Cientificismo
Cientificismo
Cientificismo
Miguel de Unamuno
CMC EDITOR
VALENCIA MMIX
Valencia, 2009. Edición no venal.
e-mail: carlosmunozcaravaca@gmail.com.
http://carlosmc10.spaces.live.com
CIENTIFICISMO
Sudamérica, mucha más que en España, donde, en realidad, jamás tuvo eco.
He oído a un amigo colombiano una porción de noticias respecto a la
influencia de las doctrinas de Comte en la formación de los intelectuales de su
país.
Y esta relativa boga de Comte no deja de tener relación con el respeto y
admiración que se han rendido también por esos pagos —entre los pocos que
en todas partes se interesan por estas cosas, se entiende— a otro supuesto
filósofo, a quien también zarandea Papini, llamándole «mecánico
desocupado», a Heriberto Spencer, a quien el autor del disparatadísimo libro
Raza chilena —libro escrito por chileno y para los chilenos— le llama «el
Filósofo Excelso» —así, los dos términos con mayúscula—, diciendo que los
españoles y los italianos estamos inhabilitados para comprenderlo, por lo cual
carece de valor cuanto en desdoro de él podamos decir Papini, italiano, y yo,
español. Y menos mal que no estamos solos, ni somos solamente italianos y
españoles los que no vemos la excelsitud de la filosofía del «mecánico
desocupado». No es español ni italiano, sino yanqui, el prestigiosísimo
profesor de Harvard, William James, el más sutil psicólogo contemporáneo
acaso, y le ha dado cada meneo al tal «Filósofo Excelso»... Y en su tiempo se
los dio Stuart Mill, mucho más filósofo y más excelso que él.
No asusta ni sorprende a ningún español ni italiano medianamente cultos,
crea lo que creyere el autor de Raza chilena, que en una obra de psicología se
emplee casi todo el primero de los tomos en la descripción anatómica y en la
fisiología del sistema nervioso humano, y hasta hay algún pobrecito español,
inhabilitado para comprender al «Filósofo Excelso», que con sus
descubrimientos en histología del sistema nervioso ha hecho avanzar la
psicología.
El párrafo del flamante autor chileno que escribe no más que para sus
compatriotas —según confesión propia— no es más que una caricatura de una
disposición de espíritu muy frecuente en todas partes, pero mucho más en los
pueblos jóvenes, de cultura incipiente o advenediza —y como advenediza,
pegadiza—, y esa disposición es el cientificismo, la fe ciega en la ciencia.
La llamo ciega a esta fe, porque es tanto mayor cuanto menor es la ciencia de
los que la poseen.
Es el cientificismo una enfermedad de que no están libres ni aun los hombres
de verdadera ciencia, sobre todo si ésta es muy especializada, pero que hace
presa en la mesocracia intelectual, en la clase media de la cultura, en la
burguesía del intelectualismo. Es muy frecuente en médicos y en ingenieros,
desprovistos de toda cultura filosófica. Y admite muchas formas, desde el
culto a la locomotora o al telégrafo, hasta el culto a la astronomía
flammarionesca. Los felices mortales que viven bajo el encanto de esa
enfermedad no conocen ni la duda ni la desesperación. Son tan
bienaventurados como los librepensadores profesionales.
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semejanza. Y los tres citados, cada uno en su esfera, entran en esta categoría.
Las vaciedades sonoras de Víctor Hugo eran, merced a su imaginación
poderosamente sanguínea y merced a lo bajo y pobre de su inteligencia, muy
a propósito para llenar de admiración al vulgo del espíritu, a la burguesía
mental. Las doctrinas de Spencer están al alcance de la comprensión del
hombre más falto de educación filosófica y aun incapaz de recibirla. Y en
cuanto a Zola, hay pocas cosas más simplicistas que la especie de psicología
rudimentaria que corre por debajo de sus novelas, donde hay algún elemento
puramente artístico no destituido de valor. Y así ha resultado que esos tres
hombres han sido ensalzados por lo peor de ellos, siendo así que su innegable
valor respectivo es a pesar de las cualidades que sus fanáticos han querido
atribuirles y no por ellas. Y es natural que no alcanzara la popularidad de ellos
ni Leconte de Lisie, ni Stuart Mill, ni Flaubert, y he escogido tres que
corresponden, por nacionalidad y hasta dentro de ciertos límites, por época a
los otros tres.
Y todo esto, ¿qué tiene que ver con el cientificismo?, se me dirá. Pues sí que
tiene que ver y no poco, porque el cientificismo es la fe, no de los hombres de
ciencia, sino de esa burguesía intelectual, ensoberbecida y envidiosa de que
vengo hablando. Ella no admite el valor de lo que no comprende, ni concede
importancia alguna a todo aquello que se le escapa. Pero no puede negar los
efectos del ferrocarril, del telégrafo, del teléfono, del fonógrafo, de las ciencias
aplicadas en general, porque todo esto entra por los ojos. No cree en el genio
de un Leopardi, pero sí en el de Edison, otro de los ídolos de estos
divertidísimos sujetos.
La ciencia para ellos es algo misterioso y sagrado. Conozco yo uno que adora
en Flammarión, en Edison y en Echegaray, que nunca pronuncia la palabra
Ciencia sino con cierto recogido fervor, y la, pronuncia con letras mayúsculas,
así: ¡¡¡CIENCIA!!! Os digo que la pronuncia con letra mayúscula. Y el buen
hombre —porque fuera de esto es un bendito varón— es incapaz de resolver
una ecuación de segundo grado y apenas sí tiene más nociones de física,
química y ciencias naturales que aquéllas que se adquieren en nuestro
desastroso bachillerato.
Parodiando una frase célebre, puede decirse que poca ciencia lleva al
cientificismo y mucha nos aparta de él. La semiciencia, que no es sino una
semiignorancia, es la que ha producido el cientifismo. Los cientificistas —no
hay que confundirlos con los científicos, repito una vez más—apenas
sospechan el mar desconocido que se extiende por todas partes en torno al
islote de la ciencia, ni sospechan que a medida que ascendemos por la
montaña que corona al islote, ese mar crece y se ensancha a nuestros ojos,
que por cada problema resuelto surgen veinte problemas por resolver y que,
en fin, como dijo egregiamente Leopardi:
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