Los Dialogos Frustrados - Antonio Tabucchi
Los Dialogos Frustrados - Antonio Tabucchi
Los Dialogos Frustrados - Antonio Tabucchi
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Antonio Tabucchi
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Título original: I dialoghi mancati
Antonio Tabucchi, 1988
Traducción: Pedro Luis Ladrón de Guevara
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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PARA ZÉ
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Señor Pirandello, le llaman por teléfono
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NOTA
No consta que Luigi Pirandello y Fernando Pessoa se hayan conocido. Estos dos
grandes autores del siglo XX, con una poética semejante bajo muchos aspectos, no
tuvieron nunca la ocasión de comunicarse entre ellos. Y sin embargo, habría existido
una ocasión. En 1931 Pirandello se acercó a Lisboa, donde permaneció durante unos
días para asistir al estreno mundial (en portugués) de su obra Sueño… o quizá no.
En una de las últimas cartas a su novia, Ophélia Queiroz, Pessoa manifiesta su
intención de ingresar, para un período de curas, en una clínica psiquiátrica de
Cascais. Los motivos que facilita a la novia son el insomnio y la turbación causados
por las «visitas» de sus personajes que le obligan a escribir sin parar, despertándolo
en el corazón de la noche. De todos modos no consta que ingresase en la clínica.
ANTONIO TABUCCHI
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PERSONAJES
UN ACTOR
UN ORGANILLERO
UN CORO
LUGAR
UN HOSPITAL PSIQUIÁTRICO PORTUGUÉS EN 1935
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UNA amplia habitación. A la izquierda una camita de hierro, dos bañeras
esmaltadas, una mesa y un armarito de hierro esmaltado. Pavimento con losetas
blancas y negras. Una puerta y una ventana con rejas. Paredes blancas. En una
pared, un teléfono con auricular. A la derecha, en un nivel del suelo ligeramente más
bajo, con dos pequeños escalones que dividen la sala por la mitad, cuatro hileras de
sillas ocupadas por una veintena de figuras masculinas y femeninas. La mayor parte
son maniquíes, pero hay también cinco o seis personas que, sin embargo, mantienen
una posición de perfecta inmovilidad. Todos, como pacientes de un manicomio, visten
una especie de pijama gris.
Se abre la puerta enrejada y entran dos hombres. El primero es alto, vestido de
oscuro, con pajarita, gafitas redondas, sombrero e impermeable. Lleva bajo el brazo
un cuadro que apoya en la pared con la figura vuelta hacia el muro.
El segundo lleva gafas negras de ciego, un bastón blanco y empuja un organillo de
Barbería. Con el bastón tantea el espacio circundante hasta que encuentra una silla
donde sentarse.
El otro ocupa el centro de la sala, se quita la gabardina, después el sombrero
haciendo una reverencia a las figuras que ocupan las sillas. Dirigiéndose a su
público:
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como el resto de la gente,
no he tenido nunca una infancia,
frente a mi casa había un teatro,
de eso me acuerdo y lo puedo atestiguar,
y yo lo miraba desde la ventana,
pero después no hay nada más en mi infancia
porque yo no he querido que lo hubiese.
Peripecias
He vivido muchas,
Todas dentro de mí, bien entendido,
pero las batallas peores
y las grandes tormentas, vosotros lo sabéis,
son aquellas que ocurren
dentro de nuestra cabeza; a veces
se salva, pero a menudo se sucumbe,
por lo demás, es por esto
por lo que vosotros estáis aquí.
(Pausa)
No sabría decir exactamente
Si se trata de drama o de comedia,
mi autor sobre esto es reticente
y esta es mi personal
tragedia:
que vivo ambas cosas
como si fuesen la misma cosa,
que no es ni una cosa ni otra.
Mi espectáculo será un fracaso,
Por lo menos de eso estoy seguro.
(Pausa. A sí mismo:)
Me gustaría telefonear a Pirandello,
en el treinta y uno vino a Lisboa,
en persona
no nos conocimos
pero me gustaría pensar que ocurrió,
yo no le habría dicho que soy un actor,
le diría sólo: buenas noches
señor Pirandello,
le llamo por teléfono porque tengo el alma en pena.
(Pausa.)
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Porque a él le interesan las almas en pena.
A él, a mí; y a gente como vosotros;
los otros están sanos
y con las almas en pena se divierten.
Soy un actor, soy un poeta,
por eso aquellos me buscan, además,
cuando se cansan,
giran mi interruptor
y se van a dormir tranquilos.
(Se da la vuelta. En mitad de los omóplatos tiene una llave para dar cuerda, como
la de los juguetes, enorme.)
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de lo que habría querido ser y no fui,
apenas lívidos deseos
que flotan como bestias muertas.
El amor,
lo conocí también yo.
Tomó las formas de una muchacha,
era gentil, risueña, apasionada,
de ojos picaros de tan ingenuos que eran.
También ella creyó amarme,
y teníamos citas.
Quedábamos siempre en lugares altos,
en los miradores de esta ciudad;
y mientras tanto caía la tarde
y nosotros
estábamos apoyados en los parapetos
haciendo conjeturas sobre la vida que no tendríamos.
CORO.
¡Ah, el amor! ¡Explícanos el amor, poeta,
te han mandado también para eso!
ACTOR. Podría deciros que es lo esencial,
y que el sexo es sólo un accidente,
puede ser igual o diferente,
el hombre no es un animal,
es una carne inteligente,
sólo que a veces enferma.
Pero incluso así
no habría explicado el amor,
os diré sólo unos versos
del poeta que estoy interpretando,
de aquel que finjo ser esta noche,
porque éste es mi papel,
hacer de poeta.
No… si os tuviese que hablar
de como soy realmente,
como este hombre que no conocéis
y que se esconde bajo estas ropas,
entonces os diría que el amor…
el amor es como un sueño de vigilias,
es sólo un querer, sin saber
qué, es un reflejo lejano,
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un reflejo sin figura,
y cuando se aproxima queda
apenas la imagen,
como una fotografía enmarcada.
(Coge el cuadro que había apoyado en la pared y lo muestra al público. Es la
fotografía agrandada de una muchacha encerrada en un óvalo. Sostiene el cuadro
entre sus brazos como si agarrase a una mujer para bailar. El ciego comienza a
tocar el organillo; una música popular, un vals en fa. La música se apaga. El actor
se dirige al teatro:)
¿Pero por qué
me han mandado aquí esta tarde,
mi pequeña Ofelia,
para fingir que te amé
y para bailar con tu recuerdo?
Yo debería estar contigo
por las calles ele una ciudad existente,
vivir de verdad este momento
con el tú que tú eres, de carne, viva,
estrecharte entre mis brazos como criatura,
con su corazón
que late dentro del pecho,
y con las venas, la sangre, y el cuerpo,
el cuerpo…
(La música calla. Él cuelga el cuadro en un clavo de la puerta. Dirigiéndose a su
público:)
El cuerpo, este estúpido envoltorio
que envuelve nuestra casi-nada:
sueños, éxtasis, nubes,
miedos principalmente.
Y después, el silencio nocturno, las risas
del idiota en el fondo de la oscuridad, la sombra
que nos espía al pasar y el helor eterno
más demente que nosotros.
(Hace un gesto exageradamente teatral abriendo los brazos como si abarcase a
todo su público en un imaginario abrazo. Con tono grandilocuente y retórico.)
¡Hermanos! Quisiera llamaros hermanos…
(Cambia de tono.)
