Chopin - Un Asunto Indecoroso
Chopin - Un Asunto Indecoroso
Chopin - Un Asunto Indecoroso
Un asunto indecoroso
Kate Chopin1
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Publicado en Chopin, Kate. Un asunto indecoroso y otros relatos . Barcelona, Ediciones del Bronce,
1996, pp. 23-30. Traducción de Olivia de Miguel
Depto de Letras – FaHCE - UNLP 1
Literatura Norteamericana
—¿Y de qué voy a tener miedo? —La mujercita rió—. Habla menos que un
sordomudo. No creía que fueras tan cría.
—Pero Mrs. Kraummer, no quiero que piense que soy um cría, como usted dice,
o una cobarde, como quiere dar a entender. Pregunte a ese hombre si me llevaría en
coche a la iglesia mañana. Ya ve que no le tengo mucho miedo —añadió sonriendo.
La respuesta del grosero peón a la petición de Mildred fue simplemente una
negativa. No podía llevarla a la iglesia porque pensaba ir a pescar.
—Pero -ofreció la buena Mrs. Kraummer—, Hans Platzfeldt te llevará en coche
a la iglesia, o a donde quieras. Ese Hans es un buen muchacho del que te puedes fiar.
—Oh, dígale que muchísimas gracias. Pero he recordado que mañana tengo que
escribir un montón de cartas y además me parece que va a hacer mucho calor. Después
de todo, no me importará no ir a la iglesia. Hubiera llorado de pura humillación.
¡Rechazada por un peón!, tal vez un vagabundo. Ella, Mildred Orme, que debería
haberse quedado con el resto de la familia en Narraganset, ella que había venido a este
lugar retirado buscando el reposo que le permitiera seguir el exaltado curso de su
pensamiento. Le asombraba el carácter desconcertante de los campesinos. Después de
enviarle el grosero mensaje al que ya nos hemos referido, un día, al pasar delante del
porche en el que estaba sentada, la miró por fin; y lo hizo de tal modo que la repentina
desfachatez de aquel hombre la dejó sin aliento. Pero la inexplicable mirada se le quedó
grabada y no se la pudo quitar de encima.
II
Después de todo, no hacía tanto calor cuando, al día siguiente, Mildred bajó
caminando por el largo y estrecho sendero que atravesaba el trigo cimbreante y llegaba
hasta el río. El grano amarillo le sobrepasaba la cintura. Los ojo; marrones de Mildred,
al mirar el fulgor del trigo, se llenaban del reflejo dorado de su luz, mientras oía la
vibración que respondía a la suave brisa. Cualquiera que haya atravesado un campo de
trigo en pleno verano, conoce el sonido.
En el bosque la temperatura era suave, espléndida y fresca. Y allí, junto al río,
estaba el desgraciado que la había fastidiado, primero, con su indiferencia, luego con el
repentino descaro de su mirada.
—¿Está usted pescando? -preguntó con educación pero marcando las distancias
con benévola condescendencia. La pregunta no era pertinente, viéndole sentado
inmóvil, con una caña en la mano y los ojos fijos en un corcho que lootaba en el agua, a
la deriva.
—Sí, señora -fue su breve respuesta.
—¿Le molesta si me quedo aquí un momento a ver si tiene suerte?
—No, señora.
Se quedó de pie, muy quieta, agarrando con fuerza el libro que llevaba consigo.
El sombrero de paja se le había deslinzado descuidadamente a un lado, sobre el
ondulante fleequillo castaño bronce que casi le tapaba la frente. Tenía las mejillas y los
labios rosados por el sol.
Todos los demás trabajadores de la granja habían salidido a pasear
endomingados. Aunque tal vez éste no tuviera nada mejor que ponerse que la ropa de
trabajo que llevaba. Al pensarlo, la invadió una cierta conmiseración femenina. El
seguía sin decir ni palabra y ella se preguntaba cuántas horas podía pasarse allí sentado,
esperando pacientemente a que el pez mordiera el anzuelo. La situación empezaba a
cansarle y, al fin, se decidió a darle otro giro.
