Solicitud Pastoral y de Preocupación

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Solicitud pastoral y de preocupación

2. Sin embargo, venerables hermanos, no faltan, precisamente en la materia de que


hablamos, motivos de grave solicitud pastoral y de preocupación, sobre los cuales no nos
permite callar la conciencia de nuestro deber apostólico.

En efecto, sabemos ciertamente que entre los que hablan y escriben de este sacrosanto
misterio hay algunos que divulgan ciertas opiniones acerca de las misas privadas, del
dogma de la transustanciación y del culto eucarístico, que perturban las almas de los
fieles, causándoles no poca confusión en las verdades de la fe, como si a cualquiera le
fuese lícito olvidar la doctrina, una vez definida por la Iglesia, o interpretarla de modo que
el genuino significado de las palabra o la reconocida fuerza de los conceptos queden
enervados.

En efecto, no se puede —pongamos un ejemplo— exaltar tanto la misa,


llamada comunitaria, que se quite importancia a la misa privada; ni insistir tanto en la
naturaleza del signo sacramental como si el simbolismo, que ciertamente todos admiten
en la sagrada Eucaristía, expresase exhaustivamente el modo de la presencia de Cristo en
este sacramento; ni tampoco discutir sobre el misterio de la transustanciación sin referirse
a la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo y de toda la
sustancia del vino en su sangre, conversión de la que habla el Concilio de Trento, de modo
que se limitan ellos tan sólo a lo que llaman transignificación y transfinalización ; como,
finalmente, no se puede proponer y aceptar la opinión, según la cual en las hostias
consagradas, que quedan después de celebrado el santo sacrificio de la misa, ya no se
halla presente Nuestro Señor Jesucristo.

Todos comprenden cómo en estas opiniones y en otras semejantes, que se van


divulgando, reciben gran daño la fe y el culto de la divina Eucaristía.

Así, pues, para que la esperanza suscitada por el Concilio de una nueva luz de piedad
eucarística que inunda a toda la Iglesia, no sea frustrada ni aniquilada por los gérmenes
ya esparcidos de falsas opiniones, hemos decidido hablaros, venerables hermanos, de tan
grave tema y comunicaros nuestro pensamiento acerca de él con autoridad apostólica.

Ciertamente, Nos no negamos a los que divulgan tales opiniones el deseo nada
despreciable de investigar y poner de manifiesto las inagotables riquezas se tan gran
misterio, para hacerlo entender a los hombres de nuestra época; más aún; reconocemos y
aprobamos tal deseo; pero no podemos aprobar las opiniones que defienden, y sentimos
el deber de avisaros sobre el grave peligro que esas opiniones constituyen para la recta fe.

La sagrada Eucaristía es un Misterio de fe

3. Ante todo queremos recordar una verdad, por vosotros bien sabida, pero muy necesaria
para eliminar todo veneno de racionalismo; verdad, que muchos católicos han sellado con
su propia sangre y que celebres Padres y Doctores de la Iglesia han profesado y enseñado
constantemente, esto es, que la Eucaristía es un altísimo misterio, más aún, hablando con
propiedad, como dice la sagrada liturgia, el misterio de fe. Efectivamente, sólo en él, como
muy sabidamente dice nuestro predecesor León XIII, de feliz memoria, se contienen con
singular riqueza y variedad de milagros todas las realidades sobrenaturales  [4].

Luego es necesario que nos acerquemos, particularmente a este misterio, con humilde
reverencia, no siguiendo razones humanas, que deben callar, sino adhiriéndonos
firmemente a la Revelación divina.

San Juan Crisóstomo, que, como sabéis, trató con palabra tan elevada y con piedad tan
profunda el misterio eucarístico, instruyendo en cierta ocasión a sus fieles acerca de esta
verdad, se expresó en estos apropiados términos: «Inclinémonos ante Dios; y no le
contradigamos, aun cuando lo que Él dice pueda parecer contrario a nuestra razón y a
nuestra inteligencia; que su palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia.
Observemos esta misma conducta respecto al misterio [eucarístico], no considerando
solamente lo que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su palabra
no puede engañar» [5].

Idénticas afirmaciones han hecho con frecuencia los doctores escolásticos. Que en este
sacramento se halle presente el cuerpo verdadero y la sangre verdadera de Cristo,  no se
puede percibir con los sentidos —como dice Santo Tomás—, sino sólo con la fe, la cual se
apoya en la autoridad de Dio s. Por esto, comentando aquel pasaje de San Lucas 22, 19:
«Hoc est corpus meum quod pro vobis tradetur», San Cirilo dice: «No dudes si esto es
verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador: porque, siendo Él la
verdad, no miente» [6].

