El Caballo Que Bebía Cerveza - Joao Guimaraes Rosa
El Caballo Que Bebía Cerveza - Joao Guimaraes Rosa
El Caballo Que Bebía Cerveza - Joao Guimaraes Rosa
Guimaraes
Rosa
El caballo que bebía cerveza
34
BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
El caballo que bebía cerveza
Joao Guimaraes Rosa, Brasil
Edición Digital Gratuita
distribuida por Internet
Editor:
Aquiles Julián, República Dominicana.
Coeditores asociados:
Fernando Ruiz Granados México
José Acosta New York, EE.UU.
Pedro Camilo Santo Domingo
Aníbal Rosario New York, EE.UU.
Milagros Hernández Chiliberti Venezuela
Eduardo Gautreau de Windt Santo Domingo, RD
Mario Alberto Manuel Vásquez Salta, Argentina
José Alejandro Peña Estados Unidos
César Sánchez Beras Massachusetts, EE.Uu.
Félix Villalona Santo Domingo, RD
Ángela Yanet Ferreira
Libros de
Regalo
EDITORA DIGITAL
Sol Poniente interior 144, Apto. 3-B, Altos de Arroyo Hondo III, Santo Domingo, D.N., República
Dominicana. Tel. 809-565-3164 Email:
S
Í n d ic e
Desenredo 11
Lunas de Miel 14
34
BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES JULIÁN
El m é dico d e Ita g u ara
Por Aquiles Julián
En septiembre del 2008 edité un libro digital en homenaje modesto al
centenario del nacimiento de Joao Guimaraes Rosa, el soberbio narrador
brasileño, autor de una obra personalísima, desbordante y cautivadora.
Las violencias tribales de los yagunzos, campesinos depauperados que arañaban una
tierra inhóspita, los cangaceiros que asaltaban e imponían su código de sangre y respeto,
los terratenientes que se enseñoreaban en aquella extensión desértica, el ejército
abusador, venal y arbitrario, los funcionarios y políticos manipuladores y corruptos, ese
mundo que somos, que es nuestro retrato, semianalfabeto o totalmente ágrafo, que
pierde el barniz civilizado y se devuelve a la fiera que, acosada, reacciona y busca
sobrevivir, es la realidad no sólo del sertón, es una realidad en nuestras calles, en
nuestras ciudades: es nuestra actualidad.
En la década del 40 del siglo pasado, en mi país, República Dominicana, frente al interés
localista, la exaltación del entorno que era exaltación simultánea e impuesta de los
fastos y logros de la dictadura trujillista, un grupo de escritores jóvenes se propuso hacer
una poesía con el hombre universal. Una sutil manera de disentir. Así surgió el más
importante movimiento literario del país en toda su historia: La Poesía
Sorprendida.
Disfrutemos a este poeta mayor del Brasil, autor de este caudaloso poema, de esta
confesión desbordada, de este recuento arduo que es la novela más importante de la
lengua portuguesa, la novela fundadora y paradigmática, una novela que es cumbre y
mayoría de edad para una literatura y es desde su aparición un clásico, un referente, un
hito, un reto y un tesoro a descubrir. Estos cuentos son un modesto homenaje a su
persona y una invitación a abrevar en su obra.
L os ci e n a ñ os d e
J o ã o G u i m a r ã es R osa
Por Harold Alvarado Tenorio
El pasado 27 de Junio se cumplieron cien años del
nacimiento del más grande escritor brasileño,
autor de Grande Sertão: Veredas, quizás, la más
grande obra de ficción que se produjo en las
Américas en el siglo pasado.
Saragana incluye “Hora e vez de Augusto Matraga”, anuncio del vasto asunto de su gran
novela: la conversación-redención de un jagunço arrepentido y vencido, que ilustra la
parábola de la vida como el intento de cruzar a
nado un río y, al llegar a la otra orilla, luego de
incontables esfuerzos, nos damos cuenta que la
corriente nos ha arrojado lejos del lugar a donde
queríamos llegar.
Miope desde niño, pero voraz lector, con sus gruesos lentes
aprendió por sí mismo francés, holandés y alemán,
brillantez lingüística que nunca lo abandonó, llegando a
hablar, aparte de aquellas y la propia, español, italiano,
esperanto, algo de ruso, y también leía sueco, latín, griego,
húngaro, árabe, sánscrito, lituano, polaco, tupí, hebreo,
japonés, checo, finés, danés y algunas variantes del chino.
Aun cuando desde 1963 había sido elegido miembro de la Real Academia de Letras de
Brasil, sólo aceptó ingresar a ella en 1967, justo tres días antes de su muerte, acaecida en
su departamento de Copacabana el 19 de
Noviembre. Tenía cincuenta y nueve años.
—Juan Joaquín, cliente de quien cuenta, era apacible, respetado, bueno como aroma de
cerveza. Señor de lo debido para no ser célebre. ¿Quién puede empero con ellas?
Dormido Adán, nació Eva. Llamábase Liviria, Rivilia o Irlivia, la que, en esta ocasión, a
Juan Joaquín se le apareció.
Tirando a bonita, ojos de carbón vivo, morena miel y pan. Casada, por lo demás.
Sonriéronse, viéronse. Era infinitamente mayo y Juan Joaquín se enamoró. Sumariando
el asunto, se entendieron; volando lo demás con ímpetu de nave tendida a vela y viento.
Pero muy teniendo todo, claro está, que ser secreto, a siete llaves.
Porque en el marido, cuando celoso, se hacía notar la valentía y ya se sabe que los
pueblos son la ajena vigilancia. De modo que al rigor los dos se sujetaron, conforme al
clandestino amor y según aconseja el mundo desde que es mundo. No hay, empero,
abismos infranqueables en barquitos de papel.
No se veía cuándo y cómo se veían. Juan Joaquín, por lo demás, era pura, calculada
retracción. Espe rar es reconocerse incompleto. Dependían ellos de enormes milagros.
El embriagado engaño, quiero decir.
Ella —lejos— siempre y más que nunca hermo sa, ya repuesta y sana. Él, ejercitándose
en resistir, siervo de penosas emociones.
Los porvenires, mientras tanto, maduraban. ¿Que no hay fin que sobrevenga?
Desafortunado fugitivo, y como a la Providencia place, el marido falleció, ahogado o de
tifus. El tiempo se las ingenia.
De inmediato lo supo Juan Joaquín, sumido en su franciscanato, dolorido pero ya
medicado. Fue, pues, con la amada a encontrarse —ella sutil como alas leves, pantanal
de engaños, la firme fascinación. En ella creyó, en un abrir y no cerrar de oídos. Y así fue
como, de repente, se casaron. Alegres y mucho, para feliz escándalo popular.
Esta vez fue Juan Joaquín quien con ella se de paró y en mala hora: traicionado y
traicionera. De amor no la mató, que no era hombre de remontarse a tamaños
leonismos ni tigreces tales. La expulsó apenas, apostrofándose, como inédito poeta y
hombre. Y viajó huida la mujer a ignoto paradero.
Todo aplaudió y reprobó el pueblo, repartido. Por el hecho, Juan Joaquín se sintió
heroico, casi criminal, reincidente. Triste, al fin, y tan callado. Sus lágrimas corrían
detrás de ella, como blancas hormiguitas. Pero, en la frágil barca del consenso, de nuevo
pudo verse respetado. Se pierde la cami sa, cuando no lo que ella viste. Era el suyo un
amor meditado, a prueba de remordimientos. Se dedicó a resarcirse.
Pasaban los días y, pasándolos, Juan Joaquín iba aplicándose, en progresivo, empeñoso
afán. La bonanza nada tiene que ver con la tempestad. ¿Creíble? Sabio siempre fue
Ulises, que empezó por hacerse el loco. Deseaba él, Juan Joaquín, la felicidad —idea
innata. Se consagró a remediar, redimir la mujer, a pulmón pleno. ¿Increíble? Cabe
notar que el aire viene del aire. De sufrir y amar uno no se desacostumbra. Él quería
apenas los arquetipos, platonizaba. Ella era un aroma.
¿Amantes, ella? ¡Nunca los tuvo! Ni uno ni dos. Díjose y decía Juan Joaquín. A
embustes atribuía la leyenda, falsas patrañas escabrosas. Cabíale descalumniarla, y a
todo se obligaba. Trajo a flor de escena del mundo lo que, del caso bajo, fuera tan claro
como agua sucia. Demostrándolo, amate mático, contrario al público pensamiento y a la
lógica, desde que Aristóteles la fundó. Lo que no era tan fácil como refritar albóndigas.
Sin malicia, con paciencia, sin insistencia, principalmente.
El punto está en que lo supo del modo que sigue: por antipesquisas, acronología
menuda, charlitas secreteadas, entrecocidos testimonios. Juan Joaquín, genial, operaba
el pasado —plástico y contradictorio borrador. Creaba una nueva transformada rea
lidad, más alta. ¿Y más cierta?
La celebraba, ufanático, dándola por justa y averiguada, con rotunda convicción. Haya el
absoluto amar y no habrá injuria que aguante.
De modo que surtió efecto. Desaparecieron los puntos suspensivos, el tiempo secó el
asunto. Diluíase la tiniebla, anteriores evidencias, sus siniestras brumas. Lo real y válido
en ascenso y hacia arriba. Y todos lo creían. Juan Joaquín antes que todos.
Por fin hasta la propia mujer. Le llegó la noticia adonde se encontraba, en ignota,
defendida, perfecta distancia. Se supo desnuda y pura. Volvió sin culpa, con dengues y
titubeos, desplegando su bandera al viento.
Y archívese el asunto.
Lu n as d e Miel
..... Nuestro padre era un hombre cumplidor, ordenado, positivo y fue así desde
jovencito y niño, por lo que testimoniaron las diversas personas sensatas, cuando
indagué la información. De lo que yo mismo recuerdo, él no parecía más extravagante ni
más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la
que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero
ocurrió que, cierto día, nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa.
..... Era en serio. Encargó la canoa, una especial, de cedro rojo, pequeña, sólo con la
tablilla de popa, para que cupiera justo el remero. Tuvo que ser fabricada toda ella,
elegida fuerte y arqueada en rígido, apropiada para durar en el agua unos veinte o
trienta años. Nuestra madre mucho renegó contra la idea. ¿Sería posible que él, que no
se ocupaba de esas artes, se iba a proponer ahora pesquerías y cacerías? Nuestro padre
nada decía. Nuestra casa, en ese tiempo, estaba aún más cercana al río, cosa de menos
de cuarto de legua: el río por ahí se extendía grande, hondo, callado siempre. Ancho, de
no poder verse la otra orilla. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa quedó lista.
..... Sin alegría, sin inquietud, nuestro padre se caló el sombrero y decidió un adios. No
dijo otras palabras, ni se llevó provisiones y ropas, ni nos hizo ninguna recomendación.
Nuestra madre, pensé que iba a gritar, pero persistió, solamente alba de tan pálida,
mordió el labio y bramó: -"¡Vete, puedes quedarte, no vuelvas más!" Nuestro padre
contuvo la respuesta. Me miró, manso, haciendo ademán de que lo acompañara, sólo
algunos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero, de golpe, mañoso, obedecí. El rumbo
de aquello me animaba, me asaltaba una idea y pregunté: -"Padre, ¿puedo ir con usted
en esa canoa?" Volvió a mirarme y me dio la bendición, con un gesto me mandó de
regreso. Hice como que vine, pero di la vuelta en la gruta del monte para saber. Nuestro
padre entró en la canoa, la desamarró para remar. Y la canoa salió alejándose, lo mismo
su sombra, como un yacaré, extendida larga.
..... Nuestro padre no regresó. No iba a ninguna parte. Sólo ejercitaba la invención de
permanecer en aquellos espacios del río, de medio a medio, siempre en la canoa, para no
salir de ella nunca más. Lo extraño de esa verdad espantó a la gente. Aquello que no
había, acontecía. Los parientes, vecinos y conocidos nuestros, se reunieron, y juntos se
aconsejaron. Nuestra madre, avergonzada, se portó con mucha cordura; por eso todos
atribuyeron a nuestro padre el motivo del que no querían hablar: locura. Unos
consideraban que podría tratarse del cumplimiento de alguna promesa o que, nuestro
padre, tal vez, por escrúpulo de alguna enfermedad, como ser lepra, despertaba para
otra suerte de vida, cerca y lejos de su familia.
..... Las voces de las noticias eran dadas por ciertas personas -pasantes, moradores de las
riberas, incluso en la lejanía del otro lado- diciendo que nuestro padre nunca surgía a
buscar tierra, en ningún punto o rincón, ni de día, ni de noche, del modo como cursaba
el río, libre, solitario. Entonces, nuestra madre y los parientes nuestros concluyeron: que
las provisiones que estuvieran escondidas en la canoa se gastarían; y, él, o
desembarcaba y se alejaba yéndose para siempre, lo que por lo menos se correspondía
con lo correcto, o se arrepentía, de una vez, y volvía a casa.
..... Eso era un engaño. Yo mismo cumplía con llevarle, cada día, un tanto de comida
hurtada: idea que tuve, ya en la primera noche, cuando nuestra gente probó con prender
fogatas a la orilla del río, mientras que a su claridad, se rezaba y se llamaba. Después,
seguido, aparecí con pilocillo, pan de maíz, penca de plátanos. Avisté a nuestro padre, al
fin de una hora, muy tardada de transcurrir: así solo, él allá a lo lejos, sentado en el
fondo de la canoa, detenida en el liso del río. Me vio, no remó hacia acá, no hizo señas.
Le enseñé la comida, la deposité en una cueva de piedras en la barranca, a salvo de
alimañas, de lluvia y rocío. Eso, hice y rehice siempre, mucho tiempo. Sorpresa que más
tarde tuve: nuestra madre sabía de esa agencia, disimulaba no saberla; ella misma
dejaba, facilitadas, sobras de cosas, para que yo las consiguiese. Nuestra madre no se
manifestaba mucho.
..... Hizo venir a nuestro tío, su hermano, para ayudar en la hacienda y en los negocios.
Hizo venir al maestro para nosotros, los niños. Encomendó al cura que un día se
paramentase, en la orilla, para conjurar y rogar a nuestro padre que desistiera de la
entristecedora porfía. Otra vez, por disposición de ella, para amedrentar, vinieron los
dos soldados. Todo lo cual no valió de nada. Nuestro padre pasaba a lo largo, entrevisto
o desleído, cruzando en la canoa, sin dejar que se acercase nadie a la mano o a la voz.
Incluso cuando estuvieron, no hace mucho, dos hombres del periódico, que trajeron
lancha y pretendían retratarlo, no vencieron: nuestro padre desaparecía por el otro lado,
aproaba la canoa en el brezal, de leguas, que hay, por entre juncos y matorrales, y él solo
conocía, a palmos, su oscuridad.
..... Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. A las penas, que aquello trajo, uno nunca se
acostumbró, es verdad. Lo sé por mí, que lo quería, y lo que no quería, sólo con nuestro
padre lo hallaba; esto tironeaba mis pensamientos para atrás. Lo duro era no entender,
de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor,
escarcha, y en los terribles fríos de la mitad del año, sin protección, sólo con el sombrero
viejo en la cabeza, por todas las semanas, y meses, y los años -sin tener en cuenta su irse
del vivir. No bajaba en ninguna de las orillas, ni en las islas y los bajíos del río, nunca
más pisó suelo o pasto. Claro, que al menos, para dormir, su poco, él debería amarrar la
canoa en alguna punta de la isla, en lo escondido. Pero ni prendía fueguito en la playa, ni
disponía de luz fabricada, nunca más raspó un cerillo. Lo que comía era casi; aun de lo
que uno depositaba entre las raíces de la ceiba o en la gruta de la barranca, él recogía
poco, ni lo suficiente. ¿No se enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para
mantener derecha a la canoa, resistente, aún en la demasía de las arroyadas, en el subir
de las aguas, ahí cuando, en la embestida de la enorme corriente del río, todo arrolla el
peligroso, aquellos cuerpos de animales muertos y troncos de árboles bajando -en
espanto, en encuentro. Y jamás habló palabra con persona alguna. Nosotros, tampoco,
hablamos más de él. Sólo pensábamos. No, nuestro padre no podía borrársenos, y si, por
un rato, uno hacía como que olvidaba, era apenas para despertarse de nuevo, de
repente, con la memoria, al provocarse otros sobresaltos.
..... Se casó mi hermana; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él, cuando se
comía una comida más sabrosa; también, abrigados de noche, en el desamparo de esas
noches de mucha lluvia, fría, fuerte, y nuestro padre, sólo con la mano y un guaje para ir
vaciando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro encontraba
que me iba pareciendo más a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto
greñudo, barbón, con uñas grandes, enfermo y flaco, negro por el sol y por los pelos, con
aspecto de bicho, casi desnudo, aunque disponía de piezas de ropa que de cuando en
cuando se le proporcionaban.
..... Y no quería saber de nosotros: ¿no nos tenía afecto? Justamente por afecto, por
respeto, las veces que me alababan a causa de alguna buena acción mía, yo siempre
decía: -"Fue papá el que un día me enseñó a hacerlo así...", lo que no era cierto, exacto,
era mentira, por verdad. ¿Si él no se acordaba, ni quería saber más de nosotros, por qué,
entonces, no subía o bajaba el río, hacia otros parajes, lejos, en lo no encontrable? Sólo
él sabía. Pero mi hermana tuvo un niño, ella porfió en que quería mostrarle el nieto.
Fuimos todos al barranco, fue un lindo día, mi hermana con vestido blanco, el del
casamiento; levantaba en los brazos a la criaturita, el marido sostuvo, para protegerlos,
la sombrilla. Nosotros llamamos , esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana
lloró, todos lloramos, allí, abrazados. Mi hermana se mudó, con el marido, lejos. Mi
hermana se decidió y se fue, para una ciudad. Los tiempos cambiaban en la lenta prisa
del tiempo. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre a residir con mi
hermana. Había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Nunca podría casarme. Yo
permanecí, con los bagajes de la vida. Nuestro padre me necesitaba, lo sé -en su vagar
por el río por el yermo- sin dar razón de su actitud. Cuando yo quise saber, y, resuelto,
indagué, me dijeron lo que se decía: nuestro padre, alguna vez, había revelado la
explicación al hombre que le preparó la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había
muerto, nadie que supiese, que hiciese memoria de nada. Sólo las falsas habladurías, sin
sentido, como ocurrió, en el comienzo, con las primeras crecientes del río, con lluvias
que no escampaban, todos temieron el fin del mundo, decían: que nuestro padre había
sido elegido como Noé, y que, por lo tanto, con la canoa se había anticipado; pues ahora
medio lo recuerdo, mi padre, no podía condenarlo. Y apuntaban ya en mí las primeras
canas.
..... Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué tenía yo tanta, tanta culpa? Si mi padre
siempre ponía ausencia: y el río -río- río, el río -ponía perpetuidad. Yo sufría ya el
comienzo de la vejez -esta vida era sólo demorarse. Yo mismo tenía achaques, ansias,
cansancios, torpezas del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. Por
más avejentado, no iba día más, día menos, a flaquear en su vigor, a dejar que la canoa
se volcase o que flotase sin pulso, en el andar del río, para despeñarse, horas abajo en el
estruendo y en la caída de la cascada brava con hervor y muerte. Apretaba el corazón. Él
estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que no sé, el dolor abierto, en mi
fuero. Sabría, si las cosas fuesen distintas. Y fui madurando una idea.
..... Sin vísperas. ¿Soy loco? No. En nuestra casa la palabra loco no se usaba, nunca más
se usó, todos esos años, nunca a nadie se acusó de loco. Nadie es loco. O, entonces,
todos. Lo fui, porque fui allá. Con un pañuelo, para hacer más visible la señal. Estaba en
mis cabales. Esperé. Por fin él apareció, ahí y allá, el bulto. Estaba ahí, sentado en la
popa, estaba allí, al grito. Llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, jurando y
declarando, tuve que reforzar la voz: -"Padre, usted está viejo, ya cumplió lo suyo...
Ahora, regrese, no debería... regrese y yo, ahora mismo, cuando quiera, los dos de
acuerdo, ¡yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa...!" Y, así diciendo, mi corazón latió
en firme compás.
..... Él me escuchó. Se levantó. Manejó el remo, en el agua, con la proa hacia acá,
conforme. Y yo temblé, hondo, de repente: porque antes, él había erguido el brazo y
hecho un saludo -el primero, después de tantos años transcurridos. Yo no podía... Con
pavor, erizados los cabellos, corrí, huí, me arranqué de ahí en un proceder desatinado.
Porque me pareció que él venía: de la parte del más allá. Y estoy pidiendo, pidiendo,
pidiendo un perdón.
..... Sufrí el severo frío de los miedos, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy
hombre, después de este perjurio? Soy el que no fue, el que va a callar. Sé que ahora es
tarde, y temo concluir mi vida en la mezquindad del mundo. Pero entonces, al menos,
que, en el capítulo de la muerte, me agarren y me depositen también en una simple
canoa, en el agua, que no cesa, de extendidas orillas: y, yo, río abajo, río afuera, río
adentro -el río.
L os h e r m a n os D a g o b é
Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los
cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían
en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto,
todos temían, más o menos, a los tres vivos.
Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer
en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el
gran peor, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a
los jóvenes –“los nenes”, según su rudo decir.
Ahora, sin embargo, durante que muerto, en no-tales condiciones, dejaba de ofrecer
peligro, poseyendo –en lo encendido de las velas, en su estar entre algunas flores– sólo
aquella mueca sin querer, la mandíbula de piraña y la nariz muy torcida y su inventario
de maldades. Debajo de las vistas de los tres de luto, se le debía, a pesar de todo, mostrar
todavía acatamiento; convenía.
Se servían, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, así a-la-
costumbre. Sonaba un voceo sencillo, bajo, de los grupos de personas, por los oscuros o
en el foco de las lamparitas y lamparones. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un
poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase,
despertando de su descuido. En fin, igual a lo igual la ceremonia, al estilo de allá. Pero
todo tenía un aire espantoso.
He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, estimado por todos,
fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin
sabida razón, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio,
avanzó hacía él, con puñal y punta; pero el tranquilo del muchacho, que administraba
un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta
entonces vivió Téllez.
Después de lo que mucho sucedió, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no
hubiesen realizado la venganza. En lugar, se apresuraron a organizar velatorio y
entierro. Y era bien extraño.
Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solitario en casa,
resignado ya a lo pésimo, sin ánimo de ningún movimiento.
¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés sobrevivos, hacían los debidos honores,
serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente,
se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: “Perdone la molestias...”
Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento
como él, entre leonino y mular, el mismo maxilar avanzado y los ojitos venenosos;
miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: “¡Dios lo tenga en su
gloria!” Y el de en medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental,
sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: “Mi buen hermano...”
En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía
que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.
Si así, qué tales: a nadie engañaban. Sabían el hasta-qué-punto, lo que todavía no
estaban haciendo. Aquello iba a ser cuando los tigres. Más después. Sólo querían ir por
partes, nada de apresurados, tal su no rapidez. Sangre por sangre; pero por una noche,
unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso
fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.
Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un
susurruido, de las tantas perturbaciones. Por lo que, aquellos Dagobés, brutos sólo de
indicios, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y los jefes
de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Por eso
mismo era por lo que no conseguían disimular el cierto experto contento, casi riéndose.
Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada podido momento, sutilmente tornaban a
juntarse, en un vano de ventana, en el menudo confabuleo. Bebían. Nunca uno de los
tres se distanciaba de los otros; ¿lo que era que se acautelaban? Y a ellos se llegaba, vez
tras vez, algún compareciente, más compadre, más confioso, traía noticias, secreteaba.
Lo asombrable! Íbanse y veníanse, en el escapar de la noche, y: lo que trataban en el
proponer, era sólo respecto al rapaz Liojorge, criminal de legítima defensa, por mano de
quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya de que, entre los
velantes, siempre alguien, poco y a poco, pasaba palabras. El Liojorge, solo en su
morada, sin compañeros, ¿se enlocaba? Por cierto, no tenía la expedición de
aprovecharse para escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo
agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía de estar en el agacharse,
verse en las moradas: por allá, meado de miedo, sin medio, sin valor, sin armas. ¡Ya era
alma para sufragios! Y, no es que, no sin embargo...
Sólo una primera idea. Con que, alguien que de allá viniendo volviendo, a los dueños del
muerto iba a proporcionar información, la sustancia de este recado. Que el rapaz
Liojorge, osado labrador, afianzaba que no había querido matar a hermano de
ciudadano cristiano ninguno, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, por deber de
librarse, por destinos de desastre. Que había matado con respeto. Y que, por valor de
prueba, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí delante de, a dar fe de venir,
personalmente, para declarar su fuerte falta de culpa, caso de que mostrasen lealtad.
El pálido pasmo. ¿Si caso que ya se vio? De miedo, aquel Liojorge se había enlocado, ya
estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y en
suceso de hasta escalofríos –lo tanto cuanto se sabía– que, presente el matador, torna a
brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en el lugar, allí no había autoridad.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres pestañeares, sólo: “¡Güeno’stá!”, decía el
Dismundo. El Derval: “¡Haiga paz!”, hospedoso, la casa honraba. Severo, en sí, enorme
el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió en seriedad. De recelo, los circunstantes tomaban
más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, es
muy dilatado.
Mal había acabado de oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban.
¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante
proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían
oído bien? Un loco –y las tres fieras locas, lo que ya había, ¿no bastaba?
Lo que nadie creía: tomó la orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado.
Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese –
dijo– después de cerrado el ataúd. La tramada situación. Uno ve lo inesperado.
¿Sí y sí? La gente iba a ver, a la espera. Con los soturnos pesos en los corazones; cierto
esparcido susto por lo menos. Eran horas precarias. Y despertó despacio, despacio el
día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin escena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio
los Dagobés –sería odio al Liojorge–. Supuesto esto se cuchicheaba. Rumor general, el
lugurmullo “Ya que ya, viene él...” y otras concisas palabras.
En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge,
despojado de todo atinar. No era animosamente, ni siendo para afrentar. Sería así con el
alma entregada, una humildad mortal. Se dirigió a los tres: “Ave María purísima!” él,
con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón –el cual, el demonio de modo
humano– sólo habló el casi: “¡Hum... Ah!” Qué cosa.
Hubo de agarrar para cargar: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al
frente, por el lado izquierdo –le indicaron–. Y lo encuadraban los Dagobés, de odio en
torno. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Surtió así, ramo de
gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante,
los prudentes en la retaguardia. Se cataba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el
ataúd, con las vacilaciones naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, ladeado. El
importante entierro. Se caminaba.
En el tentempié, muy de paso. En aquel intercalamiento, todos, en cuchicheo o silencio,
se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que
hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El
ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sopetón, ya
estaban con la mirada apuntada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una
lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge –¡tan aterrorizado!– su prudencia en
el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No sabría parte de sí, sólo la presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar
de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el
lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban en el cementerio. “Aquí, todos vienen a dormir” –era, en el portón, el
letrero–. Se hizo el airado ayuntamiento, en el barro, al lado del hoyo; muchos, pero,
más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte circunspectancia. La ninguna despedida:
al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas
cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
El rapaz Liojorge esperaba, se escurrió dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra, de
él delante de la nariz? Tuvo un mirar arduo. Se torcía el silencio. Los dos, Dismundo y
Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora
veía al otro, en medio de aquello?
Le miró cortamente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era la que así preveía,
la falsa noción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyóse:
–Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado
diablo...
Dijo aquello, bajo y mal-son. Pero se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos,
también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies
el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo,
completó: “...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande...” El entierro había
terminado... Y otra lluvia empezaba
U n j o v e n m u y b l a n co
Aquella alquería del hombre quedaba medio oculta, oscurecida por los árboles, que
nunca se vio plantar tantos tamaños alrededor de una casa. De mi madre oí, cómo en el
año de la gripe española, llegó él, precavido y espantado, para adquirir aquel lugar
totalmente defendido, y la morada, donde desde cualquier ventana alcanzase a vigilar a
distancia, las manos en la espingarda; en aquel tiempo, en que no era aún tan gordo
como para dar asco. Decían que comía cualquier inmundicia: caramujos, hasta ranas,
con las brazadas de lechuga embebidas en un balde de agua. Era de ver, cómo comía y
cenaba en la parte de afuera, sentado en el umbral de la puerta, el balde entre las
gruesas piernas, en el suelo, y las lechugas; salvo que la carne, aquella, era legitima de
vaca, guisada. Lo demás que gastaba era en cerveza, que no bebía a la vista de la gente.
Yo pasaba por allí y él me decía:
“—Irivalini, bisoña 1 (1. Transcripción fonética de la palabra italiana bisogna, que debe
Interpretarse aquí “por hace falta”) otra botella, es para el caballo….”. No me gusta
preguntar, no me hacía gracia. A veces no la llevaba, a veces la llevaba, y él me devolvía
el dinero gratificándome. Todo en él me daba rabia. No aprendía a decir mi nombre a
derechas. Afrenta u ofensa, no soy de los que perdonan: a nadie, de ninguna.
Mi madre y yo éramos de las pocas personas que pasaban por delante de la tranquera,
para alcanzar la pasarela del riachuelo. “—Déjale probecillo, padeció en la guerra…”, iba
explicando mi madre. El se rodeaba de diferentes perros grandes para vigilar la
arquería. A uno, que no me gustaba, le veía yo, el bicho asustador, antipático –el peor
tratado; y hacía así por no acobardarme al lado de él, que estaba a todas horas, con
desdén, llamando al endiablado perro de nombre—Mussolino. Yo me recomía de rabia
de que un hombre de aquéllos, cogotudo, panzudo, ronco de catarro, extraño a las
náuseas, a ver si era justo que poseyese dinero y estado, viniendo a comprar tierra
cristiana, sin honrar la pobreza de los demás, y encargando cantidades de cerveza para
pronunciar la fea palabra. ¿Cerveza? Para que tuviese sus caballos, los cuatro o tres,
siempre descansados, pues no montaba en ellos ni era capaz de montar. Ni de caminar
casi, que no lo conseguía. ¡Cabrón! Se paraba chupando unos puros pequeños,
malolientes, muy mascados y baboseados. Merecía un buen correctivo. Sujeto metódico,
con su casa cerrada, pensando que todo el mundo era ladrón.
Esto es, a mi madre la estimaba, la trataba con benevolencia. Conmigo no adelantaba
nada –no disponía de mis iras--. Ni cuando mi madre se puso grave y él ofreció dinero
para los remedios. Lo acepté: ¿quién vive del no? Pero no lo agradecí. Seguro que tenía
remordimiento de ser extranjero y rico. Y sin embargo no consiguió nada: la santa de mi
madre se fue para las tinieblas, ofreciéndose el condenado del hombre a pagar el
entierro. Después pregunto si yo quería ir a trabajar con él. Me defendí, vaya. Sabía que
no tengo temor, en mi soberbia, y me enfrento a unos y a otros. Pocos me hacían cara en
el lugar. Sólo si era para contar con mi protección de día y de noche, contra aquéllos y
los advenedizos. Tanto que no me encargó ni medio servicio que cumplir, sino que yo
estaba para Zangolotinear por allí a condición de que fuese con armas. Pero las compras
las hacia yo para él. “Cerveça Irivalini. Es para el caballo…”. Lo que decía, en serio, en
aquella lengua de batir huevos. Pero ¡que no me insultase! Aquel hombre todavía me iba
a conocer.
Lo que más me extrañó fueron aquellos descubrimientos. En la casa, grande, antigua,
atrancada de noche y de día, no se entraba; ni para comer ni para guisar. Todo ocurría
del lado acá de la puerta. El mismo me figuro que raras veces se metía por allí, a no
ser para dormir o para guardar la cerveza –-ah, ah, ah--. La que era para el caballo.
Y yo, para mí: “--¡espérate tú, cerdo, para ver si, antes o después, no me meto yo ahí, no
haya lo que hay!”. O sea, que por entonces, yo debía haber buscado a las personas
educadas, contarles los absurdos, pidiendo providencias, aventar mis dudas, lo que no
hice fácilmente. Soy de ni palabra. Pero por allí también aparecieron los otros: los de
afuera.
Astutos los dos hombres llegados de la capital. Quien me llamó hacia ellos fue el señor
Priscilo, subcomisario. Me dijo: “—reivalino Belarmino, aquí éstos tienen autoridad,
sírvate de confianza”. Y los de fuera, llevándome aparte, me acosaron a preguntas. Todo,
para sacarme noticias del hombre; querían saberlo con pelos y señales. Admití que sí,
pero no aportando nada. ¿Quién soy yo, osexno, para que me ladre el perro? Sólo
barrunté escrúpulos, por las malas caras de aquéllos, sujetos disimulados, ordinarios
también. Pero me cogieron a modo. El Principal de los dos, el de la mano en la
mandíbula, me inquirió que si mi patrón, siendo hombre muy peligroso, vivía, de
verdad, solo. Y que me fijase, en la primera ocasión, si no tenía en una pierna, abajo,
señal vieja de carlanca, argolla de hierro, de criminal huido de la prisión. Pues sí, lo
prometí.
¿Peligroso para mí? –Ah, ah--. Porque, vaya, en su mocedad haya podido ser un
hombre; pero ahora, con la panza, regalón, pachorrazo, solamente quería la cerveza –
para el caballo--. Desgraciado de él. No es que yo me quejase por mi, que nunca me
gustó la cerveza; si me gustase la compraría, la bebería o la pediría, que él mismo me la
hubiera dado. También él decía que no le gustaba, no. De verdad. Consumía sólo la
cantidad de lechugas con carne, boquilleno, nauseabundo, con ayuda de mucho aceite,
devorando que hacía espuma. Últimamente andaba medio desatinado; ¿es que supo de
la llegada de los de fuera? Marca de esclavo en su pierna no la observé ni lo procuré
tampoco. ¿Soy yo servidor de alguacil mayor, de esos curiosos que tanto remiran? Pero
buscaba la manera de entender, aunque fuese por una rendija, aquella casa, bajo llave,
espiada. Ya estaban mansos, amigables, los perros. Pero parece que el señor giovanio
desconfió. Pues, en mi hora de sorpresa, me llamó, abrió la puerta. Allí dentro hasta
hedía a cosa siempre tapada, no daba un aire bueno. La sala grande, vacía de cualquier
mobiliario, sólo para espacios. El, ni que aposta, me dejó mirar a mis anchas, anduvo
conmigo, dándome facilidades, me satisfizo. Ah, pero después, para conmigo, caí en la
cuenta, en la idea al fin: ¿y los cuartos? Había muchos de aquéllos, yo no había entrado
en todos, resguardados. Por detrás de alguna de aquellas puertas presentí vaho de
presencia –sólo más tarde--. Ah, el carcamal quería pillear de listo; ¿y no lo era yo más?
Además de que unos días después, se supo de oídas , ya tardía la noche, diferentes
veces, de galopes en el descampado de la vega, de caballero salido a la puerta de la
chácara. ¿podría ser? Entonces el hombre me engañaba tanto como para armar una
fantasmagoría de lobizón. Sólo aquella divagación que yo no acababa de entender, para
dar razón de algo: ¿Y si tuviese incluso, un extraño caballo, siempre escondido allí
dentro, en la oscuridad de la casa?
El señor priscilo me llamó, justo, otra vez, aquella semana. Los de fuera estaban allí,
sólo entré a medias en la conversación; uno de ellos dos oí que trabajaba para el
”Consulado”. Pero lo conté todo, o tanto, por venganza, con muchos detalles. Los de
fuera, entonces, insistieron al señor Priscilo. Querían permanecer en lo oculto, el señor
Priscilo debía ir sólo. Me pagaron más.
Yo estaba por allí, fingiendo no ser ni saber, despistado. El señor Priscilo apareció, habló
con el señor giovanio: que ¿qué historias eran aquellas de un caballo beber cerveza?
Indagaba con él, apretaba. El señor giovanio permanecía muy cansado, sacudía despacio
la cabeza, sorbiendo la escurridura de la nariz, hasta el cepón del puro; pero no le puso
mala cara al otro. Se pasó mucho la mano por la cabeza: “—Lei, (usted, en Italiano)
¿quiere verlo?” salió, para surgir con un cesto con las botellas llenas y un dornajo, en él
lo vertió todo, hasta la espuma. Me mandó buscar el caballo: el alazán canela claro, cara-
bonita. El cual --¿se podía dar fe de ello?—avanzó ya avispado, con las orejas inclinadas,
redondeando las narices, relamiéndose: ¡y bebió a modo aquello rumoroso, gustoso,
hasta el fondo , viéndose que ya era diestro, cebado en aquello! ¿Cuándo había sido
enseñado, es posible? Pues el caballo todavía quería más cerveza. El señor Priscilo se
avergonzaba; con que dio las gracias y se fue. Mi patrón escupió por el colmillo , me
miró: “—Irivalini, que el tiempo se va poniendo malo. ¡No laxa (en italiano dejes) las
armas!” Asentí. Sonreí de que tuviese para todo mañas y patrañas. Incluso así medio me
disgustaba.
Sobre todo, cuando los de fuera volvieron a venir, yo hablé, lo que especulaban: que
alguna otra razón había de haber en los cuartos de la casa. El señor Priscilo, aquella vez
llegó con un soldado. ¡Sólo dijo que quería revisar los compartimientos en nombre de la
justicia! El señor Giovanio, en pie de paz, encendió otro puro, él siempre estaba cuerdo,
abrió la casa para que entrase el señor Priscilo, el soldado; yo también. ¿Los cuartos? Se
fue derecho a uno que estaba duro de atrancado. El de lo pasmoso; que allí dentro
enorme, sólo tenía lo singular --¡esto es, algo como para no existir!--: un caballanco
grande disecado. Tan perfecto, la cara cuadrada, que ni uno de juguete de niño; reclaro,
blanquito, limpio, crinado y ancón, alto como uno de iglesia –caballo de San Jorge--.
¿Cómo podía haber traído aquello, o mandado venir, y entrado y acondicionado allí? El
señor Priscilo se aleló sobre toda admiración.
Palpó todavía el caballo, mucho, no hallando en él hueco ni contentamiento, El señor
Giovanio en quedando sólo conmigo, mascó el puro: “—Irivalini, pecado (Lástima en
italiano) que a ninguno de los dos nos guste la cerveza, ¿hem?”. Yo asentí. Me
dieron ganas de contarle lo que por detrás estaba pasando.
El señor Priscilo y los de fuera estarían ahora purgados de curiosidad. Pero yo no le
encontraba sentido a esto: ¿Y los otros cuartos de la casa, el de detrás
de las puertas? Debían haberse entregado a buscar por entero en ella, de una vez.
Claro que yo no iba a recordarles ese rumbo. No soy maestro de enmiendas.
El señor Giovanio conversaba más conmigo, contrariado: “—Irivalini, eco (en
italiano se escribe ecco y significa “he aquí”) la vida es bruta, (en italiano significa “fea”,
Brutta), los hombre son cativos…” (cativo en italiano malo) Yo no quería preguntar a
propósito del caballo blanco, frioleras, debía haber sido el suyo, en la guerra, de suma
estimación. “—Pero, Irivalini, nos gusta demasiado la vida…” Quería que yo comiese
con él, pero le sudaba la nariz, el humor de aquel moco, sorbiendo, mal sonado, y olía a
puro por todas partes. Cosa terrible servir a aquel hombre, en el no contar sus lástimas.
Salí entonces, fui al señor Priscilo, hablé, que yo no quería saber nada, de nada, de
aquellos, los de fuera; de murmuraciones, de jugar con el cuchillo de dos filos. Si
volvían a venir, yo no iba a ellos, disparataba, escaramuzaba --¡alto ahí!--, esto es el
Brasil. Ellos también eran extranjeros. Soy de los que sacan cuchillo y arma. El señor
Priscilo lo sabía. Que no le cogiese de sorpresa.
Siendo que fue de repente. El señor Giovanio abrió de par en par la casa. Me llamó; en la
sala, en medio del suelo, yacía un cuerpo de hombre, bajo sábana. “—Josepe, mi
hermano…”, (corrupción de Giusseppe, “José” en italiano) me dijo embarazado. Quiso
cura, quiso campana de iglesia para badajear los tres redobles, para él, tristemente.
Nadie había sabido nunca de tal hermano, el que se hallaba escondido, fugado de la
comunicación con las personas. Aquel entierro fue muy valorado. El señor Giovanio
podía haberse alabado ante todos. Sólo que, antes, el señor Priscilo llegó, me figuro que
los de fuera le habían prometido dinero, exigió que se levantase la sábana para
examinar. Pero, ay, se vio sólo el horror, por todos nosotros, con caridad en los ojos: el
muerto no tenía cara, a decir verdad –sólo un agujerazo enorme, cicatrizado, antiguo,
espantoso, sin nariz, sin rostro--, la gente veía albos huesos, el comienzo del gaznate,
salivillas, cuello. “—Que esto es la guerra…”, explicó el señor Giovanio, boca de bobo ,
que se olvidó de cerrar, toda dulzuras.
Ahora yo quería emprender camino, ir tirando, que allí no prestaba más, en la chácara
extravagante y desdichada, con lo oscuro de los árboles tan alrededor. El señor
Giovanio estaba en la parte de afuera, conforme a su costumbre de tantos años.
Más achacoso, envejecido súbitamente al ser traspasado por el dolor. Pero comía su
carne, sus lechugas en el balde, sorbía. “—Irivalini… que esta vida bisoña… ¿Caspité?”
(en italiano “capisti” “entendiste”), preguntaba en tono como de cantar.
Enrojecidamente me miraba “—aquí yo pisco…” (corrupción de
“capisco”, “entiendo”) respondí. No por asco, no le dí un abrazo por vergüenza, para no
tener también los ojos lagrimados. Y, entonces, él hizo la más extravagada cosa. Abrió
cerveza, la dejó espumear. “--¿Andamos, Irivalini, contadino, bambino?”, (vamos,
campesino, hijo) propuso. Yo quise. A vasazos, a veinte y treinta, me fui a aquella
cerveza, toda. Sereno, me pidió que me llevase conmigo, en yéndome, el caballo –alazán
bebedor--, y aquel triste perro magro, Mussolino.
No volví a ver mi patrón. Supe que había muerto cuando en testamento dejó la chácara
para mí. Mandé erguir sepulturas , decir las misas, por él, por el hermano, por mi
madre. Mandé vender el lugar, pero primero que echasen abajo los árboles, y enterrar
en el campo el mobiliario que se hallaba en aquel referido cuarto. Nunca volví allí. No,
que no me olvido de aquel dado día –el que fue una lástima--, Nosotros dos, y las
muchas, muchas botellas, entonces pensé que otro vendría a sobrevivir, por detrás de
uno, también por su parte: el alazán de hocico blanco; o el blanco enorme de San Jorge;
o el hermano, infeliz espantosamente. Ilusión que fue, que ninguno allí estaba. Yo
Reivalino Belarmino, descubrí el ardid. Me fui bebiendo todas las botellas que quedaban
para mí, que fui yo quien me tome consumida toda la cerveza de aquella casa, para
remate de engaño
C i n t a v e r d e e n e l c a b e ll o
Había una vez una aldea en algún lugar, ni mayor ni menor, con viejos y viejas que
viejaban, hombres y mujeres que esperaban, y chicos y chicas que nacían y crecían.
Cinta-Verde partió, enseguida, ella la linda, todo érase una vez. El frasco contenía un
dulce en almíbar y la cesta estaba vacía, para llenarla con frambuesas.
De ahí que, yendo, al atravesar el bosque, vio sólo los leñadores, que por allá leñaban;
pero ningún lobo, desconocido ni peludo. Pues los leñadores habían exterminado al
lobo.
Y ella misma resolvió escoger tomar ese camino de acá, loco y largo, y no el otro, corto.
Salió, detrás de sus alas ligeras, su sombra también la venía corriendo detrás.
Se divertía con ver que las avellanas del piso no volaran, con no alcanzar esas mariposas
nunca, ni en buquet ni en pimpollo y con ignorar si las flores -plebeyitas y princesitas a
la vez- estaban cada una en su lugar al pasar a su lado.
Venía soberanamente.
Tardó, para dar con la abuela en casa, que así le respondió, cuando ella, toc, toc, golpeó:
-Quién es?
-Soy yo…-y Cinta Verde descansó la voz. -Soy su linda nietita, con cesta y frasco, con la
cinta verde en el cabello, que la mamita me mandó.
Ahí, con dificultad, la abuela dijo: -Empuja el cerrojo de madera de la puerta, entra y
abre. Dios te bendiga.
Cinta Verde así lo hizo y entró y miró.
La abuela estaba en la cama, triste y sola. Por su modo de hablar tartamudo y débil y
ronco, debía haber agarrado una mala enfermedad. Diciendo: -Deja el frasco y la cesta
en el arcón y ven cerca de mí, mientras hay tiempo.
Pero ahora Cinta Verde se espantaba, más allá de entristecerse al ver que había perdido
en el camino su gran cinta verde atada en el cabello; y estaba sudada, con mucho
hambre de almuerzo. Ella preguntó:
-Abuelita, qué brazos tan flacos los suyos, y qué manos temblorosas!
-Es porque no voy a poder nunca más abrazarte mi nieta….-la abuela murmuró.
-Abuelita, pero qué labios tan violáceos.
-Es porque nunca más voy a poderte besar, mi nieta….-La abuela suspiró.
-Abuelita, y que ojos tan profundos y quietos en este rostro ahuecado y pálido.
-Es porque ya no te estoy viendo, nunca más, mi nietita…-la abuela aún gimió.
Cinta Verde más se asustó, como si fuese a tener juicio por primera vez. Gritó:
-Abuelita, tengo miedo del Lobo!
Pero la abuela no estaba más allá, estaba demasiado ausente, a no ser por su frío, triste y
tan repentino cuerpo.
Se u Z i t o r e c o r d a n d o a J o ã o
G u i m a r ã es R osa
(Versión castellana de Ricardo Aldemar Peña)
Me acuerdo, fue el 16 de mayo de 1952. Hubo una gran confusión. Mucha gente fue a
ver. El pueblo creía que Rosa era Cristo. Él llegó allá una tarde y al día siguiente llegó
también el padre. La hacienda era de un primo suyo, Francisco Moreira. Yo salí de Sirga,
fui a Araçaí y busqué la bestia que él está montando en la foto que salió en el periódico,
que se llamaba Balalaica.
Allá (en la Sirga) había un sabiá cantando, y Rosa quedó encantado. “Que qué isso São
Pedro? Cadê a chuva? Que que há São Pedro?” (imita el canto del pajarito). El sabiá
estaba pidiendo lluvia, lo decía clarito. El sabiá es aquel cafecito. Rosa quedó
entusiasmado con aquello.
Ahí seguimos y nos encontramos con una mujer. Era muy bonita, era una comadre mía;
estaba más joven, vistiendo una faldita cortita. Rosa se quedó mirando para el lado en
que ella estaba y yo le dije: “Rosa: eso no le incumbe”. Ahí bromeó él, se rió, y eso fue
todo.
A la tardecita nos fuimos por fin. Salimos y fuimos a los campos. Dicen que allá hubo
garrafa y bizcocho. No hubo ningunos garrafa y bizcocho, lo sé yo que estaba con él. Al
otro día el padre llegó y tuvo su misa, y él fue a misa.
Fue el día 19 que salimos de viaje. Junté ganado y aparté. Hay un pasaje de la historia
que dice “en la apartada de ganado había un viejo Santana”. Él recibió una coz; había un
toro muy bravo, él le arrimó el hierro y el toro le dio una coz, y él cayó. Entonces yo dije:
“Traigan un poco de vinagre con rapadura”. Eso está escrito en el periódico y en las
libretas de Rosa. El tomó infusión y mejoró. No había remedio, todo era improvisado
aquí. Papaconha, cidreira... esos eran los remedios aquí. Hoy todavía la gente los toma
contra la gripa.
Después de la Tolda, yendo para Andrequicé, había una vereda. Ahí Rosa vio unos
pajaritos y por jugar me pidió un disparo de revólver. Eso está en el libro Tutaméia.
Llegué a una hacienda y pedí un pollo. “Pollo no hay, sólo tengo una gallina vieja”, dijo
la dueña. La cogió y la limpió, arregló todo, la puso a cocinar. Nos sentamos a comerla,
pero estaba muy dura. Rosa tomó sólo el caldo.
Llegando a ese lugar (Toca de Urubú) nos encontramos con el personal de O Cruzeiro.
Hicieron una foto mía con todo y revólver.
Yo, durante el tiempo que viajé con ganado, en muchas boyadas fui el cocinero. Yo hacía
aquel entalagato. Fue Rosa quien le puso ese nombre. Decía que era comida malísima.
Yo hablaba de cualquier bobada. Armaba bien las cosas para conversar con él. A veces
no tenía tema. Hablaba de la mujer, de la muchacha bonita. Hablé mucha bobada para
Rosa, y él escribía todo. Yo leía mucho libro, sabía todo de memoria, pero nada más.
Sólo sabía bestialidades.
Era una persona excelente, bromista. Era tan simple que vino de Río y no trajo ni
máquina de afeitar ni estuche. En aquel tiempo no había Prestobarba, era con estuche.
Durante todos esos días se quedó sin hacerse la barba. Yo tenía, pero él no dijo nada y yo
no llevé. Hasta hoy mi barba es poca. Pero quien se afeitaba cada mañana se quedaba
diez días sin hacerlo, ¿eh? La cara le quedó rojiza. Pero él era muy sencillo. Y en el viaje
no se le podía llamar Dr. João. Era Rosa, el vaquero Rosa.
Aquel libro (Grande sertão: veredas) no fue escrito con el tema de ese viaje. Aquel libro
fue un viaje que él hizo para Fortaleza, en la salida de una boyada. Fue en la salida. Y
aquel Riobaldo fue alguien que le contó cosas, y él inventó el resto. Le voy a contar una
cosa, usted pone una cosa que parece cierta en la historia, y entonces inventa el resto.
Así hizo Rosa. Lo que Rosa escribió fue dicho por nosotros. Él no sabía de aquello. Rosa
salió de Cordisburgo jovencito, fue a hacer medicina, participó de la revolución del 32 y
dejó la medicina para ir al exterior. Ya, cuando él murió, vinieron otras personas a
confirmar por dónde había pasado. Pero él inventó el resto.
Siento mucho orgullo, es una cosa muy bonita. Siento alegría de hablar de las cosas de
Rosa. En mayo voy para Sete Lagoas y voy a mandar hacer unas gafas para mí, y voy a
volver a leer los libros de él, de Guimarães Rosa.
L os C a n g a ç e ir os: B a n d i d os d e h o n o r
e n e l se r t ã o
Por A. Becquer Casaballe
Cerca de cien fotografías referidas a los protagonistas del Cangaço, las
bandas al margen de la ley que actuaban en el Nordeste brasilero —entre
ellas la del célebre Lampião—, con curaduría de Élise Jasmin, se expusieron
en la Galerie Photo de Montpellier que dirige Roland Laboye. A la
inauguración asistió la nieta de Lampião, Vera Ferreira.
Existe coincidencia en que “robaban y asesinaban por venganza o por encargo en una
época en la que eran frecuentes las disputas entre familias tradicionales debido a la
posesión de las tierras y a las luchas por el control político de la región”. Su origen se
remonta al siglo XVIII.
En ese medio nació en 1895, en Passagem das Pedras, Pernambuco, Virgolino Ferreira
da Silva, hijo de José y de María Lopes, siendo el tercero de una familia que llegó a tener
nueve hijos. Tras aprender los rudimentos de la escritura y la lectura, pasó a ganarse la
vida junto a su familia transportando mercaderías a lomo de burro.
Había comenzado sus correrías en 1917 en venganza por el asesinato de su padre
ordenado por la familia Nogueira y por un tal Zé Saturnino, sumándose a la banda de
Sinhô Pereira.
En un reportaje, Lampião dice: “no confiando en la acción de la justicia pública, porque
los asesinos contaban con la escandalosa protección de los grandes, resolví hacer
justicia por mi propia mano, esto es, vengar la muerte de mi progenitor. No perdí
tiempo y resueltamente me preparé para enfrentar la lucha”.
En 1922, cuando tenía 27 años de edad, formó su propio grupo que pasó a la historia
como el último y el más famoso de todos los cangaçeiros. En aquel año atacó la
hacienda de Baronesa de Agua Branca, continuó sus combates en Serra Grande, Sergipe,
Queimadas, etc. Fue en 1929 que conoció a María Bonita, de 19 años de edad, que se
había separado de su esposo. Un año después María decide compartir una vida de
aventuras con Lampião.
Los cangaçeiros eran grupos armados al margen de la Ley, con sus tradiciones, rituales,
fervorosamente católicos como una manera de buscar protección divina, que se ponían
al servicio de caudillos políticos, otras veces luchaban contra ellos. El grupo de Lampião,
que se había puesto del lado del gobierno al recibir la promesa de una anmistía, formó
parte del Batalhão Patriótico de Juazeiro, que combatió a la Columna Prestes,
provocándole varias muertes (*).
“No puedo decir con certeza el número de combates en que estuve —comentó—. Calculo
que debo haber participado en más de doscientos. Tampoco puedo informar con
seguridad el número de víctimas que se tumbaron bajo la puntería adiestrada y
certera de mi rifle. Pero igualmente me acuerdo perfectamente que, además de los
civiles, ya maté a tres oficiales de policía, siendo uno en Pernambuco y dos en Paraíba.
Sargentos, cabos y soldados es imposible guardar en la memoria el número de los que
fueran enviados para el otro mundo”.
El grupo de Lampião oscilaba entre los 15 y los 50 hombres, “todos bien armados”, tenía
un sistema de inteligencia que le permitía tener conocimiento de las fuerzas policiales
que le perseguían. Era feroz peleando y fue herido en cuatro oportunidades, algunas de
ellas de gravedad.
Algunos han querido ver en los cangaçeiros una suerte de rebeldía rústica, casi
primitiva, de lucha contra las injusticias y el poder, pero en realidad no fueron otra cosa
que grupos armados con ciertos principios de honor (por ejemplo, el respeto a las
mujeres, el no atacar lugares religiosos, etc.), que les otorgaron aquel áura de modernos
Robin Hood. Se ha escrito que “el reparto con los pobres de bienes y dinero saqueados
por los cangaceiros nunca ultrapasó los límites de la concepción tradicional de
limosna”, pero sus “lealtades más grandes eran antes debidas a los coroneles, sus
aliados y protectores”, tal como lo explica el sociólogo Lisias Nogueira Negrão de la
Universidad de São Paulo.
Aquellos parajes de Raso da Catarina donde buscaba refugio Lampião es hoy una
Reserva Ecológica y sitio de atracción turística gracias a le épica de los cangaçeiros.
Pero es a través de las fotografías que han atesorado las familias Ferreira Nunes y
Abrahão, Ruy Souza e Silva y Federico Pernambucano de Mello, que se exhibieron en la
Galerie Photo de Montpellier, que de alguna manera se trae al presente aquel imaginario
de legendarios bandoleros que sembraron de sangre y leyenda el sertão.
(*) Luís Carlos Prestes fue un capitán del Ejército que sublevó a los campesinos contra
los terratenientes y más tarde fue uno de los principales dirigentes del Partido
Comunista Brasileño.
J o ã o G u i m a r ã es R osa : g r a n se ñ o r y
g r a n se ñ o r a
Por Ricardo Bada
La literatura brasileña del siglo XIX la domina un gigante, Joaquim Maria Machado de
Assis, un gigante que, al mismo tiempo, es una isla. En el siglo XX, esa isla deviene
archipiélago, se le unen seis gigantes más: Euclides da Cunha, Graciliano Ramos, Nelson
Rodrígues, Carlos Drummond de Andrade, Jorge Amado y João Guimarães Rosa. Y
aparece también un islote exuberante, producto de una erupción volcanicreativa, y
avizorado por el intrépido explorador de territorios vírgenes Mário de Andrade, que lo
llamó Macunaíma.
Todos y cada uno merecen una atención que con frecuencia le ninguneamos a Brasil, sin
que jamás haya logrado querer (porque poder sí puedo) entender el porqué. Si aquí me
concentro en Guimarães Rosa se debe al centenario de su nacimiento (27/ VI/ 1908) .
Pero no olvidemos a los otros: con sus tallas ciclópeas configuran en el mapa literario
latinoamericano una especie de Isla de Pascua.
Ahora bien: hablar de la obra de Guimarães Rosa
suele ser casi siempre una tediosa repetición de
lugares comunes, vinculada al hecho de que el
cuentista magistral (Primeras historias, Cuerpo de
baile, Sagarana), como Maupassant, sólo escribió
una novela. Aunque, desde luego, ante esa novela
hay que sacarse el sombrero: deGrande Sertão:
Veredas se puede afirmar, sin temor a marrarla,
que es una auténtica obra maestra de la literatura
universal.
Cuando Guimarães Rosa llega a Hamburgo es un hombre de treinta años, casado y con
dos hijas, pero recién separado de su esposa en Río de Janeiro. Y sucede que en el
consulado brasileño trabajaba como secretaria Aracy Moebius de Carvalho, una
paranãense de su misma edad, divorciada, con un hijo. Guimarães Rosa y ella se
enamoran, y su amor queda reflejado en 107 cartas y cuarenta y cuatro postales, billetes
y telegramas, y en el diario donde el futuro autor de Grande Sertão: Veredasanotaba
sus impresiones del mundo en derredor: un mundo en el que, no lo olvidemos,
gobiernan los nazis. Guimarães Rosa llega a Alemania justo a tiempo para asistir al gran
pogromo que pasó a la historia con el ominoso nombre de die Kristallnacht.
La parte que me parece más memorable de esta historia fue protagonizada por Aracy,
con Guimarães como cómplice. Aracy logró que un funcionario de una comisaría
hamburguesa emitiera pasaportes a judíos sin la J roja que los identificaba como tales, y
gracias a ello le consiguió visados para salir de Alemania a varios cientos de esos parias
del régimen nazi. Y lo hizo –y ahí radica el coraje civil de Aracy– a despecho de que el
superior de ambos, de ella y Guimarães, el cónsul titular Joaquim António de Sousa
Ribeiro, no otorgaba visados a judíos, tanto por su propio antisemitismo como por
instrucciones secretas recibidas de Itamaraty, el ministerio brasileño de Asuntos
Exteriores. Simpatizante con el régimen de Hitler, Sousa Ribeiro nunca hubiese firmado
aquellos visados de haber sabido para quiénes eran.
Paralelo discurría el romance de Joãozinho y Aracy, uno bien ardiente, también a
despecho de “los témpanos en el Alster [el río que atraviesa Hamburgo] , donde se
posan las gaviotas”, como dejó él escrito en su diario. Así, todavía en el verano, el
24/ VIII /1938, le confesó en una carta: “ Deja que te diga que estabas linda, linda, a la
hora de partir. Dormí abrazado a tu camisoncito rosa, todo impregnado del aroma del
cuerpo maravilloso de la dueña de mi amor. Te seré absolutamente fiel, no miraré a las
alemanitas, las cuales, por cierto, ¡todas se han vuelto sapos!”
Y en otra carta que los fetichistas entendemos a la perfección: “Ahora me voy a la cama,
para dormir con tu camisoncito rosa, después de conversar un poco con las chinelitas
chinas, que me hablarán de los lindos piececitos de su
dueña.”
Gran Sertón: Veredas. Traducción de Ángel Crespo. Barcelona, Seix Barral, 1975
(Alianza Editorial, 1999).
Noches del Sertón (Cuerpo de baile). Traducción de Estela dos Santos. Barcelona,
Seix Barral, 1982.