¿Pero qué me ata a vosotros
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sino la banal ficción de estar aquí
pagado, fingiendo
sentir emociones para vuestra diversión?
Fingir, siempre fingir,
así ha sido toda mi vida,
y hubiera sido casi hermoso si realmente lo hubiese creído.
(Se quita la chaqueta, se saca la gran llave de juguete y la coloca sobre la mesa, Se
vuelve a poner la chaqueta. Con voz más baja, casi en tono irónico:)
Genial esta idea
de obligarme a llevar este traje,
como si un actor tuviese
que fingir sus sentimientos, como si no pudiese
sentirlos de verdad dentro de sí,
como todos los demás hombres.
(Pausa.)
Una vez, en Glasgow,
interpreté a un joven artista que se enamoraba
del arte. Si supierais
qué bello era, y joven, y real,
y aquella noche lloré de emoción estética
al oír lo que yo recitaba
de modo que también el público
lloraba, ¡oh!, era un lloriqueo
general, sobre la belleza
y géneros afines, y otra vez,
en el canal de Suez,
a bordo de un transatlántico,
puf, mejor no os lo cuento,
pero era un público selectísimo,
los hombres de esmoquin y las señoras de largo,
en resumidas cuentas, en el puente,
ríos de champán tras mi recitación,
y la luna tan anaranjada
que parecía formar parte de la escena…
(Pausa.)
Por lo demás, después,
tardes en la lechería pensando en el infinito,
y el arrastrar de zapatillas por el pasillo
de mi habitación alquilada.
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He interpretado todos los papeles,
el cobarde.
el ladrón,
la puta.
hasta tocar fondo
con este contrato, una recitación en el manicomio
para pronunciar un monólogo inconexo
y fingir que soy sublime.
Pero la locura…
también ésta se aprende.
Hace falta paciencia, elaboración,
un mínimo de ironía para reírse
de mí, de vosotros y del empresario
que me ha mandado aquí.
(Pausa.)
Empresario, figuraos, ese tipo…
ha navegado siempre entre variedades,
café-teatro y revistillas, cosas
con chistes gruesos,
público de marineros en la parte baja de la ciudad,
y ahora ha puesto en pie este entremés
vendiéndoselo a vuestro director,
diciéndole que hablar de locura sería
terapéutico, por tanto si me oís
esta noche dormiréis más tranquilos,
y vuestro director se lo ha tragado,
hay que comprenderlo,
es un alma simple.
CORO. ¡La quietud!, ¡La quietud! ¡Esta noche
dormiremos tranquilos!
ACTOR. (Irónico.)
Vosotros sois como las hojas
de los árboles
que la brisa más ligera hace vibrar,
colgados del hilo de vuestro hoy,
sin medida del tiempo,
no hay quietud para vosotros,
hombres oscurecidos a intervalos
iluminados durante breves destellos,
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vuestros miserables éxtasis
no prevén ninguna quietud.
Orgasmos,
furores,
melancolías,
¡y yo que debería haceros reír!
¿Queréis reír? Lo haré,
basta sólo con que me disfrace,
si ello os hace reír.
(Abre el armario de metal, coge un sombrero blanco de mujer y una estola de zorro
y se los pone. Encoge los brazos como si sostuviese un niño pequeño y hace el gesto
de acunarlo.)
Soy mi madre,
y me tengo en brazos.
(El ciego comienza a tocar el organillo.)
Cómo me amo
en cuanto madre mía.
Soy una madre dulce
que rebosa afecto
por su pequeño hijo.
Dulce, gentil, dispuesta a consolar…
¡Duerme, niño, duerme,
pasa tu vida soñando!
(Pausa.)
¡Y sin embargo, no!
Insomnios,
largas noches en la ventana, espiando al alba
que surja, que venga finalmente
a aliviar el peso de este estar vivo.
(Vuelve e poner en su sitio el sombrero y la estola.)
Realmente
estas mascaradas ya no hacen reír a nadie.
Son sólo viejos trucos
patéticos
de un viejo actor
patético
con un repertorio agotado, cuatro muecas
y una lágrima de Pierrot.
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CORO. Entonces, ¡queremos las lágrimas,
las lágrimas de Pierrot!
ACTOR. Si al menos llorase realmente,
si por lo menos sollozase
abrazado a mí mismo, sin pudor,
libre de llorar
un llanto que no está en el guión.
Pero todo está ya escrito:
amor,
lamentos
y lágrimas,
soy sólo un pobre actor,
mi destino está marcado.
(Pausa.)
Querría telefonear a Pirandello,
quizá él sabría ayudarme
a salir de esta situación
él sabe tratar a los personajes
que se encuentran atrapados, esclavos
de un papel y de una máscara.
(Se sienta en la mesita, dando la espalda a su público, con la cabeza apoyada entre
las manos. Se recupera. Se levanta.)
Además, no todo está dicho, porque
todavía se puede cambiar.
Dado que hago de poeta
quiero recitar improvisando,
rehacerme a mí mismo
como mejor me plazca.
CORO. ¡Sé poeta, poeta! Cuéntanos la poesía.
ACTOR. ¿Pero dónde está la poesía?
¿En las rocas, en la hierba, en los corazones?
La busco en lo que es,
también en la materia, y ésta es sorda
opaca… indiferente.
(Pausa. Con tono muy irónico.)
¡Ay, la poesía que consuela
del no saber nada!,
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barata ilusión
mía, vuestra, de la luna.
Creer sentir que lo que se siente
existe,
que tiene una verdad propia,
un lugar en el ser.
Me asomo a la ventana,
está la ciudad…
y el mundo.
¿Mas no oís el ruido?
Son los cañones que rugen,
la destrucción, la muerte
que sobre nosotros se ciernen,
deseadas por los hombres sabios.
No saben que el mundo es mundo
como para ser puesto en duda, ellos creen, luchan,
y por esto también nosotros moriremos…
(Pausa. Muy bajo.)
O bien…
moriremos con otra muerte.
Será más paciente, y sigilosa,
no hay nada que nos defienda
de la dispersión en lo eterno…
Vagaremos como polvillo
en el vacío de este universo,
ni siquiera conciencia ínfima
de aquello que no hemos sido…
(Pausa.)
Y en esta hipotética fase que se llama
Mientras tanto
buscamos la poesía…
(Pausa.)
¿Será esto la poesía?
¿Vivir nuestro Mientras tanto?
Este entremés que yo recito esta noche
sólo porque vosotros me toleráis
y no tenéis otra cosa que hacer.
Está encerrado, este entremés,
en la verdadera comedia que cada día recitamos,
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recitáis,
y que nos espera apenas
salgamos de esta habitación.
(Va al armario, coge el impermeable y el sombrero, se dirige hacia la puerta.)
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PERSONAJE. Por esto nos han encerrado,
porque estábamos dispersos, y tú esta noche
has sido enviado para ayudarnos.
CORO. Y tú esta noche
has sido enviado para ayudarnos.
ACTOR. (Perdido.) ¿Yo?
¿Este hombre mezquino
que finge por unas pocas monedas,
con un vestuario raído
y un compadre tan maltrecho
que no es capaz ni tan siquiera de tocar una pianola?
(El ciego vuelve a tocar el organillo.)
Si supieseis cómo éramos,
en el apogeo de nuestra carrera,
éramos una pareja compenetrada,
¡qué digo!, una pareja perfecta.
En todas las carteleras nuestros nombres
estaban con letras inmensas.
Éramos el Dúo…
(Pausa.)
