Aguilas Negras - Larry Collins

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Águilas

negras nos introduce en el núcleo mismo de las operaciones


clandestinas de la CIA. Narrada con ritmo trepidante, la trama conduce desde
un tenebroso prostíbulo laosiano hasta un laboratorio de procesamiento de
coca en la selva amazónica, desde el despacho del director de la CIA hasta las
reuniones en la cumbre del cártel de Medellín. Y en esa confusa maraña de
política internacional, contrabando de drogas y de armas, tres personajes
clave: un agente de la CIA que catapultará al poder al general Noriega; una
bellísima joven panameña, tan liberada en lo sexual como comprometida en
lo político; y un agente de la DEA dedicado a la caza de los capos del
narcotráfico… El autor acredita una vez más su talento para contar una
historia efe ficción situada a un paso de la realidad, y el rigor periodístico con
que nos permite contemplar las intrigas que mueven los hilos secretos del
mundo. «Larry Collins ha enseñado en sus libros el terrible peligro que el
narcotráfico supone para el mundo». (J. L. Camelo, coronel de la policía
colombiana).

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Larry Collins

Águilas negras
ePub r1.0
Titivillus 20.11.2020

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Título original: Black Eagles
Larry Collins, 1992
Traducción: Pedro Gálvez

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A Laure

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AGRADECIMIENTOS

La preparación y las investigaciones necesarias para escribir Águilas


negras hubieran sido imposibles sin la ayuda y los consejos de muchos
amigos pertenecientes a los más diversos sectores sociales y profesionales.
Resulta, por desgracia, imposible enumerarlos a todos aquí, pero me gustaría
subrayar la deuda de gratitud muy especial que he contraído con algunos de
ellos.
En primer lugar, naturalmente, les doy las gracias a mis amigos de la
DEA (Drug Enforcement Administration, la agencia federal norteamericana
que persigue los delitos relacionados con el tráfico de drogas), tanto a los que
conozco desde hace mucho tiempo como a los nuevos, tanto a los que ya se
han retirado como a los que permanecen en servicio activo. Mi
agradecimiento a Paul Knight, que me introdujo en el oscuro mundo de la
persecución de los traficantes de drogas con motivo de un encuentro en Beirut
el año 1958; a Kevin Gallagher que, cuando yo le conocí, tenía el cargo más
peligroso de esa agencia, pues era el representante de la DEA en Marsella
cuando se lanzó la operación contra la French Connection; a Bill Ruzzamenti,
que me guió a lo largo del desarrollo de este proyecto; a Peter Besinger, Bud
Mullen y John Lawn, todos ellos exagentes de la DEA; y,
especialísimamente, a varios agentes de la DEA que trabajan actualmente en
Nueva York, Hartford, Atlanta, Próximo Oriente, América Central y
Colombia. El anonimato es un elemento importante de su trabajo y, por lo
tanto, no les haría ningún favor si citase aquí sus nombres. Quiero finalmente
mencionar mi agradecimiento a la persona que inspiró el personaje de

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«Ramón», así como a Buddy Parker, vicefiscal de Atlanta, por haberme
permitido estudiar los archivos del caso de Eduardo Martínez.
En Panamá obtuve una gran ayuda de Michelle Lebrut, José Blandon, el
expresidente Barletta, Pat Jansen, Mario Rognoni, Vicky Amado y otros
muchos.
Entre las muchas personas que me brindaron sus buenos consejos en
Washington, quiero destacar a Jonathan Winer y Jack Blum del Comité
Kerry, al embajador Arthur Davis y su hija Susan, así como al
maravillosamente original excomisario de Aduanas, William von Raab.
Lo mismo ocurre con algunos de mis más viejos amigos de la CIA,
agentes en su mayoría ya retirados. Espero que no se sientan ofendidos por
estas páginas; mis críticas no van dirigidas contra la institución por la que
ellos trabajaron de manera tan honrosa, sino contra el reducido número de
agentes que siguieron un mal camino.
El doctor Gabriel Nahas me ayudó a entender los devastadores efectos
que produce en el cerebro humano la cocaína en forma de crack; Ansley
Hamids me instruyó sobre su implantación en las calles de las ciudades de
Norteamérica; el doctor Pierre von Bockdtaele me mostró los efectos que se
pueden ver cualquier sábado por la noche en las salas de urgencias del
Hospital de Harlem; por fin, los Good Samaritans de la Phoenix House me
contaron qué se puede hacer para salvar las vidas destruidas por la droga.
Gregg Lockwood y John Sutin me dieron, figurativamente hablando,
lecciones de vuelo. Gerald Meyers, taquígrafo del juzgado de Miami, y su
esposa Pilar, hicieron auténticos milagros para conseguirme la transcripción
del juicio del general Noriega. Le doy también las gracias a Kevin Buckley,
mi viejo colega de la revista Newsweek, autor de un excelente libro-reportaje
sobre la caída de Noriega, por haber compartido conmigo muchas de sus
fuentes de información.
Finalmente, y esto es lo más importante, quiero darle las gracias a mi
esposa Nadia por su apoyo, comprensión y paciencia durante los largos meses
en los que estuvimos trabajando en este libro.
Los dones de la iniciativa y la generosidad han caracterizado la actitud de
todos los que he mencionado hasta aquí y la de otras muchas personas. Los
errores, las interpretaciones inexactas y los errores de juicio que puedan
contener estas páginas son sólo míos.

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«Puede que sea un hijo de puta, pero al menos es nuestro hijo de
puta».

Frase atribuida al presidente Franklin D. Roosevelt que al parecer la


pronunció mientras leía una nota interna del departamento de Estado
para preparar la visita oficial del dictador nicaragüense Antonio Somoza
a Washington en mayo de 1939.

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PRÓLOGO

HALF PONE POINT


MARYLAND

Ni una brizna de hierba se movía. El aire veraniego estaba cargado de


humedad, un manto sofocante, por el que ni siquiera los mosquitos parecían
dispuestos a aventurarse. Le recordaba los aires de las selvas de la América
Central, donde había estado trabajando en cierta ocasión, sentinas del silencio,
fuego empapado. A unos quince metros bajo sus pies la base del acantilado
sobre el que se encontraba se hundía en las aguas grisáceas y salobres del río
Patuxent. Ni un velero, ni una motora lanzada a una excursión vespertina, ni
el más mínimo indicio de las corrientes que se agitaban bajo las aguas
perturbaba la calma perfecta de la superficie del río.
Y al contemplarlo pensaba en dar definitivamente la espalda a ese
despeñadero, que bien podría ser la metáfora de su propia vida. En otros
tiempos había sido una de las grandes arterias del Nuevo Mundo. Todos los
buques mercantes de ancha manga del Imperio británico habían remontado
ese hondo canal hasta el fondeadero que se extendía a su derecha, en Saint
Mary’s City, trayendo a los impacientes colonos de Virginia y Maryland las
manufacturas de Inglaterra, Francia y Alemania, para regresar cargados con
los fardos de algodón sureño y tabaco de Virginia a los puertos de Plymouth,
El Havre y Hamburgo. Durante unas cuantas décadas, hombres como él —de
hecho, sus propios antepasados— habían pasado a lo largo de ese acantilado
soñando con el gran puerto marítimo que habría de surgir allí, con la puerta

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por la que saldrían las mercancías de la nueva nación para ir a surcar el azul
infinito de los mares y llegar a Europa y a todo el Oriente.
No había ocurrido tal cosa. La Historia había optado por conceder sus
favores a Baltimore. Y lo que fuera otrora promisoria vía marítima no era en
nuestros días más que un remanso olvidado, una de esas notas a pie de página
que se pasan por alto en la historia de una nación.
No hacía mucho tiempo que él mismo se había encontrado en una de esas
encrucijadas secretas de la historia de su nación, habiendo sido testigo
presencial y actor al mismo tiempo en acontecimientos magnos y épocas
gloriosas. ¿Y ahora?
Se fijó de repente en uno de los racimos de sus saúcos, con sus negras
bayas reluciendo en la promesa de la cosecha venidera. Un bufido burlón se
escapó de su boca. «¡Hay que joderse, si yo solía hacer revoluciones! ¿Y qué
hago ahora? ¡Vino de saúco!».
Regresó por la explanada cubierta de césped en dirección hacia la puerta
que daba a su despacho, a su alcázar privado, unido por una pequeña galería a
la casa principal. Filas de estanterías repletas de libros rodeaban el aposento,
en el que los espacios libres de las paredes estaban cubiertos por los trofeos
memorables de su carrera: se le veía discretamente en una fotografía, detrás
de Reinhard Gehlen, en una recepción celebrada en Berlín en honor del padre
fundador del Servicio de Información de la Alemania de posguerra; también
había un retrato de Alan Dulles, el padre fundador de la CIA, con una
dedicatoria personal; allí estaba Bill Casey, sonriente como una foca,
echándole un brazo por el hombro, como prueba de reconocimiento por algún
logro ya olvidado; y aparecía junto a Manuel Antonio Noriega, saboreando un
whisky escocés «Old Parr» durante una barbacoa en «El Escondido», el
escondrijo de Noriega en la provincia panameña de Chiriquí, admirando la
nueva gramola «Wurlitzer» de Noriega, un presente de la CIA para el
panameño con motivo de la celebración de su quincuagésimo segundo
cumpleaños; también mientras supervisaba la llegada de un avión cargado con
armas para la contra al aeródromo clandestino que tenía la CIA en la
localidad de Aguacate, en la frontera entre Honduras y Nicaragua, allá por el
año de 1984.
Junto a su escritorio, colocado sobre un caballete, se encontraba un retrato
al óleo de su madre, pintado en 1935, en vísperas de su compromiso con un
joven millonario estadounidense. El artista había sido don Eugenio Suárez, el
retratista de moda entre la alta sociedad madrileña de los días anteriores a la
guerra civil española. ¡Con qué perfección había sabido captar el pintor la

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protuberancia altanera de su mentón y la expresión de aquellos ojos negros y
retadores, que incluso en esos momentos parecían amonestarle desde la
tumba! Muchos de los cambios cruciales en su vida se habían debido a la
influencia de la madre, a su insistencia para que aprendiese el español y
estudiase las tradiciones y la historia españolas.
Sobre su padre no había en la habitación más que un leve recuerdo, una
fotografía tomada en Hobe Sound, a horcajadas sobre su poni de polo
favorito. Era lo que mejor sabía hacer el padre: jugar al polo y gastar dinero,
eso era todo. Su bisabuelo, el John Featherly Lind que había iniciado la serie
de números romanos detrás del apellido, había sido el primer Lind que
abandonó las costas de Maryland para irse a otros lugares en busca de la
fortuna. La encontró dedicándose con éxito a la especulación, aunque no
siempre de un modo legal, de terrenos, en los tiempos en que el ferrocarril
avanzaba hacia el Oeste después de la guerra de Secesión.

Regresó a esa parte de Maryland ya al final de su vida, para comprar esa


finca en la que Jack Lind IV vivía ahora en medio de un bienestar opulento,
aunque un tanto agotador. Agotador porque tanto su padre como su abuelo se
habían dedicado a dilapidar la cuantiosa fortuna que les había legado el
fundador de la dinastía, tarea esta que habían llevado a cabo con un grado
notable de éxito.
Tras pagar las deudas póstumas y los impuestos, tras haber subastado
hasta el último poni del padre, lo que fuera en sus buenos tiempos la inmensa
finca del bisabuelo había dejado a Lind tan sólo más o menos lo suficiente
como para cubrir los gastos de mantenimiento y los tributos anuales de su
heredad. De vez en cuando, cada tres años o una cosa así, podía concederse
algún lujo que su salario gubernamental no le hubiese permitido, tal como la
compra de un «BMW», un viaje por Europa o la adquisición de un Giacometti
poco conocido.
Lind tenía, no obstante, otras fuentes de bienestar y de satisfacción. La
principal de ellas era el convencimiento de que por su nacimiento, por su
crianza, por su educación y por su preparación era un mandarín
estadounidense. Y sin lugar a dudas, había sido ese convencimiento lo que
había determinado su decisión de dedicar su vida al servicio de la nación.
Una de las paredes de su despacho estaba cubierta con los certificados de
su preparación para ese servicio, con sus diplomas del Instituto Saint Paul de
New Hampshire, de la Universidad de Yale y de la School of International
Affairs de Columbia. Allí se exhibían su certificado de graduación en la

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Academia de Infantería de Fort Benning, su nombramiento como subteniente
de Infantería del Ejército de los Estados Unidos, también el decreto por el que
se le admitía como miembro de la asociación Sons of the American
Revolution. Representaban los hitos evidentes de una carrera de la que se
sentía —o se había sentido hasta época reciente— completamente orgulloso.
Cruzó el despacho, alfombrado de azul marino, y se dirigió al escritorio,
cuya tabla estaba cubierta en parte por un tapete de cuero verde. El mueble
era genuinamente antiguo, no una hábil imitación fabricada por algún ebanista
de Williamsburg. De hecho, había sido precisamente sobre ese escritorio
donde Salmon Portland Chase, secretario del Tesoro bajo la presidencia de
Lincoln, había firmado el primer bono destinado a financiar la guerra civil.
Como de costumbre, el escritorio se encontraba despejado de papeles
ajenos y cachivaches extraños. Allí no se veía más que una fotografía, la de su
mujer y sus tres hijos, tomada poco después del nacimiento de su tercer hijo
varón; y un detalle significativo, una reproducción de los tres monos que se
tapan sucesivamente orejas, boca y ojos para no escuchar, no decir y no ver
maldades, un regalo que le hicieron como símbolo de la carrera que había
elegido junto con los otros catorce miembros de su clase que integraban la
delegación de la sociedad secreta de Yale Manuscrito y Clave; también había
una hoja de papel, en la que anotaba sus llamadas diarias. Estaba en blanco.
Sobre el escritorio, frente al sillón, descansaba un magnetófono, con el
micrófono colocado a un lado, a la espera de que lo hiciese funcionar una vez
más. «Gracias a Dios que esa labor sórdida y desagradable ha desaparecido
casi por completo», pensó. «Un cometido final de mi voz, un último sondeo
en mi memoria, y el trabajo estará hecho», se dijo, echando mano al
micrófono.
Cuando lo alzó, el sonido del timbre del portalón de entrada desgarró el
silencio en su despacho. No parecía un timbrazo rutinario, era una larga e
imperiosa llamada a su atención. Puso en funcionamiento la instalación del
circuito cerrado de televisión, que le permitía identificar al visitante, y
preguntó con patricio desdén:
—¿Quién está ahí?
Pero eso, como advirtió en seguida, no era algo que necesitase preguntar.
Reconoció al instante el rostro que aparecía en la pantalla de televisión
colocada en la pared situada frente a su escritorio.
—Soy el agente especial Kevin Grady, de la Drug Enforcement
Administration, señor Lind —replicó el rostro, levantando hacia la cámara de

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televisión su placa de agente especial de la DEA—. Vengo con una orden de
arresto contra usted. Abra la puerta inmediatamente.
—Está bien, Grady —se escuchó por el micrófono bajo la cámara de
televisión—, entre.
La voz autoritaria del hombre en el despacho denotaba ahora un temblor
teñido de desesperación.
El agente especial Grady oyó el chasquido que le indicaba que el portalón
de hierro frente a él había sido abierto electrónicamente desde dentro del
recinto. Se sacó de la cartuchera que llevaba al hombro su «Glock» de
plástico del calibre 38. Sabía muy bien que ése no era el método favorito de la
DEA para ejecutar una orden de arresto. La regla de la agencia para las
detenciones rezaba: Procede rápidamente con un máximo de fuerza y con un
mínimo de trámites. Hubiese preferido echar el guante a Lind cuando éste se
encontrase fuera de casa, comprando alimentos, o cuando se dirigiese a cenar
en el club campestre. El problema era que Lind apenas había salido de su
propiedad durante esos días, dando así escasas oportunidades a Grady, como
no fuera la de entrar en su finca tras seguirlo.
—No espero incidente alguno —advirtió a los tres agentes de apoyo que
le acompañaban—, pero no bajéis la guardia.
Lentamente empujó el portalón de hierro. Le dio acceso a un gran patio de
grava, que hacía las veces de zona de aparcamiento.
Al fondo se alzaba la mansión principal, un edificio de tres plantas, de
estilo georgiano, en cuya fachada se veía una ancha escalinata de mármol que
conducía a la suntuosa puerta de entrada.
—¡Coño! —susurró el agente de refuerzo que estaba a espaldas de Grady,
en un cierto tono reverente que pretendía expresar la enorme distancia que
separaba a esa finca de los guetos urbanos en los que solía llevar a cabo las
detenciones ordenadas por la DEA.
Grady se volvió hacia los tres agentes.
—Vosotros —ordenó, señalando a dos de ellos—, cubrid cada costado de
la casa.
»Y tú —añadió, dirigiéndose al agente que acababa de hablar—, ¡sígueme
y guárdame las espaldas!
A continuación cruzó precipitadamente, dando grandes zancadas, los
veinticuatro metros que le separaban de la escalinata de mármol que conducía
hasta la entrada principal de la mansión. La puerta, como pudo advertir, se
encontraba entreabierta.

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Había puesto ya el pie en el peldaño superior de la escalinata cuando
escuchó el estampido, agudo, seco y del todo inconfundible: la detonación de
un arma de fuego. Grady se echó hacia un lado para apartarse de la línea de
fuego de un posible disparo que pudiese venir desde el otro lado de la puerta
de entrada.
—¡Comprobad los costados y la parte trasera de la casa! —gritó a los dos
agentes que había enviado a sus flancos—. ¡Permaneced a cubierto!
Cuando los hombres empezaron a desplazarse, Grady empuñó el
transmisor-receptor portátil que le mantenía en contacto con los vehículos de
refuerzo que esperaban afuera.
—Ha habido disparos —dijo—, avisad a la sección de operaciones.
Bloquead con uno de los coches la puerta frontal. Procederemos a la
detención, a menos de que os avise de otra cosa.
Durante tres o cuatro minutos Grady y los tres agentes de apoyo se
protegieron al amparo del enladrillado del edificio, alejados de la línea de
fuego de cualquier disparo que pudiese venir desde dentro de la mansión.
—Jefe —eructó al fin su aparato de radio—. Ya estamos detrás de la casa.
No hay nadie.
—¿Qué se ve por allí? —preguntó Grady.
—Nada más que un inmenso prado y algunos arbustos. Parece una
explanada que condujese hasta la ribera del río, al final del prado.
—Vale, permaneced a cubierto por si alguien intenta escapar —ordenó
Grady—. Vamos a entrar. Si se producen más disparos, pedid refuerzos.
Haciendo una seña con la cabeza al agente que quedaba, subió corriendo
las escaleras, apuntando hacia delante con su «Glock». Abrió la puerta de una
furiosa patada y luego entró poco a poco en la casa, de costado, apretándose
contra el marco de la puerta para que su figura no destacase en aquel umbral
ahora iluminado que daba acceso al interior del edificio.
Grady dirigió su arma a todos los rincones del vestíbulo. Reinaba la calma
y no había persona alguna. Percibió en sus fosas nasales el aroma acre a humo
de arma de fuego, que flotaba en el aire. Frente a él, una puerta abierta
conducía a un pasillo. Al fondo divisó un haz de rayos de sol. Allí, calculó
Grady, basándose en lo que sabía del plano de la casa, tendría que encontrarse
el despacho de Lind.
—¡Cúbreme! —ordenó al agente que le seguía, mientras escudriñaba el
pasillo con la mirada, apretándose nuevamente contra una de las paredes.
Cuando llegó al final del pasillo, vio el cuerpo del hombre al que había venido
a detener; estaba tendido boca abajo sobre la alfombra azul marino. Una gran

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mancha de sangre se extendía desde uno de los lados de su cabeza, un charco
que se abría paso por el tejido de la alfombra como un caudal que avanzaba
lenta pero inexorablemente. Una pistola del calibre 38 yacía sobre la
alfombra, a unos treinta centímetros de la diestra extendida de Lind.
»¡Santo Cielo! —exclamó Grady con un grito sofocado.
Pasó la mirada por la habitación de forma octogonal, haciendo un rápido
inventario. Frente a él, una puerta abierta daba al jardín de la parte posterior
de la casa.
—¡Rápido! —ordenó a los dos agentes que estaban apostados afuera—.
¡Bajad a esa orilla del río y ved si hay alguien por allí!
»¡Y tú —gritó al agente que le había estado cubriendo las espaldas
mientras avanzaba por el pasillo—, registra este lugar, el ático, el sótano,
hasta el último lavabo de la casa!
Cuando el agente salió del despacho, Grady se sacó del bolsillo su
transmisor-receptor portátil.
—Ponme con el Departamento de Operaciones —pidió al agente que
esperaba fuera de la casa en una furgoneta de la DEA sin distintivo alguno—.
Al habla Grady, de la brigada antidroga de Nueva York —informó al oficial
de guardia de la oficina central de Washington, desde donde se supervisaban
todas las operaciones que estaba efectuando la DEA—, el individuo que venía
a arrestar ha sido encontrado muerto, suicidio u homicidio, no puedo estar
seguro de cuál de las dos cosas. Estamos procediendo al registro y protección
de la propiedad. Pida a la Policía del Estado de Maryland o a quien demonios
tenga jurisdicción aquí que nos envíen lo más rápido que puedan una brigada
de investigación criminal.
Una vez hecho eso y por primera vez desde que había tocado el timbre en
el portalón de entrada, Grady comenzó a sentir que disminuía el nivel de
tensión en su sistema nervioso. El avance de la sangre que manaba del
cerebro de Lind había empezado ahora a detenerse, su color se oscurecía y los
bordes del charco se iban endureciendo. «¿Cuántos años hará —se preguntó
Grady— desde que aquel avión se dirigió a Laos? ¿Quince?».
Advirtió entonces el magnetófono sobre el escritorio de Lind, una
lucecilla roja brillaba en el cuadro de mandos. El aparato estaba encendido.
Grady miró a través de la tapa de plexiglás. La bobina de la cinta daba vueltas
en su interior. Junto al magnetófono había un montón de cintas
cuidadosamente alineadas. Así que era eso lo que había estado haciendo Lind
instantes antes de que ellos llamasen a la puerta, antes de que hubiese
decidido quitarse la vida… o quizás, antes de que alguien hubiese decidido

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matarlo. Esas cintas, según podía apreciar Grady, podrían ser fundamentales
para su investigación. Tomarse la libertad de escudriñar una prueba potencial
antes de que llegase la Policía local llevaría después a tener que dar un
montón de explicaciones. «Pero ¡qué demonios! —pensó—, de todos modos
habrá que dar mil explicaciones sobre esta chapuza de arresto».
Se sacó un pañuelo del bolsillo, se cubrió el índice y apretó el botón de
rebobinado. Una vez rebobinada la cinta, se sentó en el sillón de Lind y apretó
el botón de reproducción.
La voz de Lind, vibrante y resuelta, rompió el silencio del despacho. Ésta
es la historia que juré no contar jamás se escuchó al principio. Grady se
estremeció al oír hablar a Lind. Ahí mismo había estado sentado, en ese
sillón, dictando esas palabras, quizás hacía tan sólo una hora. Y en esos
momentos no era más que un fardo sin vida, derramando su sangre en la
alfombra azul marino.
Hace treinta y tres años que presto mis servicios como oficial de la
Central Intelligence Agency. Viví en la cultura del secreto, dentro de ese
pequeño mundo cuyas fronteras están definidas por las palabras «necesidad
de conocer». Nada me proporcionaba mayor orgullo ni mayor satisfacción
que el saber que era un portador de secretos y que estaba dispuesto a
defender los secretos que me habían sido confiados con mi propia vida, si
hubiese sido necesario. Y ahora vuelvo la espalda a esa confianza de toda
una vida.
Un agente involucrado en las operaciones secretas de la CIA atraviesa a
lo largo de su carrera una oscura selva de ambigüedades morales. Sus
superiores no han trazado una línea de demarcación precisa entre lo bueno y
lo malo en el cieno negro del lecho de esa selva. Cada agente ha de
determinar por sí mismo el recorrido de esa línea, teniendo en cuenta las
indicaciones de su propia brújula moral y los imperativos de su misión. Y
cuando cree haber dado con ella, puede, si tal es su elección, transitarla con
impunidad, en la seguridad de que no será atrapado, o bien, en el caso
improbable de que lo sea, sabiendo que puede tener casi la certeza absoluta
de no ser castigado.
Me moví por esa línea. Quizá, mientras dicte esta cinta, pueda descubrir
el porqué.
Grady apagó bruscamente el magnetófono. Eso era todo cuanto tenía que
oír. Las cintas pasarían a formar parte de su expediente sobre el caso, gustase
o no a sus colegas de la Policía del Estado de Maryland. Una vez más echó
mano de su aparato de radio.

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—Traedme una bolsa para pruebas y un formulario —ordenó a los
agentes que esperaban afuera.
En esos momentos, los dos agentes a los que había ordenado registrar el
jardín de la parte posterior de la casa y la pendiente que descendía hasta la
ribera entraban en el despacho.
—No hay nadie allá afuera, jefe —informó el mayor de los dos.
—¿Qué hay detrás del borde de la escarpa?
—Unos escalones de madera que conducen a una pequeña playa. Bajamos
y estuvimos inspeccionando la arena. No pudimos ver huellas de pasos.
—¿Alguna embarcación moviéndose?
—Sí, a cierta distancia. Pero ¿quién puede decir de dónde venían? ¿Me
entiende?
Los refuerzos estaban compuestos por agentes recientemente
incorporados al servicio, que el departamento de Baltimore había puesto a
disposición de Grady para que le ayudasen a efectuar el arresto. El más joven
de los dos avanzó bordeando el escritorio y se quedó mirando el cuerpo de
Lind, mientras tragaba saliva.
—Él mismo se mandó al otro mundo, ¿no es así? —preguntó.
—Quizá —respondió Grady—, probablemente.
Su compañero, desempeñando el papel del agente de más edad y más
endurecido en la lucha, le siguió para echar también una ojeada por su cuenta.
—¿Eh, jefe —preguntó—, ha leído a este tipo sus derechos?
El agente joven se inclinó sobre el cuerpo de Lind y le dirigió la palabra
en un tono burlonamente serio:
—Tiene el derecho a permanecer callado…
Luego soltó la carcajada, riéndose de su propio chiste.
—Está bien —añadió—, no serás más que un silencioso hijo de perra.
El tercer agente de refuerzo, al que Grady había encomendado registrar la
casa, se presentó.
—Todo en orden —informó—, registré hasta por debajo de las camas.
Grady acogió su informe con una inclinación de cabeza. Ya nada se podía
hacer, más que esperar la llegada de la Policía del Estado de Maryland. Metió
las cintas en la bolsa, la selló, la refrendó y luego pidió a uno de sus agentes
que sirviese de testigo y ratificase con su firma la suya. Los otros dos agentes
se pusieron a dar vueltas por el despacho de Lind, revisando los libros del
muerto, sus diplomas y sus fotografías.
De repente uno de ellos pegó un silbido.

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—¡Anda —exclamó—, si ese tipo era un pez gordo! Tiene una medalla
del presidente Reagan. La medalla «Al mérito en el servicio al Cuerpo de
Informaciones de los Estados Unidos» dice aquí —anunció, señalando uno de
los certificados enmarcados que colgaban de la pared—. ¿Qué diablos
suponéis que significa esto?
—Significa que no vas a descubrir lo que significa —le replicó entre risas
uno de sus compañeros, que estaba convencido de poseer un gran sentido del
humor, añadiendo en tono inquisitivo—: Dígame, jefe, ¿conocía a este tipo?
Personalmente, quiero decir.
Grady se encontraba ahora apoyado contra una de las paredes del
despacho, reflexionando acerca de las implicaciones de la muerte de Lind,
tratando de adivinar las consecuencias que eso tendría cuando la Prensa se
apoderase del caso. La pregunta de su subordinado no era precisamente algo
que deseara responder en detalle en esos momentos.
—Sí —rezongó—, imagino que puedes afirmar que lo conocía.
«Mi hermano —pensó—, no, mi enemigo», se dijo corrigiéndose.
Hermano era una expresión con la que Lind jamás hubiese estado de acuerdo.
Enemigos, sí, cada uno de los que estaban al servicio del mismo patrón
definitivo, el Gobierno de los Estados Unidos, pillados en un mar de
conflictos debido a que el Gobierno no podía decidirse sobre cuáles eran sus
valores auténticos.
Desde el exterior de la casa le llegó el aullido de una sirena que se
acercaba. La Policía del Estado de Maryland estaba llegando.
—Será mejor que vayas a recibirlos —ordenó al agente que le acababa de
preguntar.
Como todo buen policía, Grady poseía un fino sentido sobre los detalles
del protocolo policíaco.
Minutos después, cuatro agentes de Policía irrumpían en el despacho. Su
jefe, un teniente que llevaba unas gafas de sol marca «Ray Ban», como las
que usan los aviadores, y que exhibía una barriga, producto de la cerveza, que
tensaba al máximo el paño de la camisa de su uniforme, tendió la mano a
Grady. Con ese instinto para reconocer la autoridad, que es común a la
mayoría de los agentes encargados de aplicar la ley, había advertido al
instante que tenía ante él a un miembro veterano de la delegación de la DEA.
—Teniente Bob Wizerowski —dijo, y a continuación, quitándose sus
«Ray Ban» y echando una ojeada al cadáver de Lind, inquirió—: Y bien, ¿qué
tenemos aquí?
Grady le explicó lo que había sucedido.

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—¿Le aplicó el parágrafo 21? —preguntó Wizerowski.
El parágrafo 21 era el artículo del Código Penal de los Estados Unidos
bajo el que se contemplaba la mayoría de los delitos de drogas y narcóticos,
por lo que era también el artículo más frecuentemente utilizado por la DEA en
sus detenciones.
—No —contestó Grady—, fue el 361.
Wizerowski le miró desconcertado:
—Me parece que no sé cuál es.
—Conspiración criminal destinada a impedir el curso de una
investigación federal —explicó Grady.
El policía de Maryland emitió un gruñido de admiración. Aquél era un
cargo que infundía respeto, no como esas latosas tonterías sobre la posesión
de sustancias vigiladas.
—¿Sabía que desempeñaba un papel importante dentro de la CIA? —
inquirió el teniente.
—¿Ah, sí? —preguntó a su vez Grady.
—De camino hacia aquí le hice pasar por el ordenador. Al parecer, había
presentado su dimisión hace unos cuantos días.
—Comprensible.
Ahora los fotógrafos de la Policía habían comenzado su labor, registrando
la escena en instantáneas y cintas de vídeo. Un agente recogió la pistola de
Lind con unas tenazas y la introdujo en una bolsa de plástico. En el umbral de
la puerta apareció el médico forense, un hombre con gafas que llevaba un
maletín negro. Sin dejar de mirar el cadáver, atravesó el aposento y se
arrodilló junto al cuerpo de Lind, que contempló con ese aire de
distanciamiento clínico que se adquiere a lo largo de toda una vida evaluando
las muchas y variadas formas que puede adoptar la muerte violenta.
—Necesitaremos una declaración jurada de usted y de su gente —recordó
Wizerowski a Grady.
—Por supuesto —ratificó Grady, echando mano a su cartera para sacar su
tarjeta de visita de la DEA. Sus tres ayudantes imitaron su gesto. Los agentes
encargados de aplicar la ley suelen repartir sus tarjetas comerciales con un
celo que sólo es igualado por el de los ejecutivos de las empresas japonesas.
»La Prensa va a tener un día de lo más divertido con esto —apuntó
Grady, una vez que hubo concluido el ceremonial de las tarjetas.
—¡Oh, sí! —ratificó Wizerowski—, esto entrará en las noticias de las seis
de la tarde. «Un agente de la CIA muere misteriosamente». Se revuelcan en
esa clase de mierda.

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—¿Qué hay de su familia?
—Esposa y tres hijos varones, todos vivos.
—Les haríamos la vida un poquitín más fácil si usted pudiera apartar de la
documentación nuestra orden de arresto —sugirió Grady—. A fin de cuentas,
ese papel ya no significa gran cosa, ¿no es así?
—Ciertamente —contestó Wizerowski, quien, al igual que la mayoría de
los policías estatales, procuraba ser lo más complaciente posible con los
agentes federales—. Veremos lo que puedo hacer.
—Bien —concluyó Grady—, no le molestaremos más.
Se volvió para echar una ojeada final al cuerpo del hombre cuyo destino
había estado accidentalmente vinculado al suyo durante quince años. El
médico forense había colocado de espaldas el cadáver. La sangre había
manchado la mejilla derecha de Lind y se había encostrado en sus
ensortijados cabellos grises. Tenía la boca entreabierta, como si hubiese
tratado de aspirar un último soplo de vida de los tejidos de la alfombra. Había
sido un hombre apuesto, y ni siquiera su final violento había logrado destruir
la simetría angular y la fuerza de sus facciones.
—¡Qué despilfarro! —murmuró Grady, contemplando el rostro sin vida
de su caído adversario, y se lo decía a sí mismo, o a todos los presentes, o a
nadie en particular—. ¡Qué maldito despilfarro!

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Libro primero

LAS CINTAS DE LIND

Laos, 1968
Panamá, 1968-1980

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Kevin Grady contemplaba a través de su ventana del piso decimocuarto,
por encima de los tejados de Manhattan, las aguas tristonas y grisáceas del río
Hudson, a tres manzanas del edificio en que tenía su sede la oficina de la
DEA del distrito de Nueva York. Esperándole sobre el escritorio,
cuidadosamente amontonadas y alineadas en sobres sellados, se encontraban
las transcripciones de las cintas de las que se había apoderado en la mansión
de Jack Lind en el Estado de Maryland. Su misión consistía ahora en
verificar, página tras página, la fidelidad de la transcripción.
Abordaba esa tarea con un estado de ánimo en el que se entremezclaban
los presentimientos, la curiosidad, la excitación y la tristeza. Por un lado, su
celo de investigador profesional le llevaba a deshojar hasta la última bráctea
de la alcachofa para llegar hasta el meollo del asunto. Si Lind había sido
realmente sincero, esas cintas deberían contener respuestas a preguntas que
obsesionaban a Grady desde hacía mucho tiempo. Al igual que la mayoría de
agentes veteranos de la DEA, Grady estaba convencido desde hacía muchos
años de que la CIA colaboraba estrechamente con los traficantes en drogas
cuando esto se avenía a sus propósitos. Estar convencido, sin embargo, era
una cosa; poder probarlo, harina de otro costal. Por otra parte, se sentía un
poco como el pariente lejano al que habían encomendado la tarea de hurgar en
el armario del difunto para que eligiese la ropa que habría de llevar el cadáver
en su ataúd. Casi a pesar suyo cogió el comienzo de la transcripción y empezó
a leer:

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 1

El lugar en el que ha de iniciarse esta narración es, supongo, en un avión,


ya que, en sentido estricto, puede decirse que la historia comenzó en un
«DC6» que volaba de Bangkok a Vientiane, la capital de Laos, en la
primavera de 1968.

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La Agencia me había enviado a Vientiane para ver si podía reclutar a un
comandante del GRU, el Servicio de Información Militar del Ejército Rojo.
Esa misión había tenido su origen en la labor que había realizado, haría unos
diez años, en la base de la CIA en Berlín. Había pertenecido allí a una unidad
responsable de una operación que hasta el día de hoy sigue siendo uno de los
secretos mejor guardados de la Agencia. Se trataba de lo que en la jerga del
espionaje llamamos una «trampa de miel», una estratagema que ha de ser al
menos tan antigua como las guerras púnicas. En términos generales, se trata
de lograr que nuestro blanco se meta en la cama con una mujer —o con un
joven, si tal es su inclinación— para luego utilizar ese desliz para
extorsionarlo y hacer que cumpla nuestras órdenes.
El hecho de que ese secreto esté tan bien guardado se debe a que, ante
todo, la operación proporciona una auténtica mina de oro en lo que respecta a
informaciones de gran calidad, y en segundo lugar, a que algunos de nuestros
moralistas de sillón en el Congreso, al revisar nuestras cuentas, perderían los
colores del rostro si tuviesen que enfrentarse al hecho de que la CIA tenía en
nómina a una docena de chicas alemanas que se prostituían al servicio del
Gobierno de los Estados Unidos.
Todas las chicas eran asombrosamente guapas, muy atractivas y
pertenecían a un rango social poco común. Se diferenciaban más de la
prostituta normal y corriente que la madre Teresa de Madonna. Algunas —
muy pocas, como llegaría a descubrirse— trabajaban para nosotros por
motivos ideológicos. El dinero, por supuesto, era algo importante. Después de
todo, las pagábamos muy bien, efectivamente. Para muchas, sin embargo, el
incentivo real era la aventura y ese reto delicioso que significaba el lograr que
el objetivo que se les asignaba cayese rendido a sus pies, perdidamente
enamorado, tan loco por ellas, que hubiese sido feliz caminando
completamente desnudo el día de Navidad a las doce del mediodía por la
avenida de Kurfurstendamm, si le hubiesen pedido que lo hiciera.
Como agente secreto tuve a mi cargo a dos de esas chicas. Una de ellas,
una rubia despampanante de Dresde, llamada Ingrid, nos reclutó a un coronel
de la UB polaca, la Urzad Bezpieczyenstwa, el equivalente polaco al KGB.
Durante tres años actuó como agente infiltrado de la CIA en la oficina para la
Seguridad del cuartel general del Pacto de Varsovia.
Cuando finalmente escapó para venirse a vivir con Ingrid en la
bienaventuranza conyugal, tal como le habían prometido, la chica ya se había
fugado a Zurs con un entrenador de esquí. He de decir que el polaco se tomó
bastante bien la mala nueva. Utilizó sus ahorros, el producto de lo que le

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habíamos estado depositando en un Banco por colaborar con nosotros, para
estudiar y hacerse con el doctorado en Psicología, contrajo matrimonio con
una odontóloga y ahora es decano de la facultad de Psicología de una
Universidad en las inmediaciones de San Diego.
La primera pregunta que le hicimos cuando se escapó fue, por supuesto,
¿cuál de sus colegas podría ser blanco idóneo para el reclutamiento de la
CIA? Nos recomendó a un comandante del GRU, que era además uno de sus
más íntimos amigos. El ruso había tenido una aventura en Berlín con la
esposa de su jefe y tuvo la mala suerte de ser sorprendido en el lecho de la
dama por su ultrajado esposo.
Pues bien, el adulterio con la mujer del jefe no es precisamente una
hazaña que sirva para ascender en la propia carrera en cualquier campo del
esfuerzo humano y mucho menos resulta apta para adquirir insignias al mérito
por la labor cumplida en el KGB o en el GRU. El comandante desapareció
dentro del enorme buche de la burocracia moscovita del GRU. Y para aquel
entonces, había resurgido finalmente como agregado militar de la Embajada
soviética en Vientiane, donde seguía ostentando, como pudimos registrar, el
cargo de comandante. Estaba claro que su caída en desgracia en Berlín le
seguía bloqueando todo ascenso en el GRU.
Basándose en ese hecho, nuestra Sección de Reclutamiento decidió que
me trasladase en avión a Vientiane provisto de una carta de presentación para
el comandante ruso, que había sido redactada por nuestro polaco y en la que
ensalzaba los placeres infinitos que ofrece la vida en el Mundo Libre. Debería
utilizar esa carta como un aliciente más para convencer al comandante de que
se uniera al equipo «A».
En aquellos días se podía ir en avión a Laos, una nación sin salida al mar,
empotrada como una larga costilla en el flanco occidental de Vietnam,
partiendo de Bangkok o de Saigón. Me incliné por Bangkok, pensando en que
una escala de veinticuatro horas en la capital tailandesa me proporcionaría el
medio más placentero de todos para recuperarme de mi desfasamiento
fisiológico producido por el largo viaje en avión desde Washington hasta el
Sudeste asiático. Lo fue, efectivamente, pero necesité luego unas setenta y
dos horas para recuperarme de aquellas veinticuatro pasadas en Bangkok.
Sea como fuere, el caso es que subí a rastras a bordo de un «DC6» de la
«Air Laos» en aquella mañana de primavera con la cabeza dándome vueltas
por el vodka consumido la noche anterior. Era un día húmedo y de mucho
calor y no había el menor indicio de aire acondicionado en el «DC6». Subir al
aparato estacionado sobre la pista alquitranada era como meterse en una sauna

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hirviendo. Cuando me acomodé en mi asiento, mi camisa de los «Brooks
Brothers», empapada en sudor, estaba pegada a mi cuerpo y mi traje de lino
presentaba oscuros manchones que se extendían por la tela debajo de cada
una de mis axilas.
Había en el compartimiento de viajeros, como pude advertir, otros dos
pasajeros, una pareja de damas de Laos, ya entradas en años, con los
mentones teñidos de un rojo similar a la herrumbre, debido a las nueces de
betel que ambas estaban masticando. Conversaban más bien poco entre sí, y
cuando lo hacían, emitían una suerte de cacareo ininterrumpido que sonaba
como el graznido de una destartalada radio de onda corta que alguien se
hubiese dejado encendida.
El resto del compartimiento para pasajeros estaba ocupado principalmente
por animales de granja. Había varias jaulas con gallinas, dos cabras, una
oveja, una pareja de cerditos y un pato. Nuestros cinco compañeros de viaje
de cuatro patas estaban atados de alguna forma al fuselaje. El pato no lo
estaba. Tenía las alas sujetas con una cinta, lo que le impedía alzar el vuelo,
pero que no le detenía en sus continuos saltitos por el suelo de la cabina,
mientras expresaba su preocupación con un auténtico delirio de graznidos.
La puerta que daba a la cabina del piloto se encontraba abierta y no había
en absoluto el menor indicio de que estuviese alguien en su interior. Éste, me
dije, promete ser un vuelo de lo más interesante. Finalmente escuché a
alguien arrastrando los pies por el pasillo, a mis espaldas. Un compatriota
norteamericano, aproximadamente de mi misma edad, se me acercaba.
Llevaba una camisa deportiva de manga corta y un fresco uniforme militar de
color caqui; no cabía duda, ese hombre estaba mejor adaptado que yo al
entorno local.
Se dejó caer en el asiento a mi lado, se abrochó el cinturón y me
contempló con aire de risa.
—Se ve hecho un asco —me dijo.
—Gracias. Da la casualidad de que es precisamente así como me siento.
—Se divirtió en Bangkok, ¿me equivoco?
—No —reconocí—, pero mucho más anoche que esta mañana.
En estos momentos nuestra conversación se vio interrumpida por el ruido
que hacía alguien al avanzar por el pasillo. Miré a mi alrededor y vi lo que
parecía ser un chico de doce años que se nos acercaba. No tendría más de un
metro cincuenta y ocho de estatura y llevaba unas gafas de sol que le cubrían
la mitad de la cara. Su figura desnutrida estaba envuelta en un cochambroso
uniforme blanco que parecía ser al menos cinco tallas superior a la suya.

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El niño pasó a nuestro lado, arrastrando los pies, y se metió en la cabina
del piloto. Antes de sentarse, colocó dos enormes cojines en el sillón del
piloto, de tal modo que, una vez sentado y estirándose bien hacia delante,
alcanzaba a duras penas a mirar a través de la ventana de la cabina y divisar el
morro del aparato y lo que pudiera haber por delante. Una vez que se hubo
acomodado en el sillón, tomó del asiento de al lado una gran carpeta negra de
anillas, la abrió y, mientras iba extrayendo de las hojas la sabiduría que
encerraban, se puso a manipular los botones y los instrumentos del tablero de
control.
—¿No pensará que ese crío nos va a llevar hasta Vientiane? —pregunté a
mi nuevo compañero de viaje.
El hombre se encogió de hombros con el típico gesto de un viejo
campesino asiático.
—Tranquilícese, en el Sudeste asiático se otorga una gran importancia a
la preparación para el trabajo.
Pese a la deliberada indiferencia de su réplica, le traicionó una risita
nerviosa, que vino a confirmar mis sospechas.
Nuestro niño superdotado necesitó cerca de diez minutos para poner en
marcha los motores y lograr que se moviera el avión. En dos ocasiones tuvo
que ponerse prácticamente de pie para poder ver lo que tenía por delante.
Finalmente, nos colocó en posición de despegue e hizo roncar los motores.
Las damas laosianas aún seguían cacareando, ajenas completamente a todo
cuanto les rodeaba. Los balidos y los graznidos de nuestra colección de fieras
se mantenían sin interrupción alguna.
Mi compañero de viaje me dio un codazo, preguntándome:
—¿No recordará por casualidad las palabras del Acto Perfecto de
Contrición?
—Lo siento —le dije—, no creo haberlas sabido jamás. Soy protestante.
Se quedó mirando con expresión maliciosa el cuello de pajarita de mi
camisa de los almacenes «Brooks Brothers».
—¡Ay! —suspiró—. Lo suponía. Muy mal hecho. Uno nunca puede saber
cuándo las va a necesitar en un viaje como éste.
El avión avanzó pesadamente por la pista y, gracias a uno de esos
milagros perdurables de la ciencia de la aviación, se elevó efectivamente por
los aires. Cuando alcanzamos la altitud de crucero, mi compatriota
norteamericano me tendió la mano, más bien en un gesto de desahogo, según
creo, que como una forma de presentarse.
—Grady —dijo—, Kevin Grady.

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Se la estreché, dándole el nombre falso que aparecía en la documentación
que me había extendido la Agencia para ese viaje.
—Pete Tuttle. ¿Pertenece usted al Ejército en Laos?
—No. A la Policía.
—¿En Laos? ¿A la nuestra o a la de ellos?
—A la nuestra. Drogas. Soy de Narcóticos.
—¿Y le han destinado allí?
—No, tengo mi base en Chiang May, en Tailandia.
—¿Y por qué se desplaza hasta allí? Creía, tras la pasada noche, que el
sitio ideal para pasar el permiso era Bangkok.
—Lo es. Tan sólo voy a visitar el lugar. Quiero ver algunos templos.
De la premeditada despreocupación que denotaba su respuesta pude
deducir con absoluta certeza que Grady no perdería mucho tiempo
recorriendo los templos de Laos.
—¿Y qué hace usted? —me preguntó.
—Departamento de Defensa —contesté—. Evaluación de armamento.
—Bien —asintió Grady—, se encontrará por aquí con un montón de
armas para analizar. Matarse con ellas es lo mejor que saben hacer en
nuestros días.
—¿Y qué tal sus chicos? —le pregunté—. ¿Tiene mucho trabajo por estos
lares?
—Usted es del Departamento de Defensa —dijo Grady, encogiéndose de
hombros—. Eso es algo que debería saber.
—No suelo mezclar las armas con los estupefacientes —repliqué,
echándome a reír.
—Pues entonces es usted la única persona de todo el Sudeste asiático que
no lo hace. La heroína está por todo Vietnam. Suponemos que proviene en su
mayoría de las adormideras que crecen en el norte de Laos, en la meseta de
Jarres.
—¡Oh, sí! —asentí prudentemente—, recuerdo haber leído algunos
comunicados sobre el particular. Alguien del Pentágono quejándose al
Gobierno de que la heroína circula entre los soldados. Diciéndoles que
deberían prender fuego a la Embajada.
Grady dio un bufido.
—Eso sería como tratar de prender fuego a un charco de fango. La
Embajada no hace más que enviar a Washington noticias tranquilizadoras y
echa al cesto de los papeles los expedientes sobre ese tema. Por cierto, en los

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tiempos que corren lo único que controla realmente el Departamento de
Estado en Laos es el economato.
—¿No está eso al final de este maldito mundo de Dios? —pregunté a
Grady.
Mis conocimientos sobre la geografía del Sudeste asiático eran poco
sólidos, pero me parecía recordar que el norte de Laos era predominantemente
una jungla salvaje.
—¿Cómo demonios se las arreglan para sacar de allí esa sustancia? —
inquirí.
Grady me dirigió una sonrisita cargada de humildad.
—Eso, amigo mío, es lo que me gustaría saber.
Imagino que éste será un momento tan oportuno como cualquier otro para
hablar de las relaciones entre la CIA y esa otra sección de nuestro Gobierno
nacional, la Drug Enforcement Administration.
La línea oficial de la CIA es: «Nada tenemos que ver con el tráfico
internacional de estupefacientes. No contratamos a personas que se
encuentran involucradas en dicho tráfico, así como tampoco colaboramos con
ellas a sabiendas. Cuando nos alertan sobre alguna actividad relacionada con
el tráfico de drogas, informamos a los organismos policíacos competentes en
el caso». Esa posición es reiterada con cierta regularidad, con vistas a los
medios de comunicación de masas y con grados diversos de sinceridad e
indignación, por nuestros portavoces oficiales. No obstante, al igual que la
mayoría de nuestras posiciones oficiales, eso es, si me perdonan la expresión,
una mentira como un castillo, una cortina de humo, destinada a encubrir una
realidad muy distinta en su esencia. El hecho es que la Agencia se ha movido
durante cerca de cuatro décadas en el corazón del mundo de los traficantes en
drogas. Hemos contratado, con conocimiento de causa y en incontables
ocasiones, a personas que traficaban en drogas, cada vez que considerábamos
que podían realizar tareas para nosotros que nos parecían de vital importancia
para nuestra misión de salvaguardar la seguridad nacional.
En términos prácticos, eso significa que exigíamos el derecho a disponer
de acceso automático a las listas de los informadores confidenciales de la
DEA en el extranjero. También tenían que proporcionamos además los
nombres y las identidades de todos aquellos individuos que viven en el
extranjero y que iban a ser objeto de las investigaciones de dicho organismo.
No podíamos permitimos el lujo de cometer equívocos con esas personas en
nuestras operaciones en marcha, ni investigar a individuos que podrían ser

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valiosísimos para nosotros o intentar reclutar como informadores suyos a
quienes ya estaban trabajando en pro de nuestra causa.
Además, salvar a un caballero de cumplir una condena de veinte años en
una prisión federal es un procedimiento fabuloso para ganarse su gratitud.
Resulta francamente asombroso ver a qué grados de cooperación puede llegar.
Y lo cierto es que no nos andábamos con remilgos a la hora de presentar a
algunos detenidos por la DEA, antes de que fuesen llevados a juicio, una
oferta que les resultaba muy difícil rechazar: véngase a trabajar con nosotros
y ya nos preocuparemos de sus problemas legales. Si se mostraban conformes
—y así lo hacían por regla general—, no teníamos más que susurrar al oído
del fiscal federal encargado del caso de la DEA: «Proceder contra ese
caballero en un tribunal público de justicia significaría tener que revelar las
fuentes y los métodos de la CIA».
El juez pegaría con el martillo sobre la mesa —«caso sobreseído»— y
nosotros ganaríamos un nuevo y valiosísimo colaborador.
Imagino que lo que más molestaba, sin embargo, a la masa de agentes de
la DEA era el hecho, ampliamente reconocido, de que habíamos infiltrado en
esa organización a más de una docena de nuestros agentes. Se encontraban
allí para introducir algún refinamiento en las actividades de la DEA, pero su
función principal consistía en mantenerse ojo avizor e informamos de cómo
iban las cosas. Y así, como consecuencia de esto, durante más de veinte años,
cada vez que la CIA deseaba tener acceso a un documento o a un expediente
de la DEA, independientemente de lo confidenciales que éstos pudieran ser,
nosotros lo obteníamos.
Como bien puede imaginarse, esas restricciones no contribuían
precisamente a mantener un clima de calurosa cordialidad en las relaciones
entre los funcionarios de la CIA y los agentes de la DEA en nuestras
delegaciones del extranjero. Por regla general, los delegados en el extranjero
de la DEA disfrutaban de un puesto en la jerarquía social de la mayoría de
nuestras Embajadas que se encontraba por debajo del de los agregados
agrícolas. Muchos de ellos eran antiguos policías, acostumbrados a charlar y
echar abajo puertas y no a las actividades que solemos realizar los de la
Agencia. Sus niveles educativos y su extracción social tendían a diferenciarse
claramente de los nuestros. Bien es verdad que la DEA tenía designado en
París a un tipo graduado en Harvard. Sus superiores lo mimaban con el
orgullo de una madre soltera cuyo hijo acabase de ser elegido para el club
campestre más selecto de su localidad.

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Pensábamos —injustamente— que todos los agentes de la DEA solían
llevar calcetines blancos, fumaban puros holandeses «Masters» y metían sus
narices en las «oraciones de la mañaña», como llamábamos a las reuniones
diarias del personal de Embajada en nuestras delegaciones en el extranjero.
Ellos, por su parte, se inclinaban a vernos como gente arrogante,
esnobista, completamente indiferente ante sus preocupaciones e imbuida de
una actitud caballeresca con respecto a la ley que ellos defendían y respetaban
por convicción y preparación. Era práctica habitual entre los directores de
nuestras delegaciones en el extranjero hacer llamar a sus despachos a los
nuevos agentes enviados por la DEA, echarles el brazo por el hombro de
forma efusiva y con camaradería, prometerles nuestro pleno apoyo en todas
sus actividades, rogarles encarecidamente que viniesen a comunicamos sus
preocupaciones —«esta puerta siempre estará abierta para vosotros,
chicos»— y luego emplear una táctica de tenaza para condenarlos al más
completo ostracismo.
En fin, por una gran variedad de motivos, no me sentía precisamente
encantado de tener sentado a mi lado a Mr. Kevin Grady durante nuestro
vuelo a Vientiane a bordo de un «DC6» de la «Air Laos».

De repente el avión se hundió con la celeridad nauseabunda de un


ascensor de alta velocidad efectuando un descenso de veinte o treinta pisos.
Era una bolsa de aire. Golpeamos contra el fondo con una sacudida que tuvo
el efecto de una batidora sobre mi mal digerido desayuno. Cuando me incliné
precipitadamente para buscar la bolsa de los vómitos en el respaldo del
asiento que había frente al mío, pude echar una ojeada a los pies de Grady.
«Al menos —advertí— no lleva calcetines blancos».
Pasó la crisis y me recliné para recuperarme. Al fondo del pasillo la
puerta de la cabina de nuestro piloto seguía abierta. La violencia de aquel
descenso repentino parecía haber hundido aún más en su asiento al
hombrecillo, por lo que imaginé que no tendría ahora medio alguno de poder
ver lo que pasaba fuera de su cabina. Pilotar aquel «DC6» tiene que haber
sido para él algo similar a encontrarse a oscuras en una de esas cabinas de
entrenamiento donde los pilotos se ejercitan con sus instrumentos de vuelo.
Tampoco se podía ver por parte alguna a un segundo tripulante. ¿Qué se
suponía que deberíamos hacer si nuestro único piloto sufriera un ataque
cardíaco? ¿Pedir a una de las damas de Laos que tuviese la amabilidad de
levantarse de su asiento e ir a pilotar el avión para nosotros?

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—Dígame una cosa —dije a Grady—, ¿qué cree que puede haberle
sucedido al copiloto de este vuelo? ¿Acaso la AITA no ha dictado ninguna
disposición sobre la necesidad de llevar dos pilotos durante los vuelos
internacionales de pasajeros?
—¿La AITA? —exclamó Grady, echándose a reír—. Esos tipos ni
siquiera saben dónde queda Laos. Esta compañía de aviación tiene sus propias
normas en lo que respecta a los segundos oficiales. Se remontan a los tiempos
de la Segunda Guerra Mundial. ¿No recuerda el libro Dios es mi copiloto?
—Ya lo creo.
—Pues ése es el que utilizan.
—Bien —suspiré—, confío en que Dios esté supervisando este «DC6».
Empiezo a tener la sospecha de que si llegamos alguna vez a Vientiane, eso se
deberá a un milagro.
—Querido amigo, completar un viaje en estas líneas aéreas suele requerir
un milagro al menos comparable con el de los panes y los peces.
—Tiene usted una inclinación por las metáforas religiosas —apunté.
—La tengo. Se debe a las monjas. Dejan su marca.
—Cuando era niño se decía que dejaban su marca pegándole a uno con
una regla en los nudillos si no sabía multiplicar nueve por ocho. ¿Qué le
hicieron a usted? ¿Le golpearon el alma en vez de los nudillos?
Grady se sonrió, bien por mi observación, bien por los recuerdos que le
evocó. Había algo de John Kennedy en Grady. Se podía sentir por él la misma
intensidad envolvente, se apreciaba el mismo impulso interior en su lucha por
liberarse de la insólita prisión de aquel cuerpo esbelto y juvenil. Su sonrisa
transmitía la misma efusividad espontánea que la de Kennedy, una efusividad
que hacía que uno no prestase atención a sus ojos entristecidos por la
aflicción. También los ojos de Grady expresaban tristeza y preocupación. Me
pregunté si alguna tragedia pesaba sobre su vida.
—¿Cómo llegó a meterse en ese asunto de las drogas? —pregunté.
—Probablemente siguiendo el mismo camino que le llevó a usted al
asunto de las armas.
—¡Vaya!, me ha defraudado. Pensé que habría algo en esos genes
irlandeses suyos que le empujaría a la defensa de la ley.
La mirada de Grady se ensombreció. Estaba claro que mi incursión en el
humor étnico había dado una nota inapropiada.
—Si bien la genética no pinta nada en este asunto, lo cierto es que mi
padre era policía en Nueva York. Yo quería ser abogado.
—¿Y qué ocurrió?

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—Mi padre fue muerto una noche mientras cumplía con su deber.
Así que era eso.
—¡Dios mío! —susurré—. ¡Cuánto lo siento! ¿Cómo sucedió?
—Fue llamado por un asalto a mano armada en los almacenes «Mom and
Pop», en Queens. Su coche-patrulla fue el primer vehículo en responder a la
llamada. Había una pareja de drogadictos en los almacenes cuando mi padre
abrió la puerta. Uno de ellos estaba desvalijando la caja registradora. El otro
retenía a la anciana propietaria del establecimiento. La utilizaba de parapeto y
la apuntaba con una pistola a la cabeza. Dijo a mi padre que dejase caer el
arma y que retrocediese por la puerta, ya que de lo contrario asesinaría a la
anciana en el acto, en su presencia.
Grady hizo una pausa. Su mirada se volvió inexpresiva y durante un par
de segundos permaneció imperturbable, contemplando el respaldo del asiento
delantero.
—Mi padre hizo lo que el tipo le decía. Dejó su arma en el suelo y
comenzó a retroceder por la puerta. Fue entonces cuando el drogadicto le
abatió. Le pegó tres tiros a sangre fría.
No dije nada. No se puede perturbar un recuerdo tan dolorosamente
evocado con algo tan trivial como las palabras de condolencia de un extraño.
—Cursaba mi primer año en Fordham cuando ocurrió aquello —resumió
Grady—. Me salí al día siguiente y me matriculé en la Academia de Policía.
—¿Y qué hace por aquí? —pregunté, cuando ya había transcurrido lo que
me pareció un tiempo apropiado—. Hay una gran distancia entre Vientiane y
estar conduciendo un coche-patrulla por la Times Square.
—La hay, efectivamente —admitió Grady—, pero siempre quise entrar en
la Policía federal. Equivale a las grandes ligas en nuestro negocio. Obtuve el
título de abogado en la Universidad de Nueva York, estudiando por las
noches, pero luego, de algún modo, me fui apartando del FBI. De John Edgar
Hoover, con sus camisas de cuello duro, sus cabellos rapados y todas esas
chorradas. No era precisamente la forma en que yo concebía la defensa de la
ley. No después de haber estado pateándome las calles de Nueva York. Creo
que aquello se parecía un poco a lo de los Yankees y los viejos Dodgers de mi
época de niño. Yo era un hincha de los Dodgers y no podía soportar a los
Yankees. Para mí, los del FBI eran los Yankees.
Grady se estiró y se llevó las manos a los oídos. El piloto acababa de
ajustar sus motores para iniciar el aterrizaje en Vientiane.
—Pues bien —prosiguió—, el caso es que los fines de semana me
encargaba de dirigir en Bronx uno de esos programas de deportes de la

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Policía. Un juzgado me envió a una joven negra, de diecisiete años, que había
estado enganchada a la heroína. Me dijeron que le proporcionase alguna
actividad recreativa para mantenerla apartada de sus problemas. Era una chica
maravillosa, alegre, muy trabajadora, siempre solícita con los miembros más
jóvenes del grupo. Corría como un gamo en nuestro equipo de atletismo. Me
gustaba mucho en realidad.
Grady me miró con esa expresión de hostilidad que se advierte a veces en
los agentes de Policía cuando se ven confrontados con la incomprensión de
los civiles a los que se supone que deben proteger.
—¿Le aburre todo esto? —preguntó.
—¡Por Dios, no! Siga.
—Estuvo conmigo cerca de un año. Luego, en un fin de semana,
desapareció. Así por las buenas, de un día para otro, desapareció. A los seis
meses me llamó por teléfono. Tengo que irme de un cierto sitio —me dijo—,
pero antes quisiera mostrarte algo.
»Vino a verme para llevarme a aquel lugar. Nada de uniformes —me
había advertido.
»Me condujo a un lugar en el que jamás había estado, a un centro de
reunión de heroinómanos. No puede imaginarse cómo era aquello. Había dos
tipos tirados en el suelo, muertos por sobredosis. Nadie les prestaba la más
mínima atención. Aquel sitio apestaba a orines y sudores, exhalaba los olores
más putrefactos que haya podido oler en su vida y algunos que desconocerá,
puede creerme. Allí no había más que autómatas. Seres infrahumanos. ¿Sabe
lo que me recordó, más que a cualquier otra cosa? A esas escenas que
solemos ver de los campos de exterminio, de Auschwitz y lugares como ése, a
esas personas que contemplan fijamente las cámaras de fotografía con sus
rostros ya muertos. Era así como se veía aquella gente.
»Así son los drogadictos —me dijo la chica.
Emití por lo bajo un silbido.
—¿Qué le ocurrió? —pregunté—. ¿Fue enviada a la cárcel? ¿Fue así
como terminó?
—No. Se suicidó algunos días después. Acababa de cumplir dieciocho
años. Supongo que la pobre criatura pensaba que ése era el único medio para
acabar con su hábito.
Grady se pasó los dedos por sus espesos cabellos negros.
—Cuando me enteré de eso, supe en seguida a qué clase de Policía federal
quería pertenecer. Cuando uno anda por las calles, a veces se siente algo de
lástima por el tipo al que tienes que encerrar. No siempre tienen toda la culpa

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por haber fracasado en esta vida. Pero ¿qué clase de escoria humana se dedica
a infligir tal daño a esa gente? En lo que a mí respecta, no hay rincón lo
suficientemente ardiente en el infierno para ellos.
Podía apreciarse de nuevo en él ese aire de un Bobby Kennedy, al temer
hincando sus dientes en un enorme animal y negándose a soltar su presa. La
firmeza que transmitían sus labios cuando terminó su relato me recordó las
imágenes de Kennedy por televisión, durante los programas de James Hoffa,
defendiendo machaconamente sus argumentos ante el viejo «Jimmy», de un
modo implacable, sin dejarse apartar del tema, volviendo una y otra vez al
mismo asunto para hacer una nueva pregunta.
Tal como nos enseña la práctica en las actividades del espionaje, una
tenacidad de esa índole puede representar una desventaja; puede volvemos
ciegos ante cosas que deberíamos ver y nos puede hacer caer en la trampa de
sacar conclusiones que no están respaldadas por los hechos. De un modo
similar, imagino, puede crear problemas a alguien que trabaje en la Policía.
Aún más, se me ocurrió pensar que ese Mr. Grady no era precisamente la
persona que uno desearía ver a cargo de un caso si se era el malhechor
implicado en el mismo.
Cuando estaba pensando en esto, nuestro «DC6» chocó contra la pista de
aterrizaje, dando una fuerte sacudida, rebotó unas cuantas veces, avanzó
tambaleándose e inclinándose hacia estribor y al fin logró detenerse.
—Bien —comenté, sonriendo—, después de todo, acabamos de concluir
nuestro vuelo. No hicieron falta las oraciones, tal como se ha demostrado.
Grady soltó la carcajada.
—No esté tan seguro de eso. ¿Quiere que le dé un buen consejo?
—Siempre y cuando sea gratuito.
—Lo es. Justamente lo que necesita una persona como usted, que sabe
apreciar la vida nocturna de Bangkok. No se pierda la «Rosa Blanca», la Rose
Blanche como la llaman ellos. Verá allí unas cuantas cosas que se desconocen
en la ciudad de Washington.

Wattay, el aeropuerto de Vientiane, era bastante primitivo. Nuestro


«DC6» había quedado estacionado junto a un par de edificaciones de madera
de dos plantas. El piloto saltó a tierra, abrió el compartimiento de los
equipajes y nos entregó en persona nuestras maletas, como si fuera el
conductor de un «Greyhound» que acabase de llegar a la estación de
autobuses Authority del puerto de Nueva York.

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Una pareja de laosianos en uniforme se encontraba recostada contra la
puerta del edificio más cercano a nosotros. Sus ojos semientornados ni
siquiera parpadearon cuando pasamos por delante en dirección a la calle que
estaba detrás.
—No parecen sentir gran interés por las cuestiones de aduana y
emigración, ¿no? —comenté a Grady.
—Todo les importa un pimiento. Nos hemos apoderado de su país en
calidad de préstamo para librar la guerra contra Vietnam.
Un joven se precipitó hacia Grady y le arrebató la maleta.
—¡Cuídese! —me dijo Grady, haciéndome una señal con la mano y
encaminándose hacia un automóvil que le aguardaba.
Encontré un taxi. En aras de la discreción —si es que tal cosa era posible
en Vientiane en aquellos tiempos—, me habían reservado habitación en un
hotelito modesto llamado «Metropole». Estaba situado junto al Mekong, cuya
orilla izquierda va bordeando los confines de la ciudad, y «modesto» era
realmente la palabra adecuada para describir con propiedad aquel lugar. El
vestíbulo tenía las dimensiones de un dormitorio y estaba iluminado por tres
bombillas de cuarenta vatios, que proyectaban una luz tan débil, que uno
apenas podía verse las puntas de los zapatos cuando lo cruzaba en dirección a
la escalera.
En cada rellano, a estilo soviético, se encontraba cómodamente instalado
un portero tras una mesa para entregar las llaves a los huéspedes. No obstante,
a diferencia de los guardianes de pasillos en la Unión Soviética, éste me
tendió la llave con una mirada maliciosa y con el ofrecimiento de una criatura
quinceañera del sexo que prefiriera.
Imaginé que ante mi supuesta eminencia en tanto que dignatario visitante
del Departamento de Defensa, me habían dado una habitación con vista al río.
El Mekong tenía allí una anchura de unos doscientos setenta y cinco metros,
una gran extensión de fango turbio, que desde la ventana parecía ser lo
suficientemente consistente como para poder corretear por ella. A la otra
orilla se encontraba Tailandia. Se veían terrazas cultivadas. La parte laosiana
presentaba una ribera alta y escarpada, rematada en un dique para contener las
inundaciones anuales.
Una pareja de gecos correteaba juguetonamente por una de las paredes del
dormitorio. Por lo que pude descubrir, aquélla era la única distracción que el
hotel ofrecía a sus huéspedes.
Como quiera que debía presentarme a una cita ya acordada por nuestro
cuartel general, a uno de esos procedimientos rutinarios del tipo «espere en la

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esquina de tal calle con un ejemplar del Times doblado bajo el brazo», salí
inmediatamente de la habitación sin deshacer la maleta.
Desde el punto de vista técnico, el cuartel general de la CIA se encontraba
en la tercera planta del edificio sin ventanas de nuestra Embajada, en una
sección denominada DAC, «Departamento de Asuntos Civiles». Las siglas
eran apropiadas, ya que la Agencia dirigía prácticamente el país.
Nuestro trabajo real se hacía, sin embargo, en un recinto de muros blancos
llamado KM6 —«Kilómetro 6»—, en las afueras de la ciudad. El general que
estaba al mando de nuestro pequeño ejército laosiano de la CIA era mi viejo
jefe de mis días en Berlín, Ted Hinckley.
De entre todos los hombres y mujeres con los que he prestado servicio
durante treinta y tres años en la Central Intelligence Agency, Ted Hinckley es
el único oficial que he conocido que tuviese genuinos instintos criminales.
Era implacable, tan despiadadamente implacable con sus amigos como con
sus enemigos. Era un ser para quien el concepto de moralidad resultaba tan
lejano como el cultivo de orquídeas para un esquimal. Fue Hinckley quien me
impartió las duras lecciones del oficio: la conveniencia tiene primacía sobre la
moral; si una operación es más importante que un recurso humano, sacrifica
ese recurso para salvar la operación.
Era una de las estrellas de la CIA. Había ido ascendiendo hasta llegar a
subdirector de Operaciones, el jefe de nuestras actividades clandestinas, en
realidad el segundo cargo en importancia dentro de la Agencia, después del de
director. Si uno reuniese a una decena de historiadores para que estudiasen la
historia de la CIA y luego les pidiese que seleccionasen los tres o cuatro
personajes más significativos que ha dado la Agencia en los últimos cuarenta
años, el nombre de Hinckley aparecería en cada una de las listas. Lo más
fascinante del caso es que no era en modo alguno el prototipo de la Agencia,
no había estudiado en una de las más prestigiosas Universidades del nordeste
de los Estados Unidos, no era un exmiembro de la Oficina de Servicios
Estratégicos, no disponía de un pequeño capital familiar que le permitiera
estirar el exiguo salario que le daba el Gobierno. Despreciaba a esa clase de
gente, y ellos, a su vez, le desdeñaban. Y sin embargo pasó por encima de
todos ellos con la fría brillantez que le caracterizaba.
Y fue capaz de hacerlo porque se había ganado la reputación de ser una
persona enérgica, el individuo con el que siempre se podía contar para poner
el cascabel al gato y hacerlo maullar. Era cruel, rencoroso y vengativo en sus
relaciones con sus subordinados. A cualquier subalterno que le causase
problemas no tardaría dos segundos en comérselo crudo.

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Era la persona más neurótica con la que me haya podido topar jamás.
Sentía miedo por los lugares cerrados. Sentía miedo por los lugares abiertos.
Tenía miedo a volar. Tenía miedo de cualquier cosa que uno pueda imaginar,
era un saco andante sin fondo, repleto de fobias, el viejo Ted.
Y sin embargo, en un sentido más amplio y menos específico, nada había
en este mundo a lo que tuviese miedo. Un buen día estuve hablando sobre él
con uno de los genios de la psicología de nuestra División de Ciencia y
Tecnología. Hinckley, según me informó, era un zurdo cerebral en grado
extremo. Eso significaba que tenía una mente fría, calculadora y lineal, que no
se desviaba ni un milímetro cuando se enfrascaba en la resolución de un
problema. Representaba la mentalidad perfecta del nazi, una casta por la cual,
dicho sea de paso, Ted sentía una cierta admiración. También ellos eran
personas enérgicas.
Pero nadie jamás, en ningún momento, puso en duda su eficacia. Hinckley
jamás confió en el juicio de nadie. Jamás dio una oportunidad a alguien. Era
tan meticuloso como brillante. Cualquier cablegrama maldito de Dios,
cualquier maldito expediente, cualquier cosa que se acercase a su escritorio en
un radio de quince metros era leída atentamente por él. Ningún hecho, por
insustancial que pudiera parecer, se le escapó jamás. Y una vez que llegaba a
dominar todos esos detalles, podía evocarlos de nuevo en su memoria y
reordenarlos con una habilidad que resultaba apabullante.
La forma habitual que tenía Hinckley de dar la bienvenida a cualquiera
que se incorporase a su servicio consistía en una buena y despreciativa dosis
de silencio, nada de ¡Hola! ¿Qué tal está? ni de tonterías de ese tipo. Sin
embargo, se mostró realmente cordial aquel día, cuando me hicieron pasar a
su despacho. Lo sé a ciencia cierta porque me preguntó si había tenido un
buen viaje.
—Especialmente durante el trayecto desde Bangkok hasta aquí —le dije
—. Fue muy excitante. Tuvimos de piloto a un boy-scout. La mayoría de mis
compañeros de vuelo tenía cuatro patas, con excepción del tipo que se sentó a
mi lado. Era de Narcóticos.
—¿De Narcóticos? ¿Y qué demonios viene a hacer aquí? —me preguntó
Hinckley.
—Me dijo que se interesaba por las inscripciones de los templos.
—¡Ya, claro! Al igual que yo me intereso por aprenderme de memoria el
alfabeto sánscrito, si es que tiene alguno, cosa que dudo. Se supone que esos
tipos de la brigada antidroga no pueden venir aquí sin mi autorización. Todo
cuanto hacen es causamos problemas, husmear por todas partes, meter sus

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narices donde nada se les ha perdido. Aquí estamos dirigiendo una guerra y
no podemos tener a gente como ésa, interponiéndose continuamente en
nuestro camino. ¿Dónde se hospeda, lo sabes?
—No me lo dijo.
—No importa. Lo encontraremos. Déjame que te haga un rápido resumen
de lo que estamos haciendo realmente aquí.
Hinckley se levantó y se dirigió con un puntero en la mano hacia un
enorme mapa de la región, que colgaba de la pared a sus espaldas.
Físicamente, Hinckley era un hombre extrañamente poco atractivo. Sus
cabellos eran rubios, de un amarillo tan intenso como las mieses. Tenía la tez
pálida, casi translúcida, esa clase de piel que uno jamás se atrevería a exponer
al sol si fuese la propia. De ahí le venía su apodo, el Jinete Pálido; imagino
que inspirado en El paraíso perdido de Milton, en aquel verso que reza:
Muerto sobre su caballo pálido.
Sus facciones eran nórdicas y había en ellas una regularidad
desconcertante. Cuando le vi por primera vez pensé que tenía un rostro en el
que la vida aún no había dejado sus huellas. Nada había sido escrito en esa
faz, ningún recuerdo de luchas o preocupaciones. Y pese a lo mucho que
había hecho desde entonces, sus propias luchas y sus preocupaciones las
había grabado en los demás, mientras que su rostro, como bien podía
apreciarse, no había cambiado en absoluto. Dicho sea esto de paso en relación
con la creencia de que la vida deja inevitablemente sus huellas en nuestras
fisonomías.
—Lo que hemos hecho en Laos desde un principio —me informó
Hinckley— es organizar, entrenar y equipar nuestro propio ejército para que
libren nuestra guerra para nosotros. Tiene su base en esta zona, en la Segunda
Región Militar, al norte de la meseta de Jarres, junto a la frontera
nordvietnamita. Los soldados pertenecen, fundamentalmente, a una tribu, la
de los meo. Odian a los vietnamitas. Y son, puedes creerme, combatientes
terroríficos. Asesinos auténticos.
Hinckley se relamió de gusto durante unos instantes por lo que acababa de
decir.
—Básicamente están dirigidos por su propio cacique, un hombre llamado
Vang Pao.
Acarició el mapa con su puntero.
—Los infiltramos por la cordillera Annamita hasta bajar a la Ruta de Ho
Chi Minh. Han realizado una labor extraordinaria para nosotros, recabando
datos sobre los movimientos de las tropas vietnamitas. Luego los utilizamos

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para que colocasen en las rutas unos artilugios sensibles al calor,
desarrollados por el Pentágono. Registran la presencia de una gran cantidad
de seres humanos, emiten una señal de radio y, ¡bingo!, ahí vienen los «B52».
»Aquí, en Laos, los hemos organizado en lo que llamamos “patrullas
móviles de combate”. Queríamos llamarlos “patrullas de cazadores asesinos”,
pero al viejo Mr. Relaciones Públicas, al señor Bill Colby, no le agradó la
expresión. Temía que nuestros queridos medios de comunicación pudiesen
interpretarla de un modo erróneo. Lo que hacemos con esas patrullas es
soltarlas allí donde los comunistas locales, los miembros del Patet Lao, se han
hecho con el poder. Los del Patet Lao emplazan en esas zonas a sus propios
cuadros, imponen su propia infraestructura política. Nuestras patrullas se
introducen sigilosamente por la noche en una aldea, rodean a los cuadros del
Patet Lao y los ejecutan inmediatamente, en presencia del resto de los
campesinos. Es un modo muy saludable de lograr que sus mentes y sus
corazones se centren en lo fundamental, créame.
—¿A cuántos de ésos tenemos bajo las armas?
—A unos treinta mil, aproximadamente. Jamás se puede ser preciso en
esas cosas.
Hinckley regresó a su sillón y se sacó un «Camel» del bolsillo.
—En fin —concluyó—, básicamente, ésa es la operación que estamos
dirigiendo aquí. Estamos al mando. La gente del Pentágono trabaja para
nosotros. El Estado…
Hinckley soltó la carcajada al pensar en cuál podría ser la contribución del
Estado a esa operación. Luego abrió una de las gavetas de su escritorio y sacó
un expediente.
—Uno de mis muchachos te ha preparado esto —me dijo, entregándome
la carpeta—. Es el mejor resumen que hemos podido elaborar sobre su
objetivo en el GRU. Llévatelo, léelo y devuélvemelo.
El funcionario que había preparado el informe que me había dado
Hinckley había hecho un trabajo excelente. De todos modos, resultaba
evidente que no iba a ser nada fácil llegar hasta mi comandante sin que sus
camaradas soviéticos se diesen cuenta de mi maniobra. Sus superiores no
parecían confiar en él más que con ciertas reservas.
—¿Está por aquí la persona que ha escrito esto? —pregunté a Hinckley al
devolverle el expediente—. Me gustaría conocerlo.
—Se encuentra ahora con los meo, en nuestro cuartel general de avanzada
de Long Tien.
—¿Podría ir allí?

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Hinckley se quedó reflexionando unos instantes.
—Siempre puedo enviarte en cualquiera de nuestros aviones que
transportan armamento. Disfrutarás de ese viajecito mucho más de lo que has
disfrutado del vuelo que te trajo hasta aquí.

La entrada a la «Rosa Blanca», que tan encarecidamente me había


recomendado Kevin Grady, se hacía por una de las calles laterales que iban a
desembocar justamente a la orilla izquierda del Mekong. El local ocupaba
toda la planta baja de un hôtel particulier francés del siglo XIX, que habría
sido, sin duda alguna, la mansión de alguno de los gobernantes franceses de la
ciudad en los años comprendidos entre las dos guerras mundiales. A esa altura
la orilla del río presentaba una hilera de edificaciones parecidas, réplicas,
probablemente, de las casas que sus propietarios habían soñado con mandar
construir en Grenoble, Burdeos o Lyon una vez que hubiesen amasado sus
fortunas en Indochina.
Ya se me había pasado la resaca, por lo que se me antojó que unos
cuantos tragos en la «Rosa Blanca» serían un procedimiento tan bueno como
cualquier otro para comenzar mi estancia en Laos.
El encargado de relaciones públicas de nuestra Embajada se encontraba
sentado justamente junto a la puerta cuando entré al local. Me había tropezado
con él ya antes en un par de fiestas celebradas en George Town.
Afortunadamente, no me reconoció, ya que tenía sobre su regazo a una chica
laosiana, a una de las camareras de barra, que se dedicaba alegremente a
restregar sus pechos desnudos en el rostro del funcionario. Esa clase de juegos
era la nota predominante de la noche.
Había un bar en el primer recinto al que uno entraba. De ahí se pasaba a
un segundo aposento, alargado y estrecho, con una de sus paredes laterales
cubierta de junco de Indias. Al fondo se alzaba un pequeño escenario, tapado
por una cortina decorada con un estampado que exhibía un montón de… rosas
blancas, precisamente. Agrupadas junto al escenario había algunas mesitas
minúsculas y sillitas de tijera para los clientes que deseasen encontrarse cerca
del lugar de la acción. A lo largo de la otra pared había unos cuantos
reservados, destinados a atender a una media docena de clientes. Uno de ellos,
como pude advertir, estaba ocupado por un bullicioso grupo de compatriotas,
los cuales, a juzgar por el nivel de decibelios que provenía de su reunión, se lo
estaban pasando en grande.
Ocupé una silla al fondo del bar, frente al escenario, encargué una bebida
y me encendí uno de los puros «Romeo y Julieta» que había adquirido en la

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tienda libre de impuestos al emprender mi vuelo. Durante algunos placenteros
momentos me dediqué a contemplar a las camareras laosianas, que se
deslizaban graciosamente por entre las sombras a la búsqueda de alguien que
les pidiese una copa de lo que pudiera ser aquel agua coloreada que se hacía
pasar por champaña en la «Rosa Blanca».
A mi izquierda, uno de los norteamericanos del reservado salió y se
dirigió lentamente hacia el bar, llevando una media docena de vasos listos
para ser rellenados.
Cuando hubo terminado de transmitir su encargo al camarero, se me
quedó mirando.
—¡Hola! —me dijo—. Advierto que ha de ser la primera vez que viene a
nuestra entrañable «Rosa Blanca».
—¿Se nota? —pregunté.
—Bueno —replicó—, va demasiado bien vestido para lo que se estila en
Vientiane.
Me pareció que había utilizado al menos seis sílabas para poder extraer de
su lengua el nombre de la ciudad. Me miré la ropa que tenía puesta. Todavía
llevaba mi arrugado traje de lino con una camisa limpia y una corbata a rayas.
Resultaba muy evidente que no se veían muchas corbatas en el
establecimiento.
Mi nuevo y casual amigo me distinguió con esa sonrisa de satisfacción
propia de un predicador rural que se queda contemplando una dádiva
especialmente generosa.
—¿Sabe usted? —me confesó—. Allí de donde provengo, en la parte
occidental de Texas, diríamos que va vestido como un médico especialista en
gonorreas durante un sábado por la noche en una ciudad de nuevos ricos.
Celebró con carcajadas más estruendosas que las mías su propio chiste.
Luego me dio una fuerte palmada en el hombro con una mano del tamaño de
una sartén.
—¡Qué aspecto excelente tiene su habano! ¿No será uno de los del señor
Fidel Castro?
Hice una señal de asentimiento.
—¿Quiere uno?
—Gracias, pero no puedo permitírmelo. ¿Le importa si le doy un consejo
bienintencionado, amigo mío?
—Cualquier cosa que sirva de ayuda a un recién llegado a la ciudad.
—Bien, si yo estuviese en su lugar, me apresuraría a esconder ese puro —
me dijo, mientras el regocijo que brillaba en su mirada revelaba lo mucho que

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se estaba divirtiendo con todo el asunto—, ya que dentro de pocos momentos
se presentará en ese escenario una encantadora jovencita, y en caso de que le
vea el cigarro, puede tener la certeza de que lo deseará fervientemente.
Se apoderó entonces de una de las botellas de cerveza que el camarero
había colocado sobre la barra, le pegó un buen trago y se volvió de nuevo
hacia mí entre sofocadas risitas.
—Pues bien, esa jovencita puede hacer algún que otro truco con el puro
que encresparía las barbas del viejo señor Castro. Pero no le quepa la menor
duda de que no querrá acabar de fumarse el puro una vez que la chica se haya
entretenido con él, puede creerme.
—Está bien, gracias —contesté—, lo tendré en cuenta.
—¿Qué le trae por Vientiane? —me preguntó, haciendo gala de esa
franqueza ante los desconocidos que suele caracterizar a los norteamericanos
que se encuentran en el extranjero.
—Soy del Departamento de Defensa. Me encuentro aquí en servicio
temporal.
—¿Es cierto? Bien, en tal caso, trabajamos para la misma gente.
—¿Cómo es eso? —pregunté.
—Piloto de aviación. De las «Líneas Aéreas Norteamericanas». O de las
«Líneas de Sobresaltos Norteamericanos», como las llamamos por estos lares.
Pues bien, la «Air America» era una organización que me resultaba algo
más que familiar. Cuando la Agencia la fundó, a principios de los años
cincuenta, nos asignaron tres escuadrillas de la «Air National Guard» en
California, Florida y Virginia Occidental para atender las necesidades de
nuestro transporte aéreo. Eran unos chicos extraordinarios. «FANGOS» los
llamábamos, según las siglas de Fucking Air National Guard Officers.
Transportaban para nosotros cualquier cosa y a cualquier parte, pero eran,
esencialmente, guerreros de fin de semana. Antes de que transcurriese mucho
tiempo, nuestros requerimientos habían superado con creces sus capacidades
para servimos.
La «Air America» fue la solución a la que llegaron los jefazos de la
Agencia para resolver nuestros problemas de transporte aéreo. Nos hicimos
los dueños absolutos de la compañía gracias a un propietario de Florida que
pusimos de testaferro con ese fin. Un puñado de agentes veteranos de la
compañía asesoraba en efecto a los pilotos profesionales de la Agencia en la
misión de dirigir para nosotros a la «Air America». El resto de los empleados
de la «Air America» creía —o al menos se suponía que creía— que estaba
trabajando para una compañía aérea privada, dedicada al transporte comercial.

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Negábamos rotundamente tener algo que ver con esas líneas aéreas, aun
cuando en los tiempos de mi visita a Laos esa mentira se hacía cada vez más
transparente.
—No conocía eso de los «sobresaltos» —apunté—. ¿Cómo se llegó a ese
mote?
El hombre gritó de puro júbilo.
—Algunos de esos chicos que ve allí —me explicó, señalando con la
botella de cerveza el reservado del que acaba de salir— suelen volar un
poquitín más bajo y un poco más rápido de lo que se suponen que establecen
las ordenanzas en nuestro excelente manual. El bueno de Billy Bob, ése de
allí —y esta vez señaló con la botella y el índice a uno de sus compañeros—,
se olvidó de levantar su tren de aterrizaje un día de la semana pasada. Eso es
lo que le pasa a un hombre cuando ha bebido demasiado. Pensó en ir a
despedirse de su chica antes de poner rumbo hacia el Norte. El pobre idiota
voló tan bajo por encima de la casa de su novia que casi arranca el tejado con
las ruedas. Se llevó la chimenea por delante.
Se echó a reír a carcajadas al recordar la aventura de Billy Bob.
—¡Mierda! —exclamé—. Tengo que hacer un viaje con vosotros. Espero
que no me toque ése de piloto.
—¿Es cierto lo que dice? ¿A dónde quiere ir?
—A Long Tien.
—¡Anda, que le va a gustar! Es el culo del mundo en el Sudeste asiático.
Mira, chico —me dijo, tendiéndome su enorme mano—, si vas a volar con
nosotros, lo mejor será que vengas a tomarte un trago. Beber solo en la
«Rosa» no sirve más que para meterse en líos. Me llamo Albright. Ray
Albright.
Me pasó un brazo por el hombro y me guió hasta su mesa.
—Éste es Pete Tuttle —anunció a sus amigos—. Del Departamento de
Defensa. Contribuirá a pagar la cuenta, así que sed amables con él.
Luego me presentó a sus camaradas aviadores, a Rick, Tex, Billy Bob y a
los demás, cuyos nombres, si he de ser completamente franco, ya hace mucho
tiempo que he olvidado. Entremezcladas con ellos había tres o cuatro
camareras, las cuales, según imaginé, eran las damas más atractivas que podía
ofrecer la «Rosa Blanca».
Estuvimos riendo y bebiendo durante un rato hasta que una especie de
estruendoso fragor de címbalos anunció que iba a comenzar el espectáculo.
Las luces se fueron apagando, se alzó el telón y se vio sobre el escenario a
una chica larguirucha con los cabellos negros recogidos en lo que parecía un

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corte de pelo a lo paje; llevaba un minúsculo taparrabo, zapatos de tacón alto,
maquillaje y no mucho más. Durante unos instantes permaneció de pie,
echando fuego por los ojos y contemplando con arrogancia a los espectadores.
Luego, moviéndose con la celeridad que le permitía su extraordinaria
agilidad, saltó del escenario, arrebató la pipa que empuñaba un cliente en la
segunda fila de mesas y volvió de un nuevo salto al escenario, blandiendo la
pipa en el aire como si fuera un cuchillo.
El público la vitoreó mientras ella daba varias chupadas a la pipa para
asegurarse de que estaba bien encendida.
Y cuando lo estuvo, se sentó cómodamente en una butaca que se
encontraba a sus espaldas. Se abrió de piernas, se apartó con la mano el
taparrabo, dirigió al público una sonrisa desafiante y se insertó en la vulva el
cañón de la pipa. A los pocos segundos, en virtud de alguna manipulación
mágica ejercida por aquellos preciosos músculos que tenía, hizo que
empezasen a salir intermitentemente de la pipa columnas de humo.
Mis pilotos emitieron alaridos de alegría.
—¡Cómo está Aw! —bramó Billy Bob a mi lado—. Ése es su nombre,
Aw —añadió en tono confidencial—. Es una tailandesa del otro lado del río.
¡Joder!, echa más humo que un guerrero siux comunicando a su tribu la
llegada del general Custer. Tendría que ver a esa chica cuando la toma con los
cigarrillos. Hasta treinta «Salems». Ése es su récord.
Y me comunicó la hazaña de la joven con tal orgullo, que uno hubiese
podido pensar que la proeza era suya.
Cuando Aw hubo terminado la exhibición de sus facultades artísticas, las
luces se encendieron de nuevo y reanudamos la conversación y los tragos.
Tendría la oportunidad de llegar a conocer muy bien a esos pilotos durante mi
estancia en Vientiane, y he de decir que jamás podría toparse uno en este
mundo con un puñado de jóvenes más fieros, más descarados, más
escandalosos y más partidarios de apurar la vida hasta el máximo. Eran
suicidas auténticos buscando la excitación del peligro. Si no hubiesen estado
pilotando aviones para nosotros, se habrían dedicado a conducir stock-cars o
a atravesar en moto el desierto de Gobi. Vivían en un continuo reto a la
suerte. Como me dijera Billy Bob aquella noche:
—Mira, hombre, me importa un pimiento lo que lleve en la parte trasera
de mi avión. Págame el dinero suficiente y te transportaré hasta el Polo Norte
un cargamento de mierda de camello y se lo dejaré caer en el culo a un oso
polar.

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Todos llevaban brazaletes de oro en la muñeca izquierda, dos o tres a la
vez. Cada brazalete consistía en cuatro pulseras de oro enlazadas por
eslabones. Ray me dijo que los llamaban brazaletes Cuatro Estaciones.
—Olvídate de esa calderilla de mierda —me explicó, refiriéndose a la
moneda local—; aquí solamente cuentan dos clases de dinero: el oro y las
drogas.
Llegué a conocer un poco más a Billy Bob a medida que avanzaba la
noche. Tendría unos treinta y tantos años, había sido piloto en la Marina de
guerra y llevaba tatuada en su bíceps izquierdo la inscripción Semper Fidelis;
tenía unos hombros anchos y fornidos, que le delataban como antiguo
delantero centro, y la nariz era con mucho lo peor que podía llevar en la cara.
Su sonrisa, entre burlona, traviesa y taimada, era la del muchacho que se pasa
la mejor parte de su vida tratando de meter sigilosamente la mano en el tarro
de las golosinas de cualquier persona. Había nacido, según me informó, en
una localidad situada al oeste de Oklahoma, tan pequeña «que todo cuanto allí
había era una boca de incendios para que se measen en ella los perros y un
poli encargado de poner multas por exceso de velocidad a cualquier tejano
que acertase a pasar por aquel lugar».
Según lo que él mismo confesaba, llevaba ya dos años pilotando lo que él
calificaba de «transbordador espacial jode que jode», transportando armas de
Saigón a Vientiane y desde allí hasta las tribus de los meo. Era un trabajo, me
dijo, «muchísimo más divertido que estar espolvoreando insecticida sobre el
gorjo de la patata». Aparte de eso, me confió, «cualquier tipo que mantenga
sus ojos bien abiertos siempre puede encontrar un medio para ganarse unos
cuantos dólares de más arramplando con un cargamento extra».
Serían más o menos las once y media cuando Billy Bob bostezó y se
levantó de la mesa. Dirigió una sonrisa a la chica de la barra que había
permanecido cariñosamente a su lado, con silencioso desvelo, mientras
habíamos estado hablando.
—Yo y aquí Flor de Loto tenemos que ir a hacer cierta diligencia —
anunció.
Y tras una ronda de despedidas, sorprendentemente ceremoniosas, ambos
se marcharon.
No creo que transcurriesen más de cinco minutos antes de que uno de los
camareros se acercase corriendo a Albright.
—Mr. Ray, venga rápido, rápido —gritó—. Su amigo, está muerto.
—¿Qué demonios estás diciendo? —vociferó Albright.

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—¡Su amigo, un hombre le hizo pum-pum! —gritó el camarero,
simulando con el índice y el pulgar una pistola para hacerse entender.
Todos saltamos de nuestros asientos, derrumbando la mesa y provocando
una cascada de botellas de cerveza y de vasos de whisky medio vacíos, y nos
precipitamos hacia la puerta.
El cuerpo de Billy Bob yacía de espaldas en la esquina donde la callejuela
iba a desembocar a la ribera del río, tenía la cabeza sumergida hasta el cuello
en la zanja de la cloaca que corría al aire libre a todo lo largo de la calle.
Estaba boquiabierto, y sus ojos, ya sin vida, permanecían dilatados,
contemplando la última visión de su joven vida, la fachada del edificio de tres
plantas que se alzaba sobre él. Flor de Loto, o como quiera que se llamase,
permanecía sentada junto al cadáver, con las piernas cruzadas, chillando
histéricamente.
Me incliné sobre su cuerpo. En el pecho, a la altura del pulmón izquierdo,
presentaba una herida profunda, del tamaño de un puño, provocada por una
explosión. No cabía lugar a dudas, era el orificio de salida de un proyectil que
le había atravesado, disparado con un arma de pesado calibre, probablemente
del cuarenta y cinco.
—¿Qué demonios ha ocurrido? —gritó Ray al corro de laosianos que se
había formado silenciosamente alrededor del cuerpo de Billy Bob.
Sus rostros carecían de expresión; en ninguno de ellos podía apreciarse el
miedo, ni la preocupación, ni el asombro. Por desgracia, la muerte repentina y
violenta se había convertido en acontecimiento cotidiano en su nación, en
otros tiempos país pacífico y encantador.
—Un hombre, le hizo pum-pum —explicó alguien a Ray.
—¿Un hombre norteamericano o laosiano? —preguntó Ray.
—Laosiano, laosiano —dijeron todos a la vez.
—¿Por dónde se fue?
Las miradas inexpresivas con que acogieron los presentes la pregunta de
Ray indicaban bien a las claras lo difícil que iba a ser enterarse de eso.
Finalmente, alguien dijo, encogiéndose de hombros:
—Salió corriendo a toda prisa.
Mientras nos encontrábamos allí llegó una pareja de policías que se
pusieron a contemplar la escena con una expresión que tan sólo puede ser
descrita como de olímpica indiferencia. Por fin, uno de ellos se agachó, sujetó
por los hombros el cuerpo de Billy Bob y le dio media vuelta para poder echar
una ojeada al orificio de entrada de la herida, alumbrándolo con su linterna
eléctrica.

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A través de la sangre y el fango que rodeaban la herida, pude observar, en
los trozos de tela desgarrados de la camisa de Billy Bob, las manchas
negruzcas y grisáceas que habían dejado las quemaduras de pólvora.
Quienquiera que lo hubiese asesinado tenía que haberle disparado a
quemarropa, a menos de treinta centímetros de distancia. El policía laosiano
susurró algo a su compañero y soltó los hombros de Billy Bob, dejando que
su cuerpo se desplomase de nuevo de espaldas contra el pavimento con un
golpe seco.
Miré a Albright. No sabía si se había dado cuenta de las quemaduras de
pólvora, ni si comprendía el significado de las mismas, pero de repente me
asaltó una idea. Billy Bob no había sido asesinado. Había sido ejecutado.
En aquellos momentos, el corro de espectadores que se apretujaba en
tomo al cadáver de Billy Bob tendría unas seis filas de fondo. Y sin embargo,
la mayoría guardaba silencio, contemplándonos con sus rostros inexpresivos,
mientras que algunos cuchicheaban por lo bajo entre sí, como si todos
pensasen que el sonido de la voz humana podría violar la dignidad que la
muerte repentina había impuesto a nuestra asamblea. Los policías habían
logrado finalmente calmar a Flor de Loto y se la habían llevado aparte para
comenzar su interrogatorio.
—¿Quién demonios puede haber hecho eso? —pregunté a Ray.
—Bien me gustaría saberlo —me contestó en tono áspero, y ahora, su
jovialidad de muchacho travieso parecía encontrarse a años luz de distancia
—. ¡Cómo me gustaría saberlo!
Me quedé mirando a los dos policías laosianos que estaban interrogando a
Flor de Loto.
—Tengo el presentimiento —dije—, no sé por qué, de que esos
gendarmes laosianos no van a ser de mucha ayuda a la hora de encontrar una
respuesta a tu pregunta.
—¿Ésos? —exclamó Ray, dando un bufido—. Si estamos de suerte, es
posible que logren deletrear correctamente el nombre de Billy cuando
extiendan su certificado de defunción.
Ray se puso en cuclillas y contempló fijamente el cuerpo de Billy Bob,
mientras sacudía lentamente la cabeza, manifestando dolor o asombro… o
quizás ambas cosas a la vez.
Aún transcurrieron al menos quince minutos antes de que el aullido de
una sirena anunciase la llegada de la ambulancia que alguien había mandado
llamar cuando Billy Bob fue abatido de un disparo. Una pareja de camilleros,
con sandalias y pantalones cortos, se abrió paso entre la multitud, seguida de

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un hombre que debía de pertenecer, según imaginé, a la profesión médica, ya
que llevaba una bata blanca salpicada de sangre. Se arrodilló junto al cadáver
y lo observó durante unos instantes. Luego se volvió hacia nosotros para
transmitimos su diagnóstico oficial.
—Su amigo ha muerto —declaró.
—¡Ay, mierda! —gimió Ray—. Eres realmente un tío muy servicial, muy
servicial.
Pasando por alto esas palabras, el médico extendió las manos y cerró
aquellos ojos que apenas media hora antes habían centelleado de entusiasmo
por la vida. Los camilleros levantaron el cuerpo y lo dejaron caer como un
fardo sobre la camilla.
—Lo llevaremos al «Saint Joseph General». Podrán venir a reclamarlo
mañana. De lo contrario, lo enterraremos —explicó el médico a Ray.
—No te preocupes, compañero, que estaremos allí —prometió Ray
cuando los camilleros se dirigían hacia la ambulancia.
El ruido que hicieron al cerrarse las puertas de la ambulancia tuvieron el
mismo efecto que producen las luces al encenderse en un cine a oscuras. Se
habían llevado el cadáver; el espectáculo había terminado. Tras unas últimas
observaciones dichas entre dientes, la multitud se dispersó y empezó a
alejarse sin rumbo fijo.
—Me hospedo en el «Metropole», si es que hay algo que pueda hacer por
ti —dije a Ray.
—Gracias, compañero —me dijo, apretándome con fuerza la mano que le
tendí.
Y a continuación, también yo me uní a la desbandada de los espectadores.
Y ahora, por primera vez, advertí delante de mí la presencia de otro
norteamericano que también empezaba a alejarse de nuestra pequeña
asamblea, con las manos metidas en los bolsillos y la cabeza gacha, en un
gesto que me pareció de dolor. Sabía que no era ninguno de los pilotos que
había conocido de la «Air America», y sin embargo, había algo en aquella
esbelta figura que me resultaba vagamente familiar. De repente me di cuenta
de que se trataba de Kevin Grady, mi compañero de vuelo en el viaje desde
Bangkok.
Alcancé a Grady y me puse a caminar a su lado. Necesitó unos cuantos
segundos para advertir mi presencia, tan concentrada debía de tener su mente
en aquello en lo que estuviese pensando. Cuando me dirigió la mirada, pude
ver, incluso bajo la escasa iluminación de esa calle laosiana, que sus facciones

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se oscurecían en un gesto de desagrado. Era evidente que mi presencia a su
lado era cualquier cosa menos bien recibida.
—Tiene un poco el aspecto del que padece una neurosis de guerra.
¿Acaso era amigo suyo? —le pregunté.
Grady apartó de mí su mirada y siguió caminando por la calle, con las
manos metidas en los bolsillos y la cabeza gacha.
—No —dijo finalmente—. Pero lo conocía.
Echó entonces una ojeada a su reloj de pulsera.
—De hecho, se suponía que tenía que encontrarme con él, ahora
precisamente.
—¡Dios mío! —exclamé, incapaz de disimular mi sorpresa—. ¿Así que es
por eso por lo que le mataron?
Grady no me dirigió la palabra durante un buen rato. Luego se encogió de
hombros.
—Puede ser. Es probable. Esta mañana usted me preguntó cómo hacían
para sacar la droga de aquí. Pues bien, ahora ya tiene su respuesta.
Así que ésos eran los cargamentos extras que Billy Bob había estado
llevando de un lado a otro en la parte trasera de los aparatos de nuestra fuerza
aérea. Y por lo feliz que se veía el dichoso Billy Bob cuando se marchó para
ir a reunirse con Grady, lo más probable era que hubiese sido un soplón. Fue
por eso por lo que le asesinaron.
—¡Bueno, adiós! Mi hotel queda por ahí —dijo Grady, señalando un
callejón parcamente iluminado que se alejaba en ángulo recto de la calle de la
ribera.
—¿Puedo acompañarle hasta su hotel? —le pregunté.
—Yo no lo haría si estuviese en su lugar —contestó Grady—. Jamás se
puede saber quién anda interesándose por mí por estos andurriales.
Me dijo adiós con la mano y se internó por el callejón.
Y mientras lo veía desaparecer en la oscuridad, me vinieron a la memoria
cuatro palabras que había escuchado esa noche:
—No importa. Lo encontraremos.

El avión que habría de conducirme a Long Tien tenía prevista su salida


del aeropuerto de Vientiane exactamente a las veinticuatro horas del asesinato
de Billy Bob. Coincidió por casualidad con la propia partida de Billy Bob, en
su camino hacia Saigón y luego hasta su ciudad natal al oeste de Oklahoma.
Su cuerpo había sido empaquetado para el viaje en una de esas verdes bolsas

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elásticas para cadáveres, que ahora constituyen parte del legado tecnológico
que nos dejó la guerra del Vietnam.
Muchos de los compañeros de Billy Bob, pilotos de la «Air America», y
no pocas amiguitas suyas se habían dado cita para verlo partir. En aquella
mañana había una multitud de personas, sobrias y sombrías, reencarnadas en
seres que no pertenecían a la «Rosa Blanca». Alguien había logrado
desenterrar de alguna parte a un clérigo de alquiler para que pronunciase unas
cuantas palabras insípidas antes de que el cuerpo fuese introducido en el
compartimiento de carga del avión a reacción de la «Air America». «Bien,
Willy Bob —pensé, mientras lo veía desaparecer en la bodega del avión—,
espero que en esa pequeña localidad de Oklahoma tengan ahora un
cementerio donde puedan ponerte junto a la boca de incendios y al policía de
tráfico».
Dio la casualidad de que Ray Albright había sido asignado para pilotar el
«DC3» de la «Air America» que me llevaría a Long Tien. La noche anterior
ya había volado con su avión y su cargamento desde Long Tien. Me invitó
cordialmente a subir al aparato y a compartir con él la cabina del piloto. Al
parecer, la «Air America» no sentía mayor debilidad que la «Air Laos» por
los copilotos.
—¿Hay alguna novedad sobre el asesinato de Billy Bob? —le pregunté,
una vez que estuvimos a bordo.
—Ninguna —contestó Ray—, y tampoco la habrá. El asunto ha quedado
sepultado.
—¿Qué piensas que le ha ocurrido?
—Lo más probable es que probase fortuna. Si se quiere vivir al borde del
abismo, amigo mío, el secreto no consiste en saber cómo tiene que apartarse
uno. El secreto consiste en saber cómo no hay que caerse por el precipicio,
una vez que se ha llegado hasta él.
Volví la mirada hacia la cabina de pasajeros del avión, que había sido
transformada en una bodega de transporte. A uno de los costados se alineaban
largas cajas de madera, sujetas al fuselaje, que dejaban un pasadizo con la
pared de enfrente lo suficientemente ancho como para poder cruzarlo.
Estampados en los paneles laterales de cada caja se veían los nombres de los
remitentes de origen, la «Sea Supply Incorporation» de Miami, Florida. En la
parte opuesta había una docena de cajas de jabón «Tide».
Al igual que la «Air America», la «Sea Supply» era también una de
nuestras compañías. De hecho, era una de las primeras compañías que había
fundado la Agencia con un propietario de tapadera.

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—¿Qué llevas ahí? —pregunté a Ray, señalando con el pulgar hacia los
embalajes—. ¿Son «M-16»?
—No —respondió—. Son «Kaláshnikov». A los meo les gustan los
Kalas. El enemigo también los utiliza, así que pueden disparar toda la
munición que caiga en su poder.
—¡Oh, sí! —dije, dándomelas, para cubrir las apariencias, de experto en
armas del Pentágono—, los «M-16» pueden resultar demasiado refinados para
alguna gente.
Sin embargo, al reflexionar, me di cuenta de que había sido un gesto
desperdiciado. Ray no era ningún tonto. Y a esas alturas, ya se habría
imaginado cuál era mi afiliación real. Ninguna persona se monta en esos
vuelos a Long Tien sin tener la completa aprobación de la CIA.
—¿Para qué es todo ese jabón? ¿Acaso se acumula la ropa sucia en Long
Tien? ¿Tanto hay que lavar?
—¡Lávame el culo! Nuestros técnicos han descubierto un procedimiento,
que enseñan a los meo, para mezclar esa sustancia con gasolina y preparar
una especie de bombas de napalm de fabricación casera, con las que pueden
freír vivos a esos gilipollas —me explicó, echándose a reír—. «Metodología
Expeditiva de Campo». Así es como la llaman.
Hizo un gesto indicándome que dirigiese mi mirada hacia tierra.
—La meseta de Jarres —me dijo—. En su mayor parte, tierra de bandidos
en nuestros días.
Observé la verde sabana que se extendía por debajo.
—¿Nunca han tratado de dispararte?
—A veces, pero tendrías que tener la puntería de la legendaria Annie
Oakley si quisieras dar a uno de estos aparatos con un «Kaláshnikov» desde el
suelo. Lo único que nos puede preocupar es un fallo técnico.
—¿Qué ocurriría si tuvieses que hacer un aterrizaje forzoso ahí abajo?
Ray se sonrió y dio unos golpecitos en el «Colt 45» que llevaba al cinto.
—Lo más inteligente que puedes hacer es hacerte un favor y saltarte la
tapa de los sesos antes de que esa escoria humana se apodere de ti.
Habría transcurrido una hora desde que salimos de Vientiane cuando me
levanté y me dirigí a la parte posterior del avión para utilizar el retrete. Entre
el último montón de embalajes y la cola del avión había un espacio libre de
unos tres metros de largo. Cuando terminé en el retrete, me puse a gatear por
el suelo y exploré el espacio despejado con una linternita.
Encontré lo que andaba buscando en un estrecho canal de desagüe que
corría por el piso junto al fuselaje. Allí estaban escondidos, en cantidad

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considerable, unas barras de una sustancia negra y viscosa, que se parecía un
poco a esas gotas de salsa que uno se encuentra en las varillas de la parrilla
que ha dejado sin lavar durante toda la noche después de haberla utilizado
para asar en el homo el tradicional pavo del Día de Acción de Gracias. No
podía ser más que una cosa: pasta cruda de opio. Kevin Grady había estado en
lo cierto.
De vuelta al asiento del copiloto, me puse a pensar en las implicaciones
de mi inoportuno descubrimiento. Me había colocado en la posición del
marido que se dedica a investigar si su mujer le es infiel. Descubre que lo es.
Y luego, ¿qué demonios hace con ese descubrimiento?
De una cosa estaba completamente seguro. No había modo alguno de que
esos pilotos de la «Air America» pudiesen transportar esa sustancia y sacarla
de allí en sus aviones sin que Ted Hinckley estuviese al corriente de lo que se
traían entre manos. Hinckley dirigía su base de operaciones con la misma
rigidez que cualquiera en la Agencia. Se vanagloriaba de conocer todo cuanto
ocurría bajo su mando.
Eso significaba que en la base se hacía la vista gorda ante ese tráfico con
conocimiento de causa y de forma deliberada. Era otra situación similar a la
del «Triángulo del Oro».
El llamado Triángulo del Oro, con su producción masiva de opio, se
remonta al año de 1949, cuando el ejército comunista de Mao Tsé-tung
derrotó al Kuomintang de Chang Kai-shek. A raíz de aquella derrota, dos de
los partidarios de Chang, dos caudillos militares, dos generales llamados Li
Wen-huan y Tuan Shi-wen, emprendieron la marcha con sus tercer y quinto
ejércitos de campaña, soldados, familias, perros, gatos y ganado, atravesaron
las montañas del sudeste de Kunming y llegaron a una zona situada al norte
de Birmania. Allí, aquellos soldados campesinos se pusieron a cultivar la
planta que mejor conocían: la adormidera.
Precisamente en los momentos en que sus plantas estaban dando las
mejores cosechas estalló la guerra de Corea. Nuestra Agencia recién fundada
necesitaba desesperadamente obtener información de lo que ocurría dentro de
la China comunista, e igual era su desesperación por la falta de las fuentes
necesarias para obtenerla. Y fue así como nos dirigimos a los generales Li
Wen-huan y Tuan Shi-wen.
Ambos se mostraron más que gozosos de poder prestar ayuda.
Comenzaron a infiltrar a sus hombres en China, de un modo sistemático, para
estudiar objetivos y proporcionamos una información que nosotros jamás
hubiésemos logrado por otros medios. Durante la mayor parte de la siguiente

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década, fueron ellos nuestra fuente más importante de información en la
China roja.
Dio la casualidad de que aquel período coincidió también con el auge de
aquella región del norte de Birmania, llamada ahora el Triángulo del Oro, que
se convirtió en una de las principales fuentes mundiales de opio para su
posterior transformación en heroína.
Sabíamos lo que estaban haciendo los generales y sus acólitos. Su tráfico
significaba una turbación constante para nosotros, aun cuando no nos
perturbaba tanto como para que estuviésemos dispuestos a hacer algo por
impedirlo. Existía un convenio tácito entre la CIA y los generales.
Apoltronado en aquella cabina, en el asiento del copiloto, junto a un
empleado contractual de la CIA, que la pasada noche habría transportado, casi
con toda certeza, un cargamento de pasta cruda de opio hasta Vientiane en ese
mismo avión, una cosa me resultaba más clara que las campanadas de
medianoche: los de Langley tenían que saber lo que estaba ocurriendo allí con
el contrabando de opio, al igual que supieron hace años lo que se estaba
cocinando en el Triángulo del Oro.
Pues bien, ¿qué debería hacer con ese peligroso descubrimiento que
acababa de realizar? ¿Hablar del asunto con Hinckley? Lo mejor que podía
ocurrir es que lo considerase una broma. Pero si lo tomaba a la tremenda, lo
interpretaría como un acto de ingenuidad tan inaudita de mi parte, que la
única explicación posible sería que encerraba mala intención.
¿Se lo plantaría al inspector general sobre su escritorio cuando regresase a
Langley? No, no lo haría, si es que deseaba conservar tanto mi trabajo como
mi cabeza. Los teléfonos repiqueteando causan un gran desconcierto por
doquier. En la Biblia se utiliza la expresión «conocer a una mujer» en el
sentido de tener conocimiento carnal de ella. Para los de Langley resultaba
muy importante no saber nada sobre nuestras noticias desagradables, sobre
nuestros defectos en sentido bíblico o burocrático. Estaba muy bien eso de
hablar sobre el asunto en la tranquilidad de una taberna o de un despacho,
entre agentes que ya estaban informados. Pero no estaba nada bien introducir
por la fuerza esa clase de conocimiento en el proceso institucional, mediante
un informe oficial o presentando una queja por escrito en un folio. Una vez
que el conocimiento se escapa por esa vía de nuestras secretas entrañas, se
convierte en algo real, adquiere existencia propia. La jerarquía de la Agencia
ya no puede permitirse el lujo por más tiempo de mantenerse en la
bienaventuranza de una ignorancia fingida. El problema ha de ser tenido en
cuenta y se ha de encarar.

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Me había comportado como un perfecto cretino al ponerme a gatear por la
cola de aquel maldito avión. Nada se me había perdido en ese asunto. Era
evidente que todavía no había logrado aprender todas las lecciones de mi
oficio. Tenía que haber seguido como estaba, viviendo con mis sospechas no
corroboradas, en vez de echar sobre mis espaldas la carga de ese
conocimiento que no necesitaba ni quería poseer.
Como quiera que ya no podía olvidar lo que había descubierto, me
pareció que había una sola cosa que pudiese hacer: comportarme como un
sensato compañero de juego. Mantener la boca cerrada y dirigir mi vista hacia
otra parte. A fin de cuentas, luchar contra la droga era asunto de Kevin Grady
y no mío.

Rusty Wirth, el agente al que había ido a ver, me estaba esperando en la


inmunda pista de aterrizaje de Long Tien. El aeródromo consistía en una
media docena de almacenes prefabricados, destinados en su mayoría, como
imaginé, a servir de depósitos de armas, como las que acabábamos de
transportar en la parte trasera de nuestro «DC3». Nos montamos en el jeep de
Rusty, que me llevó a su «despacho», una choza de dos habitaciones situada a
unos cinco kilómetros del aeródromo.
Durante el viaje, Rusty me explicó que la Agencia tenía a unos cuarenta
agentes destinados en la base de Laos. Aproximadamente la mitad de ellos se
encontraba en Vientiane. El resto, entre los que se contaba Rusty, trabajaba
allí, directamente con los meo, distribuyendo armas, asignando objetivos,
interrogándolos cuando regresaban de sus incursiones más allá de las líneas
enemigas, haciendo así una evaluación preliminar de los informes que habían
traído de vuelta consigo. Todo eso formaba parte de algo llamado SOG. En un
principio tales habían sido las siglas del Studies and Observation Group, esa
especie de nombre anodino tan del gusto de la Agencia, pero en su acepción
práctica se trataba ahora del Special Operations Group, algo que se acercaba
mucho más a la realidad. Estaba compuesto por individuos preparados para
dirigir una guerra que nada tenía de convencional. Los agentes pasaban allí
unas cuatro semanas y luego iban a desahogarse durante una semana a Saigón
o a Bangkok. Al escuchar a Wirth, tuve la impresión de que había cobrado un
gran apego a esos aborígenes a los que enviaba a realizar misiones peligrosas
y con frecuencia fatales.
Hablamos ante todo del asunto que me traía entre manos con el
comandante del GRU. Tras haber refrescado mis recuerdos sobre su
expediente, Wirth me dijo:

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—Mira, por lo que puedo saber, tan sólo hay un momento en el que
puedes tener la oportunidad de pescarlo sin que sus guardaespaldas adviertan
tu jugada. Con regularidad y durante un rato, sale a correr por la mañana
temprano por la ribera del Mekong. Por lo que puedo imaginar, ésos son los
únicos momentos en que le sueltan de la correa.
Cuando terminamos con el tema, Wirth calentó para el almuerzo un par
de latas de las llamadas «raciones aerotransportadas». Esas raciones eran
ahora la nouvelle cuisine de Long Tien. Wirth era unos cinco años menor que
yo, hijo de un farmacéutico de Ypsilanti, localidad del Estado de Michigan, y
se había pasado la mayor parte de su carrera en la Agencia en el Sudeste
asiático, apresado en el drama inefable de la guerra vietnamita. Para entonces
ya tenía ese aspecto triste y consumido que adquieren tantos de nuestros
agentes tras haberse pasado mucho tiempo en esas regiones.
Nos llevamos nuestras latas a la pequeña veranda de su bungalow para
ponemos a comer allí. A nuestra izquierda, a lo largo de los confines de la
jungla, sobre una serie de altozanos, se extendía lo que parecía ser un campo
de amapolas. Desde aquella distancia, sus blancos bulbos floridos se
asemejaban a los apretados copetes de algodón de una colcha pasada de
moda.
—¿Adormideras? —pregunté a Wirth.
—Sí.
—¿Así que es verdad lo que se dice de que por estos lugares crece que da
gusto esa sustancia?
—Claro que es verdad. Ya la cultivaban mucho antes de que viniésemos.
Y la seguirán cultivando mucho después de que nos vayamos.
La cuchara de Wirth arrancó gemidos a la lata de su ración
aerotransportada cuando éste se esforzó por sacar el último pedazo tierno de
su estofado de carne de buey.
—¿Quieres saber lo que pienso de todo esto? —me preguntó,
apuntándome con la cuchara que acababa de relamer.
No estaba muy seguro de que quisiera saberlo, pero era evidente que
Wirth me lo diría de todos modos.
—Lo que mejor sabe hacer nuestra Agencia es hacer que otros corran los
riesgos que nosotros no queremos correr. O que tenemos miedo de correr.
—Supongamos que eso pueda ser cierto —le dije—, pero ¿qué demonios
tiene que ver eso con esas amapolas?
—Lo que hacemos con esa gente es un ejemplo perfecto de lo que te estoy
diciendo. Vale, bien es verdad que jamás sintieron gran simpatía por los

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vietnamitas. Pero nosotros llegamos aquí caminando de puntillas, les
susurramos al oído y les contamos todas las grandes cosas que íbamos a hacer
por ellos, los deslumbramos con todas esas armas que íbamos a darles. Hasta
es muy probable que les hablásemos de la «libertad», aun cuando dudo mucho
que dispongan de una palabra como ésa en su dialecto. Conseguimos ponerlos
furiosos y los enviamos a combatir… por nosotros. Mataron a una gran
cantidad de gente… para nosotros. Y se crearon una gran cantidad de
enemigos al colaborar con nosotros, puedes estar seguro. Conque, créeme,
compañero, si desean vender su droga para comprar armas y defenderse
cuando nos hayamos marchado, este hijito de la señora Wirth no moverá ni el
dedo meñique para impedirlo.
«¡Gracias, Rusty! —dije para mis adentros—. Necesitaba un poquitín de
racionalización para lograr pasar el día, y creo que tu sermón era justamente
lo que me hacía falta».
Rusty arrojó su lata vacía a un hoyo que servía de basurero y se levantó.
—Será mejor que regreses a tu avión.
Ray, que estaba esperando junto al «DC3» mascando un mondadientes,
me contempló con expresión burlona al llegar.
—¿Cómo vienes tan pronto, Pete? —me dijo—. Me imaginé que
desearías quedarte en este lugar encantador que se han agenciado aquí.
Ray se desternilló de risa. Nadie sabía apreciar los chistes de Ray mejor
que él mismo.
Una vez que Rusty se hubo marchado, me informó de que tendríamos que
esperar, ya que le habían dado la orden de llevar de regreso a Vientiane a otro
pasajero. No tenía ni idea de cuándo se dignaría presentarse por allí ese
caballero.
—Tan sólo se puede hacer una cosa —me explicó.
Y a continuación extendió un poncho sobre la tierra, a la sombra de una
de las alas del «DC3», se tumbó y en menos de treinta segundos ya había
conciliado el sueño.
Unos tres cuartos de hora después se escuchó el ruido de un vehículo que
avanzaba por la inmunda pista de aterrizaje en dirección a nuestro avión. Ray
se incorporó, apoyándose en un codo, y me hizo un guiño.
—Pues bien —dijo entre bostezos—, todo parece indicar que nos
llevaremos a un pez gordo en nuestro viajecito de vuelta.
—¿Cómo es eso?
—Lo que se acerca ahí es el coche oficial privado del general Vang Pao.
No hay cabida en ese coche para gente sin importancia.

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El automóvil frenó y se detuvo a unos cincuenta metros del avión y un
norteamericano y tres laosianos se apearon del vehículo. Los cuatro hombres
gesticularon entre ellos, intercambiando lo que parecían ser, desde nuestra
distancia, efusivas despedidas. Luego el norteamericano se encaminó hacia
nosotros. Tendría cerca de cincuenta años, su cuerpo era fornido y se advertía
que empezaba a acumular grasas, sus cabellos eran negros y rizados y sus
ojos Dios sabe cómo eran, ya que los mantenía ocultos tras unas gafas oscuras
de aviador marca «Ray Ban». Llevaba una camisa blanca de seda, unos
pantalones bien ajustados y tenía colgada en un brazo una fina chaqueta de
color azul oscuro. Sería el caballero más elegante que se habría visto en Long
Tien desde hacía mucho tiempo.
—¡Hola! —saludó Ray—. Ray Albright es mi nombre. Soy el piloto de
tumo esta tarde. Y éste es Pete Tuttle.
Nuestro nuevo compañero de vuelo se sonrió y nos dio la mano. No se
tomó la molestia de decimos su nombre. Y si lo hizo, lo haría en un murmullo
tan bajo, que no pude escucharlo.
Los tres subimos a bordo del avión. Ofrecí al recién llegado el asiento del
copiloto.
—Así podrá contemplar el paisaje —le sugerí.
Se sonrió amablemente, se acomodó en el asiento, dobló cuidadosamente
la chaqueta y se la colocó sobre el regazo. Y al hacerlo, advertí que el dedo
índice de su mano izquierda se encontraba amputado justamente por encima
de la primera falange.
El viaje de regreso transcurrió sin incidentes. De hecho, estuve durmiendo
durante casi todo el trayecto. Cuando aterrizamos, nuestro compañero de
vuelo nos dio la mano y fue el primero en saltar fuera del avión. Se alejó a
paso lento por la pista alquitranada y se dirigió al edificio de las oficinas de la
«Air America», donde le esperaba un automóvil con chófer. Se trataba, como
pude advertir, del mismo coche y del mismo conductor que me había recogido
en la esquina de una calle de Vientiane el día de mi llegada, eran el chófer y
el vehículo que Hinckley solía enviar cada vez que llegaba un visitante
importante o algún agente nuevo.

Decidí seguir el consejo de Wirth y tratar de pescar a nuestro comandante


del GRU mientras se dedicaba a hacer su carrera matinal. Pero como quiera
que el hombre no seguía un programa fijo en sus ejercicios mañaneros, tuve
que ponerme a correr yo también. Me pasé casi una semana perdiendo a base
de sudores los kilos de más que había ido acumulando en la sedentaria

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placidez de Langley antes de que pudiese ver finalmente la maciza figura del
comandante avanzando con dificultad por la ribera del río en dirección
contraria a la mía.
Cuando nos cruzamos, le dirigí el más fraternal de los saludos, con esa
complicidad propia de corredores, y seguí mi marcha río abajo, recorriendo
aún unos veinte metros más, hasta que pude tener la certeza razonable de que
no le estaban siguiendo. Y una vez que me convencí de que no lo seguían, di
media vuelta y salí corriendo tras él.
Cuando le di alcance, me coloqué a su lado, guardando su mismo paso.
Durante unos instantes me dirigió la mirada temerosa y aturdida de un conejo
acorralado. ¿Pensó acaso que iba a sacar una pistola? Le sonreí lo más
efusivamente que pude para infundirle confianza.
—¡Buenos días! —le dije—. Le transmito los saludos de un querido
amigo común, de Lej Gutovski.
Por el ceño que puso al oír el nombre de nuestro desertor resultaba más
que evidente que yo no había comunicado al comandante una noticia
agradable que desease escuchar. Pero antes de que tuviese la ocasión de echar
por tierra toda mi intentona de acercamiento con alguna réplica airada, me
puse inmediatamente a hablar:
—Ahora se encuentra muy bien y es muy feliz y espera que usted esté
igualmente bien. Me ha confiado una carta que he escrito especialmente para
usted y le pide que la lea como un testimonio de la amistad y el afecto que
siente por usted, en recuerdo de los buenos tiempos que ustedes pasaron
juntos en Berlín.
El comandante dejó de correr. Respiraba con gran dificultad y pude darme
cuenta de que no era precisamente debido al ejercicio realizado en su carrera.
—Niet! Jamás pienso leer nada de ese traidor. Ha muerto para mí —me
espetó, enjugándose el sudor de las cejas—. Usted pertenece a la CIA, claro
que pertenece. Pues bien, iré ahora a mi Embajada a informarles de su
contacto.
Y tras decir esto, se alejó a todo correr por la ribera del río en dirección a
la Embajada soviética. No hice intento alguno por detenerlo o por tratar de
hablar más con él. No tenía ninguna necesidad de hacerlo. Me había dado con
la puerta en las narices con la mayor firmeza de que había sido capaz. Al
comunicar a sus superiores el intento de aproximación de una agencia de
espionaje extranjera, estaba haciendo una declaración de lealtad incondicional
y, de hecho, ponía así punto final a cualquier pretensión de reclutarlo.

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Me había quedado sin fuerza ni ánimos para regresar corriendo a mi hotel.
Me puse a pasear. A fin de cuentas, acababa de recorrer medio mundo y me
había pasado casi dos semanas en Laos, todo a expensas del dinero de
nuestros contribuyentes, y ¿para qué? Para recibir un rechazo de treinta
segundos.

Me pareció lo suficientemente apropiado para mi última noche en Laos


salir a tomar una copa de despedida en el «Rosa Blanca», donde había pasado
mi primera velada en Vientiane, tan rica en acontecimientos. Ninguno de mis
amigos pilotos de la «Air America» se encontraba allí durante mi segunda
visita. Desde el asesinato de Billy Bob, los encantos del «Rosa Blanca» se
habían desvanecido para ellos, cosa que era más que comprensible.
Tomé asiento en el mismo taburete que había ocupado al principio la
primera noche y pedí algo de beber. Me encontraba enfrascado en un
profundo debate filosófico con mi conciencia sobre lo acertado que podría ser
elegir a una de las chicas de la barra del «Rosa Blanca» para disfrutar después
de alguna compañía en esa noche —y también, por si tal fuese el caso, sobre
mi decisión acerca de cuál de aquellas gráciles damas del establecimiento
sería la apropiada—, cuando una figura que me resultaba familiar ocupó el
taburete que estaba a mi lado. Era Kevin Grady.
—¡Hola! —le saludé—. Pensaba que ya se había marchado.
—Voy y vengo —contestó Kevin, dirigiéndome una sonrisa—. ¿Y usted?
—Mañana ya me habré ido. Pero, dígame, ¿logró descubrir alguna cosa
sobre el asesinato de ese hombre?
—Tan sólo rumores. Eso es prácticamente todo cuanto se puede indagar
por aquí. Oímos decir que fue perpetrado por los hombres del general Vang
Pao.
—¿Debido a que iba a hablar con usted?
Grady hizo una mueca.
—¿Quién sabe? He de admitir que eso es una posibilidad real.
—Colaborar con sus chicos de la brigada antidrogas —comenté— parece
ser una empresa de alto riesgo.
—No piense que les imponen ningún riesgo mayor del que ellos mismos
han aceptado, amigo mío. Y ya que estamos en eso, ¿le gustaría hacerme un
pequeñísimo favor?
—La verdad es que no mucho, si eso significa que alguien va a querer
pegarme un tiro.

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—¡Oh, no! —dijo Kevin, arrastrando las palabras, a la par que me dirigía
la más convincente de las sonrisas que puede expresar un policía bondadoso
—. Para una persona que ha volado con la «Air Laos» eso es coser y cantar.
Fíjese allí, al fondo del salón, detrás de la barra, ¿lo ve?
—Por supuesto.
—Pues bien, justamente a la entrada, a la izquierda de la barra, hay un
reservado. Hay un tipo allí, que viste chaqueta azul, con un par de chicas.
¿Por qué no va al lavabo y echa una mirada a ese tipo al pasar? Me gustaría
saber si le ha visto en alguna parte, en algún momento, en cualquier lugar
desde que está en Vientiane. Me sería de gran ayuda.
—¿Quién es?
—Se lo diré cuando esté de vuelta.
«¡Bien, qué demonios! —pensé—. ¿Y por qué no?». Tras dar un par de
tragos más a mi bebida, me encaminé hacia los servicios. Sin embargo,
aquella misión iba a significar un reto a mis facultades profesionales mayor
del que había imaginado. El caballero del reservado estaba sumergido en un
mar de felicidades integrado por las camareras de barra laosianas. Con su
brazo derecho rodeaba los hombros de la chica que tenía a su derecha.
Examinaba con el rostro, a cortísima distancia, los pechos y el vientre de la
dama que tenía a su izquierda, mientras que una tercera joven se dedicaba
diligentemente a escanciar bebida fresca para animar la fiestecita que tenían
montada. A menos de que le agarrase por el cogote y le obligase a sacar la
cabeza del regazo de la segunda dama, no había otro medio posible que me
permitiera echar una ojeada a su rostro.
Afortunadamente, aquella situación había mejorado algo a mi regreso de
los lavabos. El hombre había emergido para respirar aire y pegarse un buen
trago de la bebida fresca que le había preparado la tercera dama. Y como
quiera que su brazo derecho seguía enroscado alrededor del cuerpo de la
primera dama, tuvo que apoderarse del vaso con su mano izquierda. Había tan
sólo cuatro dedos en la mano que sujetaba el vaso. Una mirada de reojo
confirmó el resto. Era el hombre que había venido conmigo en el vuelo de
regreso desde Long Tien.
—Y bien —me preguntó Kevin cuando volví a ocupar mi taburete—, ¿ha
visto antes a ese tipo?
—No —contesté—, nunca. Pero bien pudiera ser que no me haya pasado
el tiempo suficiente en los clubes nocturnos. Ese hombre parece ser adicto a
las camareras de barra.
—¿Está seguro?

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—Segurísimo. Y bien, ¿de quién se trata, Kevin? Ya he cumplido con mi
parte. Ahora le toca a usted.
—Se llama Tomaso Riccardi. Tommy Cuatro Dedos para sus más íntimos.
—¿Y qué ha hecho el señor Riccardi para merecer ese interés que le
despierta la salud y el bienestar de su persona?
—Es el consigliere en asuntos de drogas de la Santo Trafficante, una de
las familias que tiene la Mafia en Miami.
«¡Mierda! —me dije—. ¿Y ese tipo vuela tranquilamente a las zonas
prohibidas de la CIA, en un avión de la CIA, y se pasea por Vientiane en el
automóvil personal de Ted Hinckley, conducido por su chófer?».
—¿Qué demonios anda haciendo en Vientiane? —pregunté a Grady.
—Pete, amigo mío, permítame que se lo explique de otro modo. ¿Cree
acaso que ha realizado ese largo viaje desde Miami para venir a ver cómo una
jovencita laosiana se mete una pipa en el coño?
—Bueno —apunté—, lo cierto es que está demostrando un sano interés
por la cultura laosiana en ese reservado, pero también es verdad que usted se
ha apuntado un tanto. Parece ser un viaje demasiado largo para tan pequeña
recompensa. Y bien, ¿qué está haciendo aquí? Comprando droga, supongo.
—Y supone mal. Los tipos como ese Tommy Cuatro Dedos jamás se
ensucian las manos con negocios de esa clase. Confían la mercancía a sus
lacayos.
—Vale, pero entonces, ¿qué hace aquí?
—Si tuviese que hacer una conjetura acertada —contestó Kevin,
restregándose las manos en el círculo líquido que había dejado su vaso sobre
la barra, como si estuviese dudando en decir algo—, sería la siguiente: creo
que ha venido a supervisar un laboratorio de heroína, del tipo que tiene la
French Connection, en el que se transforma la pasta de opio en heroína, el
cual ha de encontrarse, según he oído decir, en un lugar llamado Long Tien.
—¡Vamos, no me venga con ésas! —protesté—. Long Tien está en el culo
del mundo. ¿A cuento de qué alguien en sus cabales querría emplazar un
laboratorio en un lugar tan olvidado de Dios como es ése?
—Simples matemáticas. Uno adquiere cincuenta kilogramos de esa
sustancia negruzca y viscosa que los campesinos extraen raspando los bulbos
de las adormideras, ¿de acuerdo?
Asentí con la cabeza.
—Por regla general, lo primero que se hace con el pan de opio es
reducirlo por cocción hasta lograr un producto llamado «morfina en bruto».
La sustancia resultante se parece al azúcar terciado. Sus cincuenta kilogramos

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se han reducido ahora a unos dieciséis. Pues bien, es al dar el siguiente paso
cuando las cosas se complican. Es ahí donde se necesita un laboratorio del
tipo de la French Connection. De todos modos, por muy bien que haga las
cosas, lo que saldrá de sus dieciséis kilogramos de morfina en bruto serán, tal
vez, un kilo y unos cuatrocientos gramos de heroína pura. Y sin embargo,
valdrá mil veces más de lo que pagó por su sustancia negruzca y viscosa.
Grady hizo una mueca.
—¿Puede ahora imaginarse cuánto más fácil resulta sacar de contrabando
ese kilo y cuatrocientos gramos de polvo blanco que pretender transportar a
otra parte los cincuenta kilogramos de aquella inmunda sustancia negruzca y
viscosa?
Se había apuntado un tanto, estaba claro. Hinckley, mi jefe de la CIA,
tenía que estar enterado de lo que ocurría. De hecho, dado el modo en que
controlaba el acceso a Long Tien y la forma en que dirigía su base de
operaciones, aquel enviado de la Mafia tan sólo pudo llegar hasta allí con el
conocimiento y la aprobación de Hinckley. ¿Era realmente posible que
estuviésemos haciendo la vista gorda ante el hecho de que la Mafia se
disponía a establecer un laboratorio de heroína en lo que era esencialmente un
territorio privado de la CIA?
—Bien —dije—, aún tengo un pequeño problema sobre particular. ¿Sabe
quién dirige las cosas en Long Tien?
Grady me dirigió la típica mirada de desprecio con que fulmina el político
al periodista que le acaba de hacer una pregunta particularmente estúpida.
—¿Está bromeando?
—Y si, por casualidad, está en lo cierto, ¿cómo se imagina que
reaccionarán esas buenas gentes de la Agencia cuando descubran que usted se
está comportando como un elefante en su almacén de porcelanas?
Grady acercó su rostro contra el mío, su mirada de terrier tenaz le
distorsionaba las facciones.
—Pete, permítame decirle dos cosas. La primera: que tengo razón. La
segunda: que me importa un pimiento lo que puedan pensar esos tipos.
Al mirar hacia el otro extremo del bar advertí que Tommy Cuatro Dedos
se había levantado y se disponía a salir. Grady también se había fijado en él y
ahora se dedicaba a representar maravillosamente el papel de quien nada sabe
de cuanto pasa alrededor suyo. Con las tres damas dándole escolta hacia la
puerta, como si fuesen tres destructores protegiendo a un portaaviones,
Tommy efectuó su salida. Resultaba evidente que sus planes amatorios para
esa noche eran ambiciosos.

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Grady, como había imaginado, le dio unos dos minutos de ventaja, y
luego, murmurando He de irme, se lanzó en su persecución.
Su partida me dejó en la situación de tener que enfrentarme a solas con las
consecuencias de los hechos de los que me había acabado de enterar en lo que
concernía a mi compañero de viaje durante el vuelo de regreso de Long Tien.
Si mi razonamiento había sido correcto cuando encontré aquellos rastros
de pasta cruda de opio en el avión que me conducía a Long Tien, ¿significaba
eso que lo que acababa de descubrir en la barra del «Rosa» cambiaba en algo
mis conclusiones anteriores? No creía que tal fuera el caso. Por emplear una
metáfora que solíamos utilizar en la Agencia, era evidente que esa pieza
formaba parte de un mosaico mucho mayor, de un cuadro que poseía unas
dimensiones para mí desconocidas. Pero uno pertenecía al equipo y jugaba
dentro del equipo; así que mi primera decisión había sido la acertada:
mantener la boca cerrada y no inmiscuirme en lo que no me importaba.
También me enfrentaba, por supuesto, a un segundo dilema: si mi primera
conclusión había sido la correcta, ¿no debería susurrar a Hinckley al oído
alguna especie de advertencia, indicándole que nuestros amigos de Narcóticos
estaban al corriente de lo que ocurría en su base?
Fue entonces cuando pensé en Billy Bob, asesinado, y como yo suponía,
por alguno de los gorilas de Vang Pao. Pedí al camarero que me sirviese otra
copa.

A la mañana siguiente, poco antes del mediodía, tal como exigía el


protocolo de la Agencia, fui al edificio de la base para terminar oficialmente
mi misión. Como quiera que la idea de pescar a nuestro comandante del GRU
había tenido su origen en Washington y no en Vientiane, mi fracaso al
reclutarlo no se reflejó en modo alguno en la conducta de Hinckley en su
base. Y como consecuencia de eso, lo encontré, en conformidad con sus
cánones, positivamente afable cuando entré en su despacho para darle mi
saludo ritual de despedida.
—¡Langley! —exclamó con ese aire de pesadumbre que suelen adoptar
los jefes de base cada vez que dirigen sus pensamientos a nuestra Meca de la
Información—. ¡Si esos chicos aprendiesen a confiar en sus agentes de
campo! Piensa en todo el tiempo y en todo el dinero que nos hubiésemos
podido ahorrar en este caso si se les hubiese ocurrido consultamos primero.
En ese momento sonó uno de los teléfonos que tenía sobre el escritorio.
Por la forma en que lo levantó, me di cuenta de que se trataba de su línea
privada de seguridad.

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—Escalón —dijo a su interlocutor.
Era, obviamente, el santo y seña con el que comunicaba a la persona que
le había llamado que al otro extremo de la línea se encontraba la persona
adecuada. Nada en la dulce expresión del rostro de nuestro Caballero Pálido
cambió en lo más mínimo mientras escuchaba lo que el otro tendría que
decirle. Advertí, sin embargo, que se había puesto a ejercer presión sobre el
lápiz que mantenía en su mano entre el pulgar y los dos siguientes dedos.
Siguió presionando hasta que el lápiz se partió en dos.
—Bien, esto es lo que quiero que se haga —ordenó a su interlocutor—.
Aislad el avión. Que no se permita el paso a nadie en un radio de cien metros.
Si se produce algún intento por utilizar la radio de a bordo, habrá que
interferiría. No quiero que nadie tenga ningún contacto con ese individuo ni
que entable cualquier negociación con él antes de que yo llegue.
»Lo siento, Lind —me dijo, colgando el teléfono—, pero he de irme.
Se encontraba ya en el umbral de la puerta de su despacho cuando se
detuvo y se volvió hacia mí.
—¿Eh? —me preguntó—. ¿No me dijiste que habías venido en el avión
con un tipo de Narcóticos proveniente de Tailandia cuando llegaste hace un
par de semanas?
—¿Kevin Grady? —pregunté—. Si ésa es la persona en que piensas, mi
respuesta es positiva.
—Pues entonces será mejor que vengas conmigo —me ordenó—. A lo
mejor te necesito.
»A la terminal de la «Air America» en el aeropuerto. ¡Rápido! —ordenó a
su chófer.
—¿Qué está ocurriendo? —pregunté mientras salíamos disparados por la
puerta de entrada de la base.
—Ese idiota de Narcóticos acaba de meterse en un avión de la «Air
America» a punta de pistola. Afirma que hay heroína en el cargamento y
pretende confiscar el avión y detener a un laosiano que se encontraba a bordo
junto con la carga.
Hinckley se asemejaba un poco a esas criaturas marinas que suelen retraer
sus tentáculos dentro de sí cuando se ven amenazadas. En una crisis o cuando
estaba encolerizado, solía retraerse en sí mismo, otorgando así a su ira una
cualidad fría y remota, que en última instancia lo hacía más amenazante que
el enfado acalorado del más apasionado de nosotros.
—¿Y qué pasa si están transportando heroína? —pregunté.

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—Lo que se transporte o se deje de transportar en ese avión carece de
toda importancia. Tan sólo una cosa cuenta: lograr que un cierto idiota, por
muy bien intencionado que pueda ser, no nos venga a fastidiar las estrechas
relaciones de colaboración que mantenemos con el general Vang Pao e
impedir que ponga en peligro la ayuda que nos está dando.
Durante el resto del trayecto hasta el aeropuerto se mantuvo con la mirada
fija hacia delante, mientras iba exponiendo con toda precisión las tácticas que
pensaba utilizar cuando estuviésemos allí. El chófer nos condujo dentro del
aeropuerto y nos llevó hasta donde estaba estacionado el avión, en un
aparcamiento acotado al lado de la pista. Una pareja de laosianos uniformados
que sostenían sendos «AK 47» y un agente de la CIA en uniforme de
campaña montaban guardia a unos cien metros de distancia del avión, un
«DC3». Hinckley bajó del automóvil y se dirigió hacia el agente.
—¡Infórmeme! —le ordenó.
—El avión llegó de Long Tien hará unos cuarenta y cinco minutos. El
piloto se fue a la chabola de las oficinas para solucionar algún papeleo, y
mientras estaba allí dentro, ese individuo se introdujo en el avión…
—Ante todo, ¿cómo entró en la base?
—Mostrando en la puerta su documento de identificación del Gobierno de
los Estados Unidos. Al parecer, cuando se metió en el avión, apuntó con su
pistola al laosiano que estaba allí…
—¿Sabemos quién es ese laosiano?
—Uno de los hombres que había enviado Vang Pao para que se hiciese
cargo de las municiones o de lo que quiera que llevemos ahí.
—¡Sigue! —ordenó Hinckley, emitiendo un gruñido.
—Por lo visto, ese individuo dijo al laosiano que era de Narcóticos y que
lo ponía bajo arresto. Lo esposó a uno de los tubos del fuselaje. Cuando
regresó el piloto, el hombre le dijo que había detenido al laosiano y que había
confiscado el avión porque en él se transportaba heroína y ordenó al piloto
que le llevase hasta Tan Son Nhut, en Saigón. El piloto le dijo que por él no
había ningún problema, pero que tenía que regresar a las oficinas a solicitar
un plan de vuelo antes de que le permitieran despegar. Fue así como nos
enteramos de lo que estaba ocurriendo.
—¿Qué clase de autoridad, exactamente, está invocando para hacer todo
eso?
—Dice que es agente de la Policía federal. Departamento de Narcóticos y
Drogas Peligrosas.

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—¿Y desde cuándo, en opinión de ese individuo, el Departamento de
Narcóticos y Drogas Peligrosas tiene la facultad de practicar detenciones en
territorio laosiano?
—Quizá sea por eso por lo que quiere llevarse el avión a una base militar
de los Estados Unidos en Saigón.
—Probablemente. ¿Cuántas personas están enteradas de esto?
—Bueno. El piloto. El laosiano. Nosotros —contestó el agente, señalando
a sus guardias armados—. Y ésos, si es que pueden enterarse de lo que está
ocurriendo, cosa que dudo.
—Está bien —asintió Hinckley, que al parecer ya se había enterado de
todo cuanto deseaba saber, volviéndose para ordenar a su chófer—: Tráeme el
aparato de telecomunicación autónoma.
Se trataba del teléfono de seguridad portátil con el que podía introducirse
en el sistema mundial de comunicaciones militares secretas. Cuando el chófer
se lo entregó, Hinckley se volvió hacia mí.
—Vente —me dijo—. Vamos a hacer de predicadores baptistas. Veamos
si podemos razonar juntos con ese caballero.
—Tenga cuidado —le advirtió el agente—, ha amenazado con utilizar su
arma contra cualquiera que pretenda interferir en su trabajo.
—Si es lo que dice que es, es imposible que esté tan loco.
Hinckley tomó la delantera y se dirigió a los escalones que conducían a la
puerta de entrada al «DC3» situada en la parte posterior del avión.
Grady nos estaba esperando en lo alto de la escalerilla y nos apuntaba con
su revólver del calibre 38.
—¡Alto! —ordenó, mostrándonos su placa—. Soy agente federal y he
confiscado este avión.
—¡Un cuerno ha confiscado usted! —le replicó Hinckley, sin inmutarse
en su avance, que tan sólo se vio interrumpido por un instante de vacilación al
dar un medio paso—. Soy el jefe de la base de la CIA en Laos y usted se
encuentra en ese avión en crasa violación de sus órdenes y de su autoridad.
Dejará inmediatamente en libertad a ese caballero laosiano que ha cogido
prisionero, abandonará este avión y regresará a su base en Bangkok o lo
arrestaré y lo enviaré a Saigón cargado de lo que pueda hacer las veces de
grilletes en esta nuestra edad moderna.
Hinckley le soltó toda aquella parrafada mientras seguía subiendo por las
escaleras con su característica expresión fría y sardónica pintada en el rostro.
Logró, evidentemente, intimidar a Grady, que retrocedió cuatro o cinco pasos
dentro del avión.

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Desde nuestro nuevo puesto de observación, en el mismísimo interior del
«DC3», podíamos divisar al laosiano en el pasillo junto a la cabina del piloto,
con las manos esposadas a una barandilla que colgaba sobre su cabeza, por lo
que se asemejaba un poco a un mendigo lisiado que extendiese las manos
implorando una limosna. Alineadas contra las paredes del avión había doce
grandes cajas de cartón de las utilizadas para embalaje. Dos de ellas habían
sido desgarradas y abiertas, y su contenido, cajas anaranjadas y azules de
jabón en polvo «Tide», estaba desparramado por el suelo. Las cajas se
encontraban a los pies de Grady, con las tapas arrancadas, y de ellas se
derramaba un polvo blanco por todo el suelo.
—¡Alto! —nos ordenó Grady—. Un paso más y Langley tendrá dos
nuevos nombres de mártires que poder grabar en las paredes de vuestros
despachos.
Esta vez Hinckley se detuvo. En ese mismo instante sentí que Grady me
había reconocido. Hizo ademán de decir algo, pero se contuvo. En todo caso,
no necesitó palabras para expresar sus sentimientos. Sus ojos lo hacían por él.
—¿Qué acto peregrino de locura le ha llevado a hacer esto? —preguntó
Hinckley—. ¿Sabe acaso quién es ese hombre al que ha esposado a la pared
como si fuera un vulgar delincuente? Es el coronel Li Ten Hua, el ayudante
de campo del general Vang Pao, comandante en jefe de la Segunda
Circunscripción Militar de Laos.
—¡Me trae sin cuidado, aunque sea la jodida reina de Inglaterra! —
rezongó Grady, cuya comparación era a todas luces inapropiada, pero radica
en la naturaleza de los irlandeses entregarse a comparaciones de este tipo—.
En lo que a mí respecta, es un contrabandista en drogas y se encuentra bajo
arresto. ¿Ve ese polvo? —inquirió Grady, propinando un puntapié a una de
las cajas de «Tide» con tal furia, que levantó una nube de polvo blanco que
cayó como lluvia torrencial sobre el mugriento suelo del avión—. Es heroína.
¡Heroína pura!
Me incliné para mirar aquello más de cerca. Jamás había visto heroína,
por lo que no podía estar seguro de lo que era realmente aquella sustancia que
estaba contemplando, pero estaba claro que no era el mejor detergente
sintético de «Procter and Gamble». Si la afirmación de Grady era cierta y si
no se había equivocado en las conjeturas que había hecho la noche anterior en
la «Rosa Blanca», lo que estaba allí desparramado por el suelo grasiento del
avión representaba una inversión de varios miles de dólares.
—No me importa que se trate de heroína o de levadura química Amasar y
cocer de Duncan Hines —espetó Hinckley a Grady—. Se trata de la

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propiedad privada de un aliado de vital importancia para el Gobierno de los
Estados Unidos en la prosecución de la guerra que estamos librando aquí. Se
ha excedido en su autoridad al subir a este avión y pretender arrestar a un
súbdito extranjero en su propio territorio.
—¡Una mierda me he excedido! —replicó Grady—. Éste es un avión
registrado en los Estados Unidos, propiedad de una empresa de los Estados
Unidos y regentado por la misma en nombre de una institución del Gobierno
de los Estados Unidos, que se dedica al comercio exterior y transporta
sustancias prohibidas, y a saber: narcóticos, con la intención de distribuirla,
en violación del artículo 21 del Código Penal, apartados 1952 y 2.
Grady interrumpió su discurso justamente el tiempo necesario para
imprimir en su rostro un visaje de burla y desprecio y añadió:
—Puede averiguarlo.
Si aquella verbosidad legalista hizo vacilar a Hinckley o si es que estaba
tratando precisamente de quitar acritud a la confrontación es algo que no sé,
pero el caso es que en aquel mismo instante cambió de táctica.
—Permítame explicarle algo que pudo habérsele pasado por alto en su
celo por aplicar esas leyes suyas —dijo Hinckley a Grady—. Tenemos a
medio millón de hombres combatiendo y muriendo en Vietnam. Los informes
secretos que nos proporcionan el general Vang Pao y sus hombres son de vital
importancia para mantener con vida a esos jóvenes. Y eso es muchísimo más
importante que todos los esfuerzos que pueda hacer usted, por muy dignos de
alabanza que sean, para detener el tráfico de drogas. Aquí están en juego
intereses de seguridad nacional, y éstos tienen primacía sobre sus esfuerzos.
Tal es el comienzo y el final de esta historia.
—¿Intereses de seguridad nacional? —vociferó Grady—. ¿Sabe a dónde
transportan esta droga? A Saigón. Así que puede ser vendida a nuestros
soldados. Puede convertirlos en autómatas vivientes. Es lo mismo que si me
viniese ahora un hijo de puta y me dijese que se ha agenciado un trabajo fácil
dedicándose a ponerlos en ridículo porque esos pobres imbéciles no quieren
saber por cuál de los dos extremos de sus rifles automáticos salen disparadas
las balas. Esta droga y este avión son míos. Y éste es el final de la historia.
Hinckley se acercó a los labios el teléfono portátil de seguridad y pulsó en
el teclado su código secreto personal.
—He tratado de razonar con usted y es evidente que he fracasado —
informó a Grady—. Estoy llamando ahora al Centro Nacional de Mando
Militar para que me comuniquen con su jefe supremo, el viceprocurador
general del Departamento de Justicia. Y a la postre, lo más probable es que

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haya sido su jefe supremo, ya que no me atrevería a garantizar cuáles son sus
perspectivas de empleo a largo plazo en el Gobierno federal tras este fiasco.
Me ocuparé de que le ordene poner en libertad inmediatamente a su
prisionero, abandonar el avión que ha secuestrado y salir de Laos sin pérdida
de tiempo.
Y fue eso justamente lo que ocurrió. Hinckley logró comunicarse por
teléfono con el viceprocurador general, le expuso la situación y luego pasó el
teléfono a Grady. Kevin se puso pálido como la cera al oír cómo Washington
iba confirmando palabra por palabra todas las órdenes impartidas por
Hinckley y todas las amenazas que había proferido. ¡Pobre Kevin! Era un
hombre traicionado. Se había introducido en ese avión para vengar a la joven
negra de dieciocho años que se había quitado la vida en Nueva York, para
honrar el honor de su padre, muerto a tiros por una pareja de drogadictos. Y la
burocracia federal había traicionado la rectitud virtuosa de sus intenciones,
invocando el supremo interés nacional.
La traición es asunto de todos los días en el mundo en que me he movido
durante treinta años, tan cotidiano que uno puede advertir sus síntomas con la
misma facilidad que registra los signos que le anuncian que ha pillado un
resfriado. Síntomas que en esos momentos se dibujaban ampliamente en el
rostro afligido y dolorido de Kevin y que se manifestaban en el modo súbito
en que había desaparecido de su cuerpo el animado vigor que le caracterizaba.
—Entregue a Lind su treinta y ocho —ordenó Hinckley—. Le escoltará
hasta Bangkok y allí se lo devolverá.

Grady no me dirigió la palabra desde el momento en que salíamos del


«DC3» que había tratado de confiscar hasta que llegamos a Bangkok,
pasamos el control de aduanas y le devolví su revólver de servicio. Durante
todo el viaje en aquel avión de la «Air America» que Hinckley había puesto a
nuestra disposición, Grady permaneció a mi lado, hundido en su asiento y
sumido en tristes reflexiones. Su esbelta figura parecía exhalar oleadas de
rabia y frustración, al igual que de las piedras emanan oleadas de fuego
durante una merienda en la playa.
Finalmente, mientras introducía su revólver en una bolsa de embalaje de
las líneas aéreas, se dignó hablar:
—Escúcheme, Lind o Tuttle o como demonios quiera que se llame, no
vuelva a cruzarse en mi camino. Porque la próxima vez le haré picadillo,
cuésteme lo que me cueste. Aunque sea el mismísimo director de la CIA —
me dijo, escupiendo con furia contra el suelo—. ¡Vaya discursito patriótico el

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de su compinche Hinckley! Medio millón de soldados. Si se traga esa mierda,
es un niño de teta o un cínico. Y mintió con su puerca boca cuando me dijo la
otra noche en el «Rosa» que jamás había visto a Tommy Cuatro Dedos en
Vientiane. Lo más probable es que usted y Hinckley hubiesen estado
almorzando con él.
Se inclinó hacia atrás, con aire cansado, meciéndose sobre sus talones, y
me dirigió durante unos breves instantes una mirada feroz.
—Su señor Hinckley está podrido hasta la médula de los huesos. Y
también lo está usted, amigo mío. Pero con la salvedad de que él sabe al
menos lo podrido que está. Y usted todavía ni se lo imagina.

