La Memoria de Coret
La Memoria de Coret
La Memoria de Coret
Decidí venir a este mundo una fría noche de noviembre de 1946 en un pueblo perdido de Segovia
sin más testigos que una vecina, que hacía las veces de comadrona, mi padre y mi pobre madre. A partir
de ese día, mi padre me recordaría el resto de mi vida que esa noche fui salvada de las garras de la
muerte; pero quien me dio a luz no tuvo la misma suerte. Ella deseaba que me llamara Clara, como mi
Crecí bajo la añoranza de una madre, pero mi padre suplió la ausencia lo mejor que pudo y supo. Yo
veía en su mirada la más oscura de las tristezas y un gran vacío por la ausencia de la amada esposa que
ya nunca volvería. En esos momentos, un velo de remordimiento se posaba sobre mí al sentirme la única
Quizás fueran esos remordimientos de homicida involuntaria los que me hicieron crecer como una niña
enfermiza y atormentada. A la edad de 9 años el doctor Enrique Quirón me diagnosticó de asma y creo
Mi padre trabajaba como contable en una fábrica de mantas. El dinero que entraba en casa no era
– Señor Elías, llévese una manta para Clara, que este invierno viene frío y ya sabe que su salud es muy
El jefe de mi padre, el señor Andrés Fuentes del Álamo, era un ser bondadoso de poco más de metro y
medio, cuyas redondeces y un gran bigote blanco le daban un aspecto bonachón. Pero si destacaba por
algo, era por su gran corazón y una generosidad sin límites, lo que lo convirtió en el ángel protector de
los pobres habitantes de mi pueblo, que vivían la postguerra con gran dureza y escasez. Gracias a él a
nadie le faltaron comida y mantas hasta el día en que se reunió con mi madre.
El negocio de las mantas estaba en auge; a ello contribuyeron los años más fríos que habían sufrido los
españoles en siglos. Pero, aun así, mi padre estaba preocupado por las cuentas de la empresa y un día, al
–Como siga el señor Andrés regalando las mantas, tendremos que cerrar la fábrica. ¡No se puede ser tan
bueno! Esta mañana ha venido la viuda del pobre Jacinto a comprar una manta con sus siete hijos. Los
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pobres venían con dos témpanos saliendo por sus narices y unas caras de frío que parecían fantasmas, y
el bueno de mi jefe le ha dicho a la madre: –Pero mujer llévese un par de mantas más, que si no estos
niños no pasan de este invierno; y no se preocupe por el dinero, que ya habrá tiempo para pagármelo–.
Al final ha salido de la fábrica con tres mantas y en las cuentas de la empresa no ha entrado ni un real.
–Pero padre, gracias a él está sobreviviendo medio pueblo. Usted déjelo, que estoy segura de que Dios
Y así fue, porque la fábrica de mantas y paños “La Segoviana” empezó en los años 60 a exportar sus
mantas a las Américas y la gran demanda de género hizo ampliar la empresa, siendo contratado gran
Así fue pasando mi infancia: entre mantas, un empresario bondadoso y bueno, un médico que, cada
pocos días, venía a casa para auscultarme y comprobar que las inhalaciones de albuterol y los humos de
algún que otro cigarrillo de belladona estaban siendo efectivos, y un padre que, aunque poco pudo hacer
con mi asma, fue capaz de curarme mi melancolía y el dolor por la pérdida de mi madre con su amor
infinito.
Recuerdo el verano de 1959 como el más caluroso y seco de mi vida; tanto que mis bronquios intentaron
desistir de la labor de mantenerme con vida. Una tarde de principios de julio, mi padre, alarmado por la
gran dificultad que tenía para respirar, fue en busca de D. Enrique; no halló al médico en su casa, pero
el ama de llaves le informó de que podría encontrarlo en la taberna “La mala uva” jugando una de sus
partidas vespertinas de mus. Allí estaba y, al ver a mi padre con el rostro desencajado, sin mediar palabra
cogió su maletín y salió de la taberna como alma que lleva el diablo, dejando la partida y a los
parroquianos a medias. Cuando llegaron a casa me encontraron dando bocanadas de aire, como pez fuera
del agua; pero el esfuerzo era insuficiente: mis labios se habían vuelto oscuros como la uva negra y mi
El doctor sacó del maletín una pequeña caja de cartón que contenía una jeringuilla de cristal envuelta
entre algodones y una aguja metálica. Le pidió a mi padre que le acercase una vela encendida y esterilizó
la aguja. Luego extrajo un vial con un líquido transparente, cargó la jeringa con él y clavó la aguja en la
parte alta de mi brazo. Todo fue tan rápido que apenas pude decir nada.
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A los pocos minutos noté cómo mis pulmones se abrían y el aire fluía por ellos con libertad. Al ver que
mis rasgos volvían a su color sonrosado y que mi respiración se normalizaba, mi padre fue cambiando
su rostro de condenado a muerte por otro de alivio. Creo que esa tarde mi padre envejeció diez años.
Acto seguido el doctor Quirón me auscultó y una mueca de alegría iluminó su rostro al comprobar que
El médico cambió el semblante, se giró hacia mi padre y, cogiéndolo del brazo, lo apartó a un rincón de
–Elías, Clara no está bien. Su asma va a peor y el verano que estamos teniendo la pone en gran peligro.
Hoy hemos llegado a tiempo, pero puede que otro día no tengamos la misma suerte.
El rostro de mi padre volvió a envejecer y, mirándolo fijamente a los ojos, le hizo la pregunta más obvia:
–La única posibilidad es llevar a Clara a un lugar mucho más húmedo que este a pasar los meses de
calor. Tienes que llevarla a una zona de mar lo que queda de verano.
Mi padre puso los ojos en blanco, mirando al infinito y, con la voz rasgada, le dijo:
–¡Irnos!, ¿a dónde? Yo no puedo faltar en la fábrica. Para cuando volviese no habría empresa y las
–Está la posibilidad de que Clara vaya sola. ¿No tiene usted ningún conocido que viva cerca del mar y
Mi padre se quedó pensativo, con la vista perdida, buscando en el interior de su cabeza a ese conocido.
De repente, pareció haberlo encontrado, pues con una gran sonrisa levantó los ojos hacia D. Enrique y
le dijo:
–Hay una persona que nos podría ayudar. Es la tía de mi difunta esposa. Yo no la conozco, pero la madre
de Clara me habló varias veces de su tía Virginia y del pueblo gallego donde nació su madre. Allí ya no
queda nadie más que ella. Heredó la casa familiar y la convirtió en un hotel. Podría contactar con ella y
–Clara, mañana volveré temprano a verte. Si por la noche notas que te encuentras algo peor, haz varias
–Clara, no pienses en eso –me interrumpió bruscamente, pero con cariño–; acuéstate y descansa.
Al día siguiente mi padre se acercó al Ayuntamiento en busca del número de teléfono y de la dirección
de la tía de mi madre en una de las guías amarillentas que había en una mesa de la entrada. Tras
encontrarla, la anotó con su pluma en una pequeña libreta que siempre llevaba consigo.
Nosotros no teníamos teléfono en casa, aunque mi padre deseaba poseer uno desde que, siendo niño,
leyó en un periódico que la inauguración oficial del servicio telefónico entre España y Estados Unidos
se produjo con una conversación entre el Rey Alfonso XIII y el presidente norteamericano Calvin
Coolidge. Fue en 1928, pero no dejaba de soñar desde entonces en cómo sería poder hablar con personas
que estaban a miles de kilómetros de distancia. Mi abuelo le quitó las ganas cuando le dijo lo que costaba
tener un teléfono en aquella época: más de 300 pesetas al año. ¡Una auténtica fortuna!
Nosotros no lo teníamos, pero D. Andrés sí, por lo que esa misma mañana, antes de empezar su trabajo,
se fue a la fábrica a pedirle que le permitiera hacer una llamada. No encontró resistencia y, después de
una conversación de quince minutos, mi padre colgó el teléfono triunfante y se dirigió a su jefe:
–D. Andrés, ¿le importaría que me ausentase durante una hora? Debo ir a casa a contar a Clara que
Mi padre le contó todo lo sucedido en la tarde anterior y la conversación que había tenido con el médico.
Inmediatamente, su jefe cogió una de las mantas del muestrario, la envolvió en papel de estraza marrón,
le ató un cordón de rafia y se la entregó pidiéndole que se la hiciera llegar a la benefactora de Clara.
Mi padre salió de la fábrica, portando la manta entre sus manos, y se dirigió con pies ligeros a nuestra
casa. Llamó a la puerta de mi habitación y, desde el otro lado, afirmó sin preámbulos:
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–Hija, levanta, que hay mucho que hacer. Mañana te vas a Galicia.
Yo aún estaba en la cama y completamente ajena al plan confeccionado entre el médico y él, por lo que
–Pero padre, ¿irme a dónde? ¿Con quién? ¿Pero cómo quiere que yo le deje sólo?
–Pero padre, si yo no conozco a esa mujer. ¿Quiere que me vaya con una extraña?
–Clara, ayer pudiste salvar la vida de milagro. Ya han sido dos veces las que has estado a punto de morir:
el día de tu nacimiento y ayer. Quizás no tengas una tercera oportunidad. No puedo perderte a ti también.
Mi padre llevó las manos hacia su rostro, ocultando las lágrimas que brotaban de sus ojos. El sentimiento
de culpabilidad volvió a mis venas. Ya había sido la responsable de una pérdida; no podía ser la causante
de otra. Él tenía razón. Yo debía buscar un clima más húmedo, pero no podía acompañarme y dejar
desatendida la fábrica. Retiré las manos de su rostro, lo miré a los ojos y asentí.
–Padre, tiene razón, me vendrá muy bien la costa y cambiar de ambiente; además, sólo serán un par de
meses.
Aún tenía cogidas sus manos; las solté y agarré a mi padre en un fuerte abrazo. Llevaba años sin abrazarlo
de ese modo, pero la idea de estar separada de él tanto tiempo hizo que me embargara el miedo.
–Hija, todo va a ir bien. Tengo la sensación de que ésta será una gran aventura para ti.
No se equivocó.
Era la primera vez que salía de mi pueblo, por lo que todo se me antojó nuevo: el autobús, el tren y los
paisajes que pude observar a través de la ventana durante mi viaje. Después de diez horas y varios medios
de transporte, llegué a Lage. Según nos aproximábamos, pude observar un manto azul en la lejanía. Al
principio, no logré identificar qué era, pero, según íbamos avanzando, fui descubriendo que se trataba
del mar. ¡El mar! Nunca lo había visto y quedé profundamente sobrecogida. A un lado se pincelaban
pequeñas casas a lo largo de la ladera. De la otra orilla, más casas se unían formando un dique de
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El autobús me dejó en lo que parecía la calle principal del pueblo, frente a la pequeña Iglesia de Santa
María de Atalaya, que estaba situada en un lugar preferente para contemplar, hasta la posteridad, aquel
mar inmenso. Ya era tarde y no quería retrasarme en llegar al hotel de mi tía-abuela, pero no pude evitar
el magnetismo que me provocó el mar que tenía frente a mí. Crucé la calle y me adentré en la arena.
Ante la dificultad de avanzar con los zapatos de los domingos y la pesada maleta, opté por dejar todo
Al borde del agua había un niño jugando con una pala junto a su madre, una mujer joven y bien parecida
que vestía como única prenda un bañador. Había visto alguno, pero siempre en las revistas de la tienda
de la señora Engracia. No pude evitar sonrojarme al pensar que, si iba a estar allí todo el verano y quería
disfrutar del mar, tendría que comprarme uno. En ese momento agradecí que mi padre no me hubiese
acompañado. Alejé de mi mente el bañador y me centré en el mar, que gozaba de una calma
embaucadora, con los reflejos anaranjados y rosáceos que le confería el atardecer. ¡Qué belleza! Respiré
hondo y sentí que mis pulmones se expandían como no lo habían hecho nunca.
Iba a introducir mis pies en el agua cuando las campanas de la Iglesia me sacaron de mi embrujo y
recordé el propósito de mi llegada a Lage. Salí corriendo hacia donde estaba mi equipaje, me puse los
zapatos, cogí la maleta y volví a la calle principal. Avancé unos metros y entré en una plaza rodeada con
una balaustrada de piedra. En una de las esquinas se hallaban dos mujeres que tejían mientras sus hijos
jugaban con una pelota en la plaza. Me dirigí hacia ellas y las pregunté por el hotel. Las mujeres me
dijeron que estaba cerca; lo que omitieron fue que el atajo que me ofrecieron ascendía por la ladera de
una colina que prácticamente me obligó a practicar alpinismo. Para mi sorpresa, lo logré sin que mi asma
me matara por el camino; en ese mismo momento, me di cuenta de que había venido al sitio correcto. El
doctor Quirón no se había equivocado: la fresca brisa marina sería mi mejor tratamiento en aquellos
meses calurosos.
Me planté frente al edificio del hotel. Era de dos plantas, con una pequeña buhardilla en la zona central,
todo construido en piedra. En la fachada se podían contemplar grandes ventanales con contraventanas
Tumbé mi maleta en el suelo y saqué la carta que me había dado mi padre junto a la manta de D. Andrés
y unos dulces típicos de mi pueblo que había comprado mi padre como obsequio. Respiré hondo y avancé
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hasta el vestíbulo de entrada. Fue como entrar en un palacio: del techo surgían lámparas con tantos
cristales que era imposible contarlos; de las paredes, que estaban cubiertas de papeles pintados con
pequeñas flores rojas y doradas, colgaban cortinas de terciopelo verde que se recogían con borlas
Cuando salí de mi asombro, dirigí la mirada hacía la recepción, donde un hombre vestido
impecablemente con un traje negro y con un bigote un tanto excéntrico esperaba a que me aproximase.
Me acerqué.
–Disculpe, estoy buscando a la señora Virginia, creo que ella me está esperando.
Me miró de arriba abajo con extrañeza y, sin mediar palabra, atravesó la puerta que estaba a sus espaldas.
A los pocos minutos volvió a salir y detrás de él una mujer de unos sesenta y algún años, impecablemente
vestida con un vestido negro abotonado en el delantero y ceñido a la cintura que le daba un cierto toque
glamuroso. Su cabello estaba recogido en un moño bajo. Su rostro aún conservaba la belleza del pasado.
–Soy Virginia. Acompáñame a un lugar más íntimo. Esteban, hágase cargo de la maleta de la señorita.
Me condujo a una gran sala de lectura, con estanterías que llegaban al techo, repletas de libros. En el
centro había una mesa con un jarrón con rosas, cuyo aroma enmascaraba dulcemente el olor a humedad
Antes de dirigirme a la silla que me señalaba, me acerqué a ella y le extendí los brazos con los obsequios
y la carta, diciéndole:
–Señora, le estoy muy agradecida por su amabilidad; mi padre le envía esta carta y estos pasteles; y, su
Cogió los objetos y la carta y los depositó sobre la mesa sin prestarles interés.
