Aquel Asunto Del Rey - Dashiell Hammett

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Dashiell Hammett

Aquel asunto del rey


EL SAQUEO DE COUFFIGNAL

La isla de Couffignal, de bordes afilados, no es una isla muy grande, y no


está muy alejada de la península con la que está unida por un puente de
madera. Su costa occidental es un acantilado alto y recto que rompe
bruscamente sobre la Bahía de San Pablo. Desde lo alto de este acantilado la
isla se desliza hacia el este, hasta una suave playa pedregosa donde penetra de
nuevo en el mar; en esta parte hay embarcaderos, un club y numerosas
embarcaciones de placer amarradas.
La calle principal de Couffignal, paralela a la playa, tiene los usuales
Banco, hotel, cine y comercios. Pero se distingue de la mayoría de las calles
de su tamaño en que está mejor arreglada y conservada. Hay árboles verde
esmeralda. Los edificios se parecen mucho entre sí, como si hubieran sido
diseñados por el mismo arquitecto, y en los comercios podrían encontrarse
artículos de calidad que competirían con los de los mejores comercios de la
ciudad.
Las calles laterales -alineadas entre filas de limpios chalets próximos al pie
de la pendiente-se transformaban en caminos cercados a medida que se
acercaban al acantilado. Cuanto más se alejaban estos caminos más altas y
más grandes se volvían las casas. Los propietarios de estas casas más altas
eran los propietarios y gobernantes de la isla. La mayoría de ellos eran viejos
caballeros adinerados, que con lo que habían ganado en su juventud, ahora
invertido en negocios asegurados, se habían introducido en la colonia de la
isla para emplear lo que les quedaba de vida en el cuidado de sus hígados y
en mejorar su golf entre los de su clase. Sólo toleraban a los comerciantes,
trabajadores y gente por el estilo, necesarios para que estuvieran
perfectamente servidos.
Esto era Couffignal.
Era algo después de la medianoche. Yo estaba sentado en una habitación
del segundo piso de la casa más grande de Couffignal, rodeado de regalos de
boda cuyo valor ascendía a una suma comprendida entre los cincuenta y los
cien mil dólares.
De todos los trabajos que tiene que hacer un detective privado (excepto el
trabajo de divorcio, del que no se ocupa la Agencia de Detectives
"Continental"), el de las bodas es de los que menos me gustan. Usualmente
me las arreglo para no hacerlos, pero esta vez no había podido solucionarlo.
Dick Foley, que había sido encargado de este trabajo, tenía un ojo negro a
consecuencia de un puñetazo que le había dado un carterista el día anterior.
Esto excluyó a Dick y me incluyó a mí. Había venido a Couffignal -un
recorrido de dos horas en ferry y coche-aquella mañana, desde San Francisco,
y regresaría la próxima.
Este no era mejor ni peor que los asuntos usuales de las bodas. La
ceremonia se había desarrollado en una pequeña iglesia de piedra al pie de la
colina. Luego la casa había empezado a llenarse con los huéspedes de la
recepción. Estuvo repleta hasta el momento que los novios partieron para
tomar el tren del Este.
La sociedad había estado bien representada. Había un almirante y uno o
dos condes ingleses; un ex – presidente de una república sudamericana; un
barón danés; una princesa rusa, alta y joven, rodeada de títulos inferiores,
incluyendo un general ruso, bajo, gordo, jovial y de barba negra, quien me
había hablado durante una hora entera de boxeo, deporte en el que estaba
muy interesado pero del que sabía menos de lo que era posible esperar; un
embajador de uno de los países de Europa Central; un miembro del tribunal
supremo; y un montón de gente cuya prominencia o semiprominencia no
llevaba rótulo.
En teoría, se supone que un policía que debe proteger los regalos de boda
no debe distinguirse de los otros invitados. Pero en la práctica, nunca se
trabaja en estas condiciones. Tiene que pasar la mayor parte del tiempo en
medio del botín, con lo que se lo reconoce fácilmente. Aparte de eso, entre
los invitados reconocí a ocho o diez personas que habían sido clientes de la
Agencia, y que por esa razón me conocían. Sin embargo, el ser conocido no
significa tanto como se puede pensar, y todo transcurrió tranquilamente.
Un par de amigos del novio, excitados por el alcohol y por la necesidad de
mantener su reputación de graciosos, habían tratado de sacar
subrepticiamente algunos de los regalos de la habitación para ocultarlos en el
piano. Pero yo me esperaba la broma familiar y la impedí antes de que
pudiera causarle problema a alguien.
Algo después de oscurecer, el viento empezó a arrastrar sobre la bahía
negros nubarrones que presagiaban una inmediata lluvia. Los invitados que
vivían lejos, especialmente los que tenían que atravesar el mar, se
apresuraron a regresar a sus casas. Los que permanecían en la isla se
quedaron hasta que empezaron a caer las primeras gotas. Entonces se
marcharon.
La casa de Hendrixson quedó en reposo. Los músicos y los sirvientes
especiales se marcharon. Los criados de la casa empezaron a desaparecer en
dirección a sus dormitorios. Encontré un par de sandwiches, unos libros y un
confortable sillón, y me los llevé hasta la habitación de los regalos, ahora
ocultos bajo sábanas grisáceas.
Keith Hendrixson, el abuelo de la novia -que era huérfana-asomó la cabeza
a través de la puerta.
–¿Tiene todo lo que necesita? – preguntó
–Sí, gracias.
Me dio las buenas noches y se fue a la cama. Era un viejo alto y delgado
como un muchacho.
El viento y la lluvia eran intensos cuando bajé para echar el último vistazo
a las puertas y ventanas. En el primer piso todo estaba bien cerrado y seguro,
lo mismo que en el sótano. Subí de nuevo.
Acercando mi sillón a una lámpara de pie, puse los sandwiches, los libros,
el cenicero, la pistola y la linterna en una pequeña mesa de al lado. Entonces
apagué las otras luces, encendí mi cigarrillo, me senté, apoyé mi espalda
cómodamente contra el respaldo del sillón, tomé uno de los libros y me
preparé a pasar la noche.
El libro se llamaba El lord del mar, y trataba de un hombre fuerte, áspero y
violento llamado Hogarth, cuyo plan más modesto era el de apoderarse del
mundo. Había complots y contracomplots, raptos, asesinatos, fugas de
cárceles, falsificaciones y robos, diamantes más grandes que puños y
fortalezas flotantes más grandes que Couffignal. Aquí parece descabellado,
pero en el libro era tan real como una moneda de diez centavos.
Hogarth todavía le daba fuerte cuando las luces se apagaron.
En la oscuridad, apagué mi cigarrillo aplastándolo contra un sandwich.
Dejando el libro, agarré la pistola y la linterna y me levanté de la silla.
Escuchar los ruidos no da ningún resultado. La tormenta hacía cientos de
ruidos. Lo que yo necesitaba saber era porqué se habían apagado las luces.
Todas las otras luces de la casa estaban apagadas desde hacía tiempo, así que
la oscuridad del vestíbulo no me decía nada.
Esperé. Mi trabajo consistía en vigilar los regalos. Nadie los había tocado
todavía. No había por qué ponerse nervioso.
Los minutos pasaron: quizá diez.
El suelo se movió bajo mis pies. Las ventanas retumbaron con una
violencia más intensa que la de la tormenta. El sordo estallido de una
explosión anuló el ruido del viento y del agua al caer. La detonación no había
sido próxima, pero tampoco lo suficientemente lejana como para que no
hubiera tenido lugar en la isla.
Acercándome a la ventana, y escrutando a través de los vidrios húmedos,
no pude ver nada. Debería haber visto unas pocas luces mortecinas allá abajo,
alejadas de la colina. Esas luces no se veían. En Couffignal estaba todo
apagado, no sólo en la casa de Hendrixson.
Eso estaba mejor. La tormenta podía haber sido la causa del apagón
general, quizá podría haber sido la causa de la explosión.
Mirando a través de la negra ventana tuve la impresión de que había una
gran excitación allá abajo, una sensación de movimiento en la noche. Pero
todo estaba demasiado alejado de mí para que pudiera ver u oír algo aun en el
caso de que hubiera luz, y era muy difícil precisar qué se movía. La
impresión era fuerte, pero no servía para nada. No me llevaba a ninguna
parte. Me dije que estaba empezando a ver visiones, y me retiré de la ventana.
Otra sacudida me hizo volver de nuevo. Esta explosión se oyó más próxima
que la primera, quizá porque fuera más fuerte. Mirando de nuevo a través de
la ventana, no pude ver nada todavía. Y aún tenía la impresión de que abajo
había cosas que se movían mucho.
Pies desnudos sonaron en el vestíbulo. Oí una voz que me llamaba
ansiosamente. Retirándome de nuevo de la ventana guardé mi pistola y
encendí la linterna. Keith Hendrixson, en pijama y bata, parecía más delgado
que nunca cuando entró en la habitación.
–¿Es un…?
–No creo que sea un terremoto -dije, porque es la primera calamidad en
que piensa un californiano-. Hace un momento que se han apagado las luces.
Hubo un par de explosiones debajo de la colina desde que…
Me detuve. Habían sonado tres disparos muy seguidos. Disparos de rifle,
pero de esa clase que sólo los rifles más pesados pueden hacer. Luego,
agudas y pequeñas en la tormenta, se escucharon detonaciones de pistola.
–¿Qué es eso? – preguntó Hendrixson.
–Son disparos.
Se oyeron más pisadas en los vestíbulos, algunas de pies descalzos, otras
de calzados. Voces excitadas murmuraban preguntas y exclamaciones. El
mayordomo, un hombre solemne y sólido, parcialmente vestido y llevando un
candelabro de cinco brazos, entró.
–Muy bien, Brophy -le dijo Hendrixson al mayordomo cuando puso el
candelabro sobre la mesa al lado de mi sandwich-. ¿Ha tratado de averiguar
lo que pasa?
–Lo he intentado, señor. El teléfono parece que no funciona, señor. ¿Puedo
enviar a Oliver al pueblo?
–No. No me parece que sea nada importante. ¿Cree que es algo serio? – me
preguntó.
Le dije que no me parecía, pero es que prestaba más atención al exterior
que a él.
Había oído algo parecido a un grito lejano de mujer y una detonación de
arma corta. El rumor de la tormenta ahogó estos disparos, pero cuando el
fuego de más calibre que habíamos oído antes empezó de nuevo, se oía muy
claramente.
Si hubiéramos abierto la ventana habrían entrado enormes cantidades de
agua sin que hubiéramos oído mejor. Me quedé con el oído pegado a la
ventana, tratando de llegar a una conclusión sobre lo que estaba sucediendo
allá abajo.
Otro ruido distrajo mi atención de la ventana: el timbre de la puerta. Se oyó
alto y persistente.
Hendrixson me miró. Yo asentí.
–Mira quien es, Brophy -dijo.
El mayordomo bajó solemnemente, y volvió todavía más solemne.
–La princesa Zhukovski -anunció.
La princesa entró corriendo en la habitación. Era la alta muchacha rusa que
yo había visto en la fiesta. Sus ojos estaban oscuros y abiertos por la
excitación. Su cara estaba muy blanca y muy mojada. El agua caía a chorros
al final de su impermeable azul, cuya capucha cubría sus cabellos oscuros.
–¡Oh, señor Hendrixson! – La princesa había tomado una de sus manos
entre las suyas. Su voz, sin ningún acento extranjero, era la voz de alguien
que está excitado por una sorpresa maravillosa. – El Banco ha sido robado, y
el… ¿cómo lo llaman ustedes?, ¡el jefe de policía ha sido muerto!
–¿Cómo? – exclamó el viejo, saltando torpemente, porque un chorro de
agua del impermeable había caído sobre su pie desnudo-. ¿Weegan muerto?
¿Y el Banco robado?
–¡Sí! ¿No es horrible? – dijo ella como si estuviera diciendo
"maravilloso"-. Cuando la primera explosión nos despertó, el general envió a
Ignati para averiguar lo que pasaba, y llegó abajo en el momento preciso para
ver cómo volaba el Banco. ¡Escuche!
Escuchamos, y oímos el salvaje estallido de un fuego graneado.
–¡Eso será la llegada general! – dijo-. Se divertirá mucho. Tan pronto
como Ignati volvió con esas noticias el general armó a todos los varones de la
casa, desde Alejandro Sergyeevich hasta Iván el cocinero, y se los llevó más
contento que nunca desde que condujo su división al este de Prusia en 1914.
–¿Y la duquesa? – preguntó Hendrixson.
–El general abandonó la casa estando yo, por supuesto, y me escapé
cuando la duquesa estaba tratando, por primera vez en su vida, de llenar de
agua el samovar. ¡No es una noche para quedarse en casa!
–¡Hum! – dijo Hendrixson, sin atender evidentemente a sus palabras-. ¿Y
el Banco?
Me miró. Yo no dije nada. El ruido de otro tiroteo llegó hasta nosotros.
–¿Podría hacer algo allá abajo? – preguntó.
–Puede ser, pero… -Señalé a los regalos bajo sus cubiertas.
–¡Oh, esos! – dijo el viejo-. Estoy tan interesado en el Banco como en
ellos; y, además, estaremos nosotros aquí.
–¡Muy bien! – Yo deseaba bastante satisfacer mi curiosidad sobre lo que
pasaba debajo de la colina-. Bajaré. Es mejor que el mayordomo permanezca
aquí y que el chofer se quede delante de la puerta principal. Será mejor que
les dé pistolas si es que tiene. ¿Pueden prestarme un impermeable? Sólo traje
conmigo un abrigo liviano.
Brophy encontró un impermeable azul que me quedaba bien. Me lo puse,
guardé la pistola y la linterna convenientemente y encontré mi sombrero
mientras Brophy cargaba una pistola automática para sí, y un rifle para
Oliver, el chofer mulato.
Hendrixson y la princesa me acompañaron escaleras abajo. En la puerta
advertí que ella no me seguía exactamente; venía conmigo.
–¡Pero, Sonya! – protestó el viejo.
–No voy a hacer tonterías, aunque me gustaría -le prometió-. Pero voy a
regresar junto a mi Irina Androvna, que quizá ya ha llenado el Samovar.
–¡Es una muchacha sensible! – dijo Hendrixson, y nos dejó ir en medio de
la lluvia y del viento.
No era momento apropiado para conversar. En silencio nos dirigimos hacia
abajo en medio de dos filas de setos, con la tormenta en nuestras espaldas. Al
llegar al primer claro entre los setos, me detuve, señalando la oscura sombra
de una casa.
–Es la suya.
Ella me sonrió brevemente. Me tomó del brazo y me apresuró a bajar por
el camino.
–Sólo se lo dije al señor Hendrixson para que no se preocupara -explicó-.
No piense que me voy a quedar aquí y perderme el espectáculo.
Ella era alta. Yo soy bajo y gordo. Tenía que mirar hacia arriba para
mirarle la cara, para vérsela todo lo que me permitía la lluvia gris de la noche.
–Se empapará hasta los huesos en medio de esta lluvia -objeté.
–¿Cómo? Estoy preparada para ello.
Levantó el pie para enseñarme una pesada bota de goma y la pierna
cubierta por una media de lana.
–No hace falta que le diga que no vamos a dar vueltas por allá abajo,
porque yo tengo que trabajar.insistí-. No puedo andar cuidándola.
–Me puedo cuidar sola.
Entreabrió el impermeable para mostrarme una pistola automática en la
mano.
–Me estorbará.
–No -replicó-. Ya verá que puedo ayudarlo. Soy muy fuerte y más rápida
que usted y sé disparar.
El retumbar de un fuego graneado había subrayado nuestra discusión, pero
ahora el ruido de un fuego de más calibre había silenciado la docena de
objeciones a su compañía en las que todavía pensaba. Después de todo podría
librarme de ella en la oscuridad si llegaba a ser un estorbo.
–Haga lo que quiera -le dije-, pero no espera nada de mí.
–Es muy amable -murmuró cuando nos pusimos de nuevo en camino con
el viento a nuestras espaldas empujándonos.
Oscuras figuras se movían ocasionalmente por el sendero ante nosotros,
pero eran demasiado lejanas para que fueran reconocibles. De repente un
hombre cruzó a nuestro lado corriendo hacia arriba, un hombre alto cuyo
pijama salía por los pantalones y por el saco, lo cual lo identificaba como un
residente.
–¡Acabaron con el Banco y ahora están en Medcraft's! – nos gritó al pasar.
–Medcraft es el joyero -me informó la muchacha.
La pendiente era ahora menos pronunciada. Las casas -oscuras pero con
caras vagamente visibles en algunas ventanas-se hicieron más próximas.
Abajo, los fogonazos de una pistola -rayas naranja en la noche-podían verse
intermitentemente.
Nuestro sendero nos condujo hacia el extremo inferior de la calle principal,
justo en el momento en que comenzaba el tableteo de una ametralladora.
Empujé a la muchacha contra la puerta más próxima y me arrojé tras ella.
Las balas chocaban contra las paredes como el sonido del granizo sobre las
hojas.
Eso era lo que había tomado por un rifle excepcionalmente pesado, una
ametralladora.
La muchacha había caído en un rincón, revuelta encima de algo. La ayudé
a levantarse. El algo era un muchacho de unos diecisiete años, con una sola
pierna y una muleta.
–Es el repartidor de diarios -dijo la princesa Zhulovski-, y le ha hecho daño
con su torpeza.
El muchacho sacudió la cabeza, haciendo gestos mientras se levantaba.
–No, no me ha hecho ningún daño, pero es muy amable saltando así sobre
mí.
Tuve que explicarle que ella no había saltado así sobre él, sino que yo la
había empujado, y que ella lo sentía mucho, lo mismo que yo.
–¿Qué sucede? – pregunté al muchacho cuando pude hablar con él.
–Todo -alardeó, como si tuviera una gran autoridad-. Deben ser unos cien,
volaron el Banco y ahora algunos de ellos están en Medcraft's, y me parece
que también lo van a volar. Mataron a Tom Weegan y han emplazado una
ametralladora sobre un coche en medio de la calle. Están disparando ahora.
–¿Dónde está todo el mundo, todos los felices habitantes?
–Muchos de ellos están detrás de la municipalidad. No pueden hacer nada,
sin embargo, porque la ametralladora no les permite acercarse lo suficiente
para ver adónde tienen que disparar, y el inteligente de Bill Vincent me dijo
que me fuera, como si teniendo una sola pierna no pudiera disparar como
cualquiera, si tuviera algo con que disparar.
–Eso no estuvo bien de su parte -le dije para simpatizar-. Pero puedes
hacer algo por mí: quedarte aquí y vigilar este extremo de la calle, de modo
que sepa si ellos se van en esa dirección.
–No estará tratando de decirme que me quede aquí para librarse de mí,
¿verdad?
–No -mentí-. Necesito alguien que vigile. Iba a dejar a la princesa aquí
pero tú lo harás mejor.
–Sí -ella me ayudó siguiendo mi idea-. Este señor es un detective, y si
haces lo que te dice ayudarás más que estando allá con los otros.
La ametralladora todavía estaba disparando, pero ya no en esta dirección.
–Voy a cruzar la calle -le dije a la muchacha-. Si usted…
–¿Va a reunirse con los otros?
–No. Si puedo ubicarme detrás de los asaltantes mientras están ocupados
con los otros quizá pueda hacer algo.
–¡Ahora vigila atentamente! – ordené al muchacho, y la princesa y yo
corrimos velozmente hasta la otra vereda.
La alcanzamos sin tropiezos, caminamos pegados a un edificio durante
unos pocos metros, y doblamos por un callejón al final del cual se percibía el
olor y el murmullo de la oscura bahía.
Mientras avanzábamos concebí un plan para librarme de mi compañera,
enviándola a una caza inofensiva. Pero no se me presentaba la oportunidad.
La corpulenta figura de un hombre apareció frente a nosotros.
Avanzando delante de la muchacha me dirigí hacia él. Debajo de mi
impermeable sostenía la pistola en su dirección.
El no se movió. Era más corpulento de lo que me había parecido a primera
vista. Era gordo, de hombros redondos y con cuerpo de barril. Sus manos
estaban vacías. Le alumbré la cara con la linterna durante un segundo. Tenía
una cara de mejillas lisas y rasgos gruesos, con pómulos muy pronunciados y
un par de cicatrices en ellos.
–¡Ignati! – exclamó la muchacha sobre mi hombro.
Empezó a hablar, en lo que yo supuse ruso, con la muchacha. Ella sonrió y
replicó. El movió su enorme cabeza obstinadamente, insistiendo en algo. Ella
pateó el suelo y habló con tono irritado. El movió su cabeza de nuevo y se
dirigió a mí.
–El general Pleshkev me ha dicho que lleve a la princesa Sonya a casa.
Su inglés era casi tan difícil de entender como su ruso. Su tono me
sorprendió. Era como si lo que estuviera explicando fuera algo absolutamente
necesario que tuviera que hacer, por lo cual no quería ser culpado, pero que
de todas maneras haría.
Mientras la muchacha le hablaba de nuevo, yo adiviné la respuesta. El
corpulento Ignati había sido enviado por el general para que llevara a la
muchacha a casa, y él iba a obedecer sus órdenes aunque tuviera que
llevársela a la fuerza. Trataba de evitar las dificultades conmigo intentando
explicarme la situación…
–Llévela -le dije, poniéndome de su parte.
La muchacha se volvió hacia mí y sonrió.
–Muy bien, Ignati, me volveré a casa -dijo ella en inglés al mismo tiempo
que daba la vuelta y regresaba por el callejón, con el hombre corpulento a su
lado.
Satisfecho por estar solo, no tardé mucho tiempo en avanzar en dirección
opuesta hasta que las piedras de la playa estuvieron bajo mis pies. Las piedras
sonaban agudamente. Retrocedí hacia un terreno más silencioso y comencé a
andar tan rápidamente como pude por la playa hacia el centro de la acción. La
ametralladora seguía gruñendo. Pistolas de pequeño calibre ladraban de vez
en cuando. Tres conmociones llegaron juntas, bombas o granadas de mano,
según me indicaron mis oídos y mi memoria.
El cielo tormentoso resplandeció por encima de mi cabeza sobre un tejado
hacia la izquierda. El estallido de la explosión golpeó mis oídos. Fragmentos
que no pude ver cayeron a mi alrededor. Eso, pensé, debía ser la caja fuerte
del joyero volando por los aires.
Continué por la línea de la playa. La ametralladora se había callado.
Pistolas más pequeñas sonaban sin cesar. Estalló otra granada. La voz de un
hombre aulló de puro terror.
Arriesgándome al crujido de las piedras, regresé de nuevo al borde del
agua. No pude ver en el agua ninguna forma oscura que pudiera haber sido
una embarcación. Había embarcaciones amarradas a lo largo de la playa esa
misma tarde. La tormenta podría haberlas dispersado, pero yo no lo creía así.
La altura occidental de la isla protegía a esta playa. El viento era fuerte en esa
zona, pero no violento.
Paso a paso, me aproximé.
Una sombra se movió entre la parte posterior de un edificio y yo. Me
quedé helado. La sombra, del tamaño de un hombre, se movió de nuevo en la
dirección que yo venía.
Esperando, ignoraba cuan invisible o plano podría estar yo contra el suelo.
Podría arriesgarme moviéndome para tratar de mejorar mi posición.
A unos tres metros la sombra se detuvo repentinamente. Había sido visto.
Mi pistola apuntaba a la sombra.
–Venga -llamé suavemente-. Continúa avanzando. Déjeme ver quien es.
La sombra vaciló, dejó la protección del edificio y se acercó más. No podía
arriesgarme a encender la linterna. Pude ver una hermosa cara, puerilmente
descuidada, con una mejilla manchada de oscuro.
–¡Oh! ¿Cómo está? – dijo el propietario de la cara con una voz musical de
barítono-. Usted estaba en la recepción esta tarde.
–Sí.
–¿Ha visto a la princesa Zhukovski? ¿La conoce?
–Se volvió a casa con Ignati hará unos diez minutos.
–¡Excelente! – Se limpió su mejilla manchada con un pañuelo más
manchado todavía, y volvió para mirar la embarcación-. Es la lancha del
señor Hendrixson -murmuró-. Se apoderaron de ésa y soltaron las otras.
–Eso quiere decir que se marcharán por el mar.
–Si -acordó-, a menos… ¿Por qué no lo intentamos?
–¿Quiere decir que la abordemos?
–¿Por qué no? – preguntó-. No puede haber mucha gente a bordo. Dios
sabe que la mayor parte de ellos están en tierra. Usted está armado. Yo tengo
una pistola.
–Primero observaremos -decidí-; así sabremos qué es lo que abordamos.
–Está bien -dijo-, y podemos avanzar protegiéndonos con la parte de atrás
de los edificios.
Pegados a las paredes de los edificios, avanzamos hacia la embarcación.
La lancha se hizo más clara en la noche. Quizá fuese una embarcación de
unos trece metros de largo, con su popa hacia la playa, subiendo y bajando en
un pequeño embarcadero. En la popa algo sobresalía. Algo que yo no podía
ver muy claramente. Ruidos de pisadas sonaban intermitentemente en el
muelle de madera. En ese momento una cabeza oscura y unos hombros se
mostraron encima de la sorprendente cosa de la copa.
Los ojos del muchacho ruso vieron mejor que los míos.
–Enmascarado -me susurró al oído-. Algo como una media le tapa la cara y
la cabeza.
El enmascarado estaba de pie y sin moverse. Nosotros estábamos de pie y
sin movernos.
–¿Podría alcanzarlo desde aquí? – preguntó el muchacho.
Puede ser, pero la noche y la lluvia no son una combinación muy
apropiada para hacer buena puntería. Lo mejor que podemos hacer es
acercarnos tanto como podamos y empezar a disparar cuando él nos
descubra.
–Está bien -convino.
Nos descubrió cuando dimos el primer paso. El hombre de la lancha gruñó.
El muchacho que estaba a mi lado saltó hacia delante. Descubrí la cosa de la
popa en el mismo momento en que adelantaba mi pie para hacer caer al
muchacho ruso. Cayó al suelo, todo desparramado sobre las piedras. Me tiré
detrás de él.
La ametralladora de la popa de la lancha arrojó plomo sobre nuestras
cabezas.
–¡Esto es descabellado! – dije-. Vámonos de aquí.
Di el ejemplo retrocediendo hacia la pared del edificio que acabábamos de
dejar.
El hombre de la ametralladora roció la playa, pero muy torpemente; sus
ojos sin duda veían muy mal en la noche, a juzgar por la trayectoria de las
balas.
Una vez que dimos la vuelta a la esquina del edificio, nos sentamos.
–Salvó mi vida haciéndome caer -me dijo el muchacho fríamente.
–Sí. Me pregunto si habrán retirado la ametralladora de la calle, o si…
La respuesta me llegó inmediatamente. La ametralladora de la calle juntó
su áspera voz con una ráfaga de la de la lancha.
–¡Dos! – exclamé. ¿Sabe algo de los asaltantes?
–No me parece que haya por allí más de diez o doce -dijo-, aunque es
difícil contarlos en la oscuridad. Los pocos que vi van completamente
enmascarados, como el hombre de la lancha. Parece que primero cortaron el
teléfono y la luz y luego volaron el puente. Los atacamos cuando estaban
robando el Banco, pero tenían enfrente una ametralladora montada en un
automóvil, y no estábamos equipados para combatir en igualdad de
condiciones.
–¿Dónde están ahora los isleños?
–Dispersados, y la mayoría de ellos ocultos, supongo, a menos que el
general Pleshkev haya conseguido reunirlos de nuevo.
Miré serio y me exprimí el cerebro. Uno no puede enfrentarse con
ametralladoras y granadas de mano contando con pacíficos habitantes de un
pueblo y capitalistas retirados. No importa lo bien dirigidos y armados que
estén: no se puede hacer nada con ellos. Por eso, ¿cómo alguien podría tener
suerte en un juego tan violento?
–Quédese aquí y vigile la lancha -sugerí-. Yo daré una vuelta por los
alrededores para ver si puedo reunir unos cuantos hombres decididos, y
trataré de abordar de nuevo el bote, probablemente desde el otro lado. Pero
no podemos contar con eso. La retirada será por mar. Podemos estar seguros
de eso, y trataremos de bloquearla. Si usted se arroja al suelo puede vigilar la
lancha desde la esquina del edificio sin ofrecer un buen blanco a la
ametralladora. Yo trataría de no llamar la atención hasta que inicien la
retirada hacia la lancha. Entonces puede disparar todo lo que quiera.
–¡Excelente! – dijo-. Probablemente encontrará a la mayoría de los isleños
detrás de la iglesia. Puede llegar allí yendo derecho hacia la colina, hasta que
encuentre una valla de hierro, y seguir entonces a la derecha.
–Bien.
Avancé en la dirección que me había indicado.
En la calle principal me detuve antes de aventurarme a cruzarla. Todo
estaba tranquilo. El único hombre que pude ver estaba tendido boca abajo en
la vereda próxima a mí.
Me acerqué andando a gatas hasta su lado. Estaba muerto. No me detuve a
examinarlo, sino que me arrastré hasta el otro lado de la calle.
Nada se opuso a mi paso. En un portal, pegado contra la pared, escudriñé
alrededor. El viento había cesado. La lluvia ya no era torrencial, sino que era
un flujo continuo de pequeñas gotas. La calle principal de Couffignal, por lo
que yo podía apreciar, era una calle desierta.
Me pregunté si ya habría comenzado la retirada hacia la lancha. Sobre la
vereda, caminando rápidamente hacia el Banco, tuve la respuesta.
Arriba, en la pendiente, casi en el borde del cerro, y a juzgar por el ruido,
una ametralladora comenzaba a esparcir su chorro de balas…
Confundidas con el estrépito de la ametralladora se oían detonaciones de
armas más pequeñas, y una o dos granadas.
Dejé la calle principal y empecé a subir hacia la colina. En dirección
contraria a la mía venían corriendo varios hombres. Dos de ellos me pasaron
sin prestar atención a mis gritos:
–¿Qué está pasando allí ahora?
El tercer hombre se detuvo porque lo agarré por el brazo; era un hombre
gordo con el aliento jadeante, y cuya cara estaba mortalmente pálida.
–Han subido detrás nuestro con el coche de la ametralladora -musitó
cuando por segunda vez le grité mi pregunta al oído.
–¿Qué hace usted sin una pistola? – le pregunté.
–Yo, yo la arrojé.
–¿Dónde está el general Pleshskev?
–Por allá atrás, en alguna parte. Está tratando de apoderarse del coche, pero
nunca lo conseguirá. ¡Es un suicidio! ¿Por qué no nos llega ayuda?
Otros hombres pasaron corriendo hacia abajo, mientras hablábamos. Dejé
marcharse al hombre de cara pálida, y detuve a cuatro hombres que no
corrían tan rápido como los otros.
–¿Qué sucede ahora? – les pregunté.
–Fueron a través de las casas hasta la colina -dijo un hombre de rasgos
agudos, de pequeño bigote y con un rifle.
–¿Alguno consiguió establecer contacto con el exterior de la isla? –
pregunté.
No se puede -me informó el otro-. Lo primero que han hecho es volar el
puente.
–¿Alguno sabe nadar?
–No con este viento. Young Catlan lo intentó, y tuvo suerte de salir vivo y
con sólo dos costillas rotas.
–El viento está aflojando ahora -señalé.
El hombre de los rasgos afilados entregó el rifle a uno de los otros y se
sacó el saco.
–Lo intentaré -prometió.
–¡Bien! Despierte a todo el país, y hable a través del servicio fluvial de la
Policía de San Francisco con la base naval de Mare Island. Tendrán que
intervenir si les dice que los asaltantes tienen ametralladoras. Dígales también
que los asaltantes tienen una lancha armada para abandonar la isla. Es la de
Hendrixson.
El nadador voluntario nos dejó.
–¿Una lancha? – preguntaron a la vez dos de los hombres.
–Sí, con una ametralladora emplazada. Si vamos a hacer algo, tiene que ser
ahora que estamos entre ellos y su salida. Reúnan a todos los hombres y
armas que puedan. Hostiguen a la lancha desde los tejados. Cuando el coche
de los asaltantes aparezca hagan lo mismo. Lo harán mejor desde los edificios
que desde la calle.
Los tres hombres se fueron hacia abajo. Yo me dirigí hacia arriba, donde se
oían los tiroteos. La ametralladora disparaba irregularmente. Tableteaba
durante unos segundos y luego se detenía. Le contestaba un fuego pequeño e
irregular.
Me encontré con más hombres, enterándome por ellos que el general, con
menos de una docena de hombres, luchaba todavía contra el coche. Repetí a
éstos el consejo que había dado a los otros. Mis informantes se dirigieron
hacia abajo para reunirse con ellos. Yo seguí hacia arriba.
Cien metros más arriba, lo que quedaba de la docena de hombres del
general, pasaron a mi lado volando en dirección contraria, con las balas
silbándoles por la espalda.
El camino no era lugar para hombres mortales. Tropecé con dos cuerpos y
me arañé en una docena de sitios al saltar sobre un seto. Continué mi
ascensión hacia la colina sobre un suave y húmedo césped.
La ametralladora, en la colina, detuvo su tableteo. La del bote todavía
continuaba disparando.
La que tenía enfrente empezó de nuevo a hacer fuego, disparando
demasiado alto para que pudiera hacer blanco sobre nada que estuviera
próximo. Estaba haciendo un fuego combinado con la de la lancha, barriendo
a tiros la calle principal.
Antes de que me acercara más, dejó de disparar. Pude oír el motor del
coche al aproximarse. El coche se acercaba en mi dirección.
Me zambullí en un seto y me quedé allí, con mis ojos en tensión atisbando
entre los tallos. Tenía seis balas en una pistola que no había usado todavía
aquella noche en que parecían haberse quemado toneladas de pólvora.
Cuando vi las ruedas sobre la parte más iluminada del sendero, vacié mi
pistola, apuntando bajo.
El coche continuó avanzando.
Salí de mi escondrijo.
El coche se salió de pronto del sendero vacío.
Hubo un ruido rechinante. Un choque. El ruido de metal retorciéndose.
Vidrios rotos.
Corrí en dirección a esos ruidos.
Fuera de un montón de hierros retorcidos, surgió una figura negra, que se
lanzó a través del pasto húmedo. Me lancé tras ella, esperando que los otros
del accidente estuvieran inmovilizados allí.
Estaba a menos de quince pasos del hombre que huía cuando se metió en
un seto. Yo no soy atleta, pero tampoco él lo era. El pasto húmedo era la
causa de que la carrera fuera algo resbaladiza.
Tropezó cuando yo estaba saltando el seto. Cuando corrimos de nuevo,
estaba a menos de diez pasos de él.
Apreté el gatillo de mi pistola, olvidándome que estaba vacía. Tenía seis
balas envueltas en un pedazo de papel en el bolsillo de mi chaleco, pero no
había tiempo para cargar.
Estuve tentado de tirarle la pistola vacía a la cabeza. Pero no tenía muchas
posibilidades de alcanzarlo.
Se vislumbró un edificio enfrente nuestro. El fugitivo se volvió hacia la
izquierda, para desaparecer por una esquina.
–¡Dios mío! – se quejó la melosa voz del general Pleshskev-. Haber fallado
con una escopeta a un hombre, a esa distancia!
–¡Dé la vuelta por el otro lado -le grité, arrojándome por la esquina tras mi
presa.
Sus pisadas se oían frente a mí. No podía verlo. El general resopló por el
otro lado de la casa.
–¿Ya lo tiene?
–¡No!
Frente a nosotros había una loma de terreno por cuya parte superior corría
un sendero. A cada lado nuestro había un alto y sólido seto.
–Pero, amigo mío -protestó el general-, ¿cómo pudo él…?
Un pálido triángulo sobresalía por el camino de arriba, un triángulo que
podía ser un trozo de cara mostrándose por encima del chaleco.
–¡Quédese aquí y siga hablando! – susurré al general, y me arrastré hacia
arriba.
–Debe haberse ido por el otro lado. – El general obedecía mis
instrucciones, charlando como si yo continuara a su lado-. Porque si hubiera
ido por el mío yo tendría que haberlo visto, y si no se subió por los setos o
por el terraplén, seguramente alguno de nosotros tendría que haberlo visto de
nuevo…
Seguía hablando cuando yo llegué al borde de la loma por la que corría el
sendero, mientras buscaba un terreno apropiado sobre el que poner mis pies.
El hombre que estaba en el camino, tratando de hacerse pequeño con la
espalda apoyada en un arbusto, miraba al parlanchín general. Me vio cuando
yo ya tenía un pie en el sendero.
El saltó, levantando una de sus manos.
Yo salté, con las dos mías levantadas.
Una piedra que al resbalar tropezó contra mi pie, me tiró hacia un lado
torciendo mi tobillo, pero evitando que mi cabeza fuera alcanzada por la bala
que él me disparó.
Mi pierna izquierda libre se agarró a las suyas al mismo tiempo que me
desparramaba. El cayó encima mío. Le di una patada, agarré su brazo
armado, e iba a morderlo cuando el general lo encañonó en el borde del
sendero con la escopeta.
Cuando tuve que levantarme, no me encontré muy cómodo. Mi tobillo
torcido no soportaba a gusto su parte de mis ochenta kilos. Cargando la
mayor parte de mi peso sobre la otra pierna, iluminé al prisionero con mi
linterna.
–¡Hola, Filippo! – exclamé.
–¡Hola! – dijo sin mucho entusiasmo por el reconocimiento.
Era un rechoncho joven italiano de unos veintitrés o veinticuatro años.
Hacía cuatro años yo había colaborado en su envío a San Quintín por su
participación en un robo a los sueldos de una fábrica. Hacía pocos meses que
estaba en libertad bajo palabra.
–A la Junta de la prisión no le va a gustar esto -le dije.
–Está equivocado -imploró-. No hice nada. Subí aquí a ver a unos amigos.
Y cuando esta cosa empezó tenía que ocultarme, porque tengo antecedentes,
y me meterían entre rejas de nuevo si se enteraran que estuve por aquí. Y
ahora usted me encontró y piensa que estoy metido en esto.
–Piensas muy claramente -le aseguré, y pregunté al general-:¿Dónde
podríamos encerrar a este cretino durante un momento bajo llave?
–En mi casa hay una habitación de troncos con una puerta muy fuerte y sin
ventanas.
–Eso irá bien. ¡En marcha, Filippo!
El general Pleshkev se llevó al joven, mientras yo renqueaba detrás de
ellos, examinando la pistola de Filippo que estaba cargada excepto el disparo
que me había hecho, y cargando la mía.
Habíamos tomado a nuestro prisionero en los terrenos del ruso, así que no
tuvimos que caminar mucho.
El general llamó a la puerta y dijo algo en su idioma.
Los cerrojos se descorrieron y rechinaron, y la puerta fue abierta por un
criado ruso de grandes bigotes. Detrás de él estaban, de pie, la princesa y una
mujer fornida bastante más vieja.
Entramos al mismo tiempo que el general explicaba a los de su casa la
captura y se llevaba al prisionero a la habitación de troncos. Antes lo registré
para sacarle su navaja y sus fósforos -no tenía nada más que pudiera servirle
para huir-. Lo encerramos y atranqué sólidamente la puerta con un grueso
tronco. Luego bajamos de nuevo.
–¡Está herido! – gritó la princesa al verme renquear.
–Sólo es un tobillo torcido -le dije-. Pero me molesta un poco. ¿Tienen
algunas vendas por aquí?
–Sí -y habló al criado de bigotes, que salió de la habitación regresando
enseguida, trayendo rollos de gasa, vendas y una palangana con agua
caliente.
–Siéntese -me ordenó la princesa, tomando las cosas al criado.
Pero yo meneé la cabeza y agarré las vendas.
–Quiero agua fría, porque voy a tener que salir de nuevo a la humedad. Si
me indica dónde está el baño, podré arreglármelo enseguida.
Discutimos sobre eso, pero al final fui al baño, donde dejé correr el agua
fría sobre mi pie y mi tobillo, y lo vendé tan fuerte como pude, sin detener la
circulación. Ponerme de nuevo el zapato húmedo fue todo un trabajo, pero
cuando acabé tenía dos piernas firmes, aunque una de ellas me molestara un
poco.
Cuando volví a la habitación me enteré que el fuego en la colina había
cesado, la lluvia empezaba a disminuir, y una claridad grisácea anunciaba un
próximo amanecer.
Me estaba abrochando el impermeable cuando sonó el timbre de la puerta
de calle. Se oyeron palabras rusas a través de la puerta, y apareció el joven
ruso que me había encontrado en la playa.
–¡Eres tú, Alejandro! – chilló la fornida y vieja mujer, y cuando vio la
sangre en su mejilla se desmayó.
El muchacho no le prestó atención en absoluto, como si estuviera
acostumbrado a sus desmayos.
–Se han ido en la lancha -me dijo mientras la princesa y los dos criados
recogían a la vieja y la tendían sobre un diván.
–¿Cuántos? – pregunté.
–Conté diez, y no me parece que me haya perdido más que uno o dos, si es
que me he perdido alguno.
–¿No pudieron detenerlos los hombres que mandé abajo?
El se encogió de hombros.
–¿Qué quería usted? Se necesita mucho estómago para enfrentarse con una
ametralladora. Sus hombres desaparecieron de los edificios casi antes de
llegar.
La mujer que se había desmayado se había recobrado, y ansiosamente
interrogaba en ruso al muchacho. La princesa se estaba poniendo el
impermeable azul. La mujer dejó de preguntar al muchacho y le dijo algo a la
princesa.
–Todo ha terminado -dijo la princesa-. Voy a ver las ruinas.
Esta sugestión pareció despertar a todo el mundo. Cinco minutos más tarde
todos nos dirigíamos hacia la colina. Por todas partes, alrededor nuestro,
delante, atrás, la gente se dirigía hacia abajo, apresurándose en la lluvia que
ahora caía muy suavemente, con las caras excitadas y cansadas en la naciente
luz de la mañana.
A mitad del camino hacia abajo, una mujer se me acercó y empezó a
decirme algo. La reconocí como una de las sirvientas de Hendrixson.
Escuché algunas de sus palabras.
–Los regalos desaparecidos… El señor Brophy asesinado… Oliver…
–Volveré más tarde -les dije a los otros y seguí a la sirvienta.
Ella regresaba corriendo a la casa de Hendrixson. Yo no podía correr, ni
incluso caminar rápidamente. Ella, Hendrixson y la mayoría de sus criados
estaban en el porche de la puerta principal cuando llegué.
–Mataron a Oliver y a Brophy -me dijo el viejo.
–¿Cómo?
–Estábamos detrás de la casa, al fondo del segundo piso, observando las
trayectorias de los disparos en el pueblo. Oliver se había quedado aquí,
justamente al lado de la puerta principal, y Brophy en la habitación de los
regalos. Escuchamos un disparo aquí, e inmediatamente apareció un hombre
en la puerta de nuestra habitación, amenazándonos con dos pistolas, y
haciéndonos permanecer allí durante unos diez minutos. Luego cerró la
puerta con llave y se fue. Echamos la puerta abajo, y encontramos a Oliver y
a Brophy muertos.
–Déjeme verlos.
El chofer estaba justo al lado de la puerta principal. Yacía sobre su espalda,
con su moreno cuello cortado desde delante casi hasta la vértebra. Su rifle
estaba debajo de él. Lo tomé y lo examiné. No había sido disparado.
Arriba, Brophy, el mayordomo, estaba amontonado contra el pie de una de
las mesas sobre las que habían estado expuestos los regalos. Su pistola había
desaparecido. Lo di vuelta, lo enderecé y encontré un agujero de bala en su
pecho. Alrededor del agujero su chaqueta estaba muy ensangrentada.
Muchos de los regalos todavía estaban allí. Pero los más valiosos había
desaparecido. Los otros estaban desordenados, esparcidos de cualquier forma,
con sus cubiertas arrancadas.
–¿Qué aspecto tenía el hombre que vieron? – pregunté.
–No lo vi muy bien -dijo Hendrixson-. No había luz en nuestra habitación.
Era sólo una figura oscura resaltando contra la luz del candelabro del
vestíbulo. Un hombre corpulento con un impermeable negro de goma, con
una especie de máscara negra que cubría su cabeza y su cara, excepto unos
pequeños agujeros en los ojos.
–¿Con sombrero?
–No; sólo la máscara sobre la cara y la cabeza.
Cuando bajábamos le di a Hendrixson una breve impresión de lo que había
visto, oído y hecho desde que los había dejado. No era mucho para que
constituyera una historia larga.
–¿Cree que podrá sacarle algo sobre los otros al prisionero que atrapó? –
preguntó cuando me preparaba a salir.
–No. Pero espero capturarlos igualmente.
La calle principal de Couffignal estaba atestada de gente cuando llegué
renqueando de nuevo. Había un destacamento de marines de la base naval de
Mare Island y varios hombres en una lancha de Policía de San Francisco.
Ciudadanos excitados en todos los grados de desnudez bullían a su alrededor.
Un centenar de voces se oían al mismo tiempo, contando sus aventuras y
valentías personales y lo que habían visto. Palabras tales como ametralladora,
bombas, asaltantes, coche, disparos, dinamita y muertos se oían una y otra
vez, en voces de todos los tonos y variedades.
El Banco había sido completamente destruido por la carga que había
volado su bóveda. La joyería era otra ruina. En farmacéutico servía a través
de la calle como un hospital de campaña. Dos médicos se apresuraban,
curando a los habitantes del pueblo heridos.
Reconocí una cara familiar en un hombre de uniforme -era el sargento
Roche de la policía del puerto-, y me dirigí hacia él empujando a la multitud.
–¿Acabas de llegar? – me preguntó cuando nos estrechábamos las manos-.
¿O es que ya estabas durante el jaleo?
–Sí.
–¿Qué es lo que sabes?
–Todo.
–Nunca oí que algún policía particular no lo supiera todo -ironizó cuando
salíamos de entre la multitud.
–¿Encontró tu gente una lancha vacía en el exterior de la bahía? – le
pregunté cuando estuvimos apartados de la gente.
–Toda la noche han estado flotando sobre la bahía lanchas vacías -dijo.
–No había pensado en eso. ¿Dónde está ahora la lancha de ustedes? – le
pregunté.
–Afuera, tratando de agarrar a los asaltantes. Me quedé aquí con un par de
hombres para dar una mano.
–Tienes suerte -le dije-. Ahora echa una ojeada a través de la calle. ¿Ves al
hombre de patillas negras que está enfrente de la farmacia?
El general Pleshkev estaba allí de pie, con la mujer que se había
desmayado, el joven ruso cuya mejilla ensangrentada había causado su
desmayo, y un hombre pálido y gordo de unos cuarenta y tantos años que
había estado con ellos en la recepción. Un poco apartado estaba el corpulento
Ignati, los dos criados que había visto en la casa, y otro que evidentemente
era uno de ellos. Estaban charlando entre ellos y observando los excitados
ademanes de un hombre de cara roja que le estaba diciendo al teniente de los
marines que los asaltantes habían robado su propio coche para montar en él la
ametralladora, y le explicaba lo que él consideraba que debía hacerse con
respecto a ese asunto.
–Sí -dijo Roche-, veo al tipo de las patillas.
–Bien, ese es tu hombre. La mujer y los dos hombres que está con él,
también son presas tuyas. Y aquellos cuatro rusos que están a la izquierda
también son de ellos. Falta uno, pero yo me ocuparé de él personalmente.
Díselo al teniente, y así podrán rodear a estos angelitos sin darles oportunidad
de resistir. Creen que están más seguros que los ángeles.
–¿Estás seguro? – preguntó el sargento.
–¡No seas ingenuo! – le dije, como si nunca me hubiera equivocado en mi
vida.
Yo me apoyaba en mi pie sano. Cuando pisé sobre el otro, para alejarme
del teniente, me aguijoneó durante todo el camino hasta la cadera. Apreté los
dientes y comencé a cruzar penosamente entre la multitud hacia el otro lado
de la calle.
La princesa no parecía estar entre los presentes. Mi idea era que, después
del general, era el miembro más importante del grupo. Si estaba en su casa y
sin sospechar todavía, me imaginaba que podría acercarme a ella para
capturarla sin promover más disturbios.
Caminar me dolía horriblemente. Mi temperatura aumentó. El sudor me
caía a chorros.
–Señor, ninguno de ellos bajó por este lado.
El muchacho lisiado estaba a mi lado. Le di la bienvenida como si fuera mi
talonario de cheques.
–Acompáñame -de dije, agarrándolo del brazo-. Trabajaste muy bien aquí
y ahora quiero que habas todavía algo más por mí.
Media cuadra más allá de la calle principal lo llevé hasta el porche de un
pequeño chalet amarillo. La puerta principal estaba abierta, dejada así por los
ocupantes, sin duda, al salir precipitadamente para dar la bienvenida a los
policías y a los marines. Justo al lado de la puerta, en un pequeño vestíbulo,
había un cómodo sillón de mimbre. Entré ilegalmente, hasta el extremo de
sacar la silla fuera del porche.
–Siéntate, hijo -urgí al muchacho.
Se sentó, mirándome con una cara asombrada. Agarré su muleta
fuertemente y se la arranqué de la mano.
–Espera aquí -le dije-. Si la pierdo te compraré una de oro y marfil!
Puse la muleta bajo mi brazo y comencé a caminar hacia la colina.
Era mi primera experiencia con una muleta. No batí ningún record. Pero
era mucho mejor que ir renqueando sobre un tobillo torcido.
La colina estaba más lejos y más alta que algunas montañas que había
visto, pero el sendero de grava de la casa de los rusos apareció finalmente
bajo mis pies.
Todavía estaba a unos doce pasos del porche cuando la princesa Zhukovski
abrió la puerta.
–¡Oh! – exclamó, y luego recobrándose de su sorpresa, dijo -: Su tobillo
está peor.
Bajó las escaleras corriendo para ayudarme a subirlas. Cuando llegó
percibí que algo pesado oscilaba en el bolsillo derecho de su saco gris de
franela.
Con una mano bajo mi codo, el otro brazo rodeándome por la espalda, me
ayudó a subir las escaleras y a cruzar el porche. Esto me aseguró que no creía
que yo hubiera descubierto su juego. Si fuera así, no se hubiera confiado
poniéndose al alcance de mis manos. ¿Por qué, me preguntaba, había
regresado yo a la casa después de haber ido con los otros abajo?
Mientras me hacía estas preguntas, entramos en la casa, donde me instaló
en un sillón de cuero grande y mullido.
–Ciertamente, debe estar deshecho después de su agotadora noche -dijo-.
Veré si…
–No, siéntese-. Señalé una silla que estaba enfrente mío-. Quiero hablar
con usted.
Ella se sentó, cruzando sus manos blancas y delgadas sobre el regazo. Ni
en su cara ni en su pose había ningún signo de nerviosismo, ni de curiosidad.
Y esto lo hacía más extraño.
–¿Dónde escondió el botín? – pregunté.
La blancura de su cara no varió en absoluto. Estaba blanca como el
mármol, igual que desde el primer momento que la había visto. La oscuridad
de sus ojos era tan natural como siempre. Sus otros rasgos no se alteraron. Su
voz era suavemente serena.
–Lo siento -dijo-. Esa pregunta no tiene nada que ver conmigo.
–Esa es la cuestión -le expliqué-. La estoy acusando de complicidad en el
saqueo de Couffignal, y en los asesinatos que se han cometido. Y le estoy
preguntando dónde está escondido el botín.
Lentamente se levantó, alzó su barbilla y me miró al menos desde un
kilómetro por encima de mí.
–¿Cómo se atreve? ¿Cómo osa hablarme así, a un Zhukovski?
–¡No me importa si es una de las hermanas Smith! – Inclinándome hacia
delante, había apoyado mi tobillo torcido encima de la pata de la silla y la
agonía que resultó no mejoró mi disposición-. Para el asunto del que estamos
hablando usted es una ladrona y una asesina.
Su cuerpo delgado y fuerte se transformó en el cuerpo de un animal al
acecho. Su blanca cara se transformó en la cara de un animal perseguido. Una
de sus manos -ahora garra-se acercó al pesado bolsillo de su saco.
Luego, antes de que pudiera cerrar los ojos -aunque mi vida parecía
depender de que no los cerrara-, el animal salvaje había desaparecido. En
lugar de él -y ahora sé de donde los escritores de los viejos cuentos de hadas
sacaban sus ideas-apareció nuevamente la princesa, alta, fresca y serena.
Se sentó, cruzó sus tobillos, apoyó su codo sobre el brazo de su silla,
poniendo su mejilla en el dorso de esa mano, y me miró curiosamente a la
cara.
–¿Cómo -murmuró- se las arregló para llegar a una teoría tan extraña y
fantástica?
–No tuve que tener suerte, y no es extraña ni fantástica -dije-. Es posible
que nos ahorremos tiempo y dificultades si le cuento parte de los indicios que
la acusan. Entonces sabrá en qué situación está y no tendrá que romperse la
cabeza implorando inocencia.
–Le estaré agradecida -sonrió-. ¡Mucho!
Puse mi muleta entre una rodilla y el brazo de mi sillón, de modo que mis
manos quedaran libres para contar con las puntas de mis dedos.
–Primero. La persona que planeó el asunto conocía la isla no
medianamente sino centímetro a centímetro. Sobre eso no hay necesidad de
discutir. Segundo. El coche en que fue montada la ametralladora era de
propiedad local, y fue robado aquí a su propietario. Lo mismo la lancha en la
que se supone que escaparon los asaltantes. Si hubieran sido asaltantes
venidos de afuera habrían necesitado un coche o una lancha para traer sus
ametralladoras, explosivos y granadas, y no parece haber ninguna razón por
la que no debieran haber usado su coche o su lancha en vez de robarlos aquí.
Tercero. En este golpe no se notó ni la más ligera señal de asaltantes
profesionales. Si usted me lo pregunta, le diré que fue un golpe militar desde
el principio hasta el fin. Y el peor ladrón de cajas del mundo podría haber
robado la bóveda del Banco y la caja fuerte del joyero sin necesidad de volar
los edificios. Cuarto. Los asaltantes venidos de afuera no habrían destruido el
puente. Lo habrían conservado para el caso de que tuvieran que escaparse en
esa dirección. Quinto. Los asaltantes que tuvieran que escaparse en la lancha
habrían trabajado rápidamente, sin emplear toda la noche. Aquí se hizo
suficiente ruido como para despertar a toda California desde Sacramento
hasta Los Ángeles. Lo que hizo su gente fue que un hombre saliera con la
lancha, y disparando, y no fue lejos. Tan pronto como estuvo a una distancia
prudencial, se arrojó al agua, y nadó para regresar a la isla. El corpulento
Ignati podría haberlo hecho sin el menor esfuerzo.
Esto dejó exhausta mi mano derecha. La bajé, empezando a contar con la
izquierda.
–Sexto. Me encontré con uno de los de su banda, el muchacho, abajo en la
playa, y venía de la lancha. El me sugirió que la asaltáramos. Hicieron fuego
sobre nosotros, pero la ametralladora estaba jugando. Podría habernos barrido
en un segundo si hubiera querido, pero apuntó por encima de nuestras
cabezas. Séptimo. El mismo muchacho es la única persona de la isla, por lo
que yo sé, que vio partir a los asaltantes. Octavo. Todos los de su gente con
los que me encontré fueron especialmente amables conmigo; el general se
pasó, incluso, toda una hora hablando conmigo en la recepción de esta tarde.
Esto es un distintivo de un criminal aficionado. Noveno. Cuando el coche con
la ametralladora se estrelló, yo perseguí a su ocupante. Lo perdí alrededor de
esta casa. El muchacho italiano que atrapé no era él. No podía haberse subido
al terraplén sin que yo lo hubiera visto. Pero pudo haber dado la vuelta por el
lado del general y desvanecerse en el interior de la casa. Era un amigo del
general y podría haberme servido de mucho. Yo lo sé, porque el general
realizó el milagro de fallarle el tiro cuando disparó sobre él a unos seis pasos
con una escopeta. Décimo. Usted llamó a la casa de Hendrixson sin otro
objeto que sacarme de allí.
Esto acabó con mi mano izquierda. Proseguí con la derecha.
–Undécimo. Los dos criados de Hendrixson fueron muertos por alguien
que conocían y en quien confiaban. Le diré que usted estaba con Oliver para
que la dejara entrar en la casa, y estaba hablándole cuando uno de sus
hombres le cortó el cuello desde atrás. Luego usted subió las escaleras y
probablemente mató al desprevenido Brophy. El no estaría alerta contra
usted. Duodécimo. Pero creo que ya es suficiente, y se me está quedando la
garganta seca de enumerar todo esto.
Ella retiró la barbilla de su mano, tomó un cigarrillo rubio de una delgada
cigarrera negra, y lo puso en su boca mientras yo encendía un fósforo para
darle fuego. Le dio una larga chupada -una chupada que consumió el tercio
de su longitud-y exhaló el humo hacia su rodilla.
–Eso sería suficiente -dijo-, si todo el mundo y usted mismo no supieran
que nos fue imposible estar tan ocupados. ¿No nos vio usted, lo mismo que
los demás, una y otra vez durante el suceso?
–¡Eso fue fácil! – argüí-. Con un par de ametralladoras, un arsenal de
granadas, conociendo la isla de arriba abajo, en la oscuridad y en la tormenta,
contra aturdidos ciudadanos, eso fue una tarea fácil. Yo conozco a nueve de
ustedes, incluyendo a dos mujeres. Cinco cualesquiera de ustedes podrían
haber realizado el trabajo, una vez que empezó, mientras los otros se turnaban
apareciendo aquí y allá, estableciendo coartadas. Y eso fue lo que hicieron.
Se turnaron para tener sus coartadas. A todas partes a las que fui siempre me
tropecé con alguno de ustedes. ¡Y el general! El viejo bromista de patillas
dirigiendo a los ciudadanos ingenuos a la batalla. ¡Los dirigió muy bien!
¡Pueden considerarse afortunados los que están vivos esta mañana!
Ella terminó su cigarrillo con otra chupada, arrojó la colilla sobre la
alfombra, la apagó con un pie, suspiró profundamente, puso sus manos sobre
las caderas, y preguntó:
–¿Y ahora, qué?
–Ahora quiero saber dónde guardaron el botín.
Lo inmediato de su respuesta me sorprendió.
–Bajo el garaje, en un sótano que cavamos secretamente hace varios
meses.
No lo creí, por supuesto, pero resultó ser la verdad.
Ya no tenía nada que decir. Cuando tomé mi muleta prestada para
levantarme, levantó una mano y me habló amablemente:
–Espere un momento, por favor. Tengo algo que sugerirle.
Medio incorporado, me incliné hacia ella, alargando una mano hasta que la
tuve próxima a su lado.
–Quiero la pistola -le dije.
Asintió, y se quedó sentada mientras se la saqué del bolsillo, la puse en el
mío y me senté de nuevo.
–Usted dijo hace un momento que no le importaba quién era yo -empezó
inmediatamente-. Pero quiero que lo sepa. Hay muchos rusos como nosotros
que alguna vez fueron alguien y que ahora no son nadie, y con esto no quiero
aburrirlo repitiéndole un cuento del que ya se ha cansado todo el mundo. Pero
recuerde que ese cuento de hadas es real para los que somos sus
protagonistas. Sin embargo, nos escapamos de Rusia con lo que pudimos
llevar de nuestras propiedades, lo cual afortunadamente fue suficiente para
permitirnos vivir con un confort soportable durante unos pocos años.
"En Londres abrimos un restaurante ruso, pero Londres se llenó
súbitamente de restaurantes rusos, y el nuestro llegó a ser, en vez de un
medio de vida, una fuente de pérdidas. Tratamos de enseñar música e
idiomas, y así sucesivamente. En resumen, tratamos de ganarnos la vida del
mismo modo que los demás exiliados rusos, y siempre nos encontramos con
campos demasiado explotados y, por tanto, improductivos. ¿Pero qué
sabíamos todavía que pudiésemos hacer?
"Prometí no cansarlo. Bien, nuestro capital disminuía siempre, y cada vez
estaba más próximo el día en que nos veríamos andrajosos y hambrientos, el
día en que llegaría a ser familiar para los lectores de los diarios dominicales,
el ver a una princesa de sirvienta o un duque como mayordomo. No había
lugar en el mundo para nosotros. Los exilados llegan a estar fácilmente fuera
de la ley. ¿Por qué no? ¿Acaso podía decirse que le debiéramos al mundo
alguna lealtad? ¿No se había quedado el mundo de brazos cruzados al ver
cómo nos despojaban de nuestras tierras, de nuestras propiedades, de nuestro
país?
