Las Discipulas de Satan-Holaebook

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 72

Nicholas

Duncan, con el rostro bañado en frío sudor, desorbitó sus


atemorizados ojos. El terror y la incredulidad se dibujaron en sus facciones.
Entreabrió los labios.
Su voz fue apenas audible:
—¿Quién… quién eres?
Era una mujer la que le cortaba el paso.
Una mujer joven y de extraordinaria belleza. Se cubría con una negra túnica
que le llegaba hasta los tobillos.
—¿Quién eres…? —volvió a balbucir Duncan.
La muchacha sonrió.
Abrió su túnica.
Un traje-pantalón de una sola pieza se ceñía a su cuerpo como una segunda
piel. En color negro. Muy brillante. Un ancho cinturón ajustado por encima de
las redondeadas caderas. La hebilla del cinturón era circular.
Y dentro de ese círculo representada la cabeza de Satán.
En dorado metal. Los ojos eran dos diminutos brillantes que destellaban
como bolas de fuego. Los afilados cuernos teñidos de rojo. Una sonrisa se
dibujaba en aquel diabólico rostro.
La voz de la muchacha sonó casi dulcemente:
—Soy la enviada de Satán.

ebookelo.com - Página 2
Adam Surray

Las discípulas de Satán


Bolsilibros: Selección Terror - 46

ePub r1.0
Titivillus 16.02.15

ebookelo.com - Página 3
Título original: Las discípulas de Satán
Adam Surray, 1974
Diseño de cubierta: Alberto Pujolar

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
ebookelo.com - Página 5
CAPÍTULO PRIMERO
El Valle de la Muerte se hallaba mucho más al Este. Sin embargo, aquel
pedregoso terreno en nada le envidiaba. También allí las lagartijas buscaban refugio
escapando al implacable sol. Todo signo de vegetación era prácticamente nulo. Fue
por aquella zona, durante el pasado siglo, donde afanados buscadores soñaron con
encontrar Eldorado.
Sólo encontraron la muerte.
Vencidos por el desierto.
Sus huesos fueron tragados por la resquebrajada tierra calcinada por el sol.
Recientemente aquella tierra fue habitada por tribus de hippies. Nómadas que
deambulaban por toda California. Unos pregonando el amor y las flores. Otros
enarbolando la violencia y la muerte.
En la actualidad muy pocos se atrevían a frecuentar aquella zona.
Sin embargo…
El hombre, pese a que una barba estilo western desdibujaba sus facciones, parecía
joven. Vestía chaquetilla y pantalón Jeans junto con camisa de dril. Botas de altas
cañas muy apropiadas para el árido paisaje. Bajo el sombrero de fino fieltro asomaba
un negro mechón de cabello.
Sus movimientos, ignorando el ardiente sol, eran ágiles. Sin denotar el menor
cansancio.
El hombre se detuvo unos instantes.
Se despojó del sombrero pasándose el dorso de la mano por la frente. Sus grises
ojos fijos en la extensa planicie. Concretamente en el abandonado pueblo que se
alzaba a poca distancia.
Extrajo una cajetilla de Winston del bolsillo de la chaquetilla. Tras encender el
emboquillado reanudó la marcha.
A pie.
Bajo un sol de fuego.
Pronto divisó con todo detalle las primeras casas del pueblo. Semidestruidas.
Durante largos años azotadas por el viento y castigadas por la virulencia del sol.
Únicamente cuatro casas se mantenían en pie. En una de ellas, sobre el porche de
caídas columnas, se veía un amarillento cartel de letras ya borrosas. Era legible.

HOTEL DE RULES CITY

Una rata del desierto, que más bien parecía un conejo salvaje, contemplaba con
insolencia al recién llegado. Segura de sí misma. Desafiante. Se sabía reina de
aquellas destruidas y abandonadas casas.
Un pueblo fantasma.
Cientos de ghost towns se hallaban diseminados por el Oeste americano. En pleno

ebookelo.com - Página 6
desierto. Olvidados. Muchos pueblos que habían tenido efímera vida. Se levantaban
ciudades al pie de una mina de oro. El codiciado metal se agotaba y la ciudad era
abandonada.
Rules City…
Un pueblo fantasma.
—¡Eh, compañero!
El hombre de los ojos grises dio un respingo girando con rapidez. Brutalmente
sorprendido de aquella llamada. Creía estar en un pueblo deshabitado, pero no era así.
Dos individuos habían surgido de una de las semidestruidas casas. Ambos reían
en desaforadas carcajadas.
—Buen susto te has llevado, ¿eh, compañero…?
El hombre de los ojos grises se aproximó con lento paso.
Contemplando inquisitivamente a los dos individuos.
De aspecto poco tranquilizador. Rostros de poblada barba que semiocultaban sus
facciones. Vestían chaquetilla de piel y pantalones tejanos que almacenaban gran
cantidad de polvo y suciedad. Sus edades oscilaban en los treinta y cinco años.
Ambos apestaban a sudor.
—Cierto… Me he asustado… Creí estar solo en el pueblo.
—Yo soy Nicholas Duncan —dijo uno de los individuos, cuya aguileña nariz le
semejaba con un ave de presa—. Éste es mi amigo John Sherman.
—Mi nombre es Mike Hackman.
—Okay, Mike. ¿Qué haces por aquí?
En los grises ojos de Mike Hackman se reflejó un brillo burlón.
—Lo mismo que vosotros.
—¿De veras? Nosotros somos hippies. Amamos la naturaleza y disfrutamos como
monos deambulando por estos cálidos paisajes. Jugueteando amigablemente con
lagartos y rulos.
El llamado John Sherman no pudo evitar una carcajada.
—Eso ha estado bueno, Nicholas… ¿Tienes un cigarrillo, Mike? Llevamos
mucho tiempo sin fumar.
Mike Hackman le tendió la cajetilla de Winston.
—Los hippies ya han dejado de existir. Ahora sólo quedan vagabundos.
—¿Eres tú un vagabundo, Mike?
Hackman se sentó en uno de los escalones del porche. La madera crujió como
incapaz de contener el peso.
—Es posible.
—¡Seguro! —exclamó John Sherman—. ¿Aún no lo comprendes, Nicholas? ¡Es
uno de los nuestros!
—Tiene las manos demasiado finas.
Sherman rió divertido.
—Tampoco tú te has matado a trabajar. Nicholas. Eres un desconfiado.

ebookelo.com - Página 7
—Quiero decir que lleva poco tiempo deambulando por esta zona. El sol y los
insectos aún no se han cebado en él.
Mike Hackman cabeceó.
—Estás en lo cierto, Nicholas. Llegué ayer.
—¿De qué se te acusa? —preguntó, súbitamente John Sherman—. ¿Por qué te
escondes?
—¿Yo?
—¡No te hagas el idiota, Mike! Nadie entra por su gusto en las proximidades de
Los Angeles. ¡Ah, diablos…! Estábamos en lo mejor cuando se presentó la policía.
—Cierra el pico, John.
—¿Por qué no puedo hablar, Nicholas? Mike es un compañero… ¡Maldita sea!
¡Llevamos cuatro semanas escondidos por estas infernales tierras! ¡Escondidos como
ratas! ¡Tengo ganas de hablar!
Nicholas Duncan entornó los ojos.
Aquello acentuó su aspecto de buitre. No hizo ningún comentario. Giró sobre sus
talones penetrando en la casa.
John Sherman volvió a reír.
Mostrando una dentadura de perfecto tono amarillento. Se acarició la sucia barba
dirigiendo una mirada de complicidad a Hackman.
—No le hagas mucho caso, Mike. Nicholas es un amargado. Un fulano de esos
que siempre están renegando. Como te iba diciendo operábamos por las proximidades
de Los Angeles. Ya sabes cómo es aquello. Beverly Hills, Santa Mónica, Culver
City… Lujosos bungalows y palacios para los grandes del cine, de la industria…
Todos los podridos de dinero tienen su casita cerca de Los Angeles. Nicholas y yo
desvalijamos algunos de esos bungalows. Todo nos iba bien hasta llegar al bungalow
de Diana Forrest. Habrás oído hablar de ella, ¿verdad?
Mike Hackman pareció sufrir una sacudida.
Sus facciones se endurecieron.
Por supuesto había oído hablar de Diana Forrest. Una muchacha de dieciocho
años que había destacado por su actuación en el filme Sunset in New York. Una joven
que se iniciaba en el cruel mundo del cine. Que aún no había sido corrompida por
Hollywood.
Diana Forrest…
Muerta hace un mes.
Su cadáver apareció en May Flat. En el bungalow de su propiedad. Estrangulada.
El forense dictaminó que fue violada antes de morir.
John Sherman continuaba riendo como un poseso.
—Ah, infiernos… Diana era una muchacha encantadora. Te aseguro que no era
nuestra intención matarla Mike; pero la llegada de la policía nos puso algo nerviosos.
Escapamos de allí como alma que lleva el diablo. Nos persiguieron, acosaron sin
descanso… Logramos despistarles. Jamás nos encontrarán en este infierno. Llegamos

ebookelo.com - Página 8
aquí hace una veintena de días. Un par de semanas más y apareceremos en San
Francisco. Para entonces se habrán olvidado de nosotros. ¡Y volveremos con dinero
en abundancia, Mike! ¡Dinero conseguido aquí, Mike! ¡En este infierno!
Las largas patillas unidas a la bien cuidada barba, desdibujaba las facciones de
Mike Hackman. Sólo sus ojos podían delatarle. Aquel brillo de ira. Pero Sherman no
parecía percatarse de ello.
—¿No te preguntas cómo, Mike?
—¿Alguna mina de oro?
La estridente carcajada de John Sherman resonó en el silencioso pueblo.
—¡Eres un tipo ocurrente, Mike…! Nicholas y yo hemos sobrevivido
alimentándonos de pájaros, lagartijas y ratas. Hemos visitado tres o cuatro pueblos
fantasma. En los destruidos almacenes siempre se encuentra algo que las ratas no han
conseguido devorar. Alguna botella de whisky, latas de conserva… Lo difícil es el
agua. ¿Dónde la encuentras tú, Mike?
—En Sargent Creek.
—¿Sargent Creek? ¡Infiernos! Demasiado peligroso para nosotros. Ese arroyo
está muy cerca de Engelsville. Nicholas y yo jamás nos aproximamos a un lugar
civilizado. No queremos ser vistos.
En ese momento surgió Nicholas Duncan.
En su mano derecha una vieja pala.
—¿Ya has terminado de hablar, John? Tenemos trabajo.
—¿Ahora, Nicholas?
—Sí. El sol empieza a declinar y no es prudente esperar a la noche.
—¿Prudente? Es miedo lo que tienes, Nicholas.
—Algún día te aplastaré la cabeza, John. ¡En marcha!
John Sherman se incorporó bostezando ruidosamente.
—¿Nos acompañas, Mike?
—¿Adónde?
Sherman dejó escapar su característica y sonora carcajada.
—¿Aún no lo has comprendido, Mike? Ya te dije que conseguíamos dinero en
este desierto. Cuando llegamos a un pueblo abandonado nuestra primera visita es a la
Boot Hill (Los pueblos del viejo Oeste denominaban Boot Hill a la colina que les
servía de cementerio). Anillos, pulseras, medallones… ¡Incluso un fulano se hizo
enterrar con un Derringer de cachas de plata! Sí, Mike. Nos dedicamos a saquear las
tumbas.

* * *

Mike Hackman se incorporó lentamente.


El brillo de sus grises ojos había adquirido siniestro destello.

ebookelo.com - Página 9
—Sois peores que las ratas… Sucios hijos de perra…
Sherman bizqueó sorprendido.
—¿Qué te ocurre, Mike?
—Vuestras repugnantes fechorías han terminado. No consentiré ese saqueo en el
cementerio. Y haré algo más, John. Comunicaré a las autoridades de Engelsville
vuestra presencia en esta zona. Toda California se alegrará de la captura de los
asesinos de Diana Forrest.
—¿Darás aviso al sheriff de Engelsville?
—Eso pienso hacer.
—¡Maldita sea! ¿Te has vuelto loco, Mike? ¡También te buscan a ti!
—Jamás afirmé semejante cosa, John. Tú llegaste a esa conclusión.
—¿No eres un perseguido por la ley? Entonces…, ¿qué diablos haces en este
desierto?
—Eso no te importa. No tengo cuentas pendientes con la justicia. Será un placer
entregaros a las autoridades de Engelsville. Pagaréis vuestros…
Nicholas Duncan había alzado la pesada pala.
Dispuesto a descargarla sobre Mike Hackman, pero éste no se dejó sorprender. Se
ladeó a la vez que proyectaba su zurda al estómago del individuo. Duncan se dobló
boqueando.
Hackman quiso rematar su obra con un golpe en la nuca, pero ya John Sherman
se había abalanzado sobre él.
Los dos hombres rodaron salvajemente por tierra.
Intercambiando duros golpes.
Nuevamente la agilidad y reflejos de Mike Hackman quedaron de relieve. Fue el
primero en incorporarse y en castigar a puntapiés el hígado de su contrario. Insensible
a los alaridos de Sherman.
De pronto el sol pareció eclipsarse para Hackman. Sintió sumergirse en un mundo
de tinieblas. Caer vertiginosamente en un profundo pozo sin fin. Un lacerante dolor le
dominó.
La respuesta a todo aquello era sencilla.
Nicholas. Duncan ya repuesto del golpe recibido, le había atizado brutalmente
con la pala.
—¡Maldito bastardo…! Casi acaba con nosotros…
John Sherman, tras retorcerse por el suelo como un gusano, se incorporó
trabajosamente.
Propinó un patadón al inconsciente Hackman.
—El muy hijo de perra…
—Regístrale los bolsillos.
John Sherman se inclinó sobre el caído.
Profirió una soez maldición.
—Un vagabundo, ¿eh…? ¿Qué te parece este encendedor de oro, Nicholas?

ebookelo.com - Página 10
También su reloj parece de oro. Sin embargo, no lleva un centavo en los bolsillos. Un
par de paquetes de Winston, el encendedor y una brújula. Se diría que salió a dar un
paseo por este desierto.
—¿Ningún documento?
—No.
—Es extraño…
—¿Qué hacemos con él, Nicholas?
Duncan se apoderó nuevamente de la pala. Alzó los ojos al cielo. El sol acudía
puntual a su cita con el horizonte.
—Más tarde le interrogaremos.
—Le he contado lo de Diana Forrest.
Duncan enrojeció.
Visiblemente furioso.
—Siempre has sido un bocazas, John. Un estúpido fanfarrón que pregona sus
hazañas. Te advertí que mantuvieras la boca cerrada.
—No podía imaginar…
—Tendremos que acabar con él, pero antes le interrogaremos. Siento curiosidad
por saber qué hacía deambulando por el desierto. Ahora en marcha. No perdamos
más tiempo.
—Antes de que oscurezca, ¿eh?
Nicholas Duncan no asimiló de buen grado la ironía de su compañero.
Demasiado marcada.
—No me gustan tus burlas, John… Yo no tengo miedo a nada. Ya hemos
saqueado cerca de una docena de tumbas. Los muertos no pueden hacernos ningún
daño, pero no es prudente visitar los cementerios en la noche.
—¿Por qué?
Nicholas Duncan dudó.
Sin saber qué responder.
—¡No me gusta! ¡Y basta ya de palabrería!
John Sherman no se atrevió a reír, pero en su rostro se reflejó una burlona
expresión.
Ya habían dejado atrás las semiderruidas casas de Rules City.
La colina del cementerio distaba unas trescientas yardas.
Los dos hombres avanzaban tranquilos. Nuevamente dispuestos a importunar la
paz de los muertos.
Si.
Ya lo habían hecho en otras ocasiones.
Pero allí iba a ser distinto.
A los muertos de Rules City no les agradaba ser molestados.

ebookelo.com - Página 11
CAPÍTULO II
La colina del cementerio se alzaba fantasmagórica.
Las tumbas aparecían diseminadas. Muchas de ellas cubiertas por arbustos.
Salvia, mesquite, palo verde, cactus… proporcionaban una verde y mágica alfombra.
Y por entre aquellos hierbajos pululaban nauseabundos sapos cornudos y viscosos
lagartos en amigable convivencia con las ratas del desierto.
Toscas cruces de madera que el tiempo había derribado y destruido.
Lápidas sin nombre. Otras de epitafio ilegible. Todas ellas muy semejantes. En
igual estado de abandono. Ninguna destacaba de entre las demás.
Ninguna de blanco mármol.
John Sherman escupió despectivo.
—Maldita sea… ¿Acaso no había ningún fulano rico en Rules City?
Nicholas Duncan no hizo comentario alguno.
Seguía buscando.
Recorriendo el pequeño cementerio.
Sus hundidos ojos buscaban afanosamente una tumba que destacara entre las
demás. Buscaba una lápida de níveo mármol. Siempre les había dado buen resultado.
En los restantes cementerios profanados elegían las tumbas de mejor signo externo.
Panteones o lápidas de rica piedra. Eran, sin duda, morada de tipos importantes. De
hombres que destacaron en vida. Éstos eran los que se hacían enterrar con objetos de
valor. Como si quisieran disfrutar de ellos en el Más Allá.
Duncan y Sherman no experimentaban el menor remordimiento.
Eran auténticos buitres.
John Sherman se justificaba afirmando que en el Más Allá no se necesitaban
objetos valiosos. Que en el Reino de las Tinieblas todo está pagado.
¿Era cierto?
¿Se puede entrar en el Más Allá sin un centavo en los bolsillos?
La pregunta no inquietaba a John Sherman. Tampoco a su compañero.
Continuaban saqueando.
Como buitres…
—¡Allí, Nicholas…! ¡Allí!
Duncan dio un respingo ante la súbita exclamación de su compañero. Entornó los
ojos para acto seguido parpadear repetidamente. Casi deslumbrado por aquel blanco
mármol.
Creyó estar ante un espejismo.
Distante de las demás, casi al otro lado de la colina, John Sherman había
descubierto una tumba.
Los últimos rayos del sol se proyectaban sobre la lápida, resaltándola. De níveo
mármol. Los arbustos cercanos habían sido cuidadosamente recortados. La
rectangular piedra se dibujaba con nitidez.

ebookelo.com - Página 12
Una inscripción en la losa.
Un nombre y una fecha.
Legible.

