Mefistófeles y El Andrógino by Mircea Eliade

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Mircea Eliade

Mefistófeles y El Andrógino
SUMARIO

Prefacio
1. EXPERIENCIAS DE LA LUZ MÍSTICA
• Un sueño
• «Qaumanek»
• La luz solidificada
• La India: la luz y el «âtman»
• El yoga y las «luces místicas»
• Teofanías luminosas
• El budismo
• La luz y el «bardo»
• Luz y «maithuna»
• Mitos tibetanos sobre el hombre-luz
• La experiencia india de la luz mística
• Técnicas chinas
• «El misterio de la flor de oro»
• Irán
• Antiguo Testamento y judaísmo
• El bautismo y la transfiguración
• Los monjes «resplandecientes»
• Palamas y la luz tabórica
• Mística de la luz
• Experiencias espontáneas de la luz
• Luz y tiempo
• Consideraciones finales
2. MEFISTÓFELES Y EL ANDRÓGINO O EL MISTERIO DE LA
TOTALIDAD
• La «simpatía» de Mefistófeles
• Prehistoria de la «coincidentia oppositorum»
• La asociación Dios-Diablo y la inmersión cosmogónica
• Devas y asuras
• Vrtra y Varuna
• Los dos planos de referencia
• Mitos y ritos de integración
• El andrógino en el siglo
• El romanticismo alemán
• El mito del andrógino
• La androginia divina
• La androginización ritual
• La totalidad primordial
• Doctrinas y técnicas tántricas
• Significación de la «coincidentia oppositorum»
3. RENOVACIÓN CÓSMICA Y ESCATOLÓGICA
• El nudismo escatológico
• La llegada de los americanos y el retorno de los muertos
• Sincretismo pagano-cristiano
• La destrucción del mundo y la instauración de la edad de oro
• La espera de los muertos y la inacción ritual
• El año nuevo y la restauración del mundo entre los californianos • El
ritual karok
• Año nuevo y cosmogonía
• Regeneración periódica del mundo
• Los «ludi» romanos; el «ashvamedha»
• La consagración del rey indio
• Regeneración y escatología
4. CUERDAS Y MARIONETAS
• El «milagro de la cuerda»
• Hipótesis
• Mitos tibetanos de la cuerda cósmica
• El hilo de un chamán negrito
• La India: cuerdas cósmicas y tejido neumático
• Tejido y condicionamiento
• Imágenes, mitos, especulaciones
• Cuerdas y marionetas
• «Aurea catena Homeri»
• La «cuerda astral»
• Cuerdas mágicas
• Situaciones
5. CONSIDERACIONES SOBRE EL SIMBOLISMO RELIGIOSO
El auge del simbolismo
Las inhibiciones del especialista
Problemas de método
Lo que «revelan» los símbolos
La «historia» de los símbolos
Nota bibliográfica
Notas
PREFACIO

Según A. N. Whitehead, la historia de la filosofía occidental no es, en


definitiva, más que una serie de notas a pie de página a la filosofía de Platón.
Es dudoso que el pensamiento occidental pueda mantenerse en lo sucesivo
en este «espléndido aislamiento». Y es precisamente esta necesidad de
apertura, de confrontación o encuentro con los «desconocidos», los
«extraños» y sus mundos —universos insólitos, no familiares, exóticos o
arcaicos— lo que la caracteriza muy especialmente con respecto a las
épocas anteriores. Los descubrimientos de la psicología profunda,
juntamente con la llegada de grupos étnicos extraeuropeos al horizonte de la
historia, desencadenaron, en efecto, la invasión de los «desconocidos» en el
campo, tanto tiempo cerrado, de la conciencia occidental.
Como se ha dicho repetidas veces, el mundo occidental está en trance de
modificarse radicalmente a causa de estos descubrimientos y de estos
encuentros. Desde finales del siglo pasado, las investigaciones de los
orientalistas han familiarizado progresivamente al Occidente con la
dimensión de lo fabuloso y excéntrico de las sociedades y de las culturas
asiáticas. La etnología moderna, por su parte, descubría mundos espirituales
oscuros y misteriosos, universos que, aun admitiendo que fuesen el fruto de
una mentalidad prelógica —como en cierto momento creyó Lévy-Bruhl—,
no por ello dejaban de ser menos extraños al paisaje cultural familiar a
Occidente.
Pero es la psicología profunda la que ha desvelado más tierras ignotas y la
que ha dado lugar a las confrontaciones más dramáticas. El descubrimiento
del inconsciente puede parangonarse con los descubrimientos marítimos del
Renacimiento y los descubrimientos astronómicos consecutivos a la
invención del telescopio. Porque cada uno de estos descubrimientos
alumbra mundos de los que ni siquiera se sospechaba su existencia. Cada
uno opera una especie de «ruptura de nivel» que quiebra la imagen
tradicional del mundo, revelando las estructuras de un universo hasta
entonces no imaginado. Ahora bien: tales «rupturas de nivel» no se
producen en vano. Los descubrimientos astronómicos y geográficos del
Renacimiento no solamente modificaron por completo la imagen del
universo y el concepto del espacio, sino que aseguraron, por tres siglos al
menos, la supremacía científica, económica y política de Occidente,
abriendo el camino que conduce irremisiblemente hacia la unidad del
mundo.
Los descubrimientos de Freud suponen otra «apertura», pero en esta ocasión
hacia los mundos sumergidos del inconsciente. La técnica psicoanalítica
inauguró un nuevo modo de descensus ad inferos. Cuando Jung reveló la
existencia del inconsciente colectivo, la exploración de estos tesoros
inmemoriales —los mitos, los símbolos, las imágenes de la humanidad
arcaica— comenzó a parecerse a las técnicas oceanográficas y
espeleológicas. Al igual que las inmersiones en las profundidades marinas o
la exploración de las cavernas habían revelado organismos elementales,
desaparecidos hace mucho tiempo de la superficie de la tierra, los análisis
ponían de manifiesto formas de la vida psíquica profunda, hasta aquel
momento inaccesibles al estudio. La espeleología brindaba a los biólogos
organismos terciarios e incluso secundarios, formas zoomórficas primitivas
no fosilizables, es decir, formas que habían desaparecido de la superficie de
la tierra sin dejar huella. Mediante el descubrimiento de los «fósiles
vivientes» la espeleología avanzaba considerablemente en el conocimiento
de las modalidades arcaicas de la vida. Algo semejante ocurría con las
formas arcaicas de la vida psíquica. Los «fósiles vivientes», amparados en
las tinieblas del inconsciente, se hacían accesibles a la investigación gracias
a las técnicas elaboradas por los psicólogos de las profundidades.
Es significativo que tanto la fructificación cultural del psicoanálisis como el
interés creciente por el estudio de los símbolos y de los mitos hayan
coincidido en gran medida con la intervención de Asia en la historia y,
sobre todo, con el despertar político y espiritual de los «pueblos
primitivos». Después de la segunda guerra mundial, el encuentro con los
«otros», con los «desconocidos», había llegado a ser para los occidentales
una fatalidad histórica. Y más aún, desde hace algunos años, los
occidentales no sólo experimentan de un modo cada vez más vivo lo que
significa la confrontación con los «extraños», sino que además se dan
cuenta de que comienzan a ser dominados por ellos. Esto no implica
necesariamente que los occidentales vayan a ser avasayados u oprimidos,
sino únicamente que sentirán la presión de una espiritualidad «extraña», no
occidental. Porque el encuentro —o el choque— entre civilizaciones es
siempre, a fin de cuentas, un encuentro entre espiritualidades, y más aún
entre religiones.
Un verdadero encuentro implica el diálogo. Y para entablar un diálogo
provechoso con los representantes de las culturas extraeuropeas es
indispensable conocer y comprender estas culturas. La hermenéutica es la
respuesta del hombre occidental —la única respuesta inteligente— a las
solicitaciones de la historia contemporánea, al hecho de que Occidente está
llamado (casi diría que condenado) a la confrontación con los valores
culturales de los «otros». Ahora bien: en este caso, la hermenéutica
encontrará su auxiliar más preciado en la historia de las religiones.
Cuando la historia de las religiones se convierta en la «disciplina total» que
debería ser, se comprenderá que tanto el mundo del «inconsciente» como
los mundos «extraños» de los no occidentales se dejan analizar mucho
mejor desde la perspectiva de los valores y de los comportamientos
religiosos.
Todavía no se ha comprendido claramente que las «aperturas» practicadas
por los psicólogos y por los exploradores del pensamiento arcaico son
equiparables a la aparición masiva de los pueblos no europeos en la historia;
que no se trata solamente de una ampliación considerable del horizonte
científico (como sucedió con los descubrimientos científicos geográficos y
astronómicos del Renacimiento), sino también, y muy especialmente, de la
experiencia del encuentro con los «desconocidos». Pero, seamos o no
conscientes de ello, el encuentro con lo «completamente diferente»
determina una experiencia de estructura religiosa. Esto no excluye que
nuestra época pase a la posteridad como la primera en redescubrir las
«experiencias religiosas difusas», abolidas por el triunfo del cristianismo.
No excluye que la atracción sentida por las actividades del inconsciente, el
interés por los mitos y los símbolos, el gusto por lo exótico, lo primitivo, lo
arcaico, los encuentros con los «otros» —con todos los sentimientos
ambivalentes que ello significa—, todo esto aparezca algún día como un
nuevo tipo de religiosidad.
Por el momento, presentimos que todos estos elementos posibilitan el
comienzo de un nuevo humanismo que no será el remedo del antiguo.
Porque ahora se trata muy especialmente de las investigaciones de los
orientalistas, de los etnólogos, de los psicólogos de las profundidades, de los
historiadores de la religión a las cuales se pretende integrar a fin de llegar a
un conocimiento total del hombre. Estos investigadores no han cesado de
desvelar el interés humano, la «verdad» psicológica y el valor espiritual de
los numerosos símbolos, mitos, figuras divinas y técnicas atestiguados tanto
entre los asiáticos como entre los «primitivos». Estos documentos humanos
habían sido estudiados anteriormente con la frialdad y la indiferencia que
los naturalistas del siglo adoptaban para el estudio de los insectos. Ahora se
comienza a caer en la cuenta de que estos documentos expresan situaciones
humanas ejemplares, que forman parte integrante de la historia del espíritu.
Ahora bien: la actitud apropiada para captar el sentido de una situación
humana ejemplar no es la «objetividad» del naturalista, sino la simpatía
inteligente del exegeta, del intérprete. Era precisamente la actitud lo que
debía ser cambiado. Pues el comportamiento más extraño, el más aberrante,
debe ser considerado en tanto que hecho humano, quedando fuera de
nuestra comprensión si se le considera únicamente como un fenómeno
zoológico o como un caso teratológico. Abordar un símbolo, un mito o un
comportamiento arcaico en cuanto expresión de situaciones existenciales
supone ya reconocerle una dignidad humana y una significación filosófica.
Esta actitud habría parecido ridícula y absurda para un erudito del siglo
XIX. Para él, el «salvajismo» o la «estupidez primordial» no podían
representar más que una fase embrionaria y, por consiguiente, «acultural»
de la humanidad.
Pero como dije anteriormente, lo que ahora importa es articular e integrar
los resultados de estas investigaciones, guiadas por un espíritu totalmente
distinto al del siglo XIX, con el propósito de llegar a un conocimiento más
exacto del hombre. Un día no lejano, Occidente no sólo tendrá que conocer
y comprender los universos culturales de los no occidentales, sino que
además se verá obligado a valorarlos como parte integrante de la historia del
espíritu humano. Ya no los considerará como meros episodios infantiles o
aberrantes dentro de una historia ejemplar del hombre. Pero hay algo más:
el encuentro con los «otros» ayudará al hombre occidental a conocerse
mejor a sí mismo. El esfuerzo realizado para comprender correctamente los
modos de pensamiento ajenos a la tradición racionalista occidental, y en
primer término para descifrar la significación de los mitos y de los
símbolos, se traduce en un enriquecimiento considerable de la conciencia.
Es cierto que los psicólogos de las profundidades se han dedicado a estudiar
la estructura de los símbolos y el escenario de los mitos en un intento por
captar el dinamismo del inconsciente. Pero el encuentro con las culturas
extraoccidentales, regidas por símbolos y alimentadas por mitos, debe
llevarse a cabo mediante otro enfoque: no se trata de «analizar» culturas
como se analizan los sueños de un paciente, esto es, «reduciéndolos» a
signos que descubran ciertas modificaciones en el psiquismo profundo; en
lo sucesivo se trata de ver en ellas las creaciones culturales de pueblos
extraoccidentales, de intentar comprenderlas con la misma pasión
intelectual que se ha puesto en comprender el mundo homérico, los profetas
de Israel o la filosofía mística del maestro Eckhardt. Dicho de otro modo: se
deben abordar —y felizmente se ha comenzado a hacerlo— los símbolos,
los mitos y los ritos oceánicos o africanos con el mismo respeto y el mismo
deseo de aprender que los que se han dispensado a las creaciones culturales
occidentales. Porque estos ritos y estos mitos revelen en ocasiones aspectos
terribles o aberrantes, no por ello resultan menos expresivos de situaciones
paradigmáticas vividas por hombres pertenecientes a sociedades de tipos
diferentes y empujados por otras fuerzas históricas distintas a las que han
forjado la historia de nuestro mundo occidental.
En nuestra opinión, la voluntad de buena comprensión hacia los «otros»
produce un enriquecimiento de la conciencia occidental. Este encuentro
podría incluso conducir a una renovación de la problemática filosófica, del
mismo modo que el descubrimiento de las artes exóticas y primitivas ha
abierto, desde hace casi medio siglo, nuevas perspectivas al arte europeo.
Me parece, por ejemplo, que un estudio profundo sobre la naturaleza y
función de los símbolos podría estimular el pensamiento filosófico
occidental y dilatar su horizonte. Es sorprendente que los historiadores de
las religiones hayan sido inducidos a poner de manifiesto las audaces
concepciones de los «primitivos» y de los orientales acerca de la estructura
de la existencia humana, la caída en la temporalidad, la necesidad de
conocer la «muerte» antes de acceder al mundo del espíritu; en todo esto se
reconocen ideas bastante próximas a las que ocupan hoy el centro de la
investigación filosófica occidental. Y cuando en las ideologías religiosas
arcaicas y orientales se encuentran concepciones comparables a las de la
filosofía occidental «clásica», la confrontación no es menos significativa, ya
que estas concepciones no proceden de las mismas premisas. Así, por
ejemplo, cuando el pensamiento indio o ciertas mitologías «primitivas»
proclaman que el acto decisivo que fundamentó la actual condición humana
tuvo lugar en un pasado primordial, puesto que lo esencial precede a la
actual condición humana, sería muy interesante para la filosofía y la
teología occidentales el comprender cómo se ha llegado a esta concepción y
por qué razones.
Si el descubrimiento del inconsciente forzó al hombre occidental a una
confrontación con su propia «historia» secreta y larvada, el encuentro con
las culturas extraoccidentales le obligará a penetrar muy profundamente en
la historia del espíritu humano, persuadiéndole, quizá, de que ha de asumir
esta historia como parte integrante de su propio ser. En efecto, el problema
que se plantea ya, y que se planteará con una intensidad cada vez más
dramática a los investigadores de la próxima generación, es el siguiente:
¿por qué medios recuperar todo lo que es todavía recuperable en la historia
espiritual de la humanidad? Y esto por dos razones: primera, el hombre
occidental no podrá vivir indefinidamente desgajado de una parte tan
importante de sí mismo como es la constituida por los fragmentos de una
historia espiritual de la cual es incapaz de descifrar la significación y el
mensaje; segunda, tarde o temprano, el diálogo con los «otros» —los
representantes de las culturas tradicionales, asiáticas y «primitivas»—
deberá comenzar, no ya en el lenguaje utilitario y empírico actual (que sólo
es capaz de llegar a las realidades sociales, económicas, políticas, médicas,
etc.), sino en un lenguaje cultural capaz de expresar realidades humanas y
valores espirituales. Tal diálogo es inevitable y está escrito en la fatalidad
de la historia. Sería una trágica ingenuidad el seguir creyendo que podemos
proseguir indefinidamente en el mismo nivel mental en el que actualmente
estamos situados.
Los trabajos aquí reunidos dan idea del empeño de un historiador de las
religiones preocupado por hacer inteligibles un cierto número de
comportamientos religiosos y de valores espirituales pertenecientes a los no
europeos. No he dudado en recurrir a hechos culturales familiares tomados
de la tradición occidental cada vez que ofrecían un término de comparación
capaz de aclarar nuestra búsqueda. Y mediante semejantes aproximaciones
será como lograremos descubrir las perspectivas del humanismo del futuro.
Los cuatro primeros capítulos fueron leídos en las Eranos * de Ascona, entre
1957 y 1960, lo cual explica su estilo oral. Cuando me dispuse a agrupar
estas exposiciones en su volumen, y aunque la tentación fue grande, no
intenté modificación o ampliación alguna, ya que corría el riesgo de que
cada tema se convirtiese en un libro. Por tanto, me limité a añadir algunas
referencias a publicaciones recientes. Una vez más, mi querido y sabio
amigo el doctor Jean Gouillard ha tenido a bien el contribuir a una mejor
presentación para la edición francesa de estas páginas. Reciba aquí la
expresión de mi sincera gratitud.
MIRCEA ELIADE
Universidad de Chicago, noviembre de 1960

* Serie de conferencias, cuya iniciativa se debió especialmente a C. G.


Jung, leídas en Ascona (Suiza). Estas conferencias fueron editadas en
forma de anuario a partir de 1933, y en sus páginas figuran nombres
relevantes pertenecientes al campo de la filosofía oriental, psicología
profunda, mística, simbolismo, etc. (N. del T.. )
1 . EXPERIENCIAS DE LA LUZ MÍSTICA

Un sueño
Hacia mediados del siglo pasado, un comerciante americano de treinta y dos
años de edad tuvo el siguiente sueño: «Me encontraba —escribe— detrás
del mostrador de mi tienda. Era una tarde luminosa y soleada. Pero de
pronto sobrevino una oscuridad mayor que la de la más tenebrosa de las
noches, que la de la más sombría de las minas. El señor con el que estaba
hablando corrió hacia la calle. Le seguí y, aunque estaba tan oscuro, pude
percibir cómo centenares de miles de personas pululaban por la calle,
preguntándose por el motivo de tal suceso. En este momento descubrí en el
cielo, lejos, hacia el sudoeste, una luz tan resplandeciente como una estrella
y aproximadamente como la palma de la mano. Por momentos me parecía
que la luz se agrandaba y aproximaba, comenzando a iluminar las tinieblas.
Cuando la luz hubo alcanzado el tamaño de un sombrero de hombre, se
dividió en doce luces más pequeñas, con una luz más grande en el centro,
mientras aumentaba de tamaño con gran rapidez. En aquel mismo instante
supe que se trataba de la venida de Cristo. En el momento en que me
percataba de esto, todo el sudoeste del cielo se llenó de una muchedumbre
luminosa, y en el centro se encontraba Cristo con los doce apóstoles. Ahora
destacaba más claro que el día y más luminoso que cuanto pueda
imaginarse. Y mientras que la muchedumbre brillante avanzaba hacia el
cenit, el amigo con el cual yo hablaba exclamó: "Ese es mi Salvador." Y al
momento abandonó su cuerpo y se elevó hacia el cielo. Pensé que yo no era
lo bastante bueno para acompañarle. Después me desperté».
Durante varios días anduvo tan impresionado que no se atrevía a contar su
sueño a nadie. Transcurridos quince días, lo confió a su mujer, y después
habló de él con otros. Tres años más tarde, alguien que era conocido por su
profunda vida religiosa habló con su mujer y le dijo: «Su marido ha nacido
de nuevo y él no lo sabe. Es como un niñito espiritual con los ojos todavía
cerrados, pero lo comprenderá dentro de poco tiempo.» En efecto, tres
semanas más tarde, cuando caminaba con su mujer por la Segunda Avenida
de Nueva York, exclamó repentinamente: «¡Oh! ¡Yo poseo la vida eterna!»
Y sintió que Cristo acababa de resucitar en él y que sería consciente de esto
eternamente (would remain in everlasting consciousness). Tres años
después de este acontecimiento, mientras se hallaba a bordo de un barco,
rodeado de una muchedumbre, tuvo una nueva experiencia espiritual y
mental: le pareció que su alma, e igualmente su cuerpo, eran inundados de
luz. Pero en el relato autobiográfico que acabo de resumir añade que las
experiencias en estado de vigilia nunca le hicieron olvidar la primera, la que
había tenido en sueños.
Si para comenzar he elegido este ejemplo de experiencia espontánea de la
luz ha sido especialmente por dos razones: primera, porque se trataba de un
comerciante satisfecho de su profesión y a quien nada preparaba,
aparentemente, para una iluminación semimística; segunda, porque su
primera experiencia de la luz se realizó en estado de sueño. Parecía haber
quedado muy impresionado por esta experiencia, pero no logró captar su
significación. Sólo comprendía que algo decisivo le había sucedido, algo
que comprometía la salvación de su alma. La idea de que se trataba de un
nacimiento espiritual no acudió a su mente sino después de haber sabido lo
que cierta persona le había dicho a su mujer. Sólo después de esta
indicación, procedente de una persona autorizada, tuvo conscientemente la
experiencia de la presencia de Cristo y, finalmente, tres años más tarde, la
experiencia de la luz sobrenatural que bañaba no sólo su alma, sino también
su cuerpo.
Un psicólogo tendría muchas cosas interesantes que decir acerca de la
significación profunda de esta experiencia. Por su parte, el historiador de las
religiones observará que el caso del comerciante americano ilustra
admirablemente la situación del hombre moderno, que se cree –o se quiere
creer– arreligioso. En éste, el sentimiento religioso de la existencia ha sido
reprimido, yendo a parar al inconsciente en busca de refugio. Por eso, como
ha dicho el profesor C. G. Jung, el inconsciente es siempre religioso. Se
podría hablar largamente sobre la aparente desaparición del sentimiento
religioso en el hombre moderno o, más exactamente, sobre la ocultación de
su religiosidad en las regiones profundas de la psique. Pero éste es un
problema que sobrepasa mi propósito. Mi intención es desarrollar un
comentario histórico-religioso sobre la experiencia espontánea de la luz
interior. El ejemplo que acabo de citar nos introduce sin esfuerzo en el
núcleo del problema. Acabamos de ver cómo el encuentro con la luz –
aunque se haya realizado en estado de sueño– acaba por cambiar
radicalmente una existencia humana, abriéndola hacia el mundo del espíritu.
Ahora bien, todas las experiencias de luz sobrenatural contienen un
denominador común: todo aquél que verifica tal experiencia sufre una
mutación ontológica, adquiriendo cierto modo de ser que le permite el
acceso al mundo del espíritu. Lo que signifique realmente la mutación
ontológica en el individuo, así como el espíritu al cual ahora tiene acceso,
constituye otro problema que más tarde discutiremos. Por el momento
retengamos este hecho: incluso en un extremo-occidental del siglo XIX el
encuentro con la luz indica un nuevo nacimiento espiritual.
El ejemplo expuesto no representa un caso aislado. Existen numerosos casos
similares, y habrá ocasión de citar algunos. Pero es como historiador de las
religiones como abordo este tema. Por tanto, lo que importa en primer
término es conocer cuáles son las significaciones de la luz interior o
sobrenatural en las diferentes tradiciones religiosas. El tema es inmenso y es
forzoso limitarse. Un estudio satisfactorio de los valores religiosos de la luz
interior comprendería no sólo el examen atento de todas las variedades de
tales experiencias, sino también la exposición de los rituales, y
especialmente de las diversas mitologías de la luz. Puesto que son las
ideologías religiosas las que justifican y, en última instancia, las que
conceden validez a las experiencias místicas, en la medida de lo posible
intentaré recordar brevemente los contextos ideológicos de las diferentes
experiencias de luz en algunas de las grandes religiones. De todos modos,
numerosos aspectos serán silenciados. No hablaré de las mitologías de la
luz, ni de los mitos solares, ni de las lámparas de fuego rituales. Tampoco
hablaré de la significación religiosa de la luz lunar ni de la del relámpago,
aunque todas estas epifanías religiosas tengan una gran importancia para
nuestro asunto.

«Qaumanek»
Es la mitología –o más bien la metafísica– del relámpago la que nos interesa
sobre todo. La instantaneidad de la iluminación espiritual ha sido
comparada en muchas religiones con el relámpago. Más aún, el brusco
resplandor del rayo que desgarra las tinieblas ha sido interpretado como un
mysterium tremendum que transfigura el mundo, llenando el alma de terror
sagrado. A las Personas muertas por el rayo se las considera como
arrebatadas hacia el cielo por los dioses de la tormenta y sus restos son
venerados como reliquias. Todo el que sobrevive a la experiencia del rayo
queda completamente cambiado; de hecho, comienza una nueva existencia
y se convierte en un hombre nuevo. Un yakuto víctima de un rayo, del que
salió indemne, contó que Dios había descendido del cielo, le había dividido
el cuerpo y después le había resucitado. Después de esta muerte y de esta
resurección iniciáticas, se convirtió en chamán. «Ahora –dice– veo lo que
ocurre a mi alrededor hasta una distancia de treinta verstas». Es destacable
que, en este ejemplo de iniciación instantánea, el tema bien conocido de la
muerte y de la resurrección está acompañado y completado por el motivo de
la iluminación repentina; la luz cegadora del relámpago provoca la
transmutación espiritual mediante la cual el hombre adquiere el poder de la
visión. «Ver a una distancia de treinta verstas» constituye la fórmula
tradicional del chamanismo siberiano para expresar la clarividencia.
Ahora bien: entre los esquimales, este tipo de clarividencia es el resultado
de una experiencia mística llamada «relámpago» o «iluminación»
(qaumanek), sin la cual nadie puede llegar a ser chamán. Según los datos
sobre los chamanes esquimales iglulik recogidos por Rasmussen, el
qaumanek consiste «en una luz misteriosa que el chamán siente
repentinamente en su cuerpo, en el interior de su cabeza, en el centro mismo
de su cerebro; un inexplicable faro, un fuego luminoso que le hace capaz de
ver en la oscuridad, tanto en el sentido propio como en el figurado. Pero no
sólo le es posible ver a través de las tinieblas, incluso con los ojos cerrados,
sino que también es capaz de percibir cosas y acontecimientos futuros,
ocultos al resto de los humanos. Así, pues, el chamán conoce el futuro y los
secretos de los demás».
Cuando el novicio experimenta por vez primera esta luz mística es «como si
la cabaña en donde se encuentra se elevase súbitamente; entonces comienza
a ver muy lejos delante de él, a través de las montañas, igual que si la tierra
fuese una gran llanura, y sus ojos alcanzan a sus confines. Nada se esconde
ya ante él. No sólo es capaz de ver muy lejos, sino que además puede
igualmente descubrir las almas robadas, cualquiera que sea el lugar donde
estén custodiadas, ya se encuentren escondidas en extrañas y lejanas
regiones o hayan sido llevadas a lo alto o a lo profundo, en el país de los
muertos».
Retengamos las notas esenciales de esta experiencia de iluminación mística:
a) es el resultado de una larga preparación, pero siempre llega
repentinamente, como un «relámpago»; b) se trata de una luz interior,
sentida en todo el cuerpo, pero especialmente en la cabeza; c) cuando es
experimentada por primera vez va acompañada de una experiencia de
ascensión; d) existe a la vez visión a distancia y clarividencia: el chamán ve
desde cualquier parte y muy lejos, pero percibe igualmente entidades
invisibles (almas de enfermos, espíritus), así como acontecimientos futuros.
Hay que añadir que el gaumanek posibilita, además, otro ejercicio espiritual
específicamente chamánico: el poder de contemplar su propio cuerpo
reducido al estado de esqueleto, lo cual es otra forma de expresar que el
chamán está capacitado para «ver» lo que de momento es invisible. En
cualquier caso, ya se trate de ver a través de la carne como con rayos X, ya
sea viendo en el futuro lo que le ocurrirá a su cuerpo después de muerto,
está claro que este poder es también una especie de clarividencia nacida
después de la iluminación. Insisto otra vez en este punto: ya sea
experimentada como luz interior o como un fenómeno luminoso en el
sentido casi físico, la iluminación confiere a la vez al chamán esquimal
facultades supramentales y un conocimiento de orden místico.

La luz solidificada
Es tentador pasar directamente de esta experiencia chamánica al estudio de
la concepción india de la luz interior. También encontraríamos aquí la
misma solidaridad entre la experiencia de la luz, la gnosis y la superación de
la condición humana. Pero quiero detenerme un instante sobre otro grupo de
hechos relativos a las sociedades arcaicas, y especialmente sobre la
iniciación de los medicine-men (médicos brujos) australianos. No conozco
ejemplos australianos comparables a la «iluminación» de los chamanes
iglulik, pero esta carencia puede ser debida al hecho de que no conocemos
bien a los medicine-men australianos. Sin embargo, no hay razón para no
comparar a los medicine-men australianos con los chamanes siberianos y
árticos. No sólo sus respectivas iniciaciones tienen bastantes puntos en
común, sino que tanto los unos como los otros pasan por poseer poderes
parapsicológicos similares: caminan sobre el fuego, desaparecen y
reaparecen a voluntad, son clarividentes, capaces de leer el pensamiento de
los demás, etc.
Ahora bien: en los rituales iniciáticos de los medicine-men australianos la
luz mística desempeña un papel importante. Los medicine-men imaginan a
Baiame, maestro de la iniciación, como un ser semejante en todo a los
demás magos, «a excepción de la luz que irradia de sus ojos». Dicho de otro
modo: perciben una relación entre la condición de un Ser sobrenatural y la
superabundancia de la luz. Baiame efectúa la iniciación de los jóvenes
candidatos rociándolos con un «agua sagrada y poderosa», la cual, según los
medicine-men, es de cuarzo licuado. El cuarzo representa un papel
considerable en las iniciaciones. Al neófito se le considera muerto por un
ser sobrenatural, descuartizado y rellenado después con cristales de roca.
Cuando vuelve a la vida es capaz de ver a los espíritus, de leer los
pensamientos de los demás, de volar al cielo, de hacerse invisible, etc.
Gracias a los cristales de roca que contiene su cuerpo, y sobre todo su
cabeza, el medicine-man goza de un modo de ser distinto al resto de los
mortales. El cuarzo debe su extraordinario prestigio a su origen celeste. El
trono de Baiame está hecho de cristales, y el propio Baiame deja caer sobre
la tierra los trozos desprendidos de su trono. En otras palabras: se considera
a los cristales como caídos de la bóveda celeste y, de alguna manera, son
«luz solidificada».
Y, en efecto, los dayak marítimos llaman a los cristales «piedras de luz»
Esta luz solidificada en el cuarzo se tiene por sobrenatural: ella hace capaz
al medicine-man de ver a las almas, incluso a muy larga distancia (por
ejemplo, cuando el alma de un enfermo se halla extraviada en la espesura o
ha sido arrebatada por los demonios). Aún más: gracias a los cristales, los
medicine-men son capaces de volar al cielo —creencia igualmente
atestiguada en América del Norte—. Ver a gran distancia, subir al cielo,
percibir entidades espirituales (almas de los muertos, demonios, dioses),
todo esto quiere decir en última instancia que el medicine-man no se
encuentra ya cautivo en el universo del hombre profano y que participa de
la condición de los seres superiores. Esta condición privilegiada es
conquistada gracias a una muerte iniciática, durante la cual su cuerpo es
rellenado con sustancias consideradas como luz solidificada. Tras su
resurrección mística podría decirse que ha sido bañado interiormente en una
luz sobrenatural.
Así pues también encontramos en los medicine-men australianos la misma
relación entre luz espiritual, gnosis, ascensión, clarividencia y facultades
supramentales que ya habíamos apreciado en los chamanes esquimales.
Pero el elemento que nos interesa, la luz espiritual, se encuentra aquí
valorado de otro modo. El neófito australiano no tiene que experimentar una
iluminación comparable al qaumanek del chamán esquimal. El medicine-
man recibe la luz sobrenatural directamente en su cuerpo, bajo la forma de
cristales de roca. Ya no se trata aquí de una experiencia mística de luz, sino
de una muerte iniciática durante la cual el cuerpo del novicio es llenado de
cristales, símbolos de la luz celeste y divina. En este caso nos encontramos
ante un ritual de estructura extática. Una vez «muerto» y cortado en trozos,
el discípulo puede percibir lo que hacía él adviene: ve a los seres
sobrenaturales que le llenan el cuerpo con cuarzo. Al volver a la vida posee
ya, más o menos, los poderes obtenidos por el chamán esquimal después de
la iluminación. El ritual realizado por los seres sobrenaturales tiene aquí
gran importancia, mientras que la iluminación del chamán esquimal es una
experiencia obtenida en la soledad y tras una larga ascesis. Pero, repito una
vez más, las consecuencias de los dos tipos de iniciación son equiparables.
Tanto en el caso del chamán esquimal como en el del medicine-man
australiano, se trata de un hombre nuevo que «ve», comprende y conoce de
un modo sobrenatural y es capaz de hacer cosas sobrehumanas.

La India: la luz y el «âtman»


Como es de suponer, en las religiones y en las filosofías indias la mística de
la luz es mucho más compleja. Ante todo, existe la idea básica de que la luz
es creadora. «La luz es procreación» (jyotir prajanaman), dice el Satapatha
Brâhmana (VIII, 7, 2, 16-17). La luz «es la potencia creadora» (Taittiriya
Samhitâ, VIII, 1, 1, 1). Ya el Rig Veda (I, 1I5, 1) afirmaba que el sol es la
vida o el âtman —el sí mismo— de toda cosa. Las Upanishads insisten
especialmente en este tema: que el ser se manifiesta por la pura luz y que el
hombre toma conocimiento del ser mediante una experiencia de luz
sobrenatural. Ahora bien, dice la Chândogya Upanishad (III, 13, 7): «La luz
que brilla por encima de este cielo, más allá de todo, en los más altos
mundos más allá de los cuales no los hay más altos, es en verdad la misma
luz que brilla en el interior del hombre (antah puruse).»
La toma de conciencia de la identidad entre la luz interior y la luz
transcósmica está acompañada de dos fenómenos bien conocidos de la
fisiología sutil: el calentamiento del cuerpo y la audición de sonidos
místicos (Ibíd., III, 13, 8). Esto nos indica que la revelación del âtman-
brahman en tanto que la luz no es simplemente un acto de conocimiento
metafísico, sino una experiencia más profunda en la que el hombre
compromete también su componente existencial. La gnosis suprema
determina una modificación en el modo de ser. Como se lee en el
Brhadâranyaka Upanishad (I, 3, 28), «del no-ser (asat) conducidme al ser
(sat), de la oscuridad conducidme a la luz (tamaso mâ jyotir gamaya), de la
muerte conducidme a la inmortalidad».
La luz es, pues, idéntica al ser y a la inmortalidad. El Chândogya Upanishad
(III, 17, 7) cita dos versos del Rig Veda en los que se habla de la
contemplación de «la luz que brilla más alto que el cielo», y añade:
«Al contemplar esta muy alta luz, más allá de las tinieblas, alcanzamos el
sol, dios entre los dioses...» Según la famosa expresión del Brhadâranyaka
Upanishad (IV, 3, 7), el âtman se identifica con la persona que se encuentra
en el corazón del hombre, bajo la forma de una «luz en el corazón» (hrdy
antarjyotih purusah). «Este ser sereno se eleva por encima de su cuerpo y
alcanza la más alta luz, apareciendo en su forma propia (svena
rûpenâbhinispadyate). El es el âtman. El es el inmortal, el que no conoce el
miedo. El es Brahman.** En realidad, el nombre de Brahman es El
Verdadero» (Chândogya Upanishad, VIII, 3, 4). El Chândogya Upanishad
(VIII, 6, 5) nos enseña que en el momento de la muerte el alma se eleva
hacia los rayos del sol. El alma se aproxima al sol, «la puerta del mundo». Y
los que saben pueden entrar, pero la puerta se cierra para los que no saben.
Se trata, pues, de una ciencia de orden trascendental e iniciático, ya que
quien la posee no sólo adquiere un conocimiento, sino también, y muy
especialmente, un modo de ser nuevo y superior. La revelación es repentina;
por eso ha sido comparada con el relámpago. En otro contexto ya hemos
analizado el simbolismo indio de la «iluminación instantánea». El Buda
mismo tuvo su iluminación en un instante atemporal. Cuando, al alba,
después de una noche más pasada en meditación, levantó los ojos al cielo,
percibió bruscamente la estrella de la mañana.

**Absoluto impersonal; suprema realidad; substratum trascendente a todas


las cosas. (N. del T.)
La comprensión del vacío universal –de igual modo que en las Upanishads
la toma de conciencia de la identidad brahmanâtman– es un acto
instantáneo comparable al relámpago deslumbrador que de repente rasga
las tinieblas; nadie, aparentemente, parece preparar la experiencia de la
iluminación. Esta pertenece a otro plano de referencia. No existe solución
de continuidad entre el tiempo que la precede y el instante atemporal en el
cual se realiza.
Se han escrito millares de páginas sobre el misterio de esta iluminación del
alba. En la filosofía mahâyâna, la luz en el cielo a la hora del alba, sin el
resplandor de la luna, ha llegado a simbolizar la «luz esplendorosa llamada
el vacío universal». Para decirlo de otro modo: el estado de Buda, la
situación del que se ha liberado de todos los condicionamientos, ha sido
simbolizada por la luz percibida por Gautama en el momento de su
iluminación. Esta luz ha sido descrita como «clara», «pura», es decir, no
sólo sin mancha ni sombra, sino sin ningún color, sin ninguna
determinación. Por esta razón se le ha llamado «el vacío universal», ya que
el término «vacío» (shunya) designa justamente lo que está desprovisto de
todo atributo, de toda especificación: el Urgrund, la realidad íntima.

El yoga y las «luces místicas»


Sin embargo, al menos para ciertas escuelas indias, la ruptura de nivel
realizada por la iluminación puede ser presentida. El asceta se prepara
mediante largas meditaciones y por el yoga, y en el curso de su itinerario
espiritual encuentra a veces signos que le advierten de la cercanía de la
revelación final. Entre estos signos anunciadores, la experiencia de las luces
diferentemente coloreadas es la más importante. La Svetâshvatara
Upanishad (II, I1) señala con cuidado las «formas preliminares (rûpâni
purassarâni) del Brahmán» que se revelan durante la práctica yoga a través
de las epifanías luminosas, que son las siguientes: la niebla, el humo, el sol,
el fuego, el viento, los insectos fosforescentes, el relámpago, el cristal y la
luna. El Mandala Brâhmana Upanishad (II, 1) da una lista muy diferente: la
imagen de una estrella, un espejo de diamante, la luna llena, el sol de
mediodía, un círculo de llamas, un cristal, un círculo negro, después un
punto (bindu), un dedo (kalâ), una estrella (naksatra), y de nuevo el sol, una
lámpara, un tragaluz, el resplandor del sol y las nueve gemas.
Como puede apreciarse, no existe una regla fija en la sucesión de las
experiencias luminosas. Además, el orden en que son presentadas las
epifanías luminosas no corresponde a un aumento progresivo de la
intensidad luminosa. Para la Svetâshvatara Upanishad, la luz de la luna es
percibida largo tiempo después de la del sol. En el Mandala Brâhmana
Upanishad, la sucesión de las epifanías luminosas es todavía más
desconcertante. A mi entender, estas luces constituyen una prueba más de
que no se trata de luces físicas, pertenecientes al mundo natural, sino de
experiencias de estructura mística.
Las diversas escuelas de yoga mencionan las epifanías de la luz interior. Así
comentando el Yoga Sûtra (1, 36), Vyâsa habla de la concentración en el
«loto del corazón», por la cual se llega a una experiencia de pura luz. En
otro contexto (III, 1), menciona la «luz de la cabeza» entre los objetos sobre
los que debe concentrarse el yogui. Los tratados budistas insisten sobre la
importancia que puede tener un signo luminoso para el logro de la
meditación. «¡No perder de vista el signo de la luz —podemos leer en el
Sravakabhûmi—, ya se trate de una lámpara, del fuego o del disco solar!».
Hay que decir que estos signos luminosos sirven únicamente de punto de
partida para las diversas meditaciones yóguicas. Un tratado yogâvacara
describe con detalle el cromatismo de las luces místicas experimentadas por
el monje en el curso de su ascesis. La particularidad de este manual
yogâvacara es la meditación sobre los elementos cósmicos. El manual
expone un número considerable de ejercicios, cada uno de los cuales consta
de tres partes y cada parte se distingue por la experiencia de una luz de
color diferente. En otro libro he expuesto el método de este tratado
yogâvacara, por tanto no voy a detenerme en ello. Diré solamente que la
penetración en la estructura última de cada elemento cósmico —
penetración realizada mediante la meditación yóguica— se comprueba por
la experiencia de una luz diferentemente coloreada. Se comprende la
significación y el valor soteriológico de esta inmersión en la estructura
última de la sustancia cósmica cuando se recuerda que, para el mahâyâna,
los elementos cósmicos —los skanda o los dhâtu— se identifican con los
tathâgatas. Meditar yóguicamente sobre los elementos cósmicos es, de
hecho, desvelar la esencia misma de los tathâgatas, lo que equivale a
avanzar sobre la vía de la liberación. Ahora bien: la realidad última de los
tathâgatas es la luz diferentemente coloreada. «Todos los tathâgatas son las
cinco luces», escribe Candrakirti. El dharmadhâtu, es decir, la forma
trascendental del Vajradhara es la luz pura, la luz perfectamente acromática.
Candrakirti escribe: «El dharmadhâtu es la luz brillante y la concentración
yóguica consiste en su percepción», lo cual viene a decir que el ser no es
aprehensible más que por una experiencia de orden místico, y que la
aprehensión del ser equivale a la experiencia de una luz absoluta. Se
recuerda que, en las Upanishads, brahman o âtman se identifican con la luz.
Hemos expuesto, pues, una concepción panindia que podría resumirse de
este modo: el ser puro, la realidad última, es susceptible de poder ser
conocida especialmente a través de una experiencia de luz pura. El proceso
de la manifestación cósmica consiste, en última instancia, en una serie de
epifanías luminosas, y la reabsorción cósmica repite las epifanías de estas
luces diferentemente coloreadas. Según una tradición conservada por el
Dîghanikâya (I, 2, 2), habiendo sido destruido el mundo, no subsistieron en
él más que seres radiantes llamados abhassarâ: éstos tenían un cuerpo etéreo
y volaban por los aires, irradiando su propia luz y viviendo indefinidamente.
Una reabsorción a escala microcósmica tiene lugar análogamente en el
momento de la muerte, y, como pronto veremos, el proceso de la muerte
consiste, propiamente hablando, en una serie de experiencias de luz.
Podrían resumirse así algunas consecuencias de esta metafísica panindia de
la luz: primera, que la revelación más adecuada de la divinidad se efectúa
mediante la luz; segunda, que los que han conseguido un alto grado de
espiritualidad –dicho en términos indios, los que han realizado o al menos
se han aproximado a la situación de un «liberado» o de un Buda– también
irradian luz; tercera, que la cosmogonía es equiparable a una epifanía
luminosa. Vamos a ilustrar con algunos ejemplos cada uno de estos
corolarios.

Teofanías luminosas
Todo lector de la Bhagavad-gitâ sabe que la teofanía ejemplar consiste en
un resplandor deslumbrante. Recuérdese el famoso capítulo XI, donde
Krishna se revela a Arjuna bajo su verdadera forma, que es esencialmente
una forma ígnea.
Si dos millares de soles irradiasen todos a
la vez su esplendor en el cielo sería
entonces como la luz del magnánimo (XI,
12).
Tal como yo te veo –¿quién te ha visto jamás?– con tu halo
brillante como la claridad de la llama y del sol inmenso (17).
Sin comienzo, sin medio, sin fin, infinitamente potente.
¡Infinitamente fuerte! La luna y el sol son tus ojos.
Tal como yo te veo, con el rostro resplandeciente de fuego, tu resplandor
ilumina el mundo (19).
¡Tú llegas a los sencillos, tú brillas con mil colores, tu boca es
amplia, tus grandes ojos son abarcadores! Tus bocas de dientes
brillantes parecen ser el fuego de la aniquilación (24-25).
( Trad. francesa de Sylvain Lévi. )
Este ejemplo, sin embargo, es sólo el más conocido entre las innumerables
teofanías luminosas del Mahâbhârata y de los Purânas. El Harivamsha relata
el viaje de Krishna, Arjuna y un brahmán hacia el océano septentrional.
Krishna ordena a las aguas que se retiren, y los tres atraviesan el océano
como entre dos muros acuáticos. Después llegan ante unas majestuosas
montañas y, a la orden de Krishna, las montañas desaparecen. Penetran por
último en una región de nieblas y los caballos se detienen. Krishna golpea la
niebla con su cakra* y la niebla se disipa. Entonces Arjuna y el brahmán
perciben una luz extremadamente brillante en la cual Krishna acaba por
fundirse. Más tarde Krishna revela a Arjuna que esta luz era su verdadero
ser.
En el libro XII del Mahâbhârata, Vishnu se manifiesta en un relámpago
comparable a la irradiación de mil soles. Y el texto añade: «Penetrando en
esta luz, los mortales instruidos en el yoga alcanzan la liberación final».
Este mismo libro XII relata la historia de tres sabios que, en un país al norte
del monte Meru, habían practicado la ascesis durante mil años a fin de
poder contemplar la forma real de Nârâyana. Una voz del cielo les ordenó
dirigirse al norte del Océano de Leche, en la Svetadvipa, la misteriosa «Isla
Blanca» de la mitología india cuyo simbolismo es solidario a la vez de la
metafísica de la luz y de la gnosis soteriológica. Los sabios llegan a
Svetadvipa, pero una vez allí son cegados por la luz emanada de Nárâyana.
Entonces practican la ascesis durante cien años más, hasta que comienzan a
distinguir hombres blancos como la luna. «El halo de cada uno de estos
hombres –precisa el texto– parecía el resplandor difundido por el sol cuando
se acerca el momento de la disolución del universo.» Repentinamente, los
tres sabios perciben una luz comparable a la irradiada por mil soles. Es la
epifanía de Nârâyana. Y el pueblo entero de la Svetadvipa acudió hacia la
luz y la veneró con plegarias y genuflexiones.
Este último ejemplo ilustra un doble hecho: que la luz es la esencia misma
de la divinidad y que los seres místicamente perfectos son resplandecientes.
La imagen de la Svetadvîpa confirma la identidad de la luz y la perfección
espiritual. Este país es «blanco» porque es habitado por hombres perfectos.
Para los demás se trata sólo de una simple alusión a «las islas blancas» de la
tradición indoeuropea (Leuké, Avalon). Hemos visto cómo el mito de las
regiones trascendentales, de los lugares que no pertenecen a la geografía
profana, son solidarios del valor místico concedido al color blanco, que
simboliza la trascendencia, la perfección, la santidad.
Ideas similares se encuentran también en el budismo. El propio Buda dijo en
el Dîghanikâya que el signo anterior a la manifestación de Brahmâ es «la
luz que se eleva y la gloria que brilla». Un sûtra chino afirma que «en el
Rûpaloka, gracias a la práctica de la contemplación y a la ausencia de todo
deseo impuro, los dioses (= devas) alcanzan (una especie de) samadhi
conocido con el nombre de «relámpago de fuego» (agnidhatu samadhi) y
sus cuerpos llegan a ser más gloriosos que el sol y la luna. «Esta gloria
excelsa es el resultado de su perfecta pureza de corazón».

