Yukio Mishima
Yukio Mishima
Yukio Mishima
Vida temprana[editar]
Mishima en 1931.
Mishima nació el 14 de enero de 1925 en Tokio, hijo de Shizue y Azusa Hiraoka, secretario de Pesca del Ministerio de Agricultura. Pasó los primeros
años de su infancia bajo la sombra de su abuela, Natsu, quien se lo llevó y lo separó de su familia inmediata durante varios años. 15 Natsu provenía de
una familia vinculada a los samurái de la era Tokugawa16 y mantuvo aspiraciones aristocráticas —el nombre de juventud de Mishima, Kimitake, significa
'príncipe guerrero'— aun después de casarse con el abuelo de Mishima, un burócrata que había hecho su fortuna en las fronteras coloniales. Tenía mal
carácter y se exacerbó por su ciática. Ella tenía tendencia a la violencia, incluso con salidas mórbidas cercanas a la locura que serán posteriormente
retratadas en algunos escritos de Mishima. Ella leía francés y alemán y tenía un exquisito gusto por el kabuki.
Exento del servicio militar por sufrir tuberculosis, no participó en la guerra, suceso que él mismo entendió como una humillación. Generacionalmente,
es considerado parte de la «segunda generación» de escritores de posguerra, junto con Kōbō Abe, aunque fue durante los años 1960 cuando escribió
sus obras más importantes. Dentro de estas obras, destaca su tetralogía El mar de la fertilidad —compuesta de las novelas Nieve de
primavera, Caballos desbocados, El templo del alba y La corrupción de un ángel (esta última editada póstumamente)— que constituye una especie de
testamento ideológico del autor, que se rebelaba contra una sociedad sumida en la decadencia espiritual y moral.
Su ensayo más importante, Bunka boueiron ('En defensa de la cultura'), defendía la figura del emperador como la mayor señal de identidad de su
pueblo. Más tarde, formaría la Tatenokai ('Sociedad del Escudo'), con un fastuoso uniforme que él mismo diseñó y en el que pretendía reencarnar los
valores nacionales de su Japón tradicional.
Estudios y primeros trabajos[editar]
A la edad de doce años, Mishima comenzó a escribir sus primeras historias. Leyó vorazmente las obras de Wilde, Rilke, y numerosos clásicos
japoneses. Aunque su familia no era tan rica como las de los otros estudiantes de su colegio, Natsu insistió en que asistiera a la elitista Escuela Peers,
donde acudía la aristocracia japonesa, y de forma eventual, plebeyos extremadamente ricos.
Después de seis desdichados años de colegio, continuaba siendo un adolescente frágil y pálido, aunque empezó a prosperar y se convirtió en el
miembro más joven de la junta editorial en la sociedad literaria de la escuela. Fue invitado a escribir un relato para la prestigiosa revista
literaria, Bungei-Bunka ('Cultura literaria') y presentó Hanazakari no Mori ('El bosque en todo su esplendor'). La historia fue publicada en forma de libro
en 1944, aunque en una pequeña tirada debido a la escasez de papel en tiempo de guerra. Mishima fue llamado a las filas de la Armada japonesa
durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando pasó la revisión médica coincidió con que estaba resfriado, con lo que el doctor de la armada dictaminó
que tenía síntomas de tuberculosis y debido a ello fue declarado incapacitado, frustrando su sueño de ingresar como piloto kamikaze.17 Por ello, se
sintió culpable por haber sobrevivido y haber perdido la oportunidad de una muerte heroica.
Aunque su padre le prohibió escribir más historias, Mishima continuó escribiendo en secreto cada noche, apoyado y protegido por su madre Shizue,
quien era siempre la primera en leer cada nueva historia. Después de la escuela, su padre, simpatizante del nacionalsocialismo, no le permitió ejercer
una carrera de escritor, y en lugar de ello lo obligó a estudiar la ley alemana. Asistiendo a clase durante el día y escribiendo durante la noche, Mishima
se graduó en la elitista Universidad de Tokio en 1947 en Derecho. Obtuvo un trabajo como funcionario en el Ministerio de Finanzas japonés y se
estableció para una prometedora carrera.
Sin embargo, acabó tan agotado que su padre estuvo de acuerdo con la dimisión de Mishima de su cargo durante su primer año, para dedicar su
tiempo a la escritura.
Posguerra[editar]
Mishima junto a Shintarō Ishihara.
Mishima comenzó su primera novela, Tōzoku ('Ladrones'), en 1946 y la publicó en 1948, colocándose en la segunda generación de escritores de
posguerra —una clasificación en la literatura japonesa moderna que agrupa a los escritores que aparecieron en la escena literaria de posguerra, entre
1948 y 1949—. Le siguió Kamen no Kokuhaku ('Confesiones de una máscara'), una obra supuestamente autobiográfica sobre un joven que debe
esconderse tras una máscara para encajar en la sociedad. La novela tuvo un enorme éxito y convirtió a Mishima en una celebridad a la edad de
veinticuatro años.
Mishima fue un escritor disciplinado y versátil. No solo escribió novelas, novelas de series populares, relatos y ensayos literarios, también obras muy
aclamadas para el teatro kabuki y versiones modernas de dramas nō tradicionales. Su escritura le hizo adquirir fama internacional y un considerable
seguimiento en América y Europa, siendo muchas de sus obras más famosas traducidas al inglés y otras lenguas europeas.
Un cuerpo sano y “limpio” –moralmente limpio- que en la estirpe de los antiguos samuráis, estos ofrecían a la muerte.
Viajó ampliamente, pretendido por muchas publicaciones extranjeras y siendo propuesto para el Premio Nobel de Literatura en tres ocasiones,18 el cual
no consiguió, presumiblemente debido a sus actividades radicales de extrema derecha. También se ha dicho que Mishima quiso dejar el premio a
Kawabata, de más edad, como muestra de respeto para el hombre que lo había presentado a los círculos literarios de Tokio en la década de 1940. En
1968, su mentor, Yasunari Kawabata, ganó el premio y Mishima se dio cuenta de que las posibilidades de que fuera concedido a otro autor japonés en
un futuro próximo eran escasas.
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Vida privada[editar]
Tras Confesiones de una máscara, Mishima trató de dejar atrás al joven hombre que había vivido solo dentro de su cabeza, continuamente
coqueteando con la muerte. Intentó vincularse al mundo real y físico, realizando una estricta actividad física. En 1955, Mishima practicó entrenamiento
con pesas, y no interrumpió su régimen de entrenamiento de tres sesiones por semana durante los últimos quince años de su vida. Del material menos
prometedor forjó un impresionante físico, como muestran las fotografías que se hizo. También llegó a ser muy hábil en kendō, el arte marcial
moderno japonés de la esgrima.
