El Psiquiatra - Arno Strobel
El Psiquiatra - Arno Strobel
El Psiquiatra - Arno Strobel
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Arno Strobel
El psiquiatra
ePUB v1.0
NitoStrad 13.07.13
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Título original: Das Wesen
Autor: Arno Strobel
Fecha de publicación del original: mayo 2011
Traducción: Eva Parra Membrives
Diseño/retoque portada: Javier Perea Unceta
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A mi padre
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PRÓLOGO
7 de abril de 2007
Avanzó cinco, seis pasos antes de detenerse. Aguardó varios segundos, con la mirada
fija en las fachadas amarillentas, sin ser del todo consciente de lo que veía. El sol
estaba alto y sentía un agradable calor en el rostro. Intentó volverse, pero la orden
procedente de las sinapsis de su cerebro se había ido debilitando en el trayecto hacia
su musculatura hasta desaparecer por completo. Conocía a la perfección aquel
proceso, sabía qué le bloqueaba, pero se sentía incapaz de impedirlo. Cuando el
monstruo situado a sus espaldas amenazó con abrasarle la piel, sólo entonces, logró
superar su parálisis y enfrentarse a la visión que tanto temía.
Un edificio blanco de cuatro plantas coronado por tejas rojas. No guardaba
ningún parecido con lo que estaba acostumbrado a ver en el cine. La fachada, por
ejemplo, era completamente distinta. No había ningún portón de hierro de sucio
color gris, de esos que se desplazan lentamente desde un lateral gracias a unas
ruedas motorizadas para facilitarle la salida. La puerta de PVC, con su arco
superior de cristal en tono verdoso, podría haber pertenecido perfectamente a un
inocente establecimiento de electrodomésticos. La única nota discordante la
proporcionaba el rótulo que encabezaba las ventanas laterales: CENTRO
PENITENCIARIO.
Trece años, un mes y diez días. Ahora leería aquello por última vez. Se había
terminado.
En los últimos meses le habían permitido abandonar el centro en varias
ocasiones. Su tercer grado, previsto para acostumbrarlo paulatinamente a una vida
sin rejas. Aún así, le obligaban a regresar antes de las siete de la tarde. Pero también
aquello se había terminado.
Y ahora…
Se dio la vuelta y comenzó a caminar. Se alejó de la prisión, dejando atrás
Gerichtsstrasse, aproximándose a Bülomtrasse. Allí tomaría el autobús hasta la
estación de trenes. En menos de dos horas se encontraría en Aquisgrán. Había
sabido aprovechar bien el tercer grado alquilando una vivienda. La ciudad apenas
había sufrido cambios en los últimos trece años. Él, por el contrario, sí era ahora un
hombre distinto.
Inspiró profundamente. Era libre. Y a pesar de ello… no se sentía feliz, no se
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permitiría serlo aún.
Trece años.
Y toda la rabia todavía continuaba ahí.
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CAPÍTULO
22 de julio de 2009
El teléfono móvil del inspector jefe Bernd Menkhoff sonó cuando sólo nos separaban
unos pocos metros del acceso al garaje de su casa unifamiliar, en el barrio de Brand,
en la ciudad de Aquisgrán. Mientras se esforzaba por contestar al aparato, que
guardaba en el bolsillo de sus pantalones, guié el Audi A6 hasta el arcén. Hacía ya
dieciséis años que éramos compañeros, y llevarlo hasta su casa al final de la jornada,
y recogerlo de nuevo por la mañana al día siguiente, se había convertido en una
rutina.
—Sí —contestó Menkhoff, lacónico, e inclinó ligeramente la cabeza mientras
atendía la llamada. Consulté mi reloj con la esperanza de que no se tratara de nada
oficial. Dejé el motor en marcha, ya que el aire acondicionado nos permitiría disfrutar
de un agradable frescor en el interior del vehículo. En el exterior, el calor era
asfixiante.
—Sí, soy yo —repitió Menkhoff a mi lado, hosco—. ¿Quién le ha facilitado este
número?
Volvió a prestar atención unos instantes, y entrecerró los párpados.
—¿Qué?
Se trataba de algo oficial.
—Bien. ¿Y qué le ha hecho llegar a esa conclusión?
La voz de Menkhoff había adquirido un tono impersonal.
—Dígame su nombre, por favor.
Transcurrieron varios segundos antes de que apartara el móvil.
—Ha colgado.
—¿Un anónimo?
—Sí. Una voz masculina. Ha mencionado algo de una niña desaparecida en
Zeppelinstrasse, al parecer desde hace varios días.
—No es precisamente la zona más recomendable de la ciudad. ¿Qué más?
—¿Cómo que «qué más»? Nada más.
Abrió la puerta del coche y se apeó.
—Ahora mismo vuelvo —me dijo.
Le seguí con la mirada mientras ascendía la pequeña cuesta hasta su casa, abría la
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puerta y desaparecía en el interior.
Más de las siete. Melanie me estaría esperando en casa. Recordé los jugosos
filetes de cadera de ternera que tenía intención de prepararle aquella noche. Una cena
romántica, regada con vino tinto y acompañada de velas, una pequeña compensación
por haber llegado a casa en los últimos tiempos a horas intempestivas. En concreto,
desde mi ascenso a inspector jefe, unos meses atrás.
Se abrió de nuevo la puerta de nuestro vehículo y Menkhoff se dejó caer en el
asiento del acompañante.
—Todo bien. La señora Christ se queda un poco más para cuidar de Luisa.
Señaló con la cabeza hacia delante.
—Venga, vamos.
Pensé en mis filetes e introduje la marcha con un cansado suspiro. La llamada
procedería muy posiblemente de algún chiflado; nos sucedía con frecuencia. Con
suerte estaríamos de vuelta en veinte minutos.
Al detenernos en un semáforo en Trierer Strasse me permití observar a Menkhoff,
que había arrojado descuidadamente su móvil a la bandeja situada en la zona
delantera central del vehículo.
—Número oculto, por supuesto.
Se apartó de la frente un mechón de su cabello negro, ya entremezclado con hilos
plateados.
Diez minutos más tarde, estacionábamos delante de un bloque de pisos cuya
fachada exterior necesitaba con urgencia una mano de pintura.
—Ese individuo ha mencionado el primer piso a la izquierda —me explicó
Menkhoff. Examiné las ventanas de madera que tan mal habían soportado las
inclemencias del tiempo y bajé del vehículo.
La puerta principal carecía de cerradura y las escaleras se hallaban en un estado
de descuido similar al de la fachada. La mayor parte de los escalones de cemento
estaban rotos o agrietados, las paredes adornadas con esa sabiduría propia de los
aseos públicos y otras expresiones de contenido fecal. Las escasas bombillas
desnudas nos alumbraban con una luz difusa.
La puerta de la vivienda en el primer piso a la izquierda presentaba varias marcas
que sugerían que alguien había intentado abrirla a patadas en el pasado. No se veía
letrero alguno con el nombre del inquilino en la parda madera, ni tampoco bajo el
mugriento timbre situado en la pared lateral. Reprimiendo un gesto de profunda
repulsión, Menkhoff pulsó el timbre, oyéndose a continuación una estridente llamada
en el interior.
Durante varios minutos no se movió absolutamente nada, y mi compañero ya
había alzado la mano para repetir su gesto cuando comenzaron a oírse unos pasos y la
cerradura giró.
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La puerta se abrió apenas una rendija. Entonces apareció en ella un rostro
masculino y contuve la respiración.
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CAPÍTULO
28 de enero de 1994
Juliane vivía junto a sus padres al final de una calle sin salida en Steinebrück, un
barrio de Aquisgrán, justo al lado de un pequeño parque infantil con zona de juegos.
A Petra Körprich no le había parecido peligroso dejar que su hija de cuatro años
jugara sola en el exterior mientras terminaba de preparar la comida. Aquella calle tan
pequeña era transitada únicamente por sus escasos vecinos y, además, el parque podía
vigilarse bastante bien desde la ventana de la cocina. Pero cuando Petra se acercó a
mirar después de recoger el lavavajillas, Juliane había desaparecido. Diez minutos
después llamó a su marido a la oficina; una hora más tarde a la policía.
Durante tres largos días, auxiliados por cientos de voluntarios, registramos toda la
zona hasta que se confirmó la más terrible de las sospechas: unos compañeros
nuestros hallaron finalmente a la niña en el bosque de Aquisgrán, oculta tras un
arbusto, no demasiado apartada de Monschauer Strasse, sólo unos cientos de metros
más allá de su hogar familiar. Juliane había sido estrangulada, su delicado cuerpecito
introducido en una bolsa azul de plástico y finalmente arrojada al bosque, como si de
basura se tratase.
Yo pertenecía desde hacía apenas seis meses a la DC2, la División de lo Criminal
número dos de la comisaría del Distrito 11 de Aquisgrán, y aquel sería el primer caso
de asesinato en el que intervendría en calidad de ayudante del inspector Bernd
Menkhoff. Hasta entonces no había tenido que enfrentarme a ninguna víctima de
asesinato, y mientras contemplaba aquella blanca carita sumergida en el barro, esas
oscuras manchas en las hundidas mejillas enmarcadas por una marea de rizos rubios,
ahora cubiertos de suciedad, incapaz de apartar mi mirada de las feas marcas de
estrangulamiento azul negruzcas en su delicado cuello infantil, sentí deseos de llorar
de dolor y simultáneamente gritar por la ira.
—Contrólese —me susurró el inspector, que debía haber advertido cómo me
esforzaba por dominar mis emociones.
Cuando, algo más tarde, guié el coche lejos de aquel bosque a través de un
estrecho camino de tierra, Menkhoff me habló.
—¿Qué edad tiene usted, Seifert? ¿Veinticuatro?
—Veintitrés —contesté, con apenas un hilo de voz.
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—Edad suficiente para recordar lo siguiente, subinspector: Jamás, óigame bien,
nunca jamás debe permitir que afloren sus sentimientos en un caso de asesinato.
Cuando una niñita es asesinada por un cabrón, como ahora, por supuesto que se trata
de algo horrible. Pero, aunque le parezca cruel, la pequeña no dejará de estar muerta,
por lo que para nosotros no debe suponer más que un caso que hemos de resolver.
¿Me ha comprendido? Ya no está en nuestra mano ayudar a esa niña, pero sí podemos
ocuparnos de que esa basura con forma humana no vuelva a repetir otro acto como
éste. —Menkhoff golpeó la guantera con la mano—. Maldita sea, si permite que sus
sentimientos le controlen perderá la objetividad. Se perderá detalles. Debe aprender a
mantener la sangre fría y la mente despierta. Quiero poder confiar en ello.
Entendí su razonamiento, aunque en los días siguientes pude comprobar en
numerosas ocasiones que comprender y actuar en consecuencia podían llegar a ser
cuestiones diametralmente opuestas. Cada vez que alguna de las pistas se revelaba
errónea me invadía el más profundo abatimiento. Me preocupaba que no lográramos
atrapar jamás a ese monstruo, y a mi ira se sumaba el temor a que tuviera que morir
otro niño más a causa de nuestra desorientación.
Jamás debe permitir que afloren sus sentimientos en un caso de asesinato.
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CAPÍTULO
22 de julio de 2009
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encontrará a mí. Y además… —se interrumpió y señaló con el pulgar hacia atrás, por
encima de su hombro— ¿Cree usted de verdad que en esta pocilga podría criarse
algún niño?
—Señor Lichner —intervine de nuevo—. Sólo intentamos atender la llamada que
hemos recibido. En lo que respecta a la situación en la que viv…
—Por desgracia, no puedo permitirme nada mejor de momento —me interrumpió
él—. A un infanticida condenado no le resulta sencillo conseguir trabajo en el ramo
de la psiquiatría, ¿sabe usted?
—Eso a mí… —comenzó Menkhoff, pero fue, igualmente, frenado por Lichner.
—¿He oído que ella le abandonó?
Ambos enfrentaron sus miradas durante varios segundos, y mientras Lichner se
mantenía prácticamente impasible, Menkhoff parecía querer saltar al cuello del
psiquiatra de un momento a otro. Yo no ignoraba que Lichner acababa de verter sal
en una herida que aún no había sanado.
—Eso a usted le importa una mierda, Lichner —siseó Menkhoff—. Quiero ver el
interior de su vivienda. Ahora. ¿Nos deja pasar o volvemos en media hora con una
orden de registro?
Joachim Lichner se apartó a un lado y nos invitó a entrar con un gesto.
—No, por favor, pasen. Pero le mantendré vigilado, señor inspector jefe. Así,
cuando oculte pruebas incriminatorias en algún lugar de mi vivienda, podré detectarlo
de inmediato.
Menkhoff le rodeó y entró sin reaccionar ante aquellas palabras. Cuando pasé
junto a Lichner, le oí dirigirse a mí en voz baja.
—Espero que no vuelva usted a consentirlo, señor Seifert.
—Déjese de sandeces —le contesté, y seguí a mi compañero.
Aquel piso era verdaderamente una pocilga, y me pregunté cómo era posible que
un hombre tan instruido pudiera vivir de aquella manera. Por otro lado… las personas
más cultas sorprendían a veces con las acciones más insospechadas.
La habitación en la que nos hallábamos tendría unos quince metros cuadrados, tal
vez algo menos, y despedía un fuerte olor a humedad y moho, como suele suceder en
algunos sótanos viejos. La pared situada a la izquierda de la puerta se hallaba
totalmente cubierta por unas estanterías inestables, de madera carcomida, sobre las
que se amontonaban todo tipo de inmundicias. El televisor de la pared de enfrente,
cubierto de arañazos, se apoyaba sobre una vieja caja de almacenar verduras, y ante
él había situados dos sillones pardos deshilachados cuya procedencia no podía ser
otra que el vertedero. Una oleosa tabla de madera apoyada en una caja vacía de
cerveza ejercía las funciones de mesa y, sobre ella, en un cartón abierto, se
encontraban los restos de una pizza. El floreado papel de la pared presentaba tantas
manchas como la alfombra, también de color pardo, en la que se advertían numerosas
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calvas.
—Mierda —maldijo Menkhoff, mientras barría la habitación con la mirada.
—Si hubiera sabido con antelación que iba a recibir tan distinguida visita hubiera
avisado al servicio de limpieza.
—Su celda en la cárcel estaba más limpia que esto, seguro.
—Sí, tal vez, señor Menkhoff. Pero despedía un olor muy desagradable. A…
¿cómo diría yo…? Corrupción.
Una vez más, Menkhoff ignoró las alusiones de Lichner y se dirigió a mí.
—Venga, vamos a echar un vistazo a las demás habitaciones y salgamos de aquí
cuanto antes.
La cocina, si es que así podía llamarse, albergaba idéntico caos al del salón y
estaba casi tan mugrienta como el minúsculo baño. Por ello nos sorprendimos aún
más cuando finalmente abrimos la puerta que daba paso a la última habitación. La
pequeña estancia se encontraba completamente vacía y estaba muy limpia. Las
paredes, de un amarillo pastel, habían sido pintadas muy recientemente.
Menkhoff se volvió hacia Lichner.
—¿Qué habitación es ésta?
—Una habitación recién pintada, señor inspector jefe.
—Ya sé… ¿La ha pintado usted, señor Lichner?
—¿Me detendría si así fuera?
De nuevo se midieron con la mirada. El odio enlazaba sus ojos como un puente
por el que imaginé ver desfilar pensamientos fuertemente armados en un intento de
introducirse a la fuerza en la mente ajena y tomarla por asalto.
—Vámonos, Alex.
Menkhoff apartó su mirada. Cuando ya habíamos alcanzado las escaleras, se
volvió una última vez.
—Manténgase a nuestra disposición, señor Lichner, por si tenemos más preguntas
para usted.
—Pasa usted demasiado tiempo delante del televisor, señor inspector jefe —
repuso Lichner—. No debería ver tantas películas policíacas.
Desapareció dejándonos allí, en aquellas escaleras ruinosas.
Menkhoff me dirigió una mirada que sugería con toda claridad que debía guardar
silencio. Cuando abandonamos al fin el edificio, se detuvo repentinamente y sacó su
teléfono móvil.
—Aguarda un momento.
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CAPÍTULO
14 de febrero de 1994
—¡Seifert!
Me encontraba al lado de la fotocopiadora, en el pasillo, cuando el inspector
Menkhoff me llamó desde el despacho que compartíamos.
—¡Aquí! —respondí con precipitación poniéndome en movimiento de inmediato.
Los despachos de los inspectores de la policía criminal se hallaban situados a ambos
lados del pasillo enladrillado del tercer piso. La mayor parte de aquellas puertas de
color verde rara vez se cerraba.
Menkhoff estaba de pie junto a su mesa, guardándose una nota en el bolsillo de
sus pantalones.
—Venga, tenemos que salir. Hemos recibido cierta información de uno de los
vecinos que quizá nos pueda hacer avanzar en el caso. Al parecer, un individuo le
había estado ofreciendo a la pequeña algunos dulces con cierta frecuencia.
Cogí al paso mi gruesa chaqueta del perchero situado al lado de la puerta y,
nervioso, corrí tras Menkhoff.
Habían transcurrido ya dos semanas desde el descubrimiento del cadáver de
Juliane Körprich, pero hasta la fecha no habíamos progresado mucho en la
investigación. Para ser más exactos, nos hallábamos completamente perdidos, y
aquello ocurría precisamente en mi primer caso de asesinato. Mientras cruzaba junto
a Menkhoff el aparcamiento en dirección a nuestro vehículo oficial, sentí que se
despertaba en mí una curiosa excitación y, simultáneamente, cómo me invadía el
temor de estar, de nuevo, comprobando el delirio de algún lunático.
—¿Qué le ha dicho exactamente ese informador, Menkhoff? —consulté con
cautela.
—Se trata de una informadora, Marlies no-sé-qué. Vive en el vecindario, justo al
otro lado del parque infantil.
—¿Una vecina? ¿Y no se le había tomado declaración antes?
—Claro que sí. Los compañeros han estado hablando con todos los vecinos.
—Y hasta ahora no se ha acordado de que…
—Yo tampoco sé qué ha ocurrido. Esperemos a ver.
Habíamos alcanzado ya el Opel Omega y me situé tras el volante. Puesto que era
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el más joven de los dos, eso me convertía automáticamente en el conductor del
vehículo. Menkhoff se ajustó el cinturón.
—Dice que ha podido observar en un par de ocasiones cómo un hombre le ofrecía
chocolate a la niña en aquel parque.
—¿Y ha reconocido al hombre? —pregunté—. Por supuesto que no. ¿O sí? Sería
demasiado…
—Sí, e incluso parece que vive también en el barrio. —Aunque mantenía la
mirada fija al frente pude percibir cómo me observaba mi compañero—. Bien, ¿qué
se le viene a la memoria ahora, Seifert?
Sabía qué estadísticas pretendía recordarme.
—En los asesinatos de niños, en un cincuenta por ciento, los criminales proceden
del núcleo familiar, y en otro treinta y cinco por ciento pueden encontrarse en su
entorno más inmediato.
Bernd Menkhoff asintió en silencio y yo me salté un semáforo en rojo.
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CAPÍTULO
22 de julio de 2009
—Sí, soy yo. Bernd. Bernd Menkhoff. Oye, ¿podrías averiguar algo para mí?
Dirigí a mi compañero una mirada inquisitiva, pero éste apenas me la sostuvo y se
volvió, dándome la espalda, de modo que ya no pude oír la conversación que
mantenía por el móvil. Un desaire típico de Menkhoff. Desde que habíamos
abandonado la mísera vivienda de Joachim Lichner, no hacía más que preguntarme
quién podría haber sido ese informador anónimo al que debíamos el habernos
proporcionado tan extraño reencuentro poco antes de finalizar nuestro servicio. ¿Se
trataba de alguien que buscaba vengarse de Lichner? ¿Y cómo había accedido al
número de móvil de Menkhoff? ¿Y qué pretendía al conducir a la policía hasta
Lichner? ¿O eran sólo Menkhoff y Lichner los que importaban aquí?
Mi compañero concluyó su conversación y se volvió hacia mí de nuevo. Su
semblante había experimentado una transformación que no presagiaba nada bueno.
Apartó el móvil de su oreja.
—Vaya mierda, Alex. Ven, acompáñame.
—Pero… ¿Qué ocurre?
Ignorándome, volvió a desaparecer de nuevo en aquel tenebroso zaguán. Mientras
ascendía por las escaleras, subiendo de dos en dos los escalones, realicé un nuevo
intento de hacerle hablar.
—Bernd, dime. ¿Qué ocurre? ¿Por qué subimos otra vez?
—Ese cerdo nos ha mentido, Alex —logró articular mi compañero con la
respiración entrecortada—. Nos ha tomado el pelo.
Al alcanzar la puerta de la vivienda de Lichner, Menkhoff llamó al timbre y sacó
su arma mientras aporreaba con fuerza la puerta con su mano libre.
—¡Abra inmediatamente!
Retrocedí unos pasos, desenfundé mi Walther y liberé el seguro, aunque apunté al
suelo. La adrenalina se liberó en mi cuerpo en el momento mismo en el que sostuve
el frío metal en mi mano. La puerta se abrió con mayor celeridad que antes. Cuando
Lichner advirtió el arma que Menkhoff dirigía directamente a su vientre retrocedió un
poco.
—¿Qué…?
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—Nos ha mentido, Lichner. Dígame…
—¿Qué he hecho qué?
—¡Dígame inmediatamente dónde está la niña! —gritó Menkhoff
inesperadamente—. ¡Ahora mismo!
—¿Qué niña? Ya les he dicho… No sé qué…
—Sarah Lichner. —Menkhoff había dejado de gritar, pero su voz era
peligrosamente gélida—. Según datos del registro nació el 18 de junio de 2007 y está
empadronada aquí, en esta pocilga. Le pregunto por última vez: ¿dónde, maldita sea,
se encuentra su hija, doctor Lichner?
No aparté la vista del psiquiatra intentando asimilar lo que Menkhoff acababa de
decir. ¿La hija de Lichner? ¿De dos años de edad?
La mirada del doctor Lichner erró entre mi compañero y yo manteniendo siempre
una expresión pétrea.
—¿Mi… hija? ¿Ha perdido usted el juicio? Yo no tengo ninguna hija.
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—¿Ha matado alguna vez a alguien con eso?
Su voz pareció debilitarse más aún.
—No —la tranquilicé—. Jamás le he disparado a nadie. ¿Conoce el nombre del
doctor, señora Bertels?
Al fin alzó la vista y me miró.
—Sí, se llama Lichner. Vive ahí con una mujer. Y no están casados —añadió con
desaprobación.
Apunté «Doctor Lichner, psiquiatra» en la esquina superior derecha de la página
en blanco de mi libreta.
—¿Sabe también en qué número de la calle vive?
—¿El número? No… Pero es esa casa amarilla, algo más adelante, al principio de
la calle. Sólo hay una casa amarilla en ese extremo de la calle, ¿sabe usted? Debería
ver sus ventanas. Resulta imposible distinguir nada a través de ellas debido a la
suciedad. La limpieza no es…
—Nos comentó usted cuando llamó que ha podido comprobar en repetidas
ocasiones cómo ese hombre le ofrecía dulces a la pequeña Juliane —interrumpió
Menkhoff a la anciana, que se sobresaltó al oír el volumen de su voz. También yo—.
¿Con cuánta frecuencia sucedió? ¿Y cuándo ocurrió exactamente?
Marlies Bertels se acarició con los dedos de una mano la piel como de pergamino
cubierta de manchas oscuras del dorso de la otra.
—En realidad, yo no me suelo asomar con frecuencia…
—Lo sé, señora Bertels. Ninguno de nosotros cree que usted se asoma
continuamente. Pero, ¿qué me dice?
Ella retiró las manos de la mesa y encogió un poco la cabeza. Me pregunté si
Menkhoff era consciente de que aquel no era el modo más adecuado de acceder a la
anciana. Respondió a mi duda en el instante mismo en el que volvió a tomar la
palabra, en un tono más moderado y esforzadamente amable.
—Es normal que una deba asomarse de vez en cuando y mirar por la ventana,
sobre todo cuando se trabaja tanto en la cocina como usted. Y, sin pretenderlo, es
evidente que una no puede evitar ver las cosas que ocurren fuera.
En el rostro de la anciana se dibujó una sonrisa.
—Sí, tiene usted razón, agente. Es exactamente así como ocurrió.
—De modo que, otra vez: ¿con cuánta frecuencia ha podido ver usted, por
casualidad, desde luego, que ese doctor le ofreciera dulces a la pequeña?
Ella alzó la mirada hacia el techo intentando reflexionar concienzudamente.
—Dos veces, creo. No, tres, estoy segura. Le he visto tres veces cerca del parque.
—¿Cuándo fue eso?
—Bueno, no lo recuerdo.
—¿Cuándo le vio usted por última vez hacer algo así? ¿Aproximadamente?
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—Pues hará un par de semanas… Más o menos.
Menkhoff tomó aire ruidosamente.
—Señora Bertels, poco después de que halláramos a Juliane la visitaron unos
compañeros míos para preguntarle si tal vez había usted observado algo que nos
pudiera servir de ayuda en nuestra investigación. ¿Por qué no les habló de ese doctor
en el parque?
Ella encogió despacio sus huesudos hombros y adelantó simultáneamente su labio
inferior.
—Me olvidaría.
Menkhoff asintió varias veces.
—Se olvidó, de acuerdo. ¿Es posible que ese tal Lichner conociera a la familia de
la pequeña Juliane? ¿Qué la visitara con frecuencia? ¿O que los padres de la niña le
visitaran a él?
—No, yo lo habría visto alguna vez.
—Sí, seguro que usted lo habría visto. —Mi compañero me dirigió una mirada
muy reveladora y volvió a hablarle a la mujer mientras yo tomaba notas—. ¿Y
Juliane? ¿Quizá ella sí estuvo alguna vez en la casa amarilla?
Ella sacudió la cabeza.
—No. Tampoco.
—¿Y usted? ¿Quizá conozca usted al doctor? —quise saber yo—. ¿Qué clase de
persona es? ¿Es un hombre agradable?
—No, no lo conozco en absoluto. Y la gente no es agradable en esta calle, a nadie
le interesa una anciana como yo. La mayoría ni siquiera me saluda.
Volví a intervenir.
—¿Y la niña? ¿Conocía usted a Juliane?
—Sí, claro. Una niña muy buena. Siempre limpia y bien vestida, y ese pelo tan
bonito, como un ángel. ¿Cómo es posible que cometan tal atrocidad con una pobre
niñita? Es una vergüenza. —Su fina voz revelaba su disgusto—. Estoy segura de que
ese doctor tiene algo que ver. Y no me sorprendería nada que su amiguita también…
—Muchas gracias por su ayuda, señora Bertels. —Mi compañero se puso en pie
—. Hablaremos con el doctor Lichner. Y es posible que tengamos que molestarla de
nuevo si se nos ocurren más preguntas.
—Bueno, visítenme cuando quieran; con mucho gusto, agentes. Y si me avisan
con tiempo, les prepararé un rico pastel. Quizá entonces puedan quedarse un poco
más de tiempo.
—Es muy amable de su parte —contesté, y abandoné, detrás de Menkhoff,
aquella cómoda estancia.
—¿Qué piensa de ella? —me preguntó mi compañero cuando abandonamos la
casa.
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—Esa mujer está muy sola.
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siquiera creí en la existencia de un ser lo suficientemente perturbado como para
asesinar a una niña pequeña, introducirla en una bolsa de plástico y arrojarla por ahí
como si fuera basura. —Bajó la voz de tal manera que tuve serias dificultades para
distinguir sus palabras—. No, no creo que sea usted estúpido, Lichner. Más bien creo
que es usted escoria; un psicópata cuyos procesos mentales no transitan los senderos
que le resultan lógicos a una persona normal.
Lichner no parecía impresionado.
—Aquello de entonces no lo hice yo, y usted lo sabe.
Tuve la vivida impresión de que cada uno de ellos pugnaba por doblegar al otro
con el simple poder de su mirada.
—Esa habitación recién pintada… Es la de su hija, ¿no es así?
Menkhoff hablaba en tono casi conspirador.
—Eso es absurdo.
—¿Por qué se ha decidido a pintar precisamente esa habitación cuando el resto de
su vivienda es un pestilente vertedero?
—Por alguna parte tenía que empezar.
—¿Qué había antes en esa habitación?
—Nada en concreto. Un poco de todo, un trastero.
Más momentos de mudos escrutinios mutuos hasta que finalmente Menkhoff
asintió y retrocedió algunos pasos.
—Doctor Joachim Lichner, es usted sospechoso de la desaparición de su hija.
Procedo a leerle sus derechos.
—Ahórrese esas estúpidas banalidades, señor inspector jefe. Los tres sabemos
qué es lo que pretende realmente, ¿no es así?
El rostro de Menkhoff se tiñó de escarlata y empecé a temer que atacara a aquel
hombre.
—Bernd —supliqué, al tiempo que imágenes del pasado, largo tiempo olvidadas,
asaltaron mi mente. No reaccionó, por lo que repetí, en tono más insistente—.
¡Bernd…!
Finalmente mi compañero liberó su mirada, fija en su oponente, y volvió la vista
hacia mí.
—¿Qué?
Moví ligeramente la cabeza con la esperanza de que comprendiera sin más. Vaciló
unos instantes, indeciso sobre cuál debía ser su comportamiento, para al fin soltar el
aire retenido resoplando ruidosamente. Se apartó un poco.
—Llama a la científica, Alex. Que pongan patas arriba este tugurio y aíslen todo
el ADN que les sea posible encontrar. Necesito algo de esa niña. Y después, por
favor…
Fue interrumpido por una serie de secos chasquidos a sus espaldas. La
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desvencijada puerta de la vivienda contigua se abrió y apareció en el umbral una
mujer maquillada en exceso, de hirsuto cabello rojo. Presentaba un aspecto desaseado
y andaría por la mitad de la treintena. Al reparar en nuestras armas se le escapó un
grito agudo y pareció quedar paralizada.
—Policía —la intimidó Menkhoff con brusquedad—. Esfúmese.
Ella desapareció precipitadamente en el interior de la vivienda dejando que la
puerta se cerrara con un fuerte golpe.
—¡Bernd, hombre…! —exclamé yo, aproximándome a aquella puerta, para lo
cual tuve que rodear a Menkhoff.
—¿Qué?
—Aguarda un momento.
No habían transcurrido ni cinco segundos desde que llamara a la puerta cuando la
pelirroja me abrió. Debía de haber estado esperando justo detrás. Un cigarrillo recién
prendido humeaba prisionero en las puntas de los dedos de su mano derecha. Me
examinó con cierta desaprobación para, rápidamente, obviar mi presencia y fijar su
mirada en Menkhoff, que permanecía, con el arma apuntando al suelo, junto al
psiquiatra.
—Buenos días —saludé, atrayendo de ese modo de nuevo su atención—. Soy el
inspector jefe Alexander Seifert, de la policía criminal, y quisiera formularle algunas
preguntas.
—¿Y con ese que pasa? —Contempló al doctor Lichner—. ¿Ha hecho algo?
—No lo sabemos aún. ¿Podría darme su nombre, por favor?
—Ullrich. Beate Ullrich. ¿Por qué quiere saberlo?
—¿Vive usted aquí?
Ella me miró como si en mi pregunta le hubiera pedido que me confirmara que
pertenecía al sexo femenino.
—¿Dónde si no? ¿No he abierto yo la puerta?
—¿Conoce usted bien a su vecino, al doctor Lichner?
—¿A ese? —De nuevo estudió al psiquiatra—. Para nada. ¿Por qué?
Temí perder la paciencia con el siguiente por qué.
—¿Sabía usted que este hombre vivía aquí, señora Ullrich?
Dio una larga calada a su cigarrillo.
—Sí, claro, lo sabía —dijo, exhalando entre palabras un humo azulado entre los
dientes.
Cuando llamábamos a alguna puerta por lo común nos recibían con cierto
nerviosismo, aun cuando no nos vieran apuntar con una pistola a sus vecinos. Aquella
mujer, o bien estaba acostumbrada a tratar con la policía, o teníamos ante nosotros a
una actriz de extraordinario talento.
—¿El doctor Lichner vive solo?
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—¿Por qué no se lo pregunta a él?
—Deje de hacer preguntas estúpidas y limítese a responderle a mi compañero —
la increpó Menkhoff—. ¿O prefiere, quizá, acompañarnos a la comisaría?
Aquello surtió efecto. Visiblemente intimidada, comenzó a tartamudear.
—Bueno… sí… o eso creo. Bueno… quiero decir que… no hay ninguna mujer.
Sólo la niña y él.
Silencio. Se prolongó dos, tres segundos, hasta que fue interrumpido por un
lastimoso gemido de Lichner, que pareció derrumbarse. Menkhoff miraba fijamente
al psiquiatra, pero éste, rehuyéndole, fijó la vista en la pared.
—Miente —logró articular finalmente, con dificultad.
—Eh… ¿quién miente aquí…? —refunfuñó la pelirroja acusadoramente,
dirigiéndose a Lichner.
—Señora Ullrich, ¿nos podría indicar la edad aproximada de esa niña? ¿Y
decirnos cuándo la ha visto por última vez?
La mujer encogió los hombros.
—No sé. Dos o tres años, más o menos. Y visto… Bueno… La última vez hace
un par de días, creo.
—Cree usted. ¿Y cómo describiría la relación del doctor Lichner con su hija?
—¿Cómo que relación? ¿A qué se refiere?
—¿Cómo se comportaba con la niña? ¿Era cariñoso? ¿Le reñía, gritaba?
Ella reflexionó. Las comisuras de sus labios descendieron. Parecía estudiar con
atención el techo al tiempo que masticaba rítmicamente un chicle.
—Bueno… no sé. No hablaban mucho.
—Esa mujer miente.
El tono era tan bajo que apenas resultó audible.
Menkhoff se aproximó aún más a Lichner.
—¿Sí? ¿Miente? ¿Y adivina casualmente la edad de su hija? Y que ha
desaparecido también lo adivina por casualidad, ¿no es así?
En mitad de su airada frente apareció un pliegue que semejaba un acusador signo
de exclamación.
—Aleja a este individuo de mi vista, Alex. Y usted, joven, manténgase a nuestra
disposición, por favor. Si recordara alguna cosa más, llámeme.
Ella recogió la tarjeta de Menkhoff y la ocultó en el bolsillo trasero de sus
vaqueros. Extraje mi teléfono móvil del bolsillo y llamé a la policía científica.
Menkhoff realizó varias llamadas de camino a la comisaría, una breve a la
comisaria Ute Biermann, a la que parecía haber localizado en su casa, y
posteriormente otra a nuestra división. Al margen de aquello, para mi alivio, nadie
pronunció palabra alguna durante todo el trayecto.
Mis pensamientos giraron en torno al hombre que estaba sentado en el asiento
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trasero. Había albergado la esperanza de no volver a verlo jamás. Con su repentina
aparición había vuelto a hacer acto de presencia aquella extraña sensación que me
había estado hostigando hasta mucho después de su condena. Todo indicaba que era
Lichner quien había asesinado a aquella niñita. Con un noventa y nueve por ciento de
fiabilidad. Pero me preguntaba si las pruebas por sí mismas hubieran resultado
suficientes de no mediar aquella palpable obsesión de Menkhoff por meter entre rejas
a Lichner. O de no haber existido aquella delicada mujer de largo cabello negro. O de
haber reunido yo mismo el valor necesario para…
—Puedes detener el coche ante la puerta. —Interrumpió mis elucubraciones
cuando nos acercamos al gigantesco techo amarillo del Tívoli, el estadio de fútbol de
Aquisgrán, y me desvié a la derecha—. No me apetece darme un paseo por toda la
plaza con este tipejo.
Junto a la entrada de la comisaría, hallé una plaza de aparcamiento desocupada
entre dos coches patrulla. El portero nos saludó con una inclinación de cabeza tras la
ventana de su caseta y pulsó el botón que desbloqueaba la cerradura de la puerta de
cristal.
—Esto tiene el mismo aspecto patético que hace quince años —observó Lichner
cuando penetramos en el vestíbulo.
—Lo cual se debe a que aún continuamos ocupándonos de seres de lo más
patético en este lugar —gruñó Menkhoff, dirigiendo a su prisionero hacia las
escaleras situadas a su izquierda.
En la tercera planta, el inspector Marco Egberts nos abrió la puerta acristalada
que separaba el pasillo en el que se situaban los despachos de la policía criminal de
las restantes oficinas. Mientras Menkhoff instaba a Lichner a avanzar ante él, Egberts
le dirigió al psiquiatra una mirada gélida.
—He oído que tenéis un caso de desaparición. ¿La propia hija?
—Ya veremos.
No me sentía inclinado a ofrecer explicaciones más exhaustivas. Egberts, de todos
modos, no tardaría en saberlo todo.
—¿Es cierto que se trata del psiquiatra que asesinó hace años a aquella niña?
—Estaremos en la sala de interrogatorios, Marco —le contesté.
Nuestra sala de interrogatorios no era más que un despacho que, al margen de un
escritorio con su teléfono y un ordenador con su teclado, incluía también una desnuda
mesa cuadrada de superficie esmaltada en blanco y tres sencillas sillas de madera.
Junto a la pared, un anticuado mueble auxiliar servía de soporte a una impresora. La
temperatura ambiental superaba los 30 grados y no había aire acondicionado. En la
mayoría de los despachos recurríamos a ventiladores, pero la sala de interrogatorios
no disponía de ninguno.
Menkhoff empujó al psiquiatra, obligándole a tomar asiento en una de las sillas, y
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se sentó frente a él. Egberts permaneció de pie junto a la puerta, apoyándose en la
pared.
Me acomodé ante el escritorio y encendí el ordenador.
—Bueno —oí a mis espaldas—, comencemos de nuevo, desde el principio.
—Comience usted en solitario, señor inspector jefe —respondió el doctor
Joachim Lichner—. En esta ocasión no diré absolutamente nada sin la presencia de
mi abogado.
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CAPÍTULO
14 de febrero de 1994
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en la voz de mi compañero, algo que jamás había percibido antes en él, aunque
tampoco hacía demasiado tiempo que le conocía—. Disculpe que la molestemos.
Eh… éste de aquí —añadió Menkhoff alzando ligeramente la barbilla en mi dirección
— es mi compañero, el subinspector Seifert. Nos gustaría hablar con el doctor
Joachim Lichner. ¿Se encuentra en casa?
La mirada de ella erró de Menkhoff hasta posarse en mí, mostrando tal alarma
que me sentí impelido a asegurarle que no debía temer nada de nosotros.
—Sí —contestó simplemente, sin añadir nada más, y su voz confirmó la tierna
timidez que insinuaban tanto su rostro como su delicada figura.
—Y… ¿sería posible hablar con él? —preguntó Menkhoff, poniendo fin al
tortuoso silencio que se había establecido tras la escueta afirmación de la mujer. Ella
asintió después de una breve vacilación y se apartó a un lado para dejarnos pasar.
Menkhoff me dirigió una mirada que no supe cómo interpretar y entró en la casa.
A la izquierda del más que generoso vestíbulo, unas amplias escaleras conducían
al piso superior. Cumplía con las funciones de barandilla la redondeada parte superior
de un muro, de inspiración mediterránea, que se alzaba hasta la cadera y acompañaba
lateralmente las escaleras. Una placa de barro situada a la altura de los ojos
proclamaba que aquella zona era de uso privado. El amplio mostrador situado en la
pared frente a la entrada, así como el pasillo que se abría justo a su lado, señalizaban
con sendas placas también de barro que la sala de espera y la consulta conformaban
las principales estancias de la planta baja.
—Por favor, tomen asiento unos instantes. Avisaré al doctor Lichner.
La mujer nos señaló una hilera de sillas tapizadas en un cuero de color pardo que
se alineaban en la pared situada ante el mostrador desierto. Menkhoff la siguió con la
mirada hasta que su figura desapareció en las escaleras.
—Una mujer extraordinaria —le comenté en voz baja, a lo que él reaccionó
arrugando la frente.
—Olvídese de ella. Juega en otra liga, es bastante mayor que usted y está liada
con el doctor.
Me dejé caer en una de las sillas.
—Calculo que debe tener mi edad. Además, no pretendo casarme con ella,
simplemente he comentado que me parece una mujer extraordinaria. ¿Por qué piensa
que mantiene una relación con el doctor Lichner? Podría tratarse de la chica de la
limpieza, o de la recepcionista, que le acompaña en el descanso de la comida.
—Marlies Bertels. —Su voz fue apenas un susurro. Se sentó a mi lado—. Nos
explicó que el doctor vive con una mujer con la que no está casado y que no suele
limpiar sus ventanas. —Con la mirada fija en aquel punto del techo en el que se
perdían de vista las escaleras, se recostó en la silla y cruzó los brazos—. Y esa clase
de mujer no es de la que limpian ventanas, Seifert, se lo aseguro.
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Escruté su rostro en busca de señales que indicaran que pretendía bromear, pero,
antes de llegar a conclusión alguna, mi atención se distrajo por el sonido de unos
pasos en las escaleras.
El doctor Lichner era de constitución delgada y medía aproximadamente un metro
ochenta. Iba vestido con unos vaqueros y un polo de color blanco, lo cual le
proporcionaba un aire marcadamente deportivo. Le imaginé practicando deporte,
corriendo de forma habitual. El cabello rubio que techaba su rostro moreno no
sobrepasaba el centímetro de largo. Unos ojos inteligentes nos examinaban con
interés mientras se iba aproximando a nosotros.
—Buenos días. ¿He de suponer que esta visita que interrumpe mi descanso está
relacionada de alguna manera con el asesinato de esa niña?
Ambos nos pusimos en pie, pero Menkhoff fue quien habló.
—Buenos días, doctor Lichner. Soy el inspector Menkhoff, mi compañero es el
subinspector Seifert. Sí, está usted en lo cierto: venimos por la niña asesinada, Juliane
Körprich.
—¿En qué puedo ayudarles? O, rectifico: ¿qué puedo decirles que no les haya
comentado ya a sus compañeros?
La mirada de Lichner era desagradablemente inquisitiva y me resultaba de alguna
manera inquietante. Menkhoff parecía experimentar una sensación similar. Apoyó su
peso primero en una pierna y luego en la otra antes de decidirse finalmente a hablar.
—Hemos estado hablando con una de sus vecinas, la señora Marlies Bertels. ¿La
conoce usted?
A espaldas de Lichner apareció la mujer que nos había abierto la puerta.
Permaneció quieta al pie de las escaleras, contemplándonos.
—La señora Bertels. Sí, sé a quién se refiere usted. Vive en la casa situada delante
del parque infantil. La suelo ver asomada a la ventana cada vez que paso por allí, creo
que se siente un poco sola.
—¿Cada vez que pasa por allí? —Menkhoff dirigió su mirada hacia la mujer al
fondo y la demoró allí unos instantes más de lo necesario—. ¿Cómo es que suele
pasar usted por delante de esa casa, doctor Lichner? Esta calle no tiene salida hacia
ese extremo, y la vivienda de la señora Bertels es una de las últimas de la hilera. Al
margen del parque infantil no hay nada hacia donde pudiera uno dirigirse.
Apartó su mirada, brevemente posada en el médico, para lijarla de nuevo en el
rostro de la mujer.
—¿Tiene usted… tienen ambos algún hijo a quien acompañar al parque?
El psiquiatra sonrió y se volvió hacia ella.
—Nicole, acércate a nosotros, por favor, quisiera presentarte a estos policías.
Seguro que tú misma no te has ocupado aún de ello.
Cuando la tuvo a su lado le rodeó la cintura con el brazo.
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—Nicole Klement, mi compañera. Hace dos años que vivimos juntos aquí. Sin
hijos. ¿Responde eso a su pregunta, señor inspector?
—Sólo parcialmente —carraspeó Menkhoff—. La pregunta que formulé en
primer lugar cuestionaba sus motivos para pasar por delante de la casa de la señora
Bertels.
Lichner mostró de nuevo su dentadura perfecta.
—Claro que sí, está usted en lo cierto, señor inspector. Al preguntarnos por
nuestro hijo simplemente se dejó guiar por la única explicación que alguien como
usted es capaz de encontrarle a mi proximidad a la casa de la señora Bertels. —Se
dirigió de nuevo a su pareja—. Ahí puedes comprobar que los policías que aparecen
en las series de televisión no guardan demasiadas semejanzas con los reales. El
inspector de la película de anoche seguro que hubiera detectado el estrecho sendero
junto a la casa de la señora Bertels, el que conduce hasta la calle paralela a ésta, vía
en la que, entre otros establecimientos, también se encuentra una panadería.
Era incuestionable que a mi compañero le disgustaba profundamente el curso que
estaba tomando aquella conversación. Aunque estuve tentado de intervenir, supe que
aquel no era el momento más indicado. Se trataba de mi primer caso de asesinato y,
tal como me había de confesar a mí mismo, era demasiado mi temor a echarlo todo a
perder con alguna pregunta inadecuada.
—La señora Bertels asegura haber observado en diversas ocasiones cómo le
ofrecía usted dulces a la pequeña Juliane. —Silencio ominoso que se prolongó a lo
largo de varios segundos. Menkhoff escrutó el rostro del psiquiatra y, finalmente,
ladeó la cabeza y se decidió a intervenir de nuevo—. ¿Doctor Lichner?
Este pareció sorprendido.
—Discúlpeme, no era consciente de que había formulado usted una pregunta.
¿Cuál era exactamente?
Menkhoff bajó ligeramente la cabeza y me trajo a la mente la imagen de un toro
en la plaza preparándose para embestir.
—Escuche, doctor Lichner: si así lo prefiere, podemos continuar esta
conversación en la comisaría. Y en este caso no se trata de una pregunta, sino de la
constatación de un hecho. —Su tono se tornó inclemente—. Ha sido asesinada una
niña de corta edad, doctor, y es nuestra obligación y nuestro deseo descubrir quién lo
ha hecho. Y mientras nos dedicamos a ello no me apetece, en absoluto, andar con
jueguecitos dialécticos. No sé cuál es su problema, pero le sugiero que se olvide a
partir de ahora de su arrogancia innata y responda, de forma clara y precisa, a mis
preguntas. O aquí, o en la comisaría. Dígame, ¿qué prefiere?
De nuevo ambos se midieron con la mirada. ¿Durante tres segundos? ¿Cinco?
Finalmente, Lichner distendió los labios en una amplia sonrisa.
—No, no es cierto. Jamás le he ofrecido dulces a la niña, como tampoco le
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ofrezco nada a los demás niños a los que veo en el parque cuando me dirijo a la
panadería.
—¿La señora Bertels miente?
—Es evidente que así es.
—Sin embargo, me pregunto por qué una anciana mentiría en una cuestión como
ésta.
—Sí, ya me lo imagino.
—¿Qué es lo que se imagina?
—Que se lo pregunta usted.
—¿Conocía usted bien a la niña?
Era consciente de que aquélla hubiera sido la siguiente pregunta de Menkhoff,
pero la formulé yo, interviniendo de forma deliberada a fin de aligerar la tensión que
se había creado.
La perenne sonrisa de Lichner me enfocó ahora a mí.
—Sería tan amable de concretarme ese «bien», señor… ¿Cómo era exactamente?
¿Es usted becario o ya ostenta el rango de subinspector?
Comencé a sentir un ligero cosquilleo en la raíz del pelo.
—Sí, exactamente, ya soy subinspector, y con mi pregunta pretendía aclarar si
conocía usted a los padres de la niña. ¿Tenía usted, o tiene en la actualidad, algún
contacto con la familia?
—No. No lo he tenido jamás ni tampoco lo tengo ahora, de modo que he de
expresar un tercer no; no conocía bien a la niña.
—¿Y usted cómo explica que la señora Bertels decida mentirnos en esta cuestión?
—volvió, para mi alivio, a tomar la palabra Menkhoff—. ¿Se le ocurre alguna
justificación inteligente, doctor?
Nicole Klement se liberó del abrazo del psiquiatra y se apartó sin pronunciar
palabra. Retrocedió hasta las escaleras. Durante unos segundos oímos alejarse sus
pasos.
—Probablemente podría ofrecerles una explicación adecuada, señor inspector. No
obstante, no lo haré, porque ello forma parte de sus obligaciones y no de las mías.
Había desaparecido su sonrisa. Se volvió hacia las escaleras con un gesto
apresurado.
—Le ruego que me disculpen ahora, por favor. Mi descanso está a punto de
finalizar.
Menkhoff alzó la mano.
—Un momento, una última pregunta.
Lichner asintió a desgana, tal como se le concede a un niño cansinamente
alborotador algo que solicita.
—De acuerdo. ¿Cuándo ha muerto exactamente la niña?
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Con aquello nos sorprendió tanto a mi compañero como a mí.
—¿Cómo se le ha ocurrido esa pregunta?
La mirada de Lichner se posó brevemente en el techo.
—Su última pregunta, señor inspector. Dado que la declaración de una anciana
me incrimina, es evidente que soy sospechoso, y en ese caso la pregunta prioritaria, la
más importante de todas, ha de ser la de cuestionar dónde me encontraba y haciendo
qué en el instante en el que la niña fue asesinada. Pero, para poder responderle,
necesito saber en qué momento murió aquella pobre pequeña. Será capaz de
comprender eso… ¿o no?
La sonrisa, ahí estaba de nuevo, esgrimida como arma que empuñaba para
desconcertar a su contrario. O para provocar su ira. O ambas cosas. Bernd Menkhoff
desde luego estaba furioso, y era incapaz de ocultarlo.
—Fue secuestrada el 28 de enero hacia mediodía y probablemente asesinada
aquella misma tarde. De modo que: ¿a qué se dedicó usted la tarde y noche del 28 de
enero, doctor Lichner?
—Déjeme reflexionar un poco… la tarde del 28 de enero… ¡Ah! ¡Ya sé! Me fui
de compras a la ciudad. Solo, toda la tarde.
—¿Toda la tarde? —pregunté—. ¿Y su consulta?
Sacudió la cabeza en un gesto teatral de desespero.
—No, ciertamente la realidad no puede competir en absoluto con las intrigantes
películas policíacas que se ven en televisión. —Me dirigió una mirada compasiva—.
El inspector de la serie Tatort hubiera sido tan hábil como para leer la placa situada
justo al lado de la puerta, en la que se indican las horas en las que permanece abierta
mi consulta. Y hubiera sabido por tanto que ésta está cerrada los viernes por la tarde,
y que, por supuesto, el 28 de enero era un viernes.
El cosquilleo afectaba ahora a mi cuero cabelludo y era mucho más intenso que
antes. Cómo podía yo…
—¿Puede confirmar alguien su presencia en Aquisgrán aquella tarde? —resopló
Bernd Menkhoff—. ¿Alguien le vio? ¿La dependienta de alguno de los
establecimientos a los que entró a comprar?
Lichner le miró como si dudara de lo oído.
—¿Quiere usted saber si existe la posibilidad de que una dependienta, a quien he
pagado hace más de dos semanas algún tipo de producto, pudiera recordarme? ¿Me
está hablando en serio, señor inspector?
—¿Cuándo volvió usted de sus compras? —preguntó Menkhoff, ignorando
aquella provocación evidente.
—Creo que sobre las siete, tal vez siete y media.
—¿Y esto? ¿Puede confirmarlo alguien?
Sonrisa petulante.
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—Claro que sí. Recuerdo que, justo al llegar a casa, esa maravillosa mujer que
acaban ustedes de conocer y yo, ¿cómo podría expresarlo adecuadamente?… en fin,
ni siquiera logramos llegar al dormitorio. Y le aseguro que ella será más que capaz de
recordarlo.
—Volveremos a contactar con usted —gruñó Menkhoff y me tocó levemente el
brazo—. Venga, vayámonos de aquí.
—¿He de permanecer en la ciudad o algo parecido? —nos gritó Lichner mientras
alcanzábamos la salida. Ambos le ignoramos.
—¡Qué gilipollas más arrogante! —siseó Menkhoff a mi lado cuando dejamos
atrás la casa.
—Sí, al parecer se cree superior en todos los aspectos —asentí—. Nunca dejaré
de preguntarme cómo hombres como él logran atraer a mujeres como esa Nicole
Klement.
Mi compañero murmuró algo inaudible, avanzó unos pasos, y añadió:
—Si logro descubrir que ese individuo está de algún modo cubierto de mierda,
volveré para partirle el culo.
Contaría para ello con mi apoyo, desde luego.
Llamamos al timbre de la casa de Marlies Bertels, pero la anciana no nos abrió.
Realicé un segundo intento, pero no se percibía ningún rumor tras la puerta.
—Quizá haya salido a comprar. —Menkhoff señaló con un leve gesto de su
cabeza en dirección al parque infantil, donde se encontraba la casa de la familia
Körprich—. Preguntemos a los padres de Juliane si saben algo de esos supuestos
dulces.
Mientras aguardábamos ante la casa de los Körprich a que nos abrieran la puerta,
me fije en el parque infantil, del que poseía una vista completa desde nuestra
posición. No era excesivamente amplio. Junto a los dos columpios que se
balanceaban desde su andamio había situadas tres barras paralelas a diferentes
alturas. También vi dos figuras de madera alzadas sobre un grueso muelle, un gallo y
un pato, que resultaban aptas incluso para los más pequeños, además de un tobogán
de intenso color rojo. El amarillo del pato se había perdido en varias zonas y las
manchas oscuras que lo sustituían causaban la impresión de que el pato se había
sumergido en el barro.