–Querida Clara, cómo negar la salud a la hija de mi querida sobrina. Ya me contó tu padre el triste final
que tuvo la pobrecilla. Pero para esto está la familia, para ayudarse. Sin embargo, a cambio de mi
hospitalidad, te quería pedir un favor. Lage, hasta hace unos años, sólo era un triste pueblo de pescadores,
pero con la creación del puerto y el arreglo de la playa ha empezado a ser destino de vacaciones para
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quienes desean huir del calor del interior. Mi hotel es el único aquí; estos meses estamos llenos y una
Captando al vuelo sus intenciones y recordando las palabras de mi padre diciéndome que, como
–No se preocupe, no quiero ser una carga para usted; pídame todo lo que quiera, que estaré encantada
de ayudarla.
Mi tía-abuela dio por zanjada la conversación y me acompañó a mi habitación. Cuando entré en ella
quedé muy sorprendida, porque su aspecto no encajaba con el lujo del resto del hotel. Era una habitación
sobria pero muy hermosa. La ventana estaba vestida con unas cortinas de tela clara con pequeñas flores
rosas, en el centro de la habitación se encontraba una cama de madera pintada de blanco; franqueada por
dos mesillas con sus respectivos candiles de aceite, de las paredes colgaban cuadros de paisajes
marineros y en una de las paredes se encontraba un armario de madera blanca que iba a juego con la
cama. Contiguo había un pequeño cuarto de baño con una bañera de los años 20 con grifería y patas
doradas.
–Clara, siento no poder darte una habitación mejor, pero el hotel está completo y sólo quedaba disponible
ésta. Fue la única que se quedó sin reformar cuando abrí el hotel. Lleva más de 40 años así. En ese
–¡Pero si me encanta! ¡Es preciosa! Le dije con gran entusiasmo y sinceridad, sacándola de su tristeza.
Me sonrió, dio una pasada con sus ojos a toda la habitación y salió de ella, cerrando la puerta tras de sí.
Esta sería la única sonrisa que vería reflejada en su rostro en los siguientes días.
Deshice la maleta y, aunque ya era tarde, decidí darme un baño con el fin de quitarme del cuerpo el
sudor del camino y la humedad adherida que tenía desde que llegué a Lage. Opté por un baño caliente y
dormí plácidamente toda la noche, sin ser consciente que esas cinco letras marcarían mi futuro en Lage.
Los primeros rayos de sol me despertaron. Eran las seis y cuarto, por lo que rápidamente me vestí y
recogí la habitación. No recordaba dónde estaba el comedor y, dado que aún faltaban unos minutos para
la cita con mi tía, decidí explorar el hotel. Los pasillos no desentonaban con el vestíbulo: lámparas de
pequeños diamantes, papeles pintados en las paredes, grandes ventanales con cortinas de terciopelo y
una larga alfombra conformaban el estilo señorial que prometía el rótulo de la entrada.
Después de un rato, di con el comedor y con mi tía, que esperaba impacientemente mirándose un reloj
–Perdón tía, no encontraba el comedor –respondí sorprendida al comprobar que la calidez del día anterior
–Pues la próxima vez coges un plano. Niña, desayuna rápido, que hay mucha tarea.
Esa mañana terminé exhausta. Empezaba a ver con claridad que el precio por estar cerca del mar iba a
Después de acabar mis tareas de la tarde, al fin pude ir en busca del mar, de ese mar que parecía seguir
esperándome desde el día anterior, pero esta vez vestido de un azul intenso. Puse sobre la arena una
toalla que había cogido de mi habitación y me senté para ser devorada por la brisa y el sol que calentaba
mi piel suavemente. Pasado un rato me levanté y decidí pasear por la playa. Caminé por la misma orilla,
dejando que las olas mojasen mis pies suavemente, hasta que se levantó frente a mí un muro rocoso que
marcaba el fin de la playa y el inicio de la montaña. Quise tocar las rocas, como corredor que llega a su
meta, y en ese instante me percaté de que en ellas estaban grabados nombres y mensajes de enamorados;
me llamó la atención uno en particular porque estaba especialmente arañado en un intento de ocultar el
nombre de los enamorados. Lo miré exhaustivamente y al final pude descifrar uno de ellos: Coret. Era
la misma palabra a la que no había dado importancia el día anterior en el espejo del cuarto de baño y
ahora volvía aparecer. Tenía mis dedos posados sobre la roca cuando un escalofrío recorrió mi cuerpo y
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una sensación extraña se alojó en mi estómago: ¿quién habría mutilado esos nombres con tanta crueldad?
Volví a recorrer la playa en dirección a donde estaba mi la toalla, intentando convencerme de que mi
malestar no estaba justificado, que Coret quizás fuese alguna empleada de mi tía que había terminado
mal con su novio y que no debía darle más importancia. Cuando llegué al punto de partida, recogí la
toalla y di por zanjado el día de playa. A mi regreso, la cena ya estaba preparada; apenas tenía apetito,
La noche fue intensa, plagada de sueños inquietantes, sudores fríos y despertares de sobresalto.
–Las pesadillas han estado jugando conmigo, pero no hay nada que un buen café no pueda solucionar.