—¿Me deja un momento, por favor? Tengo una idea...
Depto de Letras – FaHCE - UNLP 2
Literatura Norteamericana
—Si, señora.
«Este hombre parece idiota, con tanto monosílabo», se dijo para sus adentros.
Pero recordó que los monosílabos pertenecían al bagaje de un paleto.
Mildred depositó cuidadosamente el libro y cogió con cautela la caña que él
ponía en sus manos. Ahora le tocaba a él quedarse atrás y contemplar respetuosa y
silenciosamente el absorbente espectáculo.
—¡Oh! -exclamó de repente la muchacha, nerviosa al ver hundirse el sedal en el
agua.
—Espere, espere! Todavía no.
Se colocó a su lado de un salto; con la mirada ansiosamente fija en el hilo tenso,
agarró la caña para evitar que ella tirara, tal como parecía que iba a hacer. Es decir, él
quería agarrar la caña, pero en lugar de eso, descansó su mano morena en la blanca
mano de Mildred.
El hombre se asustó violentamente al encontrarse tan cerca de aquella maraña
castaña como de bronce que casi le rozaba la barbilla, de la mejilla ardiente a sólo unos
centímetros del hombro y del par de ojos jóvenes y oscuros que, durante un instante,
enviaron a los suyos el destello de un mensaje inconsciente.
Luego, sin saber cómo ni por qué sucedió, sus brazos rodearon a Mildred y la
besó en los labios. Ella no se dio cuenta si fueron diez veces o solamente una.
Miró a su alrededor, con el rostro blanco como la leche, y le vio desaparecer con
rápidas zancadas por el camino que ella había seguido hasta allí. Se quedó sola.
Solamente los pájaros lo habían visto y podía contar con su discreción. No
estaba violentamente indignada, como muchas hubieran estado. La vergüenza la aturdía,
pero, en medio de aquello, se preguntaba inquisitorialmente si debería contar a los
Kraummer que le habían robado la inocencia de sus castos labios. ¿Dar publicidad a su
propia confusión? Ni hablar. Um vez en su habitación pensaría tranquilamente en la
situación y entonces decidiría cómo actuar.
Debía guardar el secreto, una odiosa carga que soportar sola hasta que pudiera
olvidarla.
III
Y como temía no olvidarlo, Mildred lloró aquella noche. Durante todo el día, se
le impuso una verdad espantosa haciéndole pensar si estaría loca. Tenía miedo de
aquella verdad. Además, ¿por qué había sido aquel beso la cosa más deliciosa que había
conocido en sus veinte años de vida? El aguijón permanecía en sus labios desde que se
clavó en ellos, y la dulce inquietud que le producía alejó el sueño de su almohada.
Pero Mildred no alteraría sus condiciones externas de vida por obedecer
cualquier capricho indecoroso que, como un mal sueño, acertara a imponerse en su
corazón. No huiría de nada. Seguiría yendo y viniendo como siempre.
Por la mañana, encontró sobre la silla del porche el libro que se había dejado
junto al río. ¡Un nuevo insulto! Pero continuó yendo de un sitio a otro, como había
decidido y, como de costumbre, se sentó en el porche, entre las cosas que le eran
familiares. Cuando «el ofensor» pasó por delante, ella lo supo aunque en ningún
momento levantó la vista. Pero ¿son acaso la vista y el sonido los únicos modos de
captar esta clase de cosas? Ella lo percibió por una oleada de confusión y no se sabe qué
más que la recorrió.
Un día, mientras él hablaba en el campo con el granjero Kraummer, Mildred lo
miró furtivamente. Cuando él se marchó, ella se quedó como si estuviera borracha.
Después, dio la vuelta decidida y empezó a hacer los preparativos para dejar Ia granja
de los Kraummer.
A última hora de la tarde, le trajeron varias cartas. Una de ellas decía así:
Mi queridísima Mildred: