Análisis de EL TRAGALUZ
Análisis de EL TRAGALUZ
Análisis de EL TRAGALUZ
EL “EXPERIMENTO”
Ya anticipamos que El tragaluz es, en cierto sentido, una obra «histórica»: desde
un momento del futuro, el siglo XXV o XXX, según Buero dos «investigadores»
proponen al espectador un experimento: volver a una época pasada (el sigo XX)
para estudiar el drama de una familia cuyos miembros sufrieron «una» guerra
civil con sus secuelas.
El espectador, pues, se ve llevado a adoptar, en cierto modo, una perspectiva
futura para enfrentarse con una época que es la suya, la nuestra. Y los
investigadores dicen que «debemos recordar... para que el pasado no nos
envenene». Enuncian tales palabras una función esencial de la Historia: conocer
el pasado para asumirlo y superarlo, desechando odios, venciendo tendencias
nocivas y extrayendo lecciones para caminar hacia el futuro. Muy cerca de las
palabras citadas está aquella frase del historiador Toynbee: «El pueblo que
desconoce su historia está condenado a repetirla» En ese sentido, pues, estamos
ante un drama «histórico», aunque nos «traslade» al mismo momento en que se
estrena la obra y evoque, todo 10 más, nuestra historia cercana (la guerra civil),
Pero comencemos por el «experimento».
Como se verá, Buero ha acudido a conocidos elementos de la llamada
cienciaficción (ya H. G. Wells había «inventado» en 1895 la «máquina del
tiempo»). Aquí se habla de «detectores» de, hechos pretéritos y de «proyectores
espaciales». Vamos a asistir, pues, a un montaje de imágenes traídas del pasado
y a su proyección estereoscópica (hoy hablaríamos, tal vez, de un «vídeo
tridimensional»). En la lectura se precisarán algunos detalles «técnicos»: será
importante fijarse en lo que se dice acerca de la reconstrucción de los diálogos,
pero, sobre todo, veremos que no sólo se nos van a dar imágenes «reales», sino
también pensamientos, cosas imaginadas por algún personaje: fundamental
será el ruido del tren, que traduce un recuerdo y una obsesión claves.
La «proyección» será interrumpida por los «investigadores» con diversos
comentarios. Algunos críticos han discutido la oportunidad de estos personajes:
pensaban que eran innecesarios para la «historia» que se nos cuenta. Frente a
ello, Buero ha defendido su presencia, insistiendo en que le resultaron
imprescindibles para conseguir del público determinada actitud y dar a la obra
la significación que se proponía. Será, pues, al reflexionar sobre tales
intenciones y tal significación cuando deberemos juzgar esta cuestión. Pero
abordemos la historia que se nos ofrece.
TEMAS FUNDAMENTALES
Lo dicho sobre lo público/lo privado nos indica que uno de los aspectos
temáticos fundamentales de El tragaluz será la interrelación entre lo Individual
y lo social. Ya hemos insistido en que, para Buero; la atención a lo segundo no
disminuye la valoración de lo primero. En efecto, desde el comienzo de la obra,
los investigadores (aparte la enigmática alusión a «la pregunta») atraen nuestra
atención hacia «la importancia infinita del caso singular», acudiendo a la
imagen de los árboles y el bosque. Sin embargo, pronto se verá cómo se pasa del
caso singular al plano colectivo. Examinemos un punto esencial.
He aquí la aludida pregunta, que hace insistentemente el padre: «¿Quién es
ése?» Pues bien, poco a poco iremos descubriendo el sentido profundo de lo que
parecía una obsesión fruto de la locura. Se tratará precisamente de la atención al
«caso singular», el afán por conocer y valorar a cada hombre en concreto (lo que
un personaje llamará <el punto de vista de Dios»). Pero, como dirán hacia el
final los investigadores, esa pregunta conduce cabalmente a descubrir al otro
como prójimo, como «otro yo»: «Ese eres tú, y tú y tú. Yo soy tú, y tú eres yo». Y
ello, a su vez, nos descubre el imperativo de solidaridad. He ahí cómo se ha
saltado del plano individual al plano social. «Nos sabemos ya solidarios, no sólo
de quienes viven, sino del pasado entero», llegarán a decir los hombres del siglo
XXV o XXX.
