MORENO, Marvel. Ciruelas para Tomasa

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 11

30 Mdr\igí X( 0*6^0 ■ CtXenVo > Co(v\p\je^-Q¿.

O R I A N E , TÍ A O R I A N E f ^ * I
CcA ■w Ov o n a •

recordaría siempre, cuando el turpial rompió a cantar presintien­


do el paso de las cinco. Así que comenzó a envolver en un papel de
seda la rosita de crochet a medio terminar y pensó que debía le­
vantarse a preparar el extracto de codorniz. Dem oró un rato más
en la mecedora sintiendo dentro de las piernas un hormigueo que
anunciaba la inminencia de octubre, y se prometió comprar para
esas largas tardes de lluvia muchos juguetes que divirtieran a M a­
ría. Debía, lo prim ero, term inar cuanto antes el m antel, se dijo
mientras atravesaba el corredor. Y tal vez, conseguir una m ucha­
cha que sacudiera el polvo. Estuvo pensando en eso todo el tiem ­
po que pasó después en la cocina desplumando ana dim inuta
codorniz; en la muchacha, los pisos limpios, el olor a cera, las ven­
Ciruelas para Tomasa
tanas abiertas otra vez de par en par.
Del patio sólo llegaba el ruido de las manos de M aría al chocar
A la memoria de Tomasa
con las del niño. Era un sonido seco, intercalado de pequeños si­
lencios. Doña Julia se disponía a adobar la codorniz con perejil y
una hoja de laurel cuando oyó sonar el tim bre de la puerta y los No la había visto en mi vida pero supe que era ella apenas la divi­
pasos de M aría regresando por el vestíbulo a toda carrera para sé parada en la esquina mirando hacia la casa con la terquedad de
decirle que una sirvienta había llegado a buscarla. Apenas alcanzó un zombi. Así que di la vuelta y eché a correr al cuarto de mi abuela
a ver el revoloteo de la colita de caballo girando junto a la puerta y le dije, llegó Tomasa. Mi abuela no me preguntó cóm o pude re­
de la cocina. Pensó que debía conducirla y prometerle que la lla­ conocer a una persona a la que nunca he visto, no me miró siquiera:
maría otra tarde. Pero no lo hizo, se sentía cansada. siguió guardando la ropa recién lavada que las monjas del Buen
Mucho después, ya la imagen del niño se gastaba en el tiempo, Pastor habían traído al mediodía, y sólo cuando la última sábana
doña Julia volvería una y otra vez al recuerdo de aquel instante y quedó doblada en la gaveta de la cómoda pareció entender por qué
con angustia pensaría que si hubiera acompañado a M aría habría diablos había entrado yo en su cuarto. Sólo entonces se dirigió a
podido impedir que el niño le entregara el m uñeco, y ella, atolon­ la puerta y erguida, erguida y seca como una mariapalito, esperó a
drada, asqueada tal vez, lo echara al salir de la casa en la caneca de Tomasa bajo el dintel con la mano apoyada en la cabeza de su bas­
la basura que, como siempre, el carro del aseo recogió puntualmen­ tón de ébano. Sin saludarse, sin cruzar una palabra se pusieron a
te a las seis. andar por el corredor, mi abuela adelante y ella atrás, arrastrando
esa horrible pierna que gotea y va marcando las baldosas lo m is­
32 33
O R I A N E , T í A O R I A N E < t II li I l A S /» A R A T O M A S A

mo que un caracol: así, a la manera de un caracol, fue dejando su encontrarían, andando, como decían que .iiul.ibii, por esos cami­
huella por la galería hasta las dependencias del servicio donde mi nos, a la buena de Dios. Pero nunca la vieron, do viejos y cansados
abuela le señaló con un gesto el cuarto que de ahora en adelante no volvieron más. Y con el tiempo yo supe que ella regresaría sola,
será el suyo. Por si las moscas me mantuve a distancia buscando que un día miraría a su alrededor, daría la vuelta, y desandando
cualquier cosa en la despensa: apenas mi abuela dio la espalda y cincuenta años de odio vendría a buscar su cuarto para morir F,n
ella arrastró del cuarto un taburete me vine a jugar con mis bolas fin de cuentas si se ha de morir mejor hacerlo donde se ha vivido,
de uñita, aquí, en el patio. De ese modo la tengo a tiro de ojo y mi que alguien se ocupe de uno y recoja sin aspaviento lo que uno deja.
abuela no puede reprocharme nada: que si metiche, que si husmeo M ejor eso que sentir revolotear sobre la cabeza las alas de los
a la gente como perro ham briento y la cantaleta que me conozco. goleros, pienso qué pensaría mientras andaba por esos hervideros
Por lo demás esa ni cuenta va a darse, es un zombi, dejó su alma de polvo con el sol a cuestas. Debió de saberlo el mismo día que
en otra parte y tiene m ovimientos de mentira. Hace un m om ento salió del asilo y empezó a mover un pie detrás de otro en busca del
sacó no sé de dónde una calilla, raspó un fósforo con la uña del camino que la alejaría de la ciudad. Más allá del caño, donde los
pulgar y se metió en la boca el extremo encendido: fuma para aden­ mangles se pudren y el río huele a caimán, mirando el trapillo que­
tro, botando el humo por la raya de los labios, los brazos caídos, mado que bordea los senderos, se diría que algún día volvería a
las trenzas tan tiesas que parecen apretadas con fique, pero no es respirar el mismo olor porque de todos modos tenía que entregar
fique, es barro. Después dicen que anduvo todo ese tiempo por los el alma, así le tocara caminar cincuenta años esperando que en esta
pueblos, que mendigaba de casa en casa: puro cuento: apuesto que casa hasta los gatos hubieran muerto. De no haber estado yo aquí
vivía entre el fango, en el fondo de una ciénega, que del fondo de habría llegado lo mismo, pero sabía que yo la aguardaba. Se lo dije
la ciénega salía cada noche mientras mi abuela la hacía buscar. en el asilo, cuando al fin cumplí los años que me permitían entrar
Y sí que la hice buscar, durante años: por los carreteros que a verla. Y ya tenía como ahora esa mirada que no se fija a nada
pasan su vida con los ojos clavados a las orejas de una muía, por quizás para no advertir la desolación del patio, pensé, ni las viejas
los negros que venían del monte medio embrujados, por Florencio, acurrucadas bajo el matarratón, ni la celda donde la tuvieron ama­
el idiota. Ellos la recordaban. Cuando ese cadillerío que ahora ro­ rrada hasta que aceptó ser lo que tanta gente quería que fuera, no
dea la casa era un jardín, y la verja se abría para dejar salir la cale­ del todo loca pero sí lo bastante para fingir que lo estaba, y no por
sa, y la calesa rodaba por las calles levantando el polvo entre un complacencia, imagino, sino con el fin de aislarse completamente
relámpago de aros amarillos, ellos la veían pasar por las tardes ca­ de los otros ofreciendo aquel alelado mutismo como iónica respues­
m ino del camellón y apartaban las carretas quitándose el som bre­ ta de sí misma. Entonces me sorprendió que hubiera aceptado su
ro. Para recordarla venían aquí, me traían ñames y yucas, se suerte en la resignación porque a los veinte años no podía com ­
sentaban en las gradas del porche con las manos inmóviles y ha­ prender el abandono ante una humillación repetida al infinito, día
blaban de ella com o si el tiempo no hubiera pasado. Sólo al des­ tras día, sin esperanza alguna, sin el menor consuelo, sobre todo
pedirse y casi a la ligera m urm uraban que tarde o tem prano la eso, puesto que ella, Tomasa, se había cerrado para siempre a la vida
35
C I R U E L A S PA RA T O M A S A

y a cualquier forma de ilusión apenas puso en duda la buena fe del extraño. Era justamente lo que mi madre había querido que fuese
hombre que amaba. Antes que mi padre, la verdad sea dicha, y to­ al enviarlo al extranjero a casa de aquel tío suyo que ella apenas si
dos los advenedizos que la criticaban acolitados por sus mujeres conocía, pero a quien estimaba por ser, decía, uno de esos Arieta
agriadas de tanto parir hijos concebidos en el desgano, fue ella la capaz de abrirse paso en cualquier parte sin perder el corazón y por
primera en creer que al irse, mi hermano la había abandonado. Así eso m ismo, de hacerse respetar donde viviera. Diez años tenía
lo gritó, me acuerdo, doblada en dos com o si el dolor fuera un cuando lo alejó de aquí y nunca quiso que regresara; sabía de él
golpe recibido en pleno vientre, la noche que Eduardo partió y los por las cartas que regularmente llegaban y las fotografías que a lo
ruidos de la oscuridad extraviaron el resonar de los cascos de su largo del tiempo llenaron un álbum que aún conservo. Quizás lo
caballo. Creyéndolo así justo cuando más vulnerable era y nada habría hecho volver más tarde, después de vender la hacienda y
tenía que oponer a la venganza de mi padre, ni el ambiguo escrú­ desembarazarse de mi padre, como tantas veces le oí decir, o más
pulo ante la virginidad, ni el temor a una opinión que con tal de bien, por las disposiciones que tomó a última hora concernientes
verla castigada preferiría pasar por ciega y sorda (sólo yo, una niña a su herencia, supongo que prefería imaginar a su hijo llevando su
metida a la fuerza en un cuarto que al cabo de tres días arañaría vida en otra parte. Si así fue dio en lo justo, porque nadie menos
todavía la puerta cerrada, sin lágrimas ya, sin inocencia, después preparado que Eduardo para acostumbrarse a esta ciudad de co­
de haber aprendido a asumir fríamente su destino). Juzgando a mi madres y pendencieros. Todavía me parece verlo observando con
herm ano con el criterio que le había servido hasta entonces para una divertida perplejidad a las personas que venían a darnos el
medir a los hombres de aquí, a ella y a cualquier otra m ujer que pésame, largo, impecable en su vestido de hilo blanco, su bello
desde la cuna se hubiera oído repetir, si un hom bre te toca, te deja, rostro enmarcado por unas patillas negras que acentuaban su pa­
nadie ensucia el agua que se ha de beber. Y por ese juicio conde­ lidez, la oscuridad de sus ojeras. Un verdadero Arieta, sí, la nega­
nándose, perdiendo el único apoyo que le habría permitido, no ción de m i padre que como el resto de los hombres de aquí lo
escapar al horror de aquellos tres días, pero sí soportarlo. Aún vigilaba de reojo muriéndose de ganas de llamarlo marica. Porque
ahora pienso que otra habría sido su suerte de haberle dado a mi Eduardo no se tomaba el trabajo de disimular el aburrimiento que
herm ano el crédito que yo le di, finalmente a él nada tenía que re­ le producían sus frases enfáticas, sus chistes obscenos. Y bien pron­
procharle: la había amado y había partido jurándole que volvería: to se supo que no le gustaban las riñas de gallos, ni los prostíbu­
no podía imaginar lo que pasaría en su ausencia y nunca se habría los, ni las borracheras. Prefería dorm ir hasta entrada la tarde,
ido si lo hubiera sospechado. De esta casa, de los odios que la re­ cuando las primeras brisas calmaban el sofoco de los sapos y se ha­
corrían com o el viento en noches de lluvia, Eduardo lo ignoraba cía menos denso el calor, menos hiriente el cielo. Entonces calza­
todo. La había dejado de niño y sólo había regresado a la muerte ba sus botas, cruzaba indolentemente los salones donde las mujeres
de mi madre, marcado por otras costumbres, ajeno para siempre lo acechaban codiciosas prolongando por verle más de la cuenta
a las nuestras y dispuesto a partir cuanto antes, una vez hubiera el duelo, y salía a cabalgar horas enteras, una silueta blanca, una
recogido su herencia y visitado el país con el ojo displicente de un figura esbelta galopando entre los toros adormilados, disminuyen­
36
O R I A N E , TÍA O R I A N E C I R U E L A S P A R A T O M A S A

