Tonelli - Mito Snuff

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Datos del expositor o expositores

Apellido: TONELLI

Nombre: JULIÁN

DNI: 30925088

Correo electrónico:juliantonelli84@gmail.com

Institución a la que pertenece: IUNA

Palabras claves (3): Mito del cine snuff - Dispositivos- Psicoanálisis

Resumen:

Si se tiene en cuenta que el mito urbano de las películas snuff surgió estrechamente
vinculado a la imagen icónico indicial en movimiento del dispositivo cinematográfico
originario, los abordajes que de él realizó el cine de ficción constituyen un tópico de
interés para la reflexión sobre el desarrollo de dicha leyenda en el imaginario fílmico. En
muchos casos, estos relatos vinculan el horror mítico del snuff con nuevas técnicas, nuevos
medios y nuevas modalidades de producción, circulación y consumo audiovisual. En esta
oportunidad nos proponemos dar cuenta de las indagaciones que, a partir de una serie de
conceptos derivados de la teoría psicoanalítica del cine, tuvieron lugar con respecto a
ciertas relaciones film-espectador que tales ficciones plantean.
Mito snuff y cine de ficción: Aproximaciones desde la teoría psicoanalítica del cine

Las películas snuff muestran el asesinato de un ser humano –un sacrificio humano (sin la ayuda de efectos
especiales u otros trucos)-perpetrado para su filmación, y circulan entre unos pocos con propósito de
entretenimiento.

Kerekes, David y Slater, David (1994): Killing For Culture: An ilustrated History of Death Film from Mondo
to Snuff.

La snuff movie es una película que muestra el asesinato real de un ser humano; producida, perpetrada y
distribuida únicamente con fines económicos.

Snuff: A documentary about killing on camera (documental de Paul Von Stoetzel, 2008).

La presente ponencia, cuyas reflexiones se enmarcan en mi proyecto de tesis de maestría,


aborda una vertiente teórica que ha sido utilizada con frecuencia en el análisis de ciertas
ficciones sobre el mito urbano de las películas snuff. Dicha vertiente es la de las
perspectivas psicoanalíticas, que tuvo su momento de apogeo durante la década del setenta
y se centró en las relaciones psíquicas entre el film y su espectador.

En su libro El significante imaginario (1979), Christian Metz señala que las personas y
los objetos de un film constituyen representaciones de una ausencia, tan sólo el reflejo o la
sombra de aquello que significan. Su estatuto, por lo tanto, es imaginario: “Lo típico del
cine no es lo imaginario que eventualmente pueda representar, sino el que es ante todo, el
que le constituye como significante” (1979: 46). Para el autor, la pantalla es como un
espejo. Todo en ella puede proyectarse o reflejarse, excepto el cuerpo del espectador. Lo
que posibilita la ausencia del sujeto en la pantalla es que éste ya ha conocido la experiencia
del espejo (el verdadero)1, y en consecuencia es capaz de constituir un mundo de objetos
sin tener que empezar reconociéndose a sí mismo. Pero entonces, ¿con qué se identifica
durante la proyección de la película? “La identificación con la forma humana que sale en la
pantalla, incluso cuando tiene lugar, todavía no nos dice nada en lo que atañe al lugar del
Yo espectatorial en la instauración del significante. Este Yo, como acabo de decir, ya se
halla formado. Pero puesto que existe, podemos preguntarnos justamente dónde está
durante la proyección de la película” (p. 48), sostiene Metz. El espectador, ausente de la
pantalla, no participa en lo percibido, aunque es omnipercibiente. Sin él lo percibido no
tendría nadie que lo percibiera.

