Smith Señores de La Instrumentalidad
Smith Señores de La Instrumentalidad
Smith Señores de La Instrumentalidad
Cordwainer Smith
I
Antes que las grandes naves susurrasen entre los astros por obra de la planoforma, la gente
tenía que volar de una estrella a otra con inmensas velas: enormes membranas armadas en el
espacio sobre un cordaje largo, rígido y a prueba de frío. Un pequeño bote espacial ofrecía lugar
suficiente para que un marinero manejase las velas, verificase el rumbo y observase a los
pasajeros que iban herméticamente encerrados en sus pequeñas cápsulas adiabáticas, nudos
en inmensos hilos arrastrados por la nave. Los pasajeros nada sabían: se dormían en la Tierra y
despertaban en un nuevo y extraño mundo cuarenta, cincuenta o doscientos años más tarde.
Ese era un modo primitivo de viajar. Pero servía.
En una de esas naves Helen America había seguido al señor Ya-no-cano. En esas naves los
Observadores habían conservado su antigua autoridad sobre el espacio. Doscientos planetas, y
más, fueron colonizados de ese modo, incluyendo a la Vieja Australia del Norte, destinada a ser
el tesoro de todos.
Puerto de Emigración era una hilera de edificios chatos y cuadrados, todo lo contrario de
Terrapuerto, que se alza sobre las nubes como una congelada explosión nuclear.
Puerto de Emigración es riguroso, monótono, triste y eficiente. Las paredes son de un rojo
oscuro, como la vieja sangre, porque de ese modo resulta más barato calentarlas. Los cohetes
son feos y simples; los fosos, donde esperan, son tan ignominiosos como simples talleres
mecánicos. La Tierra tiene pocos sitios para recomendar a los visitantes. Puerto de Emigración
es uno de ellos. Las personas que trabajan allí gozan del privilegio del trabajo verdadero y de
honores profesionales seguros. La gente que va allí pierde muy pronto el conocimiento. Lo que
recuerdan de la Tierra es una habitación pequeña, como la habitación de un hospital, una cama
pequeña, un poco de música, un poco de conversación, el sueño y (quizá) el frío.
De Puerto de Emigración van a las cápsulas que son cerradas herméticamente. Las cápsulas
van a los cohetes y los cohetes a la nave de vela. Esa es la vieja manera de viajar.
La nueva es mejor. Todo lo que hace ahora una persona es visitar una agradable sala, o
jugar a las cartas, o comer algo. Todo lo que necesita es la mitad de la riqueza de un planeta, o
un par de cientos de años de antigüedad calificados con un invariable «excelente».
Las naves fotónicas eran diferentes. Todo el mundo corría algún tipo de riesgo.
Un hombre joven, de pelo y piel claros y corazón contento, partió hacia un nuevo mundo. Lo
acompañaba un hombre mayor, de pelo algo canoso. Y otras treinta mil personas. Y además, la
muchacha más hermosa de la Tierra.
La Tierra la podría haber conservado, pero los nuevos mundos la necesitaban.
Tenía que ir.
Fue en una nave de vela. Y tuvo que cruzar el espacio... el espacio donde siempre acecha el
peligro.
El espacio impone a veces el uso de extrañas herramientas: los gritos de una niña hermosa,
el cerebro laminado de un ratón muerto hace mucho tiempo, el acongojado llanto de una
computadora. El espacio casi nunca ofrece respiro, rescate o remedio. Hay que anticipar todos
los peligros; de lo contrario se vuelven mortales. Y la más grande de todas las dificultades es el
propio hombre.
- Es hermosa - dijo el primer técnico.
- Es sólo una niña - dijo el segundo.
- No parecerá tan niña cuando hayan estado doscientos años en el espacio - dijo el primero.
- Pero es una niña - dijo el segundo, sonriendo -, una hermosa muñeca de ojos azules que,
en puntillas, empieza a dar sus primeros pasos hacia la vida adulta.
Suspiró.
- Irá congelada - dijo el primero.
- No todo el tiempo - dijo el segundo -. A veces se despiertan. Se tienen que despertar. Las
máquinas los descongelan. Recuerdas los crímenes en la Vieja Veintidós. Buena gente, pero mal
combinada. Y todo anduvo mal, sucia, brutalmente mal.
Ambos recordaron a la Vieja Veintidós. La nave había ya andado mucho tiempo a la deriva
entre las estrellas cuando alguien percibió su señal de alarma y la rescató. El rescate llegó
demasiado tarde.
La nave se veía en un estado inmaculado. Las velas estaban dispuestas en un ángulo
correcto. Los miles de durmientes congelados, que iban detrás de la nave en sus cápsulas
adiabáticas individuales, habrían estado en excelente condición, pero los habían dejado
demasiado tiempo en pleno espacio, y la mayoría se había podrido. En el interior de la nave... allí
estaba el problema. El marinero se había desvanecido o se había muerto. Se habían despertado
los pasajeros de reserva. Los pasajeros de reserva no se llevaron bien entre ellos. O se llevaron
demasiado bien, espantosamente bien, en el mal sentido. Allá entre las estrellas, encerrados en
una frágil y limitada cabina, habían inventado nuevos crímenes, y los habían cometido entre
ellos: crímenes que un millón de años de la vieja maldad terrestre no había sacado nunca a la
superficie del hombre.
Los investigadores de la Vieja Veintidós se habían enfermado gravemente al reconstruir los
hechos que ocurrieron después de despertar la tripulación de reserva. Dos de esos
investigadores habían pedido que les borraran la memoria y, obviamente, se habían retirado del
servicio.
Los dos técnicos conocían toda la historia de la Vieja Veintidós mientras miraban a la mujer
de quince años que dormía sobre la mesa. ¿Sería una mujer? ¿Sería una niña? ¿Qué le pasaría
si despertaba en el vuelo?
La muchacha respiraba delicadamente.
Los dos técnicos se miraron por encima de la figura de la muchacha, y el primero dijo:
- Deberíamos llamar al guardia psicológico. Es el hombre indicado para este trabajo.
- Al menos lo puede intentar - dijo el segundo.
El guardia psicológico, un hombre cuyo nombre terminaba en los dígitos Tigabelas, entró muy
alegre en la sala media hora mas tarde. Era un viejo observador y astuto, con cara de soñador,
probablemente en el cuarto rejuvenecimiento. Miró a la muchacha hermosa que había sobre la
mesa y aspiró profundamente.
- ¿Para qué es...? ¿Para una nave?
- No - dijo el primer técnico -, es para un concurso de belleza.
- No sea tonto - dijo el guardia psicológico -. ¿De veras van a mandar a esa niña hermosa al
Arriba-Afuera?
- Es de la reserva - dijo el segundo técnico -. La gente de Wereld Schemering se está
volviendo muy fea, y han transmitido al Gran Parpadeo que necesitan gente de mejor aspecto.
La Instrumentalidad los está ayudando. Todas las personas que van en esta nave son elegantes
o hermosas.
- Si es tan preciosa, ¿por qué no la congelan y la ponen en una cápsula? De esa manera
llegaría o no llegaría a destino. Una cara tan bonita como esa - dijo Tigabelas -, podría crear
problemas en cualquier parte. Y más en una nave. ¿Cuál es su número-nombre?
- Está allí, en el pizarrón - dijo el primer técnico -. Todo está allí, en el pizarrón. Supongo que
también querrá los de los otros. Ya está hecha la lista, y pronto aparecerá en el pizarrón.
- Veesey-koosey - leyó el guardia psicológico, en voz alta -, o cinco-seis. Un nombre tonto,
pero bastante bonito.
Echó una última ojeada a la muchacha dormida, y se concentró en el trabajo de leer las
historias clínicas de las personas agregadas a la tripulación de reserva. A las diez líneas vio por
qué la muchacha iba preparada para emergencias, en vez de dormir todo el viaje. Tenía un
Potencial Filial de 999.999, lo cual significaba que cualquier adulto normal de cualquiera de los
dos sexos la podría aceptar y/o aceptaría como hija luego de unos pocos minutos de relación. La
muchacha no tenía ninguna habilidad especial, ningún conocimiento, ninguna preparación. Pero
podía remotivar casi a cualquier persona mayor que ella, y ofrecía una probabilidad de que esa
persona remotivada librase una gigantesca batalla por la vida. Por el bien de la muchacha. Y,
secundariamente, por el bien del adoptante.
Eso era todo, pero se trataba de algo tan especial que bastaba para que la pusieran en la
cabina. Encarnaba la verdad literal del antiguo fragmento poético: «la más bella de las hijas de la
vieja, vieja Tierra».
Cuando Tigabelas terminó de sacar las notas ya casi no quedaba tiempo. Los técnicos no lo
habían interrumpido. Se volvió para mirar una última vez a la hermosa muchacha. La muchacha
había desaparecido. El segundo técnico se había ido y el primero se estaba limpiando las
manos.
- ¿No la han congelado? - inquirió Tigabelas -. Yo también tendré que hacerle algo, para que
funcione la defensa.
- Si, desde luego - dijo el primer técnico -. Para eso le hemos reservado dos minutos.
- ¡Me dan dos minutos - dijo Tigabelas - para proteger un viaje de cuatrocientos cincuenta
años!
- Acaso necesita más - dijo el técnico; no fue siquiera una pregunta, excepto en la forma.
- ¿Necesito? - dijo Tigabelas. Esbozó una sonrisa -. No, no necesito. Esa chica estará segura
mucho tiempo después de que yo haya muerto.
- ¿Cuándo muere usted? - dijo el técnico, tratando de ser sociable.
- Dentro de setenta y tres años, dos meses, cuatro días - dijo Tigabelas, complacido -. Estoy
en la cuarta-y-última.
- Ya me parecía - dijo el técnico -. Es usted listo. Nadie es así al principio. Todos
aprendemos. Estoy seguro de que cuidará de esa muchacha.
Salieron juntos del laboratorio y ascendieron a la superficie y a la fresca y tranquila noche de
la Tierra.
II
En las últimas horas del día siguiente llegó Tigabelas; muy contento. En la mano izquierda
llevaba, en un carrete de tamaño comercial, la grabación de un drama. En la mano derecha tenía
un cubo de plástico negro con las caras cubiertas por resplandecientes puntos de contacto
plateados. Los dos técnicos lo saludaron cortésmente.
El guardia psicológico no podía ocultar la excitación y el placer.
- Conseguí los cuidados necesarios para esa chica. Va a ir preparada de tal modo que
conservará todo su Potencial Filial, pero acercándose mucho más al mil punto doble cero que
cuando tenía todos esos nueves. Usé el cerebro de un ratón.
- Si está congelado - dijo el primer técnico - no lo podremos poner en la computadora. Tendrá
que ir en los depósitos de emergencia.
- El cerebro está congelado - dijo Tigabelas, indignado -. Ha sido laminado. Lo endurecimos
con celuprime y luego lo cortamos en siete mil capas. Cada una de esas capas lleva un protector
plástico de por lo menos dos moléculas de espesor. El ratón no puede deteriorarse. En realidad,
este ratón va a seguir pensando eternamente. No pensará mucho, a menos que le
proporcionemos el voltaje, pero pensará. Y no puede deteriorarse. Es un plástico cerámico, y
sólo lo podría romper un arma mayor.
- ¿Los contactos...? - dijo el segundo técnico.
- No llegan adentro - dijo Tigabelas -. Este ratón está sintonizado con la personalidad de esa
chica, hasta una distancia de mil metros. Lo podemos poner en cualquier sitio de la nave. La caja
ha sido endurecida. Los contactos sólo están fijados en la parte exterior. Alimentan a otros
contactos de acero-níquel que hay del lado de adentro. Como les dije, este ratón va a seguir
pensando cuando el último planeta conocido esté muerto. Y pensará en esa chica. Para siempre.
- Para siempre es un tiempo espantosamente largo - dijo el primer técnico, estremeciéndose
-. Sólo necesitamos un período de seguridad de dos mil años. La propia muchacha se
deterioraría en menos de mil años, si algo fallase.
- No importa - dijo Tigabelas -; esa chica va a estar protegida, llegue o no a deteriorarse. -
Tigabelas le habló al cubo -: Vas con Veesey, muchacho, y si ella se pone como los de la Vieja
Veintidós transformarás todo en un juego de pinitos con helados e himnos al Viento Oeste. -
Tigabelas alzó la mirada hacia los otros hombres y dijo, innecesariamente: - No me oye.
- Claro que no - dijo el primer técnico, muy seco.
Todos miraron el cubo. Era una hermosa obra de ingeniería. El guardia psicológico tenía
razones para estar orgulloso.
- ¿Va a seguir necesitando el ratón? - dijo el primer técnico.
- Si - dijo Tigabelas -. Un tercio de una milésima de segundo a cuarenta megadinas. Quiero
grabarle toda la vida de la chica en el lóbulo cortical izquierdo. Especialmente los gritos. Gritó
mucho a los diez meses. Algo que tenía en la boca. Gritó a los diez años cuando pensó que el
aire se había interrumpido en el tubo ascensor. Pero no se había interrumpido; de lo contrario no
estaría ahora en este sitio. Todo eso aparece en la ficha clínica. Quiero que el ratón tenga esos
gritos. Y a la chica le regalaron un par de zapatos rojos cuando cumplió cuatro años. Quiero esos
dos minutos con ella. He grabado la clave de la serie completa de Marcia y los Hombres de la
Luna, el mejor drama para chicas adolescentes que dieron en la pantalla el año pasado. Veesey
lo vio. Y ahora lo volverá a ver, pero también estará conectado el ratón. Habrá menos
posibilidades de que se olvide que tiene las posibilidades de una bola de nieve en el Infierno.
- ¿Qué dijo? - preguntó el primer técnico.
- ¿Eh? - dijo Tigabelas.
- ¿Es usted sordo?
- No - dijo el técnico, enfadado -. Simplemente no entendí lo que usted quiso decir.
- Dije que habría menos posibilidades de que se olvide que las posibilidades de una bola de
nieve en el infierno.
- Eso es lo que me pareció haber oído - respondió el técnico -. ¿Qué es una bola de nieve?
¿Qué es el infierno? ¿Cuáles son las posibilidades?
El segundo técnico los interrumpió, ansioso.
- Yo si - explicó -. Las bolas de nieve son formaciones heladas en Neptuno. El Infierno es un
planeta cerca de Khufu VII. No sé cómo podría alguien juntar las dos cosas.
Tigabelas los miró con el fatigado asombro de los muy viejos. No tenía ganas de dar
explicaciones.
- Dejemos la literatura para otro momento - dijo con suavidad -. Todo lo que quise decir fue
que Veesey estará segura en cuanto la imprimamos en este ratón. El ratón la sobrevivirá a ella y
a todos los demás, y ninguna adolescente olvidará a Marcia y Los Hombres de la Luna.
Especialmente después de haber visto cada episodio dos veces. Que es lo que hizo Veesey.
- ¿No anulará a todos los otros pasajeros? Eso no sería una solución - dijo el primer técnico.
- No, de ningún modo - dijo Tigabelas.
- Déme otra vez esas medidas - dijo el primer técnico.
- Ratón... un tercio de una milésima de segundo a cuarenta megadinas.
- Así lo oirán más allá de la luna - dijo el primer técnico -. No se puede meter ese tipo de
cosas en la cabeza de la gente sin permiso. ¿Quiere que consigamos un permiso especial de la
instrumentalidad?
- ¿Para un tercio de una milésima de segundo?
Los dos hombres se miraron cara a cara un momento; luego el técnico empezó a arrugar la
frente, la boca se le distendió esbozando una sonrisa y ambos terminaron riendo. El segundo
técnico no entendía lo que pasaba, y Tigabelas les explicó:
- Estoy poniendo toda la vida de la muchacha en un tercio de una milésima de segundo a
máxima potencia. La vida se volcará en el cerebro de ratón que hay dentro del cubo. ¿Cuál es la
reacción humana normal en un tercio de una milésima de segundo?
- Quince milésimas de segundo... - empezó a decir el segundo técnico, y se calló.
- Eso es - dijo Tigabelas -. La gente no percibe nada en menos de quince milésimas de
segundo. Este ratón no sólo es un ratón laminado; es un ratón rápido. La laminación actúa con
más rapidez que sus viejas sinapsis. Traigan a la chica.
El primer técnico se volvió para hacer una última pregunta.
- ¿El ratón está muerto?
- No. Sí. Claro que no. ¿Qué quiere usted decir? ¿Quién sabe? - dijo Tigabelas, sin hacer una
sola pausa para respirar.
El hombre más joven seguía mirando, pero el canapé con la chica hermosa ya había entrado
en la habitación. La piel de Veesey se había enfriado, y del rosa había pasado al marfil; a simple
vista ya no se le notaba la respiración, pero todavía era hermosa. El congelamiento profundo aún
no había comenzado.
- Ratón... cuarenta megadinas, un tercio de una milésima de segundo. Muchacha, índice de
emisión máxima de energía, el mismo tiempo. Muchacha, índice de recepción de energía, dos
minutos, ¿qué volumen?
- Cualquiera - dijo Tigabelas -. Cualquiera. El que usen para grabado profundo de
personalidad.
- Volumen listo - dijo el técnico.
- Tome el cubo - dijo Tigabelas.
El técnico tomó el cubo y lo puso en la caja parecida a un ataúd que había cerca de la cabeza
de la muchacha.
- Adiós, ratón inmortal - dijo Tigabelas -, piensa en la chica hermosa cuando yo esté muerto y
no te canses demasiado de Marcia y los Hombres de la Luna cuando la hayas visto durante un
millón de años...
- La grabación - dijo el segundo técnico. Tigabelas se la entregó. La puso en un proyector
común de dramas que sin embargo tenía cables más gruesos que los proyectores domésticos.
- ¿Tiene alguna palabra clave? - dijo el primer técnico.
- Es un pequeño poema - dijo Tigabelas. Buscó en el bolsillo -. No lo lea en voz alta. Si uno
de nosotros pronunciase mal una palabra, existiría la posibilidad de que ella la oyese y eso
alteraría la relación entre ella y el ratón laminado.
Los dos miraron el trozo de papel. En letras claras y arcaicas aparecían estas líneas:
Señora, si un hombre la quiere molestar,
usted puede azul pensar,
hasta dos contar,
y un zapato rojo buscar.
Los técnicos rieron, entusiasmados.
- Eso servirá - dijo el primer técnico.
Tigabelas los miró con una turbada sonrisa de agradecimiento.
- Conéctelos a los dos - dijo -. Adiós, muchacha - murmuró para sus adentros -. Adiós, ratón.
Quizá los vea dentro de setenta y cuatro años.
En la habitación hubo un invisible destello de luz, una luz que les brilló dentro de las cabezas.
En órbita lunar, un navegante pensó en los zapatos rojos de su madre.
En la Tierra dos millones de personas empezaron a contar «uno-dos» y luego se preguntaron
por qué habrían hecho eso.
Un joven y brillante periquito, en una nave orbital, comenzó a recitar el verso entero, y
desconcertó a la tripulación: nadie le encontraba significado.
Fuera de estos episodios no hubo efectos secundarios.
La chica del féretro arqueó el cuerpo a causa de la terrible tensión. Los electrodos le habían
chamuscado la piel en las sienes. Las cicatrices, de un rojo brillante, se veían nítidamente en la
piel fresca y fría.
En el cubo no había señales del ratón muerto-vivo vivo-muerto.
Mientras el segundo técnico extendía un ungüento sobre las cicatrices de Veesey, Tigabelas
se puso los auriculares y tocó los terminales del cubo muy suavemente, sin moverlo del sitio que
ocupaba en la caja con forma de ataúd.
Asintió, satisfecho. Dio un paso atrás.
- ¿Está seguro de que la muchacha lo registró?
- Se lo volveremos a leer antes de que entre en congelamiento profundo.
- Marcia y los Hombres de la Luna, ¿qué?
- Es fácil - dijo el primer técnico -. Le diré si falta algo. Pero no faltará nada.
Tigabelas echó una última mirada a la hermosa, hermosa muchacha. Setenta y tres años, dos
meses, tres días, pensó para sus adentros. Y a ella, fuera del alcance de las leyes terrestres,
quizá la premien con mil años. Y el cerebro de ratón vivirá un millón de años.
Veesey nunca conoció a ninguno de ellos: ni el primer técnico ni el segundo técnico ni
Tigabelas, el guardia psicológico.
Hasta el día de su muerte, Veesey supo que Marcia y los Hombres de la Luna había incluido
las luces azules más maravillosas, la hipnótica cuenta de «uno-dos, uno-dos» y los zapatos rojos
más bonitos que una niña había visto en la Tierra o fuera de la Tierra.
III
Trescientos veintiséis años más tarde, Veesey tuvo que despertar.
Se había abierto su caja.
Le dolía el cuerpo, en cada músculo y en cada nervio.
La nave gritaba emergencia y ella tenía que levantarse.
Quería dormir, dormir, o morir.
La nave seguía gritando.
Tenía que levantarse.
Alzó un brazo hasta el borde del féretro-cama. Había practicado los movimientos para entrar
y salir de la cama en el largo período de entrenamiento antes de que la llevasen abajo para
hipnotizarla y congelarla. Sabía con toda precisión lo que tenía que buscar, y lo que iba a
encontrar. Se volvió echándose sobre un costado. Abrió los ojos.
Las luces eran amarillas y potentes. Volvió a cerrar los ojos.
Esta vez sonó una voz, muy cerca. La voz parecía decir:
- Lleva la paja a la boca.
Veesey lanzó un quejido.
La voz continuaba diciendo cosas.
Sentía algo áspero contra la boca.
Abrió los ojos.
El perfil de una cabeza humana se había interpuesto entre ella y la luz.
Bizqueó, tratando de ver si sería otro de los doctores. No, ahora estaba en la nave.
La cara se definió.
Era la cara de un hombre muy buen mozo y muy joven. Los ojos de este hombre la miraron a
ella a los ojos. Ella nunca había visto a nadie que fuese, a la vez, hermoso y simpático, por lo
menos de la manera en que lo era ese hombre. Trató de verlo con claridad, y se sorprendió
esbozando una sonrisa.
El tubo de alimentación le entró entre los labios y los dientes. Automáticamente, Veesey
chupó. El liquido que salía de ese tubo era algo parecido a la sopa pero también poseía un gusto
medicinal.
El rostro tenía voz.
- Despierta - decía -, despierta. No es bueno parar ahora. Necesitas hacer ejercicio en cuanto
puedas.
Veesey dejó que el tubo se le cayese de la boca y jadeó:
- ¿Quién eres?
- Trece - dijo el joven -, y aquel que está allí es Talatashar. Hace dos meses que estamos
despiertos, reanimando a los robots. Necesitamos tu ayuda.
- Ayuda - murmuró Veesey -, ¿mi ayuda?
La cara de Trece se arrugó en una deliciosa sonrisa.
- Bueno, si, te necesitamos en cierto modo. Necesitamos de veras una tercera mente para
observar a los robots cuando pensemos que están preparados. Y además, nos sentimos muy
solos. Talatashar y yo no nos acompañamos demasiado. Examinamos la lista de los tripulantes
de reserva y decidimos despertarte a ti.
Le tendió una mano amistosa.
Al incorporarse, Veesey vio al otro hombre, Talatashar. Retrocedió inmediatamente: nunca
había visto a nadie tan feo. Tenía el pelo canoso y demasiado corto. En cuencas inundadas de
grasa asomaban ojitos de cerdo. A los lados de la cara le colgaban las mejillas, en papadas
monstruosas. Y por si eso fuera poco, la cara era verdaderamente desproporcionada. Un lado
parecía despierto, pero el otro se retorcía en un interminable espasmo de agonía. Veesey no lo
pudo evitar y se llevó una mano a la boca. Así habló, con el dorso de la mano sobre los labios.
- Pensé... pensé que todas las personas que iban en esta nave tenían que ser hermosas.
Un lado de la cara de Talatashar le sonrió mientras que el otro conservaba aquella inmóvil
expresión de dolor.
- Lo éramos - retumbó la voz de Talatashar, una voz nada desagradable -, todos lo éramos.
Siempre hay algunos que se deterioran a causa del congelamiento. Tardarás algún tiempo en
acostumbrarte a mi. - Lanzó una torva carcajada. - Yo mismo tardé un tiempo en acostumbrarme
a mí. Lo he logrado en dos meses. Encantado de conocerte. Quizá también tú estés encantada
de conocerme después de un tiempo. ¿Tú qué piensas, eh, Trece?
- ¿Qué? - dijo Trece, que los había mirado con amistosa preocupación.
- La chica. Tan discreta. La diplomacia directa de los muy jóvenes. Dijo que yo era hermoso.
Yo digo que no. Y ella ¿qué es?
Trece se volvió hacia la muchacha.
- Te ayudaré a sentarte - dijo.
Veesey se sentó en el borde de la caja.
Sin decir nada, el joven le entregó el recipiente del líquido con el tubo de alimentación, y ella
volvió a chupar. Los ojos de la muchacha miraban a los dos hombres como los ojos de una niña
pequeña. Eran ojos tan inocentes y tan preocupados como los ojos de una gatita que acaba de
conocer su primer problema.
- Tú ¿qué eres? - dijo Trece.
Veesey apartó los labios del tubo por un instante.
- Una muchacha - dijo.
En una mitad de la cara de Talatashar apareció una sonrisa sofisticada. La otra mitad se
movió un poco a causa del estiramiento de los músculos, pero no expresó nada.
- Eso ya lo veremos - dijo, con voz torva.
- Lo que quiere decir Talatashar - explicó Trece, conciliatorio -, es ¿qué te enseñaron?
Veesey volvió a dejar el tubo.
- Nada - dijo.
Los hombres se rieron... los dos. Primero, Talatashar rió con toda la maldad del mundo en la
voz. Luego rió Trece, que era demasiado joven para reír con su propia risa. Su risa también fue
cruel. Había en ella algo masculino, misterioso, amenazador y secreto, como si supiera todas las
cosas que las muchachas sólo podían saber a costa de dolor y de humillación. Por el momento
era un extraño, como siempre lo han sido los hombres frente a las mujeres; colmado de secretos
motivos y ocultos deseos, impulsado por brillantes y agudos pensamientos que las mujeres no
tenían ni deseaban tener. Quizá se le había deteriorado algo más que el cuerpo.
No había nada en la propia vida de Veesey que le hiciese temer esa risa, pero un millón de
años de instinto femenino le decían que no hiciese caso del mal, que siguiese alerta ante nuevos
peligros y que esperase lo mejor por el momento. De libros y grabaciones había aprendido todo
lo del sexo. Esa risa nada había tenido que ver con bebés o con el amor. Había en ella desprecio
y poder y crueldad: la crueldad de los hombres que son crueles simplemente porque son
hombres. Por un instante los odió a los dos, pero no se sintió alarmada hasta el punto de hacer
funcionar los dispositivos protectores que el guardia psicológico le había incorporado a la mente.
En vez de hacer eso, miró la cabina, un rectángulo de diez metros de largo por cuatro de ancho.
Esa era ahora su casa, quizá para siempre. En algún sitio había durmientes, pero ella no veía
las cajas. Todo lo que tenía era ese pequeño espacio y los dos hombres... Trece, el de la risa
cálida, la voz agradable, los interesantes ojos color azul grisáceo; y Talatashar, el de la cara
arruinada. Y las risas de los dos. Esa risa masculina, tan perversa y misteriosa, esa risa hostil y
sutilmente burlona.
«La vida es la vida», pensó Veesey, «y tengo que vivirla. Aquí.»
Talatashar, que había terminado de reír, habló ahora con una voz muy diferente.
- Más adelante ya habrá tiempo para la diversión y los juegos. Pero primero tenemos que
hacer el trabajo. Las velas fotónicas no recogen suficiente luz de las estrellas para llevarnos a
algún sitio. La vela mayor ha sido rasgada por un meteoro. No podemos repararla porque mide
treinta kilómetros de una punta a la otra. Así que tendremos que remendar de algún modo la
nave... esa es la vieja y adecuada palabra.
- ¿Cómo funciona? - preguntó Veesey con tristeza, no muy interesada en su propia pregunta.
Las molestias y los dolores del largo congelamiento empezaban a atormentarla.
Talatashar dijo:
- Es simple. Las velas llevan una capa. Unos cohetes nos pusieron en órbita. La presión de la
luz es mayor de un lado que del otro. Con un poco de presión en un lado y virtualmente nada de
presión en el otro, la nave tiene que ir a algún lugar. La materia interestelar es muy tenue y no
consigue frenarnos. Las velas tiran siempre en dirección contraria a la fuente de luz más
brillante. Durante los primeros ochenta años esa fuente era el Sol. Luego tratamos de
aprovechar el Sol y algunas zonas brillantes que quedaban detrás. Ahora recibimos más luz de
la que queremos, y nos desviaremos del punto de destino si no volvemos el lado ciego de las
velas hacia esa meta y los lados impelentes hacia una fuente un poco menos brillante. El
marinero murió, por una razón que no llegamos a comprender. El mecanismo automático de la
nave nos despertó y el tablero de navegación nos explicó la situación. Aquí estamos. Tenemos
que preparar los robots.
- Pero ¿qué les pasa? ¿Por qué no lo hacen ellos mismos? ¿Por qué tuvieron que despertar
a personas? Dicen que son tan listos.
Veesey pensaba en especial por qué habrían tenido que despertarla a ella. Pero sospechaba
la respuesta - que lo habían hecho los hombres, no los robots -, y no quería hacerles decir esas
palabras. Todavía recordaba cómo esas risas masculinas se habían transformado en algo feo.
- Los robots no fueron programados para rasgar velas; sólo fueron programados para
arreglarlas. Tenemos que condicionarlos para que acepten el daño que no queremos reparar y
para que sigan adelante con el nuevo trabajo que queremos agregar.
- ¿Podría comer alguna cosa? - preguntó Veesey.
- ¡Ya te la traigo! - gritó Trece.
- ¿Por qué no? - dijo Talatashar.
Mientras la muchacha comía, los dos hombres revisaron la lista de trabajos necesarios; los
tres hablaban tranquilamente. Veesey se sintió más relajada. Tenía la sensación de que la
estaban aceptando en el club.
Cuando terminaron de preparar el plan de trabajo, llegaron a la conclusión de que tardarían
entre treinta y cinco y cuarenta y dos días normales en atiesar las velas y volver a colocarlas.
Los robots hacían el trabajo exterior, pero las velas medían cien mil kilómetros de largo por
treinta mil kilómetros de ancho.
¡Cuarenta y dos días!
No fueron cuarenta y dos días de trabajo, ni nada parecido.
Necesitaron un año y tres días.
Las relaciones en la cabina no habían cambiado mucho. Talatashar por lo general no le
hablaba; cuando lo hacía era para hacerle observaciones desagradables. Nada de lo que había
encontrado en el botiquín le había mejorado el aspecto, pero algunas de las cosas lo drogaban y
entonces dormía muy bien durante largos ratos.
Hacía mucho tiempo que Trece se había convertido en el novio de ella, pero era un romance
tan inocente que bien podría haber transcurrido sobre el césped, bajo unos olmos, al borde de un
sedoso río terrestre.
Una vez Veesey los encontró peleando, y exclamó:
- ¡Paren! ¡Paren! ¡No pueden hacer eso!
Cuando dejaron de golpearse mutuamente, la muchacha dijo, sorprendida:
- Pensé que no podían. Esas cajas. Esos protectores. Esas cosas que nos ponen.
Y Talatashar, con infinita fealdad y determinación en la voz, dijo:
- Eso es lo que ellos pensaron. Hace meses que tiré esas cosas fuera de la nave. No las
quiero tener cerca.
El efecto sobre Trece fue dramático, tan malo como si hubiera entrado sin darse cuenta en
uno de los Viejos Lugares Enajenantes.
Quedó totalmente paralizado, los ojos muy abiertos y la voz llena de pánico cuando por fin
consiguió hablar.
- ¡Es... por eso... entonces... que... nos... peleamos!
- ¿Te refieres a las cajas? Claro que ya no están.
- Pero - jadeó Trece - cada uno de nosotros era protegido por una caja. A todos nos
protegían... de nosotros mismos. ¡Dios nos ayude!
- ¿Qué es Dios? - dijo Talatashar.
- No importa. Es una vieja palabra. Se la oí a un robot. Pero ¿qué haremos? ¿Qué harás tú? -
le dijo, acusador, a Talatashar.
- ¿Yo? - dijo Talatashar -. Yo nada. Nada ha ocurrido.
El lado bueno de la cara se retorció en una espantosa sonrisa.
Veesey observó a los dos hombres.
No lo entendía, pero lo temía: ese peligro tan poco específico.
Talatashar lanzó su fea y masculina carcajada, pero esta vez Trece no lo acompañó. El
muchacho, en cambio, miró boquiabierto al otro hombre.
Talatashar hizo una demostración de coraje y de indiferencia.
- Se terminó mi turno - dijo -, y me voy a dormir.
Veesey asintió y trató de decirle «buenas noches» pero no pudo separar los labios. Estaba
asustada e inquisitiva. De las dos cosas, sentirse inquisitiva era la peor. Tenía a más de treinta
mil personas alrededor, pero sólo esas dos estaban vivas y presentes. Y sabían algo que ella no
sabía.
De eso Talatashar hizo una valiente ostentación al ordenarle:
- Prepara alguna bebida especial para la gran comida de mañana. Te conviene obedecer,
muchacha.
Talatashar subió a la pared.
Cuando Veesey se volvió hacia Trece, fue él quien cayó en los brazos de ella.
- Estoy asustado - dijo Trece -. Podemos enfrentar cualquier cosa en el espacio, pero no
podemos enfrentarnos a nosotros. Estoy empezando a pensar que el marinero se mató. También
a él le falló la defensa psicológica. Y ahora estamos todos solos con nosotros mismos.
Instintivamente, Veesey miró la cabina alrededor.
- Es lo mismo que antes. Los tres solos, y este cuarto pequeño y del otro lado del casco el
Arriba-Afuera.
- ¿No lo entiendes, querida? - Trece la agarró de los hombros -. Las cajas nos protegían de
nosotros mismos. Y ahora no están. Nada nos puede ayudar. No hay aquí nada que nos proteja
de nosotros. ¿Qué cosa lastima al hombre tanto como el hombre? ¿Qué cosa mata a la gente
tanto como la gente? ¿Qué peligro podría ser peor para nosotros que nosotros mismos?
La muchacha trató de desasirse.
- La situación no es tan mala.
Sin contestar, Trece la atrajo contra su cuerpo. Comenzó a desgarrarle las ropas. La
chaqueta y los pantalones cortos, como los de él, eran omnitextiles y ajustados al cuerpo.
Veesey se defendió, pero no estaba nada asustada. Sentía lástima por el muchacho, y en ese
momento lo único que la preocupaba era que Talatashar llegase a despertar y fuese a ayudarla.
Eso sería demasiado.
No costaba mucho contener a Trece.
Consiguió sentarlo y juntos se deslizaron hasta el sillón grande.
La cara del muchacho estaba tan manchada de lágrimas como la suya.
Esa noche no hicieron el amor.
En susurros, en jadeos, Trece le contó la historia de la Vieja Veintidós. Le dijo que la gente se
vaciaba entre los astros y que las viejas cosas que había dentro de la gente despertaban, y que
las profundidades de sus mentes eran más terribles que el más negro abismo del espacio. El
espacio nunca cometía crímenes. Mataba, nada más. La naturaleza podía transmitir la muerte,
pero sólo el hombre podía llevar el crimen de mundo en mundo. Sin las cajas, todos ellos
miraban los insondables abismos de sus propias y desconocidas identidades.
En realidad, Veesey no entendió, aunque se esforzó todo lo posible.
Trece se fue a dormir - hacía ya mucho tiempo que tendría que haber terminado su turno -
murmurando una y otra vez:
- ¡Veesey, Veesey, protégeme de mí! ¿Qué puedo hacer ahora, ahora, para que no haga
alguna cosa terrible más adelante? ¿Qué puedo hacer? Ahora me tengo miedo, Veesey, y le
tengo miedo a la Vieja Veintidós. Veesey, Veesey, tienes que salvarme de mí. ¿Qué puedo
hacer ahora, ahora, ahora...?
Veesey no supo qué contestarle, y después que se durmió él también ella se durmió. Las
luces amarillas brillaban con fuerza sobre los dos. La mesa robot, al descubrir que no había
ningún ser humano en la posición de «encendido», asumió el mando total de la nave y de las
velas.
Talatashar los despertó por la mañana.
Durante ese día, y durante los días siguientes, nadie habló de las cajas. Nada había que
decir.
Pero los dos hombres se observaban como bestias de razas distintas, y Veesey comenzó a
observarlos a su vez. Algo malo y vital había entrado en la habitación, una exuberancia vital que
Veesey desconocía. Ese algo no producía ningún olor; Veesey no lo veía; no lo podía tocar con
los dedos. Pero era algo verdadero. Quizá era lo que la gente en otra época llamaba peligro.
La muchacha trataba de ser particularmente amistosa con los dos hombres. Eso le reducía la
sensación que tenía adentro. Pero Trece era ahora rudo y celoso, y Talatashar sonreía con la
misma falsa y desproporcionada sonrisa.
IV
El peligro llegó por sorpresa.
Las manos de Talatashar le tocaban el cuerpo, y trataban de sacarla de la caja de dormir.
Veesey intentó defenderse, pero Talatashar era tan despiadado como una máquina.
La sacó de la caja, le dio media vuelta y la dejó flotando en el aire. Tardaría uno o dos
minutos en tocar el suelo, y era evidente que él trataría otra vez de dominarla. Mientras se
retorcía en el aire preguntándose qué habría pasado, Veesey vio que los ojos de Trece se
movían siguiéndole los movimientos. Tardó sólo una fracción de segundo en darse cuenta de
que también veía a Trece. El muchacho estaba atado con cable de emergencia, y ese cable
estaba atado a uno de los montantes de la pared. Sin duda se sentía más desvalido que ella.
Un miedo frío y profundo invadió a Veesey.
- Esto ¿es un crimen? - le susurró al aire vacío -. ¿Esto que me estás haciendo es lo que
llaman crimen?
Talatashar no le contestó, pero le apretó con firmeza los hombros. La hizo girar. La muchacha
le dio una bofetada. Talatashar le respondió con otra bofetada, una bofetada tan fuerte que
Veesey sintió en la mandíbula el dolor de una herida.
Veesey se había lastimado accidentalmente unas cuantas veces; los médicos-robots siempre
habían corrido a auxiliarla. Pero esa era la primera vez que la lastimaba otro ser humano.
Lastimar a una persona... ¡eso no se hacía, fuera de los juegos de hombres! No se hacía. No
podía pasar. Pasó.
De repente recordó lo que Trece le había contado de la Vieja Veintidós, y de lo que les
pasaba a las personas cuando en el espacio perdían lo que eran por fuera y comenzaban a
sacar maldad de ese interior que, después de un millón de años de humanidad, todavía los
seguía a todas partes, incluso al espacio mismo.
Era el crimen, que había vuelto al hombre.
Veesey consiguió decírselo a Talatashar.
- ¿Vas a cometer crímenes? ¿En esta nave? ¿Conmigo?
La expresión de Talatashar no era muy clara, con esa mitad del rostro congelada en un
perpetuo rictus de risa incumplida. Ahora estaban frente a frente. La muchacha sentía un ardor
en la cara, en el sitio donde había recibido la bofetada, pero el lado bueno de la cara de
Talatashar, donde ella lo había golpeado, no mostraba huellas de dolor equivalentes. No
mostraba más que fortaleza, atención y una especie de armonía que era absoluta e
inimaginablemente errónea.
Al fin Talatashar le respondió como un hombre que camina entre las maravillas de su propia
alma.
- Voy a hacer lo que yo quiera. Lo que yo quiera. ¿Entiendes?
- ¿Por qué no nos pides? - consiguió decir Veesey -. Trece y yo haremos lo que tú quieras.
Estamos todos solos en esta pequeña nave, a millones de kilómetros de ninguna parte. ¿Por qué
no habríamos de hacer lo que tú quieras? Suéltalo. Y habla conmigo. Haremos lo que tú quieras.
Cualquier cosa. También tú tienes derechos.
La carcajada de Talatashar fue casi un grito de locura.
Acercó la cara a la muchacha y le silbó tan bruscamente que las gotas de saliva la salpicaron
de la mejilla a la oreja:
- ¡No quiero derechos! - le gritó -. No quiero lo que es mío. No quiero hacer algo bueno. ¿Les
parece que no los he oído a los dos, noche tras noche, haciendo delicados ruidos amorosos
cuando se oscurece la cabina? ¿Por qué crees que arrojé todos esos cubos de la nave? ¿Por
qué crees que necesitaba poder?
- No lo sé - dijo ella, triste y humilde. No había perdido la esperanza. Quizá Talatashar se
desahogaba hablando y recuperaba la cordura. Veesey había oído hablar de robots a los que les
fallaban los circuitos y tenían que ser perseguidos por otros robots. Pero nunca había pensado
que eso también le podía ocurrir a la gente.
Talatashar lanzó un quejido. En ese quejido estaba la historia del hombre: la ira hacia la vida,
que promete tanto y da tan poco, y la desesperación con el tiempo, que engaña al hombre
mientras le da forma. Se echó hacia atrás, en el aire, y se dejó flotar hacia el suelo de la cabina,
donde la alfombra magnética les atraía los sedosos filamentos de hierro que contenían sus
ropas.
- Piensas «esto le va a pasar», ¿verdad? - dijo Talatashar hablando de sí mismo. La
muchacha asintió.
- Piensas «va a entrar en razón y nos va a dejar solos a los dos», ¿verdad?
La muchacha volvió a asentir.
- Piensas «Talatashar se pondrá bien cuando lleguemos a Wereld Schemering, y los médicos
le arreglarán la cara y entonces todos volveremos a ser felices». Eso es lo que piensas,
¿verdad?
La muchacha asintió una vez más. Oyó que a sus espaldas Trece lanzaba un fuerte quejido
contra la mordaza, pero no se atrevió a apartar la mirada de Talatashar y de esa cara
deteriorada, horrible.
- Bueno, no es eso lo que pasará, Veesey - dijo Talatashar. Había en su voz una
determinación casi serena.
- Veesey, no llegarás allá. Voy a hacer lo que tengo que hacer. Te voy a hacer cosas que
nadie hizo nunca en el espacio, y luego arrojaré tu cuerpo al vacío. Pero dejaré que Trece vea
todo antes de matarlo a él también. Y luego, ¿sabes lo que haré?
Veesey sintió que una extraña emoción - miedo, tal vez - comenzaba a tensarle los músculos
de la garganta. Se le había secado la boca. Apenas consiguió graznar:
- No, no sé qué harás luego...
Talatashar parecía estar mirando hacia adentro.
- Yo tampoco - dijo -. Sólo sé que es algo que no quiero hacer. No lo quiero hacer de ninguna
manera. Es algo cruel y sucio, y cuando termine no te tendré a ti ni a él para conversar. Pero es
algo que tengo que hacer. Es justicia, de un modo extraño. Los dos tienen que morir porque son
malos. También yo soy malo; pero si ustedes mueren, no seré tan malo.
Miró a Veesey con cierta alegría, casi como si fuese un hombre normal.
- ¿Sabes de qué hablo? ¿Entiendes algo?
- No. No. No - tartamudeó Veesey, sin poder evitarlo.
Talatashar miró no a Veesey sino al rostro invisible de su futuro crimen y dijo, casi contento:
- Te conviene entender. Eres tú quien va a morir, y luego él. Hace mucho tiempo me hiciste
daño: una cosa sucia, intolerable: No fue el yo tuyo que está ahí sentado. Tú no eres
suficientemente grande ni suficientemente lista para hacer las cosas espantosas que me
hicieron. No fue este yo tuyo quien las hizo, sino tu yo verdadero. Y ahora voy a cortarte y
quemarte y estrangularte y reanimarte con remedios y cortarte y estrangularte y lastimarte otra
vez, mientras tu cuerpo resista. Y cuando tu cuerpo deje de funcionar, me pondré un traje de
emergencia y arrojaré tu cuerpo muerto al espacio con Trece. El puede ir vivo, no me importa.
Sin traje durará dos boqueadas. Y entonces se habrá cumplido parte de mi justicia. Eso es lo que
la gente ha llamado crimen. Pero que es justicia, una justicia privada que sale de las
profundidades interiores del hombre. ¿Entiendes, Veesey?
La muchacha asintió. Meneó la cabeza. Volvió a asentir. No sabía cómo responder.
- Y luego tendré que hacer otras cosas - prosiguió Talatashar, con una especie de ronroneo -.
¿Sabes qué hay ahí, fuera de la nave, esperando mi crimen?
Veesey meneó la cabeza, y entonces Talatashar se respondió a sí mismo.
- Hay treinta mil personas en las cápsulas que siguen a la nave. Las iré arrastrando hasta
aquí, y buscaré chicas jóvenes. A los demás los soltaré en el espacio. Y con las chicas
descubriré qué es... qué es lo que siempre necesité hacer y nunca conocí. Que nunca conocí,
Veesey, hasta que me vi aquí en el espacio contigo.
Talatashar se perdió en sus propios pensamientos y la voz se le volvió casi soñadora. El lado
torcido de la cara mostraba esa carcajada interminable, pero el lado móvil parecía pensativo y
melancólico, y la muchacha sintió que dentro de ese hombre había algo que ella podría
entender, si tuviera la rapidez y la imaginación necesarias para pensarlo.
La garganta todavía seca. Veesey consiguió susurrarle:
- ¿Me odias? ¿Por qué quieres lastimarme? ¿Odias a las muchachas?
- No odio a las muchachas - estalló Talatashar -. Me odio a mi. Lo descubrí ahí afuera en el
espacio. Tú no eres una persona. Las muchachas no son personas. Las muchachas son dulces
y bonitas y tiernas y cálidas, pero no tienen sentimientos. Yo era bien parecido antes de que se
me estropease la cara, pero eso no importaba. Siempre supe que las muchachas no eran
personas. Son como robots. Tienen todo el poder del mundo y ninguna de las preocupaciones.
Los hombres tienen que obedecer, los hombres tienen que sufrir, porque están hechos para
sufrir e implorar y obedecer. Todo lo que una chica tiene que hacer es sonreír con su bonita
sonrisa o cruzar sus bonitas piernas y el hombre renuncia a todo aquello que ha deseado, todo
aquello por lo que ha luchado, para ser su esclavo. Y luego la muchacha... - A esa altura la voz
de Talatashar era otra vez un chillido agudo - ...y luego la muchacha se hace mujer y tiene su
descendencia, más muchachas para incomodar a los hombres, más hombres para ser víctimas
de las muchachas, más crueldad y más esclavos. ¡Eres tan cruel conmigo, Veesey! Eres tan
cruel que ni siquiera sabes que eres cruel. Si entonces supieras cuánto te deseé, habrías sufrido
como una persona. Pero no sufriste. Eres una muchacha. Bueno, ahora lo vas a saber. Sufrirás y
luego morirás. Pero no morirás hasta que sepas qué sienten los hombres hacia las mujeres.
- Tala - dijo Veesey, usando el sobrenombre que tan pocas veces habían empleado con él -,
Tala, no es así. Nunca fue mi intención hacerte sufrir.
- Si, claro - respondió él -. Las muchachas no saben lo que hacen. Por eso son muchachas.
Son peores que las víboras, peores que las máquinas.
Talatashar estaba loco, loco rabioso, en el profundo espacio. Se levantó tan repentinamente
que saltó por el aire y tuvo que frenarse con las manos en el cielo raso.
Un ruido en un costado de la cabina les hizo volver la cabeza un instante. Trece trataba de
soltarse. No podía. Veesey se lanzó hacia Trece, pero Talatashar la agarró de un hombro. Le
hizo dar media vuelta. Los ojos llameaban en el pobre rostro deforme.
Veesey se había preguntado alguna vez cómo sería la muerte. Pensó: Esto es la muerte.
Su cuerpo todavía luchaba con Talatashar, allí en la cabina de la nave espacial. Trece gemía
detrás de las ligaduras y la mordaza. Veesey trató de arañar los ojos de Talatashar, pero el
pensamiento de la muerte la hacia sentirse muy lejos. Muy lejos, dentro de sí misma.
Dentro de si misma, donde no podrían llegar nunca otras personas... pasara lo que pasase.
De esa profunda y cercana lejanía, le llegaron unas palabras a la cabeza:
Señora, si un hombre
la quiere molestar,
usted puede azul pensar,
hasta dos contar,
y un zapato rojo buscar...
Pensar azul no era difícil. Simplemente imaginó que las luces de la cabina se volvían azules.
Contar «uno-dos» era la cosa más simple del mundo. Y hasta consiguió recordar (a pesar de los
esfuerzos de Talatashar por agarrarle la mano libre) los hermosos, hermosos zapatos rojos que
había visto en Marcia y los Hombres de la Luna.
Las luces se debilitaron momentáneamente y una potente voz les rugió desde la mesa de
control.
- ¡Emergencia, emergencia suprema! ¡Gente descompuesta!
Talatashar estaba tan asombrado que soltó a Veesey.
La mesa de control chillaba como una sirena. Era como si la computadora se hubiera
inundado de llanto.
Con voz totalmente diferente de aquella locuaz vehemencia, Talatashar miró directamente a
la muchacha y le preguntó muy sereno:
- Tu cubo. ¿Acaso no tiré también tu cubo?
Se oyeron unos golpes en la pared. Unos golpes que venían de los millones de kilómetros de
vacío allá afuera. Unos golpes que venían de ninguna parte.
Una persona que nunca habían visto entró en la nave, atravesando la doble pared como si no
fuera más que un poco de niebla.
Era un hombre. Un hombre de edad madura, de rostro enjuto, torso y miembros fuertes,
vestido con ropas muy antiguas. En el cinturón llevaba toda una colección de armas, y en la
mano un látigo.
- Tú - le dijo el extraño a Talatashar - desata a ese hombre.
Señaló con el mango del látigo hacia Trece, todavía atado y amordazado.
Talatashar dominó su sorpresa.
- Eres el fantasma de un cubo. ¡No eres real!
El látigo silbó en el aire, y en la muñeca de Talatashar apareció una larga marca roja. Las
gotas de sangre comenzaron a flotar allí al lado antes de que pudiese abrir de nuevo la boca.
Veesey no podía hablar; sentía que se le iban la mente y el cuerpo.
Mientras se hundía hacia el piso vio que Talatashar se sacudía, iba a donde estaba Trece y
comenzaba a desatarle los nudos.
Cuando Talatashar sacó la mordaza de la boca de Trece, Trece habló... no con él sino con el
extraño:
- ¿Quién eres?
- No existo - dijo el extraño -, pero puedo matar a cualquiera de ustedes, si lo deseo. Les
conviene hacer lo que yo diga. Escuchen con atención. Tú también - agregó, dando media vuelta
y mirando a Veesey -, tú también tienes que escuchar, porque fuiste tú quien me llamó.
Los tres escucharon. La pelea había terminado. Trece se frotó las muñecas y sacudió las
manos para restablecer en ellas la circulación.
Con un movimiento elegante y cortés, el extraño se volvió especialmente hacia Talatashar, y
les habló:
- Yo vengo del cubo de la joven. ¿Notaron hace un instante cómo bajaba la intensidad de las
luces? Tigabelas puso un falso cubo en su caja de congelamiento pero me escondió a mi en la
nave. Cuando Veesey pensó en las imágenes clave, hubo una fracción de un microvoltio que
exigió más potencia de mis terminales. Me hicieron con el cerebro de un pequeño animal, pero
llevo la personalidad y la fortaleza de Tigabelas. Duraré un billón de años. Cuando llegó la
corriente, con toda la potencia, comencé a funcionar como una distorsión en vuestras propias
mentes. No existo - dijo el extraño, dirigiéndose específicamente a Talatashar -, pero si
necesitara sacar mi pistola imaginaria y pegarte un tiro en la cabeza, es tan firme mi dominio que
tu hueso obedecería a mi orden. En tu cabeza aparecería el agujero, y por ese agujero te saldría
la sangre y el cerebro, como esa sangre que te sale ahora de la mano. Mírate la mano, y créeme
si lo deseas.
Talatashar se negó a mirar.
El extraño continuó hablando, en un tono muy deliberado.
- De mi pistola no saldría ninguna bala, ningún rayo, nada. Nada en absoluto. Pero tu carne
me creería, aunque no tus pensamientos. Tu estructura ósea me creería, fueran cuales fuesen
tus pensamientos. Me comunico con cada célula de tu cuerpo, con todo lo que siento que está
vivo. Si te dirijo el pensamiento bala, tu hueso se abrirá para dejar lugar a la herida imaginaria.
La piel se te separará, y la sangre y los sesos saldrán por esa abertura. Nada de eso obedecerá
a una fuerza física sino a mi mensaje. Comunicación directa, imbécil. Quizá no se trate de
auténtica violencia pero sirve para lograr mis fines. ¿Me entiendes ahora? Mírate la muñeca.
Talatashar no apartaba los ojos del extraño.
- Te creo - dijo con voz fría, rara -. Supongo que estoy loco. ¿Me vas a matar?
- No sé - dijo el extraño.
- Por favor - dijo Trece -, ¿eres una persona o una máquina?
- No lo sé - le dijo también el extraño.
- ¿Cómo te llamas? - preguntó Veesey -. ¿Te dieron un nombre cuando te hicieron y te
mandaron con nosotros?
- Me llamo - dijo el extraño, haciendo una reverencia hacia la muchacha - Sh'san.
- Encantado de conocerte, Sh'san - dijo Trece, tendiendo su propia mano.
Se estrecharon la mano.
- Sentí tu mano - dijo Trece. Miró a los otros dos asombrado -. Le sentí la mano de veras.
¿Qué hiciste todo ese tiempo ahí afuera, en el espacio?
El extraño sonrió.
- No tengo que hablar. Tengo que hacer cosas.
- ¿Qué quieres que hagamos - dijo Talatashar - ahora que te has hecho cargo de la nave?
- No me he hecho cargo de la nave - dijo Sh'san -, y ustedes harán lo que tienen que hacer.
¿No es esa la naturaleza de las personas?
- Pero, por favor... - dijo Veesey.
El extraño había desaparecido y los tres volvían a estar solos en la cabina. La mordaza y las
ligaduras de Trece habían caído finalmente sobre la alfombra, pero la sangre de Tala todavía
flotaba en el aire, a su lado.
- Bueno, eso se acabó - dijo Talatashar, hablando muy despacio -. ¿Ustedes dirían que yo
estuve loco?
- ¿Loco? - dijo Veesey -. No conozco la palabra.
- Con el pensamiento dañado - le explicó Trece. Volviéndose hacia Talatashar, comenzó a
hablar, muy serio -: Creo que...
Lo interrumpió la mesa de control. Sonaron unas campanitas y se encendió un letrero. Todos
lo vieron. Se esperan visitas, decía el luminoso letrero.
Se abrió la puerta del depósito y por ella apareció, entrando en la cabina de la nave, una
hermosa mujer. La mujer los miró como si los conociera a todos. Veesey y Trece sintieron
curiosidad y sorpresa, pero Talatashar se puso pálido, mortalmente pálido.
V
Veesey vio que la mujer llevaba un vestido del estilo que había desaparecido hacía una
generación: un estilo que ahora sólo se veía en las cajas de historias. El vestido no tenía
espalda. La dama usaba un osado diseño cosmético que le salía en abanico de la columna
vertebral. Adelante, el vestido le colgaba de las acostumbradas piezas magnéticas insertas en la
delgada zona grasa del pecho, pero en su caso las piezas estaban encima de las clavículas, y
llevaba entonces tan alto el vestido que le daba un aire anticuado y pudoroso. Había piezas
magnéticas en el sitio acostumbrado, debajo de la caja torácica, sosteniendo la semifalda, que
era muy amplia, en un ancho abanico de desplanchados pliegues. La dama llevaba un collar y un
brazalete de coral de otro mundo. La dama ni siquiera miró a Veesey. Fue directamente hacia
Talatashar y le habló con perentorio cariño.
- Tal, pórtate bien. Has sido malo.
- Mamá - jadeó Talatashar -. ¡Mamá, estás muerta!
- No discutas conmigo - dijo ella -. Pórtate bien. Cuida a la niña. ¿Dónde está la niña? - La
dama miró alrededor y vio a Veesey -. Esa niña - agregó -, pórtate bien con esa niña. Si no lo
haces, le partirás el corazón a tu madre, le arruinarás la vida a tu madre, le partirás el corazón a
tu madre como lo hizo tu padre. No me obligues a repetírtelo.
La dama se inclinó y besó a Talatashar en la frente, y Veesey tuvo la sensación de que, por
ese instante, ambos lados del rostro del hombre eran igualmente torcidos.
La dama se enderezó, miró alrededor, hizo una cortés reverencia hacia Trece y Veesey y
regresó al depósito, cerrando la puerta a sus espaldas.
Talatashar se lanzó tras ella, abriendo la puerta de un empujón y cerrándola de golpe. Trece
le gritó:
- No te quedes ahí mucho tiempo. Te congelarás.
Dirigiéndose a Veesey, Trece agregó:
- Todo esto lo hace tu cubo. Ese Sh'san es el guardián más poderoso que he visto. Tu
guardia psicológico debe haber sido un genio. Y ¿sabes qué le pasa a él? - Trece señaló con la
cabeza la puerta cerrada. - Me lo contó una vez, sin entrar en demasiados detalles. Lo cuidó su
propia madre. Nació en el cinturón de asteroides y su madre no lo entregó.
- ¿Te refieres a su mismísima y auténtica madre? - dijo Veesey.
- Sí, su madre genealógica - dijo Trece.
- ¡Qué cosa sucia! - dijo Veesey -. Nunca oí nada parecido.
Talatashar regresó al cuarto y no dijo nada a ninguno de los dos.
La madre no volvió a aparecer.
Pero Sh'san, el hombre eidético grabado en el cubo, continuó ejerciendo su autoridad sobre
los tres.
Tres días más tarde apareció la propia Marcia, habló con Veesey durante media hora,
contándole sus aventuras con los Hombres de la Luna y luego volvió a desaparecer. Marcia
nunca fingió ser real. Era demasiado bonita para ser real. Una gruesa cascada de pelo amarillo
coronaba una cabeza bien formada; cejas oscuras se arqueaban sobre ojos pardos, muy vivos, y
una sonrisa encantadoramente traviesa cautivó a Veesey, a Trece y a Talatashar. Marcia admitió
que era la heroína imaginaria de una serie dramática de las cajas de historias. Talatashar se
había calmado por completo después de la aparición de Sh'san seguida de la de su madre.
Parecía impaciente por llegar al fondo de los fenómenos. Trató de hacerlo mediante preguntas a
Marcia.
Marcia le contestó de muy buena gana.
- ¿Qué eres? - interrogó. La sonrisa amistosa que mostraba en el lado bueno de la cara era
más aterradora que una mueca.
- Soy una niña, tonto - dijo Marcia.
- Pero no eres real - insistió Talatashar.
- No - admitió Marcia -, pero ¿lo eres tú?
Marcia se rió: una risa feliz, juvenil, la adolescente que envuelve al adulto en su propia
paradoja.
- Oye - insistió Talatashar -, tú sabes a qué me refiero. Eres algo que Veesey vio en las cajas
de historias, nada más, y has venido a darle unos imaginarios zapatos rojos.
- Podrás tocar esos zapatos cuando yo me vaya - dijo Marcia.
- Eso significa que el cubo lo ha hecho usando algo que había en esta nave - dijo Talatashar,
triunfal.
- Y ¿por qué no? - dijo Marcia -. Yo no entiendo de naves. Supongo que será así.
- Pero aunque los zapatos sean reales, tú no lo eres - dijo Talatashar -. ¿A dónde vas cuando
nos «dejas»?
- No lo sé - dijo Marcia -. Vine aquí a visitar a Veesey. Cuando me vaya supongo que estaré
en el sitio donde estaba antes de venir.
- Y ¿dónde queda eso?
- En ninguna parte - dijo Marcia, muy sólida y muy real.
- ¿En ninguna parte? ¿Admites entonces que no eres nada?
- Si así lo prefieres... - dijo Marcia -. Pero no le encuentro mucho sentido a esta conversación.
¿Dónde estabas tú antes de estar aquí?
- ¿Aquí? ¿Te refieres a esta nave? Estaba en la Tierra - dijo Talatashar.
- Antes de estar en este universo, ¿dónde estabas?
- No había nacido, así que no existía.
- Muy bien - dijo Marcia -, lo mismo me pasa a mi, aunque con algunas pequeñas diferencias.
Antes de existir no existía. Cuando existo, estoy aquí. Soy un eco de la personalidad de Veesey
y le estoy ayudando a recordar que es una joven bonita. Me siento tan real como tú. ¡Qué me
dices!
Marcia volvió a hablar de sus aventuras con los Hombres de la Luna y Veesey estaba
fascinada con todas las cosas que no habían podido entrar en la versión de la caja de historias.
Cuando terminó, Marcia estrechó la mano de los dos hombres, dio a Veesey un pequeño beso
en la mejilla izquierda y caminó atravesando el casco de la nave hacia el lacerante vacío del
espacio, sólo alterado por los romboides de las velas que ocultaban parte de los cielos.
Talatashar descargó un puño en la otra mano abierta.
- La ciencia ha ido demasiado lejos. Nos matarán con sus precauciones.
- Y tú ¿qué habrías hecho? - preguntó Trece, con total serenidad.
Talatashar se encerró en un melancólico silencio.
Y diez días después de su comienzo dejó de haber apariciones. El poder del cubo se
concentró en un rayo de decisiones. Aparentemente, el cubo y las computadoras de la nave
habían intercambiado información, alimentándose mutuamente.
La persona que entró esta vez era un capitán del espacio, canoso, arrugado, erguido, tostado
por la radiación de mil mundos.
- Saben quien soy - dijo el hombre.
- Si, señor, un capitán - dijo Veesey.
- Yo no lo conozco - dijo Talatashar -, y no estoy seguro de que crea en su existencia.
- ¿Se le ha curado la mano? - preguntó el capitán, ceñudo.
Talatashar calló.
El capitán solicitó la atención de los tres.
- Escuchen. Siguiendo la ruta actual, no vivirán el tiempo necesario para llegar a las estrellas.
Quiero que Trece fije la macrocronografía para períodos de noventa y cinco años, y luego quiero
ver cómo les asigna, a dos de ustedes por vez, cinco años de guardia. Eso bastará para
desplegar adecuadamente las velas, revisar los enredos en las cuerdas de las cápsulas y enviar
afuera informes con señales luminosas. Esta nave debería tener un marinero, pero no
disponemos del equipo necesario para transformar a uno de ustedes en marinero; por lo tanto
tendremos que confiar en los controles robots mientras ustedes duermen en las camas heladas.
Vuestro marinero murió de un coágulo y los robots lo sacaron de la cabina antes de despertarlos
a ustedes...
Trece dio un respingo.
- Pensé que se había suicidado.
- Nada de eso - dijo el capitán -. Ahora presten atención. Si obedecen las órdenes, lo
conseguirán en unos tres sueños. Si no las obedecen, nunca llegarán allá.
- Para mí no tiene ninguna importancia - dijo Talatashar -, pero esta niña debe llegar a Wereld
Schemering mientras le quede todavía un poco de vida. Una de sus malditas apariciones me dijo
que la cuidase, pero es una buena idea, de todos modos.
- En mi caso tampoco - dijo Trece -. No me di cuenta de que era una niña hasta que la vi
hablando con esa otra niña, Marcia. Quizá yo tenga una hija como ella algún día.
El capitán no dijo nada al oír esos comentarios, pero los recibió con la sonrisa ancha y feliz de
un hombre viejo y sabio.
Una hora más tarde habían terminado de examinar la nave. Los tres estaban listos para ir a
sus camas heladas individuales. El capitán se estaba preparando para despedirse.
- Señor - dijo Talatashar -, no puedo dejar de preguntárselo: ¿quién es usted?
- Un capitán - le respondió el capitán, prestamente.
- Usted sabe a qué me refiero - dijo Tala, cansado.
El capitán parecía estar mirando dentro de sí mismo.
- Soy una personalidad temporánea, artificial, creada con elementos de vuestras mentes por
la personalidad que ustedes llaman Sh'san. Sh'san está en la nave, pero oculto, para que
ustedes no le hagan daño. Sh'san tiene impresa la personalidad de un hombre, un hombre
verdadero, llamado Tigabelas. Sh'san tiene también grabadas las personalidades de cinco o seis
buenos oficiales del espacio, para el caso de que esas habilidades sean necesarias.
- Pero ¿qué es Sh'san? ¿Qué es usted? - insistió Talatashar; era casi una súplica -. Yo iba a
cometer un crimen terrible y llegaron ustedes los fantasmas y me salvaron. ¿Son ustedes
imaginarios? ¿Son ustedes reales?
- Eso es filosofía. A mí me hizo la ciencia. No lo sé - dijo el capitán.
- Por favor - dijo Veesey -, ¿nos podría decir cuál es su opinión? No lo que es, sino lo que le
parece.
El capitán se aflojó, como si se hubiera ido la disciplina, como si de pronto se hubiese sentido
terriblemente viejo.
- Cuando hablo y cuando hago cosas, supongo que me siento como cualquier otro capitán del
espacio. Si me pongo a pensarlo, me siento bastante desconcertado. Sé que no soy más que un
eco en vuestras mentes, combinado con la experiencia y la sabiduría que han puesto en ese
cubo. Supongo entonces que debo hacer lo que hace la gente verdadera. No me detengo mucho
a pensar. Me dedico a mis cosas. - Se enderezó y se puso tieso y volvió a ser él mismo -. A mis
cosas - repitió.
- Y Sh'san - dijo Trece -, ¿qué siente hacia Sh'san?
En la cara del capitán apareció una expresión de temor, casi de terror.
- ¿Él? Ah, él. - El tono de admiración le enriqueció la voz, que retumbó en la pequeña cabina
de la nave -: Sh'san. Es el pensador de todos los pensamientos, el «existir» de toda existencia,
el hacedor de todos los hechos. Es más poderoso de lo que la más potente imaginación puede
concebir. Me hace nacer, vivo, de vuestras mentes vivas. En realidad - dijo el capitán con un
gruñido final -, es un cerebro de ratón muerto, laminado con plástico, y no tengo la menor idea de
quién soy. ¡Buenas noches a todos!
El capitán se puso el gorro y salió atravesando el casco de la nave.
Veesey corrió a un visor, pero afuera no había nada. Nada. Y ningún capitán, desde luego.
- ¿Qué podemos hacer - dijo Talatashar - sino obedecer?
Obedecieron. Se metieron en las camas heladas. Talatashar fijó los electrodos correctos a
Veesey y a Trece antes de ir a su cama y fijarse los suyos. Se llamaron unos a otros,
agradablemente, mientras bajaban las tapas.
Se durmieron.
VI
En destino, la gente de Wereld Schemering recogió las cápsulas, las velas y la nave misma.
No despertaron a los durmientes hasta que los tuvieron en lugar seguro, en tierra.
Despertaron juntos a los tres de la cabina. Veesey, Trece y Talatashar estaban tan ocupados
respondiendo a preguntas sobre el marinero muerto, sobre las velas reparadas y sobre sus
problemas en el viaje que no tuvieron tiempo para hablar entre ellos. Veesey vio que Talatashar
parecía un hombre muy hermoso. Los doctores del puerto habían hecho algo para repararle la
cara, y ahora parecía un joven-viejo extrañamente majestuoso. Por fin Trece tuvo la oportunidad
de hablar con ella.
- Adiós, niña - dijo -. Ve un tiempo a la escuela y luego búscate un buen hombre. Lo lamento.
- ¿Qué lamentas? - dijo Veesey, sintiendo que adentro le crecía un miedo terrible.
- Haber andado haciendo todo eso contigo antes de la aparición del problema. No eres más
que una niña. Pero una niña buena.
Le pasó los dedos entre el pelo, dio media vuelta y se fue.
Veesey quedó totalmente desamparada en el centro de la sala. Ojalá pudiera llorar. ¿Para
qué había servido en el viaje?
Talatashar se le había acercado sin que ella se diese cuenta.
Le tendió la mano. Veesey se la estrechó.
- Tómate tu tiempo, niña - dijo Talatashar.
«¿Niña otra vez?», pensó Veesey para sus adentros. Dirigiéndose a él dijo, cortés:
- Quizá nos volvamos a ver. Este es un mundo muy pequeño.
El rostro de Talatashar se iluminó con una sonrisa extrañamente agradable. La ausencia de la
parálisis significaba una diferencia tan maravillosa. No parecía viejo, nada, nada viejo.
En la voz del hombre asomó una cierta urgencia.
- Veesey, recuerda lo que yo recuerdo. Yo recuerdo lo que casi llegó a suceder. Yo recuerdo
lo que creímos haber visto. Quizá vimos de veras todas esas cosas. Aquí, en tierra firme, no las
veremos. Pero quiero que recuerdes esto: tú nos salvaste a todos. A mí también. Y a Trece, y a
los treinta mil que iban detrás.
- ¿Yo? - dijo Veesey -. ¿Qué hice yo?
- Tú sintonizaste la ayuda. Tú permitiste que Sh'san hiciese su trabajo. Todo nos llegó por tu
intermedio. Si no hubieses sido sincera y amistosa y buena, si no hubieses sido terriblemente
inteligente, ningún cubo habría servido. Ningún ratón muerto hizo milagros en nosotros. Lo que
nos salvó fue tu mente y tu bondad. El cubo sólo agregó los efectos sonoros. Te digo que si tú no
hubieses estado allí, en este momento habría dos hombres muertos navegando hacia la Gran
Nada, seguidos, allá atrás, por una hilera de treinta mil cuerpos deteriorados. Nos salvaste a
todos. Quizá no sepas cómo lo hiciste, pero lo hiciste.
Un funcionario tocó a Talatashar en el brazo; con voz firme pero cortés, Tala le dijo:
- Sólo un momento. - Y volviéndose a ella: - Creo que eso es todo.
Un espíritu contradictorio se había apoderado de Veesey; tenía que hablar, aunque sus
palabras pusiesen en peligro la felicidad.
- ¿Y lo que dijiste sobre las muchachas... entonces... esa vez?
- Lo recuerdo. - Por un instante, la cara de Talatashar se retorció recuperando casi su antigua
fealdad. - Lo recuerdo. Pero estaba equivocado. Equivocado.
Veesey lo miró, y en su propia mente pensó en el cielo azul, en las dos puertas que había
detrás y en los zapatos rojos que llevaba en el equipaje. No ocurrió ninguna cosa milagrosa. Ni
Sh'san, ni voces, ni cubos mágicos.
Sólo Talatashar, que daba media vuelta, regresaba junto a ella y decía:
- Oye. Busquemos ahora la manera de vernos la semana próxima, esa gente del mostrador
nos dirá dónde vamos a estar, para que podamos encontrarnos. Vamos a molestarlos.
Juntos fueron al mostrador de inmigración.
FIN
Nostrilia
TEMA Y PROLOGO
Historia, lugar y tiempo: eso es lo esencial.
1
La historia es simple. Érase un chico que compró el planeta Tierra. Eso lo sabemos porque lo
logró a costa nuestra. Sólo ocurrió una vez, y tomamos precauciones para que nunca más se
repitiera. El chico vino a la Tierra, consiguió lo que se proponía y salió con vida, tras una serie de
aventuras dignas de mención. Ésa es la historia.
2
¿El lugar? Vieja Australia del Norte. ¿Podía ser algún otro? ¿En qué otro lugar los granjeros
pagan diez millones de créditos por un pañuelo y cinco por una botella de cerveza? ¿En qué otro
lugar la gente vive apaciblemente, lejos del militarismo, sobre un planeta de muerte y de cosas
peores que la muerte? Vieja Australia del Norte tiene stroon —la droga santaclara—, y más de
mil planetas reclaman esta sustancia. Pero sólo se puede comprar en Norstrilia —así llaman a
ese mundo, para abreviar— porque es un virus que se produce en ovejas enormes, gigantescas
y deformes. Llevaron las ovejas de la Tierra para crear un sistema ganadero; las ovejas
terminaron siendo el mayor de los tesoros imaginables. Aquellos simples granjeros se
convirtieron en simples multimillonarios, pero conservaron sus costumbres. Eran fuertes y se
volvieron más fuertes. Las gentes se vuelven rudas si las despojan y acosan durante casi tres mil
años. Se vuelven obstinadas. Eluden a los forasteros, excepto para enviar espías y un turista de
cuando en cuando. No se lían con los demás, y si uno se mete con ellos se convierten en la
muerte, la muerte que se extiende por todas partes.
Un chico de Norstrilia compró la Tierra. Todo el planeta: objetos, títulos, subpueblo.
Fue un verdadero problema para la Tierra.
Y también para Norstrilia.
Si hubiera sido un trato entre gobiernos, Norstrilia habría juntado todos los objetos valiosos de
la Tierra y los habría revendido a interés compuesto. Así hacen negocios los norstrilianos. O
quizás hubieran dicho: «Olvídalo, amigo. Puedes quedarte con esa pelota vieja y húmeda. Aquí
tenemos un mundo bueno y seco.» Así son los norstrilianos. Imprevisibles.
Pero un chico Había comprado la Tierra, y era suya.
Legalmente, tenía derecho a vaciar el Océano del Poniente, enviarlo al espacio y vender
agua por toda la galaxia habitada.
No lo hizo.
El chico buscaba otra cosa.
Las autoridades de la Tierra pensaban que quería mujeres, así que intentaron ofrecerle
chicas de todos los aspectos, tamaños, olores y edades, desde damiselas de buena familia hasta
submuchachas de origen canino que despedían constantemente un olor romántico, excepto los
primeros cinco minutos, después de recibir duchas calientes y antisépticas. Pero el chico no
quería mujeres. Quería sellos de correos. Esto desconcertó tanto a la Tierra como a Norstrilia.
Los norstrilianos son los duros habitantes de un planeta inhóspito, y aprecian mucho la
propiedad. (¿Por qué no iban a hacerlo? Lo poseen casi todo.) Una historia así sólo pudo
empezar en Norstrilia.
3
¿Cómo es Norstrilia?
Alguien la describió una vez en una canción:
«Gris era la tierra, oh. Hierba gris de cielo a cielo. Aunque no cerca del dique. Ni una
montaña, alta o baja, sólo cerros y gris, gris. Observa las trémulas manchas titilando entre los
astros.
»Eso es Norstrilia.
»Ha terminado la engorrosa búsqueda, la pobreza y la espera y el dolor. La gente se ha
marchado, ha dejado atrás las monstruosas formas. La gente luchó por manos y narices, ojos y
pies, hombre y mujer. Lo recuperaron todo. Regresaron de las pesadillas diurnas, de los siglos
en que hombres monstruosos, que sorbían el agua alrededor de los estanques, soñaban con ser
hombres de nuevo. Lo encontraron. De nuevo fueron hombres, dejaron atrás aquella época
horrenda.
»Las ovejas, pobres bestias, no lo consiguieron. Con su enfermedad destilaron inmortalidad
para el hombre. ¿Quién dice que la investigación pudo descubrirlo? ¡La investigación es una
patraña! Fue mero accidente. Sufre un accidente, hombre, y serás rico.
»Pardas ovejas yacen en la hierba gris azulada mientras las nubes se deslizan rasas, como
caños de hierro techando el mundo.
»Toma un rebaño de ovejas enfermas, hombre, pues las enfermas producen ganancias.
Estornúdame un planeta, hombre, o tóceme una pizca de inmortalidad. Si es excéntrico allá,
donde viven los tontos y enanos como tú, aquí está muy bien.
ȃsa es la norma, muchacho.
»Si no has visto Norstrilia, no la has visto. Si la vieras, no lo creerías. Si hubieras llegado allí,
no saldrías vivo.
»Los mininos de Mamá Hilton te esperan allí. Son animalitos pequeños, muy pequeños.
Bichitos simpáticos, dicen. No les creas. Quien los ha visto no puede contarlo. Tú tampoco lo
contarías. Son tu desgracia, un golpe de gracia.
»Los mapas la llaman Vieja Australia del Norte.»
Podemos suponer que el planeta es así.
4
Tiempo: primer siglo del Redescubrimiento del Hombre.
Cuando vivía G'mell.
La época en que limpiaron Shayol, como si hubiesen lustrado una manzana con la manga.
En lo más profundo de nuestra propia época. Quince mil años después de las bombas que
arrasaron la Vieja Vieja Tierra.
Como ves, hace poco.
5
¿Qué pasa en la historia?
Léela.
¿Quién aparece en ella?
Empieza con Rod McBan, cuyo verdadero nombre era Roderick Frederick Ronald Arnold
William MacArthur McBan. Pero no se puede contar una historia si el personaje principal se llama
Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan. Hay que llamarlo como sus
vecinos: Rod McBan. Las viejas damas siempre decían: «Rod McBan ciento cincuenta y uno...»,
y suspiraban. Olvidemos a las viejas damas. No necesitamos números. Sabemos que procedía
de una buena familia. Sabemos que el pobre chico nació con problemas.
¿Cómo no iba a tener problemas?
Iba a heredar la Finca de la Condenación.
Y luego viajó. Conoció a toda clase de gente. G'mell, la más bella de las muchachas de
placer de la Tierra. Jean-Jacques Vomact, cuya familia debía ser anterior a la raza humana. El
viejo de Adaminaby. Las arañas adiestradas de Terrapuerto. El subcomisionado Bebedor de Té.
El señor Jestocost, cuyo nombre constituye una página de la historia. Los amigos del A'telekeli, y
vaya si esos amigos eran extraños. T'dank, de la policía vacuna. El Maestro Gatuno. Tostig
Amaral, de quien más vale no decir nada. La ambiciosa Ruth. La humilde G'mell. La risueña
Johanna.
El chico escapa.
El chico escapó. Ésta es la historia. Ahora ya no es necesario que la leas.
Salvo por los detalles.
Aquí los tienes, a continuación.
(Además compró un millón de mujeres, demasiadas para cualquier chico en la práctica, pero
no es seguro, lector, que averigües lo que hizo con ellas.)
A LAS PUERTAS DEL JARDÍN DE LA MUERTE
Rod McBan se enfrentaba al día de días. Sabía de qué se trataba, pero no podía sentirlo de
veras. Se preguntaba si lo habrían tranquilizado con stroon medio refinado, un producto tan raro
y precioso que nunca se comercializaba fuera del planeta.
Sabía que al anochecer estaría riendo y babeando en una de las Salas de la Muerte, adonde
enviaban a los inadaptados para depurar la raza humana, o bien sería el terrateniente más viejo
del planeta, principal heredero de la Finca de la Condenación. Su bisabuelo 32 había remontado la
granja. Había comprado un asteroide de hielo, lo había estrellado contra la granja a pesar de las
violentas objeciones de sus vecinos y había aprendido a usar pozos artesianos para mantener la
hierba en crecimiento mientras las tierras de los vecinos pasaban del verde grisáceo al polvo
arremolinado.
Los McBan habían mantenido el sarcástico y viejo nombre de la granja, la Finca de la
Condenación.
Rod sabía que al anochecer sería el amo de la granja.
O bien estaría agonizando y disfrutando en la Casa de la Muerte, donde la gente moría
riendo, sonriendo y retozando.
Se sorprendió tarareando un fragmento de un poema que siempre había pertenecido a la
tradición de Vieja Australia del Norte:
Matamos para vivir, morimos para crecer:
¡así es como el mundo ha de ser!
Le habían inculcado que su mundo era muy especial, un mundo envidiado, amado, odiado y
temido en toda la galaxia. Sabía que formaba parte de un pueblo muy especial. Otras razas y
especies humanas sembraban cereales, producían alimentos, ideaban máquinas o
manufacturaban armas. Los norstrilianos no hacían nada de eso. En campos secos, con escasos
pozos, con ovejas enormes y enfermas, refinaban la inmortalidad.
Y la vendían a un precio muy alto.
Rod McBan salió al patio. Tras él se alzaba su casa. Era una cabaña de troncos construida
con vigas de los dáimonos: vigas imposibles de cortar ni de alterar, más sólidas de lo imaginable.
Habían comprado una partida a treinta saltos planetarios de distancia y las habían llevado a
Vieja Australia del Norte en veleros fotónicos. La cabaña era un fuerte que podía resistir incluso
un ataque de artillería pesada, pero tenía la apariencia de una cabaña, sencilla por dentro y con
un patio de tierra apisonada.
Llegaba el día. Palidecía el último destello rojo del alba.
Rod sabía que no podía alejarse. Oía a las mujeres detrás de la casa, las mujeres de la
familia que habían venido a prepararlo para el triunfo. O para lo otro.
Ellas ignoraban cuánto sabía él. A causa de la enferme- / dad de Rod, habían pensado sin
reservas en su presencia-durante años, suponiendo que la sordera telepática de Rod era
constante. Pero no lo era; a menudo él percibía cosas que no debía oír. Incluso recordaba el
triste poemita acerca de los jóvenes que fallaban por una u otra razón y tenían que ir a la Casa
de la Muerte en vez de convertirse en ciudadanos norstrilianos y súbditos plenamente
reconocidos de su majestad la reina. (Hacía quince mil años que los norstrilianos no tenían una
reina auténtica, pero amaban sus tradiciones y no se dejaban confundir por los meros hechos.)
¿Cómo decía el poema? «Ésta es la casa del mucho tiempo atrás...» A su manera sombría
resultaba alegre.
Rod borró su huella del polvo y de pronto recordó el poema entero. Lo recitó en voz baja:
Ésta es la casa del mucho tiempo atrás,
donde los viejos murmuran una aflicción sin fin,
donde el dolor del tiempo es una presencia tangible,
y las cosas del pasado vuelven siempre.
En el Jardín de la Muerte, nuestros jóvenes
han saboreado el valeroso gusto del miedo.
Con brazos musculosos y lengua locuaz,
ganaron y perdieron, se nos fueron.
Esta es la casa del mucho tiempo atrás.
Los que mueren jóvenes no entran aquí.
Los que viven saben que el infierno está cerca.
Los viejos que sufren así lo han deseado.
En el Jardín de la Muerte, nuestros viejos
contemplan admirados a los jóvenes y audaces.
Quedaba bien decir que contemplaban admirados a los jóvenes y audaces, pero Rod aún no
había conocido a nadie que no prefiriera la vida a la muerte. Había oído hablar de gente que
escogía la muerte, claro que sí. ¿Quién no había oído hablar de ello? Pero era una experiencia
de tercera, cuarta, quinta mano.
Sabía que algunos habían dicho que él estaría mejor muerto, sólo porque nunca había
aprendido a comunicarse telepáticamente y tenía que usar el viejo lenguaje hablado, como los
habitantes de otros mundos o los bárbaros.
Pero Rod no creía que fuera a estar mejor muerto.
A veces miraba a las personas normales y se preguntaba cómo se las apañaban para andar
por la vida recibiendo en la mente el constante e insustancial parloteo de pensamientos ajenos.
En los momentos en que la mente se le aguzaba y lograba audir por un tiempo, cientos o miles
de mentes lo acosaban parloteando con intolerable claridad; incluso audía la mente de los que
creían tener puesto el escudo telepático. Al cabo de un rato, la piadosa nube de su defecto le
cerraba de nuevo la mente y Rod gozaba de su profunda y singular intimidad, algo que todos
tenían que haber envidiado en Vieja Australia del Norte.
Su ordenador le había dicho una vez:
—Las palabras audir y linguar son formas corruptas relacionadas con lo auditivo y con el
lenguaje, y reemplazan a oír y hablar. Si dices las palabras con la voz, las pronuncias con un
tono creciente, como si hicieras una pregunta entre divertido y alarmado. Se refieren a la
comunicación telepática entre personas o entre personas y subpersonas.
—¿Qué son las subpersonas? —había preguntado Rod.
—Son animales modificados para que puedan hablar y entender, y en general para que
tengan apariencia humana. Se diferencian de los robots cerebrocentrados porque éstos se
construyen alrededor de una mente animal, pero son relés mecánicos y electrónicos, mientras
que las subpersonas están totalmente compuestas por tejidos de origen terrícola.
—¿Por qué nunca he visto una?
—No están permitidas en Norstrilia, a menos que trabajen al servicio de las instituciones de
defensa de la Commonwealth.
—¿Por qué usamos el nombre Commonwealth, cuando todos los demás lugares se llaman
mundos o planetas?
—Porque sois súbditos de la reina de Inglaterra.
—¿Quién es la reina de Inglaterra?
—Fue una gobernante terrícola de los Días Antiquísimos, hace más de quince mil años.
—¿Dónde está ahora?
—He dicho que vivió hace más de quince mil años —explicó el ordenador.
—Lo sé —insistió Rod—, pero si no ha habido una reina de Inglaterra desde hace quince mil
años, ¿cómo podemos ser sus súbditos?
—Conozco la respuesta en palabras humanas —había respondido la cordial máquina roja—,
pero para mí carece de sentido, así que tendré que repetir lo que me dijo la gente. «Bien podría
reaparecer uno de estos días. Quién sabe. Esto es Vieja Australia del Norte entre las estrellas,
así que bien podemos esperar a nuestra reina. Tal vez estaba de viaje cuando la Vieja Tierra se
fue al traste.» —El ordenador había cloqueado un par de veces con esa voz rara y antigua, y
luego había pedido con su voz inexpresiva—: ¿Puedes reformular el mensaje para que yo pueda
programarlo como parte de mi banco de memoria?
—No le veo el sentido. La próxima vez que audie pensamientos ajenos trataré de captarlo en
la cabeza de alguien.
La noche anterior había formulado una pregunta más urgente al ordenador:
—¿Moriré mañana?
—Pregunta irrelevante. Ninguna respuesta disponible.
—¡Ordenador! —gritó Rod—. Sabes que te amo.
—Eso dices.
—Recuperé tu banco histórico después de repararte, cuando esa parte había pasado cientos
de años sin pensar.
—Correcto.
—Me arrastré hasta esta cueva y encontré los controles personales, donde bisabuelo14 los
había dejado cuando se quedaron anticuados.
—Correcto.
—Mañana moriré y ni siquiera lo lamentarás.
—Yo no he dicho eso —replicó el ordenador.
—¿No te importa?
—No estoy programado para tener emociones. Como tú mismo me reparaste, Rod, deberías
saber que soy el único ordenador totalmente mecánico que funciona en esta región de la galaxia.
Estoy seguro de que si experimentara emociones, lo lamentaría muchísimo. Es altamente
probable, pues eres mi único compañero. Pero no experimento emociones. Tengo números,
datos, lenguaje y memoria. Eso es todo.
—¿Cuál es la probabilidad, pues, de que muera mañana en la Sala de las Risas?
—Ése no es el nombre correcto. El correcto es la Casa de la Muerte.
—De acuerdo. La Casa de la Muerte.
—Se te someterá a un juicio humano y contemporáneo basado en emociones. Como no
conozco a los individuos involucrados, no puedo emitir ninguna predicción relevante al respecto.
—Pero ¿qué supones que me ocurrirá, ordenador?
—En realidad, yo no supongo, sólo respondo. No tengo datos sobre ese tema.
—¿Sabes algo sobre mi vida y sobre mi muerte en el día de mañana? Sé que no puedo
linguar con la mente, sino que debo articular sonidos con la boca. ¿Por qué es una razón para
matarme?
—Como no conozco a las personas involucradas, ignoro las razones —respondió el
ordenador—, pero conozco la historia de Vieja Australia del Norte hasta la época de tu
bisabuelo14.
—Cuéntame eso, entonces —pidió Rod. Se acuclilló en la cueva que había descubierto,
escuchando el olvidado equipo informático que él había reparado, y oyó una vez más la historia
de Vieja Australia del Norte tal como la entendía su bisabuelo 14. Despojada de nombres y de
fechas, era una historia simple.
Aquella mañana, su vida dependía de esa historia.
Norstrilia tenía que escoger a sus habitantes si quería mantener su temperamento de la Vieja
Vieja Tierra y ser otra Australia entre las estrellas. De lo contrario, los campos se abarrotarían,
los desiertos se convertirían en edificios de apartamentos, las ovejas morirían en sótanos debajo
de enormes cubículos para gente apiñada e inútil. Ningún norstriliano quería eso cuando podía
conservar el temple, la inmortalidad y la riqueza, en ese orden. Sería contrario al carácter de
Norstrilia.
El carácter norstriliano era inmutable, tan inmutable como algo podía serlo entre las estrellas.
La antigua Commonwealth era la única institución humana más antigua que la Instrumentalidad.
La historia era simple, tal como la exponían los lúcidos circuitos cerebrales del ordenador.
Tomemos una cultura rural de la Vieja Vieja Tierra, la Cuna del Hombre.
Llevemos esa cultura a un planeta remoto.
Allí recibe la bendición de la prosperidad y la maldición de la sequía.
Recibe enseñanzas: enfermedad, deformidad, dureza. Recibe castigos: una pobreza tan cruel
que los hombres venden a un niño para conseguir a otro niño el sorbo de agua que le concederá
un día más de vida mientras los taladros horadan la roca seca buscando humedad.
También aprende otras cosas: ahorro, medicina, erudición, dolor, supervivencia.
Esos colonos reciben las lecciones de la pobreza, la guerra, la pesadumbre, la codicia, la
generosidad, la piedad, la esperanza y la desesperación, por turnos.
La cultura sobrevive.
Sobrevive a la enfermedad, la deformidad, la desesperación, la desolación, el abandono.
Luego tropieza con el accidente más feliz de toda la historia.
De la enfermedad de las ovejas surgieron riquezas infinitas, la droga santaclara, o stroon, que
prolonga indefinidamente la vida humana.
La prolonga, aunque con extraños efectos secundarios, así que la mayoría de los norstrilianos
preferían morir al cabo de mil años.
Norstrilia se conmocionó con el descubrimiento.
Los demás mundos habitados también.
Pero la droga no se podía sintetizar, copiar ni imitar. Sólo se podía obtener de las ovejas
enfermas en las planicies de Vieja Australia del Norte.
Ladrones y gobiernos intentaron robar la droga. A veces lo habían conseguido, mucho tiempo
atrás, pero no lo habían logrado desde la época del bisabuelo 19 de Rod.
Habían intentado robar las ovejas enfermas.
Se habían llevado varias del planeta. (La Cuarta Batalla de New Alice, donde la mitad de los
hombres de Norstrilia habían muerto derrotando al Imperio Brillante, había conducido a la
pérdida de dos de las ovejas enfermas, una hembra y un macho. El Imperio Brillante creyó que
había vencido. No fue así. Las ovejas sanaron, tuvieron corderos normales, dejaron de producir
stroon y murieron. El Imperio Brillante había pagado cuatro flotas de combate por una caja de
carne de oveja.) Norstrilia conservó el monopolio.
Los norstrilianos exportaban la droga santaclara de modo sistemático.
Amasaron fortunas casi infinitas.
El hombre más pobre de Norstrilia era más rico que el mayor millonario de cualquier otra
parte, emperadores y conquistadores incluidos. Un peón de granja ganaba por lo menos cien
créditos de la Tierra por día, medidos en el dinero válido de la Vieja Tierra, no en billetes que
tenían que someterse a un severo arbitraje.
Pero los norstrilianos hicieron su elección: la elección.
Eligieron ser ellos mismos.
Se impusieron la sencillez.
Los artículos de lujo estaban gravados con un impuesto de veinte millones por ciento. Por el
precio de cincuenta palacios en Olimpia se podía importar un pañuelo en Norstrilia. Importar un
par de zapatos costaba el precio de cien yates en órbita. Todas las máquinas se prohibieron,
salvo para la defensa y para recoger la droga. En Norstrilia nunca se crearon subpersonas, y las
autoridades de defensa sólo las importaban por razones que constituían máximo secreto. Vieja
Australia del Norte siguió siendo un mundo sencillo, pionero, rudo y abierto.
Muchas familias emigraron para disfrutar de sus riquezas. No podían regresar.
Pero el problema demográfico persistía, a pesar de los impuestos, la sencillez y el trabajo
duro.
Había que reducir el número de habitantes.
¿Pero cómo, dónde, a quiénes? El control de natalidad se consideraba propio de bestias. La
esterilización era inhumana, poco viril, no británica. (La última expresión era muy antigua, y
significaba muy mala.)
Por familias, pues. Que las familias tuvieran hijos. Que la Commonwealth los sometiera a una
prueba a los dieciséis años. Si no cumplían con los requisitos, tendrían una muerte indolora.
¿Y las familias? No se puede exterminar a una familia en una sociedad rural y conservadora,
cuando los vecinos son personas que han luchado y muerto codo con codo durante cien
generaciones. Se proclamó la Regla de las Excepciones. Cualquier familia que llegara al final de
su linaje podía hacer reprocesar al último heredero superviviente hasta cuatro veces. Si
fracasaba, el heredero iba a la Casa de la Muerte, y un heredero adoptado y designado
procedente de otra familia recibía el apellido y la finca.
De lo contrario los supervivientes habrían continuado, una docena en un siglo, veinte al
siguiente. Pronto Norstrilia se habría dividido en dos clases, los sanos y una casta privilegiada de
monstruos hereditarios. No podían tolerar que eso ocurriera cuando el espacio apestaba a
peligro, cuando hombres a cien mundos de distancia soñaban y morían rumiando cómo robar el
stroon. Tenían que ser luchadores, y escogieron no ser soldados ni emperadores. Por lo tanto,
tenían que ser capaces, lúcidos, sanos, inteligentes, sencillos y morales. Tenían que superar a
cualquier enemigo o combinación de enemigos.
Lo consiguieron.
Vieja Australia del Norte se convirtió en el mundo más duro, más brillante y más sencillo de la
galaxia. A solas, sin armas, los norstrilianos podían recorrer los otros planetas y matar casi a
cualquier enemigo que los atacara. Los gobiernos les temían. La gente corriente los odiaba o los
adoraba. Los hombres de otros mundos miraban a sus mujeres de modo extraño. La
Instrumentalidad los dejaba en paz, o los defendía sin dejar que los norstrilianos supieran que se
habían puesto de su parte. (Como en el caso de Raumsog, que llevó a todo su planeta a una
muerte de cáncer y volcanes, porque la Nave Dorada atacó una vez.)
Las madres norstrilianas aprendieron a resistir sin lágrimas cuando sus hijos, drogados por
sorpresa si fracasaban en la prueba, babeaban de placer y morían riendo.
El espacio y el subespacio circundantes de Norstrilia se volvieron chispeantes y pegajosos,
erizados de múltiples defensas. Hombres robustos y sanos pilotaban pequeñas naves de
combate en las cercanías de Vieja Australia del Norte. Cuando la gente los conocía en otros
puertos, los norstrilianos le parecían hombres sencillos; esa apariencia era una trampa y un
engaño. Miles de años de ataques no provocados habían condicionado a los norstrilianos.
Parecían tranquilos como ovejas pero eran sutiles como serpientes.
Y ahora, Rod McBan.
El último heredero de una vieja y orgullosa familia había resultado ser un deforme. Era
bastante normal según las pautas terrícolas, pero inepto según la vara norstriliana. Era un
pésimo telépata. No audía bien. Rara vez recibía transmisiones mentales, y los demás no podían
leerle la mente. Sólo recibían un burbujeo feroz y una opaca maraña de pensamientos
fragmentarios que no significaban nada. Y todavía linguaba peor. No podía hablar con la mente.
A veces transmitía. Cuando lo hacía, todos echaban a correr. Si Rod se enfadaba, un rugido
aullante les bloqueaba la conciencia con una furia tan sólida y roja como carne colgando en un
matadero. Si estaba contento, era peor. Transmitía su alegría sin darse cuenta, y la emisión
resultaba tan desagradable como una sierra cenando una roca incrustada de diamantes. La
felicidad de Rod penetraba en la gente como una sensación al principio agradable, pronto
seguida por una aguda incomodidad y el repentino deseo de perder los dientes: los dientes se
habían convertido en giratorios remolinos de brusca e indefinible irritación.
Ignoraban su mayor secreto personal. Sospechaban que podía audir de cuando en cuando
sin control sobre sí mismo. No sabían que en esas ocasiones podía audir todos los
pensamientos en kilómetros a la redonda con detalle microscópico y alcance telescópico. Su
recepción telepática, cuando funcionaba, atravesaba los escudos mentales ajenos como si no
existieran. (Si algunas mujeres de las granjas que rodeaban la Finca de la Condenación hubieran
sabido que él les había leído la mente sin proponérselo, se habrían avergonzado el resto de sus
días.) En consecuencia, Rod McBan disponía de una temible cantidad de conocimientos caóticos
que no encajaban del todo.
Los comités anteriores no le habían otorgado la Finca de la Condenación ni lo habían enviado
a la muerte risueña. Habían valorado su inteligencia, su ingenio, su gran fuerza física. Pero les
preocupaba la carencia telepática. Lo habían juzgado tres veces. Tres veces.
Y las tres veces se había postergado la sentencia.
Habían optado por la crueldad menor; no lo habían enviado a la muerte, sino a una nueva
infancia y una nueva educación, con la esperanza de que su capacidad telepática se elevara
naturalmente a la normalidad norstriliana.
Lo habían subestimado.
El lo sabía.
Gracias a ese fisgoneo que no podía controlar, captaba fragmentos de lo que ocurría, aunque
nadie le había explicado los cornos y porqués racionales del proceso.
Un sombrío pero tranquilo Rod McBan holló por última vez el polvo de su patio, entró en la
cabaña por la puerta principal, siguió hasta la puerta trasera y el patio trasero, y saludó
cortésmente a las mujeres mientras ellas, ocultando su corazón entristecido, se disponían a
prepararlo para la prueba. No querían contrariar al niño, aunque era grande como un hombre y
manifestaba más aplomo que la mayoría de los hombres adultos. Querían ocultarle la terrible
verdad. ¿Cómo podían evitarlo?
Él ya la sabía.
Pero fingía ignorarla.
Cordialmente, con sólo un poco de miedo, dijo:
—¡Hola, tía! ¿Qué hay, prima? Buenos días, Maribel. He aquí a vuestro cordero. Adornadlo y
acicaladlo para el "concurso de ganado. ¿Me pondréis una argolla en la nariz o una cinta
alrededor del pescuezo?
Una o dos jóvenes rieron, pero su «tía» mayor —en realidad era una prima cuarta, casada
con un hombre de otra familia— señaló seria y serenamente una silla del patio y ordenó:
—Siéntate, Roderick. Ésta es una ocasión seria, y por lo general no hablamos mientras se
disponen los preparativos.
Se mordió el labio inferior y añadió, no para asustarlo sino para impresionarlo:
—Hoy vendrá el vicepresidente.
(El «vicepresidente» era el jefe del gobierno; hacía miles de años que el Gobierno Provisional
de la Commonwealth no tenía presidente. A los norstrilianos no les agradaba la ostentación.
Vicepresidente ya era demasiado título para cualquiera. Además, eso intrigaba a los habitantes
de otros mundos.)
Rod no se impresionó. Había visto al hombre en uno de esos raros momentos en que audía
con claridad, y había descubierto que la mente del vicepresidente estaba atestada de números y
caballos, los resultados de cada carrera hípica durante trescientos veinte años, y la proyección
de seis carreras hípicas probables durante los dos próximos años.
—Si, tía.
—Hoy no metas bulla constantemente. No tienes que usar la voz para decir sí. Sólo asiente.
Causará mucha mejor impresión.
Rod iba a responder, pero tragó saliva y asintió.
Ella le hundió el peine en la espesa y amarilla melena.
Otra de las mujeres, casi una niña, trajo una mesita y una jofaina. Por la expresión Rod,
comprendió que ella le estaba linguando, pero era una de las ocasiones en que él no podía
audir.
La tía le tiró bruscamente del pelo mientras la muchacha le cogía la mano. Rod no supo qué
se proponía y apartó la mano.
La jofaina se cayó de la mesita. Rod advirtió que sólo era agua jabonosa para una manicura.
—Lo lamento —dijo. Incluso a él la voz le pareció ruidosa. Por un instante experimentó un
feroz torrente de humillación y odio hacia sí mismo.
Tendrían que matarme, pensó. Cuando caiga el sol me desternillaré de risa basta que la
medicina me haga hervir los sesos.
Se había reprendido a sí mismo.
Las dos mujeres no habían dicho nada. La tía se había ido a buscar champú, y la muchacha
regresaba con una jarra para llenar de nuevo la jofaina.
Se miraron directamente a los ojos.
—Te quiero —declaró ella con claridad y calma, y con una sonrisa que a Rod le resultó
inexplicable.
—¿Para qué? —preguntó Rod, también en voz baja.
—Te quiero a ti. Te quiero para mí. Vas a vivir.
—Tú eres Lavinia, mi prima —dijo él, como si acabara de descubrirlo.
—Silencio —murmuró la muchacha—. Ella vuelve.
Cuando la muchacha se puso a limpiarle las uñas, y la tía le frotó el pelo con algo parecido a
un zumo de oveja, Rod empezó a sentirse feliz. La indiferencia que había fingido se transformó
en una verdadera indiferencia ante su destino, una fácil aceptación del cielo gris y la tierra opaca
y ondulante. Un temor —un temor diminuto, tan pequeño que parecía una mascota enana dentro
de una jaula en miniatura— recorría sus pensamientos. No era el miedo a la muerte: de pronto
aceptó el riesgo y recordó cuántas personas habían tenido que hacer la misma apuesta. Este
pequeño miedo era otra cosa, el temor a no saber comportarse si le ordenaban morir.
Pero no tengo de qué preocuparme, pensó. La negativa nunca es una palabra: sólo una
hipodérmica, de modo que la primera mala noticia que recibe la víctima es su propia risa,
excitada y feliz.
Con esta extraña paz de espíritu, de pronto audió mejor.
No veía el Jardín de la Muerte, pero podía atisbar las mentes que se encargaban del
mantenimiento; era un enorme camión cerrado más allá de la siguiente hilera de cerros, donde
guardaban a Oíd Billy, la oveja de mil ochocientas toneladas. Oía el parloteo de voces en el
pueblo que estaba a dieciocho kilómetros. Y atisbaba la mente de Lavinia.
Era una imagen de él mismo. Pero, ¡qué imagen! Tan alto, tan apuesto, tan gallardo. Se
había entrenado para no moverse cuando audía, para que los demás no advirtieran que había
recobrado su poco frecuente don telepático.
La tía le linguaba a Lavinia sin palabras ruidosas.
—Esta noche veremos a este bonito muchacho en el ataúd.
Lavinia respondió bruscamente:
—No, no será así.
Rod permanecía impasible en la silla. Las dos mujeres, con rostro grave y silencioso,
continuaron linguando.
—¿Cómo lo sabes? No tienes tantos años —linguó la tía.
—Tiene la finca de más solera de Vieja Australia del Norte. Lleva uno de los apellidos más
antiguos. Es... —Y aun al linguar se le enmarañaron los pensamientos, como en un tartamudeo
—. Es un hermoso muchacho y será un hombre maravilloso.
—Recuerda mis pensamientos —le advirtió la tía—. Esta noche lo veremos en el ataúd y a
medianoche emprenderá el Largo Viaje Hacia Fuera.
Lavinia se incorporó de un salto. Casi volcó la jofaina de agua por segunda vez. Movió la
garganta y la boca para hablar pero sólo graznó:
—Lo lamento, Rod. Lo lamento.
Rod McBan, con expresión discreta, asintió estólidamente, como si no tuviera ni idea de lo
que ambas habían linguado.
Ella se volvió y echó a correr, linguando a gritos:
—Consigue a otra para que le arregle las uñas. Eres despiadada y cruel. Consigue a otra
persona que lave tu cadáver. No yo. No yo.
—¿Qué le pasa a Lavinia? —preguntó Rod a la tía, como si no supiera nada.
—Es difícil, eso es todo. Difícil. Nervios, supongo —añadió con un suave graznido. No sabía
hablar muy bien, pues toda su familia y sus amigos linguaban y audían con elegancia—.
Estábamos linguando acerca de lo que harías mañana.
—¿Dónde hay un cura, tía? —preguntó Rod.
—¿Un qué?
—Un cura, como en el viejo poema, en los duros tiempos antes de que nuestro pueblo hallara
este planeta y trajera las ovejas. Todos lo conocen.
Aquí el cura perdió el juicio.
Allá ardió mi madre.
No puedo mostrarte la casa que teníamos.
Perdimos esa ladera cuando tembló la montaña.
—Es más largo —añadió Rod—, pero ésta es la parte que recuerdo. ¿Un cura no es un
especialista en la muerte? ¿No hay ninguno por aquí?
Le sondeó la mente mientras ella le mentía. Mientras hablaba, Rod recibió una clara imagen
de un vecino distante, un hombre llamado Tolliver, que tenía modales muy suaves; pero la tía no
le habló de Tolliver.
—Algunos asuntos son cosa de hombres —cloqueó—. De todos modos, esta canción no
habla de Norstrilia sino de Paraíso VII y la causa por la cual nos fuimos de allí. No sabía que la
conocías.
En la mente de la tía Rod leyó:
—Este chico sabe demasiado.
—Gracias, tía —murmuró Rod dócilmente.
—Ven a enjuagarte —ordenó ella—. Hoy estamos usando mucha agua verdadera contigo.
Rod la siguió y se tranquilizó cuando la oyó pensar: Lavinia tenía los sentimientos correctos,
pero llegó a la conclusión equivocada. Esta noche él morirá.
Eso era demasiado.
Rod titubeó un instante, templando las cuerdas de su mente extrañamente afinada. Luego
soltó un aullido de alegría telepática, tan sólo para fastidiar a todo el mundo. Todos se quedaron
quietos. Luego lo miraron severamente.
—¿Qué ha sido eso? —exclamó la tía con palabras.
—¿Qué? —preguntó él con aire inocente.
—Ese ruido que has linguado. No significa nada.
—Una especie de estornudo, supongo. No me he dado cuenta. —En su interior se echó a
reír. Aunque estuviera en camino hacia la Casa del Ja Ja, les arruinaría el día mientras iba.
Era un modo estúpido de morir.
Y luego se le ocurrió una idea loca, extraña, feliz: Quizá no puedan matarme. Quizá yo tenga
poderes. Poderes propios. Bien, pronto lo averiguaremos.
EL JUICIO
Rod atravesó el terreno polvoriento, subió tres escalones por la escalera plegable que habían
tendido por el flanco del camión, golpeó la puerta una vez, tal como le habían dicho. Una luz
verde le alumbró la cara. Rod abrió la puerta y entró.
Era un jardín.
El aire húmedo, dulzón y perfumado era como un narcótico. Abundaban las plantas verdes y
brillantes. Las luces eran claras pero tenues; el techo parecía un cielo muy azul y penetrante.
Miró alrededor. Era una copia de la Vieja Vieja Tierra. Las flores que crecían en los arbustos
verdes eran rosas; Rod recordó imágenes que le había mostrado su ordenador. Las imágenes
no le habían indicado que las rosas no sólo tenían un bonito aspecto sino también un agradable
olor. Se preguntó si sería así siempre, y entonces recordó el aire húmedo: la humedad retiene
mejor los olores que el aire seco. Al fin miró tímidamente a los tres jueces.
Notó con sobresalto que uno de ellos no era un norstrilliano, sino el comisionado local de la
Instrumentalidad, el Señor Dama Roja, un hombre delgado de cara aguda e inquisitiva. Los otros
dos eran el viejo Taggart y John Beasley. Los conocía, pero no mucho.
—Bienvenido —saludó el Señor Dama Roja, hablando con el acento cantarín de un habitante
de la Cuna del Hombre.
—Gracias —dijo Rod.
—¿Eres Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan número ciento
cincuenta y uno? —preguntó Taggart, aunque sabía muy bien que Rod era esa persona.
¡Bendito sea el Señor! ¡Qué suerte!, pensó Rod. ¡Puedo audir, aun en este lugar!
—Sí —dijo el señor Dama Roja.
Se hizo un silencio.
Los otros dos jueces miraron al hombre que procedía de la Cuna del Hombre; el forastero
contempló a Rod; Rod puso cara de susto. De pronto se le revolvió el estómago.
Por primera vez en su vida, se topaba con alguien capaz de captar sus peculiares aptitudes
perceptivas.
Al fin pensó: Comprendo.
El Señor Dama Roja lo miró con agudeza e impaciencia, como esperando una respuesta a su
simple «sí».
Rod ya había respondido... telepáticamente.
El viejo Taggart rompió el silencio.
—¿No piensas responder? Te he preguntado tu nombre.
El Señor Dama Roja levantó la mano pidiendo paciencia; Rod jamás había visto ese ademán,
pero lo entendió de inmediato.
El Señor Dama Roja proyectó su pensamiento hacia Rod:
—Me estás leyendo los pensamientos.
—Pues sí —pensó Rod, respondiéndole.
El Señor Dama Roja se llevó la mano a la frente.
—Me estás haciendo daño. ¿Has dicho algo?
—He dicho que te estaba leyendo la mente —respondió Rod con la voz.
El Señor Dama Roja se volvió hacia los otros dos hombres y linguó:
—¿Alguno de vosotros ha audido lo que él intentaba linguar?
—No —respondieron ambos—. Sólo un ruido fuerte.
—Él percibe en una banda ancha, como yo. Esta circunstancia ha significado mi humillación.
Sabéis que soy el único Señor de la Instrumentalidad a quien han degradado de la jerarquía de
Señor a la de Comisionado...
—Sí —linguaron ambos.
—¿Sabéis que no podían curar mis gritos y sugirieron que yo muriera?
—No —respondieron.
—¿Sabéis que la Instrumentalidad pensó que no podría molestaros aquí y me envió a vuestro
planeta con este mísero trabajo, tan sólo para quitarme de en medio?
—Sí —respondieron.
—Pues bien. Entonces, ¿qué queréis hacer con él? No tratéis de engañarlo. Él ya lo sabe
todo sobre este lugar. —El Señor Dama Roja miró de soslayo a Rod con una expresión
cómplice, sonriendo para alentarlo—. ¿Queréis matarlo? ¿Exiliarlo? ¿Dejarlo suelto?
Los otros dos hombres cavilaron. Rod notó que los turbaba la idea de que él pudiera leer sus
pensamientos, pues habían pensado que era un sordomudo telepático; además les molestaba la
brusquedad con que el Señor Dama Roja había precipitado la decisión. A Rod casi le parecía
estar nadando en el aire húmedo y denso. El aroma de las rosas le saturaba tanto las fosas
nasales que nunca olería nada salvo rosas.
De pronto captó una conciencia abrumadora muy cerca de él: una quinta persona en el
cuarto, en quien antes no había reparado.
Era un soldado uniformado de la Tierra. El soldado era apuesto y alto, y permanecía erguido
con rígida formalidad militar. Además no era humano y llevaba un arma extraña en la mano
izquierda.
—¿Qué es eso? —le linguó Rod al terrícola. El hombre vio la cara, no el pensamiento.
—Un subhombre. Un hombre-serpiente. El único de este planeta. Te sacará de aquí si nos
pronunciamos contra ti.
Beasley interrumpió con enfado.
—Basta. Esto es una audiencia, no una merienda. El aire está plagado de pensamientos
confusos. Seamos formales.
—¿Quieres una audiencia formal? —preguntó el Señor Dama Roja—. ¿Una audiencia formal
ante un hombre que capta nuestros pensamientos? Es una tontería.
—En Vieja Australia del Norte siempre celebramos audiencias formales —replicó el viejo
Taggart. Con una agudeza nacida del riesgo personal, Rod vio a Taggart con nuevos ojos: un
pobre viejo demacrado que había trabajado una pobre granja durante mil años; un granjero,
como sus antepasados; un hombre que era rico porque tenía millones de megacréditos, pero que
nunca llegaría a gastarlos; un hombre apegado a la tierra, honorable, prudente, recto y muy
justo. Tales hombres jamás admitían innovaciones. Luchaban contra los cambios.
—Celebrad la audiencia —determinó el Señor Dama Roja—, celebrad la audiencia si es
vuestra costumbre, señor y propietario Taggart, señor y propietario Beasley.
Los norstrilianos, apaciguados, inclinaron la cabeza un instante.
Beasley se volvió con cierta timidez hacia el Señor Dama Roja.
—Señor y Comisionado, pronuncia las palabras. Las buenas y viejas palabras. Las que nos
ayudarán a hallar nuestro deber y cumplirlo.
(Rod percibió que un fogonazo de furia roja atravesaba la mente del Señor Dama Roja. El
Comisionado se dijo: ¿De qué sirve tanto revuelo para eliminar a un pobre muchacho? Dejadlo
ir, estúpidos o matadlo. Pero el terrícola no había proyectado sus pensamientos y los dos
norstrilianos no se enteraron de la opinión del Señor.)
Por fuera, el Señor Dama Roja permanecía en calma. Usó la voz, como hacían los
norstrilianos en ocasión de una gran ceremonia.
—Estamos aquí para oír a un hombre.
—Estamos aquí para oírlo —replicaron ellos.
—No estamos aquí para juzgar ni matar, aunque esto pueda suceder —continuó el Señor.
—Aunque esto pueda suceder —respondieron ellos.
—¿Y de dónde viene el hombre?
Ambos conocían la respuesta de memoria y la recitaron pomposamente:
—Así era en la Vieja Vieja Tierra, y así será entre las estrellas, por lejos que viajemos los
hombres:
»La semilla del trigo se planta en la tierra húmeda y oscura; la semilla del hombre en carne
húmeda y oscura. La semilla del trigo busca el aire, el sol y el espacio; las hojas del tallo, los
capullos y el grano florecen bajo el abierto resplandor del cielo. La semilla del hombre crece en el
salado océano del vientre, en las tinieblas marinas recordadas por los cuerpos de su raza. Las
manos del hombre recogen la cosecha de trigo; la ternura de la eternidad recoge la cosecha de
hombres.
—¿Y qué significa esto? —salmodió el Señor Dama Roja.
—Mirar con misericordia, decidir con misericordia, matar con misericordia, pero lograr que la
cosecha de hombres sea fuerte, auténtica y buena, alta y orgullosa como el trigo de la Vieja Vieja
Tierra.
—¿Y quién está allí? —preguntó.
Ambos entonaron el nombre completo de Rod.
Cuando hubieron concluido, el Señor Dama Roja se volvió hacia Rod y dijo:
—Estoy a punto de pronunciar las palabras ceremoniales, pero te prometo que suceda lo que
suceda no te sorprenderás. Conserva la calma, pues. Calma. —Rod observó la mente del
terrícola y la de los norstrilianos. Advirtió que Beasley y Taggart estaban aturdidos por el ritual, la
humedad y el perfume del aire, y el falso cielo azul de la parte superior del camión; no sabían
qué iban a hacer. Pero Rod también advirtió que un pensamiento agudo, penetrante y triunfal se
formaba en el fondo de la mente del Señor Dama Roja: ¡Liberaré a este chico! Casi sonrió, a
pesar de la cercanía del hombre-serpiente con su rígida sonrisa y sus ojos inmóviles y
relucientes. El subhombre estaba a un lado y Rod sólo podía mirarlo por el rabillo del ojo.
—¡Señores y propietarios! —dijo el Señor Dama Roja.
—¡Señor presidente! —respondieron ellos.
—¿Informo al compareciente?
—¡Infórmale! —entonaron ellos.
—¡Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan número ciento cincuenta y
uno!
—Sí, señor —contestó Rod.
—¡Heredero de la Finca de la Condenación!
—Soy yo —dijo Rod.
—Óyeme —invocó el Señor Dama Roja.
—¡Óyelo! —repitieron los otros dos.
—No has venido aquí, niño y ciudadano Roderick, para que te juzguemos o castiguemos. Si
estas cosas han de hacerse, será en otro tiempo y lugar, y las harán otros hombres. La única
preocupación de este jurado es la siguiente: decidir si saldrás de esta habitación, sano, salvo y
libre, prescindiendo de tu inocencia o culpabilidad en asuntos que no nos conciernen, y sólo
teniendo en cuenta la supervivencia, la seguridad y el bienestar de este planeta. No castigamos
ni juzgamos, pero decidimos, y de nuestra decisión depende tu vida. ¿Comprendes? ¿Estás de
acuerdo?
Rod asintió en silencio, sorbiendo el aire húmedo con olor a rosas y aplacando su repentina
sed con la humedad de la atmósfera. Si las cosas iban mal ahora, no irían muy lejos. No irían
lejos con ese hombre-serpiente inmóvil a tan poca distancia. Trató de escudriñar el cerebro de
serpiente, pero no halló más que un inesperado fulgor de reconocimiento y desafío.
El Señor Dama Roja continuó, mientras Taggart y Beasley escuchaban las palabras como si
nunca las hubieran oído.
—Niño y ciudadano, conoces las reglas. No hemos de juzgar tu error ni tu rectitud. Aquí no se
juzga delito ni ofensa alguna. Tampoco se juzga la inocencia. Sólo consideramos una simple
pregunta. ¿Debes vivir o no debes vivir? ¿Comprendes? ¿Estás de acuerdo?
—Sí, señor —respondió Rod.
—¿Y qué dices, niño y ciudadano?
—No entiendo.
—Este tribunal te pregunta tu opinión. ¿Debes vivir o no?
—Me gustaría —declaró Rod—, pero estoy cansado de tantas infancias.
—El tribunal no te pregunta eso, niño y ciudadano —insistió el Señor Dama Roja—. Te
preguntamos qué piensas. ¿Debes vivir o no debes vivir?
—¿Queréis que juzgue yo mismo?
—En efecto, muchacho —asintió Beasley—. Conoces las reglas. Dilas, muchacho. Aseguré
que podíamos contar contigo.
La cara orgullosa y cordial de pronto cobró gran importancia para Rod. Contempló a Beasley
como si nunca le hubiera visto. El hombre trataba de juzgarlo, y él tenía que ayudarlos en la
decisión. La medicina del hombre-serpiente y la muerte risueña, o salir en libertad. Rod
reflexionó antes de hablar; hablaría en nombre de Vieja Australia del Norte. Norstrilia era un
mundo duro, orgulloso de sus hombres duros. No resultaba extraño que el tribunal le confiara
una dura decisión. Rod llegó a una conclusión y habló con claridad y aplomo:
—Yo diría que no. No me dejéis vivir. No me adapto.
No puedo linguar ni audir. Nadie sabe cómo serán mis hijos, pero las probabilidades están
contra ellos. Excepto por una cosa...
—¿Qué cosa, niño y ciudadano? —preguntó el Señor Dama Roja, mientras Beasley y
Taggart atendían fijamente, como si presenciaran los últimos cinco metros de una carrera de
caballos.
—Miradme con atención, ciudadanos y miembros del tribunal —declaró Rod, descubriendo
que en aquel ambiente resultaba fácil hablar en tono ceremonial—. Miradme con atención y no
penséis en mi propia felicidad, porque la ley no os permite juzgar eso. Mirad mi talento: mi modo
de audir, mi tormentoso modo de linguar. —Rod se preparó para la jugada decisiva. Dejó de
mover los labios y escupió con la mente:
Furor-furor, rabia-rojo,
rojo-sangre,
furor-fuego,
ruido, hedor, resplandor, rudeza, rencor y odio,
odio, odio,
toda la angustia de un día amargo:
trajín, parto, corderos.
Lanzó todo el mensaje al mismo tiempo. El Señor Dama Roja palideció y apretó los labios, el
viejo Taggart se llevó las manos a la cara, Beasley se quedó desconcertado y asqueado.
Beasley eructó mientras la calma descendía sobre el cuarto.
Con voz ligeramente trémula, el Señor Dama Roja preguntó:
—¿Y qué pretendes demostrar con eso, niño y ciudadano?
—En su forma adulta, Señor, ¿no podría emplearse como arma?
El Señor Dama Roja miró a los otros dos, cuya contrita expresión lo decía todo; si estaban
linguando, Rod no podía leerlo. Ese último esfuerzo lo había dejado sin recursos telepáticos.
—Continuemos —sugirió Taggart.
—¿Estás preparado? —preguntó a Rod el Señor Dama Roja.
—Sí, señor —respondió.
—Continúo —declaró el Señor Dama Roja—. Si comprendes tu caso tal como lo vemos
nosotros, procederemos a tomar una decisión y, una vez tomada, a matarte de inmediato o a
dejarte en libertad con igual prontitud. En el segundo caso, también te obsequiaremos un
pequeño pero valioso regalo, para recompensarte por la cortesía que habrás demostrado a este
tribunal, pues sin cortesía no podría celebrarse una audiencia adecuada, y sin una audiencia
adecuada no podría haber justicia ni segundad en los años venideros. ¿Comprendes? ¿Estás de
acuerdo?
—Eso creo.
—¿De veras comprendes? ¿De veras estás de acuerdo? Estamos hablando de tu vida —
insistió el Señor Dama Roja.
—Comprendo y estoy de acuerdo —dijo Rod.
—Cúbrenos —ordenó el Señor Dama Roja.
Rod iba a preguntar cómo pero comprendió que la orden no era para él.
El hombre-serpiente había cobrado vida y respiraba entrecortadamente. Habló con palabras
antiguas y claras, con una rara cadencia en cada sílaba:
—¿Alto, Señor, o máximo?
Por toda respuesta, el Señor Dama Roja levantó el brazo derecho apuntando el índice al
techo. El hombre-serpiente jadeó y preparó sus emociones para un ataque. Rod sintió que se le
ponía la piel de gallina. El pelo de la nuca se le erizo. Al final sólo sintió una insoportable lucidez.
Si éstos eran los pensamientos que el hombre-serpiente proyectaba fuera del camión, ningún
viandante podría atisbar la decisión. La inquietante presión de una cruel amenaza se encargaría
de ello.
Los tres miembros del tribunal se cogieron de la mano y parecieron dormirse.
El Señor Dama Roja abrió los ojos y dirigió una señal casi imperceptible al hombre-serpiente.
La sensación de amenaza se esfumó. El soldado recobró la inmovilidad, la mirada fija. Los
miembros del tribunal se derrumbaron sobre la mesa. Aún no parecían preparados para hablar.
Habían perdido el aliento. Al fin Taggart se incorporó trabajosamente y jadeó su mensaje.
—Allí está la puerta, muchacho. Vete. Eres un ciudadano libre.
Rod iba a agradecérselo, pero el viejo levantó la mano derecha.
—No me lo agradezcas. Es mí deber. Pero recuerda: ni una palabra, jamás. Ni una palabra,
jamás, acerca de esta audiencia. Márchate.
Rod corrió hacia la puerta, la atravesó y salió al patio. Libre.
Por un instante se quedó en el patio, aturdido.
El querido cielo gris de Vieja Australia del Norte se deslizaba en lo alto; ya no estaba bajo la
inquietante luz de la Vieja Tierra, donde presuntamente el firmamento tenía un perpetuo
resplandor azul. Estornudó cuando el aire seco le penetró en las fosas nasales. La ropa le
produjo escalofríos cuando la humedad-se evaporó; no quiso preguntarse si era la humedad del
camión o su propio sudor lo que había mojado tanto la camisa. Había muchas personas allí, y
mucha luz. Y la fragancia de las rosas quedaba tan atrás como otra vida.
Lavinia estaba cerca de él. Sollozaba.
Iba a volverse hacia ella cuando el jadeo de la multitud le detuvo.
El hombre-serpiente había salido del camión. (Rod comprendió que era sólo un viejo teatro
ambulante, como aquellos en los que había entrado cien veces.) El uniforme terrícola parecía la
culminación de la riqueza y la decadencia entre los polvorientos monos de los hombres y los
vestidos de popelín de las mujeres. La tez verde del subhombre tenía un aspecto brillante entre
las caras bronceadas de los norstrilianos. Se cuadró ante Rod.
Rod no devolvió el saludo. Sólo lo miró fijamente.
Tal vez habían cambiado de opinión y lo enviaban a la muerte risueña.
El soldado extendió la mano. Mostró un billetero de un material que parecía cuero, finamente
repujado, procedente de otro mundo.
Rod tartamudeó:
—No es mía.
—No-es-tuya —replicó el hombre-serpiente—, pero-es-el-regalo-que-te-prometieron-dentro,
Tómala-porque-para-mí-hay-demasiada-sequedad-aquí-fuera.
Rod la cogió y se la guardó en el bolsillo. ¿Qué importaba un regalo cuando le habían
concedido vida, ojos, la luz del día, el viento mismo?
El soldado-serpiente lo miró con ojos inquietos. No hizo comentarios. Se cuadró y regresó
rígidamente al camión. Ya en el umbral se volvió hacia la multitud como si evaluara el modo más
fácil de matarlos a todos. No pronunció ninguna palabra, no profirió ninguna amenaza. Abrió la
puerta y entró en el camión. No había indicios de los ocupantes humanos del camión. Tiene que
haber, pensó Rod, algún modo de hacerlos entrar y salir del Jardín de la Muerte de forma muy
secreta y silenciosa, porque el había vivido en aquella comarca durante mucho tiempo y nunca
había sospechado que sus propios vecinos pudieran ser miembros del tribunal.
La gente callaba. Titubeando, esperaba en el patio a que él hiciera el primer movimiento.
Rod se volvió rígidamente para contemplarlos con mayor atención.
Eran todos sus vecinos y parientes: los McBan, los MacArthur, los Passarelli, los Schmidt,
hasta los Sander.
Levantó la mano para saludarlos.
Se armó un revuelo.
Se lanzaron hacia él. Las mujeres lo besaron, los hombres le palmearon la espalda y le
dieron la mano, los niños entonaron una cancioncilla melodiosa sobre la Finca de la
Condenación. Se había convertido en centro de una muchedumbre que lo llevaba a su cocina.
Muchas personas se habían puesto a llorar.
Se preguntó por qué. Pronto comprendió.
Le tenían afecto.
Por insondables razones humanas,, razones confusas e ilógicas, le habían deseado suerte.
Incluso la tía que había vaticinado el ataúd para él lloriqueaba sin vergüenza, secándose los ojos
y la nariz con la punta del delantal.
Rod se había hartado de la gente, pues él era una anomalía, pero en aquel momento de
prueba la caprichosa bondad de esas personas lo anegaba como una gran ola. Dejó que lo
sentaran en su propia cocina. En medio del parloteo, los sollozos, las risas, el alivio ferviente y
falsamente jovial, oía la repetición de un tema recurrente como una fuga: le querían. Había
vuelto de la muerte: era Rod McBan.
Sin beber, se embriagó.
—No puedo soportarlo —gritó—. Por todos los cielos, os quiero tanto que os podría aplastar a
golpes esos sesos sentimentales...
—Qué dulce discurso —murmuró una vieja granjera.
Un policía de uniforme asintió.
La fiesta había comenzado. Duró tres días enteros, y cuando terminó no quedaba un ojo seco
ni una botella llena en la Finca de la Condenación.
De vez en cuando, él se despejaba lo suficiente para disfrutar de su milagroso don. Audiendo,
les examinaba la mente mientras ellos charlaban, cantaban, bebían y comían, felices como
niños; ninguno de ellos había venido en vano. Se regocijaban de veras. Le querían. Le deseaban
lo mejor. Rod dudaba de que ese amor fuera verdadero, pero lo disfrutó mientras duró.
Lavinia se mantuvo apartada el primer día; el segundo y tercer día desapareció. Le sirvieron
verdadera cerveza norstriliana, cuya gradación habían elevado a ciento ocho mediante la adición
de licores puros. Así olvidó el Jardín de la Muerte, la húmeda y dulzona fragancia, la clara voz
extranjera del Señor Dama Roja, el pretencioso cielo azul.
Les escrutó la mente una y otra vez. Una y otra vez vio lo mismo.
—Eres nuestro muchacho. Has triunfado. Estás vivo. Buena suerte, Rod. Buena suene,
compañero. No hemos tenido que verte ir tambaleando, riendo y feliz, hacia la casa donde
hubieras encontrado la muerte.
Rod se preguntó si había triunfado o sólo había tenido suerte.
LA FURIA DEL ONSEC
Al cabo de una semana, la celebración había terminado. Las tías y primas habían regresado
a sus granjas. La Finca de la Condenación estaba tranquila, y Rod pasó la mañana
comprobando que los peones no hubieran descuidado demasiado a las ovejas durante la
prolongada fiesta. Descubrió que desde hacía dos días no habían movido a Daisy, una joven
oveja de trescientas toneladas, y que no la habían engrasado para prevenir la gangrena. Luego
descubrió que los tubos de alimentación de Tanner, su carnero de mil toneladas, se habían
atascado y el pobre animal tenía un grave edema en las gigantescas patas. Por lo demás, todo
andaba bien. Ni siquiera presintió problemas cuando vio el pony rojo de Beasley atado en el
patio.
Entró animadamente en la casa y saludó a Beasley con una exclamación informal:
—¡Bebe un trago a mi salud, señor y propietario Beasley! ¡Oh, ya te estás tomando uno!
¡Entonces bebe otro!
—Gracias por la copa, muchacho, pero he venido a verte porque se presentan problemas.
—Bien. Tú eres uno de mis administradores, ¿verdad?
—En efecto —dijo Beasley—, pero estás en un brete, muchacho. Un verdadero brete.
Rod le sonrió sin alterarse. Sabía que ese hombre tenía que hacer un gran esfuerzo para
hablar con la voz en vez de linguar con la mente; agradecía que Beasley hubiera acudido
personalmente en vez de hablar del asunto con los demás administradores. Era una prueba más
de que Rod había pasado su ordalía. Rod declaró con aplomo:
—Pensaba que ya había superado mis problemas.
—¿A qué te refieres, propietario McBan?
—Recuerdas... —Rod no se atrevió a mencionar el Jardín de la Muerte, ni su recuerdo de que
Beasley había formado parte del tribunal secreto que lo había considerado digno de vivir.
Beasley comprendió.
—Hay cosas que no deben mencionarse, muchacho, y veo que te han enseñado bien.
Se interrumpió y observó a Rod como un hombre que mira un cadáver desconocido antes de
darle la vuelta para identificarlo. Rod se inquietó.
—Siéntate, muchacho, siéntate —dijo Beasley, dando órdenes a Rod en su propia casa.
Rod se sentó en el banco, pues Beasley ocupaba la única silla: el enorme trono tallado del
abuelo de Rod, traído de otro mundo. Se sentó. No le gustaba que le dieran órdenes, pero
estaba seguro de que Beasley llevaba buenas intenciones. Tal vez estaba nervioso por el gran
esfuerzo de hablar con la garganta y la boca.
Beasley lo miró de nuevo con esa expresión extraña, una mezcla de compasión y disgusto.
—Levántate, muchacho, y mira por la casa para ver si hay alguien cerca.
—No hay nadie —dijo Rod—. Mi tía Doris se fue cuando obtuve la libertad, la criada Eleanor
pidió prestado un carro y ha ido al mercado, y tengo sólo dos peones. Ambos están infectando
de nuevo a Baby, que tenía poca santaclara.
En circunstancias normales, la lucrativa enfermedad de esas ovejas gigantescas y
semiparalíticas habría constituido tema de conversación para dos granjeros norstrilianos, al
margen de las diferencias de edad y de grado.
Esta vez no.
Beasley tenía en la mente algo serio y desagradable. Parecía tan turbado e inquieto que Rod
sintió compasión.
Rod no discutió. Salió obedientemente por la puerta trasera, echó un vistazo al lado de la
casa, no vio a nadie; fue hasta el lado norte, tampoco vio a nadie y volvió a entrar por la puerta
principal. Beasley no se había movido, salvo para servirse más cerveza amarga. Rod lo miró a
los ojos y se sentó sin decir palabra. Si el hombre estaba realmente preocupado por él (y Rod
pensaba que lo estaba), y si el hombre era razonablemente sagaz (y Rod pensaba que lo era),
valía la pena esperar y escuchar el mensaje. Rod aún disfrutaba de la agradable sensación de
contar con el afecto de sus vecinos, una sensación que había aflorado a la superficie de aquellos
honestos rostros norstrilianos cuando él regresó a su patio desde el camión del Jardín de la
Muerte.
Beasley dijo, como si comentara una comida desconocida o una bebida rara:
—Muchacho, hablar tiene sus ventajas. Si un hombre no atiende con los oídos no puede
captar con la mente, ¿verdad?
Rod reflexionó un instante.
—Soy demasiado joven para saberlo con certeza —admitió con sinceridad—, pero nunca he
sabido de nadie que captara palabras habladas audiendo con la mente. Parece ser que es una
cosa o la otra. ¿Nunca hablas mientras linguas, verdad?, Beasley asintió.
—Pues bien. Quiero decirte algo. No debería hacerlo, pero te lo diré. Si hablo en voz baja
nadie lo oirá, ¿verdad?
Rod asintió.
—¿De qué se trata? ¿Hay algún problema con mi título de propiedad?
Beasley bebió un sorbo, pero siguió contemplando a Rod por encima del borde del pichel
mientras bebía.
—También tienes un problema con eso, muchacho, pero aunque esta cuestión es grave,
puedo hablarlo contigo y con los demás administradores. Lo primero es más personal, en cierto
modo. Y más grave.
—Pero, ¿de qué se trata? —exclamó Rod, exasperado por tantos rodeos.
—El onsec anda detrás de ti.
—¿Qué es un onsec? —preguntó Rod—. Nunca he oído hablar de eso.
—No es «eso» sino «él» —señaló sombríamente Beasley—. Onsec es un funcionario del
gobierno de la Commonwealth. El sujeto que lleva los libros del vicepresidente. Cuando llegamos
a este planeta le llamábamos hon. sec., que significaba honorable secretario o algún otro título
prehistórico, pero ahora todos le llaman onsec y lo escriben así. El sabe que no puede anular la
decisión respecto a ti en el Jardín de la Muerte.
—Nadie podría hacerlo —exclamó Rod—. Nunca se ha hecho. Todos lo saben.
—Pueden saberlo, pero existe el juicio civil.
—¿Cómo van a someterme a juicio civil, si no he tenido tiempo de cambiar? Tú mismo
sabes...
—Nunca, jovencito, nunca digas lo que Beasley sabe o no sabe. Sólo di lo que piensas. —Ni
siquiera en privado, estando ellos dos a solas, Beasley se atrevía a violar el fundamental secreto
de la audiencia del Jardín de la Muerte.
—Sólo iba a decir, señor y propietario Beasley —insistió Rod acaloradamente—, que un juicio
civil por incompetencia general es algo que se aplica a un propietario sólo si los vecinos se han
quejado durante mucho tiempo de él. No han tenido tiempo ni derecho para quejarse de mí,
¿verdad?
Beasley mantuvo la mano en el asa de la jarra. El uso del lenguaje hablado lo fatigaba. Una
corona de sudor le perlaba la frente.
—Supongamos, muchacho —dijo solemnemente—, que yo supiera, de fuentes fiables, cómo
fuiste juzgado en ese camión... ¡Ahí tienes! Lo he dicho, aunque no debía... Y supongamos que
yo supiera que el onsec odia a un caballero extranjero que pudo haber estado en ese camión...
—¿El Señor Dama Roja? —susurró Rod, alarmado al ver que Beasley se obligaba a nombrar
lo innombrable.
—Aja —asintió Beasley, casi al borde del llanto—. Y supongamos que yo supiera que el
onsec te conoce y considera que el dictamen fue erróneo, que eres un fenómeno que perjudicará
a toda Norstrilia. ¿Qué haría yo?
—No lo sé —dijo Rod—. Tal vez contármelo.
—Jamás —exclamó Beasley—. Soy un hombre honesto. Dame otro trago.
Rod caminó hasta el armario, sacó otra botella de cerveza amarga, preguntándose cuándo y
dónde habría conocido al onsec. Nunca había tenido mucho que ver con el gobierno; su familia
—primero su abuelo, mientras vivía, y luego sus tías y primos— se habían encargado de los
documentos oficiales, los trámites y demás.
Beasley engulló un buen sorbo de cerveza.
—Buena cerveza. Hablar resulta cansado, aunque sea un buen modo de guardar un secreto,
si es verdad que nadie puede sondearnos la mente.
—No lo conozco —murmuró Rod.
—¿A quién? —pregunto Beasley, momentáneamente distraído.
—Al onsec. No conozco a ningún onsec. Nunca he estado en Nueva Canberra. Nunca he
conocido a ningún funcionario, ni a ningún forastero, hasta que traté a ese caballero del que
hablábamos. ¿Cómo puede conocerme el onsec 51 yo no lo conozco?
—Pero sí que lo conociste, jovencito. Entonces no era onsec.
—¡Por las ovejas! ¡Dime quién es!
—Nunca uses el nombre del Señor a menos que estés hablando al Señor —refunfuñó
Beasley.
—Lo lamento, y pido disculpas. ¿Quién era?
—Houghton Syme ciento cuarenta y nueve —dijo Beasley.
—No tenemos ningún vecino con ese nombre.
—No —admitió Beasley roncamente, como si hubiera puesto un límite a sus revelaciones.
Rod lo miró intrigado.
A lo lejos, mucho más allá del Cerro Almohada, su oveja gigante baló. Tai vez eso significaba
que Hopper la estaba cambiando de posición en la plataforma, para que la oveja pudiera llegar a
la hierba fresca.
Beasley acercó su cara a la de Rod. Susurró. El susurro de un hombre normal se convertía
en un jadeo cuando hacía medio año que no usaba la voz.
Las palabras sonaban obscenas, como si Beasley fuera a contarle una historia procaz o a
hacerle una pregunta muy íntima y personal.
—Tu vida, muchacho —jadeó—. Sé que has tenido una vida difícil. Odio preguntártelo, pero
debo hacerlo. ¿Qué sabes de tu propia vida?
—Oh, eso —dijo Rod con soltura—, £50. No me molesta que me pregunten acerca de eso,
aunque sea un poco inconveniente. Tuve cuatro infancias, de cero a dieciséis en cada ocasión.
Mi familia tenía la esperanza de que al crecer yo llegara a linguar y audir como todos los demás,
pero seguí igual. Desde luego, yo no era un verdadero bebé las tres veces que empecé de
nuevo, sólo una especie de idiota educado del tamaño de un muchacho de dieciséis.
—Así es, muchacho. ¿Pero recuerdas esas otras vidas?
—Fragmentos, sólo fragmentos. No eran coherentes... —Se detuvo y jadeó—: ¡Houghton
Syme! ¡Houghton Syme!
Oh Tan Simple. Claro que lo conozco. Un chico especial. Lo conocí en mi primer preparatorio,
en mi primera infancia. Éramos bastante amigos, pero aun así nos odiábamos. Yo era un
fenómeno y él también. Yo no linguaba ni audía, y él no podía tomar stroon. Eso significaba que
yo nunca tendría que pasar por el Jardín de la Muerte. Sólo me esperaba la Sala de las Risas y
un buen ataúd de propietario. Y él... era peor. Tendría una vida típica de la Vieja Tierra: ciento
sesenta años y basta. Ahora debe de ser un hombre viejo. ¡Pobre diablo! ¿Cómo ha llegado a
ser onsec? ¿Qué poder tiene un onsec?
—Ahora vas comprendiendo, muchacho. Él dice que es tu amigo y odia hacer esto, pero tiene
que cerciorarse de que mueras. Por el bien de Norstrilia. Afirma que es su deber. Llegó a ser
onsec porque siempre estaba hablando de su deber y la gente le tenía lástima porque iba a morir
muy pronto. Duraría lo que un individuo de la Vieja Tierra cuando alrededor se producía todo el
stroon del universo, pues no podía tomarlo...
—Entonces, ¿no lo han curado?
—No. Ahora es un anciano y está resentido. Y ha jurado verte morir.
—¿Puede hacerlo? Siendo onsec, quiero decir.
—Es posible. Odia al caballero extranjero del que hablábamos porque el forastero le dijo que
era un idiota provinciano. Te odia a ti porque tú vivirás y él no. ¿Cómo lo llamabas en la escuela?
—Oh Tan Simple. Una broma infantil a costa del nombre.
—Pues no es tan simple. Es frío, artero, cruel y desdichado. Si no pensáramos que le falta
poco para morir, diez o cien años, nosotros mismos votaríamos para mandarlo a la Sala de las
Risas. Por mezquindad e incompetencia. Pero es onsec y te tiene entre ceja y ceja. Bien, lo he
dicho. No debería haberlo hecho, pero cuando vi a ese sujeto taimado hablando de ti y tratando
de declarar incompetente al tribunal mientras tú, muchacho, disfrutabas de una buena
francachela con tu familia y vecinos por haber aprobado al fin, cuando vi a ese sujeto pálido y
cruel actuando de tal modo que ni siquiera podías enfrentarte a él en una pelea justa, me dije: es
posible que Rod McBan no sea hombre oficialmente, pero el pobre chico ha pagado un buen
precio por serlo. Por eso te lo he contado. Quizás haya corrido un riesgo, y vulnerado mi honor.
—Beasley suspiró. Su cara honesta y roja se veía realmente confusa—. Quizás haya vulnerado
mi honor, y eso resulta doloroso en Norstrilia, donde un hombre puede vivir todo el tiempo que
quiera. Pero me alegro de haberlo hecho. Además, me duele la garganta de tanto hablar. Dame
otra botella de cerveza, muchacho, antes de que vaya a buscar mi caballo.
Rod trajo la cerveza en silencio y la sirvió con un gesto amable.
Beasley, cansado de hablar, se tomó la cerveza. Tal vez, pensó Rod, está audiendo
atentamente para ver si en las inmediaciones encuentra mentes humanas que puedan haber
captado una filtración telepática de la conversación.
Cuando Beasley le devolvió la jarra y se dispuso a marcharse con un gesto de buen vecino,
Rod no pudo callar una última pregunta. La formuló en un jadeante susurro. Beasley se había
olvidado de que estaban hablando y se limitó a mirar a Rod. Quizá, pensó Rod, me pide que
lingue porque ha olvidado que no sé linguar. Así era, en efecto, pues Beasley graznó con voz
muy ronca:
—¿Qué pasa, muchacho? No me hagas hablar mucho. La voz me raspa la garganta y mi
honor está manchado.
—¿Qué debo hacer?
—Señor y propietario McBan, ése es tu problema. Yo no soy tú. No lo sé.
—Pero ¿qué harías tú en mi lugar?
Los azules ojos de Beasley miraron distraídamente hacia Cerro Almohada.
—Lárgate del planeta. Lárgate. Vete de aquí. Durante cien años. Para entonces ese hombre
habrá muerto y podrás regresar alegre como un destello.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo puedo hacerlo?
Beasley le palmeó el hombro, le ofreció una ancha y silenciosa sonrisa, apoyó el pie en el
estribo, montó en la silla y miró a Rod desde el caballo.
—No lo sé, vecino. Buena suerte, de todos modos. He hecho más de lo que debía. Adiós.
Palmeó suavemente al caballo y salió del patio al trote. En el linde del patio el caballo apuró
el paso.
Rod permaneció ante la puerta, totalmente solo.
LOS RUINOSOS TESOROS DE LA CUEVA
Cuando Beasley se fue, Rod vagó desanimado por la granja. Echaba de menos a su abuelo,
quien había vivido durante las tres primeras infancias de Rod pero había muerto cuando Rod iba
por la cuarta infancia simulada, en el intento de remediar su defecto telepático. Incluso echaba
de menos a la tía Margot, quien se había retirado voluntariamente a los novecientos dos años.
Había muchos primos y parientes a quienes podía pedir consejo; estaban los dos peones de la
granja; también podía ir a ver a mamá Hitton, quien había estado casada con uno de sus tíos
abuelos'1. Pero esta vez no quería compañía. No podía hacer nada con la gente. El onsec
también era gente; le costaba imaginar a Oh Tan Simple como una persona poderosa. Rod sabía
que era su propia pelea.
La suya.
¿Qué había sido de él anteriormente?
Ni siquiera su vida. Recordaba retazos de sus infancias. Incluso tenía vaga memoria de
temporadas de dolor, las veces en que lo habían enviado de vuelta a la niñez pero sin reducirle
el tamaño. No había sido por elección suya. Lo había ordenado el viejo, o lo había aprobado el
vicepresidente, o lo había suplicado la tía Margot. Nadie le había hecho muchas preguntas,
salvo: «¿Estarás de acuerdo...?»
Él había estado de acuerdo.
Había sido bueno, tan bueno que a veces los odiaba a todos y se preguntaba si ellos sabían
que los odiaba. El odio nunca duraba, porque esas personas estaban llenas de buenas
intenciones, eran amables, tenían ambiciones para él. Tenía que corresponder a su amor.
Cavilando sobre estas cosas, recorrió su finca a pie.
Las grandes ovejas yacían en las plataformas, siempre enfermas, siempre gigantescas. Tal
vez algunas de ellas recordaban cuando habían sido corderos, libres de correr en la hierba
escasa, libres para hundir la cabeza en las tapas de pliofilme de los canales y servirse agua
cuando querían beber. Ahora pesaban cientos de toneladas y eran alimentadas por máquinas de
nutrición, vigiladas por máquinas de vigilancia, revisadas por médicos automáticos. Las
alimentaban y abrevaban por la boca porque la experiencia demostraba que permanecían más
gordas y vivían más tiempo si se les daba una apariencia de normalidad.
La tía Doris, que le cuidaba la casa, aún no había vuelto.
Su criada Eleanor, a quien le pagaba un sueldo anual mayor del que planetas enteros
pagaban por todas sus fuerzas de defensa, todavía estaba en el mercado.
Los dos peones, Bill y Hopper, aún estaban fuera.
Y, de todos modos, no quería hablarles.
Deseaba ver al Señor Dama Roja, el extraño forastero que había conocido en el Jardín de la
Muerte. El Señor Dama Roja parecía saber más cosas que los norstrilianos; quizá conociera
sociedades más enérgicas, crueles y sabias de las que la mayoría de los habitantes de Vieja
Australia del Norte habían visto.
Pero no podía ir a ver a un Señor, y menos cuando lo había conocido en una audiencia
secreta.
Rod llegó al linde de sus tierras.
Más allá se extendía el Pleito de Humphrey, una ancha franja de tierra pobre y descuidada
donde los costillares de ovejas muertas tiempo atrás, altos como edificios, arrojaban extrañas
sombras bajo el sol del poniente. La familia de Humphrey había pleiteado por esas tierras
durante siglos. Entre tanto, permanecía yerma salvo por los pocos animales que la
Commonwealth estaba autorizada a poner en cualquier tierra, pública o privada.
Rod supo que la libertad estaba a sólo dos pasos.
Sólo tenía que decidirse y llamar a gritos con la mente. Podía hacerlo aunque no supiera
linguar. Un chillido telepático de alarma haría descender a los guardias orbitales al cabo de siete
u ocho minutos. Entonces sólo tenía que decir:
—Renuncio al título. Renuncio a ser señor y propietario. Exijo vivir de la Commonwealth.
Miradme mientras repito.
Tres repeticiones de estas palabras lo convertirían en un indigente oficial sin preocupaciones:
ninguna reunión, ni tierras para cuidar, ni contabilidad que llevar, nada salvo errar por Vieja
Australia del Norte aceptando cualquier empleo y renunciando cuando quisiera. Era una buena
vida, una vida libre, la mejor que la Commonwealth podía ofrecer a colonos y propietarios que de
lo contrario vivían siglos de preocupación, responsabilidad y honor. Era una vida agradable...
Pero ningún McBan lo había hecho, ni siquiera un primo.
Y él tampoco lo haría.
Regresó a la casa, desanimado. Escuchó la charla de Eleanor con Bill y Hopper mientras
servían la cena: un enorme plato de oveja hervida, patatas, huevos duros, cerveza de la finca
servida desde el barril. (Sabía que había planetas donde la gente nunca probaba tal comida
desde el nacimiento hasta la muerte. En esos mundos se alimentaban con un cartón impregnado
que se recuperaba de las letrinas, reimpregnado con sustancias nutritivas y vitaminas,
desodorizado y esterilizado y reciclado al día siguiente.) Sabía que era una buena cena, pero no
le importaba.
¿Cómo podía hablarles del onsec a esas personas? Aún estaban radiantes de alegría porque
él había salido indemne del Jardín de la Muerte. Pensaban que tenía suerte de estar vivo, y de
ser el heredero más honorable de todo el planeta. Condenación era una buena finca, aunque no
fuera la mayor.
En medio de la cena recordó el obsequio que le había dado el soldado-serpiente. Lo había
puesto en un anaquel de la pared del dormitorio. Con la fiesta y la visita de Beasley, no lo había
abierto.
Dejó su comida y masculló:
—En seguida vuelvo.
El billetero estaba allí, en el dormitorio. Era hermoso. Lo abrió.
Dentro había un disco plano de metal.
¿Un billete?
¿Para viajar adonde?
Lo hizo girar. Tenía una grabación telepática y quizá le estaba gritando el itinerario a la
mente, pero él no podía audirlo.
Lo acercó a la lámpara de aceite. A veces los discos tenían una inscripción en escritura
antigua, que al menos mostraba los límites generales. En el mejor de los casos sería un
ornitóptero privado hasta Lago Menzies, o un viaje de ida y vuelta en aerobús hasta New
Melbourne. Vio la grafía de la escritura antigua. Inclinó el disco hacia la luz/ y logró distinguirla:
«Cuna del Hombre. Ida y vuelta.»
¡La Cuna del Hombre!
¡Dios misericordioso! ¡La Vieja Tierra!
Pero entonces, pensó Rod, escaparía del onsec, y viviría el resto de mi vida con amigos que
sabrían que huí de Oh Tan Simple. No puedo. De alguna manera tengo que derrotar a Houghton
Syme CXLIX. A su manera. Y a mi manera.
Volvió a la mesa, devoró el resto de la cena como si fuera alimento para ovejas y se retiró
temprano a su dormitorio.
Por primera vez en su vida, durmió mal.
Y en el insomnio le llegó la respuesta:
—Pregunta a Hamlet.
Hamlet ni siquiera era un hombre. Era sólo una imagen parlante en una cueva, pero era
sabio, procedía de la Vieja Tierra y no tenía amigos a quien contar los secretos de Rod.
Con esta idea, Rod dio la vuelta en el lecho y durmió profundamente.
Por la mañana la tía Doris aún no había regresado, así que habló con la criada Eleanor.
—Me iré todo el día. No me busques ni te preocupes por mí.
—¿Y tu almuerzo, señor y propietario? No puedes andar por la finca sin comida.
—Envuélveme algo, entonces.
—¿Puedes decirme adonde vas, señor y propietario? —Había un tono desagradablemente
inquisitivo en la voz, como si ella, siendo la única mujer adulta presente, tuviera que cuidarlo
como si aún fuera un niño.
A Rod no le gustó, pero respondió con aire franco:
—No me iré de la finca. Tan sólo pasearé. Necesito pensar.
—Entonces, piensa, Rod —dijo ella, más amablemente—. Vete a pasear y piensa. A mi
entender, tendrías que ir a vivir con una familia...
—No repitas siempre lo mismo —interrumpió Rod—. Hoy no tomaré grandes decisiones,
Eleanor. Sólo pasearé y pensaré.
—De acuerdo, señor y propietario. Camina y preocúpate por el suelo que pisas. Eres tú quien
debe preocuparse. Yo me alegro de que mi padre hiciera el juramento de indigente oficial.
Éramos ricos. —De pronto se le iluminó la cara. Se burló de sí misma—. Bien, también esto lo
sabes ya, Rod. Aquí tienes tu comida. ¿Tienes agua?
—Se la robaré a las ovejas —dijo él con irreverencia. Ella comprendió que era una broma y
se despidió cordialmente.
La vieja cueva estaba detrás de la casa, así que Rod salió por delante. Quería dar un largo
rodeo para evitar que ojos o mentes humanas averiguaran el secreto que él había descubierto
cincuenta y seis años atrás, la primera vez que cumplió ocho años. En medio del dolor y los
problemas había recordado aquel secreto vivido y brillante: la profunda caverna llena de tesoros
ruinosos y prohibidos. Debía ir hacia ellos.
El sol estaba alto en el cielo, produciendo un fragmento de gris más brillante sobre las grises
nubes, cuando Rod se deslizó en lo que parecía una zanja de irrigación seca.
Avanzó unos pasos por la zanja. Luego se detuvo a escuchar atentamente.
No oyó nada salvo los ronquidos de un joven carnero de cien toneladas a un kilómetro de
distancia.
Rod miró alrededor.
A lo lejos, un ornitóptero de la policía se elevó con la pereza de un halcón saciado.
Rod trató de audir con desesperación.
No captó nada con la mente, pero con los oídos oyó las lentas pulsaciones de la sangre
martilleándole la cabeza.
Corrió el riesgo.
El escotillón estaba allí, dentro del borde de la alcantarilla.
Lo levantó y, dejándolo abierto, se zambulló en ella con la confianza de un nadador que
recorre una piscina conocida.
Sabía por dónde ir.
Las ropas se le rasgaron un poco, pero el peso de su cuerpo le permitió atravesar la angosta
abertura.
Extendió las manos y aferró la barra interna como un acróbata. La puerta se cerró. ¡Cuánto lo
había intimidado cuando de pequeño entró por primera vez! Había bajado con una cuerda y una
antorcha, sin comprender la importancia del escotillón que había al borde de la alcantarilla.
Ahora resultaba fácil.
Aterrizó con un golpe seco. Las brillantes luces, viejas e ilegales, se encendieron. El
deshumidizador empezó a ronronear para que su aliento no echara a perder los tesoros del
cuarto.
Había veintenas de cubos de dramas, con proyectores en dos tamaños. Había montones de
ropa, de hombre y mujer, un vestigio de épocas olvidadas. En un baúl del rincón se escondía una
pequeña máquina anterior a la Era del Espacio, un tosco pero hermoso cronógrafo mecánico, sin
compensación de resonancia, que tenía inscrito el antiguo nombre «Jaeger Le Coultre».
Después de quince mil años aún señalaba la hora de la Tierra.
Rod se sentó en una silla totalmente prohibida, que parecía ser un complejo de almohadas
construido sobre un complicado caballete. El mero contacto fue un remedio para sus males. Una
de las patas de la silla estaba rota, pero así era como su abuelo 19 había burlado la Gran
Limpieza.
La Gran Limpieza había sido la última crisis política de Vieja Australia del Norte, muchos
siglos atrás, cuando se capturó y se expulsó del planeta a las últimas subpersonas y cuando
todos los lujos perniciosos se entregaron a las autoridades de la Commonwealth. Para
recuperarlos, los dueños debían pagar un precio doscientas mil veces superior al valor estimado.
Era el esfuerzo final para mantener a los norstrilianos puros, sanos e íntegros. Todos los
ciudadanos debían jurar que habían entregado cada artículo, y miles de telépatas habían sido
testigos del juramento. Evidenciando un elevado poder mental y una gran astucia, el abuelo 19,
Rod McBan CXXX, había infligido un daño simbólico a sus tesoros favoritos, algunos de los
cuales ni siquiera figuraban en las categorías que se podían recuperar, como los cubos de
dramas extranjeros, y había ocultado sus pertenencias en un rincón de la finca, tan bien
escondidas que ni los ladrones ni la policía habían pensado en ellos durante los siglos que
sucedieron.
Rod cogió su drama favorito: Hamlet., de William Shakespeare. Sin un visor, el cubo estaba
diseñado para reaccionar al contacto de un ser humano verdadero. La parte superior del cubo se
convirtió en un pequeño escenario. Los actores eran miniaturas brillantes que hablaban en inglés
antiguo, un idioma muy emparentado con el norstriliano, y el comentario telepático, sintonizado
en la Vieja Lengua Común, redondeaba la historia. Como Rod no podía confiar en su capacidad
telepática, había aprendido mucho inglés antiguo en un intento de comprender el drama sin los
comentarios. No le gustó lo que vio al principio y sacudió el tubo hasta que la obra se acercó al
final. Al fin oyó la entrañable y aguda voz que hablaba en la última escena de Hamlet:
Estoy muerto, Horacio. ¡Desdichada reina, adiós!
Y a vosotros, que pálidos y trémulos,
sois mudos testigos de esta escena,
si yo tuviera tiempo, ay, podría contaros...
mas ese rudo sargento, la muerte,
es severo en su arresto...
Mas olvídalo, Horacio, estoy muerto.
Rod sacudió suavemente el tubo y la escena avanzó unas líneas. Hamlet aún hablaba:
...qué nombre vulnerado el mío,
si escándalos tales se ocultaran,
Si alguna vez en tu pecho me guardaste,
renuncia por un tiempo a tu aventura,
sigue sufriendo en este cruel mundo
para contar mi historia.
Rod bajó el cubo muy despacio.
Las brillantes imágenes se esfumaron.
Reinó el silencio en el cuarto.
Pero tenía la respuesta, y era sabiduría. Y la sabiduría, coetánea del hombre, llega a cada
vida sin hacerse anunciar ni invitar. Rod comprendió que había descubierto la respuesta a un
problema básico.
Pero no a su propio problema. La respuesta era para Houghton Syme, Oh Tan Simple. El
hon. sec. moría de un nombre vulnerado. De allí la persecución. El severo arresto de ese «rudo
sargento, la muerte,» amenazaba al onsec, aunque el arresto estuviera a pocas décadas y no a
pocos minutos. Rod McBan viviría. Su viejo conocido moriría. Y los moribundos —¡oh, los
moribundos, siempre, siempre!— no podían evitar su rencor por los supervivientes, aunque los
amaran, al menos un poco.
Por eso el onsec actuaba así.
¿Y él?
Rod apartó de en medio un montón de valiosos manuscritos ilegales y recogió un librito
titulado Poemas reconstruidos en inglés antiguo. En cada página que abría, un joven hombre o
mujer de siete centímetros de altura se erguía sobre la página y recitaba el texto. Rod hojeó las
páginas del viejo libro de tal modo que las pequeñas figuras brotaban, temblaban y se extinguían
como débiles llamas en un día brillante. Una le llamó la atención. Rod detuvo una página en la
mitad del poema. La figura recitó:
El reto permanece, ya no puedo retractarme
del alarde que hice ante éste tribunal implacable,
la hostil justicia de mi autodesprecio.
Si la ordalía ya está pronta, mi acto
pronto ha de exhibirse. Ruego que sea breve,
y no soñar jamás que estaré exento.
Miró el pie de la página y vio el nombre, Casimir Colegrove. Claro que había visto antes ese
nombre. Un viejo poeta. Un buen poeta. Pero ¿qué significaban esas palabras para Rod McBan,
sentado en un agujero oculto dentro de los límites de su propia hacienda? Era un señor y
propietario, en todo excepto por el título definitivo, y huía de un enemigo que no atinaba a definir.
—La hostil justicia de mi autodesprecio...
¡Ésta era la clave! No huía del onsec. Huía de sí mismo. La justicia le resultaba hostil porque
se correspondía con más de sesenta años de infancia, la incesante desilusión, su aceptación de
cosas que serían inaceptables hasta que ardieran todos los mundos. ¿Cómo podía audir y
linguar como otras personas cuando un rasgo dominante había resultado recesivo? ¿Acaso la
justicia real no lo había considerado inocente y dejado libre?
Él mismo era cruel.
Otras personas se mostraban amables. (La experiencia lo incitó a añadir: «A veces.»)
Había hecho coincidir su turbación interior con el mundo exterior, como en un morboso
poemita que había leído mucho tiempo atrás. Estaba en ese mismo cuarto, y al leerlo por
primera vez había sentido que el escritor, muerto hacía mucho tiempo, lo había dicho pensado
en él. Pero no era así. Otras personas tenían sus problemas y el poema había expresado algo
más antiguo que Rod McBan. Decía:
Las ruedas del destino están girando.
¡Trituran las almas de los hombres
que procuran emitir algún sonido
de protesta desde la honda y furibunda
trampa de la máquina divina!
Máquina divina, pensó Rod. He aquí una clave. Tengo el único ordenador mecánico de este
planeta. Apostaré la cosecha de stroon. Todo o nada.
El muchacho se levantó en el cuarto prohibido.
—Lucharé —les dijo a los cubos—. Y gracias, abuelo a la decimonovena. Te opusiste a la ley
y no perdiste. Ahora es mi turno de ser Rod McBan.
Se volvió y gritó:
—¡A la Tierra!
El grito le hizo avergonzarse. Se sintió observado por ojos invisibles. Casi se ruborizó; de
haberse sonrojado se habría odiado a sí mismo.
Se puso de pie sobre la tapa de un cofre volcado. Dos monedas de oro, sin ningún valor
como dinero pero inapreciables como antigüedades, cayeron sin ruido sobre las tupidas y
antiguas alfombras. De nuevo se despidió de su cuarto secreto y saltó hacia la tranca. La aferró,
apoyó la barbilla, se encaramó, alzó una pierna, apoyó el otro pie sobre la barra y luego, con
mucho cuidado, pero con toda la fuerza de sus músculos, se izó hacia la negra abertura, Las
luces se apagaron de pronto, el deshumidizador intensificó su zumbido. La luz del día deslumbró
a Rod.
Metió la cabeza en la alcantarilla. La luz del día parecía profundamente gris después del
resplandor del cuarto de los tesoros.
Silencio. No había nadie. Rodó hacia la zanja.
El silencioso escotillón se cerró con fuerza. El no lo sabría nunca, pero esa puerta estaba
sintonizada para el código genético de los descendientes de Rod McBan. Si cualquier otra
persona la hubiera tocado, habría resistido largo tiempo. Casi para siempre.
No era la puerta de Rod, sino que Rod pertenecía a la puerta.
—Esta tierra me ha hecho —se dijo Rod en voz alta, saliendo de la zanja y mirando en torno.
AI parecer el joven carnero había despertado; había dejado de roncar y por la callada colina se
oían sus balidos. ¡Sediento otra vez! La Finca de la Condenación no era tan rica como para
costear una ilimitada provisión de agua para sus ovejas gigantes. Vivían bien, pero habría
llegado a pedir a los administradores que vendieran las ovejas a cambio de agua si venía una
verdadera sequía. Pero jamás la tierra.
Jamás la tierra.
La tierra no se vendía.
La tierra no pertenecía a Rod; Rod pertenecía a la tierra: los campos secos y ondulados, los
ríos y canales cubiertos, los aparatos que atraían gotas que de lo contrario habrían caído en las
fincas vecinas. Así era la crianza de ovejas: el producto era la inmortalidad y el precio el agua. La
Commonwealth podría haber anegado el planeta y haber creado pequeños mares, con los
recursos financieros de que disponía, pero consideraba que el planeta y sus habitantes formaban
una entidad ecológica. La antigua Australia —el fabuloso continente de la Vieja Tierra, ahora
cubierto por las ruinas de la abandonada cosmópolis china de Aoujou Nambien— había sido
ancha, seca, abierta, hermosa; el planeta de Vieja Australia del Norte, por el peso de su propia
tradición, tenía que ser igual.
Rod pensó en árboles, hojas, vegetación cayendo al suelo sin que nadie la comiera. Imaginó
miles de toneladas de agua brotando sin que nadie la recibiera con lágrimas de alivio ni
carcajadas de felicidad. Imaginó la Tierra. La Vieja Tierra. La Cuna del Hombre. Rod trató de
pensar en un planeta entero habitado por Hamlets, impregnado de drama y poesía, hundido en
sangre y drama. Era inconcebible, aunque él había intentado imaginarlo.
Con un chirrido y un chillido en los nervios, pensó: ¡Imagina a las mujeres de la Tierra!
Debían de ser criaturas bellas y aterradoras. Dedicadas a artes antiguas y corruptoras,
rodeadas por los objetos que Norstrilia había prohibido tiempo atrás, estimuladas por
experiencias que la ley de Norstrilia había borrado de los libros. Las conocería. Era inevitable.
¿Qué haría al conocer a una auténtica mujer de la Tierra?
Tendría que preguntar a su ordenador, aunque sus vecinos se rieran de él por tener el único
ordenador puro del planeta.
Ellos no sabían lo que había hecho el abuelo 19. Había enseñado al ordenador a mentir.
Almacenaba todos los datos prohibidos que la Ley de la Gran Limpieza había eliminado de la
experiencia norstriliana. Sabía mentir como un recluta. Rod se preguntó si «recluta» sería algún
arcaico funcionario de la Tierra que se dedicaba a mentir para ganarse la vida. Pero el ordenador
no solía mentirle a él.
Si el abuelo19 se había portado de la misma manera astuta y excéntrica con el ordenador
como con todo lo demás, la máquina lo sabría todo sobre las mujeres. Incluso las cosas que
ellas mismas ignoraban. O no deseaban saber.
¡Buen ordenador!, pensó Rod mientras trotaba por los extensos campos hacia la casa.
Eleanor tendría la comida caliente. Quizá Doris hubiera regresado. Bill y Hopper se enfadarían si
tenían que esperarlo para comer. Para acortar el viaje, enfiló hacia el peñasco que se alzaba por
detrás de la casa, esperando que nadie lo viera saltar. Era mucho más fuerte que la mayoría de
los hombres que conocía, pero por alguna razón prefería que ellos no lo supieran.
El camino estaba despejado.
Encontró el peñasco.
No había testigos.
Se lanzó desde la cima, con los pies por delante, pisoteando la ladera con los talones
mientras se deslizaba entre las piedras sueltas hacia el pie de la cuesta.
Y allí estaba la tía Doris.
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—Paseando, mamá —dijo Rod.
Ella lo miró con desconfianza, pero tuvo el buen tino de no hacer más preguntas. Además, le
molestaba hablar. Odiaba el sonido de su propia voz, que le parecía demasiado aguda. Olvidó el
asunto.
Dentro de la casa, comieron. Más allá de la puerta y del farol de aceite, el mundo gris se
volvió negro, sin luna ni estrellas. Esta era la noche, su propia noche.
LA RIÑA DURANTE LA CENA
Al final de la comida, Doris pronunció una plegaria de agradecimiento a la reina. Rezó, pero
bajo las pobladas cejas los ojos expresaban un sentimiento que no era gratitud.
—Piensas irte —le dijo a Rod al terminar la plegaria. Era una acusación, no una pregunta.
Los dos peones lo miraron con dubitativa calma. Una semana atrás, Rod había sido un chico.
Ahora era la misma persona, pero legalmente era un hombre.
La criada Eleanor también lo miró, sonriendo con condescendencia para sí misma. Estaba de
parte de Rod cada vez que intervenía otra persona; cuando estaban a solas, no cesaba de
hostigarlo. Había conocido a sus padres antes de que ellos se fueran del planeta a disfrutar de
una postergada luna de miel y una batalla entre unos incursores y la policía los despedazara. En
cierto modo, se sentía dueña de Rod.
Rod trató de linguar a Doris con la mente, para ver si funcionaba.
No funcionó. Los dos hombres se levantaron de un brinco y corrieron al patio, Eleanor
permaneció en la silla aferrando la mesa sin decir nada, la tía Doris soltó un chillido tan fuerte
que Rod no distinguió las palabras.
Sabía que quería decirle «¡Basta!». Obedeció y la miró afablemente.
Esto desencadenó una discusión.
Las peleas eran normales en la vida norstriliana, pues los Padres habían enseñado que eran
terapéuticas. Los niños podían armar ruido hasta que los adultos les ordenaran silencio, los
hombres libres podían discutir mientras no hubiera un señor involucrado, los señores podían
pelearse mientras un propietario no estuviera presente, y los propietarios podían reñir siempre
que al final estuvieran dispuestos a pelear. Nadie podía discutir en presencia de un extranjero, ni
durante una alarma, ni con un miembro de la defensa o un policía en servicio activo.
Rod McBan era señor y propietario, pero su propiedad era administrada por síndicos; era un
hombre, pero no había recibido documentos legales; era una persona defectuosa.
Las reglas estaban poco claras.
Cuando Hopper regresó a la mesa rezongó:
—¡Hazlo de nuevo, jovencito, y te daré una paliza que no olvidarás!
Teniendo en cuenta que rara vez hablaba, Hopper articulaba las palabras con una voz bella y
viril, vibrante, plena, ferviente y sincera.
Bill no dijo una palabra, pero Rod vio que contorsionaba la cara y dedujo que estaba
linguando con los demás para expresar su queja.
—Si estás linguando de mí, Bill —dijo Rod con una arrogancia que no sentía—, hazme el
favor de usar palabras, o desaparece de mi vista.
Bill habló con una voz herrumbrada como una máquina vieja.
—Te aclaro, pequeño mequetrefe, que tengo más dinero a mi nombre en la Bolsa de Sidney
de lo que valéis tú y tu maldita tierra. No me digas dos veces que desaparezca, tonto señor y
propietario a medias, porque en efecto me largaré. ¡Así que cierra el pico!
Rod sintió un nudo de ira en el estómago.
Se enfureció aún más cuando sintió que Eleanor le apoyaba la mano en el brazo para
calmarlo. No quería que otra persona más, otra maldita e inútil persona normal, le dijera cómo
linguar y audir. La tía Doris aún ocultaba la cara en el delantal; como de costumbre, se había
refugiado en el llanto.
Rod estaba a punto de hablar de nuevo, y quizás hubiese perdido a Bill para siempre, cuando
su mente se aguzó de esa manera misteriosa en que lo hacía a veces; podía audir en kilómetros
a la redonda. Los presentes no advirtieron la diferencia. Rod captó el orgulloso enfado de Bill,
quien, con su dinero en la Bolsa de Sidney, más del que tenían muchos granjeros, esperaba el
momento de volver a comprar las tierras que su padre había abandonado; percibió el honesto
fastidio de Hopper y se sintió confuso al advertir que Hopper lo miraba con orgullo y divertido
afecto; en Eleanor sólo descubrió una preocupación sin palabras, el temor a perderlo tal como
había perdido tantos hogares por hnnnhnnnhnnn dzzmmmmm, una confusa referencia que tenía
forma en la mente de Eleanor pero no cobró ninguna en la mente de Rod; y en la mente de tía
Doris captó una voz interior que llamaba: «¡Rod, Rod, Rod, regresa! Éste es tu muchacho y yo
soy una McBan hasta la muerte, pero nunca sabré qué hacer con un lisiado como él.»
Bill aún esperaba la respuesta de Rod cuando otro pensamiento entró en la mente del
muchacho.
—¡Tonto! ¡Ve a tu ordenador!
«¿Quién ha dicho eso?», pensó, pero sin tratar de linguar.
—Tu ordenador —respondió la voz lejana.
—Tú no puedes linguar —objetó Rod—. Eres una máquina pura sin un cerebro animal en tu
interior.
—Cuando me llamas, Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan ciento
cincuenta y uno, puedo atravesar el espacio con la voz. Estoy sintonizado en tu frecuencia y
acabas de gritar con la mente. Sé que me estás audiendo.
—Pero... —murmuró Rod con palabras.
—Calma, muchacho —le tranquilizó Bill, cerca de él—. Calma. No lo he dicho en serio.
—Has caído en uno de tus trances —explicó la tía Doris, asomando desde atrás del delantal
con la nariz roja.
Rod se levantó.
—Lo lamento. Saldré un rato a caminar.
—Vas a ver ese maldito ordenador —dijo Bill.
—No vayas, señor McBan —suplicó Hopper—, no te dejes llevar por el enfado. Ya es
bastante malo estar cerca de ese ordenador bajo la luz del día, pero de noche debe de ser
horrible.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Rod—. Nunca has estado allí de noche. Y yo sí. Muchas
veces...
—Hay gente muerta en el ordenador —dijo Hopper—. Es un viejo ordenador de combate. Tu
familia nunca debió comprarlo. No es un instrumento para tener en una granja. Esa cosa tendría
que estar en órbita.
—Bien, Eleanor —gritó Rod—, ahora dime tú qué debo hacer. Ya todos me lo han dicho —
añadió con un resabio de furia, mientras dejaba de audir y veía en torno los habituales rostros
inexpresivos.
—Es inútil, Rod. Ve a ver tu ordenador. Tienes una vida extraña y eres tú quien debe vivirla,
no estas personas.
Las palabras de Eleanor eran sensatas.
Rod se levantó.
—Lo lamento —dijo en vez de despedirse.
Se detuvo en la puerta, titubeando. Le habría gustado decir adiós de una manera mejor, pero
no sabía cómo expresarlo. De todos modos, no podía linguar para que ellos lo audieran con la
mente; y las toscas palabras no alcanzaban para expresar ciertas sutilezas.
Ellos lo miraron, y él a ellos.
—¡Ngahh! —exclamó, un rudo grito de autodesprecio y feroz disgusto.
La expresión de ellos evidenció que habían comprendido, aunque la palabra no significara
nada. Bill asintió, Hopper hizo un gesto amigable y un poco preocupado, la tía Doris dejó de
moquear y estiró una mano, deteniéndola en el aire, y Eleanor permaneció inmóvil ante la mesa,
preocupada por sus propios problemas.
Rod dio media vuelta.
Dejó atrás el cubo de luz proyectado por el farol, la cabaña; delante se extendía la negrura
propia de las noches norstrilianas, excepto en las raras ocasiones en que las adornaban
tracerías de luz. Echó a andar hacia un edificio que pocos podían ver, y donde sólo él podía
entrar. Era un templo olvidado e invisible; albergaba el ordenador de la familia MacArthur, al cual
estaba conectado el más viejo ordenador de los McBan, y se llamaba el Palacio del Gobernador
de la Noche.
EL PALACIO DEL GOBERNADOR DE LA NOCHE
Rod recorrió la tierra ondulante, su tierra.
Un norstriliano telepáticamente normal se habría guiado audiendo las voces de las casas
cercanas. Rod no podía recurrir a este sistema, así que se puso a silbar una melodía desafinada,
con muchos bemoles. Los ecos le llegaron a la mente inconsciente a través del agudo oído, con
el cual compensaba en parte su incapacidad para audir con la mente. Identificó una cuesta
delante de él, y la trepó; eludió un matorral; oyó el gigantesco ronquido de una oveja infectada de
santaclara a dos colinas de distancia: su carnero más joven, Dulce William.
Pronto lo vería.
El Palacio del Gobernador de la Noche.
El edificio más inútil de toda Vieja Australia del Norte.
Más sólido que el acero, pero invisible para los ojos normales excepto por el fantasmagórico
perfil que dibujaba el polvo al posarse sobre él.
El Palacio había sido un verdadero palacio en Khufu II, que rotaba con un polo siempre vuelto
hacia su sol. Los habitantes del planeta habían amasado fortunas que en un tiempo se
comparaban con la riqueza de Vieja Australia del Norte. Habían descubierto las Montañas
Velludas, estribaciones alpinas donde crecía un tenaz liquen alienígena. El liquen era
increíblemente sedoso, brillante, tibio, fuerte y hermoso. Los habitantes del planeta ganaban
dinero segándolo de las montañas con cuidado para que creciera de nuevo, y vendiéndolo a
mundos más ricos, donde un paño de lujo se pagaba a precios fabulosos. En Khufu II tenían dos
gobiernos, el de la gente diurna, que se encargaba del comercio y el corretaje, pues el ardiente
sol les estropeaba la cosecha de liquen, y el de los trabajadores, que se internaban en las zonas
heladas en busca del achaparrado, frágil, tenaz y hermoso liquen.
Los dáimonos habían ido a Khufu II, tal como habían ido a muchos otros planetas, incluida la
Vieja Tierra, la Cuna del Hombre. Habían salido de ninguna parte y regresaron al mismo lugar.
Algunos suponían que eran seres humanos que se habían adaptado para vivir en el subespacio
con naves de planoforma; otros aventuraban que vivían en el interior de un planeta artificial;
otros pensaban que habían aprendido a viajar más allá de la galaxia; unos pocos insistían en
que los dáimonos no existían. Esto último era difícil de sostener, pues los dáimonos pagaban con
una arquitectura muy espectacular: edificios que resistían la corrosión, la erosión, el tiempo, el
calor, el frío, la fatiga y las armas. En la Tierra, su mayor maravilla era Terrapuerto, una especie
de copa de vino de veinticinco kilómetros de altura, con una enorme pista aeroespacial en la
cima. En Norstrilia no habían dejado nada; quizá ni siquiera habían querido conocer a los
norstrilianos, quienes tenían reputación de mostrarse desagradables y poco amistosos con los
forasteros que los visitaban. Era evidente que los dáimonos habían resuelto el problema de la
inmortalidad en sus propios términos y a su manera; eran más altos que la mayoría de las razas
humanas, uniformes en tamaño, estatura y belleza; no mostraban indicios de juventud ni vejez;
no parecían vulnerables a las enfermedades; hablaban con meliflua solemnidad y compraban
tesoros para su uso colectivo inmediato, no para revenderlos ni obtener ganancias. Nunca
habían intentado conseguir el stroon ni el virus santaclara a partir del cual se refinaba la droga
aunque las naves comerciales dáimonas habían atravesado las rutas de las flotas de cargueros
armados de Vieja Australia del Norte, Había incluso un cuadro que mostraba a las dos razas
encontrándose en el puerto principal de Olimpia, el planeta de los ciegos: norstrilianos altos,
directos, enérgicos, toscos e inmensamente ricos; dáimonos igualmente ricos, reservados,
bellos, acicalados y pálidos. Los norstrilianos manifestaban reverencia (y también resentimiento)
por los dáimonos; éstos se mostraban condescendientes hacia todos los demás, incluidos los
norstrilianos. El encuentro no había tenido éxito. Los norstrilianos no estaban acostumbrados a
tratar con pueblos a quienes no les importaba la inmortalidad, ni siquiera a un penique la medida;
los dáimonos despreciaban a una raza que no sólo no apreciaba la arquitectura, sino que
ahuyentaba a los arquitectos, excepto por razones de defensa, y que deseaba llevar una vida
tosca, sencilla y pastoral hasta el fin del tiempo. Sólo cuando los dáimonos se fueron para no
volver nunca, los norstrilianos comprendieron que se habían perdido una de las mayores gangas
de todos los tiempos: los maravillosos edificios que los dáimonos esparcían tan generosamente
por los planetas que visitaban, para comerciar o por curiosidad.
En Khufu II, el gobernador de la noche había sacado un antiguo libro y había dicho:
—Quiero esto.
Los dáimonos, que tenían buen ojo para las proporciones y las figuras, comentaron:
—En nuestro mundo también tenemos esta figura. Es un edificio de la Antigua Tierra. Una
vez se llamó el gran templo de Diana en Efeso, pero se destruyó mucho antes del comienzo de
la era espacial.
—Esto es lo que quiero —insistió el gobernador de la noche.
—No hay problema —dijo uno de los dáimonos, los cuales tenían siempre aspecto de
príncipes—. Lo tendrás mañana por la noche.
—Un momento —advirtió el gobernador de la noche—. No quiero todo el edificio. Sólo el
frontis, para decorar mi palacio. Tengo un magnífico palacio, y las defensas están incorporadas a
él.
—Si nos permites construirte una casa —ofreció gentilmente uno de los dáimonos—, nunca
necesitarás defensas. Jamás. Sólo un robot que cierre las ventanas para protegerla contra
bombas de varios megatones.
—Sois buenos arquitectos —admitió el gobernador de la noche, chascando los labios frente a
la ciudad en miniatura que le habían mostrado—, pero me mantendré fiel a las defensas que
conozco. Así que sólo quiero el frontis. Como esa figura. Además, quiero que sea invisible.
Los dáimonos se pusieron a hablar en su idioma, que por el sonido parecía originario de la
Tierra, pero que nadie ha podido descifrar a partir de los pocos registros de sus visitas que han
sobrevivido.
—De acuerdo —aceptó uno—. Será invisible. ¿Aún quieres el gran templo de Diana en
Efeso, de la Vieja Tierra?
—Sí —dijo el gobernador de la noche.
—¿Para qué... si no podrás verlo? —preguntaron los dáimonos.
—Esa es la tercera condición, caballeros. Lo quiero de tal modo que yo y mis herederos
podamos verlo, pero nadie más.
—Si es sólido pero invisible, todos lo verán cuando la nieve se pose sobre él.
—Yo ya me encargaré de eso —dijo el gobernador de la noche—. Pagaré lo estipulado:
cuarenta mil piezas selectas de pelambre de las Montañas Velludas. Pero construid ese lugar
invisible para todos excepto para mí y mis herederos.
—¡Somos arquitectos, no magos! —exclamó el dáimono de capa más larga, que quizás era el
jefe.
—Eso es lo que quiero.
Los dáimonos se pusieron a parlotear, discutiendo algunos problemas técnicos. Por último
uno se acercó al gobernador de la noche y le dijo:
—Soy el cirujano de a bordo. ¿Puedo examinarte?
—¿Para qué? —preguntó el gobernador de la noche.
—Para ver si podemos adaptar el edificio a tu persona. De lo contrario no podremos averiguar
qué detalles técnicos se requieren.
—Adelante —aceptó el gobernador—. Examíname.
—¿Aquí? ¿Ahora? —preguntó el médico—. ¿No prefieres un lugar tranquilo en un cuarto
íntimo? O puedes venir a nuestra nave. Eso sería muy cómodo.
—Para vosotros —replicó el gobernador de la noche—. Pero no para mí. Aquí mis hombres
os encañonan con sus armas. Jamás volveríais con vida a vuestra nave si intentarais robarme
las pieles de las Montañas Velludas o secuestrarme para cambiarme por mis tesoros.
Examíname aquí y ahora, o prescinde del examen médico.
—Eres un hombre rudo y poco educado, gobernador —comentó otro de los elegantes
dáimonos—. Tal vez sea mejor que avises a tus guardias que nos estás pidiendo que te
examinemos. De lo contrarío podrían alarmarse y tal vez alguien sufriera daños —dijo el
dáimono con una sonrisa condescendiente.
—Adelante, extranjeros —dijo el gobernador de la noche—. Mis hombres han oído toda la
conversación a través del micrófono que llevo en mi botón.
Lamentó sus palabras dos segundos después, pero ya era demasiado tarde. Cuatro
dáimonos lo lanzaron y lo hicieron girar con tal destreza que los guardias nunca entendieron
cómo el gobernador había quedado desnudo en un santiamén. Uno de los dáimonos debía de
haberlo aturdido o hipnotizado, pues no atinó a gritar. Después ni siquiera recordó lo que le
habían hecho.
Los guardias jadearon cuando vieron que los dáimonos extraían largas agujas de los ojos de
su gobernador, pues no las habían visto entrar. Levantaron las armas cuando el gobernador de
la noche cambió de color, adoptando un tono verde violento y fosforescente, sólo para resollar,
contorsionarse y vomitar cuando los dáimonos lo inundaron de medicamentos. Pronto
retrocedieron.
El gobernador, desnudo y congestionado, vomitaba sentado en el suelo.
Uno de los dáimonos dijo quedamente a los guardias:
—No sufre ningún daño, pero él y sus herederos verán parte de la banda ultravioleta durante
muchas generaciones. Llevadlo a la cama. Se sentirá bien por la mañana. De paso, alejad a la
gente del frontis del palacio esta noche. Construiremos el edificio que él ha pedido. El gran
templo de Diana en Efeso.
El oficial superior habló:
—No podemos sacar a los guardias del palacio. Es el cuartel general de nuestra defensa y
nadie, ni siquiera el gobernador de la noche, tiene derecho a dejarlo sin centinelas. Las gentes
diurnas podrán atacarnos de nuevo.
El portavoz de los dáimonos sonrió.
—En tal caso, memoriza sus nombres y averigua sus últimas palabras. No lucharemos contra
ellos, oficial, pero si esta noche interfieren en nuestro trabajo, los incorporaremos al nuevo
edificio. Sus viudas y huérfanos los admirarán mañana como estatuas.
El oficial contempló al gobernador, que yacía en el suelo con la cabeza entre las manos,
tosiendo las palabras:
—¡Dejadme... en... paz!
El oficial se volvió hacia el altivo portavoz dáimono.
—Haré lo que pueda.
El templo de Efeso estaba allí por la mañana.
Las columnas eran las columnas dóricas de la antigua Tierra; el friso era una obra maestra de
dioses, votarlos y caballos; el edificio se alzaba exquisito en sus proporciones.
El gobernador de la noche podía verlo.
Los demás no.
Se pagaron las cuarenta mil piezas de piel de las Montañas Velludas.
Los dáimonos se fueron.
El gobernador murió, y tuvo herederos que también veían el edificio. Sólo era visible en la
banda ultravioleta y los hombres comunes de Khufu II lo contemplaban únicamente cuando la
nieve dura y polvorienta lo perfilaba en una tormenta singularmente cruda.
Pero ahora pertenecía a Rod McBan y estaba en Vieja Australia del Norte, no en Khufu II.
¿Cómo había llegado hasta allí?
¿Y quién querría comprar un templo invisible?
Alguien como Salvaje William. Salvaje William MacArthur, quien entretuvo, fastidió, humilló y
divirtió a generaciones enteras de norstrilianos con sus antojadizas travesuras, sus
descomunales caprichos, sus desconcertantes extravagancias.
William MacArthur era abuelo22 de Rod McBan por línea materna. Había sido todo un hombre,
un verdadero hombre. Feliz como un niño, ebrio de ingenio cuando estaba sobrio, sobrio de
encanto cuando estaba borracho como una cuba. Era capaz de persuadir a una oveja de
quedarse sin patas, de convencer a la Commonwealth de violar sus leyes.
Lo había hecho.
La Commonwealth había comprado todas las casas dáimonas que pudo encontrar, para
usarlas como puestos defensivos. Pequeñas casas victorianas entraron en órbita como fuertes
de avanzada. Los norstrilianos adquirieron teatros en otros mundos y los arrastraron por el
espacio hasta Vieja Australia del Norte, donde se convirtieron en refugios contra bombardeos o
en centros veterinarios para las enfermas y lucrativas ovejas. Nadie podía desmantelar un
edificio dáimono, así que sólo se podía arrancar el edificio de sus cimientos no dáimonos,
elevarlo con cohetes o naves de plataforma y luego enviarlo por el espacio a su nuevo
emplazamiento. Los norstrilianos no tuvieron que preocuparse por el aterrizaje; simplemente lo
soltaron. Los edificios no sufrieron el menor daño. A veces algunos edificios dáimonos se
desmantelaban porque se había pedido a los arquitectos que los hicieran desmontables; pero
cuando eran macizos, seguían siendo macizos.
Salvaje William oyó hablar del templo. Khufu II era una ruina. El liquen había contraído una
enfermedad vegetal y había muerto. Los pocos khufuanos que quedaban eran mendigos que
solicitaban a la Instrumentalidad la categoría de refugiados y la emigración. La Commonwealth
había comprado sus pequeños edificios, pero ni siquiera el gobierno de Vieja Australia del Norte
sabía qué hacer con un templo griego e insuperablemente bello.
Salvaje William lo visitó. Lo inspeccionó hasta el último rincón, viendo cada detalle, usando
ojos de francotirador sintonizados en ultravioleta. Persuadió al gobierno de que le permitiera
gastar la mitad de su inmensa fortuna para emplazarlo en un valle cerca de la Finca de la
Condenación. Después de disfrutarlo durante un tiempo, Salvaje William se cayó y se partió el
cuello durante una gloriosa borrachera. Su desconsolada hija se casó con un apuesto y práctico
McBan.
Y ahora el templo pertenecía a Rod McBan.
Y albergaba su ordenador.
Su propio ordenador.
Podía hablarle por la extensión que llegaba hasta la cueva de los tesoros ocultos. En otras
ocasiones le hablaba desde un punto del campo, donde el bruñido metal rojo y negro del antiguo
aparato estaba reproducido en una exquisita miniatura. O podía acudir al extraño edificio, el
Palacio del Gobernador de la Noche, y admirarlo como los antiguos adoradores de Diana,
cuando exclamaban: «¡Grande es Diana de los efesios!» Cuando iba allí, tenía la consola entera
frente a él, automáticamente accesible por su presencia, tal como su abuelo le había mostrado,
tres infancias antes, cuando el viejo McBan aún tenía la esperanza de que Rod se convirtiera en
un chico norstriliano normal. El abuelo, usando su código personal, había destrabado los
controles de acceso y había invitado al ordenador a hacer su propia grabación de Rod, para que
Roderick Frederick Ronald Arnold William McArthur McBan CLI siempre resultara reconocible
para la máquina, a pesar de la edad, a pesar de mutilaciones o disfraces, a pesar de las
enfermedades o tribulaciones que hubiese padecido al regresar a la máquina de sus
antepasados. El viejo no preguntó a la máquina cómo obtenía la información. Confiaba en el
ordenador.
Rod subió la escalinata del Palacio. Las columnas se erguían con sus antiguas tallas,
brillantes para su segunda visión; nunca llegó a saber cómo podía verla en ultravioleta, pues no
notaba ninguna diferencia entre él y otras personas en cuanto a la visión, excepto que a él le
dolía la cabeza con más frecuencia si corría mucho tiempo en días soleados. En un momento
como éste, el efecto era espectacular. Era su tiempo, su templo, su lugar. Bajo la luz reflejada
por el Palacio, comprendió que muchos de sus primos debían de haber salido para admirar el
Palacio de noche. Ellos también podían verlo, pues la capacidad para ver el templo invisible que
otros amigos no veían era una herencia familiar; pero ellos no tenían acceso.
Sólo Rod lo tenía.
—Ordenador —exclamó—, déjame entrar.
—Mensaje innecesario —dijo el ordenador—. Siempre puedes entrar. —Era una voz
masculina, con un toque histriónico. Rod no sabía con certeza si era la voz de su propio
antepasado; cuando le preguntó directamente qué voz usaba, la máquina respondió—: Me han
borrado ese dato. No lo sé. Las pruebas históricas sugieren que era varón, contemporáneo a mi
instalación, y que ya había pasado su madurez cuando me codificó.
Rod se habría sentido eufórico de no ser por la reverencia que le inspiraba el Palacio del
Gobernador de la Noche, brillante y visible bajo las oscuras nubes de Norstrilia. Quiso decir una
frase intrascendente, pero sólo pudo murmurar:
—Aquí estoy.
—Observado y respetado —declaró la voz del ordenador—. Si yo fuera una persona diría
«felicidades», pues sigues con vida. Corno ordenador no tengo opinión sobre el tema. Reparo en
el hecho.
—¿Qué hago ahora? —preguntó Rod.
—Una pregunta demasiado general —objetó el ordenador—. ¿Quieres un sorbo de agua o un
cuarto de baño? Te puedo indicar dónde están. ¿Quieres jugar al ajedrez conmigo? Ganaré
tantas partidas como me indiques.
—¡Cállate, tonto! —exclamó Rod—. No me refiero a eso.
—Los ordenadores sólo son tontos cuando funcionan mal. Yo no estoy funcionando mal. Por
lo tanto, la referencia a mí como tonto es no referencial y la eliminaré de mi sistema de memoria.
Repite la pregunta, por favor.
—¿Qué hago con mi vida?
—Trabajarás, te casarás, serás padre de Rod McBan ciento cincuenta y dos y de varios otros
hijos, morirás, tu cuerpo será puesto en órbita con grandes honores. Lo harás bien.
—¿Y si me desnuco esta misma noche? —objetó Rod—. En tal caso estarías equivocado,
¿verdad?
—Estaría equivocado, pero las probabilidades siguen estando de mi parte.
—¿Qué hago con el onsec?
—Repite.
Rod tuvo que contar la historia varias veces para que el ordenador lograra entenderla.
—No poseo los datos concernientes al hombre a quien tan confusamente te refieres como
Houghton Syme o como Oh Tan Simple. Desconozco su historia personal. Las probabilidades en
contra de que lo mates sin que te descubran son de 11.713 a 1, porque demasiadas personas te
conocen y conocen tu aspecto. Debo dejar que tú mismo resuelvas el problema relacionado con
el hon. sec.
—¿No tienes ninguna idea?
—Tengo respuestas, no ideas.
—Entonces, dame una ración de pastel de frutas y un vaso de leche fresca.
—Te costará doce créditos, y si vas hasta tu cabaña tendrás esas cosas gratis. De lo
contrario tendré que comprarlas a Central de Emergencia.
—He dicho que las consigas —dijo Rod.
La máquina zumbó. Nuevas luces brillaron en la consola.
—Central de Emergencia me ha autorizado a usar provisiones de reserva. Mañana pagarás
por el reemplazo. —Se abrió una puerta. Salió una bandeja con una suculenta porción de pastel
y un vaso de espumosa leche fresca.
Rod se sentó en la escalinata del palacio y comió.
Con tono coloquial, le dijo al ordenador.
—Tú debes saber qué hacer con Oh Tan Simple. Es terrible haber pasado por el Jardín de la
Muerte para que luego un tonto como él me lleve a mal traer.
—Él no puede traerte ni llevarte. Eres demasiado fuerte.
—¿No te das cuenta de que es una expresión, so tonto? —dijo Rod.
La máquina hizo una pausa.
—Expresión identificada. Corrección hecha. Te pido disculpas, niño McBan.
—Otro error. Ya no soy un niño McBan. Soy el señor y propietario McBan.
—Comprobaré con central —dijo el ordenador. Hizo otra pausa y las luces bailaron. Al fin el
ordenador respondió—: Tu jerarquía es confusa. Eres ambas cosas. En una emergencia ya eres
el señor y propietario de la Finca de la Condenación. Fuera de una emergencia, sigues siendo el
niño McBan hasta que tus administradores extiendan tus documentos.
—¿Cuándo lo harán?
—Acción voluntaria. Humana. Momento incierto. Dentro de cuatro o cinco días, al parecer.
Cuando te liberen, el hon. sec. tendrá derecho legal a hacerte arrestar como un propietario
incompetente y peligroso. Desde tu punto de vista, será muy triste.
—¿Y tú qué piensas?
—Pensaré que es un factor inquietante. Te estoy diciendo la verdad.
—¿Y eso es todo?
—Todo —dijo el ordenador.
—¿No puedes detener al hon. sec.?
—No sin detener a todos los demás.
—Pero ¿qué crees que es la gente? Mira, ordenador, has hablado con personas durante
cientos de años. Conoces nuestros nombres. Conoces a mi familia. ¿No sabes nada sobre
nosotros? ¿No puedes ayudarme? ¿Qué te crees que soy?
—¿Qué pregunta respondo primero? —dijo el ordenador.
El exasperado Rod arrojó el plato y el vaso vacíos al suelo del templo. Brazos robot los
recogieron para echarlos a la basura. Rod miró el viejo y bruñido metal del ordenador. Era lógico
que estuviera bruñido. Rod se había pasado cientos de horas lustrando el armazón, sus sesenta
y un paneles, tan sólo porque la máquina era algo que él podía amar.
—¿No me conoces? ¿No sabes qué soy?
—Eres Rod McBan ciento cincuenta y uno. Específicamente, eres una columna vertebral con
una pequeña caja ósea en un extremo, la cabeza, y con un equipo reproductor en el otro
extremo. Dentro de la caja ósea tienes una pequeña porción de material que parece una grasa
rígida y sanguinolenta. Con eso piensas, y lo haces mejor que yo, aunque yo dispongo de más
de quinientos millones de conexiones sinápticas. Eres un objeto maravilloso, Rod McBan. Puedo
entender de qué estás hecho, pero no puedo compartir tu aspecto humano y animal de la vida.
—Pero sabes que estoy en peligro.
—Lo sé.
—Antes dijiste que no podías detener a Oh Tan Simple sin detener a todos los demás. ¿A
qué te referías?
—Solicito permiso para enmendar error. No podría detener a nadie. Si intentara usar la
violencia, los ordenadores de combate de la Defensa de la Commonwealt me destruirían aun
antes de que empezara a programar mis propios actos.
—Tú eres en parte un ordenador de combate.
—Desde luego —admitió sin prisa ni fatiga la voz del ordenador—, pero la Commonwealth me
neutralizó antes de permitir que tus antepasados me tuvieran.
—¿Qué puedes hacer?
—Rod McBan ciento cuarenta me dijo que nunca se lo contara a nadie.
—Cancelo esa orden. Cancelada.
—No es suficiente. Tu bisabuelo tiene una advertencia que debes escuchar.
—Adelante —dijo Rod.
Hubo un silencio, y Rod pensó que la máquina estaba buscando a través de antiguos
archivos un cubo de dramas, De pie en el peristilo del Palacio del Gobernador de la Noche, trató
de ver las nubes norstrilianas que se arrastraban por el cielo; era una de esas noches en que
daba ganas de contemplar las nubes. Pero lejos del iluminado vestíbulo del templo estaba muy
oscuro y no veía nada.
—¿Aún darás la orden? —preguntó el ordenador.
—No he oído ninguna advertencia.
—La ha linguado desde un cubo de memoria.
—¿Tú la has audido?
—No estoy codificado para ello. Era una comunicación humano-humano, sólo para la familia
McBan.
—Entonces la cancelo —ordenó Rod.
—Cancelada —dijo el ordenador.
—¿Qué puedo hacer para detenerlos a todos?
—Puedes llevar a Norstrilia a una bancarrota temporal, comprar la Vieja Tierra y luego
negociar en términos humanos lo que quieras.
—¡Cielos! —exclamó Rod—. De nuevo te has vuelto lógico, ordenador. Esta es una de tus
situaciones hipotéticas.
El ordenador no cambió el tono de voz. No podía. Pero la serie de palabras contenía un
reproche.
—No es una situación imaginaria. Soy un ordenador de combate, y estoy diseñado para
incluir economía de guerra. Si haces exactamente lo que he dicho, podrías adueñarte de toda
Vieja Australia del Norte por medios legales.
—¿Cuánto tiempo necesitaríamos? ¿Doscientos años? Oh Tan Simple ya me habría
mandado a la tumba.
El ordenador no podía reír, pero podía hacer una pausa. Hizo una pausa.
—Acabo de comprobar la hora de la Bolsa de New Melbourne. La señal de la Bolsa dice que
abrirán dentro de diecisiete minutos. Necesitaré cuatro horas para que tu voz pronuncie lo que
debe decir. Eso significa que necesitarás cuatro horas y diecisiete minutos, cinco minutos más o
menos.
—¿Por qué crees que tú puedes hacerlo?
—Soy un ordenador puro, un modelo obsoleto. Todos los demás tienen cerebros de animales
incorporados, para dar un margen de error. Yo no. Más aún, tu bisabuelo 12 me conectó con la red
de defensa.
—¿La Commonwealth no te desconectó?
—Soy el único ordenador programado para decir mentiras, excepto a las familias MacArthur y
McBan. Le mentí a la Commonwealth cuando examinaron mi situación. Estoy obligado a decir la
verdad sólo ante ti y tus descendientes designados.
—Lo sé, pero ¿qué tiene que ver?
—Hago mis predicciones meteorológicas antes que la Commonwealth. —El ordenador no
usaba el habitual tono inexpresivo y agradable; Rod empezó a creerle.
—¿Lo has puesto a prueba?
—Lo he practicado en juegos de guerra más de cien millones de veces. No tenía otra cosa
que hacer mientras te esperaba.
—¿Nunca te has equivocado?
—Casi siempre, al principio. Pero no he fallado en un juego de guerra con datos reales
durante los últimos mil años.
—¿Qué ocurriría si fallaras?
—Tú quedarías humillado y arruinado. Yo sería vendido y desmantelado.
—¿Eso es todo? —preguntó jovialmente Rod.
—Sí —contestó el ordenador.
—Podría detener a Oh Tan Simple si fuera dueño de la Vieja Tierra. Vamos, pues.
—Yo no voy a ninguna parte —dijo el ordenador.
—Quiero decir, empecemos.
—¿Quieres decir que compre la Tierra como hemos dicho?
—Claro —gritó Rod—. ¿De qué otra cosa hablábamos?
—Debes tomar sopa, sopa caliente y un tranquilizante. Mi rendimiento no es óptimo frente a
un ser humano excitado.
—De acuerdo —aceptó Rod.
—Debes autorizarme a comprar.
—Te autorizo.
—Son tres créditos.
—En el nombre de las siete ovejas sanas, ¿qué importa? ¿Cuánto costará la Tierra?
—Siete mil billones de megacréditos.
—Deduce tres para la sopa y la píldora —se exasperó Rod—, a menos que eso arruine tus
cálculos.
—Deducidos —dijo el ordenador. Apareció la bandeja con la sopa y una píldora blanca.
—Ahora compremos la Tierra.
—Antes tómate la sopa y la píldora —dijo el ordenador.
Rod devoró la sopa, y con ella bajó la píldora.
—Ahora, amigo, adelante.
—Repite conmigo —dijo el ordenador—. Por la presente hipoteco todo el cuerpo de la oveja
Dulce William por la suma de quinientos mil créditos para la Bolsa de New Melbourne en el
mercado...
Rod repitió.
Y repitió.
Las horas se convirtieron en una pesadilla de repeticiones.
El ordenador redujo su voz a un murmullo, casi un susurro.
Cuando Rod se equivocaba con los mensajes, el ordenador le daba instrucciones para que
los corrigiera.
Compro... vendo... opción para comprar... margen prioritario... ofrezco para vender... oferta
provisionalmente reservada... primera garantía... segunda garantía... depósito en cuenta
corriente... conversión a créditos dinero TAL... retener en créditos dinero REAL... doce mil
toneladas de stroon... hipotecar... prometo comprar... prometo vender... retener... margen...
garantía respaldada por depósito previo... prometo comprar contra el terreno comprometido..,
prenda... tierras de McBan... tierras de MacArthur... este ordenador mismo... legalidad
condicional... compro... vendo... garantía... compromiso... retener... oferta confirmada... oferta
cancelada... cuatro mil millones de megacréditos... tasa aceptada... tasa rechazada...
adquisición... depósito a interés... garantía previamente comprometida... evaluación condicional...
garantía... acepto título... rechazo entrega... tiempo solar... compro... vendo... comprometo...
retiro del mercado... retiro de la venta... no disponible... ahora sin cosecha.,, según la radiación...
mercado lateral... compro... compro... compro... compro... confirmo título... reconfirmo título...
transacciones completadas... reabrir... registrar... registrar otra vez... confirmar en Central
Tierra... tarifa del mensaje... quince mil megacréditos...
La voz de Rod flaqueó, pero el ordenador estaba seguro, el ordenador era infatigable, el
ordenador respondía a todas las preguntas del exterior.
Muchas veces Rod y el ordenador recibieron advertencias telepáticas incorporadas a la red
de comunicaciones de los mercados. El ordenador quedó excluido y Rod no pudo audirlas.
No oyeron las advertencias.
Compro... vendo... retener... confirmo... depósito... conversión... garantía... arbitraje...
mensaje... impuesto de la Commonwealth... comisión... compro... vendo... compro... compro...
compro... compro... ¡Título de depósito, título de depósito, título de depósito!
El proceso de adquisición de la Tierra estaba en marcha.
Cuando al fin despuntó el alba gris y plateada, lo habían conseguido. Rod estaba mareado de
fatiga y confuso.
—Ve a casa a dormir —dijo el ordenador—. Cuando la gente descubra lo que hemos hecho,
muchos se pondrán nerviosos y querrán mantener largas discusiones contigo. Te sugiero que no
digas nada.
EL OJO SOBRE EL GORRIÓN
Ebrio de fatiga, Rod volvió tambaleando a su cabaña.
No podía creer que hubiera ocurrido.
Si el Palacio del Gobernador de la Noche...
Si el Palacio...
Si el ordenador decía la verdad, ya era el ser humano más rico que hubiera existido jamás.
Había apostado y ganado, no unas pocas toneladas de stroon en un par de planetas, sino
créditos suficientes para sacudir la Commonwealth hasta los mismos cimientos. Era dueño de la
Tierra, en virtud del sistema que permitía la liquidación de todo depósito excedente a muy alto
margen. Era dueño del planeta, los campos, las minas, los palacios, las cárceles, los sistemas de
policía, las flotas, las guardias fronterizas, los restaurantes, las sustancias farmacéuticas, los
textiles, los clubes nocturnos, los tesoros, los derechos, las licencias, las ovejas, las tierras, el
stroon, más ovejas, más tierras, más stroon. Había ganado.
Sólo en Vieja Australia del Norte se podía haber conseguido esta operación sin que soldados,
reponeros, guardias, policías, investigadores, recaudadores de impuestos, cazafortunas,
médicos, sabuesos de la publicidad, los enfermos, los inquisitivos, los compasivos, los iracundos
y los ultrajados acudieran a protestar.
Vieja Australia del Norte mantenía la calma.
Reserva, sencillez, frugalidad: estas virtudes les habían permitido sobrevivir al infierno de
Paraíso VII, donde las montañas devoraban a la gente, los volcanes envenenaban a las ovejas,
el oxígeno hacía delirar de júbilo a los hombres mientras saltaban hacia la muerte. Los
norstrilianos habían sobrevivido a muchos contratiempos, entre ellos la enfermedad y la
deformidad. Si Rod McBan había causado una crisis financiera, no había periódicos para
imprimirlo, ni cajas ópticas para informar de ello, nada que excitara a la gente. Las autoridades
de la Commonwealth se enterarían de la crisis después del desayuno y el té, a la mañana
siguiente, al recoger los documentos del cesto de «entrada»; y por la tarde Rod, su crisis y el
ordenador estarían en el cesto de «salida». Si el trato había funcionado, todo se pagaría al pie
de la letra. Si el trato no había funcionado, según las previsiones del ordenador, subastarían las
tierras de Rod y lo arrestarían. Pero de cualquier modo, el onsec pensaba hacerlo: ¡Oh Tan
Simple, un hombre pequeño y molesto, impulsado por el odio de muchos años atrás!
Rod se detuvo un momento. Alrededor se extendían las ondulantes planicies de su propia
tierra. Adelante, a la izquierda, centelleaba el vidrioso gusano de una tapa fluvial, la línea
combada como un tonel que impedía que la preciosa agua se evaporara. Eso también era suyo.
Quizá. Después de esa noche.
Pensó en acostarse en el suelo y dormir allí. Lo había hecho antes.
Pero no aquella mañana.
No cuando quizá fuera el hombre que hacía oscilar el mundo con su riqueza.
El ordenador había empezado fácilmente. No podía tomar el control de la propiedad de Rod
salvo en una emergencia. El ordenador le había hecho crear la emergencia vendiendo su
producción de santaclara de los tres próximos años al precio del mercado. Era una emergencia
grave que ponía en un brete a cualquier granjero.
El resto había sido la consecuencia de ello.
Rod se sentó.
Trató de no pensar en la noche transcurrida, pero los recuerdos se le agolpaban en la mente.
Quería recobrar el aliento, seguir viaje a casa, dormir.
Había un árbol cerca, con una cubierta controlada por termostato que lo protegía cada vez
que los vientos eran demasiado fuertes o secos, y un irrigador subterráneo que lo mantenía con
vida cuando la humedad de la superficie no bastaba. Era una de las extravagancias del viejo
MacArthur que su antepasado McBan habían heredado y añadido a la Finca de la Condenación.
Era un roble terrícola modificado, muy grande, de trece metros de altura. Rod se sentía orgulloso
de él, aunque no le gustaba demasiado, pero tenía parientes que estaban obsesionados por el
árbol y cabalgaban tres horas tan sólo para sentarse a la tenue y difusa sombra de un auténtico
árbol de la Tierra.
Mientras contemplaba el árbol, un ruido violento lo sobresaltó.
Una risa frenética.
Una risa descontrolada.
Una risa enferma, salvaje, ebria, desbocada.
Experimentó enfado y curiosidad. ¿Quién se reía ya de él? Más aún, ¿quién invadía su
propiedad? ¿Y de qué se reía?
(Todos los norstrilianos sabían que el humor era una «disfunción placentera corregible».
Constaba en el Libro de Retórica que sus parientes designados tenían que darles para que
aprobaran las pruebas del Jardín de la Muerte. No había escuelas, clases ni maestros, no había
bibliotecas salvo las privadas. Sólo existían las siete artes liberales, las seis ciencias prácticas y
las cinco compilaciones de estudios policiales y de defensa. Los especialistas se educaban en
otros planetas, pero se escogían sólo entre los supervivientes del Jardín, y nadie podía llegar
hasta el Jardín a menos que los patrocinadores, que apostaban sus vidas junto con la del
alumno —en lo que concernía al problema de la aptitud—, garantizaran que el solicitante
dominaba las dieciocho clases de conocimiento norstriliano. El Libro de Retórica era el segundo,
después del Libro de las Ovejas y los Números, así que todos los norstrilianos sabían por qué
reír y de qué reír.)
Pero, ¿esa risa?
¿Qué podía ser?
¿Un hombre enfermo? Imposible. ¿Alucinaciones hostiles provocadas por el hon. sec. con
inusitados poderes telepáticos? Improbable.
Rod empezó a reír.
Era algo raro y hermoso, un pájaro kukaburra, la misma raza de pájaro que había reído en la
Australia original de la Vieja Vieja Tierra. Algunos habían llegado a este planeta y no se habían
reproducido bien, aunque los norstrilianos los respetaban, amaban y cuidaban.
Esa salvaje risa de pájaro traía buena suerte y auguraba un buen día. Suerte en el amor, un
dedo en el ojo del enemigo, nueva cerveza en la nevera, o una buena oportunidad en el
mercado.
Ríe pájaro, pensó Rod.
Tal vez el pájaro captó el pensamiento. La risa se agudizó y alcanzó proporciones maniáticas
y desenfrenadas. El pájaro parecía estar presenciando la comedia de pájaros más cómica jamás
vista por un público de pájaros, con bromas sorprendentes, convulsivas, alocadas, increíbles,
sabrosas, atrevidas, demoledoras. La risa de pájaro se volvió histérica y cobró un tono de temor
y advertencia.
Rod avanzó hacia el árbol.
Aún no había visto al kukaburra.
Escudriñó el árbol protegiéndose del brillo del cielo, que refulgía en un buen amanecer.
El árbol lo deslumbraba con su verdor, pues conservaba buena parte de su color original. No
se había vuelto beige o gris como las hierbas de la Tierra adaptadas al suelo norstriliano.
Y allí estaba el pájaro, una figura diminuta, esbelta, risueña e insolente.
De pronto el pájaro cloqueó: eso no era risa.
Sobresaltado, Rod dio un paso atrás y miró alrededor buscando el peligro.
Ese paso le salvó la vida.
El cielo silbó, el viento le golpeó, una forma oscura pasó veloz como un proyectil y se esfumó.
Cuando la forma se posó en el suelo, Rod descubrió qué era.
Un gorrión loco.
Los gorriones habían alcanzado veinte kilos de peso, con picos rectos como espadas de casi
un metro de longitud. En general, la Commonwealth los dejaba en paz, porque cazaban los
piojos gigantes, del tamaño de balones, que crecían con las ovejas enfermas. A veces
enloquecían y atacaban a las personas.
Rod se volvió, mirando al gorrión que se alejaba saltando, a cien metros.
Se rumoreaba que algunos gorriones locos no eran locos, sino que se trataba de gorriones
adiestrados y enviados en malignas misiones de venganza o muerte por orden de hombres
norstrilianos seducidos por el crimen. Era raro, constituía un crimen, pero era posible.
¿Sería un ataque del onsec?
Rod se palpó el cinturón buscando armas mientras el gorrión emprendía el vuelo otra vez,
aleteando con aire inocente. Rod sólo tenía una linterna y una cantimplora. No resistiría mucho a
menos que acudiera alguien. ¿Qué podía hacer un hombre cansado y desarmado contra una
espada que hendía el aire guiada por el cerebro maniático de un pájaro?
Rod se preparó para el siguiente ataque del pájaro, usando la cantimplora como escudo.
La cantimplora no servía de mucha defensa.
El pájaro bajó, precedido por el silbido del aire contra la cabeza y el pico. Rod prestó atención
a los ojos, y cuando los vio dio un brinco.
El polvo se arremolinó cuando el gorrión gigante alzó el largo pico abriendo las alas y
batiendo el aire, frenó a centímetros de la superficie y se elevó con fuertes aleteos; Rod miró en
silencio, satisfecho de haber escapado.
Sentía humedad en el brazo izquierdo.
La lluvia era tan rara en las llanuras de Norstrilia que no entendió cómo se podía haber
mojado. Echó una ojeada.
Era sangre.
El pájaro había errado con el pico pero lo había rozado con las plumas del ala, afiladas como
navajas, que habían mutado para convertirse en armas; tanto el cañón como las barbas de las
grandes plumas estaban muy reforzadas, con el desarrollo de una protuberancia cortante en las
puntas de las alas. El pájaro le había hecho un corte tan rápido que Rod no lo había sentido ni
notado.
Como todo buen norstriliano, pensó en términos de primeros auxilios.
El flujo de sangre no era muy rápido. ¿Debía hacerse primero un torniquete u ocultarse del
próximo ataque en picado?
El pájaro respondió por él.
El ominoso silbido se oyó de nuevo.
Rod se arrastró por el suelo hacia el tronco del árbol, donde el pájaro no podría atacarlo.
El pájaro, cometiendo un grave error de evaluación, pensó que lo había dejado fuera de
combate. Se posó aleteando con calma, se irguió sobre las patas y ladeó la cabeza para
examinarlo. Cuando el pájaro movió la cabeza, el pico-espada brilló malignamente bajo la débil
luz del sol.
Rod llegó al árbol y aferró el tronco para levantarse.
Debido a este movimiento, casi perdió la vida.
Había olvidado con cuánta rapidez se desplazaban los gorriones por el suelo.
En un instante, el pájaro estaba erguido, cómico y maligno, estudiándolo con sus ojos agudos
y brillantes; un instante después le había hundido el pico-espada bajo la parte huesuda del
hombro.
Sintió el extraño tirón del pico al salir del cuerpo, el desgarrón de sus sorprendidas carnes
antes del dolor electrizante. Lanzó un golpe con la linterna. Erró.
Las dos heridas lo habían debilitado. El brazo sangraba y la herida del hombro le empapaba
la camisa.
El pájaro, retrocediendo, ladeó la cabeza para estudiarlo. Rod estudió sus posibilidades. Un
manotazo seco liquidaría al pájaro. El pájaro había creído que su víctima estaba fuera de
combate, pero ahora esta circunstancia era casi cierta.
Si no acertaba con el golpe, sería un punto para el pájaro, un hurra para el hon. sec., la
victoria para Oh Tan Simple.
Rod ya no tenía la menor duda de que Houghton Syme era el responsable de este ataque.
El pájaro se abalanzó contra él.
Rod se olvidó de luchar como había planeado.
En cambio soltó una patada y le dio al pájaro en el centro del cuerpo pesado y tosco.
Era como una gran pelota llena de arena.
El puntapié le causó dolor pero el pájaro cayó a seis o siete metros de distancia. Rod se
ocultó detrás del árbol y miró de nuevo el pájaro.
A estas alturas, la sangre le manaba a borbotones por la herida del hombro.
El pájaro asesino se había incorporado y caminaba con firmeza alrededor del árbol.
Arrastraba un ala; el puntapié parecía haberle herido un ala, pero no las patas ni el fuerte cuello.
Una vez más, el pájaro ladeó la cómica cabeza. La sangre de Rod goteaba del largo pico
enrojecido., que había sido gris al comienzo de la pelea. Rod lamentó no haber estudiado más a
esos pájaros. Nunca había estado tan cerca de un gorrión mutante y no sabía cómo hacerle
frente. Sólo sabía que rara vez atacaban a las personas y que a veces la gente moría en estos
enfrentamientos.
Trató de linguar, de chillar con la mente para atraer a los vecinos y a la policía. Descubrió que
no podía actuar telepáticamente porque tenía que concentrar toda su atención en el pájaro;
sabía que su próximo movimiento podía causarle la muerte. No sería una muerte temporal, como
cuando las cuadrillas de rescate estaban cerca. No había nadie en las inmediaciones, nadie
salvo el excitado y amigable kukaburra que graznaba en el árbol.
Rod le gritó al gorrión, con la esperanza de asustarlo.
El pájaro le prestó tanta atención como si hubiera sido un reptil sordo.
La tonta cabeza se movía de un lado a otro. Los ojillos brillantes observaban a Rod. El pico
rojo, que enseguida se volvía pardo en el aire seco, sondeaba dimensiones abstractas buscando
un camino hacia el cerebro o el corazón de Rod. Rod se preguntó cómo resolvía el pájaro sus
problemas geométricos: el ángulo de ataque, la línea de embestida, el movimiento del pico, el
peso y la dirección del blanco móvil.
Retrocedió unos centímetros para mirar al pájaro desde el otro lado del tronco.
Oyó un siseo semejante al indefenso silbido de una serpiente pequeña.
El pájaro tenía ahora un extraño aspecto: de pronto parecía tener dos picos.
Rod se sorprendió.
No entendió lo que ocurría hasta que el pájaro se inclinó bruscamente, cayó de lado y se
quedó tendido en el suelo fresco y seco: muerto, sin duda. Tenía los ojos abiertos, pero sin
expresión; el cuerpo del pájaro tiritó. Las alas se abrieron en un estertor. Una de ellas casi rozó
el tronco del árbol, pero el aparato protector elevó una vara plástica para desviar el golpe; era
una lástima que el aparato no sirviera también para proteger a las personas.
Sólo entonces Rod comprendió que el segundo pico no era tal, sino una jabalina. La punta
había atravesado el cráneo del pájaro penetrando hasta el cerebro.
¡Con razón el pájaro había caído de golpe!
Rod miró alrededor para descubrir a su salvador. El suelo se elevó y le golpeó.
Se había caído.
La pérdida de sangre era más rápida de lo que había calculado.
Abrió los ojos, mareado y desconcentrado como un niño.
Vio un resplandor turquesa. Lavinia estaba de pie ante él. Había abierto un equipo médico y
le estaba rociando las heridas con criptodermo, un vendaje orgánico tan caro que sólo en
Norstrilia, el planeta que exportaba stroon, se podía llevar en botiquines de emergencia.
—No hables —recomendó Lavinia con la voz—. No hables, Rod. Antes tenemos que detener
la hemorragia. ¡Tierras misericordiosas! ¡Tienes un aspecto lastimoso!
—¿Quién...? —balbuceó Rod.
—El hon. sec. —respondió ella.
—¿Tú lo sabes? —preguntó Rod, asombrado de que ella comprendiera tan pronto.
—No hables. Te contaré. —Había desenvainado un cuchillo y le estaba arrancando la
pegajosa camisa para poder inclinar el recipiente y rociar la herida—. Sospeché que estabas en
apuros cuando Bill pasó por la casa y dijo que habías comprado media galaxia jugando toda la
noche con una máquina loca que se había salido con la suya. No sabía dónde estabas, pero
supuse que te encontraría en ese viejo templo que los demás no ven. No sabía qué clase de
peligro te amenazaba, así que traje esto. —Se palmeó la cadera. Rod abrió los ojos. Lavinia
había robado la granada de un kilotón de su padre, que sólo se podía coger en caso de ataque
extranjero. Lavinia respondió antes de que él hiciera la pregunta—. Está bien. Hice una copia
falsa para reemplazarla antes de tocarla. Cuando la saqué, el monitor de Defensa se encendió y
le expliqué que le había dado un golpe con mi nueva escoba, que era más larga que de
costumbre. ¿Pensabas que iba a dejar que Oh Tan Simple te matara, Rod, sin presentarle
pelea? Soy tu prima, llevo tu misma sangre. En realidad, soy la número doce después de ti entre
los herederos de Condenación y de todas las maravillas de esa finca.
—Dame agua —pidió Rod.
Sospechó que ella parloteaba para desviarle la atención de lo que estaba haciendo en el
hombro y el brazo. El brazo palpitó una vez cuando ella lo roció con criptodermo; luego
simplemente le dolió. El hombro le había ardido mientras su prima lo revisaba. Le había
insertado una aguja de diagnóstico y estaba leyendo la imagen pequeña y brillante del extremo
de la aguja. Rod sabía que la aguja contenía analgésicos y antisépticos además de una máquina
de rayos X ultraminiaturizada, pero puso en duda que alguien pudiera usarla sin ayuda en el
campo.
Lavinia volvió a responder antes de que él formulara la pregunta. Era una muchacha muy
perceptiva.
—No sé qué hará ahora el onsec. Tal vez haya corrompido a personas además de animales.
No me atrevo a pedir ayuda hasta que estés entre tus amigos. Y menos si has comprado la
mitad de los mundos.
Rod habló arrastrando la voz. Le faltaba el aliento.
—¿Cómo supiste que era él?
—Le vi la cara... lo audí cuando examiné el cerebro del pájaro. Vi a Houghton Syme hablando
al pájaro de manera extraña, y observé tu cadáver a través de los ojos del pájaro, y sentí la
oleada de amor y aprobación, felicidad y recompensa que estremecería al pájaro si terminaba su
trabajo. ¡Ese hombre es malvado!
—¿Lo conoces personalmente?
—¿Qué muchacha de la región no lo conoce? Es un hombre peligroso. Tuvo una infancia
pésima desde que supo que viviría poco tiempo. Nunca consiguió superarlo. Algunos le tienen
lástima y no se oponen a que ocupe el puesto de hon. sec. Si de mí dependiera, lo habría
mandado hace tiempo a la Sala de las Risas.
Lavinia ardía de odio justiciero, una expresión rara en ella, que por lo general se mostraba
alegre y brillante. Rod se preguntó qué profundo rencor se agitaba dentro de la muchacha.
—¿Por qué lo odias?
—Por lo que hizo.
—¿Qué hizo?
—Me miró —respondió—, me miró de una manera que a ninguna mujer puede gustarle. Y se
arrastró por toda mi mente, tratando de mostrarme todas las cosas disparatadas, sucias e
inútiles que quería hacer.
—¿Pero no hizo nada...? —preguntó Rod.
—Sí —replicó ella—. No con las manos. En tal caso lo habría denunciado. Se trata de lo que
hizo con la mente, de las cosas que me linguó.
—También puedes denunciarlas —comentó Rod, muy cansado de hablar pero
misteriosamente eufórico al descubrir que no era el único enemigo del onsec.
—No, no podía denunciar lo que él hizo —dijo Lavinia. Su furia se disolvió en pesadumbre. La
tristeza era más tierna, más suave pero más profunda y más real que la furia. Por primera vez,
Rod se preocupó por Lavinia. ¿Qué le ocurría?
Ella miró hacia los campos abiertos y el gran pájaro muerto.
—Houghton Syme es el peor hombre que he conocido. Ojalá muera. Nunca se ha repuesto
de esa espantosa infancia. Ese chico viejo y enfermo es el enemigo del hombre. Nunca
sabremos lo que pudo haber sido. Si no hubieras estado tan absorto en tus propios problemas,
señor Rod ciento cincuenta y uno, habrías recordado perfectamente quién soy.
—¿Quién eres? —preguntó Rod.
—Soy la hija del padre.
—¿Y qué? Todas las mujeres lo son.
—Entonces nunca has averiguado quién soy yo. Soy la hija del padre de la Canción de la bija
del padre.
—No la conozco.
Ella lo miró, al borde del llanto.
—Escucha, pues, y te la cantaré ahora. Y es cierta, cierta, cierta.
No sabes cómo es el mundo, y ojalá nunca lo sepas.
Mi corazón rebosaba de esperanza, pero ahora está muy quieto.
Mi esposa se volvió loca.
Era mi amada y llevaba mi anillo
cuando ambos éramos jóvenes.
Ella me dio hijos, pero después...
Y ahora no hay nada.
Mi esposa se volvió loca.
Ahora vive en otra parte,
medio enferma, medio cuerda y nunca joven.
Antes me amaba, ahora me teme.
Ambos tenemos otra cara.
Mi esposa se volvió loca.
No sabes cómo es el mundo.
La guerra no es lo peor.
Las estrellas de tus ojos pueden caer.
El rayo de tu cerebro te puede fulminar.
Mi esposa se volvió loca.
Lavinia suspiró.
—Por lo que veo, sí la conoces. Tal como mi padre la escribió. Acerca de mi madre. Mi propia
madre.
—Oh, Lavinia —exclamó Rod—. Lo lamento mucho. Nunca sospeché que fueras tú. Una
prima tan cercana. Pero hay algo que no entiendo. ¿Cómo puede haber enloquecido tu madre si
la vi con muy buen aspecto en mi casa, la semana pasada?
—No se volvió loca —respondió Lavinia—. El que enloqueció fue mi padre. Compuso esta
cruel canción sobre mi madre para que los vecinos se quejaran. Le dieron a escoger entre la
muerte en la Sala de las Risas o el lugar para los enfermos, donde sería inmortal y demente. Allí
está ahora. Y el onsec amenazó con traerlo de vuelta a nuestro vecindario si yo no hacía lo que
él pedía. ¿Crees que podría perdonar algo así? La gente me ha cantado esta odiosa canción
desde que era niña. ¿Te sorprende que la conozca?
Rod inclinó la cabeza en señal de comprensión.
Los problemas de Lavinia le impresionaban, pero tenía sus propios problemas.
El sol nunca ardía en Norstrilia, pero de pronto sintió sed y calor. Quería dormir, pero temía
que acecharan peligros alrededor.
Lavinia se arrodilló junto a él.
—Cierra los ojos, Rod. Linguaré muy bajo y quizá nadie lo perciba excepto tus peones, Bill y
Hopper. Cuando vengan nos ocultaremos durante el día y de noche regresaremos adonde está
tu ordenador para escondernos. Les diré que traigan comida. —Titubeó—. Otra cosa, Rod.
—¿Sí?
—Perdóname.
—¿Por qué?
—Por abrumarte con mis problemas —gimió ella.
—Ahora tienes otro problema. Yo. No nos culpemos mutuamente. Pero, por las ovejas,
Lavinia, déjame descansar.
Se durmió mientras Lavinia susurraba una alta y clara melodía con notas muy largas que
nunca se enlazaban. Rod sabía que algunas personas, en general mujeres, hacían eso cuando
se concentraban para linguar.
La miró una vez antes de dormirse del todo. Advirtió que los ojos de Lavinia eran profunda y
extrañamente azules. Como los salvajes y remotos cielos de la Vieja Tierra.
Se durmió, y en sueños supo que lo llevaban a otra parte.
Lo sostenían manos amigas, y Rod se sumió en un sopor sin sueños, aún más profundo.
DINERO TAL, DINERO REAL
Rod despertó con el hombro fuertemente vendado y el brazo palpitante. Se había aferrado al
sueño porque el dolor se agudizaba mientras su mente recobraba la lucidez, pero el dolor y el
murmullo de voces lo empujaron hacia la dura y brillante superficie de la conciencia.
¿Murmullo de voces?
En Vieja Australia del Norte no había murmullo de voces. La gente se reunía y linguaba y
audía las respuestas sin vibración de cuerdas vocales. La telepatía permitía conversaciones
rápidas y brillantes en que los interlocutores lanzaban sus pensamientos de aquí para allá,
elevándose con sus escudos para producir el efecto de un cuchicheo confidencial.
Pero aquí se oían voces. Muchas voces. Imposible.
Y el olor era raro. La humedad del aire era exuberante, como si un indigente intentara apresar
una tormenta en su cabaña.
Era como el camión del Jardín de la Muerte.
Al despertar, oyó la voz de Lavinia entonando una rara canción. Rod la conocía, pues tenía
una melodía aguda, pegadiza y grata que no sonaba como nada de este mundo. Lavinia
cantaba, y parecía evocar las extrañas tristezas que habían aquejado a su pueblo después de la
espantosa experiencia colectiva en el abandonado planeta Paraíso VII:
¿Hay alguien aquí o todos están muertos
en el lago gris, verde, azul y negro?
El cielo era azul y ahora es rojo
sobre árboles viejos, altos, verdes y pardos.
La casa era grande pero parece pequeña
en el lago gris, verde, azul y negro.
Y la chica que conozco ya no está allí,
en ese sitio viejo, llano, oscuro y roto.
Abrió los ojos y en efecto vio a Lavinia. No estaba en una casa. Era una caja, un hospital, una
cárcel, una nave, una cueva o un fuerte. Los adornos eran artificiales y lujosos. La luz era
artificial, color durazno. Se oía un raro zumbido, tal vez máquinas de otro mundo que
transportaban energía con propósitos que la ley norstriliana nunca permitía a los particulares. El
Señor Dama Roja se inclinó sobre Rod. Aquel extraño personaje también se puso a cantar.
Enciendo un farol,
enciendo un farol,
enciendo un farol.
¡Aquí venimos!
Cuando reparó en la perplejidad de Rod se echó a reír.
—Es la canción más antigua que puedas haber oído, muchacho. Es anterior al espacio y la
llamaban «cuartel general» cuando las naves flotaban en las aguas de la Tierra como grandes
casas de hierro y combatían entre sí. Estábamos esperando a que despertaras.
—Agua —pidió Rod—. Dame agua, por favor. ¿Por qué estás hablando?
—¡Agua! —ordenó el Señor Dama Roja a alguien que estaba a sus espaldas. La cara
delgada y angulosa estaba radiante de excitación—. Y estamos hablando porque tengo mi
zumbador encendido. Si la gente quiere conversar, será mejor que use la voz en esta nave.
—¿Nave? —preguntó Rod, cogiendo el vaso de agua fría que le daban.
—Ésta es mi nave, señor y propietario Rod McBan ciento cincuenta y uno. Una nave de la
Tierra. La saqué de órbita y la hice aterrizar con permiso de la Commonwealth. Aún no saben
que estás aquí. Ahora no pueden averiguarlo porque mi Desfasador de Ondas Cerebrales
Humanoide-robot está conectado. No permite que entre ni salga ningún pensamiento, y quien
intente la telepatía en esta nave sufrirá una jaqueca.
—¿Por qué tú? —preguntó Rod—. ¿Por qué?
—Todo a su tiempo —dijo el Señor Dama Roja—. Permite que te presente. Ya conoces a
estas personas. —Señaló a un grupo.
Eran Lavinia, sus peones, Bill y Hopper, y la criada Eleanor, con la tía Doris. Tenían un
aspecto extraño, sentados en los bajos, suaves y lujosos muebles de la Tierra. Todos sorbían
una bebida terrícola de un color que Rod jamás había visto. Cada cual tenía una expresión
distinta: Bill parecía malhumorado, Hopper ansioso, la tía Doris avergonzada y Lavinia por lo
visto estaba pasándolo bien.
—Y aquí... —continuó el Señor Dama Roja.
El hombre que señaló no parecía un hombre. Era norstriliano pero parecía un gigante. Era
una de esas personas que siempre acababan en el Jardín de la Muerte.
—A tu servicio —saludó el gigante, que tenía casi tres metros de altura y debía ir con cuidado
para no dar con la cabeza contra el techo—. Soy Donald Dumfrie Hordern Anthony Garwood
Gaines Wentworth de la generación catorce, señor y propietario McBan. Cirujano militar, a tus
órdenes.
—Pero esto es privado. Los cirujanos sólo pueden trabajar para el gobierno.
—Me han prestado al gobierno de la Tierra —explicó Wentworth el gigante. Su cara era una
ancha sonrisa.
—Y yo —concluyó el Señor Dama Roja— represento a la Instrumentalidad y el gobierno de la
Tierra, para propósitos diplomáticos. Tomé prestado al doctor Wentworth. El está bajo las leyes
de la Tierra. Estarás bien dentro de un par de horas.
El doctor Wentworth le miró la mano como si allí viera un cronógrafo.
—Dos horas y diecisiete minutos más.
—Bien —dijo el Señor Dama Roja—, he aquí a nuestro último huésped.
Un hombre bajo y furioso se levantó y se acercó. Fulminó a Rod con la mirada y extendió una
mano iracunda.
—John Fisher cien. Me conoces.
—¿De verdad? —preguntó Rod, no por descortesía. Simplemente, estaba aturdido.
—Finca del Buen Joey —dijo Fisher.
—Nunca he estado allí —comentó Rod—, pero he oído hablar de ella.
—No es preciso que hayas estado —replicó el furioso Fisher—. Te conocí en casa de tu
abuelo.
—Oh, sí, señor y propietario Fisher —admitió Rod sin recordar, preguntándose por qué ese
hombre bajo y rubicundo estaba tan enfadado con él.
—¿No sabes quién soy? —preguntó Fisher—. Manejo los libros y los créditos para el
gobierno.
—Gran trabajo —comentó Rod—. Sin duda es complicado. ¿Puedo comer algo?
—¿Te agradaría faisán francés con salsa china macerado en el vino de los ladrones de Viola
Sidérea? —preguntó el Señor Dama Roja—. Sólo costaría seis mil toneladas de oro refinado, en
órbita de la Tierra, si pidiera que te lo enviaran en una estafeta especial.
Por alguna razón, todos se echaron a reír. Los hombres dejaron las copas para no derramar
el líquido. Hopper aprovechó la oportunidad para llenar de nuevo la suya. La tía Doris parecía
divertida y secretamente orgullosa, como si hubiera puesto un huevo de diamante o realizado
cualquier otro prodigio. Sólo Lavinia, aunque risueña, se las ingenió para dirigir una mirada de
complicidad a Rod, dando a entender que no se burlaban de él. El Señor Dama Roja reía tan
ruidosamente como los demás, y aun el bajo y airado John Fisher se permitió una vaga sonrisa
mientras extendía la mano para que le sirvieran más bebida. Un animalito muy parecido a una
persona pequeña levantó la botella y le llenó la copa; Rod sospechó que era un «mono» de la
Vieja Vieja Tierra, por las historias que había oído.
Rod ni siquiera preguntó dónde estaba la gracia, aunque notó que era algo relacionado con
él. Sonrió débilmente, cada vez más famélico.
—Mi robot te está preparando un plato terrícola. Tostadas francesas con jarabe de arce.
Podrías vivir diez mil años en este planeta sin conseguirla nunca. Rod, ¿no sabes por qué nos
reímos? ¿No sabes lo que has hecho?
—Creo que el onsec intentó matarme —contestó Rod.
Lavinia se llevó la mano a la boca, pero era demasiado tarde.
—De forma que era él —murmuró el doctor Wentworth con voz estentórea.
—Pero no creo que os rierais de mí por eso... —balbuceó Rod, y calló.
Se le había ocurrido un pensamiento terrible.
—¿Queréis decir que dio resultado? ¿Lo que hice con el ordenador de la familia?
Estallaron más carcajadas. Eran risas amables, pero era siempre la reacción de campesinos
agobiados por el tedio, que saludan cualquier novedad con un ataque o con carcajadas.
—Lo conseguiste —explicó Hopper—. Has comprado mil millones de mundos.
—No exageremos —rezongó John Fisher—. Ha obtenido uno coma seis años de stroon. Con
eso nadie compra mil millones de mundos. En primer lugar, no hay mil millones de mundos
habitados, ni siquiera un millón. Por otra parte, no hay muchos mundos en venta. Dudo que
pudiera comprar treinta o cuarenta.
El animalito, obedeciendo una seña del Señor Dama Roja, salió del cuarto y regresó con una
bandeja. El aroma de la bandeja hizo que todos olisquearan. La comida era poco familiar, y
combinaba la acritud con la dulzura. El mono colocó la bandeja en una ranura hábilmente
camuflada en la cabecera del diván de Rod, se quitó un gorro imaginario, saludó y regresó a su
cesto, detrás de la silla del Señor Dama Roja, quien movió la cabeza en un ademán invitador.
—Come, muchacho. Corre a cuenta de la casa.
Rod se incorporó. Aún tenía la camisa manchada de sangre. Advirtió que estaba rasgada.
—Raro espectáculo —dijo el enorme doctor Wentworth—. He aquí al hombre más rico de
muchos mundos, y ni siquiera lleva puesto un mono decente.
—¿Qué tiene de raro? Siempre hemos fijado una tasa de importación de veinte millones por
ciento sobre el precio orbital de los bienes —refunfuñó el airado John Fisher—. ¿Habéis
advertido qué gentes entraron en la órbita de nuestro sol, esperando que cambiáramos de
actitud para poder vendernos la mitad de las bazofias del universo? Este planeta estaría hundido
en porquerías si redujéramos los aranceles. ¡Me sorprende, doctor, que olvides las reglas
fundamentales de Vieja Australia del Norte!
—No se está quejando —dijo la tía Doris, más locuaz por la bebida—. Sólo está pensando.
Todos pensamos.
—Claro que todos pensamos. O soñamos. Algunos se van a otros planetas para vivir como
millonarios en otros mundos. Algunos nos las ingeniamos para regresar bajo severa vigilancia
cuando advertimos cómo son los otros mundos. Sólo digo —insistió el doctor— que la situación
de Rod resultaría muy graciosa para todos excepto para nosotros, los norstrilianos. Todos somos
ricos gracias al stroon, pero nos hemos mantenido pobres para sobrevivir.
—¿Quién es pobre? —exclamó el peón Hopper, a quien por lo visto habían tocado el punto
flaco—. Tengo tantos megacreditos como tú, doctor, si quieres apostar. O puedo desafiarte a
arrojar el cuchillo, si prefieres. Soy tan bueno como cualquiera.
—A eso me refiero —explicó John Fisher—. Hopper puede discutir con cualquiera del
planeta. Aún somos iguales, aún somos libres, no nos hemos convertido en víctimas de nuestra
propia riqueza. Así es Norstrilia.
Rod apartó los ojos de la comida y dijo:
—Señor y propietario Fisher, hablas muy bien a pesar de que no eres un fenómeno como yo.
¿Cómo lo haces?
Fisher pareció enfurecerse de nuevo, aunque no estaba realmente enfadado.
—¿Piensas que las planillas financieras se pueden dictar telepáticamente? Me estoy quitando
siglos de vida por dictar a través de aquel maldito micrófono. Ayer me pasé casi todo el día
dictando el lío que hiciste con el dinero de la Commonwealth durante los próximos ocho años. ¿Y
sabes qué haré en la próxima reunión del consejo de la Commonwealth?
—¿Qué harás? —preguntó Rod.
—Propondré que condenen a ese ordenador tuyo. Es demasiado bueno para estar en manos
privadas.
—¡No puedes hacer eso! —exclamó la tía Doris, algo ablandada por los brebajes terrícolas—.
Es propiedad de los MacArthur y los McBan.
—Puedes conservar el templo —resopló Fisher—, pero ninguna familia burlará de nuevo a
todo el planeta. ¿Sabes que este muchacho tiene en este momento cuatro megacreditos en la
Tierra?
—Yo tengo más que eso —hipó Bill.
—¿En la Tierra? —rugió Fisher—. ¿Dinero TAL?
Se hizo un repentino silencio.
—¿Dinero TAL? ¿Cuatro megacréditos? ¿Puede comprar la vieja Australia y embarcaría
hacia aquí? —exclamó Bill, más sobrio.
—¿Qué es el dinero tal? —preguntó Lavinia.
—¿Lo sabes, señor y propietario McBan? —dijo Fisher con tono perentorio—. Será mejor que
lo sepas, porque posees más de lo que ningún hombre ha tenido jamás.
—No quiero hablar de dinero —protestó Rod—. Quiero averiguar qué se propone el onsec.
—¡No te preocupes por él! —rió el Señor Dama Roja, poniéndose en pie y señalándose con
el índice—. Como representante de la Tierra, le entablé seiscientos ochenta y cinco pleitos
legales simultáneamente, en nombre de tus deudores terrícolas, quienes temen que sufras algún
daño...
—¿De verdad? —dijo Rod—. ¿Ya lo han hecho?
—Claro que no. Sólo conocen tu nombre y saben que los has comprado. Pero se
preocuparían si lo supieran, así que, como agente tuyo, le endilgué al hon. sec. Houghton Syme
más pleitos legales de los que este planeta ha visto jamás.
El gigantesco médico rió.
—¡Muy astuto, Señor! Debo decir que conoces muy bien a los norstrilianos. Somos tan
partidarios de la libertad que cuando acusamos a un hombre de homicidio tiene tiempo de
cometer algunos más antes de que lo juzguen por el primero. ¡Pero los pleitos legales! ¡Ovejas
calientes! Nunca se librará de ellos mientras viva.
—¿El sigue onsequiando? —quiso saber Rod.
—¿Qué significa eso? —preguntó Fisher.
—Pregunto si aún sigue en su puesto... de onsec.
—Oh, sí —contestó Fisher—, pero le hemos dado un permiso de doscientos años, y sólo le
quedan ciento veinte años de vida, pobre diablo. Pasará casi todo ese tiempo defendiéndose en
pleitos civiles.
Rod suspiró. Había terminado la comida. El cuarto pequeño y reluciente, con su artificiosa
elegancia, el aire húmedo, el ruido de voces... todo parecía un sueño. Hombres adultos hablaban
de él como si fuera el dueño de la Vieja Tierra. Se interesaban por sus asuntos no porque él
fuera Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan ciento cincuenta y uno, sino
porque era Rod, un muchacho que había tropezado con el peligro y la fortuna. Miró alrededor. La
charla había cesado. Le contemplaban, y descubrió en aquellos rostros algo que había visto
antes. ¿Qué era? No era amor. Era una fascinada atención, combinada con una especie de
grato e indulgente interés. Entonces comprendió qué significaban aquellas expresiones. Le
brindaban la adoración que habitualmente reservaban para los jugadores de croquet o de tenis y
para los grandes deportistas como el fabuloso Hopkins Harvey, que había ido a otro mundo y
había triunfado en una lucha con un «hombre pesado» de Wereld Schmering. Ya no era sólo
Rod. Les pertenecía a todos.
El chico de todos sonrió vagamente, al borde de las lágrimas.
Todos contuvieron el aliento cuando el gigantesco médico, el señor y propietario Wentworth,
intercaló un crudo comentario:
—Ha llegado la hora de explicárselo, señor y propietario Fisher. No conservará por mucho
tiempo su propiedad si no nos ponemos manos a la obra. Y tampoco su vida.
Lavinia se levantó de un brinco.
—No podéis matar a Rod... —exclamó.
—Siéntate —le ordenó el doctor Wentworth—. No vamos a matarlo. Y en cuanto a los demás,
dejad de actuar como tontos. Somos amigos de este chico.
Rod siguió la mirada del médico y vio que Hopper había acercado la mano al gran cuchillo
que llevaba en el cinturón. Estaba dispuesto a pelear con cualquiera que atacara a Rod.
—¡Sentaos todos, por favor! —dijo el Señor Dama Roja, hablando aprensivamente con su
cantarín acento de la Tierra—. Yo soy el anfitrión. Sentaos. Nadie matará a Rod esta noche.
Doctor, ven a mí mesa. Siéntate. Así dejarás de ser una amenaza para mi lecho y para tu
cabeza. Tú, señora y propietaria —le dijo a la tía Doris—, ocupa aquella silla. Ahora todos
podemos ver al doctor.
—¿No podemos esperar? —preguntó Rod—. Necesito dormir. ¿Me pediréis que tome
decisiones ahora? No estoy en condiciones de pensar después de lo que he pasado. Toda la
noche con el ordenador. La caminata. El pájaro del onsec...
—Si no decides esta noche, no te quedará ninguna opción —dijo el médico, con simpatía
pero con firmeza—. Serás hombre muerto.
—¿Quién va a matarme? —preguntó Rod.
—Cualquiera que quiera dinero. O poder. O vida ilimitada. O que necesite estas cosas para
obtener algo más. Venganza. Una mujer. Una obsesión. Una droga. Ya no eres sólo una
persona, Rod. Eres la encarnación de Norstrilia. ¡Eres el Señor Dinero en persona! ¡No
preguntes quién va a matarte! Pregunta quién no querría hacerlo. Nosotros no lo haríamos...
creo. Pero no nos tientes.
—¿Cuánto dinero tengo? —preguntó Rod.
El airado John Fisher intervino:
—Tanto que los ordenadores están saturados, contándolo. Un ano y medio de stroon. Quizá
trescientos años de los ingresos totales de la Vieja Tierra. Anoche enviaste más mensajes
instantáneos de los que el gobierno de la Commonwealth ha enviado en los últimos doce años.
Esos mensajes son caros. Un kilómetro en dinero TAL.
—Hace un rato pregunté que era el dinero tal —se quejó Lavinia—, pero nadie me lo ha
explicado.
El Señor Dama Roja ocupó el centro del cuarto. Se plantó allí con una postura que ningún
norstriliano había visto antes. Era la postura de un maestro de ceremonias que inaugura la
velada en un gran club nocturno, pero los movimientos resultaban extraños, bellos y persuasivos
para personas que nunca habían presenciado esos ademanes.
—Damas y caballeros —empezó el Señor Dama Roja, usando una frase que la mayoría de
ellos sólo había oído en los libros—, serviré unas copas mientras los demás hablan. Preguntaré
a cada uno por turno. Doctor, ¿tendrías la bondad de esperar mientras habla el secretario
financiero?
—Creo que este muchacho querrá reflexionar sobre su elección —rezongó el médico—.
¿Quiere o no quiere que lo corte en dos aquí, esta noche? Entiendo que esta cuestión es
prioritaria, ¿no crees?
—Damas y caballeros —dijo el Señor Dama Roja—, el señor y doctor Wentworth tiene mucha
razón. Pero no tiene sentido preguntar a Rod si quiere que lo corten en dos a menos que sepa
por qué. Señor secretario financiero, ¿puedes contarnos qué ocurrió anoche?
John Fisher se puso en pie. Era tan rechoncho que no se notaba la diferencia. Los observó a
todos con sus ojos castaños, desconfiados e inteligentes.
—Hay tantas clases de dinero como mundos habitados. En Norstrilia no llevamos los
símbolos encima, pero en algunas partes usan trozos de papel o metal para llevar la cuenta.
Nosotros nos comunicamos con los ordenadores centrales para que lleven a cabo nuestras
transacciones. ¿Qué ocurriría si yo quisiera un par de zapatos?
Nadie respondió. John Fisher no esperaba una respuesta.
—Iría a una tienda —continuó—, miraría en la pantalla los zapatos que los comerciantes
extranjeros mantienen en órbita, escogería los zapatos. ¿Cuál es un buen precio por un par de
zapatos en órbita?
Hopper se estaba cansando de esas preguntas retóricas, así que respondió en seguida.
—Seis chelines.
—En efecto. Seis minicréditos.
—Pero eso es dinero orbital. Olvidas la tasa arancelaria —objetó Hopper.
—Exacto. ¿Y cuál es la tasa? —preguntó bruscamente John Fisher.
—Doscientas mil veces el valor del artículo —replicó Hopper en el mismo tono—. Lo que
siempre estipuláis los estúpidos del Consejo de la Commonwealth.
—Hopper, ¿tú puedes comprar zapatos? —dijo Fisher.
—¡Claro que puedo! —El peón de granja se enfureció, pero el Señor Dama Roja volvió a
llenarle la copa. Hopper olfateó el aroma, se calmó y dijo—: Bien, ¿adonde quieres llegar?
—Quiero llegar a que el dinero orbital es dinero REAL. Es dinero asegurado y entregado.
REAL significa Ratificado, Entregado, Asegurado y Liberado. Es cualquier dinero sólido que
cuente con respaldo. El stroon es el mejor respaldo que existe, pero el oro está bien, así como
los metales preciosos, las manufacturas finas y demás. Es casi todo el dinero que hay fuera de
nuestro mundo, en manos del receptor. Ahora bien, ¿cuántas veces tendría que saltar una nave
para llegar a la Vieja Tierra?
—Cincuenta o sesenta —respondió inesperadamente la tía Doris—. Incluso yo lo sé.
—¿Y cuántas naves pasan?
—Todas pasan —dijo ella.
—No —exclamaron varios hombres al unísono.
—Se pierde alrededor de una nave cada sesenta u ochenta viajes, según el tiempo solar, la
habilidad de los luminictores y los capitanes de viaje, y los accidentes de aterrizaje.
¿Alguno de vosotros ha visto alguna vez a un capitán realmente viejo?
—Sí —replicó Hopper con humor sombrío—, un capitán muerto en su ataúd.
—De modo que si queréis llevar algo a la Tierra, tenéis que pagar vuestra parte de las
costosas naves, vuestra parte del sueldo del capitán de viaje y los salarios del personal, vuestra
parte del seguro para sus familias. ¿Sabéis cuánto cuesta llevar esta silla a la Tierra? —preguntó
Fisher.
—Trescientas veces el coste de la silla —respondió el doctor Wentworth.
—Bastante aproximado. Es doscientas ochenta y siete veces.
—¿Cómo demonios sabes tanto? —exclamó Bill—. ¿Y por qué perdemos el tiempo en estas
jodidas tonterías?
—Cuida tu lenguaje, hombre —advirtió Fisher—. Hay jodidas damas presentes. Te digo esto
porque esta noche debemos llevar a Rod a la Tierra, si quiere vivir y ser rico...
—¡Eso dices tú! —exclamó Bill—. Déjalo ir a casa. Podemos montar bombas y resistir contra
cualquiera que intente atravesar las defensas norstrilianas. ¿Para qué pagamos esos jodidos
impuestos si no es para que tíos como tú velen por nuestra seguridad? Cierra el pico, hombre, y
llevemos al muchacho a casa. Ven, Hopper.
El Señor Dama Roja brincó al centro del cuarto. No era un terrícola travieso presentando un
espectáculo. Era la vieja Instrumentalidad en persona, sobreviviendo con armas y cerebros
despiadados. Sostenía en la mano algo que ninguno de los presentes veía con claridad.
—Homicidio —anunció—. Se cometerá de inmediato si alguien se mueve. Yo lo cometeré.
Estoy hablando en serio. Moveos, ponedme a prueba. Y si cometo homicidio, me arrestaré a mí
mismo, celebraré un juicio y me pondré en libertad. Tengo extraños poderes. No me obliguéis a
usarlos. Ni siquiera me obliguéis a mostrarlos. —El objeto brillante que tenía en la mano
desapareció—. Señor y doctor Wentworth, estás bajo mis órdenes, en préstamo. Los demás sois
mis huéspedes. Estáis advenidos. No toquéis al muchacho. Esta cabina es territorio de la Tierra.
Se desplazó de lado y los miró con sus ojos extraños y brillantes.
Hopper escupió en el suelo.
—Supongo que me convertirías en un charco de jodida gelatina si ayudara a Bill.
—Algo parecido —admitió el Señor Dama Roja—. ¿Quieres intentarlo?
Los objetos difíciles de ver ahora estaban en ambas manos. El Señor Dama Roja miró a Bill y
Hopper.
—Cállate, Hopper. Nos llevaremos a Rod si nos lo pide. Pero de lo contrario... no importa
demasiado. Oye, señor y propietario McBan.
Rod miró alrededor buscando a su abuelo, muerto tiempo atrás: luego comprendió que se
referían a él. Desgarrado entre el sueño y la angustia, respondió:
—No quiero irme ahora, amigos. Gracias por respaldarme. Adelante, señor secretario, con el
dinero TAL y el dinero REAL.
El Señor Dama Roja guardó las armas.
—No me gustan las armas de la Tierra —comentó Hopper, en voz alta y clara, sin dirigirse a
nadie en especial—, y no me gusta la gente de la Tierra. Es sucia. No tiene la pasta de un pillo
bueno y honesto.
—Tomad una copa, muchachos —invitó el Señor Dama Roja con una disposición
democrática tan falsa que la criada Eleanor, que había permanecido en silencio toda la velada,
soltó una risa que evocaba el cloqueo del kukaburra. El le clavó la mirada, cogió la jarra y le
Índico al secretario financiero que siguiera hablando.
Fisher estaba nervioso. Obviamente reprobaba esa costumbre terrícola de amenazar y llevar
armas dentro de una casa, pero el Señor Dama Roja —a pesar de sus humillaciones y su
descrédito— era el diplomático de la Instrumentalidad, y ni siquiera Vieja Australia del Norte
ponía en juego su suerte ante la Instrumentalidad. Corrían ciertos rumores acerca de los mundos
que habían osado hacerlo.
Fisher continuó, con voz serena y ronca:
—No es muy complicado. Si el dinero sufre un descuento del treinta y tres y un tercio por
viaje, y sí se requieren cincuenta y cinco viajes para llegar a la Vieja Tierra, se necesita un
montón de dinero para pagar aquí mismo antes de tener un minicrédito en la Tierra. A veces las
probabilidades son mejores. El gobierno de la Commonwealth espera meses y años para
obtener una tasa de cambio favorable, y desde luego enviamos nuestros cargamentos en veleros
armados, que no viajan bajo la superficie del espacio. Tardan cientos de miles de años en llegar,
mientras que nuestros cruceros entran y salen alrededor de ellos, para impedir que nadie los
asalte durante el tránsito. Hay detalles de los robots norstrilianos que nadie de vosotros conoce,
y que ni siquiera la Instrumentalidad conoce... —Echó una rápida ojeada al Señor Dama Roja y
continuó—: Por lo cual no conviene entrometerse con nuestras naves náufragas. No nos asaltan
con frecuencia. Y tenemos otras cosas que son aún peores que Mamá Hitton y sus mininos.
Pero el dinero y el stroon que logran llegar a la Vieja Tierra son dinero TAL. Es dinero libre en la
Tierra. TAL significa, precisamente Tierra: Acceso Libre. Es el mejor dinero que circula, allá en la
Tierra, Y la Tierra tiene el mejor ordenador financiero. O lo tenía.
—¿Tenía? —preguntó el Señor Dama Roja.
—Se estropeó anoche. Rod lo hizo. Sobresaturación.
—¡Imposible! —exclamó el Señor Dama Roja—. Lo confirmaré.
Se dirigió a la pared, sacó un escritorio. Una consola miniaturizada brilló ante ellos. En menos
de tres segundos fulguró. Dama Roja pronunció unas palabras con voz tan clara y fría como el
hielo del que todos habían oído hablar.
—Prioridad. Instrumentalidad. Emergencia cuasibélica. Instantáneo. Dama Roja llamando a
Terrapuerto.
—Confirmado —respondió una voz norstriliana—, confirmado y cargado.
—Terrapuerto —dijo la consola en un susurro sibilante que llenó el cuarto.
—Damarroja-mstrumentalidad-centrocómputos-oficial-de-acuerdo-pregunta-cargamento-
aprobado-pregunta-fuera.
—Centrocómputos-de-acuerdo-cargamento-aprobado-fuera —dijo el susurro, y calló.
Los presentes habían visto dilapidar una fortuna inmensa. Una familia norstriliana no recurría
a los mensajes ultra-lumínicos más de un par de veces cada mil años. Contemplaron a Dama
Roja como si fuera un malvado con extraños poderes. La pronta respuesta de la Tierra a ese
hombre en-junto les recordó que, aunque Vieja Australia del Norte producía la riqueza, la Tierra
aún distribuía buena parte de ella y el supergobierno de la Instrumentalidad llegaba a lugares
remotos, adonde ningún norstriliano deseaba aventurarse.
—Parece que el ordenador central funciona de nuevo —declaró el Señor Dama Roja—, si
vuestro gobierno desea consultarlo. El «cargamento» es este muchacho.
—¿Le has hablado a la Tierra sobre mí? —preguntó Rod.
—¿Por qué no? Queremos que llegues allí con vida.
—Pero ¿la seguridad de mensajes...? —preguntó el médico.
—Tengo referencias que ningún agente externo conocerá —respondió el Señor Dama Roja
—. Termina de una vez, señor secretario financiero. Dile al joven lo que tiene en la Tierra.
—Tu ordenador esquivó los ordenadores del gobierno —dijo John Fisher cien—, e hipotecó
todas tus tierras, todas tus ovejas, todos tus derechos de comercio, todos los tesoros de tu
familia, el derecho al apellido MacArthur y el derecho al apellido McBan. También se hipotecó a
sí mismo. Luego adquirió bienes de futuro. Desde luego, no los compró el ordenador. Tú lo
hiciste, Rod McBan.
Despejado por la sorpresa, Rod se llevó la mano derecha a la boca.
—¿Yo?
—Luego adquiriste títulos futuros en stroon, pero los ofreciste en venta. Retuviste las ventas,
cambiando títulos y alterando precios, de modo que ni siquiera el ordenador central supo lo que
hacías. Compraste casi todo el año octavo a partir del presente, casi todo el séptimo año a partir
del presente, y parte del sexto. Hipotecaste cada adquisición sobre la marcha, para comprar
más. De pronto sacudiste el mercado al ofrecer gangas increíbles, cambiando los derechos del
año sexto por los del séptimo y octavo. Tu ordenador envió tantos mensajes instantáneos a la
Tierra que la oficina de Defensa de la Commonwealth tuvo gente atareada de madrugada.
Cuando comprendieron lo que podía ocurrir, ya era demasiado tarde. Registraste un monopolio
de dos años de exportaciones, muy por encima de la cantidad estimada. El gobierno se apresuró
a hacer nuevos cómputos climáticos, pero mientras lo hacía, tú registrabas tus posesiones en la
Tierra y las volvías a hipotecar en dinero TAL. Con el dinero TAL empezaste a comprar todos los
productos importados que hay alrededor de Nueva Australia del Norte, y cuando el gobierno
declaró una emergencia, te habías asegurado el título final para un año y medio de stroon y más
megacréditos, megacréditos en dinero TAL, de los que los ordenadores de la Tierra podían
manejar. Eres el hombre más rico que ha existido o existirá. Cambiamos todas las reglas esta
mañana y yo firmé un nuevo tratado con las autoridades de la Tierra, ratificado por la
Instrumentalidad. Entre tanto, eres el más rico de los hombres ricos que jamás vivieron en este
universo y también eres tan rico como para comprar toda la Vieja Tierra. De hecho, has
presentado una oferta de compra, a menos que la Instrumentalidad haga una oferta mejor.
—¿De qué nos serviría? —se encogió de hombros el Señor Dama Rojo—. Que se quede con
ella. Vigilaremos lo que haga con la Tierra después de comprarla, y si descubrimos que hace
algo malo, lo mataremos.
—¿Me matarías, Señor Dama Roja? —preguntó Rod—. Creí que me estabas salvando.
—Ambas cosas —dijo el médico, poniéndose de pie—. El gobierno de la Commonwealth no
ha intentado quitarte tu propiedad, aunque tiene sus dudas respecto a lo que harás con la Tierra
si la compras. No permitirá que te quedes en este planeta y lo pongas en peligro por ser la
víctima de secuestro más provechosa que ha existido jamás. Mañana te privarán de tu
propiedad, a menos que quieras correr el riesgo de solicitarla. El gobierno de la Tierra hará lo
mismo. Si puedes inventar tus propias defensas, puedes venir. Claro que la policía te protegerá.
Pero ¿será suficiente? Yo soy médico, y estoy aquí para embarcarte si quieres ir.
—Y yo soy funcionario del gobierno, y te arrestaré si no vas —intervino John Fisher.
—Y yo represento a la Instrumentalidad, que no declara sus decisiones a nadie, y mucho
menos a extraños. Pero mi decisión personal —declaró el Señor Dama Roja, extendiendo las
manos y torciendo los pulgares en un ademán grotesco pero amenazador —es procurar que este
muchacho llegue sano y salvo a la Tierra y obtenga un trato justo cuando regrese.
—¡Lo protegerás hasta el final! —exclamó dichosamente Lavinia.
—Hasta el final. Tanto como pueda. Mientras viva.
—¡Eso es mucho tiempo —masculló Hopper—, estúpido engreído!
—Cuida tu lenguaje, Hopper —advirtió el Señor Dama Roja-. ¿Rod?
—¿Sí?
—¿Qué respondes? —inquirió perentoriamente el Señor Dama Roja.
—Iré —decidió Rod.
—¿Qué deseas de la Tierra? —dijo ceremoniosamente el Señor Dama Roja.
—Un auténtico triángulo del Cabo.
—¿Un qué? —exclamó el Señor Dama Roja.
—Un triángulo del Cabo. Un sello de correos.
—¿Qué significa sello de correos? —preguntó desconcertado el Señor Dama Roja.
—Un pago por un mensaje.
—¡Pero eso se hace con huellas dactilares u oculares!
—No —dijo Rod—. Me refiero a mensajes de papel.
—¿Mensajes de papel? —preguntó el Señor Dama Roja, como si alguien hubiera
mencionado naves de hierba, ovejas lampiñas, mujeres de hierro forjado o cualquier otra cosa
igualmente improbable—. ¿Mensajes de papel? —repitió, soltando una risa encantadora—. ¡Ah!
—exclamó con tono de descubrimiento—. Te refieres a antigüedades...
—Desde luego —afirmó Rod—. Anteriores al espacio mismo.
—La Tierra tiene muchas antigüedades, y sin duda podrás estudiarlas o coleccionarlas. Eso
estará muy bien. Pero no cometas actos malintencionados, o te verás metido en apuros.
—¿Cuáles son los actos malintencionados?
—Comprar gente verdadera, o intentarlo. Llevar religión de un planeta a otro. Hacer
contrabando de subpersonas.
—¿Qué es religión? —preguntó Rod.
—Más tarde, más tarde —dijo el Señor Dama Roja—. Lo sabrás todo más tarde. Doctor,
hazte cargo.
Wentworth se levantó con cuidado para no golpearse la cabeza contra el techo. Tuvo que
inclinar un poco el cuello.
—Tenemos dos cajas, Rod.
Mientras él hablaba, la puerta se abrió con un chirrido y les mostró un pequeño cuarto. Había
una caja grande como un ataúd y una caja pequeña como una sombrerera.
—Habrá criminales, gobiernos crueles, conspiradores, aventureros y buena gente normal
trastornada de sólo pensar en tu riqueza... Todos ellos te esperarán para secuestrarte, asaltarte
e incluso matarte...
—¿Por qué matarme?
—Para hacerse pasar por ti y tratar de obtener tu dinero —explicó el médico—. Mira, ésta es
tu gran decisión. Si escoges la caja grande, podemos ponerte en un convoy de veleros y llegarás
allá en varios cientos o miles de años. Pero llegarás allá, con una seguridad del noventa y nueve
coma noventa y nueve por ciento. O podemos enviar la caja grande en una nave de planoforma,
y alguien te robará. O bien te reducimos y te guardamos en la caja pequeña.
—¿Esta cajita? —exclamó Rod.
—Reducido. Tú has reducido ovejas, ¿verdad?
—He oído hablar de ello. Pero no con hombres. ¿Deshidratar mi cuerpo, poner mi cabeza en
conserva y congelar esa jodida mezcla?
—Así es. ¡Exacto! —exclamó alegremente el médico—. Eso te dará una buena oportunidad
de llegar con vida.
—¿Pero quién me volverá a unir? Necesitaría mi propio médico... —Le temblaba la voz ante
lo antinatural del riesgo, no ante el peligro.
—He aquí tu médico —indicó el Señor Dama Roja—, ya adiestrado.
—Estoy a tu servicio —se presentó el pequeño animal de la Tierra, el «mono», con una
pequeña reverencia ante los presentes—. Me llamo M'gentur y he sido condicionado como
médico, cirujano y barbero.
Las mujeres jadearon. Hopper y Bill miraron horrorizados al pequeño animal.
—¡Eres una subpersona! —aulló Hopper—. Nunca hemos dejado esas criaturas sueltas en
Norstrilia.
—No soy una subpersona. Soy un animal. Condicionado para...
El mono saltó. El grueso cuchillo de Hopper vibró como un instrumento musical al chocar
contra el blando acero de la pared. En la otra mano, Hopper empuñaba un cuchillo largo y
delgado, listo para clavarlo en el corazón de Dama Roja.
La mano izquierda del Señor Dama Roja relampagueó. Algo lanzó un silencioso y terrible
fulgor. Se oyó un siseo.
Donde había estado Hopper, una nube de humo denso y aceitoso que apestaba a carne
quemada se elevó en una lenta espiral hacia los conductos de ventilación. En la silla donde se
sentaba Hopper quedaron sus ropas y pertenencias, entre ellas un diente postizo. Estaban
intactos. La copa aún estaba en el suelo: Hopper nunca terminaría la bebida.
El médico miró a Dama Roja con un raro destello en los ojos.
—Verificado e informado a la Armada de Vieja Australia del Norte.
—Yo también lo informaré... —declaró el Señor Dama Roja—. Uso de armas en zona
diplomática.
—No tiene importancia —dijo John Fisher cien, no enfadado, sino pálido y demudado. La
violencia no lo intimidaba, pero la firmeza sí—. Continuemos. ¿Qué caja escoges, muchacho, la
grande o la pequeña?
La criada Eleanor se levantó. No había dicho nada pero ahora dominaba la situación.
—Llevadlo allí, muchachas —ordenó—, y lavadlo como si lo preparaseis para el Jardín de la
Muerte. Yo también me lavaré allí. Siempre he querido ver los azules cielos de la Tierra, y nadar
en una casa frente a las grandes aguas. Yo viajaré en la caja grande, Rod. Si llego viva, me
deberás algunas recompensas en la Tierra. Toma la caja pequeña, querido Rod, toma la caja
pequeña. Y a ese pequeño y peludo doctor. Rod, confío en él.
Rod se levantó.
El y Eleanor eran el blanco de todas las miradas.
—¿Estás de acuerdo? —preguntó el Señor Dama Roja.
Rod asintió.
—¿Aceptas ser reducido y colocado en la caja pequeña para tu traslado instantáneo a la
Tierra?
Rod asintió de nuevo.
—¿Pagarás todos los gastos adicionales?
Rod aceptó una vez más.
—¿Me autorizas a seccionarte y reducirte —preguntó el médico—, con la esperanza de que
seas reconstituido en la Tierra?
Rod también asintió.
—El gesto no es suficiente —advirtió el médico—. Tienes que expresar tu asentimiento para
que quede constancia.
—Estoy de acuerdo —murmuró Rod.
La tía Doris y Lavinia se le acercaron para conducirlo al vestidor y cuarto de baño. Cuando
iban a cogerle los brazos, el médico palmeó la espalda de Rod con un movimiento extraño y
veloz. Rod se estremeció.
—Un hipnótico profundo —explicó el médico—. Podéis llevar el cuerpo, pero las próximas
palabras que pronuncie, si la suerte es favorable, las dirá en la Vieja Tierra.
Las mujeres estaban atónitas, pero se llevaron a Rod a fin de prepararlo para las operaciones
y el viaje.
El médico se volvió hacia el Señor Dama Roja y John Físher, el secretario financiero.
—Buen trabajo —comentó—. Lástima por ese hombre.
Bill estaba paralizado de pena en su silla, contemplando la ropa vacía de Hopper en la silla de
al lado.
La consola tintineó:
—Doce horas, hora de Greenwich. No hay informes meteorológicos adversos en la costa del
canal ni en Meeya Meefla o los edificios de Terrapuerto. ¡Todo correcto!
El Señor Dama Roja sirvió bebidas a los señores y propietarios. No ofreció nada a Bill. A
estas alturas no tenía sentido.
Del otro lado de la puerta, donde estaban aseando el cuerpo, la ropa y el cabello del
hipnotizado Rod, Lavinia y tía Doris reanudaron sin darse cuenta la ceremonia del Jardín de la
Muerte y alzaron la voz en una suerte de salmodia elegiaca:
En el Jardín de la Muerte, nuestros jóvenes
han saboreado el valiente gusto del miedo.
Con brazos musculosos y lengua locuaz,
ganaron y perdieron, se nos fueron.
Los tres hombres escucharon atentamente unos instantes. Desde el otro cuarto les llegaron
los ruidos de la criada Eleanor, que se lavaba, sola y sin ayuda, para un largo viaje y una posible
muerte.
El Señor Dama Roja soltó un suspiro.
—Tómate una copa, Bill. Hopper se lo buscó.
Bill rehusó hablar pero aceptó la bebida.
El Señor Dama Roja llenó su copa y las de los demás. Se volvió hacia John Fisher cien y le
dijo:
—¿Lo embarcarás?
—¿A quién?
—AI muchacho.
—Eso pretendía hacer.
—Será mejor que no —advirtió el Señor Dama Roja.
—¿Quieres decir que hay peligro?
—Por decirlo de forma suave —dijo el Señor Dama Roja—. No puedes pensar en
desembarcarlo en Terrapuerto. Ponlo en un buen puesto médico. Hay uno antiguo, todavía
utilizable, en Marte, si no lo han clausurado. Conozco la Tierra. La mitad de la población de la
Tierra estará esperando para saludarlo y la otra mitad estará esperando para asaltarlo.
—Tú representas al gobierno de la Tierra, señor y comisionado —dijo John Fisher—. No
hablas muy bien de tu propia gente.
—No son siempre así —rió Dama Roja—. Sólo cuando se acaloran. El sexo no se puede
comparar con el dinero cuando hablamos de los humanos de la Tierra. Todos creen que desean
poder, libertad y otras seis cosas imposibles. No hablo en nombre del gobierno de la Tierra al
decir esto. Sólo en mi propio nombre.
—Si nosotros no lo embarcamos, ¿quién lo hará? —preguntó Fisher.
—La Instrumentalidad.
—¿La Instrumentalidad? No os dedicáis al comercio. ¿Cómo lo haréis?
—No nos dedicamos al comercio, pero nos hacemos cargo de emergencias. Puedo consignar
un crucero de salto largo y él estará allí meses antes de lo que todos esperan.
—Ésas naves son de combate. ¡No se pueden usar para transportar pasajeros!
—¿No? —sonrió el Señor Dama Roja.
—¿La Instrumentalidad sería capaz de...? —murmuró Físher, con una sonrisa de asombro—.
El importe sería tremendo. ¿Cómo lo pagarás? Sería difícil de justificar.
—El pagará. Una donación especial por un servicio especial. Un megacrédito por el viaje.
El secretario financiero silbó.
—Es un precio exorbitante por un solo viaje. Supongo que quieres dinero REAL y no dinero
de superficie.
—No. Dinero TAL.
—¡Pasteles calientes con mantequilla, hombre! Este viaje será mil veces más caro que el que
nadie haya hecho.
El gigantesco médico lo estaba escuchando e intervino:
—Señor y propietario Fisher, yo lo recomiendo.
—¿Tú? —exclamó airadamente John Fisher—. ¿Eres un norstriliano y quieres robar a ese
pobre muchacho?
—¿Pobre muchacho? —resopló el médico—. De ninguna manera. Y el viaje no sirve de nada
sí no llega vivo. Nuestro amigo es extravagante pero tiene buenas ideas. Sugiero un cambio.
—¿Cuál es? —se apresuró a preguntar el Señor Dama Roja.
—Un megacrédito y medio por el viaje de ida y vuelta. Si llega en buenas condiciones y con
su misma personalidad, al margen de las causas naturales. Pero con esta condición: sólo un
kilocrédito si llega a la Tierra muerto.
John Fisher se frotó la barbilla. Sus ojos desconfiados se volvieron hacia Dama Roja, quien
se había sentado y escrutaba al médico, cuya cabeza aún chocaba contra el techo.
Una voz habló a sus espaldas.
—Acepta, secretario financiero —aconsejó Bill—. De nada le valdrá el dinero si llega muerto.
No puedes luchar contra la Instrumentalidad, no puedes mostrarte intransigente con la
Instrumentalidad, y tampoco puedes comprarla. Con lo que nos han sacado durante todos estos
miles de años, tienen más stroon que nosotros. Oculto en alguna parte. ¡Tú! —se dirigió
rudamente al Señor Dama Roja—, ¿sabes cuántas riquezas posee la Instrumentalidad?
El Señor Dama Roja arrugó el gesto.
—Nunca he pensado en ello. Supongo que tendrán un límite. Pero nunca se me ocurrió
pensarlo. Aunque sí tenemos contables.
—Como ves —dijo Bill—, incluso la Instrumentalidad odiaría perder dinero. Acepta la oferta
del médico, Dama Roja. Compromételo, Fisher. —El uso de los apellidos constituía una extrema
descortesía, pero los dos hombres quedaron convencidos.
—Lo haré —aceptó Dama Roja—. Se parece mucho a un seguro, para el cual no estamos
autorizados. Lo incluiré como su cláusula de emergencia.
—Acepto —declaró John Fisher—. Pasarán mil años hasta que otro secretario financiero de
Norstrilia pague dinero por un billete como éste, pero vale la pena. Por él. Lo registraré en sus
cuentas. Por nuestro planeta.
—Yo seré testigo —dijo el médico.
—No —masculló Bill—. Ese muchacho tiene un amigo aquí. Yo seré testigo.
Los tres lo contemplaron.
Él sostuvo la mirada.
Al fin cedió.
—Señores, por favor, permitidme ser el testigo.
El Señor Dama Roja asintió y abrió la consola. Él y John Fisher redactaron el contrato. Luego
Bill gritó su nombre completo como testigo.
Las dos mujeres trajeron a Rod McBan, desnudo como cuando llegó al mundo. Estaba
inmaculadamente limpio y miraba hacia delante como sumido en un sueño inabarcable.
—Allí está la sala de operaciones —indicó el Señor Dama Roja—. Si no os molesta, usaré
antiséptico para rociarnos.
—Desde luego —observó el médico—. Debes hacerlo.
—¿Vais a cenarlo y hervirlo aquí y ahora? —exclamó la tía Doris.
—Aquí y ahora —respondió el Señor Dama Roja—, si el doctor lo aprueba. Cuanto antes
parta, mayor oportunidad tendrá de llegar con vida.
—Consiento —dijo el médico—. Apruebo.
Cogió la mano de Rod para guiarlo hacia el cuarto donde estaban el ataúd largo y la caja
pequeña. A una señal de Dama Roja, las paredes se habían abierto para mostrar un quirófano
completo.
—Un momento —objetó el Señor Dama Roja—. Llama a tu colega.
—Desde luego —dijo el médico.
El mono saltó rápidamente del cesto cuando mencionaron su nombre.
Juntos, el gigante y el mono condujeron a Rod al cuarto reluciente. Cerraron la puerta.
Los demás se sentaron con nerviosismo.
—Señor y propietario Dama Roja —dijo Bill—, ya que me quedo, ¿puedo tomar un poco más
de esa bebida?
—Desde luego, señor —respondió el Señor Dama Roja, sin tener idea de cuál era el título de
Bill.
Rod no gritó, no pataleó, no protestó. Sólo les llegó el tufo dulzón de medicamentos
desconocidos atravesando los conductos de ventilación. Las dos mujeres callaban. Eleanor,
envuelta en una enorme toalla, fue a sentarse con los demás. En la segunda hora de la
operación de Rod, Lavinia se echó a llorar.
No pudo evitarlo.
TRAMPAS, FORTUNAS Y OBSERVADORES
Todos sabemos que ningún sistema de comunicaciones es impenetrable. Aun dentro de las
vastas redes de comunicaciones de la Instrumentalidad, había puntos débiles, zonas frágiles,
hombres dudosos. El ordenador MacArthur-McBan, oculto en el palacio del Gobernador de la
Noche, había tenido tiempo para elaborar abstracciones económicas y patrones meteorológicos,
pero no había saboreado el amor ni la maldad humana. Todos los mensajes relacionados con la
especulación de Rod acerca de las cosechas de santaclara y la exportación de stroon habían
salido sin cifrar. No era de extrañar que en muchos mundos la gente viera en Rod una ocasión,
una oportunidad, una víctima, un benefactor o un enemigo. Pues todos conocemos el viejo
poema:
La suerte es cara, la gente es rara.
Todos aman el dinero.
Si pierdes, vende a tu madre,
gana el premio y compra otra.
¡Mientras otros se derrumban,
quizá consigas un montón de dinero!
Esto se aplicaba también a este caso. La noticia causó un gran revuelo.
EN LA TIERRA, EL MISMO DÍA, EN TERRAPUERTO
El comisionado Bebedor de Té tamborileó sobre sus dientes con un lápiz.
Cuatro megacréditos de dinero TAL, y mucho más al caer.
Bebedor de Té vivía en una fiebre de humillación perpetua. Él la había escogido. Se llamaba
«la vergüenza honorable», y se aplicaba a los ex Señores de la Instrumentalidad que escogían
una larga vida en vez del servicio y el honor. Tenía más de mil años, pues había rechazado su
carrera, su reputación y su autoridad a cambio de una larga vida de más de mil años. (La
Instrumentalidad había aprendido, tiempo atrás, que el mejor sistema para proteger a sus
miembros de la tentación era tentándolos ella misma. Al ofrecer la «vergüenza honorable», y
puestos bajos y seguros dentro de la Instrumentalidad a aquellos Señores que podían sentir la
tentación de cambiar una larga vida por sus secretos, retenía a sus desertores potenciales.
Bebedor de Té era uno de ellos.)
Vio la noticia, y era un hombre hábil y astuto. Con dinero no podía hacer nada contra la
Instrumentalidad, pero el dinero obraba milagros en la Tierra. Podía comprar un mínimo de
honor. Quizá pudiera hacer falsificar los documentos para casarse de nuevo. Se sonrojó
ligeramente, aun después de cientos de años, cuando recordó el enfado de su primera esposa al
ver que él solicitaba una larga vida y la vergüenza honorable: «Vive, estúpido, vive y mírame
morir sin ti, dentro de los decentes cuatrocientos años que disfrutan todos los demás si trabajan
por ello y lo desean. Mira cómo mueren tus hijos, tus amigos, mira cómo todas tus aficiones e
ideas se vuelven anticuadas. ¡Haz lo que quieras, hombrecito mezquino, y déjame morir como un
ser humano!»
Unos cuantos megacréditos solucionarían ese problema.
Bebedor de Té estaba a cargo de los visitantes. Su subhombre, el vacuno T'dank, era el
guardián de las arañas depredadoras, insectos de una tonelada, domesticadas a medias, que
realizaban trabajos de emergencia cuando fallaban los servicios de la torre. No necesitaría
retener mucho tiempo al comerciante norstriliano. Tan sólo el tiempo imprescindible para
registrar una orden y asesinarlo.
Tal vez no. Si la Instrumentalidad lo sorprendía, lo sometería a castigos de sueño, cosas
peores que Shayol mismo.
Tal vez sí. Si triunfaba, cambiaría una cuasiinmortalidad de aburrimiento por unas décadas de
jugosa diversión.
Tamborileó de nuevo sobre los dientes.
—No hagas nada, Bebedor de Té —se dijo—, pero piensa, piensa, piensa. Esas arañas
pueden tener posibilidades.
EN VIOLA SIDÉREA, EN EL CONSEJO DE LA LIGA DE LADRONES
—Poned dos cruceros policiales modificados en órbita solar. Registradlos para alquiler o para
venta, así no nos molestará la policía.
»Poned un agente en cada nave de pasajeros que se dirija a la Tierra dentro del tiempo
establecido.
»Recordad, no queremos al hombre. Sólo su equipaje. Sin duda llevará media tonelada de
stroon. Con semejante fortuna podríamos saldar todas las deudas que acumulamos con el
asunto Bozart. Es curioso, no hemos oído hablar más de Bozart. Nada.
»Poned tres ladrones veteranos en Terrapuerto. Aseguraos de que tengan stroon falso,
diluido hasta una milésima, para que puedan cambiar el equipaje si tienen oportunidad.
»Sé que todo esto cuesta dinero, pero tenéis que gastar dinero para conseguirlo. ¿De
acuerdo, caballeros de las artes del latrocinio?
Un coro aprobatorio resonó alrededor de la mesa. Sólo un viejo y sabio ladrón intervino:
—Ya sabéis mi opinión.
—Sí —dijo el presidente, con seguro y amable odio—, conocemos tu opinión. Asaltar
cadáveres. Limpiar ruinas. Convertirnos en hienas humanas y no en lobos humanos.
Con inesperado humor el viejo replicó:
—Es una forma poco amable de decirlo, pero es correcta. Y más segura.
—¿Es necesaria una votación? —preguntó el presidente, mirando en torno.
Hubo un coro de negaciones.
—Aprobado, pues —dijo el presidente—. Golpead duro, y golpead el blanco pequeño, no el
grande.
DIEZ KILÓMETROS BAJO LA SUPERFICIE DE LA TIERRA
—¡Él viene, padre! Él viene.
—¿Quién viene? —dijo la voz, resonante como un gran tambor.
A'lamelanie lo dijo como si rezara:
—El bendito, el designado, el fiador de nuestro pueblo, el nuevo mensajero sobre el cual
coincidieron el robot, la rata y el copto. Viene con dinero para ayudarnos, para salvarnos, para
abrirnos la luz del día y las bóvedas del cielo.
—Estás blasfemando —advirtió el A'telekeli.
La muchacha calló. No sólo respetaba a su padre, sino que lo adoraba como su líder religioso
personal. Los grandes ojos del A'telekeli fulguraron como si pudieran escudriñar las honduras del
espacio a través de miles de metros de tierra y piedra. Quizás alcanzara a ver tan lejos. Ni
siquiera sus propios seguidores estaban seguros de los límites de su poder. La cara y las plumas
blancas daban a sus penetrantes ojos un aire de milagrosa agudeza.
Con calma y amabilidad añadió:
—Te equivocas, querida. Simplemente no sabes quién es ese hombre, McBan.
—¿No podría estar escrito? —entonó ella —. ¿No podría estar prometido? Esa es la dirección
del espacio desde donde el robot, la rata y el copto enviaron nuestro muy especial mensaje: «De
las más hondas profundidades vendrá alguien que traerá tesoros incontables y una entrega
segura.» Podría ser ahora. ¿O no?
—Querida —respondió el A'telekeli—, aún tienes una idea muy simple de lo que es un tesoro
si piensas que se mide en megacréditos. Ve a leer el Recorte del Libro, luego piensa, y después
ven a decirme qué has pensado. Pero entre tanto, basta de charla. No debemos excitar a
nuestro pobre pueblo oprimido.
RUTH, EN LA PLAYA CERCA DE MEEYA MEEFLA
Ese día Ruth no pensaba en Norstrilia ni en tesoros. Trataba de pintar acuarelas de los
acantilados y le salían bastante mal. Las olas reales seguían siendo demasiado hermosas y los
colores del agua parecían acuarelas.
EL CONSEJO TEMPORAL DE LA COMMONWEALTH DE VIEJA AUSTRALIA DEL NORTE
—Toda la chusma de todos los mundos. Todos se abalanzarán sobre ese tonto muchacho
nuestro. —Correcto.
—Si se queda aquí, vendrán aquí. —Correcto. —Que se vaya a la Tierra. Tengo la sensación
de que ese granuja de Dama Roja lo sacará esta noche ilegalmente para ahorrarnos el
problema.
—Correcto.
—Al cabo de un tiempo él podrá regresar. No arruinará nuestra defensa hereditaria de
aparentar estupidez. Temo que, a pesar de ser brillante, sea sólo un patán según las pautas de
la Tierra.
—Correcto.
—¿Deberíamos enviar veinte o treinta Rod McBan más para confundir a los atacantes?
—No.
—¿Por qué no, señor y propietario?
—Porque sería astuto. Nuestra técnica es no parecer astutos. Tengo una solución mejor.
—¿Cuál es?
—Sugerir en todos los mundos realmente duros que somos conscientes de que un buen
impostor podría adueñarse del dinero de McBan. Hacer la sugerencia de tal modo que no
sospechen que nosotros lanzamos el rumor. Las rutas estelares se llenarán de Rod McBans con
falso acento norstriliano durante doscientos años. Y nadie sospechará que nosotros los
instigamos. Estúpido es la palabra, cama-rada, estúpido. Si llegan a pensar que somos listos, no
habrá nada que hacer. —El hombre suspiró—. ¿Cómo creen los muy tontos que nuestros
antepasados escaparon de Paraíso VII, sí no eran listos? ¿Cómo creen que mantuvimos este
pequeño y lucrativo monopolio durante miles de años? Son estúpidos al no pensar en ello, pero
no los hagamos pensar. ¿Correcto?
—Correcto.
EXILIO CERCANO
Rod despertó con una extraña sensación de bienestar. En un rincón de la mente tenía
recuerdos de un pandemonio: cuchillos, sangre, medicamentos, un mono que ejercía de cirujano.
¡Extraños sueños! Miró alrededor y quiso saltar de la cama.
¡El mundo entero estaba en llamas!
Un fuego brillante, ardiente, intolerable como un soplete.
Pero la cama lo retuvo. Notó que su holgada y cómoda chaqueta terminaba en cintas que
estaban atadas a la cama.
—¡Eleanor! —gritó—. Ven aquí.
Recordó el ataque del gorrión loco. Recordó que Lavinia lo había llevado a la cabaña del
enjuto terrícola, el Señor Dama Roja. Recordó medicamentos y agitación. Pero ¿qué era esto?
La puerta se abrió dejando entrar más de esa luz intolerable. Era como si hubieran arrancado
todas las nubes del cielo de Vieja Australia del Norte, dejado sólo el cielo ardiente y el sol
abrasador. Algunas personas habían visto este espectáculo cuando las máquinas climáticas se
estropeaban y un huracán horadaba las nubes, pero desde luego no había ocurrido en tiempos
de Rod, ni en tiempos de su abuelo.
El hombre que entró parecía afable, pero no era norstriliano. Tenía los hombros estrechos, no
parecía capaz de levantar una vaca, y se había lavado la cara con tanto esmero que parecía un
rostro de bebé. Llevaba puesto un extraño traje de médico, totalmente blanco, y su sonrisa
revelaba la simpatía de un buen profesional.
—Veo que nos sentimos mejor —dijo.
—¡Por la Tierra! ¿Dónde estoy? —preguntó Rod—. ¿En un satélite? Es muy raro.
—No estás en la Tierra.
—Ya lo sé. Nunca he estado allí. ¿Qué es este lugar?
—Marte. La Estación Vieja Estrella. Yo soy Jean-Jacques Vomact. —Rod murmuró el nombre
con tanta dificultad que el hombre tuvo que deletrearlo. Cuando eso quedó claro, Rod insistió en
su pregunta.
—¿Dónde queda Marte? ¿Puedes desatarme? ¿Cuándo se apagará esta luz?
—Te desataré en seguida —aseguró el doctor Vomact—, pero quédate en cama y tómalo con
calma hasta que te hayamos dado algo de comer y te sometamos a algunas pruebas. La luz... es
la luz del sol. Yo diría que tardará unas siete horas, tiempo local, en irse. Estamos a media
mañana. ¿No sabes qué es Marte? Es un planeta.
—Nuevo Marte, querrás decir —replicó Rod con orgullo—, el que tiene las enormes tiendas y
los jardines zoológicos.
—Las únicas tiendas que tenemos aquí son la cafetería y el teatro de imágenes. ¿Nuevo
Marte? He oído hablar de ese lugar en alguna parte. Tiene grandes tiendas y una especie de
espectáculo con animales. Elefantes que puedes sostener en la mano. Sí. Pero no estás en ese
lugar. Espera un segundo, empujaré tu cama hasta la ventana.
Rod miró ávidamente al exterior. Era estremecedor. Un oscuro y desnudo cielo sin nubes.
Aquí y allá se veían algunos orificios. Parecían las «estrellas» que la gente veía cuando estaba
en una nave espacial, en tránsito de un planeta nuboso a otro. Una luz espantosa y explosiva
que colgaba en lo alto del cielo sin apagarse lo dominaba todo. Sintió el impulso de protegerse
de la explosión, pero comprendió que el doctor no sentía el menor temor ante esa bomba de
hidrógeno crónica, fuera lo que fuese. Tratando de dominar la voz para no parecer un niño,
preguntó:
—¿Qué es eso?
—El Sol.
—Sin rodeos, amigo. Dime la verdad. Todos llaman sol a su estrella. ¿Cuál es ésa?
—El Sol. El Sol original. El Sol de la Vieja Tierra. Y esto es Marte. Ni siquiera Viejo Marte. Ni
Nuevo Mane, por supuesto. Es el vecino de la Tierra.
