El Amor A Dios y Amor Al Prójimo
El Amor A Dios y Amor Al Prójimo
El Amor A Dios y Amor Al Prójimo
17. En efecto, nadie ha visto a Dios tal como es en sí mismo. Y, sin embargo, Dios no es
del todo invisible para nosotros, no ha quedado fuera de nuestro alcance. Dios nos ha
amado primero, dice la citada Carta de Juan (cf. 4, 10), y este amor de Dios ha aparecido
entre nosotros, se ha hecho visible, pues « Dios envió al mundo a su Hijo único para que
vivamos por medio de él » (1 Jn 4, 9). Dios se ha hecho visible: en Jesús podemos ver al
Padre (cf. Jn 14, 9). De hecho, Dios es visible de muchas maneras. En la historia de amor
que nos narra la Biblia, Él sale a nuestro encuentro, trata de atraernos, llegando hasta la
Última Cena, hasta el Corazón traspasado en la cruz, hasta las apariciones del Resucitado
y las grandes obras mediante las que Él, por la acción de los Apóstoles, ha guiado el
caminar de la Iglesia naciente. El Señor tampoco ha estado ausente en la historia sucesiva
de la Iglesia: siempre viene a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se
refleja; mediante su Palabra, en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía. En la
liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes,
experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos
también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue
amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios
no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y
nos hace ver y experimentar su amor, y de este « antes » de Dios puede nacer también
en nosotros el amor como respuesta.
18. De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la
Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la
persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir
del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de
voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona
no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo
es mi amigo. Más allá de la apariencia exterior del otro descubro su anhelo interior de un
gesto de amor, de atención, que no le hago llegar solamente a través de las
organizaciones encargadas de ello, y aceptándolo tal vez por exigencias políticas. Al verlo
con los ojos de Cristo, puedo dar al otro mucho más que cosas externas necesarias:
puedo ofrecerle la mirada de amor que él necesita. En esto se manifiesta la imprescindible
interacción entre amor a Dios y amor al prójimo, de la que habla con tanta insistencia
la Primera carta de Juan. Si en mi vida falta completamente el contacto con Dios, podré
ver siempre en el prójimo solamente al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen
divina. Por el contrario, si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo
« piadoso » y cumplir con mis « deberes religiosos », se marchita también la relación con
Dios. Será únicamente una relación « correcta », pero sin amor. Sólo mi disponibilidad
para ayudar al prójimo, para manifestarle amor, me hace sensible también ante Dios. Sólo
el servicio al prójimo abre mis ojos a lo que Dios hace por mí y a lo mucho que me ama.
Los Santos —pensemos por ejemplo en la beata Teresa de Calcuta— han adquirido su
capacidad de amar al prójimo de manera siempre renovada gracias a su encuentro con el
Señor eucarístico y, viceversa, este encuentro ha adquirido realismo y profundidad
precisamente en su servicio a los demás. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables,
son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha
amado primero. Así, pues, no se trata ya de un « mandamiento » externo que nos impone
lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su
propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del
amor. El amor es « divino » porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este
proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos
convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea « todo para todos » (cf. 1 Co 15,
28).