Meirieu - La Opción de Educar Caps. 12 y 13 (2001)

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Meirieu, Philippe (2001). La opción de educar. Ética y pedagogía. Barcelona: Octaedro.

CAPÍTULO 12. LA SANCIÓN


En el corazón de la empresa educativa, y reflejando a veces dramáticamente las tensiones, la
sanción disciplinaria reviste un carácter particular en razón del silencio que, habitualmente, se
mantiene sobre ella. Todos la utilizan, pero casi no se habla de ella, como si se tratara de una especie
de mal necesario en contra del que nadie pudiera realmente ir y al que conviniera recurrir con más o
menos frecuencia, pero siempre en la clandestinidad...
En realidad, el secreto que la rodea bien podría ser precisamente la expresión torpe de lo que
constituye su status paradójico: la sanción es, sin duda, inevitable en educación, pero sólo es tolerable
en la medida en que nos resignamos a ella con «mala conciencia».
En la parte de adiestramiento y homogeneización constitutiva del proyecto educativo, la sanción
puede aparecer, en el fondo, como la prolongación natural de las exigencias impuestas por la concepción
cultural dominante de la vida colectiva: se sanciona al niño porque le falta al respeto al anciano en una
sociedad en que el niño representa la inexperiencia y el anciano, la sabiduría; si los valores se invierten, y el
niño pasa a ser considerado como encarnación del futuro y el anciano, como la obsolescencia, el sentido de
la sanción se invertirá, al tiempo que, evidentemente, se modificarán sus modalidades. Así mismo, se
sanciona al alumno que se expresa ruidosamente en clase y manifiesta su existencia con actividades de todo
tipo, en una institución en que el silencio y la conformidad son requeridos por el modelo implícito del
aprendizaje que se lleva a la práctica; en otro marco en que se valorizara la expresión de la originalidad
individual, en el que se consideraría la apatía como una falta de energía, de curiosidad, de iniciativa, el
alumno demasiado «bueno» sería el castigado. La sanción sanciona siempre el alejamiento de la norma
admitida, la infracción de la regla del juego impuesta. En este sentido, tiene una función integradora por
excelencia: se amenaza con la sanción para solicitar la sumisión; se ejecuta la sanción, esperando que, a
través de ella, el recalcitrante entre en el grupo. El hecho de añadir o de pensar secretamente «es por tu bien»
es sólo el signo de la convicción que el educador tiene de la legitimidad de las normas sociales que
subscribe. Cuesta imaginar a un educador que sancione a alguien creyendo que no le hace un servicio y que
confesara, cuando lo hiciera, «no es por tu bien». Es difícil de imaginar... lo que no quiere decir que a veces
no sea así, que a menudo la sanción no tenga la vocación principal de aliviar, tranquilizar o simplemente
facilitar la vida del que sanciona. Pero entonces la sanción no es más que una especie de escoria educativa,
simplemente da testimonio de nuestra condición de encarnados y del hecho de que -como mínimo muchos
de nosotros- no somos santos.
Originalmente, pues, la sanción es realmente un instrumento de homogeneización. Pero
siempre ha querido ser también, y de manera simultánea, un medio de promover y de reconocer la
emergencia de una libertad. Sancionar es, de hecho, atribuir al otro la responsabilidad de sus actos e,
incluso si esta atribución es prematura en su constitución, incluso si es, stricto sensu, en el momento
en que se hace, un señuelo -porque el niño no está precisamente educado ya-, contribuye a su
educación al crear progresivamente en él esta capacidad de imputación a través de la cual se
construye su libertad.i El que ha cometido la falta quizá no habrá actuado por su propia voluntad,
quizá habrá sido el juguete de la influencia de su entorno o, simplemente, de sus impulsos... pero el
hecho de atribuirle la responsabilidad de sus actos, en cierto modo, le pondrá en situación de
preguntarse progresivamente sobre éstos, y de ser, cada vez más, el verdadero actor de éstos. Quizás,
de un modo más radical, al anticipar una situación social futura, anticipamos al sujeto libre y le per-
mitimos convertirse en tal.