Aunque consideró brevemente el enlace con Michiko Shōda, quien se convertiría después en esposa del emperador Akihito, se casó con Yoko
Sugiyama en 1958. En los tres años siguientes, la pareja tuvo una hija y un hijo.
En 1967, Mishima se alistó en las Fuerzas de Autodefensa de Japón (el ejército japonés) y tuvo un entrenamiento básico. Un año más tarde, formó
la Tatenokai ('Sociedad del Escudo'), milicia privada compuesta sobre todo por jóvenes estudiantes patriotas, que estudiaban principios de artes
marciales y disciplinas físicas. Estos también fueron entrenados a través de las Fuerzas de Autodefensa de Japón bajo la supervisión de Mishima.
En los últimos diez años de su vida, Mishima actuó en varias películas y codirigió la adaptación de una de sus historias, Yûkoku ('Patriotismo').
Muerte ritual[editar]
Mishima dando el famoso discurso en los balcones del campamento militar instantes antes de suicidarse, el 25 de noviembre de 1970.
El 25 de noviembre de 1970, Mishima envió la última parte de la tetralogía El mar de la fertilidad a su editor. Después, junto con cuatro miembros de
la Tatenokai, visitaron con un pretexto al comandante del campamento Ichigaya, el cuartel general de Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de
Autodefensa de Japón. Una vez dentro, procedieron a cercar con barricadas el despacho y ataron al comandante a su silla. Con un manifiesto
preparado y pancartas que enumeraban sus peticiones, Mishima salió al balcón para dirigirse a los soldados reunidos abajo. Su discurso pretendía
inspirarlos para que se alzaran, dieran un golpe de estado y restituyeran el poder del emperador. Como no fue capaz de hacerse oír, acabó con el
discurso tras unos pocos minutos. Regresó a la oficina del comandante y llevó a cabo su seppuku. La costumbre de la decapitación al final de este
ritual le fue asignada a Masakatsu Morita, miembro de la Tatenokai, pero Morita no fue capaz de realizar su tarea de forma adecuada. Después de
varios intentos fallidos, le permitió a otro miembro de la Tatenokai, Hiroyasu Koga, acabar el trabajo. Entonces, Morita también llevó a cabo
su seppuku y fue decapitado por Koga.
Otros elementos tradicionales de la muerte ritual fueron la composición del jisei no ku —un poema escrito por uno mismo cuando se acerca la hora de
la propia muerte— antes de su entrada en el cuartel general. 19
Con su muerte, desapareció uno de los críticos más lúcidos de la sociedad japonesa de posguerra y un artista que marcó señaladamente un rumbo en
la historia de la literatura japonesa contemporánea.
Mishima preparó de forma meticulosa su muerte durante al menos cuatro años y nadie ajeno al cuidadosamente seleccionado grupo de miembros de
la Tatenokai sospechaba lo que estaba planeando. Mishima se aseguró de que sus asuntos estuvieran en orden e incluso tuvo la previsión de dejar
dinero para la defensa en el juicio de los otros tres miembros de la Tatenokai que no murieron.
Obras principales[editar]
Novelas
Confesiones de una máscara (仮面の告白; Kamen no
kokuhaku), 1949. Ensayo
Sed de amor (愛の渇き; Ai no Kawaki), 1950. El sol y el acero (太陽と鉄; Taiyou to tetsu), 1968. Ensayo.
Los años verdes (青の時代; Ao no jidai), 1950. Lecciones espirituales para jóvenes samuráis (若きサムラ
El color prohibido (禁色; Kinjiki), 1954. イのための精神講話; Wakaki Samurai no tame no seishin
El rumor del oleaje (潮騒; Shiosai), 1956. kouwa), 1969. Ensayo.
El pabellón de oro (金閣寺; Kinkakuji), 1956. Cine
Después del banquete (宴のあと; Utage no ato), 1960. Participó en representaciones teatrales, espectáculos públicos y
La escuela de la carne (肉体の学校; Nikutai no gakkou), películas como Yukoku (llamada «Patriotismo» en el mundo occidental
1963. y «El rito de amor y de muerte» en Japón), corto de 29 minutos que él
mismo escribió, dirigió, protagonizó y produjo. En él representó su
El marino que perdió la gracia del mar (午後の曳航; Gogo
propio seppuku.20
no eikou), 1963.
Música (音楽; Ongaku), 1965.
Vestidos de noche (夜会服; Yakai fuku), 1967.
El mar de la fertilidad (Tetralogía final) (豊饒の海; Hojo no
umi), 1964-1970.
o Nieve de primavera (春の雪; Haru no yuki).
o Caballos desbocados (奔馬; Homba).
o El templo del alba (暁の寺; Akatsuki no tera).
o La corrupción de un ángel (天人五衰; Tennin
gosui). Póstumo.
Relatos
La Perla y otros cuentos (真夏の死; Manatsu no shi), 1953.
Incluye «Patriotismo» (憂国; Yukoku).
Los Sables (三熊野詣; Mikuma no moude), 1965.
Teatro
La mujer del abanico: seis piezas de teatro Noh
moderno (近代能楽集; Kindai Nougaku Shuu), 1956.
El rito de amor y de muerte. (Dirigida, protagonizada y
producida por Mishima). 1960. Película.
Madame de Sade (サド侯爵夫人; Sado Koushaku Fujin),
1965.
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domingo, 5 de julio de 2009
MISHIMA: EL CISNE DEGOLLADO
MISHIMA: EL CISNE DEGOLLADO [EL MAR DE LA FERTILIDAD]
Por José Joaquín Blanco
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con mucho de asombroso y algo de repulsivamente estúpido. Mishima destruyó su
cuerpo con la actitud de profunda desesperación y de sonámbula estupidez con
que su monje tonto incendió El templo del pabellón de oro. La metafísica de la
destrucción es estúpida —suponer que el mero hecho de destruir implica,
automáticamente, un renacimiento y un mejoramiento inevitables, o un castigo útil
al universo o al mundo o a la gente, o siquiera a uno mismo. Hay snobs que
admiran a Mishima por su espectacular autodestrucción, que no fue sino una
desgracia; lo importante, desde luego, son sus magníficas creaciones literarias.
