Polémica Liliana Heker
Polémica Liliana Heker
Polémica Liliana Heker
LA POLÉMICA [1]
Liliana Heker
Fui amiga personal de Cortázar, lo admiré y lo sigo admirando como escritor; me alegré, con
los de mi generación, cuando optó por el socialismo. Todo lo cual no me impidió disentir con él en
una circunstancia histórica concreta. La muerte de Cortázar, que fue vivida por mí como algo
desoladoramente injusto e irreparable, no me hace arrepentir de esa disensión. Creo en la polémica
y en la pasión por las ideas, creo, también, que con el enemigo real no se polemiza. Con Pinochet,
con Videla, toda controversia sería inimaginable (casi resulta inimaginable que tengan alguna idea).
Por otra parte, la última vez que Cortázar estuvo en Buenos Aires modificó sus conceptos sobre lo
que había llamado “genocidio cultural en la Argentina” y nos prometió, a la gente de El Ornitorrinco,
un diálogo. Diálogo que no pudo cumplirse: Cortázar murió dos meses después.
Exilio y literatura
En los últimos tiempos —y según ciertos enfoques más emotivos que rigurosos— los
escritores argentinos damos la impresión de no ser ya individuos diversos, discutibles en tanto
escritores, conscientemente inmersos o no en nuestra realidad; un milagro ha borrado los matices;
hoy somos una especie de abstracción que cabría dentro de una de estas dos categorías
neoplatónicas: radicados en el exterior, lo que equivaldría a “condenados fatalmente a vivir lejos de
la patria”, o radicados en la Argentina, lo que equivaldría a “mártires o muertos en vida” [2]. No
discuto que, en muchos casos, la difusión de este esquema responda a un propósito de solidaridad
intelectual. Tampoco discuto que se origine en situaciones individuales bien concretas. Lo que
pongo en duda es que la situación general del escritor argentino —que, por ejemplo, no es
exactamente igual a la del escritor paraguayo o chileno; que tiene características, problemas y
salidas propios y que por lo tanto exige que se lo analice en su peculiaridad—, dudo, decía, que esa
situación encaje en el esquema consignado. Y también pongo en duda la eficacia histórica de erigir
masivamente en víctimas a los artistas e intelectuales de cualquier país.
En primer lugar, esto proporciona una coartada y justifica la inacción; si estamos afuera, el
exilio por sí mismo ya supone una “causa” e implica una “protesta”, ¿para qué intentar algo más? Si
estamos en el país, la realidad nos impone el silencio; nada podemos hacer, sin contar con que “ya
cargamos con nuestra cruz” por el simple hecho de estar acá. En segundo lugar, este esquema
postula implícitamente el congelamiento de la cultura nacional, su imposibilidad absoluta de
desarrollarse en —contra— una nueva circunstancia histórica y, en consecuencia, de incidir sobre
esa circunstancia; en el exterior, la fatalidad misma del exilio impondría la desvinculación con el
proceso cultural argentino; en la Argentina, el medio nos obligaría a la parálisis.
Un artículo publicado por Julio Cortázar en la revista colombiana Eco (N° 205, noviembre de
1978) contribuye —no intencionalmente pero de manera decisiva— a este esquema. Que Cortázar
sea
uno de nuestros mayores escritores y tal vez el más universalmente querido por nosotros,
que su actitud haya sido siempre solidaria con los pueblos de Latinoamérica, vuelve dignas de
atención sus declaraciones, muchas veces negligentes, sobre nuestra realidad cultural. Ya que no se
le puede atribuir mala fe, al menos puede suponérsele cierto apresuramiento, una necesidad a
ultranza de hacer causa común con los exiliados aun a riesgo de dar una imagen maniquea de la
realidad, valiéndose de recursos más pasionales que científicos. Cortázar lo reconoce: “No tengo
ninguna aptitud analítica: me limito aquí a una visión muy personal, que no pretendo generalizar
sino exponer como simple aporte a un problema de infinitas facetas”. Pero pese a este propósito
explícito, Cortázar generaliza, hace del “de afuera” y del “de adentro” dos condenados sin
atenuantes, acomoda la situación de todos los intelectuales residentes en Latinoamérica a los
requerimientos de su artículo y, con dolor, nos aplasta de un plumazo.
Lo primero que vamos a tener en cuenta es el punto de vista del artículo. Cortázar afirma
escribir desde el exilio, continuamente aporta elementos que lo ubicarían, de manera inapelable,
como exiliado: “...me incluyo actualmente entre los innumerables protagonistas de la diáspora. La
diferencia está en que mi exilio sólo se ha vuelto forzoso en los últimos años (...) Al exilio que
podríamos llamar físico habría de sumarse el año pasado un exilio cultural (...) Un exiliado es casi
siempre un expulsado, y éste no era mi caso hasta hace poco. Quiero aclarar que no he sido objeto
de ninguna medida oficial, y es muy posible que si quisiera viajar a la Argentina podría entrar en ella
sin dificultad; lo que sin duda no podría es volver a salir (...) mi reciente exilio cultural, que corta de
un tajo el puente que me unía a mis compatriotas en cuanto lectores y críticos de mis libros, ese
exilio insoportablemente amargo para alguien que siempre escribió como argentino y amó lo
argentino...”. ¿Tantas palabras para demostrar su condición de exiliado? ¿No bastaba con
testimoniar la situación de los que sí debieron abandonar sus países? El propio Cortázar tuvo la
honestidad de declarar alguna vez que él se fue de la Argentina en 1951 porque los altoparlantes
peronistas no lo dejaban escuchar tranquilo a Bartok. Nunca, hasta ahora, intentó justificarse por
su condición de exiliado y si algo realmente lo justificó, para nosotros, fue la obra literaria
excepcional que escribió, en París, pero con lenguaje argentino, y su manera de ir modificando
aquella primera concepción sobre el ruido y Bartok. Ahora, sin embargo, declara que su “exilio sólo
se ha vuelto forzoso en los últimos años”, o sea, que antes no era forzoso pero sí era exilio. ¿Exilio?
Es válido suponer que al referirse a sus primeros 25 años pasados en Europa, Cortázar está utilizando
el término “exilio” en sentido poético, es decir: nostalgia de la tierra en que transcurrieron la
infancia y la juventud, extrañeza del idioma, extrañeza de las costumbres, etcétera (literalmente, el
recurso no es más criticable que cualquier otro: un hombre puede sentirse un exiliado mientras
camina entre una multitud en la calle Florida, o en medio de una familia que no lo comprende; más
melancólicamente, y siempre en sentido poético, hasta se podría afirmar que todo ser humano es
una especie de exiliado). Tal vez Cortázar quiso decir que de un exiliado en sentido poético se
convirtió “en los últimos años” en un exiliado en sentido político. Pero no lo dice. Hago hincapié en
esto porque varios de los malentendidos del artículo se sustentan en el sentido ambivalente que se
le da al término “exiliado”. La nostalgia del que, voluntariamente o no, vive lejos de su tierra y la
situación del que obligadamente ha debido marcharse se aluden de la misma manera; las
características de uno y otro se amontonan y así resulta que todo aquel escritor que vive lejos de su
patria es un escritor exiliado, lo que lo convierte a la vez en un nostálgico irremediable y en un
expulsado político.
Ya refiriéndose a los últimos años, Cortázar habla de su exilio físico y su exilio cultural. En
cuanto al exilio físico, declara que si bien es muy posible que pudiera entrar en la Argentina sin
dificultad, lo que sin duda no podría es volver a salir. Creo que los dos modos adverbiales son un
poco excesivos: matemáticamente es probable que si Cortázar decide venir, se presente algún tipo
de dificultad, salvable o no; en cuanto a que “sin duda lo que no podría...”, ese mecanismo de
argumentar a priori se parece bastante al de la autocensura, algo que siempre hace más daño que
la censura misma. Verbigracia: si María Elena Walsh hubiera supuesto que sin duda su magnífico
artículo “Argentina país-jardín de infantes” (Diario Clarín, suplemento Cultura y Nación, agosto de
1979) no iba a ser publicado y, por lo tanto, no hubiera hecho ningún intento por que se publicara,
los argentinos habríamos perdido algo que hace directamente a nuestra cuestión cultural y a nuestra
libertad. Son los avances que va dando un escritor respecto de los límites impuestos, y no la
aceptación protestona de la fatalidad, lo que modifica la historia cultural de un país y, por lo tanto,
la historia. Cortázar puede elegir o no la tentativa de venir, de acuerdo al sentido que le otorgue a
un posible viaje; lo que no puede es justificar su no-viaje presuponiendo la infalibilidad de la derrota,
porque eso es estar fijando, también, un modelo de conducta.
Y acá llegamos a una segunda cuestión que vale la pena señalar, la negligencia con que
Cortázar, que sí parece haber cortado un tajo con nosotros, sobrevuela nuestra realidad cultural. “Y
si hay algo peor (escribe), es lo que podríamos llamar el exilio interior, puesto que la opresión, la
censura y el miedo en nuestros países han aplastado in situ muchos jóvenes talentos cuyas primeras
obras tanto prometían. Entre los años 55 y 70 yo recibía cantidad de libros y manuscritos de autores
argentinos noveles, que me llenaban de esperanza; hoy no sé nada de ellos, sobre todo de los que
siguen en la Argentina.”
Creo que Cortázar se ha dejado llevar hasta la exageración por el valor emotivo de las palabras
y, a medida que avanzaba en su artículo, se iba olvidando de algo que él mismo planteó al principio:
lo que estaba tratando era “un problema de infinitas facetas”. Si fuera válido el equivalente exiliado-
expulsado que él mismo propone, sólo una mínima parte de los escritores argentinos en el
extranjero entraría dentro de esta categoría. Un enfoque menos desgarrador pero más realista nos
permite ver que el éxodo de muchos escritores argentinos obedece a razones diversas. Entre otras:
1) dificultades económicas y laborales (que, naturalmente, no afectan sólo a los escritores), 2) un
problema editorial grave, que obstaculiza las tareas específicas del escritor, 3) una cuestión de
aguda sensibilidad poética: sentir que él no puede soportar lo que sí soporta el pueblo argentino, 4)
la búsqueda de una mayor repercusión o de una vida más agradable que ésta, 5) la búsqueda de un
ámbito de mayor libertad.
Y es este último punto el único en que conviene detenerse, ya que plantea una cuestión de
fondo.
Algo similar puede aplicarse a la obra de pensamiento a largo plazo, a la obra científica, sólo
que en ese caso el “ámbito propicio” suele consistir en recursos materiales concretos que,
con mucha más frecuencia que en el caso de la creación artística, vuelven necesario el éxodo.
En cuanto al aspecto testimonial, en cuanto al ejercicio inmediato de la libertad que sólo tiene
sentido en tanto actúa ahora y aquí sobre los otros, siempre está condicionado por esos otros. En
una isla desierta yo puedo hacer un ejercicio total de mi libertad de expresión, puedo decir mi
verdad sobre el mundo tal como la concibo, pero ¿para qué y para quién la digo? Y yendo a una
situación menos extrema: ¿qué sentido tiene, para un escritor nacional, testimoniar su verdad si no
va a ser leída por aquellos, fundamentalmente sus compatriotas, para quienes esa verdad está
destinada? La escritura como acto político necesita el receptor adecuado, no es un grito en el vacío
ni tiene un valor absoluto: su valor es circunstancial, y, por lo tanto, debe estar inmersa en la
circunstancia sobre la que pretende actuar. De modo que, en este caso, la búsqueda de un ámbito
de mayor libertad de ninguna manera tendría un carácter compulsivo.
Esto no invalida la elección personal de un escritor de irse a vivir adonde le parezca: y mucho
menos niega el hecho de escritores que han debido irse sin posibilidad de elección. Simplemente,
intenta desvirtuar ciertas generalizaciones que nos están transformando en extraños para nosotros
mismos y que nos imponen una realidad estática y aplastante.
Ya sabemos que no estamos en el mejor de los mundos. Que muera o se silencie un solo
hombre, aquí o en cualquier lugar del mundo, sin que nadie responda por su libertad y por su vida,
ya es un hecho de tanto peso como para que signe cada una de nuestras palabras y de nuestros
actos. Pero no aceptamos que se lo transforme en nuestro símbolo. Porque eso sería aceptar como
símbolo la muerte. Y a nosotros, acá, nos toca hacer aquello que Cortázar, ahora sí con toda su
lucidez de escritor, recomienda a los latinoamericanos residentes en Europa: sumergirnos en
nuestra situación y volverla un hecho positivo. No aceptamos, de París, la moda de nuestra muerte.
Es la vida, nuestra vida, y el deber de vivirla en libertad lo que nos toca defender. Por eso nos
quedamos acá, y por eso escribimos.
26 de noviembre, 1980
Querida Liliana:
Recibí el artículo y tu carta. Al final me decís que te escriba a lo de tu mamá en la calle Bulnes,
pero muy lilianamente te olvidas de ponerme el número. Sin duda me lo diste en París, y yo muy
julianamente lo perdí. De modo que mando esto como una botella al mar aprovechando una vaga
indicación del protervo Ornitorrinco en el sentido de encaminar las cartas a la SADE, horresco
referens. Pero a lo mejor te llega. De todas maneras el texto de mi respuesta se lo doy a EFE, y las
razones las encontrarás en él si te llega, o si alguna vez te lo hacen llegar desde cualquier otro país
donde se publique. Como comprenderás, me parecería idiota que El Ornitorrinco lo publicara, a
menos que me engañe totalmente sobre lo que ocurre en Buenos Aires [3]. En fin, creo que en esas
pocas páginas esto queda sobradamente explicado.
Si tenés algún comentario que hacerme (desde luego me gustaría, porque sé que todo esto
es materia resbalosa y no pretendo entenderla bien ni mucho menos estando tan lejos del lugar de
los hechos), te pongo mi nueva dirección parisina.
Julio
Querida Liliana Heker, tu artículo “Exilio y literatura” (en El Ornitorrinco, Buenos Aires, enero-
febrero de 1980) lleva como subtítulo “Polémica con Cortázar”. Nunca he olvidado que “polémica”
se emparenta con “polemos”, la guerra, y por eso detesto la palabra y prefiero sustituirla
mentalmente por “diálogo”; del tono de tu texto deduzco que también ésa es tu intención, y que lo
de “polémica” es más bien una ranada del ornitorrinco, si me permitís la hibridación, para que los
lectores más belicosos se relaman las fauces anticipando sillas rotas, tirones de camisetas y otras
demostraciones propias de intelectuales ansiosos de verdad. No les daremos el gusto, pero desde
luego buscaremos la verdad, tan lejos el uno del otro en el espacio pero desde un terreno común
que, lo sé de sobra, compartimos y queremos.
Para esto, sin embargo, hay un problema que no parecés haber pensado: al hacer públicas
tus críticas, me invitás obviamente a responder a través de El Ornitorrinco o de cualquier órgano de
prensa argentino. ¿Pero qué prensa? A mi afirmación de sentirme dolorosamente separado de mi
pueblo en el plano cultural, después de prohibiciones inequívocas, contestás que exagero puesto
que incluso se me lee en “los suplementos culturales de diarios”. Sí, es cierto, en la medida en que
esos suplementos seleccionan los textos que les envía la Agencia EFE, a la cual destino también esta
carta y que distribuye sus materiales en diversos países. ¿Te has preguntado qué textos seleccionan
esos suplementos? Respuesta: los exclusivamente literarios, cuando en estos últimos tres años he
escrito sobre todo artículos directamente referidos al estado de cosas en nuestro y nuestros países.
¿Qué satisfacción puede tener alguien como vos leyendo un texto mío cuya publicación depende
exclusivamente de que no contenga una sola línea que moleste a los dispensadores de la libertad
de expresión? En resumen: si quiero que esta respuesta, que EFE va a enviar a esos diarios que
todavía me publican allá, te llegue como carta abierta, tengo que redactarla como vos has redactado
tu texto, es decir hablando de todo menos de lo que pone en marcha ese todo. Y pasa que yo no
tengo por qué escribir así, puesto que mis artículos se publican en muchos otros países y ésa es mi
manera de dar a conocer lo más ampliamente posible lo que me parece necesario y útil, y a la vez
confiar en su ingreso, por diversas vías, a su destinataria natural que es la Argentina. Curioso cambio
de cartas abiertas, como ves, en el que vos evitás hablar de lo único que en el fondo me interesa
hablar a mí, y yo preveo que mi respuesta sólo te llegará un día indirectamente y no en los
suplementos dominicales de Buenos Aires, a menos que éstos te la ofrezcan amablemente
recortada ad usum delphini.
Para empezar este imperfecto diálogo, se me ocurre que no tenías demasiadas críticas que
hacerme, en todo caso, el hecho de que apruebes mi punto de vista general sobre el exilio de tantos
intelectuales latinoamericanos (en el sentido de volverlo afirmativo y combativo, quitándole toda la
negatividad que encierra como noción estereotipada) anula casi totalmente tus discrepancias
colaterales; pero me gustaría dejar en claro algunas cosas, precisamente para que esa noción
positiva del exilio se dé en todos nosotros, aquí y allá, sin ambigüedades peligrosas. Empiezo, muy
rápidamente, por una rectificación personal: te molesta que yo haya explicado con cierto detalle
por qué y cómo me considero un exiliado de la Argentina, y parecés creer que he buscado sumarme
ahora —después de tantos años de vivir en Europa— a los que han debido abandonar más o menos
forzosamente sus países. Aunque en las frases que citás queda bien claro que no solamente no me
estoy “mandando la parte” de exiliado sino que me fui hace mucho del país porque me dio la gana,
agrego ahora para vos que las circunstancias actuales me llevan a sentirme tan exiliado como
cualquier otro, y que sólo en esas condiciones me he creído y me creo con derecho a hablarles a mis
coexiliados de toda América latina para invitarlos a una lucha positiva y no a la usual nostalgia
llorona. No solamente no reclamo una antigüedad injustificada en este triste empleo, sino que en
muchas entrevistas, que desde luego no conocés por razones ut supra, he insistido en la noción para
mí compulsiva del exilio, y por lo tanto en que no era para nada mi caso; si en el artículo que criticás
se me fue eso de que el exilio “sólo se me ha vuelto forzoso en los últimos años”, lamento la patinada
involuntaria y dejo definitivamente en claro que jamás fui ni me creí un exiliado hasta eso que más
arriba llamé “circunstancias actuales”, concretamente el golpe militar del 76 y la censura
subsiguiente, expresa o tácita, que impide cosas como la publicación de parte de mis textos de la
misma manera que te impide a vos ahondar explícitamente en las causas fundamentales del exilio.