El rechazar sancionar puede así aparecer como la expresión de una negación de legitimidad de
los propios valores sociales y morales a la vez que una recusación de la condición de adulto y la
prohibición asignada al otro de reivindicar la responsabilidad de lo que hace. Bajo esta perspectiva, la
sanción asumiría perfectamente la tensión, constitutiva de la educación, entre homogeneizar y
emancipar.
¿Por qué razón subsiste, pues, el malestar hasta el punto de que la vergüenza de haber castigado se
añade a veces al secreto del castigo? Es que conocemos el peso de lo irreversible, la imposibilidad de volver
hacia atrás, y la gravedad de las heridas que una injusticia puede dejar tras ella. Sabemos que, en educación,
un destino puede balancearse por bien poco, por una frase torpe e inmediatamente olvidada por quien la
pronuncia, por un gesto excesivo, por una sanción no merecida. Sabemos, también, que no se borra nada de
la historia del otro y que el castigo no merecido puede tomar para él, sin que lo sepamos, dimensiones
trágicas. Presentimos, finalmente, la posibilidad de muchas desviaciones: incluso si dejamos de lado los
casos -menos raros de lo que se cree- en que se pone en cuestión la integridad física o psicológica del sujeto,
en que la sanción hace exactamente aquello que pretende sancionar, en que la sanción genera desánimo, e
incluso la desesperación; cuando se pretende, al contrario, fortalecer la libertad..., en el fondo de nuestro ser,
sabemos bien que la sanción tiene un carácter inevitablemente arbitrario. He escrito «inevitablemente» por-
que no se trata de un defecto que la vigilancia pudiera erradicar completamente. Se trata, una vez más, de un
status propio de la acción educativa, de la imposibilidad radical, frente a un fracaso educativo, de atribuirlo
exclusivamente a la responsabilidad del educando, eximiendo completamente al educadorii, de la ceguera a
la que estamos condenados sobre lo que se trama realmente en la conciencia del otro. De nuevo, chocamos
contra el mismo obstáculo: no podemos castigar con serenidad porque no somos Dios, porque pilotamos la
educación a partir de lo que vemos -que siempre es parcial-, y de lo que inferimos a partir de lo que vemos
-que siempre es subjetivo. Además, el niño lo sabe y no soporta la sanción, sólo la vive como una ayuda a la
construcción de su persona cuando emana de alguien quien, en el instante siguiente, se interroga
discretamente y sin afectación, sobre la legitimidad de su gesto. En cambio, se endurece y rechaza la idea de
aquel que se presenta como la encarnación de la omnipotencia y de la certeza de lo verdadero. El niño, siem-
pre más lúcido de lo que pensamos, no reconoce como un educador posible aquel que se toma por Dios, sin
tener -pronto lo descubre- todas las calidades de éste.iii
La posición educativa es, pues, especialmente difícil: reside en la aceptación de actos que
sabemos, a la vez, necesarios y arbitrarios, y que no podemos efectuar si no es con la convicción de lo
útil y la duda de lo legítimo. Y parece ser que es precisamente en este espacio precario entre lo útil y
lo legítimo donde se inmiscuyen, para el educador, la inquietud ética y, para el educando, cuando lo
presiente, esta interrogación irreversible sobre el mundo y sobre sí que podemos llamar la conciencia.

CAPÍTULO 13. LUCHA DE INFLUENCIAS


A veces se piensa que educar sería más fácil si sólo hiciera enfrentar, en un cara a cara reconocible,
la influencia de un educador y la conciencia de un sujeto; o, al menos, si el conjunto de educadores de un
sujeto -padres, docentes, amigos, entorno cultural y mediático- ejerciera, de común acuerdo, una influencia
homogénea sobre éste. Pero ello es olvidar las contradicciones sociales inevitables; es olvidar, sobre todo,
hasta qué punto el niño, y el propio adulto, en tanto que «objetos» de educación, representan terribles envites
para influencias contradictorias. La historia de la educación es, en este aspecto, completamente significativa:
vemos en ella cómo las fuerzas sociales del momento, las corrientes ideológicas presentes, los grupos de
presión de todo tipo, se disputan el derecho a someter a los niños y a organizar instituciones que se lo
permitan.
Por ejemplo, en el siglo xix, el Estado, convencido de que representa la única legitimidad educativa
posible, organiza, tras el estandarte de la laicidad, una máquina de guerra contra la influencia familiar
asimilada al culto del particularismo, a la efectividad desbordante, a la superstición y a la desigualdad.
