ojalá suba al
trono de Antioquía una persona tan sabia que actúe enteramente de
modo patriarcal en las ordenaciones y demás materias eclesiásticas,
de acuerdo con los estatutos de esta sede.
21. Hay partes excluidas del gobierno ducal de Antioquía por
querer Vuestras Majestades reservarse total potestad sobre ellas. Son
el tema de Podando, (...) junto a estos el distrito militar de la ciudad
de Tarso, la ciudad de Adana, los hogares de Mopso y Anabarza
y, por resumir, todo el país de Cilicia, que el Cidno y el Hermón
delimitan; asimismo, el distrito militar de Laodicea de Siria y, lógi-
camente, el distrito militar de Gabala, que quienes hablamos lengua
bárbara llamamos Zebel, los distritos militares de Balanea, Maracea
y el de Antárado con Antartus, pues también son ambos distritos
militares. Estos son los lugares que, tras excluirlos Vuestras Majes-
tades de todo el territorio bajo el poder ducal de Antioquía, los ha
añadido al ámbito de sus dominios, una vez separados de aquel.
22. Me contento con las posesiones cedidas y las quitadas, me
atendré a los derechos y privilegios que recibí de vosotros, no actuaré
contra lo que no he recibido. No sobrepasaré las fronteras y perma-
neceré en los territorios que me han sido dados, gobernándolos y
recogiendo sus frutos hasta que deje la vida, como se ha estipulado.
Tras mi muerte, como también ha quedado estipulado, retornarán
a sus antiguos propietarios, por quienes fueron cedidos a mi auto-
ridad. Ordeno a todos mis gobernadores y vasallos que, de acuerdo
con mi última voluntad, devuelvan todos los territorios citados al
cetro del imperio de los romanos, sin cuestionar nada sobre la cesión
y sin plantear vacilación alguna.
23. También juro y reafirmo ese punto del acuerdo, para que sin
retraso ni vacilación cumplan mis órdenes. Y sea también añadida
al tratado la siguiente cláusula. Como yo he suplicado a vuestro
trono que me compensara por lo que Vuestra Majestad me había
enajenado de los dominios de Antioquía y del ducado de esa ciudad,
y como los peregrinos lo habían suplicado previamente a Vuestras
Majestades, vuestra autoridad accedió a compensarme con algunos
temas, países y ciudades situados en oriente.
523
24. Es preciso también mencionarlos aquí nombre por nombre
para que Vuestras Majestades no tengan duda alguna y yo obtenga
una prueba sobre la que podría reclamar en un momento dado. Son
estos, todo el tema del país de Casiotis, cuya capital es Berea, que
en lengua bárbara se denomina Calep54; el tema de Lapara55 y todos
los pueblos bajo su jurisdicción, esto es, Plasta, la ciudad de Co-
nio, Romaina, la ciudad de Aramiso, la plaza de Ameras, la ciudad
de Sarbano, la fortaleza de Telcampson, a las que se suman las tres
Tilias, Estlabotilin y las otras dos, el castillo de Esgenin, la ciudad
de Caitzierin y sus pueblos, Comermoeri y el llamado Catismatin,
Sarsapin y la villa de Mecran. Esas son las localidades que se hallan
en Siria. Las pertenecientes al centro del tema de Mesopotamia son
las que se encuentran cerca de la ciudad de Edesa; el tema de Limnia
y el tema de Aeto con todo su distrito.
25. No queden sin citar los apartados relativos a Edesa ni la can-
tidad de talentos anuales que me ha sido fijada por Vuestras Majes-
tades, que Dios guarde, es decir, doscientas libras acuñadas en época
del emperador Miguel. Aunque me ha sido asignado a través del
piadoso crisóbulo de Vuestras Majestades el ducado de (...) comple-
to con todas las fortalezas y territorios bajo su jurisdicción, no se ha
encomendado este gobierno ducal a mi exclusiva persona, sino más
bien se me ha concedido por el piadoso crisóbulo que lo traspase
al que yo desee, con la obligación por parte de este de someterse a
las órdenes y deseos de Vuestras Majestades como vasallo que es del
mismo imperio y de la misma autoridad, y con una voluntad y unas
intenciones acordes en los mismos puntos en los que yo lo estoy con
vosotros.
26. Respecto a ese particular, como yo me he convertido en
vuestro vasallo y me incluyo en el ámbito de vuestras posesiones,
debo percibir una cantidad anual del tesoro imperial, doscientos ta-
lentos con acuñación y valor del anterior soberano Miguel, traídos
por un emisario nuestro enviado con una carta mía desde Siria a
54 Alepo.
55 En la Capadocia oriental. Los enclaves que vienen a continuación están situa-
dos en esa zona.
vuestra presencia, a la ciudad imperial, para que tome la citada can-
tidad con destino a nuestra persona.
27. Vosotros, los siempre venerables, honorables y augustos
emperadores del imperio de los romanos, respetaréis en adelante el
texto escrito en el crisóbulo por Vuestras Piadosas Majestades y ob-
servaréis las promesas. Yo, por este juramento, confirmo lo acordado
entre vosotros y yo. Pues juro por la Pasión de nuestro clemente
Salvador Cristo, por aquella invencible Cruz que padeció por la sal-
vación de todos, y por los santísimos Evangelios que han asombrado
a todo el mundo, y aquí presentes, juro con ellos en mi mano por
la Cruz de Cristo asociada en mi pensamiento a la Corona de es-
pinas, a los Clavos y a la Punta de la lanza de aquel que atravesó el
costado del Señor y dador de vida, a Vos, el poderosísimo y santo
emperador, nuestro señor Alejo Comneno y a vuestro coempera-
dor, vuestro muy amado hijo, nuestro señor Juan Porfirogéneto, que
todo lo pactado y dicho por mi boca para siempre guardaré y obser-
varé sin transgresiones, que me ocupo y me ocuparé por siempre de
vuestras posesiones, que no mostraré en lo más mínimo intenciones
malvadas o dolosas hacia vosotros, sino que perseveraré en todos los
acuerdos adoptados por mí y de ningún modo juraré en falso contra
vosotros ni me encaminaré por un rumbo que anule las promesas, ni
tendré ningún pensamiento opuesto al tratado, tanto yo como todos
y cada uno de cuantos pertenecen a mi soberanía y constituyen el
conjunto de mis soldados. Incluso nos vestiremos la coraza contra
vuestros enemigos y ofreceremos la diestra a vuestros amigos. Todos
mis pensamientos serán y se encauzarán para beneficio y honra del
imperio de los romanos. Ojalá cuente así con el auxilio de Dios,
ojalá cuente con el auxilio de la Cruz y de los divinos Evangelios.
28. Esto fue escrito y los juramentos prestados en presencia de
los testigos abajo expuestos, en el mes de septiembre de la segunda
indicción del año 66171. Los testigos y firmantes ante quienes se
realizaron estos trámites son los siguientes: los obispos muy devotos
de Dios, Mauro de Amalfi y Renardo de Tarento junto con clérigos
que los acompañan. El muy bendito abad del venerable monasterio
1 1108.
525
de San Andrés de la isla de Brentesio, en Longibardía, y dos monjes
suyos. Los guías de los peregrinos cuyos signos ellos trazaron con su
propia mano y cuyos nombres fueron escritos por mano del obispo,
muy devoto de Dios, de Amalfi al lado de los signos, el cual había
venido como embajador del papa ante el soberano. Los de la corte
imperial: el sebasto Marino, Rogelio Tacuperto. Pedro Alifa, Gui-
llermo Ganze2, Ritzardo Printzitas, Yosfré Males3, Humberto, hijo
de Graúl, Pablo Romano. Los procedentes de Dacia, apocrisiarios
del kral, consuegro de su Majestad, el zupán Peres y Simón4, y los
apocrisiarios5 de Riscardo Siniscardo6, el eunuco nobilísimo Basilio
y Constantino el notario». En conclusión, el soberano recibió de
Bohemundo este documento escrito. Y él le correspondió con el
arriba citado crisóbulo, firmado con tinta púrpura por la diestra im-
perial, como es tradición.
526
LIBRO XIV
1. Así pues, una vez hubieron llegado a buen puerto los planes del
soberano y confirmado el tratado arriba expuesto mediante el jura-
mento de Bohemundo ante los sagrados Evangelios y la lanza con
la que atravesaron los facinerosos el costado de Nuestro Salvador,
este solicitó el retorno por el camino que había seguido a su venida,
poniendo al servicio de la autoridad y de los deseos del soberano
a todos los hombres que estaban bajo su mando. Asimismo, pidió
permiso para invernar dentro de los dominios de los romanos. Pidió
también abundantes suministros de vituallas y que, cuando pasara
el invierno y se hubieran recuperado de sus muchas fatigas, les fue-
ra permitido ir adonde quisieran. Nada más hacer esas peticiones,
pudieron ver enseguida cumplidas sus demandas. Después de haber
sido honrado con el título de sebasto y haber recogido abundantes
riquezas, emprendió el regreso en dirección a su ejército. Lo acom-
pañaba al salir Euforbeno Constantino, apellidado Catacalon, para
evitar algún desagradable encuentro con nuestros soldados durante
el camino y, en especial, para tomar las medidas precisas con vistas
a que las tropas de Bohemundo acampasen en el lugar adecuado y
seguro, y poder dar satisfacción a las peticiones realizadas. Cuando
este hubo llegado a su campamento y entregado su ejército a los
embajadores enviados por el soberano a tal efecto, embarcó en una
527
monere y arribó a Longibardía. Tras sobrevivir no más allá de seis
meses, pagó la deuda común7.
2. El soberano, por su parte, se preocupaba todavía de los celtas
y cuando tuvo solucionados los asuntos pendientes con estos, tomó
el camino hacia Bizancio. Una vez allí, no se entregó para nada al
reposo y al descanso, y estuvo meditando de nuevo sobre cómo los
bárbaros habían reducido completamente a ruinas la zona costera de
Esmirna hasta la misma Atalia8 y se sentía molesto por no haberles
devuelto a estas ciudades su primitivo estado, ni haberles reintegra-
do su antiguo florecimiento, ni recuperado a sus moradores, que
estaban dispersos por todas partes. En concreto, no se desentendió
de la situación en la ciudad de Atalo y mostraba gran preocupación
por ella.
3. Eumacio Filocales9 era un hombre muy arrojado que no solo
superaba a los demás por el ilustre linaje al que pertenecía, sino tam-
bién por su destacada inteligencia, que era liberal en su mano y en
su mente, fiel a Dios y a sus amigos y leal como el que más a sus se-
ñores, pero que no había sido formado en las técnicas militares. No
sabía mantener el arco y tirar de la cuerda hacia su pecho, ni cubrirse
con el escudo. En lo demás, sin embargo, era muy hábil como en
montar emboscadas y derrotar mediante todo tipo de ardides a sus
enemigos. Acudió al soberano y le pidió con empeño el gobierno de
Atalia. El soberano, que conocía la sagacidad de su temperamento y
de sus empresas y el éxito que lo acompañaba, fuera cual fuera y se
dijera lo que se dijera, pues cuando se lanzaba a cualquier actividad,
nunca fallaba en sus objetivos, se dejó persuadir y le dio el mando de
numerosas fuerzas con abundantes recomendaciones y la orden de
que en toda circunstancia se condujera prudentemente.
4. Tras llegar él enseguida a Abido10, atravesó el estrecho en-
tre ambas ciudades y arribó a Atramicio11. Esta había sido en otro
528
tiempo una ciudad densamente poblada, pero durante los saqueos
a los que Tzacás sometió la zona de Esmirna, acabó por reducirla a
ruinas y borrarla del mapa. En todo caso, al ver la total destrucción
de la importante ciudad hasta el extremo de que parecía no haber
sido habitada nunca por nadie, le devolvió inmediatamente su pri-
mitivo aspecto, y llamó de los lugares donde se hallaban a todos los
supervivientes de sus antiguos moradores y tras hacer llamar a otra
mucha gente de diferentes procedencias, la repobló y le devolvió su
antiguo esplendor. Una vez informado de que los turcos estaban
asentados en Lampe, destacó una parte de sus fuerzas y la envió
contra ellos. Estos, al darles alcance, libraron un violento combate
y obtuvieron pronto la victoria. Tan despiadadamente se compor-
taron con los turcos, que arrojaron en calderos a sus recién nacidos
y los hicieron hervir. Mataron a otros muchos y retornaron junto a
Eumacio alegres y seguidos por los cautivos. Los turcos que lograron
sobrevivir se vistieron de negro con el deseo de mostrar esta desgra-
cia a sus compatriotas a través de las vestiduras y atravesaron todo el
territorio ocupado por los turcos gimiendo y lamentándose, mien-
tras narraban las tremendas calamidades que sufrieron provocando
el dolor de todos los hombres de armas y excitándolos a la venganza.
5. Eumacio, que había llegado a Filadelfia, se alegró por el éxito
de la misión. Pero un archisátrapa de nombre Asán12, que ocupaba
Capadocia utilizando a sus habitantes como esclavos, cuando se en-
teró de lo que les había pasado a los citados turcos, tomó consigo sus
tropas, mandó llamar a otros muchos hombres desde diferentes sitios
hasta juntar un ejército de veinticuatro mil soldados y salió contra él.
Pero Eumacio, que era un hombre muy hábil, como se ha dicho, no
permanecía despreocupado en Filadelfia, ni se había relajado al abri-
go de sus murallas, sino que enviaba por doquier observadores y para
que no se descuidasen, añadía el envío por detrás de otros explorado-
res. Les ordenó estar tan alerta que permaneciesen despiertos toda la
noche y escudriñaran cruces de caminos y llanuras.
6. Cuando uno de estos vio en lontananza el ejército turco, acu-
dió veloz a comunicárselo a Eumacio. Él, que era prudente y que
12 Hasán, emir de Capadocia. Es diferente del Asán / Hasán de XI III.5.
529
poseía una inteligencia tan clara que sabía lo que debía hacerse y
cómo poner en práctica sus planes en un lapso de tiempo impercep-
tible, conocedor además de que no poseía suficientes fuerzas para
enfrentarse a tan gran cantidad de soldados enemigos, ordenó en-
seguida reforzar todas las puertas de la ciudad y prohibió que nadie
subiera a las murallas y que nadie gritara ni hiciera sonar flautas o
cítaras. En suma, confirió a la ciudad un aspecto tal que quienes vi-
niesen la creyeran completamente deshabitada. Asán llegó a Filadel-
fia, rodeó con su ejército las murallas y estuvo aguardando durante
tres días. Como estaba claro que nadie se asomaba a las almenas,
que las puertas estaban reforzadas y que no disponía de helépolis ni
catapultas, considerando que el ejército de Eumacio era pequeño
y por ello ni siquiera se atrevía a salir, emprendió otro camino en
medio de recriminaciones por su debilidad y de un total desprecio
hacia él. Separó a diez mil hombres de su ejército y los envió contra
Celbiano13, a otros (...) como si fueran en dirección a Esmirna y a
Ninfeo14, y a los restantes a Cliara15 y Pérgamo. Una vez enviados to-
dos a realizar las incursiones, él se unió a los qué partían en dirección
a Esmirna (...).
7. Sin embargo, Filocales, que conocía las intenciones de Asán,
envió todas las fuerzas a su mando contra los turcos Estas persiguie-
ron a los que habían salido tranquilamente rumbo a Celbiano, los
alcanzaron y cayeron sobre ellos cuando amanecía el día. No se con-
tuvieron a la hora de la matanza y liberaron a todos los prisioneros
que llevaban los turcos. Luego, emprendieron la persecución de los
turcos que habían partido hacia Esmirna y Ninfeo. Algunos hom-
bres de la vanguardia, que se habían adelantado, libraron combate
desde las dos alas de la formación contra aquellos y los vencieron
completamente. Mataron a muchos y obtuvieron gran cantidad de
cautivos. Los supervivientes, que fueron escasos, en su huida general
cayeron en los remolinos del Meandro y se ahogaron rápidamente.
Es ese un río de Frigia, el más tortuoso de todos los ríos debido a
13 Al suroeste de Filadelfia. Cerca de Éfeso.
14 Al este de Esmirna.
15 En Lidia, entre Kirkagaş y Soma.
530
sus continuas curvas. Confiados por su segunda victoria estuvieron
persiguiendo a los restantes, pero lo que les pasó no fue otra cosa
más que los turcos les habían tomado una gran delantera. De este
modo, volvieron entonces a Filadelfia. Eumacio, por su parte, tras
ver a sus hombres de vuelta y enterado de que se habían esforzado
por luchar valerosamente y de que ningún adversario había escapado
de sus manos, les recompensó con generosos regalos y les prometió
enormes beneficios en lo sucesivo.
531
2. Tancredo se había aprovechado de aquellos incontables re-
galos, de las montañas de oro, de la extrema atención que les había
dispensado, de la masa de tropas enviadas por él para que colabo-
rasen sin que el imperio de los romanos hubiera obtenido ninguna
compensación por su parte. Mientras, los francos planeaban sus par-
ticulares éxitos cancelando pactos y juramentos sin preocuparse por
nada. Por todo ello, su alma se desgarraba sin saber cómo sobrellevar
la insolencia.
3. Por ello, envió una embajada a Tancredo, gobernador de An-
tioquía, acusándole de su falta y de la transgresión de los juramen-
tos. Añadía que no estaba dispuesto a soportar que se le estuviese
despreciando eternamente y que lo castigaría también a él por su in-
gratitud con los romanos. Hubiera sido indigno y más que indigno
gastar las riquezas más allá de toda cuenta, haber destacado los más
ilustres batallones romanos por toda Siria y por la misma Antioquía
en su afán por ampliar con todas sus fuerzas y voluntad los límites
del imperio de los romanos y que Tancredo disfrutase de los placeres
a costa de sus riquezas y sus fatigas.
4. Cuando recibió esta embajada, aquel bárbaro furioso y enlo-
quecido, que no soportaba ni siquiera en el extremo de sus oídos la
verdad de las palabras y la franqueza de los embajadores, actuó ense-
guida como suele hacerlo su raza e, hinchado de soberbia, se jactó de
que colocaría su trono por encima de los astros y amenazó con atra-
vesar las murallas de Babilonia con la punta de su lanza. Hablaba y
se expresaba en precisos términos sobre la valentía que caracterizaba
a sus tropas y su incontenible ímpetu, y afirmaba que nunca dejaría
escapar Antioquía, aunque los que fueran a enfrentarse con él porta-
sen manos de fuego, y que él en personase se tenía por un Nino16, el
gran asirio, y que era como un gigante enorme e imbatible, erguido
como una roca sobre el suelo, y consideraba a los romanos hormigas
y los más cobardes de los seres vivos.
16 Para los historiadores griegos de la antigüedad, como Ctesias de Cnido o Dio-
doro Sículo, Nino fue un rey legendario de Asiria, fundador del primer imperio
asirio. A su nombre se le atribuía la denominación de la ciudad de Nínive. Se casó
con la también legendaria reina Semíramis, la cual, una vez viuda, tomó las riendas
del poder y amplió el imperio hasta la India y Etiopía.
532
5. Cuando a su regreso los embajadores informaron de la insen-
satez del celta, el emperador se llenó de cólera sin que se le pudiera ya
refrenar, y quería ir inmediatamente a reclamar Antioquía. Así pues,
tras reunir a la élite del estamento militar y a todos los miembros del
senado, pidió consejo a todos. En ese momento, todos rechazaron la
expedición del soberano contra Tancredo, argumentando que antes
era preciso ganarse a todos los condes que gobernaban los alrede-
dores de Antioquía y al rey mismo de Jerusalén, Balduino, y son-
dear sus opiniones sobre si querrían cooperar con él en su campaña
contra Antioquía. Si tuviera constancia de que estos eran enemigos
de Tancredo, entonces podría atreverse a marchar contra él y si no,
resolver de otro modo el asunto de Antioquía.
6. El soberano elogió este consejo, mandó buscar a Manuel Bu-
tumites y a uno que sabía la lengua latina, y los despachó en direc-
ción a los condes y al rey de Jerusalén, después de haberles hecho
abundantes recomendaciones sobre lo que debían tratar con ellos
y con el propio rey de Jerusalén, Balduino. Dado que era impres-
cindible enviarles riquezas a causa del codicioso carácter latino, dio
órdenes a Butumites para el entonces duque de Chipre, Eumacio
Filocales, donde detallaba las instrucciones precisas para que le fa-
cilitara tantos barcos como le hicieran falta. A la par, le ordenó que
entregase a los condes mucho dinero de todo tipo, de toda clase de
formas y acuñaciones y de diversos valores. Prescribió asimismo a
los ya citados y en concreto a Manuel Butumites, que tras recibir las
riquezas de Filocales, atracaran sus naves en Trípoli, se entrevistaran
con el conde Pelctrano17, hijo de Isangeles, a quien nuestra historia
ha hecho frecuentes menciones, le recordaran la fidelidad que su
padre guardó hacia el soberano y, al tiempo de entregarle las cartas
imperiales, le dijeran: «No se te debe considerar como inferior a tu
533
padre, por lo que debes observar también tú una fidelidad similar
hacia nosotros. Que sepas que yo ya estoy a punto de llegar a Antio-
quía para castigar a quien no guardó aquellos venerables juramentos
con Dios y conmigo. Tú esfuérzate en no colaborar para nada con él
y en atraer a los condes al ámbito de nuestra fidelidad, de forma que
no se vinculen a Tancredo bajo ningún otro concepto».
7. Arribaron, pues, a Chipre y tras hacerse cargo del dinero y de
todas las naves que quisieron, navegaron inmediatamente rumbo a
Trípoli. Después de fondear las naves en su puerto y desembarcar
de ellas, se encontraron con Pelctrano y le dieron a conocer todas
las órdenes recibidas del emperador. Al comprobar que aquel se in-
clinaba ante la voluntad del soberano, que se disponía a su favor y
que, si fuera preciso, aceptaba morir por él, prometiendo incluso
que acudiría a prosternarse cuando llegara a la región de Antioquía,
con su visto bueno encargaron al obispo de Trípoli de las rique-
zas que traían, de acuerdo con las recomendaciones del soberano.
Pues temía que los condes, si se enteraban de que los embajadores
llevaban dinero, se lo apropiaran y tras remitirlos a la capital con
las manos vacías, empleasen las riquezas en provecho propio y en
el de Tancredo. Por tanto, consideró preciso en primer lugar, que
partieran de vacío y que, tras comunicarles todo lo que les fue enco-
mendado por el soberano, sondearan sus opiniones, les prometieran
la entrega de riquezas y les pidieran a cambio un juramento, por si
estuvieran conformes en obedecer entonces la voluntad del sobera-
no, para finalmente cederles el dinero. En suma, como hemos dicho,
los hombres de Butumites pusieron aquellos bienes bajo la custodia
del obispo de Trípoli.