En el cine, el saber del sujeto cobra una forma muy concreta sin la cual no habría película
posible. De este modo, el espectador “se identifica como condición de posibilidad de lo
percibido y por consiguiente como una especie de sujeto trascendental” (p. 49). El
movimiento de la visión espectatorial, asegura Metz, es doble. Por un lado, al identificarse
a sí mismo como mirada, el espectador se identifica también con la mirada de la cámara,
cuyo representante en la sala de cine es otro aparato, el proyector (movimiento proyectivo).
Por otro lado, “ilumina” las cosas con su mirada, haciendo que éstas se proyecten en su
retina (movimiento introyectivo). Al suscitar, es el aparato de proyección; al recibir, es la
pantalla. En estas dos figuras a la vez, el espectador es también la cámara, pues esta apunta
a un objeto que simultáneamente le imprime su huella. La identificación con la propia

1
Metz se refiere a lo que se conoce por estadio del espejo. Según Jacques Lacan, se trata de una fase en la
constitución del ser humano, situada entre los seis y los dieciocho primeros meses. El niño, todavía en un
estado de impotencia e incoordinación motriz, anticipa imaginariamente la aprehensión y dominio de su
unidad corporal. Esta unificación imaginaria se efectúa por identificación con la imagen del semejante como
forma total; se ilustra y se actualiza por la experiencia concreta en que el niño percibe su propia imagen en un
espejo. La fase del espejo constituiría la matriz y el esbozo de lo que será el yo.
mirada, secundaria respecto del espejo, es la identificación cinematográfica primaria, en
tanto que la identificación con los personajes es secundaria.

Ahora bien, para el autor el sujeto trascendental es siempre un sujeto embaucado:

La posición del Yo en el cine no depende de una milagrosa semejanza entre el cine y las características
naturales de toda percepción; al contrario, ya está prevista y marcada de antemano por la institución
(instrumental, disposición de la sala, dispositivo mental que interioriza todo eso), y también por las
características más generales del aparato psíquico (como la proyección, la estructura del espejo, etc.) (p.
52).

En esta coyuntura, las pasiones perceptivas son las únicas que posibilitan el ejercicio del
cine. Metz alude a la pulsión sexual cuya base es la carencia de objeto real, una carencia
que debe mantenerse en vilo para la supervivencia del deseo. Concretamente, la pulsión
escópica del voyeur, que fija la distancia con su objeto tal como el espectador se cuida de
no estar ni muy cerca ni muy lejos de la pantalla: “El voyeur saca a escena en el espacio la
ruptura que le separa para siempre del objeto; saca a escena incluso su propia insatisfacción
(que es precisamente lo que necesita como voyeur), y por lo tanto también saca su
“satisfacción” en tanto sea de tipo propiamente voyeurista” (p. 59). El cine provee más que
ningún otro arte un “infinitamente deseable” que se traduce en un “jamás poseíble” (p. 61).
La ausencia de objeto visto define, por lo tanto, el régimen escópico del cine. A diferencia
de lo que puede suceder en el teatro o en un número de strip-tease, aquí el voyeur está solo.
Eso que desea no está en la sala oscura con él, no ha tenido que darle una prueba de
consentimiento. Tan sólo ha dejado su huella.
La perversión escópica del teatro es, por estos motivos, más aceptada que la del cine. El
voyeurismo cinematográfico es “vergonzoso”, dado que es un voyeurismo impune, no
autorizado, transgresor:

Para una gran mayoría del público, el cine (…) representa una especie de recinto cerrado o de “reserva”
que escapa a la vida plenamente social por mucho que ésta lo prescriba y lo admita: ir al cine es un acto
lícito entre otros, un acto que ocupa un sitio en el empleo del tiempo confesable de la jornada o de la
semana, y sin embargo este sitio es un “agujero” en la textura social, una tronera que da algo un poco más
disparatado, un poco menos aprobado que lo que se suele hacer durante los ratos restantes (p. 65) .

¿Acaso no se vincula el mito del snuff con ese voyeurismo vergonzoso y privado que es
propio del cine? ¿No será este vínculo uno de los motivos por los cuales el snuff es una
leyenda urbana puramente cinematográfica en su origen?