Ese día no quise ir a la playa. Estaba muy cansada y decidí quedarme leyendo en la biblioteca. Desde
niña me había apasionado la lectura y aquella ingente cantidad de libros bien merecía una visita
sosegada. En el tercer estante vi que estaba el libro “Cumbres borrascosas” de Emily Brontë; hacía unos
años había leído “Jane Eyre”, escrito por su hermana Charlotte Brontë y, desde entonces, se había
convertido en mi libro favorito. Me pareció muy buena opción y, al ir a cogerlo, otro libro cayó al suelo;
lo recogí rápidamente, temiendo haberlo dañado. Se trataba de “La tía Tula”, de Unamuno. Al hojearlo,
descubrí una foto antigua en su interior. En ella aparecían tres jóvenes hermosísimas que posaban
cogidas por la cintura de espaldas al mar, con una estilosa pose que hacía pensar que se trataba de una
postal de modelos o estrellas de cine como las que nos enviaba todos los veranos el señor Andrés desde
la playa. Al verla con detenimiento, me di cuenta de que se trataba de una foto y pude observar que en
Un escalofrío recorrió mi cuerpo al comprobar que se trataba de mi abuela Clara y la tía Virginia cuando
no tenían más de veinte años y que la tercera era Coret, el nombre que llevaba persiguiéndome desde mi
llegada a Lage. Me guardé la foto en el bolsillo de mi vestido, puse los libros en su sitio y salí de la
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biblioteca en busca de respuestas. No hallé a mi tía en el comedor y, al preguntar por ella en recepción,
Esa noche mis pesadillas volvieron, pero tenían tal claridad que dudé si no las veía de verdad. En ellas,
Coret, tal y como la había visto en la foto, se encontraba en la playa, dentro del mar, y extendía los
A la mañana siguiente fui antes de las siete a buscar a mi tía a recepción, pero allí solo estaba Asunción,
una de las camareras que hacía las veces de recepcionista cuando Esteban faltaba.
–Lo siento, Clara, tu tía ha ido hoy con Esteban a La Coruña para comprar menaje y ropa de cama. Me
dijo que te advirtiera de que volvería tarde y me pidió que te indicara que el listado de tus tareas está en
Las realicé con desgana porque mi mente seguía atormentada y decidí esperar a mi tía en el vestíbulo,
sentada en una pequeña butaca de lectura, ojeando los periódicos que ofrecía diariamente el hotel a sus
distinguidos huéspedes.
Ya estaba anocheciendo cuando volvieron. Al oír el motor, salí al exterior. Esteban estaba apilando las
cajas que sacaba del maletero. Mi tía, en ese momento, salió de la parte trasera del coche y me dijo:
–¡Ah, Clara! ¡Qué bien nos vienes! Ayuda a Esteban a pasar todas estas cajas al interior, por favor.
No tuve el valor de asaltarla con mis dudas, por lo que no pude satisfacer mis ansias de respuestas.
La noche fue tranquila y el sueño reparador, por lo que me levanté llena de energía y dispuesta a saber
de una vez por todas quién era Coret y por qué su nombre aparecía en tantos sitios. Pero, de nuevo, en
lugar de respuestas encontré una nota que me pedía que desembalase las cajas del día anterior y colocase
Después de comer, la encontré en el jardín, arrodillada, podando un rosal. Sin desviar la mirada de mi
–¿Me podría decir quién es la tercera mujer que aparece en esta foto junto a mi abuela y a usted?
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Mi tía, cegada por el sol, tardó unos segundos en darse cuenta de la foto de la que se trataba. Cuando
pudo identificarla, dejó caer las tijeras de podar, su rostro se endureció y, sin darme ninguna oportunidad
–Clara, no quiero que vuelvas a tocar mis pertenencias, ni la foto ni quienes están en ella te interesan.
Dejándome allí sola, se fue con la foto. Cuando volví en mí, recogí el malestar que recorría mi cuerpo y
me fui a mi habitación, siendo consciente de la gran equivocación que había cometido y pensando que
No bajé a comer. Aún no estaba preparada para enfrentarme a mi tía, por lo que decidí irme a la playa.
En el descenso de la cuesta sonaron las campanas de la torre de Santa María de Atalaya y me dije que
no podía irme del pueblo sin haberla visitado. Al pasar, se apagó el calor de la tarde sobre mi piel y el
olor a humedad y flores me invadió. Era tan sencilla que invitaba al recogimiento y al silencio, por lo
que me senté en el último banco a pedir ante la pequeña Virgen que allí había que me echara una mano
con mi tía. En ese momento, apareció por una pequeña puerta que había junto al altar un hombre de unos
setenta años, vestido de sotana. Di por hecho que sería el párroco. Al verme, se dirigió a mí y me dijo
muy amablemente:
–Gracias padre, sólo he pasado a conocer la Iglesia. Me llamo Clara y soy la sobrina-nieta de la dueña
–¡Ah, sí! La sobrina de doña Virginia. ¡Parece que fue ayer cuando salíamos en barca llevando a la
–¡Cómo no la voy a conocer! Los dos nacimos en Lage y siempre hemos vivido aquí; los únicos años en
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–¡Pues claro! Mi padre trabajaba para tu bisabuelo y pasé mi infancia jugando con sus hijas. No te negaré
que en mis tiempos mozos suspiraba por tu abuela. Pero, al poco de morir Coret, ella se fue a Segovia y
–Pero niña, ¡qué poco sabes de tu familia! Coret era la hermana pequeña de tu abuela y de Virginia. La
más hermosa del pueblo. Poseía un rostro angelical, con unos preciosos ojos azules y una melena rubia
digna de las mejores modelos de la época. Rasgos heredados de su madre, junto al nombre de Coret. Tu
bisabuela era una hermosa francesa que, por azares de la vida, terminó casándose con el hijo de un
–Ella murió el 2 de enero de 1921 en un naufragio a bordo del barco Santa Isabel, aunque no nos
enteramos hasta pasados unos días, cuando un viajante de telas enseñó a varias clientas el periódico “La
voz de Galicia”, que traía en su portada la noticia y en su interior la lista de fallecidos. El hundimiento
fue a escasos metros de la isla de Sálvora, en la ría de Aurosa. Tres mujeres jóvenes de la isla se
convirtieron en las grandes heroínas de esa noche, pues fueron capaces de rescatar a más de 50 pasajeros
en varios viajes con sus pequeñas embarcaciones. Pero 213 personas perdieron la vida en esas aguas,
incluida Coret.