8. Balduino, al enterarse de que esos embajadores iban a llegar
a Trípoli, por su avidez de dinero envió a su primo Simón antes de
que llegaran para invitarlos a venir. Ellos dejaron allí las riquezas con
el consentimiento de Pelctrano, siguieron a Simón, el enviado de
Jerusalén, y llegaron a presencia de Balduino, que estaba asediando
Tiro. Este, una vez los hubo recibido amablemente y honrado con
toda cortesía, aprovechando que habían llegado ante él en el tiempo
534
de cuaresma, los retuvo a su lado durante los cuarenta días18, mien-
tras sitiaba Tiro, como hemos dicho. La ciudad estaba protegida,
además de por otros medios, por unas murallas inexpugnables que
constaban de tres recintos en torno a ella. El círculo más exterior
contenía al segundo y este a su vez al de más adentro, que era el ter-
cero. Eran como círculos que contenían unos a otros y que rodeaban
la ciudad con un cinturón.
9. Balduino supo atacar previamente este conjunto de murallas
para tomar posteriormente la ciudad, pues actuaban como corazas
protectoras de Tiro y dificultaban el sitio. Este, mediante algunas
maquinar de asedio había destruido la primera y segunda líneas y lo
estaba intentando con la tercera. Pero, una vez destruidas las alme-
nas, a continuación relajó el asedio. La hubiera tomado si se hubiera
esforzado, pero como creía que tras esos avances podría poner pie en
la ciudad con escalas, se dedicó al asedio como si ya la tuviese en sus
manos. Esto les proporcionó la salvación a los sarracenos. Balduino,
que veía cercana la victoria, fue completamente repelido y quienes
estaban en el interior de las redes, se libraron de sus hilos. El tiempo
que hacía perder la negligencia de Balduino les permitió recuperar
la iniciativa.
10. Tramaron la siguiente argucia. Pidieron en apariencia un
tratado de paz y le trasladaron emisarios para la paz, pero en rea-
lidad, mientras se iban desarrollando las conversaciones de paz,
se preparaban para la defensa y gracias a las expectativas que iban
dejando en suspenso, tenían tiempo de tramar estratagemas contra
él. Cuando comprobaron su enorme desinterés por la guerra y que
los sitiadores flaqueaban, llenaron una noche numerosas ánforas
de cerámica con pez líquida y las lanzaron contra las máquinas que
rodeaban la ciudad. Al estrellarse, necesariamente empaparon de
ese líquido la madera. A continuación de estas, les arrojaron an-
torchas encendidas y después repitieron la operación con ánforas
llenas de nafta que al contacto con el fuego inmediatamente co-
menzaron a lanzar llamas al aire, con lo que las máquinas de los si-
tiadores quedaron reducidas a cenizas. Mientras se iba iluminando
18 Hasta el 21 de abril de 1112.
535
el día, las llamas iluminaban también, lanzadas como una torre al
aire desde las tortugas de madera.
11. Los hombres de Balduino obtuvieron la recompensa que
merecía su negligencia y de la que se arrepentían, pues el humo y
el fuego les habían dado a conocer lo sucedido. Algunos soldados,
que se hallaban en torno a las tortugas y que ascendían al núme-
ro de seis, fueron capturados y el gobernador de Tiro, nada más
verlos, les cortó las cabezas y las despidió mediante catapultas en
dirección al ejército de Balduino. Al ver todo el ejército el espectá-
culo del fuego y de las cabezas, huyeron aterrados en sus caballos,
como si se hubieran asustado por aquellas cabezas a pesar de las
continuas cabalgadas de Balduino, de sus llamadas a los fugitivos
y de sus intentos de animarles por todos los medios. Pero cantaba
a sordos. Aquellos, dándose en masa a la fuga, huían incontenible-
mente por el camino y parecían más veloces que cualquier pájaro.
Al final de la carrera tenían la fortaleza llamada por los lugareños
de Acre, que se convirtió en refugio para aquellos veloces cobardes.
En todo caso, Balduino desistió, privado de todo recurso, siguió
contra su voluntad a los que huían y escapó de la mencionada
ciudad.
12. Butumites, por su parte, tras embarcar en las trirremes chi-
priotas (eran doce en total), bordeó la costa que llevaban a Acre,
donde encontró a Balduino, y le dio a conocer todo cuanto el
soberano le había ordenado comunicarle. Decía, añadiendo estas
palabras a su mensaje, que el emperador había llegado a Seleucia.
Ahora bien, este último informe no era cierto, sino que era una
medida tomada para asombrar así al bárbaro y para que él lo deja-
ra partir de allí. Pero el ardid no le pasó inadvertido a Balduino y
recriminó duramente a Butumites por recurrir a las mentiras. Pues
se había enterado antes gracias a alguna persona del paradero del
soberano, es decir, de que había avanzado a lo largo del extenso
litoral, que se había apoderado de las naves piratas que asolaban el
mar y de que se había retirado enfermo de allí, como nuestra obra
expondrá con mayor claridad más abajo. Tras replicar Balduino
con esto a Butumites y reprochándole su mentira, dijo: «Tienes
536
que venir conmigo hasta el Santo Sepulcro, de donde partirán mis
embajadores para dar a conocer mis decisiones al soberano».
13. Ahora bien, nada más llegar a la Ciudad Santa empezó a
pedirles el dinero que le había sido enviado por el emperador. Butu-
mites dijo: «Si vosotros prometéis ayudar al soberano en contra de
Tancredo poniendo en práctica el juramento que prestasteis durante
vuestro paso a Asia, entonces recibiréis el dinero dirigido a vosotros».
Pero Balduino quería recibir el dinero teniendo en mente no ayudar
al emperador, sino a Tancredo, y se enojaba por no recibirlo. Seme-
jante carácter presenta toda la raza bárbara. Se queda pasmada ante
los presentes y el dinero, pero en absoluto quiere hacer aquello para
lo que le han sido facilitados los bienes. Así pues, una vez le hubo
dado una escueta carta, despidió a Butumites. Los embajadores se
encontraron también con el conde Yatzulino19, que se encaminaba a
venerar el Santo Sepulcro en el día de la Resurrección del Salvador,
y se entrevistaron con él sobre el asunto que traían entre manos. Al
comprobar que también él estaba de acuerdo con Balduino, se reti-
raron de allí sin haber logrado nada positivo.
14. Ante la noticia de que Pelctrano no se contaba ya entre los
vivos, reclamaron la devolución del dinero que ellos habían dejado
en depósito bajo la custodia del obispo. Pero entonces el hijo de
Pelctrano20 y el obispo de Trípoli dilataron interminablemente la de-
volución de los bienes. Y ellos les decían en tono amenazador: «Si no
nos entregáis las riquezas, no sois auténticos vasallos del emperador
ni le tenéis ningún tipo de fidelidad, como una vez la tuvieron Pelc-
trano y su padre Isangeles. Así pues, en adelante, no dispondréis de
la generosa fuente de víveres procedentes de Chipre, ni menos aún,
contaréis entre vuestros aliados al duque de Chipre, por todo lo cual
terminaréis siendo víctimas del hambre». Ya que a pesar de todos
los recursos puestos en práctica, fueran melifluas palabras, fueran
amenazas, no lograban convencerlo de que entregara el dinero, cre-
yeron preciso que el hijo de Pelctrano hiciera un firme juramento de
537
fidelidad al soberano y entregarle así solo los presentes destinados a
su padre, que eran monedas de oro y plata y diversos tejidos. Él se
hizo cargo de estos y prestó el firme juramento de fidelidad al sobe-
rano. Tras darle el resto del dinero a Eumacio, emplearon los fondos
en la adquisición caballos de raza procedentes de Damasco, Edesa
y de la misma Arabia. Una vez que desde allí hubieron pasado por
el mar de Siria y el golfo de Panfilia, descartaron el viaje en barco
por considerar la tierra firme más segura que el mar y se dirigieron
al Quersoneso, donde estaba el soberano. Una vez atravesado el He-
lesponto, se encontraron con el emperador.
538
anduvieran alerta continuamente y enviaran observadores en todas
direcciones que espiasen las incursiones de los bárbaros e informa-
ran de ellas a cada instante.
2. En suma, una vez reforzado de esta manera el frente asiático,
dirigió su atención a la guerra en el mar y ordenó a una parte de las
fuerzas navales que atracase en los puertos de Madito y Cela22, que
vigilase sin descuidarse el estrecho que hay entre ambas localidades
haciendo salidas con naves ligeras y que observase las vías marítimas
sin descanso a la espera de la flota franca. A otra parte de las fuerzas
les ordenó que defendiera las islas navegando a lo largo de su litoral,
sin perder de vista las costas del Peloponeso, y que efectuara una
intensa labor de vigilancia de esta península. Y como era su deseo
permanecer un tiempo en aquellas tierras, improvisó una residencia
en un lugar apropiado y allí mismo invernó.
3. Una vez aparejada una flota en Longibardía y en los demás
puntos de partida, soltadas las amarras y realizada la travesía, su co-
mandante destacó cinco birremes y las mandó para que capturasen a
alguien y obtuvieran información sobre el emperador. Tras la llegada
de la flota a Abido, tuvo lugar un acontecimiento. Una sola de las
naves destacadas regresó junto a quien las había enviado, ya que las
demás habían sido capturadas junto con sus remeros. Gracias a los
informes de esta, los comandantes de la ya citada escuadra tuvieron
clara idea de lo relacionado con el soberano, de que había reforzado
firmemente los frentes marítimos y terrestres, y de que estaba inver-
nando en el Quersoneso para dar confianza a todos sus hombres. Ya
que no eran capaces de combatir contra las tácticas del soberano,
giraron los timones y cambiaron de rumbo.
4. Un celta perteneciente a la plana mayor, apartó su nave, una
monere muy rauda (creo que con el consentimiento de sus coman-
dantes), se encaminó en dirección a Balduino al que halló asedian-
do Tiro, como hemos señalado anteriormente, y le explicó cómo la
escuadra romana se había adelantado a capturar las naves de reco-
nocimiento, tal cual hemos dicho. También confesaba sin enrojecer
que los jefes de la flota celta, al enterarse de que el soberano estaba
22 Maydos-Eçeabat y Kilia, en el Quersoneso tracio.
539
tan preparado para hacerles frente, se volvieron por creer más con-
veniente regresar sin haber entrado en acción que ser derrotados en
un combate con la flota romana. Estas fueron todas las noticias que
aquel celta atemorizado y asustado aún por la presencia de la flota
romana dio a Balduino.
5. Estos fueron, pues, los acontecimientos que vivieron los cel-
tas en el mar. Pero la situación en el continente no se presentaba
libre de turbulencias, ni se le había planteado al soberano sin preo-
cupaciones. Un cierto Miguel de Amastris, que era gobernador de
Acruno23, tras urdir una sedición, se erigió en amo de la plaza y se
dedicó a devastar terriblemente sus alrededores. Cuando se hubo
enterado de esto el soberano, envió contra él a Jorge, el hijo de De-
cano24 al mando de una nutrida tropa. Este, después de un asedio
de tres meses, se apoderó de esa ciudad y rápidamente envió a aquel
rebelde al soberano. El soberano encomendó el gobierno de la plaza
a otro y, clavándole un dardo entre las cejas25, llenó de amenazas al
sedicioso a quien, para meterle miedo, condenó aparentemente a
muerte. Pero pronto liberó al soldado de sus temores. Aún no aca-
baba de ocultarse el sol en el horizonte, cuando aquel prisionero se
veía libre y el condenado a muerte se había encontrado con infinitos
regalos.
6. Así era mi padre y emperador en todo momento, aunque
solo obtuviera a cambio la tremenda ingratitud de la gente, como
le pasó antiguamente también al primer benefactor, Nuestro Se-
ñor, que hizo llover maná en el desierto, dio alimento en las mon-
tañas y permitió el paso a través del mar sin que se mojaran, para
ser posteriormente rechazado, insultado, golpeado y por último
condenado a la cruz por los facinerosos. Cuando llego a este pun-
to, brotan las lágrimas delante de mis palabras y me siento agitada
en el momento de tratar sobre este particular y de hacer la lista
de los ingratos; pero contengo mi lengua, aunque mi corazón de-
see vivamente detallarlos, y me digo sin cesar a mí misma lo del
23 Hoy Afion Kara-hisar, en Frigia.
24 Ver VIII IX.6-7. Había tomado parte en la conspiración de Gabras.
25 Sentido figurado: mirar fijamente.
540
poeta: «Sopórtalo, corazón, que en una ocasión soportaste peores
momentos.26»
7. Esos fueron los acontecimientos relacionados con aquel in-
grato soldado. Por otro lado, del grueso de las tropas enviadas por
el sultán Saisán desde Corosán, una parte descendía por el sector
de Sinao27 y otra marchaba por la que se denomina propiamente
Asia. Cuando Constantino Gabras, a la sazón gobernador de Fila-
delfia, recibió informes sobre estos movimientos, tomó las fuerzas a
su mando y tras alcanzarlos en Celbiano, él fue el primero de todos
que soltó sus riendas contra ellos, dio a los demás la orden de hacer
lo mismo y derrotó a los bárbaros. El sultán que los había enviado,
cuando conoció tan enorme derrota, mandó embajadores al sobe-
rano y pidió la paz, mientras reconocía que de antaño deseaba ver
la paz entre musulmanes y romanos, pues sabía desde hacía tiempo
de las hazañas del soberano en sus contiendas con todo el mundo.
Ante las muestras que tuvo de esas gestas y conociendo el tejido por
su borde y al león por las garras, había optado a pesar suyo por las
negociaciones de paz.
8. A la llegada de los embajadores de Persia, el emperador es-
taba sentado en su trono con aspecto temible y los maestros de ce-
remonia, tras situar en orden a los soldados de todas lenguas que
habían sido seleccionados y a los bárbaros portadores de hachas,
presentaron a los embajadores ante el estrado imperial. Él, tras ha-
cerles las lógicas preguntas sobre el sultán y oír su mensaje a través
de ellos, reconoció que ansiaba y quería la paz con todos, y como
se percató con sus preguntas sobre la postura del sultán de que no
todas las condiciones expuestas eran convenientes para el imperio
de los romanos, envolviéndolos verbalmente con sus certeras dotes
persuasivas y defendiendo ante ellos los planteamientos provechosos
para él, acabó por convencerlos tras una larga conversación de que
accediesen a sus deseos. Después, los despidió a la tienda preparada
para ellos, sugiriéndoles que examinaran lo que había dicho y que
si aceptaban con total sinceridad las condiciones, ultimasen al día
26 Od., XX 18.
27 Simav, en Misia.
541
siguiente el pacto. Como se mostraron acordes con las propuestas
del soberano, al día siguiente se concluyó el tratado.
9. El emperador no solo prestaba atención a sí mismo, sino tam-
bién a todo el imperio de los romanos. Mostrando mayor interés por
los asuntos generales que por los suyos propios, adoptaba todo tipo
de medidas para que todo lo que se dispusiera estuviese dirigido y
enfocado a la soberanía de los romanos, con intención de que tras
él y en tiempos sucesivos los acuerdos siguieran vigentes, si bien
al final no tuvo éxito con sus objetivos. El mundo que venía tras
él era distinto y los acontecimientos estaban abocados a caer en la
confusión. Hasta entonces los elementos provocadores de disturbios
estaban en calma y marchaban hacia una paz duradera y de (...) hu-
biéramos prolongado la paz hasta el final de los tiempos. Pero todos
los beneficios desaparecieron con el emperador y sus esfuerzos resul-
taron vanos tras su muerte a causa de la incompetencia de quienes
lo sucedieron con el cetro28.
542
y de Corosán con un contingente que llegaba a los cincuenta mil
hombres. El emperador, en efecto, no pudo gozar siquiera de una
mínima tranquilidad a todo lo largo de su reinado, ya que hubo
de soportar guerras que surgían unas tras otras. Mandó, por tanto,
llamar de todas partes a todo su ejército y, previendo el momento
en que los bárbaros acostumbran hacer sus incursiones contra los
cristianos, atravesó el estrecho entre Bizancio y Damalis.
2. Ni siquiera logró apartarlo de su tarea la agudización de los
dolores de sus pies. Esta dolencia no había afectado nunca a ningu-
no de sus predecesores, de manera que no se podía pensar en que la
enfermedad tuviera motivos hereditarios, ni que fuera originada por
un régimen de vida fácil, como les suele ocurrir a los que llevan una
existencia disoluta y son amigos de los placeres. Pero voy a contar
las molestias que le causó ese estado de sus pies. En una ocasión, por
ejercitarse, estaba él jugando al polo en compañía de Taticio, sobre
quien en numerosas ocasiones he hablado. Este, empujado por el ca-
ballo, cayó sobre el emperador, lo que provocó este dolor en la rótula
y en todo su pie por la caída de un gran peso sobre él, pese a lo cual,
no hizo alusión a que le doliese porque era muy sufrido y tras unos
leves cuidados que le dispensaron, al pasársele el dolor, continuó
con sus acostumbradas ocupaciones. Esta es la primera causa de la
dolencia de los pies del emperador, pues los dolores locales atrajeron
hacia sí a los dolores reumáticos.
3. La segunda y más efectiva causa de todas sus dolencias fue
la siguiente. ¿Quién no supo de aquella infinita masa de celtas que
llegó a la ciudad imperial cuando se arrojaron sobre nosotros tras
abandonar por doquier sus propios países? En aquel momento, se
hundió el emperador en un inmenso mar de preocupaciones porque
sabía que ellos soñaban desde mucho tiempo atrás con apoderarse
del imperio de los romanos y cuando veía que su número era mayor
que el de los granos de arena y el de los astros, y que todas las fuerzas
romanas ni siquiera lo igualaban en una mínima parte, aunque se
juntaran en un único ejército. Esta situación se agravaba porque la
mayor parte de ellas se hallaban diseminadas guardando unas los
valles de Serbia y Dalmacia, vigilando otras la zona entorno al Istro
543
contra las invasiones de los cumanos y dacios, y estando muchas
también encargadas de la defensa de Dirraquio para que no volviera
a ser capturada por los celtas. Cuando el soberano se percató en
conjunto de estos hechos, se dedicó por entero a los celtas y colocó
en segundo lugar los demás asuntos.
4. A los bárbaros que se movilizaban en secreto y no sacaban
a la luz su hostilidad los estuvo conteniendo con títulos y regalos,
mientras reprimía los ímpetus de los celtas con todo tipo de re-
cursos. Pero no menos debía también atender a los conflictos in-
ternos, ya que sin tenerles tampoco mayor temor se esforzaba por
estar vigilante con todos los medios para frustrar astutamente las
conjuras. ¿Sin embargo, quién podría describir la ponzoña de los
malvados que se le vinieron encima? Actuando de maneras diversas
con todos ellos y adaptándose, como podía, a las circunstancias, se
dedicaba a lo que era urgente, usando las reglas de su arte como lo
haría un experto médico.
5. Al amanecer, nada más salir el sol por el horizonte del este, se
sentaba en el trono imperial ordenando diariamente a todos los cel-
tas que entraran sin reservas para que le comunicasen sus peticiones
y, al mismo tiempo, para intentar ganárselos mediante todo tipo de
razones. Los condes celtas, que eran por naturaleza desvergonzados,
atrevidos y codiciosos, y que hacían gala de una intemperancia y
una prolijidad por encima de toda raza humana en lo relativo a
sus deseos, no se comportaban con decoro en su visita al soberano.
Cada uno de los condes venía acompañado de cuantos deseaba.
Uno traía a ese y, seguidamente, el otro, a aquel. Una vez dentro,
los celtas no ceñían su intervención al agua de la clepsidra, como
una vez fuera deseo de los oradores, sino que cada uno, quienquie-
ra que fuese el que deseaba conversar con el soberano, tenía tanto
tiempo como quería. Esos eran tan inmoderados en su conducta y
respetaban tan poco al soberano que no se preocupaban del paso
de su turno ni temían la indignación de quienes los estaban mi-
rando, ni procuraban un hueco en la audiencia a los que venían
detrás, reiterando sin contención sus palabras y sus peticiones. Su
charlatanería y la insolencia y mezquindad de sus expresiones las
544
conocen todos cuantos se interesan en investigar las costumbres de
los hombres. A los entonces presentes la experiencia se lo mostró
con mayor exactitud.
6. Cuando caía la tarde, después de haber permanecido sin co-
mer durante todo el día, se levantaba del trono para dirigirse a la
cámara imperial. Pero tampoco en esta ocasión se libraba de la mo-
lestia que suponían los celtas. Uno tras otro iban llegando, no solo
aquellos que se habían visto privados de la diaria recepción, sino
incluso los que retornaban de nuevo, y mientras exponían tales y
cuales peticiones, él permanecía en pie, soportando tan gran char-
latanería y rodeado por los celtas. Era digno de verse cómo una y
la misma persona expertamente daba réplica a las objeciones de to-
dos. Sin embargo, no tenía fin su palabrería impertinente. Cuando
alguno de los funcionarios intentaba interrumpirlos, era interrum-
pido por el emperador. Pues conociendo el natural irascible de los
francos, temía que con un pretexto nimio se encendiera la gran
antorcha de una revuelta y se infligiera entonces un grave perjuicio
al imperio de los romanos.
7. Realmente, era un fenómeno completamente insólito. Como
una firme estatua que estuviera trabajada en bronce o en hierro tem-
plado con agua fría, así se mantenía en pie durante toda la noche,
frecuentemente desde el atardecer hasta la media noche, con frecuen-
cia también hasta el tercer canto del gallo y alguna vez hasta casi el
total resplandor de los rayos del sol. Muchas veces, todos se retiraban
agotados, descansaban y volvían a presentarse enfadados. Por ello
ninguno de sus asistentes podía soportar tan prolongada situación
sin reposo y todos cambiaban de postura alternativamente. El uno se
sentaba, el otro doblaba la cabeza para reclinarla en algún lado, otro
se apoyaba en la pared. Solo el emperador se mantenía firme ante
tan grandes fatigas. ¿Qué palabras podrían estar a la altura de aquella
resistencia a la fatiga? Las entrevistas eran infinitas, cada uno habla-
ba por extenso y chillaba desmesuradamente, como dice Homero30.
Cuando uno cambiaba de lugar era para cederle a otro la oportuni-
dad de parlotear y este mandaba buscar a otro y, a su vez, este a otro.
30 Il., II 212.
545
Y mientras ellos solo debían permanecer en pie durante el momento
de la entrevista, el emperador conservaba su postura inmutable hasta
el primer o segundo canto del gallo. Y tras descansar un poco, salido
de nuevo el sol, se sentaba en el trono y volvía a encajar nuevas fatigas
y redobladas contiendas que prolongaban aquellas de la noche.
8. Dicha dolencia, pues, hizo aparición en sus pies a causa de las
razones expuestas. Desde entonces hasta su muerte, con intervalos de
algunas temporadas, le estuvo atacando un reuma que le provocaba
fuertes dolores. Él tan gran aguante mostraba que nunca salió de
su boca una palabra de queja y decía: «Sufro merecidamente. Estos
dolores los tengo en justicia por la abundancia de mis pecados». Y si
en alguna ocasión salía de sus labios una palabra de debilidad, hacía
inmediatamente la señal de la cruz contra el demonio criminal y de-
cía: «Huye de mi lado, pérfido. Malditos seáis tú y tus argucias contra
los cristianos».