"Lo planeamos antes de que hubiéramos oído hablar de Couffignal.
Queríamos encontrar un pequeño emporio de riqueza, suficientemente
aislado, y, después de habernos establecido allí, saquearlo. Cuando lo
encontramos, Couffignal nos pareció el lugar ideal. Alquilamos esta casa por
seis meses, con el capital justo para hacerlo y vivir decorosamente mientras
maduraban nuestros planes. Empleamos seis meses para establecernos, reunir
armas y explosivos, planear nuestra ofensiva y esperar la noche favorable.
Anoche nos pareció que era nuestra noche, y nos preparamos para realizarlo,
contra todas las eventualidades. Pero, naturalmente, no habíamos previsto ni
su presencia ni su genio. Fueron simplemente otras de las imprevistas
desgracias a las que parecemos eternamente condenados".
Se detuvo y comenzó a estudiarme pensativamente con sus grandes ojos, lo
cual me hizo sentirme molesto.
–No está bien que me llame genio -objeté-. La verdad es que su gente
trabajó torpemente desde el principio hasta el fin. La forma de conducir a la
gente del general hubiera arrancado una sonrisa a un hombre que no tuviera
incluso experiencia militar. Pero además está el resto de la banda, realizando
un asunto que requiere la más alta clase de habilidad criminal. ¡Mire como
actuaron todos a mi alrededor! ¡Como aficionados! Un criminal profesional
con alguna inteligencia no me hubiera dejado solo o me hubiera eliminado.
¡No es extraño que hayan fracasado! Por lo que respecta a sus dificultades, yo
no puedo hacer nada por ellas.
–¿Por qué? – dijo muy suavemente-. ¿Por qué no puede?
–¿Por qué debería? – lo dije de una manera descortés.
–Nadie sabe todavía lo que usted sabe -se inclinó hacia mí para ponerme
una de sus blancas manos sobre mi rodilla-. Hay mucha riqueza en ese sótano
debajo del garaje. Puede tener todo lo que pida.
Moví la cabeza.
–¡Usted no es tonto! – protestó-. Usted sabe…
–Permítame que le saque eso de la cabeza -la interrumpí-. Podemos dejar a
un lado lo que la honestidad, el sentido de la lealtad a los que nos emplean, y
así sucesivamente, significan. Usted puede dudar de ellas, así que las
dejaremos a un lado. Soy un detective porque resulta que este trabajo me
gusta. Me pagan un sueldo regular, y podría encontrar otros trabajos en los
que me pagarían más. Incluso cien dólares más por mes serían mil doscientos
al año. Suponga unos veinticinco o treinta mil dólares en los años que me
quedan hasta que cumpla los sesenta.
"Ahora renuncio a unos veinticinco o treinta mil dólares de dinero ganado
honradamente porque me gusta ser detective, me gusta este trabajo. Y cuando
a uno le gusta el trabajo procura hacerlo tan bien como puede. De otro modo
no tendría sentido. Esto es lo que soy yo. No sé nada más, no me divierte
nada, ni quiero saber ni divertirme con nada distinto. Usted no puede
comparar esto con ninguna cantidad de dinero. El dinero es una cosa buena.
No tengo nada contra él. Pero en los últimos dieciocho años me he estado
divirtiendo cazando a criminales y resolviendo enigmas, con lo que mi
diversión es cazar a criminales y resolver enigmas. Es el único deporte que
conozco. Y no puedo imaginarme un futuro más agradable que unos veinte y
pico de años haciendo lo mismo. ¡No voy a eliminarlo de repente!
Ella movió la cabeza lentamente, inclinándola hacia abajo, de modo que
sus ojos me miraran ahora hacia arriba bajo los delgados arcos de sus cejas.
–Usted sólo habla de dinero -dijo-. Yo quiero decir que puede tener todo lo
que quiera.
Eso estaba fuera de lugar. No sé de dónde sacan sus ideas estas mujeres.
–Todavía está equivocada -le dije bruscamente, poniéndome ahora de pie y
ajustándome mi muleta prestada-. Usted cree que yo soy un hombre y usted
una mujer. Eso no es verdad. Yo soy un cazador de hombres y usted algo que
ha estado corriendo delante de mí. No hay nada humano en ello. De la misma
manera podría esperarse que un perro de caza jurara tiernamente con la liebre
que atrapa. De todos modos estamos perdiendo el tiempo. Pensaba que la
policía o los marines subirían hasta aquí ahorrándome la caminata. Usted
esperaba que regresara su gente y me atrapara. Podría haberle dicho que los
estaban arrestando cuando los dejé.
Eso la impresionó. Se levantó y retrocedió un paso, echando una mano
hacia atrás para buscar apoyo en una silla. De su boca salió una exclamación
que no comprendí. Rusa, pensé, pero un segundo después me di cuenta que
era italiana.
–¡Arriba las manos!
Era la áspera voz de Filippo. Estaba en la puerta, sosteniendo una pistola
automática.
Levanté mis manos tanto como pude sin que se cayera la muleta que me
sostenía, mientras me culpaba por haber sido demasiado despreocupado, o
vano, al no tener una pistola en mi mano mientras hablaba con la muchacha.
Así que ésta era la razón por la que ella había regresado a la casa. Si
liberaba al italiano, debía haber pensado, no habría ninguna razón para
sospechar que él no estuviera complicado en el robo, y de ese modo se
buscaría a los asaltantes entre sus amigos. Un prisionero que por supuesto no
podría habernos persuadido de su inocencia. Le había dado la pistola para que
pudiera matar a alguien, o lo que sería mejor, para que lo mataran a él mismo.
Mientras estaba pensando estas cosas, Filippo se había puesto detrás de mí.
Su mano libre palpó mi cuerpo, tomando mi propia pistola, la suya y la que le
había sacado a la chica.
–Te propongo un trato, Filippo -le dije, mientras se apartaba hacia un lado,
quedando en una posición que formaba un triángulo con la de la muchacha y
la mía-. Estás en libertad bajo palabra, pero todavía tienes pendientes varios
años. Te atrapé con una pistola encima. Esto es suficiente para mandarte de
nuevo a la cárcel. Yo sé que no estabas mezclado en este asunto. Creo que
estabas aquí para un golpe particular más pequeño, pero no puedo probarlo ni
quiero hacerlo. Escápate de aquí, solo y neutral, y me olvidaré que te vi.
Pequeñas arrugas pensativas surcaron la redonda y oscura cara del
muchacho.
La princesa avanzó un paso hacia él.
–¿Has escuchado la oferta que acabo de hacerle? – preguntó-. Pues bien, te
la hago a ti si lo matas.
Las arrugas de la cara del muchacho se hicieron todavía más profundas.
–Es tu oportunidad, Filippo -lo animé-. Todo lo que puedo darte es la
libertad. La princesa, en cambio, puede darte una parte importante de los
beneficios de un asunto fracasado, que quizá con muchas probabilidades te
conduzca a la horca.
La muchacha, recordando la ventaja que tenía sobre mí, continuó
hablándole ardorosamente en italiano, un idioma del que yo sólo conocía
cuatro palabras. Dos de ellas eran profanas y las otras dos obscenas. Dije las
cuatro.
El muchacho se debilitaba. Si hubiese sido diez años más viejo, hubiera
aceptado mi oferta y me hubiera dado las gracias. Pero era joven y ella -ahora
que lo pensaba-era hermosa. La reacción no era muy difícil de adivinar.
–Pero no es preciso matarlo -le dijo a ella en inglés, para suerte mía-. Lo
encerraremos donde estaba yo.
Yo sospechaba que Filippo no tenía grandes prejuicios contra el asesinato.
Debía ser porque lo consideraba innecesario, a menos que estuviera tratando
de encerrarme para matarme más fácilmente.
La muchacha no estaba satisfecha con esta sugestión. Le habló más en un
italiano ardiente. Su juego era muy sutil, pero tenía una falla. No podía
convencerlo de que las posibilidades de escapar con su parte fueran muy
grandes. Tenía que confiar en sus encantos para ganárselo. Y eso quería decir
que tenía que mirarlo.
Ella se acercó a él.
Le cantaba en mil tonos melosos palabras italianas al oído.
Ya lo tenía.
Él se encogió de hombros. Su cara entera decía sí. Se volvió… Lo golpeé
en la cabeza con la muleta prestada.
La muleta se rompió en mil pedazos. Las rodillas de Filippo se doblaron.
Se desmoronó cuan largo era. Cayó en el suelo sobre su cara. Quedó allí
como muerto, excepto por el delgado hilo de sangre que saliendo de su
cabeza se esparcía por la alfombra.
Di un paso y tropecé, y arrastrándome sobre mis manos y rodillas me
apoderé de la pistola de Filippo.
La muchacha, escapándose de mi lado, estaba a medio camino de la puerta
cuando me incorporé con la pistola en la mano.
–¡Alto! – ordené.
–No puedo -dijo, pero lo hizo, al menos por el momento-. Me voy.
–Usted se irá cuando yo me la lleve.
Ella sonrió con una sonrisa agradable, baja y confidencial.
–Me voy a marchar antes de eso -insistió.
Yo moví la cabeza.
–¿Cómo se propone detenerme? – preguntó.
–No me parece que tenga que decirlo -le dije-. Usted tiene demasiado
sentido como para echarse a correr teniendo yo una pistola en la mano,
apuntándola.
Sonrió de nuevo, parecía divertida.
–Tengo demasiado sentido común como para quedarme -me corrigió-. Su
muleta está rota, y usted está rengo. Así que no puede alcanzarme corriendo
detrás de mí. Pretende que hará fuego, pero no lo creo. Si yo lo atacara, por
supuesto dispararía, pero no puedo hacerlo. Saldré simplemente, y usted sabe
que no puede dispararme por eso. Querría poder, pero no puede. Lo verá.
Su cara se volvió sobre sus hombros, con los ojos oscuros parpadeando, y
dio un paso hacia la puerta.
–¡Será mejor que no cuente con eso! – la amenacé.
Por toda respuesta, me sonrió dulcemente. Y avanzó otro paso.
–¡Alto, idiota! – le grité.
Su cara me sonrió por encima del hombro. Se dirigió sin prisa hacia la
puerta, con su corta camisa de franela gris moldeando sus piernas hasta las
caderas a medida que avanzaba.
El sudor humedeció la pistola en mi mano.
Cuando tenía su pie derecho en el umbral, un ligero suspiro surgió desde
su garganta.
–¡Adieu! – dijo suavemente.
Y yo le metí una bala en la pantorrilla de su pierna izquierda.
Ella se sentó. ¡Plum! Una amarga sorpresa se dibujó en su cara blanca.
Todavía era demasiado pronto para que sintiera dolor.
Nunca había disparado a una mujer. Eso me causaba desazón.
–¡Tendría que haber creído que lo haría! – Mi voz sonó áspera y salvaje en
mis oídos, como si fuera la de un extraño. – ¿Acaso no le robé una muleta a
un inválido?
Fin de El saqueo de Couffignal
¡TU ERES EL HOMBRE!

¿Quién es el Agente de la "Continental"? Generalmente, se lo describe


como un hombre gordo, cuarentón y anónimo. Pero, ¿son correctos esos
adjetivos? "El tiempo ha llegado", dijo la Morsa… La idea de un detective
anónimo fue concebida por el Precursor, Edgar Allan Poe, que sembró la
semilla en su cuento corto "Tú eres el hombre". La planta fue regada después
por Anna Katherine Green en su historia titulada "X. Y. Z.". Y fue cultivada
hasta su plenitud por la baronesa de Orczy en su maravillosa serie sobre el
Viejo de la Esquina. Y entre los detectives contemporáneos, seguramente el
Agente de la "Continental", de Dashiell Hammett, ha sido el mejor
sustentador de aquella noble creación policial. Pero ahora hacemos la
pregunta: ¿Es el Agente de la "Continental" un personaje "sin nombre ni
domicilio conocidos"?
No puede existir la menor duda sobre el "hábitat" del Agente de la
"Continental". Vaga por todos los Estados Unidos, pero el centro principal de
sus actividades radica en San Francisco. Tampoco ofrece duda la identidad
real del Agente de la "Continental". He aquí la prueba evidente de ello. En
noviembre de 1924, la revista "True Detective" (repárese en la palabra
TRUE, verdadero) publicó un relato titulado "¿Quién mató a Bob Teal?".
Aceptado el sentido literal de la palabra "verdadero", podemos, sin
vacilaciones, admitir la autenticidad de aquel relato aparecido en la revista
"True Detective". Y en ella, en la página 60 del número de noviembre de
1924, y en letras bien grandes, el relato aparece firmado por
DASHIELL HAMMETT
de la Agencia de Detectives "Continental".
Así, pues, el Agente de la "Continental" es, según propia confesión, ¡el
mismo Dashiell Hammett! ¿Es gordo el Agente de la "Continental"? ¡No,
claro que no! Nunca estuvo gordo el señor Hammett, ni es probable que
llegue a estarlo, pues, en verdad, es el prototipo del hombre flaco. ¿Tiene
cuarenta años el Agente de la "Continental"? Tampoco. En la época en que el
señor Hammett admitió su identidad con el Agente, tenía exactamente treinta.
¿Y es el Agente de la "Continental" un detective sin nombre? Bien, nadie que
esté en su sano juicio se atrevería a afirmar que Dashiell Hammett es
anónimo.
¿Acaso hemos matado una de sus ilusiones? Lo lamentamos sinceramente,
pero la vida es realidad, la vida es acción, y, acotando las palabras de la más
reciente versión cinematográfica de "El halcón maltés", la vida es también "la
materia de los sueños". Siga usted, pues, alimentando sus sueños policiales;
siga pensando en el Agente de la "Continental" como en un hombre
anónimo… y no lea el párrafo que sigue. Pero si usted es realista, escuche:
Una noche, Dashiell Hammett y el editor se hallaban en el restaurante
Luchow's, de la calle 14. Habíamos paladeado varios líquidos, que iban del
amarillo pálido al castaño oscuro. Habíamos charlado de muchas cosas, y el
tiempo había llegado (esto ya lo habíamos dicho una vez, ¿verdad? ¡Ah, esos
fluidos ambarinos)… el tiempo había llegado en que el licor desata las
lenguas.
¿Quién era, después de todo, aquel personaje conocido como El Agente de
la "Continental"? Y Dash nos dio la explicación: el Agente de la
"Continental" está inspirado en una persona real, en James (Jimmy) Wright,
Superintendente Ayudante en los buenos y viejos tiempos de la Agencia
"Pinkerton", en Baltimore, donde por entonces trabajaba Dashiell Hammett.
Así se supo la verdad, la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y
que Dash nos libre de mentir. No tenemos la menor idea de dónde se
encuentra en la actualidad James Wright, pero si lee estas frases, o si alguien
le llama la atención sobre ellas, queremos que sepa que millones de lectores
de obras policiales tienen contraída con él una gran deuda de gratitud, por
haber inspirado a Hammett la figura del Agente de la "Continental".
¿QUIÉN MATO A BOB TEAL?

–Anoche asesinaron a Teal -me dijo sin mirarme el Viejo, director de la


Agencia de Detectives "Continental", de San Francisco.
Su voz era tan suave como su sonrisa, y de ningún modo revelaba el
torbellino que se había producido en su mente.
Si permanecí silencioso, esperando que el Viejo prosiguiera, no fue porque
aquella noticia no me conmoviera. Yo quería mucho a Bob Teal, todos lo
queríamos. Había ingresado en la Agencia dos años antes, cuando recién
egresaba de la universidad; y si alguien tuvo alguna vez verdadera vocación
de detective, fue ese muchacho esbelto y de anchos hombros. Dos años es
muy poco tiempo para aprender los principios de la profesión; pero Bob Teal,
con su visión rápida, sus nervios templados, su cabeza sensata y su enorme y
sincera afición al trabajo, había avanzado mucho en el camino del experto.
Yo tenía puesto en él un interés casi paternal, puesto que le había dado la
mayor parte de sus primeras lecciones.
El viejo evitó mirarme al proseguir:
–Lo mataron de dos tiros al corazón, disparados con un arma calibre 32. Lo
mataron detrás de un cartel de anuncios que hay frente al terreno baldío de la
esquina noroeste de las calles Hyde y Eddy, aproximadamente a las diez de la
noche. El cadáver fue encontrado por un agente patrullero un poco después
de las once. El arma fue hallada a un metro y medio de distancia. Yo lo he
visto y he ido a inspeccionar personalmente el terreno. La lluvia borró anoche
todas las huellas que podía haber en el suelo, pero del estado de las ropas de
Teal y de la posición en que fue encontrado, creo poder deducir que no hubo
lucha, que lo mataron en el mismo lugar donde después lo encontraron y que
no fue trasladado hasta allí. Yacía detrás del cartel de anuncios, a unos nueve
metros de la vereda, y no tenía nada en las manos. Los tiros le fueron
disparados de cerca, porque el pecho de su saco aparece chamuscado.
Aparentemente, nadie vio nada ni oyó los disparos. La lluvia y el viento
pueden explicar que no hubiera transeúntes por la calle, y en todo caso
también habrían apagado el ruido de las detonaciones no muy fuertes de un
calibre 32.
El viejo empezó a dar golpecitos en la mesa con su lápiz, lo cual me ponía
los nervios de punta. Después de un rato dejó de hacerlo, y prosiguió:
–Desde hace tres días, Teal estaba encargado de seguir a Herbert Whitacre.
Este es uno de los socios de la firma "Ogburn y Whitacre". Tienen opciones
sobre una gran extensión de terreno en varias de las nuevas zonas de regadío.
Ogburn se ocupa de las ventas, mientras que Whitacre se dedica a los demás
asuntos, incluyendo la contabilidad.
"La semana pasada, Ogburn descubrió que su socio había hecho algunos
asientos falsos. En los libros se consignan pagos efectuados por compra de
tierras, y Ogburn descubrió que tales pagos no existían. Estima que el
importe de los desfalcos de Whitacre pueden oscilar entre 150.000 y 200.000
dólares. Vino a verme hace tres días, me contó todo esto y me pidió que
hiciera seguir a Whitacre, para ver si podía averiguarse qué había hecho con
el dinero defraudado. Su empresa sigue siendo una sociedad, y el socio no
puede ser perseguido por apropiarse del capital social. Por eso Ogburn no
podía hacer detener a su socio; pero esperaba encontrar el dinero y
reclamarlo, ejerciendo una acción civil. También temía que Whitacre pudiera
desaparecer.
"Envié a Teal en seguimiento de Whitacre, suponiendo que éste ignoraba
que su socio sospechaba de él. Ahora voy a enviarlo a usted en busca de
Whitacre. Estoy dispuesto a encontrarlo y hacerlo condenar, aunque tenga
que abandonar todos los demás asuntos y dedicar a ello todo mi personal
durante un año. Los empleados le darán los informes de Teal. Manténgase en
contacto conmigo".
Aquello, pare el Viejo, significaba más que un juramento escrito con
sangre.
En la oficina me dieron los dos informes que había remitido Bob. Desde
luego, no había ninguno correspondiente al último día, pues sin duda lo
habría redactado después de terminar la jornada. El primero de aquellos dos
informes ya había sido copiado, y enviada una copia a Ogburn; ahora el
dactilógrafo estaba trabajando en el otro.
En sus informes, Teal describía a Whitacre como un hombre de unos
treinta y siete años, de cabellos y ojos castaños, modales nerviosos, cara
afeitada, facciones corrientes, y pies más bien pequeños. Medía alrededor de
un metro sesenta, pesaría unos setenta kilos y vestía elegantemente, aunque
sin exageración. Vivía con su esposa en un departamento de Gough Street.
No tenían hijos. Ogburn le había dado a Bob una descripción de la señora
Whitacre; una mujer bajita, gordita y rubia, que no llegaba a los treinta años.
Los que recuerden este asunto, advertirán que el lugar, la agencia de
detectives y las personas implicadas en él tenían nombres diferentes de los
que les he dado. Pero también advertirán que los hechos ocurrieron. Para la
debida claridad es preciso dar nombres, y como el empleo de los reales puede
causar molestias, y aun perjuicios, los seudónimos resultan la mejor
alternativa.
Al seguir a Whitacre, Bob no había descubierto nada que pareciera tener
algún valor para el hallazgo del dinero robado. Aparentemente, Whitacre se
había ocupado de sus asuntos habituales, y Bob no había visto que hiciera
nada sospechoso. Sin embargo, Whitacre había parecido muy nervioso y se
había detenido a menudo a mirar a su alrededor, como si sospechara que lo
seguían, pero sin estar seguro de ello. En varias oportunidades, Bob tuvo que
suspender el seguimiento para evitar que lo reconociera. En una de ellas,
mientras esperaba cerca de la casa de Whitacre a que éste regresara, Bob
había visto a la señora Whitacre (una mujer que coincidía con las señas dadas
por Ogburn), que salía de un taxi. Bob no había intentado seguirla, pero había
anotado el número de la patente del taxi.
Después de leer ambos informes y habérmelos aprendido prácticamente de
memoria, salí de la Agencia y me dirigí a las oficinas de "Ogburn y
Whitacre", en el Packard Building. Una secretaria me introdujo en un
despacho elegantemente amueblado, donde se hallaba Ogburn sentado a una
mesa, firmando correspondencia. Me ofreció una silla. Yo me presenté.
Ogburn era un hombre de estatura mediana, de unos treinta y cinco años, de
cabello castaño y lacio, y con uno de esos mentones hendidos que siempre he
tenido por típicos de los oradores, los abogados y los vendedores.
–¡Oh, sí! – dijo, apartando la correspondencia a un lado, y animándose su
cara viva e inteligente-. ¿Descubrió algo ya el señor Teal?
–El señor Teal fue asesinado a tiros anoche.
Me miró unos momentos asombrado y abriendo mucho los ojos castaños.
–¿Asesinado?
–Sí -confirmé. Y le conté lo poco que sabía.
–¿No creerá usted…? – comenzó cuando yo terminé; y se interrumpió-.
¿No creerá que lo hizo Herb?
–Y usted, ¿qué cree?
–¡No creo a Herb capaz de cometer un asesinato! Los últimos días ha
estado muy agitado, y yo empecé a pensar que sospechaba que había
descubierto sus desfalcos; pero no puedo creerlo capaz de llegar a tanto,
aunque sospechara que el señor Teal lo seguía. ¡Honradamente, no lo creo!
–Suponga -le sugerí- que ayer Teal descubriera el paradero del dinero
estafado, y que Whitacre se diera cuenta de ese descubrimiento. ¿No cree que
en tales circunstancias Whitacre pudo haberlo matado?
–Tal vez -respondió lentamente-, pero me resisto a admitirlo. En un
momento de pánico, Herb pudo… Pero en realidad no creo que lo hiciera.
–¿Cuándo lo vio por última vez?
–Ayer. Estuvimos juntos en la oficina la mayor parte del día. El se fue a su
casa unos minutos antes de las seis. Pero más tarde hablamos por teléfono.
Me llamó a mi casa un poco después de las siete y me dijo que iría a verme
porque quería explicarme algo. Pensé que se disponía a confesar su
deslealtad, y que quizá todavía podríamos arreglar aquel desdichado asunto.
Pero no apareció. Supongo que habría cambiado de idea. Su mujer me llamó
a eso de las diez. Quería que él le llevara algo de la parte baja de la ciudad
cuando volviera a casa, pero, desde luego, no lo encontró. Yo no salí de casa
en toda la noche, esperándolo; pero él…
Había empezado a tartamudear; dejó de hablar y su cara palideció.
–¡Dios mío, en buen lío estoy! – exclamó débilmente como si se le acabara
de ocurrir la idea de su difícil situación-. Herb desaparecido, desaparecido el
dinero; ¡el trabajo de tres años perdido! Y yo soy legalmente responsable
hasta el último centavo que robó. – ¡Dios mío!
Me miró con ojos suplicantes como pidiéndome una objeción; pero yo no
podía hacer nada, excepto asegurarle que haríamos todo lo posible por
encontrar a Whitacre y el dinero.
Del despacho de Ogburn me fui al departamento de Whitacre. Al doblar la
esquina para entrar en Gough Street, vi que un hombre alto y macizo subía
por las escaleras de la casa y reconocí en él a George Dean. Mientras corría
para alcanzarlo, lamenté que le hubieran encargado el asunto a él, y no a otro
miembro cualquiera de la Sección de Homicidios de la policía. Dean no es un
mal muchacho, pero no resulta tan agradable trabajar con él como con los
otros; es decir, uno nunca puede estar seguro de que no se reserva algún
detalle importante, a fin de poder llevarse la gloria al terminar el caso. Y
trabajando con un hombre de esa clase, uno se expone a caer en la misma
costumbre, lo cual resulta perjudicial para un trabajo conjunto.
Llegué al vestíbulo en el momento en que Dean apretaba el botón del
timbre de Whitacre.
–¡Hola! – lo saludé-. ¿Está encargado del caso?
–Sí. ¿Usted sabe algo?
–Nada. Acabo de empezar.
La puerta principal se abrió con un chasquido, y subimos juntos al piso de
Whitacre, en el tercer piso… Nos abrió la puerta una mujer gordita, rubia,
vestida con una bata de color azul pálido. Era bastante bonita, aunque tenía
las facciones grandes y poco expresivas.
–¿La señora Whitacre? – le preguntó Dean
–Sí.
–¿Está el señor Whitacre?
–No. Salió esta mañana para Los Ángeles -respondió, y su tono parecía
sincero.
–¿Sabe dónde podemos localizarlo allá?
–Tal vez en el "Ambassador", pero creo que estará de regreso mañana.
Dean le mostró su placa.
–Deseamos hacerle unas cuantas preguntas -le dijo, y ella, sin parecer
sorprendida, abrió la puerta de par en par para que entráramos.
Después nos condujo a una salita azul y crema, donde nos ofreció una silla
a casa uno. Ella se sentó frente a nosotros, en un gran sofá azul.
–¿Dónde estuvo anoche su esposo? – preguntó Dean
–En casa. ¿Por qué?
Sus redondos ojos azules mostraban cierta curiosidad.
–¿Estuvo en casa toda la noche?
–Sí; fue una noche lluviosa y muy mala. ¿Por qué?
Nos miró alternativamente a Dean y a mí.
La mirada de aquél se cruzó con la mía, y yo le hice con la cabeza una
señal de asentimiento.
–Señora Whitacre -dijo Dean secamente-, traigo una orden de arresto
contra su esposo.
–¿Una orden? ¿Por qué?
–Por asesinato.
–¿Asesinato?
Lo dijo con un grito ahogado.
–Exactamente. Anoche.
–Pero… pero ya les he dicho que estaba…
–Y Ogburn me dijo a mí -la interrumpí, inclinándome hacia ella-que usted
lo llamó anoche a las diez a su casa, preguntando si su esposo estaba allí.
Ella me miró durante unos cuantos segundos, como si no comprendiera. Y
después se echó a reír, con la risa franca del que acaba de ser víctima de una
broma liviana.
–Usted gana -me dijo, y no había el menor rastro de vergüenza ni de
humillación en su cara ni en su voz-. Ahora escuchen -añadió hablando ya
seriamente-, no sé lo que ha hecho Herb, ni cuál es mi situación, ni si debiera
callarme hasta consultar con un abogado. Pero me gusta evitar todas las
complicaciones posibles. Si ustedes, bajo palabra de honor, quieren decirme
de qué se trata, tal vez yo podré informarles de lo que sepa, si es que sé algo.
Lo que quiero decir es que, si el hablar puede facilitarme las cosas, si ustedes
me aseguran que es así, tal vez hablaré… siempre que sepa lo que me
pregunten.
Eso parecía bastante razonable, aunque un tanto sorprendente.
Aparentemente, esa mujer rolliza capaz de mentir con cara de inocente, y de
reírse cuando se descubría su mentira, no estaba interesada más que en su
propia comodidad.
–Cuénteselo -me dijo Dean.
Yo lo solté de golpe.
–Su esposo ha estado falsificando los libros desde hace algún tiempo, y
había desfalcado 200.000 dólares antes de que Ogburn se diera cuenta.
Entonces éste hizo seguir a su marido con intención de encontrar el dinero.
Anoche su esposo llevó al hombre que lo seguía a un terreno baldío y le pegó
dos tiros.
Ella frunció el semblante, pensativa. Maquinalmente tomó un paquete de
cigarrillos que había sobre una mesa, detrás del sofá, y nos ofreció a Dean y a
mí. Nosotros rehusamos con movimientos de cabeza. Ella se puso un
cigarrillo en la boca, raspó un fósforo en la suela de su zapato, lo encendió y
se quedó mirando fijamente la punta encendida. Por fin, se encogió de
hombros y se aclaró su semblante.
–Voy a hablar -dijo-. Yo jamás he participado en nada de ese dinero, y
sería una estupidez sacrificarme por Herb. El siempre se ha portado bien,
pero si ha dado un mal paso y me ha dejado plantada, no voy a buscarme
complicaciones por ello. Allá va: yo no soy la señora Whitacre, más que a los
efectos del registro. Me llamo Mae Landis. Tal vez existe una verdadera
señora Whitacre, o tal vez no. Lo ignoro. Herb y yo hemos vivido juntos aquí
más de un año…
"Hace cosa de un mes, empezó a mostrarse inquieto, nervioso; mucho más
de lo acostumbrado. Decía que tenía problemas en los negocios. Después,
hace, hace un par de días, descubrí que su pistola ya no estaba en el cajón
donde la guardaba desde que vivimos aquí, y que la llevaba encima. Le
pregunté qué significaba aquello, y me dijo que lo seguían. Me preguntó si
había visto a alguien merodeando por los alrededores y vigilando nuestra
casa. Yo le dije que no, y pensé que se había trastornado.
"Anteanoche me dijo que estaba en un aprieto, que acaso tendría que
marcharse, y que no podía llevarme con él; pero que me dejaría suficiente
dinero para aguantar por algún tiempo. Parecía excitado; hizo las valijas, para
tenerlas listas en caso de que tuviera que salir rajando, y quemó todos sus
retratos y un montón de cartas y papeles. Sus valijas están todavía en su
habitación, si es que quieren registrarlas. Cuando anoche no apareció,
sospeché que se había escapado sin el equipaje y sin avisarme siquiera, y, lo
que es peor, sin dejarme dinero… Me quedan sólo veinte dólares y debemos
el alquiler de cuatro días.