* Cakra o chakra = centros psíquicos o sutiles en forma de flor de loto y en


número de seis. (N. del T.)
El budismo
Según el Abhidharmakosa, los dioses de la clase Brahmâ son blancos como
la plata, mientras que los que pertenecen a la de Rûpadhâtu son amarillos y
blancos. Para otros textos budistas, las dieciocho clases de dioses tienen
cuerpos que brillan como la plata y habitan en palacios amarillos como el
oro.
A fortiori, el Buda es imaginado como radiante de luz. En Amaravâti está
representado bajo la forma de una columna de fuego. Después de una
plática –cuenta él– «me convertí en una llama y me elevé por los aires hasta
una altura de siete palmeras»(Dîghanikâya, III, 27). Las dos imágenes de
superación de la condición humana –la luminosidad ígnea (la «ignición») y
la ascensión– son aquí utilizadas conjuntamente. El resplandor de Buda
viene siendo casi un clisé en los textos (cf. Divyâvadâna,. 46-47, 75;
Dhammapâda, XXVI, 5I, etc.). Las estatuas de la escuela de Gandhâra
representan las llamas saliendo del cuerpo del Buda, en particular de su
espalda. En los frescos murales del Asia Central, además de los Budas,
también son representados así los arhat: con llamas de diversos colores
surgiendo de su espalda. En algunos casos figura que Buda vuela por los
aires, lo cual ha dado lugar a confundir las llamas con alas.
Que esta luz es de esencia yóguica, o sea, resultado de la realización
experimental de un estado trascendente, no condicionado, lo afirman
numerosos textos. Cuando Buda está en samâdhi, dice el Lalitavistara, «un
rayo, llamado "ornamento de la luz de la gnosis" (jnânâlokâlanâkram nâma
rasmih), saliendo de la abertura de la protuberancia craneana (usnîsa), juega
por encima de su cabeza». Por eso la iconografía representa a Buda con una
llama que se eleva por encima de su cabeza. A. K. Coomaraswamy recuerda
esta cuestión del Saddharmapundarfka (p. 467): «¡A causa de qué gnosis
(jnâna) brilla la protuberancia craneana del Tathâgata!» Y encuentra la
respuesta en un verso de la Bhagavad-gîtâ (XIV, 11): «Cuando existe la
gnosis, la luz brilla en los orificios del cuerpo». El esplendor de los cuerpos
es, pues, un síndrome de la trascendencia de todo estado no condicionado:
los dioses, los hombres y los budas resplandecen cuando están en samâdhi;
dicho de otro modo: cuando se identifican con la realidad última, con el ser.
Según las tradiciones elaboradas por el budismo chino, cinco luces brillan
en el nacimiento de cada buda y una llama brota de su cadáver. Cada buda
puede iluminar el mundo entero con la sola luz que emana de su entrecejo.
Se sabe que el Buda de la luz ilimitada, Amitâ, es el centro del amidismo,
escuela mística que concede una importancia capital a la experiencia de la
luz.
Otro tema místico importante para nuestra investigación es la visita que
Indra hizo a Buda cuando meditaba en una gruta (Indrashailaguha). Según
este mito, Indra, acompañado por una muchedumbre de dioses, descendió
del cielo hasta Magadha, donde Tathagâtâ meditaba en una gruta de la
montaña Vediyakâ. Despertado de su meditación por el canto de un
gandharva, Buda ensanchó mágicamente la gruta de manera que sus
huéspedes pudieran entrar, recibiéndoles con agrado. Una luz esplendorosa
iluminó la caverna. Según el Dîghanikâya (Sakka Panha Sutta), la luz
emanaba de los dioses, pero otras fuentes (Dîrghânana-Sûtra, X, etc.) lo
explican por el «éxtasis inflamado» del Buda. La «visita de Indra» no se
menciona en las biografías clásicas de Buda escritas en pali y en sánscrito.
Pero este episodio tiene un lugar importante en el arte de Gandhara y en el
Asia Central. Este tema mítico constituye un paralelo de la leyenda del
nacimiento de Cristo en una gruta y de la visita de los Reyes Magos (véase,
más adelante, pp. 64 y ss.). Como ha hecho observar Monneret de Villard,
ambas leyendas se basan en un rey de los dioses (Indra) o en los «reyes
hijos de reyes» que penetran en una gruta para rendir homenaje al Salvador,
y en el curso de su visita la gruta es milagrosamente iluminada. Este tema
mítico es ciertamente más antiguo que el sincretismo indo-iranio-
helenístico, y está relacionado con el mito de la emergencia victoriosa del
dios solar de la caverna primordial.
Ahora he de decir algunas palabras sobre las relaciones entre la cosmogonía y
la metafísica de la luz. Hemos visto que el Mahâyâna identifica a los
tathâgatas con los elementos cósmicos (skandha) y los considera como
entidades luminosas. Es una ontología audaz que no se hace verdaderamente
inteligible más que teniendo en cuenta toda la historia del pensamiento
budista. Pero puede que ideas similares, o al menos presentimientos de esta
gran-diosa concepción de la cosmogonía en tanto que manifestación de la luz,
fuesen ya atestiguadas en una época más antigua. Coomaraswamy ha
observado la relación del término sánscrito lílâ –que significa «juego»,
especialmente juego cósmico– con la raíz lelây, «resplandecer», «centellear»,
«brillar». El verbo lelây puede abarcar las nociones de fuego, luz o espíritu.
El pensamiento hindú parece, pues, haber apreciado una cierta relación, por
una parte entre la creación cósmica concebida como juego divino y, por otra,
el juego de las llamas, el resplandor de un fuego bien alimentado.
Evidentemente no se puede relacionar la imagen de una creación cósmica, en
tanto que danza divina, con la imagen de la danza de las llamas, más que
teniendo en cuenta que ya se consideraba a la llama como la epifanía
ejemplar de la divinidad. Después de los datos hindúes que acabamos de citar,
una conclusión nos parece segura: la llama y la luz simbolizan en la India la
creación cósmica y la esencia misma del cosmos precisamente porque se
concibe el universo como la libre manifestación de la divinidad y, en último
análisis, su «juego».
Una serie paralela de imágenes y de conceptos, cristalizados alrededor de la
mâyâ, revelan una visión parecida: la creación cósmica es un juego divino,
un espejo, una ilusión mágicamente proyectada por la deidad. Se conoce la
importancia considerable que la noción de la mâyâ ha tenido en el
desarrollo de la ontología y de la soteriología indias. Sin embargo, se ha
insistido menos sobre este punto: desgarrar el velo de la mâyâ, penetrar el
secreto de la ilusión cósmica, equivale ante todo a comprender su carácter
de «juego», es decir, de actividad libre, espontánea, de la divinidad y, por
consiguiente, a imitar el gesto divino y acceder a la libertad. La paradoja del
pensamiento indio consiste en que la idea de la libertad está de tal modo
implicada en la noción de mâyâ –o sea, de la ilusión y de la esclavitud– que
es preciso un largo rodeo para descubrirla. De hecho, es suficiente penetrar
la significación profunda de la mâyâ –«juego» divino– para encontrarse ya
en el camino de la liberación.

La luz y el «bardo»*
Para el Mahâvâna, la luz clara simboliza a la vez la realidad última y la
conciencia nirvánica. Todos los hombres afrontan por algunos instantes esta
clara luz en el momento de la muerte. Los yoguis la experimentan durante el
samâdhi y los budas sin interrupción. La muerte constituye un proceso de
reabsorción cósmica, no en el sentido de que la carne retorne a la tierra, sino
en el sentido de que los elementos cósmicos se funden progresivamente el
uno en el otro; el elemento tierra «se disuelve» en el elemento agua, el agua
en el fuego, y así sucesivamente. Es evidente que cada fusión de un
elemento cósmico representa una nueva regresión y que al fin del proceso el
cosmos que formaba el hombre vivo es destruido, lo mismo que son
destruidos los universos al final de los grandes ciclos (mahâyuga). Cada
regresión es sentida fisiológicamente por el agonizante: por ejemplo,
cuando el elemento tierra se resuelve en el elemento agua, el cuerpo pierde
su sostén (literalmente su «puntal»), es decir, la cohesión, quedando
desarticulado como una marioneta (cf. más adelante el cap. IV).
Cuando el proceso de reabsorción cósmica termina, el moribundo percibe
una luz semejante a la de la luna, después como la del sol, para sumergirse
en seguida en las tinieblas. Bruscamente es despertado por una luz
deslumbradora. Se trata del encuentro con su propio Yo, que, conforme a la
doctrina panindia, es al mismo tiempo la realidad última, el ser. El Libro
tibetano de los muertos llama a esta luz la «verdad pura», y la describe
como «sutil, centelleante, brillante, deslumbradora, gloriosa y terrorífica por
su esplendor». El texto ordena al muerto: «No te intimides ni te aterrorices.
Es el esplendor de tu verdadera naturaleza. ¡Reconócela!». En este
momento es cuando en el corazón de esta potencia irradiadora se produce
un ruido comparable a mil truenos oídos simultáneamente. «Es el sonido
natural de tu yo real — precisa el texto—. ¡No te aterrorices! [...] Puesto
que no tienes un cuerpo material de carne y sangre, ninguna cosa que se te
presente —ruidos, luces o rayos— podrá dañarte. Tú ya no puedes morir. Es
suficiente con que reconozcas que estas apariciones son tus propias formas
de pensamiento. Reconoce a todo esto como el bardo».
Pero, como ocurre a la mayoría de los humanos, el muerto no sabe poner en
práctica estos consejos.
Condicionado por su situación kármica, se deja arrastrar al interior del ciclo
de las manifestaciones características de estado bardo. El cuarto día después
de la muerte el difunto es advertido de que verá esplendores y divinidades.
«Todo el cielo parecerá azul oscuro.» Después verá al bhagavân Vairocana,
blanco de cuyo corazón se manifestará la sabiduría de Dharmadhâtu,
siempre de color blanco, brillante, transparente, resplandeciente,
despidiendo una luz tan fuerte que no se le puede mirar. «Al mismo tiempo,
una luz blanca y pálida, emanada de los devas, te golpeará en la frente.» A
causa de la potencia del mal karma, * el alma tendrá miedo de la luz brillante
de Dharmadhátu y preferirá la luz pálida de los devas. Pero el texto incita al
difunto a no inclinarse por la luz pálida de los devas, a fin de no ser atraído
en el torbellino de las seis lokas,** y a concentrar su pensamiento en
Vairocana. De este modo acabará por fundirse —en un halo semejante al
arco iris— en el corazón de Vairocana y obtendrá la condición de buda en el
centro del Sambhoga-Kâya.
Todavía durante seis días, el difunto tendrá ocasión de elegir entre las luces
puras, que representan la liberación, la identificación con la esencia del
Buda, y las luces impuras, que simbolizan una forma cualquiera de
postexistencia, o sea, el retorno a la tierra.
Después de las luces blancas y azules, verá la luz amarilla, la roja y la verde,
y finalmente todas las luces juntas.
Me es imposible comentar como merecería este texto extremadamente
importante, pues es necesario limitarse a algunas observaciones que interesan
directamente a nuestro tema. Como acabamos de ver, cada hombre tiene la
posibilidad de alcanzar la liberación en el momento de la muerte. Es
suficiente reconocer-se en la clara luz que se experimenta en ese momento.

* En la tradición tibetana, bardo es el estado psíquico intermedio entre dos


existencias o vidas sucesivas, llamadas reencarnaciones en un sentido
popular. (N. del T )
A primera vista, esto parece paradójico cuando se sabe la importancia del
karma para todo el pensamiento indio, que quiere que el hombre recoja el
fruto de sus actos. Los actos de un individuo que ha vivido en la ignorancia
constituyen una herencia kármica que es imposible destruir en el momento
de la muerte. En realidad, las cosas ocurren conforme a la ley del karma,
porque el alma del ignorante rechaza la llamada de la luz pura y se deja
atraer por las luces enturbiadas que significan los modos inferiores de
existencia. En cambio, los que han practicado el yoga durante su vida son
capaces de reconocerse en la luz clara y, por consiguiente, fundirse en la
esencia del Buda.
La luz afrontada en el momento de la muerte es, pues, la misma luz interior
que las Upanishads identifican con el âtman. Durante la existencia terrestre,
esta clase de luz no es accesible más que a los que están preparados
espiritualmente para ella por la práctica del yoga o por la gnosis. Y bien
mirado, la misma situación se repite en el momento de la muerte. La luz se
revela a todos, pero no es aceptada y asumida más que por los iniciados.
Bien es verdad que, durante la agonía y en los primeros días que siguen a la
muerte, el Libro de los muertos es leído por un lama a la intención del
difunto, y esta lectura en alta voz constituye una última llamada; pero
siempre es el muerto quien decide su suerte. Es él quien debe tener la
voluntad de elegir la luz clara y la fuerza de resistirse a las tentaciones de la
postexistencia. En otras palabras: la muerte ofrece una nueva posibilidad de
ser iniciado, pero esta iniciación, como toda otra iniciación, comporta una
serie de pruebas que el neófito tiene que afrontar y vencer. La experiencia
de la luz post mortem constituye la última, y puede que la más difícil,
prueba iniciática.

Luz y «maithuna»
El tantrismo conoce otra posibilidad de experimentar la luz interior, a saber
durante el maithuna, es decir, durante la unión ritual con una joven (mudrâ)
que encarna a la sakti. Hay que precisar que no se trata de un acto profano,
sino de un ceremonial que imita el «juego» divino, ya que no debe acabar
en una emisión seminal. Comentando uno de los más importantes textos
tántricos, el Guhyasamâja Tantra, Candrakirti y Ts' on Kapa insisten sobre
este detalle: durante el maithuna se lleva a cabo una unión de orden místico
(samâpatti), después de la cual la pareja obtiene la conciencia nirvánica. En
el hombre, esta conciencia nirvánica, llamada bodhicitta, «Pensamiento del
Despertar», se manifiesta por —y de alguna manera es idéntica a— una
gota, bindu, que desciende desde lo alto de la cabeza y llena los órganos
sexuales con un chorro de quíntuple luz. Candrakirti prescribe: «Durante la
unión, es necesario meditar sobre el vajra y el padma *** como llenos de la
quíntuple luz».
La «gota» es idéntica a la conciencia nirvánica, y como tal se supone que se
forma en la parte superior de la cabeza, allí donde generalmente se
experimenta la luz interior. En consecuencia, la «gota» es la clara luz de la
conciencia nirvánica. Pero en el tantrismo * la bodhicitta se identifica al
mismo tiempo con la esencia del semen viril. Sería conveniente entrar en
los detalles de la fisiología sutil india para hacer más inteligible este
paradójico proceso. De momento retengamos este hecho: la conciencia
nirvánica es una experiencia de luz absoluta, pero cuando esta luz es
obtenida por el maithuna, es susceptible de penetrar hasta el trasfondo de la
vida orgánica y de descubrir allí también, en la esencia misma del semen
viril, la luz divina, el relámpago primordial que crea el mundo. Para el
mahâyâna, esta identificación de la luz mística con el semen viril no es
absurda, ya que los elementos cósmicos, así como los tathagâtas y, en
último análisis, el Urgrund de toda existencia y la modalidad de la
conciencia despierta, están constituidos por la luz primordial.
Ciertamente, esta metafísica y esta soteriología de la luz van unidas a una
larga y antigua tradición panindia. Y, sin embargo, como lo ha mostrado el
profesor G. Tucci, el Guhyasamâja Tantra y sobre todo los comentarios de
Candrakirti y de Ts' on Kapa, presentan similitudes demasiado evidentes
con el maniqueísmo para no dejar sospechar una eventual influencia irania.
Se piensa especialmente en los cinco elementos luminosos que desempeñan
un papel importante en la cosmología y en la soteriología maniqueas y
también en el hecho de que la parte divina del hombre, la bodhicitta, se
identifica con el semen.
Es probable que influencias iranias hayan actuado igualmente sobre algunos
mitos tibetanos relativos al origen del mundo y del hombre. Uno de estos
mitos cuenta que del vacío primordial emanó una luz azul que produjo un
huevo, del cual se formó el universo. Otro relata que la luz blanca dio
nacimiento a un huevo, del cual salió el hombre primordial. Por último, um
tercer mito da la versión siguiente: del vacío nació el ser primordial y éste
irradió la luz.

* 1) Acción en general; 2) principio de causalidad que determina la


existencia empírica. (N. del T )
** «Mundos» manifestados; planos o niveles de existencia. (N. del T.)
*** Vajra = sonido interno humano situado en el eje cerebro-espinal; padma
= loto, nombre simbólico de los cakras. (N. del T.)
Mitos tibetanos sobre el hombre-luz
Como se ve, según estos mitos, el cosmos, así como el hombre primordial,
nacen de la luz, y en el fondo consisten en luz. Otra tradición explica cómo
se efectuó el paso del hombre-luz a los seres humanos actuales. En un
comienzo, los hombres eran asexuados y sin deseos sexuales. Poseían la luz
y la irradiaban. El sol y la luna no existían. Cuando el instinto sexual se
despertó, los órganos sexuales hicieron su aparición, pero entonces la luz se
extinguió en el hombre y el sol y la luna aparecieron en el cielo. Un monje
tibetano dio al P. Mathias Hermanns estas explicaciones suplementarias: al
comienzo, los hombres se multiplican del siguiente modo: la luz que
emanaba del cuerpo del varón penetraba, iluminando y fecundando, la
matriz de la mujer. El instinto sexual se satisfacía únicamente por la vista.
Pero los hombres degeneraron y comenzaron a tocarse con las manos, y
finalmente descubrieron la unión sexual.
Según estas creencias, la luz y la sexualidad son dos principios antagónicos:
cuando uno de ellos domina, el otro no puede manifestarse, e inversamente.
Quizá sea preciso buscar la explicación del rito tántrico que hemos
analizado anteriormente. Si la aparición de la sexualidad fuerza a la luz a
desaparecer, ésta última no puede encontrarse escondida más que en la
esencia misma de la sexualidad, la simiente. Desde el lejano tiempo en que
el hombre comenzó a practicar el acto sexual, cegado por el instinto y como
cualquier otro animal, la luz quedó escondida. Sin embargo, esta luz se
revela –en una experiencia compleja de iluminación, de gnosis y de
beatitud– cuando la unión se transforma en un ritual o en un «juego» divino,
es decir, cuando, deteniendo la emisión seminal, se anula la finalidad
biológica del acto sexual. Considerado desde esta perspectiva, el maithuna
aparece como un esfuerzo desesperado por recuperar la situación
primordial, cuando los hombres eran seres luminosos y se perpetuaban por
la luz. Sin duda, el Guhyasamâja Tantra, tal como es comentado por
Candrakirti y Ts'on Kapa, no se propone conscientemente este fin. La luz
que se experimenta durante el maithuna es la clara luz de la gnosis, de la
conciencia nirvánica, siendo ésta una justificación suficiente para este audaz
ejercicio. Pero todo un grupo de creencias indotibetanas, relacionadas a la
vez con el mito del hombre primordial irradiante y con las ideologías y las
técnicas tántricas y alquímicas, hablan de ciertos yoguis que han realizado
la inmortalidad en los cuerpos. Estos yoguis no mueren; desaparecen en el
cielo revestidos de un cuerpo llamado«cuerpo-arco iris», «cuerpo celeste»,

* Última adaptación de la tradición hindú para el período degenerativo.


Comporta una serie de disciplinas yóguicas basadas en la sublimación e
integración de los sexos. (N. del T.)
«cuerpo-espíritu», «cuerpo de pura luz» o «cuerpo divino». Se reconoce aquí
la idea del cuerpo astral, o sea el constituido por la luz, del hombre
primordial.

La experiencia india de la luz mística


Consideradas en su conjunto, las diferentes experiencias y valoraciones de
la luz interior atestiguadas en la India y en el budismo indotibetano
permiten integrarlas en un sistema perfectamente articulado. La experiencia
de la luz significa por excelencia el encuentro con la realidad última. Y ello
porque la luz interior se descubre cuando se toma conciencia del yo
(âtman), o cuando se penetra en la esencia misma de la vida y de los
elementos cósmicos o, por último, cuando se muere. En todas estas
circunstancias se descorre el velo de la ilusión y de la ignorancia.
Bruscamente, el hombre es cegado por la luz pura, es decir, es inmerso en el
ser. Desde cierto punto de vista puede decirse que se trasciende el mundo
profano, el mundo condicionado, y que el espíritu se desliza en un plano
absoluto que es a la vez el plano del ser y de lo sagrado. Brahmán, lo mismo
que el Buda, es a la vez el signo de lo sagrado y del ser, de la realidad
suprema. El pensamiento indio identifica el ser, lo sagrado y el
conocimiento místico con el acto mediante el cual se toma conocimiento de
la realidad. Por esta razón se encuentra la luz ya sea meditando sobre el ser,
como ocurre en las Upanishads y el budismo, ya sea intentando revelar lo
sagrado, como es el caso de ciertas formas del yoga y en las escuelas
místicas. Estando el ser identificado a la esencia de lo sagrado, las
divinidades son necesariamente luminosas o se revelan a sus adoradores
mediante epifanías luminosas. Pero también los hombres resplandecen
cuando han logrado abolir el sistema de condicionamientos que caracteriza
a la condición humana profana; es decir, cuando han adquirido el
conocimiento supremo y han accedido al plano de la libertad. Para el
pensamiento indio, la libertad es solidaria del conocimiento. El que sabe, el
que ha logrado desvelar las estructuras profanas del ser, se convierte en un
liberado viviente, ya no está condicionado por las leyes cósmicas. De ahora
en adelante goza de la espontaneidad divina: ya no queda, como los
autómatas humanos, a expensas de la ley de causa y efecto, sino que
«juega» como los dioses y como las llamas.
Intentemos sacar algunas conclusiones: para el pensamiento indio, la luz
místicamente percibida es el síntoma de la trascendencia de este mundo, del
mundo profano, condicionado, y del acceso a otro plano de existencia: al del
ser puro, al de lo divino, al del conocimiento supremo y la libertad absoluta.
Es, por excelencia, el signo de la revelación de la realidad última, la cual
está desprovista de todo atributo. Por este motivo es experimentada como
una resplandeciente luz blanca, en la cual se penetra cegado y en la cual se
acaba por desaparecer, por fundirse sin dejar huella, pues las huellas están
ligadas a la historia personal del individuo, a la memoria de los
acontecimientos efímeros y en el fondo irreales. Todos éstos son elementos
que nada tienen que ver con el ser. El que encuentra la luz y se reconoce en
ella accede a un modo de ser trascendente que nos es imposible imaginar.
Todo lo que podemos comprender es que ha muerto definitivamente para
nuestro mundo y que también ha muerto para todos los mundos posibles de
la postexistencia.

Técnicas chinas
Si pasamos a China, la experiencia de la luz anuncia también la superación de
la condición profana.
«Cuando se alcanza la extrema quietud –escribe Chuang Tzu (cap. XXIII)–,
se irradia una luz celeste. Quien ha desarrollado esa luz celeste ve al hombre
interior (el yo real). Solamente mediante esta práctica espiritual el hombre
puede alcanzar la eternidad.» El encuentro con la luz puede ser espontáneo
o el resultado de una larga ascesis. Bajo la dinastía Ming (el siglo XVI), un
discípulo se instaló cerca de un maestro que meditaba hacía treinta años en
una cueva. Una noche en que iba caminando por un sendero de montaña, el
discípulo «sintió un relámpago que circulaba por el interior de su cuerpo y
escuchó el estruendo del trueno en la parte superior de su cabeza». La
montaña, el arroyo, el mundo y su propio yo desaparecieron. Esta
experiencia duró el tiempo que tardan en quemarse cinco pulgaradas de
incienso. En segunda sintió que se había convertido en un hombre
totalmente diferente y que había sido purificado por su propia luz. El
maestro le explicó más tarde que en sus treinta años de meditación había
tenido esta experiencia con bastante frecuencia, pero que había aprendido a
no tomarla en consideración, enseñando a su discípulo que incluso esta voz
mística ha de dejarse a un lado.
En este ejemplo, la experiencia de la luz interior indica una ruptura de
planos, pero ello no significa necesariamente –como en la India– el
encuentro con la realidad última. Sin embargo, ciertas técnicas
psicofisiológicas elaboradas –o sistematizadas– por el neotaoísmo conceden
una gran importancia a la experimentación de las diversas luces interiores.
Todo un grupo de ejercicios, que presentan ciertas semejanzas con el yoga,
persigue lo que se llama la absorción de los hálitos. Estas técnicas consisten
en meditar sobre los hálitos hasta que se llega a ver sus colores y, en ese
momento, absorberlos. Se visualizan los hálitos como si viniesen de los
cuatro puntos cardinales y del centro –es decir, del universo entero–, y se
les absorbe, forzándolos a penetrar en el cuerpo. De este modo, la energía
cósmica –a la vez esencia de la vida y germen de inmortalidad– llena
interiormente el cuerpo, iluminándolo y transmutándolo, porque el ideal del
taoísmo no es la liberación, sino la vida gloriosa e ilimitada, la beatitud de
una existencia perfectamente integrada en los ritmos cósmicos.
Este procedimiento de absorción de hálitos coloreados parece derivar de una
técnica más antigua, que tiene como fin la absorción del hálito del sol. He
aquí cómo se debe proceder según el tratado neotaoísta. «Al alba (tres a
cinco de la mañana), en el momento en que sale el sol, sentado o de pie,
[pero] concentrando la atención, hacer rechinar los dientes nueve veces;
desde el fondo del corazón llamar al houen del sol, que brilla como una
perla, con reflejos verdes que se transforman en un halo rojo, rojo
adolescente, imagen misteriosamente llameante; después cerrar los ojos y
mantenerlos bien cerrados, meditar sobre el hecho de que los cinco colores
que hay en el sol se expanden en forma de halo y vienen a acariciar el
cuerpo, llegando por debajo hasta los pies y por arriba hasta la coronilla.
Además, hacer que en el medio de la nube brillante haya un hálito púrpura
parecido a la pupila del ojo, etcétera.»
Puede llegarse al mismo resultado absorbiendo, en lugar del hálito del sol,
su imagen. Se escribe el signo del sol en un cuadrado o en un círculo, «y
cada mañana, de cara hacia el este, teniendo el papel en la mano derecha,
concentrarse sobre él de modo que se convierta en el propio sol
resplandeciente; entonces absorberlo y retenerlo en el corazón». Por último,
otro procedimiento consiste en meditar a medianoche, «sobre el hecho de
que el sol entra por la boca en el corazón e ilumina todo el interior de éste,
de modo que se hace tan brillante como el sol; se les deja así un cierto
tiempo y se siente que el corazón se calienta». En este último ejemplo, el sol
real no desempeña ningún papel, pero su imagen es interiorizada y
proyectada en el corazón a fin de despertar allí la luz interior. Otro texto
añade un detalle significativo: después de haber visualizado el disco solar –
rojo y del tamaño de una moneda–, que se encuentra en medio del corazón,
se hace circular esta imagen a través de todo el cuerpo.

«El misterio de la flor de oro»


Esta alusión a la circulación de una imagen en el interior del cuerpo se
comprende mejor si se relaciona con los procedimientos utilizados por los
taoístas para hacer circular la luz interior. Estos procedimientos están
expuestos en el tratado neotaoísta de El misterio de la flor de oro, traducido
por R. Wilhelm y comentado por C. G. Jung. El texto es bastante conocido,
por lo que sólo voy a considerar ciertos aspectos directamente relacionados
con nuestro tema.
«La esencia de la vida –nos dice– no puede ser vista, ya que está contenida
en la luz del corazón. La luz del corazón no puede ser vista, ya que está
contenida en los dos ojos». Se ejercitarán, pues, los dos ojos en mirar hacia
el interior. Meditando un poco a la manera yóguica (pues es preciso ritmar
la respiración), los párpados se cierran, y entonces los ojos no miran ya
hacia el exterior, sino que iluminan el espacio interior. Es entonces cuando
uno descubre la luz. Otro ejercicio consiste en concentrar el pensamiento en
el espacio entre los dos ojos, lo que permite a la luz penetrar profundamente
en el cuerpo. Lo esencial no es tanto el descubrimiento de la luz como el
ponerla en circulación en el interior del cuerpo. Se recomiendan diferentes
procedimientos, pero el más importante parece ser el que el texto llama el
«movimiento regresivo», «avanzar contra la corriente». Gracias a este
ejercicio psicofisiológico, los pensamientos se reúnen en el lugar de la
conciencia celeste, el corazón celeste, y allí, se nos dice, la luz es soberana.
Es imposible comentar aquí este método, que presenta analogías tanto con
la técnica tántrica ultasâdhana (lit. «avanzarcontra la corriente») como con
los procedimientos taoístas del «retorno al origen». Hagamos notar
solamente que después de este ejercicio la luz interior se pone en
circulación y, si se le permite moverse en círculo el tiempo suficiente, se
cristaliza, es decir, da nacimiento a lo que se llama «cuerpoespíritu natural».
La circulación de la luz produce en el interior del cuerpo la «simiente
verdadera», que se transforma en un embrión. Calentándola, alimentándola
y bañándola un año entero por un método que es ciertamente alquímico (el
texto hace alusión al fuego), el embrión llega a la maduración: un nuevo ser
acaba de nacer.
En otro pasaje se precisa que haciendo circular en redondo la luz se obtiene
la cristalización, bajo la forma de simiente, de las potencias cósmicas
simbolizadas por el cielo y la tierra, y que cien días más tarde nace, en
medio de la luz, la «simiente-perla». Varias imágenes sirven para sugerir la
cristalización de la luz: flor de oro que brota y se expande, simiente que se
desarrolla y se convierte en embrión y, por último, la perla. Los
simbolismos cosmológico, embriológico y alquímico convergen y se
complementan.
El resultado final es la obtención del elixir de la inmortalidad, identificado
con la flor de oro.
Ahora bien: la eclosión de la flor de oro se manifiesta por una experiencia
de luz. «Cuando se consigue la tranquilidad, la luz de los ojos comienza a
llamear, de suerte que todo lo que se encuentra ante uno se hace radiante,
como si se estuviese en una nube. Si se abren los ojos y se busca el cuerpo,
no se encuentra nada. A esto se le llama: "en la cámara vacía se hace la luz."
Es un signo muy favorable. También, cuando se está en meditación, el
cuerpo carnal se hace muy brillante, como la seda o el jade. Parece difícil
permanecer sentado; uno se siente como arrebatado hacia lo alto. A esto se
le llama: "el espíritu vuelve y corre hacia el cielo". Con el tiempo, la
experiencia se hace tan intensa que realmente se flota hacia lo alto.»
Estos textos son más complejos de lo que puede parecer en nuestra sumaria
exposición. Pero es especialmente la experiencia de la luz interior la que
nos interesa. ¿Cómo se ha valorado esta experiencia en los medios taoístas?
Hay que observar que estas técnicas no implican la ayuda, ni siquiera la
presencia, de una divinidad. La luz reside de una manera natural en el
interior del hombre, en su corazón. Se llega a despertarla y a ponerla en
circulación por un proceso de cosmofisiología mística. Dicho de otro modo:
el secreto de la vida y de la inmortalidad del cuerpo está inscrito en la
estructura misma del cosmos y, por tanto, igualmente en la estructura del
microcosmos que es todo ser humano. El acento recae aquí sobre la
práctica, no sobre el conocimiento metafísico o la contemplación mística.
Pero, para el taoísmo, la práctica es en sí misma un misterio, ya que no se
trata aquí de esfuerzo, de voluntad ni de técnica, en el sentido profano del
término, sino de la recuperación de la espontaneidad primordial, perdida
después de un largo proceso de civilización; del redescubrimiento de la
sabiduría natural, es decir, valorando tanto el instinto como lo que podría
llamarse la «simpatía mística», gracias a la cual la sabiduría reanima
inconscientemente, en lo más profundo de su ser, la armonía de los ritmos
cósmicos.

Irán
Como ya señalaba R. Rilhelm, el papel capital de la luz en El misterio de la
flor de oro nos hace pensar en Persia. Se han identificado igualmente
influencias iranias en los mitos tibetanos del hombre primordial que
acabamos de analizar. Ahora vamos a abordar el muy complicado problema
de las influencias iranias en Asia central y extremo-oriental. Hagamos notar,
sin embargo: primero, que no es preciso atribuir un origen iranio a todas las
formas de dualismo o de antagonismo que se encuentran en Asia; segundo,
que no es necesario explicar por influencia irania todas las concepciones
que identifican el espíritu puro, o el ser, con la luz. Hemos visto que la
India, a nivel de los Brâhmanas y de las Upanishads, asimila el ser y el
espíritu a la luz. Pero la especulación irania ha elaborado, en un grado
desconocido por las demás, el antagonismo luz-tinieblas, comprendiendo en
la luz no solamente el Dios bueno y creador, Ahura Mazda, sino también la
esencia de la creación y de la vida y, sobre todo, el espíritu y la energía
espiritual. En varias de sus conferencias Eranos, Henry Corbin ha
desarrollado brillantemente los diversos aspectos e implicaciones de la
teología de la luz en el zoroastrismo y la gnosis ismaeliana, y sería inútil
exponer aquí los resultados de estas investigaciones.
Digamos solamente que ciertas imágenes utilizadas por el zoroastrismo para
expresar la consustancialidad espíritu-luz recuerdan la imaginería india,
particularmente la del budismo. Así, el Denkart precisa que la luminosidad
de Zaratustra en el vientre de su madre, durante los tres últimos días
anteriores a su nacimiento, era tan intensa que iluminaba todo el pueblo de
su padre. La sabiduría, la santidad, en una palabra: la espiritualidad pura,
son simbolizadas aquí –como en la India– por la más intensa luminosidad.
Y lo mismo que la doctrina upanishádica asimilaba el âtman a la luz
interior, un capítulo del Gran Bundahisn identifica el alma con el xvarna,
con la «luz de la gloria», con la «pura luminiscencia que constituye las
creaciones de Ormuz en su origen». Pero a diferencia de la India, sabemos
relativamente poco con respecto a la experiencia de la luz interior en el
antiguo Irán.
Lo que sí parece cierto es que los iranios consideraban las epifanías de la
luz, y, en primer lugar, la aparición de una estrella sobrenatural, como el
signo anunciador por excelencia del nacimiento del cosmocrátor y del
salvador. Y como el nacimiento del futuro rey redentor del mundo tendría
lugar en una gruta, la estrella o la columna de luz brillaría por encima de la
gruta. Es probable que los cristianos hayan tomado de los partos la
imaginería de la natividad del cosmocrátor-redentor y la hayan aplicado a
Cristo (cf. Widengren, op. cit., p. 70). Las fuentes cristianas más antiguas
que sitúan la natividad en una cueva son el Protoevangelio de Santiago
(XVIII, 1 y ss.), Justino mártir y Orígenes. Justino atacaba a los iniciados en
los misterios de Mithra, que, «poseídos por el diablo, pretendían realizar sus
iniciaciones en un lugar que ellos llamaban speleum. Este ataque prueba que
ya en el siglo II los cristianos percibían la analogía entre el speleum
mithríaco y la gruta de Belén.
Pero son especialmente la estrella y la luz que brilla por encima de la gruta
las que han desempeñado un papel importante en las creencias religiosas
cristianas y en la iconografía. Ahora bien: como han demostrado
últimamente Monneret de Villard y Widengren, este motivo es muy
probablemente iranio. El Protoevangelio (XIX, 2) habla de una luz cegadora
que inundaba la gruta de Belén. Cuando ésta comenzó a retirarse, apareció
el Niño Jesús. Lo que viene a decir que la luz era consustancial a Jesús, o
bien una de sus epifanías.
Pero es el autor anónimo del Opus imperfectum in Matthaeum (Patr. Gr.,
LVII, col. 637-638) quien introduce elementos nuevos –probablemente de
origen iranio– en la leyenda. Según él, los doce Reyes Magos vivían en los
alrededores del monte de las Victorias. Conocían la revelación secreta de
Set concerniente a la venida del Mesías y cada año escalaban la montaña,
donde se encontraba una gruta con fuentes y árboles. Allí oraban a Dios en
voz baja durante tres días, esperando la aparición de la estrella. Esta
apareció finalmente bajo la forma de un niñito, que les dijo que marchasen a
Judea. Guiados por la estrella, los Reyes Magos viajaron durante dos años.
De regreso, contaron el prodigio del cual habían sido testigos. Y cuando el
apóstol Tomás, después de la resurrección, llega a su país, los Reyes Magos
piden ser bautizados (Monneret de Villard, pp. 22 y ss.).
Con algunos desarrollos muy sugestivos, esta leyenda se encuentra en la
Crónica de Zugnîn, obra siria conocida largo tiempo bajo el nombre de
Pseudo-Dionisio de Tell Mhare. La Crónica de Zugnîn se detiene en los
años 774-775, pero su prototipo (como, por otra parte, el del Opus
imperfectum) debe ser anterior a finales del siglo VI (Monneret de Villard,
p. 52). He aquí el resumen de los pasajes que interesan a nuestro propósito:
después de haber anotado en un libro todo lo que Adán le había revelado
sobre la venida del Mesías, Set depositó el texto en la cueva de los tesoros
de los misterios ocultos. Comunicó a sus hijos el contenido de estos
misterios, ordenándoles escalar cada mes la montaña y penetrar en la gruta.
Los doce «Reyes Sabios» del país de Shyr, «reyes hijos de reyes», llevan a
cabo fielmente la ascensión ritual a la montaña, esperando el cumplimiento
de la profecía de Adán. Un día, divisan una columna de luz inefable
coronada por una estrella cuyo esplendor eclipsaba al de varios soles. La
estrella penetró en la caverna de los tesoros, que se hizo resplandeciente.
Una voz invitó a los reyes a entrar. Penetrando en la gruta, los reyes quedan
cegados por la luz y se arrodillan. Pero la luz se concentra y, poco tiempo
después, aparece bajo la forma de un hombre pequeño y humilde, que les
comunica que ha sido enviado por el Padre celestial. Les aconseja tomar el
tesoro que ha sido depositado en la gruta por sus antepasados e ir a Galilea.
Conducidos por la luz, los reyes llegan a Belén. Allí encuentran una gruta
parecida a la caverna de los tesoros. Y el prodigio se repite: la columna de
luz y la estrella descienden y penetran en la gruta. Se escucha una voz que
les invita a entrar, y los reyes se internan en la gruta. Se prosternan delante
del Niño glorioso y depositan sus coronas a sus pies. Jesús les saluda como
«hijos del Oriente y de la suprema luz», «dignos de ver la luz primordial y
eterna». Durante este tiempo, la gruta se ilumina completamente. El Niño,
«Hijo de la Luz», les habla largamente, llamándoles «los que han recibido la
luz y son dignos de recibir la luz perfecta». Los reyes inician el camino de
retorno. En la primera parada, cuando están comiendo sus provisiones,
tienen de nuevo experiencias luminosas. Uno de ellos ve «una gran luz sin
par en el mundo»; otro, «una estrella que oscurecía el resplandor del sol»,
etc. De vuelta a su país, los reyes cuentan lo que han visto. Más tarde, el
apóstol Judas Tomás llega a Shyr y comienza a propagar la fe. Los reyes
reciben el bautismo y en aquel momento un Niño luminoso desciende del
cielo y les habla.
De este relato prolijo y desaliñado retengamos los aspectos que atañen a
nuestro propósito: primero, predominio de las epifanías luminosas (columna
de luz, estrella, Niño luminoso, luz cegadora, etc.), que reflejan todas las
concepciones de Jesús como luz inefable; segundo, la natividad en una
gruta; tercero, el nombre del país, llamado en la Crónica Shyr, resulta ser la
corrupción de Shyz, lugar de nacimiento de Zaratustra; el «monte de las
Victorias» está, pues, situado en el país de Shyz; cuarto, este «monte de las
Victorias» parece ser una réplica de la montaña cósmica irania, Hara
Barzaiti, es decir, del Axis Mundi que une el cielo con la tierra. Es, pues, el
«centro del mundo» donde Set esconde la profecía sobre la venida del
Mesías y es allí donde la estrella anuncia el nacimiento del cosmocrátor-
redentor. Según las tradiciones iranias, el xvarna que brilla por encima de la
montaña sagrada es el signo anunciador del Saoshyant, el redentor
milagrosamente nacido de la simiente de Zaratustra. Señalemos, por último,
el simbolismo de la ascensión periódica al «monte de las Victorias», ya que
es en el «centro del mundo» donde la luz escatológica se deja ver por
primera vez.
Todos estos elementos forman parte integrante del gran mito sincretista,
fuertemente iranizado, del cosmocrátor-redentor. Bajo una forma u otra,
este mito ha influido ciertamente sobre el judaísmo tardío y el cristianismo.
Algunas de sus ideas religiosas preceden, sin embargo, al culto de Mithra y
al sincretismo iranosemita. Para no citar más que un ejemplo, según las
tradiciones judías, el Mesías aparecerá en la cima de una montaña. Ahora
bien: esta idea deriva de la imagen de la montaña divina —Sión— situada al
«norte» (cf., por ejemplo, el salmo 48,3), concepción ya atestiguada entre
los cananeos, pero conocida también por los babilonios. De un modo más o
menos sistemático, las religiones del Próximo Oriente antiguo habían
articulado en un escenario mítico-ritual los elementos siguientes: montaña
cósmica, «paraíso» palacio del Dios supremo o lugar del nacimiento del
cosmocrátor (redentor), salvación del mundo (regeneración cósmica)
efectuada por la entronización de un nuevo soberano. Lo que interesa a
nuestro propósito es que la expresión irania de la natividad del cosmocrátor-
redentor estaba dominada por las imágenes de la luz, de la estrella y de la
gruta, y que son imágenes que han sido recogidas y elaboradas por las
creencias populares cristianas.

Antiguo Testamento y judaísmo


Es imposible pasar revista a las valoraciones religiosas de la luz y a las
diversas experiencias místicas de la luz en el judaísmo, el sincretismo
helenístico, la gnosis y el cristianismo. Aparte de que el tema es inmenso y
se acomoda mal a resúmenes rápidos, ya ha sido ampliamente estudiado por
numerosos investigadores, por lo que remito al lector a los autores
siguientes: para el Antiguo Testamento y el judaísmo, a Sverre Aalen, en su
libro Die Begriffe «Licht» und «Finsternis» im Alten Testament, im
Spcitjudentum und im Rabbinismus (Oslo, 1951); para Filón y la
experiencia mística de la luz divina en el judaísmo helénico, el libro del
profesor Erwin Goodenough By Light, Light. The Mystic Gospel of
Hellenistic Judaism (New Haven, 1935); para el simbolismo de la luz al fin
de la antigüedad clásica, el estudio de R. Bultmann Geschichte der
Lichtsymbolik im Altertum, así como los estudios recientes de O. S.
Rankin, J. Morgenstern y Werblowsky sobre el Hanuca, el festival judío de
la luz; las investigaciones de F. J. Dölger sobre el simbolismo de Lumen
Christi et Sol Salutis. Pero la lista está lejos de ser exhaustiva.
Penetramos ahora en climas religiosos particularmente complejos, y para ser
útil, toda comparación entre los diversos simbolismos y experiencias
místicas de la luz debe ser matizada. Es preciso tener en cuenta
irreductibilidades culturales y divergencias de ideología religiosa, pero
también múltiples convergencias y sincretismos.
No es cuestión de abordar el problema en su conjunto. Me contentaré, pues,
con algunas observaciones. Así, por ejemplo, es importante hacer notar que
en en el Antiguo Testamento, la luz no es idéntica a Dios ni es concebida
como una potencia divina: es creada por Yahvé y no es la luz del sol,
porque el sol fue creado en el cuarto día. Por otra parte, no se puede ya
interpretar en un sentido dualista la lucha de Yahvé con la noche o con el
océano primordial. Las tinieblas, como la masa acuática, como el dragón,
simbolizan las potencias del caos, y el combate de Yahvé es de hecho un
combate cosmogónico. Además, muy raramente las tinieblas son asociadas
al océano primordial o al dragón y vinculadas a ellos. Las tinieblas no
representan el adversario de Dios, como ocurre en el Irán. La gran
originalidad del Antiguo Testamento es que Yahvé trasciende radicalmente
la sacralidad cósmica. En el judaísmo, la luz no es santificada porque, por
su propio modo de ser, constituya la analogía del espíritu y de la vida
espiritual, sino que es santificada por ser una creación de Dios. Para Filón,
la luz es equiparada al espíritu, pero sólo posee este prestigio porque emana
directamente de Dios.

El bautismo y la transfiguración
Posiciones teológicas semejantes han sido tomadas por las dos religiones
monoteístas: el cristianismo y el islamismo. Pero como lo que nos interesa
no es la teología, sino ante todo la experiencia de la luz interior, veamos
cómo ésta ha sido conocida y valorada en el cristianismo primitivo. Uno de
los momentos más importantes de misterio cristiano consiste en una
epifanía de luz divina: la transfiguración de Jesús. La luz mística se
encuentra igualmente implicada en el principal sacramento cristiano: el
bautismo.
Ciertamente, el simbolismo del bautismo es extremadamente rico y
complejo, pero los elementos luminosos e ígneos desempeñan un papel muy
importante. Justino, Gregorio Nacianceno y otros Padres de la Iglesia
llaman al bautismo «iluminación» (fotismós). Bien entendido que ellos se
fundan en dos pasajes de la Epístola a los Hebreos (6, 4; 10, 32), donde
aquéllos que han sido iniciados en el misterio cristiano, es decir, que han
sido bautizados –porque es así como lo interpreta la traducción siriaca de
estos pasajes–, son designados con el término fotiscentes, «iluminados». Ya
en el siglo II, Justino (Dial., 88) menciona una leyenda según la cual,
durante el bautismo de Jesús, «el fuego se encendió en el Jordán». Existe un
conjunto de creencias, de símbolos y de ritos cristalizados alrededor de la
noción del bautismo de fuego. El Espíritu Santo está representado como una
llama; la santificación se expresa por imágenes de fuego o por imágenes
resplandecientes. Es ésta una de las fuentes doctrinales que apoyan la
creencia de que la perfección espiritual, o sea, la santidad, no sólo hace al
alma capaz de ver el cuerpo luminoso de Cristo, sino que ella misma va
acompañada igualmente de fenómenos exteriores: el cuerpo del santo
irradia luz o brilla como un fuego ardiente.
La otra fuente de esta creencia es, evidentemente, el misterio de la
transfiguración de Cristo en la montaña (identificada más tarde como el
monte Tabor). Puesto que todo acto de Jesús se convierte en modelo
ejemplar para el cristiano, el misterio de la transfiguración constituye
también un modelo trascendente de perfección espiritual. Al imitar a Cristo,
el santo merece, por la gracia divina, ser transfigurado en esta misma vida.
Así, al menos, ha entendido la Iglesia oriental el misterio del Tabor. Puesto
que la transfiguración constituye el fundamento de toda la mística y la
teología cristianas de la luz divina, sería interesante saber en qué sentido ha
sido esperada, o presentida, por el judaísmo.
Harald Riesenfeld ha puesto de relieve, en su libro Jesús transfigurado (Lund,
1947), el trasfondo judío de este misterio.
Algunas de sus interpretaciones, sobre todo la referente a los aspectos
culturales de la monarquía entre los israelitas, han sido discutidas, pero esto
no tiene repercusión directa sobre nuestro propósito. De este trasfondo judío
de la transfiguración hay que retener: primero, la idea de luz está inclusa en
el concepto de «gloria» divina, y encontrar a Yahvé es penetrar en la luz de
la gloria; segundo, Adán fue creado como un ser resplandeciente, pero el
pecado le hizo perder la gloria; tercero, un día la gloria reaparecerá con el
Mesías, que brillará como el sol, porque el Mesías es luz y lleva la luz;
cuarto, en el mundo venidero los justos tendrán los rostros resplandecientes,
puesto que la luz es el signo del mundo futuro renovado; quinto, cuando
Moisés descendió del monte Sinaí (Éxodo, 34, 29 y ss.) su cara estaba tan
brillante que Aarón y el pueblo entero sintieron miedo.
Es importante hacer resaltar el contexto veterotestamentario y mesiánico de
la transfiguración de Jesús para comprender mejor las raíces históricas del
cristianismo primitivo. Pero al observar detenidamente, se advierte que la
ideología veterotestamentaria y mesiánica implícita en el misterio del monte
Tabor, aunque históricamente esté relacionada con la experiencia religiosa
de Israel y, hasta cierto punto, con la protohistoria religiosa del Próximo
Oriente, no es radicalmente extraña a otros climas religiosos. Que la luz sea
la epifanía ejemplar de la divinidad es, ya lo hemos visto, un clisé en las
teologías indias. El Adán resplandeciente se puede comparar al primordial
hombre de luz de los mitos iranios e indotibetanos. Igualmente, el esplendor
de todos aquéllos que han realizado la perfección espiritual o han recibido la
gracia de contemplar cara a cara a la divinidad, es un acontecimiento no
infrecuente en la India.
Precisemos: no se trata de equivalencias perfectas, de identidad de
contenidos religiosos o de formulaciones ideológicas, sino de similitudes,
afinidades, simetrías. Todo depende, en última instancia, del valor teologal
o metafísico que se haya concedido a la experiencia mística de la luz.
Veremos en seguida que en el senode una misma religión —el cristianismo,
por ejemplo— sus valoraciones pueden ser divergentes y contradictorias.
Pero no es menos importante comprobar que también existe unidad y
simetría entre las figuras, los símbolos e incluso las ideologías de las
religiones asiáticas y la religión revelada por excelencia, el monoteísmo
judío y, por consiguiente, el cristianismo. Esta comprobación nos lleva a
suponer que existe algo más que cierta unidad a nivel de la experiencia
mística: una verdadera equivalencia de imágenes y de símbolos utilizados
para expresar dicha experiencia. Es sobre todo a partir de la
conceptualización de la experiencia mística, donde se precisan las
diferencias y se descubren las rupturas.

