El Psiquiatra - Arno Strobel

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El psiquiatra Joachim Lichner fue condenado a trece años de cárcel por el

asesinato de una niña gracias al testimonio de su novia, que posteriormente


inició una relación sentimental con Bernd Menkoff, uno de los detectives de
policía encargados del caso. Todo esto hizo que Alex Seifert, compañero de
Menkhoff en la investigación, siempre tuviera dudas razonables sobre la
culpabilidad del psiquiatra y el papel de su colega en toda la trama.
Ahora, quince años después, su recelo reaparece con fuerza cuando una
llamada anónima sobre la desaparición de una niña coloca a ambos policías
nuevamente ante el psiquiatra, el supuesto padre de la desaparecida,
desatando los odios y rencores acumulados durante todo ese tiempo.
Una historia con giros inesperados y ritmo enloquecido. Una historia de odios
viscerales y venganzas postergadas. Una historia donde nada es lo que
parece.

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Arno Strobel

El psiquiatra
ePUB v1.0
NitoStrad 13.07.13

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Título original: Das Wesen
Autor: Arno Strobel
Fecha de publicación del original: mayo 2011
Traducción: Eva Parra Membrives
Diseño/retoque portada: Javier Perea Unceta

Editor original: NitoStrad (v1.0)


ePub base v2.0

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A mi padre

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PRÓLOGO

7 de abril de 2007

Avanzó cinco, seis pasos antes de detenerse. Aguardó varios segundos, con la mirada
fija en las fachadas amarillentas, sin ser del todo consciente de lo que veía. El sol
estaba alto y sentía un agradable calor en el rostro. Intentó volverse, pero la orden
procedente de las sinapsis de su cerebro se había ido debilitando en el trayecto hacia
su musculatura hasta desaparecer por completo. Conocía a la perfección aquel
proceso, sabía qué le bloqueaba, pero se sentía incapaz de impedirlo. Cuando el
monstruo situado a sus espaldas amenazó con abrasarle la piel, sólo entonces, logró
superar su parálisis y enfrentarse a la visión que tanto temía.
Un edificio blanco de cuatro plantas coronado por tejas rojas. No guardaba
ningún parecido con lo que estaba acostumbrado a ver en el cine. La fachada, por
ejemplo, era completamente distinta. No había ningún portón de hierro de sucio
color gris, de esos que se desplazan lentamente desde un lateral gracias a unas
ruedas motorizadas para facilitarle la salida. La puerta de PVC, con su arco
superior de cristal en tono verdoso, podría haber pertenecido perfectamente a un
inocente establecimiento de electrodomésticos. La única nota discordante la
proporcionaba el rótulo que encabezaba las ventanas laterales: CENTRO
PENITENCIARIO.
Trece años, un mes y diez días. Ahora leería aquello por última vez. Se había
terminado.
En los últimos meses le habían permitido abandonar el centro en varias
ocasiones. Su tercer grado, previsto para acostumbrarlo paulatinamente a una vida
sin rejas. Aún así, le obligaban a regresar antes de las siete de la tarde. Pero también
aquello se había terminado.
Y ahora…
Se dio la vuelta y comenzó a caminar. Se alejó de la prisión, dejando atrás
Gerichtsstrasse, aproximándose a Bülomtrasse. Allí tomaría el autobús hasta la
estación de trenes. En menos de dos horas se encontraría en Aquisgrán. Había
sabido aprovechar bien el tercer grado alquilando una vivienda. La ciudad apenas
había sufrido cambios en los últimos trece años. Él, por el contrario, sí era ahora un
hombre distinto.
Inspiró profundamente. Era libre. Y a pesar de ello… no se sentía feliz, no se

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permitiría serlo aún.
Trece años.
Y toda la rabia todavía continuaba ahí.

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CAPÍTULO

22 de julio de 2009

El teléfono móvil del inspector jefe Bernd Menkhoff sonó cuando sólo nos separaban
unos pocos metros del acceso al garaje de su casa unifamiliar, en el barrio de Brand,
en la ciudad de Aquisgrán. Mientras se esforzaba por contestar al aparato, que
guardaba en el bolsillo de sus pantalones, guié el Audi A6 hasta el arcén. Hacía ya
dieciséis años que éramos compañeros, y llevarlo hasta su casa al final de la jornada,
y recogerlo de nuevo por la mañana al día siguiente, se había convertido en una
rutina.
—Sí —contestó Menkhoff, lacónico, e inclinó ligeramente la cabeza mientras
atendía la llamada. Consulté mi reloj con la esperanza de que no se tratara de nada
oficial. Dejé el motor en marcha, ya que el aire acondicionado nos permitiría disfrutar
de un agradable frescor en el interior del vehículo. En el exterior, el calor era
asfixiante.
—Sí, soy yo —repitió Menkhoff a mi lado, hosco—. ¿Quién le ha facilitado este
número?
Volvió a prestar atención unos instantes, y entrecerró los párpados.
—¿Qué?
Se trataba de algo oficial.
—Bien. ¿Y qué le ha hecho llegar a esa conclusión?
La voz de Menkhoff había adquirido un tono impersonal.
—Dígame su nombre, por favor.
Transcurrieron varios segundos antes de que apartara el móvil.
—Ha colgado.
—¿Un anónimo?
—Sí. Una voz masculina. Ha mencionado algo de una niña desaparecida en
Zeppelinstrasse, al parecer desde hace varios días.
—No es precisamente la zona más recomendable de la ciudad. ¿Qué más?
—¿Cómo que «qué más»? Nada más.
Abrió la puerta del coche y se apeó.
—Ahora mismo vuelvo —me dijo.
Le seguí con la mirada mientras ascendía la pequeña cuesta hasta su casa, abría la

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puerta y desaparecía en el interior.
Más de las siete. Melanie me estaría esperando en casa. Recordé los jugosos
filetes de cadera de ternera que tenía intención de prepararle aquella noche. Una cena
romántica, regada con vino tinto y acompañada de velas, una pequeña compensación
por haber llegado a casa en los últimos tiempos a horas intempestivas. En concreto,
desde mi ascenso a inspector jefe, unos meses atrás.
Se abrió de nuevo la puerta de nuestro vehículo y Menkhoff se dejó caer en el
asiento del acompañante.
—Todo bien. La señora Christ se queda un poco más para cuidar de Luisa.
Señaló con la cabeza hacia delante.
—Venga, vamos.
Pensé en mis filetes e introduje la marcha con un cansado suspiro. La llamada
procedería muy posiblemente de algún chiflado; nos sucedía con frecuencia. Con
suerte estaríamos de vuelta en veinte minutos.
Al detenernos en un semáforo en Trierer Strasse me permití observar a Menkhoff,
que había arrojado descuidadamente su móvil a la bandeja situada en la zona
delantera central del vehículo.
—Número oculto, por supuesto.
Se apartó de la frente un mechón de su cabello negro, ya entremezclado con hilos
plateados.
Diez minutos más tarde, estacionábamos delante de un bloque de pisos cuya
fachada exterior necesitaba con urgencia una mano de pintura.
—Ese individuo ha mencionado el primer piso a la izquierda —me explicó
Menkhoff. Examiné las ventanas de madera que tan mal habían soportado las
inclemencias del tiempo y bajé del vehículo.
La puerta principal carecía de cerradura y las escaleras se hallaban en un estado
de descuido similar al de la fachada. La mayor parte de los escalones de cemento
estaban rotos o agrietados, las paredes adornadas con esa sabiduría propia de los
aseos públicos y otras expresiones de contenido fecal. Las escasas bombillas
desnudas nos alumbraban con una luz difusa.
La puerta de la vivienda en el primer piso a la izquierda presentaba varias marcas
que sugerían que alguien había intentado abrirla a patadas en el pasado. No se veía
letrero alguno con el nombre del inquilino en la parda madera, ni tampoco bajo el
mugriento timbre situado en la pared lateral. Reprimiendo un gesto de profunda
repulsión, Menkhoff pulsó el timbre, oyéndose a continuación una estridente llamada
en el interior.
Durante varios minutos no se movió absolutamente nada, y mi compañero ya
había alzado la mano para repetir su gesto cuando comenzaron a oírse unos pasos y la
cerradura giró.

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La puerta se abrió apenas una rendija. Entonces apareció en ella un rostro
masculino y contuve la respiración.

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CAPÍTULO

28 de enero de 1994

Juliane vivía junto a sus padres al final de una calle sin salida en Steinebrück, un
barrio de Aquisgrán, justo al lado de un pequeño parque infantil con zona de juegos.
A Petra Körprich no le había parecido peligroso dejar que su hija de cuatro años
jugara sola en el exterior mientras terminaba de preparar la comida. Aquella calle tan
pequeña era transitada únicamente por sus escasos vecinos y, además, el parque podía
vigilarse bastante bien desde la ventana de la cocina. Pero cuando Petra se acercó a
mirar después de recoger el lavavajillas, Juliane había desaparecido. Diez minutos
después llamó a su marido a la oficina; una hora más tarde a la policía.
Durante tres largos días, auxiliados por cientos de voluntarios, registramos toda la
zona hasta que se confirmó la más terrible de las sospechas: unos compañeros
nuestros hallaron finalmente a la niña en el bosque de Aquisgrán, oculta tras un
arbusto, no demasiado apartada de Monschauer Strasse, sólo unos cientos de metros
más allá de su hogar familiar. Juliane había sido estrangulada, su delicado cuerpecito
introducido en una bolsa azul de plástico y finalmente arrojada al bosque, como si de
basura se tratase.
Yo pertenecía desde hacía apenas seis meses a la DC2, la División de lo Criminal
número dos de la comisaría del Distrito 11 de Aquisgrán, y aquel sería el primer caso
de asesinato en el que intervendría en calidad de ayudante del inspector Bernd
Menkhoff. Hasta entonces no había tenido que enfrentarme a ninguna víctima de
asesinato, y mientras contemplaba aquella blanca carita sumergida en el barro, esas
oscuras manchas en las hundidas mejillas enmarcadas por una marea de rizos rubios,
ahora cubiertos de suciedad, incapaz de apartar mi mirada de las feas marcas de
estrangulamiento azul negruzcas en su delicado cuello infantil, sentí deseos de llorar
de dolor y simultáneamente gritar por la ira.
—Contrólese —me susurró el inspector, que debía haber advertido cómo me
esforzaba por dominar mis emociones.
Cuando, algo más tarde, guié el coche lejos de aquel bosque a través de un
estrecho camino de tierra, Menkhoff me habló.
—¿Qué edad tiene usted, Seifert? ¿Veinticuatro?
—Veintitrés —contesté, con apenas un hilo de voz.

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—Edad suficiente para recordar lo siguiente, subinspector: Jamás, óigame bien,
nunca jamás debe permitir que afloren sus sentimientos en un caso de asesinato.
Cuando una niñita es asesinada por un cabrón, como ahora, por supuesto que se trata
de algo horrible. Pero, aunque le parezca cruel, la pequeña no dejará de estar muerta,
por lo que para nosotros no debe suponer más que un caso que hemos de resolver.
¿Me ha comprendido? Ya no está en nuestra mano ayudar a esa niña, pero sí podemos
ocuparnos de que esa basura con forma humana no vuelva a repetir otro acto como
éste. —Menkhoff golpeó la guantera con la mano—. Maldita sea, si permite que sus
sentimientos le controlen perderá la objetividad. Se perderá detalles. Debe aprender a
mantener la sangre fría y la mente despierta. Quiero poder confiar en ello.
Entendí su razonamiento, aunque en los días siguientes pude comprobar en
numerosas ocasiones que comprender y actuar en consecuencia podían llegar a ser
cuestiones diametralmente opuestas. Cada vez que alguna de las pistas se revelaba
errónea me invadía el más profundo abatimiento. Me preocupaba que no lográramos
atrapar jamás a ese monstruo, y a mi ira se sumaba el temor a que tuviera que morir
otro niño más a causa de nuestra desorientación.
Jamás debe permitir que afloren sus sentimientos en un caso de asesinato.

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CAPÍTULO

22 de julio de 2009

Le reconocí de inmediato, aunque me costó varios segundos asimilar que el hombre


que se encontraba frente a nosotros era realmente el doctor Joachim Lichner. Algo
mayor, de rostro más anguloso y con la línea de crecimiento de sus cortos cabellos
rubios desplazada un poco hacia atrás; pero esos ojos sabios, despiertos, eran
idénticos a como los recordaba. Ojos que en aquel momento nos examinaban sin
revelar sorpresa alguna. Una rápida mirada lateral me confirmó que Menkhoff
experimentaba una conmoción similar a la mía. Rara vez he podido ver a mi
compañero tan aturdido como en aquel instante.
—Los señores Menkhoff y Seifert, qué sorpresa tan desagradable —nos saludó
Lichner, empleando un tono como si, por el contrario, hubiera expresado su alegría
por vernos.
—Lichner. —Menkhoff habló con voz ronca—. ¿Qué demonios hace usted aquí?
El psiquiatra alzó una ceja.
—Qué extraña pregunta, señor inspector jefe. Sobre todo si consideramos que es
usted quien se encuentra ante mi puerta.
Era muy evidente que mi compañero se hallaba completamente desconcertado.
Parecía buscar y no encontrar las palabras adecuadas, por lo que me sentí obligado a
acudir en su auxilio.
—Hemos recibido una llamada anónima —informé del modo más objetivo
posible—. Al parecer, ha desaparecido una niña pequeña de esta misma vivienda.
La expresión del rostro de Lichner se transformó en apenas una fracción de
segundo.
—¿Ah? ¿Una niña pequeña? Y por tanto se les ocurrió pasarse, por precaución,
por el nuevo hogar del viejo Lichner. Si una vez más nuestras investigaciones no nos
conducen a ninguna parte, quizá podamos inculparle de nuevo a él. Lo que en una
ocasión funcionó, seguro que vuelve a conducirnos al éxito, ¿no es así?
—Nuestro informador nos ha indicado específicamente esta dirección, señor
Lichner —intervino Menkhoff, que parecía haber recuperado el autocontrol—. Así
que es necesario que le preguntemos a usted. ¿Vive aquí algún niño de corta edad?
—¿Qué niño pretende que viva aquí, señor inspector jefe? En este piso sólo me

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encontrará a mí. Y además… —se interrumpió y señaló con el pulgar hacia atrás, por
encima de su hombro— ¿Cree usted de verdad que en esta pocilga podría criarse
algún niño?
—Señor Lichner —intervine de nuevo—. Sólo intentamos atender la llamada que
hemos recibido. En lo que respecta a la situación en la que viv…
—Por desgracia, no puedo permitirme nada mejor de momento —me interrumpió
él—. A un infanticida condenado no le resulta sencillo conseguir trabajo en el ramo
de la psiquiatría, ¿sabe usted?
—Eso a mí… —comenzó Menkhoff, pero fue, igualmente, frenado por Lichner.
—¿He oído que ella le abandonó?
Ambos enfrentaron sus miradas durante varios segundos, y mientras Lichner se
mantenía prácticamente impasible, Menkhoff parecía querer saltar al cuello del
psiquiatra de un momento a otro. Yo no ignoraba que Lichner acababa de verter sal
en una herida que aún no había sanado.
—Eso a usted le importa una mierda, Lichner —siseó Menkhoff—. Quiero ver el
interior de su vivienda. Ahora. ¿Nos deja pasar o volvemos en media hora con una
orden de registro?
Joachim Lichner se apartó a un lado y nos invitó a entrar con un gesto.
—No, por favor, pasen. Pero le mantendré vigilado, señor inspector jefe. Así,
cuando oculte pruebas incriminatorias en algún lugar de mi vivienda, podré detectarlo
de inmediato.
Menkhoff le rodeó y entró sin reaccionar ante aquellas palabras. Cuando pasé
junto a Lichner, le oí dirigirse a mí en voz baja.
—Espero que no vuelva usted a consentirlo, señor Seifert.
—Déjese de sandeces —le contesté, y seguí a mi compañero.
Aquel piso era verdaderamente una pocilga, y me pregunté cómo era posible que
un hombre tan instruido pudiera vivir de aquella manera. Por otro lado… las personas
más cultas sorprendían a veces con las acciones más insospechadas.
La habitación en la que nos hallábamos tendría unos quince metros cuadrados, tal
vez algo menos, y despedía un fuerte olor a humedad y moho, como suele suceder en
algunos sótanos viejos. La pared situada a la izquierda de la puerta se hallaba
totalmente cubierta por unas estanterías inestables, de madera carcomida, sobre las
que se amontonaban todo tipo de inmundicias. El televisor de la pared de enfrente,
cubierto de arañazos, se apoyaba sobre una vieja caja de almacenar verduras, y ante
él había situados dos sillones pardos deshilachados cuya procedencia no podía ser
otra que el vertedero. Una oleosa tabla de madera apoyada en una caja vacía de
cerveza ejercía las funciones de mesa y, sobre ella, en un cartón abierto, se
encontraban los restos de una pizza. El floreado papel de la pared presentaba tantas
manchas como la alfombra, también de color pardo, en la que se advertían numerosas

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calvas.
—Mierda —maldijo Menkhoff, mientras barría la habitación con la mirada.
—Si hubiera sabido con antelación que iba a recibir tan distinguida visita hubiera
avisado al servicio de limpieza.
—Su celda en la cárcel estaba más limpia que esto, seguro.
—Sí, tal vez, señor Menkhoff. Pero despedía un olor muy desagradable. A…
¿cómo diría yo…? Corrupción.
Una vez más, Menkhoff ignoró las alusiones de Lichner y se dirigió a mí.
—Venga, vamos a echar un vistazo a las demás habitaciones y salgamos de aquí
cuanto antes.
La cocina, si es que así podía llamarse, albergaba idéntico caos al del salón y
estaba casi tan mugrienta como el minúsculo baño. Por ello nos sorprendimos aún
más cuando finalmente abrimos la puerta que daba paso a la última habitación. La
pequeña estancia se encontraba completamente vacía y estaba muy limpia. Las
paredes, de un amarillo pastel, habían sido pintadas muy recientemente.
Menkhoff se volvió hacia Lichner.
—¿Qué habitación es ésta?
—Una habitación recién pintada, señor inspector jefe.
—Ya sé… ¿La ha pintado usted, señor Lichner?
—¿Me detendría si así fuera?
De nuevo se midieron con la mirada. El odio enlazaba sus ojos como un puente
por el que imaginé ver desfilar pensamientos fuertemente armados en un intento de
introducirse a la fuerza en la mente ajena y tomarla por asalto.
—Vámonos, Alex.
Menkhoff apartó su mirada. Cuando ya habíamos alcanzado las escaleras, se
volvió una última vez.
—Manténgase a nuestra disposición, señor Lichner, por si tenemos más preguntas
para usted.
—Pasa usted demasiado tiempo delante del televisor, señor inspector jefe —
repuso Lichner—. No debería ver tantas películas policíacas.
Desapareció dejándonos allí, en aquellas escaleras ruinosas.
Menkhoff me dirigió una mirada que sugería con toda claridad que debía guardar
silencio. Cuando abandonamos al fin el edificio, se detuvo repentinamente y sacó su
teléfono móvil.
—Aguarda un momento.

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CAPÍTULO

14 de febrero de 1994

—¡Seifert!
Me encontraba al lado de la fotocopiadora, en el pasillo, cuando el inspector
Menkhoff me llamó desde el despacho que compartíamos.
—¡Aquí! —respondí con precipitación poniéndome en movimiento de inmediato.
Los despachos de los inspectores de la policía criminal se hallaban situados a ambos
lados del pasillo enladrillado del tercer piso. La mayor parte de aquellas puertas de
color verde rara vez se cerraba.
Menkhoff estaba de pie junto a su mesa, guardándose una nota en el bolsillo de
sus pantalones.
—Venga, tenemos que salir. Hemos recibido cierta información de uno de los
vecinos que quizá nos pueda hacer avanzar en el caso. Al parecer, un individuo le
había estado ofreciendo a la pequeña algunos dulces con cierta frecuencia.
Cogí al paso mi gruesa chaqueta del perchero situado al lado de la puerta y,
nervioso, corrí tras Menkhoff.
Habían transcurrido ya dos semanas desde el descubrimiento del cadáver de
Juliane Körprich, pero hasta la fecha no habíamos progresado mucho en la
investigación. Para ser más exactos, nos hallábamos completamente perdidos, y
aquello ocurría precisamente en mi primer caso de asesinato. Mientras cruzaba junto
a Menkhoff el aparcamiento en dirección a nuestro vehículo oficial, sentí que se
despertaba en mí una curiosa excitación y, simultáneamente, cómo me invadía el
temor de estar, de nuevo, comprobando el delirio de algún lunático.
—¿Qué le ha dicho exactamente ese informador, Menkhoff? —consulté con
cautela.
—Se trata de una informadora, Marlies no-sé-qué. Vive en el vecindario, justo al
otro lado del parque infantil.
—¿Una vecina? ¿Y no se le había tomado declaración antes?
—Claro que sí. Los compañeros han estado hablando con todos los vecinos.
—Y hasta ahora no se ha acordado de que…
—Yo tampoco sé qué ha ocurrido. Esperemos a ver.
Habíamos alcanzado ya el Opel Omega y me situé tras el volante. Puesto que era

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el más joven de los dos, eso me convertía automáticamente en el conductor del
vehículo. Menkhoff se ajustó el cinturón.
—Dice que ha podido observar en un par de ocasiones cómo un hombre le ofrecía
chocolate a la niña en aquel parque.
—¿Y ha reconocido al hombre? —pregunté—. Por supuesto que no. ¿O sí? Sería
demasiado…
—Sí, e incluso parece que vive también en el barrio. —Aunque mantenía la
mirada fija al frente pude percibir cómo me observaba mi compañero—. Bien, ¿qué
se le viene a la memoria ahora, Seifert?
Sabía qué estadísticas pretendía recordarme.
—En los asesinatos de niños, en un cincuenta por ciento, los criminales proceden
del núcleo familiar, y en otro treinta y cinco por ciento pueden encontrarse en su
entorno más inmediato.
Bernd Menkhoff asintió en silencio y yo me salté un semáforo en rojo.

Cuando, muy poco después, estacioné el vehículo delante de la casa, me encontraba


tan alterado que me temblaban las manos. Albergaba la esperanza de que Menkhoff
no lo advirtiera. Él permaneció muy quieto al bajar del coche y sacó lentamente de su
bolsillo la nota que antes había guardado.
—Se llama Marlies Bertels.
La anciana nos abrió la puerta en el mismo instante en el que Menkhoff apoyaba
su pie en el primero de los cinco escalones que conducían hasta la casa. Marlies
Bertels era una mujer pequeña y descarnada. Su cabello corto, cuidadosamente
arreglado, presentaba un tono a medio camino entre morado y azul.
—Ustedes deben ser los señores de la policía —nos saludó con una voz muy fina
—. Por favor, pasen.
A través de un angosto pasillo que acusaba la falta de ventilación, Marlies Bertels
nos introdujo en su hogar. Mis abuelos, que poseían una casita en Richterich, también
contaban con una estancia como aquella que finalmente alcanzamos, un lugar que
sólo se utilizaba para las visitas. Todo estaba pulcramente ordenado, y tras la vitrina
del pesado aparador de roble se había expuesto la mejor vajilla de la abuela.
Cuando nos sentamos ante la mesa comedor de madera oscura, la señora Bertels
nos sonrió.
—¿Puedo ofrecerles a los señores policías un licorcito? De frambuesa, lo hago yo
misma.
Menkhoff negó con un gesto.
—Gracias, pero no. Estamos de servicio. Señora Bertels, ¿qué nos puede contar
acerca de ese hombre al que ha visto ofrecerle dulces a la pequeña Juliane? ¿Dice que
le conoce?

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CAPÍTULO

22 de julio de 2009

—Sí, soy yo. Bernd. Bernd Menkhoff. Oye, ¿podrías averiguar algo para mí?
Dirigí a mi compañero una mirada inquisitiva, pero éste apenas me la sostuvo y se
volvió, dándome la espalda, de modo que ya no pude oír la conversación que
mantenía por el móvil. Un desaire típico de Menkhoff. Desde que habíamos
abandonado la mísera vivienda de Joachim Lichner, no hacía más que preguntarme
quién podría haber sido ese informador anónimo al que debíamos el habernos
proporcionado tan extraño reencuentro poco antes de finalizar nuestro servicio. ¿Se
trataba de alguien que buscaba vengarse de Lichner? ¿Y cómo había accedido al
número de móvil de Menkhoff? ¿Y qué pretendía al conducir a la policía hasta
Lichner? ¿O eran sólo Menkhoff y Lichner los que importaban aquí?
Mi compañero concluyó su conversación y se volvió hacia mí de nuevo. Su
semblante había experimentado una transformación que no presagiaba nada bueno.
Apartó el móvil de su oreja.
—Vaya mierda, Alex. Ven, acompáñame.
—Pero… ¿Qué ocurre?
Ignorándome, volvió a desaparecer de nuevo en aquel tenebroso zaguán. Mientras
ascendía por las escaleras, subiendo de dos en dos los escalones, realicé un nuevo
intento de hacerle hablar.
—Bernd, dime. ¿Qué ocurre? ¿Por qué subimos otra vez?
—Ese cerdo nos ha mentido, Alex —logró articular mi compañero con la
respiración entrecortada—. Nos ha tomado el pelo.
Al alcanzar la puerta de la vivienda de Lichner, Menkhoff llamó al timbre y sacó
su arma mientras aporreaba con fuerza la puerta con su mano libre.
—¡Abra inmediatamente!
Retrocedí unos pasos, desenfundé mi Walther y liberé el seguro, aunque apunté al
suelo. La adrenalina se liberó en mi cuerpo en el momento mismo en el que sostuve
el frío metal en mi mano. La puerta se abrió con mayor celeridad que antes. Cuando
Lichner advirtió el arma que Menkhoff dirigía directamente a su vientre retrocedió un
poco.
—¿Qué…?

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—Nos ha mentido, Lichner. Dígame…
—¿Qué he hecho qué?
—¡Dígame inmediatamente dónde está la niña! —gritó Menkhoff
inesperadamente—. ¡Ahora mismo!
—¿Qué niña? Ya les he dicho… No sé qué…
—Sarah Lichner. —Menkhoff había dejado de gritar, pero su voz era
peligrosamente gélida—. Según datos del registro nació el 18 de junio de 2007 y está
empadronada aquí, en esta pocilga. Le pregunto por última vez: ¿dónde, maldita sea,
se encuentra su hija, doctor Lichner?
No aparté la vista del psiquiatra intentando asimilar lo que Menkhoff acababa de
decir. ¿La hija de Lichner? ¿De dos años de edad?
La mirada del doctor Lichner erró entre mi compañero y yo manteniendo siempre
una expresión pétrea.
—¿Mi… hija? ¿Ha perdido usted el juicio? Yo no tengo ninguna hija.

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CAPÍTULO

14 de febrero de 1994

Marlies Bertels se sacudía espasmódicamente, recordándome a uno de esos perritos


de adorno que mueven la cabeza con las vibraciones del coche. Tomó asiento ante la
mesa, frente a Menkhoff.
—Fue todo una casualidad, agente, una coincidencia que llegara a verlo siquiera.
No piense que soy una de esas ancianas entrometidas que están todo el día
fisgoneando por la ventana. No tengo tiempo para esas cosas. Me asomé casualmente,
miré por la ventana de la cocina y pude ver cómo el doctor le ofrecía algo a la
pequeña. Ahí delante mismo fue.
Señaló en la dirección en la que debía encontrarse aproximadamente el parque
infantil.
—¿El doctor? —preguntamos Menkhoff y yo de forma simultánea.
—Sí, vive ahí, un par de casas más allá.
Volvió a indicar la dirección empleando su huesudo índice.
—¿Qué clase de doctor? —inquirió Menkhoff—. ¿Se refiere a un médico?
Ella mostró su confusión.
—¿Qué clase de doctor podría ser si no?
Se inclinó hacia delante en un ademán conspirador y se tocó levemente la frente
con el índice.
—Un doctor para gente que es un poco… extraña, ya sabe.
Menkhoff me dirigió una breve mirada y asintió.
—Sí, creo que la entiendo, señora Bertels.
Extraje la pequeña libreta de notas del bolsillo interior de mi chaqueta y la abrí.
Fui repentinamente consciente del calor que hacía en aquella habitación, por lo que
me quité la chaqueta, colgándola del respaldo de la silla desocupada que había a mi
lado. Al incorporarme un poco para ajustaría bien quedó a la vista mi arma,
enfundada en la cartuchera, a la derecha de mi cinturón, lo cual atrajo de inmediato la
atención de Marlies Bertels.
—¿Sabe usted cómo se llama ese hombre, señora Bertels? —pregunté.
Ella continuaba con la mirada fija en mi lado derecho, aunque yo había vuelto a
tomar asiento y la pistola quedaba oculta por la mesa.

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—¿Ha matado alguna vez a alguien con eso?
Su voz pareció debilitarse más aún.
—No —la tranquilicé—. Jamás le he disparado a nadie. ¿Conoce el nombre del
doctor, señora Bertels?
Al fin alzó la vista y me miró.
—Sí, se llama Lichner. Vive ahí con una mujer. Y no están casados —añadió con
desaprobación.
Apunté «Doctor Lichner, psiquiatra» en la esquina superior derecha de la página
en blanco de mi libreta.
—¿Sabe también en qué número de la calle vive?
—¿El número? No… Pero es esa casa amarilla, algo más adelante, al principio de
la calle. Sólo hay una casa amarilla en ese extremo de la calle, ¿sabe usted? Debería
ver sus ventanas. Resulta imposible distinguir nada a través de ellas debido a la
suciedad. La limpieza no es…
—Nos comentó usted cuando llamó que ha podido comprobar en repetidas
ocasiones cómo ese hombre le ofrecía dulces a la pequeña Juliane —interrumpió
Menkhoff a la anciana, que se sobresaltó al oír el volumen de su voz. También yo—.
¿Con cuánta frecuencia sucedió? ¿Y cuándo ocurrió exactamente?
Marlies Bertels se acarició con los dedos de una mano la piel como de pergamino
cubierta de manchas oscuras del dorso de la otra.
—En realidad, yo no me suelo asomar con frecuencia…
—Lo sé, señora Bertels. Ninguno de nosotros cree que usted se asoma
continuamente. Pero, ¿qué me dice?
Ella retiró las manos de la mesa y encogió un poco la cabeza. Me pregunté si
Menkhoff era consciente de que aquel no era el modo más adecuado de acceder a la
anciana. Respondió a mi duda en el instante mismo en el que volvió a tomar la
palabra, en un tono más moderado y esforzadamente amable.
—Es normal que una deba asomarse de vez en cuando y mirar por la ventana,
sobre todo cuando se trabaja tanto en la cocina como usted. Y, sin pretenderlo, es
evidente que una no puede evitar ver las cosas que ocurren fuera.
En el rostro de la anciana se dibujó una sonrisa.
—Sí, tiene usted razón, agente. Es exactamente así como ocurrió.
—De modo que, otra vez: ¿con cuánta frecuencia ha podido ver usted, por
casualidad, desde luego, que ese doctor le ofreciera dulces a la pequeña?
Ella alzó la mirada hacia el techo intentando reflexionar concienzudamente.
—Dos veces, creo. No, tres, estoy segura. Le he visto tres veces cerca del parque.
—¿Cuándo fue eso?
—Bueno, no lo recuerdo.
—¿Cuándo le vio usted por última vez hacer algo así? ¿Aproximadamente?

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—Pues hará un par de semanas… Más o menos.
Menkhoff tomó aire ruidosamente.
—Señora Bertels, poco después de que halláramos a Juliane la visitaron unos
compañeros míos para preguntarle si tal vez había usted observado algo que nos
pudiera servir de ayuda en nuestra investigación. ¿Por qué no les habló de ese doctor
en el parque?
Ella encogió despacio sus huesudos hombros y adelantó simultáneamente su labio
inferior.
—Me olvidaría.
Menkhoff asintió varias veces.
—Se olvidó, de acuerdo. ¿Es posible que ese tal Lichner conociera a la familia de
la pequeña Juliane? ¿Qué la visitara con frecuencia? ¿O que los padres de la niña le
visitaran a él?
—No, yo lo habría visto alguna vez.
—Sí, seguro que usted lo habría visto. —Mi compañero me dirigió una mirada
muy reveladora y volvió a hablarle a la mujer mientras yo tomaba notas—. ¿Y
Juliane? ¿Quizá ella sí estuvo alguna vez en la casa amarilla?
Ella sacudió la cabeza.
—No. Tampoco.
—¿Y usted? ¿Quizá conozca usted al doctor? —quise saber yo—. ¿Qué clase de
persona es? ¿Es un hombre agradable?
—No, no lo conozco en absoluto. Y la gente no es agradable en esta calle, a nadie
le interesa una anciana como yo. La mayoría ni siquiera me saluda.
Volví a intervenir.
—¿Y la niña? ¿Conocía usted a Juliane?
—Sí, claro. Una niña muy buena. Siempre limpia y bien vestida, y ese pelo tan
bonito, como un ángel. ¿Cómo es posible que cometan tal atrocidad con una pobre
niñita? Es una vergüenza. —Su fina voz revelaba su disgusto—. Estoy segura de que
ese doctor tiene algo que ver. Y no me sorprendería nada que su amiguita también…
—Muchas gracias por su ayuda, señora Bertels. —Mi compañero se puso en pie
—. Hablaremos con el doctor Lichner. Y es posible que tengamos que molestarla de
nuevo si se nos ocurren más preguntas.
—Bueno, visítenme cuando quieran; con mucho gusto, agentes. Y si me avisan
con tiempo, les prepararé un rico pastel. Quizá entonces puedan quedarse un poco
más de tiempo.
—Es muy amable de su parte —contesté, y abandoné, detrás de Menkhoff,
aquella cómoda estancia.
—¿Qué piensa de ella? —me preguntó mi compañero cuando abandonamos la
casa.

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—Esa mujer está muy sola.

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CAPÍTULO

22 de julio de 2009

—Vamos, dese la vuelta, ya sabe cómo funciona esto.


Menkhoff seguía apuntando con su arma a Lichner, el cual, aún con rostro
inexpresivo, comenzó a volverse lentamente. Todavía algo aturdido por lo que
acababa de oír, agarré las esposas de mi cinturón, aseguré mi pistola antes de volver a
enfundarla y dejé que las presas metálicas se cerraran en torno a las muñecas de
Lichner.
—Se está dejando manipular por él una vez más, Seifert —soltó él hacia el
interior del deprimente pasillo de su vivienda—. No tengo hijos, y de eso estoy…
—Cierre el pico —le calló Menkhoff, y detecté en su voz vestigios de algo que
me retrotrajo a recuerdos muy poco agradables del pasado—. Si le ha hecho daño a
esa niña se pudrirá en la cárcel, eso se lo puedo jurar, maldito hijo de puta.
Retrocedí unos pasos y Lichner se giró hacia nosotros.
—Les reitero que no tengo hijos. Ni hija, ni tampoco hijo varón. Además, le
prohíbo que siga ofendiéndome de esa manera, señor inspector jefe.
—¿Qué me prohíbe que le ofenda? ¿Usted? Le voy a dejar algo muy claro, doctor
Lichner: si no nos confiesa de inmediato la verdad, posiblemente pierda la paciencia
con usted. Y, si eso ocurre, sus prohibiciones estarán de más.
El psiquiatra sacudió la cabeza.
—No sé qué decir. No tengo ninguna hija.
Su voz revelaba una admirable serenidad, considerando la grave acusación a la
que se enfrentaba. Su mirada se posó en mí, y, no por vez primera, desencadenó en
mi interior emociones difíciles de identificar.
—No sé a qué están jugando, pero… ¡por favor! ¿No creerán seriamente que yo
le haría daño a mi propio hijo para afirmar después que no tengo ninguno? Ni
siquiera yo puedo parecerles tan desequilibrado. Alguien pretende gastarme una
broma de mal gusto y ustedes caen en la trampa sin más.
Menkhoff bajó el arma y se acercó a Lichner. Se detuvo muy cerca de él, tanto
que a sus rostros sólo les separaban escasos centímetros. Los vigilé atentamente,
dispuesto a intervenir si fuera necesario.
—Eso de la fe es algo muy particular, Lichner. Hubo un tiempo en el que ni

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siquiera creí en la existencia de un ser lo suficientemente perturbado como para
asesinar a una niña pequeña, introducirla en una bolsa de plástico y arrojarla por ahí
como si fuera basura. —Bajó la voz de tal manera que tuve serias dificultades para
distinguir sus palabras—. No, no creo que sea usted estúpido, Lichner. Más bien creo
que es usted escoria; un psicópata cuyos procesos mentales no transitan los senderos
que le resultan lógicos a una persona normal.
Lichner no parecía impresionado.
—Aquello de entonces no lo hice yo, y usted lo sabe.
Tuve la vivida impresión de que cada uno de ellos pugnaba por doblegar al otro
con el simple poder de su mirada.
—Esa habitación recién pintada… Es la de su hija, ¿no es así?
Menkhoff hablaba en tono casi conspirador.
—Eso es absurdo.
—¿Por qué se ha decidido a pintar precisamente esa habitación cuando el resto de
su vivienda es un pestilente vertedero?
—Por alguna parte tenía que empezar.
—¿Qué había antes en esa habitación?
—Nada en concreto. Un poco de todo, un trastero.
Más momentos de mudos escrutinios mutuos hasta que finalmente Menkhoff
asintió y retrocedió algunos pasos.
—Doctor Joachim Lichner, es usted sospechoso de la desaparición de su hija.
Procedo a leerle sus derechos.
—Ahórrese esas estúpidas banalidades, señor inspector jefe. Los tres sabemos
qué es lo que pretende realmente, ¿no es así?
El rostro de Menkhoff se tiñó de escarlata y empecé a temer que atacara a aquel
hombre.
—Bernd —supliqué, al tiempo que imágenes del pasado, largo tiempo olvidadas,
asaltaron mi mente. No reaccionó, por lo que repetí, en tono más insistente—.
¡Bernd…!
Finalmente mi compañero liberó su mirada, fija en su oponente, y volvió la vista
hacia mí.
—¿Qué?
Moví ligeramente la cabeza con la esperanza de que comprendiera sin más. Vaciló
unos instantes, indeciso sobre cuál debía ser su comportamiento, para al fin soltar el
aire retenido resoplando ruidosamente. Se apartó un poco.
—Llama a la científica, Alex. Que pongan patas arriba este tugurio y aíslen todo
el ADN que les sea posible encontrar. Necesito algo de esa niña. Y después, por
favor…
Fue interrumpido por una serie de secos chasquidos a sus espaldas. La

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desvencijada puerta de la vivienda contigua se abrió y apareció en el umbral una
mujer maquillada en exceso, de hirsuto cabello rojo. Presentaba un aspecto desaseado
y andaría por la mitad de la treintena. Al reparar en nuestras armas se le escapó un
grito agudo y pareció quedar paralizada.
—Policía —la intimidó Menkhoff con brusquedad—. Esfúmese.
Ella desapareció precipitadamente en el interior de la vivienda dejando que la
puerta se cerrara con un fuerte golpe.
—¡Bernd, hombre…! —exclamé yo, aproximándome a aquella puerta, para lo
cual tuve que rodear a Menkhoff.
—¿Qué?
—Aguarda un momento.
No habían transcurrido ni cinco segundos desde que llamara a la puerta cuando la
pelirroja me abrió. Debía de haber estado esperando justo detrás. Un cigarrillo recién
prendido humeaba prisionero en las puntas de los dedos de su mano derecha. Me
examinó con cierta desaprobación para, rápidamente, obviar mi presencia y fijar su
mirada en Menkhoff, que permanecía, con el arma apuntando al suelo, junto al
psiquiatra.
—Buenos días —saludé, atrayendo de ese modo de nuevo su atención—. Soy el
inspector jefe Alexander Seifert, de la policía criminal, y quisiera formularle algunas
preguntas.
—¿Y con ese que pasa? —Contempló al doctor Lichner—. ¿Ha hecho algo?
—No lo sabemos aún. ¿Podría darme su nombre, por favor?
—Ullrich. Beate Ullrich. ¿Por qué quiere saberlo?
—¿Vive usted aquí?
Ella me miró como si en mi pregunta le hubiera pedido que me confirmara que
pertenecía al sexo femenino.
—¿Dónde si no? ¿No he abierto yo la puerta?
—¿Conoce usted bien a su vecino, al doctor Lichner?
—¿A ese? —De nuevo estudió al psiquiatra—. Para nada. ¿Por qué?
Temí perder la paciencia con el siguiente por qué.
—¿Sabía usted que este hombre vivía aquí, señora Ullrich?
Dio una larga calada a su cigarrillo.
—Sí, claro, lo sabía —dijo, exhalando entre palabras un humo azulado entre los
dientes.
Cuando llamábamos a alguna puerta por lo común nos recibían con cierto
nerviosismo, aun cuando no nos vieran apuntar con una pistola a sus vecinos. Aquella
mujer, o bien estaba acostumbrada a tratar con la policía, o teníamos ante nosotros a
una actriz de extraordinario talento.
—¿El doctor Lichner vive solo?

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—¿Por qué no se lo pregunta a él?
—Deje de hacer preguntas estúpidas y limítese a responderle a mi compañero —
la increpó Menkhoff—. ¿O prefiere, quizá, acompañarnos a la comisaría?
Aquello surtió efecto. Visiblemente intimidada, comenzó a tartamudear.
—Bueno… sí… o eso creo. Bueno… quiero decir que… no hay ninguna mujer.
Sólo la niña y él.
Silencio. Se prolongó dos, tres segundos, hasta que fue interrumpido por un
lastimoso gemido de Lichner, que pareció derrumbarse. Menkhoff miraba fijamente
al psiquiatra, pero éste, rehuyéndole, fijó la vista en la pared.
—Miente —logró articular finalmente, con dificultad.
—Eh… ¿quién miente aquí…? —refunfuñó la pelirroja acusadoramente,
dirigiéndose a Lichner.
—Señora Ullrich, ¿nos podría indicar la edad aproximada de esa niña? ¿Y
decirnos cuándo la ha visto por última vez?
La mujer encogió los hombros.
—No sé. Dos o tres años, más o menos. Y visto… Bueno… La última vez hace
un par de días, creo.
—Cree usted. ¿Y cómo describiría la relación del doctor Lichner con su hija?
—¿Cómo que relación? ¿A qué se refiere?
—¿Cómo se comportaba con la niña? ¿Era cariñoso? ¿Le reñía, gritaba?
Ella reflexionó. Las comisuras de sus labios descendieron. Parecía estudiar con
atención el techo al tiempo que masticaba rítmicamente un chicle.
—Bueno… no sé. No hablaban mucho.
—Esa mujer miente.
El tono era tan bajo que apenas resultó audible.
Menkhoff se aproximó aún más a Lichner.
—¿Sí? ¿Miente? ¿Y adivina casualmente la edad de su hija? Y que ha
desaparecido también lo adivina por casualidad, ¿no es así?
En mitad de su airada frente apareció un pliegue que semejaba un acusador signo
de exclamación.
—Aleja a este individuo de mi vista, Alex. Y usted, joven, manténgase a nuestra
disposición, por favor. Si recordara alguna cosa más, llámeme.
Ella recogió la tarjeta de Menkhoff y la ocultó en el bolsillo trasero de sus
vaqueros. Extraje mi teléfono móvil del bolsillo y llamé a la policía científica.
Menkhoff realizó varias llamadas de camino a la comisaría, una breve a la
comisaria Ute Biermann, a la que parecía haber localizado en su casa, y
posteriormente otra a nuestra división. Al margen de aquello, para mi alivio, nadie
pronunció palabra alguna durante todo el trayecto.
Mis pensamientos giraron en torno al hombre que estaba sentado en el asiento

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trasero. Había albergado la esperanza de no volver a verlo jamás. Con su repentina
aparición había vuelto a hacer acto de presencia aquella extraña sensación que me
había estado hostigando hasta mucho después de su condena. Todo indicaba que era
Lichner quien había asesinado a aquella niñita. Con un noventa y nueve por ciento de
fiabilidad. Pero me preguntaba si las pruebas por sí mismas hubieran resultado
suficientes de no mediar aquella palpable obsesión de Menkhoff por meter entre rejas
a Lichner. O de no haber existido aquella delicada mujer de largo cabello negro. O de
haber reunido yo mismo el valor necesario para…
—Puedes detener el coche ante la puerta. —Interrumpió mis elucubraciones
cuando nos acercamos al gigantesco techo amarillo del Tívoli, el estadio de fútbol de
Aquisgrán, y me desvié a la derecha—. No me apetece darme un paseo por toda la
plaza con este tipejo.
Junto a la entrada de la comisaría, hallé una plaza de aparcamiento desocupada
entre dos coches patrulla. El portero nos saludó con una inclinación de cabeza tras la
ventana de su caseta y pulsó el botón que desbloqueaba la cerradura de la puerta de
cristal.
—Esto tiene el mismo aspecto patético que hace quince años —observó Lichner
cuando penetramos en el vestíbulo.
—Lo cual se debe a que aún continuamos ocupándonos de seres de lo más
patético en este lugar —gruñó Menkhoff, dirigiendo a su prisionero hacia las
escaleras situadas a su izquierda.
En la tercera planta, el inspector Marco Egberts nos abrió la puerta acristalada
que separaba el pasillo en el que se situaban los despachos de la policía criminal de
las restantes oficinas. Mientras Menkhoff instaba a Lichner a avanzar ante él, Egberts
le dirigió al psiquiatra una mirada gélida.
—He oído que tenéis un caso de desaparición. ¿La propia hija?
—Ya veremos.
No me sentía inclinado a ofrecer explicaciones más exhaustivas. Egberts, de todos
modos, no tardaría en saberlo todo.
—¿Es cierto que se trata del psiquiatra que asesinó hace años a aquella niña?
—Estaremos en la sala de interrogatorios, Marco —le contesté.
Nuestra sala de interrogatorios no era más que un despacho que, al margen de un
escritorio con su teléfono y un ordenador con su teclado, incluía también una desnuda
mesa cuadrada de superficie esmaltada en blanco y tres sencillas sillas de madera.
Junto a la pared, un anticuado mueble auxiliar servía de soporte a una impresora. La
temperatura ambiental superaba los 30 grados y no había aire acondicionado. En la
mayoría de los despachos recurríamos a ventiladores, pero la sala de interrogatorios
no disponía de ninguno.
Menkhoff empujó al psiquiatra, obligándole a tomar asiento en una de las sillas, y

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se sentó frente a él. Egberts permaneció de pie junto a la puerta, apoyándose en la
pared.
Me acomodé ante el escritorio y encendí el ordenador.
—Bueno —oí a mis espaldas—, comencemos de nuevo, desde el principio.
—Comience usted en solitario, señor inspector jefe —respondió el doctor
Joachim Lichner—. En esta ocasión no diré absolutamente nada sin la presencia de
mi abogado.

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CAPÍTULO

14 de febrero de 1994

El amarillo de la casa del doctor Lichner me recordó a los ambientadores jabonosos


cuadrados en los aseos de los bares. Examiné la fachada intentando identificar las
ventanas mugrientas a las que había aludido la anciana, pero todas ellas presentaban
un aspecto inmaculado. Un camino sinuoso, de clara piedra natural, conducía a través
de un pequeño jardín hasta la amplia puerta de madera que daba entrada a la casa. En
una placa de latón situada al lado de ésta se había grabado una inscripción:

«Doctor en medicina Joachim


Lichner
Médico psiquiatra y psicoterapeuta
Horas de consulta
Lu, ma, ju: 8.00-12.00h y 13.30-
16.30h Mi, vi: 8.00-12.00h».

—Pasa consulta en su casa.


Menkhoff intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada.
Consulté mi reloj de pulsera.
—Son poco más de las doce, hora de comer.
Menkhoff se encogió de hombros y llamó al timbre. La puerta se abrió pocos
segundos después.
Describir a aquella mujer como atractiva, o incluso simplemente hermosa, no le
hubiera hecho justicia. Una belleza muy especial, casi calificable de temerosa,
asomaba por entre un velo de melancolía que parecía ocultar por completo a la
persona que había detrás. Me esforcé por calcular su edad y llegué a la conclusión de
que debía de contar poco más de veinte años. Su liso cabello negro parecía fluir de
ella enmarcando su rostro y, tras abrazar sus frágiles hombros, caía a sus espaldas
hasta detenerse en la cintura. Su piel clara, de aspecto casi níveo, ejercía un contraste
tan fascinante que sugería una textura de porcelana.
—Soy el inspector Menkhoff, buenos días. —Un tono desacostumbrado vibraba

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en la voz de mi compañero, algo que jamás había percibido antes en él, aunque
tampoco hacía demasiado tiempo que le conocía—. Disculpe que la molestemos.
Eh… éste de aquí —añadió Menkhoff alzando ligeramente la barbilla en mi dirección
— es mi compañero, el subinspector Seifert. Nos gustaría hablar con el doctor
Joachim Lichner. ¿Se encuentra en casa?
La mirada de ella erró de Menkhoff hasta posarse en mí, mostrando tal alarma
que me sentí impelido a asegurarle que no debía temer nada de nosotros.
—Sí —contestó simplemente, sin añadir nada más, y su voz confirmó la tierna
timidez que insinuaban tanto su rostro como su delicada figura.
—Y… ¿sería posible hablar con él? —preguntó Menkhoff, poniendo fin al
tortuoso silencio que se había establecido tras la escueta afirmación de la mujer. Ella
asintió después de una breve vacilación y se apartó a un lado para dejarnos pasar.
Menkhoff me dirigió una mirada que no supe cómo interpretar y entró en la casa.
A la izquierda del más que generoso vestíbulo, unas amplias escaleras conducían
al piso superior. Cumplía con las funciones de barandilla la redondeada parte superior
de un muro, de inspiración mediterránea, que se alzaba hasta la cadera y acompañaba
lateralmente las escaleras. Una placa de barro situada a la altura de los ojos
proclamaba que aquella zona era de uso privado. El amplio mostrador situado en la
pared frente a la entrada, así como el pasillo que se abría justo a su lado, señalizaban
con sendas placas también de barro que la sala de espera y la consulta conformaban
las principales estancias de la planta baja.
—Por favor, tomen asiento unos instantes. Avisaré al doctor Lichner.
La mujer nos señaló una hilera de sillas tapizadas en un cuero de color pardo que
se alineaban en la pared situada ante el mostrador desierto. Menkhoff la siguió con la
mirada hasta que su figura desapareció en las escaleras.
—Una mujer extraordinaria —le comenté en voz baja, a lo que él reaccionó
arrugando la frente.
—Olvídese de ella. Juega en otra liga, es bastante mayor que usted y está liada
con el doctor.
Me dejé caer en una de las sillas.
—Calculo que debe tener mi edad. Además, no pretendo casarme con ella,
simplemente he comentado que me parece una mujer extraordinaria. ¿Por qué piensa
que mantiene una relación con el doctor Lichner? Podría tratarse de la chica de la
limpieza, o de la recepcionista, que le acompaña en el descanso de la comida.
—Marlies Bertels. —Su voz fue apenas un susurro. Se sentó a mi lado—. Nos
explicó que el doctor vive con una mujer con la que no está casado y que no suele
limpiar sus ventanas. —Con la mirada fija en aquel punto del techo en el que se
perdían de vista las escaleras, se recostó en la silla y cruzó los brazos—. Y esa clase
de mujer no es de la que limpian ventanas, Seifert, se lo aseguro.

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Escruté su rostro en busca de señales que indicaran que pretendía bromear, pero,
antes de llegar a conclusión alguna, mi atención se distrajo por el sonido de unos
pasos en las escaleras.
El doctor Lichner era de constitución delgada y medía aproximadamente un metro
ochenta. Iba vestido con unos vaqueros y un polo de color blanco, lo cual le
proporcionaba un aire marcadamente deportivo. Le imaginé practicando deporte,
corriendo de forma habitual. El cabello rubio que techaba su rostro moreno no
sobrepasaba el centímetro de largo. Unos ojos inteligentes nos examinaban con
interés mientras se iba aproximando a nosotros.
—Buenos días. ¿He de suponer que esta visita que interrumpe mi descanso está
relacionada de alguna manera con el asesinato de esa niña?
Ambos nos pusimos en pie, pero Menkhoff fue quien habló.
—Buenos días, doctor Lichner. Soy el inspector Menkhoff, mi compañero es el
subinspector Seifert. Sí, está usted en lo cierto: venimos por la niña asesinada, Juliane
Körprich.
—¿En qué puedo ayudarles? O, rectifico: ¿qué puedo decirles que no les haya
comentado ya a sus compañeros?
La mirada de Lichner era desagradablemente inquisitiva y me resultaba de alguna
manera inquietante. Menkhoff parecía experimentar una sensación similar. Apoyó su
peso primero en una pierna y luego en la otra antes de decidirse finalmente a hablar.
—Hemos estado hablando con una de sus vecinas, la señora Marlies Bertels. ¿La
conoce usted?
A espaldas de Lichner apareció la mujer que nos había abierto la puerta.
Permaneció quieta al pie de las escaleras, contemplándonos.
—La señora Bertels. Sí, sé a quién se refiere usted. Vive en la casa situada delante
del parque infantil. La suelo ver asomada a la ventana cada vez que paso por allí, creo
que se siente un poco sola.
—¿Cada vez que pasa por allí? —Menkhoff dirigió su mirada hacia la mujer al
fondo y la demoró allí unos instantes más de lo necesario—. ¿Cómo es que suele
pasar usted por delante de esa casa, doctor Lichner? Esta calle no tiene salida hacia
ese extremo, y la vivienda de la señora Bertels es una de las últimas de la hilera. Al
margen del parque infantil no hay nada hacia donde pudiera uno dirigirse.
Apartó su mirada, brevemente posada en el médico, para lijarla de nuevo en el
rostro de la mujer.
—¿Tiene usted… tienen ambos algún hijo a quien acompañar al parque?
El psiquiatra sonrió y se volvió hacia ella.
—Nicole, acércate a nosotros, por favor, quisiera presentarte a estos policías.
Seguro que tú misma no te has ocupado aún de ello.
Cuando la tuvo a su lado le rodeó la cintura con el brazo.

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—Nicole Klement, mi compañera. Hace dos años que vivimos juntos aquí. Sin
hijos. ¿Responde eso a su pregunta, señor inspector?
—Sólo parcialmente —carraspeó Menkhoff—. La pregunta que formulé en
primer lugar cuestionaba sus motivos para pasar por delante de la casa de la señora
Bertels.
Lichner mostró de nuevo su dentadura perfecta.
—Claro que sí, está usted en lo cierto, señor inspector. Al preguntarnos por
nuestro hijo simplemente se dejó guiar por la única explicación que alguien como
usted es capaz de encontrarle a mi proximidad a la casa de la señora Bertels. —Se
dirigió de nuevo a su pareja—. Ahí puedes comprobar que los policías que aparecen
en las series de televisión no guardan demasiadas semejanzas con los reales. El
inspector de la película de anoche seguro que hubiera detectado el estrecho sendero
junto a la casa de la señora Bertels, el que conduce hasta la calle paralela a ésta, vía
en la que, entre otros establecimientos, también se encuentra una panadería.
Era incuestionable que a mi compañero le disgustaba profundamente el curso que
estaba tomando aquella conversación. Aunque estuve tentado de intervenir, supe que
aquel no era el momento más indicado. Se trataba de mi primer caso de asesinato y,
tal como me había de confesar a mí mismo, era demasiado mi temor a echarlo todo a
perder con alguna pregunta inadecuada.
—La señora Bertels asegura haber observado en diversas ocasiones cómo le
ofrecía usted dulces a la pequeña Juliane. —Silencio ominoso que se prolongó a lo
largo de varios segundos. Menkhoff escrutó el rostro del psiquiatra y, finalmente,
ladeó la cabeza y se decidió a intervenir de nuevo—. ¿Doctor Lichner?
Este pareció sorprendido.
—Discúlpeme, no era consciente de que había formulado usted una pregunta.
¿Cuál era exactamente?
Menkhoff bajó ligeramente la cabeza y me trajo a la mente la imagen de un toro
en la plaza preparándose para embestir.
—Escuche, doctor Lichner: si así lo prefiere, podemos continuar esta
conversación en la comisaría. Y en este caso no se trata de una pregunta, sino de la
constatación de un hecho. —Su tono se tornó inclemente—. Ha sido asesinada una
niña de corta edad, doctor, y es nuestra obligación y nuestro deseo descubrir quién lo
ha hecho. Y mientras nos dedicamos a ello no me apetece, en absoluto, andar con
jueguecitos dialécticos. No sé cuál es su problema, pero le sugiero que se olvide a
partir de ahora de su arrogancia innata y responda, de forma clara y precisa, a mis
preguntas. O aquí, o en la comisaría. Dígame, ¿qué prefiere?
De nuevo ambos se midieron con la mirada. ¿Durante tres segundos? ¿Cinco?
Finalmente, Lichner distendió los labios en una amplia sonrisa.
—No, no es cierto. Jamás le he ofrecido dulces a la niña, como tampoco le

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ofrezco nada a los demás niños a los que veo en el parque cuando me dirijo a la
panadería.
—¿La señora Bertels miente?
—Es evidente que así es.
—Sin embargo, me pregunto por qué una anciana mentiría en una cuestión como
ésta.
—Sí, ya me lo imagino.
—¿Qué es lo que se imagina?
—Que se lo pregunta usted.
—¿Conocía usted bien a la niña?
Era consciente de que aquélla hubiera sido la siguiente pregunta de Menkhoff,
pero la formulé yo, interviniendo de forma deliberada a fin de aligerar la tensión que
se había creado.
La perenne sonrisa de Lichner me enfocó ahora a mí.
—Sería tan amable de concretarme ese «bien», señor… ¿Cómo era exactamente?
¿Es usted becario o ya ostenta el rango de subinspector?
Comencé a sentir un ligero cosquilleo en la raíz del pelo.
—Sí, exactamente, ya soy subinspector, y con mi pregunta pretendía aclarar si
conocía usted a los padres de la niña. ¿Tenía usted, o tiene en la actualidad, algún
contacto con la familia?
—No. No lo he tenido jamás ni tampoco lo tengo ahora, de modo que he de
expresar un tercer no; no conocía bien a la niña.
—¿Y usted cómo explica que la señora Bertels decida mentirnos en esta cuestión?
—volvió, para mi alivio, a tomar la palabra Menkhoff—. ¿Se le ocurre alguna
justificación inteligente, doctor?
Nicole Klement se liberó del abrazo del psiquiatra y se apartó sin pronunciar
palabra. Retrocedió hasta las escaleras. Durante unos segundos oímos alejarse sus
pasos.
—Probablemente podría ofrecerles una explicación adecuada, señor inspector. No
obstante, no lo haré, porque ello forma parte de sus obligaciones y no de las mías.
Había desaparecido su sonrisa. Se volvió hacia las escaleras con un gesto
apresurado.
—Le ruego que me disculpen ahora, por favor. Mi descanso está a punto de
finalizar.
Menkhoff alzó la mano.
—Un momento, una última pregunta.
Lichner asintió a desgana, tal como se le concede a un niño cansinamente
alborotador algo que solicita.
—De acuerdo. ¿Cuándo ha muerto exactamente la niña?

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Con aquello nos sorprendió tanto a mi compañero como a mí.
—¿Cómo se le ha ocurrido esa pregunta?
La mirada de Lichner se posó brevemente en el techo.
—Su última pregunta, señor inspector. Dado que la declaración de una anciana
me incrimina, es evidente que soy sospechoso, y en ese caso la pregunta prioritaria, la
más importante de todas, ha de ser la de cuestionar dónde me encontraba y haciendo
qué en el instante en el que la niña fue asesinada. Pero, para poder responderle,
necesito saber en qué momento murió aquella pobre pequeña. Será capaz de
comprender eso… ¿o no?
La sonrisa, ahí estaba de nuevo, esgrimida como arma que empuñaba para
desconcertar a su contrario. O para provocar su ira. O ambas cosas. Bernd Menkhoff
desde luego estaba furioso, y era incapaz de ocultarlo.
—Fue secuestrada el 28 de enero hacia mediodía y probablemente asesinada
aquella misma tarde. De modo que: ¿a qué se dedicó usted la tarde y noche del 28 de
enero, doctor Lichner?
—Déjeme reflexionar un poco… la tarde del 28 de enero… ¡Ah! ¡Ya sé! Me fui
de compras a la ciudad. Solo, toda la tarde.
—¿Toda la tarde? —pregunté—. ¿Y su consulta?
Sacudió la cabeza en un gesto teatral de desespero.
—No, ciertamente la realidad no puede competir en absoluto con las intrigantes
películas policíacas que se ven en televisión. —Me dirigió una mirada compasiva—.
El inspector de la serie Tatort hubiera sido tan hábil como para leer la placa situada
justo al lado de la puerta, en la que se indican las horas en las que permanece abierta
mi consulta. Y hubiera sabido por tanto que ésta está cerrada los viernes por la tarde,
y que, por supuesto, el 28 de enero era un viernes.
El cosquilleo afectaba ahora a mi cuero cabelludo y era mucho más intenso que
antes. Cómo podía yo…
—¿Puede confirmar alguien su presencia en Aquisgrán aquella tarde? —resopló
Bernd Menkhoff—. ¿Alguien le vio? ¿La dependienta de alguno de los
establecimientos a los que entró a comprar?
Lichner le miró como si dudara de lo oído.
—¿Quiere usted saber si existe la posibilidad de que una dependienta, a quien he
pagado hace más de dos semanas algún tipo de producto, pudiera recordarme? ¿Me
está hablando en serio, señor inspector?
—¿Cuándo volvió usted de sus compras? —preguntó Menkhoff, ignorando
aquella provocación evidente.
—Creo que sobre las siete, tal vez siete y media.
—¿Y esto? ¿Puede confirmarlo alguien?
Sonrisa petulante.

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—Claro que sí. Recuerdo que, justo al llegar a casa, esa maravillosa mujer que
acaban ustedes de conocer y yo, ¿cómo podría expresarlo adecuadamente?… en fin,
ni siquiera logramos llegar al dormitorio. Y le aseguro que ella será más que capaz de
recordarlo.
—Volveremos a contactar con usted —gruñó Menkhoff y me tocó levemente el
brazo—. Venga, vayámonos de aquí.
—¿He de permanecer en la ciudad o algo parecido? —nos gritó Lichner mientras
alcanzábamos la salida. Ambos le ignoramos.
—¡Qué gilipollas más arrogante! —siseó Menkhoff a mi lado cuando dejamos
atrás la casa.
—Sí, al parecer se cree superior en todos los aspectos —asentí—. Nunca dejaré
de preguntarme cómo hombres como él logran atraer a mujeres como esa Nicole
Klement.
Mi compañero murmuró algo inaudible, avanzó unos pasos, y añadió:
—Si logro descubrir que ese individuo está de algún modo cubierto de mierda,
volveré para partirle el culo.
Contaría para ello con mi apoyo, desde luego.
Llamamos al timbre de la casa de Marlies Bertels, pero la anciana no nos abrió.
Realicé un segundo intento, pero no se percibía ningún rumor tras la puerta.
—Quizá haya salido a comprar. —Menkhoff señaló con un leve gesto de su
cabeza en dirección al parque infantil, donde se encontraba la casa de la familia
Körprich—. Preguntemos a los padres de Juliane si saben algo de esos supuestos
dulces.
Mientras aguardábamos ante la casa de los Körprich a que nos abrieran la puerta,
me fije en el parque infantil, del que poseía una vista completa desde nuestra
posición. No era excesivamente amplio. Junto a los dos columpios que se
balanceaban desde su andamio había situadas tres barras paralelas a diferentes
alturas. También vi dos figuras de madera alzadas sobre un grueso muelle, un gallo y
un pato, que resultaban aptas incluso para los más pequeños, además de un tobogán
de intenso color rojo. El amarillo del pato se había perdido en varias zonas y las
manchas oscuras que lo sustituían causaban la impresión de que el pato se había
sumergido en el barro.
Cuando se abrió la puerta, y apareció Petra Körprich, tuve que contenerme para
no estrecharla consoladoramente entre mis brazos. Había leído en el informe que
tenía treinta y dos años. Cuando la había visto por primera vez, la mañana siguiente al
día en que encontramos finalmente a su hija, su aspecto era lamentable: estaba
llorosa, desesperada. Pero cuando abrió parecía tener no menos de cincuenta años. La
figura que se recortaba en aquel umbral iba sin maquillar, el largo cabello rojizo
descuidadamente recogido en un moño del que escapaban varios mechones

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desordenados. Su rostro estaba macilento y demacrado, y la mirada que nos dirigían
sus ojos verdes tenía un desvalimiento casi infantil. Sabía que estaba recibiendo
atención psicológica, y en aquel momento se intensificó mi anhelo de que su médico
supiera ofrecerle consuelo.
—Señora Körprich —comenzó Menkhoff, acompañando su voz de más
compasión de la que yo jamás hubiese pensado que fuese capaz de expresar—,
discúlpenos, por favor, pero nos ha surgido una duda y le estaríamos muy agradecidos
si nos permitiera formularle una pregunta.
Ella asintió, muda, y se apartó a un lado para dejarnos pasar, pero Menkhoff alzó
la mano en un gesto de rechazo.
—No, no, gracias, no es necesario. Sólo será un momento.
Se repitió el mudo asentir.
—Señora Körprich, ¿conoce usted al doctor Lichner? Tiene su consulta en esta
misma calle, allí detrás, en la casa amarilla.
Aparecieron unas arrugas en su frente.
—No. Bueno… le he visto alguna que otra vez. Solemos saludarnos, pero… no,
no le conozco en realidad. ¿Por qué pregunta?
Menkhoff examinó atentamente la puntera de sus zapatos.
—Su vecina, la señora Bertels… ha declarado haber observado en varias
ocasiones cómo el doctor Lichner le ofrecía a su hija algunos dulces, ahí, en ese
mismo parque infantil. ¿Sabía usted algo de eso?
Sus pupilas se dilataron y sus ojos se tornaron acuosos.
—¿Dulces? ¿A mí…? Pero, ¿por qué…? No, no sabía nada. —Se encontraba
visiblemente alterada—. Por favor, dígame… ¿Está esto relacionado de alguna
manera con la muerte de Juli?
Las lágrimas se desbordaron finalmente trazando dos líneas brillantes a lo largo
de su rostro delgado. Me inspiraba una compasión infinita.
Menkhoff cuidó aún más su tono de voz.
—No podemos afirmar nada aún, señora Körprich. De momento sólo contamos
con la declaración de su vecina. Hemos hablado con el doctor Lichner, que niega
haberle ofrecido jamás nada a su hija. ¿Han tenido ambos algún tipo de contacto, que
usted sepa?
—No, no sé nada de eso. —Ella se adelantó un paso, deteniéndose muy cerca de
mi compañero. Retorcía y enlazaba sin descanso los dedos de ambas manos ante su
vientre, como pequeñas víboras inquietas—. ¿Cree usted que tal vez él…?
Menkhoff realizó un gesto conciliador.
—No debemos descartar ninguna posibilidad, pero la declaración de la señora
Bertels no justifica por sí misma una sospecha de ese tipo. Sobre todo si se considera
que tampoco es capaz de situar en el tiempo su observación. Ya tiene una edad… En

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fin, gracias por habernos atendido.
—Si averiguasen algo nuevo… Quiero decir…
—Sí, la informaremos inmediatamente. Por supuesto. Adiós, señora Körprich.
Ella vaciló, como si hubiese olvidado qué más exigía de ella su guión, pero
finalmente se decidió a darse la vuelta y desaparecer en el interior de la casa.
Aguardamos a que hubiera cerrado la puerta y fue entonces cuando habló Menkhoff
con autoridad incuestionable.
—Nos volvemos. Y descubriremos quién miente: la señora Bertels o el doctor.