Judith Bikel
Condesa de Lenzburg.
1837-

—Eh, Nicholas… No han puesto la fecha de defunción.


—Tal vez se haya borrado…
John Sherman se inclinó, haciendo pasar su mano derecha por la lápida. Movió al
cabeza de un lado a otro.
—No… Aquí no fue grabada… Sólo la fecha de nacimiento. Es curioso…
Algunas tumbas ignoran la fecha de nacimiento, pero la de defunción… Ésa siempre
consta. Puede que la tal Judith Bikel fuera enterrada en vida.
—Estoy cansado de tus macabros comentarios, John. ¡Terminemos de una
condenada vez!
Nicholas Duncan también se había inclinado sobre la lápida. De pronto retrocedió
como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¿Qué te ocurre, Nicholas?
—La… la… losa…
—¿Qué tiene de particular? Nos será fácil quitarla. Está libre de arbustos y
piedras. Se diría que la han estado cuidando periódicamente. Puede incluso que ceda
con un simple empujón.
—Está fría… —susurró Duncan con la palidez reflejada en sus facciones.
John Sherman arqueó las cejas.
Posó las palmas de sus manos sobre la losa.
—¿Fría…? Es posible… Sí. En efecto. ¿Y qué?
—¿No lo comprendes…? El sol ha estado dando de lleno sobre la colina.
¡Durante todo el día! ¡Incluso ahora!
—El mármol se enfría pronto.
—Dejémoslo, John.
Sherman contempló perplejo a su compañero.
—¿Dejarlo? ¿Estás loco? ¡Era una condesa! ¡De seguro se hizo enterrar cargada
de joyas! ¿De qué diablos tienes miedo?
Duncan no respondió.
De contestar hubiera confesado temer al mismísimo Diablo. Al Rey de las
Tinieblas que sin duda merodeaba por la Boot Hill.
Si.
Eso hubiera respondido. Sin embargo, no quiso someterse a las posibles burlas de
Sherman.
—Está bien, John… Terminemos pronto.

ebookelo.com - Página 13
Sherman sonrió.
Consciente del miedo de su amigo.
—Ayúdame, Nicholas. Intentaremos deslizar la piedra.
—No creo que ceda. La lápida es… —Duncan se interrumpió acentuando la
palidez de su rostro—. ¿No… no has oído eso, John?
—¿El qué?
Un frío sudor perló la frente de Nicholas Duncan. Sus manos comenzaron a
temblar convulsivas.
—Me… me pareció oír un gemido…
—¡Maldita sea, Nicholas! ¿Quieres ponerme nervioso? ¿Contagiarme tu absurdo
miedo? ¡Terminemos ya! ¡Empuja!
—Te lo juro, John… He oído un gemido… Procedente de aquí… de la tumba…
¡Lo he oído!
—Fue el viento aderezado con tu miedo. Judith Bikel, condesa de Lenzburg…
Apuesto a que encontramos joyas valiosas, Nicholas. Olvida tus ridículos temores. Tú
mismo lo has dicho antes. Los muertos nada pueden hacernos.
—Sí…, tienes razón…
Los dos hombres apoyaron sus manos en una de las esquinas de la lápida.
Empujaron con fuerza.
Contra todo pronóstico la losa cedió mansamente.
Pareció deslizarse sobre una encerada superficie. Sin el menor esfuerzo.
Duncan y Sherman se miraron sorprendidos.
Por primera vez el rostro de John Sherman reflejó un leve temor. Muy fugaz. La
posibilidad de encontrar algo de valor venció ese miedo. Su codicia era más fuerte.
—¡Infiernos! ¡Lo hemos conseguido!
—Esto no me gusta, John.
La lápida se había deslizado hasta la mitad de la fosa. Un espacio suficiente para
permitir el paso de un hombre.
—Parece profunda… ¿Tienes ahí el encendedor del fulano?
—Sí.
Nicholas Duncan se inclinó para ofrecer el encendedor a su compañero.
Instintivamente retrocedió unos pasos.
Sherman, arrodillado sobre la fosa, manipuló en el encendedor. Accionó el mando
proporcionando la máxima potencia a la llama. Se inclinó hasta casi introducir su
cabeza en la entreabierta tumba.
Y fue entonces cuando surgió aquella mano.
Del interior de la fosa.
Una mano de largos y huesudos dedos que atenazó el cuello de John Sherman
tirando de él y obligándole a introducirse en la tumba.

* * *

ebookelo.com - Página 14
El espeluznante alarido de John Sherman se confundió con el de Duncan. Éste
también gritó al ver a su compañero caer dentro de la fosa. Al ver aquella
fantasmagórica mano semejante a una zarpa de afiladas uñas.
El terror hizo reaccionar a Duncan.
Emprendió veloz huida.
Con el rostro desencajado por el miedo.
Tras él resonaban los desgarradores gritos de John Sherman. Roncos.
Estremecedores… Unos alaridos que súbitamente quedaron cortados. El último de
ellos fue en realidad agónico estertor.
Luego todo quedó en silencio.
Ningún otro grito.
Sólo el jadear de Nicholas Duncan en su desesperada carrera.
Tropezando.
Cayendo.
Pisoteando tumbas…
El miedo parecía poner alas en los pies de Nicholas Duncan; pero también le
hacía más torpe e inseguro. Nuevamente tropezó cayendo de bruces. Gateó un par de
yardas arañando la tierra. Los cactus y arbustos espinosos trazaban surcos en sus
brazos y piernas.
Trató de incorporarse.
No pudo hacerlo.
Súbitamente una sombra apareció ante él.
Cerrándole el paso.
Nicholas Duncan, con el rostro bañado en frío sudor, desorbitó sus atemorizados
ojos. El terror y la incredulidad se dibujaron en sus facciones. Entreabrió los labios.
Su voz fue apenas audible:
—¿Quién… quién eres?
Era una mujer la que le cortaba el paso.
Una mujer joven y de extraordinaria belleza. Se cubría con una negra túnica que
le llegaba hasta los tobillos.
—¿Quién eres…? —volvió a balbucir Duncan.
La muchacha sonrió.
Abrió su túnica.
Un traje-pantalón de una sola pieza se ceñía a su cuerpo como una segunda piel.
En color negro. Muy brillante. Un ancho cinturón ajustado por encima de las
redondeadas caderas. La hebilla del cinturón era circular.
Y dentro de ese círculo representada la cabeza de Satán.
En dorado metal. Los ojos eran dos diminutos brillantes que destellaban como
bolas de fuego. Los afilados cuernos teñidos de rojo. Una sonrisa se dibujaba en
aquel diabólico rostro.

ebookelo.com - Página 15
La voz de la muchacha sonó casi dulcemente:
—Soy la enviada de Satán.
Nicholas Duncan se vio presa del terror.
La mujer había empuñado un largo estilete.
Duncan no reaccionó con cordura. Debió enfrentarse a la mujer en vez de
retroceder.
Volver hacia atrás significaba la más horrible de las muertes.
Regresar en dirección a la tumba de Judith Bikel era sentenciarse.
Nicholas Duncan se percató demasiado tarde del error cometido. Ya estaba a
pocas yardas de la entreabierta fosa.
Y de la tumba surgió otra fantasmagórica sombra.
Portando en su mano derecha la ensangrentada cabeza de John Sherman.

ebookelo.com - Página 16
CAPÍTULO III
Mike Hackman yacía de bruces.
Entreabrió trabajosamente los ojos. Sintió que todo giraba a su alrededor. Quedó
unos instantes inmóvil. Con el rostro pegado al polvoriento terreno. Respirando
pausadamente e intentando recuperarse del brutal golpe recibido.
Pasó su mano derecha por la nuca retirándola bañada en sangre.
Alzó la mirada al cielo.
El sol ya casi se había ocultado y las prematuras sombras de la noche avanzaban
lentamente hacia la abandonada Rules City.
Hackman se incorporó.
Conocía bien aquella región. Tórrida durante el día y endiabladamente fría en la
noche. Su altitud y posición, a unos doscientos cincuenta metros bajo el nivel del
mar, eran la causa de aquellos rudos contrastes.
Lo prudente era pernoctar allí.
En Rules City.
Al cobijo de alguna de las casas que aún se mantenían en pie. Pero Mike
Hackman contaba con un refugio mejor. A muy poca distancia de allí.
Comenzó a caminar.
Con vacilante paso.
Todavía semiaturdido.
Sus manos rebuscaron en los bolsillos de la chaquetilla. Le habían arrebatado la
cajetilla de tabaco, el encendedor, la brújula, el reloj de pulsera… Únicamente
lamentó la desaparición del tabaco. Un cigarrillo le hubiera estimulado.
Mike Hackman se detuvo.
La Boot Hill quedaba a su izquierda. A unas doscientas yardas.
Dudó unos segundos. John Sherman y Nicholas Duncan ya no estarían allí. Se
habrían largado con el producto de su rapiña. Era absurdo acudir al cementerio y
buscarles.
Sin embargo…
Hackman permaneció pensativo.
John Sherman le había confesado el asesinato de Diana Forrest. Y con ello
Hackman se convertía en un peligroso testigo. ¿Por qué dejarle con vida? ¿Por qué no
regresaron a Rules City tras saquear las tumbas? El pueblo era el único lugar seguro
donde pasar la fría noche que se avecinaba.
Mike Hackman se desvió de su proyectado camino dirigiéndose hacia la Boot
Hill.
Parecía haber recuperado totalmente sus facultades físicas. Su paso era firme y
ágil. A grandes zancadas llegó al pie de la colina. Algo en su interior le advertía que
estaba cometiendo una imprudencia. De que era preferible abandonar aquella zona
antes de la caída de la noche. Antes de que el lacerante frío hiciera su aparición.

ebookelo.com - Página 17
Quedarse a merced de la inclemencia del tiempo era suicida.
Hackman sabía todo aquello.
Pero continuó deambulando por entre las tumbas. Nada parecía haber
importunado la tranquilidad de los muertos. Todo en calma y silencio. Las lúgubres
tumbas recubiertas por espinosos arbustos.
Ninguna profanación visible.
Mike Hackman inspiró profundamente.
Convencido de que Sherman y Duncan habían desistido de su intento. Sin duda al
comprobar la pobreza de aquellas frías tumbas. Sus eternos moradores no parecían
guardar riquezas.
De nuevo la misma pregunta inquietó a Hackman.
¿Por qué le habían dejado con vida?
¿Dónde estaban Sherman y Duncan? Ellos también conocían la región. En
muchas millas a la redonda no encontrarían mejor refugio que Rules City. ¿Qué les
impulsó a marchar?
Mike Hackman comenzó a sentir frío. El trayecto que le separaba de su destino
era relativamente corto. Invertiría unos treinta minutos. Suponiendo que no se
desviara. Ahora, sin la ayuda de la brújula, debería guiarse por su instinto y
conocimiento del terreno.
Hackman trató de orientarse.
No quiso retroceder. Dando un leve rodeo a la Boot Hill se pondría de nuevo en el
camino deseado.
Ya había decidido marchar cuando de pronto descubrió aquello.
Una lápida de blanco mármol.
Y sobre la fría losa las ensangrentadas cabezas de Duncan y Sherman.
Mike Hackman palideció. Sintió miedo. Un indescriptible terror. Su primera
reacción fue huir de allí. Correr hasta quedar extenuado. Sin embargo, permaneció
inmóvil.
Rígido.
Con la mirada fija en aquel espeluznante espectáculo.
Las seccionadas cabezas de Sherman y Duncan estaban a ambos extremos de la
lápida. Con las facciones desencajadas. Los ojos casi fuera de las órbitas. La sangre
salpicaba el níveo mármol.
Mike Hackman se aproximó.
Con lentitud.
Dominando su miedo. Con un nudo en la garganta que parecía cortarle toda
respiración. Percibía los fuertes latidos de su corazón que imaginaba retumbar en el
silencioso cementerio.
Llegó ante la losa.

Judith Bikel
Condesa de Lenzburg

ebookelo.com - Página 18
1837-

Varios surcos de sangre resbalaban por la piedra atravesando la inscripción.


Los grises ojos de Mike Hackman trazaron una circular mirada.
Allí estaban las cabezas de Sherman y Duncan, pero… ¿y el resto de sus cuerpos?
Ningún rastro.
Hackman volvió a posar su mirada en la lápida. Puede que dentro de la fosa se
encontraran los restos de Sherman y Duncan. Haciendo compañía a Judith Bikel.
Los tres compartiendo la tumba.
Mike Hackman no quiso comprobarlo.
Se alejó de allí con presuroso paso. A los pocos segundos se percató de que estaba
corriendo en desenfrenada carrera. No le importó reconocer su miedo. La visión era
demasiado terrorífica para no experimentarlo.
Prosiguió corriendo.
El trayecto, que calculó realizar en treinta minutos, lo efectuó en veinte. Sin el
menor error. Pronto alcanzó la planicie.
Y allí estaba su Jeep.

* * *

Engelsville era una tranquila localidad del Sur de California. Muy próxima a
Bakersfield. De una población cercana a los diez mil habitantes. Modernas casas,
bonitas muchachas… Un pueblo donde relajar los nervios.
Allí acudían los aturdidos habitantes de San Francisco o de Los Angeles para
disfrutar de la calma del lugar.
Pero Mike Hackman no parecía estar muy relajado.
Paseaba nerviosamente trazando círculos alrededor de su Jeep. Fumando
cigarrillo tras cigarrillo y lanzando continuas miradas al edifico cercano.
A la oficina del sheriff de Engelsville.
El reloj de la plaza ya había dado las siete horas. El nuevo día comenzaba a
perfilarse.
La puerta de la oficina del sheriff se abrió. Un individuo saltó al porche
bostezando ruidosamente. Entornó los ojos al percatarse de la presencia de Mike
Hackman.
—¿Qué diablos hace aquí, Hackman?
—Le estoy esperando desde las seis, Rydell. Usted me aseguró que saldríamos al
amanecer.
Herbert Rydell, sheriff de Engelsville, era un individuo de unos cincuenta años de
edad. Rostro de sempiterna somnolencia y ademanes cansinos.
—Correcto, Hackman. Y también le advertí que pasaría a recogerle al hotel.
—Creo que ayer no me expliqué bien, sheriff.

ebookelo.com - Página 19
Herbert Rydell se apoyó en el Jeep sonriendo burlón.
—¡Oh, sí…! Quedó todo muy claro. Se presentó ante mí a altas horas de la noche.
Asegurando haber conversado amigablemente con Sherman y Duncan, los asesinos
de Diana Forrest. Ellos le atizaron para poder ir a saquear tumbas. Usted, repuesto del
golpe sufrido, acudió a la Boot Hill de Rules City descubriendo las cabezas de
Duncan y Sherman sobre una lápida de mármol.
—Eso es. Y no pareció darle la debida importancia, sheriff.
—¿De veras? Le ruego me disculpe, Hackman —replicó Rydell marcadamente
irónico—. Soy un vulgar patán.
Mike Hackman apretó con fuerza las mandíbulas.
—No me cree una sola palabra.
—Ajá.
—¡Le he dicho la verdad!
—Por supuesto, amigo Hackman. Eso es lo que cree haber visto. Me confesó que
llevaba un par de días deambulando por el desierto en busca de datos para escribir un
libro. Usted es un fulano de ciudad, Hackman. Acostumbrado a tener siempre la tripa
llena. La zona donde se encuentra la abandonada Rules City es muy mala. Semejante
al Valle de la Muerte. El sol muy fuerte. Visiones producidas por la falta de agua,
alimentos…
—Puede echar un vistazo a mi Jeep, sheriff. Mis existencias aún están casi
intactas. Dos bidones de agua y comida abundante. No sufrí ninguna insolación.
Herbert Rydell se encogió de hombros.
Sin darse por vencido.
—Es posible. ¿Qué me dice de la soledad? Su mente no pudo resistirlo. Varios
días por el desierto, visitando pueblos abandonados… De ahí que imaginara entablar
conversación con Sherman y Duncan. Dos asesinos muy famosos en la actualidad.
—¿También imaginé esto? —Hackman se señaló el golpe de la nuca.
—Sin duda tropezó y perdió el sentido.
—Oiga, sheriff… Ayer me aseguró que acudiría a Hules City y comprobaría mi
versión.
Herbert Rydell volvió a bostezar.
—Quería darle tiempo, Hackman.
—¿Tiempo? ¿Para qué?
—Le envié al hotel a dormir. Creí que con el nuevo día le encontraría más
despejado.
Mike Hackman dirigió una furiosa mirada al representante de la ley. Acto seguido
se acomodó frente al volante del Jeep.
—De acuerdo, sheriff. Me comunicaré con las autoridades de Bakersfield…, o tal
vez decida informar al FBI de San Francisco. Tengo allí muy buenos amigos.
También les hablaré de su… valiosa colaboración.
Rydell suspiró resignado.

ebookelo.com - Página 20
—Espere un momento… ¿Ha dicho Rules City? ¡Maldita sea…! Creo recordar
ese pueblo abandonado. Sólo un par de casas en pie. ¡Y dista de aquí más de
doscientas millas!
—¿Qué decide, sheriff?
—Iremos en su Jeep. Es el coche más apropiado al terreno.
—¿No nos acompaña ninguno de sus agentes?
Herbert Rydell volvió a sonreír burlón.
—Sólo vamos a enfrentarnos con las cabezas de los asesinos, ¿no es cierto?
Tranquilo. Me bastaré solo. En marcha, Hackman. Usted conoce el camino.
Mike Hackman no pudo evitar un leve temblor.
La perspectiva de contemplar nuevamente el macabro espectáculo de la Boot Hill
hacía helar la sangre en sus venas.

ebookelo.com - Página 21
CAPÍTULO IV
El Jeep realizaba acrobáticos saltos hábilmente conducido por Mike Hackman.
Rodando por un pedregoso terreno calcinado por el sol. El árido paisaje ofrecía como
única vegetación fantasmagóricos cactus que se recortaban en el horizonte. Grandes y
viscosos lagartos contemplaban indiferentes el paso del vehículo.
Herbert Rydell bostezó por enésima vez.
Consciente de lo inútil de aquel desplazamiento.
—Usted es de San Francisco, ¿verdad, Hackman?
—Nací en Texas, pero llevo veinte años de residente en California.
Concretamente en el 782 de May Street, San Francisco.
—Ya. ¿Y a qué se dedica?
—Ya se lo mencioné anteriormente. Soy escritor.
El sheriff Rydell arrugó la nariz.
—¿Escritor? Comentó que deambulaba por el desierto buscando datos para un
libro, no que fuera escritor de profesión.
—Pues lo soy.
—¡Diablos…! ¿Y se puede vivir de eso?
Hackman sonrió.
—Más bien mal, pero se vive.
—¿Qué clase de libros escribe, Hackman?
—Algo de todo. Mi especialidad es la novela. Y dentro de ella todo lo relacionado
con el Lejano Oeste. Conozco a todos sus principales protagonistas. Los estudio. No
me limito a narrar una vulgar historia de aventura y tiroteo, sino que profundizo en la
vida de los personajes.
Herbert Rydell pareció despertar de su somnolencia.
Agrandó los ojos.
—Mike Hackman… Mike Hackman… ¿Fue usted el que escribió La traición de
Pata Garrett?
—En efecto.
—¡Una magnífica novela, Hackman! ¡Ya me parecía a mí que su nombre me
resultaba familiar! Me entusiasmó la historia del hombre que mató a Billy el Niño.
Creo haber leído alguna otra de sus novelas. Tiene razón al decir que estudia a los
personajes, Hackman. Pat Garrett se nos presenta como un fulano acomplejado que
busca a toda costa conseguir el…
—Ya estamos llegando.
La interrupción de Mike Hackman hizo parpadear al sheriff.
—¿Cómo?
—Ahí tenemos Rules City.
—Casi había olvidado el motivo de este absurdo viaje. Cierto…, ahí tenemos
Rules City. Lo que queda de ella. Un par de casas semidestruidas y habitadas por

ebookelo.com - Página 22
ratas. Maldita sea, Hackman… Achicharrarnos bajo este sol de justicia por una
simple visión…
—Pronto cambiará de opinión, sheriff.
La voz de Hackman había sonado tensa y ronca.
El Jeep atravesó el abandonado pueblo levantando tras de sí una nube de polvo
rojizo. Al pasar junto al destartalado hotel se detuvo.
Mike Hackman señaló hacia una de las casas.
—Fue ahí donde encontré a Sherman y Duncan. Permanecimos hablando junto a
los escalones del porche.
El sheriff se levantó del asiento sujetándose al parabrisas.
—Ninguna huella…
—El viento las ha borrado.
—Por supuesto, Hackman, por supuesto… ¿Vamos a echar un vistazo a las
cabezas? Ya deben estar algo resecas por el sol.
Hackman maldijo interiormente la macabra ironía del sheriff.
Pisó con fuerza el pedal del gas obligando al Jeep a emprender veloz carrera. El
brusco arranque hizo caer a Rydell en el asiento.
El vehículo, tras cruzar el pueblo, enfiló la explanada que conducía a la siniestra
Boot Hill. Avanzaba ahora envuelto en rojiza polvareda.
Herbert Rydell tosía y gritaba como un condenado, pero sus protestas no eran
escuchadas por Hackman.
El Jeep se detuvo al pie de la colina.
Mike Hackman y el sheriff descendieron.
—¿Por dónde, Hackman?
—Al otro lado. Sígame.
Mike Hackman evitó el caminar por entre las tumbas del cementerio.
La tumba que buscaba estaba separada de las demás. Parecía como si hubieran
cavado la fosa deliberadamente alejada. La única con lápida de blanco mármol.
Hackman se llevó un cigarrillo a los labios. Rebuscó entre sus bolsillos la caja de
fósforos adquirida en Engelsville. La llama tembló fugazmente entre sus manos.
Divisó la nívea fosa.
Blanca.
Muy blanca.
Sin la menor mancha de sangre.
Sin las ensangrentadas cabezas de Sherman y Duncan.
Sin inscripción alguna en la piedra…

* * *

Herbert Rydell no parecía irritado.

ebookelo.com - Página 23
Incluso sonreía. Por supuesto no compartía la brutal sorpresa que se reflejaba en
el rostro de Mike Hackman.
—¿Y bien, Hackman? ¿Dónde están esas… cabezas?
Mike Hackman no salía de su asombro.
Contemplaba estupefacto la blanca lápida. Parpadeando incrédulo. Incapaz de
reaccionar.
—Era aquí…, ahí estaban… sobre la losa…
—¿De veras? Tal vez el viento borró las manchas de sangre y se llevó por los
aires las cabezas —el sheriff alzó la mirada al cielo—. No las veo…
—Le juro que…
—¡Ya basta, Hackman! ¡Debería encarcelarlo por hacerme perder el tiempo! ¡Me
ha obligado a realizar un viaje infernal: pero la culpa es mía por hacer caso a su
absurda historia!
—No soy un loco ni un visionario, sheriff.
—¡Al diablo con usted!
Mike Hackman se había inclinado sobre la lápida.
Sus manos acariciaron la blanca piedra.
Podían haber limpiado la losa y hacer desaparecer las cabezas; pero ¿y la
inscripción?
Hackman la recordaba.

Judith Bikel
Condesa de Lenzburg
1837-

El mármol era liso. Perfecto. Imposible haber borrado aquellas letras sin dejar
huella.
Mike Hackman comenzó a empujar la lápida.
—¡Maldita sea…! ¿Qué se propone, Hackman? ¡Está profanando una tumba! No
le consentiré que…
—Apuesto doble contra sencillo a que no hay ningún cadáver enterrado, sheriff.
¿Quién le dice que esto sea una tumba? No hay inscripción en la lápida.
—Usted aseguró que…
—Y quiero demostrarlo, sheriff. Aquí ha ocurrido algo extraño. Diabólico.
Sherman y Duncan fueron decapitados. Sus cabezas reposaban sobre esa piedra. Tal
vez ahora estén dentro de la fosa.
—No podrá mover la piedra.
Como respuesta a las palabras del representante de la ley, la lápida se deslizó casi
suavemente.
Hackman no se sorprendió.
Ya nada podía sorprenderle.
La piedra quedó a mitad de la fosa.

ebookelo.com - Página 24
—Le acusaré de profanar…
—No hay ningún cadáver, sheriff. ¿De qué me va a acusar?
Herbert Rydell también se inclinó sobre la fosa.
Efectivamente estaba vacía. Ningún ataúd. La fosa era profunda. Por las paredes
se arrastraban viscosos gusanos. Miles de ellos. Despidiendo un nauseabundo hedor.
—Hackman… allí… en el fondo… Ese rectángulo sobre la tierra…
—Sólo puede haber sido marcado por el peso de un ataúd.
—Sí…
Mike Hackman se incorporó.
Comenzó a deambular por los alrededores de la fosa.
En busca de alguna pista. De algún indicio. De algo que pudiera demostrar que no
había sido víctima de una pesadilla.
Nada encontró.
Sin embargo, algo sí había conseguido. Todo signo de ironía o escepticismo había
desaparecido del rostro de Herbert Rydell. Ahora la palidez recubría las facciones del
sheriff.
—Oiga, Hackman… Supongamos que en efecto había aquí un ataúd. ¿Cómo
diablos se lo han llevado? No se puede cargar un ataúd sobre los hombros y caminar
tranquilamente por el desierto. El terreno que circunda la Boot Hill no es polvoriento.
Las huellas de unos neumáticos quedarían marcadas.
Mike Hackman no hizo ningún comentario.
También él se había formulado aquella pregunta.
¿Cómo se llevaron el ataúd?
¿Existía realmente ese ataúd? ¿Con el cadáver de Judith Bikel? ¿Qué fue de las
cabezas de Sherman y Duncan?
Demasiadas preguntas.
Todas ellas diabólicas.
Mike Hackman se pasó el dorso de la mano derecha por la frente. Extrajo un
cigarrillo de la cajetilla. Lo succionó repetidamente. Exhalando el humo con
nerviosismo.
—¿Qué piensa hacer, sheriff?
—¿Acaso se puede hacer algo? ¿Denunciar la desaparición de un ataúd? No,
Hackman. No es seguro que existiera. Tan sólo esa marca en el fondo de la fosa…
Tampoco hay una inscripción en la lápida.
—Yo la vi.
—¡No la hay, Hackman! ¡No la hay! —gritó Herbert Rydell también presa de los
nervios—. ¡Tampoco están las cabezas de Sherman y Duncan! ¡Toda su historia es
absurda! ¿Sabe lo que pienso hacer? ¡Olvidar su macabra visión! ¡Olvidarme de este
maldito viaje a Rules City!
—¿Así de sencillo?
—Sí, Hackman. Y le aconsejo haga otro tanto. Regrese a San Francisco y procure

ebookelo.com - Página 25
olvidar su historia.
Mike Hackman asintió.
Con la mirada fija en la entreabierta tumba.
—Sí… Tal vez sea lo mejor.
—¡Seguro, muchacho! Volvamos a Engelsville. Le invitaré a un whisky doble.
Ambos lo necesitamos.
Hackman no pareció escuchar las palabras del sheriff. Continuaba con la mirada
fija en la fosa. No estaba decidido a olvidar. Quería conocer todo lo relacionado con
Judith Bikel. Con la condesa de Lenzburg.
Ignoraba algo de gran importancia.
Indagar sobre Judith Bikel significaba la muerte.

ebookelo.com - Página 26
CAPÍTULO V
Ernest Bessell era un editor muy popular en San Francisco. Más de una veintena
de publicaciones salían semanalmente al mercado producidas por Bessell. Su
especialidad era el cómic de afamados dibujantes. También la novela. Principalmente
las de Mike Hackman. Todas ellas auténticos best sellers y gran número adaptadas al
cine.
Ernest Bessell no era tan popular entre sus colaboradores.
Lo odiaban.
Bessell explotaba al máximo a los que trabajaban para él. Rebuscaba artimañas
legales para pagar el mínimo y sacar el máximo beneficio. Cualquier original que le
era presentado, pasaba a ser exprimido cuidadosamente para obtener el mayor jugo.
Pero sus trucos no eran aceptados por Mike Hackman. Tampoco le interesaba
enemistarse con él.
Mike Hackman era uno de los escritores que gozaban del favor del público. La
tirada de cada una de sus novelas alcanzaba cifras que hacían babear de entusiasmo a
Bessell. Novelas que se centraban en el Lejano Oeste. En sus hombres y mujeres. Sus
costumbres. Leyendas…
Hackman era un desmitificador.
Muchos héroes que el cine había ensalzado, eran derribados en las novelas de
Mike Hackman. El público quedaba con la boca entreabierta al leer que en 1864, el
coronel Chivington se presentaba en un teatro de Denver para mostrar orgulloso las
cabelleras de los indios; hombres, mujeres y niños, aniquilados en la vergonzosa
batalla de Sand Creek. También los caballeros del Colt eran despojados de su falsa
aureola y quedaban convertidos en simples asesinos.
Mike Hackman era un buen conocedor del tema. Había estudiado con severo y
justo juicio la colonización del Oeste. Podía escribir de ello con toda garantía. Sin
apasionamiento. Y de ahí partía el éxito de sus novelas.
No engañaba al lector.
Hackman, al presentarse en el despacho de su editor, no parecía el mismo hombre
que deambulara por los terrenos cercanos al Valle de la Muerte.
En primer lugar, su barba estilo western había desaparecido. Con ello parecía
ganar en juventud. Contaba treinta años de edad. Rostro de facciones correctas y
varoniles. Destacando aquellos ojos grises y la firme línea de sus labios.
También su vestimenta había cambiado.
Ahora lucía una deportiva chaqueta Blazer, moderna camisa y pantalón en pata
de gallo. Un conjunto muy diferente al utilizado en el desierto de Rules City.
El despacho de Ernest Bessell, conseguido con el sudor de escritores y dibujantes,
era lujoso y amplio. Con ventanal que permitía admirar la bahía. Las oficinas de la
editorial enclavadas en una de las más elegantes calles de San Francisco.
El despacho también contaba con surtido mueble-bar.

ebookelo.com - Página 27
Mike Hackman se estaba sirviendo su tercer vaso de Johnnie Walker. Tras la larga
parrafada tenía la garganta reseca.
—¿Y bien, Ernest? ¿Qué te ha parecido la historia?
Ernest Bessell, acomodado tras su mesa escritorio, sonrió lobunamente.
—¿Quieres mi sincera opinión?
—Por supuesto.
—Okay, Mike. El sheriff de Engelsville no ganará las próximas elecciones. Es
incompetente. Yo en su lugar te hubiera encarcelado un par de semanas para
despejarte la cabeza.
Hackman también sonrió.
—Sospechaba que sería ésta tu respuesta. Sufrí una pesadilla, ¿verdad?
—Ajá. Cuando se te empeñó recopilar datos de la vida de Nigger Frank, imaginé
que consultarías los periódicos de la época. En los archivos de Sacramento y Los
Angeles.
—Los consulté, Ernest. Nada de interés. Ni tan siquiera el lugar de su muerte.
—Ya. Y decidiste dar un paseo por las proximidades al Valle de la Muerte, por los
desiertos, desfiladeros, pueblos abandonados…
—No es la primera vez.
—Oh, lo sé… Fue en Hope City, un pueblo fantasma cerca de la frontera con
Arizona, donde encontraste valiosos informes relacionados con Kanaka Billy.
Husmeando en los destruidos talleres del periódico local. Datos que eran
desconocidos. Que demostraron la inocencia de Kanaka Billy, injustamente linchado
en 1867. Reconozco que la novela fue un verdadero éxito, pero también recuerdo tu
estado tras la expedición a Hope City. Demacrado, atacado por misteriosas fiebres,
con varios kilos de menos…
—Y mi mente era lúcida.
—Jamás lo dudé.
—¿Por qué dudas ahora? Sólo he permanecido un par de días en el desierto. Con
agua, provisiones y un magnífico Jeep para mis desplazamientos. Nada me faltó. ¿Por
qué iba a sufrir una alucinación?
—La mayoría de los escritores padecen de eso. ¿Recuerdas a tu compañero John
Curtis? Especialista en el género de terror. Al entregarme su original número
cincuenta, trató de celebrarlo mordiéndome en el cuello. Creía ser un vampiro.
—Puede que sólo intentara vengarse. Tú le estabas chupando la sangre desde hace
tiempo.
—No es broma, Mike. Algunos escritores terminan por imitar a sus personajes.
Dominados por ellos.
—¿Me has visto alguna vez parodiando a Jesse James?
Ernest Bessell sonrió moviendo la cabeza de un lado a otro. Se reclinó en el
asiento ahogando un suspiro.
—Es inútil discutir contigo, Mike. Bien… Has abandonado la investigación de

ebookelo.com - Página 28
Nigger Frank impresionado por una historia de fantasmas. No me importa. El público
espera impaciente tu tercera novela sobre lo de Wounded Knee. Una magnifica
trilogía. No la demores más. La sublevación sioux de 1973 ya casi es historia. Si
retrasamos más la tercera novela puede que los lectores pierdan el interés. Completa
la trilogía y olvida tu viaje a Rules City. Quiero publicar la novela antes del invierno.
—No cuentes con ella.
Bessell entornó los ojos.
Tras unos instantes de titubeo, terminó por reír.
—Llevamos mucho tiempo juntos, Mike. Sabes que te aprecio. Eres el único
escritor a mis órdenes que concedo ciertas prerrogativas.
—Te equivocas. Soy el único escritor que no tiene miedo a reclamar lo que le
pertenece. También yo te conozco.
—Correcto. Ambos nos conocemos bien. ¿Qué diablos te ocurre, Mike? ¿Estás
cansado? Puedes tomarte unas vacaciones. Te pago la estancia en el mejor hotel de
Las Vegas. Un par de semanas y estarás como nuevo. Y entonces trabajarás de lleno
para terminar la trilogía de Wounded Knee. ¿Okay?
Hackman vació el vaso de whisky.
Con sólo cerrar los ojos aún creía ver la espeluznante escena de la Boot Hill de
Rules City. Las ensangrentadas cabezas de Sherman y Duncan adornando aquella
tumba. El ataúd desapareció. La inscripción misteriosamente borrada…
No.
No podía olvidar todo aquello.
—Voy a escribir un buen original, Ernest. Y te aseguro que la primera edición se
agotará en menos de una semana.
—¡Magnífico, muchacho! Procura matear las tintas en los pobres sioux
maltratados por el repugnante hombre blanco. Tu primer libro sobre los indios
refugiados en Alcatraz tenía poco sentimentalismo. Al público le agrada ver sus
defectos. Todos somos conscientes de los atropellos que se cometen con los indios.
Nada hacemos por remediarlo, pero nos gusta que nos recuerden nuestras
obligaciones. Disfrutamos avergonzándonos de…
—Voy a escribir una novela sobre Judith Bikel.
El editor quedó con la boca abierta.
Parpadeó repetidamente.
—¿Judith Bikel…? ¿Esa supuesta condesa de Lenzburg enterrada en Rules City?
—Sí.
—¡Maldita sea, Mike! ¡Tú mismo me has dicho que no había ataúd! ¡Que la
inscripción de la lápida desapareció!
—Correcto, Ernest. Y eso es precisamente lo que me impulsa a escribir sobre la
misteriosa Judith Bikel. No lo soñé ni sufrí alucinación. John Sherman y Nicholas
Duncan fueron brutalmente decapitados. Contemplé durante largos minutos sus
ensangrentadas cabezas. También vi la inscripción en la lápida. Quiero descubrir qué

ebookelo.com - Página 29
ocurrió. Y escribiré una novela sobre ello.
—Ya. Una novela de terror.
Hackman avanzó furioso. Apoyó las manos sobre la mesa escritorio inclinándose
hacia Bessell.
—¿Aún no lo comprendes, Ernest? ¡Voy a escribir algo real! ¡Algo que ha
sucedido!
Bessell continuó impasible.
—Hay gran número de lectores aficionados al género de terror, Mike. Y cada día
en aumento. El público, cansado de la rutina de sus vidas, busca emociones fuertes.
Disfruta con lo diabólico y sobrenatural. Ya tengo una buena plantilla de
especialistas. Escritores y dibujantes que son maestros en ese género. Público
semanalmente varias colecciones. Terror y sexo. Estoy bien surtido. Tú te limitarás a
escribir sobre el Lejano Oeste. Tienes un elevado número de lectores que no puedes
defraudar. El terror no es tu especialidad, Mike. Fracasarías. ¿Por qué no lo
reconoces?
Hackman pareció serenarse.
Encendió un cigarrillo.
—Fracasaría si inventara la historia, Ernest, pero lo que voy a narrar es verídico.
Algo real que superará a las más escalofriantes historias de terror hasta ahora
publicadas.
—Olvídalo. No aceptaré ese original, Mike.
—Entonces lo presentaré a otra editorial.
—Trabajas para mí en exclusiva.
Mike Hackman sonrió despectivo.
—Lo sé. Existe una cláusula en ese contrato, Ernest. La de poder elegir
libremente mis argumentos.
—Presenta el original y será rechazado.
—¿Es tu última palabra?
Ernest Bessell se incorporó del sillón giratorio.
—No seas cabezota, Mike. Estás obsesionado por tu fantasmagórica visión del
cementerio y…
—Adiós, Ernest. Te enviaré a mi abogado para estudiar la cancelación de nuestro
contrato.
—¡Mike…!
La llamada de Bessell no fue escuchada.
Mike Hackman había girado sobre sus talones abandonando precipitadamente el
despacho del editor. Minutos más tarde se hallaba acomodado frente al volante de su
Chevrolet.
Puso en marcha el vehículo alejándose de Nob Hill.
Circuló por Jones Street.
Pensativo.

ebookelo.com - Página 30
Ernest Bessell estaba en lo cierto.
Lo ocurrido en el cementerio de Rules City obsesionaba a Hackman. Pero no
había sido víctima de una pesadilla.
Estaba seguro.
Pronto encontraría pruebas.
Se las iba a proporcionar la propia Judith Bikel.

ebookelo.com - Página 31
CAPÍTULO VI
La bibliotecaria también era digna de estudio.
Mike Hackman llevaba más de dos horas consultando libros. Sin resultado
positivo. En los Estados Unidos existían actualmente una veintena de localidades con
el nombre de Lenzburg. Por supuesto no eran gobernadas por ningún conde. La
aristocracia no se presenta a las elecciones. Encontró un pueblo en Virginia. Con el
nombre de Lenzburg. Fundado por colonos ingleses descendientes de las primeras
familias capitaneadas por John White.
Pero aquel pueblo había desaparecido del mapa en 1802. Y entre sus miembros no
figuraba ningún conde o condesa Bikel.
Hackman también consultó un grueso volumen donde se detallaban títulos
nobiliarios de todo el mundo.
Nada relacionado con el condado de Lenzburg.
Por eso Mike Hackman, algo desanimado, decidió centrar su atención en la
bibliotecaria.
Sí.
Una mujer para ser estudiada a fondo.
Hackman le calculó unos veinticinco años de edad. Rostro de serena belleza y
cuerpo armonioso. De curvas bien situadas. Lucía un minivestido camisero en tejido
de crêpe. Muy cortito. Para que mostrara generosamente sus piernas de largos y
bronceados muslos.
Tenía los ojos negros.
Y esos ojos se encontraron con los de Hackman. Éste le dirigió una sonrisa que
fue correspondida por la mujer. Estaban solos en la amplia sala de lectura.
La mujer, tras un pequeño mostrador, simulaba ordenar unas fichas. Consciente
de la intensa mirada de Hackman. Cuatro filas de largas mesas se alineaban en el
aula.
Mike Hackman en la primera de las mesas. Muy cerca del mostrador.
La mujer dirigió una significativa mirada al reloj que colgaba de una de las
paredes.
Abandonó el mostrador.
Próxima la hora de cierre. Mike Hackman era ya el único lector de la biblioteca.
—¿No encuentra lo que busca, señor?
Hackman cerró el último de los libros consultados.
—No.
—Si desea volver a la tarde… Ahora debo cerrar.
—Oh, sí, desde luego… Le ruego me disculpe.
La mujer sonrió.
—Son muchos los que se entusiasman con la lectura y olvidan la hora. ¿Puedo
ayudarle?

ebookelo.com - Página 32
Los ojos de Hackman recorrieron con insolencia el cuerpo de la mujer. Algo fuera
de serie. Lo más apropiado para un week-end en Las Vegas. Para bailar por los night-
clubs de North Beach…
¿Ayudarle en su problema?
Hackman no confiaba en ello.
—Busco todo lo relacionado con Judith Bikel, condesa de Lenzburg.
—¿Lenzburg?
—Deduzco que se trata de una localidad europea, pero la tal condesa Bikel murió
aquí. En los Estados Unidos.
—¿En qué año?
Mike Hackman no supo qué responder.
En la ensangrentada lápida figuraba la fecha de nacimiento. Año 1837. ¿Por qué
no la de defunción?
—Ignoro ese dato.
—¿Ha consultado el anuario nobiliario?
—Hoja por hoja. Nada relacionado con el condado de Lenzburg.
—Es extraño…
—Muchos títulos nobiliarios han dejado de regir —comentó Hackman ayudando
a trasladar los libros consultados al mostrador—. Puede que éste sea uno de los casos.
—De igual forma constaría en el anuario. Es uno de los más completos. A no ser
que…
La mujer sonrió a modo de disculpa.
—Siga, por favor. ¿Qué iba a decir?
—Bueno… Muchos se han otorgado a sí mismos títulos nobiliarios. Imaginarios.
Príncipes de países inexistentes, marqueses de una comarca de leyenda…
Lógicamente es imposible conocer esos orígenes si son falsos; aunque en algunos
casos hayan alcanzado gran relieve.
—Ya. Como el conde Drácula.
La bibliotecaria rió divertida.
—Cierto. Había olvidado esa otra posibilidad.
Mike Hackman arqueó las cejas.
—¿A qué se refiere?
—Existen sectas que reparten títulos entre sus miembros. Grupos espiritistas,
sociedades secretas, diabólicas… En el pasado siglo proliferaron esas sectas.
Actualmente vuelve a estar de moda la brujería. Muchos médiums se han hecho
millonarios. Se ha editado un libro relacionado con la corte de Satán. Condes,
duques… Toda la nobleza que adora al Rey de las Tinieblas.
—¿Tiene ese libro?
La mujer pareció ofenderse.
—Por supuesto que no. Se ha editado para mentes retorcidas. No puede figurar en
nuestra biblioteca.

ebookelo.com - Página 33
—Comprendo. Muchas gracias, señorita. Ha sido muy amable.
Mike Hackman abandonó el edificio público.
Aquella mujer le había dado una nueva idea. Una pista a seguir. No era segura,
pero tras perder el tiempo consultando infinidad de libros, uno más poco importaba.
El relacionado con la corte de Satán.
Hackman se acomodó en su Chevrolet.
Se hallaba junto al Old Federal Building. A poca distancia de Market Street. En la
populosa calle que dividía en dos San Francisco existía gran número de librerías bien
surtidas.
Pero Mike Hackman no se dirigió a ninguno de aquellos comercios.
Prefería acudir a un especialista.
Subió por Leavenworth Street en dirección a Russian Hill. El barrio preferido por
artistas y escritores. Junto a lujosos edificios que daban al puerto se veían casas de
gris y triste fachada.
Russian Hill.
Refugio de los ilustres y de los fracasados.
Mike Hackman estacionó el auto en la Stamps Avenue. Descendió del vehículo
encaminándose hacia una librería situada dos manzanas más abajo. La entrada al
establecimiento era ruinosa. La mayoría de los libros expuestos en la vitrina se
hallaban en lamentable estado.
Hackman penetró en el local.
Se vio envuelto por un intenso olor a humedad. A papel mojado. Gruesos
volúmenes se amontonaban desordenadamente sobre dos largas mesas. No existía
mostrador. Libros, viejos y nuevos, se entremezclaban con las revistas ilustradas y
algún que otro cómic.
—Un momento, por favor… —dijo una voz desde la trastienda.
Mike Hackman sonrió.
Se entretuvo contemplando una revista danesa. La chica de la portada lucía el
traje de Eva. En pleno otoño. Sin la hoja de la parra.
—¡Mike…! ¡Cuánto honor para mi humilde pocilga!
Hackman desvió la mirada hacia el individuo que surgió de una pequeña puerta.
Un individuo de unos sesenta años de edad. Viscoso como una nauseabunda
babosa. Rostro grasiento y ganchuda nariz. Se cubría con una bata gris muy brillante
merced a la suciedad almacenada.
—Hola, Harry. Estoy echando un vistazo.
—¿De veras? Me sorprendes, Mike. Siempre me has despreciado. Muchos de tus
compañeros de profesión acuden a mí, pero tú argumentas que no te agrada bucear en
la basura.
—Sigo opinando igual. Es basura todo lo que tienes, Harry.
—Lo que el público pide.
—¿El público? ¿Qué público, Harry? Jovenzuelos solitarios, maníacos,

ebookelo.com - Página 34
individuos degenerados…
Harry Hayworth rió como una hiena. No le afectaban las palabras de Hackman.
Eran ciertas. En aquel nauseabundo local se almacenaban infinidad de libros
prohibidos. Publicaciones capaces de hacer enrojecer a un censor. Pero no todos los
libros eran material porno.
Existían otros.
Aún más peligrosos y buscados.
—Tus novelas también se venden muy bien, Mike. Casi tanto como las obras del
Marqués de Sade.
—Busco otra clase de basura, Harry. Recientemente se ha publicado un libro,
cuyo título ignoro, relacionado con la… aristocracia de Satán.
El rostro de Harry Hayworth se ensombreció.
Las arrugas de su rostro se acentuaron desdibujando sus facciones. Los caídos
párpados semiocultaron sus ojos de rata.
—No se puede llamar basura a ese género literario, Mike. Resulta… peligroso.
Sus autores están inspirados por el mismísimo Diablo. Conozco el libro que
mencionas. Herederos y siervos de Satán. Ése es su título.
—¿Lo tienes?
El viejo asintió.
—Por supuesto. Es un libro reciente. Puedes encontrarlo en cualquier librería de
San Francisco.
—Lo sé.
—¿Por qué te has desplazado hasta aquí?
—Puede que no me interese comprarlo. Busco un dato.
—¿Piensas abandonar tu especialidad, Mike? Sería un error. Tus novelas del
Lejano Oeste cuentan con lectores fieles que…
—¿Dónde está el libro?
Harry Hayworth sonrió ante la interrupción.
—Sígueme…
Pasaron a la trastienda.
La estancia era reducida. Aún más maloliente. Sin embargo, los libros allí estaban
mejor ordenados. Algunas estanterías plagadas de telarañas. El mohoso hedor de los
viejos libros era repelente.
Hayworth rebuscó en una de las estanterías. Tendió a Hackman un grueso
volumen de negras cubiertas.
—Aquí lo tienes, Mike.
Hackman lo abrió consultando el índice. Sus ojos adquirieron un fuerte brillo.
Allí estaba.

Condado de Lenzburg

ebookelo.com - Página 35
CAPÍTULO VII
Mike Hackman pasó nerviosamente las páginas hasta llegar a la señalada en el
índice.
Una lámina reproducía el escudo del condado de Lenzburg. Una cabeza de Satán
encerrada en un círculo. Los dos ojos diminutos brillantes. Los cuernos y colmillos
teñidos en rojo…
Bajo el escudo, unas líneas.
Muy breves:

Lenzburg. Localidad del sur de Inglaterra. A finales del siglo XVIII, una tal Judith Bikel fue
guillotinada bajo la acusación de brujería y de pactar con el diablo. Cuenta la leyenda que el mismísimo
Satán llegó para presenciar la ejecución. Al pie del patíbulo se desposó con el cadáver de Judith Bikel
obligando al pueblo a adorarla. Satán sacrificó a varias doncellas para reencarnar a Judith Bikel. Ambos se
nombraron condes de Lenzburg. El pueblo se mantuvo fiel a las órdenes de Satán. A principios del siglo
XIX, puritanos ingleses arrasaron Lenzburg. En la actualidad se desconoce si existen seguidores de la secta
creada por Judith Bikel. También se ignoran sus normas y ritos.

Aquello era todo.


Mike Hackman, pese al interesante descubrimiento, no pudo evitar una leve
mueca de decepción. Había dado con el origen de Judith Bikel. Una bruja del siglo
XVIII. Y la lápida de Rules City indicaba que Judith Bikel había nacido en 1837.
¿Una descendiente de la primera Bikel inglesa?
—No pareces muy entusiasmado, Mike —Hayworth se aproximó descubriendo la
lámina consultada—. El condado de Lenzburg… Una bonita historia. Diabólica en
verdad. Algo de lo más escalofriante que he leído. Y puedo asegurarte que soy
experto en ocultismo y magia negra. Libros antiguos, pergaminos, documentos que se
afirma escritos por el mismísimo Lucifer, han estado en mi poder. Valiosos
incunables. Manuscritos de hombres poseídos por el Diablo, donde relatan visiones
del Reino de las Tinieblas, demoníacas orgías, sacrificios, ritos infrahumanos… Todo
eso ha desfilado por mis ojos. Es un material que se cotiza mucho, Mike. Te
sorprendería saber las cantidades que se pagan por un viejo libro de magia negra. Hay
muchos… coleccionistas.
Hackman depositó el libro sobre una destartalada mesa.
—No me sorprende, Harry. Todos estamos locos. Se busca el Más Allá. Lo
sobrenatural y demoníaco. El presente nos aburre.
—¿No te quedas con el libro?
—No me interesa. Quería conocer amplios detalles sobre el condado de
Lenzburg. El libro no es muy extenso.
—El autor de Herederos y siervos de Satán es un principiante. No te puedo hablar
de Lenzburg, pero sí de su bella condesa Judith Bikel.
Mike Hackman había sacado su cajetilla de Winston. Interrumpió el iniciado
ademán de llevarse el cigarrillo a los labios para dirigir una inquisitiva mirada a

ebookelo.com - Página 36
Hayworth.
—¿Sabes algo de ella?
El viejo sonrió. Su figura hacía juego con el decorado. Sucio, maloliente,
repulsivo…
—Hace años acudí a la subasta anual de Rich Flat.
—¿Rich Flat? ¿El pueblo cercano a Engelsville?
—Sí. Se subastan toda clase de antigüedades. De entre los libros encontré
ejemplares del Clarín de Rules City. Una ciudad del viejo Oeste ahora ya
abandonada. Adquirí todo el lote, aunque sólo me interesaban los periódicos. Tengo
por costumbre comprobar uno a uno los libros adquiridos. Página por página. En uno
de aquellos libros encontré un amarillento pergamino. De últimos del siglo XVIII.
Firmado por Judith Bikel, condesa de Lenzburg.
—¿Hablas en serio, Harry? ¿Dónde está ese pergamino?
Hayworth no pareció oírle.
Tenía los ojos en blanco. Como en éxtasis. Siguió su narración con emocionada y
ronca voz.
—Un pergamino de incalculable valor, Mike. Pude leerlo. Allí se dictaban las
normas de la secta. Las reglas a cumplir por Las discípulas de Satán. Una serie de
ritos, sacrificios, ceremonias, espeluznantes orgías… Todas en honor del conde de
Lenzburg. En honor de Satán.
—¿Dónde tienes el pergamino, Harry?
Hayworth chasqueó la lengua.
—No está en venta. Decidí no venderlo. Es algo…, algo extraordinario, Mike. Te
aseguro que el mismísimo Diablo guió la mano de Judith Bikel al dictar esas normas.
—Las discípulas de Satán… ¿Ése es el nombre de la secta?
—Sí. Tras leer el pergamino decidí guardarlo celosamente. También yo soy un
coleccionista, Mike. Tengo en mi poder incunables que harían palidecer de envidia al
mejor museo del mundo.
—Yo no quiero ese pergamino. Harry. Sólo me interesa conocer su contenido.
—¿Por qué? ¿Para escribir un libro?
Mike Hackman había encendido el cigarrillo. Lo succionó repetidamente. Con
nerviosismo. Por primera vez se percató de que su deseo no era escribir una novela
sobre aquella escalofriante historia. Estaba obsesionado. Le inquietaba lo ocurrido a
Sherman y Duncan, la misteriosa desaparición de la lápida…
Sí.
Ése era su verdadero deseo.
De no encontrar una respuesta a todo aquello, terminaría por volverse loco.
—No, Harry. No voy a escribir ningún libro. En Rules City, ese pueblo
abandonado en el desierto, descubrí casualmente una tumba. En la lápida figuraba el
nombre de Judith Bikel, condesa de Lenzburg.
Hayworth palideció.

ebookelo.com - Página 37
Un visible temblor se apoderó de sus sarmentosas manos.
—¿Es… eso cierto?
—Sí, Harry. Pero si tu curiosidad te lleva a Rules City, perderás el tiempo. La
inscripción ha desaparecido de la lápida.
Hayworth se dejó caer en una vieja silla. Todo el mobiliario era mísero. Harry
Hayworth era incapaz de despilfarrar un centavo. Almacenaba su capital bajo el
colchón. Miles de dólares que todas las noches contemplaba con codiciosos ojos.
—En el pergamino de Judith Bikel está la respuesta, Mike. A su muerte, Las
discípulas de Satán esperarían cincuenta años para proceder a su reencarnación.
Realizarían el… experimento para volver a la vida a Judith Bikel. Así se ha hecho
desde el siglo XVIII. Judith Bikel era reencarnada una y otra vez. Permitiéndole
cincuenta años de reposo en la tumba.
—Sigue, Harry —dijo Hackman con leve ironía—. Tu historia es muy
interesante.
—La primera Judith Bikel fue enterrada en un cementerio privado de Londres.
Cincuenta años más tarde, su cadáver desapareció de allí misteriosamente. Volvió
para dirigir a Las discípulas de Satán.
—¿Dice el pergamino que resucitó?
—Pues…, no. Es algo más monstruoso, Mike. La primera Judith Bikel era una
mujer maravillosa. De extraordinaria belleza. El pergamino la describe en
anotaciones hechas por sus sucesores. Judith Bikel tenía los ojos azules, el pelo rubio
como el fuego, las manos blancas y perfectas… Todo en ella era perfecto.
—Acabas de contradecirte, Harry. Has nombrado a las sucesoras de Judith Bikel.
Eso quiere decir que no hubo reencarnación.
—También te mencioné el experimento que llevan a cabo Las discípulas de Satán.
Esperan cincuenta años. Los dedican a prácticas demoníacas. Madurando el
experimento a realizar para que Judith Bikel vuelva a estar entre ellas. Sólo son
necesarias cuatro cosas. El corazón de una doncella, unos ojos azules, una rubia
cabellera y unas manos femeninas de perfecto trazo.
Una tenue palidez se apoderó de las facciones de Hackman.
Parpadeó incrédulo.
Horrorizado.
—¿Quieres decir…?
—Sí, Mike. Las discípulas de Satán se lanzan a la búsqueda. Reunidos esos
órganos, arrebatados a inocentes víctimas, tiene lugar la invocación a Satán. Éste se
presenta para la ceremonia. De los restos humanos conseguidos tomará forma Judith
Bikel. Y el Príncipe de las Tinieblas, siguiendo el rito, se desposará nuevamente con
ella.
Hackman arrojó el cigarrillo.
No pudo evitar un escalofrío.
—Todo eso es absurdo, Harry, Brujerías y hechizos fuera de lugar en pleno siglo

ebookelo.com - Página 38
XX. La historia es demasiado diabólica para ser real.
—Está dictada por Satán.
—¡Y un cuerno!
—No te burles, Mike…, no te burles… Tras leer el pergamino permanecí varios
meses sin conciliar el sueño.
—Las discípulas de Satán… ¿Sólo mujeres en la secta?
—No. Son en efecto ellas quienes la controlan guiadas por Satán, pero también
cuentan con siervos. Cinco hombres. Nunca más de cinco. Si uno muere es
reemplazado, pero sin sobrepasar ese número.
—¿Y cuántas… discípulas?
—Trece.
Hackman esbozó una sonrisa.
—Mal número.
Harry Hayworth movió la cabeza con apesadumbrado gesto.
—Haces mal en burlarte, Mike. Máxime teniendo pruebas.
—¿Pruebas?
—Dices que la inscripción desapareció de la lápida. Apuesto a que no hay ningún
cadáver en la fosa. ¿Sabes lo que eso significa, Mike? Las discípulas de Satán han
iniciado la búsqueda. Van a… reconstruir a Judith Bikel.
Primero necesitan el corazón de una muchacha, luego unas manos, unos ojos
azules… Un monstruoso procedimiento que sólo pudo ser ideado por la mente de
Satán.

* * *

Harry Hayworth volvió a denegar con enérgico movimiento de cabeza.


—No, Mike. No insistas.
—No quiero quedarme con el pergamino, Harry. Ni tan siquiera lo sacaré de aquí.
Lo consultaré en tu presencia, ¿de acuerdo? Quiero conocerlo con todo detalle. Tú me
has narrado a grandes rasgos la historia, pero me interesa saber los ritos de la secta,
sus métodos, la forma de llevar a término ese… experimento. Me resulta imposible
creer en una secta fundada en el siglo XVIII perdure en nuestros días. Es absurdo.
—Entonces, olvídalo.
—Tampoco puedo hacer eso, Harry. Me quedaría la duda. Sé que en la actualidad
existen infinidad de sectas cuyos fanáticos miembros hablan con los espíritus,
proliferan los médiums, las sociedades secretas, la magia negra… Quiero conocer el
verdadero poder de Las discípulas de Satán.
—No sé dónde está el pergamino, Mike. Lo guardé en ese armario —Hayworth
señaló hacia una puerta empotrada en la pared—. Ahí se amontonan gran cantidad de
libros, documentos, manuscritos, dibujos… Todo ello de gran valor. Encontrar el

ebookelo.com - Página 39
pergamino de Judith Bikel me llevaría mucho tiempo.
—Te pagaré ese tiempo, Harry.
Los diminutos ojos de Hayworth adquirieron un codicioso brillo que ya les era
característico. Por un puñado de dólares era capaz de encuadernar a su abuela por
fascículos.
—¿Sin que el pergamino salga de aquí?
—Correcto, Harry. Te pagaré sólo por leerlo. Cien dólares.
El viejo profirió una sonora carcajada.
—Eres muy gracioso, Mike. Quiero quinientos. Ni un centavo menos.
Mike Hackman no titubeó.
Estaba demasiado obsesionado para dudar. Puede que en aquel pergamino
encontrara explicación a los misteriosos y sangrientos sucesos de la Boot Hill de
Rules City.
—Okay, Harry.
—Te espero esta noche. Tarde. A partir de las nueve. Para entonces habré
localizado el pergamino. No olvides los quinientos dólares, Mike.
—Cuenta con ellos.
Hackman abandonó la trastienda.
Al pisar la Stamps Avenue inspiró profundamente. La contaminada atmósfera de
San Francisco era una delicia tras soportar el nauseabundo hedor de la librería de
Hayworth.
Se acomodó en el interior del Chevrolet.
Quinientos dólares era una respetable cantidad. Máxime para un escritor.
Mike Hackman tenía ultimado el borrador de la tercera novela relativa a Wounded
Knee. Pensaba presentarla al buitre de Bessell a finales de año. Presionarlo para sacar
más tajada, pero ahora…
Las perspectivas eran malas.
Su idea de seguir investigando a Las discípulas de Satán. Y ello significaba dejar
de escribir. La única solución era entregar el original de Wounded Knee a Bessell.
Inclinar una vez más la cabeza ante el editor.
Sí.
Era la única forma de nivelar su presupuesto tras el desembolso que debía
efectuar a Hayworth. Y los posibles gastos que saldrían de su investigación a Judith
Bikel.
Mike Hackman descendió por Jones Street. Antes de llegar al cruce con la Pacific
Avenue, se desvió hacia Coolbrith Park. En una de las bocacalles, en el 782 de May
Street, tenía su apartamento.
Estacionó el Chevrolet en zona prohibida.
Al descender del vehículo encaminó sus pasos hacia un steak house situado a
poca distancia.
El local era acogedor. Decorado con buen gusto. Discreto. Y servían los más

ebookelo.com - Página 40
gruesos y jugosos beefsteaks de San Francisco. El individuo del mostrador le saludó
con cordial sonrisa.
—Hola, Mike. ¿Lo de siempre?
—Ajá. Pero hoy doble dosis de ginebra en el martini. Más tarde te diré el menú.
Ahora voy a efectuar una llamada.
Hackman recorrió el local para introducirse en la cabina telefónica. Su dedo
índice se deslizó por el dial marcando un número.
Una cansina voz le llegó a través del micro.
—¿Sí?
—Hola, Keith. Te habla Hackman.
—¿Qué hay, muchacho? —La voz del comunicante se hizo más entusiasta—. Lo
pasamos en grande el otro día, ¿eh? Terminaste la velada con una pelirroja de
endiabladas curvas. ¿Quién era, Mike? Me la tienes que presentar y…
—Echa el freno. Keith. Estoy muy ocupado.
—¿Cuándo dejará de exprimirte Ernest Bessell? ¡Envíale al infierno!
—Tengo el feo vicio de comer todos los días, Keith. ¿Entra un anuncio en prensa?
—En la segunda edición. Lo de siempre, ¿no? «Experta mecanógrafa, joven, para
trabajo temporal con afamado escritor. Preferible con 94 centímetros de busto, 61 de
cintura y 97 de caderas…».
Mike Hackman sonrió.
—Perfecto, Keith. No olvides poner mi domicilio. Quiero que aparezca hoy sin
falta.
—Tranquilo, muchacho. Hasta pronto.
—Adiós, Keith.
Hackman colgó el auricular.
No contaba con una mecanógrafa fija. Al principio sí contrató a una muchacha
para pasar a máquina sus originales. Una mujer muy bonita. Llegaron a ser muy
amigos. Pero aquello tenía un feo inconveniente.
El original estaba meses sin pasar a la máquina de escribir.
Desde entonces decidió insertar un anuncio solicitando mecanógrafa. Trabajo
temporal. Cada original una mecanógrafa. Así evitaba el intimar demasiado con ellas.
Mike Hackman retornó al mostrador.
Algo irritado.
Imaginaba la cara de Ernest Bessell al serle presentado el tercer libro de la trilogía
de Wounded Knee. Su sonrisa irónica.
Hackman trató de consolarse vaciando el martini de un solo golpe.
Encendió un cigarrillo.
Su vecino de taburete era un individuo calvo que despachaba con gran entusiasmo
un grueso filete. Mojando el pan en la salsa. A su izquierda una otoñal dama de la alta
sociedad. Cargada de joyas y de arrugas. Utilizaba con refinada elegancia el cubierto.
Mike Hackman dirigió una superficial mirada al menú.

ebookelo.com - Página 41
Al fondo del largo mostrador funcionaba el televisor. Minutos musicales a cargo
de una gran orquesta. El lago de los cisnes, de Tchaikovski. Buena música para
acompañar el almuerzo.
Como un sedante.
Hackman formuló su pedido al individuo del mostrador. Encendió un cigarrillo
mientras le era servido. Sus grises ojos, en indiferente mirada, se posaron en el
televisor.
Súbitamente la orquesta desapareció de imagen.
En la pantalla apareció el locutor de turno. Por la expresión de su rostro se
adivinaba que era portador de malas noticias.
Su voz también sonó grave.
—Interrumpimos nuestros minutos musicales para comunicarles una noticia de
última hora. Un asesinato. La víctima una muchacha de quince años. Por desgracia,
no es novedad en San Francisco los casos de asesinato, pero en esta ocasión sí es
noticia lo monstruoso del crimen. Algo espeluznante. Diabólico. A la víctima le han
arrancado el corazón.
La voz del locutor fue audible en el local.
La elegante y refinada dama cargada de joyas vomitó aparatosamente sobre el
mostrador.
Mike Hackman ni tan siquiera tuvo ese consuelo. Un escalofrío se apoderó de él
haciéndole temblar de pies a cabeza.
Conocía a los asesinos.
Las discípulas de Satán habían cometido aquel monstruoso asesinato.
El primer paso para la diabólica resurrección de Judith Bikel.

ebookelo.com - Página 42
CAPÍTULO VIII
Mike Hackman se cruzó con una ambulancia que circulaba haciendo sonar su
sirena. Los viandantes la miraron con indiferencia. Sin el menor interés.
Acostumbrados a aquel sonido.
Un infarto, un accidente de tráfico, un asesinato…
Aquello era la orden del día en San Francisco.
Y no tenía interés.
Pero Mike Hackman sí se mostraba interesado. Sus manos se crisparon aferradas
al volante del Chevrolet. La palidez aún recubría sus facciones. Los ojos con un
acerado brillo. Y la sangre golpeándole con fuerza en las sienes.
Llegó a Lenya Road.
Tres coches patrulla de la Metropolitan Police, con la luz roja girando en la
capota, le indicaron el lugar. Agentes uniformados le hicieron enérgicas señas para
que prosiguiera la marcha, sin detenerse; pero Hackman estacionó cuatro manzanas
más abajo.
Descendió del vehículo caminando hacia los coches patrullas.
De un estrecho callejón vio salir a un individuo de paisano junto con dos policías
uniformados.
Mike Hackman trató de aproximarse, pero un agente le cerró el paso.
—¡Brian!
El individuo de paisano giró la cabeza ante la llamada de Hackman. Hizo una
seña al policía para que le permitiera el paso.
—Hola, Mike… ¿Qué haces por aquí?
Mike Hackman contempló fijamente a su interlocutor.
Jamás lo había visto así.
Brian Wallach, teniente de Homicidios, era un hombre que jamás perdía el
aplomo, A sus treinta y cinco años se le consideraba el policía más capacitado de la
Brigada de Homicidios. Hombre de demostrada valía. Duro como el acero.
Acostumbrado a todo.
Pero ahora el rostro de Wallach tenía una cadavérica palidez.
Un leve temblor en sus manos.
—Uno de los canales de televisión difundió la noticia.
—¿Desde cuándo te interesan los asesinatos, Mike?
Hackman dudó.
¿Podía contarle al teniente la terrorífica historia de Las discípulas de Satán…?
No.
La historia era absurda. Demoníaca. Adecuada para las mentes del siglo XVIII.
Leyendas para patanes.
Sin embargo…

ebookelo.com - Página 43
Mike Hackman comenzaba a creer en ella.
—El crimen me impresionó, Brian. ¿Es cierto que…?
En el rostro de Brian Wallach se dibujó una amarga mueca.
—¿Recuerdas al sargento McDowall? Uno de los veteranos de la Metropolitan
Police. Más de veinte años luciendo el uniforme de policía McDowall vomitó y
lloriqueó presa de los nervios. Algo espeluznante, Mike… El crimen más monstruoso
que recuerdo.
—¿Quién era la víctima?
—Stella Crooker. Quince años. Una chiquilla… Era huérfana. Pasó su infancia en
un centro benéfico. Hace tan sólo unas semanas fue adoptada por un matrimonio. Los
señores Graham. Ya hablé con ellos. Stella salió en la mañana, como todos los días, a
sus clases de francés. Ya no volvieron a verla.
Hackman desvió la mirada hacia el callejón.
—¿Fue… aquí?
—Ahí se encontró el cadáver. En un bidón de basura. La mataron en otro lugar.
Los de dactiloscopia continúan trabajando. El asesino es un loco, Mike. Estoy seguro.
Sólo una mente enfermiza pudo cometer semejante crimen. Le arrancaron el
corazón… ¿Te das cuenta, Mike? Brutalmente asesinada para arrancarle el corazón…
Parece obra del mismísimo Satanás.
Mike Hackman se estremeció.
El teniendo Wallach, inconscientemente, había nombrado al asesino.
Satán guiando a sus discípulas…
—Te dejo, Mike. Tengo mucho trabajo…
El teniente acudió hacia uno de los coches patrulla.
Con lentitud. Semiencorvado. Aún no repuesto del macabro descubrimiento.
Mike Hackman giró sobre sus talones.
También su paso fue lento.
Al introducirse en el Chevrolet consulto la esfera del reloj que reemplazó al
robado por Sherman y Duncan. Las dieciocho horas.
Encendió un cigarrillo.
No había probado alimento en todo el día. Tras la noticia de la televisión, fue
incapaz de comer. Ahora cuando ya muchos iniciaban la cena, seguía sin el menor
deseo.
Sólo pensar en comer le revolvía el estómago.
Mike Hackman puso en marcha el vehículo.
Aturdido por sus pensamientos. Creer en Las discípulas de Satán, en la posible
resurrección de Judith Bikel, era absurdo. Aunque…, ¿cómo explicar todo aquello?
La misteriosa desaparición de Sherman y Duncan, la inscripción en la lápida…
¿Se había iniciado, con la muerte de Stella Crooker, el proceso para el…
experimento?
Nuevamente un escalofrío se apoderó de Hackman. Imaginar aquella posibilidad

ebookelo.com - Página 44
le helaba la sangre.
El Chevrolet había entilado hacia la zona de Russian Hill. Concretamente en
dirección a May Street. En su apartamento se daría una ducha fría. Y el tranquilizante
poder de un whisky doble.
Estacionó próximo al 782 de May Street.
Minutos más tarde se introducía en el elevador pulsando el mando
correspondiente a la octava planta. Abandonó la cabina recorriendo un amplio pasillo.
Su apartamento era el 7-A.
Mike Hackman parpadeó repetidamente.
Junto a la puerta de su apartamento parecía esperarle una mujer.
Una muchacha de seductora belleza. Muy joven. En sus gordezuelos labios se
esbozó una sonrisa.
—¿Mike Hackman?
—Sí.
—Yo soy Katharine Logan. Tu nueva mecanógrafa.

* * *

Mike Hackman se sirvió el whisky doble.


Sus grises ojos contemplaron inquisitivamente a la mujer. Siempre había sido
afortunado en la elección de las mecanógrafas, pero ahora ya era demasiada suerte:
La tal Katharine era una perfecta copia de la Venus de Milo. Puede incluso que
mejorada.
Era muy joven. No más de veintidós años. Rostro sensual enmarcado por negro
pelo. Cuerpo de diosa. Lucía un vestido beige de cuadrado escote. Al sentarse en el
sofá del salón, la corta falda había subido más arriba de la mitad del muslo. Sus
redondeadas caderas contrastaban con la cimbreante cintura.
Katharine sonrió.
—¿Aprobada?
Mike Hackman se percató de lo insolente de su mirada. Pero no la rectificó. Sus
ojos continuaron admirando el cuerpo de la muchacha.
—¿Aprobada? Algo más que eso, Katharine. Te concedo el honoris causa.
—¿Y las condiciones?
Hackman fue hacia el sofá.
Con el vaso de whisky en su diestra.
—En el anuncio supongo se indicaba que el trabajo es temporal. Sin someterse a
un horario determinado. Un original manuscrito debe ser pasado a máquina.
—¿Cuántos folios?
—Alrededor de los cuatrocientos.
—En un par de semanas lo tendrás. Soy una de las mejores mecanógrafas de

ebookelo.com - Página 45
California.
—Y la única de San Francisco —comentó Hackman consultando el reloj—. No se
ha presentado ninguna otra respondiendo al anuncio del periódico.
Katharine sonrió.
—Llegó una candidata mientras esperaba… Le dije que la plaza ya estaba
cubierta. Es lógico que no se presenten muchas más. Se desea un empleo fijo y no
eventual.
—¿De cuántas horas puedes disponer?
—Actualmente estoy sin trabajo. Todas las horas del día en blanco. Me llevaré el
original y de seguro que estará terminado antes de las dos semanas.
Hackman chasqueó la lengua.
—El original no puede salir de aquí, Katharine. Debo supervisar cada folio. Soy
muy escrupuloso. Trabajarás aquí. Así también podré solucionarte cualquier duda.
—De acuerdo, Mike. ¿Cuándo empiezo?
—Puedes echar un vistazo al original para hacerte una idea del trabajo. Está ahí
en la biblioteca.
La muchacha se incorporó del sofá.
Con innato ondular de caderas fue hacia el mueble. En una de las estanterías se
alineaban las novelas ya publicadas. Gruesos volúmenes. Muchos de ellos ya en su
novena edición.
—¿Eres un buen escritor, Mike?
—¡Oh, sí! Siempre me quedo a las puertas del Nobel. Tienes el mueble-bar a tu
disposición, Katharine. Voy a cambiarme de ropa.
Hackman abandonó el salón para dirigirse al dormitorio. Al no estar en presencia
de Katharine, nuevamente sus pensamientos fueron ocupados por la terrorífica
historia de Las discípulas de Satán. Por el brutal asesinato de Stella Crooker…
Aún faltaban algunas horas para su cita con Harry Hayworth. Debía estudiar
cuanto antes aquel pergamino. Actuar antes que Las discípulas de Satán cometieran
su segundo asesinato. Puede que en el pergamino encontrara alguna pista, algo que le
permitiera adelantarse a los demoníacos planes de la secta.
Mike Hackman permaneció largos minutos bajo la ducha. Poco más tarde,
luciendo nueva vestimenta, retornó al salón.
Katharine había vuelto de nuevo al sofá. Reclinada por completo haciendo que la
corta falda subiera hasta límites insospechados. En sus manos el original. También
había conectado el televisor. En la pantalla una mujer joven tocaba magistralmente el
piano. La cámara enfocaba en un primer plano las manos de la mujer recorriendo el
teclado.
Un corazón, unas manos, unos ojos azules, una rubia cabellera… Aquello era lo
que necesitaban para que Judith Bikel retornara del Más Allá.
Ya tenían el corazón.
—Katharine…