–Sabíamos que el barco, después de hacer varias escalas por la costa española, se dirigía a Argentina,
pero el por qué Coret iba en él nadie lo supo. La familia siempre se mantuvo en silencio.
dirigí al hotel. Según me aproximaba, un gran nudo se alojó en mi garganta al darme cuenta de que Coret
Al llegar al hotel, observé, por primera vez en mi estancia, que la luz de la buhardilla estaba encendida.
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Subí las escaleras y abrí la puerta, que ya estaba entreabierta. La habitación se encontraba llena de
muebles, baúles y trastos de tiempos pasados. Al fondo pude ver a mi tía buscando entre los cajones de
Di unos toques en la puerta, sin intención de asustarla. Ella se volvió hacía mí y, con la voz rota, me
gritó:
–¿Qué haces tú aquí? ¿No te dije que no te volvieras a entrometer en mis asuntos?
En esos momentos, cargada de la poca valentía que me quedaba, avancé por la buhardilla hasta ponerme
frente a ella.
–Tía, le ruego que me perdone, pero si alguien me ha hecho entrometerme en sus asuntos ha sido Coret.
Mi tía me miraba con cara de incrédula, sin poder reaccionar, hasta que, saliendo del trance y con los
–He estado hablando con D. Segundo. Él me ha contado que Coret era la hermana pequeña de mi abuela
Noté cómo se conmovía interiormente. Sin embargo, sin perder la dureza de su mirada, afirmó:
–Tía, no es tan fácil. El nombre de Coret me ha estado persiguiendo desde que puse mis pies en el hotel.
En ese momento mi tía se desplomó sobre un viejo diván polvoriento que estaba a sus espaldas y yo casi
caigo sobre el baúl al ir a cogerla. Tenía la vista pérdida y un sudor frío que me sobrecogió.
Cuando me puse en pie para ir en busca de ayuda, me frenó cogiéndome de la mano y, con la voz rasgada,
me pidió que me quedara con ella. En ese momento se llevó las manos a la cara y se puso a llorar
amargamente. Yo permanecí a su lado, ni saber qué decir. Después, secándose las lágrimas con los
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En ese instante, la mujer destrozada en que se había convertido mi tía se levantó del diván y, resurgiendo
–¡Niña, vamos! Busca en ese baúl una carta color sepia en la que ponga “Para Pablo”.
Me puse a sacar uno a uno cada objeto del baúl, pero no la encontré. Y así continué con cada cajón y
Me aproximé a ella. Tenía la carta aferrada al pecho y en su mirada el peso de una gran condena. En el
anverso del sobre, escrito con una letra preciosa, ponía Para Pablo.
–Clara, siéntate –me dijo señalando el diván,–tengo que confesarte mi gran pecado.
Yo me senté sin decir palabra y ella hizo lo mismo a mi lado. Con la vista perdida en otro tiempo, empezó
a relatar el pasado.
–Yo siempre estuve muy unida a mis hermanas; nos llevábamos muy poco entre nosotras y éramos
amigas y confidentes, nos lo contábamos todo. Por eso, tu abuela y yo empezamos a extrañarnos ante
las ausencias repentinas que tenía Coret. Con cualquier excusa salía de la casa y permanecía horas fuera.
Al principio pensamos que sólo necesitaba su espacio, puesto que de las tres era la más independiente,
pero luego nos enteramos de que se reunía con alguien y tu abuela y yo elaboramos un plan para
descubrirla. La seguimos una tarde hasta las dunas de la playa y la sorprendimos en brazos de Pablo, un
pescador sin cultura ni futuro. Nos quedamos paralizadas, conscientes de lo que significaba un amor con
un hombre que sólo la quería por su belleza y dinero. Tu abuela, ejerciendo de hermana mayor, la arrancó
de sus brazos y la trajimos a casa entre sollozos. La amenazamos con decírselo a nuestro padre si volvía
a encontrarse con él y, sin más, dimos por zanjada la historia, pensando que sería un enamoramiento
pueril. Pero lo quería de verdad y siguió viéndolo. Esta vez sus escapadas eran más discretas y, si no
llega a ser por la habladuría de unas de las criadas, no nos hubiésemos enterado. Nos vimos obligadas a
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hablar con mi padre. Creímos que más le valdría llorar una noche que hacerlo durante el resto de su vida.