do en el horizonte hasta perderse bajo la luz naranja del atardecer. mucho que le gustara frecuentar a la gente de la calle San Juan y
Así lo guardo en mi recuerdo. Así, y sentado en una mecedora de sentarse en las terrazas a que la vieran -detrás de las tías de mi
mimbre leyendo a la luz de una vela mientras la casa dormía. Oyen­ abuela, cierto, pero no mezclada al servicio-y recibir de manos de
do hablar al notario, las m anos hundidas entre el pelaje de la gata las sirvientas los jugos que le brindaban y que bebía con mil remil­
Olimpia, aletargada de placer. Una ceja alzada en la mesa com o gos y en todo caso mejores modales que yo, según rezongó alguna
única respuesta a los eructos de mi padre, a quien su sola presen­ vez mi abuela después que hice trizas su colección de porcelanas.
cia parecía condenar irrem ediablem ente a tropezar los cubiertos Tanto sonsonete con Tomasa para venir a encontrar esa bruja des­
y derramar la jarra del jugo de tamarindo. Imagino que algún día parramada en su taburete con las piernas entreabiertas y una cos­
las mujeres se darían por vencidas, y el notario terminaría de re­ tra de mugre en lugar de piel, inerte, sin mirar cosa alguna o quizás
coger sus papeles, y con el rabo entre las piernas mi padre regresa­ mirándome ahora que para darle a la bola transparente me he acer­
ría a su mundo de peones y de bestias. Imagino eso porque después cado más a ella y tomo tino aguantando la respiración no vaya a
vino la calma y la casa volvió a ser lo que era en vida de mi madre. ser que el tufo que le sale de la pierna me distraiga. Por fortuna me
Se abrirían las ventanas y el aire lim pio sacaría los sudores y m ale­ callé lo que descubrí hace un momento, cuando una mosca olfa­
dicencias del velorio. Saliendo de su tristeza Tomasa pasaría del teó la herida y en menos de lo que canta un gallo todas las moscas
riguroso luto al holán de florecitas negras, segura ya de realizar su del patio se pusieron a zumbarle alrededor, así que no tuve más re­
sueño, aquel lánguido sueño entretejido con novelas de am or y medio que ir a buscar un trapo a la cocina y venir a espantárselas
escalas de piano estudiadas formalmente para así parecerse a las sin que la muy desagradecida diera la menor señal de reconoci­
niñas bien que tantas tardes había visto desfilar bajo sus som bri­ miento. Por fortuna, digo, que nada dije, pues a estas horas esta­
llas por el camellón. ríamos mi abuela y yo sacándole los gusanos uno a uno como nos
Yo en su lugar habría aprendido un oficio, a la brava, com o tocó hacer con las garrapatas del tití que el bobo del Florencio nos
aprendí a jugar a la uñita mientras mis prim os me llamaban m a­ trajo de regalo. Bendito tití que parecía más muerto que vivo cuan­
rim acho y yo los dejaba hablar sin quitarles el ojo de encim a hasta do llegó y ayer no más me bombardeó con ciruelas podridas por­
conocer de m em oria cada uno de sus trucos y llenar con sus bolas que intenté agarrarlo. Pero como dice mamá está en el carácter de
la bolsa de hilo que a todas esas m i abuela me iba tejiendo. Porque mi abuela animar lo que ande descompuesto: aquí aparecen bru­
m i abuela dice que si para complacer a los hombres una se hace la jos, locos, mendigos y m i abuela no tiene el menor inconvenien te
tonta term ina volviéndose tonta y algo por el estilo debió de pa­ en cotorrear con ellos. Hasta los ladrones, Señor, le dan las buenas
sarle a Tomasa de tanto andar dándole al piano, encorsetada y sin noches cuando pasan a hacer de las suyas rodando en sus suelas
com er hasta desvanecerse por un quítam e allá esas pajas cuando de caucho. Ahora lo que faltaba: esa vieja que en la calle será el haz­
el oficio de costurera habría podido hacerla independiente y ga­ merreír del mundo entero y por la que seguramente tendré que
nar sus reales una vez m i abuela fuera mayor y ya no tuviera que pelearme con alguno de los muchachos del barrio: Alfredo, sin ir
acompañarla de un lado a otro. En eso hubiera debido pensar por más lejos: ya lo veo tirándole piedras desde la verja como veo a las
39
C I R U E L A S P A R A T O M A S A