En cuanto a que considerés exagerada mi afirmación de que salir de la Argentina me sería más difícil
que entrar, lamento que hayas pasado por alto la fecha en que se publicó esa afirmación, a fines del
78, cuando la escalada de la tortura, los asesinatos y las desapariciones llegaba a su punto más
monstruoso. Ya sé que ahora, mientras escribías tu artículo, la paz del cementerio deja crecer poco
a poco los pastitos del olvido, y que casi seguramente nadie se metería conmigo en la Argentina a
pesar de viejas cuentas por cobrar, la del Tribunal Russell, por ejemplo, y pará de contar.
Estas aclaraciones personales eran necesarias aunque sin importancia esencial; lo importante
me parece la tremenda contradicción entre el principio y el final de tu artículo. Hacia el final te
alegrás de que yo haya tomado partido por una dinámica —para mí lo más belicosa posible— del
exilio; pero al principio me acusás de contribuir directa o indirectamente a una división abstracta y
mortecina entre exiliados en el exterior, “condenados fatalmente a vivir lejos de la patria”, y
exiliados en la Argentina, o sea, “mártires o muertos en vida”. Bueno, si esto fuera así, me pregunto
para qué diablos andaríamos yo y muchos otros removiendo el hormiguero si no hay más que
mártires o condenados que remover. Precisamente, el temor de que estos destinos puedan pegarse
como etiquetas prefabricadas (por la Casa Rosada) en la espalda de los exiliados es la razón que nos
lleva a muchos a decirle a la junta por todos los medios a nuestro alcance que el tiro del exilio le ha
salido por la culata, y que vamos a seguir peleando desde adentro y desde afuera por el único exilio
que nos parece válido: es el que les espera a ella y a sus cómplices internos y externos, igualito que
a Somoza, igualito que a Batista.
Pero hablando ahora de nuestro oficio, Liliana, hay algo que no entiendo en tu razonamiento.
Discutís mi noción de “exilio cultural” en el sentido de que la supresión o censura del pensamiento
escrito es materia corriente en nuestros países, y una vez más te parece que exagero. En primer
término, hay eso de que mal de muchos, consuelo de tontos; en segundo, lo que ahora nos interesa
concretamente a vos y a mí es la Argentina en ese plano, y el hecho de que en Guatemala o Bolivia
lo censuren a Fulanito no modifica para nada mi repulsa a toda censura en nuestro país. Vos decís
que a pesar de esa situación general, Latinoamérica sigue dando “una literatura realmente grande”,
lo cual es archicierto porque los escritores decentes respondemos casi siempre al principio del
“challenge and response”. Pero aquí no se trata de los escritores sino de los lectores, Liliana; el
verdadero exilio se produce cuando cualquiera de nosotros escribe algo y después de haberlo
escrito no lo puede publicar en su país. ¿Por qué, como siempre, poner el acento en el escritor,
hacer elitismo gremial, cuando el escritor se defenderá como gato panza arriba dentro o fuera del
país, y seguirá siendo siempre un escritor? El problema no es ése, sino que de golpe el escritor queda
privado de sus lectores, roto el puente de la comunicación; y si esto es duro para nosotros, poco
importa frente al hecho infinitamente peor de que todo un sector de lectores queda privado del
escritor. Ahí los verdaderamente exiliados son los lectores, que día a día enfrentan un panorama en
el que faltan la mayoría de los libros o artículos escritos en el exterior, y sólo cuenta con los del
interior en la medida en que su contenido no vaya más allá de lo tolerado. Acabo de leer en México
los textos de Gregorio Selser sobre el grotesco episodio en torno a El principito, nada menos; acabo
de publicar en México un libro de cuentos que contiene dos o tres que jamás podrían ver la luz en
la Argentina. Que mis lectores leyeran esos cuentos sería mi más alta recompensa, no por haberlos
escrito sino porque estarían donde deben estar, en manos argentinas. No será así, salvo mínimas
excepciones, y vos lo sabés de sobra. Claro que nadie se va a morir por no leernos a los de afuera o
a los de adentro; pero, como dice la gente, no te morirás pero te irás secando.
Para terminar me acusás de exagerado (lo soy con frecuencia) al hablar de las razones del
exilio exterior. En vez de denunciar la causa central de ese exilio (ya sé que no podés hacerlo, pero
entonces no habría que tocar el tema públicamente y con fines polémicos) acumulás otras razones
que yo parezco ignorar: dificultades económicas, problemas editoriales, cuestiones de “aguda
sensibilidad política” que vuelve insoportables las condiciones internas y búsqueda de un “ámbito
de mayor libertad”, todo eso es cierto y malditamente cierto, pero todo eso es nada frente a la razón
esencial. Si a los escritores sumás los artistas y los científicos argentinos desparramados en el
mundo, te encontrás con un país atrozmente empobrecido en el plano cultural. Y la gran mayoría
de esa gente no se ha ido por las razones que enumerás; si no siempre han sido obligados por la
amenaza, lo han sido por la imposibilidad de seguir diciendo lo que creían su deber decir; cuando
un Rodolfo Walsh lo dijo, lo eliminaron cínicamente al otro día. Esto, Liliana, no nos da a los de
afuera ninguna jerarquía con respecto a los que siguen en el país, simplemente, aquellos que un día
decidan decir lo que verdaderamente piensan tendrán que reunirse con nosotros fuera de la patria.
Hay y habrá, claro, lenguajes cifrados en la Argentina, muchas cosas se dicen hoy entre líneas, y eso
ya es mucho; pero ese tipo de comunicación críptica no va más allá del círculo que conoce las claves,
y escapa por completo al lector de la calle y del vasto interior, ese lector en cambio comprendería
tan bien los últimos cuentos de Humberto Costantini que, por supuesto, serán publicados en México
y no en Buenos Aires.