En ese momento mi tía interrumpió su monólogo; un nudo en la garganta la dejó sin voz. Yo la cogí de
–La querían e hicieron por ella lo que creían que era mejor. No se sienta mal, tía.
–¿Que hicimos lo mejor para ella? ¿Eso crees? Pues que sepas que la matamos. Tu abuela y yo
terminamos con su vida. Porque mi padre reaccionó como nunca hubiéramos pensado y decidió
mandarla a Argentina a pasar una temporada con una hermana suya. Era allí donde se dirigía cuando su
barco naufragó.
En ese momento, volvió a taparse el rostro con una mano y empezó a llorar amargamente. Pude percibir
el dolor que aquella mujer llevaba portando consigo desde aquel fatídico día. Un dolor que la alejó de la
felicidad, pues no se creía con el derecho de ser feliz cuando había privado del mismo a su hermana. Por
En ese momento recordó que aún la tenía sujeta contra su pecho con la otra mano, la separó, la miró y,
–Este es mi segundo pecado. Coret se la escribió a Pablo antes de irse y me pidió que lo buscara y se la
entregase. Y yo, en vez de hacerlo, la leí. En ella le contaba cuánto lo amaba y los motivos de su partida
y le daba la dirección de su alojamiento en Argentina para que fuera a buscarla y poder así reencontrarse.
¡Yo no podía permitir que fuera a por ella! Nunca se la entregué a Pablo.
–Tía… Ante el primer pecado ya no hay solución, pero el segundo sí la tiene. ¡Solo tenemos que buscar
Me dejé arrastrar por la inocencia de mi juventud. Habían pasado casi cuarenta años. Era absolutamente
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–Pero, ¿dónde lo vamos a buscar? –añadió mi tía con la misma inocencia que había impulsado mi
propuesta. –Al día siguiente de la partida de Coret, Pablo vino a buscarla y mi padre le dijo que ella ya
no le quería y que se había ido a Argentina con su futuro esposo a buscar casa allí. Dando por cierto lo
que mi padre le dijo se marchó sin decir una sola palabra. Me dolió que lo creyese con tanta facilidad y
que no luchase por mi hermana y, en cierto sentido, calmó mi conciencia al convencerme a mí misma
de que no era el hombre adecuado para ella. Nunca más volví a saber de él.
Después del desayuno nos pusimos en busca de Pablo. La primera parada la hicimos en la Iglesia de
Santa María de Atalaya. Estábamos seguras de que D. Segundo sabría dónde estaba. No fue así y quedó
muy sorprendido al saber que Coret había tenido una relación sentimental con Pablo. Sin embargo, nos
condujo a la segunda parada: la hermana de Pablo. Ella vivía en una vieja casa de pescadores al otro
–Señora, estamos buscando a su hermano Pablo. ¿Sería tan amable de indicarnos dónde podemos
encontrarlo?
–Perdone a la muchacha, parece que las prisas le han hecho perder la educación. Antes de nada, buenos
días, mi nombre es Virginia y ella es Clara, mi sobrina. Necesitamos localizar a su hermano Pablo para
entregarle una carta. ¿Sería tan amable de indicarnos dónde lo podríamos encontrar?
–Lo siento mucho, pero mi hermano murió hace años –fue su respuesta.
En ese momento, el peso del yugo volvió a caerle sobre los hombros a mi tía. Habían pasado muchos
años desde la pérdida de Coret, pero mi propuesta de encontrar a Pablo había hecho germinar en ella un
pequeño halo de esperanza por poder liberar su conciencia, al menos en parte. Su segundo pecado ya no
podría ser redimido. Cabizbajas, nos despedimos de la mujer y salimos de la casa. No cumpliríamos la
voluntad de Coret.
Nos habíamos alejado apenas unos metros cuando me di cuenta de que la hermana de Pablo nos había
engañado.
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– Tía, ¡nos ha mentido! Es imposible que Pablo esté muerto. Se hubiese sabido en el pueblo. El propio
D. Segundo nos lo habría dicho porque estaría enterrado en el cementerio de Lage. Me dijo que, a
excepción del tiempo pasado en el Seminario, lleva toda la vida viviendo allí.
Inmediatamente, sin pensarlo, nos dimos la vuelta y volvimos a llamar. Abrió la misma mujer.
–Ya les he dicho que mi hermano murió hace tiempo –insistió sin esperar pregunta alguna.
–Por favor, la carta que queremos entregar a su hermano la escribió hace muchos años mi hermana Coret
La hermana de Pablo, que había reconocido a mi tía desde el principio, mostrando un gran enfado, señaló
hacia la calle.
–Ya, y por eso se fue a Argentina y se casó con otro. El dolor que le ocasionaron fue irreparable. A los
pocos días de ir a buscarla a su casa, sabiendo que se había ido con otro hombre, dejó el pueblo y marchó
en un pesquero al mar del norte. Allí estuvo hasta que se jubiló. Nunca se casó porque en su corazón
El semblante de mi tía enmudeció al darse cuenta de que Pablo no era el tipo de persona que ella había
imaginado, que sus prejuicios la habían llevado a cometer un gran error. Con el rostro roto de
–Estarán contentas. Querían salvar una vida y al final destrozaron dos, y nos arrastraron a todos con
Sin embargo, acto seguido, las lágrimas brotaron por sus ojos. No intentó disimularlas ni las frenó.