9. Queden aquí nuestras explicaciones sobre la enfermedad de
sus pies. No obstante, si alguien colaboró en esa enfermedad con
una copa llena y mezclada para él con amargura, como en breve
señalaremos para no decirlo todo ahora, e incrementaba sus dolen-
cias, aunque la emperatriz untara con miel esa copa y la preparara
para aliviarle la mayoría de sus males siendo un incansable guar-
dián del soberano, añádase también esta persona a nuestra historia
y constituya una tercera causa de la enfermedad del emperador y
no tanto una causa lejana, sino la más próxima, como dicen los
hijos de la medicina. Esa persona no se ausentaba tras efectuar su
ataque, sino que lo acompañaba como los más perjudiciales de los
humores en las venas, y es más, si prestáramos atención a su natu-
raleza, no solo veríamos en él la causa de la enfermedad, sino con
toda evidencia la propia enfermedad y el más grave síntoma. Pero
debemos proseguir el relato y mordernos la lengua para no apar-
tarnos del camino principal, aunque me halle totalmente dispuesta
para acometer a los perversos. Reservemos, pues, este asunto para
un momento adecuado.
546
V. Campañas contra los turcos. Actuación de Eustacio Camitzes
y victoria del emperador.
547
unos iban al asalto de Nicea y sus regiones limítrofes y que Monoli-
co32 y (...) estaban devastando las zonas costeras. Los primeros, una
vez hubieron asolado los territorios limítrofes con el lago de Nicea y
Prusa, así como Apoloníade, acamparon allí mismo y tras acumular
todo el botín en ese sitio continuaron su avance al mismo ritmo y
devastaron entonces Lopadio y toda la zona de sus alrededores hasta
llegar a Cízico, que tomaron al primer asalto por la parte del mar sin
que su gobernador opusiera la más mínima resistencia. Más bien,
huyó cobardemente de la plaza. Luego informó de que Contogmes
y el emir Mucumet33, archisátrapas de gran rango, habían marchado
por los montes Lencianos hacia Pemaneno34, arrastrando un abun-
dante botín y a muchos hombres capturados a punta de lanza, in-
cluidos a cuantas mujeres y niños habían perdonado sus armas. Mo-
nolico, por su parte, había vadeado un río llamado por los lugareños
Bareno35, que fluye desde un monte conocido por Ibis36, en el que
nacen también muchos y diversos ríos como el Escamandro, el An-
gelocomites37 y el Empelo38, se había encaminado a Pario39 y Abido
del Helesponto y había atravesado Atramicio y Cliara en unión de
numerosos cautivos de forma incruenta y sin combatir.
4. Ante estos informes el soberano ordenó por carta que Camit-
zes, entonces con el cargo de duque de Nicea, siguiera a los bárba-
ros con quinientos soldados, que lo mantuviera al corriente de sus
movimientos por carta y que evitase trabar combate con ellos. Él,
tras su salida de Nicea alcanzó a Contogmes, al emir Mucumet y a
los demás en el lugar llamado Aorata y, como si se hubiera olvidado
de las prescripciones del soberano, los atacó enseguida. Estos, que
32 El emir Manalough
33 El sultán Mohammed I (1105-1118), hijo de Malik Shah I. Sucedió a su her-
mano Barkyaruq.
34 Cerca de Lopadio, en Misia.
35 Hoy Gönen-çay.
36 Monte Ida, en Misia.
37 El Gránico. Hoy Bigha-çay.
38 Kara-deré.
39 En la Propóntide, al este de Galípoli.
548
esperaban al soberano, creyendo que era él quien atacaba, dieron la
espalda aterrados. Pero cuando gracias a la captura de un escita y
de la información que les facilitó, se enteraron de que era Camit-
zes, atravesaron las colinas y, dándose ánimos con tambores y gritos,
convocaron a todos los congéneres que se habían dispersado. Estos
se dieron cuenta de la señal de convocatoria y fueron acudiendo sin
excepción. Tras retornar por la llanura que se extendía próxima a los
pies del lugar denominado Aorata, volvieron a reagruparse.
5. Camitzes, por su parte, una vez hubo acumulado todo su
botín, no quiso llegar hasta Pemaneno, como hubiera sido correcto
disponer en esas circunstancias (era un baluarte muy fortificado) y
con su parada en Aorata tomó una errónea decisión opuesta a sus
intereses. Los bárbaros, que estaban fuera de peligro, no se habían
olvidado de Camitzes y lo estuvieron acosando con incesantes em-
boscadas. Cuando supieron que él aún permanecía en Aorata y que
estaba organizando la cuestión del botín y los cautivos, emplazaron
al instante las fuerzas a su mando en escuadrones y a la hora del alba
cayeron sobre él. La mayor parte del ejército de Camitzes, al ver
venir sobre ellos tan enorme masa de bárbaros, creyó que lograría
salvarse huyendo. Sin embargo, él luchó decididamente en unión
de escitas, celtas y de los romanos más valientes. Durante aquel en-
cuentro cayeron la mayoría de ellos.
6. Camitzes, por su parte, abandonado con unos pocos aún ofre-
cía resistencia. Pero al ser herido de muerte el caballo que montaba,
cayó por tierra. Su sobrino, llamado Catarodon, desmontó de su
propio caballo y se lo ofreció. Pero como era un hombre de gran
peso y altura, no podía subir fácilmente al caballo; por ello, se retiró
un tanto, se apoyó en una encina, sacó su espada y, perdida la espe-
ranza de salvación, no cesó de dar mandobles sobre el casco, la espal-
da o incluso las manos de cuanto bárbaro osaba acercarse a él. Al ver
los bárbaros que este resistía mucho, que estaba matando a muchos
de los suyos e hiriendo también a muchos, admirados extraordi-
nariamente por el valor del hombre y asombrados por su firmeza,
quisieron perdonarle la vida por estas cualidades. El archisátrapa
Mucumet, que lo conocía de antiguo y que lo había reconocido en
549
esta ocasión, reprimió el ímpetu de quienes se estaban enfrentando
a él y, bajando del caballo, se le acercó junto con los que estaban a
su lado y le dijo: «No prefieras la muerte a la vida. Vamos, dame la
mano y sálvate». Él, que se veía rodeado de tantos enemigos y no
podía enfrentarse ya a tanta gente, le dio la mano a Mucumet. Este
lo montó en un caballo y le ató los pies para que no pudiera escapar
fácilmente.
7. Estos fueron los acontecimientos que le sucedieron a Eustacio.
El soberano, por su parte, previendo la ruta por la que iban a pasar
los enemigos, cambió de rumbo, atravesó por Nicea, Malagina40 y el
lugar denominado Basílica (son valles y senderos intransitables que
se hallan en la cima del Olimpo41), descendió hasta Aletina42 y llegó
a Acroco, dándose prisa por alcanzar la vanguardia de los turcos y
así librar una dura batalla con ellos. Estos, que ni siquiera guardaban
el menor recuerdo de lo que era un ejército romano, una vez hubie-
ron llegado al cañaveral que se extiende por el valle, instalaron allí
mismo de forma dispersa su campamento. Cuando fue informado el
soberano, que había partido contra ellos, de que los bárbaros habían
llegado a la llanura, situó su ejército a suficiente distancia del valle en
posición de combate y lo organizó. Puso al frente de la vanguardia
a Constantino Gabras y a Monastrás, dispuso las dos alas en escua-
drones y encomendó la retaguardia a Tzipureles y a Ampelas, que
tenían gran experiencia sobre la guerra desde hacía mucho tiempo.
El emperador, que se colocó en el centro de la formación al mando
de todas las falanges, cayó como un rayo sobre los turcos y entabló
un violento combate con ellos.
8. Tras llegarse al combate cuerpo a cuerpo, cayeron muchos
bárbaros y muchos también fueron conducidos como cautivos. Solo
se salvaron entonces quienes huyeron hacia el cañaveral. El soberano
con una brillante victoria sobre los turcos se dirigió al cañaveral y
puso su empeño en expulsarlos de allí. Pero los soldados, impoten-
tes, no podían entrar por lo pantanoso y agreste del cañaveral. El
40 En Bitinia, al sudeste de Nicea, en la confluencia del Kara y del Sangario.
41 El Olimpo de Bitinia, hoy Ulu Dag.
42 Entre Dorileo y Cotieo, en Frigia.
550
emperador entonces cercó el cañaveral con sus soldados y ordenó
que se le prendiera fuego desde un lado. Cumplida esta orden, una
gran llamarada brotó hacia el cielo. Los de dentro por huir del fuego
iban cayendo en manos de los soldados. De todos aquellos unos
fueron víctimas de la espada, otros acabaron siendo conducidos ante
el soberano.
551
enseguida con sus espadas. Los soldados que guardaban la retaguar-
dia con la misión de defender a los hombres encargados de preservar
la impedimenta y los caballos, y repeler en lo posible a quienes los
atacasen, al notar la presencia de los turcos, se lanzaron contra ellos
y los pusieron totalmente en fuga.
3. Camitzes, que estaba entonces prisionero de los turcos, al ver
la confusión surgida en el encuentro de la batalla y contemplar que
unos huían y otros perseguían, como era un hombre de firme ca-
rácter, planeó su fuga y emprendió el camino. Un catafracto celta,
que se encontró con él, le cedió su caballo con el que dio alcance
al soberano cuando estaba acampado en la llanura del valle que se
extiende entre Filadelfia y Acroco y que tiene una amplitud capaz
de admitir la presencia no de un ejército, sino de varios. Al ver a
Camitzes, tras recibirlo con una enorme alegría y agradecer a Dios
el haberlo liberado, lo envió a la ciudad imperial, diciendo: «Cuenta
todas las penalidades que has visto y sufrido y anuncia a los nuestros
que, gracias a Dios, aún estamos vivos».
4. Cuando se hubo enterado de la muerte de Ampelas y Tzi-
pureles, dijo el soberano muy dolido en su alma por la muerte de
aquellos: «Hemos entregado dos y hemos recibido uno». Pues, cuan-
do obtenía alguna victoria en combate, era su costumbre averiguar
si alguno de sus soldados había sido capturado o si alguno había
muerto por una mano enemiga. Aunque hubiera puesto en fuga
todas las falanges enemigas y se hubiera alzado con la victoria sobre
ellas, si por casualidad había perecido uno de sus últimos soldados,
no le concedía valor ninguno al hecho de la victoria y la consideraba
realmente como una victoria cadmea44 o un perjuicio en lugar de
un provecho. Tras dejar él como comandantes a Jorge Lebunes y a
otros con soldados a su mando para que vigilaran el país, emprendió
552
victorioso el camino de regreso a la ciudad imperial.
5. Camitzes, pues, llegó a Damalis y subió a una barca en la vigi-
lia central de la noche y, como sabía que la emperatriz se encontraba
en la zona superior del palacio, llegó a este por la parte que da a la
costa y golpeó en su puerta. A las preguntas de la guardia sobre su
identidad, no quiso revelar su nombre y pedía que le fueran abiertas
las puertas. Finalmente, tras aclarar a duras penas su identidad, se le
permitió la entrada.
6. La augusta lo recibió contenta a la puerta de su estancia (que
desde antaño se denomina Aristerio45), y viéndolo ataviado, a la
usanza turca y cojeando de ambos pies por la herida que había re-
cibido en el momento de la batalla, le ordenó que se sentara, mien-
tras le iba preguntando en primer lugar por el soberano. Luego se
informó de todo lo ocurrido. Cuando se enteró de aquella nueva
e inesperada victoria del soberano y viendo libre al cautivo, no sa-
bía qué hacer de gozo. Le mandó descansar hasta que amaneciese y
luego que saliera y anunciara a todo el mundo lo acontecido. Él se
levantó temprano, montó a caballo con aquellas ropas que vestía a
su llegada tras la sorprendente liberación de su cautiverio y marchó
al foro de Constantino46. Toda la ciudad acudió a su lado ansiosa
de conocer más extensamente sus peripecias y, al mismo tiempo,
deseando tener noticias sobre el soberano. Él, rodeado de muchos
infantes y jinetes, relató con voz clara lo que había sucedido en la
batalla, enumeró todas las adversidades que se habían acumulado
sobre el ejército romano y, no menos, todas las argucias que había
45 El Aristerio es una estancia del Palacio Sagrado de Constantinopla. Se encuen-
tra a la derecha del patio del Trípeto. Es la estancia privada donde el emperador
toma sus comidas, donde se celebran las fiestas para los invitados a los que se les
brinda mayores honores. Durante los banquetes, se toman allí los postres. El patio
del Trípeto es la antesala del Crisotriclinio, salón principal del trono donde se
reciben a los embajadores, se celebran las ceremonias de concesión de dignidades,
tienen lugar los banquetes oficiales y las fiestas más importantes.
46 Foro de estructura ovalada en las cercanías del complejo del Palacio Imperial
y de Santa Sofía. Fue construido por Constantino el Grande en el momento de
la fundación de Constantinopla. En su centro se hallaba una columna con una
estatua de Apolo en su cima que se menciona en XII IV.5 y que conmemoraba el
momento en que la ciudad se coinvirtió en el año 330 en la Nueva Roma, capital
del Imperio Romano.
553
planeado el emperador contra los bárbaros y cómo se había alza-
do con una brillante victoria que le reportó la satisfacción de una
estupenda venganza. Finalmente, expuso su inesperada fuga de los
bárbaros. A estas palabras todo el mundo lo aclamó y la algarabía de
la aclamación ascendió hasta el cielo.
554
que por naturaleza es señor de todos los pueblos, el imperio de los
romanos tiene a unos súbditos hostilmente dispuestos que a la pri-
mera oportunidad, cada uno desde su lugar de origen, lo acosan por
tierra y por mar. En un principio, las tareas de gobierno de nuestro
imperio eran más llevaderas y prósperas, pero en el momento del
reinado de mi padre, al tiempo de subirse al carro del imperio, en ese
preciso instante, confluyeron por doquier todas las desventuras: el
celta se había movilizado y mostraba la punta de su lanza, el ismae-
lita tensaba el arco y todos los pueblos nómadas, además del pueblo
escita por entero, nos acosaban en pleno con sus infinitos carros.
3. Tal vez alguien que haya llegado a este punto de nuestra obra
podría decir, mientras va leyendo estas líneas, que mi lengua está
comprada por la naturaleza. No, por los peligros del emperador en
pro de los romanos; no, por las contiendas y desventuras que mi
padre sufrió en pro de los cristianos. Yo no cuento ni escribo seme-
jantes cosas por hacerle un favor a mi padre. Cada vez que veo que
mi padre se equivocaba, abiertamente me aparto de la ley natural y
me atengo a la verdad. Aunque lo considere un ser querido, tengo
por más querida la verdad. Cuando se tienen dos cosas queridas,
como dijo en alguna parte un filósofo, es mejor preferir la verdad48.
Yo cuento y escribo lo que sucedió sin omitir ni añadir nada de mi
pluma.
4. He aquí la prueba. No me he remontado a tiempos muy ale-
jados para escribir mi obra. Aún hoy hay algunos supervivientes de
aquellos que conocieron a mi padre quienes me han contado hechos
relacionados con él y de quienes no poca información histórica se ha
reflejado en esta obra, aportando cada uno de ellos cualesquiera da-
tos que su memoria les traía a colación y mostrando todos un acuer-
do general. Por otra parte, pasamos muchísimo tiempo al lado de
nuestro padre y acompañamos a nuestra madre. No fue nuestra vida
de estilo doméstico, orientada hacia la sombra y la molicie, sino que
desde la primera infancia, lo juro por Dios y por su Madre, hicieron
presa en mí penalidades, tribulaciones y continuas desgracias tanto
desde mi entorno como en mi persona. No podría decir qué aspecto
48 Ética a Nicómaco, I 4.
555
tengo físicamente. Que se refieran a ese particular y lo detallen los
que viven en el gineceo. En cuanto a las desgracias provenientes del
mundo exterior a mí, glosar todas las que me sobrevinieron, cuando
aún no superaba mi octavo año de vida, y todos los enemigos que
la maldad de los hombres me procuró, precisa de la Sirena de Isó-
crates49, de la grandilocuencia pindárica50, del ímpetu de Polemón51,
de la Calíope52 homérica, de la lira sáfica53 o de algún otro talento
además de esos. No existió penalidad pequeña o grande, cercana o
lejana, que no se me viniera encima. Sin duda, las tormentas descar-
garon sin piedad sobre mí desde entonces hasta ahora. Incluso en el
momento en que escribo estas líneas, el mar de mis desgracias me
zarandea y las olas me acometen una tras otra. Pero me he olvida-
do de mi objetivo, arrastrada a detallar mis propias desgracias. En
fin, ahora que he recobrado la compostura, remontaré la corriente,
como si fuera río arriba, y volveré a mis primitivos propósitos.
5. Así pues, como dije, unas informaciones proceden de mí mis-
ma; otras, por haberlas conocido en detalle a través de los compa-
ñeros de armas del soberano y a través de algunos bateleros que
nos transmitían las noticias sobre los acontecimientos de las guerras.
Pero sobre todo, yo personalmente se las oí relatar con frecuencia
al soberano y a Jorge Paleólogo. He reunido la mayor parte del ma-
terial sobre esta historia fundamentalmente mientras poseía el ce-
tro del imperio el tercer emperador sucesor de mi padre54, cuando
49 Alusión a las Sirenas, personajes míticos que atraían a los navegantes con sus
cantos para que destrozaran sus naves contra los escollos de la costa, tal como se
narra en la Odisea (canto XII). Metáfora de la capacidad del orador ateniense Isó-
crates (436-338 a.C.) para atraer la atención de los supuestos oyentes. Supuestos
porque Isócrates, aunque orador, nunca compuso discursos para ser pronunciados
en público, sino para ser leídos, aunque fuera en voz alta ante un auditorio.
50 Píndaro ( 518-438 a.C.), el más famoso de los poetas líricos corales de la an-
tigüedad.
51 Polemón de Laodicea (ca. 88-145 d.C.). Orador afamado por emplear el lla-
mado estilo asiático, caracterizado por usar recursos que acentuaran el aspecto
apasionado y emotivo, así como un estilo más complejo que el estilo aticista.
52 Musa de la poesía épica.
53 De Safo (primera mitad del siglo VII a.C.), poetisa lírica.
54 Manuel I Comneno (1143-1180). La cuenta que hace Ana Comnena de los
556
cualquier adulación y mentira habían desaparecido con su abuelo,
pues todo el mundo alaba al que ocupa el trono, pero no ofrecen
la más mínima lisonja al que está muerto, por lo que cuentan los
sucesos desnudos y los relatan tal como han sido.
6. Mientras lamento mis desgracias y lloro por tres emperadores,
mi padre y soberano, mi madre, señora y emperatriz, y, ay, mi esposo
el césar55, me entrego la mayor parte del tiempo a la vida retirada
y me dedico a los libros y a Dios. Ni siquiera se les permite venir
a nuestro lado a los hombres menos ilustres ni aun a aquellos por
cuya mediación podríamos conocer datos oídos casualmente a otros,
como tampoco se lo permiten a quienes fueron los más allegados a
mi padre. Pues hasta hoy, hace ya treinta años, lo juro por las almas
de los muy bienaventurados soberanos, no he mirado ni he visto ni
he tratado siquiera con una persona vinculada a mi padre, ya que
la mayoría han fallecido y los demás se mantuvieron al margen por
temor a lo variable de las circunstancias. Las autoridades nos decre-
taron esta absurda condena, no ser vista y ser odiada por la gente.
7. El material que he recopilado para mi historia ha sido obte-
nido, bien lo sabe Dios y su Madre celestial, mi Señora, a partir de
algunos escritos sin importancia y completamente descuidados y a
partir también de ancianos vasallos que lucharon en las campañas
de aquella época en que mi padre ostentaba el cetro de los romanos,
los cuales sacaron provecho de las desgracias y se pasaron empuja-
dos por la turbación general al tranquilo estado de los monjes. Los
documentos escritos que cayeron en mis manos eran sencillos de
expresión y simples, se ocupaban de la verdad, sin mostrar ningu-
na afectación y sin dejarse arrastrar por la grandilocuencia retórica.
Las informaciones expresadas por los más ancianos eran del mismo
estilo en palabras e ingenio que los escritos, y a partir de ellos pude
dar testimonio de la verdad histórica, conjuntando y confrontando
557
la historia que yo refería con lo que ellos decían y su versión con la
mía, que era la que yo personalmente había oído en muchas ocasio-
nes a mi propio padre y a mis tíos paternos y maternos. Con todos
estos materiales como punto de partida ha salido a la luz el conteni-
do entero de la verdad56.
8. Continúe, pues, nuestra historia con lo que arriba dije sobre
Camitzes, es decir, su fuga de los bárbaros y su discurso público a
los habitantes de la ciudad. Él relató, como hemos dicho, los sucesos
y todas las argucias que había maquinado el emperador contra los
ismaelitas. Los moradores de Constantinopla, convertidos en una
sola voz y una boca, aclamaban, vitoreaban al soberano, diviniza-
ban, elogiaban su estrategia y no sabían cómo contener el gozo por
él. Una vez hubieron enviado alegres a su casa a Camitzes, recibie-
ron tras unos días, al soberano vencedor, triunfante, general invicto,
invencible emperador, venerable soberano. Pero mientras unos se
regocijaban así, él, cuando hubo llegado al palacio imperial y hubo
ofrecido votos a Dios y a su Madre, empezó a dedicarse a las tareas
acostumbradas.
9. Una vez enderezado el curso de las guerras en el exterior y
reprimidas las revueltas de los sediciosos, dirigió su atención a leyes
y tribunales. En ambas circunstancias, la paz y la guerra, era el mejor
administrador. Juzgó la causa de un huérfano, hizo justicia con una
viuda y actuó certeramente contra todo tipo de injusticia. Mientras,
daba un poco de reposo a su cuerpo con cacerías y distracciones.
Efectivamente, en estas actividades, como en las demás, se compor-
taba sabiamente, controlando su cuerpo57 y haciéndolo más sumiso
56 Estos dos parágrafos pueden resultar un tanto confusos. Parece ser que Ana
Comnena recopiló información sobre su obra antes de la muerte de su padre.
Posteriormente, los avatares políticos en los que se vio inmersa la llevaron al aleja-
miento de la vida pública y a la reclusión en el monasterio de la Llena de Gracia
[Κεχαριτωμένη], donde, en los últimos años de vida comenzó la redacción de su
obra. Durante su reclusión, parece decirnos que solo tuvo acceso a fuentes escritas
y a la información de antiguos combatientes retirados a la vida monástica, ya que
las visitas de otras personas le estaban prohibidas. Los treinta años a los que se
refiere irían desde el año de la muerte de su padre (1118) hasta 1148, fecha de
referencia respecto al momento en que estaba a punto de concluir La Alexíada.