Identificación especular, voyeurismo, exhibicionismo. Y tenemos aún otra pasión que


arraiga en el psicoanálisis y que se asocia con los procesos inconscientes del espectador: el
fetichismo. Según la teoría freudiana, el objeto fetiche es aquel que sustituye el falo de la
mujer (de la madre) en cuya existencia el niño pequeño creía y al cual, debido a la amenaza
de castración, no quiere renunciar. Este objeto, significante negativo del falo, es, al igual
que el significante cinematográfico, una presencia de una ausencia. El espectador es
incrédulo (sabe que la diégesis del film es una construcción imaginaria) pero a la vez es
crédulo ya que en él se produce un impulso contrario que rechaza ese saber, que se deja
engañar. El cine como perfeccionamiento técnico, expresa Metz, también constituye un
fetiche: “El fetichista del cine es el que se maravilla ante los resultados de que es capaz la
máquina, ante el teatro de sombras como tal. Para que se establezca su pleno poder de goce
cinematográfico, necesita recordar a cada instante (y sobre todo a la vez) la fuerza de
presencia que posee la película y la ausencia sobre la que se edifica esta fuerza” (p. 72). La
técnica hace deseable el objeto, supliendo su carencia (la ausencia de lo filmado) por la
potencia de lo simbólico. A dicho hacer deseable también contribuyen configuraciones
particulares del significante como los encuadres y los movimientos del aparato, que excitan
la mirada a la vez que la retienen, la dosifican, la censuran.
A diferencia del exhibicionismo teatral, en donde lo exhibido sabe que lo miran y desea
que así ocurra, la película no es exhibicionista. “La miro, pero no me mira mirarla. Aun así,
sabe que la estoy mirando” (p. 86), señala el autor. Cuando ve, el voyeurista no “devuelve”
sino que “sorprende” algo. No comparte con su objeto el ejercicio de la pulsión parcial
(como sucede en el teatro e incluso, en el número de strip-tease). En consecuencia, la
relación objeto-sujeto se torna extrema: objeto puro-sujeto puro. Sujeto omnividente e
invisible. Lo visto ignora que lo ven, y así el voyeur se ignora como voyeur. Esta operatoria
de doble negación es la que, en definitiva, hace posible la identificación primaria en el cine.

Parte de lo expuesto por Metz se presenta también en “Los efectos ideológicos del aparato
de base”, legendario ensayo escrito por Jean Louis Baudry en 1974. Aquí ya aparecen las
ideas de sujeto trascendental y de fase especular lacaniana. Baudry señala la operatoria
ejercida por este ego trascendental:

El espectador se identifica menos con lo representado –el espectáculo mismo- que con aquello que pone
en juego o en escena el espectáculo; con aquello que no es visible pero hace ver, hace ver con el mismo
movimiento en virtud del cual él, el espectador, ve –obligándolo a ver aquello que ve, es decir por cierto la
función asegurada en el lugar cuyo relevo está a cargo de la cámara (1974: 65).

El cine, nos dice Baudry, prefigura para su espectador un puesto central ilusorio,
actualizando una tradición que se remonta a la perspectiva monocular renacentista. En el
cine el sujeto se halla alienado, reprimido, incapaz de responder por sus propios medios. Le
han impuesto un aparato psíquico sustituto. Esta imposición es, según el autor, obra de la
ideología burguesa dominante, que de este modo mantiene ocultas sus estrategias de
producción y de funcionamiento2.

Dos películas de nuestro objeto han sido abordadas a partir de los enfoques
psicoanalíticos3. Una de ellas es Tres rostros para el miedo, la otra es Días Extraños.
Podríamos agregar nosotros una tercera, Henry: Retrato de un asesino. Tres imaginerías del
snuff que nos ubican, imagen subjetiva mediante, en el lugar de la mirada y del dispositivo
óptico emparentado con esta: una cámara 16 mm en el primer caso, un extraño casco de
seudópodos en el segundo, una cámara de video portátil en el tercero.

Tres rostros para el miedo comienza con el plano detalle de un ojo que se abre. Luego,
una vista general de la calle desierta, nocturna, tenuemente iluminada. Una prostituta se
halla de pie bajo un foco de luz. El mirón irrumpe en el cuadro, caminando hacia la mujer.
Lo vemos de espaldas. De nuevo, un plano detalle, ya no del ojo del hombre sino de la lente
de su cámara 16 mm, oculta bajo el abrigo. La lente se acerca hacia nosotros hasta ocupar

2
Metz y Baudry son los autores que aquí mencionamos. Un enfoque similar al de ambos (especialmente al de
Baudry) es el que desarrolla Jean Louis Comolli en Técnica e ideología (1971), texto de referencia en el
campo de los discursos deconstructivistas sobre el cine. Comolli concibe el cine como parte fundamental del
sistema de representación que reproduce el mundo desde -y a través de- la ideología burguesa. El espacio
fílmico se ofrece al espectador como autónomo, pero en realidad deriva de una ilusión fundamental que
remite en su origen a la perspectiva monocular del Quattrocento. El dispositivo cinematográfico, entonces,
articula técnica y estética con una demanda ideológica cuya historia es la de las propias imágenes (pintura
renacentista, fotografía, cine).
3
Podríamos mencionar también el texto de Patricia Pisters “Metacinema and the Cinematographic Apparatus:
Peeping Tom and Strange days”, de su libro The Matrix of Visual Culture: Working with Deleuze in film
theory (2003), entre otros trabajos. Laura Mulvey, exponente legendaria de la teoría cinematográfica
feminista, se ha referido a Peeping Tom en un breve ensayo de 1999, escrito con motivo de su reedición en
DVD. Hemos elegido el artículo de Aaron ya que en él se explora más profundamente el estudio de Metz
sobre el rol del espectador, sin poner tanto énfasis en los mecanismos ideológicos del aparato o en las
cuestiones de género (dominación masculina, sometimiento femenino) implicadas en tales mecanismos.
todo el cuadro e inundarlo de oscuridad. Ahora vemos a la mujer a través de la lente, como
si hubiésemos sido absorbidos por la cámara y estuviésemos atrapados en su interior. Nos
acercamos a ella, sobre su figura se posa la cruz del puntero. Nos centramos en su rostro,
que devuelve la mirada en primer plano. La seguimos sin dejar de apuntarla. Sus pasos
hacen eco en el callejón. Por un breve instante, desviamos el encuadre hacia un tacho de
basura, la mano del portador de la cámara (¿nuestra mano?) arroja allí un envase vacío de
rollo Kodak. De vuelta a la mujer, entramos con ella a un edificio, subimos la escalera. Ya
en el interior de la habitación, comienza a desvestirse. A medida que nos acercamos, nos
mira directamente y su rostro empieza a deformarse hasta dibujar una mueca de espanto.
Retrocede y grita. Algo ilumina ese rostro, algo lo refleja (más tarde sabremos que esa
cámara 16 mm contiene un espejo a través del cual las víctimas pueden verse a sí mismas).
Corte y salida del enfoque subjetivo. Plano detalle de un proyector en funcionamiento.
Ahora vemos al hombre sentado, siempre de espaldas. Frente a él, la pantalla muestra en
blanco y negro el asesinato de la prostituta.

Mark Lewis, el cineasta/espectador asesino, no puede contener sus impulsos voyeuristas.


Él mismo fue alguna vez víctima del voyeurismo ajeno, pues su padre, un respetado
psiquiatra cuyo objeto de experimentación era la función del miedo en el sistema nervioso,
lo utilizaba como conejillo de indias, filmándolo en un sinfín de situaciones desagradables
(lagartos en la cama, encuentros con el cadáver de la madre, etc.). Lo que el atormentado
Mark heredó, entonces, es esa pasión morbosa por registrar la desnudez del miedo antes
que la del cuerpo. Podríamos asegurar que el vínculo entre padre e hijo ocupa un lugar
determinante en la superficie de la trama de Tres rostros para el miedo, pero debajo de esta
tematización se esconde otra, acaso más inquietante: la del rol del espectador de cine.
En su ensayo “Looking on: troubling spectacles and the complicitous spectator” (2005),
Michelle Aaron vuelve sobre los pasos de Metz, a quien cita en todo momento. Según la
autora, el espectador compra en forma voluntaria la sustitución de lo real por el
espectáculo, y al hacerlo niega la ausencia de la realidad, así como su complicidad con tal
sustitución. Esta negación, mecanismo de autodefensa, anula aquello que resulta
amenazante y le permite dejarse llevar por la fantasía sin sufrir las consecuencias. “La
necesaria y segura distancia entre el espectador y los peligros sugeridos por y en el
espectáculo cinemático, sea esta emocional, psicológica o incluso ética, se mantiene y
atraviesa la negación” (2005: 214, trad. a.), observa Aaron, quien asimismo propone
desafiar el borramiento y la inocencia del sujeto con respecto a discursos que,
frecuentemente, exhiben rasgos cuestionables. Films como Tres rostros para el miedo y
Días extraños son “contra-negación”, dado que “rompen deliberadamente ese contrato
cinemático entre espectador y pantalla en dos sentidos clave, no ajenos entre sí: primero,
agravando el acto de ‘olvido astuto’ en el corazón de la dinámica espectáculo-real, y
segundo, empujando los límites de lo que puede ser aceptado por el espectador, es decir, lo
que es posible de ser aceptado” (p. 214). La autorreflexividad de estas películas, en
definitiva, implica una estrategia anti-olvido, y es por ello que cuesta tanto aceptarla (la
carrera de Michael Powell, se sabe, nunca pudo recuperarse luego del escándalo que el
estreno de Tres rostros para el miedo generó en el Reino Unido)4.

El ejercicio autorreflexivo, como ya hemos dicho, se expresa en una combinatoria de dos


miradas, la del asesino y la de la víctima. Estas, a su vez, van al encuentro de una tercera, la
del espectador. Triple convergencia que tiene lugar “en la más pública y personalmente

4
Debemos tener en cuenta la época en que se estrenó el film de Powell. Su impacto negativo de crítica y de
público tuvo mucho que ver con una estilística inusual para aquellos años. Actualmente Tres rostros para el
miedo es considerada una obra de culto, y su influencia en otros cineastas ha sido notable.
violenta de las situaciones” (p. 215): En Tres rostros para el miedo, Mark apuñala mujeres
con una cuchilla adherida al trípode de su cámara, y ellas pueden verse a sí mismas siendo
acribilladas en un espejo adherido a ese artefacto. En la futurista Días extraños, la
tecnología permite que eventos almacenados en video sean disfrutados como experiencia
vivida por medio de un casco especial. Aquí la víctima también es sometida a observar el
registro de su propia muerte cuando el asesino la conecta a su dispositivo de grabación.

Resumamos lo visto hasta el momento. Al focalizar sus procedimientos metadiscursivos


en la expectación concebida por Metz, Tres rostros para el miedo y Días extraños atentan
contra el olvido del sujeto, desmantelando propuestas habituales en torno a la identificación
del film. La función auto protectora del fetichismo y de la negación queda así al
descubierto. Quien se halla sentado en la butaca es impelido, como consecuencia de esta
operatoria, a aceptar su complicidad silenciosa con el contenido espeluznante del
espectáculo. A asumirse en cuanto espectador activo de tal entretenimiento. Aaron expresa
que mientras en el musical hollywoodense la autorreflexividad cinematográfica apunta a
reforzar el significante espectacular, aquí se la utiliza con fines contrarios: “la
autoconciencia en el film genera autoconciencia en el público. Si cosas terribles le ocurren
a los espectadores mostrados, entonces el estatuto de uno mismo como espectador parece
tensionarse” (p. 217). Dicha tensión se basa en el recurso de representar la experiencia del
horror como experiencia compartida. “Lo miro, pero no me mira mirándolo”, postulaba
Metz. La diferencia reside en que, ahora, eso que miro sí me mira mirándolo. Al hacer de
los procesos espectatoriales su propio espectáculo, las películas de Powell y de Bigelow
buscan desbaratar, precisamente, la división espectador-espectáculo.