En ese momento me vino a la cabeza la imagen de los nombres mutilados en las rocas y supe que había
Viendo a ambas mujeres rotas por el dolor, apenas podía pronunciar palabra, pero de mi boca salió una
interpelación directa:
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–Señora, ¿entiende ahora la necesidad de encontrar a su hermano para hacerle saber que Coret estaba
Sin pronunciar palabra, se volvió hacia un aparador que estaba a sus espaldas, sacó un papel y un lápiz
Estábamos dispuestas a dar la vuelta al mundo si hubiese sido necesario, pero Pablo se encontraba
solamente a un par de horas de nosotras, en un pueblo situado al norte de La Coruña llamado Burela.
Volvimos al hotel y mi tía pidió a Esteban que nos llevara en su coche en ese mismo momento.
No abrió la boca durante el trayecto, quizás buscando las palabras que emplearía cuando viésemos a
Cuando llegamos a Burela, Esteban paró el coche en la plaza del ayuntamiento y se bajó para preguntar
a los parroquianos por la casa de Pablo. En ese momento aproveché para acercarme a mi tía, cogerla de
la mano y decirle que estuviese tranquila, porque Coret estaba con nosotras y nos ayudaría. Ella me
Esteban subió al coche y proseguimos nuestro camino. La casa de Pablo era una preciosa construcción
de piedra y madera, con un jardín repleto de árboles frutales y hortensias, situada frente al mar.
Esteban se quedó en el coche y, con paso firme, nos dirigimos a la puerta. Noté que temblaba, la cogí
por el brazo con fuerza y ella se aferró a mí. Sin retirar sus ojos del frente, me susurró:
Me agarré más fuerte a ella y, al llegar a la puerta, di unos pequeños golpes en el llamador.
Un hombre de unos setenta años nos abrió. A pesar de la edad y de tener el rostro curtido por el sol,
guardaba el atractivo de años pasados. Reconoció rápidamente a mi tía y, sin decir nada, se introdujo en
la casa dejando la puerta abierta. Entendimos que esa era su invitación para pasar y así lo hicimos.
Nos esperaba en un pequeño salón contiguo a la entrada. Cuando apenas habíamos pasado, nos lanzó la
pregunta:
–Pablo, vengo en primer lugar a pedirle perdón por todo el daño que le ocasioné. El celo por el bienestar
de mi hermana me cegó y cometí un gran error, no siendo capaz de ver el amor puro que sentía por ella.
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Además, deseo entregarle esto. –Mi tía sacó de su bolso la carta y se la ofreció a Pablo extendiendo el
brazo; él la miró sin entender muy bien de lo que se trataba. -Es la carta que le escribió Coret antes de
que nuestro padre la mandase a Argentina para forzarla a olvidarle. Ella estaba profundamente
enamorada y lo único que ansiaba era pasar el resto de su vida con usted. Pero, desgraciadamente, nada
más partir del puerto, su barco naufragó y nunca pudo volver a su lado.
En ese momento a Pablo se le doblaron las rodillas y tuvo que buscar un asiento antes de caer al suelo.
Recordaba haber oído hablar de un barco naufragado, pero nunca imaginó que Coret viajaba en él.
En ese momento mi tía volvió a ofrecerle la carta y él la cogió sin apenas fuerzas.
–Espero que algún día pueda perdonarme; si no puede, lo entenderé. Adiós, Pablo. Gracias por haber
hecho a mi hermana una mujer muy feliz durante el tiempo que estuvieron juntos.
Mi tía se dirigió hacia mí, me cogió del brazo y salimos de la casa en dirección al coche. Justo antes de
llegar, noté cómo se desvanecía. La sujeté con fuerza y pedí a Esteban que me ayudara a meterla dentro.
Habían sido demasiados años arrastrando el peso de un error que llevó a la pérdida de la vida de su
hermana y de la suya propia. Ahora, de repente, en apenas unos días, mi visita, unida a la casualidad y a
mi curiosidad, la habían hecho revivir todo con fuerza, volver atrás, a los años veinte, recordar los
tiempos felices con sus hermanas y los tiempos duros que habían venido después. Además, había podido
Subió al coche. Pude observar un atisbo de felicidad en su rostro. Su mano, que acariciaba la mía, me
No volvimos a ver a Pablo. Supimos por D. Segundo que había fallecido dos años después, feliz, liberado
de su dolor, y habiendo pedido que su cuerpo, una vez incinerado, fuera devuelto al mar, donde se
Yo seguí con mi tía el resto del verano y regresé a su hotel, sin excepción, los veranos siguientes, hasta
Nunca supe quién había escrito el nombre de Coret en el espejo. No pocas veces pensé que quizás lo
hizo ella misma antes de embarcar, sin saber las enormes consecuencias que tendrían esas cinco letras
En Lage gocé de los días más felices de mi vida e, incluso, descubrí el amor. Pero eso ya es otra historia.
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