El Dúo… ¡diablos, no me acuerdo!,
pero da igual, no es que sirva de mucho… en definitiva,
un dúo cualquiera, con un nombre de dúo,
una cosa tipo Fulano y Mengano.
Fulano era yo, naturalmente, porque
yo era el actor principal, y Mengano me secundaba,
con esto no quiero decir que él no tuviese talento,
no sería justo, de verdad,
a veces para secundar a alguien
hace falta un talento sutil.
Era un número extraordinario,
una cosa realmente incomparable,
una escenita relámpago,
pero no había platea que se resistiese.
(Dirigiéndose a su compadre.)
¿Te acuerdas de nuestro número,
nuestro caballo de batalla?
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(El ciego comienza a tocar el organillo.)
ACTOR (irritado.)
Deja de tocar, cretino,
me refería a nuestro viejo número,
ven aquí que lo repitamos.
(Va con el compadre, lo coge de la mano, lo arrastra a mitad del escenario. El
compadre permanece inmóvil. El actor da vueltas a su alrededor, lo coloca, le
obliga a extender los brazos hacia delante, le pone derechos los hombros.)
¿Veamos… tú hacías… te acuerdas?,
hacías de ciego también entonces,
y yo hacía de sordo, me parece,
precisamente dos tipos cómicos,
que caminan a lo largo del abismo.
(Dirigiéndose a su compadre.)
Era así… ¿Te acuerdas? ¿Cuál era mi frase?
(Pausa.)
Oye, déjalo estar,
sé que lo haces a posta, tienes una memoria
mejor que la mía,
pero no dices nada por venganza,
porque ahora te obligan a hacer de ciego. Además,
es el único papel que conoces,
es inútil que tú te hagas el resentido.
(Lo vuelve a llevar hacia su silla.)
Sé que estás celoso de mí
porque me dan los papeles principales,
pero por lo menos podrías pensar
en lo que hago por ti. Te visto,
te lavo, te guío, te saco de paseo,
te describo el mundo,
soporto tu música cada noche,
sin mí tú no serías riada,
estarías en una esquina de la calle
extendiéndole la mano a los paseantes.
(Pausa.)
Y además… ¿qué te parece envidiar mi papel?
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(Pausa.)
Querría telefonear a Pirandello
en el Treinta y uno vino a Lisboa,
para asistir al estreno de su Sueño… o quizá no.
Personalmente no nos hemos conocido,
pero me gustaría pensar
que ocurrió
y ciertamente le gustaría también a él.
(Pausa. Se vuelve hacia el compadre. Dándose un golpe en la frente.)
¡Claro que me acuerdo, hacías de niña!
(Pausa.)
Mi pobre niña, ciega de nacimiento…
(Va al armario, saca una maleta y comienza a hurgar dentro. Mientras busca, le
habla al compadre con un tono familiar.)
Esta noche me gustaría comer callos,
unos buenos callos a la parmesana,
con una salsa como me gusta a mí.
Hace un siglo que no como callos,
¿te acuerdas de aquel restaurante, hace años,
los callos que hacía? Fue durante
una tournée, la ciudad no la recuerdo,
pero el lugar… tenía un nombre sublime,
se llama… El Tripas.
(Ríe)
El Tripas. Y yo dije: le va justo al pelo
a uno como yo, con las tripas siempre desguarnecidas.
(Pausa.)
Pero tampoco tú bromeabas, has sido siempre piel y huesos.
(Halla en la maleta un gorrito de niña y un babi. Se lo hace poner al ciego y lo
arrastra de nuevo a mitad del escenario. El ciego le hace burlas y le saca la lengua
en señal de escarnio.)
¡Fea maleducada, te daría un guantazo
si no fueses ciega!
(Pausa.)
Pero no es ésta, la frase que buscaba.
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Era otra, pero vete a recordar…
se trata de hace treinta años.
Treinta, cuarenta, cincuenta…
Un siglo, diría yo, me parece un siglo,
y además, de todos modos, esta historia no tiene
nada que ver con el espectáculo de esta noche.
(Vuelve a colocar al compadre en su sitio, dejándole el gorro y el babi. Pausa.)
Querría telefonear a Pirandello
en el Treinta y uno vino a Lisboa
para asistir al estreno de su Sueño… o quizá no.
Personalmente no nos hemos conocido,
pero me gustaría pensar
que ocurrió,
y ciertamente le gustaría también a él.
Nos habríamos visto en un café,
por ejemplo, en el Martinho da Arcada,
y nos habríamos contado historias
inventadas por uno para el otro,
una especie de regalo aéreo
hecho sólo de palabras,
porque para cosas como ésta
no hay sitio en la escritura.
Estoy seguro de que lo encontraría en Agrigento,
en esta tórrida velada estival,
está en la terraza de su casa
bebiendo un granizado de café.
Me respondería la gobernante,
también él tendrá una,
una viejísima mujer un poco salvaje
que debe haberle querido de niño.
Iría a llamarlo a la terraza,
el aire debe oler a limones,
le diría: señorito Luigi,
una llamada de teléfono para usted.
(Pausa.)
Qué le diría… veamos…
sí, podría decirle…
podría decirle, para comenzar,
que en los últimos tiempos me ocurre a menudo,
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pero no siempre, sólo en algunos períodos,
por ejemplo, el pasado otoño.
Entonces el amarillo actual de las hojas
me parece que dibuja en el aire una ecuación,
digamos algo perfecto y eterno,
como el binomio de Newton,
pero de una eternidad instantánea,
concreta y vegetal.
(Pausa.)
Estoy seguro de que le impactaría,
porque es justamente un asunto intelectual…
y llegados a este punto le diría también
que recojo una hoja caída en el jardín
de San Pedro de Alcántara y me la meto en el bolsillo
como si la repusiese… veamos…
sé que puede parecer extraño…
la esencia muerta de las matemáticas.
Y después cojo el tranvía que baja a Chiado,
y me detengo en la pequeña taberna
donde con una copa de grappa
aparece el equilibrio formal
de la Venus de Milo, en equilibrio sobre los toneles.
Ah, querido Pirandello, le diría,
vivir: ¡qué equilibrio!
Y qué cansancio.
También las cosas, seguro, deben sentir el mismo cansancio.
Y quizá el deseo de perdón,
de un manto húmedo y nocturno
que absuelva a los entes vestidos que se cruzan.
Y también a los perros, que también ellos existen.
Y después le diría que no duermo, que duermo mal, con pesadillas:
ese oído de un Maestro desconocido
que está dentro de mí y me escucha.
En definitiva, algo así, por lo menos para comenzar.
Pero antes él diría…
(Pausa.)
¿Sabéis qué diría?
CORO. Diga, le habla Luigi Pirandello.
ACTOR. Y yo no le diría que soy un actor,
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el actor frustrado de una de sus comedias,
¿Para qué contarle mis problemas,
decirle que soy un actor desconocido
que habría querido interpretar un drama suyo
y que sin embargo ha hecho sólo «vodevil»
o pobres espectáculos de feria?
(Pausa.)
No, le diría otra cosa, le diría:
buenas noches Pirandello, soy Fernando Pessoa.
Encantado de oírle, diría Pirandello.
CORO. Encantado de oírle, diría Pirandello.
ACTOR. Le llamo desde el manicomio de Cascais, le diría.
Y él: ¿a qué debo el placer de su llamada?
CORO. ¿A qué debo el placer de su llamada?
ACTOR. Tenía ganas de hablar con usted, es el último verano de mi vida. ¿Cómo lo
sabe?, me preguntaría Pirandello.
CORO. ¿Cómo lo sabe?, me preguntaría Pirandello.
ACTOR. He hecho mi horóscopo.
(Pausa.)
Yo, por el contrario, moriré en el treinta y seis, respondería Pirandello.
CORO. Yo, por el contrario, moriré en el treinta y seis, respondería Pirandello.
ACTOR. (Haciendo un gesto para hacer callar al coro.)
Y yo le diría que sé quién se lo ha dicho,
que ha sido Madama Pace, porque cada domingo
por la mañana
él recibe a sus personajes.
Y además le diría que yo comienzo a estar por todas partes,
que es una extraña sensación y no sé
si es el prólogo de la muerte
o de otra especie de vida, y le diría que quizá
también a él le suceda lo mismo.
CORO. En efecto, me sucede a mí también,
diría Pirandello.
ACTOR. Sí. sabía que le sucedía también a él,
estaba seguro. Porque
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no entran tantas almas en un único cuerpo.
Y los personajes son impacientes,
se agolpan en nuestra puerta,
exigen explicaciones. Y le diría también
que a veces soy yo el que acosa a mis personajes,
les tiro de la chaqueta
para obligarles a volverse, para saber
quiénes son.
(Mira alrededor, perdido. Se lleva un dedo a los labios.)
¡Silencio! ¿No los oís también vosotros?
Hay una interferencia, una señal.
Alguien nos advierte
que la comunicación se va a cortar.
(En ese momento el teléfono suena. El actor se queda inmóvil. El teléfono suena
nuevamente dos veces más. Con aire ansioso, el actor se abalanza sobre el
teléfono.)
Diga, soy Fernando Pessoa.
(Calla, escuchando lo que se le dice por el auricular.)
Muy bien, señor director, ya sé que tenemos que irnos,
pero déjeme, al menos, el tiempo
de terminar como se debe.
(Cuelga el auricular del teléfono. Dirigiéndose a su público y haciendo un gesto
que se refiere al invisible director.)
Digamos mejor, como me parezca a mí.
¿O pretende enseñarme mi oficio?
He hecho tantas comedias,
y sé bien cómo son los finales.
Quieren apagar las luces sin dejarme ni tan siquiera
el tiempo de decirle a Pirandello
que el espectáculo va a acabar.
(Para sí.)
El espectáculo va a acabar…
Me veré obligado a decirlo así;
querido Pirandello, el espectáculo
va a acabar… y entonces le diría: adiós.
(Levantando una mano en señal de saludo.)
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Adiós, querido Pirandello, nos veremos
con toda seguridad después.
CORO. Hasta luego, querido Pessoa,
nos veremos con toda seguridad después.
(Más despacio.)
Hasta luego, querido Pessoa,
nos veremos con toda seguridad después.
(Un susurro.)
Hasta luego, querido Pessoa,
nos veremos con toda seguridad después.
(El ciego comienza a tocar el organillo. Las luces se apagan.)
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El tiempo apremia
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NOTA
El protagonista va en busca de su hermano y lo localiza en el hospital cuando acaba
de morir, la imposibilidad de hablar con él no le impide entablar el coloquio previsto,
planteándole los reproches que lleva en el fondo de su maleta, en un tono que nos
recuerda «Cinco horas con Mario» de Miguel Delibes.
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HABITAClÓN de un hospital. En una cama de tipo ortopédico yace un cuerpo
envuelto en vendas de la cabeza a los pies, como una momia. La única parte
descubierta es la boca, que está abierta. Un brazo enyesado y sostenido, con el codo
elevado en ángulo agudo, por un estribo. Una pierna, también enyesada, está
apoyada en el trapecio de acero de un estribo, con las pesas de tracción ortopédica.
Junto a él hay una monja que intenta descolgar los ganchos del estribo sin
conseguirlo. Entonces trata de recolocar el cuerpo. Le junta las manos sobre el
pecho y trata de apretarle el mentón para hacerle cerrar la boca. De golpe se abre la
puerta y entra un hombre. Es un hombre de unos cuarenta años, traje gris un poco
arrugado, lleva una maleta.
HOMBRE
¡No, así no!
MONJA
¿Usted quién es?
HOMBRE
Soy un familiar.
MONJA
Ha expirado hace diez minutos, yo estaba presente.
HOMBRE
¿Hace diez minutos?
MONJA
Perdone, ¿pero usted quién es?
HOMBRE
Soy su hermano.
MONJA
¿El señor Enrico?
HOMBRE
¿Cómo sabe mi nombre?
MONJA
Su hermano ha pronunciado su nombre, antes de expirar. Han sido sus últimas
palabras.
HOMBRE
¿Mi nombre?
MONJA
Si usted se llama Enrico…
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HOMBRE
Me llamo Enrico.
MONJA
Ha dicho: Enrico, mi hermano Enrico. Y después ha muerto.
HOMBRE
¿Pero está completamente segura?
MONJA
Perdone, ¿por qué no debería estarlo? No puedo haberme inventado su nombre.
HOMBRE
Oh… sí… claro, no lo pongo en duda, (Pausa.) Pero ¿cuándo ha sucedido?
MONJA
Ayer a las dos de la tarde. Llegó con graves lesiones en la cabeza, tenía también
hemorragias internas, pero no ha muerto por esto, han sido las quemaduras.
Tenía quemaduras de tercer grado por todo el cuerpo. (Pausa.) ¿Pero no se lo
han dicho, no le han avisado?
HOMBRE
No sabía nada.
MONJA
(Alarmada por la situación.) ¡Oh Dios mío!… ¿Y entonces, cómo es que está
aquí?
HOMBRE
Venía a verlo, estaba de viaje. He hecho un viaje muy largo. (Pausa.) Yo vivo
muy lejos. (Pausa.) He ido a su casa y la portera me ha dicho; su hermano está
en el hospital central, será mejor que corra. (Pausa.) No nos veíamos desde
hacía muchos años.
MONJA
He mandado preparar la capilla ardiente, debemos trasladar el cadáver, esta
habitación debe quedar libre para esta noche. (Pausa.) ¿Desea bajar conmigo?
HOMBRE
No, querría quedarme solo con mi hermano.
MONJA
Quizá sería mejor que viniese una enfermera para hacerle compañía.
HOMBRE
No, querría quedarme solo con mi hermano.
(La monja sale y cierra la puerta. El hombre deja la maleta en el
suelo. Se sienta encima de ella. Después se levanta y va a los pies de
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la cama.)
¡Pero bueno! (Pausa.)
¡No, no puede acabar así! (Pausa.)
¿Estarás de acuerdo con que no puede acabar así? (Pausa.)
Y ahora, ¿qué hago? (Comienza a pasear por la habitación.)
Dímelo tú, qué hago.
(Se sienta en un silloncito que está en el fondo de la habitación y
enciende un cigarrillo.)
Ya sé que está prohibido fumar, pero necesito un cigarrillo.
(Pausa. Comienza a fumar, con el rostro apoyado en una mano.)
Dímelo tú, ¿qué hago? (Pausa.)
¿No sabes qué responder? (Pausa.)
No seas carroña. (Sonríe como si pensase en lo que ha dicho.)
Sí, carroña me parece el término apropiado. (Ríe brevemente. Pausa. Prosigue
con ímpetu.)
¿No sabes qué responder?, ¡carroña!
(Se pone de pie, de un salto.)