Por lo demás, Mishima se cuenta entre los autores a quienes la literatura, por
grande que fuera en ellos, no les satisfacía plenamente: querían ser profetas,
estrellas, mártires, vedettes polimorfos mundiales. Mostró sus intestinos como
años antes su cuerpo narcisista, al que había logrado “construir” como el de un
modelo de pesas o calzoncillos, con gimnasia y artes marciales; apareció en
películas comerciales malísimas para imprimir su rostro en close up, como
cualquier Bruce Lee que mordiera una rosa; retó extravagantemente, con
argumentos delirantes, a los estudiantes izquierdistas en una universidad para
comerse un poco el manjar de Sartre, pensador de multitudes, imán de odios
ideológicos; se diría que se pretendió más torero que Hemingway, más aviador
que Saint-Exupéry y Malraux, más pistolero y coronel que Siqueiros; se
propagandizó a la vez como homosexual de cuartel y como ejemplar marido y
padre de familia: Genet y Daddy Dearest. Escribió, nomás para molestar al antiguo
aliado de los nazis y ahora aliado y protegido exultante y metódico de los
norteamericanos —para hacerle difícil al Japón su nueva imagen—, un panfleto
irónico titulado Mi amigo Hitler; vino a México en busca de Dolores del Río, para
no sé qué película de purísimo arte No; se enorgullecía de que los uniformes
militares de su ejército privado estuvieran tan bien cortados como los de De
Gaulle.
Un afán de existencia pública sin límites, típica de una diva de la era McLuhan.
Hubiera querido cámaras dentro de la oficina donde se acuchilló los intestinos.
Serlo todo al mismo tiempo, pero a la Andy Warhol, en pantallas, periódicos, libros,
escenarios, chismes, televisión, revistas ilustradas. Su suicidio fue uno de los
últimos delirios del arte pop-op-camp de los sesentas, más que un ritual samurai.
Al suicidarse, Mishima estaba compitiendo con el beso de Humphrey Bogart e
Ingrid Begman en Casablanca, con las faldas de Marilyn Monroe levantadas sobre
el respiradero del metro en La comezón del séptimo año; con el grito "¡Stella!" de
un Kowalski-Marlon Brando en camiseta sucia de sudor y de diesel, en Un tranvía
llamado deseo; con Sartre cuando encabezaba manifestaciones maoístas, con
Norman Mailer preso en las manifestaciones contra la guerra de Vietnam; con
todos los cuadros que pintan el martirio de san Sebastián y la crucifixión de Cristo;
con los strip teases de Brigitte Bardot, con la rudeza de supermacho de James
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Bond, John Wayne o Charlton Heston; con las escenas de llanto de James Dean y
Montgomery Clift. Quiso ganarles a todos los bonzos de una buena vez. Y a todo
el éxito turístico del Japón: ser más japonés que la publicidad de la Kodak; ser
más emblema japonés que las películas o series televisivas del tipo de Shogun;
ser más Kurosawa que las películas de Kurosawa. Bueno: cada quien sus
chifladuras; lo grandioso es que le dio tiempo para escribir, antes de los 45 años,
más de 250 títulos, reunidos en 36 tomos de Obras Completas. Sus obras
consideradas maestras o magníficas de modo unánime, en todas las lenguas, son
más de diez. Tal vez, de una forma misteriosa, esa personalidad y esos atavismos
ayudaron a tan prodigiosa labor creativa.
Abundan en Occidente biografías de Mishima, y ensayos sobre su literatura
(especialmente el de Marguerite Yourcenar, Mishima ou La visión du vide, pero
también los de Scott-Stokes, Nathan, y la verborrea de Henry Miller). Durante
todos estos años, más bien, han acendrado su valor los primeros títulos de
Mishima que le ganaron fama y admiración tanto en su país como en el extranjero:
las Obras de teatro No, Madame de Sade, y relatos y novelas como Confesiones
de una máscara, El sonido de las olas, Colores prohibidos, El templo del pabellón
de oro, El marinero que cayó de la gracia del mar, Sed de amor, Después del
banquete, etc. En 1979 recopilé en mi libro de ensayos Retratos con paisaje
(Universidad Autónoma de Puebla) un estudio sobre estas novelas de Mishima;
ahora me propongo comentar la tetralogía El mar de la fertilidad. En estos quince
años mi admiración por Mishima no ha amenguado.
NIEVE DE PRIMAVERA
Nieve de primavera es casi una novela lírica, a la manera de algunas de Rilke,
Hesse, Gide, Woolf: es decir, un relato que aspira tanto en su anécdota como en
su escritura a las virtudes del poema lírico, semejante a las bellas historias
impresionistas de Kawabata (Lo bello y lo triste, El país de la nieve, El maestro de
Go). Es probable que las versiones occidentales no trasluzcan siquiera la belleza
de la prosa mishimiana, y tengamos que conformarnos con el trazo de su trama.
De hecho, en Mishima como en cualquier otro novelista japonés, el lector
occidental suele incomodarse ante la abundancia y la reiteración de motivos
paisajísticos, de flores, de olas, de aves, de crepúsculos, que en traducción
suenan meramente ornamentales, si no cursis, la mayor parte de las veces. Los
momentos líricos resultan imposibles de traducir, sobre todo si quienes traducen
no son poetas, sino meros profesores universitarios de japonés que no conocen
otro lirismo que el de House & Garden y las revistas de modas. Parecen mala
poesía Belle époque europea. Puro D'Annunzio. "Aghh, aquí viene otro
crepúsculo, otro crisantemo, otra luna sobre el río, otro estampado de grullas en
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un kimono, otro jarrón, otro jaikú sobre la cumbre nevada del monte Fuji", se
descubre protestando el lector occidental.
La perspectiva lírica es doble en Nieve de primavera: se canta a una juventud
absoluta —la belleza y la pasión nuevas, virginales, radicales, de un muchacho
perfecto, floreciente— y, al mismo tiempo, al Japón perdido de principios de siglo,
hacia 1912-1914, los principios de la nueva era, la era Taisho de grandes
calamidades. En esa época aún parecía que Japón había triunfado
completamente en unas cuantas décadas (la triunfadora era Meiji): sin perder su
esencia, se había occidentalizado al grado de vencer en la guerra al imperio ruso.
Durante esos años Japón conservó y multiplicó, afluentemente, sus jardines,
palacios, vestidos, objetos tradicionales, a los que Mishima canta con gran
nostalgia. Poco tiempo después, la modernización arrasaría con los vestigios del
pasado; y Japón iría sufriendo, como todas las potencias occidentales, la
depresión económica y la inestabilidad política de los años treinta, el fascismo, la
guerra; luego, la derrota, y la norteamericanización intensiva del vencido-vencedor
que hoy conocemos. Mishima entona en Nieve de primavera el canto del cisne del
viejo Japón de refinados aristócratas que se esmeraban en hacer un arte exquisito
y riguroso de sí mismos, de sus casas, de sus templos y jardines, de su comida y
hasta de sus tedios. A lo largo de la tetralogía, como en Los Buddenbrook o en En
busca del tiempo perdido vemos transcurrir las épocas, las generaciones, los
paisajes; es la historia de más de medio siglo japonés.
Curioso cruce de influencias entre Japón y Occidente en nuestro siglo. Las
literaturas europeas tomaron del Japón elementos para su vanguardia
(estilización, miniaturismo, simbolismo extremados, y algunas truculencias),
mientras que el Japón absorbió con verdadero frenesí aquello que el arte
occidental ya no deseaba: el realismo, el psicologismo, el melodrama. Apollinaire
imita a Basho precisamente cuando los jóvenes poetas narradores japoneses
imitaban a Anatole France. Técnicamente, las historias de los mayores autores
japoneses de nuestro siglo —Ogai Mori, Ryunosuke Akutagawa, Riichi Yokomitsu,
Ango Sakaguchi, Osamu Dazai, Junichiro Tanizaki, Yasunari Kawabata— refieren
con frecuencia a Maupassant, a Zola, a Wilde. Probablemente el novelista japonés
que mejor dominó este sistema realista o melodramático, la plot de la novela
europea, fue Mishima, y en sus mejores momentos vemos el antiguo arte de
novelar europeo con insólita frescura moderna, como en Sed de amor, El marinero
que cayó de la gracia del mar.
Sin embargo, el lector occidental de la tetralogía El mar de la fertilidad, corre el
riesgo de fastidiarse y de considerarla simplemente absurda, y mal tramada. En
efecto, los personajes no son congruentes y verosímiles según los códigos del
realismo psicologista contemporáneo; las peripecias a ratos se ven más que
traídas de los pelos. Es que se trata de otra manera de novelar: Mishima busca
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presentar simultáneamente personajes y tramas realistas, con tipos y procesos
simbólicos. Novela y fábula entreverados, con un misterioso resultado híbrido. A
veces se antojan personajes estilizados de estampa japonesa: el Joven, el Bello,
el Viejo, el Apasionado, la Lúbrica, el Reflexivo, el Violento, el Suave, el Áspero;
los episodios con frecuencia se trazan como emblemáticos caminos espirituales
interiores: la Reencarnación, la Iluminación, la Desesperación, la Búsqueda de la
Pureza, la Lealtad, el Libertinaje, etc. Para nuestra manera de leer novelas parece
algo raro, híbrido, poco convincente, aunque generoso en momentos de impacto y
gran belleza. De hecho se trata de un mar de la fertilidad que ni es mar, ni es fértil,
ni está en nuestro planeta: es una árida y seca región lunar, llamada así con la
extravagancia con que se ha urdido toda la cartografía de la luna.
En Nieve de primavera un chico y una muchacha de la nobleza son amigos desde
la infancia, hijos de familias muy relacionadas; crecen como hermanos, se
apasionan en la adolescencia. No necesitaban sino contestar sí, cuando se les
preguntó, para llegar a la boda tan deseada en medio de la felicidad y de la fiesta
de todos. Pero el chico, Kiyoaki, ha sido escogido por su autor para ser algo más
que un personaje: es el símbolo de toda una existencia humana consagrada al
amor, de toda la belleza y la juventud encaminadas a ser abatidas por el ramalazo
de un amor brutal, radical. El amor propicio no le sirve, lo quiere imposible y
fatídico. Es menos personaje que emblema.
Hace todo cuanto puede para distanciarse de la muchacha, se niega a casarse
con ella, le deja de hablar, se le esconde. Entonces la muchacha se compromete
con un príncipe, familiar del emperador. En Japón, comprometerse con la familia
del emperador era un acto religioso, esencial, pues toda la ley y los profetas
japoneses se resumían en vivir para el emperador. Entonces Kiyoaki decide
recobrar a la muchacha a escondidas, dejarle huellas dolorosas e infamantes de
su amor (a lo Radiguet), poseerla sacrílegamente, embarazarla, etc. Cometer el
peor pecado para un japonés: profanar al emperador. Porque sí, un tanto como
fatalidad, y otro tanto como acto gratuito. La maldad amorosa de Kiyoaki muestra
señales de la maldad-de-la-libertad del Lafcadio de Gide (de hecho, hay todo un
proceso judicial sobre el crimen tipo acto gratuito, de una mesera, Tomi Masuda).
Se desencadena una tragedia no sólo amorosa, sino religiosa y política. La chica
es obligada a abortar, se planea instruirla para que engañe a su marido imperial
en la noche de bodas, con cierta técnica japonesa para fingir la virginidad. La
chica huye al convento, profesa. El muchacho trata de penetrar al monasterio
budista, hermosamente situado en la cumbre de una montaña nevada, como un
ascenso a la muerte en la nieve, y muere de una neumonía oportunamente
contraída durante el intento. Toda esta estampa ejemplar está rodeada de
sirvientes, geishas, aristócratas, ritos y paisajes del Japón clásico. Y su estética
aparece compendiada en una de las primeras escenas: la vista idílica de una
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cascada de jardín japonés donde aparece, no contradiciendo sino apoyando la
composición, el cadáver de un perro. En la belleza debe jugar un rol protagónico la
fealdad; en la pureza, la corrupción; en el amor: la ira, el odio, el despecho... La
cascada perfecta ha de tener su perro muerto. Hay que beber el agua de la vida
en el cráneo de un difunto.
Las escenas de amor carnal, sacrílego, entre los jóvenes son descritas
minuciosamente. Por ejemplo: "Nadie podía verlos, pero los rayos de la luna,
infinitamente fragmentados sobre la superficie del mar, eran como millones de
ojos. Ella miró hacia las nubes suspendidas en el cielo y hacia las estrellas que
parecían rozar sus bordes. Ella podía sentir las pequeñas, firmes tetillas de Kiyoaki
tocando sus pezones, jugando a frotarlos en un cepilleo, finalmente empujando,
encajándolas contra la rica abundancia de sus pechos. Era un toque muchísimo
más íntimo que un beso, algo como la juguetona caricia de un animal joven. Una
dulzura intensa revoloteaba sobre los bordes de sus percepciones. La inesperada
familiaridad, cuando los bordes mismos, las extremidades de sus cuerpos se
frotaron, la hizo pensar en las estrellas chispeando entre las nubes, aunque sus
ojos estaban cerrados".
Kiyoaki debe morir a los veinte años, apenas realizado su amor, y realizado de la
peor manera, para erigirse como emblema de una juventud consagrada a la
pasión y fulminada por ella. De hecho, tuvo que conseguir a su amada con los
recursos más viles, para que su amor, vuelto imposible, pudiera aspirar a la
categoría de pasión, y no de un mero matrimonio normal.
Con Kiyoaki aparece un compañero curioso, que lo observaba todo el tiempo y
desde cuya perspectiva —aunque la novela está narrada en tercera persona— se
cuenta su historia: Honda, un muchacho sin belleza, sin pasión, casi sin juventud,
dedicado a los estudios, a la prudencia, a la reflexión juiciosa. Este compañero,
Honda, se convertirá en el espectador que una las cuatro tablas del biombo de El
mar de la fertilidad, a partir de una coartada que resulta ridícula, infantil, para un
lector occidental de novelas, pero que al parecer tiene tradición y profundidad en
las fábulas del Japón: la reencarnación, no como teoría, sino como experiencia
realista y melodramática que se pretende novelísticamente verosímil en pleno siglo
veinte. Honda advirtió que Kiyoaki tenía tres lunares juntos bajo un brazo: en las
otras tres novelas encontrará otras tantas personas con otros tantos lunares en
ese sitio, y decidirá que son reencarnaciones sucesivas de su amigo, de 1914 a
1974, tres avatares de veinte años exactos cada uno. Dedicará su vida a
seguirlos.
CABALLOS DESBOCADOS
El primer avatar de Kiyoaki será un adolescente campeón de kendo, descubierto
por Honda en 1932, casi dieciocho años después de la muerte de aquél, durante
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un ritual en honor del Dios Salvaje en un templo de shinto (la religión tradicional
del Japón). El lector de Mishima (por ejemplo, Confesiones de una máscara), sabe
que cuando se juntan violencia, salvajes gritos de ataque, entrechocar de las
armas, gestos crispados de coraje, los esfuerzos, espasmos y gemidos de la lucha
que recuerdan, magnificados, a los del amor; los jóvenes y hermosos cuerpos
masculinos sudorosos —pies desnudos, uniforme y aparejos de guerrero—,
trabados en combate, y alguien ávido, inteligente o morboso que espíe, y alguna
coartada simbolista del tipo vida-muerte, pasión-cerebro, sol y acero,
invariablemente se producen páginas de antología mishimiana.
El antiguo compañero de estudios de Kiyoaki es ahora un juez prestigioso de
treinta y siete años, pacífica y tibiamente casado, sin hijos —su matrimonio resultó
naturalmente desganado y estéril—, sin apetitos, sin mayor arraigo en la vida que
unas cuantas reglas y costumbres grisáceas. Un fantasma con la toga de la ley. El
tradicionalista Mishima en realidad está siguiendo a D. H. Lawrence: Honda es el
cerebro muerto frente a la vida plena de muchachos no-cerebrales, de pasión
pura. Descubre en Isao, el campeón de kendo, hijo de un fascista venal, la vida
encendida, pero con una luz escandalosa: es apasionado hasta el fanatismo,
hasta el terrorismo. Caballos desbocados conforma la épica de un terrorista
radicalmente virtuoso, que se opone al egoísmo y a la corrupción desaforadas del
ejército, los empresarios y la burocracia japonesas de los años treinta. El
Establishment económico-político-militar como mafia corruptísima, el Zaibatsu.
Unas cuantas lecturas radicales, terroristas, especialmente un relato de algunos
samurais del siglo XIX (1873) que se opusieron a la modernización del Japón de la
era Meiji, se rebelaron contra el ejército —al que acusaban de engañar, defraudar
y secuestrar al emperador—, perdieron y se sacrificaron con el jarakiri, lo han
hecho soñar con una moderna sublevación de estudiantes, en los años treinta,
contra los capitalistas y burócratas pro-occidentales del Japón, que vendían su
país a cambio de divisas y mantenían a su gente en una atroz miseria típica de los
años de la depresión. Isao, en opinión de Mishima, es el héroe puro,
absolutamente virgen, furiosamente virgen, en todos sentidos, manipulado por
adultos perversos ("He aquí una cara que nada conoce de la vida. Una cara como
nieve recién caída, sin (conciencia de lo que hay más adelante"); quizá el lector
piense que también es el héroe virginalmente tonto, la carne de cañón que
siempre encuentran los poderosos astutos.
Isao organiza la rebelión con unos amigos, es delatado (sabremos luego que lo
delatan su padre y la mujer que ama), va a dar a la cárcel. Honda renuncia a su
papel de juez para retomar sus funciones de abogado particular, defiende a Isao,
logra liberarlo... pero el chico no puede pensar ni escarmentar, porque no es un
personaje vivo, sino un tipo fijo de estampa: apenas fuera de prisión, vuelve a las
andadas, asesina fríamente a un magnate anciano y se suicida en las montañas,
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oscuramente antes del alba (no puede esperar al sol, sus perseguidores lo
cercan), a la edad de veinte años, la misma de su avatar anterior, Kiyoaki. Cuando
Isao se desgarra el estómago con el puñal, un alba superior, un sol esencial, un
disco brillante, "surge, se eleva y estalla detrás de sus párpados".
Marguerite Yourcenar ha insistido en que calificar a Mishima de fascista resulta es
desaforado; no lo es señalar su pasión por la violencia. Esta simpatía por la
rebeldía violenta no causaba en los años sesenta la generalizada reprobación que
suscita en los conformistas años noventa. Los sesentas: años del Che, de los
Panteras Negras, de los fedayines, de comandos israelíes, de los maoístas, de...
En el propio Japón había organizaciones políticas juveniles, de derecha y de
izquierda, con métodos violentos. Y quedaba vivo el recuerdo de los populares y
prestigiosísimos métodos violentos y terroristas de las organizaciones de
partisanos y rebeldes al nazismo, al fascismo y a diversas dictaduras en la época
de la Segunda Guerra Mundial, y después, contra el colonialismo (Argelia, Egipto)
y la ocupación soviética de varios países.
A diferencia de la literatura fascista clásica europea (digamos, Drieu de la Rochelle
o Céline), el protagonista de Mishima no es un sucio ni un desesperado: es un
chico limpio, virgen, disciplinado, fanático de cuatro o cinco ideas cuadradísimas
que tiene encajadas dentro de la cabeza, incapaz de escuchar o de meditar;
bueno sólo para el bastón de kendo y para el cuchillo. (Si uno compara Caballos
desbocados con el clásico de la novela del terrorismo, Endemoniados, de
Dostoyevski —Los poseídos, en la versión teatral de Camus—, se sorprenderá de
lo mucho y complejamente que piensan los terroristas europeos, y del no-
pensamiento del héroe de Mishima; casi parece un santo católico, que sólo sabe
que debe matar a un moro o entregarse a los leones de Nerón, para cumplir
virtuosamente su destino.) No niego que Isao tenga esa belleza de mito o estampa
religiosa de los santos terroristas que aprendemos en la propia sinagoga o iglesia
a venerar, del tipo de Judith y su puñal contra Holofernes... y que luego llegan a
gobernar Cuba (Fidel Castro), Israel (Menahem Beguin), Sudáfrica (Mandela)...
Esta novela archipolítica resultaría muy desagradable sin tres cualidades no
políticas, sino líricas y eróticas: primero, el punto de vista de Honda, adulto
muerto-en-vida, que embellece con su propia sed la vida agolpada, rápida,
excesiva de su chico violento; luego, la frescura y la belleza propias de toda
juventud, sobre todo en la literatura: si Isao no fuera tan guapo, tan joven, tan
sudoroso, tan simple, tan inocente, tan crédulo, tan fresco, tan torpe, tan tierno
pues, su epopeya no cabría en la épica, sino apenas en la sección policiaca de los
periódicos.
En tercer sitio, el canto al Japón a lo largo de este siglo. Durante los años treinta,
Japón ya no es el milagroso equilibrio tradición-modernización, Oriente-Occidente
de veinte años antes. Hay miseria, hay desempleo, hay ciudades llenas de barrios
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miserables, hay gente que se alquila para lo que sea por un cuenco diario de
arroz; hay aristócratas frívolos y prostituidos, militares y demagogos venales y una
naturaleza sucia por culpa de la industrialización, la urbanización y la pobreza. El
paraíso de los samurais está ya en el museo y en ninguna otra parte, y tiene la
pátina de un tiempo perdido qué recobrar. Todo lo opuesto al idilio de Nieve de
primavera. La desesperación de Isao no resulta pues excepcional, sino ilustrativa
del caos japonés que llevaría al fascismo de la Segunda Guerra Mundial. En esta
época hubo novelas de denuncia, del tipo del naturalismo de Zola, o de realismo
socialista, en el Japón; recientemente produce melodramas como el bestseller
alemán Samurai, de Isako Matsubara, sobre los braceros japoneses en Estados
Unidos en las primeras décadas del siglo.
Qué tan estampa épica, qué tan poco novela realista es este libro de armas, salta
a la vista si recordamos otra novela política sobre el caos en Oriente, La condición
humana, de André Malraux. Mishima usa su estilo para convencernos de que hay
un héroe —o un intento de héroe— mítico, donde el lector de novelas sólo
encontraría (sin los recursos líricos mishimianos) un caso típico de terrorista.
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con el amanecer, la muerte con la vida, la miseria con el oro, las ruinas con la
eternidad, la lujuria con la lepra, se cuentan entre las más transparentes de la
estética de Mishima. El río Ganges: divinas aguas inmortales de suciedad y hedor,
entre peregrinos lamentables. La sacralidad de lo abominable, templos de oro
rodeados de mierda, mendigos, deformes, mutilados, delincuentes, animales que
hunden su hocico en la basura, cadáveres que humean en las hogueras, en mitad
de un interminable, sofocante delirio teológico. Menos quiméricas que los
sufrimientos y las locuras humanas asistían, obsesivas e inmutables, las estatuas
divinas más delirantes. Pasa la guerra mundial, que deja al Japón orgulloso de
antes convertido en campo de escombros recorridos por ancianos famélicos;
vienen la acelerada, prodigiosa reconstrucción y la metódica
ultraoccidentalización, que también implican toda la vulgaridad de la cultura de
consumo, y encontramos a la princesa del antiguo Siam como guapa estudiante
moderna en el Japón, en los años cincuenta.
Este tercer avatar, ahora femenino, de Kiyoaki carece de la fuerza de estampa fija
y emblemática de los otros. Es simplemente una universitaria exuberante sin
mayores ideas ni preocupaciones, en la que finalmente descubriremos una pasión
lesbiana. La fuerza ha pasado del protagonista-vital al observador-fantasma,
Honda, ahora de sesenta años. Con una maestría que recuerda la de Proust,
Mishima obtiene de un joven intrascendente y de un adulto metódico, la floración
de un viejo cochino, conquistado por una pasión voyerista. Espía por agujeros de
la pared, como el niño de El marinero que cayó de la gracia del mar; se esconde
en los matorrales de los parques para beberse con los ojos los movimientos y los
quejidos de los amantes que se abrazan bajo los árboles —años más tarde, será
descubierto por la policía, y perderá todo su prestigio de jurisconsulto al verse
denunciado en los periódicos amarillistas como voyeur decrépito. Desea (pero no
tanto para gozarla él mismo, sino para ver cómo alguien le hace el amor), a la
jovencita tailandesa, con cierta insinuación homosexual, pues lo importante de ella
es que sea Kiyoaki e Isao reencarnados: amarla sería un mucho amarlos a ellos,
poseerlos. Hay en la tetralogía una sensualidad homosexual no confesada, no
asumida, que en este tomo parece salir a luz. ¿Por qué? Misterio. Mishima no era
pudoroso en asuntos homosexuales. Sospecho que veladamente sugiere a un
closet queen detrás del respetable jurista, para infamarlo más, del mismo modo
que en Honda todas las desgracias del Japón resultan ganancias financieras.
La desgracia del Japón ha sido suerte para Honda. Las nueva leyes lo favorecen,
lo vuelven millonario. Ahora Mishima describe un paisaje japonés vulgar, casi
californiano, de chalets con albercas, de carreteras con anuncios de Coca Cola; a
las pagodas suceden las gasolinerías, a las estampas tradicionales las
instantáneas kodak, a los ritos de primavera los cocteles con gente banal o frívola
sin mayores preocupaciones que la maledicencia o el jugarse unos a otros malas
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Publicado por José Joaquín Blanco en
Para aquella ocasión la señora Sasaki se puso un anillo con una perla. Los brillantes
no hubieran sido de buen gusto para una reunión de mujeres solas. Además, la perla
combinaba mejor con el color de su vestido.
Mientras la señora Sasaki daba una última ojeada de inspección a la torta, la perla del
anillo, que ya estaba algo floja, terminó por zafarse de su engarce. Era aquel un
acontecimiento poco propicio para tan grata ocasión, pero hubiera sido inadecuado
poner a todos al tanto del percance. La señora Sasaki depositó, pues, la perla en el
borde de la fuente en que se servía la torta y decidió que luego haría algo al respecto.
Los platos, tenedores y servilletas rodeaban la torta. La señora Sasaki pensó que
prefería que no la vieran llevando un anillo sin piedra mientras cortaba la torta y,
muy hábilmente, sin siquiera darse vuelta, lo deslizó en un nicho ubicado a sus
espaldas.
Tampoco podía esperarse que la señora Sasaki, con su limitada capacidad pulmonar,
apagara de un solo soplido tantas velas y su apariencia de total desamparo suscitó no
pocos comentarios risueños.
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"En la confusión del primer momento algunas escamas del baño,
migas y cierta cantidad de bolitas plateadas se desparramaron
sobre el mantel blanco"
Después del decidido corte inicial, la señora Sasaki sirvió a cada invitada una tajada
del tamaño deseado en un pequeño plato que, luego, cada una llevaba hasta su
respectivo asiento. Alrededor de la mesa se produjo una confusión bastante
considerable. Todas extendían sus manos al mismo tiempo.