Nótese, además, cómo Buero introduce, con los investigadores, lo que
podríamos llamar un horizonte utópico: ellos nos hablan no sólo de un mundo
solidario, sino incluso de un mundo que ha vencido la guerra, la injusticia y
demás lacras del «pasado» (o sea, del siglo XX). Luego insistiremos en ello.
Otros temas se entretejen con lo dicho hasta aquí. Así, asistiremos a la
confrontación entre dos actitudes frente al mundo: la acción y la contemplación.
Se trata de aquella dicotomía que, procedente de Schopenhauer, conocemos tan
bien por El árbol de la ciencia. La veremos enseguida encarnada en los dos
hermanos.
Añadamos íntimamente ligada también al tema central aquella problemática de
la libertad y la responsabilidad tan característica del autor. El tragaluz nos
ofrece una muestra clara de lo que páginas atrás señalamos: cómo en la raíz de
la tragedia hay una transgresión moral (lo que antes hemos llamado hecho
desencadenante). De ahí la fuerza que cobra la idea de culpa (que incluso podría
recordarnos la idea de «pecado original»), la cual lleva aparejada las de juicio y
castigo o expiación. Son, como se ve, ingredientes esenciales de esa tragedia
ética que es El tragaluz.
Pero todo ello se encarna en unos personajes y en los conflictos que los
enfrentan.
LOS PERSONAJES
Daremos sólo unas sucintas notas que fácilmente podrán completarse en la
lectura. En realidad, los personajes de El tragaluz son bastante esquemáticos,
pues están concebidos como piezas de la dialéctica dramática que, ante todo, le
interesa a Buero. No hay en ello nada de peyorativo: tal concepción de los
personajes les confiere una función bien clara y hace más accesible el significado
de la obra. Por lo pronto, podrían dividirse en dos categorías: quienes «han
cogido el tren» (Vicente) y quienes lo han perdido (los demás).
Vicente representa, por un lado, la acción. Es el que «ha cogido el tren», en
muchos sentidos. Se ha integrado «en el sistema», como suele decirse; está al
servicio o es cómplice de los sectores dominantes. Puede tachársele de
oportunista, de egoísta. Su comportamiento con el escritor Beltrán y, sobre
todo, con Encarna inspirará toda nuestra reprobación. Pero atenderemos
también a otros rasgos suyos: ciertos síntomas de tormento íntimo, entre los
que se halla, claro está, el ruido del tren (tema de la culpa). ¿Por qué, por
ejemplo, se siente atraído de modo creciente hacia el sótano?
Mario encarna, frente a su hermano, la contemplación. Y no sólo se le opone en
ello: se sitúa al margen del sistema, se niega a integrarse en una sociedad cuya
estructura rechaza; escoge ser víctima. Y frente al presunto culpable, se erige en
acusador y juez. Pero su pretendida «pureza» contemplativa, ¿no es ineficaz o,
más bien, no permite que el mundo siga siendo como es? Por otra parte, ¿no
cabe hacer reservas ante su rigidez moral, ante su comportamiento implacable
con su hermano?
El mismo Buero nos previno ante la tentación de convertir el drama en un
conflicto de «buenos y malos». Aunque la balanza se incline del lado de Mario,
el ideal sería según el autor una síntesis de los dos, de acción y contemplación.
Vicente dice en un momento que «toda acción es impura»; pero añade: «¡No
harás nada útil si no actúas!» (Hay aquí un eco evidente de Las manos sucias de
Sartre). Y Mario, al final, se abrirá a la acción, no sin antes haber proclamado:
«Yo no soy bueno; mi hermano no era malo»
El padre es la figura que más ha atraído la atención de críticos y estudiosos. He
aquí uno de los personajes «anormales» que desempeñan papeles claves en el
teatro de Buero. Su locura se presenta, de una parte, como producto de los
sufrimientos de la guerra y, concretamente, del suceso del tren y de sus
consecuencias; es, pues, otra víctima. Pero, de otra parte, sus desvaríos están
trazados por Buero con toda intención. Ante todo, lo ha escogido para lanzar
insistentemente pregunta («¿Quién es ese?»), cuya importancia hemos
comentado. Y con ello se relaciona su «manía» de recortar figuras de las
postales: «al qué puedo, lo salvo», afirma, lo cualquiera decir que «lo hace subir
al tren» (tren que a veces confunde con el tragaluz). De él dice Vicente en
broma: «Se cree Dios» Otras frases análogas nos conducirán a plantear la
significación última del personaje del padre. ¿Es Dios? ¿Es algo así como el
super-yo, especie de conciencia moral superior que los psicoanalistas asocian a
la figura del padre? ¿Es, en un plano más abstracto, el Juicio que toda acción
humana merecerá de otros hombres, presentes o futuros, como los
«investigadores»? Nos movemos aquí en las dimensiones simbólicas que
abundan en la producción de Buero y que permitirán un debate que no
queremos cerrar.
