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SELECCIÓN DE TEXTOS

LA TRAMPA
En casa dicen que soy un metido, que siempre ando espiando a los demás. Por
suerte, aquella semana no había nadie para criticarme. Era la primera vez que me quedaba
solo en el departamento. Mis padres se habían ido de vacaciones al
campo. Después de mucho insistir, había conseguido que me dejaran permanecer en
Buenos Aires. Odio el campo.
En esos días comprobé que la gente vive muy apurada. Por eso no se detiene en las
cosas que están más a la vista. Y por eso fui yo, un chico de 14 años, un "metido", el único
que se fijó en ese auto.
Era un Falcon gris. Una mañana apareció estacionado enfrente de casa. Como
conocía bien los coches de todos los vecinos, no tardé en darme cuenta de que no
pertenecía a nadie de la cuadra.
Recordé cierto aviso de un diario viejo. Lo encontré. Prometía recompensas de hasta
500 dólares a cambio de información sobre vehículos abandonados. Me entusiasmó la idea
de ganar ese dinero por encontrar un auto que quizás había sido robado.
Me encerré en el baño y grité como si hubiera hecho un gol. De esa forma la voz me
quedó bien ronca, parecida a la de un adulto. Luego llamé por teléfono a la agencia del
aviso. El truco funcionó. Creyeron que era una persona grande y hasta me dijeron "señor".
Los de la agencia me explicaron que trabajaban en conexión con las compañías de
seguros. A estas empresas les convenía mucho más pagar información para recuperar un
auto que tener que abonar el precio completo del seguro.
Me pidieron los datos del coche. Les di la marca, el color y el número de patente. Al
día siguiente me llamaron. El Falcon no tenía pedido de captura de la policía ni había sido
denunciado como sustraído por ninguna compañía de seguros.
Hasta ese momento había actuado movido por el deseo de ganar la recompensa. Saber que
el auto no era robado eliminaba el aspecto monetario. Sin embargo, el enigma parecía
complicarse, y fue el afán de vencer la dificultad lo que me
llevó a investigar.
Se me ocurrieron varias hipótesis. La primera era que el dueño del Falcon había
olvidado el lugar donde estaba estacionado. Me pareció poco probable.
Quizás el conductor había dejado el auto enfrente de mi casa para luego,
caminando, dirigirse a hacer un trámite a pocas cuadras.
El hombre podía haber sufrido un accidente en el camino, y estar inconsciente en la
cama de un hospital. O peor aún, podía haber sido secuestrado. Me pareció raro que, en
cualquiera de estos casos, la policía no hubiese intervenido.
¿Y si en el baúl del coche había un muerto? Era otra posibilidad. Crucé la calle
corriendo y me acerqué al Falcon.
Concentré todos mis sentidos en el olfato. Rápidamente me convencí de que en el
baúl no podía haber ningún cadáver. Ya hacía cuatro días que el auto estaba ahí. Es tiempo
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suficiente para que un cuerpo entre en descomposición. El olor hubiera sido muy fuerte.
Pá gina

Ya me estaba dando por vencido cuando descubrí una alternativa más. Pensé: si no
es robado ni olvidado, si su dueño no fue secuestrado ni tuvo un

accidente, si en el baúl no hay un muerto, entonces el auto pertenece a alguien que vino a
una casa del barrio, pero nunca pudo salir de ella.
Instintivamente clavé la mirada en una casa de la vereda de enfrente. Estaba
desocupada desde hacía varios meses.
De vez en cuando aparecían algunas personas que entraban, estaban unos minutos
y se iban. Enseguida vinculé el misterio del auto con los extraños movimientos de la casa.
Me acerqué a la vivienda. Subí seis escalones hasta la puerta de entrada y puse a
funcionar de nuevo mi nariz. No se sentían olores raros, así que al parecer tampoco en la
casa había cadáver alguno.
No puede ser, pensé, tiene que haber una relación entre una cosa y la otra.
Observé un pequeño buzón empotrado en la pared, al lado de la puerta. Parte de la
tapa era de vidrio, de tal forma que pude ver su interior. Había una factura de gas y otra
de impuestos municipales. Lo que me intrigó fue un bollito de papel en un rincón del buzón.
Me fui a mi departamento, esperé que se hiciera bien de noche y volví a la casa. En
una mano llevaba un alambre con la punta doblada, en la otra una linterna.
Con mucha paciencia conseguí enganchar el alambre en el bollo de papel. Así lo
saqué del buzón. De inmediato descubrí que envolvía algo. Eran dos llaves de auto.
El papel estaba escrito con un marcador negro. Decía: "Es el Falcon gris. En la
guantera encontrarás el nombre de la persona y las instrucciones finales". Casi no lo pensé.
Fui hasta donde estaba el auto. Abrí la puerta del lado del acompañante, porque era el
lugar más oscuro. No quera ser visto por los vecinos.
Me subí al Falcon. Abrí la guantera y adentro encontré una tarjeta de cartulina blanca. La
iluminé con la linterna. Leí cuatro palabras escritas a máquina: "El blanco sos vos".
Un frío violento recorrió mi nuca. Impulsivamente salté del auto y me alejé unos
metros. No entendía de qué se trataba. El miedo o el instinto manejaban mis acciones.
Las instrucciones finales... El blanco sos vos... Lo tenía delante de los ojos, pero no
lo veía.
Decidí que lo mejor sería dejar las cosas como estaban y, en todo caso, llamar a la
policía. Lo haría a la mañana siguiente.
Volví hasta el coche. Dejé la tarjeta en la guantera y cerré la puerta. Envolví las
llaves en el papel y puse todo de nuevo en el buzón de la casa desocupada, como lo había
encontrado.
Me fui a la cama. Durante un rato largo pensé lo que le diría a la policía. ¿Me
llevaran el apunte? ¿A mí, un menor que va con una historia rarísima?
Al final me dormí. Habré descansado tres horas. A la madrugada me despertó una
explosión tremenda. Salí a la calle, igual que todos los vecinos. Lo que quedaba del Falcon
estaba siendo consumido por el fuego. En dos minutos vinieron los bomberos y apagaron
las llamas. Después sacaron del auto un cadáver calcinado. No me acerqué para verlo en
detalle porque me dio asco.
Entonces supe por qué yo estaba vivo: afortunadamente me había equivocado de
puerta.
Los noticieros de televisión confirmaron mi hipótesis final. El muerto era un asesino
a sueldo. Trabajaba para una poderosa organización y por eso sabía

demasiado sobre muchos asuntos. Lo tenían que eliminar. Para evitar que sospechara le
encargaron un "trabajo" como de costumbre. El hombre debía recoger en distintos puntos
de la ciudad la información y las pistas necesarias para deshacerse de una persona. La
única diferencia, esta vez, era que la posta del auto sería la definitiva.
La bomba colocada por los mafiosos tenía un mecanismo de relojería, que se
activaba al abrir la puerta del conductor.
El asesino tuvo unos segundos para sentarse, abrir la guantera, leer la tarjeta "el
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blanco sos vos" y comprender que había caído en una trampa.


Pá gina

José Montero

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro
de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin

embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la
calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora.
Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses -se
habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva
e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de
palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas
paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los
pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su
resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa
hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró
insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín
apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con
honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,
echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el
llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó
largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y
descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy,
llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi
en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro,
con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el
dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez
que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no
hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó
de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se
perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo
rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su
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marido, acariciándola temblando.


Pá gina

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra


sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta
Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca
inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que
hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que
remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero
cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le
fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este
hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran
la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en
forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la
colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de
la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de
los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél,
lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la
sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a
los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas,
había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas
se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente
su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La
picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda
su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En
cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en
ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

Horacio Quiroga

TESEO, HÉROE ENTRE LOS HÉROES


4 Pá gina

Egeo, rey de Atenas, supo por boca del oráculo que no debía casarse lejos de su
tierra. La unión del rey con una extranjera, afirmó el oráculo, traería grandes desgracias a
Atenas y al pueblo ateniense. Sin embargo, el joven rey se enamoró de Etra, la hija menor
del rey de Trecén y se unió a ella sin pensar en las amenazantes predicciones. Un día,
cuando ya estaba a punto de nacer el hijo de

Egeo y Etra, Egeo supo que debía regresar a Atenas. Llevó a su esposa a las afueras de
Trecén, se detuvo junto a una inmensa roca y así habló:
—Esposa mía, bajo esta roca ocultaré mis sandalias y mi espada. Si el niño que está por
nacer es varón, tráelo a este lugar cuando sea un joven y ordénale que las desentierre.
Cuando lo vea vistiendo mis prendas, sabré que es mi hijo y lo haré heredero de mi reino,
Atenas, al que debo regresar ahora. Poco tiempo después nació Teseo; se crió en el palacio
de su abuelo sin conocer a su padre y, desde muy pequeño, recibió la especial protección
de Poseidón, dios del mundo de los mares.
Teseo se destacó como un niño fuerte y valiente. Su abuelo, el rey de Trecén, le
enseñó a conocer las estrellas, a lanzar la jabalina y a empuñar la espada. Un día, cuando
Teseo tenía siete años, Hércules llegó de visita al palacio; al entrar, dejó sobre uno de los
bancos del jardín la piel del león de Nemea con la que siempre se cubría desde que había
derrotado al temible león. Los niños vieron la figura de la bestia recostada sobre el banco y
huyeron despavoridos gritando: “¡Un león, un león!”. Teseo, sin embargo, corrió hacia la
cocina, tomó de allí un cuchillo y volvió con él al jardín dispuesto a vencer a la fiera.
Hércules quedó admirado de la valentía del niño y aseguró que el nombre de Teseo se
recordaría por siempre entre los nombres de los héroes. Cuando Teseo cumplió dieciséis
años, Etra, su madre, lo llevó hacia las afueras de Trecén y mostrándole la inmensa roca le
dijo: —Hijo mío, debajo de esa roca encontrarás las sandalias y la espada de tu padre que
no es otro que Egeo, el rey de Atenas. Recupera esas prendas y preséntate ante Egeo que
reconocerá en ti a su hijo. Con un enorme esfuerzo Teseo corrió la roca. Allí estaban las
sandalias y la espada de su padre. Se las calzó, dio un fuerte abrazo a su madre y, sin
dejarse ganar por la tristeza de la separación, emprendió la marcha.
Teseo se dirigió a Atenas por el camino de tierra, plagado de peligros; deseaba
demostrar su valentía e imitar a Hércules, a quien mucho admiraba. No le faltaron
ocasiones. El primero en probar el filo de su espada fue Escirón, un poderoso salteador de
caminos. Lo siguió el gigante Sinis, a quien llamaban el “doblador de pinos” pues solía
aplastar a sus enemigos entre dos inmensos pinos a los que unía entre sí con el solo
movimiento de uno de sus brazos. Sin duda, Poseidón, protector de Teseo, lo custodió a lo
largo del camino. En el palacio se celebraba un gran banquete el día en que llegó
Teseo. Su padre, el rey Egeo, ocupaba el lugar principal. El joven no había revelado a
nadie su nombre; al llegar ante la mesa desenvainó su espada. Tuvo que apartar de sí a
quienes querían echarlo fuera antes de lograr cortar con la punta del arma una pata del
cordero que Egeo tenía ante sus ojos, en una fuente de plata. El rey reconoció la espada,
miró los pies del desconocido y supo que el apuesto joven era su propio hijo. Levantándose
lo abrazó una y otra vez, y lo proclamó su heredero. Desde entonces, Teseo luchó para
fortalecer en Atenas la autoridad de su padre. Atenas padecía por entonces una gran
penuria anunciada ya por el oráculo. Minos, el rey de Creta, había vencido a los
atenienses en una guerra y les había impuesto un terrible castigo.
Cada año, los atenienses debían enviar a siete jóvenes y siete doncellas para que
fueran devorados en Creta por el Minotauro. El Minotauro era un ser monstruoso, con
cuerpo de hombre y cabeza de toro; emitía por su boca extraños ruidos no articulados,
mezcla de bufido y ronquido, en los que se adivinaba un soplo humano de tristeza. Se
alimentaba con carne humana. Vivía encerrado en el Laberinto, complicada construcción en
la que era fácil entrar pero imposible salir.
Cuando Teseo supo de la desgracia que hería al pueblo de su padre, decidió viajar él
mismo a Creta para luchar contra el Minotauro y librar del mal a Atenas.
—Teseo, hijo bienamado –dijo Egeo– que los dioses te protejan. La nave que te
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conduce lleva velas negras. Cuando regreses vencedor del Minotauro, cámbialas por velas
Pá gina

blancas. De ese modo, a la distancia, conoceré la noticia de tu victoria. Teseo prometió a


su padre que cambiaría las velas como señal de su triunfo y zarpó, junto a los otros
jóvenes, rumbo a Creta. El rey Minos recibió a los atenienses ataviado con bellas ropas
blancas; deseaba conocer al joven Teseo, de cuya valentía había oído hablar. Para

impresionarlo, le dijo de manera burlona mientras arrojaba al agua su anillo:—Me han


dicho, Teseo, que el dios Poseidón te favorece. Si es cierto, dile que te ayude a recuperar
este anillo.
Teseo le respondió:
—Demuestra tú primero que el mismo Zeus, padre de todos los dioses, te tiene bajo su
protección. Zeus, que verdaderamente era protector de Minos, no se hizo esperar: arrojó
desde los cielos rayos y truenos que iluminaron el mar y levantaron en él olas gigantescas
que sacudieron sin cesar la nave ateniense.
Teseo se arrojó entonces al mar. Allí, Poseidón lo recibió con alegría. Estaba sentado
en un carro de oro tirado por bellas sirenas. Bastó una señal suya para que un veloz pez
plateado recuperara el anillo. Segundos después, Teseo emergió de las aguas con el anillo
en una de sus manos y frágiles estrellas de mar escabulléndose entre los dedos de la otra.
Teseo y sus compañeros debieron aguardar al día siguiente para combatir con el
Minotauro. Durante la noche, la joven Ariadna, hija del rey de Creta, apareció entre los
árboles. La belleza de Teseo, saliendo deslumbrante del mar aquella mañana, había
despertado un amor incontenible en su corazón.
—Valiente Teseo –le dijo– podrás vencer, sin duda, al poderoso Minotauro con tu espada y
tu valentía. Pero no saldrás jamás del Laberinto. Te entrego este ovillo; es un ovillo
mágico. Ata la punta del hilo a la puerta del laberinto y conserva el ovillo en tu mano. El
hilo se irá desenrollando cuando camines por los corredores del Laberinto y, cuando desees
volver, te bastará seguir el hilo para hallar la salida.
A la hora señalada, Teseo entró en el Laberinto. En una mano llevaba la espada de
su padre y en la otra el ovillo de Ariadna. Desde lejos escuchó los mugidos del Minotauro
pero solo se enfrentó con él después de llegar al centro mismo del Laberinto. El combate
duró largas horas. La bestia arremetía contra el joven clavándole sus cuernos y
empujándole con fuerza sobrehumana. Teseo resistió sus embates. Cuando logró separarse
del monstruo, tomó fuerzas, se lanzó sobre su adversario con la espada en alto y le
atravesó el corazón. El Minotauro cayó muerto.
Teseo siguió el hilo de Ariadna para hallar el camino de regreso. Ariadna y los
jóvenes y las doncellas atenienses que se habían librado de una terrible muerte
abrazaron a Teseo en la puerta del Laberinto. Sigilosamente, subieron a bordo de su nave
y esa misma noche huyeron hacia Atenas. Ariadna viajaba junto al joven héroe. Al llegar a
la isla de Naxos, sin embargo, algo interrumpió su dicha.
Dionisio, uno de los dioses del Olimpo, vio a la princesa y deseó inmediatamente casarse
con ella. La joven se despidió llorando de Teseo. El dios Dionisio bajó a la isla con un carro
maravilloso tirado por fantásticas panteras aladas y en él se llevó a Ariadna hacia el Olimpo
para convertirla en su esposa.
Los atenienses siguieron viaje sin dejar de festejar la victoria sobre el Minotauro. La
alegría hizo que Teseo olvidara la promesa que había hecho a su padre: la nave avanzaba
hacia Atenas con sus negras velas desplegadas al viento.
Desde lo alto de la ciudad, Egeo la divisó. Su corazón se estremeció de dolor al
pensar que su amado hijo había muerto en Creta. Sin poder soportar la pena, Egeo se
arrojó al mar, a ese mar que baña las costas de Grecia y que, desde entonces, lleva su
nombre.
Cuando Teseo desembarcó, supo la noticia de la muerte de su padre.
En medio de esta nueva tristeza, el joven héroe fue proclamado rey de Atenas.
Teseo fue un buen rey pero su reinado estuvo plagado de luchas y tragedias, como lo había
estado su nacimiento, marcado a la vez con el signo de la gloria y con la sombra de la
desgracia.
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Versión extraída de Prácticas del Lenguaje,2005.


Pá gina

EL LOBO Y LA GRULLA
A un lobo que comía un hueso, se le atragantó el hueso en la garganta, y corría por
todas partes en busca de auxilio.
Encontró en su correr a una grulla y le pidió que le salvara de aquella situación, y
que enseguida le pagaría por ello. Aceptó la grulla e introdujo su cabeza en la boca del
lobo, sacando de la garganta el hueso atravesado. Pidió entonces la cancelación de la paga
convenida.
-Oye amiga - dijo el lobo - ¿No crees que es suficiente paga con haber sacado tu
cabeza sana y salva de mi boca?

NUNCA HAGAS FAVORES A MALVADOS, TRAFICANTES O CORRUPTOS, PUES


MUCHA PAGA TENDRÍAS SI TE DEJAN SANO Y SALVO.

Esopo

PÁJAROS PROHIBIDOS
Los presos políticos uruguayos no pueden hablar sin permiso, silbar, sonreír,
cantar, caminar rápido, ni saludar a otro preso. Tampoco pueden dibujar ni recibir dibujos
de mujeres embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros.
Didoskó Pérez, maestro de escuela, torturado y preso "por tener ideas ideológicas",
recibe un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La hija le trae un dibujo de
pájaros. Los censores se lo rompen a la entrada de la cárcel. Al domingo siguiente, Milay le
trae un dibujo de árboles. Los árboles no están
prohibidos y el dibujo pasa. Didoskó le elogia la obra y le pregunta por los circulitos de
colores que aparecen en las copas de los árboles, muchos pequeños círculos entre las
ramas:
- ¿Son naranjas? ¿Qué frutos son?
La niña lo hace callar:
- Ssshhhhh!!!!!!
Y en secreto le explica:
- Bobo ¿no ves que son los ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.

Eduardo Galeano

ESPANTOS DE AGOSTO
Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas
buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero
Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de
principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera
algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al
automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y
una vieja pastora de gansos nos indicó con
precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir
allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.
-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.
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Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos
Pá gina

de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con
la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un
comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había
hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la
mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se
disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos
almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas
cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin
embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el
más insigne de Arezzo.
-El más grande -sentenció- fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había
construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el
almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte
espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a
su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus
feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio,
que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas
tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago
lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como
tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que
recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de
sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había
hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y
cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda
planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos
sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la
última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de
pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y
el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la
amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido
en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero
pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no
tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue
el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito
del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se
mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo
eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della
Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo
las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la
cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron
unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la
mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las
puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a
quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó
encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un
dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido
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modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño


Pá gina

conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la
advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos

dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con
un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en
el mar apacible de los inocentes. “Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en
fantasmas por estos tiempos”. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién
cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el
retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues
no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche
anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las
sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

FIN
Gabriel García Márquez

EL REGALO
Mañana sería Navidad, y aún mientras viajaban los tres hacia el campo de cohetes,
el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo por el espacio del niño, su
primer viaje en cohete, y deseaban que todo estuviese bien. Cuando en el despacho de la
aduana los obligaron a dejar el regalo, que excedía el peso límite en no más de unos pocos
kilos, y el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban la fiesta y el
cariño.
El niño los esperaba en el cuarto terminal. Los padres fueron allá, murmurando luego de la
discusión inútil con los oficiales interplanetarios.
—¿Qué haremos?
—Nada, nada. ¿Qué podemos hacer?
—¡Qué reglamentos absurdos!
—¡Y tanto que deseaba el árbol!
La sirena aulló y la gente se precipitó al cohete de Marte. La madre y el padre
fueron los últimos en entrar, y el niño entre ellos, pálido y silencioso.
—Ya se me ocurrirá algo —dijo el padre.
—¿Qué?… —preguntó el niño.
Y el cohete despegó y se lanzaron hacia arriba en el espacio oscuro. El cohete se
movió y dejó atrás una estela de fuego, y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052,
subiendo a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas.
Durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea, según
sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:
—Quiero mirar por el ojo de buey.
Había un único ojo de buey, una “ventana” bastante amplia, de vidrio
tremendamente grueso, en la cubierta superior.
—Todavía no —dijo el padre—. Te llevaré más tarde.
—Quiero ver dónde estamos y adónde vamos.
—Quiero que esperes por un motivo —dijo el padre.
El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y otro, pensando en el regalo
abandonado, el problema de la fiesta, el árbol perdido y las velas blancas.
Al fin, sentándose, hacía apenas cinco minutos, creyó haber encontrado un plan. Si
lograba llevarlo a cabo este viaje sería en verdad feliz y maravilloso.
—Hijo —dijo—, dentro de media hora, exactamente, será Navidad.
—Oh —dijo la madre consternada. Había esperado que, de algún modo, el niño olvidara.
El rostro del niño se encendió. Le temblaron los labios.
—Ya lo sé, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron…
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—Sí, sí, todo eso y mucho más —dijo el padre.


Pá gina

—Pero… —empezó a decir la madre.

—Sí —dijo el padre— Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento.
Vuelvo enseguida.
Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.
—Ya es casi la hora.
—¿Puedo tener tu reloj? —preguntó el niño.
Le dieron el reloj y el niño sostuvo el metal entre los dedos: un resto del tiempo
arrastrado por el fuego, el silencio y el movimiento insensible.
—¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?
—A eso vamos —dijo el padre y tomó al niño por el hombro.
Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los
seguía.
—No entiendo.
—Ya entenderás. Hemos llegado —dijo el padre.
Se detuvieron frente a la puerta cerrada de una cabina. El padre llamó tres veces y
luego dos, en código. La puerta se abrió y la luz llegó desde la cabina y se oyó un murmullo
de voces.
—Entra, hijo —dijo el padre.
—Está oscuro.
—Te llevaré de la mano. Entra, mamá.
Entraron en el cuarto y la puerta se cerró, y el cuarto estaba, en verdad, muy
oscuro. Y ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, ojo de buey, una ventana de un
metro y medio de alto y dos metros de ancho, por la que podían ver el espacio. El niño se
quedó sin aliento. Detrás, el padre y la madre se quedaron también sin aliento, y entonces
en la oscuridad del cuarto varias personas se pusieron a cantar.
—Feliz Navidad, hijo —dijo el padre.
Y las voces en el cuarto cantaban los viejos familiares villancicos; y el niño avanzó
lentamente y aplastó la nariz contra el vidrio frío del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato,
mirando simplemente el espacio, la noche profunda, y el resplandor, el resplandor de cien
mil millones de maravillosas velas blancas…

Ray Bradbury
FREDO AL RESCATE
En un lejano reino la felicidad había desaparecido por culpa de una horrible y cruel
bruja. Tenía cuarenta y cuatro verrugas en su nariz. Era tan fea como malvada.
Malita Malosa se había apoderado del reino de las hadas cuando robó la varita

mágica de la reina Dulcina y la encerró en su caldero. Fue entonces que todo el reino se
tiñó de negro; las flores, el sol, los pájaros, el cielo, el mar, la vida…
A oídos de un valiente duende, Fredo, así se llamaba, llegó la historia de la reina de
las hadas atrapada en un caldero.
Fredo atravesó el bosque y llegó al castillo. Estaba lleno de barro y el aire era
apestoso; entonces, supo que estaba en peligro. Detrás de él, Malita le arrojó tres bolas de
fuego. La primera fue de chispas amarillas que esquivó en tres saltos. La segunda, roja,
iluminó el caldero donde estaba la reina y la tercera con reflejos azulados le sirvió a Fredo
para pronunciar cierta palabra mágica que desarmó a la bruja y la hizo desaparecer en un
periquete.
Así, Fredo rescató a Dulcina, quién rescató su varita mágica y devolvió la felicidad al
reino. Y… ¡sí! Se enamoraron, también en un periquete. Se casaron en un periquete y
fueron felices por siempre.
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EP 44- AUTOR: CREACIÓN COLECTIVA 3º “B”, CAFÉ LITERARIO 2017


Pá gina

LA YERBA MATE
De noche Yací, la Luna, alumbra desde el cielo de Misiones, provincia de
Argentina, las copas de los árboles y platea el agua de las cataratas. Eso es todo lo que
conocía de la selva: los enormes torrentes y el colchón verde e ininterrumpido del
follaje, que casi no deja pasar la luz. Muy de trecho en trecho, podía colarse en algún
claro para espiar las orquídeas dormidas o el trabajo silencioso de las arañas. Pero
Yací, la Luna, es curiosa y quiso ver por sí misma las maravillas de las que le hablaron
el sol y las nubes: el tornasol de los picaflores, el encaje de los helechos y los picos
brillantes de los tucanes.
Pero un día bajó a la tierra acompañado de Araí, la Nube, y juntas,
convertidas en muchachas, se pusieron a recorrer la selva. Era el mediodía y, el rumor de
la selva las invadió; por eso era imposible que escucharan los pasos sigilosos del
yaguareté que se acercaba, agazapado, listo para sorprenderlas, dispuesto a atacar.
Pero en ese mismo instante una flecha disparada por un viejo cazador guaraní que venía
siguiendo al tigre fue a clavarse en el costado del animal. La bestia rugió furiosa y se
volvió hacia el lado del tirador, que se acercaba. Enfurecida, saltó sobre él abriendo
su boca y sangrando por la herida pero, ante las muchachas paralizadas, una nueva flecha
le atravesó el pecho.
En medio de la agonía del yaguareté, el indio creyó haber advertido a dos mujeres
que escapaban, pero cuando finalmente el animal se quedó quieto no vio más que los
árboles y más allá la oscuridad de la espesura.
Esa noche, acostado en su hamaca, el viejo tuvo un sueño extraordinario. Volvía a
ver al yaguareté agazapado, volvía a verse a sí mismo tensando el arco, volvía a ver el
pequeño claro y en él a dos mujeres de piel blanquísima y larguísima cabellera. Ellas
parecían estar esperándolo y cuando estuvo a su lado Yací lo llamó por su nombre y le dijo:
—Yo soy Yací y ella es mi amiga Araí. Queremos darte las gracias por salvar nuestras
vidas. Fuiste muy valiente, por eso voy a entregarte un premio y un secreto. Mañana,
cuando despiertes, vas a encontrar ante tu puerta una planta nueva: llamada caá. Con sus
hojas, tostadas y molidas, se prepara una infusión que acerca los corazones y ahuyenta la
soledad. Es mi regalo para vos, tus hijos y los hijos de tus hijos...
Al día siguiente, al salir de la gran casa común que alberga a las familias guaraníes,
lo primero que vieron el viejo y los demás miembros de su tevy fue una planta nueva de
hojas brillantes y ovaladas que se erguía aquí y allá. El cazador siguió las instrucciones de
Yací: no se olvidó de tostar las hojas y, una vez molidas, las colocó dentro de una
calabacita hueca. Buscó una caña fina, vertió agua y probó la nueva bebida. El recipiente
fue pasando de mano en mano: había nacido el mate.

Versión de: Carlos Clavero

LA DAMA VESTIDA DE NEGRO


En San Gregorio, localidad cercana a Venado Tuerto, Provincia de Santa Fe, sus
pobladores relatan que una mañana de cerrada llovizna, un abastecedor del frigorífico Maru
de Rufino encontró en la ruta 14 a una mujer vestida de negro que hacía el tradicional
gesto de autostop.
La llevó hasta la ciudad y cuando la dama se bajó, tras agradecerle por haberla
acercado hasta escasa media cuadra de su casa, le dijo su nombre: Nancy Núñez.
Poco después, el hombre se enteró de que Nancy Núñez había fallecido un año y
medio atrás en un extraño accidente, cuando la avioneta que piloteaba su marido había
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perdido una de sus ruedas impactando en el auto que ella conducía, lo que le había
causado la muerte instantáneamente.
Pá gina

El sorprendido abastecedor descubrió también que el lugar en donde había parado


para levantar a la mujer, entre Cristophersen y San Gregorio, era exactamente el sitio
donde había ocurrido la tragedia que poco antes había conmocionado a la localidad.
Otros testimonios dan cuenta de la misma aparición, en la misma ruta, a la altura
del lugar del accidente.

Versión: anónima
Pá gina 12

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