La torta estaba adornada con un motivo floral y cubierta con un baño rosado,
salpicado abundantemente con pequeñas bolitas plateadas hechas de azúcar
cristalizada. La clásica decoración de las tortas de cumpleaños.
En la confusión del primer momento algunas escamas del baño, migas y cierta
cantidad de bolitas plateadas se desparramaron sobre el mantel blanco. Algunas de
las invitadas juntaban estas partículas con los dedos y las ponían en sus platos. Otras,
las echaban directamente en su boca.
Luego, cada una volvió a su asiento y, con toda la tranquila alegría que correspondía,
comieron sus porciones.
Aquélla no era una torta casera. La señora Sasaki la había encargado con
anticipación en una confitería de bastante renombre y todas coincidieron en que su
gusto era excelente.
-No es nada… Un segundo, por favor… -repuso a las cariñosas preguntas de sus
amigas.
La señora Azuma, frente a tanta conmoción, pensó que la situación era francamente
deplorable. Estaba contrariada frente a una dueña de casa capaz de crear una
situación tan desagradable por el extravío de una perla.
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La señora Azuma decidió inmolarse y salvar el día. Con una sonrisa heroica, dijo:
-¡Eso fue entonces! ¡La perla debe haber sido lo que me acabo de comer! Cuando me
sirvieron la torta, una bolita plateada se cayó sobre el mantel y yo la levanté y me la
tragué sin pensar. Me pareció que se atascaba un poco en mi garganta. Por supuesto
que si hubiera sido un brillante no dudaría en devolvértelo, aun a riesgo de tener que
sufrir una operación; pero como se trata simplemente de una perla, no puedo sino
pedirte perdón.
Este anuncio calmó de inmediato la ansiedad del grupo y salvó a la dueña de casa de
un trance difícil. Nadie se preocupó en averiguar si la confesión de la señora Azuma
era cierta o falsa. La señora Sasaki tomó una de las bolitas que quedaban y se la
comió.
En esta forma, el pequeño incidente fue recibido entre bromas y, en medio de la risa
general, quedó totalmente olvidado.
Al finalizar la reunión, la señora Azuma partió en su auto deportivo, llevando con ella
a su íntima amiga y vecina, la señora Kasuga. Apenas se habían alejado, la señora
Azuma dijo:
-¡No puedes dejar de reconocerlo! Fuiste tú quien se tragó la perla, ¿no es cierto?
Quise protegerte y me declaré culpable.
Estas palabras informales ocultaban un profundo afecto. Pero por más amistosa que
fuera la intención, para la señora Kasuga una acusación infundada era una acusación
infundada. No recordaba bajo ningún concepto haberse tragado una perla en vez de
un adorno de azúcar. La señora Azuma sabía cuán difícil era ella para todo lo
referente a la comida. Bastaba con que apareciera un cabello en su plato, para que,
inmediatamente, se le atragantara el almuerzo.
-Pero, ¡por favor! -protestó la señora Kasuga con voz débil mientras estudiaba el
rostro de la señora Azuma-. ¡Nunca podría haber hecho algo semejante!
-No es necesario que finjas. Te vi en aquel momento. Cambiaste de color y ello fue
suficiente para mí.
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Mientras la señora Kasuga pensaba en la mejor forma de demostrar su inocencia, la
asaltó la duda de que la perla del solitario pudiera estar alojada en alguna parte de
sus intestinos. Era, desde luego, poco probable que se hubiera tragado una perla en
vez de una bolita de azúcar, pero, en medio de la confusión general causada por la
charla y las risas, forzoso era admitir que existía por lo menos esa posibilidad.
Al tomar la polvera, un destello opaco llamó su atención mientras algo rodaba hacia
el fondo de su cartera. Tanteando con la punta de los dedos, la señora Matsumura
recuperó el objeto y vio con asombro que se trataba de la perla.
La señora Matsumura sofocó una exclamación de sorpresa. Desde tiempo atrás sus
relaciones con la señora Yamamoto distaban mucho de ser cordiales y no deseaba
compartir aquel descubrimiento que podía tener consecuencias tan poco agradables
para ella.
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Sorprendida por los acontecimientos, la señora Matsumura no se detuvo a pensar en
cómo había llegado la perla a su bolso, sino que, inmediatamente, quedó apresada
por su moral de líder de colegio. Era prácticamente imposible, pensó, cometer un acto
semejante aun en un momento de distracción. Pero dadas las circunstancias, lo que
correspondía hacer era devolver la perla inmediatamente. De lo contrario, hubiera
sentido un gran cargo de conciencia. Además, el hecho de que se tratara de una perla
-o sea, un objeto que no era ni demasiado barato ni demasiado caro- contribuía a
hacer su posición más ambigua.
Una vez sola en el taxi, la señora Yamamoto se sorprendió un poco por la brusca
determinación tomada por la señora Matsumura a consecuencia de su broma.
Observó el reflejo de la señora Matsumura en el vidrio y, en aquel preciso momento,
vio cómo sacaba la perla de su cartera.
Mientras las demás invitadas se preocupaban por la torta, deslizó la perla dentro del
bolso que aquella hipócrita e insufrible señora Matsumura había dejado sobre la silla
vecina.
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No obstante estas consideraciones, si no se apresuraba en devolver la perla,
desperdiciaría una ocasión única. Si lo dejaba para el día siguiente (el sólo pensarlo
hizo sonrojar a la señora Matsumura) la devolución daría lugar a dudas y
especulaciones. La propia señora Azuma había formulado una insinuación acerca de
esta posibilidad.
Fue entonces cuando, con gran alegría, la señora Matsumura concibió el plan
magistral que dejaría en paz a su conciencia y, al mismo tiempo, la libraría del riesgo
de exponerse a injustas sospechas.
Aceleró el paso y, al llegar a una calle más transitada, llamó a un taxi y ordenó al
conductor llevarla a un conocido negocio de perlas en Ginza. Allí mostró la perla al
vendedor y le pidió una algo más grande y de mejor calidad. Una vez efectuada la
compra, volvió hasta la casa de la señora Sasaki.
La señora Sasaki no podría sino pensar que aquélla se comportaba así para proteger
a otra persona: “Sin duda la señora Matsumura ha visto robar la perla por una de las
otras tres señoras. Será, pues, mejor olvidar todo el asunto; pero, al menos, de mis
invitadas puedo estar segura de que la señora Matsumura está totalmente exenta de
culpa. ¿Quién ha oído jamás que un ladrón robe algo y luego lo reemplace por algo
similar y de mayor valor?”
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Si esperaba hasta el día siguiente, aun cuando se las arreglara para mostrar la perla,
se interpondría inevitablemente la vergonzosa e innombrable sospecha.