Los monjes «resplandecientes»


Volveremos sobre este problema después de haber sacado algunas
conclusiones de esta pesquisa comparativa. Prosigamos ahora el análisis de
los hechos cristianos. Dejemos de lado las imágenes y el vocabulario de la
luz mística en la literatura cristiana primitiva y en la teología patrística.
Como en otras religiones, dos categorías de hechos nos interesan en
principio: la experiencia subjetiva de la luz y los fenómenos objetivos, es
decir, la luz objetivamente percibida por otras personas. Si por el bautismo
uno es «iluminado», si el Espíritu Santo es percibido como una epifanía de
fuego, si la luz de la transfiguración percibida por los apóstoles en el monte
Tabor representa la forma visible de la divinidad de Cristo, la vía cristiana
perfecta, lógicamente, deberá significarse igualmente por fenómenos
luminosos. Esta consecuencia era evidente incluso para los espiritualistas de
Egipto. El monje, leemos en el Libro del Paraíso, «irradia la luz de la
gracia». El abba José proclama que no se puede ser monje si no se alcanza a
ser tan resplandeciente como el fuego. Uno de los hermanos visitaba un día
al abba Arsenio en el desierto cuando pudo verlo a través de la ventana de
su celda «semejante a un fuego». Y era sobre todo durante la oración
cuando el monje irradiaba luz. Mientras Pisenilus se encontraba absorto en
la oración, su celda aparecía completamente iluminada. Por encima del
lugar donde oraban los solitarios podía verse un magnífico pilar de luz. En
la literatura ascética de la época, todo hombre perfecto era considerado
como una columna de fuego. Esta imagen revela su verdadera significación
si se recuerda que las teofanías y las cristofanías bajo la forma de columnas
de fuego abundan en los escritos gnósticos y ascéticos. Abba José extendió
una vez sus manos hacia el cielo, y sus dedos semejaban diez lenguas de
fuego. Y dirigiéndose a uno de los monjes, le dijo: «si tú lo deseas, llegarás
a ser semejante al fuego».
En su Vida de san Sabas, Cirilo de Escitópolis menciona que Justiniano (en
el año 530) vio «una gracia divina luciforme y fulgurante, en forma de
corona, sobre la cabeza del anciano (Sabas tenía más de noventa años), y
esta gracia lanzaba rayos solares». Cuando el abba Sisoes se hallaba a punto
de morir, y estando los padres sentados alrededor de él, «su cara comenzó a
brillar como el sol. Y él les dijo: «ahora llega el coro de los apóstoles». Y el
resplandor de su rostro aumentó todavía más. Finalmente, Sisoes «entregó
su alma y partió como un relámpago».
Sería inútil multiplicar los ejemplos. Añadamos solamente que una secta
cristiana, la de los mesalianos, iba tan lejos en la exaltación de la luz
mística, que medía el grado de perfección del alma por su capacidad para
percibir, en una visión, a Jerusalén, la ciudad de luz, o las vestiduras
gloriosas del Señor. Para los mesalianos, el fin último era la unión extática
del alma con el cuerpo luminoso de Cristo. Esta exaltación no podía dejar
de poner en guardia a ciertos teólogos oficiales que estaban en contra de la
experiencia de la luz mística.

Palamas y la luz tabórica


En el siglo XIV, un monje calabrés, Barlaam, atacó a los hesicastas del
monte Athos acusándoles de mesalianismo. Se fundaba para ello en su
propia aserción de que éstos gozaban de la visión de la luz increada. Pero,
indirectamente, el monje calabrés rindió un gran servicio a la teología
mística oriental, pues dio ocasión al gran teólogo Gregorio Palamas,
arzobispo de Tesalónica, de defender a los hesicastas del monte Athos en el
Concilio de Constantinopla (1341) y de elaborar una teología mística sobre
la luz tabórica.
Palamas no tuvo dificultad en demostrar que en la Biblia se menciona a
cada paso la luz divina y la gloria de Dios y que el propio Dios es llamado
luz. Y aún más, disponía de una abundante literatura mística y ascética —
desde los Padres del desierto a Simeón el nuevo teólogo— para demostrar
que la deificación por el Espíritu Santo y las manifestaciones visibles de la
gracia se distinguen por la visión de la luz increada o por emanaciones de
luz. Para Palamas, escribe Vladimiro Lossky, «la luz divina es un dato de la
experiencia mística. Es el carácter visible de la divinidad, de las energías
por las cuales Dios se comunica y se revela a los que han purificado sus
corazones. Esta luz divina y divinizante es la gracia. La transfiguración de
Jesús constituye, evidentemente, el misterio central de la teología de
Palamas. La discusión con Barlaam giraba especialmente sobre este punto:
la luz de la transfiguración, ¿era creada o increada? La mayoría de los
Padres de la Iglesia consideraban la luz vista por los apóstoles como
increada y divina. Palamas se dedicó a desarrollar este punto. Para él, la luz
es propia de Dios por naturaleza, existe fuera del tiempo y del espacio y se
hace visible en las teofanías del Antiguo Testamento. En el monte Tabor no
se dio ningún cambio en Jesús, pero sí una transformación en los apóstoles;
éstos, por la gracia divina, recibieron la facultad de ver a Jesús tal como es:
cegador en su luz divina. Adán poseía también esta facultad antes de la caía,
y será restituida al hombre en las postrimerías escatológicas. O sea, que la
percepción de Dios en su luz increada está ligada a la percepción de los
orígenes y del fin, al paraíso de antes de la historia y el eschaton que pondrá
fin a la historia. Pero los que se hacen dignos del reino de Dios gozan desde
ahora de la visión de la luz increada, como los apóstoles en el monte Tabor.
Por otra parte, y a propósito de la tradición de los monjes egipcios, Palamas
afirma que la visión de la luz increada va acompañada de la luminiscencia
objetiva del santo. «El que participa en la energía divina [...] se convierte él
mismo, de alguna manera, en luz; es unido a la luz y, mediante la luz, ve en
plena conciencia todo lo que permanece escondido a aquéllos que no han
tenido esta gracia».
Palamas se fundamentaba especialmente en la experiencia mística de
Simeón el nuevo teólogo. En la Vida de Simeón, escrita por Nicetas
Stéthatos, se encuentran algunas indicaciones particularmente precisas que
conciernen a esta experiencia. «Una noche en que estaba orando y en que su
inteligencia purificada se encontraba unida a la inteligencia primera, vio una
luz en lo alto. De repente, esta luz pura e inmensa que provenía del cielo
arrojó su claridad sobre él, alumbrándolo todo y produciendo un esplendor
parecido al día. Parecía que la casa y la celda donde se encontraba se habían
desvanecido, pasando a la nada en un abrir y cerrar de ojos; que él mismo se
encontraba arrebatado por los aires y había olvidado enteramente su
cuerpo...» En otra ocasión, «allá arriba, en lo alto, comenzó a brillar una
especie de luz de aurora [...]; esa luz se acrecentó poco a poco, iluminando
el aire cada vez más, y él se sintió como liberado de su cuerpo y de las cosas
terrestres. Y como esta luz, que continuaba brillando cada vez más, hasta
convertirse en un sol en el resplandor del medio-día, se posase sobre él,
pudo darse cuenta de que él mismo era el centro de la luz; y se llenó de
gozo y de lágrimas por la dulzura que desde tan cerca embargaba todo su
cuerpo. Y vio la luz unirse a él de una forma increíble, penetrando poco a
poco en su carne y en sus miembros [...]. Vio, pues, cómo esta luz acababa
por invadirle por completo, hasta llenar su corazón y sus entrañas, hasta
convertirle en fuego y luz. Y como le acababa de ocurrir respecto a la casa,
también perdió el sentido de la forma, de la actitud, del espesor y de las
apariencias de su propio cuerpo. Esta concepción se conserva hasta el
presente en las Iglesias ortodoxas. Citaré, como ejemplo de irradiación
corporal, el célebre caso de san Serafín de Sarov (comienzos del siglo XIX).
El discípulo que más tarde consignó las «revelaciones» del santo cuenta que
le vio una vez tan brillante, que le era imposible mirarle. Y que exclamó:
«No puedo miraros, Padre; vuestros ojos proyectan destellos, vuestra cara se
ha hecho más resplandeciente que el sol y yo me encuentro mal a fuerza de
miraros». Serafín comenzó entonces a orar, y el discípulo consiguió
contemplarle. «Os miro y quedo embargado de un piadoso miedo.
Imaginad, a pleno sol, en el fragor de sus resplandecientes rayos de
mediodía, la cara de un hombre que os habla. Veis el movimiento de sus
labios, la expresión cambiante de sus ojos, escucháis su voz, sentís sus
manos en vuestros hombros, pero no veis ni las manos ni el cuerpo de
vuestro interlocutor; solamente la luz resplandeciente que se propaga hasta
algunas cosas alrededor, alumbrando con su resplandor el prado cubierto de
nieve y los copos blancos que no dejan de caer». Sería apasionante
comparar esta experiencia del discípulo de san Serafín con el relato que
hace Arjuna, en el capítulo XI de la Bhagavad-Gitâ, sobre la epifanía de
Krishna.
Recordemos también que Sri Ramakrishna, contemporáneo de san Serafín
de Sarov, se mostraba a veces luminoso o como rodeado por llamas. «Su
cuerpo parecía todavía más alto y tan ligero como un cuerpo visto en
sueños. Se iba haciendo luminoso, el color moreno de su cuerpo tomaba un
tinte muy claro [...]. El color ocre de su vestidura se confundía con el
resplandor de su cuerpo, y podía creérsele rodeado de llamas»
(Saradananda, Sri Ramnakrishna, the Great Master, trad. inglesa, segunda
edición revisada, p. 825).

Mística de la luz
Un estudio fenomenológico de la luz mística debería tener en cuenta tanto la
luz que ciega a san Pablo en el camino de Damasco, como las diversas
experiencias luminosas de san Juan de la Cruz; tanto el famoso y misterioso
papel de Pascal con la palabra «fuego» escrita en mayúsculas, como el
éxtasis de Jakob Boehme provocado por la reflexión del sol sobre un plato y
seguido de una iluminación intelectual tan perfecta que parecía haber
comprendido todos los misterios; y tantas otras experiencias menos
conocidas, como la de la venerable Serafina de Dios, carmelita nacida en
Capri (t 1699), cuyo rostro, después de la comunión y en la oración,
irradiaba como una llama y cuyos ojos arrojaban destellos como de fuego;
incluso las experiencias del infortunado padre Surin, que, después de haber
sufrido durante largos años la influencia de los diablos de Loudun, conoció
hacia el fin de su vida algunas horas beatíficas: cierto día en que se paseaba
por el jardín, la luz del sol era tan intensa, tan brillante y, sin embargo, tan
dulce, que le pareció pasearse por el paraíso. No menos significativas,
dentro de las místicas musulmanas, son las visiones luminosas que
acompañan a diversas fases del shikr: ya se trate de las siete «luces
coloreadas» percibidas sucesivamente por el ojo interior del asceta en el
estadio del shikr del corazón, ya sea la luz efusiva a la que se accede
durante el dhikr de la intimidad, luz divina que no se extingue. Tanto el uno
como el otro dhikr pueden ser acompañados de irradiaciones objetivas.

Experiencias espontáneas de la luz


Es necesario terminar aquí los ejemplos de experiencias religiosas en los
que la luz esté implicada. Pero sí quisiera citar todavía algunos casos
interesantes sobre individuos religiosamente indiferentes o prácticamente
ignorantes de la vida mística y lateología. Pretendo, pues, volver
nuevamente al horizonte espiritual del comerciante americano cuyas
aventuras internas relaté al comienzo de este estudio. Un caso
particularmente instructivo es el del doctor R. M. Bucke (1837-I902), uno
de los más célebres psiquiatras canadienses de su tiempo. Ocupaba la
cátedra de enfermedades nerviosas y mentales en la Western University de
Ontario, y en 1890 fue elegido presidente de la American Medico-
Psychological Association. A la edad de treinta y cinco años tuvo una
experiencia singular, que voy a relatar, y que cambió radicalmente su
concepción de la vida. Poco tiempo antes de su muerte publicó un libro,
Cosmic Consciousness, en el cual William James veía una «importante
contribución a la psicología». El doctor Bucke creía que ciertas personas
son susceptibles de acceder a un plano superior de conciencia denominada
por él «conciencia cósmica» y cuya realidad le parecía demostrada
especialmente por una experiencia de luz subjetiva. Su libro expone un gran
número de experiencias semejantes, desde la de Buda y la de san Pablo
hasta sus contemporáneos. Sus análisis e interpretaciones no presentan más
que un interés mediocre, pero el libro resulta precioso por su
documentación, en la que da cuenta de numerosas experiencias, recogidas
especialmente entre sus contemporáneos.
Veamos cómo cuenta el doctor Bucke, en tercera persona, lo que le sucedió
una tarde de primavera: tras una velada pasada con unos amigos, leyendo a
poetas —Wordsworth, Shelley, Keats y sobre todo Whitman—, se retiró a
medianoche y dio un largo paseo en un cab (se encontraba en Inglaterra).
«Se hallaba en un estado de plácida alegría. De repente se encontró envuelto
en una nube de color de fuego. Por un instante pensó que se trataba de un
fuego, de un brusco incendio en la gran ciudad, pero pronto se dio cuenta de
que la luz se encontraba en él mismo. Inmediatamente le invadió un
sentimiento de exaltación, un sentimiento de inmensa alegría, acompañado
y seguido de una iluminación intelectual imposible de describir. En su
cerebro flotó un rápido destello del esplendor brahamánico que desde
entonces iluminó su vida; sobre su corazón cayó una gota de brahamánica
beatitud, dejándole para siempre un regusto del cielo [...]. Vio, supo que el
cosmos no es la materia muerta, sino una presencia viviente; que el alma
humana es inmortal [...], que el principio fundamental del mundo es lo que
nosotros llamamos amor y que, a la larga, la dicha de cada uno está
plenamente asegurada. Aprendió en algunos segundos de iluminación más
de lo que había aprendido en los meses e incluso en los años anteriores de
estudio, aprendiendo muchas cosas que ningún estudio le hubiese podido
enseñar».
El doctor Bucke añade que en el resto de su vida jamás volvió a tener
experiencia semejante. Y he aquí sus conclusiones: la realización de la
conciencia cósmica se traduce por la sensación de quedar inmerso en una
llama o en una nube rosada o, mejor todavía, por la sensación de que el
propio espíritu (mirad) se sumerge en una nube o en una bruma. Esta
sensación es acompañada de una emoción de alegría, de confianza, de
triunfo, de «salvación». A esta experiencia la acompaña, simultánea o
inmediatamente después, una iluminación intelectual imposible de describir.
La instantaneidad de esta iluminación no puede compararse más que a un
deslumbrante relámpago que, en medio de una noche oscura, bañase de luz
el paisaje que esta noche escondía.
Se podía decir mucho acerca de esta experiencia, pero me contentaré con
hacer algunas observaciones: primera, la luz interior es percibida, en
principio, como viniendo del exterior; segunda, sólo después de haber
comprendido su carácter subjetivo el doctor Bucke conoce la inexplicable
beatitud y la iluminación intelectual, que él compara a un relámpago que
flotase en su cerebro; tercera, esta iluminación cambia definitivamente su
vida, pues da lugar a un nuevo nacimiento espiritual. Tipológicamente, esta
experiencia de iluminación podría compararse con la del chamán esquimal
y, hasta cierto punto, con la autorrevelación del âtman. Amigo y admirador
de Whitman, el doctor Bucke habla de «conciencia cósmica» y de
«esplendor brahmánico». Se trata de conceptualizaciones retrospectivas,
tributarias de su propia ideología. El carácter a la vez transpersonal y
caritativo de la experiencia recuerda bastante el clima budista. Un psicólogo
junguiano o un teólogo católico dirían que se trata de la toma de posesión
del yo. Pero el aspecto fundamental, en nuestra opinión, es que gracias a
esta experiencia de luz interior el doctor Bucke accedió a un mundo
espiritual del cual ni siquiera sospechaba su existencia, y que el acceso a
este mundo trascendental constituyó para él un incipit vita nova.
Un caso también interesante es el de una mujer de la cual el doctor Bucke
no menciona más que sus iniciales: A. J. S. Cuando era niña se hirió la
columna vertebral a causa de una caída. Muy dotada para el canto, trabajaba
duramente para llegar a ser una artista, pero su fragilidad física representaba
un gran obstáculo. Después de su casamiento tuvo una depresión nerviosa y
su salud comenzó a decaer peligrosamente a pesar de todos los cuidados.
Los dolores vertebrales se hicieron tan insoportables que perdió
completamente el sueño, teniendo que ser trasladada a un sanatorio. Al no
mejorar en absoluto, esperaba el momento propicio para suicidarse cuando
tuvo esta experiencia: cierto día, estando en su lecho, sintió repentinamente
una gran paz. «Me había dormido, y cuando me desperté, algunas horas más
tarde, me hallaba como dentro de una oleada de luz. Estaba alarmada.
Después me pareció que oía repetir las palabras: "¡Paz, permanezca en
calma!" No podría asegurar si se trataba de una voz, pero yo entendía las
palabras clara y distintamente [...]. Permanecí en este estado un tiempo que
me pareció considerable, y después, gradualmente, me encontré de nuevo en
la oscuridad.»
Desde aquella noche su salud mejoró bruscamente. Se fortaleció física y
mentalmente, pero su modo de vida cambió: hasta aquel momento le había
gustado la agitación de la vida pública; ahora prefería una vida interior
tranquila y la compañía de muy pocos amigos. Descubrió su poder curativo:
bien por contacto o incluso, a veces, mirando a los ojos, hacía conciliar el
sueño a los que sufrían de insomnio. Había visto la «luz» a los veinticuatro
años y la vio todavía dos veces más. Una vez en que su marido estaba a su
lado, ella le preguntó si veía aquella luz, pero el marido no vio nada
especial. En su relato autobiográfico, enviado al doctor Bucke, reconoce
que le es imposible expresar con palabras «lo que le ha sido revelado
durante esta experiencia e inmediatamente después de la presencia de la luz
[...]. Es como si uno viese interiormente, y quizá la palabra armonía exprese
una parte de lo que se ve». Y añade: «la experiencia mental que sigue a la
luz es siempre esencialmente la misma: es un deseo intenso de revelar el
hombre a sí mismo y de ayudar a aquéllos que se esfuerzan por encontrar
alguna cosa que merezca ser vivida en lo que ellos llaman "esta vida"».
Lo que creo que hay que subrayar en esta experiencia es no sólo su clima
arreligioso, sino especialmente su carácter moderno y, podría decirse,
«humanitarista». En efecto, la luz no tiene nada de terrorífica, y la voz, muy
humana, no aporta ningún mensaje trascendental, sino que, modestamente,
aconseja la calma. La curación rápida, casi milagrosa, señala también el
comienzo de una vida nueva, pero este segundo nacimiento limita sus frutos
al plano de las actividades humanas: la joven adquiere el poder de curar,
especialmente los insomnios, y el mensaje espiritual de su iluminación
consiste en el deseo de ayudar a los demás a encontrar un significado para
su vida.

Luz y tiempo
Veamos ahora el relato de una experiencia contemporánea, la que tuvo en
una iglesia de pueblo, mientras se entonaba el Te Deum, W L. Wilmhurst,
el autor de Contemplations. Observó «en la nave, a su lado, un humo
azulado que salía de los intersticios del pavimento. Observando más
atentamente, me percaté de que no se trataba de humo, sino de algo más
sutil, más inasible: una bruma delicada de naturaleza luminosa (self-
luminous), de color violeta, diferente de todo vapor físico [...]. Pensando
que se trataba de un efecto óptico o de una ilusión momentánea, dirigí mi
mirada más lejos, a lo largo de la nave, pero allí también aparecía la misma
bruma fina [...]. Observé con asombro que aquello se prolongaba más allá
de los muros y del techo del edificio y que no estaba limitado por éstos.
Podía mirar a través de los muros y ver el paisaje existente fuera de ellos
[...]. Veía simultáneamente todos los puntos de mi cuerpo, y no solamente
con mis ojos [...]. A pesar de que mi percepción era muy intensa, no existía
pérdida de contacto con mi medio físico ni con mis facultades sensoriales
[...]. Sentí una dicha y una paz indecibles. En aquellos momentos, la bruma
azul y luminosa en la que estábamos sumidos yo y cuanto me rodeaba se
transformó en un nimbo dorado, en una luz inexpresable [...]. La luz dorada,
cuya bruma violeta parecía ahora haber sido el velo o franja exterior,
emergía de un globo central inmenso y brillante [...]. Pero lo más
maravilloso era que estos rayos y estas oleadas de luz, esta vasta extensión
de fotosfera, e incluso el gran globo central, estaban llenos de criaturas
vivientes [...]. Un solo organismo coherente que llenaba todo el espacio,
pero un organismo compuesto de infinidad de existencias individuales [...].
Vi, además, que estos seres estaban presentes por millares de millones en la
iglesia en que yo me encontraba; que se interpenetraban y que pasaban sin
dificultad tanto a través de mí mismo como a través de las demás personas
[...]. El ejército celestial atravesaba esta asamblea humana como el viento
atraviesa un bosquecillo...».
Interrumpo aquí la traducción de fragmentos de este asombroso relato; las
situaciones que siguen atañen más bien a la fenomenología de la
experiencia mística en general. La particularidad de esta experiencia
consiste en que no fue repentina, sino que se desarrolló en el tiempo. No
hubo iluminación espontánea, sino un paso de la bruma azulada, semejante
a una humareda, a un vapor violeta primero y por último a la luz dorada,
deslumbrante. La visión se modifica y cambia sin cesar de naturaleza: al
principio, el espacio de luz violeta se expande hacia todos lados, y el autor
puede ver en todas las direcciones, a través de los muros, más allá de la
iglesia y del pueblo. Después de esta experiencia experimenta una felicidad
y una paz inefables, y es en este estado de serenidad espiritual cuando la luz
se torna dorada y él percibe el globo central e inmediatamente descubre los
millares de millones de seres espirituales.
Esta visión fue seguida por otra en la que todo lo que corresponde al tiempo
y al espacio se borró de su conciencia, quedando solamente «las cosas
inefables y eternas». Y la conciencia, escribe, «sobrepasa su último límite y
entra en la zona de la ausencia de formas (formless) y de lo increado».
Entonces dejó de tener conciencia del mundo físico que le rodeaba. Sin
embargo, el rapto no duró más que algunos instantes, puesto que, cuando
volvió en sí, el Te Deum aún no había terminado. Se advertirá la rapidez del
paso de un modo de visión al otro, de la sensación de una luz física a la
percepción de un mundo puro, trascendental, más allá del tiempo y del
espacio. Fue como una iniciación mística precipitada, en la que se
quemaron las etapas.
Una experiencia análoga, aunque más sumaria, es relatada por Warner Allen
en su libro The Timeless
Moment (I946). Esta experiencia tuvo lugar entre dos notas sucesivas de la
Séptima Sinfonía de Beethoven, sin que ello supusiera interrupción en
cuanto a la música que estaba escuchando. He aquí la descripción de
Warner Allen: «Había cerrado los ojos y observaba la luz plateada, que
tomaba la forma de un círculo con un foco central más brillante que el resto.
El círculo se convirtió en un túnel de luz que provenía de un lejano sol y
desembocaba en el corazón del yo (the heart of the Self). Rápida y
suavemente fui transportado por el túnel, y conforme avanzaba, la luz
pasaba de un tono plateado a un tono dorado. Tuve la impresión de extraer
fuerza de un mar ilimitado de potencia y el sentimiento de una paz
creciente.
La luz se hizo más brillante, pero jamás cegadora o alarmante. Llegué a un
punto donde el tiempo y el movimiento cesaron de existir [...]. Fui
absorbido en la luz del universo, en la realidad brillante como un fuego por
el conocimiento de sí misma, pero sin que dejase de ser uno y yo mismo;
absorbido como una gota de mercurio en el todo y, sin embargo, separado
como un grano de arena en el desierto. La paz que sobrepasa la
comprensión y la palpitante energía están en el centro [...], allí donde todos
los contrarios están reconciliados».
El interés de esta experiencia es, ante todo, de orden metafísico: nos revela
la paradoja de un modo de ser en el tiempo y fuera del tiempo
simultáneamente, lo cual supone de alguna manera una coincidentia
oppositorum. El autor tiene la conciencia de ser él mismo y a la vez de estar
absorbido en el todo; goza conjuntamente de una conciencia personal y
transpersonal, poseyendo al mismo tiempo la revelación de un centro
ontológico, de un Urgrund donde los contrarios están reconciliados. El
preámbulo de esta revelación –ese túnel de luz que une el yo con un sol
alejado– merecería todo un estudio. Pero quiero incluir todavía un texto
más, que resulta particularmente instructivo, ya que su autor es, a la vez, un
observador escrupuloso y un hombre avisado. En efecto, C. H. M.
Whiteman es profesor de Matemáticas de la Universidad de Ciudad del
Cabo y está familiarizado con la metafísica y con la teología mística del
Oriente y del Occidente, al mismo tiempo que dispone de un número
considerable de observaciones personales que conciernen a los diversos
estados parapsicológicos.
Veamos el relato de una experiencia que tuvo a los veinticuatro años.
Durante la noche, pero no en sueños, se vio «separado» del cuerpo y
elevado rápidamente a una gran distancia. «Repentinamente, sin ningún otro
cambio, mis ojos se abrieron. En lo alto y delante de mí y, sin embargo en
mí, alrededor de mí y siendo mía, estaba la gloria de la luz arquetípica.
Nada puede ser más realmente luz. No se trata de una luz plana, material,
sino de la propia luz creadora de la vida, desbordando amor y comprensión,
y engendrando todas las otras vidas con su sustancia [...]. (N. B. Prosigo mi
resumen sin incluir aquello que no interesa directamente a nuestro tema.)
Lejos y hacia abajo, tanto como se pueden ver las cosas en esos momentos
sin desviarte, apareció algo semejante a la superficie de la tierra. Pero esto
duró solamente un momento. Parecía tratarse de una visión representativa
que ponía de manifiesto la inmensa altura a la que se había elevado el alma
y su vecindad con el sol.
»¿Cómo podría describir la fuente? ¿Cómo describir su dirección? Aunque
se dirigía hacia lo alto y hacia delante, no se trataba de una dirección
geométrica y en relación con alguna otra cosa, sino de una dirección
absoluta por su propia naturaleza arquetípica. Era la fuente de la vida y de la
verdad, era la fuente de todas las ideas de vida y de verdad, y, sin embargo,
se manifestó en el espacio.
»Y he aquí que, de pronto, sin ningún cambio de dirección, la luz se dejó
ver en un solo punto. Y en este punto estaba la idea de doce; pero no un
"doce" que pueda ser contado, que sea divisible en unidades, sino la idea de
doce que se halla en todos nuestros conceptos de doce; incomprensible
salvo dentro de la divinidad. Y pasando incluso a través de esta luz [...],
llegué hasta la idea arquetípica del Padre. Pero entonces la comprensión y el
dominio comenzaron a palidecer, y la oscuridad del espíritu tomó
insensiblemente su lugar a causa del debilitamiento del yo. Por un momento
me pareció ver a un nivel inferior una representación de la idea del siete.
Pero esta idea, ¿era objetiva o sugerida por la imaginación? No lo pude
distinguir. Y en seguida la conciencia se instaló de nuevo en el cuerpo».
He querido concluir con esta experiencia, donde se encuentra la cifra 12,
que ya habíamos encontrado también en el sueño del comerciante
americano. La precisión y la riqueza del relato son notables. Se ve que el
autor es matemático y que ha leído a bastantes teólogos y filósofos. Lo que
nos dice sobre la percepciónde la luz, sobre la dirección de la fuente de luz,
sobre la fuente de las ideas de vida y de verdad, nos hace pensar que la
imprecisión y la vaguedad con las que son descritas ciertas experiencias
similares se deben, sobre todo, a la falta de cultura filosófica de sus autores.
Lo que se nos presenta como «imposible de describir» o más allá de la
comprensión no se debe sólo al contenido de la experiencia, sino también a
la insuficiencia filosófica del autor del relato. A diferencia de los otros
ejemplos modernos que acabo de citar, esta experiencia es la de un creyente
revestido de filósofo. Se trata del éxtasis de un hombre ya predispuesto por
sus numerosas experiencias de «abandono del cuerpo» y espiritualmente
preparado por su fe y su filosofía religiosas. En estas circunstancias, según
nos revela el autor, este encuentro con la luz divina no ha supuesto una
ruptura en su vida, como era el caso, por ejemplo, del doctor Bucke, sino
que le sirvió para profundizar su fe y esclarecerla filosóficamente.

Consideraciones finales
Acabamos de pasar revista a una serie de creencias y experiencias sobre la
luz, atestiguadas un poco en todas partes, a través del mundo, y relacionadas
con las diversas religiones e incluso dentro de ideologías no religiosas.
Intentemos ahora ver hasta qué punto estas experiencias se parecen y en qué
medida se diferencian. Ante todo, es necesario distinguir entre la luz
subjetiva y los fenómenos luminosos objetivamente percibidos por otras
personas. En las tradiciones india, irania y cristiana estas dos categorías de
experiencias son solidarias y, fundamentalmente, las justificaciones que se
aportan a esta solidaridad se parecen: la divinidad (o el ser, en la India)
como siendo luz o emanando de la luz, los sabios (en la India) o aquéllos
que llegan a la unio mystica irradian luz (Bhagavad-Gitâ, bhakti;
chamanismo).
La morfología de la experiencia subjetiva de la luz es extremadamente vasta;
sin embargo se pueden destacar algunos tipos más frecuentes.
Primero. Existe la luz tan potente que aniquila de alguna manera el mundo
circundante, y aquél a quien se revela queda cegado. Es el caso de la
experiencia de san Pablo en el camino de Damasco y de tanto otros santos.
Hasta cierto punto, también la de Arjuna en la Bhagavad-Gitâ.
Segundo. Hay la luz que transfigura el mundo sin abolirlo; la experiencia de
una luz sobrenatural muy intensa que ilumina hasta las profundidades de la
materia, pero dejando subsistir las formas. Especie de luz paradisíaca que
revela el mundo tal como él era en su perfección primera o, en la tradición
judeocristiana, tal como era antes de la caída de Adán. En esta categoría se
ordenan la mayoría de las experiencias místico-luminosas, tanto cristianas
como no cristianas.
Tercero. Bastante próximo a este tipo de experiencia se encuentra la
iluminación (qaumanek) del chamán esquimal, que le hace capaz de ver a
grandes distantias y percibir entidades espirituales. Podría decirse que se
trata de una visión extrarretiniana que permite ver no sólo muy lejos, sino
en todas direcciones a la vez, revelando la presencia de seres espirituales, o,
por último, el desvelamiento de las estructuras últimas de la materia que
comportan un acrecentamiento vertiginoso de la comprensión. Todavía hay
que añadir las diferencias entre los distintos universos místicamente
percibidos durante la experiencia: el universo cuya estructura parece ser la
misma que la del universo natural –con la diferencia de que ahora se le
comprende verdaderamente– el universo que revela una estructura
inaccesible al estado de vigilia.
Cuarto. Igualmente, hay que hacer una distinción entre la experiencia de
instantaneidad y los diversos tipos de luz progresivamente percibida, cuya
intensidad creciente va acompañada de un sentimiento de paz profunda, de
la certidumbre de la inmortalidad del alma o de una comprensión de orden
sobrenatural. Quinto. Por último es preciso distinguir entre la luz que se
revela en tanto que presencia divina personal y la luz que revela una
sacralidad impersonal: la del mundo, la vida, el hombre, la realidad y, en
última instancia, la sacralidad que se descubre en el cosmos cuando se le
contempla en cuanto obra divina.
Es importante subrayar que, cualquiera que sea la naturaleza y la intensidad
de la experiencia de la luz, ésta siempre evoluciona en experiencia religiosa.
Entre todos los tipos de experiencia de luz que acabamos de citar existe un
denominador común: hacen salir al hombre de su universo profano o de su
situación histórica, proyectándole hacia un universo cualitativamente
diferente, un mundo completamente distinto, trascendente y sagrado. La
estructura de este universo sagrado y trascendente varía de una cultura a
otra, de una religión a otra. Y ya hemos insistido suficientemente sobre este
punto para eliminar toda confusión. Pero existe, sin embargo, este elemento
común: el universo que se descubre mediante el encuentro con la luz se
opone al universo profano –o le trasciende–, dado que él es de esencia
espiritual, es decir, sólo accesible a aquéllos para quienes el espíritu existe.
He destacado repetidas veces que la experiencia de la luz cambia
radicalmente el status ontológico del sujeto, abriéndole al mundo del
espíritu. Que en la historia de la humanidad existen mil modos de concebir
o de valorizar el mundo del espíritu es evidente; no puede ser de otro modo,
ya que toda conceptualización está irremediablemente limitada por el
lenguaje y, por consiguiente, por la cultura y por la historia. Podría decirse
que la significación de la luz sobrenatural se da directamente en el alma de
quien la experimenta, y, sin embargo, esta significación no llega plenamente
a la conciencia mientras que no se integra en una ideología preexistente. La
paradoja consiste en que la significación de la luz es, en suma, un
descubrimiento personal y que, por otro lado, cada uno descubre lo que
cultural y espiritualmente estaba preparado para descubrir. Y, en fin, queda
este hecho que nos parece fundamental: que cualquiera que sea la
integración ideológica ulterior, el encuentro con la luz produce una ruptura
en la existencia del sujeto que le revela, o le desvela con mayor claridad que
antes, el mundo del espíritu, de lo sagrado, de la libertad; en una palabra: la
existencia en tanto que obra divina o el mundo santificado por la presencia
de Dios.
1957
2. MEFISTÓFELES Y EL ANDRÓGINO O EL MISTERIO DE LA
TOTALIDAD

La «simpatía» de Mefistófeles
Hace ya alrededor de veinte años, releyendo por azar el «Prólogo al cielo»
del Fausto, después de haber releído Serafita de Balzac, creí entrever entre
estas dos obras una cierta simetría que no llegaba a descifrar. Lo que me
fascinaba y me turbaba a la vez en el «Prólogo al cielo» era la indulgencia
y, todavía más, la simpatía mostrada por Dios frente a Mefistófeles. «Von
allen Geistern», decía Dios,
Von allen Geistern, die verneinen,
Ist mir der Schalk am wenigsten zur Last.
Des Menschen Tätigkeit kann allzuleicht erschlaffen,
Er liebt sich bald die unbedingte Ruh; Drum geb' ich
gern ihm den Gesellen zu,
Der reizt und winkt und muss als Teufel schaffen.
( Entre todos los
espíritus negadores es
el Maligno quien
menos me molesta.
La actividad del hombre se relaja con
demasiada facilidad, en seguida se
complace en el reposo absoluto; por
este motivo me ha complacido darle
este compañero quien le aguijonea y
estimula y, como diablo que es, debe
trabajar.)
Por lo demás, la simpatía es recíproca. Cuando el cielo se cierra y los
arcángeles desaparecen, Mefistófeles se queda solo. Entonces reconoce que,
de vez en cuando, a él también le satisface el «Viejo»: «Von Zeit zu Zeit
seh' ich den Altern gern...»
Se sabe que en el Fausto de Goethe ninguna palabra está empleada al azar.
Me parecía, pues, que la repetición del adjetivo gern «con satisfacción» –
pronunciado una vez por Dios y la segunda vez por Mefistófeles–, debía de
tener algún significado. Aunque fuese paradójico, existía una «simpatía»
inadvertida entre Dios y el espíritu negador.
Evidentemente, integrada en el conjunto de la obra de Goethe, esta
«simpatía» se hace comprensible. Mefistófeles estimula la actividad
humana. Para Goethe, el mal, lo mismo que el error, son productivos. «Si no
cometes errores, no obtendrás la comprensión», dice Mefistófeles al
Homúnculo (v. 7847). «La contradicción nos hace productivos» confiaba
Goethe a Eckermann el 28 de marzo de 1827. Y en una de sus Máximas (n.
85), anotaba: «a veces no comprendemos cómo un error es capaz de
movernos y de incitarnos a la acción con la misma fuerza que lo haría una
verdad.» O, más claramente todavía: «la Naturaleza no se preocupa de los
errores; los repara ella misma sin preocuparse de lo que pueda salir de todo
aquello».
Dentro de la concepción de Goethe, Mefistófeles es el espíritu que niega,
que protesta y, sobre todo, el que detiene el flujo de la vida e impide que las
cosas se realicen. La actividad de Mefistófeles no está dirigida contra Dios,
sino contra la vida. Mefistófeles es «el padre de todos los impedimentos»
(der Vater aller Hindernisse, Fausto, v. 6209). Lo que Mefistófeles pide a
Fausto es que se detenga. «Verweile doch!», fórmula de inspiración
mefistofélica por excelencia. Mefistófeles sabe que en el momento en que
Fausto se detenga habrá perdido su alma. Pero la detención no es una
negación del Creador, sino de la vida. Mefistófeles no se opone
directamente a Dios, sino a la vida, su principal creación. En lugar del
movimiento y de la vida, se esfuerza en imponer el reposo, la inmovilidad,
la muerte. Porque lo que cesa de cambiar se descompone y perece. Esta
«muerte en vida» se traduce por la esterilidad espiritual; es, en definitiva, la
condenación. Quien ha dejado perecer en lo más profundo de sí mismo las
raíces de la vida, cae bajo la potencia del espíritu negador. El crimen contra
la vida, deja entender Goethe, supone un crimen contra la salvación.
Y, sin embargo –como se ha hecho notar frecuentemente–, aunque
Mefistófeles se opone al flujo de la vida por todos los medios, al propio
tiempo la estimula. Lucha contra el bien, pero acaba favoreciendo el bien.
Este demonio que niega la vida es, sin embargo, un colaborador de Dios.
Por eso a Dios, en su presciencia divina, le satisface colocarlo al lado del
hombre como un compañero.
Podrían multiplicarse fácilmente los textos que demuestran que para Goethe
el error y el mal son necesarios, no sólo para la existencia humana, sino
también para el cosmos, al que Goethe denomina el «Todo-Uno». Desde
luego que no se ignoran las fuentes de esta metafísica inmanentista:
Giordano Bruno, Jacob Boehme, Swedenborg. Pero no me parece que el
estudio de las fuentes sea el método más indicado para llegar a una mejor
comprensión de la «simpatía» entre el Creador y Mefistófeles. Por otra
parte, no pretendo hacer una interpretación del Fausto ni una contribución a
la historia del pensamiento goethiano. No tengo ninguna competencia en
este tipo de investigaciones. Lo que me interesaba era relacionar el
«misterio», esbozado en el «Prólogo al cielo», con ciertas concepciones
tradicionales que comportan misterios análogos.
Para poner orden en mis reflexiones, he escrito un pequeño estudio con el
título de La polaridad divina. Al escribirlo fue cuando comprendí por qué
intuía yo una simetría entre el «Prólogo al cielo» del Fausto y la Serafita de
Balzac. Tanto una obra como otra se hacen problema del misterio de la
coincidentia oppositorum y de la totalidad. El misterio es apenas perceptible
en la «simpatía» que une a Dios con Mefistófeles, pero es perfectamente
reconocible en el mito del andrógino, tomado por Balzac de
Swedenborg. Poco tiempo después he publicado otro estudio sobre las
mitologías del andrógino, y en 1942 reuní todos estos textos en un pequeño
libro titulado El mito de la reintegración (Mitul Reintegrá di, Bucarest,
1942).
No tengo la pretensión de volver a ocuparme aquí de todos los temas
tratados en este libro de juventud. Sólo me propongo presentar un cierto
número de ritos, mitos y teorías tradicionales que implican la unión de los
contrarios y el misterio de la totalidad, lo que Nicolás de Cusa llamaba la
coincidentia oppositorum. Es sabido que para Nicolás de Cusa la
coincidentia oppositorum era la definición menos imperfecta de Dios.
También se sabe que una de las fuentes de inspiración del Cusano había
sido la obra del pseudo Dionisio Areopagita. Como decía el Areopagita, la
unión de los contrarios en Dios constituye un misterio. Pero no pretendo
marchar por la vía teológica ni metafísica, aunque éstas tengan un gran
interés para la filosofía occidental. Sin embargo, es especialmente la
prehistoria de la filosofía, la fase presistemática del pensamiento, la que a
mi juicio debe retener actualmente nuestra atención.
No voy a insistir más sobre la importancia del concepto de totalidad en la
obra de C. G. Jung. Baste recordar que las expresiones coincidentia
oppositorum, complexio oppositorum, integración de los opuestos,
mysterium coniunctionis, etc., son frecuentemente utilizadas por Jung para
designar la totalidad del yo y el misterio de la doble naturaleza de Cristo.
Según Jung, el proceso de individuación consiste esencialmente en una
especie de coincidentia oppositorum, puesto que el yo comprende tanto la
totalidad de la conciencia como los contenidos del inconsciente. En la
Psychologie der Übertragung y en Mysterium conniunctionis se podrá
encontrar la elaboración más completa de la teoría junguiana de la
coincidentia oppositorum en tanto que fin último de la actividad psíquica
integral.

Prehistoria de la «coincidentia oppositorum»


Para el historiador de las religiones, la coincidentia oppositorum o el
misterio de la totalidad puede llegar a comprenderse tanto a través de los
símbolos, las teorías y las creencias concernientes a la realidad última, el
Grund de la divinidad, como mediante las cosmogonías, que explican la
creación por la fragmentación de una unidad primordial, los rituales
orgiásticos, que persiguen la dislocación de los comportamientos humanos y
la subversión de los valores, las técnicas místicas de unión de los contrarios,
los mitos del andrógino y los ritos de androginación, etc. De un modo
general, puede decirse que todos estos mitos, ritos y creencias tienen por
finalidad el recordar a los humanos que la realidad última, lo sagrado, la
divinidad, sobrepasan sus posibilidades de comprensión racional; que el
Grund sólo es captable en tanto que misterio y paradoja; que la perfección
divina no puede concebirse como una suma de cualidades y virtudes, sino
como una libertad absoluta, más allá del bien y del mal; que lo divino, lo
absoluto, lo trascendente, se distinguen cualitativamente de lo humano, de
lo relativo, de lo inmediato, por no consistir en modalidades particulares del
ser ni en situaciones contingentes. En una palabra: estos mitos, ritos y
teorías implican la coincidentia oppositorum, que enseña a los hombres que
el mejor camino para aprehender a Dios, o la realidad última, es el de
renunciar, aunque no sea más que por algunos instantes, a pensar e imaginar
a la divinidad en términos de experiencia inmediata, pues tal experiencia no
conseguiría percibir más que fragmentos y tensiones.
Todo esto no supone que se sea necesariamente consciente de todo lo que se
hace ritualmente o de todo lo que se piensa místicamente. En ciertas
culturas, en ciertos momentos históricos y para ciertas categorías de
individuos, las implicaciones metafísicas de la coincidentia oppositorum
son claramente comprendidas y asumidas. Los ejemplos indios que citaré en
seguida ilustran perfectamente esta toma de conciencia, pero la mayor parte
de nuestros documentos no pertenecen a esta categoría. Así, por ejemplo,
los mitos y las leyendas concernientes a la consanguinidad entre Dios y
Satán o entre el santo y la diablesa. Estos mitos, de inspiración culta, han
tenido un enorme éxito en los medios populares, lo cual prueba que
responden a un deseo oscuro de penetrar el misterio de la existencia del mal
o el misterio de la imperfección de la creación divina. Ciertamente, estos
mitos y leyendas no significaban temas filosóficos o teológicos para los
campesinos y los pastores que los escuchaban y difundían. Pero puede
afirmarse que, para ellos, no se trataba solamente de un pasatiempo o
distracción. El folklore religioso comporta siempre una enseñanza. Es todo
el ser humano el que queda comprometido cuando escucha estos mitos y
leyendas. Y conscientemente o no, su mensaje acaba siempre por ser
descifrado o asimilado.
Un ejemplo ilustra admirablemente lo que acabo de decir y nos introduce
rápidamente en el núcleo de la cuestión. Se trata de la concepción
fundamental del zervanismo iranio, según la cual Ormuz y Ahrimán
provenían de Zerván, el dios del tiempo ilimitado. Nos encontramos aquí
ante un supremo esfuerzo de la teología irania por sobrepasar el dualismo y
postular un principio único de explicación del mundo. Piénsese lo que se
piense acerca del origen del zervanismo, una cosa es cierta: estas doctrinas
fundamentales han sido pensadas y elaboradas por espíritus avezados a la
teología y a la filosofía.
Ahora bien: es importante comprobar que doctrinas semejantes se
encuentran en el folklore religioso del sureste europeo. Hay ejemplos de
creencias y de proverbios rumanos según los cuales Dios y Satán son
hermanos. Nos encontramos en este caso son la fusión de dos temas
distintos pero relacionados: el mito gnóstico de la fraternidad de Cristo y de
Satán y el mito arcaico de la asociación, incluso de la cuasi fraternidad del
Dios y del Diablo. Dentro de un momento volveremos sobre este último
motivo mítico. En lo concerniente al primer mito, puede atestiguarse entre
los bogomilos. Según la información transmitida por Eutimio Zigabeno, los
bogomilos creían que Satanael era el primogénito de Dios y Cristo el
segundo. La creencia en la fraternidad Cristo-Satán era compartida
igualmente por los ebionitas, lo que deja suponer que tal concepción pudo
circular en un medio judeo-cristiano. Pero entre los bogomilos esta creencia
derivaba muy probablemente de una fuente irania, puesto que también en la
tradición zervanita Ahrimán era considerado como el primogénito.
Pero no es el problema del origen de las creencias en la consanguinidad
Cristo-Satán o de la amistad entre Dios y el Diablo lo que vamos a retener.
Lo que importa subrayar es el hecho de que mitos semejantes hayan
continuado circulando en los medios populares del Próximo Oriente y en la
Europa oriental hasta finales de siglo. Es una prueba de que estos mitos y
leyendas responden a una cierta necesidad del alma popular. La
consanguinidad de los representantes del bien y del mal está ilustrada
igualmente por un ciclo de leyendas polarizadas alrededor de la lucha entre
un santo y su hermana, una diablesa que roba y mata a los niños. En las
versiones etíopes, el nombre del santo es Susnios y su hermana es llamada
Uercelia. El santo implora a Jesús que le dé la fuerza para matar a su propia
hermana. Y, en efecto, Susnios atraviesa a la diablesa con su lanza y la
mata. Se trata del mito antiquísimo de los hermanos enemigos,
reinterpretado y cristianizado. El hecho de que el santo y la diablesa sean
considerados como hermano y hermana prueba que la fabulación mítica
reproduce, a niveles y en contextos distintos, la imagen ejemplar de la
consanguinidad del bien y del mal.

La asociación Dios-Diablo y la inmersión cosmogónica


En cuanto al motivo de la asociación, e incluso amistad, entre Dios y el
Diablo, es evidente sobre todo en un tipo de mito cosmogónico
extraordinariamente extendido y que puede resumirse como sigue: en el
comienzo no existían más que las aguas, y sobre las aguas se paseaban Dios
y el Diablo. Dios envió al Diablo al fondo del océano con la orden de traer
un poco de arcilla para hacer el mundo. Dejaré de lado las peripecias de esta
inmersión cosmogónica y las consecuencias de esta colaboración del Diablo
en la obra de la creación. Lo que interesa a nuestro propósito son
únicamente las variantes centroasiáticas y las del sureste europeo, que
ponen de manifiesto, ya la consanguinidad Dios-Diablo, ya el hecho de que
Dios y el Diablo son coeternos, o bien la impotencia de Dios para crear o
acabar el mundo sin la ayuda del Diablo.
Así, por ejemplo, un mito ruso nos cuenta que ni Dios ni el Diablo han sido
creados, sino que existían unidos desde el principio de los tiempos. Por el
contrario, según los mitos hallados entre los altaicos meridionales, los
abakan-katzines y los morduinos, el Diablo ha sido creado por Dios. Pero lo
que resulta revelador es la forma en que se realiza esta creación, ya que, en
cierto modo, Dios produce al Diablo mediante su propia sustancia. Veamos
lo que cuentan los morduinos: Dios se encontraba solo sobre una roca. «¡Si
yo tuviese un hermano crearía el mundo!», dijo, escupiendo sobre las aguas.
De su escupidura nació una montaña. Dios la abrió con su espada y de la
montaña salió el Diablo. Desde que apareció, el Diablo propuso a Dios que
fuesen amigos y que conjuntamente creasen el mundo. «Nosotros no
seremos hermanos –le respondió Dios–, pero sí compañeros.» Y unidos
procedieron a la creación del mundo» En la variante de los cíngaros de la
Transilvania, Dios sufre de soledad. Reconoce abiertamente que no sabe
cómo hacer el mundo, ni, por otra parte, por qué debería hacerlo. Arroja
entonces su bastón, del cual sale el Diablo En una variante finesa, Dios se
contempla en el agua y, al ver el reflejo de su cara. le pregunta cómo se
puede hacer el mundo. Pero son principalmente las leyendas búlgaras las
que conceden al Diablo un papel simpático y, en definitiva, creador. Según
una de estas leyendas, Dios se paseaba completamente solo y al darse
cuenta de su sombra gritó: «¡Levántate, camarada!» Levantándose Satán de
la sombra de Dios, le pidió que repartiesen el universo entre ellos dos: la
tierra para él, el cielo para Dios; los vivos para Dios y los muertos para él. Y
firmaron un contrato a este efecto. Otras leyendas búlgaras ponen de relieve
lo que podría llamarse «la imprevisión de Dios» porque, después de haber
hecho la tierra, Dios no se dio cuenta de que no había lugar para las aguas y,
no sabiendo cómo resolver este problema cosmogónico, envió el ángel de la
guerra a Satán para pedirle consejo.
En ciertas variantes del mito cosmogónico (altai-kizi, buriatos, vogules,
cíngaros de la Transilvania), el propio Dios reconoce su incapacidad para
crear el mundo y recurre al Diablo. Este motivo de la impotencia
cosmogónica de Dios es solidario de otro tema: la ignorancia de Dios en
cuanto al origen del Diablo. Pero esta ignorancia es interpretada por los
mitos de diferente modo. En ciertos casos (altai-kizi, yacutos orientales,
vogules, bucovinos), el hecho de que Dios no sepa de dónde viene el Diablo
resalta con mayor fuerza su incapacidad y su impotencia. En otras variantes
del mismo mito (mordvins, cíngaros, bucovinos y ucranianos), Dios muestra
claramente su poder cosmogónico, pero ignora, sin embargo, el origen del
Diablo. Es otro modo de decir que Dios no tiene nada que ver con el origen
del mal. Puesto que no sabe de dónde procede el Diablo, no es responsable
de la existencia del mal en el mundo. En resumen: se trata de un esfuerzo
desesperado por desolidarizar a Dios del hecho de la existencia del mal.
Nos enfrentamos aquí con una reinterpretación moralizante de un tema
mítico más antiguo. Del mismo modo exactamente que en ciertas variantes
ugrias y turco-mongolas, el hecho de que el Diablo haya surgido de la
escupidura de Dios no se mira ya como una prueba de su cuasi
consustancialidad con Dios, sino, por el contrario, como la prueba
aplastante de su inferioridad.
Todos estos mitos y leyendas merecerían un análisis mucho más detenido
del que aquí puede hacerse. Basta comprobar que, a nivel del folklore
religioso, y entre la población central-asiática y europea, desde hace mucho
tiempo islamizadas o cristianizadas, todavía se aprecia la necesidad de
hacerle un lugar al Diablo, y no sólo en la creación del mundo –lo que podía
comprenderse por la necesidad de explicar el origen del mal–, sino también
en la proximidad de Dios como compañero, nacido de la necesidad de Dios
de salir de su soledad. Importa poco para nuestro propósito el decidir si se
trata de creaciones folklóricas de origen herético o culto, por decirlo de otro
modo. Lo interesante es que tales mitos y leyendas hayan circulado en los
medios populares y hayan gozado de un cierto favor, puesto que todavía
permanecen vivos después de siete u ocho siglos de cruzada eclesiástica
antiherética. En suma, estos mitos y leyendas forman parte del folklore
cristiano con el mismo título que otros materiales míticos «despaganizados»
y asimilados por el cristianismo. Lo que cuenta para nosotros es que el alma
popular se complazca imaginando la soledad del Creador y su camaradería
con el Diablo, el papel de este último como servidor, como colaborador y
consejero supremo de Dios, y aún más, en imaginar el origen divino del
Diablo, pues, en el fondo, la escupidura de Dios no deja de ser una
escupidura divina; en imaginar, por último, una cierta «simpatía» entre Dios
y el Diablo que nos recuerda la «simpatía» entre el Creador y Mefistófeles.
Una vez más: todo esto pertenece al folklore, a ese inmenso depósito de
creencias, mitos y concepciones no sistemáticas, a la vez arcaicas y
modernas, paganas y cristianas. Es tanto más significativo el comprobar que
temas más o menos similares han servido de motivo de meditación a
espirituales, sabios y místicos indios. Pero cuando miramos hacia la India,
es necesario cambiar radicalmente de decorado.
Devas y asuras
La India ha vivido obsesionada por el problema de la realidad última, por el
ser unitario enmascarado por la multiplicidad y la heterogeneidad. Las
Upanishads han identificado esta realidad última con el Brahmanátman.
Más tarde, los sistemas filosóficos explicaron la multiplicidad, bien –como
en el caso del Vedanta–* por la ilusión cósmica, bien –como en el Sámkhya
y el yoga– por la dinámica de la materia, en continuo movimiento,
transformándose continuamente para incitar al hombre a buscar su
liberación. Pero la etapa presistemática del pensamiento indio es todavía
más importante para nuestro propósito. En los Vedas y en los Bráhmanas, la
doctrina de la realidad única está ya implícita en los símbolos y en los
mitos. La mitología y la religión védicas nos presentan una situación
paradójica a primera vista. Por una parte existe distinción, oposición y
conflicto entre los devas y los asuras, los dioses y los «demonios», las
potencias de la luz y las de las tinieblas; una parte considerable del Rig
Veda está consagrada a los combates victoriosos del dios campeón Indra
contra el dragón Vrtra y los Asuras. Pero, por otra parte, numerosos mitos
ponen en evidencia la consustancialidad o la fraternidad entre devas y
asuras. Nos da la impresión de que la doctrina védica se esfuerza por
establecer una doble perspectiva: si bien en la realidad inmediata, la que se
manifiesta ante nuestros ojos, los devas y los asuras son irreconciliables, de
una naturaleza diferente y condenados a combatirse recíprocamente desde el
principio de los tiempos, antes de la creación o antes de que el mundo
hubiese tomado su forma actual, eran consustanciales.
En efecto, ellos son los hijos de Prajápati o de Tvastr; hermanos, pues,
procedentes de un padre único. Los aditias –es decir, los hijos de Aditi, los
«soles»– eran originalmente serpientes. Pero se despojaron de sus viejas
pieles, lo cual quiere decir que han adquirido la inmortalidad (que «han
vencido a la muerte»), llegando a ser dioses, devas (Pancavimsha
Bráhmana, XXV, 15, 4). En la India védica, como en otras muchas
tradiciones, cambiar la piel es liberarse del «hombre viejo» y encontrar la
juventud o acceder a un modo de ser superior. Esta imagen abunda en los
textos védicos. Pero lo que resulta sorprendente es que este comportamiento
reptiliano pueda ser propio de los dioses. Cuando amanece, se dice en el
Satapatha Bráhmana (II, 3; I, 3 y 6), el sol «se libera de la noche [...] del
mismo modo que Ahi [la serpiente] se libera de su piel». También, en
cuanto al dios Soma: «como Ahi abandona su vieja piel». El acto de
despojarse de una piel de animal, arrastrándose fuera de ella, desempeña un
importante papel ritual: al que lo efectúa se le considera como liberado de la
condición profana, de los pecados y de la vejez. Pero no sólo el dios Soma
se comporta como la serpiente mítica Ahi. El Satapatha Bráhmana
identifica literalmente a Vrtra con el dragón primordial.
Esta identificación paradójica de un dios con el dragón ejemplar no constituye
una excepción. Ya el Rig Veda calificaba a Agni de «sacerdote asura» (VII,
30, 3) y al sol de «sacerdote asura de los devas» (VIII, 101,
12). Dicho de otro modo: los dioses son, o han sido, susceptibles de
convertirse en asuras, o en dioses.
Agni, el dios del fuego y del hogar, el dios luminoso por excelencia, es
consustancial a la serpiente Ahi Budhnya, símbolo de las tinieblas
subterráneas y equiparable a Vrtra. En el Rig Veda (I, 79, 1), Agni es
llamado «serpiente furiosa». El Aitareya Bráhmana (III, 36) afirma que Ahi
Budhnya es de un modo invisible (paroksena) lo que Agni Gârhapatya es de
una manera visible (pratyaksa). En otros términos, la serpiente es una
virtualidad del fuego, en tanto que las tinieblas lo son de la luz no
manifestada. En el Vájasaneyi Samphitá ( V, 33), Ahi Budhnya y el sol (Aja
Ekapad) son identificados.
Es posible que de la imagen del nacimiento del fuego deriven las
especulaciones sobre la esencia ofidiana de Agni. El fuego «nace» de las
tinieblas o de la materia opaca como de una matriz ctónica, y repta como
una serpiente. En el Rig Veda (IV, 1, 11-12), el fuego que se enciende –
«cuando nace sobre su propio terreno»– se describe como «sin pies y sin
cabeza, escondiendo sus dos extremidades» (guhamáno antá), como una
serpiente enroscada. Dicho de otro modo: es presentado como un
Uroboros,** imagen, al mismo tiempo, de la conjunción de los extremos y
de la totalidad primordial. El acto de separar los pies de la cabeza simboliza
en la India la fragmentación de la unidad inicial después de la creación. En
la cosmogonía transmitida por el Rig Veda (X, 90, 14), la creación había
comenzado por la separación de la cabeza y los pies del gigante Purusa.
Hemos de añadir que la paradoja de la doble naturaleza de Agni (serpiente y
dios a la vez) aparece también en la ambivalencia religiosa del fuego. Este
fuego es, según el Rig Veda (X, 1, 6, 9, etc.), por una parte potencia
devoradora de hombres que es preciso evitar a toda costa; por otra parte es
el heraldo (data) de los dioses, amigo (mitra) y hospedador (atithi) de los
hombres.

La ambivalencia de la divinidad constituye un tema que se encuentra en


toda la historia religiosa de la humanidad. Lo sagrado atrae al hombre y al
mismo tiempo le causa pavor. Los dioses se presentan a veces benévolos y
terribles otras. En la India, al lado de la forma graciosa y amable, cada
divinidad comporta una «forma terrible» (krodha murti): es su aspecto
indignado, amenazador, terrorífico. Varuna es, por excelencia, el dios que
atrae y espanta. Numerosos textos védicos hablan de los «lazos de Varuna»,
y una de las oraciones más frecuentes consiste en pedir «verse libre de
Varuna» (por ejemplo, Rig Veda, VII, 86, 2). Varuna es también asimilado a
la serpiente Ahi y al dragón Vrtra. En el Atharva Veda (XII, 3, 57), es
llamado «víbora». Los nombres Vrtra y Varuna participan probablemente
de la misma etimología. Más todavía: hay una cierta correspondencia
estructural entre Vrtra y Varuna. El costado «nocturno» de Varuna le ha
permitido convertirse en un dios de las aguas, relacionándole con Vrtra, que
«detiene» o «encadena» las aguas. Hay un aspecto «demoníaco» en Varuna,

* Doctrina metafísica esencial de la tradición hindú, basada en las


Upanishads. (N. del T.)
** «Serpiente cósmica». Símbolo tradicional que representa el cosmos
manifestado y su duración cíclica. ( N. del T. )
Vrtra y Varuna
hechicero temible, que «ata» a los hombres a distancia, los paraliza, al igual
que Vrtra bloquea las aguas en los huecos de la montaña, los «encadena»,
amenaza con extinguir la vida y volver a sumergir el universo en el caos. Y,
sin embargo, estos aspectos ofidianos y estos atributos «demoníacos» no
deberían formar parte de la naturaleza de Varuna, dios cósmico y soberano
universal, dios del cielo estrellado, dios «de los mil ojos», etc. Pero como
todos los grandes dioses, Varuna es un dios ambivalente, y el pensamiento
indio se afana por interpretar esta ambivalencia ya como una biunidad
divina, ya como una coincidentia oppositorum.
El esfuerzo del pensamiento indio por llegar a un Urgrund único del mundo,
de la vida y del espíritu ha conseguido un éxito semejante a propósito de
Vrtra, el monstruo ofidiano por excelencia. Vrtra simboliza tanto las
tinieblas, la inercia, la inmovilidad, como las virtualidades: lo amorfo, lo
indistinto; en una palabra: el caos. El conflicto entre Indra y Vrtra –el
adversario ejemplar de los dioses– desempeña un papel considerable en la
mitología védica. El combate entre el dragón y el dios o el héroe solar es,
como se sabe, un motivo mítico muy extendido, que se encuentra en todas
las mitologías del Próximo Oriente antiguo, en Grecia y entre los antiguos
germanos. Bajo la forma del combate entre la serpiente –símbolo de las
tinieblas– y el águila, pájaro solar, se encuentra en Asia central y
septentrional hasta Indonesia. El antagonismo entre el dragón y el dios
campeón es susceptible de múltiples interpretaciones. No voy a tratar de
examinar aquí los diferentes planos de referencia de este mito ejemplar.
Será suficiente recordar que la victoria de Indra tiene en la India una
significación cosmológica. Al liberar las aguas inmovilizadas por Vrtra,
Indra salva al universo o, dicho en términos míticos, lo crea de nuevo.
Ahora bien: es sorprendente comprobar que este temible adversario es, de
alguna manera, un «hermano» de Indra, puesto que ha sido creado por su
padre, Tvastr. En efecto, según el mito, Tvastr había omitido invitar a su
hijo Indra a un sacrificio de soma, pero Indra logró aproximarse al lugar del
sacrificio y se apoderó del soma por la fuerza. Furioso, su padre arrojó al
fuego lo que quedaba de la bebida divina, exclamando: «¡Crece y
conviértete en el enemigo de Indra!» De este resto de soma vertido sobre el
fuego nació Vrtra. Éste no tardó en devorar a los dioses Agni y Soma, y las
otras divinidades tuvieron miedo. El propio Tvastr se alarmó hasta tal punto
que entregó su arma, el rayo, a Indra, asegurándole de este modo la victoria
final.
No voy a exponer todas las fases del combate. Según ciertas fuentes, el cielo
y la tierra han sido formados del cuerpo de Vrtra, del mismo modo que en la
mitología mesopotámica Marduk creó el cielo y la tierra del cuerpo
despedazado de Tiamat. El Satapatha Bráhmana (I, 6, 3) nos proporciona
un detalle muy significativo: una vez vencido, Vrtra se dirigió a Indra en
estos términos: «¡No me golpees más, porque tú eres ahora el que yo era!»
Y le suplicó que le seccionase en dos, cosa que hizo Indra. Con la parte que
contenía el soma, Indra creó la luna. Con la otra parte de Vrtra, es decir, con
su porción no divina, hizo el vientre de los hombres. Por esta razón se dice:
«¡ Vrtra está en el interior de nosotros !»
En conclusión, se comprueba que estos mitos y su exégesis teológica
revelan un aspecto menos conocido, por menos evidente, de la historia
divina. Casi se podría decir que se trata de una «historia secreta» de la
divinidad no inteligible más que a los iniciados, o sea, a aquéllos que
conocen las tradiciones y comprenden la doctrina. La «historia secreta»
védica manifiesta, por una parte, la consanguinidad de los Devas y de los
Asuras, el hecho de que estas dos clases de seres sobrehumanos provienen
de un solo y mismo principio; por otra, desvela la coincidentia oppositorum
en la estructura profunda de las divinidades, que se muestran alternativa o
simultáneamente benévolas y terribles, creadoras y destructivas, solares y
ofidianas (esto es, manifiestas y virtuales), etc. Se reconoce en esto el
esfuerzo del espíritu indio por alcanzar un principio único de explicación
del mundo, por llegar a una perspectiva en que los contrarios se reabsorban
y las oposiciones se anulen. La metafísica clásica no hará otra cosa más que
elaborar y sistematizar esta concepción total de lo real esbozada en los
Vedas y los Bráhmanas. Aquello que resulta contradictorio, imperfecto,
malo, «demoníaco», etc., en este mundo se explica como un aspecto
negativo de la realidad. Los Devas y los Asuras se conciben como
modalidades complementarias o momentos sucesivos de la misma potencia
divina.

Los dos planos de referencia


Esto, evidentemente, no es verdad más que en una perspectiva trascendental
y atemporal; en la experiencia inmediata del hombre, en su existencia
concreta, histórica, los Devas se oponen a los Asuras, y el hombre tiene el
deber de perseguir el bien y combatir el mal. Lo que es verdad en el nivel de
lo eterno no lo es necesariamente en el de lo temporal. El mundo comenzó
a existir tras una ruptura de la unidad primordial. La existencia del mundo,
lo mismo que la existencia en el mundo, presupone la separación entre
tinieblas y luz, la distinción entre el bien y el mal, la elección y la tensión.
Pero, en la India, el cosmos no es percibido como el modo ejemplar e
insuperable de lo real, y la existencia en el mundo no se considera el
summum bonum. Tanto el cosmos como la existencia del hombre en el
cosmos representan situaciones particulares, y una situación particular no
puede agotar la riqueza fabulosa del ser. El ideal del espíritu indio es, como
se sabe, el jivan mukta, el «liberado en vida», es decir, el que, pese a vivir
en el mundo, no está condicionado por las estructuras del mundo, el que no
está ya «en situación», sino que, como lo expresan los textos, es «libre de
moverse a voluntad» (kamacarin). El jivan mukta se encuentra
simultáneamente en el tiempo y en la eternidad; su existencia es paradójica
en cuanto que constituye una coincidentia oppositorum imposible de
comprender o de imaginar.
Los esfuerzos que el hombre lleva a cabo para superar los contrarios le
fuerzan a salir de su situación inmediata y personal y a elevarse a una
perspectiva transubjetiva; en otros términos: a llegar al conocimiento
metafísico. En su experiencia inmediata, el hombre está constituido por
parejas de contrarios. Más aún, no sólo distingue lo agradable de lo
desagradable, el placer del dolor, la amistad de la enemistad, sino que llega
a creer que estos opuestos son igualmente valederos en el plano de lo
absoluto; en otras palabras: que la realidad última se deja definir por las
mismas parejas de opuestos que caracterizan la realidad inmediata en la cual
el hombre se encuentra inmerso por el simple hecho de vivir en el mundo.
Los mitos, los ritos y las especulaciones indias hacen vacilar esta tendencia
humana a considerar la experiencia inmediata del mundo como un
conocimiento metafísicamente válido que reflejase la realidad última.
Superar los contrarios es, como se sabe, un leitmotiv de la espiritualidad
india. Por la reflexión filosófica y la contemplación –como enseña el
Vedánta– o por las técnicas psicofisiológicas y las meditaciones –como
recomienda el yoga– se llega a trascender las oposiciones, incluso a realizar
la coincidentia oppositorum en su propio cuerpo y en su propio espíritu.
Después nos detendremos en algunos métodos indios de unificación. Por el
momento digamos que en la India, como en toda cultura tradicional, las
verdades fundamentales se expresan en todos los niveles del saber, aunque
sean manifestadas por medios propios en cada uno de los diferentes planos
de referencia. Los principios claramente expuestos y articulados en las
Upanishads o los sistemas filosóficos se encuentran también en la devoción
popular y en el folklore religioso. Es significativo, por ejemplo, comprobar
en ciertos textos del vishnuismo medieval que el archidemonio Vrtra se
convierte en un brahmán, un guerrero ejemplar e incluso un santo. El
demonio Râvana, que había capturado a Sîtâ y la había llevado a Ceilán, es
considerado igualmente como el autor de un tratado de medicina mágica
infantil, Kumáratantra. ¡Un demonio autor de un tratado que contiene
fórmulas y rituales antidemoníacos! La diosa Hârîtî obtendrá el derecho de
devorar a los niños gracias a los méritos conseguidos en una existencia
anterior.
Estos casos no son excepcionales. Según se cree, muchos demonios han
conquistado su prestigio demoníaco por las buenas acciones llevadas a cabo
en existencias anteriores. Por tanto, el bien puede servir para hacer el mal.
Mediante sus esfuerzos ascéticos, un ser demoníaco gana la libertad de
hacer el mal; la ascesis conduce a la obtención de una reserva de fuerzas
mágicas que permiten emprender no importa qué acción, sin distinción de
su valor «moral». Todos estos ejemplos no son más que ilustraciones
particulares y populares de la doctrina india fundamental: que ni el bien ni
el mal tienen sentido ni razón de ser más que en el mundo de las
apariencias, en la existencia profana y no iluminada. En una perspectiva
trascendental, el bien y el mal son, por el contrario, tan ilusorios y relativos
como las demás parejas de contrarios: calor-frío, agradable-desagradable,
corto-largo, visible-invisible, etc.
Todos los mitos, los ritos y las creencias que acabo de citar tienen en común
esta nota esencial: forzar al hombre a comportarse de otro modo de como lo
haría espontáneamente, a contradecir mediante el pensamiento lo que le
muestra la experiencia inmediata y la lógica elemental; en suma, a
convertirse en lo que no es –en lo que no puede ser– en su estado profano,
no iluminado, en su condición humana. Dicho de otro modo: estos mitos y
su hermenéutica tienen una función iniciática. Se sabe que en las sociedades
tradicionales la iniciación prepara al adolescente para asumir las
responsabilidades del adulto, le introduce en la vida religiosa, en los valores
del espíritu. Gracias a la iniciación, el adolescente accede a un
conocimiento transpersonal que le era inaccesible hasta aquel momento.
Ahora bien, como acabamos de ver, los mitos indios de la coincidentia
oppositorum ayudan al que los medita a trascender el plano de la
experiencia inmediata y a descubrir una dimensión oculta de la realidad.

Mitos y ritos de integración


Los ejemplos que acabamos de comentar no significan excepciones en la
historia del espíritu indio. Como ya he dicho, integrar, unificar, totalizar, en
una palabra: abolir los contrarios y reunir los fragmentos representa en la
India el camino real del espíritu. Esto es ya evidente en la concepción
brahmánica del sacrificio. Cualquiera que haya sido el papel del sacrificio
en la protohistoria indoaria y en la época védica, la realidad es que sólo a
partir de los Bráhmanas el sacrificio se convierte principalmente en un
medio de restauración de la unidad primordial. En efecto, mediante el
sacrificio se unen los miembros separados de Prajâpati, es decir, se
reconstituye el ser divino, inmolado desde el comienzo de los tiempos, a fin
de que de su cuerpo pueda nacer el mundo. La función esencial del
sacrificio consiste en reunir de nuevo (samdhá) lo que fue dividido in illo
tempore. Al lado de la reconstitución simbólica de Prajâpati, se verifica un
proceso de reintegración en el propio oficiante. Al reunir ritualmente los
fragmentos de Prajâpati, el oficiante se «unifica» (samharati) a sí mismo, se
esfuerza por integrar la unidad de su verdadero yo. Como ha escrito Manda
Coomaraswamy, la unificación y el acto de llegar a ser sí mismo
representan a la vez una muerte, un renacimiento y un desposorio. Ésta es la
razón por la que el simbolismo del sacrificio indio es extremadamente
complejo: se opera simultáneamente con símbolos cosmológicos, sexuales e
iniciáticos. El sacrificio, concebido como el medio de unificación por
excelencia, ilustra, junto con muchos otros ejemplos, la irreprimible
aspiración del espíritu indio a trascender los contrarios y a elevarse a una
realidad total. La historia ulterior a la espiritualidad india se desarrolla casi
exclusivamente en esta dirección, lo cual explica, entre otras cosas, por qué
el espíritu indio se niega a conceder valor a la historia y por qué la India
tradicional no tuvo conciencia histórica, pues, en comparación con la
realidad total, lo que nosotros llamamos historia universal no representa
más que un momento particular de un grandioso drama cósmico. La India,
insistimos, rehúsa conceder una significación destacada a todo aquello que
no suponga para su ontología más que un aspecto fugitivo de una situación
particular; a aquello que nosotros llamamos actualmente «la situación del
hombre en la historia».

El andrógino en el siglo XIX


Serafita es, sin lugar a dudas, la más seductora de las novelas fantásticas de
Balzac. Y no a causa de las teorías de Swedenborg, por las cuales estaba
influido, sino porque Balzac ha logrado dar un esplendor sin par a un tema
fundamental de la antropología arcaica: el andrógino considerado como
imagen ejemplar del hombre perfecto. Recordemos el escenario y el tema de
la novela. En un castillo, a orillas del pueblo de Jarvis, cerca del fiordo
Stromfjord, vivía un ser extraño de una belleza cambiante y melancólica.
Como ciertos personajes de Balzac, parecía esconder un terrible «secreto»,
un «misterio» impenetrable. Pero en esta ocasión no se trata de un «secreto»
comparable al de Vautrin. El personaje de Serafita no es un hombre
atormentado por su propio destino y en conflicto con la sociedad. Es un ser
cualitativamente distinto del resto de los mortales, y su «misterio» tiene
relación no con ciertos episodios tenebrosos de su pasado, sino con la
estructura de su propia existencia. Porque el misterioso personaje ama a
Minna y es correspondido por ella. Ella le ve como un hombre, Serafitus. Al
mismo tiempo, es amado por Wilfredo, a los ojos del cual pasa por ser una
mujer, Serafita.
Los padres de este perfecto andrógino habían sido discípulos de
Swedenborg. Aunque no había salido jamás de su fiordo, aunque no había
abierto ningún libro, ni hablado con ningún sabio, ni practicado ningún arte,
Serafitus-Serafita daba pruebas de una erudición considerable y sus
facultades mentales sobrepasaban a las de los mortales. Balzac describe con
una patética ingenuidad las cualidades de este andrógino, su vida solitaria,
sus éxtasis contemplativos. Todo esto está basado, evidentemente, sobre las
doctrinas de Swedenborg, puesto que la novela fue escrita sobre todo para
ilustrar y comentar las teorías swedenborgianas sobre el hombre perfecto.
Pero el andrógino de Balzac sólo pertenece a la tierra en muy escasa
medida. Su vida espiritual está enteramente dirigida hacia el cielo.
Serafitus-Serafita vive exclusivamente para purificarse... y para amar.
Aunque Balzac no lo dice expresamente, se comprende que Serafitus-
Serafita no puede abandonar la tierra sin haber conocido el amor. Se trata
quizá de la última y más preciosa perfección: amar realmente y
conjuntamente a dos seres de sexos opuestos. Amor seráfico, claro está, lo
cual no quiere decir amor abstracto, general. El andrógino de Balzac ama a
dos seres perfectamente individualizados; se mantiene, pues, en lo concreto,
en la vida. No es aquí, sobre la tierra, un ángel; es un hombre perfecto, esto
es, un «ser total».
Serafita es la última gran creación literaria europea que tiene como motivo
central el mito del andrógino. Otros escritores del siglo XIX han utilizado a
su vez el tema, pero sus obras son mediocres, cuando no francamente malas.
A título de curiosidad, recordemos L'Androgyne de Péladan (1891), el tomo
octavo de la serie de veinte novelas tituladas La décadence latine. En 1910,
Péladan volvió sobre el mismo tema en su librito De l'androgyne (serie
«Les idées et les formes»), que no está absolutamente desprovisto de interés
a pesar de su confusa información y de sus aberraciones. Toda la obra del
Sar Péladan –que nadie se atrevería a leer actualmente– parece dominada
por el motivo del andrógino. Anatole France escribió «que está dominado
por la idea del hermafrodita que inspira todos sus libros». Pero toda la
producción del Sar Péladan –como la de otros de sus modelos
contemporáneos: Swinburne, Baudelaire, Huysmans– se desarrolla bajo un
signo muy diferente al de Serafita: los héroes de Péladan son «perfectos» en
sensualidad. La significación metafísica del «hombre perfecto» se degrada y
acaba por perderse en la segunda mitad del siglo XIX.
Los decadentismos inglés y francés vuelven esporádicamente sobre el tema
del andrógino, pero se trata siempre de un hermafroditismo mórbido, hasta
satánico (como, por ejemplo, en Aleister Crawley). Como en todas las
grandes crisis espirituales de Europa, nos encontramos aquí en presencia de
una degradación del símbolo. Cuando el espíritu ya no es capaz de percibir
la significación metafísica de un símbolo, éste es entendido en niveles cada
vez más groseros. Para los escritores decadentes, el andrógino significa
únicamente un hermafrodita en el cual los dos sexos coexisten anatómica y
fisiológicamente. Ya no se trata de una plenitud debida a la fusión de ambos
sexos, sino de una superabundancia de posibilidades eróticas. No es
percibido como la aparición de un nuevo tipo de humanidad, en el cual la
fusión de ambos sexos habría producido una nueva conciencia, apolar, sino
como una supuesta perfección sensual como resultado de la presencia activa
de los dos sexos.
Esta concepción del hermafrodita fue alentada, probablemente, por el
examen atento de ciertas obras de la escultura antigua. Pero los escritores
decadentes ignoraban que el hermafrodita hubiese representado en la
antigüedad una situación ideal que se intentaba actualizar espiritualmente
mediante ritos; por lo demás, si al nacer un niño mostraba signos de
hermafroditismo era eliminado por sus propios padres. El hermafrodita
concreto, anatómico, estaba considerado como una aberración de la
Naturaleza o como un signo de la cólera de los dioses y, por consiguiente,
era suprimido en el acto. Sólo el andrógino ritual constituía un modelo, por
implicar no la acumulación de órganos anatómicos, sino simbólicamente la
totalidad de las potencias mágico-religiosas propias de uno y otro sexos.

El romanticismo alemán
No hay más que dirigirse hacia los románticos alemanes para darse cuenta
de la distancia que separa el ideal de un Péladan del de un Novalis. Para los
románticos alemanes, el andrógino era el tipo de hombre perfecto del
futuro. Ritter, médico ilustre y amigo de Novalis, había esbozado, en su
libro Fragmente aus dem Nachlass eines jungen Physikers, toda una
filosofía del andrógino. Para Ritter, lo mismo que Cristo, el hombre del
futuro será andrógino. «Eva –escribe– fue engendrada por el hombre sin la
ayuda de la mujer; Cristo fue engendrado por la mujer sin ayuda del
hombre; el andrógino nacerá de los dos. Pero el esposo y la esposa se
fusionarán unidos en un solo y mismo esplendor.» El cuerpo que entonces
nazca será inmortal. Describiendo a la nueva humanidad del futuro, Ritter
utiliza la terminología alquímica, lo cual indica que la alquimia era una de
las fuentes de los románticos alemanes en su reactualización del mito del
andrógino.
Wilhelm von Humboldt se ocupó del mismo tema en un escrito de juventud,
Über die männliche und weibliche Form, en el cual trató especialmente del
andrógino divino, tema arcaico y muy extendido del que nos ocuparemos
más tarde. Friedrich Schlegel trató también el ideal del andrógino en su
ensayo Über die Diotima, criticando la acentuación de los caracteres
exclusivamente masculinos o femeninos que llevaban a cabo la educación y
las costumbres de su tiempo. Porque, según decía, el fin hacia el cual debe
tender la especie humana es la reintegración progresiva de los sexos hasta la
obtención del andrógino.
Pero entre los autores románticos es Franz von Baader especialmente quien
concedió al problema del andrógino una importancia considerable. Para
Baader, el andrógino existió en el comienzo, y existirá de nuevo al fin de los
tiempos. La principal fuente de inspiración de Baader era Jacob Boehme.
De Boehme tomó la idea de una primera caída de Adán: el sueño de Adán
durante el cual su compañera celeste se separó de él. Pero gracias a Cristo,
el hombre volverá a ser andrógino, parecido a los ángeles. Baader decía que
«el fin del matrimonio como sacramento es la restauración de la imagen
celestial o angélica del hombre, tal como debería ser». El amor sexual no
debe confundirse con el instinto de reproducción: su verdadera función es la
de «ayudar al hombre y a la mujer a integrar interiormente la imagen
humana completa, es decir, la imagen divina original». Baader estimaba que
la teología que presentase el «pecado como una desintegración del hombre
y la redención y la resurrección como su reintegración» triunfaría sobre el
resto de las teologías»
Para buscar las fuentes de esta revalorización del andrógino en el
romanticismo alemán sería preciso examinar las opiniones de Jacob
Boehme y de otros teósofos del siglo XVII, especialmente J. G. Gichtel y
Gottfried Arnold. Gracias a la antología comentada del profesor E. Benz,
Adam. Der Mythus des Urmenschen (Munich, 1955), este trabajo podría ser
rápidamente trazado. Para Boehme, el sueño de
Adán representa la primera caída: Adán se separa del mundo divino y se
«imagina» sumergido en la Naturaleza, y por esto mismo se degrada
haciéndose terrestre. La aparición de los sexos es una consecuencia directa
de esta primera caída. Según ciertos continuadores de Boehme, Adán,
habiendo visto aparearse a los animales, se sintió turbado por el deseo, y
Dios le concedió el sexo a fin de evitar males mayores. Otra idea
fundamental de Boehme, de Gichtel y de otros teósofos era que Sofía, la
virgen divina, se encontraba originalmente en el hombre primordial. Éste
quiso dominarla, y entonces la virgen se separó de él. Para Gottfried Arnold
fue el deseo canal el que hizo perder al ser primordial esta «esposa culta».
Pero, incluso en su actual estado de caída, cuando un hombre ama a una
mujer, desea siempre secretamente a esta virgen celeste. Boehme
comparaba la separación de la naturaleza andrógina de Adán con la
crucifixión de Cristo.
Jacob Boehme tomó probablemente la idea del andrógino no de la cábala,
sino de la alquimia, cuya terminología utiliza por otra parte. En efecto, uno
de los nombres de la piedra filosofal era precisamente Rebis, el «ser noble»
(literalmente «dos cosas») o el andrógino hermético. Rebis nacía a
consecuencia de la unión del sol y de la luna o, en términos alquímicos, de
la unión entre el azufre y el mercurio. Sería inútil insistir sobre la
importancia del andrógino en el opus alchymicum después de los trabajos
fundamentales de C. G. Jung.

El mito del andrógino


Nuestro propósito no es resumir la historia de la doctrina del andrógino en
el Renacimiento, la Edad Media y la Antigüedad. Es suficiente recordar
que, en sus Dialoghi d'Amore, León Hebreo había intentado poner en
relación el mito del andrógino de Platón con la tradición bíblica de la caída,
interpretada como una dicotomía del hombre primordial. Una doctrina
diferente, pero semejantemente centrada sobre la unidad primitiva del ser
humano, había sido sostenida por Escoto Erígena, inspirado a su vez en
Máximo el Confesor. Para Escoto, la separación de los sexos formaba parte
de un proceso cósmico. La división de las sustancias había comenzado en
Dios y había continuado progresivamente hasta alcanzar la naturaleza del
hombre, que quedó de este modo separado en macho y hembra. Por esta
razón, la reunión de las sustancias deben comenzar por el hombre y
proseguir hasta llegar de nuevo a todos los planos del ser, incluido Dios. En
Dios no existe división, porque Dios es todo y uno. Para Escoto Erígena, la
división sexual fue una consecuencia del pecado, pero esta división llega a
su fin mediante la reunificación del hombre, que será seguida por la unión
escatológica del círculo terrestre con el paraíso. Cristo ha anticipado esta
reintegración final. Escoto Erígena cita a Máximo el Confesor, según el cual
Cristo había unificado los sexos en su propia naturaleza, pues, al resucitar,
no era «ni varón ni hembra, aunque nació y murió como varón».
Recordemos también que varios midrashim presentaban a Adán como
originalmente andrógino. Según el
Bereshit rabba, «Adán y Eva fueron hechos espalda contra espalda y unidos
por los hombros; después Dios los separó de un hachazo, dividiéndoles en
dos. Existen otras opiniones: el primer hombre (Adán) era hombre en su
mitad derecha y mujer en su mitad izquierda; pero Dios dividió las dos
mitades». Pero son, sobre todo, ciertas sectas gnósticas cristianas las que
han concedido a la idea del andrógino un puesto central en sus doctrinas.
Según las enseñanzas transmitidas por san Hipólito, Simón el Mago llamaba
al espíritu primordial arsénothély, «varón-hembra». Los naasenos
concebían igualmente al hombre celeste, Adamas, como un arsénothélys. El
Adán terrestre no era sino una imagen del arquetipo celeste. Por tanto, él
también era andrógino. Por el hecho de que los humanos descienden de
Adán el arsénothélys existe virtualmente en cada hombre, y la perfección
espiritual consiste justamente en encontrar en sí mismo esta androginia. El
espíritu supremo, el logos, era también andrógino. Y la reintegración final,
«tanto de las realidades espirituales como de las animales y materiales,
tendría lugar en un hombre, Jesús, hijo de María» (Refutatio, V, 6). Según
los naasenos, el drama cósmico comporta tres elementos: 1.°, el Logos
preexistente en tanto que totalidad divina y universal; 2.°, la caída, que tuvo
como resultado la fragmentación de la creación y el sufrimiento, y 3.°, la
venida del Salvador, que devolverá su unidad a los infinitos fragmentos que
constituyen actualmente el universo. Para los naasenos, el andrógino es uno
de los momentos en el grandioso proceso de totalización cósmica.
En la Epístola de Eugnostio el Bienaventurado, cuyos dos manuscritos han
sido recientemente descubiertos en Khénoboskion, el Padre engendra de sí
mismo un ser humano andrógino. Éste, uniéndose con Sofía, procrea un hijo
andrógino. «Este hijo es el Padre primer engendrador, el Hijo del Hombre,
que se llama también Adán de la luz. [...] Éste se une con su Sofía y
engendra una gran luz andrógina, que es, por su nombre masculino, el
Salvador, creador de todas las cosas, y por su nombre femenino, Sofía,
generadora de todo, que se llama también Pistis. Por estas dos últimas
entidades son engendradas otras seis parejas de andróginos espirituales, que
a su vez engendran setenta y dos, después trescientas setenta entidades...».
Como se ve, se trata de una progresión a partir de un Padre andrógino y que
se repite en forma de tramos decrecientes ( cada vez más alejados del
«centro» en que se encuentra el Padre autógeno ).
La androginia es también atestiguada en el Evangelio de Tomás, que, sin ser
una obra gnóstica propiamente dicha, testimonia la atmósfera mística del
cristianismo naciente. Revisada y reinterpretada, esta obra fue, por otra
parte, bastante popular entre los primeros gnósticos, y la traducción en
dialecto saídico figuraba en la biblioteca gnóstica de Khénoboskion. En el
Evangelio de Tomás, Jesús se dirige a sus discípulos diciéndoles: «¿Cuándo
convertiréis a los dos [seres] en uno, y cuándo haréis a lo de dentro igual a
lo de fuera y lo de fuera igual a lo de dentro, y lo alto igual a lo bajo?
Cuando consigáis que el varón y la hembra sean uno solo, a fin de que el
varón no sea ya varón y la hembra no sea hembra, entonces entraréis en el
Reino»." En otro logion (n. 106, ed. Puech; n. 103, Grant), Jesús dice:
«Cuando hagáis que los dos sean uno os convertiréis en hijos del hombre, y
si decís: "¡Montaña, desplázate!", ella se desplazará» (Doresse, II, p. 109, n.
110). La expresión «convertiréis en» se menciona todavía tres veces (log. 4
Puech; 3 Grant; 10 Grant, 11 Puech; 24 Grant, 23 Puech). Doresse remite a
algunas citas del Nuevo Testamento relacionadas también con este aspecto
(Juan, 17, 11; 20-23; Romanos, 12, 4-5; Primera a los Cotintios, 12, 27,
etc.). Pero es sobre todo Gálatas, 3, 28, la más importante: «Ya no hay ni
judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, ni varón ni hembra; porque
todos vosotros no sois más que en Cristo Jesús». Esta unidad es la de la
primera creación, antes de la creación de Eva, cuando el «hombre» no era ni
varón ni hembra (Grant, p. 144). Según el Evangelio de Filipo (códice X de
Khénoboshion), la separación de los sexos –la creación de Eva, separada del
cuerpo de Adán– fue el principio de la muerte. «Cristo ha venido para
restablecer lo que estuvo así [separado] al principio y para unir de nuevo a
los dos. ¡A los que están muertos por encontrarse separados les devolverá la
vida al reunirlos!» (Doresse, II, p. 157).
Otros escritos incluyen pasajes similares sobre la unión de los sexos como
condición del Reino. «Interrogado por alguien sobre la venida del Reino, el
Señor respondió: "Cuando los dos se hagan uno, lo de dentro igual a lo de
fuera y el varón con la hembra ni varón ni hembra"» (Segunda Epístola de
Clemente, citada por Doresse, II, 157). La cita que se encuentra en la
Epístola de Clemente deriva probablemente del Evangelio según los
egipcios, de donde Clemente de Alejandría ha conservado este pasaje:
«Habiendo preguntado Salomé cuándo se llegarían a conocer las cosas a las
que se refería, el Señor dijo: "Cuando tú pisotees las vestiduras de la
vergüenza y cuando los dos se conviertan en uno y el varón con la hembra
no sean ni varón ni hembra"» (Stromates, III, 13, 92; Doresse, II, 158).
No es éste el lugar de estudiar el origen de estas fórmulas gnósticas y
paragnósticas sobe la totalidad divina y la androginia del «hombre
perfecto». Se sabe que las fuentes del gnosticismo son extremadamente
dispares; al lado de la gnosis judía, de las especulaciones sobre el Adán
primordial y sobre la Sofía, se encuentra el aporte de las doctrinas
neoplatónicas y neopitagóricas, así como las influencias orientales, sobre
todo iranias. Pero, como acabamos de ver, san Pablo y el Evangelio de Juan
consideraban ya la androginia entre las características de la perfección
espiritual. En efecto, llegar a ser «varón y hembra» o no ser «ni varón ni
hembra» son expresiones plásticas mediante las cuales el lenguaje se
esfuerza por describir la metanoia, la «conversión», la subversión total de
los valores. Es tan paradójico ser «macho y hembra» como volver a ser
niño, nacer de nuevo, pasar a través de la «puerta estrecha».
Evidentemente, concepciones semejantes se encuentran también en Grecia.
En El banquete (189E-193D), Platón describe al hombre primitivo como un
ser bisexuado, de forma esférica. Lo que interesa a nuestro tema es el hecho
de que en la especulación metafísica de Platón, así como en la teología de
un Filón de Alejandría, en los teósofos neoplatónicos y neopitagóricos, en
los hermetistas que recurren a Hermes Trismegisto o a Poimandres, o en
numerosos gnósticos cristianos, la perfección humana se imaginaba como
una unidad sin fisuras. Por otra parte, ésta no era más que un reflejo de la
perfección divina, del Todo-Uno. En el Discurso perfecto, Hermes
Trismegisto revela a Asclepio que «Dios no tiene nombre, o mejor dicho,
que los tiene todos, puesto que es conjuntamente uno y todo. Infinitamente
lleno de la fecundidad de los dos sexos, alumbra todo lo que se propone
procrear.
- ¿Qué? ¿Pretendes decir, ¡oh, Trismegisto!, que Dios posee los dos sexos?
-Sí, Asclepio. Y no sólo Dios, sino todos los seres animados y vegetales...»."
La androginia divina
Es esta idea de la bisexualidad universal, consecuencia necesaria de la idea
de la bisexualidad divina en tanto que modelo y principio de toda
existencia, la que puede aclarar nuestro tema. Porque, en el fondo, lo que
está implicado en una concepción semejante es la idea de que la perfección
y, por consiguiente, el ser consiste, en suma, en una unidad-totalidad. Todo
lo que es por excelencia debe ser total, comportando la coincidentia
oppositorum en todos los niveles y en todos los contextos. Esto se verifica
tanto en la androginia de los dioses como en los ritos de androginización
simbólica, e igualmente en las cosmogonías que explican el mundo a partir
de un huevo cosmogónico o de una totalidad primordial en forma de esfera.
Ideas, símbolos y ritos semejantes se encuentran no sólo en el mundo
mediterráneo y el Próximo Oriente antiguo, sino en otras numerosas
culturas exóticas y arcaicas. Una difusión parecida no puede explicarse sino
porque estos mitos presentan una imagen satisfactoria de la divinidad,
incluso de la realidad última en tanto que totalidad indivisa, e incitan al
mismo tiempo al hombre a aproximarse a esta plenitud mediante ritos o
técnicas místicas de reintegración.
Algunos ejemplos nos ayudarán a la mejor comprensión de este fenómeno
religioso. En las más antiguas teogonías griegas, los seres divinos neutros o
femeninos engendraban por sí solos. Esta partenogénesis implica la
androginia. Según la tradición transmitida por Hesíodo (Teogonía, 124 y
ss.), del caos (neutro) nacieron el Erebo (neutro) y la noche (femenina). La
tierra dio a luz por sí sola al cielo estrellado. Se trata de fórmulas míticas de
la totalidad primordial, que encierran todas las potencias y, por tanto, todas
las parejas de opuestos: caos y formas, tinieblas y luces, virtual y
manifestado, macho y hembra, etc. En tanto que expresión ejemplar de la
potencia creadora, la bisexualidad se coloca entre los atributos de la
divinidad. Hera engendra por sí sola a Hefaistos y a Tifeo, y esta «diosa
nupcial posee, en principio, figura andrógina». En Labranda, Caria, se
adoraba un Zes barbudo con «seis tetillas dispuestas en triángulo sobre el
pecho»." Heracles, el héroe viril por excelencia, cambió sus vestidos con
Omfalia. En los misterios de Hércules Víctor italiota, el dios, así como los
iniciados, se vestían de mujer; como ha demostrado Marie Delcourt, este
rito era considerado como «promotor de la salud, la juventud, el vigor, la
duración del ser humano e incluso como si confiriese una especie de
perennidad».
En Chipre se veneraba una Afrodita barbuda, llamada Afroditos, y en Italia
una Venus calva. En cuanto a Dionisos, era el dios bisexuado por
excelencia. En un fragmento de Esquilo (fragmento 61), alguien exclamó a
su vista: «¿De dónde vienes tú, hombre-mujer, y cuál es tu patria? ¿Qué
clase de vestido es el tuyo?». Al principio se imaginaba a Dionisos como a
un ser robusto y barbudo, doblemente potente a causa de su doble
naturaleza. Solamente más tarde, en la época helenística, el arte le convirtió
en un afeminado. Por no hablar de otras divinidades andróginas del
sincretismo, la Gran Madre frigia, por ejemplo, y los seres bisexuados que
ésta alumbra, Agditis y Misé. En cuanto a la figura divina que los antiguos
designaban con el nombre de Hermafrodita, tomó consistencia bastante
tarde, hacia los siglos IV o III. Su historia, bastante compleja, es menos
importante para nuestro estudio.
No voy a ocuparme aquí de las divinidades andróginas atestiguadas en otras
religiones. Su número es considerable. Se las encuentra también en las
religiones complejas y evolucionadas; por ejemplo, entre los antiguos
germanos, en el Próximo Oriente antiguo, en el Irán, en la India, en China,
en Indonesia, etc., así como en los pueblos de cultura arcaica, en África, en
América, en Melanesia, en Australia y en Polinesia. La mayor parte de las
divinidades de la vegetación y de la fertilidad son bisexuadas o comportan
rasgos de androginia. «Sive deus sis, sive dea», decían los antiguos romanos
de las divinidades agrícolas; y la fórmula ritual sive mas sive femina era
frecuente en las invocaciones. En ciertos casos (por ejemplo, entre los
estonios), las divinidades agrícolas son consideradas un año como varones,
y como hembras el año siguiente. Pero he aquí lo más curioso: son
andróginas las divinidades masculinas o femeninas por excelencia, lo cual
se explica si tenemos en cuenta que existe una concepción tradicional según
la cual uno no puede ser algo en grado excelente si no es simultáneamente
la cosa opuesta o, más exactamente, si no se es otras cosas más al mismo
tiempo.
Zerván, el dios iranio del tiempo infinito, era andrógino, como lo era la
divinidad suprema china de las tinieblas y de la luz. Estos dos ejemplos nos
muestran claramente que la androginia era la fórmula por excelencia de la
totalidad, pues, como hemos visto, Zerván era el padre de los gemelos
Ormuz y Arihmán, dioses del bien y del mal; y las tinieblas y la luz, en
China como en la India, simbolizan las modalidades no manifestadas y
manifestadas de la realidad última.
Numerosas divinidades eran llamadas «padre y madre». Esto suponía a la
vez una alusión a su plenitud, o a su eventual autogénesis, y una indicación
de sus potencias creadoras. Es igualmente probable que un cierto número de
«parejas divinas» sean elaboraciones tardías a partir de una divinidad
primordial andrógina o la personificación de sus atributos. Puesto que la
androginia es un signo distintivo de una totalidad originaria en la cual todas
las posibilidades se encuentran reunidas, el hombre primordial, el
antepasado mítico de la humanidad, es concebido en numerosas tradiciones
como andrógino. Ya hemos citado a Adán como el ejemplo más importante.
Tuisto, el primer hombre de la mitología germánica, era también bisexuado;
su nombre está relacionado etimológicamente con el término noruego
antiguo tvist (bipartito), del védico dvis, del latín bis, etc. En ciertas
tradiciones, el antepasado mítico andrógino ha sido reemplazado por una
pareja de gemelos, como Yama y su hermana Yami en la India y Yima y
Yimagh en el Irán.