ebookelo.com - Página 46
—¿Sí, Mike?
—Debo salir. Espero estar de regreso antes de una hora.
—Comprendo… Me marcharé y…
—No es necesario. Puedes quedarte si lo deseas. A mi vuelta tomaremos unas
copas y te acompañaré hasta tu casa.
—¿Te fías de mí, Mike? —Los gordezuelos labios de la mujer dibujaron un
sensual mohín—. Puedo desvalijar el apartamento durante tu ausencia.
—Conozco a las mujeres con un simple beso.
Se había inclinado sobre Katharine. Ella echó el rostro hacia atrás ofreciendo sus
tentadores labios. Hackman los besó. Su diestra acarició la cintura femenina
descendiendo por la redondeada cadera. Katharine soltó el original para enroscar con
sus brazos el cuello de Hackman. Correspondiendo a la caricia.
Cuando se separaron, el rostro de Hackman reflejaba un leve estupor. Había
besado a infinidad de mujeres. De todas las nacionalidades. Creía estar ya de vuelta
de todo aquello.
Sin embargo…
En el beso de Katharine descubrió algo extraño. Algo… misterioso que le
resultaba imposible definir. Sus labios despedían fuego. El mismo fuego que ahora
brillaba en los verdes ojos de la mujer.
—¿Ocurre algo, Mike?
—No… Contemplaba tus ojos… Son…
Hackman se interrumpió.
Los ojos de Katharine ya no eran verdes. Al pasar aquel fuerte destello se habían
tornado más oscuros.
La música cesó en el televisor siendo reemplazado por la voz del presentador. Fue
aquello lo que desvió la atención de Hackman. Instintivamente su mirada fue hacia la
pantalla.
El presentador sonreía a la mujer del piano.
—Damas y caballeros… —la voz del presentador deliberadamente afectadas—.
Sin temor a equivocarme, puedo decirles que la gran pianista Deborah Lockwood
posee las manos más perfectas del mundo.
La cámara enfocó aquellas manos.
Y Mike Hackman palideció dominado por un macabro presentimiento.

* * *

El Chevrolet ya circulaba por la Stamps Avenue.


Mike Hackman adelantaba su cita con Hayworth. Lo había decidido durante la
ducha. Imposible esperar más tiempo. Debía conocer cuanto antes el contenido de
aquel pergamino. Descubrir las demoníacas normas seguidas por Las discípulas de

ebookelo.com - Página 47
Satán para realizar el experimento.
Deborah Lockwood.
«Las manos más perfectas del mundo».
Sí.
Deborah Lockwood, la pianista, podía ser la segunda víctima.
Estacionó el auto a poca distancia de la librería de Harry Hayworth. Descendió
precipitadamente del vehículo. A grandes zancadas acudió al establecimiento. Dado
lo avanzado de la hora permanecía cerrado. La persiana protegiendo la puerta
semividriera.
Mike Hackman pulsó el llamador. Sabía que Hayworth tenía allí su vivienda. Por
eso, y al no recibir respuesta, decidió intentarlo por la puerta trasera. Dobló la esquina
del viejo edificio.
Se adentró en el estrecho callejón.
Envuelto en la oscuridad.
La puerta trasera aparecía entreabierta.
Mike Hackman empujó la hoja. Conducía directamente a una reducida cocina.
Allí se veía también un destartalado camastro. Harry Hayworth habitaba en aquel
estercolero.
Una segunda puerta comunicaba con la trastienda de la librería.
—¡Harry…! ¡Soy Mike!
Hackman empujó esa segunda puerta.
Y fue entonces cuando aquel corpulento individuo se abalanzó sobre él. Unos
fuertes brazos trataron de inmovilizarle.
Sonó una voz femenina.
—¡Acaba con él, Fraker!
Mike Hackman descubrió a la mujer.
Estaba junto a una de las estanterías. Luciendo un traje-pantalón negro. Ajustado
al cuerpo. Moldeándolo como una segunda piel. Resaltando sus provocativas curvas.
Su cuerpo de diosa…
Pero Hackman centró su mirada en el cinturón de la mujer.
Un cinturón con hebilla de oro. Circular. Y dentro de ese círculo la cabeza de
Satán.
El escudo del condado de Lenzburg.
Todo aquello pasó fugaz por la mente de Hackman. Desvió los ojos de la mujer.
Debía prestar atención al llamado Fraker. Éste había subido su brazo para atenazar el
cuello de Hackman.
Con intención de estrangularle.
Mike Hackman no se lo permitió.
Impulsó hacia atrás el codo derecho propinando un brutal golpe al estómago del
individuo. Acto seguido proyectó la cabeza contra el rostro de Fraker. Se escuchó un
siniestro chasquido. De la rota nariz del individuo brotó abundante sangre.

ebookelo.com - Página 48
—¡Acaba con él…! ¡Acaba con él, Fraker! —gritaba una y otra vez la mujer.
Pero Mike Hackman no le dio tregua.
Cualquier golpe de aquel corpulento individuo podía dejarle fuera de combate.
Por eso prosiguió el castigo. Un rodillazo en el bajo vientre. Y con el filo de ambas
manos un trallazo en la nuca.
El individuo se desplomó.
—¡En pie, Fraker! ¡En pie!
Mike Hackman sonrió jadeante.
Se aproximó a la mujer.
—No puede obedecerte, nena… Ahora tú y yo vamos a…
La mujer retrocedió de ágil salto. De pronto, tendió su brazo derecho señalando a
Hackman. En los ojos de la mujer un siniestro brillo. Su voz sonó como un trueno.
—¡Ayúdame, Satán! ¡Líbrame de él!
Mike Hackman sonrió burlón.
Pero aquella sonrisa se heló en sus labios. Un grito, más de sorpresa que de terror,
brotó de Hackman.
Una de las estanterías, como impulsada por la invisible mano del Diablo, se
desplomó sobre él. Hackman no pudo esquivarla. Su estupor le paralizó. Cayó bajo el
peso de gruesos y mugrientos libros.
—Mátalo, Fraker. Ahora lo tienes a tu merced.
La mujer, tras proferir la orden, abandonó la trastienda por la puerta que conducía
al callejón.
Fraker había llevado su diestra a la funda sobaquera. Extrajo una Super-Star de
7,62 mm. Sonrió cruel viendo cómo Mike Hackman se debatía entre la pesada
estantería y los pestilentes libros.
El individuo manipulaba en un tubo silenciador que enroscó al cañón de la Super-
Star.
Mike Hackman atrapó uno de los libros. Pesado. Con cantoneras metálicas. El
arte de torturar, por Ed Gray. Verdugo oficial de Londres.
Un libro muy antiguo.
Hackman no se molestó en leer el grabado título.
Lo arrojó con fuerza. Alcanzando de lleno el rostro de Fraker. Éste se tambaleó
ante el brutal impacto. Cuando quiso reaccionar, ya era demasiado tarde. Hackman
había logrado incorporarse.
En acrobático salto se abalanzó sobre Fraker.
Los dos hombres rodaron por la reducida estancia.
Sonó un disparo. Una seca detonación. Como el descorchar de una botella de
champaña.
Fraker quedó inmóvil. Todos sus movimientos cesaron bruscamente. En su rostro
una mueca de dolor. En el forcejeo se había disparado la Super-Star. Dibujando un
rojo orificio en el pecho del individuo.

ebookelo.com - Página 49
Mike Hackman se apoderó del arma.
Corrió hacia la cocina para acto seguido saltar al oscuro callejón.
Ni rastro de la mujer.
Hackman ya no tenía la menor duda.
Se había enfrentado a una de Las discípulas de Satán.

ebookelo.com - Página 50
CAPÍTULO IX
Dentro del armario metálico.
El lugar donde Harry Hayworth guardaba sus libros más preciados. Los
incunables que harían las delicias de cualquier museo. Dibujos, manuscritos,
amarillentos pergaminos…
También él estaba allí.
Harry Hayworth.
Doblado. Con la cabeza hacia atrás. Apenas unida al tronco. Bañado en sangre.
Un leve movimiento haría rodar su cabeza. La sangre salpicaba aquellos valiosos
libros. Los ojos de Hayworth desorbitados. En su rostro una mueca de indescriptible
terror.
Mike Hackman cerró lentamente el armario.
No se molestó en buscar el pergamino de Judith Bikel. Sería inútil. Ya no estaba
allí. Había vuelto a poder de Las discípulas de Satán.
Fue el pergamino lo que sentenció a Harry Hayworth.
¿Cómo llegaron a saber que estaba allí?
También otra pregunta torturaba a Hackman. Tenía la mirada fija en la caída
estantería. La que le sepultó.
«Ayúdame, Satán».
«Líbrame de él».
Aquéllas fueron las palabras de la mujer.
Y la pesada estantería cayó sobre Mike Hackman.
¿Quién la empujó?
¿La mano de Satán?
Mike Hackman encendió un cigarrillo. Lo succionó una y otra vez. Esforzándose
en razonar. En encontrar una respuesta lógica a todo aquello. Había leído varios
tratados de brujería y espiritismo. Uno de los poderes ocultos era la Telequinesia.
Desplazamiento de objetos por medio de espíritus del Mal.
La mujer había invocado a Satán.
Y recibió su ayuda.
No ocurrió igual con Fraker. Éste no recibió ayuda. Ya estaba en el Más Allá.
Junto con Sherman, Duncan…
Mike Hackman se había inclinado sobre el caído.
Comenzó a registrarle los bolsillos.
Encontró su cédula de identidad. Oliver Fraker, nacido en Danville, Illinois
mecánico de automóviles con domicilio habitual en Los Angeles… Unos doscientos
dólares, un cortaúñas, pastillas de mascar, un ticket del último partido de los Giants…
Y también un boleto de pedido de un supermercado de Dorns Hill. Era la copia. El
propio Fraker había firmado el bono.
Mike Hackman guardó aquel objeto.

ebookelo.com - Página 51
De todas las pertenencias de Fraker era lo único interesante. También se llevó la
Super-Star.
No quiso permanecer por más tiempo en aquella lúgubre librería. Al abandonar el
comercio nuevamente experimentó el contraste. La agradable brisa nocturna
estimulaba tras el mohoso hedor de los amarillentos libros.
Hackman llegó junto a su Chevrolet.
Encendió un cigarrillo.
Por la calzada de la Stamps Avenue pasó un chiquillo vociferando los diarios
vespertinos y algunas publicaciones de mayor tirada. En uno de los vespertinos, en
primera página, una fotografía con grandes titulares.

Deborah Lockwood en San Francisco. La gran pianista permanecerá dos días en el hotel Athens de
nuestra ciudad.

Aquellas letras de molde bailaron ante los ojos de Hackman.


Deborah Lockwood.
«Las manos más perfectas del mundo».
Mike Hackman se introdujo en el auto. Consultó la esfera del reloj. No regresaría
a su apartamento a la hora fijada. Debía acudir al hotel Athens. Ver a Deborah
Lockwood. Comprobar que aún continuaba con vida.
Algo en su interior señalaba a Deborah Lockwood como la segunda víctima
elegida por Las discípulas de Satán.
Inició la marcha.
El hotel Athens junto con el San Francisco Hilton, Fairmont y St. Francis; era uno
de los mejores de la ciudad. Enclavado en una de las bocacalles de Turk Street. A
poca distancia del Old Federal Building.
Mike Hackman logró estacionar en el parking privado del lujoso hotel. Al
penetrar en el edificio, vaciló. ¿Qué iba a decirle a Deborah Lockwood? ¿Cómo
advertirle del peligro? Tal vez lo mejor fuera comunicarse con el teniente Brian
Wallach.
Atravesaba la sala de recepción, cuando sonó la voz.
—¡Eh, Mike…!
Hackman giró para enfrentarse con una muchacha de agraciado rostro. Muy
bonita y joven. Cuerpo de suaves formas resaltadas por un niky acrílico de bordados
tirantes. Completaba el atuendo un moderno pantalón acampanado.
Hackman la besó en la comisura de los labios.
—Hola, Natalie… ¿Qué haces aquí?
—Motivos profesionales, Mike. Tenía concertada una entrevista con Deborah
Lockwood.
—¿Ya la has realizado?
La muchacha denegó con gracioso mohín.
—No… La gran Deborah Lockwood me ha dado el esquinazo. Quedamos citadas

ebookelo.com - Página 52
en su suite, pero no responde a mis llamadas. Dentro de poco llegará Keith Lambert.
También él iba a entrevistar a Deborah. Nos citó a ambos con un intervalo de treinta
minutos. Keith y yo nos quedaremos sin reportaje. Y me sorprende. Deborah
Lockwood no es como tú.
—¿Qué quieres decir, Natalie?
—Me invitaste a almorzar el jueves pasado, ¿recuerdas? Te esperé más de una
hora en el Julius Castle. Sin embargo, Deborah Lockwood jamás falta a su palabra.
Le gusta quedar bien con la Prensa. No comprendo este desplante. Extraño en una
mujer como Deborah.
Mike Hackman sí lo comprendía.
Palideció.
A grandes zancadas se dirigió al mostrador de recepción requiriendo la atención
del conserje del hotel.
—Quiero que acuda a la habitación de Deborah Lockwood —dijo Hackman con
alterada voz—. Temo que le haya ocurrido algo.
Pero ya era demasiado tarde.
Las discípulas de Satán habían actuado por segunda vez.

* * *

Hacía tan sólo una hora que había actuado en directo para uno de los canales de
televisión. Y ahora debía prepararse para un recital en la mansión del senador
Shefield.
Deborah Lockwood estaba acostumbrada a eso.
En Los Angeles ocurrió otro tanto. Y en Salem, Salt Lake City, Phoenix,
Denver… Toda su gira por el Oeste de Estados Unidos era acompañada por el éxito.
Y con ello ni un momento de descanso.
Deborah ocupaba cuatro habitaciones del quinto piso del Athens Hotel.
Ahora disfrutaba de una reconfortante ducha. Deborah, con sólo veintiocho años
de edad, se había consagrado como virtuosa pianista. Su rostro, aunque sin destacar
en belleza, era atractivo. Su cuerpo sí era perfecto. Como una escultura griega. Los
senos túrgidos, la cintura estrecha iniciando la suave curva de las caderas. El agua
resbalaba por la bronceada piel.
—¡Anne…!
La doncella no acudió a la llamada.
Deborah, tras unos minutos de espera, abandonó el baño semicubierta por una
toalla. Pasó al dormitorio.
Y allí le esperaba una desagradable sorpresa.
Dos hombres y una mujer permanecían en el centro de la estancia.
La mujer lucía un traje muy ceñido. Negro. Destacando la hebilla de su ancho

ebookelo.com - Página 53
cinturón. Parecía de oro. Representaba la cabeza de Satán.
—¿Quiénes…, quiénes son ustedes…? ¿Qué quieren…?
La pregunta de Deborah fue ignorada.
La mujer se dirigió a los dos individuos.
Con seca y autoritaria voz.
—Adelante. No perdamos más tiempo.
Los hombres se abalanzaron sobre Deborah. Ésta intentó gritar, pero una mano
taponó brutalmente su boca. Quedó inmovilizada por uno de los individuos.
La enlutada mujer estaba manipulando en un estuche.
Lo abrió.
En su interior un puñal turco. De ancha y curva hoja. Muy afilado. Resistente…
Deborah había sido arrastrada a la sala de baño.
Uno de los individuos continuaba taponando su boca e impidiéndole todo
movimiento. El otro hombre se había apoderado de su brazo derecho extendiéndolo
sobre la bañera:
Los ojos de Deborah se desorbitaron.
Presa del terror.
Sin comprender lo que iban a hacer con ella.
Cuando vio entrar a la enlutada mujer creyó adivinarlo. Y el terror se acentuó en
sus desencajadas facciones.
—Sujetarla bien.
No era necesaria aquella indicación.
Los dos hombres inmovilizaban por completo a Deborah Lockwood.
La enlutada mujer sonrió. En sus ojos un brillo diabólico. Alzó el afilado puñal
para acto seguido dejarlo caer con salvaje violencia.
La mano derecha de Deborah fue cercenada de un solo tajo. Cayó al interior de la
bañera. Salpicando de rojo las níveas paredes. Los dedos se agitaron. Crispados.
Como si tuvieran vida propia.
Segundos más tarde caía la mano izquierda de Deborah Lockwood.

* * *

El teniente Wallach se estremeció.


