Cada Cual Se Divierte Como Puede

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 9

Índice:

Carta a los chicos. …5


Un monte para vivir. …8
Verídica historia de ríos, mares y montañas. …16
Cuento de siete colores. …22
Triste historia de amor con final feliz. …29
Cada cual se divierte como puede. …34
Piojo chamamecero. …40
Carta a los chicos

Entre salto y salto quiero hacer algunas aclaraciones. Ese Gustavo Roldán firma los
cuentos, pone su nombre en la tapa, sale en una foto grandota, pero ¿qué hizo?
Escribió las historias del sapo, mis historias, y después se lleva toda la plata.

Si esta no es una de las injusticias del mundo, ¿dónde están las injusticias? Pero no
importa, al final los buenos siempre triunfan. Y entonces de ese Gustavo nadie se va a
acordar, nadie lo va a querer, aunque tenga el mérito de ser chaqueño, ser un buen
carpintero y tener un pedazo de sangre de indio.

Este no es el primero que me roba, ya antes un titiritero pícaro que se llama Javier
Villafañe se anduvo metiendo con mis sueños para hacerse rico y famoso.

¿Para cuándo una foto de mi amigo el piojo? Y encima el dibujante, ese Raúl Fortín, nos
pone en la parte de atrás de la tapa, con esos dibujitos que mejor ni hablar.

Entre salto y salto, vamos a dejar una cosa bien en claro: ¡El sapo no se rinde!

Un monte para vivir

El río de aguas marrones corría bordeado por la sombra de los árboles. Pequeños
remolinos jugaban con las hojas que caían bailoteando en el aire. Y un rumor de abejas
flotaba en la tarde. En fin, era una buena tarde de verano.

Pero el coatí estaba triste.

El mono estaba triste.

La pulga estaba triste.

El quirquincho estaba triste.

En realidad, todos estaban tristes. Nadie cantaba, ni jugaba, ni corría, nadie hacía
ningún ruido, porque hacía un tiempo que el tigre andaba al acecho.

Y cuando no hay ruidos, el monte se vuelve triste.

Y un monte triste es un mal lugar para vivir.

–Claro –dijo la paloma–, si no puedo decir currucucú, mis plumas pierden el brillo.
–Y yo –dijo el monito–, cuando no puedo saltar de rama en rama, ando arrastrando la
cola.

–Si no puedo correr –dijo el coatí–, se me caen las lágrimas, y cuando se me caen las
lágrimas me dan ganas de llorar.

–Lo peor –dijo la pulga– es que ya no tengo ni ganas de picar.

–¡Bah! –dijo la vizcacha–, todo es cuestión de acostumbrarse. Esto tiene muchas


ventajas.
–Yo no le encuentro ninguna –gritó la pulga medio enojada.

–Pero tiene muchas. Todo está muy ordenado. Y eso de que los monos no puedan
andar saltando de rama en rama me parece muy bien. ¿Acaso vieron alguna vizcacha
que ande haciendo eso?

–¡Pero yo no puedo decir currucucú! –dijo la paloma.

–Sí, sí –dijo la vizcacha–. Pero, ¿qué tiene de lindo? Yo no digo nunca currucucú y así
estoy muy pero muy bien.

- Pero doña vizcacha –dijo el tordo–, todos decían que mi canto era muy lindo y ahora
no puedo cantar.

–Son los excesos, m’hijo, los excesos. Usted silbaba todo el día.

Míreme a mí, yo nunca silbo, y tan contenta.

El picaflor, que ahora tenía que estar quietito en una rama, protestó:

–Los picaflores siempre estamos volando. Comemos volando, tomamos agua


volando, y vamos como una flecha de un lado para el otro.

–Eso es lo que yo digo. ¿Alguien vio que una vizcacha haga una cosa así? ¿Qué es eso
de quedarse parado en el aire? A mí nunca se me ocurriría hacerlo. Y me parece muy
bien que el tigre haya prohibido todas esas cosas.

–Los que tenemos patas largas necesitamos correr –dijo el piojo parado en la cabeza
del ñandú.