Tenés toda la razón, Liliana, no somos ni héroes ni mártires; una vez más somos gente barrida
afuera o aplastada adentro. Discutir estas cosas entre nosotros es perder un tiempo que no pierden
los que nos barren y nos aplastan; por eso no te he contestado para polemizar, como creo que
tampoco vos me escribiste para eso. Una vez en un club de aficionados de provincia vi a dos
boxeadores que se sublevaron al mismo tiempo contra el árbitro y le anunciaron que le iban a
romper la cara si no los dejaban seguir como les daba la gana en vez de pararlos y censurarlos a cada
momento. Así, Liliana, así creo que vamos a seguir todos nosotros desde afuera y desde adentro; el
ring es grande, y al árbitro lo conocemos de sobra.
Julio Cortázar
Yo basaba mi nota en algunas opiniones suyas de “América latina: exilio y literatura” (Eco, N°
205), con las que no coincidía y que citaba rigurosamente. Si a su vez usted hubiera discutido mi
texto nos habríamos aproximado un poco más a la verdad. En eso reside la virtud de las polémicas;
nadie las gana o las pierde, ni matan a nadie, como ocurre con las guerras: permiten conocer una
opinión y sus objeciones.
No se trataba de romper sillas (“...para que los lectores se relaman las fauces anticipando
sillas rotas, tirones de camiseta y otras demostraciones propias de intelectuales ansiosos de
verdad”). “Romper sillas”, “darse tirones de camiseta” son expresiones que aluden más a la
sensibilidad futbolística que a la confrontación de ideas entre escritores que disienten entre ellos.
Tampoco se trataba de responderle a una cordial interlocutora imaginaria, como usted en definitiva
lo hizo. Vale decir: usted eludió la discusión.
En su “Carta a una escritora argentina” no hay una sola cita ni una sola síntesis rigurosa de
mis palabras; tampoco, el menor indicio de que las haya leído con atención. En cambio, su retórica
sugiere una misteriosa polemista que escribe movida por sentimientos personales (“...te alegrás de
que yo haya tomado partido...”, “...te molesta que yo haya explicado con cierto detalle...”,
“...parecés creer que he buscado sumarme ahora...”); una polemista bastante original ya que, en
términos generales, está de acuerdo con las opiniones que pretende cuestionar (“...se me ocurre
que no tenías demasiadas críticas que hacerme...”, “...el hecho de que apruebes mi punto de vista
general...”, “...anula casi totalmente tus discrepancias colaterales...”).
El hecho, supuesto por usted, de aprobar yo el punto de vista general (yo escribí “intención”)
de su artículo anularía casi totalmente las discrepancias colaterales. Esa apreciación suya es
puramente subjetiva. Las cuestiones que usted considera “colaterales” —y que constituyen el tema
central de mi discusión— son las que atañen a la actitud que, a través de la historia, han venido
asumiendo en todos los países los escritores con conciencia nacional: entender que la literatura y el
pensamiento cumplen un rol dentro de un proceso muy vasto y complejo, en el que participa todo
el pueblo, y que es a los intelectuales a quienes corresponde definir el signo y la gravitación de ese
rol, y resistir y oponerse a una “cultura” impuesta por el orden dominante.
¿Estas cuestiones le parecen colaterales? Pero tal vez eso no tendría que sorprendernos. En
1951 a usted le desagradó la realidad del peronismo; no intentó entender esa realidad ni
modificarla: simplemente se fue a París. Nadie lo echó, no huyó por motivos políticos: se fue. Queda
muy claro, y usted lo admite, que no era un exiliado, y también queda muy claro que no consideraba
la cuestión nacional como asunto suyo. En treinta años, usted sin duda ha modificado su concepción
general del mundo: viajó a Cuba, dice haber optado por el socialismo, adhirió a los movimientos de
liberación. Pero nunca volvió a la Argentina. Por último, ya hace años, eligió nacionalizarse francés.
La historia de lo que usted enfáticamente llama “mi pueblo” seguía sin parecerle asunto suyo.
Cierto, sí, una vez volvió: en abril de 1973 visitó nuestro país. En esa oportunidad nos confesó a la
gente de El Escarabajo de Oro que no entendía la realidad argentina. Es natural: un país, visto de
cerca, es complejo. Desde 1951 hasta 1973 habían pasado muchas cosas: obreros, intelectuales,
políticos, estudiantes, habían actuado, habían sido silenciados, habían disentido, habían retrocedido
o avanzado, habían ido modificando con sus actos la realidad nacional hasta llevarla a esa situación
de abril de 1973 que usted consideró favorable para visitarnos. En esa época se adhirió de hecho al
proceso que estaba viviendo la Argentina. Publicó una novela, Libro de Manuel, que de ninguna
manera estaba a la altura de sus mejores textos, pero que yo misma defendí como opción (El
Escarabajo de Oro, N° 46, 1973). Ese libro no valía por su poder modificador ni como hecho artístico;
su valor circunstancial residía en demostrar tácticamente que Julio Cortázar, uno de nuestros
mejores narradores actuales y muy leído por la derecha, Cortázar, que empezó publicando en Sur,
había roto manifiestamente con la derecha.
Ese libro era una adhesión. Y, si me permite definir su conducta, yo diría que en general usted
actúa de adherente. Apoya movimientos, se manifiesta partidario, se solidariza. Ése es un rol
legítimo, sin duda, y le permite hacer pesar su prestigio. Y sus privilegios. En efecto, le guste a usted
o no, su situación es de privilegio: escritor no exiliado, no habitante de un país sometido, difundido
internacionalmente y además, ahora, casi francés. No sé del caso de muchos argentinos que se
hayan ubicado en una situación tan cómoda para luchar por “su pueblo”. Pero, si usted quiere,
admitamos que en eso, en la impune lejanía que usted ha elegido, resida su eficacia. La suya.
Lo curioso es que ahora, en virtud del riesgo que otros hombres han corrido por quedarse en
su patria, y aun de la muerte de otros hombres, usted convierte su vivir en París en una —la—
elección combativa: usted ahora es un escritor con conciencia nacional que ha elegido el mejor
camino. El único posible, al parecer. Lo recomienda a los otros escritores argentinos. Escribe:
“Simplemente, aquellos que un día decidan decir lo que verdaderamente piensan tendrán que
reunirse con nosotros fuera de la patria”.