La androginización ritual
Todos estos mitos de la androginia divina y del hombre primordial
bisexuado representan modelos ejemplares para el comportamiento humano.
Por consiguiente, la androginia es simbólicamente reactualizada mediante
los ritos. Los fines de esta androginización ritual son múltiples, y su
morfología es extremadamente compleja. No es cuestión de emprender aquí
su estudio. Es suficiente recordar que, en numerosas poblaciones primitivas,
la iniciación de la pubertad implica la androginización previa del neófito. El
ejemplo más conocido, si bien insuficientemente explicado, es el
proporcionado por la subincisión iniciática utilizada en ciertas tribus
australianas, y que presta simbólicamente al neófito un órgano sexual
femenino. Si tenemos en cuenta que para los australianos, como por otra
parte para muchos otros pueblos primitivos, los no iniciados son
considerados como asexuados, y que el acceso a la sexualidad es una de las
consecuencias de la iniciación, la significación profunda de este rito parece
ser la siguiente: no se puede llegar a ser un varón sexualmente adulto sin
antes haber conocido la coexistencia de los sexos, la androginia; dicho de
otro modo: no se puede acceder a un modo de ser particular y bien
determinado sin antes haber conocido un modo de ser total.
La androginia iniciática no está siempre simbolizada por una operación
como entre los australianos. En muchos casos está sugerida por el acto de
disfrazar a los muchachos de muchachas, y viceversa. Esta costumbre ha
sido atestiguada en ciertas tribus africanas y también en la Polinesia.
Podríamos preguntarnos si la desnudez ritual, frecuente en muchas
iniciaciones de pubertad, no significa igualmente una androginización
simbólica. Del mismo modo, las practicas homosexuales, comprobadas en
diversas iniciaciones, se explican probablemente por una creencia similar, a
saber: que los neófitos, durante su instrucción iniciática, desarrollan los dos
sexos.
El intercambio intersexual de vestimenta era frecuente también en la Grecia
antigua. Plutarco recuerda algunos usos que le parecen singulares: «En
Esparta –escribe–, la que tiene a su cargo arreglar a la joven esposa le afeita
la cabeza, le pone calzado y vestidos masculinos y después la tiende sobre
el lecho sola y a oscuras. El marido viene a reunirse con ella a escondidas»
(Plutarco, Licurgo, 15). «En Argos, la casada se pone una falsa barba para
la noche de bodas» (Plutarco, Virtud de las mujeres, p. 245). «En Cos, es el
marido el que se viste con ropa femenina para recibir a su mujer» (Plutarco,
58, Cuestión griega). En todos estos ejemplos, la inversión del vestido era
una costumbre nupcial. Ahora bien: sabemos que en una época arcaica los
matrimonios se llevaban a efecto en Grecia después de las iniciaciones de la
pubertad. El intercambio de vestidos tenía lugar igualmente con ocasión de
las oscoforias* atenienses, ceremonia en la cual se puede distinguir «un
resto de iniciaciones masculinas, una fiesta de la vendimia y una
conmemoración del retorno de Teseo. Si bien estos aspectos se han
mezclado, se debe, como ha demostrado H. Jeanmaire, a que la leyenda de
Teseo hunde sus raíces en el antiguo rito social de las poblaciones, de las
cuales es, al menos parcialmente, una interpretación narrativa.
Pero aparte estos restos de disfraz iniciático, los intercambios de vestimenta
intersexuales se practican en Grecia en ciertas ceremonias dionisíacas, en
las fiestas de Hera en Samos y aun en otras ocasiones. Si tenemos en cuenta
que los disfraces se encontraban muy extendidos durante el carnaval o en
las fiestas de primavera en Europa, e igualmente en diversas ceremonias
agrícolas en la India, en Persia y en otras comarcas de Asia, se comprende
la principal función de este rito: se trata, en suma, de salir de sí mismo, de
trascender una situación particular, fuertemente historizada, y de recobrar
una situación original transhumana y transhistórica, puesto que precede a la
constitución de la sociedad humana; una situación paradójica, imposible de
mantener en la duración profana, en el tiempo histórico, pero que interesa
reintegrar periódicamente a fin de restaurar, aunque sólo sea por un instante,
la plenitud inicial, la fuente intacta de la sacralidad y de la potencia.
El cambio ritual de los vestidos implica una subversión simbólica de los
comportamientos, pretexto para bufonerías carnavalescas, pero también
para el libertinaje de las saturnales. En suma, se trata de una supresión de
las leyes y de las costumbres, ya que la conducta de los sexos se transforma
en lo opuesto de lo que normalmente debe ser. La inversión de los
comportamientos implica la confusión total de los valores y constituye la
nota específica de todo ritual orgiástico. Morfológicamente, los disfraces
intersexuales y la androginia simbólica son equiparables a las orgías
ceremoniales. En cada uno de estos casos se constata una «totalización»
ritual, una reintegración de los contrarios, una regresión a lo distinto
primordial. En suma, se trata de la restauración simbólica del «caos», de la
unidad no diferenciada que precedía a la creación y este retorno a lo
indistinto se traduce por una suprema regeneración, por un acrecentamiento
prodigioso de la potencia. Ésta es la razón, entre otras, de la orgía ritual
realizada en beneficio de las cosechas o con ocasión del nuevo año: en el
primer caso, la orgía asegura la fertilidad agrícola; en el segundo, la orgía
simboliza el retorno al caos precosmogónico, con la inmersión en el
reservorio ilimitado de potencia que existía antes de la creación del mundo
y que hizo posible la cosmogonía. El año en trance de nacer corresponde al
mundo en trance de ser creado.

La totalidad primordial
Podemos apreciar que estos ritos de totalización por androginia simbólica o
mediante la orgía pueden ser valorados de diferentes formas. Pero todos
ellos se llevan a cabo cuando se trata de asegurar el éxito de un comienzo:
ya sea el comienzo de la vida sexual y cutural significada por la iniciación,
ya sea el nuevo año, o la primavera, o el «comienzo» representado por toda
nueva cosecha. Si se tiene en cuenta que, para el hombre de las sociedades
tradicionales, la cosmogonía representa el «comienzo» por excelencia, se
comprende la presencia de los símbolos cosmogónicos en los rituales
iniciáticos, agrícolas u orgiásticos. «Comenzar» una cosa quiere decir, en
suma, que se está creando dicha cosa, y, por tanto, que se manipula una
enorme reserva de fuerzas sagradas. Esto explica la semejanza estructural
entre el mito del andrógino primordial, el antepasado de la humanidad y los
mitos cosmogónicos. Tanto en un caso como en otro, los mitos revelan que
en el comienzo, in illo tempore, existía una totalidad compacta, y que esta
totalidad fue seccionada o fracturada para que el mundo y la humanidad
pudiesen nacer. Al andrógino primordial, especialmente el andrógino
esférico descrito por Platón, corresponden, en el plano cósmico, el huevo
cosmogónico o el gigante antropocósmico primordial.
En efecto, un gran número de mitos cosmogónicos presentan el estado
original –el «caos»– como una masa compacta y homogénea, en la que
ninguna forma era discernible, o también como una esfera parecida a un
huevo, en la cual el cielo y la tierra se encontraban unidos, o como un
macrántropo gigante, etc. En todos estos mitos, la creación se lleva a cabo
mediante el seccionamiento del huevo en dos mitades –que representan el
cielo y la tierra–, o por la división del gigante, o por la fragmentación de la
masa unitaria.
En el comienzo existía, pues –tanto en el plano cósmico como en el plano
antropológico–, la plenitud, que contenía todas las virtualidades. Pero esta
obsesión por el comienzo, resaltada por tantos mitos y ritos diferentes, debe

* Ofrendas de uvas a Dionisos. (N. del T).


ser interpretada igualmente en otra perspectiva. Porque se comprueba que la
tendencia a la unificación, a la totalización, aunque esta totalización se
verifique a niveles múltiples, se expresa por medios variados y persigue
fines diferentes. La integración de los contrarios y la abolición de los
opuestos tienen lugar tanto en una orgía ritual como en una androginización
iniciática, pero los planos de realización no son los mismos. Una
reintegración de los principios polares se efectúa igualmente mediante las
técnicas yóguicas, sobre todo las del yoga tántrico. En este caso también se
persigue la obtención de una «unidad-totalidad», pero la experiencia se
desarrolla sobre varios niveles a la vez, y la unificación final no se deja
describir más que en términos trascendentales. Dicho de otro modo: en los
planos de la experiencia oscura de la orgía ritual, de la androginización
ritual o de la regresión del caos precosmogónico, nos encontramos con
tendencias de reintegración y de unificación que son comparables, por su
estructura, a la tendencia del espíritu a regresar al uno-todo. No es ocasión
de insistir ahora sobre esta tendencia paradójica de la vida a alcanzar el
comportamiento del espíritu. Importa, sin embargo, precisar que si todos
estos mitos, ritos y técnicas místicas implican la coincidentia oppositorum
absoluta, si, desde el punto de vista de la estructura, el huevo cosmogónico
es equiparable a la orgía ritual, a la androginización o a la situación de un
jivan mukta, sin embargo, la unidad-totalidad no es la misma en el caso del
que participa de un ritual orgiástico que en el caso del que llega a superar
los contrarios mediante el yoga.
Algunos ejemplos nos permitirán la mejor comprensión de esta variedad de
perspectivas y esta diferencia de planos. Ya dije que el andrógino no estaba
admitido en Grecia sino en tanto que realidad ritual y que los niños nacidos
son signos de hermafroditismo eran eliminados de inmediato por sus
propios padres. En este caso, pues, no existe ninguna confusión posible
entre la realidad anatómico-fisiológica y la realidad ritual. En el
chamanismo siberiano, el chamán llega a poseer simbólicamente los dos
sexos: su vestido se adorna con símbolos femeninos y, en ciertos casos, el
chamán se esfuerza por imitar el comportamiento de las mujeres. Pero se
conocen ejemplos de chamanismo donde la bisexualidad se lleva a cabo
ritualmente, siendo concretamente atestiguada: el chamán se conduce como
una mujer, se viste con vestidos femeninos y, a veces, toma un marido. Esta
bisexualidad –o asexualidad– ritual está considerada a la vez como un signo
de espiritualidad, de comercio con los dioses y los espíritus y como una
fuente de potencia sagrada. Puesto que el chamán reúne en sí los dos
principios polares, y puesto que su propia persona constituye una
hierogamia, restaura simbólicamente la unidad del cielo y de la tierra,
asegurando, en consecuencia, la comunicación entre los dioses y los
hombres. Esta bisexualidad es vivida ritual y extáticamente, siendo asumida
en tanto que condición indispensable para la superación del hombre
profano.
El aspecto aberrante de algunas de estas prácticas chamánicas no debe
hacernos perder de vista el que el fin último y la justificación teológica de la
sexualidad o la bisexualidad rituales eran la transformación del hombre.
Que a veces se haya intentado efectuar esta transformación por medios que
implican una modificación fisiológica del chamán no cambia en nada
nuestra tesis. La historia de las religiones conoce otros casos de confusión
de planos; casos en donde se da un esfuerzo por obtener, al nivel de la
experiencia fisiológica, un modo de ser espiritual accesible únicamente por
vía ritual o por vía mística. La misma confusión de planos tiene lugar entre
los chamanes siberianos e indonesios, que invierten su comportamiento
sexual a fin de vivir, in concreto, la androginia ritual. Importa poco que en
estos últimos ejemplos se trate de una aberración espontánea o de la
degradación de una técnica mística india, técnica que los chamanes no
supieron aplicar o bien olvidaron su sentido espiritual. Lo importante es que
la androginización ritual de tipo chamánico, sobre todo cuando se presenta
bajo formas aberrantes, revela un esfuerzo desesperado por llegar, mediante
procedimientos concretos, fisiológicos, a una totalidad paradójica del ser
humano. En este caso también es preciso hacer una distinción entre el fin
perseguido y los medios utilizados para alcanzarlo. Los medios pueden ser
simplistas y a veces pueriles y extravagantes; se llega entonces a totalizar a
los contrarios en el sentido concreto e inmediato del término y se obtiene un
modo de ser que ya no es humano, pero que tampoco es transhumano. Mas
el fin perseguido conserva su valor a pesar de los medios inadecuados con
que se pretende alcanzarlo. La mejor prueba es que un fin análogo se deja
descifrar en ciertas técnicas yóguico-tántricas. Pero es suficiente recordar la
metafísica implícita en estas técnicas para darse cuenta de que tienden hacia
un plano de experiencia totalmente distinto.

Doctrinas y técnicas tántricas


Como se sabe, para la metafísica tántrica, la realidad absoluta, el Urgrund,
encierra en sí misma todas las dualidades y todas las polaridades
reintegradas en un estado de absoluta unidad (advaja). La creación
representa la ruptura de la unidad primordial y la separación de los dos
principios polares, encarnados en Siva y Sakti. Toda existencia
condicionada implica un estado de dualidad y, en consecuencia, el
sufrimiento, la ilusión, la «esclavitud». El fin último del tántrico es reunir
los dos principios polares – Siva y Sakti– en su propio cuerpo. Cuando la
Sakti, que duerme bajo la forma de una serpiente (kundalini) en la base del
tronco, es despertada por ciertas técnicas yóguicas, se sitúa en el interior del
canal medio (susumná), atraviesa las cakras y se remonta hasta la parte
superior del cráneo (sahasrára), en donde habita Siva, uniéndose con él. La
unión de la pareja divina en el interior de su propio cuerpo transforma al
yogui en una especie de «andrógino». Pero es preciso aclarar que la
«androginización» es sólo uno de los aspectos dentro del proceso general de
la unión de los opuestos. Efectivamente, los textos tántricos hablan de un
gran número de «parejas de contrarios» que es preciso unir. Es preciso
unificar el sol y la luna, las dos venas místicas, ida y pingalâ (que, por otra
parte simbolizan a los dos astros), y los dos hálitos vitales, pranâ y apâna; y
sobre todo es preciso unificar a prajnâ, la sabiduría, y upâya, el medio de
alcanzarla, a shûnya, el vacío, y karunâ, la compasión. El Hevarja Tantra
habla también del estado de
«dos en uno», cuando el elemento femenino se transforma en principio
masculino (II, IV, 40-47; ed. Snellgrove, pp. 24 y siguientes). Esta unión de
los contrarios corresponde, por otra parte, a una coexistencia paradójica del
samsâra y del nirvâna. «No hay nirvana fuera del samsâra», ha dicho Buda
(Hevajra Tantra, II, IV, 32).
Todo esto viene a decir que se trata de una coincidentia oppositorum
llevada a cabo en todos los niveles de la vida y de la conciencia. Gracias a
esta conjunción de los opuestos, la experiencia de la dualidad es superada, y
el mundo fenoménico, trascendido. El yogui accede a un estado no
condicionado de libertad y trascendencia, designado por el término
samarasa (identificación con la felicidad), experiencia paradójica de la
perfecta unidad. Ciertas escuelas tántricas enseñan que el samarasa es
accesible especialmente mediante el maithuna (unión sexual de tipo ritual) y
se caracteriza por la «detención» o «inmovilización» de las tres principales
funciones del ser humano: la respiración, la emisión seminal y el
pensamiento. La unificación de los contrarios se traduce aquí en la
detención de los procesos biosomáticos y del flujo psicomental. La
detención de las funciones fluidas por excelencia es un signo que indica la
superación de la condición humana y que desemboca en el plano de la
trascendencia.
Hay que subrayar el simbolismo hierocósmico utilizado para expresar la
unión de los contrarios. El yogui es equiparado a la vez a un cosmos y a un
panteón; encarna en su propio cuerpo tanto a Siva y a Sakti como a otras
múltiples divinidades, reducibles, por lo demás, a la pareja arquetípica. Las
dos principales fases del sâdhana yóguico-tántrico son: 1.°, la «cosmización
de la experiencia psicosomática; 2.°, la abolición de ese cosmos, el retorno
simbólico a la situación inicial, cuando la unidad inicial no había sido rota
por el acto de la creación. En otras palabras: la liberación y la felicidad de la
libertad absoluta son comparables a la plenitud existente antes de la
creación del mundo. Desde cierto punto de vista, el estado paradójico
realizado por el tántrico durante el samarasa es comparable con la «orgía»
ritual y con las tinieblas precósmicas, pues en cada uno de estos estados las
formas son integradas, las tensiones y los contrarios son abolidos. Pero es
necesario precisar que estas semejanzas son puramente formales; que el
yogui, al trascender el mundo, no encuentra la felicidad de una existencia
fetal. Todos estos simbolismos de unificación y de totalización indican que
el yogui no está ya condicionado por los ritmos y las leyes cósmicas; que,
para él, el universo ha dejado de existir; que ha logrado situarse en el
momento extratemporal, cuando este universo todavía no había sido creado.
Abolir el cosmos es una manera de decir que se ha trascendido toda
situación condicionada, que se ha accedido a la no-dualidad y a la libertad.
En el yoga clásico, la «recuperación» de la no dualidad inicial mediante el
samâdhi aporta este elemento nuevo en relación con la situación primordial
(la que existía antes de la biparticipación de lo real en sujeto y objeto): el
conocimiento de la unidad y de la beatitud. Hay «retorno al origen», pero
con la diferencia de que el «liberado en vida recobra la situación originaria
enriquecida por las dimensiones de la libertad y la tras-consciencia. Dicho
de otro modo: el yogui no recupera automáticamente una situación «dada»,
sino que integra la plenitud original después de haber instaurado este modo
de ser inédito y paradójico: el conocimiento de la libertad, no existente en
ninguna parte del cosmos, ni en los niveles de la vida, ni en los niveles de la
«divinidad mitológica» (los devas), y sólo existente en el Ser supremo,
Ishvara».
No carece de interés constatar que el estado paradójico de un jivan mukta, el
que ha realizado lo incondicionado –cualquiera que sea el término mediante
el cual se exprese este estado: samâdhi, mukti, nirvâna, samarasa, etc.–, es
imposible de imaginar, siendo sugerido por imágenes y símbolos
contradictorios. Por una parte, mediante imágenes de la espontaneidad pura
y de la libertad (el jivan mukta es un kamacarin, «aquél que se mueve a
voluntad»; por esta razón se dice de él que puede «volar por los aires»; por
otra, mediante imágenes de la inmovilidad absoluta, la detención definitiva
de todo movimiento, la solidificación de toda movilidad. La coexistencia de
estas imágenes contradictorias se explica por la situación paradójica del
«liberado en vida», pues éste continúa existiendo en el cosmos, si bien no
está ya condicionado por las leyes cósmicas; en suma: ya no pertenece al
cosmos. Las imágenes de inmovilidad y de totalización expresan el haber
trascendido toda situación condicionada, ya que un sistema de
condicionamientos, un cosmos, se define justamente por el devenir, por el
movimiento continuo y por la tensión de los contrarios. El no estar ya
movido ni desgarrado por la tensión de los contrarios equivale a no existir
en un cosmos. El no estar ya condicionado por parejas de opuestos equivale,
por otra parte, a la libertad absoluta, a la perfecta espontaneidad. Y no
podría expresarse mejor esta libertad sino por imágenes de movimiento, de
juego, de bilocación y de vuelo.
En suma: siempre llegamos a una situación trascendental, que, al resultar
inconcebible, es expresada por imágenes contradictorias o paradójicas. Ésta
es la razón por la cual la fórmula de la coincidentia oppositorum resulta
siempre aplicable cuando se trata de expresar una situación inimaginable en
nuestro cosmos y en nuestra historia. El síndrome escatológico por
excelencia: el signo de que el tiempo y la historia han tocado a su fin, está
representado por el cordero cerca del león y el niño jugando con la víbora.
Los conflictos, los contrarios, son abolidos; el paraíso es recuperado. Esta
imagen escatológica pone perfectamente en evidencia el hecho de que la
coincidentia oppositorum no implica siempre la «totalización» en el sentido
concreto del término, sino que puede significar igualmente el retorno
paradójico del mundo al estado paradisíaco. El hecho de que el cordero, el
león, el niño y la víbora existan quiere decir que allí hay un mundo, que
estamos en presencia de un cosmos y no de un caos. Pero el hecho de que el
cordero permanezca junto al león y el niño se duerma junto a la víbora
implica igualmente que no se trata ya de nuestro mundo, sino de un paraíso.
En una palabra: se trata de un mundo paradójico, puesto que se encuentra
exento de las tensiones y conflictos que definen todo universo. Del mismo
modo, algunos textos apócrifos (las Actas de Pedro, las Actas de Felipe, el
Evangelio de Tomás, etcétera) utilizan imágenes paradójicas para describir
el reino o la subversión cósmica originada por la venida del Salvador.
«Haciendo lo de fuera igual a lo de dentro», «haciendo lo alto igual a lo
bajo», «haciendo los primeros iguales a los últimos», «haciendo la izquierda
igual a la derecha», etc. (cf. Doresse, op. cit., vol. II, 158 ss., 207 ss.), son
otras tantas fórmulas paradójicas para dar a entender la inversión total de los
valores y de las orientaciones operados por Cristo. Es interesante destacar el
que estas imágenes sean utilizadas paralelamente con las de la androginia
del hombre y el retorno al estado de la infancia. Cada una de estas imágenes
subraya que el universo «profano» ha sido misteriosamente reemplazado
por otro mundo, liberado de las leyes y de los condicionamientos, por un
mundo de naturaleza puramente espiritual.

Significación de la «coincidentia oppositorum»


¿Qué es lo que nos revelan todos estos mitos y todos estos símbolos, todos
estos ritos y todas estas técnicas místicas, cuyas leyendas y creencias
implican más o menos claramente la coincidentia oppositorum, la unión de
los contrarios, la totalización de los fragmentos? Ante todo manifiestan una
profunda insatisfacción del hombre por su situación actual, por lo que se
llama la condición humana. El hombre se siente desgarrado y separado. No
siempre puede darse perfecta cuenta de la naturaleza de esta separación,
pues unas veces se siente separado de «algo» poderoso, de lo
completamente diferente a sí mismo, y otras veces se siente separado de un
«estado» indefinible, atemporal, del cual no tiene ningún recuerdo preciso,
pero que, sin embargo, recuerda en lo más profundo de su ser: un estado
primordial del que gozaba antes del tiempo, antes de la historia. Esta
separación constituye como una ruptura, a la vez en sí mismo y en el
mundo. Se trata de una «caída», no necesariamente en el sentido
judeocristiano del término, pero, sin embargo, una caída, porque se traduce
por una catástrofe fatal para el género humano al mismo tiempo que por un
cambio ontológico en la estructura del mundo. Desde cierto punto de vista
puede decirse que numerosas creencias que implican la coincidentia
oppositorum revelan la nostalgia de un paraíso perdido, la nostalgia de un
estado paradójico en el cual los contrarios coexisten y donde la
multiplicidad compone los aspectos de una misteriosa unidad.
A fin de cuentas, es el deseo de recobrar esta unidad perdida el que empuja
al hombre a concebir los opuestos como los aspectos complementarios de
una realidad única. Precisamente a partir de tales experiencias existenciales,
provocadas por la necesidad de trascender los contrarios, es cuando
comienzan a articularse las primeras especulaciones teológicas y filosóficas.
Antes de convertirse en conceptos filosóficos por excelencia, el uno, la
unidad, la totalidad, constituían nostalgias que se revelaban en los mitos y
en las creencias, y eran realzados en los ritos y en las técnicas místicas. A
nivel del pensamiento presistemático, el misterio de la totalidad traduce el
esfuerzo del hombre por acceder a una perspectiva desde la cual se anulen
los contrarios. El espíritu del mal se revela incitador del bien, los demonios
aparecen como el aspecto nocturno de los dioses. El hecho de que estos
temas y motivos arcaicos sobrevivan todavía en el folklore y surjan
continuamente en los mundos onírico e imaginario prueba que el misterio
de la totalidad forma parte integrante del drama humano. Aparece bajo
múltiples aspectos y en todos los niveles de la vida cultural: tanto en la
teología mística y en la filosofía como en la mitología y en el folklore
universal; tanto en los sueños y en las fantasías de los modernos como en
las creaciones artísticas.
No constituye un azar el que Goethe haya buscado durante toda su vida el
verdadero puesto de Mefistófeles, la perspectiva desde la cual el demonio,
negador de la vida, podría mostrarse, paradójicamente, como su más
preciado e infatigable colaborador. No es ya un azar el que Balzac, el
creador de la moderna novela realista, para su novela fantástica de mayor
altura haya elegido el mito que ha obsesionado a la humanidad desde hace
innumerables milenios. Tanto Goethe como Balzac creían en la unidad de la
literatura europea y consideraban sus propias obras como pertenecientes a
esta literatura. Sin embargo, todavía se habrían sentido más orgullosos si
hubieran presentido que esta literatura europea se remonta más allá de
Grecia y del Mediterráneo, más allá del Próximo Oriente antiguo y de Asia;
que los mitos reactualizados en el Fausto y Serafita nos llevan muy lejos en
el espacio y en el tiempo, puesto que nos llevan a la prehistoria.
1958
3. RENOVACIÓN CÓSMICA Y ESCATOLÓGICA

El nudismo escatológico
En los años 1944-45, un extraño culto hizo su aparición en la isla del
Espíritu Santo, perteneciente a las Nuevas Hébridas. Un cierto Tsek,
fundador del culto, envió a las ciudades el mensaje siguiente: los hombres y
las mujeres deben despojarse y abandonar su taparrabos, desprenderse de
sus collares de perlas y otros ornamentos. Añadiendo: «Destruiréis todos los
objetos pertenecientes a los blancos, así como los útiles que sirvan para la
fabricación de esteras y cestas. Quemad vuestras casas y construid en cada
ciudad dos grandes dormitorios: uno para los hombres y otro para las
mujeres. Las parejas no deberán ya cohabitar por la noche. Construid
también una gran cocina, donde prepararéis la comida mientras sea de día:
queda estrictamente prohibido utilizar la cocina durante la noche. No
trabajéis más para los blancos. Matad a todos los animales domésticos: los
puercos, los perros, los gatos, etc.» Tsek ordenaba, además, la supresión de
numerosos tabúes tradicionales; por ejemplo, la prohibición de casarse
dentro del grupo totémico, la obligación de comprar la esposa, la
segregación de la madre joven después del parto. Las costumbres funerarias
debían igualmente cambiarse: no se debía enterrar al muerto en su cabaña,
sino exponerlo sobre una plataforma de madera en la selva. Pero el
elemento más sensacional del mensaje de Tsek era la próxima llegada de la
«América» a la isla. Todos los adeptos al culto recibirían enorme cantidad
de mercancías. Y más aún: no morirían jamás, vivirían eternamente.
Se habrá reconocido en este último rasgo el carácter específico de los
movimientos milenaristas escatológicos oceánicos denominados cultos del
cargo (cargo-cults), sobre los cuales insistiré más adelante.
Subrayaré de inmediato que el culto nudista de la isla del Espíritu Santo
continuó expandiéndose durante varios años. En 1948, Graham Miller
comprobó que cuanto más se avanzaba hacia el interior de la isla más
pujante era el culto. Un tercio de la población se había adherido a él. Sus
miembros habían adoptado un lenguaje común, denominado maman,
aunque las diversas agrupaciones locales estaban separadas en grupos
lingüísticos diferentes. Una nueva unidad –de orden religioso– se forjó a
espaldas de las estructuras tribales tradicionales. Los miembros de la secta
están persuadidos de la excelencia del nuevo orden y de la maldad del
antiguo. Se repudia abiertamente el cristianismo propagado por los
misioneros. Los centros del nuevo culto se encuentran en poblados situados
en las profundidades de la isla, donde no ha penetrado jamás un solo blanco.
Como los restantes movimientos milenaristas oceánicos, este culto
comporta también una actitud antiblanca.
A pesar de lo dicho, su éxito no está asegurado. Transcurrido el entusiasmo
de los primeros días, se abre camino una cierta resistencia. La utopía
prometida no se cumple; por el contrario, la destrucción masiva de los
bienes ha empobrecido regiones enteras. Y lo que es más, los indígenas
deploran el nudismo y la promiscuidad orgiástica. Porque, según un
informador de Graham Miller, la verdadera razón de ser del nudismo era el
triunfo de la orgía. El mismo fundador del culto había dicho que el acto
sexual, al ser una función natural, debía realizarse públicamente y a pleno
día, siguiendo él ejemplo de los perros y de las aves de corral. Todas las
mujeres y todas las muchachas pertenecían sin distinción a todos los
hombres. Con razón los indígenas, incluso algunos de los adeptos al culto,
se habían sentido afectados por el holocausto de sus posesiones y la
promiscuidad sexual. Porque este nudismo escatológico, al igual que la
destrucción de las herramientas y los bienes, no tenía sentido más que como
comportamiento ritual, que anuncia y prepara una nueva era de prosperidad,
libertad, felicidad y vida eterna. Como este reino tardaba en realizarse, llegó
lo que llega siempre en la historia de los movimientos milenaristas: el
desaliento y el cansancio sucedieron al entusiasmo inicial.
En el cuadro de nuestra investigación, el interés de este culto nudista
escatológico reside sobre todo en sus elementos paradisíacos. Lo que Tsek
anuncia en su mensaje es, en efecto, la inminente restauración del paraíso
sobre la tierra. Los hombres ya no tendrán que trabajar más; por tanto, ya no
necesitarán útiles, animales domésticos ni posesiones. Abolido el antiguo
orden, las leyes, las reglas y las prohibiciones perderán su razón de ser. Los
tabúes y las costumbres sancionadas por la tradición dejarán el puesto a la
libertad absoluta; en primer lugar a la libertad sexual, a la orgía, ya que es
sobre todo la vida sexual la que, en toda sociedad humana, está sujeta a las
constricciones y tabúes más severos. Emanciparse de las leyes, de las
prohibiciones, de las costumbres significa encontrar la felicidad y la libertad
primordiales, el estado que ha precedido a la actual condición humana y, en
una palabra, el estado paradisíaco. En términos judeocristianos, es la
condición de Adán antes de la caída. También los malamala, o los nudistas
de la isla del Espíritu Santo, se esfuerzan por conformar su conducta sexual
a la de los animales, o sea, despojarlas de toda vergüenza, puesto que se
estiman sin pecado. Por la misma razón esperan también la inmortalidad y
la llegada de los americanos cargados con innumerables dádivas. Es difícil
decir si en el pensamiento del fundador del culto la inmortalidad se coloca
entre los regalos de los americanos o si es el efecto espontáneo del
establecimiento del reino escatológico. En cualquier caso, la inmortalidad y
la abundancia de alimentos constituye el símtoma paradisíaco por
excelencia. Se vive eternamente y en el más perfecto bienestar, puesto que
se come sin trabajar y el amor se encuentra desembarazado de las
prohibiciones tradicionales.
Esta manifestación paradisíaca es lo que hace tan interesante al nudismo
escatológico de la isla del Espíritu Santo y sirve para diferenciarlo de los
otros cargo-cults melanesios. Si bien el nudismo escatológico es también un
movimiento profético y milenarista del tipo del «culto de los cargos», en
este caso todos los elementos paradisíacos están presentes. La era de la
abundancia y de la libertad, anunciada por todos los cultos de mercancías,
se encuentra en los nudistas del Espíritu Santo anticipada y matizada: se
trata propiamente de un retorno efectivo al paraíso, pues los fieles no
gozarán únicamente de los dones traídos por los cargos, sino también de la
libertad absoluta y de la inmortalidad.

La llegada de los americanos y el retorno de los muertos


En cuanto a los americanos, se trata evidentemente de los antepasados, de
los muertos, que vuelven cargados de presentes. Los americanos han sido
los últimos blancos en entrar en contacto con los indígenas de las islas
oceánicas, especialmente durante la segunda guerra mundial. En el
pensamiento mítico de los indígenas han tomado el puesto de los
holandeses, franceses, alemanes e ingleses. A los ojos de los indígenas
todos son blancos, espíritus de los muertos, fantasmas, espectros. En efecto,
vienen de muy lejos, de las mismas islas de donde vinieron los antepasados
de los melanesios, de las mismas islas a las que retornará cada indígena
después de muerto. Por esta razón los antepasados llegan en barco, y los
muertos son colocados en pequeñas embarcaciones que les conducirán hasta
su país de origen. Se trata, entiéndase bien, de un país mítico, situado más
allá del océano. Incluso si los melanesios han conservado el recuerdo de las
migraciones ancestrales que los condujeron a las islas que ellos ocupan
actualmente, estos recuerdos fueron rápidamente mitificados. El país de los
antepasados, más allá de las grandes aguas, es una isla fabulosa, una especie
de paraíso donde las almas de los muertos esperan su regreso triunfal entre
los vivos. En efecto, ellos vendrán un día, pero esta vez en navíos suntuosos
cargados de mercancías, parecidos a los barcos gigantes que los blancos
atracan todos los días en sus puertos.
Tal es la concepción religiosa de la cual procede el culto de los cargos.
Todos son cultos proféticos y milenaristas. Proclaman la inminencia de una
era fabulosa, llena de abundancia y de felicidad. Los indígenas volverán a
ser los dueños de sus islas y no trabajarán más, porque los muertos les
llevarán cantidades fantásticas de provisiones. Por esta razón, la mayor
parte de estos movimientos exige, por un lado, la destrucción de los bienes,
comenzando por los objetos comprados a los blancos, y por otro, la
construcción de vastos almacenes, donde serán depositadas las provisiones
traídas por los muertos. Más adelante analizaré algunos tipos de cargo-cults,
pero, en principio, lo que es necesario explicar es cómo la aparición de los
cargos a lo largo de las costas melanesias ha podido suscitar tales
microrreligiones proféticas y milenaristas. Como hemos visto, la idea
fundamental es el retorno triunfal de los muertos, que llegan cargados de
dádivas. Ahora bien: para los indígenas, la llegada de los barcos de
mercancías a los puertos de los blancos es un hecho que roza el milagro.
Observan que los blancos reciben provisiones e innumerables objetos
manufacturados en cuya fabricación no han tomado parte. Los indígenas no
han visto más que los productos, ignorando el largo proceso de fabricación
que se desarrolla lejos de sus islas. De aquí su conclusión –en su perspectiva
perfectamente lógica– de que esas mercancías están fabricadas ya sea por la
magia, ya sea por los muertos. En la segunda hipótesis, las mercancías les
pertenecen con todo derecho, puesto que los muertos han trabajado para
ellos y no para los blancos. Muchas veces, los indígenas estaban
persuadidos de que los barcos de mercancías, enviados por sus muertos,
habían sido confiscados por los blancos. Y esta injusticia se añadía a la
tensión ya existente entre negros y blancos. Por otra parte, si las mercancías
eran el resultado de la magia, más a su favor: ya que eran siempre sus
muertos y sus dioses los que las habían producido.
Sincretismo pagano-cristiano
Esta concurrencia de factores ha determinado una atmósfera de frustración y
de sospecha recíprocas. Por una parte, al menos al comienzo, los blancos
eran considerados como antepasados que venían a traerles obsequios. Y, en
efecto, ellos tenían la piel blanca como los espíritus de los muertos y
llegaban en barcos. Por otro lado, una vez instalados en las islas, los blancos
se conducían como dueños, despreciando a los indígenas, imponiéndoles los
más duros trabajos e intentando convertirles al cristianismo. La
ambivalencia de los sentimientos hacia los blancos explica los movimientos
antioccidentales de liberación nacional, así como la envidia, la emulación e
imitación mecánica de los valores occidentales. En casi todos los cargo-
cults, el rechazo del cristianismo es más o menos categórico. Y, sin
embargo, la escatología cristiana está integrada, más de una vez, en el mito
milenarista melanesio. Así, por ejemplo, Upikno, un ermitaño indígena,
retirado en la selva en la península de Huon, tomó el nombre de Lázaro
después de un mandato de Dios. Uno de los movimientos milenaristas de
Rai Coast (1936) anunciaba la segunda venida de Cristo. Mambu, un
indígena católico del distrito de Madang, suscitó un movimiento sincretista
pagano-cristiano, dirigido contra los blancos y contra las misiones. Otro
culto melanesio, conocido con el nombre de Assisi Cult, anunciaba la
venida de Cristo en un barco de mercancías. Después de este
acontecimiento, los indígenas cambiarían de piel: se convertirían en blancos
y serían los dueños de los blancos, que a su vez se convertirían en negros.
En Kaimku, una joven de diecisiete años, Filo, fundò un nuevo culto
profético y sincretista. Uno de sus tíos tomó el nombre de «Dios», el otro el
de «Jesús». Los adeptos cantaban día y noche alrededor de los altares,
recitando plegarias católicas e indígenas. Filo había predicho que Dios les
enviaría mercancías, pero también armas para expulsar a los europeos: las
misiones serían atacadas en primer lugar, puesto que propagan una falsa
religión; después le llegaría el turno a la policía.
Sanop, uno de los jefes de un culto milenarista de Buka, acusaba a los
europeos de haber ocultado una parte del ritual y del dogma cristianos.
Según los fieles de un culto de la Nueva Guinea holandesa, los europeos
habían arrancado la primera página de la Biblia y habían ocultado el hecho
de que Jesús era papú. Gracias a esta astucia se habían arrogado un puesto
de privilegio en el cristianismo que pertenecía legalmente a los papúes. Para
remediar esta injusticia, los fieles rebautizaron sus ciudades, imponiéndoles
los nombres de Galilea, Jericó, etc., y uno de sus jefes, que por lo demás se
llamaba Moisés, se retiró para meditar sobre una montaña rebautizada con
el nombre de monte Carmelo. En 1939, una vieja leprosa que anunciaba la
llegada de barcos mercantes rebautizó a las islas Schouten con los nombres
de Judea y Gadar; su pueblo se convirtió en Belén, y un pequeño río, en el
Jordán.
Pero todavía hay más: en numerosos casos, los movimientos milenaristas
han rechazado igualmente las formas tradicionales de la religión melanesia.
Las máscaras de las sociedades secretas fueron destruidas y las mujeres
fueron admitidas para participar en las ceremonias esotéricas. A veces, la
religión tradicional ha sido abandonada en su totalidad. No es que en un día
los indígenas se hayan convertido en arreligiosos y se hayan desligado al
mismo tiempo del cristianismo y de su religión ancestral. Por el contrario,
este cambio suponía el resurgimiento de una vida religiosa más auténtica e
infinitamente más creadora, porque estaba alimentada por una experiencia
profética milenarista. Se preparaba el reino, y todas las formas religiosas del
pasado debían ser abolidas. Se esperaba una vida nueva, radicalmente
regenerada, una existencia preciosa, puesto que se anunciaba beatífica y sin
fin. Hemos comprobado el mismo fenómeno en el culto nudista de la isla
del Espíritu Santo: se rechazaba a la vez el cristianismo, los valores éticos y
económicos de los blancos y las costumbres y prohibiciones tribales
tradicionales. Se preparaban para la reintegración del paraíso.
Ciertamente, todos estos movimientos milenaristas oceánicos han surgido a
causa de situaciones históricas precisas y expresan un deseo de
independencia económica y política. Numerosos trabajos han puesto
claramente de relieve el contexto socio-político de los cargo-cults. Pero la
interpretación históricoreligiosa de estas microrreligiones milenaristas está
apenas comenzando. Ahora bien: todos estos fenómenos proféticos no se
hacen completamente inteligibles más que en la perspectiva de la historia de
las religiones. Es imposible penetrar la significación y medir el éxito
extraordinario de los cargo-cults sin tener en cuenta un tema mítico ritual
que desempeña un papel fundamental en las religiones melanesias: el
retomo anual de los muertos y la renovación cósmica que ello implica. El
cosmos debe ser regenerado anualmente, y los muertos están presentes en
las ceremonias del año nuevo que realizan esta regeneración. Pero este
complejo mítico-ritual es prolongado y completado en el mito del gran año,
es decir, de la renovación radical del cosmos por la destrucción de todas las
formas existentes, su regresión al caos seguida de una nueva creación.

La destrucción del mundo y la instauración de la edad de oro


El tema de la destrucción y de la recreación periódica del cosmos es un
motivo religioso extraordinariamente extendido, y de él nos ocuparemos
más adelante. Por el momento, intentemos entender el síndrome del gran
año tal como se deja aprehender en algunos cultos proféticos melanesios.
Para dar un ejemplo, el profeta Tokeriu de Milne Bay (Nueva Guinea)
anunció en 1893 un verdadero año nuevo y una auténtica fiesta de los
muertos, que instaurarían la nueva era de la abundancia. Pero, antes, un
cataclismo terrorífico –erupciones volcánicas, temblores de tierra,
inundaciones– aniquilaría a todos los infieles, entendiendo por tales a todos
aquéllos que no se habían adherido al culto. Después de esta catástrofe, de
proporciones cósmicas –en la cual se reconocía la imagen ejemplar del fin
del mundo–, los vientos cambiarían bruscamente de dirección, trayendo el
buen tiempo. Los jardines rebosarían de taros y ñames, los árboles se
inclinarían bajo el peso de los frutos y los muertos vendrían en un barco
para visitar a los vivos; su llegada abriría la era de la abundancia y de la
felicidad. Los adictos al culto debían abstenerse de utilizar los productos de
origen europeo.
En 1929-1930, el mito de la edad de oro se extendió entre los baining de
Nueva Bretaña. Un temblor de tierra haría perecer a todos los europeos y a
todos los indígenas escépticos: las montañas se derrumbarían sobre los
valles para dar lugar a una gran llanura cubierta de jardines y huertos que no
necesitarían ningún trabajo; los muertos resucitarían, comprendidos los
puercos y los perros. El profeta Ronovuro, de la isla del Espíritu Santo,
anunció en 1923 un diluvio seguido del retomo de los muertos en buques de
carga cargados de arroz y de otras provisiones. Transcurridos bastantes
años, las profecías llegan a considerarse como literalmente realizadas. El
movimiento conocido con el nombre de «Vailala madness» –que hizo su
aparición en 1919 y declinó hacia 1923, para desaparecer completamente en
1931– comenzó, hacia 1934, a ser considerado por los indígenas como si se
hubiesen cumplido estrictamente sus profecías. Efectivamente, en esta fecha
los indígenas pretendían acordarse muy bien de que la tierra había temblado
y los árboles se habían combado y de que las plantas habían florecido de la
noche a la mañana. También se acordaban de que los muertos venían y se
volvían a marchar durante la noche. Al día siguiente se distinguían sobre la
playa las huellas de sus zapatos europeos, al igual que las de sus bicicletas.
Las profecías se realizaban retrospectivamente, en el pasado, pero se
realizaban de todos modos.
En el valle de Markham (distrito de Morobia, en Nueva Guinea) un indígena
llamado Marafi declaró, en 1933, que Satán le había visitado y le había
conducido a las entrañas de la tierra para hacerle ver los espíritus de los
muertos que tienen allí su morada. Éstos le dijeron que hubiesen deseado
retornar a la tierra, pero que Satán se lo impedía. Añadían que si Marafi
lograba convencer a los aldeanos de que Satán es el ser supremo, ellos
podrían regresar a la tierra. Es significativo el hecho de que Marafi había
sacado la conclusión lógica de la rebelión contra la usurpación religiosa y
política de los blancos: el verdadero dios de la nueva religión profética no
podía ser más que el anti-Dios de los blancos, o sea Satán. Se trata,
ciertamente, de una expresión figurada del antagonismo blanco-negro, pero
se da también la condenación de la situación histórica y religiosa actual, del
hecho de que el cristianismo de los blancos no corresponde al espíritu del
Evangelio.
Pero hay algo más significativo todavía: el, anuncio de que el retorno de los
muertos estará precedido por un cataclismo cósmico. Un temblor de tierra lo
derrumbará todo; después, una lluvia de llamas de queroseno consumirá las
casas, los jardines y todos los seres vivientes. Por eso Marafi aconsejaba
construir una casa bastante grande para dar asilo a comunidades enteras al
primer signo del cataclismo, es decir, cuando la tierra comenzase a temblar.
Al día siguiente, los muertos ya habrían llegado cargados de mercancías:
carne en conserva, tabaco, arroz, vestidos, lámparas y fusiles. En adelante,
el pueblo ya no tendría que trabajar sus tierras.
El anuncio de los temblores de tierra y de las tinieblas que preceden a la
llegada de los muertos es un tema bastante difundido en los cargo-cults
melanesios. Un mito célebre de las Indias Holandesas anuncia que el
retorno del héroe Mansren instaurará la edad de oro: en el lugar en que vive
mientras tanto (Indonesia y, según ciertas variantes, Singapur u Holanda)
Mansren plantará un árbol cuya copa tocará el cielo (recordemos la imagen
del axis mundi); después, el árbol se inclinará hasta la isla Miok Wundi, el
lugar de nacimiento de Mansren, y sobre su tronco correteará un niño
milagroso, Konor. La llegada de este puer aeternus señalará el comienzo de
la edad de oro: los ancianos rejuvenecerán, los enfermos sanarán y los
muertos retornarán sobre la tierra. Habrá abundancia de alimentos, de
mujeres, de joyas y de armas. Nadie se verá obligado ya a trabajar ni a
pagar impuestos.
En las versiones recientes del mito, la llegada de Mansren y del puer
aeternus modificará radicalmente no sólo la situación social, incluso la
modalidad existencial del hombre, sino también la estructura misma del
cosmos. Los ñames, las patatas y otros tubérculos penderán de los árboles,
mientras que la nuez de coco y otros frutos crecerán como lo hacen ahora
los tubérculos. Los animales marítimos se convertirán en terrestres, y
viceversa. Todas las expresiones imaginables de una inversión absoluta de
las formas y de las leyes del mundo actual: lo que actualmente se encuentra
en o alto se hallará en lo bajo, y así sucesivamente. El cosmos entero será
renovado: el cielo y la tierra serán aniquilados, y un nuevo cielo y una
nueva tierra serán creados en su lugar.
El célebre John Frum profetizó que Tana, una de las Nuevas Hébridas, se
haría plana después de un cataclismo: las montañas volcánicas se
derrumbarían y llenarían los valles, de modo que dejarían lugar a una fértil
llanura. (El derrumbamiento de las montañas y el aplanamiento de la tierra
constituyen un tema apocalíptico particularmente frecuente en la India y el
Próximo Oriente.) Después, los viejos recobrarán su juventud y ya no habrá
más enfermedades, nadie trabajará la tierra, los blancos se marcharán y John
Frum fundará escuelas para reemplazar a las de los misioneros.
En una región salvaje de Nueva Guinea, descubierta hace apenas veinte
años, el mito milenarista ha cobrado formas todavía más sorprendentes.
Habrá una gran noche, después de la cual Jesús llegará con los antepasados
y las mercancías. A fin de ser informados de su llegada, los indígenas
colocaban cañas de bambú a modo de antenas telegráficas. También
colocaban troncos en los que habían practicado hendiduras para permitir a
Jesús descender sobre la tierra, y a ellos, a su vez, subir al cielo. (Volvemos
a encontrar el tema del axis mundi.) Las tumbas eran limpiadas
cuidadosamente y destruidos los bienes y las armas. También se había
anunciado que la piel negra se volvería blanca y que todos los bienes de los
blancos pasarían a los negros. Después de los combates aéreos entre los
japoneses y los aliados, los indígenas creyeron que un cierto número de sus
antepasados llegaría en aeroplanos. Los primeros aviadores que aterrizaron
en estos parajes fueron recibidos con gran ceremonia, como la vanguardia
de los antepasados .

