El Papel de Los Laicos

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EL PAPEL DE LOS LAICOS

El término ‘laico‘, cuando se refiere al Estado, a la educación, etc. significa


‘sin religión’, es decir, que no promueve ninguna religión o contenido
religioso. En cambio, cuando la Iglesia Católica habla de ‘laicos’ se refiere
a todos los fieles bautizados que no forman parte de la jerarquía eclesiástica,
es decir, que no pertenecen al orden sacerdotal, o para decirlo más
claramente, que no son diáconos, sacerdotes u obispos, y tampoco
pertenecen a la vida consagrada religiosa, es decir, no son religiosas, frailes,
etc.

De los laicos, dice el Catecismo de la Iglesia Católica que: ‘están incorporados


a Cristo por el Bautismo, forman el Pueblo de Dios y participan a su manera
de las funciones de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey’ (CIC 897). ‘Tienen
como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las
realidades temporales y ordenándolas según Dios’ (898). ‘Deben tener
conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser
la Iglesia, es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del
jefe común, el Romano Pontífice y los obispos en comunión con él.’ (CIC 899).
‘Tienen la obligación y gozan del derecho… de trabajar para que el mensaje
divino de la salvación sea conocido y recibido por todos.’ (CIC 900).

Dice el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica que los laicos


debemos ofrecer a Dios ‘sobre todo en la Eucaristía, la propia vida con todas
las obras, oraciones… la vida familiar y el trabajo diario, las molestias de la
vida diaria sobrellevadas con paciencia, así como los descansos físicos y
consuelos espirituales’ (ver C.CIC 188-191).

PARA QUE DÉIS MÁS FRUTO


La formación de los fieles laicos
Madurar continuamente
57. La imagen evangélica de la vid y los sarmientos nos revela otro aspecto
fundamental de la vida y de la misión de los fieles laicos: La llamada a crecer,
a madurar continuamente, a dar siempre más fruto.
Como diligente viñador, el Padre cuida de su viña. La presencia solícita de
Dios es invocada ardientemente por Israel, que reza así: «¡Oh Dios Sebaot,
vuélvete ya, / desde los cielos mira y ve, / visita esta viña, cuídala, / a ella, la
que plantó tu diestra» (Sal 80, 15-16). El mismo Jesús habla del trabajo del
Padre: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento
que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda para que dé
más fruto» (Jn 15, 1-2).
La vitalidad de los sarmientos está unida a su permanecer radicados en la vid,
que es Jesucristo: «El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho
fruto, porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).
El hombre es interpelado en su libertad por la llamada de Dios a crecer, a
madurar, a dar fruto. No puede dejar de responder; no puede dejar de
asumir su personal responsabilidad. A esta responsabilidad, tremenda y
enaltecedora, aluden las palabras graves de Jesús: «Si alguno no permanece
en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego lo recogen, lo
echan al fuego y lo queman» (Jn 15, 6).
En este diálogo entre Dios que llama y la persona interpelada en su
responsabilidad se sitúa la posibilidad —es más, la necesidad— de una
formación integral y permanente de los fieles laicos, a la que los Padres
sinodales han reservado justamente una buena parte de su trabajo. En
concreto, después de haber descrito la formación cristiana como «un
continuo proceso personal de maduración en la fe y de configuración con
Cristo, según la voluntad del Padre, con la guía del Espíritu Santo», han
afirmado claramente que «la formación de los fieles laicos se ha de
colocar entre las prioridades de la diócesis y se ha de incluir en los programas
de acción pastoral de modo que todos los esfuerzos de la comunidad
(sacerdotes, laicos y religiosos) concurran a este fin»[209].
Descubrir y vivir la propia vocación y misión
58. La formación de los fieles laicos tiene como objetivo fundamental el
descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la disponibilidad
siempre mayor para vivirla en el cumplimiento de la propia misión.
Dios me llama y me envía como obrero a su viña; me llama y me envía a
trabajar para el advenimiento de su Reino en la historia. Esta vocación y
misión personal define la dignidad y la responsabilidad de cada fiel laico y
constituye el punto de apoyo de toda la obra formativa, ordenada al
reconocimiento gozoso y agradecido de tal dignidad y al desempeño fiel y
generoso de tal responsabilidad.
En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado
como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro
nombre, como el Buen Pastor que «a sus ovejas las llama a cada una por su
nombre» (Jn 10, 3). Pero el eterno plan de Dios se nos revela a cada uno sólo
a través del desarrollo histórico de nuestra vida y de sus acontecimientos, y,
por tanto, sólo gradualmente: en cierto sentido, de día en día.
Y para descubrir la concreta voluntad del Señor sobre nuestra vida son
siempre indispensables la escucha pronta y dócil de la palabra de Dios y de la
Iglesia, la oración filial y constante, la referencia a una sabia y amorosa
dirección espiritual, la percepción en la fe de los dones y talentos recibidos y
al mismo tiempo de las diversas situaciones sociales e históricas en las que se
está inmerso.
En la vida de cada fiel laico hay además momentos particularmente
significativos y decisivos para discernir la llamada de Dios y para acoger la
misión que Él confía. Entre ellos están los momentos de la adolescencia y de
la juventud. Sin embargo, nadie puede olvidar que el Señor, como el dueño
con los obreros de la viña, llama —en el sentido de hacer concreta y precisa
su santa voluntad— a todas las horas de la vida: por eso la vigilancia, como
atención solícita a la voz de Dios, es una actitud fundamental y permanente
del discípulo.
De todos modos, no se trata sólo de saber lo que Dios quiere de nosotros, de
cada uno de nosotros en las diversas situaciones de la vida. Es
necesario hacer lo que Dios quiere: así como nos lo recuerdan las palabras de
María, la Madre de Jesús, dirigiéndose a los sirvientes de Caná: «Haced lo
que Él os diga» (Jn 2, 5). Y para actuar con fidelidad a la voluntad de Dios hay
que ser capaz y hacerse cada vez más capaz. Desde luego, con la gracia del
Señor, que no falta nunca, como dice San León Magno: «¡Dará la fuerza quien
ha conferido la dignidad!»[210]; pero también con la libre y responsable
colaboración de cada uno de nosotros.
Esta es la tarea maravillosa y esforzada que espera a todos los fieles laicos, a
todos los cristianos, sin pausa alguna: conocer cada vez más las riquezas de la
fe y del Bautismo y vivirlas en creciente plenitud. El apóstol Pedro hablando
del nacimento y crecimiento como de dos etapas de la vida cristiana, nos
exhorta: «Como niños recién nacidos, desead la leche espiritual pura, a fin de
que, por ella, crezcáis para la salvación» (1 P 2, 2).
Una formación integral para vivir en la unidad
59. En el descubrir y vivir la propia vocación y misión, los fieles laicos han de
ser formados para vivir aquella unidad con la que está marcado su mismo
ser de miembros de la Iglesia y de ciudadanos de la sociedad humana.
En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la
denominada vida «espiritual», con sus valores y exigencias; y por otra, la
denominada vida «secular», es decir, la vida de familia, del trabajo, de las
relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. El sarmiento
arraigado en la vid que es Cristo, da fruto en cada sector de su actividad y de
su existencia. En efecto, todos los distintos campos de la vida laical entran en
el designio de Dios, que los quiere como el «lugar histórico» del revelarse y
realizarse de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los
hermanos. Toda actividad, toda situación, todo esfuerzo concreto —como
por ejemplo, la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el
amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y
político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura— son ocasiones
providenciales para un «continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la
caridad»[211].
El Concilio Vaticano II ha invitado a todos los fieles laicos a esta unidad de
vida, denunciando con fuerza la gravedad de la fractura entre fe y vida, entre
Evangelio y cultura: «El Concilio exhorta a los cristianos, ciudadanos de una y
otra ciudad, a esforzarse por cumplir fielmente sus deberes temporales,
guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que,
sabiendo que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura,
consideran por esto que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse
cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto
cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno (...). La
separación entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerada como
uno de los más graves errores de nuestra época».[212] Por eso he afirmado
que una fe que no se hace cultura, es una fe «no plenamente acogida, no
enteramente pensada, no fielmente vivida»[213].

Ministerios de los laicos

Los ministerios laicales tienen su dignidad; y esto significa señalar su propio


lugar dentro de la Iglesia.
Claro, el servicio del ministro laico necesita una capacitación especializada,
una competencia demostrada y una específica aceptación pública al interior
de la misma Iglesia.
Es el llamamiento de la Iglesia lo que convierte el carisma personal en
ministerio eclesial.

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El ministerio laical es un elemento fundamental en la estructuración y


organización de la comunidad cristiana, la cual tiene derecho a poseer los
ministerios y ministros que necesita.
Para acceder al ministerio se necesita el estímulo y formación por parte de la
comunidad, la aceptación y envío por la autoridad eclesial legítima.
Los ministerios laicales tienen una duración temporal a diferencia del
ministerio ordenado.
La Iglesia, a través del Concilio Vaticano II y de muchos documentos, aboga
por el redescubrimiento de la identidad de los laicos y su misión en la Iglesia
y en el mundo.

La vocación de los laicos


898 "Los laicos tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios
ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios [...] A
ellos de manera especial corresponde iluminar y ordenar todas las realidades
temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas
lleguen a ser según Cristo, se desarrollen y sean para alabanza del Creador y
Redentor" (LG 31).
899 La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando
se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la
doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y
económicas. Esta iniciativa es un elemento normal de la vida de la Iglesia:

«Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la


Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. Por tanto ellos,
especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de
pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los
fieles sobre la tierra bajo la guía del jefe común, el Romano Pontífice, y de los
Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia» (Pío XII, Discurso a los
cardenales recién creados, 20 de febrero de 1946; citado por Juan Pablo II
en CL 9).

900 Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del
apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la
obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en
asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea
conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación
es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres
pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su
acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede
obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia (cf. LG 33).

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