1) El uso de “nosotros”. ¿En qué legión se está enrolando mediante el pronombre “nosotros”?
¿En la de los escritores argentinos que desde hace treinta años viven en París? ¿En la de los
escritores argentinos que, ante la deprimente situación nacional, han decidido vivir más cómodos
en el extranjero? ¿En la de los poquísimos escritores argentinos que, profundamente ligados
siempre a la realidad nacional, han debido irse por razones políticas concretas? La aclaración sería
importante ya que su carta, como usted mismo lo advierte, está destinada a lectores extranjeros,
quienes, al no tener referencias, darán a su frase cualquier sentido, o el sutilmente heroico (¡ah,
“polemos”!) que desliza su retórica. “Tendrán que reunirse con nosotros” implicaría una orden
militar, llegar en pelotón a esa especie de puesto de avanzada de la literatura nacional, puesto en
el que usted ya se ubicó irrevocablemente por la gracia del pronombre “nosotros”. Usted ya lo ha
elegido; ahora, los valientes tendrán que seguirlo. No es la única vez que usted se ampara en el
“nosotros”. En la respuesta que le da a Julio Huasi, y que publicó en parte Reportaje a la cultura (N°
2), dice: “¿Dónde están, quiénes son los verdaderos exiliados? ¿Nosotros, dispersos en el planeta, o
todo un pueblo privado de sus mejores artistas y escritores?”. Acá la expresión “nosotros, dispersos
en el planeta” confiere a su situación particular un dramatismo que, al aplicarlo a su situación real,
resulta un poco cómico. Y no voy a enumerar por ahora a todos los dramaturgos, narradores, poetas,
actores, directores de teatro, pintores y músicos que actualmente viven en la Argentina porque la
sola expresión que usted utiliza, “los mejores”, dentro de la cual se enrola, es tan megalómana que
no necesita ser refutada [6]. En cambio le voy a recordar que “todo el pueblo” siempre ha estado
privado de sus mejores artistas y escritores. Y no sólo por la censura. Ésa es una de las razones por
las que ciertos escritores decidimos quedarnos: porque es este país nuestro el que queremos
cambiar. Esta realidad —un pueblo real que no tiene acceso a la cultura, gente que a veces no tiene
para comer, desocupados, desaparecidos por los que nadie responde, hombres a los que echan del
trabajo por plegarse a un paro—, todo esto es la realidad nacional. ¿Se puede, a la vez, elegir
afrontarla y elegir vivir en París? Quizá. Pero, ¿se debe?
2) La expresión “decir lo que verdaderamente piensan”. Usted escribe: “...aquellos que un día
decidan decir lo que verdaderamente piensan tendrán que reunirse con nosotros fuera de la patria”.
Y yo le pregunto: ¿a quién se lo van a decir entonces? Cito lo que ya escribí: “’Qué sentido tiene,
para un escritor nacional, testimoniar su verdad si no va a ser leída por aquellos, fundamentalmente
sus compatriotas, para quienes esa verdad está destinada? La escritura como acto político necesita
el receptor adecuado, no es un grito en el vacío ni tiene un valor absoluto: un valor es circunstancial
y, por lo tanto, debe estar inmerso en la circunstancia sobre la que pretende actuar”. Su planteo
sobre la escritura de sus textos políticos es exactamente el opuesto del que yo propongo: usted
desplaza al receptor en beneficio del derecho de Cortázar a decir lo que se le ocurra. Pero decir lo
que a uno se le ocurre no es lo mismo que tener lucidez política. Usted escribe: “...yo no tengo por
qué escribir así puesto que mis artículos se publican en muchos países y ésa es mi manera de dar a
conocer lo más ampliamente posible lo que me parece necesario y útil”. Usted se emociona con su
libertad. “Yo no tengo por qué escribir así puesto que mis artículos se publican en muchos países.”
Lo felicito. Pero ocurre que para algunos intelectuales argentinos “publicar en muchos países” no
atemperaría el hecho de “publicar intrascendencias en la Argentina”. Esos intelectuales no ponen el
acento en “publicar” sino en “testimoniar la realidad nacional”.
No los calma ser difundidos a través del planeta: buscan pesar sobre la circunstancia
argentina. Usted podría argumentar con todo derecho que ése no es su propósito. Pero no lo
argumenta; elige, al parecer, la ubicuidad: el párrafo que cité (“Yo no tengo por qué escribir así
puesto que mis artículos se publican en muchos países...”) termina: “...y confiar en su ingreso, por
diversas vías, a su destinataria natural que es la Argentina”. Esa confianza en que sus textos llegarán
“por diversas vías” es un proyecto demasiado vago, demasiado fundado en el azar —o en el trabajo
y el riesgo de otros—. ¿Se ha preguntado, Cortázar, si sus textos políticos son lo bastante sólidos, si
están fundados en un conocimiento de la realidad nacional lo suficientemente profundo como para
que valga la pena que alguien aquí se haga cargo de esa “clandestinidad” que usted propone para
su difusión?
3) La conducta que usted propone —que los que tengan algo que decir se vayan de la
Argentina— es curiosa. La derecha no lo habría expresado mejor. Yo no creo que aquellos que
forzosamente han debido irse suscribieran esa frase suya. No creo que un escritor profundamente
argentino como Humberto Costantini, al que usted cita, que un escritor con clara conciencia
nacional como David Viñas, a quien no cita, les recomendara a todos los escritores de la Argentina
que tienen algo que decir lo mismo que usted les recomienda. El exilio es una fatalidad, o una
desdicha, no una militancia demoledora. Un escritor, individualmente, puede elegir irse: su obra y
sus actos justificarán o no esa elección. Lo que no puede es erigir su decisión personal en programa
político; no puede proponer el éxodo en nombre de una presunta combatividad fundada en “decir
lo que verdaderamente se piensa”. Decírselo a quién, y para qué, ésos son los interrogantes que
debe plantearse todo intelectual lúcido y a partir de las respuestas que se dé decidir si su camino
más eficaz es el de marcharse. Proponer el éxodo como “praxis” supone creer que la historia de los
pueblos la dirige Dios. Un día pondrá un gobierno a nuestro gusto y todos volveremos gozosos. No,
Cortázar. Un país no es un hotel turístico en el que nos quedamos cuando la estadía nos resulta
grata, y al que abandonamos cuando la atención no nos satisface. Un país, el sentido de su historia
son entrañables cuestiones que nos conciernen a todos. Los intelectuales, los artistas, tenemos un
papel que cumplir; no el más importante, desde luego, ya que siempre es el pueblo el que define un
proceso. Pero la función que nos corresponde no la vamos a dejar en manos de otros.