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 2

Cuando se baja por la avenida Domingo Díaz, viniendo del aeropuerto en


dirección al centro de la ciudad de Panamá, se ve una estatua de Theodore
Roosevelt, que se alza sobre un pedestal de granito amarillo de unos cinco
metros de altura. Desde aquella posición estratégica, los inanimados ojos de
bronce del que fuera el fundador del primer regimiento de voluntarios de
Caballería de los Estados Unidos contemplan desde lo alto las laderas de las
colinas que descienden hasta la bahía de Panamá y la entrada por el océano
Pacífico al canal de Panamá, el cual, mucho más que cualquier otra cosa se
abre como un monumento a la tenacidad de Theodore Roosevelt y a su visión
del destino de los Estados Unidos como potencia mundial. Durante muchos
años, los turistas estadounidenses que llegaban a Panamá alzaban la mirada
hacia la estatua y la contemplaban como la expresión enteramente adecuada y
digna de la gratitud que el pueblo panameño tenía que sentir por ese gran
hombre.
Por desgracia, estaban equivocados. Los nacionalistas panameños habían
sentido siempre por el héroe de la batalla de San Juan un afecto
aproximadamente similar al que profesaron en su tiempo los ciudadanos de
Budapest a Iósiv Vissarionovich, llamado Stalin.
Al igual que cualquier otro buen estadounidense, descubrí y admiré esa
estatua cuando me dirigía por primera vez en mi vida a la ciudad de Panamá
en marzo de 1968, poco después de mi regreso a Washington tras mi estancia
en Vientiane. La misión que me había llevado a Panamá aquella mañana era
la consecuencia de una decisión que había tomado hacía algunos meses el

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presidente Lyndon Johnson. Johnson había declarado muerta la Alianza para
el progreso de Kennedy. No funcionaría, dijo. En la práctica, las oligarquías
iberoamericanas, de las que se suponía que deberían apoyar esa alianza, la
estaban saboteando calladamente.
Johnson había decidido que, en vez de seguir esa política, daríamos todo
nuestro apoyo en Iberoamérica a las castas militares. Éstas eran el sólido
lecho rocoso, había asegurado el Pentágono a Lyndon B. Johnson, sobre el
que edificaríamos nuestra Iglesia democrática al sur de nuestras fronteras.
Esas castas nos pertenecían. Las habíamos entrenado. Les habíamos
proporcionado sus juguetes. Estaban integradas, en su mayoría, por las clases
medias, altas y bajas, por lo que se mostrarían particularmente receptivas ante
la necesidad de aplicar reformas.
Ese nuevo rumbo en política significó para el Departamento del
Hemisferio Occidental de la CIA, al cual fui asignado, la necesidad de
establecer una nueva serie de prioridades. Si los militares habían de
convertirse en la ola que impulsase el futuro de Iberoamérica, a nosotros nos
incumbía descubrir la ola a una distancia respetable de la orilla. Estudiar
cuidadosamente a los oficiales jóvenes de cada país iberoamericano y tratar
luego de reclutar en cada nación a dos o tres de los más prometedores. Tal era
nuestra orden del día.
Y si nuestra elección inicial había sido la acertada, resultaría razonable
esperar que, tras un período de unos diez a quince años, al menos uno o dos
de nuestros agentes habrían ascendido a altos puestos de mando. Y eso
significaría que un buen día, en un número considerable de naciones
iberoamericanas, las figuras militares y, por tanto, los personajes clave del
país, serían caballeros que estarían instalados, con comodidad y
agradecimiento, en los bolsillos de la CIA. Mi misión en Panamá consistía en
pasar revista a los candidatos más prometedores para un posible reclutamiento
y lograr luego que al menos uno de ellos se comprometiese a trabajar con
nosotros.
Me dirigí al «Hotel Continental» en la vía España, en el moderno centro
comercial de la ciudad, y me mudé de ropa para colocarme el atuendo típico
del turista estadounidense, unos pantalones caqui y una camisa tropical cuyo
florido estampado parecía algo que hubiese soñado su diseñador mientras se
encontraba en un vuelo producido por el ácido lisérgico.
Hacía un calor sofocante. El clima de Panamá presenta tres variedades:
caluroso, más caluroso y calurosísimo. Se dice que para poder vivir
confortablemente en la ciudad de Panamá nuestros oficiales residentes

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necesitan dos cosas: aire acondicionado y amnesia. La necesidad de aire
acondicionado resulta evidente en sí misma; poder apreciar los beneficios de
la amnesia es algo que se adquiere con el tiempo, como habría de percatarme.
Nuestro jefe de base, Joe Topanga, me estaba esperando cuando llegué a
nuestro cuartel general operativo de Corozal, en la Zona del Canal de
Panamá. La CIA disfruta en Panamá de un statu quo muy especial. El habitual
jefe de base se encuentra incorporado a nuestra Embajada en calidad de
segundo agregado comercial o algo por el estilo. Nuestro trabajo real se
realiza, sin embargo, lejos de la capital, en una base militar llamada Corozal,
que bordea el canal cerca de un cementerio en el que están enterrados
centenares de zonians, tal como se denomina a los estadounidenses que
trabajan para la «Canal Company». El campamento de Corozal dispone de un
laboratorio para el estudio de las enfermedades tropicales, así como de otras
instalaciones sanitarias, entre las que se cuenta una clínica veterinaria. En
suma, proporciona una cobertura excelente para nuestras actividades.
Joe me había preparado expedientes exhaustivos sobre siete recién
graduados en dos academias militares, la Academia Militar Federal Mejicana
y la Escuela Militar de Chorrillos de Lima, Perú. Teníamos en muy alta
estima a ambas instituciones, que considerábamos auténticos invernaderos en
los que se criaban los futuros caudillos de los ejércitos iberoamericanos.
Cinco de los siete habían estado recibiendo pequeñas becas a cambio de
prestamos algunos servicios de escasa importancia como informadores.
Ninguno de los cinco se había encontrado hasta ahora ante un agente
estadounidense de la CIA de carne y hueso. Nuestros contactos con todos
ellos se habían producido por mediación de agentes panameños. Éstos se
encargaban también de los pagos, cuya finalidad era más bien la de
acostumbrarlos a aceptar nuestros emolumentos, antes que lograr de ellos
cualquier información digna de ese nombre. Se trataba fundamentalmente de
un procedimiento para inculcarles la idea de las muchas cosas buenas de que
podrían disponer en este mundo aquellos sobre los que recaía nuestra
bendición.
Los habíamos mantenido bajo vigilancia, habíamos registrado los
progresos en sus carreras y habíamos elaborado lentamente sus expedientes
personales, llenándolos con cualquier habladuría que llegase a nuestros oídos.
Y como quiera que las habladurías se adquieren en Panamá con la misma
facilidad que el whisky del mediodía en Dublín, esos expedientes eran
realmente voluminosos. Y por supuesto, el hecho mismo de que cinco de ellos
se hubiesen mostrado dispuestos a desempeñar el papel de pequeños soplones

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indicaba un grado esperanzador de venalidad, que auguraba buenos presagios
sobre sus esperanzas de reclutamiento.
Me pasé la mayor parte del día revisando aquel material. De los siete, dos,
a mi juicio, se destacaban como posibles candidatos. El primero era el capitán
al mando de la guarnición que tenía la Guardia Nacional en Colón, en la
entrada al canal desde el océano Atlántico. Parecía tener muchas ganas de
ascender. Provenía de una buena familia que había atravesado tiempos
difíciles, lo que motivó su decisión de alistarse en la Guardia Nacional. En
tanto que oficial, era altamente respetado por los estadounidenses que habían
trabajado con él, y su carrera en la Guardia Nacional indicaba un ascenso
vertiginoso. En lo personal, era sólido como una roca, casado y con dos hijos,
sin ningún defecto en su carácter que alguien hubiese sido capaz de constatar.
Los panameños tienen una pintoresca costumbre nacional a la que se
refieren como el «esparcimiento cultural del viernes por la noche». En los
matrimonios que allí se contraen existe el convenio tácito de que la noche del
viernes es la noche de que dispone papá para alejarse de sus obligaciones
conyugales. Es libre de ir a donde quiera y con quien quiera; puede salir con
su amante, con su secretaria, puede correr tras las chicas de los bares, jugar al
póquer, emborracharse con los amigotes y caer en la cama a cualquier hora y
en la condición que elija. Nadie le pedirá cuentas.
Nuestro recluta en potencia, Carlos Rodríguez Lara era su nombre, jamás
faltaba a la cita de las nueve que tenía con su mujer en la cama los viernes por
la noche. Ésta era una indicación de lo extraordinariamente sólido que era.
Superficialmente, nuestro segundo candidato parecía menos prometedor.
Acababa de ser ascendido a alférez y era ya demasiado viejo para ese grado.
Había sido oficial del Servicio de información militar en la provincia de
Chiriquí, al norte de Panamá, cerca de la frontera con Costa Rica.
Chiriquí es el granero de Panamá. Está situada a gran altura, recibe lluvias
torrenciales y dispone de un suelo fértil para la agricultura. Gran parte de la
provincia colinda con la provincia de Bocas del Toro, donde la «United Fruit»
tiene millares de hectáreas de plantaciones bananeras, que o bien posee en
propiedad absoluta o bien controla a través de agricultores arrendatarios. La
misión principal de nuestro hombre consistía en eliminar a los sindicalistas de
izquierdas que estaban tratando de organizar a los campesinos de la compañía
y a los agricultores arrendatarios. A juzgar por los informes que contenía el
expediente, se trataba de una tarea que llevaba a cabo con un grado
considerable de destreza y con un grado asombroso de brutalidad.

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Pues bien, pensé, revisando aquellos papeles, la brutalidad —que se
manifestaba, entre otras cosas, en sus intentos por curarles las almorranas a
algunos dirigentes sindicales con botellas rotas de «Coca-Cola» y cachiporras
— requeriría algún tipo de explicación en Washington, pero quizá, con un
pequeño esfuerzo, podría ser atribuida a la exuberancia natural del carácter
latino.
A diferencia de lo que ocurría con el capitán Carlos Rodríguez Lara, nada
había en el expediente de ese hombre que se refiriese con particular
benevolencia a las cualidades morales de su carácter. Para colmo, su carrera
había sido de todo menos meteórica. Cuando regresó con su diploma de Perú,
tuvo que esperar ocho meses hasta conseguir un puesto, ya que carecía de las
relaciones sociales, políticas o familiares necesarias para obtener uno. Y
cuando finalmente fue incorporado a filas, tuvo que conformarse, pese a su
diploma, con la paga de sargento y aceptar la misión de conducir por la
ciudad de Panamá uno de los coches de la Policía de Tráfico, mientras que sus
compañeros de promoción ya detentaban los codiciados cargos del mando
militar. No obstante, había un incidente que le había ocurrido mientras
desempeñaba ese trabajo, del que me pareció deducir que ese tal Manuel
Antonio Noriega podría ser precisamente el recluta que andábamos buscando.
El obispo de Panamá era un hombre apuesto, que llevaba sus hábitos con
gracia extrema. Se llamaba Tim McGreavy. Pese al nombre, era panameño de
pura cepa, pues pertenecía a la segunda generación de los descendientes de un
estadounidense que había trabajado en la construcción del canal, que había
contraído luego matrimonio con una joven panameña y se había quedado a
vivir en Panamá. La debilidad primordial de Tim era la carne. Disfrutaba
muchísimo con la compañía de damas jóvenes, lo cual es algo normal, así
como una actitud perfectamente encomiable, aun cuando no sea muy
recomendable para aquellos que suelen vestir de púrpura. Al igual que
muchos panameños, también él tenía un gusto desarrollado por el whisky.
Un buen día, a altas horas de la noche, cuando iba en compañía de una
joven dama perteneciente a una respetable familia panameña y en un estado
que en el informe de la Policía se calificaba de «dudosa sobriedad», atropelló
y mató a una señora de edad mientras conducía su automóvil por las calles de
la capital. En vista de la gravedad del incidente, el primer policía de tráfico
que acudió al lugar de los hechos envió inmediatamente una llamada de
socorro a su superior, a Manuel Antonio Noriega.
Cuando llegó Noriega, el obispo se encontraba en el coche-patrulla,
completamente pálido y en un estado casi catatónico. La joven dama,

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gimoteando, estaba sentada a su lado. Uno de los agentes del coche-patrulla
se dedicaba con gran diligencia a sacar fotografías de la escena del accidente.
Noriega tan sólo necesitó un breve instante para darse cuenta de todas las
posibles implicaciones que tenía el lío en que se había metido el obispo.
Ordenó al policía fotógrafo que dejase de hacer fotos y que le llevase a su
despacho por la mañana temprano el carrete con los negativos. Según se
narraba en el expediente, se dirigió a donde estaba el obispo y le dijo:
—Vuestra Eminencia, ésta es una tragedia terrible. Vuelva a su residencia
antes de que acuda cualquier curioso. Nosotros nos encargaremos de llevar a
la joven a su casa. Deje el resto para mí. Me ocuparé de todo.
La muerte de la anciana fue atribuida a un conductor que la atropelló y se
dio a la huida. Y a la mañana siguiente, Noriega entregó los negativos con las
fotografías de la escena del accidente al pobre clérigo, que tan terriblemente
conmocionado estaba. Un escamoteo de pruebas, normal y bien llevado a
cabo, de un incidente potencialmente desagradable, excepto en una cosa.
Algunos días después, Noriega confesó a su contacto panameño que se había
quedado con cinco de los negativos más comprometedores. La próxima vez
que Manuel Antonio Noriega necesitase un amigo dentro de la jerarquía
católica y romana en Panamá, sabría dónde podría encontrarlo.
Llamé a Topanga al despacho que me había asignado.
—Joe —le dije—, háblame de ese tal Noriega.
—Mis sentimientos hacia él son muy dispares —me confesó Topanga.
Noriega había estado trabajando para nosotros en Panamá en calidad de
informante ocasional, gracias a su hermanastro, que era una fuente metódica
de chismorreos e informes políticos. Y cuando se fue a Lima, se puso a
informamos con cierta regularidad a través de su hermanastro. Nos rellenaba
informes sobre asuntos tales como cuáles de sus instructores se jactaban de
seguir la línea castrista; o cuáles de sus compañeros cadetes se vanagloriaban
de ser marxistas. Había recibido instrucciones de cultivar la amistad de
algunos de sus compañeros, adulándolos, ensalzándolos, sonsacándolos y
sopesándolos. Y esto se hacía con la idea de incluir en nuestros expedientes
los nombres concretos de algún colombiano o de algún boliviano, de tal suerte
que, quizás al cabo de veinte años, tuviésemos alguna idea sobre quiénes eran
esos tipos si sus nombres aparecían como los del vicedirector del Servicio de
Información boliviano o colombiano.
—Al parecer, el jefe de base en Lima piensa que realizó un trabajo
bastante bueno como informante nuestro —apunté.

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—Lo hizo. El tipo es listo y muy trabajador. Es también un poco doctor
Jekyll y Mr. Hyde. ¿Ha leído esa parte sobre cómo golpeó a una pobre
prostituta hasta hacerle perder el conocimiento?
La había leído, en efecto. Durante una noche de borrachera con algunos
compañeros cadetes en una especie de taberna-prostíbulo, Noriega había
pedido a una chica que acababa de hacer el amor con uno de sus amigos que
se fuese esta vez con él. La mujer se negó, de un modo más bien altanero al
parecer. Noriega se puso furioso. Obviamente, era muy sensible en todo lo
relacionado con su apariencia. Cuando era aún un adolescente, una terrible
infección de acné le había dejado el rostro como picado de viruela y con
tantos cráteres como la superficie lunar. Algo en la negativa de la prostituta le
hizo perder los estribos. Cuando llegó la Policía, aún seguía golpeando a la
pobre criatura. Tan sólo una palabra nuestra, susurrada al oído de los
gendarmes limeños, logró aplacar las cosas y le hizo posible seguir en la
academia.
—Eso indica una falta de control muy alarmante —asentí—, y si de algo
estoy seguro es de que no me gustaría que mi hermana acudiese a una cita
concertada a ciegas con él.
—¿Cómo evaluará Langley ese asunto si le recomendamos como agente
fijo? —preguntó Joe.
—Imagino que eso no preocupará a nuestra gente. Se inclinarán por
interpretarlo como una exhibición de esas cualidades machistas que
caracterizan a todos los latinoamericanos. Por lo demás —dije—, veámoslo
desde su lado positivo. Al menos sabemos ahora que no se anda con remilgos.
Y ése es un defecto de carácter sobre el que no deberíamos preocuparnos. En
este asunto estamos haciendo progresos.
—El tipo es listo, o más bien astuto, lo que quizá sea preferible para
nuestros propósitos —dijo Joe—. Y le consume la ambición. Pero sigue
habiendo un aspecto oscuro en el fondo de su personalidad, que me preocupa.
He de confesar que a mí no me preocupaba tal cosa. Las personas que
reclutamos en el extranjero para que se conviertan en agentes de la CIA no
son precisamente sacerdotes. Tienen defectos de carácter, deformaciones de la
personalidad, justo lo que andamos buscando, para dedicamos luego a
explotar esos rasgos, de un modo sistemático y premeditado. Si no se
distinguiesen por esos defectos, serían muy pocos los que aceptarían pasar a
formar parte de nuestra plantilla.
—¿Cuánto hace que le tenemos?

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—Desde que era un mozalbete y cursaba su último curso en el Instituto
Nacional. Lo aceptamos fundamentalmente como un favor a su hermanastro,
que realizaba un buen trabajo para nosotros.
—¿Se ha encontrado contigo alguna vez?
—No. ¡Ah!, ¿sabes?, pregúntale algo que no sepa y se inventará una
respuesta en la que no pasará por alto ni el más mínimo detalle. Todos hacen
lo mismo. Hasta que se marchó al Perú, nada de eso importaba un rábano, de
todas formas.
Levanté el expediente de Noriega, sopesándolo en mis manos, como si en
cierto modo fuese la mente de ese hombre lo que estaba acariciando con las
palmas. Reclutar un agente para la CIA es, de alguna manera, un juego de
conjeturas. Y el momento apropiado resulta fundamental. En el tenis uno trata
de alcanzar la pelota cuando se está elevando. No se espera a que haya
alcanzado su punto más alto. Lo mismo ocurre en este caso. Uno desea
reclutar a su agente mientras aún se está formando, mientras aún es
vulnerable, mientras aún puede aprovechar cualquier cosa que se le ofrezca.
Si uno espera demasiado tiempo, puede ocurrir que ya no tenga ninguna
necesidad de uno ni del Gran Padre Blanco del Norte. Podrá haberse dado
cuenta de que puede arreglárselas por sí solo y la presa se habrá escapado.
Manuel Antonio Noriega estaba realmente de suerte en aquel día de
marzo. Su ambición de éxito rezumaba abrasante de los folios del expediente.
Allí estaba todo cuanto andábamos buscando: todas las frustraciones, todas
las debilidades psicológicas, todas las necesidades y vulnerabilidades que
hacen de un hombre un fruto maduro para ser reclutado como agente de la
CIA. Manuel Antonio Noriega tenía que triunfar por encima de todo, sin
importarle el precio que tuviese que pagar personalmente, ni el que tuviesen
que pagar los que le rodeaban, ni los que estaban por encima o por debajo de
él. Y en esa lucha uno podía tener la certeza absoluta de que se agarraría
como de un clavo ardiendo a cualquier mano extendida que pudiese ayudarle
en su camino. Era la clase de persona con la que podíamos hacer negocios.
—Joe —dije—, creo que deberíamos tratar de reclutarlo.
—Es una empresa arriesgada —me advirtió—. Es astuto y malvado y está
sediento de pasta. También es taimado y de una amoralidad absoluta. Y tiene
además esa negra reserva de odio en su interior, que le puede volver vicioso y
depravado en un santiamén.
—¡Por el amor de Dios, Joe! —exclamé, echándome a reír—. Me parece
que acabas de describir al agente ideal de la CIA. Enviemos a Washington
una solicitud para proceder a su reclutamiento.

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Convencer a Langley para que permita a una de sus bases en el extranjero
que proceda al reclutamiento de un nuevo agente fijo es algo para lo que la
base ha de cumplir dos requisitos. Ante todo, la base ha de exponer razones
muy convincentes que demuestren por qué el candidato, en nuestro caso, el
teniente Noriega, ha de ser reclutado. ¿Tiene acceso a algún programa de
investigación y desarrollo de armas de alta tecnología, por el que pudiésemos
tener algún interés de carácter científico? ¿Juega al póquer todos los viernes
por la noche con el embajador soviético en su país? ¿Se acuesta con la
hermana del presidente de la República?
En el caso de Noriega, estábamos comprando, fundamentalmente,
esperanzas, adquiriendo posibles mercancías futuras en lo relacionado con el
campo del espionaje, en conformidad con la directiva de la CIA sobre el
reclutamiento de jóvenes oficiales de los ejércitos iberoamericanos, con la
vista puesta en obtener un beneficio a largo plazo.
El siguiente paso consistía en proporcionar a Langley lo que en la jerga
burocrática de la CIA se conoce como los CHP —Cuestionario de historial
personal— I y II. El uno se refiere a los datos biográficos exhaustivos. El otro
cubre aspectos más sutiles, valoraciones psicológicas sobre las debilidades y
las firmezas del individuo, así como impresiones sobre su carácter.
No obstante, hay cuestiones cruciales que se refieren a lo que ha de ser la
preocupación principal de la CIA en todo reclutamiento: la del control. ¿Por
qué está dispuesto a trabajar para nosotros ese agente potencial? ¿Lo hace por
dinero? ¿Por mujeres? ¿Por jovencitos? ¿Porque odia a su jefe? ¿Porque se
siente despreciado y abandonado por la sociedad o por sus patronos? ¿Porque
está desilusionado con el régimen?
Y en lo que respecta a la motivación que le impulsa a unirse a nosotros,
¿qué fuerza tiene como medio para mantener a ese agente bajo nuestro control
una vez que haya subido al bote?
Con Noriega, parecía claro desde un principio que el control requeriría
dos elementos. El primero de ellos sería el dinero, en sumas crecientes, a
medida que fuese aumentando su valor para la CIA. El segundo consistiría en
nuestro apoyo, ayudándolo a lo largo de su camino hacia el poder, que tanto
ambicionaba, como era obvio.
Completar el papeleo unido a esos formularios era algo que requería una
enorme cantidad de tiempo. Al finalizar nuestro primer día, habíamos logrado
desembarazarnos de nuestra Solicitud para proceder al reclutamiento y
habíamos dado un buen paso adelante en nuestra misión de rellenar los
Cuestionarios de historial personal. Terminamos de trabajar exactamente a

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las cuatro y media de la tarde, como era de rigor en cualquiera de las
burocracias federales, y decidí entonces, como solía hacer siempre que podía
durante mis misiones en el extranjero, telefonear a mi esposa, Sarah Jane.
Nos habíamos conocido en una cita concertada a ciegas para el partido del
Dartmouth, durante mi primer año en New Haven. Fue, como se suele decir
en las telenovelas de moda, amor a primera vista. Amor romántico, al menos;
la otra clase de amor antes de comparecer ante el altar no estaba bien vista en
aquellos tiempos, así que decidimos santificar la tradición.
Cuando nos casamos, en las páginas de sociedad del New York Times y
del periódico de su localidad, el Louisville Courier Journal, me calificaron de
«empleado del Departamento de Defensa». Le di detalles sobre el significado
de eso durante nuestra luna de miel en el archipiélago de las Bermudas. La
identidad real de mi patrón ni la sorprendió ni la conmocionó. Sospecho que
ya se lo había imaginado, probablemente gracias a alguna discreta y gentil
insinuación de alguno de sus compañeros de graduación de Vassar que
estaban empleados en la Agencia.
En cuanto a mi trabajo en sí, sin embargo, sabía muy poco. Se imaginaba,
debido a mi ascendencia española, que estaría involucrado en los asuntos
iberoamericanos, pero era hasta ahí prácticamente adonde llegaban sus
conjeturas. Los oficiales de la CIA y sus esposas se ven obligados a encontrar
para sus conversaciones de sobremesa temas distintos al de ¿Qué tal te fueron
hoy las cosas en la oficina?
Cuando partía para el extranjero en cumplimiento de alguna misión de la
Agencia, mi mujer, la mayoría de las veces, no sabía ni a dónde me iba ni
cuánto tiempo me iba a pasar fuera. En aquellos momentos, por ejemplo, no
tenía ni idea de que me encontraba en Panamá o de qué era lo que estaba
haciendo. Tampoco era nada probable que pudiese llegar a descubrirlo. Los
pasaportes con los que viajaba, bien a mi nombre, bien bajo los seudónimos
que me asignaba Langley, estaban a buen recaudo en la caja fuerte de mi
despacho, así que nadie podía echar una ojeada a mis sellos de entrada y de
salida para determinar los lugares en los que había estado.
Por supuesto, al igual que cualquier buen esposo y honrado padre de
familia, me traía de vuelta de mis viajes algunos recuerdos para Sarah Jane y
los chicos. Inevitablemente, sin embargo, esos regalos solían ser objetos
comprados en el anonimato de la tienda libre de impuestos de alguno de los
aeropuertos en los que hacía escala, más bien que recuerdos adquiridos en el
país en el que había estado operando.

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La doble vida que se ve obligado a llevar un agente de la CIA que opere
en la clandestinidad tiene, casi inevitablemente, un efecto pernicioso sobre su
personalidad y sobre su comportamiento. Su segunda vida, la encubierta, no
es del todo real; lo que en ella ocurre no ocurre realmente en lo que respecta a
su otra vida, la honesta. Y si no es real, no cuenta entonces. Las reglas por las
que se rige tu existencia fuera del ámbito del encubrimiento no son aplicables
al mundo irreal.
Hablando sobre la mentalidad del espía, me dijo en cierta ocasión uno de
mis superiores en Berlín:
—Los adúlteros no tienen por qué ser necesariamente buenos espías, pero
los espías son inevitablemente buenos adúlteros.
Y según he podido apreciar en mi trabajo, hay en eso mucha verdad. No
hay más que fijarse, por ejemplo, en el genio inglés del espionaje, en Kim
Philby. Sexualmente, jamás se sentía más satisfecho que cuando le estaba
poniendo los cuernos a alguien, sobre todo si ese alguien era un amigo íntimo.
Dicho sea de paso, he de reconocer que Sarah Jane siempre aceptó las
obligaciones y las amenazas que mi carrera imponía a nuestro matrimonio con
una elegancia notablemente exquisita. Era una Dabney de Virginia, cuyo
padre se había trasladado a Louisville para hacerse cargo de la destilería
«Brown Forman». La noción del servicio, bien al Gobierno federal o a la
Administración de cualquiera de los Estados confederados, formaba parte
integrante de la tradición familiar de los Dabney. Además, también ella
disponía de sus propios ingresos privados, así que ambos supimos desde un
principio que no íbamos a tener que pasar nuestras vidas completamente
encerrados dentro del estrecho corsé del salario gubernamental.
Para llamar a casa desde cualquier base del extranjero no hay más que
marcar el número de la centralita de Langley y ellos se encargan de pasarte la
comunicación a tu hogar. Puedes encontrarte al otro extremo del mundo, pero
es como si estuvieses hablando con tu esposa desde tu despacho a pocos
kilómetros de distancia. A los pocos segundos de haber descolgado el
teléfono que tenía sobre el escritorio ya me encontraba hablando con Sarah
Jane.
Me puso al comente de la letanía habitual de nuestros asuntos domésticos:
Jonathan, nuestro hijo mayor, se había destacado en el partido inaugural que
había ganado su Pequeña Liga; Mrs. Emerson, la maestra de segundo curso de
Tonny, el menor de los tres, se había quejado nuevamente de las travesuras
que hacían los chicos de su clase; la Liga Juvenil volvería a celebrar su cena
de etiqueta anual, en la que se repartirían los premios, dentro de tres semanas

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en el «Hotel Hilton» de Washington. Mi esposa esperaba que pudiese estar de
vuelta para entonces y pudiese asistir a la ceremonia.
La forma en que terminé la conversación fue, por necesidad, más bien
monótona: me encontraba bien, hacía progresos en el trabajo y el tiempo era
excelente, lo cual, en realidad, era mentira. Terminamos como de costumbre,
con el consabido ritual de la expresión mutua de nuestro afecto. Colgué el
teléfono y me interné en la sofocante tarde panameña sin haber decidido aún
si me regalaría la mejor comida que pudiese costear con las dietas de viaje de
la CIA o si me iría a ver una serie televisiva en español en la habitación de mi
hotel, disfrutando del aire acondicionado, y pediría que me subiesen la cena al
cuarto. Al final opté por lo segundo.

En caso de que Washington nos autorizara a proceder al intento de


reclutar a Noriega, yo sería el agente encargado del reclutamiento. Eso
significaba que habría de sentarme a hablar con el hombre en algún lugar
agradable de mi elección, donde trataría de convencerlo de la conveniencia de
convertirse en agente a sueldo de la CIA. Por regla general, para esa tarea
procurábamos utilizar siempre a un funcionario que no estuviese destinado en
la base local de la CIA. Y de ese modo, si el recluta potencial decía «no», su
reclutador podía abandonar la ciudad en el primer avión y no habría así
ningún rostro familiar al que el hombre que nos había rechazado pudiese
identificar después como perteneciente a algún oficial de la CIA.
Mientras esperábamos a que nos llegasen las órdenes de Washington para
proseguir nuestro intento de reclutamiento, decidí que la mejor manera que
tenía de aprovechar mi tiempo sería echando una ojeada a los lugares en los
que Noriega se había criado. Tratar de imaginarme a mi agente potencial
como un rapazuelo me ofrecía, según mi razonamiento, algunos puntos de
vista nuevos que podrían serme útiles a la hora de reclutarlo.
Nadie tenía la menor idea de dónde había nacido Noriega. Su madre había
muerto cuando él tenía dos meses. Su madre y su padre no llegaron a casarse,
algo que no era del todo inusual en el Panamá de aquellos tiempos. Cuando
murió la madre de Noriega, el padre se largó, simplemente. Cargar sobre sus
hombros la responsabilidad de criar un nene era algo muy superior a cualquier
cosa con la que se pudiera enfrentar.
Sin embargo, antes de largarse, entregó el pequeño a su madrina, una
maestra de escuela solterona, llamada Luisa Sánchez, cuya verdadera
vocación consistía en criar niños huérfanos. Mamá Luisita, como la llamaban
los niños, daba albergue a su progenie en un piso situado en la segunda planta

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de una de las casas humildes del barrio ribereño de Terraplén. El apartamento
se encontraba en un sólido edificio de color verde lima, que tenía balcones en
cada una de las ventanas de los pisos superiores. En los tiempos en que los
franceses, bajo la dirección de Ferdinand de Lesseps, estaban tratando de
excavar el canal, esa casa tenía que haber sido la mansión de alguna de las
familias pudientes de Panamá.
La bahía de Panamá se extendía justamente al otro lado de la calle, donde
sus aguas llenas de basura y desperdicios iban a estrellarse contra el dique.
Una media docena de dangas, alargadas como agujas, las embarcaciones de
los pescadores panameños, se mecían sobre las aguas, tirando de sus amarras,
a la espera de que cayese la noche y pudiesen salir a alta mar para pescar
lubinas, sardinas y cuberas. A unos cuantos metros más abajo de la pared del
dique, un muelle medio derruido se sostenía a duras penas sobre unos pilares
destartalados, envueltos en viejos neumáticos que se hundían en el mar. Un
bolichero solitario, un jabeguero, estaba descargando su pesca sobre los
tablones del muelle, completamente cubiertos de algas marinas.
En la esquina del edificio donde vivía mamá Luisa había una taberna en la
que una pareja de jóvenes damas se recobraba de lo que supuse que habría
sido una noche tan fatigosa como próspera. Entré en el establecimiento, pedí
una cerveza y pensé durante unos momentos en el blanco de mi misión,
cuando aún era un niño que se criaba en las habitaciones de arriba.
Cuando terminé mi cerveza y mi charla con las jóvenes damas, decidí dar
un paseo hasta el Instituto Nacional, donde Noriega había estudiado durante
seis años. No sé qué demonios se me pasaría por la cabeza, pero el caso es
que entré en el instituto y me presenté al director como un profesor
universitario estadounidense de visita en Panamá y deseoso de echar un
vistazo a ese centro de enseñanza.
El buen hombre no cupo en sí de gozo ante la idea de mostrarme el lugar.
El instituto, según me informó, estaba subvencionado por el Estado. El cuerpo
de estudiantes provenía casi exclusivamente de las clases media y baja y
estaba compuesto por chicos de piel oscura. Los vástagos de los rabiblancos,
tal como se designaba a las capas pudientes y gobernantes de Panamá,
acudían a un par de colegios católicos, al de Lasalle y al de San Agustín. Los
derechos de matrícula eran de cinco dólares por semestre. Tan sólo eran
admitidos los jóvenes que habían sacado notas sobresalientes en la escuela
primaria.
Pues bien, eso me decía que Noriega había sido un niño brillante, pero
también me revelaba algo más. Si ya había albergado la ambición de entrar en

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ese instituto cuando era un pobre y miserable huérfano, eso significaba que su
ardiente ambición le acompañaba desde hacía mucho tiempo, y la ambición
era una de esas cualidades que siempre buscaba en los agentes que reclutaba
para la Agencia.
Tras nuestra visita de inspección, el director me dejó curiosear por la
biblioteca del instituto. Con un poco de esfuerzo, encontré en uno de los
cajones un ejemplar del anuario correspondiente al curso de graduación de
Noriega. ¡Qué chico de semblante tan solemne había sido! El acné aún no se
había cebado en él cuando fue tomada aquella fotografía, en la que exhibía
unas orejas grandes y acampanadas. Lo cierto es que era bien parecido,
aunque de un modo lóbrego y vagamente amenazante. En nuestro expediente,
las chicas y la comida china estaban registradas como las cosas que más le
gustaban; su canción favorita era Toma a Sorrento. Ambicionaba ser
psiquiatra y presidente de la República. Entre sus actividades extraescolares
no estaba registrado ningún deporte. De hecho, tan sólo había una anotación
en ese apartado. Había pertenecido al comité directivo del Movimiento
Estudiantil de Vanguardia, una de esas típicas asociaciones estudiantiles
latinoamericanas que arden de fervor patriótico en contra de los gringos.
La vida, se me ocurrió cuando guardaba el anuario en el cajón, habría de
asestar algunos golpes crueles a ese joven de expresión solemne y futuro
prometedor, cuyo retrato acababa de estudiar. El rostro de ese joven, que
colocaba a las chicas entre las dos cosas que más le gustaban en esta vida,
pronto habría de verse salvajemente devastado por el acné y muchas de esas
chicas que tanto admiraba empezarían a temblar de miedo cada vez que lo
contemplaran. Sus sueños de estudiar en la Facultad de Medicina y de
convertirse en psiquiatra también habrían de desvanecerse. Su pobreza y su
nacimiento ilegítimo habrían de mantenerle lejos de esos objetivos.
En todo lo que había visto no encontré nada, sin embargo, que hiciese
pensar que me había equivocado al seleccionar a Antonio Noriega para el
reclutamiento. Su crianza había tenido que dejar en él esa clase de dureza que
tanto se requería en los que trabajaban para nosotros. El fervor revolucionario
de su época de estudiante era algo que estaba muy bien: sería una
recomendación que podría utilizar para infiltrar a los agentes provocadores
que pudiésemos designarle un buen día.
Algunos días después, poco antes del mediodía, Langley nos envió
nuestro «VBO», el Visto Bueno Operacional para el reclutamiento. Aquel
cable me autorizaba a dar los primeros pasos en el proceso que habría de

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convertir, con el tiempo, a Manuel Antonio Noriega en el agente más
importante de la CIA en el Hemisferio Occidental.
El VBO venía acompañado de un cable aparte en el que se notificaba la
clave secreta con la que Noriega sería conocido de ahí en adelante en los
archivos de la CIA, en caso de que tuviese éxito en mi reclutamiento:
CP/BARRERA/7-7. «CP» era el símbolo cifrado que utilizábamos para
Panamá. «BARRERA» era la palabra en clave para designar a nuestros
agentes en la Guardia Nacional panameña y en la Policía de ese país, y «7-7»
indicaba que Noriega, en caso de ser reclutado, sería el séptimo agente que
nuestra base de la CIA tenía infiltrado en el seno de esas instituciones.
El lugar estaba amueblado en ese estilo cuya mejor descripción sería el de
la típica monotonía de un piso franco: una mesa, una media docena de sillas,
un viejo sofá y, como quiera que nos encontrábamos en los trópicos, un
ruidoso aparato de aire acondicionado. Se trataba de una casita de una sola
planta, situada en una de las calles laterales que iba a desembocar en la
autopista que viene de Panamá, justamente antes de su entrada en David, la
capital de la provincia de Chiriquí. En mi maletín se encontraba la única pieza
del mobiliario que realmente venía al caso: una botella de whisky escocés
«Old Parr».
Habíamos dado instrucciones a Luis Carlos, el hermanastro de Noriega,
para que lo invitase a tomar una copa en esa casa, con el pretexto de que un
amigo estadounidense deseaba reunirse con él. Luis Carlos tenía que
despedirse después de que nos hubiésemos pasado unos diez minutos
charlando sobre temas políticos, dejándome así solo con Noriega. De acuerdo
con las reglas básicas de la CIA, yo no estaba autorizado a revelar mi nombre
verdadero a Noriega, ni a decirle tampoco cómo se llamaba la cuadrilla de
boy-scouts para la que trabajaba.
Había en todo eso algo de comedia, por supuesto. Si Noriega era
realmente un agente en potencia, tal como yo pensaba, ya se habría imaginado
desde hacía mucho tiempo a quiénes estaban pasando información, tanto él
como su hermanastro. Al comunicarle que un estadounidense deseaba
reunirse con él, tenía que haberse dado cuenta inmediatamente de qué clase de
pajarraco era yo. Pero ésas, sin embargo, eran las reglas de Langley, y los
pobres mortales como yo no teníamos por qué ponerlas en tela de juicio.

Noriega y su hermanastro fueron rigurosamente puntuales, lo que ya de


por sí era una buena señal. Me presenté como Jack Brown y nos sentamos a
tomar un trago. Noriega era de baja estatura, más bien achaparrado, pero su

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cuerpo irradiaba una cierta fuerza agazapada y oculta. Tenía el rostro,
efectivamente, desfigurado por el acné. Sus cabellos de un negro azabache
estaban pegados contra su cráneo con alguna especie de pomada, mezcla de
fijador y brillantina, con alguna de esas grasientas sustancias para el pelo que
tanto se ponderaban en los viejos anuncios de «Brylcreem». Sus ojos tenían
algo de reptil. Los mantenía entreabiertos y parecían mirar con luz mortecina
cuando te miraba. Lo que más me chocó del hombre, sin embargo, fue su aire
de serenidad. Le rodeaba una aureola de absoluta tranquilidad, que no parecía
corresponderse en modo alguno con ese carácter propenso a la violencia que
se describía en los informes que había leído.
Estuvimos charlando hasta que Luis Carlos se marchó, tal como estaba
previsto. Luego, Noriega y yo nos retrepamos en nuestros asientos, tras
habernos preparado nuevos whiskies. Noriega me contempló con un
resplandor de ironía en sus ojos.
—Brown —dijo—, parece ser un nombre bastante común en el Norte.
—Sí, lo es —asentí, echándome a reír—, sobre todo en el ámbito de mi
trabajo. Sabrá, teniente Noriega…
—Tony. Ellos me llaman Tony.
—Pues bien, Tony. Como supongo que ya sabrá, estamos más que
satisfechos con el trabajo que ha realizado para nosotros —le dije, haciéndole
a continuación un breve resumen de los informes que nos había hecho llegar
de Lima y de Chiriquí—. Pensamos que tiene un futuro de verdad en el
campo de la información. Nos gustaría verle realizar ese futuro. En lo que esté
al alcance de nuestras fuerzas, podemos ayudarle a lograr sus propósitos, y ya
sabe que disponemos de medios para ayudarle, estamos dispuestos a colaborar
con usted y a trabajar para usted. Somos esa clase de gente que siempre estará
presente cuando nos necesite.
Sacudí los cubitos de hielo en mi vaso y me concentré en la mente de mi
recluta en potencia, tratando de captar sus reacciones. A fin de cuentas,
nuestro negocio radica en la traición. Cada vez que reclutamos a un hombre
como Tony Noriega, lo que le estamos pidiendo que haga es,
fundamentalmente, traición, a su nación, a su Gobierno, a sus dirigentes, a la
institución a la que pertenece. Procuramos revestir esa realidad con
razonamientos atractivos, pero cuando se la despoja de las ropas, lo que uno
tiene ante sí, fundamentalmente, es a un traidor. Los jóvenes estadounidenses
se incorporan a veces a la CIA llevados por la ilusión de que habrán de
convertirse en James Bonds y que perpetrarán actos de violencia y audaces
proezas en defensa del Gobierno de los Estados Unidos.

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No es así como funciona el asunto. Reclutamos a otros, a los Noriegas de
este mundo, para que realicen por nosotros nuestro trabajo sucio, por dinero,
por motivos ideológicos o por simple amor al riesgo.
—Por ejemplo —dije, echando a ese posible recluta el anzuelo apropiado
—, tenemos en los Estados Unidos academias especializadas en las que se
imparten cursillos sobre el trabajo de información. Todas disponen de ciertos
cupos extras para los oficiales de las fuerzas armadas amigas. Si está
interesado, podemos ocupamos de que consiga una de esas plazas.
Aquello había dado en el blanco. Noriega tenía un olfato muy bien
desarrollado para aquellas cosas que podrían hacerle avanzar en su carrera, y
añadir a su expediente personal esa clase de entrenamiento especializado en
los Estados Unidos era algo que se encontraba, sin lugar a dudas, entre ellas.
—Nos ha sido de gran ayuda en el pasado y nos gustaría pensar que
podemos seguir colaborando de un modo tan eficaz en el futuro. Quizá sobre
una base más metódica.
Noriega asintió con una larga inclinación de cabeza. El hombre estaba
reaccionando muy bien.
—Sabemos lo dura que puede ser aquí la vida para oficiales jóvenes y
emprendedores como usted, con familias a las que mantener —proseguí—.
Haremos todo cuanto esté a nuestro alcance para ayudarle a solucionar ese
problema. Pero, por encima de todo y hasta el grado en que nos sea factible,
estamos dispuestos a procurar disponer las cosas de tal modo, que usted pueda
hacer progresos a lo largo de su carrera y que nosotros podamos continuar
manteniendo nuestra estrecha colaboración con usted en la prosecución de
nuestros intereses mutuos. Usted es la clase de joven oficial destinado a
ocupar puestos de importancia en Panamá. Deseamos ver cómo lo logra.
Aquélla era la camada. No se puede colocar abiertamente la recompensa
sobre la mesa. Jamás se debe cometer un error tan craso como ése. De ese
asunto no se habla, pero está presente. El otro lo sabe y uno lo sabe, pero
ambos son lo suficientemente mayorcitos como para no referirse a ello. Para
un joven oficial centroamericano, esa oferta tiene repercusiones muy
concretas. En efecto, ahí se encuentra ante uno el Hermano Mayor del Norte
diciendo:
—Estoy dispuesto a incluirle entre mis elegidos.
Noriega se levantó de la mesa y fue a servirse otro whisky. Sumido en sus
pensamientos, agitó durante unos instantes el licor en el que flotaban algunos
cubitos de hielo. Luego alzó su vaso, lo acercó al mío y dijo:
—Conforme.

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Así de simple fue el asunto. Nada de preguntas, nada de dudas, nada de
regateos, ningún intento por imponer sus propias condiciones o restricciones
en nuestra relación. Había tomado una resolución y eso era todo. Me
agradaba. Podía ser taimado, sin duda alguna, pero también podía ser un
hombre resuelto.
Durante los siguientes cinco minutos estuvimos concretando los
pormenores de nuestro nuevo acuerdo. A partir de ese mismo momento, le
expliqué, trabajaría directamente con nosotros a través de un estadounidense
que le serviría de contacto. Acordamos juntos el procedimiento que ambos
habrían de seguir para su próximo encuentro. A partir de ese momento, los
dos se encargarían de ultimar los detalles de sus reuniones. Si alguna vez
deseaba hablarme, todo cuanto tenía que hacer, le aseguré, era comunicárselo
a su contacto estadounidense y yo acudiría a su llamada.
Y así quedó resuelto el caso. Acabamos nuestras bebidas, nos dimos la
mano y Noriega se marchó, dirigiéndome una de sus sonrisitas enigmáticas
como regalo de despedida. El hombre era ahora, oficialmente, un agente a
sueldo de la CIA. Mr. CP/BARRERA/7-7 había comenzado su carrera.
Tan pronto como regresé al cuartel general de Langley me puse a trabajar
entre bastidores para hacer efectivo el acuerdo que había sellado con Noriega.
La primera cosa que hice fue lograr que lo admitiesen en uno de los cursillos
de información que impartía el Ejército estadounidense en Fort Gulick, en las
inmediaciones de la entrada al canal por el Atlántico. Había recibido
instrucciones de parte de nuestra base panameña para que presentase su
solicitud de ingreso al cursillo por los cauces normales; gracias a nuestros
vínculos con el Pentágono, me aseguré de que su solicitud fuese admitida,
independientemente de que tuviese o no la cualificación necesaria para seguir
el cursillo. Ese gesto inicial iba encaminado a demostrarle que cumpliríamos
nuestra parte del contrato.
Por añadidura, su interlocutor en Panamá había recibido instrucciones
para que cada vez que se reuniese con él le pasase un billete de cien dólares,
los primeros anticipos de los cientos de miles de dólares que habría de recibir
de la CIA en el futuro. Le pedimos que nos facilitase cierta información de
vez en cuando, en realidad con el fin de recordarle que existíamos, más que
de obtener información alguna. Principalmente, sin embargo, nos
conformábamos con vigilar y esperar. Noriega era, a fin de cuentas, un bello
durmiente, un agente oculto, del que sólo empezaríamos a recuperar parte de
nuestra inversión cuando alcanzase —si es que la alcanzaba— aquella

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posición de mando y autoridad que habría de detentar algún día si es que no
nos habíamos equivocado en nuestra apuesta.
Su escalada hacia esa cima comenzó mucho antes de lo que hubiésemos
podido imaginar, tanto él como nosotros, aquella tarde en que lo reclutamos
como agente regular. El momento podría ser datado el 11 de octubre de 1968,
cuando un coronel llamado Martínez dirigió, al mando de la Guardia Nacional
panameña, un golpe de Estado y derrocó al recién elegido Presidente de la
nación. Noriega ejecutó los planes del golpe de Estado en la provincia de
Chiriquí, lo que fue un indicio convincente de que estaba trepando por la
escalera que conducía a la cúpula militar de la Guardia Nacional.
Su padre espiritual, su santo patrón en la Guardia Nacional, fue un
coronel llamado Ornar Torrijos. A Torrijos se le había pasado por alto la
asonada inicial porque se encontraba demasiado borracho como para poder
desempeñar un papel relevante en la misma. De todos modos, pronto logró
mantenerse sobrio durante el tiempo necesario para organizar por su propia
cuenta un segundo golpe de Estado, enviar al exilio a Miami al coronel
Martínez, ascenderse a sí mismo a general y hacerse cargo de Panamá como
si fuese su feudo personal. Y en el camino de ese general hacia el poder,
siguiéndole los pasos y a su sombra, marchaba Mr. CP/BARRERA/7-7.
Nueve meses después, mientras el general Torrijos pasaba unas
vacaciones en Méjico, un par de compañeros suyos trataron de imponerse aún
con un nuevo golpe. Por esos lares esas cosas pueden ser tan contagiosas
como la gripe. Noriega, que tenía a su mando la provincia de Chiriquí, se
encontraba en una posición clave. Estaba apostado en el único aeropuerto
operativo que quedaba en Panamá. Si lo cerraba, a Torrijos no le hubiese
quedado más remedio que pasarse unas largas vacaciones en Méjico.
Noriega optó, sin embargo, por permanecer fiel a su patrón. Torrijos voló
al aeropuerto de Noriega en un avión alquilado y poco después celebraba su
regreso a la ciudad de Panamá con una entrada triunfal.
Su recompensa a Noriega por haberle salvado el régimen fue tan rápida
como saludable. Nada podía haber encajado mejor en nuestros proyectos con
respecto a CP/BARRERA/7-7 que esa recompensa que superaba a cualquiera
que nos hubiésemos podido imaginar en nuestras oficinas en Langley. Le
ascendió a comandante y lo puso al mando de su Servicio de Información.
Noriega era ahora una de las cuatro o cinco personas más poderosas de
Panamá. La nueva importancia que adquiría el asunto hizo necesario un
nuevo viajecito a Panamá. Decidí que había llegado el momento de darme a
conocer. No llegaría como el anónimo Mr. Brown, sino como Jack Lind IV.

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Esta vez fue Noriega el que insistió en encargarse personalmente del
whisky y del lugar de reunión, que fue en una modesta casita de una planta,
situada en las afueras de Panamá, que estaba utilizando como residencia, ya
que su mujer y sus hijos se encontraban aún viviendo en David. Creo que se
sintió realmente feliz de verme. Me gastó las bromas de rigor por la
metamorfosis de Mr. Brown en Jack Lind y por mi confesión oficial de algo
que ya sabía desde hacía años, que las relaciones que estaba manteniendo eran
con la CIA.
Luego hicimos los honores al «Old Parr». El hombre tenía una capacidad
prodigiosa para ingerir whisky escocés. Nos dedicamos a vaciar, lenta pero
tenazmente, la botella, mientras íbamos picando del surtido de canapés
fuertemente condimentados que nos había preparado su cocinero. Aquella
noche nuestras relaciones con Noriega entraron en una nueva fase. Se puede
decir, en realidad, que el auténtico convenio laboral con él comenzó entonces.
Era completamente consciente en lo que respecta a la nueva posición de
poder que había adquirido en Panamá. Su patrón, Omar Torrijos, había
descubierto una cosa muy importante: resulta muy difícil ser popular entre la
gente si uno se dedica a darle de palos de vez en cuando. Tenía que encontrar
a alguien con el que pudiese contar para que realizase por él ese trabajo sucio,
para que se encargase de aplastar a los disidentes, conservar el orden y
mantener en jaque a todos los que estaban políticamente desilusionados.
Noriega era el hombre al que había elegido para ese trabajo. Noriega se
daba perfecta cuenta del poder que podía ir acumulando al desempeñar la
función del brazo ejecutor de Torrijos, y el poder era precisamente lo que
andaba buscando. Si Torrijos necesitaba un perro de presa, Noriega estaba
más que dispuesto a aceptar esa misión.
Dije a Noriega que en la CIA estábamos ahora convencidos justamente de
lo que ya habíamos sospechado, de que tenía por delante un futuro
prometedor. Le aseguré que estábamos dispuestos a ayudarle a alcanzar su
próxima meta, que sería la de asegurarse en Panamá esa clase de influencia,
poder y autoridad que tan claramente ameritaban sus capacidades.
—El análisis que hace usted de su función en ese Gobierno del general
Torrijos es muy perspicaz —le dije—, mientras funcione. Pero sólo mientras
funcione.
—¿Qué está insinuando?
—No estoy insinuando nada, Tony, se lo estoy diciendo. Torrijos está
dispuesto a reservarse para sí el papel del bueno de la película, del amigo y
defensor del pueblo. Y usted se va a convertir en su Príncipe de las Tinieblas.

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Noriega se dispuso a interrumpirme, pero le detuve al instante con un
gesto.
—¡Escúcheme bien! Naturalmente, ya sé que es él quien le da las órdenes.
Naturalmente, ya sé que le susurra al oído ¡Bravo! cada vez que usted hace
algo que él deseaba que usted hiciera. Y si realiza bien su trabajo, Tony, y
estoy convencido de que así será, llegará el día, y de eso puede estar tan
seguro como de que dos y dos son cuatro, en que usted será una carga política
para Torrijos. Y cuando llegue ese día, créame, le cortará el gañote y arrojará
su cuerpo a los perros. Y puede que lo haga con esa encantadora y carismática
sonrisa suya, desparramada por todo su rostro como mantequilla. Pero lo hará.
Todos lo hacen. Y eso, Tony, es algo que usted no desea que ocurra y que
nosotros tampoco deseamos.
Lo que no le dije, por supuesto, fue que ya estábamos sopesando la
posibilidad de que nuestro agente CP/BARRERA/7-7 pudiese sustituir un
buen día a Torrijos como el caudillo militar de Panamá. Tener a esa nación,
pequeña pero de tan gran importancia estratégica, gobernada por un agente a
sueldo de la CIA sería algo de enorme trascendencia potencial. Sería también
la ratificación definitiva de la política que nos habíamos propuesto seguir
desde que Lyndon B. Johnson dictaminó que los militares habrían de ser
nuestros nuevos apóstoles en Iberoamérica.
Entretanto, Noriega había llenado de nuevo los vasos. Mientras me pasaba
el mío, me dijo, encogiéndose de hombros:
—Claro está que es un riesgo que tengo que correr. Lo sé. Pero ¿qué
puedo hacer al respecto?
—Podemos ayudarle a evitarlo —le aseguré.
—¿Ustedes los gringos?
Noriega no solía ser incrédulo, pero en esos momentos lo era.
—¿Y cómo piensa que podrían hacer tal cosa?
—Ayudándole a hacer aquellas cosas que es necesario hacer para que
pueda ponerse a salvo contra cualquier intento de echarle a usted por la borda.
Ante todo, fortaleciendo su base de poder en el Servicio de Información
Militar. Tendrá que crear una organización supeditada a usted y que sólo le
sea leal a usted y a nadie más que a usted.
Pues bien, si hay algo que nadie necesitaría hacer jamás era impartir a
Antonio Noriega un cursillo sobre el Maquiavelo básico en diez lecciones.
Esa clase de cosas surgían en él de un modo instintivo.
—¡Claro que puedo entender eso! Pero ¿cómo espera que pueda hacerlo?
¿Con qué medios?

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—Es difícil —asentí—. Necesitará finanzas y recursos. Tendrá que
procurar que su gente esté bien remunerada, oficial y extraoficialmente.
Tendrá que proporcionar a sus hombres una buena tecnología, una buena
preparación. Tendrá que convertirlos en miembros orgullosos de una
organización selecta y ellos tendrán que saber a quién han de dar las gracias
por haber sido admitidos en esa organización.
—¡Fantástico! —exclamó, echándose a reír—. Pero hay una pega. ¿De
dónde voy a sacar las finanzas para eso? No de Torrijos, desde luego. Ése
jamás tiene dinero.
—Ornar no lo tiene, bien es cierto —asentí—, pero nosotros sí lo
tenemos.
—¿Ustedes? Mi querido amigo —replicó Noriega, en un tono entre
falsete y risilla tonta—, le estoy muy agradecido por los sobrecillos que me
pasan. Eso hace que la vida sea más fácil en David. Pero de lo que estoy
hablando es de…
—Tony —le interrumpí—, esos días ya han pasado para nosotros.
Me dirigió una mirada de perplejidad, pero llena de esperanzas.
—Si podemos trabajar juntos del modo que deseo y que creo que
podemos lograr, ya nos preocuparemos de que obtenga los fondos necesarios
para levantar y entrenar esa clase de organización tipo G2 del Ejército
estadounidense que usted quiere tener bajo su mando y que nosotros
queremos que tenga.
Le expliqué que ya eran cosa del pasado aquellos escasos billetes de cien
dólares metidos discretamente en un sobre.
—Ahora está jugando en las grandes ligas.
De ahí en adelante, le dije, si las cosas marchaban tal como esperábamos,
el dinero le vendría de un golpe, en cantidades de veinte, cincuenta o cien mil
dólares. Le llegaría en forma de transferencias bancadas legales a una cuenta
que él abriría en su condición de director del Servicio de Inteligencia Militar y
en la que solamente su firma sería la autorizada. Emplearía entonces esas
sumas con el propósito de fomentar la capacidad y la operatividad de su
servicio secreto, para llevar a cabo el programa que le acababa de esbozar.
Todo quedaría bien dispuesto, los presupuestos serían acordados entre él,
como jefe de ese G2, y la CIA, que colaboraría mediante algún tipo de
organización que sirviera de tapadera y que estaría financiada con nuestros
fondos.
Claro está que cuando le explicaba esto sabía perfectamente que el
veinticinco o el treinta por ciento del dinero que pasase por esa cuenta

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bancaria iría a parar a sus bolsillos. Contábamos con eso. Era algo que
formaba parte de los costos inherentes a los negocios que había que realizar
en el mundo en el que tenía que moverse la CIA.
Ahora ya había llegado el momento de conducir discretamente la
conversación hacia el tema de la recompensa que esperábamos a cambio de
nuestra magnanimidad.
—El papel que desempeña, la importancia que usted tiene tanto para
Ornar Torrijos como para nosotros, son cosas que ahora trascienden los
límites de Panamá. Se encuentra en una posición en que ha de ponerse a
cultivar las relaciones con sus iguales en la política, en el ejército y en los
servicios secretos de la América Central. También de Colombia y Venezuela.
Ha de entablar amistad con esas personas. Contraer con ellas lazos íntimos,
tanto en lo profesional como en lo personal. Ocurren muchísimas cosas en
esta parte del mundo, de gran importancia para usted y para nosotros. Los
grupos guerrilleros surgen en Guatemala, en Colombia y en El Salvador.
Usted puede establecer relaciones de confianza y amistad con algunas de esas
gentes, cosa que nosotros, por decírselo francamente, no podemos hacer. Hay
asuntos que tenemos que aprender de ellos y que servirían a nuestros intereses
nacionales comunes, a los suyos, en Panamá, y a los nuestros, en los Estados
Unidos. ¿Quiénes son sus dirigentes? ¿Cuál es su base de poder? ¿Mantienen
vínculos ideológicos reales? ¿De dónde y cómo consiguen las armas? ¿Su
dinero? ¿Cuáles son sus vínculos con Fidel Castro? ¿Con los soviéticos?
»Ésa es la clase de conocimiento —le aseguré— que ayudaría a nuestras
respectivas naciones en el cumplimiento de sus responsabilidades comunes en
la salvaguardia del canal de Panamá.
Toda esa palabrería sobre el canal de Panamá y nuestros intereses
«comunes» no era más, por supuesto, que un modo de dorar la píldora, para
que así pasase tanto más fácilmente por su garganta. Noriega se había
comprometido con nosotros, con la CIA, fundamentalmente como un
informador. Y ahora yo estaba tratando de darle un empujoncito para que
trepase por la escalera. Básicamente, lo que yo quería era convertirlo en un
espía de la CIA en la América Central y en todo el resto de Iberoamérica, en
una ventana por la que pudiésemos atisbar las actividades y las mentalidades
de sus compañeros latinoamericanos. Una vez que estuviese dispuesto a hacer
eso, trataríamos, si se mostraba capaz, de llevarlo a la tercera y última etapa,
en la que comenzaría realmente a actuar como uno de nuestros vicarios en esa
zona, realizando ocultamente para nosotros misiones que no podíamos
ejecutar nosotros mismos.

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—Será muy importante —le dije— que nuestra relación se mantenga en
el más absoluto secreto. Pues de lo contrario, la eficacia que usted pueda tener
se verá gravemente perjudicada. Frente a la opinión pública, será fundamental
que usted aparezca como antigringo, que adopte una actitud hostil con
respecto a Estados Unidos.
Como advertirá el lector, me estaba moviendo en la hipótesis de que
Noriega estaría dispuesto a ir con nosotros mucho más allá de lo que había
admitido que iría.
—El general Torrijos se está convirtiendo en el héroe de todos los
elementos antigringos que hay por aquí. Y eso significa que la gente se
quedará encantada si le ve entre los de su séquito, reuniéndose, intimando con
él.
—Por supuesto —me dijo—, de hecho ya están contentos. Pero siempre
andan a la espera de algo.
—¿De armas? —insinué.
—Entre otras cosas.
—Es lógico, dada la posición geográfica de Panamá… y del canal. A
veces resulta más cómodo facilitar a esa gente el acceso a una cantidad
limitada de armas. De ese modo puede saber exactamente, al menos, qué es lo
que consiguen y se puede hacer una idea de a dónde va a parar y por qué
medios llega.
Pareció algo sorprendido por la franqueza de esa revelación.
—Hay por ahí un montón de personas vendiendo armas. En su mayoría,
sabemos quiénes son. A veces podría resultar beneficioso permitir que
trabajasen con algunos de esos grupos por mediación de usted. Eso afianzaría
su posición y su reputación con esas personas con las que deseamos que usted
sea capaz de entablar relaciones íntimas.
Con Tony Noriega jamás hacía falta decir las cosas del todo. Sabía que un
intermediario en una transacción sobre armamento entre algunos grupos
guerrilleros en Colombia, pongamos por caso, y un traficante en armas
establecido en Suiza tendría que llevarse una comisión, una jugosa comisión.
—Y en lo que respecta a ese proyecto del que me habla para la creación
de un servicio de información militar —me dijo—, ¿qué piensa que podría
suponer? En el plano financiero.
«¡Ajá! —pensé—, ya se está subiendo al bote». Si espiar un poquitín a
sus colegas latinoamericanos era el precio que habría de pagar por la
consolidación de su plataforma de poder personal, el hombre estaba dispuesto
a pagarlo. Por lo demás, ya habría calculado probablemente que toda la

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información que nos facilitase habría de pasar primero por sus manos antes de
que fuese a parar a las nuestras. Eso le otorgaría un margen de ventaja y Tony
sabía todo cuanto se debía saber sobre esos márgenes.
—Suponiendo que se trate de lo que imagino que los dos queremos ver
realizado, creo que hará falta una suma aproximada a los cien mil dólares al
año para poner en marcha ese proyecto —le contesté.
En aquellos momentos nuestro CP/BARRERA/7-7 estaría ganando, como
comandante de la Guardia Nacional panameña, unos cuatrocientos veinticinco
dólares al mes. Estaba ascendiendo, realmente, a las grandes ligas.
Tal como había hecho durante nuestro primer encuentro en David, se
levantó, llenó de nuevo los vasos, estuvo agitando el líquido del suyo durante
unos instantes y luego lo alzó ofreciéndome un brindis.
En vista de nuestra nueva relación y de la franqueza que la caracterizaba,
le di el número de mi teléfono de contacto en Langley para un caso de
emergencia. Se trataba de una especie de servicio de recados de la CIA. Si se
llamaba, la operadora contestaría limitándose a repetir el número que uno
había marcado. Se decía a la señorita que uno deseaba dejar un mensaje para
Mr. Lind. Ella tomaría nota, apuntaría también el teléfono del que llamaba, le
daría las gracias con gran cortesía y colgaría. El mensaje me sería transmitido
entonces sin dilación alguna.
Proseguimos nuestro peregrinaje por la senda del whisky escocés y
nuestra conversación se aclaró de un modo considerable gracias a la favorable
reacción de Noriega ante mi proposición. Más tarde, pasados unos pocos
minutos después de la medianoche, me miró sonriéndose.
—¿Ha hecho el amor alguna vez con una colombiana? —me preguntó.
Reconocí que jamás había llegado a experimentar ese placer tan
particular.
—Pues se ha perdido algo —me aseguró—, las colombianas son las
mujeres más hermosas de Latinoamérica. Quizá del mundo.
—Creía que ese honor correspondía a Brasil.
Sacudió la cabeza, denegando con esa energía que proporciona la
sabiduría.
—Las mejores —añadió— son las de Cali.
Me explicó entonces que uno de los deberes secundarios del Servicio
Secreto del Ejército consistía en supervisar la prostitución, que en Panamá era
una actividad legal. Un número considerable de las mujeres que ejercían tal
oficio provenía, inevitablemente, de Colombia.

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—Probamos primero la mercancía —me dijo, dirigiéndome una mirada
maliciosa—, para cercioramos de que cumple con la norma establecida.
De un salto se levantó de la silla y se dirigió al teléfono.
—Voy a llamar a un lugar céntrico de la ciudad y pediré que nos envíen
tres o cuatro chicas para que podamos divertirnos.
Pues bien, por mucho que la CIA estuviese interesada en entablar
relaciones calurosas y cordiales con Noriega, el hecho de que uno de sus
agentes se viese envuelto en una orgía en su compañía era algo que
sobrepasaba un poco la deferencia que los de Langley estaban dispuestos a
tolerar. Ante esa clase de invitaciones, se exigía una retirada rápida y cortés.
—Tony —dije en tono quejumbroso, señalándole nuestra botella vacía de
«Old Parr»—, ustedes, los latinos, son realmente un caso serio. Con media
botella de whisky en mi cuerpo, ni siquiera podría hacerlo con Marilyn
Monroe en el caso de que se levantase de su tumba con la intención expresa
de acostarse conmigo.
No hizo ningún esfuerzo por ocultar su desagrado ante mi carencia de ese
espíritu propio del macho.
—¡Ay, los gringos! —rezongó—. No resisten nada.
Seguimos charlando un poco más y luego me acompañó hasta mi
automóvil.
—Conduzca con cuidado —me advirtió.
—No se preocupe, Tony —repliqué, pensando en las malaventuranzas de
su amigo el obispo—. Tendré cuidado.

La prisa que se dio Noriega en poner en marcha lo que le había sugerido


sobre la creación de su propia red de informantes entre sus iguales de la
América Central fue algo maravilloso de contemplar. Se dedicó a invitar a sus
nuevos amigos a pasar los fines de semana en la ciudad de Panamá o a salir
de pesca, tras el marlín azul o la aguja de costa, por las aguas panameñas del
Pacífico, famosas en el mundo entero por su pesca mayor. Si sus encantos
naturales no resultaban los adecuados para proporcionar esa clase de
lubricante que el tono familiar en la conversación exige en tales ocasiones,
Tony disponía de otros recursos para engrasar las bisagras de la interacción
social. Echaba mano, por supuesto, de sus chicas colombianas, regadas con
una buena cantidad de licor y acompañadas de una mercadería que reservaba
exclusivamente para un círculo relativamente reducido de iniciados: la blanca
y pura cocaína colombiana.

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Por añadidura, Tony se preocupaba de que ninguno de sus invitados se
fuese de Panamá sin llevarse una colección de regalos provenientes de la zona
franca de su nación: equipos estereofónicos, televisores en color, aparatos de
fotografía «Nikon» y «Canon». La generosidad de Tony con respecto a sus
nuevos amigos estaba respaldada, como es lógico, por los fondos de la CIA.
Desde nuestro punto de vista, se trataba de un dinero muy bien gastado. Antes
de que transcurriese mucho tiempo ya estábamos recibiendo una sólida
corriente informativa del círculo en que se movía Tony: quién estaba a punto
de alzarse en armas en Honduras y qué figura destacada le apoyaba en Costa
Rica; cuáles eran los políticos que se dejaban sobornar (en este caso, una lista
asombrosamente larga); en qué lugares de Guatemala realizaba sus
incursiones Fidel Castro y a quién pensaba enviar a Colombia como agente de
su Servicio Secreto, la DGI.
Durante los siguientes cuatro años, nuestras relaciones se fueron
desarrollando lentamente y el flujo informativo fue creciendo en volumen y
calidad año tras año. Y luego, como siempre parece ser el caso cuando todo
marcha bien, las cosas empeoraron. La desgracia adoptó la forma de un
estudio preparado por el jefe de Kevin Grady, el agente de antinarcóticos que
había tratado de requisar en Vientiane el cargamento de heroína de Vang Pao.
Aquel hombre se llamaba Jack Ingersoll. Dirigía el Departamento de
Narcóticos y Drogas Peligrosas, organismo predecesor de la DEA, la Drug
Enforcement Administration.
Ingersoll se presentó con una nueva estrategia en su lucha contra la droga.
En vez de dedicarse a perseguir a los contrabandistas en drogas
enérgicamente y de un modo indiscriminado, decidió que sería más eficaz
golpear de un modo selectivo a los sujetos de su investigación. Dio
instrucciones a sus agentes secretos para que dividiesen en tres categorías a
los traficantes en drogas conocidos en el mundo. La primera categoría, que
colocó en la cima de su escala de éxitos, estaba compuesta por la crema y la
nata del contrabando, por la gente a la que Ingersoll deseaba realmente echar
el guante. Contenía ciento setenta y cinco nombres.
Recibimos la lista en la CIA para el registro de rutina. En la primera
categoría habían merecido un lugar de honor cuatro agentes de la CIA. Entre
los cuatro se encontraba nuestro viejo amigo el general Vang Pao de Laos.
Fue algo que no sorprendió a nadie. Pero fue otro de los nombres en la lista lo
que hizo disparar la voz de alarma en el Departamento para el Hemisferio
Occidental.

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Una vez cumplida su misión en el Sudeste asiático, Ted Hinckley se había
encargado de la dirección de ese departamento. Se pensó que sus experiencias
en la aplicación del programa Phoenix resultarían de gran ayuda a la hora de
combatir el auge creciente de las guerrillas urbanas en lugares como Uruguay
y Buenos Aires. Aquel día Hinckley me había mandado llamar a su despacho.
—Échale una ojeada a esto —me ordenó, acercándome a los ojos la lista
de Ingersoll.
Y en aquella lista, encabezándola, se encontraba el nombre de la persona
que se había convertido prácticamente en el mejor agente de la CIA en
Iberoamérica, Manuel Antonio Noriega.
—Y bien, ¿qué pasa con esto? —me preguntó Hinckley—. ¿Es cierta esa
bazofia?
Me vi obligado a reconocer que era la primera vez que llegaba a mis oídos
la acusación contra CP/BARRERA/7-7 de estar involucrado en el tráfico de
drogas, una confesión de ignorancia que no contribuyó a granjearme las
simpatías de mi jefe.
—Hay algo que sería mejor que aprendieses rápidamente, Jack. No quiero
encontrar una bazofia como ésa sobre uno de nuestros agentes por parte de
cualquier otra agencia y mucho menos por los de Narcóticos. Deseo que todo
lo relativo a nuestros agentes, absolutamente todo, se encuentre en nuestros
archivos y no en los de los demás. Dirígete a los compañeros que tenemos
entre los de Narcóticos y descubre inmediatamente todo lo que sepa el DNDP
sobre Noriega.
Regresé a mi oficina y llamé por teléfono a Nick Reilly, uno de los
agentes de la CIA que habíamos infiltrado en el Departamento de Narcóticos
y Drogas Peligrosas.
—Te llamaré —me prometió.
Dos días después cumplía su palabra.
—Desde que nos dedicamos a desmantelar la French Connection en
Marsella —me explicó—, algunos de los principales traficantes en heroína
empezaron a trasladar su mercancía, a través de España, a Panamá y luego a
Estados Unidos. Por lo visto, ese pillo de Noriega ejerce el control sobre las
aduanas de su país. No está metido personalmente en el tráfico, pero se saca
un buen pellizco por hacer la vista gorda cuando pasa por allí la mercancía.
Había sido una llamada de una exactitud por demás nefasta. Las aduanas
panameñas estaban bajo la supervisión absoluta del servicio secreto de
Noriega. Parte del dinero de la CIA que habíamos facilitado a su servicio de
información militar había sido destinado, como bien sabía, a los oficiales de

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la Guardia Nacional destinados al servicio de aduanas. Se trataba de una
desafortunada ironía: la CIA estaba ayudando a financiar a la organización
que estaba facilitando la entrada de heroína a los Estados Unidos.
Pregunté a Reilly qué estaban planeando hacer los de Narcóticos con los
tipos que tenían en su lista. Pocos años después, el New York Times afirmaría
que Ingersoll había presentado un plan para asesinar a algunos de los
caballeros que aparecían en la lista de su «primera categoría». Los del
periódico estaban equivocados. Jamás existió tal plan. El plan de batalla de
Ingersoll, tal como me lo describió Reilly, era mucho más sutil que eso. Había
propuesto deshacerse de algunas de esas personas mediante lo que
denominaba de un modo eufemístico «procesos no-judiciales». Y eso no
significaba más que recurrir a la desinformación, de un modo altamente
refinado, para lograr que otros hiciesen el trabajo por él.
He aquí un ejemplo de un proceso no-judicial en acción: a mediados de
los años setenta la DEA decomisó un cargamento muy importante de heroína
en Port Elizabeth, Nueva Jersey. Durante la conferencia de Prensa que se
celebró para anunciar el triunfo, un charlatán de la DEA reveló sin darse
cuenta el seudónimo del informante francés que les había dado el soplo sobre
el cargamento. Seis semanas después, el caballero en cuestión era encontrado
en aguas de Marsella mientras trataba de cruzar el Mediterráneo a nado con
bloques de cemento por zapatos. Se trataba de un comerciante en drogas muy
importante, pero, como pudo demostrarse después, también de un hombre que
no había visto ni hablado en toda su vida a un agente de la DEA. El pobre
diablo había sido infectado con el virus llamado «procesos no-judiciales».
Cuando comuniqué todo eso a Hinckley, mi jefe casi se subió por las
paredes. No era ése precisamente el destino que tenía en mente para un agente
de tanto valor potencial para su departamento como lo era Manuel Antonio
Noriega.
—Esos vaqueros no van a tocar ni a uno de nuestros hombres —declaró.
—Mira, Ted, el caso es que los de Narcóticos le han descubierto. Acepta
dinero por permitir que la heroína pase a los Estados Unidos.
—¿Y qué?
Mis recuerdos sobre el incidente de Laos se habían ido borrando de mi
mente, por lo que al menos al principio me sorprendió un poco la indiferencia
de Hinckley ante la acusación contra Noriega de estar involucrado en el
tráfico de heroína.
—No sólo le han descubierto —insistí—, sino que además, con toda
probabilidad, estará utilizando los fondos de la Agencia para pagar a los

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mismos oficiales que están permitiendo que la heroína pase por Panamá en su
camino hacia nuestro país.
Hinckley me miró con esa expresión de persona ofendida que siempre
ensombrecía su rostro cuando se veía confrontado con la ingenuidad del
atolondrado.
—No me caben dudas al particular. Así como tampoco tengo dudas sobre
el hecho de que algunos de nuestros ciudadanos, particularmente, según
parece, de los pertenecientes a nuestras comunidades negras, tengan
problemas con la heroína. Pero eso, sin embargo, es su problema. Puedes
tener la absoluta certeza de que no es el mío. Como tampoco es algo que deba
preocupar a nuestra Agencia.
—Puede que no, Ted, pero también es verdad que preocupa
legítimamente a los de Antinarcóticos.
Se sacó un «Camel» del bolsillo de la camisa y lo encendió. No me
ofreció uno. No recuerdo haber visto jamás a Hinckley ofreciendo un
cigarrillo a un subordinado. Tras aspirar profundamente el humo y exhalarlo
por la nariz, colocó uno de sus pies sobre el escritorio y se sonrió.
—¿Te acuerdas de aquel día en Laos en que impedimos que aquel idiota
de Narcóticos decomisase la droga de Vang Pao?
Supuse que la evocación placentera de aquel momento había sido la
causante de aquella sonrisa nada habitual en él.
—Lo hicimos para defender los altos intereses de la seguridad nacional.
Pues bien —prosiguió—, eso es lo que está ahora aquí sobre el tapete. Jamás
olvides una cosa, Jack, los de Narcóticos no son más que polis glorificados.
Interpretan la ley tal como William Graham interpreta la Biblia: literalmente.
No entienden las otras consideraciones que a veces hay que hacer. Por eso es
por lo que los intereses de nuestra Agencia son y han de seguir siendo
siempre los supremos.
Se puso de pie, salió de detrás de su escritorio y me miró desde lo alto.
—Vamos a analizar juntos esta cuestión, de un modo racional y
pragmático, que es la única forma de analizar un problema en nuestro oficio.
Ante todo, ¿cuánto hemos invertido en Noriega a lo largo de estos últimos
cinco años?
—¿Te refieres también a todos esos proyectos de servicios secretos que
hemos financiado?
—Por supuesto.
Hice un cálculo rápido.
—Se aproximará al medio millón de dólares.

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—Exactamente. ¿Y qué hizo por nosotros durante esa visita que realizó a
La Habana el pasado año? ¿No nos trajo de vuelta a uno de nuestros patrones
de bote cubanos que se estaba consumiendo en las cárceles de Castro?
¿Cuánto crees que contribuyó eso a elevar la moral de nuestros agentes
cubanos?
Muchísimo, lo sabía. Aquella proeza había servido precisamente a
Noriega para ganarse la gratitud del presidente Nixon.
—¿Puedes decirme el nombre de algún agente mejor que tenga este
departamento en Iberoamérica en estos momentos? —prosiguió Hinckley.
Al respecto me encontraba con cierta desventaja. Después de todo no
conocía los nombres de todos nuestros agentes iberoamericanos. Teníamos,
entre los que me eran conocidos, a un general de División en las Fuerzas
Aéreas chilenas y a un ministro en Brasil. Pero los beneficios que nos
reportaba Noriega eran al menos, tuve que reconocer, tan buenos como los
que obteníamos de esos dos.
—¿Y estarás también de acuerdo conmigo en que tan sólo estamos
empezando a explotar el potencial de ese individuo?
Era una pregunta que no requería respuesta alguna.
—¡Muy bien! —aprobó Hinckley, yéndose a sentar de nuevo en su sillón
tras el escritorio, una vez finalizado, evidentemente, su interrogatorio—.
Sabes perfectamente, Jack, que te he estado observando atentamente desde
que me hice cargo de este departamento. Eres bueno. Me atrevería a decir,
incluso, que muy bueno. En lo que a mí respecta, eres uno de los mejores
agentes que tenemos.
Viniendo de un hombre tan reacio a la alabanza como Hinckley, aquello
era un auténtico cumplido.
—La tarea que realizaste al seleccionar primero a Noriega, reclutándolo
después y haciéndolo avanzar de modo tan provechoso, es francamente
buena. Ese hombre es tu criatura y tienes todo el derecho del mundo a sentirte
orgulloso de ella. Sin embargo, hay precisamente una lección que no creo que
hayas aprendido del todo. Nos movemos en un mundo cruel, Jack. Ándate con
muchos remilgos en este negocio y dejarás de ser eficaz.
Señaló hacia el techo con su cigarrillo, en lo que interpreté como un gesto
con el que pretendía abarcar toda la séptima planta en la que tenían sus
oficinas los altos directivos de la Agencia.
—El problema que tenemos en este lugar es el de esas personas que aún
siguen creyendo que en él tienen cabida los aficionados. Todavía no se han
aclarado sobre lo que quieren llegar a ser cuando sean mayores. Son

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incapaces de convertirse en profesionales, se dedican a desperdiciar sus vidas
ofrendándolas en el altar de su santa inocencia. No quiero a gente como ésa
en mi departamento, Jack. Quiero profesionales.
Me sentía preocupado por lo que me había dicho Hinckley; preocupado,
en primer lugar, porque gran parte de lo dicho era verdad, pero preocupado
también por su aseveración de que la conveniencia tenía que ocupar el primer
puesto por encima de cualquier otra cuestión concerniente a nuestras
actividades. Por muy persuasivo que pudiese haber sido su análisis sobre el
valor de Noriega, me seguían inquietando las acusaciones formuladas por el
Departamento de Narcóticos y Drogas Peligrosas. No obstante, en una
situación como ésa, no se ganan precisamente muchos puntos poniéndose a
discutir con el jefe. A veces, una risita oportuna es lo mejor para hacerse
entender. Así que me eché a reír.
—Ése es un modo de ver las cosas, Ted, pero en tu concepción no dejas
mucho lugar para el idealismo.
—Olvídate del idealismo, Jack. Los ideales son para los incautos. Los
cementerios están repletos de idealistas que murieron prematuramente.
¿Quién desea ir a juntarse con ellos?
Hinckley se inclinó hacia delante, con el cigarrillo colgándole de una de
las comisuras de la boca, como si pretendiese imitar a Humphrey Bogart, y las
manos entrelazadas y apoyadas sobre el escritorio.
—Ya hemos hecho nuestro análisis de costos y beneficios sobre Noriega.
Estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que no podemos permitir
en modo alguno a esa gente de Narcóticos que interfiera en una operación en
marcha de tanta importancia para nosotros como ésa.
«Bien —pensé—, con tal de que sepas cómo hacerlo, Ted».
—Ahora la cuestión es —prosiguió—, ¿qué podemos hacer para
impedirlo?
—Siempre puedes dirigirte a Ingersoll para que eche tierra al asunto.
—Podríamos hacer eso —admitió Hinckley, acariciando esa idea durante
un momento—. Sin embargo, preferiría no hacerlo si puedo encontrar un
modo de evitarlo. Eso significaría decir a Ingersoll que Noriega es uno de los
nuestros. Ya sabes cómo son los polis. No pueden mantener la boca cerrada.
En tres meses, el mundo entero sabría que tenemos a Noriega en el bolsillo.
—Y bien, ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Hablar con Noriega?
Hinckley dio una larga chupada a su cigarrillo.
—¿Sabes una cosa? —me dijo cuando el humo salió de sus pulmones—.
Ésa es una idea endiabladamente buena, Jack. Ése es el camino que hemos de

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seguir. Ante todo, nos quedará muy agradecido por haberle avisado a tiempo.
Estará en deuda con nosotros. Y en segundo lugar, el hecho de que los de
Narcóticos le hayan descubierto significa que ha de haber una laguna en
alguna parte de su operación. Si es realmente el espía que se supone que ha de
ser, aunque lo sea a medias, ahora sabrá cómo hallar esa laguna y protegerse
las espaldas.
—Saltará a alguien la tapa de los sesos.
—Probablemente. Es lo que suele hacer la gente con los soplones en ese
negocio cuando son descubiertos. Pero eso, sin embargo, no es de nuestra
incumbencia.
—Nos deja todavía con el riesgo de que se trate de alguno de los agentes
del Departamento de Antinarcóticos.
—Admitámoslo. Pero al menos nos dará cierto tiempo para ver cómo
resolvemos el asunto. Partirás para allá, le susurrarás unas cuantas palabritas
al oído, poniéndole al corriente de esa chapuza, y le dirás que la enmiende,
¡por el amor de Dios! Entretanto, trataré de ver cuál sería la forma en que
podríamos manejar a Ingersoll.
—Desde un punto de vista jurídico, legal, ¿estamos cometiendo un delito
en este caso? ¿Interferimos en una investigación criminal en marcha o en
cualquier otra maldita cosa por el estilo? —pregunté a Hinckley.
—¿Y a quién coño le importa? Hemos de hacer un trabajo. ¡Pues
hagámoslo!
Y lo hicimos. Ocurrió que el tiempo y las circunstancias se encargaron de
ocuparse por nosotros de Mr. Ingersoll. Sucedió lo del robo de Watergate,
Nixon se olvidó de todo lo relacionado con la campaña antidroga, Ingersoll
dejó el Gobierno porque le daba asco y todos se olvidaron de Noriega y de la
acusación por la que se le involucraba en el tráfico de estupefacientes.
Nosotros nos ocupamos de que la amnesia institucional al respecto se
convirtiese en crónica. Gracias a los esfuerzos que realizamos entre
bastidores, ninguno de los sucesores de Ingersoll en la recién fundada Drug
Enforcement Administration, Peter Besinger, Bud Mullen y John Law, llegó a
echar jamás ni una mirada furtiva a los archivos de Ingersoll sobre Noriega. Y
de ese modo pudimos entrar en la década de los ochenta conservando todavía
nuestros vínculos con Noriega como un secreto celosamente guardado,
habiéndonos asegurado firmemente su lealtad mediante los fondos
clandestinos que le habíamos suministrado, y fuimos capaces de acallar
eficazmente las acusaciones por las que se le implicaba en el negocio de la
droga. Todo aquello fue muy afortunado, ya que los acontecimientos habrían

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de situar a CP/BARRERA/7-7 en el primer plano de nuestras preocupaciones
en política exterior.

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Libro segundo

JUANITA

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LAS CINTAS DE LIND
Extracto n.º 3

El nombramiento de Bill Casey como director de Información fue


recibido con gran entusiasmo por aquellos de nosotros, en la CIA, que
creíamos en una agencia activista, dispuesta a desempeñar el papel que nos
fue adjudicado en un principio en la dirección de los asuntos de la nación.
Tras el feroz ataque que sufrimos a manos del Comité Eclesiástico, la traición
que nos infligió Bill Colby y la mutilación que nos impuso el director central
de Información de Jimmy Carter, Stan Tumer, la llegada de Casey fue como
una bocanada de aire fresco. Una de las primeras medidas fue nombrar a Ted
Hinckley su subdirector de Operaciones, el jefe de todas nuestras actividades
clandestinas. Entre los muchos y profundos cambios que siguieron, a mí se
me dio el viejo Departamento para el Hemisferio Occidental de Hinckley, que
ahora fue rebautizado como Departamento Latinoamericano.
Entre las muchas prebendas a las que me daba derecho mi nuevo cargo
estaba el privilegio de almorzar en el comedor para los directores ejecutivos
de la séptima planta. La atmósfera de ese lugar es la misma que puede haber
en cualquier distinguido club londinense reservado exclusivamente para
caballeros: un alumbrado discreto, cuadros al óleo en las paredes, muebles
antiguos de elegante acabado y lámparas de difusa luz. Con un poco de
imaginación, uno puede creer que se encuentra en alguno de los casinos de la
calle londinense de Pall Mall, lo que no es en modo alguno sorprendente, ya
que fue precisamente en un entorno de esa índole donde la mayoría de los
padres fundadores de la Agencia desarrollaron por vez primera sus
sagacidades.
Fue allí, un buen día del verano de 1981, mientras rebañaba con un trozo
de pan el aliño de mi ensalada de la casa —algo que ya a muy temprana edad
me habían enseñado que no debería volver a hacer jamás—, cuando Elsie, la
camarera, se acercó a mi mesa caminando de puntillas.

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—Señor Lind —me susurró, empleando un tono de voz tan preñado de
preocupación, que bien podía haber estado anunciándome el advenimiento de
la Bestia del Apocalipsis o revelándome, cuando menos, cuál sería el seguro
ganador de la séptima carrera de la ciudad de Laurel—, el señor Hinckley
desea verle inmediatamente en su oficina.
—¡Lee esto! —me ordenó Hinckley en cuanto me presenté en su
despacho, al tiempo que me arrojaba sobre su escritorio una hoja de papel.
La hoja contenía un comunicado recién llegado a través del servicio
telegráfico de noticias de la agencia «Associated Press».

CIUDAD DE PANAMÁ (AP), 31 de julio: El avión bimotor


«Otter», del caudillo militar panameño, el general Ornar Torrijos, se ha
estrellado contra la falda de una montaña durante un temporal esta
misma mañana a las afueras de la localidad de Coclesito, a unos ciento
sesenta kilómetros al norte de esta ciudad. El general Torrijos, su
piloto y los otros cinco pasajeros que iban a bordo del avión han sido
dados por muertos.

Lancé un silbido de sorpresa.


—¡Oh, sí —exclamó Hinckley—, mala suerte! Pero no es éste el
momento apropiado para desperdiciar un montón de tiempo llorando a mares
o rechinando los dientes. Lo que tenemos que hacer es analizar las
consecuencias posibles del caso. ¿Qué probabilidades tiene tu amigo Noriega
de hacerse con el poder en ese país?
—Muchas, según mis cálculos.
—Eso es lo que esperaba que dijeras.
Hinckley se levantó del sillón y se dirigió a la ventana, desde la que se
divisaba el ancho y verde jardín que se extendía hasta la fila de sanguiñuelos
que ocultaban parcialmente la alambrada electrificada que protegía al edificio.
—Hay algunas cosas que están empezando a perfilarse en todo este
asunto y que todavía no has tomado en consideración. Pueden ser de una
importancia decisiva. Casey está regresando en estos momentos de la Casa
Blanca. Quiere vemos en cuanto llegue.

Bill Casey no entraba en una habitación. Irrumpía en ella. Su guardia de


seguridad apenas había tenido tiempo ese día de sacar la llave de la puerta del
ascensor particular del director, cuando ya Casey se estaba abriendo camino
hacia la antesala de su despacho. Con una mano entregaba a su secretaria,
Betty Murphy, el Washington Post de la mañana, diciéndole que le

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consiguiera un nuevo libro sobre Vietnam que había visto anunciado en la
página dieciséis, mientras que con la otra ya se había aferrado al codo de su
edecán y empezaba a mascullar entre dientes una orden acerca de una cita
para tomar el té a las cuatro de la tarde en el club campestre de Chevy Chase.
Para entonces, ya se había fijado en que Ted Hinckley y yo le estábamos
esperando.
Nos hizo un guiño al advertir nuestra presencia.
—¡Bien, chicos —ordenó—, entrad!
Haciendo retumbar el piso, Casey se acercó en un par de zancadas al
escritorio y se dejó caer pesadamente en el sillón de su despacho, dando un
porrazo tan sonoro con la mole de su cuerpo, que no pude menos que pensar
en la dentera que ocasionaría a más de una anfitriona de Washington cuando
repitiese el mismo gesto a la hora de la cena en sus costosísimas butacas de
estilo Chippendale. Extendió violentamente el brazo hacia su edecán para
apoderarse de su maletín de ejecutivo.
—¡Gracias! —le dijo, despidiendo con un gesto al joven funcionario.
Colocó el maletín con todo cuidado sobre su escritorio y luego nos dirigió
una mirada.
—Bien —dijo—, ese hijo de puta de Torrijos ha muerto.
Al igual que su jefe, Ronald Reagan, Casey se había opuesto
enérgicamente a la firma de los nuevos tratados sobre el canal de Panamá y
sentía un gran desprecio por sus dos patrocinadores, tanto por Jimmy Carter
como por Torrijos.
—¿Quién demonios se va a hacer con el poder en ese país?
—Mira, Bill —dijo Hinckley, que ya se tuteaba con el director—, da la
casualidad de que uno de nuestros mejores agentes latinoamericanos es un
alto oficial del Ejército panameño. Es muy probable que sea él el agraciado.
Resulta imposible describir lo calurosa que fue aquella sonrisa con que
Casey acogió la buena nueva. Aquello era para él una manifestación palpable
del tipo de agencia dinámica que pretendía dirigir.
—¡Háblame de ese tipo! —ordenó.
—Jack es el oficial encargado del caso —dijo Hinckley, volviéndose
hacia mí—. Él lo reclutó y lo atendió durante los últimos trece años. Quizá
sea mejor que Jack te informe de eso.
Me enderecé un poco en mi asiento, tal como requería la situación.
—Se llama Manuel Antonio Noriega, señor director. Es coronel de la
Guardia Nacional panameña y tiene a su mando el Servicio de Información
Militar.

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Pasé entonces a exponerle el pedigrí de Noriega.
—Fue el sicario de Torrijos —concluí—, su brazo ejecutor, el tipo que
hacía el trabajo sucio, el que se dedicaba a partir huesos cuando así lo exigía
la situación.
Estoy seguro de que fue aquélla la primera vez que Casey escuchaba el
nombre de Noriega. Y no habría de ser la última, desde luego. Muchas
personas en la Agencia tenían que vencer un sentimiento de animadversión
cada vez que trabajaban con Noriega. Pero no Casey. Llegó a sentir por él
algo rayano en la auténtica veneración, debido a lo que ese hombre hacía por
la CIA.
—¿Por qué está trabajando para nosotros?
—Dinero y acceso al poder.
—¿Quieres decir que ese individuo no tiene inquietudes políticas, ninguna
ideología?
Casey alimentaba, por supuesto, firmes prejuicios políticos, y pese a sus
experiencias en la Segunda Guerra Mundial, siempre vio con malos ojos el
convencimiento profesional que teníamos en la CIA de que el mejor espía es
un espía a sueldo.
—Señor —contesté—, la ideología de Tony Noriega se encuentra situada
justamente a la altura de su corazón, es decir: en el bolsillo donde lleva su
cartera.
—¿Y cómo podemos fiamos entonces de ese hijo de puta?
—Porque le pagamos muy bien. Nos aseguramos de que algunas de las
cosas que le damos sirvan para proporcionarle la oportunidad de prosperar
privadamente de un modo extraoficial.
Pude advertir la expresión de escepticismo que iba ensombreciendo el
rostro de Casey. No se trataba de que el director estuviese en contra de esos
pequeños hurtos que siempre se pueden perpetrar para beneficio propio por
aquí o por allá, pero, al igual que la mayoría de las personas que adolecen de
esa inclinación, sentía una suspicacia natural hacia todos aquellos que tenían
esa tendencia.
—En tal caso, quiero saber exactamente qué ha hecho ese tipo por la
Agencia para que estés convencido de que es un agente tan importante.
—Lo que nosotros hemos hecho ha sido infiltrarlo en los movimientos
guerrilleros de extrema izquierda que se dan por allí: el M19 en Colombia, las
FARC, Sendero Luminoso en Perú, el Frente Farabundo Martí en El
Salvador. Se ha convertido en nuestra mejor fuente de información sobre lo
que pasa en todos esos grupos.

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—Quiero decir: ¿qué ha hecho por nosotros? —insistió Casey—. ¿Cuáles
son sus realizaciones sobre el terreno?
—Ha organizado con nuestro dinero una red de espionaje importantísima
en la América Central. La red que él ha creado es una de nuestras mejores
fuentes de información sobre lo que está sucediendo en toda esa zona.
Desempeñó también un papel primordial en la punta de lanza que
organizamos contra las guerrillas de El Salvador.
—¡Vale, háblame de eso!
Algunos de los detractores de Casey solían referirse a la «fría» expresión
de sus ojos de un azul grisáceo. Su mirada nunca me pareció fría. Cautelosa,
tal vez, o escéptica, pero no fría. El hombre era demasiado irlandés para eso.
Permanecía sentado, con sus ojos semicerrados, atisbando detrás de aquellas
gafas enormes, de montura sin aros, que llevaba en claro desafío a todos los
dictados de la moda y que le hacían parecerse un poco a una foca o a una
morsa que estuviese tomando el sol sobre una roca. Uno tenía la impresión de
que estaba medio adormilado, hasta que de repente llegaba el zarpazo, como
la foca al acecho del pez que pasa por su lado, y sus ojos se iluminaban por
algo que uno acabase de decir. Y eso fue lo que hizo en esos momentos.
—Noriega está suministrando armas al Frente de Liberación Nacional
Farabundo Martí en El Salvador, por orden nuestra —empecé a explicar.
Casey se puso furioso.
—¿Qué está haciendo? ¡Por todos los diablos, si ésos son los cerdos a los
que estamos combatiendo allí! ¿Por qué nos acojonamos tanto ante los
sandinistas? ¿A cuento de qué permitimos que arramblen con armas por el
mundo entero para enviárselas a esos hijos de puta?
El verde subido era el color operativo que se imponía de un modo
aplastante en el lenguaje de Casey durante reuniones como aquélla. Habíamos
llegado ahora a una de las operaciones más secretas que estábamos dirigiendo
en Iberoamérica, por no decir ya el mundo entero. «A fin de cuentas —me
dije—, si hay alguien que ha de estar informado de ese asunto, ¿no será acaso
ese alguien el mismísimo director de la CIA?».
Hinckley intervino en mi ayuda.
—Bill —dijo en tono de advertencia—, deja que termine de hablar Jack.
Me parece que te va a gustar lo que tiene que contarte.
La mirada en el rostro de Casey me indicó que no estaba muy
convencido; sin embargo, volví a la carga y proseguí con mi informe.
—Señor director, esas gentes del Frente Farabundo Martí son
multimillonarios, tras todos los secuestros, extorsiones y robos de Bancos que

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han perpetrado. Cuando se dirigieron a Noriega y le pidieron que les sirviese
de intermediario en la compra de armas, éste nos informó inmediatamente. Le
dijimos que siguiese adelante con la operación y le ayudamos en sus compras.
Sabíamos que habrían de conseguir las armas que necesitasen, bien fuese por
mediación de Noriega o de cualquier otro. Partimos de la idea de que sería
mejor para nosotros si controlábamos y supervisábamos el flujo de sus armas.
Y además —añadí, retrepándome sonriente—, surgían algunos beneficios
secundarios. Noriega nos sugirió que le permitiésemos encomendar ese
negocio a un amigote suyo, a un tipo llamado Jorge Krupnik. Krupnik es
capaz de comprar y vender cualquier cosa, nieve a un esquimal, arena a un
beduino, le da igual. Obviamente, Noriega pensaba sacarse una buena tajada
de todo aquello, que tal es su modo de hacer las cosas.
»Pues bien, Krupnik, tal como habíamos imaginado que iba a hacer, se
fue a Lisboa a conseguir las armas. Los guerrilleros querían material
estadounidense, fusiles «M-16», ya que son los que utiliza el Ejército
salvadoreño. Había allí un floreciente mercado negro con armamento
estadounidense, el material que el Gobierno angoleño había interceptado a
Jonás Savimbi y a sus guerrilleros.
Casey permanecía inmutable, registrando cuanto le decía, hurgándose
distraídamente las uñas con un sujetapapeles doblado y sin dar muestra alguna
de cualquier tipo de reacción.
—Las culatas de los «M-16» están hechas de kevlar, un material que las
señales eléctricas pueden atravesar sin ninguna dificultad —proseguí—. A
diferencia de lo que ocurre con la madera, por ejemplo.
Detecté finalmente una mirada de interés en el rostro de Casey.
—Nuestros peritos del Departamento de Ciencia y Tecnología han
desarrollado un diminuto transmisor de radio que funciona con una batería de
litio. Todo el artilugio no ocupa más espacio que el de la uña de un dedo
meñique. Envía una señal en una frecuencia prefijada y a unos intervalos
preestablecidos, digamos que una cada veinticuatro horas. Ahora bien —
añadí, haciendo una pausa para lograr un efecto dramático—, señor director,
si usted tiene en sus manos el «M-16» cuando parte la señal, jamás podrá
darse cuenta. Y sin embargo, la señal es tan fuerte, que cualquiera de nuestros
satélites «KH-11» puede registrarla a quince mil metros de altura.
De repente se dibujó una sonrisa en el rostro de Casey.
—Preparamos un cargamento de «M-16» con esos transmisores ocultos
en sus culatas. Ocurrió que habíamos logrado localizar el almacén en el que
guardaban las armas, en las inmediaciones del aeropuerto de Lisboa. Un buen

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día nos introducimos allí de noche y depositamos un buen montón de nuestros
«M-16» preparados, en sustitución de las armas que tenían ya embaladas y
listas para ser enviadas a los guerrilleros del Frente Farabundo Martí.
»Una vez que llegaron las armas y fueron repartidas en la zona, pudimos
localizar, mediante triangulación por satélite, el lugar en que se encontraban,
con un margen de error de unos tres metros. Después, lo único que tuvimos
que hacer fue alertar a los destacamentos de rastreadores del Ejército
salvadoreño para que se encargasen de enviar al otro mundo a esos pobres
diablos de Pepe Guerrilla y sus camaradas.
—¡Cojones! —exclamó Casey—. Eso es lo que yo llamo una operación.
—Tiene también sus inconvenientes, por supuesto —advirtió Hinckley—.
Algunos de nuestros aliados del Ejército salvadoreña han caído bajo las balas
disparadas por las armas que nosotros mismos hemos suministrado a los
rebeldes, lo que no es precisamente un hecho que quisiéramos ver
ampliamente difundido. Con esa táctica, sin embargo, no cabe duda de que
hemos tenido nuestra buena participación en la aniquilación de las guerrillas.
—¿Está enterado Noriega de lo que hemos hecho? —preguntó Casey.
—No —contesté—. No quisimos revelárselo. Esa tecnología es nueva y la
mantenemos en el más riguroso secreto. El Salvador no es el único lugar del
mundo donde la utilizamos.
Casey se quedó reflexionando unos instantes sobre el asunto.
—Lo que ejemplifica esa operación, Bill —dijo Hinckley—, es cómo
hemos sido capaces de utilizar a Noriega, unas veces con su conocimiento,
otras no, para lograr llevar a cabo nuestro trabajo en esos países.
El director dio un suspiro y centró de nuevo su atención en su maletín.
—Volveremos en seguida a lo de Noriega. Pero ahora quisiera deciros
algo a los dos: esta Agencia volverá a funcionar.
Casey estaba ahora atareado en conseguir que se abriese la cerradura de
combinación del maletín de cuero negro que se había mandado fabricar
expresamente por la firma «Mark Cross» de Nueva York, así que miraba de
soslayo con los ojos entornados los números de los discos a través de sus
lentes.
—Esos días en que los grupos de guerrilleros comunistas podían recorrer
desenfrenadamente el mundo entero, obteniendo sus armas, su dinero y sus
órdenes de Moscú, matando gente y haciendo volar por los aires lo que se le
pusiese por delante, para luego retirarse apaciblemente a la seguridad de sus
santuarios, esos días ya han pasado. Bajo este presidente, iremos tras esos
hijos de puta.

Página 111
Logró al fin abrir el maletín y sacó un fajo de papeles.
—¡Leed esto! —ordenó, entregándonos los papeles.
Se trataba de los borradores para una directiva sobre la América Central
que promulgaría el Consejo de Seguridad Nacional.
En términos un tanto ambiguos se defendía la idea de utilizar contra los
sandinistas exactamente la misma táctica que Moscú había estado utilizando
por todo el mundo desde hacía muchos años: organizar un ejército clandestino
de guerrilleros para luego infiltrarlo en un territorio o en una nación, con el
fin de aterrorizar a su población y desestabilizar a su Gobierno.
—Esos malditos sandinistas que se han apoderado de Nicaragua están
introduciendo armas en El Salvador. Los cubanos están detrás de todo eso. Y
los soviéticos están detrás de todo eso. Pretenden extender su maldita
revolución por toda la América Central. Pues bien, os traigo buenas noticias.
No se saldrán con la suya —prometió Casey—. Estamos dispuestos a dar una
formidable patada en el culo a los sandinistas y a echarlos de Nicaragua. Y a
los cubanos junto con ellos. El Presidente quiere que se haga. Y si Ronald
Reagan quiere que se haga, entonces, ¡voto a Dios!, esta Agencia se encargará
de hacerlo.
—La cuestión más importante en una operación tan amplia como la que
nos estás exponiendo aquí —dijo Hinckley— consiste en tener in situ a los
cabecillas apropiados. De momento, en la América Central, no contamos con
nadie sobre el terreno que sea capaz de dirigir con garantías una empresa de
tal magnitud.
—Pues llevadme entonces a ese lugar a quienquiera que sea y
dondequiera que se encuentre —refunfuñó Casey.
—Acabas de conocer precisamente al hombre que, en mi opinión, sería la
persona ideal para ese trabajo —informó Hinckley a Casey—. El duque de
Talmadge, el tipo al que hemos hecho volver de nuestra base de Madrid.
—¡Háblame de él entonces!
—El duque es un individuo al que la gente ama o detesta. En él no existen
las medias tintas. Pero, se le odie o se le ame, en lo que a mí respecta, es el
mejor agente secreto que haya encontrado jamás esta Agencia.
—¡Vaya! —exclamó Casey—. ¿Qué ha hecho que sea tan espectacular?
—Lograr que Italia no se saliese del redil durante casi una década,
asegurándose de que sus elecciones nacionales se encauzasen por el camino
justo —contestó Hinckley—. Salvar por dos veces a Mulay Hasan de perder
su trono en Marruecos. Estar a punto de lograr que fuese asesinado Gaddafi,
sin que pudiera ser vinculado con ese atentado. Eso es para empezar.

Página 112
Casey pestañeó un par de veces para indicar que estaba escuchando, pero
que aún no estaba convencido. Era calvo a todos los efectos y lucía alrededor
del cráneo una circunferencia de un vello tenue y canoso, por lo que su
coronilla parecía la de un anciano monje tonsurado. Tenía —como sus
médicos nunca se cansaban de recordarle— un exceso de peso, que era una de
las causas de su elevada presión sanguínea. Sus fofas mejillas desaparecían
bajo el exceso de carne y otros gruesos michelines le colgaban del mentón. Y
sin embargo, al igual que ocurría con tantas cosas en Casey, su aspecto
exterior movía a engaño. Podía desplegar una actividad física sorprendente
cuando se decidía a ello.
—Pero he de advertirte una cosa —prosiguió Hinckley—, Talmadge
puede ser un cañón suelto sobre cubierta. No es fácil de gobernar. Quiero
decir que es un arma que puede dispararse con el seguro echado. Eso se sabe.
Pero es firme como una roca. Tiene inventiva. No teme probar suerte o correr
riesgos si piensa que el precio a pagar es justo.
—Creo que me va a gustar. ¡El problema con este lugar —bramó Casey—
es que os habéis convertido en un hatajo de burócratas! Os habéis
encasquetado trajes grises, espíritus grises y molleras duras, que hacen juego
con los cuellos duros de las camisas que todos lleváis. Aquí ya no hay ningún
sentido común, falta toda chispa. Quiero agentes secretos con un buen par de
cojones, dispuestos a realizar su puto trabajo, y no gente que se dedique a
rascarse las narices y a preguntarse si los del Congreso se van a poner
furiosos en caso de que cumplan con su deber.
Llamó por el interfono a su secretaria en la antesala.
—Betty —ordenó—, quiero que venga aquí inmediatamente Talmadge, el
tipo que acabamos de traernos de Madrid.
»Y ahora volvamos a nuestro amigo Noriega. Es imposible que podamos
montar en la América Central una operación como la que estamos
proyectando si no disponemos del uso absoluto e incondicional de nuestras
bases militares en la Zona del Canal de Panamá. Sin esas bases no vamos a
ninguna parte. Ese tal Danielito Ortega no ha de poder llamar por teléfono a
su hermana en Managua para preguntarle la hora sin que los artilugios de
escucha electrónica de la National Security Agency registren su conversación.
»Nos vamos a liar a hostia limpia en esa zona y hemos de ser capaces de
interceptar las comunicaciones radiofónicas entre las unidades sandinistas en
el campo con alguno de nuestros equipos de orejas largas que tenemos por allí
o mediante aviones espías de escucha electrónica que partan de la base aérea
de Howard. En la Zona del Canal disponemos de recursos enormes para el

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entrenamiento militar, que necesitamos utilizar para nuestros grupos
guerrilleros. Podemos llevarles armas, transportándolas en avión a Howard o
a Albrook, para trasladarlas después a Costa Rica o a Honduras en pequeños
aeroplanos. Eso sería tan sólo para empezar.
»Panamá —prosiguió Casey— es el lugar ideal para hacer llegar a los
guerrilleros las armas procedentes del mercado negro. Los panameños se
dedican al contrabando con la misma facilidad que los niños de Minnesota se
dedican a hacer hombres de nieve. Ya han obtenido su zona de libre comercio
del canal de Panamá, que es el sueño dorado de todo contrabandista.
»Pues bien, como tuviésemos que lidiar contra unos cabrones quejicas de
izquierda que estuviesen dirigiendo el Gobierno en Panamá, con gente que
pusiese el grito en el cielo, acusándonos de violar con nuestra operación los
nuevos tratados del canal, y que nos movilizase por las calles de la capital a
cien mil gamberros vociferando Gringos, go home! todo nuestro pequeño
proyecto guerrillero se nos iría al carajo.
»¡Al grano! —exclamó, agitando su índice regordete, mientras me miraba
fijamente por encima de sus gafas—. He de hacerle dos preguntas, Lind. La
primera: ¿no podríamos dar un empujoncito a ese hijo de puta amigo suyo
para encaramarlo al poder? Y la segunda: si lo hacemos, ¿estará dispuesto ese
granuja a seguimos el juego y nos dejará en paz para que nos dediquemos a
dar patadas en el culo a todos los sandinistas?
—Señor director —contesté—, antes de responder a su primera pregunta
me gustaría darme una vuelta por allí y evaluar la situación creada tras la
muerte de Torrijos. Y sobre la segunda, mi sano instinto me dice que la
respuesta es afirmativa. Se desvivirá por obtener nuestro respaldo,
imprescindible para él a la hora de lograr más poder, cosa que ambiciona con
el mismo fervor que un perro muerto de hambre ansia un buen hueso. Y verá
en nuestra operación una nueva oportunidad para hacerse de paso con algún
dinero. No habrá muchas cosas en este mundo que no sea capaz de apoyar si
la recompensa lo merece.
En esos momentos, la secretaria de Casey anunció que Talmadge había
llegado. Hinckley se encargó de las presentaciones de rigor. Casey hizo
entonces un resumen de la discusión para el duque.
—Y bien, eso es lo que quiero —concluyó Casey—. Talmadge, quiero
que analice ese asunto a fondo, concienzudamente, y que me presente algunas
ideas sólidas y concretas sobre cómo podríamos poner en marcha un
programa para echar a los sandinistas de Nicaragua.

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»Y usted, Lind —prosiguió, señalándome con el dedo—, asiente sus
posaderas en el primer avión que parta para Panamá y vaya a ver a Noriega.
Dígale que le daremos nuestro apoyo para que se convierta en el jefazo de la
nación, siempre y cuando nos dé él también su apoyo en lo que estemos
preparados para liamos a hostias en Nicaragua.
Nos despedimos y nos dispusimos a salir del despacho.
Casey nos acompañó hasta la puerta al duque y a mí. Una ancha sonrisa
iluminaba su rostro.
—Ésta es la clase de agencia que quiero dirigir, una Agencia donde la
gente no tenga miedo a arremangarse y a realizar las tareas difíciles. Y
vosotros sois la clase de hombres que quiero tener trabajando a mi lado
cuando nos lancemos.
»Y por cierto —añadió, dirigiéndose a Talmadge—, ¿sabes hablar
español?
—No, señor —contestó Talmadge.
—¿Has vivido mucho tiempo en Iberoamérica?
—Nunca he estado allí, señor.
En honor a la verdad, he de reconocer que si Casey se quedó
desconcertado ante esas respuestas, supo ocultar muy bien sus sentimiento.
—¡Ah, qué carajo! —exclamó entre dientes—. Nadie es perfecto.

CRUCE DE BARTON
Norte de Georgia

Alfie Westin se frotó las manos bajo los pliegues protectores de la


pechera de su mono, se echó ligeramente hacia atrás, apoyándose en los
talones, volvió la cabeza y, aprovechando la intensa salivación que le
producía el tabaco «Old Indian» que estaba mascando a dos carrillos, lanzó un
certero escupitajo contra el tronco de un álamo de Virginia que se alzaba a su
izquierda a no poca distancia de donde se encontraba.
—¡Joder, tío! —exclamó, profundamente admirado, el cubano que se
encontraba de pie junto a él—. Escupes esa mierda como si estuvieses
disparando con un arma.
—Ya lo creo —reconoció modestamente Alfie—. Ayer acerté a una
hormiga en movimiento a tres metros de distancia.
Olfateó el húmedo aire de la noche con las expertas narices del buen
nativo de las regiones norteñas de Georgia. Envolvía la atmósfera una espesa

Página 115
niebla. En lo alto, los plateados dardos de la luna llena estaban librando una
batalla perdida en su empeño por atravesar los oscuros brumazones que se
acercaban al galope y que ya empezaban a cubrir la parte norte del distrito de
De Kalb, donde se unen Georgia y Alabama.
—Hemos pescado una buena noche para jugar al escondite —apuntó
Alfie—. Aunque quizá no sea tan buena para los pilotos que tienen que
aterrizar.
El más viejo de los dos colombianos que se encontraban junto con el
cubano al lado de Alfie aplastó con nerviosismo la hierba que crecía a sus
pies. El hijo de Juan Machado, Eduardo, subrayó la preocupación del padre,
restregándose las manos con evidente inquietud. Pese a las advertencias de
Alfie, los dos colombianos, padre e hijo, habían acudido a la cita vestidos
como si se dirigieran a una cena de gala en Buckhead, el barrio más
distinguido de Atlanta. Ambos llevaban gabardina de color oscuro, traje y
corbata. «Si cualquier sheriff de los alrededores se hubiese topado con unos
latinos como ésos, conduciendo por aquí a las tres de la madrugada y
emperifollados como van —pensó Alfie—, no se hubiese imaginado nada
bueno y en un santiamén los hubiese detenido para echarles un vistazo».
Un refugiado cubano de Miami le había presentado a los dos colombianos
haría unas tres semanas. Ocurría que Alfie tenía algo que esos dos ansiaban
vivamente, una pista de aterrizaje de ciento cincuenta metros de largo, en un
lugar apartado de la Georgia rural, bien alejada de la aldea más próxima y de
las casas de campo de las inmediaciones, hecha de tierra y de hierba, pero
que, en todo caso, pertenecía a Alfie. Los había llevado allí para que viesen la
pista, abierta en el extremo norte de su terreno de treinta acres donde
cultivaba soja y alfalfa. Los dos explicaron a Alfie que habían supervisado
con éxito la llegada de tres cargamentos de cocaína a otra pista rural en
Georgia. Pero el cuarto cargamento había sido confiscado por la Policía local
y de ahí que necesitasen con urgencia un nuevo lugar de aterrizaje.
La pista de Alfie estaba equipada con luces para el aterrizaje nocturno,
cosa que impresionó gratamente a los colombianos. Sin embargo, lo que
realmente les movió a aceptar sus servicios fue el hecho de que la pista
dispusiese de un sistema moderno de alumbrado, que cualquier piloto que se
dispusiese al aterrizaje podía activar desde la cabina de su avión, enviando
una señal de mando. Esos aparatos de señalización nocturna eran algo común
en los pequeños aeropuertos rurales, pero en las pistas privadas eran una
rareza.

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Aquel artilugio había convencido a los Machado de que era allí donde
debían organizar la llegada del avión que ahora estaban esperando. Alfie se
había encargado de conseguir la furgoneta «Volkswagen» que ahora estaba
aparcada a un extremo de la pista, al igual que había proporcionado el chófer,
su compinche Jimbo Burke, quien se encargaría de conducir el vehículo hasta
Nueva York junto con el hijo de Machado. Si todo salía bien, la furgoneta iría
cargada con seiscientos kilogramos de cocaína en su excursión al Norte. La
comisión de Alfie por los derechos de aterrizaje y transporte era de trescientos
dólares por kilogramo, ciento ochenta mil dólares en metálico, de los cuales
recibiría la tercera parte por adelantado y el resto cuando Jimbo hubiese
entregado la cocaína a los hombres de contacto que tenían los Machado en
Nueva York. Y eso, como Alfie había explicado con júbilo a los Machado,
«le resarcía de la mierda que el tío Sam estaba pagando en esos días por los
frijoles de soja».
Alfie había ido a recoger a las diez de la noche a los dos colombianos y al
exiliado cubano a un motel que se encontraba al otro lado de la frontera
estatal de Alabama. Esperaban el avión para la medianoche. La idea era que
descargarían la cocaína —los colombianos, a juzgar por la forma en que iban
vestidos, no parecía que fuesen a servir de mucho en ese asunto— y la
introducirían en la furgoneta. Jimbo y Eduardo, el hijo de Machado, se irían
en la furgoneta. Alfie, el piloto, el copiloto, el cubano y Juan Machado, el
padre, se encargarían de repostar los depósitos del avión colombiano para su
vuelo de regreso al Sur, utilizando los bidones de combustible que había
suministrado Alfie.
—¿Estáis seguros de que vuestros chicos llegarán a tiempo? —preguntó
Alfie a los Machado.
Juan dirigió una mirada a su hijo Eduardo. Eduardo llevaba una especie
de teléfono celular del tamaño de un radio emisor-receptor portátil.
—Sí, sí —les aseguró—. Estoy controlando.
—¿Quieres decir que con esa cosa puedes hablar con Medellín, con lo
lejos que está Colombia? —preguntó Alfie.
—Sin problemas —le aseguró Eduardo, sonriendo con orgullo—. Puedes
telefonear a Pablo Escobar y decirle: ¡Hola, don Pablo!, necesito mil kilos, y
los tendrás. Sin problemas.
Alfie meneó la cabeza en un gesto que expresaba su admiración y su
agradecimiento por los milagros de los modernos sistemas de comunicación.
—Bien, confiemos en que no vayan a toparse con vientos contrarios o
cosas de ésas —dijo Alfie—. No me gusta la forma en que está bajando la

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niebla esta semana, a ras del suelo.
—No te preocupes —le dijo Juan Machado en tono convincente—. Ésos
son pilotos de primera. Norteamericanos. —Echó entonces una ojeada a su
reloj de pulsera. Eran las once y cuarenta y cinco—. Ya lo verás. Serán
puntuales.
—Esperemos que así sea —replicó Alfie, inquieto—. Ya nos ha ocurrido
tener a un avión dando vueltas por ahí durante casi toda la noche, tratando de
adivinar cuál era el hueco que andaba buscando en esa niebla. Uno de los
tipos del servicio de vigilancia de carreteras de Georgia oyó el ruido y vino a
husmear por aquí para ver lo que estaba pasando, como un perro de caza en
persecución de una perra en celo.
Juan Machado le pasó un brazo por el hombro para tranquilizarlo.
—No te preocupes por nada. Todo saldrá bien. Todos nos ponemos un
poquitín nerviosos en nuestra primera operación.
Pasearon en silencio durante algunos minutos. Y entonces, de repente,
ambos lo oyeron: el leve zumbido del motor de un avión que se acercaba.
Juan Machado dirigió a Alfie una calurosa sonrisa.
—¿Lo ves? —inquirió—. Ya te dije que no debías de preocuparte.
El avión pasó sobre la pista en un vuelo de reconocimiento para captar las
señales de luz roja que le enviaba Jimbo Burke con su linterna. A
continuación se encendieron las luces de aterrizaje, en respuesta a la señal que
llegaba desde la cabina del piloto, enviada mediante el artilugio de
señalización de Alfie. El piloto giró el avión hacia el extremo norte del campo
para poder aterrizar de cara al viento. «Ha tenido que darse cuenta de la
dirección del viento por los movimientos de la niebla a ras de tierra», calculó
Alfie. Sin dar apenas una sacudida, el avión se posó sobre la pista y avanzó en
dirección a Jimbo, que seguía haciéndole señales con sus haces de luz roja.
—Señor Westin —dijo Machado, sonriéndose alegremente—, es
realmente un placer colaborar con un hombre como usted. Espero que
podamos encargarnos juntos de un nuevo cargamento.
—Puedes tener la certeza —respondió Alfie, arrastrando las palabras—.
Estaría encantado.
El avión, un «Aerocommander», se acercó al pequeño grupo y luego giró
en redondo, quedándose con el morro en dirección a la pista, por si el piloto
se veía obligado a tener que efectuar un despegue de emergencia. El piloto
apagó los motores y saltó a tierra.
—¡Coño —exclamó el piloto—, cuánto me ha costado dar con el agujero!

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Y mientras que el piloto procuraba serenarse, Jimbo Burke traía la
furgoneta y todos se pusieron a descargar del avión los seiscientos kilogramos
de cocaína, que venían embalados en esos típicos macutos que se venden
como excedentes del Ejército estadounidense, y a meterlos en el vehículo. Tal
como Alfie había sospechado, los Machado no fueron de gran ayuda en esa
parte de la faena.
—¡Perfecto! —exclamó cuando terminaron de cargar la furgoneta—. Y
ahora, chicos, ¡pies en polvorosa! Si alguien os detiene —añadió, dirigiéndose
a Eduardo Machado—, deja hablar a Jimbo. Sería una estupidez que hicieses
una demostración a cualquier policía que os parase en la carretera de ese
acento tuyo que recuerda al de Carmen Miranda.
Ambos se alejaron con la furgoneta y Alfie y el piloto hicieron rodar los
bidones de gasolina hasta el avión.
—¡Eh! —dijo Alfie—. Olvidas devolverme mi activador de luces.
El piloto recogió el aparato, que parecía uno de esos artilugios
electrónicos que se utilizan para abrir automáticamente las puertas de los
garajes, y se lo dio a Alfie. Y mientras éste se lo metía en un bolsillo, lo
activó disimuladamente. Las luces de la pista volvieron a encenderse en un
estallido de luces blancas. Alfie se sacó del mono con la mano derecha una
pistola de calibre treinta y ocho, mientras que con su izquierda mostraba una
placa dorada al asombrado grupo.
—¡Policía! —gritó—. ¡No se muevan! ¡Quedan detenidos!
Y al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras, salía de los bosques
que rodeaban el campo, a paso de carga y con las armas empuñadas, una
media docena de agentes de la Drug Enforcement Administration, todos
vestidos con las típicas cazadoras azul marino que utilizaba la DEA en sus
operaciones, con las iniciales de la organización estampadas en blanco sobre
el pecho. Al otro extremo de la pista de aterrizaje, surgió de entre los árboles
un camión, en cuyo techo brillaba intermitentemente una luz roja, y bloqueó
la pista por si acaso se le ocurría al piloto intentar un despegue de emergencia.
Esos primeros instantes en una redada antidroga eran cruciales. Para la
DEA resultaba de vital importancia que los contrabandistas se diesen cuenta
inmediatamente de que sus apresadores eran policías y no miembros de una
banda rival, dispuestos a matarlos para apoderarse de su cargamento. Era
además fundamental que los traficantes, a ser posible, se viesen confrontados
con un despliegue de fuerzas avasallador en el momento de su detención. Con
eso se procuraba que a nadie se le ocurriese la idea de solucionar sus
problemas abriéndose paso a tiros.

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Juan Machado se quedó mirando a Westin con la boca abierta y con una
expresión de incredulidad tal, que hubiese sido digna de alguien que acabase
de ver a un muerto saliendo de su ataúd. Junto al avión, el piloto se puso de
rodillas y vomitó sobre la hierba.
—Y ahora —ordenó Westin—, todos ustedes pondrán las manos sobre el
alerón, de cara al suelo, inclinados y con las piernas bien abiertas. ¡Más
abiertas! —gritó al piloto, que obedecía con lentitud sus órdenes.
Tres agentes de la DEA se acercaron para cachear y esposar a los
hombres.
—Muy bien, caballeros —anunció Alfie a sus temblorosos y esposados
prisioneros—. Soy el agente especial Kevin Grady del Departamento para la
lucha contra la droga de los Estados Unidos de América y ahora están bajo mi
custodia. Todos están acusados de haber infringido el artículo veintiuno del
Código criminal de los Estados Unidos, apartado ochocientos cuarenta y uno,
concerniente a la importación y distribución ilegales de narcóticos en los
Estados Unidos.
Por muchas veces que repitiese Grady esas palabras, siempre que las
pronunciaba sentía un estremecimiento de satisfacción. Si bien su trabajo no
tenía grandes compensaciones materiales, sí las tenía espirituales, y entre ellas
se contaba como la principal el poder articular esas pocas palabras.
—Tienen derecho a guardar silencio si así lo desean —prosiguió,
repitiendo la letanía del texto de los derechos civiles, que se conocía de
memoria, al igual que la mayoría de los agentes de Policía federales.
—¿A dónde nos va a llevar? —preguntó Juan Machado, cuando Alfie
concluyó su recitación ritual.
—Serán conducidos bajo vigilancia a Atlanta y un avión de la DEA les
llevará a Nueva York, donde serán acusados y quedarán en prisión preventiva,
bajo custodia federal, a la espera de que se celebre la vista sobre la custodia.
Sin embargo, como imagino que ya sabrán, en nuestro sistema de justicia
federal hay muy pocos jueces que estén dispuestos a permitir la libertad bajo
fianza cuando pesa la acusación de haber traficado con seiscientos kilogramos
de cocaína.
—¿Y nuestro abogado? —insistió Machado.
—Cuando estén en Nueva York se les permitirá contactar con él.
El piloto, como advirtió Grady, temblaba de un modo convulsivo, como si
estuviese a punto de sufrir un colapso nervioso.
—¿Qué nos pasará? —preguntó a Kevin en un tono temeroso y
preocupado, mientras se le apagaba la voz hasta convertirse en un tímido

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quejido.
—No lo sé, compañero —replicó Grady, sin esforzarse por ocultar una
sonrisita de desprecio—. Pero si yo estuviera en tu lugar, no me dedicaría a
hacer demasiados planes para los próximos veinte años o una cosa así.
Dos de sus hombres, armados con metralletas «M-16», empujaron a los
prisioneros hasta la furgoneta de la DEA para llevárselos a Atlanta.
Y mientras hacían esto, Grady se alejó hasta donde no pudiesen
escucharlo y utilizó su teléfono celular para hacer una llamada al
departamento de operaciones de la central regional de la DEA en Atlanta.
—Todo en orden —anunció—. Hemos terminado la operación Baño de
Azúcar, Tenemos el avión y hemos detenido a tres delincuentes. Ahora se los
llevan para Atlanta. Regresaré en el avión con nuestro piloto. ¿Estáis
registrando la señal de la furgoneta?
Jimbo Burke, al igual que Grady, era un agente de la DEA que trabajaba
en la clandestinidad. Su furgoneta estaba provista de un transmisor oculto, del
tamaño de un botón, que llevaba sujeto con un imán al eje del volante. Emitía
una señal continua, que permitiría a los de la DEA seguir la ruta de su viaje
hacia el Norte.
—Sí, la estamos registrando —contestaron desde Atlanta—. Se dirige
hacia la I-32, tal como habíamos pensado. Los estamos vigilando desde el
aire. Nuestros helicópteros se irán turnando hasta que tus chicos del
departamento de operaciones de Nueva York puedan lanzar sus vehículos
sobre ellos.
Al escuchar esas palabras, el estómago de Grady se contrajo,
convirtiéndose en una agitada masa de ácidos. La satisfacción que había
experimentado en el momento de la detención ya se le había pasado
completamente. Jimbo Burke conducía la furgoneta hacia el norte del país con
el ánimo de hacerla caer en una trampa perfectamente fraguada por la DEA,
que era al menos lo que esperaba Grady.
Por regla general, los funcionarios que dirigían la DEA desde Washington
habrían insistido en que los seiscientos kilogramos que llegaban en el vuelo
de Machado tenían que ser decomisados en tierra tan pronto como el avión se
encontrase a buen recaudo. Tal era el procedimiento normal. Sin embargo,
Juan Machado había dicho que sus seiscientos kilogramos irían a parar a
manos de un único destinatario en Nueva York. Y eso era algo, según había
argumentado Kevin, que ofrecía a la DEA una oportunidad demasiado buena
como para desaprovecharla.

Página 121
Los enemigos colombianos de la DEA utilizaban una estructura
organizativa que era tan compleja como segura. Estaba inspirada en las
organizaciones clandestinas de la Resistencia que operaron durante la
Segunda Guerra Mundial contra el régimen nazi en la Europa ocupada. Los
colombianos habían estudiado minuciosamente aquellas organizaciones y
luego habían adaptado a sus empresas criminales los métodos de la
Resistencia. Sus organizaciones estaban estructuradas en forma de pirámide,
con escalones que iban descendiendo hasta los pequeños traficantes —nunca
colombianos— que vendían finalmente la droga a la masa de consumidores.
Cada nivel tenía una estructura celular, compuesta de elementos
independientes, por lo que cualquier detención no conducía a numerosos
arrestos secundarios, así como tampoco ponía en peligro el buen
funcionamiento de la organización.
En el ápice de la pirámide, enterado de los nombres de todos los que
formasen parte de la estructura bajo su mando y de las funciones que cada
cual desempeñaba en ella, se encontraría el colombiano que dirigía la
organización en Nueva York. Lo más probable era que tan sólo dos o tres
personas de la organización, una encargada de los asuntos financieros y quizá
dos encargadas de la distribución de la droga, supiesen quién era ese
colombiano. Pero incluso así, lo más probable sería que tan sólo lo conocieran
por su seudónimo. Desconocerían, con toda seguridad, su lugar de residencia.
Las comunicaciones entre ellos habrían tenido lugar al amparo del anonimato
de una pantalla protectora electrónica, una refinada combinación de teléfonos
portátiles y cabinas telefónicas públicas que no deja huellas de pisadas en la
arena que luego puedan seguir los policías encargados de aplicar la ley.
Pese a todo, existía un instante crítico, en el que el hombre número uno se
expondría y sería vulnerable a la detención. A fin de cuentas, era esa persona
la que tendría que tomar posesión física de esos seiscientos kilogramos que
ahora realizaban su viaje a Nueva York. Ése era el momento para echarle el
guante. Kevin había recurrido a esa perspectiva tan halagüeña para convencer
a sus superiores en Washington de la necesidad de permitir que esos
seiscientos kilogramos escapasen a la confiscación y emprendiesen su
viajecito hacia el Norte.
Los riesgos eran tremendos. El joven Machado iba armado; Jimbo Burke
no llevaba armas. Machado había insistido en ese punto cuando estaban en el
sembrado. Grady había considerado la posibilidad de renunciar
inmediatamente a la parte neoyorquina del plan y meterlos a todos en el saco
en el mismo aeródromo; ésa era la decisión que hubiesen tomado muchos

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agentes de la DEA. Si algo salía mal y Burke resultaba herido como
consecuencia de esa decisión, a Grady lo colgarían por el pescuezo como a un
conejo y su carrera iniciaría un descenso vertiginoso y en picado. Pese a todo,
la tentación de lanzarse en pos del gran éxito, la detención de Mr. Colombia
en Nueva York, le había llevado a correr el riesgo.
Supóngase por un momento que el viejo Machado hubiese recibido
instrucciones de ponerse en contacto de nuevo con Medellín tan pronto como
el cargamento se encontrase a salvo y de camino a Nueva York. ¿Cómo se
suponía que se las iba a arreglar Grady en ese caso? En un mundo más
perfecto, se hubiese podido llevar al señor Machado a un lugar tranquilo en la
espesura y le hubiese dado una buena paliza hasta que hubiese desembuchado
esa información o hasta tener la certeza absoluta de que ésa no era la táctica
que estaban empleando en esa operación. Pero si estaban utilizando una
táctica como ésa, el hecho de que Juan Machado no hubiese telefoneado a
Medellín tenía que poner necesariamente en peligro todo el plan de Grady.
En cuanto llegasen a Nueva York, el joven Machado telefonearía a su
hombre de contacto en esa ciudad para recibir sus instrucciones finales sobre
la entrega. Así era como funcionaban siempre esas cosas. Supóngase que el
tipo le dijera:
—¡Oye!, los de Medellín no han recibido el mensaje anunciando que todo
iba bien. Quizá vas a caer en una trampa.
Ése era el tipo de preocupaciones que provocaba úlceras de estómago a
los agentes de la DEA o que los convertía en adictos a las píldoras «Maalox».
Grady se subió al avión confiscado y se sentó junto al piloto de la DEA que le
llevaría a Nueva York.
—¡Venga, hombre —dijo Kevin, dando una palmada al piloto en la
rodilla—, larguémonos de esta mierda! Aún nos queda mucho por hacer.

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 3 (continuación)

Llegué a Panamá a tiempo de ver por televisión, en nuestro cuartel


general de Corozal, los funerales del general Torrijos. En un camión de
bomberos de color naranja trasladaron su féretro hasta el cementerio,
habiendo colocado cuidadosamente sobre la tapa del ataúd su uniforme, de
ese estilo vaquero que tanto le gustaba llevar y su cantimplora. Durante unos
instantes las cámaras de televisión tomaron un primer plano de nuestro

Página 123
hombre, Antonio Noriega, en el corrillo de oficiales de la Guardia Nacional
panameña que se había formado alrededor del féretro, junto a la sepultura. Su
rostro era una máscara inescrutable.
—¿Qué crees que estará pensando? —me preguntó Glenn Archer, el jefe
de nuestra base.
—Con tal de que se asemeje un poco al hombre que me imaginé que era
cuando lo recluté —contesté, echándome a reír—, estará calculando en estos
momentos cómo se las arreglará para asestar una puñalada por la espalda a
cualquiera de esos hermanos oficiales que intente impedirle que se apodere
del cargo de Torrijos.
Precisamente en aquellos instantes, el coronel Florencio Flores, un
hombre de cuarenta y siete años que tenía bajo su mando a la Guardia
Nacional, recogía del ataúd la cantimplora de su caudillo caído en servicio. La
alzó, mostrándosela a la multitud, con el gesto del sacerdote que ofrece el
cáliz a sus feligreses durante la santa misa, invocando la salvación eterna.
—¡Que esta libación me ilumine! —salmodió.
Y a continuación dio un prolongado trago.
Al apartar la cantimplora de sus labios, el coronel no prorrumpió en
maldiciones ni escupió, pese a que la cantimplora no contenía más que agua;
con toda seguridad, la primera y única vez que la cantimplora del pobre Ornar
Torrijos había sido llenada con otra cosa que no fuera whisky escocés.
—Y bien —concluí, dirigiéndome a Glenn—, ahora que Ornar ha
desaparecido, todo lo que tenemos que hacer es ponemos a charlar con
Noriega y resolver el problema de cómo nos las arreglaremos para que este
pequeño y simpático país suyo caiga firmemente en las garras de un agente de
la CIA.

NUEVA YORK

—El objetivo acaba de pasar por la cabina de peaje, sale de la autopista y


entra en la carretera nacional —cacareó la radio en el automóvil de Kevin
Grady.
El automóvil estaba estacionado a la entrada de la vía de acceso que une
la avenida Henry Hudson con la Autopista 96, en la Cross Bronx Parkway,
justamente pasado el extremo oriental del puente George Washington, que
enlaza Nueva Jersey con la parte alta de Bronx.
—¿Hacia dónde te imaginas que se dirigen? —preguntó el chófer de
Kevin.

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—¡Bien me gustaría saberlo! Poniéndonos a conjeturar, diría que al barrio
de la Pequeña Colombia, por las Cumbres de Jackson. O a lo mejor, con toda
probabilidad, tomarán la carretera septentrional de Sawmill o la de
Hutchinson en dirección a Pleasantville o a Larchmont, a un lugar de ésos.
—¿Traficantes por esos barrios? Es difícil de creer.
—Y se han introducido ahí desde hace poco —informó Grady al
conductor—. Los peces gordos, en todo caso. Son lugares en los que resulta
más fácil la vigilancia. Apenas hay tráfico. Ya sabes cómo son esas cosas;
miran por la ventana del cuarto de estar y ven el mismo «Ford» azul dando la
vuelta a la manzana por tercera vez consecutiva y se dicen: ¡Oh, oh! No me
gusta que ande alguien rondando por aquí.
De hecho, Grady había elegido ese lugar para aparcar, teniendo en cuenta
esas dos rutas posibles. Si Eduardo Machado ordenaba a Jimbo Burke meterse
por el cruce de Bronx en dirección a Queens, atravesando el puente de
Whitestone en Bronx, todo lo que hubiesen tenido que hacer su chófer y él
para ir a reunirse con los que mantenían la vigilancia sería continuar por la vía
de acceso a la Autopista 96. Por otra parte, si Machado decidía ir en dirección
norte, hacia Riverdale, podrían incorporarse al tráfico que circulaba
justamente detrás de donde estaban.
Una hora y media antes, Burke se había metido con la furgoneta en un
área de descanso de una de las hamburgueserías «Burger King», justamente a
la altura de la localidad de Elizabeth, en la autopista de peaje de Nueva
Jersey. Kevin había enviado a la zona a uno de los vehículos encargados de la
persecución, para que le informasen de lo que estaba ocurriendo. Le dijeron
que Machado había utilizado un teléfono público en la zona de aparcamiento
y que a los cuarenta y cinco minutos se había dirigido de nuevo a la misma
cabina, esta vez para recibir una llamada. Era evidente que el hombre había
recibido las instrucciones para la entrega de la mercancía.
A partir de ese momento, Grady y su chófer habían estado jugando al gato
y al ratón con la furgoneta a lo largo de la orilla del Hudson en Nueva Jersey,
a la espera de que Machado se decidiera por alguna de las salidas que
cruzaban el río.
—Cruce de Bronx —les anunciaron por la radio.
Grady sintió, al escuchar esas palabras, que una agradable descarga de
adrenalina se extendía por todo su exhausto cuerpo. Durante las últimas
cuarenta y ocho horas, desde que había estado siguiendo de cerca los
progresos de los Machado desde el litoral atlántico, su único descanso había

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consistido en alguna que otra siestecita sobre el suelo de su despacho. Y
ahora, esa prueba larga y penosa estaba a punto de terminar.
—¡Vamos! —ordenó al conductor, señalando con la cabeza la rampa de
acceso.
En la operación de vigilancia intervenían cuatro vehículos de la DEA,
además del automóvil desde el que Grady dirigía la persecución. Dos de ellos
eran furgonetas, una sin distintivo alguno, la otra con un letrero pintado en el
que se leía «Servicio de Fontanería A. J. Murray». Los otros vehículos eran
automóviles privados, en el primero iban dos mujeres, funcionarías de la
DEA, y en el segundo iba una pareja de agentes negros, que podían ser
tomados fácilmente por un matrimonio.
Se trataba de un intento por reducir al mínimo las posibilidades de
infundir sospechas a Machado, en caso de que se fijase en alguno de esos
automóviles. Pese a toda su sagacidad, los colombianos todavía tenían la
tendencia a creer que los agentes de la Brigada Antinarcóticos se presentaban
en la vida real tal como lo hacían en las series de televisión, en una variedad
de matices del hombre blanco, anglosajón y rubio. En sus cabezas aún no
había logrado entrar del todo la comprensión de las muchas y diversas formas
que podía adoptar la actividad policíaca en los Estados Unidos.
Los vehículos eran como corchetes que abrazasen la furgoneta, dos por
delante y dos por detrás, intercambiándose de lugar de vez en cuando para
hacer que la vigilancia pasase lo más desapercibida posible. Aun cuando
Grady sabía que la furgoneta de la DEA que conducía Burke no estaba
equipada con una radio de onda corta y que Machado no llevaba ninguna
consigo cuando partieron del norte de Georgia, siempre se corría el peligro de
que algunos colombianos estuviesen probando las frecuencias con un
dispositivo explorador «Bearcat», a la búsqueda de cualquier indicio de que la
DEA estuviese realizando una operación. Por si así fuera, Grady había
ordenado reducir al mínimo las comunicaciones por radio.
Las únicas comunicaciones que se emitieron mientras la furgoneta
avanzaba por el cinturón de Bronx fueron indicaciones sobre la ruta que
Burke iba siguiendo:
—Hutchinson Sur… El Puente… Whitestone… Grand Central
Parkway…
El destino final de la furgoneta fue una sorpresa para Grady.
—La Guardia —anunciaron por la radio.
«¡Claro! —pensó el agente de la DEA—. Los colombianos han pensado
que el anonimato de uno de esos inmensos estacionamientos de aeropuerto

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hacen de La Guardia el lugar ideal para dejar la furgoneta. ¿Quién se va a fijar
en una furgoneta más, aun cuando tenga matrícula de Georgia?».
Machado y Burke aparcarían la furgoneta, esconderían las llaves y el
resguardo del estacionamiento y luego se irían caminando, dejando detrás el
cargamento. Poco después, el pez gordo que esperaba Grady vendría a
recogerlo. O, lo que era más probable, enviaría al estacionamiento a alguno de
sus brutos camellos para que se encargase de hacerle el trabajo. El camello
habría recibido órdenes de conducir la furgoneta a un nuevo destino final,
mientras que los colombianos supervisarían la operación, tratando de
descubrir el menor indicio de que el vehículo pudiese estar vigilado.
Sin embargo, había dos cosas que los colombianos habían pasado por
alto. Al sacar la furgoneta del estacionamiento tendrían que pasar por una
única salida, por la barrera de peaje donde el conductor tendría que abonar el
importe del aparcamiento. Esto haría mucho más fácil la vigilancia durante la
segunda parte de la operación. Y en segundo lugar, Kevin podía llamar ahora
a los agentes de Aduana y a la Policía de aeropuertos para solicitar refuerzos.
—¡Acerquémonos! —ordenó a su chófer.
Y cuando el chófer se disponía a obedecer, las palabras «puente aéreo» se
escucharon por la radio. El chófer pasó con el automóvil por delante del
edificio de la terminal principal del aeropuerto y se dirigió a la terminal del
puente aéreo de las «Eastern Airlines». Cuando el automóvil empezó a subir
por la rampa que conducía a la otra punta del aparcamiento situado frente al
edificio de la terminal, Kevin divisó la furgoneta de Burke haciendo cola ante
el distribuidor automático de billetes. Al otro extremo del edificio de la
terminal, se había detenido el primero de los vehículos que integraban la
avanzadilla. Era el automóvil en el que iban las dos mujeres agentes.
—¡Adelántalas! —ordenó Kevin al chófer.
Y mientras se acercaban al otro automóvil, Grady observó que la
furgoneta entraba en el estacionamiento y que Burke empezaba a buscar un
lugar donde aparcar. Cuando estuvieron a la altura del otro automóvil de
vigilancia, Grady salió de su coche y se introdujo en el otro, acomodándose
en el asiento trasero, a espaldas de sus dos agentes femeninas.
—Lo más probable es que nuestro colombiano salga dentro de un par de
minutos —les dijo, señalándoles la salida del estacionamiento—. Quiero que
lo detengáis, pero dadle tiempo. Lo más seguro es que aún tenga que hacer
una llamada. Queremos cercioramos de que la haga antes de que le echemos
el guante, así que no os mováis hasta que se disponga a abandonar el
aeropuerto. Recordad, está armado. Es peligroso.

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Su advertencia destilaba algo de la sabiduría de la DEA: «Si vais a
detener a un puertorriqueño, os encontraréis probablemente con una pelea; si
es un negro, con un tiroteo; y si es un colombiano, con una guerra». Y
mientras hablaba, había estado observando el flujo de pasajeros que iba desde
el estacionamiento hasta la terminal.
—¡Allí! —dijo, señalando a una pareja de hombres que cruzaba el paso
de cebra para peatones—. Ése es. El individuo de la gabardina azul marino
que va al lado del hombre que lleva la cazadora. El segundo es nuestro
compañero Burke.
Las mujeres se apearon del automóvil y se alejaron por la acera en
dirección a los dos hombres, fingiendo estar enfrascadas en una animada
charla. Grady vio a Burke y a Machado dándose un apretón de manos. Burke
se alejó, mientras Machado entraba en el edificio de la terminal.
El colombiano adquirió un billete para Washington con su tarjeta de
crédito en una de las máquinas de expedición automática que había en el
vestíbulo del aeropuerto y luego se dirigió por el largo corredor hacia la sala
de espera del puente aéreo. Una vez allí, cogió uno de los ejemplares gratuitos
del Wall Street Journal, hizo ademán de sentarse, echó una ojeada a su reloj
de pulsera, cambió luego de parecer y se encaminó hacia un teléfono público.
Un cuarto de hora después se anunciaba por los altavoces que el vuelo de
las once para los usuarios del puente aéreo partiría de la puerta número
cuatro. Machado estaba entregando su tarjeta de embarque a la empleada de
las «Estern Airlines» que estaba apostada en la puerta, cuando sintió la fría
presión del cañón de una pistola hundiéndose en su cogote.
—¡Policía! —gritó una voz de mujer—. ¡No se mueva!
Machado miró hacia su derecha, en dirección contraria al cañón de la
pistola, pero sólo para advertir que otra mujer le apuntaba con un arma.
Lentamente, levantó las manos sobre su cabeza.
—¡Santo cielo! ¿Qué está pasando? —dijo con voz entrecortada una dama
de mediana edad que estaba algo más atrás haciendo cola.
—No te preocupes, querida —le dijo su acompañante—. Probablemente
estarán rodando una escena para una de esas series de televisión como la de
Cagney y Lacey.

La furgoneta que exhibía el letrero de «Servicio de Fontanería A.


J. Murray» estaba equipada con espejos unidireccionales tanto atrás como en
los costados, por lo que los agentes que iban en la parte trasera del vehículo
podían contemplar sin ser vistos lo que ocurría en el mundo exterior. Grady

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ordenó que la colocasen en el estacionamiento en una posición desde la que él
y sus hombres pudiesen mantener en constante vigilancia la furgoneta cargada
con cocaína. Informó de la operación y de su plan al jefe de Aduana y a la
Policía, luego se introdujo en la furgoneta del «Servicio de Fontanería A. J.
Murray». Ahora todo lo que tenía que hacer era esperar. Los colombianos no
dejarían abandonada una furgoneta con seiscientos kilogramos de cocaína por
más tiempo del necesario.
Luego resultó que tuvieron que esperar más de dos horas. Poco después
de la una y cuarto, un hombre de tez morena, de unos veintiocho a treinta
años, que iba vestido con un grueso jersey deportivo azul y anaranjado, se
acercó paseando junto a la fila de automóviles donde estaba estacionada la
furgoneta. Se le anotaba a la legua que estaba buscando algo. O bien se había
olvidado de dónde había dejado aparcado su automóvil o andaba preocupado
por otra cosa. Cuando pasó junto a la furgoneta, se fijó durante unos instantes
en el número de la matrícula, luego siguió andando hasta el final de la fila de
automóviles aparcados. Allí se dio media vuelta y se puso a escudriñar el
estacionamiento.
—Está tratando de averiguar si hay moros en la costa —murmuró el
agente que estaba junto a Grady.
—Sí —rezongó Grady—. A lo mejor tenemos suerte.
Aparentemente satisfecho con lo que había visto, el hombre regresó
caminando junto a la fila de automóviles aparcados, se dirigió a la furgoneta,
entró y se sentó al volante, se agachó durante unos momentos, evidentemente
para sacar las llaves y el resguardo del estacionamiento, y luego puso en
marcha el motor.
—¡Preparados! —ordenó Grady por la radio a los agentes de los cuatro
vehículos de vigilancia que ya había emplazado en posiciones estratégicas
fuera del estacionamiento para que siguiesen a la furgoneta cuando arrancase;
en lo que sería, con toda certeza, la fase final de su trayecto.
En ese mismo instante se abrieron de par en par las puertas traseras de una
furgoneta de reparto de mercancías, situada a unos veinte metros de distancia.
Tres agentes de Aduana y tres policías del servicio de aeropuertos,
fuertemente armados, saltaron a tierra y se abalanzaron sobre la furgoneta de
Burke. Detrás de ellos venía un camarógrafo del programa En directo en la
Cinco, filmando la escena con gran derroche de entusiasmo.
Dos de los agentes de Aduana agarraron al hombre que estaba al volante,
lo sacaron violentamente y lo arrojaron contra el pavimento. Un policía lo

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inmovilizó en el suelo con sus rodillas, mientras que otro se encargaba de
quitarle el arma, ponerle las manos a la espalda y esposárselas.
Entretanto, uno de los funcionarios de Aduana había abierto de un tirón la
puerta trasera de la furgoneta y mostraba el montón de macutos militares
apilados en su interior. Se apoderó de uno de ellos, lo rajó a todo lo largo con
un cuchillo y, sacudiéndolo con expresión triunfal, lanzó por los aires una
cascada de saquitos de plástico, con un kilogramo de cocaína cada uno, que
fueron a estrellarse contra el pavimento ante la atenta cámara del hombre del
boletín informativo En directo en la Cinco.
—¡Me resisto a creer la putada que estoy viendo! —vociferó Kevin—.
¿Quién ha autorizado a esos gilipollas de Aduana a hacer eso?
Hecho un basilisco, con el rostro descompuesto por los esfuerzos que
hacía por contener su indignación, saltó de la furgoneta y se dirigió al lugar
donde se desarrollaba aquella escena. Y allí, ante el propio Kevin, que se
negaba a dar crédito a sus oídos, el jefe de Aduana del aeropuerto se puso a
explicar la trascendencia de su decomiso al camarógrafo del Canal Cinco.
Pagando con su propio sistema digestivo, que sufrió una perturbación
harto considerable, Kevin se las arregló para no dar rienda suelta a su ira hasta
que el camarógrafo de En directo en la Cinco terminó su trabajo. A fin de
cuentas, el perder los estribos no serviría ya para nada. Las semanas de
trabajo preparando la trampa de Georgia, el riesgo al poner en peligro la vida
de Jimbo Burke, todo aquel maldito asunto, todo se había ido al carajo.
Tan pronto como el periodista se hubo alejado lo suficiente como para
que no pudiese escuchar sus palabras, Kevin se abalanzó sobre el jefe de
Aduana, un hombre que estaría, con toda probabilidad, al menos dos rangos
por encima de Kevin en la jerarquía del cuerpo de funcionarios públicos del
Gobierno de Estados Unidos.
—¡Eh, tú, gilipollas de mierda, loco de atar! —le gritó—. ¿Te das cuenta
de que acabas de echar por tierra una importante operación de la DEA tan
sólo para que tu gordo y asqueroso rostro aparezca en las noticias de la
noche?
—¿Y a mí que coño me importa si lo he hecho? —le replicó a gritos el
jefe de Aduana, en una demostración de la exquisita camaradería que suele
caracterizar las relaciones entre las instituciones gubernamentales—. ¡Este
aeropuerto es territorio del Servicio de Aduanas, sabihondo de mierda!
El jefe de Aduana hundió uno de sus dedos regordetes en el pecho de
Grady.

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—Nada hay en este jodido mundo que me obligue a dejar escapar de mi
jurisdicción un cargamento de seiscientos kilogramos de cocaína. Ni tú ni
toda la maldita DEA de Nueva York. Y si no te gusta, compañero, vete al
Departamento de Justicia y ponte a jugar al nene llorón.
Los deseos que sentía Grady de golpear al individuo eran demasiado
intensos como para poder contenerlos. Cerró y abrió los puños, hasta que
finalmente asestó un fuerte puñetazo contra el guardabarros de la furgoneta de
Burke, despellejándose así cuatro nudillos con ese acto tan fútil.
—¡Vámonos! —ordenó a su equipo.
—¿Adónde? —preguntó uno de ellos.
—¡A la cama! ¿A dónde coño si no podemos ir cuando hay tantos
gilipollas como éstos trabajando para el Gobierno de Estados Unidos?

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 3 (continuación)

Los latinos, al igual que los irlandeses, entierran a sus muertos en medio
de ceremonias harto prolongadas. Los funerales de Torrijos estuvieron
seguidos de toda una serie de actos rituales de luto, por lo que aún tenía que
pasar algún tiempo antes de que pudiese organizar un encuentro con Noriega.
El hombre estaba demasiado ocupado, teniendo que asistir a los complejos y
ceremoniosos actos sociales que siguieron a la muerte de Torrijos, como para
poder escabullirse y pasar una velada tranquila conmigo.
—Da la impresión de que te estás aburriendo —me comentó Archer un
buen día por la tarde—. ¿Qué piensas hacer esta noche?
—¿Te apuntas como voluntario para guiarme por los deleites
pecaminosos de la vieja Panamá?
—Algo mejor. El embajador francés ofrece una recepción en honor de un
visitante, uno de esos altos dignatarios de la cultura, cuya misión consiste en
transmitir las bendiciones de la cultura francesa a nuestros vecinos
iberoamericanos. ¿Por qué no te pasas por allí? Sus fiestas suelen ser
divertidas.
«¿Y por qué no?», me dije.
—¿Y de qué me he de disfrazar para asistir a la fiesta?
—¡Oh! —exclamó Glenn—. Les diré que perteneces a una empresa
proveedora del Departamento de Defensa y que has venido a comprobar aquí
qué tal funcionan algunas de vuestras mercancías.

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La residencia del embajador francés en la ciudad de Panamá se encuentra
en todo lo alto de una avenida que sube serpenteando por la ladera de una
montaña, justamente en la cima de una barriada llamada, con toda propiedad,
Bella Vista. La terraza de la residencia estaba ya abarrotada de invitados que
deambulaban con dificultad bajo una media docena de hileras de farolillos
japoneses de papel. Por los vestidos de alta costura de las damas, por sus
joyas discretas pero costosas y por la elegancia refinada de los hombres, podía
apreciarse que los invitados del embajador eran rabiblancos, los
descendientes de las familias que gobernaban Panamá desde hacía más de un
siglo. Era evidente que los miembros de esa clase no guardaban luto por la
muerte del director de la nación.
Glenn y yo nos habíamos separado a la entrada para que pudiese
ahorrarme así la lacra de verme relacionado en público con el jefe de la base
panameña de la CIA. Durante un rato estuve charlando con el agregado
militar francés, un comandante de la Legión Extranjera que había prestado sus
servicios en Argelia en el Primer Regimiento de Paracaidistas de la Legión y
que mantenía colgado de la comisura de su boca un cigarrillo «Gauloise», que
despedía un olor pestilente, para indicar lo rudo que era. Luego estuve
hablando con una morenita vivaracha de Lyon, una periodista llamada
Michelle, quien me dio los nombres de los tres mejores restaurantes de la
ciudad. «Aunque sólo sea por esa información, ha merecido la pena subir
hasta aquí», pensé, mientras me abría paso entre la multitud en dirección al
bar para repostar whisky en mi vaso.
Cuando me disponía a retirarme del bar con mi bebida recién servida,
sentí que mi codo chocaba contra un objeto duro. Al darme la vuelta, descubrí
dos cosas. El primer descubrimiento fue feliz, por cierto. Justamente detrás de
mí se encontraba una mujer de tan asombrosa belleza, que me quitó el hipo,
en todo el sentido literal de la palabra. Sus cabellos eran negros, como el
ébano más puro. Enmarcaba su rostro un peinado a lo paje y parecía irradiar
una oculta fuente de energía, al igual que los agujeros negros del Universo
emanan, según se dice, misteriosas ondas gravitatorias que atraen
inexorablemente a toda materia circundante, sumiéndola en sus
profundidades. Tenía unos pómulos deliciosamente acentuados y unos labios
tersos y rojos, que se extendían por una boca ancha por encima de un mentón
de firmes trazos. Sus ojos eran de un gris azulado, y a primera vista parecían
ofrecer la promesa de una delicadeza angelical. Rara vez en este mundo ha
sido tan equivocada una impresión producida a primera vista.

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Mi segundo descubrimiento no fue tan feliz. El duro objeto contra el que
se había estrellado mi errante codo había sido su copa de champaña. La mitad
de su contenido se había derramado, dejando una oscura mancha por el
vestido de seda, de un color azul pálido, que llevaba puesto.
—¡Oh, cielos! —gemí—. ¿No he leído en alguna parte que el champaña
es bueno para la seda?
—Al menos no aparece en ninguno de los libros que yo he leído —me
dijo, con una expresión en el rostro de la que no pude deducir si se trataba del
esbozo de una sonrisa o de una mueca de burla y desprecio—. Quizá lo haya
leído en algún manuscrito original chino sobre el gusano de seda.
Y mientras me replicaba, le quité de la mano su copa medio vacía y me
saqué un pañuelo del bolsillo interior de mi chaqueta. La miré de arriba abajo,
contemplando mi obra. Se encontraba erguida, quizá ligeramente inclinada,
con su pelvis suavemente pronunciada hacia delante, por lo que la funda de
seda que la cubría se pegaba a su cuerpo, estirándose por la lisa superficie de
su vientre y alrededor de sus muslos esbeltos y atléticos. Era allí, a la altura
del bajo vientre, donde las salpicaduras del champaña habían ido a posarse.
—¿Puedo? —pregunté.
Me dirigió esa sonrisa de aturdida tolerancia que las mujeres hermosas
conceden a veces al hombre que pretende emplear una estratagema tan trivial
que ni siquiera es digna de que se le preste la más mínima atención.
—Lo haré yo —me respondió, quitándome el pañuelo de la mano.
Y mientras se frotaba suavemente la parte anterior del vestido, pedí para
ella otra copa de champaña, haciendo uso de la mejor entonación aprendida
en la academia militar de Fort Benning, y me saqué del bolsillo una tarjeta de
visita. Se trataba, por supuesto, de una tarjeta blanca estandarizada, en la que
estaba grabado mi nombre y nada más.
—Por favor —dije—, me hospedo en el «Continental». Ha de permitirme
que lleve su vestido a la tintorería.
—No se preocupe —me aseguró—, el champaña no representa un
problema tan terrible. Pero si más tarde me ve tomando café, tenga la
amabilidad de colocarse al otro extremo de la sala.
Me eché a reír, me disculpé nuevamente, apelando a todo mi repertorio
conocido, y le ofrecí la copa de champaña.
—Habla usted un español más bien fluido —me indicó.
Encantado de haber encontrado una excusa para desviar la atención de mi
contratiempo, me lancé a dar explicaciones sobre mi madre y mi ascendencia
española.

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—Me llamo Lind —dije presentándome, una vez que hube terminado mi
esbozo autobiográfico—. Jack Lind.
—Juanita Boyd.
—Su apellido no suena como si fuese muy panameño.
—No en sus orígenes, quizá. Mi tatarabuelo vino del estuario escocés de
Firth of Forth en la época en que los colombianos todavía gobernaban
Panamá. Hemos vivido aquí desde entonces. ¿Y qué le trae a Panamá?
—Aviones —mentí—. Superviso para la compañía «Northrup Aviation»
el buen funcionamiento de algunos de nuestros aparatos en la base aérea de
Howard.
En ese momento, el embajador francés, ¡que Dios confunda su alma!, se
acercó y echó a Juanita un brazo por el hombro.
—¿No se enojará terriblemente conmigo, querido amigo —me preguntó
en un perfecto inglés de Oxford—, si le quito a nuestra encantadora Juanita?
Nuestro invitado de honor se muere por conocerla.
Era evidente que el invitado de honor no se moría de deseo alguno por
conocer a un glorioso mecánico de aviación, ya que el embajador no dejó
lugar a dudas sobre el hecho de que su invitación no me incluía. Estaba a
punto de presentar a Juanita nuevas y humildes disculpas por mi torpeza,
cuando me lo pensé mejor.
—La veré cuando sirvan el café —le dije, haciéndole una seña.
Juanita soltó una carcajada. El embajador puso una expresión de
gratificante perplejidad mientras se la llevaba.
Retrocedí un par de pasos para reintegrarme a la fiesta y estuve errando
sin meta fija de un corrillo a otro. Fue mientras estaba conversando con un par
de banqueros del «Crédit Lyonnais» cuando me di cuenta de que me había
comportado como un asno por partida doble. Boyd era el apellido de una de
las familias gobernantes panameñas más antiguas y más poderosas. Juanita
era la princesa panameña en todo su esplendor, la representante perfecta de la
clase que llevaba las riendas del istmo.
Mientras charlaba con los banqueros, pude vislumbrar su figura durante
unos instantes por el rabillo del ojo. El dignatario cultural que era nuestro
invitado de honor echaba fuego entre aspavientos galos, haciendo,
evidentemente, un esfuerzo desesperado por causarle buena impresión.
Observé con placer que no parecía tener éxito alguno. La joven mantenía una
expresión altiva, fría y desdeñosa, y en su rostro parecía haberse congelado la
misma mueca de disgusto que me había dirigido cuando me ofrecí
voluntariamente para enjugarle el champaña del vestido.

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Habría transcurrido media hora, imagino, y ya los encantos de la
recepción comenzaban a disiparse, cuando decidí irme a disfrutar de la noche.
Mientras trataba de localizar a mi anfitrión, vi a Juanita atravesando la terraza
en dirección al bar.
—¿Y bien —dije, siguiéndola hasta el bar—, ya se ha enterado de cómo
se puede salvar la cultura latina de la furiosa y fatídica embestida de la
dinastía Dallas y del Gran Ogro del Norte?
Durante unos instantes clavó en mí sus ojos de un gris azulado. Su mirada
no era ni sensual ni sugestiva. Era más bien fría y tasadora, esa clase de
mirada que un jinete experimentado —cosa que era Juanita, como pude
enterarme después— puede echar a un caballo de carreras y que piensa
incorporar a sus caballerizas.
—Me estaba recitando El Cid. Lo dejé después del tercer acto.
En esos momentos me asaltó un impulso repentino. La probabilidad de
que esa deslumbrante criatura estuviese libre para la cena y de que, en caso de
que lo estuviese, aceptase compartirla con un gringo que era mecánico de
aviones, no era una proposición por la que uno se hubiese arriesgado a apostar
la finca familiar. «Y aun así —me dije—, ¡qué diantre!».
—En ese caso, ¿por qué no se va de aquí y se viene a cenar conmigo? Le
contaré cómo acaba la obra.
—¿Un gringo que ha leído a Comedle? ¡Qué caso tan raro!
—Soy un mecánico de aviones culto.
Juanita dio un suspiro.
—El embajador me acaba de pedir que me quede junto con otras cuantas
personas a la cena que ofrece a nuestro invitado de honor.
—Suena terriblemente divertido.
—Pero no lo es, precisamente.
—Por si acaso no le da tiempo a su dignatario cultural antes de los puros
y el café, ha de decirle que el apuesto joven consigue a la muchacha pese a
que antes le había matado al padre. Puede que haya una moraleja en esa
historia para los padres de todas las jovencitas hermosas. ¿Y cómo es su
padre? —pregunté, esbozando lo que pretendía ser una sonrisa irónica.
Juanita volvió la cabeza para mirar hacia donde estaban el embajador y el
corrillo de invitados que se apelotonaban alrededor de su invitado de honor.
—¿Dónde tiene pensado ir a cenar?
—A «Las Bóvedas» —dije, sacando de mi memoria uno de los tres
nombres que me había dado la joven periodista de Lyon.

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—Concédame media hora para que me asalte un ataque de jaqueca y me
reuniré con usted allí —dijo Juanita.
Se encaminó entonces de vuelta hacia el corrillo de diplomáticos,
dejándome ir en un estado de ánimo mucho más alegre del que había tenido
cuando llegué.
El restaurante «Las Bóvedas», cuyo nombre había pescado de mi
memoria en una especie de acto reflejo, se encontraba en la parte más antigua
de la capital panameña, en una lengua de tierra que penetra en la bahía. Los
conquistadores españoles decidieron elegir aquel sitio como el nuevo
emplazamiento de la ciudad después de que el corsario inglés Henry Morgan
prendiese fuego y saquease a Panamá la Vieja, cuyas ruinas se encuentran a
unos pocos kilómetros al norte de la costa.
Para proteger a Panamá —o Castilla del Oro, nombre con que se conoció
en un principio aquella zona— tanto de los piratas ingleses como de las
tormentas del Pacífico, el gobernador general mandó rodear su nueva ciudad
con un cinturón macizo de diques marítimos. Y por cierto, sus murallas
fueron tan descomunales, tan costosas, que se dice que cuando el rey de
España, Carlos II, recibió la factura de las mismas, se acercó a una de las
ventanas de su palacio, en El Escorial, y dijo en voz alta: «¡Si en verdad han
costado tanto, si en verdad son tan enormes, tendría que poder divisarlas
desde aquí!».
Para llegar a esa lengua de tierra, hay que abrirse paso por un laberinto de
callejuelas, cuyas casas de madera, pintadas de un verde pálido, se remontan a
los tiempos en que Ferdinand de Lesseps fundó la compañía francesa del
canal de Panamá. Sus rejas de hierro forjado, sus arcadas y sus balcones
colgantes tuvieron que batirse en retirada, en un intento desesperado, según
pensé, por evitar caer bajo las carretillas de los vendedores ambulantes que
obstruyen las callejas, lo que imprime a esa parte de la ciudad un aire que nos
evoca precisamente el barrio francés de Nueva Orleáns.
Di finalmente con el restaurante y aparqué el automóvil frente a lo que era
una especie de monumento conmemorativo a los constructores del canal. Por
un dólar, el niño de doce años que detentaba al parecer la concesión del
aparcamiento me aseguró que cuidaría de mi automóvil como si fuera el suyo.
El restaurante «Las Bóvedas», fiel a su nombre español, había sido
emplazado en los viejos sótanos de piedra que sirvieron en otros tiempos de
mazmorras para los prisioneros de los conquistadores. Ocupé una mesa, pedí
algo de beber y empecé a preguntarme qué posibilidades había de que Juanita
se presentase allí realmente. Cuando me encontraba enfrascado en un cálculo

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de probabilidades, el francés que dirigía el establecimiento, una mole barbuda
oriunda de Marsella, se acercó para saludarme.
—Dígame —le pregunté—, ¿es realmente cierto que los españoles
utilizaban este sitio como prisión?
—Por supuesto que lo es —me juró—. Si baja por esas escaleras,
encontrará las celdas que utilizaban para los prisioneros condenados a muerte.
Las cerraban, abrían las compuertas que daban al mar y dejaban que la marea
ascendente se encargase de anegarlas.
—Un método muy rentable de aplicar la pena de muerte.
El hombre se echó a reír.
—Pienso abrir un bar ahí abajo. Me gustaría ponerle por nombre «La
Vieja Taberna del Abrevadero».
Resultó a la postre que Juanita llegó exactamente cuando dijo que
llegaría, media hora después de que me hubiese ido de la fiesta. Su
puntualidad me sorprendió. A fin de cuentas, las mujeres guapas rara es la vez
que llegan a tiempo a sitio alguno. La tardanza es una descortesía a la que su
belleza les da derecho, según parecen pensar.
El propietario se precipitó a darle la bienvenida con un ceremonial que
podría haber sido el apropiado para recibir a la esposa del Presidente de
Panamá. Algunos de los comensales se levantaron para saludarla cuando se
dirigía a paso ligero hacia mi mesa. Y la mayoría de los hombres que no lo
hicieron la miraron con evidente interés.
—¿Qué tal va su jaqueca? —pregunté cuando se sentaba.
—Los dolores de cabeza son una auténtica bendición para las personas
que jamás los padecen, ¿no cree? ¡La de noches que habría desperdiciado sin
ellos!
—¡Ay, sí —repliqué, con la sabiduría que otorga la edad—, la buena
jaqueca ya pasada de moda, la eterna maniobra femenina para batirse en
retirada!
Juanita se sonrió.
—Jamás he utilizado un dolor de cabeza como excusa para eso. Me limito
a decir que no.
«Y apostaría a que lo harás también en este caso, Juanita», pensé. En su
carácter no parecía existir mucha disposición femenina a someterse a los
imperativos del macho latino.
—Es un barrio fascinante —le dije—. Todas esas viejas edificaciones de
madera. Es un milagro que el fuego no haya acabado con ellas.

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—O los comejenes. Todas las casas están plagadas de esos bichos.
Decimos que la única causa que las hace mantenerse en pie es el hecho de que
todos los comejenes en su interior andan cogidos del brazo para sostenerlas.
El camarero se había presentado.
—¿Me permite pedirle algo de beber?
—¡Hágalo, por favor! Me mantendré cruzada de brazos.
Y cuando chocábamos nuestras copas, me dijo:
—Es usted un hombre impresionante. Asiste a la mejor recepción,
encuentra el restaurante más distinguido de la ciudad, y todo eso en el primer
día de su estancia aquí.
—Y termino cenando con la mujer más agraciada de todo Panamá.
—¡Por favor! —protestó—, las lisonjas las puede repartir en cualquier
parte. —Señaló entonces mi anillo de boda y añadió—: ¿Supongo que no
llevará eso para protegerse de los requerimientos amorosos de mujeres
hambrientas?
—Jamás caería tan bajo —le aseguré—. Como para rechazar los
requerimientos amorosos de mujeres hambrientas, quiero decir. Pero, sí, estoy
casado. Y con tres hijos, para contestar ya a la siguiente pregunta.
—¿Lleva ya mucho tiempo casado?
—Doce años.
—¡Ay, ustedes, los gringos! Se casan muy jóvenes, ¿no es así? ¿Fue con
la novia de su juventud?
—Algo así. La conocí en una cita concertada a ciegas para el partido
Yale-Dartmouth, durante mi primer año en New Haven.
—¿Y fue al Vassar o al Smith?
—Al Vassar.
—¿Con amigas que tenían motes como Muffin o Bootsie y llevaban
cordones de casimir en los que estaban ensartados una única ristra de perlas
cultivadas?
Se me atragantó la bebida y por poco me asfixio de risa.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Fui durante dos años al Manhattanville.
—¡Ah, claro!
Manhattanville era una especie de escuela particular de educación social
para señoritas, muy distinguida, situada en las afueras de Nueva York y
regentada por las hermanas del Sagrado Corazón de Jesús para las hijas de las
familias católicas acomodadas. Era exactamente el lugar al que enviarían a

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sus hijas los oligarcas de la América Latina para proporcionarles un lustre
final a lo gringo.
—Y bien, supongo que haría la misma vida social que hice yo unos
cuantos años antes.
—Hasta cierto punto —me replicó, enarcando las cejas y lanzándome una
mirada escrutadora—. Sin embargo, he de decirle que nunca llegué a entender
del todo el encanto de aquellos ruidosos fines de semana, presenciando
partidos de fútbol entre borracheras de ginebra, en New Haven, Cambridge o
Princeton.
«¡Ya lo creo que no te gustarían! —pensé—. Las veladas en Marruecos
han de haber sido más del agrado de Juanita».
—¿Dónde vive actualmente? —me preguntó.
—En McLean, Virginia, a las afueras de Washington.
—¿Y por qué allí? Pensaba que la «Northrup Aviation» se encontraba en
alguna parte de Long Island.
—Casi todo mi trabajo es para el Pentágono —mentí.
—Y de ese modo —me dijo, dirigiéndome la más pícara de las sonrisas
—, mientras que usted corretea por las recepciones de las Embajadas en
Panamá, dedicándose a derramar champaña sobre mujeres desprevenidas, su
esposa ha de quedarse en casa, llevar a los niños a la escuela, probablemente
teniendo que recoger a otros amiguitos que suelen compartir el automóvil, y
hacer luego de madraza para los boy-scouts los jueves por la noche.
Puse una mueca de dolor.
—Parece haber captado muy bien la vida rural norteamericana.
Había supuesto que Juanita tendría entre veintiocho y treinta años.
Resultó que tenía veintisiete.
—¿Ha estado casada con algún compatriota mío?
—¡Oh, no! El matrimonio es un sacramento con el que aún no me he
topado.
—Creía que en una sociedad como la panameña serían muchas las
presiones que tendría que soportar una mujer tan atractiva y tan
tremendamente deseable como usted, en lo que respecta a la obligación de
casarse.
—No puede imaginarse cuántas.
—¿Y cómo se las ha arreglado para resistir?
—Tengo un padre sumamente comprensivo.
—Al cual, según supongo, manipulará descaradamente.
Juanita imprimió a sus cabellos negros una sacudida juguetona.

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—Bueno, los hombres han sido hechos para manipularlos, ¿no le parece?
Y como ya habrá podido darse cuenta, tengo un carácter bastante
independiente. Pero, volvamos a usted. ¿Qué vamos a encargarle de cena?
Juanita me convenció de que tenía que probar el corvino, un delicioso pez
del Pacífico que abunda en las aguas de las costas panameñas. De hecho,
según me explicó, son muchos los que piensan que el nombre de Panamá
proviene del dialecto amerindio de los cuna y que significa «abundantes
peces», por referencia a ése y a otros muchos peces que con tanta facilidad se
pescan en las cálidas corrientes del Pacífico.
Durante un rato mantuvimos la típica charla de las personas que se acaban
de conocer: ¿cuáles eran mis impresiones sobre Panamá? Y cosas por el
estilo.
—Ha de saber —me contó— que solemos llamar a Panamá «el corazón
del Universo», lo que dice mucho acerca de nuestra capacidad para
engañarnos a nosotros mismos. Y todos tenemos, sin excepción alguna,
dobles personalidades en lo relacionado con ustedes, los gringos.
—¿Cómo es eso?
—La mitad de nuestro ser les detesta por ese modo, nada sutil, que tienen
ustedes de velar sobre nuestro país y de insistir en que ha de ser dirigido
según la forma que ustedes quieren y no según la que nosotros queremos. La
otra mitad desea ser exactamente como ustedes. Por eso es por lo que mi
padre me envió a Manhattanville. Y por eso por lo que nuestros rabiblancos
procuran que sus hijos terminen su educación en los Estados Unidos.
—Y hablando de esa capa particular de la sociedad panameña —apunté
—, anoche, en la recepción, no pude advertir entre los invitados que sintiesen
realmente una sincera aflicción por la pérdida de su caudillo militar.
—¿Por ese gorila desalmado? —preguntó Juanita—. ¿Sabe acaso cuáles
eran las dos cosas que más ambicionaba Ornar Torrijos en su vida?
—Pues no lo sé, desde luego.
—Arrebatarles a ustedes el canal, un propósito que todos aplaudíamos, y
acostarse con cada una de las mujeres de Panamá, intención esta que no era
del agrado de todos, o, al menos, de algunos de nosotros.
—¿Y logró su propósito con usted?
Hubiese deseado morderme la lengua en el mismo instante en que esa
frase se me escapó de los labios, pero salió con tal rapidez que no pude
detenerla.
—No creo que eso sea de su incumbencia.

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Advertí con alivio que Juanita no me había soltado esa réplica con la ira
que sus palabras hubiesen podido destilar. Las acompañó más bien con una
sonrisita burlona, que pareció convertirlas en un desafío más que en cualquier
otra cosa. Estábamos tomando un vino blanco chileno y Juanita dio un largo
sorbo a su copa.
—¿Sabe una cosa, Jack?, aun corriendo el riesgo de parecerle
impertinente, he de decirle que ustedes, los gringos, son unos hipócritas
redomados en lo que a Latinoamérica se refiere.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Les gusta andar por el mundo predicando la democracia, pero lo cierto
es que la única clase de régimen democrático que quieren para nuestros países
es un Gobierno que esté dispuesto a hacer lo que ustedes quieran y no lo que
desee que haga el pueblo que lo eligió.
—Juanita —dije, tratando de interrumpirla, pero la joven estaba fuera de
sí.
—En este país hemos vivido bajo una dictadura militar durante los
últimos trece años porque ése era el régimen que ustedes, los
norteamericanos, querían que tuviésemos. Y querían tener a los militares en el
poder porque estaban seguros de que con ellos les iría mucho mejor que con
un Gobierno civil que nosotros hubiésemos elegido. Ustedes podrían así
atiborrarles de golosinas y tenerlos en un puño porque no tendrían más
remedio que estarles agradecidos.
Lo que Juanita me acababa de describir, de un modo basto, desde luego,
pero no del todo inexacto, era precisamente la política de Lyndon B. Johnson,
lo que me trajo en un principio a Panamá. No era algo, evidentemente, que
tuviese la más mínima intención de revelarle.
—No me venga con ésas, Juanita —alegué—, los pueblos de estos países
tienen la tendencia a echar la culpa a los gringos de todo lo que ocurre. Si
mañana no brillase el sol, ¿de quién sería la culpa? ¡De los gringos!
—Jack, ¿se da cuenta de que esta pequeña nación recibe más ayuda
militar per cápita que cualquier otro país del mundo, exceptuando a Israel?
¿Para defendernos de qué? ¿Acaso Fidel Castro y los comunistas salen de la
selva y se lanzan sobre nosotros cual huestes asirías para ir a ocultarse de
nuevo, como el lobo, en su guarida? ¿Nos van a arrebatar el canal? Eso es lo
que sus generales del Pentágono quieren que ustedes crean.
Juanita pegó de nuevo un buen sorbo a la copa de vino.
—Pues bien, lo que los generales del Pentágono les están diciendo es, si
me perdona la expresión, una patraña inmunda. El motivo verdadero que

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mueve a los bandidos de nuestra Guardia Nacional a desear esas armas es el
de poder tener la certeza de que el pueblo que vive en este país, al que están
expoliando con la ayuda de los gringos, no tenga jamás la fuerza suficiente
como para derrocarlos. Esas armas son para matamos a nosotros, no a los
comunistas.
—Fíjese, no pretendo ser un experto en historia panameña —repliqué, sin
la menor franqueza, por supuesto, ya que se trataba de un tema sobre el que
tenía, realmente, amplios conocimientos—. Y sin embargo, por lo que puedo
recordar, aquel angelito de Arnulfo Arias, al que derrocaron los militares, fue
un fascista y un hijo de puta.
—¿Que fue qué? Al menos era nuestro hijo de puta. Fuimos nosotros
quienes le elegimos presidente, honesta y democráticamente. No fueron
ustedes. La única verdad es que ustedes querían desembarazarse de él porque
era antiestadounidense y dijeron entonces a nuestros militares: ¡Está bien,
chicos, id por él!
Pues bien, a fin de cuentas, aquello era una verdad a medias. Noriega nos
había prevenido, efectivamente, al informarnos de que iba a producirse un
golpe de Estado, pero, siguiendo órdenes de la Casa Blanca gobernada por
Lyndon B. Johnson, aquellas buenas noticias jamás fueron comunicadas al
señor Arias, mediante una advertencia que podía haberle salvado el trono.
Juanita tenía razón. Arias estaba considerado en Washington como un cabrón
«antiamericano» y nadie estaba dispuesto a mover ni el meñique para
salvarlo.
—¿Quiere que le diga una cosa? —repliqué a mi encantadora compañera
de cena—. Me parece que en todo eso hay mucho de amargura rabiblanca. Lo
que realmente hicieron esos altos mandos de la Guardia Nacional, ¿no fue
acaso más que apoderarse de los instrumentos que había estado empleando su
clase para gobernar este país?
—Imagino que ahora se pondrá a darme una conferencia sobre todas las
cosas maravillosas que hizo Torrijos por los pobres del campo, como
construirles escuelas, fundarles hospitales y darles agua corriente.
—Pues sí, basándome en los hechos concretos, pienso que él y sus
militares hicieron muchas de esas cosas. Más de lo que hicieron sus amigos
rabiblancos de la clase alta cuando estaban gobernando Panamá.
—A lo mejor le sorprenderán mis palabras, pero estoy de acuerdo con
usted en parte de lo que dice. No en lo que se refiere al precio que tuvimos
que pagar. Esos altos mandos de la Guardia Nacional han introducido sus
manos en todos los bolsillos y en todas las tartas de este país. ¿Desea una

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mujer? ¿Quiere droga? ¿Un pasaporte falso? ¿Un permiso de importación?
¿Una concesión en la zona franca? ¿Contratar a un criminal para que mate a
alguien? Siempre habrá un oficial de la Guardia Nacional dispuesto a
solucionarle esas menudencias. Por un precio.
En ese momento vino a interrumpimos el camarero, que nos sirvió el
pescado. Una vez que se hubo retirado y tras haber saboreado un par de
bocados, decidí hacer un esfuerzo para endulzar el tono de nuestra
conversación.
—¡Bien! —exclamé, echándome a reír—. Se está preparando para asumir
el papel de la Pasionaria de Panamá.
Mi esfuerzo no sirvió de nada.
—No me trate con condescendencia, Jack —me advirtió Juanita—. De
eso ya tengo más que suficiente por parte de los hombres que veo por aquí.
De gringos apuestos como usted espero otra cosa. A fin de cuentas —añadió,
dando un suspiro de alivio—, ahora que Torrijos ha muerto, es posible que
podamos recuperar este país nuestro, quitándoselo a esos militares asesinos
que lo gobiernan.
Como quiera que había venido a Panamá, obedeciendo instrucciones del
Gobierno de Estados Unidos, precisamente para impedir que sucediera eso,
nos estábamos internando en aguas más que borrascosas. Juanita,
afortunadamente, nos condujo de nuevo a la orilla.
—¿Y por qué le estoy atacando de este modo? —me dijo—. ¿Acaso va a
tener usted la culpa de que el Gobierno de Estados Unidos apoye a esa gente?
No era ésa, en verdad, una observación hecha intencionadamente para
ponerme en un aprieto. Pero cualquier historiador imparcial que hubiese
analizado la evolución de Panamá desde 1968, hubiese llegado, sin duda
alguna, a la conclusión de que el Gobierno de Estados Unidos y, muy
particularmente, la agencia gubernamental estadounidense para la que yo
trabajaba, habían estado desempeñando un papel primordial en instalar y
luego mantener a los militares en el poder. Tampoco podía decirse que mi
papel personal en ese proceso hubiese sido insignificante. Así que, dadas las
circunstancias, disimulé lo mejor que pude.
—Claro que no —asentí—. De todos modos, admiro mucho ese carácter
suyo, tan independiente. Ha de ser más bien poco común por estos países.
—Lo es. Jamás he logrado entender por qué no he de poder llevar la clase
de vida que yo elija, tan sólo porque he nacido como mujer acomodada en una
sociedad latina. Me explico: si quiero montar a caballo, monto a caballo; si
quiero pilotar mi propio avión, piloto mi propio avión; si quiero tener un

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amante que sea de mi agrado y al que yo haya elegido, lo tengo. ¿Por qué no
he de poder hacer todo eso?
Pasé por alto su última observación. Me pareció que era lo más prudente
que podía hacer.
—¿Pilota su propio avión?
Me escrutó con sus angélicos ojos azulados.
—¿Es que tendría miedo de confiar su vida a una mujer piloto? Pues sí,
piloto mi propio avión. Un «Piper Cherokee». Le llevaré un día de éstos, si es
que puede vencer sus prejuicios misóginos.
—Dígame, ¿cómo reaccionan aquí sus compañeros masculinos ante sus
ideas políticas?
—Muy mal. La política es en Latinoamérica un asunto que concierne
exclusivamente a los hombres. Así que la gente no cesa de alzar la mirada al
cielo y murmurar: ¡Ya tenemos otra vez a Juanita! De nuevo está con las
mismas.
—¿Y supongo que su rechazo a contraer matrimonio con el joven
adecuado de la honorable familia adecuada forma parte de esa rebelión suya?
—¡Oh! Me casaré un día de éstos —me aseguró Juanita—. Con un
hombre ya mayor, probablemente. Con alguien a quien elija con sumo
cuidado.
—¿Con intención, supongo, de poder vivir su vida exactamente como
desea vivirla?
—Por supuesto.
—¿Qué restos se conservan de los antiguos asentamientos españoles? —
pregunté cuando nos estaban sirviendo el café—. ¿Aparte la vía Real y
Portobelo?
Portobelo, en la costa del océano Atlántico, era el destino final de la vía
Real, la boca del embudo por el que se precipitaron los tesoros de los incas en
su viaje hacia la corte de Castilla.
—Más de lo que usted podría esperar. Ruinas, por supuesto, pero ruinas
muy interesantes.
—Me gustaría visitarlas. ¿Cree que podría persuadirla para que fuese mi
guía?
Una vez más, Juanita me dirigió la misma mirada fría y calculadora que
me había lanzado en el bar durante la recepción en la Embajada.
—¿Cuánto tiempo piensa quedarse en Panamá?
—No es fácil precisarlo. Una semana. Diez días, quizá. No lo sé con
exactitud.

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—En fin, a lo mejor —me dijo, terminándose precipitadamente el café de
un solo sorbo—. Pero ahora no tengo más remedio que irme, se lo aseguro.
Pedí la cuenta y la acompañé hasta la calle. La chiquillería que andaba por
el aparcamiento se precipitó hacia ella como una manada de cazadores de
autógrafos en persecución de una estrella de cine. ¡Señorita Juanita!,
cacareaban en coro, haciendo que su nombre sonase un poco como una
parodia cantarína de esos viejos anuncios cantados de «Chiquita Banana».
Nos encaminamos hacia su automóvil. Tenía un «Porsche 911E» de color
azul marino. Abrió la portezuela y se volvió hacia mí. Y con toda
premeditación, me estampó en cada mejilla sendos besos, dados con frialdad
y distanciamiento, aun cuando no enteramente exentos de una vaga promesa.
—Ha sido muy placentero —me dijo—. Mucho mejor que haber estado
escuchando el final del Cid,
—¿Y qué pasa con la visita turística? —le recordé.
—¡Llámeme! —dijo.
Abrió del todo la puerta y se deslizó en el asiento de cuero beige de su
«Porsche», ofreciéndome al sentarse un panorama fascinante de sus largas,
elegantes y atléticas piernas hasta la altura de sus muslos. Puso en marcha el
motor, me dirigió una sonrisa fugaz y se marchó.

NUEVA YORK

Kevin Grady levantó la cabeza y dirigió una sonrisa de gratitud a la joven


que le colocaba sobre el escritorio un vaso de espuma de poliestireno lleno de
humeante café solo.
—¡Caramba! —exclamó—. Creía que en el mundo en que vivimos,
nuestras compañeras femeninas ya no nos traían jamás el café a los hombres.
—Así es, efectivamente —replicó la joven—, pero ocurre que esta
mañana das la impresión de que te faltasen las fuerzas para bajar al vestíbulo
a visitar a la señora máquina expendedora de café.
—Sí, lo más probable es que me falten —asintió Grady, tomando un
reconfortante sorbo de café, mientras pensaba una vez más en el fracaso
sufrido el día anterior en el aeropuerto de La Guardia—. Los últimos días han
sido de perros.
—Míralo desde otro ángulo, Kev. Pescaste a los dos colombianos, al
piloto y a los seiscientos kilos. Lo único que no conseguiste fue el mérito,
gracias a nuestros hermanitos de Aduanas.
—Y tampoco al pez gordo. Eso es lo que más me mortifica, Ella Jean.

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—No es verdad.
Ella Jean RansoM se estaría aproximando a los treinta años. Era negra, se
había graduado en la John Jay School of Criminal Justice y había servido
durante tres años en el Departamento de Policía de Nueva York antes de
incorporarse a la DEA. Era, como Kevin había tenido con frecuencia la
oportunidad de constatar, una joven de ciudad, tenaz y vivaracha. Ambos
habían sido destinados al Grupo VI de la central comarcal de la DEA en
Nueva York; Grady, en calidad de una especie de agente jefe interino del
grupo; y Ella Jean, como funcionarios.
Un incidente ocurrido poco después de que Ella Jean se hubiese
incorporado al grupo sirvió para que surgiese un vínculo muy particular entre
ellos. Ella Jean, haciéndose pasar por una prostituta, había ido a un
apartamento en la barriada de Bedford Stuyvesant de Brooklyn para comprar
algo de heroína. Llevaba encima un pequeño transmisor, provisto de
micrófono y batería, cuyas emisiones controlaba Kevin desde un vehículo
estacionado frente al edificio. Y de ese modo, al escuchar la conversación que
se llevase a cabo dentro del apartamento, Grady se enteraría del momento
exacto en que la droga estuviese sobre la mesa, con lo que podría echar la
puerta abajo y proceder a la detención.
Los problemas se presentaron cuando el transmisor dejó de repente de
funcionar. Irrumpir en el apartamento sin una confirmación grabada de que
allí se estaba perpetrando un delito significaba un riesgo. En última instancia,
aquello podía desembocar en un proceso disciplinario con la acusación de
violación de domicilio sin causa justificada. Sin embargo, Kevin no se lo
pensó dos veces. La única norma a la que se atenía era: «Si un compañero
puede estar en peligro, actúa».
Colocó la carga explosiva en la puerta. Tal como se demostró después,
salvó probablemente la vida a Ella Jean. Uno de los tres traficantes del piso
había sospechado de la joven. Se lanzó sobre ella como un obseso cliente de
prostíbulo, le pasó la mano por la cintura y encontró el transmisor.
—¿Te importa si te echo un piropo, Kev? —preguntó Ella Jean.
Su cuerpo ágil y menudo, casi masculino, se dibujaba bajo sus ceñidos
pantalones de color púrpura y su estrecha blusa de color lila.
—Me gusta escuchar piropos. Especialmente si vienen de chicas como tú.
Ella Jean le hizo una mueca.
—Mi querido Kevin, en estos días tienes un aspecto francamente
horripilante. Te estás matando. Lo que haces ha dejado de ser un trabajo para
ti. Se ha convertido en una obsesión.

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Grady dio un suspiro.
—Probablemente tengas razón. Pero ¿qué otra cosa se supone que puedo
hacer?
—Las chicas estamos muy preocupadas por ti, Kev. Te has convertido en
una persona muy desdichada, y las personas desdichadas no son buenos
policías.
—Consígueme alguna clase de píldoras de la felicidad, Ella Jean, y te juro
que me las tomaré.
—No es así como funcionan las cosas, Kev —replicó Ella Jean, en cuyas
facciones apareció durante unos instantes la melancólica expresión de la
mujer que es más propensa a la compasión que a la pasión—. La felicidad no
es una gracia divina que te venga llovida del cielo en contadas ocasiones. Hay
que ayudarle. Y trabajar catorce horas al día no es algo que le sea de gran
ayuda.
—Tienes razón, Ella Jean. Y te agradezco el que te preocupes por mí. Te
lo agradezco de veras.
Ella Jean se inclinó sobre Grady y le dio un fugaz beso en la frente.
—Eres un blanco de mierda, un racista y un cerdo machista, y sin
embargo, algunas de nosotras aún nos seguimos preocupando igualmente por
ti.
Y al decir esto, se dio media vuelta y salió del despacho de Grady,
dejándolo frente a la montaña de papeles que se alzaba desordenadamente
sobre su escritorio.
Los aficionados a la serie televisiva Corrupción en Miami jamás podrían
imaginar la enorme cantidad de tiempo que dedica un agente en su vida al
papeleo burocrático, a las comparecencias ante los tribunales de justicia y a
las declaraciones bajo juramento, ni cuán escaso es el que pasa realmente en
las calles, persiguiendo a los traficantes en drogas.
La tarea de Grady consistía en rellenar un extenso «DEA-6», exponiendo
en todos sus detalles el desarrollo de la operación que tuvo lugar en el norte
de Georgia. El «Seis» era el documento básico de la DEA, el informe oficial
que tenía que presentarse después de cualquier operación, desde una simple
escucha telefónica, pasando por una vigilancia de resultados nulos, hasta una
operación de gran envergadura como la de Baño de Azúcar. Esos documentos
eran los ladrillos con los que un agente de la DEA iba construyendo
gradualmente cada uno de sus casos. Los agentes dejaban así constancia de
las conversaciones y los encuentros mientras los detalles de los mismos aún
seguían frescos en sus memorias, de tal modo que seis meses o un año

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después, cuando tuviesen que declarar ante los tribunales de justicia, la
información que necesitarían para refrescar la memoria se encontraría a su
disposición.
En la labor policíaca clásica, el tiempo, como solía señalar Grady, corría
hacia atrás. Un inspector de homicidios neoyorquino comenzaba su trabajo
con un cadáver cuyos ojos le miraban fijamente desde el suelo. A partir de ese
momento, el funcionario se abría camino hacia atrás, identificando el cadáver,
determinando la hora y el lugar del asesinato y tratando finalmente de
reconstruir lo ocurrido, ofreciendo una versión plausible de los hechos a
través de las pruebas concretas, de los indicios y de los testimonios que
pudiese recoger.
Para la DEA, el tiempo corría en dirección contraria: hacia delante. Las
tácticas de la DEA eran casi diametralmente opuestas a la investigación
clásica orientada a resolver un crimen. En vez de empezar con un cadáver
tendido en el suelo, el agente de la DEA tenía que anticiparse a una acción
delictiva mucho antes de que ésta hubiese sido perpetrada; lo ideal era que
actuase cuando la idea misma del delito aún estaba rondando en las mentes de
las personas que acabarían finalmente llevándola a la práctica. Y de este
modo, la DEA montaba con frecuencia el escenario del crimen, ofreciendo a
los delincuentes la posibilidad de perpetrarlo, para vigilarlos y perseguirlos
después, como el gatito que acosa a zarpazos al insecto que corretea por el
suelo, y hacer caer así a los malhechores en la trampa que la DEA les había
preparado.
La detención efectuada en Georgia había sido un ejemplo clásico de esas
tácticas de la DEA. El exiliado cubano Humberto Martínez era, en realidad,
un informante de la DEA, al que Kevin Grady había reclutado hacía unos tres
meses, cuando fue detenido por sus negocios de importación, con los que
introdujo en Estados Unidos varias toneladas de marihuana a través de las
ensenadas próximas a Myrtle Beach, en Carolina del Sur. Aquella travesura
estaba a punto de costar al señor Martínez unos quince años de su vida.
Kevin le había explicado el modo en que podría reducirlos a unos diez u
ocho, por ejemplo. Cuando se mostró dispuesto a cooperar, Grady le ordenó
utilizar como cebo sus viejas guaridas en Miami para dar con alguien que
quisiera contratar sus servicios. Un mes después había telefoneado a Kevin
para comunicarle que se había puesto en contacto con dos colombianos que
disponían de un cargamento compuesto por seiscientos kilogramos de
cocaína, listo para partir, y que necesitaban una pista de aterrizaje para

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traérselo. Grady partió en avión para Miami, encarnando al personaje de Alfie
Westin, y se dispuso a tomar parte en la carrera.
La mayoría de las operaciones que realizaba con éxito la DEA acababan
convirtiéndose, al igual que ésa, en lo que podría designarse con una sola
palabra: «penetración». Independientemente de que se recurriese a un
informante o a un agente de la DEA que operase en la clandestinidad, la DEA
tenía que penetrar la barrera protectora que rodeaba cualquier proyecto
delictivo y colaborar después desde dentro en ese proyecto hasta que los
delincuentes pudiesen ser apresados en el momento de perpetrar el delito, con
lo que se ganarían unas largas vacaciones en alguna penitenciaría federal.
Era por eso por lo que se esperaba prácticamente de todos los agentes de
la DEA, hombre o mujer, que en algún momento de sus carreras fuesen a
trabajar de incógnito en las calles, donde tendrían que relacionarse con los
delincuentes a los que trataban de retirar de la circulación, alternando con
ellos y adoptando sus costumbres y sus modos de pensar. Algunos, como
Kevin Grady, tenían una predisposición natural para ese trabajo. Nada había
en los antecedentes neoyorquinos de Kevin que le facultase para desempeñar
el papel de un astuto campesino del norte de Georgia. Y sin embargo, había
desempeñado ese papel con consumada habilidad, al igual que había
interpretado una docena de papeles distintos a lo largo de su carrera. Se
vanagloriaba de deber esa habilidad al comicastro frustrado que había en él, al
chico que en la escuela primaria jamás había logrado pasar de las
representaciones escénicas que se celebraban en la escuela con motivo de la
fiesta de Navidad para llegar finalmente a tener una oportunidad como actor.
De hecho, Grady debía sus progresos en la DEA a dos habilidades, una de
las cuales era la mencionada. La segunda era su facultad extraordinaria para
descubrir a un informante en potencia y para convencerle luego de que debía
afrontar ese reto difícil y peligroso que significa pasarse al otro bando y
ponerse a trabajar para el Gobierno.
La regla empírica de Grady rezaba: «Procura pasar de una penetración a
la siguiente». O en otras palabras: descubre al IC —informante confidencial
— que te conducirá al próximo caso a partir del caso que estás cerrando hoy.
Era ese pensamiento lo que le preocupaba realmente esa mañana y no la
pesada carga del papeleo que tenía por delante.
Sin embargo, gracias a su camarada de Aduanas, la operación Baño de
Azúcar habría de plantearle algunos problemas considerables cuando se puso
a revisar la lista de los detenidos y sopesó la posibilidad de conseguir un
nuevo informante. Todos los presos de Grady habían sido procesados. Debido

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a la publicidad que se dio a la decomisión practicada en La Guardia, sus
nombres aparecían en todos los periódicos. Y eso hacía que quedase
prácticamente descartada cualquier posibilidad de ponerlos en libertad, tal
como habían hecho con Martínez, para ver qué podría desenterrarse.
Los colombianos, la pareja de padre e hijo de los Machado, no podrían ser
utilizados en modo alguno en principio. Los colombianos rara vez se
convierten en pajaritos, en soplones. El precio a pagar era demasiado
elevado. Los informantes o algunos de sus allegados queridos morirían y no
tendrían precisamente una muerte agradable. Una de sus proezas favoritas
consistía en despellejar vivo al individuo, tira tras tira, hasta que moría
finalmente desangrado. Así se lograba una muerte lenta y exquisitamente
dolorosa.
Esto dejaba a Kevin tan sólo con el piloto. Los pilotos eran un buen
asunto, pero de nuevo se encontraba con que el tipo había aparecido en los
periódicos. Sería demasiado peligroso intentar introducirlo otra vez en otra
banda de colombianos. De todos modos, al recordar lo aterrorizado que se
había mostrado el hombre durante el arresto, se puso a estudiar ante todo sus
actas.
Como pudo descubrir, su hombre había practicado el pluriempleo. Era
segundo oficial de la «American Airlines» y apenas le faltaban tres años para
ponerse los galones de primer oficial y tener un salario anual de seis cifras.
Por añadidura, estaba casado y tenía dos hijos. «¿Qué demonios habrá
impulsado a un hombre como ése a echar por tierra su vida con el asunto de la
droga?», se preguntó Kevin.
¿El dinero? ¡Pase! Pero, el dinero ¿para qué? ¿Tenía que pagarse un gran
vicio? Podría ocurrir, pero sería muy difícil ocultar un vicio de tal magnitud a
sus otros compañeros durante largo tiempo en la cabina del piloto. ¿Una
chica? ¿Estaría locamente enamorado de una azafata que se dedicaba a
exprimirlo?
Kevin encendió uno de los «Marlboro» que se esforzaba por no fumar y
se quedó pensando un rato. El piloto todavía se encontraba abajo, en una
celda. Había llamado por teléfono a su abogado, tal como le autorizaba la ley,
pero el caballero aún no se había presentado. Ése era el mejor momento para
una pequeña charla, antes de que el abogado pudiese ponerse a desbaratar los
planes que tenía Kevin para su cliente.
El piloto, cuyo nombre era Denny Strong, presentaba incluso un aspecto
peor bajo las luces deslumbrantes del cuarto de interrogatorios del retén del
que había tenido durante el arresto. Su palidez era ahora de una blancura

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enfermiza, tenía los hombros caídos y el mentón hundido en el pecho, como si
los músculos del cuello no pudiesen soportar por más tiempo el peso de la
cabeza. Era, a todas luces, una persona abatida y conmocionada.
Grady ordenó con un gesto al alguacil que le quitase las esposas. Una
expresión de alivio iluminó el rostro del piloto cuando las esposas se abrieron.
Según había advertido Kevin años atrás, nada había en este mundo que
hiciese pensar con tal rapidez a un hombre que el sacerdote llamaba a la
puerta como el hecho de que le liberasen de las esposas. Ofreció a Strong su
paquete de «Marlboro» como una especie de oferta de paz.
Con expresión de agradecimiento, el piloto extrajo un cigarrillo del
paquete y lo encendió en la cerilla que le acercó Kevin. Lanzó una bocanada
de humo hacia la bombilla y dio un suspiro de satisfacción.
—Hacía siete años que no me fumaba uno de éstos —murmuró.
«¡Vaya! —se dijo Kevin—. Si lo que tenemos aquí es a un pobre hombre
realmente preocupado».
—Le comprendo —dijo Grady en tono consolador—. Yo mismo estoy
tratando de dejarlo. Pero el caso es que alivia la tensión, ¿no es cierto?
»Fíjese —prosiguió—, quiero que entienda que no tiene por qué seguir
hablando conmigo ni un solo instante más si no lo desea. Dígame que me
vaya y saldré inmediatamente de esta habitación. Pero a veces resulta
beneficioso para una persona hablar con alguien como yo. ¿Imagino que sabrá
lo que quiero decir? Beneficioso para que pueda abrirse paso por toda la
maraña que se le viene encima. Y especialmente para alguien como usted.
Quiero decir que sé que usted no es precisamente el prototipo del criminal.
Usted no pertenece a esa escoria humana.
Pronunció esas palabras en el tono melodioso de una madre que estuviese
canturreando una canción de cuna irlandesa. Las últimas palabras, en
particular, fueron calculadas para ofrecer a Strong un rayo de esperanza. La
esperanza era, a fin de cuentas, la cualidad que con mayor desesperación
necesitaba en esos momentos.
—No se vaya —murmuró Strong—, me gustaría hablar con usted. Tener
alguna idea de lo que me va a ocurrir.
—Bien, como ya sabrá, eso es algo que será decidido, en última instancia,
por un tribunal de justicia —le explicó Kevin—. Todo lo que yo puedo hacer
por usted es exponerle los hechos. Fundamentalmente, lo que ahora le espera
son veinticinco años de encarcelamiento.
Strong dio un grito sofocado. Su cuerpo pareció contraerse bajo el
impacto de esas palabras. Tenía treinta y dos. Veinticinco años de condena

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significarían que tendría cincuenta y siete cuando saliese de la cárcel. Sus
hijos ya habrían crecido sin él.
Grady permaneció en silencio durante algunos segundos. No tenía prisa
por seguir adelante hasta que el impacto terrible de esos números hubiese sido
registrado plenamente por su detenido.
—Por supuesto —añadió—, con algo de suerte, podrá, probablemente,
rebajar esa condena hasta los veinte años, con las reducciones por buena
conducta y todas esas cosas. De todos modos, veinte años son un trayecto
muy largo.
El pobre Strong meneó la cabeza, consternado y aturdido.
—El caso, como puede imaginarse, está perfectamente abierto y cerrado
—le informó Kevin—. Tenemos un buen montón de holandesas, listas para
encuadernar, sobre su reunión con los Machado en Miami. Martínez, el
cubano, trabaja para nosotros. Aquel día llevaba encima un micrófono, así
que toda la conversación ha quedado grabada. Para colmo, todos fueron
detenidos junto con la cocaína. La droga será exhibida en una mesa en el
tribunal, para que el jurado pueda contemplarla. Seiscientos kilogramos. Es
un gran espectáculo. Eso es todo.
Grady se encogió de hombros, en un gesto que pretendía subrayar lo
tremendamente simple que era todo el asunto.
—Pues bien —prosiguió—, como sabe, puede dárselas de valiente, no
decir nada a nadie, ir a prisión y pasarse esos veinticinco años en la cárcel
junto con los demás, pero también puede ayudamos, y quizás entonces
podamos ayudarle nosotros a usted.
Kevin hizo una pausa.
—Ésa es mi misión en estos momentos. Ver si podemos encontrar juntos
una salida que nos permita colaborar, de tal modo que podamos ayudarle.
Puede ser que podamos hacer algo por usted, que sea un poquitín mejor que
todas esas opciones tan desagradables con las que se enfrenta.
—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó Strong en tono lastimero.
—En condiciones normales, lo que nos gustaría hacer es sacarlo de aquí y
ponerlo en libertad, ver si usted podría establecer nuevos contactos. Ver si
podría encontrar por ahí a alguien que necesitase a un buen piloto para traer
otro cargamento.
»Por desgracia, usted ha sido arrestado y acusado, por lo que no podemos
hacer eso. Con toda esa publicidad, eso sería demasiado peligroso. No
desearía exponerle a riesgos de esa índole. Independientemente de lo que
hagamos, tendremos que hacerlo desde aquí.

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Kevin se quedó mirándolo durante unos instantes, mientras reflexionaba
sobre las diversas posibilidades.
—Permítame que le pregunte algo: ¿ha pasado mucho tiempo en
Colombia?
—¡Oh!, en cierta ocasión estuve allí dos semanas, ayudándoles a
inspeccionar y modernizar los aeropuertos —respondió Strong, en el tono
precipitado y conmovedor del alumno que trata de causar buena impresión
con sus primeras respuestas a un nuevo maestro.
—¿Y recuerda dónde estaban emplazados esos aeropuertos?
—¡Desde luego!
Kevin se quedó meditando. Aquello era muy interesante como
información secreta, pero no era la revelación confidencial que andaba
buscando, la clase de información con la que se podría exhibir la droga sobre
una mesa. Preguntar a Strong por los magnates colombianos de la droga sería
ponerse a dar vueltas alrededor de la misma noria. De todos modos, jamás se
puede echar el guante tan fácilmente a esos bastardos.
—Dígame una cosa —inquirió Kevin—, mientras estuvo allí, ¿no se
tropezaría con algún otro norteamericano?
—Conocí a un individuo —recordó Strong—. Estaba casado con una
joven colombiana. Era de Filadelfia. Se llamaba Ray, Ray Marcello, pero
todos le llamaban Ramón.
—¿Y estaba implicado en el tráfico?
—¡Oh, sí, por supuesto! Negociaba con los cargamentos.
Kevin extendió las manos sobre la mesa, se inclinó hacia delante y
encorvó ligeramente los hombros, como si estuviese a punto de revelar a
Strong un secreto de suma importancia.
—A lo mejor es ahí donde podríamos lograr algo. Coopere, díganos todo
lo que sepa sobre ese individuo. Tendrá que estar dispuesto a testificar contra
él en una vista pública si llegamos a ponerle la mano encima. Y tendrá que
estar dispuesto a desprenderse de todo lo que haya ganado con la droga.
—No puedo —contestó Strong, en tono jadeante.
—¿Por qué no?
—Porque ya no me queda nada.
—¿Una chica?
Strong hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Y qué hizo la joven con todo eso?
—Le compré droga. Una propiedad en Boca Ratón. Un «Porsche».
Algunas otras cosas.

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—¿Y todo a su nombre, imagino?
Strong hizo de nuevo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Estaba enterada de cómo conseguía usted ese dinero?
—¡Oh, sí! En eso consistía la idea. En que no se me pudiese demostrar la
tenencia del dinero.
—Perfectamente —dijo Kevin, en tono de aprobación—. Bien pensado.
Podemos arreglar eso.
De hecho, Grady estaba imaginándose con cierta satisfacción el momento
en que los funcionarios de la DEA encargados de las confiscaciones se
apoderasen limpiamente de todas sus pertenencias en un abrir y cerrar de ojos,
antes de que pudiese salir corriendo a la calle y gritar: «¡Mi “Porsche”!».
—¿Podrá asumir el resto de lo que acabo de exponer?
—¿En qué posición me dejará? —preguntó Strong.
—Bien, ante todo, a nosotros nos dejará en posición de ponemos de su
parte. En vez de tratar de meterlo en un calabozo por el tiempo máximo que
podamos echarle encima. Luego, si logramos encerrar a ese individuo gracias
a su ayuda, iremos a ver al juez y le contaremos lo servicial que nos ha sido.
Testificaremos a favor de usted en la sala de audiencias y diremos: «Fíjese,
señor juez, ese individuo se ha arrepentido, ha quemado sus barcos. ¿No
podríamos rebajarle esa condena de veinticinco años?».
Strong dio un suspiro y apagó la colilla de su cigarrillo en el cenicero.
—Supongo que será así como funcionen las cosas, ¿no?
—Exactamente —replicó Grady, sonriéndose—. Y ahora empecemos
paso tras paso. Cuénteme todo lo que pueda recordar de ese tal Ramón.
¿Entendido?

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 3 (continuación)

Noriega accedió finalmente a reunirse conmigo en una casita desocupada,


uno de los bungalows para oficiales situados dentro del territorio de la base
aérea de Howard, por la noche del día siguiente al de mi cena con Juanita. No
quería correr el riesgo de que alguno de sus camaradas panameños pudiese
verle en compañía de un gringo en esos días tan cargados de incertidumbre
que siguieron a la muerte de Torrijos.
Incluso antes de que hubiésemos tomado el par de tragos de rigor de
nuestro «Old Parr», me resultó evidente que nuestro Tony se encontraba

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todavía bajo los efectos del hechizo producido por la muerte de su caudillo —
aun cuando no demasiado, como tuve el placer de advertir—, por lo que aún
no se había puesto a considerar de lleno cómo habría de intrigar para
sustituirlo.
Tal como exigía la ocasión y de un modo rutinario, empecé por expresarle
mi condolencia y pude darme cuenta de que mis palabras dejaban a Noriega
extrañamente impasible. Luego pasamos a hablar de negocios.
—Tony —empecé a decir—, hemos estado pensando muchísimo durante
los últimos cinco días en la situación que se ha creado en Panamá a raíz de la
muerte repentina de Torrijos.
Noriega no podía abrigar dudas acerca de a quiénes me refería con ese
plural de marras. Y es que a lo largo de los años, acostumbrado a ver las cosas
en términos conspirativos, había llegado al convencimiento de que la CIA era
el Gobierno de Estados Unidos. Jamás sentí la necesidad de desengañarle de
tal idea.
—Lo que nos importa es la estabilidad de Panamá, el espíritu y la
continuidad de las instituciones que Torrijos ha creado en este país —
proseguí—, y además, por sobre todas las cosas, disponer del socio panameño
adecuado para que podamos colaborar de tal modo, que estemos en
condiciones de garantizar la seguridad del canal, de la nación y de toda esta
región.
Noriega escuchó en silencio mi breve perorata, sin ofrecerme siquiera un
indicio de lo que estaba pensando, sin que se iluminasen ni por un instante sus
facciones taciturnas. Permanecía simplemente sentado, bebiendo su «Old
Parr», sopesando mis palabras, haciendo un secreto balance mental de las
mismas.
Quince años de política exterior estadounidense bajo cuatro presidentes
distintos habían servido, tal como me había recordado acertadamente la
señorita Boyd la noche anterior, para establecer firmemente la dictadura
militar en Panamá como su única forma de Gobierno. Torrijos había
nombrado recientemente a dos civiles como presidente y vicepresidente del
país, pero aquello no era más que un adorno de escaparate para ocultar el
hecho de que el poder real en Panamá residía en el cargo del comandante en
jefe de la Guardia Nacional. Nuestra misión consistía en lograr que Noriega
alcanzase ese cargo lo antes posible.
—No sé cuáles son sus convicciones y sentimientos personales, Tony. Así
como tampoco sé cómo analiza la situación creada por la muerte de Torrijos.
Pero sí sé que en Washington se tiene ampliamente la sensación de que nadie

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está mejor cualificado que usted para hacerse con el mando de la Guardia
Nacional. Si eso fuese lo que usted desea, no me cabe la menor duda de que
podría contar con el apoyo de Estados Unidos para lograrlo.
Eso le arrancó una reacción. E incluso algo más inusual: le arrancó una
sonrisa. Las sonrisas solían aparecer en el rostro de Tony casi en ocasiones
tan contadas como en el rostro de Ted Hinckley. En provecho mío, se puso a
analizar la lucha por el poder que se avecinaba. Nadie esperaba que Flores, el
hombre que había hecho la libación de despedida con la cantimplora de
Torrijos, pudiese mantenerse en el poder más de unos pocos meses. La lucha
por el trono enfrentaría a Noriega con dos adversarios, ambos coroneles, de
los cuales, uno de ellos, un primo del difunto caudillo, llamado Roberto Díaz
Herrera, le preocupaba.
Afortunadamente, Herrera, según me explicó, estaba un poco tocado.
Andaba constantemente tras astrólogos y adivinos, no hacía más que cortar en
rebanadas a los pobres lagartos, para leer en sus entrañas el tiempo que haría
mañana y las fluctuaciones futuras de la Bolsa, y se dedicaba a beber con
fruición la sabiduría infinita que destilaban los labios de su último gurú. El
propio Tony no era ajeno a la afición por la magia negra de la «santería», una
mezcolanza de vudú y cristianismo, pero Díaz Herrera se volvía loco por esas
cosas. Ésa era su debilidad.
Noriega me explicó que si quería asegurarse su propia ascensión al poder,
tendría que afianzar y ampliar su base de poder en la Guardia Nacional. No
me dijo que necesitaría dinero para hacer eso; no tenía ninguna necesidad de
decírmelo. Supe captar el mensaje.
Yo, por mi parte, hice un gesto de asentimiento, con ese aire de profunda
sabiduría que caracteriza al banquero.
—Es perfectamente posible —le aseguré— que podamos aumentar los
fondos destinados a la cooperación institucional entre nuestras respectivas
organizaciones.
Mis palabras se referían a los incalculables e invisibles fondos de la CIA
que le hacíamos llegar, aparentemente para la financiación de proyectos que
servirían para fortalecer su Servicio de Información Militar. Y en tal caso,
Noriega utilizaría, de hecho, el dinero de la CIA para financiar su propio
camino hacia el poder. En fin, aquello quedó perfectamente aclarado entre
nosotros.
El paso siguiente, tras haber llenado de nuevo nuestros vasos de whisky,
consistía en hacerle saber cuál iba a ser el precio que tendría que pagar por la
dote de la novia. Le expuse los cambios que se habían producido en nuestra

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política con respecto a la América Central, los planes que teníamos para crear
un ejército guerrillero y lanzarlo contra los sandinistas en Nicaragua.
—En el caso de que usted se hiciese con el mando de la Guardia Nacional
—le dije—, esperamos, desde luego, poder contar con su comprensión y su
apoyo para ese programa.
Noriega asintió con la cabeza.
—Quiero decir, con toda claridad, que tendríamos que disponer de un
acceso sin restricciones a todas las bases militares que tenemos aquí. No nos
gustaría tener que enfrentamos a una caterva de abogados pendencieros, que
no hiciesen más que afirmar que estábamos utilizando esas bases con fines no
sancionados por el nuevo tratado del canal.
Tal era el trato, expuesto en el más florido lenguaje diplomático que se
me ocurrió en esos momentos: nosotros le ayudaríamos a financiar su camino
hacia el poder en Panamá; y él, por su parte, pondría ese poder al servicio de
nuestra campaña contra los sandinistas.
No tengo ni idea de lo que pensaba Noriega —si es que pensaba algo—
acerca de nuestra cruzada venidera. No era un hombre inclinado a los
razonamientos. Noriega tenía la sensación de quedar al descubierto cuando
razonaba. Y por lo tanto, se decía, era mejor escuchar y aprender.
—¿Y por qué no invaden Nicaragua y acaban con ese problema? —
preguntó.
Eso, le expliqué, no era ya el modo en que queríamos hacer las cosas.
—Bien —concluyó—, si piensan realmente hacerlo, lo lograrán, porque
son fuertes.
Luego chocó su vaso contra el mío y se sonrió, un gesto que interpreté
como la ratificación de nuestro acuerdo.
Le expliqué entonces que deseábamos que nuestras relaciones de trabajo
siguiesen siendo mantenidas en el más riguroso secreto. De cara al público,
resultaría más prudente para él que se distanciase personalmente de nuestra
política antisandinista. Eso le fortalecería políticamente en su propio país y le
permitiría conservar sus relaciones con el M-19, el Sendero Luminoso, el
Frente Farabundo Martí en El Salvador y con las otras organizaciones de
izquierda que operaban en la región y con las que deseábamos que siguiese
manteniéndose en contacto.
—Ciertamente —me dijo—. Y también hay otras cuantas cosas en las que
les podía ayudar en ese proyecto.
—¿Como cuáles?

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—Pilotos que transporten armas a los guerrilleros, por ejemplo. Trasladar
las armas a través de la zona de libre comercio, de tal forma que nadie
advierta esos traslados.
No podía haber escuchado palabras de mayor aliento.
—Explíqueme eso un poco —le rogué.
—Bueno, por ejemplo, dispongo de pilotos que tienen muchísima
experiencia en hacer esa clase de vuelos en la América Central. Los utilicé
para transportar aquellas armas que compramos para la gente del Farabundo
Martí, ¿no lo recuerda?
Claro que lo recordaba, sobre todo porque me vino a la mente la reacción
de Casey al enterarse de esa travesura.
—Tengo un amigo que dirige una compañía dentro de la zona de libre
comercio. Usted podría enviar sus armas a los almacenes de mi amigo y luego
sacarlas de allí sin ningún problema.
Pues bien, se podía tener la certeza absoluta de que Tony sería un socio
silencioso en esa operación. Ésa era su forma de trabajar. Así se aseguraba de
que se hiciesen las cosas con un mínimo de alharaca.
Seguimos bebiendo un poco más hasta que Noriega me anunció que debía
irse. Al verlo desaparecer en la húmeda noche tropical, con sus hombros
encorvados, como el luchador a la espera de que comenzase el combate, se
me ocurrió una metáfora seductora: había sido un pobre escolar cuando lo
recluté; ahora estaba a punto de convertirse en el cabecilla de toda la maldita
escuela. «No está mal —pensé—, nada mal».

—¡Párate ahí! —ordenó Juanita.


Por lo que alcanzaba a divisar, ese «ahí» no se encontraba en ninguna
parte. Viajábamos a través de la selva panameña, por lo alto de un estrecho y
oscuro camino vecinal que corría paralelo al canal, a unos cinco o seis
kilómetros de distancia de su curso. A nuestra derecha, la selva exhibía una
muralla de follaje, tan espesa, que se me ocurrió pensar que uno se perdería
irremediablemente si quisiera adentrarse más de seis metros en aquella
exuberante espesura. Hacia la izquierda, el camino descendía hasta una suave
hondonada. El terraplén que se hundía en esa hondonada estaba cubierto de
maleza, no por la selva. La selva comenzaba de nuevo al otro extremo de la
hondonada, penetrando en aquella masa verde y abriendo en ella lo que desde
el automóvil se veía como un túnel.
Me detuve en un claro del bosque y nos apeamos del automóvil.

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—¡Vamos! —me ordenó Juanita, abriéndose paso por entre la maleza que
cubría la cuneta a nuestra izquierda.
Para nuestra excursión de un día se había recogido sus cabellos negros,
haciéndose una especie de coleta de caballo a la altura de la nuca. No se había
aplicado ningún tipo de maquillaje; sabía perfectamente cuánto calor
habríamos de soportar al dar un paseo por la selva. Si es que eso era posible,
se veía incluso más asombrosamente guapa sin maquillaje que tal como la
había visto arreglada durante la recepción que ofreció el embajador. Sus ojos
de un gris azulado parecían destacar aún más sobre el fondo de su pálido cutis
e incluso eran más luminosos sin el rímel que los habían adornado; la curva
prometedora de sus labios parecía más pronunciada, incluso más sensual que
cuando habían estado cubiertos por la pintura de labios. Llevaba una blanca y
diáfana blusa de seda, que se había desabrochado hasta el abdomen, con lo
que dejaba al descubierto el finísimo tejido de encaje de su sujetador, que
empujaba hacia delante sus pechos de un modo desafiante. Se había puesto
unos tejanos descoloridos, tan ceñidos a sus nalgas y a sus piernas, que uno
podría haberlos confundido fácilmente con unos leotardos. Calzaba unas
botas de montar que le llegaban hasta la pantorrilla, botas toledanas
confeccionadas a mano.
Cuando llegamos al fondo de la hondonada, me miró de pies a cabeza,
como si se diese cuenta por primera vez en esa mañana del modo en que iba
vestido. Me señaló mis zapatillas deportivas.
—Ese calzado es maravilloso para andar por la selva —apuntó.
—¿Qué tiene de malo? —pregunté sobresaltado, ya que había sido
inconfundible el tono de sarcasmo en su voz.
—Para una serpiente como el surucucú, nada en absoluto. Podrá hundir
sus colmillos con la misma facilidad que pega un mordisco al sapo elegido
para el desayuno.
Y fue entonces cuando me di cuenta de por qué llevaba esas botas de
montar españolas.
—¡Dios! Me había olvidado de las serpientes.
—Bueno, esperemos que ellas se olviden de ti.
—Veámoslo desde su ángulo positivo. Te tengo a ti para que me lleves de
vuelta a Panamá en caso de que me muerdan.
—Mi querido Jack, aún no se ha inventado el automóvil que pueda ir a
mayor velocidad de lo que tarda en actuar el veneno de un surucucú. Tendrás
que entregar tu alma en este precioso sitio, en mis brazos.
—Puede haber finales peores.

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—Bien. Mientras lo veas así, estamos salvados.
Se puso a caminar por lo que parecía ser el lecho de un río seco —nos
encontrábamos al final de la época de sequía— y se dirigió hacia el túnel
abierto en la selva, que había divisado desde el automóvil. El túnel resultó ser
exactamente lo que parecía ser, una especie de trocha que penetraba por el
denso follaje. A unos seis metros por encima de nuestras cabezas, quizá
fuesen nueve, las ramas de los árboles a lo largo del sendero se abrazaban y
entrelazaban como el tejido de un cesto de mimbre. Por sus grietas penetraba
una luz difusa hasta el túnel. A veces, la columna dorada de un rayo de sol,
cuyo curso no había sido interrumpido por hojas ni ramas, hundía en la
penumbra su brillante dardo. En las alturas divisé millares de objetos
amarillos revoloteantes, suspendidos sobre el túnel como enormes copos de
nieve agitados por una suave brisa. Eran mariposas.
Juanita me agarró de la mano y nos internamos por aquel pasadizo. Bajo
mis pies podía sentir la textura irregular de una capa de piedras. Miré hacia
abajo. En aquella penumbra sería imposible distinguir la serpiente que le
mordía a uno. Me dije que aquello era al menos una especie de consuelo. A
ambos lados del camino se alzaba, cual rugiente marea, el zumbido incesante
de los insectos. Y de repente, ese zumbido se vio desgarrado por un chillido
horripilante que casi parecía humano.
Juanita reconoció el sonido.
—Un mono aullador —me explicó.
Tras haber marchado durante un cuarto de hora, llegamos a una especie
de pista abierta en la selva, por la que se extendía la línea de alta tensión que
atravesaba perpendicularmente el túnel que hacía las veces de sendero.
Juanita se agachó y, bajo la brillante luz de aquel claro, apartó la vegetación
que cubría las piedras a nuestros pies.
Presentaban las piedras una pauta regular, lo suficientemente regular
como para que uno llegase a descubrir que se trataba de un sendero
adoquinado.
—¡Mira! —me dijo, señalando las muescas irregulares en algunas de las
piedras—. Huellas de carretas.
Los dos nos pusimos en cuclillas.
—He ahí lo que queda de tu vía Real. Esas marcas fueron hechas por los
carros de los españoles.
La ardiente temperatura y la humedad de la selva resultaban abrumadoras.
Escudriñé con la mirada el fondo del túnel como si esperase divisar los
fantasmas de los soldados españoles avanzando sobre aquellas piedras,

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golpeando a sus mulas para que avanzasen más de prisa, azotando a los indios
cautivos, hechos esclavos para que empujasen y arrastrasen sus carretas. ¡Qué
gran multitud de tesoros, cuántas riquezas, cuánto oro y cuánta plata habrán
pasado sobre aquellas piedras en su viaje hacia España!
—¿Puedes imaginarte lo que tiene que haber sido avanzar por aquí con
aquellas caravanas? —le pregunté.
—Sí. No hay más que pensar en Balboa, en sus gallegos y en sus vascos,
abriéndose paso por vez primera a todo lo ancho del istmo —replicó Juanita.
—Y llevando sus herrumbrosas corazas de hierro. ¿Cómo lograron
sobrevivir?
—Hombres rudos de una época ruda —dijo Juanita, poniéndose de pie y
quitándose el polvo.
Me señaló entonces lo que parecía ser una masa de hojas secas que
colgaba de la rama de un árbol sobre nuestras cabezas. La masa empezó a
moverse.
—Un perezoso —apuntó Juanita—. ¡Vamos! Aún nos falta mucho hasta
la siguiente parada.
—¡Oye! —dije, echándome a reír—. Me estás resultando una guía
demasiado enérgica.
—Dijiste que querías un recorrido completo —replicó, agarrándome de
nuevo la mano—. Pero todo lo que tenemos que hacer ahora es volver al
automóvil antes de que las serpientes descubran que estás aquí.

La siguiente parada en la gira turística de Juanita fue Portobelo, a dos


horas en coche, junto a la costa caribeña. En los días de apogeo del mar de las
Antillas, Portobelo había sido la meta en el Atlántico de la vía Real. Todos los
galeones de los conquistadores españoles habían echado anclas en su ancha
bahía. De sus bodegas habían vomitado muebles, ropas y arroz; de sus
camarotes habían partido en cruzada aquellos fervorosos soldados jesuítas,
que ardían en deseos de llevar la fe cristiana a los paganos amerindios,
enarbolando como evangelio la consigna de convertir o morir.
Y a su vez, aquellos marineros de las Antillas habían llenado sus bodegas
con perlas provenientes de las islas del Pacífico, con los tesoros saqueados en
el Cuzco, con la plata extraída por los esclavos amerindios de las minas
bolivianas; las riquezas de todo un continente partiendo para Castilla en naves
no mucho mayores que un autobús de línea.
¿Y ahora?

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Ahora no quedaba nada. Portobelo era una aldehuela de pescadores,
tremendamente pobre y con una densidad de población tremendamente baja.
Juanita me llevó hasta la costa.
—¿Puedes imaginártelo? —me preguntó—. En otros tiempos
amontonaban las barras de plata sobre la arena de esa playa como si de leña se
tratara. Justamente aquí donde nos encontramos. Millares de lingotes. —Y
señalándome un punto en la bahía, añadió—: Por allí, en alguna parte, con tal
de que supiese hacia dónde dirigir su mirada, cualquier submarinista podría
encontrar los huesos de Sir Francis Drake. ¿No es una ironía del Destino? El
cadáver del hombre que salvó a Inglaterra de la Armada española fue arrojado
por la borda, metido en un saco, allí, en el mismísimo corazón del mar
español de las Antillas.
—Bueno, la verdad es que si se piensa en ello, quizá lo mejor sería dejarlo
donde está. Me refiero a que el tráfico londinense no podría resistir,
probablemente, dos monumentos como el de la columna erigida a Nelson. Y
por cierto, ¿has oído hablar de cómo fue transportado a Inglaterra el cuerpo de
Nelson?
—No, pero advierto en tu mirada que estás rabiando por contármelo.
—Lo metieron en un féretro, que llenaron de ron, para conservar el
cadáver durante la travesía. Cuando llegaron a Portsmouth, el féretro estaba
seco. La tripulación había practicado agujeros en el ataúd para extraer el ron.
Es por eso por lo que en la Real Armada británica se llama a las raciones de
grog que reciben los marineros «sangre de Nelson».
—¡Qué repugnante! Ahora sé por qué no me ha gustado jamás el sabor
del ron.
Juanita me condujo hasta las antiguas murallas de Portobelo y me explicó
que, en su mayoría, esas fortificaciones españolas habían sido derribadas para
utilizar sus piedras como relleno para las esclusas del embalse de Gatún, en el
canal de Panamá. Una docena de oxidados cañones españoles se esparcían por
los hierbajos; sus cureñas de madera ya habían sucumbido desde hacía siglos
bajo la acción de la putrefacción y los comejenes. Nos encontrábamos el uno
junto al otro sobre las ruinas de las viejas murallas, contemplando la vasta
soledad del mar, y a mí, por supuesto, me dio por ponerme romántico.
—¿Te imaginas lo que podrías haber presenciado desde aquí hace
cuatrocientos años? Y ahora ni siquiera contemplas la barca de un solo
pescador.
Me interrumpí en seco, al darme cuenta de que estaba recitando el
Ozymandius a Juanita.

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—Mi querido Jack, los pescadores salen de noche. Durante el día,
duermen. Pero si lo que pretendías era impresionarme con el hecho de que
conoces a Shelley al igual que a Corneille, lo has conseguido.
Juanita resultaba incansable. Me había deseado una gira turística como
Dios manda, completa y aburrida, y a fe mía que eso era precisamente lo que
me estaba proporcionando. Fuimos a visitar la catedral de Portobelo, donde se
empeñó en enseñarme el Cristo Negro, una estatua del Salvador, de unos
trescientos años de antigüedad, representado con la cruz a cuestas, labrada en
madera de cocobolo y reverenciada como a su Redentor particular por los
descendientes de aquellos esclavos negros que los conquistadores habían
llevado a Panamá.
De ahí fuimos a Colón, remontamos la boca atlántica del canal hasta
Gatún y nos dirigimos hacia el fuerte de San Lorenzo, situado en lo alto de un
promontorio, desde donde se divisaba la desembocadura del río Chagres.
A esas horas la humedad había aumentado tanto, que el simple hecho de
pasear era como practicar gimnasia sueca en un baño turco, pero insistió en
que teníamos que subir a todo lo alto, mientras me explicaba cómo Henry
Morgan había tomado por asalto aquellas cumbres en diciembre de 1671, al
mando de dos mil hombres, masacrando a trescientos españoles, para luego
remontar el Chagres e ir a devastar la ciudad de Panamá.
Finalmente, bien pasadas ya las tres de la tarde, me anunció por fin que
podríamos volver a Colón para comer algo en el club náutico «Balboa». Nada
hay en esa institución que nos pueda recordar establecimientos similares en
lugares como, pongamos por caso, Newport, Rhode Island, Southampton o
Palm Beach. Sin embargo, gracias a los esfuerzos realizados y a la voracidad
de mi apetito, el club me resultó tan acogedor aquella tarde como lo pudiera
haber sido cualquier restaurante francés de tres tenedores.
—¿Te das cuenta —me preguntó Juanita cuando terminamos de bebemos
el café— de que hay compatriotas tuyos que han estado viviendo durante
veinte años en la Zona del Canal y que jamás se han tomado la molestia de
ver lo que tú has visto hoy?
—Eso les ocurre por no haber tenido una guía como tú.
—Eso les ocurre porque son gente pagada de sí misma, autosatisfecha y
terriblemente arrogante. Tú sí te interesas por lo que te rodea. Y eso me gusta.
Nos fuimos al automóvil y emprendimos el viaje de regreso a la ciudad de
Panamá.
—Te has tomado el café frente al Atlántico —me recordó Juanita cuando
salíamos de Colón—. Y cuando estemos de vuelta, podrás tomarte una copa

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mientras contemplas el Pacífico. Nuestros encantos bien pueden ser limitados,
pero ésa es una de las cosas que podemos ofrecer y que no encontrarías en
ninguna otra parte del mundo.
Echó hacia atrás el respaldo de su asiento y, apoyó la cabeza contra su
ventanilla, contemplándome de nuevo con sus ojos de un suave gris azulado,
mientras en las comisuras de sus labios se dibujaba juguetonamente aquella
sonrisita hechicera que tanto parecía gustarle. Me pregunté si aquella sonrisa
significaba una invitación o una burla.
Era difícil de precisar, y en todo caso, no disponía de mucho tiempo para
investigarla. Nos encontrábamos en plena autopista, y en Panamá existe una
correlación directa entre el hecho de mantener los ojos bien abiertos, fijados
con firmeza en la carretera, y la propia esperanza de vida.
—Das la impresión de estar tasándome como si fuese un caballo —
bromeé.
—Pudiera ser —replicó, acentuando un poquitín su sonrisa—. Ya
tendremos tiempo de revisar tus dientes cuando estemos de vuelta en Panamá.
¿Sabes que eres más bien apuesto, Jack? Pero de un modo primitivo.
—¿Primitivo? ¿Por qué primitivo? ¿Acaso enseño los dientes y me
aporreo el pecho?
—No. Quiero decir que hay algo en ti que se esfuerza por suprimir los
efectos de tus aristocráticos genes españoles. Tus facciones son todo ángulos
y líneas sobresalientes. ¿Era tu padre de Nueva Inglaterra?
—Falso. Un sureño.
—¡Qué extraño! En una ocasión estuve saliendo en Nueva York con uno
de los descendientes de Cotton Mather. Tenía un rostro que se parecía un
poco al tuyo. Parecía haber sido tallado en un bloque de granito extraído de
las canteras de New Hampshire.
—Indica carácter.
—Y tú eres un hombre de gran carácter, ¿no es así?
—¡Oh, sí, absolutamente!
—Ya lo veremos —replicó, riéndose por lo bajo.
Tenía puesto el aire acondicionado en el automóvil. Juanita se desabrochó
un poco la blusa, se cruzó de brazos, sosteniéndose los pechos y enfatizando
así su desafío seductor. Se había estirado de piernas, con los pies apoyados
cerca del acelerador, y en aquel ángulo se dibujaban sus muslos bajo sus finos
y ajustados tejanos. Me sorprendió cuando echaba una mirada de admiración
a ese punto que representa la perdición de nuestras vidas y se sonrió.

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—Por regla general, prefiero a los hombres algo más morenos y de
aspecto más amenazante, pero…
Se encogió de hombros sin acabar la frase. Luego se incorporó y,
poniendo una sonrisa juguetona, me acarició los cabellos, que en aquellos
tiempos eran rubios, espesos y rizados.
—¿Sabes por qué he hecho eso? —me preguntó.
—Para quitarme la caspa.
—En aras de la buenaventura. Tenemos una superstición en lo que se
refiere a los hombres rubios. Pensamos que tienen algo mágico. Tocar sus
cabellos trae buena suerte. Creo que se remonta hasta los aztecas. Tendrá algo
que ver con sus deidades de pelo rubio.
Me revolví el pelo con las yemas de los dedos.
—¿Reza eso también para mí?
—Tal vez.
Juanita sacudió los hombros, como si apartase de sí algún pensamiento
que le preocupase, y se echó de nuevo contra el respaldo del asiento para
tranquilizarse. Es posible que con aquel gesto lograse tranquilizarse y
desembarazarse de lo que pudiese haberla atormentado, pero de nada sirvió,
ciertamente, para tranquilizarme y disipar en mí esa sensación de excitación
que ahora se había apoderado de mi persona.
—¡Ay, Jack! —exclamó, suspirando, evidentemente reconfortada—.
Apostaría a que eres irremediablemente anticuado, ¿no es cierto? Imagino que
cualquier chica tendrá que vérselas y deseárselas contigo.
—No me vengas con ésas, Juanita. Eres demasiado inteligente como para
caer en esos pesados lugares comunes sobre los hombres latinos y
anglosajones. No olvides lo que dijo aquella mujer: «Los latinos son pésimos
amantes».
—¡Oh, no, no lo son, Jack! Créeme que no lo son.
Juanita soltó esa afirmación con tal presteza, que comprendí que surgía
del fondo de una fuente considerable de experiencias. Muchas mujeres
tratarían de ocultar ese conocimiento bajo el rubor de una fingida inocencia.
Pero no Juanita. Podría tener sus defectos, pero la hipocresía no era uno de
ellos.
El sol se estaba ocultando cuando nos acercábamos a la capital. Y cuando
llegábamos a las afueras de la ciudad de Panamá, ya se había hecho de noche.
La oscuridad en los trópicos es como un telón que cae a gran velocidad.
Según constaté con tremendo alivio, habíamos sido capaces de pasar juntos la
mayor parte del día sin estrellarnos contra las rocas de la discusión política.

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Juanita vivía en un alto y nuevo edificio de acero y cristal, llamado
«Monte Carlo», en Paitilla, un barrio residencial edificado en la segunda
lengua de tierra que penetra en la bahía de Panamá, la opuesta al promontorio
sobre el que fue construida la ciudad en 1519.
—¿Puedo invitarte a tomar una copa? —me preguntó cuando estacionaba
el automóvil.
—Con mucho gusto —respondí.
Juanita habitaba en el ático. Desde su terraza disfrutaba de una vista
impresionante de la bahía y de la fila de buques mercantes que esperaban su
tumo, con las luces de navegación encendidas, para entrar en el canal.
—Deja que te prepare algo de beber y podrás admirar el panorama
mientras me doy una ducha y me cambio de ropa. He estado sudando durante
todo el día.
Instantes después regresaba trayéndome un whisky con soda.
—¿Sabes? —me dijo, entregándome el vaso—. No suelo ser egoísta. Lo
más probable es que también quieras ducharte.
—¡Oh, sí! —respondí—. Me gustaría realmente, después de este calor.
Me condujo a su cuarto de baño, un aposento elegante de mármol rosado,
con una honda bañera y una amplia cabina para la ducha, rodeada de paredes
de cristal esmerilado.
—Ahí la tienes —me dijo, señalándome la ducha y abriendo un armario,
del que sacó una gran toalla—. Dejaré que te duches tú primero.
Con enorme alivio, me desembaracé de mis ropas y me metí en la ducha.
Al igual que la inmensa mayoría de los panameños acomodados, Juanita
mantenía el aire acondicionado casi en el punto de congelación, por lo que,
dando la espalda a la puerta de la cabina de la ducha, pude deleitarme
realmente, disfrutando del chorro de agua caliente que caía sobre mi piel.
Me puse a cantar, no muy alto, pero sí lo suficiente como para que no
pudiese oír el suave chirrido que hacía al abrirse la puerta de la cabina.
Tampoco me di cuenta de que Juanita estaba dentro hasta que no sentí sus
pechos desnudos restregándose contra mi espalda y sus manos rodeándome
las caderas, con lo que las uñas de sus dedos se embarcaron en una lenta y
lasciva travesía en dirección a mis ingles.
Traté de volverme hacia ella.
—No, no —me susurró—, quédate tal como estás.
Me quedé de piedra, como si fuera una estatua, mientras que sus dedos
proseguían su exquisita y placentera excursión, avanzando lentamente y de un
modo tan parsimonioso como deliberado. Cuando sus manos habían

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alcanzado el destino que tenían en común, cualquier esfuerzo suplementario a
su llegada resultaba superfluo. Su obra ya había sido realizada.
Durante unos breves instantes, sus manos juguetearon en aquel lugar,
acariciándome, midiendo la situación. Luego se apoderó de la pastilla de
jabón y se dedicó, con los mismos movimientos pausados, a enjabonarme el
pecho, el vientre y las caderas. Una vez que hubo terminado, introdujo entre
nuestros cuerpos la mano con la que empuñaba la pastilla de jabón y empezó
a enjabonarse del mismo modo tan poco precipitado.
Hecho esto, colocó la pastilla en la jabonera y se deslizó hacia mí al
tiempo que yo me volvía hacia ella, por lo que de repente nos encontramos
abrazados, acariciándonos con nuestros cuerpos embadurnados de jabón.
—¿Te duchas así con frecuencia? —me preguntó, soltando la carcajada.
Abrió más el grifo, haciendo que el chorro de agua cayese con fuerza
sobre nuestros entrelazados cuerpos, liberándolos de los últimos restos de
jabón. Luego, sin pronunciar palabra, cruzamos el piso de mármol en
dirección a su dormitorio.
Juanita era una joven segura de sí misma. Como pude advertir cuando me
eché con ella ansiosamente sobre la cama, la colcha ya había sido levantada.
Dado el intenso estado de excitación que me embargaba, nuestro acto
amoroso tuvo, desafortunadamente, corta vida. Cuando terminamos, Juanita
yacía a mi lado, con la cabeza hundida de lado en la almohada,
contemplándome una vez más con sus ojos de un gris azulado, aún
desafiantes y, como creí advertir, con cierta expresión burlona.
Juguetonamente, utilizó su índice para imprimir en mis labios un suave
tamborileo.
—Bien —murmuró—, no tan anticuado como esperaba.
Y al decir esto, se incorporó, apoyándose en los codos.
—Voy por tu vaso —me anunció, saltando de la cama y precipitándose
fuera de la alcoba como una soberbia y joven leona en pos de su presa.
Regresó con mi whisky y con un vodka con hielo para ella. Echó la colcha
sobre nuestros cuerpos, para protegerlos de las ráfagas árticas del aire
acondicionado, y se acurrucó a mi lado. Durante un buen rato permanecimos
el uno junto al otro, disfrutando del calor de nuestros cuerpos, sin pronunciar
palabra alguna, mientras yo hacía todo lo posible por no pensar en nada. No
era el momento para eso.
Pasado un rato, Juanita empezó a agitarse, lentamente al principio, como
si se hubiese echado una siestecita. Y una vez más sus dedos se lanzaron a
una expedición exploratoria, en esta ocasión pellizcándome los pezones de

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mis tetillas y luego correteando por mi tórax en dirección a mi cintura. Se dio
media vuelta y me contempló de nuevo. Y esta vez no cabía lugar a dudas:
sus ojos de un gris azulado se reían. Si se reían de algo o de mí es cosa que no
sabría decir, pero se reían.
—¿No habrás pensado realmente que te ibas a escapar de ésta de un modo
tan sencillo? —me preguntó.
Y sin esperar la respuesta, se puso encima de mí y, utilizando sus largas
piernas como palancas, me separó completamente las mías. Luego, una de sus
manos hiperactivas se dirigió en línea recta hacia su objetivo. Lo encontró no
sólo voluntarioso sino también dispuesto. Con hábil movimiento, se lo
introdujo en su impaciente puerto franco y lo encajó en su sitio con una fuerte
sacudida de su pelvis, tan enérgica, que unió los huesos de nuestras ingles con
fascinante firmeza. Luego comenzó a moverse.
Los molinos de los dioses muelen demasiado, pero muelen con
extraordinaria fineza, escribió alguien en cierta ocasión. Sospecho que
quienquiera haya podido ser el autor de estas líneas, tenía que haber estado
pensando en una mujer como Juanita y no en las divinidades. Con sus
pausadas rotaciones me condujo a una cumbre vertiginosa de excitación y
luego se detuvo con brusquedad enloquecedora.
—Cambiémonos —dijo, con lo que los dos nos pusimos, jadeantes, en
una nueva posición.
Aquel carrusel del delirio se mantuvo dando vueltas de ese modo, de
posición en posición, hasta que Juanita agotó, al parecer, el repertorio
completo del Kamasutra. En todo caso, lo que logró, sin lugar a dudas, fue
agotarme. El final no fue un alivio; fue una liberación absoluta y maravillosa.
Me desplomé en la cama, dejándome caer de aquella posición arrodillada
en la cual, en lo que a mí concernía, había terminado nuestra travesía. Besé a
Juanita, me eché un largo trago de mi tibio whisky con soda y, con extremada
descortesía, me quedé dormido.
Habrían pasado las diez cuando me desperté, envuelto durante unos
breves instantes en ese estado de pánico que se apodera de uno al salir del
sueño y no saber exactamente cuál es el lugar en el que uno se encuentra. La
alcoba estaba a oscuras. Palpé la cama a mi lado. Juanita se había ido.
Encontré el interruptor de la luz, la encendí y me dirigí, dando tumbos y
aturdido, hacia el cuarto de baño. Esta vez, la ducha que me pegué fue de
agua helada.
Cuando salí de la cabina de la ducha, Juanita me estaba esperando en el
umbral de la puerta del cuarto de baño, con un vaso recién preparado de

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whisky con soda. Llevaba una especie de quimono diminuto, una chaquetilla
de seda escarlata, con dragones escupiendo fuego por sus bocas, que tenía
sujeta a la cintura y que terminaba justamente por debajo de donde
empezaban sus largas y magníficas piernas. Sus cabellos estaban recién
cepillados y brillantes y se había aplicado un ligero maquillaje. Se veía como
si estuviese preparada para salir de copas por los clubes nocturnos o dispuesta
a hacer el amor durante el resto de la noche.
—Eso estuvo un poquitín mejor —me dijo con una risita sofocada,
mientras me entregaba el vaso con la bebida—. Pensé que te habías merecido
esto.
Y mientras daba un largo y gratificante trago a mi bebida, Juanita abrió la
puerta del armario de la ropa blanca y sacó un albornoz de felpa. Provenía,
como pude advertir, del «Hotel Ritz Carlton» de Nueva York.
—Ponte esto y vente al comedor. Has de estar hambriento.
—¿Hambriento? Estoy a punto de desmayarme.
—Bien, no es precisamente eso lo que queremos que ocurra. Vamos.
El comedor era un aposento adyacente a la sala de estar y que daba a la
terraza. Juanita ya había puesto la mesa, donde el adorno floral principal
consistía en un esbelto jarrón del que salían delicadas orquídeas blancas,
iluminadas por el resplandor de cinco velas sostenidas por un candelabro de
plata maciza, y en la semipenumbra de las débiles lámparas encendidas
podíamos divisar las luces de la bahía y las siluetas de los buques que
esperaban su tumo para atravesar el canal hasta el Atlántico.
Del frigorífico trajo una bandeja llena de canapés de lonchas de salmón
ahumado dispuestas sobre tostadas. Cuando se terminaron, Juanita fue a la
cocina a sacar del homo una fuente de canalones que había puesto a calentar.
Y con la fuente trajo una botella de chianti «Antinori Classico», que me
entregó junto con un sacacorchos.
Al igual que muchas mujeres latinoamericanas, Juanita manifestaba una
gran astucia en pequeños detalles como ése. Siempre dejan al hombre
desempeñar esas insignificantes comedias, que halagan al varón, exaltando el
sentimiento de su propia importancia, convencidas de que con tales
nimiedades resulta mucho más fácil mantener firmemente bajo su propio
control esos aspectos de la vida que son los que realmente importan.
Fue un final lírico y mágico para un día de embrujo. Con la salvedad de
que aún no había terminado.
Cuando terminamos de cenar, Juanita sirvió un par de coñacs y pasamos a
la terraza para contemplar la bahía.

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—¡Qué vista tan espectacular! —exclamé.
La trivialidad de mi observación no era en modo alguno digna del
panorama que se extendía ante nosotros.
—Tendrías que estar aquí cuando se desencadena una de nuestras
tormentas tropicales. Son algo increíble. ¿Vendrás alguna noche a presenciar
una tormenta conmigo?
—Sólo si se me pide.
—Se te pedirá.
Juanita se volvió hacia mí, abrió los labios y me dio un beso prolongado,
introduciéndome su serpenteante lengua en la que aún persistía el sabor a
coñac. No llevaba nada puesto bajo su diminuto quimono; al igual que yo, por
supuesto, nada llevaba bajo mi albornoz. Y de ese modo, para sorpresa mía,
todo comenzó de nuevo una vez más.
Y en esa ocasión se produjo un esfuerzo prolongado y frenético, en el que
ambos nos condujimos a la cumbre que ansiábamos. «Estamos locos», pensé,
con el corazón saltándome en el pecho, mientras respondía a los imperiosos
asaltos de Juanita. Y sin embargo, una oscura fuerza en mi interior, que jamás
había conocido, se apoderó de mí, impulsándome y haciéndome alcanzar el
éxtasis final, al igual que un piloto de carreras se obliga a encontrar el arco
perfecto de la curva, tras la cual, si fracasa, tan sólo se encuentra la oscuridad.
Serían ya más de las dos de la madrugada cuando me fui de la casa. Las
calles de Panamá se encontraban desiertas. Me sentía exhausto, confundido.
Con Sarah Jane conocía un matrimonio edificado sobre el firme lecho rocoso
de los valores comunes, del respeto mutuo y de la experiencia compartida,
sobre todos esos elementos que resultan esenciales para una sólida unión, tal
como se nos ha venido inculcando desde la niñez. Pero jamás había
experimentado nada comparable a esa sensación, cualquiera que fuera, que se
había apoderado de mí esa noche entre los brazos de Juanita Boyd. Golpeé el
volante con el canto de mi mano.
—¡Por el amor de Dios! —exclamé en voz alta—. ¿Qué ha ocurrido en mi
interior?

Los bufetes de abogados para los ricos, ya se encuentren en Wall Street,


en los Inns of Court londinenses o en la Calle 50 de la ciudad de Panamá,
despiden siempre una cierta fragancia. Huelen un poco a cuero viejo y a
barniz de muebles, con un leve perfume de tabacos exquisitos. «Pero la nota
predominante —pensé, mientras esperaba en la antesala de “Arias, Calderón y

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Torres”, a la mañana siguiente de mi tempestuosa noche con Juanita Boyd—
es el olor a dinero».
Ese bufete estaba especializado en la venta y fundación de compañías
panameñas. Hinckley me había ordenado aprovechar mi estancia en Panamá
para hacerme con una media docena de tales compañías de tapadera, que
luego podríamos ir utilizando para encubrir nuestras operaciones, una vez que
hubiésemos puesto en marcha nuestro proyecto con la contra.

Era evidente que dedicarse a constituir compañías anónimas en Panamá


resultaba un negocio floreciente. En aquel nuevo edificio de oficinas,
construido de cristal y acero, donde tenía su sede el despacho de abogados, el
aire acondicionado mantenía una temperatura constante de dieciocho grados
centígrados. El espesor de la moqueta azul que cubría todo el piso debía ser al
menos de unos tres centímetros. El sillón de orejas en el que me sentaba era
de fino cuero y tenía por adorno tachuelas de bronce. El escritorio de la
recepcionista, una dama de natural regio y reservado, tendría una antigüedad
que se remontaba, a menos de que mi vista me hubiese engañado, a los
tiempos de la reina Ana Estuardo. Las paredes del salón de espera estaban
cubiertas con grabados ingleses del siglo XIX, en los que se representaban
escenas de la caza del zorro, un deporte del que dudé en cierto modo que los
señores Calderón, Arias y Torres hubiesen practicado jamás.
Y jamás había oído yo sonar un timbre de un modo tan discreto como el
que se escuchó en el escritorio de la secretaria.
—El señor Calderón ya viene a recibirlo, Mr. Reid.
Reid era el apellido que aparecía en el pasaporte que llevaba en el bolsillo
de mi chaqueta para las visitas que tenía que realizar. El tono que empleó para
comunicarme la inminente llegada del señor Calderón hubiese sido el
apropiado para anunciar la comparecencia del arzobispo de Canterbury.
Se presentó entonces un caballero larguirucho y desmadejado, de más de
un metro ochenta de estatura y con una nuez de Adán de una movilidad
sorprendente. Llevaba un elegante traje gris y una camisa azul de «Brooks
and Brothers» con corbata. Al igual que su secretaria, el señor Calderón era
de pura ascendencia española. Ni la sangre amerindia ni la negra se habían
mezclado jamás en sus respectivos sistemas sanguíneos.
—Mr. Reid —me dijo, en tono cordial—, tenga la amabilidad de pasar.
En su despacho me señaló otro sillón de orejas, de fino cuero. Y mientras
se dirigía a su enorme escritorio para tomar asiento, eché una ojeada a la

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colección de diplomas y condecoraciones que adornaba la pared del fondo.
Advertí que su diploma de abogado era de Georgetown.
—¿En qué puedo servirle, Mr. Reid? —me preguntó.
Le expliqué que deseaba fundar una compañía anónima panameña.
—Ciertamente —dijo—, nada nos agradaría más que resolver por usted
este asunto. ¿Desea constituir una compañía nueva o preferiría hacerse cargo
de alguna de las compañías que tenemos en existencia?
—Quizá —le propuse— podría explicarme las ventajas de recurrir a una
compañía ya existente en vez de fundar una propia.
—Se trata de una cuestión de tiempo, en realidad. En el caso de que
fundásemos una nueva compañía para usted, necesitaríamos revisar el índice
del Registro Mercantil para aseguramos de que no haya ninguna otra
compañía que lleve el nombre que tenga pensado poner a la suya. Ese proceso
requiere tres días. Si opta por comprar una de nuestras compañías en
existencia, no necesitaríamos pasar por ese procedimiento, como es lógico.
Las personas que compraban buques que deseaban registrar bajo la
bandera panameña y que se veían en la necesidad de cerrar sus transacciones
en cuestión de horas, adquirían compañías disponibles, me explicó. Los
bufetes de abogados como el suyo siempre disponían de algunas compañías
de ese tipo, que ellos mismos habían fundado, pero que jamás habían
utilizado.
—Se encuentran aquí, en el bufete, en nuestras gavetas, por así decirlo.
Con una compañía disponible, los dos podemos liquidar todo el papeleo
necesario esta misma mañana.
—Eso suena muy bien —dije—, compraré una de las compañías
disponibles.
Calderón abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó una carpeta de
anillas.
—Aquí tenemos una que quizá le convenga, la «Inland General Trading».
Le indiqué que estaba de acuerdo.
—Pues bien, la siguiente pregunta que he de hacerle es: ¿cuál será el
propósito de la compañía? Sin embargo, he de informarle antes de que, según
el derecho mercantil panameño, una compañía anónima panameña, con
independencia de los propósitos para los que pueda haber sido constituida,
está autorizada para dedicarse a cualquier clase de actividad que elija, siempre
y cuando ésta sea legal, por supuesto.
¿Advertí acaso la leve insinuación de una sonrisa en el rostro del señor
Calderón cuando pronunció la palabra «legal»? Probablemente no fuesen más

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que imaginaciones mías. Las tres cuartas partes de esas compañías panameñas
habían sido fundadas con el único fin de eludir el pago de impuestos. Lo más
probable era que el señor Calderón considerase eso como una actividad
perfectamente legal.
—Justamente lo indica su nombre —contesté—. Su propósito será el de
las actividades comerciales en general.
—Y ahora, ¿desea que las acciones de la «Inland General Trading» sean
registradas bajo los nombres de sus accionistas o prefiere acciones no
nominativas?
Y ése, naturalmente, era el meollo de la cuestión. Si la «Inland General
Trading» iba a ser fundada para realizar actividades comerciales legales y sin
tapujo alguno, no había razón alguna para no dejar constancia en los archivos
del señor Calderón de los nombres y direcciones de cada uno de sus
accionistas, así como de la cantidad de acciones de que disponían. Eso
facilitaría las operaciones comerciales y protegería a cualquier accionista en
caso de pérdida de sus acciones.
Al utilizar acciones no nominativas, sin ninguna referencia sobre a quién
pertenecían, la identidad real del propietario o de los propietarios de la
compañía podía ser ocultada. Un ciudadano griego que compre un petrolero
con la intención de registrarlo bajo bandera panameña, valga el ejemplo,
recurrirá a acciones no nominativas. Si el petrolero se viese involucrado en un
vertido de petróleo cuyos daños ascendiesen a varios millones de dólares, la
búsqueda del responsable acabaría en el escritorio del señor Calderón. No
habría nadie que pudiese averiguar jamás el nombre del propietario griego del
petrolero para presentar demanda contra él o contra su compañía.
—Me inclinaré por las acciones no nominativas —contesté.
El señor Calderón ni siquiera pestañeó. Era evidente que ese tipo de
respuesta la recibía con cierta regularidad. Y es que, como me había dicho
alguien, «nadie te va a preguntar si has recibido la bendición papal para
cualquier asunto que vaya a emprender tu compañía».
—Pues bien —prosiguió el señor Calderón—, el derecho panameño exige
que la «Inland General Trading» tenga tres miembros en su junta directiva y
tres directores, aun cuando los tres miembros del consejo administrativo
pueden hacer también las veces de directores, si usted así lo dice. ¿Desea
designar personalmente sus tres socios ejecutivos o prefiere que le facilitemos
los candidatos para el cargo sacándolos del personal de nuestra plantilla?
Tenemos unas ocho mil compañías en este despacho que han sido constituidas
según ese procedimiento.

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—Me parece que sería mejor que usted designase a esos miembros —
indiqué al señor Calderón.
El señor Calderón empuñó una estilográfica y se puso a rellenar un
formulario que había sacado de la carpeta de anillas. Se nombró a sí mismo
como presidente. Los nombres de los otros dos no me decían maldita la cosa.
Cuando hubo terminado, abrió la carpeta de anillas y me pasó un fajo de
títulos acreditativos.
—Esas acciones representan el ciento por ciento de las acciones no
nominativas de la «Inland General Trading». Ha de saber que quien posea
estas acciones es el propietario de la compañía. Quizá desee estampar su
firma en el lugar indicado, para que nadie pueda hacerse con el control de la
compañía en caso de que las perdiese. O puede decidir dejar esos espacios en
blanco. Como le convenga.
Eché una rápida ojeada a las acciones.
—Estoy seguro de que están en orden —dije.
—Pues bien —prosiguió—, supongo que deseará solicitar al director de la
«Inland General Trading» que le extienda un poder que le permita actuar en
nombre de la compañía en cualquier asunto de carácter legal. De ese modo
podrá hacer prácticamente lo que quiera en nombre de la compañía, desde
comprar una villa en Marbella y contratar un petrolero en Sumatra, hasta
comprar petróleo en Arabia Saudí y venderlo luego en los Países Bajos.
—Sí —contesté—, voy a necesitarlo. Extiéndalo, por favor, de modo que
esos poderes sean lo más plenos posibles.
Calderón sacó un folio de una carpeta.
—Tenemos aquí un certificado que utilizamos en estas circunstancias,
redactado de tal modo que los poderes sean lo más amplios que podemos
conceder.
El señor Calderón empuñó nuevamente su estilográfica.
—¿Es el señor…?
—Edward R. Reid —dije, deletreando el apellido.
Calderón escribió mi nombre en el formulario, lo firmó y se puso de pie.
—Volveré en un instante —me comunicó.
Regresó a los pocos minutos con el poder firmado por sus dos socios
fundadores de la «Inland General Trading» y refrendado oficialmente por un
notario público de la casa.
—Pues bien —dijo, sonriéndose al entregarme el documento—, ¿hay algo
más que pueda hacer por usted?

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—Me gustaría abrir una cuenta bancaria a nombre de la «Inland General
Trading» —le dije—. ¿Puede hacerme alguna sugerencia al respecto?
—No habrá ningún problema. Ciertamente que podemos ayudarle
también en ese asunto. Trabajamos muy estrechamente con el «Banco de
Occidente». Es un Banco excelente. Colombiano.
—Hay en la ciudad un nuevo Banco que me ha sido recomendado muy
encarecidamente: el «Bank of Credit and Commerce International», el BCCI.
—Sí, lo conocemos —dijo Calderón, sonriéndome afablemente—. Son
unos banqueros realmente agresivos. Puedo telefonearles y pedirles que me
envíen un mensajero con los formularios que usted ha de rellenar para abrir
una cuenta.
El «Bank of Credit and Commerce International» era la última idea genial
de Casey. Estaba dirigido fundamentalmente por paquistaníes y habíamos
empezado a utilizarlo como un conducto para canalizar los fondos que
enviábamos a las guerrillas extremistas islámicas en Afganistán. Por ese
medio podíamos ocultarles el hecho de que sus dineros provenían de los
infieles en Washington antes que de sus hermanos musulmanes de Irán o de
Arabia Saudí. El Banco ya se había ganado la reputación de ser un asilo para
los blanqueadores de dinero negro y nadaba en unas aguas rayanas en la
ilegalidad. Según había decretado Casey, era la cobertura perfecta para la
Agencia. ¿Quién iba a sospechar jamás que la CIA estuviese utilizando una
institución como ésa?
Quince minutos después ya estaba rellenando los formularios para abrir la
cuenta. Calderón adjuntó las fotocopias de los estatutos de fundación de la
«Inland General Trading» y de mi poder. Yo adjunté un billete de cien dólares
como depósito inicial. El mensajero que había traído los formularios me
entregó un recibo y una copia de la hoja de solicitud con el número de la
cuenta bancaria de mi nueva compañía. Y eso fue todo lo que tuve que hacer.
Cuando se marchó el mensajero, el señor Calderón me dirigió una sonrisa.
—Dos últimas cosas, Mr. Reid. Necesitaremos una dirección postal a la
que podamos enviar cualquier tipo de correspondencia que reciba la compañía
y su recibo anual de ciento cincuenta dólares en concepto del impuesto sobre
sociedades que impone el Gobierno panameño. Y los recibos
correspondientes a nuestros honorarios. Seiscientos dólares por la fundación
de la compañía y ciento cincuenta dólares, que representan los honorarios
anuales de los directores de su compañía.
Le di el número de un apartado de correos de Nueva Orleáns, que la
Agencia utilizaba para conservar su anonimato, y le pagué los honorarios en

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efectivo.
—Ha sido un placer hacer negocios con usted, Mr. Reid —me dijo
Calderón, acompañándome hasta el salón de la recepcionista.
Toda la operación apenas había requerido una hora. La CIA disponía
ahora de una institución mercantil que podíamos emplear en cualquier parte
del mundo para hacer prácticamente todo lo que nos viniese en gana: comprar
o vender armas; alquilar un avión, un barco o una casa; pagar a un agente o
sobornar al primer ministro de alguno de nuestros países vecinos
latinoamericanos; contratar a un asesino para que se encargase de matar a
alguien por nosotros o a un experto en explosivos para que colocase una
bomba en el lugar que eligiésemos.
No había medio alguno por el que alguien, bien fuese un Gobierno, una
agencia de detectives, una institución de supervisión o un servicio secreto
enemigo, pudiese atravesar aquella fachada de papel tras la que se ocultaba la
CIA como propietaria de la compañía y promotora de sus actividades.
Durante la hora que pasé en aquel bufete de abogados no tuve que
sacarme en ningún momento el pasaporte de mi bolsillo para identificarme. El
señor Calderón no tenía la menor idea de quién era yo, así como tampoco
sabía si me llamaba Reid, Brown, Lind o Cervantes. Una vez que me hubiese
marchado de la oficina, jamás habría medio alguno por el que se pudiese
determinar quién se encontraba detrás de la «Inland General Trading».

En los dos o tres días que siguieron a aquel domingo desenfrenado que
pasé con Juanita Boyd, un cierto instinto, un cierto sentimiento de
culpabilidad, quizás un cierto miedo a encontrarme al borde de un precipicio,
detenía mi mano cada vez que la extendía para descolgar el teléfono y
llamarla. Fue sólo cuando se estaba aproximando el final de mi estancia en
Panamá que el intenso deseo de verla de nuevo sofocó mis vacilaciones. La
llamé a su apartamento. Como es lógico, no obtuve respuesta.
Y no obtuve contestación alguna durante cuarenta y ocho horas, cuarenta
y ocho largas horas durante las cuales estuve alternando entre escuchar la
furia de mi libido, la desesperación de mi temprana timidez y otra voz, más
fatalista, que me aseguraba que ésa sería, quizá, la mejor solución.
Se puso finalmente al teléfono por la mañana del día anterior a mi partida.
Resultó que ya se había comprometido para ir por la tarde a la fiesta que daba
en su casa uno de sus acaudalados amigos rabiblancos. Me propuso que la
acompañara, pero, al reflexionar sobre el asunto, me di cuenta de que no era
una de las cosas más inteligentes que podía hacer. Supongamos que me

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topaba en la fiesta con alguien que entendiese realmente algo de aeronáutica.
¿Cómo me las iba a arreglar para entablar una conversación sobre, pongamos
por caso, la inestabilidad aerodinámica inherente a los cazabombarderos de
alas en flecha?
Decidí que sería mejor pedirle que se reuniese conmigo para ir a cenar
después de su fiesta. Acordamos reunimos en el «De Lesseps», un restaurante
que debía su nombre al constructor francés del canal. Su salón comedor
principal era una especie de museo, una galería de arte en la que se exhibían
viejas fotografías tomadas durante la construcción del canal: las macizas palas
mecánicas a vapor atacando el Umbral de la Culebra; las víctimas de la fiebre
amarilla muriéndose en las camas de un hospital; los obreros del canal, con
sombreros de paja y tirantes, jugando al póquer en sus barracones; los peones
negros abriendo una trocha en la selva; y, por supuesto, la clásica fotografía
en la que se ve a Theodore Roosevelt, vestido de traje blanco y haciendo
como si manejase una pala mecánica a vapor de la empresa «Bucyrus».
Me encontraba contemplando, fascinado, aquella colección impresionante
de fotografías, cuando llegó Juanita. Una vez, había sido puntual. Llevaba un
vestido negro de seda de «Shantong», con un alto cuello de encajes que se
parecía un poco a los que uno puede ver en los retratos al óleo de las damas
de la época isabelina. Contemplándola mientras cruzaba el salón, se apoderó
de mí una sensación que jamás había conocido antes, un anhelo tan intenso,
tan físicamente real, que hasta resultaba doloroso. Había sido el príncipe de
los tontos. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido como para desperdiciar esas
preciosas noches en Panamá sin haber ido a visitarla?
Me ofreció sus mejillas para que estampase en ellas sendos besos furtivos.
Desembarazándose de mi abrazo, frunció las cejas y me dirigió una de esas
sonrisas que tan terriblemente seductoras se me antojaban.
—¿Has descansado bien? —me preguntó.
—¿Es eso un desafío —repliqué, soltando una risita— o te interesas
realmente por mi salud y mi bienestar?
—Ambas cosas, mi querido Jack, son de vital importancia para que siga
interesándome por ti.
—En tal caso, lo tomaré como un desafío. Pero, vamos, he pedido una
botella de champaña.
Nos dirigimos a la mesa que había reservado y, con evidente buen humor,
hice señas al camarero para que nos descorchase la botella de champaña que
nos estaba esperando en una cubeta con hielo. Había temido algún reproche
por parte de Juanita, pensaba que no dejaría de lanzarme algún que otro dardo

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envenenado por no haberla telefoneado antes. Nada de eso sucedió. Si mi
falta de atención la había trastornado, lo cierto es que no dio señales de ello.
Más bien, para mi disgusto, el hecho de que no la hubiese llamado parecía ser
un asunto que le era completamente indiferente.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Juanita—. Esta noche pareces estar
radiante.
—Estoy celebrando.
—¿El qué?
—El estar aquí contigo.
—¿Dónde aprendiste a mentir de un modo tan encantador? —me
preguntó.
Había una buena cantidad de respuestas que hubiese podido dar a su
pregunta, desde luego, pero ninguna de ellas me pareció apropiada para esa
ocasión. Así que me limité a dirigirle la más atractiva y sincera de mis
miradas, precisamente la que había utilizado con Tony Noriega, cuando me
referí a su colaboración futura con la CIA.
—¿Mentir a una mujer como tú? Loco tendría que estar el hombre que
creyese poder salir impune con algo así.
—Mi querido Jack, todos los hombres, incluso esos pilares de la rectitud
gringa como tú, mienten a las mujeres.
El camarero había llenado de champaña la copa de Juanita, mientras ésta
me hablaba. Juanita alzó la copa, la agitó durante unos instantes y luego,
mirándome por encima del borde, me dirigió una de sus típicas sonrisitas
burlonas.
—Afortunadamente, nosotras, las mujeres, sabemos muy bien cómo
devolver el favor. ¡Salud!
—¿Es acaso una promesa que piensas cumplir? —pregunté, echándome a
reír, mientras alzaba mi copa para corresponder a su brindis.
—No, mientras tu naturaleza fisgona se mantenga dentro de unos límites
razonables —replicó, sacudiéndose juguetonamente sus largos cabellos
negros.
»Bien, ya has sido avisado. Las preguntas indiscretas reciben respuestas
falsas.
Juanita se sacó del bolso un «Marlboro» y lo insertó en una boquilla de
ébano. Le quité de la mano la caja de cerillas y le di fuego.
—¿Crees realmente que esa cosa disminuye la cantidad de nicotina que
inhalas?

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—Por supuesto que no. No es más que otra de mis afectaciones
cuidadosamente adquiridas.
—¿Tú? ¿Recurriendo a artificios? No puedo creerlo. Es como si me
dijesen que Joe di Maggio toma esteroides.
Los panameños son aficionados al béisbol, por lo que Juanita entendió la
analogía.
—No es más que otra de mis pequeñas estratagemas que utilizo en ciertas
ocasiones para irritar a mis compatriotas —dijo—. No puedo soportar la
autosuficiencia, y resulta que la autosuficiencia es un artículo de consumo que
se da en abundancia en el medio social en que me muevo en este país. Así
que… —prosiguió Juanita, encogiéndose de hombros—, de vez en cuando,
hago lo que puedo para poner un poquitín las cosas patas arriba.
—Pues bien —reconocí—, no cabe la menor duda de que el domingo por
la noche lograste poner patas arriba algunas emociones en mí.
—¿Fue eso precisamente lo que hice?
Juanita esbozó una sonrisa sarcástica, con la intención de mortificarme, y
se encogió nuevamente de hombros, y al hacerlo, se separaron los pliegues de
seda negra que cubrían su escote, con lo que quedó al descubierto por unos
instantes el panorama seductor de sus pechos y la gasa plateada del sostén que
los envolvía.
—Confío en que tu carácter de hombre severo te permita mantener
firmemente bajo control esas emociones tuyas.
—¡Oh, sí, las mantendré! —prometí—. Al menos, hasta los postres.
—Bien. No me gustaría que los remordimientos de una conciencia
atormentada viniesen a perturbar tu cariñoso estado de ánimo.
—¿Y por qué habrían de perturbarlo?
—¡Ah!, no lo sé. Nosotros solemos ver de un modo algo diferente a como
hacéis vosotros, los gringos, cosas como la fidelidad marital.
—En otras palabras, que el adulterio no es por estas tierras un asunto tan
grave, ¿no es así?
—¡Ay, querido! —exclamó Juanita, acariciándome la mano con la misma
ternura que podría haber utilizado para rascarle el lomo a un gatito casero—.
¿No detecto acaso un deje de culpabilidad en tu voz? ¿Es que te dejé el
domingo sumido en un mar de remordimientos?
—¡Ni por un instante! —mentí—. Fue en un mar de felicidades.
—¡Bien! —replicó, apretándome la mano antes de soltármela—. Un mar
de felicidades es justamente lo que pensaba que debía ser. Y —añadió,

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mientras en sus dulces ojos azulados brillaba durante unos instantes una
ambigua señal de advertencia— todo cuanto pensaba que tenía que ser.
Me disponía en esos momentos a tragar el champaña que llenaba la
cavidad de mi boca y el helado líquido se resistió en su camino, abrasándome
por unos segundos la garganta.
—Y bien, ¿qué demonios se supone que significa eso?
—Nada. Y todo. ¿Cómo dice la Biblia? Hay un momento y un lugar para
cada cosa en la viña del Señor. ¿Para qué pensar? ¿Para qué preguntar? ¿A
cuento de qué planificar? ¿Por qué no disfrutar tranquilamente?
Pero de momento el camarero nos había confrontado con unas
perspectivas placenteras y de muy distinta índole, al colocarnos las minutas
sobre los platos que teníamos delante. Estábamos sentados a la mesa el uno
frente al otro, por lo que a veces nuestras rodillas se rozaban, y cuando
Juanita se movía en su asiento, podía escuchar el delicioso y prometedor
crujido que producía la seda de su vestido al rozar con sus mismos pliegues
bajo el pesado mantel de lino que caía por sobre nuestros regazos y llegaba
casi hasta el suelo. Concentrarme en lo que deseaba para comer no resultaba
precisamente el más fácil de los ejercicios.
Una vez que hubo concluido la ceremonia de encargar los manjares, nos
pusimos a hablar de nuevo. Y de repente, Juanita levantó su copa de
champaña, bebió un sorbo y se quedó contemplándome, tasándome con sus
ojos azulados, mientras en sus labios aparecía de nuevo su sonrisita burlona.
—¿Tienes alguna idea de qué es lo que te hace tan atractivo para las
mujeres?
—No podría imaginármelo en toda mi vida.
—Pues eso es. Ésa es la explicación. Eres sensual y atractivo, pero no te
percatas de ello. Y eso te da un aire de…, no sabría cómo expresarlo,
territorio virgen.
Solté la carcajada ante esa ocurrencia. Me parecía que después de aquella
noche del domingo no debería de quedar gran cosa por descubrir en el cuerpo
de J. F. Lind IV.
—Creía que te interesabas en mí por lo que tengo en la cabeza. Quiero
decir, por un hombre que puede citar a Corneille y a Shelley y todas esas
cosas.
En aquellos momentos el camarero estaba abocado a la tarea de servimos
el primer plato, una exquisita ensalada compuesta por pechuga ahumada de
pato, pasta de hígado de ganso y aguacates. Y mientras contemplaba la
llegada de nuestra cena, la mano de Juanita desapareció bajo el mantel y se

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dirigió con infalible precisión hacia mis partes. Y allí empezó a palpar
alrededor de lo que no tardaría en convertirse en una repentina y rígida
erección.
—Por supuesto que estoy interesada en lo que tienes en la cabeza, querido
—me dijo en un susurro ronroneante—. Háblame de Kierkegaard.
Me puse a balbucear y farfullar, presa del asombro y atragantándome de
risa. El camarero, pobre diablo, se me quedó mirando como si tuviese miedo
de verse obligado a prestarme los primeros auxilios, extrayéndome lo que se
me hubiese atragantado por el procedimiento de la presión abdominal, una
técnica de la que estaba seguro de que tan sólo tendría un conocimiento
superficial. Juanita aflojó su presión y me sonrió, mirándome con los ojos
muy abiertos y aire de preocupación.
—¡Pobre querido mío! ¿Te encuentras bien?
En cierto sentido, su loco ejercicio acrobático sentó las pautas para el
resto de la velada. Tras la cena, propuso que no fuésemos a una discoteca.
Recayó su elección en un cabaret situado en el ático del «Hotel Panamá», que
había sido el primero de esa larga serie de edificios con mármol y saltos de
agua como medio para producir una refrigeración natural en los climas
tropicales.
La forma de bailar de Juanita —cualquiera fuese la música que
tuviésemos de acompañamiento, bien la salsa, el mambo o el rock— era de
una sensualidad absolutamente controlada. Al contemplarla girando frente a
mí, sacudiendo a veces con violencia su larga cabellera negra, con sus ojos
semicerrados, una débil y distante sonrisa bailando en sus labios, cada
contorsión de su pelvis una auténtica oda al erotismo, recordé la escena en la
que Melina Mercouri baila en Nunca en domingo. Se me ocurrió de repente
que un hombre sería capaz de matar por una mujer como Juanita.
En todo caso, cuando nos dirigíamos a su apartamento, supe, por primera
vez en mi vida, lo que significaba la expresión «subyugado por el deseo».
Aquella noche no hubo paradas intermedias en el camino hacia su dormitorio.
La luz de la luna irrumpía en la alcoba, por lo que no tuvo necesidad de
encender ninguna lámpara. Se acercó a la ventana, contempló el Pacífico
durante unos instantes y luego se dio media vuelta, abriéndose, mientras
giraba, la cremallera del vestido con un rápido y provocativo movimiento.
Arqueó los hombros y los encogió, haciendo que el vestido se deslizase al
suelo entre el crujido de la seda, quedándose de pie, esculpida en el
resplandor de la luna, tan sólo tapada por la blanca seda de sus bragas y su
sostén.

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Dudo que jamás, ni antes ni después, me haya desvestido con la rapidez
que lo hice aquella noche. Nos encontrábamos abocados a la gloriosa empresa
de escalar por segunda vez la cumbre de la montaña, cuando Juanita se puso
encima de mí y detuvo nuestros afanes de un modo tan brusco como
angustioso. Vi cómo extendía la mano hacia su mesilla de noche y luego
escuché un débil crujido, parecido al estallido de una bombillita.
Se puso a moverse de nuevo hasta que alcanzamos otra vez ese punto
culminante que precede al orgasmo. Y al hacerlo, me apretó un pañuelo
contra la nariz.
—¡Huele! —me ordenó—. Aspira profundamente.
Me retorcí bajo su cuerpo cuando un fuerte olor a amoníaco irrumpió en
mis fosas nasales.
—¿Qué demonios estás haciendo? —exclamé, respirando con dificultad.
—Velando por tu educación ulterior —contestó Juanita, echándose a reír.
Comenzó a moverse con mayor rapidez, con lo que nos elevamos a un
orgasmo que no parecía tener fin, como una explosión que se produjese lenta
y vertiginosamente.
Se trataba, por supuesto, tan sólo de una ilusión fisiológica, provocada por
la droga que me había suministrado, pero, ilusión o no, resultaba
increíblemente convincente. Me dejó con un corazón que saltaba en su pecho
como el de un corredor de fondo a los cinco segundos de haber alcanzado la
meta.
—¿Pero qué diablos era eso? —pregunté.
—Un estimulante. Nitrilo de amilo. Sirve para dilatar tus vasos
sanguíneos. La próxima vez probaré a darte cocaína. Dicen que tiene un
efecto extraordinario.
—¡Y un demonio me vas a dar!
Seguía jadeando frenéticamente. Y de repente, de un modo casi histérico,
empecé a soltar carcajadas.
—¿Qué te resulta tan gracioso? —preguntó Juanita.
No era ésa una pregunta que estuviese dispuesto a contestar. Me había
puesto a pensar en esos momentos en las pruebas con el detector de mentiras
a las que tenían que someterse de cuando en cuando todos los agentes de la
CIA y me pregunté entonces:
«¿Cómo demonios voy a hacer para que este pequeño episodio pase
inadvertido al dichoso aparato?».
Entretanto, Juanita se había levantado de la cama, se había puesto la
chaquetilla escarlata de su quimono y se había dirigido descalza a la ventana.

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Durante algunos momentos permaneció allí de pie, fumando, contemplando
las aguas del Pacífico, sin pronunciar palabra. Yo permanecí acostado en la
cama, mirando fijamente el techo. Y allá arriba empezó a surgir, naciendo y
desvaneciéndose, una serie de imágenes inquietantes, de Sarah Jane y de mis
chicos, de esa suerte de tranquilidad doméstica que tanto había llegado a
apreciar. Y junto a la ventana, fumando, se encontraba una realidad muy
distinta y mucho más inquietante.
—¿En qué estabas pensando? —me preguntó Juanita, dándose media
vuelta y dejando, al fin, de contemplar el mar.
—En nosotros.
—No lo hagas.
—En lo que a mí respecta, eso es mucho más fácil de decir que de hacer.
Juanita regresó a la cama, se sentó a mi lado y, con aire ausente, se puso a
tirarme de los pelos del pecho.
—¿Por qué tienes que pensar, Jack? ¿Por qué no puedes ser tú
simplemente?
La miré a los ojos, tratando de penetrar en la azulada suavidad de sus
pupilas. Y esta vez no se burlaban de mí, sino que irradiaban dulzura. Y
contemplé también las redondeces de sus pechos, abultados bajo la seda
escarlata del quimono.
—Porque mañana —le dije—, he de tomar el avión para regresar a
Washington.
—¿Y qué importa? Ya tomarás otro avión para venir aquí cualquier día de
éstos.
—Tienes razón —dije, dando un suspiro—, pero de momento eso no me
sirve de gran consuelo.
Juanita se puso a tamborilear con las yemas de sus dedos por la punta de
mi barbilla, luego fue subiendo por mis mejillas hasta llegar a mi frente.
—¡Qué rostro tan apuesto —exclamó—, todo ángulos y cantos!
Se inclinó y me besó dulcemente en los labios.
—No te obsesiones con el futuro, Jack. ¿Qué será, será? Algunas cosas
no tienen más remedio que suceder. Otras no. Ya veremos lo que ocurre.
Y fue así como lo dejamos.

La CIA tiende a ser tan conservadora en sus criterios sobre el buen vestir
como sus detractores sostienen que lo es en su política. Y con esto quiero
decir que si usted no se presenta en la oficina con su camisa de cuello duro y
abotonado marca «Brooks Brothers», existe la tendencia en Langley a mirarle

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como si fuese sin uniforme. El duque Talmadge, el individuo que había
elegido Bill Casey para que dirigiese nuestras operaciones en la América
Central, se complacía en no respetar ese código consuetudinario que regulaba
nuestra vestimenta. Se exhibía constantemente en sus trajes italianos de
gabardina de seda, de color crema, con una camisa de seda de color púrpura y
un pañuelo rojo y bordado, que le colgaba del bolsillo del chaleco como la
lengua de un cachorro sediento. Las personas que iban por los pasillos
acababan pescando una tortícolis al volverse para contemplar una vez más al
duque en su último atuendo.
—¡Dios mío! —se susurraban—, Talmadge se ha vuelto a poner el traje
de color de helado de vainilla.
Las predilecciones del duque en lo que respecta a su vestuario no eran
más que la punta del iceberg en lo concerniente a la personalidad de ese
hombre. Era un cúmulo de contrastes. Se consideraba un patriota chapado a la
antigua —un mal patriota, a juicio de sus muchos enemigos—, y, sin
embargo, sentía un placer especial en andar de un lado a otro por Langley,
dando chupada tras chupada a los habanos del señor Fidel Castro, desafiando
así, abierta y alegremente, el embargo sobre las importaciones cubanas, el
cual, en principio, se suponía que apoyábamos. Cuando alguien criticaba su
conducta, el duque replicaba que el embargo era mierda de gallinero y que los
cubanos fabricaban buenos cigarros.
Los creadores de mitos de los medios de comunicación se complacían en
compararlo con James Bond, lo que era del todo inexacto. Medía algo más de
un metro setenta, era delgado, de modales delicados y nada había de
imponente en su físico. De todos modos, había algo en lo que sí se parecía a
Bond: las mujeres lo adoraban. Algunos meses después de nuestra primera
reunión, cuando el senador neoyorquino Pat Moynihan, convirtiéndose en su
juez justiciero, lo atacó ferozmente en el Senado, un puñado de chicas en la
oficina se presentaron vestidas con camisetas en las que habían mandado
estampar su retrato, rodeado de banderas estadounidenses y con un lema
encima que rezaba: «Amo al Duque».
Era también rápido como un rayo. Cuando regresé de Panamá, Talmadge
ya tenía listo el informe preliminar para el director. Hinckley nos condujo
hasta el despacho del director, donde Talmadge nos entregó a cada uno un
ejemplar de un memorándum de veinticinco holandesas, titulado: Propuestas
para la desestabilización del régimen sandinista.
Casey lo empuñó, lo hojeó rápidamente, colocó luego los pies sobre el
escritorio y le ordenó, mientras sus gafas de lectura se le deslizaban por la

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nariz hasta quedar sujetas en la punta:
—Bien. Hágame un resumen de esta cosa.
—En líneas generales, señor director —comenzó a decir Talmadge—, tal
como veo nuestro trabajo en esa zona, consiste en hacer la guerra a los
sandinistas y matar cubanos.
Pues bien, ésas eran precisamente las palabras que Casey quería escuchar.
En un santiamén colocó los pies sobre el suelo, se puso derecho en su asiento
y en su rostro apareció una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Bravo! —exclamó—. Ése es exactamente el modo de pensar que
quiero de esta Agencia. ¡Siga!
Talmadge asió un libro que había traído consigo y lo agitó ante Casey.
Tenía por título El caso Sandino.
—Esto me ha inspirado muchísimo. En lo que respecta a nuestra
intervención en la zona, abarca el período de 1927 a 1931 —dijo el duque—.
En aquellos tiempos dimos nuestro apoyo al Gobierno central en su lucha
contra los rebeldes de Sandino; fue de aquella gente de donde tomaron su
nombre los idiotas que detentan el poder en Managua. Lo que recomiendo que
se haga es dar la vuelta a la tortilla. Crear nuestro propio ejército campesino,
tal como hicieron ellos. Infiltraremos a nuestros guerrilleros en los mismos
santuarios de montaña que estuvieron utilizando en la década de los treinta los
rebeldes capitaneados por Sandino. Luego se pondrán a repartir hostias,
tenderán emboscadas a las patrullas del ejército sandinista, atacarán sus
cuarteles, se apoderarán de sus puestos de mando, eliminarán las fuerzas de
que se vale el Gobierno para ejercer su control y su autoridad sobre la
población de esas áreas rurales y ocuparán el vacío creado, erigiéndose en los
protectores y benefactores del pueblo.
Pues bien, Casey se lanzó sobre el proyecto con el entusiasmo del gatito
que va por su tazón de leche templada. Aquello era justamente lo que andaba
buscando, el reflejo exacto de las tácticas que los comunistas habían estado
empleando contra nosotros desde hacía muchos años, la actuación enérgica de
la CIA, devolviéndoles la pelota y haciéndoles probar su propia medicina.
—¿Prevé la posibilidad de que esos guerrilleros acaben entrando en
Managua, en las ciudades? —preguntó Talmadge.
—No. Tan sólo, quizá, de que lleven a cabo algunas acciones
espectaculares para dar una demostración de su propia fuerza y de la
debilidad de los sandinistas. Pero ¿marchar como una fuerza organizada? Ni
pensarlo. Los sandinistas y sus asesores cubanos se los comerían vivos en
cuanto saliesen de las montañas e irrumpiesen en las llanuras del litoral.

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—Lo que tenemos aquí, Bill —dijo Hinckley, que ya se había estudiado el
memorándum del duque—, es, esencialmente, un proyecto idóneo para llevar
a cabo misiones secretas.
—Estaría de acuerdo con eso —replicó Casey—, pero ocurre que uno de
los problemas que tengo ahora con nuestra Agencia es precisamente el de los
agentes secretos. No pueden tirarse un pedo sin haber procurado antes que
algún maldito abogado les dé su visto bueno y les diga que pueden dejar de
contenerse. Nuestros pobres agentes secretos están encadenados a los
abogados.
»Pienso poner fin a esto —prosiguió, sacando de una de las gavetas de su
escritorio un manojo de documentos altamente confidenciales, que arrojó
desdeñosamente sobre la mesa—. Aquí tenéis este buen montón de basura
inmunda.
El objeto de su desprecio era un manual oficial de ciento treinta páginas,
titulado Principios y directrices políticas por los que han de regirse las
operaciones secretas de la CIA y redactado por orden de su predecesor en la
CIA, el almirante Stan Turnen Era, en aquellos tiempos, nuestro Nuevo
Testamento, la Biblia que nos dictaba a los agentes secretos, en términos muy
precisos y muy bien definidos, lo que podíamos hacer y, lo que era mucho
más importante, lo que no podíamos hacer.
—Todos los problemas de esta Agencia se encuentran precisamente aquí,
en este documento —vociferó Casey—. Faltan cojones. Falta imaginación.
Todos a cubierto, cuerpo a tierra y cabeza gacha, para que esos cretinos del
Capitolio no nos sigan disparando. En fin, eso se ha terminado. Ésa no es la
clase de Agencia que pienso dirigir, y la gente que cree en esa bazofia no es la
clase de personas que pienso tener a mi alrededor dirigiendo nuestros asuntos.
Arrojaré esto por la ventana. Ahora mismo.
Y para corroborar sus palabras, empuñó los documentos y los arrojó al
cesto de los papeles.
—¡Bill! —exclamó Hinckley, con la intención de hacer algún comentario
sobre ese procedimiento expeditivo—, el Congreso…
—¡Me cago en el Congreso! —proclamó Casey, interrumpiéndole con un
gesto de la mano—. El Congreso es un obstáculo para el buen cumplimiento
de la política exterior. Mientras ocupe este sillón, puedo decirte que no vamos
a perder el tiempo discutiendo con el Congreso mientras tengamos la
posibilidad de hallar el modo de evitarlo.
El rostro de Hinckley se iluminó con un destello de enigmática felicidad
al escuchar esas palabras.

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—Mira, Bill, ésa es la clase de lenguaje que muchos de nosotros
deseábamos oír aquí desde hace mucho tiempo. Con tu permiso, me gustaría
exponer un par de principios operativos por los que creo que deberíamos
guiamos ahora que nos estamos poniendo a pensar sobre cómo vamos a
solucionar ese asunto.
—¡Vale —dijo Casey—, desembucha!
Desde hacía algún tiempo, Hinckley había estado acariciando la idea de
contar con un potencial anónimo de operaciones secretas «de venta al
público», con una especie de «Servicio armado itinerante de alquiler de
Boinas Verdes».
El proyecto consistía en crear una organización cuyos servicios pudiese
alquilar a los Gobiernos extranjeros que estuviesen amenazados por los
movimientos guerrilleros de izquierda o a empresas comerciales que
estuviesen operando en una zona en la que sus actividades se viesen en
peligro a causa de alguna sublevación de extrema izquierda.
Supongamos por un momento que el Gobierno uruguayo se viese
nuevamente amenazado por las guerrillas urbanas. La compañía de Hinckley
proporcionaría al asediado Gobierno un equipo de hombres altamente
cualificados y entrenados, auténticos especialistas en la lucha contra las
insurrecciones. Esos hombres se encargarían de realizar para sus patronos
extranjeros la labor de descubrir, destruir y finalmente eliminar a esas
guerrillas. Su organización sería, a nivel gubernamental, una versión
mejorada y ampliada del Centro Técnico de Fumigaciones, encargado de
eliminar roedores o insectos molestos por encargo de propietarios e
inquilinos. En lo único que se diferenciaba la empresa ideada por Hinckley
era en que las alimañas que debía destruir tenían concepciones políticas y
pertenecían al género humano.
A Ted se le había ocurrido esa idea al darse cuenta de que, a raíz de la
guerra del Vietnam, había un excedente de grandes talentos diplomados en
Seguridad Nacional, exagentes secretos de la CIA, pilotos habituados a los
transportes clandestinos, antiguos marines y Boinas Verdes, entrenados por el
Pentágono, personas todas que disponían de habilidades altamente
especializadas y que no encontraban ahora un mercado donde pudiesen
ofrecerlas y venderlas.
Hinckley ya había abierto unas oficinas para su empresa en uno de esos
relucientes rascacielos de cristal que hay en Rossyln. Su mujer las regentaba,
a la espera del día en que Teddy se jubilara y se encargase personalmente de

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dirigirlas. «Y ahora —pensé— ha visto la oportunidad de comprobar sus
ideas en la práctica y de obtener, al mismo tiempo, algún que otro beneficio».
—Pues bien —comenzó—, el primer punto que quisiera destacar es que,
en la medida de lo posible, tendríamos que procurar por todos los medios
evitar los canales regulares gubernamentales cuando emprendamos la tarea.
Hay que desviar la operación, en la medida en que podamos, hacia el sector
privado, subcontratando nuestro trabajo a compañías anónimas.
—¿Podrías explicarme eso un poco más, Ted? —preguntó el director.
—Te expondré un ejemplo concreto. Vamos a necesitar cuadros rasos
para dirigir la operación: los tipos que se encargarán de comprar
clandestinamente las armas, que verificarán si recibimos el material adecuado,
que supervisarán los envíos, que transportarán las mercancías a través de
Panamá hasta nuestras bases de avanzada, que las inspeccionarán a su llegada
y que velarán por que los guerrilleros sepan cómo se maneja el material. Pues
bien, podemos utilizar para hacer eso al personal regular de la Agencia. Pero,
no creo que debamos. Deberíamos de recurrir a los alcus.
—¿De qué demonios me estás hablando? —vociferó Casey—. ¿De un
equipo californiano de fútbol? ¿De extraterrestres?
—Lo siento —se disculpó Hinckley—. Perdóname el lapso. He utilizado
la jerga de la Agencia. Se trata de «Agentes Latinoamericanos Controlados
Unilateralmente» o agentes ALCU. Son cubanos nacionalizados que
utilizamos, sobre la base de un contrato comercial, para que realicen para
nosotros misiones en la América Latina, en las que no desearíamos ver
involucrada a la Agencia. Son ideales para esa tarea. Son hispanos. Están
dispuestos a cualquier cosa con tal de hacerle la puñeta a Fidel Castro. Esos
buenazos han sido entrenados en operaciones clandestinas.
—¿Y vosotros los contratáis?
—Por supuesto. Utilizamos una de esas compañías de tapadera que Lind
se trajo de Panamá para reclutarlos. No hay más que nombrar a cualquier
anticomunista nicaragüense como presidente de la compañía y luego pagar a
esa gente en Panamá, en las islas Caimán o en cualquier otra parte que no sea
en Estados Unidos. Y de este modo, si los de la Prensa o cualquier congresista
liberal se ponen a gritar: ¡La CIA está librando una guerra en
Centroamérica!, nosotros podemos decir: ¿Quién? ¡Nosotros no! Se trata
precisamente de un patriota nicaragüense que desea liberar su país. Nada
tenemos que ver con eso.
A Casey se le podía leer fácilmente en el rostro. Jamás se esforzaba por
ocultar sus pensamientos mediante el control de sus expresiones faciales, así

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que pude advertir que aquella sugerencia le encantaba.
—Es un modo de aislar al Presidente y a la CIA de lo que estamos
haciendo allí. Nos permite negar oficialmente, abiertamente, que tengamos
algún tipo de conocimiento de las operaciones o que participemos en las
mismas —concluyó Hinckley.
Y como quiera que la idea de Casey consistía en dirigir las operaciones
secretas con un mínimo de trabas, aceptó entusiasmado la propuesta.
—Sí —asintió—, eso disminuiría nuestra responsabilidad ante el
Congreso, ¿no?
—Podrías apostarlo —le aseguró Hinckley—. Ésa es una de las grandes
ventajas de la idea. Si el asunto se tramita fuera de la jurisdicción del
Gobierno de los Estados Unidos, entonces, ¿por qué habría de caer bajo la
potestad del Congreso?
—¿Cómo ejercemos el control? Sin control, siempre se corre el riesgo de
que algunas de esas cosas se nos vayan de la mano.
—La gente en la que estoy pensando, como es el caso de nuestros alcus,
es lo suficientemente buena como para poder operar con un mínimo de
supervisión por nuestra parte, Bill. Podemos aplicar los mismos principios
cuando nos pongamos a organizar los corredores aéreos y marítimos que
necesitaremos para enviar las armas a nuestros guerrilleros en Centroamérica.
—Si vamos a seguir esa vía no-estadounidense, tampoco deberíamos
utilizar asesores de nacionalidad estadounidense para entrenar a nuestros
guerrilleros —apuntó Talmadge—. Contamos ya sobre el terreno con dos
posibilidades: los argentinos o los israelíes.
—He recomendado a los israelíes, Bill —dijo Hinckley—. Los argentinos
nos llegan con un bagaje nefasto en cuanto a sus relaciones públicas. Son las
sobras de los destacamentos de la Policía Militar que aniquilaron las guerrillas
de izquierda en Buenos Aires con unos procedimientos que no suelen ser
acogidos calurosamente por los defensores de los derechos humanos.
El director prorrumpió en carcajadas.
—¡Oh, sí!, conozco muy bien a esos individuos.
—Además —prosiguió Hinckley—, los israelíes son mucho mejores
como instructores. Más caros, quizá, pero mejores. Enseñaron a los
guatemaltecos, de un modo muy eficaz, cómo tenían que enfrentarse con
aquella insurrección india que les estalló por el norte del país, en las
inmediaciones del lago de Atitlán.
«¡Ya puedes jurar que fue eficaz! —pensé al escuchar aHinckley—. Tan
eficaz, que el Ejército guatemalteco dio muerte a unas cien mil personas de su

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propio pueblo al apagar las llamas de aquel particular incendio
revolucionario».
—Me parece que el modo que tenemos de desembarazarnos aquí de
responsabilidades consiste en dejar que Talmadge se encargue de dirigir las
operaciones sobre el terreno y en poner a Lind al mando del aspecto logístico
de la operación, reclutando gente, comprando armas, organizando el servicio
aéreo y los canales que necesitaremos para hacer llegar las armas a los
guerrilleros —insistió Hinckley.
Casey se me quedó mirando.
—¿Está de acuerdo?
—Sí, señor —le aseguré.
—Bien. Y por cierto, el informe que nos dio sobre su reunión con Noriega
fue altamente satisfactorio. Haga lo que tenga que hacer, lo más rápido que
pueda, para que ese hombre ascienda.
El director se desperezó y se puso de pie para indicamos que la reunión
había terminado.
—Un último punto, caballeros —dijo a modo de conclusión—. Una vez
que hayamos puesto en marcha este proyecto, desearía conservar bien sujetas
las riendas. Hay demasiados cerdos que al parecer tienen los pies helados y
vienen a calentárselos por aquí. Vosotros dos me informaréis personalmente;
o a Hinckley, en mi ausencia. Olvidad que hay alguien entremedias. Si
necesitáis algo, vendréis a verme. Si alguien se interpone en vuestro camino,
vendréis a verme. Y recordad: os apoyo en esto un ciento por ciento y lo
mismo reza para el Presidente de los Estados Unidos.

Pese a la urgencia aparente de nuestra iniciativa en pro de la contra, la


operación avanzó de hecho con una lentitud glacial. Tal es el modo en que
opera la maquinaria estatal. No fue sino hasta mediados de noviembre que el
papeleo burocrático para la Directiva N.º 17 del Consejo de Seguridad
Nacional —autorizando la concesión de un fondo de diecinueve millones de
dólares para el reclutamiento, armamento y entrenamiento de un primer
contingente de quinientos guerrilleros— estuvo listo para que el Presidente
estampase su firma.
Recuerdo que fue precisamente el mismo día en que había estado leyendo
el borrador definitivo de la directiva cuando llegó a mi escritorio un cable
altamente confidencial de nuestra base en Panamá. Aquel cable, como se
demostraría después, habría de marcar un hito trascendental en nuestras
relaciones con Manuel Antonio Noriega.

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CP/BARRERA/7-7 INFORMA CONTACTO CON ABOGADO COLOMBIANO GUIDO
MORO REPRESENTANTE DEL TRAFICANTE EN DROGAS DE MEDELLÍN JORGE LUIS
OCHOA. CP/BARRRERA/7-7 SOLICITA UTILIZAR CONTACTO CON M-19 PARA INTENTAR
LIBERACIÓN DE LA SECUESTRADA MARTA SOBRINA DE OCHOA. CP/BARRERA/7-7
SOLICITA ASESORAMIENTO.

El M-19, el Movimiento del 19 de Abril, se contaba entre los


movimientos revolucionarios de aquella zona con los que habíamos pedido a
Noriega que estableciese contacto. Su dirigente era uno de esos típicos
varones de las clases medias latinoamericanas que no parecen capaces de ir
más allá de la mentalidad que ya tenían durante la escuela primaria,
pertenecía a esa clase de personas que creen haberse convertido en
revolucionarios por el simple hecho de haberse aprendido de memoria unas
cuantas líneas de Karl Marx y haberse dejado crecer la barba. Se llamaba
Jaime Bateman. Jaime debería de haber cursado estudios para convertirse en
dentista, pero quería llegar a ser un Che Guevara.
Él y sus camaradas revolucionarios de clase media acababan de cometer
lo que resultaría ser un error estratégico mayúsculo en su táctica para librar la
Gran Batalla del Proletariado. Habían secuestrado a Marta Ochoa, de la
familia de narcotraficantes de Medellín, convencidos de que podrían utilizarla
como rehén para extorsionar a la familia y obtener dinero para el
financiamiento de su revolución. Quince millones de dólares era la suma que
tenían pensada.
A lo largo de la década de los setenta se llegó a un matrimonio de
conveniencia entre las diversas organizaciones terroristas que andaban por el
mundo entero y los traficantes en drogas. Los terroristas contaban con gente
capacitada, disponían de medios técnicos y sabían cómo transportar las armas
y cómo obtener subrepticiamente información secreta.
Dado que el introducimos en esas redes terroristas era una de nuestras
preocupaciones principales en la CIA para salvaguardar los intereses de la
seguridad nacional, se nos había ocurrido la idea de que un buen
procedimiento para lograrlo sería aprovecharnos de sus vínculos con el
mundo de los traficantes en drogas. A fin de cuentas, resultaba muchísimo
más fácil doblegar y comprar a un narcotraficante, cuya ideología la lleva en
la cartera, que convertir a la amabilidad y a la razón a un terrorista
consumado.
Y fue así como empezamos a acicalamos para ser del agrado de aquellas
personas de las que sabíamos perfectamente que se dedicaban al tráfico de
drogas, cuando pensábamos que podrían introducimos en esas redes
terroristas. Si tratar con gente como ésa era el precio que teníamos que pagar

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para infiltramos y poder evitar así un buen día que lanzasen un coche-bomba
contra una de nuestras Embajadas, era ése, desde luego, el precio que
estábamos dispuestos a pagar.
Ésos fueron, por tanto, los criterios por los que me regí a la hora de dar
respuesta a la solicitud de asesoramiento que había recibido, por cable, de
Noriega. «Siga adelante y preste al abogado de Ochoa toda la ayuda que
pueda», le comuniqué. Si su ayuda contribuía a lograr la liberación de la
chica, eso sólo podría aportar beneficios a sus relaciones con los
narcotraficantes de Medellín. Y a la larga, aquello no podría menos que
redundar en provecho nuestro.
Era evidente que el señor Bateman y sus camaradas habían introducido la
mano en un avispero. Jorge Luis Ochoa logró reunir a todos los
narcotraficantes importantes de la ciudad y celebró un conclave que marcó el
comienzo del cartel de la droga en Medellín. Los allí reunidos ofrecieron una
recompensa de siete millones de dólares y fundaron una mancomunidad de
más de un millar de pistoleros, integrados en una organización que recibió el
nombre de Muerte a los Secuestradores, MAS. Se dedicaron entonces a
exterminar a los guerrilleros del M-19 del señor Bateman, con una ferocidad
tan sólo comparable a la que despliegan todos los años nuestros primos
hermanos escoceses cuando se dedican a abatir a tiros a los lagópodos de sus
tierras altas tras las festividades del Glorioso Doce de Agosto.
Finalmente, Marta Ochoa fue puesta en libertad, sana y salva, unos cinco
meses después, tras el pago, en algún lugar cercano, de un rescate de un
millón doscientos mil dólares. Se rumoreaba en aquellos tiempos que Noriega
había escamoteado trescientos mil dólares del rescate, antes de que fuese
entregado el dinero, en concepto de comisión por sus servicios, algo de lo que
dudo mucho que sorprendiese o molestase a las buenas gentes de Medellín.
Había un dicho que comenzaba a circular en aquellos días: «Un gorrión no
puede caer del cielo en Panamá sin que Noriega se saque una buena tajada de
sus plumas».
Y como habría de demostrarse en el futuro, los gorriones no serían la
única cosa que no podría caer de los cielos panameños sin que
CP/BARRERA/7-7 se sacase su buena tajada.

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Libro tercero

UN PRIMOROSO POLVO BLANCO

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LAS CINTAS DE LIND
Extracto n.º 4

Al igual que el resto de la localidad de Miami Beach, el «Hotel


Fontainebleau» —Fountain Blue, tal como suele pronunciarse—, es una dama
marchita, una beldad envejecida que necesita una buena cirugía estética en el
rostro y algo más que unos cuantos retoques en las carnes fofas de su talle.
Durante la temporada alta, en los meses de enero, febrero y marzo, todavía es
capaz de atraer a los ancianos miembros de las clases adineradas del Norte,
pero su joven prole ya hace tiempo que ha abandonado sus playas para ir a
esquiar en las laderas de Colorado o a divertirse en uno de los transatlánticos
que realizan cruceros por el Caribe.
Mientras me paseaba por el vestíbulo en una mañana de marzo de 1982,
me di cuenta de repente de que la clase de los cincuentones representaba la
auténtica flor de la juventud en el «Fontainebleau». Bajé por las escaleras
hasta las arcadas de la zona comercial en busca de una floristería. Se llamaba
«Florarte».
El propietario no advirtió mi llegada. Estaba ocupado en describir a una
dama de cabellos teñidos con reflejos azules las magnificencias del ramo de
gardenias y orquídeas que le iba a preparar para la cena que pensaba organizar
la señora esa noche.
—¡Qué flores tan maravillosas tiene! —exclamó la mujer, con afectación.
—Me llegan frescas cada día de Bogotá —le aseguró con visible orgullo
el propietario, mientras yo me volvía para contemplar la cámara frigorífica en
que exhibía sus mercancías. Su asistenta, una dama latinoamericana que
llevaba una bata muy ajustada, se me acercó y me preguntó si podía ayudarme
en algo.
—Gracias —le dije—, pero esperaré a que el jefe quede libre.
Seguí con la mirada sus ondeantes nalgas mientras regresaba
sigilosamente a su mesa de trabajo. De la pared que estaba detrás de la mesa

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colgaba un viejo retrato en sepia de José Martí, el santo patrón de la
independencia cubana. Estaba escoltado por un par de diplomas enmarcados.
En el primero se daba fe de los servicios que había prestado el propietario en
la Brigada 2506, la Brigada Cubana, que había desembarcado en Bahía de
Cochinos; el segundo, extendido por la Asociación Cubano-Estadounidense
de Florida del Sur, daba testimonio de los servicios prestados por don Felipe
Santiago Nadal como «combatiente infatigable por la libertad de su amada
patria».
Cuando Nadal hubo terminado con la dama de los reflejos azules, se
dirigió hacia mí.
—¿Puedo servirle en algo, caballero? —me preguntó.
Me di la vuelta y le sonreí.
—¡Juanito! —exclamó—. ¡Pero, hombre!
Y entonces me envolvió en un fuerte abrazo de oso a la latinoamericana
que casi me parte las costillas.
—¿Cuánto tiempo habrá pasado? —preguntó—. ¿Diez años? No has
cambiado nada. Nada en absoluto. ¿Qué te trae de vuelta a Miami?
—Tú —le dije.
Y al oír eso, las luces empezaron a destellar en la ágil mente de Felipe
Nadal.
—¿Trabajo? ¿Volveremos a trabajar?
—Salgamos, Felipe —le sugerí—, vayamos a tomar un café.
Felipe era uno de nuestros alcus —«Agentes Latinoamericanos
Controlados Unilateralmente»—, de hecho, un ejemplo más bien típico de esa
clase especial de hombres. Había nacido en la ciudad cubana de Cienfuegos,
estudió Física en la Universidad de La Habana y salió huyendo de la isla en
1961, tras haberse liado a tortazos con un barbudo, uno de los secuaces de
Fidel Castro. Cuando arribó a nuestras costas, se alistó en la Brigada 2506,
pero acabó en un batallón que tenía previsto desembarcar en Guatemala.
Y como Felipe era joven, sagaz y ardía en deseos de expulsar a los
comunistas de su patria, la base de la CIA en Miami lo incorporó como
empleado contratado cuando recibió su licenciamiento de la Brigada 2506.
Pasó por el mismo entrenamiento básico que impartíamos a todos nuestros
mercenarios cubanos nacionalizados, lo típico para situaciones de baja
intensidad conflictiva, como nociones sobre el manejo de armas y explosivos,
paso ilegal de fronteras y cursillos de supervivencia. Fundamentalmente, se
trataba de una instrucción unilateral, sobre municiones y bombas, sin mucha
preocupación por los tipos de control que se supone que han de rodear tales

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actividades. Todo era muy sencillo con la mayoría de nuestros alcus. Solían
distinguirse por su estrechez de miras en los asuntos políticos: haced la puñeta
a Fidel y no perdáis una buena cantidad de tiempo pensando en las
consecuencias legales de los métodos que utilizáis.
Esos alcus constituían una mancomunidad de trabajo altamente
especializada, a la que podía recurrir la CIA para sus operaciones secretas
cada vez que los necesitara: chóferes, pilotos, instructores de armas ligeras y
explosivos, patronos de las embarcaciones que llevaban a Cuba y sacaban de
la isla a nuestros agentes y a nuestros equipos de sabotaje. Los contratábamos
por un período de seis meses a un año, y cuando terminaban su trabajo para
nosotros, volvían a la Pequeña Habana de Miami —el «Sector 60» la
llamaban los policías—, donde volvían a trabajar en las gasolineras o en los
bares o en cualquier otro sitio hasta que eran llamados nuevamente a filas.
Por el bien de la causa, amortiguábamos los períodos de inactividad con
un anticipo mensual sobre los honorarios de unos trescientos a quinientos
dólares, pagaderos al contado y libres de impuestos, con el fin de mantenerlos
contentos y a disposición. En los tiempos en que las actividades de la
«JM/OLEAJE» —que tal era la designación en clave de nuestra base en
Miami— estaban en su apogeo, la gente solía decir en broma que todos los
cubanos de Miami o bien eran empleados de la CIA, o deseaban estar
empleados en la CIA, o querían hacer creer a los demás que eran empleados
de la CIA.
La trayectoria de Felipe había sido completamente típica. Había
comenzado trabajando en nuestro servicio de transporte marítimo, llevando
armas y gente hasta las costas cubanas, primero desde Alligator Key, luego
desde una espléndida mansión que teníamos en Riviera Drive, cerca de la
autopista Ponce de León, en Coral Gables.
Merece la pena señalar aquí que los patrones de nuestras embarcaciones
—no sé si Felipe se contaría entre ellos— no tardarían mucho en darse cuenta
de que los funcionarios del Servicio de Aduanas de Miami acababan
padeciendo de tortícolis de tanto mirar hacia otra parte cada vez que nuestros
botes pasaban por delante de ellos. Y una vez sabido esto, tan sólo se requería
un mínimo de esfuerzo de imaginación para advertir que sería una buena idea
atracar en alguna de las islas, durante el viaje de regreso, con el fin de cargar
algunos fardos de marihuana. Esa práctica llegó a convertirse para muchos
alcus en parte integrante del trabajo, tácitamente aceptada, en una especie de
arancel peligroso, ante el cual, nuestra base en Miami hacía la vista gorda tal
como exigían las circunstancias.

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Felipe realizó algunos trabajos para nosotros en el lago Tanganyika, en el
Congo, sirvió durante algún tiempo en Vietnam y cumplió durante tres años
con sus obligaciones en el contrato que le habíamos facilitado con el DISIP,
el Servicio de Seguridad venezolano. Desde 1978 había estado dirigiendo su
floristería en el «Fontainebleau».
Nos dirigimos a una de las cafeterías del hotel, ocupamos una mesita
apartada y pedimos dos cafés expresos.
—¡Demonios, Juanito! —me dijo, apretándome la mano afectuosamente
(«Juanito» era la versión españolizada de «Jack», que utilizaban nuestros
alcus conmigo cuando trabajábamos juntos)—. Te ves muy bien, hombre,
realmente bien.
Hizo un gesto con la mano, señalando mis cabellos rubios, una cualidad
que, combinada con mi español fluido, siempre había divertido a mis amigos
cubanos, cuyos cabellos eran negros.
—Chico, sigues siendo de oro puro. ¿Por qué no tienes canas? ¿Es que las
jovencitas no te causan problemas?
«Bien podría haber una en Panamá que me los causara —pensé—, pero,
afortunadamente, me las he arreglado para poner entre nosotros algo de
tiempo y distancia».
—Ya me conoces, Felipe —repliqué, sonriéndole—. Soy un gringo, ¿no
lo recuerdas? Un esposo fiel.
Felipe hizo una mueca, indicándome lo desagradable que le resultaba esa
actitud ante el matrimonio.
—¿Oye —me preguntó—, y cómo está Hinckley? ¿Siguen utilizando a
ese jodido que lleva hielo en las venas en vez de sangre?
Hinckley había dirigido la base de Miami antes de partir para el Sudeste
asiático. Su conducta glacial no había servido precisamente para congraciarle
con nuestros fogosos alcus.
—Por supuesto. Ahora es un pez gordo. Aunque aún no sabe lo que es
reír.
Felipe se inclinó hacia delante y bajó el tono de su voz en unos cuantos
decibelios, una señal certera de que estaba a punto de revelarme un secreto.
Para los cubanos, los secretos suelen ser pequeñas informaciones destinadas a
ser compartidas, siempre y cuando el hecho de compartirlas sirva para realzar
la estimación del narrador ante su interlocutor.
—Fue aquí, en este mismo hotel —me susurró—, arriba, en la habitación
814, donde Hinckley dio a Santo Trafficante y a uno de sus tipos las píldoras
para Fidel. ¿Recuerdas? Aquellas destinadas a matar a ese hijo de puta.

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El pobre Felipe meneó tristemente la cabeza al recordar aquel intento
fallido para librar a su patria de la miseria.
—¿Cómo lo sabes?
—El otro tipo que estaba presente me lo contó hará un par de años.
¿Cómo coño se llamaba? —se preguntó Felipe, dándose un puñetazo en la
cabeza—. Mi memoria es algo terrible. El tipo tenía sólo cuatro dedos en la
mano izquierda. En fin, ¿qué se está cocinando? ¿Entraremos en acción?
—Puede ser. Voy a necesitar a algunas personas para que me ayuden a
transportar armas. Clandestinamente. Habrá que inspeccionarlas, asegurarse
de que están en buen estado, embalarlas de nuevo y hacerlas llegar a nuestros
clientes.
—¿A dónde?
—Centroamérica.
—¿Por la causa?
La causa era la liberación de Cuba del yugo de Castro.
—Sí —contesté—, indirectamente, pero sí.
—Soy tu hombre, Juanito. Tú me das las órdenes y yo las cumpliré.
—¿Te acuerdas de aquella compañía llamada «Biscayne Financial
Services», situada en el Biscayne Boulevard?
Se trataba de una compañía tapadera de la Agencia, que habíamos
utilizado para pagar a nuestros alcus y proporcionarles carnets de identidad
falsos, documentos, pasaportes y todo cuanto pudiesen necesitar en sus
misiones.
—Claro.
—Me pondré en contacto contigo dentro de uno o dos meses. Cuando te
diga que las rosas están listas para ser enviadas, irás a ver a los de Biscayne.
Ellos te facilitarán el dinero que necesites para empezar y la documentación
para que puedas moverte. Cuando vayas a verlos, te comunicarán a dónde
tendrás que trasladarte y qué será lo que tienes que hacer.
—¿Cuánto supones que se prolongará eso?
—No es fácil decirlo, Felipe. ¿Un año? ¿Dos, tres? Recibirás las dietas y
diez mil dólares mensuales en el extranjero, por lo que no habrás de
preocuparte por tus ingresos. ¿Puedes dejar tu negocio solo durante tanto
tiempo?
—¿Por la causa? No hay ningún problema, hombre, ningún problema.

