Mefistófeles y El Andrógino by Mircea Eliade
Mefistófeles y El Andrógino by Mircea Eliade
Mefistófeles y El Andrógino by Mircea Eliade
Mefistófeles y El Andrógino
SUMARIO
Prefacio
1. EXPERIENCIAS DE LA LUZ MÍSTICA
• Un sueño
• «Qaumanek»
• La luz solidificada
• La India: la luz y el «âtman»
• El yoga y las «luces místicas»
• Teofanías luminosas
• El budismo
• La luz y el «bardo»
• Luz y «maithuna»
• Mitos tibetanos sobre el hombre-luz
• La experiencia india de la luz mística
• Técnicas chinas
• «El misterio de la flor de oro»
• Irán
• Antiguo Testamento y judaísmo
• El bautismo y la transfiguración
• Los monjes «resplandecientes»
• Palamas y la luz tabórica
• Mística de la luz
• Experiencias espontáneas de la luz
• Luz y tiempo
• Consideraciones finales
2. MEFISTÓFELES Y EL ANDRÓGINO O EL MISTERIO DE LA
TOTALIDAD
• La «simpatía» de Mefistófeles
• Prehistoria de la «coincidentia oppositorum»
• La asociación Dios-Diablo y la inmersión cosmogónica
• Devas y asuras
• Vrtra y Varuna
• Los dos planos de referencia
• Mitos y ritos de integración
• El andrógino en el siglo
• El romanticismo alemán
• El mito del andrógino
• La androginia divina
• La androginización ritual
• La totalidad primordial
• Doctrinas y técnicas tántricas
• Significación de la «coincidentia oppositorum»
3. RENOVACIÓN CÓSMICA Y ESCATOLÓGICA
• El nudismo escatológico
• La llegada de los americanos y el retorno de los muertos
• Sincretismo pagano-cristiano
• La destrucción del mundo y la instauración de la edad de oro
• La espera de los muertos y la inacción ritual
• El año nuevo y la restauración del mundo entre los californianos • El
ritual karok
• Año nuevo y cosmogonía
• Regeneración periódica del mundo
• Los «ludi» romanos; el «ashvamedha»
• La consagración del rey indio
• Regeneración y escatología
4. CUERDAS Y MARIONETAS
• El «milagro de la cuerda»
• Hipótesis
• Mitos tibetanos de la cuerda cósmica
• El hilo de un chamán negrito
• La India: cuerdas cósmicas y tejido neumático
• Tejido y condicionamiento
• Imágenes, mitos, especulaciones
• Cuerdas y marionetas
• «Aurea catena Homeri»
• La «cuerda astral»
• Cuerdas mágicas
• Situaciones
5. CONSIDERACIONES SOBRE EL SIMBOLISMO RELIGIOSO
El auge del simbolismo
Las inhibiciones del especialista
Problemas de método
Lo que «revelan» los símbolos
La «historia» de los símbolos
Nota bibliográfica
Notas
PREFACIO
Un sueño
Hacia mediados del siglo pasado, un comerciante americano de treinta y dos
años de edad tuvo el siguiente sueño: «Me encontraba —escribe— detrás
del mostrador de mi tienda. Era una tarde luminosa y soleada. Pero de
pronto sobrevino una oscuridad mayor que la de la más tenebrosa de las
noches, que la de la más sombría de las minas. El señor con el que estaba
hablando corrió hacia la calle. Le seguí y, aunque estaba tan oscuro, pude
percibir cómo centenares de miles de personas pululaban por la calle,
preguntándose por el motivo de tal suceso. En este momento descubrí en el
cielo, lejos, hacia el sudoeste, una luz tan resplandeciente como una estrella
y aproximadamente como la palma de la mano. Por momentos me parecía
que la luz se agrandaba y aproximaba, comenzando a iluminar las tinieblas.
Cuando la luz hubo alcanzado el tamaño de un sombrero de hombre, se
dividió en doce luces más pequeñas, con una luz más grande en el centro,
mientras aumentaba de tamaño con gran rapidez. En aquel mismo instante
supe que se trataba de la venida de Cristo. En el momento en que me
percataba de esto, todo el sudoeste del cielo se llenó de una muchedumbre
luminosa, y en el centro se encontraba Cristo con los doce apóstoles. Ahora
destacaba más claro que el día y más luminoso que cuanto pueda
imaginarse. Y mientras que la muchedumbre brillante avanzaba hacia el
cenit, el amigo con el cual yo hablaba exclamó: "Ese es mi Salvador." Y al
momento abandonó su cuerpo y se elevó hacia el cielo. Pensé que yo no era
lo bastante bueno para acompañarle. Después me desperté».
Durante varios días anduvo tan impresionado que no se atrevía a contar su
sueño a nadie. Transcurridos quince días, lo confió a su mujer, y después
habló de él con otros. Tres años más tarde, alguien que era conocido por su
profunda vida religiosa habló con su mujer y le dijo: «Su marido ha nacido
de nuevo y él no lo sabe. Es como un niñito espiritual con los ojos todavía
cerrados, pero lo comprenderá dentro de poco tiempo.» En efecto, tres
semanas más tarde, cuando caminaba con su mujer por la Segunda Avenida
de Nueva York, exclamó repentinamente: «¡Oh! ¡Yo poseo la vida eterna!»
Y sintió que Cristo acababa de resucitar en él y que sería consciente de esto
eternamente (would remain in everlasting consciousness). Tres años
después de este acontecimiento, mientras se hallaba a bordo de un barco,
rodeado de una muchedumbre, tuvo una nueva experiencia espiritual y
mental: le pareció que su alma, e igualmente su cuerpo, eran inundados de
luz. Pero en el relato autobiográfico que acabo de resumir añade que las
experiencias en estado de vigilia nunca le hicieron olvidar la primera, la que
había tenido en sueños.
Si para comenzar he elegido este ejemplo de experiencia espontánea de la
luz ha sido especialmente por dos razones: primera, porque se trataba de un
comerciante satisfecho de su profesión y a quien nada preparaba,
aparentemente, para una iluminación semimística; segunda, porque su
primera experiencia de la luz se realizó en estado de sueño. Parecía haber
quedado muy impresionado por esta experiencia, pero no logró captar su
significación. Sólo comprendía que algo decisivo le había sucedido, algo
que comprometía la salvación de su alma. La idea de que se trataba de un
nacimiento espiritual no acudió a su mente sino después de haber sabido lo
que cierta persona le había dicho a su mujer. Sólo después de esta
indicación, procedente de una persona autorizada, tuvo conscientemente la
experiencia de la presencia de Cristo y, finalmente, tres años más tarde, la
experiencia de la luz sobrenatural que bañaba no sólo su alma, sino también
su cuerpo.
Un psicólogo tendría muchas cosas interesantes que decir acerca de la
significación profunda de esta experiencia. Por su parte, el historiador de las
religiones observará que el caso del comerciante americano ilustra
admirablemente la situación del hombre moderno, que se cree –o se quiere
creer– arreligioso. En éste, el sentimiento religioso de la existencia ha sido
reprimido, yendo a parar al inconsciente en busca de refugio. Por eso, como
ha dicho el profesor C. G. Jung, el inconsciente es siempre religioso. Se
podría hablar largamente sobre la aparente desaparición del sentimiento
religioso en el hombre moderno o, más exactamente, sobre la ocultación de
su religiosidad en las regiones profundas de la psique. Pero éste es un
problema que sobrepasa mi propósito. Mi intención es desarrollar un
comentario histórico-religioso sobre la experiencia espontánea de la luz
interior. El ejemplo que acabo de citar nos introduce sin esfuerzo en el
núcleo del problema. Acabamos de ver cómo el encuentro con la luz –
aunque se haya realizado en estado de sueño– acaba por cambiar
radicalmente una existencia humana, abriéndola hacia el mundo del espíritu.
Ahora bien, todas las experiencias de luz sobrenatural contienen un
denominador común: todo aquél que verifica tal experiencia sufre una
mutación ontológica, adquiriendo cierto modo de ser que le permite el
acceso al mundo del espíritu. Lo que signifique realmente la mutación
ontológica en el individuo, así como el espíritu al cual ahora tiene acceso,
constituye otro problema que más tarde discutiremos. Por el momento
retengamos este hecho: incluso en un extremo-occidental del siglo XIX el
encuentro con la luz indica un nuevo nacimiento espiritual.
El ejemplo expuesto no representa un caso aislado. Existen numerosos casos
similares, y habrá ocasión de citar algunos. Pero es como historiador de las
religiones como abordo este tema. Por tanto, lo que importa en primer
término es conocer cuáles son las significaciones de la luz interior o
sobrenatural en las diferentes tradiciones religiosas. El tema es inmenso y es
forzoso limitarse. Un estudio satisfactorio de los valores religiosos de la luz
interior comprendería no sólo el examen atento de todas las variedades de
tales experiencias, sino también la exposición de los rituales, y
especialmente de las diversas mitologías de la luz. Puesto que son las
ideologías religiosas las que justifican y, en última instancia, las que
conceden validez a las experiencias místicas, en la medida de lo posible
intentaré recordar brevemente los contextos ideológicos de las diferentes
experiencias de luz en algunas de las grandes religiones. De todos modos,
numerosos aspectos serán silenciados. No hablaré de las mitologías de la
luz, ni de los mitos solares, ni de las lámparas de fuego rituales. Tampoco
hablaré de la significación religiosa de la luz lunar ni de la del relámpago,
aunque todas estas epifanías religiosas tengan una gran importancia para
nuestro asunto.
«Qaumanek»
Es la mitología –o más bien la metafísica– del relámpago la que nos interesa
sobre todo. La instantaneidad de la iluminación espiritual ha sido
comparada en muchas religiones con el relámpago. Más aún, el brusco
resplandor del rayo que desgarra las tinieblas ha sido interpretado como un
mysterium tremendum que transfigura el mundo, llenando el alma de terror
sagrado. A las Personas muertas por el rayo se las considera como
arrebatadas hacia el cielo por los dioses de la tormenta y sus restos son
venerados como reliquias. Todo el que sobrevive a la experiencia del rayo
queda completamente cambiado; de hecho, comienza una nueva existencia
y se convierte en un hombre nuevo. Un yakuto víctima de un rayo, del que
salió indemne, contó que Dios había descendido del cielo, le había dividido
el cuerpo y después le había resucitado. Después de esta muerte y de esta
resurección iniciáticas, se convirtió en chamán. «Ahora –dice– veo lo que
ocurre a mi alrededor hasta una distancia de treinta verstas». Es destacable
que, en este ejemplo de iniciación instantánea, el tema bien conocido de la
muerte y de la resurrección está acompañado y completado por el motivo de
la iluminación repentina; la luz cegadora del relámpago provoca la
transmutación espiritual mediante la cual el hombre adquiere el poder de la
visión. «Ver a una distancia de treinta verstas» constituye la fórmula
tradicional del chamanismo siberiano para expresar la clarividencia.
Ahora bien: entre los esquimales, este tipo de clarividencia es el resultado
de una experiencia mística llamada «relámpago» o «iluminación»
(qaumanek), sin la cual nadie puede llegar a ser chamán. Según los datos
sobre los chamanes esquimales iglulik recogidos por Rasmussen, el
qaumanek consiste «en una luz misteriosa que el chamán siente
repentinamente en su cuerpo, en el interior de su cabeza, en el centro mismo
de su cerebro; un inexplicable faro, un fuego luminoso que le hace capaz de
ver en la oscuridad, tanto en el sentido propio como en el figurado. Pero no
sólo le es posible ver a través de las tinieblas, incluso con los ojos cerrados,
sino que también es capaz de percibir cosas y acontecimientos futuros,
ocultos al resto de los humanos. Así, pues, el chamán conoce el futuro y los
secretos de los demás».
Cuando el novicio experimenta por vez primera esta luz mística es «como si
la cabaña en donde se encuentra se elevase súbitamente; entonces comienza
a ver muy lejos delante de él, a través de las montañas, igual que si la tierra
fuese una gran llanura, y sus ojos alcanzan a sus confines. Nada se esconde
ya ante él. No sólo es capaz de ver muy lejos, sino que además puede
igualmente descubrir las almas robadas, cualquiera que sea el lugar donde
estén custodiadas, ya se encuentren escondidas en extrañas y lejanas
regiones o hayan sido llevadas a lo alto o a lo profundo, en el país de los
muertos».
Retengamos las notas esenciales de esta experiencia de iluminación mística:
a) es el resultado de una larga preparación, pero siempre llega
repentinamente, como un «relámpago»; b) se trata de una luz interior,
sentida en todo el cuerpo, pero especialmente en la cabeza; c) cuando es
experimentada por primera vez va acompañada de una experiencia de
ascensión; d) existe a la vez visión a distancia y clarividencia: el chamán ve
desde cualquier parte y muy lejos, pero percibe igualmente entidades
invisibles (almas de enfermos, espíritus), así como acontecimientos futuros.
Hay que añadir que el gaumanek posibilita, además, otro ejercicio espiritual
específicamente chamánico: el poder de contemplar su propio cuerpo
reducido al estado de esqueleto, lo cual es otra forma de expresar que el
chamán está capacitado para «ver» lo que de momento es invisible. En
cualquier caso, ya se trate de ver a través de la carne como con rayos X, ya
sea viendo en el futuro lo que le ocurrirá a su cuerpo después de muerto,
está claro que este poder es también una especie de clarividencia nacida
después de la iluminación. Insisto otra vez en este punto: ya sea
experimentada como luz interior o como un fenómeno luminoso en el
sentido casi físico, la iluminación confiere a la vez al chamán esquimal
facultades supramentales y un conocimiento de orden místico.
La luz solidificada
Es tentador pasar directamente de esta experiencia chamánica al estudio de
la concepción india de la luz interior. También encontraríamos aquí la
misma solidaridad entre la experiencia de la luz, la gnosis y la superación de
la condición humana. Pero quiero detenerme un instante sobre otro grupo de
hechos relativos a las sociedades arcaicas, y especialmente sobre la
iniciación de los medicine-men (médicos brujos) australianos. No conozco
ejemplos australianos comparables a la «iluminación» de los chamanes
iglulik, pero esta carencia puede ser debida al hecho de que no conocemos
bien a los medicine-men australianos. Sin embargo, no hay razón para no
comparar a los medicine-men australianos con los chamanes siberianos y
árticos. No sólo sus respectivas iniciaciones tienen bastantes puntos en
común, sino que tanto los unos como los otros pasan por poseer poderes
parapsicológicos similares: caminan sobre el fuego, desaparecen y
reaparecen a voluntad, son clarividentes, capaces de leer el pensamiento de
los demás, etc.
Ahora bien: en los rituales iniciáticos de los medicine-men australianos la
luz mística desempeña un papel importante. Los medicine-men imaginan a
Baiame, maestro de la iniciación, como un ser semejante en todo a los
demás magos, «a excepción de la luz que irradia de sus ojos». Dicho de otro
modo: perciben una relación entre la condición de un Ser sobrenatural y la
superabundancia de la luz. Baiame efectúa la iniciación de los jóvenes
candidatos rociándolos con un «agua sagrada y poderosa», la cual, según los
medicine-men, es de cuarzo licuado. El cuarzo representa un papel
considerable en las iniciaciones. Al neófito se le considera muerto por un
ser sobrenatural, descuartizado y rellenado después con cristales de roca.
Cuando vuelve a la vida es capaz de ver a los espíritus, de leer los
pensamientos de los demás, de volar al cielo, de hacerse invisible, etc.
Gracias a los cristales de roca que contiene su cuerpo, y sobre todo su
cabeza, el medicine-man goza de un modo de ser distinto al resto de los
mortales. El cuarzo debe su extraordinario prestigio a su origen celeste. El
trono de Baiame está hecho de cristales, y el propio Baiame deja caer sobre
la tierra los trozos desprendidos de su trono. En otras palabras: se considera
a los cristales como caídos de la bóveda celeste y, de alguna manera, son
«luz solidificada».
Y, en efecto, los dayak marítimos llaman a los cristales «piedras de luz»
Esta luz solidificada en el cuarzo se tiene por sobrenatural: ella hace capaz
al medicine-man de ver a las almas, incluso a muy larga distancia (por
ejemplo, cuando el alma de un enfermo se halla extraviada en la espesura o
ha sido arrebatada por los demonios). Aún más: gracias a los cristales, los
medicine-men son capaces de volar al cielo —creencia igualmente
atestiguada en América del Norte—. Ver a gran distancia, subir al cielo,
percibir entidades espirituales (almas de los muertos, demonios, dioses),
todo esto quiere decir en última instancia que el medicine-man no se
encuentra ya cautivo en el universo del hombre profano y que participa de
la condición de los seres superiores. Esta condición privilegiada es
conquistada gracias a una muerte iniciática, durante la cual su cuerpo es
rellenado con sustancias consideradas como luz solidificada. Tras su
resurrección mística podría decirse que ha sido bañado interiormente en una
luz sobrenatural.
Así pues también encontramos en los medicine-men australianos la misma
relación entre luz espiritual, gnosis, ascensión, clarividencia y facultades
supramentales que ya habíamos apreciado en los chamanes esquimales.