sirvientas de mi abuela refunfuñando apenas lleguen esta noche y poder en una época en que nadie lo discutía y por consiguiente no
sientan la hedentina. Inútil, mi abuela no saldrá de sus trece. Na­ teníamos necesidad de contarnos mentiras a nosotros mismos.
die le sacará de la cabeza que ella debe hacerse cargo de Tomasa Pero él no supo hacer el juego: se lo impedía su aversión por todo
porque al meterla en un asilo, su padre le arruinó la vida. lo que fuera amable, por esos gestos y palabras que sirven de m os­
De él no quedó ningún retrato. Ninguna persona lo lloró a su quitero, o quizás otra cosa, una diferencia que alguna vez resintió
muerte y nada le sobrevivió, ni siquiera el nombre. Hasta el caba­ como agravio y que después afirmó rabiosamente a lo largo de su
llo que montaba al caer en la alambrada tuvo el buen sentido de vida a la manera de venganza tardía y sin saberlo él, ineficaz, puesto
no regresar aquí sino a mediodía, cuando ya los goleros lo habían que su malacrianza fue siempre atribuida al hecho de ser un hom ­
marcado a picotazos. Quien iba a decir que aquel hombre avieso y bre salido del monte, de alguno de los pueblos que el azar había
fornido, dispuesto siempre a liarse a puños por un sí o un no en­ ido formando a la orilla del río, allá donde bien dicen el calor pega
contraría su hora gracias a mí, el ser más inerme de la casa, una tan duro que la gente actúa a la brava y piensa a lo lento. Siempre
hija que dudaba fuera suya y de la que bien le hubiera valido des­ sospeché que en eso estuvo lo que sedujo a mi madre, en librarse a
confiar a pesar de sus diez años. Porque suya o no yo había nacido un hombre que de lo puro torpe no la cohibía. Y siempre me dije
hija de mi madre y estaba destinada a hacerle frente: a su grosería, que su error fue haberse librado a la tonta y a la loca, quedar en­
a sus gritos, a ese endiablado deseo de imponer su voluntad que cinta de Eduardo y cargar para el resto de su vida con un m ontuno
sólo el carácter de mi madre controlaba. En lo que me va, no me que lo primero que hizo al llegar a esta casa, contaba mi abuela,
ha llegado jamás al alma el menor remordimiento, ni la mañana fue lanzar un rabioso escupitajo al suelo al advertir que sus nue­
que le vi saltar sobre aquel caballo callándome lo que sabía, ni más vos parientes lo hacían en el lugar debido. Que pasado el tiempo
tarde, cuando los años me hicieron comprender que no había sido de los amores ciegos mi madre volviera a su cuarto de soltera no
más que un pobre diablo encerrado en un callejón sin salida vaci­ sorprendió a nadie, como tampoco que entrara en razón dándole
lando entre una am bición que le impedía abandonar la posición a aquel marido el único empleo a su medida, capataz de los peo­
de señor y una tosquedad que nunca le perm itió asumirla. De un nes que vagabundeaban cuando no eran vistos y que a partir de
lado todo lo que había adquirido al casarse con mi madre, la casa, entonces —por reconocer en él a uno de los suyos, pero con más
el ganado, el potrero que se extendía a lo largo y alo ancho de cin­ agallas—se convirtieron en sus siervos, cabalgando de sol a sol en
co días a caballo; del otro, un cierto código adoptado en principio busca de pastos para unas bestias que a fin de cuentas seguían per­
por los miembros de las cuatro familias que entonces gobernaban teneciendo a mi madre, y olvidando el cansancio del día a punta
la ciudad. En principio, solamente. Dejando a un lado la parente­ de ron y peloteras. Tan descocados se volverían que m i madre es­
la pobre -cu ya m aniática fidelidad a las normas era lo único que tableció la norma de que la mitad de la paga de cada peón sería
la sostenía en su ilusión de retardar el inevitable desastre- se daba entregada a su mujer de turno y, cosa nunca vista ni pensada, si
por sentado que cada quien podía hacer su vida siempre y cuando alguien era víctima de los ataques de furia de mi padre recibiría
mantuviera a salvo las apariencias. Eso bastaba para justificar el como indemnización el salario de un día de trabajo. Porque lo cier­
z'

40
O R I A N E , TÍA O R I A N E C I R U EL A S P A R A T O M A S A

to es que la menor tontería lo sacaba de quicio y se revolvía hasta la intenta destruir. Todavía ahora, cuando un murciélago cae del
contra los animales: con mis propios ojos lo vi matar de un pala­ cíelo raso y tengo que arrastrarlo con la escoba hasta un declive que
zo a un pobre gallo que cantó mientras él hablaba y una vez me le permita alzar el vuelo, viéndolo fijar en mí sus ojos malévolos y
contaron que había descabezado a fuerza de machete a una muía debatirse entre chillidos de ira, revivo esa impresión de ser odiada
que com etió la imprudencia de rancharse frente a su caballo. Yo por mi existencia misma y de golpe me llega su recuerdo. Enton­
lo miraba con horror, pero no había aprendido todavía a odiarlo. ces me pregunto cómo pudo ser tan insensata mi madre para de­
Mi mundo era el de mi madre y de allí él estaba excluido. De los jarlo vivir en esta casa, ella que mejor que nadie podía conocerlo,
atardeceres en la terraza y los paseos en la calesa, de la cena que dejarlo aquí impunemente creyendo que siempre le llevaría ven­
celebraba el aniversario de mi abuela bajo la araña de cincuenta taja porque había algo en ella que le hacía adoptar a él en su pre­
bujías, de aquellas veladas organizadas cuando un barco traía de sencia la docilidad de un niño. O su respeto. Supongo que empezó
muy lejos al amigo de un amigo y yo, vestida de organdí junto a a respetarla cuando ella se convirtió en su esposa, o el día que de­
Tomasa, luchaba contra el sueño para escuchar los relatos de vi­ cidió regresar a su cuarto de soltera, o a medida que le hizo sentir
das y lugares que en la densa penum bra del salón cruzada de m os­ su capacidad para dirigir a los otros, incluso a él mismo. Pero eso
quitos parecían eternam ente inverosímiles. No se esperaba de m i no contaba. Ni un pelo mi madre tenía de tonta y bien podía pen­
padre que asistiera a aquellas reuniones ni se interesara en nada sar que toda relación de fuerza tiende a invertirse, que esa actitud
de lo que allí se hablaba. Nos era extraño, lo sabíamos hostil. Un de él iría cambiando una vez ella empezara a declinar -co m o fue
silencio precavido acogía sus pasos las noches que regresaba del el caso cuando cayó enferm a- y otra mujer diera vueltas por la casa
potrero a dorm ir en la casa. De sólo oírlos mi pekinés me saltaba dando órdenes allí donde ella había mandado, escribiendo cartas
a las rodillas y la m irada de m i abuela caía absorta sobre las con una letra idéntica a la suya, heredando su mantilla, su polve­
trinitarias del jardín. Él observaba con un aire torvo los libros re­ ra, su perfume, aquella Tomasa educada, formada por ella misma,
gados por el suelo junto a las mecedoras de m imbre, la blanca car­ que de repente revivía en la memoria de él la imagen de la joven
peta de hilo que Tomasa bordaba, bizqueaba concentrándose para que veinte años atrás salía a buscarlo de noche entre el trapillo
encontrar el sarcasmo que inútilm ente velaría su amargura y par­ recogiéndose la falda para no pringarse de cadillos. De nada ser­
tía a encerrarse en su cuarto donde lo esperaba bajo la hamaca una vía que en su presencia Tomasa hiciera cruces con los dedos y me
botella de ron. Entonces, lentamente, la conversación se reanuda­ obligara a acompañarla a todas partes, incluso cuando velaba a la
ba, alguna de mis tías me acariciaba el pelo y m i madre, abriendo cabecera de ella. El lazo estaba roto y toda la violencia reprimida
el estuche de juegos, descubría un motivo para sonreír. Al parecer durante años recayó sobre mi madre asimilada por él a simple es­
ni su presencia ni su ausencia nos habían tocado y sin embargo, torbo y como tal perseguida allí donde cualquier persona decente
en lo más íntim o, cada una de nosotras sentía que a la secreta co­ habría sabido abstenerse, en su propia cama, en la debilidad que
rriente femenina anudada con sonrisas y murmullos se había en­ la reducía a dos pupilas torturadas por un delirio que no obstante
frentado esa fuerza oscura que desde lo más profundo del tiem po le dejó la lucidez para responderle siempre a cada insulto con in ­
43
C I R U E L A S P A RA T O M A S A
O R I A N E , T Í A O R I A N E