La espera de los muertos y la inacción ritual


En todos los cultos del cargo melanesios, la espera de la catástrofe que
precederá a la edad de oro está señalada por una serie de actos que expresan
el abandono absoluto de los valores y de los comportamientos ordinarios.
Los cerdos y las vacas son sacrificados en holocausto; se gastan todas las
economías para terminar con la moneda europea, e incluso ésta es arrojada
al mar. Se construyen almacenes para amontonar en ellos las provisiones;
los cementerios son arreglados y ajardinados, abriéndose nuevos senderos;
se detiene el trabajo para esperar a los muertos alrededor de las mesas del
banquete. En el movimiento de John Frum se tolera cierta licencia con
ocasión de las fiestas colectivas; el viernes, día en que comenzará la edad de
oro, es el día santo, y se pasa el sábado danzando y bebiendo kava. Los
jóvenes y las muchachas viven en una casa común; durante el día se bañan
juntos, y danzan durante la noche.
Si prescindimos de los elementos sincretistas y cristianos, todas estas
microrreligiones melanesias participan del mismo mito central: la llegada de
los muertos se considera como la señal de la renovación cósmica. Sabemos
ya que se trata de una idea fundamental de los melanesios. Los cargo-cults
no han hecho sino retomar, ampliar, revalorizar y cargar con una intensidad
profética y milenarista ese tema religioso tradicional, a saber: que el cosmos
se renueva periódicamente; más exactamente, que es simbólicamente
recreado cada año. El día del año nuevo es una réplica de la cosmogonía: un
nuevo mundo acaba de nacer, un mundo fresco, puro, rico, con todas sus
virtualidades no desgastadas por el paso del tiempo; dicho de otro modo: el
mundo tal y como era el primer día de la creación. Esta idea, que por lo
demás se encuentra extraordinariamente extendida, delata el deseo del
hombre religioso de librarse del fardo de su pasado, escapar a la acción del
tiempo y recomenzar su existencia ab ovo.
En Melanesia, la gran fiesta agraria del año nuevo comporta los elementos
siguientes: la llegada de los muertos, la prohibición del trabajo, las ofrendas
sobre las plataformas a la intención de los muertos o el banquete ofrecido a
los espíritus y, por último, una fiesta colectiva de tipo orgiástico. En este
escenario de la gran fiesta agraria del año nuevo es fácil reconocer los
elementos más característicos de los cargocults: la espera de los muertos, el
enorme holocausto de los animales domésticos, la repulsa del trabajo. Los
europeos quedaron especialmente sorprendidos por la destrucción masiva de
sus bienes y por su inactividad absoluta. Para darnos una idea de esto, he
aquí cómo un Acting Resident Magistrate nos describe su visita a una de las
regiones de la Papuasia afectada por lo que se llama la «locura» vailala.
«Estaban sentados, inmóviles, y ni una palabra fue pronunciada durante
todo el tiempo que permanecí mirándoles. Bastaba verlos comportarse de un
modo tan estúpido para sentirse encolerizado: todo un grupo de indígenas,
fuertes y bien constituidos, con vestidos nuevos y limpios, permanecían en
silencio, como piedras o troncos de árboles, en pleno mediodía, en lugar de
trabajar o de entretenerse en alguna ocupación como seres razonables. Se
diría que estaban en condiciones de ser internados en un manicomio. »
Era difícil para un occidental comprender esta inmovilidad ritual: no se
trataba ya de pereza, sino de pura locura. Y, si embargo, estos indígenas
estaban celebrando un rito: esperaban a los muertos y se encontraban, por
tanto, bajo la prohibición de trabajar. Pero en esta ocasión no se trataba del
retorno de los muertos en el día de la renovación anual del mundo:
esperaban lo que podría denominarse la inauguración de una nueva era
cósmica, el comienzo de un gran año. Los muertos regresarían
definitivamente para ya no abandonar nunca a los vivos. Este mundo
radicalmente renovado es prácticamente la instauración del paraíso. Y por
esta razón, como acabamos de ver, será precedido por terribles cataclismos:
temblores de tierra, diluvios, tinieblas, lluvias de fuego, etc. En esta ocasión
se trata de una destrucción total del viejo mundo a fin de posibilitar una
nueva cosmogonía y la instauración de un nuevo modo de existencia: la
existencia paradisíaca.
Si existen tantos cargo-cults que han asimilado las ideas milenaristas
cristianas es porque los indígenas hallaron en el cristianismo su antiguo
mito escatológico tradicional. La resurrección de los muertos proclamada
por el cristianismo les era una idea familiar. Si los indígenas quedaron
desengañados de los misioneros, si la mayoría de los cargo-cults terminaron
haciéndose anticristianos, no fue por culpa de propio cristianismo, sino
porque los misioneros y los convertidos no parecían conducirse como
verdaderos cristianos. Numerosas y trágicas fueron las decepciones de los
indígenas en su encuentro con el cristianismo oficial. Precisamente, lo que
les atraía más del cristianismo era el que anunciaba la renovación radical del
mundo, la inminente llegada de Cristo y la resurrección de los muertos; eran
los aspectos proféticos y escatológicos de la religión cristiana los que
despertaban en ellos el eco más profundo. Pero también eran estos aspectos
del cristianismo los que los misioneros y los convertidos parecían ignorar o
despreciar. Los movimientos milenaristas se convirtieron en ferozmente
anticristianos cuando sus jefes comprendieron que los misioneros, sus
inspiradores directos, no creían que los barcos de los muertos eran los que
traían las mercancías; en suma: no creían en la inminencia del reino, en la
resurrección de los muertos y en la instauración del paraíso.
Uno de los episodios más significativos del conflicto que opuso la ideología
milenarista de los cargocults al cristianismo oficial es la desventura del
famoso Yali, figura de primer plano en los movimientos proféticos de la
religión Madang. Voy a terminar con este relato esta breve exposición sobre
los cultos milenaristas melanesios. Yali se había dejado arrastrar por el
fervor popular en un movimiento milenarista que comportaba muchos
elementos escatológicos cristianos. Pero en 1947 fue convocado a Port
Moresby, se enteró de que los cristianos europeos no creían en la realidad
del cargo-boat maravilloso. Un indígena le mostró un libro sobre la
evolución, confiándole que la fe de los cristianos europeos descansaba en
realidad en esta teoría. Esta información turbó profundamente a Yali:
descubrió que los europeos creían descender de los animales o, dicho de
otro modo, compartían la vieja creencia totemista de su propia tribu. Yali se
sintió engañado, se hizo furiosamente anticristiano y retornó a la religión de
sus antepasados. Prefirió saberse descendiente de uno de sus animales
totémicos familiares mucho mejor que de un simio oscuro que habría vivido
muy lejos de su isla en una fabulosa época geológica...

El año nuevo y la restauración del mundo entre los californianos


Las tribus de las que vamos a hablar ahora no cultivan tubérculos ni crían
cerdos como los melanesios. No habitan en regiones tropicales, sino en un
territorio que se extiende entre la costa noroeste de California y los ríos
Klamath, Salmón y Trinidad. Se trata principalmente de diferentes ramas de
las tribus karoc, hupa y yurok, que no practican la agricultura, sino la pesca
del salmón. Además, los hupa también cosechan bellotas, cuya harina les
sirve para preparar una especie de gachas.
Estas tribus llaman a su principal ceremonia religiosa «la restauración del
mundo», la «reparación» (repair) o la «fijación» del mundo (fixing). En
inglés se llama new years, porque, al menos en su origen, esta ceremonia
tenía lugar con ocasión del nuevo año indígena. Se trata de una ceremonia
anual cuyo fin es restablecer o reafirmar la tierra para el año siguiente o
para dos años. Los indígenas llaman a ciertos rituales «apuntalar el mundo».
El hecho de que la ceremonia se regule de modo que comience con la
desaparición de la luna y alcance su apogeo con la luna nueva indica,
igualmente, el simbolismo de la renovación. Pero todas estas nociones de
renovación, restauración, estabilización, etc., representan en la conciencia
religiosa de los californianos la reiteración ritual de la creación del mundo.
En efecto, el sacerdote tiene que respetar cuidadosamente los gestos y las
palabras de los «inmortales», es decir, de los espíritus que habitaban la
tierra antes que los humanos y que la abandonaron o se metamorfosearon en
piedras cuando las tribus californianas ocuparon sus territorios. Ahora bien:
como pronto veremos, fueron los «inmortales» quienes en realidad
«crearon» el mundo donde los californianos habían de instalarse y, además,
fueron ellos también los que reglamentaron su comportamiento y fundaron
sus instituciones civiles y religiosas.
El ceremonial comprende dos partes: una parte esotérica, asumida sólo por
el sacerdote y en el mayor secreto, y la otra, pública. Esta última consiste en
danzas y en torneos de tiro con arco, reservados para los jóvenes. Las
ceremonias públicas están también penetradas de un simbolismo religioso
bastante rico, pero del que no voy a hablar aquí. Lo esencial del rito
esotérico consiste en un recitado o en un diálogo que contiene las palabras
de los espíritus inmortales. El recitado se acompaña por gestos que
simbolizan la actividad de los inmortales en los tiempos míticos. El
conjunto de los ritos constituye un escenario de estructura cosmogónica. Se
reconstruye parcialmente o se repara la casa ceremonial donde tienen lugar
las danzas, y este trabajo significa la reafirmación del mundo. En algunas
tribus yurok, la reafirmación del mundo se obtiene mediante la
reconstrucción ritual de la cabaña de vapor. Sobra recordar que la casa
cultual constituye una imago mundi. En tribus amerindias tan alejadas las
unas de las otras como los kwakiutl y los winnebagos, la casa cultual
representa el universo y es llamada «nuestro mundo».
Un segundo ritual consiste en el encendido del fuego nuevo, cuyas llamas y
humo son consideradas tabú por el pueblo. Como es sabido, en numerosas
partes del mundo se apagan los fuegos en la víspera del año nuevo para
encenderlos ritualmente en ese día. El simbolismo cosmogónico es
clarísimo: las noches sin fuego son asimiladas a la noche primordial; el
fuego nuevo significa la aparición de un nuevo mundo. Un tercer ritual
consiste en largas peregrinaciones que el sacerdote emprende para visitar
todos los lugares sagrados, los lugares donde los inmortales han llevado a
cabo alguna gesta. Podremos apreciar que el itinerario seguido no sólo
reproduce fielmente el de los inmortales, sino que implica la repetición de
sus proezas de los tiempos míticos, proezas que una vez realizadas
confirieron al mundo la fisonomía que actualmente tiene. El ceremonial
comprende, además, las veladas del sacerdote en la cueva de vapor,
rogativas y bendiciones. Pero una fase fundamental es la comida ceremonial
a base de salmón o de gachas de harina de bellotas. El sacerdote,
ritualmente aislado, se encuentra solo para preparar y consumir dicha
comida. Se trata de un sacrificio de primicias, pues con este acto el
sacerdote da la señal para el comienzo de la pesca del salmón y levanta la
prohibición para la nueva recolección de bellota. Después de haber creado
simbólicamente el cosmos, el sacerdote reparte ceremonialmente los
primeros frutos de un mundo nuevo.
El ritual karok
Cierto que se observan variantes entre la ceremonias celebradas por las
diferentes tribus, pero la estructura del escenario permanece inmutable. Para
simplificar lo expuesto nos serviremos del ritual karok, presentado a
grandes trazos. El sacerdote representa o más bien encarna a los inmortales.
Esto queda subrayado por los tratamientos y por los tabúes a los que el
sacerdote está sujeto. Se le llama «persona inmortal» o «persona espíritu».
Durante la ceremonia, especialmente cuando se encienden los fuegos y
cuando el sacerdote come, está prohibido mirarle. Dos o tres meses después
de la ceremonia, el sacerdote todavía sigue sometido a ciertos tabúes: por
ejemplo, debe comer y hablar sentado y no debe beber, etc.
Los ritos esenciales duran diez o doce días aproximadamente. El sacerdote
pasa un cierto número de horas en la cabaña de vapor, ayunando y orando.
Pero son sobre todo los ritos que lleva a cabo y las palabras que pronuncia
durante su peregrinación los que son significativos. Un sacerdote karok (de
la tribu inam) relató a Gifford, con vívidos detalles, todo lo que hace y todo
lo que dice en el curso de su peregrinaje a los lugares sagrados. Primero se
zambulle en el río y, mientras nada bajo el agua, «piensa» una plegaria. Sale
y comienza a caminar, pensando: «Así caminaban los inmortales en los
tiempos míticos». Continúa rezando por el bienestar de la comunidad. Llega
a un paraje donde se encuentra una piedra. Es preciso darle la vuelta
lentamente para que el mundo sea más estable. Se dirige hacia un lugar
sagrado y enciende una hoguera. Comienza después a barrer, diciendo: «El
inmortal barre por mí. Todos aquéllos que estén enfermos se sentirán mejor
que antes.» Barre las orillas del mundo al este y al oeste. Después
sube a una montaña. Busca una rama con la cual hace un bastón, diciendo:
«Este mundo está
quebrantado, pero cuando yo comience a arrastrar este bastón sobre la tierra,
todas las fisuras serán colmadas y la tierra volverá a ser sólida». En el
mismo lugar enciende un nuevo fuego y barre, como antes, todos los bordes
del mundo.
Desciende después hacia el río. Allí encuentra una piedra y la fija
sólidamente, diciendo: «La tierra, que ha estado inclinada, será de nuevo
enderezada. Las gentes vivirán mucho tiempo y serán más fuertes.» Luego
se sienta sobre la piedra. «Cuando me siente sobre la piedra –explicaba a
Gifford–, el mundo no volverá a levantarse ni a inclinarse.» Esta piedra se
encuentra allí desde los tiempos de los inmortales, o sea, desde el comienzo
del mundo. Ha sido traída por Isivsanen, el ser divino cuyo nombre significa
«mundo, universo».
El sexto día, el sacerdote encarna al más poderoso entre los inmortales
(ixkareya), Astexewa wekareya. Cuando dice alguna cosa –por ejemplo: «El
que ha hecho esta obra vivirá largo tiempo y no enfermará»–, añade:
«Astexewa wekareya lo dice». Cuando elige el sitio en que tendrá lugar el
tiro con arco, dice: «Es el propio Astexewa wekareya el que ha elegido este
lugar». Sube nuevamente a la montaña y enciende otra vez el fuego. Corta
las malas hierbas rogando: «El mundo está lleno de enfermedades.
Astexewa wekareya extirpa las enfermedades en el mundo». Comienza a
barrer el lugar y dice: «Ahora Astexewa wekareya barre todas las
enfermedades del mundo. Mi hijo no enfermará». (La expresión «mi hijo»
se refiere a todos los hijos del mundo.) Fabrica un bastón y lo coloca sobre
la tierra, diciendo: «Astexewa wekareya coloca el bastón. Que todos tengan
una mejor suerte y que no haya más enfermedades en el mundo. Que la caza
y la pesca sean más fáciles y más abundantes.» Cuando el fuego se extingue
se marcha y repite la ceremonia en otro lugar, cinco o seis kilómetros más
lejos.
Por la tarde, en el campo, tiene lugar la danza del gamo. Cuando el
sacerdote está a punto de encender el fuego, una persona grita y todos se
cubren el rostro con ropas o ramas. Transcurrido bastante tiempo, el
sacerdote arroja agua sobre el fuego y salta al río desde lo alto de una roca
de algunos metros. Es la señal de que los asistentes pueden descubrirse el
rostro. Al día siguiente, el sacerdote se dirige hacia los dos fuegos
encendidos en la montaña y aventa cuidadosamente las cenizas.
Los diez días de viaje del sacerdote karok han sido instituidos por los
inmortales. Cada sitio visitado corresponde al lugar donde un inmortal ha
desaparecido después de haber cumplido ciertos ritos. Los inmortales han
decidido que el sacerdote debe retornar allí cada año, durante la ceremonia
de la renovación del mundo, y repetir exactamente todo lo que ellos
hicieron allí.
Los hupa concuerdan con los yurok y los karok en que una raza de
inmortales (kixunai) precedió a los hombres en la tierra, fundando las
instituciones humanas y estableciendo las ceremonias. Los mitos y las
fórmulas recitadas se refieren a los actos de los inmortales. Las piedras
sagradas representan a los inmortales que no han tenido tiempo de
abandonar la tierra antes de la llegada de los humanos, y ahora forman parte
de la plataforma que existe frente a la cabaña cultual.

Año nuevo y cosmogonía


El conjunto de los rituales que acabamos de referir constituye un escenario
cosmogónico. En los tiempos míticos, los inmortales crearon el mundo en el
cual iban a vivir los californianos: ellos trazaron los contornos y fijaron el
centro y los ejes, aseguraron la abundancia de los salmones y de las
bellotas, y exorcizaron las enfermedades. Pero este mundo no es ya el
cosmos atemporal e inalterable en el cual vivían los inmortales. Es un
mundo viviente, habitado y utilizado por seres de carne y hueso, sometidos
a la ley del devenir, de la vejez y de la muerte. Por eso reclama una
reparación, una renovación y una reafirmación periódicas. Pero no se puede
renovar el mundo más que repitiendo lo que los inmortales hicieron in illo
tempore, reiterando con ello la creación. Por esta razón, el sacerdote
reproduce el itinerario ejemplar de los inmortales y repite sus gestos y sus
palabras. En suma: el sacerdote acaba por encarnar a los inmortales. En
otras palabras: con ocasión del año nuevo, los inmortales son considerados
como si estuvieran de nuevo sobre la tierra. Esto explica por qué el ritual de
la renovación anual del mundo es la ceremonia religiosa más importante
entre las tribus californianas. El mundo no sólo se hace más estable y se
regenera, sino que también es santificado por la presencia simbólica de los
inmortales. El sacerdote que los encarna se convierte durante un cierto
tiempo en «persona inmortal», y como tal, no debe ser mirado ni tocado.
Efectúa los ritos lejos de los hombres, en medio de una soledad absoluta,
porque cuando los inmortales los efectuaron por primera vez no existían
todavía los hombres sobre la tierra.
Simbólicamente, pues, el mundo comienza cada nuevo año: los inmortales
lo hacen estable, sano, rico, santificado, tal como era en el comienzo de los
tiempos. Por esto el sacerdote proclama que no habrá más enfermedades ni
cataclismos y que los hombres tendrán alimentos en abundancia. El
levantamiento de la prohibición de la pesca del salmón o de la nueva
recolección de la bellota permite a los hombres consumir los productos de
un cosmos que acaba de nacer. Comen exactamente como los primeros
seres humanos comieron por primera vez en la tierra. A nosotros, los
hombres modernos, que hemos perdido desde hace mucho tiempo la
experiencia y el sentido de la alimentación como sacramento, nos es difícil
comprender el valor religioso de la comida ritual de las primicias. Pero
intentemos imaginar lo que pudo ser para un miembro de las sociedades
tradicionales la experiencia de tocar, gustar, masticar y tragar los frutos de
un cosmos nuevo, todavía santificado por la presencia de los inmortales.
Para poder captar esta experiencia hay que pensar en la emoción de un
hombre moderno que descubre el amor, o viaja por primera vez a un lejano
y bello país, o encuentra la obra maestra que decidirá su vocación artística.
Por vez primera todo está allí; ésta es la clave de tantos ritos y ceremonias
que persiguen la renovación del mundo, la reiteración de la cosmogonía. Se
realiza el deseo profundo de vivir cada experiencia como ésta ha sido vivida
por primera vez, cuando representaba una especie de epifanía, el encuentro
con algo poderoso, significativo, estimulante, encuentro que da un sentido
pleno a la existencia.
Hace mucho tiempo que el mundo moderno ha perdido el sentido religioso
del trabajo físico y de las funciones orgánicas. Y allí donde este sentido
todavía sobrevive, sus significaciones religiosas están amenazadas por la
difusión irresistible de las técnicas y las ideologías de origen europeo. Para
comprender todo esto hay que tener en cuenta la necesidad que tiene el
hombre tradicional de encontrar periódicamente el choque de la experiencia
inicial; de vivir las diferentes modalidades de su existencia como las vivió
la primera vez. Entonces todo era nuevo y significativo, y constituía la
«cifra» de una realidad trascendental.
Esta necesidad de renovar periódicamente el cosmos –el mundo donde se
vive, el único mundo realmente existente, nuestro mundo– se encuentra en
todas las sociedades tradicionales. Ciertamente, la expresión varía de una
sociedad a otra, siguiendo las estructuras propias de cada cultura, y está
condicionada por la diferencia entre los momentos históricos. Así, por
ejemplo, para limitarnos a dos tipos de las sociedades que acabamos de
analizar, los melanesios y los californianos del Noroeste, las diferencias
entre sus ideologías y sus comportamientos religiosos son demasiado
evidentes para pasar inadvertidas. Entre los melanesios, son los muertos y
los antepasados místicos los que regresan durante la gran fiesta agrícola del
año nuevo. Para los californianos, en cambio, se trata de un retorno
simbólico de los inmortales. En Melanesia, como ocurre por lo demás entre
todos los pueblos agricultores, el retorno periódico de los muertos da lugar a
fiestas colectivas de tipo orgiástico. Y como hemos visto, la tensión
dramática provocada por la espera de los muertos, síndrome de un
renovamiento radical del mundo, es capaz de suscitar movimientos
proféticos y milenaristas. Muy distinto es el universo religioso de los
californianos del Noroeste. Nos encontramos aquí en un mundo cerrado,
perfecto, construido por los inmortales geométricamente, por así decirlo, y
«recreado» anualmente en la persona del sacerdote, con sus peregrinajes
solitarios, sus meditaciones y sus plegarias. El análisis comparativo pondrá
de manifiesto otras diferencias más o menos radicales.
A pesar de estas diferencias, se reconoce en ambos tipos de sociedades un
conjunto ritual y una ideología religiosa cuyas estructuras son equiparables.
Tanto para los unos como para los otros, el cosmos debe ser recreado y el
tiempo regenerado periódicamente, y el escenario cosmogónico, mediante el
cual se opera la renovación, está en relación con la nueva cosecha y la
sacramentalización del alimento.

Regeneración periódica del mundo


La necesidad de una regeneración periódica del cosmos parece haber sido
sentida por todas las sociedades arcaicas y tradicionales, puesto que se la
encuentra en todas ellas. La periodicidad es ya anual, ya en relación con
ceremonias de iniciación –como en Australia- o con acontecimientos
fortuitos: una recolección amenazada, como en Fidji, o la consagración de
un rey, como en la India védica. Al menos algunas de estas ceremonias
periódicas fueron en su origen fiestas de año nuevo o de aquí tomaron su
modelo. El año representa el ciclo perfecto, la imagen temporal de una
unidad espacio-temporal sin fisuras.
En las culturas agrícolas y urbanas del Próximo Oriente antiguo, donde el
calendario ha sido laboriosamente elaborado, el escenario ritual del año
nuevo recibe su más rica articulación. Se encuentran aquí los elementos
dramáticos y orgiásticos que caracterizan las fiestas anuales de las
sociedades agrícolas. La reiteración de la cosmogonía comporta el combate
ritual entre dos grupos de hombres, como ocurre con los mesopotamios, los
hititas y los egipcios: este combate consiste, como se sabe, en la
reactualización de la lucha entre Marduk y el monstruo marino Tiamat, o
entre Tesup y la serpiente Illuyankas, o entre Ré y la serpiente Apofis,
combate que tuvo lugar in illo tempore y que, por la victoria final del dios,
puso término al caos.
En otros términos: con ocasión de las fiestas del nuevo año se reitera el paso
del caos al cosmos, se repite en el presente la cosmogonía. En
Mesopotamia, el ceremonial del nuevo año (akîtu) comportaba igualmente
el zakmuk, la «fiesta de las suertes», llamada así porque allí era asignada la
suerte para cada mes del año; porque alli se creaban los próximos doce
meses. Toda una serie de ritos se añadían a éste: descenso de Marduk a los
infiernos, acto de humildad por parte del rey, expulsión de los males bajo la
especie de un chivo expiatorio; por último, hierogamia del dios con
Sarpanîtum, hierogamia que el rey reproducía con una hieródula en la
cámara de la diosa y que significaba la señal para una fase de licencia
colectiva. Se trata, pues, de una regresión simbólica al caos (supremacía de
Tiamat, «confusión de formas», orgía), seguida de una nueva creación
(victoria de Marduk, fijación de los destinos, hierogamia, nuevo
nacimiento.)
La repetición ritual de la cosmogonía, con su aniquilación simbólica del
viejo mundo, regenera el tiempo en su totalidad. Se trata de comenzar una
vida nueva en el seno de una creación nueva. Esta necesidad de
regeneración total del tiempo (realizable por la repetición anual de la
cosmogonía) se conserva igualmente en las tradiciones iranias. Un texto
pehlevi dice así: «Es en el mes de Fravardin, día Xurdhâth, cuando el señor
Ormuz llevará a cabo la resurrección y el "segundo cuerpo", y el mundo
será librado de la impotencia frente a los demonios, los drugs, etc. Y en
cualquier lugar existirá la abundancia; y no habrá ya anhelo por alimentarse;
el mundo será puro y el hombre liberado de la oposición [de los malos
espíritus] e inmortal para siempre.» Qazwînî dice que, en el día del nuevo
año, Dios resucita a los muertos, «restituye sus almas y da sus órdenes al
cielo para que haga caer lluvia sobre ellos; por esta razón las gentes han
tomado la costumbre de verter agua en ese día». La solidaridad entre las
ideas de «creación por el agua» (cosmogonía acuática; diluvio que regenera
periódicamente la vida histórica; lluvia), del nacimiento y de la resurrección
se confirma en esta frase del Talmud: «Dios tiene tres llaves: la de la lluvia,
la del nacimiento y la de la resurrección de los muertos».
Según la tradición transmitida por Dimasqî, en el día del Naurôz, el nuevo
año, el rey proclama: «¡He aquí un nuevo día de un nuevo mes de un nuevo
año; es preciso renovar lo que el tiempo ha gastado!». Así es como, en este
día, el destino de los hombres se fija por un año entero. Se practican
purificaciones por agua y libaciones para desear lluvias abundantes en el
año venidero. Por otra parte, en el momento del Gran Naurôz, cada uno
siembra en una jarra siete especies de granos y de su crecimiento saca
conclusiones sobre la cosecha del año. Se trata de una costumbre análoga a
la de la «fijación de las suertes» del nuevo año babilónico, que se transmite
hasta nuestro tiempo en las ceremonias del Día del Año entre los mandeens
y los yezidis. Es porque el nuevo año repite siempre el acto cosmogónico
por lo que los «doce días» que separan Navidad de la Epifanía se consideran
todavía en la actualidad como una prefiguración de los doce meses del año.
Los campesinos europeos determinan la temperatura y la cantidad de lluvia
de cada uno de los doce meses venideros mediante los «signos
meteorológicos» de estos doce días. En las Indias védicas, los doce días
medios del invierno representaban una imagen y una réplica del año entero
(Rig Veda, IV, 33), y la misma creencia se atestigua en la China antigua.
En las sociedades agrícolas y urbanas, el escenario del nuevo año
comprende, como hemos visto, una serie de elementos dramáticos, entre los
cuales los más importantes son: la repetición de la cosmogonía por el
retorno simbólico al caos, la confusión orgiástica, los combates rituales y la
victoria final del dios; expulsión de los pecados y retorno de los muertos; el
fuego nuevo; la regeneración del tiempo mediante la «creación» de los doce
meses venideros y la «decisión» de las cosechas, etc. No es necesario decir
que ese escenario no se encuentra en ninguna parte completamente
articulado; cada cultura elabora para él ciertos elementos y descuida o
ignora otros. Pero el tema fundamental, la regeneración del cosmos por la
repetición de la cosmogonía, se encuentra en todas partes. Añadamos que es
en el contexto cultural del Próximo Oriente antiguo, sobre todo con la
tensión entre las ideologías religiosas y políticas propias de las sociedades
agrícolas, urbanas y pastorales, donde se han cristalizado más tarde las
corrientes proféticas, mesiánicas y milenaristas del mundo antiguo. La
escatología, la espera de un salvador –histórico o cósmico– y la creencia en
la resurrección de los muertos tienen sus raíces profundas en la experiencia
religiosa de la renovatio universal y de la renovación del tiempo.
Los «ludi» romanos; el «ashvamedha»
Como ya hemos dicho, en ciertas sociedades, la regeneración, aunque
periódica, no está unida a las fiestas del nuevo año. Ya hemos hecho alusión
a la renovación cósmica efectuada con ocasión de ciertos ritos iniciáticos
australianos. Otro ejemplo de periodicidad independiente del escenario del
nuevo año es el de los juegos rituales romanos. Según A. Piganiol, la
función principal de los ludi era la de conservar una fuerza sagrada a la cual
estaba unida la vida de la naturaleza, de un grupo humano o de un personaje
importante. Los juegos rituales constituían el medio ejemplar para
rejuvenecer tanto el mundo como a los dioses, a los muertos y a los vivos.
Entre las principales fechas en que tenían ocasión de celebrarse los ludi,
recordemos los aniversarios de los dioses agrarios (en este caso, las fiestas
son sobre todo ceremonias de estación)» los aniversarios de los vivos
ilustres (en cuyo caso se trata de ceremonias celebradas pro salute), en los
aniversarios de las victorias (a fin de renovar la fuerza divina que aseguró la
victoria) o en la inauguración de un nuevo período (en este caso, los juegos
«tenían por objeto asegurar la renovación del mundo hasta un nuevo
vencimiento).
Pero es en la India védica donde mejor puede comprenderse el mecanismo
que permite la movilidad del escenario ritual del nuevo año. Se sabe que el
ashvamedha, el célebre sacrificio del caballo de los indios védicos, se
efectuaba, ya para garantizar la fecundidad cósmica, ya para purificarse de
los pecados, ya para asegurar la soberanía universal. Pero es probable que el
ashvamedha fuese, en el origen, una fiesta primaveral, y más exactamente
un ritual celebrado con ocasión del nuevo año» Su estructura comporta
elementos cosmogónicos. Los textos rigvédicos y brahmánicos insisten en
las relaciones entre el caballo y las aguas. Como se sabe, en la India las
aguas constituyen la sustancia cosmogónica por excelencia: es de las aguas
de donde nacen los universos sucesivos. Las aguas simbolizan los
gérmenes, las virtualidades; en suma, todas las posibilidades creadoras. Y
como acabamos de ver, el fin principal del ashvamedha era la fecundidad
universal. La unión simbólica entre el caballo, ya sacrificado, y la reina
mahîsi, representa una fórmula arcaica de fecundidad. Los diálogos
obscenos que acompañan al ritual traicionan el arcaísmo y el carácter
popular de la ceremonia. Pero es evidente que se trata de un ritual destinado
a regenerar el cosmos como totalidad, al mismo tiempo que restablecer
todas las clases sociales y todas las vocaciones en su excelencia ejemplar.
Durante el sacrificio, un sacerdote, el adhvaryu, recita: «¡Que pueda el
brahmán nacer en santidad, lleno del esplendor de la santidad! ¡Que pueda
el príncipe nacer con la majestad real, héroe, arquero, guerrero de potente
disparo, de los carros invencibles! ¡Nacer lechera la vaca, robusto el toro de
tiro, rápido el caballo, fecunda la mujer, victorioso el soldado, elocuente el
joven! ¡Que este sacrificio dé lugar a un hijo héroe! ¡Que Parjanya nos dé
en todo tiempo la lluvia deseable! ¡Que el trigo madure abundante! ¡Que
nuestro trabajo y nuestro reposo puedan ser bendecidos!».

La consagración del rey indio


El deseo de regenerar el cosmos por la reiteración simbólica de la
cosmogonía se deja descifrar igualmente en la consagración del rey indio, el
rajasûya. Las ceremonias centrales tenían lugar alrededor del nuevo año. La
unción estaba precedida de un año de ceremonias consacratorias (dîksâ) y
seguida generalmente por otro año de ceremonias de clausura. El rajasûya
es verosímilmente el compendio de una serie de ceremonias anuales
destinadas a restaurar el universo» El rey desempeñaba un papel central,
porque, del mismo modo que el sacrificador shrauta, él incorporaba de
alguna manera el cosmos.
Ya Hocart había puesto de manifiesto la identidad estructural entre la
consagración del rey indio y la cosmogonía. En efecto, las diferentes fases
del ritual realizan sucesivamente la regresión del futuro soberano al estado
embrionario, su gestación de un año y su renacimiento místico en tanto que
cosmocrátor, identificado al mismo tiempo con Prajâpati y el cosmos. El
período embrionario del futuro soberano corresponde al proceso de
maduración del universo y es muy probable que originalmente estuviese en
relación con la maduración de las cosechas. El retorno ritual al estado
prenatal comporta la aniquilación del individuo. La operación es peligrosa
en extremo; por esta razón existen ceremonias especiales que tienen por
objeto rechazar las potencias maléficas (Nirrti, Rudra, etc.) y liberar a
tiempo al rey de las membranas maléficas del embrión. En la segunda fase
del ritual se completa la formación del nuevo cuerpo del soberano. Se trata
de un cuerpo simbólico, que se obtiene bien sea mediante el desposorio
místico del rey con la casta de los brahmanes o con el pueblo, ya sea
mediante la unión de las aguas masculinas con las femeninas, ya mediante
la unión del oro –que significa el fuego– con el agua. La tercera fase del
rajasûya está compuesta de una serie de ritos gracias a los cuales el rey
adquiere la soberanía sobre los tres mundos, es decir, encarna a la vez el
cosmos y se entroniza como cosmocrátor. La ceremonia central comprende
varios actos. El rey levanta los brazos, y este gesto tiene una significación
cosmogónica: simboliza la elevación del axis mundi. En el momento de
recibir la unción el rey permanece de pie en el trono, con los brazos alzados.
En ese momento encarna el eje cósmico que está fijado en el ombligo de la
tierra –es decir, el trono, el centro del mundo– y que llega hasta el cielo. La
aspersión simboliza las aguas que descienden del cielo, a lo largo del axis
mundi –el rey–, a fin de fertilizar la tierra. Inmediatamente, el rey da un
paso hacia cada uno de los puntos cardinales y asciende simbólicamente al
cenit. Una vez realizados estos ritos, el rey adquiere la soberanía sobre las
cuatro direcciones del espacio y sobre las estaciones; en otras palabras: el
rey domina el conjunto del universo espacio-temporal.
En la época histórica no se practicaba el rajasûya más que dos veces: la
primera para consagrar al rey y la segunda para asegurarle la soberanía
universal. Pero en los tiempos protohistóricos, el rajasûya era
probablemente anual y se celebraba para regenerar el cosmos. Su estructura
le relaciona con el tipo de festividades indias periódicas, utsava. También es
probable que en los tiempos antiguos el pueblo tomase parte de un modo
más directo.
Se ve por qué mecanismo el escenario cosmogónico es susceptible de ser
integrado en la consagración de un rey; los dos sistemas rituales persiguen
el mismo fin: la renovación cósmica. Cierto que el retorno al origen y, por
consiguiente, la reiteración simbólica de la cosmogonía están implicados
igualmente en otros rituales. Porque, como he tenido ocasión de mostrar en
la conferencia Eranos de 1956, el mito cosmogónico es el modelo ejemplar
de toda creación. Pero la renovatio efectuada con ocasión de la
consagración de un rey tiene consecuencias considerables para la historia
ulterior de la humanidad. Por una parte, las ceremonias de renovación se
hacen móviles, se separan del cuadro rígido del calendario; por otra parte, el
rey se convierte en cierto modo en el responsable de la estabilidad, la
fecundidad y la prosperidad de todo el cosmos. Esto significa que la
renovación universal se hace solidaria no sólo de los ritmos cósmicos, sino
de las personas y de los acontecimientos históricos.

Regeneración y escatología
En esta concepción se encuentra la fuente de las futuras escatologías
históricas y políticas. En efecto, más tarde se ha llegado a esperar la
renovación cósmica, la «salvación» del mundo, la aparición de un cierto
tipo de rey, de héroe o de salvador, o incluso de un jefe político. Aunque
bajo un aspecto fuertemente secularizado, el mundo moderno conserva
todavía la esperanza escatológica de una renovatio universal, conseguida
por la victoria de una clase social, de un partido o de una personalidad
política. El mito marxista de una edad de oro, lograda por el triunfo
definitivo del proletariado, constituye la expresión más articulada y más
notoria de todas las escatologías políticas modernas. Según Marx, la
sociedad sin clases del futuro pondrá fin a todos los conflictos y a todas las
tensiones que caracterizan a la historia de la humanidad desde su comienzo.
Ya no habrá historia propiamente dicha. Existirá una especie de paraíso
terrestre, pues el hombre será por fin libre y comerá cuanto desee
empleando el mínimo de trabajo, ya que las máquinas inventadas por los
sabios se encargarán del resto.
Es impresionante y significativo al mismo tiempo el encontrar, al término
de nuestro itinerario, el mismo síndrome paradisíaco, aproximadamente,
que acabamos de analizar en los movimientos milenaristas melanesios:
comida abundante, libertad absoluta, abolición de la necesidad de trabajar.
No faltan más que los temas del retorno de los muertos y de la inmortalidad.
Pero el tema fundamental está presente, aunque vacío de significaciones
escatológicas y religiosas. Evidentemente, el contexto cultural es muy
diferente. En la Europa del siglo XIX las sociedades no sólo son
extremadamente complejas, sino que están radicalmente secularizadas.
Marx se esfuerza por atribuir al proletariado una misión soteriológica
aunque, como era de esperar, no utiliza un lenguaje religioso; simplemente
habla de la función histórica del proletariado. El sistema del materialismo
dialéctico concuerda perfectamente con la orientación general del espíritu
científico del siglo XIX. Marx no se toma la molestia de «desacralizar» los
procesos fisiológicos y los valores económicos. Éstos son evidencias
aceptadas como tales por todo el mundo. Y esto es suficiente para
diferenciar netamente las sociedades tradicionales de las sociedades
modernas. Porque el hombre de las sociedades tradicionales considera las
operaciones fisiológicas, en primer lugar la alimentación y la sexualidad,
como igualmente misteriosas, mientras que el hombre moderno las reduce a
procesos orgánicos.
Esto plantea el problema de la «verdadera» significación de todos los mitos
y ritos que acabamos de examinar. Como se ha podido apreciar, la
preocupación concerniente a las cosechas, la caza o la pesca – en suma, el
alimento diario– se deja captar casi siempre en los diferentes escenarios de
la renovación periódica del mundo. Por esta razón, uno está tentado a
preguntarse si no se trata, en definitiva, de una enorme mixtificación
espiritual que interesa reducir a sus verdaderas proporciones, es decir, a sus
causas primeras, económicas, sociales y hasta fisiológicas. Como se sabe, es
un método cómodo, pero simplista, que consiste en reducir un fenómeno
espiritual a su «origen», o sea, a su substrato material. Y en esto,
precisamente, consiste la famosa desmitificación utilizada por los autores
marxistas. Pero esta actitud del espíritu científico europeo es, en sí misma,
la consecuencia de una decisión existencial del hombre moderno y, por
tanto, forma parte integrante del mundo occidental. Pero esta actitud no es,
como se creía en el siglo XIX, la única universalmente valedera para el
espíritu, la única aceptable para el homo sapiens. La explicación del mundo
mediante una serie de reducciones persigue un fin: vaciar el mundo de todo
valor extramundano. Se trata de la trivialización sistemática del mundo
emprendida con el propósito de conquistarlo y de dominarlo. Pero la
conquista del mundo no es –o al menos no ha sido hasta hace medio siglo–
el fin de todas las sociedades humanas. No deja de ser una particularidad del
hombre occidental. Otras sociedades persiguen fines diferentes; por
ejemplo, comprender la «cifra» del mundo para vivir como «vive» el
mundo, es decir, renovándose perpetuamente. La significación de la
existencia humana es lo que importa, y esta significación es de orden
espiritual.
Si existe mixtificación, no es por parte del primitivo, que vive en los ritmos
cósmicos el modelo ejemplar de su existencia, sino en el materialismo
moderno, que está persuadido de que este ritmo cósmico se reduce, en
suma, a la periodicidad de las cosechas. Porque el hombre de las sociedades
tradicionales es trágicamente consciente del hecho de que para existir es
preciso comer; no hay ninguna mixtificación por su parte en lo concerniente
a la fatalidad de tener que asegurar cada día su alimento. Pero el
malentendido surge cuando se olvida que la alimentación no es una
actividad fisiológica, sino un fenómeno humano, puesto que está cargado de
simbolismo. La alimentación, en tanto que acto puramente fisiológico o
actividad económica, es una abstracción. Alimentarse es un hecho cultural y
no solamente un proceso orgánico. Incluso en el estadio de la primera
infancia, el bebé se comporta frente al alimento como ante un mundo
simbólico.
En lo que respecta al hombre de las sociedades tradicionales, el valor que
concede a la alimentación forma parte integrante de su comportamiento
global frente al cosmos. A través de la alimentación, el hombre participa de
una realidad superior: come algo agradable, energético, prestigioso, creado
por seres sobrenaturales o, en ciertos casos, la propia sustancia de estos
seres: en cualquier caso, es el resultado de un misterio (pues toda
regeneración periódica de una especie animal o vegetal, como toda cosecha,
dependen de un «misterio», de un escenario mítico-ritual revelado a los
humanos por los dioses in illo tempore). Más aún: los alimentos no sirven
únicamente para la nutrición, sino que constituyen también reservas de
fuerzas mágico-religiosas o proclaman prestigios y, en este sentido,
funcionan como signos que indican la situación social del individuo o su
destino –su «suerte»– en el circuito cósmico.
Toda una serie de relaciones religiosas entre el hombre y el cosmos se deja
descifrar a través de los actos mediante los cuales el hombre busca, se
procura o produce su alimento. Para un hombre religioso, existir quiere
decir necesariamente situarse en un cosmos real, es decir, viviente, sólido,
fértil, susceptible de ser periódicamente renovado. Pero, como hemos visto,
renovar el mundo equivale a reconsagrarle, a hacerle semejante a lo que era
in principio; a veces, esta consagración equivale a un retorno al estado
«paradisíaco» del mundo. Esto quiere decir que el hombre tradicional sentía
la necesidad de existir en un cosmos rico y significativo; rico no sólo en
alimento (ya que no siempre ocurría así), sino también en significaciones.
En última instancia, este cosmos se revela como una cifra; «habla»,
transmite su mensaje a través de sus estructuras, sus modalidades, sus
ritmos. El hombre «escucha» o «lee» sus mensajes y, en consecuencia, se
comporta frente al cosmos como ante un sistema coherente de
significaciones. Ahora bien: esta cifra de cosmos, cuando es correctamente
descifrada, apunta hacia realidades paracósmicas. Ésta es la razón por la
cual la renovación periódica del mundo ha sido el escenario mítico-ritual
más utilizado en la historia religiosa de la humanidad. Esta renovación ha
sido infatigablemente reinterpretada y revalorizada, continuamente
integrada en contextos culturales múltiples y variados. Tanto las ideologías
reales como los diferentes tipos de mesianismos y de milenarismos, y, en la
época moderna, los movimientos de liberación nacional de los pueblos
colonizados, están influidos más o menos directamente por esta creencia
religiosa; que el cosmos puede ser renovado ab integro y que esta
renovación implica no sólo la «salvación» del mundo, sino también la
reintegración al estado paradisíaco de la existencia, caracterizado por la
abundancia de alimentos obtenidos sin esfuerzo alguno. El hombre se siente
místicamente solidario del cosmos y sabe que el cosmos se renueva
periódicamente; pero también sabe que la renovación puede obtenerse
mediante la repetición ritual de la cosmogonía, ya sea ésta efectuada
anualmente (escenario del nuevo año), ya sea con ocasión de crisis cósmicas
(sequías, epidemias, etc.) o bien acontecimientos históricos (subida al trono
de un nuevo rey, etc.). En última instancia, el hombre religioso llega a
sentirse responsable de la renovación del mundo. Y es en esta
responsabilidad de orden religioso donde deben buscarse los orígenes de
todas las formas políticas, tanto «clásicas» como «milenaristas».
4. CUERDAS Y MARIONETAS

El «milagro de la cuerda»
Asvagosha relata en su poema Buddhacarita (XIX, 12-13) que al visitar el
Buda, por primera vez después de la iluminación, su ciudad natal,
Kapilavastu, hizo una demostración en ella de algunos «poderes
milagrosos» (siddhi). Para convencer a los suyos de la verdad de sus fuerzas
espirituales y preparar su conversión, se elevó en los aires y dividió su
cuerpo en pedazos, que dejó caer al suelo para recomponerlos después ante
los ojos pasmados de los espectadores. Este milagro se halla tan
íntimamente ligado a la tradición de la magia india que se ha convertido en
el prodigio tipo del faquirismo. El célebre «milagro de la cuerda» (rope-
trick) de faquires e ilusionistas crea una ilusión de una cuerda que se eleva
en el cielo hasta muy arriba y por la cual el maestro obliga a trepar a un
joven discípulo hasta que éste desaparece de la vista de la gente. El faquir
lanza entonces su cuchillo al aire y los miembros del muchacho caen uno
tras otro al suelo.
El Suruci-Jâtaka (n. 498) cuenta que un titiritero, para hacer reír al hijo del
rey Suruci, hizo aparecer mágicamente un mango y lanzó hacia lo alto un
ovillo de hilo, cuya extremidad dejó enganchada en una de las ramas del
mango. Trepando a lo largo del hilo, el titiritero desapareció por encima del
árbol. A continuación sus miembros cayeron a tierra. Un segundo titiritero
los reunió, los roció con agua, y el hombre resucitó.
El milagro de la cuerda debía de ser muy popular en la India de los siglos
VIII y XIX, porque Gaudapâda y Sankara lo toman como ejemplo para
ilustrar las ilusiones creadas por la mâyâ. En el siglo XIV, Ibn
Batuta pretende haber sido testigo de un milagro semejante en la corte del
rey de la India, y el emperador Jahangir describe un espectáculo parecido en
sus Memorias. Y dado que, al menos desde la expedición de Alejandro, la
India pasaba por ser el país de la magia, todos aquéllos que la visitaban eran
reputados de haber sido espectadores de uno o varios milagros típicos del
faquirismo. Un místico tan notable como Al Hâllâj dio pie a una serie de
historias según las cuales había visitado la India para aprender allí la magia
blanca, «con el fin de atraer a los hombres hacia Dios». L. Massignon ha
traducido un relato incluido en el Kitab al Oyoûn según el cual cuando Al
Hâllâj llegó a la India, «se informó sobre una mujer, fue a visitarla y charló
con ella. Y ella lo citó para el día siguiente. Entonces salió con él y
marcharon hasta la orilla del mar, llevando una cuerda provista de nudos,
como una verdadera escala. Después, la mujer dijo algunas palabras, se
subió a la cuerda apoyando los pies en ella y trepó tan alto que desapareció
de nuestra vista. Y Al Hâllâj, volviéndose hacia mí, me dijo: "Por esta
mujer he venido a la India"».
Resulta imposible exponer aquí toda la documentación, bastante numerosa,
del rope-trick en la India antigua y moderna. Yule y H. Cordier han
recopilado un cierto número de casos tomándolos de la prensa anglo-india
del siglo XIX. R. Schmidt, A. Jacoby y A. Lehmann han enriquecido este
material añadiéndole numerosos ejemplos ajenos a la India. Porque este
milagro tipo del faquirismo indio no está confinado en este país. Se le
encuentra en China, en las Indias holandesas, en Irlanda y en el antiguo
México. He aquí la descripción que hace Ibn Batuta de una sesión a la que
asistió en China: el ilusionista «cogió una bola de madera provista de varios
agujeros por los que pasaban largas sogas. La arrojó al aire, y la bola se
elevó hasta que desapareció de nuestra vista [...] Cuando ya no quedaba en
su mano más que un pequeño cabo de la soga, el ilusionista ordenó a uno de
sus aprendices que se colgase de ella y que se elevase en el aire, cosa que
hizo hasta que dejamos de verlo. El ilusionista le llamó tres veces sin recibir
respuesta; entonces tomó un cuchillo en su mano, como si hubiera montado
en cólera, se asió a la cuerda y desapareció también. Acto seguido, arrojó al
suelo una mano del niño, después un pie, en seguida la otra mano, el tronco
y la cabeza. A continuación, descendió con la respiración jadeante; sus
ropas estaban manchadas de sangre [...]. Tras recibir una orden del emir, el
buen hombre recogió los miembros del muchacho, los ensambló unos con
otros, y hete aquí al niño que se levanta y que se mantiene perfectamente en
pie. Todo esto me extrañó muchísimo, y a consecuencia de ello padecí una
fuerte palpitación, semejante a la que me asaltó en el palacio del rey de la
India cuando fui testigo de un acontecimiento análogo... ».
El viajero holandés Ed. Melton pretende haber asistido en el siglo XVII a un
espectáculo semejante. En realidad, se trataba de un grupo de ilusionistas
chinos. Relatos casi idénticos se encuentran en las memorias de diversos
viajeros holandeses de los siglos XVII y XVIII.
Es notable el hecho de que el milagro de la cuerda se encuentre también en
el folklore irlandés. La historia más popular al respecto ha sido recogida en
la colección traducida por S. H. O'Grady. El ilusionista arroja al aire un hilo
de seda que se engancha en una nube. Sobre este hilo hace correr a un
conejo, seguido de un perro (recordemos que el ilusionista de que habla
Jahangir lanzó sucesivamente por la cadena un perro, un cerdo, una pantera,
un león y un tigre)» Después envía a un muchacho y a una muchacha: todos
desaparecen en la nube. Algo más tarde, al enterarse de que, por un
descuido del muchacho, el perro se ha comido al conejo, el ilusionista trepa
a su vez por la cuerda y corta la cabeza del joven. Sin embargo, a petición
del señor, vuelve a colocarla en su lugar y le resucita.
Son varias las regiones europeas en las que se han encontrado leyendas en
las que figuran, tanto combinados como por separado, estos dos temas
específicos del rope-trick; a) magos que descuartizan sus propios cuerpos o
los de otros individuos para recomponerlos a continuación; b) hechiceros y
hechiceras que desaparecen en el aire por medio de cuerdas. Del segundo
tema nos ocuparemos más adelante. Todas las leyendas europeas son
originarias de un medio en el que existía la magia; las del primer tipo son
probablemente de origen erudito. Como ejemplo veamos la actuación del
brujo Johann Philadelphia en Gotinga, en el año 1777: Philadelphia fue
descuartizado y sus restos metidos en un tonel. Pero al ser abierto éste más
pronto de lo requerido, no se encontró en él más que un embrión, que no
había tenido tiempo de desarrollarse, por lo cual el hechicero no pudo
volver a la vida. Durante la Edad Media corría una leyenda parecida acerca
de Virgilio, y Paracelso nos ha transmitido historias semejantes de las
Siebengebirge (las siete montañas). En sus Disquisitiones magicae (1599)
cuenta Debrios que el hechicero Zedequeo el Judío, que vivió en tiempos de
Luis el Piadoso, arrojaba hombres al aire, los descuartizaba y unía luego sus
miembros: Advirtamos de pasada que Sahún señala hechos del mismo orden
entre los huastecas de México. Se trata de una clase de brujos denominados
motetequi, palabra que significa literalmente «los que se descuartizan a sí
mismos». El motetequi se dividía a sí mismo en trozos, que escondía bajo
una manta; después se metía bajo la manta y volvía a salir en seguida sin
mostrar la menor herida: Jahangir señaló el mismo procedimiento entre los
ilusionistas de Bengala: el hombre descuartizado es cubierto por un paño;
uno de los ilusionistas se desliza bajo el paño, y un instante después el
hombre salta sobre sus pies»

Hipótesis
Se ha tratado de explicar el «milagro de la cuerda» ya por medio de la
sugestión colectiva, ya por la extraordinaria destreza de los
prestidigitadores. Por su parte, A. Jacoby había llamado ya la atención sobre
el carácter fabuloso, de sagas, de la mayoría de los relatos europeos
paralelos: Pero sea cual fuere la explicación elegida, sugestión o
ilusionismo, el problema del rope-trick no nos parece todavía resuelto. ¿A
qué se debe el que se haya inventado este tipo de ilusionismo? ¿Por qué se
ha elegido precisamente esa escenificación –ascensión de una cuerda,
desmembramiento de un aprendiz, seguido de su resurrección, para
imponerla, por sugestión o por autosugestión, a la imaginación del público?
Dicho de otro modo: el milagro de la cuerda, bajo su forma actual de
escenificación imaginaria, de relato fabuloso o de ilusionismo, tiene una
historia, y esta historia no puede ser aclarada más que tomando en
consideración los ritos, los símbolos y las creencias religiosas arcaicas.
Se pueden distinguir dos elementos: primero, el despedazamiento del
aprendiz; segundo, la ascensión al cielo por medio de una cuerda. Ambos
elementos son característicos de los ritos y de la ideología chamánicos.
Analicemos, para comenzar, el primer tema. Se sabe que, durante sus
«sueños iniciáticos», los aprendices de chamán asisten a su propio
descuartizamiento por los «espíritus» o los «demonios» que desempeñan el
papel de maestros de la iniciación: les es cortada la cabeza, son divididos en
pequeños fragmentos, sus huesos son limpiados, etc., y, por último, los
«demonios» reagrupan los huesos y los recubren con una carne nueva. Nos
hallamos aquí ante experiencias extáticas de estructura iniciática: una
muerte simbólica seguida de una renovación de los órganos y de la
resurrección del candidato. No estará de más recordar que visiones y
experiencias semejantes se encuentran también entre los esquimales, los
australianos, las tribus americanas y las africanas. Es decir, se trata de una
técnica iniciática extremadamente arcaica. Ahora bien: hay que subrayar
que cierto rito tántrico himalayo, el tchöd, incluye también el
despedazamiento simbólico del neófito; éste presencia su propia
decapitación y descuartizamiento efectuado por los dâkinîs o por otros
demonios. Se puede, pues, considerar el descuartizamiento del aprendiz y su
resurrección por el faquir como una escenificación de iniciación chamánica
casi enteramente desacralizada.
En cuanto al segundo elemento chamánico que hemos reconocido en el
rope-trick, esto es, la ascensión al cielo por medio de una cuerda, plantea un
problema más complejo. Tenemos, por una parte, el mito arcaico y
extremadamente extendido del árbol, de la cuerda, de la montaña, de la
escala o del puente que unían, en el comienzo de los tiempos, al cielo con la
tierra y aseguraban la comunicación entre el mundo de los dioses y los
humanos. Esta comunicación se interrumpió a causa de una falta del
antepasado mítico: el árbol, la cuerda o la liana fueron cortadas. Tal mito no
se halla limitado a las zonas dominadas por el chamanismo en sentido
estricto, sino que representa también un papel considerable en las
mitologías chamánicas y en los rituales extáticos de los chamanes.