–Bueno, bueno –dijo la vizcacha–, pero el tigre prohibió todo y listo. Es la nueva ley y
hay que respetarla.

–Pero la mano viene un poco más dura –dijo el tatú–. Y por algunas cosas que hice, el
tigre me anda buscando con malas intenciones. Mejor me voy a vivir al otro lado del
río.

–Y yo también me voy –dijo el loro–. Parece que estoy entre los primeros de la lista, y
me voy al otro lado del río.

–A mí me tiene marcado el murciélago orejudo –dijo el hornero–. También es mejor


que me vaya.

–Y yo también y yo también –dijeron la calandria y la iguana, y mil animales más.

Y se fueron a buscar un lugar para vivir.

Se fueron, pero no se fueron contentos.

–Yo me quedo aquí –dijo la pulga–, y que me encuentren si son brujos.


–Yo también –dijo el tordo–. Yo no sé cantar en otro lado, y ya veré cómo me las
arreglo.

–Y yo –dijo el monito–, yo me cuidaré muy bien de lo que hago. O por lo menos


delante de quién lo hago.

–Y yo y yo y yo –dijeron el coatí y el sapo y la paloma y la cotorrita verde y mil animales


más.

Se quedaron, pero no se quedaron contentos.

Y así pasaron los años. Muchos.

A veces había noticias de los unos para los otros.

A veces algún encuentro los llenaba de alegría y de tristeza.

A veces comenzaban a olvidarse. Pero otras veces, no.

En el fondo, todos estaban un poco tristes.

Las aguas marrones del río seguían jugueteando con las hojas, cada vez con menos
entusiasmo. El piojo, parado en la cabeza del ñandú, miraba el río y pensaba.

Después de un rato dijo:

–Los que tenemos patas largas ya no aguantamos más.

–Sí, pero ¿qué podemos hacer? –preguntó la paloma.

–Yo digo ¡punto y coma, el que no se escondió se embroma! –bramó la pulga con
bramido de pulga.

–Y yo y yo y yo –dijeron el quirquincho y el tordo y el coatí y la cotorrita verde y mil


animales más.–

Sí, pero ¿qué podemos hacer? –repitió la paloma.

–Bueno, bueno –dijo el sapo–. No es que este sapo quiera saber más que nadie, pero
ya tenemos la solución.

–¿Cuál es? ¿Cuál es?

–Ésa que dijo la pulga y que repitieron todos: ¡punto y coma, el que no se escondió se
embroma! ¿Qué les parece si bss bss bss? –y contó en secreto sus planes.

El picaflor voló más rápido que nunca para contarles a los que se habían ido.

El tordo voló para el otro lado.

Y la paloma para el otro.

Y la cotorrita verde para el otro.


Y el quirquincho. Bueno, el quirquincho no voló, pero se fue con trotecito de
quirquincho también para algún lado.

El tigre, el zorro, la vizcacha, el carancho, la y el murciélago orejudo vieron de lejos la


polvareda que se acercaba.

–¿Qué es eso? –rugió el tigre–. ¡Aquí estoy mis amigos y no me gusta toda esa tierra!

–¡Y qué ruido, don tigre! ¡Eso le debe gustar menos! –dijo la vizcacha, zalamera.

–¡Voy corriendo a ordenar silencio! –se ofreció el zorro.

Y se fue al trote para poner un poco de orden.

Pero al ratito estaba de vuelta con la cola entre las patas.

-Mire, don tigre, me parece que la cosa se complica...

-Bah –dijo el tapir–, dejen todo en mis manos.

Y se fue a ver qué pasaba.

Al rato volvió con la cabeza gacha. Y la polvareda seguía acercándose cada vez más.

No y no –dijo la yarará moviendo la cabeza para todos lados-, dejen todo en mis
manos... digo, dejen todo a mi cargo.

Y se fue arrastrando su veneno hacia la polvareda.

Pasó un rato. Pasó otro rato. Cuando al tercer rato la yarará volvía, el tigre empezó a
ponerse nervioso.

En eso la vio llegar. Venía chata y arrastrándose con esfuerzo.

–Don tigre, don tigre –dijo sacando esa lengua que ya no asustaba a nadie–, vienen
todos juntos, los que se fueron y que se quedaron.

–¿Todos juntos, los que se fueron y los que se quedaron?

–Sí, don tigre, y vienen gritando: ¡Punto y coma, el que no escondió se embroma!

–¿Y vienen muchos?

–Muchos no, don tigre, ¡vienen todos!

–¿Y gritan fuerte?

–A grito pelado, don tigre.

–¿Y con los ojos brillantes?

–Muy brillantes, don tigre.

–¡Pero yo soy el tigre!

–Sí, sí, eso lo saben...


–Ah, me conocen bien...

–Sí, lo conocen bien, y por eso vienen gritando: ¡Adónde está ese tigre!

–Entonces conviene que el murciélago orejudo vaya a ver–dijo el tigre mirando para
todos lados.

Pero el murciélago orejudo hacía rato que se había borrado y no quedaban ni rastros
de él.

–Don tigre –dijo la vizcacha temblando–, me parece que ya llegan. Ruja don tigre, así
se asustan.

El tigre respiró hondo, abrió muy grande la boca y largó su rugido más fuerte. Pero
apenas se oyó un grr de gatito con hambre.

Entonces dijo:

–¿Y si nos vamos?

Dicen que corrieron y corrieron, mientras la gran polvareda los seguía de cerca.

Dicen que se fueron hasta donde el sol se pone.

Hasta donde nacen los ríos.

Hasta donde se acaba el viento.

Dicen que se fueron con un miedo como para siempre.

El monte volvió a llenarse de ruidos, de silbidos de tordo, de monos saltando de rama


en rama, de palomas que decían currucucú.

–Juguemos una carrera –le dijo el piojo al picaflor–. Los que tenemos patas largas
queremos correr siempre.

Y corrieron. Y llegaron juntos hasta el río de aguas marrones que ahora jugueteaba con
las hojas haciendo mil remolinos.

–Uf –dijo el piojo parado en la cabeza del ñandú–, cuesta trabajo, pero qué lindo es
tener un monte para vivir.

Triste historia de amor con final feliz

Las aguas del Bermejo corrían alborotadas después de la lluvia, de las hojas colgaban
infinitos espejos de luz brillando bajo el sol y el monte florecía de colores y bailaba con
el canto de los pájaros.
—¡Qué lo tiró! —dijo el piojo—. ¡Esto es tan lindo que me da un no sé qué!, —y depuro
nervioso lo picó tres veces al ñandú.

—¡Eh, don piojo, no se entusiasme tanto! —gritó el ñandú sacudiendo la cabeza.

—¡No se achique compañero! —dijo el piojo saltando de contento. Este es un día para
no desperdiciar. ¿No ve que anda contenta hasta doña vizcacha?

—¿Doña vizcacha contenta? ¡No lo puedo creer!

No hay más que mirarle la cara.

—¿No estará enferma? —dijo preocupado el quirquincho—. A ver si tiene algo grave.

—¿Grave? —dijo el sapo—. Grave fue lo que le pasó al abuelo del oso hormiguero
cuando era mozo. Y me acuerdo porque estos días tan lindos a veces son peligrosos.

—¿Qué le pasó, don sapo?

—La culpa fue de un día como éste. Todos contentos, y al oso hormiguero se le dio por
enamorarse. Ahí andaba la parejita jurándose amor eterno y todas esas cosas que se
dicen en esos momentos.

—Bueno, —dijo la paloma—, andar enamorado no es nada malo…

—Hasta ahí estamos de acuerdo, y no va a ser este sapo el que hable mal del amor,
pero aquí la historia es diferente. Resulta que se enamoró de la hormiga, y ustedes
saben que el oso hormiguero no tiene ese nombre porque sí nomás. Y desde ese día
no pudo comer hormigas, que es lo que come un buen oso hormiguero.