Sin poder evitarlo.
—¿Te das cuenta de lo que dices, Mike? Tu historia es… absurda. Estamos en
pleno siglo XX. Cierto que proliferan las sectas cuyos miembros adoran a Satán, que
la brujería vuelve a adquirir auge…
Se hallaban en el pasillo del quinto piso del Athens Hotel.
Mike Hackman señaló hacia una de las abiertas puertas del corredor. Policías y
agentes de paisano deambulaban de un lado a otro.

ebookelo.com - Página 54
—Ahí tienes las pruebas, Brian.
—Eso no confirma tu historia, Mike. Se ha cometido un doble asesinato. Deborah
Lockwood y su doncella. Degolladas. Obra de un sádico asesino.
—Antes de que me permitieras entrar en la suite sabía cómo encontraría a
Deborah Lockwood. Te lo dije. Te anticipé que le habrían amputado las manos.
—¡Sí, maldita sea! ¡Lo sabías! ¡Lo sospechabas! ¿Y por qué diablos no me
advertiste a tiempo?
—¿Me hubieras hecho caso, Brian? Responde con sinceridad. ¿Habrías ordenado
proteger a Deborah Lockwood tras escuchar mi historia de Las discípulas de Satán?
El teniente se mesó nerviosamente los cabellos.
—Tienes razón… Todo es tan… fantástico… Primero el salvaje y monstruoso
crimen de Stella Crooker, arrancándole el corazón. Y ahora las manos de Deborah
Lockwood. Monstruoso…
—Coincide con la leyenda, Brian. Harry Hayworth me lo dijo. Si hubiera
conseguido el pergamino de Judith Bikel…
Brian Wallach movió la cabeza de un lado a otro.
Con energía.
—Me resisto a creer en esas diabólicas mujeres, Mike. El sargento McDowall se
encuentra ahora en la librería de Hayworth. Encontrará alguna pista. Investigaremos
en la vida de ese tal Oliver Fraker.
—¿Me necesitas para algo, Brian?
—No… Supongo que también estarás aturdido por los acontecimientos. Retírate a
descansar. Mañana firmarás tu declaración en mi despacho.
—Suerte, Brian.
Mike Hackman fue hacia el elevador.
Sí.
El teniente Wallach iba a necesitar mucha suerte para esclarecer aquellos
monstruosos crímenes. No eran vulgares asesinatos. Aquello formaba parte de un
sangriento rito.
Hackman llegó a la sala de recepción del hotel.
Gran número de periodistas eran controlados por policías uniformados.
Natalie acudió junto a Mike Hackman.
—Mike… ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué el teniente no permite que…?
—Lo lamento, pequeña. Nada puedo decirte. Brian Wallach me ha prohibido todo
comentario.
—Pero…
—Adiós, Natalie.
Mike Hackman se zafó casi con brusquedad de la muchacha. Abandonó el hotel.
Ya junto a su Chevrolet vio llegar un deportivo Corvette que estacionó en el parking
con estridente chirriar de frenos.
Reconoció el auto.

ebookelo.com - Página 55
Keith Lambert, el mejor periodista de San Francisco, llegaba con retraso.
—No es necesario que te precipites, Keith. El teniente Wallach no permite la
entrada.
Keith Lambert descendió de su auto.
—¿Es cierto lo de Deborah Lockwood? ¿La han asesinado?
—Sí, Keith.
—Voy a ver si consigo algo para mi periódico… Ah, Mike… Me olvidé de lo de
tu anuncio. Mañana lo insertaré con recuadro y a tarifa normal. ¿Okay?
Hackman palideció.
Retuvo a su amigo por el brazo.
—¿Quieres repetir eso, Keith? ¿No has publicado el anuncio?
—No. Me olvidé de cursar la orden. ¿Qué ocurre, Mike? Supongo no te enfadarás
conmigo. Mañana aparecerá en los periódicos y se presentarán guapas mecanógrafas
a solicitar el empleo.
Mike Hackman no parecía oírle.
Continuaba pálido como un cadáver.
El anuncio solicitando mecanógrafa no había sido insertado.
Entonces…
¿Cómo pudo Katharine Logan presentarse y reclamar el empleo?

ebookelo.com - Página 56
CAPÍTULO X
Mike Hackman penetró en su apartamento.
Tal como esperaba, la encantadora Katharine había desaparecido. Ni rastro de
ella. El salón parecía en orden. Sobre la mesa el original relativo a Wounded Knee.
Hackman fue al mueble-bar.
Se sirvió cuatro dedos de whisky que vació de un solo golpe. Luego encendió un
cigarrillo. Con el emboquillado humeando en sus labios se dedicó a recorrer el
apartamento.
No.
Katharine no le había esperado.
Katharine… Bella y seductora como una diosa. Mujer de labios de fuego. De
demoníaca mirada en sus misteriosos ojos…
Una de Las discípulas de Satán.
De eso estaba seguro. Sólo faltaba saber los motivos que impulsaron a la mujer a
presentarse ante él. ¿Con qué fin? Katharine estaba dotada de ocultos poderes. Así se
explicaba que conociera el anuncio antes de publicarse. ¿Quién le informó?
El… conde de Lenzburg.
Sí.
Tal vez el mismísimo Satán guiaba a sus discípulas.
Mike Hackman terminó de inspeccionar lo sala de baño. Al retornar al dormitorio
se dejó caer sobre el lecho. Se encontraba cansado, aunque no físicamente. Era su
mente la fatigada. Atormentada por aquellos monstruosos acontecimientos. Por los
sangrientos crímenes…
Hackman extendió la mano para depositar el cigarrillo sobre el cenicero.
Y entonces lo vio.
Su encendedor de oro.
Estaba allí. Sobre la mesa de noche. El encendedor de oro que le fue robado por
Sherman y Duncan en Rules City.
Mike Hackman se incorporó de un salto. Con incrédulos ojos contempló el
encendedor. Katharine se lo había devuelto.
¿Por qué?
Las discípulas de Satán se lo arrebataron a Sherman y Duncan. Por las grabadas
iniciales sospecharon que pertenecía a Hackman.
Y se lo habían devuelto.
Mike Hackman lo atrapó. Apenas sus dedos rozaron el dorado metal, sufrió como
una descarga eléctrica. Un alarido de dolor brotó de su garganta. Cayó de rodillas
retorciéndose por el suelo.
Tenía el encendedor en su diestra. Quería soltarlo. Librarse de él. Pero su mano
no le obedecía. Sus dedos continuaban aprisionando el encendedor.
Hackman sentía su cabeza próxima a estallar.

ebookelo.com - Página 57
Como dos punzones perforando sus sienes.
De pronto aquel lacerante dolor cesó para dar paso a una placentera calma. Los
crispados dedos de su diestra se abrieron soltando el encendedor.
Mike Hackman se incorporó.
Lentamente.
Como un autómata fue hacia el ventanal del dormitorio. Abrió la hoja. La brisa
nocturna azotó su rostro. Se hallaba en un décimo piso.
Hackman pasó su pierna derecha por el marco del ventanal.
Dispuesto a arrojarse al vacío.
En ese instante resonó el timbre del teléfono.
Mike Hackman pareció despertar de un profundo sueño. Parpadeó repetidamente
sacudiendo la cabeza. Retrocedió del ventanal al percatarse de su peligrosa posición.
—Malditas…, malditas brujas…
Su voz sonó ronca.
Dura.
Fue hacia el teléfono que continuaba sonando. Descolgó el auricular.
—¿Sí?
—¿Mike? Soy Keith. Oye, muchacho… Me han informado de que has estado en
la suite de Deborah Lockwood. Somos amigos, Mike… ¿Por qué no me anticipas
algo para mi periódico?
Hackman esbozó una sonrisa.
—Te prometo el mejor reportaje de tu vida, Keith. Te lo has ganado por salvarme
la vida.
—¿Que yo…?
—Adiós, Keith…
—¡Mike!
Hackman colgó el micro.
A sus pies estaba el encendedor de oro. Sin abandonar la sonrisa de sus labios, se
inclinó para recogerlo.
Nada le sucedió.
—Empezamos a conocernos, malditas brujas… Ya no jugaréis más con mi
mente… Sé cómo combatiros… Sé cómo exterminar vuestro satánico poder…

* * *

—¿Está seguro?
El individuo del supermercado asintió.
—Usted habla de Oliver Fraker, ¿no? Dos veces a la semana se deja caer por
aquí. Mientras le preparo el pedido se atiza cuatro o cinco copas de ginebra en la
cafetería. El tipo es como una esponja.

ebookelo.com - Página 58
—¿Abona el pedido?
—No. Mensualmente, presento la factura en la mansión de Janice Berger. Fraker
es su chofer particular. Habrá oído hablar de Janice Berger, ¿verdad?
—¿La médium de Nueva Orleáns?
—Sí, amigo. ¡Algo prodigioso! ¡Mil dólares por sesión! Políticos, magnates de la
alta sociedad… Todos acuden a Janice Berger. Aseguran que tiene poderes
sobrenaturales. Dicen que ha permanecido años en el Tibet, la India, China,
conviviendo con fetichistas africanos… Cada mes, cuando tengo que presentar mi
factura en aquella casa, tiemblo de pies a cabeza.
—Gracias por su información.
Mike Hackman abandonó el supermercado.
Se hallaba en Dorns Hill.
Una de las zonas del extrarradio de San Francisco. De allí partía una de las
carreteras que enlazaban con la autopista de la costa en dirección a San Bruno.
El nuevo día había amanecido gris.
Una lluvia, suave aunque persistente, caía desde las primeras luces del alba.
Hackman se acomodó en el Chevrolet.
Pensativo.
¿Janice Berger una de Las discípulas de Satán?
El fulano del supermercado había dicho la verdad. Políticos, grandes magnates,
gente importante… acudían a Janice Berger. Una médium famosa. La de más poder
de Estados Unidos. Científicos y expertos en parapsicología trataron de
desenmascararla. Fue en vano.
Los poderes de Janice no eran mera superchería. Se comunicaba con los espíritus.
Ralph Kennedy, profesor del Departamento de Psicología, para probar el poder de
Janice Berger, sugirió con marcada ironía que hiciera aparecer a su difunta esposa.
Y sucedió.
La difunta esposa de Ralph Kennedy se presentó ante los aterrados ojos de éste.
Envuelta en gasas. Despidiendo un suave perfume. Flotando en el aire. Procedente
del Más Allá…
Ahora, el escéptico Ralph Kennedy, es uno de los más fervientes defensores de
Janice Berger.
¿Y por qué no?
Mike Hackman puso en marcha el auto.
Circuló por Brolyn Road para luego enfilar por la comarcal que serpenteaba
paralelamente a la costa. Jamás había estado en la mansión de Janice Berger, pero
conocía su emplazamiento. Era en efecto una de las médiums más famosas. El
espiritismo contaba con grandes adeptos. Hombres y mujeres que deseaban
comunicarse con amigos o familiares muertos, que querían sumergirse en el
fantasmagórico mundo del Más Allá… Todo previo pago de mil dólares por sesión.
De ahí que la clientela de Janice Berger fuera selecta. El senador Holden, el

ebookelo.com - Página 59
propietario de la Hackett Oil, los grandes del cinc… e incluso alguna personalidad de
Washington buscaba respuesta a sus problemas por medio de Janice Berger. Ella,
conocedora del pasado y del futuro, proporcionaba sabias respuestas. Al módico
precio de mil dólares.
Mike Hackman dobló el volante hacia una de las bifurcaciones. Se adentró por un
nuevo camino. Sin asfaltar. Escoltado por frondosos árboles. Janice Berger había
elegido su mansión fuera de San Francisco. En una zona de acantilados próxima a la
costa. Sobre uno de ellos se alzaba la casa.
Hackman sonrió al divisarla.
La casa era de acorde con la profesión de Janice Berger. Tétrica, misteriosa,
aislada… Construcción sólida y carente de todo adorno exterior. Grande. De una sola
planta. Sin muralla de protección.
Estacionó frente al porche de la casa.
Aún no había descendido del Chevrolet cuando un individuo acudió a recibirle.
—Janice Berger le espera, señor Hackman.

ebookelo.com - Página 60
CAPÍTULO XI
Mike Hackman siguió al individuo hasta un amplio salón.
El mobiliario era reducido. Una mesa circular y varias sillas. Era allí donde se
realizaban las sesiones. En torno a aquella mesa. Unidas las manos. Siguiendo las
indicaciones del médium.
Una silla diferente a las demás. De respaldo más alto y madera artísticamente
trabajada. Tras aquella silla, un negro cortinaje que cubría toda la pared.
Mike Hackman había presenciado en Londres un experimento espiritista. El
médium se ocultaba tras el clásico cortinaje. Y desde allí invocaba a los espíritus. A
los muertos que debían hacer su aparición. La mesa se elevaba del suelo, se oían los
siniestros raps (Los espíritus dan a conocer su presencia por medio de golpes secos,
que reciben el nombre de raps), los objetos caían misteriosamente.
Por ello no le sorprendió el fantasmal decorado.
Mike Hackman se percató de que estaba solo. El individuo que le acompañara
había desaparecido.
De pronto, una voz sonó a su espalda.
—Bienvenido, señor Hackman…
Mike Hackman giró sobre sus talones.
Frente a él una mujer. De unos treinta años. Bella como una ninfa. Su escultural
cuerpo provocativamente moldeado por aquel traje pantalón negro. El cinturón muy
ajustado. La hebilla de oro con la cabeza de Satán. La mujer llevaba sobre sus
hombros una larga capa.
—Hola, señorita Berger…
—¿Me conoces?
Hackman sonrió.
Aceptando el tuteo.
—No tan bien como tú a mí. Leí un artículo sobre tus mágicos poderes en el ya
desaparecido Life. Publicaban tu fotografía a toda plana. Creo recordar que fue en el
año 1970. Sigues igual de joven, Janice. ¿Algún tratamiento especial de belleza
exclusivo del Averno?
—Y tú sigues igual de irreverente, Mike. ¿No te ha sorprendido que esperara tu
llegada?
—¿Quieres decir si me ha impresionado? No, Janice.
—Muy audaz, Mike… Como un héroe de tus novelas. Te has presentado ante mí.
Solo. Desafiante… Esa oculta Super-Star de poco te va a servir.
Hackman volvió a sonreír. Tampoco le afectó que descubriera la escondida arma.
Era consciente del diabólico poder de Janice Berger.
—No espero utilizarla.
Los ojos de la mujer eran oscuros. Negros como el ágata. Sin embargo,
adquirieron tonalidades verdes. Relampaguearon.

ebookelo.com - Página 61
—No he ordenado quitártela, Mike. Sé que no podrás utilizarla. Es lamentable
tener que matar a un hombre como tú. Pecas de inteligente, Mike. Tu incredulidad te
ha llevado a descubrir muchas cosas. Ahora sabes demasiado. Por eso debes morir. Te
he sentenciado.
—¿También Sherman y Duncan sabían demasiado?
Janice sonrió.
—No… Ellos murieron por profanar la tumba de nuestra condesa. Por molestar el
reposo de Judith Bikel. Desgraciadamente para ellos estábamos en Rules City cuando
llegaron. Nos disponíamos a trasladar los restos de Judith a San Francisco para
proceder a la reencarnación. Las cabezas fueron ofrecidas a la condesa de Lenzburg
en señal de desagravio por la profanación.
—Ya. Y la sangre de Sherman y Duncan borró la inscripción de la lápida.
—Simplemente, ordené dar la vuelta a la losa. Sencillo, ¿verdad? Ignorábamos tu
presencia en Rules City, Mike. Nos pasó desapercibida. Hubiera ordenado tu muerte.
Sin embargo mi clarividencia sí me advirtió de tu llegada con el sheriff de
Engelsville. Sherman y Duncan fueron enterrados en una de las tumbas de la Boot
Hill. Abandonamos la zona en un helicóptero.
—Y el pobre sheriff buscando huellas de neumáticos.
—El sheriff Rydell olvidó lo del cementerio. Es un hombre prudente y temeroso.
Tú seguías investigando. Y eso te perdió, Mike. También yo ordené seguir tus pasos.
Katharine, una de las discípulas de la secta, fue la encargada de vigilarte.
—Cometió el error de presentarse a un anuncio que todavía no había aparecido en
los periódicos.
—¿De veras…? Katharine leyó tu pensamiento cuando telefoneabas a tu amigo
periodista. También, en tu apartamento, leyó tu intención de adelantar la cita con
Harry Hayworth. Nos has prestado un gran servicio, Mike. Sólo existen dos
pergaminos escritos de puño y letra por Judith Bikel. Uno de ellos se perdió en Rules
City. Durante el entierro de la última Judith. Fue a parar a manos de ese bastardo de
Hayworth. Gracias a ti lo hemos recuperado. El pergamino será enviado a nuestras
hermanas de Inglaterra.
Hackman arqueó las cejas.
Antes de que formulara pregunta alguna, Janice prosiguió:
—Las discípulas de Satán es una secta formada por trece mujeres. Siete en
Estados Unidos y seis en Inglaterra. La última Judith Bikel murió aquí. Por eso será
aquí donde vuelva a la vida. Nos hemos congregado todas las discípulas para celebrar
el acontecimiento. Faltan las de Inglaterra, pero estarán presentes con su espíritu.
—Volver a la vida mediante el… experimento.
—Correcto. No hay duda de que sabes demasiado. Ignoro cómo lograste salir con
vida de mi hechizo.
Hackman sonrió burlón.
—¿Hechizo? No me consideres estúpido, Janice. La telepatía está demostrada.

ebookelo.com - Página 62
Por supuesto que Katharine pudo leer mi pensamiento. En cuanto al hechizo del
encendedor, puedo definirlo como hipnosis a distancia. Me hiciste creer que padecía
terribles dolores. Una voz en mi interior me ordenaba arrojarme por la ventana. Mi
mente era tuya. Sin voluntad. Pero una simple llamada telefónica me despertó.
Comprendí el juego.
—Lo sospeché, Mike. Estabas alerta. Imposible comunicarme otra vez contigo y
someter tu voluntad. No era nuestra intención matarte. Katharine debía comunicar
hasta dónde llegaban tus descubrimientos. Sabías demasiado. Y eso te sentenció.
Hackman extrajo su cajetilla de Winston.
Aparentando una indiferencia que estaba muy lejos de sentir.
—Oye, Janice… Reconozco tus poderes. Todo el mundo los admira. Importantes
personalidades acuden a ti. Eres una médium de gran poder. Los parapsicólogos han
estudiado tus portentosos… milagros.
—Sin encontrar explicación. El poder me lo proporciona Satán. ¡El conde de
Lenzburg!
Mike Hackman tragó saliva.
Se esforzó en dominarse. En simular el escalofrío que recorrió su espina dorsal.
—Existen personas dotadas de extraños poderes. Unos los utilizan para el bien…,
otras para el mal. Los científicos denominan Extra Sensory Perception a la facultad
de clarividencia y telepatía. No son poderes exclusivos de Las discípulas de Satán.
—Una de mis discípulas demostró su poder en la librería de Hayworth. ¿Lo
recuerdas? Derribó una de las estanterías sobre ti. Sin tocarla. Invocando la ayuda de
Satán. ¿Qué respondes a eso?
—Suceso paranormal (Todo suceso motivado por causa natural desconocida).
Janice rió en cantarina carcajada.
—Por favor, Mike… Imitas a los parapsicólogos descaradamente. Ellos utilizan
ese término cuando son incapaces de dar una respuesta satisfactoria a mis poderes.
—Eres una simple aprendiz de bruja.
—Brujería… De eso acusaron a la condesa de Lenzburg en el siglo XVIII. Fue
guillotinada. La guillotina… Feo instrumento, ¿verdad? Muy utilizado antiguamente
en Escocia, Inglaterra, Francia… Satán se desposó con Judith Bikel. La hizo volver a
la vida tras el sacrificio de varias doncellas de Lenzburg. Judith Bikel dictó las reglas
de la secta. Y nosotras las seguimos fielmente. Adorando a los condes de Lenzburg.
—Harry Hayworth me mencionó superficialmente esas reglas. Cincuenta años de
espera antes de resucitar a Judith Bikel.
—Así es… La última Judith Bikel murió hace cincuenta años. Fue enterrada en
Rules City. Un pueblo abandonado en el desierto. Allí nadie quebrantaría su reposo
temporal. Ahora sus restos están aquí. En esta casa. ¿Quieres verlos antes de morir,
Mike?
Janice no esperó respuesta.
Hizo correr el negro cortinaje. Extendió su brazo derecho. Una entrada secreta se

ebookelo.com - Página 63
abrió automáticamente en la pared.
La mujer se volvió hacia el inmóvil Hackman.
Sonrió.
—¿Qué te ocurre, Mike? ¿Tienes miedo?
Hackman fue sincero.
Sería ridículo negarlo.
—Sí, Janice. Pero mi curiosidad es mayor que el miedo. Te acompaño.
La oculta entrada se iniciaba con una pronunciada escalera.
Mike Hackman descendió tras la mujer. Al final de la escalinata se veían varias
cuevas. Parecían hechas en roca. En el subsuelo del acantilado donde se posaba la
casa.
Mike Hackman llegó al último escalón.
Y en ese momento recibió un brutal golpe en la nuca que le hizo rodar sin sentido.