57 Epístola de Santiago, III 2.
558
a sí mismo. Lo entregaba al trabajo la mayor parte del tiempo y se
relajaba también, pero su descanso era para él un segundo trabajo,
la lectura y examen de los libros, la ocupación en el mandato de
«escudriñad las Escrituras»58. Por otro lado, las cacerías y el juego del
polo eran aficiones, en segundo y tercer lugar, de mi padre mientras
fue joven y «la fiera», el estado de sus pies, aún no le había afectado
como, según dice la maldición, una tortuosa serpiente que le mor-
diera su talón59. Desde el momento en que surgió su enfermedad y
alcanzó su punto álgido, desde ese instante, se entregó a los ejerci-
cios, cabalgadas y otras actividades, ya que la ciencia médica le dio
esas prescripciones, para que algo de la materia humoral se evacuara
en las cabalgadas y se aliviara su pesada carga. Este padecimiento,
como he dicho arriba, mi padre no se lo atrajo por otro motivo más
que por las fatigas y esfuerzos en pos de la gloria de los romanos.
58 Juan, V 39.
59 Génesis, III 13.
60 Noviembre de 1114.
61 Petrič, en Macedonia.
62 Sofía.
63 Nish, en Serbia.
64 Branicevo.
559
Filipópolis. Es esta una ciudad de la Tracia central. El Euro pasa por
la ciudad en la dirección del viento del norte. Este río fluye desde la
cumbre de Ródope y haciendo muchos giros y meandros pasa a lo
largo de Adrianópolis y desemboca, una vez han afluido a él otros
muchos ríos, en el mar, en el entorno de la ciudad de Eno65.
2. Cuando hablo de Filipo no me refiero al macedonio, el hijo
de Amintas, pues el origen de esta ciudad es más reciente que este Fi-
lipo, sino a Filipo el romano, que fue un hombre muy alto e inven-
cible por su fuerza y vigor físico66. Antes de que hiciera su aparición
Filipo, existía un populoso emplazamiento denominado Crenides67,
o como decían algunos Trimus. Ese altísimo Filipo, tras ampliar las
dimensiones de la ciudad y rodearla de murallas, la convirtió en una
de las más famosas ciudades de Tracia construyendo en ella un enor-
me hipódromo y otros edificios dignos de admiración, cuyos restos
alcancé a ver yo misma, cuando salí de viaje con el soberano hacia
esta ciudad a raíz de un asunto.
3. La ciudad consta de tres colinas, cada una de las cuales está
rodeada por una gruesa y elevada muralla. En el punto donde se
inclina hacia la llanura y la planicie, la recorre una zanja que se halla
junto al Euro. Según parece, esta ciudad fue en un tiempo una po-
blación grande y hermosa. Pero desde la época en la que los tauros y
los escitas esclavizaron la ciudad, la plaza presentaba el estado con el
que la hallamos durante el reinado de mi padre y por el que conje-
turamos que había sido realmente una gran ciudad. Además, sufrió
la presencia de muchos impíos junto con las otras desgracias, pues
560
se apropiaron de esta ciudad los armenios, los bogomilos68, sobre
quienes hablaremos posteriormente y sobre cuya herejía trataremos
en su momento, y los muy infieles paulicianos, que eran secuaces de
la herejía maniquea y seguidores de Pablo y Juan, como su nombre
indica, quienes abrazaron la impiedad de Manes69 y la transmitieron
íntegra a sus discípulos.
4. Hubiera sido mi deseo hacer un repaso del dogma de los ma-
niqueos, explicarlo resumidamente para pasar enseguida a rebatir
esos dogmas impíos. Pero como sé que todo el mundo estima ridí-
cula la herejía de los maniqueos y, al mismo tiempo, porque tengo
prisa en recuperar el hilo de mi historia, dejo de lado el refutarla.
Por otra parte, sé que no solo personas que profesan nuestra fe, sino
incluso algunas como Porfirio70, filósofo que mantuvo una dura
oposición a nuestra religión en muchos tratados donde examina de
forma muy sabia la cuestión de los dos principios, redujo al absurdo
más completo el estúpido dogma de los maniqueos. Su principio de
la unidad obliga a sus lectores a concluir en la unidad platónica, o el
Uno. Nosotros veneramos el principio de la unidad, pero no el que
la circunscribe a una única persona; y tampoco admitimos el Uno de
561
Platón. Este era, precisamente, «lo inefable» entre los griegos y en-
tre los caldeos «lo secreto», y de él hicieron depender muchos otros
principios terrenos y ultraterrenos.
5. Juan Tzimiscés71, aquel admirable emperador, venció a esos
discípulos de Manes, que eran más radicales y crueles en su forma
de ser que Pablo y Juan de Calínice72 y que asumían el peligro hasta
derramar su sangre, si fuera preciso. Tras reducirlos al cautiverio, los
deportó desde las regiones cálibes73 y armenias de Asia a Tracia. Los
obligó a establecerse en Filipópolis, de un lado, con el fin de alejarlos
de las ciudades fortificadas y de los baluartes que ocupaban sedi-
ciosamente; y de otro, con el fin de situarlos como guardianes muy
firmes contra las invasiones provocadas por los escitas que las pobla-
ciones de Tracia habían venido sufriendo frecuentemente a causa de
estos bárbaros, ya que tenían por costumbre franquear los valles del
Hemo y recorrer las llanuras que se extienden a sus pies.
6. Esta del Hemo es una cordillera muy extensa y paralela al
Ródope. Comienza el macizo en el Ponto Euxino74, deja un tanto
de lado las cataratas y llega hasta el mismo Ilírico. Creo que, tras
interrumpirse su prolongación por el mar Adriático, de nuevo re-
aparece en la otra orilla, en tierra firme, y termina en los propios
bosques hercinios75. A ambos lados de su extensión se asientan mu-
chos y muy ricos pueblos. Los más septentrionales son los dacios y
los tracios y más australes que los tracios son los macedonios. Los
nómadas escitas, atravesando el Hemo en tiempos pasados, antes de
que la lanza de Alejo y sus muchas contiendas los condujeran al total
exterminio, acostumbraban a asolar masivamente el imperio de los
562
romanos y sobre todo las ciudades más próximas a ellos, entre las
que destacaba la antes muy mencionada Filipópolis.
7. Juan Tzimiscés, haciendo de sus enemigos de la herejía ma-
niquea nuestros aliados, los enfrentó como tropas aguerridas en el
manejo de las armas a esos nómadas escitas. A partir de entonces,
estas ciudades recuperaron el aliento liberadas de las muchas incur-
siones. Sin embargo, los maniqueos, que eran por naturaleza inde-
pendientes e insubordinados, actuaron según es su costumbre y se
doblegaron ante su propio carácter. Todos en Filipópolis, excepto
unos pocos, eran maniqueos y ejercían un gobierno despótico sobre
los cristianos allí asentados, rapiñando sus propiedades sin preocu-
parse poco o nada de las amonestaciones que les llegaban a través
de los enviados del emperador. Su número fue aumentado y todo el
entorno de Filipópolis acabó por ser herético. En ellos desembocó
otro río salitroso, el de los armenios, y otro, el procedente de la muy
turbia fuente de Jacob76. Era, por así decir, la confluencia de todas
las perversiones. Los dogmas de estas comunidades diferían entre sí,
pero todos coincidían con los maniqueos en su carácter levantisco.
8. Sin embargo, mi padre y soberano, que les opuso su gran
experiencia militar, sometió a unos sin necesidad de combatir y
condenó a otros al cautiverio tras una batalla. ¡Qué tarea realmente
tan apostólica realizó y soportó este valiente! ¿Por qué no se le va a
elogiar? ¿Porque no prestara atención a las tácticas militares? No,
pues llenó oriente y occidente con sus estratagemas. ¿Porque no
daba importancia a las palabras? No, pues había estudiado como
ningún otro las divinas Escrituras con intención de afilar su lengua
contra los sinuosos argumentos de los herejes. Solo él había logra-
do coordinar el poder de las armas con el de las palabras, y vencía
con el armamento a los bárbaros y con las palabras derrotaba a los
infieles. Igualmente entonces, estaba armado para librar contra los
maniqueos un combate apostólico en vez de militar. Yo me atre-
vería a llamarlo por ello el decimotercer apóstol. Aunque algunos
adjudiquen a Constantino el Grande ese honor, a mí me parece
que Alejo se encuentra al mismo nivel del soberano Constantino,
76 Jacob Baradeo, líder de los monofisitas durante el siglo VI.
563
o por si alguien lo discutiese, tras Constantino como apóstol y
emperador.
9. Como dijimos antes, cuando llegó a Filipópolis por los mo-
tivos ya citados, aprovechando que los cumanos aún no habían he-
cho su aparición, se dedicó al margen de su ruta a una tarea más
importante, hacer abjurar a los maniqueos de su corrupta religión
e introducirlos en nuestras dulces creencias. Los mandaba buscar
por la mañana temprano y los estaba instruyendo en la auténtica fe
hasta el mediodía, el atardecer y alguna vez incluso hasta la segunda
o tercera vigilia nocturna, mientras les probaba las desviaciones de
su herejía. Estaban presentes a su lado Eustracio, obispo de Nicea77,
sabio en lo divino y en lo profano, que era más famoso por su dialéc-
tica que quienes frecuentaban el Pórtico o la Academia78. También
estaba el hombre que ocupaba el trono episcopal de Filipópolis. Pero
entre todos y ante todos el soberano tenía como asistente a mi césar
Nicéforo, a quien había entrenado en el dominio de los libros sagra-
dos. Muchos maniqueos entonces acabaron por acudir sin dudarlo
un instante a los sacerdotes, confesar sus pecados y recibir el santo
bautismo. Sin embargo, se podía ver en aquellos momentos cómo
muchos, superando a los famosos Macabeos, persistían en su propia
religión aduciendo citas y testimonios de las divinas Escrituras en la
creencia de que reforzaban con ellos su despreciable dogma. Gracias,
no obstante, al continuo trato con el soberano y a sus frecuentes
exhortaciones también la mayoría de ellos acabó por convencerse y
recibieron el santo bautismo. Desde la salida de los primeros rayos
solares por oriente hasta lo más profundo de la noche se prolongaba
sin cesar la conversación, y como el emperador no abandonaba tan
77 No tenemos datos biográficos sobre este personaje, pero sabemos que fue alum-
no de Juan Italo, pese a lo cual no se dejó seducir por sus doctrinas. Colaboró con
el emperador en la persecución de aquel, lo que le procuró como recompensa el
trono episcopal de Nicea. Fue autor de diferentes escritos en defensa de la orto-
doxia y llegó a participar en encuentros con representantes de la Iglesia Católica
donde se defendía la visión ortodoxa de los dogmas. No obstante, Alejo hubo de
intervenir para que no fuera condenado por las opiniones expresadas en algún mo-
mento ajenas a la corrección dogmática. Con todo, fue suspendido de su actividad
por el sínodo. Ignoramos la fecha de su muerte.
78 Estoicos y platónicos.
564
extensas charlas, pasaba la mayor parte del tiempo sin comer. Todo
esto tenía lugar durante el verano y en una tienda al aire libre.
567
bienes inmuebles. No les hizo donaciones fraudulentas ni parecidas
a los jardines de Adonis2, que florecen hoy y mañana se marchi-
tan, sino que les entregó sus regalos garantizados con un crisóbulo,
permitiendo el goce de estas posesiones a los que entonces vivían y
haciéndolas transmisibles a sus descendientes y a los descendientes
de estos. Y si la línea masculina se agotara, en ese caso, las mujeres
podrían heredar las concesiones. Así prodigaba él sus favores.
5. Queden así dichos esos acontecimientos, aunque la mayor
parte se haya omitido. Y que nadie lance reproches a la historia,
como si el relato fuera comprado. Entre los que aún viven hay mu-
chos testigos de lo narrado y no se nos podría coger en falsedad. El
soberano, una vez tomó las medidas precisas, partió de allí y trasladó
su residencia a la ciudad imperial. De nuevo los mismos enfren-
tamientos y las mismas discusiones se hicieron habituales entre el
soberano y Culeón y Cusino. Se ganó a Culeón, creo, porque era el
más sensato y porque deseaba secundar los argumentos de la verdad,
y acabó por convertirlo en el animal más domesticado de nuestro
rebaño. En cuanto a Cusino y a Folo, quienes estaban exasperados y
eran forjados como el hierro por las constantes charlas con el sobera-
no, permanecían, no obstante, inflexibles como el hierro, lo esquiva-
ban y no le resultaban dóciles. Por eso, como eran los más blasfemos
de los maniqueos y se deslizaban hacia una actitud profundamente
atrabiliaria, los confinó en la prisión llamada Elefantina3 con un
generoso suministro de cosas necesarias para vivir y los dejó morir a
solas con su propia maldad.
2 Teócrito, Idilio. I5 1.113; Eurípides, Ed. Dindorf, Frag. 518. Referencia al fes-
tival dedicado a Adonis que tenía lugar en Atenas en el mes de abril, cuyas prota-
gonistas eran las flores, con las que se adornaban las casas. Lógicamente, las flores
se marchitaban pronto.
3 Quizá llamada así por hallarse cerca de la Puerta Elefantina.
568
LIBRO XV
4 Ana Comnena está aquí equivocada. En el sultanato que tenía su sede en Asia
Menor, o Sultanato de Rum, cuya capital fluctuó entre Nicea e Iconio, la secuencia
es Suleimán ibn Kutalmish (1077-1086), Qilidj Arslán I (1092-1107), Melik Shâh
/ Shâhinshâh (1107-1116) y Mesud II (1116-1156).
569
pies, cuanto por el retraso de su movilización contra los bárbaros.
El bárbaro Clitziastlán no ignoraba estos hechos y precisamente por
este motivo se dedicaba sin la más mínima inquietud a hacer innu-
merables incursiones contra los cristianos y a devastar toda Asia.
2. Nunca antes aquella dolencia había atacado tan virulenta-
mente al soberano. La enfermedad, que en anteriores ocasiones lo
había postrado en medio de largos intervalos de tiempo, ahora no se
presentaba periódicamente, sino de forma continua, lo que sumía al
emperador en sucesivas crisis agudas. A los hombres de Clitziastlán
se les antojaba este padecimiento un simulacro de enfermedad y no
una enfermedad auténtica, o peor aún, efecto de su vacilación y su
negligencia, camuflada como gota ante la opinión pública. Por eso,
los bárbaros solían burlarse del emperador en medio de tremendas
borracheras e imitaban, como espontáneos actores, el dolor de pies
del soberano llegando a convertirse la dolencia de sus pies en excusa
para montar una farsa. Actuaban en escena personajes que hacían
de médicos y de gente que atendía al soberano y presentaban en
público al propio emperador acostado en el lecho, con todo lo cual
se mofaban a su manera de él. Y con esta bufonada provocaban una
sonora carcajada entre los bárbaros.
3. No ignoraba estos hechos el soberano y por ello, con la cólera
bullendo en su interior, ansiaba vivamente presentarles batalla a esos
bárbaros. No mucho tiempo después, aliviado de su dolor, pudo
poner en marcha los planes previstos. Tras pasar por Damalis y na-
vegar por el estrecho entre Ciboto y Egialos, llegó a Ciboto y partió
desde allí en dirección a Lopadio, donde estuvo esperando la venida
de sus batallones y de todos los contingentes de mercenarios que
había mandado reunir. Una vez hubieron llegado todos, partió con
todas sus huestes, ocupó la fortaleza de San Jorge, que se halla cerca
del lago colindante con Nicea y de allí regresó a Nicea. Luego, en
un plazo de tres días volvió más allá del puente de Lopadio y acam-
pó con su ejército en la llamada Fuente de Cariceo. Actuó así para
que sus tropas después de pasar por el puente, fijaran las tiendas en
un lugar favorable. Posteriormente, el soberano en persona cruzó el
mismo puente e instaló la tienda imperial al lado de todo su ejército.
570
4. Los muy astutos turcos, sin embargo, mientras devastaban la
llanura que se extiende entre los pies de los montes Lencianos y el
lugar llamado Coterecia, al enterarse de la llegada del soberano con-
tra ellos, enseguida encendieron aterrados innumerables hogueras,
tal vez para crearle al observador la ilusión de que era un ejército
numeroso. Las hogueras iluminaban el aire, atemorizando a muchos
inexpertos en las tretas militares; pero al soberano no lo asustaba
ninguna de esas argucias.
5. Aquellos emprendieron la marcha, tras tomar todo el botín y a
todos los cautivos. Al alba, el soberano acudió apresuradamente a la
llanura ya mencionada arriba con afán de darles allí mismo alcance,
pero no tuvo éxito en su caza y, en cambio, hubo de entristecerse,
como es natural, al encontrarse a muchas víctimas, la mayoría ro-
manas, que aún respiraban y descubrir también muchos cadáveres.
Quería salir en persecución del enemigo, pero para no perder toda la
presa, ya que su ejército entero no tenía capacidad para perseguir con
rapidez a los que huían, fijó allí mismo el campamento, en un lugar
alrededor de Pemaneno, seleccionó sin perder tiempo a unos pocos y
valientes soldados, y les encomendó la misión de perseguir a los bár-
baros, dándoles instrucciones sobre el camino que debían seguir para
encontrarse con esos criminales. Los soldados, una vez les hubieron
dado alcance en un lugar denominado Celia por los lugareños junto
con todo el botín y todos sus cautivos, se arrojaron sobre ellos como
el fuego, pasaron enseguida a la mayoría de ellos a cuchillo, captu-
raron a algunos y, tras apoderarse de todo el botín, retornaron con
una brillante victoria a presencia del soberano. Después de recibirlos
y enterado del aniquilamiento de los enemigos, regresó a Lopadio. Se
presentó allí para permanecer durante tres meses completos, en parte
a causa de la sequía de las zonas por las que pensaba pasar (era verano
y el calor resultaba insoportable), en parte también porque esperaba
la llegada del contingente de los mercenarios que aún no había apare-
cido. Cuando todos estuvieron ya agrupados en ese lugar, levantó el
campo, emplazó toda su fuerza militar en las cimas del Olimpo y llegó
a Aer, que está enclavado en un sitio conocido por Malagna5.
5 Probablemente, Malagina. Ver XIV V.7, nota 35.
571
6. Entre tanto, la emperatriz estaba acampada en Principo6 para
poder tener más fácilmente noticias sobre el monarca, que a la sazón
había llegado a Lopadio. Cuando el emperador hubo llegado a Aer,
mandó buscar inmediatamente a la augusta con la monere imperial
por la extrema solicitud que ella mostraba hacia su persona y por
su presencia siempre vigilante. Esto era debido a que recelaba de su
sempiterno dolor de pies y temía la hostilidad inconfesada de quie-
nes lo acompañaban.
6 Hoy en día Büyükada. Es la mayor de las Islas Príncipe, que se hallan en el Mar
de Mármara. Tenía numerosos monasterios.
572
sus temores en lo más recóndito de su corazón y no los demostraba
ni con sus palabras ni con su actitud. Siendo, como era, valiente y
de carácter firme, igual que aquella mujer cantada por Salomón en
sus Proverbios7, no dio muestras de tener un temperamento femeni-
no y cobarde, según vemos que manifiestan generalmente las muje-
res cuando oyen alguna noticia terrible, momento en que acusan la
pusilanimidad en su tez y empiezan a proferir interminables gritos
de dolor, como si esas tremendas circunstancias fueran a afectarlas
directamente. Por el contrario, nuestra emperatriz, aunque estuviera
asustada, sentía miedo realmente de que el soberano sufriese algún
mal imprevisto y solo en segundo lugar temía por sí misma. Por
tanto, no adoptó ella en esos momentos una actitud indigna de su
valentía y se alejó del soberano en contra de su voluntad, mien-
tras se iba dando la vuelta y lo iba mirando fijamente. Al cabo, se
dio ánimos, haciendo gala de su fortaleza de espíritu, y se separó a
duras penas del emperador. Bajó de allí en dirección al mar, luego
embarcó en la monere que emplean las emperatrices, para terminar
finalmente atracando en Helenópolis a causa de una tormenta que
se había desencadenado durante la travesía por las costas de Bitinia.
Permaneció en ese sitio durante un tiempo.
3. Estos fueron, pues, los acontecimientos relacionados con la
augusta. El soberano, por su parte, se armó rápidamente junto con
los soldados a su mando y sus allegados. Y tras montar todos a ca-
ballo, se encaminaron a Nicea. Pero los bárbaros, que habían cogido
prisionero a un alano y que se habían enterado por él de la ofensiva
del emperador, huyeron por los mismos senderos que habían utiliza-
do a su venida. A su vez, Estrabobasilio y Miguel Estipeotes (al oír el
nombre de Estipeotes, que nadie piense en aquel semibárbaro, que
fue un esclavo comprado por el primero y que acabó siendo regalado
al emperador, sino en una persona de muy elevado rango social),
hombres muy aguerridos y célebres desde hacía tiempo, permane-
cían en las cimas de los Germios explorando sus senderos por si los
bárbaros caían, como lo hacen las fieras, en las trampas que les te-
nían dispuestas. Cuando se hubieron enterado de su venida, fueron
7 Proverbios, XXXI 10 y ss.
573
a su encuentro por las llanuras denominadas (...) y entablando un
combate con ellos, lucharon en una cruel batalla que terminó con la
completa derrota de los turcos.
4. Una vez llegado el soberano al muy mencionado castillo de
San Jorge, partió de allí en dirección a una aldea llamada por los
lugareños Sagudaos8, pero al no encontrar a los turcos y tener no-
ticias de la derrota infligida a ellos por los dos valientes citados, es
decir Estrabobasilio y Estipeotes, fijó su campamento en el exterior
de esta fortaleza, satisfecho con la audacia natural de los romanos
y su triunfo. Al día siguiente descendió en dirección a Helenópolis
donde halló a la emperatriz, que aún permanecía en su campamento
debido a lo innavegable del mar. Le relató lo ocurrido a los turcos,
es decir, cómo por sus ansias de victoria les había sobrevenido una
desgracia y habían conseguido el resultado opuesto al que espera-
ban. Se concedió un tiempo para reponerse de su enorme cansancio
y, posteriormente, partió rumbo a Nicea.
5. Nada más enterarse de una invasión que había sido iniciada
por otros turcos, acudió a Lopadio, en donde, pasado un poco de
tiempo supo que un numeroso ejército turco estaba llegando a Ni-
cea. Se puso entonces al mando de sus tropas y se dirigió a Cío. Allí
se le dio la noticia de que a lo largo de toda esa misma noche los
turcos se estaban acercando a Nicea. Partió de allí y llegó a Miscura
pasando por Nicea. Allí supo con certeza que el grueso del ejército
turco aún no había llegado y de que unos pocos hombres enviados
por Monolico estaban en Dolilo y en los alrededores de Nicea para
espiar sus movimientos y dar informaciones continuas sobre él a
Monolico. Envió entonces a León Nicerites con los hombres que
estaban bajo su mando camino de Lopadio, ordenándole que es-
tuviera siempre alerta, vigilara los senderos y lo tuviera al corriente
por escrito de aquellas noticias que consiguiera acerca de los turcos.