–¿Cuándo lo vio por última vez?
–A eso de las ocho de la tarde de ayer. Me dijo que iba a la casa del señor
Ogburn para hablar de algunos asuntos, pero no fue. De eso estoy segura. Se
me acabaron los cigarrillos -me gustan los Elixir Russian, y no se encuentran
en esta parte de la ciudad-, y por eso llamé a casa del señor Ogburn, para
pedirle a Herb que al volver me trajera unos paquetes. El señor Ogburn me
dijo que no había estado allí.
–¿Cuánto hace que conoce a Whitacre? – le pregunté.
–Un par de años. Creo que lo conocí en un restaurante de la Costa.
–¿Tiene parientes?
–No, que yo sepa. Y no es que sepa mucho de él. ¡Ah, sí! Sé que cumplió
una condena de tres años en la cárcel de Oregon, por falsificación. Me lo
contó una noche que estaba un poco borracho. Cumplió aquella pena con el
nombre de Barber o Barbee, o algo por el estilo. También me dijo que ahora
había vuelto al camino recto.
Dean sacó una pequeña pistola, muy nueva en apariencia, a pesar del barro
que tenía adherido, y se la mostró a la mujer.
–¿La conoce?
Ella asintió con su rubia cabeza.
–Sí; es la de Herb, o igual a ella.
Dean volvió a meterse la pistola en el bolsillo, y ambos nos levantamos.
–¿Y cómo quedo yo ahora? – preguntó ella-. No van a detenerme como
testigo o algo así, ¿verdad?
–Por ahora no -le aseguró Dean-. Permanezca donde podamos encontrarla
si la necesitamos, y nadie la molestará. ¿Tiene alguna idea del lugar adonde
pueda haberse dirigido Whitacre?
–No.
–Nos gustaría echar un vistazo a este lugar. ¿Le importa?
–Háganlo -nos invitó.
Hicimos un registro minucioso, pero no pudimos encontrar nada de interés.
Whitacre no había dejado el menor rastro.
–¿Sabe si algún fotógrafo profesional le hizo alguna vez un retrato? –
pregunté, antes de marcharnos.
–Que yo sepa, no.
–¿Nos lo comunicará si oye o recuerda algo con que pueda ayudarnos?
–Desde luego -respondió, muy servicial-, desde luego.
Dean y yo bajamos en el ascensor, sin decir palabra.
–¿Qué le parece todo esto? – le pregunté cuando ya estábamos en la calle.
–La chica es un milagro de inocencia, ¿eh? – dijo, con una mueca-.
Quisiera poder adivinar todo lo que sabe. Reconoció la pistola y nos dio el
soplo de aquella sentencia en el Norte; pero ésas son cosas que de todos
modos habríamos averiguado. Si fuera una chica lista, nos habría dicho todo
lo que sabía que averiguaríamos, y con ello reforzaría su posición en los otros
aspectos. ¿Usted qué cree? ¿Calla porque es lista, o porque no sabe nada
más?
–No hagamos suposiciones -respondí-. La haremos seguir y vigilaremos su
correspondencia. Tengo el número de la patente de un taxi que usó hace un
par de días. También examinaremos eso.
Telefoneé al Viejo desde un negocio de la esquina, pidiéndole que
mandara a dos de nuestros muchachos para que montaran una estrecha
vigilancia, de día y de noche, sobre Mae Landis y su departamento, también
le encargué que el Departamento de Correos nos tuviera al corriente de
cualquier comunicación que recibiera y que pudiera haber sido dirigida por
Whitacre. Le dije al Viejo que vería a Ogburn y le pediría algunas muestras
de la escritura del fugitivo para compararlas con la correspondencia de la
mujer.
Entonces Dean y yo nos pusimos a seguir la pista del taxi en que Bob Teal
había visto salir a la joven. Después de media hora de pesquisas en las
oficinas de la compañía de taxis, supimos que se había dirigido a cierto
número de Greenwich Street. Nos fuimos a aquella dirección.
Era un edificio bastante estropeado, dividido en pisos y departamentos
lúgubres y deslucidos. Encontramos a la patrona en la planta baja: una mujer
flaca, de sucio vestido gris, boca dura y labios delgados, y unos ojos claros y
llenos de recelo. Se balanceaba enérgicamente en un sillón y estaba cosiendo
unos calzones.
Dean le mostró la placa y le dijo que queríamos hablar con ella.
–Bien, ¿qué es lo que quieren? – preguntó, malhumorada.
–Queremos un informe sobre sus inquilinos -respondió Dean-. Cuéntenos
lo que sepa de ellos.
–¿Lo que sepa de ellos? – Tenía una voz que habría sonado ronca aunque
no hubiera estado de tan mal humor-.¿Qué quieren que les diga? ¿Por quién
me han tomado ustedes? ¡Yo sólo me preocupo de mis propios asuntos! Y
nadie puede decir que mi casa no sea la más respetable…
Eso no nos llevaba a ninguna parte.
–¿Quién vive en el número uno? – le pregunté.
–Los Aud, dos ancianos con sus nietos. Si tienen algo contra ellos, no
pueden decir los mismo los que llevan diez años de vecindario con ellos.
–¿Quién vive en el número dos?
–La señora Codman y sus hijos, Frank y Fred. Hace tres años que están
aquí y…
La llevé de un piso a otro, hasta que por fin llegamos a un departamento
del segundo que no provocó una tan severa repulsa a mi estupidez al
sospechar algo de ellos.
–Allí viven los Quirk-. Y esta vez se limitó a fruncir el ceño, en vez de
contestar retadoramente como las veces anteriores-. Y son buena gente.
–¿Cuánto hace que viven aquí?
–Seis meses, o más.
–¿En qué trabaja él?
–No lo sé-. Y, hoscamente, añadió-: Tal vez viaje.
–¿Cuántos son de familia?
–Sólo él y ella. Pero son amables y tranquilos.
–¿Qué aspecto tiene él?
–El de un hombre corriente. Yo no soy "detective". No suelo ir por ahí
mirando la cara de la gente para ver que aspecto tiene. Yo no…
–¿Qué edad tiene el hombre?
–Tal vez entre treinta y cinco y cuarenta años, auque puede tener más o
menos.
–¿Alto o bajo?
–No es tan bajo como usted, ni tan alto como ese amigo que lo acompaña-.
Nos miró, resentida, considerando mi pequeña estatura y la corpulencia de
Dean… -y no está tan gordo como ustedes dos.
–¿Lleva bigote?
–No.
¿Es rubio?
–No -y añadió triunfalmente-: Morocho.
Dean, que había permanecido apartado, me miró por encima del hombro de
la mujer. Sus labios deletrearon:
–Whitacre.
–Ahora háblenos de la señora Quirk. ¿Qué aspecto tiene? – proseguí.
Tiene el cabello rubio, es bajita y gordita, y tal vez no tiene todavía treinta
años.
Dean y yo cruzamos una mirada de inteligencia; podía ser muy bien Mae
Landis.
–¿Pasan mucho tiempo en casa? – proseguí.
–No lo sé -dijo bruscamente la flaca mujer, y aquello me convenció de que
sí lo sabía. Por tanto, esperé sin dejar de mirarla fijamente, y al fin añadió-:
No creo que pasen mucho tiempo fuera, pero no estoy segura.
–Yo, en cambio -lancé al azar-, sé que paran muy poco en casa, y sólo de
día. Y usted también lo sabe.
No lo negó, y, por tanto, pregunté:
–¿Están ahora?
–No creo, pero también podría ser.
–Vamos a echar un vistazo al piso -le dije a Dean.
El asintió con la cabeza y le dijo a la mujer:
–Llévenos a su departamento y ábranos la puerta.
–¡No lo haré! – respondió ella, con mucho énfasis-. No tienen derecho a
entrar en la casa de alguien sin una orden de allanamiento. ¿Acaso la traen?
–No traemos nada -le dijo Dean, con una mueca-, pero podemos tener las
que queramos si se empeña usted en darnos ese trabajo. Usted es la
responsable de esta casa; puede entrar en cualquiera de los departamentos
cuando quiera, y puede llevarnos a nosotros con usted. Llévenos arriba y la
dejaremos en paz; pero si tiene interés en poner dificultades, entonces
aténgase a las consecuencias, porque podría ser que encubriera a los Quirk y
tuviera que compartir su celda.
Ella reflexionó y finalmente, sin dejar de gruñir y rezongar a cada escalón
que subía, nos llevó al departamento de los Quirk. Primero se aseguró que no
estaban en casa y después nos dejó entrar.
El departamento constaba de tres habitaciones, un cuarto de baño y una
cocina, y estaba amueblado de un modo andrajoso que hacía juego con el
destartalado exterior de la casa. En aquellas habitaciones encontramos unas
cuantas ropas, masculina y femenina, unos cuantos artículos de aseo, etcétera.
Pero el lugar no mostraba ninguna de las señales reveladoras de una estadía
continuada; no había cuadros, ni almohadones, ni ninguno de los mil
cachivaches que suelen encontrarse en los hogares. La cocina parecía no
haberse usado durante largo tiempo; las latas destinadas al café, al té, a las
especias y a la harina estaban vacías.
Sólo dos cosas encontramos que tuvieran algún significado: algunos
cigarrillos Elixir Russian sobre una mesa, y una caja nueva de balas calibre
32 -de la que faltaban diez-en un cajón.
Durante todo el registro, la patrona no se había separado de nosotros,
mirándolo todo con sus ojos agudos y curiosos; pero ahora la echamos de allí,
diciéndole que, con ley o sin ella, nos hacíamos cargo del departamento.
–Indudablemente éste es, o era, el escondrijo de Whitacre y de su chica -
dijo Dean, cuando estuvimos solos-. La única cuestión es si se habría
propuesto mantenerse aquí oculto, o si sólo le sirvió para hacer sus
preparativos de huída. Pienso que lo mejor será que el Capitán mande una
custodia que permanezca aquí día y noche, hasta que podamos encontrar al
hermano Whitacre.
–Es lo más seguro -convine, y se fue a telefonear al cuarto de adelante.
Cuando Dean terminó con el teléfono, llamé al viejo, para saber si había
alguna novedad.
–Nada -respondió-. ¿Y cómo le van las cosas a usted?
–Bastante bien. Tal vez esta tarde pueda darle alguna noticia.
–¿Consiguió de Ogburn aquellas muestras de la escritura de Whitacre? ¿O
quiere que encargue a alguien de ello?
–Las tendré esta tarde -le prometí.
Durante diez minutos estuve tratando de hablar con Ogburn en su oficina,
cuando miré el reloj y advertí que eran más de las seis. Encontré el número de
su casa particular en la guía de teléfonos, y lo llamé allí.
–¿Tiene en su casa algo escrito por Whitacre? – le pregunté. Necesito un
par de muestras. Me gustaría tenerlas esta tarde, aunque, en caso necesario,
puedo esperar hasta mañana.
–Creo que tengo aquí algunas cartas suyas. Si quiere pasar, se las daré.
–Estaré ahí dentro de quince minutos -le dije.
–Voy a casa de Ogburn -le expliqué a Dean-a buscar unas muestras de la
escritura de Whitacre, mientras usted espera al hombre que van a mandarle de
la Jefatura para hacerse cargo de esto. Nos encontraremos en el States tan
pronto como usted pueda salir de aquí. Comeremos allí y haremos planes
para esta noche.
–¡Ajá! – gruñó, mientras se acomodaba en una silla y apoyaba los pies en
otra.
Yo salí del departamento.
Ogburn se estaba vistiendo cuando llegué a su casa, y llevaba el cuello y la
corbata en la mano cuando salió a abrirme la puerta.
–Encontré unas cuantas cartas de Herb me dijo, llevándome a su
habitación.
Examiné las quince o más cartas que había sobre la mesa, seleccionando
las que más me interesaban, mientras Ogburn seguía vistiéndose.
–¿Se hacen progresos? – preguntó de pronto.
–Así, así. ¿Averiguó algo que pueda ayudarnos?
–No; pero hace sólo unos minutos acabo de recordar que Herb solía
frecuentar el Mills Building. Lo vi entrar y salir de allí a menudo, pero nunca
me llamó la atención. No sé si puede tener alguna importancia o…
Yo me levanté de un salto.
–¡Así se explica! – exclamé-. ¿Puedo usar su teléfono?
–Naturalmente; está en el pasillo, cerca de la puerta-. Me miraba
sorprendido-. Es un teléfono público; ¿tiene una moneda?
–Sí.
Pero yo ya cruzaba la puerta del dormitorio.
–El interruptor está al lado de la puerta -me gritó-, si es que quiere luz.
¿Cree que…?
Pero yo no me detuve a escuchar sus preguntas. Mientras corría hacia el
teléfono, buscaba una moneda en el bolsillo. Y, al hurgar en éste, con el
apuro, la moneda se escapó de entre mis dedos… y no accidentalmente,
porque acababa de tener una corazonada que quería comprobar. La moneda
rodó por el alfombrado pasillo. Encendí la luz, la recogí y llamé al número de
los Quirk. Hoy me alegro de haber hecho aquello.
Dean todavía estaba allí.
–Esto se acaba -le anuncié-. Lleve a la patrona a la Jefatura, y también a la
Landis. Nos encontraremos allí… en la Jefatura.
–¿Lo dice en serio? – farfulló.
–Casi -contesté, y colgué el tubo.
Apagué la luz del pasillo, y silbando en voz baja volví a la habitación
donde había dejado a Ogburn. La puerta estaba entreabierta. Me dirigí a ella
directamente y la abrí de una patada, saltando después hacia atrás y
apoyándome en la pared.
Sonaron dos disparos, tan seguidos que parecieron uno solo.
Bien arrimado a la pared, me afirmé con el pie en el ángulo del suelo y el
zócalo, y empecé un concierto de gritos y alaridos que hubieran hecho
famoso a un loco en carnaval.
Un instante después, Ogburn apareció en el umbral. Llevaba un revólver en
la mano y mostraba el semblante de una fiera. Estaba decidido a matarme.
Era mi vida o la suya.
Dejé caer mi pistola sobre la bruñida superficie castaña de su cráneo.
Cuando volvió a abrir los ojos, dos agentes lo estaban metiendo en el auto
de la policía.
Encontré a Dean en la sala de detectives, en el Palacio de Justicia.
–La patrona ha identificado a Mae Landis, en el despacho del Capitán.
–Ogburn está en el Departamento de Huellas dactilares -le dije-. Vamos a
llevar a la patrona a que le eche un vistazo.
Cuando llevamos allí a la patrona a que lo viera, Ogburn estaba sentado,
inclinado hacia delante, mirando fijamente los pies del agente uniformado
que lo custodiaba.
–¿Lo conoce? – pregunté a la mujer.
–Sí -respondió de mala gana-. Es el señor Quirk.
Ogburn no levantó la mirada, ni nos prestó la menor atención.
Después de decirle a la patrona que podía marcharse a su casa, Dean me
condujo a un rincón apartado de la sala de detectives, donde pudiéramos
hablar sin ser molestados.
–¡Ahora desembuche! – bramó-, ¿Cómo ocurrieron estos "sorprendentes
acontecimientos", como dirían los chicos de la prensa?
–Bueno, para empezar, yo sabía que la pregunta ¿Quién mató a Bob Teal?
sólo podía tener una respuesta. ¡Bob no era tonto! Cabía dentro de lo posible
que se dejara arrinconar por un hombre a quien fuera siguiendo, detrás de un
cartel de anuncios; pero lo habría hecho tomando precauciones. No habría
muerto con las manos vacías y menos a causa de un disparo hecho desde tan
cerca que le chamuscó el saco. El asesino tenía que ser alguien en quien Bob
confiaba, y, por consiguiente, no podía ser Whitacre. Ahora bien, Bob era un
muchacho cumplidor de su deber, y no habría abandonado su tarea de seguir
a Whitacre para charlar con cualquier amigo. Sólo había un hombre capaz de
haberlo persuadido a dejar a Whitacre por un rato, y el hombre era aquél para
quien Bob trabajaba: Ogburn.
"Si no hubiera conocido a Bob, habría podido pensar que se había
escondido detrás de los anuncios para vigilar a Whitacre; pero Bob no era un
aficionado. Sabía demasiado su oficio como para hacer esos trucos
espectaculares. Por consiguiente, sólo cabía pensar en Ogburn.
"Con esto para empezar, todo lo demás es un asunto fácil. Todo el material
que nos proporcionó Mae Landis al reconocer la pistola de Whitacre y al
confirmar la coartada de Ogburn, diciendo que había hablado por teléfono
con él a las diez, no hizo más que convencerme de su complicidad. Cuando la
patrona nos describió a "Quirk" yo tuve la absoluta certeza. Su descripción
igual podía encajar en Whitacre que en Ogburn. Pero no tenía sentido que el
primero ocupara un departamento en Greenwich Street, mientras que si
Ogburn y la Landis tenían algún lío, necesitaban un sitio para encontrarse.
"En vista de ello, esta noche representé una pequeña comedia en el
departamento de Ogburn, dejando caer una moneda en el suelo y encontrando
allí huellas de barro seco que sin duda persistieron, a pesar de la limpieza a
que debió someter la alfombra y sus propias ropas después de llegar a casa
caminando bajo la lluvia. Dejaremos que los técnicos determinen si aquel
barro podía ser del terreno donde mataron a Bob, y el jurado decidirá si lo
era.
"Hay otros detalles… como por ejemplo la pistola. La Landis dijo que
Whitacre la tenía desde hacía más de un año, pero a pesar de estar sucia de
barro me pareció bastante nueva. Enviaremos el número de serie a los
fabricantes y averiguaremos cuándo se vendió.
"En cuanto al móvil, el único que conozco con certeza en la actualidad es
el de la mujer, lo cual debería ser bastante. Pero creo que cuando se
investiguen los libros de "Ogburn y Whitacre" y se compruebe su estado
financiero, descubriremos algo. Apostaría cien contra uno a que Whitacre
aparecerá, ahora que nadie puede acusarlo de asesinato".
Y eso fue exactamente lo que ocurrió.
Al día siguiente, Herbert Whitacre se presentó en la Jefatura de Policía de
Sacramento, y se entregó.
Ni Ogburn ni Mae Landis declararon jamás lo que sabían, pero con el
testimonio de Whitacre, apoyado por las pruebas que pudimos juntar aquí y
allá, acudimos al juicio y convencimos al jurado de que los hechos eran como
sigue:
Ogburn y Whitacre habían iniciado su negocio de producción agrícola, en
plan de estafadores. Tenían opciones sobre una gran cantidad de terreno, y
proyectaron vender el mayor número de lotes posible antes de que se
cumpliera el plazo para ejercer la opción. Cuando llegara el momento, tenían
el propósito de hacer las valijas y desaparecer. Whitacre tenía poco aguante y
recordaba perfectamente los tres años que había pasado en la cárcel por
falsificador. Para darle ánimos, Ogburn había dicho a su socio que tenía un
amigo en el Departamento de Correos de Washington que, mediante la
correspondiente propina, le avisaría en el momento en que surgiera cualquier
sospecha de tipo oficial.
Los dos socios sacaron una buena cantidad de dinero gracias a su
estratagema y Ogburn se constituyó en el depositario del dinero hasta que
llegara el momento de iniciar la retirada. Mientras tanto Ogburn y Mae
Landis -la supuesta esposa de Whitacre-habían intimado y habían alquilado el
departamento de Greenwich Street, donde se encontraban las tardes en que
Whitacre estaba ocupado en la oficina, y mientras suponía que Ogburn
andaba a la caza de alguna nueva víctima. En aquel departamento habían
urdido Ogburn y la mujer su pequeño truco, gracias al cual se librarían de
Whitacre, se quedarían con todo el botín, y Ogburn quedaría a cubierto de
toda sospecha de complicidad en los negocios delictivos de "Ogburn y
Whitacre".
Ogburn se había dirigido a las oficinas de la "Continental", había contado
su pequeña historia sobre la infidelidad de su socio y había contratado a Bob
Teal para seguir los pasos de aquél. A continuación de lijo a Whitacre que
había recibido una confidencia de su amigo de Washington, según la cual
estaba a punto de iniciarse una investigación. Los dos socios convinieron
entonces en salir de la ciudad, por separado, a la semana siguiente. La noche
siguiente, Mae Landis le contó a Whitacre que había visto un hombre
vagando por el vecindario, vigilando por lo visto el edificio en que vivían.
Whitacre, tomando a Bob por un inspector de Correos, había perdido la
serenidad, y había sido preciso el esfuerzo conjunto de la mujer y de su socio
-que en apariencia actuaban separadamente-para impedir que se fugara
inmediatamente. Por fin consiguieron que postergara su decisión por unos
días.
La noche del crimen, Ogburn, simulando que no creía en la historia de
Whitacre sobre la persecución a que se hallaba sometido, se había encontrado
con él, diciéndole que quería averiguar si realmente lo seguían. Durante una
hora estuvieron recorriendo las calles bajo la lluvia. Entonces Ogburn,
diciendo que se había convencido, anunció su propósito de volver atrás y
hablar con el supuesto inspector para ver si podía sobornarlo. Whitacre se
había negado a acompañar a su socio, pero había convenido en esperarlo en
un portal oscuro.
Con cualquier pretexto, Ogburn se había llevado a Bob Teal detrás del
cartel de anuncios, y lo había asesinado. Entonces había vuelto
precipitadamente junto a su socio, gritando:
–¡Dios mío! Se me tiró encima y disparé. ¡Tenemos que huir!
Whitacre, loco de pánico, se había marchado de San Francisco sin
detenerse siquiera a buscar sus valijas ni a avisar a Mae Landis. Suponía, por
lo que habían convenido, que Ogburn se marcharía siguiendo otra ruta.
Tenían que encontrarse en la ciudad de Oklahoma diez días más tarde. Allí,
Ogburn -después de sacar todo el dinero de los bancos de Los Ángeles, donde
lo había depositado bajo diversos nombres-tenía que darle a Whitacre su
participación, y luego cada cual se iría por su lado.
Al día siguiente, en Sacramento, Whitacre había leído los diarios y había
comprendido la jugarreta de que se le había hecho víctima. El había llevado
todos los libros de la empresa; todos los asientos falsos en la contabilidad de
"Ogburn y Whitacre" estaban escritos de su puño y letra. Mae Landis había
descubierto sus antecedentes penales, y le había atribuido la propiedad de la
pistola, que en realidad pertenecía a Ogburn. ¡Había caído en la trampa! ¡No
tenía la menor posibilidad de demostrar su inocencia!.
Se había dado cuenta perfectamente de que la explicación que podía dar
parecería una mentira rebuscada y estúpida. Tenía antecedentes penales. Si se
hubiera entregado y hubiera contado toda la verdad, no habría conseguido
otra cosa sino que todos se burlaran de él.
Pasando el desenlace: Ogburn terminó con una condena de muerte; Mae
Landis todavía está cumpliendo en la actualidad una condena de quince años
de prisión, y Whitacre, en recompensa a su testimonio y a la restitución del
botín, no fue acusado por su intervención en la estafa.
Fin de ¿Quién mató a Bob Teal?

AQUEL ASUNTO DEL REY


El tren de Belgrado me dejó en Stefanía, capital de Muravia, a primera
hora de una tarde desapacible. Un viento helado me echó una lluvia fría sobre
el rostro y por el cuello hacia abajo, cuando salí del cuadrado granítico de una
estación de tren para saltar dentro de un taxi.
El chofer no entendía el inglés ni el francés. Probablemente, tampoco
hubiera resultado en un buen alemán. El mío era bueno. Era una mezcla de
gárgaras y gruñidos. Este chofer era la primera persona que pretendió
entenderlo alguna vez. Sospeché que estaba adivinando y que me llevaría a
algún punto lejano de los suburbios. Quizá era un buen adivino. Sea como
fuere, me llevó al Hotel de la República.
El hotel era un edificio nuevo, de seis pisos, muy orgulloso de sus
ascensores, de sus cañerías norteamericanas, de sus baños individuales y de
otros artefactos modernos. En cuanto me hube lavado y cambiado, bajé al
restaurante para almorzar. Después, con la ayuda de minuciosas instrucciones
en inglés y en francés y en el lenguaje universal de los signos,
proporcionadas por un portero muy uniformado, me levanté el cuello del
impermeable y atravesé la plaza llena de barro para encontrarme con Roy
Scanlan, el representante de los Estados Unidos en el Estado más joven y más
pequeño de los Balcanes.
Era un hombre regordete, de unos treinta años, de cabellos lacios, bastante
grises ya, con un rostro nervioso y blando, manos blancas, rollizas, que se
crispaban, y muy bien vestido. Nos estrechamos la mano, me hizo sentar
afablemente en una silla, apenas echó una ojeada a mi carta de presentación y
clavó su mirada en mi corbata, mientras me decía:
–¿De modo que usted es un detective privado de San Francisco?
–Sí.
–¿Y?…
–Lionel Grantham.
–¡No!
–Si.
–Pero él es…
El diplomático se dio cuenta que me estaba mirando a los ojos, desvió
rápidamente su mirada hacia mi pelo y se olvidó de lo que me estaba
empezando a decir. Yo insistí:
–¿Pero él es que?
–¡Oh! – contestó con un vago movimiento de cabeza y de cejas-. No es de
ese tipo.
–¿Cuánto hace que está aquí? – pregunté.
–Dos meses. Posiblemente tres o tres y medio.
–¿Lo conoce bien?
–¡Oh, no! De vista, desde luego y he hablado algo con él. Somos los únicos
dos norteamericanos que vivimos aquí, de manera que nos conocemos
bastante.
–¿Le dijo porqué está aquí?
–No. Me imagino que se detuvo aquí por casualidad en uno de sus viajes,
excepto, desde luego, si ha venido por alguna razón especial. No hay duda de
que en todo esto está mezclada una chica, es la hija del general Radnjak,
aunque no lo creo.
–¿Cómo pasa su tiempo?
–En realidad, no tengo la menor idea. Vive en el Hotel de la República, es
uno de los favoritos entre nuestra colonia extranjera, monta un poco a caballo
y lleva la vida normal de un muchacho de buena familia y de dinero.
–¿Está mezclado con alguien que no es lo que debería ser?
–No, que yo sepa, aunque lo he visto con Mahmoud y con Einarson. Casi
seguro que son unos canallas, pero podrían no serlo.
–¿Quiénes son?
–Nubar Mahmoud es el secretario particular del doctor Semich, el
presidente. El coronel Einarson es un islandés. Hoy en día es virtualmente el
dueño del ejército. No sé nada acerca de ninguno de los dos.
–¿Excepto que son unos canallas?
El representante arrugó su ancha frente redonda en señal de disgusto y me
miró con reproche.
–De ninguna manera -dijo-. Y ahora, ¿puedo preguntar qué se sospecha de
Grantham?
–Nada.
–¿Entonces?
–Hace siete meses, el día que cumplió los veintiún años, este Lionel
Grantham entró en posesión del dinero que le había dejado su padre, un buen
bocado. Hasta entonces, el muchacho había tenido dificultades. Su madre
tenía y sigue teniendo, unas nociones burguesas de refinamiento muy
desarrolladas. Su padre había sido un auténtico aristócrata a la antigua
usanza… un individuo de alma dura y hablar suave que obtuvo todo lo que
quiso por el sencillo procedimiento de tomarlo; le gustaban el vino viejo y las
mujeres jóvenes, y ambas cosas en grandes cantidades, las cartas, los dados y
las carreras de caballos… y las luchas, ya fuera que tomase parte en ellas o
que asistiera como espectador.
"Mientras vivía, educó él mismo al muchacho. La señora Grantham
encontraba que los gustos de su marido eran ordinarios, pero él era un
hombre que hacía las cosas a su manera. Además, la sangre de los Grantham
era la mejor de Norteamérica. Ella era una mujer que se dejaba impresionar
por esto. Hace once años -cuando Lionel era un chico de diez años-el viejo
murió. La señora Grantham cambió la ruleta de la familia por una caja de
dominó y empezó a convertir al chico en una especie de Galahad.
"Yo no lo he visto en mi vida, pero me han contado que no tuvo mucho
éxito. Sin embargo, lo mantuvo sujeto durante once años, sin dejarlo siquiera
ir al colegio. Y así siguió todo, hasta el día en que legalmente fue mayor de
edad y entró en posesión de su parte del patrimonio de su padre. Aquella
mañana, dio un beso a Mamá y le dijo casualmente que se marchaba en una
pequeña correría alrededor del mundo… solo. Mamá hizo y dijo cuanto se
podía esperar de ella, pero todo fue inútil. Había salido la sangre de los
Grantham. Lionel prometió que le mandaría una postal de vez en cuando, y se
marchó.
"Parece que durante su vagabundeo se portó bastante bien. Supongo que el
mero hecho de ser libre debía proporcionarle toda la excitación que
necesitaba. Pero hace unas cuantas semanas, la Trust Company, que se ocupa
de sus asuntos, recibió instrucciones suyas para que cambiaran algunas
obligaciones de ferrocarriles en dinero líquido y se lo mandaran a un Banco
de Belgrado. La cantidad era importante -más de tres millones de dólares-de
modo que la Trust Company fue a contárselo a la señora Grantham. Tuvo un
ataque. Había estado recibiendo cartas suyas desde París, en las que no
hablaba para nada de Belgrado.
"Mamá estaba a punto de venirse corriendo a Europa. Su hermano, el
senador Welbourn, se lo quitó de la cabeza. Mandó algunos telegramas y se
enteró de que Lionel no se encontraba en París ni en Belgrado, a menos que
se estuviera ocultando. La señora Grantham hizo sus valijas y reservó los
pasajes. El senador se lo volvió a quitar de la cabeza, convenciéndola de que
el muchacho se resentiría de que se inmiscuyese en sus asuntos. Le dijo que
lo mejor que podía hacer era investigar en silencio. Trajo el trabajo a la
Agencia. Yo me fui a París y me enteré de que un amigo de Lionel se
ocupaba de hacer seguir su correspondencia, y de que él se encontraba aquí,
en Stefanía. En mi camino hacia aquí, me detuve en Belgrado, y me enteré
que le iban a mandar el dinero… la mayor parte ya está mandado. De manera
que aquí estoy.