pareció muy triste que el tiempo se comiera sus recuerdos deján­


sulto y maldecirlo en el m omento mismo de su muerte. Palabras
dola tan sola. Pero, con Tomasa es distinto y tendrá que recono­
al viento, me diría a lo largo de los tres días que él me mantuvo
cerlo. Yo no voy a soportar su mal olor ni su malacrianza. Una
encerrada en un cuarto con llave mientras al otro lado de la puer­
persona que escupe, que además tira su salivazo donde estoy ju ­
ta las sirvientas me contaban en voz baja cómo sus peones entra­
gando, hasta las ganas de jugar se me han quitado. Le importó un
ban y salían gritando obscenidades del rancho donde había
comino que recogiera mis bolas diciendo en voz alta lo que pen­
arrastrado del pelo-a Tomasa la noche siguiente a la partida de
saba, no me oyó, ni más ni menos. Para sacarme el fastidio me puse
Eduardo, Palabras al viento, me cansé de repetir. Era una criatura
a perseguir al tití por el ciruelo y cuando estaba a punto de atra­
entonces, no sabía que ningún hombre sensato deja que un m ori­
parlo mi abuela se asomó y tuve que excusarme con el cuento de
bundo lo maldiga?.
que ando buscando las ciruelas que están junto al tejado. De to­
No digo que fuera correcto meterla en un asilo, pero tampoco
dos modos prefiero quedarme aquí, escondida entre las ramas,
estaba bien que entrara en la familia. Ya bastante escándalo hubo
mirar a esa vieja sin que ella me vea. Un verdadero andrajo, hay
con el padre de mi abuela y ese extraño tío que un día desapareció
que decir, el traje hecho a retazos mal cosidos y las piernas como
después de cambiarse el nombre jurando que nunca más pondría
embutidos atorados hasta reventar la piel. Mil años hace que por
los pies en esta tierra. Mucho puede repetir mi abuela que la que­
el cuerpo no le ha pasado el agua y eso que mi abuela la recuerda
ría a Tomasa, yo no se lo creo. Ni le creo que fuera linda y se com ­
poniendo flores de jazmín en la tina de su baño. Suciedad o lo que
portara siempre com o es debido. Así lo cuente y lo recuente cada
sea. uno diría que todo le da igual. Sigue inmóvil, no pestañea así
vez que se sienta conm igo en la terraza a esperar a las vendedoras
las moscas se le acerquen a los ojos, no ha cambiado de postura
de alegría y empieza a darle vuelta a sus recuerdos, Dice que de
desde que trajo de su cuarto el taburete. Pero a mí no me engaña,
pronto le parece oír el roce de sus crinolinas por las baldosas de la
de la gente como ella yo he aprendido a desconfiar. Como ella es
casa, que cerrando los ojos oye su voz azuzando los caballos que
el brujo que pasa por el sardinel cuando llega la noche: va envuel­
conducían la calesa. Yo ie pido que los cierre y entonces ella ve cosas:
to en una sábana blanca y blanca es la barba que le llega a la cintu­
se ve rodando hacia el camellón que ya cambió de nombre, ve a
ra. Tan brujo será que los muchachos del barrio no se atreven a
Tomasa a su lado vestida de muselina blanca, un abanico aletean­
molestarlo y mi abuela camina hasta la entrada para cuchichear
do sus mejillas y los rizos de su frente abiertos a la brisa. Lo malo
con él. Una tarde, por andar de metiche probó su brujería conm i­
con mi abuela es que lo que uno mira no es ni la sombra de lo que
go haciéndome escribir en un papel un poema que yo no conocía;
ella recuerda. Así pasó con la calesa que un día me mostró abrien­
le bastó clavar en mí sus ojos azules y mi mano empezó a moverse
do una enorme puerta cerrada desde hacía muchos años: parecía
contra mi voluntad. Aunque después leí el poema y lo encontré
de verdad a la luz de una claraboya y apenas la toqué se me quedó
bonito quedé curada de espanto para el resto de m i vida.
entre los dedos: la silla, las ruedas, todo se convirtió en un polvo
Una gitana le había dicho que un mal destino la aguardaba.
sucio que fue a perderse entre bichitos de humedad y algodones
Mirando un tabaco encendido entre muecas y contorsiones, una
de telaraña. Esa vez tuve ganas de llorar, por mi abuela, porque me
44
O R I A N E , TIA O R I A N E
f C I R U E L A S P A R A T O M A S A