6. Una vez emplazado el resto de su ejército en una posición
ventajosa, reconoció que era mejor no marchar todavía contra el
sultán, al suponer que los bárbaros supervivientes habrían ido di-
vulgando la ofensiva del emperador a todos los turcos de Asia y que
8 Sögüt, en Bitinia. Aldea cercana a Nicea.
574
habrían contado cómo se habían encontrado con los romanos y los
habían atacado en diferentes circunstancias, cómo les habían hecho
frente con valentía y cómo habían sido derrotados con abundantes
pérdidas humanas entre prisioneros, muertos y escapados, si bien
estos últimos eran pocos y además heridos. Al conocer los bárbaros
por estos relatos su venida, se retirarían más allá del mismo Iconio
y todos sus esfuerzos habrían sido en vano. Con estas conclusiones
en su mente, dio vuelta a las riendas y llegó a Nicomedia a través
de Bitinia a fin de que los bárbaros, al no esperar un ataque suyo,
regresasen al lugar donde anteriormente cada uno tenía edificada
su casa. Cuando, de acuerdo con el carácter que poseen los turcos,
hubieran recuperado su valor y volvieran a diseminarse para saquear
nuestros territorios, poniendo en práctica los primitivos planes del
sultán, en ese preciso instante también él con los soldados un tanto
descansados y con los caballos y acémilas cebados, emprendería en
un breve plazo y con mayor vigor la guerra contra ellos y lucharía en
la batalla con más coraje.
7. Por esto, después de marchar a Nicomedia, como hemos di-
cho, tomó todos los soldados que estaban bajo su mando y los acan-
tonó en las aldeas cercanas, para que caballos y acémilas tuviesen
suficiente alimento (ya que la tierra de Bitinia da abundante forraje)
y los soldados pudieran proveerse fácilmente de víveres procedentes
de Bizancio y de las localidades de sus alrededores a través del vecino
estrecho. Les ordenó que prestasen mucha atención a los caballos y a
las bestias de carga, de modo que no debían salir a cazar, ni a cabal-
gar bajo ningún concepto, para que, llegada la ocasión, estuvieran
fuertes, fueran capaces de transportar sin esfuerzo a sus jinetes y les
resultaran útiles en las cargas contra el enemigo.
575
llamar a la augusta por los motivos que continuamente hemos ve-
nido mencionando para que estuviese a su lado hasta que decidiera
partir, hecho que tendría lugar cuando recibiera la noticia de la in-
vasión de los bárbaros. Enseguida llegó ella a Nicomedia y, al notar
que algunos opositores mostraban gran alegría, como si desearan
ultrajar al soberano reprochándole todo aquello que no había podi-
do hacer y murmurando que, tras prepararse tan concienzudamente
contra los bárbaros y reunir tan numerosas fuerzas, se había retirado
a Nicomedia sin haber llevado a cabo nada relevante, sintió una
profunda irritación y un hondo pesar porque además difundían es-
tas calumnias sin pudor tanto por las esquinas, como por las plazas,
callejas y cruces. El soberano, como preveía que el final de la ofen-
siva contra los enemigos le sería favorable y como tenía experiencia
sobre tan enojosos asuntos, no concedía ninguna importancia a las
charlas y a las ansias de venganza, despreciaba los términos en que se
expresaban esas personas como si fueran juegos de niños, riéndose
de su infantil comportamiento. Animaba a la augusta con halagüe-
ñas reflexiones, jurando que estas mismas murmuraciones serían la
causa de una victoria más rotunda.
2. Yo considero que hay valentía en quien obtiene la victoria
gracias a la inteligencia. La fuerza del espíritu se convierte sin la
sensatez en un hecho condenable y resulta temeridad y no valor.
Nos atrevemos a enfrentarnos con las armas contra lo que pode-
mos, pero nos atrevemos también contra lo que no podemos, de tal
manera que, cuando un peligro nos es inminente y (...) atacar de
frente, utilizamos entonces otro modo de guerrear y nos esforzamos
por dominar al enemigo sin combatir. La primera de las virtudes
de los generales es la capacidad de obtener una victoria sin riesgos.
«Con la habilidad un auriga supera a otro auriga» dice Homero9.
Vencer temerariamente incluso lo desprecia el proverbio cadmeo.
Yo personalmente creo que lo mejor es utilizar en la propia batalla
astutos ardides y tácticas cuando el ejército no es lo bastante nume-
roso para hacer mella en el poderío del adversario. Como puede leer
en nuestra historia quien así lo desee, no existe un único sistema ni
9 Il., XXIII 318.
576
una sola manera de lograr el triunfo, sino que desde la antigüedad
y hasta nuestros días se obtiene con medios de diferente y diversa
naturaleza. Es patente que determinados generales, antiguamente
celebrados, vencieron a sus enemigos mediante el recurso de su fuer-
za, pero otros generales consiguieron frecuentemente la victoria ha-
ciendo uso de otro proceder.
3. En lo que a mi padre y emperador respecta, dominaba a sus
enemigos ya mediante la fuerza, ya recurriendo a una cierta sagaci-
dad, y hubo ocasiones en las que concebía un astuto plan durante la
batalla misma y lo llevaba audazmente a la práctica con lo que ob-
tenía inmediatamente la victoria. Bien empleando un ardid táctico,
bien luchando con sus propias manos, al final se alzaba continua-
mente con abundantes triunfos de forma inesperada. Era hombre
arriesgado como ningún otro y podía verse cómo los peligros se iban
acumulando sobre su persona sin descanso, pero él tan pronto se
descubría y avanzaba contra los bárbaros con la cabeza sin protec-
ción, como fingía reconocer su inferioridad y se hacía pasar por un
ser asustado, si las circunstancias exigían ese tipo de actuación y la
ocasión lo aconsejaba. En suma, vencía con la huida y triunfaba con
la persecución, se mantenía erguido a pesar de caer y permanecía
derecho aun derribado, a la manera de los erizos de hierro, que, en
efecto, siempre se mantendrán en pie sin importar el modo como
se los lance.
4. Llegada de nuevo a este punto, rechazo la crítica de que soy
descubierta vanagloriándome. Con asiduidad he debido justificar-
me, alegando que no es el cariño hacia mi padre el que provee de
palabras esta obra, sino la naturaleza de los acontecimientos. ¿Qué
precepto de la verdad misma me impide que sea una hija amante y
veraz para con la misma persona? Yo he optado por exponer la ver-
dad acerca de un hombre virtuoso y si coincide que es el padre de la
autora, añádase el nombre de padre y désele el valor de un elemento
accesorio, pero dependa nuestra obra de la esencia de la verdad. En
otros momentos he demostrado el cariño que sentía hacia mi pa-
dre y por ello he aguzado contra mí las lanzas de mis enemigos y
he afilado sus espadas, bien lo saben todos los que no ignoran mis
577
circunstancias vitales. A pesar de todo, no podía traicionar a la ver-
dad en el instante de elaborar mi historia. Uno era el momento del
cariño hacia mi padre, en el que he actuado con valor, y otro, el de
la verdad, el cual, una vez presentado, no podría yo mostrar tosca-
mente. Como he dicho, aunque este preciso momento me distinga
como amante hija de mi padre, no por ello ninguna persona me
reprochará que haya ocultado la verdad.
5. Pero devolvamos la historia a su objetivo originario. El sobe-
rano, a la hora de fijar en aquel lugar su campamento no tenía más
misión que la de reclutar a nuevos soldados para todo su ejército e
instruirlos concienzudamente sobre cómo tensar el arco y manejar
la lanza, montar a caballo y maniobrar en diversas formaciones con
aquel nuevo tipo de alineación que inventó mientras enseñaba a los
guerreros. A veces él también cabalgaba a su lado, recorría las falan-
ges y daba las recomendaciones pertinentes. Cuando el sol estaba
abandonando los ciclos más largos, dejando de lado el equinoccio de
otoño e inclinándose ya sobre los círculos meridionales, consideró
que este momento era favorable para iniciar la campaña y se dirigió
sin desviarse con todas sus fuerzas hacia Iconio de acuerdo con los
objetivos que se había impuesto desde el principio.
6. Entonces, ya en Nicea, destacó del grueso del ejército a algu-
nos soldados armados ligeramente con jefes experimentados y les
ordenó que hicieran una incursión de forrajeo organizando esca-
ramuzas dispersas. Incluso en el caso de que se alzaran gracias al
auxilio de Dios con la victoria y derrotaran al enemigo, no debían
perseguirlo largo rato y debían hacer el camino de regreso en forma-
ción, satisfechos por el triunfo concedido. Así pues, una vez llegados
con el soberano a un lugar que se halla (...), conocido por los luga-
reños como Gaita, partieron aquellos inmediatamente y el soberano
levantó el campo junto con todas sus fuerzas para llegar al puente
que se halla cerca de Pitecas10. Luego, en tres días, por Armenocas-
tro y por un lugar llamado Leucas llegó a la planicie de Dorileo.
Como pensaba que esta tenía suficiente capacidad para un ejército
en formación y deseando contemplarlo entero y revistar en pleno el
10 Entre Nicea y Malagina.
578
contingente armado, lo puso en orden de acuerdo íntegramente en
aquella ocasión con la alineación de combate que tenía proyectada
y que había descrito con frecuencia esbozando sus líneas en notas
escritas (tampoco desconocía las tácticas de Eliano11) y acampó en
aquella llanura.
7. Sabía por su grandísima experiencia que la formación turca
no tiene semejanza con ninguna de las formaciones de otros pue-
blos, ni siguen las recomendaciones que da Homero cuando dice:
«El escudo se apoya en el escudo, el casco en el casco y el hombre
en el hombre»12; antes bien, entre los turcos es costumbre que el ala
derecha, el ala izquierda y el centro estén separados uno de otro
y que las falanges estén como desgarradas unas de otras. Cuando
alguien ataca al ala derecha o izquierda, el centro y la parte de las
tropas turcas que viene tras estas líneas caen al mismo tiempo sobre
él, conmocionando como un torbellino lo que halla a su paso. Entre
sus planteamientos bélicos no entra el uso de la lanza, como hacen
los llamados celtas, sino que rodean por todas partes al enemigo, lo
acosan con sus flechas y organizan la defensa a distancia. Cuando al
turco le toca perseguir, logra capturar al enemigo gracias a su arco
y cuando le toca ser perseguido, sale airoso gracias también a sus
flechas. Dispara un dardo, el dardo vuela y alcanza al caballo o al
jinete y, como procede de una mano muy potente, atraviesa todo el
cuerpo. Tan buenos arqueros son.
8. En todo caso, cuando aquel expertísimo emperador hubo ob-
servado esta táctica, organizó la formación y emplazó las falanges de
tal modo que los turcos tuvieran que disparar sus arcos desde el ala
derecha, donde los escudos ofrecen protección, y los nuestros dispa-
rasen desde la izquierda, donde está el cuerpo al descubierto. Con
el pensamiento puesto en lo invencible de su formación, él admiró
sus huestes. Creía que este orden táctico era como de inspiración
11 Eliano el Táctico. Vivió en el siglo II d.C. Escribió un tratado sobre Los ordena-
mientos tácticos de los griegos. Se lo dedicó a Trajano. En su obra describe las carac-
terísticas de los ejércitos macedonios posteriores a Alejandro Magno y sus tácticas.
También le dedica un breve espacio al ejército romano de su tiempo.
12 Il., XIII 131; XVI 215.
579
divina y que semejante disposición hacía parecer a sus tropas un
ejército de ángeles. Todos estaban maravillados y alegres, confiados
en las ideas del soberano. Él reflexionaba a la vez sobre sus fuerzas
e imaginaba las planicies por las que iba a pasar, y la solidez de la
formación, a la que también consideraba inquebrantable. Por todo
ello concebía una hermosa esperanza y suplicaba a Dios que esta se
hiciera realidad.
1. Tras alinear sus tropas según este orden de combate, llegó a San-
tábaris13 (...) destacando a todos los jefes de esa formación, envió a
Camitzes contra Poliboto y Cedrea (este es un pueblo muy fortifica-
do al mando de un sátrapa llamado Puqueas) y (...) a Estipeotes que
partiera contra los bárbaros de Amorio. Dos escitas, que se habían
percatado del plan y que habían desertado, informaron a Puqueas
del ataque de Camitzes así como de la llegada del soberano. Aquel,
poseído de un gran temor, partió del lugar que ocupaban durante
la vigilia central de la noche y escapó en compañía de sus congé-
neres. Al amanecer llegó Camitzes, sin hallar ni a Puqueas ni, por
supuesto, a ningún turco. Aunque había hallado el pueblo, esto es,
Cedrea, repleto de botín, no le concedió la más mínima importancia
a este hecho y mostraba su irritación igual que los cazadores cuando
pierden una presa ya cobrada, y sin detenerse, al instante volvió las
riendas y marchó contra Poliboto. Cayó sobre los turcos por sorpre-
sa, mató a numerosos bárbaros y con el botín y los cautivos en su
poder acampó en aquella zona a la espera de la llegada del soberano.
Lo mismo hizo Estipeotes cuando hubo llegado a Pemaneno y luego
retornó junto al emperador.
2. El soberano, a su vez, llegó también a Cedrea al anochecer.
Algunos soldados que acudieron a él le informaron de que había
una masa innumerable de bárbaros emplazados en los vecinos
pueblos de Burtzes, personaje antiguamente célebre. El soberano
13 En Frigia, al noroeste de Amorio.
580
enseguida prestó oídos a las informaciones y se puso en marcha.
Una vez preparados el hijo del famoso Burtzes, llamado Bardas de
nombre, Jorge Lebunes y un escita conocido en lengua escítica por
Piticas junto con las tropas a su mando y al frente de un aguerrido
contingente de soldados, los envió contra los turcos con la orden de
que cuando llegaran a su punto de destino realizaran incursiones
contra las aldeas circundantes, devastándolas todas, y que movieran
a sus habitantes para traérselos allí.
3. Aquellos emprendieron sin tardanza el camino planeado y
el soberano conforme con su plan originario se apresuró a llegar a
Poliboto para partir seguidamente hacia Iconio. Estaba reflexionan-
do sobre estos planes y se disponía a ponerlos en práctica, cuando
alguien le aseguró que los bárbaros y el propio sultán Solimán, en-
terados de su ofensiva, habían incendiado los campos y las llanuras
de toda Asia, de modo que no pudieran suministrar ningún tipo de
alimento ni a hombres ni a caballos. Al mismo tiempo, se difundía
la noticia de otro ataque protagonizado por bárbaros del norte con
un alado rumor que corría por toda Asia. Temía que en su viaje ha-
cia Iconio todo su ejército acabara siendo víctima del hambre por la
escasez de víveres e igualmente sentía inquietud porque presumía la
llegada de aquellos esperados bárbaros.
4. Concibió, por tanto, un plan inteligente y audaz. Preguntar a
Dios si debía emprender camino hacia Iconio o atacar a los bárbaros
asentados en los alrededores de Filomelio. Apuntó las alternativas en
dos notas, las depositó encima de la mesa del altar y ofreció a Dios
durante toda la noche los himnos y las letanías. Al alba, el sacerdote
penetró, tomó consigo una de las dos notas depositadas, la desplegó
delante de todos y leyó al soberano la orden de ponerse en camino
hacia Filomelio.
5. Mientras estos hechos sucedían en el lugar donde estaba el so-
berano, Bardas Burtzes observó durante su ruta a un numeroso ejér-
cito que corría a reunirse con Monolico por el puente de Zompe14
y, tras armarse rápidamente, se enfrentó con ellos en la llanura de
Amorio y los venció completamente. Pero otros turcos que venían
14 Puente sobre el río Sangario.
581
por el este e iban rápidamente al encuentro de Monolico, se en-
contraron con el campamento de Burtzes cuando todavía no había
llegado, se adueñaron de los animales de carga que allí había y de la
impedimenta de los soldados. Cuando Burtzes regresaba triunfador
del lugar de la batalla transportando un enorme botín, se encontró
con un hombre que venía del campamento y se enteró de cómo los
turcos se habían marchado después de apoderarse de todo lo que ha-
bía en él incluido su botín. Estuvo reflexionando sobre lo que debía
hacer. Como los bárbaros iban ganando terreno rápidamente, quería
lanzarse tras ellos sin pérdida de tiempo, pero no podía porque los
caballos estaban agotados. Renunció por ese motivo a la persecu-
ción para no tener peores consecuencias, y marchando lentamente
en formación, llegó al alba a las ya citadas villas de Burtzes y las
evacuó todas. Tomaron de allí los prisioneros y se llevaron cuantos
bienes poseían los bárbaros. Tras descansar en un lugar adecuado
brevemente él y todos sus hombres, a la salida del sol reanudaron el
camino en dirección al soberano.
6. En esto, sucedió que se tropezaron con él nuevas tropas tur-
cas. Enseguida les hizo frente, lo que dio lugar a un violento com-
bate. Después de estar peleando durante bastante tiempo, los turcos
acabaron solicitando a los cautivos y el botín que se les había arreba-
tado, asegurando que si se les entregaba lo que pedían no volverían
a intentar un ataque contra los romanos y retornarían a sus casas.
Pero Burtzes no tenía la menor intención de acceder a las peticiones
de los bárbaros y les plantó cara resueltamente con una batalla en la
que luchó valientemente. Como el día anterior no habían probado
ni un trago de agua por estar imbuidos en los avatares de la guerra,
cuando llegaron a la orilla de un río, refrescaron los ardores de la sed
y se fueron introduciendo de nuevo alternativamente en la batalla.
Mientras unos hacían frente a la batalla, los que estaban agotados se
recuperaban gracias al agua.
7. Al comprobar Burtzes el gran valor de los bárbaros y viéndose
exhausto ante tan enorme muchedumbre de enemigos, cayó en el
desaliento y envió al emperador con la noticia de lo que ocurría no
ya a uno cualquiera de los soldados rasos, sino al ya citado Jorge
582
Lebunes, quien, al no ver ningún camino en el que no estuvieran
presentes las tropas turcas, se arrojó temerariamente en medio de es-
tas, las atravesó y pudo ponerse a salvo junto al emperador. Este, una
vez enterado de la situación por la que atravesaba Burtzes y puesto al
corriente con exactitud del número de turcos y de la necesidad que
tenía Burtzes de grandes refuerzos humanos y materiales, se colocó
las armas y armó al ejército. Una vez dispuestas las tropas en falan-
ges, emprendió camino contra los bárbaros en correcta formación.
8. Al mando de la vanguardia iba el emperador; del ala derecha,
iba Brienio; del ala izquierda, Gabras y de la retaguardia, Cecaume-
no. Puesto que los turcos los estaban esperando desde lejos, Nicé-
foro, el sobrino de la emperatriz15, que era joven y deseaba ardien-
temente combatir, se adelantó de la formación arrastrando consigo
a algunos escuderos de Ares y, tras hacer frente a los primeros que
se lanzaban contra él, fue alcanzado en la rodilla, pero él, a su vez,
alcanzó con su lanza el pecho de quien lo había herido. Este, derri-
bado del caballo, pronto yació muerto en tierra. Nada más ver ese
hecho, los bárbaros que estaban situados detrás dieron pronto la
espalda a los romanos. El emperador recibió contento a ese joven
como a un héroe, le hizo grandes elogios y a continuación empren-
dió camino hacia Filomelio.
9. Al día siguiente de su llegada al lago de los Cuarenta Mártires16
alcanzó el lugar llamado Mesanacta17. De allí partió y se apoderó de
Filomelio al primer asalto. Luego, destacó diversas secciones de todo
el ejército y las envió junto con sus valerosos jefes contra todas las
aldeas limítrofes próximas a Iconio para que las devastaran y recu-
peraran a los cautivos de sus manos. Ellos se dispersaron como fieras
en todas direcciones por destacamentos y retornaron trayendo a los
cautivos que habían liberado de los bárbaros junto con su impedi-
menta. Los seguían voluntariamente también los romanos oriundos
583
de dichos territorios y que huían de la dominación de los bárbaros,
mujeres con recién nacidos, niños e incluso hombres, como si hu-
yeran buscando el refugio que les ofrecía el soberano. Él, una vez
dispuesta su nueva y famosa formación y colocados en su interior
los prisioneros junto con las mujeres y los niños, tomó el mismo
camino que había seguido a la venida y por donde iba pasando mar-
chaba con toda seguridad. Se hubiera dicho al contemplarlos que era
una ciudad viviente, fortificada y en movimiento la que marchaba
de acuerdo con aquella novedosa alineación que ya he mencionado.
584
visión divina y celestial, animó a sus falanges, ordenó que avanza-
sen manteniendo la misma formación y los exhortó a tener valor,
añadiendo a sus palabras que aceptaran este esfuerzo tan grande
no por la salvación personal, sino por la gloria y el honor de los
romanos, y además que estuviesen dispuestos a morir sin reservas
por el bien de todos. En consecuencia, todos y cada de uno ellos
guardaban su puesto llenos de coraje, mientras iban cubriendo eta-
pas con tanta tranquilidad, que los bárbaros creían que ni siquiera
se estaban moviendo. Como a pesar de sus continuos ataques a lo
largo de aquel día los enemigos no habían sacado ningún prove-
cho ni habían logrado romper total o parcialmente la cohesión del
ejército romano, regresaron sin éxito a las cimas de las colinas. En-
tonces encendieron muchas hogueras y se dedicaron a aullar como
lobos durante toda la noche, llegando incluso en algún momento
a burlarse de los romanos, pues había semibárbaros entre ellos que
hablaban griego. Cuando amaneció, Monolico organizó el mismo
plan y ordenó a los turcos que lo llevaran a cabo.
3. Entre tanto, hizo acto de presencia el propio sultán Clitziast-
lán, que primero quedó asombrado al ver la correcta formación del
ejército romano y a continuación se burló, como joven que era,
del anciano Monolico por su retraso en presentar batalla al sobe-
rano. Este repuso: «Yo, sea por anciano o por cobarde, el caso es
que hasta aquí he venido retrasando el momento de enfrentarme
abiertamente al soberano. Pero si tú piensas que tienes más valor,
adelante, inténtalo. Los hechos nos darán la lección». El sultán,
pues, se lanzó contra los soldados que marchaban en retaguardia,
mientras ordenaba a los demás sátrapas que atacaran frontalmente
al soberano y encargaba a otros el curso de la batalla en cada uno
de los dos flancos de la formación. El césar Nicéforo Brienio, que
comandaba el ala derecha, al percatarse de que se estaba produ-
ciendo una batalla en retaguardia, sentía un fuerte deseo de acudir
en defensa de las líneas de atrás, pero no quería dar ni una muestra
de inexperiencia o inmadurez, por lo que iba conteniendo su cóle-
ra pese a la rabia que sentía contra los bárbaros, y se esforzaba por
continuar su camino en correcto orden y con la misma formación.