Scanlan sonrió con expresión de felicidad.
–No puedo hacer nada -dijo-. Grantham es mayor de edad y se trata de su
dinero.
–Desde luego -asentí-, yo me encuentro en el mismo aprieto. Todo cuanto
puedo hacer es andar a tientas, enterarme de lo que se propone hacer, e
intentar salvarle la guita si es que se la están robando. ¿No puede darme ni
una pista siquiera? Tres millones de dólares… ¿en qué los puede haber
invertido?
–No lo sé -dijo el representante, agitándose incómodamente-. Aquí no
existe ningún negocio que valga nada. Es un país exclusivamente agrícola,
repartido entre pequeños propietarios… campitos de cuatro, seis, ocho
hectáreas… Pero queda su asociación con Mahmoud y con Einarson.
Probablemente le robarían si tuviesen la oportunidad de hacerlo. Afirmo que
lo están robando. Pero no creo que lo hicieran. Quizá no se conozcan mucho.
Se trata probablemente de una mujer.
–Bueno. ¿A quién tendría que ver? El hecho de no conocer el país y de no
hablar el idioma es un gran obstáculo para mí. ¿A quién puedo ir a contar mi
historia y de quién puedo obtener ayuda?
–No lo sé -contestó tristemente. Entonces se encendió su rostro-. Vaya a
ver a Vasilije Djudakovich. Es el Jefe de Policía. ¡Ese es su hombre! Lo
puede ayudar a usted y usted puede confiar en él. En lugar de un cerebro
tiene un estómago. No entenderá nada de lo que le cuente. ¡Sí, Djudakovich
es su hombre!
–Gracias -contesté, y salí vacilando a la calle fangosa.
Encontré el despacho del Jefe de Policía en el edificio de la
Administración, una construcción triste y concreta al lado de la Casa de
Gobierno, dominando la plaza. Un escribiente delgado, con patillas blancas,
que parecía un Papá Noel tuberculoso, me dijo en un francés que todavía era
peor que mi alemán, que Su Excelencia no estaba. Bajé la voz hasta que no
fue más que un murmullo y le repetí solemnemente que venía de parte del
representante de los Estados Unidos. Esto pareció impresionar a Papá Noel.
Movió la cabeza en señal de que comprendía y desapareció de la habitación.
Al instante volvió, inclinándose hacia la puerta, y me invitó a seguirlo.
Fui tras él por un corredor oscuro hacia una enorme puerta marcada con el
número 15. La abrió y se inclinó indicándome que entrara y dijo jadeando:
–Asseyez vous, s'il vous plait.
Cerró la puerta y me dejó solo. Estaba en un despacho grande y cuadrado.
En él todo era grande. Las cuatro ventanas eran dobles. Las sillas eran
bancos, excepto la de cuero, detrás de la mesa, que muy bien hubiera podido
ser la mitad trasera de un coche de turismo. En la mesa hubieran podido
dormir un par de personas. Veinte hubieran podido comer.
Se abrió una puerta, enfrente de aquella por la que yo había entrado, y
entró una muchacha que cerró la puerta tras de sí, ahogando el ronroneo
parecido al de una locomotora pesada que se oía a través de ella.
–Soy Romaine Frankl -dijo en inglés-, la secretaria de Su Excelencia.
¿Quiere decirme lo que desea?
Podía tener cualquier edad entre los veinte y los treinta años, y algo menos
de un metro y medio de altura. Era delgada sin ser huesuda, con cabellos
ondulados de un color tan próximo al negro como puede ser el marrón, sus
ojos con pestañas negras, cuyos iris grises tenían rebordes negros, un rostro
pequeño de facciones delicadas y una voz que parecía demasiado suave y
demasiado débil para seguir adelante tan bien como continuó. Llevaba un
vestido de lana roja sin otra forma que la que le daba el cuerpo y cuando se
movía -para andar o para levantar una mano-parecía que no le costara ningún
esfuerzo, como si alguien la estuviera moviendo.
–Me gustaría verlo personalmente -dije mientras iba registrando estos
datos.
–Más tarde, desde luego -me prometió-, pero en este momento es
imposible.
Se volvió de nuevo hacia la puerta con su peculiar gracia carente de
esfuerzo, y la abrió, en la habitación se volvió a oír el ruido de la locomotora.
–¿Lo oye? – me preguntó-. Está haciendo la siesta.
Cerró la puerta contra el ronquido de Su Excelencia y atravesó la
habitación flotando en el aire para trepar en el inmenso sillón de cuero que
había detrás de la mesa.
–Siéntese, por favor -me dijo, señalándome con su pequeño índice una silla
que estaba junto a la mesa-. Ganará tiempo contándome a mí todo su asunto,
porque a menos que hable nuestra lengua tendré que hacer de intérprete
cuando le transmita su mensaje a Su Excelencia.
Le hablé acerca de Lionel Grantham y de mi interés por él, prácticamente
con las mismas palabras que había utilizado para dirigirme a Scanlan,
agregando:
–¿Ve usted? No puedo hacer nada excepto intentar enterarme qué piensa
hacer el muchacho y darle una mano si la necesita. No puedo presentarme
directamente ante él, me temo que sea demasiado Grantham para tomarse
bien lo que él consideraría una especie de niñera. El señor Scanlan me
aconsejó que tuviera una entrevista con el Jefe de la Policía para pedirle
ayuda.
–Tuvo suerte.
Parecía como si desease hacer un chiste sobre el representante de mi país,
pero no estuviera segura de cómo lo tomaría yo.
–El representante de su país no siempre resulta fácil de entender.
–Una vez que se ha dado con el truco, no es difícil -contesté-. Se trata de
limitarse a descartar todas las declaraciones que contengan no o nada.
–¡Eso es! ¡Eso es, exactamente! Siempre supe que tenía que haber una
clave -exclamó inclinándose hacia mí y riéndose-, pero hasta ahora nadie la
había encontrado. Ha resuelto usted nuestro problema nacional.
–Entonces, como recompensa, debería darme todas las informaciones que
tenga sobre Grantham.
–Debería, pero primero tendré que hablar con Su Excelencia.
–Me puede contar extraoficialmente lo que piensa de Grantham. ¿Lo
conoce?
–Sí. Es encantador. Un muchacho simpático, deliciosamente ingenuo, sin
ninguna experiencia, pero realmente encantador.
–¿Quiénes son sus amigos?
Movió la cabeza y dijo:
–No puedo decirle nada más sobre este tema hasta que se despierte Su
Excelencia. ¿Usted es de San Francisco? Recuerdo que por las calles había
unos carritos muy divertidos, y la niebla, y la ensalada en seguida después de
la sopa, y el café Dan.
–¿Estuvo usted?
–Dos veces. Estuve un año y medio en los Estados Unidos, en revistas,
sacando conejos de sombreros.
Todavía estábamos hablando de esto media hora más tarde cuando se abrió
la puerta y entró el Jefe de Policía.
Las proporciones descomunales del mobiliario se encogieron rápidamente
hasta llegar a ser normales, la muchacha se convirtió en una enana, y yo me
sentí como un niño pequeño.
Este Vasilije Djudakovich medía casi dos metros de altura y esto no era
nada comparado con su corpulencia. Quizá no pesaba más de doscientos
cincuenta kilos, pero al mirarlo era difícil pensar en otros términos que en
toneladas. Era una enorme montaña de carne, con pelo y barba rubios, dentro
de una levita negra. Llevaba una corbata, de manera que supongo que
también llevaría un cuello de camisa, pero quedaba escondido en todo su
contorno por los rollos de carne colorada de su propio cuello. Su chaleco
blanco tenía el tamaño y la hechura de un miriñaque, y a pesar de eso le
quedaba estrecho. Sus ojos eran casi invisibles entre los cojines de carne que
los rodeaban y sus sombras los transformaban en un color negro incoloro,
semejante al del agua de un pozo profundo. Su boca era un óvalo grueso y
rojo entre los pelos amarillos de su barba y de sus patillas y bigotes. Entró en
la habitación lentamente, de manera imponente, y me sorprendió el hecho de
que el suelo no crujiera.
Romaine Frankl me observaba atentamente mientras se deslizaba fuera del
gran sillón de cuero y me presentaba al Jefe. Este me sonrió soñoliento, me
dio una mano que tenía toda la apariencia de un bebé desnudo y se dejó caer
en la silla que la muchacha había dejado libre.
Una vez instalado, fue bajando la cabeza hasta que descansó sobre las
almohadas formadas por sus numerosas papadas, y entonces pareció que se
iba a volver a dormir.
Traje otra silla para la muchacha. Ella volvió a mirarme agudamente, como
si buscara algo en mi rostro, y empezó a hablarle en lo que supongo que era
el idioma nativo. Habló rápidamente durante unos veinte minutos, mientras él
no daba ninguna señal de estar escuchando, y ni siquiera de estar despierto.
Cuando hubo terminado, el Jefe contestó:
–Da.
Hablaba como en sueños, pero ésta única sílaba poseía un volumen que no
hubiera podido proceder de un lugar menor que de ese gigantesco estómago.
La muchacha se volvió hacia mí sonriendo, y dijo:
–Su Excelencia estará encantado de ayudarlo a usted en todo lo que le sea
posible. Oficialmente, desde luego, no le interés mezclarse en los asuntos de
un visitante de otro país, pero se da cuenta de la importancia que tiene el
hecho de evitar que el señor Grantham se convierta en víctima de alguien
mientras permanezca aquí. Si usted quiere volver mañana por la tarde,
digamos a las tres…
Prometí hacerlo, le di las gracias, estreché de nuevo la mano de la montaña
y salí otra vez hacia la lluvia.
De regreso al hotel, no me fue muy difícil averiguar que Lionel Grantham
ocupaba un departamento en el sexto piso y que en aquel momento se
encontraba en el hotel. Tenía su fotografía en mi bolsillo y su descripción en
mi cabeza. Me pasé el resto de la tarde y el principio de la noche esperando
poder echarle un vistazo. Lo conseguí un poco después de las siete.
Salió del ascensor. Era un muchacho alto, con un cuerpo ágil, que iba
adelgazándose desde sus anchos hombros hasta sus caderas estrechas, recto,
de piernas largas, el tipo de hechura que gusta a los sastres. Su rostro rosa, de
facciones regulares, verdaderamente hermoso, tenía una expresión de
superioridad distante demasiado pronunciada para ser algo más que una
fachada para ocultar la inconsciencia propia de la juventud.
Salió a la calle encendiendo un cigarrillo. Había dejado de llover, a pesar
de que unos nubarrones muy bajos prometían más lluvia dentro de poco. Giró
calle abajo, a pie. Yo hice lo mismo.
Fuimos a un restaurante demasiado dorado, en el que una orquesta de
zíngaros tocaba desde un pequeño balcón colgado de una manera insegura en
lo alto de una de las paredes. Todos los mozos y la mitad de las personas que
estaban cenando allí parecían conocer al muchacho. Saludó y sonrió una y
otra vez mientras se dirigía hacia una mesa cerca del fondo, en la que dos
hombres lo estaban esperando.
Uno de ellos era alto y fuerte, de cabellos negros y espesos y con un gran
bigote negro. Su rostro florido, de nariz chata, tenía la expresión de un
hombre a quien no le importa tener una pelea de vez en cuando. Este iba
vestido con un uniforme militar verde y oro, con botas altas, de un cuero
negro brillantísimo. Su compañero iba vestido de etiqueta. Era un hombre
gordo, moreno, de mediana estatura, con cabellos aceitosos y un rostro
ovalado suave.
Mientras el joven Grantham se reunía con esta pareja yo encontré para mí
una mesa algo más lejos. Encargué mi cena y miré a mi alrededor a mis
vecinos. En la sala había algunos uniformes, algunos hombres de etiqueta y
algunos trajes de noche, pero la mayoría de los comensales llevaban trajes
corrientes. Vi un par de rostros que probablemente eran ingleses, uno o dos
griegos y unos cuantos turcos. La comida era buena y mi apetito también.
Estaba fumándome un cigarrillo ante una tacita de café cuando Grantham y el
gran oficial florido se levantaron y se marcharon.
Me hubiera sido imposible conseguir la factura y pagar a tiempo para
seguirles sin crear un disturbio, así que los dejé marchar. Entonces arreglé mi
cuenta y esperé hasta que el hombre moreno y gordo que se había quedado
pidió la suya. Me encontraba en la calle un minuto antes que él, de pie,
mirando hacia la plaza iluminada con electricidad, con la expresión de un
turista que no sabe muy bien lo que va a hacer luego.
Se me adelantó y subió por la calle llena de barro con el paso suave y
"cuidado-donde-pones-los-pies" de un gato.
Un soldado -un hombre huesudo con un abrigo y un gorro de piel de
cordero, con un bigote gris erizado encima de unos labios grises y
desdeñosos-surgió de un umbral y detuvo al hombre moreno con palabras de
queja.
El hombre moreno alzó las manos y los hombros en un gesto de enojo y
sorpresa a la vez.
El soldado volvió a lamentarse, pero el gesto de desprecio de su boca se
acentuó. La voz del hombre gordo era baja, cortante, enfadada, y en su mano
apareció el marrón del papel moneda de Muravia. El soldado se guardó el
dinero en el bolsillo, levantó la mano haciendo un saludo y atravesó la calle.
Mientras el hombre moreno se había quedado parado observando al
soldado, yo me dirigí hacia la esquina por donde se habían desvanecido el
abrigo y el gorro de piel de cordero. Mi soldado se encontraba ya una cuadra
y media más abajo, dando zancadas con la cabeza inclinada. Tenía prisa. Hice
mucho ejercicio siguiéndolo. La ciudad empezó a terminarse. Cuanto más se
terminaba, menos me gustaba esa expedición. Seguir a alguien es estupendo
en pleno día, por una gran ciudad que se conozca bien. Esto era seguir en las
peores condiciones.
Me llevó fuera de la ciudad a lo largo de una carretera de cemento
bordeada de algunas casas. Yo permanecía tan lejos de él como podía, y era
una sombra débil, como una mancha hacia delante. Dobló una curva de la
carretera muy cerrada. Yo me apresuré hacia la curva, con el firme propósito
de abandonar el asunto en cuanto la hubiese doblado.
De repente, el soldado apareció en la curva, viniendo hacia mí.
Un poco detrás de mí había un pequeño montón de tablones a un lado de la
carretera; era el único escondite en treinta metros a la redonda. Estiré más mis
cortas piernas.
Tablones amontonados en forma irregular formaban una cavidad poco
profunda en uno de los extremos del montón, casi de tamaño suficiente para
contenerme a mí. De rodillas en el barro, me zambullí en esta cavidad.
El soldado apareció por un hueco entre dos tablones. En una de sus manos
centelleaba un metal brillante. Pensé que era un cuchillo. Pero cuando se
detuvo enfrente de mi guarida, vi que era un revólver de tipo antiguo, el tipo
niquelado.
Permaneció quieto mirando hacia mi guarida, y luego hacia la carretera,
arriba y abajo. Gruñó y se vino hacia mí. Algunas astillas me hirieron en la
mejilla cuando me aplasté más contra los extremos de la madera. Mi arma
estaba junto con mi cachiporra de goma, en la valija, en mi habitación, en mi
hotel. ¡Buen sitio para tenerla ahora1 El revólver del soldado brillaba en su
mano.
La lluvia empezó a caer sobre los tablones y sobre el suelo. Al venir hacia
mí, el soldado se levantó el cuello de su abrigo. Nunca nadie había hecho
algo que me gustase tanto. Un hombre que estuviera acechando a otro no lo
hubiera hecho. No sabía que yo estaba allí. Buscaba un lugar para esconderse
él. El juego estaba nivelado. Si me encontraba, él llevaba el arma, pero yo lo
había visto primero.
Su abrigo de piel de cordero raspó la madera cuando pasó junto a mí,
inclinándose hacia abajo al doblar mi esquina para meterse detrás del montón.
Me pasó tan cerca que parecía que las mismas gotas de lluvia nos estuviesen
golpeando a los dos. Después de esto, aflojé mis puños. No lo podía ver, pero
podía oír su respiración, podía oír como se rascaba e incluso como tarareaba.
Transcurrió un cuarto de hora.
El barro en el que estaba arrodillado me empapaba a través de los
pantalones, mojándome las rodillas y las pantorrillas. La madera rugosa me
arrancaba la piel de la cara cada vez que respiraba. Mi boca estaba tan seca
como húmedas mis rodillas, pero respiraba por ella para no hacer ruido.
Un automóvil dobló la curva, en dirección a la ciudad. Oí al soldado gruñir
bajito, y el click de su revólver al cargarlo. El coche llegaba de frente y siguió
adelante. El soldado suspiró profundamente y otra vez empezó a rascarse y a
tararear.
Transcurrió otro cuarto de hora.
A través de la lluvia nos llegaron voces de hombres, apenas perceptibles
primero, luego más fuertes y bastante claras por fin. Cuatro soldados con
abrigos y gorros de piel de cordero bajaron por la carretera en la misma
dirección por donde nosotros habíamos venido. Sus voces se fueron apagando
progresivamente mientras desaparecían por la curva.
A lo lejos, la bocina de un automóvil ladró dos feas notas. El soldado
gruñó, un gruñido que decía claramente aquí está. Sus pies se apoyaron en el
fango y el montón de tablones crujió bajo su peso. Me era imposible ver lo
que pretendía hacer.
Una luz brilló alrededor de la curva de la carretera y apareció un
automóvil, un coche de gran potencia, que se dirigía hacia la ciudad a una
velocidad que no tenía en cuenta para nada la humedad resbaladiza de la
carretera. La lluvia, la noche y la velocidad empañaban a sus dos ocupantes,
que estaban sentados adelante.
Por encima de mi cabeza rugió un pesado revólver. El soldado estaba
trabajando. El coche veloz se ladeó sin equilibrio a lo largo del cemento
húmedo. Sus frenos chirriaban.
Cuando el sexto disparo me indicó que probablemente el arma niquelada
ya estaba vacía, salí de un salto fuera de mi agujero.
El soldado yacía sobre el montón de tablones, con el arma apuntando
todavía al coche que patinaba, mientras lo observaba a través de la lluvia.
Cuando me vio se dio vuelta, blandió su revólver hacia mí y me gruñó una
orden que no pude entender. Yo contaba con que el arma estuviera vacía.
Levanté ambas manos muy por encima de mi cabeza, puse una cara
asombrada y le di un puñetazo en el estómago. Se dobló sobre mí,
enroscándose alrededor de mi pierna. Rodamos por el suelo. Yo estaba
debajo, pero su cabeza estaba contra mi muslo. Se le cayó el sombrero. Lo
tomé por los cabellos con ambas manos y logré sentarme. Sus dientes se
clavaron en mi pierna. Le dije cosas desagradables y coloqué mis dos dedos
pulgares en los huesos debajo de sus orejas. No fue necesaria mucha presión
para enseñarle que no debía morder a la gente. Cuando levantó su rostro para
aullar, le metí en él mi puño derecho, agarrándolo por los cabellos con mi
mano izquierda. Fue algo bonito y sólido.
Una luz blanca nos inundó. Mirando de soslayo, vi el automóvil parado un
poco más allá, con su faro vuelto hacia mí y hacia mi compañero de lucha.
Surgió un hombre grande vestido de verde y oro -el florido oficial que había
sido uno de los compañeros de Grantham en el restaurante. En una de sus
manos llevaba una automática.
Vino hacia nosotros dando grandes zancadas, ignoró al soldado tendido en
el suelo y me examinó cuidadosamente con sus agudos ojos negros.
–¿Inglés?…, preguntó.
–Norteamericano.
Se mordió una punta de su bigote y dijo sin intención:
–Sí, vale más.
Su inglés era gutural, con marcado acento alemán.
Lionel Grantham salió del coche y se dirigió hacia nosotros. Su rostro ya
no era tan rosado como había sido.
–¿Qué ocurre? – preguntó al oficial. Pero me miraba a mí.
–No lo sé -respondí-. Di un paseo después de cenar y me perdí. Al
encontrarme aquí, decidí que iba en dirección contraria. Cuando di la vuelta
para volver atrás, vi a este tipo detrás del montón de tablones. Tenía un
revólver en la mano. Lo tomé por un asaltante, y me dediqué a jugar a los
indios con él. En el preciso momento en que llegaba junto a él, dio un salto y
empezó a rociarlos a ustedes. Lo alcancé a tiempo para poder estropear su
puntería. ¿Es uno de sus amigos?
–Usted es norteamericano -dijo el muchacho-. Yo soy Lionel Grantham.
Este es el coronel Einarson. Le estamos muy agradecidos.
Se rascó la frente y miró a Einarson.
–¿Qué piensa usted de todo esto?
El oficial se encogió de hombros y gruñó:
–Uno de mis muchachos… Ya veremos.
Y dio un golpe en las costillas del hombre que yacía en el suelo.
El golpe devolvió al soldado a la vida. Se sentó, se enrolló sobre sus manos
y sus rodillas a la capa del coronel con sus manos sucias.
–¡Ach!
Einarson se quitó las manos de encima dando un golpe con el cañón de su
revólver sobre los nudillos, miró con desagrado las marcas de fango que
habían quedado en su capa y gruñó una orden.
El soldado se puso de pie de un salto, permaneció firme, obtuvo una
segunda orden, dio media vuelta y marchó hacia el automóvil. El coronel
Einarson caminó tras él apuntando con su automática a la espalda del
hombre. Grantham puso una mano sobre mi hombro.
–Venga con nosotros -dijo-. Le daremos las gracias como es debido y
tendremos oportunidad de conocernos mejor después que hayamos resuelto
este asunto.
El coronel Einarson se puso al volante, con el soldado sentado a su lado.
Grantham esperó a que yo encontrara el revólver del soldado. Entonces nos
metimos en la parte de atrás. El oficial me miró dudosamente de reojo, pero
no dijo nada. Condujo el coche por el mismo camino por donde había venido.
Le gustaba la velocidad y no teníamos que ir muy lejos. Mientras nos
acomodábamos en nuestros asientos, el coche nos estaba llevando a través de
la puerta de una pared alta de piedra, con un centinela a cada lado
presentando armas. Dibujamos una media circunferencia resbaladiza en un
camino lateral y nos paramos de golpe frente a un edificio cuadrado, pintado
de blanco.
Einarson aguijoneó al soldado para que caminara delante de él. Grantham
y yo salimos del coche. A la izquierda, una hilera de edificios anchos y bajos
aparecían de un gris pálido bajo la lluvia. Eran barracas. Un soldado
asistente, con barba, vestido de verde, nos abrió la puerta del edificio blanco
y cuadrado. Entramos. Einarson empujó a su prisionero a través del pequeño
vestíbulo de recepción y a través de la puerta abierta de un dormitorio.
Grantham y yo los seguimos. El asistente se detuvo en el umbral, cambió
unas palabras con Einarson y se marchó, cerrando la puerta.
La habitación en la que nos encontrábamos parecía una celda, exceptuando
el hecho de que no había barrotes en la pequeña y única ventana. Era una
habitación reducida, con paredes y techo desnudos, pintados de blanco. El
suelo de madera, restregado con lejía hasta que había quedado casi tan blanco
como las paredes, estaba desnudo. Como mobiliario había un catre de hierro
negro, tres sillas plegables de madera y de lona, y un escritorio con cajones
sin pintar, con peine, cepillo y algunos papeles encima. Esto era todo.
–Siéntese, por favor, señores -dijo Einarson, indicando las sillas de
campaña-. Vamos a solucionar este pequeño asunto ahora.
El muchacho y yo nos sentamos. El oficial dejó su pistola encima del
escritorio, descansó un codo junto a la pistola, se acarició una punta del
bigote con una gran mano colorada y dirigió la palabra al soldado. Su voz era
amable y paternal. El soldado, rígido, de pie, en medio de la habitación,
respondió, gimiendo, con los ojos fijos en los del oficial, con una mirada
desconcertada.
Hablaron durante cinco minutos o más. La voz y los ademanes del coronel
fueron demostrando cada vez más impaciencia. El soldado conservó su
actitud de humillación desconcertada. Einarson rechinó los dientes y nos miró
con irritación al muchacho y a mí.
–¡Este cerdo! – exclamó y empezó a chillarle al soldado.
El sudor brotó del rostro gris del soldado y se relajó de su rigidez militar.
Einarson dejó de chillar y vociferó dos palabras en dirección a la puerta. Se
abrió y entró el asistente barbudo con un látigo de cuero corto y grueso. A
una señal de Einarson, puso el látigo al lado de la automática, encima del
escritorio y se marchó.
El soldado sollozó. Einarson le habló en forma tajante. El soldado se
estremeció, empezó a desabrocharse el abrigo con dedos temblorosos,
suplicando entretanto al oficial con palabras entrecortadas y gemidos. Se
quitó el abrigo, la camisa verde, la camiseta gris, los dejó caer en el suelo y
permaneció allí, con su peludo y no precisamente limpio cuerpo, desnudo de
la cintura para arriba. Retorció sus dedos y lloró.
Einarson gruñó una palabra. El soldado se puso firme, las manos a los
lados, de cara hacia nosotros, dando el lado izquierdo a Einarson.
Lentamente, el coronel Einarson se quitó su propio cinturón, se desabrochó
la capa, se la quitó, la dobló cuidadosamente y la dejó encima del catre.
Debajo llevaba una camisa blanca de algodón. Se subió las mangas por
encima de los codos y agarró el látigo.
–¡Este cerdo! – volvió a exclamar.
Lionel Grantham se agitó incómodo en su silla. Su rostro estaba blanco,
sus ojos negros.
Descansando de nuevo su codo izquierdo sobre el escritorio, jugando con
la punta de su bigote en su mano izquierda, sosteniéndose indolentemente
con las piernas cruzadas, Einarson empezó a azotar al soldado. Su brazo
derecho levantó el látigo; éste bajó silbando sobre la espalda del soldado,
subió de nuevo, volvió a bajar. Era particularmente odioso porque no se daba
ninguna prisa, no se esforzaba. Pretendía estar azotando al hombre hasta
lograr lo que deseaba y estaba economizando su fuerza a fin de poder seguir
durante todo el tiempo que fuera necesario.
Con el primer azote desapareció el terror de los ojos del soldado. Tomaron
una expresión adusta y sus labios dejaron de crisparse. Aguantó los azotes
como una estatua de madera, mirando por encima de la cabeza de Grantham.
También el rostro del oficial se volvió inexpresivo. Había desaparecido la
cólera. No demostraba sentir ningún placer por su trabajo, ni siquiera de
aliviar sus sentimientos. Su actitud era la actitud de un fogonero echando
paladas de carbón, la de un carpintero aserrando un tablón, la de una
mecanógrafa copiando una carta. Era un trabajo que había que hacer de una
manera primorosa, sin precipitaciones, sin excitarse ni desperdiciar esfuerzo
alguno, sin ningún entusiasmo ni repulsión. Era odioso, pero me enseñó a
respetar a este coronel Einarson.
Lionel Grantham estaba sentado en la punta de su silla, mirando al soldado
con los ojos muy abiertos. Ofrecí al muchacho un cigarrillo, llevando a cabo
una operación innecesariamente complicada para encender el suyo y el mío, a
fin de romper su cuenta. Había estado llevando la cuenta de los golpes y eso
no le sentaba bien.
El látigo se curvó hacia arriba, después hacia abajo, y pegó sobre la
espalda desnuda. Arriba, abajo, arriba, abajo. El rostro florido de Einarson
tomó los colores vivos y húmedos de un ejercicio moderado. El rostro gris
del soldado era una protuberancia de masilla. Estaba de cara a Grantham y a
mí. No podíamos ver las señales que dejaba el látigo.
Grantham dijo algo para sí en un suspiro. Luego, en voz alta:
–¡No puedo soportar esto!
Einarson no desvió la vista de su trabajo.
–No se detenga ahora -le dije entre dientes-. Hemos llegado demasiado
lejos.
El muchacho se puso de pie en forma insegura y se dirigió hacia la
ventana, la abrió y se quedó mirando fuera, hacia la noche lluviosa. Einarson
no le prestó ninguna atención. Ahora estaba poniendo más fuerza en los
latigazos, de pie, con las piernas muy abiertas, descansando un poco hacia
atrás, con la mano izquierda apoyada en la cadera, mientras su mano derecha
llevaba el látigo hacia arriba y hacia abajo con una velocidad cada vez mayor.
El soldado se inclinó y un sollozo estremeció su torso velludo. El látigo
cortaba, cortaba, cortaba. Miré mi reloj. Einarson había seguido así durante
cuarenta minutos, y parecía en forma para seguir durante todo el resto de la
noche.
El soldado se tambaleó y se volvió hacia el oficial. Einarson no alteró el
ritmo de sus golpes. El látigo cortó el hombro del soldado. Eche un vistazo a
su espalda… carne viva. Einarson habló brevemente. El soldado volvió a
ponerse firme de un tirón, con su lado izquierdo hacia el oficial. El látigo
siguió trabajando. Arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo.
El soldado se echó sobre sus manos y sus rodillas a los pies de Einarson y
empezó a soltar palabras entrecortadas. Einarson bajó la vista para mirarlo,
escuchando cuidadosamente, aguantando la punta del látigo en su mano
izquierda con el mango todavía en la derecha. Cuando el hombre hubo
terminado, Einarson lo interrogó, obtuvo respuestas, movió la cabeza y el
soldado se levantó. Einarson puso una mano amigable sobre el hombro del
hombre, le hizo dar la vuelta, miró su espalda magullada, al rojo vivo, y dijo
algo en un tono simpático. Luego, llamó al asistente y le dio algunas órdenes,
el soldado recogió sus ropas tiradas y siguió al asistente fuera del dormitorio.
Einarson lanzó el látigo encima del escritorio y se dirigió hacia la cama
para recoger su capa. Un anotador de cuero cayó de un bolsillo interior al
suelo. Cuando lo recuperó, un recorte de periódico sucio cayó y voló hasta
mis pies. Lo recogí y se lo devolví. Era la fotografía de un hombre, el shah de
Persia, según el título en francés que había debajo de ella.
–¡Este cerdo! – exclamó, refiriéndose al soldado, no al shah, mientras se
ponía la capa y se la abrochaba-. Tiene un hijo, que también estaba en mis
tropas hasta la semana pasada. Este hijo bebe demasiado vino. Le advierto
por ello. Es insolente. ¿Qué clase de ejército es éste, sin disciplina alguna?
¡Cerdos! Lo tumbo de un golpe, y él saca un cuchillo. ¡Ach! ¿Qué clase de
ejército es éste, en el que un soldado puede atacar a sus oficiales con
cuchillo? Luego yo -personalmente, ¿comprende usted?– terminé con este
puerco, lo hice pasar a un consejo de guerra y lo sentenciaron a veinte años
de cárcel. A este cerdo más viejo, su padre, no le gustó eso. De manera que
esta noche quería pegarme un tiro. ¡Ach! ¿Qué clase de ejército es éste?
Lionel Grantham volvió hacia nosotros desde su ventana. Su rostro joven
estaba ansioso. Sus ojos estaban avergonzados de la ansiedad de su rostro.
El coronel Einarson me dirigió un saludo rígido y un discurso formal de
agradecimiento por haber estropeado la puntería del soldado -cosa que no
había hecho-y por haber salvado su vida. Luego la conversación giró en torno
a mi presencia en Muravia. Les conté brevemente que había tenido un puesto
de capitán durante la guerra en el Departamento de Espionaje militar. Hasta
aquí era verdad, y esta fue toda la verdad que les di. Después de la guerra…
prosiguió mi cuento de hadas-decidí permanecer en Europa, me licencié y fui
a la deriva por ahí, trabajando en lo que se presentaba en un sitio y en otro.
Fui vago, intenté darles la impresión de que estos trabajos no siempre habían
sido como para que se contaran en un salón. Les di detalles más definidos,
aunque seguían siendo altamente imaginarios, de mi reciente empleo en un
sindicato francés, admitiendo que había venido a este rincón del mundo
porque creí mejor que no me vieran en la Europa Occidental durante más o
menos un año.
–Nada por lo cual pudieran encarcelarme -dije-, pero la cosa se hubiera
podido volver algo incómoda para mí. Así que emigré hacia Mitteleuropa,
supe que podía encontrar una conexión en Belgrado, llegué allí para
encontrarme con que era una falsa alarma, y bajé hacia aquí. Quizá consiga
algo aquí. Mañana tengo una cita con el Jefe de Policía. Creo que podré
insinuarle en donde me puede utilizar.
–¡El gordo de Djudakovich1 -exclamó Einarson con franco desprecio-. ¿Lo
encuentra usted a su gusto?
–Si no hay trabajo, no hay comida -contesté.
–Einarson -empezó a decir rápidamente Grantham, luego vaciló, y
finalmente dijo: -¿No podríamos?… ¿Cree usted?… – y no terminó.
El coronel frunció el ceño en su dirección, vio que me había dado cuenta,
se aclaró la garganta y se dirigió a mí en un tono cordialmente malhumorado:
–Quizá resultaría conveniente que usted no se comprometiera demasiado
precipitadamente con ese gordo Jefe. Podría ocurrir… Existe una posibilidad
de que nosotros conozcamos otro campo en el cual sus talentos podrían
encontrar un empleo más de su gusto y provecho.
Dejé el asunto en pie, sin decir ni sí ni no.
Volvimos a la ciudad en el coche del oficial. El y Grantham iban sentados
atrás. Yo me senté al lado del soldado que conducía. El muchacho y yo
bajamos frente a nuestro hotel. Einarson dijo buenas noches y partió
velozmente como si tuviera prisa.
–Es temprano -dijo Grantham en cuanto entramos en el hotel-. Suba a mi
habitación.
Me detuve un momento en mi habitación para quitarme el barro que había
recogido al andar por entre el montón de tablones y para cambiarme de ropa,
y después subí con él. Tenía tres habitaciones en el último piso, dominando la
plaza.
Sacó una botella de whisky, un sifón, limones, cigarros finos y cigarrillos,
y bebimos, fumamos y hablamos. Quince o veinte minutos de charla no
profundizaron, por ambas partes, más allá de nuestros comentarios sobre los
acontecimientos de la noche y nuestras opiniones sobre Stefanía. Cada uno de
nosotros tenía algo que decir al otro. Cada uno de nosotros estaba calibrando
al otro antes de decirlo. Decidí ser el primero en mostrar mis cartas.
–El coronel Einarson nos estaba engañando a los dos esta noche -dije.
–¿Engañando? – preguntó el muchacho irguiéndose en su silla y
pestañeando.
–Su soldado disparó por dinero, no por venganza.
–¿Usted quiere decir que?…
Su boca permaneció abierta.
–Quero decir que el hombrecito moreno con el que usted cenó le dio dinero
al soldado.
–¡Mahmoud! Pero, eso es… ¿Está seguro?
–Lo vi.
Se miró los pies, apartando su mirada de la mía, como si no quisiera que yo
viera que él creía que yo estaba mintiendo.
–El soldado puede haberle mentido a Einarson -aceptó, siempre tratando de
ocultarme que él creía que el mentiroso era yo-. Puedo entender algo esta
lengua tal como la hablan los muravienses educados, pero no entiendo el
dialecto que utilizaba aquel soldado de manera que no sé lo que dijo, pero
puede haber mentido, ¿sabe?
Continuó mirando fijo a sus pies extendidos delante de él, luchando por
conservar su rostro frío y su calma. Una parte de sus pensamientos se deslizó
en palabras:
–Evidentemente, tengo una deuda tremenda con usted por haberme salvado
de…
–No me debe nada. Eso se lo debe a la mala puntería del soldado. No salté
encima de él hasta que su arma estuvo vacía.
–Pero…
Sus ojos jóvenes miraban muy abiertos a los míos, y si yo hubiera sacado
repentinamente un arma cualquiera de mi bocamanga, no le hubiera
sorprendido en lo más mínimo. Sospechaba que yo era capaz de cualquier
cosa. Me maldije por haber forzado mi juego. Ya no podía hacer nada más
sino mostrar mis cartas.
–Escúcheme, Grantham. La mayor parte de lo que les he contado a usted y
a Einarson es mentira. Su tío, el senador Welbourn, me mandó aquí. Se
suponía que usted estaba en París. Una gran cantidad de dinero se iba a girar
a Belgrado. El senador no sabía si usted jugaba de caudillo o si alguien más
estaba jugando con usted. Fui a Belgrado, lo localicé a usted aquí, y aquí me
vine para meterme en lo que me he metido. He localizado el dinero, he
hablado con usted. Esto es para lo que me habían alquilado. Mi trabajo está
hecho, excepto si puedo hacer algo por usted, ahora.
–Nada -dijo con mucha calma-. Se lo agradezco lo mismo.
Se levantó bostezando.
–Quizá volvamos a vernos antes que usted se marche.
–Si- -Me resultaba fácil hacer que mi voz ganara a la suya en cuanto a
indiferencia; yo no tenía que esconder una carga de rabia.-. Buenas noches.
Bajé a mi habitación, me metí en la cama y me dormí.
A la mañana siguiente dormí hasta tarde y desayuné en la habitación.
Estaba haciéndolo cuando oí que unos nudillos golpeaban mi puerta. Un
hombre fornido, vestido con un uniforme gris arrugado y con una espada
corta y gruesa, entró, saludó y me dio un sobre blanco cuadrado, miró
hambriento los cigarrillos norteamericanos que había encima de mi mesa,
sonrió y tomó uno cuando yo le ofrecí, saludó de nuevo y se marchó.
El sobre cuadrado llevaba mi nombre escrito encima, con una escritura
pequeña, muy sencilla y muy redonda, pero que no era infantil. Dentro de él,
encontré una nota escrita por la misma mano:
El Jefe de Policía deplora que asuntos de su Departamento lo impidan
recibir a usted esta tarde.
Estaba firmado Romaine Frankl y tenía una posdata:
Si le parece bien, llámeme esta noche después de las nueve, y quizá pueda
ahorrarle algún tiempo.
R. F.
Debajo de esto había escrito una dirección.
Me metí la nota en el bolsillo y grité "¡Adelante!" a otros nudillos que
también golpeaban mi puerta.
Entró Lionel Grantham. Su rostro estaba pálido y resuelto.
–Buenos días -dije yo en un tono de alegre casualidad, como si no diera
ninguna importancia a la conversación de la noche anterior-. ¿Ha desayunado
usted? Siéntese y…
–Oh, sí, gracias. Ya desayuné. – Su hermoso rostro se iba volviendo cada
vez más colorado-. Acerca de la noche pasada… Yo estaba…
–¡Olvídelo! A nadie le gusta que la gente meta sus narices en sus asuntos.
–Es usted bueno -replicó, estrujando su sobrero entre sus manos. Se aclaró
la garganta. – Usted dijo que… que me ayudaría si yo lo deseaba.
–Sí. Lo haré. Siéntese.
Se sentó. Tosió incómodamente y se pasó la lengua por los labios.
–¿Ha contado algo a alguien sobre el asunto de ayer por la noche con el
soldado?
–No -contesté.
–¿Querrá no decir nada sobre eso?
–¿Por qué?
Miró los restos de mi desayuno y no respondió. Encendí un cigarrillo para
irlo fumando mientras me tomaba el café y esperé. Se removió
incómodamente en su sillón, y me preguntó sin levantar la vista:
–¿Sabe que ayer por la noche asesinaron a Mahmoud?
–¿El hombre que estaba en el restaurante con usted y con Einarson?
–Sí. Le dispararon un tiro delante de su casa un poco después de
medianoche.
–¿Einarson?
El muchacho dio un salto.
–¡No! – gritó- ¿Por qué dice eso?
–Einarson sabía que Mahmoud había pagado al soldado para que lo quitara
de en medio, de modo que liquidó a Mahmoud, o lo hizo liquidar. ¿Le contó
usted lo que le dije anoche?
–No. – Se ruborizó-. Es embarazoso que la familia de uno le mande a
alguien para vigilarlo.
Me tiré un lance:
–Einarson le dijo que me ofreciera el trabajo del que habló ayer por la
noche, y que me advirtiera que no dijera nada acerca del soldado. ¿Verdad?
–S-i-í.
–Bueno, adelante y ofrezca.
–Pero él no sabe que usted es…
–¿Qué va a hacer usted entonces? – pregunté-. Si no me hace la oferta, le
tendrá que contar a él el porqué.
–¡Dios mío! ¡Qué lío! – exclamó fastidiado, colocando sus codos encima
de sus rodillas, con el rostro apoyado entre las palmas de las manos,
mirándome con los ojos acosados de un muchacho que encuentra que la vida
es demasiado complicada.
Estaba maduro para hablar. Le dirigí una especie de sonrisa, terminé mi
café y esperé.
–Usted sabe que no me voy a dejar llevar a casa agarrado por una oreja -
dijo en una explosión repentina de una desconfianza bastante infantil.
–Usted sabe que no voy a intentar agarrarlo -dije para calmarlo.
Después de esto siguió otro silencio. Yo fumaba mientras él se agarraba la
cabeza y se preocupaba. Al cabo de un momento, se retorció en su silla, se
sentó muy derecho, y su rostro enrojeció desde la raíz de sus cabellos hasta el
cuello de su camisa.
–Voy a pedirle que me ayude -dijo, pretendiendo que no sabía que se
estaba ruborizando-. Voy a contarle todo este asunto descabellado. Si usted se
ríe me… ¿Usted no se reirá, verdad?
–Probablemente me reiré si la cosa tiene gracia, pero no es necesario que
eso me impida ayudarlo.
–¡Sí! ¡Ríase! ¡Es estúpido! ¡Tiene que reírse! – me contestó suspirando
profundamente-. ¿No ha pensado nunca… no ha pensado usted nunca que le
gustaría ser un… -se paró, miró hacia mí con una especie de timidez
desesperada, hizo un esfuerzo muy apasionado y dijo la última palabra casi a
gritos – rey?
–Tal vez. He pensado que me gustaría ser un montón de cosas, y ésa
pudiera ser una de ellas.
–Conocí a Mahmoud en un baile de embajada en Constantinopla -
prosiguió, precipitándose en el corazón de la historia, soltando las palabras
muy de prisa, como si estuviera contento de desembarazarse de ellas-. Era el
secretario del presidente Semich. Nos hicimos bastante amigos, aunque a mí
no me gustara especialmente. Me convenció de que me viniera aquí con él, y
me presentó al coronel Einarson. Entonces ellos… realmente no hay ninguna
duda de que el país está pésimamente gobernado. Yo no me hubiese
mezclado en esto si no hubiera sido así.
"Se estaba preparando una revolución. El hombre que tenía que estar al
frente de ella acababa de morir. La falta de dinero también era un obstáculo.
Créame usted: no fue sólo por vanidad que me uní a ellos. Creo -sigo
creyendo-que hubiera sido -que será- para el bien del país. La oferta que me
hicieron fue la siguiente: si financiaba la revolución, yo podría ser… ¡podría
ser rey!
"¡Espere un poco! Dios sabe que el asunto es bastante desgraciado, pero no
crea que es más tonto de lo que en realidad es. El dinero que yo tengo hubiera
circulado mucho en este país pequeño y empobrecido. Además, con un
dirigente norteamericano, sería más fácil -debería serlo-para el país pedir un
préstamo a Norteamérica o a Inglaterra. Luego está el lado político. Muravia
está rodeada por cuatro países y cualquiera de ellos es lo suficientemente
fuerte como para anexionársela si así lo desea. Muravia ha seguido siendo
independiente durante tanto tiempo sólo a causa de los celos que existen entre
sus vecinos más fuertes y porque no posee ningún puerto de mar.
"Pero con un dirigente norteamericano -y sobre todo si se solucionara lo de
los empréstitos con Norteamérica y con Inglaterra de modo que invirtieran
aquí sus capitales-, la situación cambiaría. La posición de Muravia sería más
sólida, tendría por lo menos un ligero derecho a la amistad de los países más
fuertes. Esto bastaría para que los vecinos se volvieran más prudentes.
"Poco después de terminarse la primera guerra mundial, Albania pensó lo
mismo, y ofreció su corona a uno de los Bonapartes norteamericanos
adinerados. Este no la quiso. Era un hombre mayor y ya había hecho su
carrera. Yo acepté, desde luego, mi oportunidad cuando se presentó. Había…
-le volvió parte del embarazo que había perdido mientras hablaba-había reyes
entre los antepasados de los Grantham. Descendemos de Jaime IV de
Escocia. Yo quería… parecía bonito pensar en volver a llevar la familia hacia
una corona.
"No estábamos planeando una revolución violenta. Einarson tiene consigo
el ejército. Podía forzar a los diputados -a aquellos que todavía no estaban
con nosotros-para que cambiasen la forma de gobierno y me eligiesen rey. Mi
ascendencia lo hacía más fácil que si el candidato hubiera sido uno que no
tuviera sangre real en sus venas. Me hubiera conferido una cierta reputación,
a pesar… a pesar de mi juventud, y… y el pueblo quiere verdaderamente un
rey, principalmente los campesinos. Creen que no tienen realmente derecho a
calificarse a sí mismos de nación sin un rey. Un presidente no significa nada
para ellos. Es, sencillamente, un hombre corriente, como lo son ellos mismos.
De modo que, vea usted, yo… Era… ¡Adelante! ¡Ríase! ¡Ya ha oído bastante
para saber hasta qué punto es estúpido! – Hablaba muy alto, chillando-.
¡Ríase! ¿Por qué no se ríe?
–¿Para qué? – le pregunté-. Dios sabe que es una locura, pero no es
estúpido-. Su capacidad de comprensión se había paralizado, pero sus nervios
estaban equilibrados-. Ha estado hablando como si todo estuviera ya muerto
y enterrado. ¿Es que se ha desmoronado el plan?
–No, no se ha desmoronado -replicó lentamente, hosco-, pero tengo esa
sensación. La muerte de Mahmoud no debería cambiar en nada la situación,
pero tengo la sensación de que todo ha terminado.
–¿Mucho dinero perdido?
–No quiero decir eso. Pero… bueno… Suponga que en los periódicos
norteamericanos se enteran del asunto, y probablemente se enterarán. Usted
sabe cómo pueden ridiculizarlo. Y luego, los demás que se enteren… mi
madre, y el tío, y la Trust Company. No voy a pretender que no me
avergüenza enfrentarme con ellos. Y además… -Su rostro se volvió colorado
y brillante-. Y además, Valeska, la señorita Radnjak. Su padre tenía que
dirigir la revolución. La dirigió… hasta que lo asesinaron. Ella es… nunca
podré ser lo bastante bueno con ella-. Dijo esto en un tono de espanto
particularmente idiota-. Pero esperé que quizá continuando el trabajo de su
padre, y si tuviera para ofrecerle algo más que el dinero… si hubiera hecho
algo… me hubiera creado una posición por mí mismo… quizá ella…,
¿comprende?
Contesté:
–Uh-hu.
–¿Qué tengo que hacer? – me preguntó honradamente-. No puedo echar a
correr. Tengo que aguantar por ella y para conservar mi propia estimación.
Pero tengo la sensación de que todo ha terminado. Usted me ofreció ayuda.
Ayúdeme. ¡Dígame qué es lo que tengo que hacer!
–¿Usted hará lo que yo de diga… si yo le prometo sacarlo a usted de esto
con la cabeza alta? – le pregunté, como si dirigir a millonarios, descendientes
de los reyes escoceses, a través de las intrigas balcánicas fuera mi ocupación
habitual, como si formara parte de mi trabajo de todos los días.
–¡Sí!
–¿Cuál es el próximo acto en el programa revolucionario?
–Hay una reunión esta noche. Tengo que llevarlo.
–¿A qué hora?
–Medianoche.
–Nos encontraremos aquí usted y yo a las once y media. ¿Hasta qué punto
se supone que estoy enterado?
–Yo tenía que hablarle sobre la conspiración y ofrecerle cuantos móviles
fueran necesarios para atraerlo. No había ninguna disposición taxativa acerca
de cuánto o cuán poco tenía que contarle.
A las nueve y media de aquella misma noche, un coche me dejó delante de
la casa cuya dirección me había dado la secretaria del Jefe de Policía en su
nota. Era una casa pequeña, de dos pisos, en una calle mal pavimentada del
extremo oeste de la ciudad. Una mujer de mediana edad, vestida con unas
ropas muy limpias, muy almidonadas y que le sentaban muy mal, me abrió la
puerta. Antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, Romaine Frankl
flotó ante mi vista, con un vestido de raso rosado sin mangas, detrás de la
mujer, sonriendo y tendiéndome su mano pequeña.
–No sabía que iba a venir -me dijo.
–¿Por qué? – pregunté, demostrando gran sorpresa ante la idea de que
existiese algún hombre que pudiese desatender una invitación procedente de
ella, mientras la sirvienta cerraba la puerta y tomaba mi abrigo y mi
sombrero.
Estábamos en una habitación empapelada de un color rosado pálido,
alfombrada con una riqueza oriental. Había una sola nota discordante: un
inmenso sillón de cuero.
–Vamos arriba -dijo la muchacha, y se dirigió a la sirvienta con palabras
que no significaron nada para mí, exceptuando el nombre de Marya-. ¿O
preferiría usted -se volvió hacia mí y habló de nuevo inglés -cerveza o vino?
Dije que no y subimos. La muchacha trepó delante de mí, pareciendo,
como siempre, que no le costaba ningún esfuerzo moverse, que era
transportada. Me llevó a una habitación negra, blanca y gris, exquisitamente
amueblada con tan pocos muebles como le fue posible. Su atmósfera hubiera
sido perfectamente femenina a no ser por la presencia de otro de los enormes
sillones forrados.
La joven se sentó en un diván gris y empujó a un lado un montón de
revistas francesas y austríacas para dejarme un sitio as su lado. A través de
una puerta abierta podía ver un pie policromado de una cama española, un
pedazo de un cubrecama púrpura y la mitad de una ventana con cortinajes
púrpura.
–Su excelencia sintió mucho… -empezó a decir, y se paró.
Yo estaba mirando -no con la vista clavada-el enorme sillón. Sabía que ella
se había detenido porque yo lo estaba mirando, así que no aparté mi mirada.
–Vasilije -dijo, con más claridad de lo que en realidad hubiera sido
necesario -sintió mucho tener que aplazar la cita de esta tarde. El asesinato
del secretario del presidente -¿ha oído usted hablar de eso? – nos obligó a
descartar, por el momento, todo lo demás.
–¡Oh, sí, el amigo Mahmoud! – respondí desviando lentamente la mirada
desde el sillón forrado hasta ella-. ¿Saben ya quién lo mató?
Sus ojos negros parecieron estudiarme a distancia mientras sacudía la
cabeza, haciendo bailar sus rizos casi negros.
–Einarson, probablemente -dije.
–No ha permanecido usted ocioso -respondió.
Sus párpados de abajo subieron cuando sonrió, confiriendo a sus ojos un
centelleo especial.
La sirvienta Marya entró con vino y frutas, las colocó en una mesita al lado
del diván y se marchó. La muchacha sirvió vino y me ofreció cigarrillos en
una caja de plata. Preferí uno de los míos. Ella fumaba un cigarrillo egipcio
"kingsize", tan grande como un cigarro puro. Acentuaba la pequeñez de su
rostro y de sus manos, razón por la cual, probablemente, prefería ese tamaño.
–¿Qué tipo de revolución le han vendido a mi chico? – pregunté.
–Era una francamente buena hasta que murió.
–¿Y cómo murió?
–Murió… ¿Sabe algo acerca de nuestra historia?
–No.
–Bueno, Muravia debe haber empezado a existir al miedo y a los celos de
cuatro países. Los quince o dieciséis mil kilómetros cuadrados que forman
este territorio no son una tierra de mucho valor. Hay muy pocas cosas aquí
que esos cuatro países quisieran de manera muy especial, pero ninguno de los
tres está de acuerdo en dejar que lo posea el cuarto. La única forma posible de
solucionarlo era crear un país apartado. Esto se hizo en 1925.
"El doctor Semich fue elegido como primer presidente, por un plazo de
diez años. El no es un hombre de estado, ni tampoco un político, ni lo será
nunca. Pero como era el único nativo de quien se había oído hablar fuera de
su propio país, se pensó que su elección conferiría algo de prestigio a la
nueva nación. Además era un honor adecuado para el único gran hombre de
Muravia. No tenía que ser más que un caudillo nominal. Quien tenía que
gobernar realmente era el general Danilo Radnjak, que fue elegido
vicepresidente, cosa que aquí es algo más que el equivalente de Primer
Ministro. El general Radnjak era un hombre capaz. El ejército lo adoraba, los
campesinos confiaban en él, y nuestra burguesía sabía que era un hombre
honrado, conservador, inteligente y tan buen administrador de negocios como
militar.
"El doctor Semich es un sabio dócil y ya mayor, sin ningún conocimiento
del mundo ni de los negocios. Usted puede comprenderlo mejor por este
detalle: es el mejor bacteriólogo que vive en la actualidad. Sin embargo, si
usted se relaciona más íntimamente con él, le contará que no cree en absoluto
en el valor de la bacteriología. "La humanidad tiene que aprender a vivir con
las bacterias como si fueran amigos", le dirá. "Nuestros cuerpos tienen que
adaptarse a las enfermedades de manera tal que exista muy poca diferencia
entre estar tuberculoso, por ejemplo, y no estarlo. La victoria está en eso.
Esto de hacer la guerra a las bacterias es una frivolidad. Nuestros intentos en
los laboratorios son totalmente inútiles. Pero nos divierten".
"Ahora bien, cuando este viejo soñador delicioso fue honrado por sus
compatriotas con la presidencia, se lo tomó de la peor manera posible.
Decidió demostrar cuanto se lo apreciaba cerrando con llave su laboratorio y
dedicándose en cuerpo y alma a gobernar. Nadie lo esperaba ni lo deseaba.
Radnjak tenía que ser quien gobernara. Por un tiempo controló la situación y
todo fue bien.
"Pero Mahmoud tenía sus propios planes. Era el secretario del doctor
Semich, y el doctor tenía confianza en él. Empezó llamando la atención del
presidente sobre varias infracciones de Radnjak al poder presidencial.
Radnjak, intentando apartar a Mahmoud del control, cometió un terrible
error. Fue a ver al doctor Semich y le dijo franca y honradamente que nadie
esperaba de él, el presidente, que empleara todo su tiempo en los asuntos
gubernamentales, y que la intención de sus compatriotas había sido otorgarle
los honores de ser el primer presidente, pero sin los deberes que tal cargo
comporta.
"Radnjak hizo el juego a Mahmoud, y el secretario se convirtió en el actual
gobernante. El doctor Semich estaba profundamente convencido de que
Radnjak intentaba robarle su autoridad, y a partir de aquél día Radnjak tuvo
las manos atadas. El doctor Semich insistió en ocuparse personalmente de
todos los detalles gubernamentales, lo que significa que se ocupaba
Mahmoud, porque el presidente sabe tan poco de asuntos estatales hoy como
cuando tomó posesión de su cargo. Las quejas, no importa de donde
procedían, no sirvieron para nada. El doctor Semich consideraba a cada
ciudadano insatisfecho como un compañero de conspiración de Radnjak.
Cuanto más se criticó a Mahmoud en la cámara de diputados, más fe tenía en
él del doctor Semich. El año pasado la situación se hizo intolerable y se
empezó a fraguar la revolución.
"Su cabeza era Radnjak, desde luego, y por lo menos el noventa por ciento
de los hombres influyentes de Muravia formaban parte de ella. La actitud del
pueblo en conjunto, es difícil de juzgar. En su mayoría son campesinos,
pequeños agricultores, que sólo piden que se los deje en paz. Pero no hay
duda de que preferían tener un rey más que un presidente, de manera que para
complacerlos se iba a cambiar la forma de gobierno. También entraba en ella
el ejército, que adoraba a Radnjak. La revolución maduró lentamente. El
general Radnjak era un hombre precavido, cuidadoso, y además, como éste
no es un país muy rico, no había mucho dinero disponible.
"Dos meses antes de la fecha indicada para la explosión, Radnjak fue
asesinado. La revolución se deshizo en pedazos, se desmembró en una media
docena de facciones. No había otro hombre con fuerza suficiente para
mantenerlos unidos. Algunos grupos siguen encontrándose aún y siguen
conspirando, pero no tienen una influencia general, ni un propósito auténtico.
Y esta es la revolución que le vendieron a Lionel Grantham. Tendremos más
informaciones dentro de un día o dos, pero hasta ahora, lo que hemos sabido
es que Mahmoud, que hasta hace un mes estuvo de vacaciones en
Constantinopla, se trajo a Grantham y unió sus fuerzas con las de Einarson
para estafar al muchacho.
"Evidentemente, Mahmoud estaba muy apartado de la revolución, puesto
que iba dirigida contra él. Pero Einarson había formado parte de ella, junto
con su superior, Radnjak. Desde la muerte de Radnjak, Einarson había
logrado heredar gran parte de la lealtad que los soldados profesaban al
difunto general. Desde luego, no quieren al islandés como quisieron a
Radnjak, pero Einarson es espectacular, teatral. Posee todas las cualidades
que los hombres sencillos gustan de encontrar en sus dirigentes. Así, pues,
Einarson obtuvo el ejército y pudo tener en sus manos los suficientes
mecanismos de la pasada revolución para impresionar a Grantham. Lo había
hecho por dinero. De manera que él y Mahmoud montaron un escenario para
su muchacho. También utilizaron a Valeska Radnjak, la hija del general. Creo
que también a ella la engañaron. Oí por ahí que el muchacho y ella hacen
planes para ser rey y reina. ¿Cuánto dinero invirtió en esta farsa?
–Quizá tanto como tres millones de dólares norteamericanos.
–Romaine Frankl emitió un silbido y sirvió más vino.
–¿Cuál era la posición del Jefe de Policía mientras la revolución estaba
viva?
–Vasilije es un hombre extraño, un original -me contestó sorbiendo vino
entre frase y frase-. No se interesa por nada excepto por el confort. Para él,
confort significa enormes cantidades de comida y de bebida y por lo menos
dieciséis horas de sueño al día, y no tener que moverse mucho durante las
ocho horas que permanece despierto. Fuera de esto, no le importa nada. Para
salvaguardar ese confort, ha hecho del Departamento de Policía un
departamento modelo. Tienen que llevar a cabo su trabajo con suavidad y
limpieza. Si no lo hacen, los crímenes permanecerían sin castigo, el pueblo se
quejaría y estas quejas pueden molestar a Su Excelencia. Incluso tal vez
tendría que acortar sus siesta para asistir a una reunión de gabinete o a una
reunión política. Esto no le va. De manera que insiste en tener una
organización que mantenga un mínimo de crímenes y que atrape a los
ejecutantes de ese mínimo. Y lo logra.
–¿Atrapó al asesino de Randjak?
–Muerto, resistiéndose a ser arrestado, diez minutos después del asesinato.
–¿Uno de los hombres de Mahmoud?
La muchacha vació su copa y frunció el ceño en mi dirección.
–No es usted tan malo -me dijo lentamente-. Pero ahora me toca a mí
preguntar. ¿Por qué dijo que Einarson asesinó a Mahmoud?
–Einarson sabía que Mahmoud había intentado sorprender a él y a
Grantham a primeras horas de la noche.
–¿De veras?
–Vi como el soldado tomaba dinero de Mahmoud, los acechaba y fallaba el
tiro seis veces.
–No es propio de Mahmoud -objetó- el dejarse ver pagando por sus
crímenes.
–Probablemente, no -acepté-. Pero suponga que el hombre a quien ha
alquilado decidiera que quería más paga, o quizá sólo le habían pagado parte
de su sueldo. ¿Qué mejor medio para lograrlo que salir y pedirlo en medio de
la calle, pocos minutos antes de la hora en que se tenía que llevar a cabo el
juego?
Asintió con la cabeza y habló como si pensara en voz alta.
–Entonces han obtenido cuanto esperaban obtener de Grantham, y cada
uno de ellos estaba intentando quedarse con todo eliminando al otro.
–Donde usted se equivoca -le expliqué- es al pensar que la revolución está
muerta.
–Pero, ¡por tres millones de dólares, Mahmoud no conspiraría para
apartarse a sí mismo del poder!
–¡Exacto! Mahmoud pensaba que se estaba montando un escenario para el
muchacho. Cuando se enteró que no era una farsa -cuando supo que Einarson
iba en serio-, intentó quitarlo de en medio.
–Quizá -dijo encogiendo sus hombros lisos y desnudos-. Pero ahora usted
está adivinando.
–¿Sí? Einarson lleva encima una fotografía del shah de Persia. La lleva
como si le interesara muchísimo. El shah de Persia es un soldado ruso que se
marchó allá después de la guerra, que se abrió camino por sí mismo hasta que
tuvo el ejército en sus manos, se convirtió en dictador y luego en shah.
Corríjame si me equivoco. Einarson es un soldado islandés que vino aquí
después de la guerra y que se ha abierto camino por sí solo hasta que ha
tenido el ejército en sus manos. Si lleva encima la fotografía del shah y la
mira con la suficiente frecuencia para que esté gastada de tanto manoseo, ¿no
significa eso que quiere seguir su ejemplo? ¿Sí o no?
Romaine Frankl se levantó y vagó por la habitación, moviendo dos
centímetros una silla aquí, arreglando allá un adorno, sacudiendo los pliegues
de una cortina de la ventana, pretendiendo que un cuadro estaba algo torcido,
moviéndose de un lado para otro como si alguien la transportara. Una
graciosa muchachita vestida de raso rosado.
Se paró delante de un espejo, se retiró un poco a un lado de modo que
pudiera verme reflejado en él y se arregló los rizos del cabello mientras decía
casi ausente:
–Muy bien. Einarson quiere una revolución. ¿Qué hará su muchacho?
–Lo que yo le diga.
–¿Qué le dirá usted que haga?
–Lo que resulte más barato. Quiero llevármelo a casa junto con todo su
dinero.
Se apartó del espejo y se vino hacia mí, me revolvió el cabello y me besó
en la boca, tomando mi rostro entre sus manos calientes y menudas.
–¡Deme rápido una revolución, detective! – me dijo. Sus ojos estaban
negros de excitación, su voz era gutural, su boca reía y su cuerpo temblaba-.
Detesto a Einarson. Utilícelo y destrócelo por mí. ¡Pero deme una revolución!
Me eché a reír, la besé y le di la vuelta encima de mi pecho para que su
cabeza se apoyara en mi hombro.
–Veremos -prometí-. Voy a encontrarme con ellos a medianoche. Quizá
entonces sepa algo.
–¿Volverás después de la reunión?
–Intenta prohibírmelo.
***
Volví al hotel a las once y media, cargué mis caderas con pistola y
cachiporra de goma y subí a las habitaciones de Grantham. Estaba solo pero
me dijo que esperaba a Einarson. Pareció contento de verme.
–¿Dígame, fue Mahmoud a alguna reunión?
–No. Su participación en la revolución se ocultaba incluso para la mayoría
de los que formaban parte de ella. Existían razones por las cuales no podía ser
visto.
–Existían, en efecto. La principal era que todo el mundo sabía que no
quería disturbios, que no quería nada más que dinero.
Grantham se chupó el labio de abajo y dijo:
–¡Dios mío! ¡Qué lío!
El coronel Einarson llegó, vestido de smoking, pero con un aspecto muy
militar, muy de hombre de acción. Su apretón de manos era más fuerte de lo
necesario. Sus ojos negros y pequeños eran duros y brillantes.
–¿Están listos, señores? – preguntó dirigiéndose al muchacho y a mí como
si fuésemos una muchedumbre-. ¡Excelente! Nos marcharemos ahora. Habrá
dificultades esta noche. Mahmoud ha muerto. No faltarán amigos nuestros
que preguntarán: "¿Y ahora, para qué hacer una revolución?" -Se tiró de la
punta de su bigote negro ondeante-. Yo contestaré a eso. Almas buenas,
nuestros asociados, pero roídos por la timidez. ¡No hay timidez bajo una
dirección capaz! ¡Ya lo verán!
Y se volvió a tirar del bigote. Parecía que esta gente militar se sentía algo
napoleónica esa noche. Pero no lo clasifiqué como un revolucionario de
opereta, pues recordé lo que había hecho con el soldado.
Salimos del hotel, entramos en un coche, viajamos siete cuadras y
entramos en un hotelito de una calle lateral. El portero se inclinó
exageradamente cuando abrió la puerta para Einarson. Grantham y yo
seguimos al oficial escaleras arriba. Un hombre grueso, grasiento, de unos
cincuenta y tantos años, vino a nuestro encuentro inclinándose y cloqueando.
Einarson me lo presentó; era el propietario del hotel. Nos llevó hacia una
habitación de techo bajo en la que unas cuarenta personas se pusieron de pie
y nos miraron a través del humo de los cigarrillos.
Einarson pronunció un discurso corto, muy formal, que yo no pude
entender, para presentarme al grupo. Los saludé con una inclinación de
cabeza y arrimé una silla junto a Grantham. Einarson se sentó al otro lado del
muchacho. Todos los demás se volvieron a sentar sin seguir ningún orden
especial.
El coronel Einarson se suavizó el bigote y empezó a hablar a éste y a
aquél, gritando por encima del clamor de las demás voces cuando era
necesario. En voz baja, Lionel Grantham me señaló los conspiradores más
importantes. Unos doce diputados, un banquero, un hermano del ministro de
Economía (que se suponía que representaba a esta personalidad), media
docena de oficiales (esta noche todos vestidos de civil), tres profesores
universitarios, cuatro dirigentes de la corporación agrícola muraviense, el
editor de un periódico y su director, el presidente de una organización
estudiantil, cuatro o cinco hombres y mujeres que ostentaban el rótulo de
"profesionales", un político y un puñado de pequeños comerciantes.
El banquero, un hombre con una gran barba blanca, de sesenta años, se
levantó y empezó un discurso, mirando fijamente y con atención a Einarson.
Habló con una suavidad deliberada, pero con un aire casi de desafío. El
coronel no lo dejó hablar durante mucho tiempo.
–¡Ach! – ladró Einarson, y se puso de pie de un salto.
Ninguna de las palabras que dijo significó nada para mí, pero las mejillas
del banquero se tornaron pálidas y una nota de ansiedad apareció en los ojos
de las personas que nos rodeaban.
–Quieren dejarlo correr -me susurró Grantham a mi oído-. No quieren
seguir adelante ahora. Sé que no lo harán.
La reunión se volvió espesa. Un montón de gente estaba chillando a la vez,
pero nadie hablaba por encima del bramido de Einarson. Todo el mundo
estaba de pie, con el rostro muy colorado o muy blanco. Sacudían los puños,
los dedos y las cabezas. El hermano del ministro de Economía -un señor
delgado, elegantemente vestido, con un rostro largo e inteligente-se quitó los
anteojos de un modo tan salvaje, que se le rompieron por la mitad, vociferó
unas palabras en dirección a Einarson, dio media vuelta y se dirigió hacia la
puerta.
La abrió y se quedó parado.
¡El vestíbulo estaba lleno de uniformes verdes! Los soldados estaban
apoyados en las paredes, sentados en cuclillas, formando pequeños grupos.
No llevaban armas de fuego; sólo las bayonetas colgadas de sus costados,
metidas en sus fundas. El hermano del ministro de Economía se quedó muy
quieto en el umbral, mirando a los soldados.
Un hombre grande, de piel oscura y patillas castañas, vestido con ropas
ordinarias y botas pesadas, miró, con los ojos enrojecidos, primero a los
soldados y luego a Einarson; luego, dio dos pasos hacia el coronel. Era el
político venido del campo. Einarson resopló y caminó hacia delante para
encontrase con él. Todos los que se encontraban en su camino se apartaron.
Einarson ladró y el campesino ladró. Einarson fue quien hizo el máximo
ruido, pero no por eso se paró el campesino.
El coronel Einarson dijo:
–¡Ach!
Y escupió al rostro del campesino.
El campesino retrocedió un paso vacilando, y una de sus zarpas se metió
por debajo de su abrigo marrón. Giré alrededor de Einarson y clavé la boca
de mi pistola en las costillas del campesino.
Einarson se rió y llamó a dos soldados. Los hizo entrar en la habitación.
Agarraron al campesino por los brazos y se lo llevaron afuera. Alguien cerró
la puerta. Todo el mundo se sentó. Einarson pronunció otro discurso. El
hermano del ministro de Economía se levantó para pronunciar media docena
de palabras corteses, mirando fijamente a Einarson y sosteniendo en cada
mano la mitad de sus anteojos rotos. A una indicación de Einarson, Grantham
se levantó y habló. Todo el mundo escuchó muy respetuosamente.
Einarson volvió a hablar. Todo el mundo se excitó. Todo el mundo habló
inmediatamente. Así siguió durante un buen rato. Grantham me explicó que
la revolución empezaría el jueves, a primeras horas de la madrugada -ahora
eran ya las primeras horas de la madrugada del miércoles-, y que estaban
arreglando los detalles por última vez. Tuve mis dudas sobre si habría alguien
que supiera algo acerca de los detalles con todo ese enorme jaleo. Siguieron
así hasta las tres y media. Me pasé el último par de horas dormitando en una
silla, apoyado en un rincón de la pared.
*
Grantham y yo volvimos caminando a nuestro hotel después de la reunión.
Me dijo que teníamos que reunirnos en la plaza al día siguiente a las cuatro
de la madrugada. A las seis ya sería de día, y para entonces, los edificios del
gobierno, el presidente y la mayor parte de los funcionarios y de los
diputados que no estaban de nuestra parte estarían en nuestras manos. Los
diputados sesionarían ante los ojos de las tropas de Einarson y todo se haría
de la manera más veloz y más regular posible.
Yo tenía que acompañar a Grantham como una especie de guardia
personal. Supongo que esto significaba que había que mantenerlos apartados
a ambos, tanto como fuera posible. A mí, esto me convenía.
Dejé a Grantham en el quinto piso, fui a mi habitación, me lavé la cara y
las manos con agua fría y volví a salir del hotel. No había ninguna
probabilidad de encontrar un taxi a esas horas, así que me dirigí a pie hacia la
casa de Romaine Frankl. Por el camino tuve un pequeño incidente.
Al caminar el viento me soplaba de frente. Me detuve y me puse de
espaldas pare encender un cigarrillo. Al final de la calle, una sombra se
deslizó encima de la sombra de un edificio. Me estaban siguiendo, y no con
mucha habilidad por cierto. Terminé de encender mi cigarrillo y seguí mi
camino hasta que llegué a una calle lateral lo bastante oscura. Entré en ella, y
me paré en un umbral oscuro al nivel del suelo.
Un hombre dio la vuelta a la esquina. Mi primer golpe falló; la cachiporra
le pegó demasiado adelante, en la mejilla. El segundo lo alcanzó justo detrás
de la oreja. Lo dejé durmiendo y me fui hacia la casa de Romaine Frankl.
La sirvienta, Marya, vestida con una bata gris de lana, abrió la puerta y me
mandó hacia arriba, hacia la habitación negra, blanca y gris, donde la
secretaria del Jefe, todavía vestida con su traje rosado, estaba tendida encima
del diván, apoyada sobre almohadones. Un cenicero lleno de colillas
demostraba en qué forma había pasado el tiempo.
–¿Y bien? – me preguntó cuando la moví un poco para hacerme sitio y
sentarme a su lado.
–Nos revolucionaremos el jueves, a las cuatro de la madrugada.
–Sabía que lo harían -contestó acariciándome la mano.
–Se hizo solo, aunque durante algunos minutos pude detenerlo todo,
sencillamente golpeando a nuestro coronel detrás de la oreja y dejando que
los demás lo despedazaran a su gusto. Por cierto, esto me recuerda algo. Un
hombre pagado por alguien ha intentado seguirme hasta aquí esta noche.
–¿Qué tipo de hombre?
–Bajo. Una especie de toro, de unos cuarenta años… más o menos de mi
misma estatura y de mi misma edad.
–¿Pero no lo consiguió?
–Lo dejé tieso y durmiendo allá.
Se rió y me tiró de la oreja.
–Era Gopchek, nuestro detective. Estará furioso.
–Bueno. No me dediquéis ningún otro. Puedes decirle que siento mucho
haber tenido que golpearlo dos veces, pero fue culpa suya. No hubiera tenido
que retirar la cabeza hacia atrás, de repente, la primera vez.
Se rió primero, luego frunció las cejas, y finalmente se quedó con una
expresión que tenía la mitad de cada una de las dos anteriores.
–Cuéntame lo de la reunión -me ordenó.
Le conté lo que sabía. Cuando terminé, me tomó la cabeza y la inclinó para
besarme. En un suspiro me dijo:
–¿Tienes confianza en mí, verdad querido?
–Sí. Tengo en ti la misma confianza que tú tienes en mí.
–Eso está muy lejos de ser suficiente -replicó apartando de sí mi cabeza.
Marya entró con una bandeja llena de comida. Pusimos la mesa enfrente
del diván y comimos.
Por encima de unos espárragos, Romaine me dijo:
–No te entiendo. Si no tienes confianza en mí, ¿por qué me cuentas cosas?
Que yo sepa, hasta ahora no me has mentido mucho. ¿Por qué has de
contarme la verdad si no confías en mí?
–Mi naturaleza sensible -le expliqué-. Estoy tan abrumado por tu belleza y
por tus encantos, que no puedo rehusarte nada.
–¡No lo hagas! – exclamó poniéndose serie de repente-. He capitalizado
esta belleza y este encanto en la mitad de los países del mundo. No me
vuelvas a decir nunca más cosas semejantes. Me haces daño porque…
porque… -Apartó su plato, empezó un movimiento para alcanzar un
cigarrillo, se detuvo en la mitad con la mano en el aire, y me miró con una
expresión desagradable en sus ojos-. Te quiero -me dijo.
Tomé la mano que colgaba en el aire, la besé en la palma y le pregunté:
–¿Me quieres más que a nada en el mundo?
Me quitó su mano de entre las mías.
–¿Es que eres un contador? – inquirió-. ¿Tienes que tener cantidades, pesos
y medidas para cada cosa?
Le sonreí burlonamente y traté de seguir comiendo. Había tenido hambre.
En ese momento, a pesar de que sólo había comido un par de bocados, mi
apetito había desaparecido. Intenté pretender que todavía tenía el hambre que
había perdido, pero no me sirvió de nada. La comida no quería pasar. Desistí
de mis propósitos y encendí un cigarrillo.
Ella utilizó la mano izquierda para ahuyentar el humo que se amontonaba
entre nosotros.
–No tienes confianza en mí -insistió-. ¿Entonces, por qué te entregas tú
mismo entre mis manos?
–¿Y por qué no? Tú puedes hacer que esta revolución se deshaga. Esto a
mí no me importa nada. No es mi juego, y si falla no quiere decir que no me
pueda llevar al muchacho fuera de este país con su dinero.
–¿No te importa una cárcel, una ejecución quizá?
–Correré mis riesgos -respondí. Pero lo que en realidad pensaba era: "Si
después de veinte años de líos y más líos en ciudades enormes, me dejo
atrapar en este pueblo de campaña, me merezco lo que me caiga encima."
–¿Y no tienes ningún sentimiento para mí?
–No digas locuras -dije soltando el humo de mi cigarrillo en dirección a mi
comida sin tocar-. No he comido nada desde ayer a las ocho de la tarde.
Se echó a reír, me puso una mano delante de la boca, y dijo:
–Comprendo. Me quieres, pero no es lo bastante para dejar que estropee
tus planes. Eso no te gustaría. Es afeminado.
–¿Vas a declararte a favor de la revolución?
–No voy a correr por las calles tirando bombas, si eso es lo que quieres
decir.
–¿Y Djudakovich?
–Duerme hasta las once de la mañana. Si empiezan a las cuatro, tendrán
siete horas por delante antes de que se levante. – Dijo todo esto en un tono de
absoluta seriedad-. Que se haga dentro de ese plazo. Si no, él podría decidir
detenerla.
–¿Si? Tenía la idea de que esto era lo que él quería.
–Vasilije no quiere nada más que paz y confort.
–Pero escúchame, cariño -protesté-. Si tu Vasilije vale algo, no puede dejar
de interesarse a tiempo. La revolución la hacen Einarson y su ejército. Estos
banqueros y diputados y todos los restante que lleva consigo para dar una
apariencia responsable al asunto, son un montón de conspiradores de
película. ¡Míralos! Tienen sus reuniones a medianoche, y toda esa serie de
locuras. Ahora que están seriamente embarcados en algo concreto, serán
incapaces de aguantarse y de no esparcir las noticias. Estarán temblando
durante todo el día y murmurando juntos por los rincones.
–Han estado haciéndolo durante meses -me contestó-. Nadie les hace el
más mínimo caso. Y te prometo que Vasilije no oirá nada nuevo. Yo no se lo
voy a contar y nunca escucha lo que le dicen los demás.
–Muy bien. – No estaba seguro de que todo estuviera muy bien, pero debía
estarlo-. ¿Así, pues, esta pelea seguirá adelante, si el ejército sigue a
Einarson?
–Sí. Y el ejército lo seguirá.
–Luego, ¿nuestro trabajo empezará cuando todo haya concluido?
Limpió las cenizas del cigarrillo que habían caído sobre el mantel con un
dedo pequeño y puntiagudo, y no dijo nada.
–Habría que eliminar a Einarson -proseguí.
–Tendremos que asesinarlo -dijo ella pensativa-. Sería mejor que lo
hicieras tú mismo.
Vi a Einarson y a Grantham aquella misma noche, y pasé con ellos varias
horas. El muchacho estaba inquieto, nervioso, sin ninguna confianza en el
éxito de la revolución, a pesar de que intentaba aparentar que se enfrentaba
con los problemas como si estuvieran previamente resueltos. Einarson estaba
lleno de palabras. Nos dio todos los detalles acerca de los planes del día
siguiente. Yo estaba más interesado en él que en lo que decía. El podía poner
en marcha la revolución, creía yo, y yo estaba deseando dejarlo en sus manos.
De manera que mientras iba hablando, lo fui estudiando, registrándolo en
busca de puntos débiles.
Primero lo consideré físicamente: un hombre alto, de cuerpo recio, en la
plenitud de su fuerza, no tan rápido de reacciones como hubiera podido ser,
pero fuerte y resistente. Tenía un rostro florido de amplia mandíbula y de
nariz corta, que no se preocuparía mucho por una cicatriz más o menos. No
era gordo, pero comía y bebía demasiado para estar flaco.
Mentalmente, no era un peso pesado. Su revolución era materia en bruto.
Se llevaría a cabo principalmente porque no había mucha oposición. Tenía
muchísima fuerza de voluntad, imaginé, pero no aposté mucho a este número.
La gente que no tiene una gran inteligencia tiene que desarrollar la fuerza de
voluntad para conseguir cualquier cosa… No sé si tenía estómago o no, pero
adiviné que ante un gran auditorio daría un gran espectáculo, y la mayor parte
de sus acciones transcurrirían delante de un auditorio. Creo que a oscuras se
desinflaría. Tenía una confianza absoluta en sí mismo. Esto es el noventa por
ciento de un jefe; en ese sentido no tenía ninguna falla. No confiaba en mí.
Me había admitido porque si las cosas iban mal era más fácil tenerme que
cerrarme las puertas en las narices.
Siguió hablando de sus planes. No había nada de qué hablar. Iba a traer sus
soldados a la ciudad de madrugada, y a tomar el gobierno por sorpresa. Este
era todo el plan que se necesitaba. El resto era poner lechuga alrededor del
plato, pero esta lechuga era de lo único sobre lo cual podíamos discutir.
Resultó algo monótono.
A las once Einarson dejó de hablar y se marchó, pronunciando esta especie
de discurso:
–Hasta las cuatro, señores, hora en que empezará la historia de Muravia-.
Puso una de sus manos sobre mi hombro y me ordenó-: ¡Cuide de Su
Majestad!
–Uh-uh -contesté, e inmediatamente mandé a Su majestad a la cama. No
iba a poder dormir, pero era demasiado joven para confesarlo, de manera que
se marchó de bastante buena gana. Yo tomé un taxi y me fui a casa de
Romaine.
Estaba excitada como una colegiala la noche antes de una excursión. Me
besó y besó a la sirvienta Marya. Se sentó encima de mis rodillas, a mi lado,
en el suelo, en todas las sillas y sillones… Cambiaba de lugar cada medio
minuto. Se rió y habló sin parar acerca de la revolución, acerca de mí, acerca
de ella misma, acerca de todo y de nada. Casi se asfixió intentando hablar
mientras bebía vino. Encendió sus grandes cigarrillos y se olvidó de
fumárselos, o se olvidó de dejar de fumarlos hasta que le abrasaron los labios.
Cantó trozos de canciones en media docena de idiomas.
La dejé a las tres. Bajó a acompañarme hasta la puerta, me hizo inclinar la
cabeza para besarme en la boca y en los ojos.
–Si hay algo que va mal -me dijo-, vete a la cárcel. La conservaremos
hasta…
–Si marcha lo suficientemente mal, me llevarán allí -le prometí.
No quería bromear entonces.
–Yo voy a ir ahora -dijo-. Me temo que Einarson tiene apuntada mi
dirección en su lista.
–Buena idea -contesté-. Si caes en un mal lugar, házmelo saber.
Me volví al hotel caminando por calles oscuras -apagaban las luces a
medianoche-, sin ver a nadie, ni siquiera a un policía con el uniforme gris.
Cuando llegué a casa, la lluvia caía resueltamente.
En mi cuarto, cambié mis ropas y mis zapatos por otros más gruesos, saqué
otra automática de mi valija y la colgué en una funda sobaquera. Después me
llené los bolsillos con municiones suficientes para que me hicieran parecer
patizambo, agarré mi sombrero y mi impermeable y subí a las habitaciones de
Grantham.
–Son las cuatro menos diez -le anunció-. Deberíamos bajar a la plaza. Sería
mejor que se metiera un revólver en el bolsillo.
No había dormido nada. Su hermoso rostro tenía un aspecto tan fresco, tan
sonrosado y tan compuesto como el primer día que lo vi, aunque ahora sus
ojos eran más brillantes. Se puso un sobretodo y bajamos.
La lluvia nos mojó los rostros mientras nos dirigíamos al centro de la plaza
oscura. A nuestro alrededor se movieron otras figuras, pero ninguna de ellas
se nos acercó. Nos detuvimos a los pies de la estatua de alguien.
Un joven pálido, extraordinariamente delgado, apareció de pronto y
empezó a hablar a toda velocidad, gesticulando con ambas manos y
estornudando de vez en cuando como si estuviera resfriado. No pude
entender ni una sola palabra de lo que dijo.
El alboroto de las demás voces empezó a hacer la competencia al ruido de
la lluvia. El rostro gordo, con patillas blancas, del banquero que había
encontrado en la reunión surgió de repente de las tinieblas y volvió a ellas
con la misma rapidez, como si no quisiera que lo reconocieran. Hombres a
quienes nunca había visto se iban acumulando a nuestro alrededor, saludando
a Grantham con una especie de respeto ovejuno. Un hombrecito con un
sombrero que le quedaba demasiado grande, surgió y empezó a contarnos
algo con una voz quebrada y espasmódica. Un hombre delgado y encorvado,
con los anteojos mojados por las gotas de lluvia, tradujo al inglés la historia
del hombrecito.
–Dice que la artillería nos ha traicionado, y que se están montando los
cañones en los edificios del gobierno para barrer la plaza en cuanto
amanezca.
Había en su voz una especie de desesperación. Añadió:
–En ese caso no podemos hacer nada.
–Podemos morir -contestó Lionel Grantham.
Esto no tenía el menor sentido. Nadie estaba ahí para morir. Habían venido
todos porque era muy poco probable que alguien tuviera que morir, excepto
quizá algunos de los soldados de Einarson. Esta era la opinión inteligente
acerca de la respuesta del muchacho. Pero la auténtica verdad es que incluso
yo -un detective de mediana edad que se había olvidado por completo de lo
que era esto de creer en cuentos de hadas-, de repente me sentí más caliente
dentro de mis ropas húmedas. Y si alguien me hubiera dicho: "Este muchacho
es un auténtico rey", no lo hubiera discutido.
Se hizo un silencio repentino en las conversaciones de nuestro alrededor.
Se oyó tan sólo el ruido de la lluvia contra el suelo y el tap-tap- tap del andar
rítmico por la calle de los hombres de Einarson. Todo el mundo empezó a
hablar a la vez, felices, expectantes, animados por la proximidad de aquellos
que tenían que llevar a cabo la parte más pesada del trabajo.
Un oficial con un impermeable reluciente se abrió paso a través de la
muchedumbre -un muchacho bajo, vivaracho, con una espada demasiado
grande para él-. Saludó ceremoniosamente a Grantham y dijo en un inglés del
que parecía estar orgulloso:
–Le presento los respetos del coronel Einarson, señor, y su progreso va…
Me fue imposible entender lo que quería decir la última palabra.
–Transmita mi agradecimiento al coronel Einarson.
El banquero reapareció y ahora se atrevió lo bastante como para unirse a
nosotros. Aparecieron otros que habían tomado parte de la reunión.
Formamos un grupo central alrededor de la estatua, con el populacho a
nuestro alrededor, que se veía más fácilmente ahora, a la luz gris del día
naciente. No vi al campesino en cuyo rostro había escupido Einarson.
La lluvia nos empapó. Movimos los pies, temblamos de frío y hablamos.
El día se levantó lentamente haciendo más visibles a las personas que estaban
estacionadas a nuestro alrededor, mojadas y con miradas de curiosidad. En
los bordes de la muchedumbre, algunos hombres prorrumpieron en vítores.
Los restantes se unieron a ellos. Olvidaron su miserable humedad, rieron y
danzaron, se abrazaron y se besaron los unos a los otros. Un hombre barbudo
con un abrigo de cuero se dirigió hacia nosotros, se inclinó ante Grantham y
explicó que el propio regimiento de Einarson estaba ocupando el edificio de
la Administración.
El día ya resplandecía. El gentío de nuestro alrededor se abrió para dar
paso a un automóvil rodeado por un pelotón de caballería. Se detuvo delante
nuestro. El coronel Einarson bajó del coche, llevando en la mano una espada
desnuda, y aguantó la puerta para Grantham y para mí. Volvió a entrar detrás
de nosotros, oliendo a victoria como una modelo de Coty. El pelotón de
caballería se cerró de nuevo alrededor del coche, y nos llevaron al edificio de
la Administración a través de una muchedumbre que gritaba y corría tras de
nosotros, con los rostros colorados y felices. Resultó bastante teatral.
–La ciudad es nuestra -dijo Einarson descansando mejor en su asiento, con
su espada apuntando al suelo del coche y con las manos en el puño-. Hemos
tomado al presidente, a los diputados y a casi todos los empleados
importantes. No se ha disparado un solo tiro ni se ha roto una sola ventana.
Estaba orgulloso de su revolución y yo no lo censuré por ello. Después de
todo, no estaba muy seguro de que no tuviera inteligencia. Había tenido el
suficiente sentido común para encerrar en la plaza a sus adherentes civiles
hasta que los soldados hubieran llevado a cabo su tarea.
Bajamos del coche enfrente del edificio de la Administración y subimos
por las escaleras en medio de filas de soldados de infantería que presentaban
armas. La lluvia brillaba sobre las bayonetas fijas. A lo largo de los
corredores había más soldados uniformados de verde que presentaban armas.
Entramos en un comedor amueblado de una forma rebuscada, en el que
quince o veinte oficiales se pusieron de pie para recibirnos. Se hicieron
cantidades de discursos. Todo el mundo estaba triunfante. Se habló mucho
durante el desayuno. Yo no entendí absolutamente nada.
Después de la comida pasamos a la cámara de diputados, una habitación
amplia, ovalada, con hileras curvas de bancos y de pupitres de cara a una
plataforma elevada. Además de tres pupitres, en la plataforma habían puesto
algo así como veinte sillas, frente a los asientos curvos. Nuestro grupo del
desayuno ocupó estas sillas. Me llamó la atención el hecho de que Grantham
y yo éramos los únicos civiles de la plataforma. No estaba ninguno de
nuestros compañeros de conspiración, exceptuando a aquellos que formaban
parte del ejército de Einarson. Esto no me gustó mucho.
Grantham se sentó en la primera fila de sillas, entre Einarson y yo.
Mirábamos hacia los diputados. Quizá había unos cien, distribuidos entre los
bancos curvos, repartidos netamente en dos grupos. La mitad, situados en la
parte derecha de la habitación, eran revolucionarios. Se levantaron y nos
vitorearon. La mayor parte parecía que se habían vestido a toda prisa.
Alrededor de la habitación, hombro contra hombro contra la pared, excepto
en la plataforma y ante las puertas, se encontraban los soldados de Einarson.
Entró un hombre ya mayor, entre dos soldados -un viejo caballero de ojos
pálidos, calvo, encorvado, con un rostro arrugado, totalmente afeitado, de
sabio.
–El doctor Semich -me susurró Grantham.
Los guardias del presidente lo llevaron al pupitre central de los tres
pupitres instalados en la plataforma. No se fijó en lo más mínimo en nosotros,
que estábamos sentados en la plataforma, y no se sentó.
Un diputado pelirrojo -uno del grupo revolucionario-se levantó y habló.
Cuando terminó sus compañeros lo aplaudieron. Habló el presidente; dijo tres
palabras con una voz muy fría y muy calma, y abandonó la plataforma para
volverse por el mismo sitio por donde había venido. Los dos soldados lo
acompañaron.
–Se niega a ceder -me informó Grantham.
El diputado pelirrojo subió a la plataforma y se colocó en el pupitre central.
La maquinaria legislativa empezó a ponerse en marcha. Unos hombres
hablaron brevemente. Eran revolucionarios. Ninguno de los diputados
prisioneros se levantó, Se procedió a votar. Algunos de los contrarios no
votaron. La mayoría pareció votar a favor de la revolución.
–Han revocado la constitución -me murmuró Grantham al oído.
Los diputados volvían a vitorear; aquellos que se encontraban aquí por su
propia voluntad, desde luego. Einarson se inclinó y susurró para Grantham y
para mí:
–Esto es cuanto podemos hacer hoy. Lo dejan todo en nuestras manos.
–¿Tiene tiempo para escuchar una sugestión? – le pregunté.
–Sí.
–¿Quiere excusarnos un momento, por favor? – dije dirigiéndome a
Grantham.
Me levanté y me dirigí hacia uno de los rincones traseros de la plataforma.
–¿Y por qué no le da a Grantham su corona ahora? – le pregunté cuando
estuvimos ya en el rincón. Mi hombro derecho tocaba su hombro izquierdo,
cada uno medio de cara al otro, medio de frente al rincón, dando la espalda a
los oficiales sentados en la plataforma, el más próximo de los cuales no
estaba a tres metros de nosotros. – Empújelo adelante. Usted puede hacerlo.