Pero el elemento que nos interesa, la luz espiritual, se encuentra aquí
valorado de otro modo. El neófito australiano no tiene que experimentar una
iluminación comparable al qaumanek del chamán esquimal. El medicine-
man recibe la luz sobrenatural directamente en su cuerpo, bajo la forma de
cristales de roca. Ya no se trata aquí de una experiencia mística de luz, sino
de una muerte iniciática durante la cual el cuerpo del novicio es llenado de
cristales, símbolos de la luz celeste y divina. En este caso nos encontramos
ante un ritual de estructura extática. Una vez «muerto» y cortado en trozos,
el discípulo puede percibir lo que hacía él adviene: ve a los seres
sobrenaturales que le llenan el cuerpo con cuarzo. Al volver a la vida posee
ya, más o menos, los poderes obtenidos por el chamán esquimal después de
la iluminación. El ritual realizado por los seres sobrenaturales tiene aquí
gran importancia, mientras que la iluminación del chamán esquimal es una
experiencia obtenida en la soledad y tras una larga ascesis. Pero, repito una
vez más, las consecuencias de los dos tipos de iniciación son equiparables.
Tanto en el caso del chamán esquimal como en el del medicine-man
australiano, se trata de un hombre nuevo que «ve», comprende y conoce de
un modo sobrenatural y es capaz de hacer cosas sobrehumanas.
Teofanías luminosas
Todo lector de la Bhagavad-gitâ sabe que la teofanía ejemplar consiste en
un resplandor deslumbrante. Recuérdese el famoso capítulo XI, donde
Krishna se revela a Arjuna bajo su verdadera forma, que es esencialmente
una forma ígnea.
Si dos millares de soles irradiasen todos a
la vez su esplendor en el cielo sería
entonces como la luz del magnánimo (XI,
12).
Tal como yo te veo –¿quién te ha visto jamás?– con tu halo
brillante como la claridad de la llama y del sol inmenso (17).
Sin comienzo, sin medio, sin fin, infinitamente potente.
¡Infinitamente fuerte! La luna y el sol son tus ojos.
Tal como yo te veo, con el rostro resplandeciente de fuego, tu resplandor
ilumina el mundo (19).
¡Tú llegas a los sencillos, tú brillas con mil colores, tu boca es
amplia, tus grandes ojos son abarcadores! Tus bocas de dientes
brillantes parecen ser el fuego de la aniquilación (24-25).
( Trad. francesa de Sylvain Lévi. )
Este ejemplo, sin embargo, es sólo el más conocido entre las innumerables
teofanías luminosas del Mahâbhârata y de los Purânas. El Harivamsha relata
el viaje de Krishna, Arjuna y un brahmán hacia el océano septentrional.
Krishna ordena a las aguas que se retiren, y los tres atraviesan el océano
como entre dos muros acuáticos. Después llegan ante unas majestuosas
montañas y, a la orden de Krishna, las montañas desaparecen. Penetran por
último en una región de nieblas y los caballos se detienen. Krishna golpea la
niebla con su cakra* y la niebla se disipa. Entonces Arjuna y el brahmán
perciben una luz extremadamente brillante en la cual Krishna acaba por
fundirse. Más tarde Krishna revela a Arjuna que esta luz era su verdadero
ser.
En el libro XII del Mahâbhârata, Vishnu se manifiesta en un relámpago
comparable a la irradiación de mil soles. Y el texto añade: «Penetrando en
esta luz, los mortales instruidos en el yoga alcanzan la liberación final».
Este mismo libro XII relata la historia de tres sabios que, en un país al norte
del monte Meru, habían practicado la ascesis durante mil años a fin de
poder contemplar la forma real de Nârâyana. Una voz del cielo les ordenó
dirigirse al norte del Océano de Leche, en la Svetadvipa, la misteriosa «Isla
Blanca» de la mitología india cuyo simbolismo es solidario a la vez de la
metafísica de la luz y de la gnosis soteriológica. Los sabios llegan a
Svetadvipa, pero una vez allí son cegados por la luz emanada de Nárâyana.
Entonces practican la ascesis durante cien años más, hasta que comienzan a
distinguir hombres blancos como la luna. «El halo de cada uno de estos
hombres –precisa el texto– parecía el resplandor difundido por el sol cuando
se acerca el momento de la disolución del universo.» Repentinamente, los
tres sabios perciben una luz comparable a la irradiada por mil soles. Es la
epifanía de Nârâyana. Y el pueblo entero de la Svetadvipa acudió hacia la
luz y la veneró con plegarias y genuflexiones.
Este último ejemplo ilustra un doble hecho: que la luz es la esencia misma
de la divinidad y que los seres místicamente perfectos son resplandecientes.
La imagen de la Svetadvîpa confirma la identidad de la luz y la perfección
espiritual. Este país es «blanco» porque es habitado por hombres perfectos.
Para los demás se trata sólo de una simple alusión a «las islas blancas» de la
tradición indoeuropea (Leuké, Avalon). Hemos visto cómo el mito de las
regiones trascendentales, de los lugares que no pertenecen a la geografía
profana, son solidarios del valor místico concedido al color blanco, que
simboliza la trascendencia, la perfección, la santidad.
Ideas similares se encuentran también en el budismo. El propio Buda dijo en
el Dîghanikâya que el signo anterior a la manifestación de Brahmâ es «la
luz que se eleva y la gloria que brilla». Un sûtra chino afirma que «en el
Rûpaloka, gracias a la práctica de la contemplación y a la ausencia de todo
deseo impuro, los dioses (= devas) alcanzan (una especie de) samadhi
conocido con el nombre de «relámpago de fuego» (agnidhatu samadhi) y
sus cuerpos llegan a ser más gloriosos que el sol y la luna. «Esta gloria
excelsa es el resultado de su perfecta pureza de corazón».
La luz y el «bardo»*
Para el Mahâvâna, la luz clara simboliza a la vez la realidad última y la
conciencia nirvánica. Todos los hombres afrontan por algunos instantes esta
clara luz en el momento de la muerte. Los yoguis la experimentan durante el
samâdhi y los budas sin interrupción. La muerte constituye un proceso de
reabsorción cósmica, no en el sentido de que la carne retorne a la tierra, sino
en el sentido de que los elementos cósmicos se funden progresivamente el
uno en el otro; el elemento tierra «se disuelve» en el elemento agua, el agua
en el fuego, y así sucesivamente. Es evidente que cada fusión de un
elemento cósmico representa una nueva regresión y que al fin del proceso el
cosmos que formaba el hombre vivo es destruido, lo mismo que son
destruidos los universos al final de los grandes ciclos (mahâyuga). Cada
regresión es sentida fisiológicamente por el agonizante: por ejemplo,
cuando el elemento tierra se resuelve en el elemento agua, el cuerpo pierde
su sostén (literalmente su «puntal»), es decir, la cohesión, quedando
desarticulado como una marioneta (cf. más adelante el cap. IV).
Cuando el proceso de reabsorción cósmica termina, el moribundo percibe
una luz semejante a la de la luna, después como la del sol, para sumergirse
en seguida en las tinieblas. Bruscamente es despertado por una luz
deslumbradora. Se trata del encuentro con su propio Yo, que, conforme a la
doctrina panindia, es al mismo tiempo la realidad última, el ser. El Libro
tibetano de los muertos llama a esta luz la «verdad pura», y la describe
como «sutil, centelleante, brillante, deslumbradora, gloriosa y terrorífica por
su esplendor». El texto ordena al muerto: «No te intimides ni te aterrorices.
Es el esplendor de tu verdadera naturaleza. ¡Reconócela!». En este
momento es cuando en el corazón de esta potencia irradiadora se produce
un ruido comparable a mil truenos oídos simultáneamente. «Es el sonido
natural de tu yo real — precisa el texto—. ¡No te aterrorices! [...] Puesto
que no tienes un cuerpo material de carne y sangre, ninguna cosa que se te
presente —ruidos, luces o rayos— podrá dañarte. Tú ya no puedes morir. Es
suficiente con que reconozcas que estas apariciones son tus propias formas
de pensamiento. Reconoce a todo esto como el bardo».
Pero, como ocurre a la mayoría de los humanos, el muerto no sabe poner en
práctica estos consejos.
Condicionado por su situación kármica, se deja arrastrar al interior del ciclo
de las manifestaciones características de estado bardo. El cuarto día después
de la muerte el difunto es advertido de que verá esplendores y divinidades.
«Todo el cielo parecerá azul oscuro.» Después verá al bhagavân Vairocana,
blanco de cuyo corazón se manifestará la sabiduría de Dharmadhâtu,
siempre de color blanco, brillante, transparente, resplandeciente,
despidiendo una luz tan fuerte que no se le puede mirar. «Al mismo tiempo,
una luz blanca y pálida, emanada de los devas, te golpeará en la frente.» A
causa de la potencia del mal karma, * el alma tendrá miedo de la luz brillante
de Dharmadhátu y preferirá la luz pálida de los devas. Pero el texto incita al
difunto a no inclinarse por la luz pálida de los devas, a fin de no ser atraído
en el torbellino de las seis lokas,** y a concentrar su pensamiento en
Vairocana. De este modo acabará por fundirse —en un halo semejante al
arco iris— en el corazón de Vairocana y obtendrá la condición de buda en el
centro del Sambhoga-Kâya.
Todavía durante seis días, el difunto tendrá ocasión de elegir entre las luces
puras, que representan la liberación, la identificación con la esencia del
Buda, y las luces impuras, que simbolizan una forma cualquiera de
postexistencia, o sea, el retorno a la tierra.
Después de las luces blancas y azules, verá la luz amarilla, la roja y la verde,
y finalmente todas las luces juntas.
Me es imposible comentar como merecería este texto extremadamente
importante, pues es necesario limitarse a algunas observaciones que interesan
directamente a nuestro tema. Como acabamos de ver, cada hombre tiene la
posibilidad de alcanzar la liberación en el momento de la muerte. Es
suficiente reconocer-se en la clara luz que se experimenta en ese momento.
Luz y «maithuna»
El tantrismo conoce otra posibilidad de experimentar la luz interior, a saber
durante el maithuna, es decir, durante la unión ritual con una joven (mudrâ)
que encarna a la sakti. Hay que precisar que no se trata de un acto profano,
sino de un ceremonial que imita el «juego» divino, ya que no debe acabar
en una emisión seminal. Comentando uno de los más importantes textos
tántricos, el Guhyasamâja Tantra, Candrakirti y Ts' on Kapa insisten sobre
este detalle: durante el maithuna se lleva a cabo una unión de orden místico
(samâpatti), después de la cual la pareja obtiene la conciencia nirvánica. En
el hombre, esta conciencia nirvánica, llamada bodhicitta, «Pensamiento del
Despertar», se manifiesta por —y de alguna manera es idéntica a— una
gota, bindu, que desciende desde lo alto de la cabeza y llena los órganos
sexuales con un chorro de quíntuple luz. Candrakirti prescribe: «Durante la
unión, es necesario meditar sobre el vajra y el padma *** como llenos de la
quíntuple luz».
La «gota» es idéntica a la conciencia nirvánica, y como tal se supone que se
forma en la parte superior de la cabeza, allí donde generalmente se
experimenta la luz interior. En consecuencia, la «gota» es la clara luz de la
conciencia nirvánica. Pero en el tantrismo * la bodhicitta se identifica al
mismo tiempo con la esencia del semen viril. Sería conveniente entrar en
los detalles de la fisiología sutil india para hacer más inteligible este
paradójico proceso. De momento retengamos este hecho: la conciencia
nirvánica es una experiencia de luz absoluta, pero cuando esta luz es
obtenida por el maithuna, es susceptible de penetrar hasta el trasfondo de la
vida orgánica y de descubrir allí también, en la esencia misma del semen
viril, la luz divina, el relámpago primordial que crea el mundo. Para el
mahâyâna, esta identificación de la luz mística con el semen viril no es
absurda, ya que los elementos cósmicos, así como los tathagâtas y, en
último análisis, el Urgrund de toda existencia y la modalidad de la
conciencia despierta, están constituidos por la luz primordial.
Ciertamente, esta metafísica y esta soteriología de la luz van unidas a una
larga y antigua tradición panindia. Y, sin embargo, como lo ha mostrado el
profesor G. Tucci, el Guhyasamâja Tantra y sobre todo los comentarios de
Candrakirti y de Ts' on Kapa, presentan similitudes demasiado evidentes
con el maniqueísmo para no dejar sospechar una eventual influencia irania.
Se piensa especialmente en los cinco elementos luminosos que desempeñan
un papel importante en la cosmología y en la soteriología maniqueas y
también en el hecho de que la parte divina del hombre, la bodhicitta, se
identifica con el semen.
Es probable que influencias iranias hayan actuado igualmente sobre algunos
mitos tibetanos relativos al origen del mundo y del hombre. Uno de estos
mitos cuenta que del vacío primordial emanó una luz azul que produjo un
huevo, del cual se formó el universo. Otro relata que la luz blanca dio
nacimiento a un huevo, del cual salió el hombre primordial. Por último, um
tercer mito da la versión siguiente: del vacío nació el ser primordial y éste
irradió la luz.
Técnicas chinas
Si pasamos a China, la experiencia de la luz anuncia también la superación de
la condición profana.
«Cuando se alcanza la extrema quietud –escribe Chuang Tzu (cap. XXIII)–,
se irradia una luz celeste. Quien ha desarrollado esa luz celeste ve al hombre
interior (el yo real). Solamente mediante esta práctica espiritual el hombre
puede alcanzar la eternidad.» El encuentro con la luz puede ser espontáneo
o el resultado de una larga ascesis. Bajo la dinastía Ming (el siglo XVI), un
discípulo se instaló cerca de un maestro que meditaba hacía treinta años en
una cueva. Una noche en que iba caminando por un sendero de montaña, el
discípulo «sintió un relámpago que circulaba por el interior de su cuerpo y
escuchó el estruendo del trueno en la parte superior de su cabeza». La
montaña, el arroyo, el mundo y su propio yo desaparecieron. Esta
experiencia duró el tiempo que tardan en quemarse cinco pulgaradas de
incienso. En segunda sintió que se había convertido en un hombre
totalmente diferente y que había sido purificado por su propia luz. El
maestro le explicó más tarde que en sus treinta años de meditación había
tenido esta experiencia con bastante frecuencia, pero que había aprendido a
no tomarla en consideración, enseñando a su discípulo que incluso esta voz
mística ha de dejarse a un lado.
En este ejemplo, la experiencia de la luz interior indica una ruptura de
planos, pero ello no significa necesariamente –como en la India– el
encuentro con la realidad última. Sin embargo, ciertas técnicas
psicofisiológicas elaboradas –o sistematizadas– por el neotaoísmo conceden
una gran importancia a la experimentación de las diversas luces interiores.
Todo un grupo de ejercicios, que presentan ciertas semejanzas con el yoga,
persigue lo que se llama la absorción de los hálitos. Estas técnicas consisten
en meditar sobre los hálitos hasta que se llega a ver sus colores y, en ese
momento, absorberlos. Se visualizan los hálitos como si viniesen de los
cuatro puntos cardinales y del centro –es decir, del universo entero–, y se
les absorbe, forzándolos a penetrar en el cuerpo. De este modo, la energía
cósmica –a la vez esencia de la vida y germen de inmortalidad– llena
interiormente el cuerpo, iluminándolo y transmutándolo, porque el ideal del
taoísmo no es la liberación, sino la vida gloriosa e ilimitada, la beatitud de
una existencia perfectamente integrada en los ritmos cósmicos.
Este procedimiento de absorción de hálitos coloreados parece derivar de una
técnica más antigua, que tiene como fin la absorción del hálito del sol. He
aquí cómo se debe proceder según el tratado neotaoísta. «Al alba (tres a
cinco de la mañana), en el momento en que sale el sol, sentado o de pie,
[pero] concentrando la atención, hacer rechinar los dientes nueve veces;
desde el fondo del corazón llamar al houen del sol, que brilla como una
perla, con reflejos verdes que se transforman en un halo rojo, rojo
adolescente, imagen misteriosamente llameante; después cerrar los ojos y
mantenerlos bien cerrados, meditar sobre el hecho de que los cinco colores
que hay en el sol se expanden en forma de halo y vienen a acariciar el
cuerpo, llegando por debajo hasta los pies y por arriba hasta la coronilla.
Además, hacer que en el medio de la nube brillante haya un hálito púrpura
parecido a la pupila del ojo, etcétera.»
Puede llegarse al mismo resultado absorbiendo, en lugar del hálito del sol,
su imagen. Se escribe el signo del sol en un cuadrado o en un círculo, «y
cada mañana, de cara hacia el este, teniendo el papel en la mano derecha,
concentrarse sobre él de modo que se convierta en el propio sol
resplandeciente; entonces absorberlo y retenerlo en el corazón». Por último,
otro procedimiento consiste en meditar a medianoche, «sobre el hecho de
que el sol entra por la boca en el corazón e ilumina todo el interior de éste,
de modo que se hace tan brillante como el sol; se les deja así un cierto
tiempo y se siente que el corazón se calienta». En este último ejemplo, el sol
real no desempeña ningún papel, pero su imagen es interiorizada y
proyectada en el corazón a fin de despertar allí la luz interior. Otro texto
añade un detalle significativo: después de haber visualizado el disco solar –
rojo y del tamaño de una moneda–, que se encuentra en medio del corazón,
se hace circular esta imagen a través de todo el cuerpo.