585
4. Como los bárbaros peleaban valientemente, el porfirogéneto
Andrónico, el más querido de mis hermanos, que comandaba el ala
izquierda, volvió las riendas y realizó con su falange una violenta
carga contra los bárbaros. Y él, que estaba en el momento más her-
moso de su vida, que era prudentemente audaz, de mano experta y
de una extraordinaria inteligencia en el combate, se nos fue antes de
tiempo, partió de esta vida sin que ninguno de nosotros lo esperara y
desapareció. ¡Ah, la juventud, el cuerpo vigoroso, las ágiles cabalga-
das! ¿Adónde os habéis ido? Mi sufrimiento me fuerza a entonar un
canto triste sobre este tema, pero las leyes de la historia me vuelven
a apartar de mi propósito. Puede uno admirarse de que hoy en día
nadie se convierta en piedra, en pájaro, en árbol o en cualquier ser
inanimado, transformando en alguno de esos objetos la propia na-
turaleza por el cúmulo de infortunios, como dicen que sucedía en la
antigüedad, sea fábula o historia cierta. Quizás sería mejor que nues-
tra naturaleza se metamorfoseara en seres que nada sienten antes que
encajar tan duras sensaciones de infortunio. Si todo aquello hubiera
sido cierto, muy pronto los terribles acontecimientos que he sufrido
me hubieran convertido en piedra.
586
otro lado y a que no era una persona conocida por sus perseguidores,
logró ponerse a salvo, pero los escitas capturaron por lo menos al
copero y lo condujeron como un importante regalo a presencia del
soberano. El emperador se alegró por esa victoria sobre el enemigo,
pero estaba molesto porque el sultán no había sido capturado ni
había caído en sus manos, al haber escapado por un pelo, como se
suele decir.
2. Cuando cayó la tarde, acampó en aquel lugar. Los bárbaros
supervivientes de la batalla, tras ascender de nuevo a las cimas, en-
cendieron innumerables hogueras y estuvieron durante toda la no-
che ladrando como perros contra los romanos. Un escita, que había
desertado del ejército romano, se presentó ante el sultán y le dijo:
«No intentes librar combate con el soberano durante el día, pues no
sacarías ningún beneficio. Por el contarlo, como las tiendas de su
campamento están concentradas porque la llanura no tiene bastante
amplitud, tus arqueros armados ligeramente deben bajar de noche
a los pies de estas colinas y dispararles sin descanso sus flechas. Así
infligirán al ejército romano no cualquier castigo».
3. Entonces también un semibárbaro, pasando inadvertido a la
vigilancia de los turcos, escapó de su campamento para ir al encuen-
tro del emperador, transmitirle todas las recomendaciones que aquel
escita le había hecho al sultán y referirle con detalle todos los planes
que habían elaborado contra el ejército romano. Nada más enterarse
de ello, el soberano dividió el ejército en dos partes y ordenó a la
primera que se introdujese rápidamente dentro del campamento y
que estuviese alerta y a la segunda que se armase y, una vez fuera del
recinto, se adelantase yendo al encuentro de los turcos que vinie-
ran y trabase combate con ellos. Los bárbaros rodearon de noche
el ejército y realizaron numerosas incursiones en torno a los pies de
las colinas sin cesar de arrojar continuamente sus dardos contra el
ejército. Pero los romanos, que actuaban según las instrucciones del
soberano, se defendían sin romper la formación. Cuando comenza-
ba a clarear el día, todos conservaban el mismo puesto de la noche
anterior y, una vez situados de nuevo en el interior de la formación
el botín, toda la impedimenta y los cautivos junto con las mujeres y
587
los niños, reanudaron el camino en dirección a Ampus18. Allí les so-
brevino un duro y sangriento combate. El sultán, después de haber
reagrupado otra vez sus fuerzas y rodeado el ejército, mantuvo en
torno a este una valiente pelea, pero no pudo quebrar las compactas
líneas de los romanos y fue rechazado sin éxito, como si hubiera
acometido a muros de diamante. Como consecuencia, durante toda
aquella noche sintió gran irritación y, tras renunciar sin paliativos,
estuvo deliberando con Monolico y los demás sátrapas. Cuando el
día se iluminaba, pidió la paz al soberano con la aprobación de todos
los bárbaros.
4. El soberano no lo rechazó, sino que acogió su ruego y ordenó
enseguida que se diera el toque de parada. Mandó que todos perma-
necieran quietos en idéntica posición a la que tuviesen en ese mo-
mento, sin desmontar de los caballos, ni descargar la impedimenta
de las acémilas, cubiertos con escudo, yelmo y lanza, como durante
todo el viaje realizado. El soberano adoptaba estas medidas con el
único fin de evitar que por la confusión que se origina frecuente-
mente se quebrara la compostura de las líneas y pudieran ser todos
entonces fáciles de capturar. Temía, al ver que los turcos eran una
masa numerosa, un ataque general contra el ejército romano. El so-
berano se situó en una posición adecuada y, tras seleccionar a todos
sus parientes y a numerosos soldados para que ocuparan los lugares a
cada lado suyo, él mismo se puso en la presidencia con sus allegados
por sangre y parentesco a su derecha e izquierda y a continuación
de estos, con un grupo mixto de la élite de sus soldados, todos com-
pletamente armados. Y el brillante fulgor de sus armas iluminaba el
ambiente más incluso que los rayos del sol.
5. Acudió también entonces el sultán con los sátrapas que es-
taban bajo sus órdenes y cuya presidencia ocupaba Monolico, per-
sona por encima de todos los turcos de Asia en edad, experiencia y
valentía. Se presentó ante al emperador en la llanura que hay entre
Augustópolis y Acronio. Los sátrapas, cuando distinguieron de le-
jos al soberano, descendieron de sus caballos y le otorgaron la re-
verencia acostumbrada a los emperadores. El sultán intentó, a su
18 Puede tratarse de Ambanaz, en Frigia, al norte de Acruno.
588
vez, repetidamente desmontar de su caballo, pero el soberano no
lo aceptaba; sin embargo, desmontó rápidamente y le besó el pie.
El emperador le tendió la mano y lo animó a montar en un caballo
de raza. Este montó, se acercó al lado del soberano y sin perder un
momento se despojó de la armadura que vestía y la depositó en los
hombros de aquel. Luego, tras unos pocos instantes, expuso en pú-
blico todos sus planteamientos, diciendo: «Si aceptáis ser súbditos
del imperio de los romanos y abandonar vuestras incursiones contra
los cristianos, gozaréis de honor y favores, y en lo sucesivo viviréis
en libertad dentro de los territorios pertenecientes a vosotros, es de-
cir, allí donde antiguamente teníais vuestras moradas, antes de que
Romano Diógenes tomara las riendas del imperio y sufriera aquella
famosa derrota como consecuencia de haber librado con el sultán
una desafortunada batalla, que terminó en su cautiverio a manos de
este. Debéis anteponer la paz a la guerra y debéis también retiraros
de las fronteras bajo dominio romano, conformándoos con las vues-
tras propias. Si hacéis caso de mí, que os estoy prestando los mejores
consejos, no os arrepentiréis en modo alguno y os encontraréis en
posesión de abundantes beneficios. De no actuar así, sabed que yo
seré el exterminador de vuestra raza».
6. El sultán y sus sátrapas mostraron una excelente disposición
ante estas condiciones de paz, diciendo: «No hubiéramos compa-
recido en este lugar voluntariamente, si no prefiriéramos firmar la
paz con Vuestra Majestad». Después de tener esta conversación, los
despidió a las tiendas asignadas a ellos con la promesa de firmar el
tratado al día siguiente. Al otro día, el emperador se volvió a entre-
vistar con el sultán, llamado Saisán19, ratificó el tratado según la cos-
tumbre y, tras regalarle una abundante cantidad de dinero y hacer
entrega de numerosas dádivas a los sátrapas, los despidió contentos.
7. Entre tanto, el emperador, enterado de que Masut20, el her-
mano bastardo de aquel, deseando apoderarse de su reino, había
planeado la muerte de Saisán incitado por determinados sátrapas,
19 Ana Comnena llama aquí Shâhinshâh (Saisán) a quien hasta ahora había llama-
do Qilidj Arslán (Clitziastlán). Ver nota 1 de este libro.
20 El futuro Mesud o Masud I (1116-1156).
589
como suele ocurrir siempre, le aconsejó que esperase un poco de
tiempo hasta que supiera con mayor claridad lo que se tramaba con-
tra él. De este modo partiría al tanto de sus planes y prevenido. Pero
él, sin prestar la menor atención al consejo del soberano y confiado
en sí mismo mantuvo su propósito. En consecuencia, para no dar
la impresión de que el soberano estaba reteniendo por la fuerza al
sultán, que había acudido a su presencia voluntariamente, y se le-
vantaran críticas contra él por este motivo, accedió a los deseos del
bárbaro, diciendo: «Hubiera sido oportuno aguardar un poco de
tiempo; pero como es aquello lo que tienes en mente, adoptemos
el mal menor, como se dice. Toma contigo a bastantes de nuestros
soldados catafractos romanos, que mantendrán tu integridad a salvo
hasta que llegues a Iconio». Tampoco aceptó el bárbaro esta escolta,
pues tan arrogante es el carácter de los bárbaros que se creen superio-
res a las propias nubes. Así pues, tras despedirse del soberano y reci-
bir grandes cantidades de dinero emprendió el camino hacia su casa.
8. De noche el sultán tuvo un sueño que no era engañoso, ni se
lo enviaba Zeus, ni lo incitaba a la batalla, como dice la dulce poe-
sía21, «parecido al hijo de Neleo», sino que vaticinaba la verdad al
bárbaro. Le parecía, más o menos, que una masa de ratones lo había
rodeado durante la comida con el empeño de arrebatarle de la mano
el pan que estaba comiendo. Cuando él intentaba librarse de ellos
con ademanes displicentes, súbitamente, cambiaron de naturaleza
para convertirse en un león y pudieron con él. Cuando despertó,
contó el sueño al militar del soberano que lo acompañaba durante el
camino y lo interrogó sobre su significado. Aunque le interpretara el
sueño en el sentido de que los ratones y el león eran sus enemigos, él
no quería creerlo y continuaba su viaje diligente e irreflexivamente.
A buen seguro, había destacado a exploradores para que vigilasen
por si alguno de sus adversarios había salido a realizar una incursión.
Esos exploradores fueron a encontrarse con el propio Masut, que
estaba al llegar a la cabeza de un gran ejército, trataron con este, se
pusieron de acuerdo en sus planes contra Saisán y volvieron asegu-
rando que no habían visto a nadie. Las tropas bárbaras de Masut se
21 Il., II 20.
590
encontraron con Saisán, que había aceptado las palabras de sus ex-
ploradores como fidedignas, haciendo su ruta despreocupadamente.
9. Un tal Gazes, hijo del sátrapa Asán Catuc22, a quien había
matado el sultán Saisán, se adelantó de la falange y lo acometió con
su lanza. Él se volvió con agilidad y arrebató la lanza de manos de
Gazes, diciendo: «No sabía yo que ahora hasta las mujeres llevan
lanzas entre nosotros». Saisán huyó entonces camino del emperador,
pero quien logró disuadirlo de esta decisión fue Puqueas, que lo
acompañaba y que estaba vinculado desde hacía tiempo a la facción
de Masut, aunque aparentemente se ofrecía de modo amistoso a Sai-
sán para darle buenos consejos. En realidad, lo estaba precipitando
al interior de sus redes y de sus trampas con sus recomendaciones
en el sentido de que no retornara junto al emperador y entrara, pese
a que con ello se apartaba un poco de su ruta, en Tiragio, una villa
que se encuentra cerca de Filomelio. El ingenuo Saisán hizo caso a
las palabras de Puqueas y fue recibido amablemente a su llegada a
Tiragio por sus moradores romanos, ya que estaban al corriente de
la simpatía que el emperador tenía por él. Pero llegaron Masut y los
bárbaros y pusieron cerco a la muralla. Saisán se asomaba entonces
y profería terribles amenazas a sus congéneres bárbaros, diciendo
que ya estaban a punto de llegar las tropas romanas del soberano y
que si no abandonaban la batalla sufrirían esto, lo otro y lo de más
allá. También los romanos del interior de la plaza hacían frente a los
turcos con valentía.
10. Pero Puqueas dio por concluida la comedia y sacó a la luz el
lobo que iba oculto bajo su piel. Descendió de las almenas prome-
tiendo a Saisán que iba a animar a los habitantes para que lucharan
con mayor valentía. La realidad fue que los amenazó y les aconse-
jó que se rindieran abriendo las puertas a los turcos, si no querían
acabar como víctimas de la mano bárbara, ya que estaban al llegar
numerosas fuerzas de Corosán. Ellos, en parte asustados por la mul-
titud de los bárbaros que los asediaban y en parte convencidos por
las advertencias de Puqueas, dieron paso franco a los turcos y, tras
capturar al sultán Saisán, lo privaron de la vista. Como carecían
22 Puede tratarse del Hasán de XIV I.5.
591
de un instrumento útil para esa tarea, se usó un candelabro que el
soberano había regalado a Saisán. Pudo verse entonces cómo el re-
ceptáculo de la luz se convirtió en causante de sombras y oscuridad.
Puesto que aún podía vislumbrar alguna pequeña luz, cuando llegó
a Iconio asistido por un guía, confió este hecho a su nodriza y esta
hizo lo mismo a su propia esposa. Llegada así esta noticia a oídos de
Masut23, perturbó el ánimo del bárbaro. Y él, encolerizado, ordenó a
Elegmo (un sátrapa ilustre) que lo estrangulase con una cuerda. Así
concluyó la vida del sultán Saisán por no echar cuenta en su temeri-
dad a los consejos del soberano. El soberano, por su parte, continua-
ba su camino hacia la ciudad imperial conservando perfectamente la
formación en idéntico y correcto orden.
592
por doquier a quienes estaban bajo el yugo bárbaro, como arriba se
ha dicho, introdujo en medio de la formación a cautivos, mujeres,
niños y todo el botín y se puso en el camino de vuelta apaciblemente
con un movimiento lento y semejante al de las hormigas.
2. Como había muchas mujeres embarazadas y otras muchas
sufrían enfermedades, cuando una mujer estaba a punto de dar a
luz, tocaba la trompeta a una señal del soberano, todos se detenían
enseguida y la formación entera se quedaba quieta en el mismo lu-
gar. Nada más enterarse de que el parto había concluido, mandaba
dar otro toque, que no era de los habituales, comunicando la puesta
en marcha y animando a todos a caminar. Si alguien se estaba mu-
riendo, de nuevo sucedía lo mismo y el soberano se presentaba en
el sitio donde yacía el moribundo, llamaba a los sacerdotes para que
cantaran los himnos postreros y para que le dieran los sacramentos
al agonizante y, una vez se habían celebrado las honras fúnebres a
los difuntos de acuerdo con las normas sagradas, hasta que el muer-
to no estuviera enterrado, no permitía que se moviera en lo más
mínimo la formación. A la hora de comer, hacía llamar a todas las
mujeres y hombres que estuvieran agotados por las enfermedades o
la vejez, les ofrecía lo mejor de su comida y ordenaba a sus comen-
sales que hicieran lo mismo. Su mesa era como un banquete divino,
sin el fastidio de la presencia de instrumentos, flautas, tímpanos ni
tipo alguno de música. Debido, pues, a la protección que otorgaba
personalmente a esos desgraciados, cuando llegó a Damalis (era el
atardecer) no quiso que se le celebrase una brillante recepción, ni
que se organizara un cortejo imperial, ni quiso vistosos montajes, ni
esperar al día siguiente para cruzar el estrecho, como hubiera sido
preciso. Antes al contrario, embarcó inmediatamente en una mone-
re y llegó a palacio a la hora en que se encienden las lámparas.
3. Dedicó el día siguiente entero al cuidado de cautivos y recién
llegados. Repartió entre todos aquellos de sus allegados, que sabía
llevaban una vida honesta, y entre los higúmenos24 de los sagrados
monasterios a todos los niños que habían quedado privados de pa-
dres y estaban sumidos en la amarga desgracia de la orfandad, y
24 Abades.
593
les recomendó que no los criasen como esclavos, sino como seres
libres, considerándolos merecedores de una completa formación e
instruyéndolos en las Sagradas Escrituras. También entregó algunos
al orfanato que él había fundado y que estaba pensado más como
escuela para quienes quisieran aprender, a fin de que sus directores
les enseñaran el ciclo completo de estudios25.
4. En el sector que existe junto a la acrópolis, donde se abre el
acceso al mar, había encontrado un templo de enorme tamaño bajo
la advocación del gran apóstol Pablo y construyó allí, dentro de la
ciudad imperial, otra ciudad. El propio templo estaba, como una
ciudadela, en la parte más elevada de esa ciudad. La nueva ciudad
se extiende a lo largo y a lo ancho sobre un número de estadios que
cualquiera podría decir. En su interior hay erigidas circularmente
un conjunto abigarrado de viviendas, moradas para los pobres y, lo
que demuestra mayor caridad, hospicios para personas mutiladas. Es
posible ver cómo esas personas, ciegos, cojos y gentes afligidas por
otras desgracias, van acudiendo uno por uno. Diríase que es el pór-
tico de Salomón26, viéndolo repleto de hombres inválidos en todo su
cuerpo o solo en parte del mismo.
5. Este recinto circular es doble y gemelo. Los unos, hombres y
mujeres mutilados, habitan en la parte superior. Otros se arrastran
en la planta baja. Respecto a las dimensiones del recinto, son tales,
que si alguien desea ver a esas personas y comenzara por la maña-
na, concluiría el recorrido al atardecer. Estas características tiene la
ciudad y así son también sus habitantes. Carecen de terrenos, de
viñedos y de cualquiera otro bien con cuyo cuidado nos ocupamos
la vida. Cada uno o cada una habita con la paciencia de Job27 la casa
edificada para ellos, y el alimento y el vestido se los suministra gene-
rosamente la mano imperial. Lo más insólito es que estos indigentes,
como si fuesen señores con propiedades y con todo tipo de recursos,
594
tienen como administradores y encargados de su subsistencia al so-
berano mismo y a los diligentes servidores que rodean al soberano.
Pues allí donde surgía una propiedad agrícola en un buen estado,
siempre que fuera también accesible, la adjudicaba y ofrecía a estos
hermanos, de donde manan para ellos ríos de vino, el pan y todos
los productos con los que además del pan se alimentan los hombres,
de modo que el número de los que comían sobrepasa todo cálculo.
Tal vez peque de osada para algunos si dijera que la conducta del
soberano recuerda el milagro de Nuestro Salvador, me refiero al de
los siete mil y al de los cinco mil28. En aquel caso, con cinco panes
se hartaron miles porque era Dios quien hacía el milagro; pero en
este, la caridad procede de un mandato divino. Y por otra parte, en
aquella ocasión se produjo un milagro y en esta era el suministro
imperial el que proporciona lo suficiente para nuestros hermanos.
6. Yo misma he llegado a ver a una mujer vieja asistida por una
joven, a un hombre ciego guiado por manos de uno que sí ve, a per-
sonas sin pies que poseían pies, no los suyos propios, sino los de otros;
a personas sin manos auxiliadas por las de otras personas, a criaturas
recién nacidas amamantadas por otras madres, a paralíticos servidos
por otros hombres robustos. Era doble la muchedumbre de los que
recibían alimentos, pues unos se contaban entre los servidos y otros
entre los servidores. El soberano no podía decirle al paralítico: «Le-
vántate y anda»29, ni al ciego ordenarle ver30, ni al que no tenía pies
ordenarle andar31. Esta es una facultad solo del Unigénito, que se hizo
hombre por nosotros y vivió entre nosotros en el pasado por el bien
de la humanidad. El soberano hizo aquello que estaba a su alcance,
dar asistentes a cada mutilado y mostrar la misma solicitud por el
disminuido que por quien gozaba de salud. De ese modo, si alguien
deseara hacerse una idea de cómo era la nueva ciudad que mi padre
28 Milagro de la multiplicación de los panes y los peces, Mateo, XVI 9-10. El evan-
gelista habla de cuatro mil, no de siete mil. La autora ha debido de confundirse con
el hecho de que los panes son siete.
29 Mateo, IX 5-6.
30 Mateo, IX 27-30; Juan, IX 1-7.
31 Alusión a varios pasajes del Nuevo Testamento donde se curan paralíticos: Ma-
teo, IX 18; Marcos, II 1-12; Lucas, V 17-26; Juan, V 1-9.
595
edificó desde sus cimientos, debería imaginarla por cuadruplicado, o
sea multiplicada por los que habitaban abajo y arriba y por quienes
asistían a ambos grupos.
7. ¿Quién podría contar el número de personas que comía diaria-
mente, o el gasto diario o los recursos que aprovechaban a cada uno?
A mi padre le atribuyo lo que quedó tras su paso. Pues él concretó los
bienes procedentes de la tierra y del mar que estaban destinados a su
sustento y también él les procuró todas las comodidades posibles. Hay
un administrador de alta alcurnia al frente de esta pobladísima ciudad,
cuyo nombre es «El orfanato». Se la denomina «El orfanato» por la
caridad del soberano con los huérfanos y los soldados veteranos, a
partir de lo cual el nombre que se generalizó fue el relacionado con su
preocupación por los huérfanos. Hay oficinas para su administración,
contabilidades de las dotaciones asignadas y de las posesiones de los
pobres y crisóbulos que ofrecen a los acogidos derechos inalienables.
8. Al templo del gran apóstol Pablo lo dotó con un importante y
numeroso clero y con abundancia de lámparas. Si se visita este templo,
se puede ver cómo cantan dos coros, uno a cada lado, alternativamen-
te. Pues, como hizo Salomón, dispuso la existencia en el templo de
los apóstoles de cantantes masculinos y femeninos. También organizó
la función de las diaconisas. Asimismo dedicó mucha atención a las
monjas extranjeras procedentes de Iberia32, que antes iban de puerta
en puerta cuando llegaban a Constantinopla. La solicitud de mi padre
hacia ellas le hizo erigir un enorme monasterio y dispensarles asimis-
mo alimentos y ropas adecuadas. En suma, ya puede vanagloriarse el
famoso Alejandro el macedonio por su Alejandría de Egipto, por su
Bucéfala de Media o su Lisimaquia de Etiopía33, que el soberano Alejo
no se vanagloriaría tanto de las ciudades por él erigidas, que sabemos
construyó por doquier, cuanto se enorgullecía de esta ciudad.
9. Si uno entra en dicha ciudad, tiene a la izquierda esos templos
y sagrados monasterios. A la derecha del gran templo hay una escue-
la primaria para los niños huérfanos procedentes de toda variedad
596
de razas, en donde un maestro imparte la clase y los niños se colocan
en torno a él, unos atemorizados por las preguntas sobre gramática,
otros escribiendo la denominada esquedografía34. Allí es posible ver
a un latino que se está instruyendo, a un escita que aprende griego,
a un romano manejando textos griegos y a un griego iletrado que
aprende a hablar correctamente griego. Esos eran los afanes de Alejo
sobre la formación intelectual. En cuanto a la técnica de la esquedo-
grafía, diremos que es un invento de los más recientes y originario
de nuestra generación. Dejo de lado a los Estilianos, a los llamados
Longibardos, a cuantos trabajaron en la recolección de todo tipo de
palabras, a los Áticos y a los que han llegado a pertenecer al clero de
Santa Sofía35, cuyos nombres omito. Sin embargo, ahora el estudio
de estos maestros, de los poetas, de los historiadores y de sus cuali-
dades no ocupa siquiera un lugar secundario. El único interés es el
juego, los demás trabajos están prohibidos. Digo esto porque estoy
irritada ante el completo desinterés por la formación general. Este
hecho me consume el alma, porque yo he dedicado mucho tiempo
a esos estudios y, cuando dejé las primeras enseñanzas, me encau-
cé por la retórica, me dediqué a la filosofía, me metí en ambien-
tes de sabios, poetas y escritores y pulí la tosquedad de mi lengua.