bruja se lo había en m i presencia confirmado. Tantos pájaros ha­ Más de mil veces la vi con uno de esos libros abierto sobre las pier­
bían muerto ai pie de su ventana, tantas hojas caían a su paso, tanto nas, la mirada perdida en una ensoñación que le velaba los ojos y
relinchaban los caballos cuando entraba a las cuadras y chillaban la hacía sonreír. Era, supongo, su manera de escapar a la inquie­
las lechuzas si cruzaba el patio que la gente se pasmaba al ver la tante realidad de haber cumplido veinte años y descubrirse obli­
tranquilidad con que tom aba la vida, indiferente a los signos que gada a escoger entre un futuro de soledad y la opaca situación
desde su nacim iento parecían condenarla a una oscura fatalidad. ofrecida por el portero del a b c o el cochero de las Casóla, sus pre­
Su estadía en esta casa no fue a su desdicha sino una pausa marca­ tendientes de entonces, ella que secretamente aspiraba a uno de los
da por dos decisiones igualmente arbitrarias, la de mi padre al arro­ hijos de las cuatro familias con linaje de la ciudad, aquellos mucha­
jarla com o hueso a sus peones, la de mi madre al traerla aquí chos altaneros que encontraba en casa de mis tías y veía fumando
-porqu e una desconocida intentaba venderla en el mercado anun­ en corrillos por el camellón. Sólo el alucinado amor de las novelas
ciando que ya le habían llegado las primeras reglas- y destinarla, podía conducirlos a llevarse de cuajo prejuicios e intereses para
no al servicio, sino a acom pañarm e a m í a todos los cumpleaños y desposar a la señorita de compañía que desfilaba cada tarde frente
onces a los que fuera invitada en el curso de mi infancia. Cualquier a ellos en una calesa de ruedas amarillas. Y por eso fue que al amor
otra distinta de Tomasa habría aprovechado a fondo su condición Tomasa le apostó, solemnemente, revistiendo su elección de todo
de señorita de com pañía en una familia de mujeres que sabían por el drama inherente a un único objetivo, a una sola obsesión. Ya de
dónde le entra el agua al coco, descendientes de una abuela capaz por sí había algo desesperado en sus peinados tirantes y su maqui­
de instalar sus lares en esta tierra de olvido porque la Inquisición llaje m inucioso, en el ritual que acompañaba cada uno de sus
había llegado a Cartagena y se creía en el deber de seguir el ejemplo movimientos al vestirse después de haber pasado el día entero sin
de aquella santa corral que había a su turno abandonado herencia comer para poder entrar en los corseletes que afinaban su talle y
y parientes para escapar, en un mundo nuevo, a una sociedad que reducían su cintura al tamaño de la mía. Horas y horas frente al
la quería inmaculada o puta, pero irremediablemente idiota, se­ espejo, libros de urbanidad aprendidos de memoria, un aire com ­
gún explicó en un testam ento que marcaría la pauta a más de cin­ placiente, un afán de gustarle a todo el mundo, que todos olvida­
co generaciones. De acuerdo con ese punto de vista, adoptado al ran cómo había llegado a la ciudad, cómo era tan blanca si venía
pie de la letra por m i madre y sus herm anas, Tomasa no podía del pueblo, qué cara tenían esos parientes de los que nunca habla­
contentarse con pasar de clases de lectura a lecciones de solfeo, de ba. Mis tías la recordaban llenando con telas envueltas en suspiros
dibujos temblorosos a primorosas acuarelas y todas las tontadas un baúl de esperanzas que el com ején se comió: cada hilo sacri­
que entonces se aprendían, sino dedicarse a una actividad que le ficado al encaje, decían, cada puntada dada sobre un tam bor la
permitiera tomar en sus manos las riendas de su vida. De ahí aque­ acercaba inevitablemente a la tragedia que los presagios anuncia­
llos cursos de corte y costura que ella aceptó a desgano, adorm e­ ban sin que nadie se atreviera a hacerle la menor insinuación. Era
cida por un sinfín de sueños que le ayudaron a crear las novelitas cosa sabida que cualquier referencia a su pasado, la más leve críti­
de amor apiladas todavía bajo el polvo en un rincón de su cuarto. ca enjuiciando sus proyectos la sumía en un desmayo inexplicable