Llamó por teléfono a la señora Azuma. Le explicó que, al volver a su casa, había
descubierto entre los pliegues del moño de su faja la perla perdida por la señora
Sasaki y que le causaba cierta vergüenza ir a devolverla. ¿Sería tan amable la señora
Azuma como para acompañarla lo más pronto posible?
Para sus adentros la señora Azuma reflexionó en que aquella historia era poco
verosímil, pero por tratarse del pedido de una buena amiga, accedió a él.
Se sorprendió, sin embargo, cuando una hora más tarde llegó la señora Kasuga,
acompañada por la señora Azuma, y le devolvió otra perla.
La señora Azuma, que actuaba con perfecto conocimiento del asunto, sabía a ciencia
cierta que no se había tragado la perla.
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Había sido simplemente para eludir una situación embarazosa para todas que, en la
fiesta, se había declarado culpable. En especial, la había guiado el deseo de aclarar la
situación de una amiga que, por su inquietud, había transmitido cierta sensación de
culpabilidad. ¿Qué podía pensar ahora? Más allá de la peculiar actitud de la señora
Kasuga y del procedimiento de hacerse acompañar por ella para devolver la perla,
presentía algo mucho más profundo. Quizá la intuición de la señora Azuma había
ubicado el punto débil de su amiga y, al descubrirlo, la acorralaba transformando
una cleptomanía inconsciente e impulsiva en un grave desorden mental.
Por su parte, la señora Kasuga todavía abrigaba sospechas de que la señora Azuma se
hubiera tragado realmente la perla y de que su confesión en la fiesta fuera verdadera.
De ser así, resultaría imperdonable de parte de la señora Azuma haberse burlado de
ella tan cruelmente. Su timidez había contribuido a la sensación de pánico que la
había impulsado a hacer aquella pequeña farsa a más de gastar una buena suma. ¿No
era entonces una maldad de parte de la señora Azuma, después de todo ello, negarse
a confesar que había comido la perla? Si la inocencia de la señora Azuma era fingida,
la señora Kasuga, al representar tan esmeradamente su papel, aparecería ante sus
ojos como el más ridículo de los actores de segundo orden.
Con los ojos encendidos por la ira, la señora Matsumura fue hasta la casa de la señora
Yamamoto.
-Has sido tú. Nadie podría haber hecho semejante cosa -comenzó la señora
Matsumura.
-¿Por qué yo? ¿Qué pruebas tienes? Supongo que si vienes a echarme esto en cara, es
porque tienes todos los elementos de juicio, ¿no es cierto? -la señora Yamamoto se
mantenía en una rígida compostura.
Ésta guardó silencio con la boca cerrada como una ostra. Frente a ella, la perla traída
por la señora Matsumura brillaba suavemente. El té de Ceilán que había preparado
tan cuidadosamente comenzaba a enfriarse.
-No pensaba que me odiaras tanto -la señora Yamamoto se enjugó las comisuras de
los ojos, pero resultó evidente que la señora Matsumura estaba resuelta a no dejarse
ablandar por las lágrimas.
-Bueno, voy a decirte algo que jamás pensé decir -continuó la señora Yamamoto-. No
voy a mencionar nombres, pero una de las invitadas…
-Por favor, por lo menos déjame omitir su nombre. Como te decía, una de las
invitadas estaba abriendo tu bolso e introduciendo algo en él cuando yo,
inadvertidamente, miré en aquella dirección. ¡Puedes imaginarte mi desconcierto!
Aun cuando me hubiera sentido capaz de prevenirte, no habría siquiera tenido la
oportunidad de hacerlo. Comencé a sentir palpitaciones y más palpitaciones. Y en el
viaje en el taxi… ¡oh, qué horror no poder hablarte! Si hubiéramos sido buenas
amigas, no hubiera dudado en contártelo con absoluta franqueza, pero como
aparentemente yo no te gusto…
-Comprendo. Has sido muy considerada, y ahora le estás echando hábilmente las
culpas a las señoras presentes, ¿verdad?
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-¿Culpar a otro? ¿Cómo puedo hacerte comprender mis sentimientos? Sólo quería
evitar el herir a alguien…
-Está bien. Pero no te importó herirme a mí, ¿no es cierto? Por lo menos podrías
haber mencionado todo esto en el taxi.
-Si vas a endilgarme una serie de mentiras como ésta, voy a pedirte que las repitas
esta noche frente a las señoras Azuma y Kasuga y en mi presencia.
-Gracias a ti, todos mis esfuerzos por no herir a nadie fracasarán… -sollozó.
Para la señora Matsumura era una experiencia nueva verla llorar y, aunque se
repitió firmemente que no iba a dejarse engañar por aquellas lágrimas, no pudo
evitar el pensamiento de que, al no probarse nada concreto, quizás podría haber algo
de verdad en las afirmaciones de la señora Yamamoto.
Para ser más objetivos, si se aceptaba el relato de la señora Yamamoto como cierto, el
rehusarse a revelar el nombre de la culpable traslucía cierta grandeza de alma. Y, de
la misma manera, tampoco se podía asegurar que la gentil y, en apariencia, tímida
señora Kasuga no pudiera sentirse inclinada a realizar un acto malicioso. Del mismo
modo, el indudable rechazo existente entre ella y la señora Yamamoto podía, según se
miraran las cosas, ser considerado como un atenuante en la culpa de la señora
Yamamoto.
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Una vez concluido este discurso patético, la señora Yamamoto inclinó su cabeza sobre
la mesa y se abandonó a un llanto incontrolable.
Sin embargo, aunque el acto era heroico, aquél no era más que un incidente
conmovedor. La señora Matsumura se encontró con que no sólo su enojo se había
disuelto en el aire, sino que la pureza y simplicidad de la señora Yamamoto la hacían
considerarla ahora como a una santa.
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Lloraron juntas durante un buen rato, entrelazaron sus dedos y juraron ser, desde
aquel momento, las mejores amigas.
Cuando la señora Sasaki se enteró de que las tirantes relaciones entre la señora
Yamamoto y la señora Matsumura habían mejorado notablemente y de que la señora
Azuma y la señora Kasuga habían enfriado su vieja y sólida amistad, no pudo
explicarse las cosas y se limitó a pensar que todo era posible en este mundo.
Fuera como fuera, siendo una mujer sin demasiados escrúpulos, la señora Sasaki
pidió a un joyero que remodelara su anillo en un formato en el cual se pudieran
engarzar dos nuevas perlas, una grande y una chica, y lo usó sin complejos, sin
ulteriores incidentes.
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Autor: Yukio Mishima . Título: ‘La perla’ y otros cuentos. Editorial:
Alianza. Venta: Amazon
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