Cuando se abrió la puerta, y apareció Petra Körprich, tuve que contenerme para
no estrecharla consoladoramente entre mis brazos. Había leído en el informe que
tenía treinta y dos años. Cuando la había visto por primera vez, la mañana siguiente al
día en que encontramos finalmente a su hija, su aspecto era lamentable: estaba
llorosa, desesperada. Pero cuando abrió parecía tener no menos de cincuenta años. La
figura que se recortaba en aquel umbral iba sin maquillar, el largo cabello rojizo
descuidadamente recogido en un moño del que escapaban varios mechones
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desordenados. Su rostro estaba macilento y demacrado, y la mirada que nos dirigían
sus ojos verdes tenía un desvalimiento casi infantil. Sabía que estaba recibiendo
atención psicológica, y en aquel momento se intensificó mi anhelo de que su médico
supiera ofrecerle consuelo.
—Señora Körprich —comenzó Menkhoff, acompañando su voz de más
compasión de la que yo jamás hubiese pensado que fuese capaz de expresar—,
discúlpenos, por favor, pero nos ha surgido una duda y le estaríamos muy agradecidos
si nos permitiera formularle una pregunta.
Ella asintió, muda, y se apartó a un lado para dejarnos pasar, pero Menkhoff alzó
la mano en un gesto de rechazo.
—No, no, gracias, no es necesario. Sólo será un momento.
Se repitió el mudo asentir.
—Señora Körprich, ¿conoce usted al doctor Lichner? Tiene su consulta en esta
misma calle, allí detrás, en la casa amarilla.
Aparecieron unas arrugas en su frente.
—No. Bueno… le he visto alguna que otra vez. Solemos saludarnos, pero… no,
no le conozco en realidad. ¿Por qué pregunta?
Menkhoff examinó atentamente la puntera de sus zapatos.
—Su vecina, la señora Bertels… ha declarado haber observado en varias
ocasiones cómo el doctor Lichner le ofrecía a su hija algunos dulces, ahí, en ese
mismo parque infantil. ¿Sabía usted algo de eso?
Sus pupilas se dilataron y sus ojos se tornaron acuosos.
—¿Dulces? ¿A mí…? Pero, ¿por qué…? No, no sabía nada. —Se encontraba
visiblemente alterada—. Por favor, dígame… ¿Está esto relacionado de alguna
manera con la muerte de Juli?
Las lágrimas se desbordaron finalmente trazando dos líneas brillantes a lo largo
de su rostro delgado. Me inspiraba una compasión infinita.
Menkhoff cuidó aún más su tono de voz.
—No podemos afirmar nada aún, señora Körprich. De momento sólo contamos
con la declaración de su vecina. Hemos hablado con el doctor Lichner, que niega
haberle ofrecido jamás nada a su hija. ¿Han tenido ambos algún tipo de contacto, que
usted sepa?
—No, no sé nada de eso. —Ella se adelantó un paso, deteniéndose muy cerca de
mi compañero. Retorcía y enlazaba sin descanso los dedos de ambas manos ante su
vientre, como pequeñas víboras inquietas—. ¿Cree usted que tal vez él…?
Menkhoff realizó un gesto conciliador.
—No debemos descartar ninguna posibilidad, pero la declaración de la señora
Bertels no justifica por sí misma una sospecha de ese tipo. Sobre todo si se considera
que tampoco es capaz de situar en el tiempo su observación. Ya tiene una edad… En
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fin, gracias por habernos atendido.
—Si averiguasen algo nuevo… Quiero decir…
—Sí, la informaremos inmediatamente. Por supuesto. Adiós, señora Körprich.
Ella vaciló, como si hubiese olvidado qué más exigía de ella su guión, pero
finalmente se decidió a darse la vuelta y desaparecer en el interior de la casa.
Aguardamos a que hubiera cerrado la puerta y fue entonces cuando habló Menkhoff
con autoridad incuestionable.
—Nos volvemos. Y descubriremos quién miente: la señora Bertels o el doctor.
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CAPÍTULO
22 de julio de 2009
No se pudo localizar al abogado de Lichner, por lo que, dado que el psiquiatra seguía
negándose obstinadamente a responder a nuestras preguntas, Menkhoff le ordenó a
Marco Egberts que le recluyera de forma provisional en las celdas de arresto de la
comisaría. Puesto que ya eran más de las nueve, se imponía una llamada a Mel.
Tal como era de esperar, mostró un entusiasmo más bien moderado cuando supo
que aún permanecía en la comisaría a aquellas horas y, además, ignoraba cuándo me
sería posible aparecer por casa. Le prometí compensarla con una cena al día
siguiente, pero, incluso mientras expresaba la promesa, las dudas de poder cumplirla
me causaron cierto desasosiego.
También Menkhoff realizó varias llamadas, ladrándole malhumorado al auricular.
Tras dar por finalizada su última conversación, se dejó caer violentamente hacia atrás
en su sillón, el cual protestó por el maltrato con un prolongado quejido.
—Los de la científica ya han concluido su trabajo. No hay indicios de la niña,
pero se han esforzado por recopilar todo lo que pudiera resultar de interés: cabellos y
cosas así. Ahora lo llevarán a analizar. No te puedes ni imaginar siquiera a qué
métodos me he visto obligado a recurrir para garantizar que los resultados
preliminares estuviesen listos para mañana por la mañana. En el laboratorio no
parecen ser muy proclives al trabajo nocturno.
—Ya. Y… dime, Bernd: ¿no crees que tal vez pudiera tratarse de un acto de
venganza hacia Lichner?
—¿Falsificando para ello el registro? Me parece absurdo. ¿Quién se tomaría
tantas molestias? Sin olvidar que ese tipo de intervención constituye un delito. ¿Y la
vecina que dice haber visto a la niña? ¿Qué hay de eso? No, Alex; estoy convencido
de que ese cerdo ha hecho desaparecer a su propia hija. Sólo podemos rezar para que
no le haya causado ningún daño irreparable aún.
—Tienes razón, sólo era una idea. Pero me pregunto el por qué de esa
desaparición. ¿Y dónde se encontrará la madre?
Abrió mucho los ojos.
—Maldita sea. Ya había pensado en ello antes y después me he olvidado. Estaba
tan furioso que no…
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No acabó la frase. Sacudió reprobadoramente la cabeza al tiempo que extendía la
mano para alcanzar el teléfono.
Si esa niña existía realmente, y todo parecía indicar que así era…
—¿Cuándo salió Lichner en libertad, exactamente? —pregunté, obviando el
hecho de que Menkhoff sostenía el auricular del teléfono pegado al oído.
—En el año 2007, creo que en el mes de abril… —Se apartó de mí—. Sí, soy
Menkhoff. Necesito otro dato del registro.
Abril del año 2007. Si la hija de Lichner existía realmente había sido engendrada
antes de que éste abandonara la prisión. Recordé que, en algún momento del verano
de 2006, o quizá fuera otoño, habíamos sido informados de que a Lichner se le
permitiría abandonar la institución penitenciaria durante el día a fin de que volviera a
habituarse a una vida en libertad. En teoría era posible que hubiera aprovechado esos
momentos para encontrarse con una mujer. Pero, ¿cuál? ¿Había conocido a alguna
mujer mientras disfrutaba de aquella libertad parcial? ¿Y la había dejado embarazada
inmediatamente? ¿O tal vez se trataba de alguien a quien ya conocía?
—¡Precisamente ahora! —interrumpieron los gritos de Menkhoff mis
pensamientos—. De acuerdo, sí, bien. Pero devuélvame la llamada en cuanto ese
trasto vuelva a funcionar.
El auricular aterrizó sobre su soporte y Menkhoff le dirigió al aparato una mirada
letal, como si en éste se situase el origen de su enfado.
—«Problemas informáticos», estoy más que harto de oír eso. Todo
completamente informatizado, cada pocos meses nos instan a seguir alguno de sus
cursitos para que seamos capaces de manejar toda esa mierda, pero cuando necesito
un simple dato hay «problemas informáticos».
—Se me acaba de ocurrir algo, Bernd. Si Lichner no fue puesto en libertad hasta
abril, pero la niña nació en junio de ese mismo año, ha debido estar viéndose con
alguna mujer durante el tercer grado.
—Sí, ¿y qué? Dios, imagina qué es lo primero que harías tú al abandonar una
prisión en la que durante años has estado viendo únicamente peludos culos
masculinos. ¿Qué?
—¿Crees que salió a buscar una mujer cualquiera? Me resulta difícil de imaginar
tratándose de él.
Menkhoff se encogió de hombros.
—¿Qué sé yo? Tal vez se haya reencontrado con alguna mujer a la que conocía de
su vida anterior.
Era palpable que estaba pensando exactamente lo mismo que yo.
—Lo sabremos en breve —continuó con voz audiblemente más insegura—. En
cuanto vuelva a funcionar ese estúpido ordenador.
Como si se hubiese tratado del pie que daba paso a su actuación, comenzó a sonar
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el teléfono.
—¿Sí? Aquí Menkhoff. —Constaté cómo se mudó la expresión de su rostro. Se
aferró a un bolígrafo con gesto apresurado—. Un momento, más despacio. —
Garabateó algo en la hoja de papel que tenía delante, dio las gracias a su interlocutor
y colgó—. La madre de la niña se llama Zofia Kaminska…
—Eso parece un nombre polaco.
Y él parecía aliviado.
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CAPÍTULO
10
14 de febrero de 1994
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forma subiendo escaleras. Sin embargo, tal como había tenido ocasión de comprobar
por entonces, el inspector solía huir de cualquier actividad física de carácter
deportivo.
Cuando hubo alcanzado el descansillo superior se detuvo y se volvió hacia mí.
—¿Qué opina usted de ese doctor Lichner, Seifert?
Reprimí la pregunta que inmediatamente había acudido a mi mente: «¿qué
necesidad había de discutir aquel asunto allí mismo, en las escaleras?», y me esforcé
por ofrecerle lo más rápidamente posible alguna respuesta válida.
—Al igual que usted pienso que es un hombre arrogante y…
—¿Pero cree usted que miente? ¿Qué tiene algo que ver con esto? ¿Qué piensa?
—Bueno… pues… Es difícil de saber si quien nos ha mentido ha sido el doctor
Lichner, o, por el contrario, la anciana. Quizá ella simplemente haya confundido a
Lichner con otra persona, no me parecería extraño que comenzara a fallarle la vista.
Porque, si Lichner estuviera realmente relacionado con este asunto, ¿no sería más
cuidadoso con nosotros? Debería ser consciente de que con una actuación como la de
hoy sólo lograría que nos tomásemos un interés especial por comprobar su posible
implicación en el asesinato.
Bernd Menkhoff permaneció mudo unos instantes, pareciendo examinar con
detenimiento la pared color crema a mi lado. Después se dio la vuelta abruptamente y
se alejó por el pasillo sin pronunciar palabra.
Una vez en nuestro despacho, encendí mi ordenador mientras continuaba
observando a Menkhoff, el cual había apoyado ambos codos sobre el escritorio y
miraba a través de la ventana hacia la calle. No me pareció probable que observara ni
el día sombrío, ni los árboles, con sus ramas cubiertas por finas capas de helados
cristales, que se distinguían en el exterior. La conversación mantenida con el
psiquiatra parecía haberle afectado más de lo que había supuesto en un principio.
—¿Puedo preguntarle qué cree usted?
Se sobresaltó ligeramente y posó en mí su mirada.
—¿Cómo dice?
—El doctor Lichner. Me acaba de preguntar cuál es mi opinión con respecto a él.
Pero, ¿qué cree usted?
Se irguió en su asiento y repentinamente volvió a ser el mismo Menkhoff de
siempre.
—Ya se lo he dicho, no es más que un gilipollas arrogante. Y estoy convencido de
que nos ha mentido.
—¿Piensa que puede estar relacionado de alguna manera con el asesinato de la
pequeña?
—No iría yo tan lejos, pero ese pavoneo suyo tampoco ha de significar que no lo
esté. Es psiquiatra, Seifert, tal vez nos esté manipulando para que lleguemos
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precisamente a esa conclusión.
Por supuesto, Menkhoff podía estar en lo cierto, era mucho más experto que yo
en estas cosas; pero, aun así…
—¿Y qué opinión le merece su compañera, Nicole Klement?
Hizo un gesto como restándole importancia que me resultó forzado, sobre todo,
después de advertir su titubeo.
—Ya ha podido comprobar cómo se comporta con ella. Imagino que desconoce
por completo las actividades de ese individuo.
Tampoco aquello me pareció del todo convincente. Mi ordenador de sobremesa se
había puesto en marcha entretanto, tecleé mi usuario y contraseña, inicié el programa
de texto y comencé a redactar mi informe.
Poco después de las tres mantuve una conversación con los compañeros que
habían estado previamente recabando información en el vecindario de la familia
Körprich. Me sorprendió saber que el doctor Lichner se había mostrado muy atento y
servicial con ellos.
Repasé los informes y no encontré nada en aquellos relacionados con Lichner que
pudieran servirnos de ayuda. Busqué el escrito que recogía la declaración de Marlies
Bertels y lo hallé en la misma carpeta. Según indicaban los compañeros, la anciana
había insistido en repetidas ocasiones en que no había observado nada relevante, tal
como ya había recordado Menkhoff. Sin embargo, me pareció de lo más interesante
un párrafo concreto de la declaración, sorprendente hasta tal punto que tuve que
correr a mostrárselo a Menkhoff inmediatamente.
Cuando llegué a nuestro despacho, me explicó que acababa de mantener una
conversación telefónica con Marlies Bertels, quien acababa de volver a su casa.
Mantenía su afirmación de que había visto al doctor Lichner ofrecerle dulces a
Juliane. Me invadió una sensación de triunfo cuando le tendí las hojas de papel del
informe a mi compañero.
—¿Sí? Pues lea esto, Menkhoff.
Coloqué los documentos ante él sobre la mesa y le señalé el pasaje que me
interesaba que leyera.
A la pregunta del inspector jefe G. Spang de si había visto a Juliane Körprich
jugar en el parque el día de su desaparición contesta M. Bertels lo siguiente: No,
desde mi ventana no es posible ver el parque, lo ocultan los setos.
—¡Pero, qué demonios…! —Menkhoff aferró los papeles para acercárselos más a
la vista y releyó otra vez el párrafo completo. Al acabar dio un golpe seco sobre la
mesa con la palma de la mano—. ¿Pretende tomarnos el pelo? Vayamos de nuevo
hacia allá y averigüemos de una vez por todas cuál de los dos nos ha estado
mintiendo.
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CAPÍTULO
11
22 de julio de 2009
Tras la última llamada telefónica de Menkhoff, decidimos marcharnos por fin a casa.
Ignorábamos qué le había sucedido a la niña desaparecida, pero poco podríamos
averiguar ya aquella noche. Mientras conducía, permanecimos sentados en silencio,
sin mirarnos, con la vista fija en la calzada.
En las últimas horas, mi memoria había recuperado imágenes que había creído
desaparecidas mucho tiempo atrás: las noches interminables vividas durante el juicio
de Lichner, cuando el sueño sólo se dignaba concederme apenas unos escasos
minutos de su plomizo abrazo antes de liberarme brutalmente y me despertaba
angustiado. Después, las semanas, meses, que siguieron a su condena. Día tras día me
repetía a mí mismo, como si de un mantra se tratase, que no era muy probable que
hubiesen cometido un error primero un experimentado policía, después un juez y
varios fiscales; y que, en cambio, un novato como yo estuviese en lo cierto con lo que
no podía ser más que un presentimiento.
Dirigí una rápida mirada al hombre a mi lado. Menkhoff me observaba,
probablemente desde hacía ya varios minutos.
—Dilo, Alex —me animó al fin con un gesto de su cabeza—. Puedo leer en tu
rostro que estás deseando explicarme cómo no debo tratar a ese gilipollas de Lichner.
Así que, por favor, adelante, no te reprimas.
Abandoné la A4 en dirección a la A44 y me mezclé en el tráfico fluido.
—No, no pretendo decirte cómo debes actuar con Lichner. Pero sí te diré que creo
que te estás implicando demasiado en este asunto, una vez más.
—Ah, ¿esa es tu opinión? No me digas. Hace quince años, sin embargo, decidiste
guardarte para ti lo que pensabas mientras yo arriesgaba el cuello. ¿Por qué no abriste
la boca entonces, señor inspector jefe? No. Y cuando finalmente se demostró que yo
estaba en lo cierto, te beneficiaste de mi éxito, aceptando felicitaciones por la buena
labor realizada.
Su tono de voz había alcanzado ese volumen característico de los momentos en
los que Menkhoff pretendía señalarle al mundo que estaba especialmente enfadado,
por lo que me esforcé por continuar aquella conversación de la forma más calmada
posible. Sabía que aquella actitud mía solía enfurecerle aún más, lo cual,
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precisamente, era lo que me proponía.
—Entonces no abrí la boca, cierto. No era más que un novato. Me habrías
arrancado la cabeza, y lo sabes perfectamente, señor inspector jefe.
Habíamos llegado a Brand y me adentré en la calle en la que vivía mi compañero.
Guardamos silencio hasta que me detuve ante su casa. Liberó la hebilla del cinturón
de seguridad y fijó en mí una mirada serena.
—Confía en mí, Alex.
Su voz parecía haber recobrado la calma. Asentí.
—Hace mucho que confío en ti, Bernd, pero eso no significa que me deba parecer
correcto todo lo que haces.
—¿Crees que ha sido un error que le hayamos encerrado hoy?
—No, no creo que lo haya sido. Según parece, esa niña existe y vivía con él.
Nuestra actuación ha sido correcta, pero aun así… Cuando sólo llevaba un par de
meses en la división criminal, un policía experto, casualmente mi compañero de
entonces, me ofreció un consejo importantísimo: Si permite que afloren sus
sentimientos —me dijo— perderá la objetividad, y eso le hará perderse detalles.
Bueno, y ese consejo…
Bernd Menkhoff apoyó su mano en mi hombro, me lo presionó levemente, y se
bajó del coche. Antes de cerrar definitivamente la puerta se inclinó de nuevo en mi
dirección.
—¿A las ocho?
—A las ocho. Y dale recuerdos a Luisa de mi parte si aún no se ha dormido.
Asintió y dejó que la puerta se cerrara con un golpe seco.
El trayecto desde la casa de Menkhoff hasta Kornelinmünster, localidad en la que
Mel y yo habíamos adquirido una granja reformada y modernizada en el año 2000,
poco después de nuestra boda, no me llevó más de diez minutos. Atravesé
Grachtstrasse y giré por Krauthausen hacia Bilstermühler Strasse. Apenas cinco
minutos más tarde estacioné el Audi ante nuestra casa y me apeé. En el garaje sólo
había plaza para un vehículo y habíamos acordado guardar allí el descapotable de
Mel y dejar el coche oficial a la intemperie. Ella trabajaba en una sucursal bancaria
en Theaterstrasse, en Aquisgrán, y detestaba depender del transporte público.
Consulté mi reloj: las diez menos cinco. Acababa de comenzar aquel momento del
día que tanto amaba en los meses de verano, ese período de apenas veinte minutos en
el que la proximidad de la noche generaba siempre cambiantes, dispersos velos de
oscuridad, cubriendo con ellos poco a poco la luz diurna hasta hacerla desaparecer
del todo.
Inspiré profundamente y abrí la puerta. Tal vez Melanie estuviera dispuesta a
compartir conmigo una copa de vino en el porche trasero. Al entrar en el salón, ya
pude ver a través de las abiertas cristaleras que era allí precisamente dónde me
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aguardaba. Sostenía un libro entre sus manos y sus pies desnudos descansaban sobre
el asiento de una silla cercana. Había recogido su cabello rubio, que le alcanzaba los
hombros, en una cola de caballo, de modo que le acariciaba sólo el borde de su
blanca camiseta de tirantes. Cuando me vio acercarme dejó caer el libro mientras me
dedicaba una sonrisa.
—Hola, nocturno. ¿Ya has terminado tu jornada?
Me incliné para besar su nariz cubierta de delicadas pecas.
—Siento lo de la cena, de verdad. Estaba dejando a Bernd ante su casa cuando
llegó aquella llamada.
Abandonó el libro sobre la mesa, la sonrisa ya ausente de su rostro.
—¿He entendido bien lo que me has comentado por teléfono? ¿Está relacionado
con ese psiquiatra al que detuvisteis hace años?
—El doctor Lichner, sí. No te puedes ni imaginar cómo nos quedamos cuando le
tuvimos ante nosotros.
—¿Ignorabais a quién estabais visitando?
Alcé una mano.
—Te lo explico todo en un momento, voy a por una copa de vino. ¿Quieres que te
traiga otra?
Su mirada de reproche fue respuesta suficiente. Por supuesto que quería.
Sólo necesité cinco minutos para ponerla al tanto; no me interrumpió ni una sola
vez. Cuando terminé mi relato, probó el vino de su copa para después apoyarla sobre
su muslo.
—¿Qué clase de persona es capaz de hacer desaparecer a su propia hija? ¿Crees
que le ha podido hacer algún daño?
—No lo sé, pero se trata de un personaje bastante extraño. Ya sabes cuál es su
historia. Creo que no he conocido jamás a una persona tan insoportablemente
arrogante y mordazmente sarcástica como él.
—A pesar de ello, tuviste tus dudas en el pasado.
—Sí, o quizá precisamente debido a ello. No quise creer que la verdad fuera tan
evidente. Me resultó todo demasiado… sencillo.
—¿Y lo de Bernd con Nicole Klement?
Durante unos instantes vi ante mí el rostro de Menkhoff distorsionado por la ira.
No en su versión actual, sino en aquella otra de quince años atrás.
—Eso por añadidura. Deberías haberle visto entonces, cuando me refería cómo la
trataba Lichner. No pude evitar dudar si realmente se hallaba convencido de la
culpabilidad de Lichner o… o si simplemente pretendía proteger a Nicole alejando al
psiquiatra de ella.
—El tiempo se encargó de solucionar aquello.
—Sí, es verdad.
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Pero nunca le había explicado a Melanie cuán significativas habían sido mis
dudas, hasta el punto de que había llegado a cuestionármelo todo: a mi compañero, a
mí mismo, a mi trabajo. Nunca más volví a experimentar algo así y esperaba no
revivirlo jamás.
Nos tomamos una segunda copa de vino y le rogué a Melanie que me explicara
cómo había transcurrido su día. Confiaba en que su relato lograra despejarme la
cabeza y me distrajera lo suficiente como para poder conciliar después el sueño. Me
relató una historia acerca de uno de sus compañeros de trabajo con problemas de
alcoholismo, a quien aquella misma tarde había sorprendido el director de la sucursal
sacando una petaca de un cajón de su escritorio para llevársela a los labios. Una
media hora más tarde nos pusimos en pie, ordenamos un poco el porche y subimos a
la planta superior.
En el baño extraje del tubo de dentífrico un gusano a rayas rojas y blancas que
deposité con cuidado sobre mi cepillo de dientes, y me dirigí una mirada crítica en el
espejo. Mi cabello había sido rubio en mi juventud, adquiriendo en verano un matiz
aún más luminoso. La tonalidad actual, sin embargo, apenas era identificable con
ningún color en concreto. Ni de lejos podía calificarse como rubio, pues era más bien
oscuro, pero tampoco parecía castaño, ni, por supuesto, negro. Sólo esos pocos
mechones que me caían sobre la frente aún guardaban su dorado brillo luminoso. Me
miré a los ojos y recordé cómo los había descrito Melanie cuando nos conocimos, los
ojos de un niño grande, tintados del gris azulado más resplandeciente que jamás he
visto. No pude evitar sonreír.
Melanie me habló de nuevo cuando, dos minutos después, me deslicé entre las
sábanas.
—¿Y la madre de la niña? ¿Esa mujer de nombre extranjero? ¿No sería posible
que Lichner esté ocultando a su hija porque teme que ella se la quite?
Me arropé con las mantas.
—Bueno, sí; pero, ¿por qué insiste entonces en que no tiene hijos? No tiene
ningún sentido, ¿no te parece? En cualquier caso, mañana por la mañana nos
dedicaremos a investigar a esa tal Zofia como-se-llame.
—¿Crees que podrás dormir?
—La verdad, no lo sé, aún no dejo de darle vueltas a multitud de cosas.
—Quizá pueda ayudarte a que desaparezcan de tu mente esas cosas. ¿Quieres?
Con una sonrisa seductora alzó las mantas en su lado de la cama. Me deslicé
hacia ella y Melanie logró, como por arte de magia, que se esfumara el tornado que
hasta entonces había estado asolando mi mente, girando vertiginosamente alrededor
del doctor Lichner, Bernd Menkhoff, una niña y una mujer. Al menos, durante un
rato.
Cuando media hora después me dejé caer de nuevo, agotado, en mi lado de la
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cama, mis pensamientos no se demoraron mucho en volver a centrarse en mi
compañero y en aquel hombre que iba a pasar la noche en las celdas de arresto de la
comisaría de Aquisgrán.
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CAPÍTULO
12
14 de febrero de 1994
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—Bueno…
—¿Recordará usted entonces haber declarado que no había visto a la pequeña
Juliane en el parque el día de su desaparición?
—Claro, por supuesto, es cierto que lo dije.
—¿Y también es cierto que no hubiera podido advertir la presencia de la niña
aunque hubiera usted decidido asomarse a la ventana porque desde su ubicación es
imposible ver el parque?
Ella asintió con fervor.
—Sí, es cierto. Esos setos tan altos me lo impiden, y también hay un nogal.
Cuando caen las nueces al suelo en otoño, aquello siempre…
Menkhoff dio un golpe en la mesa con la palma de su mano haciendo saltar a
Marlies Bertels en su asiento con aquel sonoro estallido.
—¿Y cómo es posible entonces que observara al doctor Lichner ofrecerle dulces a
la pequeña precisamente en el parque, señora Bertels, y no en una sola ocasión, sino
incluso en tres de ellas? ¿Podría explicármelo, por favor?
La anciana clavó en él su mirada, visiblemente intimidada.
—¿Por qué no me responde, señora Bertels?
«Porque tiembla de terror», pensé, y me sorprendí de que un policía tan experto
como Bernd Menkhoff careciera de la empatía necesaria para percibirlo. Había
cometido el mismo error sólo unas pocas horas antes, en idéntico lugar y con la
misma persona.
—Señora Bertels —intervine yo, esforzándome por dotar a mi voz de calma y
comprensión—, estoy convencido de que entre todos podremos aclarar esta cuestión
satisfactoriamente.
Su mirada se posó en mí ahora.
—Pero… yo sí que he… yo…
Miré en dirección a Menkhoff, quien, por fortuna, parecía querer mantenerse al
margen de momento.
—Yo… yo… ¿Dije que los vi en el parque? He debido confundirme, el doctor no
le ofreció a la niña los dulces en el parque… eh… fue en otra parte… sí, fue justo
delante del parque. Ante los arbustos, ahí enfrente mismo, por eso me fue posible
verlo.
La desesperación impregnaba su fina voz y sentí compasión por ella. Por otra
parte, había incriminado al psiquiatra con su declaración, y aunque no soportaba a
aquel individuo, era preciso que averiguáramos la verdad y comprobáramos si
aquellas observaciones eran erróneas.
—¿Tal vez se haya confundido usted? —probé—. No es nada grave si así fuese.
Todos nos equivocamos alguna vez…
—No soy tan vieja como para imaginarme cosas que no existen. Simplemente
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he… no me he expresado correctamente.
—¿Está usted completamente segura? —se interesó de nuevo mi compañero.
—Sí, lo estoy. El doctor le ofreció algo a esa niña y yo lo vi. Dos veces.
—¿Dos? Cuando estuvimos aquí a mediodía aseguró haberle visto en tres
ocasiones. ¿Cuál es la verdad, señora Bertels?
Su cabeza oscilaba peligrosamente.
—Todo esto es culpa suya, pretende confundirme. Cuando estuvo aquí antes
pensé que era usted una persona agradable, pero no lo es; no lo es en absoluto. Sólo
pretende hacerme creer que soy tan vieja que llego a imaginarme lo que veo, pero no
es así. Y tampoco soy estúpida. —Con un movimiento que, dada su constitución,
resultó sorprendentemente acelerado, se puso en pie—. Eso no está bien, señor
agente. Sé perfectamente lo que he visto y lo que no. No es necesario que vuelva
usted por aquí. Y, por supuesto, no le prepararé jamás ningún pastel. Bueno, y ahora
les ruego que me dejen, tengo muchas cosas que hacer.
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CAPÍTULO
13
23 de julio de 2009
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que sus restantes conocidos y compañeros, había abandonado la esperanza de que
permitiera jamás que alguna mujer se le volviese a acercar lo suficiente como para
superar la clasificación de «encuentro superficial». Se casaron en verano del año
siguiente.
Luisa me sonrió.
—Papá no lleva puestos los pantalones.
Era una niña encantadora.
—Es verdad. Pero está en ello.
Mel y yo habíamos decidido tras nuestra boda aguardar unos años antes de ir a
por los hijos. Cuando, ya en el 2005, creímos que había llegado el momento,
simplemente no llegaron. El ginecólogo afirmaba que no veía ningún problema en
ella, y que la demora solía ser normal en mujeres que llevaban muchos años tomando
la píldora. Seis meses más tarde también yo me dejé examinar por un médico, que
igualmente me aseguró que estaba sano y sin impedimentos para engendrar. A pesar
de ello no se producía ningún embarazo. Para mis adentros ya había aceptado la idea
de renunciar definitivamente a la paternidad, pero no podía expresarlo en voz alta,
por Mel. Ella acababa de cumplir los treinta y cinco y aún podía mantener la
esperanza unos cuantos años más. Y quizá…
Menkhoff apareció en la cocina, besó a su hija y se dirigió a mí.
—Cuando quieras.
Apuré lo que quedaba del café, ya no tan caliente, me despedí de la señora Christ
y de Luisa y abandoné la cocina siguiendo los pasos de mi compañero.
De camino a la comisaría, le expliqué la sugerencia de Mel de que tal vez Lichner
sólo pretendiera ocultarle la niña a su madre. Menkhoff no lo consideraba una
posibilidad muy acertada, pero coincidió en que localizar a aquella mujer se había
convertido en algo prioritario.
En el pasillo de la tercera planta nos salió al encuentro Jens Wolfert, el más joven
de nuestros compañeros, un chico alto y desgarbado de un grueso cabello castaño
que, pese a que lo llevaba muy corto, no perdía su textura casi lanuda. Hacía sólo
pocas semanas que se había incorporado a la División de lo Criminal numero dos y
no lograba que nadie le tomara en serio. Probablemente influía el hecho de que se
tratara del hijo de Peter Wolfert, el secretario de estado de justicia, la persona que
solía actuar como representante del ministro. Todos veíamos en él un ejemplo más
que evidente de nepotismo. Sobre todo porque Jens no dejaba pasar ocasión para
recordarnos quién era su padre. Por añadidura, nuestro compañero parecía creer que
cada vez que dos personas coincidieran en sus caminos estaban obligados a detenerse
para conversar largo y tendido.
—Buenos y maravillosos días —nos saludó con eufórico entusiasmo—. La
comisaria les está buscando, lleva toda la mañana preguntando por ustedes. Por
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cierto, ya me he enterado de lo de anoche. Un secuestro infantil, y han conseguido
pescar a uno de los gordos. Mis más sinceras felicitaciones. Me alegraré de poder
ayudarles, si…
Menkhoff se detuvo bruscamente y se dirigió a mí con expresión de sorpresa.
—¿Estuviste de pesca ayer noche? ¿Sin decirme nada?
—Jajá —rio Wolfert—. Que chiste tan divertido, señor inspector jefe. Tengo que
comentarle a mi padre lo ocurrentes que son sus agentes. Seguro que se alegrará de
saberlo.
Menkhoff continuó avanzando por el pasillo, acercándose al despacho de la
comisaria, situado al final del mismo, al tiempo que sacudía la cabeza en un gesto de
resignación.
—Un pensamiento reconfortante el de estar a las órdenes de su padre —dije yo—,
compañero Wolfert.
No aguardé una respuesta, aunque oí que me gritó alguna cuando ya me había
alejado por el pasillo lo suficiente como para no poder escucharla.
La comisaria al mando de la división de lo criminal número dos, Ute Biermann,
sostenía un auricular cerca de su oreja cuando entreabrimos su puerta tras una breve
llamada anunciadora. Nos hizo señas para que entráramos en su despacho y dio
término a la conversación que estaba manteniendo antes de que hubiéramos
alcanzado las sillas situadas ante su impresionante mesa de caoba.
—Buenos días; tomen asiento, por favor.
Ute Biermann era conocida por su extravagancia, evidente no sólo en sus gafas de
montura llamativamente roja, que ejercían un impactante contraste con su cabello
teñido de azabache y de corte masculino, sino, con frecuencia, también en su forma
de vestir, no demasiado convencional para una mujer que ya había alcanzado los
cincuenta. Solía aparecer por la comisaria envuelta en las más atrevidas
combinaciones de colores sin parecer jamás ordinaria. Aquella mañana, sin embargo,
se había decidido por unos sencillos pantalones de tela gris marengo y una blusa
color beige.
Nuestra superior señaló el informe que descansaba sobre su mesa.
—Explíquenme lo del doctor Lichner.
Dado que Menkhoff no daba señales de disponerse a obedecer sus órdenes, fui yo
quien le expliqué, con todo detalle, lo sucedido la tarde y noche anterior.
—¿Han podido localizar ya a la madre?
—No, nos pondremos a ello inmediatamente.
—Al margen de la llamada anónima recibida, ¿cuentan con algún indicio que
indique que Lichner sea responsable de la desaparición de su hija?
—Su vecina —ahora sí intervino Menkhoff— nos ha confirmado que convive con
una niña, de aproximadamente dos años de edad. El dormitorio infantil recién
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pintado, el dato del registro… ¿Todo ello no le parece suficiente? Por favor, señora
Biermann, ese individuo ya asesinó una vez, hace dieciséis años, a otra niña de corta
edad.
La comisaria levantó la primera página del informe y dejó errar su mirada por la
siguiente.
—Según se indica aquí, la vecina es una especie de… chica punk, incapaz de
confirmar siquiera con seguridad que Lichner viva en aquel edificio.
Menkhoff me dirigió una mirada cargada de reproche.
—Y tampoco se dice nada de un dormitorio infantil, sino, simplemente, de una
habitación recién pintada sin más, anónima. ¿Cómo puede afirmar usted que es, o era,
un dormitorio infantil, señor Menkhoff?
—Pues es evidente. Todas las demás…
—Lo lamento, pero no puedo compartir la lógica de su pensamiento. Y en lo que
respecta al registro: según tengo entendido, allí sólo aparece registrado el nacimiento
de una persona, no su desaparición. ¿Quién le dice que la niña no vive con su madre?
Es lo primero que debería haber comprobado. —Apoyó los codos sobre la mesa y
entrelazó las manos, como si se dispusiera a rezar—. De modo que, al margen de sus
suposiciones, ¿cuenta usted también con alguna prueba, algo que se sostenga ante el
juez de instrucción? —El silencio se prolongó durante largos segundos antes de que,
finalmente, ella asintiera—. Me temía algo así. Muy bien: les doy hasta las dos de la
tarde, es el tiempo máximo que estimo poder entretener al abogado de Lichner
cuando lo localicemos, circunstancia que, gracias a Dios, aún no se ha producido. Si
para entonces no cuentan con nada válido ante la fiscalía o el juez para autorizar una
prisión preventiva, dejaré en libertad al señor Lichner. Con lo que me han presentado
aquí no me arriesgaré a ningún tipo de reclamación, no siento ningún deseo de hacer
el ridículo.
Sentí a Menkhoff tensar la parte superior de su cuerpo.
—Pero, nosotros…
—Gracias, eso es todo. —Consultó su reloj como señal inequívoca de que daba
por concluida aquella conversación—. Están a punto de dar las nueve, señor
Menkhoff. No dispone de demasiado tiempo, debería apresurarse.
El juramento que masculló Menkhoff en el pasillo fue tan subido de tono que
varios rostros curiosos se asomaron a las puertas de sus respectivos despachos.
—Ella tiene razón, aunque no te agrade —le dije, ya en nuestra oficina.
—Que sí, que sí, que sí. Ahórrame tus sabios consejos. Ese cabrón es culpable de
la desaparición de su hija, estoy seguro de ello. Y, ¡maldita sea!, ya encontraré las
pruebas necesarias para demostrarlo.
—Por cierto, he olvidado comentarles algo importante.
Me giré hacia la puerta, sorprendido, y constaté también el sobresalto de
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Menkhoff. En el umbral se recortaba la figura de la comisaria.
—El subinspector Dieghard estará de baja hasta la próxima semana, lo cual les
obligará a responsabilizarse a partir de ahora del nuevo. —Antes de que ninguno de
nosotros pudiera comentar sus órdenes añadió—: Y sin discusión.
Acto seguido desapareció.
Solté lentamente el aire contenido y miré hacia Menkhoff. Parecía estar a punto
de explotar.
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CAPÍTULO
14
14 de febrero de 1994
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personas ante las que nos anunciábamos.
—Claro, por supuesto. Disculpen, por favor. No podía saber…
La joven, a quien un cartelito de plexiglás sobre el mostrador identificaba como
Corinna M., cogió con cierta precipitación un auricular y repitió las palabras
pronunciadas por Menkhoff. Atendió la respuesta unos instantes y acto seguido
colgó. Encaró a Menkhoff, sin rastro de la arrogancia anterior en su semblante pero
sin expresar tampoco atisbo alguno de amabilidad.
—Suban aquellas escaleras, por favor. La señora Klement les aguarda.
—Muchas gracias —dijo Menkhoff con marcada cortesía, aunque Corinna M.,
centrada de nuevo en su teclado, ya no nos prestaba atención.
Nicole Klement nos esperaba en un pasillo, pintado en tonos cálidos, que
encuadraba un suelo de piedra color terracota y quedaba interrumpido por una gran
puerta blanca de doble hoja abierta que permitía la visión de una chimenea con
algunos restos de madera carbonizada. Dos grandes lunas transparentes, insertadas en
el techo inclinado sobre nuestras cabezas, permitían la entrada de suficiente luz como
para dotar incluso al pasillo de un efecto luminoso y acogedor.
Una vez más, no pude sino sentirme impresionado por el aura que rodeaba a
aquella mujer. Al verla, se despertó en mí, de forma instantánea, un incontrolable
instinto protector. Tuve la certeza de que pocos hombres sabrían reaccionar de forma
diferente.
—Buenos días. Por favor, pasen.
Aquella voz…
La chimenea estaba en una estancia de al menos setenta metros cuadrados, que al
parecer cumplía las funciones tanto de sala de estar como de comedor y se había
amueblado con diversas piezas de diseño actual en madera de arce. A la izquierda de
la puerta de entrada se había dispuesto un sofá de cuero negro, sobre el cual colgaba
una pintura de grandes dimensiones que me recordaba lejanamente a El grito, de
Edvard Munch. Nos sentamos frente a una cuadrada mesa de comedor y ella nos
preguntó si deseábamos beber algo. Asintió cuando ambos rehusamos y se limitó a
mirar a Menkhoff, en silencio y como ausente. Mantenía las manos sobre la mesa,
cubriendo una con la otra. Parecía suponer que mi compañero dirigiría aquella
conversación.
—Señora Klement, nos gustaría hacerle algunas preguntas —comenzó éste, y de
nuevo estuve seguro de poder detectar un tono desacostumbrado en su voz—. Antes,
por desgracia, no nos dio tiempo a formulárselas.
Si había albergado la esperanza de que aquella insinuación despertara en ella
algún tipo de reacción, se vio decepcionado.
—Su… su compañero, el doctor Lichner, ha declarado que el pasado día 28 de
enero pasó toda la tarde de compras en la ciudad y que regresó a casa en torno a las
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siete y media. ¿Puede confirmárnoslo?
Ella vaciló.
—No recuerdo qué ocurrió ese día en concreto, pero si Joachim lo dice, será así.
¿No recordaba lo que había ocurrido sólo dos semanas antes? Supuse que mi
compañero saltaría con alguna respuesta mordaz, pero no fue así.
—No se preocupe, no supone ningún problema. Por favor, no se sienta
presionada. Tómese su tiempo y piense con calma. El viernes, hace dos semanas.
La señora Klement reflexionó brevemente, ¿con demasiada brevedad, quizá?, y
asintió finalmente.
—Sí, ya me acuerdo. Joachim llegó a casa a las siete y media, las diecinueve
treinta, eso es.
—¿Lo ve? —le sonrió Menkhoff—. Muy bien. ¿Y recuerda también si trajo algo
a casa a su regreso? ¿Algunas bolsas, por ejemplo?
—¿Bolsas? No… bueno, no estoy segura, pero… creo que no.
Menkhoff asintió lentamente y volvió la vista hacia mí.
—Seifert, ¿quiere apuntar por favor que el doctor Lichner no llevaba nada
consigo cuando regresó a casa tras varias horas de compras en la ciudad?
Me sentí como un escolar al recibir una reprimenda. Recuperé apresuradamente
mi libreta del bolsillo de mi chaqueta y anoté las respuestas. Mil finas agujas
perforaban mi frente mientras tanto, y fui consciente de que aprisionaba con
demasiada fuerza el lápiz en mi mano.
—¿Se le ocurre alguna otra cosa que pudiera resultar de interés para nosotros,
señora Klement?
—La verdad, no lo sé. Quizá Joachim sí que trajera algo. Si lo pienso… sí, creo
que sí, es posible que llevara consigo unas cuantas bolsas. No estoy segura. ¿Qué les
ha dicho él?
Quizá, quizá no, ¿o tal vez sí?
—Nada —respondió mi compañero—. No se lo hemos preguntado aún.
No acababa de comprender qué estaba ocurriendo. Menkhoff carraspeó.
—Señora Klement, eso es todo de momento. Le agradecemos la ayuda que nos ha
prestado. Si se le ocurre alguna cosa más… —Hizo aparecer una tarjeta del bolsillo y
también un bolígrafo, con ayuda del cual apuntó unos cuantos números. Después se la
tendió—. Aquí tiene mi tarjeta, y le he anotado también mi número de móvil. Puede
llamarme a cualquier hora.
Ella recogió la tarjeta y asintió.
—Sí, bueno… Gracias.
Nos despedimos y abandonamos la casa.
—¿No quiere volver a interrogar al doctor Lichner? —me sorprendí.
—No.
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Caminamos en silencio el uno junto al otro mientras me esforzaba por
comprender el comportamiento de mi compañero.
—¿Puedo preguntarle por qué no? Creo que…
—Ese individuo miente, Seifert.
—¿Que miente?
—Sí, ahora ya estoy completamente seguro. Apostaría a que ni fue de compras a
la ciudad ni volvió a casa a las siete y media. La tiene amenazada, salta a la vista. Esa
mujer está aterrorizada, por eso confirma todo lo que él dice.
—Pero… ¿Y la declaración de la señora Bertels? Resulta bastante dudosa.
—No es más que una anciana, es normal que confunda las cosas a veces. Ha visto
a Lichner, mi instinto no me engaña. Y el hecho de que hayamos hablado con su
compañera prescindiendo de él tal vez logre ponerle nervioso.
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CAPÍTULO
15
23 de julio de 2009
—Buenos días, compañeros. ¿Qué? ¿Cómo van las cosas? ¿Por dónde comenzamos?
Estoy preparado para ponerme a trabajar inmediatamente.
Jens Wolfert, de pie en mitad de nuestro despacho, dio un par de palmadas y a
continuación frotó las manos, como si se dispusiera a triturar algo entre ellas.
—Siéntese un momento —le sugerí, sin poder evitar esbozar una sonrisa al
advertir la expresión del rostro de Menkhoff. Estudiaba a nuestro joven compañero
como si se tratase de un insecto procedente de otro planeta. Wolfert tomó asiento en
una de las sillas que solíamos ofrecerles a las visitas y nos miró con expectante
impaciencia.
—De acuerdo —comenzó Menkhoff—. Dado que su compañero habitual se
encuentra enfermo, deberá usted, en el día de hoy…
—Durante toda la semana. Es lo que me ha comentado la comisaria cuando he
pasado por su despacho esta mañana. O, para expresarlo con mayor precisión: hasta
que mi compañero se vuelva a incorporar al servicio. Eso podría suceder ya el
próximo lunes, pero es igualmente posible que su baja se prolongue una semana
adicional. Lo cual significaría que continuaría con ustedes todo ese tiempo, señor
inspector jefe.
Bajé la vista al suelo para impedir que Wolfert advirtiera los esfuerzos que debía
realizar para no reír abiertamente. Sabía perfectamente qué sucedería a continuación
y, efectivamente, Menkhoff no me decepcionó.
—Si vuelve a interrumpirme una sola vez, estimado compañero, daré por
finalizada nuestra colaboración aun antes de comenzar, y ese será sólo el menor de
sus problemas. Y ya que estamos en ello… las mismas condiciones son válidas si me
viene con su discursito de «voy a comentárselo a mi padre». ¿Me ha entendido bien?
—Pero si yo sólo…
—Quiero saber si le ha quedado claro, nada más.
—Sí, pero… sí. Muy claro.
—Bien. Una vez aclarada esta cuestión, podemos comenzar a trabajar. No
disponemos de demasiado tiempo.
Le tendí a Wolfert el informe que yo mismo había redactado el día anterior.
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—Tenga, léalo para ponerse en antecedentes.
Él rehusó con un gesto.
—Ya lo he leído, estoy al tanto de todo. El doctor Joachim Lichner, psiquiatra,
pasó trece años en prisión por el asesinato de una niña de corta edad cuyo cadáver
arrojó, dentro de una bolsa de basura, al bosque de Aquisgrán. Salió en libertad hace
ahora algo más de dos años y se sospecha que ha intervenido en la desaparición de su
propia hija. Se desconoce el móvil, contamos con algunos indicios, pero nada firme.
Si no hallamos muy pronto algo que nos pueda servir de ayuda tendremos que
despedirnos del doctor Lichner en un par de horas.
Intercambié una rápida mirada con Menkhoff y dejé caer el informe de nuevo
sobre mi mesa.
—Correcto. De modo que la comisaria ya le ha puesto al día de todo lo que
necesita saber sobre el caso.
—No, claro que no. Dudo que la comisaria Biermann disponga de tiempo para
eso, no. Cuando pienso de cuántas cosas debe ocuparse esa mujer… resulta
impresionante, ¿verdad? Ella simplemente me pasó una copia del informe, pero;
bueno, sé leer.
Wolfert era, sin duda alguna, el personaje más extraño de toda la división de lo
criminal, capaz de destrozarle los nervios al más templado en un período
sorprendentemente breve de tiempo, pero… a su manera, y aunque me resultara
difícil de concretar, le consideraba una persona bastante aceptable.
Menkhoff carraspeó.
—La mujer que figura en el registro como madre de la niña, la que parece
proceder de Europa del Este… quiero que averigüe lo antes posible quién es y dónde
vive ahora, cuando vio a su hija por última vez y todas esas cosas.
—¿Desea usted que comience ahora mismo, señor inspector jefe? ¿Quiero decir,
que no aguarde a que finalice esta reunión?
—Ya se lo he dicho: lo antes posible. Se trata de un asunto de la máxima
relevancia. Hemos de saber si la niña se encuentra ahora con su madre o no.
Wolfert se levantó.
—Lo averiguaré.
Menkhoff aguardó a que nuestro compañero hubiera abandonado el despacho
antes de hablar de nuevo.
—Puede que incluso nos sirva de ayuda. Si no me atacara tanto los nervios con su
palabrería…
Hice un gesto restándole importancia.
—En cuanto vea que se le acepta como a un igual, imagino que se olvidará de
mencionar continuamente a su padre.
—Eso espero. Y ahora, veamos qué nos dice el laboratorio de las pruebas que
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recuperó la científica de Zeppelinstrasse.
Extendió la mano para alcanzar el auricular y marcó un número. Aproveché el
momento para recoger unos cafés. Dos meses atrás, un compañero había promovido
una colecta para adquirir una máquina nueva. Había logrado reunir tal cantidad de
dinero que pudimos permitirnos una cafetera automática profesional. Se le
introducían unos granos y los molía individualmente y en el acto para cada una de las
tazas solicitadas. Desde entonces, el consumo de café, ya antes bastante importante,
se había incrementado considerablemente, y no sólo durante los turnos de noche.
Alcancé dos tazas de café del armario, las inserté en el hueco previsto para ello en
la máquina y pulsé el botón rotulado con dos tazas. Mientras la máquina trituraba la
cantidad de granos requerida, mis pensamientos huyeron hacia el doctor Joachim
Lichner, que aguardaba a su abogado para poder abandonar su celda. Nos veríamos
obligados a liberarle si no lográbamos reunir alguna prueba que demostrara que había
hecho desaparecer a su propia hija. Que hasta aquel momento no se hubiera podido
localizar al letrado había supuesto un importante golpe de suerte para nosotros.
La máquina escupió dos rodetes planos de café molido en los recipientes
previamente preparados.
Menkhoff ya había dado por finalizada su conversación telefónica cuando volví a
nuestro despacho con dos humeantes tazas en la mano.
—¿Y?
—Mierda. Apenas encontraron nada, un par de cabellos, femeninos, pero no
compatibles con el ADN de Lichner. Quizá de alguna amiguita, quizá incluso de
quien alquilara aquella vivienda antes que él, imposible saberlo. Pero aparte de eso…
aunque esa pocilga estaba cubierta de mierda… excepto en las estanterías y armarios,
en los que la capa de polvo alcanzaba varios centímetros de grosor, todo estaba muy
limpio. Como si alguien se hubiera dedicado a pulir el suelo de forma frenética.
Incluso del mismo Lichner apenas se han encontrado pruebas de ADN, ni siquiera en
el baño, y nada de partículas de piel. Resulta vomitivo.
Coloqué ante él una de las tazas calientes.
—Puede significar dos cosas: o bien apenas pasa tiempo en aquel piso, o bien se
ha dedicado a limpiarlo durante días enteros. Al menos aquellos espacios donde
pudiéramos haber podido encontrar algo incriminatorio.
Menkhoff tomó un sorbo de su café.
—¡Dios, Alex, está claro! Ya has visto aquella pocilga. Me hubiera sido
imposible tocar algo sin contagiarme de alguna enfermedad peligrosa. Comida
enmohecida en cajas de cartón que llevarían como mínimo un par de semanas allí. ¿Y
qué me dices de esa vieja tabla sobre la que descansaba el cartón? Esa, en cambio,
parecía casi pulida. ¡No me digas que no te llama la atención! Ni huellas dactilares, ni
una mota de polvo. Nada.
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Alex, ha estado eliminando pruebas, todo lo relacionado con su hija. ¡Pero si es
evidente, maldita sea!
Era consciente de que no le faltaba razón, pero…
—Por desgracia, todo eso no nos sirve de ayuda. Ningún juez nos autorizará la
prisión preventiva para Joachim Lichner simplemente porque se ha dedicado a
adecentar su piso. Hasta que no podamos afirmar con certeza que la niña no se
encuentra con su madre…
Menkhoff asintió y se levantó de su asiento.
—Y ese hijo de puta lo sabe perfectamente. —Consultó su reloj—. Las nueve y
media. Confío en que Wolfert logre averiguar algo muy pronto. Ven, vamos a ver a
Lichner. Quizá haya estado reflexionando durante la noche y ahora se decida a hablar
con nosotros.
—Lo dudo mucho, Bernd.
—¡Y también yo! ¡Dios! —me gritó—. ¡Pero tenemos que hacer algo! Si sigue
sin abrir la boca nos vamos a visitar de nuevo el establo ese en el que vive. Tal vez
hallemos algo que nos sirva de ayuda.
—¿No te rindes, verdad? Al igual que entonces.
Ya se hallaba camino de la puerta, pero se detuvo bruscamente y se giró hacia mí.
—¿Qué? ¿Qué ocurrió entonces? Escúchame atentamente, Alex: Lichner fue
condenado por un juez. Y aquello fue en gran parte posible porque en ningún
momento cejé en mi intento de atraparlo. A pesar de que algún que otro novato quizá
no compartiera mi forma de actuar.
—¿De verdad se trataba únicamente de eso, Bernd?
—¿Qué demonios estás insinuando?
Examiné aquel rostro, reconocí el enfado, más bien ira, y dudé. ¿Debía confesarle
qué creía yo en realidad? ¿Qué había pensado también entonces, algo que me había
pesado sobre la conciencia todos estos años? Tantas veces cotejando los pros y los
contras… Anhelaba liquidar este asunto de una vez por todas, pero no era el
momento adecuado. Si en verdad Lichner había hecho desaparecer a su propia hija
sólo nos restaban un par de ridículas horas para encontrar pruebas que lo
demostraran.
Sacudí la cabeza.
—Olvídalo, tienes razón. Pero a veces creo que mantienes con Lichner una
enemistad obsesiva.
—Y tienes razón, ¡maldita sea!, Alex. —Me taladró con la mirada—. ¿Podemos
marcharnos ahora?
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CAPÍTULO
16
15 de febrero de 1994
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ha recordado sospechosamente tarde y que, por añadidura, resulta además imposible?
Se apartó de mí y fijó durante unos segundos su mirada ausente en el exterior.
—Estoy harto de toda esta mierda —dijo en un tono monótono que impregnaba
de debilidad su voz, hablando hacia la ventana—. Los individuos como Lichner me
ponen enfermo. Se creen tan inteligentes que les es lícito burlarse de nosotros. ¿Y por
qué ese atrevimiento? Porque se lo permitimos. Porque nuestro sistema legal protege
a los criminales de la policía, y no a las víctimas de los delincuentes. Trabajamos
hasta la extenuación para resolver el asesinato de una niña inocente y un cabrón como
ese se ríe de nosotros. ¿Por qué consentimos estas cosas? ¿Para poder volver cada
noche a ese lugar que llamamos hogar, pese a que no lo es en absoluto porque apenas
pasamos tiempo allí y donde… donde nos apoltronamos delante del televisor, en
soledad, para dejarnos invadir por sea cual sea la mierda que nos ofrezcan hasta que
se nos cierren los párpados, aguardando… anhelando no despertarnos sudorosos,
apenas una hora más tarde, por haber visualizado en sueños un inerte rostro infantil?
En aquel entonces yo apenas conocía a mi compañero, cuya mirada vidriosa y
desenfocada se mantenía ahora fija en algún punto indeterminado del exterior, pero
pude advertir que se había producido en él una profunda transformación en las
últimas veinticuatro horas.
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CAPÍTULO
17
23 de julio de 2009
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que aguardaba apenas dos metros más allá, me sonrió satisfecho.
—Bien hecho. Ahora teme por su culo.
Mecí la cabeza ligeramente.
—No estaría yo tan seguro. Lo más probable es que en breve sea él quien se ría
de nosotros.
Se apartó de mí.
—A ver qué encontramos en su piso. Hace años también se mostró muy seguro y,
sin embargo, descubrimos en su casa ciertas pruebas incriminatorias.
Cuando abandonamos la comisaría en dirección al Audi me propuse vigilar de
cerca a mi compañero todo el tiempo que pasáramos en el piso de Lichner. Me sentía
reacio a abandonar mi recelo y aún dudaba de los métodos empleados por Menkhoff.
Aquello volvía a mí una y otra vez, envolviéndome por entero como un mar inquieto
cuyas olas no están lo suficientemente embravecidas como para causar graves daños
con su golpeteo, pero sí para llegar a erosionar incluso duras rocas con el paso de los
años.
—¿Y Teresa? ¿Has hablado con ella? —le pregunté mientras giraba hacia
Krefelder Strasse, mirando a Menkhoff de soslayo—. ¿Qué tal le va en Nueva York?
—Llama cada noche justo antes de que Luisa se vaya a dormir, el momento más
adecuado, ya que en Nueva York es la hora de comer. Ayer no tuve oportunidad de
hablar con ella, pero la señora Christ me comentó que al parecer todo marcha bien.
—¿Cuándo piensa volver?
—Dentro de tres días, el domingo.
—¿Le hablarás de Lichner?
No respondió de inmediato.
—No. Por teléfono no, quiero decir. ¿Debería?
No quise insistir. El matrimonio de Bernd y Teresa escapaba a toda clasificación,
incluso para los más íntimos. Ambos amaban a su hija con pasión y a veces me daba
la impresión de que aquel era el principal, tal vez incluso el único, nexo que poseían
en común. Eran amables el uno con el otro, jamás discutían, al menos no en presencia
de terceras personas, pero en todos esos años no había asistido nunca a un
intercambio de mimos o caricias, ni siquiera les había visto cogerse de la mano. Su
relación se me antojaba un contrato de convivencia con un funcionamiento correcto,
nada más. Dudaba de que aquel hubiese sido el propósito inicial de Teresa.
Una vez llegamos a Zeppelinstrasse, permití que Menkhoff se me adelantara.
Mantuve la vista fija en su espalda mientras ascendía por aquellos gastados escalones.
Si en la vivienda de Lichner había alguna prueba que incriminara a nuestro
sospechoso, esperaba ser yo quien la descubriera en esta ocasión, y no mi compañero.
Menkhoff estaba concentrado abriendo la puerta de Lichner cuando su pelirroja
vecina se asomó a la suya. Por lo que podía recordar, iba vestida con idéntica ropa
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que la última vez que coincidimos con ella. Se detuvo de golpe al vernos y, por la
expresión de su rostro, deduje que no se encontraba del todo bien.
—Buenos días, señora Ullrich —la saludé—. Me alegro de encontrarla aquí, pues
quería hablar con usted. ¿Ha recordado algo más acerca del doctor Lichner y su hija
que pudiera servirnos de ayuda? ¿Por ejemplo, el momento en que vio a la niña por
última vez?
Antes de que tuviese oportunidad de responderme, sentí una mano apartarme a un
lado y a Menkhoff ocupar mi lugar. Estudiaba a la mujer detenidamente, de arriba
abajo, con descaro, pero en silencio.
—Yo… he de marcharme. No tengo tiempo.
Menkhoff cruzó los brazos delante del pecho, lo cual provocó que la mujer
retrocediera unos cuantos pasos inseguros. Era claramente perceptible que se sentía
intimidada por mi compañero.
—Bueno… aunque… si no tardan mucho… Pero no sé más que ayer, yo…
—Pues haga funcionar de una vez esa cabeza suya —le espetó Menkhoff,
logrando que la mujer se encogiera asustada—. Quiero saber cuándo vio a esa niña
por primera vez, en cuántas ocasiones desde entonces, y cuándo fue la última. Si no
me agrada su respuesta, o tengo en algún momento la impresión de que me está
mintiendo, haré que me acompañe a la comisaría, donde me dedicaré personalmente a
interrogarla durante el tiempo que sea preciso hasta que me diga todo lo que deseo
saber. ¿Me ha entendido?
Abrió mucho los ojos, después boqueó mudamente varias veces y finalmente
cayeron hacia abajo las comisuras de su boca y rompió a llorar.
—Yo… yo no quería, de verdad. Pero esa mujer me ofreció trescientos euros, y
eso es mucho dinero para alguien como yo, sólo por hablar.
Se cubrió el rostro con las manos, estremeciéndose sus hombros
incontroladamente. Menkhoff y yo nos acercamos a ella de forma simultánea.
—¿De qué está hablando? —pregunté—. Señora Ullrich, escúcheme…
Dejó caer las manos lentamente. Sus mejillas estaban cubiertas de húmedos
surcos y no cesaba de sollozar. Desplazó su mirada de Menkhoff a mí.
—¿Estoy detenida?
—Si no nos dice de inmediato la verdad, toda la verdad, sí, desde luego —
confirmó Menkhoff con voz atronadora—. De modo que…
Ella recuperó el bolsito de plástico que llevaba colgado del hombro y comenzó a
rebuscar en él hasta hallar un pañuelo de papel que empleó para sonarse ruidosamente
la nariz.
—La mujer… Una mujer llamó a mi puerta y me ofreció trescientos euros. Sólo
por decir que ese Lichner vivía ahí al lado con una niña. Si me lo preguntaban debía
decir que tenía unos tres años. Y también que hacía varios días que no la veía. Eso es.
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No puedo devolver los trescientos euros, ya no los tengo, me los he gastado,
necesitaba algo de ropa y comida.
—¿Una mujer? —pregunté de nuevo, y al mismo tiempo también habló
Menkhoff, lo cual condujo a que ella no nos comprendiera a ninguno de los dos. Hice
una seña a mi compañero para que tomara él la palabra.
—Repita —inició Menkhoff su discurso—. ¿Qué mujer llamó, qué aspecto tenía
esa mujer y para qué le dio exactamente el dinero?
Beate Ullrich se encogió de hombros.
—No recuerdo qué aspecto tenía. Llevaba un sombrero grande: era rubia, el pelo
largo, hasta los hombros, pero parecía una peluca.
—¿Y esa mujer le ofreció trescientos euros por decir que el doctor Lichner vivía
aquí con una niña?
Ella asintió.
—¿El doctor Lichner vive realmente aquí en compañía de una niña? ¿Es así?
Ella bajó la mirada a los pies, examinando detenidamente sus zapatos, y no
contestó. Percibí cómo se aceleraba la respiración de Menkhoff.
—¿Tiene una hija o no la tiene? —le gritó sin miramientos.
La mujer aguardó aún unos segundos antes de encogerse de hombros y sacudir la
cabeza en un gesto de negación.
—No creo. Nunca he visto ninguna niña.
—Pero, ¡maldita sea! ¿Es que ha perdido la cabeza por completo? ¿No sabe que
puede ir a la cárcel por algo así?
Ella balbució algo en dirección al suelo que no llegué a oír.
—¿Qué? —rugió Menkhoff.
—Yo… Acabo de contarles la verdad. Lo siento, de verdad —articuló en un tono
al límite de lo audible.
—Dice que lo siente. —Menkhoff se alejó de ella sin dejar de sacudir la cabeza
en un gesto de incomprensión para mirar a continuación fijamente la puerta de la
vivienda de Lichner. Después consultó su reloj y volvió a dirigirse a la vecina—.
Quiero verla en comisaría a las once y media. Le tomaré declaración y después
ayudará a un compañero a realizar un retrato robot fidedigno de la mujer que le ha
ofrecido el dinero. Le aseguro que si no aparece por allí puntualmente a la hora
indicada, o no nos facilita una descripción que nos sirva de ayuda, la encierro. ¿Me
ha entendido, señora Ullrich?
—¿Y cómo llego hasta allí?
—Eso no me importa. Sea puntual, ¿me ha entendido?
Ella asintió, muda, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Y ahora, desaparezca de mi vista antes de que pierda el control por completo.
Menkhoff se apartó y yo fui tras él. Albergaba sentimientos encontrados en mi
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interior: alivio, debido a la aparente ausencia de un secuestro, y, por otra parte,
desconcierto por lo acababa de suceder.
—Si Lichner ha vivido aquí solo todo este tiempo, aunque el registro recoja el
nombre de una hija… no comprendo cómo la mujer del sombrero podía conocer la
existencia de esa niña. ¿Qué pretende y de quién puede tratarse?
—Tal vez la madre.
—¿Y por qué actuaría de este modo? ¿Para asegurarse la custodia?
Nos habíamos adentrado en la vivienda de Lichner, cerrado la puerta de entrada a
nuestras espaldas y situado en mitad del angosto pasillo.
—Despacio, Alex. Aún ignoramos cuál es la verdad. ¿Quién te dice que no le
hayan ofrecido dinero a esa Ullrich por explicarnos esto de ahora? ¿Esa estupidez de
la mujer con sombrero y peluca?
—No sé… ¿A quién se le ocurriría algo así?
—¿A alguien deseoso de ayudar a Lichner, por ejemplo? ¡Qué sé yo! Un amigo
de otra época, una amiguita nueva. Registremos este tugurio en primer lugar. Ya nos
ocuparemos de la mujer del piso de al lado cuando volvamos a la comisaría. Aún no
sabemos nada con certeza.
Estaba en lo cierto, desde luego.
El piso conservaba idéntico aspecto desastroso al que habíamos constatado el día
anterior. Fuera cual fuera la intervención de la policía científica en aquel lugar, a
primera vista no se advertía ningún signo de ella. Pese a que se habían tomado toda
clase de huellas, nadie se había dedicado a registrar sistemáticamente aquel lugar. Ese
sería ahora nuestro objetivo, aunque debíamos ser cautelosos, pues carecíamos de
orden de registro. Toda nuestra intervención en aquel caso rozaba la ilegalidad.
Lichner debería haber sido presentado ante el juez de instrucción a primera hora de la
mañana. Y lo que nos acababa de revelar su vecina no inclinaba las cosas
precisamente en nuestro favor desde la perspectiva de un juez, sino más bien al
contrario. Deberíamos haber desistido de nuestro propósito. Deberíamos…
Menkhoff se puso manos a la obra con una determinación tan feroz que llegué al
convencimiento de que la información que acababa de recibir había llegado a
estimularle aún más, en lugar de frenarle. Aunque era cuidadoso, no olvidaba revisar
ni un solo hueco, tocando y alzando objetos a los que aquella misma mañana había
acusado de provocarle alguna enfermedad incurable con su mero contacto. Mientras
yo atisbaba con ciertos reparos por debajo y detrás de los desvencijados muebles en
la mal llamada sala de estar, él se centraba en las ruinosas estanterías de la pared.
Cada pieza cambiada de lugar se envolvía de inmediato en una impenetrable nube de
polvo, recordándome a un calamar ahuyentando con su tinta a su agresor. No
podríamos ocultar nuestra actuación allí, pero trataríamos por todos los medios de
culpar a los compañeros de la científica.
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Hallamos en su mayor parte objetos de lo más repugnante, y cuanto más se
prolongaba nuestra búsqueda más incomprensible se me tornaba que un ser humano
pudiese habitar un espacio así. La cocina no era más que un minúsculo cubículo con
un fregadero cochambroso y un armario bajo de madera aglomerada lacada en
blanco, sobre la cual descansaba una placa eléctrica de dos fuegos. Los bordes
superiores del armario aparecían hinchados debido a la acción del agua, y el
amarillento perfil se había despegado unos cuantos centímetros. Abrí las puertas del
armario con cierta dificultad y se separaron con un rechinar producto de la fricción.
Exceptuando dos cacerolas en las que probablemente hacía años que no se preparaba
nada comestible, y una caja de cartón de inidentificable contenido grumoso, no
albergaba nada más.
Peor aún me resultó el baño. Cuando alcé la tapa del inodoro arriesgando una
rápida mirada a su interior decidí dar por concluida aquella parte del registro
inmediatamente. Respondí a la mirada de incomprensión que Menkhoff me dedicó
cuando me vio abandonar aquel lugar tras sólo unos segundos con la más firme
determinación:
—Si quieres que se revise eso de ahí, tú mismo. Ni diez caballos lograrían
arrastrarme de vuelta a ese lugar.
Lo siguiente en mi lista era la habitación recién pintada. La estancia había sido
tratada con extremo cuidado. La línea divisoria entre la rugosa pared pintada de
amarillo pastel y el prístino techo era irreprochablemente recta. No había punto
alguno en el que la pintura hubiese abandonado aquella separación. Los zócalos eran
nuevos, estaban bien ajustados en las esquinas, nada fuera de lugar.
Aproximadamente en el centro de la pared situada frente a la puerta había una
pequeña abertura, de unos treinta centímetros, que probablemente servía para limpiar
la chimenea. La abertura y sus bordes se habían limpiado a conciencia, y también en
ella se había aplicado la pintura con escrupulosa minuciosidad. Toda la habitación
daba la impresión de haber sido renovada por completo hacía muy poco tiempo. De
lo que quiera que se hubiese encontrado allí… no quedaba ni rastro. Como si alguien
se hubiese preocupado de borrar por completo hasta la más mínima huella.
—¡Alex, ven!
A lo largo de los años había aprendido a interpretar incluso la inflexión más
desacostumbrada en la voz de Menkhoff. Reconocía la ira y el cinismo, la objetividad
y, en contadas ocasiones, incluso el buen humor. El tono empleado en aquel instante
para llamar mi atención era identificable con el triunfo. Lo cual, a su vez, sólo podía
significar una única cosa: mi compañero había encontrado algo.
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CAPÍTULO
18
15 de febrero de 1994
Alrededor de las diez y media nos avisó el portero de que se había presentado ante él
una tal Nicole Klement con el deseo de hablar con el inspector jefe Menkhoff. Me
dispuse a salir a buscarla para conducirla hasta nuestro despacho cuando advertí que
Menkhoff se ponía en pie de un salto.
—Déjelo, Seifert, ya me encargo yo. Me hará bien un poco de ejercicio
mañanero.
Nicole Klement llevaba el pelo recogido aquella mañana. Vestía unos vaqueros
negros y una chaqueta acolchada de color rojo bajo la cual asomaba un jersey blanco,
de cuello tan alto que le rozaba la barbilla. Estaba arrebatadora, a pesar de aquellos
ojos tristes cuya expresión no había experimentado cambio alguno con respecto al día
anterior. Intenté imaginar el aspecto que presentaría al reír. ¿La habría visto al menos
el doctor Lichner reír alguna vez?
A instancias de Menkhoff se despojó de su grueso chaquetón. El recogió la
prenda y halló una percha libre para ella. Se le habían soltado algunos mechones de
su cabello, que caían sobre sus hombros como finas líneas negras que un artista
dibujara aleatoriamente sobre un papel hasta entonces inmaculado.
—¿Puedo ofrecerle un café? —pregunté, recibiendo un agradecido asentimiento
por respuesta.
Al volver de la cocina la encontré ya sentada ante la mesa de Menkhoff y oí cómo
mi compañero le explicaba que con las tres divisiones de lo criminal de la comisaría
del distrito 11 colaboraban también agentes de otros centros. Dudaba mucho que ella
se hubiera interesado por aquella cuestión. Coloqué una taza ante ella, sobre la mesa,
y tomé asiento tras mi propio escritorio a fin de no perder de vista su perfil.
—Bien, señora Klement, ¿qué la trae hasta aquí? ¿Ha recordado algo que pudiera
ayudarnos?
Pretendía animarla, incitarla a confesar todo aquello que le pesara sobre la
conciencia. Bernd Menkhoff se encontraba de un humor excelente.
—No, bueno… sí, claro que sí, pero no se trata de nada nuevo. Sólo que… a
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veces me siento un poco confundida y olvido alguna cosa. Y… según parece… ayer
estaba tan nerviosa que simplemente no logré recordar bien aquella otra tarde.
—¿Se refiere al viernes por el que le estuve preguntando?
Ella asintió con timidez y completó el movimiento con una mueca de dolor.
Menkhoff me dirigió una breve mirada de reojo.
—Sí. Lo he recordado todo. Joachim volvió a casa a las siete y veinte de la tarde.
Llevaba dos grandes bolsas. Una de ellas contenía dos pantalones vaqueros y una
camiseta. Una camiseta azul. La otra estaba repleta de comida.
—Señora Klement.
Al girar ella la cabeza se le escapó un gemido de dolor. Volví a intercambiar una
mirada significativa con mi compañero.
—¿Le ocurre algo, señora Klement?
Menkhoff se levantó de su asiento y rodeó la mesa.
—¿Está usted herida?
—No, no, no es nada. Simplemente he tropezado.
Menkhoff había llegado hasta ella y acercó cautelosamente su mano.
—¿Me deja verlo?
Ella intentó apartarse un poco.
—No, por favor. No es nada, de verdad.
—Entonces no le importará que le eche una mirada. —Ella no se movió,
limitándose a contemplarle con mudo terror, por lo que él insistió una vez más—. Por
favor.
Una lágrima se liberó de sus ojos y saltó desde su mejilla para alcanzar la
barbilla. Menkhoff volvió a repetir una vez más, con delicadeza, en voz muy baja, su
súplica:
—Por favor, señora Klement… déjeme ver qué le ocurre.
Finalmente, ella cedió. Fue como si se hubiese rendido y se replegase sobre sí
misma. Con los hombros inclinados hacia delante alzó lentamente su mano derecha e
introdujo con cuidado sus dedos en el cuello del jersey para separarlo del suyo
propio. Muy despacio, tiró de la tela hacia abajo liberando un hematoma azulado.
Sólo pude vislumbrar un breve retazo de su cuello, pero hubiera apostado el
contenido entero de mi cartera a que aquella marca se extendía por todo el perímetro.
Sabía a qué era debida, la conocía muy bien de las imágenes que había estudiado
durante mi preparación como policía. Fotografías tomadas por la policía científica.
Marcas de estrangulamiento, estaba completamente seguro.
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CAPÍTULO
19
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—De acuerdo, Alex —me interrumpió Menkhoff, conciliador—. Pareces insistir
en buscar algo que exculpe a ese cerdo. No comprendo muy bien por qué, pero de
acuerdo, como digo. Te propongo entonces que nos acerquemos al hospital
universitario. Si la hija de Lichner ha nacido allí, el parto debe haber quedado
registrado. Y después de eso nos pasamos por esa segunda vivienda suya en
Kohlscheid. ¿Te parece bien?
—Pero deberíamos apresurarnos. Dudo que Biermann pueda retenerlo mucho
más sin pruebas tangibles.
Menkhoff asintió y ocultó la llave que había estado sosteniendo en la mano en el
bolsillo de sus pantalones.
—¿Todo lo demás ya está?
—Sí, me alegrará abandonar este lugar por fin.
Señaló la caja de cartón.
—Voy a revisar el resto de lo que hay en esta caja y después nos vamos.
Aún sostenía el contrato de alquiler en la mano y decidí volver a leerlo con mayor
atención. No avancé mucho, porque muy poco después Menkhoff lanzó una nueva
exclamación.
Había encontrado un álbum que sostenía abierto ante sí. En cada una de las
páginas desplegadas se habían fijado dos fotografías. Las de la izquierda habían sido
tomadas con toda certeza en la prisión, el fondo no dejaba lugar a dudas. En ambos
casos parecía tratarse además de la misma celda. En la fotografía superior aparecía
Joachim Lichner, que vestía unos vaqueros y una camiseta blanca y, aunque su
semblante era serio, mantenía los pulgares alzados en señal de victoria. Bajo la
fotografía alguien había escrito lo siguiente:
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distinguir las palabras, pues aun sin saber qué decían fui inmediatamente consciente
de dos hechos de lo más inquietante: el primero, que aquellas fotografías eran muy
recientes, y el segundo, que la mujer que ofrecía a la cámara aquella mirada de
desánimo, y cuyos hombros Joachim Lichner rodeaba con su brazo protector, no era
otra que Nicole Klement.
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despacio hacia mí, girándose por completo en su silla.
—Sí, yo… Ya me he golpeado otras veces. En un par de ocasiones.
—¿Y cuándo…?
—He de irme —me interrumpió, poniéndose en pie de repente—. Sólo he venido
para explicarles que sí recuerdo aquel viernes. Y todo sucedió tal como Joa…, tal
como el Doctor Lichner les ha indicado. ¿Podría traerme mi chaqueta, por favor?
Menkhoff se puso igualmente en pie.
—Señora Klement, si desea…
Ella se acercó resueltamente al perchero y recogió por sí misma la prenda,
limitándose a colgársela del brazo en lugar de enfundársela. Se despidió rápidamente,
de espaldas a nosotros, y abandonó el despacho con cierta precipitación. Mantuvimos
la mirada fija en la puerta durante unos instantes. Mi parálisis cedió cuando
Menkhoff golpeó con el puño fuertemente la mesa, amenazante.
—Voy a meter a ese cabrón en la cárcel, aunque sea lo último que haga —bramó,
con su rostro distorsionado por la ira—. Y no me importa cómo lo consiga.
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Me llevó algún tiempo reunir las fuerzas suficientes para arrancar mi mirada de aquel
rostro melancólico de blanca piel de porcelana, y más minutos aún transcurrieron
antes de que mi mente lograra ordenar los atropellados pensamientos que la habían
invadido en cuanto mi vista cayó sobre aquellas fotografías. Leí la leyenda al pie, que
era idéntica en ambas:
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recurríamos a un McAuto. Menkhoff me había invitado a cenar un viernes por la
noche, después de nuestra jornada laboral, insistiendo mucho en que no se trataba de
una ocasión especial, siendo su oferta debida al mero deseo de intimar un poco con su
compañero fuera de horas de servicio. He de confesar que en ningún momento creí en
sus palabras, aunque jamás hubiera imaginado la noticia que me reveló nada más
servirnos los entrantes.
—Seifert —inició su confesión, visiblemente nervioso y desplazando con el
índice migas inexistentes sobre la mesa—. No quiero darle muchas vueltas al asunto.
Simplemente decirle que estoy enamorado de una mujer maravillosa y que ella
también me ama. Vamos muy en serio en esto.
Me sorprendí, aunque, según me comunicó su mirada, tal vez menos de lo que él
había esperado.
—Bueno, eso es… estupendo —respondí titubeante.
—Usted… Seifert, usted conoce a esa mujer, por eso se lo he… Se trata de Nicole
Klement.
Me observó, intentando adivinar qué le revelaría mi expresión. Yo confié en que
no descubriera mis verdaderos pensamientos.
—Ninguno de los dos lo planeó, pero… Bueno, ya sabe. Por cierto, ¿qué tenemos
en ese caso de agresión?
A pesar de que en mi estómago se instaló en el momento mismo de su confesión
un rumor de lo más inquietante, no fui consciente hasta llegar a mi casa de cuántas
implicaciones contenía aquella revelación de Menkhoff, sobre todo en lo referente a
lo sucedido durante los últimos meses, es decir, a la fase final de la investigación, la
que condujo a la detención del asesino de Juliane Körprich.
Bernd Menkhoff cargó aquella noche en la que compartimos una cena en un
conocido restaurante de comida casera en las afueras de Aquisgrán un peso
abrumador sobre mis hombros, y sentiría aquel pesado lastre durante mucho tiempo.
Los años habían logrado aligerar un poco la carga, pero en aquellos instantes,
sentados ambos en el suelo brillantemente pulido de aquel piso ruinoso, reviví con
toda la intensidad de entonces mi inquietud.
Menkhoff se removió a mi lado, arrancándome del confuso universo de mis
recuerdos.
—De modo que ha vuelto a encontrarse con ella al abandonar la prisión. Yo… no
puedo entenderlo. Me aseguró que no deseaba volver a verlo jamás.
—Han pasado muchos años, Bernd —objeté con delicadeza—. Incluso los
recuerdos más traumáticos se diluyen con el tiempo. Probablemente él la haya
llamado, y ella…
—¿A qué viene ese disparate, Alex? Sabes perfectamente lo que le hizo entonces,
cómo la trataba. ¿Crees que ella podría olvidar algo así? ¿Precisamente ella?
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—Bueno… Y… ¿Eynatten…? ¿Qué crees que significa eso? ¿Lo de la cabaña?
—Ni idea. Quizá se trata de una casita de vacaciones. Tampoco es que me
importe.
—¿Sabes dónde vive ella ahora?
—No. —Alzó el álbum, que reposaba sobre sus muslos, y sacó dos de las
fotografías, la del tal M. Diesch en una celda y una de las que mostraba a una Nicole
Klement de mirada afligida. Se puso en pie, se guardó las fotografías en el bolsillo
trasero de sus pantalones y sólo entonces habló; y fue para darme una orden.
—Vámonos.
Cinco minutos más tarde, nos encontrábamos de camino al Hospital Universitario
de Aquisgrán. No habíamos avanzado nada en el caso desde el inicio de aquella
jornada. Nada de lo que habíamos logrado averiguar hasta entonces nos
proporcionaba alguna pista, nada parecía tener sentido. Y, para complicarlo todo aún
más, había vuelto a aparecer en escena Nicole Klement. Menkhoff no solía atender a
razones cuando se trataba de insinuar la inocencia de Lichner, y aquellas fotografías
recrudecerían aún más su desconfianza.
—La madre —dije, en el instante mismo en el que el pensamiento me vino a la
mente, en un intento deliberado de eludir a Nicole Klement como tema de
conversación.
—¿Sí? —preguntó Menkhoff.
—¿Qué ocurre con la madre? No la hemos tenido en cuenta a la hora de valorar lo
de las dos viviendas. Tal vez ambos se separaran antes de nacer la pequeña y Lichner
decidiera alquilar un piso para la madre y la niña y un segundo piso para él. Si esa
mujer es de nacionalidad polaca… ¿quién sabe? Puede que esté sin trabajo. Que no
disponga de permiso de residencia. Hay múltiples explicaciones posibles.
Durante un buen rato no reaccionó, y le permití reflexionar más detenidamente
sobre mis palabras. Finalmente habló.
—Alex
—¿Sí?
—Ya no sé qué debo creer.
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CAPÍTULO
22
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Volví a repasar una vez más las declaraciones de los vecinos. Marlies Bertels, edad:
81. «No, desde mi ventana no es posible ver el parque, lo ocultan los setos».
Cuando Menkhoff le preguntó el día anterior con qué frecuencia había visto al
doctor Lichner, ella había declarado que en tres ocasiones y cerca del parque. ¿Cerca?
Revisé mi informe. Ciertamente. Jamás pretendió haber observado a Lichner en el
parque mismo, se trataba de una mera interpretación nuestra. La señora Bertels
siempre había afirmado que el psiquiatra solía encontrarse con la niña cerca del
parque.
La habíamos juzgado mal, lo cual, por supuesto, contribuía a afianzar las
sospechas con respecto a Lichner. Por otra parte, aún quedaba por resolver la cuestión
de por qué no nos había facilitado un dato tan vital hasta dos semanas después del
asesinato. ¿Qué había observado realmente y qué se había imaginado?
¡Los vecinos! Sus vecinos podrían facilitarnos alguna información adicional sobre
Marlies Bertels. Sopesé brevemente aquella idea, me puse en pie y recogí mi
chaqueta.
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CAPÍTULO
23
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—¿Te convences ahora? —me preguntó Menkhoff.
Examiné detenidamente el documento.
—Dígame, enfermera: ¿aún continúa trabajando aquí este doctor Bartholomé?
Su frente se cubrió de arrugas.
—¿Quién?
—El doctor Bartholomé, el médico que asistió en este parto.
Ella me dirigió una mirada de desconcierto y tomó el certificado en la mano.
—Pues… no lo sé. No conozco a ningún médico de ese nombre.
—Posiblemente ya no trabaje aquí —intervino Menkhoff—. O tal vez se trate del
médico de alguna mutua o seguro privado que haya atendido un parto en este
hospital.
Ella sacudió enérgicamente la cabeza.
—No, imposible. Llevo nueve años en esta planta y conozco a todos los médicos
que han trabajado aquí en ese tiempo, incluidos los de las mutuas y seguros privados.
No ha habido jamás un doctor Bartholomé, lo sabría si así fuera. No comprendo
cómo…
Dejó caer el documento sobre la mesa y se sentó en una silla giratoria. Mientras
sus dedos se desplazaban veloces sobre el teclado, yo observaba a Menkhoff, que
seguía con semblante muy serio las maniobras de Gabi a través del sistema.
—No, con toda seguridad —afirmó la enfermera sólo unos instantes más tarde de
forma tajante—. No existe ningún doctor Bartholomé, y tampoco ha trabajado aquí
en los últimos años nadie con ese nombre. Y… un momento. —De nuevo sus ágiles
dedos recorrieron el teclado—. ¡Qué extraño! —murmuró de forma apenas audible.
—¿Qué le resulta tan extraño? —inquirió Menkhoff.
Ella posó su mirada alternativamente en mí y en mi compañero y señaló de nuevo
el certificado.
—Según se indica aquí, la comadrona fue Anna Gerling.
—¿Sí?
—Bueno… es que… tampoco existe ninguna comadrona con ese nombre en este
hospital.
—¿Qué? —Menkhoff se apresuró a recoger el certificado—. ¿Y quién es esta
Susanne Trumpp? ¿Otro fantasma?
—No, Susanne Trumpp existe —replicó la enfermera Gabi—. Es una de las
auxiliares de esta planta. Tal vez estuviera presente durante el parto y se encargara de
insertar los datos en el sistema.
Menkhoff dejó caer el papel sobre la mesa.
—Al menos, hemos logrado localizar a una persona real.
—Sí, eso…
—¿Nos puede decir dónde se encuentra la señora Trumpp ahora? ¿Está de
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servicio, aquí, en el hospital?
—No, creo que esta semana tiene turno de tarde, aguarde un momento… —
Consultó una lista impresa fijada en la pared junto a su mesa—. Efectivamente.
Susanne llegará a la una y media.
Revisé la lista, compuesta por tres columnas. En la primera de ellas figuraban las
fechas, en la segunda las letras M, T y N, lo cual debía significar turno de mañana,
tarde o noche, y en la última columna aparecían recogidos todos los nombres. Mi
mirada se detuvo en uno de ellos y sentí extenderse en mi interior una agitada
excitación. Me acerqué aún más a la lista para asegurarme de que no me había
confundido. No, no era así.
—Bernd, mira esto. —Señalé con un dedo el lugar de la lista en el que figuraba el
nombre que había despertado mi atención. Lo leyó con los párpados entrecerrados y
me dirigió una mirada inquisitiva.
—¿A qué te refieres?
—Ese nombre, ese de ahí. ¿No te dice nada?
Volvió a consultar la lista de nuevo.
—Markus Diesch. ¿Y qué?
Me resultaba inconcebible que no lo recordara.
—Las fotografías. —Me costó un esfuerzo casi sobrehumano controlar mi
agitación—. Las que acabas de guardarte en el bolsillo. ¿No te dice nada el nombre
de Diesch? Del álbum. «M. Diesch. Conseguido. ¡Estoy fuera!». ¿Lo recuerdas
ahora?
Finalmente se percató de lo que pretendía decirle. Abrió mucho los ojos y, con un
gesto urgente, recuperó las fotografías del álbum de Lichner del bolsillo trasero de
sus pantalones. Las comprobó brevemente y le mostró una de ellas a la enfermera.
—¿Es éste el Markus Diesch que figura en su lista?
Una breve mirada a la fotografía y vimos transformarse el semblante de Gabi.
—Sí, ahora está un poco más delgado, pero sí, es Markus. ¿De dónde han
sacado…?
—¿Cuánto tiempo lleva este hombre trabajando aquí? —la interrumpí.
—Desde… aguarde… aproximadamente dos años y medio.
—¿Y dónde estuvo empleado anteriormente? —preguntó Menkhoff—. ¿Lo sabe?
—En un hospital de Coblenza, según creo. ¿Por qué les interesa Markus? ¿Y por
qué me muestran esa fotografía suya? ¿Se ha… se ha metido en problemas?
—Ya lo veremos. Necesitamos su dirección, por favor.
Ella titubeó.
—Lo lamento, pero no sé si estoy autorizada a facilitarle esa información.
—Lo está —le aseguré—. Usted misma acaba de señalar que al menos dos de los
datos que aparecen en este certificado han sido falseados. Estamos investigando un
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caso de secuestro infantil y este certificado de nacimiento podría ser de una
importancia vital para su resolución. De modo que indíquenos dónde vive Markus
Diesch, por favor. También necesitaremos la dirección de la auxiliar que
supuestamente ha introducido los datos en el ordenador.
—¿Secuestro? ¿De un niño? —repitió—. ¡Dios mío! ¿Y Markus y Susanne están
implicados? Pero si…
—Por favor, las direcciones.
Ella asintió y se sentó ante el ordenador. Apenas un minuto más tarde ya teníamos
las direcciones. Susanne Trumpp vivía en el centro de Aquisgrán; Markus Diesch en
Richterich, que no distaba demasiado de Kohlscheid, donde estaba situada la segunda
vivienda a nombre de Joachim Lichner. Guardé la nota en la que la enfermera nos
había apuntado ambas direcciones.
—¿Existe algún otro documento que pudiera demostrar que esa niña ha nacido en
este hospital?
La enfermera había palidecido visiblemente.
—Sí, claro. Debería haber alguna cosa más. Guardamos el historial médico de
todos los pacientes en nuestra base de datos. Aguarde…
Consultó brevemente el certificado de nacimiento, e inmediatamente sus dedos
volvieron a recorrer el teclado a toda velocidad. Sacudió la cabeza al cabo de unos
instantes, examinó de nuevo el certificado, tecleó y se detuvo, sorprendida.
—No lo entiendo. Tenemos el nombre y la dirección de la madre en nuestra base
de datos, pero eso es todo. Ni aparece un registro de entrada, ni de hospitalización, ni
cualquier otro dato adicional. No hay historial médico, ni registro de medicamentos
suministrados, nada. Sólo el domicilio. —Se dejó caer hacia atrás, apoyándose en el
respaldo de la silla—. O bien el registro ha sido borrado por algún motivo, o…
—O ese certificado es falso —completé yo su pensamiento.
Menkhoff se rascó pensativamente la frente.
—¿Por qué iba alguien a tomarse tantas molestias para introducir únicamente el
domicilio de esa mujer en el registro?
—Es necesario introducir esos datos básicos para poder expedir cualquier tipo de
certificado. Para extender recetas, rellenar formularios o cualquiera de esas cosas es
imprescindible que se inserte en la base de datos la información básica de la persona
afectada, que después aparecerá en su historial médico de forma automática. Así nos
aseguramos de contar siempre con toda la información necesaria de cada paciente,
por ejemplo, en lo referente a la mutua o seguro al que pertenece.
—¿Y el médico? —objeté—. ¿Por qué no aparece su dirección en el sistema?
—El personal laboral del hospital se recoge en una base de datos diferente. A la
hora de extender algún tipo de documento oficial se introduce únicamente de forma
manual el nombre del personal sanitario.
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—Así es el maravilloso mundo de la informática —observó Menkhoff, haciendo
una mueca.
—¿Es necesaria una contraseña para poder entrar en el sistema? —le consulté.
Ella soltó una breve risa desprovista de alegría.
—¡Por supuesto! ¿Cómo puede preguntar algo así? Estamos hablando de datos
personales confidenciales.
—Ya imaginé algo parecido. Es decir, que es absolutamente imposible que
alguien ajeno al hospital haya introducido esos datos y nombres en el sistema, ¿no es
así?
—Es imposible, desde luego, a menos que haya podido obtener de alguna manera
las claves de Susanne. Pero aún no me han explicado…
—Muchas gracias, nos ha sido de gran ayuda.
Menkhoff me señaló con un gesto de su cabeza su deseo de abandonar el recinto,
lo cual hicimos en cuanto me hube despedido de la enfermera Gabi.
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CAPÍTULO
24
15 de febrero de 1994
Aparqué el Golf al que había recurrido en esta ocasión a una distancia considerable
de la casa de Marlies Bertels para impedir que la mujer me descubriera si
casualmente se encontraba asomada a la ventana de su cocina.
A la izquierda de la vivienda de la anciana se alzaba una casa unifamiliar de dos
plantas de fachada pintada en un color beige, persianas mallorquinas de madera
oscura y un pequeño jardín que me pareció cuidado, aunque en la época del año en la
que nos encontrábamos era difícil determinarlo con exactitud, protegido todo ello por
una valla cruzada de madera. En la placa situada al lado del timbre aparecía el
nombre de una tal Familia Leistroffer, apellido que me resultaba familiar por haberlo
leído en los informes. Tuve serias dificultades para calcular la edad de la mujer que
me abrió la puerta. Vestía unos vaqueros y su figura era esbelta, pero su rostro y su
cuello desvelaban que no volvería a cumplir los sesenta. Era evidente que le
importaba y prestaba mucha atención a su aspecto: su cabello tintado en un suave
castaño aparecía recogido en la nuca con ayuda de un pañuelo blanco, lo cual le
proporcionaba un aire de distinción. Me presenté, corroborando mis palabras con mi
identificación. Ella ignoró mi documentación y me dedicó una amable inclinación de
cabeza.
—Buenos días, subinspector. Imagino que vendrá usted por el asunto de Juliane.
¿Alguna novedad?
—No, lamentablemente, no. Pero quisiera hacerle algunas preguntas, si pudiera
usted dedicarme un poco de su tiempo.
Ella se mostró dispuesta. La sala de estar hacia la que me guió se abría al jardín
mediante unos grandes ventanales y se había amueblado exclusivamente en blanco y
negro. Los armarios en blanco, blanca mesa, sofá negro de cuero y televisor negro.
Sólo la pequeña alfombra en tonos naranja resultaba discordante en aquel entorno.
Cuando tomamos asiento uno frente a la otra extraje mi libreta del bolsillo.
—Señora… Leistroffer, debo disculparme, no recuerdo sus circunstancias
familiares. ¿Está usted casada?
—Sí, claro, desde hace cuarenta y un años, y felizmente además. —Una sonrisa
fugaz, divertida, cruzó su semblante—. Mi marido se encuentra en la ciudad en estos
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momentos, por fin he logrado convencerlo para que se compre unos zapatos nuevos.
Pero, por favor, cuénteme. ¿Quería hacerme algunas preguntas? Ya les expliqué a sus
compañeros todo lo que sé sobre la familia Körprich, lo cual no es mucho. Es una
pareja muy amable y servicial, y su hija estaba muy bien educada. —Guardó silencio
unos instantes—. ¡Pobre niña!
—No querría preguntarle nada adicional sobre la familia Körprich, sino, en este
caso, sobre su vecina, la señora Bertels.
Mudó la expresión de su semblante.
—Vaya…
—¿Vaya? ¿No se lleva bien con la señora Bertels?
Se inclinó un poco hacia delante, apoyando los codos sobre los muslos y
entrelazó las manos.
—Bueno, verá —comenzó, examinando atentamente sus manos. Me dio la
impresión de que seleccionaba con sumo cuidado las palabras—. Muchas personas
cambian al hacerse mayor; es bueno, todos nosotros cambiamos. Pero unos se
vuelven más sabios e indulgentes, y otros en cambio se muestran siempre
insatisfechos y se esfuerzan por dificultarle la existencia a los demás… al menos, a
veces.
—¿Y usted diría que Marlies Bertels pertenece al segundo grupo?
Transcurrieron unos segundos antes de que se decidiera a asentir, titubeante.
Después me miró abiertamente.
—No me gusta hablar sobre otras personas si no puedo decir nada bueno sobre
ellas, pero la señora Bertels es una mujer difícil. Probablemente porque lleva
demasiado tiempo sola. Su marido falleció hará ya quince o dieciséis años.
—¿Y en qué se traduce lo que me está comentando? Quiero decir, ¿por qué se
trata de una mujer difícil?
—Pues por todo en general. Se pasa el día entero tras la ventana observando a los
demás. Opina sobre todos los vecinos, y rara vez es para comentar algo favorable.
Tomé nota de lo oído.
—¿Cómo se relaciona usted personalmente con ella? ¿Mantienen algún contacto?
—No, a no ser que me la encuentre por la calle. Yo saludo y ella a veces
corresponde, a veces no.
—Y… ¿conoce usted al doctor Lichner?
Frunció los labios.
—¿Al doctor Lichner? Muy superficialmente. Nos ha invitado a su casa dos o tres
veces, una con ocasión de la inauguración de su consulta y otra por su cumpleaños,
había invitado a medio vecindario, pero exceptuando aquello…
—¿Qué opina de él?
Se enderezó.
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—¿Me pregunta por la discusión que tuvieron ambos este otoño?
—¿A qué discusión se refiere?
—De modo que no se trata de eso.
—No sabemos nada de una discusión entre la señora Bertels y el doctor Lichner.
¿Cuándo fue eso? ¿Y a qué fue debida aquella discusión?
—Bueno, cada año, en el mes de octubre, organizamos una pequeña fiesta entre
todos los vecinos, una manera de despedir la temporada de verano. Todos nosotros
aportamos algo: ensaladas, un poco de carne para la barbacoa, bebidas… es una
agradable reunión de vecinos. Este año parece que la señora Bertels hizo un
comentario despectivo acerca de la pareja del doctor Lichner. Él llegó a oírlo y perdió
un poco los nervios. Alzó la voz y la llamó vieja senil y desvergonzada.
—Vaya. Una reacción un tanto desafortunada para un psiquiatra —constaté, lo
cual ella confirmó asintiendo.
—Creo que ella se sintió realmente aterrorizada. Rompió a llorar y abandonó la
fiesta casi de inmediato. Desde entonces no se dirigen la palabra. —Aguardó a que lo
hubiera apuntado todo en mi libreta—. Estuvimos comentando este asunto en casa,
mi marido y yo; y Hans, mi marido, opinaba que un psiquiatra es, ante todo, persona,
y que a veces no puede evitar expresar lo que siente. —La idea de una sonrisa asomó
por las comisuras de sus labios—. Comentó incluso que le parecía que la señora
Bertels había escapado bastante bien. Si hubiera hablado de mí en términos similares
a los que empleó para la pareja del doctor Lichner, los insultos que él, Hans, le habría
dedicado hubieran sido mucho más contundentes. —Guardó silencio unos instantes,
después me miró inclinando ligeramente la cabeza—. Una pregunta, señor
subinspector: ¿también interroga a los demás vecinos acerca de mi marido y de mí?
La pregunta era lógica y no parecía ni enfadada ni incomodada por la suposición.
—No, no lo hacemos. En este caso sólo nos interesan la señora Bertels y el doctor
Lichner.
—¿Y a qué es debido ese interés, si me permite la pregunta?
—Bueno, está relacionado con sus declaraciones. Lamento no poder decirle más.
Espero que lo comprenda.
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CAPÍTULO
25
25 de julio de 2009
Descendimos en el ascensor destinado a las visitas, que era tan amplio que podía
albergar cómodamente dos camas de hospital.
—Este asunto empieza a atacarme los nervios —dijo Menkhoff—. No entiendo
qué diablos pasa aquí.
—Ni idea —confirmé yo—. Pero no creo que sea casual el hecho de que ese tal
Diesch trabaje en la misma planta en la que supuestamente nació la hija de Lichner.
Apostaría a que tiene algo que ver con el certificado falso. O contó con la ayuda de
Susanne Trumpp, o, lo cual me parece más probable, logró acceder de algún modo a
su contraseña. Ambos deben conocer el hecho de que en los certificados queda
registrada la persona que inserta los datos.
—Voy a aclarar ahora mismo quién es ese individuo y por qué se encontraba
preso.
—Quedó en libertad antes que Lichner, ¿no sería posible que tratara de vengarse
de él por algo?
—¿Y para ello todas estas molestias? ¿Arriesgándose a volver a ser encarcelado?
No lo creo.
—Tú mejor que nadie sabes que Lichner es capaz de conducir hasta el límite a
cualquiera. Imagino que mantendría su actitud habitual con su compañero de celda, y
durante años…
Habíamos alcanzado ya la planta baja y la puerta se desplazó suavemente a un
lado. Menkhoff no se preocupó por contestar mi planteamiento anterior, sacó su
teléfono móvil del bolsillo y marcó el número de la comisaría.
Solicitó que le comunicaran con la comisaria Biermann, le rogó a ésta que
recabara información acerca de Diesch y le explicó lo que habíamos averiguado hasta
entonces. Cuando dio por terminada la conversación ya nos encontrábamos en Pariser
Ring, a medio camino de la localidad de Kohlscheid.
—¿Qué te ha dicho?
—Que tendrá que dejar en libertad a Lichner en breve. Pasemos por su segunda
dirección antes de ocuparnos del enfermero, tenemos que darnos prisa. También
acaba de llegar a la comisaría la vecina de Lichner. Le he ordenado que vuelva a su
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casa, ahora estamos ocupados en asuntos más importantes.
No me sorprendió que la comisaria se planteara dejar en libertad a Lichner, pero
había otra cuestión que no dejaba de rondarme por la cabeza.
—Suponiendo que Diesch sea el responsable de la falsificación del certificado…
¿por qué utilizó también nombres falsos para el médico y la comadrona? Podría haber
indicado el nombre de algún ginecólogo del centro. Y lo mismo en el caso de la
comadrona. Las posibilidades de que se descubriera su engaño hubieran sido mucho
menores.
—Te olvidas, Alex, de que se trata de un ex presidiario. Esa gente no suele
destacar por su inteligencia. Si así fuera, no acabarían en prisión una y otra vez.
Dejamos atrás el cartel que señalizaba la entrada a Kohlscheid y subí el volumen
del GPS para atender mejor las indicaciones de la cálida voz femenina.
Localizamos la casa de Haus-Heyden-Strasse que buscábamos pocos minutos
después. Se trataba de un edificio de ladrillo de dos plantas cuya minúscula zona
verde frontal, con sus aislados setos y flores, presentaba un aspecto muy descuidado.
Unas piedras grisáceas dispuestas para servir de camino dividían el pequeño
jardincito, guiándonos hacia la puerta de entrada de PVC lacada en blanco. En
Bélgica, justo al otro lado de la frontera, abundaban las construcciones de ese tipo.
Urbanizaciones enteras compuestas exclusivamente por casas de dos plantas
habitadas prioritariamente por alemanes, a quienes el precio económico del suelo les
permitía construirse un hogar por poco dinero. A mí esas zonas de casas idénticas,
con sus ladrillos idénticos, me resultaban demasiado anónimas y anodinas.
—No le había tenido por tan aburguesado —comenté, mientras, de pie junto a
nuestro vehículo, examinaba la casa—. Estoy intrigado por conocer su interior.
Sin embargo, no pude satisfacer mi curiosidad de inmediato, pues nos
encontramos con un obstáculo imprevisto: la llave que Menkhoff había hallado junto
al contrato de alquiler y guardado en su bolsillo no abría la cerradura de aquella
puerta. Debía de existir alguna llave adicional para la puerta principal, perteneciendo
la que llevábamos encima a la vivienda de Lichner, que al parecer estaba situada en la
planta superior, según indicaban los nombres en los timbres junto a la puerta,
mientras que la inferior estaba ocupada por otra persona. No disponíamos de tiempo
para vacilaciones, por lo que decidí llamar al timbre correspondiente a la planta baja.
Lo primero que llamaba la atención del hombre que nos abrió la puerta era su
inmenso vientre redondeado. Sus comparativamente escuálidas extremidades le
dotaban de un aspecto casi caricaturesco. Le calculé unos sesenta años. Vestía unos
vaqueros cuya cinturilla quedaba completamente oculta por el volumen de su vientre.
Tenía las flácidas mejillas cubiertas de un árido campo de rastrojos pardos
entreverados de gris, y la mirada que nos dedicó me hizo suponer que sus
experiencias anteriores con representantes de los más diversos productos llamando a
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su puerta no habían sido muy positivas.
—Buenos días —saludé, mientras Menkhoff extraía la cartera con su
identificación del bolsillo—. Mi nombre es Alexander Seifert, de la policía criminal
de Aquisgrán, aquí mi compañero, el inspector jefe Menkhoff.
—Muy bien —contestó el hombre, que quedaba identificado en el letrero
manuscrito al lado del timbre como «W. Merten», mientras examinaba la
identificación de Menkhoff con palpable desagrado.
—¿Vive aquí el doctor Joachim Lichner? —le pregunté, intentando no dejar
traslucir la impaciencia que sentía.
—¿Usted también tiene una de esas?
Señaló la identificación de Menkhoff y yo asentí. En cuanto le enseñé la mía, el
hombre habló.
—¿Y? ¿Qué desean de él?
—De él nada —respondió Menkhoff, antes de que yo pudiera intervenir—. El
doctor Lichner se encuentra detenido desde ayer. Queremos ver su vivienda. Ya
disponemos de su llave.
—¿Detenido? ¿Por qué?
—Eso no es de su incumbencia.
W. Merten separó un poco las piernas y cruzó los brazos ante el pecho, lo cual
resultó un tanto forzado, pues éstos eran demasiado cortos para cubrir cómodamente
el contorno de la parte superior de su cuerpo.
—¿Dónde tienen la orden de registro?
—¿Es usted el propietario de esta casa? —preguntó Menkhoff, y reconocí en su
voz el incipiente, aunque aún controlado, enfado que comenzaba a despertar en él
aquella actitud del hombre.
—Inquilino.
—Entonces la orden de registro no es asunto suyo.
Menkhoff avanzó un paso, pero W. Merten no parecía dispuesto a franquearle la
entrada, lo cual no fue demasiado inteligente de su parte. Detecté unas manchas
escarlatas en las mejillas de mi compañero, señal inequívoca de lo que estaba a punto
de suceder.
—¡Desaparezca inmediatamente de mi vista! —increpó Menkhoff al hombre y
alzó de tal manera el volumen de su voz que W. Merten dio un salto hacia atrás con
una presteza que jamás hubiera supuesto en él.
Mientras subíamos las escaleras que conducían hasta el primer piso, oímos cómo
se cerraba una puerta en la parte inferior de la casa.
—Parece que estamos rodeados de psicópatas por todas partes —gruñó
Menkhoff, y cuando llegamos a la puerta que cerraba el piso superior insertó su llave
en la cerradura. Giró sin problemas.
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La vivienda estaba completamente enmoquetada en un claro tono beige. En la
sala de estar, que contaba con aproximadamente treinta metros cuadrados, destacaba
un confortable sofá rinconera de color negro como un castillo en una llanura. Tres de
las paredes se habían cubierto de papel pintado, de textura rugosa y un pálido
amarillo, mientras que para la cuarta se había preferido la rugosidad en un tono
burdeos de resultado cálido. Se hallaban salpicadas de algunas reproducciones de
figuras abstractas indefinibles en un entorno surrealista. Un mueble auxiliar, así como
un frontal de madera clara, probablemente se tratara de haya, con una vitrina de
cristal, completaban el mobiliario. En la parte central del frontal, sobre una estantería,
había dispuestos unos libros médicos. La ventana que interrumpía la continuidad del
techo inclinado permitía que fluyera la luz solar, y le otorgaba a aquella composición
pictórica un cierto ambiente primaveral. En oposición al piso de Zeppelinstrasse, esta
vivienda estaba inmaculadamente limpia y los muebles parecían haber sido
adquiridos recientemente.
Sin embargo, tampoco se correspondía en absoluto con la imagen que yo me
había formado del hogar de Joachim Lichner.
Menkhoff debió albergar pensamientos similares.
—Apuesto a que los muebles venían incluidos en el alquiler —observó.
Permanecimos unos instantes allí parados, en la entrada misma a la sala de estar,
examinándolo todo con la mirada. En Zeppelinstrasse parecían ocultarse oscuros
secretos, todo sugería corrupción y destrucción. Aquí, en cambio, los amables colores
y la atmósfera casi de paz dificultaban creer que ambas viviendas compartieran
inquilino.
Menkhoff logró reaccionar primero.
—¿Te ocupas tú de la sala de estar, Alex?
Lo primero que hallé en el mueble auxiliar fue un álbum lleno de recortes de
periódicos relacionados con el caso de Juliane Körprich. Los artículos
cronológicamente más antiguos se perdían en especulaciones y exhortaban a los
padres de las zonas próximas a Aquisgrán a no perder de vista a sus hijos en grandes
y vistosos titulares. Más adelante se centraban exclusivamente en el psiquiatra, que
había sido bautizado por uno de los rotativos con el sobrenombre de «doctor muerte».
Poco después el apodo se popularizó en la prensa. El último artículo informaba
acerca de la condena de Lichner. Alguien había escrito algo debajo con tinta azul de
bolígrafo: «No creí que pudieras ser responsable de esto».
Se trataba de una caligrafía tosca, sin florituras, masculina, diría yo, que se me
antojaba poco ensayada, acostumbrada al garabato. Me quedé mirando fijamente
aquel texto intentando dilucidar qué podría significar. Deposité el álbum en el suelo, a
mi lado, y proseguí con mi registro de cajones y nichos, pero no hallé nada más que
pudiera resultarnos de interés. Tras haberme asegurado de que no me había dejado
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ningún hueco por revisar, abandoné la sala de estar y crucé el pasillo. La habitación
situada justo al otro lado parecía una especie de trastero. Sus alrededor de diez o doce
metros cuadrados se habían ocupado con múltiples cajas de diverso tamaño. Algunas
estaban rotuladas con unas letras. «A-B», pude leer en una de ellas; «O-Q», en otra.
Contemplé pensativo aquel desorden. Nos restaban como mucho otros veinte
minutos si queríamos evitar coincidir con Joachim Lichner en su propia casa y me
pregunté cómo podría arreglármelas para revisar, al menos superficialmente, todas
esas cajas en tan breve período de tiempo.
Un ruido me hizo volverme. Menkhoff acababa de salir del dormitorio.
—En el dormitorio no hay nada de interés. Ni siquiera esconde ninguna revista
pornográfica bajo la cama.
—En cambio aquí tenemos trabajo de sobra —le señalé el contenido de la
habitación. Menkhoff reparó en las cajas y asintió.
Me acerqué a la que llevaba la inscripción «G-I». La habían cerrado de tal manera
que me costó cierto esfuerzo abrirla.
Cuando al fin lo logré, pude advertir que contenía multitud de carpetas de color
naranja. Saqué la primera. En la cubierta se informaba de que se trataba de historiales
médicos y, justo debajo, una redondeada caligrafía femenina había escrito el nombre
de «B. Harmann». Abrí la carpeta y me fijé en la fecha del historial, que me aclaró
que la señora Bernadette Harmann había sido tratada por Lichner antes de su
condena. Menkhoff parecía haber realizado un descubrimiento similar tras consultar
otra carpeta.
—Este individuo no parece regir demasiado bien, se limita a dejar por ahí tirados
todos estos historiales. ¿No ha oído hablar de la confidencialidad médico-paciente?
—No creo que contara con que alguien registrara su casa sin estar él presente,
Bernd.
—Eso es secundario. Los historiales médicos tienen que guardarse siempre bajo
llave.
Hojeé algunas carpetas, dejé a un lado aquella caja; me ocupé de otra igualmente
repleta de carpetas naranjas, extraje algunas de ellas y, tras breves instantes de
consulta, aparté aquella caja también. Descubrí entonces una más pequeña. Aquí la
inscripción presentaba un formato distinto y la caligrafía se asemejaba más a la que
había subtitulado el artículo de periódico en el álbum que había estado revisando
antes. Pude reconocer un nombre.
Se me escapó un gemido, lo cual provocó que Menkhoff alzara la vista.
—¿Qué demonios te p…?
No pudo continuar. También él había descubierto el nombre. El rótulo sobre la
caja afirmaba que ésta contenía el historial médico de N. Klement.
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CAPÍTULO
26
15 de febrero de 1994
Renuncié a entrevistarme con algún otro vecino más. La conversación con la señora
Leistroffer me había llevado más tiempo del planeado y quería estar de vuelta en mi
despacho cuando Menkhoff volviera de su encuentro con Nicole. A pesar de mis
prisas, hallé a mi compañero ya sentado ante su escritorio cuando me presenté allí
alrededor de la una y media. Temí llevarme alguna reprimenda por no haberle dejado
una nota que explicara mi ausencia, por lo que me sorprendí aún más cuando me
saludó con cierta indiferencia y sin apartar la vista de la pantalla de su ordenador.
—Hola —saludé yo a mi vez—. Yo… he estado hablando con una vecina de
Marlies Bertels, la señora Leistroffer.
Él asintió sin alterar su postura.
—Un instante.
Me senté ligeramente molesto, observando su mirada fija en la pantalla mientras
sus dedos volaban sobre el teclado, se detenían brevemente y retomaban su velocidad
anterior. Cuando al fin apartó los ojos del monitor, suspiró, se pasó ambas manos por
la cara como queriendo apartar una mota de polvo inexistente y me encaró.
—¿Cómo decía, Seifert? ¿Dónde ha estado?
Ardía en deseos de conocer los motivos que pudiera haber tenido Nicole Klement
para entrevistarse con Menkhoff, pero también yo tenía algo interesante que ofrecer.
—Hablando con una vecina de la señora Bertels. Pensé que no nos perjudicaría
saber algo más sobre ella. Su declaración posee cierto peso, y, sinceramente,
albergaba mis dudas en cuanto a la veracidad de lo que nos había comentado. Tras la
conversación que acabo de mantener, éstas se han intensificado aún más.
—Sin embargo, yo creo que dice la verdad —gruñó Menkhoff—. Y me reafirmo
en ello tras mi propia conversación. Pero, en cualquier caso, dígame: ¿qué ha
averiguado?
Repasé mi libreta y le expliqué lo que había apuntado en ella. Menkhoff no habló
hasta que hube acabado mi informe.
—Sí, todo eso se corresponde exactamente con la imagen que he podido
formarme de Lichner. No sólo se trata de un individuo extremadamente arrogante,
sino también ruin e imprevisible. Es irascible, una bomba de relojería que explota a la
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más mínima provocación.
Había aprendido ya a lo largo de los meses precedentes que no resultaba muy
oportuno contradecir a Menkhoff. No sólo porque se corría el riesgo de ser ignorado
y obsequiado con hirientes observaciones, sino porque, por lo común, solía estar en lo
cierto. A pesar de ello, me atreví a añadir algún comentario.
—Cuando pienso en cómo ha descrito la vecina a la buena señora Bertels… ¿Y
no podría ocurrir que ésta al fin ha encontrado la ocasión que aguardaba para
vengarse de Lichner después de la discusión que mantuvieron en la fiesta?
—¿No le parece que eso sería ir demasiado lejos?
—No, no lo creo. Quiero decir, explicaría al menos por qué decidió esperar dos
semanas para recordar qué…
—¡No!
Guardé silencio.
—Seifert, después de lo que me ha relatado Nicole Klement… —Se puso en pie y
se acercó a la ventana. Se asomó al exterior, enterrando las manos en los bolsillos de
sus pantalones. Sin girarse hacia mí, dijo—: Ha sido él. Ha asesinado a la niña, estoy
seguro.
Durante mi instrucción me enseñaron que la resolución de un crimen de sangre
era un asunto extremadamente delicado, en el cual el funcionario al cargo debe
extremar toda precaución y actuar muy concienzudamente. Resulta muy fácil no
advertir algún detalle o interpretarlo de forma errónea, y con ello podría llevarse a
inculpar a un inocente. Aunque posteriormente se rectifique el error, el que una vez
ha sido sospechoso siempre quedará perjudicado. Que Menkhoff se formara tan
rápidamente una opinión en este caso, expresándomela además como definitiva, me
sorprendió muchísimo. Por otra parte, como novato que era, no me atreví a
contradecir a quien tenía por un investigador experto.
—Menkhoff, ¿qué… qué le hace estar tan seguro de la culpabilidad de Lichner?
El siguió allí de pie ante la ventana, pero se giró hacia mí.
—Nicole me ha explicado ciertas cosas que le convierten a mi juicio en nuestro
sospechoso principal.
¿Nicole?
—¿La maltra…?
—Sigue sin confesar que Lichner sea el responsable de los hematomas que
muestra en el cuello. Y no me ha dicho nada en concreto que le incrimine
directamente, pero siendo capaz de leer entre líneas es evidente cuánto la hace sufrir
ese cerdo. Le ha insistido en que debía acudir a vernos para confirmar su coartada de
aquel viernes por la tarde, aunque ella declaró ayer no recordarlo bien. No ha tenido
el valor necesario para oponerse a él, a sus deseos. Ese hombre la humilla, la trata
como si fuera una maldita posesión suya. Cuando él… cuando se siente excitado, ella
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debe permitirle utilizarla a su antojo. Me ha asegurado que le da asco… —Había
elevado la voz, ahora abiertamente airada—. Siento deseos de vomitar sólo de pensar
en ello. Se está dedicando a destrozar a esa mujer y ella es incapaz de impedírselo
porque tiene miedo de abandonarle. Debería haberla visto mientras me hablaba de él,
no dejaba de estremecerse y temblar.
—Y usted cree…
—Para mí no cabe duda, Seifert: Joachim Lichner es el asesino de la pequeña
Juliane. Y lo demostraré.
Posiblemente, pensé, ese doctor fuera en verdad un individuo bastante indeseable,
pero… todo lo que Menkhoff me acababa de explicar sólo afectaba a Nicole Klement
y no estaba relacionado en ningún modo con el asesinato de la niña.
—Jamás deberá permitir que afloren sus sentimientos en un caso de asesinato —
comenté irreflexivamente, y apenas hube pronunciado aquellas palabras ya me
arrepentí de ellas.
—¿Cómo? —se sorprendió Menkhoff.
—Eso… eso es lo que usted me dijo, cuando…
—Sí, ya sé cuándo se lo dije. ¿Y a qué viene eso ahora?
Me costó sostener su mirada.
—No lo sé. Tal vez esté en un error, y es posible que no me corresponda a mí
decirle esto, pero… me da la impresión de que se está dejando dominar por sus
sentimientos.
No reaccionó durante largos minutos, limitándose a mirarme fijamente a los ojos.
Contaba con que de un momento a otro asistiera a uno de sus frecuentes arranques de
ira, pero no fue así. El Inspector jefe Bernd Menkhoff no pronunció ni una sola
palabra.
En mi mente comenzó a formarse un pensamiento tan descabellado que me
resultó del todo imposible mencionárselo a Menkhoff. Me acusaría, y con razón, de
haber perdido el juicio por completo. Por otra parte… No podría causarme mayor
daño que unos gritos e imprecaciones. De modo que reuní el valor necesario y me
lancé.
—Menkhoff, ¿puedo hacerle una pregunta indiscreta?
Su semblante se transformó, sin yo saber muy bien cómo interpretar aquel
cambio.
—Pregunte.
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23 de julio de 2009
Me recuperé de mi sorpresa un poco antes que Menkhoff y atraje la caja hacia mí.
Aquellas solapas me resultaron mucho más difíciles de separar que las anteriores,
pero tal vez la dificultad se debiera al incontrolable temblor de mis dedos.
—Date prisa —apremió Menkhoff, impaciente por lo vano de mis esfuerzos, lo
cual no contribuyó precisamente a calmarme. Finalmente tuve éxito y desplegué la
cubierta superior de la caja. Esta vez no aparecieron ante nuestra vista más carpetas
de cartulina en color naranja, sino una enorme almohada, sin funda y de aspecto muy
gastado. Nos quedamos absurdamente prendados de ella unos instantes antes de
intercambiar una mirada de perplejidad.
—Mierda —musitó Menkhoff. Intentó sacar la almohada, pero la habían
introducido a presión, y estaba tan ajustada al tamaño de la caja, que en sus esfuerzos
llegó a alzar también a ésta. Acudí en su ayuda sosteniendo la caja por las solapas y
tirando fuertemente de ellas hacia abajo. Aquello pareció dar resultado, la almohada
al fin abandonó la caja y esta última cayó al suelo, completamente vacía ahora a
excepción de un pequeño retazo de papel que asomaba por entre las dobleces
inferiores. Intenté asirlo haciendo pinza con dos dedos, pero estaba firmemente
adherido al cartón.
—Déjame a mí —me apartó Menkhoff, probando suerte con idéntico resultado.
Finalmente, se decidió por darle la vuelta a la caja y abrirla por la parte inferior, con
tan poca delicadeza que llegó a rasgarla un poco. Doblando las solapas inferiores
hacia fuera, logró liberar una hoja de papel. Menkhoff la recogió y la sostuvo ante sí
de modo que también yo pudiera leerla.
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15 de febrero de 1994
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18 de febrero de 1994
Menkhoff no apareció por su despacho hasta las ocho y media. Yo llevaba allí escasos
minutos. Aparentaba haber descansado poco y estaba visiblemente nervioso. Me
preocupé por él. Mi compañero había dedicado los dos días anteriores casi
exclusivamente a la búsqueda insistente de pruebas que incriminaran al doctor
Lichner en el asesinato de la pequeña Juliane. Casi exclusivamente, porque también
tuvo varios encuentros con Nicole Klement. Ellos solos. Ignoraba con cuánta
frecuencia se veían y me abstuve desde luego de preguntárselo. El día anterior había
recibido una llamada telefónica a las cinco de la tarde y abandonado inmediatamente
la comisaría sin dar explicaciones, y creí poder adivinar quién había sido su
interlocutor.
Pocos minutos después de que se marchara volvió a sonar su teléfono y contesté a
la llamada. Se trataba de la señora Körprich, la madre de la víctima. Cuando le
comenté que Menkhoff no se encontraba en su despacho, me rogó que le transmitiera
que había vuelto a revisarlo todo sin hallar nada.
No comprendí a qué se refería y me explicó que Menkhoff la había visitado el día
anterior buscando en la habitación de Juliane dulces que la niña hubiera podido
esconder. No halló nada, pero como insistió en la importancia del hecho, había vuelto
a registrar la habitación, sin resultado alguno.
Al colgar no pude apartar la vista del teléfono. ¿Por qué mi compañero no me
había comentado que quería efectuar un nuevo registro de la habitación de Juliane?
Me sentí tan desvalido como pocas veces en mi vida, atormentado por el
convencimiento de que mi experimentado compañero estaba a punto de estrellarse, de
arruinar su carrera, y por mi posible error de apreciación de la situación.
A pesar de todo, si estaba en lo cierto con respecto a aquella mujer y mi intuición
no me engañaba… después de dos semanas de investigación sin resultados Menkhoff
se había llegado a obsesionar tanto con aquel psiquiatra que sería muy complicado
lograr que considerara siquiera alguna pista alternativa. Y me temía que el verdadero
motivo que había detrás de todo aquello fuera Nicole Klement.
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23 de julio de 2009
Cuando llamé al timbre volvió a aparecer aquel hombre bajito y regordete, el señor
W. Merten. Me reconoció de inmediato y se cruzó de brazos, como la última vez.
—¿Otra vez usted?
—Creo que ya conoce usted a mi compañero —comenzó Wolfert, le mostró a W.
Merten la cartera de cuero en la que guardaba su identificación y le obsequió con una
amplia sonrisa—. Mi nombre es Jens Wolfert, soy subinspector de policía y miembro
de la división criminal de Aquisgrán. Probablemente le resulte conocido mi apellido,
porque sí, mi padre es el secretario de estado de justicia Peter Wolfert, representante
oficial del ministro de justicia de la región de Renania del Norte-Westfalia. Aparece
con frecuencia en los medios. Pero en estos momentos me encuentro ante usted
exclusivamente en calidad de agente de policía y no en representación de mi padre.
Sólo lo he mencionado porque continuamente constato que las personas a quienes les
refiero mi apellido suelen preguntarse por qué les resulta familiar.
Las arrugas del rostro de W. Merten parecieron tensarse un poco cuando dejó caer
hacia abajo su mandíbula, y nos dirigió una mirada de perplejidad. Finalmente se
apartó a un lado sin realizar comentario alguno.
—Ya he vivido esto antes; es la reacción habitual de la gente cuando reconocen el
nombre de mi padre —me explicó Wolfert mientras me seguía por las escaleras hasta
la vivienda de Lichner. Fingí no haber oído sus palabras y saqué la llave del bolsillo
de mis pantalones.
Sólo tardamos dos minutos en localizar la caja rotulada con «K-L» y apartarla de
las restantes, y me llevó un minuto más encontrar la carpeta naranja con el nombre de
Nicole Klement. Me temblaban las manos mientras abría la cubierta del expediente.
Wolfert se hallaba lo suficientemente próximo a mí como para poder leer las hojas
impresas guardadas entre aquel refuerzo de cartón. El primer documento indicaba que
se trataba de «Apuntes de la sesión del 12 de febrero de 1993. Nicole Klement,
hipnoterapia, primera sesión. Con ayuda de la hipnosis se logran recuperar en la
paciente recuerdos de una vivencia traumática, causante de su estado disociativo.
La paciente se revela como especialmente apta para la hipnosis y sugestión, lo
cual se corresponde con las características típicas de su enfermedad. Al enfrentarla
con material traumático a través de una disociación controlada, la paciente ha logrado
obtener sensación de control sobre intrusiones y estados de enajenación».
—¡Vaya! —no pude evitar exclamar—. No entiendo gran cosa, pero suena
preocupante.
El documento ocupaba una página entera en la que el doctor Lichner había
recogido sus anotaciones sobre la sesión de hipnosis aplicada a Nicole Klement. Una
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18 de febrero de 1994
Invadimos la clínica del doctor Lichner como un comando militar. Corinna M. nos
miraba desde el mostrador con la boca abierta por la sorpresa, incapaz de articular
sonido alguno al ver el grupo de asalto que penetraba en sus dominios.
Los compañeros se posicionaron distribuyéndose por todos los rincones de la casa
mientras Menkhoff y yo nos dirigimos a la zona de las consultas. Menkhoff llamó
brevemente con los nudillos a la puerta rotulada «Consulta I», abriéndola sin
aguardar respuesta. Tanto el doctor Lichner como su paciente, una mujer corpulenta
en torno a los cincuenta años de edad, se sobresaltaron visiblemente.
—No tema, somos agentes de policía —se dirigió Menkhoff a la paciente en un
escueto tono militar—. Abandone la sala, por favor.
No me sentí muy cómodo con aquel modo de proceder. Una vez recuperada de la
impresión que le había causado nuestra interrupción, la mujer parecía impaciente por
notificar su aventura a todo aquel que quisiera oírla. Aquello le ocasionaría serios
problemas al doctor Lichner, independientemente de cuál fuera el resultado de
nuestra actuación. Aquel hombre, habitualmente tan versado en palabras, no pareció
asimilar del todo lo que estaba sucediendo hasta que vio cómo su paciente
abandonaba la consulta dirigiéndole una última mirada de desaprobación.
—¿Cómo se les ocurre entrar aquí así, sin más? ¡Les prohíbo…!
—¡Cállese! —le gritó Menkhoff, sosteniendo ante su nariz una hoja de fax
impresa—. Esto es una orden de registro, el original viene de camino. Quiero ver su
garaje, por favor.
Una fina película de sudor comenzó a cubrir mi frente.
—Tengo derecho a llamar a mi abogado e insisto en ello.
Resultaban más que evidentes los esfuerzos que Lichner debía realizar para seguir
aparentando seguridad y controlar el tono de su voz. Menkhoff puso los ojos en
blanco.
—De acuerdo, venga.
La llamada no llevó más de un minuto.
—El doctor Meyerfeld llegará en quince minutos —explicó Lichner.
Menkhoff asintió con una sonrisa feroz.
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—Ignoro de dónde ha podido salir eso. —El doctor Lichner apartó su mirada del
contenido de la bolsa de plástico y la fijó en Menkhoff—. Pero sí sé, inspector, que
pretende cargarme a mí con ese asesinato a toda costa. —Hablaba controladamente,
confirmando con ello la impresión que me había causado cuando regresé con
Menkhoff a la sala de espera. Aún no había aparecido el abogado, pero tanto el
desconcierto como la aparente resignación que había creído advertir en Lichner
mientras los agentes le conducían a la sala de espera habían desaparecido. Se dirigió a
mí—: ¿Y usted le apoya? ¿No tiene conciencia? Piénselo bien: ¿guardaría yo aquí un
coletero de la niña si realmente la hubiera asesinado? Eso no tiene ningún sentido.
—Yo…
No pude continuar, porque Menkhoff me interrumpió.
—No sea estúpido, doctor Lichner. Esto de aquí —alzó la bolsa de plástico— lo
hemos encontrado en su armario. Ahora me pasaré a mostrárselo a la madre de
Juliane. Si lo reconoce, ya le tenemos. Además estamos revisando su vehículo en
busca de ADN. Si la pequeña ha estado allí en algún momento, encontraremos rastro
de ello, independientemente de cuán concienzudamente haya usted limpiado el coche.
Ríndase, confiese, podría servir para reducir su condena.
El psiquiatra miró a Menkhoff, incrédulo.
—¿Ha perdido usted la razón? ¿De qué me habla? Necesita un culpable como sea
y por ello ha ocultado usted mismo ese objeto en mi armario. ¿De qué otro modo
hubiera sabido dónde debía buscar? Su caso se resuelve y el inspector Menkhoff
asciende a inspector jefe. ¿No es así? —Desplazó su mirada hacia mí—. Y usted,
señor Seifert, deberá vivir pronto con la certeza pesando sobre su conciencia de que
el verdadero asesino aún camina libre por ahí, y todo ello sólo porque su compañero
insiste en culpar a un inocente. ¿No le preocupa?
Por supuesto que me preocupaba, pero no podía sino confiar en mi compañero.
Menkhoff no reaccionó ante las acusaciones de Lichner. Se enderezó y comenzó a
hablar en un tono oficial.
—Doctor Joachim Lichner, le detengo por el asesinato de Juliane Körprich y paso
a explicarle sus derechos…
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23 de julio de 2009
Menkhoff regresó a la mesa apenas unos minutos más tarde, justo en el momento en
el que la camarera nos servía los dos cafés, uno solo y otro con leche, que Wolfert y
yo le habíamos pedido. Traté de interpretar la expresión de su rostro sin lograrlo.
Algo había cambiado, eso sí, aunque era incapaz de determinar exactamente qué. No
sólo eran sus ojos enrojecidos, había más cosas.
Dejó el documento boca abajo sobre la mesa y le dirigió a Lichner una mirada
que me provocó un escalofrío.
—¿Por qué no lo ha mencionado nunca? —preguntó con voz engañosamente
suave, y Lichner enarcó las cejas en señal de sorpresa.
—¿Cómo dice? ¿Pretende que le informe de mis casos? Tal como ha explicado
antes su compañero de forma tan acertada, se trata de un historial médico y estoy
obligado a cumplir con la confidencialidad, y eso sigue siendo así aunque tras haber
pasado los últimos trece años en prisión por un crimen que no cometí ya no pueda
ejercer como psiquiatra. La pregunta que debería hacerse es más bien por qué no sabe
usted nada de todo esto. Al parecer, Nicole no confiaba demasiado en usted.
Menkhoff no apartaba la vista del documento que tema delante, como si tratara de
atravesarlo con la mirada y acceder a su contenido ahora oculto desde el dorso de la
hoja de papel.
—Señor Lichner, quiero que me lo cuente todo. Todo lo referente a este caso.
El psiquiatra siseó sacudiendo incrédulo la cabeza, intentando ejemplificar de ese
modo lo incongruente, casi monstruoso, que le parecía el ruego de Menkhoff.
—Pero, ¿qué se ha creído, señor inspector jefe? Me asalta prácticamente en mi
propia casa, me acusa de un crimen horrible cometido en la persona de una niña que
ni siquiera existe, me detiene, revisa mi piso sin orden de registro, y podría
continuar… Y ahora, una vez que ha constatado que parece que soy inocente de lo
que me acusa y estaba usted equivocado en cada una de sus sospechas, ¿espera como
contraprestación, en señal de agradecimiento, que cometa un delito por usted?
—Sí —contestó Menkhoff de forma lacónica, y en ese momento fui consciente de
aquello que antes no había sido capaz de identificar: Bernd Menkhoff se sentía
herido. Había abandonado todo escudo de protección.
Una vez en su casa, Lichner subió al ático y nos alcanzó los cuatro gruesos
archivadores. Abrí el primero y comprobé que efectivamente contenía lo que nos
había prometido. Menkhoff hizo lo propio con un segundo archivador llegando al
parecer a idéntica conclusión. Le prometí a Lichner devolver los expedientes lo antes
posible. Nos alejábamos hacia la puerta cuando nos llamó por última vez.
—¿Menkhoff?
Nos volvimos los dos para mirarle.
—Tengo una pregunta que hacerle, una duda que me ha estado preocupando todos
estos años… ¿Cómo consiguió ella aquel coletero?
Durante unos instantes hubo un silencio ominoso. Menkhoff enarcó las cejas,
cubriendo de múltiples arrugas su frente.
—¿Cómo consiguió quién qué?
Supe inmediatamente a qué se refería Lichner, aun cuando hubieran transcurrido
muchos años.
—Me refiero a Nicole, señor inspector jefe. ¿Cómo obtuvo aquel coletero que
usted pretendió haber encontrado en mi armario? ¿Y aquellos cabellos en el asiento
del acompañante de mi coche? ¿Fue usted quién lo preparó todo?
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23 de julio de 2009
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12 de octubre de 1994
Durante el juicio del doctor Joachim Lichner, Marlies Bertels se sintió tan intimidada
por el abogado en cuanto éste alzó un poco la voz que le costó un gran esfuerzo
responder a sus preguntas. Aún así, contestó de forma clara y concisa. Igualmente
rectificó la aparente contradicción de sus declaraciones. Insistió en que jamás había
afirmado haber visto al doctor Lichner en el parque, ofreciéndole dulces a la pequeña
Juliane. Sólo había dicho que le había visto cerca de éste, refiriéndose a la zona
situada delante del seto, que es la que podía controlar desde su casa.
Tanto Menkhoff como yo confirmamos aquellas palabras cuando fuimos
interrogados por el fiscal. Cuando el doctor Meyerfeld le preguntó por el
enfrentamiento en la fiesta del barrio, la señora Bertels reaccionó con sorprendente
ecuanimidad. Reconoció haber expresado un comentario totalmente inapropiado
sobre Nicole Klement, debido simplemente a que la joven no solía saludarla si se
cruzaba con ella. Aquello no había sido justo, lo había comprendido así, y acudido al
día siguiente a disculparse tanto con el doctor Lichner como con su compañera.
Lichner lo negaba con vehemencia, pero Nicole Klement lo confirmaría más
adelante. Igualmente aseguró que Lichner no había llegado a casa hasta después de
medianoche el día del crimen, y en ningún caso, como él mismo afirmaba, a las siete
y media. Rompió a llorar en cuanto describió el estado en el que había hallado el
coche. Era evidente que le fallaban las fuerzas al intentar mantener su declaración
ante un juez.
Incriminatorios fueron también los enlaces de internet que se hallaron en el
ordenador, a pesar de que Lichner aseguraba una y otra vez que jamás había visitado
esas páginas de contenido pornográfico infantil.
No pudo clarificarse el móvil del crimen, ya que el cuerpo de la niña no mostraba
señales de que se hubiera producido una agresión sexual.
Sólo trece días después, se declaró al doctor Joachim Lichner culpable de haber
asesinado el día 25 de enero de 1994 a la pequeña Juliane Körprich, por lo que fue
condenado a catorce años y seis meses de prisión. Dado que hasta aquel momento
Lichner no había cometido ningún otro delito, y antes de aquello había colaborado
activamente con el juzgado en calidad de experto médico, el doctor Meyerfeld, su
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Le había referido ya a Mel la mayor parte de lo sucedido, de todo aquello que tanto
me preocupaba, pero omití en mi relato los detalles del historial médico de Nicole. En
parte porque no deseaba impresionarla sin necesidad con aquellos horribles sucesos,
en parte porque sospechaba que Nicole estaba aquejada de serios problemas
psicológicos como consecuencia de las vivencias de su infancia. Mel no había llegado
a coincidir con Nicole, pero a lo largo de los años le había explicado muchas cosas de
ella, prácticamente todo lo que sabía, a excepción de aquellos detalles íntimos que
Menkhoff me había confesado en sus raros momentos de proximidad. Nunca le había
hablado de aquello ni tampoco de mis sospechas en el caso de la pequeña Juliane
Körprich.