Tres rostros para el miedo y Días extraños definen su efectividad y su controversia “a


raíz del alineamiento y la fusión de las miradas del espectador y del asesino. Este
alineamiento, como han sugerido los críticos de los films, revela el sadismo del cine;
incluso es la mirada sádica del cine lo que se comparte con el espectador” (p. 219), asegura
Aaron. Luego, no obstante, la autora recuerda la naturaleza “contractual” de la alianza cine-
espectador, y concluye que esta mirada es masoquista en lugar de sádica. Los actos
violentos en pantalla son de hecho requeridos y acordados a partir de elementos de un
mundo masoquista. Lenny, el sufrido protagonista de Días extraños, se halla
profundamente involucrado en la elaboración de films-experiencia, ha dado su
consentimiento, mientras que para Mark los asesinatos “nunca son por completo una
cuestión de sadismo sino más bien una manera de revivir su infancia traumática, y, en
particular, las interminables filmaciones de sus reacciones a cargo de su padre” (p. 220). En
resumen: la identificación sádica con el voyeur o con el asesino conlleva, a su vez, una
identificación masoquista con lo que estos personajes tienen de víctimas. La
irresponsabilidad de seguir mirando por parte del sujeto espectatorial puede interpretarse en
ambos sentidos. De cualquier modo, queda claro que Tres rostros… y Días extraños
interpelan a dicho sujeto mediante su implicación en lo mostrado: “Al volverse el
espectáculo –y por lo tanto, lo real- progresivamente inaceptables, la pregunta sobre el rol
del espectador se vuelve cada vez más apremiante” (p. 221).

En cuanto a Henry: Retrato de un asesino, su protagonista expone un pasado repleto de


violencia (asesinato de la propia madre, entre otros episodios), aunque aquí las
motivaciones parecen tener poco que ver con una obsesión por el registro audiovisual. El
empleo de una videocámara para filmar los asesinatos se debe más que nada a causas
circunstanciales, surgidas de la rutina y del aburrimiento. Hay una escena que nos interesa
concretamente y que describiremos a continuación:
54’, 7”: Plano de un televisor, pantalla dentro de la pantalla. Otis (cómplice de Henry)
sujeta por detrás a una mujer. La grabación es brillosa y algo descolorida. Están en el living
de una casa. La mujer grita y se retuerce pero Otis no le permite escapar. Luego la arrastra
hasta un sofá, le arranca la ropa y comienza a manosearla. Se escucha la voz de Henry:
"Hazlo, Otis, eres una estrella". La visión se desplaza con un zoom para mostrar el cuerpo
maniatado del esposo. Por la puerta de calle vemos entrar al joven hijo del matrimonio. El
encuadre se sacude abruptamente hasta quedar al nivel del suelo, desde allí podemos seguir
las acciones de los cuatro personajes. Henry corre hacia el recién llegado, lo golpea y, tras
una lucha breve, le rompe el cuello. Otis hace lo mismo con la madre. Henry sale fuera de
campo para asestarle la puñalada mortal al padre mientras su compañero besa y manosea el
cadáver de su víctima. El registro tiembla y se estabiliza, es Henry que ha vuelto a su
posición inicial, filmando los cuerpos a su alrededor. Luego se concentra en Otis, que agita
la mano de la muerta como si saludase al público. Al ver que este intenta iniciar un acto
necrófilo, Henry (siempre fuera de campo ya que es él quien filma) le ordena detenerse. La
cámara enfoca el piso y los dos asesinos emprenden la retirada.