Irán
Como ya señalaba R. Rilhelm, el papel capital de la luz en El misterio de la
flor de oro nos hace pensar en Persia. Se han identificado igualmente
influencias iranias en los mitos tibetanos del hombre primordial que
acabamos de analizar. Ahora vamos a abordar el muy complicado problema
de las influencias iranias en Asia central y extremo-oriental. Hagamos notar,
sin embargo: primero, que no es preciso atribuir un origen iranio a todas las
formas de dualismo o de antagonismo que se encuentran en Asia; segundo,
que no es necesario explicar por influencia irania todas las concepciones
que identifican el espíritu puro, o el ser, con la luz. Hemos visto que la
India, a nivel de los Brâhmanas y de las Upanishads, asimila el ser y el
espíritu a la luz. Pero la especulación irania ha elaborado, en un grado
desconocido por las demás, el antagonismo luz-tinieblas, comprendiendo en
la luz no solamente el Dios bueno y creador, Ahura Mazda, sino también la
esencia de la creación y de la vida y, sobre todo, el espíritu y la energía
espiritual. En varias de sus conferencias Eranos, Henry Corbin ha
desarrollado brillantemente los diversos aspectos e implicaciones de la
teología de la luz en el zoroastrismo y la gnosis ismaeliana, y sería inútil
exponer aquí los resultados de estas investigaciones.
Digamos solamente que ciertas imágenes utilizadas por el zoroastrismo para
expresar la consustancialidad espíritu-luz recuerdan la imaginería india,
particularmente la del budismo. Así, el Denkart precisa que la luminosidad
de Zaratustra en el vientre de su madre, durante los tres últimos días
anteriores a su nacimiento, era tan intensa que iluminaba todo el pueblo de
su padre. La sabiduría, la santidad, en una palabra: la espiritualidad pura,
son simbolizadas aquí –como en la India– por la más intensa luminosidad.
Y lo mismo que la doctrina upanishádica asimilaba el âtman a la luz
interior, un capítulo del Gran Bundahisn identifica el alma con el xvarna,
con la «luz de la gloria», con la «pura luminiscencia que constituye las
creaciones de Ormuz en su origen». Pero a diferencia de la India, sabemos
relativamente poco con respecto a la experiencia de la luz interior en el
antiguo Irán.
Lo que sí parece cierto es que los iranios consideraban las epifanías de la
luz, y, en primer lugar, la aparición de una estrella sobrenatural, como el
signo anunciador por excelencia del nacimiento del cosmocrátor y del
salvador. Y como el nacimiento del futuro rey redentor del mundo tendría
lugar en una gruta, la estrella o la columna de luz brillaría por encima de la
gruta. Es probable que los cristianos hayan tomado de los partos la
imaginería de la natividad del cosmocrátor-redentor y la hayan aplicado a
Cristo (cf. Widengren, op. cit., p. 70). Las fuentes cristianas más antiguas
que sitúan la natividad en una cueva son el Protoevangelio de Santiago
(XVIII, 1 y ss.), Justino mártir y Orígenes. Justino atacaba a los iniciados en
los misterios de Mithra, que, «poseídos por el diablo, pretendían realizar sus
iniciaciones en un lugar que ellos llamaban speleum. Este ataque prueba que
ya en el siglo II los cristianos percibían la analogía entre el speleum
mithríaco y la gruta de Belén.
Pero son especialmente la estrella y la luz que brilla por encima de la gruta
las que han desempeñado un papel importante en las creencias religiosas
cristianas y en la iconografía. Ahora bien: como han demostrado
últimamente Monneret de Villard y Widengren, este motivo es muy
probablemente iranio. El Protoevangelio (XIX, 2) habla de una luz cegadora
que inundaba la gruta de Belén. Cuando ésta comenzó a retirarse, apareció
el Niño Jesús. Lo que viene a decir que la luz era consustancial a Jesús, o
bien una de sus epifanías.
Pero es el autor anónimo del Opus imperfectum in Matthaeum (Patr. Gr.,
LVII, col. 637-638) quien introduce elementos nuevos –probablemente de
origen iranio– en la leyenda. Según él, los doce Reyes Magos vivían en los
alrededores del monte de las Victorias. Conocían la revelación secreta de
Set concerniente a la venida del Mesías y cada año escalaban la montaña,
donde se encontraba una gruta con fuentes y árboles. Allí oraban a Dios en
voz baja durante tres días, esperando la aparición de la estrella. Esta
apareció finalmente bajo la forma de un niñito, que les dijo que marchasen a
Judea. Guiados por la estrella, los Reyes Magos viajaron durante dos años.
De regreso, contaron el prodigio del cual habían sido testigos. Y cuando el
apóstol Tomás, después de la resurrección, llega a su país, los Reyes Magos
piden ser bautizados (Monneret de Villard, pp. 22 y ss.).
Con algunos desarrollos muy sugestivos, esta leyenda se encuentra en la
Crónica de Zugnîn, obra siria conocida largo tiempo bajo el nombre de
Pseudo-Dionisio de Tell Mhare. La Crónica de Zugnîn se detiene en los
años 774-775, pero su prototipo (como, por otra parte, el del Opus
imperfectum) debe ser anterior a finales del siglo VI (Monneret de Villard,
p. 52). He aquí el resumen de los pasajes que interesan a nuestro propósito:
después de haber anotado en un libro todo lo que Adán le había revelado
sobre la venida del Mesías, Set depositó el texto en la cueva de los tesoros
de los misterios ocultos. Comunicó a sus hijos el contenido de estos
misterios, ordenándoles escalar cada mes la montaña y penetrar en la gruta.
Los doce «Reyes Sabios» del país de Shyr, «reyes hijos de reyes», llevan a
cabo fielmente la ascensión ritual a la montaña, esperando el cumplimiento
de la profecía de Adán. Un día, divisan una columna de luz inefable
coronada por una estrella cuyo esplendor eclipsaba al de varios soles. La
estrella penetró en la caverna de los tesoros, que se hizo resplandeciente.
Una voz invitó a los reyes a entrar. Penetrando en la gruta, los reyes quedan
cegados por la luz y se arrodillan. Pero la luz se concentra y, poco tiempo
después, aparece bajo la forma de un hombre pequeño y humilde, que les
comunica que ha sido enviado por el Padre celestial. Les aconseja tomar el
tesoro que ha sido depositado en la gruta por sus antepasados e ir a Galilea.
Conducidos por la luz, los reyes llegan a Belén. Allí encuentran una gruta
parecida a la caverna de los tesoros. Y el prodigio se repite: la columna de
luz y la estrella descienden y penetran en la gruta. Se escucha una voz que
les invita a entrar, y los reyes se internan en la gruta. Se prosternan delante
del Niño glorioso y depositan sus coronas a sus pies. Jesús les saluda como
«hijos del Oriente y de la suprema luz», «dignos de ver la luz primordial y
eterna». Durante este tiempo, la gruta se ilumina completamente. El Niño,
«Hijo de la Luz», les habla largamente, llamándoles «los que han recibido la
luz y son dignos de recibir la luz perfecta». Los reyes inician el camino de
retorno. En la primera parada, cuando están comiendo sus provisiones,
tienen de nuevo experiencias luminosas. Uno de ellos ve «una gran luz sin
par en el mundo»; otro, «una estrella que oscurecía el resplandor del sol»,
etc. De vuelta a su país, los reyes cuentan lo que han visto. Más tarde, el
apóstol Judas Tomás llega a Shyr y comienza a propagar la fe. Los reyes
reciben el bautismo y en aquel momento un Niño luminoso desciende del
cielo y les habla.
De este relato prolijo y desaliñado retengamos los aspectos que atañen a
nuestro propósito: primero, predominio de las epifanías luminosas (columna
de luz, estrella, Niño luminoso, luz cegadora, etc.), que reflejan todas las
concepciones de Jesús como luz inefable; segundo, la natividad en una
gruta; tercero, el nombre del país, llamado en la Crónica Shyr, resulta ser la
corrupción de Shyz, lugar de nacimiento de Zaratustra; el «monte de las
Victorias» está, pues, situado en el país de Shyz; cuarto, este «monte de las
Victorias» parece ser una réplica de la montaña cósmica irania, Hara
Barzaiti, es decir, del Axis Mundi que une el cielo con la tierra. Es, pues, el
«centro del mundo» donde Set esconde la profecía sobre la venida del
Mesías y es allí donde la estrella anuncia el nacimiento del cosmocrátor-
redentor. Según las tradiciones iranias, el xvarna que brilla por encima de la
montaña sagrada es el signo anunciador del Saoshyant, el redentor
milagrosamente nacido de la simiente de Zaratustra. Señalemos, por último,
el simbolismo de la ascensión periódica al «monte de las Victorias», ya que
es en el «centro del mundo» donde la luz escatológica se deja ver por
primera vez.
Todos estos elementos forman parte integrante del gran mito sincretista,
fuertemente iranizado, del cosmocrátor-redentor. Bajo una forma u otra,
este mito ha influido ciertamente sobre el judaísmo tardío y el cristianismo.
Algunas de sus ideas religiosas preceden, sin embargo, al culto de Mithra y
al sincretismo iranosemita. Para no citar más que un ejemplo, según las
tradiciones judías, el Mesías aparecerá en la cima de una montaña. Ahora
bien: esta idea deriva de la imagen de la montaña divina —Sión— situada al
«norte» (cf., por ejemplo, el salmo 48,3), concepción ya atestiguada entre
los cananeos, pero conocida también por los babilonios. De un modo más o
menos sistemático, las religiones del Próximo Oriente antiguo habían
articulado en un escenario mítico-ritual los elementos siguientes: montaña
cósmica, «paraíso» palacio del Dios supremo o lugar del nacimiento del
cosmocrátor (redentor), salvación del mundo (regeneración cósmica)
efectuada por la entronización de un nuevo soberano. Lo que interesa a
nuestro propósito es que la expresión irania de la natividad del cosmocrátor-
redentor estaba dominada por las imágenes de la luz, de la estrella y de la
gruta, y que son imágenes que han sido recogidas y elaboradas por las
creencias populares cristianas.
El bautismo y la transfiguración
Posiciones teológicas semejantes han sido tomadas por las dos religiones
monoteístas: el cristianismo y el islamismo. Pero como lo que nos interesa
no es la teología, sino ante todo la experiencia de la luz interior, veamos
cómo ésta ha sido conocida y valorada en el cristianismo primitivo. Uno de
los momentos más importantes de misterio cristiano consiste en una
epifanía de luz divina: la transfiguración de Jesús. La luz mística se
encuentra igualmente implicada en el principal sacramento cristiano: el
bautismo.
Ciertamente, el simbolismo del bautismo es extremadamente rico y
complejo, pero los elementos luminosos e ígneos desempeñan un papel muy
importante. Justino, Gregorio Nacianceno y otros Padres de la Iglesia
llaman al bautismo «iluminación» (fotismós). Bien entendido que ellos se
fundan en dos pasajes de la Epístola a los Hebreos (6, 4; 10, 32), donde
aquéllos que han sido iniciados en el misterio cristiano, es decir, que han
sido bautizados –porque es así como lo interpreta la traducción siriaca de
estos pasajes–, son designados con el término fotiscentes, «iluminados». Ya
en el siglo II, Justino (Dial., 88) menciona una leyenda según la cual,
durante el bautismo de Jesús, «el fuego se encendió en el Jordán». Existe un
conjunto de creencias, de símbolos y de ritos cristalizados alrededor de la
noción del bautismo de fuego. El Espíritu Santo está representado como una
llama; la santificación se expresa por imágenes de fuego o por imágenes
resplandecientes. Es ésta una de las fuentes doctrinales que apoyan la
creencia de que la perfección espiritual, o sea, la santidad, no sólo hace al
alma capaz de ver el cuerpo luminoso de Cristo, sino que ella misma va
acompañada igualmente de fenómenos exteriores: el cuerpo del santo
irradia luz o brilla como un fuego ardiente.
La otra fuente de esta creencia es, evidentemente, el misterio de la
transfiguración de Cristo en la montaña (identificada más tarde como el
monte Tabor). Puesto que todo acto de Jesús se convierte en modelo
ejemplar para el cristiano, el misterio de la transfiguración constituye
también un modelo trascendente de perfección espiritual. Al imitar a Cristo,
el santo merece, por la gracia divina, ser transfigurado en esta misma vida.
Así, al menos, ha entendido la Iglesia oriental el misterio del Tabor. Puesto
que la transfiguración constituye el fundamento de toda la mística y la
teología cristianas de la luz divina, sería interesante saber en qué sentido ha
sido esperada, o presentida, por el judaísmo.
Harald Riesenfeld ha puesto de relieve, en su libro Jesús transfigurado (Lund,
1947), el trasfondo judío de este misterio.
Algunas de sus interpretaciones, sobre todo la referente a los aspectos
culturales de la monarquía entre los israelitas, han sido discutidas, pero esto
no tiene repercusión directa sobre nuestro propósito. De este trasfondo judío
de la transfiguración hay que retener: primero, la idea de luz está inclusa en
el concepto de «gloria» divina, y encontrar a Yahvé es penetrar en la luz de
la gloria; segundo, Adán fue creado como un ser resplandeciente, pero el
pecado le hizo perder la gloria; tercero, un día la gloria reaparecerá con el
Mesías, que brillará como el sol, porque el Mesías es luz y lleva la luz;
cuarto, en el mundo venidero los justos tendrán los rostros resplandecientes,
puesto que la luz es el signo del mundo futuro renovado; quinto, cuando
Moisés descendió del monte Sinaí (Éxodo, 34, 29 y ss.) su cara estaba tan
brillante que Aarón y el pueblo entero sintieron miedo.
Es importante hacer resaltar el contexto veterotestamentario y mesiánico de
la transfiguración de Jesús para comprender mejor las raíces históricas del
cristianismo primitivo. Pero al observar detenidamente, se advierte que la
ideología veterotestamentaria y mesiánica implícita en el misterio del monte
Tabor, aunque históricamente esté relacionada con la experiencia religiosa
de Israel y, hasta cierto punto, con la protohistoria religiosa del Próximo
Oriente, no es radicalmente extraña a otros climas religiosos. Que la luz sea
la epifanía ejemplar de la divinidad es, ya lo hemos visto, un clisé en las
teologías indias. El Adán resplandeciente se puede comparar al primordial
hombre de luz de los mitos iranios e indotibetanos. Igualmente, el esplendor
de todos aquéllos que han realizado la perfección espiritual o han recibido la
gracia de contemplar cara a cara a la divinidad, es un acontecimiento no
infrecuente en la India.
Precisemos: no se trata de equivalencias perfectas, de identidad de
contenidos religiosos o de formulaciones ideológicas, sino de similitudes,
afinidades, simetrías. Todo depende, en última instancia, del valor teologal
o metafísico que se haya concedido a la experiencia mística de la luz.
Veremos en seguida que en el senode una misma religión —el cristianismo,
por ejemplo— sus valoraciones pueden ser divergentes y contradictorias.
Pero no es menos importante comprobar que también existe unidad y
simetría entre las figuras, los símbolos e incluso las ideologías de las
religiones asiáticas y la religión revelada por excelencia, el monoteísmo
judío y, por consiguiente, el cristianismo. Esta comprobación nos lleva a
suponer que existe algo más que cierta unidad a nivel de la experiencia
mística: una verdadera equivalencia de imágenes y de símbolos utilizados
para expresar dicha experiencia. Es sobre todo a partir de la
conceptualización de la experiencia mística, donde se precisan las
diferencias y se descubren las rupturas.
Mística de la luz
Un estudio fenomenológico de la luz mística debería tener en cuenta tanto la
luz que ciega a san Pablo en el camino de Damasco, como las diversas
experiencias luminosas de san Juan de la Cruz; tanto el famoso y misterioso
papel de Pascal con la palabra «fuego» escrita en mayúsculas, como el
éxtasis de Jakob Boehme provocado por la reflexión del sol sobre un plato y
seguido de una iluminación intelectual tan perfecta que parecía haber
comprendido todos los misterios; y tantas otras experiencias menos
conocidas, como la de la venerable Serafina de Dios, carmelita nacida en
Capri (t 1699), cuyo rostro, después de la comunión y en la oración,
irradiaba como una llama y cuyos ojos arrojaban destellos como de fuego;
incluso las experiencias del infortunado padre Surin, que, después de haber
sufrido durante largos años la influencia de los diablos de Loudun, conoció
hacia el fin de su vida algunas horas beatíficas: cierto día en que se paseaba
por el jardín, la luz del sol era tan intensa, tan brillante y, sin embargo, tan
dulce, que le pareció pasearse por el paraíso. No menos significativas,
dentro de las místicas musulmanas, son las visiones luminosas que
acompañan a diversas fases del shikr: ya se trate de las siete «luces
coloreadas» percibidas sucesivamente por el ojo interior del asceta en el
estadio del shikr del corazón, ya sea la luz efusiva a la que se accede
durante el dhikr de la intimidad, luz divina que no se extingue. Tanto el uno
como el otro dhikr pueden ser acompañados de irradiaciones objetivas.
Luz y tiempo
Veamos ahora el relato de una experiencia contemporánea, la que tuvo en
una iglesia de pueblo, mientras se entonaba el Te Deum, W L. Wilmhurst,
el autor de Contemplations. Observó «en la nave, a su lado, un humo
azulado que salía de los intersticios del pavimento. Observando más
atentamente, me percaté de que no se trataba de humo, sino de algo más
sutil, más inasible: una bruma delicada de naturaleza luminosa (self-
luminous), de color violeta, diferente de todo vapor físico [...]. Pensando
que se trataba de un efecto óptico o de una ilusión momentánea, dirigí mi
mirada más lejos, a lo largo de la nave, pero allí también aparecía la misma
bruma fina [...]. Observé con asombro que aquello se prolongaba más allá
de los muros y del techo del edificio y que no estaba limitado por éstos.