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CAPÍTULO

22 de julio de 2009

No se pudo localizar al abogado de Lichner, por lo que, dado que el psiquiatra seguía
negándose obstinadamente a responder a nuestras preguntas, Menkhoff le ordenó a
Marco Egberts que le recluyera de forma provisional en las celdas de arresto de la
comisaría. Puesto que ya eran más de las nueve, se imponía una llamada a Mel.
Tal como era de esperar, mostró un entusiasmo más bien moderado cuando supo
que aún permanecía en la comisaría a aquellas horas y, además, ignoraba cuándo me
sería posible aparecer por casa. Le prometí compensarla con una cena al día
siguiente, pero, incluso mientras expresaba la promesa, las dudas de poder cumplirla
me causaron cierto desasosiego.
También Menkhoff realizó varias llamadas, ladrándole malhumorado al auricular.
Tras dar por finalizada su última conversación, se dejó caer violentamente hacia atrás
en su sillón, el cual protestó por el maltrato con un prolongado quejido.
—Los de la científica ya han concluido su trabajo. No hay indicios de la niña,
pero se han esforzado por recopilar todo lo que pudiera resultar de interés: cabellos y
cosas así. Ahora lo llevarán a analizar. No te puedes ni imaginar siquiera a qué
métodos me he visto obligado a recurrir para garantizar que los resultados
preliminares estuviesen listos para mañana por la mañana. En el laboratorio no
parecen ser muy proclives al trabajo nocturno.
—Ya. Y… dime, Bernd: ¿no crees que tal vez pudiera tratarse de un acto de
venganza hacia Lichner?
—¿Falsificando para ello el registro? Me parece absurdo. ¿Quién se tomaría
tantas molestias? Sin olvidar que ese tipo de intervención constituye un delito. ¿Y la
vecina que dice haber visto a la niña? ¿Qué hay de eso? No, Alex; estoy convencido
de que ese cerdo ha hecho desaparecer a su propia hija. Sólo podemos rezar para que
no le haya causado ningún daño irreparable aún.
—Tienes razón, sólo era una idea. Pero me pregunto el por qué de esa
desaparición. ¿Y dónde se encontrará la madre?
Abrió mucho los ojos.
—Maldita sea. Ya había pensado en ello antes y después me he olvidado. Estaba
tan furioso que no…

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No acabó la frase. Sacudió reprobadoramente la cabeza al tiempo que extendía la
mano para alcanzar el teléfono.
Si esa niña existía realmente, y todo parecía indicar que así era…
—¿Cuándo salió Lichner en libertad, exactamente? —pregunté, obviando el
hecho de que Menkhoff sostenía el auricular del teléfono pegado al oído.
—En el año 2007, creo que en el mes de abril… —Se apartó de mí—. Sí, soy
Menkhoff. Necesito otro dato del registro.
Abril del año 2007. Si la hija de Lichner existía realmente había sido engendrada
antes de que éste abandonara la prisión. Recordé que, en algún momento del verano
de 2006, o quizá fuera otoño, habíamos sido informados de que a Lichner se le
permitiría abandonar la institución penitenciaria durante el día a fin de que volviera a
habituarse a una vida en libertad. En teoría era posible que hubiera aprovechado esos
momentos para encontrarse con una mujer. Pero, ¿cuál? ¿Había conocido a alguna
mujer mientras disfrutaba de aquella libertad parcial? ¿Y la había dejado embarazada
inmediatamente? ¿O tal vez se trataba de alguien a quien ya conocía?
—¡Precisamente ahora! —interrumpieron los gritos de Menkhoff mis
pensamientos—. De acuerdo, sí, bien. Pero devuélvame la llamada en cuanto ese
trasto vuelva a funcionar.
El auricular aterrizó sobre su soporte y Menkhoff le dirigió al aparato una mirada
letal, como si en éste se situase el origen de su enfado.
—«Problemas informáticos», estoy más que harto de oír eso. Todo
completamente informatizado, cada pocos meses nos instan a seguir alguno de sus
cursitos para que seamos capaces de manejar toda esa mierda, pero cuando necesito
un simple dato hay «problemas informáticos».
—Se me acaba de ocurrir algo, Bernd. Si Lichner no fue puesto en libertad hasta
abril, pero la niña nació en junio de ese mismo año, ha debido estar viéndose con
alguna mujer durante el tercer grado.
—Sí, ¿y qué? Dios, imagina qué es lo primero que harías tú al abandonar una
prisión en la que durante años has estado viendo únicamente peludos culos
masculinos. ¿Qué?
—¿Crees que salió a buscar una mujer cualquiera? Me resulta difícil de imaginar
tratándose de él.
Menkhoff se encogió de hombros.
—¿Qué sé yo? Tal vez se haya reencontrado con alguna mujer a la que conocía de
su vida anterior.
Era palpable que estaba pensando exactamente lo mismo que yo.
—Lo sabremos en breve —continuó con voz audiblemente más insegura—. En
cuanto vuelva a funcionar ese estúpido ordenador.
Como si se hubiese tratado del pie que daba paso a su actuación, comenzó a sonar

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el teléfono.
—¿Sí? Aquí Menkhoff. —Constaté cómo se mudó la expresión de su rostro. Se
aferró a un bolígrafo con gesto apresurado—. Un momento, más despacio. —
Garabateó algo en la hoja de papel que tenía delante, dio las gracias a su interlocutor
y colgó—. La madre de la niña se llama Zofia Kaminska…
—Eso parece un nombre polaco.
Y él parecía aliviado.

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CAPÍTULO

10

14 de febrero de 1994

Mientras conducía, no dejaba de pensar en el doctor Lichner y su compañera. Aquel


hombre se había comportado de una forma muy extraña, y aquello no acababa de
tener sentido para mí. Se había esforzado por provocarnos deliberadamente, sobre
todo a Menkhoff, a pesar de que parecía lo suficientemente inteligente como para
saber que, como policías que éramos, podíamos llegar a causarle serios problemas.
¿A qué se debía aquella actitud tan desafiante? ¿O simplemente formaba parte de su
carácter y le resultaba imposible comportarse de forma diferente? Me hubiera gustado
poder discutir aquello con Menkhoff, aclarar con él mis dudas, pero su rostro me
aconsejó dejarlo estar por el momento. Se había reclinado hacia atrás en el asiento del
acompañante, recostándose en el reposacabezas, y sus párpados entreabiertos
apuntaban al frente. Probablemente seguía furioso. Logré dirigirle disimuladamente
alguna que otra mirada escrutadora. Había peinado su cabello negro y largo hacia
atrás, utilizando gomina para controlarlo, aunque las puntas de un díscolo mechón le
rozaban ahora la nariz. No era la primera vez que me preguntaba si aquel ligero
bronceado de su piel procedería de una exposición regular a rayos UVA, aunque no
me parecía propio de él. Hubiera podido pasar sin problemas por español o italiano,
tal vez contara con algún antepasado de procedencia mediterránea. Menkhoff no
podía considerarse un hombre atractivo en el sentido convencional, pero, según había
tenido ocasión de comprobar, a las mujeres les parecía interesante. No habíamos
intimado aún lo suficiente como para que me hablara de su vida privada, pero sabía,
por los comentarios de otros compañeros, que vivía solo y era un solterón
empedernido. Al recordar sus frecuentes ataques de mal humor, y sus imprecaciones
a quienes tema a su lado, aquello no me sorprendía en absoluto.
Alcanzamos la comisaría cuando faltaba poco para que dieran las dos de la tarde.
Mientras subía tras Menkhoff las escaleras de la segunda a la tercera planta, me
pregunté una vez más por qué compartía sus manías y prescindía del ascensor. Le
seguía siempre a todas partes, incluso por las escaleras.
Menkhoff no utilizaba nunca los ascensores, fue una de las primeras cosas de las
que me informó en nuestro primer día de trabajo. No debido a un posible problema de
claustrofobia, tal como subrayó; no, en absoluto, sino porque pretendía mantenerse en

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forma subiendo escaleras. Sin embargo, tal como había tenido ocasión de comprobar
por entonces, el inspector solía huir de cualquier actividad física de carácter
deportivo.
Cuando hubo alcanzado el descansillo superior se detuvo y se volvió hacia mí.
—¿Qué opina usted de ese doctor Lichner, Seifert?
Reprimí la pregunta que inmediatamente había acudido a mi mente: «¿qué
necesidad había de discutir aquel asunto allí mismo, en las escaleras?», y me esforcé
por ofrecerle lo más rápidamente posible alguna respuesta válida.
—Al igual que usted pienso que es un hombre arrogante y…
—¿Pero cree usted que miente? ¿Qué tiene algo que ver con esto? ¿Qué piensa?
—Bueno… pues… Es difícil de saber si quien nos ha mentido ha sido el doctor
Lichner, o, por el contrario, la anciana. Quizá ella simplemente haya confundido a
Lichner con otra persona, no me parecería extraño que comenzara a fallarle la vista.
Porque, si Lichner estuviera realmente relacionado con este asunto, ¿no sería más
cuidadoso con nosotros? Debería ser consciente de que con una actuación como la de
hoy sólo lograría que nos tomásemos un interés especial por comprobar su posible
implicación en el asesinato.
Bernd Menkhoff permaneció mudo unos instantes, pareciendo examinar con
detenimiento la pared color crema a mi lado. Después se dio la vuelta abruptamente y
se alejó por el pasillo sin pronunciar palabra.
Una vez en nuestro despacho, encendí mi ordenador mientras continuaba
observando a Menkhoff, el cual había apoyado ambos codos sobre el escritorio y
miraba a través de la ventana hacia la calle. No me pareció probable que observara ni
el día sombrío, ni los árboles, con sus ramas cubiertas por finas capas de helados
cristales, que se distinguían en el exterior. La conversación mantenida con el
psiquiatra parecía haberle afectado más de lo que había supuesto en un principio.
—¿Puedo preguntarle qué cree usted?
Se sobresaltó ligeramente y posó en mí su mirada.
—¿Cómo dice?
—El doctor Lichner. Me acaba de preguntar cuál es mi opinión con respecto a él.
Pero, ¿qué cree usted?
Se irguió en su asiento y repentinamente volvió a ser el mismo Menkhoff de
siempre.
—Ya se lo he dicho, no es más que un gilipollas arrogante. Y estoy convencido de
que nos ha mentido.
—¿Piensa que puede estar relacionado de alguna manera con el asesinato de la
pequeña?
—No iría yo tan lejos, pero ese pavoneo suyo tampoco ha de significar que no lo
esté. Es psiquiatra, Seifert, tal vez nos esté manipulando para que lleguemos

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precisamente a esa conclusión.
Por supuesto, Menkhoff podía estar en lo cierto, era mucho más experto que yo
en estas cosas; pero, aun así…
—¿Y qué opinión le merece su compañera, Nicole Klement?
Hizo un gesto como restándole importancia que me resultó forzado, sobre todo,
después de advertir su titubeo.
—Ya ha podido comprobar cómo se comporta con ella. Imagino que desconoce
por completo las actividades de ese individuo.
Tampoco aquello me pareció del todo convincente. Mi ordenador de sobremesa se
había puesto en marcha entretanto, tecleé mi usuario y contraseña, inicié el programa
de texto y comencé a redactar mi informe.
Poco después de las tres mantuve una conversación con los compañeros que
habían estado previamente recabando información en el vecindario de la familia
Körprich. Me sorprendió saber que el doctor Lichner se había mostrado muy atento y
servicial con ellos.
Repasé los informes y no encontré nada en aquellos relacionados con Lichner que
pudieran servirnos de ayuda. Busqué el escrito que recogía la declaración de Marlies
Bertels y lo hallé en la misma carpeta. Según indicaban los compañeros, la anciana
había insistido en repetidas ocasiones en que no había observado nada relevante, tal
como ya había recordado Menkhoff. Sin embargo, me pareció de lo más interesante
un párrafo concreto de la declaración, sorprendente hasta tal punto que tuve que
correr a mostrárselo a Menkhoff inmediatamente.
Cuando llegué a nuestro despacho, me explicó que acababa de mantener una
conversación telefónica con Marlies Bertels, quien acababa de volver a su casa.
Mantenía su afirmación de que había visto al doctor Lichner ofrecerle dulces a
Juliane. Me invadió una sensación de triunfo cuando le tendí las hojas de papel del
informe a mi compañero.
—¿Sí? Pues lea esto, Menkhoff.
Coloqué los documentos ante él sobre la mesa y le señalé el pasaje que me
interesaba que leyera.
A la pregunta del inspector jefe G. Spang de si había visto a Juliane Körprich
jugar en el parque el día de su desaparición contesta M. Bertels lo siguiente: No,
desde mi ventana no es posible ver el parque, lo ocultan los setos.
—¡Pero, qué demonios…! —Menkhoff aferró los papeles para acercárselos más a
la vista y releyó otra vez el párrafo completo. Al acabar dio un golpe seco sobre la
mesa con la palma de la mano—. ¿Pretende tomarnos el pelo? Vayamos de nuevo
hacia allá y averigüemos de una vez por todas cuál de los dos nos ha estado
mintiendo.

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CAPÍTULO

11

22 de julio de 2009

Tras la última llamada telefónica de Menkhoff, decidimos marcharnos por fin a casa.
Ignorábamos qué le había sucedido a la niña desaparecida, pero poco podríamos
averiguar ya aquella noche. Mientras conducía, permanecimos sentados en silencio,
sin mirarnos, con la vista fija en la calzada.
En las últimas horas, mi memoria había recuperado imágenes que había creído
desaparecidas mucho tiempo atrás: las noches interminables vividas durante el juicio
de Lichner, cuando el sueño sólo se dignaba concederme apenas unos escasos
minutos de su plomizo abrazo antes de liberarme brutalmente y me despertaba
angustiado. Después, las semanas, meses, que siguieron a su condena. Día tras día me
repetía a mí mismo, como si de un mantra se tratase, que no era muy probable que
hubiesen cometido un error primero un experimentado policía, después un juez y
varios fiscales; y que, en cambio, un novato como yo estuviese en lo cierto con lo que
no podía ser más que un presentimiento.
Dirigí una rápida mirada al hombre a mi lado. Menkhoff me observaba,
probablemente desde hacía ya varios minutos.
—Dilo, Alex —me animó al fin con un gesto de su cabeza—. Puedo leer en tu
rostro que estás deseando explicarme cómo no debo tratar a ese gilipollas de Lichner.
Así que, por favor, adelante, no te reprimas.
Abandoné la A4 en dirección a la A44 y me mezclé en el tráfico fluido.
—No, no pretendo decirte cómo debes actuar con Lichner. Pero sí te diré que creo
que te estás implicando demasiado en este asunto, una vez más.
—Ah, ¿esa es tu opinión? No me digas. Hace quince años, sin embargo, decidiste
guardarte para ti lo que pensabas mientras yo arriesgaba el cuello. ¿Por qué no abriste
la boca entonces, señor inspector jefe? No. Y cuando finalmente se demostró que yo
estaba en lo cierto, te beneficiaste de mi éxito, aceptando felicitaciones por la buena
labor realizada.
Su tono de voz había alcanzado ese volumen característico de los momentos en
los que Menkhoff pretendía señalarle al mundo que estaba especialmente enfadado,
por lo que me esforcé por continuar aquella conversación de la forma más calmada
posible. Sabía que aquella actitud mía solía enfurecerle aún más, lo cual,

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precisamente, era lo que me proponía.
—Entonces no abrí la boca, cierto. No era más que un novato. Me habrías
arrancado la cabeza, y lo sabes perfectamente, señor inspector jefe.
Habíamos llegado a Brand y me adentré en la calle en la que vivía mi compañero.
Guardamos silencio hasta que me detuve ante su casa. Liberó la hebilla del cinturón
de seguridad y fijó en mí una mirada serena.
—Confía en mí, Alex.
Su voz parecía haber recobrado la calma. Asentí.
—Hace mucho que confío en ti, Bernd, pero eso no significa que me deba parecer
correcto todo lo que haces.
—¿Crees que ha sido un error que le hayamos encerrado hoy?
—No, no creo que lo haya sido. Según parece, esa niña existe y vivía con él.
Nuestra actuación ha sido correcta, pero aun así… Cuando sólo llevaba un par de
meses en la división criminal, un policía experto, casualmente mi compañero de
entonces, me ofreció un consejo importantísimo: Si permite que afloren sus
sentimientos —me dijo— perderá la objetividad, y eso le hará perderse detalles.
Bueno, y ese consejo…
Bernd Menkhoff apoyó su mano en mi hombro, me lo presionó levemente, y se
bajó del coche. Antes de cerrar definitivamente la puerta se inclinó de nuevo en mi
dirección.
—¿A las ocho?
—A las ocho. Y dale recuerdos a Luisa de mi parte si aún no se ha dormido.
Asintió y dejó que la puerta se cerrara con un golpe seco.
El trayecto desde la casa de Menkhoff hasta Kornelinmünster, localidad en la que
Mel y yo habíamos adquirido una granja reformada y modernizada en el año 2000,
poco después de nuestra boda, no me llevó más de diez minutos. Atravesé
Grachtstrasse y giré por Krauthausen hacia Bilstermühler Strasse. Apenas cinco
minutos más tarde estacioné el Audi ante nuestra casa y me apeé. En el garaje sólo
había plaza para un vehículo y habíamos acordado guardar allí el descapotable de
Mel y dejar el coche oficial a la intemperie. Ella trabajaba en una sucursal bancaria
en Theaterstrasse, en Aquisgrán, y detestaba depender del transporte público.
Consulté mi reloj: las diez menos cinco. Acababa de comenzar aquel momento del
día que tanto amaba en los meses de verano, ese período de apenas veinte minutos en
el que la proximidad de la noche generaba siempre cambiantes, dispersos velos de
oscuridad, cubriendo con ellos poco a poco la luz diurna hasta hacerla desaparecer
del todo.
Inspiré profundamente y abrí la puerta. Tal vez Melanie estuviera dispuesta a
compartir conmigo una copa de vino en el porche trasero. Al entrar en el salón, ya
pude ver a través de las abiertas cristaleras que era allí precisamente dónde me

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aguardaba. Sostenía un libro entre sus manos y sus pies desnudos descansaban sobre
el asiento de una silla cercana. Había recogido su cabello rubio, que le alcanzaba los
hombros, en una cola de caballo, de modo que le acariciaba sólo el borde de su
blanca camiseta de tirantes. Cuando me vio acercarme dejó caer el libro mientras me
dedicaba una sonrisa.
—Hola, nocturno. ¿Ya has terminado tu jornada?
Me incliné para besar su nariz cubierta de delicadas pecas.
—Siento lo de la cena, de verdad. Estaba dejando a Bernd ante su casa cuando
llegó aquella llamada.
Abandonó el libro sobre la mesa, la sonrisa ya ausente de su rostro.
—¿He entendido bien lo que me has comentado por teléfono? ¿Está relacionado
con ese psiquiatra al que detuvisteis hace años?
—El doctor Lichner, sí. No te puedes ni imaginar cómo nos quedamos cuando le
tuvimos ante nosotros.
—¿Ignorabais a quién estabais visitando?
Alcé una mano.
—Te lo explico todo en un momento, voy a por una copa de vino. ¿Quieres que te
traiga otra?
Su mirada de reproche fue respuesta suficiente. Por supuesto que quería.
Sólo necesité cinco minutos para ponerla al tanto; no me interrumpió ni una sola
vez. Cuando terminé mi relato, probó el vino de su copa para después apoyarla sobre
su muslo.
—¿Qué clase de persona es capaz de hacer desaparecer a su propia hija? ¿Crees
que le ha podido hacer algún daño?
—No lo sé, pero se trata de un personaje bastante extraño. Ya sabes cuál es su
historia. Creo que no he conocido jamás a una persona tan insoportablemente
arrogante y mordazmente sarcástica como él.
—A pesar de ello, tuviste tus dudas en el pasado.
—Sí, o quizá precisamente debido a ello. No quise creer que la verdad fuera tan
evidente. Me resultó todo demasiado… sencillo.
—¿Y lo de Bernd con Nicole Klement?
Durante unos instantes vi ante mí el rostro de Menkhoff distorsionado por la ira.
No en su versión actual, sino en aquella otra de quince años atrás.
—Eso por añadidura. Deberías haberle visto entonces, cuando me refería cómo la
trataba Lichner. No pude evitar dudar si realmente se hallaba convencido de la
culpabilidad de Lichner o… o si simplemente pretendía proteger a Nicole alejando al
psiquiatra de ella.
—El tiempo se encargó de solucionar aquello.
—Sí, es verdad.

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Pero nunca le había explicado a Melanie cuán significativas habían sido mis
dudas, hasta el punto de que había llegado a cuestionármelo todo: a mi compañero, a
mí mismo, a mi trabajo. Nunca más volví a experimentar algo así y esperaba no
revivirlo jamás.
Nos tomamos una segunda copa de vino y le rogué a Melanie que me explicara
cómo había transcurrido su día. Confiaba en que su relato lograra despejarme la
cabeza y me distrajera lo suficiente como para poder conciliar después el sueño. Me
relató una historia acerca de uno de sus compañeros de trabajo con problemas de
alcoholismo, a quien aquella misma tarde había sorprendido el director de la sucursal
sacando una petaca de un cajón de su escritorio para llevársela a los labios. Una
media hora más tarde nos pusimos en pie, ordenamos un poco el porche y subimos a
la planta superior.
En el baño extraje del tubo de dentífrico un gusano a rayas rojas y blancas que
deposité con cuidado sobre mi cepillo de dientes, y me dirigí una mirada crítica en el
espejo. Mi cabello había sido rubio en mi juventud, adquiriendo en verano un matiz
aún más luminoso. La tonalidad actual, sin embargo, apenas era identificable con
ningún color en concreto. Ni de lejos podía calificarse como rubio, pues era más bien
oscuro, pero tampoco parecía castaño, ni, por supuesto, negro. Sólo esos pocos
mechones que me caían sobre la frente aún guardaban su dorado brillo luminoso. Me
miré a los ojos y recordé cómo los había descrito Melanie cuando nos conocimos, los
ojos de un niño grande, tintados del gris azulado más resplandeciente que jamás he
visto. No pude evitar sonreír.
Melanie me habló de nuevo cuando, dos minutos después, me deslicé entre las
sábanas.
—¿Y la madre de la niña? ¿Esa mujer de nombre extranjero? ¿No sería posible
que Lichner esté ocultando a su hija porque teme que ella se la quite?
Me arropé con las mantas.
—Bueno, sí; pero, ¿por qué insiste entonces en que no tiene hijos? No tiene
ningún sentido, ¿no te parece? En cualquier caso, mañana por la mañana nos
dedicaremos a investigar a esa tal Zofia como-se-llame.
—¿Crees que podrás dormir?
—La verdad, no lo sé, aún no dejo de darle vueltas a multitud de cosas.
—Quizá pueda ayudarte a que desaparezcan de tu mente esas cosas. ¿Quieres?
Con una sonrisa seductora alzó las mantas en su lado de la cama. Me deslicé
hacia ella y Melanie logró, como por arte de magia, que se esfumara el tornado que
hasta entonces había estado asolando mi mente, girando vertiginosamente alrededor
del doctor Lichner, Bernd Menkhoff, una niña y una mujer. Al menos, durante un
rato.
Cuando media hora después me dejé caer de nuevo, agotado, en mi lado de la

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cama, mis pensamientos no se demoraron mucho en volver a centrarse en mi
compañero y en aquel hombre que iba a pasar la noche en las celdas de arresto de la
comisaría de Aquisgrán.

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CAPÍTULO

12

14 de febrero de 1994

La anciana no nos esperaba en esta ocasión cuando nos acercamos a su puerta, y


tampoco parecía ocultarse tras la ventana. Antes de pulsar el timbre nos situamos de
espaldas a la casa y examinamos los arbustos con los que lindaba el parque infantil
que marcaban el término de aquella pequeña calle sin salida. Sobrepasaban
ampliamente los dos metros de altura. A diferencia de los árboles, que curioseaban
aisladamente por entre aquella espesura, no habían perdido sus hojas. Se trataba de
laurel en su mayor parte, cuyo verde oscuro y opaco resultaba frío en esa época del
año. La casa de la familia Körprich, situada al otro lado de la calle, quedaba detrás
del parque, en ángulo, y desde donde nos encontrábamos apenas lográbamos
visualizar una de sus esquinas.
—Resulta del todo imposible controlar el parque desde esta ventana —dijo
Menkhoff. Blancas nubes dispersas acompañaron aquellas palabras masculladas entre
dientes. El vaho se disolvió en la nada a pocos centímetros de su boca.
Marlies Bertels se sorprendió muchísimo al vernos, manifestó de forma muy
elocuente su satisfacción por nuestra visita y nos volvió a guiar a su estancia más
preciada.
—¿Por qué no me comentó que pretendía venir cuando habló conmigo por
teléfono hace un momento? —Se apoyó en la mesa con ambas manos, descendiendo
lentamente hasta dejarse caer en una de las sillas—. ¡Había previsto prepararles un
pastel!
—Ha surgido algo después de nuestra conversación telefónica, señora Bertels,
que ha planteado la necesidad de nuevas preguntas. —Menkhoff dejó el informe
sobre la mesa y señaló con el dedo el párrafo comprometedor—. En estos papeles se
recoge la conversación que mantuvo usted con nuestros compañeros dos semanas
atrás. ¿La recuerda?
El rostro de la anciana dejaba traslucir cierta indignación.
—Por supuesto que lo recuerdo, señor agente, aún no he perdido la cabeza.
—Inspector —rectificó Menkhoff.
—¿Cómo?
—Mi cargo es inspector, señora Bertels.

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—Bueno…
—¿Recordará usted entonces haber declarado que no había visto a la pequeña
Juliane en el parque el día de su desaparición?
—Claro, por supuesto, es cierto que lo dije.
—¿Y también es cierto que no hubiera podido advertir la presencia de la niña
aunque hubiera usted decidido asomarse a la ventana porque desde su ubicación es
imposible ver el parque?
Ella asintió con fervor.
—Sí, es cierto. Esos setos tan altos me lo impiden, y también hay un nogal.
Cuando caen las nueces al suelo en otoño, aquello siempre…
Menkhoff dio un golpe en la mesa con la palma de su mano haciendo saltar a
Marlies Bertels en su asiento con aquel sonoro estallido.
—¿Y cómo es posible entonces que observara al doctor Lichner ofrecerle dulces a
la pequeña precisamente en el parque, señora Bertels, y no en una sola ocasión, sino
incluso en tres de ellas? ¿Podría explicármelo, por favor?
La anciana clavó en él su mirada, visiblemente intimidada.
—¿Por qué no me responde, señora Bertels?
«Porque tiembla de terror», pensé, y me sorprendí de que un policía tan experto
como Bernd Menkhoff careciera de la empatía necesaria para percibirlo. Había
cometido el mismo error sólo unas pocas horas antes, en idéntico lugar y con la
misma persona.
—Señora Bertels —intervine yo, esforzándome por dotar a mi voz de calma y
comprensión—, estoy convencido de que entre todos podremos aclarar esta cuestión
satisfactoriamente.
Su mirada se posó en mí ahora.
—Pero… yo sí que he… yo…
Miré en dirección a Menkhoff, quien, por fortuna, parecía querer mantenerse al
margen de momento.
—Yo… yo… ¿Dije que los vi en el parque? He debido confundirme, el doctor no
le ofreció a la niña los dulces en el parque… eh… fue en otra parte… sí, fue justo
delante del parque. Ante los arbustos, ahí enfrente mismo, por eso me fue posible
verlo.
La desesperación impregnaba su fina voz y sentí compasión por ella. Por otra
parte, había incriminado al psiquiatra con su declaración, y aunque no soportaba a
aquel individuo, era preciso que averiguáramos la verdad y comprobáramos si
aquellas observaciones eran erróneas.
—¿Tal vez se haya confundido usted? —probé—. No es nada grave si así fuese.
Todos nos equivocamos alguna vez…
—No soy tan vieja como para imaginarme cosas que no existen. Simplemente

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he… no me he expresado correctamente.
—¿Está usted completamente segura? —se interesó de nuevo mi compañero.
—Sí, lo estoy. El doctor le ofreció algo a esa niña y yo lo vi. Dos veces.
—¿Dos? Cuando estuvimos aquí a mediodía aseguró haberle visto en tres
ocasiones. ¿Cuál es la verdad, señora Bertels?
Su cabeza oscilaba peligrosamente.
—Todo esto es culpa suya, pretende confundirme. Cuando estuvo aquí antes
pensé que era usted una persona agradable, pero no lo es; no lo es en absoluto. Sólo
pretende hacerme creer que soy tan vieja que llego a imaginarme lo que veo, pero no
es así. Y tampoco soy estúpida. —Con un movimiento que, dada su constitución,
resultó sorprendentemente acelerado, se puso en pie—. Eso no está bien, señor
agente. Sé perfectamente lo que he visto y lo que no. No es necesario que vuelva
usted por aquí. Y, por supuesto, no le prepararé jamás ningún pastel. Bueno, y ahora
les ruego que me dejen, tengo muchas cosas que hacer.

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CAPÍTULO

13

23 de julio de 2009

Poco antes de las ocho de la mañana ya me encontraba de nuevo ante la puerta de la


casa de Menkhoff. A diferencia de los días anteriores, en los que el calor sofocante
había perlado mi frente de sudor ya en horas matutinas, la temperatura todavía se
mantenía en los límites de lo tolerable. Menkhoff me abrió en ropa interior y se alejó
de la puerta apresuradamente.
—Pasa y prepárate un café. Dame cinco minutos. Luisa está en la cocina con la
señora Christ.
La señora Christ, figura imprescindible en aquella casa, era una mujer corpulenta
de unos sesenta años. Cuidaba de la hija de Menkhoff, que acababa de cumplir los
cinco, durante casi todo el día. No solía coincidir con ella, ya que la mujer llegaba
usualmente en torno a las diez y se marchaba de nuevo entre las seis o las siete de la
tarde, en cuanto Bernd o Teresa, uno de los dos, volvían del trabajo. Esa semana, sin
embargo, se había presentado algo más temprano para ayudar a Luisa a vestirse antes
de acudir a la guardería. Teresa Menkhoff ostentaba el cargo de director médico en el
Hospital Universitario de Aquisgrán y pasaría los próximos seis días en un congreso
de medicina en Nueva York.
Luisa me dedicó la más radiante de las sonrisas cuando me vio aparecer por su
cocina.
—Hola, Alex. Mira, estoy desayunando muesli, igual que papá.
Aquella gran mella que hacía sólo cuatro semanas había sido ocupada por un
incisivo le daba un aire tan travieso que no podía evitar reírme en cuanto la miraba.
La señora Christ me ofreció un café y me senté con ellas a la mesa mientras veía
desayunar a Luisa. Había colocado el envase de muesli ante sí y examinaba con
fascinada atención los dibujos de la caja, introduciéndose simultáneamente una
cucharada tras otra en la boca. Su parecido con su madre era asombroso. No sólo
dejaba adivinar cuál debía de haber sido el aspecto de Teresa cuarenta años atrás:
incluso su cabello era, en color y corte, una imitación exacta del de su madre.
Bernd y Teresa se habían conocido en el año 2000, cuando coincidieron en una
fiesta de cumpleaños. Me alegré mucho por él cuando comprobé que estaban juntos.
Acababa de dejar atrás un período tan traumático de su vida que también yo, al igual

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que sus restantes conocidos y compañeros, había abandonado la esperanza de que
permitiera jamás que alguna mujer se le volviese a acercar lo suficiente como para
superar la clasificación de «encuentro superficial». Se casaron en verano del año
siguiente.
Luisa me sonrió.
—Papá no lleva puestos los pantalones.
Era una niña encantadora.
—Es verdad. Pero está en ello.
Mel y yo habíamos decidido tras nuestra boda aguardar unos años antes de ir a
por los hijos. Cuando, ya en el 2005, creímos que había llegado el momento,
simplemente no llegaron. El ginecólogo afirmaba que no veía ningún problema en
ella, y que la demora solía ser normal en mujeres que llevaban muchos años tomando
la píldora. Seis meses más tarde también yo me dejé examinar por un médico, que
igualmente me aseguró que estaba sano y sin impedimentos para engendrar. A pesar
de ello no se producía ningún embarazo. Para mis adentros ya había aceptado la idea
de renunciar definitivamente a la paternidad, pero no podía expresarlo en voz alta,
por Mel. Ella acababa de cumplir los treinta y cinco y aún podía mantener la
esperanza unos cuantos años más. Y quizá…
Menkhoff apareció en la cocina, besó a su hija y se dirigió a mí.
—Cuando quieras.
Apuré lo que quedaba del café, ya no tan caliente, me despedí de la señora Christ
y de Luisa y abandoné la cocina siguiendo los pasos de mi compañero.
De camino a la comisaría, le expliqué la sugerencia de Mel de que tal vez Lichner
sólo pretendiera ocultarle la niña a su madre. Menkhoff no lo consideraba una
posibilidad muy acertada, pero coincidió en que localizar a aquella mujer se había
convertido en algo prioritario.
En el pasillo de la tercera planta nos salió al encuentro Jens Wolfert, el más joven
de nuestros compañeros, un chico alto y desgarbado de un grueso cabello castaño
que, pese a que lo llevaba muy corto, no perdía su textura casi lanuda. Hacía sólo
pocas semanas que se había incorporado a la División de lo Criminal numero dos y
no lograba que nadie le tomara en serio. Probablemente influía el hecho de que se
tratara del hijo de Peter Wolfert, el secretario de estado de justicia, la persona que
solía actuar como representante del ministro. Todos veíamos en él un ejemplo más
que evidente de nepotismo. Sobre todo porque Jens no dejaba pasar ocasión para
recordarnos quién era su padre. Por añadidura, nuestro compañero parecía creer que
cada vez que dos personas coincidieran en sus caminos estaban obligados a detenerse
para conversar largo y tendido.
—Buenos y maravillosos días —nos saludó con eufórico entusiasmo—. La
comisaria les está buscando, lleva toda la mañana preguntando por ustedes. Por

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cierto, ya me he enterado de lo de anoche. Un secuestro infantil, y han conseguido
pescar a uno de los gordos. Mis más sinceras felicitaciones. Me alegraré de poder
ayudarles, si…
Menkhoff se detuvo bruscamente y se dirigió a mí con expresión de sorpresa.
—¿Estuviste de pesca ayer noche? ¿Sin decirme nada?
—Jajá —rio Wolfert—. Que chiste tan divertido, señor inspector jefe. Tengo que
comentarle a mi padre lo ocurrentes que son sus agentes. Seguro que se alegrará de
saberlo.
Menkhoff continuó avanzando por el pasillo, acercándose al despacho de la
comisaria, situado al final del mismo, al tiempo que sacudía la cabeza en un gesto de
resignación.
—Un pensamiento reconfortante el de estar a las órdenes de su padre —dije yo—,
compañero Wolfert.
No aguardé una respuesta, aunque oí que me gritó alguna cuando ya me había
alejado por el pasillo lo suficiente como para no poder escucharla.
La comisaria al mando de la división de lo criminal número dos, Ute Biermann,
sostenía un auricular cerca de su oreja cuando entreabrimos su puerta tras una breve
llamada anunciadora. Nos hizo señas para que entráramos en su despacho y dio
término a la conversación que estaba manteniendo antes de que hubiéramos
alcanzado las sillas situadas ante su impresionante mesa de caoba.
—Buenos días; tomen asiento, por favor.
Ute Biermann era conocida por su extravagancia, evidente no sólo en sus gafas de
montura llamativamente roja, que ejercían un impactante contraste con su cabello
teñido de azabache y de corte masculino, sino, con frecuencia, también en su forma
de vestir, no demasiado convencional para una mujer que ya había alcanzado los
cincuenta. Solía aparecer por la comisaria envuelta en las más atrevidas
combinaciones de colores sin parecer jamás ordinaria. Aquella mañana, sin embargo,
se había decidido por unos sencillos pantalones de tela gris marengo y una blusa
color beige.
Nuestra superior señaló el informe que descansaba sobre su mesa.
—Explíquenme lo del doctor Lichner.
Dado que Menkhoff no daba señales de disponerse a obedecer sus órdenes, fui yo
quien le expliqué, con todo detalle, lo sucedido la tarde y noche anterior.
—¿Han podido localizar ya a la madre?
—No, nos pondremos a ello inmediatamente.
—Al margen de la llamada anónima recibida, ¿cuentan con algún indicio que
indique que Lichner sea responsable de la desaparición de su hija?
—Su vecina —ahora sí intervino Menkhoff— nos ha confirmado que convive con
una niña, de aproximadamente dos años de edad. El dormitorio infantil recién

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pintado, el dato del registro… ¿Todo ello no le parece suficiente? Por favor, señora
Biermann, ese individuo ya asesinó una vez, hace dieciséis años, a otra niña de corta
edad.
La comisaria levantó la primera página del informe y dejó errar su mirada por la
siguiente.
—Según se indica aquí, la vecina es una especie de… chica punk, incapaz de
confirmar siquiera con seguridad que Lichner viva en aquel edificio.
Menkhoff me dirigió una mirada cargada de reproche.
—Y tampoco se dice nada de un dormitorio infantil, sino, simplemente, de una
habitación recién pintada sin más, anónima. ¿Cómo puede afirmar usted que es, o era,
un dormitorio infantil, señor Menkhoff?
—Pues es evidente. Todas las demás…
—Lo lamento, pero no puedo compartir la lógica de su pensamiento. Y en lo que
respecta al registro: según tengo entendido, allí sólo aparece registrado el nacimiento
de una persona, no su desaparición. ¿Quién le dice que la niña no vive con su madre?
Es lo primero que debería haber comprobado. —Apoyó los codos sobre la mesa y
entrelazó las manos, como si se dispusiera a rezar—. De modo que, al margen de sus
suposiciones, ¿cuenta usted también con alguna prueba, algo que se sostenga ante el
juez de instrucción? —El silencio se prolongó durante largos segundos antes de que,
finalmente, ella asintiera—. Me temía algo así. Muy bien: les doy hasta las dos de la
tarde, es el tiempo máximo que estimo poder entretener al abogado de Lichner
cuando lo localicemos, circunstancia que, gracias a Dios, aún no se ha producido. Si
para entonces no cuentan con nada válido ante la fiscalía o el juez para autorizar una
prisión preventiva, dejaré en libertad al señor Lichner. Con lo que me han presentado
aquí no me arriesgaré a ningún tipo de reclamación, no siento ningún deseo de hacer
el ridículo.
Sentí a Menkhoff tensar la parte superior de su cuerpo.
—Pero, nosotros…
—Gracias, eso es todo. —Consultó su reloj como señal inequívoca de que daba
por concluida aquella conversación—. Están a punto de dar las nueve, señor
Menkhoff. No dispone de demasiado tiempo, debería apresurarse.
El juramento que masculló Menkhoff en el pasillo fue tan subido de tono que
varios rostros curiosos se asomaron a las puertas de sus respectivos despachos.
—Ella tiene razón, aunque no te agrade —le dije, ya en nuestra oficina.
—Que sí, que sí, que sí. Ahórrame tus sabios consejos. Ese cabrón es culpable de
la desaparición de su hija, estoy seguro de ello. Y, ¡maldita sea!, ya encontraré las
pruebas necesarias para demostrarlo.
—Por cierto, he olvidado comentarles algo importante.
Me giré hacia la puerta, sorprendido, y constaté también el sobresalto de

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Menkhoff. En el umbral se recortaba la figura de la comisaria.
—El subinspector Dieghard estará de baja hasta la próxima semana, lo cual les
obligará a responsabilizarse a partir de ahora del nuevo. —Antes de que ninguno de
nosotros pudiera comentar sus órdenes añadió—: Y sin discusión.
Acto seguido desapareció.
Solté lentamente el aire contenido y miré hacia Menkhoff. Parecía estar a punto
de explotar.

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CAPÍTULO

14

14 de febrero de 1994

—¿Qué opinión le merece la vieja?


Nos encaminábamos nuevamente a la casa del doctor Lichner, pues Menkhoff
deseaba interrogar también a su compañera.
—No quiero acusar a la señora Bertels de mentir, pero… todo esto se me antoja
un tanto extraño. Primero omite referirnos una observación trascendental, dos
semanas más tarde recuerda de repente haber visto al doctor Lichner en el parque con
la pequeña en tres ocasiones; un par de horas después, las ocasiones son dos y no se
desarrolla todo en el parque, sino justo delante de éste. ¿No es posible que la buena
señora Bertels simplemente pretenda reclamar un poco de atención?
—Ya lo averiguaremos.
En la sala de espera de la consulta, dos hombres, de unos sesenta años de edad,
aguardaban sentados en las sillas tapizadas en cuero. Tras el amplio mostrador, una
joven rubia vestida con una blusa blanca aporreaba rítmicamente un teclado,
comprobando de forma crítica las palabras que aparecían en la pantalla. No alzó la
vista hasta que nos tuvo justo delante.
—¿Sí? ¿Qué desean?
Se la advertía estresada, pero, aun así, el profundo desdén con el que cargó su
mirada sólo hubiera podido justificarse si nos hubiésemos presentado envueltos en
harapos para solicitarle cinco marcos con los que adquirir una botella de Schnaps.
—Por favor, desearíamos hablar con la señora Nicole Klement —dijo Menkhoff,
provocando con su ruego que la ceja derecha de la mujer se desplazara ligeramente
hacia arriba.
—¿La señora Klement? Esta es la consulta del doctor Lichner. Al lado de la
puerta encontrarán un timbre en el que queda indicado claramente que las visitas de
índole privada…
—Estoy seguro de que tendrá usted la amabilidad de avisarla por teléfono. Dígale
a la señora Klement que el inspector Bernd Menkhoff, y el subinspector Alexander
Seifert, de la policía criminal, desean hablar con ella. ¿Podría hacer eso por nosotros?
La joven mudó la expresión de forma instantánea y desapareció su aire arrogante
para ceder el paso a esa nerviosa inquietud que solía embargar a la mayor parte de las

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personas ante las que nos anunciábamos.
—Claro, por supuesto. Disculpen, por favor. No podía saber…
La joven, a quien un cartelito de plexiglás sobre el mostrador identificaba como
Corinna M., cogió con cierta precipitación un auricular y repitió las palabras
pronunciadas por Menkhoff. Atendió la respuesta unos instantes y acto seguido
colgó. Encaró a Menkhoff, sin rastro de la arrogancia anterior en su semblante pero
sin expresar tampoco atisbo alguno de amabilidad.
—Suban aquellas escaleras, por favor. La señora Klement les aguarda.
—Muchas gracias —dijo Menkhoff con marcada cortesía, aunque Corinna M.,
centrada de nuevo en su teclado, ya no nos prestaba atención.
Nicole Klement nos esperaba en un pasillo, pintado en tonos cálidos, que
encuadraba un suelo de piedra color terracota y quedaba interrumpido por una gran
puerta blanca de doble hoja abierta que permitía la visión de una chimenea con
algunos restos de madera carbonizada. Dos grandes lunas transparentes, insertadas en
el techo inclinado sobre nuestras cabezas, permitían la entrada de suficiente luz como
para dotar incluso al pasillo de un efecto luminoso y acogedor.
Una vez más, no pude sino sentirme impresionado por el aura que rodeaba a
aquella mujer. Al verla, se despertó en mí, de forma instantánea, un incontrolable
instinto protector. Tuve la certeza de que pocos hombres sabrían reaccionar de forma
diferente.
—Buenos días. Por favor, pasen.
Aquella voz…
La chimenea estaba en una estancia de al menos setenta metros cuadrados, que al
parecer cumplía las funciones tanto de sala de estar como de comedor y se había
amueblado con diversas piezas de diseño actual en madera de arce. A la izquierda de
la puerta de entrada se había dispuesto un sofá de cuero negro, sobre el cual colgaba
una pintura de grandes dimensiones que me recordaba lejanamente a El grito, de
Edvard Munch. Nos sentamos frente a una cuadrada mesa de comedor y ella nos
preguntó si deseábamos beber algo. Asintió cuando ambos rehusamos y se limitó a
mirar a Menkhoff, en silencio y como ausente. Mantenía las manos sobre la mesa,
cubriendo una con la otra. Parecía suponer que mi compañero dirigiría aquella
conversación.
—Señora Klement, nos gustaría hacerle algunas preguntas —comenzó éste, y de
nuevo estuve seguro de poder detectar un tono desacostumbrado en su voz—. Antes,
por desgracia, no nos dio tiempo a formulárselas.
Si había albergado la esperanza de que aquella insinuación despertara en ella
algún tipo de reacción, se vio decepcionado.
—Su… su compañero, el doctor Lichner, ha declarado que el pasado día 28 de
enero pasó toda la tarde de compras en la ciudad y que regresó a casa en torno a las

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siete y media. ¿Puede confirmárnoslo?
Ella vaciló.
—No recuerdo qué ocurrió ese día en concreto, pero si Joachim lo dice, será así.
¿No recordaba lo que había ocurrido sólo dos semanas antes? Supuse que mi
compañero saltaría con alguna respuesta mordaz, pero no fue así.
—No se preocupe, no supone ningún problema. Por favor, no se sienta
presionada. Tómese su tiempo y piense con calma. El viernes, hace dos semanas.
La señora Klement reflexionó brevemente, ¿con demasiada brevedad, quizá?, y
asintió finalmente.
—Sí, ya me acuerdo. Joachim llegó a casa a las siete y media, las diecinueve
treinta, eso es.
—¿Lo ve? —le sonrió Menkhoff—. Muy bien. ¿Y recuerda también si trajo algo
a casa a su regreso? ¿Algunas bolsas, por ejemplo?
—¿Bolsas? No… bueno, no estoy segura, pero… creo que no.
Menkhoff asintió lentamente y volvió la vista hacia mí.
—Seifert, ¿quiere apuntar por favor que el doctor Lichner no llevaba nada
consigo cuando regresó a casa tras varias horas de compras en la ciudad?
Me sentí como un escolar al recibir una reprimenda. Recuperé apresuradamente
mi libreta del bolsillo de mi chaqueta y anoté las respuestas. Mil finas agujas
perforaban mi frente mientras tanto, y fui consciente de que aprisionaba con
demasiada fuerza el lápiz en mi mano.
—¿Se le ocurre alguna otra cosa que pudiera resultar de interés para nosotros,
señora Klement?
—La verdad, no lo sé. Quizá Joachim sí que trajera algo. Si lo pienso… sí, creo
que sí, es posible que llevara consigo unas cuantas bolsas. No estoy segura. ¿Qué les
ha dicho él?
Quizá, quizá no, ¿o tal vez sí?
—Nada —respondió mi compañero—. No se lo hemos preguntado aún.
No acababa de comprender qué estaba ocurriendo. Menkhoff carraspeó.
—Señora Klement, eso es todo de momento. Le agradecemos la ayuda que nos ha
prestado. Si se le ocurre alguna cosa más… —Hizo aparecer una tarjeta del bolsillo y
también un bolígrafo, con ayuda del cual apuntó unos cuantos números. Después se la
tendió—. Aquí tiene mi tarjeta, y le he anotado también mi número de móvil. Puede
llamarme a cualquier hora.
Ella recogió la tarjeta y asintió.
—Sí, bueno… Gracias.
Nos despedimos y abandonamos la casa.
—¿No quiere volver a interrogar al doctor Lichner? —me sorprendí.
—No.

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Caminamos en silencio el uno junto al otro mientras me esforzaba por
comprender el comportamiento de mi compañero.
—¿Puedo preguntarle por qué no? Creo que…
—Ese individuo miente, Seifert.
—¿Que miente?
—Sí, ahora ya estoy completamente seguro. Apostaría a que ni fue de compras a
la ciudad ni volvió a casa a las siete y media. La tiene amenazada, salta a la vista. Esa
mujer está aterrorizada, por eso confirma todo lo que él dice.
—Pero… ¿Y la declaración de la señora Bertels? Resulta bastante dudosa.
—No es más que una anciana, es normal que confunda las cosas a veces. Ha visto
a Lichner, mi instinto no me engaña. Y el hecho de que hayamos hablado con su
compañera prescindiendo de él tal vez logre ponerle nervioso.

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CAPÍTULO

15

23 de julio de 2009

—Buenos días, compañeros. ¿Qué? ¿Cómo van las cosas? ¿Por dónde comenzamos?
Estoy preparado para ponerme a trabajar inmediatamente.
Jens Wolfert, de pie en mitad de nuestro despacho, dio un par de palmadas y a
continuación frotó las manos, como si se dispusiera a triturar algo entre ellas.
—Siéntese un momento —le sugerí, sin poder evitar esbozar una sonrisa al
advertir la expresión del rostro de Menkhoff. Estudiaba a nuestro joven compañero
como si se tratase de un insecto procedente de otro planeta. Wolfert tomó asiento en
una de las sillas que solíamos ofrecerles a las visitas y nos miró con expectante
impaciencia.
—De acuerdo —comenzó Menkhoff—. Dado que su compañero habitual se
encuentra enfermo, deberá usted, en el día de hoy…
—Durante toda la semana. Es lo que me ha comentado la comisaria cuando he
pasado por su despacho esta mañana. O, para expresarlo con mayor precisión: hasta
que mi compañero se vuelva a incorporar al servicio. Eso podría suceder ya el
próximo lunes, pero es igualmente posible que su baja se prolongue una semana
adicional. Lo cual significaría que continuaría con ustedes todo ese tiempo, señor
inspector jefe.
Bajé la vista al suelo para impedir que Wolfert advirtiera los esfuerzos que debía
realizar para no reír abiertamente. Sabía perfectamente qué sucedería a continuación
y, efectivamente, Menkhoff no me decepcionó.
—Si vuelve a interrumpirme una sola vez, estimado compañero, daré por
finalizada nuestra colaboración aun antes de comenzar, y ese será sólo el menor de
sus problemas. Y ya que estamos en ello… las mismas condiciones son válidas si me
viene con su discursito de «voy a comentárselo a mi padre». ¿Me ha entendido bien?
—Pero si yo sólo…
—Quiero saber si le ha quedado claro, nada más.
—Sí, pero… sí. Muy claro.
—Bien. Una vez aclarada esta cuestión, podemos comenzar a trabajar. No
disponemos de demasiado tiempo.
Le tendí a Wolfert el informe que yo mismo había redactado el día anterior.

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—Tenga, léalo para ponerse en antecedentes.
Él rehusó con un gesto.
—Ya lo he leído, estoy al tanto de todo. El doctor Joachim Lichner, psiquiatra,
pasó trece años en prisión por el asesinato de una niña de corta edad cuyo cadáver
arrojó, dentro de una bolsa de basura, al bosque de Aquisgrán. Salió en libertad hace
ahora algo más de dos años y se sospecha que ha intervenido en la desaparición de su
propia hija. Se desconoce el móvil, contamos con algunos indicios, pero nada firme.
Si no hallamos muy pronto algo que nos pueda servir de ayuda tendremos que
despedirnos del doctor Lichner en un par de horas.
Intercambié una rápida mirada con Menkhoff y dejé caer el informe de nuevo
sobre mi mesa.
—Correcto. De modo que la comisaria ya le ha puesto al día de todo lo que
necesita saber sobre el caso.
—No, claro que no. Dudo que la comisaria Biermann disponga de tiempo para
eso, no. Cuando pienso de cuántas cosas debe ocuparse esa mujer… resulta
impresionante, ¿verdad? Ella simplemente me pasó una copia del informe, pero;
bueno, sé leer.
Wolfert era, sin duda alguna, el personaje más extraño de toda la división de lo
criminal, capaz de destrozarle los nervios al más templado en un período
sorprendentemente breve de tiempo, pero… a su manera, y aunque me resultara
difícil de concretar, le consideraba una persona bastante aceptable.
Menkhoff carraspeó.
—La mujer que figura en el registro como madre de la niña, la que parece
proceder de Europa del Este… quiero que averigüe lo antes posible quién es y dónde
vive ahora, cuando vio a su hija por última vez y todas esas cosas.
—¿Desea usted que comience ahora mismo, señor inspector jefe? ¿Quiero decir,
que no aguarde a que finalice esta reunión?
—Ya se lo he dicho: lo antes posible. Se trata de un asunto de la máxima
relevancia. Hemos de saber si la niña se encuentra ahora con su madre o no.
Wolfert se levantó.
—Lo averiguaré.
Menkhoff aguardó a que nuestro compañero hubiera abandonado el despacho
antes de hablar de nuevo.
—Puede que incluso nos sirva de ayuda. Si no me atacara tanto los nervios con su
palabrería…
Hice un gesto restándole importancia.
—En cuanto vea que se le acepta como a un igual, imagino que se olvidará de
mencionar continuamente a su padre.
—Eso espero. Y ahora, veamos qué nos dice el laboratorio de las pruebas que

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recuperó la científica de Zeppelinstrasse.
Extendió la mano para alcanzar el auricular y marcó un número. Aproveché el
momento para recoger unos cafés. Dos meses atrás, un compañero había promovido
una colecta para adquirir una máquina nueva. Había logrado reunir tal cantidad de
dinero que pudimos permitirnos una cafetera automática profesional. Se le
introducían unos granos y los molía individualmente y en el acto para cada una de las
tazas solicitadas. Desde entonces, el consumo de café, ya antes bastante importante,
se había incrementado considerablemente, y no sólo durante los turnos de noche.
Alcancé dos tazas de café del armario, las inserté en el hueco previsto para ello en
la máquina y pulsé el botón rotulado con dos tazas. Mientras la máquina trituraba la
cantidad de granos requerida, mis pensamientos huyeron hacia el doctor Joachim
Lichner, que aguardaba a su abogado para poder abandonar su celda. Nos veríamos
obligados a liberarle si no lográbamos reunir alguna prueba que demostrara que había
hecho desaparecer a su propia hija. Que hasta aquel momento no se hubiera podido
localizar al letrado había supuesto un importante golpe de suerte para nosotros.
La máquina escupió dos rodetes planos de café molido en los recipientes
previamente preparados.
Menkhoff ya había dado por finalizada su conversación telefónica cuando volví a
nuestro despacho con dos humeantes tazas en la mano.
—¿Y?
—Mierda. Apenas encontraron nada, un par de cabellos, femeninos, pero no
compatibles con el ADN de Lichner. Quizá de alguna amiguita, quizá incluso de
quien alquilara aquella vivienda antes que él, imposible saberlo. Pero aparte de eso…
aunque esa pocilga estaba cubierta de mierda… excepto en las estanterías y armarios,
en los que la capa de polvo alcanzaba varios centímetros de grosor, todo estaba muy
limpio. Como si alguien se hubiera dedicado a pulir el suelo de forma frenética.
Incluso del mismo Lichner apenas se han encontrado pruebas de ADN, ni siquiera en
el baño, y nada de partículas de piel. Resulta vomitivo.
Coloqué ante él una de las tazas calientes.
—Puede significar dos cosas: o bien apenas pasa tiempo en aquel piso, o bien se
ha dedicado a limpiarlo durante días enteros. Al menos aquellos espacios donde
pudiéramos haber podido encontrar algo incriminatorio.
Menkhoff tomó un sorbo de su café.
—¡Dios, Alex, está claro! Ya has visto aquella pocilga. Me hubiera sido
imposible tocar algo sin contagiarme de alguna enfermedad peligrosa. Comida
enmohecida en cajas de cartón que llevarían como mínimo un par de semanas allí. ¿Y
qué me dices de esa vieja tabla sobre la que descansaba el cartón? Esa, en cambio,
parecía casi pulida. ¡No me digas que no te llama la atención! Ni huellas dactilares, ni
una mota de polvo. Nada.

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Alex, ha estado eliminando pruebas, todo lo relacionado con su hija. ¡Pero si es
evidente, maldita sea!
Era consciente de que no le faltaba razón, pero…
—Por desgracia, todo eso no nos sirve de ayuda. Ningún juez nos autorizará la
prisión preventiva para Joachim Lichner simplemente porque se ha dedicado a
adecentar su piso. Hasta que no podamos afirmar con certeza que la niña no se
encuentra con su madre…
Menkhoff asintió y se levantó de su asiento.
—Y ese hijo de puta lo sabe perfectamente. —Consultó su reloj—. Las nueve y
media. Confío en que Wolfert logre averiguar algo muy pronto. Ven, vamos a ver a
Lichner. Quizá haya estado reflexionando durante la noche y ahora se decida a hablar
con nosotros.
—Lo dudo mucho, Bernd.
—¡Y también yo! ¡Dios! —me gritó—. ¡Pero tenemos que hacer algo! Si sigue
sin abrir la boca nos vamos a visitar de nuevo el establo ese en el que vive. Tal vez
hallemos algo que nos sirva de ayuda.
—¿No te rindes, verdad? Al igual que entonces.
Ya se hallaba camino de la puerta, pero se detuvo bruscamente y se giró hacia mí.
—¿Qué? ¿Qué ocurrió entonces? Escúchame atentamente, Alex: Lichner fue
condenado por un juez. Y aquello fue en gran parte posible porque en ningún
momento cejé en mi intento de atraparlo. A pesar de que algún que otro novato quizá
no compartiera mi forma de actuar.
—¿De verdad se trataba únicamente de eso, Bernd?
—¿Qué demonios estás insinuando?
Examiné aquel rostro, reconocí el enfado, más bien ira, y dudé. ¿Debía confesarle
qué creía yo en realidad? ¿Qué había pensado también entonces, algo que me había
pesado sobre la conciencia todos estos años? Tantas veces cotejando los pros y los
contras… Anhelaba liquidar este asunto de una vez por todas, pero no era el
momento adecuado. Si en verdad Lichner había hecho desaparecer a su propia hija
sólo nos restaban un par de ridículas horas para encontrar pruebas que lo
demostraran.
Sacudí la cabeza.
—Olvídalo, tienes razón. Pero a veces creo que mantienes con Lichner una
enemistad obsesiva.
—Y tienes razón, ¡maldita sea!, Alex. —Me taladró con la mirada—. ¿Podemos
marcharnos ahora?

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CAPÍTULO

16

15 de febrero de 1994

Encontré a Bernd Menkhoff sentado ante su escritorio cuando llegué a nuestro


despacho. Más bien estaba recostado en él. Sus piernas reposaban sobre la mesa y
sostenía una taza de café humeante en una de sus manos. Consulté sorprendido mi
reloj. Las ocho y diez. Jamás le había encontrado a una hora tan temprana en la
oficina en el poco tiempo que llevábamos siendo compañeros.
—Buenos días, Seifert. Espero que haya podido descansar esta noche —me
saludó, y lo noté ligeramente… ¿afligido?… ¿abatido incluso?
—Buenos días. ¿Cómo es que ha llegado tan temprano? Me da la impresión de
que no ha debido dormir demasiado.
Se pasó la mano desocupada por los ojos.
—Pues no. Prácticamente nada.
Colgué mi chaqueta en el perchero y me senté.
—¿Pensando en Lichner?
Menkhoff estudiaba atentamente sus zapatos, apoyados sobre la mesa, y hacía
girar lentamente sus pies. Los oscuros círculos en torno a sus ojos le hacían aparentar
muchos más años de los que realmente había cumplido.
—También. En él, en Nicole Klement… ¡Qué relación tan extraña!
—Bueno… Quizá las mujeres como ella necesiten tener a su lado a un hombre
autoritario y seguro de sí mismo. Da la impresión de ser una mujer muy frágil. Casi
desvalida.
Abandonó su taza sobre la mesa y bajó las piernas al suelo con un rápido
movimiento oscilatorio.
—No, no estoy de acuerdo. Estoy convencido de que él la ha coaccionado de
alguna manera. Ya ha visto cómo es… Imagínese de qué modo empleará su dialéctica
con ella. Es psiquiatra y sabe exactamente qué clavijas debe apretar.
Me pregunté a dónde pretendía ir a parar.
—¿Cree usted que el doctor Lichner es el asesino de Juliane?
Asintió.
—Le creo capaz de ello.
—No sé… ¿Sólo porque una anciana dice haber visto algo que, en primer lugar,

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ha recordado sospechosamente tarde y que, por añadidura, resulta además imposible?
Se apartó de mí y fijó durante unos segundos su mirada ausente en el exterior.
—Estoy harto de toda esta mierda —dijo en un tono monótono que impregnaba
de debilidad su voz, hablando hacia la ventana—. Los individuos como Lichner me
ponen enfermo. Se creen tan inteligentes que les es lícito burlarse de nosotros. ¿Y por
qué ese atrevimiento? Porque se lo permitimos. Porque nuestro sistema legal protege
a los criminales de la policía, y no a las víctimas de los delincuentes. Trabajamos
hasta la extenuación para resolver el asesinato de una niña inocente y un cabrón como
ese se ríe de nosotros. ¿Por qué consentimos estas cosas? ¿Para poder volver cada
noche a ese lugar que llamamos hogar, pese a que no lo es en absoluto porque apenas
pasamos tiempo allí y donde… donde nos apoltronamos delante del televisor, en
soledad, para dejarnos invadir por sea cual sea la mierda que nos ofrezcan hasta que
se nos cierren los párpados, aguardando… anhelando no despertarnos sudorosos,
apenas una hora más tarde, por haber visualizado en sueños un inerte rostro infantil?
En aquel entonces yo apenas conocía a mi compañero, cuya mirada vidriosa y
desenfocada se mantenía ahora fija en algún punto indeterminado del exterior, pero
pude advertir que se había producido en él una profunda transformación en las
últimas veinticuatro horas.

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CAPÍTULO

17

23 de julio de 2009

Hallé al doctor Lichner sorprendentemente tranquilo en su angosta celda de arresto


del sótano cuando el compañero encargado de la vigilancia me abrió su puerta. De
camino hacia las dependencias inferiores, Menkhoff y yo habíamos acordado que
sería yo quien, en solitario, me ocupara de sonsacar a Lichner.
—Buenos días, doctor Lichner —le saludé—. ¿Ha podido descansar?
Estaba sentado en el jergón, frotándose la mejilla con una mano.
—Sí, gracias, aunque he de expresar mi insatisfacción por el desayuno servido y
por el baño que destinan a sus invitados. ¿Qué desea de mí, señor inspector jefe?
—Quisiera…
—¿Su compañero le envía de avanzadilla? ¿Es de la opinión que preferiré hablar
con usted antes que con él porque fue él quien manipuló las pruebas la última vez?
Olvídelo, señor Seifert. Usted fue cómplice de aquella vileza, por lo que le considero
igual de corrupto que a su amigo. Además, desearía poder entrevistarme por fin con
mi abogado. Présteme su teléfono móvil, por favor, estoy convencido de que aquí
mantienen la línea bloqueada para mí, lo cual no me sorprendería en absoluto.
Un insoportable picor se adueñó de mi frente, y en aquel instante llegué a
identificarme plenamente con Menkhoff. Me sentí tentado de liberar toda la ira que se
iba acumulando en mi interior y gritarle a aquel hombre la opinión que me merecía,
pero me contuve para no proporcionarle esa satisfacción.
—No existe ningún problema con esta línea. Ignoramos dónde se encuentra su
abogado —repuse lo más calmadamente que me fue posible—. Puedo imaginar que,
de todos modos, tendrá escaso margen de maniobra cuando conozca las pruebas que
hemos reunido en su contra.
—¿Sí? ¿Ya disponen ustedes de pruebas?
Aunque pretendió pronunciar aquellas palabras en un tono divertido, no dejé de
percibir cierta inquietud en él.
—Descanse un poco si lo desea. Esta tarde le trasladaremos a la cárcel en prisión
preventiva.
—Ni siquiera usted puede creerse eso, Seifert. Es imposible que…
No pude oír más, pues había cerrado la puerta de su celda tras de mí. Menkhoff,

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que aguardaba apenas dos metros más allá, me sonrió satisfecho.
—Bien hecho. Ahora teme por su culo.
Mecí la cabeza ligeramente.
—No estaría yo tan seguro. Lo más probable es que en breve sea él quien se ría
de nosotros.
Se apartó de mí.
—A ver qué encontramos en su piso. Hace años también se mostró muy seguro y,
sin embargo, descubrimos en su casa ciertas pruebas incriminatorias.
Cuando abandonamos la comisaría en dirección al Audi me propuse vigilar de
cerca a mi compañero todo el tiempo que pasáramos en el piso de Lichner. Me sentía
reacio a abandonar mi recelo y aún dudaba de los métodos empleados por Menkhoff.
Aquello volvía a mí una y otra vez, envolviéndome por entero como un mar inquieto
cuyas olas no están lo suficientemente embravecidas como para causar graves daños
con su golpeteo, pero sí para llegar a erosionar incluso duras rocas con el paso de los
años.
—¿Y Teresa? ¿Has hablado con ella? —le pregunté mientras giraba hacia
Krefelder Strasse, mirando a Menkhoff de soslayo—. ¿Qué tal le va en Nueva York?
—Llama cada noche justo antes de que Luisa se vaya a dormir, el momento más
adecuado, ya que en Nueva York es la hora de comer. Ayer no tuve oportunidad de
hablar con ella, pero la señora Christ me comentó que al parecer todo marcha bien.
—¿Cuándo piensa volver?
—Dentro de tres días, el domingo.
—¿Le hablarás de Lichner?
No respondió de inmediato.
—No. Por teléfono no, quiero decir. ¿Debería?
No quise insistir. El matrimonio de Bernd y Teresa escapaba a toda clasificación,
incluso para los más íntimos. Ambos amaban a su hija con pasión y a veces me daba
la impresión de que aquel era el principal, tal vez incluso el único, nexo que poseían
en común. Eran amables el uno con el otro, jamás discutían, al menos no en presencia
de terceras personas, pero en todos esos años no había asistido nunca a un
intercambio de mimos o caricias, ni siquiera les había visto cogerse de la mano. Su
relación se me antojaba un contrato de convivencia con un funcionamiento correcto,
nada más. Dudaba de que aquel hubiese sido el propósito inicial de Teresa.
Una vez llegamos a Zeppelinstrasse, permití que Menkhoff se me adelantara.
Mantuve la vista fija en su espalda mientras ascendía por aquellos gastados escalones.
Si en la vivienda de Lichner había alguna prueba que incriminara a nuestro
sospechoso, esperaba ser yo quien la descubriera en esta ocasión, y no mi compañero.
Menkhoff estaba concentrado abriendo la puerta de Lichner cuando su pelirroja
vecina se asomó a la suya. Por lo que podía recordar, iba vestida con idéntica ropa

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que la última vez que coincidimos con ella. Se detuvo de golpe al vernos y, por la
expresión de su rostro, deduje que no se encontraba del todo bien.
—Buenos días, señora Ullrich —la saludé—. Me alegro de encontrarla aquí, pues
quería hablar con usted. ¿Ha recordado algo más acerca del doctor Lichner y su hija
que pudiera servirnos de ayuda? ¿Por ejemplo, el momento en que vio a la niña por
última vez?
Antes de que tuviese oportunidad de responderme, sentí una mano apartarme a un
lado y a Menkhoff ocupar mi lugar. Estudiaba a la mujer detenidamente, de arriba
abajo, con descaro, pero en silencio.
—Yo… he de marcharme. No tengo tiempo.
Menkhoff cruzó los brazos delante del pecho, lo cual provocó que la mujer
retrocediera unos cuantos pasos inseguros. Era claramente perceptible que se sentía
intimidada por mi compañero.
—Bueno… aunque… si no tardan mucho… Pero no sé más que ayer, yo…
—Pues haga funcionar de una vez esa cabeza suya —le espetó Menkhoff,
logrando que la mujer se encogiera asustada—. Quiero saber cuándo vio a esa niña
por primera vez, en cuántas ocasiones desde entonces, y cuándo fue la última. Si no
me agrada su respuesta, o tengo en algún momento la impresión de que me está
mintiendo, haré que me acompañe a la comisaría, donde me dedicaré personalmente a
interrogarla durante el tiempo que sea preciso hasta que me diga todo lo que deseo
saber. ¿Me ha entendido?
Abrió mucho los ojos, después boqueó mudamente varias veces y finalmente
cayeron hacia abajo las comisuras de su boca y rompió a llorar.
—Yo… yo no quería, de verdad. Pero esa mujer me ofreció trescientos euros, y
eso es mucho dinero para alguien como yo, sólo por hablar.
Se cubrió el rostro con las manos, estremeciéndose sus hombros
incontroladamente. Menkhoff y yo nos acercamos a ella de forma simultánea.
—¿De qué está hablando? —pregunté—. Señora Ullrich, escúcheme…
Dejó caer las manos lentamente. Sus mejillas estaban cubiertas de húmedos
surcos y no cesaba de sollozar. Desplazó su mirada de Menkhoff a mí.
—¿Estoy detenida?
—Si no nos dice de inmediato la verdad, toda la verdad, sí, desde luego —
confirmó Menkhoff con voz atronadora—. De modo que…
Ella recuperó el bolsito de plástico que llevaba colgado del hombro y comenzó a
rebuscar en él hasta hallar un pañuelo de papel que empleó para sonarse ruidosamente
la nariz.
—La mujer… Una mujer llamó a mi puerta y me ofreció trescientos euros. Sólo
por decir que ese Lichner vivía ahí al lado con una niña. Si me lo preguntaban debía
decir que tenía unos tres años. Y también que hacía varios días que no la veía. Eso es.

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No puedo devolver los trescientos euros, ya no los tengo, me los he gastado,
necesitaba algo de ropa y comida.
—¿Una mujer? —pregunté de nuevo, y al mismo tiempo también habló
Menkhoff, lo cual condujo a que ella no nos comprendiera a ninguno de los dos. Hice
una seña a mi compañero para que tomara él la palabra.
—Repita —inició Menkhoff su discurso—. ¿Qué mujer llamó, qué aspecto tenía
esa mujer y para qué le dio exactamente el dinero?
Beate Ullrich se encogió de hombros.
—No recuerdo qué aspecto tenía. Llevaba un sombrero grande: era rubia, el pelo
largo, hasta los hombros, pero parecía una peluca.
—¿Y esa mujer le ofreció trescientos euros por decir que el doctor Lichner vivía
aquí con una niña?
Ella asintió.
—¿El doctor Lichner vive realmente aquí en compañía de una niña? ¿Es así?
Ella bajó la mirada a los pies, examinando detenidamente sus zapatos, y no
contestó. Percibí cómo se aceleraba la respiración de Menkhoff.
—¿Tiene una hija o no la tiene? —le gritó sin miramientos.
La mujer aguardó aún unos segundos antes de encogerse de hombros y sacudir la
cabeza en un gesto de negación.
—No creo. Nunca he visto ninguna niña.
—Pero, ¡maldita sea! ¿Es que ha perdido la cabeza por completo? ¿No sabe que
puede ir a la cárcel por algo así?
Ella balbució algo en dirección al suelo que no llegué a oír.
—¿Qué? —rugió Menkhoff.
—Yo… Acabo de contarles la verdad. Lo siento, de verdad —articuló en un tono
al límite de lo audible.
—Dice que lo siente. —Menkhoff se alejó de ella sin dejar de sacudir la cabeza
en un gesto de incomprensión para mirar a continuación fijamente la puerta de la
vivienda de Lichner. Después consultó su reloj y volvió a dirigirse a la vecina—.
Quiero verla en comisaría a las once y media. Le tomaré declaración y después
ayudará a un compañero a realizar un retrato robot fidedigno de la mujer que le ha
ofrecido el dinero. Le aseguro que si no aparece por allí puntualmente a la hora
indicada, o no nos facilita una descripción que nos sirva de ayuda, la encierro. ¿Me
ha entendido, señora Ullrich?
—¿Y cómo llego hasta allí?
—Eso no me importa. Sea puntual, ¿me ha entendido?
Ella asintió, muda, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Y ahora, desaparezca de mi vista antes de que pierda el control por completo.
Menkhoff se apartó y yo fui tras él. Albergaba sentimientos encontrados en mi

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interior: alivio, debido a la aparente ausencia de un secuestro, y, por otra parte,
desconcierto por lo acababa de suceder.
—Si Lichner ha vivido aquí solo todo este tiempo, aunque el registro recoja el
nombre de una hija… no comprendo cómo la mujer del sombrero podía conocer la
existencia de esa niña. ¿Qué pretende y de quién puede tratarse?
—Tal vez la madre.
—¿Y por qué actuaría de este modo? ¿Para asegurarse la custodia?
Nos habíamos adentrado en la vivienda de Lichner, cerrado la puerta de entrada a
nuestras espaldas y situado en mitad del angosto pasillo.
—Despacio, Alex. Aún ignoramos cuál es la verdad. ¿Quién te dice que no le
hayan ofrecido dinero a esa Ullrich por explicarnos esto de ahora? ¿Esa estupidez de
la mujer con sombrero y peluca?
—No sé… ¿A quién se le ocurriría algo así?
—¿A alguien deseoso de ayudar a Lichner, por ejemplo? ¡Qué sé yo! Un amigo
de otra época, una amiguita nueva. Registremos este tugurio en primer lugar. Ya nos
ocuparemos de la mujer del piso de al lado cuando volvamos a la comisaría. Aún no
sabemos nada con certeza.
Estaba en lo cierto, desde luego.
El piso conservaba idéntico aspecto desastroso al que habíamos constatado el día
anterior. Fuera cual fuera la intervención de la policía científica en aquel lugar, a
primera vista no se advertía ningún signo de ella. Pese a que se habían tomado toda
clase de huellas, nadie se había dedicado a registrar sistemáticamente aquel lugar. Ese
sería ahora nuestro objetivo, aunque debíamos ser cautelosos, pues carecíamos de
orden de registro. Toda nuestra intervención en aquel caso rozaba la ilegalidad.
Lichner debería haber sido presentado ante el juez de instrucción a primera hora de la
mañana. Y lo que nos acababa de revelar su vecina no inclinaba las cosas
precisamente en nuestro favor desde la perspectiva de un juez, sino más bien al
contrario. Deberíamos haber desistido de nuestro propósito. Deberíamos…
Menkhoff se puso manos a la obra con una determinación tan feroz que llegué al
convencimiento de que la información que acababa de recibir había llegado a
estimularle aún más, en lugar de frenarle. Aunque era cuidadoso, no olvidaba revisar
ni un solo hueco, tocando y alzando objetos a los que aquella misma mañana había
acusado de provocarle alguna enfermedad incurable con su mero contacto. Mientras
yo atisbaba con ciertos reparos por debajo y detrás de los desvencijados muebles en
la mal llamada sala de estar, él se centraba en las ruinosas estanterías de la pared.
Cada pieza cambiada de lugar se envolvía de inmediato en una impenetrable nube de
polvo, recordándome a un calamar ahuyentando con su tinta a su agresor. No
podríamos ocultar nuestra actuación allí, pero trataríamos por todos los medios de
culpar a los compañeros de la científica.

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Hallamos en su mayor parte objetos de lo más repugnante, y cuanto más se
prolongaba nuestra búsqueda más incomprensible se me tornaba que un ser humano
pudiese habitar un espacio así. La cocina no era más que un minúsculo cubículo con
un fregadero cochambroso y un armario bajo de madera aglomerada lacada en
blanco, sobre la cual descansaba una placa eléctrica de dos fuegos. Los bordes
superiores del armario aparecían hinchados debido a la acción del agua, y el
amarillento perfil se había despegado unos cuantos centímetros. Abrí las puertas del
armario con cierta dificultad y se separaron con un rechinar producto de la fricción.
Exceptuando dos cacerolas en las que probablemente hacía años que no se preparaba
nada comestible, y una caja de cartón de inidentificable contenido grumoso, no
albergaba nada más.
Peor aún me resultó el baño. Cuando alcé la tapa del inodoro arriesgando una
rápida mirada a su interior decidí dar por concluida aquella parte del registro
inmediatamente. Respondí a la mirada de incomprensión que Menkhoff me dedicó
cuando me vio abandonar aquel lugar tras sólo unos segundos con la más firme
determinación:
—Si quieres que se revise eso de ahí, tú mismo. Ni diez caballos lograrían
arrastrarme de vuelta a ese lugar.
Lo siguiente en mi lista era la habitación recién pintada. La estancia había sido
tratada con extremo cuidado. La línea divisoria entre la rugosa pared pintada de
amarillo pastel y el prístino techo era irreprochablemente recta. No había punto
alguno en el que la pintura hubiese abandonado aquella separación. Los zócalos eran
nuevos, estaban bien ajustados en las esquinas, nada fuera de lugar.
Aproximadamente en el centro de la pared situada frente a la puerta había una
pequeña abertura, de unos treinta centímetros, que probablemente servía para limpiar
la chimenea. La abertura y sus bordes se habían limpiado a conciencia, y también en
ella se había aplicado la pintura con escrupulosa minuciosidad. Toda la habitación
daba la impresión de haber sido renovada por completo hacía muy poco tiempo. De
lo que quiera que se hubiese encontrado allí… no quedaba ni rastro. Como si alguien
se hubiese preocupado de borrar por completo hasta la más mínima huella.
—¡Alex, ven!
A lo largo de los años había aprendido a interpretar incluso la inflexión más
desacostumbrada en la voz de Menkhoff. Reconocía la ira y el cinismo, la objetividad
y, en contadas ocasiones, incluso el buen humor. El tono empleado en aquel instante
para llamar mi atención era identificable con el triunfo. Lo cual, a su vez, sólo podía
significar una única cosa: mi compañero había encontrado algo.

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CAPÍTULO

18

15 de febrero de 1994

Alrededor de las diez y media nos avisó el portero de que se había presentado ante él
una tal Nicole Klement con el deseo de hablar con el inspector jefe Menkhoff. Me
dispuse a salir a buscarla para conducirla hasta nuestro despacho cuando advertí que
Menkhoff se ponía en pie de un salto.
—Déjelo, Seifert, ya me encargo yo. Me hará bien un poco de ejercicio
mañanero.

Nicole Klement llevaba el pelo recogido aquella mañana. Vestía unos vaqueros
negros y una chaqueta acolchada de color rojo bajo la cual asomaba un jersey blanco,
de cuello tan alto que le rozaba la barbilla. Estaba arrebatadora, a pesar de aquellos
ojos tristes cuya expresión no había experimentado cambio alguno con respecto al día
anterior. Intenté imaginar el aspecto que presentaría al reír. ¿La habría visto al menos
el doctor Lichner reír alguna vez?
A instancias de Menkhoff se despojó de su grueso chaquetón. El recogió la
prenda y halló una percha libre para ella. Se le habían soltado algunos mechones de
su cabello, que caían sobre sus hombros como finas líneas negras que un artista
dibujara aleatoriamente sobre un papel hasta entonces inmaculado.
—¿Puedo ofrecerle un café? —pregunté, recibiendo un agradecido asentimiento
por respuesta.
Al volver de la cocina la encontré ya sentada ante la mesa de Menkhoff y oí cómo
mi compañero le explicaba que con las tres divisiones de lo criminal de la comisaría
del distrito 11 colaboraban también agentes de otros centros. Dudaba mucho que ella
se hubiera interesado por aquella cuestión. Coloqué una taza ante ella, sobre la mesa,
y tomé asiento tras mi propio escritorio a fin de no perder de vista su perfil.
—Bien, señora Klement, ¿qué la trae hasta aquí? ¿Ha recordado algo que pudiera
ayudarnos?
Pretendía animarla, incitarla a confesar todo aquello que le pesara sobre la
conciencia. Bernd Menkhoff se encontraba de un humor excelente.
—No, bueno… sí, claro que sí, pero no se trata de nada nuevo. Sólo que… a

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veces me siento un poco confundida y olvido alguna cosa. Y… según parece… ayer
estaba tan nerviosa que simplemente no logré recordar bien aquella otra tarde.
—¿Se refiere al viernes por el que le estuve preguntando?
Ella asintió con timidez y completó el movimiento con una mueca de dolor.
Menkhoff me dirigió una breve mirada de reojo.
—Sí. Lo he recordado todo. Joachim volvió a casa a las siete y veinte de la tarde.
Llevaba dos grandes bolsas. Una de ellas contenía dos pantalones vaqueros y una
camiseta. Una camiseta azul. La otra estaba repleta de comida.
—Señora Klement.
Al girar ella la cabeza se le escapó un gemido de dolor. Volví a intercambiar una
mirada significativa con mi compañero.
—¿Le ocurre algo, señora Klement?
Menkhoff se levantó de su asiento y rodeó la mesa.
—¿Está usted herida?
—No, no, no es nada. Simplemente he tropezado.
Menkhoff había llegado hasta ella y acercó cautelosamente su mano.
—¿Me deja verlo?
Ella intentó apartarse un poco.
—No, por favor. No es nada, de verdad.
—Entonces no le importará que le eche una mirada. —Ella no se movió,
limitándose a contemplarle con mudo terror, por lo que él insistió una vez más—. Por
favor.
Una lágrima se liberó de sus ojos y saltó desde su mejilla para alcanzar la
barbilla. Menkhoff volvió a repetir una vez más, con delicadeza, en voz muy baja, su
súplica:
—Por favor, señora Klement… déjeme ver qué le ocurre.
Finalmente, ella cedió. Fue como si se hubiese rendido y se replegase sobre sí
misma. Con los hombros inclinados hacia delante alzó lentamente su mano derecha e
introdujo con cuidado sus dedos en el cuello del jersey para separarlo del suyo
propio. Muy despacio, tiró de la tela hacia abajo liberando un hematoma azulado.
Sólo pude vislumbrar un breve retazo de su cuello, pero hubiera apostado el
contenido entero de mi cartera a que aquella marca se extendía por todo el perímetro.
Sabía a qué era debida, la conocía muy bien de las imágenes que había estudiado
durante mi preparación como policía. Fotografías tomadas por la policía científica.
Marcas de estrangulamiento, estaba completamente seguro.

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CAPÍTULO

19

25 de julio de 2009

Abandoné la única estancia adecentada de aquel piso y hallé a mi compañero en la


minúscula habitación que, dada la presencia de una especie de jergón y una caja de
una empresa de mudanzas, tuve por el dormitorio de Lichner. Esperaba ver alguna
prenda esparcida por el lugar, pero no fue así. El aire viciado, ligeramente
impregnado de moho, que ambientaba toda la vivienda parecía nacer precisamente
allí, por lo que me esforcé por inspirar lo menos profundamente posible.
Menkhoff estaba arrodillado delante la caja, ahora abierta, con un fajo de papeles
dispersos a su alrededor. Sostenía una hoja en la mano en un gesto que me hizo
pensar que trataba de abanicarse. Sus índice y pulgar de la otra mano aprisionaban
una llave, que me tendió también.
—Lo sabía —me dijo triunfal, revelando su rostro el probado reflejo de lo que su
voz ya me había anticipado—. Ese individuo nos está tomando el pelo. Mira esto.
Recogí de su mano el papel que me tendía. Se trataba de un contrato de alquiler
que afectaba a una vivienda en Kohlscheid, en la calle Hans-Heyden-Strasse, a unos
diez kilómetros de allí. El contrato estaba extendido a nombre del doctor Joachim
Lichner, la vivienda contaba con 92 metros cuadrados. El alquiler quedaba fijado en
690 euros, válido a partir del 1.7.2007 y durante tres años.
—Bueno, Alex, ¿qué me dices ahora? El señor presume de carecer de ocupación
laboral, pero sí que dispone de una segunda vivienda.
Levanté la vista de aquel papel.
—La verdad es que todo este tiempo me he estado preguntando cómo podía vivir
en esta repugnante pocilga. Esto —señalé el contrato— lo explica. No vive aquí.
—Eso creo yo también. Pero, ¿por qué ha alquilado entonces este establo? ¿Y
cuándo? Según el registro ya vivía aquí en el momento de nacer su hija, así que lleva
casi tanto tiempo con este piso como con el que figura en el contrato. Te voy a decir
algo, Alex: este hijo de puta está metido en algo de lo más retorcido, y hace mucho
que lo tiene planeado.
—No entiendo nada —confesé—. Pero… ¿no sería posible que alguien hubiera
manipulado los datos del registro? No explicaría lo de las dos viviendas, pero, al
menos…

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—De acuerdo, Alex —me interrumpió Menkhoff, conciliador—. Pareces insistir
en buscar algo que exculpe a ese cerdo. No comprendo muy bien por qué, pero de
acuerdo, como digo. Te propongo entonces que nos acerquemos al hospital
universitario. Si la hija de Lichner ha nacido allí, el parto debe haber quedado
registrado. Y después de eso nos pasamos por esa segunda vivienda suya en
Kohlscheid. ¿Te parece bien?
—Pero deberíamos apresurarnos. Dudo que Biermann pueda retenerlo mucho
más sin pruebas tangibles.
Menkhoff asintió y ocultó la llave que había estado sosteniendo en la mano en el
bolsillo de sus pantalones.
—¿Todo lo demás ya está?
—Sí, me alegrará abandonar este lugar por fin.
Señaló la caja de cartón.
—Voy a revisar el resto de lo que hay en esta caja y después nos vamos.
Aún sostenía el contrato de alquiler en la mano y decidí volver a leerlo con mayor
atención. No avancé mucho, porque muy poco después Menkhoff lanzó una nueva
exclamación.
Había encontrado un álbum que sostenía abierto ante sí. En cada una de las
páginas desplegadas se habían fijado dos fotografías. Las de la izquierda habían sido
tomadas con toda certeza en la prisión, el fondo no dejaba lugar a dudas. En ambos
casos parecía tratarse además de la misma celda. En la fotografía superior aparecía
Joachim Lichner, que vestía unos vaqueros y una camiseta blanca y, aunque su
semblante era serio, mantenía los pulgares alzados en señal de victoria. Bajo la
fotografía alguien había escrito lo siguiente:

«J. Lichner. 04.03.2006. Ya no queda mucho».

El hombre de la segunda fotografía mostraba una sonrisa de oreja a oreja. Parecía


algo más joven que el psiquiatra, pero debía superarle en al menos 15 kilos de peso.
De cabello negro, también él iba vestido con vaqueros y camisa negra desabotonada
que permitía admirar un pecho lampiño. Aquí la fotografía llevaba la siguiente
inscripción:

«M. Diesch. 04.03.2006. Conseguido. ¡Estoy fuera!».

Desplacé mi mirada a la página simada a la derecha y comprendí de inmediato la


consternación de Menkhoff, que seguía mudo y sin apartar sus ojos del álbum.
Ambas fotografías mostraban a Lichner acompañado de una mujer. También allí
se había identificado la fotografía con una leyenda, pero apenas me esforcé por

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distinguir las palabras, pues aun sin saber qué decían fui inmediatamente consciente
de dos hechos de lo más inquietante: el primero, que aquellas fotografías eran muy
recientes, y el segundo, que la mujer que ofrecía a la cámara aquella mirada de
desánimo, y cuyos hombros Joachim Lichner rodeaba con su brazo protector, no era
otra que Nicole Klement.

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CAPÍTULO

20

15 de febrero de 1994

—¡Maldita sea! —masculló Menkhoff—. ¿Quién le ha hecho eso?


Nicole Klement guardó silencio, simplemente sacudió la cabeza. La primera
lágrima se había visto rápidamente escoltada por otras, que trazaban ahora húmedos
surcos en sus mejillas.
Me acerqué a ambos, situándome al lado de Menkhoff. Tal como había temido, el
cuello de aquella mujer mostraba idénticas marcas oscuras en el lado izquierdo. Se
las cubrió de nuevo con el cuello del jersey y bajó la cabeza. Fui repentinamente
consciente de que ambos la observábamos como si estuviésemos en el zoo, ante la
jaula de un animal exótico. Volví a mi mesa.
—¿Ha sido… ha sido él? —inquirió Menkhoff con delicadeza.
Ella alzó la cabeza como impulsada por un resorte y torció el gesto de nuevo.
—¡No! —La negativa fue demasiado precipitada como para resultar verosímil—.
Me he dado un golpe, he tropezado.
Menkhoff soltó aire ruidosamente y sacudió la cabeza, se acercó una de las sillas
que había ante su escritorio y se sentó junto a la mujer.
—Señora Klement, no es la primera vez que veo hematomas como ese y sé a qué
se deben. Pero tenemos un problema: nos es imposible actuar y ayudarla si insiste en
que se ha golpeado usted misma.
Ella continuó muda.
—¿Desea realmente que esto quede sin castigo?
Ella volvió a bajar la cabeza.
—Me he dado un golpe, es la verdad.
Redujo de tal modo el volumen de su voz que tuve serias dificultades para
entender sus palabras. Menkhoff me miró y reconocí en su semblante la ira apenas
contenida, así como los importantes esfuerzos que realizaba para que ella no se
apercibiera de su agitación.
—Señora Klement, ¿es la primera vez que le ocurre esto? ¿O ya ha sucedido
antes?
Decidí formularlo de forma ambigua, evitando palabras más precisas que hicieran
referencia al estrangulamiento o los golpes. Ella levantó la cabeza y se volvió

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despacio hacia mí, girándose por completo en su silla.
—Sí, yo… Ya me he golpeado otras veces. En un par de ocasiones.
—¿Y cuándo…?
—He de irme —me interrumpió, poniéndose en pie de repente—. Sólo he venido
para explicarles que sí recuerdo aquel viernes. Y todo sucedió tal como Joa…, tal
como el Doctor Lichner les ha indicado. ¿Podría traerme mi chaqueta, por favor?
Menkhoff se puso igualmente en pie.
—Señora Klement, si desea…
Ella se acercó resueltamente al perchero y recogió por sí misma la prenda,
limitándose a colgársela del brazo en lugar de enfundársela. Se despidió rápidamente,
de espaldas a nosotros, y abandonó el despacho con cierta precipitación. Mantuvimos
la mirada fija en la puerta durante unos instantes. Mi parálisis cedió cuando
Menkhoff golpeó con el puño fuertemente la mesa, amenazante.
—Voy a meter a ese cabrón en la cárcel, aunque sea lo último que haga —bramó,
con su rostro distorsionado por la ira—. Y no me importa cómo lo consiga.

Aproximadamente media hora después de que nos abandonara la señora Klement,


sonó el teléfono móvil de Menkhoff. Atendió la llamada, asintió en voz alta en un par
de ocasiones, pareció corroborar algo, mostró su conformidad y colgó. Ignoró mi
mirada interrogante.
—Voy a salir, quizá tarde un poco en regresar.
—¿No íbamos a comer juntos?
—No, no voy a poder. Vaya usted solo. Aún no sé cuándo regresaré. Es… —
Prácticamente había alcanzado ya la puerta cuando, con un suspiro, decidió
retroceder—. De acuerdo, se lo diré. Me acaba de llamar Nicole Klement.
Aquello no me sorprendió.
—Parecía un tanto desesperada, dice que quiere hablar, pero sólo conmigo.
Posiblemente haya recapacitado y decidido denunciar a ese individuo, reconociendo
que la maltrata. Así lo espero. O tal vez sepa algo más acerca del caso y no se haya
atrevido a contárnoslo hace un momento. Me ha rogado que no le revele a usted nada
de todo esto, ignoro el motivo, pero, en cualquier caso, salgo ahora a encontrarme
con ella. Mientras tanto, ¿por qué no revisa de nuevo los informes y la declaración de
los testigos, por favor? Vuelva a repasar hasta el más mínimo detalle. Y… si no
encuentra nada, comience otra vez desde el principio.
Y tras esas indicaciones, el inspector Bernd Menkhoff abandonó nuestro
despacho.

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CAPÍTULO

21

23 de julio de 2009

Me llevó algún tiempo reunir las fuerzas suficientes para arrancar mi mirada de aquel
rostro melancólico de blanca piel de porcelana, y más minutos aún transcurrieron
antes de que mi mente lograra ordenar los atropellados pensamientos que la habían
invadido en cuanto mi vista cayó sobre aquellas fotografías. Leí la leyenda al pie, que
era idéntica en ambas:

«Eynatten 07.08.2007. En la cabaña».

Apoyé una mano en el hombro de mi aturdido compañero y me senté a su lado, en


el suelo. Mi gesto pareció sacarle de su letargo, pues se giró hacia mí con un
movimiento interminablemente lento dirigiéndome una muda mirada de perplejidad.
Después modificó su postura, hasta entonces en cuclillas, y se dejó caer pesadamente
al suelo. Agosto de 2007…
—¿Cuándo supiste de ella por última vez? —le pregunté, y tuve la absurda
impresión de que pronunciar aquellas palabras en voz alta resultaba ahora
improcedente, como si estuviese interrumpiendo el silencio meditativo en una iglesia.
—A inicios del 2000, poco antes de que Teresa y yo… Yo…
Se desplazó hacia atrás, apoyando la espalda en el jergón; dobló las piernas,
apoyó los antebrazos en las rodillas y cerró los ojos. Imité su postura. Mi mente
repasaba mis recuerdos, recorriéndolos estremecida, como dedos ágiles rebuscando
en estanterías de un supermercado hasta encontrar el envase de «Nicole y Bernd».
En las semanas que siguieron a la condena de Lichner, Bernd Menkhoff comenzó
a experimentar una inexplicable transformación. Como antes me había alarmado
comprobar con cuánta emocionalidad abordaba el caso, pues siempre le había tenido
por un experto criminalista, atribuí su visible regocijo posterior, que tanto contradecía
la imagen que en los últimos tiempos me había mostrado, a un único origen: la
condena del doctor Joachim Lichner. Creí poder situar en la demostrada culpabilidad
del psiquiatra toda explicación del cambio, y no supe las verdaderas razones hasta
unos tres meses más tarde.
Sucedió durante una de aquellas comidas para las que excepcionalmente no

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recurríamos a un McAuto. Menkhoff me había invitado a cenar un viernes por la
noche, después de nuestra jornada laboral, insistiendo mucho en que no se trataba de
una ocasión especial, siendo su oferta debida al mero deseo de intimar un poco con su
compañero fuera de horas de servicio. He de confesar que en ningún momento creí en
sus palabras, aunque jamás hubiera imaginado la noticia que me reveló nada más
servirnos los entrantes.
—Seifert —inició su confesión, visiblemente nervioso y desplazando con el
índice migas inexistentes sobre la mesa—. No quiero darle muchas vueltas al asunto.
Simplemente decirle que estoy enamorado de una mujer maravillosa y que ella
también me ama. Vamos muy en serio en esto.
Me sorprendí, aunque, según me comunicó su mirada, tal vez menos de lo que él
había esperado.
—Bueno, eso es… estupendo —respondí titubeante.
—Usted… Seifert, usted conoce a esa mujer, por eso se lo he… Se trata de Nicole
Klement.
Me observó, intentando adivinar qué le revelaría mi expresión. Yo confié en que
no descubriera mis verdaderos pensamientos.
—Ninguno de los dos lo planeó, pero… Bueno, ya sabe. Por cierto, ¿qué tenemos
en ese caso de agresión?
A pesar de que en mi estómago se instaló en el momento mismo de su confesión
un rumor de lo más inquietante, no fui consciente hasta llegar a mi casa de cuántas
implicaciones contenía aquella revelación de Menkhoff, sobre todo en lo referente a
lo sucedido durante los últimos meses, es decir, a la fase final de la investigación, la
que condujo a la detención del asesino de Juliane Körprich.
Bernd Menkhoff cargó aquella noche en la que compartimos una cena en un
conocido restaurante de comida casera en las afueras de Aquisgrán un peso
abrumador sobre mis hombros, y sentiría aquel pesado lastre durante mucho tiempo.
Los años habían logrado aligerar un poco la carga, pero en aquellos instantes,
sentados ambos en el suelo brillantemente pulido de aquel piso ruinoso, reviví con
toda la intensidad de entonces mi inquietud.
Menkhoff se removió a mi lado, arrancándome del confuso universo de mis
recuerdos.
—De modo que ha vuelto a encontrarse con ella al abandonar la prisión. Yo… no
puedo entenderlo. Me aseguró que no deseaba volver a verlo jamás.
—Han pasado muchos años, Bernd —objeté con delicadeza—. Incluso los
recuerdos más traumáticos se diluyen con el tiempo. Probablemente él la haya
llamado, y ella…
—¿A qué viene ese disparate, Alex? Sabes perfectamente lo que le hizo entonces,
cómo la trataba. ¿Crees que ella podría olvidar algo así? ¿Precisamente ella?

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—Bueno… Y… ¿Eynatten…? ¿Qué crees que significa eso? ¿Lo de la cabaña?
—Ni idea. Quizá se trata de una casita de vacaciones. Tampoco es que me
importe.
—¿Sabes dónde vive ella ahora?
—No. —Alzó el álbum, que reposaba sobre sus muslos, y sacó dos de las
fotografías, la del tal M. Diesch en una celda y una de las que mostraba a una Nicole
Klement de mirada afligida. Se puso en pie, se guardó las fotografías en el bolsillo
trasero de sus pantalones y sólo entonces habló; y fue para darme una orden.
—Vámonos.
Cinco minutos más tarde, nos encontrábamos de camino al Hospital Universitario
de Aquisgrán. No habíamos avanzado nada en el caso desde el inicio de aquella
jornada. Nada de lo que habíamos logrado averiguar hasta entonces nos
proporcionaba alguna pista, nada parecía tener sentido. Y, para complicarlo todo aún
más, había vuelto a aparecer en escena Nicole Klement. Menkhoff no solía atender a
razones cuando se trataba de insinuar la inocencia de Lichner, y aquellas fotografías
recrudecerían aún más su desconfianza.
—La madre —dije, en el instante mismo en el que el pensamiento me vino a la
mente, en un intento deliberado de eludir a Nicole Klement como tema de
conversación.
—¿Sí? —preguntó Menkhoff.
—¿Qué ocurre con la madre? No la hemos tenido en cuenta a la hora de valorar lo
de las dos viviendas. Tal vez ambos se separaran antes de nacer la pequeña y Lichner
decidiera alquilar un piso para la madre y la niña y un segundo piso para él. Si esa
mujer es de nacionalidad polaca… ¿quién sabe? Puede que esté sin trabajo. Que no
disponga de permiso de residencia. Hay múltiples explicaciones posibles.
Durante un buen rato no reaccionó, y le permití reflexionar más detenidamente
sobre mis palabras. Finalmente habló.
—Alex
—¿Sí?
—Ya no sé qué debo creer.

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CAPÍTULO

22

15 de febrero de 1994

Volví a repasar una vez más las declaraciones de los vecinos. Marlies Bertels, edad:
81. «No, desde mi ventana no es posible ver el parque, lo ocultan los setos».
Cuando Menkhoff le preguntó el día anterior con qué frecuencia había visto al
doctor Lichner, ella había declarado que en tres ocasiones y cerca del parque. ¿Cerca?
Revisé mi informe. Ciertamente. Jamás pretendió haber observado a Lichner en el
parque mismo, se trataba de una mera interpretación nuestra. La señora Bertels
siempre había afirmado que el psiquiatra solía encontrarse con la niña cerca del
parque.
La habíamos juzgado mal, lo cual, por supuesto, contribuía a afianzar las
sospechas con respecto a Lichner. Por otra parte, aún quedaba por resolver la cuestión
de por qué no nos había facilitado un dato tan vital hasta dos semanas después del
asesinato. ¿Qué había observado realmente y qué se había imaginado?
¡Los vecinos! Sus vecinos podrían facilitarnos alguna información adicional sobre
Marlies Bertels. Sopesé brevemente aquella idea, me puse en pie y recogí mi
chaqueta.

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CAPÍTULO

23

23 de julio de 2009

Había visitado con frecuencia el Hospital Universitario de Aquisgrán, normalmente


por motivos laborales, ya fuera para tomar declaración a quienes habían padecido
agresiones, o también, aunque gracias a Dios en muy contadas ocasiones, para
examinar alguna víctima de asesinato. No había ocasión en la que al ver aquel
enorme complejo de diseño futurista no me preguntara cómo había llegado el
arquitecto a concebir tal enredo de tuberías, rejas y recintos amurallados. Saber que
se trataba de un estilo arquitectónico con nombre propio, bautizado recientemente
como «modernidad técnica», no me ayudaba a comprender aquella extraña
edificación.
Tuvimos la suerte de encontrar una plaza de aparcamiento muy cerca de la puerta
principal. Preguntamos en el mostrador de información para posteriormente recorrer
pasillos y más pasillos de paredes y suelos pintados en vivos colores, unos en verde,
otros en plata y los últimos en amarillo, de cuyos techos parecían desprenderse toda
clase de tubos de calefacción y ventilación sin revestir, ideados sin duda en
armoniosa combinación con el exterior del edificio. Subimos hasta la quinta planta en
un ascensor rotulado con B3 y alcanzamos en el Pasillo 6 la zona dedicada a
ginecología y obstetricia. Se me antojó una travesía por una ciudad pequeña, pero de
tecnología punta.
La enfermera jefe era una insignificante mujer de unos treinta y cinco años de
edad que, según se nos indicaba en el bolsillo de la pechera de su bata de color verde,
atendía al nombre de Gabi. Le mostramos nuestras identificaciones, y apenas diez
minutos más tarde apareció en la pantalla de su ordenador un certificado de
nacimiento que tuvo a bien imprimir para nosotros. Los datos se referían a la niña
Sarah Lichner, para la que figuraba como padre el doctor Joachim Lichner, de
nacionalidad alemana, residente en Aquisgrán, en Zeppelinstrasse, y como madre
Zofia Kaminska, de nacionalidad polaca, igualmente domiciliada en Zeppelinstrasse.
La niña pesó tres kilos cuatrocientos sesenta gramos y midió 51 centímetros al nacer.
Asistieron en el parto Anna Gerling, como comadrona, y el doctor Richard
Bartholomé como ginecólogo. Los documentos habían sido remitidos por mensajería
al Registro Civil de Aquisgrán el martes, día 19 de junio de 2007.

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—¿Te convences ahora? —me preguntó Menkhoff.
Examiné detenidamente el documento.
—Dígame, enfermera: ¿aún continúa trabajando aquí este doctor Bartholomé?
Su frente se cubrió de arrugas.
—¿Quién?
—El doctor Bartholomé, el médico que asistió en este parto.
Ella me dirigió una mirada de desconcierto y tomó el certificado en la mano.
—Pues… no lo sé. No conozco a ningún médico de ese nombre.
—Posiblemente ya no trabaje aquí —intervino Menkhoff—. O tal vez se trate del
médico de alguna mutua o seguro privado que haya atendido un parto en este
hospital.
Ella sacudió enérgicamente la cabeza.
—No, imposible. Llevo nueve años en esta planta y conozco a todos los médicos
que han trabajado aquí en ese tiempo, incluidos los de las mutuas y seguros privados.
No ha habido jamás un doctor Bartholomé, lo sabría si así fuera. No comprendo
cómo…
Dejó caer el documento sobre la mesa y se sentó en una silla giratoria. Mientras
sus dedos se desplazaban veloces sobre el teclado, yo observaba a Menkhoff, que
seguía con semblante muy serio las maniobras de Gabi a través del sistema.
—No, con toda seguridad —afirmó la enfermera sólo unos instantes más tarde de
forma tajante—. No existe ningún doctor Bartholomé, y tampoco ha trabajado aquí
en los últimos años nadie con ese nombre. Y… un momento. —De nuevo sus ágiles
dedos recorrieron el teclado—. ¡Qué extraño! —murmuró de forma apenas audible.
—¿Qué le resulta tan extraño? —inquirió Menkhoff.
Ella posó su mirada alternativamente en mí y en mi compañero y señaló de nuevo
el certificado.
—Según se indica aquí, la comadrona fue Anna Gerling.
—¿Sí?
—Bueno… es que… tampoco existe ninguna comadrona con ese nombre en este
hospital.
—¿Qué? —Menkhoff se apresuró a recoger el certificado—. ¿Y quién es esta
Susanne Trumpp? ¿Otro fantasma?
—No, Susanne Trumpp existe —replicó la enfermera Gabi—. Es una de las
auxiliares de esta planta. Tal vez estuviera presente durante el parto y se encargara de
insertar los datos en el sistema.
Menkhoff dejó caer el papel sobre la mesa.
—Al menos, hemos logrado localizar a una persona real.
—Sí, eso…
—¿Nos puede decir dónde se encuentra la señora Trumpp ahora? ¿Está de

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servicio, aquí, en el hospital?
—No, creo que esta semana tiene turno de tarde, aguarde un momento… —
Consultó una lista impresa fijada en la pared junto a su mesa—. Efectivamente.
Susanne llegará a la una y media.
Revisé la lista, compuesta por tres columnas. En la primera de ellas figuraban las
fechas, en la segunda las letras M, T y N, lo cual debía significar turno de mañana,
tarde o noche, y en la última columna aparecían recogidos todos los nombres. Mi
mirada se detuvo en uno de ellos y sentí extenderse en mi interior una agitada
excitación. Me acerqué aún más a la lista para asegurarme de que no me había
confundido. No, no era así.
—Bernd, mira esto. —Señalé con un dedo el lugar de la lista en el que figuraba el
nombre que había despertado mi atención. Lo leyó con los párpados entrecerrados y
me dirigió una mirada inquisitiva.
—¿A qué te refieres?
—Ese nombre, ese de ahí. ¿No te dice nada?
Volvió a consultar la lista de nuevo.
—Markus Diesch. ¿Y qué?
Me resultaba inconcebible que no lo recordara.
—Las fotografías. —Me costó un esfuerzo casi sobrehumano controlar mi
agitación—. Las que acabas de guardarte en el bolsillo. ¿No te dice nada el nombre
de Diesch? Del álbum. «M. Diesch. Conseguido. ¡Estoy fuera!». ¿Lo recuerdas
ahora?
Finalmente se percató de lo que pretendía decirle. Abrió mucho los ojos y, con un
gesto urgente, recuperó las fotografías del álbum de Lichner del bolsillo trasero de
sus pantalones. Las comprobó brevemente y le mostró una de ellas a la enfermera.
—¿Es éste el Markus Diesch que figura en su lista?
Una breve mirada a la fotografía y vimos transformarse el semblante de Gabi.
—Sí, ahora está un poco más delgado, pero sí, es Markus. ¿De dónde han
sacado…?
—¿Cuánto tiempo lleva este hombre trabajando aquí? —la interrumpí.
—Desde… aguarde… aproximadamente dos años y medio.
—¿Y dónde estuvo empleado anteriormente? —preguntó Menkhoff—. ¿Lo sabe?
—En un hospital de Coblenza, según creo. ¿Por qué les interesa Markus? ¿Y por
qué me muestran esa fotografía suya? ¿Se ha… se ha metido en problemas?
—Ya lo veremos. Necesitamos su dirección, por favor.
Ella titubeó.
—Lo lamento, pero no sé si estoy autorizada a facilitarle esa información.
—Lo está —le aseguré—. Usted misma acaba de señalar que al menos dos de los
datos que aparecen en este certificado han sido falseados. Estamos investigando un

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caso de secuestro infantil y este certificado de nacimiento podría ser de una
importancia vital para su resolución. De modo que indíquenos dónde vive Markus
Diesch, por favor. También necesitaremos la dirección de la auxiliar que
supuestamente ha introducido los datos en el ordenador.
—¿Secuestro? ¿De un niño? —repitió—. ¡Dios mío! ¿Y Markus y Susanne están
implicados? Pero si…
—Por favor, las direcciones.
Ella asintió y se sentó ante el ordenador. Apenas un minuto más tarde ya teníamos
las direcciones. Susanne Trumpp vivía en el centro de Aquisgrán; Markus Diesch en
Richterich, que no distaba demasiado de Kohlscheid, donde estaba situada la segunda
vivienda a nombre de Joachim Lichner. Guardé la nota en la que la enfermera nos
había apuntado ambas direcciones.
—¿Existe algún otro documento que pudiera demostrar que esa niña ha nacido en
este hospital?
La enfermera había palidecido visiblemente.
—Sí, claro. Debería haber alguna cosa más. Guardamos el historial médico de
todos los pacientes en nuestra base de datos. Aguarde…
Consultó brevemente el certificado de nacimiento, e inmediatamente sus dedos
volvieron a recorrer el teclado a toda velocidad. Sacudió la cabeza al cabo de unos
instantes, examinó de nuevo el certificado, tecleó y se detuvo, sorprendida.
—No lo entiendo. Tenemos el nombre y la dirección de la madre en nuestra base
de datos, pero eso es todo. Ni aparece un registro de entrada, ni de hospitalización, ni
cualquier otro dato adicional. No hay historial médico, ni registro de medicamentos
suministrados, nada. Sólo el domicilio. —Se dejó caer hacia atrás, apoyándose en el
respaldo de la silla—. O bien el registro ha sido borrado por algún motivo, o…
—O ese certificado es falso —completé yo su pensamiento.
Menkhoff se rascó pensativamente la frente.
—¿Por qué iba alguien a tomarse tantas molestias para introducir únicamente el
domicilio de esa mujer en el registro?
—Es necesario introducir esos datos básicos para poder expedir cualquier tipo de
certificado. Para extender recetas, rellenar formularios o cualquiera de esas cosas es
imprescindible que se inserte en la base de datos la información básica de la persona
afectada, que después aparecerá en su historial médico de forma automática. Así nos
aseguramos de contar siempre con toda la información necesaria de cada paciente,
por ejemplo, en lo referente a la mutua o seguro al que pertenece.
—¿Y el médico? —objeté—. ¿Por qué no aparece su dirección en el sistema?
—El personal laboral del hospital se recoge en una base de datos diferente. A la
hora de extender algún tipo de documento oficial se introduce únicamente de forma
manual el nombre del personal sanitario.

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—Así es el maravilloso mundo de la informática —observó Menkhoff, haciendo
una mueca.
—¿Es necesaria una contraseña para poder entrar en el sistema? —le consulté.
Ella soltó una breve risa desprovista de alegría.
—¡Por supuesto! ¿Cómo puede preguntar algo así? Estamos hablando de datos
personales confidenciales.
—Ya imaginé algo parecido. Es decir, que es absolutamente imposible que
alguien ajeno al hospital haya introducido esos datos y nombres en el sistema, ¿no es
así?
—Es imposible, desde luego, a menos que haya podido obtener de alguna manera
las claves de Susanne. Pero aún no me han explicado…
—Muchas gracias, nos ha sido de gran ayuda.
Menkhoff me señaló con un gesto de su cabeza su deseo de abandonar el recinto,
lo cual hicimos en cuanto me hube despedido de la enfermera Gabi.

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CAPÍTULO

24

15 de febrero de 1994

Aparqué el Golf al que había recurrido en esta ocasión a una distancia considerable
de la casa de Marlies Bertels para impedir que la mujer me descubriera si
casualmente se encontraba asomada a la ventana de su cocina.
A la izquierda de la vivienda de la anciana se alzaba una casa unifamiliar de dos
plantas de fachada pintada en un color beige, persianas mallorquinas de madera
oscura y un pequeño jardín que me pareció cuidado, aunque en la época del año en la
que nos encontrábamos era difícil determinarlo con exactitud, protegido todo ello por
una valla cruzada de madera. En la placa situada al lado del timbre aparecía el
nombre de una tal Familia Leistroffer, apellido que me resultaba familiar por haberlo
leído en los informes. Tuve serias dificultades para calcular la edad de la mujer que
me abrió la puerta. Vestía unos vaqueros y su figura era esbelta, pero su rostro y su
cuello desvelaban que no volvería a cumplir los sesenta. Era evidente que le
importaba y prestaba mucha atención a su aspecto: su cabello tintado en un suave
castaño aparecía recogido en la nuca con ayuda de un pañuelo blanco, lo cual le
proporcionaba un aire de distinción. Me presenté, corroborando mis palabras con mi
identificación. Ella ignoró mi documentación y me dedicó una amable inclinación de
cabeza.
—Buenos días, subinspector. Imagino que vendrá usted por el asunto de Juliane.
¿Alguna novedad?
—No, lamentablemente, no. Pero quisiera hacerle algunas preguntas, si pudiera
usted dedicarme un poco de su tiempo.
Ella se mostró dispuesta. La sala de estar hacia la que me guió se abría al jardín
mediante unos grandes ventanales y se había amueblado exclusivamente en blanco y
negro. Los armarios en blanco, blanca mesa, sofá negro de cuero y televisor negro.
Sólo la pequeña alfombra en tonos naranja resultaba discordante en aquel entorno.
Cuando tomamos asiento uno frente a la otra extraje mi libreta del bolsillo.
—Señora… Leistroffer, debo disculparme, no recuerdo sus circunstancias
familiares. ¿Está usted casada?
—Sí, claro, desde hace cuarenta y un años, y felizmente además. —Una sonrisa
fugaz, divertida, cruzó su semblante—. Mi marido se encuentra en la ciudad en estos

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momentos, por fin he logrado convencerlo para que se compre unos zapatos nuevos.
Pero, por favor, cuénteme. ¿Quería hacerme algunas preguntas? Ya les expliqué a sus
compañeros todo lo que sé sobre la familia Körprich, lo cual no es mucho. Es una
pareja muy amable y servicial, y su hija estaba muy bien educada. —Guardó silencio
unos instantes—. ¡Pobre niña!
—No querría preguntarle nada adicional sobre la familia Körprich, sino, en este
caso, sobre su vecina, la señora Bertels.
Mudó la expresión de su semblante.
—Vaya…
—¿Vaya? ¿No se lleva bien con la señora Bertels?
Se inclinó un poco hacia delante, apoyando los codos sobre los muslos y
entrelazó las manos.
—Bueno, verá —comenzó, examinando atentamente sus manos. Me dio la
impresión de que seleccionaba con sumo cuidado las palabras—. Muchas personas
cambian al hacerse mayor; es bueno, todos nosotros cambiamos. Pero unos se
vuelven más sabios e indulgentes, y otros en cambio se muestran siempre
insatisfechos y se esfuerzan por dificultarle la existencia a los demás… al menos, a
veces.
—¿Y usted diría que Marlies Bertels pertenece al segundo grupo?
Transcurrieron unos segundos antes de que se decidiera a asentir, titubeante.
Después me miró abiertamente.
—No me gusta hablar sobre otras personas si no puedo decir nada bueno sobre
ellas, pero la señora Bertels es una mujer difícil. Probablemente porque lleva
demasiado tiempo sola. Su marido falleció hará ya quince o dieciséis años.
—¿Y en qué se traduce lo que me está comentando? Quiero decir, ¿por qué se
trata de una mujer difícil?
—Pues por todo en general. Se pasa el día entero tras la ventana observando a los
demás. Opina sobre todos los vecinos, y rara vez es para comentar algo favorable.
Tomé nota de lo oído.
—¿Cómo se relaciona usted personalmente con ella? ¿Mantienen algún contacto?
—No, a no ser que me la encuentre por la calle. Yo saludo y ella a veces
corresponde, a veces no.
—Y… ¿conoce usted al doctor Lichner?
Frunció los labios.
—¿Al doctor Lichner? Muy superficialmente. Nos ha invitado a su casa dos o tres
veces, una con ocasión de la inauguración de su consulta y otra por su cumpleaños,
había invitado a medio vecindario, pero exceptuando aquello…
—¿Qué opina de él?
Se enderezó.

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—¿Me pregunta por la discusión que tuvieron ambos este otoño?
—¿A qué discusión se refiere?
—De modo que no se trata de eso.
—No sabemos nada de una discusión entre la señora Bertels y el doctor Lichner.
¿Cuándo fue eso? ¿Y a qué fue debida aquella discusión?
—Bueno, cada año, en el mes de octubre, organizamos una pequeña fiesta entre
todos los vecinos, una manera de despedir la temporada de verano. Todos nosotros
aportamos algo: ensaladas, un poco de carne para la barbacoa, bebidas… es una
agradable reunión de vecinos. Este año parece que la señora Bertels hizo un
comentario despectivo acerca de la pareja del doctor Lichner. Él llegó a oírlo y perdió
un poco los nervios. Alzó la voz y la llamó vieja senil y desvergonzada.
—Vaya. Una reacción un tanto desafortunada para un psiquiatra —constaté, lo
cual ella confirmó asintiendo.
—Creo que ella se sintió realmente aterrorizada. Rompió a llorar y abandonó la
fiesta casi de inmediato. Desde entonces no se dirigen la palabra. —Aguardó a que lo
hubiera apuntado todo en mi libreta—. Estuvimos comentando este asunto en casa,
mi marido y yo; y Hans, mi marido, opinaba que un psiquiatra es, ante todo, persona,
y que a veces no puede evitar expresar lo que siente. —La idea de una sonrisa asomó
por las comisuras de sus labios—. Comentó incluso que le parecía que la señora
Bertels había escapado bastante bien. Si hubiera hablado de mí en términos similares
a los que empleó para la pareja del doctor Lichner, los insultos que él, Hans, le habría
dedicado hubieran sido mucho más contundentes. —Guardó silencio unos instantes,
después me miró inclinando ligeramente la cabeza—. Una pregunta, señor
subinspector: ¿también interroga a los demás vecinos acerca de mi marido y de mí?
La pregunta era lógica y no parecía ni enfadada ni incomodada por la suposición.
—No, no lo hacemos. En este caso sólo nos interesan la señora Bertels y el doctor
Lichner.
—¿Y a qué es debido ese interés, si me permite la pregunta?
—Bueno, está relacionado con sus declaraciones. Lamento no poder decirle más.
Espero que lo comprenda.

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CAPÍTULO

25

25 de julio de 2009

Descendimos en el ascensor destinado a las visitas, que era tan amplio que podía
albergar cómodamente dos camas de hospital.
—Este asunto empieza a atacarme los nervios —dijo Menkhoff—. No entiendo
qué diablos pasa aquí.
—Ni idea —confirmé yo—. Pero no creo que sea casual el hecho de que ese tal
Diesch trabaje en la misma planta en la que supuestamente nació la hija de Lichner.
Apostaría a que tiene algo que ver con el certificado falso. O contó con la ayuda de
Susanne Trumpp, o, lo cual me parece más probable, logró acceder de algún modo a
su contraseña. Ambos deben conocer el hecho de que en los certificados queda
registrada la persona que inserta los datos.
—Voy a aclarar ahora mismo quién es ese individuo y por qué se encontraba
preso.
—Quedó en libertad antes que Lichner, ¿no sería posible que tratara de vengarse
de él por algo?
—¿Y para ello todas estas molestias? ¿Arriesgándose a volver a ser encarcelado?
No lo creo.
—Tú mejor que nadie sabes que Lichner es capaz de conducir hasta el límite a
cualquiera. Imagino que mantendría su actitud habitual con su compañero de celda, y
durante años…
Habíamos alcanzado ya la planta baja y la puerta se desplazó suavemente a un
lado. Menkhoff no se preocupó por contestar mi planteamiento anterior, sacó su
teléfono móvil del bolsillo y marcó el número de la comisaría.
Solicitó que le comunicaran con la comisaria Biermann, le rogó a ésta que
recabara información acerca de Diesch y le explicó lo que habíamos averiguado hasta
entonces. Cuando dio por terminada la conversación ya nos encontrábamos en Pariser
Ring, a medio camino de la localidad de Kohlscheid.
—¿Qué te ha dicho?
—Que tendrá que dejar en libertad a Lichner en breve. Pasemos por su segunda
dirección antes de ocuparnos del enfermero, tenemos que darnos prisa. También
acaba de llegar a la comisaría la vecina de Lichner. Le he ordenado que vuelva a su

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casa, ahora estamos ocupados en asuntos más importantes.
No me sorprendió que la comisaria se planteara dejar en libertad a Lichner, pero
había otra cuestión que no dejaba de rondarme por la cabeza.
—Suponiendo que Diesch sea el responsable de la falsificación del certificado…
¿por qué utilizó también nombres falsos para el médico y la comadrona? Podría haber
indicado el nombre de algún ginecólogo del centro. Y lo mismo en el caso de la
comadrona. Las posibilidades de que se descubriera su engaño hubieran sido mucho
menores.
—Te olvidas, Alex, de que se trata de un ex presidiario. Esa gente no suele
destacar por su inteligencia. Si así fuera, no acabarían en prisión una y otra vez.
Dejamos atrás el cartel que señalizaba la entrada a Kohlscheid y subí el volumen
del GPS para atender mejor las indicaciones de la cálida voz femenina.
Localizamos la casa de Haus-Heyden-Strasse que buscábamos pocos minutos
después. Se trataba de un edificio de ladrillo de dos plantas cuya minúscula zona
verde frontal, con sus aislados setos y flores, presentaba un aspecto muy descuidado.
Unas piedras grisáceas dispuestas para servir de camino dividían el pequeño
jardincito, guiándonos hacia la puerta de entrada de PVC lacada en blanco. En
Bélgica, justo al otro lado de la frontera, abundaban las construcciones de ese tipo.
Urbanizaciones enteras compuestas exclusivamente por casas de dos plantas
habitadas prioritariamente por alemanes, a quienes el precio económico del suelo les
permitía construirse un hogar por poco dinero. A mí esas zonas de casas idénticas,
con sus ladrillos idénticos, me resultaban demasiado anónimas y anodinas.
—No le había tenido por tan aburguesado —comenté, mientras, de pie junto a
nuestro vehículo, examinaba la casa—. Estoy intrigado por conocer su interior.
Sin embargo, no pude satisfacer mi curiosidad de inmediato, pues nos
encontramos con un obstáculo imprevisto: la llave que Menkhoff había hallado junto
al contrato de alquiler y guardado en su bolsillo no abría la cerradura de aquella
puerta. Debía de existir alguna llave adicional para la puerta principal, perteneciendo
la que llevábamos encima a la vivienda de Lichner, que al parecer estaba situada en la
planta superior, según indicaban los nombres en los timbres junto a la puerta,
mientras que la inferior estaba ocupada por otra persona. No disponíamos de tiempo
para vacilaciones, por lo que decidí llamar al timbre correspondiente a la planta baja.
Lo primero que llamaba la atención del hombre que nos abrió la puerta era su
inmenso vientre redondeado. Sus comparativamente escuálidas extremidades le
dotaban de un aspecto casi caricaturesco. Le calculé unos sesenta años. Vestía unos
vaqueros cuya cinturilla quedaba completamente oculta por el volumen de su vientre.
Tenía las flácidas mejillas cubiertas de un árido campo de rastrojos pardos
entreverados de gris, y la mirada que nos dedicó me hizo suponer que sus
experiencias anteriores con representantes de los más diversos productos llamando a

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su puerta no habían sido muy positivas.
—Buenos días —saludé, mientras Menkhoff extraía la cartera con su
identificación del bolsillo—. Mi nombre es Alexander Seifert, de la policía criminal
de Aquisgrán, aquí mi compañero, el inspector jefe Menkhoff.
—Muy bien —contestó el hombre, que quedaba identificado en el letrero
manuscrito al lado del timbre como «W. Merten», mientras examinaba la
identificación de Menkhoff con palpable desagrado.
—¿Vive aquí el doctor Joachim Lichner? —le pregunté, intentando no dejar
traslucir la impaciencia que sentía.
—¿Usted también tiene una de esas?
Señaló la identificación de Menkhoff y yo asentí. En cuanto le enseñé la mía, el
hombre habló.
—¿Y? ¿Qué desean de él?
—De él nada —respondió Menkhoff, antes de que yo pudiera intervenir—. El
doctor Lichner se encuentra detenido desde ayer. Queremos ver su vivienda. Ya
disponemos de su llave.
—¿Detenido? ¿Por qué?
—Eso no es de su incumbencia.
W. Merten separó un poco las piernas y cruzó los brazos ante el pecho, lo cual
resultó un tanto forzado, pues éstos eran demasiado cortos para cubrir cómodamente
el contorno de la parte superior de su cuerpo.
—¿Dónde tienen la orden de registro?
—¿Es usted el propietario de esta casa? —preguntó Menkhoff, y reconocí en su
voz el incipiente, aunque aún controlado, enfado que comenzaba a despertar en él
aquella actitud del hombre.
—Inquilino.
—Entonces la orden de registro no es asunto suyo.
Menkhoff avanzó un paso, pero W. Merten no parecía dispuesto a franquearle la
entrada, lo cual no fue demasiado inteligente de su parte. Detecté unas manchas
escarlatas en las mejillas de mi compañero, señal inequívoca de lo que estaba a punto
de suceder.
—¡Desaparezca inmediatamente de mi vista! —increpó Menkhoff al hombre y
alzó de tal manera el volumen de su voz que W. Merten dio un salto hacia atrás con
una presteza que jamás hubiera supuesto en él.
Mientras subíamos las escaleras que conducían hasta el primer piso, oímos cómo
se cerraba una puerta en la parte inferior de la casa.
—Parece que estamos rodeados de psicópatas por todas partes —gruñó
Menkhoff, y cuando llegamos a la puerta que cerraba el piso superior insertó su llave
en la cerradura. Giró sin problemas.

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La vivienda estaba completamente enmoquetada en un claro tono beige. En la
sala de estar, que contaba con aproximadamente treinta metros cuadrados, destacaba
un confortable sofá rinconera de color negro como un castillo en una llanura. Tres de
las paredes se habían cubierto de papel pintado, de textura rugosa y un pálido
amarillo, mientras que para la cuarta se había preferido la rugosidad en un tono
burdeos de resultado cálido. Se hallaban salpicadas de algunas reproducciones de
figuras abstractas indefinibles en un entorno surrealista. Un mueble auxiliar, así como
un frontal de madera clara, probablemente se tratara de haya, con una vitrina de
cristal, completaban el mobiliario. En la parte central del frontal, sobre una estantería,
había dispuestos unos libros médicos. La ventana que interrumpía la continuidad del
techo inclinado permitía que fluyera la luz solar, y le otorgaba a aquella composición
pictórica un cierto ambiente primaveral. En oposición al piso de Zeppelinstrasse, esta
vivienda estaba inmaculadamente limpia y los muebles parecían haber sido
adquiridos recientemente.
Sin embargo, tampoco se correspondía en absoluto con la imagen que yo me
había formado del hogar de Joachim Lichner.
Menkhoff debió albergar pensamientos similares.
—Apuesto a que los muebles venían incluidos en el alquiler —observó.
Permanecimos unos instantes allí parados, en la entrada misma a la sala de estar,
examinándolo todo con la mirada. En Zeppelinstrasse parecían ocultarse oscuros
secretos, todo sugería corrupción y destrucción. Aquí, en cambio, los amables colores
y la atmósfera casi de paz dificultaban creer que ambas viviendas compartieran
inquilino.
Menkhoff logró reaccionar primero.
—¿Te ocupas tú de la sala de estar, Alex?
Lo primero que hallé en el mueble auxiliar fue un álbum lleno de recortes de
periódicos relacionados con el caso de Juliane Körprich. Los artículos
cronológicamente más antiguos se perdían en especulaciones y exhortaban a los
padres de las zonas próximas a Aquisgrán a no perder de vista a sus hijos en grandes
y vistosos titulares. Más adelante se centraban exclusivamente en el psiquiatra, que
había sido bautizado por uno de los rotativos con el sobrenombre de «doctor muerte».
Poco después el apodo se popularizó en la prensa. El último artículo informaba
acerca de la condena de Lichner. Alguien había escrito algo debajo con tinta azul de
bolígrafo: «No creí que pudieras ser responsable de esto».
Se trataba de una caligrafía tosca, sin florituras, masculina, diría yo, que se me
antojaba poco ensayada, acostumbrada al garabato. Me quedé mirando fijamente
aquel texto intentando dilucidar qué podría significar. Deposité el álbum en el suelo, a
mi lado, y proseguí con mi registro de cajones y nichos, pero no hallé nada más que
pudiera resultarnos de interés. Tras haberme asegurado de que no me había dejado

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ningún hueco por revisar, abandoné la sala de estar y crucé el pasillo. La habitación
situada justo al otro lado parecía una especie de trastero. Sus alrededor de diez o doce
metros cuadrados se habían ocupado con múltiples cajas de diverso tamaño. Algunas
estaban rotuladas con unas letras. «A-B», pude leer en una de ellas; «O-Q», en otra.
Contemplé pensativo aquel desorden. Nos restaban como mucho otros veinte
minutos si queríamos evitar coincidir con Joachim Lichner en su propia casa y me
pregunté cómo podría arreglármelas para revisar, al menos superficialmente, todas
esas cajas en tan breve período de tiempo.
Un ruido me hizo volverme. Menkhoff acababa de salir del dormitorio.
—En el dormitorio no hay nada de interés. Ni siquiera esconde ninguna revista
pornográfica bajo la cama.
—En cambio aquí tenemos trabajo de sobra —le señalé el contenido de la
habitación. Menkhoff reparó en las cajas y asintió.
Me acerqué a la que llevaba la inscripción «G-I». La habían cerrado de tal manera
que me costó cierto esfuerzo abrirla.
Cuando al fin lo logré, pude advertir que contenía multitud de carpetas de color
naranja. Saqué la primera. En la cubierta se informaba de que se trataba de historiales
médicos y, justo debajo, una redondeada caligrafía femenina había escrito el nombre
de «B. Harmann». Abrí la carpeta y me fijé en la fecha del historial, que me aclaró
que la señora Bernadette Harmann había sido tratada por Lichner antes de su
condena. Menkhoff parecía haber realizado un descubrimiento similar tras consultar
otra carpeta.
—Este individuo no parece regir demasiado bien, se limita a dejar por ahí tirados
todos estos historiales. ¿No ha oído hablar de la confidencialidad médico-paciente?
—No creo que contara con que alguien registrara su casa sin estar él presente,
Bernd.
—Eso es secundario. Los historiales médicos tienen que guardarse siempre bajo
llave.
Hojeé algunas carpetas, dejé a un lado aquella caja; me ocupé de otra igualmente
repleta de carpetas naranjas, extraje algunas de ellas y, tras breves instantes de
consulta, aparté aquella caja también. Descubrí entonces una más pequeña. Aquí la
inscripción presentaba un formato distinto y la caligrafía se asemejaba más a la que
había subtitulado el artículo de periódico en el álbum que había estado revisando
antes. Pude reconocer un nombre.
Se me escapó un gemido, lo cual provocó que Menkhoff alzara la vista.
—¿Qué demonios te p…?
No pudo continuar. También él había descubierto el nombre. El rótulo sobre la
caja afirmaba que ésta contenía el historial médico de N. Klement.

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CAPÍTULO

26

15 de febrero de 1994

Renuncié a entrevistarme con algún otro vecino más. La conversación con la señora
Leistroffer me había llevado más tiempo del planeado y quería estar de vuelta en mi
despacho cuando Menkhoff volviera de su encuentro con Nicole. A pesar de mis
prisas, hallé a mi compañero ya sentado ante su escritorio cuando me presenté allí
alrededor de la una y media. Temí llevarme alguna reprimenda por no haberle dejado
una nota que explicara mi ausencia, por lo que me sorprendí aún más cuando me
saludó con cierta indiferencia y sin apartar la vista de la pantalla de su ordenador.
—Hola —saludé yo a mi vez—. Yo… he estado hablando con una vecina de
Marlies Bertels, la señora Leistroffer.
Él asintió sin alterar su postura.
—Un instante.
Me senté ligeramente molesto, observando su mirada fija en la pantalla mientras
sus dedos volaban sobre el teclado, se detenían brevemente y retomaban su velocidad
anterior. Cuando al fin apartó los ojos del monitor, suspiró, se pasó ambas manos por
la cara como queriendo apartar una mota de polvo inexistente y me encaró.
—¿Cómo decía, Seifert? ¿Dónde ha estado?
Ardía en deseos de conocer los motivos que pudiera haber tenido Nicole Klement
para entrevistarse con Menkhoff, pero también yo tenía algo interesante que ofrecer.
—Hablando con una vecina de la señora Bertels. Pensé que no nos perjudicaría
saber algo más sobre ella. Su declaración posee cierto peso, y, sinceramente,
albergaba mis dudas en cuanto a la veracidad de lo que nos había comentado. Tras la
conversación que acabo de mantener, éstas se han intensificado aún más.
—Sin embargo, yo creo que dice la verdad —gruñó Menkhoff—. Y me reafirmo
en ello tras mi propia conversación. Pero, en cualquier caso, dígame: ¿qué ha
averiguado?
Repasé mi libreta y le expliqué lo que había apuntado en ella. Menkhoff no habló
hasta que hube acabado mi informe.
—Sí, todo eso se corresponde exactamente con la imagen que he podido
formarme de Lichner. No sólo se trata de un individuo extremadamente arrogante,
sino también ruin e imprevisible. Es irascible, una bomba de relojería que explota a la

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más mínima provocación.
Había aprendido ya a lo largo de los meses precedentes que no resultaba muy
oportuno contradecir a Menkhoff. No sólo porque se corría el riesgo de ser ignorado
y obsequiado con hirientes observaciones, sino porque, por lo común, solía estar en lo
cierto. A pesar de ello, me atreví a añadir algún comentario.
—Cuando pienso en cómo ha descrito la vecina a la buena señora Bertels… ¿Y
no podría ocurrir que ésta al fin ha encontrado la ocasión que aguardaba para
vengarse de Lichner después de la discusión que mantuvieron en la fiesta?
—¿No le parece que eso sería ir demasiado lejos?
—No, no lo creo. Quiero decir, explicaría al menos por qué decidió esperar dos
semanas para recordar qué…
—¡No!
Guardé silencio.
—Seifert, después de lo que me ha relatado Nicole Klement… —Se puso en pie y
se acercó a la ventana. Se asomó al exterior, enterrando las manos en los bolsillos de
sus pantalones. Sin girarse hacia mí, dijo—: Ha sido él. Ha asesinado a la niña, estoy
seguro.
Durante mi instrucción me enseñaron que la resolución de un crimen de sangre
era un asunto extremadamente delicado, en el cual el funcionario al cargo debe
extremar toda precaución y actuar muy concienzudamente. Resulta muy fácil no
advertir algún detalle o interpretarlo de forma errónea, y con ello podría llevarse a
inculpar a un inocente. Aunque posteriormente se rectifique el error, el que una vez
ha sido sospechoso siempre quedará perjudicado. Que Menkhoff se formara tan
rápidamente una opinión en este caso, expresándomela además como definitiva, me
sorprendió muchísimo. Por otra parte, como novato que era, no me atreví a
contradecir a quien tenía por un investigador experto.
—Menkhoff, ¿qué… qué le hace estar tan seguro de la culpabilidad de Lichner?
El siguió allí de pie ante la ventana, pero se giró hacia mí.
—Nicole me ha explicado ciertas cosas que le convierten a mi juicio en nuestro
sospechoso principal.
¿Nicole?
—¿La maltra…?
—Sigue sin confesar que Lichner sea el responsable de los hematomas que
muestra en el cuello. Y no me ha dicho nada en concreto que le incrimine
directamente, pero siendo capaz de leer entre líneas es evidente cuánto la hace sufrir
ese cerdo. Le ha insistido en que debía acudir a vernos para confirmar su coartada de
aquel viernes por la tarde, aunque ella declaró ayer no recordarlo bien. No ha tenido
el valor necesario para oponerse a él, a sus deseos. Ese hombre la humilla, la trata
como si fuera una maldita posesión suya. Cuando él… cuando se siente excitado, ella

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debe permitirle utilizarla a su antojo. Me ha asegurado que le da asco… —Había
elevado la voz, ahora abiertamente airada—. Siento deseos de vomitar sólo de pensar
en ello. Se está dedicando a destrozar a esa mujer y ella es incapaz de impedírselo
porque tiene miedo de abandonarle. Debería haberla visto mientras me hablaba de él,
no dejaba de estremecerse y temblar.
—Y usted cree…
—Para mí no cabe duda, Seifert: Joachim Lichner es el asesino de la pequeña
Juliane. Y lo demostraré.
Posiblemente, pensé, ese doctor fuera en verdad un individuo bastante indeseable,
pero… todo lo que Menkhoff me acababa de explicar sólo afectaba a Nicole Klement
y no estaba relacionado en ningún modo con el asesinato de la niña.
—Jamás deberá permitir que afloren sus sentimientos en un caso de asesinato —
comenté irreflexivamente, y apenas hube pronunciado aquellas palabras ya me
arrepentí de ellas.
—¿Cómo? —se sorprendió Menkhoff.
—Eso… eso es lo que usted me dijo, cuando…
—Sí, ya sé cuándo se lo dije. ¿Y a qué viene eso ahora?
Me costó sostener su mirada.
—No lo sé. Tal vez esté en un error, y es posible que no me corresponda a mí
decirle esto, pero… me da la impresión de que se está dejando dominar por sus
sentimientos.
No reaccionó durante largos minutos, limitándose a mirarme fijamente a los ojos.
Contaba con que de un momento a otro asistiera a uno de sus frecuentes arranques de
ira, pero no fue así. El Inspector jefe Bernd Menkhoff no pronunció ni una sola
palabra.
En mi mente comenzó a formarse un pensamiento tan descabellado que me
resultó del todo imposible mencionárselo a Menkhoff. Me acusaría, y con razón, de
haber perdido el juicio por completo. Por otra parte… No podría causarme mayor
daño que unos gritos e imprecaciones. De modo que reuní el valor necesario y me
lancé.
—Menkhoff, ¿puedo hacerle una pregunta indiscreta?
Su semblante se transformó, sin yo saber muy bien cómo interpretar aquel
cambio.
—Pregunte.

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CAPÍTULO

27

23 de julio de 2009

Me recuperé de mi sorpresa un poco antes que Menkhoff y atraje la caja hacia mí.
Aquellas solapas me resultaron mucho más difíciles de separar que las anteriores,
pero tal vez la dificultad se debiera al incontrolable temblor de mis dedos.
—Date prisa —apremió Menkhoff, impaciente por lo vano de mis esfuerzos, lo
cual no contribuyó precisamente a calmarme. Finalmente tuve éxito y desplegué la
cubierta superior de la caja. Esta vez no aparecieron ante nuestra vista más carpetas
de cartulina en color naranja, sino una enorme almohada, sin funda y de aspecto muy
gastado. Nos quedamos absurdamente prendados de ella unos instantes antes de
intercambiar una mirada de perplejidad.
—Mierda —musitó Menkhoff. Intentó sacar la almohada, pero la habían
introducido a presión, y estaba tan ajustada al tamaño de la caja, que en sus esfuerzos
llegó a alzar también a ésta. Acudí en su ayuda sosteniendo la caja por las solapas y
tirando fuertemente de ellas hacia abajo. Aquello pareció dar resultado, la almohada
al fin abandonó la caja y esta última cayó al suelo, completamente vacía ahora a
excepción de un pequeño retazo de papel que asomaba por entre las dobleces
inferiores. Intenté asirlo haciendo pinza con dos dedos, pero estaba firmemente
adherido al cartón.
—Déjame a mí —me apartó Menkhoff, probando suerte con idéntico resultado.
Finalmente, se decidió por darle la vuelta a la caja y abrirla por la parte inferior, con
tan poca delicadeza que llegó a rasgarla un poco. Doblando las solapas inferiores
hacia fuera, logró liberar una hoja de papel. Menkhoff la recogió y la sostuvo ante sí
de modo que también yo pudiera leerla.

«… constatado, una sobrecarga emocional de la paciente puede provocar


reacciones imprevisibles. Como consecuencia de su trauma infantil se
detectan en la paciente N. K. asimismo serios daños cerebrales que se
traducen en una inmadurez tanto cognitiva como emocional. (Ver historial de
la paciente en 112/1993).».

Releía el texto por segunda vez cuando escuché la voz de Menkhoff.

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—Maldita sea, ¿a qué viene toda esta mierda? Pero, ¿qué pretende ese individuo?
Esa no es Nicole. ¡Yo la conozco, y mejor que él, mejor que nadie!
No pude apartar mi vista de aquella hoja de papel.
—Bernd, sé que la conoces bien; pero, si realmente padecía algún trastorno
psicológico… Si éste fue tan grave que al doctor Lichner no le fue posible ayudarla,
quizá tú no pudieras detectarlo. Ese hombre es psiquiatra. Nada nos dice que no fuera
bueno en su profesión.
—Eso no son más que disparates —me interrumpió bruscamente—. Ni tú mismo
crees en tus palabras, Alex. Pero, ¿has leído esto? Me refiero a si lo has leído bien.
Aquí… —señaló el texto con el índice—. Mira: las consecuencias de su trauma
infantil… ¡Dios, Alex! Si en su infancia hubiera existido un trauma así me lo habría
contado, y aún en caso de que no fuera así, ¿no crees que me habría dado cuenta de
que algo iba mal?
Le contemplé en silencio. Estaba convencido de que mi compañero insistía en
cerrar los ojos a la evidencia porque le cegaban sus sentimientos por aquella mujer,
una vez más.
—¡Bernd, maldita sea! —repliqué finalmente, sin esforzarme lo más mínimo por
ocultar mi ira, una cólera que iba dirigida en primer lugar contra mí mismo, por mi
cobardía de otros tiempos, de aquella época en la que me guardé para mí mis dudas
—. En serio, Bernd, deberías escucharte a ti mismo: «Me habría dado cuenta».
¿Debo recordarte lo que me explicaste entonces? ¿Lo mal que te sentías cuando ella
caía repentinamente, y sin justificación aparente, en estados de depresión que se
prolongaban durante días y más días? ¿Sin que identificaras su origen? ¿Que
albergabas la convicción de que te ocultaba algo, algo importante? Y ahora en cambio
pretendes fingir que cualquier anomalía hubiera sido absolutamente imposible. ¡Deja
ya de situar a esa mujer en un pedestal inalcanzable para el resto de los mortales, por
favor! —le solté, ya imparable en mis reproches y abiertamente furioso—. «Jamás
debe dejar que sus sentimientos afloren en un caso de asesinato». Eso fue lo que me
dijiste mientras nos alejábamos del lugar en el que encontramos a aquella niña, ¿lo
recuerdas? Ha pasado mucho tiempo, pero yo no lo he olvidado, Bernd, aunque
parece que tú sí lo has hecho. No quisiste seguir tu propio consejo apenas unos días
después, y te vendiste por esa mujer, que…
—Oye, que yo…
—Y ahora, Bernd, vuelves a hacerlo. De nuevo cierras los ojos y te niegas a ver
todo lo que…
—¡Ya basta! —me soltó, y aquello hizo que me callara a mi pesar. Mi respiración
acelerada interrumpía aquel silencio repentino y me evocó absurdamente los pasos
cansinos de un pesado monstruo.
—Vámonos, Alex, antes de que aparezca ese individuo.

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Sorprendentemente, no parecía enfadado.
—Sí, vámonos.
Me sentí aliviado. Quizá porque al fin me había atrevido a expresarle a Menkhoff
al menos una mínima parte de lo que llevaba preocupándome tanto tiempo. Y porque
él no parecía reprochármelo.
Recogí la almohada, la metí de nuevo en la caja y abandonamos la segunda
vivienda del doctor Joachim Lichner.
No volvimos a encontrarnos con W. Merten en las escaleras. Pero, al volverme en
el pequeño jardín para contemplar por última vez la casa desde la distancia, registré
un movimiento tras la cortina de una de las ventanas de la planta baja, en concreto la
derecha.
Mientras arrancaba el motor de nuestro Audi, volví la vista atrás una vez más,
examinando la casa a través de la ventanilla lateral. Sentía la incómoda impresión de
que se me escapaba algo importante.
Menkhoff aprovechó el tiempo para llamar por teléfono a nuestra jefa.
—Prácticamente le han soltado ya —comentó, al finalizar su conversación—. Le
están entreteniendo un poco con algo de papeleo, pero no podrán retenerlo más de
veinte minutos.
—¿Y ahora qué? —pregunté—. ¿Visitamos a ese enfermero?
—Claro.
—¿Qué piensas acerca de ese Diesch?
—De momento no pienso nada, ya veremos.
—Espero que se encuentre en casa —dije, concentrándome en la carretera.
—Le preguntaré a ella —habló Menkhoff en el mismo instante en el que
llegábamos a la calle de Richterich que la enfermera Gabi me había apuntado.
Le miré, desorientado.
—¿Qué?
—A Nicole. Le preguntaré si fue paciente de Lichner.
—¿Cómo vas a preguntárselo? Creí que llevabas más de nueve años sin saber de
ella. Incluso ignoras si sigue viviendo en esta región. Y aunque aún continúe por
aquí… ¿por qué iba a confesarte ahora algo que te ocultó todos esos años que
pasasteis juntos?
—Quizá precisamente por eso —dijo él—. Porque hace ya más de nueve años
que no sabemos nada el uno del otro.

Encontramos a Markus Diesch en casa. Su vivienda estaba situada en la planta baja


de su edificio y contaba con una entrada independiente, situada en el lado izquierdo,
aunque no la descubrimos hasta constatar que en la puerta principal no había ningún
timbre etiquetado con su apellido y buscar por los aledaños.

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Le reconocí de inmediato. La enfermera Gabi estaba en lo cierto: estaba bastante
más delgado que en la fotografía, pero se trataba de la misma persona, sin ninguna
duda. Le mostramos nuestras identificaciones, Menkhoff nos presentó y le preguntó
si nos permitiría hacerle algunas preguntas. El rostro del hombre se ensombreció y no
ocultó su desagrado.
—¿Sobre qué? No he hecho nada. Trabajo en un hospital desde que abandoné la
prisión.
—Lo sabemos —le tranquilizó Menkhoff—. Y también estuvo previamente
empleado en un hospital de Coblenza, según nos han comentado.
—Ah, es por eso… —Soltó aire ruidosamente, alzando ambas manos en actitud
defensiva—. Escuchen, la dirección del hospital conoce mis antecedentes delictivos,
pues al solicitar el puesto tuve que presentar un certificado de buena conducta
expedido por la policía. Pero acordamos que los compañeros no debían saber nada de
mi pasado, al menos, mientras cumpliera con mi trabajo satisfactoriamente. Y lo
agradecí, pues si se hubiera sabido que acababa de salir de la trena, entonces…
—No, no se trata de eso, señor Diesch —le interrumpí—. Quisiéramos hablar con
usted del doctor Joachim Lichner. Le recuerda, ¿verdad?
Le recordaba, y ya me lo reveló su rostro antes de que nos ofreciera su respuesta.
—Estuve dos años con él en una celda. Un tipejo bastante insoportable.
—¿Nos permite entrar, por favor? —preguntó Menkhoff, y el hombre asintió tras
una breve vacilación.
La vivienda era incomparablemente más modesta que aquella que acabábamos de
abandonar, aunque igualmente luminosa y amueblada con gusto. Miré alrededor,
abarcando con la mirada la pequeña sala de estar a la que nos condujo, y recordé unas
palabras de Melanie la primera vez que entró en mi piso de soltero. Había afirmado
que resultaba muy sencillo reconocer una vivienda habitada exclusivamente por un
hombre. Jamás me reveló en qué se basaba para ese reconocimiento, pero en aquel
instante me pareció comprender a qué se había referido.
La vivienda de Markus Diesch no se encontraba desordenada, ni tampoco
detectamos ropa interior sucia esparcida por el suelo, no. Se trataba de detalles mucho
más sutiles, como la telaraña en la lámpara de pie al lado del sofá o la marca de un
vaso sobre la oscura superficie de la mesa baja, o la fina capa de polvo que cubría los
estantes de cristal de la vitrina situada en la esquina, en la que había dispuesta una
pequeña colección de coches en miniatura. Una vivienda propiamente masculina.
Retrocedí media hora en mis recuerdos. En la vivienda de Lichner tuve esa sensación.
¿Por qué? ¿Acaso no se trataba de una vivienda masculina? ¿Había allí alguna mujer
que limpiara y ordenara? ¿O tal vez había acertado mi compañero con su suposición
de que Lichner había alquilado un piso ya completamente amueblado?
Menkhoff tomó asiento a mi lado en el sofá color arena y Markus Diesch se

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acomodó sobre un taburete situado frente a nosotros.
—¿Sigue usted en contacto con Joachim Lichner? —preguntó Menkhoff,
respondiendo con ello a la expectante mirada de Diesch.
—No.
—¿Cuándo le vio por última vez?
—Al despedirme de él en la cárcel.
—¿Por qué cumplía usted condena, señor Diesch? —inquirí, lo cual provocó que
el hombre enarcara una ceja sorprendido.
—¿No lo saben?
Como nos limitamos a observarle en silencio se encogió de hombros, revelando
en su rostro cierta incomodidad.
—Metí la pata —dijo, y, tras una pausa, continuó explicándose—. Copié unas
cosas.
—Es decir, por falsificación —constató Menkhoff—. ¿Qué había falsificado
usted?
—Un par de carnets y cosas así.
—Ha comentado usted que Joachim Lichner era bastante insoportable. ¿A qué se
refería exactamente?
Me sorprendió que Menkhoff no aprovechara la confesión del hombre para
preguntarle por el certificado de nacimiento, pero decidí no intervenir.
—Pasé dos años, un mes y un día con ese doctor en la misma celda; y en todo ese
tiempo no hubo ni un solo día en el que no me explicara que era inocente y que sabía
quién era el verdadero asesino de aquella niña.
—¿Qué? —se me escapó sin poder controlarme, lo cual me atrajo una mirada de
censura de mi compañero.
—Sí —continuó Menkhoff con su conversación—. Todos dicen ser inocentes. Si
sabía quién era el verdadero culpable, ¿por qué no lo dijo durante el juicio?
Diesch volvió a encogerse de hombros.
—Yo también se lo pregunté, y siempre me ofrecía la misma estúpida y absurda
respuesta.
—¿Cuál?
—Que estaba atado de manos por una promesa.
—¿Una promesa? ¿A quién? ¿Al asesino?
Diesch asintió.
—Sí, exactamente. Decía que se trataba de alguien a quien conocía muy bien.

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CAPÍTULO

28

15 de febrero de 1994

Detecté en la mirada de Menkhoff una mezcla de curiosidad y suspicacia, y me


resultó evidente que estaba muy tenso. Titubeé, inseguro, pues no sabía si debía…
No, finalmente me sentí incapaz de reunir el valor necesario para preguntarle a uno
de los mejores investigadores de la división criminal si sus sentimientos por una de
las testigos no estarían enturbiando su capacidad para juzgar el caso. Y si tal vez esa
atracción que sentía por aquella mujer no sería la causa de que, consciente o
inconscientemente, intentara que su compañero… No, no podía hacerlo.
—¿Sí? ¿Qué desea preguntarme?
Aquella pregunta me sonó extraña, alerta. Cómo había podido pensar siquiera…
Me esforcé por mostrar una expresión de sorpresa.
—Me he olvidado —confesé al fin, pero ni siquiera a mí me convenció mi
avergonzada sonrisa—. He olvidado qué quería preguntarle.
Entrecerró los párpados, me dirigió una mirada como evaluando mi respuesta y se
relajó poco después.
—De acuerdo. Pongámonos en marcha entonces. Tal vez vuelva a recordar su
pregunta por el camino.
En esta ocasión fui yo quien le dirigió una mirada inquisitiva.
—Vamos a ver a Lichner. Quiero hacerle unas preguntas al buen doctor.
Durante el trayecto me explicó con más detalle su conversación con Nicole
Klement, con la que se había encontrado en un café en Münsterplatz, la plaza situada
en las cercanías de la catedral. Nada de lo que me relató situaba a Lichner bajo una
luz más favorable. En el momento de mi regreso a nuestro despacho, Menkhoff
estaba ocupado buscando al psiquiatra en nuestra base de datos, pero no había
obtenido resultado alguno.
Poco después de las dos y media estacioné nuestro vehículo delante de la consulta
del doctor Lichner.
Corinna M. pareció reconocernos y enarboló su mejor sonrisa profesional.
—Buenos días. ¿Desean ver a la señora Klement de nuevo? Lamento decirles que
en estos instantes…
—Tenemos que hablar con el doctor Lichner —la interrumpió secamente

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Menkhoff—. Imagino que él si estará, ¿no es así?
—Pues… sí, está, pero atendiendo a sus pacientes, y dudo mucho que disponga
de tiempo para hablar con ustedes. Pero si quieren esperarle…
Señaló las sillas alineadas en la pared. Menkhoff apoyó ambas manos en el
mostrador y se inclinó hacia delante.
—Me es absolutamente indiferente lo que crea usted. Llámele e infórmele de que
estamos aquí y deseamos hablar con él.
Ella pareció calibrar durante unos segundos qué acción podría traerle mayores
perjuicios y finalmente se decidió por obedecer las órdenes de mi compañero. El
doctor Lichner nos hizo esperar en torno a diez minutos antes de aparecer desde la
zona de consultas. Exhibía su habitual sonrisa petulante como si de un escudo
protector se tratase, pero en esta ocasión advertí que sólo afectaba en exclusiva a su
boca. Nos pusimos en pie.
—Buenos días. He de decir que me resulta bastante irritante tener que atenderles
de nuevo en este momento, pero, en fin… mis pacientes sabrán disculparme. Les
hago esperar por hallarme ofreciendo mi ayuda a las fuerzas policiales del estado en
la resolución de un abominable crimen. ¿Qué puedo hacer por ustedes?
Me sorprendió que Menkhoff demostrara poseer la paciencia suficiente como
para escuchar en silencio y hasta el fin aquel sarcástico monólogo. Incluso dejó
transcurrir dos o tres segundos adicionales antes de hablar, como si quisiera
asegurarse bien de que Lichner había finalizado su discurso.
—¿De verdad quiere que hablemos aquí? —señaló entonces a Corinna M. con
una leve inclinación de cabeza.
Lichner desvió brevemente la mirada hacia su empleada y asintió,
comprendiendo.
—Está bien, acompáñenme.
Se volvió y caminó hacia su consulta, cuyo mobiliario consistía principalmente en
un escritorio de madera de aspecto lujoso, dos armarios de idéntica fabricación y, a
pesar de que hasta entonces yo había pensado que se trataba de un cliché, un diván de
cuero negro. Nos señaló el diván tomando él mismo asiento tras el escritorio.
—¿Sabe que su compañera nos ha visitado en la comisaría esta misma mañana?
—comenzó Menkhoff cuando ya nos habíamos acomodado en el diván. Me sentí algo
ridículo en aquella posición.
—Por supuesto. La envié yo mismo.
—¿De modo que confiesa que no acudió a vernos de forma voluntaria?
—Nada de eso; su visita fue totalmente voluntaria. Simplemente le rogué que les
aclarara ciertas dudas acerca de la tarde del viernes. No supo contestarles en su
momento porque se encontraba en un estado extremo de ansiedad.
Observé a mi compañero, pero no pude detectar ninguna emoción en su rostro.

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—La señora Klement muestra diversas magulladuras en el cuello. ¿Sabe usted a
qué son debidas?
Me sentí intrigado por cuál sería la respuesta, pero Lichner mantuvo la calma en
todo momento.
—Por supuesto que lo sé. Se ha caído. Incluso estuvimos riéndonos un poco al
pensar que parecían marcas de estrangulamiento.
—Riéndose. De que la hubieran estrangulado —dijo Menkhoff con voz ronca—.
¿De modo que le parece a usted divertido que se estrangule a una mujer?
La sonrisa de Lichner desapareció.
—Ya es suficiente, inspector. No intente atribuirme palabras que no he
pronunciado. No he dicho en ningún momento que el hecho en sí me parezca
divertido.
—¿Le gustan los niños? —lanzó Menkhoff su siguiente pregunta, que resonó en
la habitación como un disparo. Lichner se sobresaltó visiblemente y dudó antes de
contestar.
—¿Los niños? Sí, claro que me gustan los niños. ¿A qué se debe esa pregunta?
—¿Le gustaría tenerlos? —continuó Menkhoff implacablemente y sin descanso.
Aparentemente, pretendía aprovechar la sorpresa, pero el psiquiatra ya había
recuperado el control, como evidenciaba su sonrisa.
—En cuanto encuentre la mujer adecuada, señor inspector, me lo plantearé. Y,
para contestar ya a su siguiente pregunta, es muy posible que Nicole sea esa mujer, ya
veremos. ¿Alguna otra cuestión que afecte a mi vida privada sobre la que les apetezca
charlar un poco mientras me aguardan mis pacientes en la habitación anexa, señor
inspector?
Ambos parecían retarse con la mirada, como boxeadores aguardando la señal que
les permitiría atacar al otro.
—No, de momento, no —gruñó Menkhoff y se puso en pie. Cuando ya habíamos
alcanzado la puerta se volvió por última vez.
—Casi me olvido: no abandone la ciudad.

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CAPÍTULO

29

23 de julio de 2009

Escruté el rostro de Menkhoff intentando leer en él qué impresión le causaba la


historia de Diesch, pero no parecía demasiado afectado. Tampoco hubiera esperado
otra cosa. A mi compañero parecía no interesarle absolutamente nada que pudiera
llegar a cuestionar la culpabilidad de Lichner. A pesar de que en todos estos años
había llegado a apreciar a Menkhoff, no podía compartir su ceguera en este caso, y
aquello comenzaba a molestarme hasta límites intolerables en estos momentos en los
que volvía a salir todo a la luz. Aunque tal vez mi escaso umbral de tolerancia se
debiera a que sólo dos días atrás había estado convencido de no tener que ocuparme
del doctor Joachim Lichner nunca más.
De nuevo me asaltó aquella sensación de haber omitido algo durante el registro de
la segunda vivienda de Lichner, aunque seguía sin poder concretarla.
—Hemos estado en el hospital para obtener una copia del certificado de
nacimiento de la hija del doctor Lichner —decía Menkhoff a mi lado. Observé
atentamente el rostro de Diesch, que parecía sorprenderse.
—¿El doctor tiene una hija?
—Supuestamente nació hace dos años, en la planta en la que trabaja usted, señor
Diesch.
La sorpresa se transmutó en incredulidad.
—No puede ser, lo habría sabido. ¿Cuándo dice que fue eso?
—En el mes de junio del año 2007.
Diesch estuvo reflexionando un rato, de forma intensa, como revelaban las
arrugas de su frente.
—En junio de 2007 —repitió en un murmullo—. No me encontraba de
vacaciones, al menos, eso creo. Pero si la hija de Jo Lichner hubiera nacido en esa
época hubiera debido encontrarme con él allí. A no ser que…
—¿Qué? —insistí, al tener la impresión que no pretendía finalizar aquel
pensamiento en voz alta.
—A no ser que la niña no le interesara, no sé, porque se hubiera separado ya de la
madre. Sucede con mayor frecuencia de lo que pudieran pensar.
—O jamás ha existido ese nacimiento y se han falsificado los datos del registro

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—observó Menkhoff—. ¿Conoce a algún médico con el nombre de Bartholomé?
—N… no. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Y a Anna Gerling?
—Anna Gerling… aguarde… Gerling. ¿Es una médico internista?
—No, una comadrona.
—Entonces me habré equivocado. No, tampoco la conozco.
—¿Cómo es su relación con Susanne Trumpp?
—No existe tal relación, apenas la conozco. Trabajamos en la misma planta, y a
veces coinciden nuestros turnos, pero no sucede con frecuencia.
—¿No conocerá usted la contraseña de la señora Trumpp para acceder a la base
de datos de los historiales médicos de los pacientes?
—¿A la base de datos? No. ¿Qué ocurrencia es esa? Está prohibido dar la
contraseña.
Menkhoff hizo un gesto de desprecio.
—También está prohibido falsificar carnets, y sin embargo hay personas que lo
hacen.
Markus Diesch examinaba atentamente sus manos.
—Sé que he cometido errores en el pasado, pero ya he pagado por ellos.
Su voz había adquirido un tono lastimero que me pareció impropio de él.
—¿¡Y qué!? —le gritó Menkhoff, pero intervine antes de que aquello se
descontrolara más.
—¿De modo que usted jamás ha entrado en la base de datos con la contraseña de
su compañera, por ejemplo, quizá por haber olvidado la suya propia y necesitarlo en
ese momento?
—No, no lo he hecho —respondió, insistiendo en su inocencia con tozudez
infantil—. ¿Por qué iba a hacerlo?
Consulté con Menkhoff, y cuando éste asintió brevemente, continué.
—Según parece, alguien ha falsificado unos datos y enviado a continuación un
certificado de nacimiento falso al registro civil. Es decir, oficialmente se halla
registrada una niña que en realidad no existe. Sin embargo, sabemos que para
inscribir a un niño en el registro no es suficiente con presentar simplemente el
certificado expedido por el hospital. Es necesario mostrar también los documentos
acreditativos de los padres, así como los certificados de nacimiento de éstos, y si
ambos no están casados se debe añadir también un reconocimiento por escrito de la
paternidad. Por tanto, todos esos documentos también deben haber sido falsificados.
Diesch abrió mucho los ojos y comenzó a ponerse lentamente en pie.
—Ya comprendo. De modo que alguien falsifica unos papeles y, por supuesto,
sólo puede haber un único sospechoso: el ex presidiario. Eso es totalmente injusto.
—No sea estúpido, señor Diesch —dijo Menkhoff—. Es evidente que el primer

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nombre que se nos viene a la mente cuando detectamos alguna falsificación es el de
un falsificador condenado. ¿Qué esperaba? No hay injusticia en ello, sino lógica. ¿Y
bien?
Diesch acabó de levantarse de un salto, respiraba entrecortadamente.
—No tengo nada que ver con eso. ¿Por qué…? ¿Qué pasa con mi móvil? ¿Por
qué iba a hacer yo algo así? ¿Qué beneficio sacaría de ello?
Menkhoff se encogió de hombros.
—Bueno, Lichner le resultaba molesto. ¿Tal vez hasta el punto de decidir
vengarse de él? ¿Logró él enervarle y llevarle hasta el límite? Lichner resulta
insoportable la mayor parte del tiempo, señor Diesch, y, sinceramente, entendería que
usted deseara perjudicarle.
—No. Insisto en que no tengo nada que ver con todo eso, de verdad. El doctor…
Jo y yo nos llevábamos bastante bien, jamás discutimos, ni una sola vez. Consulte mi
expediente, si quiere.
Y justo en ese mismo instante me vino a la mente aquello que no dejaba de
incordiarme desde que abandonamos la vivienda de Lichner. ¿Cómo había podido
obviarlo?
Menkhoff se puso en pie.
—Volveremos a contactar con usted si nos surgen más preguntas.
Me levanté igualmente y le seguí al exterior.
Cuando nos alejamos lo suficiente de la vivienda de Diesch como para estar
seguro de que no nos oiría, me dirigí a mi compañero.
—Bernd, nos hemos olvidado de algo en casa de Lichner.
—¿Sí? ¿Qué? —preguntó, en un tono indiferente que revelaba lo poco que le
interesaba lo que pudiera decirle.
—Ese papel con el fragmento del diagnóstico de Lichner… ¿Recuerdas qué más
decía?
Menkhoff, que rezongaba en voz baja, sacó una hoja doblada del bolsillo de sus
pantalones y me la tendió. Al desdoblarla pude ver que se trataba del papel que
acababa de mencionarle. Se había apoderado de él sin que lo hubiera advertido.
Señalé el punto al que me refería.
—Aquí, estas abreviaturas al final del documento: «Ver historial de la paciente en
112/1993». Esto.
No parecía comprender a dónde pretendía llegar.
—¿Y qué? Supongo que será alguna referencia a otra de esas estúpidas historias
médicas suyas. En la caja no había ningún documento adicional, así que, ¿qué más
da?
Asentí con entusiasmo.
—Exactamente, tú lo has dicho: no había ningún documentó adicional en esa

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caja. Pero, ¿y en la caja rotulada con «K-L»?
—¿Quieres decir que, posiblemente, la historia de Nicole se encuentre en esa otra
caja…?
Menkhoff se detuvo de forma tan abrupta que le adelanté dos pasos antes de notar
que no me acompañaba. Me giré hacia él.
—Sí. En la caja de los historiales médicos de los pacientes cuyos apellidos
comienzas con K. Parece lógico. Me pregunto por qué no se nos ha ocurrido antes.
—Crees de verdad que Nicole… ¿Crees que Nicole fue una de sus pacientes,
Alex?
—Claro que sí. ¿Qué otro motivo podría haber para que Lichner guardase unos
documentos con su historial clínico?
Menkhoff reflexionó unos instantes, después consultó su reloj.
—Está bien, es demasiado tarde como para que podamos volver a la casa sin más.
Vamos a averiguar primero si Lichner aún sigue en la comisaría.
Sacó su teléfono móvil y marcó. Tal como me revelaron las respuestas que daba,
Lichner había abandonado ya las dependencias policiales. Finalmente, colgó.
—Acaba de salir. Pero aún así, quizá pueda funcionar… La comisaria Biermann
me ha explicado que los compañeros lo están acercando en coche a Zeppelinstrasse.
Nos dirigiremos hacia allí. Me dejas a mí en aquella zona y te marchas lo más
rápidamente posible a Kohlscheid. Yo le entretendré el tiempo suficiente para evitar
que te moleste, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —contesté—. Pero, ¿cómo pretendes entretenerle?
—Quiero saber qué le pasa, qué le pasó a Nicole, Alex. Si no hay otra opción,
invitaré a ese cerdo a comer, aunque sienta deseos de vomitar lo que ingiera. No
importa cómo. Lograré retenerle allí, no te preocupes.
Permanecíamos aún un poco alejados el uno del otro. Cubrí la distancia que nos
separaba con dos lentos pasos y apoyé una mano en su hombro.
Bien. Y tal vez al fin logremos obtener algunas respuestas.
Y me refería en este caso a ambos, y a toda clase de respuestas.

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CAPÍTULO

30

18 de febrero de 1994

Menkhoff no apareció por su despacho hasta las ocho y media. Yo llevaba allí escasos
minutos. Aparentaba haber descansado poco y estaba visiblemente nervioso. Me
preocupé por él. Mi compañero había dedicado los dos días anteriores casi
exclusivamente a la búsqueda insistente de pruebas que incriminaran al doctor
Lichner en el asesinato de la pequeña Juliane. Casi exclusivamente, porque también
tuvo varios encuentros con Nicole Klement. Ellos solos. Ignoraba con cuánta
frecuencia se veían y me abstuve desde luego de preguntárselo. El día anterior había
recibido una llamada telefónica a las cinco de la tarde y abandonado inmediatamente
la comisaría sin dar explicaciones, y creí poder adivinar quién había sido su
interlocutor.
Pocos minutos después de que se marchara volvió a sonar su teléfono y contesté a
la llamada. Se trataba de la señora Körprich, la madre de la víctima. Cuando le
comenté que Menkhoff no se encontraba en su despacho, me rogó que le transmitiera
que había vuelto a revisarlo todo sin hallar nada.
No comprendí a qué se refería y me explicó que Menkhoff la había visitado el día
anterior buscando en la habitación de Juliane dulces que la niña hubiera podido
esconder. No halló nada, pero como insistió en la importancia del hecho, había vuelto
a registrar la habitación, sin resultado alguno.
Al colgar no pude apartar la vista del teléfono. ¿Por qué mi compañero no me
había comentado que quería efectuar un nuevo registro de la habitación de Juliane?
Me sentí tan desvalido como pocas veces en mi vida, atormentado por el
convencimiento de que mi experimentado compañero estaba a punto de estrellarse, de
arruinar su carrera, y por mi posible error de apreciación de la situación.
A pesar de todo, si estaba en lo cierto con respecto a aquella mujer y mi intuición
no me engañaba… después de dos semanas de investigación sin resultados Menkhoff
se había llegado a obsesionar tanto con aquel psiquiatra que sería muy complicado
lograr que considerara siquiera alguna pista alternativa. Y me temía que el verdadero
motivo que había detrás de todo aquello fuera Nicole Klement.

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Menkhoff no hizo intento alguno de tomar asiento, permaneció de pie junto a mi
escritorio un momento, indeciso, y después me indicó con una seña que le
acompañara.
—Buenos días. Venga, acompáñeme, tenemos trabajo.
—Buenos días. ¿Qué…?
—Se lo explico por el camino. Vamos.
En el aparcamiento nos aguardaban dos coches patrulla más un coche oficial
ocupado por tres agentes de la división criminal número dos. Menkhoff subió a
nuestro vehículo y se ajustó el cinturón de seguridad.
—Conduzca a casa de Lichner. Los compañeros nos seguirán.
Mis sospechas se confirmaban. Se me aceleró el pulso cuando dejé atrás los
demás vehículos.
—¿Por qué nos presentamos con un número tan elevado de agentes? ¿Qué ha
ocurrido? ¿Y por qué no me ha informado antes?
—Hace días que intento convencer a Nicole; ayer noche estuve hablando con ella
de nuevo. Le he explicado una y otra vez que es la única persona que puede
ayudarnos a demostrar la culpabilidad de Lichner.
Respiró hondo.
—Finalmente se ha decidido a confesarnos la verdad. La coartada de Lichner…
ha decidido no confirmarla.
—Pero eso no es suficiente para…
—Haga el favor de no interrumpirme —me reprendió alzando la voz, aunque se
controló de inmediato y continuó hablando en un tono normal. Se encontraba
visiblemente tenso—. Ha recordado algo más, y lo que me ha revelado es más que
suficiente para solicitar una orden de registro. El doctor no volvió a casa aquel
viernes en el que la pequeña fue asesinada entre las siete y las siete y media, sino
poco antes de la medianoche. A la mañana siguiente, al coger el coche, Nicole se dio
cuenta que éste se hallaba totalmente cubierto de barro, y las ruedas y el guardabarros
arrastraban restos de hierba. Le dio la impresión de que Lichner lo pudo haber
utilizado para conducir campo a través. ¿Qué, suenan las campanas ahora?
Sentí como si en mi interior se hiciera el vacío, mis entrañas parecieron encogerse
hasta formar un apretado nudo indisoluble en mi interior. ¿Nicole había sabido
aquello todo el tiempo y no nos había revelado nada?
—Pero… quiero decir… seguro que ha limpiado ya el coche, no quedará nada de
ese barro en él, ni siquiera en el garaje.
—Por supuesto que llevó el coche a limpiar y también se ocupó de dejar el garaje
como una patena.
Me había temido algo así. Sería imposible rastrear prueba alguna.

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—Por lo que, si ha sido concienzudo en su limpieza, será difícil demostrar la
veracidad de la declaración de la señora Klement.
—Encontraremos algo —aseguró Menkhoff—. Lo que sea.

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CAPÍTULO

31

23 de julio de 2009

Los compañeros que habían acercado al doctor Lichner a Zeppelinstrasse parecían


haber llegado al lugar sólo unos segundos antes que nosotros. Lichner se encontraba
aún de pie junto al Passat, cerrando la puerta del vehículo, cuando estacioné el
nuestro justo detrás. Nos miró, examinándonos a través de nuestro parabrisas y, como
solía ser habitual en él, su rostro no dejó traslucir emoción alguna.
—¿Y ahora? —consulté, hablando sin mover los labios. Me sentía de lo más
estúpido, sin saber muy bien por qué.
—Intentaré algo —me aseguró Menkhoff. Me sentí intrigado y le seguí al
exterior. Pude comprobar cómo se abrían igualmente las puertas delanteras del Passat,
bajándose de él el inspector Egberts y nuestro compañero del padre prestigioso, el
subinspector Jens Wolfert. Afortunadamente no se acercaron a nosotros, sino que se
limitaron a observar desde donde se encontraban.
—Vaya, qué casualidad —comentó Lichner, palmeando brevemente y atrayendo
con ello mi atención—. Los señores inspectores jefe parece que se encuentran
también trabajando en la zona y no me extrañaría que desearan aprovechar esa
circunstancia para visitar al buen Joachim Lichner, por si pudieran acusarle de algún
otro crimen que aún no han logrado resolver.
—Doctor Lichner —comenzó Menkhoff— según parece le hemos detenido
injustamente en esta ocasión y… de verdad que lo lamento. Quisiera disculparme
ante usted por las incomodidades que hayamos podido causarle.
Mi cabeza adquirió autonomía y se giró por sí sola en dirección a Menkhoff, al
que no pude dejar de mirar fijamente.
¿Acababa de disculparse realmente, había oído bien? Incluso Lichner no pudo
evitar mostrar abiertamente su sorpresa, como constaté cuando al fin logré apartar la
mirada de mi compañero.
—¿Se refiere usted a los trece años que he pasado preso, señor inspector jefe? —
preguntó.
Mi mirada osciló de nuevo hacia mi compañero, me sentía como el espectador de
un partido de tenis a cámara lenta. El rostro de Menkhoff se había transformado en
una máscara sin expresión.

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—No, por supuesto que no, doctor Lichner. Su condena de entonces fue justa. Me
refería a los dos últimos días. Según parece, alguien ha pretendido gastarle una broma
de mal gusto, esforzándose al máximo en ello y sin importarle cometer un delito. Me
agradaría averiguar quién está detrás de todo esto, y puedo imaginar que es algo que
también le puede interesar a usted. ¿Sería posible que conversáramos unos minutos?
Como testigo, por supuesto, no como sospechoso.
Lichner guardó silencio. Miró a Menkhoff a los ojos, una mirada abiertamente
cargada de desprecio. ¿Qué pensamientos cruzaban por la mente de Menkhoff en
aquellos momentos? Transcurrieron varios segundos en los que no sucedió
absolutamente nada, y no me atreví a moverme siquiera. Tenía muy claro que la
increíble humillación que se estaba imponiendo Menkhoff la pagaría posteriormente
Lichner con creces, o no conocía yo a mi compañero.
—De acuerdo —aceptó Lichner en ese momento, ofreciéndome la segunda
sorpresa de la tarde—. Está usted en lo cierto, me interesa sobremanera quién pudiera
ser responsable de todo esto. ¿Puedo invitarle a pasar a mi ático?
Señaló con un movimiento de su mano en dirección a su desastrada vivienda.
—¿Qué le parece si nos acomodamos en un café? —propuso Menkhoff—. En
terreno neutral, por así decirlo.
Lichner meditó unos instantes y asintió a continuación.
—Me parece bien, siempre que vuelva a acompañarme después hasta aquí.
Precisamente hoy le he dado el día libre a mi chófer, ¿sabe usted?
Menkhoff señaló a Wolfert.
—Usted acompañará al inspector jefe Seifert —le ordenó. A continuación se
dirigió a Egberts, que no se había movido de su posición anterior junto al Passat—.
Marco, ¿nos dejarías al doctor Lichner y a mí en el centro?
La idea de estar expuesto a la verborrea incontenible de Wolfert en el reducido
espacio que nos proporcionaba el interior del vehículo no me entusiasmaba
precisamente, pero asentí y le invité a acompañarme. Rodeé el Audi por su parte
trasera y subí al coche por el lado del acompañante. ¿Por qué no dejarme pasear esta
vez? Cuando Wolfert puso en marcha el motor inserté la dirección de la segunda
vivienda de Lichner en el navegador.
—¿Vamos a Kohlscheid? —preguntó Wolfert en cuanto se iluminó la pantalla del
aparato—. Conozco muy bien aquella zona; allí vive un familiar mío. Bueno, en
realidad no se trata exactamente de…
—¿Podríamos ponernos en marcha ya, por favor? —le interrumpí, y él obedeció.
Antes de que pudiera iniciar uno de sus interminables monólogos le resumí
brevemente lo sucedido en las últimas horas y expliqué por qué teníamos que volver
a la segunda dirección de Lichner. En lo respectivo a Nicole Klement, simplemente le
informé de que la mujer había mantenido una relación con el doctor Lichner en el

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momento en el que fue detenido años atrás. Lo demás me lo ahorré: pertenecía a la
vida privada de mi compañero. Al menos, eso pensaba.

Cuando llamé al timbre volvió a aparecer aquel hombre bajito y regordete, el señor
W. Merten. Me reconoció de inmediato y se cruzó de brazos, como la última vez.
—¿Otra vez usted?
—Creo que ya conoce usted a mi compañero —comenzó Wolfert, le mostró a W.
Merten la cartera de cuero en la que guardaba su identificación y le obsequió con una
amplia sonrisa—. Mi nombre es Jens Wolfert, soy subinspector de policía y miembro
de la división criminal de Aquisgrán. Probablemente le resulte conocido mi apellido,
porque sí, mi padre es el secretario de estado de justicia Peter Wolfert, representante
oficial del ministro de justicia de la región de Renania del Norte-Westfalia. Aparece
con frecuencia en los medios. Pero en estos momentos me encuentro ante usted
exclusivamente en calidad de agente de policía y no en representación de mi padre.
Sólo lo he mencionado porque continuamente constato que las personas a quienes les
refiero mi apellido suelen preguntarse por qué les resulta familiar.
Las arrugas del rostro de W. Merten parecieron tensarse un poco cuando dejó caer
hacia abajo su mandíbula, y nos dirigió una mirada de perplejidad. Finalmente se
apartó a un lado sin realizar comentario alguno.
—Ya he vivido esto antes; es la reacción habitual de la gente cuando reconocen el
nombre de mi padre —me explicó Wolfert mientras me seguía por las escaleras hasta
la vivienda de Lichner. Fingí no haber oído sus palabras y saqué la llave del bolsillo
de mis pantalones.
Sólo tardamos dos minutos en localizar la caja rotulada con «K-L» y apartarla de
las restantes, y me llevó un minuto más encontrar la carpeta naranja con el nombre de
Nicole Klement. Me temblaban las manos mientras abría la cubierta del expediente.
Wolfert se hallaba lo suficientemente próximo a mí como para poder leer las hojas
impresas guardadas entre aquel refuerzo de cartón. El primer documento indicaba que
se trataba de «Apuntes de la sesión del 12 de febrero de 1993. Nicole Klement,
hipnoterapia, primera sesión. Con ayuda de la hipnosis se logran recuperar en la
paciente recuerdos de una vivencia traumática, causante de su estado disociativo.
La paciente se revela como especialmente apta para la hipnosis y sugestión, lo
cual se corresponde con las características típicas de su enfermedad. Al enfrentarla
con material traumático a través de una disociación controlada, la paciente ha logrado
obtener sensación de control sobre intrusiones y estados de enajenación».
—¡Vaya! —no pude evitar exclamar—. No entiendo gran cosa, pero suena
preocupante.
El documento ocupaba una página entera en la que el doctor Lichner había
recogido sus anotaciones sobre la sesión de hipnosis aplicada a Nicole Klement. Una

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y otra vez se mencionaban vivencias postraumáticas, aunque en ninguna parte se
especificaba en qué consistían. Le pasé el documento a Wolfert y me centré en el
siguiente. Nueva sesión de hipnosis, esta vez en el mes de mayo, segunda fase de la
llamada hipnoterapia empleada para eliminar experiencias traumáticas, algo que a
partir de entonces Lichner abreviaba como «método HEET». Un documento
adicional y una nueva sesión; retrocedimos a febrero. El expediente no estaba
ordenado de forma cronológica.
Tras consultar algunas páginas más, todas ellas repletas de anotaciones para mí
incomprensibles y relacionadas con las sesiones de terapia, hallé finalmente en el
último documento de la carpeta aquello que buscaba: la descripción de lo que había
creado en Nicole Klement la necesidad de aquella terapia. Y, al leer qué hechos se
ocultaban tras términos como «síndrome» y «patología», fue cuando pude descubrir
qué le había sucedido a aquella mujer durante su infancia, y tuve que realizar ingentes
esfuerzos para lograr sobreponerme al horror que amenazó con atenazarme.

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CAPÍTULO

32

18 de febrero de 1994

Invadimos la clínica del doctor Lichner como un comando militar. Corinna M. nos
miraba desde el mostrador con la boca abierta por la sorpresa, incapaz de articular
sonido alguno al ver el grupo de asalto que penetraba en sus dominios.
Los compañeros se posicionaron distribuyéndose por todos los rincones de la casa
mientras Menkhoff y yo nos dirigimos a la zona de las consultas. Menkhoff llamó
brevemente con los nudillos a la puerta rotulada «Consulta I», abriéndola sin
aguardar respuesta. Tanto el doctor Lichner como su paciente, una mujer corpulenta
en torno a los cincuenta años de edad, se sobresaltaron visiblemente.
—No tema, somos agentes de policía —se dirigió Menkhoff a la paciente en un
escueto tono militar—. Abandone la sala, por favor.
No me sentí muy cómodo con aquel modo de proceder. Una vez recuperada de la
impresión que le había causado nuestra interrupción, la mujer parecía impaciente por
notificar su aventura a todo aquel que quisiera oírla. Aquello le ocasionaría serios
problemas al doctor Lichner, independientemente de cuál fuera el resultado de
nuestra actuación. Aquel hombre, habitualmente tan versado en palabras, no pareció
asimilar del todo lo que estaba sucediendo hasta que vio cómo su paciente
abandonaba la consulta dirigiéndole una última mirada de desaprobación.
—¿Cómo se les ocurre entrar aquí así, sin más? ¡Les prohíbo…!
—¡Cállese! —le gritó Menkhoff, sosteniendo ante su nariz una hoja de fax
impresa—. Esto es una orden de registro, el original viene de camino. Quiero ver su
garaje, por favor.
Una fina película de sudor comenzó a cubrir mi frente.
—Tengo derecho a llamar a mi abogado e insisto en ello.
Resultaban más que evidentes los esfuerzos que Lichner debía realizar para seguir
aparentando seguridad y controlar el tono de su voz. Menkhoff puso los ojos en
blanco.
—De acuerdo, venga.
La llamada no llevó más de un minuto.
—El doctor Meyerfeld llegará en quince minutos —explicó Lichner.
Menkhoff asintió con una sonrisa feroz.

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—Bien. Mientras tanto, le echaremos un vistazo a su garaje.
Por primera vez desde que le conocía, vi al psiquiatra pugnar por encontrar las
palabras adecuadas. La constatación de ese hecho me proporcionó cierta satisfacción.
—¿Qué buscan en mi garaje?
—Simplemente queremos echarle un vistazo. En breve llegarán también los
compañeros de la policía científica. ¿Se encuentra allí su vehículo?
—No, yo… Lo ignoro. Es posible que Nicole se lo haya llevado.
—Condúzcanos al garaje de todos modos, doctor Lichner.
El hombre pareció derrumbarse de repente. Sin más palabras, asintió,
abandonando su consulta, escoltado por dos de los agentes de uniforme.
Al final de la zona de consulta había un acceso al garaje. En la piedra gris que
cubría todo el suelo no se advertía huella alguna ni de barro ni de hierba. Tampoco en
el vehículo del doctor Lichner —un BMW azul oscuro que, contrariamente a lo
esperado, sí se encontraba estacionado allí—, podía detectarse ninguna marca de
suciedad más allá de la normal, aunque, dadas las dos semanas transcurridas desde el
asesinato, no me sorprendió. Poco después aparecieron los compañeros de la unidad
científica y comenzaron a abrir maletines y extraer utensilios.
—¿Qué hay del vehículo? —consultó Menkhoff.
Uno de los agentes se volvió hacia él.
—Vendrán a recogerlo en breve.
Menkhoff asintió y me hizo una seña para que le siguiera. A los dos agentes de
uniforme que seguían escoltando a un Lichner aún aturdido les ordenó acompañar al
psiquiatra a la sala de espera de la consulta para que aguardara allí la llegada de su
abogado. En la puerta principal de la clínica se había fijado un aviso que indicaba que
ésta debía permanecer provisionalmente cerrada por un asunto de la máxima
urgencia.
A través de una angosta puerta penetramos en un cuarto adyacente al garaje que
parecía cumplir las funciones de despensa y trastero. Junto a la lavadora y la
secadora, ambas situadas sobre una elevación de piedra que permitía usarlas
cómodamente sin tener apenas que inclinarse, encontramos un gran fregadero de
piedra sobre el cual descansaba una parrilla, un armario lacado en blanco que casi
tocaba el techo, así como varias estanterías con todo tipo de objetos. Menkhoff se
dirigió decididamente al armario y abrió sus puertas. En su interior había una única
tabla sobre la que se amontonaban todo tipo de productos de limpieza. En la parte
baja, escobas y fregonas descansaban contra la pared del fondo; y colocados en el
suelo había dos cubos, uno blanco y otro de color gris.
Menkhoff apartó las botellas y latas a un lado, dejando al descubierto una bolsa
de plástico arrugada semioculta al fondo. La sacó, abrió, y miró en su interior. Inspiró
profundamente y me la tendió sin decir nada. No pude evitar constatar en su

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semblante una expresión feroz de satisfacción.
Al fondo de la bolsa se veía un objeto de color turquesa, fijado a una pieza de
plástico, algo que tras un par de segundos logré reconocer como un coletero con una
mariposa.
—¿A quién cree que podría pertenecer esto, Seifert?

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CAPÍTULO

33

23 de julio de 2009

Una vez que leí el documento, se lo pasé a Wolfert.


Evoqué la figura de Nicole Klement, aquella vez que nos abrió la puerta por vez
primera, y mi mente reprodujo aquella imagen con tanta nitidez como si en lugar de
quince años no hubieran transcurrido más de quince minutos. Recordé la profunda
desolación en su mirada y alcancé a entender su origen. Ese delicado halo de
fragilidad, esa vulnerabilidad que tenía… No llegué a sospechar entonces cuánto
había padecido su alma.
Aunque había transcurrido mucho tiempo de todo aquello, me conmovió
profundamente lo que le había sucedido a aquella mujer. Sentí ira, una ira tan violenta
que me impidió todo razonamiento. Necesité esforzarme mucho para poder apartar
todo aquello de mi mente. Mientras Wolfert recogía el papel que le tendía, saqué mi
teléfono móvil del bolsillo y marqué el número de Menkhoff. Lo dejó sonar dos veces
antes de descolgar.
—Soy yo. ¿Sigue Lichner contigo?
—Sí, está sentado justo frente a mí. ¿Por qué?
—He encontrado lo que estábamos buscando, y… tienes que ver esto. Y, sobre
todo, tenemos que hablar con Lichner.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No te puedo dar detalles por teléfono, Bernd. Pero te adelantaré que Nicole
Klement ha vivido experiencias verdaderamente terribles durante su infancia.
Sucesos que la han llevado a arrastrar serios problemas psíquicos en su edad adulta.
Debemos hablar con Lichner. Porque si lo que dice aquí es cierto… ¡Dios! Por favor,
cuéntale que hemos registrado su vivienda. Me acercaré hasta allí y llevaré el
expediente, ¿de acuerdo?
Al principio pareció resistirse a la idea, pero después se mostró de acuerdo. Le
rogué que me explicara en qué café se encontraban y colgué. Wolfert bajó la mano
con el documento que había estado sosteniendo a la altura de la vista y me miró, con
una mezcla de aturdimiento y horror.
—Esa niña… la mujer a la que se refiere este documento… ¿He entendido bien?
¿Se trata de la compañera del psiquiatra? ¿El la estaba tratando por este… problema?

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—Asentí, y Wolfert se pasó la mano por la frente, nervioso, como si pretendiera
eliminar un sudor ficticio—. Pero… ¡todo esto es terrible!
—Sí, y mucho más de lo que pueda usted imaginar, Wolfert. Vayámonos de aquí.
Nos llevamos esos documentos.
—¿Sabe que no estamos autorizados a ello, verdad? Bueno, no es que pretenda
sugerirle desde mi modesta posición qué debe usted hacer y qué no, pero el
reglamento…
—Sí, conozco el reglamento, y no me importa lo más mínimo. —Le quité la hoja
de papel y la metí de nuevo en su lugar en la carpeta—. Estoy seguro de que el doctor
Lichner no nos causará problemas habida cuenta de que guarda cajas y más cajas de
información confidencial desperdigadas por su casa. Vamos.
Wolfert no pronunció palabra en todo el trayecto hacia el centro de Aquisgrán,
pues lo que acababa de leer parecía haberle impresionado demasiado, a excepción de
una única pregunta. Me consultó acerca de aquel caso de hace años deseando
comprender el papel de Nicole Klement en todo aquello. Le respondí con
monosílabos y dejó de insistir. Por desgracia, forma parte de nuestro trabajo
cruzarnos con toda clase de atrocidades, y con los años se adquiere una especie de
barniz que nos impermeabiliza, algo indispensable para salvaguardar nuestra alma,
para impedir que, al encontrarnos con este tipo de situaciones, lleguemos a perder la
razón. Pero, sin embargo, cuando la víctima es una niña pequeña e inocente, todo
adquiere una dimensión diferente. Hasta la fecha, no había logrado evitar que esa
clase de sucesos me afectaran profundamente, aniquilando toda protección de la que
pudiera haberme rodeado cuidadosamente. Intenté concentrarme como pude en lo que
veía a través de la ventana del vehículo y no pensar más en ello.
Dejamos a un lado la librería Mayer y dejamos el vehículo en el parking público
Büchel. Desde ahí no nos llevaría más de cinco minutos a pie encontrarnos con
Menkhoff. Al abandonar el parking me detuve unos instantes ante la fuente de bronce
situada frente a él para contemplar la escultura popularmente bautizada con el
incomprensible nombre de «Bahkauv». Según indicaba la leyenda, la vaquilla a la
que hacía referencia aquella expresión, ya distorsionada hasta lo irreconocible,
saltaba por la noche sobre los hombros de quienes se habían embriagado demasiado,
impidiéndoles volver a casa. Al examinar aquella figura, que debía representar una
vaquilla enorme con dientes afilados y larga y gruesa cola, recordé que la leyenda
también informaba de que la vaquilla jamás molestaba a las mujeres ni a los niños. Al
menos de Bahkauv estaban a salvo, pensé, y continué avanzando.
—¿No es absurdo? —le comenté a Wolfert, que caminaba a mi lado, silencioso y
con semblante grave—. Todos los niños temen a Bahkauv por su terrorífico aspecto,
y no deberían hacerlo, puesto que ésta jamás les hará ningún daño. Más bien deberían
desconfiar los adultos, ¿me entiende? Porque son ellos los monstruos de la realidad,

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esos pervertidos, anormales, que no se reprimen a la hora de utilizar a las niñas
para…
—Seifert —me interrumpió Wolfert, apoyando la mano en mi antebrazo y
obligándome a detenerme—. Tranquilícese, por favor. La gente nos mira.
Le observé y sólo entonces fui consciente de lo mucho que había llegado a alzar
la voz.
La plaza a la que nos dirigíamos, trazada como un triángulo con un vértice algo
prolongado, estaba animada por diversos cafés y bares. Podía accederse desde allí a
una vista parcial del frente de la catedral de Aquisgrán. Los altos edificios y angostas
calles que rodeaban la plaza le conferían un ambiente íntimo, como de patio, nombre
por el que era popularmente conocida.
Exceptuando los pocos puntos de acceso, toda la plaza estaba salpicada de mesas
con sus sombrillas, pero a pesar de ello no tuve dificultad alguna para localizar
rápidamente a Menkhoff y Lichner. Se habían acomodado en una de las zonas más
visitadas de la plaza, junto a los restos de un arco romano, justo donde me había
indicado mi compañero.
No sólo Menkhoff, también Lichner nos aguardaba con expresión ceñuda, de
modo que pude hacerme una idea de cómo había reaccionado a la revelación de que
habíamos estado revisando su segunda vivienda.
Cuando nos acercamos a la mesa, me dio a conocer su opinión.
—¿Le causa placer husmear en la privacidad de las personas? ¿Ha oído hablar
alguna vez de algo llamado orden de registro, señor inspector jefe?
El picor de mi frente apareció con una intensidad desconocida. Me acerqué una
silla y lancé la carpeta con la documentación referente a Nicole Klement sobre la
mesa.
—¿Qué sensación le causa a un psiquiatra acostarse con su paciente? Y usted, ¿ha
oído hablar alguna vez de abuso sexual en la relación terapéutica, doctor? Abandone
de una vez esa actitud suya de superioridad antes de que me haga vomitar.
Menkhoff dejó errar su mirada desconcertada de Wolfert a mí, dejando entrever
en ella la muda pregunta de qué me llevaba a actuar de tal modo.
Incluso Lichner pareció algo desorientado, pero se recuperó al momento.
—Eso sucedió antes de nuestra relación. Nicole…
—No sea absurdo, doctor Lichner. Cuando le estuvimos investigando años atrás
aseguró que su relación con Nicole Klement duraba dos años. Eso fue en 1994, y
estos expedientes están fechados en 1993. ¿Debo hacer yo las cuentas, o se apaña
usted solito? Y a esta circunstancia, que ya constituye de por sí un delito penal, habrá
que sumarle que guarda usted documentos confidenciales en su casa, cajas y más
cajas de ellos. También por esto podríamos detenerle. Se lo diré una sola vez: o
abandona ya de una vez su pose de hijo de puta de inteligencia superior y coopera

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con nosotros, o acabará de nuevo en la trena; se lo prometo.
Lichner no dijo nada más. Menkhoff me miró fijamente durante un par de
segundos antes de coger la documentación de Nicole. Me hubiera gustado poder
advertirle con anterioridad de todo aquello, pero por desgracia fue imposible. El
papel en el que se relataban con todo detalle los horrores aparecía el primero, nada
más abrir la carpeta, y no transcurrió mucho tiempo antes de que Menkhoff se
apoderara de ella, se pusiera en pie sin mediar palabra y se alejara de nosotros. Dobló
la esquina y desapareció de nuestra vista.
—¿Cuándo vio a Nicole Klement por última vez? —le pregunté a Lichner.
—Ya se lo he explicado con todo detalle a su compañero mientras usted se
dedicaba a rebuscar entre mis cosas. No voy a repetirlo. Pregúntele a él.
Era consciente de que en aquellos momentos me iba a resultar difícil que
contestara a mis preguntas. Probablemente esperaba que yo insistiera para de ese
modo proporcionarle el placer de negarme la respuesta de nuevo. De modo que
ambos guardamos silencio unos instantes, hasta que Lichner habló inesperadamente.
—Es la esencia, señor Seifert, el ser.
Le miré sin comprender.
—¿Cómo dice?
—La esencia. Tiene que descubrir la esencia, el ser.
—¿Ha estado tomando drogas? —preguntó Wolfert a mis espaldas, y sólo
entonces fui consciente de su presencia, aún de pie, a mi lado.
—Siéntese, por favor, Wolfert —le rogué y me dirigí acto seguido a Lichner de
nuevo—. ¿Reconocer la esencia? ¿Qué significa eso?
—¿Desea que le obsequie con una disertación filosófica sobre la definición de
esencia?
De nuevo esa sonrisa de suficiencia.
Picor en la frente.
—Sí, eso deseo. Y si necesita obsequiarme con alguna otra información
supuestamente inteligentísima sólo porque su autoestima esté atravesando por malos
momentos, sí, también podrá explicármelo. Y si no piensa decir nada interesante,
cierre la boca de una vez.
Ese modo de observarme, de intentar evaluar qué pensamientos albergaba mi
mente… Quince años atrás solía mirarme de la misma manera. Y la sonrisa que
deformó sus labios era también idéntica.
—La esencia se refiere a las cualidades permanentes que todo ser, incluyendo el
ser humano, debe poseer para existir como tal, señor inspector jefe. En oposición a la
apariencia, la esencia se refiere a lo real, lo no falseado ni falseable, lo originario de
una cosa o también de un individuo. La verdadera esencia no es aprehensible a través
de nuestros sentidos, sino únicamente a través de la reflexión. Eso dice Platón.