■li

m
47
C I R U E L A S P A R A T O M A S A
O R I A N E , TÍA O R I A N E

al que sólo ponía fin el muñeco de alcanfor anudado en su pañuelo. las zanjas un segundo antes de saltarlas, y de prisa, las riendas flojas,
De farsante, la trataban en la ciudad quienes se complacían en re­ las rodillas apretadas a los flancos sudorosos, llegábamos al jagüey
petir a los cuatro vientos que de no haber intervenido la voluntad donde Eduardo nos esperaba. Yo me iba a cazar luciérnagas para
de mi madre, Tomasa habría terminado en el anonim ato de un verlas brillar en el hueco de mi mano, ellos se alejaban, se oían sus
burdel: los camajanes, los venidos a más, todos los que resentían pasos, las ranas, un crepitar de hojas secas, otra vez las ranas, de
corno un insulto su presencia en aquellas casas cuyas puertas ellos repente un quejido. Escondida entre los matorrales, mirando sus
no podían franquear. Yo sin embargo adoraba a ese personaje tré­ cuerpos arquearse y debatirse a un ritmo de tambores lentos, des­
mulo, de tristezas repentinas, que vagaba por el patio ocultando cubrí el amor que nunca me fue dado sentir, ni al casarme con el
un no sé qué de lánguido com o perfume de flor herida a muerte. hombre que fue el padre de mi hija, ni más tarde, cuando se me
Había aprendido a adivinar sus temores, a no cortar nunca el hilo dio por viajar de un lado a otro a la espera de que ese hombre re­
de sus sueños, a seguirla en silencio cuando portando una vela gresara de la selva, en el fondo sabiendo que nunca regresaría y sin
encendida cruzaba los corredores en sus eternas noches de insom ­ embargo esperándolo, hasta el día que una canoa trajo por el río,
nio. Era tanta mi fascinación que ni siquiera celos tuve al verla no los indios y pájaros que había ido a estudiar, sino su viejo fusil,
enamorarse de Eduardo y lentamente olvidarse de mí. Sin la m e­ un atado de ropas desteñidas y los retratos de esos indios, m ejor
nor aprensión acepté sus nuevos amores convirtiéndome en cóm ­ dicho, de las indias de pechos fláccidos y sonrisas pasmadas entre
plice y testigo del más loco de los deseos. Un instinto tan viejo como las cuales seguramente encontró lo que yo no le podía dar. Ya en­
el mundo me hacía volver transparente con tal de pasar inadverti­ tonces sabía que ningún hombre, ni él ni los otros encontrados en
da y en el bochorno de las tardes sorprender el ruido de sus voces, mis viajes, llegaría alguna vez a disociar de mi mente amor y casti­
la intención de sus gestos, sus caricias furtivas. Por la ansiedad de go por mucho que la mutilación infligida por mi padre hubiera
sus ojos sabía en qué momento retirarme y dejarlos solos junto al sido vengada, como lo fue una semana después de haber partido
tablero de dominó ante el cual habían fingido interesarse mientras Tomasa al asilo, porque el azar quiso que nos encontráramos él y
sus rodillas se buscaban codiciosamente bajo la mesa. O hacerme yo, él parado frente al portón del patio, yo trayendo por la brida el
la dormida cuando después de cenar bajaban al jardín y desapa­ caballo de Eduardo que un momento antes había estado a punto
recían en la oscuridad estrujando los helechos. Nunca fui tan de matarme. Él me miró, miró el caballo, hizo un gesto. Yo le pasé
solidaria de Tomasa, nunca la quise tanto. Todas las mañanas re­ las riendas en silencio, sin advertirle que ese caballo, en la alam­
cogíamos juntas los pétalos de jazm ín que perfumaban su baño y brada que tenía que cruzar para ir a la ciudad por el camino corto,
en el joyero heredado de m i madre la dejaba elegir sus broches y acababa de ver culebrear a dos metros de él, centelleante y pérfida,
pulseras preferidos. Pasaba el día entero a su lado, iba tras ella como una mapaná raboseco. Y conociendo su mal genio me puse a es­
su sombra. De noche, si había luna llena, salíamos a cabalgar en­ perar, aquí mismo. Y al cabo de media hora revolotearon en el cielo
tre la luz azul por un cam ino que los peones habían abierto en el los primeros goleros. Eso sólo lo sabe Tomasa porque sólo a ella se
monte, adivinando apenas la presencia de las piedras, reconociendo lo conté la vez que fui a visitarla al asilo. Y al contárselo, recuerdo,
48
O R I A N E , T Í A O R I A N E CIRUELAS PA RA T O M A S A

vi asomar de repente en esas pupilas muertas un brillo que me dejó placer arar la tierra, con mi cuerpo fecundarla, que goce, que crezca,
helada. Lo que entonces pasó por su mente vine a entenderlo años que nazca, ir y venir contando las estrellas, siete estrellas, siete bru­
después, exhausta de encontrarm e siempre sola entre sábanas de­ jas, mirando las piedras del camino, las redondas, las cuadradas,
masiado limpias, en la ansiedad de noches infinitamente blancas. seguida de gatos negros, negros de ojos dorados, dorados, verdes,
Sintiendo la rabia de mi cuerpo supe entonces que un mismo ren­ dorados, gatos que asusten a la gente, yo huía de la gente, la hus­
cor nos unía, que el mismo odio nos había vuelto hermanas, y quise meaba de lejos y me convertía en alga de laguna y dormía como
verla aquí, arrastrando su queja por el viejo patio, som bra de lo rama seca entre los mangles y cubierta de fango pasaba por tron­
que fue, pero al fin y al cabo som bra de un pasado que nos marcó co flotando a la deriva de la ciénega. Me siguen los gatos, la luna
a ambas determinando lo m ejor y lo peor de nuestras vidas. Por se hace triste, ella se acerca, se inclina, todos han muerto, dice, sólo
eso la hice buscar. Y sí que la hice buscar, Señor, durante años. yo quedo en la casa. Sólo yo, Tomasa, conozco el temblor de tus
Ir y venir, venir, ir, ir y venir así, invocando a las brujas por sus piernas cuando te entro, en balde murmuras que me mueva, que
siete nombres, sin equivocarme de orden al nombrarlas, reposan­ te duelen las uñas, en balde tus puños me golpean, me gusta la
do siete días cada vez que la luna cambiara de forma. Ir y venir, todo inquietud de tu mirada, tus pezones cerrados, tus labios entreabier­
habría salido bien si no me hubiera extraviado perdiendo la señal tos, me gusta salir de tu cuerpo y enfermarte de deseo recorriendo
dejada en el primer círculo, un m atarratón marcado con mis ini­ lentamente con mis labios la oscilación de tu vientre. Caminar, pi­
ciales, pero no de cualquier m odo, sino de suerte que nadie las sar el lodo, hundir los pies en el musgo, lodo, humedad de musgo,
reconociera. De pronto lo encontré y entonces ellas me indicaron verde musgo, verde luz de la luna girando sobre la ciénega, giran­
que viniera aquí, las siete, una detrás de otra saliendo de los árbo­ do con el viento, bailando entre la lluvia vengan brujas verdes,
les, corriendo con la brisa gritaban que volviera, que en este patio vayan, vuelvan, vengan al grito de la lechuza, al aullido del perro,
Eduardo me aguardaba. Te espero cada noche en el jagüey, Tomasa, a la palabra inventada, a la caricia secreta, luna verde de lluvia me
inútil que te encierres en tu cuarto, bajo las sábanas tu piel se en­ espera al final del camino, me dejo ir, vente aquí, allá, donde te digo,
ciende, tu cuerpo se dilata. Más tiempo permaneces sola, más osada donde yo quiero, buscándolo hice en el monte siete círculos de
te vuelven las ideas. Regresas enervada, incapaz de fijar tu mirada cristal y agua, de agua y vidrio, ir y venir buscándolo, ir y volver
en la fnía, me basta m urm urar en tu oído las frases más locas para hallándolo en la yema de los dedos. Salir, entrar, entrar y salir,
encontrarte abierta a m i deseo. Saliendo de un sueño lo vi un montar por los cocoteros y descubrirlas enredadas entre lianas,
amanecer, en una playa cubierta de caracoles rojos donde las gar­ fumar con las siete la hierba de los sueños siguiendo el rastro de
zas negras viajaban a anidar, casi perdido en la neblina m ientras cadenas y telarañas, cruz sangre, triángulo oro, cruz sangre fuma­
yo corría tratando de alcanzarlo y él se iba desvaneciendo hasta a mos para ir más lejos que la sombra, más lejos que lo lejos, una
lo lejos animar la som bra de un pescador que entre el ruido de las mujer llora, una mujer protesta, recojan brujas mías el eco de su
olas m e hizo aquello. Hacerlo, ir y venir, venir, ir, m orir mil veces. queja, que se vayan, que se vayan hombres de mirada triste, que se
D ejar correr la lluvia por m i cara, la vida por mis piernas, con m i alejen huyendo, que huyan corriendo, somos olor de pantano, zig­
O RI A N E , T f A O R I A N E