Por eso, haciendo eco al Docto Angélico, el pueblo cristiano canta frecuentemente: Visus
tactus gustus in te fallitur, sed auditu solo tuto creditur: Credo quidquid dixit Dei Filius, Nil
hoc Verbo veritatis verius . [«En ti se engaña la vista, el tacto, el gusto; sólo el oído cree
con seguridad. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues nada hay más verdadero que
este Verbo de la verdad»].

Más aún, afirma San Buenaventura: «Que Cristo está en el sacramento como signo, no
ofrece dificultad alguna; pero que esté verdaderamente en el sacramento, como en el
cielo, he ahí la grandísima dificultad; creer esto, pues, es muy meritorio» [7].

Por lo demás, esto mismo ya lo insinúa el Evangelio, cuando cuenta cómo muchos de los
discípulos de Cristo, luego de oír que habían de comer su carne y beber su sangre,
volvieron las espaldas al Señor y le abandonaron diciendo: «¡Duras son estas palabras!
¿Quién puede oírlas?». En cambio Pedro, al preguntarle el Señor si también los Doce
querían marcharse, afirmó con pronta firmeza su fe y la de los demás apóstoles, con esta
admirable respuesta: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna» [8].

Y así es lógico que al investigar este misterio sigamos como una estrella el magisterio de
la Iglesia, a la cual el divino Redentor ha confiado la Palabra de Dios, escrita o transmitida
oralmente, para que la custodie y la interprete, convencidos de que aunque no se indague
con la razón, aunque no se explique con la palabra, es verdad, sin embargo, lo que desde
la antigua edad con fe católica veraz se predica y se cree en toda la Iglesia  [9].
Pero esto no basta. Efectivamente, aunque se salve la integridad de la fe, es también
necesario atenerse a una manera apropiada de hablar no sea que, con el uso de palabras
inexactas, demos origen a falsas opiniones —lo que Dios no quiera— acerca de la fe en los
más altos misterios. Muy a propósito viene el grave aviso de San Agustín, cuando
considera el diverso modo de hablar de los filósofos y el de los cristianos: «Los filósofos —
escribe— hablan libremente y en las cosas muy difíciles de entender no temen herir los
oídos religiosos. Nosotros, en cambio, debemos hablar según una regla determinada, no
sea que el abuso de las palabras engendre alguna opinión impía aun sobre las cosas por
ellas significadas» [10].

La norma, pues, de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de siglos, no sin
ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con la autoridad de los concilios,
norma que con frecuencia se ha convertido en contraseña y bandera de la fe ortodoxa,
debe ser religiosamente observada, y nadie, a su propio arbitrio o so pretexto de nueva
ciencia, presuma cambiarla. ¿Quién, podría tolerar jamás, que las fórmulas dogmáticas
usadas por los concilios ecuménicos para los misterios de la Santísima Trinidad y de la
Encarnación se juzguen como ya inadecuadas a los hombres de nuestro tiempo y que en
su lugar se empleen inconsideradamente otras nuevas? Del mismo modo no se puede
tolerar que cualquiera pueda atentar a su gusto contra las fórmulas con que el Concilio
Tridentino ha propuesto la fe del misterio eucarístico. Porque esas fórmulas, como las
demás usadas por la Iglesia para proponer los dogmas de la fe, expresan conceptos no
ligados a una determinada forma de cultura ni a una determinada fase de progreso
científico, ni a una u otra escuela teológica, sino que manifiestan lo que la mente humana
percibe de la realidad en la universal y necesaria experiencia y lo expresa con adecuadas y
determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto. Por eso resultan
acomodadas a todos los hombres de todo tiempo y lugar.

Verdad es que dichas fórmulas se pueden explicar más clara y más ampliamente con
mucho fruto, pero nunca en un sentido diverso de aquel en que fueron usadas, de modo
que al progresar la inteligencia de la fe permanezca intacta la verdad de la fe. Porque,
según enseña el Concilio Vaticano I, en los sagrados dogmas se debe siempre retener el
sentido que la Santa Madre Iglesia ha declarado una vez para siempre y nunca es lícito
alejarse de ese sentido bajo el especioso pretexto de una más profunda inteligencia  [11].

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