597
Posteriormente, condené gracias al auxilio de la retórica la compli-
cada complejidad de la esquedografía. Sea, sin embargo, añadido a
nuestra historia este excurso, aunque no como algo accesorio, sino
como algo coherente con nuestra obra.
36 Los bogomilos pertenecen a una secta herética nacida en Tracia (sur de Bul-
garia, norte de Grecia, Turquía europea) en el siglo X. Su nombre deriva de su
fundador, el monje búlgaro Bogomil, traducción eslava del nombre griego Teó-
filo («amigo de Dios»), quien a fines del siglo XI dio coherencia a las doctrinas y
comenzó su difusión. De todos modos, los creyentes no se llamaban a sí mismo
«bogomilos», sino «cristianos». En su origen se hallan influencias de los paulicia-
nos y maniqueos instalados en aquella región desde las deportaciones de Juan I
Tzimiscés (925-976), a las que ya se ha hecho mención en La Alexíada (VI II.2).
La base de sus creencias residía en el dualismo bien/mal. Decían que Dios había
tenido dos hijos, Satán y el arcángel Miguel. Negaban la divinidad de Cristo y la
coexistencia de las tres personas de la Trinidad. Negaban el valor del clero y practi-
caban su religión en las casas, no en templos, enseñándose unos a otros. Negaban,
asimismo, los sacramentos.
37 El nombre de «masalianos» o «mesalianos» procede del siríaco mṣallyānā y
significa «el que reza», de ahí que su versión griega fuera «eukhites» [εὐχίτης], que
quiere decir lo mismo. Fue condenada por herética en el sínodo de Side (Panfilia)
en el año 383. Es una secta antecedente de las que menciona Ana Comnena por-
que basa su doctrina en el poder de la oración como única vía de relación con Dios,
lo que lleva a sus fieles a negar la validez de los sacramentos.
598
la cogulla. El bogomilo es sombrío, se tapa hasta la nariz, marcha a
hurtadillas y su boca murmura quedamente, pero en su interior hay
un lobo indomable.
2. Mi padre, entonándoles a estos seres clandestinos una melodía
encantada, atrajo y sacó a la luz esta secta, que es tan nefasta como
una serpiente escondida en un agujero. Como acababa de liberarse
de los problemas que le habían planteado occidente y oriente, se
dedicaba a los asuntos espirituales. Pues en todo dominaba a todos,
en materia de enseñanza derrotaba a los eruditos y en las batallas y
tácticas superaba a quienes causaban asombro con sus armas.
3. La fama de los bogomilos se había extendido ya por todas par-
tes (pues un cierto monje llamado Basilio38, que escondía la herejía
en su interior, había difundido muy astutamente el mal por doquier
en unión de doce discípulos que llamaba apóstoles y arrastrando
como discípulas a ciertas mujeres perversas y malvadas) y puesto
que el mal estaba consumiendo, como el fuego, a muchas almas, se
le terminó la paciencia al emperador y puso en marcha una inves-
tigación sobre el asunto de la herejía. Fueron conducidos a palacio
algunos bogomilos que señalaron a Basilio como su maestro y cabe-
za rectora de la herejía bogomila. Entre estos un tal Diblacio, que
estaba detenido, se negaba a contestar durante el interrogatorio, por
lo que fue entregado a la tortura. Entonces acusó al llamado Basilio
y a los apóstoles que él había elegido. En consecuencia, el soberano
encargó de la búsqueda de este hombre a muchos de sus funciona-
rios. Y efectivamente, el archisátrapa de Satanael, Basilio, fue descu-
bierto con su hábito de monje, su rostro austero, su escasa barba, su
elevada estatura y su habilidad para manipular la impiedad.
4. El soberano quiso desvelar enseguida mediante la persuasión
lo que mantenía aquel oculto y lo mandó llamar con un pretexto
piadoso. Se levantó y le cedió su asiento, compartió con él su silla
y su mesa, le tendió todo el hilo de su caña de pescar con todo tipo
38 Monje y médico que entre los años 1084 y 1102/1104 propagó la herejía de
los bogomilos en el imperio y en Constantinopla. Es un personaje también men-
cionado en otros historiadores bizantinos en términos parecidos a los que usa Ana
Comnena.
599
de cebos clavados en su anzuelo, se lo dio a comer a ese monstruo
devorador y con diversos medios vertió todo el veneno en ese monje
astuto, portador del mal, fingiendo querer convertirse en su alumno,
quizás no solo él, sino también su hermano Isaac el sebastocrátor.
Disimulando le reveló que todo lo que dijera sería asumido como
si fuese un oráculo divino y que obedecería en todo solo con que
este malvadísimo Basilio se preocupara de la salvación de su alma.
Y dijo: «Yo, veneradísimo padre (con esas dulces palabras untaba el
emperador su copa para que vomitara su diabólica bilis negra), ad-
miro tu virtud. Te ruego me enseñes algunos de los preceptos que tu
venerable persona predica, porque los de nuestra religión solo hacen
gala de simplezas y carecen por completo de virtud». Él se puso a
esbozar sus concepciones y aquel auténtico asno que, a pesar de una
cierta reticencia inicial ante esas palabras, se inflaba de vanidad con
los elogios, arrastró hacia sí por todos lados la piel del león. Pues,
efectivamente, el emperador lo había hecho su compañero de mesa.
Estaba presente a su lado, secundándolo en la trama el hermano del
emperador y sebastocrátor.
5. El otro vomitó los dogmas de su herejía. ¿Y cómo fue? Se ha-
bía desplegado una colgadura entre el gineceo y el lugar donde esta-
ban los emperadores junto con ese infame, quien soltaba y revelaba
abiertamente todos sus pensamientos tal como los tenía en su alma.
El secretario iba tomando nota tras el cortinaje de lo que se estaba
diciendo. Aquel charlatán se convertía aparentemente en maestro, el
emperador fingía ser un discípulo y de la clase tomaba nota el secre-
tario. Y ese visionario se tiró hacia adelante con todo lo decible y lo
indecible a su lado, sin escatimar ninguno de los dogmas sacrílegos:
despreció nuestra teología, difamó a toda la estructura eclesiástica,
llamó a los templos ¡ay de mí!, a los sagrados templos, moradas del
demonio y consideraba y estimaba como necedad el cuerpo y la san-
gre por nosotros conmemorados del primer patriarca.
6. ¿Qué ocurrió entonces? El emperador se quitó la máscara y
desveló la trama. Todo el senado había sido reunido y convocado el
estamento militar junto a los que estaba también presente el sínodo
de la iglesia. En aquella ocasión ocupaba el trono patriarcal de la
600
capital del imperio Su Santidad Nicolás Gramático39, bienaventura-
do entre los patriarcas. Se dieron a conocer los dogmas sacrílegos y
la prueba era irrefutable. Pero el acusado ni tan siquiera rebatió a la
parte acusadora, sino que inmediata y abiertamente pasó a exponer
su postura, prometiendo resistir al fuego, a los latigazos y a infinitas
muertes. Pues esos errados bogomilos están convencidos de que po-
drán soportar sin esfuerzo cualquier castigo, ya que los ángeles los
salvarán sin duda de la hoguera. Y aunque la mayoría de todos los
presentes le reprocharan su impiedad, incluso todos los que habían
tomado parte con él en su perdición, Basilio era el mismo, un bo-
gomilo muy valiente e inflexible. A pesar de que lo amenazaron con
arrojarlo a la hoguera y con otras penalidades, sostenía firmemente
a su diablo y se abrazaba a su Satanael. Tras ser encarcelado, aunque
el emperador lo hacía llamar frecuentemente y frecuentemente lo
exhortaba a que abjurara de su impiedad, se mantenía firme ante los
requerimientos del emperador.
7. No omitiremos el prodigio que lo tuvo por protagonista. Su-
cedió antes de que el emperador mostrara hacia él un comporta-
miento más duro y tras la confesión de su impiedad, cuando por
aquel entonces había salido en dirección a una pequeña morada en
las proximidades de las habitaciones imperiales y que acababa de ser
dispuesta para él. Era el anochecer. Las estrellas brillaban en lo alto
en medio del aire puro y la luna iluminaba aquella noche posterior
al sínodo. Una vez el monje dentro de la celda y a media noche, em-
pezaron a caer piedras espontáneamente, arrojadas como el granizo
contra la celda, sin que ninguna mano las lanzara y sin que ningún
hombre apedreara a ese diabólico abad. Era, según parece, la cólera
de los demonios airados que rodean Satanael, que no soportaban la
divulgación de sus dogmas al emperador y el despliegue por parte de
este de una pública persecución contra sus errores. Un hombre lla-
mado Parasceviotes, encargado de vigilar a aquel viejo endemonia-
do, para que no pudiera hablar con nadie ni difundir su tremenda
corrupción, aseguró con los más terribles juramentos que había oído
cómo caían arrojadas las piedras junto con su ruido al chocar contra
39 Nicolás III Gramático (1084-1111).
601
el suelo y las tejas, y que había visto una continua e ininterrumpida
lluvia de piedras, sin vislumbrar a nadie que las estuviera arrojando
desde ninguna parte. Acompañaba también a las pedradas un súbito
terremoto que sacudió el suelo e hizo gemir el techo. Parasceviotes,
sin embargo, se mantuvo firme hasta que empezó a suponer que se
trataba de una obra del demonio, como confesó. Al notar que las
piedras llovían, por así decir, del cielo y que aquel anciano heresiarca
se había metido dentro y estaba encerrado, achacó la acción a los
demonios sin saber qué estaba pasando.
602
expusiese las refutaciones de los Santos Padre contra cada una. En-
tre ellas está incluida, naturalmente, la herejía de los bogomilos tal
como aquel impío Basilio la había predicado. Este libro lo tituló el
soberano Panoplia dogmática y aun hoy conserva el libro este título.
2. Volvamos con nuestra historia a la liquidación de Basilio. El
soberano mandó buscar por doquier a los discípulos y correligiona-
rios de Basilio, en especial a los llamados doce discípulos, sondeó sus
creencias y resultaron ser claramente discípulos de Basilio. El mal
se había propagado y esta nefasta doctrina había llegado a afectar a
importantísimas casas y a mucha gente. En consecuencia, condenó
de una vez a la hoguera a esos excomulgados, al director y a su coro.
Cuando fueron reunidos los bogomilos que habían sido descubier-
tos, unos se afirmaron en su herejía, otros se opusieron duramente a
los acusadores y rechazaron la herejía de los bogomilos. Puesto que
el soberano estaba decidido a no confiar en ellos y para que un buen
cristiano no se confundiera con los bogomilos como un bogomilo o
por el contrario, para que ningún bogomilo escapase como si fuese
cristiano, concibió un original sistema por el que se revelarían los
auténticos cristianos.
3. Al día siguiente, pues, se sentó en su trono imperial. Había
gran concurrencia de personalidades del senado, del sagrado sínodo
y todos aquellos de los nazireos42 con formación intelectual. Tras ser
conducidos ante el público todos los que eran acusados de la here-
jía de los bogomilos, el soberano volvió a ordenar el interrogatorio
de cada uno. Unos afirmaban que eran bogomilos y se agarraban
con fuerza a su propia herejía y otros rechazaban la acusación cali-
ficándose a sí mismos de íntegros cristianos y no cedían a pesar de
las imputaciones de los demás. El emperador frunció el entrecejo y
dijo: «Que se enciendan dos hogueras y se clave en tierra junto a una
de ellas una cruz. Luego, que se le dé a todos los que quieran morir
hoy en la fe cristiana la opción de separarse de los demás y avanzar
hasta la hoguera de la cruz. Quienes persistan en su vinculación a
603
la herejía de los bogomilos serán arrojados a la otra. Es mejor que
los cristianos mueran en su fe que vivir siendo perseguidos como
bogomilos e hiriendo las conciencias de la gente. Id, pues, cada uno
de vosotros en la dirección que prefiráis».
4. Tras hacer estas declaraciones a los bogomilos, el emperador
dio fingidamente por terminado el asunto. Inmediatamente, los to-
maron y los llevaron ante una enorme muchedumbre que iba aflu-
yendo de todas partes. Entonces fueron encendidas unas hogueras
siete veces más grandes que las normales, como dice el melodo43,
en el lugar llamado Tzicanisterio44. El fuego ascendía hacia el cielo,
la cruz estaba erguida a un lado. Se les ofreció a los condenados la
opción de marchar adonde fuera su deseo, ya que todos iban a ser
quemados. Entonces, al ver el final inevitable, todos aquellos que
eran ortodoxos avanzaron hacia la hoguera de la cruz para dar un au-
téntico testimonio de su fe. Los infieles, por su parte, manteniendo
su abominable herejía, se dirigieron a la otra.
5. Cuando estaban a punto de ser arrojados por igual a las ho-
gueras, todos los presentes sintieron lástima por los cristianos que
iban a ser quemados y se indignaban enormemente con el empera-
dor, desconocedores de las disposiciones que había adoptado. Una
orden imperial, dada con anterioridad, apartó a los verdugos de su
misión. Así, con las ideas claras sobre quienes eran realmente bogo-
milos, tras dar abundantes recomendaciones a los cristianos falsa-
mente delatados, los liberó y encarceló de nuevo a los otros lejos de
43 Daniel, III 15. Ana Comnena no está tomando aquí la cita directamente del
profeta hebreo, sino de un escritor de himnos sacros llamado Cosmas que en uno
de ellos recoge el destino de los Tres Niños de Babilonia, donde aparecen esas
palabras. De ahí que hable de un «melodo» (poeta) y no de un profeta. Cosmas
el Melodo, originario de Calabria, nació en 685. Huérfano a temprana edad, fue
criado en Constantinopla y luego, acogido por el padre de San Juan Damasceno,
pasó a Jerusalén. Fue maestro de ese y murió en una fecha entre 740-750. Fue
compositor de himnos litúrgicos que todavía hoy se cantan en las celebraciones de
la Iglesia Ortodoxa Griega.
44 Estadio en el recinto del Palacio Imperial donde se jugaba al polo. Su nombre
procede de un término persa, tsuhu-gan, que significa «jugar a la pelota montado
en un caballo». El primero, de pequeñas dimensiones, fue construido por Teodosio
II (408-450). Posteriormente, Basilio I (811-886) lo destruyó para construir la
Nueva Iglesia y erigió otro, el existente en tiempos de Alejo, al este de Santa Sofía.
604
los apóstoles del impío Basilio, que fueron separados del resto de los
herejes. Posteriormente, los mandó buscar a diario. El emperador en
persona instruía a unos, animándolos continuamente a abjurar de
su abominable culto, y ordenó a algunos otros notables del sagrado
estamento eclesiástico que acudieran diariamente junto a ellos, los
formaran en la fe ortodoxa y les aconsejaran que abandonasen la he-
rejía de los bogomilos. Algunos de ellos cambiaron sus creencias por
unas más juiciosas y fueron liberados de la prisión. Otros murieron
recluidos en cárceles por herejes, si bien gozaron de una generosa
provisión de alimentos y vestidos.
605
lo mirarás con tus ojos»45. Pero cuando el pueblo se apartó y le dejó
ver sin impedimentos aquel aterrador espectáculo de la hoguera (iba
sintiendo el calor del fuego a pesar de la distancia y veía las llamas
ascendiendo por el aire con un ruido como de truenos y las brasas
que salían lanzadas al cielo por encima de la pirámide de piedra
erigida en el centro del estadio), entonces aquel audaz personaje pa-
reció atemorizarse y estremecerse ante la visión del fuego. Volvía
continuamente sus ojos, daba palmadas con sus manos y se golpeaba
el muslo, como quien está completamente angustiado.
3. No obstante, aunque fuera presa de ese estado de ánimo, su
aspecto solo daba la apariencia del diamante. Ni el fuego ablandó
su alma de hierro, ni lo despertaron de su encantamiento las reco-
mendaciones que el soberano le daba. Por el contrario, bien fuera
porque lo poseyó una inmensa enajenación ante el destino y la des-
gracia que se le presentaban, sin saber qué pensar y sin discernir para
nada lo que le convenía; bien fuera, lo que parece más verosímil,
porque el diablo que se había apoderado de su alma lo sumió en una
profundísima oscuridad, el caso es que aquel despreciable Basilio se
mantenía irremediablemente obstinado ante cualquier amenaza y
temor, y se quedaba quieto mirando pasmado tanto a la hoguera,
como a los asistentes. A todos les parecía realmente enloquecido, ya
que no avanzaba hacia la hoguera, ni retrocedía, sino que estaba cla-
vado e inmóvil en el lugar al que había sido conducido al principio.
Como corrían abundantes rumores entre toda la gente sobre prodi-
gios que se le atribuían, temerosos los verdugos de que los demonios
que protegían a Basilio obraran, con el consentimiento de Dios,
algún insólito prodigio, fuera arrebatado intacto de entre tanto fue-
go y transportado el muy pérfido a algún lugar repleto de público,
perturbación que sería peor que la primera, decidieron realizar una
prueba.
4. Mientras deliraba y se jactaba de que se le vería incólume
entre las llamas, los verdugos tomaron su manto, diciendo: «Veamos
si no prende el fuego en tus ropas», y lo lanzaron sin dilación a la
hoguera. A tal punto de contento llegaba Basilio por el demonio que
45 Salmos, XCI 7-8.
606
lo tenía engañado, que decía: «¿Veis cómo mi manto se va volando
por el aire?» Los otros, viendo la tela por el borde, lo alzaron y lo
arrojaron a la hoguera con las mismas ropas y calzado que vestía.
Las llamas, como si estuvieran encolerizadas contra él, se ensañaron
tanto con el impío que no se produjo olor a quemado, ni hubo
transformación en el aspecto del humo. Solo apareció una leve línea
humeante entre las llamas. Pues, en efecto, incluso los elementos
se alzan contra los impíos y, diciendo la verdad, son benévolos con
los devotos de Dios. Como antiguamente, cuando en Babilonia el
fuego se apartó y obedeció a aquellos jóvenes creyentes y los rodeó
como un habitáculo dorado46. En esta ocasión, cuando propiamente
aún no lo habían agarrado quienes lo alzaron en alto, la llama pare-
cía ya adelantarse para tirar del impío. En cuanto al resto de los que
estaban destinados al mismo suplicio que Basilio, aunque el pueblo
que asistía lo ansiara y presionara para que fueran arrojados también
al fuego, el soberano no lo consintió y ordenó que fueran confina-
dos en los pórticos y galerías del Gran Palacio. Una vez concluido el
espectáculo, la concurrencia se dispersó. Posteriormente, los infieles
fueron conducidos a otra prisión, donde tras su internamiento mu-
rieron mucho tiempo después en su impiedad.
5. Estos fueron, así pues, el último trabajo y la última hazaña
de aquellos prolongados esfuerzos y gestas del soberano, todos los
cuales fueron novedosos y de una insólita audacia. Creo que la gente
que fue entonces testigo de estos hechos y acompañante del sobe-
rano sigue asombrándose aun hoy de estos y creen que no tuvieron
una visión real con aquellos acontecimientos, sino sueños e imagina-
ciones. Desde que, tras la subida al trono de Diógenes los bárbaros
invadieron las fronteras romanas a causa de las desgraciadas campa-
ñas contra ellos que este emperador protagonizó desde su primera
línea de salida, como se dice, hasta el reinado de mi padre, el poderío
bárbaro no había sufrido repliegues. Sus espadas y lanzas estaban
afiladas contra los cristianos, hubo batallas, guerras y matanzas. Las
ciudades habían desaparecido, las regiones habían siso asoladas y
todo el territorio romano estaba manchado con sangre de cristianos.
46 Daniel, III 19 y ss.
607
Unos cayeron miserablemente bajo las flechas y las lanzas, otros fue-
ron arrastrados de sus casas y conducidos como cautivos a las ciu-
dades de Persia. El miedo se enseñoreaba de todos y se apresuraban
a ocultarse en cuevas, bosques, montes y montañas de las crueles
circunstancias que sufrían. Unos gemían por las penalidades que
estaban padeciendo mientras eran llevados a Persia; otros, que aún
eran libres, si es que quedaba todavía alguno dentro de las fronteras
romanas, lloraban entre profundos lamentos a su hijo o a su hija;
otro clamaba por su hermano o por su sobrino, muerto a temprana
edad, y derramaban cálidas lágrimas como las mujeres. No había
entonces ningún pariente que no llorara y se lamentara. Con excep-
ción de algunos pocos, es decir Tzimiscés y el emperador Basilio47,
desde entonces hasta mi padre, ningún emperador se había atrevido
en absoluto a tocar con la punta de sus pies las tierras de Asia.
608
definitivo y a la devastación. Dado que las dimensiones del tema
lo requieren y como amante hija al mismo tiempo de mi padre y
de mi madre desde que nací, voy a transgredir las normas de la his-
toria para referir un hecho que no deseo en absoluto rememorar,
la muerte del soberano. Tras la celebración de un certamen en el
Hipódromo, a causa del viento que en aquella ocasión soplaba fuer-
temente, los humores como si hubieran huido y retrocedido desde
las extremidades, afectaron a uno de sus hombros. La mayoría de los
médicos ni siquiera comprendían la amenaza que se estaba cernien-
do sobre nosotros por ese hecho. Sin embargo, al menos Nicolás
Calicles, así se llamaba, adivino de nuestros detestables males, decía
temer que se retiraran de las extremidades y crearan una situación
de peligro irreversible si se extendía a otras partes. Sin embargo, no
hubiéramos podido creer en lo que no queríamos creer.
3. Así pues, nadie excepto Calicles propuso entonces una eva-
cuación purgativa con determinados medios. Pues su cuerpo tampo-
co estaba acostumbrado a recibir purgantes y carecía totalmente del
hábito de tomar medicamentos. De esto se aprovechaba la mayoría
y en especial Miguel Pantecnes, quien prohibía terminantemente
la purga. Calicles, por el contrario, les decía en un tono serio, pre-
viendo el futuro: «En este momento el humor se ha retirado de las
extremidades y se ha proyectado sobre el hombro y el cuello. De no
ser evacuada con purgantes, se deslizará más tarde hacia alguno de
los órganos vitales, incluso el corazón mismo, y concluirá por ge-
nerar una dolencia incurable». Estaba yo presente por orden de mi
señora para organizar las deliberaciones de los médicos. Yo misma
estuve oyendo a quienes hablaban y estaba de acuerdo con las pala-
bras de Calicles. Prevaleció, sin embargo, el parecer de la mayoría.
Fue entonces cuando los humores del cuerpo del emperador, que lo
habían atacado durante los días habituales, empezaron a remitir y el
paciente recobró la salud.