—¿Y qué hizo?, porque eso es bastante grave.

—Probó vainas de algarrobo, frutitas de tala y mistol, un poco de puiquillín y chañar.


Pero nada. Iba enflaqueciendo que era una tristeza. Al final estaba puro cuero y
huesos. Con decirle que lo quisieron contratar de la universidad para estudiar el
esqueleto. Le ofrecían un buen sueldo y todo.

—¿Y no aceptó?

—¡Qué iba a aceptar! ¡Si lo único que quería era estar con su hormiguita! ¡Mire que yo
conozco historias de amores grandes, pero como ésta, ninguna!

—Me tiene sobre ascuas, don sapo —dijo la pulga emocionada—. ¡Me enloquecen las
historias de amor!

—¡A mí también —dijo la paloma—, siga, siga, don sapo, que estoy muerta de
curiosidad! ¿Las cosas andaban bien entre ellos?

—Y bueno, bien o mal, según como se mire. Porque al final el oso hormiguero ya no
tenía fuerzas ni para decirle un “te quiero” a la hormiguita.
—¡Ay! ¡Ya me imagino! —dijo la paloma—, ¡seguro que se cruzó una desgracia!

—Y… sí, o no… Según como se mire…

—Don sapo, usted no está hablando muy claro —dijo el piojo—. ¿Se cruzó o no se cruzó
una desgracia?

—Y, sí o no… Según como se mire. En realidad, lo que se cruzó fue un hormigo. Un
hormigo simpático, buen mozo, que también se enamoró de la hormiguita.

—¡No me diga que la hormiguita se fue con el hormigo! —dijo la paloma.

—Si no quiere no se lo digo. Pero eso fue lo que le pasó. Ni más ni menos.

—¡Ay, qué triste historia! —dijo la pulga.

—Y, sí o no —dijo el sapo—, según como se mire. El oso hormiguero primero se puso
muy triste, después más triste todavía, pero al final justo apareció por ahí una osa
hormiguera que lo cuidó, se preocupó por hacerlo sentir bien…y ya se imaginarán cómo
terminó el cuento.

—¡Ay, qué suerte! —dijo la pulga—. ¡Me vuelve el alma al cuerpo! ¡Este final sí que me
pone contenta!

—A mí también —dijo el piojo— y saltando de alegría lo picó tres veces al ñandú.

Mientras los bichos volvían a corretear de un lado para el otro, aprovechando el día tan
especial, el sapo se zambulló en el río.

Algunos juran que lo oyeron decir: “Já, si sabrá este sapo de historias de amor”.

Eso dicen algunos, pero otros aseguran que dijo “Me parece que yo también voy
aprovechar este día tan especial”, mientras nadaba hacia una sapita que estaba arriba
de un tronco.

Cada cual se divierte como puede

Entre salto y salto quiero hacer algunas aclaraciones. Ese Gustavo Roldán firma los
cuentos, pone su nombre en la tapa, sale en una foto grandota, pero ¿qué hizo?
Escribió las historias del sapo, mis historias, y después se lleva toda la plata.

Si esta no es una de las injusticias del mundo, ¿dónde están las injusticias? Pero no
importa, al final los buenos siempre triunfan. Y entonces de ese Gustavo nadie se va a
acordar, nadie lo va a querer, aunque tenga el mérito de ser chaqueño, ser un buen
carpintero y tener un pedazo de sangre de indio.

Este no es el primero que me roba, ya antes un titiritero pícaro que se llama Javier
Villafañe se anduvo metiendo con mis sueños para hacerse rico y famoso.

¿Para cuándo una foto de mi amigo el piojo? Y encima el dibujante, ese Raúl Fortín, nos
pone en la parte de atrás de la tapa, con esos dibujitos que mejor ni hablar.

Entre salto y salto, vamos a dejar una cosa bien en claro: ¡El sapo no se rinde!

Libro: “Cada cual se divierte como puede”. Buenos Aires, Ediciones Colihue.
Colección Libros del Malabarista. Fecha de publicación: 1985

También podría gustarte