zagueo de salamandra, humedad de penumbra, corran si no aman dirigirse hacia el ciruelo donde yo estaba encaramada. Ya yo había
los senos, huyan si temen las reglas hombres de dedos secos, de recogido las ciruelas del tejado y las había metido en el bolsillo de
corazón vacío, corran, vayan que solos no estarán, en la am bigüe­ mi overol, y haciendo equilibrio venía caminando por la rama sin
dad otros hombres los esperan. Siete círculos tracé a mediodía, siete mucho acordarme de ella, más bien creyendo que nada del m un­
círculos ardieron a m edianoche, en cada uno las brujas quemaron do la haría abandonar su taburete y mañana la encontraría en el
verdades y mentiras, rap, iob, cenizas hubo, oz, fa, ceniza y lluvia, mismo sitio, un poco más mugrienta y cubierta de moscas. Pero
iob, rap, ceniza y lluvia y vientos torcidos, sentada sobre siete h o ­ se puso a andar y pasó bajo el ciruelo mascullando palabras que
jas dejé pasar los días, tantos pasaron que las culebras se enrosca­ no entendí. Vi sus hombros curvados y su nuca terrosa, sentí ese
ron en mis brazos y en mis manos las sabandijas pusieron huevos, olor que de ahora en adelante impregnará la casa para m o rti­
azules, azules y blancos, blancos y rojos, tantos días que cubierta ficación de todos, la vi alejarse. De un salto me tiré al suelo y me le
de telarañas vi a los pájaros hacer nidos entre mi pelo. No im porta fui detrás mientras ella seguía como sonámbula la hilera de gua­
que el pelo se te llene de arena, Tomasa, deja que lo enrede la hierba yabos, bordeaba la terraza y se paraba frente al estanque de las
y lo empuje la brisa, no me digas que estás cansada y te da miedo palomas. Para evitar problemas me detuve a su espalda temiendo
empezar de nuevo, mira que tengo tu olor en mi boca, que quiero que de pronto dé la vuelta y me descubra, aunque algo me dice que
llegar a lo más hondo de ti, hasta ese punto de tu cuerpo donde ahí se va a quedar, tanto tiempo como se quedó en el taburete, con
existes para ti sola y arqueada entre mis brazos, en un espasmo de la sola diferencia de que ahora parece murmurar una oración y sus
muerte, te entregas a la vida. Voy a hundirme ahora en la ansiedad hombros se estremecen no sé yo si porque ríe, o porque llora. La
de tus piernas, Tomasa, ya te siento respirar de otra manera, bal­ verdad es que nunca voy a saberlo, no me atrevo a preguntárselo y
bucir palabras sin sentido, ya tus dedos se cierran en mi nuca, otra ya mi abuela me está llamando porque va a llover. Así que lo m e­
vez eres carne, gemido ciego, sabor de tierra. Después de ayunar jor que puedo hacer es irme. Así que sin mirarla me le acerco y en
siete días, sin metal alguno en mis manos, con mañas y sortilegios silencio, y para despedirme, le tiendo rápidamente un puñado de
sacaré de la madera esencia, de la esencia el perfume, del perfume ciruelas.
el recuerdo que lo hará volver. Un traje de muselina, entre cintas
mis trenzas, volando sobre un círculo que en su centro tenga el sig­
no del reclamo, veré su som bra convertirse en cuerpo que abraza­
rá mi cuerpo, en labios que besarán mis labios y riendo, a carcajadas
riendo las brujas cruzarán el patio, agitarán los árboles, arranca­
rán las tejas, convocarán el trueno, invocarán el rayo, ceniza y pie­
dras arrasarán la casa, ceniza y piedras, ceniza y polvo, ceniza, nada.
Casi me caigo del ciruelo cuando la vi levantarse, vacilar un
m omento como si acabara de recibir cuerda y a paso de morrocoya

También podría gustarte