Más o menos hacia la misma época, y aún hoy con formas diferentes, las familias cristianas, bajo
el estandarte de la libertad de enseñanza, quieren combatir la influencia de aquellos a quienes reprochan
que, bajo el abrigo de la idea de progreso y del mito de la universalidad de la ra zón, intentan apropiarse
del alma de sus hijos. Los militantes regionalistas, en nombre del respeto y de las identidades culturales,
luchaban, hace aún pocos años, contra una institución homogeneizadora, y reivindicaban el derecho a una
enseñanza en la lengua regional y a propósito de objetos culturales específicos.
Hace poco, los ideólogos de la emancipación escolar pedían a los docentes que combatieran, paso
a paso, la influencia de los medios de comunicación a los que acusaban de querer seducir a la juventud
mediante procedimientos demagógicos y peligrosos. Ayer mismo, los representantes del mundo
económico impugnaban el poder de los profesores, su gusto desmesurado por una enseñanza general
prolongada, las falsas esperanzas que daban a los jóvenes animándolos a obtener diplomas ridículos, en
lugar de confiarlos, cuanto antes, a las empresas, las únicas capaces de formarlos verdaderamente. ¡Y hoy
estos mismos a veces exigen lo contrario! Cada nueva reivindicación no reemplaza sistemáticamente a las
anteriores, más bien, a menudo, las reactiva; y ello hasta tal punto que actualmente, entre el Estado y las
familias, los medios de comunicación y las empresas, las asociaciones, las religiones y los partidos, las
regiones y las culturas de referencia, la prerrogativa educativa está sometida a una dura disputa. No es mi
objetivo, en estas páginas, el negar el derecho de cada educador a expresar sus propias finalidades, ni
prohibirle que argumente sus concepciones de la cultura y del aprendizaje, que las confronte a las de sus
socios para examinar su alcance y su valor; éste es, incluso, su deber más elemental.
Pero es fácil estar tentados a considerar la educación como la empresa que consiste simplemente
en substituir la influencia de los demás por la propia sobre el otro. El educador, en efecto, en la
realización de su proyecto choca siempre con aquello que considera, con razón o equivocadamente, los
efectos nefastos de sus competidores y como cargas de las que hay que liberar al sujeto. «Liberarle» es,
pues, a sus ojos, erradicar las huellas de la influencia del otro, que denomina, según el caso,
superstición, ilusión, error o vagabundeo. En consideración a esto, podemos sospechar de todos los
métodos pedagógicos que pretenden tener como objetivo el acceso a la libertad de pensamiento del
sujeto: así «el espíritu crítico», tan valorado por los pedagogos de principio de siglo, ¿no era acaso una
recuperación bajo mano del adolescente para el campo del racionalismo experimentalista, que se trataba
de reforzar contra la influencia del «partido religioso», al mismo tiempo que un medio para permitirle
acceder libremente a valores personales? Del mismo modo, la insistencia sobre la importancia de la
meditación y, más adelante, de la creatividad, ¿no es, por su parte, un esfuerzo por arrancar al niño del
poder de la sola racionalidad discursiva y hacer girar su mirada hacia otros valores? Y se podría hacer,
de forma verosímil, el mismo análisis en referencia a la mayor parte de las herramientas pedagógicas
cuyo objetivo emancipador no tiene siempre la pureza cristalina que se anuncia, y es testimonio, a
menudo, de la intención escondida de anexar.
Y cuando no se alcanza el objetivo, cuando uno se ve sorprendido por el fracaso porque el otro se
nos resiste, entonces estamos tentados fuertemente a considerar la parte de influencia que, en el otro, se nos
escapa, como su parte de libertad. Al no poder someterlo a lo que yo creo ser, con razón o sin ella, la
condición de su emancipación, considero que se emancipa porque otro que no soy yo dicta en él otros
valores, otras actitudes, otros comportamientos...
Quienquiera que, en efecto, ha intentado ejercer un poder educativo ha tropezado inevitablemente con
viejas costumbres, con lo que a menudo llama prejuicios, con lo que percibe como trabas naturales,
psicológicas o sociales de su actividad emancipadora. El educador -y éste es su drama- nunca llega «en primer
lugar», a un terreno virgen, a un espacio en que no ha pasado nada; siempre ha habido ya «una historia»,
puesto que el otro, incluso en sus primeros días de vida, existe ya fuera de él y no es posible pretender ser su
absoluto creador. Uno está tentado, entonces, a creer que las resistencias que ha encontrado, en la medida en
que no consigue vencerlas, representan precisamente esta libertad que quiere promover. ¿Puede ser, además,
que el educador prefiera secretamente que el sujeto se le resista porque es víctima de la influencia del otro?
Mirándolo bien, así la cosa es menos inquietante: es mejor encontrarse con una resistencia que emana del
ejercicio de otro poder, debidamente identificado, que vérselas con una libertad necesariamente imprevisible,
que se escape a todo análisis y para la que no podemos designar un culpable. Y es que, en la emergencia de un
sujeto, hay algo parecido a una recusación radical de todas las influencias que puede aparecer, legítimamente,
como una traición: el otro hace volar por los aires, de golpe, todos los marcos en los que le queríamos
encerrar... Habría preferido, sin duda, que al escaparse de mí, fuera recuperado por otro, ello me habría dejado
una pequeña oportunidad de reconquistarlo.
Pero una emancipación que no es, en modo alguno, un sometimiento, me sitúa frente a un fra-
caso, a una ruptura, a un misterio, que me impiden toda esperanza de recuperación futura. ¿Cómo
sorprenderse, pues, de que la emergencia de libertad sea tan difícil de aceptar? ¿De que se prefiera
constatar la resistencia del «ser que está allí» en lugar de suscitar la resistencia del «ser en contra»?iv
i
P. Moreau, a partir de su lectura de los escritos de Kant sobre la educación, ha sido quien. más me ha convencido de
que la sanción, a través de la imputación del acto al sujeto, era a la vez un reconocimiento y una formación de su
libertad (L'éducation morale chez Kant, Le Cerf, París, 1986). Sin embargo, deja de lado la interrogación sobre la
legitimidad de esta sanción en situación y sobre la parte de responsabilidad del educador en el fracaso educativo; ahora
bien, el razonamiento efectuado para el educando debe valer para el educador... pero ¿quién puede sancionar al
educador -es decir, reconocer su libertad- por sus errores educativos?
ii
San Agustín, en sus Confesiones, nos alerta precisamente sobre el sentimiento de injusticia que puede tener el niño
cuando se le castiga y presiente la responsabilidad del adulto, o bien cuando se le reprochan actos que sabe que Son
imputables a sus educadores: «Me gustaba jugar y bromear, y mis maestros me castigaban aunque ellos hicieran lo
mismo por su lado, porque lo que los hombres hechos y derechos llaman los asuntos no son más que verdaderas
bromas» (Libro 1, capítulo IX, 15).
iii
Pestalozzi, cuya obra marca, según M. Soetard, «el nacimiento de la educación» (Pestalozzi ou la naissance de l'éducateur,
Peter Lang, Berna, 1981), ilustra admirablemente en la Lettre de Stars (Editions du Centre de documentation et de recherches
Pestalozzi, Yverdon, Suiza, 1985) las condiciones en que el niño puede aceptar el castigo. Recordemos que, ti-as una dura
expedición militar sufrida en la ciudad de Stans en 1898, fueron confiados a Pestalozzi un centenar de huérfanos para que los
educara. Como explica M. Soctard, se trata de «una situación pedagógica límite, que permitirá a Pestalozzi, mientras trabaja en la
frontera de lo humano, hacer sensible inmediatamente el fondo de su procedimiento educativo, su poder de humanización a partir
de una situación en que el hombre está cercano a la bestia» (Introducción, página 11).
En este marco especialmente difícil intenta, en efecto, construir una comunidad educativa solidaria, y vive con
intensidad y a veces dramáticamente la necesidad de obligar cuando él querría más bien suscitar libertades. Así, frente a
los que él llama sus «pequeños mendigos» y en la situación de desamparo material en que se encuentran, los principios
que rechazan todo castigo corporal le parecen ridículos y reservados para «cuando se tiene entre manos a niños felices
en un ambiente favorable» (página 37). Sin embargo, no justifica cualquier tipo de sanción e insiste en el hecho de que
lo que la hace tolerable -y quizás eficaz- es «el conjunto de la actitud (del educador) tal corno se manifiesta en su
verdad cada día y a cada hora ante sus ojos» (ibid.). La «verdad» es, aquí, la condición de finito, la confesión de su
imperfección, el hecho de mostrarse vulnerable y de ejercer el poder que impone la situación y su status sin, por ello,
pretender ser infalible ni dueño de todo y de todos. «Así, -dice Pestalozzi- lo hago todo para que, en todo lo que pueda
despertar su atención o suscitar su pasión, puedan ver claramente por qué actúo y cómo actúo» (página 39). Pero debe
presentir la inverosimilitud de su proyecto y la imposibilidad de la empresa. Al fin y al cabo, poco importa; aquí lo que
opera no es la transparencia, sino la presencia de la interrogación; se ti-ata menos del contenido de la explicación que de
la brecha revelada por el esfuerzo de explicar. En otras palabras, el niño no acepta la sanción y ésta no le hace progresar
si no sabe que el adulto se interroga sobre ella; sólo así la sanción se convierte en una «transacción educativa», no se
reduce a la expresión de una simple relación de fuerza. A algunos siglos de distancia, es quizás lo que también confirma
A. S. Neill quien, -si queremos observar Summerhill de cerca- sanciona más de lo que parece, pero precisa: «Lo que
hagáis al niño no tiene importancia, es la manera cómo lo hagáis lo que la tiene» (Libres enfants de Sumnerhill,
Maspero, París, 1972, página 134). Seguramente es, me parece a mí, porque lo que hacemos es inseparable de la manera
cómo lo hacemos; porque la ética no es un «más», aislable de fa acción misma, sino lo que la trabaja desde el interior y
constituye su dimensión verdaderamente humana.
iv
Al intentar escuchar las palabras de los alumnos, F. Imbert (Si tu pouvais changer lécole. Le Centurion, París, 1983)
observa que éstos piden frecuentemente y con insistencia «el aumento de profesores» (página 59)... Claro que,
normalmente añaden: «Deberían ponerse de acuerdo» (página 196). Pero F. Imbert considera que «es como si él (el
alumno), tras la certeza formulada de su necesidad de un maestro, se diera, en cierto modo, los medios para una
desalienación transferencial». A las captaciones y fascinaciones que se traman en las relaciones duales, el niño opondría
la diversidad de puntos de anclaje que permite «la diversidad de los lazos libidinales» (ibid.). La existencia de un equipo
plural de docentes e interventores en la escuela y, más generalmente, en la educación, podría introducir así, tal como
desea el autor, el «juego» en los dispositivos institucionales, et «juego» en que pueda inmiscuirse un sujeto (página
230). Durante un tiempo, por mi parte, creí que era así y esta hipótesis ha sido, para mí, incluso fundadora, por una
parte, de lo que he denominado «la escuela plural» (expresión que empleé en mi tesis, en 1983) y que intenté llevar a la
práctica en la experiencia pedagógica que animé en Lyon durante diez años. Sin embargo, hoy en día, me parece que la
diversidad de polos identificadores, si bien es una condición necesaria para la emergencia del sujeto (la pluralidad de las
palabras de los adultos permite al niño atreverse con la suya propia y desarrollar lo que F. Imbert denomina «estrategias
de resistencia»), no es una condición suficiente. Las rivalidades entre adultos provocan, a veces, en efecto, una
sobrepuja de seducción, que no puede engañar a los niños, pero a la que ceden de todos modos. Así, en lugar de suscitar
la emergencia de personas libres capaces de liberarse de la captación de los adultos, los educadores corren el riesgo de
animar las identificaciones bilaterales al repartirse, en cierto modo, a los niños, y al designarse. recíprocamente, a los
«fieles» de cada cual... quizá porque, ahí estamos de nuevo, preferimos que el niño sea recuperado por otro a que se
escape de toda influencia. La pluralidad de las influencias educativas -en ta que podemos ver legítimamente la única
forma de laicidad- no nos dispensa, pues, me parece, de la interrogación ética de cada educador sobre los medios que
ofrece al educando para que se emancipe de toda influencia y no se limite a oscilar entre varias de ellas.

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