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No había entendido todo lo que me había explicado, pero creí suficiente una
aproximación.
—Muy bien. ¿Y a qué se refiere cuando nos sugiere que descubramos la esencia?
—Ya lo averiguará, señor inspector jefe. Seguro que sí.

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CAPÍTULO

34

18 de febrero de 1994

—Ignoro de dónde ha podido salir eso. —El doctor Lichner apartó su mirada del
contenido de la bolsa de plástico y la fijó en Menkhoff—. Pero sí sé, inspector, que
pretende cargarme a mí con ese asesinato a toda costa. —Hablaba controladamente,
confirmando con ello la impresión que me había causado cuando regresé con
Menkhoff a la sala de espera. Aún no había aparecido el abogado, pero tanto el
desconcierto como la aparente resignación que había creído advertir en Lichner
mientras los agentes le conducían a la sala de espera habían desaparecido. Se dirigió a
mí—: ¿Y usted le apoya? ¿No tiene conciencia? Piénselo bien: ¿guardaría yo aquí un
coletero de la niña si realmente la hubiera asesinado? Eso no tiene ningún sentido.
—Yo…
No pude continuar, porque Menkhoff me interrumpió.
—No sea estúpido, doctor Lichner. Esto de aquí —alzó la bolsa de plástico— lo
hemos encontrado en su armario. Ahora me pasaré a mostrárselo a la madre de
Juliane. Si lo reconoce, ya le tenemos. Además estamos revisando su vehículo en
busca de ADN. Si la pequeña ha estado allí en algún momento, encontraremos rastro
de ello, independientemente de cuán concienzudamente haya usted limpiado el coche.
Ríndase, confiese, podría servir para reducir su condena.
El psiquiatra miró a Menkhoff, incrédulo.
—¿Ha perdido usted la razón? ¿De qué me habla? Necesita un culpable como sea
y por ello ha ocultado usted mismo ese objeto en mi armario. ¿De qué otro modo
hubiera sabido dónde debía buscar? Su caso se resuelve y el inspector Menkhoff
asciende a inspector jefe. ¿No es así? —Desplazó su mirada hacia mí—. Y usted,
señor Seifert, deberá vivir pronto con la certeza pesando sobre su conciencia de que
el verdadero asesino aún camina libre por ahí, y todo ello sólo porque su compañero
insiste en culpar a un inocente. ¿No le preocupa?
Por supuesto que me preocupaba, pero no podía sino confiar en mi compañero.
Menkhoff no reaccionó ante las acusaciones de Lichner. Se enderezó y comenzó a
hablar en un tono oficial.
—Doctor Joachim Lichner, le detengo por el asesinato de Juliane Körprich y paso
a explicarle sus derechos…

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CAPÍTULO

35

23 de julio de 2009

Menkhoff regresó a la mesa apenas unos minutos más tarde, justo en el momento en
el que la camarera nos servía los dos cafés, uno solo y otro con leche, que Wolfert y
yo le habíamos pedido. Traté de interpretar la expresión de su rostro sin lograrlo.
Algo había cambiado, eso sí, aunque era incapaz de determinar exactamente qué. No
sólo eran sus ojos enrojecidos, había más cosas.
Dejó el documento boca abajo sobre la mesa y le dirigió a Lichner una mirada
que me provocó un escalofrío.
—¿Por qué no lo ha mencionado nunca? —preguntó con voz engañosamente
suave, y Lichner enarcó las cejas en señal de sorpresa.
—¿Cómo dice? ¿Pretende que le informe de mis casos? Tal como ha explicado
antes su compañero de forma tan acertada, se trata de un historial médico y estoy
obligado a cumplir con la confidencialidad, y eso sigue siendo así aunque tras haber
pasado los últimos trece años en prisión por un crimen que no cometí ya no pueda
ejercer como psiquiatra. La pregunta que debería hacerse es más bien por qué no sabe
usted nada de todo esto. Al parecer, Nicole no confiaba demasiado en usted.
Menkhoff no apartaba la vista del documento que tema delante, como si tratara de
atravesarlo con la mirada y acceder a su contenido ahora oculto desde el dorso de la
hoja de papel.
—Señor Lichner, quiero que me lo cuente todo. Todo lo referente a este caso.
El psiquiatra siseó sacudiendo incrédulo la cabeza, intentando ejemplificar de ese
modo lo incongruente, casi monstruoso, que le parecía el ruego de Menkhoff.
—Pero, ¿qué se ha creído, señor inspector jefe? Me asalta prácticamente en mi
propia casa, me acusa de un crimen horrible cometido en la persona de una niña que
ni siquiera existe, me detiene, revisa mi piso sin orden de registro, y podría
continuar… Y ahora, una vez que ha constatado que parece que soy inocente de lo
que me acusa y estaba usted equivocado en cada una de sus sospechas, ¿espera como
contraprestación, en señal de agradecimiento, que cometa un delito por usted?
—Sí —contestó Menkhoff de forma lacónica, y en ese momento fui consciente de
aquello que antes no había sido capaz de identificar: Bernd Menkhoff se sentía
herido. Había abandonado todo escudo de protección.

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Estaba obligado a ayudarle, protegerle en aquellos instantes de debilidad de la
aguda y cínica inteligencia de Lichner.
—Deje ya de insistir en esa estupidez en cuanto a su inocencia —intervine—.
Acabo de explicarle con todo lujo de detalles qué opina la ley del abuso de autoridad
durante un tratamiento terapéutico para obtener favores sexuales, algo que, como
médico que es, conoce perfectamente. Es usted, por tanto, cualquier cosa menos
inocente, y si quisiéramos, podríamos encerrarle sin más por esos cargos. Al margen
de ello, aún no hemos terminado con la historia de su hija. Quizá se halle usted
implicado en otro delito, ¿quién sabe?
La mirada de Lichner iba de mí a Menkhoff, después enfocó a Wolfert, que
permanecía mudo a mi lado.
—¿Qué más quieren de mí? Ya tienen el historial de Nicole. Podría denunciarles
por ello, y lo saben.
Fui consciente de que también Menkhoff me observaba, y parecía haberme
dejado llevar el peso de la conversación.
—En aquella minúscula habitación en la que usted guarda las cajas con los
expedientes de sus pacientes encontramos también otra rotulada con el nombre de
Nicole Klement. Pero dentro de ella hallamos simplemente una almohada vieja, y,
entre las solapas del fondo, una hoja de papel que parecía pertenecer a un historial. Sé
que existe más material relacionado con la señora Klement. De modo que la pregunta
es: ¿qué contenía originariamente esa caja y dónde se encuentran ahora esos
documentos?
Lichner titubeó, mostrando una sorpresa que supe inmediatamente que era
fingida.
—Está bien —dijo al fin, aparentando realizar un ingente esfuerzo—. Sólo una
mínima parte de las sesiones a las que sometí a Nicole se encuentran registradas en
esta carpeta. Hubo más, muchas más. Nicole padecía un trauma terrible, y tuve que
tratarla durante más de dos años. Algunas de esas sesiones están recogidas en una
especie de diario, son documentos aislados que describen con todo detalle los
momentos más cruentos de su infancia. Comprendían cuatro archivadores completos,
y eran esos archivadores los que se encontraban en la caja que han visto.
—¿Y dónde están ahora?
—Pues… no están. Ya no los tengo. Los destruí.
Mentía.
¿Por qué nos revelaba primero la existencia de esos archivadores, explicándonos
cuál era su contenido, para después mentirnos acerca de ellos? No entendí nada. Cada
vez que tratábamos con aquel individuo constataba que sus palabras y sus acciones se
contradecían sin responder a lógica alguna.
—Y ya que estamos, doctor Lichner, ¿cómo es que ha alquilado dos viviendas?

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Se envaró, aunque apenas fue perceptible.
—Porque me apetece, señor inspector jefe. O, diré más bien: eso no es de su
incumbencia.
—Bueno, eso es…
—Tiene razón, Alex —me interrumpió Menkhoff—. No es asunto nuestro.
Vámonos.
Se puso en pie, rebuscó en el bolsillo de sus pantalones y extrajo de él un par de
billetes arrugados. Estudió las bebidas que había sobre la mesa y separó un billete de
diez y uno de cinco, que sujetó con ayuda del cenicero.
—Vamos —insistió.
—¿Dónde está Egberts, por cierto? —pregunté. No me había dado cuenta hasta
ese mismo momento de que no se encontraba presente.
—Quería resolver unos asuntos. Lo llamo, y así nos recoge en el coche.
—No les acompaño —explicó Joachim Lichner—. He cambiado de opinión y
prefiero quedarme aquí.
Menkhoff se encogió de hombros.
—Como prefiera.
Se apartó de Lichner.
—Si tuviéramos más preguntas… ¿Dónde podremos localizarle?
El psiquiatra me obsequió con una ración doble de su petulante sonrisa.
—En mi casa.
Ignoré las hormigas que parecían desplazarse por mi frente y seguí a mi
compañero, que había tomado la dirección que conducía hasta el aparcamiento.
Wolfert se esforzaba por seguirnos el paso.
—Antes no comprendí por qué estaba usted tan enfadado, pero ahora sí. Sabía
que íbamos a encontrarnos con ese individuo, que, ¡Dios mío!, es un ser repugnante.
No sé quién se piensa qué es, se tiene por especialmente inteligente, por más astuto
que los demás. Tengo que hablarle a mi padre de él. Quizá pueda averiguar un par de
cosas empleando sus contactos, cosas que por los cauces habituales no…
—¡Cállese! —le siseé—. Ya sabe lo que le dijo Menkhoff que haría si menciona a
su padre, ¿no lo recuerda?
Wolfert contempló las anchas espaldas de Menkhoff y su rostro avergonzado
reveló que lo recordaba a la perfección y que, además, se lo tomaba muy en serio.
Alcancé a mi compañero en un par de zancadas.
—¿Por qué te has marchado tan de repente? ¿No has notado que miente?
—Estoy tan harto ya de ese individuo…
—¡Aguarden!
Alguien gritaba a nuestras espaldas y podría haber sido a cualquiera, pero
reconocí la voz, y mis compañeros, al parecer, también. Nos detuvimos y nos

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volvimos. No me había equivocado: se trataba de Lichner, que se dirigía hacia
nosotros. Poco antes de que nos alcanzara, le pregunté:
—¿De modo que quiere que le llevemos?
—No les he dicho toda la verdad en lo referente a los documentos sobre Nicole.
—Inspiró profundamente y miró a su alrededor, como si esperara descubrir a algún
perseguidor—. Sigo muy enfadado. Me han vuelto a acusar de un delito que no he
cometido y…
—Fue usted condenado por un juez, señor Lichner —le explicó Menkhoff con
calma casi estoica.
—Era inocente, y usted lo sabe perfectamente. Pero he pensado que tal vez no le
perjudique que vea cómo es en realidad esa mujer que tan bien cree conocer. Y que
confirmen ambos que soy yo el único que de verdad sabe cómo es, el que lo sabe
todo sobre ella. Conseguí ayudarla tanto que al parecer no han podido ver lo que ella
es en realidad.
—¿Cuándo vio a la señora Klement por última vez? —reiteré la pregunta que ya
le había formulado momentos antes.
—Hace sólo unos días. Llevamos un tiempo viéndonos de forma regular, y no
cómo médico y paciente. Ya sé que esto no le afectará en absoluto al señor Menkhoff,
porque, según me ha comentado hace unos momentos, está ahora felizmente casado.
De modo que, en lo que respecta a nuestras mujeres, todos satisfechos, ¿no es así?
—¿Dónde vive Nicole Klement en la actualidad? ¿Con usted?
Sonrisa Lichner.
—A veces. Pero también cuenta con un piso propio, en el centro, en
Oppenhoffallee. Incluso la encontrará en la guía telefónica, señor investigador.
—¿Dónde están los archivadores?
—Al parecer han revisado mi vivienda de Kohlscheid de forma bastante
superficial, o de lo contrario habrían advertido la abertura situada en el techo del
pasillo, un acceso al ático. Me pregunto por qué no me sorprende lo más mínimo esta
forma suya de proceder…
Miré a mi compañero.
—Vámonos, Bernd. Olvidemos esos expedientes, ya hemos leído suficiente,
¿para qué maltratarte de ese modo? Dejemos a este individuo aquí y que se busque la
vida para llegar a su casa.
—¿Se ha dado cuenta de que habla de mí como si no me hallara presente, señor
Seifert?
Miré a Lichner a los ojos.
—Está usted en lo cierto. Debe tratarse de mi subconsciente.
—Por última vez, Lichner: ¿nos entregará esos archivadores? —preguntó
Menkhoff.

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—De acuerdo —concedió Lichner, tras una mínima vacilación—. Vámonos. Y
reconocerá que soy un hombre muy razonable.
Cambiamos posiciones en los vehículos. Conduje a Menkhoff y Lichner hasta
Kohlscheid mientras Wolfert y Egberts regresaban a la comisaría en el Passat.

Una vez en su casa, Lichner subió al ático y nos alcanzó los cuatro gruesos
archivadores. Abrí el primero y comprobé que efectivamente contenía lo que nos
había prometido. Menkhoff hizo lo propio con un segundo archivador llegando al
parecer a idéntica conclusión. Le prometí a Lichner devolver los expedientes lo antes
posible. Nos alejábamos hacia la puerta cuando nos llamó por última vez.
—¿Menkhoff?
Nos volvimos los dos para mirarle.
—Tengo una pregunta que hacerle, una duda que me ha estado preocupando todos
estos años… ¿Cómo consiguió ella aquel coletero?
Durante unos instantes hubo un silencio ominoso. Menkhoff enarcó las cejas,
cubriendo de múltiples arrugas su frente.
—¿Cómo consiguió quién qué?
Supe inmediatamente a qué se refería Lichner, aun cuando hubieran transcurrido
muchos años.
—Me refiero a Nicole, señor inspector jefe. ¿Cómo obtuvo aquel coletero que
usted pretendió haber encontrado en mi armario? ¿Y aquellos cabellos en el asiento
del acompañante de mi coche? ¿Fue usted quién lo preparó todo?

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CAPÍTULO

36

21 de febrero de 1994

El coletero pertenecía a Juliane Körprich sin duda alguna; su madre lo reconoció de


inmediato. Además, las pruebas de ADN revelaron que unos cabellos hallados en el
asiento del acompañante del BMW de Lichner eran de la niña. Y en uno de los
ordenadores de su consulta, los expertos en informática de la policía encontraron un
fichero oculto y codificado entre los archivos de programa que contenía varias
direcciones de páginas de internet de contenido relacionado con la pornografía
infantil. Lichner negó haber creado aquel archivo y afirmó que cualquier persona
podía haber accedido a su ordenador y guardado aquel documento allí, pero sus
objeciones no nos parecieron admisibles.
Las cosas se habían torcido para el doctor Joachim Lichner. Cuando en uno de sus
interrogatorios, presente ya su abogado, Menkhoff insistió en que Nicole Klement
había modificado su declaración en lo respectivo a aquel viernes en el que había
muerto la niña, Lichner se limitó a encogerse de hombros.
—Usted no lo comprende: Nicole no es lo que parece.
Por lo demás, se reafirmaba con una calma estoica una y otra vez en su inocencia.

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CAPÍTULO

37

23 de julio de 2009

—¿En qué piensas, Alex?


—Ese Lichner es un misterio para mí —contesté, experimentando cierto alivio
por la atención que me exigía el tráfico y que me impedía mirarle—. Ha cumplido su
condena, eso no hay quien pueda quitárselo ya. Entonces, ¿por qué, después de tantos
años, vuelve otra vez con lo mismo?
—Logré meterle en prisión entonces, así que me odia a muerte —explicó
Menkhoff, a quien por lo visto todo aquello se le antojaba plenamente comprensible y
lógico.
—Bueno, es posible que así sea.
Tras unos instantes de silencio, le pregunté qué pretendía hacer con aquellos
documentos que había dejado en el asiento trasero del coche.
—Me los llevaré a casa. Parece que será una noche larga —suspiró—. Y si lo
estimas conveniente y quieres hacerme un favor, podrías venir a ayudarme.
Me sorprendí.
—¿Ayudarte? ¿Ayudarte a qué, Bernd? Quieres conocer los problemas por los
que atravesaba Nicole Klement en aquella época. De acuerdo, lo entiendo, para ti es
importante, pero… no sé qué papel desempeño yo en todo esto, la verdad.
Menkhoff resopló. Se pasó la mano por la frente y realizó ligeros movimientos
circulares con la punta de dos dedos, masajeándose las sienes.
—Ese Lichner… —comenté—. ¿Recuerdas el álbum que encontramos? ¿Y esas
dos fotografías en las que aparecía junto a Nicole?
—Sí, claro.
—¿Qué indicaba la leyenda? Eynatten, una fecha, agosto de 2007, y después, algo
como ¿«en la cabaña»…?
—Sí, es posible. No recuerdo la fecha, pero lo de la cabaña probablemente se
refiera a una casita de vacaciones o un lugar donde disfrutar los fines de semana. —
Hablaba rápido, muy agitado, con precipitación. Sus índice y pulgar continuaban
realizando movimientos rotatorios en torno a las sienes, la palma de su mano le
ocultaba los ojos—. Fue su terapeuta, la estuvo tratando durante un tiempo
prolongado y simultáneamente fue su compañero sentimental. Ejercía una gran

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influencia sobre ella. Es posible que haya podido recuperar ese poder sin gran
esfuerzo una vez que se encontraron de nuevo.
Creí adivinar a dónde pensaba llegar. A unos cien metros descubrí una parada de
autobús y giré el coche de modo que pude estacionar temporalmente en ella. Una vez
parado, le miré.
—Bernd, si tú… es decir, si pretendes recuperarla… no sé…
El hizo un gesto para tranquilizarme.
—Escucha, Alex. Si partimos de la idea de que Lichner sabe exactamente cómo
necesita actuar para que Nicole le obedezca plenamente, y si de verdad ha realizado
las maniobras necesarias, es muy posible que ella… ella siga por completo sus
órdenes, ¿no crees? —Antes de que pudiera responder continuó con su discurso, que
ahora no sólo se me antojó acelerado sino que dejaba traslucir ciertas notas de
histerismo, algo completamente impropio del Menkhoff que yo conocía—. ¿Y si no
se ha encontrado con ella después de su puesta en libertad, Alex, sino antes? ¿Y si ya
se acostaba con ella durante el tercer grado?
Por fin logré vislumbrar el verdadero significado de sus palabras, y simplemente
imaginarme que fueran ciertas me provocó escalofríos.
—¿Y si la madre de la niña —continuó al fin— no es esa polaca desconocida,
sino Nicole?
Me esforcé por organizar mis pensamientos, pues no sabía qué contestar.
—Piensa. Sarah Lichner nace el 18 de junio de 2007. Y esa fotografía de la
cabaña está fechada sólo un par de semanas después. ¿Qué?
—Pero…
Mi maldito cerebro reaccionaba con tanta torpeza como un motor viejo en una
mañana de invierno a veinte grados centígrados bajo cero.
—Pero… el registro habría sido falsificado…
Su rostro se distorsionó dibujando una sonrisa en la que creí reconocer, tal vez
por efecto de la luz, una demencia que me causó pavor.
—¡Claro que sí, Alex! Médicos falsos. Piensa. ¿Cómo actúo si deseo que quien
me esté investigando sospeche de la falsificación de un documento? ¿Cómo? No me
limito a sustituir los nombres del médico y la comadrona, no; soy mucho más astuto:
utilizo nombres inexistentes, y así me aseguro de que se descubre el pastel. Y el
amigo Diesch se encarga de gestionarlo todo.
—Por favor, Bernd, aclárame sin emplear tantas preguntas retóricas ni acertijos
qué es lo que quieres decir exactamente.
—Creo que la primera vez que le pusieron en libertad para disfrutar del tercer
grado Lichner fue directamente a ver a Nicole, logrando ejercer de nuevo un
importante ascendiente sobre ella. La dejó embarazada. Poco después de su libertad
definitiva nació una niña, y dado que Lichner no ignoraba que su antiguo compañero

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de celda trabajaba en el hospital universitario, y además en la planta adecuada, se
dirigió con Nicole a ese hospital. Ignoro para qué necesita aquella pocilga de
Zeppelinstrasse, pero, por motivos desconocidos, a Lichner le resulta conveniente
llevar algo así como una doble vida. Quizá porque conoce sus inclinaciones y
desconfía de sí mismo. Se construye por ello una segunda identidad en todo este
asunto de Nicole y la niña. Sabe que si la niña desaparece él será el principal
sospechoso, de modo que se protege. Cuando finalmente le vuelve a asaltar aquello y
asesina a su hija, soborna a esa vecina punk que tiene para que enrede un poco las
cosas y su amigo Diesch recibe una llamada que le lleva a introducir ciertas
modificaciones en el certificado de nacimiento. Y ya está. Le creemos cuando afirma
que alguien ha intentado jugarle una mala pasada al pobre Joachim Lichner y se
cierra el caso.
Menkhoff me dirigió una mirada expectante, a la espera de que le felicitara por
sus acertados razonamientos. Sin embargo, aquella era con diferencia la historia más
rocambolesca que había oído jamás, y me desconcertó que fuese mi compañero quien
la relatase con tal convencimiento. Más aún, me sentí profundamente preocupado.
—Pero, Bernd, ¡piensa! Sería confiar demasiado en la casualidad —le señalé,
cautelosamente—. ¿Diesch oportunamente trabajando en la planta adecuada?
Además, ¿cómo podría mantener Lichner a su hija oculta nada menos que dos años?
Existiría algún tipo de documento referente a ella, no sé, la cartilla del médico, por
ejemplo. Otras personas habrían visto a esa niña. Y aunque, bueno, apartemos a un
lado todo eso… ¿Y Nicole qué? ¿Crees realmente que se mantendría al margen
contemplando cómo Lichner le hace daño a su propia hija? ¡Bernd!
La mirada de Menkhoff se perdió en el vacío. Mordisqueaba frenético su labio
inferior, sus pensamientos se atropellaban en su interior. Su expresión exaltada me
provocó un escalofrío.
—Bernd, ¡por favor! Esa historia tuya… ¿Realmente te la crees?
Su mirada volvió de la nada en la que se había refugiado largo tiempo y encontró
la mía. Inspiró profundamente, hizo el esfuerzo de hablar, vaciló, comenzó de nuevo.
—No. No.
Un susurro apenas, sus ojos se empañaron y advertí en ellos un brillo sospechoso,
húmedo. Me resultó devastador ver a aquel hombre en tan lamentable estado, pero
experimenté un cierto alivio al descubrir que los signos de demencia que creí haber
vislumbrado antes en su rostro ya no se encontraban allí.
—Que ese hijo de puta controle de nuevo a Nicole me vuelve loco. Ya pudiste ver
hace años cómo le dejó el cuello. ¿Qué crees que le hará ahora, después de que
declarara en su contra en el juicio? ¿Después de pasar por su culpa trece años en
prisión?
Guardó silencio unos instantes. No hablé, ofreciéndole el tiempo que necesitaba

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para reflexionar y explicarse.
—Amo a mi mujer, Alex, y adoro a Luisa, lo sabes. Pero… no he podido olvidar
a Nicole, y jamás lo haré, y sólo de pensar en lo que ha sufrido… ¡Había tantas cosas
que no lograba comprender de ella! Tal vez ahora, tras leer esos papeles del asiento
trasero… Quizá haya algo que… quizá ahora logre entender ciertas cosas y pueda
ayudarla…
—¿Ayudarla a qué? ¿A librarse de él?
—Quizá, sí. A apartarse de una vez de ese malnacido.
Menkhoff sufría lo indecible en aquellos momentos.
—De acuerdo, si crees que te hará bien, revisaré esos archivadores contigo.
¿Cuándo y dónde?
—Esta noche, en mi casa. Antes tenemos que ocuparnos de otro asunto.
—¿De cuál?
—Tenemos que ir a Oppenhoffallee.

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CAPÍTULO

38

12 de octubre de 1994

Durante el juicio del doctor Joachim Lichner, Marlies Bertels se sintió tan intimidada
por el abogado en cuanto éste alzó un poco la voz que le costó un gran esfuerzo
responder a sus preguntas. Aún así, contestó de forma clara y concisa. Igualmente
rectificó la aparente contradicción de sus declaraciones. Insistió en que jamás había
afirmado haber visto al doctor Lichner en el parque, ofreciéndole dulces a la pequeña
Juliane. Sólo había dicho que le había visto cerca de éste, refiriéndose a la zona
situada delante del seto, que es la que podía controlar desde su casa.
Tanto Menkhoff como yo confirmamos aquellas palabras cuando fuimos
interrogados por el fiscal. Cuando el doctor Meyerfeld le preguntó por el
enfrentamiento en la fiesta del barrio, la señora Bertels reaccionó con sorprendente
ecuanimidad. Reconoció haber expresado un comentario totalmente inapropiado
sobre Nicole Klement, debido simplemente a que la joven no solía saludarla si se
cruzaba con ella. Aquello no había sido justo, lo había comprendido así, y acudido al
día siguiente a disculparse tanto con el doctor Lichner como con su compañera.
Lichner lo negaba con vehemencia, pero Nicole Klement lo confirmaría más
adelante. Igualmente aseguró que Lichner no había llegado a casa hasta después de
medianoche el día del crimen, y en ningún caso, como él mismo afirmaba, a las siete
y media. Rompió a llorar en cuanto describió el estado en el que había hallado el
coche. Era evidente que le fallaban las fuerzas al intentar mantener su declaración
ante un juez.
Incriminatorios fueron también los enlaces de internet que se hallaron en el
ordenador, a pesar de que Lichner aseguraba una y otra vez que jamás había visitado
esas páginas de contenido pornográfico infantil.
No pudo clarificarse el móvil del crimen, ya que el cuerpo de la niña no mostraba
señales de que se hubiera producido una agresión sexual.
Sólo trece días después, se declaró al doctor Joachim Lichner culpable de haber
asesinado el día 25 de enero de 1994 a la pequeña Juliane Körprich, por lo que fue
condenado a catorce años y seis meses de prisión. Dado que hasta aquel momento
Lichner no había cometido ningún otro delito, y antes de aquello había colaborado
activamente con el juzgado en calidad de experto médico, el doctor Meyerfeld, su

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defensor, logró que la pena final que le impuso el juez quedara muy por debajo de la
cadena perpetua que había exigido la fiscalía. Lichner podía incluso albergar la
esperanza de abandonar la prisión antes de tiempo si observaba un buen
comportamiento.
En una cuestión, sin embargo, Lichner estuvo en lo cierto: yo no acababa de
excluir del todo la posibilidad de que el verdadero culpable siguiera aún en libertad…

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CAPÍTULO

39

23 de julio de 2009, 13.36 horas

Me agradó la atmósfera que impregnaba la zona de Oppenhoffallee: una calle


formada por edificios altos y esbeltos cuyos frontales se habían adornado de forma
prolija con toda clase de figuras, columnas, miradores y balcones semicirculares de
piedra. Aquellas viviendas habían sido habitadas en el siglo XIX por las más
importantes familias de comerciantes de Aquisgrán.
Los ancianos e imponentes árboles que ocupaban la franja central de la vía,
aquélla que servía de línea divisoria a los vehículos que circulaban en ambos
sentidos, arrojaban caprichosas sombras de contornos bien definidos sobre la calzada
que se alternaban en un aparente juego con la luz solar y me obligaron a cerrar los
ojos en varias ocasiones, repentinamente deslumbrado.
El piso de Nicole Klement se encontraba situado en la quinta planta de una de
aquellas casas. No había ascensor, y fueron nada menos que noventa y dos los
escalones que nos condujeron hasta la pesada puerta de madera. Una vez comencé a
contar los escalones, me fue imposible detenerme hasta llegar a mi destino.
La llamada de Menkhoff inició el sonido de unos pasos aproximándose tras la
puerta y fui repentinamente consciente de que todo aquel tiempo había anhelado que
ella no se encontrara en casa. Ignoro por qué, quizá porque aquel reencuentro entre
ella y Menkhoff no hacía presagiar nada bueno.
Pero estaba. La puerta se abrió, y, cuando la tuvimos ante nosotros, con la mano
sosteniendo la puerta entreabierta, no parecieron haber transcurrido los años desde
que la vimos por primera vez. Con cada uno de los noventa y dos escalones que
empleamos para acercarnos a ella parecíamos haber retrocedido semana tras semana
en el tiempo, para finalmente presentarnos ante su puerta de nuevo en febrero de
1994.
Nicole no había perdido aquella belleza suya que sugería fragilidad, ni aquel halo
de melancolía que antes parecía rodearla por entero; todo aquello incluso había
llegado a intensificarse, y la desolación en su mirada era mucho más perceptible aún
que antes. Recordé las horribles experiencias de su niñez que me había revelado su
historial médico y sentí como si un puño invisible me hubiese impactado en pleno
estómago. No me sorprendía ya no haberla visto jamás reír con verdadera alegría.

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Llevaba su cabello negro, ahora entretejido con algunas mechas más claras, más corto
que antes, pues apenas le llegaba a alcanzar los hombros.
Si se sentía sorprendida por nuestra visita nada en ella lo reveló. Al igual que
años atrás, permaneció completamente muda en el umbral, aunque había que resaltar
una diferencia muy importante: quince años atrás su mirada había errado entre mi
compañero y yo. Ahora parecía prendida de la de Menkhoff. No estaba seguro de que
hubiera advertido siquiera mi presencia allí.
—Nicole —musitó Menkhoff con voz ronca.
Como si las palabras hubieran brotado de mi boca y no de la suya, aquello
provocó que la mirada de ella se desplazara unos segundos hacia mí, para retornar
inmediatamente a su ubicación original.
—¿Sí?
Eso fue todo. No preguntó cómo habíamos obtenido su dirección o por qué
aparecíamos por allí tras todos aquellos años, ni siquiera mencionó que se alegraba de
ver a Menkhoff. Simplemente aquel apenado, delicadamente exhalado «¿Sí?».
También Menkhoff se sorprendió por aquel anormal recibimiento.
—Yo… Nos gustaría hablar contigo un momento —comenzó dubitativo—.
¿Puedes atendernos?
—¿Los dos? —preguntó ella—. ¿Se trata de algo oficial?
Me sentí aludido, tal vez porque mi subconsciente interpretó inmediatamente la
sutil diferenciación que había efectuado: Bernd Menkhoff en solitario, conversación
privada, Bernd Menkhoff y Alexander Seifert, asunto oficial. Por ello me decidí a
tomar la palabra.
—Sólo indirectamente oficial, Nicole —le dije, y constaté cómo aquella
interpelación tan personal, el uso de su nombre de pila, seguía requiriendo para mí un
importante esfuerzo. Aún debía salvar una barrera interior para poder dirigirme a ella
de forma tan familiar.
—Se trata de Joachim Lichner —continuó mi compañero sin que Nicole
reaccionara de ningún modo al oír aquel nombre—. ¿Nos permites entrar un
momento? —volvió a añadir Menkhoff en un tono sorprendentemente delicado.
Ella volvió la vista atrás, como si solicitase autorización a alguien situado a sus
espaldas o desease comprobar que todo se hallase en perfecto orden. Se apartó,
titubeante, y nos permitió franquear la entrada. Aguardamos a que hubiera cerrado la
puerta y se nos adelantara. Nos condujo a la sala de estar situada al fondo del breve
pasillo. Nos señaló una mesa redonda rodeada por cuatro sillas y tomamos asiento.
Frente a nosotros, sobre un sofá de pana marrón, había extendida de forma
desordenada una manta. Nicole la recogió y comenzó a doblarla, como si hubiese
olvidado por completo que nos encontrábamos allí con ella. La vivienda no parecía
descuidada ni desarreglada, pero daba sensación de oscuridad. La alfombra, los

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muebles, el pequeño sofá, incluso las paredes; todo se mantenía en diferentes gamas
de un tono pardo muy próximo al negro. Por todas partes había dispersas diferentes
baratijas, plumas, figuras de porcelana, un caballito de madera con las patas
delanteras alzadas cuyas dimensiones parecían desproporcionadas, cajitas y latas de
todos los tamaños, muñecas con deformes vestidos en forma de saco. Todos aquellos
objetos presentaban algo en común: ofrecían una inexplicable impresión de tristeza y
desvalimiento. Las bocas de las muñecas no sonreían, las cajitas no mostraban un
alegre colorido. Al contrario, lágrimas teñidas de sangre corrían por las arrugadas
mejillas de porcelana de una de las figuras del tamaño de mi antebrazo. Lo más
llamativo de todo, no obstante, eran las fotografías. Enmarcadas en diferentes
tamaños y materiales, un mueble auxiliar de madera de roble mostraba cuatro
instantáneas infantiles. Desde mi ubicación no podía reconocer los rostros, pero todas
ellas parecían representar a niñas de corta edad. También Menkhoff había advertido
aquellas fotografías. Las examinaba sin mostrar expresión alguna en su rostro.
—¿Qué le ocurre a Joachim? —preguntó Nicole de forma repentina, sentándose
frente a mí en la mesa. Por unos instantes creí absurdamente que había preguntado
cuál había sido la causa de su muerte. Su comportamiento era, cuanto menos, extraño,
sobre todo si se consideraba el tiempo transcurrido desde que Menkhoff y ella se
habían encontrado por última vez. Permití que fuera él quien respondiera, pero le
supuso un gran esfuerzo, como pude advertir.
—Sí… Ayer recibí una llamada anónima. Alguien afirmaba tener noticias de la
desaparición de una niña de corta edad. —Mientras mi compañero hablaba, mi
mirada se desplazó hacia las fotografías—. Nos dirigimos a la dirección que nos
habían indicado y allí… bueno, comprobamos que Joachim Lichner vivía allí. En
Zeppelinstrasse.
Su rostro no dejó traslucir emoción alguna.
—¿Conoces aquella vivienda?
—No.
—¿Estás segura?
—Sí.
—Pero… Pero tú… Has vuelto con él, ¿no es así?
—Nos vemos.
Menkhoff desplazó su mirada hacia mí. Ignoraba si pretendía que tomara la
iniciativa y le comentara a Nicole que conocíamos su historial médico. Que en el
asiento trasero de nuestro coche se encontraban unos documentos que describían con
todo detalle los sucesos acaecidos en la que debió de ser la época más terrible de su
vida. No, dudaba que pretendiera aquello.
—Nicole —dije, sin atreverme a sostenerle la mirada—. ¿Tiene Joachim Lichner
algún hijo?

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Incluso entonces no advertí en ella reacción alguna y me pregunté si no se
encontraría bajo la influencia de tranquilizantes.
—No —contestó—. No sé nada de ningún niño.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Menkhoff con cautela. Ella le miró como si
necesitase interpretar sus palabras. Tal vez no eran tranquilizantes lo que tomaba,
sino drogas. Tuve que contener el impulso de ponerme en pie y salir de allí. Aquel
ambiente tan deprimente, el extraño comportamiento de Nicole, toda aquella
situación me resultaba tan irreal que me sentí inmerso en una pesadilla en la que,
aunque no había monstruos ni se huía desesperado sin lograr avanzar, la opresión
resultaba insoportable.
—Me encuentro bien —respondió ella en voz baja, y, aunque el tono empleado
desmentía sus palabras, bien era cierto que jamás había oído otro distinto en ella.
—¿Qué…? ¿Quiénes son esas niñas de las fotografías?
Ella miró alrededor, se detuvo en las fotografías enmarcadas y se encogió de
hombros.
—¿Esas de ahí? Unas niñas, no las conozco.
—¿No las conoces? Pero… ¿Por qué colocas ahí esas fotografías entonces? ¿De
dónde las has sacado?
Ni su rostro ni su postura sufrieron cambios reseñables.
—Eso no importa. Yo… Me siento algo confundida —dijo. Su voz había
adquirido un ligero tinte agresivo, desconocido para mí hasta entonces en ella.
Menkhoff me miró en busca de auxilio, revelando su aturdimiento, y volvió a
hablarle a Nicole.
—Pero… ¿Por qué pones ahí las fotografías de unas niñas desconocidas?
En el rato que llevábamos en su vivienda no había llegado en ningún momento a
alzar la vista, manteniéndola siempre fija en la mesa, en sus manos, o en cualquier
objeto aleatorio de aquella habitación. Pero entonces levantó la cabeza y miró a
Menkhoff a los ojos, la mirada infinitamente triste de una niña pequeña con ciertos
vestigios de tozudez.
—Yo… Quiero protegerlas. Puedo protegerlas mientras se encuentren aquí
conmigo, en mi casa.
—¿Protegerlas?
—De los adultos que fingen ser sus amigos.
Menkhoff soltó una exclamación ahogada y me miró. Parecía haberse contagiado
de la tristeza de Nicole, y mostraba ahora claros síntomas de esa misma angustia.
—Alex, ¿puedes adelantarte, por favor? Ahora mismo te sigo.
Asentí, y me puse en pie.
—Adiós, Nicole —me despedí.
Ella no respondió. Ni siquiera me miró.

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CAPÍTULO

40

23 de julio de 2009, 14.03 horas

Cuando salí al exterior sentí la necesidad de detenerme un momento para inspirar


profundamente. Aquellos haces de luz que asomaban por entre la frondosidad de los
árboles, el embriagador perfume del verano… hasta los viandantes que se cruzaban
conmigo, algunos mostrando urgencia, otros paseando sin prisas, todo ello se me
antojó una puesta en escena que representara el placer de sentirse vivo, y fui
consciente de hasta qué punto me había resultado opresiva la atmósfera en la vivienda
de Nicole. Aquellas fotografías infantiles…
Aunque el Audi se encontraba estacionado bajo la sombra, el parabrisas del coche
se hallaba parcialmente expuesto a la implacable acción del sol, por lo que cuando
abrí la puerta me abofeteó una oleada abrasadora de aire caliente. Bajé los cristales de
las ventanillas y aguardé un minuto. Mi estómago protestó, ya que, según recordé de
repente, no había ingerido nada desde el desayuno. Cerré los ojos con el firme
propósito de comprarme un bocadillo en cuanto fuera posible.
No lograba imaginar qué querría comentar Menkhoff con Nicole ahí arriba.
¿Alguna cuestión relacionada con el pasado común de ambos? ¿O tal vez querría
hablarle sobre la actual relación de ella con Joachim Lichner? ¿O de la cuestión del
coletero? Quizá simplemente albergaba la esperanza de que ella abandonara su
laconismo tan pronto como yo no estuviera presente. En cualquier caso, suponía que
se demoraría un poco en bajar. Me dejé caer pesadamente en el asiento del
acompañante e incliné un poco hacia atrás el respaldo.
Bernd y Nicole… Pasó algún tiempo antes de que se me presentaran juntos, como
pareja. Ocurrió en 1995, en el mes de mayo, un sábado en el que Menkhoff, al que
hasta aquellas fechas aún me dirigía con el título de «inspector» o como «señor
Menkhoff», me invitó a una barbacoa en su casa. Recuerdo que había calificado el
evento de «barbacoa de verano». Que en realidad aquella invitación no la había
ocasionado la proximidad del verano me resultó del todo evidente cuando, alrededor
de las siete y media, me presenté en casa de Menkhoff. Este me guio hacia su enorme
jardín trasero, y me encontré allí, unos metros más allá del porche de piedra, junto a
la ya humeante barbacoa, a Nicole Klement. Llevaba un veraniego vestido de color
blanco, muy fresco, que apenas llegaba a rozarle las rodillas y que ejercía un seductor

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contraste con su largo cabello negro. Estaba arrebatadora y me resultó imposible
apartar la mirada de ella. Cuando me acerqué, alzó la copa de cava que llevaba en la
mano y me saludó.
—Buenas tardes, Alexander Seifert, me alegro de que haya podido venir.
Fue uno de aquellos raros momentos en los que vi bailar una ligera sonrisa en sus
labios, y he de confesar que me hubiera enamorado perdidamente de aquella mujer,
independientemente de qué hubiera sucedido anteriormente, si no hubiese sido
consciente de que era la pareja de mi compañero. Debí permanecer mirándola
fijamente unos momentos, sin pronunciar palabra. La aparición repentina de la mano
de Menkhoff a mi lado, ofreciéndome también a mí una copa de cava, me trajo de
vuelta a la realidad. La cogí y les agradecí a ambos su amable invitación. No hubo
otros invitados aquella tarde. Conversé con Menkhoff sobre trivialidades
profesionales mientras él preparaba la carne y también Nicole aportó algún
comentario ocasional a nuestra conversación. En algún momento, después de que
Menkhoff les hubiera dado la vuelta a los filetes en la parilla, alzó su vaso —nos
habíamos pasado a la cerveza—, y me dijo:
—Seifert, creo que ya es tiempo de que dejemos a un lado tanta formalidad.
Podríamos tutearnos. Llámame Bernd.
Acepté complacido, incluso me propuso que también tuteara a Nicole. Pero ya la
primera vez que pronuncié su nombre, mientras brindábamos, me resultó difícil. Y
aquella incomodidad no había desaparecido, ignoraba el porqué.
Desde el principio, y mientras duró aquella relación, hubo días en los que
Menkhoff parecía ausente, pensativo, y no se concentraba en el trabajo. No
contestaba, o respondía de forma brusca a mis preguntas referentes a su estado. La
primera vez que decidió confiarme algo fue ya a inicios de 1997, cuando la pareja
llevaba unos dos años de convivencia. Aquel día no apareció por nuestro despacho
hasta las nueve, gruñó, más que expresó, un incomprensible saludo y se dejó caer
pesadamente en su silla. Los oscuros círculos en torno a sus ojos y su pálido
semblante me hicieron comprender que había dormido poco o más bien nada aquella
noche.
—¿Va todo bien? —le pregunté, contando, como mucho, con una distraída
respuesta afirmativa.
Menkhoff apoyó los codos sobre la mesa y se peinó los oscuros cabellos con
ambas manos, para a continuación enterrar el rostro en ellas. Dejó caer los brazos
sobre la mesa, pesadamente.
—Yo… —comenzó—. Alex, no sé qué pensar del comportamiento de Nicole. Es
tan… diferente.
Dejé caer el bolígrafo con el que estaba corrigiendo en aquellos momentos las
erratas del informe elaborado por uno de nuestros jóvenes agentes y me recosté hacia

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atrás. Si Menkhoff deseaba hablar de un problema personal conmigo, éste debía de
ser bastante importante y él hallarse en serias dificultades.
—¿Diferente? ¿En qué sentido? —pregunté, sintiéndome como si estuviera
iniciando un interrogatorio en el trascurso del cual había que medir las palabras o
preguntas a realizar para no frenar la inminente confesión del sospechoso.
Guardó silencio unos instantes, sin reaccionar a mi pregunta, para después girar
su silla en mi dirección.
—Llevamos dos años juntos, pero tengo la sensación de que no la conozco en
absoluto. Jamás habla de sí misma. Si le pregunto acerca de su infancia, su juventud o
dónde conoció a Lichner… nada. Se cierra. Perdió a sus padres siendo una niña y fue
educada por una tía que ahora parece que reside en algún lugar de España. Pero esos
detalles no me los ha revelado ella, los conozco porque la he investigado. ¡Maldita
sea! Tuve que recurrir a procedimientos policiales para averiguar algo acerca de los
padres de mi pareja, Alex… Eso no es normal.
Que Nicole Klement se hallaba muy alejada de lo que por lo común se
consideraba una persona normal era algo que ya había advertido mucho tiempo atrás,
y me sorprendió que para mi compañero supusiera una novedad.
—Tal vez su infancia no fuera feliz y no desee hablar de ella —aventuré con
cautela.
—Sí, ya. Es posible —gruñó Menkhoff—. Traté de localizar a esa tía suya, pero,
según parece, en España ignoraban su dirección y creo que tampoco les apetecía
mucho esforzarse por buscarla. —Vaciló—. Pero… hay algo más. Y si se lo comentas
alguna vez a alguien, te juro que te mato. ¿Está claro?
No hice ningún comentario.
—Ella… bueno… También resultan muy difíciles con ella otro tipo de cosas.
Cosas inherentes a una relación, no sé si me entiendes. Físicas.
—¿Difíciles? ¿O más bien… imposibles?
Pronuncié aquellas palabras con sumo cuidado y se las ofrecí como sujetas con
pinzas, aguardando pacientemente a que él se decidiera o no a recogerlas.
—Difíciles —insistió él, y tras unos momentos añadió—: casi imposibles, pero
sólo casi.

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CAPÍTULO

41

23 de julio de 2009, 14.28 horas

Me sobresalté y abrí los ojos, aturdido, cuando advertí un movimiento a mi lado. Al


parecer había estado dormitando, pues Menkhoff resoplaba junto a la ventanilla.
—¡Despierta, Alex! —me ordenó, impaciente—. A tu asiento.
Me revolví en el interior del vehículo, desligándome hacia el asiento del
conductor. Había sudado copiosamente y noté mi camisa adherirse húmeda a mi
espalda. El contacto del frío cuero del asiento me provocó cierta repulsión. Aseguré
el cinturón en torno a mi cintura mientras Menkhoff se dejaba caer en el asiento del
acompañante. A pesar de hallarnos a la sombra me incomodaba la luz, pero sabía que
aquellas molestas sensaciones remitirían al cabo de unos instantes. Ignoraba cuánto
tiempo había permanecido allí, cerrados los ojos, inmerso en recuerdos del pasado,
pero no había llegado a dormir profundamente en ningún momento. Puse en marcha
el motor del coche.
—¡Todo esto es una mierda! —exclamó Bernd Menkhoff, golpeando el
salpicadero con el puño cerrado.
Maniobré marcha atrás para sacar el coche del estacionamiento.
—¿Qué ocurre, Bernd?
—¡Que todo es una maldita mierda, eso es lo que ocurre! ¡Que está mentalmente
enferma, eso es lo que ocurre! —Seguía respirando entrecortadamente, muy agitado
—. No me ha ofrecido ni una sola respuesta coherente, Alex. Debe hallarse bajo el
efecto de algún tranquilizante, quién sabe qué le ha podido suministrar ese cerdo. Por
cierto, es lo único que ha estado dispuesta a confesar: que tiene ciertos problemas
para recordar y se siente algo confusa, y que debido a ello Lichner le ha traído unas
pastillas. Pero aún no has oído lo peor: ¿tuviste oportunidad de fijarte bien en las
fotografías de las niñas? —No me dejó tiempo para contestar—. Antes de salir de allí
examiné más detenidamente aquella colección suya. Sólo niñas, yo diría que entre los
cuatro y los seis años de edad, y, ¡maldita sea!, al menos a una de las niñas la
conocemos muy bien.
Por más que lo intenté no pude imaginar a quién se referiría. Me encogí de
hombros, desorientado.
—Juliane —dijo Menkhoff—. La he reconocido inmediatamente. En una de

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aquellas fotografías aparece Juliane Körprich.
Estuve a punto de soltar el volante, tanto me impactó oírle pronunciar aquel
nombre. Frené bruscamente, guié el coche hasta el arcén y paré allí.
—¿Qué estás diciendo? Pero, ¿cómo…?
—Se lo he preguntado, ¿y sabes cómo me responde Nicole? Primero, silencio. Y
después me dirige esa mirada suya como de ternero desvalido y me dice que ignora
qué hace esa fotografía allí.
—Aguarda, Bernd, déjame pensar: Ahí arriba, en la vivienda de Nicole… ¿hay
expuesta una fotografía de la niña a la que asesinó su novio? ¿Y le has preguntado
qué hace esa fotografía allí y ella te ha contestado que lo ignora?
—Le he preguntado dónde ha obtenido esa fotografía y me ha asegurado que no
lo recuerda. Ha añadido, además, que ignoraba quién era la niña de la fotografía, y
tampoco puede explicarse su presencia allí. ¡Dios, Alex, qué harto estoy de toda esta
mierda!
No contesté y puse el coche en marcha.
Mi compañero volvió a tomar la palabra tras unos instantes de silencio.
—Le he preguntado a Nicole si podía llevarme las fotografías, pero me ha
contestado que eso no era posible. Porque en tal caso no podría continuar protegiendo
a las niñas. Me ha insistido en que ella protege a esas niñas, pero que sólo puede
hacerlo mientras sus fotografías se encuentren allí, a la vista.
—Creo que necesita urgentemente atención psicológica.
—Sí, yo también lo creo. Y así se lo he comunicado antes de marcharme. Me
contestó que tiene toda la que necesita.
—Lichner.
Asintió.
—Probablemente.
—¿De qué vive, por cierto? ¿Sabes si trabaja?
—No se lo he preguntado. Probablemente hubiese sido incapaz de decírmelo.
Tiene formación como auxiliar de enfermería, y así es como conoció hace años a
Lichner. En los años que pasamos juntos trabajó con un dermatólogo, pero no sé si
seguirá con él… Ni idea.
Recordé una cuestión que, aunque no se hallaba directamente relacionada con
Nicole, sí que contaba con cierta importancia y estimé que tal vez no fuera del todo
inoportuno introducir un nuevo giro en aquella conversación que pudiera apartarnos
de Nicole Klement y sus problemas.
—Por cierto: ¿y aquella enfermera con cuyo nombre nos encontramos en la base
de datos del hospital? ¿No deberíamos hablar con ella? Tal vez…
—Ahora no —me interrumpió Menkhoff, autoritario—. Mañana por la mañana.
Dado que al parecer no existe niña alguna, y que por lo tanto no debemos

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preocuparnos por su desaparición, es indiferente si le tomamos declaración ahora o
mañana por la mañana. Nos aguarda una noche muy larga. Hazme un favor y déjame
en Napoleonsberg.
—Como quieras.
—Tengo que despejarme un poco, daré un paseo hasta mi casa. Llamaré a la
comisaria Biermann para informarla de todo. Y… me gustaría también pasar un rato
a solas con mi hija. Siento cierta urgencia por abrazarla.
Asentí.
—Pásate por mi casa en torno a las ocho, a esa hora Luisa ya estará en la cama.
—De acuerdo.
Dejé a Menkhoff donde me había indicado. Desde Napoleonsberg hasta su casa,
en el barrio de Brand, mediaba una distancia de unos dos kilómetros. Si le hubiese
dejado en Indeweg el trayecto hubiese sido algo más corto, pero al parecer necesitaba
un largo paseo.
Llegué a casa a las tres. Antes de bajar del coche, mi mirada se desplazó hacia el
asiento trasero, sobre el que habían esparcido su contenido los cuatro archivadores de
Lichner. Sopesé por unos instantes la posibilidad de llevarme algunos de los
documentos a casa para estudiarlos, pues Melanie no aparecería antes de las cinco,
por lo que disponía aún de dos buenas horas. Aquello me serviría para adelantar el
trabajo que nos esperaba aquella noche, y además… además no podía negar que me
corroía la curiosidad. Pero me giré y bajé definitivamente del vehículo. La
información que contenían aquellas cientos de páginas no era, en el fondo, de mi
incumbencia. Se trataba de un historial médico. Menkhoff me había rogado que le
ayudara, de acuerdo. Eso es lo que haría. Lo revisaríamos todo de forma conjunta,
aquella noche, y nada más. Aprovecharía mis dos horas de libertad para relajarme un
poco.
Una vez en casa, extendí el toldo en el porche trasero y coloqué un par de cojines
en las tumbonas. Después me dirigí a la cocina, me preparé un bocadillo de queso que
acompañé con un zumo de manzana mezclado con un poco de agua con gas, y volví a
salir al porche donde me estiré en una de las tumbonas.
Aquel asunto de Nicole me estaba afectando más de lo que hubiera imaginado. En
los años en que aquella mujer había convivido con Menkhoff no habíamos llegado a
intimar nunca. Aquella chispa imprescindible para despertar simpatía y complicidad
no saltó, a pesar de que durante un tiempo coincidimos los tres con cierta frecuencia.
Nos saludábamos con amabilidad y nos tratábamos con respeto, pero siempre existió
entre nosotros una especie de muro invisible que nos impedía aproximarnos. Que su
estado actual me afectara tanto me daba algo en lo que pensar. Evoqué su rostro de
rasgos delicados y aquellos ojos en cuya mirada se reflejaba una profunda tristeza. Y,
repentinamente, aquella imagen fue remplazada por otra. El cuerpo inerte de una niña

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de corta edad. Los rubios rizos cubiertos de barro, los tiernos labios amoratados, los
hematomas azulados en su cuello…
El horror de entonces había reaparecido, y con él hizo acto de presencia también
el dolor.
Lo siguiente que tuve ante mí fue el rostro de Mel, medio oculto por sus cabellos
que, desafiando las leyes de la física, caían rectos hacia delante, como si cada uno de
los mechones me estuviera señalando. Algunas puntas acariciaron mis mejillas.
Mientras, medio dormido, intentaba explicarme aquella extraña disposición, Mel se
enderezó.
—¿Te han soltado ya, cariño? —preguntó.
Me enderecé ligeramente a mi vez y me sostuve medio erguido, apoyándome con
el codo en la tumbona.
—No… yo… ¿Ya son las cinco?
—Son las cinco y media. ¿Cuánto hace que has vuelto?
¿Las cinco y media? Habría sido capaz de jurar que no había dormido más de un
minuto.
—Estoy en casa desde las tres.
Saqué mis piernas de la tumbona.
Mel, que ya se encontraba a medio camino de la sala de estar, se detuvo,
sorprendida.
—¿Y eso? ¿Tan pronto?
—Por desgracia tengo que seguir trabajando más tarde. Tenemos que revisar una
montaña de expedientes y, dado que sin duda estaremos ocupados hasta muy
adentrada la noche, decidimos darnos un respiro por la tarde.
—¡Qué bien!
Percibí la decepción en su voz, y la compartí.
—Lo lamento, pero… Hay un par de cosas… Cosas terribles… Se trata de Nicole
Klement.
Melanie regresó junto a mí, se sentó a mi lado en la tumbona y apoyó una mano
en mi espalda.
—¿Nicole Klement? ¿Me lo cuentas?
Recordé que aquello me exigía cierta confidencialidad.
—Sí —contesté sin titubeos.

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CAPÍTULO

42

23 de julio de 2009, 20.05 horas

Le había referido ya a Mel la mayor parte de lo sucedido, de todo aquello que tanto
me preocupaba, pero omití en mi relato los detalles del historial médico de Nicole. En
parte porque no deseaba impresionarla sin necesidad con aquellos horribles sucesos,
en parte porque sospechaba que Nicole estaba aquejada de serios problemas
psicológicos como consecuencia de las vivencias de su infancia. Mel no había llegado
a coincidir con Nicole, pero a lo largo de los años le había explicado muchas cosas de
ella, prácticamente todo lo que sabía, a excepción de aquellos detalles íntimos que
Menkhoff me había confesado en sus raros momentos de proximidad. Nunca le había
hablado de aquello ni tampoco de mis sospechas en el caso de la pequeña Juliane
Körprich.
Tuve que llamar dos veces al timbre antes de que Menkhoff abriera la puerta
llevando un gastado osito de peluche en la mano.
—Pasa y siéntate. Aún me falta cantarle la tercera canción de buenas noches, y
Luisa insiste en que tienen que ser tres. Es una especie de ritual.
Le seguí por el pasillo hasta que alcanzó las escaleras que conducían a la planta
superior, en la que se encontraba la habitación de Luisa.
—Compruebo que últimamente sueles recibirme invitándome a entrar para
pedirme de inmediato que te espere un poco —observé—. No es que eso sea muy
educado, señor inspector jefe.
Se detuvo en su avance y giró hacia mí.
—Tal vez se deba a que en los últimos días no sólo se ha esfumado mi paz, sino
también mi educación, Alex. —Se había vuelto de nuevo hacia las escaleras, sobre
cuyo primer escalón apoyó un pie, mientras añadía—: Y muy especialmente desde
esta tarde.
«De acuerdo, me dije, no más bromas para intentar aligerar la tensión».
Teresa y Bernd habían amueblado su hogar en una mezcla de estilos que
combinaba lo antiguo y lo moderno y habían alcanzado en ello un cierto equilibrio, lo
que atribuí principalmente a las capacidades de Teresa. Las diferentes piezas del
mobiliario y los accesorios se complementaban a la perfección, a pesar de que entre
la fabricación de unos y otros mediaban más de doscientos años.

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Me acomodé en el sofá en forma de L, acariciando el suave terciopelo beige, y
miré alrededor. ¿Algún cambio desde que Mel y yo habíamos visitado aquella casa
apenas un mes atrás? No nos solíamos encontrar ni con frecuencia ni con regularidad,
pero disfrutábamos mucho del tiempo que pasábamos juntos. Esa noche, sin
embargo, no sería así.
En las estanterías situadas junto al sofá había expuesta una fotografía de Bernd y
Teresa, juntos, abrazados y sonriendo a la cámara. Examiné el rostro de Teresa con
mayor atención, la mirada azul con aquellas finas líneas en el contorno de los ojos, la
boca sonriente que dejaba a la vista unos dientes perfectos y el cabello rojizo que le
rozaba los hombros. Teresa no podía calificarse de hermosa, pero a pesar de ello
había constatado que solía mirarla con frecuencia, más allá de lo que resulta normal
cuando uno se relaciona con algún amigo y mantiene una conversación con él. Ella
era algunos años mayor que yo, y además… yo estaba felizmente casado con Mel. No
me sentía atraído por ella en un sentido que sobrepasara la mera amistad. No, la causa
había que hallarla en ese algo especial que poseía Teresa. Era cariñosa sin resultar
maternal; segura de sí misma, pero no arrogante. Una mujer por quien nadie se
volvería por la calle para mirarla, pero de la que posiblemente no hubiera apartado la
vista mientras se hallaba sentado en un café.
—Ya se ha dormido. —Menkhoff apareció repentinamente en el umbral—. ¿Te
apetece tal vez un Pinot gris?
Menkhoff solía preferir el vino tinto de origen italiano, e inclinarse en cuanto a
los blancos por aquellos procedentes de la región del Mosela; estaba siempre bien
surtido de ambos. Hasta la fecha, todos los vinos que me había ofrecido me habían
parecido excelentes, por lo que acepté.
—Sí, gracias.
Sólo unos minutos más tarde, brindábamos desde nuestros respectivos asientos.
El vino estaba muy frío y había empañado el cristal de la copa. Me pareció, como
había esperado, excelente.
—Una pregunta, Bernd. —Apoyé mi copa sobre el mármol de la mesita auxiliar
situada junto al sofá:—. Lichner mencionó esta mañana algo acerca de la esencia de
la persona, el ser, algo que hay que saber reconocer. ¿Te dicen algo esas palabras?
—Estupideces de esas que suele proferir habitualmente. ¿El ser? ¿De otro
planeta? Imagino que ni él mismo sabe a qué se refiere. O estaba burlándose de ti o
tratando de darse importancia. Más bien lo primero, calculo.
—Bueno… —No estaba seguro de coincidir con mi compañero en aquella
opinión—. Los archivadores… aún se encuentran en el coche.
Menkhoff me tranquilizó con un gesto.
—No hay prisa. Sólo de imaginarme lo que probablemente descubramos en esos
papeles ya siento deseos de vomitar.

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Apoyó su copa sobre la mesa y repasó suavemente los bordes con su dedo índice,
la mirada ausente dotada de un brillo febril. Intentaba demorar aquellos momentos
tan desagradables, tal como suelen hacer los niños con aquello que no son capaces de
asumir, y me cuestioné una vez más la necesidad de aquel sufrimiento que estaba a
punto de causarse a sí mismo.
—No es la primera vez que se da una situación como ésta —dijo repentinamente,
y aunque había hablado en voz baja, me sobresalté—. También las hubo entonces.
—¿A qué te refieres?
Su mirada volvió de la nada en la que se había perdido, intentó adaptarse a la
realidad espacial en la que nos hallábamos inmersos en aquel momento, y encontró la
mía.
—Nicole. Quería explicarte algunas cosas de ella antes de que revisáramos esos
archivadores. No es la primera vez que la veo en ese estado, Alex.
Mi compañero siempre sabía encontrar el modo de sorprenderme. Y aquella
revelación me exigió algunos segundos para asimilarla antes de que me sintiera en
disposición de reaccionar.
—¿Quieres decir que ya entonces sabías que tenía problemas? ¿Por qué nunca…?
Quiero decir… ¡Dios, Bernd! ¿La llevaste a ver a un especialista?
—No, no fue posible.
—¿Cómo? ¿A qué te refieres con que no fue posible?
—¿A qué crees que me refiero?
Su voz adquirió un tono muy desagradable y subió de intensidad.
Ignoraba por qué había reaccionado de forma tan exagerada a una pregunta que
estimaba muy sencilla y me sentí injustamente atacado. Me encontraba allí debido a
su deseo expreso…
—Si creyera algo concreto no habría formulado la pregunta, Bernd —respondí,
imitando su tono agresivo—. Y deja de hablarme así. Yo no soy de los malos.
Se pasó las manos por el pelo y tomó un largo trago de su copa.
—Lo siento. Esto… Todo este asunto está acabando conmigo. Me alegro de que
Teresa no se encuentre aquí. No sé si comprendería que Nicole…
Yo, en cambio, estaba sorprendentemente seguro de la comprensión de Teresa.
—Repito, entonces —dije—: ¿por qué no podías llevar a Nicole a ver a un
especialista?
—Me hubiera abandonado.
No estaba seguro de entenderle, parecíamos estar hablando de cuestiones
distintas.
—¿Nicole te hubiera abandonado si la hubieses llevado a un…? —Sí.
—Pero, ¿cómo…?
—No posees suficiente información sobre ella, Alex. —Apoyó los antebrazos

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sobre sus muslos y las manos sobre sus rodillas—. Ya en aquella época, Nicole…
Nicole padecía algunos trastornos. Algunos días se hallaba ensimismada hasta tal
punto que ni siquiera reaccionaba cuando me dirigía a ella. A menudo permanecía
simplemente sentada en un sillón desde el cual se asomaba al exterior, con las rodillas
flexionadas y fuertemente abrazadas y… de alguna manera replegada sobre sí misma.
A veces canturreaba en voz baja durante horas. —Extendió el brazo para alcanzar la
botella de vino, volvió a llenar tanto su copa como la mía y bebió de nuevo—. Al
principio le preguntaba por su actitud en cuanto de nuevo… en cuanto volvía a la
normalidad. Me explicó que no se trataba de nada importante, que simplemente
necesitaba unos momentos a solas consigo misma, sumirse en sus pensamientos. La
primera vez que le sugerí dejarse tratar por un terapeuta me explicó sin ambages que
la próxima vez que mencionara a un psiquiatra me abandonaría de inmediato. —
Apartó la mirada de sus manos y la fijó en mí—. Lo interpreté como una reacción
lógica después de la relación que había mantenido con aquel individuo, Alex. ¿Qué
podía hacer? Estaba convencido de que, si me abandonaba, el dolor me haría perder
la razón. —Otro breve silencio—. Creo que hubiera hecho cualquier cosa por ella, lo
que sea.
Ahí lo sentí de nuevo, el puñetazo en pleno estómago. El puño invisible había
estado aguardando agazapado, apuntándome, preparado para atacarme y revolver mis
entrañas. Hubiera hecho cualquier cosa por ella…
—No creo que puedas entenderlo, Alex, pero… se trataba de una especie de
dependencia. Creí que no podría, de ninguna manera, vivir sin ella.
No hubiera esperado jamás oír palabras como aquellas de la boca de Bernd
Menkhoff, a quien muchos de sus compañeros temían por su carácter irascible.
—¿Hubo otras… más cosas extrañas?
—No. Bueno, sí… Ella… tenía ciertos problemas con la proximidad. Quiero
decir, con el contacto personal. A veces incluso me apartaba cuando sólo pretendía
abrazarla. Y más allá de eso… en la cama… sólo en muy contadas ocasiones. Y
cuando ocurría, permanecía muy quieta, sin moverse, como si se limitara a soportar
aquello.
Su mirada se había vuelto vidriosa, y a pesar de todas las dudas y preguntas que
sentía bullir en mi interior me inspiraba una compasión infinita. ¡Cuánto debía haber
amado a aquella mujer para aceptar todo lo que me estaba explicando, para soportarlo
sin más!
—Estaba convencido de que Lichner la había conducido a ese estado. Sabía que
solía pegarle y temí que hubiera otras cosas… No sabía nada de su historial previo ni
que precisamente había sido ese individuo el que había estado tratándola. Pero,
aunque a veces su comportamiento era extraño… era la mujer más maravillosa que
había conocido jamás. Todo lo que hacía presentaba una cierta profundidad, jamás

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era superficial. Ella… era muy diferente a lo que veían los demás, Alex. No sé cómo
expresarlo. La mayor parte de lo que tú conociste de ella no era más que una
actuación, un juego. No se trataba de la verdadera Nicole, la que conocí yo. Lo que…
—Se detuvo en busca de las palabras adecuadas— lo que no podía percibir un
extraño era…
—¿Su esencia? ¿El ser?
«Tiene que descubrir la esencia, el ser». ¿Se refería Lichner a Nicole Klement?
¿Qué pretendía con aquellas palabras?
Menkhoff no pareció advertir que le había vuelto a nombrar el término por el cual
le había preguntado sólo unos momentos antes.
—En cualquier caso —continuó sin inmutarse siquiera—, ahora ya sabes…
Bueno, conoces un poco mejor a Nicole.
¿Crees que podríamos comenzar ahora a revisar esos documentos?
—De acuerdo —aprobé, y me puse en pie—. Iré a recoger los archivadores.
De camino al coche, en mi cabeza se repetían una y otra vez las mismas palabras:
«Tiene que descubrir la esencia, el ser».

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CAPÍTULO

43

23 de julio de 2009, 20.52 horas

Acordamos, en realidad fue una orden de Menkhoff precariamente disfrazada de


ruego, revisar los documentos de forma conjunta. Una consulta rápida nos permitió
localizar el archivador que contenía los informes más antiguos. Menkhoff separó las
anillas centrales, extrajo unos cuantos documentos y los colocó ante nosotros, sobre
la mesa. Tras leer el contenido de la primera hoja de papel con rostro inexpresivo, me
la pasó y cogió la siguiente. Lichner había tomado notas muy exhaustivas de todo lo
que Nicole le había revelado en sus incontables sesiones de hipnosis y había fijado
por escrito una pesadilla tras otra.
Gran parte de la información recogida en aquellos documentos sólo le era
conocida a la misma Nicole de segunda mano, a través de su tía, a quien su madre
había confiado sus terribles secretos.
Nicole Klement había nacido el doce de abril de 1971 en Mechernich, cerca de la
región de Eiffel. En el momento en el que lanzó su primer grito de protesta a ese
nuevo mundo gélido y deslumbrante, a su padre le restaban sólo cuatro meses y tres
días de vida.
La madre de Nicole se encontraba en su sexto mes de embarazo cuando Gerhard
Klement se desmayó en el taller en el que trabajaba como mecánico durante un
cambio de aceite rutinario. Cuando llegó la ambulancia ya había recobrado la
conciencia y le explicó al médico de urgencia que se encontraba bien y no era
necesario que lo llevaran al hospital. Además, ensuciaría con sus manos y ropas
manchadas de grasa aquella camilla tan inmaculada. El médico insistió, sin embargo,
en hospitalizarlo, y una vez en el centro sanitario se descubrió que el desmayo había
sido provocado por una metástasis cerebral cuyo origen constituía un tumor de unos
diez centímetros situado en un punto vital entre corazón y pulmón. Los malditos
cigarrillos… A Gerhard Klement le resultó muy difícil sobrellevar la quimioterapia, y
tras haber estado vegetando en un par de ocasiones, más vivo que muerto, después de
su administración, decidió renunciar a ella y vivir el tiempo que le restara de forma
humanamente digna. Su mayor deseo era llegar a conocer a su hija y pasar con ella el
máximo tiempo posible. En los 125 días que llegó a coincidir con ella en este mundo
apenas hubo un segundo que no estuviera a su lado, no pasaban más de quince

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minutos sin que la acariciara, rozando con sus callosas manos las redondeadas
mejillas. Podía pasar horas simplemente mirándola con adoración antes de que le
fallara la vista, no dejaba de abrazarla y besarla continuamente. Mientras se dedicaba
a su hija parecía olvidar el triste destino que le aguardaba. También se olvidó de su
mujer.
Gerhard Klement falleció el 15 de julio de 1971 a los treinta y dos años, y con él
desaparecieron los únicos momentos felices de la infancia de Nicole.
Katharina Klement, que por entonces contaba con veintiséis años de edad,
siempre había tenido un carácter débil y no logró superar aquella pérdida. Cuando
más hubiera necesitado el apoyo de su marido, cuando esperaba que la próxima
pérdida les uniera aún más, él la había abandonado, dejando que superara sola su
aflicción, centrándose exclusivamente en su hija. Incluso dormía con la niña por las
noches, y, cuando Katharina se negó a amamantarla, fue Gerhard quien se ocupó en
exclusiva de la alimentación de la niña. Katharina no tenía nada que hacer. Se sintió
de más y disponía de muchas horas al día para lamentar su desgracia y la injusticia
que venía padeciendo.
En las semanas que siguieron a la muerte de Gerhard, preparar los biberones le
exigía un mayor esfuerzo del que estaba dispuesta a realizar, y sólo se decidía a ello
cuando ya no soportaba el insistente llanto. En un par de ocasiones cubrió aquel
pequeño rostro enrojecido con una almohada para acallar los gritos. Por supuesto, los
llantos de la pequeña no cesaban con aquello, pero Katharina sintió una profunda
satisfacción al mostrarle a aquel ser lloroso quién estaba al mando.
Su hermana Marlene, cuatro años mayor que ella, advirtió bastante pronto que
Katharina era incapaz de manejar adecuadamente su situación. Aquello
probablemente salvó la vida de Nicole. Marlene no tenía hijos propios, y por aquel
entonces también se encontraba sin pareja. Aparecía por la mañana muy temprano,
cambiaba los pañales de la niña antes de salir para su trabajo en una agencia de viajes
y le preparaba un biberón de cereales. Katharina ni siquiera era consciente de todo
aquello, pues a aquella hora aún no había despertado. Marlene volvía a aparecer a
mediodía para ocuparse de todo lo necesario, y con frecuencia realizaba una última
visita por la tarde. Intentaba impedir que los servicios sociales advirtieran la precaria
situación de la niña, pues temía que Katharina perdiera la cordura del todo si le
arrebataban la custodia de su hija. Casi seis meses vivió la pequeña Nicole de aquel
modo, en una combinación de cuidados apresurados y completo abandono.
Entonces apareció Erich Zöller.
Katharina le conoció mientras realizaba la compra en el supermercado. Ambos
habían echado mano de la misma bandeja de queso de cabra envasado en la zona de
refrigerados. Erich trabajaba como administrativo para el ayuntamiento, en la
gerencia de urbanismo. Tenía cuarenta y un años, y con su metro setenta y dos era

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sólo un centímetro más alto que Katharina. Todo en él parecía blando. Su pecho y
vientre fofo, sus pálidos y gruesos muslos, así como los bulbosos labios, que
humedecía constantemente con la lengua. Aunque es cierto que sobre gustos no hay
nada escrito y el concepto de belleza es muy subjetivo, no sería posible hallar una
mujer que creyera en el atractivo físico de Erich, ni siquiera pensara que resultaba
interesante. La mayoría de ellas probablemente le habrían calificado de repugnante.
Pero Katharina Klement no lo sintió así, porque el hombre le ofrecía algo que para
ella era mucho más importante que el físico: Erich Zöller contaba con un empleo fijo,
un salario y llevaba una vida ordenada. Dos meses después de aquel encuentro en la
sección de refrigerados, Zöller se trasladó a casa de Katharina y tomó el mando.
Nicole acababa de cumplir un año. Katharina sentía que alguien se ocupaba de ella,
también de Nicole, y descubrió también que la vida era infinitamente más agradable
con algo de alcohol corriéndole por las venas, de modo que a partir de aquellas fechas
fue difícil encontrarla sobria. Cuando la niña comenzó a hablar llamó «papá» a Erich
Zöller.
La primera vez que papá introdujo aquellos gruesos dedos en su cuerpo
haciéndole tanto daño, Nicole tenía cuatro años. Ignoraba si antes también habían
sucedido cosas, pues era demasiado pequeña para que quedaran archivadas en sus
recuerdos.
Cuando cumplió cinco años los dedos ya no le resultaban suficientes, y desarrolló
una imaginación muy fértil en la selección de objetos que podía emplear para
sustituirlos. Por entonces también había instruido a la niña sobre qué debía hacer con
él. Solía retirarse con Nicole casi a diario a algún lugar oculto para jugar a lo que
calificaba de «su gran secreto». Ese gran secreto no debía revelarse jamás a nadie.
Además, tampoco podía negarse a jugar, pues el juego formaba parte de la vida.
—Has de saber, Niki —le explicaba una y otra vez cuando la veía temblar en
cuanto se le acercaba para iniciar su juego secreto—, que el gran secreto sólo cesa
con la muerte.
Niki asentía y lo recordaría siempre. Cerraba los ojos y escapaba en su
imaginación a una bonita pradera a través de cual corría junto a su madre. Jugaban al
pilla-pilla y mamá la cogía en brazos en cuanto la atrapaba, dando vueltas y más
vueltas, de modo que sus cabellos ondeaban al viento. Ambas reían muy fuerte, y
esas risas ocultaban el llanto y los quejidos de Nicole mientras papá jugaba con ella al
gran secreto, gruñendo en voz alta. Cuando papá acababa con ella y se marchaba,
Nicole se acurrucaba sollozante en un rincón, sintiéndose profundamente desdichada
al saber que aquella pradera con sus risas le estaría vedada mientras continuara
existiendo el gran secreto. Y dado que el gran secreto sólo cesaba con la muerte, no
llegaría a conocer aquella pradera en mucho tiempo.
Jamás se le ocurrió a Nicole, ni en sueños, revelarle a alguien ese gran secreto, ni

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siquiera a su madre. ¿Para qué? Mamá prefería que fuera papá quien se ocupara de
ella.
Cuando Niki cumplió los siete años, papá Erich la creyó lo suficientemente adulta
como para completar el juego y alcanzar el último nivel de su gran secreto. Cuando
aquella mole pesada, caliente, sudorosa y maloliente la maltrató de forma salvaje,
Nicole se sintió incapaz de recurrir a su pradera sonriente y tuvo la certeza de que
había llegado el momento de su muerte. El dolor y el miedo acabarían con ella, y se
sentía culpable, segura de haberse equivocado en algo. Y terror. Sobre todo, sentía un
inmenso terror.
Cuando todo acabó, resultó que aquello no la había conducido a la muerte, y
entonces descubrió que su vida ni mucho menos había acabado y que la pesadilla que
era ésta no había hecho más que empezar.
La muerte, tal como Nicole la concebía, no era mala. Cuando la alcanzara, algún
día, la salvaría del gran secreto.

Menkhoff dejó caer la hoja de papel que sostenía en la mano, debía de ser
aproximadamente la décima que leía, y gimió en voz alta. A mí me había afectado
hasta tal punto lo que leía que sentía un intenso dolor de estómago y deseos de
vomitar.
—No debería pensar de ese modo siendo policía —dijo Menkhoff—, pero me
sentiría satisfecho si tuviera la oportunidad de arrancarle los huevos a ese hijo de
puta.
—Y yo te ayudaría a hacerlo —le dije; y así lo sentía.
—Esta es la causa por lo que nos cuesta tanto actuar en casos como éste, Alex.
Somos incapaces de comprender cómo funcionan los cerebros enfermos de esos
tarados.
Asentí.
—Creo que si fuera capaz de comprenderlo acabaría conmigo.
—Sí, probablemente. ¿Te sirvo una copa de grappa?
Hasta entonces no había sido consciente de mi necesidad de una copa, pero
cuando me lo mencionó me pareció una idea estupenda.
—Sí, gracias. Una copa bien servida.
Me concentré en el agradable ardor que provocó el alcohol en mi interior mientras
recorría su camino hacia mi estómago, y experimenté una sensación tan real, tan
terrenal, que logré liberarme un poco del oscuro pantano en el que mi descubrimiento
de aquel mundo de pesadilla había amenazado con hundirme.
—¿En serio pretendes que repasemos todos estos archivadores? —consulté, una
vez que Menkhoff también se tomó su copa.
Me miró, y fui consciente de lo mucho que estaba sufriendo con todo aquello.

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—No me siento capaz —confesó con voz ronca—. Además, estas primeras
sesiones de hipnosis se refieren siempre al mismo periodo de tiempo. Creo que ya
podemos hacernos una idea de los terribles acontecimientos de esa época. Un par de
documentos más y lo dejamos. Tengo que saber qué sucedió con ese cabrón y
también con la madre de Nicole. Si Nicole no ha llegado a denunciarlos…
Sabía qué pretendía decirme, y le apoyaría, si fuera necesario, en su intento de
eliminar a papá Erich.

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CAPÍTULO

44

23 de julio de 2009, 21.44 horas

A los ocho años, Nicole había crecido hasta convertirse en una niña muy hermosa y
muy hermética, cuya tristeza profunda y perenne decidió a su joven profesora, Sabine
Rüssmann, a invitar al señor y la señora Zöller a una reunión con ella. Erich Zöller, el
padrastro de la niña, acudió solo a aquella cita. A pesar de que su aspecto físico era
bastante desagradable, le pareció a la profesora un hombre muy atento y
comprensivo. Compartía completamente la preocupación de la profesora y le
agradeció repetidas veces la atención que le dispensaba a la niña. En aquellos,
aproximadamente, veintidós minutos, la señora Rüssmann supo que la pequeña
Nicole siempre había sido así, tal vez porque su padre biológico había fallecido muy
pronto y la madre le había revelado aquella circunstancia, en contra de los deseos de
Zöller, cuando la niña contaba con sólo cuatro años de edad. Él ya había supuesto que
una niña de tan corta edad se sentiría incapaz de asimilar una tragedia de tal
magnitud, pero no había sabido impedirlo, pues no era más que el padrastro. Ahora
era evidente que la revelación había constituido un error, por lo que era perentorio
ayudar a la pobre niña cuanto fuera posible. Hacía tiempo ya que estaba considerando
la posibilidad de llevar a Niki a un psicólogo, y ahora, gracias a la conversación
mantenida con ella, se había decidido a convertir aquella idea en realidad, aunque
fuera en contra de los deseos de su madre. Sabine Rüssmann se sintió satisfecha, más
aún, orgullosa, de haber podido servir de ayuda a aquella niña.
Pocos días más tarde, papá Erich le anunció a Niki que había llegado el momento
de compartir el gran secreto con otras personas. Tenía amigos, según le explicó a
Nicole, en los que había depositado su confianza. Y tanto confiaba en ellos, que
deseaba que compartieran el secreto de ambos. Pronto invitaría a alguno a participar
en el juego.
Aunque Nicole desconocía cómo podría desarrollarse el juego con el añadido de
algún amigo, sí alcanzaba a imaginar que aquello no ocurriría precisamente en su
beneficio.
Y entonces, tal vez, el destino decidió compadecerse por fin de la niña, pues, a la
mañana siguiente, el conductor de un vehículo que circulaba por las cercanías de la
gerencia de urbanismo situada en Bahnhofsplatz dio un volantazo al saltar a la

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carretera un niño en su bicicleta. El vehículo, un Volkswagen Golf, que quedaría
posteriormente impregnado de varios fluidos corporales de Erich Zöller, derrapó,
cruzando la calle en diagonal, arrancando a papá Erich de la acera por la que
transitaba y aplastando sus pálidas piernas y bajo vientre entre el radiador y la
fachada de la carnicería Schmidt.
Erich Zöller había elegido un buen día para morir, pues los dos policías que
apenas media hora más tarde, poco antes de las nueve, llamaron a casa de Katharina
Klement la hallaron sobria y más o menos adecentada. No se debía aquella
circunstancia a que Katharina hubiera decidido renunciar casualmente aquel día a su
par de copitas, sino a que llevaba varios días padeciendo un fuerte dolor de muelas y
no había querido arriesgarse a que el dentista volviera a enviarla a casa sin tratarla.
Ya le había sucedido en una ocasión, en la que había acudido a visitarle en tal estado
de embriaguez que mordió tanto el instrumental como el dedo del dentista, que estaba
intentando eliminar las zonas cariadas de una de sus muelas. Los agentes
uniformados mintieron y le aseguraron que su marido había fallecido en el acto y sin
padecer sufrimiento alguno. De nada le hubiera servido a Katharina Klement Zöller
saber que Erich había dispuesto aún de varios minutos para reconocer, entre gritos y
sollozos, varias de las partes de su cuerpo que se hallaban desperdigadas por el
plateado capó del coche antes de que el gran secreto acabara para siempre. Sin
embargo, como el carnicero Schmidt había sido testigo del accidente, y lo describió
con tanta frecuencia y con tanto detalle a todo aquel que quisiera oírlo, con el tiempo,
también Katharina y su hija estuvieron perfectamente informadas del suceso.
Cuando Nicole regresó a casa del colegio a mediodía, Katharina ya se había
tomado una botella entera de vino blanco y media de Martini rosso. Le explicó a la
niña entre lágrimas que su papá había tenido un accidente y se había ido al cielo.
Nicole también lloró, pero por causas diferentes a las de su madre.
La tía Marlene, que en el intervalo se había casado y divorciado, pero continuaba
sin hijos, se tomó la muerte de su nuevo cuñado con cierta calma. Aquel individuo
nunca le había resultado simpático. Había algo astuto en él, ladino en su forma de
mirar, que hacía saltar todas sus alarmas.
En esta ocasión, Marlene decidió trasladarse directamente a casa de su
alcoholizada hermana y su pequeña sobrina a fin de ocuparse mejor de la niña.
La madre de Nicole siguió a papá Erich al cielo apenas seis meses después debido
a una cirrosis hepática. Lo del cielo fue lo que le explicó Marlene a la pequeña
Nicole, que acababa de cumplir los nueve años. Aunque no había llegado a conocer a
Erich Zöller lo suficiente como para imaginarse siquiera algo tan terrible como el
gran secreto, la tía Marlene era plenamente consciente de que el cielo probablemente
no fuera el lugar adecuado para él.
La tristeza de Nicole se reveló de una forma que la tía Marlene consideró

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preocupante. Mientras duró el matrimonio de su hermana con Zöller, Marlene apenas
había tenido oportunidad de acercarse a Nicole. La niña respondía con monosílabos a
las preguntas de su tía y jamás iniciaba una conversación por sí misma.
Tras la muerte de Zöller, pareció despertar un poco de su ensimismamiento. Pero
cuando falleció su madre, la niña cometió un acto tan terrible que Marlene no supo
cómo actuar. Apenas dos semanas después de la desaparición de su hermana, la mujer
halló dos minúsculos gatitos muertos, ocultos bajo un seto del jardín. Cuando le
preguntó a Nicole acerca de ellos, la niña le explicó que los había escondido allí para
protegerlos. Marlene no comprendió lo que la niña pretendía decirle. Insistió, pero no
recibió más respuesta.

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CAPÍTULO

45

23 de julio de 2009, 22.19 horas

Menkhoff gruñó y arrugó el papel que había sostenido en la mano, formando una bola
con él y arrojándolo con cierto impulso al otro extremo de la habitación.
—¡Maldito desgraciado! —exclamó—. ¡Debería desenterrar su cadáver para
poder escupir en él! ¡Hijo de puta anormal y perverso!
Se encontraba fuera de sí. Abundantes lágrimas humedecían sus mejillas, que
intentó enjugar torpemente con un fugaz gesto de su mano. Abandoné el documento
que estaba leyendo sobre la mesa y le miré. Hacía sólo unos segundos que habían
relampagueado sus ojos airados, pero ahora sólo advertía en ellos impotencia y
desolación.
—¡Solía gritarle, Alex! Le recriminaba que… que me rechazara. Dios mío, si
hubiera sabido que…
—No podías saberlo, Bernd —le tranquilicé—. No hay nada que debas
reprocharte.
Supuso un enorme esfuerzo para mí ofrecerle algún consuelo. No porque no se lo
debiera, sino porque mi mente se hallaba en otro lugar, evaluando probabilidades que,
de sólo imaginarlas, me generaban un insoportable dolor de cabeza. Tal como los
planetas giran incansablemente en torno al astro solar, mis pensamientos daban
vueltas sin parar a una expresión que había leído.
«Para protegerlos».
Menkhoff destapó la botella de grappa y volvió a llenar nuestros vasos. Alzó su
brazo en un brindis. Tras vaciarlo, depositó el vaso sobre la mesa, se dejó caer hacia
atrás, apoyándose en el acolchado respaldo de su sillón, y fijó su brillante mirada en
un punto indeterminado de la mesa.
—Te sientes miserablemente mal cuando vives con alguien durante años,
amándole de forma incondicional pero sin poder llegar a conocerle jamás. No puedes
llegar a comprender a esa persona, ni explicarte su comportamiento, entender las
cosas que hace. —Titubeó—. O las cosas que no hace. Es para volverse loco, Alex,
¿comprendes? —Antes de que pudiera responderle, continuó—: No, no puedes
comprenderlo. ¿Cómo ibas a hacerlo?
Se inclinó hacia delante y llenó de nuevo su vaso, en esta ocasión hasta rozar el

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borde. Cuando dirigió la botella hacia el mío, rehusé con un gesto.
—No, gracias, aún tengo.
Apuró el contenido de un solo trago y se dejó caer hacia atrás.
—Todo eso es una mierda. Es… es desesperante, ¿sabes? Y en algún momento…
en algún momento piensas que… llega el momento en el que crees que debes
resultarle indiferente a esa persona, si ella… si siempre te rechaza, una y otra vez,
cada vez que te esfuerzas por comprenderla.
—Ella… en el tiempo que vivíais juntos… ¿Nicole actuaba de forma extraña?
Me miró sin comprender el sentido de mi pregunta.
—Bernd… me refiero a si hubo algún otro hecho anormal, algo semejante a lo de
los gatitos.
Seguía sin entenderme. Al principio. Después se hizo la luz en él, y abrió mucho
los ojos, alarmado.
—¿Qué? ¿Me estás preguntado si Nicole asesinó a algún gatito mientras vivíamos
juntos?
Su mirada. Los pensamientos se sucedían en mi mente, veloces y sustituyéndose
los unos a los otros, como un desfile de pancartas en una manifestación retransmitida
por televisión. Ahora o nunca. Verdad o mentira. Verdad o temor.
—Sí, exactamente; esa es mi pregunta. —Vi incredulidad en su mirada—. Bernd,
le dijo a su tía que debía proteger a los gatitos. Probablemente porque ese individuo
le explicó que sólo la muerte…
—Maldita sea, Alex. ¡Había sufrido un trauma importante! ¿Es que has perdido el
juicio? Acabas de leer por lo que tuvo que pasar en su infancia. No puedes tomarte al
pie de la letra las palabras de una niña de corta edad que ha sido violada una y otra
vez.
Menkhoff parecía incapaz de articular con precisión aquellas objeciones; la
grappa comenzaba a surtir efecto.
—Y no lo hago. Pero cuando estuvimos esta tarde en su casa… Esas fotografías
que mostraban a unas niñas, expuestas en aquel mueble… Tú también las has visto y
has oído lo que dijo al respecto: «Protegerlas». Bernd, ¡pretendía proteger a aquellas
niñas!
Sus ojos se abrieron aún más, pero sacudió insistentemente la cabeza.
—No voy a seguir escuchando tales disparates, Alex.
Volvió a llenar su vaso hasta el borde con el licor dorado, que hizo desaparecer de
un solo trago. Después se enjuagó la boca con el dorso de la mano.
—¿Sabes…? A veces las imaginaciones se desbordan. La tuya en este momento,
por ejemplo. Pero eres mi compañero, de modo que no te lo tendré en cuenta. Es
mejor que te marches a casa para dormir un poco. Mañana te divertirá lo absurdo de
tu idea. Buenas noches.

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Volvió a echar mano de la botella, y aunque por un momento estuve tentado de
retirársela, controlé mi impulso. Si le hacía sentirse mejor, que bebiera hasta perder el
sentido.
Me puse en pie, rodeé la mesa y me acerqué a Menkhoff. Mi compañero levantó
la cabeza y me mostró una mirada desenfocada. Apoyé una mano en su hombro.
—No bebas más, Bernd —le rogué, intentando no resultar demasiado protector—.
Acuéstate y duerme un poco. Mañana seguiremos con esto.
—Claro, sí —contestó, apenas controlando su lengua—. Duerme tú también. Y
mañana te disculpas ante Nicole. Por la estupidez que acabas de imaginar. Gatos
muertos. ¡Por Dios!
—Buenas noches, Bernd.
—N… Noches.
Abandoné la casa de mi compañero y me sentí profundamente desolado. Hacía
mucho tiempo que no experimentaba esa sensación. Una vez en el coche, recordé que
después de dos copas de vino y dos vasos de Grappa no debería ponerme al volante.
No debería.

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CAPÍTULO

46

23 de julio de 2009, 22.56 horas

En mi sala de estar todo estaba a oscuras. Avancé un par de pasos hacia las escaleras
que conducían a la primera planta y percibí el haz luminoso de una lámpara,
probablemente procedente de nuestro dormitorio. Mel se había acostado y se
encontraría leyendo un poco mientras aguardaba mi regreso. Estimé mejor no
molestarla dado mi estado agitado, normalmente, apenas le daba tiempo a avanzar
dos o tres páginas en la lectura antes de que se le cerraran los ojos. Sabía que estaría
muy cansada. Opté por tomarme un coñac en la sala de estar mientras repasaba los
acontecimientos del día.
—Vaya, de modo que estás ahí, nocturno.
Me detuve en seco, retrocedí sobre mis pasos y miré hacia arriba. Allí estaba Mel,
descalza y apenas cubierta con un salto de cama minúsculo, sonriéndome desde la
planta superior.
—Acabo de salir del baño y te he oído. ¿Vienes a la cama?
—Hola, cariño —intenté sonreírle, a pesar de que no me sentía en absoluto
inclinado hacia la sonrisa—. No, aún no. Me gustaría tomarme una copa primero.
Acuéstate tú, si quieres, y descansa.
Me lanzó un beso con la mano y desapareció de mi campo de visión.
Con una mezcla de alivio, pero también cierto desencanto, me dirigí a la sala de
estar y pulsé el interruptor de la lámpara de pie situada junto al sofá. Saqué del
armario una gran copa de coñac y una botella de Carlos I. Me serví una buena
cantidad, agité la copa por debajo de mi nariz y aspiré profundamente el intenso
aroma del brandy.
—¿Me sirves una a mí también?
Me sobresalté al ver a Mel acercándose, sonriente. Se había desmaquillado, pero a
pesar de ello, o quizá debido a ello, la encontré arrebatadora con aquella bata de seda
de color canela.
Mel se recostó a medias sobre mí en el sofá.
—¿Habéis avanzado mucho?
—¿Cómo? —pregunté, intentando ganar tiempo, pues sabía perfectamente a qué
se refería.

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—Esos documentos que os proponíais revisar.
—Sí, claro.
—Bien. ¿Y esa cosa tan rica que estás bebiendo? ¿No me ofreces a mí también?
Saqué otra copa del armario y la llené. Mel la tomó en su mano y la giró de tal
modo que el líquido ambarino trazó círculos en ella.
—¿Quieres hablar de ello?
—¿A qué te refieres?
Por segunda vez en menos de un minuto, le pregunté cuando ya conocía la
respuesta de antemano.
—Me refiero a lo que sea que te preocupe, Alex.
La miré e intenté materializar aquella pesadilla en ella, imaginando que algún
asqueroso y brutal perturbado hubiera utilizado sus dedos… Y entonces… Traté con
todas mis fuerzas de apartar aquellas imágenes de mi mente, pero no lo logré. Una ola
de dolorosa desesperación me hirió en lo más íntimo, un odio feroz y desnudo hacia
aquella escoria humana capaz de acciones como…
—Alex, ¿qué ocurre? —insistió Mel, y noté la preocupación que la embargaba—.
Cuéntame qué te pasa, por favor.
Se me acercó y me acarició la nuca.
Retiré la cabeza un poco, sólo un poco, para poder establecer un contacto visual.
—Es posible que… en aquella época… entonces… Es posible que encerráramos a
un inocente.

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CAPÍTULO

47

24 de julio de 2009, 08.32 horas

Al día siguiente se alcanzaron unas temperaturas tan altas que ya la mañana sería
recordada como la más calurosa del año. Sólo había logrado dormir unas cuatro
horas, lo cual no colaboró precisamente a que me sintiera mejor. En torno a las ocho,
me senté en mi porche trasero para tomar un café y en cuestión de segundos ya estaba
sudando. Se trataba de un calor pegajoso, bochornoso, atrapado por una capa de
nubes impenetrable y permanente que cubría el cielo. Llegaría a convertirse en el día
más sofocante del año en más de un sentido.
Llamé a la puerta de Menkhoff, pero en lugar de mi compañero fue la señora
Christ quien me abrió, explicándome que el dueño de la casa la había abandonado ya
a las siete y cuarto. Me pregunté si se sentiría tan hondamente dolido por mis
comentarios de la noche anterior que no soportaba mi compañía de camino al trabajo,
pero de algún modo dudaba que su partida temprana se debiera a aquello. Por otra
parte, bien era cierto que, cuando se trataba de Nicole Klement, Menkhoff parecía
perder todo vestigio de racionalidad. Me metí en el coche y llamé a nuestro despacho
desde allí. Sonó dos veces antes de que Menkhoff descolgara el aparato.
—Buenos días —saludé tímidamente—. Soy yo, Alex. Me encuentro delante de
tu casa.
—Sí, lo siento. Me desperté a las seis, con una resaca impresionante. No
soportaba la idea de permanecer allí ni un minuto más, por lo que me marché en
cuanto llegó la señora Christ. No me pareció prudente avisarte tan temprano.
—Está bien, llegaré en unos minutos.
Colgué, aliviado por sus palabras, y me dirigí a la comisaría.
Resultaba del todo evidente que había dormido aún menos que yo y, sin embargo,
bebido mucho más. Su tono de piel mortecino, las profundas y marcadas bolsas bajo
los ojos, le traicionaban. Hablé mientras encendía mi ordenador.
—Bernd, lo de ayer… Me gustaría hablar contigo de eso.
Levantó la vista de su escritorio.
—¿Hablar de qué? Nuestras sospechas no coinciden, Alex, y hay ciertas cosas
que no deseo volver a oír. Conozco muy bien a Nicole. Tú no.
—Ignorabas el contenido de aquellos documentos, Bernd.

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Usó la palma de la mano para golpear la mesa, provocando un fuerte retumbar
que debió ser oído en todos y cada uno de los despachos de la comisaría.
—¡Sí, maldita sea, eso es cierto! Y puedo entender que nunca se decidiera a
hablarme de ello después de lo que tuve oportunidad de leer anoche. Es comprensible
que se esforzara tanto por ignorar aquella pesadilla si pretendía llevar una vida
medianamente normal. Tal vez no haga otra cosa que esforzarse por ello desde niña.
Conviví con ella varios años, sé perfectamente de qué es capaz y qué resulta
imposible atribuirle. Y te aseguro que eso que te está dando vueltas en la cabeza es
algo totalmente peregrino.
Como una maldición, siempre lograba despertar en mí la duda. Me pregunté si la
causa habría de situarla en sus argumentos o en su arrolladora personalidad. Sin
embargo, en esta ocasión me resistí a dejarme manipular por él.
—¿Y la fotografía de Juliane Körprich en su casa, Bernd? ¿Quince años después
de la muerte de la niña? ¿Y la afirmación de Nicole de que necesita proteger a esas
niñas? ¿Cómo explicas eso?
Inspiró profundamente, pero en lugar de aprovecharlo como impulso para
gritarme aguantó el aire unos instantes para después soltarlo poco a poco. Y fue en
ese preciso momento cuando acabó por derrumbarse por completo. En apenas unos
segundos, Bernd Menkhoff sufrió una pasmosa transformación y abandonó la fachada
del siempre seguro defensor de la ley para dejar paso a un hombre de vulnerable que
no pudo dejar de despertar mi compasión.
—No lo sé, Alex. Yo tampoco puedo dejar de darle vueltas desde anoche. No creo
que Nicole sea capaz de… de nada malo, pero… ¡Maldita sea, no sé cómo explicarlo!
—¿Aún la amas?
Me sostuvo la mirada y advertí en ellos la más profunda desesperación.
—No —me aseguró en voz baja—. Yo mismo también me lo he preguntado, pero
estoy completamente seguro de que no es así. Quiero a mi mujer. Pero me siento de
algún modo responsable de Nicole.
Menkhoff me inspiraba una profunda compasión. Era muy consciente de que yo
sólo podría llegar a adivinar una mínima parte de lo que estaba sufriendo.
—¿Qué piensas hacer ahora? —le pregunté, con la esperanza de que no
pretendiera tranquilizarme fingiendo simplemente que todo se arreglaría sin más.
—Hablaré con Lichner de nuevo. No confío en ese individuo. Esa supuesta hija
desaparecida, el historial médico de Nicole… En todo este asunto hay algo que no me
cuadra.

Renunciamos a averiguar el número de teléfono de Lichner para llamarlo


previamente y avisarlo de nuestra llegada. Menkhoff consideró más oportuno que no
nos estuviera esperando.

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De camino a Kohlscheid, intentamos conjeturar qué función podría tener la
cochambrosa vivienda en Zeppelinstrasse, pero ninguno de los dos logramos ni
siquiera esbozar el amago de una teoría. Y preguntarle a Lichner probablemente sólo
nos reportaría alguna nueva respuesta impertinente.
Poco antes de las nueve y media, llamamos a la puerta del psiquiatra, que se
encontraba en casa, pero si Menkhoff había contado con cogerle por sorpresa se vio
decepcionado.
—Ah, ya están aquí —saludó Lichner, indiferente, en cuanto abrió la puerta—.
Pasen.
Me sorprendieron tanto las palabras empleadas como el hecho de que no nos
obsequiara con su petulante sonrisa.
—¿Qué significa «ya están aquí»?
Mi compañero no se esforzó por mantener la cortesía.
—Significa que no hay que poseer grandes capacidades adivinatorias para saber
que se pasarían ambos a visitarme en cuanto hubieran acabado de leer esos
documentos.
Aquello no cuadraba con el Lichner al que estábamos acostumbrados. Ni
sarcasmo en sus palabras, ni intento alguno de mostrar su superioridad. Parecía
excepcionalmente sincero.
Le seguimos por las escaleras hasta llegar a su vivienda, donde nos guió hasta la
sala de estar y tomamos asiento en el sofá. La estancia se hallaba justo debajo del
tejado de la casa, por lo que la temperatura allí dentro bien superaría los treinta
grados.
—Bueno, señor inspector jefe, ¿qué piensa ahora de Nicole Klement?
Menkhoff parecía estar evaluando cuál era el modo más pertinente para dirigirse a
Lichner. La actitud que éste mantenía con nosotros aquella mañana le condujo a
moderarse un poco.
—Creo que lo que he leído explica muchas cosas de ella que antes no
comprendía.
—¿Y nada más?
Menkhoff ladeó la cabeza.
—Ayer fuimos a verla. Se comporta de forma extraña. ¿Se debe a que vuelve a
relacionarse con usted?
Lichner contempló sus manos.
—Sí, eso creo, aunque por causas muy diferentes de las que usted supone.
—¿Lo cual significa?
—Lo cual significa que su estado ha mejorado bastante. Se encontraba
muchísimo peor.
—¿De qué vive? ¿Trabaja?

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—¿Pretende ser una broma? Sería imposible en estos momentos. Recibe ayuda
del estado, y de vez en cuando también mía. Mi consulta iba bastante bien antes de
que ustedes se cruzaran en mi camino, y cuento con algunos ahorros.
Al parecer era imposible que Lichner renunciara a sus mofas, lo cual en cierto
modo me tranquilizó.
—¿Qué significan esas fotografías que tienen su casa? —preguntó Menkhoff.
Lichner arqueó una ceja.
—¿Fotografías? ¿A qué fotografías se refiere?
—Las de las niñas. Entre otras, de Juliane Körprich.
Advertí el nerviosismo repentino de Lichner, y estaba seguro de que Menkhoff
también lo había notado.
—¿A qué viene esto ahora? No sé de qué me está hablando. ¿Qué niñas, y en
plural? ¿De cuántas niñas estamos hablando?
Menkhoff respiraba aceleradamente.
—Cuatro. Son cuatro niñas, incluyendo a Juliane.
Lichner se pasó el dorso de la mano por la boca, alterado, un comportamiento que
me resultaba desconocido en él.
—Nicole ha estado muy enferma, lo sigue estando. Ella jamás le haría daño a
nadie conscientemente, pero su concepción del bien y del mal no coinciden
demasiado con las de una persona normal debido a las traumáticas experiencias de su
infancia.
—¿Qué pretende decir con eso, Lichner? Puede ahorrarse sus estúpidas
insinuaciones, si es que…
—¡Y usted puede dejar ya de proferir ladridos como un sabueso rabioso atado a
una cadena! Sólo deseo ayudarles, y aunque no le resulte aceptable en la imagen
bicolor del mundo que se ha creado, es la verdad.
—¿Y pretende que me lo crea? ¿Por qué iba a ayudarnos? ¿Precisamente usted?
Y, más importante aún, ¿en qué va a ayudarnos, Lichner?
—Si se decidiera a escucharme unos momentos tal vez lo averiguara.
El psiquiatra mantenía una actitud tan opuesta a la acostumbrada que esperaba ver
de un momento a otro de nuevo su impertinente sonrisa burlarse de nosotros por
habernos engañado una vez más. En lugar de ello, habló con total seriedad.
—He de explicarles unas cuantas cosas que pueden ser de cierta relevancia.
Después pueden actuar según estimen conveniente, por supuesto. Tal vez incluso
vuelvan a llevarme a prisión. —Guardó silencio, momento que Menkhoff y yo
empleamos en intercambiar una mirada—. Escuchen por una vez en silencio todo lo
que tengo que decir, hasta el final, antes de formarse una opinión, e intenten mantener
la objetividad aunque sea mínimamente. ¿Podemos acordar al menos eso?
Tenía la sensación de estar conversando con una versión edulcorada del doctor

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Joachim Lichner. Sus habilidades retóricas y su agresividad seguían sin duda ahí,
pero parecía esforzarse por mantenerlas bajo control. También Menkhoff pareció
sorprenderse por la inesperada actitud de Lichner. No reaccionó de ningún modo a
aquellas palabras. Sentí que Lichner intentaba revelarnos algo que revestía cierta
importancia para él, por lo que actué como él había hecho con nosotros en
incontables ocasiones: utilicé la situación en nuestro favor.
—Si desea explicarnos algo importante, hágalo, pero no está usted en situación de
ponernos condiciones, doctor Lichner. O habla, o lo deja estar, como prefiera, pero
sin condiciones.
Me miró, y en esta ocasión no se trataba de su mirada habitual, escrutadora, como
intentando sondear mis pensamientos. Finalmente, asintió sin más.

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CAPÍTULO

48

24 de julio de 2009, 09.47 horas

—Visto en retrospectiva, es evidente que no resultó una idea muy afortunada. Y


además es muy posible que todo fuera en vano, pero… a pesar de ello, les ruego que
atiendan mi historia hasta el final. Algunas cosas les sorprenderán. Por supuesto, no
me sentí complacido cuando tuve que cumplir condena trece largos años pese a ser
inocente, pero ahora nada puede cambiar eso. Ya entonces tenía mis sospechas acerca
de quién pudo haber sido el verdadero asesino de la niña, pero no contaba con
ninguna prueba. Ya saben que Nicole y yo volvemos a estar juntos desde que
abandoné la prisión, pero…
Menkhoff se envaró, pero Lichner hizo un gesto tranquilizador con la mano que
logró calmarle y mantenerle en silencio.
—Probablemente ignoren, sin embargo, que venía a visitarme mientras estaba en
prisión. Confieso que en el pasado no la he tratado precisamente con delicadeza, pero
no porque me agradara aquello, sino porque ella me lo pedía así, aunque les parezca
extraño. Supe desde el principio que Nicole no permanecería mucho tiempo a mi
lado, y por una razón muy sencilla; la misma, en realidad, que la ha llevado a volver
conmigo. Su trauma es tal que necesita sentirse víctima continuamente. Aunque
parezca paradójico, las mujeres que han padecido algún trauma suelen necesitar en
sus vidas hombres que las guíen, las conduzcan. Debería estar familiarizado con ese
tipo de comportamiento. Incluso aquellas mujeres que son maltratadas por sus
maridos se ven incapacitadas para separarse de ellos. Y, si alguna vez se animan a
ello, su próxima pareja pertenecerá al mismo perfil, y no demasiado tiempo después
volverán a sufrir maltrato. Esto lo comento, señor Menkhoff, para que no se atribuya
la responsabilidad del abandono de Nicole. Y para que comprenda algo que puede
que le resulte incomprensible, como es el hecho de que haya vuelto conmigo.
—¿Cuándo dirá algo que nos pueda interesar? —preguntó Menkhoff.
—¿Y cuándo se comportará usted de forma adulta, sin tratar de morder la mano
que pretende ayudarle? —Tras unos segundos de silencio, prosiguió—: La primera
vez que Nicole vino a verme, aproximadamente dos años antes de mi puesta en
libertad, su estado era lamentable. El trauma de su niñez, que mi terapia había
logrado mantener a raya, la había alcanzado de nuevo. Acudió a mí en busca de

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ayuda. Podrá comprender que yo no había olvidado que fue precisamente su
declaración falsa acerca de lo sucedido aquella noche lo que logró mantenerme en
prisión durante tantos años a pesar de mi inocencia. Pero aún la sentía mi paciente,
por lo que le prometí ayuda si me visitaba con regularidad. Por supuesto, con la
condición de que me revelara por qué había mentido para incriminarme y cómo había
accedido a las supuestas pruebas en mi contra.
Calló de nuevo. Sentí cómo mi pulso se aceleraba. Sólo imaginar lo que podría
seguir a continuación me producía vértigo.
—Nicole jamás pretendió hacerle daño a nadie. En una ocasión le pareció
observar que el padre de Juliane tocaba a la niña de forma improcedente, lo cual, con
toda seguridad, fue un error de percepción por su parte. Algún contacto casual, quizá,
pero en Nicole se accionó un interruptor. Creyó firmemente que la pequeña Juliane
guardaba con su padre un secreto semejante al de ella misma en su infancia. Un
secreto al que sólo la muerte podría poner fin. Ella… no puede evitarlo, ¿lo
comprende, señor Menkhoff? Es su ser, su esencia. Usted creía conocer a Nicole,
pero no es así, porque no logró profundizar en la esencia de Nicole Klement. Ella
sólo pretendía ayudar y evitar que la niña tuviera que pasar por el mismo martirio. Se
trataba de proteger a Juliane.
Contuve el aliento. Si decía la verdad…
—¿Qué mierda me está contando, Lichner? —dijo Menkhoff.
—No se trata de ningún disparate, señor Menkhoff, estoy intentando advertirles,
porque lo que hizo Nicole entonces puede volver a repetirse en cualquier momento.
Quiero evitar que vuelva a ser encarcelado un inocente, porque, contrariamente a lo
que ustedes piensan, no soy ningún psicópata. Y para que comprenda que hablo en
serio, voy llegando ya a la parte que ustedes considerarán interesante. —Inspiró
profundamente un par de veces antes de continuar—: Toda esa historia de mi hija la
he inventado yo mismo.
—¿Qué? —grité. Menkhoff emitió un sonido indescriptible.
—Aguarden —intervino Lichner rápidamente—. Permítanme que me explique.
Señor inspector jefe, ¿cómo hubiera actuado usted si, tras mi puesta en libertad,
hubiera acudido a verles para comunicarles que Nicole me había confesado el
asesinato de Juliane Körprich?
Menkhoff respondió sin reflexionar.
—Le hubiera echado a la calle.
Supe que decía la verdad.
Lichner asintió con vehemencia.
—Seguro que hubiera actuado de ese modo, sí. ¿Y si hubiera pretendido mostrarle
esos documentos que demuestran los problemas psiquiátricos de Nicole? ¿Y si
hubiera sugerido que posiblemente se vuelva a repetir todo una vez más?

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—Tal vez hubiera acabo sin dientes, ¿quién sabe?
—Lo sé. No creo que me hubiesen concedido la oportunidad de mostrarles el
historial psiquiátrico de Nicole.
—¿Y qué tiene que ver todo esto con la desaparición de su falsa hija? —quise
saber.
—Cuando fui consciente de la magnitud del peligro, de lo que representa Nicole,
sólo vi una salida: debía lograr que fueran ustedes mismos quienes lo descubrieran
todo. Es decir, tenía que despertar de algún modo su interés por mí. Pero era
consciente de que me descubrirían de inmediato si no era lo suficientemente hábil.
Cuando Markus Diesch fue trasladado a mi celda y me explicó que era enfermero de
profesión y había trabajado muchos años en la planta de maternidad, primero me
resultó divertido, como a los demás, pero después se me ocurrió una idea algo
alocada que, con el paso de los años, fui madurando cada vez más. Disponía de
mucho tiempo para elaborar un plan. De modo que me fabriqué algo así como un
freno de emergencia para cuando estimara que el comportamiento de Nicole se
estuviera volviendo peligroso. Sabía con certeza que si se me acusaba a mí de un
secuestro infantil intervendrían inmediatamente. Naturalmente, no iba a secuestrar a
un niño sólo para atraerles. Y perderían ustedes el interés rápidamente en cuanto
constataran la inexistencia del niño. De modo que tema que conseguir que se
registrara algún niño que ustedes buscarían un tiempo, hasta que lograran descubrir
que ese niño no existía.
—¿Nos está diciendo que Diesch falsificó los documentos dos años atrás sólo por
si acaso, para el caso de que usted decidiese engañarnos en el presente?
—No, perdónenme, en ningún momento he implicado a Markus Diesch. Sólo les
he indicado que alguien se ha ocupado de esa cuestión, pero no he mencionado quién.
—Ya hablaremos de eso después —gruñó Menkhoff—. Continúe.
—No lo preparé todo hace años para iniciar ahora este numerito, por emplear su
mismo registro. Pretendía recurrir a esta pequeña maniobra de confusión cuando las
circunstancias así lo exigieran. Y ahora, por desgracia, ha llegado ese momento.
Nicole se me escapa. Con mi terapia ya no llego a ella. —Calló unos instantes—.
Nicole Klement tiene que ingresar en una institución cerrada, un lugar en donde
pueda garantizarse que no causará ningún daño a nadie. Ya se encargaron ustedes
hace muchos años de que no fuera yo quien pudiera ordenar su internamiento. Pero
tengo que concederles que me hubiera sorprendido mucho si hubiesen sido capaces
de reconocer la verdad sin más.
—Si piensa comenzar de nuevo con sus impertinencias…
—Poco después de mi puesta en libertad alquilé el piso de Zeppelinstrasse. No
puedo explicarles por qué exactamente. Quizá porque no deseaba que mi verdadera
dirección apareciera en unos documentos falsificados. Además, ello contribuyó a

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crear un mayor misterio. Y el alquiler es irrisorio.
—¿Y su vecina, señor Lichner? —pregunté.
—Una desgraciada. Le ofrecí una pequeña cantidad de dinero si actuaba un poco.
Todo lo que les dijo estaba apalabrado de antemano. —Otra pausa—. Ya sé que eso
no es jugar del todo limpio, pero intentaba conseguir que encontraran por sí mismos
los documentos referentes a Nicole. Sabía que era el único modo de que desearan
leerlos. Sin embargo, les sobreestimé. Lo organicé de modo que encontraran
fácilmente el contrato de alquiler y las llaves y también las fotografías de Nicole y de
Diesch. Cualquier intento de proporcionarles los documentos referentes a Nicole por
una vía más convencional hubiera fracasado. ¿No estoy en lo cierto?
Por supuesto que estaba en lo cierto.
—Sigo sin entender —interrumpí yo—. ¿Por qué todo esto precisamente ahora?
Lichner dudó unos instantes antes de continuar explicándose.
—En las últimas semanas Nicole ha empeorado, pese a mi terapia. Yo… señor
Seifert, se lo digo en serio: me temo que Nicole está a punto de hacer algo terrible.
Menkhoff se puso en pie de repente.
—No había oído tantas estupideces juntas en toda mi vida. Si realmente ha
pensado que puede hacerme bailar al son de su música al preparar este espectáculo,
está usted más perturbado aún de lo que creía, Lichner.
—Si es eso es lo que cree, tengo una sorpresa para usted, señor inspector jefe: ya
hace más de dos días que baila usted para mí. —Lichner se puso en pie a su vez—.
¿Sabe usted? Me ha supuesto un cierto esfuerzo, pero consideré de la máxima
importancia lograr que, al menos en esta ocasión, se comportara usted como un
auténtico criminalista. En el fondo era consciente de que, por mucho que me
esforzara y por lógicos que fueran mis argumentos, su inmensa egolatría los
desecharía. Me es indiferente lo que haga con esta información. Pero tenga algo por
seguro: si próximamente sufre daño algún niño, me dirigiré a todos los periódicos
para explicar lo que yo, el psiquiatra que conoce a Nicole mejor que nadie, he llegado
a hacer para advertirles. Y con cuanto menosprecio decidió usted ignorarme.
Los dos hombres se enfrentaban ahora a la manera acostumbrada. Menkhoff con
la respiración pesada, Lichner muy calmado. Finalmente, Lichner bajó la cabeza al
tiempo que la sacudía en un gesto de desespero.
—De acuerdo, un último intento: ¿no podría al menos procurar que alguno de sus
psicólogos —una psicóloga, preferentemente— mantuviera una conversación con
Nicole? Estoy convencido de que, aunque sólo fuera medianamente buena en su
oficio, podría revelarles tras una única conversación que Nicole es un peligro latente.
—Una pregunta: ¿por qué no le ha recomendado usted mismo otro psicólogo?
Seguro que aún mantiene contactos con alguno de sus compañeros. ¿Por qué tomarse
tantas molestias?

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—Ella no visitará a nadie simplemente porque yo se lo ruegue. Incluso la
propuesta en sí ya la tomaría como una traición. Y se me cerraría por completo. No,
señor inspector jefe, deberá hacer uso de su poder como agente de la ley para llevarla
a la psicóloga de la policía. Si ésta logra hablar con ella, y se llega a ganar la
confianza de Nicole, tal vez confiese en algún momento lo que hizo aquella vez.
Como ya le he comentado está convencida de no haber hecho nada malo.
—Y con ello ha demostrado usted lo absurdo de su teoría, señor psiquiatra —
triunfó Menkhoff—. Si hubiese sido culpable, pero sin ser consciente de haber
cometido un crimen, ¿por qué no confesó, sino que, por el contrario, nos ayudó a
encerrarle a usted?
—¿Por qué? Porque usted la animó a ello, señor Menkhoff.

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CAPÍTULO

49

24 de julio de 2009, 10.21 horas

—Todo esto se está volviendo cada vez más absurdo —dijo Menkhoff, dirigiéndome
una mirada en la que se advertía claramente su enfado—. Va siendo hora de que nos
marchemos de aquí y demos por terminada la hora de cuentacuentos del señor
Lichner.
Volvió a dirigirse al psiquiatra.
—Le atraparé, Lichner, aunque sea solamente por fingir un delito. Es muy posible
que vuelva a encontrarse en prisión en breve.
—¿Cree que me puede amedrentar con eso después de los trece años de condena
que he cumplido, señor inspector jefe? Si condujera a que Nicole acudiese a la
psicóloga de la policía me habría merecido la pena.
Menkhoff hizo oídos sordos al comentario de Lichner.
—Y también investigaremos a su amigo Markus Diesch, al que acusaremos de
falsificación de documentos oficiales. ¿Así que creyó que podía permitirse un poco
de diversión? Le demostraré que nadie se ríe de nosotros. No abandone la ciudad.
Lichner me dirigió una mirada en la que advertí su ruego de convencer a
Menkhoff para que fuera más razonable en aquel asunto. La ignoré, aunque me había
invadido una sensación de malestar. Me hubiera gustado poder formularle algunas
preguntas, pero sabía que ello me conduciría a una desagradable discusión posterior
con Menkhoff. Abandonamos aquel piso y Lichner no intentó detenernos.
Probablemente conocía ya lo suficiente a mi compañero como para saber cuándo no
había nada que hacer.
—Ese cabrón se está burlando de nosotros, Alex —me comentó Menkhoff una
vez estuvimos en el coche. Estaba furioso, y mucho—. Lo lamentará. Ahora le
haremos una visita a su amigo Diesch. Irá derecho a la cárcel de nuevo.
—Será difícil demostrar que ha falsificado el registro —objeté—. En la base de
datos aparece el nombre de la enfermera. Y creo que lo que nos ha contado Lichner…
—No comiences ahora a explicarme el contenido de tu lista de objeciones, Alex;
puedo prescindir de ella en estos momentos.
—¡Y tú vuelve a la tierra! Estoy de tu parte, por si lo habías olvidado. Y al menos
podrías reflexionar acerca de su teoría: tal vez contenga algo de verdad. Al menos, lo

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que dice parece lógico.
Frené en un semáforo, y paré el vehículo ante la señal en rojo.
—Por supuesto que tiene lógica, es psiquiatra —dijo Menkhoff—. Pero no
logrará ofuscarme con sus discursitos. Te crees cualquier cosa que te cuenten, Alex,
de verdad.
Golpeé el volante con la mano.
—Escúchame ahora, Bernd, yo…
En ese instante sonó el móvil de Menkhoff. Lo sacó del bolsillo y atendió la
llamada. Le observé. Tras escuchar en silencio unos momentos abrió mucho los ojos.
—¿Qué? ¿Qué significa eso?
Repentinamente palideció y sus ojos se volvieron vidriosos.
—¿Está seguro? ¿Ha buscado por todas partes? ¿Qué? Pero… ¿cómo ha podido
ocurrir? —añadió en un grito desesperado—: ¡Si le ha ocurrido algo…! ¡Rece a Dios
para que no le haya sucedido nada!
Guardó de nuevo el teléfono en el bolsillo con un gesto descuidado y me miró,
consternado.
—La guardería. La guardería de Luisa. Luisa… ellos… Me han dicho que ha
desaparecido.
—¿Qué? ¿Están seguros?
—Naturalmente que están seguros —me atacó—. ¿Crees que se podría tratar de
una broma? ¡Mi hija ha sido secuestrada!

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CAPÍTULO

50

24 de julio de 2009, 10.23 horas

Apenas pude reaccionar. Pensamientos confusos recorrían a velocidad incontrolada


mi mente, muchos de ellos con nombre propio: Lichner, Diesch, Nicole…
Menkhoff mantenía de nuevo su teléfono móvil pegado a la oreja.
—Tal vez se haya marchado a casa —dijo. Pero apenas unos segundos después
supimos que no se encontraba allí. Pensé que la señora Christ, sola en casa, se
volvería loca de preocupación. Menkhoff expresó algo con un sonido sibilante que no
entendí, dio por finalizada la llamada y volvió a marcar de inmediato. Pidió hablar
con la comisaria Biermann. Cuando ésta se puso al aparato le explicó lo sucedido
telegráficamente y la apremió a que llevase a cabo la búsqueda. En alguna parte sonó
insistentemente un claxon. Necesité un tiempo para registrar que el insoportable
sonido procedía del vehículo situado detrás de nosotros. Hacía un rato que el
semáforo había cambiado a verde.
Llegamos a la guardería de Erlöserkirche, en la zona de Brand, en apenas quince
minutos gracias a la sirena que Menkhoff había fijado en el techo del Audi y activado
nada más acabar su conversación. Durante el trayecto golpeó intermitentemente el
salpicadero con el puño, alternando las salvajes amenazas dirigidas a quienes
gestionaban la guardería con unos ruegos que podrían calificarse de súplicas,
ansiando que nada le hubiera sucedido a su hija. Contactó con la comisaría en dos
ocasiones más, asegurándose de que se realizaran todos los esfuerzos posibles. Yo
deseaba hacer algo, cualquier cosa, por lo que no dejaba de decirle cosas como
«Seguro que no le ha pasado nada» y «Seguro que está escondida en alguna parte», o
«Seguro que ya habrá aparecido cuando lleguemos». Mi compañero no reaccionó
ante aquellos comentarios y me sentí completamente estúpido e impotente.
Cuando nos acercamos a la casa de ladrillo de la calle Hermann-Löns Luisa
seguía sin aparecer. Tres coches patrulla nos aguardaban en la puerta. Dos
compañeros de uniforme, un joven subinspector y un agente de bastante más edad, a
los que conocía pero cuyo nombre no recordaba en aquellos momentos, conversaban
en el césped con una mujer de pelo oscuro que parecía extremadamente alterada.
Bajo las axilas de la camisa de manga corta del subinspector se advertían grandes
cercos húmedos y el sudor perlaba su frente. Una mujer joven, que apenas había

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rebasado la edad adolescente, se esforzaba por alejar a un grupo de unos veinte niños
de corta edad del edificio. Los niños estaban cogidos de la mano y habían formado
una hilera.
Aún nos restaban unos metros para estar a su altura cuando Menkhoff comenzó a
gritar.
—¿Qué ocurre? ¿Ha vuelto?
La mujer se cubrió la boca con la mano y comenzó a llorar. No por primera vez,
como demostraban sus ojos enrojecidos.
—Señor Menkhoff, no sé cómo ha podido ocurrir. Siempre cerramos con llave
cuando…
—¿Dónde se encontraba usted cuando desapareció mi hija, maldita sea? ¿Y su
educadora?
—Señor inspector jefe, no puede hacerse responsable a la señora Bauer de nada
—intervino el subinspector de uniforme.
—No hablo con usted —le interrumpió Menkhoff bruscamente—. Y no se le
ocurra decirme quién es responsable de qué. Limítese a hacer su trabajo y déjeme a
mí realizar el mío.
El joven palideció y yo le dirigí una mirada de disculpa.
—Yo… yo me encontraba en mi despacho —explicó la directora—. Y Gabi, la
educadora de Luisa, estaba con su grupo, en lo que llamamos el nido. Luisa
necesitaba ir al baño y… y… y no regresó. No lo entiendo. La puerta de entrada se
cierra con llave a las nueve y media. Sólo se puede… Hay que llamar al timbre para
poder entrar. Y la manilla… Se puede abrir desde dentro, pero está simada a una
altura demasiado elevada para que puedan alcanzarla los niños. Tenemos un plan
semanal y siempre hay una de las educadoras controlando la puerta a partir de las
nueve y media y asegurándose de que está cerrada. Esta semana le toca a Petra y
afirma estar segura de que así era.
—¿Han registrado el interior de la guardería? Quizá se haya escondido en alguna
parte.
—Sí, lo registramos todo antes de llamarle.
—Los compañeros están realizando un nuevo registro en estos momentos, señor
inspector jefe —informó el agente a quien Menkhoff acababa de increpar de forma
tan abrupta.
—¿A qué hora exactamente pidió Luisa ir al baño? —quiso saber Menkhoff.
—Yo… Gabi podrá explicárselo mejor que yo. Se encuentra ahí dentro, está
destrozada.
Menkhoff se apartó sin mediar palabra y se dirigió a la entrada de la guardería.
Intenté imaginar lo que debía estar experimentando en aquellos momentos, pero
sabía que no lo lograría ni por asomo. Aquella historia de Lichner y Nicole había

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vuelto a abrir viejas heridas. Y ahora se producía la desaparición de su hija. Todo
aquello se me antojaba muy extraño. ¿Estaría Lichner relacionado con esta nueva
desaparición? ¿Por qué querría secuestrar a la hija de Menkhoff? ¿Por venganza? ¿Y
por qué justo en el momento en el que había confesado haber fingido el secuestro de
su propia hija? Aquello no tenía ningún sentido. A no ser que… La teoría de
Lichner… Nicole. Ella podría haber vuelto a actuar. Vi a Luisa en mi imaginación,
sonriendo y mostrando aquella mella.
Encontramos a la educadora Gabi en el despacho de la directora. Apoyado en la
pared, y junto a un escritorio de madera de cedro, había un pequeño sofá azul sobre el
que descansaba la joven. Allí sentada; no apartaba la mirada del suelo. Se puso en pie
cuando entramos en la estancia y pude advertir lo hinchados y enrojecidos que tenía
los ojos tras aquellas gafas sin montura. Con un gesto nervioso se alisó la falda a los
lados, mientras se enfrentaba temerosa a la ira de Menkhoff. Me inspiraba compasión
y esperaba que mi compañero no fuera demasiado duro con ella. No lo fue. Le habló
en un tono casi normal.
—¿Puedo hacerle algunas preguntas?
—Sí, claro… Señor Menkhoff, lo siento muchísimo.
Sus ojos se inundaron de lágrimas que comenzaron a resbalar por sus mejillas
trazando dos anchos surcos.
—Sí, lo sé —dijo Menkhoff—. ¿Recuerda exactamente cuándo fue Luisa al
baño?
Parecía mirar a través de nosotros, como si consultase un reloj situado a nuestras
espaldas.
—No con exactitud, quizá poco después de las diez.
Menkhoff consultó su reloj.
—Hace más de media hora.
—Estuvimos registrándolo todo primero, pero entonces una de las compañeras
detectó que la puerta principal no estaba cerrada con llave.
—¿Quién tiene la llave de esa puerta?
—La señora Bauer tiene una, que lleva siempre consigo en un llavero, y hay una
copia en una caja en su despacho. Pero no es necesario disponer de llave, en la parte
superior de la puerta, donde no alcanzan los niños, hay un mecanismo de apertura.
Pero no entiendo por qué alguien ha querido abrir la puerta.
—¿Tal vez con la intención de secuestrar a Luisa Menkhoff? —pregunté.
Me miró desconcertada.
—Pero… ¿cómo iba el secuestrador a conseguir la llave que necesitaba para abrir
la puerta desde el exterior?
Menkhoff también me miró, intrigado.
—Tal vez la puerta no se abriera desde el exterior, sino desde dentro. Tal vez

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alguien se introdujera en la guardería mientras la puerta aún permanecía abierta, se
ocultó en alguna parte y aguardó a que Luisa sintiera la necesidad de ir al baño. O
Luisa o cualquier otro niño.
—¿O cualquier otro niño? —preguntó la joven.
—Sí, ¿qué le hace pensar que el objetivo del secuestrador era, desde el principio,
Luisa?
—Yo lo pienso —gruñó Menkhoff a mi lado—. Es evidente que esto no es casual.
¿No tiene usted ni la más mínima sospecha de quién puede haberse llevado a mi hija?
—N… no, lo siento. —Y tras una pausa volvió a repetir su disculpa—. Lo siento
muchísimo.
—Acompáñame —me ordenó Menkhoff, abandonando el despacho de la
directora. Una vez en el pasillo marcó una tecla en su teléfono móvil—. Aquí
Menkhoff, ¿cómo va todo?… Bien. ¿Todos los agentes disponibles…? No, no me lo
imagino, por eso pregunto.
Había elevado el volumen de su voz a medida que iba hablando y vi aparecer
justo en el centro de su frente la típica arruga que revelaba su enfado.
—¿Qué?… ¡Se trata de mi hija, maldita sea, no me venga con esas estupideces!
¡Aunque conozca hasta la saciedad cuál es el procedimiento a seguir, y sepa que
todos están haciendo todo lo que pueden, no tiene ningún derecho a prohibirme que
pregunte! Sí, hasta luego.
—¿Quién está de guardia? —pregunté mientras él volvía a guardar su teléfono
móvil.
—Ese idiota de Meyers.
Abandonamos el edificio. Menkhoff se dirigió hacia donde se encontraban los dos
agentes de uniforme y la directora y le habló al joven subinspector.
—Anote mi número de móvil. Quiero que me llame inmediatamente si se produce
alguna novedad, aunque ésta le parezca de lo más irrelevante.
El hombre sacó una libreta de notas y un bolígrafo y apuntó el número que
Menkhoff le dictó. Dos minutos después nos hallábamos de nuevo en el coche.
—¿A la comisaría? —pregunté.
—No. A ver a Lichner —masculló Menkhoff entre dientes.
—¿Crees que esto es obra de Lichner? —le comenté, mientras conducía a toda
velocidad, dejando atrás los vehículos estacionados en el arcén.
—Posiblemente —gruñó—. Espero por su bien que no sea así.
—¿Crees que tal vez Nicole…?
—¡No! —respondió con demasiada presteza, para añadir después, más calmado
—: ¡Maldita sea, ya no sé qué pensar!
Menkhoff era incapaz de permanecer más de un segundo en la misma postura.
Una y otra vez se mesaba sus cabellos o frotaba la barbilla, como queriendo alisar

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una barba inexistente.
—Si le ocurre algo a Luisa… —dijo entrecortadamente, como si estuviese
agotado por una veloz carrera—. No sé qué sería capaz de hacer si le causan algún
daño a mi hija, Alex.
—Aguarda un poco. Quizá…
—La han secuestrado, Alex. Voy a ocuparme personalmente de Lichner; y si
descubro que ese hijo de puta tiene algo que ver con todo esto…
—¿Qué te parece si mejor me ocupo yo? —propuse, de la forma más casual
posible.
Sacudió la cabeza en señal de negativa.
—Olvídalo. Luisa es mi hija, debo ser yo quien se ocupe de esto.
Sentí cómo una ardiente oleada invadía todo mi cuerpo, dejando un desagradable
picor en mi frente que en apenas un segundo se transformó en un fuerte dolor como
producido por mil agujas taladradoras.
—No, Bernd. ¡Mierda! No te vas a ocupar tú solo de esto —le grité, incapaz de
contenerme—. Lo de Luisa es terrible, pero no ayudarás a tu hija si en el estado en el
que te encuentras insistes en arreglarlo todo tú solo. ¡Dios! Puedes considerarte
afortunado de que la comisaria Biermann no te prohíba ocuparte del caso,
precisamente porque se trata de tu propia hija.
—La comi…
—Y en lo que respecta a Lichner y Nicole, si te dignaras a ser objetivo por una
vez y evaluar los hechos que conocemos en su justa medida reconocerías que la teoría
de ese hombre es, cuanto menos, lógica. Pero insistes en no querer verlo. Deseas
odiarle y responsabilizarle de todos los fracasos en tu vida en los últimos dieciséis
años, ¿verdad? Me das náuseas, Bernd.
Le miré fijamente a los ojos, percibiendo lo agitado de mi respiración, mientras
me esforzaba por normalizar los latidos de mi corazón y aguardaba un ataque de ira
de mi compañero. Hubiera comprendido que se produjera. Pero Bernd Menkhoff no
gritó. En cambio, rompió a llorar. En silencio, y sin que se estremecieran sus
hombros. Permaneció allí, sentado a mi lado, en su asiento del acompañante,
contemplándome en silencio y permitiendo que las lágrimas cruzaran su rostro, se
enlazaran por debajo de su barbilla y cayeran en gruesas gotas humedeciendo su
camisa.
Me incliné hacia él y apoyé una mano en su hombro.
—Bernd, hombre… —Hablé en voz baja, e incluso a mí me llamó la atención mi
tono amortiguado, como si estuviese seriamente resfriado—. Lamento haberte
gritado, no creas que no te comprendo, pero… Sé que tú mismo eres consciente de
todo lo que he dicho. Si llegas a tocar a Lichner no sólo te retirarán del caso, sino que
incluso se te incoará un expediente disciplinario. Lo sabes, Bernd. De modo que…

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Hablaremos ambos con Lichner, ¿de acuerdo?
Asintió y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
—Estás en lo cierto en algunas de las cosas que me has dicho, Alex. Pero no en
todas. No en todas. Venga, arranca.