Mi siguiente parada fue Victoria, en Texas, una pequeña localidad situada


en un cruce de carreteras al oeste de Houston, a unas horas de distancia en

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coche desde esa ciudad. Fue relativamente fácil encontrar lo que andaba
buscando: el aeropuerto municipal. Pensé que sería muy fácil encontrar
cualquier cosa en Victoria. Una vez allí, descubrí mi contraseña, el letrero de
«Albright’s Aerial Services» que colgaba sobre la puerta del hangar de un
avión.
La puerta de la oficina estaba abierta. El propietario se encontraba dentro,
retrepado cómodamente en su asiento, con las piernas extendidas y las botas
descansando sobre su escritorio, ocultos los ojos bajo un enorme sombrero de
ala ancha, emitiendo unos extraños ronquidos por sus fosas nasales mientras
se echaba una siestecita bajo el calor abrasador del mediodía. Se trataba de
Ray Albright, el piloto de la «Air America» con quien había volado a Long
Tien en 1968, un poquitín más gordo, y su rostro —o al menos, la parte del
mismo que quedaba a la vista—, algo más inflado que en aquellos tiempos.
—¡Hola! —grité—. ¿Hay alguien en casa?
Ray pegó un respingo, se echó hacia atrás el sombrero, con una
indiferencia que nada decía a favor de su espíritu empresarial, y se me quedó
mirando con expresión de asombro. Era evidente que me había reconocido,
pero todavía no había sido capaz de recordar exactamente dónde nos
habíamos conocido.
—¿No le conozco de alguna parte? —me preguntó.
—Vientiane, 1968.
—¡Coño, sí! Eres aquel tipo de las armas al que conocí en el «Rosa» la
noche en que mataron al pobre Billy Bob. ¿Cómo era que te llamabas?
—En aquel entonces me llamaba Pete, Pete Tuttle.
Ray quitó los pies de la mesa, dando un porrazo en el suelo con sus botas
tejanas. Abrió un pequeño frigorífico que tenía detrás del escritorio, sacó un
bote de cerveza y me lo dio.
—¡Échate un buen trago, Petey!
Se sacó otra lata para él, la abrió, la vació casi de un trago y luego se
enjugó los labios con la palma de la mano.
—¡Qué días aquéllos! ¿No te parece?
—¿Llegasteis a saber qué fue lo que le ocurrió a Billy Bob? —le
pregunté.
—No. Lo que sí recuerdo es que se relacionaba con alguna gente con la
que no era nada bueno relacionarse.
—¿Cómo te va el negocio? —le pregunté, señalando con mi lata de
cerveza el aeropuerto municipal de Victoria, que, según todas las apariencias,
estaba desierto.

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—¡Jodido!
Ray me indicó el «Cessna» que tenía en el hangar.
—Ése es mi negocio. Hago vuelos chárter a Houston o a Dallas Fort
Worth. También a la ciudad de Oklahoma, cuando pescamos un buen equipo
de fútbol por aquí. Doy clases de vuelo a un par de amas de casa. Lo malo es
que tengo que follarme a la mitad para hacer que no pierdan el interés por
volar.
Ray había sido una víctima del fallecimiento de la «Air America» cuando
terminó la guerra del Vietnam. Los vínculos de la compañía aérea con la CIA
se habían convertido en un secreto a voces, por lo que aquella operación se
tomó onerosa. La clausuramos y vendimos los mejores aviones, a precio de
saldo, a un puñado de compañías —como la «Southern Air Transport», la
«Evergreen Air» y la «Pacific Air»— con las que manteníamos relaciones o
que estaban dirigidas por antiguos oficiales del Ejército que nos seguían
siendo fieles. La gente como Ray y su alegre pandilla de Laos había sido
enviada a realizar actividades más mundanas y menos provechosas, como
parecía ser la suya, o se dedicaba a la fumigación aérea.
—Y bien, Petey, ¿qué te trae por estos rincones olvidados de Dios? —me
preguntó.
—Tú.
—¿Yo? —exclamó Ray, soltando la carcajada.
—Sí. Trabajo para los tipos que detentaban la propiedad de tu compañía
aérea. Para los propietarios de verdad, quiero decir.
—¡Arrea! —dijo Ray, dando un silbido—. Por eso es por lo que te
permitieron volar a Long Tien conmigo.
—Exactamente. Andamos buscando un par de buenos pilotos para que
nos hagan algunos vuelos de lo más interesantes.
—Ya me conoces, Petey. Llevaré la cagada de un camello y se la dejaré
caer en el culo a un oso polar con tal de que el precio sea justo. ¿Y a dónde
serán esos vuelos, si no importa que te lo pregunte?
—A la América Central. Al Caribe.
—Bellos países los de por ahí, según he oído decir. ¿Crees que habrá
algunos locales como el «Rosa» donde un hombre se pueda divertir por las
noches? —preguntó, riéndose a carcajadas—. ¿Te acuerdas de Aw, de aquella
chiquilla traviesa? ¿No era un caso serio?
—¡Oh, sí! —contesté, sonriéndome al recordar con placer aquellas lejanas
noches—. Y dime, ¿aún mantienes contacto con tu vieja pandilla de la «Air
America»?

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—¡Demonios, claro! Con cuatro o cinco de nosotros, salimos con mucha
frecuencia a pasamos una noche en Las Vegas o un sitio de ésos.
—Pues bien, haz correr la voz. ¿Has oído hablar alguna vez de la
«Southern Air Transport»?
—Ese nombre me suena de algo.
—En algunos meses se pondrán en contacto contigo. Te dirán todos los
detalles.
—Estaré aquí. ¿Qué transportaremos?
—Será mejor que dejemos eso para cuando llegue el momento.
—No hay problema, Petey.
—Jack —repuse, sonriendo—. Ahora me llamo Jack.

NUEVA YORK

—¿Sabes lo que pienso, Kevin? Creo que ese tipo te está tomando el pelo.
Kevin Grady esbozó la típica sonrisa de resignación del hombre que se ha
pasado la mayor parte de su vida batallando con los resistentes molinos de
viento de la burocracia federal y que ahora sólo puede reaccionar ante ese
nuevo desafío con una actitud rayana en la indiferencia. El que así le hablaba
era su jefe, Richie Cagnia, el supervisor del Grupo VI de la central
neoyorquina de la DEA, la unidad de investigaciones en la que trabajaba
Grady.
—Richie —aseguró Grady a su jefe—, está haciendo por nosotros cuanto
puede. No es más que un pobre diablo al que tienen agarrado por los cojones
y que ahora no sabe cómo impedir que le trituren los huevos.
—Es un imbécil, claro está —asintió Cagnia.
El caballero cuyo intelecto ambos tenían en tan baja estima era Dick
Schumacher, el piloto de la «American Airlines» a quien Grady, disfrazado de
Alfie Westin, había arrestado cuando transportaba un cargamento de cocaína
a una región del norte de Georgia y al que luego había convencido para que se
convirtiese en informante.
—Cualquiera que se enfrente a veinticinco años de prisión porque es
incapaz de conservar la polla dentro de sus calzoncillos tiene que ser un tonto
de capirote. El caso es —dijo Cagnia, agitando un pliego en la mano— que no
puedo presentarme en el despacho del juez Parker e interceder por el tipo con
lo que tenemos aquí. Esto no es más que un montón de paja.
Depositó el pliego sobre el escritorio de Grady.
—¡Vamos, lee esta cosa de nuevo!

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Esa «cosa» estaba clasificada como «Expediente G3-82-0003».
Representaba la quintaesencia de la información que Kevin había podido
sacar a Schumacher sobre el hombre que tenía ahora el honor de ser
merecedor de un expediente, un caballero al que se conocía por «Raymond
Marcello, alias Ramón».

La información recibida por SG3-82-0049 (este número era el


código de informante que Grady había asignado a su piloto de la
«American Airlines») indica que Raymond Marcello, un ciudadano
estadounidense que reside en dirección desconocida en algún lugar de
Colombia, América del Sur, está activamente implicado en el
transporte de cargamentos de cocaína, de muchos centenares de
kilogramos, a Estados Unidos. SG3-82-0049 conoció a Marcello, en
octubre del pasado año, en Medellín, Colombia, Sudamérica, donde
Marcello estaba asociado a un grupo de narcotraficantes colombianos
que estaban preparando un envío de unos quinientos kilogramos de
cocaína a Estados Unidos. Marcello preguntó a SG3-82-0049 si podía
encontrarle un piloto que pudiese llevar un segundo cargamento de
cocaína a Estados Unidos y si le podría proporcionar una pista de
aterrizaje segura para descargarlo. SG3-82-0049 afirma que Marcello
habla el español fluidamente y que le dijo que eso era debido a que
tenía una esposa colombiana y a que llevaba viviendo en Colombia
varios años. SG3-82-0049 certifica que Marcello parece ser un
hombre al que sus socios colombianos han aceptado
incondicionalmente y en quien confían ciegamente, pese al hecho de
que era un estadounidense. Marcello es una persona del sexo
masculino, de piel blanca, de unos cuarenta años de edad
aproximadamente, mide 1,78 m de estatura, pesa 72 kilogramos y
tiene el pelo negro y rizado, algo canoso en las sienes. Es NADDIS-
negativo. (Esto significaba que no aparecía en la memoria del
ordenador central de la DEA, donde estaban registrados los
narcotraficantes conocidos y los sospechosos de serlo). El sospechoso
no ha podido ser identificado hasta el presente. Hemos abierto una
investigación sobre la base de las informaciones que podamos ir
recibiendo.

—¡Vamos, Kev! —dijo Cagnia—. ¿Qué se supone que iba a hacer ese
granuja de Schumacher si encontraba un piloto y un aeródromo para Ramón?
¿Está acaso explicado eso aquí? ¿Qué se supone que debía de hacer? ¿Volver

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a Medellín, apostarse en una esquina y gritar: ¡Eeeehhhh, Ramón! ¡Tengo un
piloto para ti!? Ese tal Ramón tiene que haber dado a tu piloto de la
«American Airlines» un punto de contacto en alguna parte. Un número de
teléfono al que poder llamar. Algo. ¿Dónde está? Te lo está ocultando.
—Me ha jurado que no acordaron nada porque no tenía la intención de
seguir en el asunto.
—¡Maldita sea, Kev! Créete eso y te creerás también que el ayatollah
Jomeini es el padre confesor de la madre Teresa de Calcuta. No quiere
desembuchar, eso es todo.
—Bien, a pesar de todo, le creo —insistió Grady—, es lo que siento hacia
ese tipo, esa especie de presentimiento del policía irlandés de la calle, del que
tanto solíamos hablar, ¿lo recuerdas?
Cagnia lanzó una mirada de auxilio a Ella Jean Ramson, que también
trabajaba en el caso.
—Kev, Kev. ¿Qué es la primera cosa que te enseñaron en la academia de
Policía? ¿No fue acaso que jamás deberías fiarte de una corazonada? ¡Jamás,
jamás!
—Richie, en este asombroso mundo de las drogas, jamás decimos jamás.
Quiero que ese tal Ramón sea procesado. Ése es el único modo en que puedo
mantener abierto este caso. Y si logro que sea procesado, lograré también que
mi piloto de la «American Airlines» vaya a declarar ante un gran jurado. Es
por eso por lo que quiero mantenerlo contento.
Cagnia se volvió nuevamente hacia Ella Jean.
—¿Has hablado con ese piloto?
—Un par de veces, sí.
—¿Y qué impresión te da?
—Coincido con Kevin. Creo que es un conejito espantado y que está
cantando todo lo que sabe.
—Kev —dijo Cagnia, dando un suspiro—, aquí entre compañeros, ¿a
cuento de qué estamos haciendo todo esto? ¿Por qué te martirizas tanto por
ese tal Ramón? Quiero decir que es posible que no nos volvamos a topar con
ese individuo. Y si eso ocurriera, a lo mejor podría ser dentro de cinco años.
¿Por qué estamos desperdiciando nuestro tiempo ahora?
—Richie, ¿quién puede saber en nuestra profesión cuándo daremos en el
blanco? Dime algo que podamos hacer y que proporcione a todo el mundo,
desde el funcionario administrativo hasta el fiscal general del Estado, un
orgasmo instantáneo.

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—Dudo mucho que el fiscal general del Estado sepa lo que es un
orgasmo, Kevin —replicó Cagnia, volviéndose hacia Ella Jean—. Y
perdóname por ser tan grosero.
—La tosquedad al servicio de la exactitud no es un pecado —apuntó la
joven, sonriéndose.
Kevin no les hizo caso.
—Desde que esos tipos fundaron su llamado cartel de Medellín, nos
estamos ahogando en un mar de polvo blanco. Jamás habíamos tenido tanta
droga como ahora. Los guetos de los bajos fondos de las ciudades son los
únicos lugares que no han sido afectados.
—Pero, hombre, a cien dólares el chute, ¿cómo piensas que esos pobres
diablos se van a hacer con la sustancia? —preguntó Ella Jean.
—No lo sé. Tal como yo lo veo, ésa es la única bienaventuranza que tiene
la pobreza, y roguemos a Dios para que las cosas sigan de ese modo. Pero lo
que quería decir es que lo mejor que podemos hacer ahora, sin ningún género
de dudas, es infiltrarnos entre esos tipos de Medellín. Colocarle un espía a
Pablo Escobar en su mismo plato sopero.
—¿Y tú estás lo suficientemente loco como para permanecer
cómodamente sentado y sugerirme —replicó Cagnia— que podríamos lograr
eso con ese fulano que a lo mejor se llama Ramón y del que tan sólo sabemos
que trafica con los cargamentos? ¿Que puede ser estadounidense o que bien
puede no serlo? ¿Cuyo nombre verdadero a lo mejor es Marcello o a lo mejor
no lo es? ¿Que vive en algún lugar, del que no tenemos ni la más remota idea,
de Colombia, que es un país muy grande?
»¡Olvídate del tipo, Kev! —rezongó Cagnia—. Admiro tu tenacidad, pero
deja que tu piloto cumpla sus veinticinco añitos. Se los ha ganado.
Dediquémonos a otra cosa. ¡Fíjate, ni siquiera podemos saber si existe
realmente ese tal Ramón o si el piloto se lo ha inventado para con ello reducir
en algo su condena!
—¡Oh, no, ese tipo existe de verdad, Richie!
Cagnia se levantó de su asiento y se dirigió a la ventana para contemplar
el Hudson.
—¿Acaso los dos tenéis algo reservado para vuestro tío Richie? —
preguntó.
Grady miró a Ella Jean, luego abrió la gaveta de su escritorio y sacó una
negra carpetita de anillas.
—Ella Jean y yo hemos estado haciendo un poco de pluriempleo. Nuestro
amigo Marcello nació en Ardmore, Pensilvania. El padre es cirujano. Un

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caballero muy acaudalado y distinguido. Una hermana, abogada y con uno de
esos bufetes encopetados del elegante distrito residencial de Main Line, en
Filadelfia. Fue a la «Milton Academy», en las afueras de Boston, una de esas
lujosas escuelas privadas de Nueva Inglaterra que costó al papá veinte mil
dólares al año. Se graduó en el Lafayette College de Easton, Pensilvania, en
1969. Un estudiante mediocre. Se convirtió en uno de esos bichos raros y
estrafalarios que se dejaban crecer las melenas en los años sesenta. Dirigió un
conjunto de rock llamado «No hay Salida» y se destacó en la campaña
antibelicista. Conocido por sus actividades por nuestros primos del FBI, fue
arrestado en dos manifestaciones en contra de la guerra, una en New Haven,
Connecticut, y otra frente al Pentágono. Obtuvo la libertad condicional en
ambas ocasiones. Fue detenido por vender hierba a un policía secreto en
Easton, Pensilvania. Salió con seis meses de libertad condicional debido a que
el padre, al parecer, era amigo del juez. Se marchó a Bogotá, Colombia, en
1970. Volvió a nuestro país en 1976, donde se quedó unos seis meses, ya
casado con una tal Lucinda Rodríguez, de nacionalidad colombiana. Trabajó
durante seis meses como agente de la propiedad inmobiliaria para los Green
Doors Realtors de Rehovoth Beach, en el litoral de Maryland. Y luego, en un
arrebato repentino, lo abandonó todo y regresó a Colombia. Nada más
sabíamos de él desde entonces. Hasta que nuestro piloto se tropieza con él,
cuando ya se estaba dedicando a organizar los transportes de droga para el
cartel, eso es todo.
—Bien, parejita, os habéis documentado. Pero, decidme una cosa antes
que nada, ¿por qué os guardáis todo ese excelente material en la gaveta? ¿Por
qué no lo ponéis en un Seis, para que pueda enseñárselo al ayudante del fiscal
general del Estado y se lo pueda poner sobre la mesa al juez Parker?
—Quiero a ese tipo para mí solo, Richie. No quiero que nadie le siga los
pasos. Una vez que hayamos puesto en los archivos toda esa información
confidencial, ¿quién sabe si alguna otra agencia gubernamental no se interesa
también por él?
Desde que había descubierto que la CIA daba cobertura a la operación de
tráfico de heroína en Laos, Grady se había vuelto bastante paranoico en todo
lo relacionado con los hermanos mayores de Langley. Y como se suponía
oficialmente que Marcello tenía su domicilio fuera del territorio de Estados
Unidos, Grady sabía que cualquier información sobre su persona, que fuese
registrada burocráticamente en los archivos de la DEA, iría a parar de un
modo automático a manos de la CIA. Y de momento, no era ése precisamente
el lugar más adecuado al que Kevin desease que fuese a parar esa

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información. Cerró su carpetita y la volvió a guardar en la gaveta de su
escritorio.
—Fíjate, Richie —dijo a su jefe—, jamás lograremos infiltramos en el
cartel mediante un colombiano, ¿estás de acuerdo conmigo?
—Es muy poco probable, desde luego.
—Tan poco probable como utilizar al fiscal general del Estado para
introducimos en el mundo del hampa. La única posibilidad que tenemos es
con un estadounidense. Es evidente que con un estadounidense dispondríamos
de una gran baza. Pero, por encima de todo, ha de ser un estadounidense que
goce realmente de la confianza de esos colombianos. Ya sabes cómo operan.
Quieren tener a mano a la familia de cualquier colaborador, para asegurarse
de que les será fiel. Por regla general, no se fían de ningún estadounidense,
pero quizá, tan sólo quizá, confían en un estadounidense que está casado con
una colombiana y que tiene unos cuantos chiquillos a los que se puede poner
la mano encima, calurosa y afectuosamente, en caso de necesidad.
Cagnia silbó entre dientes.
—¡Vaya brutalidad, Kev!
—Se trata de un mundo brutal.
—Y por cierto —dijo el jefe—, si tu Ramón se dedica a hacer negocios
con esos angelitos de Medellín, tiene que saber cómo tratan a los soplones,
¿no es cierto? ¿Por qué habría de colaborar ante esa perspectiva?
Grady se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? No es más que una corazonada.
—En estos días pareces alimentarte tan sólo de corazonadas.
—Quizá. Pero pienso que ese tipo ha de ser blando. Un niño rico y
mimado. Una vida fácil, todo ese ambiente en la escuela. Se marcha de casa
para hacer de hippie, despotrica contra la guerra. ¿Por qué? Porque siempre
puede recurrir al dinero de papá. Lo pescan vendiendo hierba, pero papi le
salva el pellejo. Juraría que se ha ido a Colombia a dedicarse al negocio de la
droga porque se imagina que puede hacer fácilmente un montón de dinero y
que nadie habrá de ponerle jamás la mano encima. Quizá se la dé de duro,
pero apostaría a que por dentro es un blandengue.
—Lo estás presentando como un individuo francamente adorable.
De nuevo apareció en el rostro de Grady una risita forzada.
—Hay pocas cosas en este mundo, Richie, que me proporcionen mayor
placer que sentarme junto con tipos como ése y explicarles lo divertido que
resulta pasarse unos veinticinco añitos en una de nuestras preciosas
instituciones penitenciarias federales, donde, con algo de suerte, se ve el sol

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una sola vez al día. Luego le hablas de las grandes comodidades de que se
verá rodeado y de cómo habrá de echar de menos los días pasados con sus
compañeros en el casino de la residencia estudiantil. Se le quitarán las ganas
de vivir, engordará como un cerdo y no pensará más que en follarse a
jovencitos cuando no tenga otra cosa que hacer, lo que le ocurrirá durante el
noventa y nueve por ciento de su tiempo. Eso hace pensar a la gente, Richie.
Sobre todo a la gente con cerebro, que es lo que supongo que tendrá
probablemente nuestro amigo Ramón.
—Todo eso está muy bien, Kevin, pero recuerda que aunque logremos
que se abra una investigación, aún no sabemos dónde se encuentra ese
individuo. Es como contar con una posibilidad entre mil en las apuestas
irlandesas, sin saber siquiera dónde van a celebrar su maldita carrera de
caballos.
—Puede ser, Richie. Pero, quiero infiltrarme en el cartel, ¿qué otra
posibilidad mejor tenemos?

PLAYA DE CORONADO
Panamá

El «Piper Cheyenne» descendió en picado casi hasta el nivel de las crestas


de las olas a unos treinta kilómetros de la costa. Pasó luego en vuelo rasante
sobre las grisáceas aguas del Pacífico, como una enorme gaviota en busca de
su presa. Al fondo el piloto pudo divisar las cumbres de la costa y tras ellas la
marca visual que le servía de faro: los chapiteles gemelos de las altas y
lujosas torres de la playa francesa de Coronado.
La playa, a una hora en coche al norte de la ciudad de Panamá, era el
lugar de refugio donde pasaban sus fines de semana los ricachones. A la
izquierda, a unos tres kilómetros de distancia de aquellos edificios, se
encontraba el lugar de destino del piloto, la pequeña pista de aterrizaje que
utilizaban los propietarios de aquel lugar de veraneo para sus aviones
privados. Se volvió para echar una mirada al cargamento que llevaba en la
parte trasera del avión: una docena de macutos verdes de la Armada
estadounidense, que había cargado en el avión al amparo de la oscuridad
previa al amanecer en el rancho de Pablo Escobar, la «Hacienda Nápoles», a
treinta y cinco minutos de vuelo de Medellín. Para calmar su nerviosismo, se
puso a rezar entre dientes a la Virgen, una oración que había rescatado
precipitadamente de su memoria, sin pensar en lo inapropiado que resultaba

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invocar aquel santo nombre de mujer para que le ayudase a descargar
felizmente sus cuatrocientos kilogramos de cocaína.
A unos doscientos metros de la arena de la playa, se elevó para sobrevolar
las cumbres del litoral. Su cálculo había sido exacto. El aeródromo se
encontraba directamente frente a él y una pequeña furgoneta «Volkswagen»
de color rojizo le estaba esperando bajo los dorados rayos de la madrugada,
tal como le habían prometido.
Redujo la velocidad, aterrizó sobre la pista pavimentada y se deslizó por
ella en dirección a la furgoneta. Al llegar, giró en redondo y abrió la puerta de
su cabina. El trío de sus compañeros colombianos que le esperaban junto a la
camioneta se puso a descargar los macutos. El piloto no apagó el motor. Se
trataba de una operación de llegada y salida.
Cuando terminaron de descargar, uno de los hombres le cerró la puerta y
le hizo una señal con el pulgar de su puño, indicándole que podía despegar. El
piloto hizo rugir los motores y emprendió con su «Piper» el viaje de regreso,
por encima de la superficie gris del Pacífico.
No miró hacia atrás. De haberlo hecho, habría divisado los tres «Toyota»
de color verde olivo de las Fuerzas Armadas panameñas, con las luces
destellando en los techos, avanzando a toda velocidad hacia donde estaban los
hombres que habían descargado su avión.
El trío fue esposado y conducido al cercano cuartel de La Chorrera, donde
inmediatamente empezaron las palizas. Se las dieron de un modo sistemático
y desapasionado, bajo la desinteresada mirada de un oficial llamado Pedro:
primero en las espaldas y los riñones de cada uno con varas de bambú, luego
en los testículos y, para completar el trabajo, sendas docenas de formidables
puñetazos en el rostro.
Finalmente, con un gruñido, Pedro ordenó que dejasen de pegarles.
—Informaremos a vuestro jefe en Medellín que os puede recuperar —
anunció Pedro— por medio millón de dólares estadounidenses.
Los tres colombianos permanecieron en silencio. Ninguno de ellos sabía
si el sentimiento de lealtad de don Pablo Escobar para con sus empleados se
hundiría a la profundidad suficiente en su cuenta bancaria como para poder
satisfacer tales demandas.
—Decid a vuestro jefe cuando estéis de vuelta en Medellín que no es así
como se hacen las cosas por aquí —prosiguió Pedro—. Decidle que antes
tiene que acordar las cosas.
—¿Con quién? —balbuceó uno de los tres, moviendo con dificultad sus
hinchados y sanguinolentos labios.

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—Él ya lo sabe —replicó Pedro.

LETICIA
Colombia

La ciudad de Leticia está situada a orillas del Amazonas, a 3200


kilómetros del Atlántico, en el extremo más meridional de Colombia, en el
corazón de la reserva natural más grande del planeta, una zona que es a la vez
el sueño más dorado del ecologista y su peor pesadilla. Frente a Leticia, al
otro lado de la parda superficie del Amazonas —una franja de agua tan ancha,
que a duras penas se puede divisar a simple vista la orilla opuesta—, se
encuentra la ribera peruana. Si se baja por el bulevard Internacional, partiendo
desde el centro de la ciudad, y se cruza una frontera no marcada, en diez
minutos se estará en la localidad brasileña de Marco. Los buques mercantes
que llegan del océano remontan las dos mil millas que separan el Atlántico de
Leticia, repartiendo sus cargamentos por los embarcaderos, que penetran en el
río como los dedos descarnados de un esqueleto.
Ocultas bajo las negras aguas de los afluentes —transparentes en
comparación con el pardo oscuro del caudal principal—, se agitan las pirañas,
cuyos dientes pueden desgarrar la carne de la mano de un hombre antes de
que tenga tiempo de sacarla del agua. Allí el bagre que pescan los chiquillos
con cañas de bambú alcanza los cien kilogramos de peso.
Alrededor de Leticia, en un radio de centenares de kilómetros, las riberas
del Amazonas y de la tupida red de sus afluentes están abrigadas bajo un
exuberante manto de vegetación. La escasa vida humana de esas regiones es
pobre y primitiva: los ticuna van a pescar en sus piraguas al igual que lo han
estado haciendo desde hace siglos, deslizándose entre la alta maleza de las
orillas para arponear a los peces con sus lanzas dentadas.
Desde las alturas, la silueta del «Aero Commander» que sobrevolaba la
selva hubiese parecido una polilla revoloteando sobre una verde alfombra. El
piloto descendió hasta ciento cincuenta metros para poder apreciar mejor las
señales en la tierra que le guiarían a su destino, una angosta pista de aterrizaje
abierta en la espesura.
Guillermo Fernández, el piloto, tendría unos veintitrés años y no haría
mucho tiempo que se había graduado en la Escuela Nacional de Aviación
Civil colombiana. Trabajó algo menos de dos años en su profesión, pero

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ahora ganaba ya el doble de lo que había ganado como capitán de la
«Avianca», las líneas aéreas nacionales de Colombia.
Guillermo era un narcopiloto, un miembro de la selecta escuadrilla aérea
de Pablo Escobar. Los curiosos imperativos de la geografía habían convertido
esa inmensa y primitiva cuenca del Amazonas en sede de algunos de los
locales más esplendorosos y refinados del mundo. Era allí, en esas selvas
impenetrables, donde los magnates colombianos de la droga ocultaban los
laboratorios que transformaban la pasta cruda extraída de las hojas de coca
del Perú, Bolivia y Ecuador en un polvo blanco de gran pureza, compuesto de
cloruro de cocaína y destinado a cauterizar las fosas nasales de los
estadounidenses.
Los productos de las selvas de Leticia servían para saciar los apetitos de
los directivos de Wall Street y de las modelos que tenían por amantes, de los
productores y las estrellas de Hollywood, de los chulos de la South Side de
Chicago y de sus prostitutas de lujo, de los deportistas de la NBA, de la NFL
y de las grandes ligas, así como de sus fervientes admiradoras, de los
cantantes de rock y de sus orquestas. En las salas de juntas y en los talleres de
los artistas, en las discotecas y en los restaurantes, en los salones de las casas
y en los bares de Manhattan, de Beverly Hills, de East Hampton y Palm
Beach, en Aspen y en Las Vegas, doquiera estuviese esa generación de gente
rica de las clases alta y media, en su inmensa mayoría compuesta por
estadounidenses blancos, que había desarrollado un apetito insaciable por esa
golosina colombiana que entraba por la nariz, no había lugar alguno en que no
estuviesen presentes los productos de Leticia y de las selvas que la rodean.
Como consecuencia de esto, la región había experimentado un auge
súbito que hacía palidecer la importancia de la fiebre del caucho que en sus
tiempos llevó la prosperidad a la cuenca del Amazonas. De aquellos lugares
remotos de la selva había partido un auténtico maremoto de fino polvo
blanco, que había inundado las costas de Estados Unidos, creando una
industria floreciente, cuyas dimensiones financieras anuales se calculaban ya
en miles de millones de dólares.
Guillermo Fernández, un pequeño pero agradecido beneficiario de aquella
prosperidad repentina, era, al igual que la mayoría de los narcopilotos, un loco
del timón. Tenía que serlo. Los aviones que pilotaba iban siempre con exceso
de carga y falta de combustible. Y eso se debía a la más simple de las razones
económicas. Casi toda la «pasta básica» —la masa pardusca que se obtiene de
las hojas de coca— que llegaba a Leticia provenía de los valles peruanos del
alto Huallaga. Los valles estaban bajo el control de los guerrilleros de

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Sendero Luminoso, quienes imponían un arancel aéreo de quince mil dólares
para todos los vuelos en su territorio, tanto de llegada como de salida, dinero
este que tenía que ser pagado por transferencia telegráfica a una cuenta
bancaria en Panamá. Los senderistas eran la organización guerrillera más
viciosa del mundo, también la más opulenta.
Con el fin de aumentar al máximo sus ganancias en cada transporte aéreo
de droga, Escobar se preocupaba de que sus aviones llevasen tan sólo el
combustible justo para alcanzar su destino. El peso que se ahorraba era
destinado a cargar un par de sacos más de «pasta» en el avión.
Afortunadamente para Fernández, ese día el tiempo era soleado y los cielos
estaban despejados. Con la llegada de las lluvias venía también la época en
que un narcopiloto se forraba de dinero. Era entonces cuando las apretadas
cohortes de densos nubarrones avanzaban velozmente, tapando la visibilidad
a todo lo largo del río y envolviendo todo punto de referencia en una masa de
niebla gris, desprovista de horizonte. Dar con su aeródromo en tales
circunstancias era, para un piloto con mucha carga y poco combustible, como
jugar en el aire a la ruleta rusa.
Guillermo divisó los contornos de su primer punto de referencia: la isla
del Mono. Viró para salirse con su «Aero Commander» del espacio aéreo
peruano, sobrevoló el Amazonas y se puso a remontar la corriente por los
aires, a lo largo de la ribera colombiana, y mientras tanto fue inspeccionando
las desembocaduras de todos los afluentes hasta que encontró su siguiente
punto de referencia, un modesto arroyo tributario, en cuya desembocadura
había un angosto islote rocoso, dispuesto como la lengua de un lagarto,
saliendo del río pequeño para lamer al grande. Sobrevoló el afluente, río
arriba, conociéndose de memoria cada curva y cada recoveco.
Cuando encontró el punto que buscaba, dio un giro de doscientos treinta y
un grados, voló durante dos minutos y vio desde lo alto el tajo acogedor que
había abierto la pista en el suelo de la selva.
Y mientras Guillermo vigilaba, el personal de tierra acudió al avión para
descargar los sacos de «pasta». Un arroyuelo bordeaba la pista. Iba a
desembocar al afluente del Amazonas cuyo curso había seguido Guillermo
hasta el aeródromo. Oculta bajo el espeso follaje de la selva, que formaba una
arcada sobre el arroyo, se encontraba una lancha motora de fondo plano,
adonde llevaron la «pasta» de Guillermo.
Cuando terminaron de descargar, Guillermo regresó a Leticia para dejar
su «Aero Commander» en su pista de hierba, junto a otras docenas de aviones

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privados, que daban a aquel remoto aeropuerto del Amazonas el aspecto de
localidades como Gstaad o Aspen en plena temporada alta.
Cuando hubo despegado, el patrón y su tripulación, tras haber estibado la
carga, remontaron el Amazonas hasta llegar a otro afluente situado a unas
cinco millas. Tras navegar por él unos tres minutos el patrón dirigió su
embarcación contra lo que parecía ser una espesa muralla al borde de la selva.
Apagó los motores y emitió un sonido que era su mejor imitación del
chillido de un guacamayo. Desde algún lugar situado tras aquella muralla de
follaje llegó un graznido de respuesta. Luego, dos de las ramas se apartaron,
dejando el espacio justo para que pudiera deslizarse por él la lancha.
Tras la muralla de follaje había un canal que conducía a un atracadero
oculto bajo las inmensas ramas de un árbol del género Sweetia, tan vetusto
como enorme. Se accedía a la selva por una vereda de unos trescientos
metros, en la que había dos puentes. Ambos estaban minados. Más allá del
segundo puente, al amparo del manto de la selva, se alzaba un laboratorio de
elaboración de cocaína.
Dado los niveles que imperaban en el Amazonas, se trataba de una
empresa de mediano tamaño. Consistía en una media docena de cobertizos, de
piso de madera y techos de planchas onduladas de metal, cubiertos de ramas
como camuflaje. Había un dormitorio de hamacas colgadas, para los treinta
campesinos de la zona que trabajaban en el laboratorio; una choza para
guardar los alimentos; una choza donde se almacenaban los productos
químicos que se necesitaban para transformar la «pasta» en polvo de cloruro
de cocaína; una cabaña para los generadores diésel que suministraban la
corriente eléctrica al laboratorio y para las reservas de combustible; dos
cobertizos en los que se realizaba el proceso de conversión; y la selva
constituía las dependencias auxiliares.
—Cada vez que te internas en la selva a cagar, tienes que matar una
serpiente —tal era el lamento difundido entre los trabajadores del laboratorio
de Leticia.
El proceso químico que se llevaba a cabo en el laboratorio era
relativamente sencillo, pero exigía un gran rigor. Permitía un cierto margen de
error —mayor, por ejemplo, que en el proceso utilizado para convertir la
morfina base en heroína pura—, pero también era más peligroso. Algunos de
los productos químicos empleados, como el éter, el ácido sulfúrico, el ácido
clorhídrico, la acetona y el alcohol, eran altamente volátiles. Si no se acatan
las reglas que impone su uso, el resultado puede ser una explosión
devastadora.

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Sin embargo, lo más importante en el laboratorio no era la química, sino
la seguridad. Sus operaciones estaban regidas por reglas tan rígidas como las
que regulan la vida en un monasterio benedictino. Ante todo, la producción de
cada jornada de trabajo era recogida diariamente por el patrón que había
descargado la «pasta» del avión de Guillermo. El barquero la transportaba a la
«caleta», un lugar oculto bajo tierra, protegido con cemento y excavado en la
ladera de una montaña, no lejos del lugar donde Guillermo había aterrizado
con su «Aero Commander». Y de este modo, si el laboratorio era descubierto,
los «federales» tan sólo podrían confiscar la producción de un día. Nadie en el
laboratorio, con excepción del barquero, sabía dónde se encontraba la
«caleta».
Todos los productos químicos, el combustible, los equipos y la
maquinaria que se necesitaban en el laboratorio habían sido transportados a
sus cobertizos antes de que se permitiese a nadie la entrada al lugar. Los
treinta obreros campesinos y los seis guardias armados, encargados de la
vigilancia, habían llegado el día en que el laboratorio estaba listo para iniciar
su trabajo. Una vez allí, no se permitía salir ni entrar a nadie, con excepción
del patrón de la embarcación. Los empleados del laboratorio trabajaban en
dos tumos, lo que hacía veinticuatro horas al día y siete días a la semana. Tan
sólo cuando se había procesado el último gramo de «pasta», se pagaba a los
campesinos y se les permitía regresar a sus conucos en Leticia.
Para los «federales» y los agentes de la DEA, aquellas rígidas medidas de
seguridad hacían que el descubrir los laboratorios en la inmensidad de las
selvas amazónicas fuese una tarea desalentadora. Lo primero que hicieron fue
pedir ayuda tecnológica. Helicópteros equipados con sensores térmicos fueron
enviados a sobrevolar la selva a baja altura, tratando de registrar los vestigios
del calor producido por los aparatos de secado de los laboratorios.
Una vez que los helicópteros habían registrado los vestigios caloríficos, se
enviaba a la zona una patrulla paramilitar, que irrumpía a paso de carga con
las armas empuñadas y gritando a todo el mundo que levantase las manos. Por
desgracia, en la práctica mayoría de los casos, esos escuadrones no se
encontraban con un laboratorio en pleno rendimiento, sino con un grupo de
ticunas aterrorizados, sentados alrededor del fuego en que cocinaban su
comida.
Y fue así como la DEA recurrió a una táctica mucho más antigua que toda
la tecnología que habían introducido los narcotraficantes en la selva: a los
delatores. Los «federales» corrieron asiduamente la voz de que los gringos
darían dinero, mucho dinero, a cualquier campesino que les descubriese un

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laboratorio. Esas sumas, en relación al tamaño del laboratorio descubierto,
podían llegar a alcanzar los veinte mil dólares. Los campesinos se mataban
trabajando sus tierras para sacar unos cincuenta dólares al mes, doscientos si
trabajaban para un laboratorio, así que tales cantidades rayaban prácticamente
en lo inimaginable. Esa táctica había empezado a dar sus frutos. «Delator» se
convirtió en la palabra más obscena del vocabulario de don Pablo Escobar.

Había muy pocas cosas en esta vida que el piloto de Escobar, Guillermo
Fernández, ansiase con mayor deleite que pasarse una noche en Leticia. Era,
según se jactaban sus habitantes, Dodge City con palmeras tropicales. Todo el
mundo tenía dinero. Había pilotos de primera como Guillermo, los
«cocineros» de los laboratorios, sus propietarios, matones de Medellín y de
Cali, guardias que habían concluido sus trabajos y que ahora derrochaban lo
ganado con frenético placer; indios peruanos que se habían pasado dos
semanas remando por el Amazonas, conduciendo río abajo en su piragua unos
fardos de «pasta», y que ahora tenían en sus bolsillos más dinero junto del que
habían visto a lo largo de toda su vida.
Guillermo se colgó del cuello un pesado collar de oro macizo, se puso en
la muñeca su nuevo «Rollex Seamaster», se miró por última vez, con honda
admiración, en el espejo de la habitación de su hotel y salió a la calle bajo la
calurosa noche tropical.
Su primera parada fue en un prostíbulo, el «Monterrey», situado en el
bulevar Internacional y cuyas entradas estaban protegidas de la calle por una
tapia y un jardín. Su propietario, Juanito Sánchez, conocido en toda Leticia
como el Gringo Negro, solía vanagloriarse de que su establecimiento era «un
burdel conocido desde la Patagonia hasta París».
Sánchez era negro, efectivamente, tal como indicaba su apodo; era
oriundo de la ciudad marítima colombiana de Cartagena. El Gringo del apodo
se debía al hecho de que hablaba un inglés excelente, aunque altamente
coloquial, un talento que había logrado desarrollar cumpliendo una condena
de diez años, por asalto a mano armada, en la penitenciaría del Estado de
Nueva Jersey.
Para sorpresa de Guillermo, se había formado un pequeño corro de
personas evidentemente exaltadas ante las escaleras que conducían al
«Monterrey». El sargento mayor de la Policía de Leticia se encontraba
también allí junto con dos de sus hombres. El Gringo Negro estaba apostado
en el umbral de la puerta y se dirigía, gesticulando con gran excitación, a
alguien que estaba al otro lado. La puerta se abrió de par en par y dos de sus

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gorilas arrojaron escaleras abajo un cadáver cubierto de sangre, que rodó
hasta los pies de los tres policías.
—¡Vale, vale! —gritó el sargento al Gringo Negro—. ¿Qué demonios ha
ocurrido?
—Se enfadó cuando el camarero le presentó la cuenta. Dijo que el
camarero no le trataba con el suficiente respeto. Luego le apuntó con una
pistola. Y aquí, Enrico —prosiguió, señalando a uno de sus matones—, le
pegó un tiro antes de que pudiese disparar contra el camarero.
—¿Es cierto eso? —preguntó el sargento a Enrico.
—Lo juro por mi madre. Así fue, exactamente —contestó el matón.
El sargento se quedó mirando fijamente al grupito de personas que se
había reunido en lo alto de la escalera. Entre ellas se encontraba una joven
dama, que pertenecía claramente al establecimiento y que no dejaba de
sollozar por lo bajo, evidentemente apesadumbrada o bien por la pérdida del
hombre o por la del cliente potencial que había representado el muerto.
—¿Lo conocías? —preguntó el sargento.
—Estaba con él —murmuró la chica.
—¿Y fue eso lo que ocurrió?
—Sí, sí —asintió entre sollozos.
El sargento se volvió hacia sus dos policías.
—Bien —anunció—, lo someteremos a votación. ¿Se lo merecía, sí o no?
—Sí —contestó el primer policía.
—Sí —confirmó el compañero.
—Caso sobreseído —sentenció el sargento—. ¡Sácalo de aquí! —ordenó
al Gringo Negro.
Guillermo se sonrió. Se había hecho justicia al estilo de Leticia. Entró al
«Monterrey» y pasó al salón principal, una gran pista de baile, rodeada de
reservados en forma de arco. A la izquierda de la entrada se encontraba la
larga barra del bar.
El local estaba abarrotado. Había en la atmósfera un leve olorcillo a
pólvora, y junto a uno de los reservados, dos camareros estaban atareados en
limpiar la sangre del fallecido. Por lo demás, nada parecía indicar que se
acababa de cometer un asesinato.
Guillermo se dirigió al bar y pidió un coñac. Detrás de la barra, en los
estantes, apenas había un aguardiante, un whisky o un coñac conocidos que no
estuviesen allí almacenados. También se ofrecía champaña francés,
estadounidense y chileno, aun cuando las ventas de tales productos no eran
significativas. La multitud que acudía al «Monterrey» no era aficionada al

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champaña. Tampoco se servía cerveza en el establecimiento. El Gringo Negro
creía que había que mantener el buen nombre del local.
El piloto inspeccionó el recinto, en busca de una dama que estuviese libre
y a la altura de las exigencias que se había fijado para esa noche. Una cierta
discreción siempre resultaba conveniente al hacer la elección en el
«Monterrey». Ante la presteza con que salían a relucir las armas, hubiese sido
una insensatez abordar a una mujer a la que ya había puesto el ojo encima
alguno de los matones de la ciudad.
Las cincuenta chicas singulares que prestaban sus servicios en el
«Monterrey» habían sido reclutadas principalmente en Bogotá, Cali y
Medellín. Para completar sus filas y añadir un toque de exotismo a su
establecimiento, el Gringo había añadido una media docena de chicas de Río
de Janeiro. Contrataba personalmente a sus chicas. Era la parte de su trabajo
que más le agradaba.
Un pasillo que salía de la pista de baile conducía, al igual que el corredor
central de un motel, a una conejera de habitaciones situadas detrás del edificio
principal del «Monterrey». Cada chica tenía su propia habitación, que
disponía de una gran cama de matrimonio, un cuarto de baño perfectamente
equipado y un ventilador en el techo. El precio mínimo por los servicios de
una joven era de cinco mil pesos o cien dólares estadounidenses, de los que el
Gringo Negro se llevaba la mitad. Esa cantidad podía ser negociada, pero en
una sola dirección: hacia arriba. El Gringo Negro solía jactarse de que
algunas de sus chicas ganaban la bonita suma de un millón de pesos al mes.
Guillermo se encontraba bebiendo su coñac, cuando se le acercó una de
las chicas, una rubia con un peinado en forma de colmena y un vestido blanco
de seda, tan ceñido al cuerpo, que sólo podía desplazarse a menudos pasitos.
Le puso las dos manos en la entrepierna y le dirigió una mirada seductora.
—¿Nos divertimos en mi habitación? —le preguntó.
Guillermo le acarició las nalgas, en reciprocidad a su modo de
presentarse, y sopesó la proposición. Y mientras reflexionaba, advirtió por el
rabillo del ojo que el Gringo Negro se dirigía hacia él.
—¡Hola! —saludó, colocando afectuosamente la mano sobre el hombro
de Guillermo—. Me temo que lo que tienes ahí debajo va a tener que
quedarse por algún tiempo quietecito en sus calzoncillos. Tu jefe acaba de
telefonear desde Medellín. Quiere que vayas a verle… inmediatamente.

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MEDELLÍN
Colombia

De todos los grandes magnates de la droga cuyos nombres estaban


relacionados con la ciudad de Medellín, tan sólo uno era hijo oriundo de la
villa: Pablo Escobar. Escobar había nacido en una magnífica finca de ochenta
hectáreas, una «estancia» dedicada a la cría vacuna y caballar, situada en las
faldas de La Tabla, la alta meseta que rodeaba la ciudad y a donde se retiraba
la gente de bien para pasar sus fines de semana y sus vacaciones.
Desgraciadamente para Escobar, el hecho de que naciese en La Tabla no se
debió a que perteneciera a la casta gobernante. Nació allí porque daba la
casualidad de que su madre ejercía las funciones de criada en la mansión de
un hombre rico, mientras que su padre se encargaba del cuidado de los
animales de ese hombre.
Escobar ganó sus primeros millones de dólares mediante el más insólito
de los establecimientos: el camposanto. Saqueó cementerios al amparo de la
oscuridad, arrancando las lápidas de las tumbas y acarreándolas al taller de un
garaje. Allí raspaba las inscripciones, lijaba, lavaba y pulía hasta que el
mármol y el granito relucían como nuevos. Y luego, valiéndose de la sección
necrológica del periódico local y del adecuado porte y cara de circunstancias,
se dedicaba a vender sus piedras a los recientes desconsolados.
Amplió su comercio con el negocio de los coches robados. Y un buen día,
un amigo le pidió que transportase un camión lleno de «pasta básica» desde
Perú hasta Colombia. Pablo Escobar había encontrado su vocación. Jamás
daría marcha atrás.
Nadaba literalmente en dinero, que gastaba con alegre y ostentoso
desenfado. Su residencia favorita era la «Hacienda Nápoles», a tres horas de
vuelo de Medellín, sobre cuyo portalón de entrada había mandado montar los
restos del primero de sus aviones que se estrelló transportando droga. Era, en
cierto sentido, como si Henry Ford hubiese decidido colocar su primer
modelo de automóvil sobre la entrada de su finca de Bloomfield Hills.
La propiedad era tan inmensa, que contaba con más de ochenta kilómetros
de carretera y dos docenas de lagos artificiales. También se mandó construir
un zoológico, que hubiese sido el orgullo de cualquier ciudad de provincia
estadounidense o inglesa. Había elefantes, jirafas, hipopótamos, cebras y osos
hormigueros. También centenares de palomas blancas, en los alrededores de
su piscina. Le gustaba sentarse por las noches cerca de la piscina junto con
sus invitados, mientras que sus criados espantaban a las aves, que acababan

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posándose en las ramas que pendían sobre sus cabezas, formando así un
manto blanco, extendido sobre el fondo de la noche ecuatorial. Y todo esto
pese al hecho, como advirtió un visitante, de que un número considerable de
miembros de esa inmensa bandada sentía inevitablemente la necesidad de
defecar mientras entretenía a Pablo y a sus amigos, cosa que las aves no
hacían siempre con la discreción que aquella situación exigía.
Físicamente, Escobar era un hombre muy poco atractivo. Cuando daba a
alguien la mano, ésta se sentía fláccida y húmeda. Rara vez miraba a los ojos
a su interlocutor. Uno de sus amaneramientos constantes lo constituía un
sombrerito que llevaba colocado en lo alto de la coronilla, como la yarmulka
que se encasqueta el vendedor judío en una tienda de ultramarinos de
Brooklyn. Era bajo y rechoncho, aun cuando el exceso de peso jamás
perjudica el prestigio social de un hombre en la sociedad latinoamericana.
Después de todo, se trataba de la prueba palpable de que tenía dinero para
comer bien.
Le llamaban El Padrino, un apodo que le encantaba. Sin embargo, cuando
de salvajadas se trataba, del deseo absoluto de verter sangre, los maestros
sicilianos nada tenían que enseñar a Pablo Escobar. Según las antiguas
costumbres de la Mafia, cuando un hombre rompía su voto de omertà, de
silencio, pagaba por su indiscreción.
Escobar había perfeccionado esa costumbre siciliana, llevando el castigo
merecido a un plano más elevado. Cuando Escobar mataba a alguien, le
estaba haciendo un favor. Si un hombre traicionaba a Pablo Escobar, serían
sus allegados los que pagasen primero el precio de su traición. Abrid fuego
contra el hijo de un hombre, ante sus propios ojos, antes de matarlo, era una
de sus recomendaciones. Violad a su mujer en su presencia, que ya podréis
dedicaros luego a ajustarle las cuentas. Eso era algo que causaba honda
impresión, y las impresiones eran muy importantes en ese incierto comercio.
Escobar había utilizado asiduamente su poder y su fortuna para cultivar la
imagen de un personaje público que nada tenía que ver con la realidad
privada. Robin Hood era su pose favorita, el hombre que robaba a los gringos
ricos en beneficio de los pobres latinoamericanos. Se trataba de una canción
de la que siempre se podía esperar que encontrase un público agradecido en
toda Iberoamérica, y Escobar financiaba a una multitud de periodistas
colombianos, a los que se podía embaucar o corromper, para que la entonasen
por él.
Apoyaba la misión de sus periodistas utilizando una pequeña parte de su
fortuna en financiar viviendas a bajo costo, ofrecer corridas de toros y

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proteger al equipo de fútbol local. Con cierta regularidad, concedía audiencias
en la terraza de una de las tres cafeterías que había en la encantadora plaza de
la Iglesia de Envigado, uno de los barrios de Medellín. Allí, a la sombra de la
fachada de esa iglesia del siglo XIX, ejercía su mecenazgo ante amigos y
admiradores necesitados.
—Tengo entendido que tu padre está en el hospital, con piedras en los
riñones —fueron las primeras palabras que dirigió Escobar al piloto en su
hangar privado del aeropuerto de Medellín—. ¡Qué desgracia!
A Escobar le importaba un rábano la salud del progenitor de Guillermo
Fernández. Era su forma de recordar al piloto que sabía de la existencia de su
padre y de su paradero. A Escobar le gustaba tener empleados con parientes
que estuviesen a mano.
Había mandado llamar a Fernández, arrancándolo de los placeres de los
prostíbulos de Leticia, precisamente para hacerle volver en su compañía a la
cuenca del Amazonas. Por dos veces durante los últimos seis meses, los
«federales», actuando gracias a la información de delatores pagados, habían
entrado en los laboratorios que tenía Escobar en la selva. Robin Hood había
decidido que ya había llegado el momento de acabar con el flujo informativo
de los «federales» mediante la administración de lo que podría ser
perfectamente calificado como una dosis de justicia preventiva.
Escobar subió al avión de Guillermo, junto con una pareja de
guardaespaldas armados con metralletas «Uzi», y ordenó al piloto que
despegara. Los serviciales técnicos de la torre de control cursaron
instrucciones al avión regular de la «Avianca» que cubría el trayecto con
Bogotá para que retrasase su salida hasta que hubiese despegado el avión de
Robin Hood.
El magnate de la droga no visitaba casi nunca sus laboratorios de la selva.
Aquellas instalaciones eran demasiado primitivas para su gusto. De ahí que el
anuncio de su llegada al laboratorio al que Guillermo Fernández había
transportado la «pasta básica» por la tarde del día anterior fuese la causa de
una gran consternación. El jefe del laboratorio atravesó corriendo los puentes
que conducían a la pista de aterrizaje para ir a recibirlo, consciente de que
cualesquiera que pudiesen haber sido las causas que habían provocado la
visita de don Escobar, ésta sólo podría significar problemas.
—Reúne a todos los hijos de puta que trabajan en este laboratorio —le
dijo Escobar—. Ahora mismo. Pónmelos en fila.
—Algunos de los campesinos del turno de noche se encuentran
durmiendo —farfulló el jefe del laboratorio.

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—¡Despiértalos!
Escobar y sus guardias atravesaban ya a toda prisa los puentes en
dirección al laboratorio.
—¡A todos! —insistió Escobar—. En dos filas y aquí mismo —añadió,
dando un latigazo en la tierra con la fusta que llevaba para indicar dónde
quería que se reuniesen los hombres.
Los analfabetos campesinos que trabajaban en el lugar salieron en tropel
de los cobertizos, algunos con las manos aún empapadas de productos
químicos; los del tumo de noche, con ojos somnolientos y a medio vestir, por
haber tenido que saltar de sus chinchorros.
Cuando terminaron de alinearse, Escobar se volvió hacia el jefe del
laboratorio:
—¿Están todos aquí? ¡Compruébalo otra vez!
El jefe del laboratorio contó de nuevo su rebaño. Escobar y sus dos
guardaespaldas, con sus «Uzis» apuntando a los trabajadores, observaron el
recuento. Para entonces habían acudido ya los seis guardias del lugar, que
también apuntaban con sus armas al grupo.
Los campesinos contemplaban atónitos y boquiabiertos las armas que les
apuntaban y luego, lentamente, empezaron a comprender que una desgracia
terrible estaba a punto de caer sobre ellos.
—Todos presentes, don Pablo —anunció el jefe del laboratorio.
—¿No falta ninguno, estás seguro?
—Sí, sí —le aseguró el jefe.
Durante al menos un minuto, Escobar miró fijamente a los allí reunidos,
mientras se acariciaba lentamente con la fusta la palma de su mano izquierda;
sus ojos oscuros eran tan fríos como dos negros guijarros en una playa
invernal. Pasó la vista por las dos filas de hombres, escudriñando sus rostros
angustiados y desconcertados.
Finalmente, dio un paso atrás en el centro de aquel claro en la selva.
—Entre vosotros hay un hijo de puta que ha denunciado la existencia de
este laboratorio a los «federales» —anunció.
Un grito sofocado de horror colectivo salió de las bocas de todos los
campesinos, la misma exclamación de angustia que emite un grupo de
espectadores cuando de repente un automóvil pierde el control y se pone a dar
vueltas durante una carrera o un trineo se lanza por un horrendo precipicio al
descender por la falda de una montaña.
Escobar dio un paso al frente y golpeó con la fusta al hombre que tenía
por delante.

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—¿Cómo te llamas? —vociferó.
Durante unos instantes, el hombre se sintió tan aterrorizado que no pudo
recordar su propio nombre. Cuando al fin lo dijo, Escobar pasó al siguiente en
la fila y repitió el mismo procedimiento. Y de este modo fue revisando toda la
fila, nombre tras nombre, campesino tras campesino.
Luego comenzó con la segunda fila. Había terminado con el tercero y se
encaraba ya al cuarto cuando se volvió hacia el campesino que acababa de
preguntar y le cruzó brutalmente la mejilla con la fusta.
—¡Tú eres el hijo de puta! —bramó.
—¡No, no! —chilló el hombre, cuyo nombre era Diego Nader—. ¡Lo juro
por Cristo! ¡Lo juro por la Virgen Santísima! ¡Lo juro por todos los santos! Ni
siquiera conozco a los «federales».
—¡Cerdo mentiroso! —aulló Escobar, abriendo con su fusta una nueva
herida en el rostro del hombre, que ya sangraba del primer latigazo—. ¿Te
crees acaso que los «federales» no hablan con don Pablo Escobar?
—¡Lo juro, lo juro, jamás he contado nada a nadie! —gritó Diego, al que
ahora le corrían lágrimas por las mejillas, junto con la sangre arrancada por la
fusta de don Escobar. Cayó de rodillas y se puso a besar con desesperación
los pies a Escobar. El magnate de la droga le atizó en la nuca con la fusta.
—¡Levantadlo! —ordenó a los guardias del laboratorio—. Atadle las
muñecas… bien fuerte.
»¡No a su espalda! —gruñó Escobar, cuando los otros empezaron su tarea
—. Quiero que se las atéis por delante.
El magnate de la droga ya había decidido cómo habría de arreglarle las
cuentas a Diego Nader.
—Llevadlo al embarcadero —ordenó.
—¡Dios mío, no! —suplicó Diego—. ¡A las pirañas, no!
—No, no a las pirañas —respondió Escobar—. ¿Por qué he de ser amable
contigo?
Escobar se volvió hacia el jefe del laboratorio y le hundió la fusta en el
pecho.
—Lleva al embarcadero un bidón de gasolina y un cubo —dijo y añadió,
dirigiéndose a los guardias del laboratorio—: Conducid también allá a ésos, a
todos.
Como un grupo de prisioneros de guerra, los veintinueve campesinos
restantes fueron conducidos hasta el borde del canal y obligados a alinearse
de nuevo en dos filas.

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Diego, sollozando desconsoladamente, permanecía frente a ellos, hincado
de rodillas en la tierra.
—Traed una cuerda —ordenó Escobar— y atadla a la cuerda que le sujeta
las muñecas.
Cuando los guardias hubieron terminado, Escobar señaló una de las
grandes ramas del árbol Sweetia que pendía sobre el arroyo.
—Pasad la cuerda por la rama —mandó a sus hombres.
—¡Me van a ahorcar! —chilló Diego.
Escobar se echó a reír.
—Alzadlo hasta que sus pies se encuentren justo por encima de la
superficie del agua.
Cuando Diego quedó colgado de la rama, con el cuerpo convulsionado
por los sollozos, Escobar hizo una pausa para contemplar su obra. Luego
señaló a uno de los campesinos que formaban fila.
—Llena ese cubo de gasolina y rocía a nuestro pajarito.
Diego lanzó un aullido, perfectamente consciente ahora de la agonía que
le esperaba. Ante el ruido, una bandada de aves salió chillando de estampía,
de las ramas que había sobre su cabeza.
—Tú —dijo Escobar, señalando a un hombre con su fusta—. Prende
fuego a ese hijo de puta.
—¡Oh, Dios mío, no, don Pablo! —imploró el hombre—. ¡Es mi vecino!
—¿Quieres ir a reunirte con él? ¡Préndele fuego, he dicho! —replicó
Escobar.
Llorando histéricamente, el hombre se acercó a Diego, cuyo cuerpo se
retorcía ahora con las salvajes y espasmódicas contorsiones del pez recién
pescado que se debate luchando por sobrevivir en la cubierta de una
embarcación.
—¡Oh, Dios mío, Dios mío, perdóname, Diego! —rogó el hombre a su
vecino.
Luego le acercó al cuerpo un periódico en llamas.
Diego gritó de dolor al quedar envuelto en llamaradas.
Escobar contempló el espectáculo durante unos instantes y luego se
volvió hacia los dos guardias que sujetaban la cuerda de la que estaba colgado
Diego de la rama.
—Dejadlo caer al agua —ordenó.
Con un silbido y una nube de humo y vapor, el cuerpo torturado de Diego
se hundió en el arroyo.
—Y ahora subidlo de nuevo —ordenó Escobar.

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Al salir del agua, el rojizo y ennegrecido cuerpo de Diego apenas se
movía. Tan sólo le quedaban fuerzas para emitir los estertores del moribundo.
Pero Pablo Escobar era implacable en su clemencia.
—Rociadle otra vez con gasolina —dijo.
A continuación eligió con su fusta a otro campesino de la fila.
—Y ahora tú le prenderás fuego —ordenó.
Escobar mandó repetir el procedimiento hasta que el juego dejó de ser
divertido y su finalidad quedó bien cumplida. Los restos de Diego Nader
quedaron colgando de la rama como un filete chamuscado en el asador de una
barbacoa.
Mantén aquí firmes a tus campesinos durante media hora, para que se den
cuenta de lo que les pasa a los soplones —ordenó Escobar al jefe del
laboratorio—. Y luego, a trabajar de nuevo.
Mientras decía esto, saltó a la lancha motora, con su gorrito aún
firmemente encasquetado en la coronilla. Estaba muy satisfecho con lo que
había hecho esa mañana. Diego Nader jamás había dirigido en toda su vida,
por supuesto, ni una sola palabra a un oficial de los «federales». Había sido
inmolado por pura conveniencia en aras de los intereses de seguridad del
hombre al que tantos de sus compatriotas colombianos solían considerar un
Robin Hood.
Para Escobar, el hombre ya estaba olvidado. La mente del magnate de la
droga estaba concentrada ahora en su siguiente problema. Necesitaba una
nueva zona de paso para llevar su cocaína hacia el Norte, hacia Méjico y
Estados Unidos, y sabía cuál era el país que deseaba utilizar para esos fines:
Panamá. Su problema era el hombre que ahora estaba dirigiendo, para todos
los fines prácticos, ese país: Manuel Antonio Noriega. Escobar solía decir a
sus compañeros de Medellín que con Noriega no había más que dos
posibilidades: se le compraba o se le mataba.

CIUDAD DE PANAMÁ

Decir que Antonio Noriega se sentía satisfecho al contemplar al personaje


que, en actitud de espera, se encontraba arrellanado en el sofá del salón del
chalet «La Playita», que Tony tenía frente al mar, hubiese sido subestimar sus
sentimientos de un modo considerable.
Noriega estaba francamente encantado, aun cuando nada en su habitual
porte severo lo denotase.

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Guido Moro era el abogado personal de don Pablo Escobar. El mensaje
que había enviado Noriega a Medellín, en forma de tres narcotraficantes
apaleados a conciencia, había llegado, evidentemente, a su pretendido
destinatario.
Sin pronunciar palabra alguna, Noriega se encaminó al bar, sirvió hielo y
«Old Parr» en un par de vasos anchos, le llevó uno a Moro, musitó «¡Salud!»
y se dejó caer en un sillón de cuero. Conocía muy bien a Guido Moro. El
abogado había sido uno de los dos emisarios que le habían enviado para
pedirle que interviniese ante el M-19 a raíz del secuestro de Marta Ochoa. El
segundo emisario había sido un sacerdote, el confesor personal del devoto
narcotraficante Jorge Luis Ochoa. Sin embargo, para el negocio que se iba a
tratar esa noche no era necesaria la presencia de ningún religioso.
Noriega no dijo nada. Se limitó a saborear su whisky escocés y a mirar
desinteresadamente a su visitante. Con esto pretendía hacer que Moro se
sintiese incómodo y que fuese, quizá, más vulnerable de lo que hubiese
podido ser por lo común.
Se trataba de una estratagema que Noriega había llegado a dominar a la
perfección en los tiempos en que se dedicaba a interrogar a prisioneros.
Desde dentro del chalet, los dos hombres podían escuchar el golpeteo de
las olas del Pacífico que iban a estrellarse contra las rocas situadas más abajo
de «La Playita». Fuera hacía un calor sofocante, pero en el chalet funcionaba
a la perfección el aire acondicionado. El aparato de aire acondicionado
cumplía una doble función. Noriega había equipado su chalet con el sistema
más moderno de registro audiovisual, y el monótono zumbido del aparato
estaba destinado a enmascarar cualquier chirrido o chasquido que pudiesen
producir las grabadoras y las cámaras ocultas.
A Noriega le encantaba invitar a sus amigos oficiales del Comando Sur
del Ejército de los Estados Unidos a las francachelas que organizaba allí los
sábados por la noche. «Noches colombianas» las llamaba, ya que tanto las
chicas como la cocaína provenían de ese vecino país del Sur. Las cintas que
grababa durante esas veladas las consideraba como una inversión para el
futuro, como la garantía de que la amistad de sus invitados sería tan duradera
como discreta.
En esos momentos tenía conectado su equipo, sólo para el caso de que se
produjera algún pequeño malentendido en lo que se diría allí esa noche. El
señor Moro, completamente ajeno al hecho de que incluso el tintineo de los
cubitos de hielo en su vaso estaba siendo registrado, hizo una ligera

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reverencia y transmitió a Noriega los más efusivos saludos personales de su
cliente.
—Don Pablo —dijo— me ha pedido que le comunique su ferviente deseo
colaborar estrechamente con usted en el futuro.
Noriega bebió a sorbitos su «Old Parr», como si estuviese meditando
sobre lo que acababa de oír. Lo cierto es que se había preparado con mucha
antelación para esa breve charla.
—Esas gentes de Medellín piensan que pueden tratamos como a una
horda de salvajes. Como a indios. Creen poder hacer con impunidad todo lo
que les venga en gana.
—Pienso que todos sus amigos de Medellín lamentan lo ocurrido en la
playa de Coronado, coronel.
El abogado pronunció el rango de Noriega envolviéndolo en el adecuado
tono reverencial. En su imaginación, sin embargo, evocó los cuerpos
maltratados de los contrabandistas de Escobar. «Ésos sí que lamentarán el
incidente», pensó.
—Desean asegurarse de que no volverá a suceder. Por eso es por lo que
me han enviado aquí esta noche. Confían en que podremos encontrar un
medio que nos permita colaborar en el futuro.
Ésas eran exactamente, por supuesto, las palabras que deseaba oír
Noriega, pero la expresión de su rostro permaneció inmutable. Dio otro sorbo
a su whisky.
—¿Qué han pensado al particular?
—Fundamentalmente, en llegar a una solución, satisfactoria para ambas
partes, que garantice el libre paso de sus productos por Panamá.
—¿Por vía aérea?
—Sí. Mi cliente principal detenta el control sobre una compañía
panameña de transporte aéreo llamada «Inair», que realiza vuelos a los
Estados Unidos. Le gustaría poder utilizar a «Inair» como instrumento para
hacer llegar sus productos al Norte.
Eso era nuevo para Noriega. Conocía muy bien al propietario panameño
de la «Inair», pero no había descubierto que Escobar era su socio en las
tinieblas.
—¿Son ustedes conscientes de que las Fuerzas Armadas panameñas
controlan el aeropuerto de Tocumen? La torre de control. La seguridad.
Aduanas. Inmigración.
—Somos conscientes, en efecto. Por eso hemos venido a verle.

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Noriega se levantó de su asiento, fue al bar y se sirvió otro whisky. Fuera
reinaba una de esas típicas noches panameñas de calor sofocante, en las que la
camisa de un hombre se convierte en su segunda piel. Y sin embargo, como
advirtió Moro, el uniforme de Noriega estaba impecable. Su ajustada camisa
de manga corta estaba perfectamente planchada y almidonada. El abogado
pensó que la raya de sus pantalones parecía lo suficientemente afilada como
para poder cortar en dos una naranja. En su pechera, a la izquierda, lucía una
insignia del cuerpo de paracaidistas y tres hileras de condecoraciones.
«¿De dónde demonios las habrá sacado?», se preguntó Moro. A fin de
cuentas, la última vez que un militar panameño había disparado su arma en
una contienda se remontaba a un cuarto de siglo antes del nacimiento de
Noriega.
Se le ocurrió pensar que jamás había visto a Noriega con ropas civiles, ni
durante las negociaciones sobre el asunto de Marta Ochoa, ni en ninguno de
los retratos que había contemplado del general. El uniforme tendría que ser,
probablemente, la definición misma de Noriega. «Será su capa protectora —
reflexionó el abogado—, la coraza que le separa de su vida pasada en los
bajos fondos de la ciudad de Panamá».
Noriega regresó con su segundo whisky y se sentó de nuevo en el sillón.
Ahora se encontraba mucho más relajado. Al abogado le pareció que hasta
podría haber sonreído.
—Ha de saber —comenzó a explicar— que a Tocumen llegan aviones de
la Guardia Nacional panameña que reciben un trato especial. Esos vuelos
tienen acceso a un controlador particular del personal de la torre de control.
Les damos una frecuencia de radio especial para que la usen cuando se están
acercando al aeropuerto, con el fin de aseguramos de que todo estará
preparado para recibirlos. Cuando aterrizan, un jeep del Ejército va a
recogerlos y los conduce a un hangar de nuestra Policía Militar, para que
puedan descargar bajo la vigilancia apropiada.
—Es evidente que si una cosa así pudiese ser acordada para los
cargamentos que enviaremos, sé que nuestros amigos de Medellín se
mostrarían adecuadamente agradecidos.
«A menos que haya interpretado erróneamente las palabras de este
hombre —pensó Moro al pronunciar la frase—, eso es exactamente lo que me
está proponiendo».
—Quizá podría arreglarse —asintió Noriega—. Pero impondríamos
ciertas condiciones.
—¿Como cuáles?

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—Todo vuelo ha de ser acordado y coordinado del modo correcto con
antelación. No se efectuará vuelo alguno sin nuestro conocimiento.
Moro sonrió amablemente.
—Estoy seguro de que eso no será problema.
En realidad, no estaba completamente seguro de lo que afirmaba. A la
dirección del cartel no le gustaba mostrar así todas sus cartas a cualquiera, por
muchas que pudiesen ser las ventajas que eso acarreara.
—Habrá unos honorarios por el servicio, claro está.
—Lo esperábamos. No estoy autorizado para discutir sobre los detalles
financieros —informó Moro—, pero transmitiré con mucho gusto a mis
mandatarios cualquier propuesta que tenga la amabilidad de presentarme.
—Serán de mil dólares estadounidenses por kilogramo. Y esa cantidad no
es negociable —declaró Noriega—. Si no pueden aportarla, dígales que se
busquen otra vía para el transporte de sus productos, ya que la próxima vez
que intenten hacerlo a través de Panamá, no recuperarán a sus hombres con
vida. Si están dispuestos a hacer las cosas a mi modo, enviaré a uno de mis
oficiales a Medellín para que se entreviste con ellos y ultime los detalles.
Noriega ya había decidido a quién enviaría. Sería el capitán Luis Peel, el
oficial que le servía de hombre de enlace con la Drug Enforcement
Administration de los Estados Unidos. Le atraía la simetría del asunto. De ese
modo, Peel sabría con exactitud quiénes eran las personas que habían pagado
por la protección, con lo que podrían ser entregadas a los gringos o a quien
viniese en representación suya, como una prueba de la voluntad de Noriega de
combatir el narcotráfico.
Se bebió el whisky de un trago para indicar a Moro que la conversación
había terminado. Y cuando acompañaba al abogado hasta la puerta del chalet,
se detuvo. Esta vez sonreía realmente.
—Por cierto —dijo a Moro—, todavía tengo a buen recaudo los
cuatrocientos kilogramos de cocaína. Su gente puede recuperarlos, si así lo
desea. Por ocho mil dólares el kilogramo.
«¡El muy hijo de puta! —pensó Moro—. Acaba de ganarse tres millones
de dólares».
—Informaré a mis clientes de su generosa oferta —aseguró a Noriega.

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 5

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Felipe Santiago Nadal recibió la noticia, a finales de agosto, de que sus
rosas estaban listas para ser recogidas. Aun cuando Felipe todavía no lo sabía
en esos momentos, su aislamiento formaba parte de una movilización de un
gran número de alcus veteranos de la Agencia para la campaña que se
avecinaba en contra de los sandinistas. Esos alcus formaban una auténtica
cofradía, entre los que se contaban Rafael Chichi Quintero, René Corvo —
llamado, aunque jamás en su presencia, el Enano Ponzoñoso— y, por
supuesto, el personaje más legendario de todos: Félix Ismael Rodríguez.
Félix, que operaba en Bolivia en 1967, contratado por la CIA, había sido
asignado, como experto en comunicaciones, al VIII Batallón de Cazadores de
Montaña boliviano cuando sus efectivos capturaron al Che Guevara. Félix, el
nacionalista cubano nacido en Santo Domingo, y el Che, el revolucionario
cubano nacido en Argentina, entablaron en el local de una escuela una
amistad tan fugaz como absolutamente insólita, mientras los militares
bolivianos debatían la suerte del Che.
Cuando llegó la orden de su ejecución, el Che se quitó su reloj de pulsera
y se lo dio a Félix como recuerdo de aquel breve encuentro. Félix había ido al
Vietnam a pilotar helicópteros para nosotros; luego, por encargo nuestro,
había trabajado como asesor de seguridad para los Gobiernos de Argentina,
Brasil y Uruguay. El vicepresidente George Bush se encontraba entre sus
muchos admiradores. A la sazón ya había sido asignado a la base aérea de
Ilopango, en El Salvador, donde tenía que establecer para nosotros una
estación de avanzada, encargada de recibir armas.
Cuando Felipe Nadal se presentó en las oficinas de la «Biscayne Financial
Services», su primera misión, según le informaron, consistió en ir a hacerse
una foto de pasaporte. La fotografía fue pegada al pasaporte nicaragüense que
debía utilizar de ahí en adelante como documentación básica en sus
desplazamientos. El pasaporte no era ningún documento reluciente, sin
estrenar y sospechosamente nuevo, sino un pasaporte con un año de
antigüedad, que exhibía una colección impresionante de visados y de sellos de
entrada y salida, ya estampados en sus páginas. Habitualmente, empleábamos
documentos de identidad nicaragüenses, siempre que fuera posible, en
nuestras operaciones con la contra. Esa clase de documentación hacía mucho
más fácil apartar de nosotros cualquier índice acusador en el caso de que algo
saliese mal. Y, junto con el pasaporte, Felipe recibió diez mil dólares en
metálico y la orden de reunirse el 15 de setiembre con el señor Juan López en
el «Hotel Marriot» de la ciudad de Panamá.

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El señor Juan López era yo. Casey había ordenado el uso de seudónimos a
todo el personal involucrado en las operaciones con la contra. Por eso me
había metamorfoseado en Juan López; el duque se había convertido en Ángel
Baroni.
No creo que Nadal se sorprendiese excesivamente cuando fui a abrirle la
puerta de la habitación 327 en aquella tarde de setiembre; si realmente se
sorprendió, lo cierto es que encubrió inmediatamente su reacción con una
risotada. Tras pedir al servicio de habitaciones que nos subiesen algo de beber
y una vez se hubo marchado el camarero, expliqué a Felipe en qué iba a
consistir exactamente su misión en esa operación.
Básicamente, sería el encargado de nuestros transportes en Panamá y
velaría por que llegasen sin tropiezos a nuestras guerrillas las armas que
decidiésemos canalizar a través de ese país.
Señalé hacia la ventana, que daba a la bahía de Panamá.
—¿Ves esa fila de barcos? Pues bien, hay otra exactamente como ésa en
aguas del Caribe, esperando en Colón para entrar en el canal. En uno de
aquellos barcos viene nuestro primer contenedor de armas.
Se advertía un cierto orgullo en mi declaración, ya que yo había sido el
responsable de la compra de las armas que había en ese contenedor.
—¿De dónde vienen? —preguntó Felipe.
—Israel, Haifa. En un barco llamado Orient Star. Se trata de «AK-47» en
su mayoría. Con municiones y algunos morteros chinos.
Los sandinistas utilizaban armamento del bloque soviético, lo que había
determinado nuestra decisión a la hora de elegir las armas. Cuando se arma a
una fuerza guerrillera, la primera regla a tener en cuenta es equiparla con la
misma clase de armas que utiliza el enemigo, con el fin de que puedan utilizar
el armamento tomado en combate. Básicamente, hay que buscar armas
ligeras, explosivos, morteros y quizás algunos equipos portátiles y muy
perfeccionados para la lucha antitanque y antiaérea, armas como las
«Stinger». No hacen falta tanques ni camiones blindados para equipar una
fuerza guerrillera.
En aquellos tiempos había tres lugares en los que se podía comprar armas
soviéticas. El primer mercado, lo que era harto interesante, se encontraba en
los propios países satélites, particularmente en Polonia, Checoslovaquia y
Rumania. Esos tres países deseaban con tal desesperación divisas fuertes, que
hasta estaban dispuestos a vender bajo cuerda su producción armamentista sin
ponerse a preguntar si las armas iban a ser utilizadas para proteger la Gran
Revolución Proletaria o para matar a los hermanos marxistas.

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Había un problema, no obstante, y éste era el de la cantidad. Sólo estaban
dispuestos a vender cantidades relativamente pequeñas. El segundo mercado
era Lisboa, donde Noriega había comprado aquellos «M-16» manipulados
para las guerrillas salvadoreñas. Las armas provenían de los diversos
movimientos revolucionarios africanos que estaban siendo suministrados por
los soviéticos. Los jefes de algunos de esos movimientos optaban por dedicar
una parte del flujo armamentístico a unos fines más confortables, aunque
menos revolucionarios, como a llenar sus cuentas bancarias en Suiza, por
ejemplo.
El problema con Lisboa radicaba en la calidad. Las armas solían estar
oxidadas, mal cuidadas y muy sucias. Cuando uno abría los embalajes en
América Central, se encontraba con que la mitad de las armas no
funcionaban.
El tercer mercado y el mejor, verdaderamente, era Israel. Cada arma
individual que le vendían a uno los israelíes, independientemente de que ellos
mismos la hubiesen fabricado o comprado en los países satélites de Moscú o
requisado a la OLP, había sido revisada, restaurada, reparada, aceitada y
engrasada. Costaban dos veces más que las armas de Lisboa, pero a la larga
resultaban mucho más baratas. Y fue así como desde los mismos comienzos,
Israel fue nuestra fuente principal de armas para la contra.
Como era lógico, ni Felipe ni yo pensábamos trasladamos hasta los
muelles de Colón para ver cómo descargaban nuestro contenedor del Orient
Star. En las novelas aparecen demasiadas historias sobre esas grandes cajas
de madera con letreros bien visibles en los que se califica el contenido de
«Maquinaria Agrícola» y que luego caen sobre los muelles, se rompen ante
los azorados ojos de sus propietarios y ponen al descubierto un cargamento
que sólo tiene una semejanza muy lejana con las rejas de un arado.
Lo que yo había hecho era subarrendar un almacén dentro de la Zona de
Libre Comercio del Canal a nombre de una de mis compañías de tapadera
panameñas. Noriega nos había solucionado eso por mediación del
arrendatario principal de la propiedad, un íntimo amigo y discreto socio
comercial, no me cabía duda, de CP/BARRERA/7-7.
Cuando terminaron de descargar del Orient Star el contenedor 8632, los
transportistas de Colón informaron a nuestro almacén que el contenedor ya se
encontraba en los muelles, listo para ser recogido. Por nuestra parte, les
ordenamos cargarlo en un tractor y entregarlo a nuestro almacén en la zona
franca.

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Como estaba destinado a la Zona de Libre Comercio, no estaba sujeto a
ningún tipo de inspección aduanera y su documentación no recibía más que
un ligero vistazo. Felipe y yo estuvimos presentes para hacemos cargo del
contenedor a su llegada. Utilizando el nombre de su pasaporte nicaragüense,
Felipe firmó en calidad de empleado de la compañía de tapadera a la que
había sido consignado el envío.
Una vez se hubo marchado el tractor, abrimos el contenedor y una de las
cajas de madera para hacer una rápida inspección. Los letreros pintados en las
tablas de las cajas indicaban que contenían —como bien se puede imaginar—
«Maquinaria Agrícola». ¿Es que no hay nadie en nuestro mundo que tenga un
mínimo de imaginación?
En honor de los israelíes he de apuntar aquí que en ninguna parte podía
encontrarse carta alguna escrita en alfabeto hebreo y que los «AK-47» se
encontraban en condiciones impecables, con todas sus piezas perfectamente
aceitadas y cubiertos de grasa protectora.
Cuando terminamos nuestra inspección, Felipe se quedó contemplando el
almacén, que tenía aspecto de caverna y estaba completamente vacío, con
excepción del contenedor y de la abierta caja de madera sobre el suelo de
cemento.
—Esto está muy bien, Juanito, pero ¿cómo demonios nos las vamos a
arreglar para sacar esto de aquí?
—Ésa es la parte más fácil, Felipe —le aseguré.
Le conduje a la oficina del almacén y abrí una de las gavetas del
desvencijado escritorio que habíamos mandado instalar allí. Contenía un fajo
de formularios en blanco de conocimiento de embarque y, por cortesía de
Noriega, uno de los estuches que utilizaban los agentes de aduanas
panameños para poner sellos oficiales en los embalajes.
—Por la tarde vendrá un tipo en una furgoneta —informé a Felipe—. Te
enseñará a precintar las cajas con los sellos oficiales y a preparar el papeleo
en que se consignará que todo esto está aquí de paso con destino a El
Salvador. Con esos documentos y esos sellos, nadie inspeccionará tus cajas.
Cargaréis luego la furgoneta y saldréis de aquí como si estuvieseis
transportando un cargamento de rosas rojas. Te llevará al aeropuerto de
Paitilla, en la ciudad de Panamá. Nos encontraremos allí.
Dicho esto, dejé a Felipe haciendo de niñera de los «AK-47» y regresé a
Panamá. Me pasé la tarde matando el tiempo en la piscina del hotel,
reflexionando sobre si debía o no llamar a Juanita. Decidí que sería mejor
esperar a que hubiese terminado con el asunto de las armas. Verla de nuevo

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podría ser una experiencia de gran envergadura emocional. Sería más sensato
pasar por esa experiencia sin tener la mente ocupada en los detalles de la
operación.
Tal como había planeado, estuve en un pequeño restaurante de la vía
Israel, en la acera opuesta al hotel y frente a la bahía, donde cené pescado y
carne a la plancha. A las once y cuarto de la noche me levanté de la mesa y
salí del local, ostensiblemente con el propósito de regresar al hotel.
El automóvil que andaba buscando, un «Hyundai» negro, ya me estaba
esperando, tal como me habían indicado, en el estacionamiento del
«Convention Center», en la acera opuesta al «Marriot». Sobre el tablero de
instrumentos, frente al conductor aparentemente adormilado, se veía un
ejemplar del Hola, la revista del corazón española.
—¿Pedro? —le pregunté.
—¿Juanito? —contestó.
Me monté y nos fuimos de allí.
—¿Ha salido todo bien esta tarde?
—Sin problemas.
Pedro, como pronto habría de darme cuenta, no era un hombre al que
gustase usar cinco palabras si podía apañárselas con una o dos. Era la persona
que había ido a recoger a Felipe en el almacén por la tarde. Pedro era, en
realidad, un comandante de la Guardia Nacional panameña que Noriega nos
había asignado para que nos sirviese de enlace en esa operación. Era todo un
personaje el tal Pedro de la Rica. Antes de ingresar en la Guardia Nacional,
había sido uno de los matones del «Ancón», una especie de taberna-prostíbulo
situada frente a la colina de Ancón, donde el buen hombre había desarrollado
sus habilidades de boxeador propinando palizas a los desventurados soldados
del Comando Sur del Ejército estadounidense.
Un buen día por la noche, cuando Pedro se dedicaba a precipitar la salida
del establecimiento de un marine, el vapuleado rompió una botella contra la
barra y utilizó el casco para practicar en el rostro de Pedro una especie de
cirugía estética primitiva. Su acto dejó a Pedro con una cicatriz que le salía de
una de las comisuras de la boca, imprimiendo a sus facciones una especie de
eterna sonrisa burlona.
No era aquélla una imagen del todo inadecuada al carácter que se ocultaba
tras esa mueca. Pedro era un hijo de puta vicioso. Atormentar a las personas
era lo que mejor sabía hacer y lo que más le gustaba hacer en esta vida. Era el
dobermann humano de Noriega, quien lo mantenía sujeto de una cadena,

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gruñendo, y lo soltaba de vez en cuando para que fuese a morder a las
personas que enfadaban a su amo.
Seguimos en silencio a lo largo de la carretera de la costa hasta la entrada
del aeropuerto de Paitilla, apenas a un tiro de piedra del lugar en que se
encontraba el apartamento de Juanita. El guardia de seguridad que estaba en
la puerta nos miró desinteresadamente e hizo señas a Pedro para que pasara de
largo. Era evidente que tanto Pedro como su vehículo eran bien conocidos en
ese sitio.
El hangar de la Guardia Nacional estaba algo apartado del resto de los
edificios del aeropuerto. Tal como me había asegurado que ocurriría, el
aeropuerto estaba desierto. Felipe nos estaba esperando en el hangar junto a
un «Cessna Titán» y nuestro piloto, Teófilo Watson, uno de los pilotos que
Noriega nos había recomendado por su experiencia en la clase de vuelos que
íbamos a necesitar. Las cajas con los «AK-47» ya se encontraban apiladas a
bordo.
Revisé brevemente con Watson las ideas que tenía sobre la ruta a seguir.
No se trataba, desde luego, de esa clase de misión para la que uno desea
establecer por escrito un detallado plan de vuelo.
—Cuando alcances los quinientos pies, pega un buen graznido con tu
transpondador —dije a Watson—. Eso permitirá saber quién eres a nuestra
estación de radar.
El transpondador es un pequeño artilugio acoplado dentro de la nave y
que emite una precisa señal de radio, que identifica al avión. Básicamente, los
sistemas de radar importantes en Panamá son los que tenemos en la base aérea
de Howard, en la punta del canal que da al Pacífico, y en las inmediaciones de
Fort Gulick, en la parte del Atlántico. Ya había comunicado a nuestros
militares las características del transpondador del «Cessna» y les había dado
instrucciones para que hiciesen caso omiso de su pitido, que identificaría al
aparato como uno de los vuelos de seguridad nacional, que no eran de su
incumbencia.
Volamos sobre la bahía de Panamá, sobrevolamos el Pacífico,
manteniéndonos sobre el mar a cincuenta millas de la costa, siguiendo la línea
del litoral de Panamá, Costa Rica y Nicaragua, y nos aproximamos de nuevo a
tierra, sobrevolando el golfo de Fonseca, internándonos por la zona costera de
Honduras, entre El Salvador y Nicaragua.
Desde allí no fue más que un corto vuelo interior hasta Tegucigalpa, la
capital de Honduras. Estaba amaneciendo cuando nos acercamos. Talmadge
nos había comunicado la frecuencia que debíamos utilizar con la torre de

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control, que nos impartiría inmediatamente las instrucciones para el aterrizaje.
Cuando rodábamos por la pista en dirección a los edificios del aeropuerto, se
nos acercó un jeep con una pareja de hombres uniformados, que acudían
precipitadamente a recogemos. Nos hicieron señas para que les siguiésemos y
nos guiaron hasta un hangar en ruinas, muy apartado del edificio principal del
aeropuerto.
Talmadge nos estaba esperando junto a Gary Ellis, nuestro joven jefe de
base, y a una pareja de alcus, a los que Felipe saludó con la efusividad que la
ocasión exigía. Al fondo del hangar, un oficial hondureño contemplaba la
escena con la expresión de desconcierto de alguien que ha ido a parar por
equivocación a la fiesta de la boda de un desconocido.
Expliqué a Talmadge que nuestro vuelo había sido cosa de coser y cantar.
Emitió un gruñido y ordenó a sus alcus que comenzasen a cargar los
«AK-47» en la camioneta que los llevaría hasta la frontera con Nicaragua, a
uno de los campos de entrenamiento de la contra. Luego nos montamos en el
automóvil de Ellis y atravesamos la ciudad hasta llegar a una casa franca de la
Agencia, situada en uno de los barrios más bonitos de la capital.
Tegucigalpa significa «montaña de plata» en el dialecto indígena,
posiblemente porque en época precolonial se extraía la plata de una de sus
colinas. Por desgracia, en la Tegucigalpa de nuestros días quedan escasos
vestigios de las riquezas que hayan podido encerrar en otros tiempos sus
montañas. Honduras es la nación más pobre de América Central y
probablemente la más pobre de todo el Hemisferio Sur. La ciudad está
ubicada en un valle rodeado por una serie de montañas de escarpadas faldas.
Los pobres del campo, obligados a emigrar a la ciudad debido al
empobrecimiento de las zonas rurales de su nación, se hacinan en esas
abruptas pendientes, en las que la puerta frontal de una chabola da al tejado de
la choza que está debajo. Cada hilera de chabolas está separada entre sí por un
mugriento vericueto —zanja de barranco enlodada durante la época de lluvias
— que desciende por la pendiente. No hay instalaciones sanitarias. Las aguas
residuales corren a lo largo de los caminillos por alcantarillas a cielo
descubierto.
La casa franca estaba rodeada de un jardín de alto vallado, algo que
siempre se encuentra en todas las barriadas lujosas de América Central,
producto de la preocupación por la seguridad y del deseo de conservar la
intimidad. Ellis había aprovisionado a conciencia la villa con víveres, whisky
y algunos excelentes vinos tintos de California. Talmadge era quizá nuestro
mejor agente secreto, pero también había desarrollado un gusto exquisito por

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las cosas buenas de la vida y esa reputación le precedía adondequiera que
fuese.
—Tan sólo veo un problema en la operación —dije a Talmadge cuando
nos sentamos a tomar un café.
—¿Y es?
—El propio aeropuerto de Tegucigalpa. Cuando empecemos a traer
nuestro material en grandes cantidades, vamos a reunir multitudes.
—Ya he pensado en eso. Estamos construyendo ya un aeropuerto en un
lugar llamado Aguacate, cerca de la frontera. Allí no habrá ni un solo soldado
hondureño en veinte leguas a la redonda.
—¿Cómo lograste que los hondureños diesen su consentimiento?
—Sus generales se presentaron con una lista de compras, un montón de
juguetes, nuevos y relucientes, con los que desean jugar. Mi aeródromo es el
precio que tendrán que pagar por satisfacer sus caprichos. Vamos a abrir
también —prosiguió el duque— un segundo frente sur en Costa Rica. Pues
bien, eso va a ser el sueño dorado de tus pilotos.
—¿Por qué?
—La única estación de radar que tienen en todo este maldito país se
encuentra en el aeropuerto de San José. San José está enclavado en el fondo
de un valle rodeado de montañas, por lo que sus antenas no captan ni una sola
onda. Sus emisiones son devueltas por las montañas. Eso quiere decir que
todo el resto del país es un inmenso hueco negro en lo que concierne al radar.
Tus muchachos pueden entrar y salir con sus aviones durante todo el santo día
sin que nadie se dé cuenta.
—¿A dónde tendrás que volar?
—Han conseguido doscientos aeródromos privados en el campo. Te lo
repito, el lugar es ideal para nosotros.
El duque me explicó a continuación que por la tarde nos dedicaríamos un
poco a los negocios, a entretener a un teniente coronel, encargado de los
servicios secretos y de seguridad, y al comandante que dirigía el aeropuerto.
El primero era miembro de la red de información que Noriega nos había
organizado, por lo que ya se encontraba en nómina en la CIA, aunque él
mismo no lo supiera.
Talmadge, pese a su desconocimiento del español, fue un anfitrión atento
y cortés durante aquella velada. Mantenía lleno en todo momento el vaso de
cada cual, irradiaba encanto y confianza y no dejó de referirse, sin dejar
escapar ni un solo detalle revelador, a la gran importancia que habían tenido
sus cometidos en Europa. Cuando encauzó la conversación hacia nuestra

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cruzada contra los sandinistas, me sentí algo escandalizado por su parrafada
inicial:
—Me dirijo a ustedes, contando con el pleno respaldo y autoridad del
Presidente de los Estados Unidos.
Como cabe suponer, esas palabras pesan lo suyo cuando llegan a los oídos
de un coronel o de un comandante de América Central, cuyos salarios pueden
ser de cuatrocientos a quinientos dólares al mes. Evocan inmediatamente
algunas expectativas intrigantes, tanto en lo que se refiere al prestigio y a los
ascensos en la carrera militar como a las oportunidades de introducir la mano
en las sonoras alforjas del Tío Sam. El duque hizo cuanto estaba a su alcance
por reforzar esas impresiones, haciendo hincapié en la importancia que iba a
tener la operación, asegurándose de que se diesen clara cuenta de las
posibilidades que se abrirían ante ellos como recompensa por colaborar con
nosotros.
No me sorprendió mucho, por tanto, cuando ambos nos prometieron su
apoyo pleno y continuo.
Cuando se marcharon, me di cuenta de que había algo que preocupaba a
Ellis.
—Algo te ronda por la cabeza, hijo mío —le dije.
—He escuchado ciertas cosas sobre esos dos.
—¿De qué tipo?
—Están involucrados en el tráfico de drogas y prestan,
fundamentalmente, la misma clase de servicios que nos van a prestar a
nosotros.
He de reconocer que esa información no me pilló de sorpresa. En todo el
mundo, en general, y en Iberoamérica, en particular, dedicarse al contrabando
de armas y dedicarse al tráfico de drogas son empresas que se complementan
con frecuencia. La gente que se dedica a una de esas actividades suele
dedicarse también a la otra; los mismos pilotos, las mismas técnicas, los
mismos aeródromos clandestinos, todo suele ser empleado al unísono en
ambos negocios. Los militares y policías que están metidos en el ajo en una
de esas dos actividades, protegiéndola y haciendo la vista gorda, lo más
probable es que también se ocupen de la otra.
—Bueno, eso también me preocupa —dije a Ellis—. Me gustan tan poco
las drogas como a ti. Sin embargo, el hecho es que necesitamos a esos tipos y,
por encima de todo, necesitamos lo que pueden hacer por nosotros. Y
mientras nos hagan el trabajo que queremos que nos hagan, eso es lo único
que importa. Lo que hagan en su tiempo libre, cuando no caen dentro de

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nuestra nómina ni de nuestra jornada laboral, es asunto suyo. No tenemos por
qué saberlo. Eso es lo que se llama «enfoque pragmático».
Miré fijamente a Talmadge para observar su reacción.
—¡Qué coño! —exclamó—. ¿Dónde está escrito que debamos hacer
revoluciones con monaguillos?
Luego, cuando Ellis se hubo marchado y estábamos dando alguna que
otra cabezada, Talmadge me dirigió una sonrisita burlona.
—Si esos dos tipos están en el tráfico de drogas —me preguntó—, ¿qué te
dice eso acerca de tu amigo Noriega?
—Duque —le contesté, dando un suspiro—, no estoy seguro de querer
saberlo.
A fin de cuentas, nuestra operación había sido un éxito hasta el momento.
¿Por qué echarla a perder?

PLAYA DE CORONADO
Panamá

El «Piper Cheyenne» se elevó nuevamente por encima de las olas,


sobrevoló las cumbres del litoral y aterrizó en el aeródromo que suelen
utilizar los vecinos de los altos y lujosos edificios de la playa. Esta vez, sin
embargo, su llegada y su descarga no estuvieron rodeadas de ninguna
precipitación. Los tres colombianos que habían sustituido a sus tres
compatriotas apaleados sacaban del avión los macutos de cocaína con la
misma parsimonia del empleado de Correos que acarrea las sacas con la
correspondencia de Navidad.
Un «Hyundai» negro se encontraba aparcado justamente detrás de su
furgoneta. Al igual que había supervisado la paliza a sus tres colegas, Pedro
de la Rica supervisaba ahora la operación, siendo su presencia la firme
garantía de que ningún imprevisto vendría a interferir el proceso.
Cuando terminaron de cargar la furgoneta, el personal de tierra se
despidió del piloto y partió en dirección a «Villas Cincuentenario», una
urbanización de la clase media en la ciudad de Panamá. De la Rica los siguió
con su automóvil a una distancia prudencial, para asegurarse de que no
hubiese ningún percance.
El salón de la villa a la que se dirigieron los colombianos estaba
abarrotado de cajas de cartón que contenían hornos de microondas y
congeladores. Vaciaron los macutos, sacaron la cocaína, que venía envuelta

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en bolsas de plástico de un kilogramo, y la introdujeron cuidadosamente en
los compartimientos de los hornos y de los congeladores. Luego precintaron
de nuevo las cajas de cartón y las cargaron en la furgoneta.
Poco antes del anochecer, De la Rica volvió a la villa y escoltó a los de la
furgoneta hasta la entrada del servicio aduanero de Tocumen, el aeropuerto
internacional de la ciudad de Panamá. Hizo un gesto con la cabeza al guardia
de servicio, señalándole la furgoneta que venía detrás de su «Hyundai». El
guardia también gesticuló, permitiendo el paso de los dos vehículos a las
dependencias del aeropuerto.
El almacén de mercancías de la «Inair» colindaba por un costado con el
cuartel del batallón Puma, cuya misión era proteger Tocumen, y con las
oficinas de las Fuerzas Aéreas panameñas por el otro. Las cajas fueron
trasladadas al almacén, donde esperarían hasta el jueves, cuando saldría para
Miami el vuelo regular de carga de la «Inair».
—¿Se dan cuenta de lo fácil que resulta hacer negocios en este país si se
trabaja con la gente apropiada? —dijo De la Rica, entre sonrisas, a los
colombianos cuando éstos acabaron su faena.

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 6

La magia todavía seguía allí, tan seductora y tan irresistible como


siempre: el manto plateado de la luna iluminando las ondas del Pacífico, las
rutilantes luces de los buques a la espera de poder atravesar el canal, la cálida
sensualidad de la noche tropical y, por sobre todas las cosas, la presencia
hechicera de Juanita Boyd, a mi lado, en la terraza de su ático.
Esa noche, Juanita estaba, si cabe, incluso mucho más aterradoramente
bella de lo que yo la recordaba. Llevaba una minifalda blanca, que acariciaba
sus musculosas nalgas con la misma gracia con que acaricia un buen
esquiador la nieve de una montaña. Sus largas y bronceadas piernas salían
seductoramente desnudas del borde de su faldita, mostrando sus carnes hasta
la pantorrilla, donde las tapaban las altas botas de cuero que calzaba. No
llevaba en el apartamento más de cinco minutos y ya me moría de ganas de
hacer el amor con ella. Y eso me ocurría casi al año de nuestra separación.
Aquellos meses que había pasado en Langley, las largas veladas con Sara
Jane, las delicias compartidas al observar cómo nuestros hijos iban camino de
la adolescencia, las acogedoras ceremonias sociales de la Virginia rural, los

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fines de semana pasados en Middleburgo, con nuestros amigos aficionados a
las carreras de caballos, los conciertos de los miércoles por la noche en el
«Kennedy Center», nuestras correrías por Georgetown en busca de un nuevo
restaurantito acogedor, todo eso me había proporcionado el más fiable de
todos los tranquilizantes: la normalidad. El tiempo había enarenado los cantos
afilados de mi memoria. Ahora se me antojaba muy distante la intensidad de
mis vivencias con Juanita. Había logrado convencerme de que aquello no
había sido más que un breve momento maravilloso en el largo trayecto de la
vida. Aquello había quedado a mis espaldas, ahora podía verla de nuevo sin
sentir que peligraba la estabilidad de mi existencia. Podía enfrentarme al
hecho, en otras palabras.
Y ahora, repentinamente, no estaba seguro de ello.
Estábamos reclinados de nuevo sobre la barandilla de su terraza,
saboreando nuestras bebidas y contemplando la bahía, tal como habíamos
hecho tantas veces durante mis visitas de antaño. Juanita se mostró
sinceramente encantada cuando la llamé por teléfono. No hubo reproches, ni
quejas por no haberme mantenido en contacto, por no haberle dado noticia
alguna de mi existencia durante los últimos meses. Todo era exactamente tal
como ella había esperado que fuese… y como quería que fuese.
Había optado, como me estaba explicando, por pasarse los últimos seis
meses en Europa.
—¿Visitando a amigos y a amantes?
—Huyendo de este país deprimente.
—¿Por qué? ¿De qué estabas huyendo?
Juanita me dirigió esa sonrisa suya, medio burlona, medio tasadora, que
tan seductora me parecía. Echó hacia atrás sus hombros, por lo que sus
hermosos pechos se abombaron, como si me estuviesen desafiando.
—Jack, querido, es maravilloso volver a verte. Por favor, en tu primera
noche aquí no hagas que salgan a la superficie todos mis resentimientos
latentes en contra de vosotros, los gringos.
—Mira, Juanita, conociéndote como creo que te conozco, ni todos los
demonios del infierno serían capaces de impedir que explotasen tus
sentimientos si tal es tu deseo.
Dio un suspiro, preludiando la tormenta que se avecinaba.
—Las cosas en Panamá parecen ir de mal en peor. ¿Recuerdas que
estuviste aquí precisamente después de la muerte de Torrijos? Te comenté que
a lo mejor podríamos, al fin, liberar este país de los bandidos militares que lo
gobernaban. ¿Lo recuerdas?

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—Por supuesto.
—Pues bien, gracias a vosotros, los gringos, eso no ha ocurrido. Sois unos
hipócritas redomados. Tu Departamento de Estado y tu Mr. Reagan se
complacen en despotricar una y otra vez, refiriéndose a los horrores de la
dictadura sandinista en Nicaragua. Hablan de esos demonios comunistas que
se niegan a llevar la democracia a su pueblo. Pero ¿has oído decir una sola
palabra a Mr. Reagan y a tu Departamento de Estado cuando se trata de los
dictadores militares que tenemos aquí? ¿O en Honduras? ¡Ay, no, ni una
palabra! Porque nuestros dictadores hacen lo que vosotros queréis que hagan.
¿Es eso lo que entendéis por democracia?
—Bueno —repliqué, sonriéndome—, al menos resulta agradable
comprobar que el paso del tiempo de nada ha servido para aplacar tus
pasiones políticas.
—Justamente todo lo contrario. Cuanto peor van las cosas en mi país, con
más fuerza las siento. Y ahora, gracias a vosotros, los gringos, el peor granuja
de la Guardia Nacional, absolutamente el peor de todos, se ha hecho con el
poder.
—¿A qué te estás refiriendo?
—¡A quién, no a qué! A un hombre llamado Noriega.
—¡Oh, sí! —comenté, mirando fijamente el mar—. He oído ese nombre.
—Es un tipo desalmado. Un criminal. Un sádico. Probablemente, un
asesino. Ésas son sus buenas cualidades. ¿Sabes lo que se le ocurrió hace
poco para obligar a hablar a uno de sus detenidos? Violó a su mujer en su
presencia.
—¡Bah!, míralo de otro modo; es probable que eso no vaya en contra de
las costumbres del país, como sería el violar al hombre en presencia de su
esposa.
—¡Jack, no seas tan estúpidamente cínico! Esto es algo mortalmente
serio. Ese hombre se encuentra donde se encuentra porque es de vuestro
agrado. Por lo visto, todo cuanto hacéis por él os parece poco.
—Por cierto, ¿cómo sabes tanto de ese tal Noriega? Pensaba que las
princesas rabiblancas como tú no os mezclabais con gente como ésa.
—Tengo amigos. ¿Sabes lo que dicen algunos?
—Cuéntame.
—Que es un agente a sueldo de la CIA.
—¡Eso es ridículo! —repliqué con brusquedad—. ¿Quiénes han dicho
semejante estupidez?

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—Amigos. Yo no lo creo. No es posible que puedan ser tan cretinos ni
siquiera los de vuestra famosa CIA. ¿Sabes lo que dicen, además, de él? Y eso
sí sé que es cierto. Que trafica en drogas.
—¿Cómo has llegado a saber eso?
Juanita se quedó contemplando los cubitos de hielo en su vodka con la
seriedad de la adivina que observa las hojas de té, cuyos misterios está a
punto de descifrar.
—Tengo amigos. Da la casualidad de que uno de tus predecesores en mis
amoríos, querido Jack, es el hombre que solía dirigir lo que en nuestro país
pasa por ser una fuerza aérea.
—Era, pues, compañero de armas de Noriega y te contó todos los chismes
que se dicen de él, ¿no es así?
—¡Qué tonto eres! Ocurre que el hombre es rico. Y su hermano es adicto
a la heroína. ¿Adivina quién le proporcionaba la heroína para satisfacer el
vicio del hermano?
—¿Noriega?
—Exactamente. Ahora se dice que se dedica a la cocaína. Bueno —dijo,
riéndose con sarcasmo—, si eso es cierto, la droga irá a parar a vuestra casa,
porque aquí nadie se la puede permitir. ¡Vosotros y vuestra llamada guerra
contra la droga! Estáis en guerra con vosotros mismos y sois demasiado
idiotas como para que os podáis dar cuenta. En fin, basta ya de eso.
Juanita tomó de mi mano el vaso vacío.
—Dame, iré a servirte otro whisky —me dijo, y se dirigió a la cocina,
mientras yo me quedaba solo, dando vueltas a lo que me acababa de revelar.
Descubrir quién era su amigo de las fuerzas aéreas no sería demasiado
difícil. Pero, por otra parte, dar con un modo discreto de impedir esas
habladurías, sí podría serlo.
De momento, mis ojos se recreaban en la grácil figura de Juanita,
mientras se dedicaba a preparar las bebidas en el bar de su cocina.
—No ha sido posible darte una buena acogida a tu regreso a Panamá —
me dijo, entregándome el vaso de whisky.
Una vez más, sus ojos habían adoptado su típica expresión juguetona y
tasadora.
—He pensado mucho en ti durante estos últimos meses —me confesó.
—Tendría que haberte dado alguna señal de mi existencia.
—No, no tenías por qué hacerlo. ¿Recuerdas lo que te dije en cierta
ocasión? No pienses, limítate a ser tú mismo. Quizás hayas empezado a
aprender tu lección. Ahora estás aquí. ¿No es eso acaso lo que importa?

Página 241
—Sí —dije—, creo que sí.
—Creo que por esta noche ya hemos forzado lo bastante tu mente, ¿no te
parece? Quizás haya llegado el momento de forzar un poco tu flaco y
musculoso cuerpo.
Apretó su cuerpo contra el mío y sentí de repente que el mundo se
deshacía bajo mis pies, como el copo de nieve derritiéndose bajo el calor de la
primavera.

Página 242
Libro cuarto

EL ALIJO DE RAMÓN

Página 243
MEDELLÍN
Colombia

«¡MEDELLÍN! —rezaban los garabatos pintados de un rojo chillón en la


valla publicitaria—. UN LUGAR PARA HOMBRES DE BIEN QUE
DESEAN TRABAJAR Y REÍR». Tal era la alegre bienvenida que se
dispensaba a los visitantes en el momento en que abandonaban con sus
vehículos la ronda de circunvalación situada más allá del moderno aeropuerto
de Medellín, enclavado en las montañas que dominan esa ciudad que prefiere,
evidentemente, ser conocida por la industria y el buen humor de sus
habitantes antes que por otras actividades más frecuentemente relacionadas
con su nombre.
Raymond Marcello —«Ramón» para los muchos amigos que tenía en la
ciudad— soltó la carcajada en señal de aprobación al mensaje que transmitía
la valla publicitaria. A Marcello le gustaba Medellín. El estadounidense tenía
buenas razones para estar contento con la ciudad. El «trabajo» que había
llevado a cabo con tanto éxito en esa ciudad, supervisando los cargamentos de
cocaína, le había convertido en un hombre muy acaudalado, y la perspectiva
de aumentar considerablemente su fortuna con ese viajecito contribuía al
manifiesto buen humor que tenía esa mañana.
Era un día caluroso y de cielo despejado, pero es que todos los días en
Medellín eran calurosos y de cielos despejados. «La ciudad de la eterna
primavera», habían bautizado a su metrópoli las fuerzas vivas de Medellín.
Cercana al ecuador, la ciudad disfrutaba de una temperatura constante durante
todo el año, veinte grados centígrados en La Tabla, la alta meseta, y
veinticuatro en la propia Medellín, construida en el lecho del valle que se
extendía a lo largo de las riberas del río del que la ciudad había tomado su
nombre. Era la capital orquídea de Colombia, el centro industrial más
importante de la nación, el corazón de las zonas productoras del café
colombiano, famoso en el mundo entero.

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Era también, con la posible excepción de Beirut, la ciudad más peligrosa
que existía sobre la faz del planeta. El promedio anual de asesinatos por
habitante en la próspera comunidad de Medellín convertía, en comparación, a
lugares como Detroit y Washington en auténticos bastiones de la ley y el
orden. Ese alud de asesinatos era debido, casi exclusivamente, a las
rivalidades engendradas por el floreciente tráfico de cocaína que había atraído
a Marcello a Medellín.
En su último viaje a la ciudad, haría de eso poco más de un mes, había
sido testigo del asesinato de un conocido, un hombre que también se dedicaba
al negocio de la supervisión de cargamentos de cocaína, Juan Villegas.
Villegas había cometido un error muy poco frecuente entre las personas que
realizan ese tipo de negocios en Medellín. Se había quedado prendado del
producto polvoriento que vendía. Su vicio le ofuscó y le llevó a equivocarse
en sus cálculos y luego a contraer deudas que no pudo pagar a personas que
no suelen ser nada amables con aquellos que pretenden mermar en algo sus
ganancias.
Y un día, cuando Villegas se paseaba de buena mañana por un centro
comercial en Envigado, uno de los barrios de Medellín, recibió un tiro en la
rótula, disparado por una pareja de adolescentes que pasó por su lado en una
moto «Honda». Y cuando yacía, gritando, sobre el asfalto de un
aparcamiento, un «Toyota» le atropelló. El conductor frenó durante unos
instantes, dejando las ruedas delanteras a escasos centímetros de los ojos
horrorizados de Villegas.
A continuación, mientras Ramón y una docena de curiosos contemplaban
la escena, el conductor pasó lentamente con su «Toyota» sobre el cuerpo de
Villegas. Una vez hecho esto, puso la marcha atrás y retrocedió con el
vehículo pasando sobre el moribundo traficante, arrancando del cuerpo
aplastado de Villegas la poca vida que le había quedado tras la primera
pasada.
Ningún recuerdo lúgubre de aquel acontecimiento ensombrecía, sin
embargo, el buen humor que tenía Marcello esa mañana, cuando salió del
aeropuerto y se dirigió a los verdes y exuberantes campos de La Tabla. Había
venido a Medellín a hacer su agosto, a sacar una enorme tajada, a dar el gran
golpe que le permitiría retirarse del negocio y pasarse el resto de la vida en
medio de un relativo bienestar. Para un hombre que acababa de celebrar su
cuadragésimo primer cumpleaños, eso era, desde luego, una perspectiva muy
satisfactoria.

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Pese a lo mucho que le gustaba Medellín, Marcello había fijado,
prudentemente, su residencia en Bogotá, con el fin de guardar las distancias
que ya había establecido entre sus personas y sus socios de Medellín. Con las
ganancias obtenidas de la droga se había comprado, no hacía mucho, una
finca situada a unos cincuenta kilómetros al noroeste de Bogotá, treinta
hectáreas de frondosas y suaves colinas, ideales para la cría de caballos. Una
vez se hubiese retirado a disfrutar de sus narcomillones, él y su mujer harían
de esa finca su residencia principal, un entorno ideal para criar a los dos
chiquillos que tanto adoraba.
Saboreando ya con antelación las futuras delicias de esos días, Ramón
dejó atrás La Tabla y empezó a bajar por la carretera de Las Palmas, que
descendía serpenteando por la ladera de una montaña que daba al valle donde
estaba la ciudad. El panorama era espectacular. De cuando en cuando, a través
de los claros que dejaban los altos pinos que franqueaban la carretera, Ramón
podía divisar las familiares edificaciones representativas de la ciudad: la plaza
de toros de La Macarena, el altísimo edificio de cristal y acero de «Torre
Coltejar», un rascacielos en el que tenía su sede la empresa textil más grande
de Iberoamérica, y los chapiteles de ladrillo de la catedral de la Virgen de
Villanueva, la catedral de ladrillo más grande del mundo, cosa de la que no
dejan de jactarse los habitantes de Medellín.
El destino inmediato de Ramón era una catedral consagrada a cuestiones
menos eternas, el «Hotel Intercontinental Medellín», un mesón en forma de
bumerán, cuyos propietarios se habían convertido a lo largo de la última
década en los anfitriones favoritos de la minoría selecta que domina el
comercio mundial de la cocaína. Ramón se instaló, como tenía por costumbre,
en una suite de la tercera planta, con vistas a la piscina y a los tejados de El
Poblado, una especie de Beverly Hills de Medellín, donde los nuevos ricos de
la ciudad, los magnates de la droga, habitaban en mansiones suntuosas,
protegidas por setos. Deshizo el equipaje y colocó sobre la mesilla de noche
los retratos de su mujer y sus hijos, que sacó de un álbum de cuero negro. Los
llevaba en un marco de bordes dorados que representaba su icono particular;
era un narcotraficante que jamás iba a parte alguna sin llevar consigo una
fotografía de su mujer y sus hijos.
Luego sacó su teléfono portátil y llamó a su socio y amigo íntimo,
Francisco Garrone, «Paco». Paco pertenecía a una antigua familia de
Medellín, era uno de los descendientes de aquellos vascos y gallegos que
siguieron las huellas de los conquistadores a través de las montañas, hasta el
río Medellín, durante los siglos XVII y XVIII. Paco era abogado de profesión,

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aunque los testamentos y los contratos que había preparado durante los
últimos años a duras penas habrían llenado un solo cajón en los verdes
armarios de metal que le servían de archivo en su despacho.
—¡Hola, socio! —gritó Ramón por el teléfono—. Estoy de vuelta. Y he
conseguido exactamente lo que tanto andábamos buscando, amigo mío, eso
que queríamos lograr desde hace años.

Media hora después, Ramón dejaba su «Mercedes» al cuidado del portero


de «La Margarita», un restaurante de lujo situado a un kilómetro de su hotel,
según se baja por la carretera de Las Palmas. Una docena de hombres,
vestidos con holgadas guayaberas, se agolpaba inquietamente ante la entrada
del restaurante. Su modo de vestir no venía determinado por los dictados de la
moda ni por el deseo de ocultar bajo los sueltos faldones de sus camisas las
protuberancias de sus vientres. Eran los guardaespaldas de los magnates de la
droga que estaban comiendo dentro del local. Sus guayaberas servían para
disimular las armas que llevaban en la sobaquera.
Ramón saludó a una pareja que conocía personalmente. La mayoría de
ellos era producto de la miseria imperante en los barrios pobres, en esos
tugurios que se aferraban a los escarpaderos de las faldas de las montañas que
rodeaban el valle. Unos veinte años atrás, la mejor enseñanza que podían
ofrecer esos barrios a sus rapazuelos se impartía en institutos en los que se
graduaron algunos de los carteristas más hábiles y rápidos del mundo. Los
antiguos alumnos viajaban luego a la búsqueda de grandes acontecimientos y
bolsas repletas, una Copa Mundial, una inauguración presidencial, una
coronación o la elección de un Papa.
En nuestros días esas escuelas preparan asesinos y enseñan las técnicas
más modernas de la muerte urbana, como la del asesinato, con moto, siempre
en pareja, conduciendo el uno y disparando el otro, tal como le había ocurrido
al amigo de Ramón.
Los graduados con summa cum laude se convertían en guardaespaldas.
Los menos afortunados tenían que conformarse con servir de sicarios,
asesinos temporeros que contrataba el cartel. Sin embargo, ese oficio también
tenía sus compensaciones. Así como los carteristas de Medellín habían
recorrido otrora el mundo entero en pos de un portamonedas bien repleto,
ahora sus sicarios viajaban por todo el planeta para ejecutar a quienes habían
sido tan desafortunados o imprudentes como para atravesarse en el camino de
los grandes señores que controlaban la droga desde Medellín.

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Ramón ocupó una mesa en la terraza, desde donde se divisaba el valle, y
pidió una botella de vino chileno. Pocos minutos después llegaba su socio.
Paco era un hombre rechoncho, con un bigote a lo Clark Gable, quizá para
compensar su incipiente calva. Como de costumbre, iba impecablemente
vestido, con un traje azul marino de gabardina de seda, de «Brioni», que había
comprado hacía poco durante un viaje a Roma. Lo que más fascinaba a
Ramón de Paco era el encanto que ejercía sobre las mujeres. No había ni una
sola mujer atractiva en el restaurante a la que Paco no hubiese dirigido la
palabra. Repartió besamanos, distribuyó piropos, apretó antebrazos y susurró
precipitados secretitos en media docena de oídos. Ramón pensó que su amigo
parecía estar defendiendo su candidatura a la alcaldía o tratando de ponerle
los cuernos a la mitad de los hombres casados de la ciudad, propósitos estos
que eran igualmente peligrosos en Medellín.
Finalmente, llegó a donde estaba Ramón. Los dos hombres se dieron un
fuerte y aparatoso abrazo, una exhibición que entre los latinoamericanos suele
ser más teatral que afectuosa. Luego se sentaron, chocaron sus copas de vino
y se pusieron a contarse el chismorreo de rigor en su oficio: quién había sido
asesinado, cuál de sus socios había sido detenido por los policías yanquis,
quién había hecho el mayor negocio introduciendo cocaína en los Estados
Unidos.
Probablemente el ochenta por ciento de la cocaína que llega a los Estados
Unidos era controlada por los narcotraficantes de Medellín. Y sin embargo,
no había, con toda certeza, ni una sola planta de coca que creciese en los
campos de Medellín. Medellín se había convertido en el Capitolio mundial de
la cocaína, no por razones geográficas o botánicas, sino debido a las
cualidades humanas de la gente que allí vivía; cualidades que estaban muy
bien representadas en los rechonchos caballeros que se sentaban en las mesas
contiguas a la de Ramón. Los «paisas», como solían llamarse a sí mismos los
habitantes de Medellín, eran personas dinámicas y estaban orgullosos de
serlo. Se jactaban de ser los judíos o los libaneses de Iberoamérica. Sabían
hacer buenos negocios y aprovechaban cualquier oportunidad que se les
presentase para hacer dinero con más presteza que cualquiera de los pueblos
situados al sur de Río Grande.
Por lo general, eran típicos descendientes de españoles. Hablaban un
español con acento áspero, se comían la mitad de las palabras y solían
interrumpir su discurso con un «¡Ay! ¡Ave María!», que es en ellos tan
frecuente como en un grupo de monjas rezando el rosario. Su afición por las
cosas españolas, desde las corridas de toros hasta los cuadros de Goya, era

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profunda y mucho más sincera de lo que es el caso en la mayoría de los
latinoamericanos, para quienes tales gustos expresan con frecuencia más
afectación que aficción.
Cuando el esnifar cocaína se convirtió en una diversión de buen tono
entre las celebridades de Hollywood, a principio de los años setenta, fueron
los «paisas» los que se dieron cuenta de las oportunidades económicas que
ofrecía el desenfreno de los yanquis. Se apoderaron de la producción de coca
en Perú y en Ecuador, establecieron una especie de monopolio sobre el
proceso de refinamiento mediante sus laboratorios en la selva, y, por encima
de todo, emplearon sus talentos para el marketing, la distribución en el
negocio de llevar la cocaína a los Estados Unidos.
Para hombres como Paco y Ramón, vender cocaína era un negocio como
cualquier otro; bien es verdad que era ilegal y que conllevaba más riesgos
eventuales que, pongamos por caso, el negocio del café o la venta de mulas;
negocios en los que se basó la prosperidad de Medellín durante el siglo XVIII,
pero era de todos modos un negocio. Y si aquellas enormes ganancias que el
comercio proporcionaba a Medellín eran extraídas ilegalmente de los bolsillos
de los gringos, si algunos de esos gringos eran lo suficientemente estúpidos
como para sufrir las consecuencias de sus excesos con la droga, éstas no eran
preocupaciones que pudiesen enturbiar las conciencias en Iberoamérica.
Cuando pidieron algo de comer y se hubo ido el camarero, Paco puso su
mano regordeta sobre la muñeca de Ramón.
—Y bien —susurró—, comunícame tus noticias.
—He dado con el tipo ideal para nosotros —contestó Ramón, chupándose
las yemas de los dedos con la fruición de un jefe de cocina italiano que
estuviese probando la salsa perfecta para los espaguetis—. He conseguido un
piloto de primera que dispone de un «Aerocommander 1000», un aparato que
tiene fletado por seis meses en West Palm Beach, Florida. El
«Aerocommander 1000» era el medio de transporte preferido por los
narcotraficantes. Tenía una autonomía de vuelo de cinco mil kilómetros.
Podía aterrizar en pistas de tierra cortas y escabrosas. Y por encima de todo,
sus motores podían funcionar durante las tres cuartas partes de su vida útil
con diésel, en vez de tener que utilizar el combustible de aviación, con un alto
índice de octano. El diésel era más barato, pero, aún más importante, su
presencia en una finca resultaba más fácil de explicar para un granjero,
cuando se presentaba un policía curioso, que unos cuantos bidones de
combustible de aviación.

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—A lo que se dedica ese tipo —prosiguió Ramón— es a transportar
piezas de recambio para las compañías petroleras del lago de Maracaibo.
Hace el trayecto de una a dos veces por semana. Lo hace desde hace tanto
tiempo, que ya nadie le presta atención.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Paco.
—Me he pasado algún tiempo con él en su hangar. Un tipo retirado del
servicio de aduanas se presenta por allí quizás una vez cada dos semanas y le
supervisa el papeleo. Y aquí finaliza la historia. Es la cosa más simple del
mundo. Un buen día por la noche podrá remontar el vuelo tal como hace
siempre y acordará su acostumbrado plan de vuelo con la oficina de control
del tráfico aéreo de Miami, pero cuando se vaya acercando a las costas
venezolanas, no tendrá más que girar y venir aquí, en vez de ir a Maracaibo.
Cargará el avión y volverá, siguiendo la misma ruta que emplea por lo
general.
—¿Y está dispuesto a hacerlo? —preguntó Paco—. ¿No será una trampa
de la DEA? ¿Estás seguro de eso?
—Completamente. Pero lo mejor de todo es lo siguiente —contestó
Ramón, apretando la mano a su socio—. Su avión está preparado para
transportar piezas de recambio. Dispone de un depósito extra para el
combustible. Así que puede llevar mil kilogramos de cocaína. ¡Mil
kilogramos, tío!
Paco silbó por lo bajo en señal de admiración. Mil kilogramos de cocaína
era algo con lo que tan sólo se había atrevido a soñar. Era el negocio del siglo,
el golpe que los haría multimillonarios, que los convertiría en personajes
legendarios en el mundo del narcotráfico.
—Lo hará por setecientos mil dólares —susurró Ramón.
—¿Cuánto por adelantado?
—Cien mil. Nosotros cargamos cinco mil por kilo. Esto nos da una
ganancia de más de dos millones de dólares por barba, amigo mío. —Ramón
pronunció esas cifras, arrastrando lentamente cada sílaba, saboreándola como
el jefe de cocina parisiense que prueba el primer bocado de una trufa fresca.
—Va a ser difícil reunir mil kilos —advirtió Paco—. La gente anda muy
escarmentada. Pero, ante una cosa así, socio, lo intentaremos. Es algo
realmente fabuloso —dijo, levantando su copa de vino y golpeando con el
borde de su copa la de Ramón—. El negocio del siglo.

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LAS CINTAS DE LIND
Extracto n.º 7

El despacho de Vic Craig se encontraba en las dependencias aduaneras


del aeropuerto internacional de Miami, así que cuando le llamé por teléfono,
me propuso que nos viésemos para desayunar en el «Hotel Viscount»,
justamente enfrente del mismo aeropuerto. Se advertía a las claras que Vic era
un asiduo parroquiano en la cafetería del hotel. Apenas nos habíamos sentado
a una mesa, cuando ya acudió la camarera a servimos, con una sonrisa de
oreja a oreja, tan cálida como para poder elevar la temperatura en la ciudad de
Estocolmo en una tarde de enero.
—¡Caray, Renata —exclamó Vic, echándose a reír—, esta mañana estás
para comerte!
Renata empujó con la lengua el chicle a un lado de la boca y soltó una
risita.
—En tu caso, yo trataría de probar algo distinto —advirtió Renata a Vic
—. El tipo con el que vivo me pegó anoche una paliza de órdago.
Vic me miró y se encogió de hombros.
—Cosas de la vida, Jack. En tal caso —dijo, dirigiéndose a Renata—,
tráeme ese desayuno ranchero mejicano, el número seis. Esta mañana necesito
algo para meter entre pecho y espalda.
En desafío de toda prudencia convencional, pedí huevos fritos con
salchichas.
—¿Y bien? —preguntó Vic cuando Renata se hubo alejado—. ¿Qué tal
andan las cosas por el rancho estos días?
—Mucho mejor. Tenemos ahora un director que está dispuesto a que las
cosas funcionen de nuevo. La moral ha mejorado en un quinientos por ciento.
—Ya era hora.
Una de las cosas que mejor había hecho la CIA durante los últimos años
había sido infiltrar personas en las demás agencias federales, en la DEA, en el
Tesoro, en Aduanas y en el Ejército. Vic era un ejemplo perfecto de esa
política. Era un agente de la CIA, pero durante los últimos doce años había
sido trasladado al servicio de aduanas. Éstos, por supuesto, desconocían
completamente a quiénes era fiel ante todo. El noventa y cinco por ciento del
tiempo realizaba su trabajo como cualquier otro funcionario de aduanas;
durante el resto, en ese crítico cinco por ciento, servía a nuestros intereses, tal
como estaba haciendo ahora.

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—¿Y bien, qué te trae por el sur de Florida? —preguntó—. Imagino que
no será la añoranza por el pastel de manzana.
—Me han dado Latinoamérica —le dije, y a continuación le hice un
rápido resumen de lo que necesitaba saber sobre mi programa de suministro
de armas a la contra.
—¿A dónde quieres transportar tu material? —me preguntó.
—De momento, el lugar que más me interesa es Costa Rica. Lo que
necesito de ti ante todo es alguna orientación sobre cómo puedo hacer para
que mis aviones entren y salgan de ese país sin despertar una atención
indebida.
Renata colocó delante de Vic el plato con el abundante desayuno
mejicano. Vic lo contempló con expresión de respeto; no se trataba, desde
luego, de copos de salvado y leche desnatada.
—Aquí hay bastantes calorías como para alimentar a media Etiopía —
dijo, dando un suspiro e hincándole el diente.
»Pero volvamos a nuestro problema, Jack —dijo, tras haber engullido sus
primeros bocados—. Hay dos medios de hacerlo: el fácil y el difícil.
—Explícame los dos.
—Está bien, empecemos por el difícil. ¿De dónde quieres sacar tu
material?
—De momento será de Opa Locka.
Opa Locka era un aeropuerto privado de cierta importancia en la zona de
Miami.
—Perfecto. Pues bien, como es evidente en este caso, tu piloto no tendrá
que acordar un plan de vuelo con el control de tráfico aéreo de Miami. Tan
sólo volará a Lauderdale para ir a ver a su hermana. Pulsará su transpondador
y despegará.
Todos los aviones que realizasen vuelos dentro y fuera del territorio de los
Estados Unidos debían llevar un transportador. Conectado a un altímetro,
emitía una señal característica que identificaba al avión ante la oficina de
control de tráfico aéreo y registraba automáticamente su altitud.
—Si desconecta su transpondador —prosiguió Vic—, el sistema de radar
civil que tenemos en el aeropuerto internacional de Miami no lo registrará.
Pero el radar militar de la base aérea de Homestead o de la base naval de
Boca Chica en Key West, lo detectará de todas maneras. Y con esto quiero
decir que ha de permanecer pegado al horizonte, por debajo de sus radares, si
es que no quiere ser detectado, como supongo que será el caso.

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Vic hizo una pausa para tragar otro enorme bocado de lo que parecían ser
judías fritas.
—Tendrá que volar a no más de quince pies sobre el nivel del mar hasta
que se haya adentrado por lo menos unas sesenta millas. No es algo fácil. Lo
mismo ha de hacer cuando regrese. Y sería bueno que pudiese seguir los
ángulos negros entre los radares, cosa que puede hacer si le proporcionas un
buen aparato de control de radar, que le indicará si ha sido detectado.
Vic se interrumpió para tomarse un respiro y permitir a su estómago que
se las apañase con la primera mitad de su desayuno.
—Puede hacerse —aseguró—. Puede hacerse siempre. Pero si el tipo se
encuentra con mal tiempo, si se pone nervioso y sube por encima del
horizonte, las alarmas se dispararán por todas partes —dijo Vic, riéndose
entre dientes—. Especialmente si es durante el trayecto de vuelta. En tal caso,
alguien creerá que se está acercando el señor Fidel Castro y lanzará un
puñado de «F16» desde Homestead.
—Está bien —asentí—. Y ahora háblame de la vía fácil.
—Acordará un plan de vuelo regular con el control de tráfico aéreo de
Miami para ir a Puerto Príncipe, en Haití. Despegará de la forma más normal
posible, con su transpondador graznando continuamente como una gaviota.
Cuando se encuentre a setenta millas de la costa, fuera del alcance de nuestro
radar de cercanías, apagará su transpondador, cambiará de rumbo y se dirigirá
a donde le venga en gana.
Vic concentraba su atención en la tortilla extendida sobre su plato. Tras
dar un par de bocados, me apuntó con su tenedor.
—Cuando vaya a regresar, no tendrá más que seguir el mismo rumbo que
hubiese tomado si viniese de Puerto Príncipe. La cuestión es, Jack, que el
control del tráfico aéreo de Haití es una mierda, sin remedio. Ni siquiera
saben en qué día de la semana están. Es imposible que la DEA o cualquier
otra organización puedan descubrir si tu piloto cumplió realmente el plan de
vuelo y estuvo o no en Puerto Príncipe. Por aquí no nos enteramos muy
rápidamente de las cosas, aun cuando sospecho que tus simpáticos traficantes
de Florida del Sur lo saben perfectamente.
—Parece fácil según lo cuentas.
Vic eructó y apartó el plato con los restos de su desayuno.
—No te imaginas cuán fácil es. Esta parte del país es un maldito colador.
Los narcotraficantes pasan por la costa del golfo, se meten entre las
plataformas de prospecciones petrolíferas de alta mar, que incluso vuelven
borrosas las pantallas de nuestro radar militar, y se salen con la suya.

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Podemos detectar un misil ruso en el momento de salir de su base de
lanzamiento, pero ¡maldición!, ¿te crees acaso que somos capaces de
descubrir un «Aerocommander», cargado de droga, que esté entrando en el
país? Es imposible.
—Escúchame, Vic, la otra cuestión es, como te acabo de decir, que
queremos mantener ese flujo de armas en el mayor secreto posible. Por toda
una serie de consideraciones concernientes a la seguridad nacional.
Le premié con una sonrisa.
—Por supuesto, te entiendo.
—Lo que desearíamos realmente es no tener una multitud de agentes de
aduana husmeando por nuestros almacenes mientras tenemos por el suelo
cajas llenas de «M-16» y «AK-47».
El hecho de que exportásemos esas armas sin la documentación necesaria
era completamente ilegal. Violaba la Neutrality Act y otras cinco leyes más de
los Estados Unidos. Bien era verdad que contábamos con una orden
presidencial y que los comités de inspección del Congreso habían dado su
visto bueno al plan, respaldando nuestras actuaciones futuras. De todos
modos, a pesar de eso, seguía siendo ilegal, por lo que resultaba mejor para
todas las partes implicadas que no obligásemos a las otras agencias
gubernamentales a tener conocimiento de lo que estábamos haciendo.
—No habrá ningún problema. ¿Dónde empezaréis las operaciones?
—En el hangar número uno de Opa Locka. «First Air Services».
—Bien, me preocuparé de ello en persona. Pero pon cuidado en tenerme
al corriente de lo que pasa, para que pueda encubrir tus operaciones.
Recogimos la cuenta y nos dirigimos a la caja. Renata acudió a
despedimos. Vic le dio un beso en la mejilla.
—¿No tendrás mañana un ratito libre para mí, cariño? —preguntó
bromeando.
«ÁGUILAS NEGRAS» era el nombre en clave que habíamos dado al
programa de suministro de armas a la contra que había estado elaborando
junto con Vic Craig en la reunión que celebramos durante nuestro desayuno.
Se trataba del aspecto más importante de la misión que me había
encomendado Casey cuando establecimos nuestro programa de ayuda a la
contra.
Para mantener alejada a la Agencia de la operación, instalé nuestro centro
de mando en las oficinas del Consejo de Seguridad Nacional del presidente
George Bush. Una vez que terminé de precisar el procedimiento básico de la
operación, la responsabilidad por la ejecución práctica del plan quedaba a

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cargo de nuestro hombre en las oficinas de Bush: contratar los trabajos con
los diferentes transportistas, organizar los vuelos, asegurarse de que las armas
estarían donde se supone que deberían estar en el momento preciso. En todo
esto subyacía la idea de que si alguno de nuestros planes fracasaba en alguna
parte, podrían hacerme comparecer ante el Congreso, someterme ante un
interrogatorio durante todo el santo día y yo podría jurarles:
«Caballeros, nada sé sobre esos vuelos».
Y les estaría diciendo la verdad.
Los israelíes, a raíz de la invasión del Líbano, se habían hecho con una
mina de oro ideal para nuestros propósitos: las armas del bloque soviético
requisadas a la OLP. Vieron la oportunidad de vendérselas a la contra, pero
insistieron en que el transporte de armas a América Central debería hacerse a
través de los Estados Unidos para ocultar su procedencia.
Los «águilas negras» tenían la misión de recoger las armas en Israel y
transportarlas en avión a determinados aeródromos de Texas, Florida y
Arkansas. Eso era fácil. Venían destinadas a una compañía israelí registrada
en los Estados Unidos y con una cobertura legal perfecta, ya que disponía de
los certificados finales de usuario del Gobierno de los Estados Unidos. Era el
hecho de sacarlas de los Estados Unidos y hacerlas llegar a nuestros grupos
guerrilleros en América Central lo que había estado poniendo a prueba mi
imaginación desde que me ordenaron regresar de Panamá, al día siguiente de
reanudar mi relación con Juanita, y me dijeron que me ocupase del problema.
El aeropuerto de Opa Locka, mi destino siguiente tras el desayuno, se
encontraba en la Cuarta Avenida, muy cerca del aeropuerto internacional de
Miami, pasado el hipódromo de Hialeah. Los «First Aviation Services»
estaban dirigidos por un excomandante de la Policía Militar llamado Derrick
Watts. Tenía en su hangar un par de «Cessna Titan 404», «N» (de
«Noviembre»), arrendados por la «Pacific Air», la compañía a la que
habíamos encargado, por mediación del despacho del Vicepresidente de los
Estados Unidos el transporte principal de las armas. La «N» era la letra por la
que empezaban las matrículas de todos los aviones registrados en los Estados
Unidos.
No me hizo ninguna gracia lo que vi en el hangar de Watts. Amontonadas
descaradamente en una esquina, había cajas de «AK-47» y de explosivos de
plástico «C4» claramente etiquetadas como tales.
—Oculta eso y que no se vea —ordené—. ¡Por el amor de Dios, puede
venir alguien por aquí y ver todo esto!

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—No te preocupes, Jack —me tranquilizó Watts—. Nadie vendrá por
aquí sin mi permiso. Con excepción, quizá, de los de aduanas, que es tu
departamento.
—Ya me he preocupado de la gente de aduanas. No vendrán a dar vueltas
por aquí. Pero sigo queriendo que ese material esté oculto durante todo el
tiempo.
Watts me condujo al despacho de los «First Aviation Services». Un lugar
amueblado de un modo espartano, con un escritorio, una mesa de tabla de
formica, un sofá y unos cuantos sillones que hubiesen sido rechazados por los
del Ejército de Salvación. Nuestros primeros tres pilotos me estaban
esperando allí para que les explicase la operación. Me alegré al ver que uno
de ellos era mi viejo compañero Ray Albright. Nos sentamos alrededor de la
mesa y Watts nos sirvió los habituales vasos de plástico con «Nescafé».
—Lo primero que debéis saber —les dije, comenzando mi explicación—
es que ninguno de vosotros tenéis que llevar encima vuestros documentos de
identidad. Nada de carnets de conducir, nada de tarjetas de crédito, nada que
revele vuestros nombres. Cuando estéis listos para partir, el comandante, aquí
presente, os proporcionará vuestra documentación para el viaje. Se la
devolveréis al regresar. ¿Está claro?
Asintieron con la cabeza. Los tres habían realizado vuelos, en alguna que
otra ocasión para la «Air America», por lo que ese tipo de disposiciones de
seguridad les eran familiares.
Extendí un mapa del Caribe sobre la mesa y les expliqué los puntos
esenciales de cuanto me había enseñado Vic Craig durante el desayuno sobre
la vía fácil para realizar nuestros vuelos al Sur.
—Hemos equipado vuestros aviones con un loran —les informé.
El loran es un sistema de radionavegación de una gran precisión. El piloto
programa en el aparato las coordenadas de su punto de destino y el
instrumento les señala el rumbo, le indica en todo momento su velocidad real
y le ofrece también el factor de corrección del tiempo.
—Partiréis manteniendo un rumbo de noventa y cinco grados con
respecto a Puerto Príncipe y seguiréis ese rumbo hasta que paséis la localidad
de Matthew en la isla de Gran Inagua. Podéis serviros de su faro como punto
de referencia. Luego, apagaréis el transpondador y volaréis hacia el Sur,
siguiendo la línea de las islas de Sotavento y el estrecho de Jamaica.
Aun cuando no me preocupé de señalarlo, esa ruta les llevaría en
dirección a Puerto Príncipe, en evidente cumplimiento de su plan de vuelo.

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—Y ahora, ¡por el amor de Dios!, no se os ocurra cruzar el espacio aéreo
cubano en esa etapa de vuestro viaje. Como os ocurra algo durante el viaje de
ida, dejaremos que os pudráis, podéis creerme. No conoceremos vuestros
nombres, ni siquiera los nombres falsos que aparecen en vuestra
documentación.
En ese momento hice una pausa y les fui mirando fijamente a los ojos
para cerciorarme de que habían entendido mi advertencia. La habían
entendido.
—Una vez que hayáis sobrevolado Kingston, tomad un rumbo de
doscientos diez grados. Volaréis sobre tierra firme en esta parte —les dije,
indicándoles el punto en mi mapa—, en la desembocadura del río Colorado,
al norte de Costa Rica. Los reconoceréis por esta isla situada en la bahía de la
desembocadura del río. ¿Tenéis alguna pregunta?
—¿Qué pasa con el radar? —preguntó uno de ellos.
—No hay ninguno. No hay más que un inmenso agujero negro en esa
zona. El único radar que tienen en Costa Rica es el que se encuentra en el
aeropuerto de San José, la capital. La ciudad está en el fondo de un valle
rodeado de montañas, contra las que se estrellan y mueren todas las señales.
Quieren comprar un sistema más moderno —expliqué echándome a reír—,
pero no creo que eso vaya a formar parte de ninguno de los paquetes de ayuda
que consigan en un futuro próximo.
»Y bien, cuando hayáis sobrevolado la costa, os anunciaréis por radio,
utilizando la frecuencia de onda corta número 124,6 hasta que obtengáis una
respuesta. Cuando os respondan, os identificaréis con vuestro número de
registro. En la pista de aterrizaje hemos instalado un ADF, que os guiará.
Un ADF emite un pitido no direccional, una señal de radio que puede ser
registrada por el avión que se aproxima y que lo guiará hasta tierra.
—Emite en 89,75 megaciclos —proseguí—. Una vez que ya os hayáis
identificado os enviarán la señal. La seguiréis hasta vuestro lugar de destino,
que está aquí —dije señalando de nuevo el mapa—, una localidad llamada
Muelle, a unos ochenta kilómetros al oeste del lugar donde empezasteis a
sobrevolar tierra.
»Hacia el Sur os toparéis con dos grandes cadenas de montañas —les
advertí—, la cordillera de Tilarán y la cordillera Central, así que poned buen
cuidado en evitarlas. El río que atraviesa Muelle os servirá de punto de
referencia. Su curso se desvía por dos veces —y de nuevo les señalé la ruta
con mi índice—. El extremo norte de la pista de aterrizaje colinda con esta

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segunda curva, así que aterrizaréis por encima del río hasta la pista. No os
vayáis a mojar los pies. Las aguas del río están llenas de cocodrilos».
La pista pertenecía a un tipo llamado Jim Tulley, que antes se había
dedicado al cultivo del tabaco en Kentucky y que ahora tenía allí una granja
en la que criaba vacas. El duque lo había contratado. Las ideas políticas de
Tulley estaban mucho más a la derecha que las de la Asociación John Birch.
La perspectiva de matar comunistas le infundiría un celo similar, imagino, al
que tiene que haberse apoderado de Torquemada cuando llevaba un hereje a
la hoguera; pero ¡qué demonios!, el hombre se desvivía por ayudamos y
necesitaba además el dinero que le estábamos pagando por utilizar su rancho,
dedicarse al contrabando de armas para nosotros era un pasatiempo mucho
más provechoso que el de su cría de ganado.
Yo había destinado a Felipe Nadal y a otros dos alcus para que se
encargasen de supervisamos las cosas en tierra. Expliqué a los pilotos que
ellos se encargarían de descargar los aviones, de proporcionarles una cama,
baño y comida y de llenar de combustible sus aviones para el vuelo de
regreso. Y esto se haría siguiendo la misma ruta que habían utilizado de ida.
—¿Qué pasa con los de aduanas? —preguntó uno de ellos.
—No os preocupéis por los de aduanas. No os causarán problemas. Eso
ha sido resuelto —contesté, recogiendo mis mapas y documentos—, y a partir
de ahora —dije a los tres hombres— el comandante aquí presente estará al
mando. Para cualquier pregunta o cualquier problema os dirigiréis a él.

MEDELLÍN
Colombia

Pese a las leyendas que ya se han tejido en tomo suyo, el llamado Cartel
de Medellín no era otra cosa que esa rigurosa entidad económica a la que se
refieren los profesores que imparten el primer curso de Economía en los
institutos cuando emplean el término cartel. Era, efectivamente, una
confederación, más bien abierta, grandes comerciantes, que se habían
agrupado, a raíz del secuestro de Marta Ochoa, en tomo a Pablo Escobar y a
los tres hermanos Ochoa, Jorge, Juan David y Fabio.
Los comerciantes practicaban, sin embargo, una especie de integración
vertical que hubiese recibido sin duda la aprobación de los catedráticos, con la
que procuraban ejercer el control sobre el flujo de sus productos desde las
faldas de las montañas peruanas, pasando por los laboratorios que tenían en la

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selva en las inmediaciones de Leticia, hasta sus propias redes de distribución,
controladas por colombianos, en la América del Norte.
En el largo viaje que realizaban sus productos, desde las plantaciones de
coca en el valle peruano del Alto Huallaga hasta las fosas nasales de los
habitantes de Manhattan o de Los Ángeles había dos momentos críticos en los
que los traficantes eran particularmente vulnerables al arresto. El primero era
en las esquinas de las calles, o en el bar, o en el club nocturno, donde el polvo
pasaba de los comerciantes al por menor a los consumidores finales. De ahí
que los colombianos jamás se dedicasen a la venta al por menor de la cocaína.
Al igual que los brahmanes de la India dejan la tarea de limpiar sus retretes a
la casta de los intocables, los grandes magnates colombianos de la droga
dejaban el comercio al por menor de su polvo en manos de los
estadounidenses nativos, blancos o negros, de los jamaicanos y de los
dominicanos.
El segundo momento peligroso era el de transportar el polvo blanco desde
Medellín, por regla general en aviones privados, a los aeropuertos
clandestinos de los Estados Unidos, y de ahí, en vehículos a las manos del
distribuidor colombiano que se haría cargo de la mercancía. Los socios del
cartel disponían de unos pocos canales privados, reservados exclusivamente
para su propio uso, como el que poseía Pablo Escobar en Panamá con la
compañía «Inair». La demanda de polvo blanco había aumentado tanto en los
Estados Unidos, que esos canales privados tan sólo podían satisfacer un
porcentaje muy modesto de la cocaína que exigían las inflamadas narices de
los ciudadanos de América del Norte. Llenar ese hueco era el papel que
desempeñaban los traficantes privados de cargamentos como Ray Marcello,
alias Ramón, y su socio Paco Garrone. Aceptaban el riesgo de encontrar los
pilotos y los aviones para transportar la cocaína, los aeródromos adonde
llevarla, los medios para trasladarla a sus destinos finales en Nueva York,
Miami, Los Ángeles, Houston y Chicago.
Sentado en su despacho de Nueva York, mientras revisaba en su carpeta
de anillas los apuntes sobre la vida de Ray Marcello, es posible que Kevin
Grady achacase las buenas relaciones laborales que tenía, evidentemente,
Ramón con los narcotraficantes de Medellín al hecho de que estuviese casado
con una colombiana. La verdad era más sutil. Ante los ojos de la dirección del
cartel, Ramón significaba un éxito consumado.
Él y su socio habían supervisado felizmente una docena de cargamentos.
Y todos habían llegado adonde se supone que tenían que llegar, a tiempo y a
salvo. Y lo que era más importante, cada kilogramo que les había sido

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confiado había llegado puntualmente a su destinatario. Tales éxitos
significaban que Ramón era una persona seria y al cartel le gustaba hacer
negocios con personas serias.
No obstante, reunir un cargamento de mil kilogramos de cocaína, era un
desafío extraordinariamente difícil, incluso para traficantes de tanta
experiencia y fiabilidad como Paco y Ramón. Ni un solo miembro del cartel
se atrevería a invertir mil kilogramos de droga en un único viaje. El riesgo de
perder la coca refinada era mucho mayor del que estaban dispuestos a correr.
Eso significaba que Ramón y Paco tenían que organizar una
mancomunidad, en la que un traficante aportase doscientos kilogramos; otros,
doscientos cincuenta, y así hasta que hubiesen completado los mil.
Negociaciones que se prolongarían a lo largo de seis semanas de trabajo
ininterrumpido y de un montón de tazas de café negro, el café solo y cargado
que toman los colombianos, suficiente como para crispar los nervios a un
batallón de atletas olímpicos. Finalmente, los socios se vieron obligados a
llegar a dos compromisos, potencialmente fatales, para reunir su cargo.
Primero, Paco tuvo que comprometerse a ir en el avión que llevaría el
cargamento a Florida y asumió la responsabilidad personal por la entrega a la
persona que fuese designada para recibir la droga en Miami.
Segundo, Ramón tendría que quedarse en el aeropuerto colombiano del
que partiese la cocaína, custodiado por guardias armados, hasta que llegase la
noticia a Medellín de que la cocaína había sido entregada a su destinatario y
se encontraba a salvo. Sería el rehén que garantizase el éxito de la operación.
Si la cocaína no llegaba, si todo era una trampa de la DEA, Ramón sería
hombre muerto. No era una perspectiva alagüeña pero era el método utilizado
por los colombianos para hacer negocios.
El piloto que había escogido Ramón era un hombre de constitución
nervuda, un auténtico acróbata del aire, experto en caída libre, llamado Bill
Ottley, alias Sunshaine. Ottley transportaba equipos de prospección
petrolífera a América del Sur en su avión fletado, con lo que ganaba el dinero
suficiente para ir por todo el mundo saltando desde los aviones de los demás.
Nunca antes había transportado droga, jamás se había visto mezclado con la
Policía. Eso era muy bueno, significaba que el hombre estaría,
probablemente, libre de toda sospecha.
Pero eso significaba también que podría ser presa del pánico si algo
empezaba a salir mal. Ya que iba a jugarse su propia vida en hacer que
funcionase ese viaje, Ramón decidió traerse a Ottley a Colombia para dar un
repaso final a todos los detalles del vuelo.

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Como lugar de partida, Ramón y Paco habían elegido una pista de tierra
en un rancho situado en las inmediaciones de la localidad de
Barrancabermeja, a orillas del río Magdalena. El río discurría paralelamente a
la frontera entre Colombia y Venezuela. Dar con la pista sería bastante fácil
ya que en las afueras de la ciudad se alzaba la mole de una refinería de
petróleo, que serviría como punto de referencia a Ottley cuando tuviese que
establecer su rumbo final.
El rancho pertenecía a dos hermanos, quienes aportarían doscientos
cincuenta kilogramos al cargamento. Los hermanos Juan y David Otero
reunirían la cocaína de los demás comerciantes que utilizarían el vuelo y
harían las veces de supervisores para el cartel. Ramón llevó a Ottley en su
automóvil a la pista de aterrizaje. Éste la midió a pasos una docena de veces,
comprobando la firmeza del terreno, antes de pronunciar su veredicto,
diciendo que era aceptable. Luego insistió en ir con los colombianos en el
«Cessna» de Otero para inspeccionar desde el aire la ruta que habría de seguir
al llegar y salir de la zona, tomó cuidadosa nota de todos los puntos de
referencia que había a lo largo del trayecto, los acosó a preguntas sobre las
zonas que podrían estar patrulladas por los aviones de las fuerzas aéreas
colombianas y pidió que le dijeran todo cuanto supiesen sobre el ámbito
controlado por el radar. Finalmente, realizó una media docena de aterrizajes
francamente temerarios antes de dar su visto bueno definitivo a la operación.
Por la noche los tres hombres fueron al rancho que tenía Paco en La Ceja,
donde solía pasar los fines de semana, para revisar por última vez todos los
detalles de aquel viaje. Decidieron hacer el vuelo dentro de diez días, saliendo
de los Estados Unidos un jueves por la noche, para hacer el vuelo de regreso a
West Palm Beach por la mañana del sábado, cuando la vigilancia del servicio
aduanero estaba en su punto más bajo. Ramón llamaría por teléfono a Ottley a
su hangar el jueves a mediodía. Si empleaba el número seis en su primera
frase, querría decir que el vuelo iba a realizarse. Si utilizaba el número siete,
significaría que había habido algún problema en Medellín y que el vuelo
había sido cancelado.
Según el plan de vuelo que había establecido Ottley, estaría sobrevolando
el rancho de Otero aproximadamente a las ocho de la mañana del viernes.
Ottley se pasaría el día durmiendo y emprendería el vuelo de regreso cuando
ya hubiese anochecido. Es decir, que aterrizaría con su «Aerocommander» en
West Palm Beach a eso de las seis de la mañana del sábado.
Cuando hubieron concretado los últimos detalles del plan, Paco se levantó
de la mesa con una expresión de gozo infantil en su rostro.

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—Caballeros —anunció—, creo que ahora nos merecemos una fiestecita.
Nos la hemos ganado.
Se dirigió a la puerta de doble hoja que daba al comedor y la abrió de par
en par. La mesa estaba abarrotada de manjares colombianos. Alrededor de la
mesa había una media docena de manjares de otro tipo, jovencitas que
llevaban tacones altos, vaporosos delantales blancos y, a menos de que se
contasen las cintas de sus cabellos, muy poca cosa más.

MUELLE
Costa Rica

—Noviembre, ocho, uno, uno, Víctor X Ray —llamó Ray Albright por su
radio y luego repitió por segunda vez a su invisible audiencia el número de
matrícula de su «Cessna Titan 404». Al fondo, el litoral costarricense se
deslizaba bajo las alas de su avión.
—Noviembre, ocho, doble uno, Víctor X Ray —contestaron— le oímos.
Bienvenido. Vamos a conectarle el radiófono.
Albright Switched cambió de frecuencia, captó la señal del emisor
«ADF» en 89,75 megaciclos, ajustó su rumbo, dirigiéndose en línea recta
hacia la señal, y se puso a comprobar las características del terreno que se
extendía bajo su avión, comparándolas con el detallado mapa que llevaba
extendido sobre su regazo.
Aunque su avión llevaba ahora en el depósito menos de la cuarta parte de
combustible, todavía estaba transportando un cargamento de mil doscientos
kilogramos y algunos de los materiales que tenía en la parte trasera, pensó
Ray, servirían para hacer una buena fogata si algo salía mal. Para aterrizar con
esa carga uno hubiese querido tener un cierto espacio y, ante los ojos
experimentados de Ray, la pista de tierra que veía abajo se le antojaba
muchísimo más pequeña que esos mil cincuenta metros que le habían
prometido.
Procurando no pensar en las bromas de la CIA acerca de los cocodrilos,
Albright descendió con el «Cessna» lo más suavemente que pudo, con la
intención de tocar tierra con las ruedas lo más cerca posible del extremo norte
de la pista.
Cuando al fin detuvo el avión, un latinoamericano se acercó corriendo,
muy excitado, y le abrió la puerta de la cabina.
—¡Eh, hombre, grandioso! —gritó—. Eres nuestro primer cliente.

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—Bien —dijo Albright bostezando—, si tenéis la intención de seguir con
este negocio durante algún tiempo, os recomendaría que añadieseis unos
cuantos centenares de metros a la pista.
Mientras se desperezaba junto a su avión, otros dos latinoamericanos y un
estadounidense acudieron a saludarlo. El estadounidense era un hombre de
unos sesenta y cinco años, de un metro setenta y ocho de estatura, de cabellos
encanecidos, cortados al rape, un rostro curtido por el sol y, teniendo en
cuenta su edad, un cuerpo asombrosamente ágil.
—Me llamo Tulley, hijo mío —le dijo—, Jim Tulley. Soy aquí el jefe de
la Agencia; así que si necesitas cualquier cosa, no tienes más que decírmelo.
Y éste es Felipe, quien te acompañará a mi casa y te proporcionará una cama
y un buen desayuno mientras descargamos tu avión.
El hogar de Tulley era una modesta casa de un solo piso. Uno de los
costados daba al río San Juan, cuyo curso había facilitado a Ray los puntos de
referencia durante su llegada. Atravesó el cuarto de estar para echar un
vistazo por la terraza de la parte trasera de la casa.
—¡Eh! —exclamó—. ¿Qué demonios es eso?
—Un volcán —le informó Felipe—. Se llama El Arenal.
—Parece sacado de un libro —dijo Albright con admiración.
Engulló el desayuno, se acostó en un sofá y se quedó dormido. Se
despertó a las cuatro de la tarde. Felipe estaba leyendo un libro en español en
una esquina del aposento.
—Dime una cosa, ¿dónde se puede tomar por aquí una cerveza fría? —
preguntó Albright.
—Vámonos —contestó Felipe—. Te llevaré a Muelle.
Bajaron por un camino vecinal hasta la carretera principal, que venía de la
localidad más importante de la vecindad, la ciudad de Quseda. Cuando se
dirigían hacia el Norte, hacia Muelle, Albright advirtió un hedor acre y
penetrante.
—¿A qué demonios huele?
—Es un ingenio azucarero —le informó Felipe—. Por aquí se cultiva
mucho la caña de azúcar.
—¿Azúcar? —exclamó Ray, meneando la cabeza, en señal de admiración
por los misterios insondables de la vida—. ¡Y pensar que hiede de tal forma!
Muelle resultó ser un poco más que un simple recodo de la carretera y un
puente que atravesaba el río San Juan. Había una escuela, una barbería, una
pulpería y una taberna.
—¿Eso es todo? —preguntó Albright.

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—Sí.
—Bien, al menos no tendréis que romperos la cabeza reflexionando sobre
a dónde os vais a ir de juerga esta noche.
Felipe le llevó a la taberna «Los tres gatos». Tenía por fachada un tabique
de madera, tras el que se ocultaba un oscuro aposento en el que había una
media docena de mesas.
Cuando se tomaron un par de cervezas, Albright advirtió que Felipe se
estaba poniendo nervioso, un estado de ánimo que se le descubría por su
parpadeo incesante.
—¿Qué te preocupa, hombre? —le preguntó—. Haces más guiños que
una rana ladradora bajo una tormenta tropical.
—Escúchame —dijo Felipe—. Te voy a pedir un favor, un grandísimo
favor.
—Dispara.
—Mi madre se está muriendo de cáncer en Miami. Hace treinta años que
no veo a su hermano, mi tío Pedro. Ese hijo de puta de Fidel Castro no le
dejaba salir de Cuba. Finalmente consiguió un visado para venir a Costa Rica.
El problema es que para cuando haya conseguido los documentos que le
permitan entrar en los Estados Unidos mi madre ya se habrá muerto. Está
muy enferma, hombre. Mi tío te dará cinco mil dólares en metálico si te lo
llevas esta noche.
Ray se puso a reflexionar sobre la oferta. La posibilidad de que la madre
de Felipe se estuviese muriendo de cáncer, o incluso de que estuviese con
vida, o de que ese tipo llamado Pedro fuese realmente su tío, era
aproximadamente la misma que tenían los Rangers de Texas de participar en
el Campeonato Mundial. Ray pensó que lo único que era real en todo ese
asunto eran los cincuenta billetes de cien dólares que le darían por ayudar al
viejo Pedro a engañar a los del Servicio de Inmigración. Lind, el tipo de la
CIA, le había dicho que no tendría ningún problema con los de aduanas
cuando regresase a los Estados Unidos. Y el jefe del aeródromo decía ser un
hombre de la Agencia. Así que todo el negocio se mantendría en un secreto
perfecto.
—¿Por qué no? —dijo Felipe—. No me importaría tener alguna compañía
esta noche en la cabina del avión.
De vuelta, aterrizó en Opa Locka a las siete de la mañana del día
siguiente. No había nadie en el aeropuerto, con excepción de Watts, quien no
se molestó en preguntarle quién era el tío Pedro. Y mientras Ray devolvía su
carnet de identidad plastificado, que le identificaba como Rick Alden,

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empleado de la «Pacific Air», y recibía su documentación auténtica, el tío
Pedro ya había desaparecido.
Más tarde, cuando se marchaba del aeropuerto, Ray lo divisó bajo la
lluvia, esperando el autobús a Miami.
«¡Mierda! —pensó al ver al tío Pedro calado hasta los huesos—, ese tipo
no parece pesar más de setenta y cinco kilos». Eso hacía una tasa de
transporte de ciento veinticinco dólares por kilogramo. Si las cosas iban a
seguir siendo tan fáciles como lo había sido ésa, habría también algunas otras
cosas que se podían traer de vuelta y que le proporcionarían muchísimo más
por kilogramo de lo que le había dado el tío Pedro.

BARRANCABERMEJA
Colombia

El «Aerocommander» de Bill Ottley, alias Sunshaine, hizo su primera


pasada sobre la pista de tierra de Otero siete minutos antes de lo establecido
en el plan de vuelo para su llegada. Ramón, muy excitado, dio un golpe a su
socio en el antebrazo. Paco y Ramón corrieron hacia el avión con la devoción
de una pareja de gendarmes que acudiese a recibir a Charles Lindbergh en el
aeropuerto de Le Bourget, en 1927, en el momento de su aterrizaje. A las
excitadas preguntas de los dos sobre su vuelo, Ottley reaccionó con
monumental indiferencia.
—Una menudencia —dijo en tono cansado—. Dadme una cama donde
pueda dormir.
Mientras Paco acompañaba a Ottley a la finca de Otero, Ramón y los
hermanos Otero emprendieron la tarea de descargar la cocaína que habían
traído a la pista desde su escondite en un vehículo de tracción en las cuatro
ruedas. La cocaína estaba empaquetada en bolsas de un kilogramo, todas
perfectamente envueltas y selladas para protegerlas de la humedad. Nada hay
que destruya más rápidamente las propiedades de la droga que su contacto
con el agua. Cada paquete llevaba un sello con el emblema de su propietario,
generalmente una serie de letras, tales como «DEC», que representaban un
código secreto que sólo podría descifrar el destinatario de la cocaína en los
Estados Unidos. A veces empleaban nombres. «Reagan y Bush» eran los dos
favoritos. La dirección del cartel no carecía del sentido del humor. Los
paquetes venían metidos en macutos verdes del Ejército estadounidense; cada
macuto estaba cerrado con un candado, y sujetas a éstos con alambres venían

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las listas con el número de paquetes que contenían y con sus sellos de
identificación.
Ramón y los hermanos Otero contaron los paquetes y comprobaron sus
sellos conforme los iban acarreando. Cuando terminaron la tarea y los
paquetes quedaron almacenados en el avión, Ramón cerró con llave las
puertas de la cabina. A partir de ese momento, su vida estaría pendiente de un
hilo si alguno de esos macutos llegara a extraviarse.
El resto del día transcurrió sin incidentes, Ottley durmiendo en la finca,
mientras Ramón y Paco montaban guardia junto al avión y su conversación se
desarrollaba con altibajos, oscilando entre la exaltación de pensar en lo que
iban a hacer con los dos millones de dólares de ganancia que pronto serían
suyos si aquel vuelo salía como es debido y el nerviosismo ante las posibles
represalias en caso de que algo saliese mal, lo que les privaría de su fortuna y,
en el caso de Ramón, de su vida.
El sol empezaba a acariciar el horizonte cuando el piloto salió de casa. Se
acercaba rascándose frenéticamente los sobacos.
—¡Eh!, chicos, ¿habéis tenido un buen día? —les preguntó amablemente.
Ramón se sorprendió. El tipo estaba a punto de arriesgarse a pasar el resto
de su vida en una prisión por transportar quizás unos treinta millones de
dólares de cocaína a los Estados Unidos y daba la impresión de que iba a
llevar a un grupo de escolares a pasar unas vacaciones en el campo.
Cuando Paco y Ottley se disponían a subir a bordo del avión, Juan Otero
entregó a Paco una hoja de papel. En ella había anotado el nombre de su
contacto en Miami —«Pichu»— y el número de teléfono portátil de Pichu. Si
había algo de cierto en ese incierto mundo del tráfico de drogas, pensó
Ramón, era que ese teléfono portátil no estaría registrado bajo el nombre real
de Pichu, quienquiera que éste pudiese ser, así como tampoco su dirección se
parecería ni remotamente a la de su domicilio real.
Juan Otero les explicó que durante la noche dejarían una furgoneta
«Volkswagen» junto al hangar de Ottley. Las llaves se encontrarían bajo el
asiento del conductor. Otero entregó entonces a Paco un segundo teléfono
móvil. Una vez que hubiesen descargado la droga y salido del aeródromo,
Paco tendría que dirigirse a Miami. Cuando entrasen a la ciudad se
encontraría con una solitaria cabina telefónica y Paco tomaría nota de su
número. Luego marcaría el número del teléfono portátil de Pichu en su propio
teléfono. Cuando el de Pichu diese la señal de llamada, Paco marcaría el
número de la cabina del teléfono público que había seleccionado. Treinta
minutos más tarde exactamente, empezaría a sonar el teléfono de la cabina.

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Recibiría entonces instrucciones sobre cómo tendría que entregar su carga. Ni
los sistemas de intercepción más perfeccionados podrían introducirse en esa
forma de comunicarse. Era el ejemplo clásico de cómo la tecnología moderna
se adecua a las necesidades del crimen.
Ottley bostezó de nuevo y dio los últimos arañazos a lo que demonios
fuera que le estaba molestando en los sobacos.
—Si no os importa, chicos —dijo—, me parece que ya es hora de que nos
larguemos.
Ramón y Paco se abrazaron. Esta vez la emoción de su fuerte apretón a la
latinoamericana era auténtica. Ottley se puso a efectuar las maniobras previas
al vuelo con la misma indiferencia metódica que caracterizaba todo cuanto
hacía.
Finalmente enfiló al «Aerocommander» por la pista, aumentó la potencia
de sus motores y, haciendo una señal de despedida, soltó los frenos. El avión
corrió por la pista, despegó y se dirigió hacia el Norte, hacia el océano
Atlántico, con lo que desaparecieron así en la noche treinta millones de
dólares en potencia y el bienestar físico de Ramón.
Ramón contempló el avión con una sensación de alivio y de miedo al
mismo tiempo, de pavor y excitación. De un modo u otro, todo habría pasado
dentro de veinticuatro horas. Pero ahora, la peor parte empezaba para él, era
un prisionero, un prisionero bien tratado y bien cuidado, pero un prisionero a
fin de cuentas.

Para admiración y alivio de Paco, Ottley aterrizó con su


«Aerocommander» media hora antes de lo previsto. La furgoneta
«Volkswagen» se encontraba estacionada junto al hangar, tal como les habían
prometido los hermanos Otero. No había en parte alguna señal de vida. Todo
el asunto parecía casi demasiado perfecto.
Con frenética energía, producida por el nerviosismo y el miedo, Paco
empezó a descargar los macutos del avión y a llevarlos a la furgoneta. Seguía
sin haber el más mínimo indicio de vida en las inmediaciones del hangar.
—¡Pero hombre! ¿Por qué te das tanta prisa? —le preguntó Ottley—. Ya
te he dicho que nadie va a venir a merodear por aquí a estas horas de la
madrugada.
Paco no contestó. Finalmente, depositó el último macuto en la camioneta.
—Está bien —dijo—. Ya he terminado.
—¿Quieres quedarte vigilando por aquí mientras voy a preparar unas
buenas tazas de «Nescafé»? —preguntó Ottley.

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Paco se quedó mirando al piloto como si éste se hubiese vuelto loco.
—Conduce con cuidado —advirtió Ottley a Paco cuando éste se montaba
en la camioneta—, pues como bien dicen, la vida que tú salvas bien podría ser
la tuya.
Obligándose a adoptar un estado de calma que en realidad no sentía, Paco
emprendió el viaje a Miami, asegurándose en todo momento de que no estaba
superando los límites de velocidad. No era precisamente el momento más
adecuado para despertar la curiosidad de los agentes que pudiesen pasar en un
coche-patrulla. En las afueras de la ciudad encontró un centro comercial,
prácticamente desierto a esa temprana hora del comienzo del fin de semana.
Había una cabina telefónica al otro extremo de un estacionamiento. Entró en
la cabina, anotó su número y luego, tal como le habían indicado, marcó el
número del teléfono portátil de Pichu y le transmitió el número de la cabina
telefónica.
Treinta minutos después, con una precisión casi de segundos, sonó el
teléfono de la cabina.
—¿Cómo te llamas? —preguntó una voz.
—Paco.
—¿Y cómo me llamo yo?
—Pichu.
—¿Dónde te encuentras?
Paco le describió el lugar donde estaba situado el centro comercial.
—Vale —dijo la voz en tono imperativo—, ve a la esquina de Flagler y
Le Jeune. Tendrás el mapa, ¿no es así?
—Sí.
—Allí hay un «McDonald’s». Aparca la furgoneta en el estacionamiento
y, ¡por el amor de Dios!, no te olvides de cerrarla con llave. Entra al
establecimiento, coge una bandeja, pídete un desayuno y siéntate a mi mesa.
Llevo un chándal con el cuarenta y nueve de San Francisco. ¿Conoces el
conjunto?
Paco lo conocía. Las gorras con las siglas NFL y NBA, las camisetas, y
las chaquetas deportivas constituían una especie de vestimenta corriente en el
mundo entero y sus colores y sus dibujos eran conocidos en todas las partes
del planeta donde se celebraban partidos de fútbol; y en cuanto a San
Francisco, se trataba de un santo y no de una ciudad.
—Bien —dijo la voz—. Ven ahora mismo.
Cuarenta minutos después, Paco entraba en el «McDonald’s». Hizo que le
sirviesen en una bandeja café, zumo de naranja y un par de huevos fritos y,

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habiendo divisado ya al hombre que llevaba la chaqueta deportiva con el
número cuarenta y nueve en la espalda, se dirigió a su mesa. El hombre, que
por su aspecto parecía hispano, saludó con un gesto a Paco cuando éste se
sentó.
—¿Está la furgoneta en el aparcamiento? —le preguntó susurrante.
Paco se dio cuenta de que esa voz no era la del hombre con quien había
estado hablando en la cabina telefónica.
—Sí —contestó.
—Deja las llaves junto a la bandeja.
Paco hizo lo que el otro le pedía. Pocos momentos después el hombre se
apoderó hábilmente de las llaves. Luego se inclinó hacia Paco.
—Tienes una parada de autobús justo al lado del restaurante. Móntate,
apéate en cualquier parte de la ciudad, busca un taxi y lárgate de esta mierda.
Dame diez minutos de tiempo antes de que te marches.
Con aire de naturalidad, el hombre se puso a recoger las sobras del
desayuno en la bandeja, se puso de pie y, sin mirar a Paco, dejó los restos en
un carrito y salió del restaurante.
Paco ingirió su desayuno muy lentamente; aquellos diez minutos le
parecieron una hora. Finalmente, él también se levantó y se dirigió a la parada
del autobús. Echó un vistazo al estacionamiento. La furgoneta había
desaparecido. Un cargamento de cocaína por valor de treinta millones de
dólares se dirigía a su destino final por las calles de una ciudad de los Estados
Unidos. Mientras esperaba la llegada del autobús, inspeccionó la calle y el
restaurante. No pudo advertir indicio alguno de que le hubiesen estado
siguiendo.
Comenzó a embargarle una sensación de excitante exaltación. Lo habían
logrado. Lo habían conseguido. Habían dado el golpe del siglo. Durante unos
instantes tuvo una idea descabellada: alquilar una suite en el hotel
«Fontainebleau», agenciarse unas cuantas prostitutas de Miami para tener
compañía y celebrar una fiesta. Pero luego prevaleció la prudencia. La
celebración podría esperar hasta su vuelta a Medellín. En vez de eso, iría al
aeropuerto internacional de Miami y se montaría en el primer avión que
saliese de los Estados Unidos.

Fue poco después de la medianoche cuando los dos hermanos Otero


entraron en el dormitorio de Ramón. Una sola mirada a sus rostros sonrientes
sirvió para decir al estadounidense todo cuanto necesitaba saber acerca del
éxito de su operación.

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Por la tarde salió en avión de Medellín rumbo a Bogotá, para regresar
junto a su mujer y sus hijos, y esta vez para siempre. Ahora ya todo había
pasado para él. La próxima vez que regresase a Medellín sería para visitar a
sus antiguos compañeros, como turista y no como narcotraficante. Sabía que
por la mañana del lunes le harían una transferencia a su cuenta bancaria en
Panamá por valor de dos millones de dólares, que lo convertirían en
multimillonario. Ésa era la forma que tenían los colombianos de hacer
negocios. Esperaban de uno que supiese pagar sus deudas para con ellos, pero
ellos también le pagaban a uno las suyas. Satisfecho, recostó la cabeza contra
el respaldo de su asiento mientras las tensiones de las últimas semanas
empezaban a apartarse de su mente desapareciendo como el agua de los
primeros chaparrones que se desliza por un canal. Lo había hecho. Lo había
conseguido. Era un honorable ciudadano retirado a la edad de cuarenta y un
años.
Ramón miró a través de la ventana del avión de la «Avianca» cuando éste
se inclinaba poniendo rumbo al Sur, hacia la ciudad de Bogotá, y dejaba atrás
las luces de Medellín. Luego cerró los ojos y se entregó al sueño, envuelto en
la bienaventuranza del éxito.

NUEVA YORK

El jefe de servicios especiales de la central de la DEA en Nueva York se


dirigió a la puerta de su despacho y la cerró con llave. Luego se volvió al
grupo de hombres que se habían reunido allí, su asistente, sus seis
supervisores de sección y cinco agentes veteranos que habían sido
cuidadosamente elegidos.
—Bien, chicos —dijo—, nada absolutamente de lo que vais a oír aquí
tendrá que salir de estas cuatro paredes, ¿me habéis entendido? Ni una sola
palabra.
Al escucharlo, Kevin Grady tuvo que hacer esfuerzos para reprimir una
sonrisa. Los subordinados neoyorquinos de Bob Walker siempre que se
referían a él, lo llamaban en un tono de burla y desprecio Capitán Vídeo,
debido a su asombrosa facultad para lograr que su rostro apareciese frente a la
primera cámara de televisión que se le ponía por delante. La discreción no era
precisamente una cualidad por la que se le conocía dentro del área.
—Éste de aquí es Eddie Gómez, de nuestra central de Washington —
anunció señalando al hombre corpulento que estaba sentado junto a su
escritorio—. Está aquí para hablaros de algo que vosotros, en calidad de

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funcionarios del Gobierno de los Estados Unidos, que os matáis trabajando,
no veis mucho: de dinero. ¡Adelante, Eddie! —Gómez se puso de pie
moviéndose lentamente, como un jugador de fútbol ya entrado en años cuyas
articulaciones empiezan a sufrir de artritis. Tenía el pelo negro como el
azabache y la tez morena de un mejicano o de un siciliano, nacionalidades
que había adoptado frecuentemente con gran éxito en su vida de agente
secreto. De hecho, había nacido en España, hijo de padres republicanos que
habían salido huyendo de España a consecuencia de la guerra civil.
—¿Cómo se juzga la actuación de alguien dentro de la DEA? —preguntó
a la pequeña asamblea—. Sólo se pregunta una cosa: ¿cuánta droga nos ha
plantado sobre la mesa durante el pasado año? ¿Me equivoco? Confiscad
drogas, eso es lo que nos piden. Los criterios se miden por kilos. Y todo el
mundo la mar de contento.
»Bien —prosiguió—, quizá no debamos sentimos tan felices con eso.
Supongamos que nos apoderamos de cien kilogramos de cocaína, que es una
cantidad enorme según los criterios de cualquiera. Luego damos a conocer a
los medios de comunicación su valor de reventa en la calle, que será,
pongamos por caso, de unos tres millones de dólares. Todo el mundo está
muy excitado, todos se hacen cruces y aspavientos, todos piensan que ha sido
un golpe de gracia.
»Sin embargo, ¿cuál es aquí en verdad la realidad? ¿Cuánto le cuestan
realmente esos cien kilogramos que hemos incautado a Pablo Escobar o a
quienquiera que sea el dueño de esa sustancia?, ¿cuánto dinero ha invertido
realmente Escobar en esa cocaína? Doscientos mil dólares como máximo.
Olvidaos de lo que dicen los periódicos, ésa es la realidad, ésa es la magnitud
del daño que le hemos infligido: doscientos mil dólares.
»Por otra parte, supongamos que pudiésemos echar mano al dinero que va
a sacar de esa cocaína, a los tres millones de dólares que esa cantidad le
revertirá. Ahora sí que hemos perjudicado realmente a ese hijo de puta. Lo
cierto es que les asestamos un golpe muchísimo más duro abriéndoles las
cajas de caudales que confiscándoles la droga.
»Para que os hagáis una idea de hasta qué punto es omnipresente esa
cuestión del dinero, os diré que los del Tesoro hicieron una comprobación al
azar de los billetes de veinte dólares que circulan en nuestro país, hará de esto
algún tiempo. Se descubrió que el ochenta y cinco por ciento de los mismos
revelaba huellas microscópicas de cocaína.
La audiencia de Gómez emitió una especie de grito de asombro colectivo.
Incluso para hombres tan habituados a la expansión de tráfico de droga como

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ellos, esa cifra era una auténtica revelación.
—El aspecto de la importación y distribución del tráfico de cocaína sigue
fundamentalmente los mismos cauces, independientemente de la ciudad a que
nos estemos refiriendo, bien sea Nueva York o Los Ángeles —prosiguió
cuando su auditorio hubo digerido aquella cifra estadística—; pues bien, todos
sabéis lo difícil que resulta introducirse en esas redes colombianas. Hay
colombianos desde la cima hasta la base. Ni un solo gringo, por supuesto, a
menos que descendáis hasta ese ejército de hormigas que se dedica a vender
las drogas por la calle.
»Y ahora —dijo Gómez, haciendo una pausa para lograr un efecto
escénico—, echemos un vistazo al otro aspecto del negocio, al aspecto
monetario. De entrada, los colombianos se enfrentan aquí a un problema
fundamental. Podéis contratar a un camello, dadle un maletín lleno de cocaína
y decidle: Mira chico, llévale esto a Pablo al «Queens». Lo más probable es
que haga lo que le digáis. Quiero decir, ¿qué coño podría hacer si no con toda
esa cocaína? No conoce a nadie en todo Nueva York que le pueda comprar
treinta kilos de droga.
Gómez soltó una risita. Había aspectos de ese asunto que analizaba con
auténtico placer.
—Sin embargo, dad a ese mismo camello un maletín con un millón de
dólares y decidle: ¡Eh, chico, llévame esto a mi Banco en Panamá!, y ya
veréis cómo se da la vuelta a la tortilla. Un millón en metálico, el hombre
sabrá muy bien lo que puede hacer con eso. A lo mejor decide efectivamente
viajar hacia el Sur, pero se irá a Río de Janeiro, no a Panamá.
»Nos encontramos además con que en la cuestión monetaria no tenemos
cinco o seis escalones entre los tipos de la cima y los de la base, tal como
ocurre en el ámbito de la distribución. Los individuos que están arriba
prefieren mantenerse muy cerca de su dinero, por lo que acortan esos
escalones, reduciéndolos quizás a dos. De todos modos, en el aspecto
monetario hay algo que actúa a favor de nosotros, y es que ahí hay algunos
puntos débiles. Valga el ejemplo de los pilotos. Sabemos que los colombianos
prefieren emplear a pilotos estadounidenses para el transporte de su droga. En
cuanto a la cuestión monetaria, han de recurrir a los servicios de extraños si es
que quieren mover su dinero de un modo refinado. Así que ahí se nos presenta
una oportunidad para infiltramos en sus redes.
»El problema que teníamos que resolver era el siguiente: ¿Cómo
podríamos hacerlo? ¿Cómo podríamos pescarlos? ¿Dónde está el boquete en
su puerta por el que nos podemos colar? Nos hemos pasado meses en

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Washington, tratando de encontrar una solución. Pues bien, creemos haber
dado ya con la respuesta.
Gómez hizo una pausa y se sonrió con una expresión de absoluto triunfo.
—Amigos míos, vuestra DEA está a punto de convertirse en un banquero
a todos los efectos al servicio de una minoría cuidadosamente seleccionada de
narcotraficantes. Vamos a ofrecerles un paquete completo de servicios
financieros, tal como podrían hacer vuestros amables banqueros de la
vecindad del Chase Manhattan. Hemos obtenido ya del Departamento de
Justicia la autorización legal que nos permitirá, a nosotros, a la DEA,
efectivamente, dedicamos al blanqueo de dinero para el cartel de Medellín.
Alguien situado a espaldas de Grady emitió un largo silbido por lo bajo.
—Exactamente —dijo Gómez, respondiendo al pensamiento no
expresado de los presentes—. Nos movemos aquí en un terreno muy delicado.
Es por eso por lo que este asunto ha de ser mantenido en el más riguroso
secreto. En primer lugar, como es evidente, no deseamos que esos
delincuentes se enteren de que hemos sido autorizados a nadar en esas aguas.
Y además, esos tipos están convencidos de que nosotros no podemos hacer
esa clase de cosas, por lo que no se preocupan mucho del asunto. Pero, por
sobre todas las cosas, no queremos que esto se filtre a la Prensa.
Gómez dirigió a la audiencia su mirada más feroz.
—Quiero decir, que se pondrían a gritar: ¡Santo cielo! La DEA está
prestando un servicio delictivo a la gente que se supone que debería combatir.
No se darán cuenta de toda la información confidencial que obtendremos
sobre la infraestructura del cartel, de los bienes que podremos detectar y
confiscar, de las detenciones que podremos practicar, gracias a nuestras
escuchas telefónicas y a nuestra vigilancia.
»Pero, chicos —y aquí la voz de Gómez adoptó un aire de advertencia—,
el verdadero secreto es el siguiente: lo importante en todas esas exoneraciones
y facultades que hemos conseguido del Departamento de Justicia es que la
DEA estará en condiciones de ganar dinero mediante el blanqueo del dinero
negro para los magnates del cartel. Supongamos que blanqueamos diez
millones de dólares, la comisión normal que se cobra por ese blanqueo es de
un seis por ciento, o sea: seiscientos mil dólares. Pues bien, la cobraremos.
Esa bonita suma será nuestra. La emplearemos para cubrir los gastos de
nuestra investigación. En otras palabras, haremos que esos tipos paguen por ir
a la cárcel.
—¡Coño! —exclamó el supervisor de la Sección Dos—. ¿Quieres decir
que a algunos de nuestros tipos de Washington les está empezando a

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funcionar realmente la mollera?
Gómez se sonrió.
—Tendréis que respetar las mismas reglas y normas con ese dinero que
con los fondos habituales del Gobierno.
—¿Significa eso que podremos volar en primera clase cuando viajemos
con los otros blanqueadores de dinero negro? —preguntó Richie Cagnia, el
jefe de Kevin Grady.
—No cuentes con ello —contestó Gómez echándose a reír. Grady levantó
el brazo.
—Gómez —inquirió—, ¿puedes explicamos, con palabras que pueda
entender cualquier tonto de capirote, cómo se supone que funcionará lo que
habéis inventado?
—Por supuesto —contestó Gómez, que se divertía explicando su sistema
mucho más de lo que pueda disfrutar un vendedor de automóviles exponiendo
las ventajas del mejor modelo de su serie—. Un blanqueador de dinero negro
resulta muy útil a un narcotraficante, ya que es capaz de saltarse a la torera las
restricciones monetarias mediante ciertos trucos y manipulaciones. Un Banco
o un negocio cualquiera están obligados por la ley a rellenar el Informe de
Transferencia Monetaria para cada transacción en metálico de más de diez mil
dólares, e incluso, por ejemplo, cuando se cambian billetes pequeños por
grandes, ¿no es así? En todo caso, siempre que no haya documentos que den
fe de esa transacción.
»Pues bien, lo que hará el típico blanqueador de dinero negro es volar a
Hong Kong o a las islas Caimán, en primera clase, no en clase turística como
nosotros, pobres diablos, y crearse una buena docena de compañías anónimas,
pagando mil quinientos dólares por cada una. Y para cada una de ellas
obtendrá la documentación básica que necesitará para disponer de una
autorización fiscal a nombre de Perico de los Palotes o de cualquier nombre
que se le haya antojado utilizar, para realizar transacciones mercantiles en
nombre de su empresa. Con eso en la mano, podrá dirigirse a cualquier
institución financiera de los Estados Unidos, abrir una cuenta bancaria a
nombre de su compañía y empezar a hacer negocios.
»Y de este modo, nuestro narcotraficante llama tranquilamente por
teléfono y dice: ¡Oye!, tengo un millón de dólares en metálico, que quiero
transferir a mi Banco en Panamá. ¿Puedes ayudarme?
»No veo el problema —le dice nuestro blanqueador de dinero negro.
»Es posible que nuestro hombre haya abierto unas diez cuentas bancarias
a nombre de la compañía X de Hong Kong, en distintos Bancos de la zona de

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Nueva York, donde da la casualidad de que hay millares de instituciones
bancarias. Va a sus Bancos y deposita cien mil dólares en metálico en cada
uno de ellos.
»¿Qué ocurre cuando hace eso? Los empleados del Banco, personas
sumamente correctas rellenan los formularios del Informe de Transferencia
Monetaria para cada una de esas transacciones. Para el apartado l.º, la parte
que reza «identidad de la persona que realiza el depósito», el blanqueador de
dinero da su número de licencia fiscal del Estado de Nueva York para dar fe
de quién es. Una vez hecho esto, el empleado bancario anota su nombre, su
dirección, su fecha de nacimiento y utiliza en el formulario el número de su
permiso de conducir como documento nacional de identidad. Esto, por
supuesto, no es más que un chiste, ya que la licencia de conducir ha sido
falsificada, pero nuestro amable empleado de Banca no tiene forma alguna de
saberlo.
»Y ahora nuestro chupatintas pasa a la parte segunda del formulario, la
correspondiente a la entidad en cuyo nombre se realiza la transacción. Escribe
el nombre de la compañía X de Hong Kong. A continuación rellena los
apartados tercero, cuarto y quinto: tipo de cuenta, actividad comercial, clase
de transacción y entidad en la que ha sido depositado el dinero, en el
«Citibank» del número dos de Jane Street de Brooklyn.
»A1 finalizar el día, nuestro blanqueador de dinero negro ha depositado
un millón de dólares en metálico en el sistema bancario, de un modo
completamente legal, pero los formularios que ha rellenado carecen
absolutamente de valor para el Gobierno. Dos días después, llama por
teléfono a cada uno de los Bancos y les ordena realizar una transferencia
telegráfica del dinero a la cuenta bancaria que tiene en Panamá la compañía
X. Una vez que el dinero ha llegado a ese país, todo lo que tienen que hacer el
blanqueador de dinero negro o su narcotraficante es retirar la suma en
metálico, llevársela, cruzar la calle y depositarla en la cuenta de otro Banco
panameño, con lo que el dinero habrá desaparecido para siempre sin dejar
rastro alguno.
Gómez señaló a Grady con su mano regordeta. Kevin advirtió que llevaba
un anillo de diamantes falsos en su dedo meñique, una auténtica baratija, el
distintivo oficial de los delincuentes de baja estofa. Grady pensó que debería
de ser una reliquia de alguna de sus misiones secretas.
—Pero volvamos al asunto que nos ocupa: ¿Cómo haremos que eso
funcione? Pasaremos a la clandestinidad y nos convertiremos en
blanqueadores de dinero negro. Ofreceremos a esos delincuentes exactamente

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los mismos servicios que podría prestarles cualquier blanqueador de dinero.
Y, como ya he dicho, cargaremos la comisión habitual de los blanqueadores
de dinero negro por transferir ese dinero a Panamá o adonde demonios sea.
»Sin embargo —dijo en tono de amonestación—, aquí he de haceros una
advertencia: no podemos introducimos en ese negocio de un modo
caprichoso. No tenemos la intención de hacer un par de chapuzas,
blanqueándoles el dinero. Queremos disponer del vehículo apropiado. Esto
exige un alto nivel de información confidencial sobre los hombres clave de
enlace, hemos de disponer de alguien que pueda realizar esas pequeñas
operaciones con las personas del cartel que estarán interesadas en contratar
servicios como los que nosotros vamos a ofrecer. Y es importante que todos
vosotros sepáis de quién se trata. Es por eso por lo que me encuentro hoy
aquí, para preguntaros si disponéis del vehículo apropiado. Estamos
esperando a ver qué hacéis vosotros.

WEST PALM BEACH


Florida

Los agentes de la «Drug Enforcement Administration» de los Estados


Unidos que se presentaron esa tarde en la pequeña oficina de Bill Ottley, alias
Sunshaine, eran la encarnación misma de la cortesía y la afabilidad.
—No es más que una investigación de rutina, señor Ottley —dijo el
agente de mayor graduación, un hombre llamado Callagher mostrando a
Ottley su placa dorada.
—Simples preguntas a un piloto que realiza tantos vuelos —añadió su
compañero, echándose a reír.
—Siempre estaré encantado de poder ayudaros —les aseguró Ottley—.
¿No os gustaría tomar una tacita de «Nescafé»?
Tratar a los representantes de la ley con afable respeto había sido de vital
importancia para Ottley en el modus operandi que venía realizando desde
hace años. Los agentes declinaron la invitación. Callagher se sacó del bolsillo
unos cuantos documentos y una negra libretita de apuntes.
—Pues bien, tal como lo entiendo, usted vuela con bastante frecuencia a
esos yacimientos petrolíferos del lago de Maracaibo. ¿Es cierto lo que digo,
señor?
—Sí, señor —contestó Ottley—, podría decirse que mantengo una
pequeña línea regular de autobús.

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—Exactamente —prosiguió Callagher—. Aquí veo que estuvo en ese
lugar el pasado jueves.
—Sí. Los tipos tuvieron allí una buena avería y tuve que ir a llevarles las
piezas de repuesto.
Callagher tomó unos apuntes en su libreta, mientras que Ottley no cabía
en sí de gozo por la satisfacción de haber mentido con tan buena fortuna.
—¿Vio usted algo fuera de lo habitual, observó algo que le resultase
extraño a lo largo del trayecto, tanto de ida como de vuelta?
—No, que yo recuerde —contesto Ottley, fingiendo una intensa
concentración para demostrar a los agentes de la DEA que, como buen
ciudadano, se desvivía por ayudar en la medida de sus posibilidades.
—¿No se apartó de su plan de vuelo en ningún momento de la ida o
regreso?
—No, señor, no tuve necesidad de hacerlo.
—Perfectamente —dijo Callagher, cerrando su libreta—. Ahora sólo nos
gustaría echar un vistazo a su avión, si usted no tiene inconveniente, y
habremos terminado con el asunto, señor.
—Por supuesto —dijo Ottley, sonriéndose—. Lo tengo aquí mismo, en el
hangar.
—Tengo entendido, señor Ottley, que el avión que tiene usted aquí ha
sido fletado por seis meses a la «Southland Aviation» —inquirió el segundo
agente.
—Sí. Supuse que de ese modo me resultaría mucho más económico.
Callagher emitió un murmullo de aprobación por la evidente prudencia
financiera de Ottley, sacándose, mientras esto hacía, otra hoja de papel del
bolsillo.
—Y aquí tiene copia de una orden judicial extendida por el Tribunal de
Distrito de la Circunscripción Sur de Florida, señor Ottley. Por la misma se
autorizaba a la DEA a implantar un micrófono oculto en ese avión antes de
que usted lo recibiera de la «Southland Aviation».
—¿Un qué? —balbuceó Ottley.
—¡Oh! Nada más que una cuestión de rutina, al igual que esas cajas
negras de las que siempre se habla en televisión cada vez que se estrellan los
aviones. Ya sabe, conservan una cinta grabada de cada vuelo que uno hace,
registran la altitud, el rumbo y la duración de los vuelos. No es más que otra
forma de corroborar si usted ha volado en conformidad con su plan de vuelo.
—¡Maldición! —exclamó Ottley, olvidándose en esos momentos del
cortés modus operandi que utilizaba en su trato con los representantes de la

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ley y del que tan orgulloso estaba—. ¡Ustedes no pueden hacer eso! ¡Eso es
inconstitucional, coño!
—Me temo que no, señor Ottley —repuso Callagher, en cuyo rostro aún
se conservaba la sonrisa, pero su mirada, antes de expresión amigable, era
ahora menos cortés, mientras mantenía los ojos clavados en el piloto—. Por
supuesto si usted ha estado respetando escrupulosamente sus planes de vuelo
y no se ha apartado ni un milímetro de donde se suponía que debía estar, no
tiene ningún motivo de que preocuparse. Ninguno en absoluto. No es más que
pura rutina, señor Ottley, pura rutina.

NUEVA YORK

—Mi querido Kevin, habrás tenido que realizar alguna acción buena
durante estos días, aunque no podría imaginar, ni aunque me matasen, cuál
puede ser —dijo Ella Jean Ransom, sonriendo maliciosamente a su
compañero mientras pronunciaba esas palabras.
La joven se cruzó de brazos, ocultando así contra su pecho la hoja de
papel que llevaba en la mano, para que el otro no pudiese saber de qué se
trataba.
—¿Por qué dices eso?
—Porque Dios ha sido misericordioso contigo. ¿Te acuerdas de aquel tal
Marcello de Colombia, al que pusimos la vista encima hace ya algún tiempo?
Grady tuvo que reflexionar durante unos instantes.
—¡Oh, sí! —exclamó finalmente—. ¿No fue el tipo del que nos habló el
piloto de la «American Airlines»?
—El mismo personaje encantador —contestó Ella Jean, soltando una
risita—. Fíjate en lo que nos ha pescado esta mañana el NADDIS.
El NADDIS, el Narcotics and Dangerous Drugs Intélligence System
(Sistema de Información de Narcóticos y Drogas Peligrosas), era el nombre
que se daba al banco de datos central de la DEA, en el que estaban
almacenadas y clasificadas todas las informaciones de vital importancia.
Cuando comenzó su investigación sobre las actividades de Raymond
Marcello relacionadas con la droga, Grady introdujo el nombre de Marcello
en el ordenador, junto con la orden de que «cualquier información adicional
concerniente a este sospechoso sujeto ha de ser comunicada al agente especial
K. Grady o al agente especial E. J. Ransom de la Sección Seis del
Departamento Operacional de Nueva York».

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Grady extendió sobre su escritorio la copia de ordenador que le había
entregado Ella Jean. Provenía de las oficinas de la DEA en Miami. En ella se
decía que un piloto llamado William Ottley recientemente detenido por
tráfico de drogas, había revelado, en el curso de la confesión hecha a los
agentes que le habían arrestado, que «identificaba a un tal Raymond Marcello,
ciudadano estadounidense residente en Colombia, como el agente principal de
la organización y envío de un cargamento de mil kilogramos de cocaína desde
la ciudad colombiana de Medellín hasta la localidad de West Palm Beach de
Florida». Marcello, se decía en el comunicado, había sido procesado junto
con tres cómplices colombianos, en una causa criminal que, bajo secreto
sumarial, había sido remitida al Gran Jurado Federal de la Circunscripción
Sur de Florida.
—¡Santo cielo, Ella Jean! ¡Mil kilos! —exclamó Grady pegando un
silbido.
—Sí —añadió Ella Jean, con el placer del gato al acecho de un ratón
especialmente suculento—, ese amigo tuyo, el señor Marcello, es realmente
un pez gordo.
—Vamos a ver a Richie.
Grady y Ella Jean atravesaron el vestíbulo y entraron en el despacho de su
supervisor de sección, Richie Cagnia.
—Mira lo que nos acaba de enviar nuestra maquinita mágica —dijo
Grady entregando a Cagnia la copia de ordenador.
—¡Arrea, habéis pescado un pez gordo! —exclamó Cagnia cuando
terminó de digerir la información del impreso.
—Sí —asintió Grady—, un pez gordo que ahora se enfrenta a dos
condenas de veinticinco años de prisión incondicional cada una, quedando a
criterio del juez que las cumpla o no simultáneamente, en conformidad con
sus antecedentes penales.
—Sí —asintió Cagnia—. Los tiempos difíciles exigen decisiones difíciles.
Eso puede ser que le haga pensar un poco. La cuestión es que seguimos
teniendo el mismo problema. No sabemos dónde vive ese hombre. Quiero
decir que no nos podemos presentar tranquilamente en el Departamento de
Estado y pedirles que tengan la amabilidad de exigir a los colombianos la
extradición de ese hombre, cuando ni siquiera les comunicamos su dirección.
Ya conocéis a los colombianos. No se molestan mucho con eso de las
extradiciones, ni siquiera cuando tienen al delincuente frente a sus propias
narices y con las manos esposadas.

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—Richie, no quiero que ese tipo sea detenido —dijo Grady en tono
enfático—. No quiero lograr la extradición de ese tipo. Quiero echarle el
guante mientras aún sigue siendo virgen. Date cuenta del gran potencial que
tenemos aquí. Por lo que podemos saber, ese individuo jamás ha perdido un
cargamento. En aquel país no hay dios que se burle de él. Es una persona
respetada en Medellín. Y es estadounidense. Así que sabrá muy bien a lo que
tendrá que enfrentarse aquí, tarde o temprano. Sabrá que acabaremos por
ponerlo entre rejas.
—¿Y qué quieres hacer?
—Pedir a los de Miami que se presenten en la oficina del fiscal, rogándole
que esconda el sumario en el fondo de una gaveta, en plena noche, cuando
nadie pueda verle y donde la Prensa no pueda encontrarlo.
—¿Y luego qué?
—Enviaremos a nuestro amigo Ramón un mensaje, una palabra cariñosa
de advertencia.
—¿Y cómo piensas hacer eso? ¿Piensas enviar una postal con la estatua
de la Libertad dirigida al señor Ray Marcello, Colombia, América del Sur?
Grady esbozó su típica sonrisa sarcástica.
—Richie, sé de un procedimiento mejor. Creo conocer el conducto
perfecto.
—¿Y cuál es?
—Richie, ¿por qué quieres molestarte en saber esos pequeños detalles?
Cagnia contempló a sus agentes con una expresión de escepticismo.
—¿Estáis seguros de que no pensáis violar en este caso ninguna de las
directivas de la DEA? ¿No pretenderéis violar los derechos civiles de
cualquier pobre narcotraficante?
—Ni uno solo, señor Cagnia —dijo sonriéndose Ella Jean, quien había
sido la primera en sugerir la idea a Kevin—, ni uno solo.

FILADELFIA
Pensilvania

La telefonista del bufete de abogados «Wanamaker, Schuyler and Alton»


de Broad Street reaccionó ante las palabras «Drug Enforcement
Administration» con una repugnancia similar a la que podría haber exhibido
tras llevarse a la boca una cucharada de leche agria, vertida por equivocación
en los copos de cereales de su desayuno. Los asuntos relacionados con los

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delincuentes comunes no pertenecían, desde luego, al ámbito del ejercicio de
la abogacía en la vida de los socios y clientes de aquel bufete que contaba ya
con ciento ochenta años de asistencia, y mucho menos los relativos al tráfico
de drogas. ¿Qué podría querer el representante de una institución como ésa de
uno de los miembros del bufete, especialmente cuando se trataba de un
miembro tan distinguido como la señora Priscilla Hoagland, experta en la
fundación de consorcios para los ricos clientes del bufete?
De todos modos, la primera reacción de la secretaria de la señora
Hoagland cuando fue informada de la llamada fue la de insistir que debía de
tratarse de una equivocación. Pero el que llamaba, que tenía el típico acento
espantoso de las clases bajas de Nueva York, había insistido a su vez, en que
no había error alguno.
—Al habla Priscilla Hoagland —anunció con frialdad la abogada cuando
atendió el teléfono—. ¿En qué puedo servirle?
—Tengo entendido que usted es la hermana mayor del señor Raymond
Marcello, quien reside actualmente en Colombia. ¿Es correcto?
—Efectivamente, lo soy.
—En ese caso, señora Hoagland, creo que debería ponerle en
conocimiento el hecho de que sobre su hermano pesan dos acusaciones,
tramitadas por dos Grandes Jurados federales, una aquí, en Nueva York, y
otra en Miami, por complicidad en la importación de cocaína al territorio de
Estados Unidos, en violación del artículo 21 del Código Penal de Estados
Unidos, apartado 846 y artículo 21, apartado 841-a-l: «Posesión con intención
de distribuir». ¿Les son familiares esas partes del código?
—Señor… —contestó la dama interrumpiéndose—. Lo siento, pero no
me comunicaron su nombre.
—Grady. Kevin Grady, señora Hoagland.
—Como supongo que comprenderá, señor Grady, se trata de un ámbito de
la ley con el que no estoy familiarizada.
Ella Jean, que estaba escuchando la conversación por otro aparato, le hizo
un guiño.
—Le has asestado un buen golpe —susurró a Grady.
—Pues bien, señora Hoagland —prosiguió Grady—, lamento mucho
tener que comunicarle que cada uno de esos delitos está castigado
judicialmente con una condena de veinticinco años de prisión incondicional.
Ya sabrá los rígidos que somos en los días que corren con todo lo relacionado
con las drogas; y una de esas acusaciones se basa en un cargamento de mil
kilogramos.

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Pese a los esfuerzos que estaba haciendo por mantener la compostura,
Priscilla Hoagland soltó un grito de horror al escuchar la cifra, exclamación
que sonó en los oídos de Kevin Grady como un melodioso ángelus.
—He de decirle, señora Hoagland, que mientras revisaba el expediente
del caso, tuve que hacer un gran esfuerzo de imaginación y pasé un mal rato
pensando en cómo podría haberse visto involucrado su hermano en un asunto
como ése. Me explico: da la impresión de ser un joven distinguido, de una
buena familia, criado en un entorno como el del Lafayette College y de cosas
por el estilo.
Grady dejó que sus palabras quedasen flotando en el aire durante algunos
momentos. Entretanto, la señora Hoagland había recobrado la compostura.
—Señor Grady, estoy segura de que sabrá entender que no puedo dictar
sentencia absolutoria o condenatoria contra mi hermano por los cargos que
usted menciona.
—¡Oh, sí!, puedo entenderlo, señora Hoagland —dijo Kevin, que ahora
había adoptado su típico tono afable de confesor—. Tan sólo pensaba que
usted debería saberlo. En su condición de hermana mayor, preocupada, como
estoy seguro de que estará, por el bienestar de su hermano… En fin, quiero
decir que los italianos se parecen en eso un poco a los irlandeses, en que sus
relaciones familiares son muy íntimas. ¿Me equivoco?
Esa observación no merecía una réplica por parte de la señora Hoagland.
Su ascendencia italiana no era precisamente algo que estuviese recordando
con frecuencia a sus colegas del bufete de abogados.
—Pero lo que realmente quería decirle, señora Hoagland, es lo siguiente:
estamos aquí para ayudarle en lo que podamos. Ya han sido redactadas las
órdenes de detención contra su hermano y enviadas al Departamento de
Justicia, con la solicitud pertinente a nuestro Gobierno para que tramite su
extradición.
No existía, por supuesto, ninguna orden de arresto.
—Como sabrá seguramente, su hermano, en calidad de ciudadano de
Estados Unidos, residente en Colombia, será objeto de extradición inmediata,
en conformidad con los acuerdos bilaterales entre nuestros Gobiernos.
—No estoy en conocimiento de los términos en que ha sido redactado
nuestro tratado con Colombia.
—Pues sí, tal es la situación —prosiguió Grady, imprimiendo a su voz el
más profundo tono de simpatía de que era capaz.
Y mientras esto decía, pensaba para sí mismo: «Y ésa podría ser la
situación, efectivamente, si no fuera porque no tenemos ni la más zorra idea

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de dónde se encuentra ese hijo de puta». Ésa era, sin embargo, una laguna en
la investigación sumarial que Grady no estaba dispuesto a revelar a la
hermana de Marcello.
—Lo que quería decirle, del modo más estrictamente confidencial, es lo
siguiente: En caso de que se decidiese, antes de que fuese detenido y se
procediese a su extradición, a venir a hablar con nosotros, creo que, en
consideración a su entorno familiar y al hecho de que no tiene antecedentes
penales, de que no ha sido detenido anteriormente, exceptuando, por
supuesto, aquel asunto insignificante de Easton… —dijo Grady,
introduciendo esto deliberadamente en la conversación para asegurarse de que
la señora Hoagland se diese cuenta de lo mucho que sabían acerca de su
hermano—, podríamos tratar de hacer algo por él…
—De cerrar un trato, como suelen decir ustedes —replicó con frialdad la
señora Hoagland.
«¡Vaya, vaya!», pensó Grady.
—Fíjese, señora Hoagland, quiero ser franco con usted. Su hermano no
tiene a dónde huir corriendo. Los colombianos lo extraditarán en menos que
canta un gallo para mostramos lo serios que son en la lucha contra el
narcotráfico, mientras no les pidamos que extraditen a ninguno de sus
honorables ciudadanos. Incluso en el caso de que saliese huyendo y viviese
como un ermitaño en las selvas brasileñas durante diez años, esos cargos
seguirán esperándole. No importa el tiempo que pase. Y usted lo sabe tan bien
como yo. Dadas esas circunstancias, señora Hoagland, creo honestamente que
lo mejor para él, de hecho, la única vía realista que se le abre, es venir a
hablar con nosotros. En presencia de su abogado, si así lo desea. Si no le
agrada lo que le diremos, estará en el perfecto derecho de rechazarlo. En ese
caso por supuesto seguiríamos persiguiéndole con nuestros procedimientos
habituales. Pero al menos, de ese modo tendría una oportunidad de ver si se
hace algo de luz para él en todo esto.
Grady hizo una pausa, esperando que la hermana de Ramón le ofreciese
alguna indicación de que en ella causaban efecto esas palabras. Sin embargo,
la mujer guardó silencio. Kevin pensó que los abogados solían maldecir tan
sólo con el pensamiento.
—En todo caso señora Hoagland, creo que es mi deber darle el nombre y
el número de teléfono del asistente del fiscal federal encargado del caso, por
si su hermano o su abogado desean ponerse en contacto.
—Bien, tomaré nota de esa información, señor Grady —contestó la
señora Hoagland de mala gana—, pero sólo para el caso de que pueda entrar

Página 283
en contacto con mi hermano.
«Lo que puede ocurrir en los próximos tres minutos —pensó Grady,
pasándole la información—. ¡Qué lástima que no hayamos conseguido antes
una autorización judicial para intervenirle el teléfono en circunstancias como
éstas!».
—Y recuerde, señora Hoagland —dijo Grady a modo de conclusión—. Su
hermano se encuentra en una situación bastante delicada. Necesitará ayuda
donde pueda encontrarla, y es posible que la tenga con nosotros.
—¿Sabes algo, Kev? —dijo Ella Jean echándose a reír cuando colgaron el
teléfono—. Has confundido tu vocación. Tenías que haberte convertido en
sacerdote.

ARUBA
Antillas Holandesas

Había llegado el tiempo del refrigerio a bordo del vuelo 090 de


«Avianca», que hacía su trayecto desde Bogotá a Aruba, la isla de veraneo
situada en las Pequeñas Antillas, frente a la costa atlántica de Colombia,
como hacían siempre a la media hora de despegar, las azafatas se habían
puesto a empujar sus carritos, llenos de vasos de ponche de ron, por el pasillo
del avión. El noventa por ciento de los pasajeros acudía a la isla a divertirse, a
tumbarse sobre sus arenas plateadas, a practicar el submarinismo en las aguas
de color turquesa de sus arrecifes, a jugar en sus casinos o a matar el tiempo
en su multitud de discotecas, clubes nocturnos, restaurantes y pequeños
tugurios de la costa.
En esa atmósfera exuberante el hombre que estaba en el asiento 22A,
encorvado, con expresión alicaída y mirando fijamente a través de la ventana,
daba una nota tan discordante como la que hubiese podido ofrecer un cortejo
fúnebre en medio de una multitud desenfrenada celebrando el carnaval en
Nueva Orleáns.
—¿No le apetecería tomar un buen ponche de ron? —le preguntó
amablemente la azafata—. Da la impresión de que lo necesita.
El hombre se volvió hacia ella; aquel ademán parecía haber exigido de él
un asombroso acopio de energía. Tenía los ojos humedecidos. Había estado
sollozando.
—No, gracias —murmuró—, tan sólo una taza de café.

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Ray Marcello volvió el rostro hacia la ventana. No podía soportar la vista
de aquellos dos niños, que tendrían aproximadamente la edad de sus propios
hijos, jugando en los regazos de sus padres, en los asientos al otro lado del
pasillo.
Ninguna fiesta esperaba a Ramón en la isla de Aruba. Ramón volaba a ese
lugar de veraneo para ver si podía lograr del Gobierno de los Estados Unidos
no tener que pasarse en la cárcel lo que le quedaba de vida. En cierto sentido,
viajaba a esa isla para enterarse de si iba a seguir el crecimiento de sus hijos a
través de la barrera de cristal de la sala de visitas de una penitenciaría federal.
Jamás había experimentado una depresión comparable a la que sufría ahora.
¿Y si aquella negociación no servía para nada? ¿Y si nada tenía que
ofrecer al Gobierno de los Estados Unidos? ¿Si no tenía ninguna baza que
pudiese poner sobre la mesa de negociaciones para que la aceptasen los
agentes federales que le estaban esperando? ¿Le pondrían entonces las
esposas, le meterían en un avión privado y le llevarían de vuelta a Miami para
que pasase en prisión un cuarto de siglo, que en realidad significaba para él el
resto de su vida?
Para asegurarse, palpó con las yemas de los dedos las dos duras píldoras
que llevaba ocultas en las costuras de sus pantalones tejanos. Eran cápsulas de
cianuro. Si la DEA intentaba secuestrarle en Aruba, todo lo que entregarían
en Miami sería un cadáver. Sollozando en silencio, pegó el rostro a la
ventana, reviviendo una vez más la pesadilla de las dos últimas semanas.
Acababa de regresar a Bogotá tras haber pasado unos días en el retiro de
su nueva finca en el campo, cuando recibió la llamada de su hermana. Su
primera intención fue la de salir huyendo. En su caja fuerte tenía lo necesario
para un caso de emergencia: tres pasaportes —uno británico, otro
costarricense y otro italiano—, veinte mil dólares en metálico —dólares
estadounidenses—, pesos colombianos y pesetas españolas. Los pasaportes se
los había facilitado su amigo Picasso con quien trabajaba en la
«Perseverancia», la alcazaba de Bogotá, que se alzaba detrás del «Hotel
Hilton». Picasso se dedicaba a traficar con los pasaportes robados por los
hábiles carteristas de Bogotá. Cobraba cien dólares por pasaporte más otros
cincuenta por fijar en sus páginas la fotografía de su nuevo propietario.
Pero ¿cuáles eran sus posibilidades si huía? ¿Fijar su residencia en Brasil,
tal como habían hecho aquellos asaltantes de Banco ingleses? Disponía de
dinero. Pero ¿qué pasaría con su mujer y sus hijos? ¿Les seguirían? ¿O diría
su mujer: «¡Anda y que te jodan, no eres más que un fugitivo y un
narcotraficante!», conseguiría el divorcio, se quedaría con su casa de campo

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y se casaría con el primer hijo de puta que se le pusiese por delante para que
sus hijos pudiesen tener un papaíto recién estrenado, que los amase y los
criase?
Decidió entonces llamar a un abogado de Nueva York, especializado en
cuestiones de drogas y cuyo nombre le habían dado en cierta ocasión. Ramón
le llamó, como es lógico, desde un teléfono público. El muy hijo de perra se
había negado a decirle siquiera la hora hasta que Ramón no le envió un giro
telegráfico por cincuenta mil dólares, en concepto de anticipo a su cuenta
bancaria en Nueva York.
—¿Hasta qué punto exactamente es mala mi situación? —fue la primera
pregunta que hizo Ramón cuando el abogado se mostró finalmente dispuesto
a hablar de negocios.
—Muy, pero que muy mala —fue la respuesta.
—Supongamos que permanezco fuera durante cuatro o cinco años y que
me entrego a la Policía cuando todo el mundo se haya olvidado prácticamente
del caso. ¿Me aplicarían entonces una condena más benigna?
—Lo siento —contestó el abogado—, pero no es así como funcionan las
cosas. Acabo de defender a un individuo que estuvo en el extranjero durante
siete años y que luego se presentó a la Policía. La semana pasada le cayó una
condena de treinta y cinco años. Esta misma tarde fui a visitarlo a la prisión;
estaba esposado.
»A ti también te caerá tu condena cuando te pesquen, y son muchas las
probabilidades de que lleguen a echarte el guante —le predijo el abogado—.
O bien te vienes aquí y ves si puedes llegar a algún acuerdo con esa gente y
rebajar la condena.
«¡Y pensar que pagué a ese hijo de puta cincuenta mil dólares para
escuchar esa mierda!», se dijo Ramón.
—¿Un trato de qué tipo?
—Puede ser una reducción de condena a cambio de tu cooperación con el
Gobierno.
Ramón pensó que no iría en modo alguno a Nueva York para hacer tal
cosa. La DEA le echaría el guante, lo encerraría en un calabozo y ése sería el
final de la historia.
—Dígales que tendría que estar loco como par ir a los Estados Unidos —
urgió a su abogado—. Si me quedo donde estoy, les sería de mayor utilidad.
Los otros se habían mostrado conformes y había elegido la isla de Aruba
como terreno neutral para el encuentro. Ramón se preguntaba si podría
realmente cerrar un trato con ellos. Hacía algunos años, un compañero, con el

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que se había encontrado en un bar de Bogotá llamado «La Rosa de San
Antonio», le había dicho:
—Esos cerdos de la DEA comercian con vidas arruinadas. Venden
esperanzas a quienes ya las han perdido. Y no las venden baratas.
Ramón pensó que, al caer la noche, ya se habría enterado de cuál era el
precio que habría de pagar por introducir de nuevo un atisbo de esperanza en
su sombría existencia y, lo que era aún más importante, si podía permitirse el
lujo de pagarlo.

Ramón tomó un taxi desde el aeropuerto de Oranjestad —Aruba había


sido colonizada por los holandeses, lo que explica la presencia de topónimos
como ése— hasta el «Hotel Concorde». En la nota que le entregaron en la
recepción del hotel se le informaba de que su abogado, el señor Malcolm
MacPherson, le estaba esperando en la habitación 622.
MacPherson era bajo de estatura, tan sobrado de carnes como falto de
aseo, tenía una amplia calva y llevaba unas gafas de gruesos lentes bifocales.
Era también un intelectual de carácter arrogante, que nada hacía por ocultar
sus dotes culturales ante aquellos que le debían favores, como era el caso de
Ramón. Con gesto imperioso, señaló a Ramón un sillón en el lujoso salón de
la suite que había alquilado con el dinero de éste. Los abogados de los
narcotraficantes viajaban siempre en primera clase.
Le explicó que el ayudante del fiscal que llevaba el caso y dos agentes de
la DEA se presentarían en cualquier momento. Se habían alojado en el mismo
hotel con el fin de asistir a la reunión. El solo hecho de que hubiesen decidido
acudir debía ser interpretado como una señal positiva. Significaba que
deseaban hablar. Y éste no siempre era el caso.
—Supongamos por un momento que aprovecho esta oportunidad y me
presento a juicio. ¿Qué me pasará entonces? —preguntó Ramón.
—Mi querido joven —contestó MacPherson—, soy, sin ningún género de
dudas, el mejor abogado especializado en narcóticos que hay en la ciudad de
Nueva York y uno de los mejores abogados de la nación. —La modestia
innecesaria jamás había interrumpido la fluidez de pensamiento en la mente
del señor MacPherson—. Debo decirle que he perdido los últimos veinticinco
casos que he defendido ante los tribunales.
Ramón lanzó un gemido.
—Ese resultado no refleja ninguna falta de habilidad ni de esfuerzo por
mi parte. Demuestra, más bien, el carácter de la época y la predisposición de

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los jurados a dictar sentencia condenatoria en los casos de narcóticos, por
muy endebles que puedan ser las pruebas.
—¿Y qué pasará si esos tipos me secuestran, me arrastran a un avión y me
llevan de vuelta a Miami?
—No lo harán. Al parecer, ha visto usted demasiadas películas. No operan
de ese modo. Aquí estamos tratando con el Gobierno de los Estados Unidos
de América, no con la Gestapo.
Ramón, para quien esa distinción resultaba un tanto borrosa desde sus
días de joven contestatario durante los sesenta, se dispuso a protestar, pero su
abogado le hizo callar con un gesto.
—Permítame que le aclare una cosa. Usted está en su pleno derecho de
levantarse de la mesa de negociaciones, salir por esa puerta y abandonar la
isla como un ciudadano libre en el momento que a usted le venga en gana. El
Gobierno no intentará absolutamente nada por impedir que haga eso.
—¡Usted me está tomando el pelo!
—Señor Marcello, usted me ha pagado cincuenta mil dólares para
escuchar de mi boca sólidos consejos legales y no cuentos de hadas. Usted es
libre de irse adonde quiera y en el momento que quiera. Sin embargo —dijo,
añadiendo al tono de su voz unos cuantos decibelios de más para enfatizar sus
últimas palabras—, una vez que usted se haya marchado, esas personas de la
DEA le perseguirán con redoblado vigor, y cuando le pesquen, tal como
desean, se dará cuenta de que su recibimiento será infinitamente menos
cordial que la acogida con la que se va a encontrar ahora.
En esos momentos sonó el teléfono. MacPherson atendió la llamada.
—Conforme —contestó y añadió, dirigiéndose a Ramón—: Nos están
esperando en la cuarta planta.
Ramón sintió que sus rodillas se negaban a obedecer cuando trató de
obligarse a sí mismo a levantarse del sillón. Durante unos instantes se debatió
en la incertidumbre, luego se encaminó hacia la puerta. Cuando pasó junto al
abogado, se detuvo en seco.
—¿Oiga —preguntó, presa de desesperación—, me darán la mano esos
tipos?

El ayudante del fiscal del Gobierno de los Estados Unidos, que les estaba
esperando en la habitación 427, saludó a MacPherson, luego dio un fuerte
apretón de manos a Ramón y se volvió hacia los dos hombres que se
encontraban a su espalda.

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—Les presento a los señores Grady y Cagnia, agentes especiales de la
«Drug Enforcement Administration» —anunció.
Todos se dieron la mano y el ayudante del fiscal les señaló con un gesto el
grupo de sillones que había en el centro de la habitación. Rebosando
amabilidad, sirvió a cada uno de los presentes una taza de café de la bandeja
que había encargado momentos antes al servicio de habitaciones.
«¡Vaya mierda! —pensó obstinadamente Ramón—. Esto va a ser como
cualquier negociación sobre un cargamento de cocaína en la ciudad de
Medellín. E igual de peligroso, prácticamente».
Frente a él, Kevin Grady observaba cómo Ramón se cruzaba y se
descruzaba de piernas y se pasaba la lengua por los labios. «Tiene la boca
seca —pensó Kevin—. No nos equivocamos con este individuo. No es más
que un conejillo asustado».
Buddy Barber, el ayudante del fiscal, inició la reunión con la cordialidad
de un director de ventas que se pone a discutir con sus vendedores las
perspectivas de las ventas regionales.
—Como ya sabrá —informó a Ramón—, el Gobierno está dispuesto a
veces a cerrar un trato con alguien que esté en condiciones de
proporcionamos algo que sea más importante de lo que ya tenemos en mano.
El hombre dirigió una sonrisa afectuosa a Ramón.
—Pensamos que tal podría ser muy bien el caso en el asunto que aquí nos
ha reunido. Pero, en primer lugar, debo aclararle una cosa. Yo, en mi calidad
de auxiliar del procurador general de los Estados Unidos, y estos dos
caballeros, en tanto que agentes de la DEA, no podemos garantizarle que un
tribunal federal llegue a aceptar cualquier trato que podamos acordar entre
nosotros de un modo informal. Como podrá confirmarle su abogado, los
jueces son muy susceptibles en todo lo concerniente a los agentes de la DEA
que pretenden inmiscuirse en sus competencias, con ofertas a criminales
notorios o a personas que estén siendo procesadas judicialmente.
—¿De qué vamos a hablar entonces, señor? —preguntó Ramón.
Barber era más joven que Ramón, pero en tales circunstancias, el «señor»
le pareció lo más apropiado.
—Lo que nosotros haremos será presentamos ante el juez, explicarle con
todo lujo de detalles todo lo que usted ha hecho por nosotros, los riesgos que
ha corrido, y rogarle que tenga esto en buena consideración a la hora de dictar
sentencia. En otras palabras, vamos a pedir clemencia para usted. Y según
nuestra experiencia, en la práctica mayoría de los casos, el juez escuchará con
gran atención nuestras recomendaciones.

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—¿En cuánto tiempo podría rebajar mi condena?
Y al hacer esta pregunta, la voz de Ramón sonó temblorosa.
—Eso depende de lo completa y efectiva que sea su cooperación. Quizás
en la mitad.
—¿Tan sólo en la mitad? —exclamó Ramón, a todas luces asombrado por
la respuesta de Barber—. ¿No sería posible rebajarla más, a cinco años por
ejemplo?
«Lo desea realmente —pensó Grady—. Lo desea con tal intensidad, que
dirá que sí y luego lamentará las consecuencias».
—Eso podría ser posible —dijo Barber—, pero muy poco probable.
Grady soltó una risita burlona.
—Escucha, amigo —dijo mostrando los dientes en una fría mueca de
sarcasmo—, ya sabrás lo que suele decirse por la calle, ¿no? Si no puedes
cumplir la condena, no cometas el crimen.
Grady y Cagnia solían repartirse los papeles de policía bueno y de policía
malo. Kevin prefería desempeñar el papel de policía bueno, pero con
frecuencia ese papel se ajustaba más a la persona de más edad, por lo que
Richie se había encargado en este caso de interpretarlo. Grady advirtió con
satisfacción el dolor y el resentimiento que sus palabras parecían haber
producido en Ramón.
—Ray —intervino Cagnia—, en esta clase de cosas, mucho depende
también de ti. En el caso de los informantes confidenciales que realmente se
montan en nuestro mismo barco, que están dispuestos a arrimar el hombro y
que no escatiman riesgos, nosotros sabemos recompensarles. Procuramos
realmente rebajar su condena a un mínimo absoluto y, sobre todo, nos
preocupamos de que la cumplan dentro de las mejores condiciones posibles.
—Exactamente —dijo Kevin soltando la carcajada—, en vez de hacer que
los encierren en uno de esos sitios en los que dar por el culo es el pasatiempo
nacional.
Cagnia y Barber hicieron los aspavientos de rigor que, según lo previsto,
la observación de Kevin debía provocar.
—El procedimiento en casos como éste, tal como podrá confirmarle su
abogado —explicó Barber—, consiste en que redactaremos un documento
oficial, que usted firmará. En ese documento usted se declarará culpable de
uno de los cargos pendientes contra usted. Nosotros suprimiremos los demás
cargos. El juez no dictará sentencia hasta que no hayamos completado nuestra
labor común, por lo que podremos intervenir en favor suyo antes de que se le
haya dictado sentencia.

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Barber se volvió hacia el abogado de Ramón.
—¿Desea añadir algo en particular?
MacPherson denegó con la cabeza.
—Una vez que haya firmado, el agente Grady le interrogará sobre todo lo
que pueda revelamos. Se le garantizará inmunidad sobre toda la información
que nos haya facilitado.
—¿Me permite intervenir aquí? —preguntó MacPherson.
—¡Hágalo, por favor!
—Lo que eso quiere decir, en términos profanos, es que la información
que usted haya proporcionado al Gobierno no podrá ser utilizada en su contra
ante un tribunal de justicia en cualquier procesamiento futuro por causa
criminal, incluso, en el caso de que el trato que haya hecho con el Gobierno
fuese invalidado. En efecto, usted habrá saneado las actividades de su pasado
criminal en todo cuanto haya comunicado al gobierno. Por lo tanto, en caso de
que se decidiese a cooperar, radica en interés suyo hacer un informe lo más
exhaustivo posible de todo cuanto deba saberse sobre sus pasadas actividades
delictivas. Serán los delitos que usted no haya querido revelar al Gobierno por
los que podrá ser procesado en caso de que algo salga mal, pero no por los
crímenes que haya revelado.
—Coincido con usted —dijo Barber—. Pues bien, como parte de este
acuerdo, tendrá que comprometerse a comparecer eventualmente ante los
tribunales, en proceso público, donde todo el mundo pueda verle, y testificar
contra cualquier persona que hayamos podido detener gracias a su
colaboración. Y tendrá que estar dispuesto a identificar para nosotros todas
las ganancias que haya venido acumulando gracias al narcotráfico, así como a
desprenderse de las mismas.
—¡Mi dinero! —exclamó Ramón, dando un grito sofocado.
Grady reprimió una sonrisa. Siempre era la pérdida de los bienes lo que
planteaba problemas.
—¿Cómo van a vivir mi esposa y mis hijos?
—Estamos dispuestos a devolverle una parte de sus bienes para que cubra
sus gastos mientras trabaja con nosotros —le aseguró Barber.
Ése era el acuerdo preferido de la DEA. Con eso se evitaba el tener que
pagar unos honorarios regulares a un informante confidencial, cosa que jamás
causaba buena impresión frente a un jurado, cuando el asunto era llevado a
los tribunales.
—¿Qué pasará con mi mujer y mis hijos, en Colombia, si me ocurre algo?

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—Estamos dispuestos a sacarlos de ese país, en un avión militar si fuese
necesario, y a hacer que se acojan al programa de protección de viudas de los
Estados Unidos.
—¿Y no podrían darme algún seguro de vida?, por si me matan o algo así.
El abogado de Ramón soltó una risita.
—Señor Marcello, estas personas no le van a dar nada. Con excepción
quizás de un poco de tiempo.
Kevin soltó una carcajada sarcástica. Había llegado el momento de
desempeñar otra vez el papel de policía malo.
—Por supuesto, le conseguiremos una buena póliza con la «Lloyd’s».
Como la que las estrellas se hacen para sus tetas.
Grady se dirigió entonces a Barber:
—¿Por qué estamos desperdiciando nuestro tiempo en un tipo que nos
dice esas cosas? Ya hemos logrado del Departamento de Estado que interceda
ante el Gobierno colombiano para que lo pongan entre rejas. Dejemos que
cumpla sus veinticinco años. ¡Seguros de vida, por el amor de Dios!
Cuando pronunciaba estas últimas palabras, Kevin pudo ver cómo el
pánico se reflejaba en los ojos de Ramón. El hombre se había aferrado a la
débil esperanza de lograr una reducción de su condena, quizá de una
reducción drástica, que era precisamente lo que Kevin había deseado que
creyera. Y ahora iban a enviar a Ramón a las fauces del león, le iban a pedir
que introdujese su cabeza dentro de la boca del mismo. Cualquier persona
hacía esto tan sólo por un único motivo: para salvar su vida. Durante algunos
minutos, Ramón había empezado a creer en esa posibilidad. Y ahora sentía
que estaban a punto de mandarle a paseo. Aquello le había hecho mella.
«Nuestro pequeño Ramón —pensó Kevin— está a punto de desplomarse».
Cagnia se apresuró a intervenir después de Kevin, para asestar al hombre
el último empujón.
—Fíjese, Ray —le dijo—, lo que le estamos pidiendo que haga es
peligroso, por supuesto que lo es. Lo sabemos. Pero ¿acaso es más peligroso
de lo que usted ha estado haciendo hasta ahora? ¿No ha arriesgado su vida y
la de su familia por mil kilogramos de cocaína? ¿Y por qué lo ha hecho? Por
dinero, ¿no es así? En este caso usted va a correr un riesgo, claro está, pero
¿para qué lo va a correr? Lo hará para salvar los mejores años de su vida.
Sus palabras causaron efecto. Ramón tragó el anzuelo. En la jerga de la
DEA, el hombre «flipó». Los magistrados redactaron los documentos legales
con los que se cerraba el trato; Ramón y el asistente del fiscal los firmaron;

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los abogados y Cagnia se marcharon de Aruba. Kevin y Ramón se quedaron
en la isla para consolidar su nueva relación.
La primera tarea de Kevin consistió en evaluar exactamente las
dificultades que podrían presentarse un buen día cuando se tratase de hacer
que un jurado aceptase las declaraciones de Ramón. Para hacer esto, tenía que
hacer un recuento de todos los aspectos negativos en el carácter y en el
pasado de Ramón: ¿Tenía algún problema con las drogas? ¿Era un mentiroso
consuetudinario? ¿Cuáles eran realmente sus antecedentes penales? ¿Había
dejado un reguero de cheques falsos a su paso por los Estados Unidos?
Cuando Ramón empezó a protestar por esas preguntas minuciosas y
extremadamente personales, Kevin le explicó pacientemente que ante un
jurado y con un buen abogado defensor, las virtudes de Ramón tendrían
mucho más peso que sus defectos. Era mejor para ambos determinar con
exactitud cuáles eran esos defectos, ahora, en esos momentos, de modo que
pudiesen estar preparados para enfrentarlos, en vez de ponerse a esperar a que
surgiesen inesperadamente en la sala de audiencias.
En realidad, en el caso de Ramón, sus aspectos negativos eran muchísimo
menos preocupantes que los de las personas con las que Kevin solía tratar. La
afición de Ramón a la cocaína era ya cosa pasada. El hombre estaba muy
enamorado de su mujer y de sus hijos. Sus actividades delictivas parecían
quedar limitadas al tráfico de drogas, una actividad de la que el hombre había
llegado a convencerse que no era del todo delictiva.
Cuando acabaron con esos preliminares, Kevin pidió a Ramón que le
explicase con todo detalle cómo había sido la operación de los mil kilogramos
de cocaína que habían llevado a West Palm Beach. Para Kevin, ésa era la fase
crítica a la hora de llegar a una evaluación global de su nuevo informante
confidencial, un buen policía siempre sospecha de la información que obtiene
con demasiada facilidad; los criminales que proporcionan voluntariamente
información, mienten con frecuencia. Por otra parte, Kevin tenía que enterarse
de si Ramón estaba dispuesto o no a jugar limpio. Tenía que determinar si
estaba dispuesto realmente a cumplir su acuerdo, si tenía la intención de dar
respuestas que fueran honestas, si tenía la voluntad de proporcionar a Kevin la
información que éste necesitaba o si iba a obligar a Kevin a arrancarle esa
información, poco a poco. Para hacer eso, Kevin poseía un arma oculta. Y
ésta era la confesión de Ottley. Esto le proporcionaba una vara secreta con la
que podían medir las respuestas de Ramón y determinar exactamente hasta
qué punto el hombre había sido franco y honesto. Para su gran satisfacción,
Ramón pasó bien la prueba. No sólo le estaba diciendo la verdad, sino que

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mostraba su disposición a revelar detalles adicionales, que demostraban su
voluntad real de cooperación.
Sabiendo esto, Kevin pudo pasar al meollo del interrogatorio, extrayendo
del cerebro de Kevin todos los detalles que le pudo sacar acerca del tráfico de
cocaína, de los lugares, los nombres, las fechas, los pequeños trucos y los
juicios de Ramón sobre todos los implicados. Para cada nombre necesitaba
una descripción: edad, raza, altura, peso, rasgos personales y direcciones, a
ser posible. Todos esos datos irían después a parar a la memoria del NADDIS
cuando Kevin regresase a Nueva York. Se trataba de un proceso lento y
laborioso, que les consumió la mayor parte del tiempo durante su segundo día
de estadía en la isla.
Finalmente, Kevin apagó su magnetófono y echó un vistazo a su reloj de
pulsera.
—Las cinco en punto de la tarde —apuntó—. ¿Se da cuenta de que la
burocracia federal se encuentra ya paseando por la calle desde hace una hora?
Vamos a damos un baño y a tomarnos una cerveza. ¿Se ha traído su bañador?
—¡Mierda, no! —exclamó Ramón echándose a reír—. Pensé que venir en
pelotas sería lo más apropiado.
—Bien, vámonos. Le compraré uno a expensas del Tío Sam. Se lo debe,
tras esta jornada de trabajo.
Frente a la playa del hotel, a unos doscientos metros mar adentro, estaba
amarrada una balsa. Los dos hombres llegaron nadando y se tumbaron juntos
sobre sus planchas para aprovechar los últimos rayos del cálido sol
vespertino. Kevin canturreaba por lo bajo, mientras Ramón realizaba grandes
esfuerzos por ocultar el malhumor y la ira que le habían producido los
interrogatorios de la gente.
—Le envidio por haber ido al Lafayette —comentó Grady, tras haber
descansado durante algunos minutos—. Tiene que haber sido algo grandioso
estudiar en un instituto como ése.
—Sí —reconoció Ramón—. No fue tan malo. Creo que hoy en día es algo
mejor que entonces.
—¿Cuáles fueron sus asignaturas principales?
—Las drogas y las fulanas, por lo general. Me limité a rendir el mínimo,
¿sabe? Lo suficiente para mantenerme a flote y lograr al final mi título. Por lo
demás, me dediqué a perder el tiempo.
Interpretar los silencios no era una facultad que Ramón hubiese cultivado
de un modo muy particular, pero no era nada difícil apreciar el reproche tácito

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en el hombre que estaba tumbado junto a él. «¿Irían a la Universidad los
agentes de la DEA? —se preguntó—. Probablemente, no».
—¿Fue a la Universidad? —preguntó a Grady.
—A Fordham. Quería ir a Brown. Logré que me admitieran, pero no me
quisieron dar una beca y mi viejo no podía pagarme todos los estudios, por lo
que tuve que ir a esa que estaba en las afueras de la ciudad y seguir viviendo
en la casa.
—¡Mala suerte!
—¡Qué demonios! Fordham estaba muy bien. Los jesuitas están muy bien
como profesores, aunque creo que no lo están tanto en la escena social.
Quiero decir que uno no confundiría ese lugar con una casa de fieras.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Ramón.
—Cuarenta y dos.
Casi de un modo subconsciente, Ramón se quedó mirando el anillo de oro
que llevaba en su dedo. Advirtió que en los dedos del agente no había ningún
anillo.
—¿Está casado? —preguntó.
—Ya no —contestó Grady.
—Divorciado, ¿eh?
—No. Aunque bien sabe Dios que en este oficio hay un montón de gente
divorciada. Soy viudo. Mi mujer murió de cáncer de cuello de útero hace ya
cerca de un año.
—¡Oh! —exclamó Ramón, de un modo espontáneo y con hondo
sentimiento—. Tiene que haber sido terrible.
—El acontecimiento más doloroso de mi vida.
—¿Tuvieron hijos?
—No —contestó Grady, en un tono que denotaba profundo dolor y honda
pesadumbre—. Pienso que quizás haya sido mejor que no los tuviésemos. Los
agentes de la DEA no suelen ser buenos padres solteros.
Kevin se dio media vuelta, apartándose de Ramón. El confidente sintió
que entre ellos se había alzado una barrera. Acababa de echar un fugaz
vistazo en el mundo privado de Kevin Grady, pero eso habría de ser todo
cuanto conseguiría: un vistazo fugaz.
Pasados unos minutos, Grady se sentó y contempló a Ramón. El
informante presintió que la conversación estaba a punto de tomar una nueva
dirección.
—¿Sabe una cosa, Ramón? —dijo Grady sopesando cuidadosamente sus
palabras—. Los informantes casi siempre nos hacen la puñeta.

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—Mire, Kevin, he vivido en Medellín, ¿sabe? Hacer la puñeta una sola
vez significa ser hombre muerto. No me hago ilusiones al respecto.
Grady hizo un gesto en reconocimiento de la prudencia manifiesta de su
informante confidencial.
—Lo que quería decirle es lo siguiente: que nos hagan una vez la puñeta
es algo que podemos perdonar. Lo que no perdonamos es que un informante
confidencial nos haga un doble juego.
—Sí, claro. Quiero decir, ¿por qué tendrían que perdonarlo?
—Ya ha escuchado lo que dijo Barber, el ayudante del fiscal —prosiguió
Kevin, como si no hubiese escuchado la respuesta de Ramón, o en el caso de
que la hubiese escuchado, como si hubiese decidido pasarla por alto—. Le ha
dado una orientación muy general sobre lo que les ocurre a los tipos que nos
engañan. Ya sabe, anulamos el trato, mandamos el tipo a paseo, no le
compramos la mercancía. Pero ésa no es nuestra forma de proceder.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Pensemos en una persona como usted por ejemplo, Ramón. No debe
olvidar jamás que siempre podemos susurrar unas cuantas palabras al oído de
algún colombiano, hablándole del trabajo tan maravilloso que usted está
realizando para nosotros en Medellín.
—¡Dios mío! —exclamó Ramón, horrorizado—. ¿No pensarán hacer tal
cosa?
—Lo único que puedo decirle es que no nos tiente.
—¡Pero eso es monstruoso! ¡Es una injusticia como un castillo!
Cada vez que un delincuente reclamaba justicia, a Grady se le revolvía el
estómago.
—Escúcheme —dijo Ramón—. De niño usted fue a las mismas clases de
catecismo que yo, ¿no es así?
—Sí, probablemente.
—Pues bien, ¿en cuál de ellas le enseñaron que la justicia forma parte del
plan divino para el mundo? Deje que la justicia forme parte del nuestro. Y
téngala siempre presente en nuestras relaciones.
Sus palabras asombraron a Ramón.
—¿Y qué se supone que debo hacer cuando regrese a Colombia? —
preguntó en un tono de voz tembloroso y susurrante.
—Al fin y al cabo, prácticamente lo mismo que ha estado haciendo.
Organice un cargamento. Cuanto más grande mejor. Dígales que ha
conseguido una pista de aterrizaje de absoluta confianza. Pero esta vez

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procure que utilicen sus propios aviones, sus propios pilotos. Quizá podría
lograr que ese tal Paco volviese al negocio…
—¡Dios mío, Kevin! —protestó Ramón—. Ese tipo es amigo mío.
Nuestros hijos van juntos a Disneylandia.
La mirada de Grady adoptó la misma expresión fría y penetrante que
había tenido en la habitación del hotel, antes de que Ramón cerrase el trato
con ellos.
—Traicionar a tus antiguos compañeros y socios forma parte del juego
cuando te conviertes en informante confidencial, amigo mío. Es la moneda
corriente en el oficio.
—¿Quiere decir, las treinta monedas de plata?
Grady no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción.
—No hay amigos en este negocio, Ramón. Hay delincuentes, todo lo más.
Y con tal de salvar el pellejo, también te traicionarían en un santiamén. Ésa es
la única forma en que podrás convencer a un juez. Es así como demostrarás
que has quemado todos tus puentes con el pasado; en realidad, tienes que
jugarte el todo por el todo.
Grady dio una palmada a Ramón en el muslo.
—¡Levántate! —dijo—. Volvamos a la orilla y vamos a tomar una
cerveza.

Horas después, por la noche, cuando se encontraba solo en la habitación


de su hotel tratando de conciliar el sueño, el techo parecía venírsele encima.
El terror que le infundía el hecho de que iba a traicionar a sus socios de
Medellín, la enormidad de lo que había hecho, de los riesgos que había
aceptado para su persona y para su inocente familia, todo se le echaba encima.
En su mente no hacía más que aparecer la misma imagen: se veía a sí mismo
caminando a lo largo de un angosto sendero, con altísimas murallas a ambos
lados, de superficies perfectamente lisas. Y en todo lo que abarcaba su vista,
aquel lúgubre pasillo no tenía principio ni fin. ¿A dónde lo conducía? ¿Es que
acaso le conducía a alguna parte? ¿O se trataba quizá de un sendero que no
conducía a parte alguna, al igual que esas líneas paralelas que tan sólo se
encuentran en el infinito?
Decidió ir a dar un paseo para sosegarse, para ver si lograba extenuar su
cuerpo, de modo que el sueño pudiese alejar temporalmente sus miedos. Se
puso a deambular por una carretera que iba a lo largo de la costa, como un
insecto atraído por la luz del faro que se alzaba en la lejanía. Aquellos reflejos
intermitentes se le antojaron un metrónomo que le estuviese contando las

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horas de oscuridad, cual promesa de la luz que se ocultaba tras las sombras de
la noche.
El faro estaba situado sobre una lengua de tierra, al extremo de un largo
dique de hormigón. Por su parte norte, del abierto océano venía impetuoso el
oleaje, arrojando sus masas de agua contra las bases del dique, levantando
rugientes y enfurecidas olas, que se estrellaban contra las rocas situadas a
unos seis metros bajo sus pies. Por su parte sur, en el lado de sotavento del
dique, las aguas eran mansas y serenas. Ramón se puso de puntillas, se
inclinó, se quedó contemplando las turbulencias de blanca espuma que se
extendían al fondo, sintiendo que el estallido y el golpeteo de las olas se
reproducían en él como su propio ritmo interior. Sería tan fácil dejarse caer en
esas rocas. Un simple movimiento en falso, nada más que un tropezón en
realidad, unos breves instantes de dolor y de pánico mientras las olas le batían
contra las rocas y todo habría terminado. La gente lo achacaría a un accidente,
jamás a un suicidio. Habría dado un traspié, quizá se habría bebido unas
cuantas copas de más. La compañía de seguros pagaría. Su mujer y sus hijos
no tendrían que vivir con el estigma de un padre que primero había sido
narcotraficante y luego delator al servicio de la odiada Policía yanqui. Lo
guardarían en su memoria, como un buen recuerdo.
Estaba tan absorto en sus pensamientos, que no oyó el ruido de las pisadas
que se aproximaban por el dique hasta que Kevin Grady se encontró a su lado.
También el agente se alzó sobre la punta de los pies. Durante unos momentos
se quedó contemplando las turbulentas aguas del mar.
—También yo pensé en eso en cierta ocasión, Ramón —dijo finalmente,
en un tono tan bajo de voz que cada palabra tuvo que librar una batalla para
imponerse al estruendo de las olas—. Pensé que no podría seguir viviendo
con aquel dolor y aquella soledad, después de su muerte. Lo que me salvó fue
algo que ella me dijo un día, poco antes de su muerte: Jamás la luz de una
vela resulta tan bella como cuando empieza a chisporrotear. Tan sólo a un
loco se le ocurriría apagarla.
En un gesto afectuoso el agente tocó el antebrazo de Ramón. Durante
unos instantes, pareció transmitirle un calor propio, como si el roce de la
mano de Kevin tuviese propiedades curativas.
—Ven —dijo Kevin—, volvamos juntos al hotel.

A la mañana siguiente, en el hotel, Kevin impartió a Ramón sus


instrucciones finales.

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—En fin, trataremos de conseguir ese cargamento, el gran cargamento del
que hemos hablado —dijo—, pero sin prisas. Queremos que te pases un
tiempo con los ojos y los oídos bien abiertos. Cualquier cosa que puedas
escuchar, cualquier rumor acerca de algún envío de droga a los Estados
Unidos, cualquier nuevo truco que estén utilizando, cualquier cosa que hagan
los peces gordos, como Escobar y Ochoa, si van a salir del país, quién odia a
quién esta semana; todo lo queremos saber. No trates de decidir qué es lo
importante para nosotros y qué no lo es, comunícanoslo todo, nosotros
decidiremos.
En sus reuniones con los informantes confidenciales, un agente de la DEA
jamás hace demasiado hincapié en los riesgos que éstos pueden correr. A fin
de cuentas, los informantes son personas que se han puesto a sí mismas en
situaciones peligrosas y no tienen ninguna necesidad de que venga un agente
de la DEA a señalarles dónde se encuentra el peligro.
—No dejes de vigilar en ningún momento tu tablero de mando, como
cualquier piloto, para ver quién anda tras de ti —advirtió a Ramón—, pero
por otra parte, la cuestión principal es que sigas siendo el de siempre. Haz tu
vida tal como la habías venido haciendo siempre. Eso es lo que esperan esos
tipos. El informante confidencial que se mete en líos es aquel que pretende ser
algo que no es, el que se las da de hombre duro, precisamente porque eso es
lo que ha visto hacer en alguna película. Compórtate con normalidad. Ésa es
la clave. Y recuerda que te apoyaremos en todo momento, en todo lo que haga
falta.
—Por supuesto —replicó Ramón echándose a reír—, con la salvedad de
que me separa una distancia de cinco mil kilómetros de Nueva York.
—Te lo dije en sentido figurado. Pero así lo siento sinceramente. En lo
que a nosotros respecta, estamos ahora en el mismo bando.
Ramón hizo ademán de levantarse, pero luego se dejó caer de nuevo en el
sillón. Se sacó lentamente del dedo su anillo de casado.
—Si algo saliera mal —dijo a Kevin—, ¿te importaría hacer que esto
llegara a mi mujer? De momento, le diré que lo he perdido. Creo que haré
correr la voz en Medellín de que nos hemos divorciado. Me parece que eso
será lo más prudente.
—Lo haré, te lo prometo —dijo Kevin tomando el anillo—. Pero no te
preocupes. Ya verás cómo todo lo haces bien.
Grady se interrumpió, se le había cortado el hilo de sus pensamientos. En
esos momentos Eddy Gómez había surgido en su mente.

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—Y una última cosa. Si te encuentras con alguien, con algún pez gordo,
que necesite ayuda para sacar dinero de los Estados Unidos, cuéntale que
tienes allí un amigo, un tipo muy de fiar que se dedica al blanqueo de dinero
negro para los delincuentes. Sugiérele que a lo mejor ese individuo podría, ya
sabes, hacer algo por él. Ponerle en contacto con la gente adecuada.
Grady acompañó a Ramón hasta la puerta y le dio una palmadita en los
hombros.
—¡Suerte! —dijo—. Te la deseo de verdad.

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Libro quinto

UNA AMPOLLITA DE CRISTAL

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BARRANQUILLA
Colombia

Había algo de grotesco en la escena que se desarrollaba en el lujoso


comedor de la hacienda «Veracruz», la propiedad que tenía Jorge Luis Ochoa
Vázquez en las inmediaciones de Barranquilla, en la costa caribeña de
Colombia. Era casi una vulgar caricatura de la India imperial de los virreyes y
de los maharajás o de la Francia de los reyes Borbones. Detrás de cada silla
estaba apostado un lacayo, dispuesto a satisfacer el más mínimo deseo que
tuviese el invitado al que había sido asignado. La cubertería era de plata
georgiana; la vajilla, de fina porcelana de Limoges; los vasos, de cristal de
Baccarat.
Sin embargo, en las copas no se había servido algún raro vino borgoñón
«Richebourg» o un «Château-Margaux». La mayoría de los vasos contenían
cerveza; otros, whisky escocés con hielo. La elegancia en ese aposento venía
dada por el entorno y no por los invitados.
Se celebraba el banquete con motivo de una asamblea de los magnates de
la droga del cartel de Medellín, una especie de comida de negocios, como las
que suelen celebrar las juntas directivas de las grandes empresas, para
aquellos hombres que ejercían el control sobre la mayor parte del tráfico de
cocaína mundial. Los criados apostados alrededor de la mesa, con sus
chaquetillas blancas y sus pajaritas negras, vestían con mayor elegancia que
cualquiera de las personas sentadas a la mesa.
Entre esos hombres no se divisaba ni una sola corbata, y tan sólo dos de
los invitados de Ochoa se habían tomado la molestia de ponerse una
americana. El resto llevaba camisas deportivas de cuello abierto y de
colorines que no se diferenciaban mucho de los plumajes de los papagayos
del Amazonas.
El puesto de honor a la cabecera de la mesa estaba ocupado, como
siempre, por don Pablo Escobar. El plato fuerte que había elegido el jefe de

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cocina de Ochoa para el almuerzo consistía en pernil, una especialidad
colombiana de asado de cerdo adobado, que esta vez estaba acompañado de
suculentos guisantes frescos. Aquellos guisantes eran una tortura para
Escobar. El pobre don Pablo se las veía y se las deseaba para conseguir
hacerse con los malditos guisantes usando el tenedor, y una vez lo había
logrado, no le resultaba nada fácil que permanecieran en su sitio hasta haber
llegado a su boca. Las consecuencias de esa ineptitud se traducían en una
lluvia constante de guisantes sobre la mesa y la alfombra. Cada vez que una
de esas errantes bolitas verdes se le caía del tenedor, el criado a sus espaldas
debía precipitarse a recoger el injurioso objeto y echarlo a una pequeña fuente
de plata. Era un hombre sumamente ocupado. Al otro lado de la mesa, frente a
Escobar, estaba sentado el anfitrión. Jorge Luis Ochoa tendría unos treinta y
tantos años, hombre más bien bajo de estatura, que exhibía la típica curva de
la felicidad, que ya empezaba a derramarse a todo lo ancho de su cintura. Era
bien parecido, de aspecto típicamente iberoamericano, de espesa cabellera
negra y rizada y ojos negros como el azabache, que se encendían con pasión
abrasadora cada vez que advertía la posibilidad de entrar en el juego de la
seducción.
Al igual que Escobar, Ochoa era uno de los pioneros del comercio de la
cocaína. Había esnifado por primera vez el polvo blanco a principios de los
años setenta, en Florida, cuando deambulaba por los campus universitarios,
con mucha indiferencia y un mínimo de éxito. Jorge Luis estaba ampliamente
considerado como el más tonto de los tres hijos de don Fabio Ochoa, pero fue
lo suficientemente listo como para darse cuenta del potencial comercial que
encerraba la sustancia que acababa de ingerir. Abandonó cualquier idea de
proseguir sus estudios y regresó a Colombia. Con Fabio, el menor de sus
hermanos, de quien se decía que era el cerebro de la familia, Jorge Luis
comenzó a dedicarse al tráfico de cocaína. Juan David se unió a ellos después.
Jorge Luis estaba considerado por sus compañeros narcotraficantes como
el príncipe heredero del consumo ostentoso. Si algo era caro y de relumbrón,
se podía tener la certeza de que Jorge Luis lo deseaba. Relojes, joyas, oro,
lujosos automóviles deportivos, extravagancias como su propio zoológico
privado, Jorge Luis engullía ávidamente posesiones como los niños tragan
caramelos en la víspera de Todos los Santos.
Cosa curiosa, si se tiene en cuenta su ocupación, Jorge Luis era un
ferviente católico. Era más que habitual verlo saltar a su «Porsche carrera» y
salir disparado rumbo a Cali, en una de sus peregrinaciones al altar de la
Virgen de la Merced, la santa patrona de Colombia. Raro era el domingo que

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no asistiese a misa y recibiese la comunión para implorar, como decían sus
enemigos, el perdón divino por las vidas que había segado a lo largo de la
semana con su cocaína.
Junto a Ochoa estaba sentado Carlos Lehder Rivas. Era el único miembro
de la dirección del cartel que consumía con regularidad la droga con la que
estaban inundando al mundo opulento. Sin embargo, gracias a su propia
devoción por la droga, había convertido a sus socios en abstemios. En efecto,
algunos de los hombres que se encontraban sentados a la mesa estaban
convencidos de que Lehder, admirador ardiente de Adolf Hitler, había
destruido con sus excesos en la adicción a la cocaína la escasa sustancia gris
que Dios le había otorgado a la hora de su nacimiento.
A su lado se encontraba Gustavo Gavira, un hombre de aspecto
absolutamente ordinario, que debía su presencia en la mesa al nepotismo. Era
el primo carnal de Pablo Escobar. El único mérito de Gavira consistía en que
había sido detenido en 1976 con un cargamento de 39 kilogramos de cocaína.
Para aquellos tiempos, había sido todo un récord, la mayor cantidad de
cocaína confiscada en el mundo. Los dirigentes del cartel habían recorrido
realmente un largo camino.
Frente a Gavira se encontraba José Gonzalo Rodríguez Gacha, alias el
Mejicano. De hecho, Gacha no tenía nada de mejicano, si exceptuamos su
afición por la música mariachi. Provenía de las zonas productoras de
esmeraldas de Colombia y estaba considerado como el experto del cartel en la
organización y dirección de sus laboratorios clandestinos en la selva.
A la cabecera de la mesa, a ambos lados de Escobar, se encontraban los
únicos dos hombres que llevaban americana. Eduardo Hernández era el asesor
financiero del cartel, un hombre apuesto, de unos treinta y cinco años, culto y
de habla dulce.
Frente a él se encontraba el hombre menos conocido y ciertamente el más
interesante de la mesa, Gerardo Moncada, alias Kiki, conocido por muchos de
sus socios de Medellín como Don Chepe, y por sus muchos enemigos de la
«Drug Enforcement Administration», como el Fantasma. Los archivos del
cuartel general de la DEA en Washington y de sus oficinas filiales en Bogotá
estaban repletos de informes sobre cada uno de los hombres sentados a la
mesa y actualizados con numerosas y recientes fotografías de cada uno de
ellos.
Pero había una excepción: la carpeta de Kiki Moneada. Su expediente era
muy delgado y no contenía ni una sola fotografía. Ningún agente de la DEA,
ningún delator, ningún periodista, ningún «paparazzi» itinerante, nadie había

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logrado jamás fotografiar a Moneada. Don Chepe perseguía la oscuridad con
la misma intensidad que Jorge Luis Ochoa empleaba en correr tras las
chucherías deslumbronas.
Si Escobar era conocido como el cerebro principal del cartel, Moneada
estaba considerado como su cerebro. Era el presidente de la «Compañía
Exportaciones de Coca S. A»; y sin embargo, dentro del gran mercado al que
abastecía de coca su cartel, tanto en Colombia como en el resto del mundo,
había muy pocas personas que supiesen de su existencia. Junto con
Hernández, el asesor financiero, era el único miembro del cartel que poseía un
título universitario. Era ingeniero electrónico. Comprendía, como ninguno de
sus asociados, la forma en que las drogas que ellos vendían afectaban la
química cerebral y los estragos que podía producir la cocaína en los seres
humanos.
Más que ningún otro hombre de los sentados allí en la mesa, Moneada era
un pensador. Las consecuencias de uno de los pensamientos de esa mañana
habrían de tener un efecto devastador en la estructura de la sociedad
estadounidense.
Una vez que hubieron sido servidas las tazas de café negro y las copitas
de aguardiente, el coronel Largnas Odio, un exagente del DINA de Fidel
Castro, el equivalente del KGB ruso, que ahora dirigía los servicios de
seguridad del cartel, echó a los lacayos del aposento, como hacía por lo
general cuando tenían que hablar a puerta cerrada. Luego salió del comedor,
dejando a solas a los dirigentes del cartel para que discutiesen la situación de
su industria, como podrían hacer los miembros de la junta directiva de una
gran empresa dedicados a discutir los problemas de su compañía, tras una
buena comida, en medio de copas de coñac y buenos habanos.
Los hombres que estaban ese mediodía en el comedor de Jorge Luis
Ochoa tenían, desde luego, muchos motivos para estar satisfechos con la
situación floreciente de su empresa. Desde 1976, la cantidad de cocaína
exportada de Colombia se había triplicado.
En ese año de 1983 sobrepasaría las cincuenta toneladas métricas. No
toda esa cantidad, por supuesto, había sido exportada por los magnates de la
droga de Medellín. Sus rivales de Cali tenían su parte en ese mercado, al igual
que la tenía un grupo nada homogéneo de pequeños traficantes, los llamados
independientes, con base en Bogotá.
Al igual que hacía siempre, Pablo Escobar abrió el diálogo.
—Bien —refunfuñó—, vamos a dedicamos finalmente a ese hijo de puta
de Noriega. La última semana me vino a visitar a mi rancho uno de sus

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oficiales, ese capitán llamado Luis Peel que al parecer está encargado de
controlar el tráfico de droga en Panamá.
Escobar prorrumpió en carcajadas.
—¿Sabéis lo que hizo? Me dio el nombre, la dirección y la fotografía de
cada uno de los agentes antinarcóticos que tienen los gringos en Panamá.
—Pablo —le interrumpió Jorge Luis—. ¿Por qué perseguir a esos tipos?
Eso no servirá más que para desencadenar una guerra.
Ochoa intervenía con frecuencia para tratar de refrenar los instintos
violentos de sus socios, tan dados al derramamiento de sangre.
—¿Quién está hablando aquí de perseguirlos? Me limitaré a enviarles a
ellos y a sus mujeres postales navideñas para hacerles saber que estamos
pensando en ellos —replicó Escobar, prorrumpiendo de nuevo en carcajadas.
Nadie apreciaba más su propio sentido del humor que el mismo Escobar.
Entretanto, Moncada se había apartado con su silla de la mesa y tosía para
llamar la atención de sus colegas. El presidente había decidido que ya era
hora de encargarse personalmente de la discusión.
—De lo que quiero hablaros hoy —anunció— es hacia dónde se dirige
nuestro negocio. Dos de mis hombres acaban de regresar de los Estados
Unidos, tras pasarse allí un mes. Los envié para que estudiasen las
condiciones de los distintos mercados.
Era así cómo Moncada veía el comercio de la cocaína: como una
oportunidad para colocar mercancías en un mercado, sin pensar en las
terribles diferencias que hay entre este negocio y la venta de detergentes o de
artículos para el hogar. De ahí que tuviese la tendencia a pensar más bien
como un directivo de la «Proctor and Gamble» o como el gerente de la
«General Foods», aun cuando sus ingresos anuales eran un centenar de veces
mayores.
—Una de las cosas que advirtieron por todas partes es que los precios a
que se vende nuestro producto en la calle han caído; en algunos sitios, de
forma espectacular.
No era precisamente la clase de noticia que cualquiera de los hombres
sentados a la mesa estuviese ansioso de escuchar.
—Pues bien, una de las razones de esto —prosiguió Moneada— es el
exceso de oferta, cosa que podríamos corregir, ya que controlamos
fundamentalmente los suministros. La segunda razón sin embargo, es más
sutil, y pienso que, a la larga, significará para nuestro negocio una amenaza
importante, a menos que hagamos algo por impedirlo.

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Moneada se inclinó para tomar un sorbo de café y paseó con curiosidad su
mirada por los allí presentes. Los ojos de Moneada quedaron parcialmente
oscurecidos por los párpados que los tapaban como las celosías bajadas de
una ventana. Pretendía así transmitir una amenaza.
—¿Quiénes esnifan nuestra coca en los Estados Unidos? —preguntó—.
Por lo general, nuestros clientes, probablemente el ochenta por ciento de
ellos, son blancos. De mediana edad. Gente acomodada. A lo que hemos de
añadir los jóvenes que tienen dinero para gastar, que representan, digamos, un
treinta y cinco por ciento. Somos muy fuertes las industrias relacionadas con
la moda, el cine, la televisión, la música, los deportes, y cosas por el estilo.
Pero, por lo común, la gente pobre no usa nuestros productos, y ¿cómo
podrían hacerlo si la coca se vende al por menor a un precio de cien dólares el
gramo?
Nada de lo que estaba diciendo Moneada cogió por sorpresa a ninguno de
los presentes.
—Lo que me preocupa es lo siguiente —prosiguió—: por dondequiera
que estuvieron, mis hombres se encontraron con que aquellos blancos que
habían sido nuestros clientes principales durante la última década han
empezado a apartarse de nuestra mercancía. Ésa es la principal razón de que
hayan caído los precios en la calle.
Su audiencia se conmocionó con interés repentino.
—Y bien, voy a deciros por qué se están apartando. Durante los pasados
siete u ocho años, el esnifar cocaína era para la mayoría de esos gringos una
especie de hábito que practicaban una o dos veces a la semana, la habitual
juerga de fin de semana. La gente creía poder consumir la droga o dejarla. No
era adictiva. Pues bien, en los últimos dos años, poco más o menos, una gran
cantidad de gente se ha dado cuenta de que las cosas no son así, de que la
cocaína puede producir adicción, incluso una fuerte adicción. De repente
empezaron a circular historias sobre personas que ya no controlaban ese
hábito, que debían ser ingresadas en los hospitales, que perdían sus trabajos,
sus mujeres, sus hogares, que tenían lesiones cardíacas. Y de súbito, una
buena cantidad de esos clientes nuestros empezó a preocuparse. O bien
renunciaban al hábito o lo reducían.
Moneada dio un suspiro, un lamento quizás, al pensar en todos esos
consumidores de la clase media que estaba perdiendo el cartel.
—Otra de las cosas que han ocurrido es que esos malditos gringos,
especialmente los jóvenes de las clases acomodadas, los que imponen la
moda, han decidido que quieren llevar una vida sana. De repente beben agua

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mineral en vez de champaña. Palidecen ante la sola presencia de una buena
chuleta. Se pasan más tiempo en sus gimnasios que los puritanos en la Iglesia.
Y bien, ya sabéis cómo son los gringos. Son como lemmings. Cuando uno de
ellos pega un salto mortal y se arroja desde lo alto de un acantilado, todos los
demás hacen lo mismo.
Moncada señaló a sus socios con índice acusador, como un maestro de
escuela que amonestara al grupo de chiquillos que no ha hecho los deberes.
—A menos que hagamos algo ahora mismo para proteger nuestro
mercado en ese país, esa situación tendrá a largo plazo graves consecuencias
para nuestro negocio, podéis creerme.
—¡Eso es ridículo! —exclamó Carlos Lehder—. Conozco a los gringos
mucho mejor que cualquiera de los presentes. A fin de cuentas me pasé una
buena temporada en sus malditas cárceles. Mientras los gringos sigan
teniendo narices en sus rostros, encontrarán un medio de llenárselas con
cocaína.
Y para subrayar la sabiduría de su observación, expulsó unos cuantos
mocos de sus propias fosas nasales devastadas.
Fabio Ochoa, el menor de los tres hermanos Ochoa presentes, trató de
quitar importancia al comentario de Lehder, haciendo un gesto despectivo con
la mano.
—Nuestros hombres nos están contando las mismas cosas de las que se ha
enterado Kiki —dijo—. ¿Qué vamos a hacer para impedirlo?
—Tenemos que desarrollar una nueva línea de producto. Abrir un nuevo
mercado y, sobre todo, crear una nueva estructura de precios —contestó
Moneada, pasando otra vez de su papel de magnate de la droga de Medellín al
de asesor ejecutivo de marketing.
—¿Y cómo? —refunfuñó Escobar—. En estos momentos estamos
intentando colocar nuestra mercancía en Europa.
—No estoy hablando de Europa.
—¿Y de qué coño estás hablando entonces?
—De los guetos negros de los Estados Unidos.
—¿Te has vuelto loco? —exclamó Escobar, con aire de incredulidad—.
Esos malditos negros ni siquiera se pueden comprar una lata de judías para la
cena. ¿Cómo carajo te crees que van a poder pagar nuestra coca?
—De momento, no pueden, efectivamente. Pero eso es precisamente lo
que quiero cambiar.
Moneada se inclinó hacia delante y colocó las manos sobre la mesa.

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—Fijaos —dijo—, sabemos una cosa: en las décadas de los cincuenta y
los sesenta, cuando la heroína era la droga que causaba furor en los Estados
Unidos, los negros eran los grandes consumidores. Esto demuestra que
representan un mercado potencial para las drogas.
—Eso demuestra que la heroína era una droga barata y que tenía un efecto
distinto al de nuestra coca —declaró Lehder, que se consideraba un experto
en esas cuestiones—. La coca te hace pensar. Pero —añadió haciendo una
mueca burlona—, a los negros no les gusta eso.
—¿Y qué se supone que podemos hacer? —preguntó Escobar, fuera de sí
—. ¿Bajar los precios de nuestra mercancía para que una piara de negros
pueda comprarla?
—No —sonrió el presidente de «Exportaciones de Coca S. A.»—. Hemos
de encontrar un camino que nos permita ofrecer cocaína a los negros a un
precio que esté a su alcance. Fijaos, cualquiera que se haya dedicado al
estudio de las drogas sabrá que si una droga puede ser inhalada o fumada, los
efectos que produce son más fuertes.
—¡Kiki! —le interrumpió Jorge Luis—. ¿Qué pretendes decir?
Cualquiera sabe que no se puede prender fuego a la cocaína como si fuera una
antorcha.
—¿Y qué me dices del basuco? —preguntó el Mejicano—. Los indios
encontraron la forma de fumarlo.
El basuco era una especie de pasta pardusca que representa un producto
químico intermedio resultante del proceso de la transformación de cocaína
base en cocaína en polvo. Por lo general, era el resultado de utilizar
demasiado éter en el proceso de conversión. Se trataba un producto de muy
mal olor, que ningún consumidor estadounidense hubiese estado dispuesto a
adquirir. Los propietarios de los laboratorios se lo daban a sus analfabetos
trabajadores indios como una especie de bono. Los indios habían descubierto
que, si se mezclaba con tabaco, se podía encender y fumar.
Jorge Luis Ochoa silbó por lo bajo.
—Esa sustancia es asesina —dijo—. Convierte a la gente en autómatas.
Ya sabréis que en Perú tienen un médico como el que aparece en esa película
Alguien voló sobre el nido del cuco. ¿La recordáis? Iba por ahí extirpando a la
gente algunos trozos de cerebro, para que ya no pudieran acordarse de lo que
habían sentido al fumar basuco. Era el único medio que habían descubierto
para hacer que la gente dejase de fumar esa sustancia.
Moneada sonrió.

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—Sí, eso os dará una ligera idea de lo fuerte que puede ser fumar la
cocaína. No tenemos más que encontrar un procedimiento que nos permita
ofrecer la cocaína como un producto barato y listo para ser fumado, y
habremos encontrado la solución a los problemas que nos ha causado el
empobrecimiento de nuestros mercados entre la clase media.
Se sacó del bolsillo un frasquito de plástico transparente y lo alzó para
que todos lo viesen. Tendría unos cinco centímetros de largo y estaba lleno de
algo parecido a grandes cristales de azúcar de caña sin refinar.
—Aquí lo tenéis, amigos míos —proclamó—. Esto transformará nuestro
negocio. Esto será nuestro Santo Grial. Se trata de cocaína en su forma más
pura posible. Podéis prender fuego a estos cristalitos con un mechero,
quemarlos e inhalar su humo.
Hizo una pausa durante unos instantes para lograr un efecto teatral.
—Pensad en el orgasmo más intenso que hayáis experimentado y
multiplicadlo por cincuenta —dijo—. Y ése, os lo aseguro, es el efecto que
una profunda bocanada del humo de estos cristales os producirá. En un par de
segundos tendréis el cerebro a tope. Una buena fumada basta para hacer
delirar a algunos. Puedo lograr que la gente se vuelva loca por el deseo de
tener más.
Escobar dio un silbido de admiración.
—¿Dónde carajo encontraste esa sustancia?
—En Cali —respondió Moneada, que entre otras de sus cualidades tenía
la de servir como una especie de enlace oficioso entre los carteles rivales—.
Uno de sus químicos descubrió la técnica para producirla por pura casualidad.
—¿Y cómo coño lo hizo? —gruñó Escobar.
—Eso es lo más bello de todo. Cualquier cretino que sea capaz de poner a
hervir un cazo de agua, puede hacerlo en su cocina. Se disuelve el polvo de
cocaína en una mezcla de amoníaco, agua y bicarbonato sódico, se pone a
hervir y se echan los residuos en un cubo lleno de agua helada. Éstos son los
cristales que se forman cuando uno hace eso.
—¡Ave María Purísima! —exclamó Escobar con profundo respeto—. ¿Y
esa cosa es realmente tan fuerte como dices?
—Y mucho más, pero lo bueno de todo este asunto es que sus efectos son
tan increíblemente poderosos, que aún puedes diluir el polvo que sacas de
aquí y seguirá teniendo efectos tremendos sobre la mente de la gente.
Moneada acarició su frasquito como cualquier hombre supersticioso
puede acariciar su amuleto.

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—Esto significa que podemos reconvertir toda nuestra operación de
marketing. Los vendedores al por menor que deambulan por las calles de los
Estados Unidos ya no tendrán que vender su producto en sobrecitos de cien
dólares. Podrán vender estos cristalitos a veinte dólares la pieza y aún sacarán
tres o cuatro veces más por el kilo de polvo de lo que sacaban envolviéndolo
en paquetitos para ser esnifados. Esto cambiará nuestros mercados de la
noche a la mañana.
—Sí, sí, sí —asintió Escobar—. Veinte dólares el chute, los negros
podrán permitírselo. Si esa sustancia es tan fuerte como dices —añadió
riéndose a carcajadas—, esos idiotas preferirán comprársela antes que
tomarse sus desayunos de cereales. Y bien, ¿qué vamos a hacer?,
¿transformarla en nuestros laboratorios?
—¿Para qué preocuparnos? —contestó Moneada—. Esa gente de Cali ha
tenido una idea mejor. Uno de sus distribuidores mantiene contactos con dos
de esas bandas de negros callejeras que andan por Los Ángeles, los Krips y
los Bloods. Piensa impartirles unas leccioncitas de Química superior.
Moneada soltó una risita, regodeándose en la satisfacción que había
producido esa imagen en su mente.
—Una vez que esos payasos hayan visto el dinero que se puede hacer con
estos cristalitos, no habrá quien los pare. Harán por nosotros el trabajo sucio.
Todo lo que tendremos que hacer es esperar tranquilamente sentados,
acumular las ganancias y ver cómo arde la fogata.
El presidente de «Exportaciones de Coca S. A.» sentía un placer inmenso
ante las perspectivas que abrían esos cristalitos.
—En menos que canta un gallo contaremos con un ejército de idiotas
recorriendo las calles para vender nuestra sustancia. Sacaremos la cocaína de
los lavabos y las barras de las discotecas y los restaurantes de lujo, donde la
hemos estado vendiendo hasta ahora, y la llevaremos a las esquinas de los
guetos de todas las ciudades de los Estados Unidos.
—Tal como la pintas, esa sustancia parece realmente peligrosa —farfulló
Jorge Luis Ochoa.
Escobar soltó la carcajada. No solía preocuparle el bienestar de sus
clientes.
—¡Qué coño! ¿Qué nos importa a nosotros si les freímos el cerebro a esos
negros? Les estaremos haciendo un favor a los gringos, ¿no es así? Les
solucionaremos su problema racial. Podrán desembarazarse de una de sus
razas.
Y Escobar prorrumpió en carcajadas, celebrando su propio chiste.

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Entretanto Moneada se había guardado el frasquito en el bolsillo.
—He aquí el futuro de nuestro negocio, amigos míos, en ese frasquito que
os he enseñado.
Y Moneada se echó a reír, y en su risa de satisfacción también había un
tinte de histeria.
—Antes de que nos demos cuenta, estaremos vendiendo estos cristales a
los gringos por lo que les cuesta un perrito caliente. ¡Y nuestros laboratorios
en la selva no darán abasto para la gran demanda de nuestro polvo blanco!

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 8

Era una de esas noches calurosas y sofocantes de los trópicos, esa clase de
noches en las que uno cree poder estrujar con el puño la humedad del aire. Me
encontraba tumbado en una hamaca, en el balcón de una de nuestras jóvenes
consejeras jurídicas, sudando profusamente y en un estado de considerable
tensión nerviosa.
En primer lugar, no estaba en calidad de invitado en el apartamento de la
joven dama. La chica había salido a cenar y a pasarse una noche de
discotecas, bailando con uno de nuestros jóvenes funcionarios destinados en
la estación de Corozal. El suyo era un apartamento de la Embajada. El
Departamento de Alojamientos me había dado un juego de llaves, que me
había permitido entrar al piso mientras ella había salido con su amigo.
El edificio estaba situado al final de la Calle 32, a unos pocos metros de la
avenida Balboa y de la bahía de Panamá. En las proximidades, en la esquina
del cruce con la avenida, se alzaba un edificio de dos pisos, de aspecto
modesto, pintado de blanco y con adornos de piedra parda. En aquel edificio
se albergaba la Embajada libanesa, lo que explicaba mi presencia en el balcón
de nuestra joven abogada.
La Embajada estaba protegida por un muro en que se alzaba una negra
verja de hierro. Acurrucados al pie del muro, directamente en mi campo de
visión se encontraban dos jóvenes con la vestimenta típica que utilizan los
ladrones en el mundo entero: tejanos negros, camisetas negras de manga
larga, guantes y gorras. Eran, en realidad, sargentos del Ejército de los
Estados Unidos, miembros de una unidad ultrasecreta llamada «Yellow
Fruit», una división del Equipo de Intervención Rápida del Comando de

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Seguridad e Información del Ejército. Su especialidad consistía en deslizarse
subrepticiamente en los edificios e instalar sistemas de escucha electrónica.
En la segunda planta del edificio se encontraba el despacho del tercer
secretario de la Embajada, un hombre simpático, de unos treinta y cinco años,
que hablaba con fluidez el español y el inglés y que seguía con constante y
muy discreta atención todos los chismorreos de la izquierda política que
corrían por la ciudad. En realidad, ese caballero, Said Abou Khalidi era su
nombre, tenía tanto de diplomático libanés como yo de obispo.
Oriundo de Palestina y miembro de la OLP, era el hombre de confianza
de Yaser Arafat no sólo en Panamá, sino para toda América Central,
Colombia y Venezuela. Si las cosas sucedían tal como yo esperaba que
sucediesen durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, luego habría muy
pocos proyectos, contactos y conversaciones del señor Khalidi de los que no
estuviese enterado. Exactamente a los diez minutos después de la
medianoche, escuché el ruido que había estado esperando, el estruendo
metálico de dos coches al chocar, seguido momentos después por una airada
algarabía de gritos y palabrotas.
Los libaneses, como era lógico, habían mandado equipar su Embajada con
todo un sistema de aparatos de seguridad de alta tecnología, incluida una
docena de circuitos cerrados de televisión. En la portería, situada justo al lado
de la entrada principal de la Embajada, en la avenida Balboa, esas cámaras
eran controladas por la noche con monitores.
Como si hubiese ocurrido por casualidad, el accidente de tráfico, cuyos
ruidos acababan de llegar a mis oídos, había ocurrido exactamente frente al
cuarto de la portería. En ese mismo momento, los conductores estarían, como
suponía, peleándose y discutiendo sobre quién había sido el responsable del
choque. Se trataba de un par de latinoamericanos, empleados de la Agencia, a
quienes se les había encomendado esa misión. A lo lejos pude escuchar los
aullidos de una sirena y divisé los reflejos de la luz roja intermitente del techo
del coche-patrulla que se aproximaba.
Se trataría de los agentes de tráfico que Noriega nos había asignado. Una
vez que la situación estuviese bajo control, llamarían al vigilante nocturno de
la Embajada, en tanto que único testigo del accidente, para que se acercara a
su coche-patrulla y les ayudase a rellenar el formulario con el informe
detallado del accidente. Los dos jóvenes que estaban agazapados al pie del
muro habían dicho que necesitarían veinte minutos; y veinte minutos sería lo
que tendrían de tiempo.

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Cuando se calmó un poco el griterío, escuché por el micrófono que tenía
en mi oído izquierdo las siguientes palabras: «Ya ha salido».
Hice una señal a nuestros dos sargentos de la unidad «Yellow Fruit». Los
hombres colocaron una especie de manta sobre las puntas de la verja que
remataba el muro de la Embajada. El primero trepó hasta lo alto. Se quedó
mirando durante unos instantes el jardín, hizo una seña a su compañero y
saltó dentro de las dependencias del edificio. El compañero lo siguió.
Noriega nos había proporcionado un plano de la Embajada y los detalles
del sistema de seguridad, que había recibido, en su calidad de Jefe de Servicio
de Información Militar, del contratista que lo había instalado. Sabíamos
también que sobre el escritorio del representante de la OLP había una gran
lámpara de mesa, un aparato más bien llamativo, montado sobre un largo
soporte metálico, brillante y tubular. Era una de la media docena de tales
lámparas con la que había provisto a la Embajada su decorador local.
Trabajando con una lámpara similar, habíamos ideado nuestro plan de
operaciones.
Lo primero que tenían que hacer los dos sargentos era desenroscar la base
de la lámpara. El cable eléctrico pasaba por un agujero situado a un lado de la
base, desde donde iba a parar al enchufe de la pared. Desconectarían el cable
y luego lo volverían a conectar, de tal forma que la electricidad pasase por un
micrófono multidireccional del tamaño de un dedo meñique. El micrófono
estaba equipado con su propia batería. Luego pasarían un segundo cable, que
iría desde el micrófono hasta la base del soporte metálico de la lámpara,
convirtiéndolo así en una antena, enchufarían de nuevo el cable a la pared y
ajustarían otra vez la placa de la base. El micrófono funcionaba
ininterrumpidamente gracias a su propia batería, y cada vez que nuestro
amigo de la OLP encendiese su lámpara nos recargaría la batería.
Me encontraba tumbado en la terraza, tratando de no mirar la hora y no
pensar en las consecuencias que podría tener nuestra operación si nos
pillaban. Ya me podía imaginar los titulares de los periódicos: «Sorprendidos
dos oficiales del Ejército de los Estados Unidos cuando violaban la inmunidad
diplomática en el territorio de una nación amiga». Y esto no contribuiría en
modo alguno a que le bajase la presión sanguínea a Bill Casey.
Allí tumbado, tratando de obligar a mi mente a seguir otros derroteros, me
puse a pensar en Gaddafi y en su capital libia, en Trípoli. Por lo que podía
saber, no teníamos agentes secretos de la CIA operando en aquella ciudad.
Teníamos que operar de un modo indirecto, a través del Mossad y de los
Servicios Secretos de Egipto.

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No hacía mucho que había reclutado a un joven agente que ahora
teníamos destinado en nuestra base de Buenos Aires. Su padre era panameño;
su madre estadounidense. Se había criado en los Estados Unidos y había
estudiado en una Universidad de Pensilvania, pero había vivido tanto tiempo
en Panamá, que la gente de ese país lo consideraba panameño.
¿Y si pedía a Noriega que reclutase a nuestro panameño para el servicio
diplomático de Panamá y lo enviase luego a su Embajada en Trípoli? De esta
forma tendríamos, por vez primera en muchos años, un agente de la CIA
infiltrado en la capital de Gaddafi. Sería un golpe de una magnitud
considerable. Uno podría decir lo que quisiera sobre los defectos de carácter
de nuestro CP/BARRERA/7-7, pero, en realidad, se trataba de un agente
condenadamente bueno.
Pasados dieciséis minutos desde que entraron en el edificio, vi a uno de
nuestros sargentos saltando la verja. Instantes después saltaba el otro. La
operación había sido un éxito. A partir de ahora, nuestro señor Khalidi de la
OLP no podría encender un cigarrillo en su oficina sin que nuestro micrófono
registrase el ruido que hacía al raspar la cerilla.

MEDELLÍN
Colombia

—¡Socio! —exclamó Ray Marcello, dando un fuerte abrazo a su amigo y


socio Paco Garrone.
Y mientras le daba calurosas palmadas en los hombros, con bien fingido
entusiasmo, Ramón pensó que era como si estuviese buscando el punto
adecuado en el amigo para asestarle una puñalada por la espalda.
Los dos hombres no se habían visto desde aquel exitoso envío de mil
kilogramos de cocaína a West Palm Beach. Su encuentro, por lo tanto, tenía
todas las características de una celebración. Se encontraban en el bufete de
abogados de Garrone, un piso bien amueblado, situado en la décima planta de
un alto edificio de acero y cristal, desde el que se divisaba el «Hotel
Nutibara» en el casco antiguo de la ciudad de Medellín. Nutibara había sido el
cacique indio de la tribu que residía en aquellos lugares por la época en que
llegaron los conquistadores españoles. Fue tan estúpido como para tratar de
ofrecer resistencia a los invasores, armado de arco y flechas, lo que pagó con
la muerte por descuartizamiento. En la plaza que llevaba su nombre se hacía
honor a su bravura, aun cuando no a su conocimiento de las armas.

Página 315
Garrone indicó a Ramón que tomase asiento en un sillón de cuero y
ordenó a su despampanante secretaria rubia que les trajese unos cafés negros
y unas copitas de aguardiente «Cristal», una bebida de color claro y de alto
contenido alcohólico que en las discotecas de Medellín, a altas horas de la
noche, recibía el jocoso nombre de Desayuno de los campeones. Los dos
chocaron sus copas como un par de coroneles del Ejército Rojo haciendo un
brindis con vodka y luego volvieron a llenar sus copas, sirviéndose el licor de
un jarrón de plata de estilo barroco que la secretaria les había traído en la
bandeja.
Paco Garrone era una rareza en Medellín, un hombre con tanto gusto a la
hora de dilapidar el dinero como habilidad en el momento de ganarlo. En la
decoración de su despacho destacaba una colección de antigüedades
precolombinas, objetos que había coleccionado con esmero y conocimiento.
Ninguno de sus colegas en Medellín podía rivalizar con él en la belleza y
variedad de esas piezas.
Durante unos minutos, los dos amigos estuvieron contándose los chistes
de rigor sobre sus vidas y su comercio. Y de repente, Paco, que era un hombre
muy observador, señaló el dedo de Ramón.
—¡Eh, socio! ¿Dónde está tu anillo de casado? —preguntó.
Ramón se restregó el dedo, que ya se había preocupado de curtir al sol, y
dirigió a su amigo una sonrisa que pretendía ser de tristeza.
—Me ha dejado.
—¡Hombre!, ¿por qué?
—Supongo que fue porque me pescaron saboreando el fruto prohibido
algo más de lo necesario.
Paco se dio una palmada en la rodilla.
—¡Las mujeres están locas! —se lamentó, con la fina intuición del macho
para apreciar la situación—. Pero no te preocupes. Hay un montón de mujeres
por todas partes —añadió, señalando hacia la antesala, donde su
despampanante secretaria rubia esperaba a una clientela que hacía tiempo
había dejado de existir—. Invita a Conchita a cenar. Te quitará todas las
preocupaciones en un abrir y cerrar de ojos.
A Ramón se le revolvieron las tripas, atormentado por los
remordimientos. «Se está preocupando realmente por mí —pensó—, procura
hacer algo para quitarme ese imaginario dolor mío. ¿Y por qué estoy aquí?
Tan sólo porque estoy tratando de encontrar un camino para enviarlo a la
cárcel durante un cuarto de siglo… en mi lugar».

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—Y bien, ¿qué está ocurriendo por aquí? —preguntó a su amigo—. ¿Qué
ofertas hay?
Puede ser que Ramón no tuviese la conciencia muy tranquila, pero su
mala conciencia no llegaba a tanto como para poner en peligro el trato que
había hecho con la DEA.
—Lo de costumbre. Nada ha cambiado. ¿Y qué pasa con tu amigo
Ottley?, ¿está dispuesto a hacemos otro viajecito?
Ramón se echó a reír.
—Ottley anda tan atareado gastándose el dinero de su último viaje que no
ha tenido tiempo de volver a elevarse por los aires, pero si pudiésemos
conseguir un avión, sé cómo llevar un nuevo cargamento. Me he puesto en
contacto con un tipo francamente bueno, que tiene un aeródromo seguro al
norte de Georgia. Pertenece a lo que ha dado en llamarse en ese país «La
Mafia del Sur de Estados Unidos». En los viejos tiempos, su padre operaba
por las montañas a la luz de la luna, pero él está tratando de modernizarse. Si
le llevamos un cargamento, él se encargará de descargarlo por nosotros y de
entregarlo a cualquier persona que le indiquemos. Su precio es de medio
millón de dólares. El hombre es de fiar.
—¿No tiene avión propio?
—¡Oh, sí, claro!, tiene un viejo «Piper Cub», pero ¿de qué nos sirve ese
cacharro?
—A la gente de aquí no le gusta poner en peligro sus propios aviones.
—Ya sé que no les gusta. Pero ese hombre es de fiar, puedes creerme,
completamente de fiar.
Paco apuró su copa de aguardiente.
—¿Sabes en qué está interesada la gente por aquí en estos días? En
dinero.
Ramón soltó una risita.
—¿Y qué tiene eso de nuevo?
—No en hacer dinero, amigo mío, sino en moverlo. En encontrar un
procedimiento para sacar el dinero de los Estados Unidos. Ése es su problema
principal en estos momentos. No saben qué hacer con todo el dinero en
metálico que tienen almacenado allí. Millones de dólares. Millones.
Ramón recordó de repente lo que le dijo Kevin Grady al despedirse. Tuvo
que hacer un gran esfuerzo para fingir la más absoluta indiferencia ante las
palabras de su colega colombiano. Los colombianos implicados en el
comercio de la droga son tan susceptibles ante las reacciones de impaciencia
y ansiedad como lo puede ser un gato ante los movimientos bruscos.

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—¿Y por qué? —preguntó—. ¿Acaso no guardan sus dineros en un par de
maletas y se las llevan en avión?
—Mira, Ramón, ¿es que no tienes ni idea del espacio que ocupan unos
cuantos millones de dólares en billetes de a veinte?
Paco se inclinó hacia delante y juntó las palmas de las manos, en un gesto
de veneración ante lo que estaba tratando.
—Desde que te fuiste, me he hecho muy amigo de un tal Hernández,
Eduardo Hernández. Es el hombre encargado del dinero en el cartel. Él es el
responsable de encontrar las formas de poder sacar el dinero de los Estados
Unidos.
»El problema real que tienen los del cartel —le explicó Paco—, es dar
con algún procedimiento para utilizar el sistema bancario de los Estados
Unidos. Claro que a veces han tratado de meter el dinero en sacos y sacarlo de
allí con sus propios aviones. Pero eso resulta peligroso y caro. Fue así como
perdieron muchos aviones. Lo que necesitan son personas que puedan
introducir legalmente su dinero en el sistema bancario, de forma que llegue a
los mercados internacionales. ¿Sabías que por transferencia telegráfica, la
cantidad de dinero que entra y sale diariamente de los Estados Unidos alcanza
la suma de un trillón de dólares? Están buscando a alguien que les pueda
introducir en esa corriente monetaria.
—¿Y dónde lo vamos a encontrar? No somos banqueros.
—Si conocieses a alguien en los Estados Unidos, si pudieses
proporcionamos un hombre de enlace, es posible que lo lográsemos.
—¡Ah! —exclamó Ramón, tratando de hacer creer a su socio que al fin
caía en la cuenta de lo que éste le estaba diciendo.
—¿Y cómo hacemos dinero en este caso?
—Por porcentajes. Los tipos pagan un porcentaje, como honorarios por el
servicio, a la persona que les mueve el dinero. Nosotros pediremos una
comisión. Fíjate que estamos hablando de cifras enormes. De millones de
dólares al mes. Cualquier comisión pequeña sube vertiginosamente. Y lo más
interesante de todo esto es que no nos involucramos demasiado en el asunto.
Ni siquiera tocamos la droga. Reducimos al mínimo el riesgo de ser
detenidos.
Ramón se puso en pie y se dirigió al balcón del despacho de Paco.
Desde aquella altura podía divisar uno de los monumentos característicos
de Medellín, una estatua de la Bella Otero, que la gente solía llamar «la dama
gorda», situada en las cercanías del Banco de la República, lo que resultaba
bastante apropiado, dadas las circunstancias. Ramón había entendido algo con

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claridad meridiana cuando cerró su trato con la DEA. Se esperaba de él, a fin
de cuentas, que lograse enviar un cargamento de cocaína a los Estados
Unidos. La droga sería confiscada y el asunto habría concluido. Habría dejado
de tener valor como informante. Iría a la cárcel y cumpliría la condena que
llegasen a acordar el Gobierno y el juez. En última instancia, se pasaría diez
años en prisión.
Sin embargo, bien pudiera ser que ese asunto del dinero le ofreciese
algunas otras posibilidades. La cuestión podría prolongarse un cierto tiempo y
durante el cual se encontraría libre y fuera de la cárcel. Y lo que era aún más
importante, eso le pondría en contacto más estrecho con la dirección del
cartel. De esa forma sería más valioso para la DEA. Podrían querer mantener
la operación y dirigirla durante más tiempo de lo habitual.
Ramón se volvió hacia Paco.
—Escúchame —dijo—, allá por el año 1968, cuando iba a la Universidad,
tenía un buen amigo de verdad. Era de origen italiano, como yo. ¿Has
escuchado alguna vez la expresión wasp o WASP, que tanto quiere decir
«avispa» como las siglas en inglés de «protestante blanco anglosajón»?
—Por supuesto.
—Pues bien, en Lafayette siempre había un montón de avispas zumbando
a tu alrededor cada vez que salías por la puerta. Nada tiene de extraño, pues,
que una pareja de paisanos como nosotros anduviéramos siempre juntos. Era
algo natural. Cuando nos separamos, él se fue a la Universidad de Boston y
obtuvo un diploma en finanzas. Le habré visto unas cuantas veces desde que
se graduó.
—¿Y en qué nos ayuda eso?
—La cuestión es la siguiente. Su padre era un pez gordo, un hombre
realmente influyente, de una de esas familias de la Mafia de Nueva York.
Hará unos cinco años, una noche que nos fuimos de copas, me estuvo
contando por qué había estudiado economía. Quería ayudar a la familia a
gestionar el dinero. Mi amigo sospechó que yo me dedicaba a las drogas. Me
dijo: «Mira, si algún día necesitas ayuda para blanquear dinero, es posible que
pueda ponerte en contacto con las personas adecuadas».
Paco se retrepó lentamente en su sillón de cuero y se pellizcó la punta del
bigote, mientras su rostro se iba iluminando con una sonrisa de satisfacción.
—Socio —dijo—, es posible que tengas algo ahí. Voy a llevarte al
campamento para que conozcas a mi amigo don Eduardo.
El «campamento» era la residencia que había tenido antes en la ciudad
Jorge Luis Ochoa, el lugar que utilizaban los principales personajes del cartel

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como sus oficinas en la ciudad.
—¡Eh, amigo mío! —protestó Ramón—. Ya me conoces. No me gusta
conocer a gente nueva. Cuanto menos sean las personas que conozcas en este
negocio, tanto mejor para uno.
Sus palabras eran, por supuesto, nada más que una cortina de humo
verbal. Ramón entendía muy bien la mentalidad de las gentes de Medellín. Si
uno decía a un narcotraficante: ¡Eh, tú!, me gustaría conocer a algunos de tus
amigos, se podía tener la certeza de que empezaría a sospechar. Por otra parte,
si uno hacía grandes aspavientos, negándose a conocer a alguien, el otro se
desviviría por presentarle a uno al tipo.
—Ni hablar —replicó Paco—, ya verás cómo te gusta Eduardo. Es un
caballero auténtico, no un palurdo como Pablo el Mejicano y algunos de los
demás. Es un hombre con estudios universitarios —insistió Paco, para quien
una educación superior era la más sólida garantía de la aceptabilidad social de
un hombre—. Obtuvo el grado de diplomado en comercio.
—Déjame pensarlo —contestó Paco, dando a entender que su actitud
titubeante era tan sólo aparente.
Paco se revolvía ya de impaciencia, como el cachorro que acaba de oler el
tufillo de la carne frita. Siempre reaccionaba de ese modo ante la perspectiva
de hacer dinero.
—Seguro, seguro, piénsatelo. Pero no te tomes demasiado tiempo —dijo,
echándose a reír.

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 9

Juanita se encontraba fuera de Panamá, visitando a unos amigos en


Santiago de Chile, cuando fui a ese país a colocar un micrófono en el
despacho de nuestro amigo de la OLP. En otros tiempos, hubiese interpretado
su ausencia como una bendición oculta del cielo para ayudarme a deshacerme
de esa pasión que me estaba consumiendo. Pero esta vez, no. No sólo me sentí
tremendamente desdichado por no haberla visto, sino que me juré que no
dejaría de visitarla en mi próximo viaje, aun cuando el motivo del mismo no
sería precisamente algo que fuese a llenar de gozo el corazón de la señorita
Boyd.
El motivo sería la ascensión al trono de Antonio Noriega. El 12 de agosto
de 1983, CP/BARRERA/7-7 debía hacerse con el mando de la Guardia

Página 320
Nacional panameña, lo que significaba que se encargaría de dirigir los
destinos de Panamá. Para mí, como el hombre que lo había reclutado para la
CIA y que le había prestado asistencia durante todos aquellos años, sería un
momento de considerable satisfacción, la justificación definitiva de la política
que habíamos venido siguiendo en la CIA desde aquellos lejanos días en los
que nos dedicamos a detectar y contratar para la Agencia a los mejores de una
nueva generación de oficiales de los ejércitos latinoamericanos. Un agente de
la CIA ejercería a partir de ahora el control de una nación iberoamericana de
gran importancia estratégica, y justamente en el momento en que esa nación
era de importancia crucial para nuestros intereses políticos en la zona.
Con la ingeniosidad que le caracterizaba, Noriega había dispuesto su
triunfo como una victoria de la democracia. Poco antes de su muerte, el
general Torrijos había comenzado a propalar rumores acerca de un posible
regreso de los militares a sus cuarteles y de la restauración del Gobierno civil
en Panamá. Incluso había designado a un civil como Presidente, a un
caballero completamente inútil, que detentaba tanta autoridad en Panamá
como la que puede tener un portero en el Yankee Stadium.
Noriega había persuadido a su jefe, el comandante de la Guardia
Nacional, un general llamado Rubén Paredes, para que convocase elecciones
presidenciales, luego éste renunciaría a su cargo y presentaría su propia
candidatura a la Presidencia. Noriega se encargaría del mando de la Guardia
Nacional y proporcionaría su apoyo, tal como prometió a Paredes,
asegurándole así su elección.
Como era evidente, aquel punto culminante en la carrera de nuestro
agente exigía una visita a Panamá. Nuestra base le organizó una reunión para
el 10 de agosto, cuarenta y ocho horas antes de que Noriega se hiciese con el
mando. Para mi frustración, el teléfono de Juanita seguía estando conectado al
contestador automático; al parecer, todavía estaba fuera del país. Finalmente,
cuando me disponía a volar a la base aérea de Howard, dejé en su contestador
automático el número de mi teléfono de contacto en la Agencia.
—Nuestro chico se está preparando unas nuevas oficinas acordes con su
nuevo cargo —me informó Glenn Archer, nuestro jefe de base, cuando me
encontré con él en Howard.
—¿Dónde tiene su nueva casa? —pregunté.
—En Fort Amador, en el edificio número ocho.
Tuve que echarme a reír. Fort Amador había sido durante mucho tiempo
una instalación militar clave de los Estados Unidos en la vieja zona del canal,
una de las que habíamos devuelto recientemente a los panameños, en

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conformidad con el nuevo tratado del canal. Fue en el edificio número ocho
donde Noriega asistió, a instancia nuestra, a su primer cursillo sobre
información militar, patrocinado por el Ejército de los Estados Unidos.
—Puedes creerme —dijo Glenn—, ningún soldado del Comando Sur
podrá reconocer ese lugar cuando Noriega lo haya terminado. Ha mandado
instalar cuartos de baño de mármol negro y con grifería de oro, ¡menudo
trabajo!
Para nuestro encuentro de esa noche, Noriega había propuesto uno de sus
retiros secretos, un bungalow que había pertenecido a la Compañía del canal,
conocido como Edificio 152, junto a la carretera que partía de Fort Amador y
seguía a lo largo de la entrada del canal por el Pacífico. Lo utilizaba para las
borracheras con sus amigotes, para las reuniones discretas como la nuestra o
para sus encuentros regulares con cualquiera que fuese la joven a la que
concedía sus favores en el mes en curso.
Si se había mostrado exaltado en nuestra última reunión, esa noche
irradiaba una nueva sensación de tranquilidad y de confianza en sí mismo.
Parecía como si nuestros papeles se hubiesen intercambiado. Ya no era la
persona que suplicaba la ayuda de la CIA, no era el agente que necesitaba
ayuda. Me estaba recibiendo como el jefe de facto de un Estado soberano.
Estuvimos charlando durante un rato, bebiendo nuestro acostumbrado
«Old Parr», mientras una atmósfera de dulce nostalgia animaba nuestra
conversación. Recordamos la primera reunión que habíamos tenido, hacía ya
tantos años, en nuestra casa franca de David, y el largo camino que habíamos
recorrido juntos desde entonces. Le felicité por haber cumplido todas las
grandes esperanzas que habíamos depositado en él aquella noche.
Cuando pasamos a discutir los asuntos del momento, le pregunté si
podríamos contar con el apoyo de Paredes para nuestra política sobre la
contra, en el caso de que fuese elegido Presidente.
Noriega hizo una mueca de burla.
—No te preocupes por Rubén —me dijo—. Ese tipo no va a dirigir nada.
Con excepción, quizá, de unas cuantas cosas.
»Escúchame —me pidió—. Tengo una idea para un proyecto en el que
podríamos cooperar. Sería en beneficio mutuo».
—¿De qué se trata?
—Quiero instalar junto a mi nuevo cuartel general un sistema moderno de
intercepción de comunicaciones.
Me explicó que sus especialistas en telecomunicaciones habían estudiado
el asunto con gran detenimiento. Todas las líneas telefónicas de Panamá

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pasaban por un cuadro central de mandos situado en la sede de Correos y
Telecomunicaciones de la ciudad de Panamá. Lo que deseaba era instalar un
moderno sistema de control cibernético, que interceptase automáticamente
todas las llamadas de los números telefónicos que estuviesen almacenados en
el programa del ordenador. Las llamadas serían registradas por el centro de
intercepción en magnetófonos activados por la voz humana.
—¿A dónde quieres ir a parar? —le pregunté.
—Necesitamos ayuda técnica para colocarlo. Además, los ordenadores
que necesitamos están sometidos a vuestras restricciones de exportación. Y,
por supuesto, necesitaríamos también ayuda financiera.
Me sonreí y bebí un sorbo de whisky.
—¿Y qué sacaríamos nosotros de eso?
—Acceso. Vuestra base nos proporcionaría los números de los teléfonos
que desea interceptar. Nosotros los almacenaríamos en el ordenador. Tu gente
podría pasarse por allí cada semana y llevarse las cintas.
Pues bien, aquélla era una oferta de una magnitud considerable. Bien es
verdad que la NSA interceptaba todas las llamadas que llegaban o salían del
país mediante conexiones de microondas, pero las llamadas que se realizaban
a través de las líneas telefónicas del país, que incluían a Costa Rica,
escapaban a nuestra vigilancia. Y en ellas había un montón de cosas por
escuchar. Había Bancos, agrupaciones latinoamericanas de extrema izquierda,
nacionalistas puertorriqueños y compañías con sede en la Zona de Libre
Comercio del Canal, de las que sospechábamos que estaban violando nuestro
embargo comercial a Cuba o que conspiraban para saltarse a la torera nuestras
restricciones de exportación de alta tecnología al bloque soviético.
Admitámoslo, a fin de cuentas Noriega utilizaría el sistema que nosotros
financiaríamos en parte para reprimir la oposición política en Panamá. Esto
violaba todos los principios que se suponía que debían defender los Estados
Unidos. De todos modos, no era eso precisamente lo que pretendían los
Estados Unidos. En este caso estábamos aplicando reglas diferentes de juego.
La seguridad nacional era lo que nos interesaba en primer lugar y no las
particularidades de la situación política panameña. No dudaba ni por un
momento sobre cuál debía ser nuestra primera prioridad: conservar en el
poder a CP/BARRERA/7-7, en esos momentos críticos en que íbamos a
apoyar la guerra de la contra.
—Tony —le dije—, obtendré sin ninguna dificultad el permiso para hacer
eso, pero ya puedo decirte que no queremos tener problema alguno. Hemos de
hacerlo de un modo muy, pero que muy discreto.

Página 323
Me hizo un gesto de entendimiento.
Luego le expliqué mi idea de colocar a un agente de la CIA en la nómina
de diplomáticos panameños en Libia.
Le gustó la idea. No sólo se mostró dispuesto a realizarla, sino que, por
propia voluntad, me señaló que sus Embajadas en Europa Oriental podrían
ayudarnos de vez en cuando, dándonos cobertura y poniendo a nuestra
disposición sus valijas diplomáticas.
Fue, en resumidas cuentas, la reunión más satisfactoria que había tenido
jamás con Noriega. El hombre no sólo alcanzaba la cima del poder, sino que
nuestras relaciones con él empezaban a desarrollarse a un nivel de
cooperación que superaba en mucho todo cuanto habíamos alcanzado hasta
ahora. CP/BARRERA/7-7 había logrado finalmente esa noche su potencial
completo como agente de la CIA.
La ceremonia de toma de posesión que se celebró al día siguiente fue,
según los estándares panameños, realmente grandiosa. Desfilaron las
unidades blindadas, las divisiones de Artillería, las tropas paracaidistas, y
hasta hubo una exhibición de caída libre. De hecho, dudo que hubiese una
sola persona de uniforme en el país que no participase en la parada militar. No
es necesario decir aquí que la seguí a una discreta distancia, por la televisión
de la habitación de mi hotel.
Tony habló, y en su oratoria se elevó por regiones que en realidad no le
preocupaban mayormente, tales como la ley moral. Anunció que a partir de
ese momento la Guardia Nacional se llamaría Fuerzas de Defensa panameñas,
un mote que reflejaba su admiración por las cosas israelíes. Terminó la
ceremonia dando un fuerte abrazo a Paredes.
—Rubén —declamó orgullosamente—, te ponemos al mando de tus
amigos, de tu pueblo.
Y terminó su discurso gritando el saludo típico de las tropas paracaidistas:
—¡Buen salto!
El pobre Paredes tuvo realmente un buen salto, con la salvedad de que no
se le abrió el paracaídas. Dos semanas después, no podía poner el pie en una
base panameña sin una autorización oficial. Noriega le despojó incluso de lo
que se suponía iba a ser un privilegio de por vida: el derecho a llenar el
depósito de su automóvil en cualquiera de las gasolineras del Ejército. Tal
como Noriega me había indicado claramente durante nuestra conversación, la
carrera política de Paredes había entrado en un callejón sin salida.
Pero mi tiempo, sin embargo, se estaba acabando. Ese mismo día, a
últimas horas de la tarde, recibí un mensaje en el que se me informaba que la

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señorita Boyd había vuelto y esperaba mi llamada.

Juanita se encontraba magnífica, manipulando los mandos de su radio


VHF con la pose de un capitán de la «American Airlines», preparándose a
despegar del aeropuerto O’Hare de Chicago o del John Fitzgerald Kennedy.
—Hotel-Papa-Tres-Cuatro-Cero a control de tierra de Paitilla —anunció
por su radio—. Pido permiso para despegar a Contadora.
—Torre de control Hotel-Papa-Tres-Cuatro-Cero permiso concedido.
Cambie a su frecuencia 118’3 —llegó la respuesta.
«Hotel-Papa-PK», según me había explicado Juanita, eran las letras que
precedían a los números de todos los aviones matriculados en Panamá. Se
puso a mover rápidamente el dial de su radio VHF.
—Estoy localizando la frecuencia de la torre de control —me explicó—.
Tendría que comprarme una radio nueva, que me haría todo esto
automáticamente.
—Hotel-Papa-Tres-Cuatro-Cero —informó la torre de control, una vez
que Juanita hubo logrado el contacto—. Tiene permiso para despegar. Ponga
su altímetro a 29’98. Suba cinco mil pies y conecte la frecuencia 119’7. ¡Que
tenga un buen viaje!
—Roger. I ETA Contadora at three forty zulu.
Juanita dejó la radio, aumentó la potencia de sus motores, soltó los frenos
y empezó a rodar por la pista. Cuando el «Piper Seneca» se elevó por los
aires, pude divisar a mi izquierda el hangar militar que utilizaba Felipe Nadal
para pasar sus armas desde la Zona de Libre Comercio del Canal a la contra.
—Para el día de hoy he pensado en algo diferente para ti —me dijo
Juanita coquetonamente, cuando subimos a cinco mil pies y colocó la
frecuencia de radio que le habían indicado—. A nuestras espaldas, los
edificios de la ciudad de Panamá se hundían en el horizonte.
—No demasiado diferente, espero.
—Jack, querido, hay también otras cosas en la vida aparte la gratificación
sexual. No muchas, debo admitirlo, pero sí unas pocas. ¿Te has dedicado
alguna vez a la pesca de gran altura?
—¿Te refieres al pez aguja y cosas por el estilo?
—Exactamente.
—Nunca.
—Mi hermano Pedro tiene un nuevo barco de pesca en Contadora, nos lo
va a prestar hoy, ya veremos si te gusta.

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—Juanita, contigo a mi lado, la pesca del bagre con una caña de bambú
me parecería la cosa más excitante del mundo.
—Créeme, Jack —me dijo Juanita riéndose con gozo malicioso—. El pez
aguja no pertenece a la misma camada marina que el bagre, como descubrirás
si tienes la suerte de que alguno pique en tu anzuelo.
La isla de Contadora, nuestro lugar de destino, se encontraba a veinte
minutos de vuelo de la ciudad de Panamá, al comienzo del archipiélago de
Las Perlas. Había disfrutado una breve fama, a finales de los años setenta, por
haber sido la isla donde se refugió el moribundo Sha de Persia. En otros
tiempos, aquella isla había dado albergue a la casa de contratación en la que
los enviados de los Reyes de España llevaron contabilidad de los tesoros de
Las Perlas —perlas que, según la leyenda, tenían el tamaño de nueces— antes
de que empezaran su viaje hacia la Corte de Castilla.
—¿Todavía se encuentran perlas por aquí? —le pregunté.
—En todo momento. Alrededor de los cuellos de nuestros opulentos
visitantes.
Un jeep vino a recogemos al aeródromo de Contadora y nos llevó al
puerto, donde nos estaba esperando el barco del hermano de Juanita, el
Quasimodo. No era precisamente una sucia barquichuela de pescadores. Tenía
un salón espacioso, una cocina equipada con hornos de microondas y un
congelador; y en la parte de proa, un lujoso dormitorio bellamente decorado.
Sobre el puente de mando, en lo alto de una especie de andamiaje, había
un puesto de observación, desde el que un marinero podía atisbar la presencia
de algún pez o los destellos que pudiese dejar su estela plateada. Nuestra
primera tarea consistiría en ir en pos de algún atún de aletas amarillas, que
nos proporcionase camada para nuestro pez espada.
El patrón era el polo opuesto de la elegancia de su embarcación. Llevaba
pantalones cortos y una camiseta, iba descalzo, y los huesos de los dedos
gordos de sus pies sobresalían como dos bloques de mármol. Supuse que
aquella característica sería el legado de los muchos años que había pasado
aferrándose al puente de mando en medio de un mar embravecido. Su rostro
tenía la textura del cuero viejo, y la expresión de sus ojos se había quedado
congelada en una perpetua mirada furtiva. El hombre no sería elegante, pero
no tardó ni treinta minutos en encontramos un banco de atunes de aletas
amarillas. Durante un rato nos dedicamos a la pesca, subiendo a cubierta
aquella exhibición de reflejos dorados y plateados, con ejemplares que
llegaban a sobrepasar los catorce kilogramos. Luego seguimos navegando,
buscando esas estelas que forman las corrientes del océano cuando arrastran

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montones de desperdicios. El pez aguja y el pez vela suelen merodear por los
bordes de esas corrientes, alimentándose de los pequeños peces que se ocultan
en ellas.
Encontramos al fin la corriente que andábamos buscando y nos pusimos a
manejar las dos grandes cañas colocadas en la popa del Quasimodo. Bajo el
ardiente sol tropical, lanzamos nuestros anzuelos durante unas dos horas y
media y no logramos que picase ni un maldito pez. Finalmente, ya
desesperada, Juanita ordenó a la tripulación que recogiese las cañas.
—Por alguna razón desconocida, Jack, no pareces gustar a los peces.
Tendremos que dedicamos a cualquier otro deporte.
Nos encontrábamos cerca de la isla de Saboga, una pequeña isla
deshabitada junto a la isla de Contadora. Juanita ordenó al patrón que atracase
en una de sus calas favoritas. Parecía un lugar sacado del folleto de una
compañía de viajes turísticos: una playa plateada en forma de media luna, que
tenía por fondo el telón de la selva, de un oscuro color verde esmeralda; las
aguas verdes y azuladas eran tan límpidas, que podíamos divisar cada guijarro
que había en el fondo del mar, a unos cinco metros bajo nuestros pies.
Mientras Juanita y yo nadábamos, la tripulación preparaba el almuerzo.
Fue delicioso: camarones frescos, que rociamos con zumo de lima, filetes de
atún y cerveza helada.
—¿Dónde estuviste estos últimos días? —pregunté a Juanita cuando
estábamos terminando de comer.
—Visitando a unos amigos en Costa Rica. No podía quedarme aquí y
tener que presenciar esa payasada grotesca y esperpéntica de ayer.
—¿Te refieres a la toma de posesión de Noriega?
—¿Y a qué si no? Todo esto es profundamente deprimente.
¿Puedes imaginarte algo peor? Nuestro país caerá en las manos de un
criminal, de un gánster.
Pensé en el hombre con el que había estado prediciendo un futuro
prometedor, apenas setenta horas antes.
—Por supuesto, claro que puedo imaginarme cosas peores. Algunas cosas
buenas tendrá Noriega.
—No las tiene. A fin de cuentas algunas de las cosas que hizo Torrijos
estaban pensadas para ayudar al pueblo. Pero éste no es el caso de Noriega.
Para él, Panamá no es su país. No es más que una oportunidad económica.
—Fíjate, hay también muchas personas que parecen aprovechar la
oportunidad. Éste es un país realmente próspero.

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—Por supuesto. Si estás dispuesto a pagar a Noriega, él y sus matones te
dejarán hacer tus negocios. Ocurre al igual que con la Mafia. Mientras lleves
los manteles de tu restaurante a su lavandería o les compres el cemento para
construir tu casa, al doble de precio de lo que cuesta en realidad, todo saldrá a
las mil maravillas. ¿Puedes imaginarte al capo de una familia de la Mafia
instalado en la Casa Blanca? Pues eso es precisamente lo que nos pasa a
nosotros, gracias a vosotros, los gringos.
Dada mi implicación en el caso, no era una conversación que estuviese
ansioso de seguir. Sabía, por supuesto, que Noriega había restringido las
libertades civiles en Panamá. No era tan inocente como para ignorarlo. Sin
embargo, ahí había cosas mucho más importantes a tener en consideración. Si
lograrlas iba a significar que en Panamá serían pisoteadas unas cuantas
libertades ciudadanas, pues bien, en lo que a mí respectaba eso era algo muy
lamentable, pero era también el precio que había que pagar por el éxito.
Aparentemente, Juanita interpretó mi silencio con indecisión.
—Lo que realmente me duele, es que vosotros, estadounidenses, os
comportáis como unos hipócritas redomados en todo este asunto. Vuestro
gran Ronald Reagan quiere dar a los sandinistas lecciones de democracia.
¿Por qué alguien no le da una lección a él? Para que sea capaz de darse cuenta
del estado policial que habéis creado en nuestro país.
Juanita dio un suspiro, en el que manifestaba su ira y su frustración.
—Lo siento, Jack. Me había jurado que no volvería a hablar contigo de
estas cosas. Tú no tienes la culpa de lo que hace en nuestro país tu maldito
Gobierno. Ése es nuestro problema. Y hay algunas personas en este país que
están dispuestas a hacer algo por solucionarlo.
Al escuchar esas palabras, sentí que un escalofrío me recorría la espina
dorsal.
—¿Qué demonios quieres decir con eso?
—Mira, Jack, si una pandilla de bandoleros se apoderase de vuestro país,
¿os quedaríais cruzados de brazos y les dejaríais hacer lo que quisieran?
¿Acaso vuestro sentido de la libertad es tan débil, que no lucharíais por ella?
Así es como nos sentimos algunos.
—¡Por el amor de Dios, Juanita! —exclamé; y recuerdo que aquellas
palabras las pronuncié como viniéndome del alma—. Ten cuidado con lo que
haces. Los hombres como Noriega no toman prisioneros.
Juanita se puso en pie, dirigiéndome una vez más su típica sonrisita
burlona.

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—Como ya habrás podido descubrir, Jack, soy una chica mayor. Sé lo que
hago. Y en estos momentos te invito a que vayamos a inspeccionar la cabina
de proa.