Pues entonces, te digo yo lo que debes responder, óyeme bien, y por favor sin
miramientos, asume también tu aire arrogante, tu aire de eterno sabelotodo, de
sabihondo, ten el valor de retomar tu tono de voz, esa voz tuya altanera y
displicente que tanto te gustaba asumir en ciertos momentos, tu clásica voz
odiosa, sí, así (con voz odiosa y altanera): lo siento, fue culpa tuya, Enriquito.
(Da un salto hacia atrás, se lleva las manos al pecho dando un grito.)
¿Mía? ¿Fue culpa mía?
(Pataleando.)
¡Y no me llames Enriquito! ¡No tolero que tú me llames Enriquito!
(Con voz baja, furibunda.)
Me has llamado siempre Enriquito, incluso delante de papá me llamabas
Enriquito. Y él sonreía bajo sus bigotes, qué te crees, ¿que no me daba cuenta?
Eh, no, yo me daba cuenta, ya lo creo que me daba cuenta, sólo que siempre he
aparentado no darme cuenta.
(Pausa.)
¿Por qué he aparentado no darme cuenta? (Con compasión.) Sólo tú podrías
hacer una pregunta semejante. Una pregunta de ese tipo es típica de tu manera
de ver las cosas, de tu modo de pensar en los demás, porque tú… porque tú
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siempre has pensado en los demás del mismo modo, pensando en ti mismo. Tú
mismo como modelo del mundo, como centro del mundo. (Pausa.) Por qué me
molestaba, ahí tienes el por qué. Pero no me molestaba por mí, no sé si llegas a
comprenderlo, esto quizá es demasiado para tu mollera; me molestaba por él.
Precisamente por esto, me molestaba por él. Me daba pena que él se riera de
mí, me daba pena porque comprendía su soledad. Estaba solo, realmente solo,
porque tú no lo comprendías, y yo, que le comprendía, no le servía, porque él
no me comprendía. De lo contrario no se hubiera reído bajo sus bigotes, al
oírme llamar Enriquito. Que era una forma indirecta de decir «el pobre»
Enriquito. No Enrico, sino «el pobre Enriquito»… pobrecillo, es tan ingenuo,
tan tímido, tan inadecuado, tan indefenso ante la vida… jamás podrá con ella,
necesita protección, pobre Enriquito. Después, de mayor, me quedó el
Enriquito y «el pobre» desapareció, pero el concepto era el mismo. (Pausa.)
Enrico sólo para ciertas ocasiones: le presento a mi hijo Enrico, oh si es por eso
Enrico es buenísimo, yo no estaré pero puede contar con Enrico. Qué bueno.
Enrico, siempre disponible, siempre servicial, siempre amable. Pobre Enrico.
(Pausa.)
Como cuando murió mamá. Quisiera saber qué comprendiste. No digo qué
sentiste, porque sería pedirte demasiado, no, me gustaría saber qué
comprendiste, venga, confiésalo.
(Pausa.)
¿No dices nada, pusilánime? Pues entonces te digo yo lo que comprendiste. No
comprendiste un cuerno, ¿aferras la expresión?, no comprendiste un cuerno. Es
más, comprendiste sólo el cuerno. Un cuerno es fácil de comprender incluso
para quien no comprende un cuerno, y tú cogiste delicadamente el cuerno entre
el índice y el pulgar y le diste la vuelta con un gesto retórico e inútil, porque
que está vacío lo habría comprendido incluso un mono. ¡Pero cómo!, esa infeliz
con los ojos abiertos, mirando el techo, la mañanita caída sobre un brazo que
asomaba por la cama y se balanceaba hacia el suelo, ¡y tú cogiendo el cuerno
con la mano y poniéndolo boca abajo! ¡Pero qué esperabas que saliese! ¡Eh,
idiota! (Pausa.) «Pobre mamá.» Tus palabras, en aquella ocasión, las recuerdo
bien, yo tengo una memoria indeleble; «pobre mamá». Y te secaste una
lágrima. Sí, ya, para ti todos eran «pobres». (Pausa. Gritando.) ¡Idiota!
(Pausa.)
Mira, calmémonos. Calma… Hace un montón de tiempo que me calmo, no he
hecho otra cosa que calmarme, y ahora estoy calmado, calmadísimo… incluso
diría gélido. Más gélido que tú, si me lo permites.
(Pausa.)
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¿No me has visto nunca gélido? Es verdad, no me has visto nunca gélido. Sólo
calmado. Tú me conoces calmado. Y bueno, tan bueno. Tú, pobre Enriquito,
eras tan bueno… Pero mira por donde, he terminado por ser gélido. Gélido y
sudado. Sudado por dentro, y cansado. Cansadísimo. No sabes el viaje que he
hecho, para llegar hasta aquí. Bueno, lo sabes, porque vengo de nuestra casa,
que está en el fin del mundo. Para decirlo más exactamente: eres tú el que está
en el fin el mundo. Me gustaría que fueses tú el que me dijera por qué has
acabado aquí, en esta ciudad, entre esta gente, pero no te lo pregunto, parto del
presupuesto de que has tenido tus buenas razones, porque así lo he querido
pensar siempre; que has tenido tus buenas razones.
(Pausa.)
¿Has tenido tus buenas razones? Seguro que las has tenido, estoy convencido.
Al menos desde mi punto de vista has tenido tus buenas razones. En el sentido
de que yo habría hecho como tú, pero no sé si tú lo hiciste por las mismas
razones por las cuales lo habría hecho yo. Esta es la cuestión. Porque yo
también habría hecho como tú, si hubiese tenido valor. Tú el valor lo tuviste,
sólo que lo has hecho por otras razones, ¿entiendes? Por tanto, qué valor es.
(Pausa.)
¡Eh! (Pausa. Más alto.)
¡Eeeeh! (Pausa.)
Ningún valor. (Pausa. Señalando su pecho con el dedo.)
Para valor, el mío. (Gritando.)
¡El mío! ¿Entiendes? (Pausa. En voz baja.)
Seguro, para valor, el mío. Un valor cobarde, que quiere decir realmente un
gran valor, Uno de esos valores… Él en esas condiciones, un andrajo, o más
bien un espectro, porque sabes, el sentido de culpa socava, socava bastante, roe,
reduce al hombre a espectro. Sí, no era sólo una morbosidad mental, tampoco
las otras enfermedades han bromeado con él, en los últimos años era un
inválido, prácticamente debía hacerle todo yo… con la enfermera… quiero
decir con Mary, porque las cosas más delicadas las hacía ella, es obvio, pero yo
nunca me he echado para atrás, nunca, de la mañana a la noche, y mira, al alba
estaba ya despierto y quería el zumo de naranja, por la noche se dormía siempre
después de la doce porque estaba nervioso, y me quería allí, junto a la cama, y
si yo no estaba no cogía el sueño. (Pausa.) Háblame de mamá. Todas las santas
noches; háblame de mamá. ¿Pero qué te puedo decir de nuevo, papá?, te he
hablado de ella mil veces. No importa, cuéntame algo de mamá. Y qué quieres
que te cuente esta noche. De cuando erais niños, de aquellos tiempos,
recuérdame aquellos tiempos, me sienta bien pensar en aquellos tiempos, me
hace sentirme mejor, y tú tienes una memoria perfecta, te acuerdas incluso de
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los detalles, quiero que tú me cuentes algo… pero oye, vosotros, niños, ¿erais
entonces felices? Las cosas que te vienen a la mente, pues claro que éramos
felices, papá, hemos tenido una infancia feliz, me acuerdo de ciertas vacaciones
de Navidad, por ejemplo las del cincuenta, cuando nevó durante cuatro días
seguidos y después la nieve se heló, y no se podía salir porque era imposible
quitar con la pala la nieve helada.