Mitos tibetanos de la cuerda cósmica


El mito de la escalera o de la cuerda que unían el cielo con la tierra es
bastante conocido en la India y el Tíbet. El Buda descendió del cielo
Trayastrimsa por una escalera con la intención de «marcar el camino a los
humanos»: desde la cima de la escalera se podían ver, por encima, todos los
Brahmâlokas y, por debajo, las profundidades del infierno, porque la
escalera era un verdadero axis mundi levantado en el centro del universo»
Esta escalera milagrosa está representada en los relieves de Bharhut y de
Sañcî y, en la pintura budista tibetana, sirve también a los humanos para
subir al cielo.
Según las tradiciones tibetanas prebudistas (bon), en el origen existía una
cuerda que unía la tierra con el cielo. Los dioses descendían del cielo a lo
largo de esta cuerda para ir al encuentro de los hombres. Después de la
caída del «hombre» y la aparición de la muerte, la unión entre el cielo y la
tierra fue interrumpida. El primer rey del Tíbet también habría descendido
del cielo por medio de una cuerda. Los primeros reyes tibetanos no
murieron, sino que subieron al cielo. Pero desde que la cuerda fue cortada
sólo las almas pueden subir al cielo, en el momento de la muerte,
permaneciendo los cadáveres en la tierra. En muchas de las prácticas
mágicas, especialmente las bon, se intenta, todavía en nuestros días, subir al
cielo por medio de una cuerda mágica, y se cree que los hombres piadosos,
a la hora de su muerte, son elevados hacia el cielo por medio de una cuerda
invisible.
Todas estas creencias expresan los diferentes aspectos de una doctrina que
se puede resumir del siguiente modo: 1.°, en los tiempos míticos, la
comunicación con el cielo era fácil, pues una cuerda (o un árbol, una
montaña, etc.) unía a la tierra con el cielo; 2.°, los dioses descendían a la
tierra, y los reyes –de origen celeste igualmente– subían al cielo por medio
de la cuerda, tras haber cumplido su misión en la tierra; 3.°, tras un
acontecimiento catastrófico, que se podría equiparar a la «caída» de la
tradición judeo-cristiana, la cuerda fue cortada y, a consecuencia de ello, la
comunicación real entre la tierra y el cielo se hizo impracticable; 4.°, la
catástrofe modificó a la vez la estructura del cosmos (separación definitiva
de la tierra y el cielo) y la condición humana, ya que el hombre se hizo
mortal; dicho de otro modo: a partir de ese instante padeció la separación
del cuerpo y el alma; 5.°, en efecto, después de la catástrofe primordial, sólo
el alma puede subir al cielo después de la muerte; 6.°, sin embargo, existen
seres privilegiados (hombres piadosos o hechiceros) que, incluso en
nuestros días, consiguen subir al cielo por medio de una cuerda.
La doctrina que acabamos de resumir parece ser bastante arcaica. Se la
encuentra no solamente entre los tibetanos y en Asia Central, sino en otras
regiones del mundo. La ideología de la experiencia mística de los chamanes
se articuló a partir de parecidas mitologías del «paraíso» y de la «caída». El
problema es demasiado complejo para abordarlo en esta ocasión. Por otra
parte, no atañe directamente a nuestro tema. Para el propósito de este
artículo basta retener el hecho de que, después de la «caída», la cuerda se
convirtió en patrimonio exclusivo de individuos privilegiados: reyes,
hechiceros, religiosos. La cuerda es capaz de hacer subir al hombre –o
solamente a su alma– hasta el cielo. La cuerda se considera como el medio
por excelencia de alcanzar el cielo a fin de encontrarse con los dioses. Pero
no es un bien común de la humanidad: no es accesible más que a un número
limitado de «elegidos».

El hilo de un chamán negrito


Veamos ahora algunos ejemplos análogos tomados entre los pueblos
primitivos. Durante las sesiones de curación, el chamán (halak) de los
negritos pahang sostiene entre sus dedos hilos fabricados con hojas de
palma o, según otros, cuerdas muy finas. Estos hilos y estas cuerdas llegan
hasta Bonsu, el dios celeste, que habita por encima de las siete moradas
celestes. Mientras dura la sesión, el halak permanece directamente unido al
dios celeste por medio de estos hilos o cuerdas, que el dios hace descender y
recoge de nuevo hacia sí después de la ceremonia»
Todo esto significa que el chamán realiza la curación mientras se encuentra
en comunicación con el dios celeste y, en último término, gracias a esa
comunicación. En efecto, durante la sesión, el halak emplea igualmente
piedras mágicas, que se cree que se han desprendido del trono del ser
supremo o de la bóveda celeste» En resumen, el elemento esencial de la
curación es la experiencia religiosa del chamán: éste se siente directamente
unido al cielo o a los seres celestiales. Su poder procede del hecho de
mantener entre sus dedos un objeto caído de lo alto: hilo, cordón o piedra
desprendida de la bóveda celeste.
No vamos a discutir aquí la antigüedad de esta creencia. Ya se sabe que
ciertos elementos del chamanismo malayo proceden de influencias
recientes. La concepción del cielo escalonado en siete moradas, por
ejemplo, es una idea de origen indio. Sin embargo, la parte esencial del
ritual del halak negrito es arcaica, ya que las piedras mágicas caídas del
cielo representan un importante papel en las iniciaciones de los medicine-
men australianos y sudamericanos» Y según veremos más tarde, los
medicine-men australianos emplean asimismo una cuerda mágica que les
permite elevarse por los aires e incluso ascender al cielo. La posesión de la
cuerda presupone una experiencia religiosa bastante intensa del halak. Esta
experiencia es provocada a continuación de una «elección divina». El
fenómeno es demasiado conocido para que tengamos que insistir sobre él.
Se trata siempre de una «llamada» de los seres sobrenaturales, «llamada»
acompañada de una serie de síntomas psicopatológicos. Lo que importa
para nuestra investigación es el hecho de que, en ciertos chamanismos, la
elección divina se manifiesta mediante un sueño durante el cual se ve un
hilo que desciende del cielo. Un lepcha de Maria-Basti cuenta lo siguiente:
«Si un hombre ve en sueños un hilo que desciende desde el cielo hacia él,
debe interpretar este signo como una orden del cielo de convertirse en
chamán (Bong-thing o Mun). Los que han sido elegidos de esta forma deben
obedecer y consagrarse a la función de chamán. Puede suceder que un
hombre vea descender el hilo sobre otro. En ese caso, está obligado a
comunicar su sueño a la persona en cuestión, y ésta debe obedecer el
requerimiento. Sin embargo, si alguien corta el hilo mientras desciende
sobre la persona elegida, ésta morirá de repente».
Este documento aclara perfectamente que: 1.°, la vocación mística es el
resultado de una elección divina; 2.°, esta elección es comunicada al futuro
chamán mediante la imagen de un hilo que desciende del cielo y se posa
sobre su cabeza; 3.°, el descenso del hilo tiene carácter de fatalidad, como si
el destino se desvelase súbitamente; 4.°, en efecto, la persona elegida siente
que ha perdido su libertad personal: se siente cautiva, «atada» por la
voluntad de otro, «encadenada». El hilo descendido de lo alto proclama que
la «vocación» del chamán ha sido decidida por los dioses. Y según
demuestra toda la historia del chamanismo, resistirse a esta decisión divina
equivale a la muerte.

La India: cuerdas cósmicas y tejido neumático


Las imágenes de la cuerda y del hilo son ampliamente utilizadas en las
especulaciones cosmológicas y fisiológicas indias. En resumen: se podría
decir que su función consiste en ajustar toda unidad viviente, tanto al
cosmos como al hombre. Tales imágenes primordiales sirven al mismo
tiempo para revelar la estructura del universo y para describir la situación
específica del hombre. Las imágenes de la cuerda y del hilo logran sugerir
lo que la filosofía volverá explícito más tarde: que todo lo existente es, por
su misma naturaleza, producido, «diseñado» o «tejido» por un principio
superior; y que toda existencia en el tiempo implica una «articulación» o
una «trama». Es preciso, sin embargo, distinguir entre varios temas
paralelos:
1.° Las cuerdas cósmicas (es decir, los vientos) mantienen unido el
universo, al igual que los hálitos mantienen unido y articulan el cuerpo del
hombre. La identidad entre los hálitos (prânas) y los vientos aparece ya
atestiguada en el Atharva Veda (XI, 4, 15). Los órganos se conservan
ligados gracias a los hálitos, lo que, en última instancia, equivale a decir
gracias al âtman. «Yo, yo conozco el hilo tendido sobre el cual son tejidos
estos seres vivientes; yo conozco el hilo del hilo, e igualmente al gran
brahaman» (Atharva Veda, X, 8, 38). Este hilo (sûtra) es el âtman. En la
Brhadâranyaka Upanishad (III, 7, 1), la doctrina del siltratman se formula
claramente: «¿Conoces tú, Kâpya, el hilo mediante el cual están ligados este
mundo y el otro mundo y todos los seres? [..] Quien conoce este hilo, este
agente interior, conoce también el brahman, conoce los mundos, conoce los
dioses, conoce el âtman, lo conoce todo» (traducción al francés de E.
Senart).
2.° Cuando al fin del mundo las cuerdas de los vientos sean cortadas
(vrashcanam vâtarajjûnâm), el universo se desintegrará (Maitri Upanishad,
I, 4). Y puesto que «es mediante el aire, como por un hilo, el modo en que
este mundo y el otro mundo y todos los seres están ligados [...], se dice de
un hombre muerto que sus miembros están relajados
(vyasramsisatâsyângâni), porque es el aire (= la respiración) lo que los une
como un hilo» (Brih. Up., III, 7, 2). Ideas similares se encuentran también
en China. Chuang Tze (III, 4) afirma que «los antiguos describen la muerte
como la relajación de la cuerda de la que Dios había suspendido la vida».
3.° El sol ata a los mundos a sí mismo por medio de un hilo. Como repite
numerosas veces el Satapatha Brâhmana, «el sol sujeta (asma vayate) estos
mundos con un hilo. Ahora bien: este hilo es el mismo viento» (vâyuh, VIII,
7, 3, 10; cf. también VII, 3, 2, 13). «El sol es el eslabón de enlace, puesto
que estos mundos están atados al sol por los cuatro puntos cardinales» (Sat.
Br, VI, 7, 1, 17). El sol es llamado el «bien tejido», «puesto que cose unos
con otros los días y las noches» (Ibíd.., IX, 4, I, 8). Esta alusión a la
conjunción de los días y las noches está relacionada con la imagen védica
de las dos hermanas –la noche y la aurora– que, «al igual que dos tejedoras
satisfechas que tejen conjuntamente el hilo tendido» (Rig Veda, II, 3, 6),
tejen el tiempo.
4.° Puesto que une al mundo a sí mismo por medio de un hilo, el sol es el
tejedor cósmico, por lo cual muchas veces se le compara a una araña. «El
tejedor de la tela es ciertamente aquél que brilla allá arriba, porque se
mueve a lo largo de estos mundos como si fuera sobre una tela» (Sat. Br.,
XIV, 2, 2, 22). Un gatha sacrificial citado en el Kausîtaki Brâhmana, XIX,
3, habla del sol (= el año) como de una araña. Varios de las Upanishads
utilizan la imagen de la araña y de su tela, pero lo hacen conforme a la
orientación religiosa propia de cada uno de ellos. Se compara a la araña bien
el âtman, bien lo «imperecedero», bien el mismo Dios. «Como una araña
sube sobre su hilo, [...] del mismo modo del âtman salen todos los hálitos,
todos los mundos, todos los dioses, todos los seres» (Brhadâranyaka
Upanishad, 1, 20; cf. Maitri Upanishad, VI, 32). «Exactamente igual que
una araña lanza y retira (srjate grhnate, literalmente «esparce y detiene»)
[...], del mismo modo todo nace en este mundo de lo imperecedero
(aksarât)» (Mundaka Upanishad, I, 1, 7). Para una Upanishad teísta como
el Svetâsvatara, es el «Dios único el que, a semejanza de la araña, se
desenvuelve a sí mismo en hilos surgidos de la materia primordial»
(pradhâna, VI, 10, trad. francesa de L. Silburn).
5.° Por último, cierto número de textos posvédicos identifican al tejedor
cósmico ya con el âtman o brahman, ya con un Dios personal como el
Krishna de la Bhagavad-gitâ. Cuando, en un famoso pasaje de la
Brhadâranyaka Upanishad (III, 6, 1), Gârgî plantea la cuestión:
«Yâjnavalkya, si las aguas son la trama sobre la cual todo ha sido tejido,
¿sobre qué trama han sido tejidas las aguas?», Yâjnavalkya le responde:
«Sobre el aire». A su vez, explica a continuación Yâjnavalkya, el aire está
tejido sobre los muchos celestes, y éstos están tejidos sobre los mundos de
los gandharvas, y éstos últimos están tejidos sobre los mundos del sol, y así
sucesivamente hasta llegar a los mundos de Brahmâ. Pero cuando Gârgî le
pregunta: «Y los mundos de Brahmâ, ¿sobre qué trama están tejidos?»,
Yâjnavalkya se niega a responderle. «¡Oh, Gârgî! –le dice–. No preguntes
más. Ten cuidado, no vaya a estallarte la cabeza. Tus preguntas rebasan una
divinidad más allá de la cual no hay nada que preguntar» (traducción
francesa de E. Senart). Sin embargo, en el párrafo siguiente (III, 7, 1 y ss.),
Yâjnavalkya afirma que es el «agente interior» (antaryâninam) el verdadero
Grund del universo. Y este agente interior es el sûtrâtman, el âtman
imaginado como un hilo.
En la Bhagavad-gitâ es Dios el que «teje» el mundo. Krishna se proclama a
sí mismo la persona suprema «por la cual es tejido este universo» (vena
sarnam idam tatam VIII, 2). «Todo esto es tejido por mí» (mayâ tatam idam
sarvam, IX, 4). Y después de la deslumbradora teofanía del canto XI,
Arjuna exclama: «Tú eres el dios primordial, el espíritu antiguo [...], por ti
ha sido tejido todo» ( tvayâ tatam visvam, XI, 38).

Tejido y condicionamiento
Como puede observarse, nos encontramos, con respecto al tejedor
primordial, ante la misma situación mostrada a propósito de la araña
cósmica: se le equipara bien al sol, bien a un principio transpersonal
(âtman-Brahman) o bien a un dios personal. No obstante, y sea cual sea su
naturaleza o la forma bajo la cual se manifieste, el creador es en todos estos
contextos un «tejedor», lo cual viene a significar que mantiene unidos a sí,
por medio de cuerdas o de hilos invisibles, los mundos y los seres que él
produce ( más exactamente, que él «eyecta» de sí mismo ).
Llegar a ser y existir en el tiempo, durar, significa ser proyectado por el
creador y permanecer ligado a él como por un hilo. Incluso cuando –como
ocurre ya en la época de los Brâhmanas, pero sobre todo en las
Upanishads– se recalca la necesidad de «unificar» y de articular los hálitos
a fin de forjar la persona inmortal, el âtman, se trata siempre de una
«creación»: se crea el medio de acceder al modo de ser transpersonal, se
fabrica el instrumento con el cual se obtiene la inmortalidad. Hay que
señalar que, incluso en las Upanishads (donde el problema es muy distinto:
¿cómo expresar la experiencia inefable del descubrimiento y de la conquista
de sí mismo?), se emplea la imagen del hilo en relación con el âtman.
Parece, pues, que las principales corrientes de la espiritualidad arcaica india
han sido alimentadas por la idea-base de que todo lo que es viviente, real,
existente (sea en el tiempo, sea en la atemporalidad), es, por excelencia, una
unidad bien ajustada y articulada. Antes de descubrir que el ser es uno, la
especulación india descubrió que la dispersión y la desarticulación
equivalen al no-ser; que para existir verdaderamente es preciso estar
unificado e integrado. Y las imágenes más adecuadas para expresar todo
esto eran el hilo, la araña, la trama, el tejido. La tela de araña mostraba de
manera magnífica la posibilidad de «unificar» el espacio a partir de un
centro, uniendo entre sí los cuatro puntos cardinales.

Imágenes, mitos, especulaciones


Estas imágenes y estas especulaciones son el producto de experiencias
profundas. Siempre que el hombre toma conciencia de su propia situación
existencial, esto es, de su modo específico de existir en el cosmos, y asume
este modo de existencia, expresa estas experiencias decisivas por medio de
imágenes y de mitos que en adelante disfrutarán de un puesto privilegiado
en la tradición espiritual de la humanidad. Un análisis profundo nos
permitirá redescubrir las situaciones existenciales que dieron lugar al
simbolismo indio del hilo y del tejido.
La creación cosmogónica, lo mismo que el cosmos, son simbolizados por el
acto de tejer. Para los Bráhmanas, el universo existe porque todas sus partes
están ajustadas, porque la trama espacio-temporal es «tendida» gracias al
sacrificio. Pero esta concepción de la tejedura del universo y de la
rearticulación de Prajápati por la magia misteriosa del sacrificio no es
demasiado antigua. Prajápati, quien al crear el mundo, los dioses y los seres
vivientes se agota y se desarticula, representa una idea religiosa exclusiva
de los Bráhmanas. Pero incluso para los Bráhmanas es Prajápati el que ha
creado el universo, y el sacrificio no hace más que prolongar su existencia.
La exaltación del sacrificio todopoderoso no debe hacernos perder de vista
el hecho de que también para los Bráhmanas el cosmos ha tenido un autor.
El sol, los dioses o Brahman «tejen» el mundo. La trama depende, pues, de
un tramador. El universo es creado por otro, y, lo que es más, está unido a
su autor por medio de cordones. La creación no está absolutamente separada
de su creador: permanece unida a él como por un cordón umbilical. Ello es
importante porque, al ser así, los mundos y los seres no son, ni pueden serlo,
«libres». No pueden moverse por su propia voluntad. El hilo que los une a
su autor les mantiene en vida, pero también en dependencia. «Vivir»
equivale, bien a ser «tejido» por la potencia misteriosa que trama el
universo, el tiempo y la vida, bien a estar unido por un cordel invisible a un
cosmocrátor (sol, Brahman, dios personal). En ambos casos, «vivir»
equivale a estar condicionado, a depender de algo. Ese «algo» puede ser
Dios o un principio impersonal, misterioso, muy difícil de identificar, pero
cuya presencia se advierte en toda existencia temporal; en efecto, todo
existente siente que es a la vez el resultado de sus propios actos y de otra
cosa, del hecho de que es «tejido», es decir, unido indestructiblemente a su
propio pasado; siente que constituye una «trama», y ésta, en cierto momento
de la especulación india, llega a ser considerada como indesgarrable, en el
sentido de que la «trama» no se detiene con la muerte del individuo, sino
que se prolonga de una existencia a otra, formando de hecho la razón de ser
de las innumerables transmigraciones.
Es probable que una de las raíces de la idea del karma haya de ser buscada
en las especulaciones que se refieren a la tejedura cósmica y la trama
constituida por la serie ininterrumpida de los sacrificios. No vamos a tratar
aquí el problema de los orígenes de la idea del karma. Nos limitaremos a
decir que tal idea no ha tomado forma ente los hombres religiosos, que se
sienten unidos como por hilos a un Dios personal, sino que se impone al
pensamiento cuando se descubre que el hombre es el resultado de sus
propios actos rituales, o sea, que se siente ligado por sí mismo a sí mismo.
La insistencia con que se medita sobre el hecho de que todo hombre se
inserta en una serie de acontecimientos temporales, que forma parte de una
trama, que no puede escapar a su propio pasado, prueba que se trata de un
pensamiento que no alcanza a satisfacerse con las soluciones rituales,
empleadas por las sociedades primitivas y arcaicas, de regenerar
periódicamente el tiempo (regeneración que implica la abolición del
pasado).
Las imágenes del hilo, de la cuerda, de la ligadura, del tejido, son
ambivalentes: expresan igualmente una situación privilegiada (estar unido al
Dios, encontrarse en relación con el Urgrund cósmico) como una situación
lamentable y trágica (estar condicionado, encadenado, predestinado, etc.).
En ambos casos, el hombre no es libre. Pero en el primero el hombre vive
en permanente comunicación con su creador, o con el Urgrund cósmico; en
el segundo, por el contrario, se siente prisionero de un destino, encadenado
por la «magia» o por su propio pasado (por la suma de sus actos).
Una ambivalencia análoga se vislumbra en otras expresiones del
simbolismo indio de la ligadura que he estudiado en una obra anterior.
Varuna, lo mismo que Vrtra y que las divinidades de la noche, son los
«dueños de las ataduras»: ellos atan y paralizan a los seres vivientes y
sujetan a los muertos, y Vrtra «encadena» a las aguas. En este simbolismo
indio de las ligaduras dominan los elementos mágicos: el hombre atado y
paralizado, abocado a la muerte. En efecto, las mismas imágenes y formas
de la ligadura se encuentran en la hechicería, en la demonología y en la
mitología de la muerte. Y, sin embargo, Indra y Varuna desatan también a
los humanos, los «liberan» (Indra «libera» también a las aguas,
«encadenadas» por Vrtra en el hueco de la montaña). Lo cual significa que
estos dioses tienen el «poder de atar y el poder de desatar» (Mateo, XVI, 19,
etc.).
Otro ejemplo: el yoga es el medio por excelencia de liberarse de la
esclavitud que supone toda condición humana. Mediante el yoga se obtiene
la libertad absoluta. Sin embargo, el mismo término yoga denota en cierto
modo un acto de «atadura»; la raíz yuj, «juntar», nos lleva también al latín
jungere, jugum y «yugo», yoke. Esto se comprende si se recuerda que el
yoga es, ante todo, una técnica que persigue el perfecto dominio del cuerpo,
la «subyugación» de los órganos y de las facultades psicomentales. Se trata,
pues, de juntar, de articular y de unificar la actividad de los órganos y el
flujo psicomental. El jukta es el «unificado»; pero es también el que se halla
en estado de unión con Dios.

Cuerdas y marionetas
Todas estas imágenes –de los vientos en tanto que cuerdas cósmicas, del
aire que teje los órganos y los mantiene unidos, del âtman en tanto que hilo,
de la araña, del sol y de los dioses tejedores– son solidarias de otras
concepciones arcaicas como las del hilo de la vida, del destino en tanto que
tejido, de las diosas o las hadas hilanderas, etc. El tema es demasiado
amplio para ser abordado aquí. Digamos, sin embargo, unas palabras sobre
el papel que representan la cuerda o el hilo en la magia. No solamente se
piensa que los magos hechizan a sus víctimas mediante cuerdas y nudos,
sino que existe igualmente la creencia de que poseen el poder de volar por
los aires o desaparecer en el cielo con la ayuda de un cordel. Numerosas
leyendas europeas medievales y pos-medievales nos muestran a los brujos y
brujas escapando de su prisión, o incluso de la hoguera, gracias al hilo o la
cuerda que les ha sido arrojada. Este último tema folklórico recuerda
extrañamente al rope-trick indio.
Como acabamos de ver, la cuerda no es solamente el medio ejemplar de
comunicación entre la tierra y el cielo; es también una imagen clave,
presente en las especulaciones que conciernen a la vida cósmica, la
existencia y el destino humanos, al conocimiento metafísico (sútrâtman) y,
por extensión, a la ciencia secreta y a los poderes mágicos. Al nivel de las
culturas arcaicas, la ciencia secreta y los poderes mágicos implican siempre
la facultad de volar por los aires y de subir al cielo. La escalada chamánica
de los árboles es, por excelencia, un rito de ascensión al cielo. Y es
significativo el hecho de que en la imaginería tradicional india la escalada
del árbol simboliza la posesión tanto de los poderes mágicos como de la
gnosis metafísica. Hemos visto que el juglar del Suruci-Jâtaka salta a un
árbol con la ayuda de una cuerda mágica y a continuación desaparece entre
las nubes. Se trata, en este caso, de un tema folklórico, pero que se
encuentra igualmente en los temas eruditos. El Pancavimsha Brâhmana
(XIV, I, 12-13), por ejemplo, al hablar de los que ascienden a la copa del
gran árbol, precisa que sólo los que poseen alas –es decir, los que saben–
consiguen volar, mientras que los ignorantes, desprovistos de alas, caen a
tierra. También aquí vuelve a encontrarse la misma secuencia: escalada del
árbol, conocimiento esotérico, ascensión al cielo, lo cual equivale en el
contexto de la ideología india a la trascendencia de este mundo y a la
liberación. Ahora bien: como veremos inmediatamente, la misma secuencia
aparece entre los magos de las sociedades primitivas.
Creo que será útil comparar las imágenes y las especulaciones indias con los
simbolismos griegos y germánicos de la ligazón y el tejido. Ya traté este
problema en un trabajo anterior. El libro de Onians Origins of European
Thought contiene asimismo un gran número de hechos y de análisis
penetrantes en relación con los símbolos y los rituales –solidarios, pero
diversos– de la ligazón, el tejido y el hilado en Grecia y entre los antiguos
pueblos de Europa. El problema es abrumador y no se pretende
desembrollar aquí toda su complejidad. Por el momento, limitémonos a
recordar simplemente que la imagen de una cuerda que une al cosmos y al
hombre con el Dios supremo (o con el sol) se encuentra también en Grecia.
Platón utiliza esta imagen cuando quiere sugerir a la vez la condición
humana y el medio de perfeccionarla. «Considerémonos –escribe–,
considerémonos a cada uno de nosotros como una marioneta fabricada por
los dioses, tanto si esta fabricación ha significado para ellos una diversión
como si la han realizado con una cierta seriedad, cosa que, en realidad,
ignoramos en absoluto. En cambio, lo que sabemos muy bien es que los
estados de que he hablado se hallan en nosotros como cordones o hilos
interiores que tiran de nosotros y que, siendo mutuamente opuestos, nos
arrastran en sentido contrario, hacia acciones opuestas. Y es en esto en lo
que reside la diferencia entre virtud y vicio. Porque no hay, en efecto, [...]
más que una sola cuerda a la que cada uno debe obedecer y de la cual no
debe en modo alguno desligarse, debiendo, por el contrario, resistir a la
tracción de las demás cuerdas. Y esta cuerda única es la cuerda de oro y
sagrada de la razón...» (Leyes, 644; trad. francesa de L. Robin, modificada;
la cursiva es mía).

«Aurea catena Homeri»


La imagen deriva, sin duda alguna, de la famosa «cuerda de oro» con que
Zeus podía atraer todas las cosas hacia él. Así se recuerda en el canto VIII
de la Ilíada: tras haber convocado a los dioses del Olimpo, Zeus les prohíbe
prestar socorro a los troyanos o a los griegos y amenaza a los recalcitrantes
con precipitarlos en el Tártaro. Pues, prosigue Zeus, «ya sabéis hasta qué
punto soy más poderoso que vosotros. ¡Esperad, dioses! Haced la prueba y
os convenceréis de ello. Suspended del cielo un cable de oro y colgaos de él
todos vosotros, dioses y diosas. No conseguiréis arrastrar desde el cielo a la
tierra a Zeus, el amo supremo, por mucho trabajo que os toméis. En cambio,
si yo me propongo arrastraros a vosotros, arrastraré a la vez a la tierra y al
mar. Después de eso, ataré el cable a un pico del Olimpo y el conjunto, para
vuestra desgracia, flotará a capricho de los vientos. ¡Hasta ese punto
domino yo sobre los dioses y sobre los hombres!» (VIII, 17-27; trad.
francesa de P. Mazon). Como ya he señalado, se trata de la transposición de
un juego de adolescentes. En efecto, «los griegos conocían ya como
nosotros [...] ese juego en que dos equipos tiran en sentidos opuestos de una
misma cuerda para demostrar sus fuerzas respectivas. A una prueba de este
género invita Zeus a los dioses. Solamente que en esta ocasión no se tirará
en sentido horizontal sino en sentido vertical, Zeus solo en las alturas del
cielo, mientras que los demás dioses se colgarán a la cuerda desde la tierra.
Y se enorgullece de ser capaz, en este caso, de atraer a la vez a los dioses y
a la tierra hasta el Olimpo y después colgar el conjunto, como si fuese un
trofeo, en una de las cimas de la montaña divina».
Cabe en lo posible que esta anécdota refleje el recuerdo desdibujado de un
tema mítico indoeuropeo. Pero lo que más nos interesa para nuestra
investigación son las interpretaciones simbólicas de la cuerda de oro.
Efectivamente, desde la época arcaica se ha visto en la cuerda de oro de
Zeus «tanto las ligaduras que encadenan al universo en una indestructible
unidad como las que mantienen ligados a los hombres con las potencias
superiores» (P. Lévéque, op. cit., p. 11). Así, en el poema órfico que los
eruditos han llamado la
Teogonía rapsódica, Zeus interroga a la noche: «Oh madre, la más alta de
las divinidades, noche divina, ¿cómo, dime, cómo podré establecer mi
orgulloso dominio sobre los inmortales? ¿Cómo lograré con mis medios que
el todo sea uno y las partes distintas?» Responde la noche: «Rodea todas las
cosas del éter inefable, coloca en el centro el cielo, y la tierra ilimitada, y el
mar, y todas las constelaciones de que está coronado el cielo. Pero lo harás
cuando tengas una ligadura sólida que rodee todas las cosas, sujetándolas
con una cadena de oro al éter...» (traducción francesa de P. Lévéque, op. cit.
p. 14).
Se trata, claro está, de una idea arcaica, ya que Zeus acude a solicitar
consejo de una divinidad cosmológica, la noche. «Espiritualmente nos
encontramos cerca de la noche presentada por el canto XIV de la Ríada, lo
bastante poderosa como para salvar a Hipnos de la cólera del padre de los
dioses [...]; cerca también de la noche primordial de la Teogonía de Hesíodo
(v. 116 y siguientes). Nada nos impide pensar que esta parte de la Teogonía
rapsódica es bastante anterior, que se remonta sin duda hasta el siglo VI
antes de nuestra era, si no por su forma, al menos por los elementos que
pone en juego. Sería, por tanto, en los medios órficos, hacia el final del
arcaísmo, cuando se empleó la imagen homérica de la cadena de oro como
una explicación cosmológica» (P. Lévéque, op. cit., p. 15).
En su Theetetes, Platón identifica la cadena áurea con el sol. Sócrates
pregunta al joven Theetetes: «Remataré la cuestión probándote con toda
seguridad que con su famosa cadena de oro Homero no quiso significar
ninguna otra cosa sino el sol, demostrando claramente que mientras la
esfera celeste y el sol se muevan todo posee el ser y lo conserva, tanto entre
los dioses como entre los hombres; pero si llegase a inmovilizarse, como
por medio de lazos, todas las cosas caerían en ruinas y acontecería, como
suele decirse, la devastación universal» (Theetetes, 153 c, d; traducción
francesa de A. Diès).
Aunque ni el sol ni la cadena áurea sean mencionados en la República,
Platón utiliza una imagen similar (X, 616 b, c). Al explicar la estructura del
universo, habla de una «luz que se extiende allá arriba a través de todo el
cielo y la tierra, una luz recta como una columna y muy semejante al arco
iris, pero más brillante y más pura. Llegaron a esta luz después de un día de
camino; y allí, en medio de la luz, vieron, tensos desde este punto del cielo,
los extremos de sus ligaduras; porque esta luz era una ligadura que
encadenaba el cielo, como las cuerdas que rodean a las trirremes; de la
misma forma, la luz sujetaba todas las esferas girantes» (trad. francesa de
E. Chambry; cf. también P. Lévéque, op. cit., p. 20; la cursiva es mía). De
modo que Platón emplea dos veces la imagen de una cuerda luminosa que
encadena el universo y articula sus diversas partes en una unidad. Otros
autores griegos han visto en la cadena de oro a los planetas, los cuatro
elementos, el motor inmóvil de Aristóteles o el heimarmene.*
La otra interpretación de la cadena de oro, en especial la valoración de la
cadena como lazo espiritual entre la tierra y el cielo, entre los hombres y las
potencias superiores, prolonga y completa el simbolismo cosmológico.
Macrobio, en su Comentario del sueño de Escipión, opina que, «puesto que
todo se produce por sucesiones continuas y va degenerando de escalón en
escalón desde el primero hasta el último grado, el observador juicioso y
profundo debe observar que, a partir del Dios supremo y hasta la vida más
vil, todo se une y se encadena mediante lazos mutuos y eternamente
indisolubles; es ésta la admirable cadena de oro que Homero nos representa
suspendida por la mano de Dios de la bóveda del cielo y descendiendo hasta
la tierra» (I, 14, 15; trad. francesa de Dubois; cf. también P. Lévéque, op.
cit., p. 46). La misma idea se halla en el Comentario del Gorgias de
Olimpiodoro y en el Comentario del Timeo de Proclo (P. Lévéque, op. cit.,
pp. 47-48). Por otra parte, no estará de más subrayar que para el Seudo-
Dionisio el Areopagita la imagen de la cadena oro sirve para simbolizar la
plegaria. Así, escribe en Los nombres divinos: «Esforcémonos, pues,
mediante nuestras plegarias, en elevarnos hasta la cima de estos rayos
divinos y bienhechores, del mismo modo que, si asiésemos para arrastrarla
sin cesar hasta nosotros, alternando las manos, una cadena infinitamente
luminosa que pendiese de lo alto del cielo y descendiese hasta nosotros,
tendríamos la impresión de irla bajando, aunque en realidad nuestro
esfuerzo no conseguiría moverla, puesto que se hallaría siempre presente,
tanto arriba como abajo, y seríamos nosotros los que nos elevaríamos hacia
los más altos esplendores de una irradiación absolutamente luminosa. Del
mismo modo también, si estuviésemos en un barco y nos hubieran lanzado
cuerdas atadas a una roca para socorrernos, no atraeríamos a la roca hacia
nosotros, sino que seríamos nosotros, y con nosotros el barco, los que
avanzaríamos hacia la roca» (Los nombres divinos, 3, 1; trad. francesa de
Gandillac).
Señalemos que, al igual que la especulación filosófica india ha utilizado
continuamente las imágenes arcaicas de la cuerda, el hilo y el tejido, los
teósofos y pensadores griegos han interpretado ampliamente el venerable
mito de la cuerda áurea de Homero. Como en la India, aunque desde otra
perspectiva, ha servido como punto de partida tanto a las teorías
cosmológicas como a la descripción de la condición humana. Hay que
añadir que la aurea catena Homeri continuó nutriendo la reflexión
filosófica hasta el siglo XVIII. Un opúsculo anónimo, de inspiración
rosacruciana, Aurea catena Homeri, oder Eine Beschreibung von dem
Ursprung der Natur und natürlichen Dingen, desempeñó un importante
papel en la formación del pensamiento del joven Goethe.

La «cuerda astral»

* Hado, destino. (N. del T).


La imagen de la cuerda se emplea a veces para sugerir las relaciones entre el
espíritu (noûs) y el alma (psyché). En su opúsculo Sobre el «daimon» de
Sócrates (22), Plutarco afirma que la parte «hundida en el cuerpo es llamada
psyché, y la parte no corrompida es llamada noûs». Y, continúa Plutarco, el
noûs «se balancea por encima de la cabeza y toca la extremidad del cráneo:
se puede comparar con una cuerda que se debe sostener y con la cual se
debe dirigir la parte inferior del espíritu en tanto se muestre obediente y no
sea subyugada por los apetitos de la carne».
Con gran probabilidad, la concepción del noûs como una cuerda ha sido
desarrollada por los neoplatónicos a partir del texto de Platón que trata de
los hombres marionetas de los dioses y la cuerda de oro de la razón. Pero no
puede excluirse el que esta imagen sea la expresión de ciertas experiencias
parapsicológicas. En efecto, según las experiencias del doctor H. Carrington
y Sylvan J. Muldoon, recientemente discutidas por Raynor C. Johnson,
parece que ciertos seres humanos son capaces de sentir, y a la vez
visualizar, una especie de cuerda o de hilo que une el cuerpo físico al
cuerpo sutil (lo que en la jerga seudoocultista se llama el «cuerpo astral».
Según afirma Raynor C. Johnson: «Él (esto es, S. J. Muldoon) dice que
existe un cable o una cuerda astral, de gran elasticidad, que une la cabeza
del cuerpo astral con la del cuerpo físico. Hasta una distancia de ocho a
quince pies, la cuerda ejerce una tracción o control considerable. Una vez
sobrepasada esta distancia se experimenta un sentimiento de libertad, pero
la cuerda se halla siempre presente, incluso cuando es extremadamente
delgada, y conserva siempre el mismo espesor [...]. Una vez que el cuerpo
astral se ha alejado más allá del radio de acción de la cuerda [...], ésta
disminuye y se reduce a una estructura semejante a la de un hilo y, como era
de esperar, la corriente de energía que fluye del cuerpo astral hacia el
cuerpo físico se reduce en sumo grado [...]. La muerte del cuerpo físico es
provocada probablemente por la sección de la cuerda astral.
No vamos a discutir la autenticidad de tales experiencias. Nos limitaremos a
dejar constancia de que algunos de nuestros contemporáneos occidentales
pretenden sentir y ver esta cuerda sutil. El mundo imaginario y el mundo
intermediario de las experiencias extrasensoriales no son menos reales que
el mundo físico. Naturalmente, se nos podría objetar que los autores que
acabamos de citar han «imaginado», consciente o inconscientemente, sus
experiencias después de haber leído a Plutarco u otros textos análogos.

Cuerdas mágicas
Pero esto no menoscaba la autenticidad de tales experiencias
parapsicológicas. Porque también los medicine-men australianos hablan de
una cuerda milagrosamente unida a su cuerpo. Gracias a los estudios de
Howitt sabemos que los medicine-men poseen una cuerda mágica con ayuda
de la cual pretenden ser capaces de subir al cielo. Las recientes
investigaciones de Ronald Berndt y el profesor A. P. Elkin han
proporcionado sensacionales precisiones sobre esta cuerda mágica. He aquí
la descripción que de ella hace Elkin: «Durante la iniciación de los médicos
brujos en el sureste australiano, se hace nacer una cuerda en ellos por medio
de cánticos. Esta cuerda les otorga el poder de llevar a cabo proezas
maravillosas: por ejemplo, permite al médico brujo emitir luz desde su
vientre, a la manera de un hilo eléctrico. Y hay algo más interesante
todavía: el uso que se hace de la cuerda para ascender hacia el cielo, para
moverse sobre las copas de los árboles o en el espacio. En el alarde de la
iniciación, en la plenitud del entusiasmo ceremonial, el brujo se tiende boca
arriba bajo un árbol, hace subir su cuerda y salta hasta un nido colocado en
la cima del árbol; de allí pasa a otros árboles y, a la caída del sol, vuelve a
descender a lo largo del tronco. Los hombres son los únicos en contemplar
esta hazaña, que es precedida y seguida por el vértigo del bullroarer
(bramido del toro) y otras expresiones de excitación emotiva. En las
descripciones de estas hazañas, transcritas por M. Berndt y por él mismo,
pueden verse los nombres de los medicine-men y detalles como los
siguientes: Joe Dagan, un brujo wongaibon, tendido sobre el dorso al pie de
un árbol, hizo elevarse su cuerda en línea recta y saltó sobre ella, con la
cabeza echada hacia atrás, el cuerpo relajado, las piernas separadas y los
brazos a los costados. Llegado a la cima, a una altura de cuarenta pies, agitó
los brazos en dirección de los que estaban abajo, luego descendió de la
misma manera y, mientras permanecía echado tranquilamente boca arriba,
la cuerda volvió a entrar en su cuerpo».
El profesor A. P. Elkin piensa que la explicación de esta proeza mágica debe
buscarse en el dinamismo de la sugestión colectiva. Pero aunque se trate, en
efecto, de sugestión colectiva, sería interesante saber por qué los medicine-
men han elegido la imagen tradicional de la ascensión con ayuda de una
cuerda que puede hacer salir a su voluntad de su cuerpo y obligarla luego a
entrar de nuevo. Como ya he señalado, se conocen también ejemplos de
medicine-men australianos que pretenden ser capaces de subir al cielo con
ayuda de una cuerda. Y lo que es todavía más interesante: el chamán de los
onas, una de las tribus de la Tierra del Fuego, dispone también de una
«cuerda mágica», de una longitud de casi tres metros, que hace salir de su
boca y desaparecer luego tragándosela en un abrir y cerrar de ojos» Tales
proezas mágicas deben ser equiparadas con el «milagro de la cuerda» de los
faquires.
Es de subrayar que también en Australia la cuerda mágica es un privilegio
del médico brujo, es decir, del que posee la ciencia secreta. Volvemos a
encontrar, pues, en el nivel de cultura australiana, la misma secuencia
atestiguada en la India y en el folklore medieval europeo: ciencia, magia,
cuerda mágica, ascensión a los árboles, vuelo celeste. Se sabe, por otra
parte, que las iniciaciones de los medicine-men australianos presentan una
estructura chamánica, dado que comportan la decapitación y el
descuartizamiento rituales del candidato. En resumen, los dos elementos
constitutivos del rope-trick –la ascensión al cielo por medio de una cuerda y
el descuartizamiento del aprendiz– se encuentran conjuntamente en las
tradiciones de los brujos australianos. ¿Significa esto que el milagro de la
cuerda tiene un origen australiano? No precisamente, pero está relacionado
con técnicas y especulaciones místicas extremadamente arcaicas, y, en
consecuencia, el ropetrick no es, propiamente hablando, una invención
india. La India no hizo más que elaborar y vulgarizar este milagro, del
mismo modo que la especulación india ha organizado toda una
cosmofisiología mística en torno al simbolismo de las cuerdas cósmicas y
del sûtrâtman.
Hemos vuelto, por tanto, al punto de partida de nuestro estudio: la
significación y la función del «milagro de la cuerda». Pero lo que mayor
importancia reviste para nosotros es la función cultural del milagro de la
cuerda (o, más exactamente, los escenarios arcaicos que lo han hecho
posible). Acabamos de ver que tales escenarios, y la ideología que ellos
implican, van unidos a los medios mágicos. La exhibición tiene por objeto
desvelar ante los espectadores un mundo desconocido y misterioso: el
mundo sagrado de la magia y de la religión, al cual no tienen acceso más
que los iniciados. Las imágenes y los temas espectaculares que se ponen en
escena, especialmente la ascensión al cielo con ayuda de una cuerda, la
desaparición y el descuartizamiento iniciático del aprendiz, no sólo ilustran
los poderes ocultos de los magos, sino que revelan además un nivel más
profundo de la realidad, inaccesible a los profanos: revelan, en efecto, el
misterio de la muerte y de la resurrección iniciáticas, la posibilidad de
trascender «este mundo» y de desaparecer en un plano «trascendental». Las
imágenes liberadas por el milagro de la cuerda son susceptibles de
desencadenar, a la vez, la adhesión a una realidad invisible, secreta,
«trascendental», y la duda con respecto al mundo familiar e «inmediato».
Desde este punto de vista, el rope-trick –como, por otra parte, todas las
demás hazañas de los magos– tiene un valor cultural positivo, puesto que
estimula la imaginación y la reflexión, suscitando cuestiones y problemas;
en definitiva, planteando el problema de la «verdadera» realidad del mundo.
No se debe al azar el que el Sankara utilice el ejemplo del rope-trick para
ilustrar el misterio de la ilusión cósmica; desde los comienzos de la
especulación filosófica india, la mâyâ era la magia por excelencia, y los
dioses, en la medida en que eran «creadores», eran los mâyîn, los «magos».
Por último, es preciso tener en cuenta la función «espectacular» del milagro
de la cuerda (y de las proezas análogas). El mago es, por definición, un
director de teatro. Gracias a su ciencia misteriosa, los espectadores asisten a
una «acción dramática» en la que no participan activamente, en el sentido
de que no «actúan» (como sucede en otras ceremonias dramáticas
colectivas). Durante los tricks de los magos, los espectadores tienen una
función pasiva: se limitan a contemplar. Se trata de una ocasión de imaginar
cómo pueden ser hechas las cosas sin «trabajar», simplemente por «magia»,
por el poder misterioso del pensamiento y la voluntad. Es también la
ocasión de imaginar la potencia creadora de los dioses, que crean, no
trabajando con sus manos, sino por la fuerza de sus palabras o de su
pensamiento. En suma, toda una fabulación de la omnipotencia de la ciencia
espiritual, de la libertad del hombre, de sus posibilidades de trascender su
universo familiar, es suscitada por el descubrimiento del «espectáculo», por
el hecho de que el hombre descubre la situación del «contemplativo».

