Vindicación Del Arte en La Era Del Artificio
Vindicación Del Arte en La Era Del Artificio
Vindicación Del Arte en La Era Del Artificio
com
J. F. MARTEL
ATA L A N TA
Vindicación del arte en la era del artificio es
un brillante y meditado alegato contra el esta-
do actual del arte, sometido a las tramposas
leyes del mercado, la banalización de la cultu-
ra del espectáculo, y la perniciosa influencia
del progreso tecnológico, donde ya no es la
tecnología la que se adapta a nuestros deseos
y necesidades sino nuestros deseos y necesi-
dades los que se adaptan a la tecnología. Así,
este joven escritor y premiado director de cine
canadiense reclama buscar salidas a la honda
decepción que produce este panorama deca-
dente, que equipara con el estado de la bios-
fera, como algo que también está en peligro
de extinción.
Tomando ejemplos, que van de las pintu-
ras del Paleolítico a la música pop, J. F. Martel
va construyendo las bases de su pensamiento
crítico a través de oportunas referencias a las
reflexiones de Joyce, Wilde, Deleuze y Jung,
entre otros, para hacernos recordar de nuevo
que el arte y la emoción estética son un fenó-
meno humano innato que precede a la forma-
ción de las culturas y sociedades humanas, y
expresa una realidad mucho más profunda y
compleja que la que cualquier artificio ideo-
lógico o consumista pueda transmitirnos.
Aunque los medios que utilizan son equi-
parables, el arte y el artificio difieren en sus
objetivos. Más allá del mero deseo o repulsión
que suscita el objeto, o lo que representa, toda
experiencia artística capaz de conmovernos
sobrepasa con creces la obviedad de cual-
quier discurso o de cualquier guiño del mer-
cado. El arte no es un panfleto ni un objeto de
consumo. Si lo dejamos actuar en libertad, es
capaz de iluminar nuestro campo de visión o
de sumergirnos tanto en nuestro propio mis-
terio como en los misterios del mundo que
nos rodea.
ATA L A N TA
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J. F. MARTEL
VINDICACIÓN DEL ARTE
EN LA ERA DEL ARTIFICIO
TRADUCCIÓN
FERNANDO ALMANSA
ATA L A N TA
2017
En cubierta: Monos como jueces de arte, 1889, Gabriel Von Max
En contracubierta: Perro globo
ISBN: 978-84-946136-1-6
Depósito Legal: GI 1711-2016
Índice
Prefacio
13
2. Arte y artificio
29
3. Belleza aterradora
49
4. Signos y símbolos
69
5. Ruptura y profecía
85
7. Post mortem
129
Epílogo
157
Notas
161
Bibliografía
173
13
ego y reemplaza las viejas impresiones por otras nuevas que
son a un tiempo inexorablemente ajenas y profundamente
significativas. Las grandes obras de arte tienen la capacidad
única de arrebatar la mente discursiva para llevarla a un
nivel de realidad más expansivo que la dimensión del ego
en la que habitamos normalmente. En este sentido, el arte
es la transfiguración del mundo.
Este libro es un intento de explorar la naturaleza del arte
en el momento histórico actual. No es la última palabra ni
propone una teoría estética; es más bien un viaje hacia el
mundo del arte, un viaje personal. No obstante, tengo la es-
peranza de llegar a inspirar en el lector una apreciación más
profunda de la fuerza única del arte, y también de lo urgente
que es para todos hacer que el arte sea una parte fundamen-
tal de nuestras vidas y de nuestra sociedad. Creo que ello es
esencial si queremos hallar solución a los graves problemas
a los que nos enfrentamos en el presente, ya sean políticos,
medioambientales, económicos o espirituales.
A primera vista puede parecer una idea un tanto ingenua.