4. No habían pasado aún seis meses, cuando le sobrevino una
fatal enfermedad causada tal vez por el enorme agotamiento que
los asuntos diarios provocaban en él y por la acumulación de las
cuestiones de gobierno. Yo lo oía cuando hablaba con la emperatriz
609
como si le reprochara a ella la enfermedad: «¿Qué es este padeci-
miento que me viene cuando respiro? Quiero respirar profunda e
intensamente para aliviarme el dolor de mi corazón; pero aun cuan-
do lo intente muchas veces, ni en una ocasión puedo desprenderme
ni en una mínima parte de este peso agobiante. Es más, persiste en
mi corazón como una pesada piedra, que me produce un corte al
respirar. No puedo conocer la causa, ni el origen de este dolor. Y te
digo más, alma mía amadísima, compañera de mis penalidades y de
mis pensamientos, con frecuencia deseo bostezar, pero en medio del
bostezo se me corta la respiración y me crea un sufrimiento enorme.
Explícame, si lo sabes, qué es esta otra dolencia que me viene».
5. A su vez, cuando la emperatriz oía estas palabras y se entera-
ba de los sufrimientos que él experimentaba, creía estar padeciendo
idénticos dolores, como si se le cortara también la respiración a ella.
De tal manera la afectaban las palabras del soberano. Continuamen-
te mandaba buscar a médicos sabios y los obligaba a que estudiasen
la naturaleza de la enfermedad, así como les pedía que la ilustrasen
sobre las causas próximas y remotas. Ellos echando mano a las arte-
rias del emperador confesaban encontrar la apariencia de todo tipo
de irregularidades en el pulso arterial sin poder dar con la causa.
Sabían que la dieta del emperador no era propia de una existencia
cómoda, sino austera, simple, propia en todo de la vida de un atleta
o de un militar, lo que evitaba las consecuencias de humores proce-
dentes de una dieta excesiva. Por ello, achacaban a otras razones los
orígenes de esa opresión y afirmaban que la causa primera de esta
enfermedad no era otra más que la sobreabundancia de preocupa-
ciones y sus continuas y hondas aflicciones, lo que motivaba que su
corazón se inflamara y arrastrara a sí todos los residuos del resto del
cuerpo.
6. Desde ese momento, la terrible enfermedad que atacaba al
soberano no concedía ningún tipo de tregua y lo iba asfixiando
como una horca48. Tanto se incrementaba cada día la gravedad de su
610
dolencia que ya no atacaba espaciadamente, sino de forma continua
y sin descanso, hasta el punto de que el soberano no podía reclinarse
sobre su costado y ni siquiera tenía fuerzas para respirar natural-
mente el aire. En ese instante, se convocó a todos los médicos, a
quienes se les estuvo exponiendo el estado de la enfermedad del so-
berano. Ellos se repartían las opiniones y en medio de esta división
de pareceres cada uno diagnosticaba una enfermedad distinta y daba
el remedio para su curación de acuerdo con el diagnóstico. Ya se
intentara la curación de una u otra manera, el caso es que el estado
del soberano era crítico, pues no podía respirar libremente el aire ni
por un instante. Se veía obligado a respirar sentado en una postura
totalmente erguida. Si en algún momento se recostaba boca arriba o
sobre uno de los costados, ay, aquello se convertía en un dogal. No
era capaz de inspirar ni espirar un poco de aire del exterior siguiendo
el proceso de la inspiración y la espiración. Cuando el sueño mise-
ricordioso le venía, entonces acababa por asfixiarse. De modo que
permanentemente, durante el sueño o durante la vigilia, lo acosaba
el riesgo de la asfixia.
7. Como no se le habían administrado purgantes, recurrie-
ron a una sangría. Sin embargo, de nada sirvió la sangría y volvió
el informe que aparece en el tomo III, páginas 232-236, nota 1: «El mal comenzó
con una tumefacción en uno de los hombros y con un enflaquecimiento rápido de
las extremidades. Esto hace pensar en un tumor maligno, tal vez un sarcoma que
invadió el cuello, luego el mediastino con compresión de los nervios del entorno,
especialmente del plexo cardíaco. De ahí, los fenómenos de angustia precordial,
intolerancia a la postura acostada, molestias progresivas en la respiración, las irre-
gularidades del pulso, quizá incluso la compresión de las vías aéreas y, seguidamen-
te, del corazón y de los grandes vasos. Sus consecuencias son los fenómenos de
asistolia a gran velocidad, la respiración entrecortada, el riesgo constante de asfixia,
la congestión de los pulmones, la estasis sanguínea de las bases pleuro-pulmonares,
lo que explica el ligero alivio cuando el enfermo se mantiene medio sentado. Final-
mente, hinchazón del vientre, edema de los miembros inferiores y, solamente en-
tonces, estado febril o subfebril, edema de la glotis y de la lengua por compresión
progresiva de los vasos del cuello. Como consecuencia del desarrollo del tumor,
compresión del esófago (deglución imposible), diarrea secundaria terminal, sínco-
pes continuos, necesidad de aire, ligero alivio al aire libre. El diagnóstico aportado,
congestión del corazón, parece exacto, pero incompleto. Nosotros diríamos que se
trata de una asistolia aguda por compresión del mediastino y del cuello resultante
de un tumor maligno de rápida evolución, probablemente, un sarcoma, en prin-
cipio escapulo-torácico».
611
a encontrarse en igual estado, respirando trabajosamente y con el
grave peligro de perder la vida entre nuestras manos por lo dificul-
tosa que le resultaba la respiración. No obstante, su estado de salud
mejoró gracias a un remedio elaborado con pimienta. Entonces no-
sotros, del gozo y de la alegría que nos embargaba, no sabíamos qué
hacer y elevamos oraciones a Dios en acción de gracias. Pero todo
era una ilusión. Al tercer o cuarto día volvieron a atacarle al empera-
dor la asfixia y la opresión de sus pulmones. Me temo que empeoró
por efecto de aquel brebaje que extendió lo humores y no sirvió de
nada, como no fuera para situarlas en las concavidades de las arterias
y agravar su estado.
8. A partir de esos momentos no era posible encontrar fácilmen-
te ninguna postura de descanso, ya que la enfermedad estaba en su
punto álgido. El emperador permanecía en vela desde el anochecer
hasta el alba, insomne, sin recibir con normalidad ni alimentos, ni
ningún otro remedio para su curación. Con frecuencia, o incluso
permanentemente, veía yo a mi madre permanecer toda la noche
junto al emperador, a la cabecera de su lecho, y sostenerlo con sus
manos para aliviarle de algún modo el proceso de la respiración. Y
vertían sus ojos lágrimas más abundantes que las corrientes del Nilo.
No es posible narrar todas las atenciones que tuvo con él a lo largo
de noches enteras, ni la gran labor que realizó en su interés por la
curación, mientras ideaba posturas y cambios y más cambios en la
disposición de los cobertores. Pero nadie podía proporcionarle ni un
momento de alivio, pues el soberano se veía acosado por una especie
de horca que no lo dejaba en paz ni paraba de asfixiarlo.
9. Como la enfermedad no tenía remedio, el emperador se tras-
ladó al sector meridional del palacio. Hallaba un cierto alivio a su
opresión con el movimiento, por ello a la emperatriz se le ocurrió
la idea de hacer que este movimiento fuera prolongado. Tras adosar
unas andas a la cabecera y a los pies del lecho imperial, encargó a
unos hombres que lo levantaran y transportaran, mientras se iban
relevando unos a otros en sus esfuerzos por la salud del soberano.
Desde allí llegó al gran palacio de Mangana. Pero a pesar de esta
operación la salud del emperador no experimentó ninguna mejoría.
612
Como viera la emperatriz que el asunto de la enfermedad iba por
mal camino y sin ninguna esperanza ya en el auxilio humano, re-
zaba a Dios fervientes oraciones de súplica por él. Hacía generosas
donaciones a todos los templos para lámparas y para que cantaran
continua y permanentemente los himnos. Repartía dádivas para los
habitantes de todos los lugares, fueran del interior o de la costa, e
instaba a todos los monjes que habitaban en montañas y cuevas,
incluso a los que llevaban una existencia solitaria, a no cesar en sus
oraciones e invitaba igualmente a todos los enfermos, a los presos en
cárceles y a los reducidos a la miseria, que se veían convertidos en
personas muy ricas, a las súplicas por la salud del soberano.
10. Como el vientre del soberano se inflamó y alcanzó una con-
siderable hinchazón y como sus pies también estaban inflamados y
el imperial cuerpo era presa de la fiebre, algunos médicos decidieron
cauterizar prestando poca atención a dicha fiebre. Sin embargo todo
tratamiento era inútil y vano. De nada sirvió cauterizar, antes bien,
el vientre presentaba idéntico estado y la respiración era dificultosa.
Al llegar los humores, como si fueran originarios de otra fuente, a
la campanilla y afectar a lo que los Asclepíadas49 denominan cielo
de la boca, se inflamaron las encías, la faringe se hinchó y la lengua
también se inflamó. A partir de ahí, los conductos que atraviesa la
comida se estrecharon y se contrajeron hasta el límite, lo que pro-
vocaba la amenaza de una grave inanición por la imposibilidad de
digerirla, aunque yo, bien lo sabe Dios, atendía con sumo cuidado
a su alimentación y le daba de comer diariamente con mis manos
unos alimentos que obligaba a preparar en forma de papilla.
11. En todo caso, cualquier intento de rebajar la inflamación pa-
recía (...) y todos los cuidados nuestros y de los médicos se revelaban
vanos. Tras once días, durante los cuales su enfermedad se mantuvo
en una situación crítica, como estaba en un punto álgido y amena-
zaba peligrosamente (...) siendo su estado, apareció una diarrea. Así
se nos sucedían los males uno tras otro. No podíamos acudir ni a un
remedio ni a otro, ni a los Asclepíadas, ni a nosotros, los que cuidá-
bamos del soberano, ni (...), y todo estaba perdido.
49 Los médicos.
613
12. Por lo demás, nuestra situación era confusa y tormentosa,
los asuntos se presentaban turbulentos y el temor y el peligro se
cernían sobre nuestras cabezas. La augusta, que siempre mostraba su
valentía ante los peligros que iban haciendo aparición, en aquellas
circunstancias también hizo gala de extraordinario valor, plantando
cara al sufrimiento que le producía su pena y peleando como un
atleta olímpico contra aquel agudo dolor. Tenía herida el alma y agi-
tado el corazón de ver al soberano en ese estado; sin embargo, hacía
esfuerzos por superar estas terribles circunstancias. Recibía mortales
heridas, su sufrimiento le llegaba a la médula, pero les hacía frente.
Sus lágrimas corrían a raudales, la belleza de su rostro se consumía y
su estado de ánimo estaba hundido.
13. Cuando corría el quince de agosto (era el jueves de aquella
semana), día en el que se festeja la Asunción de nuestra Inmaculada
Señora y Madre de Dios, después de que algunos Asclepíadas hu-
bieron ungido por la mañana la cabeza del soberano, medida que
les había parecido oportuna, volvieron a casa, no por desconsidera-
ción o porque alguna necesidad les urgiera, sino porque conocían el
peligro inminente que corría el soberano. Tres eran los principales
médicos, el magistral Nicolás Calicles, Miguel Pantecnes, que había
recibido el apellido de su linaje, y Miguel (...)libo, el eunuco. La
emperatriz, rodeada de todo el coro de los parientes que la forzaba
a tomar alimentos (...) sin dormir ni un instante, ni (...) transcurrir
todas las noches sin reposo (...) al cuidado del emperador (...) obe-
decía. Pero cuando el soberano sufrió una definitiva recaída, (...) se
dio cuenta tras una impaciente espera de que la (...) vida y se arrojó
sobre el (...) se lamentaba sin cesar, se golpeaba y lloraba por todos
los males que se le habían venido encima. Deseaba abandonar la
vida al instante, pero no podía ver hecho realidad su deseo.
14. El emperador, aunque fuera a morir y el sufrimiento lo es-
tuviera martirizando, como si fuera más poderoso que la muerte
(...), se preocupaba de la emperatriz y transmitió sus inquietudes a
una de sus hijas. Era esta su tercer vástago, la porfirogéneta Eudocia.
La otra hija, María, actuaba como una nueva María, aunque no se
sentara en aquella ocasión a los pies de mi señor como hiciera una
614
vez aquella otra, sino, más bien, se dedicaba a su cuidado pegada a
la cabecera de la cama y le daba agua en un vaso, no en una copa,
para que no le fuera siempre dificultoso beber, ya que encía, lengua
y garganta estaban inflamadas. Él, entonces, le estuvo dirigiendo a la
emperatriz firmes y valientes consejos, que fueron, sin embargo, los
últimos: «¿Por qué te permites a ti misma atormentarte por nuestra
muerte y nos obligas a apresurar su inminente llegada? ¿Es que no
vas a fijarte en ti y en los males que se van a presentar, y te entregas
a ti misma al mar de penas que se te acumulan?» Así le habló, y le
abrió más aún la herida de su infortunio.
15. Yo experimentaba todo tipo de sentimientos y juro a los
amigos presentes y a los hombres futuros que leerán mi escrito, juro
por Dios que todo lo sabe, que mi estado nada tenía que envidiar
al de los locos. Era toda entera víctima de mi sufrimiento. En con-
secuencia dejé de lado la filosofía y las letras, y puse todo mi interés
solo en mi padre, en servirlo, vigilando los movimientos de su pulso
y ocupándome sin descanso en la respiración del soberano, o bien
atendía a mi madre y le devolvía los ánimos. Pero (...) las partes
y completamente incurables (...) el soberano no podía superar su
postrera recaída y el alma de la augusta se apresuraba a partir con la
del soberano.
16. Así estaba yo (...), aunque realmente, como dicen los Sal-
mos50, los dolores de la muerte entonces nos cercaron. Sentí que me
volvía loca. Estaba enajenada y no sabía qué hacer ni adónde ir, al
ver que la emperatriz se sumergía en un mar de calamidades y que
el soberano avanzaba con su último desmayo hacia el final de su
vida. Pero, cuando pudo recuperarse de nuevo del segundo desva-
necimiento gracias a que mi queridísima hermana María le derramó
agua fría y extracto de rosas, mi padre ordenó los mismos cuidados
a la emperatriz. De nuevo recayó en un tercer desvanecimiento y
pareció oportuno cambiar la situación del lecho imperial (...) de los
que nos ocupábamos de su cuerpo y (...) y trasladamos al soberano
en la cama a otra parte, al cuarto piso del palacio para que al menos
pudiera respirar un aire más fresco y se recuperase de su desmayo.
50 XVII 5-6.
615
Pues aquella parte miraba al norte y las habitaciones carecían por
completo de (...) puertas.
17. El heredero del imperio había salido previamente hacia sus
habitaciones, porque reconoció que el estado del emperador (...) se
apresuró a partir y marchó rápidamente al gran palacio. La ciudad
en esos instantes estaba agitada, si bien no enteramente (...). La em-
peratriz, por su parte, dijo entre lamentos: «Olvidémoslo todo, la
diadema, el imperio, el poder, toda nuestra autoridad, tronos, do-
minios y comencemos los cantos fúnebres». También yo, olvidán-
dolo todo, me lamentaba con ella, gemía (...) y se convulsionaban
clamando lastimosamente. Pero la reanimamos, pues el emperador
estaba dando su postrer suspiro y estaba realmente agonizando.
18. Junto a su cabecera, la emperatriz estaba echada en tierra
aún vestida (...) con el calzado púrpura y (...) estaba destrozada y no
sabía cómo (...) la inflamación de su corazón. Algunos de los Ascle-
píadas habían vuelto y aguardaron un momento, mientras palpaban
el pulso del emperador (...) luego las palpitaciones de su arteria (...);
no obstante, decían mentiras piadosas en esos momentos y la (...) y
daban grandes esperanzas, aunque aparentemente no fuera así. Pero
esto lo hacían por precaución, ya que sabían que en el mismo mo-
mento en que el emperador abandonara la vida, también la empe-
ratriz entregaría su alma a Dios. Sin embargo, aquella inteligente
emperatriz no podía ni creerlos ni dejar de hacerlo. Confiaba en
ellos porque conocía de antaño que eran buenos especialistas, pero
tenía motivos para desconfiar porque veía que la vida del soberano
estaba en un punto crítico. Como estaba en el fiel de la balanza, me
miraba continuamente y esperaba mi dictamen, según era habitual
en ella incluso en circunstancias diferentes, y esperaba lo que yo pu-
diera predecir. Mi señora y amadísima entre mis hermanas, María,
ornato de nuestra familia, mujer firme, receptáculo de toda virtud,
situada entre la emperatriz y el emperador, impedía a veces con su
larga manga que ella mirara directamente al soberano.
19. Yo puse mi diestra de nuevo en la muñeca y estuve exami-
nando el latido del pulso, mientras la emperatriz se echaba las ma-
nos a la cabeza para levantarse el velo (en la situación en que estaba,
616
pensaba mudarse de vestido), pero yo la retenía cada vez (...) porque
notaba un cierto vigor en el pulso. Me equivocaba (...), pues no era
un cierto vigor lo que parecía (...) sino, una vez que el gran (...) de
la respiración y la arteria y el pulmón se pararon. Tras soltar la mano
del soberano y (...) a la emperatriz, volví a poner en la muñeca (...)
carencia de pulso. Ella me llamaba la atención sin cesar, porque que-
ría que le indicara el estado del pulso. Cuando de nuevo (...) palpé
y reconocí que toda su fuerza iba cesando y que, finalmente, las
arterias habían dejado de latir, yo misma incliné la cabeza, desolada
y exánime, con la mirada fija en el suelo y sin decir palabra. Y con
mis manos en los ojos, me volví hacia atrás y empecé a llorar. Ella,
al percatarse del hecho, totalmente desesperada, lanzaba grandes ge-
midos que resonaron con fuerza a enorme distancia.
20. ¿Cómo podré explicar la desgracia que envolvió a toda la
tierra, cómo podré llorar mis sufrimientos? La emperatriz se quitó
el velo, tomó una navaja y se cortó su famosa cabellera hasta la raíz.
Arrojó el calzado púrpura de sus pies y pidió las primeras sandalias
negras que hallaran. Cuando quiso cambiar la ropa púrpura por la
negra, no fue fácil encontrar vestiduras. Gracias al hecho de que la
tercera de mis hermanas tenía ropas adecuadas a la ocasión y a las
circunstancias de la viudedad, porque hacía tiempo había sufrido
esta desgracia, la emperatriz, tras tomar las vestiduras, pudo ponerse
de luto y se echó sobre la cabeza un simple velo de color oscuro. En-
tre tanto, el emperador había entregado a Dios su sagrada alma51, y
el sol de mi vida se ocultó (...). Los que no eran presa del sufrimiento
proferían lamentos con sus voces, se golpeaban, gemían lastimera-
mente, alzaban sus voces al cielo (...) llorando por su benefactor, por
quien les había (...) todo.
21. En suma, incluso ahora yo desconfío de que esté viva, de que
esté escribiendo y relatando la muerte del soberano, toco mis ojos
no vaya a ser un sueño lo que ahora estamos contando, o si no un
51 La noche del 15 al 16 de agosto de 1118. Fue enterrado en el monasterio del
Cristo de la Caridad [Φιλάνθρωπος], cuya iglesia había mandado erigir. Según los
historiadores bizantinos, su cuerpo fue enterrado a toda prisa al día siguiente y
sin el ceremonial acostumbrado debido a las disensiones que había estallado en el
interior de la familia acerca del nuevo titular del trono.
sueño, al menos una ofuscación, un delirio, un extraño y monstruo-
so sufrimiento que me afecta a mí. ¿Cómo, si él ha desaparecido, me
cuento entre los vivos y (...) los que existen, cómo no he entregado
también yo el alma, cómo no he expirado inmediatamente después
de que él expirara y no he perecido privada de los sentidos? Y si me
he librado de este final, ¿cómo no me he arrojado desde un acan-
tilado, desde un promontorio contra las olas del mar? He descrito
mi vida con sus grandes penalidades (...). Pero no hay, como dice la
tragedia52, sufrimiento ni desgracia inspirados por Dios cuya carga
yo no haya soportado. Así Dios me convirtió en el receptáculo de
grandes calamidades. Fui privada del gran astro del universo, el gran
Alejo, cuya alma ciertamente dominaba sobre su desgraciado cuer-
po.
22. Se apagó también la más grande luz, mayor que la célebre y
luminosa luna, el gran honor y renombre de oriente y occidente, la
emperatriz Irene. Sin embargo nosotros vivimos y respiramos. Poste-
riormente, como los males han sobrevenido uno tras otro y grandes
tormentas han descargado sobre nosotros, nos vimos obligados a ver
la más terrible de las desgracias, la muerte del césar. Hemos sobre-
vivido entre tanta acumulación de infortunios. A los pocos días, el
mal ganó y la ciencia renunció. Fui arrojada a un mar de desaliento y
entre todas las desventuras solo me irritaba el que mi alma estuviera
presente en mi cuerpo. Si, según parece, no hubiera (...) tenido una
constitución de diamante o de alguna otra rara materia, también
hubiera perecido enseguida.
23. Estoy muerta de haber vivido infinitas muertes. Sabemos
porlas narraciones de algunos autores que la famosa Níobe53 fue
52 Eurípides, Orestes, 2.
53 Según el mito, Níobe era hija de Tántalo y esposa de Anfión, rey de Tebas, al
que le dio siete hijos y siete hijas. Orgullosa de su descendencia, durante un festival
dedicado a la diosa Leto, se jactó de tener más hijos que ella, que solo había tenido
a dos, Apolo y Ártemis. Acto seguido, pidió que se le rindiera culto a ella y no a la
diosa. Enfurecida por el orgullo de Níobe, Leto mandó a sus hijos a que la castiga-
ran. Apolo mató a todos los hijos menos a uno, que había orado a Leto, y Ártemis
a todas las hijas menos una. Al conocer la noticia, Níobe, rota de dolor, le pidió a
Zeus, su abuelo, que la convirtiera en piedra. El dios accedió y desde entonces, en
el monte Sípilo, en Lidia, adonde fue transportada por un torbellino, había una
transformada en piedra a causa de su dolor (...). Luego, tras el cam-
bio que la incluyó en la naturaleza inanimada, tuvo un sufrimiento
inmortal dentro de su naturaleza inanimada. Pero yo soy más infeliz
que aquella, porque tras las mayores y últimas penalidades, he que-
dado viva para darme cuenta de otros males. Hubiera sido mejor
(...) en una piedra sin vida, hubiera permanecido (...) privada de
mis lágrimas y tan insensible a las calamidades (...). Soportar tan
tremendas adversidades y que los hombres me hicieran pasar en pa-
lacio las más insufribles vejaciones de forma más infortunada que
los males de Níobe (...). Las tremendas desgracias que llegaron hasta
aquí (...) así cesaron.
24. Hubiera bastado con la muerte de los dos emperadores, el
fin del césar y aquellos padecimientos para acabar definitivamen-
te con nuestro cuerpo y nuestra alma. Ahora, como ríos que des-
cienden desde elevadas montañas (...) corrientes de infortunios (...)
como en un torrente que inunda (...) mi casa. Tenga fin, en suma,
mi relato, no sea que por describir mis pesares, resulte más intensa
nuestra amargura.