Situaciones
Estas breves observaciones sobre el «milagro de la cuerda» no atañen sino a
un solo aspecto del complejo simbólico que ha captado nuestro interés. Cada
uno de los restantes aspectos merecería igualmente amplios estudios que no
es posible emprender aquí. No obstante, los ejemplos que hemos examinado
han dejado un hecho perfectamente en claro: haya sido el resultado de una
experiencia paranormal reservada a algunos individuos privilegiados o bien el
producto de la fantasía humana, la imagen de una cuerda o de un hilo
invisible que liga al hombre a las regiones superiores ha servido para expresar
situaciones humanas ejemplares, las de un ser en comunicación con el cielo y
con los dioses; en consecuencia, las de un ser elegido por los dioses y
llamado a una vocación religiosa. En la especulación filosófica india, el hilo
es utilizado tanto para sugerir la esencia del âtman como para describir las
relaciones entre Dios y sus criaturas; pero en la India, al igual que en Grecia y
en la Europa antigua, la imagen del hilo es asimismo empleada para
simbolizar la condición humana en general, el destino (el «hilo de la vida»:
las diosas que hilan el destino) la trama de la existencia temporal (el karma)
y, por consiguiente, la «esclavitud». Toda una categoría de imágenes
relacionadas expresan la «atadura» por la magia o por la muerte. En cuanto al
simbolismo del tejido, aunque dependiente del simbolismo del hilo, lo
desborda y lo prolonga.
Como he señalado en diversas ocasiones, estas imágenes consiguen
expresar ideas relacionadas, pero diferentes. En contextos diferentes, el hilo
o cuerda son susceptibles de encerrar nuevos matices. Ésta es, por otra
parte, la principal función de las imágenes ejemplares: invitar, ayudar e
incluso forzar al hombre a pensar, a precisar sus ideas, a descubrir
continuamente significaciones nuevas, a profundizarlas y a articularlas.
Resulta muy significativo que la imagen de la cuerda o del hilo ocupe un
lugar principal en el universo imaginario de los medicine-men primitivos o
en las experiencias extrasensoriales del hombre moderno, lo mismo que en
la experiencia mística de las sociedades arcaicas, en los mitos y rituales
indoeuropeos, en la cosmología y la filosofía india, en la filosofía griega,
etcétera. Esto indica que las imágenes del hilo y de la cuerda vuelven
continuamente a la imaginación y a la especulación del hombre, lo cual
significa que estas imágenes corresponden a experiencias extremadamente
profundas y que, a fin de cuentas, manifiestan una situación humana que
parece traducible por medio de otros símbolos o conceptos. 1960
5. CONSIDERACIONES SOBRE EL SIMBOLISMO RELIGIOSO

El auge del simbolismo


Como he subrayado con frecuencia, estamos asistiendo, desde hace algún
tiempo, a un auge del simbolismo. Varios son los factores que han
contribuido a proporcionar al estudio del simbolismo el lugar privilegiado
que hoy ocupa. Por una parte, los descubrimientos de la psicología
profunda; en primer lugar, el hecho de que la actividad del inconsciente se
deje interpretar a través de las imágenes, las figuras y los escenarios, los
cuales no pueden tomarse según su valor nominal, sino que son como las
«cifras» de las situaciones y los personajes que la conciencia no quiere o no
puede reconocer. Por otra parte, el surgimiento, a principios de siglo, del
arte abstracto y, después de la primera guerra mundial, las experiencias
poéticas del surrealismo, que familiarizaron al público culto con los
mundos no figurativos y oníricos. Ahora bien, estos universos no eran
capaces de revelar una significación más que en la medida en que se
conseguía descifrar sus estructuras, estructuras que eran «simbólicas». Un
tercer factor contribuyó igualmente a despertar el interés por el estudio del
simbolismo: las investigaciones de los etnólogos sobre las sociedades
primitivas y, sobre todo, las hipótesis de Lucien Lévy Bruhl sobre la
estructura y las funciones de la «mentalidad primitiva». Lévy-Bruhl
opinaba que la «mentalidad primitiva» era prelógica, dominada, según
aparecía, por lo que él denominaba la «participación mística». Al final de
su vida, Lévy-Bruhl había renunciado a la hipótesis de una mentalidad
primitiva prelógica, radicalmente distinta de la mentalidad moderna y
opuesta a ella. De hecho, tal hipótesis no había obtenido el asentimiento
masivo de etnólogos y sociólogos. Sin embargo, la hipótesis de la
«mentalidad primitiva» había resultado útil al suscitar discusiones entre
filósofos, sociólogos y psicólogos. Y, sobre todo, había atraído la atención
de las élites intelectuales sobre el comportamiento del «hombre primitivo»,
sobre su vida psicomental y sus creaciones culturales. El interés actual de
los filósofos, particularmente de los europeos, por el mito y el símbolo se
debe en gran parte a los libros de Lévy-Bruhl y a las controversias que ellos
provocaron.
Por último, el auge a que nos referimos debe más de cuanto se puede decir
a las investigaciones de ciertos filósofos, epistemólogos y lingüistas
interesados en demostrar el carácter simbólico no solamente del lenguaje,
sino de todas las demás actividades del espíritu humano, desde el rito y el
mito hasta el arte y la ciencia. Puesto que el hombre posee una facultad
creadora de símbolos (symbol-forming power), todo cuanto él produce es
simbólico.
Al enumerar los principales factores que contribuyeron a generalizar el
interés por el simbolismo, hemos detallado al mismo tiempo las diversas
perspectivas desde las cuales ha sido abordado su estudio. Tales
perspectivas son las de la psicología profunda, de las artes plásticas y
poéticas, de la etnología, de la semántica, de la epistemología y de la
filosofía. El historiador de las religiones no puede por menos de
congratularse ante estas investigaciones, emprendidas desde diferentes
puntos de vista y que atañen a un tema tan importante en su propio campo
de trabajo. Gracias a la solidaridad de todas las ciencias del hombre, todo
descubrimiento importante realizado en un sector repercute sobre las
disciplinas afines. Cuanto la psicología o la semántica pueda enseñarnos
sobre la función del símbolo interesa, sin duda alguna, a la ciencia de las
religiones. Porque, en el fondo, ¿acaso la materia no es la misma? Al fin y
al cabo siempre se trata de comprender al hombre y su situación en el
mundo. Incluso creo que sería muy útil emprender un estudio sobre las
relaciones entre las disciplinas mencionadas y la ciencia de las religiones.
Pese a todo, no es menos cierto que el campo de la ciencia de las religiones
no se confunde en absoluto con los de las restantes disciplinas. Hay mucha
distancia entre el camino del historiador de las religiones y el del
psicólogo, el lingüista o el sociólogo; ni siquiera puede decirse que sea
semejante al del teólogo. La investigación del historiador de las religiones
se distingue de las del lingüista, del psicólogo y del sociólogo en que el
primero se preocupa únicamente por los símbolos religiosos, de los que
acompañan a una experiencia religiosa o a una concepción religiosa del
mundo.
El camino del historiador de las religiones se distingue igualmente del
propio del teólogo. Toda teología implica una reflexión sistemática sobre
los contenidos de la experiencia religiosa, con vistas a la profundización y
a la elucidación de las relaciones entre Dios-Creador y el hombre-criatura.
En cambio, los puntos de vista del historiador de las religiones son
empíricos. Se preocupa de los hechos históricoreligiosos que se propone
comprender y hacer inteligibles a los demás. Se siente interesado, a la vez,
por la significación de un hecho religioso y por su historia; por tanto, se
esfuerza por no sacrificar el uno al otro. Cierto que el historiador de las
religiones se siente también inclinado a sistematizar los resultados de sus
investigaciones, a reflexionar sobre la estructura de los fenómenos
religiosos. Lo que hace entonces es completar su trabajo de historiador con
un trabajo de fenomenólogo o de filósofo de la religión. En el más amplio
sentido del término, la ciencia de las religiones abarca tanto la
fenomenología religiosa como la filosofía de la religión. Pero el historiador
de las religiones, en sentido estricto, no puede renunciar jamás a su trabajo
sobre lo concreto histórico. Se empeña en descifrar, en lo temporal y lo
concreto histórico, el destino de las experiencias que surgieron del
irreducible deseo humano de trascender lo temporal y la historia. Toda
experiencia religiosa auténtica implica un desesperado esfuerzo por calar
en el fundamento de las cosas, la realidad última. Pero toda expresión o
formulación conceptual de una experiencia religiosa dada se inscribe en un
contexto histórico. Las expresiones, las formulaciones, se convierten, en
consecuencia, en «documentos históricos», comparables a cualquier otro
hecho cultural: creación artística, fenómeno social, económico, etc. El
mayor mérito del historiador de las religiones consiste precisamente en el
esfuerzo que aporta para descifrar, en un «hecho» debidamente
condicionado por el momento histórico y el estilo cultural de la época, la
situación existencial que lo ha hecho posible.
Es preciso igualmente tener en cuenta otro elemento: la teología se
preocupa esencialmente de las religiones históricas y reveladas, los
monoteísmos judío, cristiano y musulmán, y sólo accesoriamente de las
religiones del Próximo Oriente y del Mediterráneo antiguo. Un estudio
teológico del simbolismo religioso se atendrá forzosamente más a los
documentos seleccionados en las grandes religiones monoteístas que a los
materiales «primitivos». Ahora bien: la ambición del historiador de las
religiones es familiarizarse con el mayor número posible de religiones,
sobre todo con las religiones arcaicas y primitivas, donde tiene posibilidad
de encontrar ciertas instituciones religiosas en su estadio todavía elemental.
En resumen: si es conveniente tener en cuenta las investigaciones
efectuadas por los especialistas en otras disciplinas sobre el símbolo en
general y el simbolismo religioso en particular, el historiador de las
religiones está obligado, a fin de cuentas, a abordar la materia con sus
propios medios de investigación y desde la perspectiva que le corresponde.
No existe una perspectiva desde la cual puedan integrarse mejor los hechos
histórico-religiosos que la de la ciencia general de las religiones. Sólo por
timidez han podido aceptar algunas veces los historiadores de las religiones
las integraciones propuestas por los sociólogos o por los antropólogos. En
la medida en que son factibles las consideraciones generales sobre el
comportamiento religioso del hombre, nadie está en mejores condiciones
para hacerlo que el historiador de las religiones, a condición, naturalmente,
de conocer a fondo las investigaciones efectuadas en todos los sectores de
su disciplina y de saber integrarlas.

Las inhibiciones del especialista


Por desgracia, estas condiciones cada vez es más difícil encontrarlas
reunidas. ¿Cuántos historiadores de las religiones son capaces del esfuerzo
requerido para seguir las investigaciones emprendidas en los campos
alejados de su «especialidad»? Si alguna vez un historiador de la religión
griega se interesa por los estudios recientes sobre las religiones iranias o
indias, se siente menos inclinado a seguir los resultados de sus colegas
especializados, por ejemplo, en las religiones altaicas, bantúes o
indonesias. Si desea aventurar una comparación o proponer una explicación
más general de los hechos griegos o mediterráneos, buscará un manual,
hojeará a Frazer o recurrirá a tal o cual teoría que esté de moda sobre la
religión de los «primitivos». Dicho de otro modo: lo que hará precisamente
será escamotear el trabajo que se esperaba de él en tanto que historiador de
las religiones: mantenerse informado con respecto a las investigaciones de
sus colegas especialistas en otros dominios, asimilar y afrontar sus
resultados y, por último, integrarlos con el fin de comprender mejor sus
documentos griegos.
Esta timidez se explica, en mi opinión, por dos prejuicios. El primero de
ellos podría formularse así: la historia de las religiones constituye un
campo ilimitado, un campo que nadie sería capaz de dominar. Es preferible
conocer bien un sector a pasearse como un aficionado por varios. El
segundo prejuicio, más implícito que confesado, consiste en pensar que, en
lo que respecta a una «teoría general» de la religión, es más prudente
dirigirse al sociólogo, al antropólogo, al psicólogo, al filósofo o al teólogo.
Mucho se podría decir sobre la inhibición del historiador de las religiones
ante un trabajo de comparación y de integración. Por el momento, conviene
rectificar la errónea opinión existente sobre el trabajo de integración. El
historiador de las religiones no tiene por qué sustituir a los diversos
especialistas ni por qué dominar las filologías respectivas. Aparte que una
tal sustitución es prácticamente imposible, sería completamente inútil. El
historiador de las religiones cuya especialidad es, por ejemplo, la India
védica o la Grecia clásica, no está obligado a conocer el chino, el indonesio
ni el bantú para utilizar en sus investigaciones documentos religiosos
taoístas, los mitos de los aborígenes de Ceram o los ritos de los tonganos. A
lo que sí está obligado es a informarse de los progresos llevados a cabo por
los especialistas en cada uno de estos dominios. Uno es historiador de las
religiones no porque domine un cierto número de filologías, sino porque es
capaz de ordenar los hechos religiosos en una perspectiva general. El
historiador de las religiones no se comporta como un filólogo, sino como
un exegeta, como un intérprete. El dominio de su especialidad le ha
enseñado suficientemente a orientarse en el laberinto de los hechos, adónde
dirigirse para encontrar las fuentes más importantes, las traducciones más
fieles, los estudios más a propósito para encaminar sus investigaciones. Se
esfuerza por comprender, como historiador de las religiones, los materiales
que los filólogos y los historiadores ponen a su disposición. Unas cuantas
semanas de trabajo bastan al lingüista para desentrañar la estructura de una
lengua que no le sea familiar. El historiador de las religiones ha de ser
capaz de alcanzar un resultado semejante al trabajar sobre los hechos
religiosos ajenos a su propia especialidad. Pero no tiene obligación de
emprender el esfuerzo filológico implicado en las investigaciones de los
especialistas en otras materias. Al menos, no más que un historiador de la
novela francesa del siglo XIX está obligado a rehacer los trabajos
efectuados sobre los manuscritos de Balzac o de Flaubert, o el análisis
estilístico de Stendhal, o las investigaciones sobre las fuentes de Víctor
Hugo o de Gérard de Nerval. Su deber es mantenerse al corriente de todos
estos trabajos, utilizar sus resultados e integrarlos.
Asimismo, el camino de un historiador de las religiones se puede comparar
con el de un biólogo. Cuando éste último estudia, por ejemplo, el
comportamiento de una especie determinada de insectos, no por ello
sustituye al entomólogo. Prolonga, compara e integra las investigaciones
del entomólogo. Claro está que también el biólogo es un «especialista» en
una de las ramas de la zoología, esto es, dispone de una amplia experiencia
con respecto a esta o aquella especie animal. Pero su método es diferente al
del zoólogo: él se ocupa de las estructuras de la vida animal y no
solamente de la morfología y de la «historia» de una especie particular.
El segundo prejuicio de algunos historiadores de las religiones, el de que es
necesario recurrir a un experto en otra «especialidad» para conseguir una
interpretación global y sistemática de los hechos religiosos, se explica
quizá por la timidez filosófica de un gran número de estudiosos. Dos
factores han contribuido, sobre todo, a provocar y a cultivar esta timidez:
por una parte, la misma estructura de las disciplinas, que sirven en cierta
manera como introducción o como preparación de la ciencia de las
religiones (ya se sabe que la mayoría de los historiadores de las religiones
se reclutan entre los filólogos, los arqueólogos, los historiadores, los
orientalistas, los etnólogos); por otra parte, la inhibición provocada por el
lamentable fracaso de las grandes improvisaciones llevadas a cabo a finales
del siglo XIX y comienzos del XX (la mitología considerada como una
«enfermedad del lenguaje», las mitologías astrales y naturistas, el
panbabilonismo, el animismo y el preanimismo, etc.). Sea lo que sea, el
historiador de las religiones se siente más seguro si delega en las otras
disciplinas –sociología, psicología, antropología– el riesgo de la síntesis o
de las teorías generales. Pero esto viene a significar que el historiador de
las religiones vacila en completar su trabajo preparatorio de filólogo y de
historiador con un esfuerzo de comprensión que supone, claro está, un acto
de pensamiento.

Problemas de método
No tengo la intención de desarrollar estas breves observaciones referentes
al campo y a los métodos de la historia de las religiones. Mi propósito es
más modesto: intentaré demostrar que es posible encarar el estudio del
simbolismo religioso desde la perspectiva de la ciencia de las religiones y
determinar cuáles pueden ser los resultados de este procedimiento. Sin
embargo, al estudiar este caso preciso, nos veremos llevados a afrontar las
dificultades metodológicas inherentes a toda investigación en la historia de
las religiones. Dicho de otro modo: nos veremos obligados a examinar
ciertos aspectos del método no en el plano abstracto, sino aquéllos que se
dejan captar en el desarrollo mismo de la investigación.
La primera dificultad con que se enfrenta el historiador de las religiones es
precisamente la ingente cantidad de datos; en nuestro caso, el considerable
número de símbolos religiosos. Un problema se nos plantea desde el primer
momento: aun suponiendo que se llegue a dominar esta montaña de datos
(lo que no es siempre seguro), ¿tenemos derecho a utilizarlos
indistintamente, es decir, a agruparlos, a compararlos, incluso a elegirlos de
acuerdo con la conveniencia del autor que emprende la investigación?
Porque estos documentos religiosos son, al mismo tiempo, documentos
históricos, forman parte integrante de contextos culturales distintos. En
suma: cada dato tiene una significación particular, solidaria de la cultura y
del momento histórico de los cuales ha sido extraído.
La dificultad es real, y más adelante trataremos de demostrar cómo puede
superarse. Digamos, por el momento, que el historiador de las religiones
está condenado a enfrentarse con una dificultad semejante en todo lo que
emprende, porque, por una parte, desea conocer todas las situaciones
históricas de un comportamiento religioso y, por otra, está obligado a aislar
la estructura de este comportamiento tal como se deja captar entre una
multitud de situaciones. Para poner un ejemplo: existen innumerables
variantes del simbolismo del árbol cósmico. Cierto número de estas
variantes pueden considerarse derivadas de un pequeño número de centros
de difusión. Incluso se puede admitir la posibilidad de que todas las
variantes del árbol cósmico deriven, en último análisis, de un centro único
de difusión. En este caso se podría esperar que un día se llegue a
reconstruir la historia del simbolismo del árbol cósmico, precisando su
centro de origen, las vías de difusión y los diferentes valores de que se ha
cargado este simbolismo a través de sus peregrinajes.
Si fuese posible una tal monografía histórica, prestaría grandes servicios a
la ciencia de las religiones. Pero el problema del simbolismo del árbol
cósmico no quedaría resuelto por ello. Faltaría por realizar un considerable
trabajo: el de establecer el sentido de este símbolo, lo que él revela, lo que
muestra en tanto que símbolo religioso. Cada tipo o variedad revela, con
una intensidad o una claridad particulares, determinados aspectos del árbol
cósmico, dejando en la sombra los demás aspectos. En ciertos casos, el
árbol cósmico se revela sobre todo como imago mundi, y en otros se
presenta como axis mundi, como un tronco que a la vez sostiene al cielo,
une entre sí las tres zonas cósmicas (cielo, tierra, infierno) y tiene a su
cargo la comunicación entre cielo y tierra. Por último, otras variantes
subrayan, sobre todo, la función de regeneración periódica del universo, el
papel del árbol cósmico como centro del mundo o sus posibilidades
creadoras, etc. He estudiado el simbolismo del árbol cósmico en varias de
mis obras anteriores, y sería inútil volver a exponer aquí el problema en su
totalidad. Bastará con decir que es imposible comprender la significación
del árbol cósmico si no se tienen en cuenta más que una o algunas de sus
variantes. La estructura del simbolismo no se deja descifrar por completo
sino después de haber analizado un número bastante elevado de ejemplos.
Ni siquiera se puede comprender la significación de un determinado tipo de
árbol cósmico sin haber estudiado previamente los tipos y variantes
principales. Sólo después de haber aclarado las significaciones del árbol
cósmico en Mesopotamia o en la antigua
India se puede comprender el simbolismo de Yggdrasil o de los árboles
cósmicos del Asia central o de Siberia. En la ciencia de las religiones,
como en otras ciencias, se compara tanto para relacionar como para
distinguir.
Pero hay más todavía: solamente después de haber inventariado todas las
variantes cobran todo su relieve sus diferencias de significación. Sólo en la
medida en que el símbolo del árbol cósmico indonesio no coincide con el
del árbol cósmico altaico revela el primero toda su importancia para la
ciencia de las religiones. Y entonces se plantea la cuestión: ¿hay, en un
caso o en el otro, innovación, oscurecimiento del sentido o pérdida de la
significación original? Sabiendo lo que el árbol cósmico significa en
Mesopotamia, en la India o en Siberia, uno se pregunta por qué serie de
circunstancias histórico-religiosas o por qué razón interna el mismo
símbolo posee en Indonesia una significación distinta. La difusión no
resuelve el problema. Porque incluso si se pudiese demostrar que el
símbolo se ha propagado a partir de un centro único, no se habría
respondido todavía a la cuestión: ¿por qué determinadas culturas han
conservado ciertas significaciones primarias, mientras que otras las han
olvidado, rechazado, modificado o enriquecido? Ahora bien: la
comprensión de este proceso de enriquecimiento no se hace posible más
que aislando la estructura del símbolo. Sólo porque el árbol cósmico
simboliza el misterio de un mundo en perpetua regeneración, puede
simbolizar –simultánea o sucesivamente– el pilar del universo o la cuna de
las razas humanas, la renovatio cósmica y los ritmos lunares, el centro del
mundo y el camino por donde se puede pasar desde la tierra al cielo, etc.
Cada una de estas nuevas valencias se ha hecho posible porque el
simbolismo del árbol cósmico se revela desde el principio como la «cifra»
del mundo captado como una realidad viviente sagrada e inagotable. El
historiador de las religiones tendrá que descubrir las razones por las cuales
tal cultura ha conservado, desarrollando u olvidando un aspecto dado del
simbolismo del árbol cósmico. Y al hacer esto se verá arrastrado a penetrar
más profundamente en el alma de esta cultura y aprenderá a diferenciarla
de las otras.
En ciertos aspectos se podría comparar la situación del historiador de las
religiones con la del psicólogo de las profundidades. Tanto el uno como el
otro están obligados a no perder contacto con los datos fácticos; sus
procedimientos son empíricos; su fin es comprender las «situaciones»:
situaciones individuales en el caso del psicólogo, situaciones históricas en
el caso del historiador de las religiones. Pero el psicólogo sabe que no
llegará a comprender una situación individual y que no podrá ayudar a su
paciente a curarse más que en la medida en que consiga desentrañar una
estructura a través de la sintomatología particular y en la medida en que
logre reconocer, a través de los extravíos de una historia individual, las
grandes líneas de la historia de la psique. Por otra parte, el psicólogo va
modificando sus medios de investigación y rectificando sus conclusiones
teóricas de acuerdo con los descubrimientos conseguidos durante su trabajo
de análisis. Según acabamos de ver, el historiador de las religiones no
procede de manera distinta cuando estudia, por ejemplo, el simbolismo del
árbol del mundo. Tanto si se siente inducido a limitar su estudio al Asia
central o a la Indonesia, por ejemplo, como si se siente impulsado a abarcar
el simbolismo en su conjunto, no puede llevar a término su tarea si no toma
en consideración todas las principales variantes del árbol cósmico.
Al ser el hombre un horno symbolicus y al implicar todas sus actividades el
simbolismo, todos los hechos religiosos tienen necesariamente un carácter
simbólico. Nada más real si se piensa que todo acto religioso y que todo
objeto cultual se refieren a una realidad metaempírica. El árbol que se
convierte en objeto de culto no es venerado como tal árbol, sino como
hierofanía, como manifestación de lo sagrado. Y todo acto religioso, desde
el instante mismo en que es religioso, está cargado de una significación que
es, en última instancia, «simbólica», puesto que se refiere a valores o a
figuras sobrenaturales.
Es lícito, por tanto, decir que toda investigación sobre un tema religioso
implica el estudio de un simbolismo religioso. Sin embargo, en el ámbito
de la historia de las religiones se está de acuerdo normalmente en reservar
el término «símbolo» a los hechos religiosos, cuyo simbolismo es
manifiesto y explícito. Se habla, por ejemplo, de la rueda como de un
símbolo solar, del huevo cosmogónico como del símbolo de la totalidad no
diferenciada, de la serpiente como de un símbolo ctónico, sexual o
funerario, etc.
También es normal abordar una institución religiosa dada –la iniciación,
por ejemplo– o un comportamiento religioso –como la orientatio–
exclusivamente desde el ángulo del simbolismo. El propósito de una
investigación de este tipo es dejar de lado los contextos sociorreligiosos de
la institución o del comportamiento respectivo para concentrarse sobre el
simbolismo que implican. La iniciación es un fenómeno complejo, que
comprende ritos múltiples, mitologías divergentes, contextos sociales
diversos, fines dispares. Ya se sabe que todo esto representa, en último
análisis, «símbolos». Pero el estudio del simbolismo iniciático persigue
otro fin: descifrar el simbolismo implícito en un determinado rito o mito
iniciático (regressus ad uterum, la muerte y la resurrección rituales, etc.),
estudiar cada uno de estos símbolos morfológica e históricamente, elucidar
la situación existencial que ha hecho posible su constitución.
Lo mismo ocurre con un comportamiento religioso como el de la
orientatio. Existen innumerables ritos de orientación, y mitos que justifican
estos ritos. Todos ellos derivan, en definitiva, de la experiencia del espacio
sagrado. Abordar este problema en su conjunto presupone el estudio de la
orientación ritual, de la geomancia, de los ritos de la fundación de las
ciudades y de la construcción de templos o de casas, del simbolismo de las
tiendas, de las cabañas o de las casas. Pero dado que en la base de todo esto
se encuentra una experiencia del espacio sagrado y una concepción
cosmológica, el estudio de la orientatio se puede limitar al simbolismo del
espacio sagrado. Lo cual no significa que se ignoren o que se descuiden los
contextos históricos y sociales de todas las formas de orientatio que el
investigador se ha molestado en estudiar.
Fácilmente podrían multiplicarse los ejemplos de investigaciones
semejantes sobre un simbolismo particular: el «vuelo mágico» y la
ascensión; la noche y el simbolismo de las tinieblas; el simbolismo lunar,
solar, telúrico, vegetal, animal; el simbolismo de la búsqueda de la
inmortalidad; el simbolismo del héroe, etcétera. En cada uno de estos
casos, el proceso es esencialmente el mismo: se trata de restituir la
significación simbólica a hechos religiosos en apariencia heterogéneos,
pero relacionados estructuralmente, que tanto pueden ser ritos o
comportamientos rituales como mitos, leyendas o figuras sobrenaturales e
imágenes. Un procedimiento como éste no significa la reducción de todas
las significaciones a un denominador común. Nunca se insistirá lo bastante
sobre este punto, es decir, sobre el hecho de que la investigación de las
estructuras simbólicas no es un trabajo de reducción, sino de integración.
Se comparan y se confrontan dos expresiones de un símbolo no para
reducirlas a una expresión única, preexistente, sino para descubrir el
proceso gracias al cual una estructura es susceptible de enriquecer sus
significaciones. Al estudiar el simbolismo del vuelo y de la ascensión, he
dado algunos ejemplos de este enriquecimiento; el lector interesado en
verificar los resultados obtenidos por tal procedimiento metodológico
puede consultar este estudio mío.

Lo que «revelan» los símbolos


La tarea del historiador de las religiones queda inacabada mientras no
conduce a descubrir la función del simbolismo en general. Se conoce lo
que el teólogo, el filósofo o el psicólogo han dicho sobre este problema.
Examinemos ahora las conclusiones a las que llega el historiador de las
religiones cuando reflexiona sobre sus propios documentos.
La primera observación que extrae es que el mundo «habla» mediante
símbolos, se «revela». No se trata de un lenguaje utilitario y objetivo. El
símbolo no es un calco de la realidad objetiva. «Revela» algo más profundo
y más fundamental. Intentemos dilucidar los diferentes aspectos, las
diferentes profundidades de esta revelación.
Primero. Los símbolos son capaces de revelar una modalidad de lo real o
una estructura del mundo no evidentes en el plano de la experiencia
inmediata. Pongamos un ejemplo para ilustrar el sentido en que el símbolo
expresa una modalidad de lo real inaccesible a la experiencia humana: el
simbolismo de las aguas, susceptible de revelar lo preformal, lo virtual, lo
caótico. No se trata, claro está, de un conocimiento racional, sino de una
captación de la conciencia viviente, anterior a la reflexión. A través de tales
captaciones se constituye el mundo. Más tarde, elaborando sus
significaciones ya comprendidas, se iniciarán las primeras reflexiones
sobre el fundamento del mundo, punto de partida de todas las cosmologías
y de todas las ontologías, desde los Vedas hasta los presocráticos.
En cuanto a la capacidad de los símbolos para desvelar una estructura del
mundo, remito al lector a lo que he dicho anteriormente sobre las
principales significaciones del árbol cósmico.
Éste revela al mundo, en tanto que totalidad viviente, que se regenera
periódicamente y que, gracias a esta regeneración, es continuamente
fecundo, rico, inextinguible. Tampoco en este caso se trata de un
conocimiento reflexivo, sino de la comprensión inmediata de una «cifra»
del mundo. El mundo «habla» por intermedio del árbol cósmico, y esta
«palabra» se comprende directamente. El mundo es aprehendido en tanto
que vida, y, para el pensamiento primitivo, la vida es un disfraz del ser.
Como corolario de las observaciones precedentes, digamos que los
símbolos religiosos que atañen a las estructuras de la vida revelan una vida
más profunda, más misteriosa que lo vital captado por la experiencia
cotidiana. Tales símbolos desvelan el lado milagroso, inexplicable, de la
vida y, a la vez, la dimensión sacramental de la existencia humana.
«Descifrada» a la luz de los símbolos religiosos, la misma vida humana
revela un lado oculto: viene de «otra parte», de muy lejos; es «divina» en el
sentido de que es la obra de los dioses o de los seres sobrenaturales.
Segundo. Esto nos lleva a una segunda consideración general: para los
primitivos, los símbolos son siempre religiosos, puesto que se refieren bien
a algún aspecto de lo real, bien a una estructura del mundo. Ahora bien: en
los niveles arcaicos de cultura, lo real –es decir, lo poderoso, lo
significativo, lo viviente– equivale a lo sagrado. Por otra parte, el mundo
es una creación de los dioses o de los estados sobrenaturales; desvelar una
estructura del mundo equivale a revelar un secreto o una significación
«cifrada» de la obra divina. A esto se debe el que los símbolos religiosos
arcaicos impliquen una ontología, ontología presistemática, evidentemente,
expresión de un juicio que recae a la vez sobre el mundo y sobre la
existencia humana. Un juicio que no está formulado en conceptos y que
tampoco se deja siempre traducir en conceptos.
Tercero. Una característica esencial del simbolismo religioso es su
multivalencia, su capacidad de expresar simultáneamente varias
significaciones cuya solidaridad no es evidente en el plano de la
experiencia inmediata. El simbolismo de la luna, por ejemplo, revela una
vinculación connatural entre los ritmos lunares, el devenir temporal, las
aguas, el crecimiento de las plantas, las mujeres, la muerte y la
resurrección, el destino humano, el oficio de tejedor, etc. En último
análisis, el simbolismo de la luna muestra una correspondencia de orden
«místico» entre los diversos niveles de la realidad cósmica y ciertas
modalidades de la existencia humana. Subrayemos que esta
correspondencia no se impone ni a la experiencia inmediata y espontánea
ni a la reflexión crítica. Es el resultado de un cierto modo de «estar
presente» en el mundo.
Incluso admitiendo que algunas funciones de la luna han sido descubiertas
por la atenta observación de las fases lunares (por ejemplo, sus relaciones
con la lluvia o con la menstruación), es difícil concebir que el simbolismo,
en su conjunto, haya sido constituido por una labor racional. Es un orden
de conocimiento completamente distinto el que revela, por ejemplo, el
«destino luna» de la existencia humana, el hecho de que el hombre está
«medido» por los ritmos temporales de las fases de la luna, que está
abocado a la muerte, pero que, como la luna, que reaparece en el cielo
después de tres días de tinieblas, puede también recomenzar su existencia o
que, en todo caso, alberga la esperanza de una vida de ultratumba,
asegurada o favorecida gracias a una iniciación.
Cuarto. Esta capacidad del simbolismo religioso para desvelar una multitud
de significaciones estructuralmente solidarias tiene una consecuencia
importante: el símbolo es susceptible de revelar una perspectiva en la cual
realidades heterogéneas se dejan articular en un conjunto o incluso se
integran en un «sistema». Dicho de otro modo: el símbolo religioso
permite al hombre descubrir una cierta unidad del mundo y, al mismo
tiempo, conocer su propio destino como parte integrante de este mundo.
Tomemos como ejemplo el simbolismo lunar. Es fácil comprender en qué
sentido las diferentes significaciones de los símbolos lunares forman
«sistema». En registros diferentes (cosmológico,
antropológico,«espiritual»), el ritmo lunar envuelve estructuras
equiparables. Se trata, sobre todo, de modalidades de existencia sometidas
a la ley del tiempo y del devenir cíclico, es decir, existencias destinadas a
una «vida» que comporta en su misma estructura la muerte y el
renacimiento. Gracias al simbolismo de la luna, el mundo no aparece ya
como un ensamblaje arbitrario de realidades heterogéneas y divergentes.
Los diversos niveles cósmicos se comunican entre sí; en cierto sentido
están «religados» por el mismo ritmo lunar, de la misma manera que la
vida humana es «tejida» por la luna y predestinada por las diosas
hilanderas.
Otro ejemplo ilustrará mejor todavía esta capacidad de los símbolos para
abrir una perspectiva en la que las cosas se dejan captar articuladas en un
sistema. El simbolismo de la noche y de las tinieblas –que se puede
discernir en los mitos cosmogónicos, en los rituales iniciáticos, en las
iconografías que representan animales nocturnos subterráneos– revela la
solidaridad estructural entre las tinieblas precosmogónicas y prenatales por
una parte, y la muerte, el renacimiento y la iniciación por otra» Esto hace
posible no solamente la intuición de cierto modo de ser, sino también la
comprensión del «lugar» de este modo de ser en la constitución del mundo
y de la condición humana. El simbolismo de la noche cósmica permite al
hombre conocer lo que existía antes de él y antes que el mundo, captar
cómo las cosas han adquirido la existencia y dónde se «encontraban» esas
cosas antes de que estuviesen allí, delante de él. Tampoco aquí hay
especulación, sino captación directa de este misterio: el que las cosas han
tenido un comienzo y que todo lo que precede y concierne a este comienzo
tiene un valor primordial para la existencia humana. Piénsese en la enorme
importancia de los ritos iniciáticos que comportan un regressus ad uterum,
gracias a los cuales el hombre cree tener el poder de comenzar una nueva
existencia. Recuérdense asimismo las innumerables ceremonias destinadas
a reactualizar periódicamente el «caos» primordial a fin de regenerar el
mundo y la sociedad humana.
Quinto. Pero quizá la función más importante del simbolismo religioso –
importante, sobre todo, a causa del papel que está destinado a representar
en las especulaciones filosóficas ulteriores– sea su capacidad de expresar
situaciones paradójicas o ciertas estructuras de la realidad última que son
imposibles de expresarse de otro modo. Un ejemplo bastará para
demostrarlo: el simbolismo de las simplégades, tal como aparece en
numerosos mitos, leyendas e imágenes, que presentan la paradoja del paso
de un modo de ser a otro, la transposición de este mundo al otro, de la tierra
al cielo o a los infiernos, o el paso de un modo profano, simplemente
carnal, de existencia, a una existencia espiritual, etc. Las imágenes más
frecuentes son las siguientes: pasar entre dos rocas o dos icebergs que se
entrechocan, o entre dos montañas en perpetuo movimiento, o entre dos
mandíbulas, o penetrar y volver a salir indemne de una vagina dentata, o
entrar en una montaña que no presenta ninguna abertura, etc. Es fácil
comprender lo que significan todas estas imágenes: si existe la posibilidad
de un «paso» es que no puede efectuarse más que en «espíritu», dando a
este término todos los sentidos que es susceptible de revestir en las
sociedades arcaicas, lo mismo el ser desencantado que el mundo
imaginario o el mundo de las ideas. Se puede pasar a través de una
simplégade en la medida en que uno se comporta «como un espíritu», es
decir, en la medida en que uno da pruebas de imaginación y de inteligencia
y, por tanto, se muestra capaz de desligarse de la realidad inmediata.
Ningún otro símbolo del «paso difícil» –ni siquiera el célebre motivo del
puente tan estrecho como el filo de una espada o la hoja de una navaja de
afeitar, al cual hace alusión el Katha Upanishad (III, 14)– revela mejor que
la simplégade que existe un modo de ser inaccesible a la experiencia
inmediata y que no se puede acceder a este modo de ser más que
renunciando a la ingenua creencia en la inexpugnabilidad de la materia.
Análogas consideraciones pueden hacerse sobre la capacidad de los
símbolos de expresar los aspectos contradictorios de la realidad última.
Nicolás de Cusa consideraba la coincidentia oppositorum como la
definición más apropiada de la naturaleza de Dios (véase, anteriormente, el
capítulo 2). Ahora bien: este símbolo era ya utilizado desde hacía mucho
tiempo para significar tanto lo que nosotros llamamos la «totalidad» o el
«absoluto» como la coexistencia paradójica en la divinidad de principios
polares y antagónicos. La conjunción de la serpiente (o de cualquier otro
símbolo de las tinieblas ctónicas y de lo no manifiesto) con el águila
(símbolo de la luz solar y de lo manifiesto) expresa en la iconografía o en
los mitos el misterio de la totalidad o de la unidad cósmica. Concretando:
aunque los conceptos de la polaridad y de la coincidentia oppositorum
hayan sido utilizados de manera sistemática desde los comienzos de las
especulaciones filosóficas, los símbolos que los revelaban oscuramente no
eran el producto de la reflexión crítica, sino el resultado de una tensión
existencial. En la medida en que, al asumir su presencia en el mundo, el
hombre se encuentra ante la «cifra» o la «palabra» del mundo, se ve
forzado a afrontar los aspectos contradictorios de una realidad o de una
sacralidad que se siente tentado a considerar como compacta y homogénea.
Uno de los mayores descubrimientos del espíritu humano fue
espontáneamente presentido el día en que, a través de ciertos símbolos
religiosos, el hombre adivinó que las polaridades y los antagonismos
pueden ser articulados e integrados en una unidad. A partir de ese instante,
los aspectos negativos y siniestros del cosmos y de los dioses no solamente
encontraron una explicación, sino que se manifestaron como parte
integrante de toda realidad o sacralidad.
Sexto. Por último, es preciso subrayar el valor existencial del simbolismo
religioso, es decir, el hecho de que un símbolo se refiere siempre a una
realidad o a una situación que compromete la existencia humana. Esta
dimensión existencial es la que distingue y separa primordialmente los
símbolos de los conceptos. Los símbolos se mantienen todavía en contacto
con las fuentes profundas de la vida; se puede decir que expresan lo
«espiritual vivido». Tal es la razón de que los símbolos tengan una especie
de aura «numinosa»: ellos ponen de manifiesto que las modalidades del
espíritu son, al mismo tiempo, manifestaciones de la vida y, en
consecuencia, que comprometen directamente la existencia humana. El
símbolo religioso no desvela solamente una estructura de lo real o una
dimensión de la existencia; aporta al mismo tiempo una significación a la
existencia humana. A esto se debe el que incluso los símbolos que atañen a
la realidad última supongan, al mismo tiempo, revelaciones existenciales
para el hombre que sabe descifrar su mensaje.
El símbolo religioso traduce una existencia humana en términos
cosmológicos y recíprocamente; más precisamente: manifiesta la
solidaridad entre las estructuras de la existencia humana y las estructuras
cósmicas. El hombre no se siente «aislado» en el cosmos; está «abierto» a
un mundo que, gracias al símbolo, se convierte en «familiar». Por otra
parte, las valencias cosmológicas del simbolismo le permiten salir de una
situación subjetiva y reconocer la objetividad de sus experiencias
personales.
De todo esto se desprende que aquél que comprende un símbolo no sólo se
«abre» hacia el mundo objetivo, sino que, al mismo tiempo, consigue salir
de su situación particular y acceder a una comprensión de lo universal.
Esto se explica por el hecho de que los símbolos hacen «resplandecer»
tanto la realidad inmediata como las situaciones particulares. Cuando un
árbol cualquiera encarna al árbol del mundo, o cuando la azada se asimila
al falo y el trabajo agrícola al acto generador, etc., se puede decir que la
realidad inmediata de estos objetos o actividades «brilla» por la fuerza de
irrupción de una realidad más profunda. Lo mismo ocurre cuando se trata
de una situación individual; por ejemplo, la del neófito encerrado en la
choza iniciática: el simbolismo «ilumina» esta situación particular
revelándola como ejemplar, es decir, indefinidamente repetible en los
contextos múltiples y variados (pues la choza iniciática es asimilada al
vientre materno y, a la vez, al vientre de un monstruo y a los infiernos, y
las tinieblas simbolizan, como ya hemos visto, la noche cósmica, lo
preformal, el estado fetal del mundo, etc.). Gracias al símbolo, la
experiencia individual es «despertada» y transmutada en acto espiritual.
«Vivir» un símbolo y descifrar correctamente su mensaje implica la
apertura hacia el espíritu y finalmente el acceso a lo universal.

La «historia» de los símbolos


Estas consideraciones generales sobre el simbolismo religioso deberían,
claro está, ser elaboradas y matizadas. Puesto que no es posible empeñarse
aquí en un trabajo tan amplio, nos contentaremos con añadir algunas
observaciones. La primera atañe a lo que se podría llamar la «historia» de
un símbolo. Hemos hecho ya alusión a la dificultad con que se encuentra el
historiador de las religiones cuando, para delimitar la estructura de un
símbolo, se ve obligado a estudiar y comparar documentos que pertenecen
a momentos históricos y a culturas diferentes. Decir que un símbolo tiene
una «historia» puede significar dos cosas: a) que este símbolo ha sido
construido en un determinado momento histórico y que, por tanto, no pudo
existir antes de ese momento; b) que dicho símbolo se propagó a partir de
un centro cultural determinado y que, en consecuencia, no debe ser
considerado como espontáneamente redescubierto en todas las culturas
donde se le encuentra.
Parece fuera de duda, en la mayoría de los casos, que los símbolos
dependen de situaciones históricas precisas. Es evidente, por ejemplo, que
la azada no pudo ser asimilada al falo ni el trabajo agrícola al acto sexual
antes de la invención de la agricultura. Del mismo modo, el valor simbólico
del número siete y, en consecuencia, la imagen del árbol cósmico con sus
siete ramas, no pudo imponerse antes del descubrimiento de los siete
planetas que condujo en Mesopotamia a la concepción de los siete cielos
planetarios. Igualmente hay que decir que los símbolos se relacionan con
las situaciones sociopolíticas particulares, locales, y que toman forma en un
momento histórico preciso: así ocurre, por ejemplo, con los símbolos de la
realeza, o del matriarcado, o de los sistemas que implican la división de la
sociedad en dos mitades, que son, a la vez, antagónicas y complementarias,
etc.
Una vez asumido todo esto, se desprende que la segunda significación
aplicable a la expresión «historia de un símbolo» es igualmente cierta: los
símbolos de la agricultura, de la realeza, etc., se han difundido
probablemente en unión de los restantes elementos de cultura y las
ideologías respectivas. Pero el hecho de reconocer la historicidad de ciertos
símbolos religiosos no anula lo que he dicho antes sobre la función de los
símbolos religiosos en general. Por una parte, es preciso señalar que,
aunque numerosos, estos símbolos solidarios de los hechos culturales y, por
tanto, de la historia están sensiblemente menos representados que los
símbolos de estructura cósmica o que aquéllos que se refieren a la
condición humana. La mayor parte de los símbolos religiosos atañen al
mundo en su totalidad o a una de sus estructuras (noche, aguas, cielo,
astros, estaciones, vegetales, ritmos temporales, vida animal, etc.) o bien se
refieren a las situaciones constitutivas de toda existencia humana, al hecho
de que el hombre es sexuado, mortal y se halla empeñado en la búsqueda
de lo que hoy día llamados la «realidad última». En algunos casos, estos
símbolos arcaicos solidarios de la muerte, de la sexualidad, de la esperanza
en una existencia de ultratumba, etc., han sido modificados, incluso
reemplazados por símbolos similares aportados por las oleadas de culturas
superiores. Pero estas modificaciones, pese a complicar el trabajo del
historiador de las religiones, no cambian el problema central. Intentemos
una comparación con el trabajo del psicólogo: cuando un europeo sueña
con hojas de maíz, la importancia de su sueño no radica en que el maíz no
haya sido importado a Europa hasta el siglo XVI y que, por tanto,
pertenece a la historia de Europa, sino en el hecho de que, en tanto que
símbolo onírico, la hoja de maíz no es sino una de las innumerables
variantes de la hoja verde. El psicólogo, en consecuencia, toma en
consideración este valor simbólico y no se preocupa de la difusión histórica
del maíz. El historiador de las religiones se encuentra en una situación
análoga cuando trabaja con los símbolos arcaicos que se han visto
modificados por influencias culturales recientes: por ejemplo, el árbol del
mundo, que en Asia central y en Siberia recibió un nuevo valor al asimilar
la idea mesopotámica de los siete cielos planetarios.
En resumen: los símbolos relacionados con los hechos culturales recientes,
pese a datar del tiempo histórico, se han convertido en símbolos religiosos
porque contribuyeron a «fundar un mundo», en el sentido de que
permitieron a los nuevos mundos revelados por la agricultura, por la
domesticación de los animales, por la realeza, «hablar», desvelarse ante los
hombres, desvelando al mismo tiempo nuevas relaciones humanas. Dicho
de otro modo: los símbolos ligados a las fases recientes de cultura se
constituyeron de la misma manera que los símbolos más arcaicos, es decir,
como resultado de las tensiones existenciales y de las captaciones globales
del mundo. Sea cual sea la historia de un símbolo religioso, su función
sigue siendo la misma. Estudiar el origen y la difusión de un símbolo no
libera al historiador de las religiones de comprenderlo, de restituirle todas
las significaciones que ha podido tener en el curso de la historia.
La segunda observación prolonga, en cierto modo, la primera, puesto que
recae sobre la capacidad de los símbolos de enriquecerse a través de la
historia. Acabamos de ver cómo, bajo la influencia de las ideas
mesopotámicas, el árbol cósmico llegó a simbolizar con sus siete ramas los
siete cielos planetarios. Y en la teología y el folklore cristianos, la cruz se
concibe como levantada en el centro del mundo, en sustitución del árbol
cósmico. Pero, según he demostrado en un estudio precedente, estas nuevas
valorizaciones están condicionadas por la estructura misma del símbolo del
árbol cósmico. La salvación por la cruz es un valor nuevo ligado a un
hecho histórico preciso –la agonía y la muerte de Jesús–, pero esta idea
nueva prolonga y perfecciona la idea de la renovatio cósmica simbolizada
por el árbol del mundo.
Todo esto podría ser formulado de otra manera: los símbolos son
susceptibles de ser comprendidos sobre planos de referencia cada vez más
«elevados». El simbolismo de las tinieblas no sólo se deja captar en sus
contextos cosmológico, iniciático, ritual (noche cósmica, tinieblas
prenatales, etc.), sino también en la experiencia mística de la «noche oscura
del alma» de san Juan de la Cruz. El caso del simbolismo de las
simplégades es todavía más evidente. En cuanto a los símbolos que
representan la coincidentia oppositorum, de sobra es conocido el papel que
han desempeñado en las especulaciones filosóficas y teológicas. Pero
podemos preguntarnos ahora si estas significaciones «elevadas» no estarían
en cierto modo implicadas en las otras significaciones, si no habrían sido
ya, si no plenamente comprendidas, al menos presentidas por los hombres
que vivieron en los niveles arcaicos de cultura. Esto plantea un importante
problema que desdichadamente no podemos tratar aquí: ¿cómo determinar
hasta qué punto las significaciones «elevadas» de un símbolo son
plenamente reconocidas y asumidas por un determinado individuo que
pertenece a una determinada cultura? La dificultad del problema procede
del hecho de que el símbolo se dirige no sólo a la conciencia despierta, sino
a la totalidad de la vida psíquica. Además, incluso en el caso de que, tras
una rigurosa encuesta efectuada sobre un cierto número de individuos, se
llegase a precisar lo que dichos individuos piensan sobre un determinado
símbolo de su tradición, no nos asiste el derecho de concluir de ello que el
mensaje del símbolo se reduzca únicamente a las significaciones de las
cuales estos individuos son plenamente conscientes. La psicología
profunda nos ha enseñado que el símbolo transmite su mensaje y cumple su
función aun cuando su significación escape a la conciencia.
Admitido esto, dos importantes consecuencias se desprenden de ello:
Primera. Si en cierto momento de la historia un símbolo ha podido expresar
con toda claridad una significación trascendente, se tiene derecho a suponer
que tal significación pudo ser oscuramente presentida en una época
anterior.
Segunda. Para descifrar un símbolo religioso no basta con tomar en
consideración todos sus contextos. Es preciso, también y sobre todo,
meditar las significaciones que dicho símbolo tuvo en lo que se podría
denominar su «madurez». Al analizar, en un trabajo anterior, el simbolismo
del vuelo mágico, llegué a la conclusión de que revela oscuramente las
ideas de «libertad» y «trascendencia», pero también a la de que es sobre
todo en el plano de la actividad del espíritu donde se hace completamente
inteligible el simbolismo del vuelo y de la ascensión. No es necesario
advertir que todas las significaciones de este simbolismo, desde el vuelo de
los chamanes hasta la ascensión mística, han de ser situados en el mismo
plano. Ahora bien: dado que la «cifra» constituida por este simbolismo
comporta en su estructura todos los valores que el hombre ha descubierto
progresivamente en él en el transcurso del tiempo, lo que se ha de tomar en
consideración para descifrarlo es la significación más «general», la única
capaz de articular todas las restantes significaciones particulares, la única
que nos permite comprender cómo se han integrado estas últimas en una
estructura.
1958
NOTA BIBLIOGRÁFICA

Los cuatro primeros estudios que componen este libro han aparecido en los
Eranos-Jahrbücher, vols. XXVI, XXVII, XXVIII y XXIX, Zurich, 1958,
1959, 1960 y 1961. En el cuarto se recopilan textos aparecidos,
respectivamente, en la «Nouvelle Revue Francaise» (abril de 1960);
«Paideuma», VII (julio de 1960) (Festschrift für Hermann Lommel), y en
Culture in History. Essays in Honor of Paul Radin,
Nueva York, 1960. Una versión inglesa del último estudio ha sido incluida
en el volumen History of Religions. Essays in Methodology, editado por
Mircea Eliade y Joseph Kitagawa, Chicago Univeristy Press, 1959, y una
traducción alemana fue extractada en la revista «Antaios», II, n. 1 (mayo de
1960).

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