* * *

Cuando Mike Hackman recuperó el conocimiento, se encontraba con las manos a


la espalda. Encadenado a la pared. También sus tobillos unidos por una gruesa
cadena.
Pero lo más inquietante era la sala donde se hallaba.
Presidida por una cabeza de Satán de enormes proporciones. Situada en una
especie de altar. De sus fauces, por entre los descomunales colmillos, brotaba fuego.
En la sala siete mujeres.
De igual vestimenta.
Negro traje. Brillante. Con el siniestro cinturón símbolo del condado de
Lenzburg.
—Te hemos esperado, Mike —sonrió Janice con sádica mueca—. No queremos
que te pierdas el espectáculo. Ya casi todo está preparado. Falta un pequeño detalle
para iniciar el… experimento.
Se abrió una puerta.
Un individuo, uno de los siervos, penetró arrastrando por el cabello a una mujer.
Una muchacha rubia, de ojos azules.
Mike Hackman palideció.
Comprendiendo el significado de las palabras de Janice.
—No…, no intentarás…, no puedes cometer esa monstruosidad.
—Queremos que Judith Bikel regrese con nosotros, Mike. Es el deseo de mis
fieles discípulas. Y sólo hay un modo de lograrlo.
La muchacha rubia se debatía desesperadamente. Sus gritos de terror eran
desgarradores. El individuo la depositó sobre una mesa de piedra situada bajo el ídolo
de Satán.

ebookelo.com - Página 64
Katharine, que se hallaba entre las allí reunidas, avanzó con un afilado estilete.
Otra de las discípulas con un cuchillo de curva hoja.
—¡Malditas…! ¡Malditas hijas del Averno…! ¡Soltad a esa mujer…! ¡Soltadla,
malditas…!
Janice no parecía oírle.
Hizo una leve seña con la cabeza.
La mujer del cuchillo atrapó los rubios cabellos de la víctima. Katharine
aproximó el estilete a los azules ojos de la indefensa muchacha.
Mike Hackman se mordió con fuerza los labios. Hasta hacerlos sangrar. Golpeó la
cabeza contra la pared. Gritó desesperado. Pugnando por librarse de aquellas cadenas.
Los gritos de Hackman se entremezclaron con el espeluznante alarido de la
muchacha.

ebookelo.com - Página 65
CAPÍTULO XII
La mesa de piedra, aquel demoníaco altar, era rectangular.
Adornando las esquinas, cuatro columnas que sostenían sendos calderos
conteniendo un líquido inflamable. Las llamas se elevaban voraces. Despidiendo un
acre hedor. También de la boca de Satán seguían brotando intermitentes llamaradas.
Mike Hackman tenía la cabeza inclinada.
Vencido.
Las facciones desencajadas.
La impotencia y desesperación habían hecho enrojecer sus ojos. Las muñecas
ensangrentadas en su porfiar por soltarse.
—No vas a poder presenciar el experimento, Mike —dijo Katharine con cruel
mueca—. Es costumbre ofrecer al conde de Lenzburg un sacrificio. La cabeza de un
enemigo de la secta. Te hemos elegido a ti, querido.
—Malditas…, malditas…
—Tranquilízate, Mike. Procura morir con dignidad. Bellas mujeres van a
presenciar tu sacrificio. Hoy es un día grande para nosotros. Nos hemos reunido todas
las discípulas. Martha llegó desde Virginia, Dorothy desde Alabama, Julie dejó su
mansión de Missouri… Todas somos médiums de gran poder… Sí… Hoy es un gran
día para nosotras…
Mike Hackman airó la mirada.
Seis mujeres alrededor de la mesa. Sobre la piedra una bandeja de plata. Y en
ella…
Hackman vomitó.
En la bandeja estaban las manos de Deborah Lockwood. El corazón de Stella
Crooker. Los ojos de la muchacha recientemente inmolada, su rubia cabellera teñida
ahora en rojo…
—Tu cabeza va a ser arrojada a la boca de Satán, Mike. Y después comenzará el
ritual. Judith Bikel aparecerá entre nosotras…
—¡Malditas brujas endemoniadas…! ¡Estáis locas…! ¡Locas…!
—Puedes gritar cuanto quieras, Mike. Desahógate. Te quedan pocos segundos de
vida.
Katharine dirigió una significativa mirada al individuo que estaba junto al altar.
Sus manos sostenían una pesada hacha.
—Adelante —ordenó la mujer—. No perdamos más tiempo.
Mike Hackman se percató de la ausencia de Janice Berger. No se encontraba en la
sala.
—¿No esperamos a la gran sacerdotisa?
Katharine sonrió.
—Celebro tu buen humor, Mike. Espero que lo conserves hasta el final. Janice
está alimentando el fuego de Satán. No te preocupes. Me despediré de ella en tu

ebookelo.com - Página 66
nombre.
El individuo se había aproximado para liberar a Hackman de la cabeza que le
sujetaba a la pared. Sus manos continuaron con grilletes. Sólo le despojó de la cadena
de las piernas.
Le propinó un empujón.
Mike Hackman trastabilló.
Las seis mujeres rieron en estridentes carcajadas. Con los ojos brillantes. Con
diabólicas muecas en el rostro. Dispuestas para la sangrienta orgía. Babeando
convulsivas.
Hackman llegó junto al altar de los sacrificios.
El individuo se inclinó para recoger el hacha.
Y Mike Hackman actuó.
Consciente de lo inútil de su acción. De que sólo demoraba su muerte. Pero debía
intentarlo.
Se apoyó en el individuo a la vez que propinaba un violento puntapié a una de las
columnas. Ésta se desplomó arrastrando en su caída a la más cercana. Los dos
calderos se volcaron extendiendo el líquido inflamable. Las llamas se propagaron
velozmente por el suelo, dibujando un amplio círculo. Envolviendo el satánico altar.
Mike Hackman no se dejó atrapar en aquel mortal círculo.
De ágil salto esquivó el río de fuego que paulatinamente adquiría gigantescas
proporciones.
Corrió hacia la única puerta.
Intentó abrirla a puntapiés, pero la hoja de madera no cedió. Sus manos,
encadenadas a la espalda, no alcanzaban el alto picaporte.
Los grises ojos de Hackman buscaron desesperadamente otra salida.
En la sala el espectáculo era dantesco.
Las seis mujeres y el hombre habían quedado cercados por las llamas. Cuatro de
ellas se retorcían por el suelo, profiriendo desgarradores alaridos. El individuo trató
de salir, pero su salto quedó corto. Cayó arrastrando tras de sí otra de las columnas.
El hombre quedó convertido en una antorcha humana.
Katharine sí había conseguido salvar el mortal círculo.
Rodó por el suelo pugnando por apagar el fuego que había prendido en sus ropas
y cabello.
Mike Hackman quiso acudir en ayuda de la mujer.
Pero el fuego se hizo más intenso. Obligándole a retroceder hasta quedar
arrinconado junto a la puerta. Las voraces llamas continuaban avanzando. En la sala
un nauseabundo hedor a carne quemada.
No había salvación.
Hackman se apoyó en la puerta.
La cabeza de Satán, aquel terrorífico ídolo, también estaba envuelto en llamas.
Parecía sonreír.

ebookelo.com - Página 67
De pronto la puerta se abrió.
Mike Hackman, apoyado fuertemente en la hoja de madera, cayó hacia atrás.
Unos brazos le sujetaron.
Los brazos del teniente Brian Wallach.

* * *

Mike Hackman parpadeó.


Aturdido.
—Brian… ¿Cómo… cómo es posible…?
—¡No es momento de explicaciones, Mike! —exclamó el teniente—. ¿Hay
alguien ahí dentro?
—Sí…, aunque ya nada se puede hacer. ¿Has capturado a Janice Berger?
—Acabo de entrar, Mike. Perdí unos minutos interrogando al individuo de arriba
hasta que nos indicó la entrada secreta. Janice Berger no estaba en la casa.
—Entonces la encontraremos en una de estas cuevas.
Cuatro hombres acompañaban al teniente Wallach. Estaban al pie de la escalera.
Esquivando el fuego que ya amenazaba con alcanzar todo el sótano. Las llamas ya
brotaban de la sala principal, ahora convertida en una sucursal del infierno.
—No podemos dedicarnos a buscarla, Mike. Sería suicida. El fuego nos cerrará la
salida e incluso es posible que la casa se venga abajo.
—Quiero dar con ella.
—¡Mike…!
Hackman corrió por un pasillo abriendo las puertas de las cuevas que encontraba
a su paso.
El teniente Wallach, después de proferir una soez maldición, decidió ir tras él.
En uno de los recodos descubrieron una última puerta.
Penetraron en la cueva.
Era reducida. De la pared del fondo también brotaban voraces llamas. Se veía la
silueta de la cabeza de Satán. Su parte posterior. Tambaleándose dominada por el
fuego.
Mike Hackman se detuvo, jadeante.
—Era aquí donde Janice suministraba el combustible para que el fuego brotara de
la boca del ídolo.
—Ella no está. ¡Salgamos de aquí, Mike! ¡Cuanto antes! ¡Todo se va a derrumbar
de un momento a otro!
—¡Allí…!
Hackman señaló hacia unos bidones de líquido inflamable situados en uno de los
rincones. Tras ellos sobresalían los pies de una mujer.
Era Janice Berger.

ebookelo.com - Página 68
Yacía de bruces.
Hackman y Wallach se inclinaron sobre ella. Al darle la vuelta, los dos hombres
no pudieron evitar una mueca de asombro y terror.
El rostro de Janice se estaba derritiendo como la cera.

* * *

El teniente Wallach, cómodamente sentado tras la mesa de su despacho, terminó


de leer la declaración de Hackman. Se pellizcó el lóbulo de su oreja izquierda en
pensativa actitud. Arrugó la nariz.
Mike Hackman permanecía de pie.
Junto al ventanal.
—¿Qué te ocurre, Brian? ¿Hay algo que no te guste?
—¿Gustarme? ¡Maldita sea…! ¡Nada hay de agradable en este diabólico caso!
¡Nada! ¿Crees que puedo dar esta versión a la Prensa?
—Es la verdad. Lo he explicado todo. Desde el principio de la Boot Hill de Rules
City, hasta lo ocurrido en la mansión de Janice. Sin omitir detalle.
—Sí, lo sé, pero… ¡Todo es tan irreal…! Las discípulas de Satán… Una secta del
siglo XVIII.
—Al acudir a la mansión de Janice deduzco que también sospechabas algo.
—¿Yo? Sólo fui a investigar. Un trabajo rutinario. Solicité informes del FBI de un
fulano llamado Oliver Fraker. Estaba fichado. Últimamente, al emplearse en casa de
Janice Berger, parecía haber vuelto por el buen camino. Tiene gracia… Llegué a
tiempo de salvarte el pellejo, Mike. Aún no puedo creer toda esta maldita historia.
—¿Olvidas los documentos encontrados en casa de Janice? Correspondencia con
las discípulas de Inglaterra, detalle de espeluznantes orgías y sacrificios, propagación
de la secta…
—Ya he informado a Scotland Yard para que investigue sobre las discípulas de
Inglaterra. De no ser por las inocentes víctimas sacrificadas, tomaría a burla esta
secta. Existen cientos de ellas en Estados Unidos. Se vanaglorian de comunicarse con
los espíritus del mal. Todos son fanáticos.
—¿También Las discípulas de Satán?
—¿Por qué no? Janice Berger, según el dictamen del forense, murió de un ataque
al corazón. Sin duda provocado por el voraz incendio. Se cubría el rostro con una
perfecta máscara. Con injertos de piel humana. ¿Sabes lo que eso significa? Todo era
una superchería. El experimento se realizaba siguiendo el ritual. ¡Y aparecía Janice
Berger! ¡Sin la máscara! Haciéndose pasar por la legendaria Judith Bikel. Y así
continuaba la demoníaca tradición. Engañando a sus propios miembros.
—Es posible.
—¿Aún lo dudas?

ebookelo.com - Página 69
Mike Hackman encendió un cigarrillo.
Quedó con la mirada fija en la nívea ceniza.
—Yo tengo otra versión. Janice Berger utilizaba aquella máscara para simular una
juventud que, lógicamente, se iba marchitando con el paso de los años. Con ello
acrecentaba su aureola de poderosa médium.
—¡No digas tonterías, Mike! Janice se disponía a adquirir la personalidad de
Judith Bikel. Por eso abandonó la sala. Terminado el combustible, Janice saldría de la
boca de Satán, maravillando a sus discípulas convencidas de hallarse ante la gran
condesa de Lenzburg.
—Sí… Puede que tengas razón…
—¿Acaso crees que de llevarse a cabo el… experimento, Judith Bikel volvería del
Más Allá? ¿Todo bajo la batuta del mismo diablo?
Mike Hackman esbozó una sonrisa.
—El experimento no se llegó a realizar. Nos queda la duda, Brian. Siempre nos
quedará la duda del verdadero poder de Las discípulas de Satán…

ebookelo.com - Página 70
EPÍLOGO
Ernest Bessell descargó con violencia su puño derecho sobre la mesa escritorio.
—¡Maldita sea, Mike! ¡No te comprendo! Me amenazas con dejar de trabajar para
mí si no acepto el original, y ahora te niegas a escribirlo.
Hackman dedicó una burlona sonrisa a su editor.
—Soy muy voluble.
—¡Y un cuerno! ¡Quiero que escribas esa historia, Mike! Tú estabas en lo cierto.
¡Será lo más terrorífico que se haya publicado! La historia de Las discípulas de Satán
ha escalofriado a todo el país. ¡Sólo tú puedes escribirla!
Mike Hackman señaló un envoltorio depositado en la mesa.
—Ahí tienes la tercera novela. Completada la trilogía de Wounded Knee.
—¡Al diablo con ella! Quiero que…
—No, Ernest. No lo haré.
Ernest Bessell, ante la firmeza de su interlocutor, resopló indignado:
—¿Por qué? Sería algo fabuloso. El mejor best seller de los últimos años. El libro
se vendería como rosquillas. Al público le agradan las emociones fuertes. Las
historias del Más Allá y…
—Tienes buenos especialistas en terror, Ernest. Cualquiera de ellos puede
escribirla.
—Tú la has vivido, Mike.
El rostro de Hackman se ensombreció.
Sí.
Él la había vivido…
Demasiado satánica y monstruosa para recrearse en escribirla.
—¿Aceptas la tercera novela de Wounded Knee?
El editor terminó por sonreír ampliamente.
—Por supuesto, muchacho. ¿Qué hay de esa idea tuya sobre Calamity Jane? Creo
que me mencionaste el posible título. Mujeres del Oeste. Kitty LeRoy, Belle Starr,
Big Nose Kate… ¿Para cuándo la tendrás terminada?
—Voy a descansar una temporada, Ernest. Siguiendo tu consejo. Una semana en
Las Vegas con cargo a la editorial.
Bessell bizqueó.
—Oye, Mike. Yo no…
—Te mandaré una postal.
—¡Mike…!
Una vez más Mike Hackman abandonaba el despacho del editor sin responder a la
llamada.
A la puerta del edificio le esperaba Natalie.
Hackman rodeó con su brazo los hombros femeninos.
—Conseguido, Natalie. Pasaremos una fabulosa semana en Las Vegas.

ebookelo.com - Página 71
—¿Y el buitre de Ernest paga los gastos?
—¡Seguro…!
—Eres maravilloso, Mike…
Se acomodaron en el interior del Chevrolet.
Natalie se apretó contra Hackman. En sus gordezuelos labios un sensual mohín.
La corta falda de su vestido mostrando generosamente los bronceados muslos. No la
bajó. Aquello formaba parte de su plan.
—Mike…
—¿Sí?
—Hace años que nos conocemos.
—Ajá.
—¿Por qué no te casas conmigo?
—Ése es el final obligado de todas las novelas, Natalie.
—¿Y no te gusta?
—Tal vez no sea mala idea, Natalie. Lo pensaremos juntos en Las Vegas. ¿De
acuerdo?
—Te convenceré, Mike… Emplearé todas mis dotes de persuasión…
Mike Hackman se sabía rendido de antemano.
Sin condiciones.
Las discípulas de Satán habían sido una espeluznante historia.
¿Por qué no culminar una historia de terror con un final feliz? Como en las
novelas publicadas por Bessell.
Pero en esta ocasión era el propio escritor quien picaba el anzuelo del
matrimonio.

F I N

ebookelo.com - Página 72

También podría gustarte