56’, 28: Corte. Recién ahora, luego de más de dos minutos, vemos a Henry y a Otis
sentados en su living como espectadores del macabro espectáculo. Están viendo el video
casero de su crimen, un crimen que no habíamos visto antes y que se nos muestra por
primera vez en estos momentos. En video y en diferido.

Una corrección respecto de lo que anticipamos al introducir las películas: aquí la mirada
subjetiva no se fusiona con la del artefacto óptico del asesino, como sucede en Tres rostros
para el miedo y en Días extraños. Tampoco se confunde con la pantalla televisiva pues esta
nunca llega a abarcar la totalidad del cuadro. No se representa, entonces, la identificación
espectatorial con “aquello que hace ver”. A decir verdad, quizá ni siquiera haya modalidad
subjetiva, considerando que el televisor es tomado en primer plano mientras que los
personajes lo miran desde un rincón más apartado. Podríamos haber elegido otra escena del
film, en la que Henry y Otis filman una golpiza y dicho episodio se ofrece a través del visor
de la cámara portátil. Hemos optado, en cambio, por una mirada distinta: ya no la del
responsable del registro snuff (mirada en producción, intervenida en su totalidad por una
estética del dispositivo), sino la del espectador (mirada en reconocimiento).

Resultaría pertinente hablar un poco más acerca de la mirada subjetiva en cuanto recurso
fílmico. Francesco Casetti5 utiliza el término “mirada” para designar la sugerencia de un
“tú” dentro del film. Tenemos la mirada objetiva (“tu y yo lo miramos a él”), la
interpelación (“nosotros, es decir él y yo, te miramos a ti”, mirada a cámara del personaje
por ejemplo), la mirada objetiva irreal (“soy precisamente yo quien mira, y a ti te hago
mirar”) y por último, la mirada subjetiva, que implica una ligazón del personaje con el
enunciatario: “yo os hago mirar, es decir, te llevo a mirar tanto a ti como a él, como si él
fueses tú” (1996: 84). Esto es lo que hace Michael Powell, o, mejor dicho, lo que hace Tres
rostros para el miedo como discurso. También lo hace Días extraños, pero no Henry. Al
menos no del mismo modo. Podría tratarse de una mirada subjetiva “institucionalizada”, la
cual, en todo caso, no impide que durante esos dos minutos y veintiún segundos nos
preguntemos: ¿Quién está mirando? 6

5
Casetti, Francesco (1996): El film y su espectador.
6
Podríamos hablar, insistimos, de una mirada subjetiva. En su texto “Problemas actuales de teoría del cine”
(1966), Metz señala, revisando a Jean Mitry, que a menudo las imágenes subjetivas se realizan en asociación
con el procedimiento campo-contracampo (imagen 1 = rostro que mira; 2 = lo que este mira). “Aunque el
campo-contracampo en forma estricta no sea su correlato obligatorio, tales imágenes subjetivas requieren,
para su correcta comprensión, que el film presente imágenes objetivas –no demasiado alejadas- que muestren
al propio protagonista. En efecto, el espectador solo se podrá identificar provisionalmente con el punto de
vista del protagonista si le conoce”. Esto explica, según Metz, el fracaso de La dama del lago (Lady in the
lake, 1986, Robert Montgomery), filmada enteramente en cámara subjetiva: “Eso que tiene lugar en los films
Hay algo perturbador, sin duda, en la mirada de la escena descrita. Su lugar
indeterminado, a mitad de camino entre la modalidad objetiva y la subjetiva, nos inquieta.
Sabemos, porque conocemos a los personajes principales, que lo filmado no es una ficción
de terror barata sino algo que aquellos realmente hicieron. Quizá no habría motivo para
plantear estos interrogantes si el director hubiese intercalado antes la espeluznante imagen
del video con la de los asesinos en el sofá (campo-contracampo: mantengo la tranquilidad
pues quienes están mirando son ellos, no yo). En lugar de eso, decide congelar el encuadre
en el televisor, y así cargarnos con la entera responsabilidad de disfrutar el horroroso
espectáculo. Este recurso, por lo tanto, no concedería nada a la pasividad y al olvido astuto
de ese espectador supuestamente inocente, de ese sujeto voyeurista y fetichista que, según
la perspectiva psicoanalítica, no se reconoce como tal.

Conclusión: Hemos repasado algunos conceptos fundamentales de la teoría psicoanalítica


del cine, a partir de los cuales se han analizado o podrían analizarse ciertas ficciones sobre
el snuff. No obstante, hay dos factores que se desprenden de todo lo expuesto en esta
sección. Dos circunstancias que no estaría de más considerar:

a) La corriente psicoanalítica se ha dedicado, casi exclusivamente, a examinar los


procesos espectatoriales vinculados al dispositivo cinematográfico originario, es

ordinarios y que a veces se denomina “identificación”, no es en realidad más que una asociación temporal, un
acto proyectivo a través del cual el espectador, por un momento, acompaña mentalmente al personaje (a
condición de que lo haya visto exteriormente en otros momentos) (…) la imagen subjetiva propiamente dicha
(…) sólo es posible en pequeñas dosis y en asociación con imágenes objetivas. El procedimiento no es
generalizable” (p. 54, 55). En Henry, lo que escasea es el contracampo. Si hay mirada subjetiva, esta podría
definirse como huérfana. De ahí se derivan los efectos enunciativos chocantes, desconcertantes, que produce
el extracto analizado.
decir, al cine icónico-indicial de base fotográfica (tengamos en cuenta que las
interpretaciones ficcionales del snuff lo asocian con una multiplicidad de
dispositivos).

b) Aun cuando autores como Aaron hayan indagado, desde esta corriente, imaginerías
del snuff no inspiradas en el dispositivo tradicional (Días Extraños, por ejemplo),
tal indagación siempre se focalizó en una práctica formal concreta: la cámara
subjetiva (recurso que emula la visión del asesino a través del aparato y que -posible
desventaja de escoger un abordaje psicoanalítico para la investigación- sólo aparece
aisladamente en nuestro objeto de tesis).

El primer recorte, entonces, propio de la perspectiva psicoanalítica; el segundo, propio de


la aplicación de dicha perspectiva a las películas sobre el snuff. Dos delimitaciones que,
cabe aclarar, no estructurarán el encuadre teórico pensado para la tesis. De cualquier
manera, los planteos de Metz7 y de Baudry han efectuado aportes notables, no sólo al
estudio del objeto sino también al de la expectación cinematográfica en general. Por tal
razón, sería imposible ignorarlos como referencia de peso. Después de todo, la figura
espectatorial en el mito del snuff es siempre la de un sujeto implicado. A falta de
implicación, no habría mito. Tampoco habría, en lo que nos atañe, relatos sobre el mito.

7
Volveremos a aludir a Metz en el momento de presentar el marco teórico, aunque no con motivo de su
período psicoanalítico.
Bibliografía

- Aaron, Michelle (2005): “Looking on: Troubling spectacles and the complicitous
spectator” en King, Geoff (ed.): The Spectacle of the Real. Bristol, Intellect Books.

- Baudry, Jean Louis (1974): “Cine: los efectos ideológicos producidos por el aparato
de base”, Buenos Aires: revista LENGUAjes, Nueva Visión.
- Casetti, Francesco (1996): El film y su espectador. Madrid, Cátedra.

- Kerekes, David y Slater, David, 1995: Killing For Culture. An Illustrated History Of The
Death Film From Mondo To Snuff . Londres, Creation Books.

- Metz, Christian, (1979): El significante imaginario. Psicoanálisis y cine. Barcelona,


Gustavo Gilli.
- (2002 [1963/1968]): Ensayos sobre la significación en el cine 2.
Barcelona, Paidós.

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