(Pansa. Agitando la mano en dirección al hermano.)
¡Ah, no te gusta que cuente! Demasiado cómodo. Demasiado simple. He
venido también para esto. O mejor, para esto no, el verdadero motivo lo sabrás
después, pero en cierto sentido he venido también para esto. Y por tanto me
facilitarías la misión si tú me dijeras: cuenta, cuenta.
(Pausa.)
¿Pero qué quieres que te cuente, papá? No sé., algo… de mamá… venga,
cuenta, ¿y entonces? Entonces… sí… entonces mamá, dado que no podíamos
salir decidió hacer tartas, en el frigorífico había sólo huevos y harina, y además
todas las mermeladas que había preparado en otoño, como hacía todos los
otoños, de limón, de ciruelas, de moras, y así durante cuatro días nos
alimentamos de tartas, exquisitas, como las hacía mamá, desayuno, comida y
cena, tres tartas al día, todavía tengo el olor de aquellas tartas en la nariz, me
parece que fuera hoy, papá, ¡y el placer con el que las comíamos! Oh, oyéndolo
contar también yo me acuerdo del olor, se me hace la boca agua, y oye, Enrico,
tú no crees que fuera infeliz, ¿verdad? ¿Infeliz, quién, papá? Mamá, Enrico, me
refiero a mamá. Venga papá, oye, no puedes continuar pensando en eso, ciertas
cosas no se pueden saber, ella tenía algo, quién sabe, ha sido un momento… un
momento así, a veces ciertas cosas ocurren y no tienen una única explicación,
hay personas que son más frágiles que otras, es imposible saber cómo suceden
ciertas cosas. Pero, en tu opinión, Enrico, ¿era infeliz o no? Quizá a su modo
era infeliz, papá, pero sólo a su modo, un modo subjetivo, quiero decir, en
resumidas cuentas, tú la has querido mucho, me parece, y ahora duerme, por
favor. Está bien, buenas noches, Enrico, pero no te vayas hasta que no me haya
dormido… ¡Enrico! ¿Qué pasa ahora, papá? ¿Y si lo hubiese hecho por aquel
dinero, Enrico? ¿Qué dinero, papá? Esa historia que ocurrió hace tiempo,
Enrico, lo sabes muy bien, esa historia que nunca fue aclarada y que me
implicó, aunque no pudieron acusarme, pero la sospecha quedó. No veo cómo
mamá habría podido reprochártelo, papá. No lo sé, Enrico, habría podido
hundirse, sentirse amargada, decepcionada, decepcionada conmigo, quiero
decir. No creo, papá, no se pierde la confianza en una persona que se estima por
una cosa de ese tipo.
(Pausa. Al hermano.)
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¿Comprendes?
(Pausa.)
¿Lo comprendes o no lo comprendes, cabezón?
(Pausa.)
Esto no lo comprendes, o mejor dicho, no puedes comprender esas noches.
Aquellas noches, Y yo allí, clavado: sí papá, no papá, no te aflijas papá ¿Pero lo
demás lo comprendes, salchichón enyesado?
(Se oye llamar a la puerta. Se asoma la monja.)
MONJA
Perdóneme, no quisiera molestar su recogimiento, quizá quiera seguir rezando.
HOMBRE
Sí… desde luego…
MONJA
La capilla ardiente ha sido preparada. La capilla está abajo. Si no tiene nada en
contra les diré a los operarios que lleven el cadáver abajo para proceder a
vestirlo.
HOMBRE
Dentro de unos minutos, si no le molesta, hermana, querría terminar mis
oraciones.
(Cierra la puerta.)
Parece que no hay mucho tiempo. Desgraciadamente en la vida no hay nunca
mucho tiempo. Quiero decir: que parece que hay un montón de tiempo, pero
después, en realidad, no hay nunca mucho tiempo.
(Pausa.)
El tiempo apremia, querido.
(Pausa.)
¿Sientes cómo el tiempo apremia?
(Pausa.)
Yo lo siento. Me produce el efecto de un cinturón, de algo que me aprieta aquí,
en el pecho, algo semejante a todas las vendas que te envuelven. También éstas,
que te aprietan como un buen salchichón, son el tiempo. El tiempo que
apremia.
(Pausa.)
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Sí, cada cual a su manera. Tú has encontrado esta forma del tiempo que te
apremia, yo he encontrado la mía. La tuya, realmente te la has tenido que ir a
buscar. ¿Pero qué té ha sucedido? ¿Has tenido un accidente de coche? Te lo
pregunto porque pareces realmente víctima de un accidente de coche. Ibas
fuertecillo, con tu bonito descapotable, por lo demás, hace un tiempo magnífico
en este sitio del carajo, debe de ser éste el motivo por el que has venido a vivir
aquí, te decía, ibas demasiado fuerte, por esa bonita avenida con árboles que
lleva al mar, atravesabas las manchas de sombras y de sol de los árboles con tu
bonito descapotable, feliz, felicísimo, tiempo magnífico, ¿habías bebido
también un par de copas, no? forma parte de la escena, qué hermosa vida, en el
fondo, piii piii, de vez en cuando con el claxon para decirle al peatón incauto:
ojo, peatón, paso yo, con mí bonito descapotable. Sólo que quizá hay otro que
está pensando exactamente lo mismo y que viene por la avenida perpendicular,
y que, como si nada, conduce un autobús: pooo pooo, de vez en cuando con el
claxon para decirle al peatón incauto: ojo, peatón, que paso yo, con mi bonito
autobús. Y pataplán, final de la carrera.
(Pausa.)
Y mientras tú terminas tu carrera, yo termino la mía. Viniendo del fin del
mundo. Para buscarte. Para verte. Para oírte. Y tú estás aquí, convertido en un
salchichón.
(Pausa.)
¿No podías esperar a mañana?
(Pausa.)
Sabes, habría bastado un día. Incluso menos, unas horas, de verdad. Te lo
Riego, algunas horas… unos minutos.
(Hurga en el bolsillo. Extrae una carta arrugada. La abre con aire
triunfal.)
¡Mira! ¡Mira lo que he encontrado! ¡Te he traído esto!
(Con voz maliciosa.)
¿Sabes de quién es? Venga, ¿lo sabes? Seguro que lo sabes, lo sabes muy bien.
Es de nuestra querida madre.
(Pausa.)
Pobrecilla.
(Pausa.)
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¿Y sabes de qué habla? ¿Lo sabes, verdad? Pues yo no te la leo, ¡no! De verdad
que no te la leo. Lo siento pero esa satisfacción no te la doy. Sí, porque es una
carta que habla de dinero, es poco elegante leer una carta que habla de dinero.
Habla de todos esos dinerillos que provocaron el desastre de papá.
(Pausa.)
Pobre papá.
(Pausa.)
Por tanto es inútil que te la lea, porque tú esa historia, esa bella historia, la
conoces mucho mejor que yo, hasta en los más pequeños detalles. Tú y la pobre
mamá. Pobrecilla. Por tanto, ¿para qué te la voy a leer? Te la he traído sólo para
decirte que la tengo. Que lo sé. Que la he encontrado. Te la he traído para esto,
no para leerla. Además, tú podrías ponerle también objeciones, intuyo tus
objeciones, tú eres muy bueno poniendo objeciones. Y además, es tan fácil
corregir el pasado, cuando no se puede probar. Y a ti, en el fondo, te sería fácil
corregir el pasado. Podrías decir: mira que las firmas no las puse yo, las puso
mamá con su puño. Sí, después de todo ¿quién te podía desmentir ya? ¿Quizá,
la pobre mamá? Pero yo no te permito que tú me lo digas, no te dejo hacer una
objeción de ese tipo. O bien, podrías decir: venga ya, Enriquito…
(Pausa.)
¡No me llames Enriquito!
(Pausa.)
… podrías decir: venga ya, Enrico, yo en aquella época tenía veinte años, ¿qué
querías que comprendiera, cómo quieres que me diera cuenta?
(Pausa.)
¡Ah, muy bonito! Sí. porque en tu opinión a los veinte años ¿no se da uno
cuenta de una cosa como esa? ¿Quieres invocar tu joven edad, una cierta
inocencia
una cierta… como lo diría… irreflexión? Llegas incluso a esto. ¿Por qué?,
¿quizá después te vino el sentido de la responsabilidad? ¡Cómo no! Basta verte,
¡qué hermoso sentido de la responsabilidad has adquirido a los cuarenta y cinco
años, el de terminar bajo un camión a cien kilómetros por hora con tu bonito
descapotable en el paseo marítimo de esta ciudad de cretinos! ¿Un autobús?,
¿has dicho un autobús? Vale, está bien, pardon, un autobús, ¿qué diferencia
hay?
(Pausa.)
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Llegados hasta aquí, qué diferencia hay. Ahora que yo había venido y todo se
habría aclarado.
(Pausa.)
He hecho tantos kilómetros para llegar hasta aquí.
(Pausa.)
Nuestra casa está bastante lejos, no sé si te das cuenta.
(Pausa.)
Y además, piensa en el sacrificio de una persona como yo, que nunca ha dejado
su casa.
(Pausa.)
Sí, para ti… para ti es otra cosa, siempre aquí y allá, siempre vagabundeando,
después de todo podías permitírtelo, el vagabundeo de lujo. Pero yo no. Yo no,
siempre clavado en casa.
(Pausa.)
Sí, es prácticamente la misma casa, tal cual, aunque haya hecho algunos
pequeños cambios. Pero me alegra que tú me lo preguntes, quiere decir que no
te es del todo indiferente.
(Pausa.)
¿Cierto, cómo podría serte indiferente? También tú has vivido en ella durante
todos aquellos años. No son una broma todos aquellos años. No han sido una
broma para nadie. Y sin embargo, hubo años en que nos parecieron realmente
una broma, no sería justo. ¿Te acuerdas de las risas? Y la broma… ¿Qué
broma? (Con aire alarmado.) No sé de qué broma quieres hablar, deja ya las
bromas, ¿precisamente tú me vienes a hablar de bromas? (Dándose un golpe en
la frente.) ¡Ya, claro! ¡La broma a Mademoiselle Yvette, esa mojigata de la
Mademoiselle Yvette! ¿Y quieres que no me acuerde? ¿Fue por culpa del gato,
verdad? ¡Dios, qué risas! Mamá nos castigó a ambos, sin dulces una semana.
(Pausa.)
Mamá hacía demasiados dulces, ¿no te parece? ¿Se pasó la vida haciendo
dulces, qué crees tú que significa? Quiero decir, en términos psicológicos,
tendrá también un significado. Una compensación no era, porque después no
los comía, se limitaba a hacerlos. Sí, por lo menos hemos tenido una infancia
dulce, ya es algo.
(Pausa.)
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De todos modos, olvídate de los dulces, y de las bromas a Mademoiselle
Yvette. Yo sólo he dicho que no han sido una broma todos aquellos años. No
fueron una broma para nadie. Ni siquiera para ti, lo reconozco, algún recuerdo
te habrá quedado.
(Pausa.)
He dicho recuerdo, no remordimiento. No he hablado de remordimientos. De
todos modos me gusta que tú te hayas acordado de la casa. No he modificado
muchas cosas. He cambiado algunas puertas de la planta baja, las he puesto de
madera clara, encuentro que la madera clara es más alegre, a mí me gusta la
madera clara. Y además he reconstruido el baño de debajo de las escaleras. Lo
he hecho moderno, con azulejos dibujados y grifería blanca con los pomos
rojos. Es bastante alegre.
(Pausa.)
Pero no he venido hasta aquí para hablar de la casa, como bien te puedes
imaginar, no he hecho todos estos kilómetros para hablarte de grifos. (Saca de
nuevo la carta.) He venido hasta aquí para hablar de otra cosa, pero esta carta
no te la leo. No te la leo porque no dice nada. (Gritando.) ¡Es una carta idiota!
¡Es la carta de una idiota! (Con voz apagada y decisiva.) Y no dice
absolutamente nada, nada de nada. Pero una cosa es segura: ella no puso
ninguna firma. Y por tanto sólo hay dos soluciones.
(Pausa. Con un susurro.)
O has sido tú…
(Pausa.)
… o he sido yo.
(Pausa. Separando bien las palabras.)
O fuiste tú, o bien fui yo. No te escandalices, no me parece el momento. ¡Ah!
¿estás solamente sorprendido?
Bien, casi me alegra que tú te sorprendas al menos una vez en tu vida. ¡No
creías que hubiera podido ser el pobre Enriquito!
(Pausa.)
¡Y no me llames Enriquito!
(Se oye llamar a la puerta. Se asoma la monja acompañada por un
enfermero que empuja una camilla con ruedas.)
MONJA
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Los operarios de las pompas fúnebres están esperando en la capilla. Nos
llevamos el cadáver.
HOMBRE
(Agarrando la puerta para que no entren ninguno de los dos.) Todavía unos
minutos, por favor.
MONJA
Pero los operarios tienen prisa…
HOMBRE
Sólo unos pocos minutos.
MONJA
Hay un pequeño problema… El traje de su hermano está inutilizable, dadas las
condiciones en las que ha llegado aquí. Los operarios preguntan sí pueden
vestirlo con un traje de la empresa, (En tono explicativo.) La funeraria
suministra también trajes.
HOMBRE
¡No, un vestido estándar no lo quiero! (Pausa.) Les daré el mío. (Se palpa todo
el cuerpo.) Éste que llevo puesto… después de todo tengo otro en la maleta. (Se
oculta tras la puerta y comienza a desnudarse.) No puedo dejar que le pongan
el que llevo en la maleta, es un traje que para una ocasión como ésta… es un
traje inverosímil, diría, me lo he comprado para esta ciudad de mar, es un
vestido que tiende al amarillo. ¿Debería, quizá, dejar que le pongan un traje que
tiende al amarillo? (Ahora está en camisa, calzoncillos, zapatos y calcetines
largos. Mostrando el traje a través de la rendija de la puerta.) ¿Éste le parece
adecuado?
MONJA
Creo que sí.
HOMBRE
(Entregando el traje a la monja.) Entonces quisiera que se le pusiera mi traje. Y
además… y además somos exactamente de la misma talla. (Cierra la puerta.
Pausa. Dirigiéndose al hermano.) ¡Está bien, no te gusta! ¿Pero qué querías, un
traje de colores chillones, para una ocasión como ésta? Y además mira, la
funeraria te habría dado un traje mucho peor, uno de esos horribles trajes
estándar de fibras sintéticas que probablemente encogen con la humedad, de
modo que pasado mañana, allá abajo, te encontrarías con los pantalones por la
rodilla, y las mangas de la chaqueta por el codo.
(Pausa.)
Imagina qué gracioso.
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(Pausa.)
La eternidad en pantalón corto.
(Pausa.)
¿Has visto bien el traje que te he dado? No sé si lo has reconocido y si no es
por eso por lo que no te ha gustado nada. Sí, seguro que es por eso. Fue el traje
de una determinada… «ocasión»… ¿recuerdas? Está bien, me doy cuenta de
que puede no gustarte, pero aunque no te guste te lo pones igual.
(Pausa.)
Y además es siempre un traje de la familia.
(Pausa.)
¿Sabes?, he escrito poesías. Me gustaría leerte algo, a través de la poesía se
consigue comunicar ciertas cosas que las palabras normales no dicen, es bien
sabido. Ésta es la fuerza de la poesía. Pero antes quisiera aclarar una cosa. Una
cosa que debe quedar muy clara, dado que las hipótesis son dos, como ya te he
dicho: o has sido tú… o bien fui yo. Si has sido tú, yo te perdono.
(Pausa.)
Querría… En definitiva, querría que también tú hicieses lo mismo (Con tono
precipitado.) Pero no debes decirlo enseguida, tienes todavía unos minutos para
pensártelo, reflexiona sobre ello,
(Pausa. Se saca del bolsillo unos folios. Comienza a leer.)
El título es: canto órfico, No, es más, no me gusta. Órfico en el sentido de
Orfeo. pero no me gusta, me parece demasiado retórico. Yo diría que habría que
cambiar el título por el de: tarde de cumpleaños. ¿Qué me dices?, me parece
una cosa más íntima. Decidido: tarde de cumpleaños. Atención, en marcha.
(Pausa. Con el tono inspirado de quien declama una poesía.)
Bajo el pórtico de la vieja casa,
en compañía de todas mis sombras.
Mariposas nocturnas, tintinean los vasos, alguien dice:
ha llegado un telegrama. Sólo futuro
es el verde moco de la soledad.
Tiembla la vieja casa, también ella siente
las penosas ausencias que están presentes. El fiel criado,
mientras tanto, pasa con la bandeja.
El padre está alegre, sabe
que es amado, levanta el vaso,
¡felicidades, bella y feliz mujer!, ¡felicidades,
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jóvenes vidas! ¡felicidades también a ti viejo criado
y a ti, almendro, que nos das el perfume y la sombra
y los frutos al final del verano!
Y la madre, cómo sonríe,
parece haberse vuelto una jovencita. Camelias
y sonrisas frágiles, pero no importa: es una fiesta.
Y los niños… qué hermosos, los niños,
ya se comprende cómo crecerán:
uno es fuerte, seguro, arriesgado,
y éste es tímido, en el futuro, un cobarde. Pero el futuro
es sólo futuro, y en todo caso contará con su hermano.
Ven, noche de septiembre,
estréchanos a todos juntos en un abrazo,
en este abrazo de equinoccio
que golpea, devuelve, escalona,
hincha las mareas, y con ellas
los corazones de los comensales ausentes.
¡Oh, serenas fuerzas de la amapola
y el espín blanco, ayúdame! Sólo en vuestro sueño
no soñaré esta mesa de sombra que me angustia.
Los objetos, inmóviles, que espían,
buscando ellos también una sustancia.
Quieren comunicarse, se siente, fundirse
con la carne, con la sangre:
formar, en este existir suyo,
la idea de la vida que fluye.
Como la savia, fluye, y nutre
semblanzas que fingen reír.
Y Marta, la buena Marta que ríe, también ella…
contenta de ser mi mujer.
Después no lo sería. Porque todo después tiene otro curso:
furores, tonterías y lágrimas
llevan a otra parte la vida.
Y sin embargo, es un cumpleaños, y como tal
merece ser celebrado. Felicidades a ti,
madre, que no has sido feliz, felicidades a ti,
padre consumido por los remordimientos
que no te atañen. Y felicidades
a todos los ausentes: criados, arañas, sillitas
no hace falta volverse hacia atrás
si la música de Orfeo es defectuosa.
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(Pausa.)
Ya está, se ha acabado.
(Pausa.)
¿No dices nada?
(Se aleja de la cama. Retrocede hasta arrimarse a la pared opuesta.
En ese momento se oye un lamento. Primero es un silbido, después se
convierte en un chillido muy agudo, y al final, en un aullido punzante
que proviene de la parte de la habitación en la que se halla la cama.
Cuando el grito es más agudo e intolerable, una de las pesas a la que
está atada la pierna del cadáver se desploma sobre la cama y la
cabeza se mueve alzándose como por un efecto mecánico. La puerta
se alza y entra la monja mirando alrededor con aire aterrado.)
HOMBRE
(Indicando al hermano.) ¡Él… mi hermano! ¡Él!…
MONJA
Tranquilícese, se lo ruego, no grite. (Precipitándose al cabezal de la cama y
recomponiendo el cadáver.) Esta maquinaria está defectuosa, se caen siempre
las pesas. ¿Se siente mal? (El hombre se abraza como si tuviese frío.) ¿Tiene
frío? (El hombre dice no con la cabeza.) Usted está mal. Sea fuerte, se lo ruego,
ahora haré que le traigan un calmante. Mientras tanto coja su traje de la maleta
y vuelva a vestirse, ahora vestiremos también a su hermano, los operarios
esperan en la capilla, se ha hecho tarde.
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ANTONIO TABUCCHI (Pisa, Italia, 1943 - Lisboa, Portugal, 2012). Fue uno de los
más importantes escritores italianos contemporáneos. Tabucchi vivió en Portugal,
pero lo hizo desde los pocos días de edad en Vecchiano, el pueblo de sus abuelos;
cursó allí la escuela primaria y la secundaria. Los vecchianeses lo reclaman para sí
con orgullo.
Creador de un mundo único que creíamos reservado a los sueños y, en uno de sus
fondos, a las especulaciones freudianas. Como al hombre ilustrado de Ray Bradbury,
parecen desprendérsele del cuerpo las imágenes para crear historias. Pese a una obra
dilatada, Tabucchi nunca se repitió: cada libro nuevo se negó a parecerse al
precedente. Sostiene Pereira (1994), es una novela sobre la lealtad y el valor civil,
henchida de melodía y de variaciones musicales. En esta, como en otros libros,
Portugal es fondo y escenario, un país que ahora vemos, gracias a su obra, como
reinventado por él. No menos inolvidables son Dama de Porto Pym (Donna di Porto
Pim e altre storie, 1983), relatos sacados de aquí y allá durante un viaje por las
Azores; Réquiem (1992), un recorrido por una Lisboa donde el autor o el yo narrativo
van a la busca de su personaje probablemente real llamado Fernando Pessoa, y Sueño
de sueños (Sogni di sogni, 1992), donde crea literariamente unas vidas en los sueños
tomando como base las vidas imaginarias de Marcel Schwob.
Otros libros de él: Piazza d’Italia (1975), El juego del revés (Il gioco del rovescio,
1981), Nocturno hindú (Notturno Indiano, 1984), La línea del horizonte (Il filo
dell’orizzonte, 1986), La cabeza perdida de Damasceno Monteiro (La testa perduta
di Damasceno Monteiro, 1997).
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Colaboró con diversos medios de comunicación, entre ellos Corriere de la Sera y el
diario El País. La Universidad de Liège le otorgó un doctorado honoris causa.
Antonio Tabucchi falleció el 25 de marzo del 2012 en Lisboa.
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