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CAPÍTULO

51

24 de julio de 2009, 11.16 horas

El rostro de Lichner reflejaba claramente su sorpresa por volver a encontrarnos ante


su puerta. Nos obsequió con una leve sonrisa amistosa que desconocía que fuera
posible en él.
—¿Han olvidado alg…?
—Mi hija ha sido secuestrada, ha desaparecido de la guardería.
Lichner abrió mucho los ojos y quedó petrificado un segundo, dos, tres. Después
habló.
—Lo… lo lamento.
Aquello me pareció de nuevo tan impropio de él que me quedé mirándolo
fijamente unos instantes.
—¿Es… está seguro? Me refiero a si está seguro de que…
—¿Tiene usted algo que ver con esto? —le interrumpió Menkhoff, impaciente,
avanzando un paso en su dirección. Su actitud corporal era amenazante—. Lichner…
si sabe algo, dígamelo ahora mismo. ¿Qué le ha sucedido a Luisa? Si mi hija sufre
algún daño acabaré con el responsable con mis propias manos. De modo que abra la
boca.
Al igual que había venido sucediendo reiteradamente con anterioridad, ambos
enfrentaron sus miradas, pero en esta ocasión fue Lichner quien apartó la suya y tuve
la impresión de que conocía perfectamente el paradero de Luisa. Menkhoff pareció
sentir lo mismo. Se aferró a la camisa del hombre, cerrando las manos en sendos
puños, y le gritó:
—¡Hable!
—¿A qué viene todo esto? —protestó Lichner—. ¡Suélteme inmediatamente!
Fui consciente en aquel instante de que me estaba comportando como un mero
figurante en una obra dramática. Me aproximé a ambos, esforzándome por separarlos.
Menkhoff soltó a Lichner mientras éste se alisaba la ropa.
—Por última vez, Lichner —dijo Menkhoff peligrosamente despacio—. ¿Sabe
dónde se encuentra mi hija?
—No, no lo sé —respondió Lichner—. Eso sí, tengo una sospecha, aunque espero
equivocarme. ¡Dios mío! No había contado con que llegáramos a esto.

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Acompáñenme…
Se dio la vuelta y subió de dos en dos los escalones hasta su vivienda. Le
seguimos. Una vez en el piso se dirigió a un pequeño mueble auxiliar sobre el cual
descansaba un teléfono inalámbrico. Intentó contactar con alguien, al parecer, sin
éxito.
—No responde —dijo.
—¿Quién no responde? —ladró Menkhoff, y una vez más me sorprendió cuán
profunda debía de ser su ceguera para preguntar algo así en estos momentos.
—Nicole —dije yo.
—Intenté explicárselo esta mañana —dijo Lichner—. Pero, por supuesto, no
sospeché que planeara llevarse precisamente…
—¿Qué pretende decirme? —gritó Menkhoff.
—¿No ha escuchado nada de lo que le he dicho? Deben encontrar a Nicole —
apremió Lichner—. Me temía que sucediera algo así, aunque nunca pensé… Señor
Menkhoff, es muy probable que sea ella quien haya secuestrado a su hija. Creo que
pretendía proteger a la niña de usted.
—¿Proteger a mi hija de mí? ¿Qué significa eso? Ha perdido usted
completamente la razón. ¿Por qué iba a desear Nicole proteger a Luisa de mí? ¡Y no
me obligue a sacarle las palabras con cuentagotas, maldita sea!
Lichner desvió su mirada, fijándola en la nada.
—Mantuvimos una conversación hace poco. Sobre usted. Mencionamos que
estaba usted casado y tenía una hija. Nicole me preguntó si creía que era usted un
buen padre. Y yo… ¡Dios! Usted realizó ingentes esfuerzos para llevarme a prisión.
Pese a mi inocencia. Le comenté que esperaba por el bien de la niña que fuera mejor
padre que policía. Y… que dudaba que lo fuera.
Menkhoff miró a Lichner sin comprender, como si esperara de él que le revelara
la solución de un complicado e incomprensible acertijo.
—¿Y qué? —preguntó—. Usted tampoco me resulta simpático.
—Cree que esa pudiera ser la causa por la que Nicole se decidiera a secuestrar a
Luisa, Bernd.
Menkhoff mudó la expresión de su rostro, desapareció todo desconcierto, siendo
sustituido por una profunda consternación.
—¿Quiere hacerme ver que…? ¿Pretende que crea que Nicole ha secuestrado a
mi Luisa?
—Sí —confirmó Lichner—. Creo que su hija se encuentra en compañía de
Nicole.
—¿Sabe dónde podría estar?
Lichner pareció reflexionar unos instantes, pero alzó los hombros en señal de
impotencia.

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—Lo ignoro.
—Podríamos… —comencé, pero Menkhoff me interrumpió.
—Vámonos. Contactaré con la comisaría por el camino y rogaré que se curse una
orden de búsqueda y captura contra Nicole.
Se dirigió a Lichner.
—Si pretende burlarse de mí, Lichner, acabaré con usted, se lo juro.
Después de esas palabras, abandonó la habitación.
—Es posible que necesitemos su ayuda más tarde —le comenté a Lichner de
modo que Menkhoff no pudiera oírme—. ¿Estaría dispuesto a colaborar?
—Sí —consintió él lentamente, tras unos instantes de duda—. A pesar de todo lo
sucedido, así lo haré.
Asentí y seguí a mi compañero. Menkhoff llamó a la comisaría mientras nos
acercábamos a nuestro vehículo para ordenar la búsqueda de Nicole Klement como
sospechosa de secuestro. En cada una de las palabras que pronunció se advertía el
esfuerzo que aquello suponía para él.
Llegamos al despacho de la comisaria aproximadamente a las doce menos veinte.
La señora Biermann se puso en pie, rodeó su escritorio y le dirigió a Menkhoff una
mirada compasiva.
—Lo siento mucho, señor Menkhoff, un suceso verdaderamente terrible.
Acompáñenme, por favor, los demás ya aguardan en la sala de reuniones.
La habitación que solíamos emplear para reuniones se encontraba frente a su
despacho. Era tan grande como tres despachos normales, tenía cuatro enormes mesas
dispuestas de forma que parecían formar una sola, y diversas sillas de diseño básico.
Igualmente había un viejo mueble auxiliar con una gran pantalla blanca al frente.
Detrás de las mesas se había instalado el cableado necesario para reproducciones, así
como un teléfono y un cañón de video.
Los demás que había mencionado la comisaria eran el subinspector Wolfert y el
inspector Meyers, con quien Menkhoff ya se había comunicado telefónicamente poco
antes, así como otros tres compañeros de la división tercera. La comisaria Biermann
se sentó a la mesa frente a Wolfert y Meyers y nosotros dos tomamos asiento a su
lado.
—Por favor, señor Menkhoff, explíquenos la conversación que ha mantenido con
el señor Lichner —le animó nuestra jefa.
Menkhoff resumió primero brevemente nuestra visita a Nicole el día anterior,
describió el estado un tanto confuso en el que habíamos hallado a la mujer, las
fotografías infantiles y su extraña explicación para justificar la presencia de aquellas
imágenes en su casa. El rostro de nuestra jefa evidenció su sorpresa, pero no le
interrumpió en ningún momento. Menkhoff continuó explicando la advertencia
expresada por Lichner aquella misma mañana e insistió en que no había creído sus

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acusaciones. Finalizó su relato informando de la llamada de la guardería y de nuestra
segunda conversación con Lichner sólo unos momentos atrás.
—¿Cree usted que la señora Klement pueda ser la autora del secuestro de su hija?
—le preguntó la comisaria Biermann una vez que terminó de hablar. Todas las
miradas se dirigieron a Menkhoff. Éste guardó silencio durante un buen rato, y
finalmente se encogió de hombros.
—No lo sé. Hace sólo dos horas hubiera pensado que esa idea era totalmente
absurda, pero ahora… sinceramente, no lo sé. Tenemos que encontrarla cuanto antes.
—Hemos cercado Aquisgrán —explicó la señora Biermann—. Todos los
compañeros de la división criminal se encuentran ahora mismo en la calle, además de
todo el personal de otras secciones que he podido movilizar en este sector.
Igualmente he solicitado la ayuda de voluntarios, así como apoyo por parte de la
policía nacional. Hay dispuestos controles en todas las autovías y carreteras
secundarias, y en la zona de Brand incluso se está patrullando a pie. También he
enviado un coche patrulla a Oppenhoffallee, pero la señora Klement no se encuentra
en casa.
—Iremos nosotros —dijo Menkhoff, poniéndose en pie—. Es posible que
encontremos algo. Consíganos una orden de registro. Vamos, Alex.
—Un momento —dijo la comisaria Biermann.
Yo me disponía a levantarme de mi asiento, pero el tono con el que pronunció
aquellas palabras me hizo acomodarme en mi silla de nuevo.
—El inspector jefe Seifert se hará cargo de esta investigación con efecto
inmediato. Usted, señor Menkhoff, se encargará de la coordinación desde la
comisaría.
—¿Qué? —preguntó Menkhoff en tono desabrido—. ¿Aquí? Ni hablar. Se trata
de mi hija y…
—Precisamente —le interrumpió ella con autoridad—. Y debido a ello me veo
obligada a apartarle del caso. En realidad debería alejarle por completo de la
investigación. No simule sentirse sorprendido.
Menkhoff inspiró profundamente, pero se tragó las palabras que tenía previsto
pronunciar. Desvió la vista hacia mí unos instantes para después fijarla en Wolfert y
Meyers, cuyos rostros reflejaban la incomodidad que sentían. Finalmente habló con
voz estrangulada, en la que se advertían los esfuerzos sobrehumanos que debía hacer
para controlarse.
—No puedo. Mi niña ha sido secuestrada y se encuentra en peligro. No puedo
quedarme sentado en mi despacho y resolver crucigramas mientras son los
compañeros quienes salen a la calle a buscar a mi hija. Espero que me comprenda.
—No tengo elección —replicó ella muy seria—. Seifert se encarga del caso.
Usted permanecerá aquí.

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Menkhoff le dirigió una mirada ahora abiertamente furiosa.
—De acuerdo, que Alex se haga cargo del caso, me importa una mierda quién
esté al mando. Pero yo saldré a buscar a mi hija, y nadie me lo impedirá, mucho
menos esa disposición legal establecida por anormales.
Ute Biermann conservó la calma.
—Acompáñenme a mi despacho —dijo en un tono de voz moderado, y abandonó
la sala de reuniones.
—Cierren la puerta —ordenó una vez Menkhoff y yo nos reunimos con ella. La
cerré y permanecí de pie junto a Menkhoff.
—No he de recordarles quién es el padre de Wolfert, ¿no es así? —preguntó
airada, pero continuó hablando sin aguardar nuestra respuesta. Por supuesto que en la
división criminal todos conocíamos al padre de Wolfert—. ¿Pretende que me cree
problemas en esta comisaría sólo porque usted desea, una vez más, imponer su
criterio frente al de los demás, señor Menkhoff? Le entiendo perfectamente, puede
creerme, y soy la última en desear crearle dificultades en este caso, pero existen unas
normas, y también contamos con un joven agente que suele informar a su padre con
todo detalle de lo que hacemos aquí. Y ese padre, señor Menkhoff, nos puede causar
serios problemas a todos.
—Lo comprendo, señora comisaria, pero lamento decirle que ahora mismo todas
esas cosas no me interesan lo más mínimo. He de buscar a mi niña. Si quiere
prohibírmelo, hágalo. Pero la buscaré de todos modos.
—No deseo hacerlo, pero estoy obligada a ello —dijo ella algo más calmada—.
El señor Seifert se hará cargo del caso. Usted queda destinado al servicio interno. No
quiero recibir noticias de forma oficial que me revelen que no acata usted mis
órdenes. Aunque, por supuesto, es evidente que desde mi despacho me es imposible
controlarlo todo.
Menkhoff comprendió lo que ella pretendía insinuarle, al igual que lo hice yo.
—Gracias —dijo rápidamente—. ¿Es todo?
—Eso es todo, sí. Le mantendré al corriente —dijo, y añadió—: Al señor Seifert,
me refiero.

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CAPÍTULO

52

24 de julio de 2009, 12.28 horas

No hablamos mucho en el trayecto. Le pregunté a Menkhoff si había informado del


secuestro a Teresa y me respondió con una negativa forzada, sin más explicaciones,
por lo que estimé mejor dejarlo tranquilo. En las cercanías de Oppenhoffallee no
encontramos ninguna plaza de aparcamiento desocupada, por lo que subí el coche
parcialmente a la acera y lo estacioné allí sin más.
En las escaleras hacía un calor sofocante, y ya en el segundo piso comencé a
sudar copiosamente. Mi esperanza de que Nicole nos abriera la puerta en cuanto
llamáramos al timbre no se cumplió. Menkhoff apenas vaciló antes de extraer una
cartera de cuero parda del bolsillo de su pantalón, abrirla y comenzar a ocuparse de la
cerradura con alguna de las herramientas que contenía. Pocos segundos después
oímos un clic. Menkhoff abrió la puerta de modo que pudiéramos obtener una buena
visión del pequeño pasillo y pronunció el nombre de Nicole en voz alta. Al no haber
reacción, entramos. La vivienda me pareció más lúgubre aún que el día anterior.
En la sala de estar dirigí mi mirada de inmediato a la pequeña colección de
fotografías dispuesta sobre el mueble auxiliar. Todo parecía idéntico al día anterior, lo
cual me tranquilizó de una manera absurda. También Menkhoff se acercó en primer
lugar a las fotografías.
—Separémonos —propuso después—. No tengo ni idea de qué buscar, pero quién
sabe…
Me aproximé algo más a aquellos rostros infantiles para examinarlos con mayor
detenimiento. La fotografía de Juliane había sido tomada en el parque infantil situado
cerca de la casa de sus padres. Creí reconocer todos los aparatos que se advertían en
la fotografía. La segunda mostraba a una niña de pelo oscuro en un columpio. Parecía
contar con seis o siete años, y el columpio pertenecía claramente a un parque
diferente. A la tercera niña le calculé unos cuatro años. El peluche de color azul que
mostraba a la cámara parecía un cruce entre oso y conejo. Estaba sentada al final de
un tobogán de color amarillo. La niña de la fotografía situada en el extremo de la
derecha llevaba el rubio cabello muy largo. Sus ojos azules brillaban y sonreían al
fotógrafo con cierto aire travieso. Contaría con unos seis o siete años y era la única
que no había sido fotografiada en un parque infantil, sino delante de una pared de

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color beige. En el borde de la fotografía se advertía una línea oscura vertical que me
costó identificar. ¿Una sombra? Inspiré profundamente. ¿Quiénes eran las niñas
retratadas allí? Juliane Körprich había sido asesinada dieciséis años atrás, un crimen
terrible que había conducido al doctor Joachim Lichner a prisión, condenado a más
de trece años. Si Lichner estaba en lo cierto con respecto a Nicole, si realmente había
sido ella quien había acabado con la vida de aquella niña porque su mente
traumatizada le había sugerido que se trataba del único modo de proteger a la
pequeña de los abusos de su padre, ¿qué había sucedido entonces con las otras?
¿Estarían igualmente… muertas?
—Nos las llevamos —oí decir a Menkhoff a mis espaldas. Me giré asustado. Se
encontraba de pie en la entrada a la sala de estar y me tendía un objeto, una caja de
cartón algo aplastada—. He encontrado esto bajo el colchón. —Se me acercó, con el
brazo aún extendido hacia mí. Le quité la caja de las manos y levanté la tapa.
Contuve el aliento al ver las fotografías que contenía. Se trataba de…
—Parecen las mismas niñas de los marcos, o, al menos, tres de ellas. De la
pequeña Körprich no he encontrado más fotografías.
Las saqué de la caja para examinarlas. De cada una de las niñas había unas cuatro
o cinco instantáneas. Dos de las niñas estaban retratadas en diversas posturas en su
parque infantil, la tercera se encontraba de nuevo ante la pared de color beige. En una
de las fotografías, en las que miraba con cierta tristeza a la cámara, podía verse con
mayor nitidez aquella sombra que me había llamado la atención previamente, y, a
pesar de que aún no era posible distinguir con exactitud de qué se trataba, tuve la
sensación de haber visto ya antes aquella marca, o lo que quiera que fuera, en un
contexto idéntico.
—Tenemos que averiguar quiénes son esas niñas —interrumpió Menkhoff mis
cavilaciones—. No he encontrado nada más en las restantes habitaciones que…
Se detuvo, y cuando aparté la vista de los rostros infantiles advertí que miraba
fijamente hacia un punto situado bajo la mesa del comedor. Había allí una tira de
papel que tenía impreso algo que desde mi posición no alcanzaba a distinguir.
Menkhoff recogió la tira de papel del suelo y la examinó con mayor atención. En el
mismo instante en que sus ojos se posaron sobre ella, exhaló un lastimoso gemido y
se dejó caer en la silla que tenía más próxima.
—Bernd, ¿qué ocurre?
Se cubrió los ojos con la mano desocupada y me tendió el papel. Incluso antes de
tenerlo en mis manos reconocí en él los restos de una fotografía en la cual se había
recortado algún objeto. Se distinguía en ella una mujer, o, mejor dicho, una parte de
un rostro y un torso femeninos. Una parte lo suficientemente amplia como para
reconocer a la mujer. Se trataba de la señora Christ. En el borde de la fotografía, justo
donde debía haberse encontrado el objeto recortado, se advertía un mechón de cabello

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de color rojizo que no pertenecía a la señora Christ.
—¿Qué…? —comencé, pero no continué hablando, pues la consciencia de lo que
significaba aquello que sostenía en la mano me hizo enmudecer. Me senté junto a
Menkhoff al lado de la mesa.
—Debe haberlas fotografiado juntas en alguna parte —dijo él con una voz
angustiosamente débil—. Quizá en alguna ocasión en la que la señora Christ
recogiera a Luisa de la guardería. Ella… Ha recortado a Luisa.
—Pero, ¿por qué?
Menkhoff no me contestó, pero tampoco era necesario. Aparté la cabeza y dejé
pasear mi mirada por entre las fotografías infantiles enmarcadas. Un gélido escalofrío
me recorrió la espalda.
—¿Crees entonces que ha podido llevársela? —pregunté, pero Menkhoff tampoco
reaccionó ante aquella otra pregunta. Se frotó el rostro con ambas manos.
—¡Dios mío, mi niña! Ella… ella tiene a mi niña. Y si realmente fue ella quien…
Si Lichner dice la verdad y es inocente… No, eso no puede ser.
—Aguarda un poco —intenté tranquilizarle, a pesar de que ahora mi
preocupación era similar a la suya.
—Soy un padre de mierda, ¿lo sabías? —dijo él en voz baja, mirando fijamente a
la mesa que tenía enfrente—. Un cerdo, un cerdo egoísta.
—Bernd, venga…
—¿Sabes cuántas veces veo a Luisa sólo unos minutos por la mañana porque aún
no he vuelto por la noche cuando llega la hora de que se acueste? Pero eso no es lo
peor. ¿Sabes lo que hago cuando, excepcionalmente, aparezco alguna vez a una hora
temprana? Me cuelgo delante del televisor exigiendo tranquilidad en lugar de
acompañar a mi hija a la cama y contarle un cuento.
Su mirada erró hasta mí.
—Ella me adora, ¡y yo la rechazo tan a menudo, Alex! Le grito cuando me
suplica que la lleve a la cama y la abrace un poco. Una niña pequeña que necesita a
su padre, pero éste es demasiado perezoso como para levantar su trasero del sillón,
así son las cosas. Y cuando Teresa me acusaba precisamente de eso, encontraba mil
excusas. Le recriminaba que no le interesara si mi día había sido malo. Le reprochaba
que no tuviera ni la más mínima consideración conmigo al pretender que yo me
ocupara de la niña, y observé, en más de una ocasión, que sólo me lo exigía a mí
porque a ella no le apetecía.
Apoyó los codos sobre la mesa y enterró su rostro en las manos.
Recordé, en aquel momento en el que me hablaba de Teresa, que Mel aún
ignoraba el secuestro de Luisa. A pesar de que no conocía mucho a la pequeña, sabía
que le profesaba un gran afecto a aquella niña tan alegre y despierta. Tendría que
llamarla para explicarle lo ocurrido, pero lo dejé para más tarde. Ahora debía

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concentrarme en Menkhoff, que continuaba hablándole al hueco formado por sus
manos, de modo que apenas pude distinguir sus lamentos.
—Ella tenía razón, Alex. Con cada una de sus palabras. Soy un padre lamentable.
Espero que Luisa no sufra ningún daño, porque no sé qué haría entonces…
Me inspiraba una profunda compasión. Busqué desesperadamente algo que
pudiera decirle para ofrecerle cierto consuelo, pero sabía que era imposible hacerlo.
Sin embargo, era evidente que allí, sentados en la sala de estar de Nicole, no
tendríamos oportunidad alguna de encontrar a la niña. De modo que apoyé una mano
en su hombro.
—La encontraremos, Bernd —le prometí—. Venga, vámonos. Tenemos cosas que
hacer.
Al principio no reaccionó; después asintió imperceptiblemente, más seguro
después, mientras apretaba los labios en una fina línea.
—Tienes razón —dijo a continuación, y se puso en pie con cierto esfuerzo—. La
encontraremos. Vamos, tengo que hablar otra vez con Lichner.
Menkhoff desarmó los marcos y extrajo de ellos las fotografías de las niñas, las
apiló y las añadió a las restantes instantáneas que había en la caja.
—¿Tendrá algún vehículo? —se preguntó, mientras abandonábamos la vivienda
—. Aunque… Dudo que sea capaz de conducir en el estado en el que se encuentra
ahora. ¿Lichner mencionó algo?
—No, ni idea. Pero podemos preguntarle ahora.
No nos fue posible preguntarle nada, pues Lichner no nos abrió cuando nos
encontramos, por tercera vez aquel día, de nuevo ante la puerta del edificio en el que
tenía su piso.
—¡Mierda! —maldijo Menkhoff—. ¿Por qué no está en casa? Debió imaginar
que vendríamos a verle de nuevo.
—Quizá haya salido a comprar algo. No puede quedarse todo el día sentado en
casa sólo porque…
—¿Sólo porque probablemente su perturbada novia haya secuestrado a mi niña?
Su perturbada novia… Quién hubiera dicho que Menkhoff hablaría de aquel
modo de Nicole Klement.
—¿Crees entonces que ha sido ella? —le pregunté con cautela mientras nos
alejábamos de aquella casa en dirección al coche. No me contestó hasta que
estuvimos en el interior del vehículo.
—Nicole es… En estos momentos es la única pista de la que disponemos. No
puedo… no quiero imaginarme nada, pero he podido comprobar por mí mismo
cuánto ha cambiado. Sin embargo, sigo sin confiar en Lichner. Era un hijo de puta
entonces y sigue siéndolo ahora.
—Pero si esto es obra de Nicole, ¿no cabe la posibilidad de que entonces…?

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¿Que Juliane Körprich…? Quiero decir que… ¿Sigues estando seguro de que aquella
muerte fue obra de Lichner?
Menkhoff dudó apenas unos segundos antes de asentir con voz firme.
—Absolutamente seguro.

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CAPÍTULO

53

24 de julio de 2009, 13.41 horas

Nos cruzamos con Wolfert en el pasillo de la tercera planta de la comisaría.


Contrariamente a lo que me había temido, no comenzó a hablar sin orden ni
concierto, sino que nos explicó con semblante preocupado que no se sabía nada
nuevo. Menkhoff asintió y continuó caminando por el pasillo. Cuando ya había
dejado atrás a Wolfert se detuvo, se dio la vuelta y le tendió la caja con las fotografías
que aún sostenía en las manos.
—Necesitamos saber quiénes son las niñas de estas fotografías.
El rostro de Wolfert se iluminó un poco. Asintió diligentemente.
—Por supuesto, señor inspector jefe. Me pongo a ello inmediatamente. Supongo
que se trata de…
Enmudeció, pues Menkhoff había desaparecido en el interior de nuestro
despacho.
Le seguí. Cuando entré, Menkhoff ya se había sentado y sostenía el auricular del
teléfono junto a la oreja.
—Aquí Menkhoff —dijo de forma escueta—. ¿Podemos acercarnos? Gracias.
Se puso en pie de nuevo.
—Vamos. Veamos a la comisaria Biermann.
Nuestra jefa nos recibió con la preocupación marcada en su rostro.
—Por desgracia, la búsqueda no está dando ningún resultado de momento, pero
dos niños han declarado haber observado a Luisa abandonar la guardería de la mano
de una mujer.
Menkhoff enderezó la espalda.
—¿Una mujer? ¿Han podido describirla?
La jefa movió la cabeza de un lado a otro.
—Esos niños tienen cuatro y cinco años respectivamente; la descripción que nos
han ofrecido no es muy buena. No han podido contarnos nada fiable en lo referente a
la altura de la mujer, por ejemplo, pero ambos estaban seguros de que tenía el pelo
negro.
Miré a Menkhoff, pudiendo imaginar qué imágenes debían pasar por su cabeza en
aquellos momentos.

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—Hemos encontrado en la vivienda de Nicole Klement una caja con más
fotografías infantiles. Además… —Se detuvo, carraspeó—. Además, también los
restos de una fotografía adicional. Al parecer Nicole fotografió a Luisa mientras se
encontraba en compañía de nuestra niñera. La señora Christ ha sido recortada de la
instantánea.
—¿Y qué puede pretender con una fotografía de su hija?
Menkhoff no contestó, por lo que respondí yo en su lugar:
—Tenemos que contar con que pretenda proteger a Luisa. Como a las demás
niñas.
—¿Cómo que proteger? ¿De qué o de quién?
Desplacé mi mirada en dirección a Menkhoff, pero éste mantenía baja la vista y
no parecía tener intención alguna de responder aquellas preguntas.
—Es posible que Nicole Klement crea que debe proteger a Luisa de su padre.
Mencionó algo así cuando nos señaló las fotografías de las demás niñas. Ya en su
infancia le creó cierto malestar a su tía con comentarios semejantes.
—Vaya… ¿Han logrado averiguar algo acerca de las demás niñas?
—No —tomó Menkhoff la palabra de nuevo—. Aún no. Le he pasado las
fotografías al compañero Wolfert. Espero que descubra algo pronto.
—Está bien, eso es todo entonces —dijo Ute Biermann—. ¿Y qué ocurre con
Lichner?
—No se encontraba en casa. Intentaremos localizarlo cuanto antes —expliqué,
tras lo cual abandonamos el despacho.
—Adelántate tú —rogó Menkhoff, y desapareció en el despacho de Wolfert.
Aproveché aquel momento de soledad para prepararme un café y encender mi
ordenador. Intenté ordenar el caos que había en mi cabeza, pero no lo logré. Era
incapaz de relacionar entre sí los acontecimientos vividos en los últimos dos días y
darles algún sentido sin considerar posibilidades que me causaban pavor.
Menkhoff apareció diez minutos después.
—Le he explicado a Wolfert un par de cosas acerca de las niñas —aclaró,
permaneciendo de pie junto a su escritorio—. También le he rogado que llame a su
padre y le pregunte si me puede hacer un favor.
—¿Al secretario de estado de justicia?
—Sí. Acabo de hablar con él. Le he pedido que utilice su influencia para intentar
localizar a la tía de Nicole en España.
Comprendía perfectamente que Menkhoff empleara todos los medios a su
alcance, pero jamás hubiera creído que recurriese al padre de Wolfert en busca de
ayuda.
—¿Y qué te ha dicho?
Sonó el teléfono de Menkhoff. Se volvió sin darme respuesta y se acercó a su

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mesa. Observé cómo atendía la llamada. Escuchó unos instantes en silencio, se mudó
la expresión de su rostro y pulsó, con un movimiento apresurado, la tecla que
activaba el altavoz. A pesar de las distorsiones propias de éste, reconocí
inmediatamente la voz que hablaba.
—… de modo que no me interrumpas, por favor —dijo Nicole en aquel tono
monótono y triste que ya conocíamos del día anterior—. Si me interrumpes, colgaré.
—Nicole… —comenzó Menkhoff a pesar de ello, pero enmudeció cuando
percibió cómo ella ignoraba su interrupción.
—Compartes un secreto con Luisa, ¿no es así? Un… un gran secreto. —
Enmudeció unos dos segundos—. Un secreto tan importante que ella jamás me lo
revelaría. Ni siquiera a mí. Eso es lo peor de todo. —Otros dos segundos de silencio
—. No puede contármelo. Y sólo hay una cosa que puede liberar a las niñas pequeñas
de sus grandes secretos.
Menkhoff gimió y se dejó caer en la silla.
—Por favor, Nicole, ¿se encuentra bien mi hija? —intentó preguntar, pero ella de
nuevo ignoró aquel comentario y temí que cumpliera su amenaza de colgar el
teléfono en cualquier momento.
—Es tu hija. ¿Por qué has permitido que sucediera, Bernd? ¿Por qué has tenido
hijos sabiendo cómo eres?
Silencio. Las lágrimas surcaron las mejillas de Menkhoff y noté cómo mi frente
se perlaba de sudor.
—No le hagas daño. Déjame hablar con ella; un momento nada más…
—Yo sé. Yo sé mejor que nadie cómo eres, Bernd. Lo percibí. Luisa se quedará
conmigo.
En esta ocasión el silencio se prolongó como mínimo durante tres segundos y
Menkhoff no lo interrumpió. Permaneció allí sentado, la imagen misma de la
desolación.
—Y lo de entonces. No fue correcto colocar aquella cosa en el armario. Tú
querías que lo hiciera, Bernd. Pobre Bernd. No tengas miedo. Ya no habrá más
secretos. La protegeré.
Colgó.

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CAPÍTULO

54

24 de julio de 2009, 14.11 horas

Miré fijamente a Menkhoff, incapaz de moverme y mucho menos de hablar. ¿Lo de


entonces? ¿Colocar aquella cosa en el armario? Intenté decir algo, pero mis labios no
reaccionaron para formar las palabras necesarias. Lo que acababa de revelar Nicole
atrapó mis pensamientos y me sentí como si un espíritu maligno me hubiera
inmovilizado. Hasta que Menkhoff, tras unos segundos que me parecieron
interminables, no colgó el aparato acallando el insistente tono que indicaba el fin de
la llamada, no fui capaz de reaccionar.
—¿Bernd? ¿A qué se refiere Nicole? ¿Qué le pediste que hiciera?
Exhaló ruidosamente el aire contenido con la mirada fija en su mesa. Giró
lentamente la cabeza y me miró de una forma que no presagiaba nada bueno.
—Mi hija ha sido secuestrada y, por lo que acabamos de oír, se halla en un gran
peligro. ¿Y cuál es la mayor preocupación de mi compañero? —Su voz había ido
incrementando su intensidad con cada una de sus palabras y la última oración ya
alcanzó la categoría de grito—. ¡Me pregunta acerca de asuntos que sucedieron hace
ya dieciséis años! —Sus mejillas se colorearon intensamente—. Aquí se trata de
preocuparse de normas o mierdas históricas ya olvidadas. Alex, esto afecta a Luisa,
por si no te habías enterado.
Enfrentamos nuestras miradas. Me sentí muy confundido e intenté pensar en
cómo proceder. La conmoción que me había causado comprobar que mis más
secretos, peores temores, se confirmaban, había llegado a paralizar mi mente.
Contemplaba aquel rostro distorsionado por la ira y la desesperación y me repetía una
y otra vez, como si de un mantra se tratase, que debía reaccionar de alguna manera.
Hacer algo.
—Bien —me oí decir—. Tienes razón. Hablaremos después.
—¡Sí, maldita sea! Después hablamos. ¿Podemos ocuparnos ahora de Luisa?
Detecté cierto movimiento a mis espaldas. Dos de los compañeros se habían
acercado a nuestra puerta y nos observaban con preocupación.
—¿Qué? —les espetó Menkhoff, lo cual provocó que ambos desaparecieran de
inmediato.
No me resultó sencillo mirarle a los ojos cuando se volvió de nuevo hacia mí. No

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porque le temiera, sino porque creí que advertiría en qué estaba pensando yo en
aquellos instantes: en el coletero de una niña de corta edad, una niña muerta desde
hacía más de dieciséis años. Y en aquella llamada telefónica de la madre en la que me
informaba que mi compañero había registrado el dormitorio de la niña.
—Lichner no se encontraba en casa —dijo Menkhoff, apartándome al menos un
poco de mis pensamientos—. ¿Será casual? Quizá se halle junto a Nicole,
obligándola a…
Fue interrumpido por la aparición de un nuevo compañero.
—Bernd, el portero lleva un rato intentando localizarte. Joachim Lichner se
encuentra abajo y quiere verte.
—Creo que eso responde a tu pregunta —le dije, y fui consciente de que tal vez
no había podido dotar de cierto tono de reproche aquel comentario—. Iré a buscarle.
Me puse en marcha sin aguardar la reacción de Menkhoff. Ya me encontraba en el
pasillo cuando oí cómo mi compañero me llamaba.
—¿Alex? No le menciones la llamada.
Me detuve en las escaleras. Busqué a mi alrededor, aunque allí no había nada que
pudiera atraer mi mirada a excepción de los gastados escalones de mármol gris.
¿Cuántas veces había subido y bajado aquellas escaleras? ¿Tres mil? ¿Cuatro mil?
Probablemente. Y, no obstante, tuve ahora la vivida impresión de estar contemplando
aquellas paredes de un sucio color beige por vez primera. Todo me parecía tan…
extraño, ajeno. Sí, eso era. De repente sentí que yo no pertenecía a aquel lugar, ya
nada me parecía igual.
Había perdido toda confianza en mi compañero. Durante años me había torturado
la duda, pero siempre había considerado que la posibilidad, no, la probabilidad de un
error por mi parte era muy elevada. Había intentado aferrarme a ello todos esos años.
Ahora, sin embargo, tenía la certeza de que no me había equivocado en mis
percepciones de entonces, y eso lo cambiaba todo. Pensé en Mel, en su rostro
sonriente. La echaba tanto de menos en aquel momento que sentí un dolor casi físico.
Pero había algo más que pugnaba por introducirse en mi mente. Teníamos que
encontrar a Luisa. Eso tenía prioridad en aquel instante. Aunque después…
Me aparté de la pared en la que me había apoyado unos instantes y bajé los
escalones que restaban.
Lichner me aguardaba sentado en uno de los incómodos bancos de madera
situados en la planta baja, junto a la entrada. Vestía unos vaqueros y zapatillas
deportivas y una camiseta de color azul claro. Cuando me vio se puso en pie, sin
prisas, y se me acercó.
—¿Señor Seifert? Mi coche ha desaparecido.

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CAPÍTULO

55

24 de julio de 2009, 14.25 horas

Cuando aparecí con Lichner por nuestro despacho Menkhoff ya no se encontraba allí.
Supuse que se habría acercado al baño o se estaría preparando un café.
Lichner señaló una de las sillas que se encontraban ante la mesa de mi
compañero.
—¿Se me permite tomar asiento? —preguntó, pero se sentó sin aguardar mi
respuesta. Me apoyé en mi mesa y lo observé: había cruzado la pierna derecha sobre
la izquierda y examinaba con mucho interés las uñas de su mano derecha. Se trataba
de un individuo de lo más arrogante; los años de prisión no le habían cambiado y era
evidente que no me agradaba. El mismo tampoco contribuía demasiado a que se le
tomara afecto. ¿Pero era además un asesino este hombre tan poco transparente? Los
sentimientos que Menkhoff albergaba hacia él trascendían la mera antipatía. Se
trataba de una enemistad obsesiva, de un odio feroz, y así había sido desde nuestro
primer encuentro dieciséis años atrás.
Había aprendido con el paso del tiempo que mi compañero solía apresurarse a la
hora de clasificar a las personas y, aunque posteriormente advirtiera que había
cometido un error y el juicio emitido tras una primera impresión no fuera acertado, le
costaba reconocerlo. Pero por ninguna otra persona había mostrado un odio tan
encarnizado y una ira tan desaforada como por Joachim Lichner, y para ello sólo
podía haber una explicación: Nicole Klement, la mujer a la que había amado y con la
que, debido precisamente a ese mismo amor, había cometido un error de
consecuencias quizá catastróficas.
¿Cómo se sentiría sabiendo que precisamente esa misma mujer había secuestrado
a su hija? ¿Cómo, si le causaba algún daño a Luisa? Pensaría, no podría evitar pensar,
que lo sucedido con su hija no se hubiera producido jamás si en otros tiempos hubiera
detenido a la verdadera asesina. ¿Cómo…?
—¿Podría traerme un café? —interrumpió Lichner mis pensamientos. Por
primera vez agradecí su carácter impertinente.
No podía dejarle a solas en nuestro despacho, por lo que recurrí al teléfono. Quise
llamar a Wolfert para rogarle que lo vigilara unos minutos, pero antes de que pudiera
marcar su número apareció Menkhoff. Pasó por delante de Lichner dedicándole una

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mirada de profundo desprecio y se sentó en su silla. Me miró.
—He ido a ver a la jefa.
Comprendí lo que pretendía decirme. La había informado de la llamada. ¿Por qué
no había esperado para ello a mi regreso? ¿Le había explicado a la comisaria
Biermann absolutamente todo lo que Nicole había revelado en aquella conversación?
Aparté aquellas cuestiones temporalmente de mi mente y asentí, en señal de que
había comprendido su mensaje.
Menkhoff observaba a Lichner a través de la separación que suponía su mesa, no
ocultando el profundo desprecio que sentía.
—¿Qué hace usted aquí? ¿Pretende realizar nuestro trabajo?
—No es la primera vez que pienso que sería necesario, pero…
—Ha venido a informarnos de la desaparición de su vehículo —interrumpí a
Lichner, que inmediatamente guardó silencio.
—¿Puede usted permitirse un coche? —le provocó Menkhoff.
—Creo que ya mencioné que dispongo de unos ahorros. ¿Realmente piensa que
debemos comentar ahora mi situación económica? Poseo un turismo de tamaño
pequeño y se encontraba estacionado en una calle paralela a la que vivo. Ahora no
está.
—¿Cuenta Nicole con un duplicado de la llave? —pregunté.
—No. Aunque sí de mi vivienda. Ha debido pasar por allí mientras me encontraba
arrestado.
Menkhoff alzó un par de papeles que encontró en su escritorio buscando un
bolígrafo.
—¿Matrícula? ¿Color?
Lichner nos facilitó los datos sin dudar ni un instante; Menkhoff los apuntó,
recurrió al teléfono y marcó.
—Menkhoff. Necesito que localicen urgentemente un vehículo, está relacionado
con el secuestro.
Repitió la descripción del vehículo, así como la dirección de la que había
desaparecido, y miró a Lichner.
—¿Alguna característica destacable en su vehículo? Marcas, arañazos… —
Lichner negó con la cabeza y Menkhoff dio por terminada su conversación telefónica
—. ¿Por qué estaciona su vehículo en una calle paralela y no en la suya propia?
Lichner le dirigió una mirada inocente.
—Porque ante mi casa, ahí donde suele usted dejar su vehículo cuando viene a
visitarme, está prohibido aparcar, señor inspector jefe, y yo soy un ciudadano
respetuoso de las leyes.
No dejé de observar a Menkhoff, pero éste mantuvo la compostura.
—De modo que piensa usted que Nicole ha recurrido a su vehículo para

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secuestrar a mi hija —dijo.
—Por favor, claro que no. Pensar así sería inmiscuirme en el trabajo policial, ¿no
cree?
Me fue imposible intervenir con la celeridad necesaria para impedir que
Menkhoff se pusiera de pie de un salto, se inclinara hacia delante y agarrara a Lichner
por la pechera de su camisa. A pesar de que se había doblado hasta tal punto que no
contaba con ningún punto de apoyo, logró levantar a Lichner de su asiento y
acercárselo hasta que apenas unos centímetros separaron sus rostros. Avancé dos
pasos en su dirección, dispuesto a intervenir en cualquier momento.
—Si vuelve a abrir esa sucia boca suya para soltar uno de sus malditos chistes
mientras mi hija se encuentra en peligro de muerte le rompo los dientes —masculló
Menkhoff, y advertí en su tono de voz que hablaba completamente en serio.
Lichner pareció percibir la conveniencia de guardar silencio. Permaneció inmóvil,
los puños de Menkhoff asiendo su camiseta a pocos centímetros de su barbilla,
dirigiéndole a su agresor una muda mirada.
—Déjalo estar, Bernd —dije yo—. Creo que lo ha entendido.
Separó lentamente los dedos, liberando a Lichner. Tuvo que apoyarse en la mesa
para no caer hacia delante.
Lichner se dejó caer de nuevo en su silla y se alisó la camiseta como pudo. Su
rostro, que parecía una máscara, no revelaba qué pensamientos cruzaban por su
mente. Me apoyé en el borde de la mesa de Menkhoff.
—¿Algo más que nos pudiera servir de ayuda, doctor Lichner? —pregunté.
Lichner se esforzó por encogerse de hombros con una calma que estaba lejos de
sentir.
—De momento no. Si así fuera, yo…
—¿Qué? —pregunté, al advertir que se había interrumpido.
—Nada. No hay nada de momento.
—Entonces, desaparezca de aquí —dijo Menkhoff, sin dirigirle la mirada.
Lichner se puso en pie.
—¿No he de firmar nada? ¿Por el robo?
Menkhoff no reaccionó, por lo que Lichner sacudió la cabeza y se marchó.
Le seguí. Cuando alcanzamos las escaleras se volvió hacia mí.
—Ese compañero suyo tan agradable logró que me condenaran aun siendo
inocente, lo crea o no. ¿Sabe una cosa? Si sólo estuviera en juego su vida, me
limitaría a esperar sin hacer nada, a aguardar acontecimientos. Pero desgraciadamente
no es su vida la que está en juego, sino la de una niña pequeña. La suya. Y ese
hombre es incapaz de apartar el odio irracional que siente hacia mí y sobreponerse a
él incluso en esta situación desesperada. No sé si seré capaz de encontrar a Nicole y a
su hija, pero al menos puedo intentarlo.

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—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Por qué desea ayudarnos?
En su rostro se reflejó la sorpresa que parecía sentir.
—¿Me lo pregunta en serio? Estamos hablando de la vida de una niña que no
tiene la culpa de ser precisamente la hija del inspector jefe Menkhoff.
Asentí. ¿Qué más podía añadir?
—Y porque deseo avergonzarle —añadió—. Quiero demostrarle que existen
personas que no se olvidan de lo que existe a su alrededor dejándose dominar por el
odio o la ira. ¿Puede entenderlo, señor inspector jefe, o tales consideraciones no son
válidas para las mentes policiales?
Ignoré las punzadas que aparecieron tras mi frente, ya que no deseaba dejarme
provocar por Joachim Lichner. Comprendía lo que me acababa de explicar. Sin añadir
nada más, Lichner se apartó y comenzó a descender las escaleras. Pocos segundos
después, había desaparecido de mi vista.
Menkhoff soltaba el auricular del teléfono de forma violenta en el instante en el
que volví a entrar en nuestro despacho.
—Nada. Nicole parece haber desaparecido de la faz de la tierra. Ayer hubiera
dudado que fuera capaz siquiera de llegar sola hasta el umbral de su puerta y hoy
secuestra a mi hija de la guardería y se esconde con tanta eficacia que no la encuentra
ni un centenar de agentes. ¡Maldita sea!
Me miró.
—¿Lichner ha comentado algo más?
—Se ha sorprendido de que no quisieras aceptar su ofrecimiento de ayuda —dije.
—¡Bah! Su ayuda. Ese cabrón se regodea en mi desesperación. Ese es el único
motivo por el que aparece por aquí simulando querer ayudar.
—¿Por qué no querías que supiera nada de la llamada de Nicole?
—Es un presentimiento. Simplemente no quiero que sepa todo lo que está
sucediendo.
Me senté, pero no ante mi mesa, sino en la silla que sólo dos minutos atrás había
ocupado Joachim Lichner. Necesitaba saber a qué se había referido Nicole cuando
había mencionado aquella cosa que supuestamente él le había pedido que colocara en
el armario. La pregunta me quemaba en los labios, pero al mirar aquel rostro
desesperado por el temor que sentía por su hija, me reprimí.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté en lugar de ello. Menkhoff se puso en pie, se
acercó a la ventana y apoyó la espalda en ella.
—Wolfert aún está trabajando con las fotografías de las niñas y la mayoría de los
compañeros se encuentran en la calle, buscándola. Espero que el padre de Wolfert sea
capaz de proporcionarme en breve algún dato acerca de la tía de Nicole. Tal vez eso
nos ayude. Pero, hasta que eso suceda, no puedo limitarme a esperar aquí sin hacer
nada.

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—Deberíamos informar a la jefa de la visita de Lichner.
Hizo una seña despectiva con la mano.
—Ya lo haremos más tarde. No puedo perder el tiempo ahora con informes
mientras mi hija está asustada en algún lugar ahí fuera.
¿Se trataba realmente de eso? ¿O quería evitar que Ute Biermann supiera algo de
lo sucedido con aquel coletero años atrás? ¿Temía que yo revelara algo?
—¿Y la vivienda de Lichner en Zeppelinstrasse? —pregunté—. Aunque Nicole
afirmó no conocerla, sin embargo…
—Quizá mintiera —terminó Menkhoff mi pensamiento, separándose de la
ventana—. Tienes razón. Vamos hacia allá.
Menkhoff abandonó nuestro despacho con paso apresurado, pero no se dirigió
hacia las escaleras, sino que tomó la dirección opuesta. Se detuvo ante el despacho de
Wolfert.
—Vamos hacia Zeppelinstrasse —le informó—. Si logra averiguar algo, llámeme
inmediatamente.
—La jefa no estará entusiasmada precisamente —le comenté mientras bajábamos
conjuntamente las escaleras.
—¿Por qué lo dices?
—Porque debías permanecer aquí. Debido a Wolfert.
—Wolfert no es tan mal tipo. Además, su padre ya conoce mi situación.
Al alejarme del aparcamiento volví a hablar.
—Sé que no es el momento apropiado, pero… No puedo dejar de pensar en ello.
Bernd, ¿qué es eso de que Nicole colocó algo en el armario porque tú se lo rogaste?
¿A qué se refería, puedes explicármelo?
Me alegré de no tener que mirarle a los ojos mientras preguntaba por estar
pendiente del tráfico.
Tardó en contestar.
—¿Es necesario que me preguntes eso ahora?
—Bernd, por favor. ¿No contradijiste sus palabras por temor a lo que pudiera
sucederle a Luisa?
—No. No las contradije porque decía la verdad.

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CAPÍTULO

56

24 de julio de 2009, 15.26 horas

No recuerdo dónde nos encontrábamos exactamente cuando me reveló aquello.


Tampoco he archivado en mi memoria las casas por las que pasamos, el entorno o
cualquier otra cosa que estuviera viendo. Aquella afirmación me creó tal extrañeza
que el interior del vehículo se me antojó una cápsula herméticamente cerrada que nos
aislaba del mundo exterior. Sin embargo, recuerdo mi reacción a aquel comentario
con tal claridad que creo que, durante lo que me reste de vida, lo tendré presente
como si apenas hubieran transcurrido unos días.
—¿Cogiste el coletero de su habitación?
—¿Qué?
—El coletero de Juliane. Su madre nos llamó porque había olvidado comentarte
algo, y me explicó que habías vuelto a revisar la habitación de Juliane. Eso fue poco
antes de que asaltáramos la consulta de Lichner y hallaras aquella bolsa en su
armario.
El rugido del motor me pareció mucho más intenso que otras veces, y con cada
segundo que pasaba aumentó de volumen. Tras una eternidad en la que me negué a
volverme para mirar a Menkhoff, éste habló.
—Detente.
Aún restaban unos 500 metros para llegar a Zeppelinstrasse.
—No puedo parar aquí, pero ya casi hemos llegado a nuestro destino.
Resopló y no añadió nada más hasta que detuve el vehículo ante aquella vivienda
inmunda. Apenas giré la llave, liberó el cinturón de seguridad y se inclinó hacia mí,
obligándome con ello a mirarle a la cara.
—Nicole Klement encontró aquel coletero la mañana después del asesinato de
Juliane Körprich en el interior del vehículo de Lichner, cuando el BMW se hallaba
aún totalmente cubierto de barro. Era consciente de que él también lo encontraría y lo
haría desaparecer en cuanto limpiara el coche. Por eso lo ocultó. Sí, Alex, y en cuanto
me lo comentó la convencí para que lo colocara en un lugar en el que nosotros
pudiéramos encontrarlo. Si nos hubiera entregado el coletero, sin más, el abogado de
Lichner hubiera destrozado aquella prueba.
Se dejó caer hacia atrás en su asiento.

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—Cuando mi hija se halle a salvo ya pensaré con más tranquilidad en lo que
significa que me creas capaz de hacerle esa jugada a Lichner.
Se apeó del coche. Le seguí unos segundos después.
Menkhoff se detuvo ante la puerta de la vivienda de Lichner y sacó su pistola.
Aguardó a que llegara a su altura.
—Yo a la derecha y tú a la izquierda —ordenó en voz baja.
Asentí y cogí mi pistola. Menkhoff introdujo la llave en la cerradura con sumo
cuidado, apoyó la mano desocupada en el pomo de la puerta y tiró despacio de él
mientras giraba la llave. Logró abrir sin apenas ruido.
Me dirigió una última mirada inquisitiva a la que respondí asintiendo, abrió la
puerta por completo y penetramos con cuidado en la vivienda.
Pocos segundos después ya habíamos constatado que se encontraba desocupada.
Mis músculos se relajaron y de nuevo fui consciente del olor a humedad, que me
pareció más penetrante aún que la vez anterior.
—¡Mierda! —exclamó Menkhoff—. Esperaba que ocultara aquí a Luisa.
Vámonos.
Recordé la habitación recién pintada intentando explicarme una vez más por qué
aquella estancia presentaba un aspecto tan inmaculado mientras que el resto de aquel
habitáculo parecía un vertedero.
—Voy a mirar un momento… —comencé, cuando me interrumpió el sonido del
teléfono de Menkhoff. Aceptó la llamada y escuchó unos instantes. Su rostro se
iluminó.
—¡Bien! —exclamó, y se me aceleró el pulso. Agradeció la ayuda prestada y dio
por terminada la llamada.
—¿Qué sucede? —pregunté—. ¿Hay alguna novedad? ¡Dime!
—El padre de Wolfert lo ha conseguido. Uno de sus colaboradores ha logrado
obtener de las autoridades españolas la dirección y el teléfono de la tía de Nicole.
Han intentado hablar con ella, hasta ahora sin éxito. Me pondré a ello en cuanto
volvamos a la comisaría.
Nos hallábamos frente a frente y fui consciente de la transformación en su
mirada. En el modo de mirar de Bernd Menkhoff siempre quedaba expuesto cómo
catalogaba a las personas con las que se relacionaba. Cuando me lo asignaron como
compañero detectaba siempre en su mirada una mezcla de superioridad y curiosidad.
Con el tiempo, la superioridad había cedido al respeto y el compañerismo, y algo más
tarde aún se había tornado en confianza. Sin importar de qué humor se encontrara, y
qué sentimientos bullían en él, esa confianza básica siempre había estado presente en
sus ojos cuando los fijaba en mí. Hasta ese momento. La mirada que me dirigía ahora
era diferente y, lamentablemente, no me resultaba desconocida. La había visto en
incontables ocasiones, siempre que interrogaba a testigos o sospechosos. Me dolió

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descubrirla ahora posada en mí.
—Bernd… quiero echar un vistazo a la habitación recién pintada. No sé, pero de
alguna manera…
—Date prisa. Quiero volver a la comisaría para llamar a la tía de Nicole.
Me dirigí a la habitación que me interesaba. Antes de abrir la puerta le miré una
vez más.
—Bernd, yo… Bernd…
No habló; ni me miró siquiera.
Entré en la habitación y me situé en el centro, intentando concentrarme mientras
examinaba aquellas paredes pintadas en un amarillo pastel, así como la pequeña
abertura situada justo enfrente, la línea perfectamente perfilada que separaba pared y
techo… Examiné todo aquello y… Algo de lo que veía… Se trataba de una especie
de presentimiento, pues en realidad ignoraba qué estaba buscando. Finalmente me
rendí.
Menkhoff ya no se encontraba en el pasillo cuando abandoné la habitación. Me
dirigí a la puerta principal y lo vi allí fuera, apoyado en la barandilla de las escaleras,
con la mirada fija en algún punto del suelo. Se reflejaba en ella la profunda
desesperación que debía sentir, y me hice los más serios reproches. Ese coletero…
¿No podía haber aguardado hasta que…? Sí, ¿hasta cuándo? ¿Hasta que
encontráramos a su hija? ¿O… el cadáver de su hija?
—¿Vienes?
Me sobresalté al oír su voz. Ya no mantenía la vista fija en el suelo, sino que la
había alzado hasta enfocarme, pero su expresión no había cambiado. Bajamos las
escaleras sin hablar y nos dirigimos al coche.

—Intentaré localizar a la tía de Nicole en España —dijo Menkhoff mientras yo


conducía en dirección al Tívoli—. ¿Qué piensas hacer tú?
¿Qué pensaba hacer yo? No recordaba que jamás me hubiera preguntado algo así.
Como compañeros que éramos siempre actuábamos juntos.
—¿A qué te refieres? —le pregunté, cargando de irritación mi voz.
—Exactamente a lo que te he preguntado. En estos momentos sólo me interesa
una única cuestión: encontrar a mi hija. Tengo que dar con ella antes de que le causen
algún daño. Eso ya resulta de por sí bastante complicado, y no necesito a mi lado a un
compañero que desconfía de mí.
—Bernd, sólo pretendía…
—Yo tengo que permanecer en la comisaría y tú estás a cargo del caso. Pero
deberás aplazar tu interrogatorio hasta más tarde. Espero que dediques toda tu
concentración a este secuestro y no a resolver preguntas estúpidas. Porque, ¡maldita
sea!, está en juego la vida de mi Luisa.

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Guié el coche hasta la comisaría, un bloque de cemento que ahora se me antojaba
extraño, y me planteé si no debería disculparme ante él. No, más tarde.
Le seguí hasta nuestro despacho, pero en la puerta se volvió hacia mí.
—Me gustaría mantener esta conversación a solas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Picor en mi frente. Asentí y me aparté.
Cuando se cerró la puerta de mi despacho, cerré mi mano en un puño y golpeé la
pared. Poco después la retiré con una maldición y me cubrí la parte dolorida con la
otra mano.
—¿Qué hace? —preguntó una voz a mis espaldas, que, a pesar de la ira y el dolor
que experimentaba, logré identificar como la del subinspector Wolfert.
—¡Estoy tremendamente furioso, Wolfert! —exclamé, y él asintió, comprensivo.
—Sí, todo esto es una mierda. Para desesperarse. ¿No hay novedades?
Moví la cabeza en señal de negativa.
—¿Y usted? ¿Ha logrado averiguar algo acerca de esas niñas?
—Hasta el momento no. Me dirigía ahora a hablar con el inspector jefe
Menkhoff.
—Déjele tranquilo ahora —le aconsejé—. Está tratando de localizar a la tía de
Nicole Klement.
El rostro de Wolfert se iluminó instantáneamente.
—Sí, mi padre ya me comentó que sus colaboradores han logrado localizarla en
España. Es sorprendente cómo con los contactos adecúa…
Alcé la mano.
—Wolfert, por favor.
Durante unos instantes me miró, dudoso, después comprendió.
—Está bien.
—¿Deseaba algo concreto del inspector jefe Menkhoff? —pregunté, pero antes de
que tuviera oportunidad de responderme nos interrumpió la voz de la comisaria
Biermann, que se dirigía hacia nosotros.
—¿Dónde está el inspector jefe Menkhoff? —preguntó.
Le señalé la puerta de nuestro despacho.
—Ante su escritorio. Trata de localizar a la tía de Nicole Klement.
Ella se volvió hacia la puerta.
—Acompáñeme a mi despacho, señor Seifert.
La seguí dejando a Wolfert atrás.
La comisaria no se sentó, sino que se limitó a apoyarse en su escritorio señalando
uno de los cuatro estrechos sillones de cuero negro agrupados en un rincón en torno a
una mesita baja de vidrio.
—Siéntese, señor Seifert.

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Aguardó a que tomara asiento y me miró seriamente.
—¿Cómo se encuentra Menkhoff? ¿Alguna novedad?
Por un momento pensé en comentarle lo que había averiguado de aquel coletero,
pero deseché la idea de inmediato. Menkhoff era mi compañero desde hacía muchos
años y le debía la oportunidad de explicarse con calma primero. Después de esa
conversación ya veríamos.
—Está bastante desesperado —dije—. De momento no contamos con ninguna
pista, a excepción de la llamada telefónica de Nicole.
—¿Cómo encontró usted a la señora Klement cuando llamó?
Evalué cómo podría describírselo.
—Tuve la impresión de que se encontraba bajo el influjo de alguna droga.
Mencionó un secreto que…
—Sí, sí, ya conozco los detalles de la conversación —me interrumpió con
impaciencia—. Me refiero a si le pareció de alguna manera extraña, anormal…
perturbada.
Me encogí de hombros.
—Ha entrado en una guardería para secuestrar a una niña de corta edad por estar
convencida de que constituye su deber protegerla de su padre, con quien comparte un
secreto. Sí, me parece anormal; y también perturbada.
—¿Cree que dice la verdad? ¿Piensa usted que realmente tiene en su poder a la
hija de Menkhoff?
—Sí, creo que sí. Es todo muy extraño, y hasta su forma de hablar es singular,
pero creo que debemos tomárnosla muy en serio.
Ute Biermann pareció reflexionar unos instantes. Se puso en pie a continuación,
se acercó a su escritorio y abrió un cajón. Sacó una hoja de papel doblada y me la
tendió.
—Acaban de entregar esto abajo, lo ha traído un chiquillo que desapareció de
inmediato.
Recogí el papel y lo desdoblé. Se leían en él sólo unas pocas palabras en una letra
algo insegura.

«Yo la protegí. Entonces.


No Joachim.
Pregúntele a Bernd Menkhoff».

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CAPÍTULO

57

24 de julio de 2009, 16.31 horas

La leí una y otra vez.


—¿Cómo interpreta usted esto? —me preguntó la comisaria en cuanto alcé la
vista.
Tuve la certeza entonces de que Menkhoff no le había mencionado el coletero
cuando le explicó que había recibido aquella llamada telefónica. Si hubiera conocido
aquel dato, la reacción de la comisaria hubiera sido bien diferente.
—Pues… No sé… —comencé, dubitativo, intentando ganar algo de tiempo.
—¿Qué es lo que no sabe, inspector jefe? —insistió ella, examinándome con
atención—. Es usted el compañero del inspector jefe Menkhoff. ¿Sabe a qué se
refiere esta nota, sí o no?
Mis glándulas sudoríparas comenzaron a funcionar a toda velocidad. En pocos
momentos mi frente quedaría cubierta por una fina película de sudor. Intenté pensar
febrilmente qué podría responder. Por supuesto, estaba obligado a informar de todo lo
que averiguara. Y, ciertamente, existía la posibilidad de que…
Una breve llamada interrumpió mis pensamientos. Antes de que Ute Biermann
pudiera reaccionar, se abrió la puerta y entró Menkhoff. Cuando me vio allí se detuvo
de forma abrupta. Su mirada pasó alternativamente de nuestra jefa a mí.
—Vaya —comentó con sarcasmo, poniendo los brazos en jarras—. No podías
esperar, ¿verdad? ¿Ya le has comentado tus retorcidas ideas acerca de…?
—No he hecho nada —le interrumpí con presteza—. Me encuentro aquí porque la
señora Biermann deseaba hablar conmigo.
A mis espaldas percibí un estrépito que me sobresaltó. Volví la vista atrás,
asustado. La comisaria, aún medio sentada sobre su mesa, había golpeado ésta
fuertemente con la palma de la mano.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó en tono autoritario, dirigiéndose a
Menkhoff—. ¿Qué ideas se supone que me debe haber comentado el señor Seifert,
inspector jefe Menkhoff?
Este sacudió la cabeza.
—De eso hace mucho tiempo. Se trata del asesinato que Lichner cometió en el
94, aquella niña de corta edad. Mi… mi compañero se lo explicará inmediatamente.

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—Pronunció la palabra «compañero» como si se tratara de un insulto—. Estoy
intentando localizar en España a esa mujer con la esperanza de que me indique algo
acerca de Nicole que me pueda servir de ayuda, pero hasta ahora no he tenido éxito.
El tiempo vuela, y sólo quería preguntarle si hay alguna novedad en cuanto a la
búsqueda.
La comisaria me miró como si pudiera deducir de la expresión de mi rostro cuál
debía ser su respuesta. Me sentía intrigado por saber si le mencionaría a Menkhoff la
breve nota que aún sostenía en mi mano.
—De acuerdo —dijo, finalmente—. No tenemos nada. Excepto esto. —Y me
señaló con un gesto de su cabeza—. Me acaban de hacer llegar esta nota.
Lo había hecho. Le tendí a Menkhoff la hoja de papel sin ser capaz de mirarle a
los ojos mientras lo hacía. Se me acercó en dos pasos, recogió la nota de mi mano y
leyó aquellas breves palabras con los ojos entornados. Después dejó caer la mano y
sacudió la cabeza. Su frente mostraba unas profundas arrugas.
—¿Qué es esto? ¿Viene de Nicole?
—Creí que usted podría aclarárnoslo —respondió Ute Biermann, apartándose de
la mesa y rodeándola hasta alcanzar su silla.
—Dice que el autor o la autora de esta nota protegió en su día a alguien. ¿Y no
hablaba la señora Klement precisamente de protección? Y después añade: «Y no
Joachim». ¿Se le ocurre qué puede significar?
Por supuesto que lo sabía, y también yo. Miré a Bernd Menkhoff con la esperanza
de que contara con una explicación para aquello, y no sólo para tranquilizar a nuestra
jefa.
—Ahora mismo no tengo tiempo para estas cosas, quizá pueda usted…
—Pues tendrá que tomarse el tiempo necesario, señor inspector jefe, pese a que
comprenda que se halla sumamente preocupado por su hija. Porque tal vez lo que
sepa nos sirva de ayuda en este caso. De modo que, ¿tiene algo que decirme?
No había alzado la voz y no parecía especialmente autoritaria, pero, a pesar de
ello, cierto matiz en sus palabras revelaba que no toleraría ninguna excusa. El pecho
de Menkhoff se agitó. Luchaba contra la ira que amenazaba con dominarle, era
evidente, pero logró contenerse. Tras dirigirme una mirada cargada de reproche, se
dejó caer pesadamente en uno de los sillones, frente a mí.
—De acuerdo. Así que opina usted que es mucho más importante en estos
momentos volver a remover historias antiguas que encontrar a mi hija.
Ute Biermann no se dejó impresionar por sus palabras.
—Si pudiera usted decidirse a dejar de polemizar y contestar a mi pregunta ya
habríamos terminado, señor Menkhoff.
Soltó el aire, resoplando.
—Hace dieciséis años Nicole encontró un coletero en el coche de Lichner, la

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mañana después del asesinato de Juliane. Tanto las ruedas como los laterales del
vehículo estaban cubiertos de barro. Probablemente del sendero que conducía al lugar
en el que encontramos el cuerpo.
Me estremecí imperceptiblemente. Lo que acababa de comentar del barro no era
más que una suposición especulativa, basada por entero en la declaración de Nicole.
No habíamos encontrado ni la más mínima huella en el vehículo de Lichner.
—El coletero se encontraba en el suelo, en la parte del acompañante. Gracias a
Dios, Nicole supo reaccionar de forma adecuada y lo recogió. Aquella misma tarde,
Lichner ya había limpiado su coche por completo. Cuando ella me comentó el
incidente, ese individuo ya era nuestro sospechoso principal.
Nuestro sospechoso principal…
—Le dije a Nicole que colocara el coletero en algún lugar visible.
Miré a Ute Biermann. Podía leerse claramente en su rostro lo que opinaba de toda
aquella historia.
—¿Pero ha perdido completamente la razón, señor Menkhoff? ¡Manipuló usted
las pruebas! ¿No sabe que…?
—¡Ese objeto se encontraba en el coche de Lichner, maldita sea! —saltó
Menkhoff—. ¡Ese hijo de puta había asesinado a una niña de corta edad! La prueba
se halló en su coche. ¿Debíamos permitir su puesta en libertad sólo porque no está
permitido desplazar de lugar una prueba? Yo no coloqué el coletero entre sus cosas.
Ya estaba antes en su poder.
Enfrentaron sus miradas: la jefa de la comisaría de lo criminal y uno de sus
principales investigadores, quien acababa de confesarle que había cometido una grave
infracción años atrás. Tras un tiempo que se me antojó interminable, y en el que el
silencio pesó sobre nosotros como una manta empapada en agua, la comisaria señaló
la hoja de papel que Menkhoff había puesto sobre la mesa.
—¿Y esto? ¿Qué ocurre con esto? Sugiere que fue Nicole Klement quien asesinó
a aquella niña hace años y no Joachim Lichner. —Y tras una pausa añadió—: Y usted
lo ha sabido todo este tiempo.
Menkhoff se puso en pie de un salto, profundamente alterado.
—¡Eso es un disparate! Esa mujer ha perdido el juicio. Ha secuestrado a mi hija.
Ella… ella podría hacerle daño. ¿Cree usted que…?
—¿El mismo daño que le causó a aquella otra niña hace años?
—¡No! ¡Maldita sea! Joachim Lichner asesinó a aquella niña.
Nuestra jefa desplazó su mirada hacia mí, pretendiendo a todas luces incitarme a
tomar la palabra. Sentí el peso abrumador de aquella mirada, pero no me decidí a
abandonar mi silencio. Noté que también Menkhoff me observaba.
—¿Por qué no dices nada, Alex? —me rogó—. Tú también eras consciente de
cómo nos mentía aquel hijo de puta arrogante. El… No tenía coartada… y se burlaba

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de nosotros, y también estaba aquella anciana, que observó cómo le ofrecía chocolate
a la niña. ¡Dios! ¡Y aquellas fotografías relacionadas con la pederastia en su
ordenador…!
—Señor Menkhoff, márchese a casa ahora mismo —le interrumpió Ute Biermann
—. Le aparto de este caso con efecto inmediato. Por el momento, renunciaré a
suspenderle de empleo y sueldo.
—¿Qué? —El rostro de Bernd Menkhoff registró una sorpresa sincera—. ¿Quiere
impedirme que busque a mi hija sólo porque le han entregado una nota en la que su
perturbada secuestradora comenta alguna estupidez confusa? No puede hablar en
serio.
—No, señor Menkhoff —le respondió gélida—. Le envío a casa porque usted
acaba de confesarme que mientras estaba investigando un caso manipuló
intencionadamente unas pruebas. Dada la situación en la que nos hallamos,
investigaremos esa cuestión después, cuando recuperemos a su hija. Pero conoce
usted las leyes a la perfección, y sabe que mi obligación sería incoar de inmediato un
expediente disciplinario contra usted al que pudiera seguir incluso una acusación
penal.
—Pero, usted no puede…
Se interrumpió y buscó mi auxilio con la mirada, pero le rehuí. Era consciente de
que la comisaria no podía actuar de modo diferente, estaba obligada a apartarle del
caso y enviarle a casa. A pesar de las dudas que me habían acompañado a lo largo de
los años, y que ahora parecían confirmarse, mi compañero me inspiraba una profunda
compasión.
Cuando advirtió que yo no añadiría nada a sus palabras, que no estaba dispuesto a
ayudarle por sentirme incapaz de ello, se puso en pie de nuevo.
—Si piensa que me voy a marchar a casa y quedarme allí cruzado de brazos, se
equivoca de medio a medio, señora comisaria. Nicole Klement ha secuestrado a mi
hija y voy a encontrarla. En calidad de policía o en calidad de padre, me es
indiferente.
Y dirigiéndose a mí, añadió:
—Pero jamás pensé que tendría que ocuparme yo solo.
Y pocos segundos después cerró de un portazo.

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CAPÍTULO

58

24 de julio de 2009, 17.06 horas

Unos minutos más tarde también yo abandoné el despacho de nuestra jefa.


Ese asunto conllevaría una investigación que podría resultar bastante
desagradable para Menkhoff. Si se demostrara que debido a su manipulación de las
pruebas había sido condenado un inocente y obligado a cumplir tan larga condena,
era muy posible que el inspector jefe acabara en prisión. Sin embargo, ahora lo
primero era encontrar a Luisa.
Me dirigí a nuestro despacho y me senté. Mi mirada recorrió toda la habitación y
se detuvo en el escritorio de Menkhoff. Me pregunté en qué estaría pensando él en
aquellos momentos. Golpearon con los nudillos la puerta entreabierta y Wolfert
asomó la cabeza. Le hice una seña para que entrara. Se detuvo ante mi escritorio
inspeccionando la silla desocupada de Menkhoff.
—Estoy buscando al inspector jefe Menkhoff. ¿Sabe dónde se encuentra?
—Se ha marchado a casa —le respondí, evitando una respuesta directa—. ¿Hay
algo nuevo?
—Me acaba de llamar mi padre. Se trata de la tía de la señora Klement.
—¿Qué pasa con ella?
—Uno de sus colaboradores… Bueno, uno de los subordinados directos de mi
padre ha descubierto que es dueña de un pequeño restaurante. Y uno de sus hombres
la ha llamado allí. Está localizada y aguardando la llamada del inspector jefe
Menkhoff.
—¿Tiene el número?
Me mostró una nota amarilla en la que había apuntado el número de teléfono,
pero cuando quise cogerla, la apartó.
—Yo… Preferiría entregársela al inspector jefe Menkhoff en persona.
—Eso es complicado, pues no volverá a su despacho en lo que queda de día —le
dije.
Wolfert reflexionó.
—No importa. Le llamó al móvil entonces.
—Déjese de tonterías y facilíteme ese número, Wolfert. No olvide que me han
puesto a cargo de este caso.

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Dudó, examinando la nota como si en ella figurara quién debía ser su destinatario.
Le tendí la mano, impaciente.
—¿A qué espera, subinspector?
Tal vez fue aquel requerimiento en tono oficial el que le decidió a entregarme el
papelito.
—De acuerdo. Pero dígale por favor al inspector jefe Menkhoff que me ha
ordenado usted entregarle esta nota.
Levanté la vista de aquellos números que trataba de identificar.
—¿Qué debo qué? ¿Por qué?
—El… El inspector jefe Menkhoff me dio órdenes estrictas de comunicarle
exclusivamente a él en persona todo lo que averiguara.
—¿Cuándo… cuándo le ha ordenado eso?
—Esta mañana.
—Gracias, señor Wolfert —le dije, guardándome la nota en el bolsillo de mis
pantalones—. Llamaré ahora mismo al inspector jefe Menkhoff para facilitarle este
número. ¿Alguna cosa más?
Sacudió la cabeza.
—No. Dos de los compañeros se ocupan de las fotografías de las niñas. Están
buscando en todas las guarderías.
—Bien. ¿Y los colegios?
—A esta hora ya no hay nadie en los colegios, pero una de las compañeras ha
conseguido que el ministerio de cultura le facilite una lista con las direcciones de
todos los directores de los centros de educación infantil y primaria de la región. Se
ocupa de ello junto con otro compañero.
Asentí.
—Muy bien. Si hubiera… Si encontrara algún motivo para ponerse en contacto
con el inspector jefe Menkhoff, por favor, no se olvide de avisarme también a mí.
Wolfert asintió repetidamente.
—Claro, por supuesto. Incluso en el caso de que descubriera algo mi padre o
alguno de sus colaboradores, y… —se interrumpió al advertir que yo había alzado
una mano—. De acuerdo —asintió con humildad y se alejó.
Contemplé aquella nota con el número de teléfono y consideré la posibilidad de
llamar yo mismo a la tía de Nicole, pero decidí no hacerlo. Probablemente era mucho
mejor que fuera Menkhoff quien hablara con ella. Aunque al parecer no conocía a
Nicole tan bien como había pensado, desde luego sí mejor que yo. Cogí el auricular y
marqué el número de su teléfono móvil. Durante largo rato oí la señal de llamada,
después se conectó el buzón de voz y una voz femenina me comunicó que el usuario
no se encontraba disponible en aquellos momentos, pero que podría optar por dejarle
un mensaje.

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—Hola Bernd, soy Alex —comencé tras la señal que indicaba que se iniciaba la
grabación—. Estoy en posesión de un número de teléfono en el cual puedes localizar
a la tía de Nicole. Creí que sería mejor que te comunicaras tú con ella, pero… es una
lástima que no estés disponible. Este asunto no admite demora. Me veré obligado a
llamarla yo.
Colgué y pensé en cómo debía abordar a aquella mujer. Era la tía de Nicole, pero
probablemente llevaba mucho tiempo sin verla. ¿O no era así? Cogí un lápiz que
hallé cerca del monitor y apunté en una hoja de papel en blanco:

«¿Cuándo visto por última vez?


Padrastro, maltrato: ¿Qué sabe?».

¿Habría habido tras la muerte de la madre más incidentes como el de los


cachorros de gato? Iba a apuntar aquella idea cuando sonó mi móvil. Era Menkhoff.
—Soy yo —dijo—. No he llegado a tiempo para cogerlo. ¿Me pasas el número?
La naturalidad con la que me lo pidió me molestó.
—¿Dónde estás, Bernd?
Se produjo una larga pausa, al parecer no contaba con que le formulara aquella
pregunta.
—Obligadamente de vacaciones, como bien sabes —me dijo finalmente—. ¿A
qué viene esa estupidez? No tengo tiempo para charlas, Alex. ¿Qué pasa con ese
número?
Se lo dicté.
Tras aquella conversación continué con la vista fija en el auricular durante unos
minutos. Y a continuación, y a toda prisa, marqué el número de Mel en el trabajo.
Aún ignoraba el secuestro de Luisa. Sin embargo, me contestó una de sus
compañeras, pues ella se encontraba en una reunión. La mujer me preguntó si debía
informar a Mel para que me devolviera la llamada, pero le aseguré que no era
necesario. Después colgué, decepcionado, y continué con la mirada fijamente al
frente. Me hubiera gustado oír la voz de Mel.
—¿Señor inspector jefe?
Era Wolfert, y parecía muy alterado. Me erguí en mi asiento y le miré. Wolfert
sostenía una hoja de papel en cada mano y las agitaba en el aire mientras se acercaba
a mí.
—Son esas fotografías… Las de las niñas… Creo que he descubierto algo.
Colocó dos de las fotografías ante mí sobre la mesa de manera que pudiera
examinarlas. Me señaló lo que pensó que había descubierto. Y cuando advertí que su
suposición debía ser exacta, contuve el aliento.

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CAPÍTULO

59

24 de julio de 2009, 17.22 horas

—¿Qué piensa usted, señor inspector jefe? —preguntó Wolfert—. ¿Qué puede
significar esto?
Registré solamente con una fracción de mi mente la pregunta que me hacía, pues
la mayor parte de ella se encontraba ocupada con las posibles, con las certeras
consecuencias del descubrimiento de Wolfert, y no fui capaz de responder de
inmediato.
—¿Señor Seifert? —insistió de nuevo transcurridos unos minutos, apartándome
definitivamente de mis pensamientos.
—Esto… Esto significa que sólo existen dos posibilidades, Wolfert, y ambas me
causan pavor.
Wolfert frunció los labios y ladeó la cabeza. Finalmente asintió.
—Sí, yo también lo veo así.
—Lo supongo. ¿Ha comparado usted las fotografías de las niñas con los
expedientes de los casos de personas desaparecidas?
—Por supuesto, es lo primero que he hecho. Y con los casos de fallecimiento.
Nada.
Empujé mi silla hacia atrás, y Wolfert se apartó un paso, asustado.
—Quiero que le muestre esto ahora mismo a la comisaria, ¿de acuerdo? Yo… Yo
tengo que resolver un asunto.
Wolfert asintió, recogió las fotografías de mi escritorio y se apartó, al parecer
satisfecho de ver que yo no pretendía informar a la comisaria Biermann de las
novedades que acababa descubrir, sino que permitiría que se atribuyera el éxito él
mismo. Se dirigió a la puerta.
—Subinspector Wolfert —le llamé, provocando que se detuviera de forma tan
abrupta como si hubiera chocado con una pared invisible. Me miró—. ¡Buen trabajo!
—le felicité.
Sonrió, feliz, y abandonó mi despacho.
Mi cabeza se encontraba hecha un lío y me pregunté por qué no había advertido
yo mismo aquel maldito detalle cuando me había estado ocupando de aquel asunto
tan de cerca. Pero a veces… Sonó el teléfono. Apoyé precipitadamente el auricular en

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la oreja.
—Hola, Bernd —dije—. ¿Qué sabes? ¿Alguna novedad?
Por unos momentos sólo me llegó el silencio, a continuación percibí al otro lado
una voz familiar.
—Soy yo. ¿Me has llamado?
Mel. ¡Hacía unos instantes había deseado tanto oír su voz! Pero ahora la llamada
me resultaba de lo más inoportuna.
—¿Qué querías? —preguntó, insistente, al notar que no contestaba.
—Yo… nada en especial. Simplemente saber cómo estabas y… Mel, ahora no me
viene bien. Estoy esperando una llamada muy importante de Bernd. ¿Podríamos
hablar más tarde?
—Disculpe la interrupción, señor inspector jefe —dijo ella—. Pero ha sido usted
quien me ha llamado a mí, si no recuerdo mal.
No fui capaz de distinguir si pronunció aquellas palabras en tono de burla o
enfado, pues me daba demasiadas vueltas la cabeza.
—No te enfades, por favor, Mel. Te lo explico todo más tarde, pero ahora tengo
que colgar, ¿de acuerdo?
—No estoy enfadada, Alex —dijo—. Sé los problemas que tenéis en estos
momentos.
—No, no lo sabes.
No fue hasta percibir mi propia voz cuando fui consciente de que había
pronunciado aquel pensamiento mío en voz alta.
—¿Qué es lo que no sé?
—Es… Se trata de Luisa, la hija de Bernd. La han secuestrado, Mel.
—¡Dios mío! ¿Secuestrada? ¿Estáis seguros? Quiero decir… ¿cómo podéis
saberlo?
Inspiré profundamente y le resumí toda la historia, a excepción de la llamada de
Nicole, el último descubrimiento de Wolfert y las vacaciones forzadas de Menkhoff.
Cuando terminé de contárselo, Mel sollozaba.
—Es terrible. ¡La pobre Teresa! Bernd y ella me dan pena. Pero Luisa… ¿Crees
que…?
—Sí, creo que aún debe seguir con vida. —No le comenté que Teresa
probablemente aún ignoraba el secuestro de su hija.
—Mel, esto es muy grave, y el tiempo apremia. Tengo que colgar, ¿de acuerdo?
—Está bien.
Su tono era tan penoso que me hubiera gustado tomarla entre mis brazos y
asegurarle que encontraríamos a Luisa sana y salva en breve. Aunque las
probabilidades comenzaban a reducirse.
Mi móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de mi pantalón.

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—Por fin, Bernd. ¿Cómo está la cosa?
—Ya tengo lo que necesito. Tenemos que actuar de inmediato. ¿Me ayudarás,
Alex? No tengo tiempo para explicaciones. Sólo dime sí o no.
Contuve el aliento mientras mis pensamientos volaban. Una sospecha. Nada de
explicaciones. Por otro lado, el nuevo descubrimiento de Wolfert… No tenía
elección.
—Te ayudo, por supuesto. ¿Dónde estás?
—En mi coche. En dos minutos estoy en la comisaría. Hasta ahora.
Había colgado. Estaba nervioso como nunca antes en mi vida, pero permanecí al
lado de mi silla, indeciso sobre cómo actuar. La comisaria. Debía informarla de esta
llamada. Pero… no disponía de tiempo: aún debía de bajar cuatro plantas para llegar
al aparcamiento. En dos zancadas abandoné mi despacho y corrí a través del pasillo.
Gracias a Dios, Wolfert se encontraba informando a Ute Biermann. Si me hubiera
cruzado con alguno de los dos en esos momentos probablemente no habría podido
encontrarme a tiempo con Menkhoff.
Cuando crucé la puerta de cristal hacia la calle, Menkhoff introducía su vehículo
particular, un modelo bastante antiguo de Mercedes clase E, en el aparcamiento. Me
acerqué a él y, cuando se detuvo a mi altura, subí al coche. Sin mirarme siquiera, y
una vez cerré la puerta, arrancó el vehículo.
Me ajusté el cinturón.
—¿A dónde…? —comencé.
—¡Cierra la boca y escucha! —me interrumpió desabrido. Se vio obligado a
frenar, pues habíamos alcanzado la entrada del aparcamiento, por lo que me miró por
primera vez—. Antes de que te diga lo que sé y a dónde vamos respóndeme a una
pregunta, y sé sincero, por favor: ¿confías en mí?
El picor de mi frente era insoportable.
—Un único segundo de duda puede costarle la vida a mi hija —dijo con
brusquedad—. De modo que, dime, ¿confías en mí o no? —Como seguía sin
responderle, me ordenó—: ¡Baja!
—¿Qué? Pero yo…
—Lárgate de aquí, Alex.
—¡No! —grité yo, explotando al fin—. Confío en ti —mentí—. ¡Sí, maldita sea!
¡Arranca!
—Acabo de hacer dos llamadas —comenzó Menkhoff su informe—. La primera
de ellas a la tía de Nicole, la segunda a Joachim Lichner. Bueno, en realidad me llamó
él a mí justo cuando di por finalizada mi llamada a España, aunque, por supuesto, él
ignoraba que había logrado localizar a aquella mujer.
Me explicó el contenido de aquellas dos conversaciones y una sensación de
desasosiego se instaló en mi interior cuando comencé a vislumbrar en qué podría

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acabar todo aquello. Interrumpí a Menkhoff y le expliqué qué había descubierto
nuestro compañero Wolfert.
Sus ojos se agrandaron unos instantes, después asintió.
—Sí, eso encaja. ¡Maldita sea!
Después me explicó cuáles eran sus sospechas y, cuanto más hablaba, mayor era
mi necesidad de cubrirme los oídos, como un niño que intenta no escuchar aquello
que desea impedir que suceda.

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CAPÍTULO

60

24 de julio de 2009, 18.00 horas

Si Menkhoff estaba en lo cierto, su hija se encontraba en un peligro mucho mayor de


lo que habíamos supuesto en un principio y no podíamos ni imaginar siquiera cuál era
la verdadera dimensión de aquella situación.
Cruzamos la frontera hacia Bélgica en busca de nuestro destino.
—¿Serías capaz de… matarla? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Ignoro en qué situación… Espero no verme en la necesidad de tomar esa
decisión. Pero si está en juego la vida de Luisa, yo…
—¿Por qué sólo hablas en singular?
—Porque tú no estarás presente.
Le miré sorprendido.
—¿Qué significa eso? Estoy presente ahora.
Sacudió la cabeza y me explicó cuál era su propósito. Aquello se me antojó una
locura, pero si estaba en lo cierto en cuanto a sus suposiciones no tendríamos otra
opción que seguir su plan.
Condujo por la autovía hasta la localidad de Eynatten. La carretera atravesaba el
pueblo dividiéndolo en dos mitades de casi idénticas proporciones. Cuando Menkhoff
giró a la izquierda, a la salida del pueblo, me escrutó con la mirada.
—Quizá sea mejor que no te vean. Ocúltate.
—¿Qué distancia hay hasta la cabaña?
—Queda un buen trecho, pero quién sabe si no hay alguien escondido por ahí
delante, observándonos.
Me pareció innecesario, pero no quise discutir con él en la situación en la que nos
encontrábamos. Debía sentir un inmenso temor por la seguridad de su hija, y no era
de sorprender que extremara las precauciones. Dirigí una última mirada al exterior a
través del parabrisas, después dejé resbalar las piernas hacia abajo, encogiéndolas y
girándome de forma que me encontré arrodillado en la parte baja del coche, apoyando
el torso retorcido de manera casi aventurera sobre el asiento. Desde el exterior nadie
podría advertir mi presencia allí.
Menkhoff condujo mucho más despacio a partir de entonces, girando el volante

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continuamente, como si necesitara superar una carrera de obstáculos. Hubo un par de
golpes en el guardabarros y saltó por encima de algunos baches en el camino.
—¡Vaya camino más lamentable! —exclamó—. Pero ya no debe estar lejos.
Podrás salir en breve.
—¿No crees que deberíamos pedir refuerzos? —pregunté, levantando un poco la
cabeza.
—No. Estoy de vacaciones, ¿lo has olvidado? La señora comisaria es de la
opinión de que soy culpable de un terrible delito. —Me dirigió una mirada rápida y
pude reconocer el reproche implícito en ella—. No me permitirían estar aquí, aunque
sea la vida de mi hija la que corre peligro. —Y continuó en tono firme—: No puedo
permitirlo. No sé qué va a suceder en esa cabaña, pero estoy seguro de que sabré
manejar la situación mejor a solas. Es muy importante que tú te sitúes en la posición
adecuada. Ya estamos llegando —siguió hablando Menkhoff, mirando
esforzadamente a través del parabrisas hacia delante—. Justo después de ese puesto
elevado de caza de ahí se encuentran unos arbustos. Dejaré que te bajes ahí, simularé
sentir necesidad de orinar. Aguarda a que abra la puerta y entonces intenta
desaparecer lo más inadvertidamente posible tras los arbustos. Ocúltate en cuanto
abandones el vehículo. Encontrarás un estrecho sendero a la izquierda que se
introduce en el bosque. La cabaña se encuentra aproximadamente a un kilómetro de
distancia desde aquí, no la verás hasta que no te encuentres prácticamente a su altura.
Yo aparcaré a cierta distancia. Aguarda ahora un minuto, después, sígueme.
Tu sendero, a la izquierda del bosque, se halla a unos ciento cincuenta o tal vez
doscientos metros. Es imprescindible que te acerques a la cabaña por detrás, y sé
cuidadoso en cuanto te aproximes, por favor. Busca algún lugar donde ocultarte cerca
de la puerta de entrada. ¿Está todo claro?
Frenó.
—Y otra cosa: es muy importante que no me sigas cuando entre en la cabaña.
¿Me has entendido? Pase lo que pase, bajo ninguna circunstancia.
—Bernd, yo…
—Confía en mí, Alex.
Me dio unas cuantas instrucciones más, un tanto extrañas, de cómo debía de
comportarme una vez cerca de la cabaña, y después abrió la puerta del coche, se bajó
y dejó que ésta se cerrara sola con un leve chasquido.
Tuve que aguardar unos instantes antes de que se abriera la puerta del
acompañante. Apareció Menkhoff en mi campo de visión, que fingió recoger algo del
suelo.
—¡Ahora! ¡Fuera y atrás! —siseó.
Me deslicé hacia fuera, resbalando por entre sus piernas, aprovechando la
estrecha rendija que me había dejado abierta. Estuve a punto de caer al quedar

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enganchado uno de mis pies en la parte interior del vehículo. Logré sacarlo en el
último momento y me arrodillé en el lateral del coche. Los arbustos que había
mencionado Menkhoff comenzaban a sólo unos centímetros del alerón trasero. Me
encorvé para salvar la distancia que me separaba de aquella tupida vegetación, me
agazapé detrás de ella y miré alrededor mientras veía a Menkhoff cerrar la puerta del
acompañante. Apenas un minuto después, el Mercedes continuó su camino.
A mi derecha, el camino se adentraba en el bosque. Desde mi posición podía ver
desaparecer la parte trasera del vehículo de Menkhoff hasta que, a una distancia
aproximada de treinta metros, se iluminaron brevemente las luces de freno y giró a la
izquierda, desapareciendo por entre los árboles.
Miré a mi alrededor. A mi izquierda se extendían campos arenosos y praderas
secas que habían sido expuestas al fuego, sólo interrumpidas aquí y allá por algunos
árboles o pequeños grupos de arbustos aislados. La parte sinuosa del ondulante
camino que llevaba a la localidad de Eynatten, a aproximadamente un kilómetro de
distancia, y que acabábamos de recorrer, parecía una cicatriz profunda.
Me puse en movimiento. Primero caminé agachado, pero después me lo pensé
mejor y me erguí. Si Menkhoff había acertado en sus instrucciones me encontraba
aún bastante alejado de la cabaña. Si realmente hubiera alguien vigilando este lugar
parecería menos sospechoso que me comportara como un senderista normal. Y si se
trataba de alguien capaz de identificarme, no supondría tampoco ninguna diferencia
si trataba de deslizarme como un indio en una pésima película de vaqueros o si
recorría aquel sendero a paso normal.
Cuando casi había alcanzado el lugar en el que había visto desaparecer a
Menkhoff vi abrirse hacia la izquierda un nuevo sendero, tan estrecho que apenas
podría avanzar un vehículo por él. Veinte metros más allá apareció el Mercedes.
Menkhoff no se hallaba a la vista. Abandoné el camino principal y me introduje en el
bosque. En esta zona crecían pocos arbustos, de modo que me resultó sencillo
caminar en paralelo al nuevo sendero que había hallado, cruzando el bosque por entre
los árboles.
A cada paso crecía la tensión acumulada en mi interior; los sonidos que mis pies
provocaban en el suelo del bosque se me antojaban traicioneros. Aquí y allá tenía que
desviarme un poco para superar árboles caídos cubiertos de musgo, de modo que al
poco perdí la noción de la distancia que había recorrido. Tampoco me ayudaba volver
la vista atrás, ya que hacía tiempo que el Mercedes de Menkhoff no se distinguía.
Aproximadamente un kilómetro había dicho, y había insistido en que no era
posible ver la cabaña hasta que no me encontrara justo delante de ella. Mientras
avanzaba con sumo cuidado, intentando al mismo tiempo vigilar mi entorno, me
preguntaba a qué se estaría enfrentando Menkhoff… En Eynatten… En la cabaña.
Un crujir de hojas me hizo volverme de repente. En un acto reflejo agaché la

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cabeza, tanteando el bosque a mis espaldas con la mirada. Más crujidos, sólo unos
segundos después, me mostraron la dirección correcta. Unos momentos más tarde
distinguí a la majestuosa cierva que me contemplaba a aproximadamente cincuenta o
sesenta metros de distancia desde detrás de un grueso tronco. La estampa de aquel
animal contenía algo tan pacificador, enaltecido, que casi olvidé la causa por la que
avanzaba a hurtadillas por entre los árboles de un bosque belga en una tarde de
verano. Casi en el mismo instante en el que se materializó en mi mente como un
reclamo el rostro infantil de Luisa, la cierva realizó un salto impresionante y huyó al
interior del bosque. Yo continué mi avance.
Aproximadamente un cuarto de hora después pude distinguir la parte trasera de la
cabaña y parte del lado derecho. Una especie de camino de tierra, que tiempo atrás
probablemente sólo había consistido en las líneas paralelas de huellas de neumáticos
separadas por unos matojos irregulares de hierba, se aproximaba a la cabaña desde la
parte opuesta del bosque, desembocando en un pequeño claro que albergaba la
pequeña construcción de madera y una especie de patio cubierto de hierba. En el
lateral de la cabaña más próximo a mí había estacionado un vehículo de pequeño
tamaño, de color verde oscuro. Se me aceleró el pulso.

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CAPÍTULO

61

24 de julio de 2009, 18.29 horas

Me esforcé por caminar lo más silenciosamente posible, utilizando los árboles para
ocultarme, convirtiendo mi trayecto en un desordenado avanzar en zigzag. A dos
metros de distancia de la parte trasera del vehículo estacionado, en una especie de
prolongación imaginaria del frente de la vivienda, un arbusto que crecía salvaje servía
de frontera natural entre el claro y el bosque. No me era posible distinguir la parte
delantera de la cabaña desde mi posición pero, incluso en el peor de los casos, la
puerta de entrada sólo se hallaría a unos pocos metros de distancia de aquel arbusto.
Un escondite ideal para los propósitos de Menkhoff.
Me acerqué, manteniéndome ligeramente agachado hasta que alcancé aquella
posición, y me arrodillé allí. A través de un hueco entre los arbustos pude distinguir la
mayor parte del frontal de la cabaña y, aunque percibía la puerta gastada de madera y
la única ventana sólo como finas líneas que interrumpían la raída madera, sería capaz
de observar todo lo que se desarrollara justo delante.
Existen poemas y canciones en las que se describe al bosque como un remanso de
paz. No es cierto. A mi alrededor no dejaba de oír crujir, chasquear, crepitar y silbar.
Como mínimo la mitad de aquellos rumores podían proceder de alguien que
pretendiera acercarse. Noté mi pulso en la yugular con tanta intensidad que quedé
convencido de que cualquiera que hubiera estado situado a mi lado en aquellos
instantes hubiera podido seguir el bombeo de mi corazón en mi cuello. Alguien
situado a mi lado… Giré la cabeza rápidamente. Nada, sólo el bosque. Comencé a
sudar de nuevo. Cuánto odiaba esa costumbre mía de sudar a cada momento.
Resultaba sumamente molesta.
¿Qué estaría haciendo Menkhoff? Si se encontraba en el interior de la cabaña,
¿por qué no se oía nada? ¿Tal vez le estaban aguardando cuando llegó? ¿Le habían
golpeado? O peor aún…
No debía seguirle al interior de la cabaña, me lo había ordenado. Bajo ninguna
circunstancia, pasara lo que pasara…
Normalmente un operativo conjunto se lleva a cabo justo a la inversa. Cuando se
tiene la impresión de que el compañero, o cualquier otro agente, pudiera hallarse en
una situación de peligro, se acude de inmediato en su ayuda. Pero este caso era

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diferente. Al menos, suponiendo que la rocambolesca teoría de Menkhoff se
correspondiera con la verdad. ¿Y si así era? ¿Qué alcance tendría aquello, analizando
ahora los acontecimientos del pasado? ¿Cómo se resolvería…?
Un ruido mucho más marcado me hizo estremecer. Enderecé la parte superior de
mi cuerpo intentando barrer con la mirada todo el perímetro. Ahí estaba Menkhoff.
Salía del bosque desde la parte opuesta a la cabaña y avanzaba a paso rápido hacia la
puerta. En su mano distinguí con toda claridad el arma reglamentaria.

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CAPÍTULO

62

24 de julio de 2009, 18.43 horas

No puedo recordar con exactitud los segundos que mediaron entre la entrada de
Menkhoff en la cabaña y el disparo, ignoro cuántos fueron y cómo transcurrieron. A
veces pienso que pasarían al menos cincuenta segundos, tal vez un minuto; en otras
ocasiones, en cambio, cuando intento rememorar aquello, lo que ocurre muy a
menudo, estoy seguro de que no pudieron ser más de cinco.
El disparo resonó como un trueno, y comparado con aquello tuve que reconocer
que los poemas y las canciones acertaban cuando alababan la tranquilidad del bosque.
El grito agudo que lo acompañó fue tan breve que me sentí incapaz de discernir si
había sido pronunciado por una mujer o por una niña. Ni siquiera podía excluir del
todo que se tratase del grito de Menkhoff.
Obedeciendo a un impulso reflejo quise empuñar mi arma, ponerme en pie y
correr a asaltar aquella cabaña de la que únicamente sabía que en su interior se
encontraba mi compañero y alguna otra persona.
Saqué mi pistola, eso sí, pero permanecí oculto. Tenía las palabras de Menkhoff
grabadas a fuego en mi mente.
«Bajo ninguna circunstancia. Pasara lo que pasara».
Había, o así lo esperaba, calculado muy bien las circunstancias que podían haber
convertido en necesaria tal advertencia. A pesar de ello estuve a punto de no resistir
allí, oculto tras unos arbustos, mientras en el interior de la cabaña sucedían cosas que
ignoraba qué podían significar para mi compañero. ¿Y qué sucedía con Luisa?
¿Había sido ella quien había gritado? Tal vez Nicole la había…
Mi cuerpo se contrajo por entero. Quise saltar, y tuve que recurrir a toda mi
fuerza de voluntad para permanecer allí arrodillado, sin moverme. Mi subconsciente
insistía en tomar el mando por haber registrado que estaba realizando una acción
completamente ilógica. Una niña se hallaba en grave peligro y yo no reaccionaba
para acudir en su ayuda. Percibí el sudor en mi frente y, cuando me pasé el dorso de
la mano, ésta se me humedeció.
Se abrió la puerta de la cabaña y puse mis músculos en tensión. Mi mente
necesitó unos instantes para interpretar lo que le transmitían mis ojos, pero entonces
puede advertir que era Menkhoff quien abandonaba el lugar y llevaba en brazos a su

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hija. Luisa tenía la cabeza apoyada en su hombro y él se la cubría protectoramente
con una mano. No pude distinguir si la niña se encontraba bien, quise gritarles algo,
saltar y correr hacia ellos. Finalmente, Luisa se movió y una ola de alivio recorrió
todo mi cuerpo cuando la niña alzó la cabeza, mirando sollozante a su alrededor,
mientras Menkhoff aún permanecía de pie ante la cabaña, presionando su cabeza con
una mano, hablándole con delicadeza.
Un chasquido a mi derecha me hizo volverme. A escasa distancia de donde pocos
instantes antes había aparecido Menkhoff, el doctor Joachim Lichner se acercaba con
paso apresurado a la cabaña, sin apartar la mirada del grupo formado por Menkhoff y
Luisa. Me arrodillé de nuevo tras mi arbusto, intranquilo, intentando respirar lo más
silenciosamente posible.
—Señor inspector jefe, ¿va todo bien? —preguntó Lichner, y pude escuchar con
tanta claridad sus palabras como si empleara un micrófono cuyo altavoz se hallara
justo a mi lado—. ¿Cómo se encuentra la niña? ¿Está bien?
—Sí, todo bien —dijo Menkhoff, acariciando la espalda estremecida de Luisa.
Lichner se había puesto casi a la altura de ambos, deteniéndose a unos cinco
metros de distancia.
—¿Ha venido solo?
Menkhoff asintió.
—¿Y Nicole? Ella… ¿Le ha causado problemas? He oído disparo. ¿Dónde está
Nicole?
Menkhoff bajó la cabeza.
—Nicole ha muerto.

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CAPÍTULO

63

24 de julio de 2009, 18.49 horas

Me había olvidado de forma repentina y por completo de cómo pensar por mí mismo.
Todos los canales de mi cerebro se habían activado en modo receptor para no
perderse ni una sola palabra, ni un solo gesto de la escena que estaba desarrollándose
ante mis ojos.
—¿Qué ha…? Dios mío. ¿Está seguro?
Lichner boqueó mientras miraba a Menkhoff como si procediera de otro planeta.
—Sí, estoy seguro. No pude actuar de otro modo. Estaba amenazando a Luisa con
un cuchillo. Yo…
En ese instante sucedió algo increíble. Hasta tal punto que, inicialmente, no supe
interpretar la escena.
Joachim Lichner empezó a reírse.
Tímidamente al principio, en pequeños accesos, después subiendo en intensidad,
desinhibido, sacudiendo la cabeza como si hubiera oído un chiste particularmente
bueno.
—¿De verdad le ha disparado? —logró decir una vez se tranquilizó un poco—.
Eso es… ¡Es grandioso! Sabía que podía confiar en usted.
Menkhoff se inclinó levemente hacia delante y dejó a su hija ante él en el suelo,
sin perder de vista a Lichner en ningún momento. Luisa parecía muy aturdida.
Menkhoff le habló en voz baja, señalando el vehículo situado a medio camino entre la
cabaña y yo. Luisa sacudió la cabeza enérgicamente y se aferró con desesperación a
las piernas de su padre, pero él se soltó del abrazo y le agarró fuertemente los brazos.
Le dirigió una muda mirada, finalmente asintió y la colocó a sus espaldas, sirviendo
de escudo entre Lichner y ella.
—No tema, señor inspector jefe, no le haré daño a su hija.
¿Por qué iba a hacerlo? —Volvió a reír, parecía próximo a la histeria—. Ya está
todo hecho.
—¿A qué se refiere, Lichner? —preguntó Menkhoff—. ¿Ha perdido totalmente el
juicio? ¿Qué es lo que está hecho?
—Pues todo. —Sonrió abiertamente, e incluso desde mi posición reconocí aquella
sonrisa. Muchos años atrás, el señor Lichner me la había dedicado en suficientes

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ocasiones—. Aguarde —continuó hablando, divertido—. Se lo explicaré.
Inspiró profundamente y miró a su alrededor con suficiencia. Me pareció algo
irracional, pero en esos instantes me recordó intensamente a mi padre. Siempre que
alcanzábamos nuestro destino, tras haber iniciado alguna excursión que él mismo
había planificado para la familia, se bajaba del coche, miraba a su alrededor y
mostraba exactamente la misma expresión satisfecha, como pretendiendo solicitar
mudamente nuestra aprobación por aquel plan tan fantástico en el que nos había
embarcado.
—Ha funcionado, señor inspector jefe —comenzó Lichner su explicación.
Mantenía su sonrisa—. Todo ha sucedido exactamente tal como lo planeé. Lo cual no
me sorprende dado los años que le he dedicado a este asunto. Sin embargo, hubo un
par de situaciones en los últimos días en las que constaté que había esperado
demasiado de usted, a pesar de que mi confianza en sus capacidades policiales nunca
fue demasiada. Que no lograra hallar el historial médico de Nicole en mi ático, por
ejemplo… Me resulta incomprensible. Tal vez hubiera necesitado que le trazara una
línea amarilla con una flecha señalando el lugar.
Hizo una pausa para que sus palabras alcanzaran el efecto debido. Menkhoff le
miró sin comprender.
—¿De qué me está hablando? No entiendo ni una palabra de lo que me dice,
aunque tampoco me apetece demasiado oír todas esas sandeces. Sí, me dio usted una
indicación acertada y le estoy agradecido por ello, pero ahora tengo cosas que hacer.
Nicole se encuentra ahí dentro, mi hija está aterrorizada y necesito marcharme de
aquí cuanto antes. Espero que comprenda que llame ahora a Alemania para contactar
con mis compañeros y dé aviso a la policía belga.
Lichner alzó la mano.
—No, por favor. Primero debería escuchar lo que tengo que decirle. Créame, es
importante.
Menkhoff giró la parte superior de su cuerpo para mirar a su hija, que seguía
aferrada a sus piernas, ahora desde detrás.
—De acuerdo, hable. Pero dese prisa.
—Para empezar: estaba usted en lo cierto aquella vez, hace años. Me vi obligado
a acallar a la pequeña Juliane.
Silencio. Me olvidé de respirar. Durante varios segundos simplemente me quedé
ahí parado, sin más, hasta que mis reflejos reaccionaron exigiendo insistentemente
que volviera a suministrar oxígeno a mi cuerpo. Así de sencillo. Una oración
pronunciada casi al descuido y obtuve respuesta a todas mis preguntas de los últimos
años, y ya no hubo lugar a más dudas. Busqué en mi interior intentando hallar una
sensación de alivio y descubrí algo totalmente diferente: vergüenza. Me causaba
cierto bochorno descubrir que había enjuiciado erróneamente a aquel hombre que se

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esforzaba ahora por proteger a su hija de un pederasta y asesino.
—Pretendía hablarle a sus padres de mí —continuó Lichner—. A pesar de que le
había explicado claramente qué sucedería en ese caso y le había insistido que sólo
ella sería la culpable. Una niña muy tozuda. —Su rostro dejaba traslucir su
indignación, como si hubiera padecido una gran injusticia—. Y eso que no le había
causado ningún daño. Jamás le he hecho daño a ninguna niña. Sólo me he dedicado a
jugar un poco con ellas. A esa edad son tan delicadas, tan… En cualquier caso: mis
felicitaciones. A pesar de sus incapacidades acertó usted entonces. Pero,
sinceramente… —Su semblante se transformó, adquirió un aspecto conspirador—.
Sin aquel coletero que la buena de Nicole ocultó tan adecuadamente en mi armario no
hubiera tenido usted ni la más mínima oportunidad. Soy demasiado cuidadoso. ¿De
dónde lo sacó? Me lo he estado preguntando todos estos años.
Menkhoff se limitó a mirarle fijamente, inexpresivo, y Lichner hizo una seña
despectiva con la mano.
—No importa. En cualquier caso, mi querida Nicole me traicionó, al igual que
hiciera Judas en su día con su amo y señor. Por cierto, con un beso, como usted bien
sabe. Y lo mismo hizo Nicole de forma figurada, ¿verdad? Tuve que castigarla por
ello. Y puede imaginar que no me sentí demasiado feliz con el éxito de sus
investigaciones, señor inspector jefe.
Risa conspirativa.
—¿De qué demonios me está hablando, Lichner? Sigo sin comprender.
La risa se esfumó de su rostro de repente, como si se hubiera pulsado un
interruptor.
—Sí, ya me lo temía. Seré más claro, señor Menkhoff, para que sea usted capaz
de comprenderlo todo a pesar de su limitado cerebro de policía: en cada una de las
ocasiones en las que recibí una paliza en prisión, cada vez que uno de esos primates
descerebrados con el físico de un boxeador laureado me chantajeaba, humillaba y
torturaba, cuando me escupían o cuando algún criminal violento, peludo y tatuado me
utilizaba en la ducha para masturbarse, pensaba en usted y en Nicole. Cada maldito
día de esos trece años, un mes y diez días que pasé encerrado en aquella jaula ansié
vengarme de ustedes dos. Ese pensamiento me impulsaba a no rendirme, a soportar
cualquier cosa que hicieran allí dentro conmigo. Hice algunos planes que deseché
finalmente. Modifiqué algunos detalles, los mejoré, consideré todas las
posibilidades… hasta que todo fue perfecto. Pasé años enteros preparando aquellos
historiales médicos.
Rio de nuevo mientras sacudía la cabeza.
—Tiene que concederme que lo hice bien, ¿verdad? Esa historia de los gatitos
asesinados para protegerlos… ¿No fue genial? Confieso que la estuve perfeccionando
mucho hasta encontrar algo que no pareciera incongruente desde el punto de vista

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psicológico, y que además resultara tan simple que incluso usted lograra entenderlo.
No piense, sin embargo, que todo lo que ha leído en esos informes procede de mi
imaginación. Un diez por ciento aproximadamente se corresponde con la verdad, por
desgracia. La pobre Nicole no tuvo una infancia fácil. Pero yo me dediqué a…
adornarla un poco.
—¿El historial médico es falso? Pero, ¿entonces qué sucede con…?
—La palabra mágica se llama hipnosis. Es cierto que Nicole me visitó en prisión,
pero no porque ella lo deseara, sino porque yo le rogué que viniera. En aquel
momento era muy influenciable, psicológicamente hablando, y no me resultó difícil
controlarla durante el tiempo que medió hasta mi puesta en libertad. Bien, y entonces
comenzamos con la terapia. Logré convencer a Nicole en nuestras sesiones de
hipnosis que arrastraba un grave trauma desde la infancia. Todo lo que han leído en
su historial médico se lo repetí una y otra vez hasta que finalmente no supo distinguir
qué era real y qué no.
—Pero toda esa historia del secuestro de su hija, de Sarah…
—Formaba parte de mi plan. Incluyendo mi confesión de haberlo fingido todo.
¿No cree que establecí un juego de equívocos genial? Sea sincero, Holmes: ¿quién,
sino yo, sería capaz de imaginar algo así?
—La llamada de Nicole a la comisaría en el día de hoy…
—Si me interrumpes, cuelgo —imitó Lichner una voz femenina—. Le hice
memorizar esa frase bajo hipnosis. ¿No estuvo maravillosa? Claro que estuvimos
ensayando durante semanas. Al final lo hacía tan bien que hubiera podido
arriesgarme a que las pronunciara directamente, pero preferí utilizar una grabación.
Para ir sobre seguro.
—Pero, ¿cómo…? ¿No se encontraba usted en la puerta de la comisaría? ¿Me
llamó con el móvil desde allí…?
—No, fue mucho más sencillo. Recurrí a un ayudante en el que podía confiar.
—¿Diesch? —preguntó Menkhoff.
—¿Recuerda que le comenté que disponía de unos ahorros? Una cantidad
respetable. Con cien mil euros pueden comprarse muchas cosas. Incluido un ayudante
leal.

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CAPÍTULO

64

24 de julio de 2009, 19.02 horas

Menkhoff alzó la cabeza para mirar a Lichner a los ojos.


—No fue Nicole quien secuestró a mi hija, sino usted.
Lichner sacudió la cabeza con aprobación, sonriente.
—Créame, fue toda una aventura transformar a un hombre en una mujer de pelo
negro con ayuda de una peluca y mucho maquillaje. Estuve trabajando largo rato en
ello.
—Nicole. La he… —El rostro de Menkhoff se contrajo de dolor—. He acabado
con su vida.
Lichner se encogió de hombros.
—Tengo que confesar que esa fue la parte más complicada de toda esta historia.
La condicioné para que atacara a su hija con un cuchillo en cuanto penetrara usted en
la cabaña. Pero hay ciertas barreras naturales que son difíciles de romper, incluso
bajo hipnosis, y hubiera cabido la posibilidad de que Nicole estropeara mi plan en el
último momento. Pero incluso en ese caso… Me he divertido muchísimo en estos
últimos días. Los periódicos hubieran acogido con gran entusiasmo la historia de
cómo un agente de policía se dejaba conducir como una marioneta por todo
Aquisgrán por un antiguo presidiario.
Hubo una pausa durante la cual los pensamientos se agolparon en mi mente.
Antes de que pudiera formarme una imagen clara de todo ello, habló Menkhoff.
—Volverá a prisión por esto, Lichner, me ocuparé de ello. Usted…
—Bueno, ya pagué por mi inconveniencia con Juliane. Y no he sido yo quien le
ha disparado a Nicole, sino usted, señor inspector jefe. ¿Lo ha olvidado? Usted ha
asesinado a una mujer inocente, convencido de su superioridad. Y nada menos que a
la mujer a la que presuntamente ha amado tanto. Arrastrará esa maldita culpa durante
el resto de su pobre existencia. Cada vez que mire a Luisa lo recordará. Esa será mi
recompensa.
—Ha secuestrado usted a mi hija con ayuda de un cómplice, Lichner. Sólo por
eso se pudrirá en prisión durante muchos años.
De nuevo Lichner sacudió la cabeza, en esta ocasión acompañando el gesto de
una sonrisa indulgente.

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—No lo comprende, señor Menkhoff. Por desgracia, el mundo no es tal como a
usted le gustaría que fuera. Estamos solos aquí. Todo lo que le diga ahora no le
servirá de nada. Será su declaración contra la mía, con la pequeña diferencia de que
usted acaba de dispararle a una mujer inocente y, por supuesto, intentará culpar a un
pobre ex presidiario. Al igual que ya hizo una vez. Ya sabe, la llamada de Nicole, la
cartita a la comisaria. Le resultará muy complicado explicar todo eso. Me atrevo a
anunciar que mi caso volverá a estudiarse. Me rehabilitarán, señor inspector jefe
Menkhoff, y para usted comenzará un infierno. Confieso que no me gustaría estar en
su pellejo.
—Es usted un hijo de puta —dijo Menkhoff, ronco, lo cual provocó que Lichner
ladeara la cabeza y alzara las manos.
—Viniendo de usted lo consideraré un cumplido.
—Esa vivienda en Zeppelinstrasse… —La voz de Menkhoff arañaba su garganta
—. ¿Qué fin tiene?
Lichner reflexionó unos instantes, pareciendo considerar qué debía contestar y
finalmente se decidió a hablar.
—¿Por qué no? Saberlo no le servirá de nada. Y como policía que es le agradará
saber para qué necesitaba aquel piso. Ya le he mencionado en alguna ocasión lo
mucho que admiro a las niñas de corta edad. Son tan increíblemente inocentes, tan
angelicales. Su piel… En cualquier caso, de vez en cuando me concedo a mí mismo
el disfrute de la compañía de uno de estos seres maravillosos. Nada malo, sólo un
poquito de… Bueno, da igual. La vivienda de Zeppelinstrasse es la nube a la que me
retiro de vez en cuando con uno de esos ángeles.
En el mismo momento en el que creí sentir cómo la sangre se me congelaba en las
venas al oír con cuanta ligereza comentaba ese monstruo sus abusos a niñas, habló
Menkhoff.
—¿Abusó de las niñas en ese piso, hijo de puta?
Lichner meció la cabeza de un lado a otro.
—Yo no lo expresaría de ese modo. Todas ellas pueden llegar aún vírgenes al
matrimonio. Aunque dudo que, tal y como están hoy los tiempos, alguna de ellas lo
haga de verdad.
—La habitación recién pintada.
—Exactamente. Pensé que si se disponía usted a buscar huellas de mi hija en mi
piso era conveniente eliminar primero los vestigios de las hijas de otros.
Mi necesidad de golpear aquel rostro perverso y sonriente creció hasta lo
inconmensurable.
—Además, aquello tuvo un pequeño efecto colateral y la historia de la
desaparición pareció mucho más verosímil, dado que había pintado con tanta
celeridad el dormitorio infantil. De modo que… al menos para las mentes más

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simples, supondría un indicio seguro de delito. ¿Y sabe de qué he disfrutado más? Le
mostré las fotografías de mis niñas y ni siquiera lo advirtió.
Menkhoff se giró un poco, y, cuando Luisa dejó caer sus brazos, se agachó y
comenzó a hablarle en voz baja. Tras unos instantes, la niña asintió y Menkhoff se
puso en pie de nuevo. Miró a Lichner, que la contemplaba, desorientado, y corrió en
mi dirección, hacia el vehículo aparcado, ocultándose detrás de éste. Se encontraba
ahora sólo a unos cuatro metros de mí, una distancia que podría salvar rápidamente
en caso de necesidad.
—¿A qué viene esto? ¿Por qué le ha ordenado que se esconda detrás del coche?
¿Cree que si de verdad pensara hacerle daño esos pocos metros la salvarían? La
policía no puede ser más estúpida.
—Ya veremos —dijo Menkhoff, y Lichner se mostró de nuevo desconcertado.
Menkhoff se enderezó, y con un gesto rápido sacó un arma hasta entonces oculta de
algún lugar situado a su espalda, con la que apuntó al psiquiatra.
—Joachim Lichner, le detengo por secuestro, abuso sexual reiterado a diversas
niñas, así como por simular un acto delictivo. Usted…
Lichner soltó una risa escandalosa.
—¿Qué hace usted qué? ¿Es que no ha entendido nada de lo que le he dicho? No
puede demostrar absolutamente nada.
—Sí, creo que sí que puedo —respondió Menkhoff.
—¿Ah sí? ¿Y cómo pretende hacerlo?
—Esa increíble jugada suya, Lichner… Desde el principio nos llamó la atención
una sombra alargada en las fotografías que colocó usted en la vivienda de Nicole.
Estuvimos pensando en ello largo rato, hasta que las fotografías que los compañeros
de la policía científica tomaron en su piso de Zeppelinstrasse cayeron en las manos de
otro compañero. La habitación recién pintada, señor Lichner. Hay una abertura en la
pared que sirve para limpiar la chimenea, y el borde de esa abertura se reconoce
también en las fotografías en las que aparecen las niñas. Aunque usted lo haya
limpiado todo y pintado de nuevo hemos logrado aislar un par de cabellos. Apuesto a
que no necesitaremos más de un par de días para localizar a las niñas de las
fotografías. Compararemos su ADN con el de los cabellos encontrados; será idéntico,
y a continuación las haremos charlar un rato con nuestro psicólogo. ¿Cuánto cree que
tardarán en contarnos todo lo que necesitamos saber? Se piensa que es un genio, está
usted tan seguro de sí mismo que no ha hecho más que cometer un fallo tras otro.
¿Sabe una cosa? Es usted un chapucero, señor Lichner.
Por primera vez desde que le vi aparecer ante la cabaña la autosuficiencia del
rostro de Lichner desapareció.
—Y eso no es todo —añadió Menkhoff—. He ocultado una grabadora de
sensibilidad especial en el bolsillo de mis pantalones, un aparato que será capaz de

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reproducir con toda claridad cada una de las palabras que usted ha pronunciado.
El rostro de Lichner se volvió pétreo.
—Bueno, ¿quién es ahora el más estúpido de los dos, señor…?
Entonces se abrió la puerta de la cabaña a espaldas de Menkhoff y vi salir… a
Nicole Klement.
Me resulta muy difícil describir las sensaciones que experimenté en aquellos
momentos. A la sorpresa inicial le siguió un breve instante de desconcierto: Nicole
seguía con vida. Y mientras observaba, aturdido, cómo se acercaba con dos breves
pasos a Menkhoff y se situaba a su lado, comprendí por fin que el disparo y la
aparente muerte de Nicole no habían sido más que una parte de la genial
escenificación de Menkhoff.
Tenía un aspecto más frágil aún que de costumbre, pero no se advertía en ella
ninguna herida. Observé a Lichner, que miraba a Nicole como si se tratase de un
fantasma. Sin embargo, apenas unos pocos segundos después su rostro se transformó
y mostró una sonrisa torturada.
—¡Vaya! Mi querida Nicole, viva y coleando. De modo que el señor inspector
jefe ha estado preparando una pequeña obra de teatro y ha logrado engañarme.
¡Felicidades! Jamás le hubiera creído capaz.
No encontré motivo alguno para seguir ocultándome. Lichner había confesado,
proporcionándonos sin proponérselo todos los detalles de sus crímenes. Nicole
continuaba con vida y Menkhoff tenía controlado al psiquiatra con su arma.
Me puse en pie y me falló la pierna izquierda, que tenía entumecida. Cuando
aparecí por entre los arbustos la cabeza de Lichner se giró en mi dirección. Por
segunda vez en poco tiempo pude advertir cómo la sorpresa transformaba su rostro.
—Creo que no es necesario que continúe escondiéndome —le dije a Menkhoff, y
a continuación me dirigí a Lichner—: He podido oír todo lo que ha dicho y estoy
deseando tener la oportunidad de repetirlo en un juicio.
Los acontecimientos de los segundos siguientes los conozco en su mayor parte a
partir de lo que me han explicado después, pues en mis recuerdos sólo encuentro para
ese lapso de tiempo la más absoluta confusión.
Detecté una sombra acercándose desde atrás y me di la vuelta. Se trataba de
Luisa, que había abandonado su escondite tras el coche y se acercaba ahora
tímidamente a Menkhoff mientras observaba temerosa a Nicole. Tal vez había
interpretado mi aparición como señal de que podía salir.
Cuando alcanzó la parte delantera de la cabaña entró en el campo de visión de su
padre, que al verla le gritó:
—¡Luisa, retrocede inmediatamente! Me volví instintivamente hacia Lichner y
aún alcancé a ver que repentinamente sostenía un arma en la mano y apuntaba con
ella a Luisa.

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La adrenalina se disparó en mi interior. Menkhoff se había distraído con la
aparición de la niña, y supe que no reaccionaría a tiempo. Reuní todas mis fuerzas y
salté hacia delante. Oí un disparo y simultáneamente sentí un golpe en el hombro que
me derribó, así como una quemazón insoportable. No era capaz de distinguir nada,
pues todo lo que me rodeaba parecía estar sumido en una espiral acelerada que giraba
de forma imparable. Registré lejanamente otra explosión y después todo se volvió
negro.

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CAPÍTULO

65

25 de julio de 2009, 10.10 horas

Menkhoff apareció a los pies de mi cama. Me contemplaba con gravedad.


—Un disparo limpio, la bala te atravesó. Has tenido suerte, Alex.
Asentí y examiné el vendaje que me tapaba el hombro derecho y parte del brazo.
—Sí, puede decirse que sí. Gracias a Dios ese cerdo no tenía demasiada puntería.
¿Cómo está Luisa?
—Bastante bien. Se encuentra una planta más abajo, con la señora Christ; una
psicóloga juega ahora con ella. Cuentan con unos juegos maravillosos allá abajo. —
Me dirigió una sonrisa torturada—. Ella… Tardará en estar bien del todo. Pero con el
tiempo… Bueno…
Guardamos silencio unos instantes.
—Gracias. Si no hubieras reaccionado tan rápidamente… —Tragó—. Has
arriesgado tu vida para proteger a Luisa. No lo olvidaré jamás.
Hice un gesto como para restarle importancia a mi acción.
—No fue más que un acto reflejo. Tú me salvaste a mí al disparar. ¿Qué pasará
ahora con Lichner?
Menkhoff se encogió de hombros.
—Creo que le alcancé el bazo. Se encuentra en la UCI, pero sobrevivirá y volverá
a pasar una larga temporada en prisión.
—Me sorprendió mucho que lograras engañarle con lo de la grabadora.
Menkhoff enarcó una ceja.
—¿Engañarle? ¿Pensabas que le estaba engañando? Llevaba una grabadora
digital de última generación oculta en mi bolsillo. Es cierto que la grabación suena
como si Lichner hubiese hablado con un pañuelo introducido en la boca, pero puede
distinguirse la mayor parte de lo que dijo.
Examiné mi mano derecha, que descansaba sobre la colcha. En el dorso advertí
una línea anaranjada. Al parecer me habían aplicado desinfectante de forma bastante
generosa.
—¿Y qué sucederá con Nicole?
Inspiró profundamente.
—Se encuentra muy confundida. Recuerda débilmente algunas cosas, otras no.

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Lichner la ha estado sometiendo a hipnosis durante un período de tiempo muy
prolongado, introduciéndole casi a diario sus ideas enfermizas en la cabeza.
—¿Hipnosis?
—Le suministraba ciertos medicamentos para aumentar su vulnerabilidad. Un
lavado de cerebro de lo más perverso. Es imposible que ella secuestrara a Luisa en su
estado, y dado que el propio Lichner no pudo haberse encontrado en ese momento en
las proximidades de la guardería, sólo nos queda Diesch. Éste lo niega todo, por
supuesto, pero ya me ocuparé de él más tarde. La declaración de Lichner nos basta
por el momento para su prisión preventiva.
Asentí.
—¿Qué sucedió en realidad en el interior de esa cabaña?
—¿En la cabaña? Bueno… —suspiró—. Luisa estaba sentada en una silla en un
rincón. Estaba… La habían atado.
Hablar de aquello le requería un importante esfuerzo.
—Nicole estaba sentada junto a una mesa, a unos dos, tres metros de distancia de
la niña, y sobre la mesa había un cuchillo. Cuando entré en la cabaña lo cogió. Ella…
Se puso de pie de un salto, pero inmediatamente se detuvo. Tuve la impresión de que
no sabía muy bien cómo debía actuar a continuación. Miró el cuchillo, luego me miró
a mí… Ignoro exactamente qué le había ordenado Lichner bajo hipnosis, pero al
parecer también ahí pecó de un exceso de confianza. Supuso que yo dispararía a
Nicole inmediatamente si al entrar en la cabaña la veía amenazar a Luisa con un
cuchillo.
Dejó transcurrir unos segundos antes de continuar.
—Y probablemente es lo que hubiera hecho.
De nuevo guardó silencio unos instantes, y reflexionó.
—En cualquier caso, no se resistió cuando le quité el cuchillo de las manos. Les
expliqué a ambas mi plan y disparé. Después liberé a Luisa. Aunque estaba
aterrorizada, notó que Nicole no le causaría ningún daño. Intenté explicarle que era
muy posible que delante de la cabaña nos estuviera esperando el hombre que le había
hecho todo eso y que por tanto debía obedecerme en todo lo que le ordenara. Y…
bueno… el resto pudiste verlo tú mismo.
—¿Y todo esto… es decir… descubriste el plan de Lichner sólo con hablar con la
tía de Nicole?
—Bueno, en realidad ella sólo confirmó mis dudas. Siempre tuve dudas, ya lo
sabes. No creía a Nicole capaz de asesinar a un niño. Estuve conviviendo con ella
mucho tiempo y estaba completamente seguro de que Lichner era el asesino de
Juliane. Por eso, pronto resultó evidente para mí que estaba intentando engañarnos.
Pero no pude adivinar el juego tan perverso que había ideado.
—Y, exactamente, ¿qué te dijo su tía? Quiero decir, ¿cuánto hay de cierto de lo

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que pudimos leer en el historial médico de Nicole?
Menkhoff fijó la mirada en la colcha de mi cama.
—Su padrastro abusó de ella sexualmente en un par de ocasiones, eso es cierto.
Pero no ha muerto. Acabó en prisión, pues en cuanto la madre de Nicole notó que
sucedía algo lo denunció. La madre falleció poco después, debido a un cáncer, y la tía
de Nicole se ocupó de la niña. Todos los demás detalles son pura ficción.
—Pero Lichner debía suponer que le preguntaríamos a la tía. No comprendo
cómo se ha arriesgado a ello, dado el plan tan cuidadosamente pensado que nos
escenificó. Podía haber encontrado otras posibilidades, en las que descubrir el engaño
nos hubiera sido más complicado. Incluso lo de la sombra en las fotografías de las
niñas… ¿Por qué correr esos riesgos?
—Porque ese es su talón de Aquiles, Alex. Se considera tan inteligente que le
causaba una satisfacción perversa colocarnos la solución ante nuestras narices. El
maravilloso genio se dedica a jugar con sus estúpidas marionetas. Y se sentía
absolutamente seguro de que éstas jamás le descubrirían.
Sacudí la cabeza.
—Sabía que era un hijo de puta, pero le tenía por más inteligente.
—Es muy inteligente, Alex, pero… No podía actuar de otro modo. ¿Sabes? Está
dominado por su ser, su esencia.

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AGRADECIMIENTOS

Redactar los agradecimientos siempre crea en mí sentimientos muy dispares. Por una
parte, me alegro de haber llevado a término con éxito un nuevo proyecto; por otra, sin
embargo, me entristece abandonar a mis protagonistas, a quienes, pese a que han
llevado una vida meramente virtual, he ido tomando mayor cariño con cada una de
las páginas en las que aparecen. Al colocar la palabra FIN en mi relato cesan mis
oportunidades de escribir para ellos soluciones a sus dificultades, situaciones en las
que puedan reír o imaginar alguna idea salvadora. Por decirlo de otro modo: tengo
que liberarlos por completo de mi tutela.

Incluso el lugar en el que transcurre la acción se me torna más familiar con cada paso
que dan mis protagonistas. Casi tengo la impresión de que yo mismo he vivido allí
durante un tiempo.
En esta ocasión me encontré necesitado en mayor medida que en mis historias
anteriores de los consejos y la ayuda de la policía, y descubrí que resultó muy
acertado haber seleccionado como escenario la ciudad de Aquisgrán.
Les debo gratitud.
A los y las agentes de la comisaría criminal de Aquisgrán, que me ofrecieron
ayuda y apoyo, y que, en el instante mismo en el que me surgían dudas acerca del
trabajo policial, allí estaban con sus consejos e informaciones.
Al señor Herbert Prömper de Aquisgrán, que me ayudó mucho con sus
exhaustivos conocimientos sobre la ciudad.
A mi mujer, Heike, que, como en cada uno de mis proyectos, me protege creando
para mí el espacio que necesito para investigar y escribir.
A todos aquellos que en la fase más ardiente de la creación me perdonan que me
olvide de ellos.
A mi lector, Volker Janck, por su enriquecedora lectura.
A todo el equipo de la editorial Fischer por su maravilloso apoyo.
A mi agente, Joachim Jessen, por ocuparse de todas esas cosas de las que, gracias
a Dios, ya no he de ocuparme yo.
A Andrea Kammann de Büchereule (www.buechereule.de), que en su plataforma
se implica de forma personal en temas relacionados con los libros y les ofrece a los
autores y autoras con su gestión de círculos de lectura una oportunidad magnífica de
entrar en contacto directo con sus lectores y lectoras.

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A todos los demás que me apoyaron y ayudaron, activa o pasivamente.
Y, en especial, a usted, amado lector, amada lectora, por interesarse por mis
libros.

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