Después de todo, ¿qué puede ser más superfluo que el arte
si lo comparamos con las actuales tendencias autoritarias
de la política, la devastación sistemática de la biosfera, la
creciente brecha socioeconómica y la asfixiante marea de
ansiedad y malestar mental que nos invade? Pero la obje-
ción es válida sólo mientras sigamos viendo el arte como
una simple fuente de entretenimiento o una plataforma para
la expresión del artista. El arte, en realidad, es mucho más
que eso. Trabaja con la propia conciencia, con el material
del que están hechos nuestros sueños. En realidad –y ésta
es una de las principales propuestas del libro–, el arte es la
única herramienta verdaderamente eficaz de la que dispone-
mos para acceder, en un contexto común, a la psique en sus
mismos términos. Mi argumento es que revaluar el arte bajo
14
este enfoque nos permite reorientarnos de forma individual
y colectiva hacia modos de ser alternativos, que preparan
el escenario para lo que Daniel Pinchbeck llama una nueva
conciencia mítica, capaz de resolver problemas «a través del
símbolo y la imagen, sin necesidad de explicación racional».3
El arte derriba las barreras que se interponen habitual-
mente entre lo físico y lo psíquico, entre tu alma y la de los
demás. «Sólo a través del arte podemos salir de nosotros
mismos, saber lo que otra persona ve de un universo que no
es el mismo que el nuestro y cuyos paisajes, sin el concurso
del arte, permanecerían tan desconocidos para nosotros
como los que pueden existir en la luna.»4 Para el novelista
francés Marcel Proust, autor de estas palabras, el arte es un
lugar de encuentro en el que los seres humanos conviven
a un nivel inasequible para el lenguaje y las formas de co-
municación ordinarias. Sin el arte, la conexión a ese nivel
más profundo sería imposible. Ésta es una idea difícil de
aceptar en momentos en los que las fuerzas estéticas, atra-
padas entre las noticias sensacionalistas y la mercadotecnia
viral, parecen inclinarse ante objetivos de naturaleza muy
distinta. La parafernalia consumista de luz y de sonido que
nos bombardea incesantemente no nos conduce al universo
secreto de una toma de conciencia distinta; al contrario, nos
empuja a aceptar acríticamente una imagen de la vida que
en realidad no es de nadie, creando un espacio artificial en
el que el mercado y el estado puedan crecer como si fueran
partes inextricables del cosmos en lugar de meros y efímeros
accidentes de la historia. Hoy corremos el peligro de perder
nuestra capacidad de distinguir la creación artística tal como
la definía Proust de la creatividad estética que desemboca
en una cancioncilla comercial, un nuevo diseño de automó-
vil o un éxito de ventas de temporada. Si nuestra confusión
conviene a la situación política y económica reinante, ello
15
es simplemente una prueba de que la maniobra de suplan-
tación del espacio del sueño en el alma y la psique a través
de una interfaz perfectamente controlada marcha según los
planes.
¿Deberíamos hablar, entonces, del arte verdadero, en
contraste con esas otras fuerzas estéticas que campean a sus
anchas hoy día? ¿Hay una «vía del arte» que corremos el
peligro de perder mientras nos concentramos en la infor-
mación, el entretenimiento y el jolgorio? ¿Qué ganamos
con reconocer la fuerza y el poder del arte y permitir que
actúe sobre nosotros? Éstas son algunas de las preguntas
que plantea este breve libro. Tengo la esperanza de que las
respuestas que propone puedan contribuir a una discusión
más amplia sobre estos temas.
16
1
«Un súbito estallido»
17
demos a cambio de dinero, lo utilizamos para complacer a los
que ostentan el poder; a veces buscamos en él diversión […] y
en otras ocasiones […] lo usamos para servir a las necesidades
pasajeras de nuestros políticos y con fines sociales estrechos
de miras. Pero el arte no se envilece a causa de nuestros actos,
ni tampoco se aleja nunca de su auténtica naturaleza, sino que
en cada ocasión y en cada uso que hacemos de él nos cede una
parte de su secreta luminosidad interior.5
18
frase de Oscar Wilde «todo arte es completamente inútil»,
además de un crudo comentario destinado a incordiar a la so-
ciedad victoriana de su época, para su autor constituía la sim-
ple declaración de un hecho. Para el movimiento esteticista
del que Wilde era un destacado exponente, el arte desafiaba
cualquier pretensión de utilidad; lo que equivale a decir que
los esteticistas veían la obra de arte como «algo destinado
exclusivamente a ser percibido», y esto es lo máximo que
nos podemos acercar a una definición. No obstante, incluso
los esteticistas entendieron que en la vida cotidiana trata-
mos el arte como todo lo demás. Sólo cuando nos encon-
tramos con él en su propio terreno, fuera de todo contexto
que nos permita ponerlo al servicio de un fin calculado, se
nos hace difícil ignorar su naturaleza peculiar.
Una manera de demostrar el poder intrínseco del arte es
retroceder a sus más antiguos orígenes. Como hace Wer-
ner Herzog en La cueva de los sueños olvidados (2010), su
documental sobre las pinturas encontradas en la cueva de
Chauvet, en el valle de Ardèche, en el sur de Francia. Las
pinturas de Chauvet se remontan a más de treinta mil años
de antigüedad, y están entre las más antiguas conocidas en
el momento de escribir este libro. La mayoría son repre-
sentaciones de animales: caballos, cabras montesas, leones,
búhos y otros; las únicas imágenes humanas son una serie de
impresiones de manos y el dibujo incompleto de una mujer.
Hay un toro, con ocho patas que crean la impresión de mo-
vimiento, y una secuencia de cabezas de rinoceronte, que
representa cómo embiste con los cuernos. Los artistas situa-
ron deliberadamente estas imágenes dinámicas en lugares de
la cueva donde no llega la luz del día, por lo que había que
contemplarlas con la ayuda de antorchas, bajo un juego de
sombras oscilantes que parecían imprimirles vida ante los
ojos de los espectadores. Detalles como éstos llevan a Her-
19
zog a conjeturar que los pintores de la cueva habían llegado
a crear una especie de «protocinematografía». Desde luego,
estas imágenes no tienen nada de ingenuas o «primitivas»;
al contrario, revelan un alto grado de refinamiento técnico,
en especial si tenemos en cuenta la superficie irregular en
que fueron pintadas y los materiales básicos utilizados. Son
imágenes naturalistas a la vez que altamente estilizadas, tan
extrañas como hermosas.
La pregunta obvia es por qué un grupo humano paleo-
lítico, cuya preocupación fundamental debía ser la supervi-
vencia, se arriesgó a adentrarse en las profundidades de la
tierra para presentar un espectáculo cinemático en medio de
la oscuridad. Esto es lo que tratan de descifrar los científi-
cos que participan en La cueva de los sueños olvidados, sin
que se muestren muy convencidos de haber encontrado una
respuesta. A través del objetivo de Herzog, los vemos mo-
verse por la cueva como peregrinos en una catedral gótica o
exploradores espaciales entre las ruinas de una civilización
alienígena, escrutando meticulosamente cada detalle de lo
que los rodea. Para evitar incluso levantar el polvo del suelo,
el acceso a las distintas partes de la cueva está rigurosamente
restringido, hasta el punto de que dificulta los estudios que
esas mismas medidas tratan precisamente de facilitar. Es
como si pensaran que el detalle más anodino pudiera ser la
clave para resolver el enigma entero.
Uno de los científicos comenta que tuvo sueños sobreco-
gedores durante su primera incursión en la caverna: sueños
con leones sobrenaturales y «cosas muy poderosas» que le
mostraban una manera nueva e «indirecta» de entender el
mundo. Su temor ante la intensidad y el efecto de esos en-
cuentros nocturnos lo obligó a retirarse temporalmente del
proyecto. Más adelante, otra investigadora señala unos res-
tos de carbón en el suelo y explica que cayeron de la antor-
20
cha del artista. Absorta ante la contemplación de ese puñado
de residuos de la prehistoria, su expresión recuerda a la de
un testigo del avistamiento de un ovni que señalara anona-
dado las huellas dejadas por el platillo volante al aterrizar en
su patio trasero.
Y es que, en algunos momentos, La cueva de los sueños
olvidados parece más una película de ciencia ficción que un
documental. La imagen de los científicos abocados a resol-
ver el enigma de esta manifestación artística evoca las tí-
picas escenas de ese género literario, como la del cazador
prehistórico de Solzhenitsyn que encuentra un artefacto
tecnológico o la de los homínidos ante el oscuro monolito
de Stanley Kubrick en 2001: Una odisea del espacio (1968).
La analogía con la ciencia ficción viene al caso porque el
descubrimiento de la cueva de Chauvet se asemeja más a la
hipotética exhumación de un artefacto extraterrestre de lo
que podríamos pensar a primera vista. Estos «recuerdos de
sueños por largo tiempo olvidados», como Herzog llama a
las pinturas, parecen pertenecer a «un universo distante y fa-
miliar».6 El hecho de que lleguen a rivalizar en fuerza emo-
tiva con grandes obras de arte de épocas posteriores resulta
a la vez reconfortante e inquietante. En las imágenes que
nos ha legado ese pueblo de la prehistoria vislumbramos
un sentido de la humanidad compartido, pero también nos
asomamos a las profundidades más insondables y extrañas
de nosotros mismos. Dado que desconocemos el contexto
en que se realizaron las pinturas, no podemos atribuirles
de buena fe una finalidad práctica. En ellas contemplamos
el arte en toda su desnudez, desprovisto de cualquier apro-
piación discernible, algo que puede trastornar nuestra sen-
sibilidad secular al situarnos no ya frente al misterio de la
naturaleza sino, de manera aún más perturbadora, frente al
enigma de nuestra propia presencia en un mundo que creía-
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mos físicamente coherente. Y, puesto que la química mole-
cular que da origen a la vida es la misma en cualquier lugar
del cosmos, ¿no sería más asombroso el hallazgo de obras
de arte en Marte o en algún otro planeta más remoto que su
descubrimiento aquí en la Tierra?
La cueva de Chauvet es sólo un ejemplo de la larga lista
de hallazgos arqueológicos que revelan el genio estético del
Paleolítico Superior. Las célebres figuras de Venus del valle
del Rin fueron talladas por la misma gente que hizo estas
pinturas, aunque algunas de las figuras son cinco mil años
anteriores a las imágenes más antiguas de Chauvet. La misma
civilización perdida talló también hermosas flautas de mar-
fil capaces de emitir toda la escala pentatónica, además de
estatuillas de criaturas fantásticas como un ser humanoide
con cabeza de león. Basándose en tales descubrimientos, los
académicos han llegado a la sorprendente conclusión de que
la expresión artística no parece ser resultado de una evo-
lución temporal. Como dice Herzog, «apareció en escena
como un súbito estallido».7 Para ilustrar este punto en el
documental, el director del grupo de arqueólogos señala que
en la cueva hay una imagen de una pelvis femenina junto
a la de un enorme toro, una composición que recuerda de
manera inquietante las modernas pinturas de la mujer y el
minotauro de Pablo Picasso. Por cierto, fue Picasso, tras su
visita a las cuevas de Lascaux, quien afirmó resignado que
aquellos primeros artistas «lo habían inventado todo».
22
«He aquí un lúcido y oportuno recorda-
torio sobre aquellas cosas que tan a menudo
parecen haber sido olvidadas en las consi-
deraciones artísticas, como la importancia
de la belleza, el misterio o la profundidad.
Tras décadas de hipocresía y pretenciosidad
–al margen de la trivialidad– que ha rodea-
do al mundo del arte, la lectura de este libro
resulta un grave y a la vez refrescante des-
pertar.»