Usted tiene demasiada fe en la censura, en el orden establecido. Nadie puede alterar ese
orden, de ahí que todo intelectual —usted en particular— bajo la censura sea un exiliado cultural.
También es posible invertir el razonamiento; usted necesita llamarse a sí mismo exiliado, de ahí que
acepte que la censura es inamovible e inexorable —de no ser así, tendría que buscar los modos de
traspasarla, en lugar de condolerse por su condición de exiliado—. Le dejo a usted decidir el orden
de las proposiciones. Lo cierto es que escribe: “A mi afirmación de sentirme dolorosamente
separado de mi pueblo en el plano cultural, después de prohibiciones inequívocas, contestás que
exagero”.
Voy a dejar de lado el análisis de las expresiones “dolorosamente” y “mi pueblo”. Y apenas
voy a señalar que lo que usted sintetiza “contestás que exagero” es un fragmento de mi texto (pág.
4, col. 1, líneas 46 y ss.) donde, entre otras cosas, hablo de la situación de los pueblos
latinoamericanos, de la situación en que han creado siempre los escritores rebeldes en sus países,
y donde, para fijar el alcance de lo que podría llamarse “exilio cultural”, hago un paralelo entre el
silencio a que fue sometido durante doce años en su propia patria uno de nuestros mayores y mas
íntegros escritores, Leopoldo Marechal, y la difusión que, aun residiendo usted en el extranjero,
tienen sus textos en la Argentina. Advertirá que la frase “contestás que exagero” traiciona un poco
mi pensamiento.
Hay otro hecho, más significativo, que invalida su frase “sentirme dolorosamente separado
de mi pueblo en el plano cultural”. Mucho antes de que Bruguera difundiera Alguien que anda por
ahí, la revista Contexto publicó el más explícitamente comprometido de sus cuentos: “Apocalipsis
en Solentiname”. Y eso tal vez le recuerde algo que parece olvidar: la cultura de un pueblo no la
decretan sus gobiernos. Se abre paso como puede, a pesar de la censura y de la represión. Crea sus
propias vías, cuando se le cierran todas las vías. Espero que esto le ayude a “entender mi
razonamiento”. Usted dice: “...hay algo que no entiendo en tu razonamiento. Discutís mi noción de
‘exilio cultural’ en el sentido de que la supresión o censura del pensamiento escrito es materia
corriente en nuestros países, y una vez más te parece que exagero”. Y luego de este párrafo —tan
poco claro, por lo demás, que sólo usted y yo sabemos lo que quiso decir—, me explica con paternal
condescendencia eso de “mal de muchos, consuelo de tontos”. Gracias. Pero yo no decía algo tan
estúpido como “que en Guatemala o Bolivia lo censuren a Fulanito” (el hallazgo es de su prosa)
vuelve menos inquietante la censura en la Argentina. Nada de eso. Textualmente decía:
“Arbitrariedades o barbaridades como las que consigna Cortázar constituyen el ámbito en que, salvo
épocas excepcionales, han creado y opinado los escritores rebeldes en sus países. Y no es que yo,
ahora, defienda la censura (...). Simplemente digo que es ésta, y no otra, la situación de nuestros
países, la que pretendemos cambiar también con nuestras palabras. Y que aun bajo estas
condiciones, Latinoamérica viene dando una literatura realmente grande, capaz de encontrar un
estímulo y un sentido para el acto creador justamente en la hostilidad del medio. Y este trabajo
continuo por hacer prevalecer la propia concepción del mundo hace que un intelectual o un artista
se sienta culturalmente integrado a su país; de ninguna manera un exiliado cultural”.
Como verá, su frase “una vez más te parece que exagero” una vez más ha traicionado mi
pensamiento. Usted dice no entenderlo del todo; trataré de iluminarlo con esta pregunta: ¿Desde
cuándo un escritor espera que el oficialismo lo autorice a ser parte de la cultura de su pueblo? En
situaciones como la que estamos viviendo, el escritor utiliza sus palabras para revertir la muerte
cultural que le quieren imponer desde arriba. Se escribe a pesar de la censura y contra la censura. Y
ya que las palabras son un riesgo, se aprende a no dilapidarlas, a explotar al máximo sus
posibilidades de eficacia. Un ejemplo negativo explicará mejor lo que quiero decir. Usted manifiesta
lo que, según su deseo, le esperaba al gobierno argentino; dice con infantil enojo: “Igualito que a
Somoza, igualito que a Batista”. Como argumento político, admitirá que no es de los más lúcidos
que se hayan expresado en el destierro. No tiene más finalidad que la de dejar inscripta su santa
indignación. Supongo que es fácil, y hasta gratificante hacerlo, sobre todo si el riesgo de publicar las
palabras que uno pronuncia lo corren otros. Pero acá, cada uno de nosotros corre el riesgo por sus
propias palabras, de ahí que, al pronunciarlas, tratemos de que sirvan a una causa concreta, y no a
nuestra propia vanidad. Usted me dirá que no le exigió a nuestra revista que publicara su carta.
Cierto. Y le diría más: usted eligió que su carta no se publicara en la Argentina. Entre el exabrupto
ese de Batista y Somoza y la posibilidad de que sus palabras fueran leídas por lectores argentinos,
eligió el exabrupto.
Usted no parece creer que haya una acción posible en tanto oficialmente no lo autoricen a la
acción: revela una fe excesiva en la represión y en la censura. Me pregunta: “¿Qué satisfacción
puede tener alguien como vos leyendo un texto mío cuya publicación depende exclusivamente de
que no contenga una sola línea que moleste a los dispensadores de la libertad de expresión?”.
Coincidirá conmigo en que el término “satisfacción” no es el más afortunado para vincularlo con un
texto literario. Un plato de ravioles satisface. La literatura inquieta, o conmueve, o moviliza. Pero
dejando esto de lado, ¿qué conclusiones se pueden extraer de ese párrafo? Yo extraería,
fundamentalmente, dos. Según usted, ningún texto suyo publicado actualmente en la Argentina
merece ser leído por “alguien como yo” —supongo que “alguien como yo” es alguien que piensa
que la literatura no es un mero pasatiempo—. Y me pregunto: si sus textos no merecen un lector
así, ¿qué lector merecen?, ¿qué lector frívolo supone usted para esos escritos? Y también me
pregunto: ¿Es ético que un escritor permita la publicación de un texto suyo si cree que sólo va a
admitir una lectura pasatista? Usted me dice: “¿Te has preguntado qué textos (míos) seleccionan
esos suplementos?”. Le respondo: ni más ni menos que los que usted ha escrito. Un escritor es
responsable de todas las palabras que publica. Si las cree triviales, tiene una solución: no darlas a
conocer; sobre todo, no mandárselas a “su” pueblo, y le recuerdo que la valoración negativa que
usted hace de los textos que publica en la Argentina es suya, no mía.
Pero vamos a la segunda conclusión. Usted dice: “...un texto mío cuya publicación depende
exclusivamente de que no contenga una sola línea que moleste a los dispensadores de la libertad
de expresión”. Está muy claro que su convencimiento del carácter infalible de la represión y la
censura lo lleva a hacer del autoexilio una actitud de combate: la única posible. En otro párrafo dice,
refiriéndose a la carta que me dirige: “...preveo que mi respuesta sólo te llegará un día
indirectamente y no en los suplementos dominicales de Buenos Aires”. Y yo le pregunto: ¿Desde
cuándo la única vía directa de expresión que tiene un escritor son los suplementos dominicales?
No, Cortázar, un intelectual no tiene por qué ser tan candoroso; no espera que ningún
gobierno le dé permiso para expresar sus ideas, ni que los suplementos dominicales lo inviten a
manifestar su pensamiento. Cuando los medios masivos acceden a difundir parte de ese
pensamiento, mucho mejor. Pero aun si eso no ocurre, siempre hay modos de ingeniárselas. Y es
precisamente en épocas como ésta cuando se hace más necesario crear vías marginales y
aprovechar todos los recursos posibles —la sutileza, por ejemplo— a pesar de los decretos oficiales.
Es cierto, la censura vuelve nuestra prosa menos explícita; pero también es cierto que la
realidad hace a nuestras palabras más eficaces. Hoy, en la Argentina, hasta Borges se ha vuelto un
escritor político. Qué paradoja: para los argentinos, una declaración de Borges publicada en un
diario de acá es mucho más revulsiva que las de usted, publicadas en otros países.
Y algo más. Usted me dice: “En cuanto a que consideres exagerada mi afirmación de que salir
de la Argentina me sería más difícil que entrar, lamento que hayas pasado por alto la fecha en que
se publicó esa afirmación, a fines del 78...”. Y me explica, desde París, lo que ocurría entonces en la
Argentina. Lamento que usted haya pasado por alto, Cortázar, que a fines del 78 yo estaba en la
Argentina. Me privo de conmoverlo contándole por qué mi situación era menos confortable de lo
que podría haber sido la suya acá. No importa demasiado. Esa inconfortabilidad es la que la mayoría
de nosotros eligió. Muchos estamos para la resistencia. Otros ya vendrán para los festejos.
Lialiana Heker
NOTAS
[1] La primera parte de esta polémica se publicó con el título Exilio y literatura, en El
Ornitorrinco N° 7, 1980. La carta personal de Cortázar, la “Carta a una escritora argentina”, de
Cortázar, y la respuesta a esa carta se publicaron en El Ornitorrinco N° 10, 1980.
[2] Naturalmente esta calificación no alcanzaría a los que Abelardo Castillo caracterizó como
“inteligencia nucleada alrededor de Sur que, aunque algo raleada por la Decrepitud o la Muerte, es
la que hoy vuelve a representarnos, junto a Menotti ante el mundo” (Abelardo Castillo, “La década
vacía”, El Ornitorrinco, N°6). Mujica Lainez, por ejemplo, parece hallarse en un país bastante
floreciente para las letras. “Estamos allí muy tranquilos (declaró en España, refiriéndose a los
escritores). Estamos todos. Borges, Sábato, Silvina Ocampo, Bioy Casares, yo, todos los grandes (...).
El único escritor de prestigio que no está en la Argentina es Cortázar, que hace veinte años vive en
Europa.” Dejando de lado que por lo menos dos de los escritores citados —Sábato y Cortázar—
difícilmente suscribirían el espíritu optimista de ese párrafo, y sin poner en discusión el indudable
valor literario de los escritores que, según Mujica Láinez, constituyen toda la literatura argentina,
vale la pena señalar el criterio elitista y la actitud de jactarse en la propia ignorancia de lo que pasa
fuera de la elite, que caracterizaría a los escritores que se “sienten bien” en épocas culturales como
la que estamos viviendo.
[3] Contra la suposición de Cortázar, su “Carta a una escritora argentina” y esta carta personal
fueron publicadas en El Ornitorrinco.
[5] Usted me dice “...si en el artículo que citás se me fue eso de que el exilio ‘sólo se me ha
vuelto forzoso en los últimos años’ lamento la patinada involuntaria...”. Ocurre, sin embargo, que
en su texto usted hace quince menciones a su condición de exiliado. Dice, entre otras cosas: “Nos
han expulsado de nuestra patria...”. Como verá, resulta muy difícil atribuir su autodenominación de
exiliado a una “patinada involuntaria”.
[6] Sin entrar por ahora en consideraciones de eficacia política, le recuerdo que en la
actualidad viven en la Argentina escritores como Borges o Sabato o Bioy Casares o Mujica Lainez.
Este hecho hace que su juicio taxativo sea, por lo menos, discutible.