Podía mirar a través de los muros y ver el paisaje existente fuera de ellos
[...]. Veía simultáneamente todos los puntos de mi cuerpo, y no solamente
con mis ojos [...]. A pesar de que mi percepción era muy intensa, no existía
pérdida de contacto con mi medio físico ni con mis facultades sensoriales
[...]. Sentí una dicha y una paz indecibles. En aquellos momentos, la bruma
azul y luminosa en la que estábamos sumidos yo y cuanto me rodeaba se
transformó en un nimbo dorado, en una luz inexpresable [...]. La luz dorada,
cuya bruma violeta parecía ahora haber sido el velo o franja exterior,
emergía de un globo central inmenso y brillante [...]. Pero lo más
maravilloso era que estos rayos y estas oleadas de luz, esta vasta extensión
de fotosfera, e incluso el gran globo central, estaban llenos de criaturas
vivientes [...]. Un solo organismo coherente que llenaba todo el espacio,
pero un organismo compuesto de infinidad de existencias individuales [...].
Vi, además, que estos seres estaban presentes por millares de millones en la
iglesia en que yo me encontraba; que se interpenetraban y que pasaban sin
dificultad tanto a través de mí mismo como a través de las demás personas
[...]. El ejército celestial atravesaba esta asamblea humana como el viento
atraviesa un bosquecillo...».
Interrumpo aquí la traducción de fragmentos de este asombroso relato; las
situaciones que siguen atañen más bien a la fenomenología de la
experiencia mística en general. La particularidad de esta experiencia
consiste en que no fue repentina, sino que se desarrolló en el tiempo. No
hubo iluminación espontánea, sino un paso de la bruma azulada, semejante
a una humareda, a un vapor violeta primero y por último a la luz dorada,
deslumbrante. La visión se modifica y cambia sin cesar de naturaleza: al
principio, el espacio de luz violeta se expande hacia todos lados, y el autor
puede ver en todas las direcciones, a través de los muros, más allá de la
iglesia y del pueblo. Después de esta experiencia experimenta una felicidad
y una paz inefables, y es en este estado de serenidad espiritual cuando la luz
se torna dorada y él percibe el globo central e inmediatamente descubre los
millares de millones de seres espirituales.
Esta visión fue seguida por otra en la que todo lo que corresponde al tiempo
y al espacio se borró de su conciencia, quedando solamente «las cosas
inefables y eternas». Y la conciencia, escribe, «sobrepasa su último límite y
entra en la zona de la ausencia de formas (formless) y de lo increado».
Entonces dejó de tener conciencia del mundo físico que le rodeaba. Sin
embargo, el rapto no duró más que algunos instantes, puesto que, cuando
volvió en sí, el Te Deum aún no había terminado. Se advertirá la rapidez del
paso de un modo de visión al otro, de la sensación de una luz física a la
percepción de un mundo puro, trascendental, más allá del tiempo y del
espacio. Fue como una iniciación mística precipitada, en la que se
quemaron las etapas.
Una experiencia análoga, aunque más sumaria, es relatada por Warner Allen
en su libro The Timeless
Moment (I946). Esta experiencia tuvo lugar entre dos notas sucesivas de la
Séptima Sinfonía de Beethoven, sin que ello supusiera interrupción en
cuanto a la música que estaba escuchando. He aquí la descripción de
Warner Allen: «Había cerrado los ojos y observaba la luz plateada, que
tomaba la forma de un círculo con un foco central más brillante que el resto.
El círculo se convirtió en un túnel de luz que provenía de un lejano sol y
desembocaba en el corazón del yo (the heart of the Self). Rápida y
suavemente fui transportado por el túnel, y conforme avanzaba, la luz
pasaba de un tono plateado a un tono dorado. Tuve la impresión de extraer
fuerza de un mar ilimitado de potencia y el sentimiento de una paz
creciente.
La luz se hizo más brillante, pero jamás cegadora o alarmante. Llegué a un
punto donde el tiempo y el movimiento cesaron de existir [...]. Fui
absorbido en la luz del universo, en la realidad brillante como un fuego por
el conocimiento de sí misma, pero sin que dejase de ser uno y yo mismo;
absorbido como una gota de mercurio en el todo y, sin embargo, separado
como un grano de arena en el desierto. La paz que sobrepasa la
comprensión y la palpitante energía están en el centro [...], allí donde todos
los contrarios están reconciliados».
El interés de esta experiencia es, ante todo, de orden metafísico: nos revela
la paradoja de un modo de ser en el tiempo y fuera del tiempo
simultáneamente, lo cual supone de alguna manera una coincidentia
oppositorum. El autor tiene la conciencia de ser él mismo y a la vez de estar
absorbido en el todo; goza conjuntamente de una conciencia personal y
transpersonal, poseyendo al mismo tiempo la revelación de un centro
ontológico, de un Urgrund donde los contrarios están reconciliados. El
preámbulo de esta revelación –ese túnel de luz que une el yo con un sol
alejado– merecería todo un estudio. Pero quiero incluir todavía un texto
más, que resulta particularmente instructivo, ya que su autor es, a la vez, un
observador escrupuloso y un hombre avisado. En efecto, C. H. M.
Whiteman es profesor de Matemáticas de la Universidad de Ciudad del
Cabo y está familiarizado con la metafísica y con la teología mística del
Oriente y del Occidente, al mismo tiempo que dispone de un número
considerable de observaciones personales que conciernen a los diversos
estados parapsicológicos.
Veamos el relato de una experiencia que tuvo a los veinticuatro años.
Durante la noche, pero no en sueños, se vio «separado» del cuerpo y
elevado rápidamente a una gran distancia. «Repentinamente, sin ningún otro
cambio, mis ojos se abrieron. En lo alto y delante de mí y, sin embargo en
mí, alrededor de mí y siendo mía, estaba la gloria de la luz arquetípica.
Nada puede ser más realmente luz. No se trata de una luz plana, material,
sino de la propia luz creadora de la vida, desbordando amor y comprensión,
y engendrando todas las otras vidas con su sustancia [...]. (N. B. Prosigo mi
resumen sin incluir aquello que no interesa directamente a nuestro tema.)
Lejos y hacia abajo, tanto como se pueden ver las cosas en esos momentos
sin desviarte, apareció algo semejante a la superficie de la tierra. Pero esto
duró solamente un momento. Parecía tratarse de una visión representativa
que ponía de manifiesto la inmensa altura a la que se había elevado el alma
y su vecindad con el sol.
»¿Cómo podría describir la fuente? ¿Cómo describir su dirección? Aunque
se dirigía hacia lo alto y hacia delante, no se trataba de una dirección
geométrica y en relación con alguna otra cosa, sino de una dirección
absoluta por su propia naturaleza arquetípica. Era la fuente de la vida y de la
verdad, era la fuente de todas las ideas de vida y de verdad, y, sin embargo,
se manifestó en el espacio.
»Y he aquí que, de pronto, sin ningún cambio de dirección, la luz se dejó
ver en un solo punto. Y en este punto estaba la idea de doce; pero no un
"doce" que pueda ser contado, que sea divisible en unidades, sino la idea de
doce que se halla en todos nuestros conceptos de doce; incomprensible
salvo dentro de la divinidad. Y pasando incluso a través de esta luz [...],
llegué hasta la idea arquetípica del Padre. Pero entonces la comprensión y el
dominio comenzaron a palidecer, y la oscuridad del espíritu tomó
insensiblemente su lugar a causa del debilitamiento del yo. Por un momento
me pareció ver a un nivel inferior una representación de la idea del siete.
Pero esta idea, ¿era objetiva o sugerida por la imaginación? No lo pude
distinguir. Y en seguida la conciencia se instaló de nuevo en el cuerpo».
He querido concluir con esta experiencia, donde se encuentra la cifra 12,
que ya habíamos encontrado también en el sueño del comerciante
americano. La precisión y la riqueza del relato son notables. Se ve que el
autor es matemático y que ha leído a bastantes teólogos y filósofos. Lo que
nos dice sobre la percepciónde la luz, sobre la dirección de la fuente de luz,
sobre la fuente de las ideas de vida y de verdad, nos hace pensar que la
imprecisión y la vaguedad con las que son descritas ciertas experiencias
similares se deben, sobre todo, a la falta de cultura filosófica de sus autores.
Lo que se nos presenta como «imposible de describir» o más allá de la
comprensión no se debe sólo al contenido de la experiencia, sino también a
la insuficiencia filosófica del autor del relato. A diferencia de los otros
ejemplos modernos que acabo de citar, esta experiencia es la de un creyente
revestido de filósofo. Se trata del éxtasis de un hombre ya predispuesto por
sus numerosas experiencias de «abandono del cuerpo» y espiritualmente
preparado por su fe y su filosofía religiosas. En estas circunstancias, según
nos revela el autor, este encuentro con la luz divina no ha supuesto una
ruptura en su vida, como era el caso, por ejemplo, del doctor Bucke, sino
que le sirvió para profundizar su fe y esclarecerla filosóficamente.
Consideraciones finales
Acabamos de pasar revista a una serie de creencias y experiencias sobre la
luz, atestiguadas un poco en todas partes, a través del mundo, y relacionadas
con las diversas religiones e incluso dentro de ideologías no religiosas.
Intentemos ahora ver hasta qué punto estas experiencias se parecen y en qué
medida se diferencian. Ante todo, es necesario distinguir entre la luz
subjetiva y los fenómenos luminosos objetivamente percibidos por otras
personas. En las tradiciones india, irania y cristiana estas dos categorías de
experiencias son solidarias y, fundamentalmente, las justificaciones que se
aportan a esta solidaridad se parecen: la divinidad (o el ser, en la India)
como siendo luz o emanando de la luz, los sabios (en la India) o aquéllos
que llegan a la unio mystica irradian luz (Bhagavad-Gitâ, bhakti;
chamanismo).
La morfología de la experiencia subjetiva de la luz es extremadamente vasta;
sin embargo se pueden destacar algunos tipos más frecuentes.
Primero. Existe la luz tan potente que aniquila de alguna manera el mundo
circundante, y aquél a quien se revela queda cegado. Es el caso de la
experiencia de san Pablo en el camino de Damasco y de tanto otros santos.
Hasta cierto punto, también la de Arjuna en la Bhagavad-Gitâ.
Segundo. Hay la luz que transfigura el mundo sin abolirlo; la experiencia de
una luz sobrenatural muy intensa que ilumina hasta las profundidades de la
materia, pero dejando subsistir las formas. Especie de luz paradisíaca que
revela el mundo tal como él era en su perfección primera o, en la tradición
judeocristiana, tal como era antes de la caída de Adán. En esta categoría se
ordenan la mayoría de las experiencias místico-luminosas, tanto cristianas
como no cristianas.
Tercero. Bastante próximo a este tipo de experiencia se encuentra la
iluminación (qaumanek) del chamán esquimal, que le hace capaz de ver a
grandes distantias y percibir entidades espirituales. Podría decirse que se
trata de una visión extrarretiniana que permite ver no sólo muy lejos, sino
en todas direcciones a la vez, revelando la presencia de seres espirituales, o,
por último, el desvelamiento de las estructuras últimas de la materia que
comportan un acrecentamiento vertiginoso de la comprensión. Todavía hay
que añadir las diferencias entre los distintos universos místicamente
percibidos durante la experiencia: el universo cuya estructura parece ser la
misma que la del universo natural –con la diferencia de que ahora se le
comprende verdaderamente– el universo que revela una estructura
inaccesible al estado de vigilia.
Cuarto. Igualmente, hay que hacer una distinción entre la experiencia de
instantaneidad y los diversos tipos de luz progresivamente percibida, cuya
intensidad creciente va acompañada de un sentimiento de paz profunda, de
la certidumbre de la inmortalidad del alma o de una comprensión de orden
sobrenatural. Quinto. Por último es preciso distinguir entre la luz que se
revela en tanto que presencia divina personal y la luz que revela una
sacralidad impersonal: la del mundo, la vida, el hombre, la realidad y, en
última instancia, la sacralidad que se descubre en el cosmos cuando se le
contempla en cuanto obra divina.
Es importante subrayar que, cualquiera que sea la naturaleza y la intensidad
de la experiencia de la luz, ésta siempre evoluciona en experiencia religiosa.
Entre todos los tipos de experiencia de luz que acabamos de citar existe un
denominador común: hacen salir al hombre de su universo profano o de su
situación histórica, proyectándole hacia un universo cualitativamente
diferente, un mundo completamente distinto, trascendente y sagrado. La
estructura de este universo sagrado y trascendente varía de una cultura a
otra, de una religión a otra. Y ya hemos insistido suficientemente sobre este
punto para eliminar toda confusión. Pero existe, sin embargo, este elemento
común: el universo que se descubre mediante el encuentro con la luz se
opone al universo profano –o le trasciende–, dado que él es de esencia
espiritual, es decir, sólo accesible a aquéllos para quienes el espíritu existe.
He destacado repetidas veces que la experiencia de la luz cambia
radicalmente el status ontológico del sujeto, abriéndole al mundo del
espíritu. Que en la historia de la humanidad existen mil modos de concebir
o de valorizar el mundo del espíritu es evidente; no puede ser de otro modo,
ya que toda conceptualización está irremediablemente limitada por el
lenguaje y, por consiguiente, por la cultura y por la historia. Podría decirse
que la significación de la luz sobrenatural se da directamente en el alma de
quien la experimenta, y, sin embargo, esta significación no llega plenamente
a la conciencia mientras que no se integra en una ideología preexistente. La
paradoja consiste en que la significación de la luz es, en suma, un
descubrimiento personal y que, por otro lado, cada uno descubre lo que
cultural y espiritualmente estaba preparado para descubrir. Y, en fin, queda
este hecho que nos parece fundamental: que cualquiera que sea la
integración ideológica ulterior, el encuentro con la luz produce una ruptura
en la existencia del sujeto que le revela, o le desvela con mayor claridad que
antes, el mundo del espíritu, de lo sagrado, de la libertad; en una palabra: la
existencia en tanto que obra divina o el mundo santificado por la presencia
de Dios.
1957
2. MEFISTÓFELES Y EL ANDRÓGINO O EL MISTERIO DE LA
TOTALIDAD
La «simpatía» de Mefistófeles
Hace ya alrededor de veinte años, releyendo por azar el «Prólogo al cielo»
del Fausto, después de haber releído Serafita de Balzac, creí entrever entre
estas dos obras una cierta simetría que no llegaba a descifrar. Lo que me
fascinaba y me turbaba a la vez en el «Prólogo al cielo» era la indulgencia
y, todavía más, la simpatía mostrada por Dios frente a Mefistófeles. «Von
allen Geistern», decía Dios,
Von allen Geistern, die verneinen,
Ist mir der Schalk am wenigsten zur Last.
Des Menschen Tätigkeit kann allzuleicht erschlaffen,
Er liebt sich bald die unbedingte Ruh; Drum geb' ich
gern ihm den Gesellen zu,
Der reizt und winkt und muss als Teufel schaffen.
( Entre todos los
espíritus negadores es
el Maligno quien
menos me molesta.
La actividad del hombre se relaja con
demasiada facilidad, en seguida se
complace en el reposo absoluto; por
este motivo me ha complacido darle
este compañero quien le aguijonea y
estimula y, como diablo que es, debe
trabajar.)
Por lo demás, la simpatía es recíproca. Cuando el cielo se cierra y los
arcángeles desaparecen, Mefistófeles se queda solo. Entonces reconoce que,
de vez en cuando, a él también le satisface el «Viejo»: «Von Zeit zu Zeit
seh' ich den Altern gern...»
Se sabe que en el Fausto de Goethe ninguna palabra está empleada al azar.
Me parecía, pues, que la repetición del adjetivo gern «con satisfacción» –
pronunciado una vez por Dios y la segunda vez por Mefistófeles–, debía de
tener algún significado. Aunque fuese paradójico, existía una «simpatía»
inadvertida entre Dios y el espíritu negador.
Evidentemente, integrada en el conjunto de la obra de Goethe, esta
«simpatía» se hace comprensible. Mefistófeles estimula la actividad
humana. Para Goethe, el mal, lo mismo que el error, son productivos. «Si no
cometes errores, no obtendrás la comprensión», dice Mefistófeles al
Homúnculo (v. 7847). «La contradicción nos hace productivos» confiaba
Goethe a Eckermann el 28 de marzo de 1827. Y en una de sus Máximas (n.
85), anotaba: «a veces no comprendemos cómo un error es capaz de
movernos y de incitarnos a la acción con la misma fuerza que lo haría una
verdad.» O, más claramente todavía: «la Naturaleza no se preocupa de los
errores; los repara ella misma sin preocuparse de lo que pueda salir de todo
aquello».
Dentro de la concepción de Goethe, Mefistófeles es el espíritu que niega,
que protesta y, sobre todo, el que detiene el flujo de la vida e impide que las
cosas se realicen. La actividad de Mefistófeles no está dirigida contra Dios,
sino contra la vida. Mefistófeles es «el padre de todos los impedimentos»
(der Vater aller Hindernisse, Fausto, v. 6209). Lo que Mefistófeles pide a
Fausto es que se detenga. «Verweile doch!», fórmula de inspiración
mefistofélica por excelencia. Mefistófeles sabe que en el momento en que
Fausto se detenga habrá perdido su alma. Pero la detención no es una
negación del Creador, sino de la vida. Mefistófeles no se opone
directamente a Dios, sino a la vida, su principal creación. En lugar del
movimiento y de la vida, se esfuerza en imponer el reposo, la inmovilidad,
la muerte. Porque lo que cesa de cambiar se descompone y perece. Esta
«muerte en vida» se traduce por la esterilidad espiritual; es, en definitiva, la
condenación. Quien ha dejado perecer en lo más profundo de sí mismo las
raíces de la vida, cae bajo la potencia del espíritu negador. El crimen contra
la vida, deja entender Goethe, supone un crimen contra la salvación.
Y, sin embargo –como se ha hecho notar frecuentemente–, aunque
Mefistófeles se opone al flujo de la vida por todos los medios, al propio
tiempo la estimula. Lucha contra el bien, pero acaba favoreciendo el bien.
Este demonio que niega la vida es, sin embargo, un colaborador de Dios.
Por eso a Dios, en su presciencia divina, le satisface colocarlo al lado del
hombre como un compañero.
Podrían multiplicarse fácilmente los textos que demuestran que para Goethe
el error y el mal son necesarios, no sólo para la existencia humana, sino
también para el cosmos, al que Goethe denomina el «Todo-Uno». Desde
luego que no se ignoran las fuentes de esta metafísica inmanentista:
Giordano Bruno, Jacob Boehme, Swedenborg. Pero no me parece que el
estudio de las fuentes sea el método más indicado para llegar a una mejor
comprensión de la «simpatía» entre el Creador y Mefistófeles. Por otra
parte, no pretendo hacer una interpretación del Fausto ni una contribución a
la historia del pensamiento goethiano. No tengo ninguna competencia en
este tipo de investigaciones. Lo que me interesaba era relacionar el
«misterio», esbozado en el «Prólogo al cielo», con ciertas concepciones
tradicionales que comportan misterios análogos.
Para poner orden en mis reflexiones, he escrito un pequeño estudio con el
título de La polaridad divina. Al escribirlo fue cuando comprendí por qué
intuía yo una simetría entre el «Prólogo al cielo» del Fausto y la Serafita de
Balzac. Tanto una obra como otra se hacen problema del misterio de la
coincidentia oppositorum y de la totalidad. El misterio es apenas perceptible
en la «simpatía» que une a Dios con Mefistófeles, pero es perfectamente
reconocible en el mito del andrógino, tomado por Balzac de
Swedenborg. Poco tiempo después he publicado otro estudio sobre las
mitologías del andrógino, y en 1942 reuní todos estos textos en un pequeño
libro titulado El mito de la reintegración (Mitul Reintegrá di, Bucarest,
1942).
No tengo la pretensión de volver a ocuparme aquí de todos los temas
tratados en este libro de juventud. Sólo me propongo presentar un cierto
número de ritos, mitos y teorías tradicionales que implican la unión de los
contrarios y el misterio de la totalidad, lo que Nicolás de Cusa llamaba la
coincidentia oppositorum. Es sabido que para Nicolás de Cusa la
coincidentia oppositorum era la definición menos imperfecta de Dios.
También se sabe que una de las fuentes de inspiración del Cusano había
sido la obra del pseudo Dionisio Areopagita. Como decía el Areopagita, la
unión de los contrarios en Dios constituye un misterio. Pero no pretendo
marchar por la vía teológica ni metafísica, aunque éstas tengan un gran
interés para la filosofía occidental. Sin embargo, es especialmente la
prehistoria de la filosofía, la fase presistemática del pensamiento, la que a
mi juicio debe retener actualmente nuestra atención.
No voy a insistir más sobre la importancia del concepto de totalidad en la
obra de C. G. Jung. Baste recordar que las expresiones coincidentia
oppositorum, complexio oppositorum, integración de los opuestos,
mysterium coniunctionis, etc., son frecuentemente utilizadas por Jung para
designar la totalidad del yo y el misterio de la doble naturaleza de Cristo.
Según Jung, el proceso de individuación consiste esencialmente en una
especie de coincidentia oppositorum, puesto que el yo comprende tanto la
totalidad de la conciencia como los contenidos del inconsciente. En la
Psychologie der Übertragung y en Mysterium conniunctionis se podrá
encontrar la elaboración más completa de la teoría junguiana de la
coincidentia oppositorum en tanto que fin último de la actividad psíquica
integral.
El romanticismo alemán
No hay más que dirigirse hacia los románticos alemanes para darse cuenta
de la distancia que separa el ideal de un Péladan del de un Novalis. Para los
románticos alemanes, el andrógino era el tipo de hombre perfecto del
futuro. Ritter, médico ilustre y amigo de Novalis, había esbozado, en su
libro Fragmente aus dem Nachlass eines jungen Physikers, toda una
filosofía del andrógino. Para Ritter, lo mismo que Cristo, el hombre del
futuro será andrógino. «Eva –escribe– fue engendrada por el hombre sin la
ayuda de la mujer; Cristo fue engendrado por la mujer sin ayuda del
hombre; el andrógino nacerá de los dos. Pero el esposo y la esposa se
fusionarán unidos en un solo y mismo esplendor.» El cuerpo que entonces
nazca será inmortal. Describiendo a la nueva humanidad del futuro, Ritter
utiliza la terminología alquímica, lo cual indica que la alquimia era una de
las fuentes de los románticos alemanes en su reactualización del mito del
andrógino.
Wilhelm von Humboldt se ocupó del mismo tema en un escrito de juventud,
Über die männliche und weibliche Form, en el cual trató especialmente del
andrógino divino, tema arcaico y muy extendido del que nos ocuparemos
más tarde. Friedrich Schlegel trató también el ideal del andrógino en su
ensayo Über die Diotima, criticando la acentuación de los caracteres
exclusivamente masculinos o femeninos que llevaban a cabo la educación y
las costumbres de su tiempo. Porque, según decía, el fin hacia el cual debe
tender la especie humana es la reintegración progresiva de los sexos hasta la
obtención del andrógino.
Pero entre los autores románticos es Franz von Baader especialmente quien
concedió al problema del andrógino una importancia considerable. Para
Baader, el andrógino existió en el comienzo, y existirá de nuevo al fin de los
tiempos. La principal fuente de inspiración de Baader era Jacob Boehme.
De Boehme tomó la idea de una primera caída de Adán: el sueño de Adán
durante el cual su compañera celeste se separó de él. Pero gracias a Cristo,
el hombre volverá a ser andrógino, parecido a los ángeles. Baader decía que
«el fin del matrimonio como sacramento es la restauración de la imagen
celestial o angélica del hombre, tal como debería ser». El amor sexual no
debe confundirse con el instinto de reproducción: su verdadera función es la
de «ayudar al hombre y a la mujer a integrar interiormente la imagen
humana completa, es decir, la imagen divina original». Baader estimaba que
la teología que presentase el «pecado como una desintegración del hombre
y la redención y la resurrección como su reintegración» triunfaría sobre el
resto de las teologías»
Para buscar las fuentes de esta revalorización del andrógino en el
romanticismo alemán sería preciso examinar las opiniones de Jacob
Boehme y de otros teósofos del siglo XVII, especialmente J. G. Gichtel y
Gottfried Arnold. Gracias a la antología comentada del profesor E. Benz,
Adam. Der Mythus des Urmenschen (Munich, 1955), este trabajo podría ser
rápidamente trazado. Para Boehme, el sueño de
Adán representa la primera caída: Adán se separa del mundo divino y se
«imagina» sumergido en la Naturaleza, y por esto mismo se degrada
haciéndose terrestre. La aparición de los sexos es una consecuencia directa
de esta primera caída. Según ciertos continuadores de Boehme, Adán,
habiendo visto aparearse a los animales, se sintió turbado por el deseo, y
Dios le concedió el sexo a fin de evitar males mayores. Otra idea
fundamental de Boehme, de Gichtel y de otros teósofos era que Sofía, la
virgen divina, se encontraba originalmente en el hombre primordial. Éste
quiso dominarla, y entonces la virgen se separó de él. Para Gottfried Arnold
fue el deseo canal el que hizo perder al ser primordial esta «esposa culta».
Pero, incluso en su actual estado de caída, cuando un hombre ama a una
mujer, desea siempre secretamente a esta virgen celeste. Boehme
comparaba la separación de la naturaleza andrógina de Adán con la
crucifixión de Cristo.
Jacob Boehme tomó probablemente la idea del andrógino no de la cábala,
sino de la alquimia, cuya terminología utiliza por otra parte. En efecto, uno
de los nombres de la piedra filosofal era precisamente Rebis, el «ser noble»
(literalmente «dos cosas») o el andrógino hermético. Rebis nacía a
consecuencia de la unión del sol y de la luna o, en términos alquímicos, de
la unión entre el azufre y el mercurio. Sería inútil insistir sobre la
importancia del andrógino en el opus alchymicum después de los trabajos
fundamentales de C. G. Jung.
La androginización ritual
Todos estos mitos de la androginia divina y del hombre primordial
bisexuado representan modelos ejemplares para el comportamiento humano.
Por consiguiente, la androginia es simbólicamente reactualizada mediante
los ritos. Los fines de esta androginización ritual son múltiples, y su
morfología es extremadamente compleja. No es cuestión de emprender aquí
su estudio. Es suficiente recordar que, en numerosas poblaciones primitivas,
la iniciación de la pubertad implica la androginización previa del neófito. El
ejemplo más conocido, si bien insuficientemente explicado, es el
proporcionado por la subincisión iniciática utilizada en ciertas tribus
australianas, y que presta simbólicamente al neófito un órgano sexual
femenino. Si tenemos en cuenta que para los australianos, como por otra
parte para muchos otros pueblos primitivos, los no iniciados son
considerados como asexuados, y que el acceso a la sexualidad es una de las
consecuencias de la iniciación, la significación profunda de este rito parece
ser la siguiente: no se puede llegar a ser un varón sexualmente adulto sin
antes haber conocido la coexistencia de los sexos, la androginia; dicho de
otro modo: no se puede acceder a un modo de ser particular y bien
determinado sin antes haber conocido un modo de ser total.
La androginia iniciática no está siempre simbolizada por una operación
como entre los australianos. En muchos casos está sugerida por el acto de
disfrazar a los muchachos de muchachas, y viceversa. Esta costumbre ha
sido atestiguada en ciertas tribus africanas y también en la Polinesia.
Podríamos preguntarnos si la desnudez ritual, frecuente en muchas
iniciaciones de pubertad, no significa igualmente una androginización
simbólica. Del mismo modo, las practicas homosexuales, comprobadas en
diversas iniciaciones, se explican probablemente por una creencia similar, a
saber: que los neófitos, durante su instrucción iniciática, desarrollan los dos
sexos.
El intercambio intersexual de vestimenta era frecuente también en la Grecia
antigua. Plutarco recuerda algunos usos que le parecen singulares: «En
Esparta –escribe–, la que tiene a su cargo arreglar a la joven esposa le afeita
la cabeza, le pone calzado y vestidos masculinos y después la tiende sobre
el lecho sola y a oscuras. El marido viene a reunirse con ella a escondidas»
(Plutarco, Licurgo, 15). «En Argos, la casada se pone una falsa barba para
la noche de bodas» (Plutarco, Virtud de las mujeres, p. 245). «En Cos, es el
marido el que se viste con ropa femenina para recibir a su mujer» (Plutarco,
58, Cuestión griega). En todos estos ejemplos, la inversión del vestido era
una costumbre nupcial. Ahora bien: sabemos que en una época arcaica los
matrimonios se llevaban a efecto en Grecia después de las iniciaciones de la
pubertad. El intercambio de vestidos tenía lugar igualmente con ocasión de
las oscoforias* atenienses, ceremonia en la cual se puede distinguir «un
resto de iniciaciones masculinas, una fiesta de la vendimia y una
conmemoración del retorno de Teseo. Si bien estos aspectos se han
mezclado, se debe, como ha demostrado H. Jeanmaire, a que la leyenda de
Teseo hunde sus raíces en el antiguo rito social de las poblaciones, de las
cuales es, al menos parcialmente, una interpretación narrativa.
Pero aparte estos restos de disfraz iniciático, los intercambios de vestimenta
intersexuales se practican en Grecia en ciertas ceremonias dionisíacas, en
las fiestas de Hera en Samos y aun en otras ocasiones. Si tenemos en cuenta
que los disfraces se encontraban muy extendidos durante el carnaval o en
las fiestas de primavera en Europa, e igualmente en diversas ceremonias
agrícolas en la India, en Persia y en otras comarcas de Asia, se comprende
la principal función de este rito: se trata, en suma, de salir de sí mismo, de
trascender una situación particular, fuertemente historizada, y de recobrar
una situación original transhumana y transhistórica, puesto que precede a la
constitución de la sociedad humana; una situación paradójica, imposible de
mantener en la duración profana, en el tiempo histórico, pero que interesa
reintegrar periódicamente a fin de restaurar, aunque sólo sea por un instante,
la plenitud inicial, la fuente intacta de la sacralidad y de la potencia.
El cambio ritual de los vestidos implica una subversión simbólica de los
comportamientos, pretexto para bufonerías carnavalescas, pero también
para el libertinaje de las saturnales. En suma, se trata de una supresión de
las leyes y de las costumbres, ya que la conducta de los sexos se transforma
en lo opuesto de lo que normalmente debe ser. La inversión de los
comportamientos implica la confusión total de los valores y constituye la
nota específica de todo ritual orgiástico. Morfológicamente, los disfraces
intersexuales y la androginia simbólica son equiparables a las orgías
ceremoniales. En cada uno de estos casos se constata una «totalización»
ritual, una reintegración de los contrarios, una regresión a lo distinto
primordial. En suma, se trata de la restauración simbólica del «caos», de la
unidad no diferenciada que precedía a la creación y este retorno a lo
indistinto se traduce por una suprema regeneración, por un acrecentamiento
prodigioso de la potencia. Ésta es la razón, entre otras, de la orgía ritual
realizada en beneficio de las cosechas o con ocasión del nuevo año: en el
primer caso, la orgía asegura la fertilidad agrícola; en el segundo, la orgía
simboliza el retorno al caos precosmogónico, con la inmersión en el
reservorio ilimitado de potencia que existía antes de la creación del mundo
y que hizo posible la cosmogonía. El año en trance de nacer corresponde al
mundo en trance de ser creado.
La totalidad primordial
Podemos apreciar que estos ritos de totalización por androginia simbólica o
mediante la orgía pueden ser valorados de diferentes formas. Pero todos
ellos se llevan a cabo cuando se trata de asegurar el éxito de un comienzo:
ya sea el comienzo de la vida sexual y cutural significada por la iniciación,
ya sea el nuevo año, o la primavera, o el «comienzo» representado por toda
nueva cosecha. Si se tiene en cuenta que, para el hombre de las sociedades
tradicionales, la cosmogonía representa el «comienzo» por excelencia, se
comprende la presencia de los símbolos cosmogónicos en los rituales
iniciáticos, agrícolas u orgiásticos. «Comenzar» una cosa quiere decir, en
suma, que se está creando dicha cosa, y, por tanto, que se manipula una
enorme reserva de fuerzas sagradas. Esto explica la semejanza estructural
entre el mito del andrógino primordial, el antepasado de la humanidad y los
mitos cosmogónicos. Tanto en un caso como en otro, los mitos revelan que
en el comienzo, in illo tempore, existía una totalidad compacta, y que esta
totalidad fue seccionada o fracturada para que el mundo y la humanidad
pudiesen nacer. Al andrógino primordial, especialmente el andrógino
esférico descrito por Platón, corresponden, en el plano cósmico, el huevo
cosmogónico o el gigante antropocósmico primordial.
En efecto, un gran número de mitos cosmogónicos presentan el estado
original –el «caos»– como una masa compacta y homogénea, en la que
ninguna forma era discernible, o también como una esfera parecida a un
huevo, en la cual el cielo y la tierra se encontraban unidos, o como un
macrántropo gigante, etc. En todos estos mitos, la creación se lleva a cabo
mediante el seccionamiento del huevo en dos mitades –que representan el
cielo y la tierra–, o por la división del gigante, o por la fragmentación de la
masa unitaria.
En el comienzo existía, pues –tanto en el plano cósmico como en el plano
antropológico–, la plenitud, que contenía todas las virtualidades. Pero esta
obsesión por el comienzo, resaltada por tantos mitos y ritos diferentes, debe
El nudismo escatológico
En los años 1944-45, un extraño culto hizo su aparición en la isla del
Espíritu Santo, perteneciente a las Nuevas Hébridas. Un cierto Tsek,
fundador del culto, envió a las ciudades el mensaje siguiente: los hombres y
las mujeres deben despojarse y abandonar su taparrabos, desprenderse de
sus collares de perlas y otros ornamentos. Añadiendo: «Destruiréis todos los
objetos pertenecientes a los blancos, así como los útiles que sirvan para la
fabricación de esteras y cestas. Quemad vuestras casas y construid en cada
ciudad dos grandes dormitorios: uno para los hombres y otro para las
mujeres. Las parejas no deberán ya cohabitar por la noche. Construid
también una gran cocina, donde prepararéis la comida mientras sea de día:
queda estrictamente prohibido utilizar la cocina durante la noche. No
trabajéis más para los blancos. Matad a todos los animales domésticos: los
puercos, los perros, los gatos, etc.» Tsek ordenaba, además, la supresión de
numerosos tabúes tradicionales; por ejemplo, la prohibición de casarse
dentro del grupo totémico, la obligación de comprar la esposa, la
segregación de la madre joven después del parto. Las costumbres funerarias
debían igualmente cambiarse: no se debía enterrar al muerto en su cabaña,
sino exponerlo sobre una plataforma de madera en la selva. Pero el
elemento más sensacional del mensaje de Tsek era la próxima llegada de la
«América» a la isla. Todos los adeptos al culto recibirían enorme cantidad
de mercancías. Y más aún: no morirían jamás, vivirían eternamente.
Se habrá reconocido en este último rasgo el carácter específico de los
movimientos milenaristas escatológicos oceánicos denominados cultos del
cargo (cargo-cults), sobre los cuales insistiré más adelante.
Subrayaré de inmediato que el culto nudista de la isla del Espíritu Santo
continuó expandiéndose durante varios años. En 1948, Graham Miller
comprobó que cuanto más se avanzaba hacia el interior de la isla más
pujante era el culto. Un tercio de la población se había adherido a él. Sus
miembros habían adoptado un lenguaje común, denominado maman,
aunque las diversas agrupaciones locales estaban separadas en grupos
lingüísticos diferentes. Una nueva unidad –de orden religioso– se forjó a
espaldas de las estructuras tribales tradicionales. Los miembros de la secta
están persuadidos de la excelencia del nuevo orden y de la maldad del
antiguo. Se repudia abiertamente el cristianismo propagado por los
misioneros. Los centros del nuevo culto se encuentran en poblados situados
en las profundidades de la isla, donde no ha penetrado jamás un solo blanco.
Como los restantes movimientos milenaristas oceánicos, este culto
comporta también una actitud antiblanca.
A pesar de lo dicho, su éxito no está asegurado. Transcurrido el entusiasmo
de los primeros días, se abre camino una cierta resistencia. La utopía
prometida no se cumple; por el contrario, la destrucción masiva de los
bienes ha empobrecido regiones enteras. Y lo que es más, los indígenas
deploran el nudismo y la promiscuidad orgiástica. Porque, según un
informador de Graham Miller, la verdadera razón de ser del nudismo era el
triunfo de la orgía. El mismo fundador del culto había dicho que el acto
sexual, al ser una función natural, debía realizarse públicamente y a pleno
día, siguiendo él ejemplo de los perros y de las aves de corral. Todas las
mujeres y todas las muchachas pertenecían sin distinción a todos los
hombres. Con razón los indígenas, incluso algunos de los adeptos al culto,
se habían sentido afectados por el holocausto de sus posesiones y la
promiscuidad sexual. Porque este nudismo escatológico, al igual que la
destrucción de las herramientas y los bienes, no tenía sentido más que como
comportamiento ritual, que anuncia y prepara una nueva era de prosperidad,
libertad, felicidad y vida eterna. Como este reino tardaba en realizarse, llegó
lo que llega siempre en la historia de los movimientos milenaristas: el
desaliento y el cansancio sucedieron al entusiasmo inicial.
En el cuadro de nuestra investigación, el interés de este culto nudista
escatológico reside sobre todo en sus elementos paradisíacos. Lo que Tsek
anuncia en su mensaje es, en efecto, la inminente restauración del paraíso
sobre la tierra. Los hombres ya no tendrán que trabajar más; por tanto, ya no
necesitarán útiles, animales domésticos ni posesiones. Abolido el antiguo
orden, las leyes, las reglas y las prohibiciones perderán su razón de ser. Los
tabúes y las costumbres sancionadas por la tradición dejarán el puesto a la
libertad absoluta; en primer lugar a la libertad sexual, a la orgía, ya que es
sobre todo la vida sexual la que, en toda sociedad humana, está sujeta a las
constricciones y tabúes más severos. Emanciparse de las leyes, de las
prohibiciones, de las costumbres significa encontrar la felicidad y la libertad
primordiales, el estado que ha precedido a la actual condición humana y, en
una palabra, el estado paradisíaco. En términos judeocristianos, es la
condición de Adán antes de la caída. También los malamala, o los nudistas
de la isla del Espíritu Santo, se esfuerzan por conformar su conducta sexual
a la de los animales, o sea, despojarlas de toda vergüenza, puesto que se
estiman sin pecado. Por la misma razón esperan también la inmortalidad y
la llegada de los americanos cargados con innumerables dádivas. Es difícil
decir si en el pensamiento del fundador del culto la inmortalidad se coloca
entre los regalos de los americanos o si es el efecto espontáneo del
establecimiento del reino escatológico. En cualquier caso, la inmortalidad y
la abundancia de alimentos constituye el símtoma paradisíaco por
excelencia. Se vive eternamente y en el más perfecto bienestar, puesto que
se come sin trabajar y el amor se encuentra desembarazado de las
prohibiciones tradicionales.
Esta manifestación paradisíaca es lo que hace tan interesante al nudismo
escatológico de la isla del Espíritu Santo y sirve para diferenciarlo de los
otros cargo-cults melanesios. Si bien el nudismo escatológico es también un
movimiento profético y milenarista del tipo del «culto de los cargos», en
este caso todos los elementos paradisíacos están presentes. La era de la
abundancia y de la libertad, anunciada por todos los cultos de mercancías,
se encuentra en los nudistas del Espíritu Santo anticipada y matizada: se
trata propiamente de un retorno efectivo al paraíso, pues los fieles no
gozarán únicamente de los dones traídos por los cargos, sino también de la
libertad absoluta y de la inmortalidad.
Regeneración y escatología
En esta concepción se encuentra la fuente de las futuras escatologías
históricas y políticas. En efecto, más tarde se ha llegado a esperar la
renovación cósmica, la «salvación» del mundo, la aparición de un cierto
tipo de rey, de héroe o de salvador, o incluso de un jefe político. Aunque
bajo un aspecto fuertemente secularizado, el mundo moderno conserva
todavía la esperanza escatológica de una renovatio universal, conseguida
por la victoria de una clase social, de un partido o de una personalidad
política. El mito marxista de una edad de oro, lograda por el triunfo
definitivo del proletariado, constituye la expresión más articulada y más
notoria de todas las escatologías políticas modernas. Según Marx, la
sociedad sin clases del futuro pondrá fin a todos los conflictos y a todas las
tensiones que caracterizan a la historia de la humanidad desde su comienzo.
Ya no habrá historia propiamente dicha. Existirá una especie de paraíso
terrestre, pues el hombre será por fin libre y comerá cuanto desee
empleando el mínimo de trabajo, ya que las máquinas inventadas por los
sabios se encargarán del resto.
Es impresionante y significativo al mismo tiempo el encontrar, al término
de nuestro itinerario, el mismo síndrome paradisíaco, aproximadamente,
que acabamos de analizar en los movimientos milenaristas melanesios:
comida abundante, libertad absoluta, abolición de la necesidad de trabajar.
No faltan más que los temas del retorno de los muertos y de la inmortalidad.
Pero el tema fundamental está presente, aunque vacío de significaciones
escatológicas y religiosas. Evidentemente, el contexto cultural es muy
diferente. En la Europa del siglo XIX las sociedades no sólo son
extremadamente complejas, sino que están radicalmente secularizadas.
Marx se esfuerza por atribuir al proletariado una misión soteriológica
aunque, como era de esperar, no utiliza un lenguaje religioso; simplemente
habla de la función histórica del proletariado. El sistema del materialismo
dialéctico concuerda perfectamente con la orientación general del espíritu
científico del siglo XIX. Marx no se toma la molestia de «desacralizar» los
procesos fisiológicos y los valores económicos. Éstos son evidencias
aceptadas como tales por todo el mundo. Y esto es suficiente para
diferenciar netamente las sociedades tradicionales de las sociedades
modernas. Porque el hombre de las sociedades tradicionales considera las
operaciones fisiológicas, en primer lugar la alimentación y la sexualidad,
como igualmente misteriosas, mientras que el hombre moderno las reduce a
procesos orgánicos.
Esto plantea el problema de la «verdadera» significación de todos los mitos
y ritos que acabamos de examinar. Como se ha podido apreciar, la
preocupación concerniente a las cosechas, la caza o la pesca – en suma, el
alimento diario– se deja captar casi siempre en los diferentes escenarios de
la renovación periódica del mundo. Por esta razón, uno está tentado a
preguntarse si no se trata, en definitiva, de una enorme mixtificación
espiritual que interesa reducir a sus verdaderas proporciones, es decir, a sus
causas primeras, económicas, sociales y hasta fisiológicas. Como se sabe, es
un método cómodo, pero simplista, que consiste en reducir un fenómeno
espiritual a su «origen», o sea, a su substrato material. Y en esto,
precisamente, consiste la famosa desmitificación utilizada por los autores
marxistas. Pero esta actitud del espíritu científico europeo es, en sí misma,
la consecuencia de una decisión existencial del hombre moderno y, por
tanto, forma parte integrante del mundo occidental. Pero esta actitud no es,
como se creía en el siglo XIX, la única universalmente valedera para el
espíritu, la única aceptable para el homo sapiens. La explicación del mundo
mediante una serie de reducciones persigue un fin: vaciar el mundo de todo
valor extramundano. Se trata de la trivialización sistemática del mundo
emprendida con el propósito de conquistarlo y de dominarlo. Pero la
conquista del mundo no es –o al menos no ha sido hasta hace medio siglo–
el fin de todas las sociedades humanas. No deja de ser una particularidad del
hombre occidental. Otras sociedades persiguen fines diferentes; por
ejemplo, comprender la «cifra» del mundo para vivir como «vive» el
mundo, es decir, renovándose perpetuamente. La significación de la
existencia humana es lo que importa, y esta significación es de orden
espiritual.
Si existe mixtificación, no es por parte del primitivo, que vive en los ritmos
cósmicos el modelo ejemplar de su existencia, sino en el materialismo
moderno, que está persuadido de que este ritmo cósmico se reduce, en
suma, a la periodicidad de las cosechas. Porque el hombre de las sociedades
tradicionales es trágicamente consciente del hecho de que para existir es
preciso comer; no hay ninguna mixtificación por su parte en lo concerniente
a la fatalidad de tener que asegurar cada día su alimento. Pero el
malentendido surge cuando se olvida que la alimentación no es una
actividad fisiológica, sino un fenómeno humano, puesto que está cargado de
simbolismo. La alimentación, en tanto que acto puramente fisiológico o
actividad económica, es una abstracción. Alimentarse es un hecho cultural y
no solamente un proceso orgánico. Incluso en el estadio de la primera
infancia, el bebé se comporta frente al alimento como ante un mundo
simbólico.
En lo que respecta al hombre de las sociedades tradicionales, el valor que
concede a la alimentación forma parte integrante de su comportamiento
global frente al cosmos. A través de la alimentación, el hombre participa de
una realidad superior: come algo agradable, energético, prestigioso, creado
por seres sobrenaturales o, en ciertos casos, la propia sustancia de estos
seres: en cualquier caso, es el resultado de un misterio (pues toda
regeneración periódica de una especie animal o vegetal, como toda cosecha,
dependen de un «misterio», de un escenario mítico-ritual revelado a los
humanos por los dioses in illo tempore). Más aún: los alimentos no sirven
únicamente para la nutrición, sino que constituyen también reservas de
fuerzas mágico-religiosas o proclaman prestigios y, en este sentido,
funcionan como signos que indican la situación social del individuo o su
destino –su «suerte»– en el circuito cósmico.
Toda una serie de relaciones religiosas entre el hombre y el cosmos se deja
descifrar a través de los actos mediante los cuales el hombre busca, se
procura o produce su alimento. Para un hombre religioso, existir quiere
decir necesariamente situarse en un cosmos real, es decir, viviente, sólido,
fértil, susceptible de ser periódicamente renovado. Pero, como hemos visto,
renovar el mundo equivale a reconsagrarle, a hacerle semejante a lo que era
in principio; a veces, esta consagración equivale a un retorno al estado
«paradisíaco» del mundo. Esto quiere decir que el hombre tradicional sentía
la necesidad de existir en un cosmos rico y significativo; rico no sólo en
alimento (ya que no siempre ocurría así), sino también en significaciones.
En última instancia, este cosmos se revela como una cifra; «habla»,
transmite su mensaje a través de sus estructuras, sus modalidades, sus
ritmos. El hombre «escucha» o «lee» sus mensajes y, en consecuencia, se
comporta frente al cosmos como ante un sistema coherente de
significaciones. Ahora bien: esta cifra de cosmos, cuando es correctamente
descifrada, apunta hacia realidades paracósmicas. Ésta es la razón por la
cual la renovación periódica del mundo ha sido el escenario mítico-ritual
más utilizado en la historia religiosa de la humanidad. Esta renovación ha
sido infatigablemente reinterpretada y revalorizada, continuamente
integrada en contextos culturales múltiples y variados. Tanto las ideologías
reales como los diferentes tipos de mesianismos y de milenarismos, y, en la
época moderna, los movimientos de liberación nacional de los pueblos
colonizados, están influidos más o menos directamente por esta creencia
religiosa; que el cosmos puede ser renovado ab integro y que esta
renovación implica no sólo la «salvación» del mundo, sino también la
reintegración al estado paradisíaco de la existencia, caracterizado por la
abundancia de alimentos obtenidos sin esfuerzo alguno. El hombre se siente
místicamente solidario del cosmos y sabe que el cosmos se renueva
periódicamente; pero también sabe que la renovación puede obtenerse
mediante la repetición ritual de la cosmogonía, ya sea ésta efectuada
anualmente (escenario del nuevo año), ya sea con ocasión de crisis cósmicas
(sequías, epidemias, etc.) o bien acontecimientos históricos (subida al trono
de un nuevo rey, etc.). En última instancia, el hombre religioso llega a
sentirse responsable de la renovación del mundo. Y es en esta
responsabilidad de orden religioso donde deben buscarse los orígenes de
todas las formas políticas, tanto «clásicas» como «milenaristas».
4. CUERDAS Y MARIONETAS
El «milagro de la cuerda»
Asvagosha relata en su poema Buddhacarita (XIX, 12-13) que al visitar el
Buda, por primera vez después de la iluminación, su ciudad natal,
Kapilavastu, hizo una demostración en ella de algunos «poderes
milagrosos» (siddhi). Para convencer a los suyos de la verdad de sus fuerzas
espirituales y preparar su conversión, se elevó en los aires y dividió su
cuerpo en pedazos, que dejó caer al suelo para recomponerlos después ante
los ojos pasmados de los espectadores. Este milagro se halla tan
íntimamente ligado a la tradición de la magia india que se ha convertido en
el prodigio tipo del faquirismo. El célebre «milagro de la cuerda» (rope-
trick) de faquires e ilusionistas crea una ilusión de una cuerda que se eleva
en el cielo hasta muy arriba y por la cual el maestro obliga a trepar a un
joven discípulo hasta que éste desaparece de la vista de la gente. El faquir
lanza entonces su cuchillo al aire y los miembros del muchacho caen uno
tras otro al suelo.
El Suruci-Jâtaka (n. 498) cuenta que un titiritero, para hacer reír al hijo del
rey Suruci, hizo aparecer mágicamente un mango y lanzó hacia lo alto un
ovillo de hilo, cuya extremidad dejó enganchada en una de las ramas del
mango. Trepando a lo largo del hilo, el titiritero desapareció por encima del
árbol. A continuación sus miembros cayeron a tierra. Un segundo titiritero
los reunió, los roció con agua, y el hombre resucitó.
El milagro de la cuerda debía de ser muy popular en la India de los siglos
VIII y XIX, porque Gaudapâda y Sankara lo toman como ejemplo para
ilustrar las ilusiones creadas por la mâyâ. En el siglo XIV, Ibn
Batuta pretende haber sido testigo de un milagro semejante en la corte del
rey de la India, y el emperador Jahangir describe un espectáculo parecido en
sus Memorias. Y dado que, al menos desde la expedición de Alejandro, la
India pasaba por ser el país de la magia, todos aquéllos que la visitaban eran
reputados de haber sido espectadores de uno o varios milagros típicos del
faquirismo. Un místico tan notable como Al Hâllâj dio pie a una serie de
historias según las cuales había visitado la India para aprender allí la magia
blanca, «con el fin de atraer a los hombres hacia Dios». L. Massignon ha
traducido un relato incluido en el Kitab al Oyoûn según el cual cuando Al
Hâllâj llegó a la India, «se informó sobre una mujer, fue a visitarla y charló
con ella. Y ella lo citó para el día siguiente. Entonces salió con él y
marcharon hasta la orilla del mar, llevando una cuerda provista de nudos,
como una verdadera escala. Después, la mujer dijo algunas palabras, se
subió a la cuerda apoyando los pies en ella y trepó tan alto que desapareció
de nuestra vista. Y Al Hâllâj, volviéndose hacia mí, me dijo: "Por esta
mujer he venido a la India"».
Resulta imposible exponer aquí toda la documentación, bastante numerosa,
del rope-trick en la India antigua y moderna. Yule y H. Cordier han
recopilado un cierto número de casos tomándolos de la prensa anglo-india
del siglo XIX. R. Schmidt, A. Jacoby y A. Lehmann han enriquecido este
material añadiéndole numerosos ejemplos ajenos a la India. Porque este
milagro tipo del faquirismo indio no está confinado en este país. Se le
encuentra en China, en las Indias holandesas, en Irlanda y en el antiguo
México. He aquí la descripción que hace Ibn Batuta de una sesión a la que
asistió en China: el ilusionista «cogió una bola de madera provista de varios
agujeros por los que pasaban largas sogas. La arrojó al aire, y la bola se
elevó hasta que desapareció de nuestra vista [...] Cuando ya no quedaba en
su mano más que un pequeño cabo de la soga, el ilusionista ordenó a uno de
sus aprendices que se colgase de ella y que se elevase en el aire, cosa que
hizo hasta que dejamos de verlo. El ilusionista le llamó tres veces sin recibir
respuesta; entonces tomó un cuchillo en su mano, como si hubiera montado
en cólera, se asió a la cuerda y desapareció también. Acto seguido, arrojó al
suelo una mano del niño, después un pie, en seguida la otra mano, el tronco
y la cabeza. A continuación, descendió con la respiración jadeante; sus
ropas estaban manchadas de sangre [...]. Tras recibir una orden del emir, el
buen hombre recogió los miembros del muchacho, los ensambló unos con
otros, y hete aquí al niño que se levanta y que se mantiene perfectamente en
pie. Todo esto me extrañó muchísimo, y a consecuencia de ello padecí una
fuerte palpitación, semejante a la que me asaltó en el palacio del rey de la
India cuando fui testigo de un acontecimiento análogo... ».
El viajero holandés Ed. Melton pretende haber asistido en el siglo XVII a un
espectáculo semejante. En realidad, se trataba de un grupo de ilusionistas
chinos. Relatos casi idénticos se encuentran en las memorias de diversos
viajeros holandeses de los siglos XVII y XVIII.
Es notable el hecho de que el milagro de la cuerda se encuentre también en
el folklore irlandés. La historia más popular al respecto ha sido recogida en
la colección traducida por S. H. O'Grady. El ilusionista arroja al aire un hilo
de seda que se engancha en una nube. Sobre este hilo hace correr a un
conejo, seguido de un perro (recordemos que el ilusionista de que habla
Jahangir lanzó sucesivamente por la cadena un perro, un cerdo, una pantera,
un león y un tigre)» Después envía a un muchacho y a una muchacha: todos
desaparecen en la nube. Algo más tarde, al enterarse de que, por un
descuido del muchacho, el perro se ha comido al conejo, el ilusionista trepa
a su vez por la cuerda y corta la cabeza del joven. Sin embargo, a petición
del señor, vuelve a colocarla en su lugar y le resucita.
Son varias las regiones europeas en las que se han encontrado leyendas en
las que figuran, tanto combinados como por separado, estos dos temas
específicos del rope-trick; a) magos que descuartizan sus propios cuerpos o
los de otros individuos para recomponerlos a continuación; b) hechiceros y
hechiceras que desaparecen en el aire por medio de cuerdas. Del segundo
tema nos ocuparemos más adelante. Todas las leyendas europeas son
originarias de un medio en el que existía la magia; las del primer tipo son
probablemente de origen erudito. Como ejemplo veamos la actuación del
brujo Johann Philadelphia en Gotinga, en el año 1777: Philadelphia fue
descuartizado y sus restos metidos en un tonel. Pero al ser abierto éste más
pronto de lo requerido, no se encontró en él más que un embrión, que no
había tenido tiempo de desarrollarse, por lo cual el hechicero no pudo
volver a la vida. Durante la Edad Media corría una leyenda parecida acerca
de Virgilio, y Paracelso nos ha transmitido historias semejantes de las
Siebengebirge (las siete montañas). En sus Disquisitiones magicae (1599)
cuenta Debrios que el hechicero Zedequeo el Judío, que vivió en tiempos de
Luis el Piadoso, arrojaba hombres al aire, los descuartizaba y unía luego sus
miembros: Advirtamos de pasada que Sahún señala hechos del mismo orden
entre los huastecas de México. Se trata de una clase de brujos denominados
motetequi, palabra que significa literalmente «los que se descuartizan a sí
mismos». El motetequi se dividía a sí mismo en trozos, que escondía bajo
una manta; después se metía bajo la manta y volvía a salir en seguida sin
mostrar la menor herida: Jahangir señaló el mismo procedimiento entre los
ilusionistas de Bengala: el hombre descuartizado es cubierto por un paño;
uno de los ilusionistas se desliza bajo el paño, y un instante después el
hombre salta sobre sus pies»
Hipótesis
Se ha tratado de explicar el «milagro de la cuerda» ya por medio de la
sugestión colectiva, ya por la extraordinaria destreza de los
prestidigitadores. Por su parte, A. Jacoby había llamado ya la atención sobre
el carácter fabuloso, de sagas, de la mayoría de los relatos europeos
paralelos: Pero sea cual fuere la explicación elegida, sugestión o
ilusionismo, el problema del rope-trick no nos parece todavía resuelto. ¿A
qué se debe el que se haya inventado este tipo de ilusionismo? ¿Por qué se
ha elegido precisamente esa escenificación –ascensión de una cuerda,
desmembramiento de un aprendiz, seguido de su resurrección, para
imponerla, por sugestión o por autosugestión, a la imaginación del público?
Dicho de otro modo: el milagro de la cuerda, bajo su forma actual de
escenificación imaginaria, de relato fabuloso o de ilusionismo, tiene una
historia, y esta historia no puede ser aclarada más que tomando en
consideración los ritos, los símbolos y las creencias religiosas arcaicas.
Se pueden distinguir dos elementos: primero, el despedazamiento del
aprendiz; segundo, la ascensión al cielo por medio de una cuerda. Ambos
elementos son característicos de los ritos y de la ideología chamánicos.
Analicemos, para comenzar, el primer tema. Se sabe que, durante sus
«sueños iniciáticos», los aprendices de chamán asisten a su propio
descuartizamiento por los «espíritus» o los «demonios» que desempeñan el
papel de maestros de la iniciación: les es cortada la cabeza, son divididos en
pequeños fragmentos, sus huesos son limpiados, etc., y, por último, los
«demonios» reagrupan los huesos y los recubren con una carne nueva. Nos
hallamos aquí ante experiencias extáticas de estructura iniciática: una
muerte simbólica seguida de una renovación de los órganos y de la
resurrección del candidato. No estará de más recordar que visiones y
experiencias semejantes se encuentran también entre los esquimales, los
australianos, las tribus americanas y las africanas. Es decir, se trata de una
técnica iniciática extremadamente arcaica. Ahora bien: hay que subrayar
que cierto rito tántrico himalayo, el tchöd, incluye también el
despedazamiento simbólico del neófito; éste presencia su propia
decapitación y descuartizamiento efectuado por los dâkinîs o por otros
demonios. Se puede, pues, considerar el descuartizamiento del aprendiz y su
resurrección por el faquir como una escenificación de iniciación chamánica
casi enteramente desacralizada.
En cuanto al segundo elemento chamánico que hemos reconocido en el
rope-trick, esto es, la ascensión al cielo por medio de una cuerda, plantea un
problema más complejo. Tenemos, por una parte, el mito arcaico y
extremadamente extendido del árbol, de la cuerda, de la montaña, de la
escala o del puente que unían, en el comienzo de los tiempos, al cielo con la
tierra y aseguraban la comunicación entre el mundo de los dioses y los
humanos. Esta comunicación se interrumpió a causa de una falta del
antepasado mítico: el árbol, la cuerda o la liana fueron cortadas. Tal mito no
se halla limitado a las zonas dominadas por el chamanismo en sentido
estricto, sino que representa también un papel considerable en las
mitologías chamánicas y en los rituales extáticos de los chamanes.
Tejido y condicionamiento
Como puede observarse, nos encontramos, con respecto al tejedor
primordial, ante la misma situación mostrada a propósito de la araña
cósmica: se le equipara bien al sol, bien a un principio transpersonal
(âtman-Brahman) o bien a un dios personal. No obstante, y sea cual sea su
naturaleza o la forma bajo la cual se manifieste, el creador es en todos estos
contextos un «tejedor», lo cual viene a significar que mantiene unidos a sí,
por medio de cuerdas o de hilos invisibles, los mundos y los seres que él
produce ( más exactamente, que él «eyecta» de sí mismo ).
Llegar a ser y existir en el tiempo, durar, significa ser proyectado por el
creador y permanecer ligado a él como por un hilo. Incluso cuando –como
ocurre ya en la época de los Brâhmanas, pero sobre todo en las
Upanishads– se recalca la necesidad de «unificar» y de articular los hálitos
a fin de forjar la persona inmortal, el âtman, se trata siempre de una
«creación»: se crea el medio de acceder al modo de ser transpersonal, se
fabrica el instrumento con el cual se obtiene la inmortalidad. Hay que
señalar que, incluso en las Upanishads (donde el problema es muy distinto:
¿cómo expresar la experiencia inefable del descubrimiento y de la conquista
de sí mismo?), se emplea la imagen del hilo en relación con el âtman.
Parece, pues, que las principales corrientes de la espiritualidad arcaica india
han sido alimentadas por la idea-base de que todo lo que es viviente, real,
existente (sea en el tiempo, sea en la atemporalidad), es, por excelencia, una
unidad bien ajustada y articulada. Antes de descubrir que el ser es uno, la
especulación india descubrió que la dispersión y la desarticulación
equivalen al no-ser; que para existir verdaderamente es preciso estar
unificado e integrado. Y las imágenes más adecuadas para expresar todo
esto eran el hilo, la araña, la trama, el tejido. La tela de araña mostraba de
manera magnífica la posibilidad de «unificar» el espacio a partir de un
centro, uniendo entre sí los cuatro puntos cardinales.
Cuerdas y marionetas
Todas estas imágenes –de los vientos en tanto que cuerdas cósmicas, del
aire que teje los órganos y los mantiene unidos, del âtman en tanto que hilo,
de la araña, del sol y de los dioses tejedores– son solidarias de otras
concepciones arcaicas como las del hilo de la vida, del destino en tanto que
tejido, de las diosas o las hadas hilanderas, etc. El tema es demasiado
amplio para ser abordado aquí. Digamos, sin embargo, unas palabras sobre
el papel que representan la cuerda o el hilo en la magia. No solamente se
piensa que los magos hechizan a sus víctimas mediante cuerdas y nudos,
sino que existe igualmente la creencia de que poseen el poder de volar por
los aires o desaparecer en el cielo con la ayuda de un cordel. Numerosas
leyendas europeas medievales y pos-medievales nos muestran a los brujos y
brujas escapando de su prisión, o incluso de la hoguera, gracias al hilo o la
cuerda que les ha sido arrojada. Este último tema folklórico recuerda
extrañamente al rope-trick indio.
Como acabamos de ver, la cuerda no es solamente el medio ejemplar de
comunicación entre la tierra y el cielo; es también una imagen clave,
presente en las especulaciones que conciernen a la vida cósmica, la
existencia y el destino humanos, al conocimiento metafísico (sútrâtman) y,
por extensión, a la ciencia secreta y a los poderes mágicos. Al nivel de las
culturas arcaicas, la ciencia secreta y los poderes mágicos implican siempre
la facultad de volar por los aires y de subir al cielo. La escalada chamánica
de los árboles es, por excelencia, un rito de ascensión al cielo. Y es
significativo el hecho de que en la imaginería tradicional india la escalada
del árbol simboliza la posesión tanto de los poderes mágicos como de la
gnosis metafísica. Hemos visto que el juglar del Suruci-Jâtaka salta a un
árbol con la ayuda de una cuerda mágica y a continuación desaparece entre
las nubes. Se trata, en este caso, de un tema folklórico, pero que se
encuentra igualmente en los temas eruditos. El Pancavimsha Brâhmana
(XIV, I, 12-13), por ejemplo, al hablar de los que ascienden a la copa del
gran árbol, precisa que sólo los que poseen alas –es decir, los que saben–
consiguen volar, mientras que los ignorantes, desprovistos de alas, caen a
tierra. También aquí vuelve a encontrarse la misma secuencia: escalada del
árbol, conocimiento esotérico, ascensión al cielo, lo cual equivale en el
contexto de la ideología india a la trascendencia de este mundo y a la
liberación. Ahora bien: como veremos inmediatamente, la misma secuencia
aparece entre los magos de las sociedades primitivas.
Creo que será útil comparar las imágenes y las especulaciones indias con los
simbolismos griegos y germánicos de la ligazón y el tejido. Ya traté este
problema en un trabajo anterior. El libro de Onians Origins of European
Thought contiene asimismo un gran número de hechos y de análisis
penetrantes en relación con los símbolos y los rituales –solidarios, pero
diversos– de la ligazón, el tejido y el hilado en Grecia y entre los antiguos
pueblos de Europa. El problema es abrumador y no se pretende
desembrollar aquí toda su complejidad. Por el momento, limitémonos a
recordar simplemente que la imagen de una cuerda que une al cosmos y al
hombre con el Dios supremo (o con el sol) se encuentra también en Grecia.
Platón utiliza esta imagen cuando quiere sugerir a la vez la condición
humana y el medio de perfeccionarla. «Considerémonos –escribe–,
considerémonos a cada uno de nosotros como una marioneta fabricada por
los dioses, tanto si esta fabricación ha significado para ellos una diversión
como si la han realizado con una cierta seriedad, cosa que, en realidad,
ignoramos en absoluto. En cambio, lo que sabemos muy bien es que los
estados de que he hablado se hallan en nosotros como cordones o hilos
interiores que tiran de nosotros y que, siendo mutuamente opuestos, nos
arrastran en sentido contrario, hacia acciones opuestas. Y es en esto en lo
que reside la diferencia entre virtud y vicio. Porque no hay, en efecto, [...]
más que una sola cuerda a la que cada uno debe obedecer y de la cual no
debe en modo alguno desligarse, debiendo, por el contrario, resistir a la
tracción de las demás cuerdas. Y esta cuerda única es la cuerda de oro y
sagrada de la razón...» (Leyes, 644; trad. francesa de L. Robin, modificada;
la cursiva es mía).
La «cuerda astral»
Cuerdas mágicas
Pero esto no menoscaba la autenticidad de tales experiencias
parapsicológicas. Porque también los medicine-men australianos hablan de
una cuerda milagrosamente unida a su cuerpo. Gracias a los estudios de
Howitt sabemos que los medicine-men poseen una cuerda mágica con ayuda
de la cual pretenden ser capaces de subir al cielo. Las recientes
investigaciones de Ronald Berndt y el profesor A. P. Elkin han
proporcionado sensacionales precisiones sobre esta cuerda mágica. He aquí
la descripción que de ella hace Elkin: «Durante la iniciación de los médicos
brujos en el sureste australiano, se hace nacer una cuerda en ellos por medio
de cánticos. Esta cuerda les otorga el poder de llevar a cabo proezas
maravillosas: por ejemplo, permite al médico brujo emitir luz desde su
vientre, a la manera de un hilo eléctrico. Y hay algo más interesante
todavía: el uso que se hace de la cuerda para ascender hacia el cielo, para
moverse sobre las copas de los árboles o en el espacio. En el alarde de la
iniciación, en la plenitud del entusiasmo ceremonial, el brujo se tiende boca
arriba bajo un árbol, hace subir su cuerda y salta hasta un nido colocado en
la cima del árbol; de allí pasa a otros árboles y, a la caída del sol, vuelve a
descender a lo largo del tronco. Los hombres son los únicos en contemplar
esta hazaña, que es precedida y seguida por el vértigo del bullroarer
(bramido del toro) y otras expresiones de excitación emotiva. En las
descripciones de estas hazañas, transcritas por M. Berndt y por él mismo,
pueden verse los nombres de los medicine-men y detalles como los
siguientes: Joe Dagan, un brujo wongaibon, tendido sobre el dorso al pie de
un árbol, hizo elevarse su cuerda en línea recta y saltó sobre ella, con la
cabeza echada hacia atrás, el cuerpo relajado, las piernas separadas y los
brazos a los costados. Llegado a la cima, a una altura de cuarenta pies, agitó
los brazos en dirección de los que estaban abajo, luego descendió de la
misma manera y, mientras permanecía echado tranquilamente boca arriba,
la cuerda volvió a entrar en su cuerpo».
El profesor A. P. Elkin piensa que la explicación de esta proeza mágica debe
buscarse en el dinamismo de la sugestión colectiva. Pero aunque se trate, en
efecto, de sugestión colectiva, sería interesante saber por qué los medicine-
men han elegido la imagen tradicional de la ascensión con ayuda de una
cuerda que puede hacer salir a su voluntad de su cuerpo y obligarla luego a
entrar de nuevo. Como ya he señalado, se conocen también ejemplos de
medicine-men australianos que pretenden ser capaces de subir al cielo con
ayuda de una cuerda. Y lo que es todavía más interesante: el chamán de los
onas, una de las tribus de la Tierra del Fuego, dispone también de una
«cuerda mágica», de una longitud de casi tres metros, que hace salir de su
boca y desaparecer luego tragándosela en un abrir y cerrar de ojos» Tales
proezas mágicas deben ser equiparadas con el «milagro de la cuerda» de los
faquires.
Es de subrayar que también en Australia la cuerda mágica es un privilegio
del médico brujo, es decir, del que posee la ciencia secreta. Volvemos a
encontrar, pues, en el nivel de cultura australiana, la misma secuencia
atestiguada en la India y en el folklore medieval europeo: ciencia, magia,
cuerda mágica, ascensión a los árboles, vuelo celeste. Se sabe, por otra
parte, que las iniciaciones de los medicine-men australianos presentan una
estructura chamánica, dado que comportan la decapitación y el
descuartizamiento rituales del candidato. En resumen, los dos elementos
constitutivos del rope-trick –la ascensión al cielo por medio de una cuerda y
el descuartizamiento del aprendiz– se encuentran conjuntamente en las
tradiciones de los brujos australianos. ¿Significa esto que el milagro de la
cuerda tiene un origen australiano? No precisamente, pero está relacionado
con técnicas y especulaciones místicas extremadamente arcaicas, y, en
consecuencia, el ropetrick no es, propiamente hablando, una invención
india. La India no hizo más que elaborar y vulgarizar este milagro, del
mismo modo que la especulación india ha organizado toda una
cosmofisiología mística en torno al simbolismo de las cuerdas cósmicas y
del sûtrâtman.
Hemos vuelto, por tanto, al punto de partida de nuestro estudio: la
significación y la función del «milagro de la cuerda». Pero lo que mayor
importancia reviste para nosotros es la función cultural del milagro de la
cuerda (o, más exactamente, los escenarios arcaicos que lo han hecho
posible). Acabamos de ver que tales escenarios, y la ideología que ellos
implican, van unidos a los medios mágicos. La exhibición tiene por objeto
desvelar ante los espectadores un mundo desconocido y misterioso: el
mundo sagrado de la magia y de la religión, al cual no tienen acceso más
que los iniciados. Las imágenes y los temas espectaculares que se ponen en
escena, especialmente la ascensión al cielo con ayuda de una cuerda, la
desaparición y el descuartizamiento iniciático del aprendiz, no sólo ilustran
los poderes ocultos de los magos, sino que revelan además un nivel más
profundo de la realidad, inaccesible a los profanos: revelan, en efecto, el
misterio de la muerte y de la resurrección iniciáticas, la posibilidad de
trascender «este mundo» y de desaparecer en un plano «trascendental». Las
imágenes liberadas por el milagro de la cuerda son susceptibles de
desencadenar, a la vez, la adhesión a una realidad invisible, secreta,
«trascendental», y la duda con respecto al mundo familiar e «inmediato».
Desde este punto de vista, el rope-trick –como, por otra parte, todas las
demás hazañas de los magos– tiene un valor cultural positivo, puesto que
estimula la imaginación y la reflexión, suscitando cuestiones y problemas;
en definitiva, planteando el problema de la «verdadera» realidad del mundo.
No se debe al azar el que el Sankara utilice el ejemplo del rope-trick para
ilustrar el misterio de la ilusión cósmica; desde los comienzos de la
especulación filosófica india, la mâyâ era la magia por excelencia, y los
dioses, en la medida en que eran «creadores», eran los mâyîn, los «magos».
Por último, es preciso tener en cuenta la función «espectacular» del milagro
de la cuerda (y de las proezas análogas). El mago es, por definición, un
director de teatro. Gracias a su ciencia misteriosa, los espectadores asisten a
una «acción dramática» en la que no participan activamente, en el sentido
de que no «actúan» (como sucede en otras ceremonias dramáticas
colectivas). Durante los tricks de los magos, los espectadores tienen una
función pasiva: se limitan a contemplar. Se trata de una ocasión de imaginar
cómo pueden ser hechas las cosas sin «trabajar», simplemente por «magia»,
por el poder misterioso del pensamiento y la voluntad. Es también la
ocasión de imaginar la potencia creadora de los dioses, que crean, no
trabajando con sus manos, sino por la fuerza de sus palabras o de su
pensamiento. En suma, toda una fabulación de la omnipotencia de la ciencia
espiritual, de la libertad del hombre, de sus posibilidades de trascender su
universo familiar, es suscitada por el descubrimiento del «espectáculo», por
el hecho de que el hombre descubre la situación del «contemplativo».
Situaciones
Estas breves observaciones sobre el «milagro de la cuerda» no atañen sino a
un solo aspecto del complejo simbólico que ha captado nuestro interés. Cada
uno de los restantes aspectos merecería igualmente amplios estudios que no
es posible emprender aquí. No obstante, los ejemplos que hemos examinado
han dejado un hecho perfectamente en claro: haya sido el resultado de una
experiencia paranormal reservada a algunos individuos privilegiados o bien el
producto de la fantasía humana, la imagen de una cuerda o de un hilo
invisible que liga al hombre a las regiones superiores ha servido para expresar
situaciones humanas ejemplares, las de un ser en comunicación con el cielo y
con los dioses; en consecuencia, las de un ser elegido por los dioses y
llamado a una vocación religiosa. En la especulación filosófica india, el hilo
es utilizado tanto para sugerir la esencia del âtman como para describir las
relaciones entre Dios y sus criaturas; pero en la India, al igual que en Grecia y
en la Europa antigua, la imagen del hilo es asimismo empleada para
simbolizar la condición humana en general, el destino (el «hilo de la vida»:
las diosas que hilan el destino) la trama de la existencia temporal (el karma)
y, por consiguiente, la «esclavitud». Toda una categoría de imágenes
relacionadas expresan la «atadura» por la magia o por la muerte. En cuanto al
simbolismo del tejido, aunque dependiente del simbolismo del hilo, lo
desborda y lo prolonga.
Como he señalado en diversas ocasiones, estas imágenes consiguen
expresar ideas relacionadas, pero diferentes. En contextos diferentes, el hilo
o cuerda son susceptibles de encerrar nuevos matices. Ésta es, por otra
parte, la principal función de las imágenes ejemplares: invitar, ayudar e
incluso forzar al hombre a pensar, a precisar sus ideas, a descubrir
continuamente significaciones nuevas, a profundizarlas y a articularlas.
Resulta muy significativo que la imagen de la cuerda o del hilo ocupe un
lugar principal en el universo imaginario de los medicine-men primitivos o
en las experiencias extrasensoriales del hombre moderno, lo mismo que en
la experiencia mística de las sociedades arcaicas, en los mitos y rituales
indoeuropeos, en la cosmología y la filosofía india, en la filosofía griega,
etcétera. Esto indica que las imágenes del hilo y de la cuerda vuelven
continuamente a la imaginación y a la especulación del hombre, lo cual
significa que estas imágenes corresponden a experiencias extremadamente
profundas y que, a fin de cuentas, manifiestan una situación humana que
parece traducible por medio de otros símbolos o conceptos. 1960
5. CONSIDERACIONES SOBRE EL SIMBOLISMO RELIGIOSO
Problemas de método
No tengo la intención de desarrollar estas breves observaciones referentes
al campo y a los métodos de la historia de las religiones. Mi propósito es
más modesto: intentaré demostrar que es posible encarar el estudio del
simbolismo religioso desde la perspectiva de la ciencia de las religiones y
determinar cuáles pueden ser los resultados de este procedimiento. Sin
embargo, al estudiar este caso preciso, nos veremos llevados a afrontar las
dificultades metodológicas inherentes a toda investigación en la historia de
las religiones. Dicho de otro modo: nos veremos obligados a examinar
ciertos aspectos del método no en el plano abstracto, sino aquéllos que se
dejan captar en el desarrollo mismo de la investigación.
La primera dificultad con que se enfrenta el historiador de las religiones es
precisamente la ingente cantidad de datos; en nuestro caso, el considerable
número de símbolos religiosos. Un problema se nos plantea desde el primer
momento: aun suponiendo que se llegue a dominar esta montaña de datos
(lo que no es siempre seguro), ¿tenemos derecho a utilizarlos
indistintamente, es decir, a agruparlos, a compararlos, incluso a elegirlos de
acuerdo con la conveniencia del autor que emprende la investigación?
Porque estos documentos religiosos son, al mismo tiempo, documentos
históricos, forman parte integrante de contextos culturales distintos. En
suma: cada dato tiene una significación particular, solidaria de la cultura y
del momento histórico de los cuales ha sido extraído.
La dificultad es real, y más adelante trataremos de demostrar cómo puede
superarse. Digamos, por el momento, que el historiador de las religiones
está condenado a enfrentarse con una dificultad semejante en todo lo que
emprende, porque, por una parte, desea conocer todas las situaciones
históricas de un comportamiento religioso y, por otra, está obligado a aislar
la estructura de este comportamiento tal como se deja captar entre una
multitud de situaciones. Para poner un ejemplo: existen innumerables
variantes del simbolismo del árbol cósmico. Cierto número de estas
variantes pueden considerarse derivadas de un pequeño número de centros
de difusión. Incluso se puede admitir la posibilidad de que todas las
variantes del árbol cósmico deriven, en último análisis, de un centro único
de difusión. En este caso se podría esperar que un día se llegue a
reconstruir la historia del simbolismo del árbol cósmico, precisando su
centro de origen, las vías de difusión y los diferentes valores de que se ha
cargado este simbolismo a través de sus peregrinajes.
Si fuese posible una tal monografía histórica, prestaría grandes servicios a
la ciencia de las religiones. Pero el problema del simbolismo del árbol
cósmico no quedaría resuelto por ello. Faltaría por realizar un considerable
trabajo: el de establecer el sentido de este símbolo, lo que él revela, lo que
muestra en tanto que símbolo religioso. Cada tipo o variedad revela, con
una intensidad o una claridad particulares, determinados aspectos del árbol
cósmico, dejando en la sombra los demás aspectos. En ciertos casos, el
árbol cósmico se revela sobre todo como imago mundi, y en otros se
presenta como axis mundi, como un tronco que a la vez sostiene al cielo,
une entre sí las tres zonas cósmicas (cielo, tierra, infierno) y tiene a su
cargo la comunicación entre cielo y tierra. Por último, otras variantes
subrayan, sobre todo, la función de regeneración periódica del universo, el
papel del árbol cósmico como centro del mundo o sus posibilidades
creadoras, etc. He estudiado el simbolismo del árbol cósmico en varias de
mis obras anteriores, y sería inútil volver a exponer aquí el problema en su
totalidad. Bastará con decir que es imposible comprender la significación
del árbol cósmico si no se tienen en cuenta más que una o algunas de sus
variantes. La estructura del simbolismo no se deja descifrar por completo
sino después de haber analizado un número bastante elevado de ejemplos.
Ni siquiera se puede comprender la significación de un determinado tipo de
árbol cósmico sin haber estudiado previamente los tipos y variantes
principales. Sólo después de haber aclarado las significaciones del árbol
cósmico en Mesopotamia o en la antigua
India se puede comprender el simbolismo de Yggdrasil o de los árboles
cósmicos del Asia central o de Siberia. En la ciencia de las religiones,
como en otras ciencias, se compara tanto para relacionar como para
distinguir.
Pero hay más todavía: solamente después de haber inventariado todas las
variantes cobran todo su relieve sus diferencias de significación. Sólo en la
medida en que el símbolo del árbol cósmico indonesio no coincide con el
del árbol cósmico altaico revela el primero toda su importancia para la
ciencia de las religiones. Y entonces se plantea la cuestión: ¿hay, en un
caso o en el otro, innovación, oscurecimiento del sentido o pérdida de la
significación original? Sabiendo lo que el árbol cósmico significa en
Mesopotamia, en la India o en Siberia, uno se pregunta por qué serie de
circunstancias histórico-religiosas o por qué razón interna el mismo
símbolo posee en Indonesia una significación distinta. La difusión no
resuelve el problema. Porque incluso si se pudiese demostrar que el
símbolo se ha propagado a partir de un centro único, no se habría
respondido todavía a la cuestión: ¿por qué determinadas culturas han
conservado ciertas significaciones primarias, mientras que otras las han
olvidado, rechazado, modificado o enriquecido? Ahora bien: la
comprensión de este proceso de enriquecimiento no se hace posible más
que aislando la estructura del símbolo. Sólo porque el árbol cósmico
simboliza el misterio de un mundo en perpetua regeneración, puede
simbolizar –simultánea o sucesivamente– el pilar del universo o la cuna de
las razas humanas, la renovatio cósmica y los ritmos lunares, el centro del
mundo y el camino por donde se puede pasar desde la tierra al cielo, etc.
Cada una de estas nuevas valencias se ha hecho posible porque el
simbolismo del árbol cósmico se revela desde el principio como la «cifra»
del mundo captado como una realidad viviente sagrada e inagotable. El
historiador de las religiones tendrá que descubrir las razones por las cuales
tal cultura ha conservado, desarrollando u olvidando un aspecto dado del
simbolismo del árbol cósmico. Y al hacer esto se verá arrastrado a penetrar
más profundamente en el alma de esta cultura y aprenderá a diferenciarla
de las otras.
En ciertos aspectos se podría comparar la situación del historiador de las
religiones con la del psicólogo de las profundidades. Tanto el uno como el
otro están obligados a no perder contacto con los datos fácticos; sus
procedimientos son empíricos; su fin es comprender las «situaciones»:
situaciones individuales en el caso del psicólogo, situaciones históricas en
el caso del historiador de las religiones. Pero el psicólogo sabe que no
llegará a comprender una situación individual y que no podrá ayudar a su
paciente a curarse más que en la medida en que consiga desentrañar una
estructura a través de la sintomatología particular y en la medida en que
logre reconocer, a través de los extravíos de una historia individual, las
grandes líneas de la historia de la psique. Por otra parte, el psicólogo va
modificando sus medios de investigación y rectificando sus conclusiones
teóricas de acuerdo con los descubrimientos conseguidos durante su trabajo
de análisis. Según acabamos de ver, el historiador de las religiones no
procede de manera distinta cuando estudia, por ejemplo, el simbolismo del
árbol del mundo. Tanto si se siente inducido a limitar su estudio al Asia
central o a la Indonesia, por ejemplo, como si se siente impulsado a abarcar
el simbolismo en su conjunto, no puede llevar a término su tarea si no toma
en consideración todas las principales variantes del árbol cósmico.
Al ser el hombre un horno symbolicus y al implicar todas sus actividades el
simbolismo, todos los hechos religiosos tienen necesariamente un carácter
simbólico. Nada más real si se piensa que todo acto religioso y que todo
objeto cultual se refieren a una realidad metaempírica. El árbol que se
convierte en objeto de culto no es venerado como tal árbol, sino como
hierofanía, como manifestación de lo sagrado. Y todo acto religioso, desde
el instante mismo en que es religioso, está cargado de una significación que
es, en última instancia, «simbólica», puesto que se refiere a valores o a
figuras sobrenaturales.
Es lícito, por tanto, decir que toda investigación sobre un tema religioso
implica el estudio de un simbolismo religioso. Sin embargo, en el ámbito
de la historia de las religiones se está de acuerdo normalmente en reservar
el término «símbolo» a los hechos religiosos, cuyo simbolismo es
manifiesto y explícito. Se habla, por ejemplo, de la rueda como de un
símbolo solar, del huevo cosmogónico como del símbolo de la totalidad no
diferenciada, de la serpiente como de un símbolo ctónico, sexual o
funerario, etc.
También es normal abordar una institución religiosa dada –la iniciación,
por ejemplo– o un comportamiento religioso –como la orientatio–
exclusivamente desde el ángulo del simbolismo. El propósito de una
investigación de este tipo es dejar de lado los contextos sociorreligiosos de
la institución o del comportamiento respectivo para concentrarse sobre el
simbolismo que implican. La iniciación es un fenómeno complejo, que
comprende ritos múltiples, mitologías divergentes, contextos sociales
diversos, fines dispares. Ya se sabe que todo esto representa, en último
análisis, «símbolos». Pero el estudio del simbolismo iniciático persigue
otro fin: descifrar el simbolismo implícito en un determinado rito o mito
iniciático (regressus ad uterum, la muerte y la resurrección rituales, etc.),
estudiar cada uno de estos símbolos morfológica e históricamente, elucidar
la situación existencial que ha hecho posible su constitución.
Lo mismo ocurre con un comportamiento religioso como el de la
orientatio. Existen innumerables ritos de orientación, y mitos que justifican
estos ritos. Todos ellos derivan, en definitiva, de la experiencia del espacio
sagrado. Abordar este problema en su conjunto presupone el estudio de la
orientación ritual, de la geomancia, de los ritos de la fundación de las
ciudades y de la construcción de templos o de casas, del simbolismo de las
tiendas, de las cabañas o de las casas. Pero dado que en la base de todo esto
se encuentra una experiencia del espacio sagrado y una concepción
cosmológica, el estudio de la orientatio se puede limitar al simbolismo del
espacio sagrado. Lo cual no significa que se ignoren o que se descuiden los
contextos históricos y sociales de todas las formas de orientatio que el
investigador se ha molestado en estudiar.
Fácilmente podrían multiplicarse los ejemplos de investigaciones
semejantes sobre un simbolismo particular: el «vuelo mágico» y la
ascensión; la noche y el simbolismo de las tinieblas; el simbolismo lunar,
solar, telúrico, vegetal, animal; el simbolismo de la búsqueda de la
inmortalidad; el simbolismo del héroe, etcétera. En cada uno de estos
casos, el proceso es esencialmente el mismo: se trata de restituir la
significación simbólica a hechos religiosos en apariencia heterogéneos,
pero relacionados estructuralmente, que tanto pueden ser ritos o
comportamientos rituales como mitos, leyendas o figuras sobrenaturales e
imágenes. Un procedimiento como éste no significa la reducción de todas
las significaciones a un denominador común. Nunca se insistirá lo bastante
sobre este punto, es decir, sobre el hecho de que la investigación de las
estructuras simbólicas no es un trabajo de reducción, sino de integración.
Se comparan y se confrontan dos expresiones de un símbolo no para
reducirlas a una expresión única, preexistente, sino para descubrir el
proceso gracias al cual una estructura es susceptible de enriquecer sus
significaciones. Al estudiar el simbolismo del vuelo y de la ascensión, he
dado algunos ejemplos de este enriquecimiento; el lector interesado en
verificar los resultados obtenidos por tal procedimiento metodológico
puede consultar este estudio mío.
Los cuatro primeros estudios que componen este libro han aparecido en los
Eranos-Jahrbücher, vols. XXVI, XXVII, XXVIII y XXIX, Zurich, 1958,
1959, 1960 y 1961. En el cuarto se recopilan textos aparecidos,
respectivamente, en la «Nouvelle Revue Francaise» (abril de 1960);
«Paideuma», VII (julio de 1960) (Festschrift für Hermann Lommel), y en
Culture in History. Essays in Honor of Paul Radin,
Nueva York, 1960. Una versión inglesa del último estudio ha sido incluida
en el volumen History of Religions. Essays in Methodology, editado por
Mircea Eliade y Joseph Kitagawa, Chicago Univeristy Press, 1959, y una
traducción alemana fue extractada en la revista «Antaios», II, n. 1 (mayo de
1960).