Desde luego habrá jaleo. Mañana, como concesión a este jaleo, lo hace
abdicar. Usted obtendrá crédito por este hecho. Será un quince por ciento más
fuerte de cara al público. Entonces estará en una posición apta para hacer ver
que él tramó la revolución y que usted era el patriota que impidió que este
recién llegado se llevara el trono. Entretanto usted será dictador, y todo
cuanto quiera ser llegado el momento. ¿Ve lo que quiero decir? Déjelo que se
lleve el golpe. Usted agarra el suyo de rebote.
La idea le gustó, pero no le gustó que procediera de mí. Sus ojitos negros
inspeccionaron a los míos.
–¿Por qué me hace esta sugestión? – me preguntó.
–¿Qué le importa? Le prometo que abdicará dentro de veinticuatro horas.
Se sonrió por debajo del bigote y levantó la cabeza. Yo conocí un
comandante en el A.E.F. que siempre que levantaba la cabeza de esta manera
era señal de que iba a dar una orden desagradable. Me puse a hablar
rápidamente:
–Mi impermeable, ¿ve usted que está doblado sobre mi brazo izquierdo?
No dijo nada, pero sus pestañas se juntaron.
–Usted no puede ver mi mano izquierda ahora -proseguí.
Sus ojos no eran más que dos hendiduras, pero no contestó nada.
–Tiene una automática -dije, atacando.
–¿Y bien? – preguntó él desdeñosamente.
–Nada. Sólo que tómeselo a risa y le reventaré las tripas.
–¡Ach! – no me tomó en serio-. ¿Y luego qué?
–No lo sé. Piénselo cuidadosamente, Einarson. Me he puesto
deliberadamente en una posición en la que tengo que seguir adelante si usted
no cede. Puedo matarlo antes de que usted tenga tiempo de hacer nada. Y voy
a hacerlo si no le da la corona a Grantham inmediatamente. ¿Entiende? Voy a
hacerlo. Quizá -es lo más probable-sus muchachos me cazarían luego, pero
usted ya estaría muerto. Si me vuelvo atrás ahora con toda seguridad usted
me hará matar. De modo que no puedo volverme atrás. Si ninguno de los dos
da marcha atrás, ambos saltaremos. He ido demasiado lejos para aflojar
ahora. Tendrá que ceder. Piénselo.
Lo pensó. Desapareció parte del color de su rostro y un pequeño
movimiento ondeante apareció en la carne de su mejilla. Lo apreté más
moviendo lo suficiente el impermeable para enseñarle la boca del cañón que
realmente se encontraba en mi mano izquierda. Yo tenía la sartén por el
mango: él no tenía fuerza suficiente para correr el riesgo de morir en su hora
de triunfo.
Cruzó la plataforma a grandes zancadas en dirección al lugar donde estaba
sentado el pelirrojo, lo apartó con un gruñido y con un gesto, se apoyó sobre
el pupitre y rugió en dirección a la Cámara. Yo permanecí un poco a su lado,
un poco detrás suyo, de modo que nadie pudiera interponerse entre nosotros.
Ningún diputado emitió sonido alguno durante un momento, después que
Einarson dejó de rugir. Luego uno de los antirrevolucionarios se puso de pie
de un salto y chilló amargamente. Einarson lo señaló con un dedo largo y
moreno. Dos soldados dejaron su lugar junto a la pared, agarraron rudamente
al diputado por los brazos y por el cuello y lo echaron afuera. Otro diputado
se levantó, habló y lo quitaron de en medio. Después del quinto suceso de
este tipo, todo estaba en paz. Einarson hizo una pregunta y obtuvo una
respuesta unánime.
Se volvió hacia mí. Su mirada se dirigía desde mi rostro hasta mi
impermeable y mi espalda. Dijo:
–Ya está.
–Vamos a proceder ahora a la coronación -le ordené.
Me perdí la mayor parte de la ceremonia. Estaba muy ocupado en
mantener mi vigilancia sobre el florido oficial, pero finalmente Lionel
Grantham fue instalado oficialmente como Lionel Primero, Rey de Muravia.
Einarson y yo lo felicitamos, o lo que fuera, juntos. Luego, llevé al oficial
aparte.
–Vamos a dar un paseo -le dije-. No haga locuras. Condúzcame fuera por
una puerta lateral.
Ahora lo tenía atrapado, casi sin necesidad del arma. Tendría que actuar
silenciosamente con Grantham y conmigo -asesinarnos sin ninguna
publicidad-si quería evitar que todos se rieran de él, del hombre que se había
dejado embaucar y robar un trono en medio de su ejército.
Fuimos desde el edificio de la Administración hasta el Hotel de la
República dando un rodeo, sin encontrarnos con nadie que nos conociera.
Toda la población se encontraba en la plaza. Hallamos el hotel desierto. Lo
hice subir en el ascensor hasta mi piso y lo metí en mi habitación.
Probé la puerta y encontré que estaba abierta. El empujó la puerta abierta y
se detuvo en seco.
Romaine Frankl estaba sentada con las piernas cruzadas en medio de mi
cama, cosiéndome un botón de uno de mis trajes.
Empujé a Einarson dentro e la habitación y cerré la puerta. Romaine lo
miró primero a él y luego miró la pistola automática que yo tenía en la mano,
ahora descubierta. Y con una decepción burlona, dijo:
–¡Oh! ¡Todavía no lo has matado!
El coronel Einarson se irguió; ahora tenía un auditorio, una persona que
veía su humillación. Era capaz de hacer algo. Iba a tener que tratarlo con
guantes o… ¡Quizá esto otro sería lo mejor! Le di un golpe en el tobillo y
gruñí:
–¡Váyase a aquel rincón y siéntese!
Se volvió hacia mí. Le clavé la boca de la pistola en el rostro, apretando
con ella su labio contra sus dientes. Cuando su cabeza volvió a su posición, le
pegué en el estómago con mi otro puño. Abrió una enorme boca para aspirar
algo de aire. Yo lo empujé hacia una silla en un rincón.
Romaine se rió y me apuntó con un dedo, diciendo:
–¡Eres un rufián!
–¿Qué otra cosa puedo hacer? – protesté, principalmente en beneficio de
mi prisionero-. Cuando alguien lo mira, se hace ilusiones de ser un héroe. Lo
prendí e hice que coronara rey al muchacho. Pero este cretino todavía tiene el
ejército, que es el gobierno. No puedo dejar que se marche, si no, ambos,
Lionel Primero y yo, tomaríamos el mismo camino. Me duele más de lo que
le duele a él tener que manejarlo a golpes, pero no puedo evitarlo. Tengo que
conservarle su sentido común.
–Estás cometiendo un error con él -replicó ella-. No tienes ningún derecho
a maltratarlo. La única cosa cortés que puedes hacer con él es cortarle el
cuello de una manera caballeresca.
–¡Ach!
Los pulmones de Einarson volvían a trabajar.
–¡Cállate! – le chillé-, ¡o te voy a golpear por partida doble!
Me echó una mirada feroz y yo pregunté a la muchacha:
–¿Qué vamos a hacer con él? Estaría contento de cortarle la cabeza, pero
sería una macana si su ejército quisiera vengarlo, y yo no soy un tipo al que le
guste que el ejército de nadie se vengue en él.
–Se lo damos a Vasilije -contestó ella, lanzando sus piernas por encima del
borde de la cama, y poniéndose de pie-. El sabrá lo que hay que hacer.
–¿Dónde está?
–Arriba, en las habitaciones de Grantham, terminando su siesta matinal.
Y luego añadió ligeramente, casualmente, como si no hubiera estado
pensando en ello seriamente:
–¿Así que ya tienes a tu muchacho coronado?
–Así es. ¿Quieres la corona para tu Vasilije? ¡Bien, bien! Queremos cinco
millones de dólares norteamericanos por nuestra abdicación. Grantham puso
tres para financiar la operación, y se merece sacar algún provecho. Ha sido
elegido legalmente por los diputados. Aquí no tiene ningún apoyo auténtico,
pero puede obtener ayuda de los vecinos. No pierdas esto de vista. Existen un
par de países, que no llegan a los dos mil kilómetros de distancia, que
mandarían gustosamente un ejército para sostener a un rey legítimo, a cambio
de algunas concesiones. Pero Lionel Primero es un rey razonable. Cree que
para vosotros sería mejor tener un gobernante nativo. Todo cuanto pide es
una provisión decente del gobierno. Cinco millones es lo bastante bajo, y
abdicará mañana. Dile esto a tu Vasilije.
Dio un rodeo para evitar pasar entre mi pistola y su blanco, se puso de
puntillas para besar mi oreja, y me dijo:
–Tú y tu rey sois unos bandidos. Volveré dentro de unos minutos.
Salió.
–Diez millones -dijo el coronel Einarson.
–Ahora ya no puedo confiar en usted -le contesté-. No pagaría ante un
pelotón de ejecución.
–¿Puede confiar en ese cerdo de Djudakovich?
–No tiene ninguna razón para odiarnos.
–La tendrá cuando le cuenten lo de usted y su Romaine.
Me eché a reír.
–Además, ¿cómo puede convertirse en rey? ¡Ach! ¿Qué valor tiene su
promesa de pagar si no está en situación de poder pagarla? Supongamos
incluso que yo esté muerto. ¿Qué va a hacer con un ejército? ¡Ach! Usted ya
ha visto al cerdo ése. ¿Qué clase de rey es?
–No lo sé -contesté honradamente-. Me han contado que era un buen Jefe
de Policía porque la ineficiencia hubiera estropeado su confort. Quizá sería
un buen rey por esa misma razón. Sólo lo he visto una vez. Es una montaña
hinchada, pero no tiene nada de ridículo. Pesa una tonelada y se mueve sin
que el suelo cruja. ¡Hubiera tenido miedo de intentar con él lo que he
intentado con usted!
El insulto hizo que el soldado se pusiera de pie de un salto, muy alto y
erguido. Sus ojos echaban chispas en dirección a mí mientras su boca se
enfurecía formando una línea fina. Iba a regalarme algún lío antes de que
terminara con él.
Se abrió la puerta y entró Vasilije Djudakovich, seguido por la muchacha.
Dediqué una sonrisa al gordo Jefe. El hizo un movimiento de cabeza sin
sonreír. Sus ojitos negros giraron lentamente hacia Einarson.
La muchacha dijo:
–El gobierno dará a Lionel Primero un cheque por valor de cuatro millones
de dólares norteamericanos a cambio de que abdique.
Dejó su tono oficial y añadió:
–Esto es todo lo que le pude sacar.
–Tú y Vasilije sois un par de cazadores de podridas gangas -le respondí en
un tono de queja-. Pero nos conformaremos. Hemos de tener un tren especial
para Salónica, uno que nos deje fuera de la frontera antes de que la
abdicación se haga efectiva.
–Quedará arreglado -me prometió.
–¡Bien! Y ahora, para llevar a cabo todo esto, tu Vasilije tiene que quitarle
el ejército a Einarson. ¿Puede hacerlo?
–¡Ach! – exclamó el coronel Einarson echando la cabeza hacia atrás e
hinchando el pecho-. ¡Eso es precisamente lo que tiene que hacer!
El hombre gordo emitió un sonido por entre su barba amarilla. Romaine se
acercó a mí y puso una de sus manos sobre mi brazo.
–Vasilije quiere hablar un momento a solas con Einarson. Déjaselo a él.
Asentí y le ofrecí d Djudakovich mi pistola automática. No nos hizo en
menor caso ni a la pistola ni a mí. Estaba contemplando al oficial con una
especie de paciencia pegajosa. Salí de la habitación con la muchacha y cerré
la puerta. Al pie de las escaleras la tomé por los hombros.
–¿Puedo confiar en tu Vasilije? – le pregunté.
–¡Oh! Querido, Vasilije puede entendérselas con media docena de
Einarsons.
–No quería decir eso. ¿No intentará engañarme?
–¿Por qué tienes que empezar a preocuparte por eso ahora?
–No parece que esté precisamente rebosante de amistad.
Se echó a reír y torció la cabeza para morderme en la mano.
–Tiene sus ideales -me explicó-. Desprecia a ti y a tu rey porque los
conceptúa como un par de aventureros que están sacando provecho de los
apuros de su país. Esta es la razón por la cual está tan despreciativo. Pero
cumplirá su palabra.
Quizá sí, pensé, pero no me había dado su palabra. Me la había dado la
muchacha por él.
–Voy a ver a Su Majestad -dije-. No tardaré mucho. Me reuniré luego
contigo en sus habitaciones. ¿Qué significaba aquello de estar cosiendo en mi
cuarto? No se me había caído ningún botón.
–Se había caído -me contestó contradiciéndome, y revolvió mis bolsillos
buscando cigarrillos-. Te arranqué uno cuando uno de nuestros hombres me
dijo que Einarson y tú se dirigían hacia aquí. Pensé que parecería hogareño.
Encontré a mi rey en un salón rojo y oro de la Casa de Gobierno, rodeado
de todos los ambiciosos sociales y políticos de Muravia. Los uniformes
todavía eran mayoría, pero por fin habían llegado hasta él unos cuantos
civiles, junto con sus esposas y sus hijas, Estaba demasiado ocupado para
poder verme durante algunos minutos, de modo que me quedé por allí y
observé a la gente. Una persona me llamó particularmente la atención: una
muchacha alta, vestida de negro, que permanecía apartada de los demás,
adosada a una ventana.
Lo noté primero porque era hermosa, de rostro y de cuerpo, y luego la
estudié más atentamente a causa de la expresión con la cual sus ojos castaños
observaban al nuevo rey. Si alguna vez ha existido una persona que haya
estado orgullosa de otra, esta muchacha lo estaba de Grantham. La forma de
quedarse así, sola, junto a la ventana, y de mirarlo… Hubiera tenido que ser
por lo menos una combinación de Apolo, Sócrates y Alejandro para
merecerse la mitad. Supuse que era Valeska Radnjak.
Miré al muchacho. Su rostro estaba orgulloso y sonrojado y cada dos
minutos se volvía hacia la muchacha que se encontraba junto a la ventana
mientras escuchaba la charla del respetable grupo de su alrededor. Yo sabía
que no era ningún Apolo-Sócrates-Alejandro, pero se las arregló para
parecerlo casi. Había encontrado un rincón del mundo que le gustaba. Yo casi
me sentía triste por el hecho de que no pudiera conservarlo, pero mis
lamentos no me impidieron decidir que ya había perdido bastante tiempo.
Me abrí paso hacia él a través de la muchedumbre. Me reconoció y me
miró con los ojos de alguien que estuviera durmiendo en un parque y al que
un culatazo en la suela de los zapatos del vigilante nocturno lo despertara de
sus hermosos sueños. Se excusó con los demás y me llevó por un corredor
hasta una habitación con ventanas de vidrios de colores y unos muebles de
despacho ricamente diseñados.
–Este era el despacho del doctor Semich -me dijo-Yo haré…
–Usted estará en Grecia mañana -le contesté lisa y llanamente.
El bajó la vista y frunció el ceño, un ceño terco.
–Debería saber que no puede conservar esto -empecé a argumentar-. Usted
puede pensar que todo va suave y bien. Si es cierto que piensa eso, usted es
sordo, mudo y ciego. Yo lo coloqué aquí aguantando la boca del caño de una
pistola contra el hígado de Einarson. Lo he conservado en su puesto durante
todo este tiempo raptándolo. He hecho un trato con Djudakovich -el único
hombre fuerte que he encontrado aquí-. El tiene que retener a Einarson. Yo
no puedo retenerlo más. Djudakovich será un buen rey si se lo propone. Le
promete cuatro millones de dólares y un tren especial y un salvoconducto
hasta Salónica. Usted se marcha con la cabeza alta. Ha sido rey. Ha quitado al
país de unas malas manos y lo ha dejado entre unas buenas. Este gordo sujeto
es auténtico. Y usted se ha sacado un millón de beneficio.
–No. Usted se va. Yo debo quedarme. El pueblo ha confiado en mí y
debo…
–¡Por Dios! ¡Esa es la actitud del viejo doctor Semich! Esta gente no ha
confiado en usted en absoluto. Yo soy el pueblo que ha confiado en usted. Yo
lo hice rey, ¿me entiende? ¡Lo hice rey para que pudiera volver a su casa con
la cabeza alta, no para que se quedara aquí y se portara como un asno!
Compré ayuda con promesas. Una de ellas era que se marcharía dentro de las
veinticuatro horas. Usted tiene que cumplir las promesas que yo hice en su
nombre. Así que el pueblo confió en usted, ¿verdad? ¡Lo embutieron a la
fuerza a la fuerza dentro de sus gargantas, hijo mío! ¡Y yo fui quien lo
embutí! Ahora voy a desembutirlo. Si esto va a ser un contratiempo en su
novela, su Valeska no acepta ningún precio menor que el trono de este oscuro
país…
–Es suficiente -me interrumpió-. Su voz procedía de algún sitio por lo
menos a medio metro por encima de mí-. Tendrá usted su abdicación. No
quiero su dinero. Me avisará cuando esté preparado el tren.
–Escriba el documento ahora -le ordené.
Se fue hacia la mesa, encontró una hoja de papel y escribió con mano firme
que al dejar Muravia renunciaba a su trono y a todos sus derechos a él. Firmó
el papel "Lionel Rex" y me lo dio. Lo metí en mi bolsillo y empecé a hablarle
en un tono simpático:
–Puedo comprender sus sentimientos y siento mucho que…
Giró de espaldas a mí y se marchó. Yo volví al hotel.
Salí del ascensor en el quinto piso y caminé silenciosamente hacia la puerta
de mi habitación. No se oía ningún sonido. Probé la puerta, encontré que
estaba abierta y entré. El vacío más absoluto. Incluso habían desaparecido
mis ropas y mi equipaje. Subí a las habitaciones de Grantham.
Djudakovich, Romaine, Einarson y la mitad de las fuerzas de la policía se
encontraban allí.
El coronel Einarson estaba sentado muy rígido en un sillón en el centro de
la habitación. Pelo negro y bigote tieso. Tenía la cabeza alta, todos los
músculos de su rostro florido estaban tensos, sus ojos cálidos. Se encontraba
en uno de sus mejores momentos de agresividad. Esta era la consecuencia de
haberle dado un auditorio.
Miró amenazador a Djudakovich que estaba de pie sobre sus piernas de
gigante muy abiertas, apoyado en una ventana. ¿Por qué este loco gordo no
había tenido la suficiente cabeza para dejar a Einarson en un rincón solitario,
en el cual se lo hubiera podido manejar?
Romaine flotó, pasó a través de los policías que estaban de pie o sentados
por doquier y vino hacia donde yo me encontraba, en la puerta.
–¿Arreglaste todo ya? – preguntó.
–Tengo la abdicación en mi bolsillo.
–Dámela.
–Todavía no -le contesté-. Primero tengo que asegurarme de que tu
Vasilije es tan grande como parece. No me parece que Einarson esté muy
desconcertado. Tu gordo muchacho hubiera debido saber que ante un
auditorio se envalentonaría.
–No existen palabras para explicar lo que se propone hacer Vasilije -me
replicó suavemente-, salvo que va a resultar adecuado.
Yo no estaba tan seguro de esto como lo estaba ella. Djudakovich le
preguntó algo con estruendo y ella le dio una rápida contestación. Alborotó
un poco más a los policías. Empezaron a marcharse, solos, por parejas, en
grupos. Cuando se hubo marchado el último, el hombre gordo hizo salir
algunas palabras a través de sus patillas amarillas en dirección a Einarson.
Einarson se puso de pie, sacando pecho, con los hombros hacia atrás,
sonriendo burlonamente por debajo de su bigote negro y demostrando una
gran confianza en sí mismo.
–¿Qué va a ocurrir ahora? – le pregunté a la muchacha.
–Ven y lo verás -me respondió.
–Bajamos los cuatro y salimos del hotel por la puerta principal. Había
dejado de llover. En la plaza estaba congregada la mayor parte de la
población de Stefanía, que se apretaba delante del edificio de la
Administración y de la Casa de Gobierno. Por encima de sus cabezas
podíamos ver los gorros de piel de cordero del regimiento de Einarson, que
seguían rodeando estos edificios, tal como él los había dejado.
Nos reconocieron -o por lo menos reconocieron a Einarson-y nos
vitorearon mientras cruzábamos la plaza. Einarson y Djudakovich iban
adelante, uno al lado del otro, el soldado marchando y el gordo gigante
caminando como un pato. Romaine y yo íbamos tras ellos, a poca distancia.
Nos dirigimos en línea recta hacia el edificio de la Administración.
–¿Qué se propone hacer? – pregunté algo irritado.
Romaine me dio unos golpecitos en el brazo, me sonrió excitada y dijo:
–Espera y verás.
Parecía que no había nada más que hacer, excepto preocuparme.
Llegamos al pie de los escalones del edificio de la Administración. En la
luz del atardecer, las bayonetas tenían un brillo inconfortable cuando las
tropas de Einarson presentaron armas. Al borde del último escalón,
Djudakovich y Einarson se volvieron de cara a los soldados y a los
ciudadanos. La muchacha y yo nos colocamos detrás de ellos. Sus dientes
estaban rechinando, sus dedos se clavaban en mi brazo, pero sus labios y sus
ojos sonreían descuidadamente.
Los soldados que estaban alrededor de la Casa de Gobierno vinieron a
unirse a los que ya estaban delante nuestro, empujando a los ciudadanos hacia
atrás para hacer sitio. Llegó otro destacamento. Einarson levantó una mano,
gritó una docena de palabras, gruñó en dirección a Djudakovich y dio un paso
hacia atrás.
Habló Djudakovich, un rugido violento, sin esfuerzo alguno, que podía
haberse oído desde el hotel. Mientras hablaba, sacó un papel del bolsillo y lo
mantuvo delante suyo. Ni su voz ni sus gestos tenían nada de teatral. Hubiera
podido estar hablando de cualquier otra cosa sin importancia. Pero mirando a
su auditorio, se hubiera advertido en seguida que era importante.
Los soldados habían roto filas para agruparse más cerca, sus rostros iban
enrojeciendo, blandían aquí y allá fusiles con bayonetas. Detrás de ellos, los
ciudadanos se miraban los unos a los otros con rostros asustados,
empujándose unos a otros, algunos intentaban aproximarse y otros trataban
de marcharse.
Djudakovich siguió hablando. La inquietud aumentó. Un soldado se abrió
paso a través de sus compañeros y empezó a subir las escaleras, con otros que
le pisaban los talones.
Einarson interrumpió el discurso del hombre gordo, adelantándose hasta el
borde del último escalón, vociferando en dirección a los rostros vueltos hacia
arriba, con la voz de un hombre acostumbrado a que se le obedezca.
Los soldados que ya estaban en las escaleras las bajaron rápidamente.
Einarson volvió a vociferar. Las filas rotas se enderezaron lentamente y los
fusiles levantados se volvieron a bajar. Einarson permaneció callado durante
un momento, fijando su mirada brillante sobre sus tropas, y entonces empezó
un discurso. Yo no podía entender sus palabras, como tampoco me había sido
posible comprender las del hombre gordo, pero no cabía ninguna duda sobre
la impresión que estaban causando. Y no había duda tampoco de que la
cólera iba desapareciendo de los rostros de la muchedumbre.
Miré a Romaine. Estaba temblando y ya no sonreía. Miré a Djudakovich.
Estaba tan tranquilo y tan poco emocionado como la montaña a la cual se
parecía. Deseaba saber qué estaba ocurriendo, para poder saber si sería mejor
disparar contra Einarson y huir a través del edificio aparentemente vacío que
se alzaba detrás de nosotros o no. Podía adivinar que el papel que
Djudakovich tenía entre sus manos había sido una evidencia de algún tipo
contra el coronel, evidencia que había sacado fuera de sí a los soldados hasta
el punto de atacarlo si no hubieran estado demasiado acostumbrados a
obedecerle.
Mientras yo estaba deseando y adivinando, Einarson terminó su discurso,
dio unos pasos hacia un lado, señaló con el dedo a Djudakovich y gritó una
orden.
Abajo, los rostros de los soldados estaban indecisos. Varios desviaron la
mirad, pero cuatro de ellos se pusieron vivamente en marcha al oír la orden
de su coronel y subieron por las escaleras.
"De modo que, pensé, ¡mi gordo candidato ha perdido! Bueno, puede
quedarse con el pelotón de ejecución. Yo me quedo con la puerta trasera". Mi
mano había estado aguantando la pistola en el bolsillo de mi saco durante
mucho rato. La conservé mientras daba lentamente un paso atrás, arrastrando
a la muchacha conmigo.
–¡Muévete en cuanto te lo diga! – murmuré.
–¡Espera! – suspiró-. ¡Fíjate!
El gordo gigante, con los ojos tan soñolientos como de costumbre, sacó
una enorme garra y atrapó por la muñeca la mano de Einarson que lo estaba
señalando. Tiró de Einarson. Soltó la muñeca y agarró al coronel por el
hombro. Lo levantó en peso con la mano que agarraba el hombro. Lo sacudió
ante los soldados de abajo. Sacudió un pedazo de papel sea cual fuere -con la
otra, y que me maten si parecía que se esforzaba más con un brazo que con el
otro.
Mientras los sacudía a ambos -al hombre y al papel-rugió soñoliento, y
cuando terminó de rugir, echó ambas cosas a las filas de ojos salvajes. Los
echó con un gesto que decía: Aquí está el hombre y aquí está la evidencia en
su contra. Haced lo que queráis.
Y los soldados que habían vuelto a formar sus filas a la orden de Einarson
cuando se alzaba alto y dominante por encima de ellos, hicieron lo que se
podía esperar de ellos cuando les fue lanzado.
Lo despedazaron -literalmente-pieza por pieza. Echaron al suelo sus fusiles
y lucharon por llegar hasta él. Los que estaban más lejos treparon por encima
de los que estaban más cerca, ahogándolos, atropellándolos. Se parecían a
una ola que rompiera delante de las escaleras, un malsano montón de
hombres convertidos en lobos, luchando ferozmente por destruir a un hombre
que debía haber muerto antes de haber permanecido allá abajo durante medio
minuto.
Saqué la mano de la muchacha de encima de mi hombro y me fui a
enfrentar con Djudakovich.
–Muravia es suya -le dije-. No quiero nada más que nuestro cheque y
nuestro tren. Aquí tiene la abdicación.
Romaine tradujo rápidamente mis palabras y luego las de Djudakovich.
–El tren está a punto. Allá le darán el cheque. ¿Desea ir a buscar a
Grantham?
–No. Mándemelo usted mismo. ¿Cómo encontraré el tren?
–Yo te conduciré -me contestó Romaine-. Atravesaremos el edificio y
saldremos por una puerta lateral.
Uno de los detectives de Djudakovich estaba sentado al volante de un
coche estacionado frente al hotel. Romaine y yo entramos en él. En la plaza el
tumulto todavía estaba hirviendo. Ninguno de los dos pronunció una palabra
mientras el coche nos conducía a través de las calles que iban oscureciendo.
Después de un momento, Romaine me preguntó suavemente:
–Y ahora, ¿me desprecias?
–No -le contesté agarrándola-. Pero odio los alborotos, los linchamientos
me ponen enfermo. No me importa hasta qué punto el hombre haya estado
equivocado; si tiene un tumulto en su contra, estoy de su parte. La única cosa
que pido a Dios es agacharme detrás de una ametralladora frente a un grupo
que proceda a un linchamiento delante de mí. Yo no estaba a favor de
Einarson, ¡pero no le hubiera hecho esto! Pero bueno, lo que está hecho,
hecho está. ¿Qué documento era?
–Una carta de Mahmoud. Se la dejó a un amigo con el encargo de
entregársela a Vasilije si le ocurría algo. Según parece, conocía a Einarson y
preparaba su venganza. La carta confesaba la parte que él, Mahmoud, había
tomado en el asesinato del general Radnjak y decía que Einarson también
estaba complicado en él. El ejército adoraba a Radnjak, y Einarson quería el
ejército.
–Tu Vasilije podría haberla utilizado para expulsar a Einarson, sin darlo
por eso como pasto a los lobos -respondí en son de queja.
–Vasilije tenía razón. Tan malo como quieras, pero era la única manera de
hacerlo. Ha pasado y está arreglado para siempre, con Vasilije en el poder.
Un Einarson vivo, un ejército que no supiera que había asesinado a su
ídolo… demasiado arriesgado. Hasta el final Einarson creyó que tenía poder
suficiente para conservar sus tropas, a pesar de cuanto supieran. El…
–Muy bien. Ya está hecho. Estoy contento de haber terminado con este
asunto del rey. Bésame.
Lo hizo y suspiró.
–Cuando Vasilije se muera -y no puede vivir mucho tiempo comiendo
como come-, iré a San Francisco.
–Eres una especie de heladera -le dije.
Lionel Grantham, ex-rey de Muravia, sólo llegó cinco minutos después de
nosotros. No estaba solo. Valeska Radnjak, que parecía mucho más la reina
de algo que si lo hubiera sido realmente, lo acompañaba. No parecían estar
muy decaídos por la pérdida de su trono.
El muchacho estuvo agradable y bastante amable conmigo durante nuestro
sorprendente viaje a Salónica, pero evidentemente no se sentía muy cómodo
en mi compañía. Su futura desposada no sabía que existiera alguien más que
él, excepto si ocurría que se encontraba con alguna persona directamente
frente a ella. No esperé pues a que se casaran, sino que me marché de
Salónica en un barco que zarpaba un par de horas después de nuestra llegada.
Desde luego dejé el cheque con ellos. Decidieron quedarse con los tres
millones de Lionel, y devolver a Muravia el cuarto. Y yo me volví a San
Francisco a pelearme con el Viejo por lo que él creía que eran cositas
innecesarias de cinco y de diez dólares en mi cuenta de gastos.
Fin de Aquel asunto del Rey
[1] Traducciones castellanas: Raymond Chandler, El sencillo arte de
matar, Editorial Diana, México, 1956; y: Raymond Chandler, El simple arte
de matar, Editorial Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1970-

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23/04/2008

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Índice
¡TU ERES EL HOMBRE!
¿QUIÉN MATO A BOB TEAL?
AQUEL ASUNTO DEL REY

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