El suave oleaje del mar mecía la cabina de proa con la ternura de la madre
balanceando la cuna de su recién nacido.
Su suave cadencia era un contrapunto al frenesí que nos envolvió al hacer
el amor durante aquella larga tarde. Las cortinas de las dos portillas de la
cabina estaban corridas; una enorme cama de matrimonio ocupaba
prácticamente toda la cabina. Con la puerta cerrada y el aire acondicionado
funcionando, era como si estuviésemos encerrados en alguna misteriosa
cápsula espacial, de la que no se nos permitiría salir mientras no hubiésemos
practicado el amor hasta el extremo de la más profunda extenuación.
En algún momento, ya no recuerdo cuándo, Juanita alcanzó de una repisa
situada sobre la cama un objeto que cualquiera hubiese identificado como un
sólido supositorio plateado.
—Coca —me explicó—, ¿quieres un poco?
Negué con la cabeza.
Me señaló juguetonamente la ingle.
—Dicen que espolvorear un poco por aquí puede ser muy excitante.
—Créeme, esa parte de mi ser ya tiene toda la excitación que puedo
tolerar por el momento.
Juanita se introdujo la cápsula plateada en una de sus fosas nasales,
presionó la otra con un dedo para taparla y aspiró. Luego repitió el proceso en
el otro orificio de la nariz.
Qué efecto tuvo sobre ella es algo que no podría decir. Volvimos a caer
en una nueva explosión de pasión física. Cuando terminamos, me tomó la
mano y la apretó contra su pecho a la altura del corazón.
—¡Siente! —me ordenó.
Los latidos de su corazón palpitaban alocadamente bajo las yemas de mis
dedos.
—¿Es por mí? —pregunté echándome a reír.
—No, querido —replicó Juanita, con una sonrisita sofocada. Finalmente,
los dos caímos unidos en profundo sueño. Cuando me desperté, la claridad
que antes había entrado por las rendijas de las cortinas había desaparecido;
afuera, el sol tenía que haberse ocultado bajo el horizonte. Durante unos
minutos, permanecí inmóvil, escuchando el ritmo acompasado de la
respiración de Juanita.

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«Trata de no pensar», me instaba una voz en mi interior. Advertencia
inútil. Pensar era, al parecer, todo cuanto era capaz de hacer. ¿Qué demonios
iba a hacer con ese amor obsesivo, con esa pasión, con esa lujuria o como
quiera que pudiese llamarse, que se había apoderado de mí? ¿Era algo que
pudiese mantener apartado de mi vida? Ya había arrojado una sombra sobre
mi matrimonio. Sarah Jane podía advertir la tirantez, el abismo creciente que
se abría entre nosotros cada vez que volvía a casa. ¿Podía herir impunemente
a mi esposa y a mis hijos por entregarme a la pasión egoísta que me
consumía?
Y separarme de Sarah Jane sería, desde luego, levantar una barrera en mi
carrera en la Agencia. El matrimonio con una mujer de nacionalidad
extranjera no sólo era algo que en Langley se veía con poco entusiasmo, sino
que en ese caso me iba a unir a una persona que a lo mejor estaba tratando de
derrocar al hombre que no sólo era un agente de vital importancia para la CIA
sino que era mi propio agente.
Me recliné sobre el codo, y me quedé contemplando el rostro dormido de
Juanita. Era tan arrebatadora en reposo como lo era cuando estaba despierta.
¿Cómo podría despertarla?
Parpadeó varias veces, dejando ver esos ojos que a primera vista parecían
prometer la dulzura de los ángeles. Había caído en el abismo que ocultaban y
lo que allí me esperaba nada tenía que ver con la caricia de una mujer.
Juanita advirtió mi preocupación.
—¿Qué te ocurre?
—Nada. Y todo.
—Jack —me susurró interpretando mis pensamientos perfectamente—,
no trates de imaginarme como alguien que no soy. No trates de pintarme
como un ama de casa de los barrios residenciales de Virginia Westchester, o
de las campiñas de Long Island, llevando a las niñas a las clases de baile y
preocupándome por la langosta que he de preparar para tu jefe en el bufete de
los viernes por la noche. Eso no es para mí. Ésa no es la mujer de la que te has
enamorado.
Me acarició los labios con las uñas, un gesto que solía utilizar para
despertar mi atención en momentos como ése.
—Y no vayas a ponerte a soñar despierto y pretendas mandar todo al
demonio y venir corriendo a Panamá como un vagabundo. ¿Qué realización
podría haber en tu vida, aparte de nuestra relación? Serías el mantenido de
una mujer rica. Y te hartarías. Y en caso de que no te hartases, yo empezaría a
odiarte por no haberte hartado.

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—Podemos seguir siempre así.
—Nada es para siempre, Jack. Todo acaba.
¿Por qué me había dicho eso? ¿Por qué me había desconcertado con una
verdad que conocía pero con la que no me quería enfrentar? Deseaba tener
ilusiones. Me habría gustado que ella me jurase que nuestro amor sería eterno,
que seguiría avanzando indefinidamente hacia horizontes prometedores.
Juanita había reducido nuestro amor a la categoría de una aventurilla, a un
período finito con un principio y un fin. Advirtiendo mi congoja, se acurrucó
en mis brazos.
—No estés triste, Jack —me susurró—. Después de todo, ¿es acaso tan
malo lo que tenemos en estos momentos?

SAN JOSÉ
Costa Rica

Ray Albright no era un hombre dado a las profundas reflexiones políticas.


Además, en los tiempos en que nuestro aviador salió del oeste de Texas, la
expresión «comunista hijo de puta» se empleaba para etiquetar a un grupo
muy amplio de inadaptados sociales, de los que muy pocos habían tenido
jamás conocimiento directo del pensamiento político de Carl Marx.
Como resultado, el discurso interminable que le dirigía Felipe Nadal
acerca de «la causa», sobre el valor de la contra para la que transportaba
armas y para las iniquidades de sus enemigos, estaba produciendo en Ray una
reacción idéntica a la que le hubiese producido media docena de latas de
cerveza. Al fin se quedó adormilado.
Pero Ray empezó a prestar atención cuando escuchó las palabras:
—Aquí puedes hacer dinero de verdad y ayudar a esos tipos al mismo
tiempo.
—¿Ah, sí? —preguntó—. ¿Y cómo se hace eso, Phil?
Obligarse a pronunciar la palabra «Felipe» requería un mayor esfuerzo
lingüístico, que Ray no estaba dispuesto a hacer.
Nadal se inclinó hacia delante. Su compañero René Ponti, que había
salido con ellos del rancho y les había acompañado hasta Muelle, hizo otro
tanto.
—Escucha, Ray —susurró Nadal—. Ya sabrás que todo aquí está
perfectamente controlado, ¿no? Quiero decir que uno no tiene que
preocuparse de las inspecciones, la Aduana, la Policía, ni de esas mierdas.

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«Este tipo se acerca mucho más a la verdad de lo que probablemente se
imagina», pensó Ray. Sin embargo, no dijo nada, imaginó que sería mejor
dejar hablar al otro hasta que pudiese ver a dónde quería ir a parar.
—Aquí tenemos una oportunidad de verdad para hacer un pequeño
trabajo extra, aprovechando el viaje de vuelta.
Así que era por eso por lo que Nadal y René le habían invitado a darse
una vueltecita por la noche en San José, la capital de Costa Rica. Le habían
llevado allí para hacerle esa proposición. Ray sonrió.
—¿Quieres decir que podría llevar alguna carga que me proporcionase un
poco más por kilo de lo que gané con el tío Pedro?
—Tú mismo lo estás diciendo, hombre —contestó René—. Cargamos
unos cuantos macutos en tu avión, quizá de cien o doscientos kilos en total.
Te los llevas. Y consigues setenta y cinco mil dólares en moneda contante y
sonante por esa pequeña molestia.
—Perfectamente —asintió Ray, dando un trago a su cerveza—. Pero no
me imagino que vayáis a llenar esos macutos de caramelitos, ¿o me equivoco?
Nadal se inclinó más hacia delante.
—Escucha, Ray. Esos pobres campesinos que andan por las selvas
combatiendo a los malditos comunistas no tienen calzado apropiado, no
tienen suficiente comida, carecen de medicinas, les escasean las armas, les
faltan las municiones, no tienen suficiente de nada. Ese congreso que tenemos
en Washington no quiere votar la concesión de dinero para ellos. ¿Qué se
supone que pueden hacer?
El mercenario cubano pasó la vista por el salón. El local que había elegido
para esa noche era el «Cabo Largo», un centro de diversión nocturna muy
famoso en San José. Estaba situado en lo que había sido la mansión de uno de
los oligarcas de la nación, construida a principios de siglo. Cada uno de los
cuatro aposentos principales de la planta baja había sido convertido en un bar,
equipado con su propia plantilla de prostitutas habituales.
—Claro —susurró—. Todos sabemos lo que habrá en esos macutos, y en
estos días hay un montón de gente en los Estados Unidos que siente devoción
por esa sustancia. Pues bien, hombre, que se jodan, si quieren meterse esa
mierda por la nariz, eso es problema suyo, ¿no es así? En nuestro caso, a fin
de cuentas, el dinero que se van a gastar será destinado a una buena causa.
Aun cuando Albright no hubiese desperdiciado mucho tiempo en su vida
pensando en cuestiones políticas, con los años había adquirido una percepción
bastante fina para enjuiciar a las personas. Al contemplar a sus dos
compañeros desviviéndose por sus hermanos nicaragüenses, una cosa le

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pareció completamente clara: no era muy probable que esos campesinos
descalzos que combatían en las selvas del Norte llegasen a ver parte de los
beneficios de la operación que le estaban proponiendo.
Entretanto, Nadal había llevado tan lejos su afán por extremar la
confidencialidad, que había metido prácticamente la nariz en el oído de Ray.
—Recuerda lo que dijo Reagan —advirtió—. Si no detenemos a esos
comunistas aquí, antes de que hayamos podido damos cuenta pasarán a nado
el Río Grande y llegarán a El Paso.
—Sí, bien, y hasta habrá un montón de gente que les acompañe —
refunfuñó Ray—. ¿Y a dónde piensas llevar esa mierda?
—Tenemos un aeródromo en Everglades —dijo René—. Es un lugar en el
que hacíamos algunos de nuestros entrenamientos paramilitares, te queda
exactamente de camino a Opa Locka. No tienes más que aterrizar allí durante
unos instantes y despegar, arrojas los macutos y te largas.
—¿Y cómo sabéis que los «polis» de los Estados Unidos no estarán
husmeando por allí?
—No te preocupes, hombre —le aseguró René—. Estamos cubiertos. En
este caso tenemos línea directa con Dios.
Albright alzó su botella de cerveza, se tomó otro trago y le hizo señas a
una guapa prostituta de pelo negro que le estaba haciendo guiños desde la
barra, y se puso a pensar en la posibilidad de irse con ella. ¿Así que una línea
con Dios? Ya, claro, ese tipo de Lind o Tuttle o como demonios se llamase,
que le había reclutado en Victoria, pertenecía a la CIA. Eso estaba más claro
que el agua. El granjero de Kentucky que estaba en Muelle había venido a
decirle que era de la CIA, y esos dos payasos cubanos, René y Phil, habrían
sido contratados por la CIA al igual que él. Así que la Agencia estaba metida
en el asunto de pies a cabeza.
Cuando estaba en Laos, los chicos de la Agencia no habían venido a
gritarle por estar llevándole la droga a Vang Pao. En todo caso, lo más
probable es que estuviesen felices de poder hacer un favor a Vang Pao.
Probablemente, aquí sería lo mismo; mientras uno no se pusiese a proclamar a
los cuatro vientos lo que estaba haciendo, nadie se metería con uno.
—Escuchad —dijo—. De regreso iré a inspeccionar vuestro aeródromo.
Si me parece apropiado, es posible que hagamos algún negocio.
Ray se levantó de la mesa.
—De momento —anunció—, voy a inspeccionar a esa damita de la
camisa azul que está sentada sola junto a la barra.

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NUEVA YORK

Por el rostro de Kevin Grady se extendía una vez más esa sonrisa tirante y
fría que se reservaba para momentos de intensa satisfacción.
—¿Qué te parece? —preguntó, dejándose caer pesadamente en un sillón
frente al escritorio de su jefe Richie Cagnia—. Nuestra chica ha sido invitada
al baile de gala.
—Kev, ¿qué demonios estás diciendo?
—Te hablo de nuestro nuevo informante confidencial, de ese tal Ramón
que hemos contratado en la isla de Aruba. Ha sido invitado a la madriguera de
los tipos que controlan el dinero del cartel para tener una charla con ellos.
Cagnia lanzó un silbido de admiración.
—¡Un informante de la DEA dentro de esa guarida! ¡Grandioso, hombre,
realmente grandioso!
Cagnia se quedó reflexionando unos momentos.
—Es mejor que pongamos esto en conocimiento de Gómez, el tipo que
nos dio la conferencia sobre la cuestión del dinero. Puede ser que sea lo que
andaba buscando.
Llamó a Gómez y pasó el teléfono a Grady para que le informase de lo
que Ramón le había contado desde una cabina telefónica de Bogotá.
—Sí —dijo Gómez—, con un poco de suerte lograríamos que ese asunto
funcionase a las mil maravillas. ¿Qué posibilidades crees que hay de que tu
informante confidencial pueda hacerse una escapadita a Panamá para celebrar
una reunión sin que nadie nos vea?
—Le preguntaré la próxima vez que me llame.
—Al parecer está comenzando realmente bien, pero me gustaría
informarle de algunas cosas antes de que se meta de lleno en el asunto —dijo
Gómez—. Lo cierto es que no disponemos de un manual de instrucciones
para saber cómo funcionan esos asuntos del dinero. Tendremos que ir
apañándonos solos. No queremos que nadie pueda cometer algún error y nos
deje con un informante confidencial muerto en las manos.

MEDELLÍN
Colombia

Paco Garrone conducía un «Jaguar». Sentía que el automóvil se adaptaba


perfectamente a la imagen elegante y deportiva que estaba tratando de

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cultivar, pese a las líneas en modo alguno atléticas —o a la falta de líneas—
que caracterizaban su cuerpo regordete.
Con Ramón sentado tensamente a su lado, lanzaba el automóvil por las
revueltas de la carretera que subía desde Medellín hasta la localidad cercana
de El Poblado, en dirección a la alta meseta de La Tabla. Era algo más de la
medianoche. Las jomadas laborales de los magnates de la droga de Medellín
no comenzaban con la salida del sol.
Un poco más adelante giró a la derecha. Pasaron entonces junto a una
larga muralla de cemento de unos cuatro metros de altura. La muralla estaba
rematada con una capa de tejas sobre la que pasaba una alambrada señalizada
a tramos con calaveras sobre dos huesos cruzados para indicar que estaba
electrificada. Paco señaló la muralla.
—¡Ahí lo tienes! —anunció—. El campamento.
Ramón se quedó mirando la muralla gris que se alzaba a lo largo de la
carretera hasta donde alcanzaba su vista. Más que a cualquier otra cosa, se
parecía a la muralla de una penitenciaría. Dadas las circunstancias, no era
precisamente la imagen más reconfortante que se le hubiese podido ocurrir.
Tras viajar casi un kilómetro junto a la muralla, Paco giró y se dirigió hacia la
verja de entrada al campamento. Lo dominante en el portalón era la garita. De
su interior salieron dos guardias, que se pusieron a inspeccionar el «Jaguar»
de Paco, sin preocuparse en modo alguno por ocultar sus armas automáticas.
Uno de ellos comprobó el número de la matrícula con los números de una
lista que tenía en una carpeta y le hizo señas para que pasase.
Cuando entró el automóvil, la puerta se cerró a sus espaldas. A Ramón le
dio un vuelco el corazón y sintió que se le revolvían las tripas. Pero al mismo
tiempo le asaltó un pensamiento de triunfo: él era, sin lugar a dudas, el primer
informante de la Drug Enforcement de los Estados Unidos que atravesaba ese
portalón. Y rezó por ser también el primero en salir indemne por él.
Paco dirigió el coche hacia una zona en la que estaban estacionados una
docena de automóviles y jeeps. A la izquierda del aparcamiento se extendía
un gran lago artificial, en cuya superficie nadaban patos, gansos y cisnes.
Detrás del lago se veía un bosque muy bien cuidado. Ramón divisó algunos
ciervos deambulando por entre las sombras. Por alguna razón extraña, una
pasión irrefrenable por los animales caracterizaba a esos narcotraficantes,
cuyos productos ocasionaban tanta angustia y miseria humanas.
A la entrada del campamento propiamente dicho, había un escritorio, tras
el que estaban sentados tres gordos pistoleros que hacían las veces de
recepcionistas, con sus camisas sueltas sobre los pantalones para ocultar las

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armas que llevaban en la cintura. Paco les dio sus nombres. Uno de los tres
los leyó en voz alta, comprobándolos con la lista de los visitantes previstos
para ese día, y luego les señaló un amplio salón que estaba justamente al lado
del vestíbulo de entrada. Allí esperaba ya al menos otra docena de personas,
la gente que venía a suplicar los favores de los magnates del cartel. Paco y
Ramón tomaron asiento en un gran sofá de cuero. Un par de criadas, en
impecables uniformes blancos, se movían por el salón, ofreciendo a los
congregados tazas de café negro. Al otro lado del aposento, frente a Ramón y
Paco, un trío de adolescentes estaba jugando con sus metralletas «MAC 10»,
entreteniéndose en quitar y poner los cargadores. Ramón pensó que se
encontrarían allí probablemente para ofrecer al cartel sus servicios como
asesinos a sueldo. En Medellín, si uno desea matar a alguien, todo cuanto
tiene que hacer es descolgar el teléfono. Angelitos como ésos atenderán la
llamada.
Por dos altavoces que pendían del techo se emitían de vez en cuando los
nombres de los que podían subir a las oficinas del cartel.
Finalmente, se oyeron los nombres de Paco y Ramón. El hecho de que les
llamasen no les garantizaba, sin embargo, el acceso inmediato al
sanctasanctórum. Fueron conducidos a una especie de casa intermedia, a un
rellano entre las dos plantas, donde había un nuevo escritorio con otro
recepcionista armado. Y una vez más comprobaron sus identidades, les
cachearon para ver si llevaban armas encima, luego les invitaron a tomar
asiento y tuvieron que esperar un tiempo más. Pasados unos quince minutos,
un joven pistolero rubio se presentó, anunció sus nombres y les condujo
escaleras arriba hasta la sede de «Cocaína S. A.». Les llevó por un pasillo, a
lo largo de un montón de puertas cerradas, llamó a una de ellas y luego la
abrió cuando recibió la orden desde dentro.
—¡Don Eduardo! —exclamó Paco, en un tono de tan profunda reverencia,
que Ramón se preguntó si su socio no iría a ponerse de rodillas y a besar el
anillo de aquel hombre. Pero su amigo se volvió y presentó a Ramón al
tesorero del cartel de Medellín.
Eduardo Hernández les señaló con elegante gesto los dos sillones
colocados frente a su escritorio. Don Eduardo era más bien delgado, de
estatura mediana, notablemente apuesto y tenía unos cabellos negros y
brillantes, que llevaba muy cortos, en un peinado pasado de moda. Llevaba un
traje de seda de color beige, de elegante hechura, y una camisa de seda de un
color azul pálido y de cuello abierto. Rodeando su bien bronceado cuello se
veía lo que en el narcotraficante podía pasar por la corbata estudiantil del

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viejo College de Eton: un collar de oro. Calzaba unos zapatos de piel de
cocodrilo, que brillaban con esa especie de fulgor que los instructores del
cuerpo de Marines desean ver en las botas de combate de sus reclutas, bajo
amenaza de muerte.
Hernández se sentó, colocó las manos sobre su escritorio, permitiendo a
Ramón echar un vistazo a su lujoso reloj de pulsera. Una doncella, esta vez
notablemente más guapa que sus compañeras de la planta baja, apareció para
servirles más tazas del café negro de rigor. Paco y Hernández estuvieron
chismorreando un rato acerca de la nueva finca que se había comprado un
amigo mutuo. Entretanto, Ramón miró a través de la ventana del despacho de
don Eduardo. Daba a un claro del bosque donde estaban los ciervos que había
visto a su llegada.
Y mientras contemplaba aquel claro, Ramón sintió que las manos le
temblaban. «¡Deténlas!», gritó una voz en su interior. Si revelaba su
nerviosismo, era hombre muerto. En el sentido literal de la palabra. Si alguien
supiese por qué estaba allí, si llegaban a sospechar siquiera que podía ser un
informante, le torturarían, le pegarían un tiro y le enterrarían probablemente
en un hoyo, en ese mismo claro del bosque donde los ciervos pastaban. Seguir
con vida durante la próxima media hora dependía de una sola cosa: mantener
el control sobre sus nervios.
Fue en ese instante cuando don Eduardo se volvió hacia él y le dirigió una
sonrisa calurosa.
—Nuestro amigo Paco nos ha dicho que usted podría sernos de ayuda en
nuestras transacciones financieras —apuntó.
—Quizá —contestó Ramón—. Eso no depende enteramente de mí.
Y a continuación explicó a don Eduardo lo que ya había contado a Paco
hacía diez días.
—Lo que puedo hacer —dijo al concluir—, si ustedes están de acuerdo,
es ponerme en contacto con mi amigo y ver si él o sus socios estarían
dispuestos a colaborar con ustedes. Tendré que viajar a los Estados Unidos y
hablar con él, esa clase de cosas no pueden tratarse por teléfono.
Y a continuación añadió, dirigiéndose a Paco:
—Mi socio, aquí presente, puede acompañarme. De ese modo podrá
reunirse con la persona en cuestión y ratificarle a usted en persona lo que éste
diga.
Don Eduardo hizo un gesto casi imperceptible con la mano, en señal de
reconocimiento a la prudencia de las palabras de Ramón. Los colombianos
jamás hacen uso del teléfono para hablar de negocios. Era artículo de fe en la

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DEA que se podía contar con cien horas de grabación de las conversaciones
telefónicas interceptadas a los colombianos y no se encontraría ni una sola
frase que se pudiese presentar ante un jurado. La presencia de Paco en las
primeras fases de ese contacto serviría para convencer a Hernández de que se
trataba de una operación auténtica y no de una especie de treta policíaca.
—No puedo prometerle cuál será la reacción que tengan —prosiguió
Ramón—. Quiero decir que en los días que corren se oyen cosas en los
Estados Unidos acerca de la Mafia y de los colombianos que no resultan muy
halagüeñas.
Don Eduardo se echó a reír y dirigió a Paco y a Ramón su típica sonrisa
seductora.
—En su caso, yo no me preocuparía mucho por eso —les aseguró—.
Créanme, la Mafia se dedicaría a vender condones usados si pensasen que se
podía hacer dinero con eso. Eso es algo que tienen en común con nosotros: la
afición al dinero.
Hernández abrió una carpeta que tenía sobre el escritorio.
—Veo que los dos han llevado a cabo una serie de cargamentos juntos.
—Cerca de una docena —se jactó Paco.
—Una recomendación digna de tener en cuenta —apuntó Hernández,
sonriendo calurosamente a Paco—. Y usted está dispuesto a ser el socio
colombiano de su amigo Ramón, ¿no es así?
En los términos de Medellín, aceptar tal relación significaba que Paco
estaba dispuesto a arriesgar su propia vida y la de su mujer si la operación
resultaba ser una trampa o si cualquiera de los dos trataba de hacer un doble
juego a don Eduardo. «A fin de cuentas —pensó Ramón sarcásticamente—, la
prisión, que es lo que le estoy ofreciendo a Paco, no es tan mala como la
alternativa de Hernández».
—Por supuesto —asintió Paco.
Luego acordaron el porcentaje que se llevarían Paco y Ramón en caso de
que aquella operación monetaria tuviese éxito.
—Permítanme explicarles cómo funciona esto —dijo don Eduardo—. En
cierto sentido, soy un subcontratista financiero para mis socios del
campamento. Pongamos, por ejemplo, que Pablo Escobar viene a verme y me
dice que tiene acumulada tal cantidad de dólares en Los Ángeles. A
continuación, yo informo a mi gente. Éstos se encargan de recibir el dinero en
metálico de la gente de Pablo y lo canalizan por el sistema que yo esté
utilizando para sacar dinero de los Estados Unidos. Una vez que la gente de
Pablo ha entregado el dinero a mi gente, eso se convierte en mi

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responsabilidad. Yo ingreso inmediatamente en la cuenta de Pablo, restando,
por supuesto, la comisión que perciba. En otras palabras, a partir de ese
momento, el riesgo es mío. Yo soy quien habrá de sufrir la pérdida si algo
sale mal.
De nuevo se interrumpió. Su calurosa sonrisa permaneció congelada en su
rostro mientras escudriñaba primero a Paco y luego a Ramón, dándoles
tiempo a que captasen toda la importancia de sus palabras. Ramón advirtió
que aquel hombre era un criminal con un lujoso reloj de pulsera. Pese a toda
su elegancia, si uno se le atravesaba en el camino, no tardaría nada en
descolgar el teléfono y llamar a una pareja de asesinos como aquellos chicos
con caritas de niño que había visto en el salón. Al igual que haría Pablo
Escobar.
—Creo que han entendido mi punto de vista —apuntó, cerrando la carpeta
que tenía sobre el escritorio y dando un breve suspiro—. Seguid adelante y
contactad con vuestro hombre. Si esa gente se muestra conforme, enviaré a
los Estados Unidos a uno de mis socios para que se reúna con ellos. Decidles
que nos gustaría poder hacer depósitos en metálico en Nueva York, Los
Ángeles, Houston y Chicago. Y les podéis asegurar que si el asunto marcha
bien, se moverá una gran cantidad de dinero. Una grandísima cantidad de
dinero.
Hernández se puso en pie, indicando que la reunión había terminado. Esta
vez fue él y no el pistolero rubio quien los acompañó al pasillo. Cerca del
rellano de la escalera había una mesa de cristal. Hernández se detuvo.
—¡Hola, don Pablo! —exclamó, saludando a un hombrecillo rechoncho
que se encontraba junto con el grupo que estaba sentado alrededor de la mesa.
Luego se volvió y presentó a Paco y a Ramón a don Pablo Escobar. Escobar
hizo un tremendo esfuerzo para levantarse de su asiento y ofreció su mano
fofa y húmeda a Ramón. No se molestó en mirar a los ojos al estadounidense.
Minutos después, el portalón de entrada del campamento se cerraba tras el
«Jaguar» de Paco y los dos emprendieron el viaje de vuelta a la ciudad. A
Ramón le hubiese gustado gritar de alivio y exaltación. Había estado dentro
del cuartel general del cartel de Medellín. Había dado la mano a Pablo
Escobar. Y había salido de allí con vida. «¿Cuándo fue la última vez que la
DEA tuvo un informante capaz de hacer una cosa como ésta?», pensó
riéndose para sí mismo.

CIUDAD DE PANAMÁ

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La única cosa elegante que había en el club náutico «Balboa» de la ciudad
de Panamá eran las imágenes marineras que la memoria del personaje al que
debía su nombre podría inspirar de algún modo en las mentes de sus
miembros. Por lo demás, se componía exclusivamente de un muelle flotante,
anclado en las malolientes aguas estancadas del Pacífico, a pocas millas de la
desembocadura del canal, y de un embarcadero semiderruido al que
amarraban sus botes una docena de miembros.
El muelle hacía también las veces de bar restaurante, una especie de
tugurio de mala muerte que, tal como habían asegurado a Felipe Nadal, entre
semana, se encontraba totalmente desierto al mediodía. Nadal reconoció la
enorme figura del comandante panameño con quien se había citado, que le
esperaba sentado a una mesa frente al mar, con sus manos corpulentas
abrazadas a una botella de cerveza como si estuviese tratando de transmitirle
el calor de su cuerpo. Nadal echó un vistazo a las inmundas aguas del Pacífico
y se sentó.
—¿Y bien? —preguntó Pedro de la Rica.
—Lo harán. O al menos, algunos quieren hacerlo.
De la Rica soltó un eructo en señal de aprobación.
—¿Y por su parte?
—Todo está arreglado —aseguró Pedro de la Rica al cubano—.
Llevaremos la mercancía en avión directamente a Paiti11a. No habrá
problemas. Todo está bajo control. Podemos guardarla en nuestro hangar
hasta que ustedes puedan llevársela a Costa Rica. La comisión es de cinco mil
dólares por cada kilogramo transportado a los Estados Unidos. Es decir,
medio millón por cada cien kilos.
Nadal asintió con la cabeza, en señal de que daba su rápida aprobación a
las cifras de De la Rica. No necesitaba que nadie viniese a ayudarle con las
matemáticas. Tenía que pagar a sus dos pilotos setenta y cinco mil dólares por
carga. Supónganse otros cincuenta mil para el personal de tierra en Florida y
otros gastos varios. Esto le seguiría dejando una ganancia de trescientos mil
dólares por cada cien kilogramos de carga. O era más bien lo que le dejaba
antes de que Pedro de la Rica prosiguiese la conversación.
—Y el compañero aquí presente quiere mil por kilo. Para garantizar que
las cosas salgan como es debido.
Los hombros de Nadal se hundieron un poco bajo el peso de esa
repentina, aunque no completamente imprevista, pérdida financiera.
—¿Cómo se los haremos llegar?
—A través de mí. Él jamás entrará en contacto con la mercancía.

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Nadal recordó que Pedro de la Rica tenía la reputación de ser el brazo
derecho de Noriega; precisamente el brazo que mantenía en todo momento la
palma extendida. Para colmo, no era ése el entorno apropiado para poner en
tela de juicio la honestidad financiera del comandante. El hombre podía
partirle el pescuezo, arrojar su cuerpo a las aguas del Pacífico y nadie podría
saber jamás cuál había sido su suerte. Él, René y sus dos socios de Florida
tendrían que conformarse con doscientos mil dólares de ganancia por cada
cien kilogramos de cocaína que pudiesen hacer llegar al Norte.
—Conforme —dijo, sonriente—. Trato hecho.

NUEVA YORK

Juan Ospina esperaba pacientemente ante la cinta de equipajes de la


«Eastern Airlines», en el aeropuerto de La Guardia, a que apareciesen sus
maletas. Ospina había llegado a Miami a primeras horas del día en un vuelo
procedente de la ciudad de Panamá. La elección de Panamá como punto de
partida había sido dictada por el hecho de que estaba entrando a los Estados
Unidos con un pasaporte panameño y no con un pasaporte de Colombia, de
donde era oriundo.
La venta de tales pasaportes, a treinta mil dólares cada uno, era otro de los
negocios más florecientes que realizaban las Fuerzas de Defensa panameñas
bajo la dirección de Manuel Antonio Noriega. Los ejecutivos de los carteles
Colombianos y los agentes de la CIA se encontraban entre sus clientes
principales. Ospina lo había conseguido porque era la mano derecha ejecutiva
de don Eduardo Hernández, el hombre del dinero en el cartel de Medellín.
Los datos personales que aparecían en los pasaportes como el que
utilizaba Ospina habían sido sacados de los formularios que rellenaban los
campesinos cuando presentaban sus solicitudes de tierras, en conformidad con
la ley de reforma agraria panameña. Cada campesino anotaba su nombre, su
dirección, su fecha de nacimiento y el número de su documento nacional de
identidad. Como quiera que esos campesinos jamás viajarían más allá de la
aldea más próxima, todo lo que tenía que hacer el funcionario para lograr un
pasaporte falso era elegir los datos de una persona que tuviese más o menos la
misma edad. El resultado era un documento perfectamente válido, que pasaría
airoso cualquier comprobación que hiciese la Interpol o cualquier otro
organismo policial.
Juan Ospina recogió su equipaje y se puso a hacer cola en la parada de
taxis. No había ninguna limusina de lujo esperando. La imagen del

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narcotrafícante colombiano operando en las ciudades estadounidenses con un
reloj de oro macizo colgándole de la muñeca y volando por las calles en un
lujoso automóvil deportivo era una ficción inventada por los productores de
Corrupción en Miami para entretener a la audiencia.
La realidad era completamente distinta y Juan Ospina era un buen
ejemplo. El cartel enviaba a sus empleados a los Estados Unidos a cumplir
una misión. Sus familiares permanecían en Colombia. Era a la vuelta cuando
recibían sus salarios. E incluso los hombres enviados a los Estados Unidos
para ejecutar a alguien se regían por el mismo tipo de contrato. Localizarían a
su víctima, realizarían su trabajo, y volverían a Colombia para recibir la paga.
Con este sistema se garantizaba la lealtad y la buena conducta de los
empleados del cartel en los Estados Unidos. Recibían, por supuesto, dinero
para las dietas, lo suficiente para vivir cómodamente, pero no en medio de
lujos. Comprarse «Porsches» o «Ferraris» despertaba la curiosidad,
incluyendo la de la Policía. El cartel no toleraba que sus empleados
colombianos cometiesen locuras como ésas.
Las órdenes que impartían a sus empleados eran las siguientes: «Llévate
bien con la gente, trata de pasar inadvertido y no sobresalgas entre la masa».
El cartel de Medellín había empleado incluso a un antiguo oficial del Servicio
Secreto venezolano para preparar un manual de seguridad para su gente.
Contenía recomendaciones como las siguientes: «Lava tu automóvil los
sábados por la mañana y procura que tus vecinos te vean hacerlo» y «no dejes
de cortar el césped». Ospina pidió al taxista que lo llevase hasta la estación
elevada de Roosevelt Avenue en Jackson Heights en el distrito de Queens.
Desde ahí se fue caminando a su lugar de destino, con lo que el taxista no
conocería su dirección y le daría tiempo, además, de comprobar si le habían
estado siguiendo, aun cuando eso era algo muy poco probable. Se dirigió a
una modesta casita de una sola planta con el número 8076 de Farmwell Road.
Antes de la guerra, ese lugar había estado en el corazón de una barriada judía
de clase media. Desde entonces los judíos la habían abandonado, dejando tras
de sí una mezcolanza de etnias: tailandeses, paquistaníes, indios, coreanos e
iberoamericanos. Esa casa en particular estaba alquilada a nombre de una
pareja de colombianos que estudiaba en la Long Island University. Ninguno
de los dos había puesto un pie en la casa desde que firmaron el contrato de
alquiler.
Ospina utilizó para entrar la llave que le habían dado en Medellín. La casa
tenía un mobiliario modesto. Disponía, sin embargo, de una cama, un

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televisor y un escondrijo secreto en el que Ospina podría ocultar lo que
quisiera, como un millón de dólares en metálico, por ejemplo.
Tras desayunar a la mañana siguiente, Ospina se dirigió a su primer punto
de reunión, a un edificio de ladrillo de seis plantas de la época de la Gran
Depresión, situado en el número 8050 de Baxter Street, frente a la entrada de
emergencia del «Elmhurst Hospital». La dirección era muy bien conocida por
un grupo selecto de narcotraficantes colombianos. En el edificio tenían su
sede dos empresas, la autoescuela «Seoul» y una compañía que anunciaba en
su letrero: «Transferencias Monetarias al Mundo Entero».
Ésa era la compañía que interesaba a Ospina, pero no por sus servicios
financieros. La empresa ofrecía un servicio adicional, la creación de una
dirección falsa, pero perfectamente legítima. Ospina presentó su pasaporte
panameño falsificado al colombiano que dirigía el establecimiento y le dijo
que deseaba alquilar un apartado de correos. La compañía disponía de varias
docenas de esos apartados, una clase de servicio que algunos utilizarían
probablemente para recibir material pornográfico o como medio para
encauzar la correspondencia de alguna aventurilla extramarital. La mayoría,
sin embargo, tal como pensaba hacer Ospina, lo utilizaba como un vehículo
para establecer una dirección legal en los Estados Unidos.
Tras pagar al propietario cien dólares por el alquiler del apartado durante
un año, Ospina le pidió un formulario para fijar su residencia en el número
8050 de Baxter Street. Por otros cien dólares, el propietario sacó el formulario
de una gaveta, lo rellenó en su ordenador, y Ospina quedó registrado bajo su
nombre panameño como residente del Basement Apartment «A», 8050 Baxter
Street.
La siguiente parada de Ospina fue la Oficina de Tráfico de Queens del
Estado de Nueva York. Allí explicó al funcionario que le atendió que solía
pasar mucho tiempo en los Estados Unidos por cuestiones de negocios, que
con frecuencia necesitaba alquilar un automóvil, y que las compañías de
alquiler siempre le ponían pegas porque tenía un permiso de conducir
internacional y no un permiso de los Estados Unidos. Tenía fijada su
residencia en Nueva York en un apartamento que había alquilado para vivir
durante sus visitas. Para ratificar sus palabras, mostró al funcionario la última
factura de la luz.
El funcionario le hizo un examen superficial de conducir, luego le
fotografiaron, pagó los derechos de licencia y salió del edificio llevándose un
flamante y nuevo permiso de conducir, en el que se consignaba su nombre
panameño y su dirección del número 8050 de Baxter Street.

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Luego se dirigió a la filial del «Chase Manhattan», en Jackson Heights,
para abrir una cuenta bancaria. Como documento nacional de identidad
mostró al empleado que le atendió su permiso de conducir. Abrió su cuenta
con seis mil dólares en metálico, una suma que estaba muy por debajo de la
de diez mil dólares, cantidad que obliga a pasar un informe al Gobierno. El
amable empleado de Banca le facilitó algunos cheques provisionales. Su
talonario definitivo, que llevaría su nombre y dirección, impreso en un bello
color pálido, que había elegido de entre la gama de posibilidades que le
habían ofrecido, lo recibiría por correo en su dirección de Baxter Street dentro
de algunas semanas.
Su próxima y última parada del día fue a una tienda situada en la segunda
planta de un edificio de la Roosevelt Avenue, cerca de la estación donde le
había dejado el taxista la noche anterior. Esa empresa también era conocida
por sus amigos de Medellín.
Sus propietarios no se molestaban en apuntar lo que estaban vendiendo.
«Teléfonos celulares de alta seguridad», anunciaban en el letrero que tenían a
la puerta.
Juan se decidió por un localizador, uno de esos nuevos aparatos que
podían ser programados para que no emitiesen ningún ruido, sino que
imprimiesen una vibración en la piel de su propietario, alertándole sobre la
llamada. Luego eligió un modelo de teléfono portátil y lo contrató para que
estuviese conectado a una compañía de telefonía celular. El teléfono lo
registró, por supuesto, bajo su nombre panameño y a su dirección de Baxter
Street. Autorizó a la compañía de telefonía celular a enviarle las facturas a su
cuenta del «Chase Manhattan».
Y con eso había terminado. Llevaba en los Estados Unidos menos de
cuarenta y ocho horas. Durante ese tiempo, había fijado su residencia en una
casa en la que no había ni rastro legal de su presencia anteriormente; había
obtenido un permiso de conducir completamente legal, que llevaba su
fotografía, con nombre y dirección falsos, un documento de identidad que le
aceptarían en cualquier parte; había abierto una cuenta bancaria y, finalmente,
se había agenciado un medio de comunicación de alta seguridad para ponerse
en contacto con sus socios del cartel en los Estados Unidos. Había sido un
buen día de trabajo y el ejemplo perfecto de cómo hacía negocios el cartel:
callada, anónima y casi legalmente.
Como recompensa, Juan decidió que al caer la tarde se iría a tomar un par
de copas a «La Chiba», una discoteca situada en la vecindad y que recibía su
nombre de la tribu india que en otros tiempos había explotado las minas de

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oro de las montañas que rodean Bogotá. Y eso también era una
recomendación de sus amigos de Medellín.

MIAMI
Florida

En un principio, Gonzalo había sugerido que podrían reunirse en el


vestíbulo del «Hotel Fontainebleau». Ray Albright había visto demasiadas
películas a altas horas de la noche en demasiadas habitaciones de hoteles
mucho peores que ése como para caer en esa trampa. El tipo te dejaba echar
un vistazo al maletín o a la bolsa o a lo que demonios llevase, durante el
tiempo suficiente como para que pudieses divisar un fajo de billetes verdes.
Luego hacía el canje, dejando el maletín a tus pies y se largaba.
Y cuando finalmente abrías el maletín, aquellos billetes de cien dólares
que habías visto resultaban estar encima de papeles de periódico recortados al
tamaño de los billetes.
—Siempre es lo mismo con vosotros, chicos. Quiero que subas
inmediatamente a mi habitación —dijo Albright al correo de Felipe Nadal.
Y al otro extremo de la línea, pudo sentir algo de vacilación en la voz de
Gonzalo.
—¿Estás seguro de que todo está en orden? —insistió.
—Por mí, todo está en orden. ¿Y en cuanto a ti también, amigo mío? —
replicó la voz.
Albright colgó el teléfono, atornilló el silenciador a su pistola de calibre
38, quitó el seguro, se la colocó al cinto, bajo su camisa suelta.
Gonzalo se presentó llevando una abultada bolsa verde de plástico.
Albright le echó un vistazo. Era una bolsa de la compra y provenía de los
almacenes «Harrod’s», de Londres. Hizo pasar a Gonzalo a la habitación,
cerró la puerta, echó el seguro y le señaló la cama sin hacer.
—Vamos a echar una mirada a lo que has traído.
Gonzalo sacudió la bolsa, dejando caer sobre la cama una verde cascada.
El dinero venía en paquetitos de billetes de diez y de veinte; cien billetes en
cada paquete; cincuenta y tres paquetes en total.
—¡Caramba! —exclamó Albright—. Habrás tenido que ir a ver a todos
los camellos de Dade para reunir eso.
Gonzalo se encogió de hombros. No le habían autorizado a dar
explicaciones.

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Albright revisó los paquetitos, abriéndolos por los bordes. Al menos nadie
había intentado engañarle con el Miami Herald de ayer.
Una vez Gonzalo se hubo marchado, Albright fue hasta el montón de
dinero que tenía sobre la cama y prorrumpió en carcajadas. Unos cuantos
viajecitos más y durante el resto de su vida no tendría que volver a follar con
ninguna ama de casa entrada en años para hacerle conservar su interés en las
lecciones de vuelo.

NUEVA YORK

Como era inevitable, los viernes por la noche, la «Sparks Steak House» de
la Calle 46 de Manhattan, justamente pasada la Tercera Avenida, estaba
abarrotada; ante la barra se agolpaba la muchedumbre de los que habían
estado esperando el fin de semana para salir a divertirse, y en los comedores
abundaban las parejas de los que habían venido de Island o de Jersey para
pasar una noche en la ciudad.
Juan Ospina se quedó asombrado ante las dimensiones de aquella
multitud; le resultaba ensordecedor el estruendo peculiar de la excitada
conversación del neoyorquino. Tímidamente —y la timidez no era la
característica dominante entre los amigos de Juan— se acercó al jefe de
camareros. El hombre, que estaba agobiado de trabajo, le dirigió una mirada
tan agria que podría haber servido para hacer cuajar la leche a cinco pasos de
distancia.
—Discúlpeme —dijo Ospina—, me he citado para cenar aquí con el señor
Jimmy Bruno.
La expresión del hombre se transformó automáticamente en una sonrisa
ante la mención de ese nombre.
—Por supuesto, señor. Le está esperando.
Rozándole ligeramente el codo, el jefe de camareros condujo a Ospina por
delante de un grupo de clientes que protestaban en voz alta, exigiendo las
mesas que les habían prometido, y lo llevó a un tranquilo apartado junto a la
pared. Estaba dispuesto para que cupiesen en él cuatro personas. El señor
Bruno era su único ocupante.
—Señor Ospina —dijo poniéndose en pie—. Jimmy Bruno. Puede
llamarme Jimmy.
Había un cierto tono de gravedad en la voz de Bruno, un algo cálido que
infundía fuerza y era al mismo tiempo promesa de intimidad. Cuando Juan le
tendió la mano, el otro la estrechó entre sus dos manos enormes, mientras le

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señalaba su asiento. Entretanto, el jefe de camareros chasqueaba los dedos
haciendo señas a un camarero para que se acercara.
—Señor Bruno —preguntó—, ¿desea algo del bar?
Bruno sonrió a Juan. Era un hombre de anchos hombros, de cabello negro
como el azabache y con ese tipo de complexión que Juan asociaba con los
sicilianos o los mejicanos. En su dedo meñique, como advirtió Juan, llevaba
un gran anillo de diamantes. Eso nada tenía de sorprendente, si se tenía en
cuenta lo que le habían dicho acerca del medio en que se movía ese hombre.
—¿Qué desea tomar? —preguntó Bruno.
—Quizás un vodka con hielo —contestó Juan.
—Que sean dos y dobles —ordenó Jimmy.
El maître pasó la orden al camarero en un tono con el que dejaba
claramente sentado que las bebidas del señor Bruno estaban por encima de
cualquier otra cosa.
—Parece un lugar muy popular —dijo Juan, señalando lo que era obvio.
—Los mejores filetes del mundo. Precisamente aquí —le aseguró Jimmy
Bruno—. Todo el mundo lo dice.
Al cabo de lo que parecieron unos pocos segundos, volvía a toda prisa el
camarero con las bebidas.
—¡Salud! —dijo Jimmy, chocando su copa con la de Juan.
Durante un rato estuvieron tocando los habituales temas de conversación:
el tiempo, Ronald Reagan y las vicisitudes de los Giants de Nueva York,
materia esta en la que Ospina no estaba particularmente versado.
Había ciertas reglas de juego por las que se dirigían las conversaciones de
ese tipo, y ambos hombres las conocían. Uno no se codea, no se hacen
preguntas de carácter personal. No era un foro en el que se podían
intercambiar los números de teléfono, los nombres de los peluqueros de las
esposas o revelar cuál era la ocupación de la querida de uno. Finalmente,
cuando las trivialidades habían llegado a su fin, Jimmy Bruno se inclinó hacia
Juan y le dijo, bajando el tono de su voz:
—Mi gente me ha informado de que necesita ayuda en cuestiones
monetarias.
—Exactamente —asintió Juan, dirigiéndole la más agradable de sus
sonrisas—. Puede decirse así. Es una cuestión de exceso de dinero en
metálico.
En el rostro de Bruno se reflejó la legítima gravedad que tales asuntos
evocan.

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—Fundamentalmente —dijo—, soy una especie de asesor financiero a
todos los efectos. Puedo hacer por usted todo lo que me diga: ayudarle a
fundar compañías en el extranjero, aconsejarle sobre inversiones, comprarle
propiedades, mover su dinero dentro y fuera del país, ¿de acuerdo?
»Y bien —prosiguió Bruno—, puedo hacer todo eso por usted de dos
maneras. Lo podemos hacer abierta y honradamente, de modo que pueda
garantizarle que no violará ninguna de las leyes de los Estados Unidos, todos
los documentos serán escrupulosamente redactados, llevarán nuestras firmas,
etcétera. Para tales servicios cargo una comisión del uno al uno y medio por
ciento.
Bruno hizo una pausa para dar un sorbo a su vodka advirtió que su
compañero de cena parecía todo menos entusiasmado por lo que acababa de
oír.
—Y bien, por otra parte, si por alguna razón no desease que el Gobierno
supiese que ese dinero le pertenece, si tuviese problemas de ese tipo, ya sabe
lo que le quiero decir, puedo proporcionarle exactamente los mismos
servicios que acabo de explicarle, con la única diferencia de que le saldrían
algo más caros.
Una expresión de alivio iluminó el rostro de Juan.
—¿Cuánto más?
—Diez por ciento.
—Me dijeron que sería el siete.
—Tengo que gastar mucho más para que las cosas sean herméticas en ese
segundo caso. Abogados. Fundar compañías de tapadera en puertos francos,
donde sepa que quedan fuera del alcance de los investigadores de este país.
Estar seguro de que conseguimos las bases apropiadas para el funcionamiento
de esas compañías, la documentación adecuada que pueda ser presentada a un
Banco para dar satisfacción a sus requerimientos. Su nombre no aparecerá en
ningún documento. Tampoco el mío. Pero el banquero que los tramite tendrá
que aceptar ese hecho. Y eso significa que espera una cierta recompensa por
sus servicios.
Juan Ospina había entendido. La cosa estaba clara, todo consistía en tener
alguien dentro, a un banquero al que uno pagase para hacer que las cosas
funcionasen.
—Dígame una cosa, Jimmy —le preguntó—, ¿cómo se las arregla el
Banco para explicar todo ese flujo de dinero en metálico cuando se presentan
los inspectores de Hacienda?
—¿Ha oído hablar de la llamada lista de exclusión?

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Juan no la conocía.
—Las empresas que disponen de un gran flujo de dinero en metálico,
como los supermercados, por ejemplo, o como algunas industrias del petróleo
que llegan a tener hasta veinte gasolineras en un área reducida; todas están
exentas de la obligación de informar al Gobierno sobre las sumas de dinero en
metálico. Esas empresas se encuentran en esa lista —explicó Bruno,
abarcando la mesa con la palma de su manaza, como el banquero de un garito
clandestino recogiendo las cartas para barajarlas—. Un banquero astuto sabe
cómo ha de canalizar por esa corriente una entrada de dinero en metálico.
—Me gustaría conocer a ese tipo.
—Pues no lo conocerá. No le agrada mucho conocer a nuevas personas. Y
además —y esta vez nada había de particularmente amistoso en la sonrisa que
le dirigió Jimmy Bruno—, si lo conociera, ya no me necesitaría más, ¿me
equivoco?
»Trabajamos por mediación de compañías de tapadera, por supuesto. De
ese modo puedo hacer también por usted algunas otras cosas. Supongamos
que quiere comprar algunas propiedades en los Estados Unidos para su
negocio, quizás un par de apartamentos en la ciudad, y que no quiere que
nadie sepa que son suyos, ni quién va a vivir allí. O camiones para trasladar
sus mercancías. O alquilar un almacén para guardarlas. Podemos hacer todo
eso.
Bruno se interrumpió, dejando tiempo a Juan para que reflexionase sobre
esa cadena de posibilidades empresariales.
—Supongamos que quiere comprar un «Mercedes». Se dirige a una tienda
de coches en Queens, le planta sobre la mesa cincuenta mil dólares, dinero del
que dispondrá en efectivo, como no me cabe la menor duda, y se irá con su
«Mercedes».
Pero se encontrará también con algunos problemas, ese dinero en efectivo
generará algún papeleo oficial.
Bruno se quedó contemplando sus manazas.
—Y bien, supongamos ahora que, en vez de eso, disponemos aquí de una
compañía. Nosotros ingresamos los cincuenta mil dólares en la cuenta
bancaria de la compañía, recibimos a cambio un cheque certificado y yo le
compro el «Mercedes» a nombre de la compañía. Esta vez no tendrá
problemas, el comerciante de Queens ni siquiera ha visto el rostro.
El camarero se presentó para entregarles las cartas.
—Tráiganos otra ronda de lo mismo —ordenó Bruno, señalando las
vacías copas de vodka—. Querrá un filete, ¿no?

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Bruno hizo esa pregunta a Ospina en un tono de voz con el que expresaba
que no esperaba nada distinto a una respuesta afirmativa, como si se
preguntase a una monja carmelita si estaba dispuesta a aceptar de la Divina
Providencia.
Los dos pidieron unos suculentos solomillos neoyorquinos y Bruno volvió
a hacer un guiño al camarero.
—Tráiganos una botella de ese «Stag’s Leap», 1980 —ordenó—. Aquí
tienen unos tintos californianos maravillosos —explicó a Ospina, quien
hubiese preferido beber una cerveza, pero que decidió guardar silencio ante el
entusiasmo de Bruno.
—El truco de todo esto consiste en mantenerse en las sombras —
prosiguió Jimmy, tan pronto como el camarero se hubo alejado—, dejar un
cierto espacio entre su persona y la operación. Hablemos del «Mercedes», por
ejemplo. Supongamos que un tipo, quizás uno de sus empleados, es detenido
por la Policía y le encuentran cierta mercancía en el automóvil, ¿no?
Juan hizo un gesto afirmativo.
—El automóvil bien puede estar a su nombre, pero los policías retendrán
el vehículo hasta que se digne comparecer en persona y mantenga con ellos
una larga y embarazosa conversación. El resultado final será que la Policía se
quedará con la mercancía y el automóvil, el tipo irá a la cárcel y usted optará
por salir corriendo de la ciudad. Pues bien, supongamos que el automóvil está
registrado a nombre de la compañía. A la mañana siguiente enviaré a mi
abogado a la Comisaría y dirá a los policías: John Smith es un delincuente,
vale, pero conducía ese automóvil con la droga por cuenta propia. No tenía
ninguna autorización de sus patronos para hacer tal cosa. Aquí nos
encontramos con terceros que son inocentes. Así que le devolverán el
automóvil. Y su nombre no habrá aparecido en ninguna parte. Estará
protegido.
El camarero regresó con el vino. Y mientras Bruno y Ospina le
contemplaban, descorchó la botella y luego escanció el vino sobre la llama de
una vela en una jarra de cristal.
—Y supongamos ahora que quiere sacar al tipo de la cárcel con libertad
bajo fianza, para que pueda marcharse al Sur —prosiguió Bruno, una vez el
camarero hubo terminado con su ceremonia del vino—. Pues bien, por diez
kilos de cocaína, pongamos por caso, el juez impondrá una fianza muy alta,
quizá de medio millón, las dos quintas partes en metálico y el resto en
depósito bancario. Puede ser que reunir esa cantidad de dinero no signifique
ningún problema para usted. Estoy seguro de que conseguirá ese dinero en su

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país. El problema es cómo lo lleva ante el tribunal y justifica que no se trata
de dinero proveniente de esa droga que ahora es precisamente objeto de
incautación.
—Sí, sí —susurró Ospina—, ya conozco esa clase de problemas. Un
primo mío que llevaba un restaurante que utilizábamos de tapadera en Queens
fue detenido hace ya algún tiempo. Disponíamos del dinero para pagar la
fianza. Eso no era ningún problema. Pero, como usted dice, cómo íbamos a
presentamos ante el tribunal con esa suma en un maletín. Nuestro restaurante
tenía unos ingresos semanales de unos tres mil dólares, según constaba en
nuestras declaraciones a Hacienda.
—No podría haberlo hecho —asintió Bruno—. Según mi método, la
empresa entregaría como fianza un cheque bancario, ya que la compañía se
siente obligada hacia sus empleados. Su tipo saldría de la cárcel, lo que los
polis llaman aquí una «exculpación colombiana». Al día siguiente habría
desaparecido. Nadie volvería a verlo jamás.
—Sí, eso tiene pies y cabeza —dijo Ospina, pensando en las ventajas
adicionales que le ofrecía el sistema de Bruno—. Si sus hombres tenían la
seguridad de salir en libertad cuando hubiesen sido detenidos, no tendrían
ningún motivo para mostrarse muy comunicativos mientras estaban dentro.
—Pues bien —concluyó Bruno—, ésa es la clase de servicios que
podemos proporcionar. Aparte el movimiento del dinero, quiero decir.
—Estoy seguro de que mis jefes estarán interesados, Jimmy —dijo
Ospina—. Y ahora dígame, ¿qué monto de dinero puede mover en una
operación?
—Cien mil dólares como mínimo. Máximo, un millón.
—¿Puede recogerlo en las cuatro ciudades que hemos mencionado?
—En Nueva York y Los Ángeles no hay ningún problema. Podríamos
empezar mañana mismo. En cuanto a Houston, tendría que verlo, pero sería
muy fácil. De Chicago me tendría que ocupar durante un cierto tiempo.
—¿Y qué tardaría la transferencia del dinero?
—¿Adónde quiere?, ¿a las islas Caimán?, ¿a Panamá?
—A Panamá.
—Eso depende, en cierto modo, de los lugares en que lo recojamos.
Hemos de moverlo aquí a través de un par de instituciones antes de que
podamos remitirlo por transferencia telegráfica. Ya sabe cómo son los
Bancos. Les gusta sentarse sobre el dinero durante algún tiempo antes de
soltarlo. Una semana, diez días quizá.

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—¿Puede acelerar el proceso? —preguntó Ospina—. Sé que mi gente me
hará esa pregunta.
Bruno denegó con la cabeza.
—¡Eh!, no estamos proporcionando aquí orgasmos instantáneos, pero sí
sexo limpio, ¿sabe lo que quiero decir?
Antes de que pudiera seguir con la discusión, el camarero les acercó a la
mesa un carrito en cuya plancha caliente aún trepidaban dos enormes
solomillos. Durante unos momentos, la envergadura de la tarea a la que se
enfrentaban acalló su conversación.
Cuando finalizó la primera fase de su asalto a la carne, Bruno reanudó la
charla.
—Ha de saber, Juan —dijo a su invitado—, que llevo haciendo esto
durante años. Mis clientes escuchan mis consejos, hacen lo que les digo
porque yo me baso en mi experiencia. Pero he de advertirle una cosa: si usted
o cualquier otra persona hacen algo que yo no haya dicho, suspenderé
inmediatamente mis relaciones comerciales.
—¿De qué clase de cosas estamos hablando aquí, Jimmy?
—Primero, de los tipos que envíe para entregar el dinero. No quiero que
se presenten con camisas desabrochadas, una media docena de collares
alrededor del cuello y el pelo hasta los hombros. Mi gente se presentará en
traje y corbata. Y es eso lo que quiero de la suya.
—Parece razonable —asintió Juan.
—¿Utilizan sus hombres máquinas de contar dinero? —preguntó Bruno.
—¡Oh, sí! —contestó Juan, orgulloso de sus adelantos técnicos—. Los
últimos modelos. Esas que cuentan trescientos billetes de un golpe.
—Eso está muy bien. Eso nos ayudará a todos a llevar las cuentas claras.
Entretanto, Ospina había apartado a regañadientes los restos de su
solomillo. El camarero les recogió los platos y les trajo las cartas de los
postres.
—No puedo más, Jimmy —dijo Juan jadeante—. Estoy completamente
lleno.
Bruno se echó a reír comprensivamente.
—La posibilidad que tiene un hombre de salir de aquí con hambre es la
misma que tiene de salir de una casa de putas de lujo con una gonorrea.
El maître se presentó llevando en una bandeja de plata unos copones de
coñac y una botella recubierta de una gran costra de polvo.
—Pat desea ofrecer a usted y a su invitado una copa de su coñac favorito,
señor Bruno —dijo, mostrando la botella a Jimmy y entonando con

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admiración—: «Rémy Martin», reserva del cincuenta.
Los dos nuevos socios aspiraron con fruición el potente aroma del coñac y
luego degustaron el licor.
—A partir de ahora, Juan, los dos hemos de ser muy francos en nuestras
relaciones —dijo Jimmy al joven colombiano—. Hemos de ser capaces de
fiarnos el uno del otro, porque si no lo hacemos, ambos saldremos perdiendo.
Lo que haré es destinar a uno de mis hombres para que le sirva de enlace. En
lo que respecta a mí, no toco el dinero. Jamás. El tipo en el que estoy
pensando es un cubano de la calle. Habla español, por supuesto, lo que nos
servirá de ayuda. Quiero decir, no creo que nos gustase tener a colombianos
trabajando con terceros que fuesen italianos, si es que podemos evitarlo. El
procedimiento que propongo será mejor para la salud de todos. El tipo se
limita a entregar un mensaje. Entrega el correo. No hace preguntas sobre la
cuestión bancaria. No sabe nada. No quiero que sepa nada. Los asuntos
bancarios me los comunica a mí, ¿de acuerdo?
—Sólo a usted —asintió Juan, sonriéndose, mientras el camarero
colocaba la cuenta junto a Jimmy—. Éste se sacó su tarjeta oro de la
«American Express», la colocó sobre la cuenta y minutos después pasaban
cerca de la barra, que todavía estaba atestada de clientes reclamando una
mesa. La limusina de Bruno le esperaba frente a la puerta.
—¿Ha cenado bien, señor Bruno? —preguntó el conductor.
—Estupendamente —contestó Jimmy y añadió dirigiéndose a Juan—:
¿Podemos llevarle a alguna parte?
—Gracias, Jimmy —contestó Juan—. Tengo mi coche aparcado a la
vuelta de la esquina.
—Vale —dijo Bruno ofreciéndole su manaza—. Ya sabe cómo
localizarme cuando me necesite.
—Me pondré en contacto con usted —le aseguró Juan—, muy pronto.

Pocos minutos después, desde su automóvil alquilado, Juan Ospina utilizó


su teléfono celular para llamar a don Eduardo Hernández. Logró
comunicación con el contestador automático de su jefe.
—He cenado con nuestro amigo —dijo—. Su salud es excelente y
recomiendo que sigamos adelante tal como habíamos planeado.

La limusina de Jimmy Bruno subió por la Primera Avenida hasta la


Calle 57, giró hacia el Oeste y atravesó Manhattan hasta la Novena Avenida.
Allí entró en el estacionamiento subterráneo del moderno edificio de oficinas

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que está en la esquina. Bruno tomó el ascensor hasta la séptima planta. Allí
recobró su identidad real como agente especial Eddie Gómez de la Drug
Enforcement Administration.
Kevin Grady le estaba esperando. Gómez se quitó la chaqueta y la camisa.
—Ayúdame a desembarazarme de esto —dijo, señalando el cinto que le
rodeaba la cintura como una cartuchera. Ocultaba un magnetófono «Nagra»,
en cuya cinta había grabado todos los detalles de su conversación durante la
cena.
—¿Cómo fue? —preguntó Grady.
—Como un sueño. El hombre se muere de impaciencia por meterse en la
cama y abrirse de piernas.

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Libro sexto
UNA TORMENTA DE FUEGO SE AVECINA

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NUEVA YORK

La «Financial Management Services» de Bruno, situada en la oficina 421


del número 684 de Madison Avenue, estaba rodeada de esa atmósfera
desaseada típica de una organización que contaba con demasiados años de
existencia como para preocuparse por las apariencias. En realidad, la vida de
la compañía se contaba en horas y no en años. Kevin Grady y Eddie Gómez
se habían puesto a organizaría en los momentos en que Juan Ospina había
picado el anzuelo que habían tendido al cartel de Medellín, cuando éstos
pidieron reunirse con Jimmy Bruno.
Se habían guiado por unos pocos principios básicos operativos. El edificio
que habían elegido era antiguo y relativamente pequeño. No había portero ni
recepcionista, que hubiesen podido mosquearse por las actividades de los
nuevos inquilinos del edificio. Tenía una sola entrada, que daba a Madison
Avenue. Eso haría que la vigilancia a los visitantes de Bruno fuese
relativamente fácil. Además, Madison Avenue era de un solo sentido;
cualquier visitante que fuese recogido por un automóvil que pasase por esa
calle, tendría que seguir por esa única dirección. Los policías destinados a
labores de vigilancia tenían preferencia por las calles de un solo sentido.
Las oficinas de la compañía propiamente dichas habían sido decoradas
para que resultasen lo suficientemente ostentosas como para hacer saber a los
colombianos que Jimmy Bruno no operaba en un tugurio de mala muerte,
pero no tan ostentosas que violasen los principios de la conducta discreta que
regía, como ellos bien sabían, las operaciones de la Mafia. Había un saloncito
de espera, con el escritorio del recepcionista, una mesita cubierta de
ejemplares del Wall Street Journal, Financial Times, Barrons, Forbes y
Fortune, y un sofá rodeado de un par de sillones.
El despacho de Jimmy Bruno estaba decorado con paisajes a la acuarela
de Amalfi y Capri, diplomas enmarcados y menciones de honor de las
asociaciones «Los caballeros de Colón» y «Los hijos de Italia». Sobre su
escritorio había un marco con la típica foto de boda, y a ambos lados los
retratos de dos adolescentes; ese tipo de retratos que el fotógrafo suele retocar
luego coloreándolos a mano.
Esto es lo que se exhibía a la vista. La decoración incluía también una
lámpara que ocultaba una cámara de televisión con un objetivo gran angular.
En el cable que pendía del techo habían introducido un micrófono
multidireccional.

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Grady y Gómez habían dejado el lugar listo para el negocio a las nueve de
la mañana del lunes siguiente a la cena de Gómez con Ospina. Ella Jean
Ransom tendría que desempeñar el papel de la recepcionista y la secretaria de
Bruno. Al igual que Grady, Ella Jean era una actriz frustrada. Podía ser tan
vulgar como una de las rameras que mascan chicle en la Octava Avenida o
tan distinguida al hablar, tal como era ahora el caso, como un comandante
inglés de Bryn Mawr imitando a Katharine Hepburn.
Se había impartido orden a algunos agentes para que se presentasen en la
oficina durante el primer día de trabajo con el fin de asegurar una entrada y
salida de clientes, por si acaso los colombianos estaban vigilando el lugar.
Juan Ospina se presentó sin anunciarse poco antes del mediodía del martes.
Deseaba, evidentemente, que su visita fuese una sorpresa, que le permitiese
comprobar la autenticidad de la «Financial Management Services» de Bruno
antes de empezar a hacer negocios con Jimmy Bruno.
Ella Jean lo reconoció por una fotografía que le habían tomado sin que se
diese cuenta cuando salía del «Sparks», en el mismo momento en que abría la
puerta. «Vaya —pensó—, nuestro cerdito quiere inspeccionar su jaula».
Ella Jean le informó en tono despectivo que el señor Bruno estaba
ocupado con un cliente y que, por lo demás, rara vez atendía llamadas sin cita
previa. Finalmente, ablandándose por sus repetidas súplicas, consintió en
comunicar por teléfono a su jefe el nombre de Ospina.
Lo dejaron consumiéndose durante media hora con un ejemplar del Wall
Street Journal, mientras Gómez terminaba su reunión con el supuesto cliente.
Tras acompañar al caballero hasta el ascensor, hizo pasar a Ospina a su
despacho. Los primeros momentos de su reunión fueron interrumpidos por
dos llamadas telefónicas. La primera se realizó en italiano, un idioma que no
conocía Ospina. La segunda fue de un corredor de Bolsa de Zurich, a quien
Bruno trató de calcular cuántos peniques ganaría el marco alemán con
respecto al dólar si la Reserva Federal bajaba los tipos de interés en medio
punto a fines de esa semana. Para cuando Bruno colgó el teléfono tras la
segunda llamada, Ospina ya le había expuesto todo el conjunto de la
operación.
—Jimmy —dijo con orgullo—, mis jefes están dispuestos a seguir
adelante. Nos gustaría hacer nuestra primera entrega en metálico dentro de las
próximas cuarenta y ocho horas.
—¿Dónde?
—Aquí, en Nueva York.

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—No hay problema —dijo Gómez, retrepándose en su sillón de alto
respaldo. Estaba seguro de que ese primer intercambio de impresiones sería
una prueba en la que los colombianos invertirían un mínimo de dinero, con el
fin de hacerse una idea de cómo funcionaba el sistema y, sobre todo, de tratar
de descubrir algún indicio de que alguien estaba vigilando. Pues bien, no
podrían descubrir indicio alguno, ya que en este caso Gómez habría
renunciado a la vigilancia.
—Hay un par de cosas que hemos de especificar aquí para nuestro modus
operandi. Primero quisiera presentarle al hombre de enlace del que le hablé, a
César Rodríguez. Es la persona encargada de recibir las entregas por mí. ¡Ella
Jean! —llamó Bruno—. Mira a ver si puedes localizar a César para que venga
a conocer a un nuevo cliente.
»El siguiente asunto que hemos de decidir es dónde y cómo se hará la
entrega del dinero. Lo mejor sería que César alquilase una habitación en algún
motel. Tus hombres llevarán la pasta y la podréis contar juntos —continuó,
tuteándole.
«Para que os pueda captar bien la cámara —estaba pensando Gómez—, y
para que tengamos unas pistas preciosas que ofrecer a un jurado algo más
adelante».
—¿Y por qué no entregar simplemente el maletín? —preguntó Ospina.
—No importa. Podríamos hacerlo. Pero entonces, ¿cómo sabremos la
cantidad de dinero que hay?
—Nosotros te lo diremos.
—¡Oh, sí, claro!, y Juan y yo nos lo creeremos al igual que tú y yo nos
creemos todo eso que nos enseñaron en la escuela dominical sobre la
Inmaculada Concepción, ¿no?
—Vale, no puedo obligarte a contar el dinero en mitad de la calle, ¿no?
—No realmente. Si vamos a hacer la operación de la maleta, tenemos que
ponemos de acuerdo en algo ahora mismo. Ambos aceptaremos que la suma
de dinero que contiene el maletín es la que certificará el Banco cuando
hayamos entregado el dinero, ¿de acuerdo?
—Supongo que podemos hacer eso.
—Y no lo olvides, un millón de dólares en billetes de a veinte pesa
cincuenta y siete kilos. ¿Lo sabías?
Ospina dio un respingo sorprendido.
—Por lo que he oído decir, hay mucha gente que paga por tu mercancía
en billetes de a veinte.

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—¡Oh, sí!, tienes razón, no puedes imaginarte la cantidad de billetes que
nos llegan.
Bruno sonrió calurosamente. Ése era el tipo de confesión que le gustaba
registrar en su magnetófono.
—Quizás habría sido mejor que hubieses contratado a un Arnold
Schwarzenegger para que te acarrease esa mierda.
—¿Y qué te parece si hacemos la entrega en alguno de nuestros lugares?
Jimmy Bruno hizo un amplio gesto con sus manos. Eso era exactamente
lo que esperaba que el otro acabase diciéndole.
—Quizá más adelante, cuando nos conozcamos mejor, podremos hacer
eso, ¿me entiendes? De momento, lo mejor es que usemos la habitación del
motel o el maletín. Dime qué prefieres y dónde quieres que lo hagamos.
—Bien, para la primera vez, me parece que lo del maletín será lo mejor.
¿Qué te parece el viernes por la mañana en Jackson Heights?
El hecho de que quisiese entregar un maletín era la confirmación de que
esa primera vez sólo arriesgaría una cantidad mínima para comprobar cómo
funcionaba el sistema.
Jimmy se inclinó hacia delante y bajó el tono de su voz hasta situarla en
las esferas de lo confidencial.
—No te ofendas, Juan, pero la barriada que me estás proponiendo es lo
que se llama la «Pequeña Colombia». Los polis lo saben. Os encontraréis en
todo momento con coches-patrulla y policías, tanto uniformados como de
paisano. —Jimmy señaló hacia la ventana, desde donde se divisaba el tráfico
intenso de la Madison Avenue—. Precisamente aquí, en medio de Manhattan,
es el mejor lugar. Todo lo que pasa por aquí es la Policía de Tráfico, los
urbanos repartiendo tiques de aparcamiento.
Como bien sabía Bruno, el lugar estaba también muy concurrido, por lo
que resultaba ideal para filmar la escena con una cámara oculta.
Su prudencia impresionó a Ospina. «Este tipo —se dijo— es realmente
riguroso, astuto».
—Escucha, Jimmy, me gustaría utilizar a mi propio hombre de enlace
para que trabajase con tu amigo César. A Ramón, un hombre que conoce a
uno de tus amigos.
Durante unos instantes, Jimmy Bruno pareció quedar desconcertado.
—¡Ah! —exclamó—, ¿te refieres a Ray Marcello, al chico que fue a la
escuela con mi socio? No tengo ninguna objeción que hacer.
«Ninguna en absoluto», pensó, sintiendo un vivo placer.
—Y ahora, ¿a dónde quieres enviar el dinero?

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Ospina sacó una hoja de papel en la que llevaba anotados una serie de
números.
—A esa cuenta del Banco de Occidente de la ciudad de Panamá.
La entrega tuvo lugar finalmente el viernes a las diez y media de la
mañana, frente al número 333 de la Calle 56 Este. El correo colombiano
reconoció a César Rodríguez por la descripción que tenía de él y por la
matrícula de su automóvil. Abrió el maletero de su coche, sacó un maletín y
se lo entregó al agente de la DEA. Al otro lado de la calle, desde una
furgoneta, otro agente de la DEA filmó la operación.
César, que era otro agente de la DEA, designado por la Sección Seis de su
central neoyorquina, puso el maletín en su automóvil y arrancó, esperando
que los colombianos le estuviesen siguiendo. En caso de que le siguieran,
advertirían que se dirigía directamente al Banco, sin hacer parada alguna.
Tal como Gómez había supuesto, la suma que había en el maletín, de
101 000 dólares, era pequeña viniendo de los colombianos. Fue ingresada en
la cuenta de una compañía panameña que había fundado la DEA hacía
algunas semanas, y luego emprendió su camino a través del sistema bancario,
pasando por dos Bancos estadounidenses, con el conocimiento y cooperación
de los mismos, antes de ser transferida telegráficamente a Panamá. Cada paso
a lo largo de ese camino fue legal. Pasados siete días laborales desde que
César depositó el dinero, Clara Méndez, la directora de la filial del Banco de
Occidente de la ciudad de Panamá, llamó a su amigo y cliente don Eduardo
Hernández a Medellín.
—Ya ha llegado la transferencia que estabas esperando —le dijo,
comunicándole la suma que había sido depositada en su cuenta.
Hernández no cabía en sí de gozo. La transferencia había durado su
tiempo, pero la cantidad era exacta y el procedimiento había funcionado
exactamente como se suponía que debía funcionar. Habían dado con un nuevo
e importante vehículo para sacar dinero de los Estados Unidos.
—¿De dónde vino la transferencia telegráfica? —preguntó.
—Del «Morgan Guaranty Trust» de Nueva York.
Hernández no pudo reprimir una sonrisa. El señor Jimmy Bruno operaba
con banqueros de primera. Tenía que ser muy astuto. Si había alguna
institución a la que el Gobierno de los Estados Unidos jamás inspeccionaría,
en busca de irregularidades bancarias, ésa era la «Morgan Guaranty».

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LAS CINTAS DE LIND
Extracto n.º 10

Todo el mundo ha pasado por momentos que quedan grabados con tal
claridad en la memoria, que siempre pueden ser evocados, con profusión de
detalles, cada vez que se desea. Algunos estarán relacionados con sucesos
públicos. Preguntad a cualquier ciudadano de los Estados Unidos, que tuviese
más de diez años el 22 de noviembre de 1963, qué estaba haciendo cuando le
llegó la noticia de que el presidente Kennedy había sido asesinado, y
comprobaréis que podrá reviviros su experiencia con todo lujo de detalles.
Otros momentos, como aquel instante, tan terrible para mí, en que me
llegó la llamada de Pedro, defínen las líneas divisorias de nuestras existencias
privadas. Aquel día, acababa de volver del almuerzo y había empezado a leer
mi «Boletín de Circulación Restringida de la NSA», con la información
confidencial de las escuchas telefónicas realizadas las veinticuatro horas del
día a mis parroquianos iberoamericanos. Comoquiera que la mayoría de los
personajes importantes del mundo sabe desde hace años que todas las
comunicaciones transmitidas por microondas son interceptadas por tres o más
agencias de Información, en tales conversaciones suele decirse muy poca
cosa. El resultado de tales intervenciones suele tener por contenido
revelaciones excitantes sobre las vidas y los pecadillos de personajes de
segunda categoría. No hay grandes secretos, pero su lectura puede convertirse
fácilmente en un vicio. Cuando George Bush dirigía la Agencia, no se le
podía despegar de las transcripciones en las que se explicaba cómo Leonid
Breznev imitaba el habla infantil para dirigirse a su amante.
Acababa de iniciar mi lectura de ese día, cuando entró mi ayudante.
—Un tal señor Pedro Boyd acaba de llamar por la línea de mensajes —me
informó—. Dice que ha de hablar contigo urgentemente. He de decir que, por
el tono de su voz, parecía más bien muy excitado.
La chica me puso una hoja de papel sobre el escritorio.
—Le gustaría que le llamases a este número.
Tan sólo había un medio por el que Pedro Boyd podría haberse enterado
de mi teléfono de contacto: por su hermana Juanita. Si el hombre quería
hablarme con urgencia, tenía que ser porque ella se lo había pedido. Pero ¿por
qué?, ¿por qué no me había llamado ella?
Le llamé inmediatamente.
—Señor Lind —gritó el hombre, pronunciando mi apellido en un tono
jadeante—. ¡Gracias a Dios que me ha llamado! ¡Le ha sucedido algo terrible

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a mi hermana Juanita!
Podía palpar literalmente su preocupación al otro extremo de la línea.
«Se ha estrellado con su maldito avión —pensé—. O ha desaparecido en
el mar con el Quasimodo».
—¿Qué ha ocurrido?
—¡Ha desaparecido sin dejar rastro hace tres días!
—¡Dios mío, no!
—Sí, sí. Acabo de enterarme de lo que le ha ocurrido. Ha sido arrestada
junto con dos de sus amigos.
—¿Por qué?
—Por conspirar para derrocar al Gobierno.
—¡No puedo creerlo!
La conmoción que revelaba mi voz era real; mi incredulidad, por
desgracia, no lo era. Mientras se me revolvía el estómago, recordé lo que me
dijo en el Quasimodo sobre la lucha por la libertad. Evidentemente, había
tomado en serio sus palabras. Ella y sus amigos habían tratado realmente de
desembarazarse de Noriega.
—¡La han recluido en la cárcel «La Modelo», sin juicio! ¡Por cinco años!
—¿Y cómo demonios pueden hacer eso?
—El hijo de puta del dictador que dirige este país acaba de promulgar una
nueva ley —le explicó el hermano—. Cualquier persona acusada de
calumniar al Estado es condenada automáticamente a cinco años de prisión.
Sin juicio. Sin sentencia. Nada. Todo lo que necesitan es la acusación y uno
queda condenado.
»Es así como trata a las personas —prosiguió, mientras su voz empezaba
a quebrarse—. ¡Señor Lind! —exclamó sollozando—. ¡Mi hermana jamás
soportará cinco años en una prisión panameña!
No tenía necesidad de decírmelo, sabía lo suficiente sobre la clase de
sistema penitenciario que había implantado CP/BARRERA/7-7 como para
darme cuenta de que no exageraba. Los cánones de justicia en la Panamá de
Noriega eran de ese tipo en el que se concede al acusado el derecho a guardar
silencio mientras sea capaz de resistir la tortura.
—He llamado al embajador Briggs, pidiéndole ayuda —prosiguió Boyd
—, pero Noriega jamás le hace caso. A la única gente que hace caso es a los
generales del Pentágono y a sus amigos de la CIA. ¿No conoce algún general
de las Fuerzas Aéreas, a través de su trabajo, que pudiese ayudar a mi
hermana? ¡Señor Lind, por favor, por el amor de Dios! ¿Puede hacer algo por
ayudarla?

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—Señor Boyd —contesté, mientras trataba todavía de asimilar la
enormidad de lo que me había revelado—, ciertamente que ayudaré en todo
lo, que pueda, créame. Me pondré en contacto con usted.
Colgué y me hundí en el sillón, conmovido y desconcertado. Fuera, el frío
de finales de enero había despojado de casi todas sus fuerzas a los rayos del
sol, convirtiendo la claridad de la tarde en un pálido sudario.
La cárcel «La Modelo»: se trataba de una fortaleza del tamaño de una
manzana de casas, su interior era un enorme laberinto de grandes celdas
comunes que olían a orines, excrementos y sudor. Habrían arrojado a Juanita
a uno de esos cuartos al igual que se arroja la carne a una manada de perros
hambrientos; el breve comentario de alguna celadora sádica habría hecho
saber a las compañeras de celda de Juanita que esa princesa rabiblanca había
sido despojada de su manto protector porque era una presa política. ¿Y los
guardias, habrían recibido la consigna de que podrían utilizarla en las oscuras
horas de la noche?
¿La mantendrían allí durante los cinco años de su condena? ¿O la
enviarían a algún lugar como la prisión y campo de concentración de la isla
de Coiba, donde Noriega había establecido recientemente, a instancia nuestra,
un campo de entrenamiento secreto para la contra? ¿Qué quedaría de ella
después de cinco años allí, después de sesenta meses de trabajos forzados y
mala alimentación, de enfermedades y calor insoportable, de crueles castigos
físicos por la más mínima falta?
¿Cómo podía permitir que le sucediese eso a una mujer a la que amaba
tan apasionadamente? ¿Cómo podía permitir que ese cuerpo que tanto me
había dado fuese sometido a tal brutalidad y degradación? Durante un rato
permanecí sentado, pensando en lo que podía hacer, a solas con la más
incómoda de todas las compañías: mi conciencia.
Hay algo que podía hacer. Podía decir a Hinckley que tenía un negocio
urgente en Panamá, ir a la base aérea de Andrews y obtener un vuelo para
Howard. Una vez en Panamá, podría ponerme en contacto con Noriega y
decirle que necesitaba verle inmediatamente.
Si le pedía que pusiese en libertad a Juanita, lo haría en menos que canta
un gallo. Pero no por compasión hacia ella. No por amistad hacia mí. Lo haría
porque esto le proporcionaría algo mucho más valioso que lo que hubiese
podido haber ganado manteniendo a Juanita y a sus amigos en la cárcel.
Noriega coleccionaba las debilidades de los demás como un entomólogo
recolecta insectos raros. Atesoraba esos defectos, los ocultaba, los guardaba
como instrumentos que podría emplear algún día para obligar a otros hombres

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a hacer su voluntad. Pedirle en la más estricta confianza que me hiciese ese
favor personal significaría entregar mi debilidad, mi punto vulnerable, a su
colección. Quedaría en deuda con él, y Noriega jamás olvidaba ni perdonaba
una deuda. Llegaría el día en que me la reclamaría.
Durante quince años yo había sido el hombre de la CIA que lo controlaba
y él había sido mi agente. A partir del momento en que le pidiese ese favor,
nuestros papeles se modificarían. Sentado en mi despacho, contemplando el
pálido paisaje invernal, me asaltó una imagen. Fue aquella imagen que me
hizo sentir atracción por primera vez por Noriega, haría ya quince años, la del
conmocionado y contrito obispo, sentado en su automóvil mientras el capitán
Noriega contemplaba el cuerpo de la anciana que el clérigo acababa de matar.
Muchas fueron las voces que se alzaron en Panamá en contra del Gobierno
autocrático de CP/BARRERA/7-7, pero la del obispo no se encontraba entre
ellas. ¿Qué crimen me obligaría a contemplar en silencio a cambio de la
libertad de Juanita?
Desde un punto de vista profesional, el hecho de ir a ver a Noriega sería
una violación flagrante de todas las reglas de la Agencia, de todos los
principios que se supone deberían gobernar mi conducta como agente secreto.
Sería una ruptura tan monstruosa de todas las normas de la Agencia, una
transgresión tan grave, que si llegase a ser conocida conduciría
inmediatamente a mi expulsión de la CIA.
Lo que la Agencia esperaba de mí en una situación como ésa era un
silencio estoico, independientemente de lo doloroso y desagradable que
pudiese resultar todo. Vivíamos en un mundo cruel. Se suponía que teníamos
que desarrollar un interior de acero, una especie de callosidad que envolviese
nuestras almas y a la que pudiésemos apelar para que nos protegiese en
momentos como ése. Mi deber consistía en no hacer nada, en seguir en mi
despacho y fingir que ignoraba lo que sabía.
Supongamos que presentaba mi dimisión y me iba a ver a Noriega. Se
reiría de mí, primero por haber sido tan estúpido como para actuar en defensa
de un principio, segundo porque ya no le serviría para nada, sería el Sansón
despojado de su cabellera.
Sin embargo, si seguía tranquilamente en mi despacho sin hacer nada, en
caso de que Juanita llegase a sobrevivir a ese infierno, ¿cómo iba a poder
volver a mirar a esa mujer a la cara? Pero lo más importante, ¿cómo me iba a
poder mirar de nuevo en el espejo?
El teléfono interrumpió mis angustiosas reflexiones. Esta vez era una
llamada regular de Sarah Jane. Estaba radiante, lo que resultaba extraño en

Página 364
esos días. Mis preocupaciones por Juanita, mi alejamiento y mi indiferencia
ante nuestra relación había comenzado a proyectar una larga sombra sobre
nosotros.
—He decidido probar esa receta que me dieron sobre la nueva crema de
salmón para la cena de esta noche —me informó.
Me había olvidado completamente de que habíamos invitado para la cena
a su amiga y compañera de andanzas culinarias Antonia Esterling y a su
marido. Me levanté y me fui con el teléfono hasta la ventana. Contemplé
durante algunos momentos la tristeza del paisaje envuelto en esa especie de
penumbra que Utrillo utiliza en sus escenas invernales.
—¡Jack! —gritó de repente—. ¿Estás ahí? ¿Me oyes?
—Sí, querida, lo siento. Te oigo, pero es que acaba de interponerse un
problema grave. Tengo que salir de la ciudad.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—Pareces trastornado.
—Lo estoy. Y mucho.
Sarah dio un suspiro. Al igual que la mayoría de las mujeres de los
empleados de la Agencia, se había acostumbrado desde hacía años a llevar
una vida en la que tan sólo se tenía la certeza absoluta de que lo inesperado
sería norma de existencia.
—¿Pasarás por casa antes de marcharte?
Para casos como ése tenía un equipo de viaje de emergencia.
—No lo sé.
—Bien, supongo que tendremos que probar esa receta en otra ocasión.

NUEVA YORK

«Buscas —pensó Ramón—. ¿Cómo demonios hacía la gente para traficar


con droga antes de que se inventasen los buscas?». Se encontraba junto a Juan
Ospina en la segunda planta de la tienda de radiotelecomunicaciones de la
Avenida Roosevelt en Queens, que se especializaba en la venta de esos
utensilios indispensables para el narcotráfico: los teléfonos celulares
indetectables.
—Éste es el localizador más moderno que tenemos —explicó el vendedor
a Ospina—. Recibe su señal de un satélite, lo que significa que puede ser
incorporado a todas las redes celulares del país. No existe prácticamente

Página 365
ningún lugar al que usted vaya con este objeto en el que pueda quedarse sin
comunicación.
Colocó el aparato en las manos de Ospina con el gesto reverencial de un
joyero de la 47th Street mostrando un diamante particularmente valioso.
Ramón advirtió que no era mucho mayor que el mando a distancia de un
televisor.
—La belleza de este objeto es que tiene una pantalla de doce dígitos —
ensalzó el vendedor—. ¿Y qué significa eso?, puede preguntarme. Se lo diré.
Entre los dos podemos elaborar un código que no conozca nadie. Yo tengo un
localizador y usted tiene otro. Y ahora deseamos mantener una conversación
privada. Quizá de teléfono público a teléfono público, ¿correcto? Usted me
llama por el localizador, me comunica en código que quiere hablarme, dónde
y cuándo. Luego se va a la cabina telefónica de la esquina, marca el número
que le he dado de otra cabina y, ¡bingo!, ahí estoy yo. Ahora podemos charlar
un ratito y nadie nos escuchará ¿sabe lo que quiero decirle?
«Hay que ser un animal de bellota para no saberlo», pensó Ramón. Todos
los involucrados en el comercio de la droga, desde Pablo Escobar hasta el
último camello de los bajos fondos, eran aficionados a estos juguetitos.
—¿Cuánto cuesta? —preguntó Ospina.
—129,99 dólares.
—Me llevaré una docena.
«Ante un encargo de tal magnitud —se dijo Ramón para sus adentros—,
podría esperarse al menos del vendedor que nos dirigiese una sonrisa». Pero
no lo hizo. Reaccionó como si vendiese de golpe una docena de localizadores
media docena de veces al día, lo que bien podría ser el caso, como pensó el
informante confidencial.
Ospina pagó en metálico, lo que tampoco pareció sorprender al vendedor,
y ambos regresaron a la Avenida Roosevelt.
—Ven —dijo, señalando al otro extremo del bulevar— tomémonos una
cerveza en el «Chibcha».
—¡Pero, coño, si son las cuatro de la tarde! Está cerrado.
—No para mí. El propietario es un paisa. Nos dejará entrar.
El club nocturno estaba desierto. De un modo extraño, el silencio en aquel
aposento lóbrego y cavernoso resultaba tan ensordecedor como el estruendo
de una salsa frenética cuando el local vibraba a media noche bajo la energía
latinoamericana. Ramón advirtió que de la pared del fondo colgaba un
banderín del Club Nacional de Fútbol de Medellín. Su propietario era Pablo
Escobar. Ospina se dirigió a una mesita apartada y pidió dos cervezas.

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—Escúchame, Ramón —dijo Ospina una vez que les hubieron traído las
cervezas—. He estado hablando con nuestro amigo don Eduardo. Te envía sus
más calurosos saludos. Piensa que ese asunto de Jimmy Bruno que nos
conseguiste va a resultar muy provechoso para todos. Quiere que sepas que
está muy contento por el modo en que han empezado a funcionar las cosas.
Ramón bebió un trago de su botella de cerveza e hizo un gesto de
asentimiento. Estaba enterado, por supuesto, de la primera operación. Pero si
Ospina le dirigía una alabanza como ésa, sería porque iba a proponerle algo
gordo. Cosa que hizo. Desde luego.
—Necesitamos a alguien aquí para que nos coordine la operación. Para
que trabaje con la gente de Jimmy Bruno y se encargue de que todo salga
bien.
Ospina se inclinó sobre la mesa, tal como solían hacer los clientes durante
la noche para poder entenderse pese al estruendo de la música.
—Don Eduardo y tus amigos en Medellín desean pedirte que lo hagas por
ellos.
—Pensé que ésa era la causa de que te hubiesen enviado aquí.
Su interlocutor colombiano meneó la cabeza.
—Me han encomendado otra misión.
Sus palabras —y Ramón lo sabía perfectamente— no eran una súplica.
Eran una orden, una orden que no sería prudente rechazar. No con una mujer
y dos niños esperándole en Bogotá. Había querido encontrar un camino para
ampliar su oficio de informante, y así hacerse más valioso a la DEA. Pues
bien, lo había encontrado. Ahora estaba entre la espada y la pared. Cuando se
juega con esa gente, hay que jugarse el todo por el todo. ¿Y si algo salía mal,
si algún policía idiota era visto mientras vigilaba, si la DEA empezaba a
detener gente? ¿No se olerían los de Medellín la presencia de una rata? ¿De
una rata llamada Raymond Marcello?
Por otra parte, si se iba a ver a Kevin Grady y le decía: Escucha, no puedo
hacer eso, Grady le respondería: Perfectamente, pero ¿puedes pasarte
veinticinco años en el penal de Marion?
—Y por supuesto, los de Medellín se preocuparán de que estén cubiertas
todas tus dietas, de un modo generoso —le aseguró Ospina—, y recuerda que
tú y Paco tendréis vuestra tajada de todo lo que pase por ese canal.
Ramón dirigió a Ospina esa especie de mueca estúpida que siempre ponía
como sello de su derrota.
—Pues bien, ¿cuándo empezamos?

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LAS CINTAS DE LIND
Extracto n.º 11

Comoquiera que llegué a Panamá precipitadamente y sin anunciarme,


decidí no ponerme en contacto con nuestra base en Corozal. No veía motivo
alguno de por qué iba a tener que comunicar al embajador que me encontraba
en la ciudad y que pensaba reunirme con Noriega.
Sin embargo, acordar un encuentro con él resultó ser algo más difícil de lo
que me había imaginado. Tony se encontraba en la provincia de Chiriquí con
uno de sus amigos estadounidenses, un antiguo gánster de Chicago llamado
Hank Lerner a quien Noriega había dado la concesión de las máquinas
tragaperras de Panamá. Los dos estaban construyéndose por allí un hotel
lujoso.
Nos reunimos finalmente en su escondrijo secreto, en el edificio 152, el
viejo bungalow de la compañía del canal junto a la carretera desde la que se
divisaba la entrada al canal. El lugar tenía esa clase de techo de madera
abovedado que puede encontrarse en las casitas junto a las playas de Maine.
Cosa curiosa, teniendo en cuenta su función primaria, estaba equipado con
camas de matrimonio. Cuando llegué, una de esas camas estaba sin hacer y
exhalaba un hedor especial a perfume barato y sexo reciente que penetraba en
la atmósfera. Era evidente que un encuentro de diferente índole tuvo que ser
suspendido por nuestra reunión. Y es que nadie hasta ahora ha podido acusar
a CP/BARRERA/7-7 de no haber sabido cuáles eran sus prioridades.
Dado que no quería hacerle más evidente de lo necesario el motivo real de
mi visita, me puse a repasar los años que veníamos trabajando juntos, con el
fin de que ese encuentro, aun cuando súbito, pareciese ser otra más de
nuestras reuniones periódicas.
Nuestra base, le dije, se dirigiría a él en las próximas dos semanas para
pedirle tres pasaportes diplomáticos panameños. Usábamos a veces esos
pasaportes de un modo muy eficaz como cobertura para nuestros agentes que
circulaban por la Europa Oriental y por el Tercer Mundo. Noriega, que nos
los proporcionaba por un precio, me aseguró que estarían listos.
Luego le informé de los adelantos en la operación de intervenciones
telefónicas que habíamos discutido durante mi última visita. Habíamos
obtenido el permiso y los fondos necesarios. La Agencia estaba dispuesta a
supervisar la construcción de las instalaciones con su propio personal técnico.
El tercer asunto, también el último, era de índole más delicada, pero
conduciría casi de un modo natural a mi solicitud para que pusiese en libertad

Página 368
a Juanita. El Gobierno de Noriega se había convertido en algo embarazoso
para ciertos círculos en Washington. A fin de cuentas, no podíamos poner el
grito en el cielo, acusando a los sandinistas de no haber restaurado la
democracia en Nicaragua, mientras pasábamos por alto el hecho de que
nuestro sátrapa estaba dirigiendo una dictadura militar en Panamá. Panamá
era tanto un satélite de los Estados Unidos como Nicaragua lo era de la Unión
Soviética. De todos modos, probablemente en este caso ganábamos por un
tanto a los soviéticos. Daniel Ortega sería un chiflado marxista, pero dudo que
hubiese estado alguna vez en la nómina del KGB.
En su defensa he de decir que Tony comprendió la situación. Como
señaló, el problema, tanto desde su punto de vista como del nuestro, era
doble. Por un lado, teníamos que encontrar a un candidato que pudiese ganar
unas elecciones; por el otro, tenía que ser lo suficientemente dócil o lo
suficientemente imbécil como para dejar el poder real en Panamá donde ahora
se encontraba: en el despacho de Noriega. No nos podíamos permitir
simplemente que en Panamá estuviese de Presidente algún cretino de
izquierdas, que se dedicase a gritar sobre el mal uso que hacíamos de nuestras
bases en la zona del canal para dar apoyo a la guerra de la contra. Esto haría
saltar por los aires lo que ya en esos momentos era un programa cada vez más
controvertido.
—He pensado en eso —me aseguró.
Noriega había tomado en consideración y luego rechazado a dos posibles
candidatos. Me preguntó si podíamos hacerle alguna sugerencia.
Había, efectivamente, un nombre que circulaba en Washington, el de
Ardito Barletta, alias Nicky, un distinguido economista y funcionario del
Banco Mundial, que había sido estudiante en la Universidad de Chicago
cuando el secretario de Estado George Schultz daba clases en esa institución.
No era dócil, pero era políticamente ingenuo, y después de dieciséis
desenfrenados años de gobierno militar, a Panamá no le vendría nada mal la
disciplina de un buen economista.
—He oído hablar de él —me dijo—, le echaré un vistazo.
Había llegado el momento de presionar un poco a Tony. Tomé un largo
trago de «Old Parr» y luego hice una aspiración profunda, sabiendo que
estaba a punto de cometer el más grave pecado profesional de mi carrera.
—Tony —le dije—, quiero pedirte un favor. Se trata de algo
estrictamente personal. Nada tiene que ver con la Agencia.
—No hay problema.

Página 369
Le expliqué la situación de Juanita y de sus dos amigos y le pregunté si
sería posible liberarlos silenciosamente de la cárcel.
Tony frunció el ceño. Hasta el día de hoy no sé si aquello se debió al
enfado por lo que le pedía, al disgusto que le provocó escuchar tales nombres
o porque se esforzaba en recordar en qué cárcel se encontraban y por qué los
había encerrado.
—Sí, claro —dijo finalmente—. Sé de quién estás hablando. ¿La
conoces?
—Sí —admití—. Es una amiga mía.
Sus negros ojos reptilianos parpadearon. A Noriega no se le podía pasar
por la cabeza que entre un hombre y una mujer pudiese existir una relación
platónica, por lo que no dudó ni un momento de la naturaleza de esa amistad.
Creo que lo único que le sorprendió e irritó fue que sus espías no le hubiesen
informado ya de nuestra aventurilla.
—Será un poco difícil de explicar, pero por ti, Jack, lo haré —me dijo.
Y entonces se puso en pie y se dirigió a su teléfono. Habló con el director
de «La Modelo» y le pidió que soltase inmediatamente a los tres detenidos.
Le ordenó además que hiciese conducir a Juanita hasta su apartamento en un
vehículo de la Policía.
—¡Y no me preguntes el porqué! —gritó por el teléfono—, limítate a
hacerlo.
Noriega dio un suspiro, sirvió otros dos vasos de whisky, chocó su vaso
con el mío y me hizo un guiño.
—Son una pandilla de perturbadores aficionados. Pero hazme un favor,
¿quieres? A partir de ahora manténla alejada de mi camino.
Estuvimos charlando un rato más y luego Noriega miró la hora.
—Estará en su casa dentro de un cuarto de hora. Será mejor que te vayas
allí y disfrutes de su gratitud —me dijo con una sonrisita impúdica.
Ya en el umbral de la puerta, me pasó fraternalmente el brazo por los
hombros, algo a lo que jamás se hubiese atrevido antes. Más que cualquier
otra cosa, aquel gesto sellaba el cambio en la naturaleza de nuestras
relaciones.
—¡Esas mujeres! —exclamó, echándose a reír, mientras una sonrisa
maliciosa iluminaba sus taciturnas facciones—. Pueden realmente volver loco
a un hombre, ¿no te parece?
Estreché a Juanita entre mis brazos cuando me abrió la puerta de su
apartamento. Se mostró extrañamente indiferente. ¿Acaso los horrores de «La
Modelo» habían logrado doblegar ese espíritu de independencia suyo que yo

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tanto admiraba? Durante unos instantes aparté de mí ese pensamiento y
disfruté de la inmensidad de mi alivio al tenerla de nuevo entre mis brazos,
sana y salva, sintiendo otra vez su cuerpo apretado contra el mío.
Nos besamos y luego nos separamos lentamente. Me contempló con
expresión de dolor y preocupación, mientras sus ojos reflejaban, sin duda
alguna, tristes reminiscencias de «La Modelo». «¡Qué extraño! —pensé—.
Tendría que estar sorprendida de verme». Pero no parecía estarlo. En realidad,
era como si me hubiese estado esperando.
—Tu hermano Pedro me llamó y me dijo lo que había ocurrido. Tomé el
primer avión que pude conseguir para Howard y hablé con un general de la
aviación al que conozco. Espero haber hecho bien.
En silencio, se desprendió de mi abrazo y se dirigió al sofá del salón.
Llevaba todavía las ropas con las que había sido arrestada, unos pantalones
tejanos, cubiertos de mugre y suciedad, y una blusa de algodón, en la que
faltaban los dos primeros botones, que le habían sido arrancados, imaginé. La
blusa también estaba llena de inmundicia. No llevaba maquillaje, por
supuesto, tenía el cabello despeinado y pude darme cuenta, por su olor, que
no se había lavado desde hacía días. En «La Modelo» esto nada tenía de
sorprendente. Su rostro se veía pálido y ojeroso, pero al contemplar su cuerpo
y sus ropas no vi señales de cardenales, tampoco restos de sangre reseca. Sus
cicatrices, al parecer, las llevaba en el alma. Se sentó, reclinó la cabeza en el
sofá y me contempló con una expresión tan distante, que el adjetivo más
caritativo que se me ocurre para describirla es el de soñadora.
—Jack —me dijo, rompiendo el embarazoso silencio que se había hecho
entre los dos—, ya es hora de que acabemos con esta farsa. Sé quién eres, sé
para quién trabajas. Y lo sé porque Noriega me lo ha hecho saber.
—¿Y cómo sabes todo eso?
—Porque Noriega me llamó hace diez minutos y me lo contó.
«¡El muy hijo de puta!», pensé. Ahora no me cabía duda de que me había
hecho ese favor en parte también por perversidad. Se habría imaginado que
Juanita no sabía que yo era de la CIA. ¿Por qué dejarla en la ignorancia de
una realidad que tendría necesariamente que trastornarla? Había sido también
su modo de revelar a Juanita con qué amigos poderosos contaba. Tú y tus
camaradas estáis luchando contra molinos de viento al tratar de derrocarme,
era lo que le estaba diciendo. Los gringos jamás me dejarán caer.
Durante un rato no le contesté. ¿Qué podía decirle? Negarlo todo hubiese
sido una pérdida de tiempo. ¿Debería decirle: lo siento mucho, pero soy un
agente de la CIA? No sería verdad, porque no lo lamentaba. Ser un empleado

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de la Agencia tenía sus desventajas, pero en lo que a mí respecta, estar
avergonzado de lo que hacía no era una de ellas.
Finalmente, admití lo que era evidente.
—Es verdad, Juanita. Soy un agente de la CIA. Pero no te estaba
ocultando ese hecho para aprovecharme de ti o porque pensase que el
decírtelo significaría el fin de nuestra relación. Fue debido a que no vamos
proclamando a los cuatro vientos nuestra profesión. El silencio es la regla
esencial de nuestro juego. Tú lo sabes.
—Lo único que sé, Jack, y lo que me hiere profundamente, es que el
hombre al que creí amar ha resultado ser el agente de la nación y de la
organización que han puesto a mi país en manos de tiranos.
—Juanita, si Noriega es un tirano como dices, ¿por qué os ha puesto en
libertad esta noche a ti y a tus amigos?
—No estoy segura de querer conocer jamás la respuesta a esa pregunta,
Jack, pero es un tirano de todos modos. ¿Conoces la ley que aplicó para
metemos en la cárcel durante cinco años? ¿Sin juicio? ¿Sin sentencia? ¿Tan
sólo con una acusación? Una acusación hecha por un delator anónimo. Si un
hombre que hace cosas como ésas no es un tirano, entonces hazme el favor de
darme una definición mejor de lo que significa ser un tirano.
Me dirigí al balcón en el que habíamos estado la primera noche, cuando
regresamos de nuestra gira por Panamá, y contemplé, como hiciera entonces,
el mar acariciado por los rayos de la luna y los barcos esperando para entrar
en el canal. ¿Habíamos llegado al fin de nuestra relación? ¿Era el fin de
nuestro amor el precio que tenía que pagar por haberla rescatado de las
cárceles de Noriega? ¿Acaso no resultaba eso una ironía terrible, aun cuando
perfectamente lógica?
—Mira, Juanita, aparte Noriega y su régimen, hay aquí otro tipo de
consideraciones.
Supongo que ahora le estaba pidiendo que entendiese, o que aceptase al
menos, nuestros actos.
—Por supuesto, Jack, aquí hay otras consideraciones a tener en cuenta. Lo
que está en juego son los objetivos de los Estados Unidos, sus intereses, no
los nuestros. Y como sois más grandes y más fuertes, como estáis
convencidos de tener la razón, como pensáis que disponéis de algún Dios que
os transmite una visión global, nuestros intereses han de quedar subordinados
a los vuestros.
—No se trata aquí del tamaño y la fuerza, Juanita, se trata de principios.

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—¿De principios, Jack? ¿De qué principios de la democracia
estadounidense estamos hablando ahora?
Pensé que había recobrado al menos su típica fogosidad. Era un consuelo
harto amargo, pero consuelo al fin.
—¿Hay libertad de Prensa? ¿De expresión? ¿Derecho a elecciones libres?
¿A que la oposición política pueda expresarse libre y francamente? Pero no
verás que ni uno solo de esos principios sea aplicado en Panamá. ¿Y quién
nos ha despojado de esas libertades? Una dictadura militar a la que tu
Gobierno y la CIA, para la que trabajas, han dado su apoyo, han respaldado y
han ungido con una lluvia de oro desde hace quince años.
Juanita se había levantado del sofá y había venido al balcón a reunirse
conmigo, con los brazos cruzados al pecho, en actitud desafiante, y el mentón
levantado con gesto airado, en la misma actitud que habría adoptado
seguramente cuando se enfrentó a los interrogadores de Noriega.
—En el fondo, Jack, eres una buena persona, y eso es lo que me preocupa
y me desconcierta tanto. ¿Cómo es posible que personas buenas como tú os
podáis engañar hasta el punto de aceptar e incluso tolerar actos de maldad,
crímenes, en el nombre de una especie de principio superior y redentor? ¿Qué
os lleva a justificar lo injustificable ante vuestros ojos, tan despiertos por lo
general?
—Mira, Juanita, ¿no podríamos al menos reducir el problema a sus justas
proporciones? ¡Estamos en Panamá, no en la Alemania nazi, por el amor de
Dios!
—¡Oh, sí!, estoy de acuerdo contigo, Jack, nuestro mal es pequeño,
insignificante, tan sólo una llaga diminuta en la profunda herida que cubre la
superficie de la Tierra. Pero ¿por qué habría de dolemos menos?
—Hay otros males, males que hacen palidecer.
—Por favor, querido Jack, no me invoques a esos bufones de sandinistas
que estáis combatiendo, para justificar tus palabras.
—¿Y qué me dices de esos seres adorables de «Sendero Luminoso»? ¿De
esa gente que desmiembra en la plaza pública a los campesinos que no están
de acuerdo con sus maravillosas teorías marxistas? ¿Es que no te parecen
suficientemente malvados?
—Dime una cosa, Jack. ¿Sabes acaso cómo financia sus actividades
«Sendero Luminoso»?
—Tengo una ligera idea —contesté, pero o bien no me escuchó o bien no
quiso que mi respuesta fuese a interrumpir el flujo de su propia lógica.

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—Imponen un tributo por cada hoja de coca que sale del Perú en
dirección a los Estados Unidos. ¿Y quién es por tanto su oculto socio
comercial? Ese simpático hombrecillo al que fuiste a ver esta noche para
pedirle mi libertad: Manuel Antonio Noriega.
De nuevo quise intervenir, pero podía haberme ahorrado la molestia.
—En la cárcel se oyen muchas cosas, Jack, se aprenden muchas cosas.
Noriega está metido hasta el cuello en el tráfico de cocaína. Probablemente
junto con algunos de vuestros bravos combatientes por la libertad, los de la
contra.
—No lo creo.
—No lo crees porque no quieres creerlo. Porque no te conviene creerlo.
—No lo creo porque nadie me ha dado jamás la más mínima prueba que
justifique esa acusación.
En el calor de la discusión, había olvidado —quizá por conveniencia—
que a principios de los años setenta ya habíamos acallado acusaciones
similares contra Noriega.
—Jack, no te he dado las gracias por haber conseguido mi libertad. Estoy
segura de que ha tenido que ser algo muy difícil para ti, peligroso incluso. Te
estoy muy agradecida. De verdad. ¿Y sabes lo que voy a hacer para
demostrarte mi gratitud?
—No tienes necesidad de hacerlo, Juanita. Nunca me ha gustado que me
den las gracias.
—Te probaré que está involucrado. Y como sé que eres un hombre bueno,
Jack, sé que transmitirás esas pruebas a tu Gobierno. Quizás, al menos
después de eso, dejéis de apoyar a ese hijo de puta de Noriega.
—¡Por el amor de Dios, Juanita! Ten mucho cuidado con lo que haces de
ahora en adelante. Pude ayudarte una vez. No estoy seguro de poder hacerlo
la segunda.
Su rostro, con profundas ojeras, expresaba un enorme cansancio. De
repente dejó caer su cabeza sobre mis hombros.
—Necesito a alguien que me tenga esta noche en sus brazos, Jack —
susurró—. ¿Quieres abrazarme?
—Por supuesto, Juanita —dije, estrechando entre mis brazos su amado
cuerpo.
Se pasó veinte minutos bajo la ducha, quitándose la suciedad y los
recuerdos de «La Modelo». Finalmente, cuando salió del cuarto de baño,
apagó las luces y se metió entre las sábanas, estaba temblando. Acurrucó su

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cuerpo contra el mío más bien como un niño en busca de calor que como la
amante apasionada que podía ser.
—En cierta ocasión llegué a creer que te amaba, Jack —murmuró
acariciándome el pecho con la punta de su nariz—. Si aún queda algo de
aquello, es lo que vamos a descubrir ahora.

NUEVA YORK

—Lo que Ospina hizo —explicó Ramón a su pequeña audiencia— fue


enviar diez de esos buscas a don Eduardo Hernández a Medellín. Hernández
los entregó a Escobar, a los hermanos Ochoa, a Kiki Moneada y no sé a quién
más. Éstos los remitieron de nuevo a los Estados Unidos para sus hombres
encargados de transportar el dinero en Nueva York y en Los Ángeles, ¿OK?
Kevin Grady contemplaba a Ramón con una mezcla conflictiva de
emociones. Parte de sus sentimientos se correspondían a los del policía
endurecido que vigila a su confidente para ver si descubre algún indicio de
vacilación o de querer rehuir el bulto; otra parte se asemejaba quizás a los del
padre que ve regresar a casa al hijo pródigo. Había empezado a cobrarle
cariño. Por lo que Grady podía apreciar, Ramón desempeñaba su papel. Hacía
lo que tenía que hacer, sin jactarse ni enorgullecerse. No era como con los
demás confidentes, que se negaban a renunciar completamente a su pasado y
a los que parecía que había que arrancarles una muela del juicio cada vez que
uno quería sacarles algo.
Grady miró el pequeño grupo que se había reunido en la oficina de la
«Financial Management Services» de Bruno: Ella Jean Ransom, que valoraba
con poco entusiasmo a Ramón; Eddy Gómez, que en ese entorno era más
Jimmy Bruno que el agente de la DEA; y César Rodríguez, un hombre lleno
de ilusiones, pero al que faltaba completamente la práctica. Era, en ese grupo,
el factor desconocido.
—Ospina adjudicó un número a cada localizador —estaba diciendo
Ramón—. Esos números corresponden a los números de teléfono de esta lista
en clave que me dio. —Ramón puso una hoja de papel sobre el escritorio de
Bruno—. No sé lo que habrá al otro extremo de la línea en cada uno de esos
números telefónicos, ni para quién trabajan esos tipos. Ni siquiera conozco los
nombres de las personas que recibieron esos localizadores.
Hizo una pausa para estar seguro de que los agentes de la DEA le estaban
siguiendo en sus explicaciones sobre la maraña que había construido el cartel.

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—El modo en que funciona es el siguiente. Recibo una llamada en mi
busca, ¿de acuerdo? El tipo deja el número de su localizador, digamos el tres,
junto con una hora y un día de la semana. De acuerdo con mi lista, el
localizador tres, que en nuestro caso pertenece al primer tipo que ha llamado,
está identificado con el Código de Área 718, número de teléfono 935.2768.
Yo llamo a ese número desde un teléfono público en el día y en la hora que el
número tres ha dejado en mi localizador.
—Supongo —apuntó Eddy Gómez—, que todos los números de esa lista
que te han dado pertenecen a teléfonos públicos.
—Exactamente —dijo Kevin Grady, interviniendo—, ya hemos
localizado esos diez teléfonos; cinco aquí y cinco en Los Ángeles. Como dijo
Ramón, el primer tipo que llamó fue el número tres, que se corresponde a una
cabina situada en el cruce entre el Northern Boulevard y la Prince Street en
Flushing. —Grady se había sacado una libretita—. Estuvimos vigilando la
cabina en el momento que había indicado el tipo para su llamada y lo
seguimos cuando terminó de hablar. —Dio un vistazo a su libreta—.
Conducía un «Thunderbird» dorado, con la matrícula 940 8Y6 de Nueva
York. Está registrado a nombre de una tal Miss Cindy Velásquez, una
estudiante de Psicología del Queen’s College. Al parecer es la novia del tipo.
Pasó la página de su libreta.
—Lo seguimos hasta lo que parecía ser su residencia, en el número 7101
de la Sutton Street. El apartamento está alquilado a nombre de la chica. Es
colombiana de nacimiento, y nacionalizada en los Estados Unidos. En el
ordenador resultó ser NADDIS negativa. Por lo que sabemos, no tiene
antecedentes. Puede estar involucrada o no.
—¿Y qué pasa con el tipo? —preguntó Gómez—. ¿Qué sabemos de él?
—No gran cosa. Según el comisario se llama Ricky. Lleva viviendo allí
con la chica unos tres meses. El cartero no le ha traído hasta ahora ninguna
carta, por lo que no tenemos ningún nombre más de él.
—¿Crees que la casa estará destinada a guardar el dinero?
—No. La mantenemos bajo vigilancia. No se ve gran movimiento, creo
que se trata del chico encargado de las entregas. Esperemos que vaya a
recoger el dinero de la casa en que lo almacenen para llevarlo al lugar de
entrega que le indiquemos.
—¿Le intervendremos el teléfono? —preguntó César.
Kevin dirigió una mirada despreciativa al joven agente. «Bueno —se dijo
— es una nueva oveja en el corral. ¿Qué otra cosa se puede esperar?».

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—¡Joder, no! ¿A cuento de qué vamos a desperdiciar el tiempo haciendo
eso? Es mejor que entiendas algo ahora. Los colombianos jamás utilizan los
teléfonos de sus casas. Se comunican con teléfonos celulares y con buscas.
Consíguete una orden judicial para intervenir ese teléfono y de todo lo que te
enterarás es de que la chica de Velásquez se queja del dolor que le produce la
menstruación.
»Y ahora —anunció, introduciendo una cinta en el magnetófono que tenía
delante—, aquí tenemos la grabación de cuando nuestro amigo Ramón habló
con ese tal Ricky. Como todos podréis ver, Ricky no es muy locuaz que
digamos.
«—Hola.
»—Hola.
»—¿Ramón?
»—Sí.
»—Te tengo preparadas 925 camisas.
»—OK.
»—Para Z3 370.142.
»—Vale, Z3 370.142.
»—¿Podemos quedar para el mediodía del jueves?
»—OK. Hablaré con el amigo de Jimmy. Creo que se encuentra en un
motel de por ahí, ¿OK?
»—OK.
»—Te llamaré a ese número a las seis de la tarde».
—Lo de Z3 se corresponde a una cuenta bancaria del Banco de Occidente
de la ciudad de Panamá —explicó Grady, apagando el magnetófono—. Cada
localizador tiene al menos un número. Algunos tienen dos o tres. La cifra 925
significa que van a entregar 925 000 dólares.
Ella Jean dio un silbido de asombro.
—Sí. Ese millón significa que ahora van a entrar en el juego. Y las buenas
noticias son que están de acuerdo en que la operación se lleve a cabo en la
habitación de un motel, donde podremos filmarla. Hay uno que se llama
«Best Wester», en la Interestatal 278, a la altura del mercado de Hunt’s Point.
César, irás allí y alquilarás una habitación. Ramón comunicará a ese tipo el
número de tu cuarto y el lugar en que se encuentra el motel, cuando lo llame a
las seis. Los técnicos llegarán por la tarde para instalar los aparatos.
Grady se dirigió a Gómez:
—Tenemos a los del Departamento de Policía de Nueva York encargados
de la vigilancia de Ricky. Les hemos explicado que en todo este asunto habrá

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trabajo para ellos, como participación en los arrestos o detenciones que
puedan llevar a cabo solos. Esperemos que Ricky se detenga mañana en la
casa en que guardan el dinero para recoger la pasta cuando se dirija al motel,
con lo que tendríamos eso para empezar.
Kevin se puso en pie y se desperezó, alzándose sobre la punta de sus pies.
Cada vez que se enfrentaba a una operación prometedora le asaltaba un
agradable sentimiento de excitación, esa especie de reto que precede al
combate. No se trataba de ningún juego, pero Kevin sabía que entre sus
funciones de dirigente estaba la de infundir entusiasmo a todos, ser como el
entrenador que prepara su equipo para un partido importante.
—Bueno, chicos —dijo para concluir—, creo que aquí tenemos un caso
importante. Quizá muy importante. Que ninguno de nosotros vaya a joder la
marrana.
Cuando se disolvió la reunión, Grady advirtió que Ramón se rezagaba,
como si algo le rondase por la cabeza y no supiese exactamente cómo
expresarlo. Se acercó a su confidente y le tocó en el hombro como por
casualidad.
—Éste no era el lugar para decirlo, Ramón, pero déjame que te diga que
estás haciendo un trabajo formidable para nosotros. No lo olvidaremos.
Sus palabras produjeron en los ojos de Ramón un destello de gratitud.
Tenía un rostro de marcadas facciones, en el que sus ojos negros se hundían
en profundas cuencas; y ahora ese rasgo se veía acentuado por las oscuras
ojeras producidas por la falta de sueño. «Este hombre está preocupado —
pensó Grady—, el esfuerzo empieza a notársele». Las siguientes palabras de
Ramón confirmaron lo que pensaba.
—¿Podríamos hablar? ¿En privado?
—Por supuesto. Pensaba precisamente ir a tomar un café con Ella Jean en
la acera de enfrente. ¿Te parece bien que nos acompañe? Es de los nuestros.
En realidad, Kevin no había pensado ir a tomar café con Ella Jean ni con
persona alguna. Pero era práctica habitual en la DEA que dos agentes al
menos hablasen a la vez con un confidente. Así se rebajaban las posibilidades
de cualquier equívoco posterior. Ramón titubeó durante unos instantes y
luego mostró su conformidad. Ocuparon una mesita en un rincón de una
cafetería de la avenida Madison. Cuando les sirvieron el café, Ramón puso
sus preocupaciones sobre la mesa.
—Estoy muy preocupado por mi mujer y mis hijos en Bogotá. Me
pregunto si no debería sacarlos de allí.

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Luego les habló de su conversación con Ospina, de las posibles
consecuencias mortales que podía tener el papel de enlace que había
aceptado.
—¿Sabía tu mujer que estabas metido en el tráfico de drogas? —le
preguntó Grady.
Ramón denegó con la cabeza.
—¿Así que ahora tampoco sabe que trabajas para nosotros?
Ramón denegó de nuevo con la cabeza.
—¿Cómo le explicas todas tus largas ausencias? —preguntó Ella Jean.
—Le digo que me voy de viaje de negocios. Bienes raíces.
—¿Y no quiere saber nada de dónde te encuentras y de lo que andas
haciendo?
Ramón dirigió una mirada respetuosa a la agente negra.
—Así son las mujeres latinoamericanas. No hacen demasiadas preguntas.
—Ramón —dijo Grady—, ya te dije en Aruba que si las cosas se ponían
ardiendo, nos traeríamos a tu mujer y a tus hijos y los pondríamos bajo el
Programa de Protección de Testigos. Te lo dije en serio. Estamos dispuestos a
hacerlo. Pero antes de que podamos hacerlo, tendrás que aclararle lo que le
espera aquí.
Ramón guardó silencio. Era algo en lo que aún no había pensado. Una
realidad como muchas que parecían echársele encima en esos días desde cada
ángulo de esa caja llamada vida.
Kevin pudo advertir claramente lo que pasaba por la mente del otro.
—Aquí hay otra cosa, Ramón, y no estoy tratando de enredarte al
decírtela. Una operación secreta siempre sale mejor cuando todo permanece
completamente normal, cuando no hay ningún cambio en la vida de nadie.
Esos tipos del cartel no tienen ningún motivo para sospechar que te hayas
pasado al otro bando. Jamás has sido detenido. Y por lo que pueden saber,
incluso jamás has sido procesado. Quiero que las cosas sigan así.
—Sí, pero ¿qué ocurrirá cuando empecéis las detenciones?
—Eso no ocurrirá mañana. La idea que tenemos es la de recabar datos,
hacer una lista de delincuentes, lo más larga que podamos, preparar un buen
sumario y luego asestar un buen golpe. Claro está que la Policía de Nueva
York y de Los Ángeles practicará algunas detenciones. Pero se tratará de
elementos marginados, en los que no habrá ninguna persona que haya sido
vista contigo o que trabaje contigo.
»Y ahora supongamos que te traes aquí a tu mujer y a tus hijos la próxima
semana. La mujer de tu amigo Paco llama a tu mujer para saber qué tal se

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encuentra y he aquí que no hay nadie en la casa. La gente ha desaparecido.
¿No piensas que eso despertaría sospechas en Medellín? Ya no podrán poner
la mano encima de tu mujer y a tus hijos, pero puedes tener la certeza
absoluta de que entre los dos mil asesinos a sueldo de que disponen, alguno
tendrán que puedan meter en el primer avión que parta para los Estados
Unidos con la misión de hacerles el trabajo sucio.
Ramón se dio un masaje con las yemas de los dedos en sus palpitantes
sienes.
—Sí, bien, no sé. No sé realmente. Quizá tengas razón.
—Ésta es la primera vez que te infiltras clandestinamente en una
operación, Ramón. Yo he dirigido unas cincuenta operaciones como ésa.
Créeme, salen mejor cuando nadie rompe los moldes, cuando todo sigue
siendo como era.
Ramón se revolvió en su asiento; la preocupación parecía haber sentado
sus reales de modo permanente en su cerebro en aquellos días. Miró a Ella
Jean, como si implorase el consuelo y el consejo femeninos.
—¿Será capaz tu mujer de asumir todo esto si le cuentas lo que está
pasando? —le preguntó—. ¿No irá a cometer una locura que nos eche a
perder la fiesta?
Aquella pregunta conmocionó a Ramón. Era otro nuevo punto de vista
que aún no había tomado en consideración.
—Creo que reaccionará de un modo sensato.
—¿Te ama lo suficiente como para renunciar a todo, a sus amigos, a sus
familiares y a su país, venir aquí y vivir contigo para el resto de su vida?
Ramón emitió un leve gemido. ¿Dónde estaba la salida? ¿Había alguna
vía de escape?
—No lo sé en realidad —murmuró.
Con gesto compasivo Ella Jean le tomó de la mano, que le estaba
temblando.
—Permíteme sugerirte algo —dijo, lanzando una mirada grave antes de
proseguir—. Cuando creas estar preparado para decírselo, vienes a vemos y
nos lo haces saber. Te daremos para ella el nombre de nuestro delegado de la
DEA en la Embajada de Bogotá y un número de teléfono que funciona las
veinticuatro horas del día. Le dirás que si algo ocurriese y tuviese que salir
huyendo, todo lo que tiene que hacer es llamarlo. Él se encargará de todo y la
sacará del país.
Ella Jean estudió el efecto que hacían sus palabras en el preocupado
informante confidencial.

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—Le dirás también que en el momento en que reciba una llamada de ese
hombre, en ese mismísimo instante, tendrá que coger a sus hijos, dejarlo todo
—la sopa sobre el fogón, la ropa en la lavadora— y salir corriendo a la
Embajada. Esto sería en caso de una emergencia, que esperamos no le ocurra
nunca. Pues poco antes de que las cosas empiecen a terminar en esta
operación, ya nos encargaremos de sacar calladamente a tu mujer y a tus hijos
de Bogotá.
—Sí —dijo Ramón—. Tienes razón, es el único camino. Tendré que
contarle lo que está pasando la próxima vez que vuelva a Colombia.
Ella Jean le apretó la mano para calmarlo.
—Me gustas —le dijo—. Me gusta tu preocupación por tu mujer y tus
hijos, no es algo que veamos en muchas de las personas que metemos en este
negocio.
Pocos minutos después, Ramón se levantó y se fue.
—¿Qué piensas de él? —preguntó Grady a Ella Jean cuando se hubo ido.
—Primero, me gusta realmente. Segundo, nos podemos fiar de él. Hace
juego limpio.
—¿Qué te hace decir eso?
—El simple hecho de que esté dispuesto a poner a su mujer y a sus hijos
bajo el Programa de Protección de Testigos prueba que está con nosotros al
ciento por ciento.
—Sí —reconoció Kevin—. Has dado en el clavo.
Ella Jean llevaba un vestido verde esmeralda con un cuello alto estilo
chino, al que daba realce con un collar de oro. Su vestido no era tan ajustado
como para ser provocativo, pero tampoco tan suelto que ocultase su esbelta
figura. Kevin le hizo un guiño juguetón.
—¿Sabes?, no sólo eres muy guapa, sino también inteligente.
Ella Jean enarcó sus felinas cejas.
—Pobre Kevin —dijo en tono burlón—. ¿Qué puede hacer el mundo con
tipos como tú? En él no sólo hay mujeres inteligentes, sino que incluso
algunas de ellas son negras.

DESPEGANDO DE LA ISLA DE CONTADORA


Panamá

El truco para sobrevolar el mar de noche y durante un temporal, como


bien sabía Juanita Boyd, consiste en no apartar mucho la vista del tablero de

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mandos. Con su «Piper Séneca» azotado por las ráfagas de viento y el
horizonte siempre cambiante y frecuentemente oscurecido por los nubarrones,
nada había más fácil que equivocarse de ángulo y precipitarse con el avión
antes de que uno pudiese darse cuenta de lo que había sucedido. Hacía quince
minutos, antes de despegar de la isla de Contadora, que Juanita había
comprobado con la torre de control las indicaciones de su barómetro, ya que
en éste se basaba la precisión de su altímetro.
Al fondo podía divisar ahora las luces de la ciudad de Panamá,
reflejándose en la masa opaca de nubes que se cernía sobre la capital. Estaría
aproximándose al cabo Víctor, el punto a partir del cual entraría en la
frecuencia de contacto de la torre de control de Paitilla. Con un ojo en su
altímetro y el otro en el instrumento que le indicaba la alineación de su avión
con respecto al horizonte, se puso a recorrer las frecuencias de radio en
dirección a la que estaba buscando: la 118,3. De repente, una voz empezó a
cacarear en la oscuridad de la cabina del piloto.
—De acuerdo, amigo, todo está aquí dispuesto para ti. El camión te estará
esperando al final de la pista, como siempre. Ponte en contacto con la torre de
control y pídeles tus instrucciones para el aterrizaje.
—Así lo haré, Roger. Nos veremos dentro de unos minutos —contestó
una segunda voz.
Juanita miró la frecuencia que había localizado en su radio. Era la 123. Se
había detenido antes de llegar a la suya y había interceptado por equivocación
alguna conversación privada. Giró el mando de la radio y localizó la
frecuencia que buscaba, la 118,3. Y al hacerlo, escuchó la voz del hombre que
había dicho Así lo haré, Roger y que ahora hablaba con la torre de control de
Paitilla.
—Aquí Hotel-Kilo-Tres-Cuatro-Siete-Nueve, a diez millas de distancia,
cinco mil pies de altura, proveniente de San Blas. Solicito instrucciones para
el aterrizaje.
«HK» —Hotel Kilo— era la señal de llamada para los aviones
matriculados en Colombia. «¿Qué hace —se preguntó Juanita— un avión
colombiano, que encima proviene de San Blas, aterrizando en Paitilla a estas
altas horas de la noche?».
Sin embargo, Juanita tenía de momento otras preocupaciones. Cuando el
otro avión recibió las instrucciones y se dispuso a aterrizar, Juanita, por su
parte, tomó posición a diez millas de la costa y solicitó por radio a la torre de
control las instrucciones para el aterrizaje.
—Mantenga altitud 29,88 —le informaron desde la torre.

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—Tenemos vientos del Sudoeste de veinticinco nudos, con ráfagas de
hasta treinta. Tiene permiso para dirigirse a la pista. Vuelva a llamar cuando
esté dentro de nuestro campo visual.
Tres minutos después, Juanita tomaba suavemente tierra con su «Séneca»
en la encharcada pista de aterrizaje de Paitilla. Al rodar por la pista, antes de
frenar, advirtió la presencia de otro avión, con los pilotos de las alas
encendidos, que era conducido hacia la hilera de hangares situados a su
izquierda por un vehículo de las Fuerzas Armadas panameñas. Juanita sabía
que al final de esa línea de edificios había un hangar reservado para el uso
exclusivo de las Fuerzas Armadas. En él se guardaba también el jet personal
de Noriega.
Mientras esperaba su tumo para girar por la pista, el segundo avión, un
«Aerocommander 1000» —el aparato favorito de los narcotraficantes
colombianos—, pasó bajo la luz de un foco. Pudo divisar durante unos
instantes su matrícula: HK 3479. ¿Por qué ese avión colombiano, que llegaba
a Paitilla a mitad de la noche, era conducido a un hangar de las Fuerzas
Armadas panameñas y llevaba además escolta del Ejército?
En la ciudad de Panamá se multiplicaban los rumores sobre la
participación secreta de Noriega y del Ejército en el narcotráfico colombiano.
¿No sería acaso ésa la explicación?
Se dirigió a su propio hangar, guardó allí su avión y se encaminó hacia su
automóvil, que había dejado allí aparcado por la mañana, cuando partió para
la isla de Contadora. Y cuando se dirigía a la salida del aeropuerto, le asaltó
una idea descabellada. ¿Por qué no pasar por delante del hangar del Ejército y
echar un vistazo a ver lo que pasaba?
Dio la vuelta ante la puerta y se dirigió por la calzada del aeropuerto que
conducía a los hangares militares, emplazados a cierta distancia de los demás.
Cuando se acercaba, salió de entre las sombras un centinela y se apostó ante
la luz de sus faros. El hombre alzó una mano, conminándola a detenerse. Y
con la otra, para que quedase clara su intención, agitó una metralleta «Uzi».
El hombre se acercó a su ventanilla.
—¿A dónde se cree que va? —preguntó.
Juanita le dirigió la más seductora de sus sonrisas para enfatizar la
credibilidad de la mentira que estaba a punto de soltarle. El hombre no
pareció en modo alguno impresionado.
—Estoy buscando la salida.
—Déjeme ver su documentación —ordenó el centinela.

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Juanita estuvo a punto de protestar, pero luego se lo pensó mejor y le
entregó su «cédula», su documento nacional de identidad y su permiso de
conducir.
—¡No se mueva de aquí! —ordenó el hombre, antes de irse al hangar con
sus documentos.
Regresó pocos minutos después y le devolvió la documentación. Con un
ademán desdeñoso, le indicó la dirección por la que había venido.
—Dé la vuelta —le dijo—, la salida está allí.

NUEVA YORK

El «Thunderbird» dorado salió del estacionamiento del 7101 de Sutton y


patinó durante unos instantes en la curva como un perro de caza que
husmease en el aire mañanero en busca de una pista prometedora. Ricky
Méndez escudriñaba la calle por ver si advertía alguna actividad inusual que
le revelase la presencia de la Policía. Satisfecho al comprobar que nadie le
vigilaba, giró a la derecha y se dirigió hacia el Kissena Boulevard.
A unos cincuenta metros, los dos detectives de la Brigada Antinarcóticos
del Departamento de Policía de Nueva York que estaban agazapados en la
parte trasera de una furgoneta sin ventanas, que exhibía en su parte exterior el
letrero de «Goldenstein’s, ventas y reparaciones», vieron cómo pasaba
haciendo ruido aquel flamante coche deportivo. Ricky estaba infringiendo las
normas del cartel de Medellín y el hecho no les pasó por alto.
—De todos los colombianos que he vigilado en mi vida, ése es el primero
que pretende facilitamos las cosas —susurró uno de los policías, cogiendo el
micrófono—. Contacto. Kissena. Diez, doce —anunció.
Con eso indicaba a los demás vehículos de vigilancia que participaban en
la operación que el «Thunderbird» había salido del garaje y se dirigía ahora al
Kissena Boulevard. En el estacionamiento de la gasolinera «Esso» del
Kissena Boulevard estaba ya aparcado un automóvil, desde el cual sus
ocupantes podían vigilar el tráfico que llegaba de Sutton. Minutos después de
la primera señal, su conductor divisó al «Thunderbird» girando hacia
Flushing.
—El sospechoso se dirige a Flushing —informó por su radio, mientras se
incorporaba al tráfico.
Uno de los vehículos de vigilancia, un «Honda» conducido por un par de
mujeres detectives, se encontraba ya delante del «Thunderbird». El otro, un
«Pontiac», les seguía.

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Kevin Grady y Eddy Gómez seguían la persecución desde el despacho de
la «Financial Management Services» de Bruno, gracias a las escasas
indicaciones que iba facilitándoles la Policía.
Ricky abandonó el Kissena Boulevard, tras dejar atrás la Universidad de
la ciudad de Nueva York, y se dirigió a Flushing.
—Con algo de suerte —refunfuñó Gómez—, ese cerdo se dirigirá a la
casa en que guardan el dinero para recoger la pasta.
Durante los siguientes quince frustrantes minutos, la radio permaneció
silenciosa. Los dos agentes tenían que suponer que sus colegas neoyorquinos
seguían en contacto visual con el «Thunderbird». Finalmente, sonó el
teléfono.
—Nuestro hombre acaba de llamar desde una cabina telefónica —
informaron a Grady desde la central de Policía—. Su amigo se detuvo frente a
una casa residencial de dos pisos situada en el número 9212 de la avenida
Sandford de Flushing. Abrió la puerta del garaje con su mando automático y
la cerró al entrar.
—¡Lo tenemos! —exclamó Gómez—. ¡Tenemos la casa en la que
guardan el dinero!
Cuando Ricky salió del garaje, hora y media después, Grady alertó a
César y a Ramón, comunicándoles que el hombre se había puesto en camino.
Luego pidió a la Policía neoyorquina que abandonase su vigilancia, ya que
esta vez sabían a dónde se dirigía Ricky.
En la habitación 207 del motel «Best Western», César y Ramón
inspeccionaron por última vez las inmediaciones. La función principal del
motel consistía en proporcionar alojamiento por horas a las prostitutas que
trabajaban con los camioneros que transportaban la carne al mercado de Hunt.
Cuando César alquiló la habitación, la encontró llena con los recuerdos de sus
clientes habituales: restos de maquillaje en el lavabo, pañuelos de papel llenos
de pintura de labios en el retrete, pestañas postizas esparcidas por las
arrugadas colchas y una botella vacía de aceite «Johnson’s» para niños en el
cubo de la basura. Todo lo dejó tal como estaba. Pensó que lo mejor era
respetar el decorado auténtico.
Los dos hombres inspeccionaron por última vez sus cámaras de vídeo y
sus magnetófonos ocultos. Los aparatos funcionaban sin hacer ruido.
Satisfecho, César envió a Ramón al estacionamiento a esperar al
«Thunderbird».
Cuando el automóvil se detuvo, el confidente se acercó.
—¡Hola! ¿Me traes algunas camisas?

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Advirtió un cierto titubeo en el conductor, quien probablemente estaría
comparando en su cerebro la voz de Ramón con la que había oído por
teléfono.
—¿Ramón?
—¡Sí, hombre!
Ramón subrayó sus palabras con un gesto jocoso, vio cómo el alivio se
reflejaba en el rostro de Ricky. «¡Qué gracioso! —pensó Ramón—. Si todo
sale como es debido, veré un buen día a este tipo en una sala de audiencias,
cuando lo condenen a quince o veinte años de cárcel. ¿Cuál será entonces su
expresión?».
Ricky abrió el maletero. Llevaba dentro cuatro maletines.
—Échame una mano —pidió a Ramón.
Ramón cogió dos maletines y se fue a la habitación. Los colocó
cuidadosamente al pie de la cama, donde quedarían justamente en el centro
focal de la cámara oculta.
—Y bien, ¿cuánto tenemos aquí? —preguntó César.
—Algo más de lo que dije. Anoche nos hicieron otra entrega. Ahora hay
un millón seiscientos mil quinientos dólares.
—Bien, echemos un vistazo.
Abrieron los maletines, estaban abarrotados de fajos de billetes sujetos
con gomas.
César sacó un par de fajos y los revisó.
—He traído un par de máquinas contadoras de dinero —dijo Ricky.
Los agentes de la DEA esparcieron sobre la cama un montón de billetes
como si fuesen galletas.
—Empecemos a contar.
La máquina de Ricky contaba hasta trescientos billetes al mismo tiempo.
Los billetes eran colocados sobre una placa de metal, que los iba
introduciendo uno a uno por una ranura. A medida que iban pasando por la
máquina, la suma podía leerse en una pantallita. El quid de la operación
consistía, por supuesto, en asegurarse de que todos los billetes de un mismo
fajo eran de la misma cantidad. La tarea resultaba lenta, tediosa y aburrida.
Muchos billetes estaban sucios y arrugados. Algunos eran rechazados por la
máquina y tenían que ser contados a mano.
César cogió un billete de cincuenta dólares particularmente inmundo y se
lo llevó a la nariz.
—¡Mierda! —exclamó—, se puede oler la droga. ¿Acaso tu gente no
podría al menos limpiarlos un poco antes de traerlos?

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Ricky hizo una mueca de dolor.
—No os podéis ni imaginar cómo nos llegan algunos billetes. Tenemos
que utilizar mascarillas para contarlos. Vosotros no.
Estaban contando el contenido del tercer maletín, atareados en un fajo de
billetes de veinte, particularmente sucios, cuando César explotó. Ya eran
algunos los billetes que no se correspondían a los demás, pues tres eran de
cinco dólares y dos eran de diez. Para colmo, parecía como si la máquina
rechazase uno de cada diez. César sacó de la máquina el resto de los billetes
del fajo y los arrojó contra la pared.
—¡Maldición! —gritó a Ricky—. Es la última vez que hago esto por ti.
Tengo que llevar este dinero a un Banco, a un buen Banco. He de ingresarlo
en una cuenta legal. ¿Qué demonios crees que pensarán los empleados cuando
vean toda esta basura embadurnada con vuestra maldita cocaína? ¿Qué van a
pensar de nuestra transacción?
Ricky se echó hacia atrás ante la explosión de ira de César.
—¡Eh, tú! ¿Por qué la pagas conmigo? No soy más que el mensajero.
—¿Ah, sí? —se burló César—. Pues bien, di a esos tipos para los que
trabajas que la próxima vez que nos envíen dinero, que lo envíen como Dios
manda. Los de cinco juntos, los de diez juntos, los de veinte juntos, cinco mil
dólares exactamente en cada paquete, todo limpio, todo contado, ni uno solo
mezclado. Ya puedo decirte que de no ser así, podrás irte al carajo y salir por
esa puerta, porque no tocaré tu maldito dinero. ¿Me has entendido, hombre?
—Sí, claro. Pero ponte en mi lugar. Se lo diré. Escúchame, no es nada
fácil. El dinero les llega de todas partes. Maine, Albany, Boston. ¿Qué les
importa a esos tipos que su pasta lleve un poquito de cocaína?
«¡Menudo hijo de puta! —estaba pensando Ricky—, ¡vaya pieza de tío!
Pero al menos sé una cosa. No es un poli. Un poli hubiese aceptado el dinero
por muy guarro que estuviese, y no se hubiese preocupado de cómo venía
empaquetado».
Contaron el resto callados y enfadados. El monto fue de 1 004 900,00
dólares, mil seiscientos dólares menos del total que había anunciado Ricky a
su llegada, lo que motivó un comentario sarcástico de César. Los tres
firmaron un recibo y Ricky, alegre por haber terminado, salió disparado por la
puerta.
Ramón y César se fueron por caminos distintos. Se encontraron después
en el despacho de la «Financial Management Services» de Bruno. Sacaron
otra vez el dinero de los maletines y lo amontonaron, fajo tras fajo, sobre el
escritorio de Eddy Gómez, alias Jimmy Bruno. Gómez sacó una cámara

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«Polaroid». Kevin, César, Ella Jean y Ramón posaron con orgullo alrededor
del montón de dinero, con la admiración reflejada en sus ojos. Después de
todo, en la visión de más de un millón de dólares en metálico amontonado
sobre una mesa hay algo capaz de impresionar a cualquiera.
Ella Jean dio un suspiro y apretó la mano a Kevin.
—¿Te das cuenta —le susurró— que entregarás los veinte años mejores
de tu vida al Gobierno y que en ese tiempo no te pagarán tanto como lo que
tenemos aquí sobre la mesa?

CIUDAD DE PANAMÁ

Pedro de la Rica seguía a Manuel Antonio Noriega cuando el general


atravesaba orgullosamente la antesala de su cuartel general en el edificio
número ocho de Fort Amador, que acababa de ser restaurado. Toda una pared
de la sala estaba cubierta por una gran vitrina en la que se hallaba la colección
de armas de Noriega, desde las pistolas que le habían regalado sus
admiradores militares de todo el mundo hasta una gran cantidad de fusiles
ametralladores, suficientes, como pensó Pedro de la Rica, como para equipar
a todo un batallón de paracaidistas. Su patrón no era un hombre al que podría
pillarse fácilmente desarmado en un golpe de Estado.
En una esquina del aposento, sobre una mesa, exhibido en una caja de
cristal, como un explorador hubiese hecho con una cabeza reducida hallada en
una de sus expediciones por las selvas amazónicas, estaba el quepis que
Noriega había llevado en sus años de cadete en la Academia Militar peruana.
El general abrió la puerta que daba a su sanctasanctórum y señaló al
hombre de la eterna mueca sarcástica un sillón junto a su escritorio. Se acercó
al escritorio, se detuvo un momento para mover una de las piezas del tablero
de ajedrez que tenía junto al ordenador, y luego se sentó.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué tal fue anoche?
—Tuvimos algo de temporal, pero todo salió bien.
—¿Cuánto trajeron?
—Quinientos. Todo era para nuestro hangar, nada había esta vez para sus
operaciones con la Inair.
De la Rica se sentó, alzó el maletín de cuero negro y lo colocó sobre el
escritorio del general.
Noriega marcó los números de la cerradura de combinación y abrió la
tapa. Estaba lleno de fajos de billetes de cien dólares.

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—Todo está ahí —le aseguró De la Rica—. Lo he contado. El general
cerró el maletín y lo colocó en el suelo a su lado.
—¿No hubo problemas? —preguntó a De la Rica.
—No, todo parece salir siempre bien. Los colombianos están felices. Les
cuesta algo de trabajo sacarlo de Costa Rica, pero lo sacan. ¡Ah, sí! Hay lo de
esa mujer que estaba merodeando ayer anoche por el hangar tras la llegada del
avión, pero…
—¿Qué hace una mujer por nuestro hangar en Paitilla a las dos de la
madrugada?
—Dijo que se había extraviado, lo que puede ser verdad. Que estaba
buscando la salida. A lo mejor era una fisgona, no lo sé. En todo caso, el
centinela le tomó el número de su cédula y el de su permiso de conducir.
—Déjame verlo.
De la Rica se sacó una libretita del bolsillo interior de la chaqueta, la
estuvo hojeando, encontró la página que buscaba y la puso sobre el escritorio
de Noriega.
«Boyd, Juanita Boyd —pensó Noriega—. ¿Dónde demonios he oído ese
nombre?».
Luego lo recordó. Esa mujer era la amante de Lind, la que había hecho
soltar de La Modelo para hacerlo feliz. Si había pasado con su coche por los
hangares del Ejército a las dos de la madrugada, no sería porque se había
extraviado.
—Gracias —dijo a De la Rica, arrancando la página de su libreta—. Me
quedaré con esto.
Media hora después de haberse marchado De la Rica, Noriega se dirigió
al edificio contiguo, donde estaba instalando, con ayuda de la CIA, su
estación de escucha electrónica. Cuando el joven oficial, graduado en West
Point, que Noriega había puesto al mando del proyecto terminó de darle su
informe del día, Noriega le entregó la hojita de papel.
—Quiero que añadas este número a tu lista cuando empiecen las
operaciones —le ordenó—. Pero las cintas que grabes irán a parar sólo a una
persona: a mí.

LOS ÁNGELES
California

Página 389
El «Taco Bello» se encontraba justamente a la salida de Sepúlveda,
localidad situada a veinte minutos en coche del aeropuerto internacional de
Los Ángeles, en una de esas caóticas barriadas periféricas de Los Ángeles que
recordaba a Ramón aquella cancioncilla que había cantado de niño: «Esas
casuchas feas, esas casuchas sucias…». Uno de esos lugares en los que las
casitas de un solo piso de aspecto anónimo y cada una con su idéntico garaje
adosado, se multiplican en hilera calle tras calle. Sin embargo, precisamente
por su trivialidad, esa clase de vecindario era el entorno perfecto para ocultar
una casa que sirve de depósito de dinero. Ramón contemplaba los nachos en
su plato con muy poco entusiasmo. A Ramón no le gustaba la comida
mejicana, de sólo verlos, ya podía sentir la acidez y la indigestión que le
producirían esos bocadillos. Pasó de nuevo la vista por el restaurante para ver
si advertía algún indicio de que hubiese llegado ya el correo con el que se
suponía que tenía que encontrarse allí. Al no advertir nada, probó la comida.
Tanto Kevin como César le habían asegurado que las entregas de dinero
en Los Ángeles serían incluso más fáciles que en Nueva York. Ramón había
alquilado un «Buick» a la compañía «Hertz» al llegar al aeropuerto, lo tenía
en el aparcamiento del «Taco Bello». El correo se lo llevaría «prestado» por
una media hora o algo así, iría a donde quiera que tuviese el dinero escondido,
lo metería en el maletero y luego devolvería el coche y las llaves a Ramón.
La central de la DEA en Los Ángeles había colocado un radiotransmisor
diminuto en el interior de uno de los guardabarros, para que la vigilancia
resultase relativamente fácil. Ramón ya se había zampado buena parte de sus
nachos cuando el correo, llevando una taza de café en la mano, se sentó a su
mesa.
—¿Ramón? —preguntó.
El confidente asintió con la cabeza.
—¿Está el coche afuera?
—Es el «Buick» azul de cuatro puertas, aparcado en el estacionamiento,
frente a los bidones de basura —contestó Ramón mientras le entregaba las
llaves.
—Bien, léete el periódico. Relájate. Volveré en una media hora.
Ramón le siguió con la mirada, luego trató de concentrarse en el
crucigrama de Los Angeles Times. No pudo, no hacía más que pensar en el
hombre que acababa de marcharse. Era otro de los rostros a los que tendría
que enfrentarse algún día ante un tribunal, otro de los tipos a los que se les
recortaría la existencia por lo que estaba haciendo Ramón. Podría pensarse
que sentiría algún malestar o algún remordimiento. Pero no era así.

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El hecho era que, con la excepción de su socio Paco, no había ni una sola
persona involucrada en el narcotráfico de Medellín de la que Ramón hubiese
podido decir que era su amiga. Todos eran unos cerdos; era una pandilla de
criminales, como él mismo lo había sido, y su suerte era algo que no le
importaba. Podría decirse más bien que a Ramón había empezado a gustarle
su papel de agente secreto, el peligro, el doble juego, el sentimiento de estar
participando en algo importante que Grady y César estaban tratando de
transmitirle. Pero, por encima de todo, le gustaba la excitación. De un cierto
modo extraño, el aguijonazo que sentía en todo esto era diferente del que
había sentido cuando se dedicaba a organizar los cargamentos de cocaína.
Pensó que era un drogadicto empedernido de la excitación.
El correo regresó a los cuarenta y cinco minutos.
—Lo tienes bajo llave en el maletero. Lo hemos contado dos veces y son
exactamente 975 000 dólares. Si hay alguna discrepancia con lo que cuente el
Banco, llámame.
Hizo una pausa para entregar a Ramón las llaves y un trozo de papel.
—La pasta está destinada a tres cuentas distintas. Aquí tienes la lista con
las cantidades que recibe cada uno.
Y aquello fue todo. Dos horas después Ramón y César estaban posando
para otra instantánea hecha con la «Polaroid», frente a otro montón de dinero,
colocado sobre el escritorio de un agente de la central de la DEA en Los
Ángeles. Contemplando aquel dinero, Ramón se dio cuenta de que la DEA no
iba a perder esa operación por incautarse un cargamento de cocaína que
viniese de Medellín. Había encontrado su empleo a largo plazo con el
Gobierno de los Estados Unidos.

NUEVA YORK

El alargado vestíbulo estaba parcamente iluminado y sus sombras eran


como charcas tenebrosas en las que flotaba una vaga amenaza. Ni siquiera el
roce familiar de la «Glock» automática que llevaba en su cartuchera pudo
reconfortar a Kevin Grady. Cuando se acercaban al final del corredor y se
disponían a subir por las empinadas escaleras que conducían a su lugar de
destino, Kevin vio un rostro negro y hostil que los contemplaba desde la
oscuridad del hueco de la escalera. Era evidente que sería uno de los
centinelas del lugar que había venido a visitar.
Jack iba delante. Se movía con la seguridad del hombre habituado a
frecuentar esa clase de lugares, lo que era verdad. Jack Tompkins era de raza

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negra, había pertenecido a la Policía de Nueva York y su amistad con Kevin
se remontaba a los tiempos en que fueron juntos a la Academia de Policía.
Ahora trabajaba para el Departamento de Narcóticos del Estado de Nueva
York, donde dirigía una organización que él mismo había fundado y
promovido. Se denominaba «Departamento de Investigaciones Callejeras» y
su misión era simple: descubrir todo lo que se supiese sobre el mundo de la
droga; quién está dentro y quién está fuera; cómo estaban las cotizaciones;
qué droga estaba de moda; cuáles eran las últimas técnicas de elaboración;
dónde se traficaba en estos momentos y hacia dónde podría trasladarse el
tráfico. Tompkins era una enciclopedia ambulante en todo lo que se refería a
los bajos fondos de la droga y no había nadie en la ciudad que sintiese más
respeto que Kevin por esos conocimientos.
Por eso, cuando llamó y propuso hacer juntos esa visita, Kevin aceptó
inmediatamente.
—Algo nuevo se anda cociendo en la ciudad —había advertido a Kevin
—. Sería bueno que le echases un vistazo, porque pienso que se nos avecina
un gran desastre.
Jack nunca efectuaba arrestos, lo que le daba una libertad de movimientos
que ahora permitía a los tres entrar tranquilamente en aquel local. Tanto
Kevin como Ella Jean, que ahora subían junto con él las escaleras, estaban allí
oficialmente para aprender, no para actuar como agentes de la DEA.
Ella Jean, que llevaba para esa ocasión una camiseta de la Universidad de
Long Island, unas «Adidas» azules y unos pantalones de chandal, señaló la
oscura mancha que había un poco más arriba en la escalera y que parecía
derramarse por sus peldaños. Era sangre, aún sin coagular. Quienquiera que
hubiese dejado aquel charco, tendría que haberlo hecho en la última hora.
—¿Piensas que a sus cobradores no les gusta fiar? —susurró Ella Jean a
Jack.
Cuando llegaron al rellano, Kevin percibió un olor acre. Le recordó el
hedor amargo que se esparcía por el laboratorio de química de su escuela
superior los jueves por la tarde, cuando empezaban sus experimentos
semanales. Frente a ellos se encontraba entreabierta una puerta con plancha
de acero. Kevin vio un rostro negro, el de un hombre que llevaba el típico
peinado alto africano de los años setenta, y unos ojos se clavaron primero en
Jack y luego en él.
—¿Quién es ese jodido blanco? —siseó el hombre.
—El tipo es legal. Viene conmigo —rezongó Jack.

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El negro quitó la cadena y, de mala gana, abrió un poco la puerta. Su
simpático anfitrión llevaba una camisa suelta, con un llamativo estampado de
flores, que le caía sobre lo que parecía ser, en la penumbra, unos pantalones
cortos y calzaba sandalias.
—Cinco dólares —susurró a Ella Jean y a Grady—. Cinco dólares si
queréis pasar.
Lo primero que percibieron de un modo penetrante tanto Kevin como Ella
Jean, cuando entraron al lugar, fue el olor. Éste era una mezcolanza enfermiza
de humo, sudor, orines, semen y toda suerte de excrementos y suciedades
humanas que uno pueda imaginar. El amplio salón estaba envuelto en
sombras atravesadas por jirones de luz, sus ocupantes se movían a cámara
lenta, si es que se movían, como si fuesen los extras actuando en un escenario
de ultratumba durante una representación teatral del Infierno de Dante.
Kevin cerró los ojos, en un esfuerzo por acomodarlos al humo y a la
penumbra, y al abrirlos vio junto a él a una chica tumbada en el suelo con la
cabeza apoyada en la entrepierna de un hombre, al que, evidentemente,
acababa de practicar una felación. Era una adolescente, pero de las que
acaban de salir de la niñez.
—Vamos, hombre —gimoteó a su compañero—. Dame eso. En esta polla
ya no queda más zumo.
La gran satisfacción pintada en el rostro de aquel hombre atestiguaba la
exactitud de aquella observación. El hombre se sacó del bolsillo de la camisa
un frasquito de plástico. Lo agitó y se lo dio a la chica. Ésta atravesó el salón,
gateando y arrastrándose como un reptil, y se acercó a otra chica que estaba
tumbada en el suelo y con la cabeza apoyada en la pared.
Su llegada hizo entrar en acción a la amiga. Kevin contempló a la chica
mientras ésta cogía una placa rectangular, que parecía haber sido recortada de
alguna persiana, la colocaba sobre un pequeño trípode, rompía el frasquito y
echaba sobre la placa el cristal que contenía. Lo tapó con una especie de taza
de vidrio y luego encendió el cristal con un mechero.
Cuando el cristal empezó a arder, la primera chica se arrodilló sobre la
taza, arrimó la nariz al agujero que había en la misma y aspiró
profundamente. Mantuvo el humo en sus pulmones el mayor tiempo que
pudo, luego se recostó contra la pared mientras su amiga se inclinaba sobre la
taza y repetía el procedimiento. Una mujer, decrépita y entrada en años, salió
gateando de entre las sombras y contempló con ansiedad la moribunda
incandescencia del cristal.
—Hermanas —suplicó—, dejadme esnifar, por favor.

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Kevin observó atentamente a la primera chica que estaba apoyada contra
la pared. Quizá sus pupilas estuviesen algo dilatadas, pero, por lo demás, no
pudo apreciar signo alguno de los efectos que podría haberle causado la
droga. Cualesquiera fuesen sus efectos, éstos tendrían lugar en algún oculto
recoveco de su cerebro.
—Mantén los ojos abiertos —le susurró Jack—. Dentro de diez minutos
le estará chupando la polla a otro tío para obtener otro cristalito.
Jack los condujo a través del salón. A lo lejos se escuchaban los sonidos
metálicos de una música de rock. En aquella oscuridad reinaba una algarabía
de voces, masculinas y femeninas, con frases en español y en la jerga típica
de los guetos. Tirado en el suelo, un hombre sollozaba amargamente. «Bueno
—se dijo Kevin, recordando su primera visita a una galería de heroinómanos
—, al menos sabes que ese tipo no está muerto». Sobre un sofá, una pareja
copulaba, con notable indiferencia ante lo que hacía. Kevin se dio cuenta de
que su rostro era el único rostro blanco que había en el salón, un hecho que no
parecía importar en absoluto a los allí presentes.
—Pasemos a la cocina donde producen esa sustancia y podremos hablar
—propuso Jack, dirigiéndose a una puerta que daba a otro pasillo.
La cocina estaba muy bien iluminada y, comparada con el salón,
relativamente limpia. Un joven negro se encontraba muy atareado, pesando en
una balanza bicarbonato sódico; más que un hombre, parecía una caricatura;
llevaba en la cabeza una gorra de cuero negro de béisbol con la visera
levantada, y un brillante diente de oro iluminaba su afable sonrisa.
Un segundo hombre negro, mucho menos atareado, estaba sentado sobre
la mesa de la cocina, con una treinta y ocho sobre su regazo y un pañuelo azul
alrededor de la cabeza. Saludó con un gesto a Jack.
—Éstos son Kevin y Ella Jean —le informó Jack.
El joven se encogió de hombros ante esa información aparentemente tan
inútil.
—¿Qué demonios es eso que estáis haciendo? —preguntó Kevin.
—En Los Ángeles, de donde proviene, lo llaman «roca». Aquí lo
llamamos crack, porque el sonido que hace al quemarse parece al de un
taponazo. Pero no es más que cocaína que se puede fumar.
Kevin pegó un silbido.
—Tendremos problemas —susurró.
Jack se mordió los labios, como si ese gesto pudiese ayudarle a poner
orden en sus pensamientos.

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—No había visto antes nada igual, Kev. Lo vi por primera vez en la
avenida Fulton, en el Bronx, hará unas siete semanas. Y ahora está por toda la
ciudad.
—¿Y precisamente en los guetos?
—Mira, Kevin, quienquiera que haga esa sustancia, la hace para los
guetos. Me hablaste un día de tus fabricantes de drogas. Esa sustancia ha sido
proyectada por algún hijo de puta precisamente para llegar a la clase de gente
con que nos hemos topado en el cuarto de al lado.
—¿Cómo demonios hacen esos cristales? Todo el mundo venía diciendo
desde hace años que no se podía fumar la cocaína.
—Ahí está la gracia, Kev. Es fácil de obtener. Es incluso peor en sus
efectos. Es barata. ¿No recuerdas acaso la moda de la coca refinada de hace
un par de años?
Los tres se habían colocado unas sillas junto a la mesa de la cocina.
Arnaud, el joven de la treinta y ocho en el regazo y del pañuelo azul alrededor
de la cabeza, parecía interesarse tanto por su conversación como podría
haberle interesado la teoría de la relatividad. Kevin pensó que estaría
interpretando lo que escuchaba de un modo absolutamente literal.
—¿Coca refinada? —musitó el chico—, jamás llegó a imponerse, ¿no es
eso?
—¡Demonios, no! Cuando hierves el polvo con éter, consumes las tres
cuartas partes de tu coca, lo que hace cuatro veces más caro un hábito que ya
es caro en sí. De toda esa gente que hay en el salón, ninguno se pasaría a esa
mierda.
Jack señaló al joven que estaba pesando el bicarbonato sódico en su
balanza como un tendero de principios de siglo preparando una mezcla de té o
de café para un cliente.
—Esa sustancia es tan barata precisamente porque es muy fuerte. Uno de
esos cristalitos, según me han dicho, te produce un colocón al menos tan
intenso como el de la cocaína refinada, quizás incluso mayor. Utilizan ese
bicarbonato sódico para mezclarlo antes de disolverlo en amoníaco y
calentarlo. En vez de reducir por ebullición toda la cocaína, lo que hacen
fundamentalmente es transformarla en otro producto, en esos cristalitos. Nada
se desperdicia en la producción, y así, en vez de tener que vender el polvo de
cocaína a cien dólares el gramo, ahora pueden vender esos cristalitos por diez
o quince dólares la pieza, pero la roca resultante tiene un efecto mucho mayor
que el que pudiera tener el saquito de cocaína entero.

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Kevin levantó la mirada con aire de desesperación. Nunca dejaba de
asombrarle el ingenio del hombre a la hora de encontrar nuevos y mejores
caminos por los que precipitarse a mayor velocidad hacia su propia
destrucción.
—¿Y quién fue el genio que inventó eso?
—No lo sé, pero nuestro amigo Arnaud pertenece a los «Crips» de Los
Ángeles, lo que explica el pañuelo azul que lleva en la cabeza. Tiene algunas
ideas muy interesantes al particular, ¿no es así, Arnaud?
Arnaud se volvió hacia ellos con un gesto de aburrimiento y cansancio
infinitos. «No sería nada prudente —se dijo Kevin— subestimar a ese joven
por su fatiga aparente, al igual que no habrá que tomarse en serio lo de su
indiferencia».
—Todo cuanto sé es lo que veo.
—¿Como qué?
Arnaud empuñó su treinta y ocho por el cañón como si fuese una raqueta
de ping-pong.
—Hacemos negocios con un tal Carlos, un blanco de mierda, el tipo que
nos vende la coca por kilos. Y he aquí que un día se presenta y nos dice: ¡Eh,
chicos!, os voy a enseñar una nueva mierda. Y luego va y nos enseña cómo se
cuece esta roca. Y nos dice: Tenéis que acostumbrar a vuestra clientela a esta
mierda. Así que repartidla. Muestras gratis. Ya veréis cómo vienen por más
antes de que podáis salir a dar una vuelta. Con esta cosa os haréis
millonarios. Seréis los Henry Ford del negocio de la droga.
Arnaud bajó el tono de su voz y acercó su rostro al de Jack, como si lo
que iba a decir ahora fuese un secreto destinado exclusivamente a él.
—Y tenía razón, hermano.
—Todo parece indicar que podríamos encontramos aquí con otro
problema como el de la heroína —observó Kevin.
—¿Heroína? Esa sustancia hará que la heroína se asemeje a los potitos de
comida infantil, Kev. Ya resulta epidémica. Me he puesto en contacto con
Houston, Chicago, Kansas City, Detroit, Pittsburg, etcétera; está en todas
partes. Dentro de seis meses se nos vendrá encima una tormenta de fuego.
—¿Y quién la distribuye?
—Los hermanos como nuestro amigo Arnaud. Los chicos de los Crips y
de los Bloods, localizados en Los Ángeles, quienes fueron los primeros en
empezar el negocio. Son una auténtica hermandad misionera esos hermanos
de San Francisco de Asís.
Arnaud bostezó y se levantó de la mesa.

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—Sí, lleva esa buena noticia a tu gente.
Se dirigió al fregadero para mostrar a su joven acólito cuál era el paso
siguiente en el proceso de hacer cocaína para fumar.
—Esto explica por qué hasta ahora sólo se ha extendido por los barrios
céntricos de las ciudades —apuntó Ella Jean.
—Claro está. ¿Crees acaso que nuestro amigo Arnaud podría vender esa
misma mezcla en Scardsdale? Por lo demás, éste es el medio ideal para esa
droga. El precio es módico. Adolescentes varones y desempleados es todo lo
que nos encontraremos en estos guetos. Todos tienen las mismas
oportunidades con un patrón como la coca. Ofrece trabajo a cada cual, de
guardia, de correo, camello, «cocinero», recadero y muchas cosas más,
hombre.
Jack se restregó los ojos y sacudió la cabeza como si quisiese apartar de
su mente alguna insólita visión.
—No habréis visto jamás nada como esta sustancia, podéis creerme. Crea
tanta adicción, que he visto a gente quedar enganchada con una sola dosis.
¡Una sola maldita dosis! El adicto a la heroína se inyecta un par de veces al
día, vale, y el resto del tiempo se la pasa amodorrado. Pero esa sustancia
vuelve loca a la gente. Necesitan una dosis cada diez minutos. La consumen
durante demasiado tiempo, pueden perder el juicio de un modo explosivo.
¿Oísteis hablar del tipo que la armó en Bed Stuy la semana pasada?
—¿El que mató a su madre? —preguntó Ella Jean.
—A la abuela —corrigió Jack—. Le cortó la cabeza con un cuchillo de
trinchar y luego se puso a dar vueltas por las calles, llevando la cabeza de la
abuela en las manos como si fuese la bolsa de la compra. Se volvió
completamente paranoico por culpa de esa sustancia.
—¿Sabes de lo que me he dado cuenta? —preguntó Ella Jean—. He visto
aquí a un montón de mujeres.
Jack suspiró reconociendo tristemente la justeza de esa observación.
—Casi el cincuenta por ciento. Por alguna razón, parece que las vuelve
locas.
—Si las mujeres enloquecen, ¿quién demonios va a conservar la
integridad de nuestro pueblo, Jack?
—Nadie, hija mía —contestó el viejo policía.
Kevin se levantó.
—¡Qué oficio tan jodidamente frustrante puede ser el nuestro! Vamos a
comprar media docena de esos frasquitos —dijo a Ella Jean—. Me gustaría
mostrárselos al doctor Nahas y ver qué piensa de todo esto.

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Cuando atravesaban de nuevo el salón del fumador de cocaína, Kevin se
fijó en la chiquilla que había visto al principio. Jack había estado en lo cierto.
Tenía la cabeza hundida en la entrepierna de otro cliente y desarrollaba una
actividad frenética para ganarse un nuevo cristalito.

La Columbia University School of Medicine, Physicians y Surgeons, «la


Facultad de Médicos y Cirujanos», como es conocida popularmente, está
ubicada en una serie de antiguos y majestuosos edificios de piedra en los
Morningside Heights del Upper West Side de Manhattan, representan el
santuario de la ciencia médica estadounidense, y entrar en ellos puede inspirar
respeto y miedo: respeto por cuanto se ha realizado entre sus muros y miedo
por las enfermedades terribles que sus investigadores han combatido a lo
largo de muchas generaciones.
Algo de cada una de esas emociones se apoderó de Kevin Grady y de Ella
Jean Ransom cuando subían en el ascensor del edificio principal hasta la
tercera planta, donde tenía su laboratorio el doctor Gabriel Nahas. Se
encontraban rodeados por la última generación de médicos de la Universidad
de Columbia, jóvenes y mujeres de rostros austeros, inmaculadas batas
blancas, estetoscopios colgando de sus cuellos y blocs de apuntes en las
manos, que libraban la batalla contra los virus, los microbios y los gérmenes
en un mundo pestilente.
Nahas, el hombre al que habían venido a visitar, era un francés de origen
libanés, un héroe de la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, un
farmacéutico. Había consagrado su vida a su carrera científica y, en concreto,
a estudiar los efectos que sobre la fisiología humana tienen las drogas que
producen adicción. Era una fuente de sabiduría, de la que Kevin Grady había
bebido con frecuencia, para poder tener un mejor conocimiento científico del
flagelo al que estaba combatiendo en las calles de la ciudad.
Nahas los recibió en su pequeño e incómodo despacho, contiguo a su
laboratorio. Reinaba en él una enorme confusión de libros, documentos,
folletos, revistas científicas, disquetes de ordenador y cintas de vídeo.
Mientras Nahas estaba atareado en quitar un montón de documentos de una
silla para hacerle sitio a Ella Jean, Kevin se preguntaba por qué las personas
que tenían una mente particularmente bien ordenada solían vivir en medio del
mayor desorden.
—¿Y bien? —exclamó Nahas en señal de saludo—, ¿cuáles son las
últimas noticias que nos llegan del frente en la guerra contra la droga?

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El científico era un hombre de baja estatura y hundido de hombros, que
ocultaba su consternación ante las incursiones que estaban haciendo las
drogas en la sociedad estadounidense, bajo un fingido manto de alegría.
Kevin se sacó del bolsillo los frasquitos que habían comprado la noche
anterior en el fumadero de cocaína y los puso sobre el escritorio de Nahas.
—Te he traído unos cuantos proyectiles de mortero sin explotar, que
recogí anoche en el campo de batalla.
Nahas cogió uno de los frasquitos, lo agitó, lo abrió y examinó su
contenido.
—¡Ajá! —dijo—, las nuevas rocas mágicas.
—¿Ya las conocías?
—Las buenas noticias vuelan. Esto se está expandiendo por todo el país
como las setas después de una lluvia en tiempo cálido.
—Por lo que pudimos observar anoche Ella Jean y yo, se trata de una
sustancia muy poderosa.
—¿Cocaína para fumar? —preguntó Nahas, dirigiéndoles una mirada de
profunda tristeza—. Es lo peor que podía ocurrirle a este país. O a cualquier
otro, en lo que a esto respecta. Ya sabes que siempre he sostenido que la
cocaína produce más adicción que la heroína, algo que no me ha granjeado la
amistad de muchos de mis colegas. Bien, el genio que haya descubierto esto
terminará por convertirme en profeta. Esa sustancia devastará nuestro país
como jamás lo ha hecho ninguna otra droga. Recordad mis palabras, si no se
hace algo para detener esto, nos encontraremos con que nuestra sociedad
estará tan debilitada y lisiada como lo estuvo en el siglo XIX la civilización
china por culpa del opio.
Nahas era muy dado a las profecías apocalípticas en todo lo que concernía
a las drogas, por lo que Grady tomó sus palabras con una cierta reserva. Sin
embargo, todavía seguían vivas en su mente las imágenes que había visto la
noche anterior en el fumadero de cocaína al que les había llevado Jack.
—Y bien, doctor, ¿por qué se supone que esta sustancia es mucho peor
que todas las otras drogas que hemos visto por ahí?
Nahas le dirigió una de sus mejores sonrisas académicas y pasó a
desempeñar el papel que más le gustaba interpretar.
—Mira, Kevin, hablemos ante todo de lo que la gente suele denominar
«alucinar». Los efectos que tiene la cocaína en polvo son el resultado de su
facultad de estimular, de un modo increíblemente rápido y potente, aquellos
mecanismos del cerebro que desencadenan sentimientos de placer y de
bienestar.

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El científico se puso a revolver en una montaña de libros y papeles hasta
encontrar lo que andaba buscando: el modelo de un cráneo humano. Tenía
una serie de ventanillas movibles, que se podían abrir y cerrar, con lo que
cualquiera podía imaginarse que estaba echando un vistazo al interior de un
cerebro en funcionamiento.
—Esos mecanismos se encuentran aquí, en el sistema límbico, que
controla los impulsos y las emociones. Pues bien, fundamentalmente, el
cerebro está constituido por millones de células nerviosas a las que llamamos
neuronas. Están separadas por espacios de un tamaño infinitesimal, que
llamamos sinapsis o espacios sinápticos. Lo que sucede cuando la cocaína
penetra en el cerebro es lo siguiente: un grupo de esas células, las células
transmisoras, envía moléculas mensajeras a través de los espacios sinápticos
que los separan de otro grupo de células. Estas células controlan la emisión de
ciertas sustancias químicas, especialmente la dopamina y la noropinefrina, a
la corriente sanguínea. Las moléculas mensajeras les dicen: ¡Eh, chicas!, dad
a nuestro amigo un buen chute de dopamina o de noropinefrina. ¿Me estáis
siguiendo?
Los dos agentes de la DEA asintieron con la cabeza.
—Pues bien, en condiciones normales, tras haber entregado su mensaje,
las moléculas mensajeras dan media vuelta y regresan a las células de donde
habían salido. Pero, por alguna razón que no entendemos, la cocaína impide
que esto ocurra. La molécula mensajera no puede regresar a su célula de
origen, así que ¡catapum!, corre de vuelta a la célula que ordena la producción
de sustancias químicas y le pide que emita una nueva descarga de dopamina o
de noropinefrina a la corriente sanguínea de nuestro amigo. Se ha iniciado de
este modo un círculo vicioso. Las moléculas mensajeras vuelven una y otra
vez a las células receptoras y en breves momentos nuestro amigo se encuentra
flotando en un colocón de cocaína.
—¿Y es eso lo que produce esa cocaína para fumar? —preguntó Ella
Jean.
—No, así es como actúa la cocaína. Pero la roca es precisamente la
cocaína en otra forma física.
—Bueno, ¿por qué el efecto de la roca es tan diferente del efecto del
polvo de cocaína?
—Debido a la forma en que es absorbida por el cuerpo y transmitida al
cerebro. Cuando esnifas o aspiras la cocaína, el polvo es absorbido por las
membranas de tus fosas nasales y es transmitido al cerebro a través de la
corriente sanguínea, ¿de acuerdo?

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Ella Jean le dirigió una sonrisa encantadora. Tenía la capacidad de
embelesar con una sonrisa a los hombres de edad, al igual que Johnson
B. Lyndon podía cautivar con un simple apretón de manos a toda una sala
abarrotada de gente.
—Y bien, supongamos ahora que inhalas el humo de la roca y te llenas
los pulmones. Esta vez, la cocaína será absorbida por toda la superficie de tus
pulmones y será transmitida de ese modo, a través de la corriente sanguínea,
al cerebro. La superficie de tu tejido pulmonar es con relación a la superficie
de tus membranas nasales como un campo de fútbol comparado con un sello
de correos. El resultado de esa diferencia es que el cerebro se ve simplemente
avasallado por una cantidad exorbitante de cocaína, que se lanza sobre él en
una embestida furibunda. Así que no disparas contra tu cerebro con una
carabina de aire comprimido. Le estás disparando con un obús de ciento
veinte milímetros. La embriaguez producida por la cocaína en polvo te durará
de unos veinte a treinta minutos. El colocón de la roca se mide en segundos, y
sin embargo, es, ¡bien lo sabe Dios!, un centenar de veces más poderoso.
—¡Caramba! —exclamó Kevin—, así que era eso lo que estaba
convirtiendo anoche en autómatas a esa gente.
—¿Produce realmente tanta adicción como se dice? —preguntó Ella Jean.
—Cuanto más rápido sea el cambio de un estado a otro, tanto más
dependiente de la droga se volverá el consumidor. No hemos hecho más que
comenzar el estudio de esa sustancia, pero me atrevería a apostar cualquier
cosa a que jamás, pero jamás, hemos visto nada tan peligroso como la cocaína
para fumar.
Nahas se volvió hacia Kevin.
—¿Te he enseñado alguna vez mi película sobre el mono?
—No creo.
El científico se puso a rebuscar en otro de los desordenados montones que
había sobre el escritorio.
—¡Ah! —exclamó, sacando una cinta de vídeo de aquella montaña de
papel—, ¡aquí lo tenemos!
Introdujo entonces la cinta en su reproductor de vídeo.
—Esta película fue filmada por el profesor Maurice Seever en Michigan,
en 1969.
Encendió el aparato y apareció en la pantalla un monito muy simpático, al
que habían colocado un arnés que estaba sujeto con una correa a un tubo en el
techo de su jaula. En una de las paredes de la jaula había cinco palancas.

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—Cada una de esas palancas —explicó Nahas— le dará, cuando la baje,
una porción de un producto determinado: aspirina, penicilina, un narcótico,
una anfetamina o cocaína: en el orden apuntado. El mono aprende a
seleccionar la palanca que desea y él mismo se suministra una dosis. La
palanca de la cocaína es la última a la izquierda. Observad.
Durante un rato, el mono se dedicó a experimentar con las palancas. Las
secuencias de la película seguían un orden cronológico. A los tres días, el
mono ya no se inyectaba más que cocaína. A las tres semanas parecía presa
del delirio, tenía convulsiones, pero seguía accionando frenéticamente la
palanca de la cocaína. Y aún seguía accionándola cuando sufrió un
estremecimiento y murió.
—¡Y aún sigue habiendo gente que quiere convencerte de que la cocaína
no produce adicción! —dijo Nahas, haciendo un gesto de consternación,
como si le asombrase la terquedad de algunas creencias humanas, y
desconectando el aparato—. Lo que acabáis de ver era cocaína. ¿Os podéis
imaginar cuáles hubiesen sido los efectos si hubiesen utilizado la roca en esos
monos?
—Doctor —dijo Ella Jean—, ¿cómo se explica que esa sustancia aparezca
casi exclusivamente en las comunidades negras? ¿Podría haber alguna
explicación científica para eso?
—Desde luego que no hay una explicación fisiológica. Quizá sea
sociológica. O económica. Pero, si me lo pregunta, le diría que se trata de
puro marketing. Creo que sus amigos colombianos estaban buscando una
forma de introducir su producto en la comunidad negra, y que para hacerlo,
necesitaban una forma diferente de cocaína, más barata. Y ésa es la solución
que obtuvieron.
—Quienes hayan hecho eso son unos salvajes. Van a destruir a mi pueblo.
Las palabras de Ella Jean, de una joven que se jactaba de su frialdad,
asombraron a Kevin, sobre todo por la pasión que puso al pronunciarlas.
—Jovencita —dijo Nahas—. Soy de descendencia árabe, por lo que creo
sentir en carne propia, aunque a muy pequeña escala, algo de lo que ha
sufrido su pueblo. Llegará el día en que algunos de los líderes de la
comunidad negra de este país pensarán que este nuevo flagelo no ha sido más
que una conjura destinada a exterminar a su raza. Se equivocarán, pero, pese a
todo, habrá que entender el horror a que les ha conducido esa conclusión.
—Doctor —dijo Kevin—, ¿por qué no nos habla ahora de las buenas
noticias? ¿No podéis, los científicos, desarrollar algún tipo de medicina que
proteja a la gente de esa sustancia? ¿Inmunizarla con una especie de vacuna?

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—¡Oh! —exclamó Nahas sonriéndose—. Tengo una solución muy simple
para ese problema.
—Venga, doctor. No nos lo oculte. ¿De qué se trata?
—Pedir a los especialistas en genética de la Universidad de Harvard que
analicen la cadena de ácido ribonucleico de la planta de coca, para que nos
diseñen un virus que impida la reproducción de ese arbusto. Esto no costaría
más de seis meses. Luego no habría más que infectar el virus a un insecto
capaz de transmitirlo. Me iría entonces a Perú, con una botella llena de esos
bichos. Los soltaría y dentro de diez años no habría ni una sola planta de coca
en este planeta.
—¡Doctor! —exclamó Ella Jean echándose a reír—, los ecologistas lo
ahorcarán por esa idea.
—Lo harán, lo harán. Lo que quiere decir que no tendremos esa solución
mágica, ese antídoto que deseáis. Vosotros sois el antídoto, amigos míos.
Vosotros sois todo cuanto tenemos por el momento.

NUEVA YORK
DOS MESES DESPUÉS

—¡Anda!, cuando empecemos a apoderamos de esos tipos será como


pescar en un tonel lleno de peces.
Eddie Gómez se echó a reír alegremente. Junto con Kevin Grady, Ella
Jean Ransom y César Rodríguez, estaba haciendo un resumen, para que lo
escuchase Richie Cagnia, el jefe de la Sección Seis de la central neoyorquina
de la DEA, de dos meses de actividad en la llamada «Operación Medellín
Barrido», el nombre en clave que había sido asignado al proyecto de blanqueo
de dinero de la DEA.
El papel de Cagnia consistía en interpretar el papel de abogado del diablo,
procurando señalar las debilidades y los errores en el trabajo de Kevin Grady
y su equipo. En última instancia, él decidiría si les autorizaba a proseguir la
operación o si les ordenaba clausurarla.
—En dos meses les hemos blanqueado veinte millones de dólares —
apuntó orgullosamente Gómez.
—¡Veinte millones de dólares! —exclamó Cagnia—. ¡Santo cielo! ¿Os
imagináis lo que harán con nosotros los medios de comunicación cuando
descubran esa cifra?

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Había pocas cosas que hiriesen tanto la sensibilidad de la DEA como la
crítica injusta de los medios de comunicación.
—Escucha, Richie —abogó Gómez—. Hemos obtenido por nuestros
servicios un millón doscientos mil dólares. La suma entera ha ido a parar a
una cuenta bancaria controlada por el Gobierno, que sirve para financiar todo
este asunto. Esta operación no ha costado al Estado ni un céntimo, ni un solo
céntimo.
—Nos estamos encontrando con algunos problemas —admitió Kevin
Grady—. Los de Medellín empiezan a quejarse de que no les atendemos con
la suficiente rapidez. El dinero siempre llega. Esto les gusta. Sin embargo, su
enlace Ospina presiona a Jimmy Bruno, dos veces por semana, para que
acelere el proceso. La otra cosa es que quieren aumentar las entregas que nos
hacen.
—¡Un momento! —gritó enfadado Cagnia, levantando los brazos al cielo
—. ¡No podemos blanquear a esos tipos cien millones de dólares, por todos
los diablos! Nos enfrentamos a un problema muy delicado. El Gobierno de los
Estados Unidos está haciendo uso de sus prerrogativas para blanquear
ganancias derivadas de la droga, sabiendo muy bien que ese dinero irá a
engordar las arcas de Pablo Escobar. Estamos prestando a esos tipos un
servicio delictivo. Haber blanqueado veinte millones de dólares es ya el
colmo. Pero ¿cien millones…? ¡Olvidadlo! ¿Qué demonios os imagináis que
ocurrirá en Peoría cuando vayamos a juicio? Deberíamos ir pensando en si no
nos hemos pasado de la raya y si no sería mejor empezar a echar el guante a
todos esos tipos. Puede ser que este asunto no haya costado ni un céntimo al
Gobierno, pero ¿qué demonios sacamos nosotros de esto?
—Hemos logrado infiltramos de un modo asombroso —le aseguró Kevin
—. Ocho de los diez localizadores que Ospina envió a Colombia los tenemos
aquí de vuelta, proporcionándonos información. Y eso quiere decir que, para
empezar, hemos localizado ocho de las casas en las que guardan el dinero.
Las tenemos bajo vigilancia las veinticuatro horas del día. Todo el que llega,
se va con una sombra a su espalda. Tenemos las matrículas de sus
automóviles. Tenemos gente filmando en casi todas esas casas. Y como
resultado, hemos descubierto quiénes son los que se llevan el dinero a esos
depósitos. Esto nos ha llevado a detectar a la gente de segunda categoría. Y a
partir de ellos, hemos podido bajar al tercer nivel, al de la gente que trabaja
con la escoria callejera. Y comoquiera que éstos nunca guardan la droga y el
dinero en el mismo sitio, el conocerlos nos ha permitido actuar por inducción
y empezar a trepar así por la pirámide.

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Kevin se interrumpió, haciendo como si revisase sus notas, pero, en
realidad, para lograr un pequeño efecto dramático.
—El resultado de todo esto es que ahora contamos con ciento sesenta y
dos sospechosos, de los que tenemos o tendremos pruebas suficientes para
llevarlos a los tribunales. He aquí un ejemplo de en lo que se ha convertido
esta operación. ¿Recuerdas la primera casa escondite que descubrimos en la
Avenida Sanford, en Queens?
Cagnia emitió un sonido gutural con la garganta para indicar que se
acordaba.
—Pues bien, resultó que era una especie de escondite regional.
Detectamos entregas en metálico provenientes de veintitrés lugares distintos,
de toda Nueva Inglaterra, los Estados del Norte, de Jersey, e incluso del norte
de Pennsylvania. Gracias a la colaboración con la Policía de todos esos
lugares, ya hemos identificado a sesenta y siete sospechosos, valiéndonos
exclusivamente de las entregas realizadas a esa casa.
—¿Y cómo harás para detenerlos sin echar por tierra toda la operación?
—Las distintas Policías locales no detienen a esos tipos cuando les
pasamos la información. Ellos se encargan de vigilarlos por su cuenta, de
introducir micrófonos y de seguirlos hasta que han elaborado sus propios
casos independientes, que les permitirán obtener de un juez las
correspondientes órdenes de detención o lograr que se abra un proceso
sumarial para un Gran Jurado, partiendo de los resultados de sus propias
investigaciones y no de los datos que les hemos facilitado nosotros. Luego los
meten en chirona. Y de ese modo, el proceso no repercute en nosotros. Los
departamentos de Policía de Nueva York y de Los Ángeles también están
utilizando el mismo procedimiento.
—Y bien, ¿cuántos de esos tipos están encerrados en este preciso
momento?
—Diecinueve, pero, Richie, no puedes juzgar esta operación según el
criterio clásico de ¿a cuántos hemos detenido?
—¿Y conoces algún otro criterio por el que pueda guiarse Washington?
—Mira, Richie —se defendió Kevin—, lo que realmente tenemos aquí es
una oportunidad única. Si utilizamos este método como es debido, nos puede
conducir al centro mismo en el que se desarrollan las operaciones monetarias
del cartel. Y si llegamos hasta allí, quizá podamos descubrir también cómo
mueven el dinero por todo el mundo y, lo que es mucho más importante,
dónde lo guardan.
—¿Qué te hace pensar que seremos capaces de lograr eso?

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—Porque sabemos que esos vaqueros de Medellín sienten un respeto
enorme por nuestro Jimmy Bruno. Él les suministra. Ellos desean colaborar
más íntimamente con él, que es precisamente lo que nosotros queremos.
Pensamos que ése ha de ser nuestro próximo paso. Ese Banco de Occidente
que están utilizando en Panamá es de propiedad colombiana. Está podrido.
Pero, si pudiésemos infiltrarnos entre esos tipos, quizá podríamos descubrir a
dónde va a parar el dinero cuando sale de Panamá. ¿Suiza? ¿Liechtenstein?
¿Luxemburgo? ¿Las islas Caimán?
—¿Quién te ha contado que respetan a nuestro Bruno en Medellín? ¿Tu
confidente?
—Sí.
—¿Cómo sabes que no hace un doble juego?
Kevin dirigió a su jefe su típica sonrisita irónica.
—Por la misma razón que supe que estaba apostando sobre seguro cuando
le pasé el brazo sobre los hombros, Richie. Gracias a mi olfato de policía
callejero.
Cagnia soltó un gruñido.
—El nuevo administrador es el FBI, ¿lo has olvidado? Y ya sabes lo que
piensa la gente del FBI sobre el olfato del policía callejero. El único olfato
que conocen es el que transmite el ordenador.
—Este nuevo informante confidencial nada tiene que ver con la escoria
que utilizamos por regla general —aseguró Grady a su jefe—. Nuestro
hombre se lo ha tomado realmente muy a pecho. Quiere que le rebajen la
condena, eso está claro, pero el asunto es para él ahora mucho más
importante. Está participando en nuestro juego. Ha cambiado de bando y lo
sabe.
Cagnia contempló a su subordinado con una expresión de duda
misericordiosa.
—Richie —insistió Kevin—, se trata de una oportunidad excepcional para
nosotros. De una oportunidad como no habíamos tenido desde hace mucho
tiempo, y como no volveremos a tener en un futuro próximo. Ya sé que
corremos un riesgo manteniendo la operación. Tendremos que blanquearles
otros diez o veinte millones de dólares.
—Y permitir que nos despellejen en todos los periódicos y en todas las
cadenas de televisión de este país por haber hecho eso.
Grady se encogió de hombros.
—Ése es el precio que tenemos que pagar. Si podemos seguir así,
descubriendo cómo operan con su dinero, piensa en la gran lista de personas y

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de cuentas bancarias que podremos detener e incautar. Quizá tengamos que
blanquearles treinta millones de dólares, pero les confiscaremos trescientos
millones. ¿No crees que eso merece la pena?
Más o menos al mismo tiempo en que terminaba la reunión en el
despacho de Richie Cagnia, al otro lado de los Estados Unidos, en la parte
oeste de Hollywood, California, un funcionario de la oficina del sheriff del
Condado de Los Ángeles, estaba observando cómo un «Buick LeSabre» salía
de un garaje y se dirigía hacia el Sunset Boulevard en su viaje por la caótica
ciudad.
El funcionario, que conducía un automóvil sin distintivo oficial alguno, se
sumó al tráfico detrás del «Buick». Su conductor había atravesado ya
prácticamente la mitad de la ciudad cuando cometió el error que había estado
esperando pacientemente el policía. En el cruce de Airdrome y Crescent
Heights, aminoró la marcha al acercarse a una señal de stop y viendo que no
venía nadie, aceleró hasta alcanzar su velocidad normal. El agente se caló la
gorra, colocó la luz roja sobre el techo de su automóvil y lo persiguió.
—Disculpe, caballero —dijo al conductor del «Buick», un
latinoamericano de tez morena y al que llevaría unos quince años—. Se acaba
usted de saltar un stop.
—Pe, pe, pero no venía nadie, agente —balbuceó el joven.
—Es la ley, hijo mío, haya tráfico o no. ¿Puedo ver la documentación del
coche y su permiso de conducir, por favor?
—Es un coche alquilado, señor. En «Hertz» —dijo el conductor,
señalando la pegatina que llevaba en el parabrisas como ratificación de sus
palabras.
—Muy bien. Entonces déjeme echar un vistazo a su contrato de alquiler.
El conductor hizo rápida y diligentemente lo que el otro le pedía.
—Perfecto. ¿Y su permiso de conducir, por favor?
Esa demanda, a diferencia de la precedente, provocó un silencio largo y
embarazoso.
—No tengo, señor. Soy extranjero y estoy de visita.
Si la respuesta fue baja como un susurro, también fue veloz como un
soplo de aire.
—¿Cómo ha podido alquilar un coche sin permiso de conducir?
—Lo alquiló un amigo mío, señor. Luego me lo prestó, señor.
Los «señores» se repetían de modo acelerado en la medida en que la
situación se iba volviendo cada vez más embarazosa para el joven.

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—¿Así que se lo prestó? —dijo sonriéndose el agente, que ahora tenía al
fin lo que andaba buscando: un motivo razonable para registrar el vehículo—.
¿No le importaría salir del automóvil?
El joven obedeció con ademanes vacilantes en los que se advertía el
miedo y el desconcierto. Llevaba una chaqueta negra de gamuza y unos
tejanos descoloridos. Su rostro moreno y de aspecto latino, como advirtió el
policía, presentaba esa regularidad de rasgos propia de aquellos que jamás
han entrado en contacto con los sufrimientos de la vida. «Eso —se dijo para
sus adentros— va a cambiar muy pronto». El agente echó un vistazo al
interior del automóvil y luego señaló el maletero.
—¿Tendría la amabilidad de abrírmelo?
La petición del policía pareció desconcertar al joven.
—¡Ay, señor!, no puedo, no tengo las llaves —farfulló.
El policía señaló las llaves que colgaban del contacto.
—Ahí las tiene.
De mala gana, el conductor sacó las llaves y, temblando visiblemente,
abrió el maletero. Dentro había dos maletines grises.
—¿Son suyos?
—No, señor.
—¿A quién pertenecen?
El joven se encogió de hombros.
—No lo sé. A mi amigo.
En esos momentos se dio cuenta de que, dadas las circunstancias, hubiese
hecho mejor en buscar refugio hablando únicamente en español.
—¿Le importaría que les echase un vistazo?
Con aire de desesperación, el joven se encogió de hombros por toda
respuesta. El policía abrió uno de los maletines. Estaba repleto de fajos de
billetes de a cien, cuidadosamente envueltos. El policía silbó por lo bajo,
luego se volvió al conductor. Para su inmensa satisfacción, advirtió que su
atezado rostro latino se había puesto tan blanco como si se hubiese
encasquetado una capucha del Ku-Klux-Klan.
—¿Está seguro de que no son suyos?
El conductor apenas pudo hacer acopio de fuerzas para denegar con la
cabeza.
—Pues en ese caso, pertenecen desde ahora a la oficina del sheriff del
Condado de Los Ángeles. Si su amigo desea recuperarlos, tendrá que
presentarse allí y reclamarlos —dijo el policía, que no pudo resistir la

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tentación de subrayar sus palabras con una sonrisa—. Y explicamos también
dónde y cómo los ha obtenido.
Ramón odiaba el piso amueblado que le había alquilado Juan Ospina en
Jackson Heights. Era barato, cursi y sombrío, exactamente la clase de entorno
en donde se había jurado no volver a vivir jamás. Había empezado
precisamente a cambiar los canales, en busca de algo que le permitiese
anestesiar su cerebro mientras cenaba, cuando sonó el teléfono.
Era Paco, que le llamaba desde Medellín.
—¡Hola, socio! —dijo—. Acabo de tener una reunión con nuestro buen
amigo don Eduardo. Tiene muchas ganas de verte. Muchas.
—¿Sí? —preguntó Ramón, que en este caso no compartía los deseos de
don Eduardo—. ¿Qué ocurre?
—No lo sé, lo único que me dijo es que es muy importante que te vea
inmediatamente. Es decir, en seguida, ¿me entiendes?
—¿A qué demonios viene tanta prisa?
Ramón sintió que se le revolvían las tripas. Todo había marchado hasta
ahora tan bien, como sobre ruedas. ¿Qué habría salido mal?
—Hombre, ¿cómo quieres que lo sepa? Limítate a venir aquí corriendo,
¿de acuerdo?

—Ramón, quiero ser franco contigo. Creo que te lo has ganado con lo que
estás haciendo por nosotros —dijo Kevin Grady, midiendo cada palabra con
el cuidado de un químico que estuviese preparando una mezcla explosiva—.
Ante todo, he de decirte que esta operación monetaria que estamos llevando a
cabo es el caso más importante que tiene la DEA en estos momentos. Y lo
tenemos gracias a una persona: a ti. Eres el único hombre que tenemos, y que
hemos tenido en realidad, que puede hablar directamente con los tipos de
Medellín.
Ramón pareció hundirse bajo el enorme peso de la responsabilidad que
las palabras de Kevin Grady habían echado sobre sus hombros. El agente de
la DEA advirtió que su confidente se volvía aprensivo. Para Grady, al igual
que para la DEA, esa conversación significaba el punto decisivo de la
«Operación Medellín Barrido». De tener éxito la operación, podrían tener
acceso a unos secretos mundos financieros, en los que habían intentado entrar
desde hacía mucho tiempo. Si fallaba, tendrían que conformarse con practicar
unas cuantas detenciones y dar el caso por cerrado.
Esa reunión era de una gran importancia para Kevin. Ramón había
entrado por vez primera en el cuartel general de la DEA en Nueva York, para

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lo que habían utilizado un automóvil sin distintivo oficial y el garaje
subterráneo, con el fin de que nadie lo viera. Como buen patriota chapado a la
antigua de una segunda generación de inmigrantes, a Kevin le encantaba lo
majestuoso de algunos elementos: las banderas de los Estados Unidos y de la
DEA a la entrada, los retratos del Presidente y del Vicepresidente junto a la
mesa de la recepcionista, las placas conmemorativas y los premios otorgados
a los agentes del departamento por su valor o por méritos especiales y la
galería de honor, con los retratos de los agentes de la DEA asesinados en el
cumplimiento de su deber.
Para Kevin, era como si por esas oficinas se extendiesen las largas
sombras de los monumentos a Washington y a Lincoln, de la Casa Blanca y
de los salones del Congreso. Sabía que ese sentimiento suyo hubiese
despertado hace seis meses en Ramón un profundo desprecio. Pero ahora, no
estaba seguro.
Había elegido para esa reunión el despacho de la Jefatura de Agentes
Especiales, un amplio salón situado en una de las esquinas del edificio y
desde el que se tenía una vista asombrosa del río Hudson. Ella Jean estaba
presente, también Kevin y, como quiera que estaban utilizando su oficina, el
jefe de agentes especiales. Kevin deseaba que la reunión inspirase respeto e
intimidad, que en ella se combinasen la autoridad y el poder del Gobierno de
los Estados Unidos con la complicidad de cuatro amigos urdiendo una
conjura.
—Permíteme que te lo diga con la mayor franqueza que pueda: es muy,
pero que muy importante para nosotros, que vayas a Medellín a entrevistarte
con don Eduardo. Ya que si no vas, la operación habrá terminado, finalizado.
Quedará cerrada a cal y canto.
Kevin escudriñó muy atentamente a Ramón. En éste se advertía la tensión
del corredor esperando el pistoletazo de partida.
—Sé también que hacerte volver al campamento es ponerte en peligro.
Estamos arriesgando mucho, queremos suponer que los motivos que tiene
para verte no están en modo alguno relacionados con tu trabajo para nosotros.
—Lo que estáis haciendo es arriesgar mi vida —farfulló Ramón.
—Tienes razón. Eso es exactamente lo que te estamos pidiendo que
hagas: lanzarte a una empresa arriesgada en la que te juegas la vida.
Grady cogió de una mesita una hoja de papel.
—Y ahora te diré algo que no querrás escuchar.
«¡El muy hijo de puta! —pensó Ramón—. Ahora va a decirme cuántos
años tendré que pasarme en la cárcel si me niego».

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Pero no fue ése el caso. Kevin no tenía ninguna obligación legal de
revelar a Ramón el contenido del papel. Lo hacía porque se sentía en la
obligación moral de poner en conocimiento de eso a su informante
confidencial, y lo hacía pese a la ira y la consternación que su propósito había
despertado en sus superiores. Sin embargo, era ésa una concesión que Kevin
había exigido para seguir adelante con el proyecto. Si tenía que pedir a
Ramón que arriesgase su propia vida yendo al campamento de Medellín, no
quería pedírselo sin que supiese lo que decía el papel que tenía en la mano.
Era el informe sobre la detención en Los Ángeles del hombre que
transportaba el dinero.
Ramón se encontraba jadeante cuando Kevin terminó de leerlo.
—¡Ahí lo tenéis! ¡Por eso quieren que vuelva a Colombia!
—No —replicó Kevin, que a continuación trató de infundir a sus palabras
toda la prudencia mesurada de la que era capaz—. Si creyese que ése era el
caso, no te dejaría marchar, ni aunque tú lo quisieras. Pero nada tienen para
relacionar eso contigo. Ese correo había estado bajo vigilancia desde hace dos
semanas. Los policías de Los Ángeles le vieron cuando un amigo le entregaba
un automóvil alquilado para que llevase el dinero, ya que su propio coche se
encontraba en el taller. Sabían que el nombre que aparecía en su permiso de
conducir no coincidiría con el nombre del contrato de alquiler, lo que les
proporcionaría un pretexto razonable para registrar el vehículo. Luego resultó
que el muy cretino ni siquiera tenía permiso de conducir, con lo que pudieron
detenerle por eso.
—¡No me vengas con ésas, Kevin!, esos tipos de Medellín no son niños
de pecho. Por supuesto que me van a cargar con ese muerto.
—El correo salía de un centro de recolecta en el oeste de Hollywood y se
dirigía al escondite de la casa de Sepúlveda, de donde vino el primer dinero
que recibiste en Los Ángeles. Esa casa no había sido usada desde hacía diez
días. No se habían puesto en comunicación contigo para que recogieses
dinero. Es imposible que relacionen esa detención con tu persona. Quieren
que vayas a Medellín por otra cosa. Quizás, y estoy convencido, querrán
ampliar su operación.
Ramón sacudió la cabeza casi de un modo histérico.
—No puedo hacerlo, Kevin. No creo que pueda hacerlo.
—¿Por qué?
—Estoy cansado. Estoy espantado. No he podido dormir desde que me
llamó Paco. Cada vez que cierro los ojos, tengo pesadillas. Pero mírame.

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Cualquiera con un poco de sensibilidad puede advertir que estoy en las
últimas.
—Eso es debido a que tienes miedo, Ramón. Lo que estoy tratando de
decirte es que no tienes por qué tener miedo. No están detrás ti. Cuando
comprendas eso recobrarás la confianza en ti mismo.
—Cuando comprenda eso seré el mayor imbécil del mundo. ¿Qué sentido
tiene que me devuelvas la mitad de mi vida, si ya estaré muerto para cuando
me la devuelvas?
—Ramón, te prometo una cosa. Es la única cosa que puedo prometerte. Si
vas a Colombia a cumplir esta misión, haré todo cuanto esté al alcance de mis
fuerzas para que jamás llegues a pasar ni un día en una prisión federal. Ni un
solo día.
El confidente se quedó mirando fijamente a Grady, reprimiendo las
lágrimas de miedo y tensión. «Este hombre es mi salvador y mi ejecutor —
pensó—, todo en la misma persona».
—¿Sabes qué hacen allí con la gente que les traiciona? ¿Antes de que
decidan ser compasivos y matarlo de una vez?
El jefe de servicios especiales carraspeó. Se había opuesto rotundamente a
la idea de Kevin de revelar al confidente lo de la detención en Los Ángeles.
Su propia filosofía en esos asuntos era muy simple: jamás puedes pedir
demasiado a un informante confidencial. El saber eso habría puesto
probablemente al hombre entre la espada y la pared. Y ahora debía intervenir
por motivos legales.
—Mira, Ramón, es mi deber decirte que si te niegas a volver a Colombia,
nosotros lo entenderemos. Aceptaremos que más vale pájaro en mano que
ciento volando, y negociaremos con el juez el mejor trato para ti que podamos
obtener.
«Mis cápsulas de cianuro —pensó Ramón en esos momentos—, las que
me llevé a Aruba. Todavía las tengo».
—Y en caso de que vuelva a Colombia y regrese, me devolveréis el resto
de mi vida, ¿me equivoco?
—Nos batiremos como endemoniados en el despacho del fiscal y del juez
precisamente para lograr eso —le aseguró el jefe.
—Está bien —susurró Ramón—. Iré.
Ramón se puso en pie, luego se volvió para mirar a Kevin. El agente de la
DEA esperó advertir ira u odio en sus ojos. Pero no fue así. Descubrió algo
distinto, un cierto reflejo de vínculo fraternal.
—Y no olvides lo que te dije sobre el anillo de matrimonio.

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Paco Garrone volaba con su «Jaguar» por las curvas de la carretera de
montaña que serpenteaba por las cimas de las colinas que se alzaban sobre la
localidad de El Poblado, haciendo chirriar los neumáticos con el entusiasmo
propio de un aspirante a conductor de fórmula uno. Y mientras conducía
como un loco, hizo un amplio gesto con el brazo, como si quisiese abarcar el
bosque de grúas, torres de sondeo y altos y lujosos edificios de apartamentos
en construcción que se extendía a lo largo de su ruta.
—¡Prosperidad! —vociferó—. ¡Tiempos de esplendor! ¡Todo gracias a la
coca!
Ramón refunfuñó.
Paco se le quedó mirando.
—¡Carajo! Estás insoportable esta mañana.
Ramón se sobresaltó como si acabase de despertar de una ensoñación o —
como sería más apropiado decir en este caso— de una pesadilla. Se había
estado inquietando más y más por el terror que le inspiraba esa reunión a la
que se dirigía. Aún no tenía ni idea de qué era lo que se ocultaba tras esa cita
imperiosa en el campamento. Lo único que su socio pudo —o quiso—
contarle fue que don Eduardo quería hablar con él urgentemente de negocios.
—¡Ah!, estaba pensando en ese continuo ir de acá para allá —mintió— en
todos mis viajes. Me estoy hartando.
Paco frenó ante la entrada al campamento. Y mientras los guardias
registraban el automóvil, Ramón trató de calmar sus nervios, estudiando la
placa que había en la muralla junto a la entrada. «Londono S. L.,
constructores» —rezaba—. Se trataba de un tipo listo. Se había hecho rico en
el narcotráfico, pero jamás había tocado una droga.
El portalón se abrió y entraron. Esta vez no tuvieron que esperar en una
antesala abarrotada de gente. El pistolero rubio que les había escoltado
durante su primera visita les estaba esperando. Sin decir una palabra, les
acompañó escaleras arriba hasta el cuartel general operativo del cartel y luego
a lo largo del corredor que conducía al despacho de don Eduardo.
Al escuchar los golpes que daba el otro en la puerta con los nudillos, le
pasó por la cabeza un extraño pensamiento. Se lo había inspirado un pasaje de
Macbeth: «No lo escuches, Duncan, se trata de un toque de difuntos que te
convoca al cielo o al infierno». ¿Era ésa su llamada?
Don Eduardo les abrió la puerta. Permaneció unos instantes ante el
umbral, contemplándolos y parpadeando. Luego dio a Ramón un gran abrazo.
Su saludo no hubiese podido ser más caluroso de haber sido él la propia reina
Isabel dando la bienvenida a Colón cuando volvía a la Corte de Castilla.

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Hizo pasar a sus visitantes, encargó el café negro de rigor y bombardeó a
Ramón con preguntas sobre su viaje, Juan Ospina y su trabajo en Nueva York
y en Los Ángeles.
—Permítame expresarle el gran contento que nos embarga a todos por la
operación que está llevando a cabo con Jimmy Bruno —dijo—. Ha llegado
hasta el último dólar. El procedimiento es lento, pero seguro, y eso es lo que
importa.
Hizo una pausa para beber café y luego dirigió a Ramón la típica sonrisa
que suele reservarse un presentador de televisión para el concursante que
acaba de ganarse un viaje de dos semanas a Hawai.
—El motivo por el que le he hecho venir es el siguiente: hemos de
encontrar el medio para convencer a Jimmy Bruno de que nos mueva más
dinero.
«Ésta ha de ser —se dijo Ramón, saboreando la exaltación que se
apoderaba de su cuerpo— la sensación que tiene un hindú cuando levita».
Momentos antes, se desesperaba por ocultar su miedo ante esos dos hombres,
por impedir que advirtiesen el olor a nerviosismo que exhalaba su persona. Y
ahora, a duras penas podía contener el júbilo que se había apoderado de él.
«¡He ganado! ¡He recuperado mi vida! ¡Jamás tendré que ir a la cárcel!». Y
de repente advirtió que estaba hablando.
—Fíjese —musitó—, Jimmy es un tipo muy precavido, no le gusta correr
riesgos.
Don Eduardo ni siquiera quiso escucharle.
—Estamos sacando más de cien millones de dólares en metálico al mes en
los Estados Unidos. Esa nueva cocaína para fumar es algo fenomenal, no
damos abasto para sacar de ese país el dinero que estamos ganando. ¿Me
creería si le digo que tenemos cuarenta millones de dólares en metálico en un
almacén de Los Ángeles esperando a que los movamos?
Por lo que le había dicho Kevin Grady, Ramón podía sacarlos.
—¡Carajo! —exclamó.
—Podemos entregar a Jimmy Bruno un mínimo de ocho millones de
dólares por semana si podemos convencerle para que los acepte.
—Como ya he dicho, Jimmy es muy estricto. Trabajó para la Mafia hace
años. Probablemente lo siga haciendo. Los de la Mafia han fundado
compañías y han abierto cuentas bancarias comerciales que utilizan para
mover enormes cantidades de dinero sin que los inspectores de Hacienda les
molesten demasiado. No quieren colmar el vaso, sobrecargando ese sistema.

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—Precisamente —le interrumpió don Eduardo—. Me gustaría saber más
cosas sobre el sistema que utiliza Jimmy Bruno y cómo se las arregla para
sacar de los Estados Unidos los dólares de esas cuentas bancarias. No me
importan los nombres de los Bancos ni de las compañías, por supuesto. Tan
sólo quiero saber cómo funciona el sistema.
—No sé hasta qué punto se mostrará asequible al respecto —advirtió
Ramón, pensando para sus adentros: «Ya te contará algo el día en que te
ponga las esposas».
—Bien, a cambio, tengo algo que ofrecerle —dijo don Eduardo,
sonriéndose—. Otro sistema, que puede ser incluso mejor que el suyo.
—Lo dudo —replicó Ramón, preguntándose: «¿Qué otro sistema podrá
ser mejor que el del Gobierno de los Estados Unidos?».
—Se llama La Mina.
—¿La Mina?
—Una mina de oro. Y créame, una auténtica mina de oro.
Habiendo recobrado la confianza en sí mismo, la mente de Ramón se
desbordaba mientras le oía contar su complejo plan.
—Escúcheme, don Eduardo, tan sólo hay una persona en este mundo
capaz de convencer a Jimmy de que haga eso: usted.
—¿Yo? Yo no puedo ir a Nueva York.
—No, claro, y dudo de que él quiera venir a Colombia. Pero ustedes se
podrían encontrar en algún lugar del Caribe o en las Bahamas y todo parecería
como si nuestro hombre se hubiese ido de vacaciones.
—¿Podría organizar eso?
—Trataré de hacerlo.
—¡Hágalo! Y aún he decirle una última cosa. Uno de nuestros correos
idiotas se ha dejado pescar en Los Ángeles sin carnet de conducir y con un
millón de dólares en su automóvil. La Policía ha confiscado el dinero. ¿Cree
que Jimmy Bruno podría ayudamos a recobrarlo?
Ramón se encogió de hombros. «Kevin —estaba pensando—, no sólo
eres mi salvador, sino que eres un astuto hijo de puta».
—Dudo mucho que se haya dedicado a eso. Pero puedo pedirle ese favor
a su nombre, si usted lo desea.

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 12

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Con el fin de complacer a los Estados Unidos, y por muchas otras
razones, Tony Noriega acabó sometiéndose a nuestras presiones y aceptó, al
menos, la idea de supervisar unas elecciones democráticas en Panamá. Como
bien puede imaginarse, nosotros, los de la Agencia, muy poco tuvimos que
ver con esas presiones, al igual que tampoco tuvieron que ver nada nuestros
amigos del Pentágono. Provinieron principalmente de la Secretaría de Estado,
cuyos funcionarios se sentían cada vez más desconcertados ante el abismo
que se abría entre los sublimes principios democráticos que estábamos
exigiendo de los sandinistas y el régimen autoritario que con tanto cariño
estábamos apoyando en Panamá.
El hombre que aceptó finalmente ser el candidato de Noriega fue Ardito
Barletta, alias Nicky, el economista que había ido a la Universidad de Chicago
en los tiempos en que el secretario de Estado George Schultz daba clases en
esa institución.
Una vez que fue tomada la decisión de seguir adelante con lo de las
elecciones, tanto para CP/BARRERA/7-7 como para nosotros resultaba de
vital importancia que Barletta saliese vencedor en ese maldito asunto. La
razón de eso era que el adversario de Barletta sería Arnulfo Arias, conocido
por todos en Panamá por su nombre de pila: Arnulfo. Era el hombre al que
habían derrocado de su cargo los militares cuando dieron el golpe de Estado
en 1968. Era un pillo de siete suelas, un demagogo, un populista de la peor
calaña, un admirador de los fascistas, con quienes había colaborado en la
década de los treinta, cuando era diplomático en Europa. Y lo peor de todo
era que odiaba por igual a los gringos y a los militares panameños. Si hubiese
salido elegido presidente de Panamá, Noriega se habría tenido que marchar
corriendo y, junto con él, se hubieran desvanecido todas nuestras esperanzas
de seguir contando con el apoyo panameño para nuestra guerra de la contra
en Nicaragua.
Noriega fijó las elecciones para el 7 de mayo de 1984. Fue también la
ocasión para mi próximo viaje a Panamá y para mi siguiente reunión con
Juanita.
Para dirigir como es debido la campaña de Barletta y asegurar el triunfo
de su hombre, Noriega se trajo de Estados Unidos una pandilla de chicos
talentosos de la política, que le habían sido recomendados por Hamilton
Jordan, quien había llegado a convertirse en un gran admirador de Torrijos
durante la presidencia de Jimmy Carter. Tal como aseguraron a Noriega esos
chicos de talento, el talón de Aquiles de Arnulfo era su edad, pues tenía
ochenta y dos años. Lanzaron por televisión toda una serie de espacios

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publicitarios, hábilmente elaborados para mostrar la relativa juventud de
Barletta y su energía: Nicky jugando al baloncesto con sus hijos, Nicky
zambulléndose en las olas, Nicky corriendo resueltamente por la mañana antes
de lanzarse a la campaña electoral.
Su contrincante contempló todo esto durante algún tiempo, esperando que
llegase su hora. Y luego Arnulfo dio su respuesta. Empezó a mostrarse en
todos sus mítines políticos con su tetuda amante de treinta y tres años,
colgada de su brazo y mirándole con expresión embelesada. Vaya esto por los
que hablan de la sabiduría de nuestros geniecillos de la propaganda política.
Afortunadamente, la confianza que había depositado Noriega en nuestros
chicos prodigio no era ilimitada, así que empleó también a un experto en
propaganda electoral de la «American Broadcasting Company» para que
adiestrase a su gente sobre los modos de conducir con éxito una campaña
electoral. Noriega se dijo que no tenía sentido enterarse unas cuantas horas
después del recuento de votos de que uno había perdido las elecciones. Pues
entonces sería demasiado tarde para poder hacer algo al respecto. Era
necesario saber a tiempo si uno iba a perder, para poder tomar las medidas
correctoras adecuadas.
El día de las elecciones yo me encontraba en el cuartel general de
Langley, listo para coordinar cualquier acción que fuese necesaria tras las
elecciones, aun cuando las encuestas preelectorales de Noriega nos daban un
margen pequeño pero confortable de victoria. De ahí que me quedase muy
asombrado cuando Noriega me llamó a mi despacho poco después del
mediodía, algo que jamás había hecho. Estaba furioso.
—¡Escúchame —vociferó—, ese idiota que me habéis enviado para que
fuese presidente ha perdido estas malditas elecciones!
—Tony —le dije—, ¿cómo puedes saberlo?, aún no ha terminado el
recuento.
—Porque yo sé mucho más sobre elecciones que vosotros, los gringos.
Los tipos que hemos preparado para que nos organizasen con éxito las
elecciones ahora me dicen que perderemos al menos por cuarenta mil votos,
quizá más.
En unas elecciones en las que el total de votos había sido computado en
seiscientos cuarenta mil, no era ése un margen despreciable.
—Arnulfo se hará con el poder en este país. Me dará una patada en el
culo, al igual que hará con la mitad de las Fuerzas Armadas. Y también os
expulsará a vosotros. ¡Ya podéis olvidaros de entrenar aquí a vuestra contra!
¡Ya podéis olvidaros del traslado de armas a través de la Zona de Libre

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Comercio! ¡Ya podéis olvidaros de vuestros certificados importación! ¡Ya
podéis olvidaros de ese tipo de mi Embajada en Libia! ¡Ya podéis olvidaros
de todas las malditas cosas que he hecho por vosotros durante los últimos
cinco años! Se acabó lo que se daba, para vosotros y para vuestra contra.
Jamás sacaréis nada más de Panamá mientras ese cerdo de Arnulfo sea
presidente.
Le dejé que despotricara durante unos cuantos minutos más para que
pudiera desahogarse, y luego le dije:
—Y bien, Tony, ¿qué podemos hacer?
—Mira —me dijo—, pienso hacer aquí lo que tengo que hacer y vosotros
vais a respaldarme. Vosotros, amigo mío, vais a preocuparos de que vuestro
Gobierno mantenga callada su maldita boca sobre todo lo que hagamos. Pedid
a los del Gobierno que se sonrían y que declaren que todo marcha a las mil
maravillas en Panamá.
Tony estaba furioso por lo que había ocurrido, pero por muy encolerizado
que estuviese, jamás se hubiese atrevido a emplear ese tono conmigo si yo no
hubiese ido a pedirle la libertad de Juanita.
—Cuando en un combate por el título de peso pesado hay un empate,
¿quién gana? El campeón, ¿no es así? Pues bien, di a tu gente que cuarenta
mil votos de diferencia en mi país significa empate, así que gano yo.
Era evidente que el asunto sobrepasaba los límites de mi autoridad.
—Tony —le dije—, hablaré aquí con algunas personas y te apoyaremos.
Cinco minutos después me encontraba junto con Hinckley en el despacho
de Casey. Después de que les hice un resumen sobre lo que me había dicho
Noriega, Hinckley se volvió al director.
—Bill —dijo—, si no podemos disponer, sin restricciones, de nuestras
bases militares del Comando Sur en la vieja Zona del Canal, si no podemos
utilizar, sin limitación alguna, nuestros dispositivos de espionaje electrónico
en ese país, lo que Noriega dice es cierto. Todos nuestros esfuerzos por
ayudar a la contra están condenados al fracaso. Al igual que todos nuestros
esfuerzos por apoyar al Gobierno de El Salvador. Si hay algo que sabemos
sobre ese tal Arias, es que no hará nada absolutamente por defender los
intereses de los Estados Unidos en la América Central. De momento, nos
encontramos ante una clara disyuntiva: defendemos el proceso democrático
en Panamá o defendemos nuestra política en América Central. O lo uno, o lo
otro. No podemos hacer las dos cosas a la vez. No tengo ninguna duda en
absoluto, y sospecho que tampoco la tendréis tú y el Presidente, sobre cuál de
esas dos posibilidades expresa los intereses de nuestra nación.

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Casey se quedó reflexionando durante unos momentos.
—Me ocuparé del asunto —dijo finalmente.
En Panamá, Tony se puso a falsificar los resultados electorales, sin
esperar nuestra respuesta. Se suponía que el recuento de votos tendría que
hacerse en una sala pública. La primera jugada de Noriega consistió en
trasladar ese proceso a un entorno privado que pudiese controlar. Ordenó a
una de sus bandas de matones que organizase un tumulto frente al lugar donde
se estaba haciendo el recuento de votos. En su celo, sus esbirros mataron a
tres personas e hirieron a un centenar. El alboroto que formaron permitió a
Noriega declarar que, por motivos de orden público, se veía obligado a
decretar que el recuento tuviese lugar en una residencia privada, bajo la
supervisión de una llamada Junta Electoral, que él controlaba.
Los de la Junta Electoral se las arreglaron para retrasar el recuento
durante algunos días, mientras «rectificaban» los datos del remoto distrito
amerindio de Guayamí, en la provincia de Chiriquí. Luego la Junta anunció
que Barletta había ganado por mil setecientos trece votos, cifra ésta que se
había sacado de la manga una señora que era miembro de la Junta.
Fue una operación bien llevada, pero tuvo un problema: la Embajada de
los Estados Unidos sabía exactamente lo que había ocurrido. Trabajaba en la
Embajada un experto en asuntos políticos, un tipo llamado Ashley Hewitt,
que sabía que Arias había ganado por sesenta mil votos. Redactó un informe,
anunciando el resultado a Washington, y estampó su firma en él. Ted Briggs,
nuestro embajador, también estampó la suya. A la mañana siguiente, todos los
altos cargos del Departamento de Estado, desde Georges Schultz para abajo,
sabían quién había ganado las elecciones. El embajador Briggs felicitó
personalmente por la victoria a uno de los hombres de Arnulfo. Comunicó al
nuncio apostólico que los Estados Unidos sabían que había ganado Arias y
estaban dispuestos a respetar el resultado.
Pero no, no estábamos dispuestos. Casey había hecho bien su trabajo. El
portavoz de la Secretaría de Estado, en su informe diario, proclamó ante la
Prensa mundial la victoria de Barletta y dijo, refiriéndose a esas elecciones
fraudulentas, que representaban la «restauración del proceso democrático en
Panamá».
Briggs informó muy apenado al nuncio apostólico que había recibido
orden de Washington de reconocer la victoria de Barletta, pese a que sabía
que era fraudulenta. Ronald Reagan invitó a Barletta a la Casa Blanca. Y
finalmente, el secretario de Estado Georges Schultz recibió la orden de ir a

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Panamá con motivo de la investidura de Barletta, santificando así la granujada
de Noriega con el visto bueno del Gobierno de los Estados Unidos.
Todo fue un sórdido ejercicio de hipocresía, el más sórdido de cuantos
había presenciado en mis treinta años de servicio al Gobierno. Y, sin
embargo, tuvo los resultados que esperábamos. CP/BARRERA/7-7 siguió
manteniendo las riendas del poder en Panamá. Nada nos impediría ahora
seguir nuestra guerra contra los sandinistas.

Casey me ordenó ir a Panamá para que me cuidase de que los posibles


traumas postelectorales no fuesen a interrumpir el suave flujo de los
acontecimientos y, lo que era más importante, para que le allanase el camino
con vistas a la visita secreta que pensaba hacer a Panamá y a esa región hacia
finales de julio. Me encontré con un Noriega que aún seguía echando pestes
por lo cerca que habíamos estado del desastre con esas elecciones. Sostenía
ahora que todo aquel asunto no había sido más que un ejercicio tan fútil como
innecesario.
Noriega no era el único que andaba echando pestes. Juanita, que no tenía
dudas sobre quién había ganado realmente las elecciones, estaba furiosa por
nuestra beatificación de la granujada de Noriega. Mi llegada a Panamá,
veinticuatro horas después del anuncio oficial de los resultados, tan sólo
sirvió para ratificar su convencimiento de que Noriega había emprendido su
acción con la ayuda y el beneplácito de la CIA. ¿Qué podía decir yo?
Advirtiendo la frialdad con que me recibió, decidí llevarla a cenar a «Las
Bóvedas», el restaurante en que estuvimos comiendo la noche que nos
conocimos. Quizás aquel entorno despertase en ella la nostalgia de la pasión
que compartimos en el pasado.
Como era típico en ella, Juanita me sorprendió esa noche. En vez de
soltarme una airada filípica sobre el fraude electoral, parecía aceptar los
resultados con un cinismo que nunca había observado en ella.
—Por supuesto —dijo—, ¿para qué discutir? Me dirás que el fraude
electoral forma parte de la tradición en la vida cotidiana latinoamericana,
como el paseo dominical.
Quise replicar, al menos por compromiso, pero me interrumpió.
—De todos modos —me dijo—, sé que Nicky Barletta no será tan dócil
como tú y tu amigo Noriega parecéis pensar. Pero lo que me interesa es
aquello de lo que te hablé la última vez.
—¿De qué se trataba?
—De la implicación de Noriega en el tráfico de cocaína.

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En mi mente se dispararon todos los tipos de alarmas ante sus palabras.
—Por favor, Juanita, no me digas que te vas a meter en eso.
—Sólo como observadora —me contestó, hablándome luego de su
llegada nocturna a Paitilla hacía diez días—. ¿Qué hacía un avión colombiano
aterrizando a mitad de la noche en el aeropuerto de Paitilla y dirigiéndose al
hangar de Noriega con una escolta de las Fuerzas Armadas panameñas?
—Buena pregunta, Juanita, pero no conozco la respuesta.
Ya lo creo que era una maldita buena pregunta. Ese hangar de las Fuerzas
Armadas panameñas era el edificio que estábamos utilizando como almacén
de paso para llevar nuestras armas a la contra. ¿No estaría alguien mezclando
allí nuestras armas con el tráfico de cocaína?
Inevitablemente, cuando nuestros mercenarios cubano-estadounidenses
regresaban de cumplir las misiones que les había asignado la CIA, se daban
cuenta de que trabajar en una gasolinera o dirigir una floristería en «La
Pequeña Habana» de Miami eran ocupaciones que nada tenían de
gratificantes. Teniendo en cuenta el entrenamiento que les habíamos
proporcionado —la preparación para los llamados conflictos de baja
intensidad no se diferencia mucho, después de todo, de la preparación para
una actividad criminal—, resultaba comprensible que un cierto número de
ellos decidiese emigrar al mundo de la delincuencia. Y de todos los campos
de la criminalidad que se abrían ante ellos, el que les atraía del modo más
natural y para el que estaban mejor preparados gracias al entrenamiento de la
CIA era el del tráfico de drogas.
¿Era eso lo que estaba sucediendo allí? De ser así, podía conducir a un
desastre de consecuencias incalculables. Si los medios de comunicación se
enteraban de que empleados a sueldo de la CIA y algunos de nuestros contras
estaban introduciendo cocaína en los Estados Unidos, todos nuestros
esfuerzos por defender El Salvador y Nicaragua se vendrían abajo de la noche
de la mañana. Me dije que tendría que hablar muy seriamente con mi amigo
Felipe Vidal. De momento, sin embargo, mi preocupación era Juanita.
—Por el amor de Dios —le supliqué—, no te metas en esas cosas. Esos
tipos son asesinos. Matan a la gente que les mira de reojo. ¿Puedes imaginarte
lo que hacen a los que se le atraviesan en el camino?
Juanita me apretó cariñosamente la mano.
—Jack, sé apreciar tu preocupación —me aseguró—. Al igual que aprecio
lo que hiciste por mí al sacarme de la cárcel. No te atormentes. No me pasará
nada. Ponte a pensar mejor en lo que harás cuando alguien te ponga por
delante la prueba irrefutable de que Noriega se dedica al tráfico de drogas.

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ARUBA
Antillas Holandesas

En la jerga de la DEA, la operación fue llamada: «Orquestar el entorno».


Dos técnicos de la DEA volaron de Washington a Amsterdam, donde las
autoridades les proporcionaron, por cortesía de la Interpol, sendos pasaportes
daneses. Con esa cobertura, cogieron un avión de la KLM que los condujo a
su destino final, la isla de Aruba, frente al litoral atlántico de Colombia.
Ahora, instalados en una suite en la sexta planta del «Golden Tour Hotel»
de la KLM, desempaquetaban cuidadosamente sus equipos electrónicos de
alta tecnología. El hotel tenía dos suites en cada planta; la sexta era la última.
Antes de decidirse, habían pedido a la recepcionista que les mostrase las dos
suites. Querían comparar las vistas desde ambas, le dijeron, para ver cuál era
más romántica.
Convencida la chica de que estaba tratando con una pareja de
homosexuales que estaba de vacaciones, hizo lo que le pedían. En realidad,
los hombres no tenían interés alguno por el paisaje, sino por el mobiliario. Tal
como habían esperado, era prácticamente igual en ambas suites. El señor
Jimmy Bruno, también conocido como el agente especial Eddie Gómez, se
alojaría en la otra suite en las próximas veinticuatro horas. Su misión consistía
ahora en ocultar dentro de dos muebles de la habitación un equipo de audio y
una cámara de vídeo de fibra óptica, para luego intercambiarlos por los
muebles idénticos de la suite de Bruno, en el momento en que éste hubiese
llegado. Para el anochecer, los equipos estaban preparados.
Don Eduardo Hernández había elegido la isla de Aruba para reunirse con
Jimmy Bruno. Los colombianos no necesitaban visado para entrar en esa isla,
por lo que no quedaría constancia de su paso por ella. Voló a la isla desde
Cartagena, junto con Ramón, quien le serviría de intérprete. Los dos hombres
se dirigieron directamente al «Golden Tour Hotel», donde Jimmy Bruno y
César Rodríguez, que habían venido de la ciudad de Panamá hacía cuarenta y
cinco minutos, ya les estaban esperando.
Kevin Grady había hecho el viaje solo, desde Florida, y se había alojado
en otro hotel. Su misión consistía en atender las comunicaciones, supervisar la
operación y proteger a sus compañeros en caso de necesidad.
Los primeros instantes del encuentro eran cruciales, resultaba esencial
para Jimmy lograr que el colombiano se relajase, que se sintiese cómodo y
tranquilo; tenía que inspirarle confianza, por si acaso abrigaba la sospecha de
que trataban de hacerle caer en una trampa.

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Era una misión en la que Gómez se regodeaba. Le encantaba interpretar el
papel de Jimmy Bruno. Se sentía tan a gusto en medio de la mentira como la
mayoría de la gente cuando se calza sus zapatos viejos. Cuando don Eduardo
llegó a su suite, Gómez ya había mandado instalar un bar completamente
equipado y había pedido que le subiesen café. Su idea era retenerlos a todos
en su habitación, a base de café y de la cerveza mañanera, así como iniciar la
conversación frente a los micrófonos y las cámaras de la DEA antes de que al
colombiano se le ocurriese abandonar ese aposento tan bien vigilado
electrónicamente por la DEA para bajar al bar o al restaurante. Lo peor que
podía sucederle sería que don Eduardo propusiese a todos ponerse los
bañadores e irse a dar un paseo por la playa.
Quedaba la solución de llevar un magnetófono oculto en un suspensorio,
pero no se podía estar seguro de si el tiempo de conversación grabada era el
adecuado para su presentación un buen día ante los tribunales. Y además, tal
como había señalado en cierta ocasión un técnico a Gómez:
—Si te vas a nadar llevando uno de esos aparatos y se produce un
cortocircuito, lo más probable es que no quieras hacer el amor durante uno o
dos meses.
Como resultó luego, don Eduardo no albergaba sospecha alguna sobre
aquella reunión ni sobre el carácter de Jimmy Bruno. ¿A cuento de qué iba a
sospechar de un hombre que ya había sacado de los Estados Unidos para el
cartel veinte millones de dólares? Además, Jimmy Bruno parecía estar
rodeado de una aureola de conspirador, que invitaba a la confidencia, al igual
que la rectitud que caracteriza a un sacerdote escocés presbiteriano inspira
piedad. No habían pasado cinco minutos, cuando ya don Eduardo se
encontraba apoltronado en un sillón, en mangas de camisa, con el nudo de la
corbata aflojado, con una botella de cerveza en una mano y un habano en la
otra.
Como dos buenos socios comerciales satisfechos, cosa que en realidad
eran, lo primero que hicieron fue intercambiar cumplidos. Luego, Hernández
llevó la conversación a las operaciones de Jimmy. El estadounidense se
mostró particularmente servicial.
—Lo primordial en este caso —dijo a su colega colombiano— es que he
logrado introducir a mi gente en la madriguera. En los Bancos que estamos
utilizando tengo personas que son de mi absoluta confianza. Pues bien, esos
hombres ocupan cargos tan altos, que pueden supervisar las transferencias.
No obstante, de vez en cuando, tienen negocios en otras partes, tienen que

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salir de viaje, ausentarse. Y cuando esto ocurre, nos vemos obligados a
suspender las operaciones, lo que explica los retrasos que a veces sufrimos.
Don Eduardo, hablando por boca de Ramón, ya que sus conocimientos de
inglés eran muy limitados, aseguró a Jimmy que entendía el problema. Pero le
presionó, preguntándole si no podría aumentar la cantidad de dinero que
estaba procesando con su sistema.
—El problema —le explicó Bruno— es que, de acuerdo con nuestras
leyes, un banquero está en la obligación de conocer a sus clientes, y de saber
cuál es la fuente que genera su dinero en metálico. Y bien, supongamos ahora
que una de mis cuentas genera cuatro o cinco millones al mes, mes tras mes,
¿de acuerdo?, y de repente ¡pum!, sube a cuarenta. Las campanas empiezan a
repiquetear. Es posible que ponga entonces a algunos de mis hombres de
confianza en una situación muy embarazosa, ¿se da cuenta? Ha de entender
también que trabajo con otras personas. Si hago algo que pueda
comprometerlas, las consecuencias pueden ser para mí harto desagradables.
Más vale en ese caso pegarse de una vez un tiro, lo que puede resultar menos
desagradable que lo otro.
Jimmy soltó un eructo, lo que se debió más a una expresión de su buen
humor que a trastornos de su estómago.
—También hemos de ser muy cuidadosos para que nuestros amigos de la
Policía no metan sus narices en lo que estamos haciendo. Y es que ante los
ojos de la ley somos igualmente culpables tanto el Perico de los Palotes que le
mueve a usted diez kilogramos de cocaína como yo cuando le muevo el
dinero proveniente de esa cantidad de droga. Ambos iremos a la cárcel con
idéntica condena. Por lo tanto, aumentar la cantidad de dinero circulante, tal
como usted quiere, no es empresa fácil para mí.
El agente secreto agitó su botella medio vacía de cerveza con un amplio
ademán. Gómez sabía que no hay nada que infunda más confianza que el
hecho de compartir un secreto.
—Y bien, si su gente tiene alguna idea brillante sobre algún modo mejor
para hacer esto, soy todo oídos.
Sus palabras desencadenaron precisamente la respuesta que estaba
esperando.
Animado por la confianza que estaba depositando en él Jimmy Bruno,
don Eduardo se inclinó hacia delante y dijo:
—De las personas con quienes trabajo, hay algunas que tienen un sistema.
Un sistema de verdad. Una mina de oro.
—¡Una mina de oro, por todos los diablos!

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—Exactamente, una mina de oro en Uruguay, una mina de verdad.
Exporta oro a los Estados Unidos y a Europa. Tiene incluso su propia
refinería en Florida.
Jimmy Bruno dirigió al otro la mirada de rigor, pero no interrumpió a su
socio colombiano.
—Permítame decirle que el oro se vende a trescientos cincuenta dólares la
onza. Es decir, cinco mil seiscientos dólares la libra. Doce millones
trescientos mil dólares la tonelada, ¿vale?
El agente secreto no tuvo ninguna dificultad en seguir esos cálculos
matemáticos, aun cuando sus compañeros solían burlarse de él, diciendo que
era incapaz de establecer el saldo en un simple talonario de cheques.
—Supongamos que nuestra mina envía a los Estados Unidos una tonelada
de oro por semana. Eso hace aproximadamente unos seiscientos millones de
dólares al año. El oro entra legalmente, sin tapujos. Es declarado. Se pagan
los aranceles. Se pagan los tributos. Está asegurado por el total de su valor.
Va a parar a la refinería que tiene la compañía en Florida, donde es fundido y
refinado. De allí se envía a los joyeros con los que hacemos negocios, en
Nueva York, Los Ángeles, Miami y Houston. Éstos lo venden, lo convierten
en joyas, etcétera y depositan el dinero que obtienen en sus propios Bancos,
ordenándoles las transferencias pertinentes al Banco de la refinería. La
refinería da instrucciones para las transferencias telegráficas a la compañía
minera, que tiene su sede en Montevideo, o quizás al comerciante en oro que
tenemos en Londres. Lo que hacemos en este caso es exportar los beneficios
obtenidos mediante la venta de nuestro oro más la legítima ganancia. Si el
Gobierno de los Estados Unidos investiga la procedencia del dinero, podemos
demostrar su legalidad y contamos con la documentación necesaria para
justificar cada uno de los pasos en ese largo camino.
—¡Grandioso! —dijo Jimmy—. Y de ese modo ustedes se dedican al
negocio del oro y no al negocio de las transacciones monetarias.
—Se equivoca, amigo mío, ya que lo que va dentro de esas cajas
etiquetadas con el nombre de ese precioso metal no es oro. Es plomo.
Esta vez Jimmy se levantó de un salto.
—¿Plomo?
—Bueno, quizá pongamos encima una plancha de oro o un par de
lingotes, por si se les ocurre algún día a los inspectores de aduana echar un
vistazo a las cajas. Sin embargo, lo que en realidad ha ocurrido es que hemos
declarado haber importado oro por valor de seiscientos millones de dólares,
cuando lo cierto es que el asunto nos ha podido costar unos treinta millones

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de dólares entre plomo y el papeleo. Esto nos deja con una diferencia de
quinientos setenta millones de dólares, que ahora podemos cubrir con las
ganancias procedentes de nuestras ventas de cocaína.
—Y ese negocio de fundir el material en Florida y enviarlo a sus
compradores no es, por tanto, más que un engaño, una transacción sobre el
papel, ¿no es así?
—Efectivamente. Nuestros mensajeros entregan el dinero en metálico a
los joyeros con los que trabajamos, y éstos lo ingresan en sus cuentas
bancarias y lo envían por transferencia telegráfica a los Bancos de la refinería.
A fin de cuentas, hay muchísima gente que compra joyas pagando en
metálico. Hay quien gana un montón de dinero en las carreras de caballos y
luego compra a su amante un collar de perlas, y como no quiere que se entere
su mujer, paga en metálico. Hay muchísima gente que compra oro y lo guarda
en la caja fuerte de un Banco en previsión de días difíciles.
Jimmy Bruno se echó hacia delante y dio a don Eduardo una palmadita
afectuosa en la rodilla en señal de felicitación.
—Y bien, eso es lo que yo llamo un sistema. ¡Qué demonios!, así puedo
comprar en Singapur sombreros de paja a cincuenta céntimos la pieza,
traérmelos a Estados Unidos, sobrevalorarlos, decir a mis clientes que cuestan
cincuenta dólares, pagar los aranceles, sabiendo que a los de aduanas les
importará un carajo lo que en realidad valgan mientras yo les pague lo que me
pidan, y me encontraré con una diferencia monetaria de exportación del
ciento por ciento.
Don Eduardo se sonrió alegremente. Le gustaba la gente que aprendía
rápido.
—¿Y ha conseguido joyeros dispuestos a colaborar con usted? —
preguntó Jimmy.
Gómez sabía que se estaba moviendo en un terreno peligroso al hacer esa
pregunta, pero se daba cuenta de que Hernández estaba tan ensimismado en la
conversación, que decidió correr el riesgo, pensando que el colombiano no
advertiría que él estaba indagando.
—Armenios —fue la respuesta—. Están muy metidos en ese negocio por
todos los Estados Unidos. Hemos conseguido su cooperación en Nueva York,
Los Ángeles, Houston y Miami. Son como nosotros, los paisas. Todos son
primos de todos.
Siguieron charlando durante una hora. Jimmy prometió que estudiaría la
posibilidad de utilizar una de sus compañías para lanzar una operación ficticia
de importación-exportación, según los principios que le había expuesto don

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Eduardo al hablarle de su mina de oro. Cuando bajaron al restaurante para el
bien ganado almuerzo, todo cuanto de valor tenía que suceder ya había
sucedido… Y justamente frente a las cámaras y los micrófonos de la DEA.
Después de la comida, los dos jóvenes, César y Ramón, decidieron irse a
la playa a ver a las chicas, mientras Jimmy y don Eduardo se tomaban el café.
—Mañana partiremos para Panamá —dijo Ramón a César—. Don
Eduardo quiere presentarme a la mujer que le lleva sus negocios en el Banco
de Occidente. Nos hospedaremos en el «Marriot».
—Vale —dijo César—. Ve. Estoy seguro de que Kevin te diría lo mismo.
Ya se ideará un medio para ir allí y mantenerse en contacto contigo.
César se interrumpió al no poder reprimir la risa.
—Sí, dijo, mañana te irás a Panamá, pero cuando los de Washington vean
y oigan las cintas que hemos grabado esta mañana, te aseguro, compañero,
que nos pondrán una medalla.

Ramón alzó la mirada para contemplar las piedras seculares iluminadas


por la luz de la luna, que se alzaban sobre su cabeza como un esqueleto
gigantesco o como el tronco de algún árbol prehistórico. Ya hacía rato que
había pasado la media hora. Esas ruinas de la vieja Panamá estaban desiertas,
pobladas únicamente por los fantasmas de los conquistadores, sus antiguos
habitantes y de los piratas que habían llegado del mar para masacrarlos y
saquear la ciudad.
Se apoyó contra las piedras y encendió un cigarrillo. Allí estaban los
cimientos de lo que otrora fue el campanario de la catedral de Panamá la
Vieja. En alguna parte a sus pies, sumidos en las tinieblas, estarían los restos
del altar ante el que se arrodilló Pizarro para recibir la comunión antes de
lanzarse a la conquista del imperio Inca por Dios, por el oro y por España.
Tan sumido estaba en sus pensamientos, que no escuchó el ruido de las
pisadas que se acercaban por los altos hierbajos que cubrían las ruinas.
Cuando se dio media vuelta, Kevin y otro hombre ya estaban a su lado.
El agente de la DEA le estrechó la mano.
—¡Lo has logrado, compañero! Felicidades.
—Ya no perderé mi vida en la cárcel, ¿verdad?
—Puedes jurarlo. Los de Washington están tan excitados con lo de la
reunión de Aruba, que nadie sabe hablar ya de otra cosa. Éste es… —
prosiguió, señalando al hombre que le acompañaba— … Fred Hines, nuestro
agregado de la DEA en la Embajada.

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—Tendréis grabaciones muy interesantes para vuestras reuniones —
apuntó Ramón.
Hines pasó la vista por aquellas soledades.
—Nadie se acercó de noche por aquí —dijo—. De todos modos, tampoco
son muchos los que vienen por aquí de día.
—Y bien, ¿qué tal te fue con tu reunión en el Banco? —preguntó Grady.
—Fabuloso. Ante todo, he de decirte que el Banco les pertenece en un
ciento por ciento. Hernández me dijo: Fíjate, jamás tenemos el menor
problema con esta gente. Están aquí para servimos y lo saben. Saben cuál es
su función.
Era eso exactamente lo que esperaba oír Grady.
—¿Y qué tal esa Clara Méndez que dirige el Banco? Por lo que sé, está
íntimamente relacionada con ellos. A Escobar lo llama «don Pablito». Quiero
decir, ¿hasta qué punto podrás entenderte con ella?
Ramón apagó su cigarrillo en las piedras que habían sido antaño el piso
de la catedral.
—Lo que realmente es interesante es lo siguiente: le dije que quería abrir
algunas cuentas, tal como tú me indicaste, y le expresé mi temor de que los
yanquis de la DEA pudiesen venir a husmear. Me tranquilizó y me dijo que
no me preocupara, ya que tenían las espaldas cubiertas.
»¿Qué quiere decir con eso? —le pregunté.
»Ella me contestó: Pagamos a cambio de protección al hombre fuerte del
país.
»¿A Noriega? —pregunté.
»¿A quién si no? —me contestó—. Si la DEA pretende confiscar alguna
de nuestras cuentas bancarias, la gente de Noriega nos avisa con veinticuatro
horas de antelación. Nosotros retiramos el noventa y cinco por ciento de la
suma depositada, con lo que la DEA se queda con las sobras. Usted es amigo
de don Eduardo, así que no vaya a preocuparse por su dinero. Cuidaremos
de su dinero del mismo modo que protegemos el de don Eduardo y sus
amigos.
Grady se apoyó contra las antiguas piedras del campanario de la catedral.
Se había quedado anonadado por lo que acababa de oír.
—¡Noriega! —exclamó—. ¡Menudo ejemplar se ha pescado don
Eduardo!
—Y eso no es más que el principio, chico —le dijo Ramón—. Anoche
estuve hablando de él con Hernández cuando regresamos al hotel.
Ramón se sacó del bolsillo un microcasete y se lo entregó a Grady.

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—Grabé la conversación. Aquí la tienes. En español.
—¡Por el amor de Dios, Ramón, eso es peligroso, no debes arriesgarte de
ese modo!
—No es ningún riesgo, Kevin. Tú te encontrabas en Nueva York. Esos
tipos confían ciegamente en mí.
—¿Qué dijo sobre Noriega? —preguntó Hines.
—Bien, todo lo tenéis aquí, pero os haré un resumen. Dijo textualmente:
¡Ese hijo de perra de Noriega! Se mete en el bolsillo cuatro mil dólares por
cada kilo de cocaína que pasa por Panamá.
»Le pregunté entonces: ¿Suma eso mucho?
»¿Mucho? —me replicó—. Es un tercio de lo que pasamos por Panamá.
—¿Y todo eso está aquí, en esta cinta? —inquirió Grady, que aún seguía
reflexionando sobre la trascendencia que tenía lo que acababa de escuchar.
—Por supuesto.
Noriega, el favorito del Gobierno de los Estados Unidos. El tipo al que
George Schultz había hecho la corte, porque se suponía que iba a colocar a un
civil en la presidencia del país. El tipo del que estaban orgullosos esos cerdos
de la CIA y del Pentágono. Con que ese tipo se sacaba por tajada la tercera
parte de toda la cocaína que entraba en los Estados Unidos. Era como para
volverse loco. Y era también una misión a la que podía consagrar su vida.
—Escucha, Ramón —dijo—, creo que ya ha llegado el momento de sacar
de Colombia a tu mujer y a tus hijos. Quién sabe a dónde puede ir a parar
todo ese asunto de la mina de oro, y esta vez sí que estás completamente
involucrado. Tráetelos sigilosa y discretamente, como si os fueseis de
vacaciones a Disneylandia. El hombre de la DEA en la Embajada os ayudará.
Iré a recogeros cuando lleguéis y pondré inmediatamente a tu familia en el
Programa de Protección a Testigos.

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Libro séptimo

UNA PROMESA QUE CUMPLIR

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LAS CINTAS DE LIND
Extracto n.º 13

—¡Esto es dinamita! —exclamó Glenn Archer al entrar al despacho que


la base había puesto a mi disposición durante mi estancia en Corozal—.
¡Gracias a Dios que estás aquí! Hemos de tomar una decisión
inmediatamente.
Glenn dejó caer sobre mi escritorio el cable de la Embajada, como si le
quemase la mano, lo cual, hablando en sentido figurado, era cierto.
—Nuestro departamento de descodificación en la ciudad me lo acaba de
enviar. Se trata de un mensaje de la DEA. Esos tipos están obligados a enviar
sus comunicados por mediación nuestra. He ordenado que paren la
transmisión de esta maldita cosa hasta que tú la hayas revisado.
Cogí la hoja mecanografiada en el típico impreso de la DEA.
Remitente: agente especial Kevin Grady, Departamento operativo de Nueva York.
agente especial Fred Hines, enlace de Embajada.

Destinatario: Fred Gustafson


Sección de Cocaína
Central de la DEA, Washington

La siguiente información fue obtenida al decodificar a SG4-83-0021 en la ciudad de Panamá, el


12 de mayo de 1984, por los agentes informantes:
1. SG4-83-0021 fue informado durante una conversación por Eduardo Hernández, individuo de
nacionalidad colombiana, residente en Medellín, Colombia, y objeto de una investigación en marcha de
la DEA, llamada «MEDELLÍN BARRIDO-DONY-84507», de que Manuel Antonio Noriega,
comandante en jefe de las Fuerzas Armadas panameñas, recibe un pago de cuatro mil dólares
estadounidenses por cada kilo de cocaína que el cartel de Medellín envía a los Estados Unidos a través
de Panamá, Noriega, por su parte, garantiza a los narcotraficantes la seguridad física de sus
cargamentos y la inmunidad ante la ley. El Departamento Operativo de Nueva York ha identificado a
Hernández como el principal gerente financiero del cartel de Medellín. Una cinta en la que ha sido
grabada una conversación privada entre SG4-83-0021 y Hernández, donde se consigna esta acusación,
ha sido enviada a la Central de la DEA en Washington por correo diplomático.

2. SG4-83-0021 fue informado además durante una conversación privada, sostenida el 12 de


mayo de 1984 en el Banco de Occidente de la ciudad de Panamá con Clara Méndez, una mujer de
nacionalidad panameña que no es actualmente objeto de investigación de la DEA, y el arriba citado
Eduardo Hernández, de que el Banco paga a Manuel Antonio Noriega y a las Fuerzas Armadas
panameñas por su protección, con lo que recibe a cambio información previa sobre los planes de la
DEA para incautar o congelar cuentas bancarias, en conformidad con nuestro programa de
incautación de bienes procedentes del narcotráfico.

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Sobre la base de la presente información, solicitamos permiso para iniciar una investigación por
conspiración criminal para introducir cocaína en los Estados Unidos contra el arriba citado Manuel
Antonio Noriega, con el objeto de levantar causa criminal contra el susodicho individuo ante el Gran
Jurado Federal del Distrito Sur de Nueva York.

—¡Santo cielo! —exclamé—. ¡Era lo que nos faltaba! ¿Puedes


imaginártelo? —preguntó Glenn—. La CIA y su director en persona acaban
de perpetrar un fraude electoral en pro de una persona a la que otra agencia
federal quiere llevar ante los tribunales como delincuente común. Nuestro
mejor agente en América Central ha sido identificado como narcotraficante en
unos momentos en los que Ronald Reagan recorre el país jactándose de su
lucha contra la droga. Precisamente cuando Nancy anda diciendo a los
jóvenes que no prueben la droga.
—Por desgracia, Jack, me lo puedo imaginar. Circulan muchos rumores
por la ciudad.
«Particularmente los que provienen de Juanita Boyd» —pensé.
—Esto se nos puede convertir en un desastre —dije.
—¿Qué podemos hacer?
—Lo primero que vamos a hacer es guardamos este cable hasta que
podamos discutirlo con Langley. Envía una copia a Hinckley, estrictamente
confidencial, y pídele que me llame por la línea de seguridad tan pronto como
lo haya leído.
Glenn se apoderó del cable y se marchó a hacer lo que le pedía, mientras
yo me quedaba reflexionando sobre su contenido. «Grady —pensé—, ¿dónde
demonios he oído ese nombre?».
Y luego, por supuesto, lo recordé. Era aquel tipo de narcóticos al que
había conocido en el avión cuando me dirigía a Vientiane, el que había
tratado de confiscar el cargamento de heroína de Vang Pao. ¿Cómo era
posible que siguiese trabajando para el Gobierno?

Hinckley estaba furioso cuando me llamó media hora después.


—¡Grady! —vociferó—. Ése fue el tipo que nos causó problemas en
Laos. El que pretendía confiscar aquel «DC3» de la «Air América».
—No lo he vuelto a ver desde entonces, pero supongo que será el mismo
tipo.
—Pues bien, ahora tendrás la oportunidad de verle. Lo que quiero de ti es
que hagas ir al despacho de nuestro jefe de base a esos dos agentes de la DEA
y les ordenes suspender inmediatamente la investigación sobre Noriega. Y
estoy diciendo inmediatamente. No vamos a permitir que sigan adelante con

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un asunto como ése en unos momentos tan críticos para nuestra política en
América Central.
—¿Con qué autoridad se supone que hago eso?
—Con la tuya. Con la de la Agencia. Diles nada más que están en juego
intereses muy importantes de nuestra seguridad nacional. Final de la historia.
Tú sabes tan bien como yo que las actividades de esa gente están
subordinadas a nuestros intereses fuera del territorio de Estados Unidos.
La reacción de Hinckley fue exactamente la que yo me esperaba. Sería
absurdo que nuestro Bill Casey viniese a celebrar una reunión secreta con un
hombre del que se sospechaba que era un delincuente.
—Vale, arreglaré eso enseguida.
—Bien. Mientras tú estás haciendo eso allí, quiero comprobar un par de
cosas antes de que decidamos cómo vamos a negociar con Noriega. Pero
desembarázate de esos dos agentes con la mayor rapidez y dureza que puedas.

Grady me reconoció en el mismo instante en que entró al despacho que


tenía Glenn Archer en la Embajada, dándose la casualidad de que en el piso
de abajo estaban las oficinas de la DEA. El asombro y luego la ira se
reflejaron en su rostro. Grady no había cambiado gran cosa desde aquella vez
que nos conocimos durante el espeluznante vuelo de Bangkok a Vientiane.
Había encanecido algo en las sienes, pero seguía teniendo aquel aspecto
escuálido y famélico que recordaba, aquella aureola a lo Bobby Kennedy que
tanto me desconcertó la primera vez que lo vi. Al igual que Bobby, caminaba
con los hombros hundidos y algo inclinado hacia delante. En Irlanda, para
desear suerte a alguien, hay un viejo dicho que reza: Que el viento te dé
siempre en la espalda. Kevin Grady se me antojaba el hombre que se había
pasado la mayor parte de su vida caminando contra el viento, y no a favor del
mismo.
Hice señas a los dos hombres para que tomasen asiento en las dos sillas
que habíamos colocado frente al escritorio de Archer, haciendo gala de una
educación rayana en la descortesía. En una situación como ésa no hay más
que dos opciones: o bien se trata al otro de caballero, o se le llama hijo de
puta. Al recordar cómo fue mi relación con Grady, lo último me pareció más
apropiado. Les planté sobre la mesa el cable suyo que no habíamos enviado.
—¿Cómo demonios ha ido a parar eso a sus manos? —gruñó Grady.
Pasé por alto su observación.
—Su solicitud para abrir una investigación sobre las actividades del
general Noriega ha sido rechazada. Suspenderán inmediatamente todas sus

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investigaciones al respecto. En caso de que ustedes o cualquier otro agente
descubriese nuevas cosas sobre el general Noriega, éstas serán comunicadas
al señor Archer y a nadie más. ¿Me he expresado claramente?
Hines, el enlace de la DEA, se quedó profundamente conmocionado por
mi ultimátum. De sólo verle, podía jurarse que a partir de ese momento nadie
podría pronunciar el nombre de Noriega en su presencia. Grady era harina de
otro costal. Estaba en ascuas.
—¿Quién demonios es usted para venir a decirme a mí, a un agente
federal, lo que tengo que investigar y lo que no? Todas las pistas conducen a
ese tipo. Está metido hasta el cuello. Voy por él.
—No, no lo hará. ¡Olvídelo!
—¿Y por qué demonios he de olvidarlo?
—Porque usted no conoce la historia completa. Porque aquí están en
juego altos intereses de nuestra seguridad nacional.
—¿Al igual que lo estaban en aquel «DC3» cargado de heroína?
—Exactamente. Y creo que no necesito recordarle cuál fue el resultado de
aquella confrontación.
Durante unos instantes pensé que Grady iba a saltar de su silla y se iba a
lanzar sobre mí por encima de la mesa.
—¡Intereses de seguridad nacional! —bramó Grady—. Escúcheme,
engreído de mierda, si quiere ver lo que son los intereses de seguridad
nacional tendría que haber estado conmigo hace dos semanas en Nueva York.
En un simpático y nuevo local que ahora tienen allí. Lo llaman un fumadero
de crack. Esos centros se están extendiendo por todo el país. En ellos se fuma
cocaína. La cocaína que introducen los colombianos en nuestro país con la
ayuda de tu gran compinche Noriega. Está matando a la gente. La está
destrozando. Está arruinando sus vidas.
Ni siquiera se detuvo para tomar resuello mientras me gritaba desde el
otro lado del escritorio.
—¿Así que quiere defender los intereses de nuestra seguridad nacional?,
¿los verdaderos intereses? Pues ahí tiene uno. Eso es lo que está destruyendo
nuestra sociedad, nuestro país. Y no cualquiera que sea el interés de mierda
que lleva a los imbéciles de la CIA a coquetear con un dictadorzuelo
latinoamericano.
—Señor Grady —le dije en tono agrio y desdeñoso—. Al parecer, su
carrera de funcionario soportó un enfrentamiento con nosotros. Puedo
asegurarle que no soportará otro. No le estoy pidiendo que abandone sus
pesquisas sobre el general Noriega. Se lo estoy ordenando. —Grady

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permaneció inmóvil unos instantes, abriendo y apretando sus puños y echando
por los ojos el fuego de la prístina furia celta. Luego se levantó de un salto, se
dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
—¡Señor Grady! —grité—. ¡Vuelva!
—¡Que te den por culo! —vociferó, marchándose y cerrando la puerta
con tal fuerza que casi la saca de sus goznes.

Pobre Grady. Sentí realmente lástima por él después de aquella reunión.


Era imposible no admirar su capacidad de indignación justiciera, su gran
sentido de la moral. Se remontaba a épocas de mayor inocencia, cuando las
cosas eran blancas o negras, cuando las decisiones eran simples y concretas,
cuando la ambigüedad moral y el desconcierto en los valores no entorpecían
nuestra toma de decisiones. Reflexionaba sobre todo eso cuando sonó el
teléfono. Era Hinckley que me llamaba de nuevo. Le hice un resumen de lo
ocurrido.
—Bien —dijo—. Me he enterado por nuestra gente en la DEA de lo que
quería saber. La información de ese cable proviene de uno de sus confidentes,
de ese SG4-83-0021 al que mencionan. Es un narcotraficante, un tipo de
Filadelfia que ahora vive en Bogotá, se llama Raymond Marcello. Al parecer,
tiene buenos contactos con los del cartel de Medellín.
—Por supuesto —dije—, es así como trabajan por lo general, a través de
confidentes.
—Exacto. Bien, lo que quiero que hagas es que te reúnas con Noriega
inmediatamente. Lo primero que has de decirle, de un modo amable y
discreto, ha de estar destinado a calmar su entusiasmo. Le salvamos el pellejo
en 1972. Le hemos vuelto a salvar ahora. No pensamos pasamos toda la vida
sacándole las castañas del fuego. De momento, le necesitamos a él más de lo
que él nos necesita a nosotros, así que haremos como si esto no hubiese
ocurrido. Pero debes hacerle entender que si hay algo que no podemos
permitimos es vemos implicados en un escándalo de drogas. La oposición en
el Congreso a todo el programa sobre la contra es ya tan asquerosamente
violenta, que hasta el atisbo de un escándalo acabaría con nosotros. ¿Puedes
hacer eso?
—Ciertamente.
—La segunda cosa que vas a hacer es comunicarle discretamente el
nombre de ese tal Marcello y dejar que él se encargue de solucionar ese
problema.

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—Un momento, Ted. ¿Sabes acaso lo que hará Noriega con esa
información?
—No, no lo sé, y tampoco lo sabes tú en lo que a mí respecta. Ni siquiera
me importa saberlo. Lo único que quiero es asegurarme de que el tipo más
importante que tiene esta Agencia en América Central no vaya a quedarse
fuera de juego en unos momentos en que su función es de vital importancia
para la misión que tiene que cumplir la CIA.
Hablar con los Estados Unidos desde el extranjero por un teléfono de
seguridad es algo que requiere una cierta técnica. Se parece un poco a la
comunicación entre un barco y la costa, donde uno no pude hablar mientras el
otro está hablando. Es algo que está muy bien para transmitir órdenes, pero
que nada tiene de ideal para entablar una discusión, como estaba
descubriendo en esos momentos.
—Mira, Ted, conozco a Noriega. Sé exactamente lo que hará con esa
información. Sé que logrará que asesinen a Marcello.
—No, Jack, tú no lo sabes y yo tampoco lo sé. No pretendas saber lo que
no sabes. No te inventes una realidad que no existe todavía y que a lo mejor
no existirá jamás. Todo lo que estamos haciendo aquí es cumplir con nuestra
misión. Estamos prestando a un agente valioso exactamente el tipo de servicio
que esperaríamos de él en circunstancias similares.
Cómo me hubiese gustado poder sostener una conversación con Hinckley
cara a cara, en vez de tener que confiar mis pensamientos a una cosa tan
abstracta como un teléfono.
—Venga, Ted, esto es como ponerse a discutir sobre el sexo de los
ángeles.
—Escucha, ¿no recuerdas acaso que ya tuvimos esta misma discusión en
1972, cuando aquel tal Ingersoll estaba acusando a Noriega de encubrir el
tráfico de heroína? Le advertimos de que alguien lo estaba perjudicando, él se
encargó de solucionar el problema y desde entonces no hemos vuelto a
escuchar ni una sola palabra más sobre Noriega y las drogas hasta el día de
hoy, ¿no es así?
«No —pensé—, si excluyes las advertencias de Juanita, que no he
comunicado a la Agencia».
—Piensa en todo lo que Noriega ha hecho por nosotros desde 1972 —
prosiguió Hinckley—. ¿Acaso no estamos en la obligación de alertarle? Claro
que lo estamos. Te lo dije en aquel entonces y te lo repito ahora: lo que cuenta
en este oficio es el pragmatismo, no el idealismo. El idealismo es para tontos.
Hemos de tomar nuestras decisiones basándonos en una sola cosa: en un

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riguroso análisis de costos y beneficios para cada una de nuestras acciones. Y
en este caso, los beneficios que nos reporta proteger a Noriega de la DEA
superan con mucho los posibles costos que pueda acarreamos.
—Ted, eso me suena más a oportunismo que a pragmatismo.
—Llámalo como quieras. Lo que importa es hacerlo.
En esos momentos, me sentí terriblemente satisfecho de que la NSA no
pudiese intervenir nuestra conversación.
—Ted, hay una gran diferencia entre el asunto al que nos enfrentamos en
1972 y esta situación. En 1972 tan sólo abrigábamos una sospecha muy vaga.
Esta vez se trata de un hecho muy concreto. Y tenemos en nuestras manos la
vida de un ciudadano estadounidense.
—Tenemos en nuestras manos la vida de un pobre granuja, la de un
simple narcotraficante. La de un confidente que está tratando de que le
rebajen una condena que tiene ampliamente merecida. ¡Que se vaya a la
mierda! Colócalo en el platillo de una balanza y pon en el otro todo cuanto
Noriega ha hecho y hará por nosotros y ya veremos a qué resultado llegas.
—Aquí se trata también de otra cosa, Ted. No soy abogado, pero sé que
uno de los principios fundamentales del Código Penal es que el individuo que
incite a otro a cometer un asesinato y que le entregue el arma mortal para
perpetrarlo es tan culpable del crimen como el asesino. Comunicar a Noriega
ese nombre es tanto como colocamos en esa posición. Además, encaremos el
hecho, formamos parte del Gobierno de los Estados Unidos, y estamos
participando activamente en la violación de las leyes de nuestra nación.
—¿Quién demonios habla aquí de asesinato? ¿Quién demonios habla de
crimen? Hablas como cualquier maldito jesuíta versado en abogacía. Aquí no
se trata de nada de eso.
—Aquí se trata de que quieres meter la cabeza bajo tierra como el
avestruz.
—Mira, Jack, lo que Noriega haga con la información que le facilitemos
es asunto suyo. Ni tuyo. Ni mío. Ni de la Agencia. Todo lo que vamos a hacer
es darle una información a la que tiene derecho, por ser uno de nuestros
agentes más importantes. Y lo que haga con ella es de su exclusiva
incumbencia.
—¡Patrañas, Ted! Ahora eres tú el que habla como un abogado jesuíta.
—Mira, Jack, llevo en la CIA mucho más tiempo que tú. Prácticamente
desde su fundación. En el mandato de la Agencia hay implícita una dispensa
que te exime de los reparos que te preocupan cuando así lo requiere la

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seguridad nacional. Y eso es lo que está sucediendo aquí. Así que descarta lo
que te agobia y haz tu trabajo.
—Eso no es tan fácil, Ted.
—Escúchame, Jack, escúchame atentamente. Contempla el cuadro con
perspectiva. El Presidente quiere impulsar su política sobre la contra. Casey
la quiere impulsar. ¿Acaso nos vamos a convertir en mártires, lanzándonos
contra el Presidente y el director? ¡Demonios, no! Nuestra misión consiste en
llevar a cabo su política y, puedes creerme, conservar en su puesto a tu agente
Noriega es de vital importancia para esto. Actúa en pro de los intereses de tu
nación, Jack, y no te pongas a defender a una basura de narcotraficante. No te
pagan para eso.
Quise replicarle pero Hinckley me interrumpió. Y de repente el tono de su
voz cambió espectacularmente.
—Si no piensas proteger a tu agente, Lind, déjame que te diga esto: esta
misma noche tomaré un avión para Panamá y yo mismo se lo diré… Y
mientras tanto, te encargarás de hacer tus maletas y te irás a Ulan Bator a
establecer una nueva base.

Mi reunión con Noriega tuvo lugar esa misma noche en «La Playita», su
chalecito de la playa. Era la segunda vez que estaba allí. Fui atormentado por
las dudas y los recelos, pero fui.
Afortunadamente, la reunión fue breve, prácticamente el tiempo necesario
para tomarnos dos vasos de «Old Parr». Noriega estaba muy preocupado por
las secuelas que pudiesen tener las elecciones, por sofocar el escándalo que
desencadenarían sus enemigos políticos, quienes sabían perfectamente que
había habido fraude.
Cuando abordé el motivo de nuestro encuentro, no pude advertir la más
mínima reacción en sus severas facciones. Se limitó a permanecer inmóvil
durante unos instantes, con el rostro completamente inexpresivo, mientras
rumiaba mi pequeña filípica sobre los males del narcotráfico. Luego dio un
bufido.
—¿No pensarás realmente que estoy involucrado en tal cosa?
—Sinceramente, espero que no, Tony. Pues de ser cierto, llegará el día en
que ya no podamos ayudarte, por mucho que lo deseemos.
Noriega frunció el ceño, pero no dijo nada.
—Hay algo más —le dije, introduciendo en nuestra conversación el
nombre de Marcello y el papel que desempeñaba en todo eso.

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Noriega extendió la mano y cogió una libreta que estaba sobre una
mesilla.
—¿Cómo se escribe el nombre de ese tipo? —preguntó.
Cuando nos despedimos, advertí al fin una cierta relajación en él. Medio
en broma, me cogió el brazo.
—Yo te hice un favor —me dijo, sonriéndose—, y ahora tú me haces
otro. Es así como debe ser.
Durante todo el trayecto de vuelta a Corozal me sentí profundamente
desdichado. Lo que hice cuando pedí a Noriega que liberase a Juanita fue una
acción completamente contraria a mi profesión pero realizada con un fin
honorable. Lo que acababa de hacer era acto de exquisita profesionalidad que
tendría un final de lo más deshonroso. Pensé en Kevin Grady y en su
capacidad para indignarse ante lo que consideraba inmoral. En otros tiempos,
yo también me escandalizaba por los aspectos vergonzosos y sucios de
nuestra profesión, consideraba inmoral que alguien fuese sacrificado ante el
altar de la conveniencia. Pero ya no. En algún momento de mi carrera había
perdido esa facultad. Las callosidades habían endurecido mi alma. Y cuando
me acercaba a Corozal ya no me preocupaban las posibles consecuencias de
lo que acababa de hacer y pensaba tan sólo en que tenía que enviar a Langley
lo más rápidamente posible un cable cifrado informándole de lo sucedido.

LOS ÁNGELES
California

La mujer de la limpieza, de raza negra, empujaba cansadamente su carrito


a lo largo del pasillo de la joyería «Mart», situada en el 220 de la Calle 5
Oeste, a dos manzanas de distancia de los rascacielos de acero y cristal del
distrito financiero de Los Ángeles.
Era una más de esa inmensa legión anónima de mujeres, negras e
hispanas en su mayoría, que trabajaban por la noche para limpiar esos
edificios, mientras sus propietarios blancos dormían despreocupadamente.
Eran las dos y media de la madrugada, y el edificio estaba desierto, con
excepción de los guardias de seguridad apostados en la planta baja y del
portero que hacía la ronda nocturna y que acababa de saludarla cuando ella se
disponía a bajar con sus útiles de limpieza a la decimoquinta planta. Entró en
las oficinas de la joyería «Larmex» y se dispuso a empezar su faena. Los
propietarios de «Larmex» eran dos hermanos armenios, que habían salido

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huyendo de la guerra que asolaba Beirut, ciudad en la que se habían dedicado
activamente al comercio de oro y piedras preciosas.
Por lo general, lo primero que hubiese tenido que hacer era limpiar los
cestos de la basura. Pero lo que hizo en realidad fue subirse a un escritorio
situado justamente debajo del circuito cerrado de televisión, instalado para la
seguridad de la empresa «Larmex». Desatornilló la placa posterior de la
cámara y sacó un pequeño casete que se guardó en su amplio escote. Insertó
un nuevo casete en su lugar, atornilló la placa y se bajó de la mesa para
ponerse a vaciar los cestos de la basura.
De hecho, la parte más importante de su trabajo nocturno había sido
realizada. La mujer de la limpieza era un agente de la DEA que trabajaba en
la clandestinidad, una de las docenas de agentes que ahora habían sido
asignadas a la vasta operación desencadenada por las revelaciones que había
hecho Eduardo Hernández en la isla de Aruba sobre la mina de oro y su
sistema de blanqueo de dinero negro. Tal como dijera aquel día en la playa
César Rodríguez a Ramón, las revelaciones de Hernández habían llevado a la
DEA a introducirse en el corazón mismo de aquella gran operación de
blanqueo de dinero negro. Era, con mucho, la mayor confabulación de ese
tipo que habían descubierto jamás las autoridades estadounidenses.
La operación se había vuelto tan grande, que ahora participaban en ella el
FBI, las Aduanas, el Tesoro, y el Fisco, junto con la DEA y los departamentos
de Policía de las ciudades implicadas. Ante la gran envergadura que había
tomado la operación, resultaba inevitable que el papel que desempeñaba
Kevin Grady en la misma se hubiese visto sustancialmente reducido. De todos
modos, había sido su relación con el confidente lo que había hecho rodar la
bola.
Mientras contemplaba la montaña de papeles que se iba acumulando
sobre el escritorio de su despacho en Nueva York con la información que iba
generando aquella operación, Grady no podía menos de maravillarse de todo
lo que estaba descubriendo. Las estimaciones más recientes sobre el caso «La
Mina» indicaban que al menos unos quinientos millones de dólares al año
eran blanqueados por mediación de los joyeros. Las fuerzas de operación
conjuntas mantenían ahora bajo vigilancia las joyerías de seis ciudades y la
refinería de oro de Hollywood. El eslabón de enlace en esa cadena parecía
estar formado por refugiados armenios provenientes del Líbano, como los dos
hermanos propietarios de la joyería «Larmex». Los armenios nacionalizados
en Estados Unidos habían conservado sus vínculos con esos primos y tíos que
habían elegido América del Sur como lugar de refugio. La DEA había

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descubierto que el cerebro gris era un financiero uruguayo llamado Raúl
Vivas, propietario de una agencia de cambio llamada «Cambio Italia». Su
socio principal era otro uruguayo llamado Sergio Hochman, cuya empresa
«Lectra S. A.» parecía ser la compañía tenedora que controlaba toda una red
de compañías de tapadera implicadas en el caso.
Se trataba de una operación tan prometedora, que Grady llegó a pensar
que hasta podría hacerle olvidar el fin que se había propuesto: pescar a
Manuel Antonio Noriega.
Cuando se estaba consolando con esa idea, Ella Jean Ransom entró en su
despacho.
—Tengo al teléfono a Joe Abrams, nuestro agregado en la Embajada de
Bogotá —dijo—. Ya están preparados para sacar del país a la mujer y a los
hijos de Ramón. Llegarán el miércoles en el vuelo 020 de la «Avianca».
Estarán en Laguardia a las nueve y media de la noche.
—Estupendo —dijo Grady—. Déjame hablar con él. Joe —dijo a su
compañero en Colombia—, gracias por haber solucionado eso. Sabemos
apreciarlo. ¿Cómo está nuestro confidente?
—Está bien. Mañana parte junto con Hernández para Panamá, donde
tendrá su última reunión en el Banco de Occidente, y luego cogerá el avión
para Nueva York, haciendo escala en Houston. Llegará un poco más tarde que
su familia.
—Bien. Asegúrate de que se ponga en contacto con Hines en Panamá.
—No te preocupes. Está bien informado.

CIUDAD DE PANAMÁ

Eran las siete y media de la mañana, pero ya a esa temprana hora el calor
húmedo de Panamá convertía en un martirio el caminar por el paseo marítimo
del Pacífico, en las inmediaciones del «Hotel Marriot». «La próxima vez —
pensó Ramón— tendré que encontrar un método menos extenuante para mis
reuniones». Volvió la cabeza disimuladamente para ver si lo seguían, como
siempre hacía de un modo rutinario, aun cuando sabía que eso ya no era
necesario. Sus compañeros de Medellín habían depositado ahora en él una
confianza ciega.
Al fondo divisó la figura de Fred Hines, el agregado de la DEA en la
Embajada de Panamá, que se acercaba lentamente. Al verse, los dos hombres
apretaron el paso.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Hines.

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—Bien. Voy a encontrarme con Hernández en el Banco de Occidente a
las diez de la mañana. Piensa abrir unas nuevas cuentas que utilizaremos a
partir de ahora en la operación de Jimmy Bruno.
—¿Cuánto piensas que tardará?
—Una hora, quizá. Luego volveré al hotel, almorzaré y me iré al
aeropuerto.
—Vale. No te olvides de llamarme antes de partir para el aeropuerto.
Adiós.
Ramón aceleró el paso y dejó atrás a Hines. Su conversación no había
durado más de treinta segundos.
Cuarenta minutos después, ya duchado y vestido, bajaba a desayunar en el
hotel. Ramón pudo constatar con enorme placer que los panameños no habían
oída hablar jamás, al parecer, de cosas como la alimentación libre de
colesterol, los copos de avena y el desayuno rico en fibras vegetales. En el
bufé se exhibían los manjares más deliciosos y ricos en calorías que
imaginarse pueda: huevos, tocino, jamón, queso, frutas y zumos en gran
variedad, pastelillos, dulce de plátano, pan de nueces, panecillos y croasanes.
Habiéndosele abierto el apetito con su paseo mañanero, Ramón recorrió
aquella amplia gama de golosinas, sirviéndose dos de cada una de ellas.
Finalmente, a las nueve y diez, se dirigió a la entrada y pidió al portero que le
consiguiese un taxi para ir al Banco de Occidente.
El Banco estaba situado en la «Pequeña Suiza», una zona de
resplandecientes edificios de acero y cristal que se extendían alrededor de la
Vía de España, monumentos al dinero de la cocaína y a las leyes panameñas
sobre el secreto bancario. No había prácticamente en el mundo ni una sola
institución bancaria digna de tal nombre que no estuviese representada en
alguno de los ciento veinticinco Bancos de esa zona. Cuarenta eran
estadounidenses; doce, panameños; catorce, colombianos. Una fría estimación
del Tesoro de los Estados Unidos había calculado que el sesenta por ciento
del dinero que pasaba por esos Bancos provenía de la venta de drogas.
Con su traje azul marino y su maletín negro, Ramón tenía más pinta de
banquero próspero que cualquier otro de los visitantes que entraba en esa
mañana al vestíbulo con aire acondicionado del Banco de Occidente. Se
encaminaba hacia la puerta del ascensor, cuando un hombre joven,
igualmente bien vestido, se le acercó.
—¿Señor Ramón? —preguntó.
Ramón se sorprendió de que alguien le abordase por su nombre. Sin darle
tiempo a responder, el joven le enseñó su placa dorada de policía.

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—Soy el capitán Luis Peel, el oficial de enlace entre la DEA y la Policía
de aquí. Freddy Hines me envía para que le transmita un mensaje urgente. No
quiere que vaya a esa reunión. Acabamos de recibir un cable de Washington
en el que se nos advierte que puede ser una trampa. Quiere que le acompañe a
la Embajada, donde usted se encontrará a salvo. Lo espera allí.
—¡Dios mío! —exclamó Ramón, sintiendo que se le revolvían las tripas
—. ¡Gracias a Dios que me he retrasado un poco!
—Sí —asintió Peel—. A eso se le llama suerte. Tengo afuera el
automóvil.

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 14

La posibilidad de que alguno de nuestros alcus o de nuestros contras se


hubiese dedicado al contrabando de la droga era un peligro que no podíamos
pasar por alto. Hinckley decidió que la medicina preventiva tenía que estar en
nuestro orden del día.
—Trata con dureza a esos individuos y ponte a partir cabezas antes de que
trascienda lo que están haciendo —me había dicho Hinckley—. Que
Talmadge reúna a nuestros alcus en la base aérea secreta de Aguacate, en
Honduras, y tú irás allí a leerles la cartilla.
Gary Ellis, nuestro jefe de base, vino a buscarme al aeropuerto cuando
llegué a Tegucigalpa y partimos inmediatamente para Aguacate, que se
encuentra en la provincia de Olancho, en la frontera con Nicaragua. Cuando
salimos de la capital y empezamos a atravesar las tierras altas en dirección a
la frontera, me llamó la atención las muchas cruces que vi en la cuneta a todo
lo largo de la carretera.
—Así señalan el lugar donde ha muerto alguien en un accidente de tráfico
—me explicó Ellis—. Los hondureños creen que el alma del muerto se queda
ahí atrapada hasta que viene un sacerdote, dice una misa en el lugar y pone
una cruz. Eso te indicará lo religiosa que es esta gente.
—Cuéntame algo sobre la zona por la que estamos pasando —le dije.
La provincia de Olancho era una región muy bonita, de suaves colinas
pobladas por jacarandas y acacias en flor. Las chozas de los campesinos
pobres tenían las paredes de caña; los ricos las hacían de ladrillo. Todas, sin
embargo, tenían tejados de tejas rojas, hechas de arcilla de la localidad. Se
parecían un poco a los tejados que contemplamos en los cuadros de Van Gogh

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o que podemos ver en las zonas campesinas de la Provenza francesa. Nos
dirigíamos a una aldea llamada Catana, donde iba a morir nuestro camino
empedrado. A partir de allí teníamos que recorrer unos veinte kilómetros por
una angosta carretera de tierra para llegar a nuestra base aérea.
Tuvimos que cruzar con nuestro «Toyota» dos riachuelos en los que las
aguas nos cubrían las ruedas. El follaje a ambos lados del camino se iba
haciendo cada vez más espeso a medida que avanzábamos. No había vestigio
alguno de vida humana.
—Bello país —observé.
—Puede ser peor —me informó Ellis—. Desde la frontera nicaragüense
hasta el campamento hay cien kilómetros de selva impenetrable. Los
sandinistas no pueden venir a hacemos una visita de improviso.
Finalmente, aquel camino de tierra acababa por las buenas frente a la
selva.
—Ahí lo tienes —me anunció Ellis—, bienvenido a la pacífica base de
Aguacate.
Desde el camino se bajaba por una pendiente hasta el lecho seco de un
río, cuyo curso había venido corriendo paralelo a nuestro sendero a lo largo
de dos kilómetros. A lo lejos escuché los rugidos de los bulldozers y divisé las
nubes de polvo que levantaban del suelo con sus cuchillas. Al pie de la
pendiente, oculto entre unos árboles, se encontraba un puesto de guardia. Un
par de chicos con uniforme de campaña y botas de cuero, que llevaban unos
fusiles ametralladores casi tan grandes como ellos, salieron de la maleza,
ofreciéndome así mi primera impresión de nuestros guerreros contras.
Uno de ellos se ofreció a acompañamos hasta donde estaba Talmadge. El
duque estaba apostado a un extremo del camino que estaba abriendo los
bulldozers, vigilando a un grupo de contras que estaban descargando largas
cajas de madera de un «DC6» con emblemas panameños.
—¿Qué son, piezas de recambio para tus tractores? —pregunté.
El duque se encontraría seguramente ausente el día en que colocaron el
gene del humor en el código genético.
—¡Son AK-cuarenta y siete! —gruñó—. Vienen de Polonia y han hecho
escala en Tel Aviv, La Paz y Panamá. Gracias a tu amigo Noriega.
Talmadge nos condujo a través de la pista hasta una choza de madera que
le hacía las veces de cuartel general de campo. Nos señaló hacia el horizonte,
en medio del estruendo de los bulldozers.
—En esa pista no puede aterrizar ningún aparato que sea más grande que
un «DC6» —apuntó—, pero cuando hayamos terminado de ampliarla,

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podremos recibir a los «C130».
No había en el aeropuerto ni un solo militar hondureño. Las autoridades
de Honduras no tenían una idea clara de lo que estábamos haciendo allí, no
sabían cuántos aviones aterrizaban, ni cuál era su carga, ni de dónde venían,
ni a dónde iban. Resultaba ideal para nuestros propósitos. Tomamos asiento
alrededor del desvencijado escritorio de madera del duque. En una de las
paredes tenía colgado un mapa de Nicaragua, hecho por el Cuerpo de
Ingenieros del Ejército de los Estados Unidos, en el que había indicado con
alfileres de cabeza roja los lugares en los que la contra había logrado penetrar
más profundamente en el territorio sandinista. Afuera, a lo lejos, podíamos
escuchar los disparos de las armas de fuego ligeras, los cañonazos de los
morteros, que nos venían desde los campos de tiro en los que entrenaba a sus
combatientes.
Le expuse la preocupación de Hinckley porque algunos de nuestros alcus
o de nuestros contras estuviesen implicados en el tráfico de drogas.
—¿Y qué demonios esperaba Hinckley? —gruñó el duque—. A fin de
cuentas, él tiene la culpa. ¿No fue acaso idea suya subcontratar esta guerra?
¿Apelar al sector privado? ¿No deseaba acaso que no hubiese por aquí ningún
agente estadounidense de la CIA, para que el Congreso no pudiese descubrir
lo que estábamos haciendo? Pues bien, sin oficiales de la Agencia dando
vueltas por aquí, ¿quién va a ejercer el control? Nadie. Y cuando diriges una
operación sin el control adecuado, siempre te metes en líos.
Le conté —sin mencionar su nombre, por supuesto— lo que Juanita había
visto en Paitilla y le expresé mi temor de que la cocaína pudiese ir oculta
entre las armas que sacábamos de Panamá.
—De eso estoy completamente convencido —me dijo el duque—. El
lugar que he elegido por base es la zona que estamos utilizando en Costa Rica
en las cercanías de Muelle, donde está el granjero que trabaja para nosotros.
El tipo tiene problemas de dinero. Y por allí no hay ni un agente de la
Agencia. No hay más que alcus. El viejo Félix Rodríguez, el de Ilopango, es
un hombre formal. No creo que se haya mezclado con la droga. Cuando estoy
aquí, me parece que en este lugar no pasa nada. Pero —me dijo, encogiéndose
de hombros—, ¿y cuándo no estoy?
Dimos entonces un buen rapapolvos a nuestros alcus, empezando por
Felipe Vidal. Les expuse mi evangelio personal contra el narcotráfico. Jamás
había visto juntos en una habitación tantos rostros ofendidos y con expresión
de inocencia como en aquella pequeña oficina.

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—Juanito —declaró Felipe con el fervor de la monja que pronuncia sus
votos perpetuos—, te juro por el alma de la madre de mis hijos que nunca,
pero nunca, me he metido en tales cosas. Jamás. Mataría con mis propias
manos a cualquiera de mis hombres que intentase tocar esa droga.
Para dar fuerza a su declaración, el resto de los congregados se puso a
jurar y perjurar al mismo tiempo.
Nos pasamos luego las dos horas siguientes revisando los detalles de la
operación ÁGUILAS NEGRAS, así como algunos aspectos de nuestro
programa para la contra.
—¿Y bien? —pregunté al duque cuando todos se marcharon—, ¿crees
que lo hemos hecho bien?
—Por supuesto —me contestó—. A partir de ahora serán mucho más
cuidadosos a la hora de no dejar huellas.

NUEVA YORK

Kevin Grady había aprovechado su hora del almuerzo para ir a una


juguetería a comprar regalos: unas muñecas para la niña y un coche de
carreras teledirigido para el chico. Le habían envuelto los juguetes en papel de
regalo, pero no pudo resistir la tentación de abrirlos para enseñárselos a Ella
Jean.
La joven le miró afectuosamente.
—Qué lástima que nunca hayas tenido hijos, Kev. Hubieses sido un
padrazo.
De momento Grady se encogió de hombros.
—Los solteros no son precisamente buenos padres.
—Hay una gran cantidad de mujeres solteras que se las apañan bastante
bien.
—Me lo imagino.
—Lo malo es la vida que llevas desde que murió tu mujer, Kev. Cuando
vuelvas a juntarte con una mujer, será para que ésta toque el órgano en tu
funeral.
Grady puso la mejor de sus sonrisas.
—Tienes mucha razón. Creo que eres la única chica que conozco, Ella
Jean.
—Y la única que te hace algún caso, por cierto.
Kevin se afanaba torpemente por envolver de nuevo sus regalos cuando
sonó el teléfono. Era Fred Hines, que le llamaba desde Panamá.

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—Kevin —balbuceó—, ¡Ramón ha desaparecido!
—¿Qué demonios estás diciendo?
A Grady le temblaron las piernas, y tuvo que dejarse caer en su sillón.
—No volvió de su reunión con Hernández en el Banco de Occidente.
Hemos registrado su habitación en el hotel. Aún tiene sus cosas allí.
Acabamos de comprobar su vuelo a Houston. No se subió al avión.
—¿Qué pasa con Hernández?
—Dejó su habitación en el hotel a las nueve de esta mañana. No sabemos
nada de él desde entonces.
—¿Y esa mujer del Banco, cómo demonios se llamaba, Clara?
—Afirma no saber nada de esa cita.
—¡Lo han secuestrado!
—Eso me temo. He ido a ver a mi hombre de enlace con las Fuerzas
Armadas panameñas, a Luis Peel. Me ha prometido que hará todo cuanto esté
a su alcance para ayudamos.
—¡Dios mío!
Grady pronunció esas palabras como una oración y un grito de socorro al
mismo tiempo. Luego se volvió a Ella Jean.
—¿Qué voy a decir en el aeropuerto a esa pobre mujer y a sus hijos?

CIUDAD DE PANAMÁ

—Me acaba de llamar nuestro amigo Felipe —informó Pedro de la Rica a


Noriega—. Ese tipo de la CIA, Lind, convocó a una reunión esta tarde a todos
sus cubanos-estadounidenses en Honduras. Les dio una buena filípica,
advirtiéndoles que no debían traficar con drogas. Les expuso su sospecha de
que alguien pudiese estar utilizando los aviones en los que les transportamos
las armas para llevar cocaína.
«¿De dónde demonios habrá sacado Lind esa idea? —pensó Noriega—. A
menos que se la haya inculcado la fisgona de su amante. No tenía que haber
sacado de la cárcel a esa perra».
—Yo no me preocuparía demasiado por eso —le tranquilizó Noriega—.
Encárgate simplemente de que todos sean más cuidadosos.

NUEVA YORK

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Ella Jean Ransom contempló con aire de honda preocupación a Kevin
Grady, que estaba sentado a su lado. Tenía la corbata ladeada, los labios en
tensión y todo su aspecto era el de un hombre que está luchando por mantener
la compostura para no caer en un violento ataque de rabia. Su encuentro con
la mujer y los hijos de Ramón en el aeropuerto de Laguardia había sido —
como había confesado susurrante a la joven cuando tomaba asiento para esa
reunión— una penosa experiencia. Habían tomado la decisión de no
informarles sobre la desaparición de Ramón hasta que la DEA tuviese
indicios concretos de lo que le había ocurrido.
Pero en esos momentos, los dos agentes eran presa de las tensiones
creadas por esa asamblea de alto nivel, que se celebraba a media noche en el
despacho del jefe de agentes especiales del departamento operativo de Nueva
York. Allí estaban todos presentes: el FBI, las Aduanas, representadas por el
idiota que había hecho fracasar la operación de Kevin cuando éste se hizo
pasar por Alfie Westin, el Tesoro, el Comando Aéreo Estratégico
neoyorquino, Richie Cagnia, Eddie Gómez, y el Subcomisario de
Operaciones de la DEA, que había venido expresamente de Washington para
presidir la reunión. El propósito de la misma era tratar de determinar qué le
había ocurrido a Ramón y cuáles eran las consecuencias que podía tener su
desaparición para las operaciones que estaba desarrollando la DEA.
—Pues bien —dijo el Subcomisario de Operaciones, abriendo la sesión
—, la primera cuestión: ¿qué pensamos que le ha ocurrido?
—Le han tendido una trampa —contestó Richie Cagnia—. La gente del
cartel ha debido sospechar que los estaba engañando, lo arrinconarían en
alguna parte, le pondrían una pistola en las costillas, le taparían la cabeza con
un saco y se lo llevarían. Así de simple. Si queréis saber mi opinión, ya está
muerto.
—Nuestro agregado en la Embajada de Panamá encontró al conductor del
taxi que lo llevó al Banco. Todo había sido normal. Nuestro hombre entró
directamente al Banco. Es la última noticia que tenemos de él —informó Ella
Jean.
—¿Por qué estás tan seguro de que ha sido secuestrado? —insistió el
Subcomisario, dirigiéndose a Cagnia—. A lo mejor nos ha hecho un doble
juego. Quizás en estos momentos se encuentre en un avión rumbo a Río de
Janeiro.
—¿Y eso el mismo día en que nos envía a su mujer y a sus hijos para que
puedan acogerse al Programa de Protección de Testigos? Eso no tiene ningún
sentido.

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—A lo mejor tenía una amante.
—Eso es altamente improbable —replicó con énfasis Ella Jean—. Lo
conocemos muy bien. Si trabajó de confidente para nosotros fue precisamente
a causa de su familia.
—Puedes estar completamente seguro de que no se ha vuelto a Colombia
—intervino Cagnia en tono sarcástico—. Y mucho menos si los del cartel ya
se han dado cuenta de lo que les va a costar la colaboración de ese hombre
con nosotros.
—También es posible que estuviese engañando a ambas partes y que
ahora haya decidido marcharse a Río de Janeiro.
—¡Vamos, Ronald! —espetó Cagnia al Subcomisario—. Podía haberse
marchado a Río de Janeiro antes de convertirse en confidente, cuando todavía
era suyo todo el dinero que había sacado de la droga. Si ahora se marcha a
Brasil, tendrá que ocultarse tanto de nosotros como de ellos. En lo que
respecta a nosotros, yo no me preocuparía gran cosa si estuviese en su pellejo.
Pero ¿y de esos asesinos?
—Bien, todos habéis leído el comunicado de nuestra central de Nueva
York —dijo el Subcomisario, que ya tenía ganas de cambiar de tema—. Para
terminar, ¿hay alguien que piense que ese tipo no ha sido secuestrado?
Fue entonces cuando Kevin perdió los estribos.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Por qué estamos aquí pegando palos de
ciego? ¿A cuento de qué esta estúpida discusión bizantina? ¡Claro que fue
secuestrado! Pero no es eso lo que importa. Lo que importa es quién lo ha
secuestrado. Todos vosotros pensáis que fue el cartel. Estáis equivocados. Fue
la CIA.
Un silencio tan embarazoso como penoso siguió a esa acusación. Ella
Jean miró a Grady, que estaba hecho un basilisco. «Realmente ha puesto el
dedo en la llaga» —pensó—. En esos instantes, el delegado del FBI lanzaba
una mirada significativa a su colega del Tesoro. «¿Qué otra cosa puede
esperarse de esa gente que trabaja en la DEA?» —parecía decir con su
expresión—. El representante del Comando Aéreo Estratégico contempló a
través de la ventana las luces de la ciudad, para no tener que ver el rostro
desencajado del Subcomisario.
En cuanto a Kevin, parecía ser completamente inconsciente del malestar
que habían provocado sus palabras. Sin poder contener su rabia, les habló del
último informe de Ramón y del altercado que había tenido con Jack Lind.
—Ese hijo de puta reveló el nombre a Noriega y éste lo mandó secuestrar.
Eso es lo que ha ocurrido.

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—Habrá advertido, señor Grady —dijo muy educadamente el hombre del
FBI—, que la Policía panameña está colaborando al máximo con la DEA en
sus investigaciones. Lo que demuestra que Noriega no puede estar
involucrado.
—Lo único que demuestra eso es que usted no tiene ni puta idea de cómo
operan esos tipos.
«¡Oh, oh! —pensó Ella Jean—, el pobre Kevin se acaba de ganar otro
enemigo».
—Mire, Grady, no existe prueba alguna en la que pueda apoyarse esa
acusación —dijo el delegado del Comando Aéreo Estratégico, quien deseaba
salir lo más rápidamente posible de esas arenas movedizas en las que se
estaba estancando la discusión—. Estamos aquí para combatir al cartel de
Medellín y no a otra institución gubernamental.
—No esté tan seguro —le replicó Grady.
—Olvidémonos de la CIA por el momento —dijo el Subcomisario, que al
ser perfectamente consciente de las sutilezas de la política en Washington,
sabía que la última cosa que quería o necesitaba su jefe era una confrontación
con la Agencia, ya que esas luchas las perdía inevitablemente la DEA—.
Todos parecemos estar de acuerdo en que nuestro confidente ha sido
secuestrado. Y esto nos lleva a una sola conclusión: ahora corren peligro
todas las operaciones en las que él participaba, ¿me equivoco?
Un murmullo de aprobación se extendió por la sala.
—Esto quiere decir que hemos de finalizar todas esas operaciones esta
misma noche. Todas, «Medellín Barrido», «La Mina», todas absolutamente.
Necesitamos órdenes judiciales de registro para todas esas joyerías, para la
refinería, para todas las casas que hemos identificado como escondites y
almacenes de droga y de dinero. Tenemos que levantar el secreto de todos
nuestros procesos sumariales y hacer las diligencias necesarias para poder
detener a todos los implicados. Necesitamos órdenes de busca y captura para
todos los sospechosos. Necesitamos un mandato judicial para poder confiscar
todas las cuentas bancarias que hemos mantenido bajo vigilancia, a primera
hora de la mañana, en el mismo momento en que los Bancos abran sus
puertas. Y toda esta operación tiene que estar cronometrada y coordinada
como si fuésemos el general Eisenhower desembarcando en Normandía. Será
una labor gigantesca. Nadie dormirá esta noche, amigos míos.
El Subcomisario hizo una breve pausa.
—En cuanto a ti, Kevin, quizá sería mejor que te fueses a dormir. Estarás
sometido a una gran tensión. Perder a un buen confidente es algo que siempre

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duele.

«HACIENDA NÁPOLES»
Colombia

El «Piper Cheyenne» aterrizó suavemente en la pista de asfalto de la


residencia favorita de Pablo Escobar y se deslizó hacia el hangar en el que se
guardaban los tres aviones de los que disponía la finca. El piloto se volvió
hacia los dos hombres que custodiaban la carga.
—¿Todo en orden? —preguntó.
—Todo bien, chico. Contigo no parece que uno vaya en un avión, es
como ir en autobús.
El piloto se encogió de hombros. Efectivamente, para él, ese vuelo entre
la finca y el aeródromo panameño de Playa Coronado significaba en esos días
como un viajecito en autobús. Dirigió el avión hasta la enorme puerta de
doble hoja del hangar. Al llegar vio la figura rechoncha de su jefe con el
sombrerito en la coronilla, que le estaba esperando.
—¡Hey! —susurró a los hombres que iban en la parte de atrás—, ahí está
don Pablo.
Apagó los motores, abrió la ventanilla y saludó servilmente a su patrón.
—¿Tuvisteis algún problema? —preguntó Escobar.
—Todo salió perfectamente, don Pablo.
No había terminado de hablar el piloto cuando acudía ya un mecánico a
toda prisa para abrirle la puerta. Uno de los guardias saltó a tierra, se volvió y
empezó a tirar de un fardo mientras el otro lo empujaba desde dentro del
avión. Se trataba de un hombre envuelto en una camisa de fuerza,
amordazado con cinta adhesiva y con el rostro amoratado y ensangrentado.
Tenía los ojos hinchados, rodeados de cardenales, y en ellos se reflejaba el
terror que le infundió la figura de Pablo Escobar avanzando hacia él.
—Bien, bien —dijo Escobar sonriéndose—, nuestro pajarito ha venido a
recibir su recompensa.
Raymond Marcello había vuelto a Medellín.

NUEVA YORK

Kevin Grady se encontraba exactamente donde Ella Jean había esperado


que se encontrase, en un taburete al fondo de la barra del «Clancy», solo,

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alimentando su alma herida con un whisky con soda. La joven fue a sentarse a
su lado. Un joven barman, con rostro de querubín, de esos que no corren sino
vuelan, acudió a atenderla.
—¿Qué desea tomar señorita Ella? —preguntó.
—Una cola. Estoy conduciendo.
—¿Qué tal val las cosas por allí? —preguntó Kevin.
—La operación se vuelve gigantesca. Serán al menos doscientas personas,
si echamos el guante a todas. Millones de dólares serán confiscados. Y añade
todo el dinero que encontraremos en sus madrigueras.
—Harán un monumento a Reagan.
—Y a ti también.
Grady meneó la cabeza tristemente.
—¿Sabes por qué me afecta tanto? Llegué realmente a tomarle cariño.
¡Qué cojones tuvo al regresar a Colombia! Fíjate, ¿cuántas veces te has
interesado por un confidente? Por regla general, ¿qué le importa a uno que
viva o muera?
—Lo sé. A mí también me gustaba. Era diferente.
—Y para colmo, haberme tenido que enfrentar esta noche con esa pobre
mujer y sus dos hijos. Hacer como si nada hubiese ocurrido. Tener que decirle
que no se preocupara, que su marido estaría de vuelta en un par de días.
—¿Cómo se encuentra?
—De momento, espantada. En los últimos días ha sido golpeada por la
trinidad del terror: su marido era un narcotraficante, había sido detenido y
estaba haciendo lo que jamás se debe hacer: cooperar con los gringos.
—¿Habla inglés?
—Ni una palabra.
—La vida le será muy dura aquí durante algún tiempo.
Grady apretó el vaso de whisky como si quisiera romperlo y luego se lo
llevó a los labios y dio un largo trago.
—¿Por qué no le ordenaría renunciar a esa reunión en Panamá y venirse
aquí inmediatamente?
—No tenías ningún motivo para sospechar que algo andaba mal.
—Pero debía haber sospechado. Me falló mi olfato de policía irlandés.
Tenía que haberme olido a ese cerdo de Lind.
—Dime una cosa, Kev —Ella Jean puso el codo sobre la barra, y apoyó la
mejilla en la palma de su mano y contempló fijamente a Grady con sus negros
ojazos—. ¿No creerás realmente esa patraña de que la CIA lo ha vendido a
Noriega?

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—Por supuesto que lo creo. Y podría jurarte que fue ese tal Lind quien lo
hizo.
—Pudo haber ocurrido de muchas otras formas, Kev. A lo mejor
descubrieron que estábamos vigilando alguna de sus joyerías. Esto les hubiese
dado una pista. O advirtieron la vigilancia de alguno de sus almacenes de
dinero. Hay muchas posibilidades.
—No lo creo. Estoy convencido de que la Agencia protege a Noriega y
hace la vista gorda ante su narcotráfico porque éste les está prestando algún
servicio enorme. Al igual que pasaba con Vang Pao en Laos.
Ella Jean colocó su negra mano sobre la de Grady y se puso a juguetear
con su reloj de pulsera. Contempló durante unos instantes aquellas dos manos,
una blanca y una negra, juntas sobre la barra del bar.
—Kev, querido —musitó dulcemente—, deja que te diga algo. No
avanzarás mucho en tu prometedora carrera si declaras la guerra a la CIA.
Esos trajes de franela gris tienen un montón de amigos poderosos situados en
los más altos cargos.
—Era mi confidente. Y era mi amigo. Y algún día ajustaré las cuentas al
cerdo que lo mató.
Ella Jean dio un suspiro y retiró su mano.
—Chico, la verdad es que todos los irlandeses sois unos cabezotas.
El otro y único cliente del «Clancy» se encontraba al otro extremo de la
barra, inclinado sobre su bebida como un mendigo con la cabeza gacha bajo
la lluvia. El barman estaba apostado entre ambos clientes, viendo con un ojo
la película de John Wayne sobre la Segunda Guerra Mundial que daban por
televisión, y vigilando con el otro el reloj de pared a la espera de que diesen
las tres y pudiese cerrar. La melancolía de esas altas horas neoyorquinas se
extendía como la niebla por el bar. Eran ésos los momentos en los que uno
suele sincerarse con un extraño y confiesa secretos a un amigo.
Kevin rodeó con su brazo el fino talle de Ella Jean.
—Admitir un consejo no es lo mejor que suelo hacer en mi vida, El. Pero
te doy las gracias por dármelo. Te estoy infinitamente agradecido. Desde que
ella murió, tú eres la única persona que siento realmente cercana. ¿Lo sabías?
—Lo he notado algunas veces.
Kevin le apretó cariñosamente el talle.
—Quizá deberíamos irnos a otra parte.
En los negros ojazos de Ella Jean se reflejó la compasión y la cordura. Lo
contempló durante unos instantes y luego acercó su rostro al suyo.

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—O quizá no deberíamos —contestó, besándole tiernamente en las
mejillas—. Hay cosas que es mejor no hacerlas, Kev.

El paquete llegó por correo aéreo urgente veinticuatro horas después,


cuando Kevin estaba haciendo sus preparativos para irse a Panamá en misión
temporal con el fin de investigar las circunstancias que rodearon la
desaparición de Ramón. Estaba dirigido a él. No estaba puesto el remitente. El
matasellos indicaba que había sido expedido en la oficina central de correos
de Medellín.
Estaba a punto de abrirlo cuando intervino Richie Cagnia.
—¡No toques esa maldita cosa! —le advirtió—. Quién sabe lo que habrán
podido poner ahí. Lo que haremos es enviárselo a los artificieros del
Departamento de Policía de Nueva York. Que nos lo abran ellos.
Grady contempló el paquete con repentino horror.
—¿Piensas realmente que puede contener un explosivo?, ¿que puede ser
un paquete bomba?
—¿Cuántos amigos tienes en Medellín dispuestos a enviarte un regalito?
Mandemos eso a la Policía.
Tres horas después, llegó un sargento de policía, vestido de paisano, y les
devolvió el paquete.
Kevin llamó a Cagnia y a Ella Jean para que estuviesen presentes en el
momento de ver su contenido. Al colocar sobre el escritorio de Kevin aquel
paquete que había sido abierto y luego sellado de nuevo, el sargento parecía
estar bastante azorado.
—Joven —dijo—, parece que son algo macabros en Medellín, ¿no?
El sargento rompió el nuevo sello y abrió el paquete.
—Antes de abrirlo, nos pusimos a buscar huellas por si daba la casualidad
de que hubiese alguna —les informó, mientras sacaba una cinta de sesenta
minutos de grabación y la ponía sobre el escritorio de Grady. A continuación
volvió a meter la mano en el paquete.
La sacó empuñando una caja de madera de unos quince centímetros de
largo por cinco de ancho; había sido tallada a mano hasta darle la forma de un
féretro, una réplica exacta en todos sus detalles, hasta en las pequeñas asas
atornilladas a los lados. Sobre la tapa había una plaquita de latón. En ella
estaban grabadas las iniciales «R. M.».
—¡Santo cielo! —exclamó Kevin.
Ella Jean lanzó un grito agudo.
—¿Piensa abrirlo? —preguntó el sargento.

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—No sé si quiero.
—Creo que debería hacerlo.
Grady cogió la caja y abrió cuidadosamente la tapa del féretro con su
pulgar y su índice. Dentro, en un tubo de cristal y conservado en formol había
algo que parecía a primera vista un gusano largo de un color pardo rojizo. Era
una lengua humana.
Grady dio un gemido y dejó caer la tapa del diminuto féretro.
—¡Esos cerdos asesinos! —exclamó.
Los tres agentes se quedaron contemplando en silencio durante un rato el
ataúd en miniatura como si estuviesen velando a un muerto, lo que nada se
apartaba de la realidad. Finalmente, Kevin extendió la mano para coger la
cinta.
—¿La habéis escuchado ya?
El sargento denegó con la cabeza.
—Pensamos que si se trataba de una prueba material, como
probablemente sea el caso, vosotros debíais escucharla primero.
—Voy a por mi magnetófono —susurró Ella Jean.
A la joven le gustaba Stevie Wonder y las canciones de los años setenta
como Superstition y Living in the city, que solía escuchar en su magnetófono
portátil cada vez que tomaba el Metro para ir y volver de la oficina.
Con mano temblorosa, Kevin introdujo la cinta en el «Walkman». Ajustó
el volumen al máximo, dispuso los auriculares de modo que todos pudieran
oír y encendió el aparato.
Era la grabación de la agonía final de Ramón, en la que se podía
distinguir perfectamente su voz y seguirlo en su calvario a través de cada
alarido y chillido, de cada grito y gemido, hasta llegar a su último estertor y a
la risotada gutural que lanzó Pablo Escobar en señal de triunfo.
—Creo que voy a vomitar —dijo Ella Jean.
Hondamente conmocionado, Grady se sentó sobre su escritorio, hundió la
cabeza entre las manos y se puso a sollozar silenciosamente.
Ella Jean ya había regresado cuando Grady se repuso al fin y abrió la
gaveta central de su escritorio. Sacó una caja, que había contenido en otros
tiempos un anillo de su difunta esposa, la abrió y extrajo un sencillo anillo de
matrimonio. En la parte interior del anillo estaba grabado: «R. M. a C. A.,
10/8/76».
Lo contempló durante un largo rato, luego se lo metió en un bolsillo y se
levantó.
—Perdonadme —dijo—, pero tengo una promesa que cumplir.

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Libro octavo

LA MUJER DE LA SUITE N.º 51

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LAS CINTAS DE LIND
Extracto n.º 14

Bill Casey sentía por los secretos la misma codicia que siente una
cortesana por las joyas. Simplemente se regocijaba con los aspectos ocultos
del mundo del espionaje. Creo que esto le hacía revivir algo de la excitación y
del sentimiento del deber que había conocido en Londres, durante la Segunda
Guerra Mundial, cuando trabajaba para el Departamento de Servicios
Secretos Estratégicos. Cada vez que hacía un viaje al extranjero —y lo cierto
es que hacía muchos—, lo envolvía por rutina en una atmósfera de tanto
misterio, que podría haberse pensado que estábamos protegiendo los secretos
que rodearon al desembarco de Normandía.
Nuestro viaje a Panamá, del 31 de julio al 2 de agosto de 1984, con el fin
de que pudiese reunirse personalmente con Noriega, fue típico en él. Dispuso
que despegásemos de la base aérea de Andrews después de la puesta del sol,
para que los dos pudiésemos salir de Washington y llegar a Panamá al amparo
de la oscuridad. Con excepción de un puñado de personas de la Agencia y de
la Casa Blanca, nadie sabía a dónde nos dirigíamos. Todos los que
formábamos parte del séquito tuvimos que irnos de nuestras oficinas una vez
acabada la jornada normal de trabajo y dirigimos a nuestras respectivas casas.
Cada uno de nosotros recibió instrucciones muy concretas para ocultar que
íbamos a la base de Andrews: yo estaría jugando al tenis, otro habría sido
invitado por un vecino a una fiesta en el jardín de su casa.
Sin embargo, una vez a bordo del avión, Casey se relajó, se deshizo el
nudo de la corbata, colocó los pies sobre la mesa y pidió su aperitivo favorito,
un whisky con agua. Desde mucho tiempo atrás, Casey estaba impresionado
por lo que CP/BARRERA/7-7 hacía por nosotros, no sólo en Panamá, sino
también en el resto del mundo. Y después de todo, Casey había sido el
hombre que ejerció en Washington las presiones que permitieron a Noriega
seguir adelante con su fraude electoral. ¿Cómo no iba a estar ansioso de
reunirse con ese hombre?
Aparte de Hinckley y yo mismo, esa noche viajaba también un nuevo
miembro de la CIA, un coronel de Infantería Ligera de Marina que había sido
trasladado al Consejo Nacional de Seguridad, llamado Oliver North. El
despacho de North, en la oficina 302 del viejo edificio de la Executive Office,
frente a la Casa Blanca, se encontraba únicamente a unos cuantos pasos del

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despacho que tenía Casey. Fue por eso por lo que el director se había fijado
en él. Creo que Casey pensaría que North le había sido enviado por el cielo.
Era uno de esos oficiales de Marina para los que la disciplina lo es todo, y que
no se lo piensan dos veces cuando tienen que asaltar una posición enemiga.
Jamás hacía una pregunta compleja ni planteaba una cuestión embarazosa.
Abordaba una misión y la cumplía en el acto. A Casey le gustaba por eso.
Estaba destinado a remplazar al duque como director de las Fuerzas
Operativas para América Central. La costumbre del duque de no hacer
prisioneros había irritado sobremanera a uno de nuestros congresistas. Como
nos explicó Casey mientras bebía su whisky, ese cambio formaba parte de un
giro nuevo e importante en nuestra política sobre la contra.
—Esos cabrones del Capitolio se piensan que pueden acabar con nuestro
programa sobre la contra —gruñó—. Pues bien, tengo noticias que afectan a
esos jodidos. En este país es el Presidente y no el Congreso quien establece la
política exterior. Ronald Reagan quiere que se cumpla ese programa y, ¡voto
a Dios!, se hará su voluntad.
Los modales de Casey eran toscos; groseros, como hubiesen dicho sus
detractores. Jamás estuve de acuerdo con eso. No eran más que el reflejo de
una especie de franqueza campechana, que formaba parte del carácter de ese
hombre.
En la medida en que siguió divagando, empecé a ver cada vez con mayor
claridad que se había apropiado por completo de la idea de Hinckley de crear
una fuerza paramilitar «a la carta». Fundamentalmente, lo que pensaba hacer,
para poder dirigir su guerra sin la aprobación ni la supervisión del Congreso,
era crear una especie de CIA paralela, un aparato secreto independiente que
estuviese al servicio exclusivo del Presidente y del Ejecutivo.
—Os preguntaréis de dónde vamos a sacar el dinero si no nos lo da el
Congreso.
Ninguno de nosotros se había hecho esa pregunta, pero él pensó
evidentemente que teníamos que habérnosla planteado.
—El Congreso piensa que ellos son la única fuente de dinero que hay por
aquí. Pues bien, se equivocan. Nos dirigiremos a los saudíes. Nos dirigiremos
al sultán de Brunei y le pediremos pasta. Hay cosas que necesitan de nosotros.
A cambio, ése será su modo de ayudarnos. El dinero que obtengamos lo
depondremos en Suiza, en Panamá. Jamás sabrá nuestro dinero cómo es por
dentro un Banco de los Estados Unidos. Y ahora, decidme, ¿qué control
tendrá el Congreso sobre ese dinero? Ninguno en absoluto.

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Hinckley lo estaba escuchando con el orgullo del maestro que escucha a
su mejor alumno cuando recita el poema que se ha aprendido de memoria
para el Día de la Escuela. North lo contemplaba con los ojos dilatados por la
admiración.
—La segunda cosa que vamos a hacer es dar más importancia aquí al
papel de los israelíes en la gestión. Son, en todo caso, nuestra mejor fuente de
armamento. Y la tercera cosa, y ésta es la razón de nuestro viaje, es que
quiero que Noriega se involucre aún más en esta empresa. Nos puede
proporcionar más medios para entrenar a los de la contra. Hemos de poder
pasar más armas para la contra a través de Panamá. El tipo lo está haciendo
muy bien con eso de los certificados de usuario final.
Casey se volvió hacia mí.
—¿Sabías que acaba de dar a nuestros contras de Costa Rica cien mil
dólares en metálico?
Miré a Hinckley. Su rostro parecía tallado en piedra. Sin embargo, a
juzgar por las cosas de las que me había enterado en las últimas tres semanas,
tuve entonces la certeza absoluta de que esos cien mil dólares en metálico que
Noriega había entregado a la contra provenían del dinero de la droga de
Medellín. Como es lógico, aquello no fue tema de discusión que se pusiese
sobre el tapete.
—No, señor —dije a Casey—, no lo sabía.
—¡Oh, sí! Fue todo un detalle de su parte.
Casey se mostró alegre y eufórico durante todo el trayecto hasta la base
aérea de Howard. Durante un reciente viaje a Alemania, había insistido en
salir con su escolta a dar una vuelta por los prostíbulos y los antros de mala
muerte de la ciudad. Al advertir su energía desbordante, temí que nos hiciese
la misma proposición. A fin de cuentas, Panamá es una ciudad muy bien
equipada al respecto. Afortunadamente, sin embargo, decidió que nos
fuésemos directamente a dormir a la residencia de la base, donde se
hospedaría durante su estancia en Panamá.

Su reunión con CP/BARRERA/7-7 tuvo lugar el día siguiente por la


noche. Hinckley y yo le asesoramos para que estuviese preparado. Por
insistencia mía, le contamos que en 1972 había sido acusado de
narcotraficante y que esas acusaciones se habían repetido en época reciente.
No necesito decir aquí que no le ofrecimos ningún detalle sobre nuestra
disputa con la DEA.
—Bien —gruñó Casey—, hablaré de eso con él.

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De las personas de la Agencia que tenían que tratar con Noriega, la
mayoría se comportaba como si llevase un pañuelo imaginario tapándoles la
nariz para protegerse de los malos olores morales que exhalaba el hombre.
Eso no podía decirse de Casey. Creo que desde aquel primer encuentro llegó a
sentir por Noriega auténtico respeto.
La verdad es que Noriega, en su trato con Casey, se hacía querer. Lo sé
porque le serví de intérprete en aquella ocasión. Noriega era reacio a utilizar
intérpretes panameños, con lo que limitaba el número de sus conciudadanos
enterados de cuán estrechas eran sus relaciones con la CIA.
No creo que hubiese algo que Casey quisiera de Noriega y no consiguiera
esa noche. Ciertamente, si CP/BARRERA/7-7 mostró tanta buena voluntad,
esto se debió, en parte, a que se daba cuenta de que cuanto más interviniese en
nuestras operaciones con la contra, cuanto más involucrado se viese en el
programa, menos probable sería que nos lanzásemos contra él si llegaban a
hacerse públicas sus otras actividades.
Estuvo de acuerdo en damos más facilidades para el entrenamiento de los
guerrilleros de la contra y en implicarse más a sí mismo e implicar más a
Panamá como estación de paso para nuestras armas. Ofreció a Casey los
servicios de su abogado y consejero comercial en Ginebra, Juan Bautista
Castillero, para las transacciones monetarias de la Agencia en el extranjero, y
para cuando quisiéramos crear empresas de tapadera. Prometió intervenir para
limar algunas asperezas con uno de nuestros contras más destacados, Edén
Pastora. Y cuando Ollie North sugirió que podríamos construir en Costa Rica
una base aérea de la CIA similar a la que ya teníamos en Aguacate, Noriega
nos ofreció su ayuda.
La reunión se prolongó durante tres horas en una atmósfera de cordialidad
desde el principio hasta el fin. Terminó con la habitual exhibición de pruebas
de afecto y con los «hasta la vista» de rigor. Y no fue sino hasta después de
marcharse Noriega cuando me di cuenta de que Casey, intencionadamente o
por descuido, no había mencionado las drogas ni una sola vez.
A altas horas de esa noche llamé a Juanita desde mi hotel. No pareció
sorprenderse al oírme. Advertí más bien en el tono de su voz una nota de
tristeza, quizá de nostalgia. Me dijo que salía para Costa Rica por la mañana
para visitar a un íntimo amigo en San José, la capital. Insinué que podría
pasar a verla para tomar una copa. Estaba desesperado por volver a hacer el
amor con ella, por intentar algo que pudiese reavivar la pasión de otros
tiempos. La última vez que hicimos el amor, la noche en que salió de la

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cárcel, fue, en comparación con lo que habíamos conocido en otros tiempos,
como un manoseo insustancial. ¡Cómo ansiaba revivir de nuevo aquello!
Advertí su vacilación, su lucha consigo misma, y me la imaginé en la
terraza de su apartamento, envuelta en el quimono rojo que tanto le gustaba
ponerse.
—Es muy tarde, Jack —dijo finalmente.
—Ya sé que es muy tarde, querida. Eso es lo que me preocupa. No quiero
que se haga más tarde.
Juanita dio un suspiro.
—Quizás en otra ocasión, Jack. No siempre es fácil apagar las brasas
donde hubo fuego.
Sus palabras me estremecieron, ¿y cómo no iban a estremecerme? ¿No
eran acaso su modo de decir adiós a todo lo que había existido entre nosotros?
Nos deseamos las buenas noches y colgué el teléfono preguntándome si
volvería a verla alguna vez.

CIUDAD DE PANAMÁ

Después de su reunión con Casey, Noriega se fue a «La Playita» donde


había reunido a un puñado de amigos y a varias de sus «secretarias», jóvenes
muy atractivas que había incluido en las nóminas de sus diferentes
Ministerios y cuya función principal en la Administración pública consistía en
asistir a francachelas como ésa. El hombre fuerte de Panamá se dirigió al bar
y se preparó un vaso enorme de «Old Parr» con hielo.
—¡Esos gringos! —exclamó echándose a reír—. Hay que ver cómo
preparan las bebidas, tan flojas que uno tiene la impresión de estar tomándose
una manzanilla.
Pedro del Rica se encontraba entre sus invitados. Pasado un rato, los dos
hombres se retiraron al balcón desde el que se divisaba la bahía para poder
hablar sin que nadie les molestara.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Noriega.
—Esta noche hemos enviado quinientos kilos al Norte.
—Bien. Escucha, acabo de pasarme tres horas con Casey. No te
preocupes más por los gringos. Ese hombre no mencionó ni una sola vez la
palabra «droga».

Página 461
MUELLE
Costa Rica

—Querer pilotar un avión sin un buen altímetro es tan idiota como


pretender follar con una polla floja, amigo mío.
Ray Albright solía explayarse al dar buenos consejos, y esta vez el
antiguo piloto de la «Air America» pensó que el joven piloto que se
encontraba a su lado parecía necesitar un consejo bien fundado. Albright
señaló las purpúreas crestas de las montañas que se alzaban en el horizonte
más allá de la finca que tenía Jim Tulley al norte de Costa Rica.
—¿No las viste acaso al venir? Pues eso es prácticamente todo lo que se
interpone entre nosotros y la costa.
Se acercaba el anochecer y también la hora en que los dos hombres tenían
prevista su partida para Florida.
—A lo mejor pierdo de vista tu avión. Quizá deje de ver tus luces de
navegación.
—Claro que te puede pasar eso. Y sobre todo si nos topamos con una de
esas malditas tormentas del Caribe. No merece la pena, hijo mío. En modo
alguno.
Hacía veinticuatro horas que los dos hombres habían llegado con sus
ÁGUILAS NEGRAS a Muelle, procedentes de Opa Locka, Florida. Sus
aviones estaban situados ahora en uno de los extremos de la pista de aterrizaje
de Jim Tulley, preparados para emprender el viaje de regreso, aun cuando
había surgido el problema de la avería en el altímetro del más joven de los
pilotos.
—No puedo adivinar qué demonios le ha ocurrido al aparato. Funcionaba
perfectamente cuando vine.
—Pues yo te lo explicaré. Uno de esos payasos que andan por aquí lo
golpearía con el canto de una caja o con cualquier otra cosa mientras
descargaban tu avión. Rompe ese maldito sello y vamos a mi avión a por mi
caja de herramientas.
Como buen veterano que era, Albright estaba bien preparado para la
mayoría de las emergencias.
—¿Y quién sabe? A lo mejor hasta tengo en alguna parte un altímetro de
reserva —añadió.
Los dos hombres subieron al «Aerocommander» de Albright. El avión, al
igual que el del joven piloto, había sido reformado en su interior para
aumentar al máximo su capacidad de carga. Sin embargo, a diferencia del

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avión del joven piloto, que iría vacío en su viaje de vuelta, el de Albright
estaba lleno de macutos del Ejército estadounidense, de color verde oliva,
cada uno de ellos firmemente cerrado con un candado.
Albright subió a la cabina de su avión, sacó la caja de herramientas y se
puso a rebuscar bajo la luz de una linterna.
—¡Mierda! —se lamentó cerrando la caja—. Tengo de todo aquí menos
un altímetro.
Albright regresó con su joven compañero.
—Escucha, hijo mío, te diré lo que vas a hacer. Irás a San José, la capital
de este país. Allí hay un bar que se llama «Cayo Largo». Está lleno de chicas
guapas, que estarán esperándote para hacerte feliz. Vete con una durante
cuarenta y ocho horas, mientras yo vuelvo a Opa, te consigo un altímetro
nuevo y te lo envió por avión a San José, ¿de acuerdo?
Ray se sonrió al pensar en la profunda sabiduría que encerraba su
sugerencia.
—Menos mal que hay aviones, chico.
—¡Oh, sí! —asintió el joven—. Creo que haré lo que me dices. La verdad
es que me jode gastar la pasta aquí.
Los dos hombres volvieron la vista hacia el avión de Albright. El joven
piloto señaló los macutos.
—¿Qué llevas ahí?
Albright dio un puntapié a uno de los sacos.
—¡Ah!, eso que ves ahí es un negocio que hago por mi cuenta. El polvo
blanco de la felicidad.
—¿Cocaína? —preguntó el joven—. ¿No es peligroso?
—En modo alguno, dada la forma en que lo hacemos. Tenemos cubiertas
las espaldas. ¿Recuerdas lo bien protegida que estaba la penitenciaría de
Alcatraz? Pues así de protegidos estamos nosotros.
—¿No estás bromeando? —preguntó el joven, movido por la curiosidad.
Albright dejó caer su fuerte manaza sobre el hombro del compañero.
—Si estás interesado en ganarte algunos cuartos en tu vuelo de regreso,
habla con Phil —le dijo señalándole a Felipe Nadal que estaba hablando al
otro extremo de la pista con Jim Tulley—. Quizás él pueda arreglártelo.
—Así lo haré. Cuando tenga ese maldito altímetro.

CIUDAD DE PANAMÁ

Página 463
Cuando siguieron las investigaciones, resultó que los esfuerzos de Kevin
Grady por averiguar lo que le había ocurrido a Ramón en Panamá fueron lo
que podría calificarse de fracaso mayúsculo. Una semana de pesquisas
internas en la ciudad de Panamá no había añadido prácticamente nada a los
conocimientos limitados que ya tenía la DEA sobre las circunstancias que
habían rodeado la desaparición de su informante confidencial.
El mismo Grady había acudido durante cinco días seguidos al «Banco de
Occidente», donde se había apostado en su vestíbulo entre las nueve y las
nueve y media de la mañana para enseñar a todos los que entraban una
fotografía de Ramón. Nadie lo reconoció. El único avión privado que había
despegado aquel día de Panamá rumbo a Colombia pertenecía al jefe de
finanzas del cartel de Medellín, a Eduardo Hernández. Su avión había salido
del aeropuerto de Paitilla antes de que Ramón llegase en taxi a la puerta del
Banco. Por lo que Kevin pudo averiguar, era como si en aquella mañana
fatídica la tierra se hubiese tragado a su amigo y confidente.
El oficial de enlace de la Policía panameña con la DEA, el capitán Luis
Peel, se mostró sumamente atento y servicial, pero el cauteloso Kevin tuvo la
impresión de que el panameño se interesaba mucho más por los adelantos que
él estaba haciendo en sus pesquisas que por el esclarecimiento general del
caso.
Finalmente, cuando ya llevaba una semana en Panamá, Grady invitó a
comer a Freddy Hines, el enlace de la DEA, en el «Marbella», una
marisquería situada en la avenida Balboa, no muy lejos de la Embajada de los
Estados Unidos.
—No puedo creer en modo alguno que el cartel se atreva a montar en
Panamá una operación tan espectacular como la del secuestro sin la bendición
y la ayuda de Noriega, Freddy —dijo Kevin, en cuya voz se advertía la
frustración—. Desde luego, no un acto de tan tremenda caradura.
Su compañero siguió comiendo en silencio, como si estuviese pensando
que Kevin estaba abordando un tema que él no tenía ningún deseo de tratar.
—¿No sabes acaso, Kevin, cuál es la línea oficial de nuestra central en
Washington con respecto a Noriega? ¿La que me han comunicado desde allí?
—¿Cómo demonios quieres que lo sepa?
—Bien, nuestra postura es que, aunque Noriega pueda ser un delincuente,
no es un narcotraficante, por lo que no nos incumbe. Mira, Kev, no te vas a
encontrar con un auditorio muy comprensivo si sigues gritando por todas
partes: ¡Noriega lo hizo!

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—Escúchame, Freddy, ¿cómo puedes decir eso después de lo que nos
contó Ramón aquella noche entre las ruinas de la catedral o de lo que diablos
fuera?
—Ante todo, puede ser que Hernández haya exagerado las cosas para
darse importancia. Y en todo caso, nadie en Washington vio jamás ese
informe, ¿o no lo recuerdas?
—Hernández no estaba mintiendo. Sé lo bastante de él como para
descartar esa posibilidad. Pienso incluso que estaba escamoteando el dinero
de Noriega.
Hines se puso a pelar cuidadosamente una gamba con las yemas de los
dedos.
—Mira, Kev, Noriega se está mostrando muy servicial con nosotros.
Consigo de él todo lo que le pido. Si quiero que su marina detenga y registre
un barco del que pensamos que transporta droga, Noriega cursa
inmediatamente la orden. He descubierto por aquí a más de un compatriota
nuestro de los que queríamos que fuesen extraditados a los Estados Unidos, y
cada vez que le he pedido el favor a Noriega, nos lo ha plantado en un avión
en menos que canta un gallo. Si quiero que sea confiscada una cuenta
bancaria, ésta queda confiscada en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Y qué sumas suelen alcanzar esas cuentas?
Hines se encogió de hombros por toda respuesta.
—¿Acaso te entrega los tipos a los que quieres echar el guante? Tengo
entendido que Ochoa y Escobar se pasan mucho tiempo en este país, sobre
todo ahora cuando las cosas se les han puesto muy difíciles en Colombia por
haberse cargado a ese ministro. ¿Acaso te ha ofrecido Noriega entregártelos?
—Washington jamás ha solicitado su extradición.
—¿Y en el caso de que lo hiciera?
El enlace de la DEA se encogió otra vez de hombros con gesto de
indiferencia.
—Escúchame, compañero, ¿quieres hacerme un favor? No le andes
buscando los tres pies al gato, ¿vale?
—Joder, chico, la verdad es que Noriega tiene un montón de amigos. La
CIA. Tú.
Hines se puso a masticar lentamente una gamba como si su carne pudiese
convertirse en una fuente especial de sabiduría en tan difíciles circunstancias.
Cuando terminó, se inclinó hacia Grady con gesto confidencial.
—Escúchame —murmuró—, jamás te he contado lo que voy a decirte,
¿de acuerdo?

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—Por supuesto.
—Si estás realmente interesado en Noriega, hay un tipo en Costa Rica al
que deberías ver, un panameño. Se llama Spadafora, Hugo Spadafora. Es un
tipo duro, ¿entiendes? Un personaje a lo Indiana Jones, una especie de
guerrero ideológico que actúa por su cuenta. Es doctor, estudió Medicina en
Italia y se ha relacionado con un montón de grupos de extrema izquierda. En
fin, no es precisamente la persona que podría caer bien a Ronald Reagan.
—¿Y qué carajo tiene que ver todo eso con Noriega y las drogas?
—Ten paciencia. Cuando los sandinistas declararon la guerra a Somoza,
ese tipo formó un batallón de voluntarios panameños y les prestó apoyo.
Ahora ha llegado a la conclusión de que no le gustan los sandinistas, por lo
que se ha aliado con los indios misquitos para combatirlos. Pero la cuestión es
la siguiente: anda diciendo por ahí que tiene pruebas de que Noriega se dedica
al narcotráfico. Pruebas contundentes. ¿Por qué no te vas allí y te entrevistas
con él?
—Quizá lo haga. Pero ¿por qué no quieres que diga a nadie de dónde he
sacado tan brillante idea?
—Fíjate, Spadafora ya trató una vez de ponerse en contacto con nosotros.
La Agencia lo hizo callar. Tengo que convivir con esos tipos de la CIA, como
nuestro mutuo amigo Lind. No quiero meterme en líos. Quiero pasarme
muchos años trabajando tranquilamente para el Gobierno y poder retirarme
cuando me llegue la hora.

SAN JOSÉ
Costa Rica

De todos los muchos encantos que tiene la capital de Costa Rica, el más
original de ellos, según descubrió Kevin, es que las calles carecen de nombre
y que las casas no tienen número. Las direcciones se indican del modo
siguiente:
—Lléguese hasta la alcubilla, gire a su izquierda y camine tres calles.
Verá a su derecha una casa con una verja muy alta pintada de rojo. Vuelva a
girar a la izquierda, siga dos calles y tuerza a la derecha; la casa que busca es
la que se encuentra al final de la calle y tiene las contraventanas pintadas de
azul.
Para su sorpresa, ese modo tan original de orientarse por la ciudad
funcionaba asombrosamente bien. Grady hubiese preferido reunirse con

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Spadafora en algún hotel del casco antiguo de la ciudad. Las reuniones en
hoteles muy concurridos eran mucho más discretas que las que se celebraban
en algún piso de un edificio claramente identificable de algún barrio
residencial. Sin embargo, Spadafora había insistido en ello, incluso cuando
Grady le dijo que podía ser peligroso.
—Aquí me siento a gusto —había asegurado Spadafora al agente de la
DEA.
El panameño era hombre apuesto y carismático, alto, delgado, de cabellos
ensortijados y ojos de expresión muy atractiva, propios del hombre al que
resulta tan fácil seducir a una mujer como convencer a cualquiera de las ideas
políticas que le apasionen en cada momento. Ari, su mujer, una rubia
larguirucha que llevaba unos pantalones muy cortos y una camiseta que le
quedaba demasiado pequeña, le sirvió algo de beber y luego desapareció.
Durante un buen rato, los dos hombres se limitaron a charlar, tratando de
conocerse el uno al otro, y Spadafora contó sus aventuras a su invitado
estadounidense.
«Joder —se dijo Kevin—, ¿acaso ese tipo puede ser real? ¿Es que alguien
puede haber llevado una vida como ésa?». Finalmente, Spadafora abordó el
tema que había hecho venir a Grady a Costa Rica.
—Pues bien, voy a hablarle de Noriega —dijo—. Ha hecho muy buenas
migas con los del cartel de Medellín. ¿Ha oído hablar alguna vez de un tal
Felipe Nadal?
«Bueno —pensó Grady—, al menos el hombre no se anda por las ramas».
Tuvo que reconocer que jamás había escuchado el nombre de Nadal.
—Es un cubano que ha adquirido la nacionalidad estadounidense y que
trabaja para la CIA. Por eso resulta intocable.
—¿Cómo sabes que trabaja para la CIA?
—Yo trabajo con la CIA. Ellos me dan armas para mis indios. El hombre
de la CIA con el que trabajo me presentó a Nadal. Me dijo que en caso de que
él tuviese que ausentarse, sería Nadal quien me proporcionaría las armas.
—Vale, me basta esa explicación. ¿Y cómo están implicados en ese
asunto Noriega y los del cartel de Medellín?
—El cartel envía su cocaína desde Colombia al aeropuerto de Paitilla. Allí
almacenan su droga en el hangar privado de Noriega. La CIA utiliza también
ese hangar para almacenar las armas de la contra que ellos traen a través de la
Zona de Libre Comercio del Canal. ¿Me sigues?
—Perfectamente, me lo estás poniendo muy fácil.

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—Desde Paitilla trasladan en avión las armas hacia el Norte, a Honduras
y a unos cuantos aeropuertos que tienen aquí, en Costa Rica. En algunos
vuelos no sólo llevan armas, sino también cocaína.
—¿Cómo sabes eso?
—En cierta ocasión, vi la cocaína en una finca que utilizamos al norte del
país, en un lugar llamado Muelle.
—¿Por qué estás tan seguro de que era cocaína?
—Uno de nuestros hombres en la finca me confirmó que lo era.
De momento, Grady se conformó con esa explicación.
—Y bien, ¿cómo la llevan a los Estados Unidos? —preguntó Grady,
animando al otro a que siguiese hablando.
—Tienen aviones que vienen directamente de los Estados Unidos a esa
misma finca, y que traen otra clase de suministros. La droga se introduce en
esos aviones. Nadal está al mando de la operación, junto con un puñado de
empleados de la CIA. Eso quiere decir que, a sabiendas o por
desconocimiento, la CIA está involucrada en esa operación, junto con
Noriega y el cartel. Por eso es por lo que aquí todo el mundo tiene miedo a
hablar de ello.
—¿Tienes alguna prueba de todo eso?
—Escúchame, Kevin, eso no es todo —dijo Spadafora, que era de esa
clase de personas que entablan rápidamente amistad—. Se dedican a otro
negocio que es incluso más atractivo. ¿Sabías que los panameños tenemos
una planta congeladora y procesadora de gambas y langostas en Vacamonte,
al sur de la ciudad de Panamá?
—Pues no, no lo sabía.
—Los cubanos se cuentan entre nuestros mejores clientes. No pueden
exportar a tu país sus gambas y sus langostas, debido al embargo. Pero
nosotros sí podemos. Así que les compramos las gambas, las procesamos y
las enviamos a los Estados Unidos como si fuesen nuestras.
—Todo eso está muy bien, Hugo, pero mi campo es el de las drogas, no el
del pescado.
—Parte de esas gambas vienen a Costa Rica, a Puntarenas, un puerto del
Pacífico, a una compañía llamada «Geláticos». Nadal es uno de sus socios,
junto con unos cuantos dirigentes de vuestra contra. Quitan el envoltorio al
marisco congelado y lo empaquetan como si fuese costarricense, le añaden
cocaína y lo remiten a sus distribuidores en Miami y Nueva Orleáns. La
cuestión es que utilizan sus ganancias para comprar armas para la contra.

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Kevin sabía que el truco de la comida congelada era ya clásico. Si se
quería abrir el embalaje para efectuar una inspección, los de aduanas tenían
que estropear inevitablemente la mercancía. Si abrían el embalaje que no era,
el Gobierno se encontraba con una buena cuenta y los agentes de aduanas se
quedaban con las manos vacías y el azoramiento de rigor. Debido a todo esto,
los funcionarios no estaban dispuestos a inspeccionar las cajas de alimentos
congelados si no contaban con una información fidedigna de alguien que
estuviese infiltrado.
—Puedes estar seguro de lo que te cuento. Son hechos concretos —
insistió Spadafora, que enfatizaba sus palabras con el convencimiento propio
del político ideólogo.
Fue entonces cuando entregó una hoja de papel a Kevin.
—Ahí tienes la lista de algunos de los Bancos que están utilizando. Al
menos, de los que yo conozco.
Grady le echó un vistazo. Entre ellos estaban el «Discount Bank» de
Israel, el «Korean Exchange Bank», el «Banco de América Central» y el
«BCCI».
—Por regla general, utilizan el «BCCI» —le explicó Spadafora.
Kevin se revolvió en su silla, intranquilo porque no sabía exactamente
cómo enjuiciar a Spadafora ni qué postura tomar ante él. Pensó que no estaría
de más alabar un poco a su anfitrión. Era evidente que Spadafora era esa clase
de persona que suele reaccionar muy bien a la adulación.
—Hugo, te creo. Aunque no todos piensen igual.
—¡Oh, sí! —se lamentó Spadafora—. Todos tienen miedo de hacer algo
por culpa de la CIA.
—Yo no tengo miedo a la CIA, Hugo. Ése no es mi problema.
—¿Y cuál es tu problema?
—Soy un policía, no un político. Y es por eso por lo que estoy hablando
contigo. Mi tarea consiste en descubrir a criminales, en acusarlos. Y cuando
hago eso, he de tener pruebas contundentes, ya que el siguiente paso conduce
a los tribunales. Dame la bala que necesito y yo la dispararé contra Noriega.
Y contra la CIA. Te lo prometo. Pero antes, tienes que proporcionarme esa
bala.
—¿Qué necesitas?
—Pruebas. Evidencias. Necesito fotografías, grabaciones. Gente que haya
visto cosas y que esté dispuesta a hacer una declaración jurada, a presentarse
como testigo en juicio público.
—Quizá podría facilitarte algunas de esas cosas.

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—¿Cómo?
Esta vez fue Spadafora quien se revolvió en su asiento, preguntándose
hasta qué punto podía confiar en Grady.
—Dispongo de material de ese tipo. Oculto en un lugar seguro en
Panamá. Una vieja amiga mía vino a visitarme ayer. Ella sabe dónde está
escondido ese material. Podría pedirle que lo sacase de su escondrijo y te lo
entregara.
—Eso sería ideal, amigo mío. Si ese material es como tú dices, podría ser
nuestra bala.
—Perfectamente —aprobó Spadafora, estrechando la mano a Grady para
sellar el trato—. Se llama Boyd. Juanita Boyd. Te telefoneará cuando lo
tenga.
Media hora después de que se hubiese marchado Grady, Spadafora
consultó su listín privado de direcciones, se montó en su automóvil y se
dirigió al casco antiguo de la ciudad de San José. Era un hombre cauteloso y
sabía que existía la posibilidad de que el teléfono de su casa estuviese
intervenido. Allí buscó una cabina telefónica y marcó el número 610237 de la
ciudad de Panamá.
Y al hacerlo, a quinientos kilómetros de distancia, en el edificio n.º 9 de
Fort Amador, donde Noriega, con ayuda de la CIA, había instalado su central
de escucha electrónica, la cinta de un magnetófono se puso a girar cuando el
último de esos seis dígitos fue registrado electrónicamente en el centro de
telecomunicaciones de la ciudad de Panamá.

SAN JOSÉ
Costa Rica

Los recepcionistas y los telefonistas de todas las Embajadas de los


Estados Unidos han recibido instrucciones estandarizadas sobre cómo han de
tratar a cualquier persona que llame por teléfono para dar alguna información
relacionada con la droga: han de mostrarse afables y atentos, jamás han de
hacer ninguna pregunta que pueda resultar embarazosa para el que llama,
como preguntarle el nombre, por ejemplo, y han de ponerlo en contacto con
un agente de la DEA del modo más rápido posible.
Fue así como Kevin Grady tuvo que atender por casualidad la llamada de
un confidente anónimo a la Embajada de San José, la mañana del día
siguiente a su reunión con Hugo Spadafora. Por regla general, el enlace de la

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DEA hubiese atendido la llamada, pero ese día se encontraba fuera, por lo que
Grady actuó en su nombre.
—¿Es usted el tío de la droga? —preguntó un hombre cuya voz denotaba
claramente su nerviosismo, cuando Grady atendió la llamada.
—Por supuesto que lo soy, caballero —contestó Grady, que al advertir la
juventud del otro, pensó que ese tratamiento contribuiría a reforzar su ego—.
¿En qué puedo ayudarle?
Se produjo un largo silencio; era uno de esos momentos difíciles con los
que se enfrenta de vez en cuando todo agente de la DEA, cuando el posible
confidente permanece inmóvil ante la puerta, dudando entre llamar y tener el
valor de seguir adelante o colgar el teléfono y retirarse al seno caluroso y
confortable del anonimato.
—He visto algo —dijo al fin la voz—, algo que quizá debiera decirle.
—Eso es muy amable de su parte, caballero. Agradecemos cualquier tipo
de ayuda que nos puedan prestar los ciudadanos honestos y responsables
como usted. ¿No le importaría pasarse por aquí para que tomemos un café?
Pero si eso le representa algún problema, podríamos reunimos en cualquier
otra parte.
De nuevo se produjo el silencio.
—Creo que sería mejor que no me acercase por la Embajada. Cuando
oiga lo que tengo que decirle comprenderá el porqué.
—¿Podría darme una idea aproximada?
—Un aeropuerto en las inmediaciones de un lugar llamado Muelle, y
ciertas cosas que ocurren allí. Eso es todo lo que estoy dispuesto a decirle de
momento.
«Muelle —pensó Grady—. Ésa es la localidad de la que me habló
Spadafora, donde la CIA tiene un aeródromo que utiliza para hacer llegar las
armas a la contra y desde donde, según me afirmó, se envía la cocaína a los
Estados Unidos».
—Perfectamente. ¿Me está llamando desde San José?
—Sí.
—Bien, hay un hotel en el casco antiguo de la ciudad donde podríamos
encontramos, se llama «Amstel». Si reservo allí una habitación, ¿podría venir
a verme?
El «Amstel» se encontraba prácticamente al lado del «Cayo Largo», y
entre los servicios completos que ofrecía su cafetería estaba el de una buena
colección de prostitutas. Era la clase de entorno en la que se sentía como en
su casa cualquiera que obtuviese sus ganancias en el mundo de la droga.

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—Vale, allí estaré. Pero venga solo.
—Me llamo O’Brien. Si reservo habitación para la una, ¿podría
presentarse usted a la una y media o a las dos de la tarde?
—Sí, eso me iría bien.
El hombre no se presentó hasta pasadas las dos y media, pero eso era algo
con lo que había contado Kevin. Probablemente habría estado dando vueltas a
la manzana, armándose de valor para subir a la habitación. Como su voz le
había revelado, el hombre era joven, quizá de unos treinta años, llevaba unas
gafas de sol «Ray Ban», una chaqueta de ante y tenía un tic nervioso en el ojo
izquierdo.
—¡Hola! —dijo Grady—, soy Kevin O’Brien.
—¿Cómo está usted? —preguntó el hombre, estrechándole la mano.
El desconocido no dijo su nombre. Kevin tampoco insistió en ello. Era
demasiado pronto para eso. Grady señaló la bandeja con cervezas y café que
había ordenado subir a su habitación para romper el hielo antes de iniciar la
conversación.
—¿Qué tal una cerveza? El café puede que esté ya algo frío.
El hombre cogió una cerveza, la destapó y bebió directamente de la
botella. Kevin hizo otro tanto.
—Y bien —dijo Kevin, dirigiéndole la mejor de sus sonrisas—, ¿en qué
puedo servirle?
—Soy piloto. No quiero entrar en detalles sobre lo que llevo en mi avión
ni para quién trabajo, ¿de acuerdo? Tan sólo puedo decirle una cosa. Jamás he
llevado drogas en mi avión. Jamás.
Kevin asintió con la solemnidad del sacerdote que imparte la absolución,
pese a que por su larga experiencia sabía perfectamente que lo más probable
era que estuviese escuchando una mentira.
—Quizás algunas de las cosas que he hecho a veces no fuesen muy santas
que digamos —prosiguió el piloto—, pero nunca transporté drogas. Nunca.
Tenía un primo en Baton Rouge que era como mi hermano mayor. Murió de
una sobredosis de heroína. Detesto esas malditas drogas. Y detesto incluso
más a la gente que las vende. Anoche, alguien me ofreció dinero por llevar un
cargamento de cocaína a los Estados Unidos.
Kevin se inclinó hacia su interlocutor, le miró con expresión de asombro,
trató de inspirarle confianza e indicarle al mismo tiempo que sería el oyente
ideal para cualquier confesión que el joven desease hacer desde el fondo de su
alma.

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—¿Y qué ocurrió? —preguntó con el tono de voz que podría emplear una
madre con el hijo que hubiese tenido un desliz.
El piloto le contó lo que le había ocurrido la noche anterior en Muelle, en
el avión de Ray Albright.
—Bien, eso es muy interesante. Le estoy muy agradecido por haber
confiado en mí. ¿Le dijo el piloto el nombre de la persona que podría
agenciarle lo del cargamento en caso de que usted estuviese dispuesto?
—Nadal, Felipe Nadal, pero lo llamó Phil.
«¡Bingo! —pensó Kevin—. Spadafora no me estaba mintiendo».
—¿Era costarricense?
—Me parece que el piloto me dijo que era cubano. En todo caso, tenía
aspecto de latinoamericano. Todos me parecen iguales.
—¿Qué hace esa persona en Muelle?
—Es una especie de jefe de aeropuerto. Te dice dónde has de dejar tu
avión y dirige a la gente que lo descarga.
—¿Y el piloto? ¿Recuerda su nombre?
El hombre titubeó. Ahora tendría que denunciar a un compatriota y, peor
aún, a un compañero de aventuras. Eso no era lo mismo que revelar el nombre
de Nadal. Kevin advirtió su vacilación y no insistió, dejando que el hombre
decidiese por sí mismo.
—Ray Albright.
—¿Sabe cómo ponerse en contacto con él en los Estados Unidos? ¿Tiene
alguna dirección o algún número de teléfono?
—Es de Texas, pero fuimos contratados por la misma gente que opera en
Opa Locka, en Miami. Ellos conocían su dirección.
Grady se puso en pie y se dirigió a la ventana empuñando la cerveza.
Estaba en mangas de camisa y se había desanudado la corbata. Miró al piloto
e hizo todo lo posible por transmitirle una sensación de cordialidad y
sinceridad.
—Fíjese, quiero darle mis más efusivas gracias por haber venido a
contármelo. Es algo para lo que se necesita un buen par de cojones, que no le
faltan a usted, como es evidente. Créame, sé apreciarlo. Puede estar seguro de
que me gustaría que hubiese más personas como usted.
Hizo una pausa para que el joven pudiese regodearse con sus halagos.
—Bien, ahora podríamos hacer un par de cosas. Podríamos dar por
finalizada nuestra conversación, pero es algo que no me gusta hacer
realmente. Permítame preguntarle una cosa: ¿estaría usted dispuesto a

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someterse a la prueba de un detector de mentiras sobre lo que me acaba de
contar?
—¿Y por qué no habría de estarlo? Es la verdad.
—Estoy completamente convencido de ello. Se trata únicamente de uno
de esos procedimientos burocráticos que han de respetar todos los organismos
oficiales. ¿Cuándo regresa a Miami?
—¡Oh!, dentro de tres o cuatro días.
—Podríamos reunimos de nuevo allí, si le parece bien. Haga aquí lo que
tenga que hacer y mande reparar el altímetro de su avión, pero no vamos a
correr el riesgo de que alguien nos pueda ver juntos. En Miami, y eso puedo
garantizárselo, nadie nos verá jamás juntos.
El piloto se quedó reflexionando durante unos instantes.
—Sí, creo que podríamos hacer eso.
Kevin se sonrió y ofreció al hombre otra cerveza. Lo del detector de
mentiras no era más que el primero y el más inocente de los favores que
Grady pensaba pedir al joven. La regla consistía en ir llevando lentamente al
posible confidente, pasito tras pasito, hasta tenerlo completamente
involucrado. Por lo demás, ¿quién no iba a estar dispuesto a someterse a un
detector de mentiras para probar que estaba diciendo la verdad? Y Kevin
Grady estaba convencido de que su hombre no le mentía.
Su deseo de hacer la prueba del detector de mentiras en Miami, en vez de
en San José, nada tenía que ver con los temores que pudiese tener de que le
viesen junto con el piloto en la ciudad de San José. Lo que estaba haciendo en
realidad era trasladar ese caso a los Estados Unidos. Si dejaba constancia en
la Embajada de Costa Rica de que el piloto podía ser un posible confidente,
Kevin Grady tendría que hacer unos trámites previos que le obligarían a
comunicar a la CIA tanto la identidad del hombre como la clase de
información que había facilitado. Esos trámites estarían de más en Miami.
Procuraría que en los archivos de la DEA en Costa Rica no apareciese ni una
sola línea sobre esa reunión. De ese modo, no tendría la menor obligación de
informar al embajador o a la CIA de lo que había hecho.
Claro está que se estaba metiendo en un lío de posibles consecuencias
explosivas. Pero para cuando tuviese que presentar su material en las oficinas
centrales de la DEA en Washington, ya habría tenido tiempo de recabar sus
pruebas y adelantar sus pesquisas. De ese modo, ningún cerdo de la CIA
vendría a gritarle: ¡Deténgase! Esto concierne a nuestra seguridad nacional.
Cuando en Washington se enterasen de sus investigaciones, sonaría por
doquier la voz de alarma. Pero si había realizado bien su trabajo, sería

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prácticamente imposible que pudiesen pararle los pies. «Ramón —pensó—,
ahora sí que cogeremos por el pescuezo a esos hijos de puta».

CIUDAD DE PANAMÁ

El «Motel Pulsador» es una institución exclusivamente panameña. Tiene


por función principal proporcionar al ejército de los adúlteros hospedaje
discreto, confortable y lujoso en el que se puede pasar un par de horas de
amoroso entretenimiento. Precisamente debido al papel que desempeña, es
fuente constante de diversión entre los panameños recordar los orígenes de
dicha institución, que se remontan a un sacerdote español, al padre
Condamine.
El buen padre fue una de las primeras personas en Panamá que tuvo en su
garaje una puerta que podía abrirse desde el automóvil con un mando a
distancia. Un buen día, un amigo fue a visitar al sacerdote —para que
escuchase su confesión, según cuenta la leyenda— y se quedó tan maravillado
con aquel artilugio electrónico, que tuvo un momento de lucidez creadora,
dando a luz al «Pulsador».
Existen ahora en la ciudad unos diez pulsadores, con nombres como
«Sueño Lindo» y «Campo Amor». Sin embargo, cualesquiera sean sus
nombres, los principios por los que se rigen son los mismos. Todos están
construidos aproximadamente en forma de herradura y disponen de unos
cincuenta a setenta y cinco garajes contiguos que rodean el edificio por su
parte exterior. Cada garaje da a un dormitorio con aire acondicionado, una
gran cama de matrimonio, un circuito cerrado de televisión y un cuarto de
baño provisto de bañera, ducha y bidé. Algunas de las habitaciones más
lujosas —y más caras también— están equipadas con toda una batería de
espejos estratégicamente ubicados. En el centro de la herradura hay una
especie de comando central operativo encargado del servicio de habitaciones.
Cuando llega una pareja de clientes, aparca en el exterior de la herradura
hasta encontrar abierta la puerta de un garaje. Entran al garaje y el conductor
aprieta un botón en la pared, cerrando así automáticamente la puerta del
garaje a sus espaldas. Y ahora nadie podrá ver el automóvil ni a la pareja que
está utilizando los servicios del motel.
Al mismo tiempo, en el corredor central de servicio se enciende una luz
roja, indicando al personal de guardia que el cliente está esperando en el
garaje. Un empleado entra al dormitorio respectivo y abre una pequeña
ventanilla que hay en la pared que separa el dormitorio del garaje. El cliente

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deposita en la ventanilla un billete de diez dólares —los dólares
estadounidenses son la moneda corriente en Panamá— que le da derecho a
disponer del aposento durante noventa minutos. El empleado recoge el dinero
y sale de la habitación, cerrando por fuera la puerta con llave. Y al hacerlo
abre también la puerta que comunica el garaje con la habitación. La feliz
pareja puede entrar ahora y disfrutar del aposento durante hora y media.
Disponen de un circuito cerrado de televisión con tres canales, en los que
pueden ver las últimas películas pornográficas. Pueden pedir que les traigan
bebidas del bar, que les son entregadas a través de otra ventanilla que no es
mayor que una botella de champaña. También pueden pedir un teléfono, para
el que tienen un enchufe en la habitación, por si quieren hacer alguna llamada
local, telefoneando a casa para decir que llegarán más tarde porque se
encuentran metidos en un atasco de tráfico.
Agotados los noventa minutos, la pareja se mete en el automóvil, abre la
puerta del garaje gracias al pulsador de la pared, y se marcha.
Y al apretar por segunda vez el pulsador, se enciende una luz verde en el
corredor, informando al personal de servicio que los clientes se han marchado
y que ya es hora de arreglar la habitación para sus próximos ocupantes.
Desde el momento en que llegaron hasta que estuvieron en la autopista de
vuelta a la ciudad, nadie ha podido ver a la feliz pareja. Los pulsadores
respetan tanto la intimidad, que sus vías de acceso tienen a ambos lados altos
y anchos setos, para impedir que el automóvil que llega al establecimiento
pueda ser visto por el automóvil que sale.
Nada tiene de sorprendente, por lo tanto, que los días de más afluencia en
los pulsadores sean los laborables, especialmente los viernes por la noche,
que según la tradición panameña excluyen al marido de sus obligaciones
maritales.
A principios de agosto de 1984, en un viernes por la noche, apenas se
daba abasto en el «Paraíso», uno de los pulsadores más modernos y más
lujosos de la capital. El servicio de limpieza andaba atrasado en sus labores,
dejando las habitaciones sin hacer durante unos veinte minutos. Pero siempre
ocurría lo mismo los viernes por la noche. Las dos ancianas mujeres de la
limpieza que abrieron la puerta de la suite número 51 a las doce y cuarto de la
noche encontraron las luces apagadas y sintieron un extraño olor a amoníaco
que impregnaba la habitación. Una de las mujeres encendió las luces y lanzó
un grito de horror.
Sobre la cama yacía una mujer cuya única indumentaria era un sostén de
seda negro. Tenía el rostro desencajado, la boca contraída, como si en su

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último estertor le hubiese faltado el aire, los ojos se le salían de las órbitas y
sus largos cabellos negros caían en desorden sobre la almohada. Estaba rígida.
El grito que había lanzado la buena mujer atrajo a parte del personal, que
acudió precipitadamente a la habitación para contemplar el cuerpo extendido
sobre la cama. Finalmente, llegó el gerente de guardia, se abrió paso hasta la
cama y cogió a la mujer por la muñeca para tomarle el pulso. No percibió
latido alguno. Descubrió sobre la mesilla de noche un par de frasquitos rotos
y un envoltorio de plástico en cuyo interior se veían aún restos de un polvillo
blanco.
—Está muerta —comunicó a sus asombrados empleados—. Decid en la
oficina que llamen a la Policía… y a una ambulancia —añadió, consciente de
que esto último era una pura formalidad—. Cerrad con llave y no dejéis entrar
a nadie en la habitación hasta que llegue la Policía.
Llegaron a los quince minutos: el médico forense, un sargento de Policía
y un cabo. Lo primero que hizo el forense, por mera rutina, fue dictaminar
que la víctima había sido encontrada muerta a la llegada de las autoridades.
Mientras hacía un examen superficial de la muerta, el sargento se había
puesto a analizar los frasquitos rotos y el envoltorio de plástico que había
sobre la mesilla de noche. Se inclinó y olió los frasquitos.
—Nitrato de amonio —informó al forense.
Luego le señaló el envoltorio de plástico en el que aún quedaban rastros
de un polvillo blanco.
—Se estaban metiendo la cocaína junto con el nitrato.
El forense examinó por su parte la mesilla de noche.
—Imagino que tendremos que hacer la autopsia, pero ya puedo contaros
lo que ha ocurrido —dijo—. La cocaína y ese nitrato de amonio puede ser una
mezcla explosiva. La mujer sufrió un ataque cardíaco. El cerdo de su
acompañante se asustó, se puso los pantalones y salió de aquí como alma que
lleva el diablo, dejándola morir.
—Es evidente —asintió el sargento—. Probablemente se tratase de algún
hombre casado que se pegó un susto de muerte al pensar que su mujer podría
descubrir que le estaba poniendo los cuernos.
El sargento se dirigió a su ayudante.
—¿Has encontrado algún documento de identidad? ¿Algo que nos indique
quién demonios era la mujer?
—Nada —contestó el cabo—. Todo parece indicar que el tipo que estuvo
aquí se encargó de llevárselo todo.

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—Al menos podremos arrestarlo por abandonar el escenario del crimen
—dijo el sargento.
—Podrías hacerlo, si alguna vez lo encuentras —replicó el forense—.
Pero para hacer eso, antes tenemos que descubrir quién era esta joven.
El cabo se inclinó y examinó el rostro de la muerta.
—Quizá fuese alguna de las putas de la ciudad.
—Mírala otra vez —le ordenó de nuevo—. ¿Cuándo fue la última vez que
viste una puta como ésta dando vueltas por el bar «Ancón»? Quienquiera que
sea tiene que ser de buena familia.
—Quizá debamos tomarle las huellas dactilares y ver si las tenemos en
nuestros archivos.
—Puedes hacerlo —dijo el doctor, dando un suspiro—, pero no creo que
eso te vaya a servir de mucho. Las personas como ella jamás se ven envueltas
con la Policía. Metedla en una bolsa y llevadla al depósito de cadáveres. E
informad al capitán Peel de que probablemente nos hayamos topado aquí con
una muerte relacionada con las drogas.
La Policía no reanudó sus investigaciones sobre la muerte de la mujer
hasta la mañana del día siguiente. Entretanto, su cuerpo se encontraba en la
cámara refrigerada del depósito de cadáveres, esperando la autopsia, que
estaba prevista para el mediodía. Tres hombres habían sido encargados del
caso: el sargento que había sido enviado al lugar de los hechos en el
«Paraíso», un teniente de las Fuerzas de Defensa panameñas, enviado a la
Policía en calidad de investigador, y, debido a que en el lugar de la muerte
habían sido halladas drogas, el capitán Luis Peel, el oficial de las Fuerzas de
Defensa panameñas encargado de investigar la mayoría de los casos de
drogas.
El sargento se encontraba ausente cuando los otros dos se reunieron en el
despacho del teniente para tomarse un café y fumarse unos pitillos.
—Bien —dijo el teniente—, hagamos un recuento de lo que hemos
conseguido sin esperar a nuestro policía.
En ese momento, entró precipitadamente el sargento.
—Lo siento, me he retrasado.
—¿Alguna novedad?
—Sí, mi capitán. Tenemos su cédula. Acabo de conseguirla. Teníamos
también en los archivos sus huellas dactilares. De hecho, hace unas semanas
la teníamos en «La Modelo» como presa política.
—¿Por política? —preguntó cautelosamente el teniente.
—Sí. Se llama Boyd. Juanita Boyd.

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El apellido «Boyd» inspira en Panamá un cierto respeto, al igual que el de
«Rockefeller» en el centro de Manhattan o el de «Astor» en el barrio
londinense de Mayfair. Su fama tuvo la virtud de transformar al teniente, que
dejó de ser un investigador aburrido para convertirse en un burócrata
preocupado.
—Todos sabéis —advirtió Peel— que esto puede resultar muy
embarazoso para su familia. No les hará gracia que su hija haya sido
encontrada en un local como el «Paraíso». Rodeada de drogas. ¿Por qué no
nos olvidamos tranquilamente de la autopsia y les entregamos el cadáver sin
mutilar? Todos sabemos de qué murió. Mantendremos en secreto su identidad
hasta que la entierren sin grandes aspavientos.
Su propuesta puso al teniente en un aprieto.
—La ley ordena su autopsia.
—Dejad que me ocupe de esto. Vosotros trataréis de descubrir, muy
discretamente, con quién pudo haber estado en su última noche —dijo Peel,
sonriéndose maliciosamente—. Esa investigación puede convertirse en un
trabajo de Sísifo. Por lo que he oído decir, era una dama muy activa.
Hospedarse en un hotel de lujo a expensas del Gobierno y pasarse todo el
santo día en la piscina contemplando a un puñado de azafatas bronceándose al
sol no es algo que pueda sacar de quicio a un agente de la DEA. Cinco días en
ese plan, sin embargo, cinco días esperando que Juanita Boyd lo llamase para
decirle que ya podía entregarle el material que Hugo Spadafora le había
prometido, era una situación que enloquecía a Kevin Grady.
Estaba ansioso por ver el material; estaba igualmente ansioso por volver a
los Estados Unidos para ponerse en contacto con su piloto en Miami, antes de
que el joven tuviese tiempo de arrepentirse. Finalmente, el miércoles por la
tarde, el teléfono de su habitación rompió el largo silencio.
—Soy el hermano de su amigo de Costa Rica —le anunció una voz.
—¡Magnífico! He estado esperando que me llamase su amiga.
—Me temo que no le llamará.
—¿Por qué?
—Ha muerto. La enterraron ayer.
Grady estaba sentado ante el escritorio donde tenía el teléfono. Grady se
desplomó sobre la mesa, como si alguien le hubiese dado un golpe en la
coronilla.
—No puedo creerlo. ¿Qué le pasó?
—No lo sé. Nada ha dicho su familia sobre cómo murió. Los funerales y
el entierro se hicieron en la intimidad, cosa que es muy rara en Panamá. Mi

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hermano está convencido de que fue asesinada por quienes querían impedir
que le pasase a usted ese material.
—¿Sabe dónde se encuentra el material?
—No. Yo lo tenía bajo mi custodia, señor Grady. Yo era la única persona
que sabía dónde estaba escondido. Ni siquiera lo sabía Hugo. Juanita me
llamó por teléfono, dándome el santo y seña de Hugo. Yo la conocía; no muy
bien, pero la conocía. El viernes por la tarde saqué el material del escondite.
Vino a verme para llevárselo ese mismo día, a las nueve de la noche. Me dijo
que se lo entregaría a usted el sábado. En la esquela necrológica comunicaba
la familia que había fallecido precisamente ese mismo día, el sábado.
—¿Se decía algo más? ¿Hora? ¿Lugar?
—No, pero eso es lo normal. En todo caso, parece ser que el material de
Hugo ha desaparecido. A lo mejor está todavía en el apartamento de ella, pero
¿cómo vamos a entrar a buscarlo? A menos de que podamos convencer a su
hermano para que nos deje entrar en el piso y registrarlo.
—¿Sabía usted de qué se trataba?
—No, era un paquete sellado.
—Escúcheme, ¿podría telefonear a su hermano y ver si puede
convencerle para que nos deje entrar en el apartamento? Dígale que había
dado a su hermana unos documentos muy importantes para un amigo y que
éste los necesita con toda urgencia.
Cinco minutos después llamaba de nuevo el hermano de Spadafora.
—No podemos entrar. El apartamento ha sido sellado por la Policía. Al
parecer, están investigando las circunstancias que rodearon su muerte.
Pregunté al hermano qué era lo que pasaba, pero no me quiso dar ninguna
explicación. Ha tenido que sucederle algo que tiene muy desconcertada a su
familia, pero el hermano no me lo quiere decir.
—Por supuesto, los asesinatos pueden resultar siempre muy embarazosos,
especialmente si tienen que ver con uno. Déjeme hacer un par de
averiguaciones por mi cuenta y le llamaré.
Grady se disponía a marcar un número de teléfono, pero cambió de idea.
La oficina de la DEA aún estaría abierta. Bajó a la calle y cogió un taxi para ir
a la Embajada.
La oficina estaba en la segunda planta, protegida por una puerta que
solamente se abría tecleando una clave secreta en un tablero de control que
había en la pared. Hines quedó muy sorprendido al verlo. Grady no se había
tomado la molestia de informar a su colega de que había regresado de Costa
Rica.

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—Y bien, ¿qué tal te fue en San José?
—Muy bien. ¿Puedes hacerme un favor?
—Por supuesto.
—Llama a tus hombres de contacto en la Policía y entérate de lo que
sepan sobre la muerte, el sábado, de una mujer llamada Juanita Boyd.
—Llamaré a nuestro amigo Peel.
Hines apretó el botón de recepción por altavoz de su teléfono para que
Grady pudiera escuchar la conversación.
—Oficialmente —contestó Peel—, no puedo decirte nada.
Se trata de un caso criminal que está siendo investigado activamente por
la Policía.
—¿Cuáles son los cargos?
—La mejor de nuestras hipótesis será, probablemente, la de homicidio por
negligencia.
—¿Y qué puedes decirme extraoficialmente?
—Se trata de un asunto realmente escabroso. Al parecer, se encontraba
con algún tipo en un pulsador, destrozándose el cerebro con una mezcla de
cocaína y nitrato de amonio. Tuvo un ataque cardíaco y el otro se asustó, salió
corriendo y la dejó morir.
—¿Le hicisteis la autopsia?
—No. No quisimos cortarla en pedacitos y acongojar a la familia más de
lo que estaba. Son unos peces gordos en nuestro país.
—¿Sabéis quién era el individuo?
—No nos dejó ninguna huella, lo que significa que podían haber sido la
mitad de los hombres de Panamá. La joven era una buena pieza.
Hines se quedó mirando la nota que Grady le acababa de pasar.
—¿Te acuerdas de mi amigo Grady, el que estaba trabajando en el caso de
la desaparición de aquel confidente? Cree que esa mujer podía haber tenido
algo para él. ¿Te importaría dejarle echar un vistazo al apartamento?
—¿Grady? No tengo ningún inconveniente.

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 15

Recibí la noticia por correo. Llegó en un sobre dirigido a «Mr. Jack Lind,
Embajada de los Estados Unidos, Panamá». Supongo que algún funcionario
meticuloso habría hecho pasar la carta por las diversas dependencias de la

Página 481
Embajada hasta que fue a parar a la mesa de nuestro jefe de base, Glenn
Archer. La abrí con las uñas. Dentro había una tarjeta como esas que utiliza la
gente para invitarle a un banquete.
Al abrir el sobre advertí inmediatamente los ribetes negros de la tarjeta y
la cruz negra grabada en su encabezamiento.
«El señor Héctor Vázquez Castillo y Boyd y el señor Pedro Jaime Suárez
y Boyd —rezaba la esquela— se sienten hondamente apenados al tener que
informarle del fallecimiento de su hija y hermana Juanita María Angélica
Suárez y Boyd».
Quise llorar, pero estaba demasiado conmocionado. A través del velo de
las lágrimas que afloraban a mis ojos pude divisar aún las pocas líneas
restantes de la esquela: la fecha de su muerte y la fecha de su misa fúnebre y
de su entierro en el mismo día en el cementerio de San Juan Bautista de la
ciudad de Panamá.
¿Qué pudo haberle ocurrido?
Era evidente que la tarjeta tenía que enviármela su hermano Pedro.
Consulté mi agenda y encontré su número de la vez que me llamó para
decirme que Juanita había sido encarcelada.
Un criado me informó que Pedro estaba de luto por la muerte de su
hermana y que no se encontraba en Panamá. Me preguntó si deseaba dejarle
un recado. Acongojado, le expresé mi condolencia. Luego redacté un cable
para Glenn Archer en Panamá.
PARA ARCHER CONFIDENCIAL: TE AGRADECERÍA TODA LA INFORMACIÓN QUE
PUDIESES RECOGER SOBRE LA MUERTE EL 12 DE AGOSTO DE JUANITA BOYD
CIUDADANA PANAMEÑA RESIDENTE DE LOS APARTAMENTOS MONTECARLO DE
PAITILLA ÁTICO IZQUIERDA STOP ASUNTO PERSONAL REPITO PERSONAL NO
CONCIERNE A LA AGENCIA STOP TE RUEGO DISCRECIÓN SALUDOS JACK.

Langley no es el entorno apropiado para la aflicción o el duelo. Tenemos


en la base uno de esos horripilantes centros laicos de meditación, pero jamás
he visto que alguien lo utilizara. Pudiera ser que esto fuera el reflejo de la
vida espiritual de la mayoría de los funcionarios de la CIA, pero lo más
probable es que se deba a la naturaleza estéril y nada acogedora de tales
lugares.
En todo caso, solemos compartir nuestras alegrías en privado, pero no
nuestros duelos. Y en Langley, desde luego, no había nadie con quien pudiese
compartir mi dolor por la muerte de Juanita. Bajé al estacionamiento, monté
en mi automóvil, me metí por la carretera principal del George Washington
Memorial y aparqué en un área de descanso desde donde se divisaba el río
Potomac. Allí pude llorar a solas.

Página 482
Libro noveno

LA ELECCIÓN DEL SAMURAY

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NUEVA YORK

Cuando las ruedas del Boeing de la «Estern Airlines» golpearon la pista


de aterrizaje del aeropuerto neoyorquino de La Guardia, Kevin Grady tuvo
una sensación similar a la que había experimentado en cierta ocasión cuando
su difunta esposa le dio un masaje con las yemas de los dedos en los músculos
agarrotados de su cuello tras un día especialmente enervante. Estaba de nuevo
en casa, contento de haber dejado a sus espaldas la humedad y la pobreza
sofocantes de América Central. En esa ciudad, que tanto le gustaba, podía
tener ahora todo lo que echaba en falta.
Oficialmente, su viaje no había servido absolutamente para nada. Sus
investigaciones sobre la muerte y la desaparición de su confidente Ramón no
habían conducido a ninguna parte. Extraoficialmente, sin embargo, las cosas
resultaban mucho más prometedoras.
El capitán Luis Peel, con la amabilidad y la cortesía que le caracterizaba,
le había acompañado personalmente al apartamento de Juanita Boyd para
buscar el perdido material de Spadafora.
No lo encontró, por supuesto. Pero ese hecho no fue para él la sorpresa de
la semana. Lo que realmente le sorprendió fue lo que descubrió en el cuarto
de baño de la difunta al revisar su botiquín. Dos cosas le llamaron la atención.
Entre las medicinas no encontró píldoras anticonceptivas; lo más probable era
que no las utilizase. Sin embargo, se fijó en un estuche de diafragma que
había en uno de los estantes. Pensó que tendría que ser aquello lo que la mujer
había utilizado. Abrió el estuche. El diafragma estaba dentro.
«¿Acaso una mujer va a pasarse una noche de orgía y desenfreno,
dejándose en casa el diafragma? —se preguntó—. Y si realmente deseaba
pasarse una noche de frenesí en los brazos de algún tipo, ¿por qué no lo hizo
en ese apartamento tan acogedor y prefirió la habitación de uno de esos
moteles inmundos?».
Peel se había quedado esperando en la terraza, contemplado el mar y sin
hacerle caso, mientras Grady se dedicaba a registrar el apartamento. Era
evidente que el panameño no esperaba que el otro encontrase alguna cosa. Se
suponía que los documentos de Spadafora contenían la prueba concluyente de
que Noriega se dedicaba al tráfico de drogas. ¿Y quién dirigía la Policía en
Panamá? Noriega. Kevin llegó a la conclusión de que la Policía tendría en su
poder esos malditos documentos. Ésa era la razón por la cual Peel se había
mostrado tan servicial y le había permitido registrar el apartamento. La razón

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por la que se había quedado en la terraza sin que nada pareciese importarle.
Era por eso por lo que no se había practicado la autopsia. La joven no había
muerto de un ataque cardíaco. La habían asesinado, se habían apoderado de
los documentos y habían dejado el cadáver en la habitación de aquel motel,
sabiendo perfectamente que la Policía llamaría a Peel para que se hiciese
cargo de la investigación y que éste la llevaría a cabo tal y como desease su
jefe.
«Ramón. Y ahora esa mujer llamada Boyd —reflexionó Kevin—. Parece
como si cada vez que estoy a punto de desvelar el misterio que rodea a
Noriega, cayese el telón sobre el escenario, dejándome tan sólo una rendija
por la que puedo divisar un cadáver». Al menos ese último asesinato le había
revelado una cosa: Spadafora le había dicho la verdad. Si habían asesinado a
esa mujer para apoderarse de sus documentos, las pruebas que los mismos
contenían debían haber sido apabullantes. Afortunadamente, aún guardaba en
su escritorio una última carta que podía jugarse.
—¡Bienvenidos a la ciudad de Nueva York! —pió como un pajarito
alborozado la azafata de la «Estern Airlines»—. Son las siete y veinte y la
temperatura exterior es de veintiséis grados.
Kevin aún seguía reflexionando sobre los entretelones de la muerte de
Juanita Boyd cuando salió del avión y llegó al vestíbulo abarrotado de gente,
y allí, junto a la azafata de tierra de la «Estern Airlines», se encontraba Ella
Jean.
—¡Hola! —dijo Kevin, cuyo rostro se iluminó de felicidad—. Ésta es la
mejor sorpresa que me han dado desde que me fui. Espero que no hayas
venido para decirme que he sido trasladado a Filadelfia.
—No ha habido tanta suerte. Lo único que quería era contemplar tu
horripilante rostro para ver si había mejorado por esas tierras. Cosa que no ha
sucedido.
Se montaron en el automóvil, que Ella Jean había aparcado frente al
edificio de la terminal, gracias a la pegatina de la DEA que llevaba en el
parabrisas.
—Y bien, cuéntame, ¿cómo te ha ido?
—En lo que respecta a Ramón, no me he enterado de nada. Pero descubrí
unas cuantas cosas. ¿No te gustaría que nos pasásemos unos cuantos días de
servicio en Miami?
—¿Para que pueda broncearme de lo lindo?
—Sí, y para que me ayudes a convencer a un joven a cumplir su promesa,
pues el tipo fue lo suficientemente estúpido como para comprometerse

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conmigo.
Kevin le hizo un rápido resumen de su reunión con el piloto en San José.
—Lo primero que voy a hacer es enchufarlo al detector y verificar su
historia.
—¿Por qué no hiciste eso en San José?
Kevin se retrepó en su asiento y contempló a la joven mientras ésta se
movía con su automóvil por el tráfico de la ciudad con una habilidad rayana
en lo acrobático.
—Resulta evidente que ese tipo lleva armas a la contra. Probablemente
habrá sido contratado por la CIA, lo sepa o no. Pregunté a nuestro enlace en la
Embajada si sabía algo del aeródromo que están utilizando. Efectivamente, se
trata de algo relacionado con la contra. El enlace quería introducirse allí
subrepticiamente para instalar una de esas cámaras con las que podemos
filmar lo que ocurre durante todo un día. Pero el hombre de la CIA le paró los
pies.
—¿Y ese hombre admitió que se trataba de una operación de la CIA?
—¡Claro que no! Ya sabes cómo son esos tipos cuando tratan de rehuir la
verdad. Balbuceó un poco, dio a entender que el aeródromo estaba autorizado
e invocó la causa.
—Y bien, ¿cuál es tu plan?
—Convencer al piloto para que vuelva a Costa Rica y hable con ese tal
Albright, que fue quien le contó todo. Pero esta vez, con un micrófono oculto.
Si nos lo confirma, trataremos de infiltrar a alguien en el círculo de Nadal. El
tipo tiene la ciudadanía estadounidense, así que podemos exigir su
extradición.
—Chico, la verdad es que eres incorregible. ¿Has olvidado acaso cómo
reaccionaron los jefes cuando sacaste a relucir la otra noche las tres iniciales
famosas? ¿Y ahora quieres seguir adelante y procesar a un agente de la CIA?
¿A un tipo que ocupa un puesto clave en una de sus mayores operaciones?
—¿Y a cuento de qué no? ¿Dónde está escrito que las leyes les eximen?
—¡Ay!, en ningún lugar donde puedas leerlo. Pero sí en el lugar de donde
vienen las órdenes —replicó Ella Jean, tocando furiosamente la bocina a un
tipo melenudo que se le había puesto por delante con la típica indiferencia
desdeñosa del taxista veterano neoyorquino—. Por supuesto que te
acompañaré a Miami, alguien ha de estar a tu lado para protegerte de ti
mismo.
—Gracias, compañera. Y recuerda, cuando estemos en la oficina y haya
alguien presente, no pronunciaremos las siglas de la CIA a menos de que sea

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absolutamente necesario.

MIAMI
Florida

—Por desgracia, amigo mío, en la DEA tenemos hasta en la sopa ese


maldito detector de mentiras. Se trata de una deformación profesional. No nos
lo quitamos ni para dormir.
Shep Baker, el joven piloto —el hombre había revelado su nombre
finalmente a Grady en Costa Rica—, contemplaba a Kevin con expresión
malhumorada.
—A fin de cuentas, necesitamos un procedimiento realmente rápido que
nos permita distinguir entre los hechos empíricos y los productos de la
fantasía. No puede hacerse una idea de la cantidad de historias peregrinas que
viene a contarnos la gente. Para encontramos con una persona honrada y seria
como usted, antes hemos tenido que tratar con diez mentirosos.
—Muchas gracias por el cumplido —dijo Baker.
Pero la adulación no parecía causar efecto. La expresión agria del joven
revelaba precisamente lo mucho que lamentaba haber acudido a las oficinas
de la DEA en Miami y haber dado su conformidad para que le sometiesen a la
prueba del detector de mentiras.
—Bien, ¿cómo funciona eso?
—¿Te han hecho alguna vez un electrocardiograma?
—Un par de veces.
—Pues bien, te conectan unos cables de manera parecida. Luego te hacen
algunas preguntas de control. Lo ideal para ellos es obligarte a mentir. Te
preguntan, por ejemplo, si has engañado alguna vez a tu esposa.
—No estoy casado.
—O a tu novia. O a Hacienda. Todo el mundo lo ha hecho. El truco
consiste en establecer un patrón de reacción que luego pueda ser utilizado
para lo que realmente interesa.
Baker se veía cada vez más abatido. Kevin, que le había creído sin
reservas, empezaba por primera vez a albergar sospechas.
—Fíjate —le dijo, sacando de una gaveta una hoja de papel—, éste es un
certificado de renuncia, que te concede inmunidad ante cualquier cosa que
puedas decir mientras te sometes a la prueba. Por ejemplo, si en respuesta a

Página 487
una de las preguntas del examinador, le dices que has matado a tu madre,
nosotros no podemos utilizar esa declaración contra ti, ¿me has entendido?
En esos momentos, Ella Jean entró en la sala de conferencias.
—Te presento a Ella Jean Ransom, es mi compañera.
A Ella Jean se le iluminaron los ojos de alegría al saludar al joven.
—Kevin me ha hablado mucho de usted, Shep —le confesó,
estrechándole la mano con gran efusividad, como si le acabasen de presentar a
Magic Johnson o Kevin Costner—. Es francamente grandioso lo que está
haciendo por nosotros, realmente grandioso.
Sin soltarle de la mano, le condujo cariñosamente a la habitación
contigua, como una enfermera llevándose a un paciente para prepararlo para
una intervención quirúrgica.
En veinte minutos habían acabado. El examinador fue el primero en salir.
—Tan inocente como un angelito —dijo a Kevin—, ni una sombra en su
relato.
Luego salió Ella Jean que llevaba a Baker cogido del hombro.
—Fue maravilloso. Francamente maravilloso.
En cuanto al señor Baker, salió con una sonrisa de oreja a oreja y una
enorme expresión de alivio. «Ya se te cambiará el rostro antes de que te des
cuenta, amigo mío —pensó Grady—, cuando te enteres de los apasionantes
planes que hemos pensado para ti».
El premio que recibió Shep Baker por haber sido un buen chico y haber
aprobado con sobresalientes notas la prueba del detector de mentiras fue un
almuerzo en el «Joe’s Stone Crab», uno de los locales más famosos de Miami
Beach, por cortesía del Gobierno de los Estados Unidos. Grady pidió un par
de botellas del mejor vino espumoso de California para celebrar la ocasión
con toda solemnidad. Ella Jean, que no dejaba de lanzar miradas de
admiración a Baker, le entretenía además con picantes historias sobre la vida
de la sociedad neoyorquina.
Kevin no dejaba de pensar en su nuevo confidente y se esforzaba por
descubrir qué era realmente lo que había empujado a Baker a ponerse en sus
manos. Sabía que sólo personas muy especiales podían dar el paso que había
dado Baker. Lo que éste les había contado podía contarlo cualquiera en un bar
a las dos de la madrugada y tras unas cuantas cervezas. Eso no sería más que
una charla sin importancia.
Sin embargo, descolgar un teléfono, hacer una llamada anónima, aceptar
una reunión en un hotel y encima comparecer ante las autoridades y
someterse voluntariamente a la prueba del detector de mentiras eran cosas

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muy distintas. Alguna fuerza oculta había tenido que impulsar a Baker a hacer
tal cosa. Y no parecía ser por motivos económicos. Ni una sola vez había
preguntado Baker qué podía sacar de todo eso. Tampoco parecía ser el
pecador arrepentido que llama a la puerta del sacerdote porque necesita algún
perdón. En ningún momento había propuesto un trato para expurgar algún
delito de sus antecedentes penales. ¿Acaso tendría algún interés personal de
carácter político? De ser así, hasta ahora nada había revelado.
Kevin acarició la idea de que quizá deberían aceptar al pie de la letra la
historia que les había contado Baker sobre el primo que murió de una
sobredosis. Sin embargo, con la experiencia que dan los años, los agentes de
la DEA no suelen aceptar la primera explicación que les ofrecen como si
fuese el evangelio de la verdad. A fin de cuentas, las personas con las que
tienen que tratar pertenecen a esa clase de seres que, por regla general, ya han
soltado una docena de mentiras antes de tomarse el café en el desayuno.
Pero aún quedaba la posibilidad de que Baker estuviese diciendo la
verdad. Grady llevó la conversación hacia sus propios recuerdos y habló de la
chica negra que se había suicidado porque no veía otra forma de liberarse de
su dependencia de la heroína. Y al contar aquella historia, advirtió un destello
revelador en los ojos de Baker.
Ella Jean, dándose cuenta de lo que pretendía Kevin, encauzó la
conversación hacia la nueva moda de fumar cocaína, a los estragos que estaba
causando en la nación y a la terrible mortandad que no había hecho más que
empezar. Cuando les sirvieron el café, Kevin ya estaba preparado para jugarse
el todo por el todo.
—Siempre cabe la posibilidad de dejar las cosas tal como están —aseguró
a Baker—, pero sería una auténtica vergüenza no avanzar un paso más.
—¿Qué quiere decir?
—Albright, el piloto.
—¿Qué pasa con él?
—Supongamos que le llamas por teléfono, dándole las gracias por haberte
enviado tan rápidamente el altímetro, y le dices que quieres invitarle a una
copa.
Baker se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—Os encontráis en algún local, lo celebráis con unas cuantas copas y
luego llevas la conversación hacia lo que está pasando en Muelle. Por
ejemplo, le dices: Escúchame, me gustaría participar en ese negocio, pero

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antes quisiera saber unas cuantas cosas. No me gustaría hablar con Nadal.
No me fío de los hispanos. Necesito hablar con alguien como tú.
—¿A dónde quiere ir a parar con todo eso?
—Te colocaríamos un micrófono cuando fueses a reunirte con él. Y así
podríamos grabar todo lo que te dijese Albright. Serviría de comprobación;
sería una corroboración real, concluyente. Sería una prueba que ningún
abogado defensor podría refutar.
Baker palideció. Ahora se daba cuenta de por qué el almuerzo había
estado rodeado de esa atmósfera de cordialidad y efusividad.
—Eso podría costarme la vida.
Grady le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
—No te preocupes. Nuestra amiga Ella Jean se encontrará en el bar
cuando te reúnas con el piloto y no te quitará la vista de encima. Con su
treinta y ocho, es capaz de meter una bala por el culo de un mosquito a veinte
metros de distancia.
—¡Pero no en mitad del bar, por el amor de Dios! Y por cierto, cuando le
den la buena noticia de que le he traicionado, entonces, ¿qué pasará?
—Nada, porque para cuando el señor Albright descubra que llevas un
micrófono oculto, él ya estará llevando el elegante traje de presidiario.
Ella Jean estrechó la mano a Baker.
—Acuérdate de tu primo de Baton Rouge, Shep. Piensa en la gran
cantidad de vidas humanas que serán destruidas por la cocaína que Albright
introducirá en los Estados Unidos. Piensa en esas personas, Shep, y dime
luego lo que piensas hacer.

Ella Jean y un agente de la oficina de Miami, oriundo de Cuba, fueron los


encargados de vigilar el «Smiling Jack’s», un bar situado en las
inmediaciones del aeropuerto de Opa Locka y en el que Ray Albright se había
citado con Shep Baker para tomar una copa. Un tercer agente estaría al
acecho en el estacionamiento por si surgía algún problema, cosa que era
improbable.
Kevin dio instrucciones a Baker sobre los puntos que deseaba saber, luego
le desnudó y le colocó un magnetófono «Nagra» de cuatro mil dólares. Por lo
asombrosamente plana que era la grabadora, se advertía que sus fabricantes
habían llegado al límite de sus posibilidades tecnológicas. Los bordes habían
sido redondeados. El aparato encajaba perfectamente dentro de un cinturón
elástico, que Grady sujetó con esparadrapo en la ingle de Baker, por debajo de
los calzoncillos. El micrófono no era mucho mayor que una plumilla. Con ese

Página 490
artilugio encima, Baker no hubiese podido salir airoso de ningún cacheo a
fondo, pero esa eventualidad no estaba prevista.
Cuando Baker se marchó para acudir a su cita, lo único que podía hacer
Kevin era permanecer en el despacho que le había sido asignado por el
Departamento Operativo de Miami, pegado al teléfono, por si se producía
alguna emergencia, y esperar que todo saliese bien. El teléfono, al igual que la
mayoría de los teléfonos en esas oficinas, estaba provisto de una grabadora
que entraba automáticamente en funcionamiento en cuanto se descolgaba el
teléfono. Se preveía así una situación de suma urgencia, como podía ocurrir
cuando el que hacía la llamada contaba tan sólo con un par de segundos para
dejar su mensaje, del que de esta forma no se perdería ninguna palabra por un
posible descuido del funcionario de tumo.
Kevin aprovechó ese tiempo para reflexionar sobre los siguientes pasos
que podría dar. Si Albright no decía nada que le comprometiera, trataría de
convencer a Baker para que volviese a Costa Rica, llevando el cinturón con el
«Nagra», e hiciese un trato con Nadal sobre la droga. Lo ideal sería que en su
primer viaje pudiese traerse de vuelta un cargamento de cocaína. Entonces
podrían lanzarse tranquilamente a requisar el cargamento en el aeródromo que
estuviesen utilizando para introducir la droga.
Sumido en estos pensamientos, sonó el teléfono. Kevin lo descolgó.
Resultó que no era ninguno de los agentes que tenía en Opa Locka, sino una
llamada que le estaban pasando del Departamento Operativo de Nueva York.
—¿Señor Grady? —inquirió una voz femenina—. Un momento, por
favor.
—¡Buenas tardes! —dijo la persona que le llamaba, cuando le pasaron la
comunicación—. Soy Jack Lind, señor Grady.
—¡Lind! —exclamó irritado Grady—. ¿Qué demonios quiere?
—Sé que esta llamada tiene que ser una sorpresa muy desagradable para
usted, señor Grady, al igual que lo será el motivo de la misma. Quiero pedirle
un favor personal.
—¿Qué usted quiere pedirme un favor? ¿Después de haberme hecho por
dos veces la misma putada a lo largo de mi vida?
Le diré una cosa, señor Lind, si usted se volviese ciego y encima se le
rompiese el bastón, yo no le ayudaría a cruzar la calle.
—En este caso no hay de por medio cuestiones relativas a la seguridad
nacional.
—¿Ah, sí? Pues ha de ser la primera vez en su vida que no puede utilizar
eso como pretexto. ¿Cómo se siente?

Página 491
—Muy afligido, ya que mis preocupaciones son de índole meramente
personal. Tienen que ver con una joven, cuya muerte, según tengo entendido,
usted ha investigado en Panamá; con Juanita Boyd.
—¿Juanita Boyd? ¿Por qué se interesa por ella?
Se produjo un silencio embarazoso al otro extremo de la línea. Grady
podía palpar literalmente las dificultades que tenía el otro para articular sus
palabras y dar respuesta a esa pregunta.
—Porque la quería.
Lind pronunció esas palabras en un tono de voz que resultó familiar a
Grady. Era el mismo que empleaba un delincuente cuando confesaba de
súbito lo que sus interrogadores habían estado esperando desde hacía horas.
—En su opinión, señor Grady, ¿qué le ocurrió a Juanita?
«¿Y a cuento de qué he de ser amable con ese tipo?», se dijo Grady.
—Fue asesinada.
—¿Por qué cree eso?
—Porque soy un Policía, y no un espía como usted. Tengo los pies sobre
la tierra, y no vivo en un mundo de cuentos y fantasías. Ella iba a darme las
pruebas que me hubiesen permitido procesar como narcotraficante a ese hijo
de puta amigo suyo, al general Noriega. La joven recogió el material para mí
a las nueve de la noche del viernes. A las doce y media ya estaba muerta y la
documentación había desaparecido. ¿A usted qué le parece? ¿Que entregó el
material al tipo con el que se suponía que se iba a pasar la noche follando?
Lind guardó silencio.
—Permítame preguntarle lo siguiente —dijo Grady, tratando, no sin
mucho éxito, de suavizar un poco el tono de hostilidad en su voz—. Ya que
usted estaba enamorado de ella, imagino que también tendrían relaciones
sexuales. ¿Las tuvo?
—Sí —contestó Lind, en un susurro apenas perceptible.
—¿Utilizaba un diafragma como anticonceptivo?
—Sí.
—¿Siempre?
—Por lo que yo sé, sí. Tuvo algunos problemas con la píldora, según me
contó, y sus médicos le aconsejaron el diafragma, así que…
—¿Sabe dónde lo guardaba?
—En el botiquín que tenía en su cuarto de baño.
—Entonces, dígame una cosa, señor Lind. Si tenía pensado salir esa
noche para ir a acostarse con algún tipo, ¿por qué se dejó en casa el
diafragma?

Página 492
Grady se dio cuenta de que aquella pregunta había conmocionado a Lind.
—¿Cómo sabe que no lo llevaba encima?
—Porque lo vi exactamente donde lo tenía cuando salió a conseguir esos
documentos para luego entregármelos. En uno de los estantes del botiquín que
está junto a la ducha. Su amante fue asesinada por culpa de esos documentos,
señor Lind. Sus ejecutores serían algunos de los pistoleros que trabajan para
su gran amigo Noriega. Luego la dejarían en aquel motel para que pareciese
como si ella misma se hubiese enviado al otro mundo con una dosis excesiva
de coca. Y Noriega enterraría todo el asunto en el curso de la investigación
policial.
—Gracias —murmuró Lind—. Creo que sería mejor que dejásemos por
ahora esta conversación.
Y al colgar el teléfono, Grady se dio cuenta de que la conversación había
sido grabada. Sacó la cinta, se la metió en un bolsillo y la sustituyó por una
nueva.

Ella Jean entró en el despacho provisional de Kevin, conduciendo a Shep


Baker con el orgullo de un ganadero de Wisconsin presentando ante los
jueces un hermoso ejemplar en una de las ferias del Condado.
—Lo hizo de un modo grandioso —dijo la joven, con una sonrisa de oreja
a oreja—. Todo salió como en sueños.
Grady observó a Baker para ver cuál era su reacción. El esbozo de una
sonrisa, la primera que había advertido Grady en el rostro del piloto, le
confirmó las palabras de Ella Jean.
—Creo que tenemos aquí casi todo lo que querías —dijo Baker,
meneando las caderas para indicar dónde se encontraba ese «aquí»—. ¿Puedo
quitarme ya esta maldita cosa?
La transcripción mecanografiada de la cinta utilizada por Baker para
grabar aquella conversación estuvo lista a media mañana del día siguiente.
Ella Jean fue la primera en leerla.
—Son oro en paño —afirmó, poniendo los folios frente a Grady—. He
marcado con un rotulador las partes más jugosas.
Grady hojeó los folios y pasó rápidamente la vista por los pasajes que la
otra había subrayado.
Baker: Mira, he estado pensando sobre lo que me dijiste en Muelle. Sobre la coca, ¿recuerdas?
Albright: ¿No hablaste con Nadal?
Baker: No. Esos tipos hispanos, no sé, no me fío del todo de ellos, ¿sabes lo que quiero decir? Pienso
que me gustaría entrar en el negocio, pero que antes he de estar completamente seguro. Tengo que estar
seguro de que no hay peligro. Entiéndeme, no estoy solo, tengo mujer e hijos.

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Albright: Mira, chico, recuerda lo que te dije. No tienes nada de que preocuparte. Todo está bajo
control.
Baker: Bien, pero ya sabes cómo son esas cosas, los de Aduanas…
Albright: Déjame explicártelo, compañero. ¿Qué te piensas que es esa compañía para la que
trabajamos, la «First Aviation»? No es más que una tapadera de la CIA. Ya trabajé para tipos como ésos
en el Sudeste asiático, con la «Air America»; sé cómo funcionan esas cosas. Quieren mantener en el
mayor secreto todo ese asunto de las armas para la contra, ¿me entiendes? Así que procuran tapar todo
ese maldito asunto. Olvídate de los de Aduanas. Esos tipos ya se cuidan de nosotros.
Baker: ¿Puedes fiarte realmente de esa gente? ¿De Nadal y de todos esos tipos? Quiero decir, ¿te
están pagando realmente lo que te han prometido? ¿No te estarán timando?
Albright: Me lo pagan todo. Me traen un montón de dinero a la misma habitación de mi hotel.
Baker: ¿Cuánto te pagan?
Albright: Setenta y cinco mil dólares por viaje. Libre de impuestos.
Baker: ¿No importa cuánto lleves?
Albright: Doscientos kilos como máximo.
Baker: ¿Sabes?, la gente dice por aquí que se paga a quinientos dólares el kilo. Y eso hace cien mil
dólares por dada doscientos kilos.
Albright: Bueno, eso demuestra que tienes algunos amigos espabilados en el negocio. Pero la
cuestión es que no están metidos en un asunto realmente seguro como el nuestro. Han de esconderse de
los agentes de aduanas y de los de la DEA.
Baker: Sí, supongo que eso es verdad. Bueno, hablaré con Nadal. ¿Y qué pasa con ese Tully, el tipo
que siempre se jacta de ser un pez gordo en la CIA?
Albright: Olvídate de Tully. Ese tipo no es más que un fantasma. Es tan idiota que si te meases en su
cara pensaría que está lloviendo.
Baker: Si tú lo dices, será un cretino. Hablaré con Nadal la próxima vez. Creo que también
pertenece a la CIA.
Albright: ¡Oh, coño, sí! Allí hay un montón de gente que trabaja para la Agencia. Con contrato,
como todo el mundo. En su mayoría son cubanos. En sus ratos libres aprovechan para ganarse algunas
perras, como todos nosotros. (Risas).
Baker: Estarán haciendo un montón de pasta.
Albright: ¡Ya lo creo! ¿Sabes lo que te digo?, te darán gato por liebre si eres lo suficientemente
tonto como para tragarte eso de que el dinero va a parar a la causa, de que están comprando fusiles para
matar a los comunistas. Si te crees ese cuento, acabarás creyendo en Papá Noel. Lo que se están
comprando son apartamentos frente al mar, pero ¡qué coño!, eso es problema suyo.
Baker: ¡Eh, escúchame!, ¿qué pasa con la gente del aeropuerto que tenemos aquí? ¿Están acaso
también en el ajo?
Albright: ¡Pues claro! Lo hacen desde hace años. Llegas, abres las puertas, arrojas tus macutos y te
largas.
Baker: ¿Y qué pasa si se te viene encima un temporal cuando vas de vuelta?
Albright: Lo solucionas con tu cabecita. Abres la puerta y lo tiras todo al mar. Importa un carajo que
se pierda. Nuestro pequeño Phil dará por extraviado un cargamento de coca.
Baker: ¡Fabuloso! Watts me dijo que tiene un transporte para mí para finales de la semana que
viene.
Albright: Pues yo he de ir el jueves.
Baker: Perfecto. Escúchame. Habla con Nadal cuando lo veas. Me meteré en eso. Yo hablaré con él
en cuanto llegue.

Grady lanzó un alarido de triunfo al terminar la lectura.


—¡Pero esto es fantástico! —exclamó entusiasmado—. ¡Con esto ya
podemos empezar un proceso! Todo lo que nos dijo Baker se encuentra

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corroborado en esta cinta. Con lo que tenemos aquí ya podemos hacer
comparecer a Baker ante el Gran Jurado. Pero tengo una idea mejor.
—¿Y cuál es, señor genio?
—La idea nos la ha dado el propio Baker en esta cinta. Montaremos una
operación de espionaje contra Nadal. Convenceremos a Baker para que
regrese a Muelle, provisto de un magnetófono. ¡Pescaremos a Nadal y
acabaremos con todo ese maldito asunto!
Ella Jean se puso de pie, se dirigió a la ventana, sin soltar la taza de café,
y contempló a lo lejos los brillantes rascacielos de acero y cristal del distrito
bancario de Miami, que se extendía hacia el sur de la avenida Brickell. «He
ahí la avenida que se construyó con el dinero de la coca», pensó
amargamente. Luego se volvió hacia Kevin.
—Me siento la mar de contenta de estar aquí, Kevin. Alguien ha de
refrenar ese loco entusiasmo irlandés que te caracteriza. No tienes la más
mínima posibilidad, te lo repito: ni la más mínima, de emprender una acción
judicial contra esa gente de Costa Rica, si antes no hemos presentado todo
este material a Richie Cagnia y al agente especial en jefe de Nueva York.
—¿Y por qué coño no?
—Porque no eres el Vengador Solitario. No eres la única persona que
existe en la DEA. Sabemos muy bien lo que pasa con todos esos vuelos a
Costa Rica. Sabemos quién manda allí. No voy a permitir que te arriesgues
antes de que tengas bien cubiertas las espaldas. Puede ser que no te guste,
Kev, pero eso es lo que dicen las ordenanzas sobre lo que tienes que hacer.
—Mira, chica, una cosa es lo que dicen las ordenanzas sobre lo que
tenemos que hacer y otra muy distinta es lo que debemos hacer.
—Quizá tengas razón, Kev, pero esta vez haremos lo que dicen las
ordenanzas. ¿Has olvidado ya lo que me dijiste antes de venir aquí? Me
advertiste que no deberíamos pronunciar las siglas de la CIA a menos que
tuviésemos que hacerlo. Pues bien, ahora es cuando tenemos que hacerlo, hijo
mío, ahora no tenemos más remedio que hacerlo.

NUEVA YORK

El jefe de agentes especiales del Departamento Operativo de Nueva York


recibió a Kevin y a Ella Jean con la exageración propia del senador que da la
bienvenida a uno de los donantes principales durante la campaña para su
reelección.

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—Un gran trabajo —dijo, alzando entre sus manos el informe sobre Baker
—. Un gran trabajo.
Como bien sabía Kevin, aquello no era más que el halago de rigor antes
de pasar a analizar la gravedad de la situación.
—Es evidente que ahora tenemos la obligación —o tengo la obligación—
de poner en conocimiento de todo este asunto al Administrador, antes de que
sigamos adelante.
El «Administrador» era el jefe de la DEA.
—Estoy seguro de que él se sentirá en la obligación de ir a ver al fiscal
general del Estado para exponerle este asunto. A fin de cuentas, lo que
tenemos entre manos no es precisamente una investigación rutinaria. En modo
alguno. Esto traspasa los límites de la rutina. Aquí se trata de un caso de
prevaricación por parte de un empleado, quizá de un funcionario, de otra
institución federal. Y no simplemente de otra institución federal cualquiera.
—Pero, jefe —dijo Kevin—, ésos nos van a estrangular. La CIA nos
parará los pies si hacemos eso.
Sabía que su protesta no le serviría de mucho, pero pensaba que ése era su
deber, de todos modos.
—La CIA no nos va a decir que nos detengamos, Kev. Jamás han hecho
una cosa así.
—Por supuesto que no nos dirán eso. Lo que sí harán es pasar esa
información al otro bando y arruinarnos de ese modo toda la investigación.
El agente especial en jefe exhaló un profundo suspiro. No había alcanzado
ese escalafón en la jerarquía de la DEA sin antes haber desarrollado un olfato
muy fino para todas las sutilezas políticas de su oficio.
—Cualesquiera puedan ser los resultados, Kev, estoy en la obligación de
poner esto en conocimiento del Administrador antes de que demos un solo
paso más.

WASHINGTON

El fiscal general del Estado atendió el informe que le presentó el


Administrador de la DEA con la felicidad propia del hombre al que le dice su
médico que hay una gran probabilidad de que tenga un tumor maligno en la
próstata.
—Le doy las gracias por su información —dijo el procurador general al
Administrador cuando éste terminó de exponerle su relación sobre la
posibilidad de que se estuviese llevando a cabo, en América Central, una

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operación de narcotráfico en la que estarían involucrados algunos empleados
de la CIA—. ¿Cuál será su próximo paso?
—Trataremos de utilizar a un confidente para infiltramos en su
organización costarricense, aprovechándonos de ese tal Nadal.
—Perfectamente. Tenga la amabilidad de mantenerme informado de los
progresos que puedan realizar.

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 16

Para Hinckley era una cuestión de orgullo no mostrar jamás en público


sus emociones. Ni tampoco en su vida privada, por lo que sé. Había algunos
cínicos en Langley que apuntaban la idea de que eso se debía a que Hinckley
no había conocido en su vida otra emoción que no fuera la de la evaluación
fría de su propia conveniencia. Estoy convencido de que todo aquello
formaba parte, en realidad, de sus ansias de dominio: dominio de su propia
persona, de la gente que lo rodeaba y de las operaciones que dirigía.
Digo esto basándome en los recuerdos de aquel día, no hará mucho
tiempo, cuando me llamó para que me presentase en su despacho de la
séptima planta. Su estado interior debía ser el del hombre al que algo le está
corroyendo las entrañas. Por su aspecto exterior, sin embargo, parecía tan frío
como un témpano. Puedo evocar con tal lujo de detalles aquella reunión
porque tuvo lugar inmediatamente después de aquella traumática
conversación telefónica con el agente de la DEA, «Kevin Grady», sobre la
muerte de Juanita.
—Se nos avecina una catástrofe —me dijo Hinckley cuando tomé asiento
—. Me acaba de llamar el amigo que tenemos en el Consejo Nacional de
Seguridad. El fiscal general del Estado le ha alertado de que la DEA está
investigando a una red de traficantes de cocaína que está enclavada en nuestra
organización de suministro de armas a la contra, Y muy en particular, en
Costa Rica. Los de la DEA han solicitado el visto bueno para infiltrarse allí
mediante un confidente.
—¿Y el procurador general les ha dado su autorización?
—Por supuesto que la ha dado. ¿Qué se supone que podía hacer?
¿Decirles: dejadles que sigan violando la ley? Tenemos que ocultar eso como
sea, Jack. Enterrarlo. Si se llegase a saber, aunque tan sólo fuese una mínima

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parte, el escándalo que seguiría acabaría con todo nuestro programa de ayuda
a la contra. No volveríamos a sacarles ni un solo céntimo a los del Congreso.
—La verdad es que no les estamos sacando mucho —apunté—. Por lo
que nos ha dicho Casey, son los saudíes y el sultán de Brunei los que están
financiando nuestra guerra.
Hinckley me fulminó con la mirada de acritud que reservaba para
aquellos que interrumpían el curso de sus pensamientos con observaciones
que no venían al caso.
—Sabes perfectamente a dónde quiero ir a parar, Jack. Esa guerra que
estamos dirigiendo ya es de por sí harto impopular. Si permitimos un
escándalo, la bomba nos explotará en las manos. La opinión pública pegará
tales gritos que la Casa Blanca se verá obligada a suspender la guerra. Ni
siquiera el propio Ronald Reagan podrá impedirlo. No tendremos más
remedio que dejar que se pudran nuestros contras al igual que tuvimos que
dejar en la estacada a todos aquellos pobres vietnamitas que fueron lo
suficientemente idiotas como para pensar que no les abandonaríamos. Ya he
hecho eso una vez en mi vida. No pienso hacerlo por segunda vez.
—Y bien, ¿qué piensas que podemos hacer?
—El único nombre de que dispone realmente la DEA es el de Felipe
Nadal.
Cuando me dijo eso, vi a Nadal frente a mí en Honduras, diciéndome que
era inocente y jurándomelo por la santa memoria de su difunta esposa.
—Hemos de lograr —prosiguió Hinckley— que la DEA jamás reúna el
material necesario para abrir un sumario.
—Lo que tenemos que hacer entonces es sacar de allí a Nadal y a algunos
otros. Inmediatamente —sugerí.
Aún me remordía la conciencia por lo que había hecho a instancias de
Hinckley al revelar a Noriega el nombre de aquel confidente. No sabía lo que
podría haberle ocurrido, ni tampoco quería saberlo. Pero quería inducir a
Hinckley a que tomase la decisión menos violenta posible para resolver esa
crisis.
—Tienes toda la razón. Partirás inmediatamente para Howard y los
sacarás de allí. A Nadal. Al Enano. A todo el grupo. Trasládalos
temporalmente a nuestra base de Puerto Rico. Envíalos a la playa a que tomen
el sol, donde la DEA no pueda encontrarlos durante los próximos seis meses.
—¿Con la paga completa?
—Por supuesto, paga completa. ¿Cómo demonios sino les vamos a
mantener callados? Cuando todo se haya calmado, los cesaremos y los

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borraremos de nuestra plantilla. Pero, de momento, asegúrate de que la DEA
no les pone la mano encima.
—Han de contar con algunas pruebas para poder proseguir su
investigación en el extranjero.
—Se han conseguido un piloto. Que les aproveche. Un solo individuo no
resulta peligroso. Si ese tipo afirma que nosotros estamos implicados, nos
limitaremos a ser mudos como una tumba. Insinuaremos que pretende
involucramos para lograr una reducción de su condena. Y le haremos saber
que no se saldrá con la suya.
La misión que me asignaron fue exactamente la que deseaba realizar
durante las últimas veinticuatro horas. Tenía que quitar de en medio a Nadal y
compañía y luego ir a Panamá a confrontar a Noriega con la acusación de
Kevin Grady de que su gente había asesinado a Juanita.

CIUDAD DE PANAMÁ

«Quizás haya sido la mujer más hermosa de todo Panamá —pensó


Noriega—. Resulta irónico que lo último que vio con sus ojos en esta tierra
fue el rostro de este hombre, el más feo del país». Pedro de la Rica estaba
sentado junto a él en el gran sillón de cuero que Noriega había dispuesto junto
a su escritorio en su despacho de «La Playita». De la Rica era como un fiel
criado o como el niño obediente del siglo pasado: jamás hablaba si no le
preguntaban. Permanecía retrepado en su asiento, con un vaso de whisky entre
sus fuertes manazas de asesino y la eterna sonrisa sarcástica en su rostro
producida por su cicatriz, cual hombre taciturno y amenazante que esperase
las órdenes del amo para perpetrar algún acto de violencia.
Noriega le despreciaba. Pero era un hombre eficaz y discreto, dos
cualidades que el panameño tenía en alta estima entre la gente que lo rodeaba.
—¿Cómo la mataron? —preguntó—. ¿Cómo hicieron para no dejar
rastro?
—Fue muy simple. Es un procedimiento que utiliza la Mafia en los
Estados Unidos. Se hace con una larga aguja de acero. —De la Rica pasó la
mirada por el aposento en busca de algún objeto que pudiese ayudarle para
explicar a Noriega cuál era el tipo de instrumento en el que estaba pensando,
pero no encontró ninguno—. En Nueva York se utiliza una piqueta. Mi gente
usa una aguja larga, como las de hacer calceta. La introduces en el oído y
luego aprietas con fuerza para que penetre ocho o diez centímetros en el
cerebro. Eso es todo.

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—¿No deja señales?
—Tan sólo algo de sangre en la oreja. Pero nada que puedas encontrar, a
menos de que hagas la autopsia y examines el cerebro.
De la Rica se encogió de hombros. Nadie había pedido en ese caso que se
practicase la autopsia.
La explicación disgustó a Noriega. ¿Por qué habría hecho esa pregunta a
ese perro de presa que tenía a su servicio? Se suponía que él debía estar por
encima de tales cosas.
—¿No me dijiste que querías hablarme de un problema?
—De Lind, del hombre de la CIA.
¿Lind? Noriega pegó un respingo al escuchar ese nombre. Era de vital
importancia para él que precisamente Lind se tragase la historia de que
Juanita había estado en ese motel y había consumido cocaína y nitrato de
amonio. Eran drogas que ella solía utilizar. Esa información había sido
obtenida por su Policía secreta y había ido a parar al expediente de la joven. Y
si había hecho eso con otros amantes, también lo habría probado seguramente
con Lind. A fin de cuentas, había sido esa hipótesis la que habían barajado
cuando decidieron dejar el cadáver en el pulsador y rodearlo de pruebas de
que había estado consumiendo drogas.
—¿Qué problema tienes con Lind?
—Lo está poniendo todo patas arriba en Costa Rica. Según me han
informado, los de la DEA se han olido nuestra operación. Lind está ahora en
Muelle, sacando de allí a todo aquél de quien la CIA sospecha que puede estar
involucrado, para que la Agencia no vaya a verse comprometida. A Nadal. A
René. Casi toda la gente con la que trabajamos o ha desaparecido o está a
punto de desaparecer.
¿Por qué no le habría mencionado eso Lind? ¿Por qué no le habría
informado alguien de la base de la CIA? ¿Se debía acaso a que sospechaban
que él podía estar involucrado? ¿Cabía la posibilidad de que la CIA tuviese
alguna relación con los intentos para conseguir la documentación de
Spadafora? Todo eso parecía muy poco probable. Por otra parte, ¿por qué le
habían alertado con lo de aquel confidente de la DEA? Rememoró algunos
detalles de la conversación grabada que le habían facilitado los de su centro
de escucha electrónica y recordó que Spadafora había dicho a Juanita que
debía entregar esos documentos a un agente de la DEA llamado Kevin Grady.
No se mencionaba a Lind, ni se hablaba de la CIA. Llegó a la conclusión de
que aquello no le concernía y decidió hacer lo que fuese necesario para que
las cosas siguiesen del mismo modo.

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—Vamos a clausurar esa operación. Inmediatamente. Completamente.
Antes de que los gringos se nos echen encima. A partir de ahora, todo se hará
a través de la «Inair». Eso es mucho más seguro para nosotros. Por ahí iremos
mucho más lejos.
La «Inair» era la compañía aérea de transporte que pertenecía a Ricardo
Bilonik y a Pablo Escobar. Era el principal conducto por el que se movía la
cocaína desde Colombia hasta los Estados Unidos, pasando por Panamá.
Noriega sacaba una buena tajada por cada kilogramo en tránsito;
fundamentalmente, por no hacer nada más que permitir un tráfico fluido. Ésa
era la fuente real del dinero que ganaba con la droga.
—¿Les tienes miedo a los gringos?
—Por supuesto que no les tengo miedo. Soy demasiado importante para
ellos. Ahora sé demasiadas cosas —contestó Noriega, entrelazando los dedos
como si estuviese apretando entre sus palmas una pelota de goma—. Los
tengo cogidos por los cojones.
Noriega se retrepó en su asiento, satisfecho de la decisión que acababa de
tomar. Estaba seguro de que era la correcta. ¿Para qué iba a arriesgarse a
perder todo lo que tenía en una operación secundaria? Las cosas le iban muy
bien. Había logrado aplacar la tormenta de airadas protestas que siguió a su
fraude electoral. Su poder en Panamá era absoluto. Barletta, su nuevo
presidente, andaba tan preocupado con los asuntos económicos, que jamás
alzaba la vista de sus papeles para ver lo que estaba pasando realmente en el
país.
Y lo que era más satisfactorio de todo: se había convertido en un
personaje respetable a nivel mundial. Su nuevo amigo Bill Casey acababa de
invitarlo para que realizase una visita oficial a Washington. Había celebrado
una reunión secreta en la base aérea de Howard para discutir el proyecto sobre
la contra con el mismísimo vicepresidente George Bush.
El nuevo Gobierno francés se había puesto a hacerle la corte. Noriega
había entregado una importante contribución financiera a la campaña electoral
de los franceses. Éstos ya le estaban pidiendo que les facilitase la
documentación necesaria para poder mantener en secreto los envíos de armas
a Iraq. Le gustaba Francia. Ya se había comprado un apartamento en París. Se
estaba buscando un castillo en el sur de Francia. Llegaría el día en que daría
con la forma de lograr que los franceses le galardonasen con la Legión de
Honor. Y de ese modo, el pobre huérfano de los barrios bajos de Terraplén,
tendría las puertas abiertas de la alta sociedad parisina.

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También los japoneses se mostraban muy serviciales. Necesitaban su
canal más que cualquier otra nación. Sus hombres de negocios hacían las
cosas de la manera que a él le gustaba, por mediación de compañías dirigidas
por amigos suyos y en las que él mismo era un discreto socio. Estaba
interesado en convertirse al budismo. Y el Japón era un gran centro budista.
Era de suma importancia para él ser ya un hombre respetable cuando fuese de
visita a ese país.
Desde el punto de vista financiero, su situación estaba asegurada. Tenía
cuentas muy jugosas en las filiales del «BCCI», en Miami, Londres, París,
Luxemburgo y las islas Caimán. No era ése el momento de correr riesgos.
Había alcanzado la posición que había ambicionado toda su vida y nada había
en el mundo que pudiese disputársela. Nada.
—Acaba con todo eso sin dejar rastro —advirtió a Pedro de la Rica—. No
quiero que haya la más mínima filtración.
Acompañó hasta la puerta a su perro de presa. Pedro de la Rica lo siguió
manteniendo una rigurosa distancia de dos pasos, como un buen criado
servicial.
—Spadafora —susurró Noriega—. Algún día también tendremos que
ocuparnos de eso.
Siguió con la vista la figura achaparrada de Pedro de la Rica cuando éste
se encaminaba hacia su automóvil y luego regresó a su despacho. Se sirvió un
vaso de «Old Parr», se sentó frente a su televisor y se quedó pensando en si lo
encendería o no para ver el informativo, que a lo mejor le daba noticias sobre
las actuaciones de las fuerzas estadounidenses en las bases de la Zona del
Canal.
Se puso a pensar en Lind. Si el estadounidense llegaba a descubrir lo que
había sucedido realmente a su amante, el hombre podría convertirse en un
problema, en un problema auténtico. La única forma de evitar los problemas
era enfrentarse a ellos antes de que estallasen. ¿Qué podría hacer para
protegerse de Lind?
Había una vieja idea que se le había ocurrido junto con algunos amigos en
una de las francachelas nocturnas que celebraban en la casa del difunto Ornar
Torrijos, que se había convertido prácticamente en su casino y centro de
reunión. Consistía en ponerse de acuerdo con algún camionero, arreglarle un
poco los frenos de su destartalado camión y pedirle que lanzase su pesado
vehículo contra el automóvil del gringo del que uno deseaba desembarazarse.
Luego se condenaba al camionero a cinco años de cárcel por homicidio sin
premeditación, se esperaba un poco hasta que los gringos se hubiesen

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olvidado del asunto y se le ponía en libertad junto con la merecida
recompensa.
Pero en aquella situación, tal procedimiento resultaba demasiado brusco.
Lo ideal sería encontrar algún medio para lograr que los gringos le hiciesen el
trabajo. ¿Pondría en conocimiento de sus superiores que él había intercedido
por Juanita para lograr su libertad? ¿Diría a su nuevo amigo Casey que
deseaba tener a otro agente de enlace?
Y entonces se le ocurrió, en una especie de arrebato místico, como
siempre le ocurría cuando tenía una buena idea. Era perfecta. Consultó su
agenda y encontró la fecha que estaba buscando. Luego se dirigió a la
habitación en la que almacenaba las cintas de todas las grabaciones y
filmaciones de sus orgías de fin de semana. Poseía películas de todo un
batallón de oficiales del Ejército de los Estados Unidos.
Se puso a buscar entre las cintas grabadas hasta que encontró la fecha de
marras. Le temblaban las manos por la excitación. Introdujo la cinta en su
magnetófono y se puso a escucharla. Era la que buscaba. La idea era perfecta.
Grabó en un microcasete los pasajes que le interesaban, y volvió a su
despacho. Sentado a su escritorio, metió la cinta en un sobre, escribió una
notita con las instrucciones que debían acompañar a la cinta y mandó llamar a
su chófer.
—Lleva esto al Ministerio de Asuntos Exteriores —le ordenó—. Quiero
que lo metan en la valija diplomática y lo entreguen mañana por la mañana en
nuestro Consulado de Nueva York.

NUEVA YORK

La espera era lo peor en la vida de un agente de la DEA: tener que esperar


a un confidente o a un agente secreto para establecer contacto; tener que
pasarse horas enteras esperando que llegase una persona, esperando una señal,
el gesto que indicaba que iba a ocurrir algo. Vestir la cazadora azul, aporrear
una puerta y dar el alto a gritos, tal como ocurría en las películas, era en
realidad lo más fácil. Y era también, desde luego, lo más divertido.
Kevin Grady se dedicaba ahora a esperar. Llevaba sentado ante el
escritorio de su despacho desde las cuatro de la madrugada, contemplando
desde la ventana las aguas del río Hudson y las luces de la turbulenta ciudad,
esperando a que sonase el maldito teléfono. Ella Jean también había venido a
compartir con él la vigilia y se dedicaba a destruir sus intestinos bebiendo
incontables tazas de café.

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De algo estaban seguros. Su confidente, Shep Baker, no regresaría con un
cargamento de cocaína. No les había enviado por radio la señal en clave con
la que tenía que haberles informado en el preciso instante en que subiese a
bordo del avión que transportaba la droga.
El teléfono sonó finalmente pasadas las nueve de la mañana. Grady lo
descolgó con tal precipitación, que casi tira el aparato al suelo.
—¿Shep? ¿Estás bien? ¿Cómo te ha ido?
—Miserablemente —replicó una voz débil y exhausta.
—¿Qué quieres decir con eso de miserablemente?
—Nadal ha desaparecido. Han cambiado completamente al personal. Si
haces referencia a la coca ante cualquiera de ellos, se ponen enfermos. Al
parecer, llegó aquí un tipo de la CIA y expurgó el lugar. Lo único que te dicen
es que el negocio se ha terminado, que ya no hay nada que hacer.
Kevin se hundió en su asiento; estaba demacrado, y en su rostro se reflejó
una desesperación tan profunda que Ella Jean se precipitó hacia él, le quitó el
teléfono de las manos, le dio un golpecito en el cuello y dijo:
—Shep, soy Ella Jean. De todos modos, has hecho un gran trabajo.
Muchas gracias. Estaremos en contacto.
Colgó el teléfono y se puso a dar un masaje en el cuello a Kevin.
—Las cosas tenían que acabar así, Kev. Tenías razón en lo que dijiste el
otro día. Es así como actúan esos tipos. Enfócalo de otra forma: quizá no
hayamos podido detener a nadie, pero, al menos, les hemos parado los pies.
Grady seguía hundido en su asiento, abatido y desconsolado. Fue en esos
momentos cuando la recepcionista entró en el despacho.
—Señor Grady, esto es para usted —dijo, entregándole un sobre.
—¿Qué mierda es eso? —bramó Grady.
La brusquedad era tan poco común en Grady, que la pobre mujer casi se
desmaya del susto.
—No lo sé —balbuceó—. Lo acaba de traer un mensajero en moto.
Grady contempló el sobre. No habían puesto el remitente, nada más que
su nombre y «Central Neoyorquina de la DEA».
Abrió el sobre y dejó caer su contenido sobre el escritorio. Era un
microcasete de unos cuatro centímetros de largo.
—¿Qué demonios se supone que es esto? —preguntó a Ella Jean—.
Bajemos a Servicios Técnicos a ver si tienen algún aparato para escuchar esto.
En la cinta había grabada una conversación entre dos hombres; en
español, lengua que no conocían ni Ella Jean ni Grady.

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—De todos modos —dijo Grady—, es mejor que la escuchemos entera;
quizás hablen después en inglés.
Se pusieron a escuchar la grabación. Una de las voces resultó a Grady
vagamente familiar; pero ¿cómo podía resultarle familiar si él no hablaba
español?
Y de repente él y Ella Jean se miraron al unísono sobresaltados.
—Rebobínalo y ponlo de nuevo —ordenó Grady al técnico—. Vamos a
cercioramos de que hemos escuchado lo que creímos escuchar.
Esta vez los sonidos eran inconfundibles: «Raymond Marcello», dijo uno
de los dos hombres, y luego, diez segundos después, decía «Ramón». Fue en
ese instante cuando Kevin creyó reconocer la voz del otro interlocutor.
—¡Pero si es Jack Lind, el tipo de la CIA! —gritó—. Nos tienen que
traducir esto inmediatamente.
Los dos salieron corriendo hacia la oficina de traducciones españolas con
su microcasete.
—Escúcheme —insistió Kevin a la corpulenta mujer que hacía guardia
ante la puerta como una rígida jefa de enfermeras en un hospital desbordado
por el trabajo—. Necesito con urgencia una traducción de esta cinta. La
traducción definitiva y mecanografiada bien puede esperar. Lo que necesito
simplemente es hacerme una idea aproximada de lo que se dice aquí, lo más
rápidamente posible.
La matrona levantó de mala gana sus noventa kilogramos de peso, se puso
en pie y pasó la mirada por su atareada camada de traductores.
—Gloria —dijo—, ayuda a esta gente, por favor.
La mujer señaló a Kevin y a Ella Jean la mesa donde estaba la joven
traductora.
—Prisas —se lamentó—, siempre andamos con prisas.
—Están hablando de unas elecciones —dijo Gloria cuando empezó a girar
la cinta—. Quizás en Panamá. Sí, en Panamá. La grabación está hecha en
Panamá, quizás hace un mes.
—¿Se mencionan nombres? —preguntó Kevin.
Gloria se quedó escuchando durante algún rato, luego detuvo la
grabación.
—Hay un hombre que llama a otro general.
Puso de nuevo en funcionamiento el magnetófono y escuchó en silencio.
—¡Eh! —dijo de repente—, esto es para ustedes. Están hablando de
drogas.
La joven rebobinó la cinta y la puso desde el principio.

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—Les haré una traducción rápida, ¿vale?
»El primero en hablar dice: La DEA sospecha que tú estás involucrado en
el tráfico de drogas. Tienen un confidente, un tipo muy próximo al cartel de
Medellín, quien afirma que te dan dinero por permitirles pasar su mercancía
por Panamá, desde donde la envían a los Estados Unidos.
»Y ahora habla el general. ¡Esperen!, éste llama al otro «Jack». Dice: ¿No
sospecharás realmente que estoy metido en algo como eso, Jack?
»Y ahora habla Jack. Dice: Espero que no tengas nada que ver, Tony…
Le llama «Tony», … porque de ser cierto, llegará el día en que ya no
podamos ayudarte, por mucho que lo queramos.
»De nuevo Jack: ¡Ah!, por cierto, el confidente se llama Marcello.
Raymond Marcello. Lo llaman Ramón.
Kevin se levantó de un salto de la silla.
—¡Gracias, Gloria, es magnífico! Es cuanto necesitábamos. Luego se
volvió hacia Ella Jean y la abrazó efusivamente.
—¡Lo hemos logrado, nena! —exclamó, alzando la mirada al cielo y
añadiendo—: ¡Esta vez no se nos va a escapar, Ramón, te lo juro!
—¿Qué vamos a hacer ahora, Kev?
—Vas a coger el avión y te vas a ir inmediatamente con esto al
Departamento de Servicios Especiales de Maryland para que alguno de sus
especialistas en el análisis de voces nos ratifique que uno de los dos
personajes que aparece en la cinta es Lind. Y entonces les habremos ganado
la partida.
—Pero, Kev, para hacer eso necesitamos una segunda grabación
independiente de su voz.
—Tenemos una.
—¿La tenemos?
—En mi escritorio. Ese hijo de perra me llamó la semana pasada a Miami
a uno de esos teléfonos que graban automáticamente todas las llamadas del
exterior. Y comoquiera que aquella llamada no incumbía a la DEA, me quedé
con la cinta. ¡Y la guardé, gracias a Dios!

Identificar y analizar las voces en el curso de una investigación criminal


es algo similar en muchos aspectos a analizar e identificar las huellas
dactilares. Las dos cintas con la voz de Lind que Ella Jean llevó al
Departamento de Servicios Especiales de la DEA, situado justo a la salida de
la carretera de circunvalación de Maryland, fueron introducidas por separado
en un sistema de filtración electrónica digitalizada que separaba los sonidos

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producidos por la voz del hablante en cada una de las cintas, desglosándolos
en sus partes integrantes, como el timbre, la resonancia y ese tono gutural
único que se produce en la laringe de todo hablante.
Luego, bajo la mirada atenta de Ella Jean, el experto de la DEA en huellas
fonéticas, un hombre de bata blanca, proyectó el desglose digital intensificado
de esos sonidos básicos característicos en la pantalla dividida en dos de un
ordenador, lo que le permitía compararlos uno frente al otro, en su búsqueda
de coincidencias perfectas.
En lo que respecta a las huellas dactilares, en la mayoría de las causas
criminales estatales y federales se requiere la coincidencia de al menos trece
deltas, los rasgos dactiloscópicos típicos de toda huella dactilar, para poder
establecer legalmente que un conjunto de huellas encontrado en un arma, por
ejemplo, coincide con las del presunto asesino.
Pero en lo que atañe al análisis de las huellas fonéticas no existe un
número legalmente definido de coincidencias para poder identificar
jurídicamente una voz. El especialista encargado del análisis ha de estar
seguro de su propia identificación, seguro de las pruebas que aporta, lo
suficiente como para estar dispuesto a presentarse ante un tribunal de justicia
y defender la rigurosidad de su análisis a la hora de identificar la voz del
sospechoso.
De ahí que los especialistas en registros fonéticos, independientemente de
que trabajen para la DEA, el FBI o los departamentos de Policía, suelan ser
gente de gran independencia de criterio, pues en cada una de sus
identificaciones se pone en tela de juicio tanto su reputación como su
credibilidad. No suelen ver con buenos ojos el exceso de celo en los policías y
en los fiscales.
Sabiendo esto, Ella Jean permanecía sentada en silencio, mientras que el
especialista de la DEA proseguía su labor, pasando imagen tras imagen en la
pantalla de su ordenador y estudiándolas con la intensidad del biólogo que
examina un microbio bajo su microscopio.
Finalmente, tras hora y media de intenso esfuerzo, el hombre se incorporó
en su asiento, se restregó sus cansados ojos y golpeó con el lápiz causados su
libreta de apuntes.
—No cabe duda alguna —dijo—; aquí tiene una coincidencia. Lo más
perfecta posible.
—¿Aun cuando hable español en una cinta e inglés en la otra?
—Son los sonidos lo que cuenta, señorita, y no lo que significan.

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NUEVA YORK

Una hora después, Ella Jean poseía una declaración oficial jurada del
Departamento de Servicios Especiales, firmada, testificada y sellada, en la
que se atestiguaba el hecho de que la voz identificada en una de las cintas
como la del señor Lind y la voz que pertenecía en la otra cinta a un hombre
llamado «Jack» eran, de hecho, la voz de una y la misma persona.
Se dirigió a toda prisa al aeropuerto Nacional y cogió el avión de la una
para regresar a La Guardia. A las tres se encontraba frente a Kevin.
—¡Coinciden! —dijo, entregando a Grady la declaración jurada.
Grady la estudió. Al leerla no le asaltó ningún sentimiento de triunfo o de
exaltación. Fue más bien una sensación de hondo alivio, como si le hubiesen
quitado de los hombros una pesada carga. Vio a Ramón en el malecón de
Aruba pensando en suicidarse, y lo vio luego yéndose solo a arriesgar su vida
en el cuartel general del cartel de Medellín. Y vio la desconsolada mujer a
quien tuvo que devolver el anillo de casado de Ramón. «Lo apresaremos, lo
haremos por ti —pensó Kevin—. Es todo cuanto podíamos hacer. Pero lo
hemos hecho».
Grady alzó la vista y se quedó contemplando a Ella Jean.
—Voy a concertar una cita para los dos para mañana por la mañana en el
despacho del fiscal del Distrito Sur. Supongo que también tendremos que
informar a Richie y al jefe de agentes especiales de lo que vamos a hacer.

El jefe de agentes especiales los recibió media hora después. Asintiendo


solemnemente, leyó de cabo a rabo el expediente que le habían presentado
Kevin y Ella Jean. Finalmente lo echó a un lado.
—Esta vez no hay duda alguna, Kev. Lo que hizo Lind es un acto claro de
incitación al crimen. Con las pruebas que tenéis aquí, cualquier juez federal
estará dispuesto a dictar orden de arresto contra él. ¿Cuándo os vais a
presentar en el despacho del fiscal para abrir el proceso?
—Mañana por la mañana.
—Bien. Adelante. Tendré que informar de lo que vamos a hacer al
Departamento de Justicia, por cuestión de cortesía, pero el proceso seguirá su
curso.

A las nueve y media de la mañana siguiente, en el despacho del fiscal


auxiliar Eddie Rhodes, situado en el edificio del Ministerio Fiscal de los
Estados Unidos, frente al edificio del Tribunal Federal de Justicia, en la plaza

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Foley, Kevin Grady y Ella Jean Ransom se pusieron a rellenar su solicitud
para que fuese cursada una orden de arresto contra John Featherly Lind IV,
que ejercía el cargo de agente de la Central Intelligence Agency, Langley,
Virginia, y con residencia en el 3051 de Baxter Lane, Fairfax, Virginia, y en
The High Cliff, Half Pone Point, Maryland, acusado de conspiración tendente
a obstruir la prosecución de una investigación federal.

LAS CINTAS DE LIND


Extracto n.º 17

Estaba a punto de embarcarme en el aeropuerto de San Juan de Puerto


Rico en un avión que me llevaría a Panamá, con escala en Miami, cuando
Dick Mills, el jefe de nuestra base puertorriqueña, me dio alcance en el
edificio de la terminal. Me entregó un nuevo billete de avión.
—Ahora tienes un viaje de Miami a Washington, en vez de a Panamá.
Acabamos de recibir un cable urgente de Langley. Quieren que regreses
inmediatamente. Podría pensarse que no pueden vivir sin ti. ¿No es
maravilloso que le quieran a uno tanto?
Recuerdo demasiado bien aquellas palabras. Qué irónicas resultarían a la
luz de los acontecimientos que se sucedieron en las veinticuatro horas
siguientes.
Como de costumbre, fui temprano a la oficina a la mañana siguiente.
Había puesto mis pies y mi taza de café sobre el escritorio y tenía sobre mi
regazo el New York Times y el Washington Post cuando me llamó Hinckley.
—Jack —me dijo en un tono de voz de inusual solemnidad—, ¿querrías
subir inmediatamente, por favor? Tráete el café. Lo vas a necesitar.
Cuando entré en su despacho tuve la impresión de que me miraba tan
compasivamente como el sacerdote que imparte la extremaunción. Me
condujo a un sillón con tal delicadeza, que llegué a pensar por unos
momentos que hasta me iba a ofrecer un cigarrillo. Pero no lo hizo.
—Jack —me dijo—, tengo noticias terribles. Noticias francamente
terribles.
Como quiera que acababa de dejar en casa a mi mujer y a mis hijos,
estaba claro que esas noticias no se referían a mi familia, por lo que tendrían
que estar relacionadas con mi profesión.
—¿De qué se trata?

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—Un juez federal del Distrito Sur de Nueva York está a punto de dictar
orden de detención contra ti.
—¿Detenerme a mí? —exclamé—. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué?
—Por dos cargos criminales: por dar a conocer, sin haber sido autorizado
a ello, secretos de gran importancia de una investigación federal y por haber
conspirado para entorpecer la prosecución de dicha investigación federal. Por
cada una de esas dos acusaciones, Jack, te pueden caer veinte años de cárcel.
Asombro. Desconcierto. Incredulidad. Cualquier expresión que a uno se
le antoje. Todas hubiesen sido adecuadas para calificar la reacción que tuve
en esos momentos. No podía comprender simplemente de qué estaba
hablando Hinckley.
—¡Estarás bromeando!
—Ojalá lo estuviera.
—¿Y cuáles son las razones posibles, Ted?
—Que revelaste a Noriega el hecho de que estaba siendo investigado por
la DEA por tráfico de drogas y le diste el nombre del confidente que tenían a
su servicio. A raíz de eso, por cierto, el hombre fue asesinado.
Sentí un vértigo terrible, como si estuviese cayendo desde la cabina de un
teleférico a cuatro mil metros de altura.
—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo pudo enterarse alguien de eso?
—Disponen de una cinta en la que tienen grabada tu conversación con
Noriega.
Sentí que las náuseas me subían desde los intestinos y tuve miedo de que
realmente fuese a vomitar. ¿Cómo habría podido conseguir la DEA esa cinta?
Gracias a Noriega, desde luego. ¿Quién si no podía haber sido?
—Ted, tú me diste la orden oficial de suministrar esa información a
Noriega.
—Quizá te la diese, Jack, pero nadie tiene una cinta grabada en la que se
me escuche dándote esa orden. La NSA no puede intervenir las
comunicaciones que se realizan a través de los canales de seguridad.
La típica mirada suave e inexpresiva de Hinckley, la que le había hecho
recibir el apodo de Caballero pálido, apareció de nuevo en su rostro
congelando sus facciones en una máscara de hielo.
Entendí en seguida. No le importaba dejar que me pudriese en la cárcel.
Me parecía estar escuchando ya su declaración ante un tribunal de justicia o
ante una junta de investigaciones:
—Por supuesto que jamás di a Lind una orden de tal tipo. Pasó esa
información a Noriega por cuenta propia. Probablemente, debido a las

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relaciones que se habían desarrollado entre ellos. Siempre se crea un vínculo
muy especial entre un agente y el funcionario de la Agencia que lo controla.
«¡Hijo de la grandísima puta! —pensé—, si tuvieses conciencia, te tendría
que estar remordiendo ahora».
Pero no le remordía la conciencia. No creo que Hinckley viniese al
mundo provisto de ese mecanismo especial de la maquinaria humana. No era
una pieza que pudiese estropeársele.
—He expuesto el caso al director —me explicó—. En vista de tus largos
años de valiosos servicios para la Agencia, quiere hacer todo lo que esté a su
alcance por ayudarte. Vuelve a tu despacho y redacta inmediatamente tu
dimisión. Él la aceptará y te garantizará a ti y a tu familia que recibiréis tu
paga completa de retiro y todos los beneficios que te correspondan. Haremos
también todo lo que podamos para ayudarte a sufragar tus gastos judiciales.
—En otras palabras, se supone que he de aceptar todo sin rechistar y
correr el riesgo de pasarme el resto de mi vida en una penitenciaría federal, en
una penitenciaría de la nación cuyos intereses tú me dijiste que estaba
defendiendo cuando pasé esa información a Noriega.
—Mira, Jack, tú sabes tan bien como yo que el director puede acabar con
la carrera de cualquier funcionario con sólo hacer así —replicó Hinckley,
chasqueando los dedos para indicar lo que pensaba—. No tiene por qué dar
ninguna explicación a nadie. A ti tampoco. Ni a la Administración. Ni al
Congreso. Ni siquiera al Presidente. ¿Es eso lo que quieres? ¿Qué te ponga de
patitas en la calle, habiéndote despojado antes de tus condecoraciones y
haciéndote marchar hasta la puerta acompañado por guardias armados?
Estamos tratando de ofrecerte una salida honorable, Jack.
—¡No me hables de honor! Si supieses lo que significa esa palabra,
Hinckley, te comportarías como un funcionario honorable y admitirías
haberme dado esa orden. Reconocerías que tú y Casey y yo y toda una
pandilla de personas en este edificio hemos estado violando las leyes de este
país, a sabiendas, deliberada y sistemáticamente, y hemos desafiado la
voluntad expresa del Congreso durante los últimos dos años y medio. Eso es
lo que te dictaría el honor en este caso. Si tuvieses el menor atisbo de
decencia, eso es lo que tendrías que hacer.
—Escúchame, Lind, no vamos a permitir que esos cerdos de la DEA se
presenten ante nuestra puerta con una batería de cámaras de televisión,
esperando a que salgas, para que puedan darse el placer de ejecutar una orden
de arresto contra un agente de la CIA. No vamos a permitir que hagas caer la

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desgracia sobre la Agencia. ¿No sabes acaso lo que hace un samuray? Se
hunde la espada en el vientre. ¡Pórtate como un buen samuray, Jack!
—Que haga de chivo expiatorio para ti, eso es lo que quieres. Que cargue
con tus culpas y con las de Casey y con las de todos aquellos que en esta casa
han estado violando la ley, debido a que habían recibido por mandato divino
la misión de detener a los sandinistas, costase lo que costara.
—Mira, Jack —replicó Hinckley—, trata de contemplar todo esto en sus
justas proporciones. Tenemos una misión que cumplir. Y vamos a cumplirla.
No vamos a permitir que ninguna persona individual, ni siquiera un agente tan
valioso como tú, se interponga en nuestro camino.
Tenía ganas de gritar. ¡Dios mío!, nadie podrá saber jamás cuántos
crímenes hemos justificado durante los últimos cuarenta años, dándonos la
absolución al invocar la enorme trascendencia de nuestra organización.
Hinckley se puso de pie y echó una ojeada a su reloj de pulsera.
—Tienes cinco minutos para decidir lo que va a ocurrir, Jack.
O bien bajas a tu despacho y escribes una carta, presentando tu dimisión
al director, o éste te cesará y serás conducido hasta la puerta del edificio,
escoltado por guardias armados.
No había nada que elegir.
Dimití de mi cargo porque consideré que debía a mi mujer y a mis hijos el
derecho a disfrutar de los beneficios de mi jubilación. Faltaban pocos minutos
para el mediodía cuando me salí de allí, caído en desgracia ante la Agencia a
la que había servido durante tantos años y, en mi opinión, con tanta eficacia.
La avenida central del George Washington Memorial era como una
llamarada de oro y fuego carmesí. Estaba sumido en la desesperación
mientras la capital que tanto amaba estaba iluminada por los esplendores de la
estación más encantadora del año.
Me dirigía de vuelta a mi hogar cuando cambié de opinión y decidí
marcharme a Half Pone Point. No podía enfrentarme a mi mujer y a mis hijos
en esos momentos en los que la ignominia se había abatido sobre mí.
Y fue así como empecé, a mi llegada, a grabar estas cintas, para ofrecer a
mi familia y a mí mismo un resumen de mi vida y de mis actos. No lo he
pensado como una justificación agustiniana pro sua vita. El fiel de la balanza
no se inclinaría a mi favor. Pesa sobre mi conciencia la sangre del confidente
asesinado de la DEA; al igual que pesa sobre ella la sangre de la mujer a la
que amé apasionadamente. A él lo maté con mis palabras; a la muerte de ella
contribuí con mi silencio, al negarme a escuchar su exposición de lo que era

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justo, o al ser incapaz de escuchar sus palabras debido a que estaba
ensordecido por el estruendo de mi lógica profesional.
¿Cómo pudo suceder aquello? ¿Cómo pude engañarme, aceptando
acciones de las que sabía que eran tremendamente injustas?
Parte de la respuesta a estas preguntas ha de encontrarse en la naturaleza
misma de esa organización a la que presté mis servicios.
Hinckley estaba en lo cierto cuando decía que en los fueros de la CIA
quedaba implícita una suerte de dispensa especial que nos eximía de acatar las
leyes, bien fuesen las de la nación o las de Dios, si es que existe tal cosa,
cuando sentíamos que teníamos que hacerlo para defender los intereses de la
seguridad nacional. La conveniencia se convirtió en nuestra religión al tratar
de alcanzar ese objetivo. Y sin embargo, ¿acaso nuestra nación se había visto
siempre tan amenazada que su supervivencia tenía que depender de que
hiciésemos lo que era conveniente en vez de lo que era justo?
Los que hemos alcanzado un cierto nivel en la CIA tendemos a vemos
como los mandarines de los Estados Unidos. Estamos convencidos de que
conocemos mejor que cualquiera tanto los intereses de los gobernantes a los
que servimos como los del pueblo cuyos destinos guiamos.
¿Los conocemos?

(Sonidos de un timbre).
(Sonidos de pisadas alejándose).
(Sonidos de pisadas acercándose).
(Sonidos de una gaveta al abrirse).
(Sonidos de un disparo).

FIN DE LA CINTA

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… ALGÚN TIEMPO DESPUÉS

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Manuel Antonio Noriega era un fervoroso creyente de la santería, ese
culto haitiano-brasileño que combina elementos del vudismo y del animismo
en un rito peculiar y propio. Noriega mandaba regularmente sus uniformes a
Cuba, donde un profesional de la santería —a quien su guardaespaldas aludía
cínicamente como el «curandero»— realizaba sobre ellos una serie de rituales
pensados para librar al general de todo mal.
La mañana del martes 19 de setiembre de 1989, Noriega tuvo buen
cuidado de escoger un uniforme recién lavado y purificado que le protegiera
durante toda la jornada. Tenía buenos motivos para buscar toda la protección
posible esa mañana. La noche del sábado anterior, en las estrechas callejas de
la ciudad de Panamá, una patrulla de las Fuerzas de Defensa panameñas había
parado un coche ocupado por cuatro jóvenes oficiales del Ejército de los
EE. UU. Se produjo un altercado, los norteamericanos intentaron darse a la
fuga y los panameños abrieron fuego matando a un marine, el teniente Robert
Paz. Aproximadamente a la misma hora y en la misma zona, otra patrulla de
las FDP detenía y golpeaba salvajemente a un joven oficial de la Marina
sorprendido cuando amenazaba con violar a su esposa.
Noriega se enteró de lo ocurrido el domingo por la mañana en su retiro de
montaña de El Escondido, en la provincia de Chiriquí, adonde había ido a
pasar el fin de semana con su guapa amante rubia, Vicky Amado.
—Los gringos —le advirtió ella— van a utilizar los incidentes como
pretexto para la invasión.
Sin embargo, Noriega no hizo nada para castigar a los implicados ni para
reparar los perjuicios diplomáticos causados por los incidentes. El hecho es
que Noriega se encontraba sumido en una profunda depresión, estado que él
mismo empeoraba bebiendo constantemente. Había perdido el control tanto
de sí mismo como de las FDP. Dicha pérdida de control y su depresión se
remontaban al golpe de Estado perpetrado contra él a mediados de octubre
por un grupo de oficiales de las FDP liderados por un hombre en quien
Noriega confiaba especialmente, el comandante Moisés Giroldi. Éste le había
salvado en un golpe anterior, y Noriega era el padrino del hijo pequeño de
Giroldi.

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Noriega y sus guardaespaldas, los capitanes Asunción Gaitán e Iván
Castillo, habían sido hechos prisioneros por los conjurados en el Cuartel
General de las FDP. Noriega rompió a llorar e imploró por su vida a quienes
le apresaron. Pero los conjurados no tuvieron el aplomo suficiente para
entregar su prisionero a los norteamericanos que estaban a menos de
cuatrocientos metros de allí; la comandancia militar norteamericana, alertada
del golpe pero temerosa de que pudiera tratarse de una trampa, teniendo en
cuenta la íntima relación de Giroldi con Noriega, no llegó a decidirse a
mandar tropas para poner a Noriega bajo custodia.
En tanto ambas partes vacilaban, las tropas del Batallón de Montaña
2000, leales a Noriega, llegaron al cuartel general de las FDP, lo tomaron por
asalto y abortaron la intentona. Noriega reaccionó con furia salvaje. Giroldi y
media docena más fueron ejecutados en lugar de ser exiliados, según la gran
tradición latinoamericana, a algún oscuro despacho de agregado militar. Entre
los hombres que se habían vuelto contra Noriega se encontraba un joven indio
cuna que él había criado desde pequeño casi como a un hijo.
Sus salvajes represalias destrozaron la moral de las FDP, en cuyo seno se
hablaba ya de nuevos golpes. Noriega, hundiéndose en la depresión, buscó a
la desesperada un medio de escapar a las amenazas que se cernían sobre él.
Con este fin envió a un ayudante de confianza, Renato Pereira, a ver al
presidente español Felipe González, el 12 de diciembre, para pedir al
Gobierno español que le ofreciera asilo político. González informó a Pereira
que estaba dispuesto a ello, pero sólo si el Gobierno de los Estados Unidos
aceptaba dar garantías a España de que los EE. UU. no pedirían la extradición
de Noriega amparándose en el tratado de extradición hispano-norteamericano.
—Dígale a su general —le advirtió González a Pereira— que le queda
muy poco tiempo y que el poco que le queda se le está agotando.
Panamá amaneció la mañana del martes con rumores de que el tiempo se
había agotado efectivamente y que era inminente una invasión por parte de
los Estados Unidos. Noriega abandonó la capital y se dirigió en coche con
escolta al puerto de Colón, en el Atlántico, para inaugurar una nueva grúa en
el servicio de contenedores de dicho puerto de mar. A continuación se dirigió
al club de oficiales de las FDP para almorzar.
Conforme a lo declarado por quienes se encontraban con él, Noriega
estaba tenso, nervioso y en ascuas. Poco después de las tres de la tarde se le
requirió para atender una llamada del cuartel general de las FDP en Panamá
capital. Era del coronel Rafael Cedeno, el oficial que le servía de enlace con
la CIA y el Servicio de Espionaje militar de los Estados Unidos. Cuando

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terminó la comunicación, Noriega era otro hombre: se había calmado de
pronto, sonreía, había recuperado la confianza, y pidió su primera copa del
día.
No iba a haber ninguna invasión norteamericana, le dijo a su
guardaespaldas. Las «fuentes de arriba» habían llamado desde Washington a
Cedeno para pedirle al coronel que tranquilizase a Noriega al respecto. La
Administración estaba aprovechando la crisis para enviar tropas
aerotransportadas a la base Howard de las Fuerzas Aéreas a fin de sustituir a
los que les tocaba ir a casa por Navidad. Noriega llamó después a su amante
Vicky Amado, a quien repitió confiado la misma historia. La CIA acababa de
estampar un beso de Judas al hombre que en su momento fuera el más
preciado activo de la Agencia en Centroamérica.
En cierto modo, y aunque parezca extraño, el origen de la caída de
Noriega puede buscarse en Hugo Spadafora, el hombre que con tanto ahínco
había tratado de vincularle al tráfico de drogas. A primeros de setiembre de
1985, en su casa de San José, Costa Rica, se encontró por segunda vez con el
agente especial Bob Nieves, de la DEA. Spadafora le aseguró a Nieves que
sabía exactamente lo que necesitaba la DEA para iniciar una investigación por
las actividades de Noriega en relación con el narcotráfico, y le dijo, «Voy a ir
a Panamá para conseguírtelo».
Spadafora salió de San José rumbo a Panamá dos días después, el 13 de
setiembre de 1985. A poco de cruzar la frontera de Costa Rica con Panamá,
un sargento de las FDP en la ciudad de Concepción le hizo bajar del autobús y
se lo llevó a la sede local de las FDP. Más tarde, ese mismo día, fue
brutalmente torturado y después asesinado. Su cadáver decapitado fue metido
en un saco de correspondencia de la Administración de Correos de los
Estados Unidos que fue descargado al otro lado de la frontera costarricense.
La noticia del asesinato de Spadafora causó indignación en Panamá. Era
evidente que las FDP de la provincia limítrofe con Costa Rica habían sido
informadas bajo cuerda de su llegada. En su momento hubo quien sostuvo que
el chivatazo era cosa de la CIA, porque, según se dijo, la información de que
disponía Spadafora habría revelado que la CIA estaba tan complicada en el
narcotráfico como el propio Noriega. A la luz de las últimas investigaciones
de la Policía panameña, parece más probable que el soplo viniera de una
llamada al comandante Luis Córdova, jefe de la provincia de Chiriquí, hecha
por un funcionario del Servicio de Inteligencia costarricense que constaba en
la nómina de Noriega.

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Sea como fuera, Noriega admitió posteriormente ante su consejero de
espionaje político, José Blandon, en Nueva York, que Córdova había
dispuesto el asesinato de Spadafora cumpliendo órdenes suyas.
La tormenta causada por el asesinato puso en peligro el control de
Panamá por parte de las FDP. Noriega estaba de visita en Europa, y para
hacer frente a la crisis se estableció una junta de emergencia de cinco
hombres, formada por oficiales de las FDP y el propio Blandon.
Según afirma Blandon, a las nueve de la mañana del 18 de setiembre
recibió una llamada de Noriega, quien le dijo: «Nuestros amigos de la CIA
saben exactamente lo que pasó. Tienen un testigo que va a salvar la
situación». Una hora después, asegura que estaba presente en una reunión de
la junta en el cuartel general de las FDP cuando su presidente, el comandante
Nivaldo Madrinán, recibió una llamada de Joe Fernández, jefe de la CIA en
San José. Después de colgar, Madrinán informó a sus colegas de lo siguiente:
«Contamos con la cooperación de la CIA. Tienen a un hombre que sabe lo
que pasó».
Resultó que el hombre era un ingeniero eléctrico alemán de nombre
Manfred Hoffman, quien aseguraba haber realizado ciertos trabajos de
observación electrónica en Costa Rica para la CIA, y declaraba que Spadafora
había sido muerto por el Frente de Liberación Farabundo Martí de El
Salvador, a raíz de una disputa por asuntos de armas y dinero.
Su historia era tan evidentemente falsa que no hizo sino inflamar aún más
el descontento de la población. Mientras tanto, el presidente Barletta estaba
resultando mucho menos maleable de lo que Noriega había previsto
anticipadamente cuando un año antes lo instaló en el poder mediante unas
elecciones amañadas. Para consternación de Noriega y del resto de la
oficialidad dentro de las FDP, Barletta insistió en designar a cinco
independientes para que investigasen el asesinato de Spadafora.
Como recompensa, Barletta fue tomado literalmente como rehén en el
cuartel general de las FDP a su regreso de un viaje a Nueva York, y retenido
hasta que accedió a dimitir de su cargo. Estando allí como rehén, pudo oír a
Noriega hablando con Néstor Sánchez, exagente superior de la CIA,
transferido a la DIA (Defense Intelligence Agency) para supervisar los
asuntos centroamericanos.
—No te apures —aseguró Noriega a su amigo—. Procuraremos que todo
se haga de acuerdo a la Constitución.
La Administración Reagan, una vez establecido que su guerra contra los
sandinistas debía tener prioridad sobre cualesquiera otros intereses

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norteamericanos en la zona, aceptó la destitución de Barletta con una presteza
y una hipocresía sólo comparables a aquéllas con las que previamente había
saludado su elección amañada. En cuestión de diez días el pobre Barletta no
pudo conseguir siquiera que su antiguo mentor en la Universidad de Chicago,
el secretario de Estado George Schultz, le devolviera sus llamadas o aceptara
recibir una comunicación escrita directa. Barletta se vio obligado a mandar su
mensaje a casa de Schultz utilizando el correo de los Estados Unidos.
Por contra, las relaciones de Noriega con los Estados Unidos siguieron
prosperando. En noviembre de 1985, menos de dos meses después del
desahucio de Barletta y del asesinato de Spadafora, Noriega fue invitado a
Washington por Bill Casey para pasar revista a su dilatada ayuda al programa
de la contra. Su visita incluía reuniones en el Pentágono y el Consejo de
Seguridad Nacional, más una larga sesión en la sede central de la CIA que
incluyó casi dos horas de entrevista con su director.
Una vez más, Casey omitió mencionar la palabra «drogas» ante Noriega,
pese a que sus ayudantes, en los prolegómenos de la entrevista, le habían
apremiado a que sacara el tema a relucir. Así pues, se trató de lo
acostumbrado: para la Administración Reagan, utilizar a Noriega para
promover los objetivos políticos norteamericanos en Centroamérica, y para
Noriega, valerse de la excusa que advirtió en dicha utilización para continuar
su colaboración con el cartel de Medellín.
En febrero de 1986, mientras la epidemia de crack devastaba la nación,
Casey dio instrucciones al embajador estadounidense en Panamá, Arthur
Davis.
—Francamente —le dijo Casey al nuevo embajador—, si alguien tiene
que saber si este tipo está metido en el tráfico de drogas, nadie mejor que la
Agencia, y nosotros no tenemos ninguna prueba de que esté complicado en el
narcotráfico.
Al salir del despacho del director, Davis dijo para sus adentros: «Casey
está enamorado de ese tío».
A finales del verano de 1986, en una fiesta de despedida para un agente
de la DEA celebrada en un club de campo del Condado de Broward, al norte
de Miami, sucedió algo que iba a cambiar radicalmente las cosas. Un agente
de la DEA, Dan Moritz, se acercó el ayudante del fiscal del Estado,
Richard C. Gregorie, y le dijo:
—Tengo al tipo que puede darles a Noriega. ¿Se ocupará del caso?
Gregorie dijo que sí. Era la clase de fiscal federal con el que habría
soñado Kevin Grady. Ningún tipo de presión política podía hacerle volver

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atrás de ningún caso. Se empezó a trabajar intensivamente en el caso en
febrero de 1987. No fue nada fácil. Una caja que contenía pruebas decisivas
desapareció en el trayecto Panamá-Miami. Su desaparición no llegó nunca a
explicarse. Sin embargo, Gregorie perseveró, y el 2 de febrero de 1988 él y su
jefe, el fiscal del Estado Leon Kellner, estaban ya en disposición de presentar
su caso ante una reunión del Consejo de Seguridad Nacional a nivel de
secretarios.
En el transcurso de esos tres años la atmósfera había cambiado. Casey, el
amigo de Noriega, había fallecido; las llamaradas de fanatismo que en su
momento habían sostenido el programa de la contra se estaban consumiendo,
en parte debido a la oposición interna y en parte porque el propio programa
había obligado a los sandinistas a negociar en serio. El subcomité de
Narcóticos, Terrorismo y Comunicaciones Internacionales de relaciones
exteriores del Senado, presidido por el senador de Massachusetts John Kerry,
estaba llevando a cabo sensacionales audiencias públicas que establecían los
vínculos de Noriega con el narcotráfico y con la CIA. La supresión cada vez
más brutal de la oposición política y de las libertades ciudadanas en Panamá
estaba convirtiendo a Noriega en una fuente de problemas para el Gobierno
de los Estados Unidos. Aunque él no se había dado cuenta todavía, su período
de utilidad para el Gobierno norteamericano se acercaba a su fin.
El auto de acusación fue presentado el día 4 de febrero y abierto al
mediodía siguiente. Panamá asistió a un nuevo brote de disturbios anti-
Noriega; las FDP lo reprimieron brutalmente; la confrontación parecía
inevitable.
No obstante, Noriega consiguió convencerse de que la nominación y
posterior elección de George Bush a la presidencia de los Estados Unidos iba
a ofrecerle algún alivio. Tal vez pensaba que, como antiguo director de la
CIA, Bush jamás se volvería contra alguien que había sido de tanta utilidad a
la Agencia. Al fin y al cabo, la CIA, pese a las malas relaciones entre los dos
países y el ataque a la Embajada estadounidense en Panamá, le había ofrecido
su acostumbrado regalo de Año Nuevo en enero de 1988, un juego de mesa
peruano, tallado a mano, en el que los jugadores debían arrojar monedas a las
respectivas bocas de unas ranas bostezantes. La CIA no dejaba de hacer sus
capturas a través del centro de escucha electrónica en el Edificio n.º 9 de Fort
Amador.
De cualquier forma, la noche de la nominación de Bush, Noriega organizó
en su casa una jubilosa fiesta de celebración para una docena de amigos; el

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día del discurso inaugural de Bush, Noriega le confió a una visita: «Ya estoy a
salvo».
Pero no lo estaba. En mayo de 1989 se celebraron nuevas elecciones
presidenciales en Panamá, y una vez más fueron amañadas por Noriega y las
FDP. En esta ocasión, sin embargo, el tramposo fue puesto frente a las
cámaras de la televisión mundial, sin la aquiescencia del Gobierno
norteamericano.
Las relaciones se deterioraron rápidamente. La Embajada armó un plan
para «raptar» a Noriega del altísimo edificio de apartamentos de Paitilla
donde vivía su amante, Vicky Amado, con un comando de fuerzas especiales.
Los Estados Unidos se apresuraron a embargar a Panamá, pero Noriega
mantuvo su actitud desafiante. Fue entonces cuando se produjo el aciago
golpe de Giroldi. La Prensa norteamericana vituperó al presidente Bush por
su «blandenguería» al no haber dado apoyo a los golpistas. No volvería a
suceder. En espera de que se presentara una nueva ocasión, se aceleraron los
planes para la invasión de Panamá, la operación «Just Cause».

Noriega regresó a la ciudad de Panamá a última hora de la tarde del 19 de


diciembre, y a eso de las diez se hallaba en la antigua mansión de Torrijos en
la Calle 50, dispuesto a empezar una botella de whisky «Old Parr». Carlos
Duque, empresario en nombre del cual Noriega había amañado su reciente
elección presidencial, llamó para advertirle que la invasión era inminente.
Noriega le dijo que se equivocaba, y que sabía por la «fuentes de arriba» que
no habría ninguna invasión.
Poco después de las once de la noche y habiendo vaciado buena parte de
su «Old Parr», Noriega mandó a uno de sus chóferes a recoger a una rubia de
cuyos favores disfrutaba de vez en cuando, y le dijo que la llevase al Serami,
Centro Recreativo Militar cercano al aeropuerto, en donde tenía una suite.
El dictador partió para el centro en un convoy de tres vehículos, un
«Toyota Land Cruiser», un «Mercedes» y un «Hyundai». Se quedó dormido
en el asiento trasero del «Hyundai», pero despertó tan pronto llegaron al
centro y se reunió con la rubia.
La pareja se metió en la suite de Noriega. Apenas media hora después
empezaron a explotar bombas. El capitán Castillo se precipitó al exterior para
ver lo que estaba ocurriendo.
—¡El cielo está lleno de paracaidistas! —gritó entrando a todo correr—.
¡Es la invasión!

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Noriega, que estaba ya completamente borracho, salió tambaleándose de
la suite en pantalones, exigiendo saber qué era lo que pasaba. Previamente
había hecho planes para liderar un movimiento guerrillero de resistencia en
las montañas de las provincias del Norte en caso de que los norteamericanos
invadieran el país. En su «Toyota» iba una «valija de guerra» con armas,
provisiones y material de primeros auxilios para la aventura. Nadie hablaba
ahora de utilizar este equipo. En cambio, Noriega partió en el «Hyundai» con
la rubia y el chófer, seguido por sus guardaespaldas en el «Toyota». Ambos
coches vagaron por las calles desiertas mientras se discutía sobre el siguiente
paso.
Finalmente, se refugiaron todos en la casa palaciega de Jorge Krupnik, un
acaudalado hombre de negocios que había sido socio de Noriega en diversas
empresas. No puede decirse que a Krupnik le hiciera mucha ilusión ver a su
amigo en la puerta.
Mientras las guarniciones de las FDP se rendían una detrás de otra,
Noriega dudaba entre el consejo militar que le brindaba su secretaria Marcela
Tason, apremiándole a combatir; el parecer de sus guardaespaldas, partidarios
de la rendición, y la sugerencia de su amante Vicky Amado en el sentido de
que procurara colarse en la Embajada de Cuba.
Mientras los norteamericanos estrechaban el cerco, Noriega dejó la casa
de los Krupnik para ir a la más modesta de la cuñada de su secretaria, donde
permaneció tumbado de mal humor en un catre, mirando al techo y calibrando
las dos opciones, rendición o suicidio. Finalmente, la víspera de Navidad,
vistiendo unos bermudas de color azul y una gorra de béisbol, subió al
«Toyota», se arrebujó en una manta y fue llevado a la Nunciatura papal de
monseñor Sebastián Laboa.

Poco después de las ocho y media de la tarde del 3 de enero de 1990, el


general Noriega salía de la Nunciatura papal vistiendo su uniforme de gala y
se ponía en manos de las fuerzas estadounidenses que rodeaban el edificio. El
uniforme formaba parte de las condiciones para la rendición que había estado
negociando durante 72 horas con ayuda de monseñor Laboa. Vicky Amado le
había lavado y planchado el uniforme, poniendo después en su debido lugar
todas y cada una de sus condecoraciones, sin dejar de llorar. La amante de
Noriega no se había molestado en comprobar si se trataba de uno de los
uniformes bendecidos por el curandero de la santería; dadas las
circunstancias, ello había parecido absolutamente innecesario.

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Antes de abandonar la Nunciatura, Noriega había hecho dos llamadas
telefónicas, a su amante y a su esposa Felicidad. Desde la Nunciatura, el
general fue conducido en helicóptero a la base Howard, donde fue
formalmente puesto bajo la custodia del agente especial de la DEA René de la
Cova y de dos alguaciles norteamericanos. Para De la Cova fue un momento
especialmente intenso. Había conocido a Noriega como dictador
todopoderoso de Panamá cuando trabajaba en la Embajada en calidad de
delegado rural para la DEA, y ahora ese hombre era su prisionero. Noriega,
armado de una Biblia y con tres rosarios alrededor del cuello, expresó su
saludo a De la Cova asintiendo con la cabeza mientras bajaba del helicóptero.
De la Cova escoltó al general hasta un avión de la Fuerza Aérea
norteamericana, donde fue puesto formalmente bajo arresto y le fueron leídos
sus derechos en español y en inglés. A continuación llevaron a Noriega tras
una mampara de lona dispuesta en la parte posterior del avión, en donde se le
despojó de la ropa, y dos médicos de la Aviación norteamericana le
sometieron al humillante examen corporal completo a que todo preso federal
está obligado a someterse.
Terminado el examen, se le entregó a Noriega un guardapolvo verdigris
de presidiario para que se vistiera, y a continuación le encadenaron manos,
muñecas y cintura. Tan pronto el avión estuvo en el aire, llegó la hora de los
famosos. Todos los tripulantes sin excepción corrieron a pedirle a De la Cova
que les dejara fotografiarse junto a su célebre prisionero.
A un par de horas de Miami, la Casa Blanca telefoneó al avión. Noriega
fue llevado a la parte delantera del aparato para hablar con la residencia
presidencial. Al regresar, el piloto informó a De la Cova que Noriega —
órdenes de la Casa Blanca— estaba autorizado a ponerse el uniforme para su
llegada a la base aérea de Homestead, al sur de Miami.
—Muy bien —dijo De la Cova—. ¿Dónde está el uniforme?
No hubo manera de encontrarlo. Durante los siguientes quince minutos,
De la Cova, los dos alguaciles y uno de los médicos que había examinado a
Noriega y permanecía a bordo del avión, buscaron desesperadamente el
uniforme. Por fin, alguien descubrió una pequeña bolsa de lona que el
segundo médico había dejado bajo un asiento antes de bajarse del avión en
Panamá. Dentro estaba el uniforme del general.
—Bien —dijo De la Cova a los alguaciles—. Vamos a quitarle las
cadenas para que pueda ponérselo.
Los alguaciles habían perdido las llaves de los grilletes.

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Contemplados por un incrédulo Noriega, los alguaciles se pusieron a
cuatro patas a buscar las llaves desaparecidas. En cierto momento, De la Cova
creyó entender que Noriega se preguntaba si estaban a punto de abrir la
escotilla de carga para soltarle en mitad del Atlántico; pero al siguiente
parecía estar preguntándose cómo unos representantes de la nación que había
invadido su país con semejante precisión militar podían ser responsables de
tamaña comedia de errores.
No hubo manera de encontrar las llaves. Un sargento de aviación propuso
la única salida posible al dilema. Del equipo de emergencia del avión extrajo
un cortaalambres y libró de sus cadenas al general.
Noriega volvió a ponerse el uniforme. Aunque los alguaciles no disponían
de un segundo juego de llaves, sí tenían un segundo juego de cadenas.
Noriega fue encadenado otra vez para su llegada a Miami. Media hora antes
de tomar tierra, el general rompió a llorar.
—Nunca creí que llegaran a invadimos —le dijo a De la Cova.
Cuando el aparato aterrizó, Noriega recobró la compostura, se puso en
pie, dijo «adiós» a De la Cova y se apeó del avión para enfrentarse al
resplandor de los focos de televisión.

El juicio del general Noriega empezó en setiembre de 1991 en el tribunal


federal del distrito sur de Florida ante el juez William C. Hoeveler. Duró casi
nueve meses.
Solamente uno de los muchos agentes de la CIA con quienes el general
Noriega había tenido contacto durante su larga carrera al servicio de la
Agencia fue llamado al estrado de los testigos. De conformidad con los
precedentes y la práctica legal de los Estados Unidos, el juez Hoeveler fue
muy riguroso al excluir todo testimonio concerniente a las relaciones de
Noriega con la CIA, dado que no era pertinente para su culpabilidad o
inocencia en los casos de que se le acusaba.
Tampoco aparecieron en el transcurso de la vista el material encontrado
en los archivos de las FDP ni los archivos personales del general Noriega.
Poco después de la invasión, un equipo formado por representantes de la CIA,
de la DIA (Defense Intelligence Agency) y del Departamento de Estado fue
designado para revisar y catalogar dichos archivos. Muy pronto hallaron
documentos relativos a los vínculos del general Noriega con la CIA que, en
palabras de un testigo que los vio, «eran sumamente embarazosos para la
Agencia».

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Asimismo descubrieron pruebas de que el propio espionaje de Noriega
había llevado a cabo una sustancial penetración en la Unidad de
Transmisiones número 470 del Comando Sur del espionaje norteamericano. A
raíz de esto, los representantes del Departamento de Estado fueron excluidos
de toda ulterior revisión del material, tarea que fue confiada exclusivamente a
los representantes de las dos agencias que más tenían que temer del material
contenido en los archivos.
El general Noriega fue declarado culpable de ocho de los diez cargos del
proceso seguido contra él. El 10 de julio de 1992 fue sentenciado por el juez
Hoeveler a cuarenta años en una prisión federal. Actualmente cumple esa
condena, y dentro de 22 años, cuando el general tenga ochenta, habrá
cumplido los requisitos para la libertad condicional.

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CARLOS RIVAS LEHDER fue detenido por la Policía colombiana el 4 de
febrero de 1987 en la finca Berracal, en Guarne, a 30
kilómetros de Medellín, como resultado de la información
proporcionada por Pablo Escobar. Unos días antes,
durante un fin de semana en el rancho de Escobar, Lehder
había matado a tiros al guardaespaldas preferido de
Escobar a raíz de una discusión por una mujer. La noche
misma de su detención, Lehder fue extraditado a los
Estados Unidos, procesado, declarado culpable y
sentenciado a prisión perpetua sin posibilidad de libertad
condicional. Testificó contra Noriega en el proceso
seguido en Miami contra el general. Fue trasladado a una
prisión más confortable como consecuencia de haber
accedido a testificar contra el dictador panameño.
JORGE LUIS, JUAN DAVID Y FABIO OCHOA JR. se entregaron a las
autoridades de Colombia en junio de 1991 tras arduas
negociaciones. Actualmente cumplen de cinco a diez años
de condena por sus delitos, en condiciones carcelarias
especialmente agradables. Ninguna de sus enormes fincas
u otras propiedades adquiridas merced a sus ganancias con
el narcotráfico ha sido incautada por las autoridades
colombianas.
JOSÉ GONZALO RODRÍGUEZ GACHA, EL MEXICANO, fue muerto a tiros en
su rancho durante una redada de la Policía.
GERARDO KIKI MONCADA se convirtió en la figura más importante del
cartel de Medellín aún en libertad, tras las detenciones de
Pablo Escobar y los Ochoa. En julio de 1992 fue
convocado a un encuentro con Escobar en la cárcel/cuartel
general de éste último, donde Escobar le acusó de
aprovechar su encarcelamiento para apropiarse de su
antigua clientela. Cuarenta y ocho horas después de la

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entrevista, el cadáver de Moncada fue hallado dentro del
maletero de un coche.
PABLO ESCOBAR se entregó a las autoridades colombianas en junio de
1991 tras largas negociaciones llevadas a cabo por sus
abogados y un sacerdote de Medellín. Fue internado en
una prisión situada en los montes cercanos a Envigado, el
suburbio de Medellín que fue cuartel general y feudo de
Escobar. Paradójicamente, su prisión había sido pensada
originalmente para alojar a las víctimas del basuco
durante su rehabilitación. A demanda de Escobar, la mitad
de la guardia de la cárcel fue escogida entre nativos de
Envigado. Se dice que ha dirigido su negocio de cocaína
con mayor eficacia desde esta bien pertrechada cárcel que
cuando era un fugitivo de la justicia. En julio de 1992, tras
descubrirse el cadáver de Moneada, el Gobierno de
Colombia planeó cambiarle de prisión. Escobar logró huir
y sigue en libertad.
Culminada la desintegración del cartel de Medellín, los grupos rivales
del cartel de Cali y de los independientes se ofrecieron a
tomar el control del tráfico de cocaína. Hoy, el flujo de
cocaína colombiana hacia los Estados Unidos y Europa,
continúa sin merma.

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JOHN LAWRENCE COLLINS JR. (West Hartford, Connecticut, 1929 -
Frejus, Francia, 2005). Conocido ampliamente como Larry Collins, es un
escritor y periodista estadounidense.
Cursó brillantemente su estudios en la Universidad de Yale, para instalarse
después en Europa en 1954, donde dirigió la agencia United Press
International en Roma, Beirut y París. Entre 1961 y 1965 dirigió la
corresponsalía parisiense del semanario Newsweek y fue entonces cuando
comenzó su colaboración con Dominique Lapierre, con quien escribió ¿Arde
París? (1964).
Su encuentro y amistad con Dominique Lapierre al que conoció durante el
servicio militar en el cuartel de las fuerzas aliadas en Europa (Shape,
Francia), les llevaría a fundar una fructífera sociedad literaria que les dio fama
y dinero, con lo que se apartó provisionalmente del periodismo para lanzarse
a grandes investigaciones que desembocarían en algunos de los mayores
éxitos literarios de los últimos cuarenta años.

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