Tuve que llamar dos veces al timbre antes de que Menkhoff abriera la puerta
llevando un gastado osito de peluche en la mano.
—Pasa y siéntate. Aún me falta cantarle la tercera canción de buenas noches, y
Luisa insiste en que tienen que ser tres. Es una especie de ritual.
Le seguí por el pasillo hasta que alcanzó las escaleras que conducían a la planta
superior, en la que se encontraba la habitación de Luisa.
—Compruebo que últimamente sueles recibirme invitándome a entrar para
pedirme de inmediato que te espere un poco —observé—. No es que eso sea muy
educado, señor inspector jefe.
Se detuvo en su avance y giró hacia mí.
—Tal vez se deba a que en los últimos días no sólo se ha esfumado mi paz, sino
también mi educación, Alex. —Se había vuelto de nuevo hacia las escaleras, sobre
cuyo primer escalón apoyó un pie, mientras añadía—: Y muy especialmente desde
esta tarde.
«De acuerdo, me dije, no más bromas para intentar aligerar la tensión».
Teresa y Bernd habían amueblado su hogar en una mezcla de estilos que
combinaba lo antiguo y lo moderno y habían alcanzado en ello un cierto equilibrio, lo
que atribuí principalmente a las capacidades de Teresa. Las diferentes piezas del
mobiliario y los accesorios se complementaban a la perfección, a pesar de que entre
la fabricación de unos y otros mediaban más de doscientos años.
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Menkhoff dejó caer la hoja de papel que sostenía en la mano, debía de ser
aproximadamente la décima que leía, y gimió en voz alta. A mí me había afectado
hasta tal punto lo que leía que sentía un intenso dolor de estómago y deseos de
vomitar.
—No debería pensar de ese modo siendo policía —dijo Menkhoff—, pero me
sentiría satisfecho si tuviera la oportunidad de arrancarle los huevos a ese hijo de
puta.
—Y yo te ayudaría a hacerlo —le dije; y así lo sentía.
—Esta es la causa por lo que nos cuesta tanto actuar en casos como éste, Alex.
Somos incapaces de comprender cómo funcionan los cerebros enfermos de esos
tarados.
Asentí.
—Creo que si fuera capaz de comprenderlo acabaría conmigo.
—Sí, probablemente. ¿Te sirvo una copa de grappa?
Hasta entonces no había sido consciente de mi necesidad de una copa, pero
cuando me lo mencionó me pareció una idea estupenda.
—Sí, gracias. Una copa bien servida.
Me concentré en el agradable ardor que provocó el alcohol en mi interior mientras
recorría su camino hacia mi estómago, y experimenté una sensación tan real, tan
terrenal, que logré liberarme un poco del oscuro pantano en el que mi descubrimiento
de aquel mundo de pesadilla había amenazado con hundirme.
—¿En serio pretendes que repasemos todos estos archivadores? —consulté, una
vez que Menkhoff también se tomó su copa.
Me miró, y fui consciente de lo mucho que estaba sufriendo con todo aquello.
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A los ocho años, Nicole había crecido hasta convertirse en una niña muy hermosa y
muy hermética, cuya tristeza profunda y perenne decidió a su joven profesora, Sabine
Rüssmann, a invitar al señor y la señora Zöller a una reunión con ella. Erich Zöller, el
padrastro de la niña, acudió solo a aquella cita. A pesar de que su aspecto físico era
bastante desagradable, le pareció a la profesora un hombre muy atento y
comprensivo. Compartía completamente la preocupación de la profesora y le
agradeció repetidas veces la atención que le dispensaba a la niña. En aquellos,
aproximadamente, veintidós minutos, la señora Rüssmann supo que la pequeña
Nicole siempre había sido así, tal vez porque su padre biológico había fallecido muy
pronto y la madre le había revelado aquella circunstancia, en contra de los deseos de
Zöller, cuando la niña contaba con sólo cuatro años de edad. Él ya había supuesto que
una niña de tan corta edad se sentiría incapaz de asimilar una tragedia de tal
magnitud, pero no había sabido impedirlo, pues no era más que el padrastro. Ahora
era evidente que la revelación había constituido un error, por lo que era perentorio
ayudar a la pobre niña cuanto fuera posible. Hacía tiempo ya que estaba considerando
la posibilidad de llevar a Niki a un psicólogo, y ahora, gracias a la conversación
mantenida con ella, se había decidido a convertir aquella idea en realidad, aunque
fuera en contra de los deseos de su madre. Sabine Rüssmann se sintió satisfecha, más
aún, orgullosa, de haber podido servir de ayuda a aquella niña.
Pocos días más tarde, papá Erich le anunció a Niki que había llegado el momento
de compartir el gran secreto con otras personas. Tenía amigos, según le explicó a
Nicole, en los que había depositado su confianza. Y tanto confiaba en ellos, que
deseaba que compartieran el secreto de ambos. Pronto invitaría a alguno a participar
en el juego.
Aunque Nicole desconocía cómo podría desarrollarse el juego con el añadido de
algún amigo, sí alcanzaba a imaginar que aquello no ocurriría precisamente en su
beneficio.
Y entonces, tal vez, el destino decidió compadecerse por fin de la niña, pues, a la
mañana siguiente, el conductor de un vehículo que circulaba por las cercanías de la
gerencia de urbanismo situada en Bahnhofsplatz dio un volantazo al saltar a la
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Menkhoff gruñó y arrugó el papel que había sostenido en la mano, formando una bola
con él y arrojándolo con cierto impulso al otro extremo de la habitación.
—¡Maldito desgraciado! —exclamó—. ¡Debería desenterrar su cadáver para
poder escupir en él! ¡Hijo de puta anormal y perverso!
Se encontraba fuera de sí. Abundantes lágrimas humedecían sus mejillas, que
intentó enjugar torpemente con un fugaz gesto de su mano. Abandoné el documento
que estaba leyendo sobre la mesa y le miré. Hacía sólo unos segundos que habían
relampagueado sus ojos airados, pero ahora sólo advertía en ellos impotencia y
desolación.
—¡Solía gritarle, Alex! Le recriminaba que… que me rechazara. Dios mío, si
hubiera sabido que…
—No podías saberlo, Bernd —le tranquilicé—. No hay nada que debas
reprocharte.
Supuso un enorme esfuerzo para mí ofrecerle algún consuelo. No porque no se lo
debiera, sino porque mi mente se hallaba en otro lugar, evaluando probabilidades que,
de sólo imaginarlas, me generaban un insoportable dolor de cabeza. Tal como los
planetas giran incansablemente en torno al astro solar, mis pensamientos daban
vueltas sin parar a una expresión que había leído.
«Para protegerlos».
Menkhoff destapó la botella de grappa y volvió a llenar nuestros vasos. Alzó su
brazo en un brindis. Tras vaciarlo, depositó el vaso sobre la mesa, se dejó caer hacia
atrás, apoyándose en el acolchado respaldo de su sillón, y fijó su brillante mirada en
un punto indeterminado de la mesa.
—Te sientes miserablemente mal cuando vives con alguien durante años,
amándole de forma incondicional pero sin poder llegar a conocerle jamás. No puedes
llegar a comprender a esa persona, ni explicarte su comportamiento, entender las
cosas que hace. —Titubeó—. O las cosas que no hace. Es para volverse loco, Alex,
¿comprendes? —Antes de que pudiera responderle, continuó—: No, no puedes
comprenderlo. ¿Cómo ibas a hacerlo?
Se inclinó hacia delante y llenó de nuevo su vaso, en esta ocasión hasta rozar el
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En mi sala de estar todo estaba a oscuras. Avancé un par de pasos hacia las escaleras
que conducían a la primera planta y percibí el haz luminoso de una lámpara,
probablemente procedente de nuestro dormitorio. Mel se había acostado y se
encontraría leyendo un poco mientras aguardaba mi regreso. Estimé mejor no
molestarla dado mi estado agitado, normalmente, apenas le daba tiempo a avanzar
dos o tres páginas en la lectura antes de que se le cerraran los ojos. Sabía que estaría
muy cansada. Opté por tomarme un coñac en la sala de estar mientras repasaba los
acontecimientos del día.
—Vaya, de modo que estás ahí, nocturno.
Me detuve en seco, retrocedí sobre mis pasos y miré hacia arriba. Allí estaba Mel,
descalza y apenas cubierta con un salto de cama minúsculo, sonriéndome desde la
planta superior.
—Acabo de salir del baño y te he oído. ¿Vienes a la cama?
—Hola, cariño —intenté sonreírle, a pesar de que no me sentía en absoluto
inclinado hacia la sonrisa—. No, aún no. Me gustaría tomarme una copa primero.
Acuéstate tú, si quieres, y descansa.
Me lanzó un beso con la mano y desapareció de mi campo de visión.
Con una mezcla de alivio, pero también cierto desencanto, me dirigí a la sala de
estar y pulsé el interruptor de la lámpara de pie situada junto al sofá. Saqué del
armario una gran copa de coñac y una botella de Carlos I. Me serví una buena
cantidad, agité la copa por debajo de mi nariz y aspiré profundamente el intenso
aroma del brandy.
—¿Me sirves una a mí también?
Me sobresalté al ver a Mel acercándose, sonriente. Se había desmaquillado, pero a
pesar de ello, o quizá debido a ello, la encontré arrebatadora con aquella bata de seda
de color canela.
Mel se recostó a medias sobre mí en el sofá.
—¿Habéis avanzado mucho?
—¿Cómo? —pregunté, intentando ganar tiempo, pues sabía perfectamente a qué
se refería.
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Al día siguiente se alcanzaron unas temperaturas tan altas que ya la mañana sería
recordada como la más calurosa del año. Sólo había logrado dormir unas cuatro
horas, lo cual no colaboró precisamente a que me sintiera mejor. En torno a las ocho,
me senté en mi porche trasero para tomar un café y en cuestión de segundos ya estaba
sudando. Se trataba de un calor pegajoso, bochornoso, atrapado por una capa de
nubes impenetrable y permanente que cubría el cielo. Llegaría a convertirse en el día
más sofocante del año en más de un sentido.
Llamé a la puerta de Menkhoff, pero en lugar de mi compañero fue la señora
Christ quien me abrió, explicándome que el dueño de la casa la había abandonado ya
a las siete y cuarto. Me pregunté si se sentiría tan hondamente dolido por mis
comentarios de la noche anterior que no soportaba mi compañía de camino al trabajo,
pero de algún modo dudaba que su partida temprana se debiera a aquello. Por otra
parte, bien era cierto que, cuando se trataba de Nicole Klement, Menkhoff parecía
perder todo vestigio de racionalidad. Me metí en el coche y llamé a nuestro despacho
desde allí. Sonó dos veces antes de que Menkhoff descolgara el aparato.
—Buenos días —saludé tímidamente—. Soy yo, Alex. Me encuentro delante de
tu casa.
—Sí, lo siento. Me desperté a las seis, con una resaca impresionante. No
soportaba la idea de permanecer allí ni un minuto más, por lo que me marché en
cuanto llegó la señora Christ. No me pareció prudente avisarte tan temprano.
—Está bien, llegaré en unos minutos.
Colgué, aliviado por sus palabras, y me dirigí a la comisaría.
Resultaba del todo evidente que había dormido aún menos que yo y, sin embargo,
bebido mucho más. Su tono de piel mortecino, las profundas y marcadas bolsas bajo
los ojos, le traicionaban. Hablé mientras encendía mi ordenador.
—Bernd, lo de ayer… Me gustaría hablar contigo de eso.
Levantó la vista de su escritorio.
—¿Hablar de qué? Nuestras sospechas no coinciden, Alex, y hay ciertas cosas
que no deseo volver a oír. Conozco muy bien a Nicole. Tú no.
—Ignorabas el contenido de aquellos documentos, Bernd.
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—Todo esto se está volviendo cada vez más absurdo —dijo Menkhoff, dirigiéndome
una mirada en la que se advertía claramente su enfado—. Va siendo hora de que nos
marchemos de aquí y demos por terminada la hora de cuentacuentos del señor
Lichner.
Volvió a dirigirse al psiquiatra.
—Le atraparé, Lichner, aunque sea solamente por fingir un delito. Es muy posible
que vuelva a encontrarse en prisión en breve.
—¿Cree que me puede amedrentar con eso después de los trece años de condena
que he cumplido, señor inspector jefe? Si condujera a que Nicole acudiese a la
psicóloga de la policía me habría merecido la pena.
Menkhoff hizo oídos sordos al comentario de Lichner.
—Y también investigaremos a su amigo Markus Diesch, al que acusaremos de
falsificación de documentos oficiales. ¿Así que creyó que podía permitirse un poco
de diversión? Le demostraré que nadie se ríe de nosotros. No abandone la ciudad.
Lichner me dirigió una mirada en la que advertí su ruego de convencer a
Menkhoff para que fuera más razonable en aquel asunto. La ignoré, aunque me había
invadido una sensación de malestar. Me hubiera gustado poder formularle algunas
preguntas, pero sabía que ello me conduciría a una desagradable discusión posterior
con Menkhoff. Abandonamos aquel piso y Lichner no intentó detenernos.
Probablemente conocía ya lo suficiente a mi compañero como para saber cuándo no
había nada que hacer.
—Ese cabrón se está burlando de nosotros, Alex —me comentó Menkhoff una
vez estuvimos en el coche. Estaba furioso, y mucho—. Lo lamentará. Ahora le
haremos una visita a su amigo Diesch. Irá derecho a la cárcel de nuevo.
—Será difícil demostrar que ha falsificado el registro —objeté—. En la base de
datos aparece el nombre de la enfermera. Y creo que lo que nos ha contado Lichner…
—No comiences ahora a explicarme el contenido de tu lista de objeciones, Alex;
puedo prescindir de ella en estos momentos.
—¡Y tú vuelve a la tierra! Estoy de tu parte, por si lo habías olvidado. Y al menos
podrías reflexionar acerca de su teoría: tal vez contenga algo de verdad. Al menos, lo
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Cuando aparecí con Lichner por nuestro despacho Menkhoff ya no se encontraba allí.
Supuse que se habría acercado al baño o se estaría preparando un café.
Lichner señaló una de las sillas que se encontraban ante la mesa de mi
compañero.
—¿Se me permite tomar asiento? —preguntó, pero se sentó sin aguardar mi
respuesta. Me apoyé en mi mesa y lo observé: había cruzado la pierna derecha sobre
la izquierda y examinaba con mucho interés las uñas de su mano derecha. Se trataba
de un individuo de lo más arrogante; los años de prisión no le habían cambiado y era
evidente que no me agradaba. El mismo tampoco contribuía demasiado a que se le
tomara afecto. ¿Pero era además un asesino este hombre tan poco transparente? Los
sentimientos que Menkhoff albergaba hacia él trascendían la mera antipatía. Se
trataba de una enemistad obsesiva, de un odio feroz, y así había sido desde nuestro
primer encuentro dieciséis años atrás.
Había aprendido con el paso del tiempo que mi compañero solía apresurarse a la
hora de clasificar a las personas y, aunque posteriormente advirtiera que había
cometido un error y el juicio emitido tras una primera impresión no fuera acertado, le
costaba reconocerlo. Pero por ninguna otra persona había mostrado un odio tan
encarnizado y una ira tan desaforada como por Joachim Lichner, y para ello sólo
podía haber una explicación: Nicole Klement, la mujer a la que había amado y con la
que, debido precisamente a ese mismo amor, había cometido un error de
consecuencias quizá catastróficas.
¿Cómo se sentiría sabiendo que precisamente esa misma mujer había secuestrado
a su hija? ¿Cómo, si le causaba algún daño a Luisa? Pensaría, no podría evitar pensar,
que lo sucedido con su hija no se hubiera producido jamás si en otros tiempos hubiera
detenido a la verdadera asesina. ¿Cómo…?
—¿Podría traerme un café? —interrumpió Lichner mis pensamientos. Por
primera vez agradecí su carácter impertinente.
No podía dejarle a solas en nuestro despacho, por lo que recurrí al teléfono. Quise
llamar a Wolfert para rogarle que lo vigilara unos minutos, pero antes de que pudiera
marcar su número apareció Menkhoff. Pasó por delante de Lichner dedicándole una
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—¿Qué piensa usted, señor inspector jefe? —preguntó Wolfert—. ¿Qué puede
significar esto?
Registré solamente con una fracción de mi mente la pregunta que me hacía, pues
la mayor parte de ella se encontraba ocupada con las posibles, con las certeras
consecuencias del descubrimiento de Wolfert, y no fui capaz de responder de
inmediato.
—¿Señor Seifert? —insistió de nuevo transcurridos unos minutos, apartándome
definitivamente de mis pensamientos.
—Esto… Esto significa que sólo existen dos posibilidades, Wolfert, y ambas me
causan pavor.
Wolfert frunció los labios y ladeó la cabeza. Finalmente asintió.
—Sí, yo también lo veo así.
—Lo supongo. ¿Ha comparado usted las fotografías de las niñas con los
expedientes de los casos de personas desaparecidas?
—Por supuesto, es lo primero que he hecho. Y con los casos de fallecimiento.
Nada.
Empujé mi silla hacia atrás, y Wolfert se apartó un paso, asustado.
—Quiero que le muestre esto ahora mismo a la comisaria, ¿de acuerdo? Yo… Yo
tengo que resolver un asunto.
Wolfert asintió, recogió las fotografías de mi escritorio y se apartó, al parecer
satisfecho de ver que yo no pretendía informar a la comisaria Biermann de las
novedades que acababa descubrir, sino que permitiría que se atribuyera el éxito él
mismo. Se dirigió a la puerta.
—Subinspector Wolfert —le llamé, provocando que se detuviera de forma tan
abrupta como si hubiera chocado con una pared invisible. Me miró—. ¡Buen trabajo!
—le felicité.
Sonrió, feliz, y abandonó mi despacho.
Mi cabeza se encontraba hecha un lío y me pregunté por qué no había advertido
yo mismo aquel maldito detalle cuando me había estado ocupando de aquel asunto
tan de cerca. Pero a veces… Sonó el teléfono. Apoyé precipitadamente el auricular en
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Me esforcé por caminar lo más silenciosamente posible, utilizando los árboles para
ocultarme, convirtiendo mi trayecto en un desordenado avanzar en zigzag. A dos
metros de distancia de la parte trasera del vehículo estacionado, en una especie de
prolongación imaginaria del frente de la vivienda, un arbusto que crecía salvaje servía
de frontera natural entre el claro y el bosque. No me era posible distinguir la parte
delantera de la cabaña desde mi posición pero, incluso en el peor de los casos, la
puerta de entrada sólo se hallaría a unos pocos metros de distancia de aquel arbusto.
Un escondite ideal para los propósitos de Menkhoff.
Me acerqué, manteniéndome ligeramente agachado hasta que alcancé aquella
posición, y me arrodillé allí. A través de un hueco entre los arbustos pude distinguir la
mayor parte del frontal de la cabaña y, aunque percibía la puerta gastada de madera y
la única ventana sólo como finas líneas que interrumpían la raída madera, sería capaz
de observar todo lo que se desarrollara justo delante.
Existen poemas y canciones en las que se describe al bosque como un remanso de
paz. No es cierto. A mi alrededor no dejaba de oír crujir, chasquear, crepitar y silbar.
Como mínimo la mitad de aquellos rumores podían proceder de alguien que
pretendiera acercarse. Noté mi pulso en la yugular con tanta intensidad que quedé
convencido de que cualquiera que hubiera estado situado a mi lado en aquellos
instantes hubiera podido seguir el bombeo de mi corazón en mi cuello. Alguien
situado a mi lado… Giré la cabeza rápidamente. Nada, sólo el bosque. Comencé a
sudar de nuevo. Cuánto odiaba esa costumbre mía de sudar a cada momento.
Resultaba sumamente molesta.
¿Qué estaría haciendo Menkhoff? Si se encontraba en el interior de la cabaña,
¿por qué no se oía nada? ¿Tal vez le estaban aguardando cuando llegó? ¿Le habían
golpeado? O peor aún…
No debía seguirle al interior de la cabaña, me lo había ordenado. Bajo ninguna
circunstancia, pasara lo que pasara…
Normalmente un operativo conjunto se lleva a cabo justo a la inversa. Cuando se
tiene la impresión de que el compañero, o cualquier otro agente, pudiera hallarse en
una situación de peligro, se acude de inmediato en su ayuda. Pero este caso era
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No puedo recordar con exactitud los segundos que mediaron entre la entrada de
Menkhoff en la cabaña y el disparo, ignoro cuántos fueron y cómo transcurrieron. A
veces pienso que pasarían al menos cincuenta segundos, tal vez un minuto; en otras
ocasiones, en cambio, cuando intento rememorar aquello, lo que ocurre muy a
menudo, estoy seguro de que no pudieron ser más de cinco.
El disparo resonó como un trueno, y comparado con aquello tuve que reconocer
que los poemas y las canciones acertaban cuando alababan la tranquilidad del bosque.
El grito agudo que lo acompañó fue tan breve que me sentí incapaz de discernir si
había sido pronunciado por una mujer o por una niña. Ni siquiera podía excluir del
todo que se tratase del grito de Menkhoff.
Obedeciendo a un impulso reflejo quise empuñar mi arma, ponerme en pie y
correr a asaltar aquella cabaña de la que únicamente sabía que en su interior se
encontraba mi compañero y alguna otra persona.
Saqué mi pistola, eso sí, pero permanecí oculto. Tenía las palabras de Menkhoff
grabadas a fuego en mi mente.
«Bajo ninguna circunstancia. Pasara lo que pasara».
Había, o así lo esperaba, calculado muy bien las circunstancias que podían haber
convertido en necesaria tal advertencia. A pesar de ello estuve a punto de no resistir
allí, oculto tras unos arbustos, mientras en el interior de la cabaña sucedían cosas que
ignoraba qué podían significar para mi compañero. ¿Y qué sucedía con Luisa?
¿Había sido ella quien había gritado? Tal vez Nicole la había…
Mi cuerpo se contrajo por entero. Quise saltar, y tuve que recurrir a toda mi
fuerza de voluntad para permanecer allí arrodillado, sin moverme. Mi subconsciente
insistía en tomar el mando por haber registrado que estaba realizando una acción
completamente ilógica. Una niña se hallaba en grave peligro y yo no reaccionaba
para acudir en su ayuda. Percibí el sudor en mi frente y, cuando me pasé el dorso de
la mano, ésta se me humedeció.
Se abrió la puerta de la cabaña y puse mis músculos en tensión. Mi mente
necesitó unos instantes para interpretar lo que le transmitían mis ojos, pero entonces
puede advertir que era Menkhoff quien abandonaba el lugar y llevaba en brazos a su
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Me había olvidado de forma repentina y por completo de cómo pensar por mí mismo.
Todos los canales de mi cerebro se habían activado en modo receptor para no
perderse ni una sola palabra, ni un solo gesto de la escena que estaba desarrollándose
ante mis ojos.
—¿Qué ha…? Dios mío. ¿Está seguro?
Lichner boqueó mientras miraba a Menkhoff como si procediera de otro planeta.
—Sí, estoy seguro. No pude actuar de otro modo. Estaba amenazando a Luisa con
un cuchillo. Yo…
En ese instante sucedió algo increíble. Hasta tal punto que, inicialmente, no supe
interpretar la escena.
Joachim Lichner empezó a reírse.
Tímidamente al principio, en pequeños accesos, después subiendo en intensidad,
desinhibido, sacudiendo la cabeza como si hubiera oído un chiste particularmente
bueno.
—¿De verdad le ha disparado? —logró decir una vez se tranquilizó un poco—.
Eso es… ¡Es grandioso! Sabía que podía confiar en usted.
Menkhoff se inclinó levemente hacia delante y dejó a su hija ante él en el suelo,
sin perder de vista a Lichner en ningún momento. Luisa parecía muy aturdida.
Menkhoff le habló en voz baja, señalando el vehículo situado a medio camino entre la
cabaña y yo. Luisa sacudió la cabeza enérgicamente y se aferró con desesperación a
las piernas de su padre, pero él se soltó del abrazo y le agarró fuertemente los brazos.
Le dirigió una muda mirada, finalmente asintió y la colocó a sus espaldas, sirviendo
de escudo entre Lichner y ella.
—No tema, señor inspector jefe, no le haré daño a su hija.
¿Por qué iba a hacerlo? —Volvió a reír, parecía próximo a la histeria—. Ya está
todo hecho.
—¿A qué se refiere, Lichner? —preguntó Menkhoff—. ¿Ha perdido totalmente el
juicio? ¿Qué es lo que está hecho?
—Pues todo. —Sonrió abiertamente, e incluso desde mi posición reconocí aquella
sonrisa. Muchos años atrás, el señor Lichner me la había dedicado en suficientes
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Redactar los agradecimientos siempre crea en mí sentimientos muy dispares. Por una
parte, me alegro de haber llevado a término con éxito un nuevo proyecto; por otra, sin
embargo, me entristece abandonar a mis protagonistas, a quienes, pese a que han
llevado una vida meramente virtual, he ido tomando mayor cariño con cada una de
las páginas en las que aparecen. Al colocar la palabra FIN en mi relato cesan mis
oportunidades de escribir para ellos soluciones a sus dificultades, situaciones en las
que puedan reír o imaginar alguna idea salvadora. Por decirlo de otro modo: tengo
que liberarlos por completo de mi tutela.
Incluso el lugar en el que transcurre la acción se me torna más familiar con cada paso
que dan mis protagonistas. Casi tengo la impresión de que yo mismo he vivido allí
durante un tiempo.
En esta ocasión me encontré necesitado en mayor medida que en mis historias
anteriores de los consejos y la ayuda de la policía, y descubrí que resultó muy
acertado haber seleccionado como escenario la ciudad de Aquisgrán.
Les debo gratitud.
A los y las agentes de la comisaría criminal de Aquisgrán, que me ofrecieron
ayuda y apoyo, y que, en el instante mismo en el que me surgían dudas acerca del
trabajo policial, allí estaban con sus consejos e informaciones.
Al señor Herbert Prömper de Aquisgrán, que me ayudó mucho con sus
exhaustivos conocimientos sobre la ciudad.
A mi mujer, Heike, que, como en cada uno de mis proyectos, me protege creando
para mí el espacio que necesito para investigar y escribir.
A todos aquellos que en la fase más ardiente de la creación me perdonan que me
olvide de ellos.
A mi lector, Volker Janck, por su enriquecedora lectura.
A todo el equipo de la editorial Fischer por su maravilloso apoyo.
A mi agente, Joachim Jessen, por ocuparse de todas esas cosas de las que, gracias
a Dios, ya no he de ocuparme yo.
A Andrea Kammann de Büchereule (www.buechereule.de), que en su plataforma
se implica de forma personal en temas relacionados con los libros y les ofrece a los
autores y autoras con su gestión de círculos de lectura una oportunidad magnífica de
entrar en contacto directo con sus lectores y lectoras.