la madre, víctima como el padre es, sin embargo, su antítesis. Frente al Juicio o
la Justicia, ella encarna el amor y el perdón. «No quiero juzgarlo», dice de
Vicente. Su condena apunta en otra dirección: «¡Malditos sean los hombres que
arman las guerras!». Frente al odio y a la muerte, proclama con sencillez: «Hay
que vivir».
«Hay que vivir», dice asimismo Encarna, y aunque la frase tenga en ella otros
matices, es también una justificación de la vida, con sus impurezas ante la
pureza radical de Mario. Encarna es otra víctima y no ha tenido fuerzas para
evitar cierta degradación. Escindida entre los dos hermanos, su papel consistirá
en aportar un factor más de índole, digamos, sentimental en el enfrentamiento
entre ellos. Y, al final, propiciará una decisión significativa de Mario.
Queda un personaje Beltrán que no aparece en escena, pero del que se habla
mucho. Representa al escritor disconforme e íntegro; pero su principal función
es la de contribuir a la caracterización de los dos hermanos. Para Mano, es un
modelo («Él ha salido adelante sin mancharse»), dice. Y Vicente queda definido
desde la primera escena por su conducta con respecto a Beltrán.
Signos y significados en el teatro en el tragaluz
Los signos en el teatro
En primer lugar tendremos que recordar qué es un signo. Un signo es un
elemento que representa a otro; por ejemplo, una palabra representa al objeto
que nombra. Un signo siempre consta de dos partes: una material, perceptible
por los sentidos, a la que llamamos signficante, y otra inmaterial, psíquica,
conceptual, a la que llamamos significado. La cosa que es representada se llama
referente. Existen signos naturales y signos artificiales. Los signos naturales son
aquellos que tienen una relación natural con la cosa significada, como el humo
con el fuego; los artificiales son aquellos cuya relación con la cosa significada
depende de una decisión voluntaria, casi siempre de carácter colectivo, como el
lenguaje verbal.
En el arte teatral el signo se manifiesta con la mayor riqueza, variedad y
densidad. En una representación teatral todo se convierte en signo, todo
adquiere significado.
El teatro se sirve tanto de la palabra como de códigos no lingüísticos. Utiliza
signos procedentes de cualquier actividad o campo: de la naturaleza, de la vida
social, de las profesiones, y también de todos los demás dominios artísticos. No
hay sistema de significación ni existe signo alguno que no pueda ser utilizado en
el teatro, pero ninguno se manifiesta en estado puro o aislado. Por ejemplo, la
palabra es modificada en su significado original por la entonación, la mímica, el
movimiento, etc., y todos los restantes medios de expresión escénica actúan a la
vez sobre el espectador (receptor) como combinaciones de signos que se
complementan, se matizan entre sí o bien incluso se contradicen.
Todos los signos en el arte teatral son artificiales y lo son por excelencia, pues
son resultado de un proceso voluntario, premeditado y con la finalidad de una
comunicación inmediata. Cualquier signo, una vez utilizado en el teatro,
adquiere valor significativo mucho más acusado que en su uso original; incluso
los signos naturales son transformados en artificiales (el trueno en una obra
dramática, por ejemplo).
Para un análisis del significado de un espectáculo teatral, se proponen trece
sistemas de signos.
La palabra o texto.
La palabra o texto está presente en casi todas las manifestaciones teatrales,
excepto en el ballet y en la pantomima. Su papel y sus cargas significativas, en
relación con los demás sistemas, dependerá de los géneros dramáticos, de las
modas literarias, de los estilos de puesta en escena, etc. Puede ocurrir que haya
ruptura intencional entre la fuente de la voz y el sujeto hablante, como en el
caso de las marionetas o en el uso de voces pregrabadas, y en ese caso también
ese hecho adquiere un valor significativo.
El tono.
La entonación, el ritmo, la velocidad, la intensidad y la dicción modulan y
matizan el signo lingüístico. Las variaciones en este aspecto pueden tener valor
estético, pero también significativo.
La mímica del rostro.
Se trata del sistema de signos más próximo a la expresión verbal. Existe toda
una serie de signos mímicos afines a formas de comunicación no lingüística, a
las emociones y a las sensaciones corporales de agrado y desagrado.
Los gestos.
Un gesto es cualquier movimiento o actitud de las manos, los brazos, las
piernas, la cabeza o el cuerpo entero, con el fin de comunicar signos.
Los movimientos escénicos del actor.
Son los desplazamientos del actor en el espacio y pueden ser:
Espacios sucesivos ocupados en relación a otros actores, a los accesorios, a la
escenografía y a los espectadores.
Modos de desplazamiento (velocidad, ritmo, etc.)
Entradas y salidas.
Movimientos colectivos.
El maquillaje o la máscara.
Destaca el rostro del actor bajo determinadas condiciones de luz. Si es una
máscara tipifica y fija el personaje. El maquillaje, junto con la mímica, crea la
fisonomía del personaje.
El peinado.
Viene asociado al vestuario y al maquillaje, pero en realidad es un elemento
independiente que puede proporcionar significados importantes, como tiempo,
edad, momento histórico, estado de ánimo, etc.
El vestuario.
Es, como en la vida, vehículo de signos artificiales de gran variedad. En teatro es
el medio más externo y convencional de definir al personaje.
Los accesorios.
Constituyen un sistema autónomo de signos. Pueden tener un significado
identificador de lugares y situaciones, pero a veces adquieren una función
teatral, cuando su presencia o ausencia puede modificar comportamientos o
cobran un valor significativo dentro de la representación. Si representan
simplemente objetos presentes en la vida con signos de esos objetos en primer
grado.
El decorado o escenografía.
Su finalidad es representar un lugar, geográfico, social, o ambas cosas a la vez.
Puede expresar tiempo, estación del año, parte del día, pero también puede
transmitir atmósferas, ambientes, conceptos y situaciones. No se limita a los
elementos que contenga, sino que también influye su colocación, sus cambios,
etc. Puede incluso no existir y esto también tiene un valor significativo.
La iluminación
La luz sobre el escenario es un elemento introducido recientemente, pues su
primera aparición se produce a finales del siglo XVII. Se aprovecha para
destacar otros medios de expresión, pero en sí misma puede tener valor
significativo. La luz teatral tiene un uso cada vez más amplio y rico desde el
punto de vista del significado, tanto en espectáculo cubierto como al aire libre.
Permite limitar el campo escénico; las luces, polarizadas sobre una parte del
escenario, expresan un lugar determinado de la acción, y el foco del proyector
aíslan un actor o un accesorio del resto de la escenografía. Intensifica o atenua el
valor de un gesto, de un movimiento. Dentro de la iluminación entraría también
la proyección, aunque su función significativa puede sobrepasar el aspecto de
iluminación. Puede haberlas fijas o móviles, pudiendo incluso sustituir al
decorado. Actualmente, la proyección tiene formas muy variadas y se ha
convertido en un medio de aportar signos de otros sistemas o incluso más allá
de ellos.
La música.
El valor significativo de la música aplicada al espectáculo es indudable. Su papel
consiste en subrayar, ampliar, desarrollar, o a veces contradecir, signos de otros
sistemas, o incluso reemplazarlos. Las asociaciones rítmicas o melódicas unidas
a cierto tipo de música pueden evocar tiempos, ambientes, situaciones, lugar o
época de la acción. El tema musical que acompaña las entradas y salidas de cada
personaje se convierte en signo de cada uno de ellos, así como los motivos
musicales para escenas retrospectivas. El caso más extremo es el del teatro
musical, donde la música tiene el valor de la entonación y la dicción en la
palabra.
Los efectos sonoros.
No pertenecen ni a la palabra ni a la música; son los ruidos. Hay signos
naturales propios del mismo movimiento de la representación, pero los que
interesan a efectos de lo significativo son los producidos con intencionalidad,
pues siendo ruidos naturales o artificiales en la vida son reproducidos
artificialmente para los fines del espectáculo y forman el sistema de los efectos
sonoros.