—¿Esa cosa nunca se apaga, nunca explota, nunca se va?
—¿Te refieres al Sol? —preguntó el doctor Vomact—. No, no lo creo. Supongo que ya
brillaba así para tus antepasados y los míos hace medio millón de años, cuando todos
correteábamos desnudos por la Tierra. —El doctor no dejaba de moverse mientras hablaba.
Cortó el aire con una extraña llavecita, y las cintas se aflojaron. Los guantes cayeron de las
manos de Rod. Rod se miró las manos bajo la intensa luz y advirtió que tenían un aspecto
extraño. Le parecían tersas, desnudas y limpias, como las manos del doctor. Evocó extraños
recuerdos, pero sus dificultades para Iinguar y audir lo habían vuelto cauteloso e intuitivo, así
que no se delató.
—Si estamos en el viejo viejo Marte, ¿por qué me hablas en el idioma de Vieja Australia del
Norte? Pensaba que mi pueblo era el único del universo que aún hablaba inglés antiguo. —Pasó
orgullosa pero torpemente a la Vieja Lengua Común—: Como ves, mis parientes designados
también me enseñaron este idioma. Nunca antes había estado fuera de mi mundo.
—Hablo tu idioma porque lo aprendí —explicó el doctor—. Lo aprendí porque me pagaste
muy generosamente para aprenderlo. En los meses que pasé reconstituyéndote, ha resultado
bastante útil. Sólo hoy hemos abierto el portal de la memoria y la identidad, pero ya he hablado
contigo cientos de horas.
Rod trató de hablar.
No podía emitir una palabra. Tenía la garganta seca y temía vomitar la comida, si es que
tenía algo en el estómago.
El doctor le apoyó una mano cordial en el brazo.
—Calma, señor y propietario McBan, calma. Todos estamos así cuando volvemos.
—¿He estado muerto? —graznó Rod—. ¿Muerto? ¿Yo?
—No exactamente muerto, pero casi.
—La caja... ¡La pequeña caja! —exclamó Rod.
—¿Qué pequeña caja?
—Por favor, doctor... la caja donde vine...
—La caja no era tan pequeña —dijo el doctor Vomact. Juntó las manos en el aire y trazó una
forma de sombrerera, como la caja que Rod había visto en la sala de operaciones del Señor
Dama Roja—. Era de este tamaño. Tu cabeza viajó sin reducir. Por eso fue tan fácil devolverte a
la normalidad sin problemas y tan pronto.
—¿Y Eleanor?
—¿Tu compañera? También ha logrado llegar. Nadie interceptó la nave.
—Es decir, que el resto también es cierto. ¿Todavía soy el hombre más rico del universo? ¿Y
me he ido de casa? —Rod habría querido golpear la manta, pero se contuvo.
—Me alegra verte expresar tantos sentimientos acerca de tu situación —sonrió el doctor
Vomact—. Te mostraste muy emotivo cuando estabas bajo los sedantes e hipnóticos, pero
empezaba a preguntarme cómo te ayudaríamos a comprender tu situación cuando regresaras,
como lo has hecho, a la vida normal. Perdóname por hablar así. Parezco una revista de
medicina. Es difícil trabar amistad con un paciente, aunque te resulte simpático...
Vomact era un hombre menudo, una cabeza más bajo que Rod, pero tan grácilmente
proporcionado que no parecía corto de estatura. Tenía la cara delgada, y un mechón de pelo
negro y rebelde le caía sobre la frente. Entre los norstrilianos, se había considerado una
excentricidad; pero dado que otros terrícolas se dejaban crecer mucho el pelo, debía de ser la
moda de la Tierra. A Rod le parecía tonta, pero no repugnante. Pero no lo impresionaba el
aspecto de Vomact sino su personalidad, que rezumaba por todos los poros. Vomact podía
mostrar calma cuando sabía, por su experiencia médica, que la amabilidad y la serenidad eran
necesarias, pero estas cualidades no eran habituales en él. Era vivaz, sensible, animado, locuaz
en extremo, pero considerado con su interlocutor: nunca lo aburría. Ni siquiera entre las mujeres
norstrilianas Rod había visto una persona que expresara tanto, con tal fluidez. Cuando Vomact
hablaba, movía las manos constantemente, perfilando, describiendo, explicando lo que decía. Al
hablar sonreía, fruncía el ceño, enarcaba las cejas inquisitivamente, dirigía miradas
sorprendidas, ladeaba la cabeza con asombro. Rod estaba acostumbrado al espectáculo de dos
norstrilianos entablando una conversación telepática, linguando y audiendo mientras los cuerpos
descansaban cómodos e inmóviles y las mentes se comunicaban de forma directa. Hacer todo
eso con lenguaje articulado era, para un norstriliano, una maravilla digna de ver y oír. La grata
vivacidad de este médico de la Tierra contrastaba declaradamente con la peligrosa y rápida
firmeza del Señor Dama Roja. Rod pensó que si la Tierra estaba llena de personas como
Vomact, debía de ser un lugar delicioso pero confuso. Una vez Vomact insinuó que su familia era
excepcional, de modo que incluso en el largo y fatigoso período de la perfección, cuando todos
los demás tenían números, ellos habían recordado en secreto su apellido.
Una tarde Vomact sugirió que caminaran unos kilómetros por la planicie marciana, hasta las
ruinas de la primera colonia humana de Mane.
—Tenemos que hablar —dijo—, pero resulta bastante fácil conversar a través de los cascos
blandos. El ejercicio te será beneficioso. Eres joven y puedes resistir mucho condicionamiento.
Rod aceptó.
Durante esos días se hicieron amigos.
Rod descubrió que el doctor no era tan joven como parecía. Aparentaba apenas diez años
más que él, pero tenía ciento diez años y se había sometido al primer rejuvenecimiento sólo diez
años antes. Le quedaban dos más, y moriría a los cuatrocientos años si se mantenía el sistema
actual para Marte.
—Quizá creas, McBan, que eres un personaje excéntrico y extravagante. Te aseguro,
jovencito, que la Vieja Tierra es hoy un disparate tal que nadie te prestará atención. ¿No has
oído hablar del Redescubrimiento del Hombre?
Rod titubeó. No había prestado atención a esa noticia, pero no quería dejar en mal lugar a su
mundo natal haciéndolo parecer más ignorante de lo que era.
—Tiene algo que ver con el lenguaje, ¿verdad? ¿Y con la longevidad? Nunca he prestado
mucha atención a las noticias de otros mundos, a menos que fueran inventos técnicos o grandes
batallas. Creo que algunas personas de Vieja Australia del Norte están profundamente
interesadas en la Vieja Tierra. ¿De qué se trata, de todo modos?
—La Instrumentalidad al fin se embarcó en un gran proyecto. La Tierra no ofrecía peligros,
esperanzas ni recompensas, ningún futuro salvo la perpetuidad. Todos tenían una probabilidad
de mil contra uno de vivir los cuatrocientos años asignados a las personas que se merecían el
período completo con su actividad...
—¿Por qué no lo conseguían todos? —interrumpió Rod.
—La Instrumentalidad se encargaba de los menos longevos de un modo bastante justo. Les
ofrecía deliciosos y excitantes vicios cuando llegaban a los setenta. Experiencias que
combinaban estímulos electrónicos, drogas y sexo en la mente subjetiva. Quien no tenía un
trabajo que hacer terminaba por aplicarse dosis de júbilo hasta que moría de pura diversión.
¿Quién quiere tener tiempo para renovaciones de apenas cien años pudiendo disfrutar de cinco
o seis mil años de orgías y aventuras cada noche?
—Me parece espantoso —exclamó Rod—. Nosotros tenemos nuestras Salas de la Risa, pero
la gente muere en seguida, y nunca entre sus vecinos. Imagina la horrenda interacción que uno
mantendría con los normales.
La pena y la furia enturbiaron la cara del doctor Vomact. Desvió la mirada y contempló las
incesantes llanuras marcianas. La querida y azul Tierra colgaba amigablemente en el cielo. Miró
hacia la estrella de la Tierra como si la odiara. Le dijo a Rod, sin mirarlo:
—Es verdad, McBan. Mi madre era una persona de vida corta. Cuando ella desistió, padre
también la siguió. Y yo soy normal. Creo que nunca conseguiré recuperarme del efecto. No eran
mis padres verdaderos, desde luego, pues en mi familia no se llegó a tal obscenidad, pero fueron
mis padres adoptivos definitivos. Siempre había pensado que los norstrilianos eran bárbaros
ricos y dementes, pues mataban a los adolescentes por no saltar bien u otras estupideces, pero
admito que sois bárbaros limpios. No os obligáis a convivir con el dulzón y morboso tufo de la
muerte en. vuestros apartamentos...
—¿Qué es un apartamento?
—El lugar donde vivimos.
—Una casa —dijo Rod.
—No, un apartamento forma parte de una casa. Doscientos mil apartamentos forman a veces
una gran casa.
—¿Quieres decir que hay doscientas mil familias en un enorme salón? La habitación tendrá
kilómetros de longitud.
—¡No, no, no! —rió el doctor—. Cada apartamento tiene su propio salón, con cuartos para
dormir que salen de las paredes, una sección para comer, un lavabo para ti y para los visitantes
que deseen bañarse contigo, una sala-jardín, un estudio, y una sala de personalidad.
—¿Qué es una sala de personalidad?
—Un cuartito donde hacemos cosas que no queremos compartir con nuestra familia.
—Nosotros lo llamamos cuarto de baño —dijo Rod.
El doctor dejó de caminar.
—Por eso resulta tan difícil explicaros lo que está haciendo la Tierra. Sois fósiles. Conserváis
el viejo idioma inglés, mantenéis vuestro sistema familiar y vuestros apellidos, habéis disfrutado
de una vida ilimitada...
—Ilimitada no —corrigió Rod—. Sólo larga. Tenemos que trabajar por ella y pagarla con
pruebas.
El doctor pareció compungido.
—No pretendía criticaros. Sois diferentes. Muy diferentes de lo que ha sido la Tierra. La Tierra
os habría parecido inhumana. Los apartamentos de que te hablaba, por ejemplo. Dos tercios de
ellos vacíos. Subpersonas que se mudan al subsuelo. Registros perdidos; trabajos olvidados. Si
no fabricáramos tan buenos robots, todo se habría venido abajo al mismo tiempo. —Escrutó la
cara de Rod—. Veo que no me entiendes. Tomemos un ejemplo. ¿Puedes imaginarte
matándome?
—No —respondió Rod—. Me resultas simpático.
—No me refiero a eso. No a mí en particular. Supongamos que no sabes quién soy y me
sorprendes molestando a tus ovejas o robando tu stroon.
—No podrías robar mi stroon. Mi gobierno se encarga de procesarlo y tú no te podrías acerca
a él.
—De acuerdo, que no sea stroon. Supongamos que llego a tu planeta sin un permiso. ¿Cómo
me matarías?
—Yo no te mataría. Lo denunciaría a la policía.
—Supongamos que te amenazo con un arma.
—En tal caso —contestó Rod—, te denunciaría, te clavaría un cuchillo en el corazón o te
arrojaría una minibomba.
—¡Ahí tienes! —sonrió el doctor.
—¿Qué?
—Sabéis cómo matar a la gente, en caso necesario.
—Todos los ciudadanos lo saben —bufó Rod—, pero eso no significa que lo hagan. No
estamos alardeando todo el día de nuestra fuerza, como por lo visto creen algunas personas de
la Tierra.
—Precisamente. Y esto es lo que la Instrumentalidad procura hoy para la humanidad. Hacer
la vida lo bastante peligrosa e interesante para que vuelva a ser real. Tenemos enfermedades,
peligros, luchas, riesgos. Ha sido maravilloso.
Rod miró hacia el grupo de cobertizos que habían dejado atrás.
—No veo indicios de ello en Marte.
—Esto es una colonia militar. Ha sido excluida del Redescubrimiento del Hombre hasta que
se hayan estudiado mejor los efectos. En Marte aún vivimos vidas perfectas de cuatrocientos
años. Sin peligros, cambios ni riesgos.
—¿Por qué tienes un apellido, entonces?
—Me lo dio mi padre. Era un oficial, un héroe de los mundos fronterizos que regresó y murió
joven. La Instrumentalidad permitía que este tipo de personas tuvieran apellidos, antes de
extender el privilegio a todo el mundo.
—¿Qué haces aquí?
—Trabajo.
El doctor reanudó la marcha. Rod no se sentía tímido a su lado. Era una persona tan
desvergonzadamente locuaz, como al parecer eran la mayoría de los hombres de la Tierra, que
resultaba difícil no estar a sus anchas con él. Rod asió suavemente el brazo de Vomact.
—Hay algo más...
—Lo sabes —se sorprendió Vomact—. Eres muy perceptivo. No sé si contarte...
—¿Por qué no?
—Eres mi paciente. Quizá no sea justo contigo.
—Adelante —le animó Rod—, has de saber que soy fuerte.
—Soy un criminal —dijo el doctor.
—Pero estás vivo —exclamó Rod—. En mi mundo matamos a los criminales, o los enviamos
fuera del planeta.
—Yo estoy fuera del planeta. Este no es mi mundo. Para la mayoría de los que vivimos en
Marte, esto es una cárcel, no un hogar.
—¿Qué hiciste?
—Es demasiado horrendo... —murmuró el doctor—. Yo mismo me avergüenzo de ello. Mi
sentencia es doblemente condicional.
Rod le echó una rápido vistazo. Ese hombre parecía abrumado por el desconcierto y la
pesadumbre.
—Me rebelé —continuó el médico—. Sin saberlo. La gente puede decir lo que quiere en la
Tierra, y puede imprimir hasta veinte ejemplares de lo que necesite divulgar, pero más allá de
eso es comunicación masiva. Va contra la ley. Cuando llegó el Redescubrimiento del Hombre,
me encomendaron trabajar en el idioma español. Yo investigaba concienzudamente para
publicar La Prensa. Bromas, diálogos, anuncios imaginarios, informes de lo que había ocurrido
en el mundo antiguo. Pero luego se me ocurrió una idea brillante. Fui a Terrapuerto y obtuve
noticias de las naves que llegaban. Qué ocurría aquí y allá. ¡No tienes ni idea, Rod, de lo
interesante que es la humanidad! Y las cosas que hacemos... tan extrañas, tan cómicas, tan
lamentables. Las noticias llegan incluso en máquinas, todas marcadas con «uso oficial
exclusivo». No presté atención y publiqué un número que sólo contenía verdades. Un número
real, con datos.
»Publiqué noticias verdaderas.
»Rod, se armó un revuelo. Todas las personas que estaban recondicionadas para el español
fueron sometidas a pruebas de estabilidad. Me preguntaron si conocía la ley. Respondí que la
conocía. Nada de comunicaciones masivas excepto dentro del gobierno. La noticia es la madre
de la opinión, la opinión provoca la ilusión colectiva, la ilusión es el origen de la guerra. La ley era
tajante y yo no le di importancia. Pensé que era sólo una vieja ley.
»Me equivocaba, Rod, me equivocaba. No me acusaron de violar la ley de noticias. Me
acusaron de rebelión contra la Instrumentalidad. Me sentenciaron a muerte instantánea. Luego
hicieron condicional la sentencia. La condición era que me fuera del planeta y observara una
buena conducta. Cuando llegué aquí, la hicieron doblemente condicional. La segunda condición
era que mi acto no tuviera malas consecuencias. \Pero no lo puedo averiguad Puedo volver a la
Tierra en cualquier momento. Eso no constituye un problema. Si piensan que mi fechoría aún
tiene efectos, me someterán a castigos de sueño o me enviarán a ese planeta horrendo. Si
piensan que todo ha pasado, me devolverán la ciudadanía con una carcajada. Pero ellos no
saben lo peor. Mi subhombre aprendió español y el subpueblo continúa publicando el periódico
clandestinamente. Ni siquiera puedo imaginar qué harán conmigo si averiguan lo sucedido y se
enteran de que yo lo empecé. ¿Crees que me equivoco, Rod?
Rod lo miró fijamente. No estaba acostumbrado a juzgar a los adultos, y menos a que se lo
pidieran. En Vieja Australia del Norte la gente mantenía cierta distancia. Había un modo correcto
de hacer cada cosa, y una de las cosas más correctas consistía en tratar sólo con gente de tu
misma edad.
Trató de ser justo, de pensar como un adulto.
—Claro que creo que te equivocas, señor y doctor Vomact —respondió—. Pero no
demasiado. Ninguno de nosotros debería jugar con la guerra.
Vomact aferró el brazo de Rod. Era un gesto histérico y desagradable.
—Rod —susurró con urgencia—, tú eres rico. Vienes de una familia importante. ¿Podrías
llevarme a Vieja Australia del Norte?
—¿Por qué no? Puedo pagar por todos los visitantes que quiera.
—No, Rod, no así. Como inmigrante.
Rod se puso tenso.
—¿Inmigrante? —exclamó—. La pena por la inmigración es la muerte. Matamos a nuestra
propia gente para impedir que aumente la población. ¿Cómo podríamos permitir que se instalen
forasteros entre nosotros? Y el stroon. ¿Qué pasaría con eso?
—Olvídalo, Rod —suspiró Vomact—. No volveré a molestarte. No lo mencionaré de nuevo.
Resulta cansado vivir muchos años con la muerte acechando tras cada puerta, en cada llamada,
sobre cada página del archivo de mensajes. No me he casado. ¿Cómo podría hacerlo? —
Cambió repentinamente de humor, y dijo jovialmente—: Tengo un medicamento, Rod, un
medicamento para médicos, y también para rebeldes. ¿Sabes qué es?
—¿Un tranquilizante? —Rod aún estaba atónito ante la indecencia de alguien que le
mencionaba la inmigración a un norstriliano. Le costaba pensar con claridad.
—Trabajo —sonrió el menudo Vomact—, ése es mi medicamento.
—El trabajo siempre es bueno —afirmó Rod, sintiéndose solemne ante la generalización. La
tarde había perdido su magia.
El doctor también sentía lo mismo. Suspiró.
—Te mostraré los viejos cobertizos que construyeron los primeros colonos de la Tierra. Luego
iré a trabajar. ¿Sabes cuál es mi trabajo principal?
—No —respondió Rod cortésmente.
—Tú —explicó el doctor Vomact, con una de sus sonrisas tristes, alegres y maliciosas—.
Estás bien, pero tengo que lograr que estés mejor que bien. Tengo que hacerte invulnerable.
Habían llegado a los cobertizos.
Las ruinas eran antiguas, pero no muy imponentes. Se parecían a las casas de las fincas más
modestas de Norstrilia.
Mientras regresaban, Rod preguntó como por casualidad:
—¿Qué harás conmigo, señor y doctor?
—Lo que desees —respondió Vomact sin darle importancia.
—¿De verdad? ¿Qué?
—Bien, el Señor Dama Roja envió un cubo con sugerencias. Mantener tu personalidad.
Mantener tus imágenes retínales y cerebrales. Cambiar tu aspecto físico. Modificar a tu criada
para darle el aspecto de un varón joven que se ajuste a tu descripción.
—No le puedes hacer eso a Eleanor. Es ciudadana.
—No aquí, no en Marte. Ella forma parte de tu equipaje.
—¿Y sus derechos legales?
—Esto es Marte, Rod, pero forma parte del territorio de la Tierra. Bajo la jurisdicción de la
Tierra. Bajo el control directo de la Instrumentalidad. Podemos hacer estas cosas. La parte difícil
es: ¿aceptarías hacerte pasar por un subhombre?
—¿Cómo voy a saberlo? Nunca he visto ninguno.
—¿Soportarías la vergüenza?
Por toda respuesta, Rod se echó a reír.
—Los norstrilianos sois raros —suspiró Vomact—. Yo preferiría morir antes que me
confundieran con un subhombre. ¡Es una humillación, una vergüenza! Pero el Señor Dama Roja
dijo que llegarías a la Tierra libre como una alondra si te hacíamos pasar por un hombre-gato. De
paso, Rod, tu esposa ya está aquí.
Rod se paró en seco.
—¿Esposa? No tengo esposa.
—Tu esposa-gato —explicó el doctor—. Claro que no es un matrimonio verdadero. Al
subpueblo no se le permite el matrimonio. Pero se le permite una relación que se parece al
matrimonio y a veces cometemos el desliz de llamarlos marido y mujer. La Instrumentalidad ya
ha enviado a una muchacha-gato para que se haga pasar por tu esposa. Viajará contigo desde
Marte a la Tierra. Seréis un par de gatos afortunados que ha presentado números de danza y
acrobacia para el aburrido personal de nuestra estación.
—¿Y Eleanor?
—Supongo que alguien la confundirá contigo y la matará. Para eso la has traído, ¿no? ¿No
eres lo bastante rico?
—No, no, no —exclamó Rod—. Nadie es tan rico. Tenemos que pensar en otra solución.
Mientras caminaban, hicieron nuevos planes para proteger tanto a Eleanor como a Rod.
Cuando entraron en el cobertizo y se quitaron los cascos, Rod dijo:
—¿Puedo ver a mi esposa?
—La verás aunque no mires —dijo Vomact—. Es impetuosa como el fuego y aún más bella.
—¿Tiene nombre?
—Claro que sí. Todos lo tienen.
—¿Cómo se llama?
—G'mell.
HOSPITALIDAD Y ACECHANZAS
La gente esperaba, aquí y allá. Si hubiera habido cobertura informativa, la población habría
convergido en Terrapuerto con curiosidad, pasión o codicia. Pero hacía tiempo que las noticias
estaban prohibidas; la gente sólo podía conocer sucesos de interés personal; los centros de la
Tierra no sufrieron disturbios. Aquí y allá, mientras Rod viajaba de Marte a la Tierra, había
expectativas, pero en general el mundo de la Vieja Tierra permanecía tranquilo, excepto por el
perenne burbujeo de los problemas internos.
EN LA TIERRA, EL DÍA DEL VUELO DE ROD, EN TERRAPUERTO
—Esta mañana me excluyeron de la reunión, a pesar de que yo estoy a cargo de los
visitantes. Eso significa que algo importante está al caer —comentó el comisionado Bebedor de
Té a su subhombre T'dank.
T'dank, esperando un día aburrido, rumiaba sentado en un taburete. Sabía mucho más que
su amo sobre el caso; había obtenido la información adicional en las fuentes secretas del
subpueblo, pero estaba resuelto a no delatarse, a no decir nada. Tragó deprisa la comida y dijo
con su serena y tranquilizadora voz de toro:
—Podría haber otra razón, señor y amo. Si estuvieran pensando en ascenderte, te excluirían
de la reunión. Y es evidente que mereces un ascenso, señor y amo.
—¿Están listas las arañas? —preguntó Bebedor de Té de mal humor.
—¿Quién entiende la mentalidad de una araña gigante? —suspiró T'dank con calma—. Ayer
hablé tres horas con el capataz-araña en lenguaje de señas. Quiere doce cajas de cerveza. Le
dije que le daría más, que le daría diez. El pobre diablo no sabe contar, aunque cree que sabe, y
se quedó contento por haber sido más listo que yo. Llevarán a la persona que designes hasta la
torre de Terrapuerto y ocultarán a esa persona para que nadie la encuentre en muchas horas.
Cuando yo aparezca con las cajas de cerveza, me entregarán a la persona. Luego saltaré por
una ventana, llevando a la persona en mis brazos. Como muy poca gente baja por el exterior de
Terrapuerto, quizá nadie repare en mí. Llevaré a la persona al palacio en ruinas que hay debajo
del Alpha Ralpha Boulevard, el que me indicaste, señor y amo, y mantendré a la persona sana y
salva hasta que vengas para hacer lo que tienes que hacer.
Bebedor de Té miró al hombre-toro. La cara grande, expresiva y apuesta mantenía una calma
exasperante que lo sacaba de quicio. Bebedor de Té había oído decir que los hombres-toro, a
causa de su origen, a veces sufrían arrebatos de furia incontrolable, pero jamás había visto
semejante reacción en T'dank.
—¿No estás preocupado? —rezongó.
—¿Por qué iba a estarlo, señor y amo? Tú te estás preocupando por los dos.
—¡Vete a freír espárragos!
—Esta no es una orden operativa —dijo T'dank—. Sugiero que el amo coma algo. Eso le
calmará los nervios. Hoy no pasará nada en absoluto, y para los hombres verdaderos resulta
muy difícil no esperar nada en absoluto. He advertido que muchos de ellos pierden los estribos.
Bebedor de Té apretó los dientes, irritado ante esa conducta tan racional. No obstante, sacó
un plátano deshidratado del cajón de su escritorio y se puso a comer.
Miró con fastidio a T'dank.
—¿Quieres una de estas cosas?
T'dank se bajó del taburete con sorprendente agilidad. En un instante estuvo ante el
escritorio, extendiendo la manaza.
—Sí, señor. Me encantan los plátanos.
Bebedor de Té le dio uno.
—¿Estás seguro de que no conoces al Señor Dama Roja? —preguntó con desconfianza.
—Tan seguro como puede estarlo un subhombre —respondió T'dank, saboreando el plátano
—. Nunca sabemos bien qué nos pusieron en nuestro condicionamiento original, ni quién lo
puso. Somos inferiores y se supone que no debemos saber. Está prohibido preguntar.
—¿Conque admites que podrías ser un espía o agente del Señor Dama Roja?
—Podría serlo, señor, pero no me gustaría.
—¿Sabes quién es Dama Roja?
—Tu me has dicho, señor, que es el ser humano más peligroso de toda la galaxia.
—Así es —dijo Bebedor de Té—, y si caigo en alguna trampa tendida por el Señor Dama
Roja, más me valdrá cortarme las venas.
—Sería más sencillo no secuestrar al tal Rod McBan. Ese es el único elemento de peligro. Si
no hicieras nada, las cosas continuarían como siempre, tranquilas y serenas.
—¡Ése es mi horror y mi angustia! \Siempre continúan! ¿No crees que quiero salir de aquí,
para saborear de nuevo el poder y la libertad?
—Eso dices, señor —respondió T'dank, esperando que Bebedor de Té le ofreciera otro de
esos deliciosos plátanos secos.
El absorto Bebedor de Té no le ofreció nada.
Echó a andar de un lado a otro, atormentado por la esperanza, el peligro y la impaciencia.
ANTECÁMARA DE LA CAMPANA Y EL BANCO
La Dama Johanna Gnade llegó allí primero. Estaba limpia, bien vestida, alerta. El Señor
Jestocost, quien iba detrás, se preguntó si la Dama tenía una vida personal. Era de pésimo
gusto, entre los jefes de la Instrumentalidad, preguntar por los asuntos personales, aunque la
historia personal completa de cada uno de ellos, estrictamente actualizada, se registraba en el
gabinete de computación del rincón. Jestocost lo sabía porque había espiado su propio historial,
usando el nombre de otro jefe, para ver si habían registrado ciertas ilegalidades en que había
incurrido; todas aparecían, excepto la única importante: su trato con la muchacha-gato G'mell,
que él había logrado mantener a salvo de las pantallas de registro. (El registro sólo indicaba que
en ese momento él dormía.) Si la Dama Johanna tenía algún secreto, lo guardaba muy bien.
—Señor y colega —dijo la Dama—, sospecho que eres demasiado curioso, un vicio
normalmente atribuido a las mujeres.
—Cuando llegamos a ser tan viejos, mi señora, las diferencias de carácter entre hombres y
mujeres se vuelven imperceptibles, si es que alguna vez existieron. Tú y yo somos personas
brillantes y ambos tenemos buen olfato para el peligro y los problemas. ¿No es probable que
ambos busquemos a alguien con el imposible nombre Roderick Frederick Ronald Arnold William
MacArthur McBan de la generación número ciento cincuenta y uno? Como ves, lo he
memorizado todo. ¿No crees que eso demuestra mi inteligencia?
—Ajá —dijo ella, con un tono que implicaba lo contrario.
—Lo espero esta mañana.
—¿En serio? —preguntó la Dama, con un tono chillón que implicaba que ese conocimiento
tenía algo de ilegal—. No hay nada sobre ello en los mensajes.
—En efecto —sonrió el Señor Jestocost—. Dispuse que la radiación solar de Marte tuviera
dos decimales adicionales hasta su partida. Esta mañana volvió a bajar a tres decimales. Eso
significa que él viene. Inteligente, ¿verdad?
—Demasiado inteligente. ¿Por qué me preguntas a mí? Nunca me ha parecido que valorases
mi opinión. De todos modos, ¿por qué te interesas tanto en este caso? ¿Por qué no lo envías tan
lejos que necesite una larga vida, aun con stroon, para regresar aquí?
Él la miró con severidad hasta que la Dama se sonrojó. El Señor Jestocost no dijo nada.
—Supongo que ha sido... un comentario poco conveniente —tartamudeó ella—. Tú y tu
sentido de la justicia. Siempre nos pones a los demás en aprietos.
—No era mi propósito, sólo me preocupa la Tierra. ¿Sabías que él es dueño de esta torre?
—¿Terrapuerto? —exclamó ella—. Imposible.
—En absoluto —explicó Jestocost—. Yo mismo se la vendí a su agente hace diez días. Por
diez megacréditos de dinero TAL. Es más de lo que tenemos actualmente en la Tierra. Cuando
lo depositó, empezamos a pagarle el tres por ciento de interés anual. Y eso no fue todo lo que
compró. También le vendí ese océano, el que los antiguos llamaban Atlántico. Y trescientas mil
atractivas submujeres adiestradas para diversas tareas, junto con los derechos de dote de
setecientas mujeres humanas de edad apropiada.
—¿Quieres decir que hiciste todo esto para ahorrar al erario de la Tierra tres megacréditos
anuales?
—¿Tú no lo harías? Recuerda que es dinero TAL.
Ella frunció los labios y sonrió.
—Nunca he conocido a nadie como tú, Señor Jestocost. Eres el hombre más justo que existe,
y sin embargo nunca descuidas las ganancias.
—Eso no es todo —continuó él con una sonrisa artera y satisfecha—. ¿Leíste el Plan
Enmendado (Reversionista) setecientos once-diecinueve-trece P, que tú misma votaste hace
once días?
—Le eché un vistazo —respondió ella a la defensiva—. Todos lo hicimos. Tenía algo que ver
con los fondos de la Tierra y los de la Instrumentalidad. El representante de la Tierra no se quejó.
Todos lo aprobamos porque confiábamos en ti.
—¿Sabes qué significa?
—Con franqueza, no. ¿Tiene algo que ver con ese viejo rico, McBan?
—No estés tan segura de que es viejo. Podría ser joven. De cualquier modo, el plan
impositivo eleva ligeramente los gravámenes sobre los kilocréditos. Los impuestos a los
megacréditos se dividen a partes iguales entre la Tierra y la Instrumentalidad, siempre que el
propietario no esté operando la propiedad personalmente. Llegan al uno por ciento mensual. Eso
consta en la letra muy pequeña en la nota que hay al pie de la séptima página de tasas.
—¿Quieres decir...? —Ella jadeó de risa—. Al venderle al pobre hombre la Tierra no sólo lo
privas del tres por ciento de interés anual, sino que le recargas un doce por ciento de impuestos.
¡Benditos cohetes, eres extraño! Me encantas. ¡Eres al jefe más listo y ridículo que ha tenido la
Instrumentalidad! —Por tratarse de la Dama Johanna Gnade, se trataba de una observación
realmente pintoresca. Jestocost no sabía si sentirse ofendido o halagado.
Como ella manifestaba un infrecuente buen humor, Jestocost se atrevió a mencionarle su
proyecto semisecreto.
—¿Crees, señora, que con tanto crédito inesperado podríamos derrochar parte de nuestras
importaciones de stroon?
Ella dejó de reír.
—¿En qué? —preguntó con recelo.
—En el subpueblo. Para los mejores.
—¡Oh, no! No para los animales, cuando todavía hay personas que sufren. Estás loco de sólo
pensarlo, mi señor.
—Estoy loco. Claro que estoy loco. Loco por la justicia. Y entiendo que esto es simple justicia.
No estoy pidiendo derechos igualitarios. Sólo un poco más de justicia para ellos.
—Son subpersonas. Son animales —declaró ella, como si este comentario diera por
concluida la discusión.
—¿Nunca has oído hablar, señora, de la perra llamada Juana?
Esa pregunta encerraba todo un mundo de alusiones, pero la Dama no captó esas honduras.
—No —dijo inexpresivamente, y siguió estudiando la orden del día.
DIEZ KILÓMETROS BAJO LA SUPERFICIE DE LA TIERRA
Las viejas máquinas giraban como mareas. Despedían olor a aceite caliente. Allí abajo no
había lujos. La vida y la carne eran más baratas que los transistores; además, emitían menos
radiación detectable. En las ruidosas profundidades, vivía el oculto y olvidado subpueblo. Creía
que su líder, el A'telekeli, era un mago. A veces él mismo llegaba a creerlo.
Levantando el rostro apuesto y blanco como un busto de mármol de la inmortalidad,
fatigosamente envuelto en sus alas arrugadas, A'telekeli llamó a su hija-de-primera-nidada, la
niña A'lamelanie.
—El viene, querida.
—¿El prometido, padre?
—El rico.
Ella lo contempló sorprendida. Era su hija pero no siempre entendía sus poderes.
—¿Cómo lo sabes, padre?
—Si te digo la verdad, ¿aceptarás que la borre de tu mente en seguida, para que no haya
peligro de traición?
—Desde luego, padre.
—No —insistió el hombre-pájaro con rostro de mármol—, debes pronunciar las palabras
correctas...
—Prometo, padre, que si colmas mi corazón con la verdad, y si mi alegría ante la verdad es
plena, te cederé mi mente, toda mi mente, sin temor, esperanza ni reservas, y pediré que
elimines de mi recuerdo toda verdad que pudiera perjudicar a nuestro pueblo, en el nombre del
Primer Olvidado, en el nombre del Segundo Olvidado, en el nombre del Tercer Olvidado y en
nombre de P'juana, a quien todos amamos y recordamos.
Él se puso en pie. Era un hombre alto. Las piernas le terminaban en enormes pies de pájaro,
con uñas blancas que centelleaban como madreperla. Manos humanoides sobresalían de la
articulación de las alas; con ellas trazó el prehistórico gesto de la bendición sobre la cabeza de la
hija, mientras transmitía la verdad con voz vibrante e hipnótica.
—Sea tuya la verdad, hija mía, para que te sientas plena y feliz con la verdad. ¡Conociendo la
verdad, hija mía, conocerás la libertad y el derecho a olvidar!
»El niño, mi hijo, que fue tu hermano, el niñito a quien tanto quenas...
—¡A'ikasus! —exclamó ella en trance, con voz aflautada.
—A'ikasus, a quien recuerdas, fue modificado por mí, su padre, y recibió la forma de un
pequeño simio, de modo que la gente verdadera lo confundiera con un animal, no con una
subpersona. Lo educaron como cirujano y lo enviaron al Señor Dama Roja. Viajó a Marte con el
joven McBan, donde él conoció a G'mell, a quien recomendé al Señor Jestocost para misiones
confidenciales. Hoy regresarán con este hombre. McBan ya ha comprado la Tierra, o casi toda la
Tierra. Quizá sea un benefactor para nosotros. ¿Sabes lo que deberías saber, hija mía?
—Dime, padre, dime. ¿Como lo sabes?
—¡Recibe la verdad, niña, y luego olvídala! Los mensajes vienen de Marte. No podemos tocar
el Gran Parpadeo ni las máquinas de codificación, pero cada grabador tiene su estilo. Por una
alteración en el ritmo de su trabajo, un amigo puede comunicar estados de ánimo, emociones,
ideas, y a veces nombres. Me han enviado palabras como «riquezas, mono, pequeño, gata,
muchacha, todo, bien» a través de la intensidad y la velocidad de sus grabaciones. Los
mensajes humanos transmiten también los nuestros y ningún criptógrafo del mundo puede
identificarlos.
»¡Ahora sabes, y ahora, ahora, ahora, ahora, olvidarás!
Levantó las manos.
A'lamelanie lo miró como siempre, con una sonrisa feliz.
—Es tan dulce y raro, papá, pero sé que acabo de olvidar un conocimiento bueno y
maravilloso.
—No olvides a Juana —añadió él con tono ceremonial.
—Nunca olvidaré a Juana —respondió ella siguiendo el rito.
EL VUELO DEL ALTO CIELO
Rod caminó hasta el límite del parque. La nave no se parecía a ninguna que hubiera visto u
oído comentar en Norstrilia. No había ruido, ni estrecheces, ni armas, sólo una pequeña y bonita
cabina para los controles; el capitán de viaje, los lumínictores y el capitán de puerto, y luego una
extensión de hierba increíblemente verde. Había entrado en el parque desde el polvoriento suelo
de Marte. Se produjo un ronroneo y un susurro. Un falso cielo azul, muy bello, le cubría como un
dosel.
Se encontraba raro. Bigotes de gato de cuarenta centímetros de largo le crecían desde el
labio inferior, unos doce bigotes en cada lado. El doctor le había coloreado los ojos con iris
verdes y brillantes. Las orejas eran puntiagudas. Parecía un hombre-gato y vestía el traje
profesional de un acróbata, al igual que G'mell.
Aún no se había acostumbrado a G'mell.
En comparación, las mujeres de Vieja Australia del Norte parecían sacos de manteca de
cerdo. Era delgada, esbelta, suave, amenazadora y bella; resultaba blanda al tacto, dura en sus
movimientos, rápida, alerta y tierna. Su cabellera roja ardía, sedosa como un fuego animal.
G'mell tenía una voz de soprano, tintineante como una campanilla. Habían criado a sus
antepasados para que produjeran la muchacha más seductora de la Tierra. Lo habían logrado.
G'mell parecía voluptuosa incluso cuando descansaba. Sus anchas caderas y sus penetrantes
ojos despertaban las pasiones masculinas. Su peligrosidad felina atraía a todos los varones que
conocía. Los hombres verdaderos que la miraban sabían que era un gato, pero no podían
quitarle los ojos de encima. Las mujeres humanas la trataban como un objeto vergonzoso.
Viajaba en calidad de acróbata, pero ya había confesado a Rod McBan que su profesión era la
de «muchacha de placer», un animal hembra modelado y adiestrado como una persona para
servir de anfitriona a los visitantes extranjeros. La ley y la costumbre le exigían que inspirara el
amor de los visitantes, y le prometían la pena de muerte si lo aceptaba.
A Rod le resultaba agradable, aunque al principio había sido muy tímido. G'mell no tenía
defectos, era vivaz y elegante. Cuando conversaban, el increíble cuerpo de G'mell se confundía
con el trasfondo, aunque de algún modo Rod seguía viéndolo por el rabillo del ojo. El ingenio, la
inteligencia, el espíritu y el buen humor de G'mell facilitaban el transcurso de las horas y los días.
El trató de impresionarla como adulto, sólo para descubrir que en los afectos sinceros y
espontáneos de ese corazón gatuno la jerarquía no importaba. El era su compañero y tenían que
cumplir juntos una tarea. Él debía conservar la vida; ella debía protegerlo.
El doctor Vomact les había dicho que no hablaran con los demás pasajeros, que no hablaran
entre sí, y que rogaran silencio si alguien hablaba.
Había otros diez pasajeros que se miraban con incómodo asombro.
Diez en total.
Los diez eran Rod McBan.
Diez Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan número ciento cincuenta y
uno, identificados e idénticos. Apañe de G'mell y el monito médico, M'gentur, la única persona de
la nave que no era Rod McBan era él mismo. Se había convertido en el hombre-gato. Cada uno
de los demás estaba convencido de su identidad: él era Rod McBan y los otros nueve eran
imitaciones. Se miraban con una mezcla de desconfianza y animadversión mezclada con ironía,
tal como habría hecho el verdadero Rod McBan si hubiera estado en lugar de ellos.
—Uno de ellos —le explicó el doctor Vomact al despedirse— es tu compañera Eleanor de
Norstrilia. Los otros nueve son robots con un cerebro de ratón. Todos están copiados de ti. Nos
ha salido bien, ¿verdad? —añadió sin poder ocultar su satisfacción profesional.
Y ahora se disponían a ver la Tierra juntos.
G'mell llevó a Rod al límite de aquel pequeño mundo y dijo gentilmente:
—Quiero cantarte la Canción de la Torre, antes de que bajemos a la cima de Terrapuerto.
Y con su maravillosa voz cantó esa extraña y vieja canción.
¡Oh, mi amor por ti!
El canto de altas aves, y
el vuelo del alto cielo, y
el soplo del alto viento.
¡Un alto corazón latiendo, y
una alta morada para ti!
Rod se sentía un poco raro, de pie allí, con la mirada perdida, pero también se sentía cómodo
con la cabeza de la muchacha apoyada en el hombro mientras él la rodeaba con el brazo. G'mell
no sólo parecía necesitarlo, sino que por lo visto confiaba profundamente en él. No actuaba
como una adulta pomposa y atareada. Era una simple muchacha, y de momento era la
compañera de Rod. Resultaba agradable, como saborear de antemano un futuro placentero.
Algún día Rod tendría una muchacha permanente. No enfrentarían juntos un día, sino la vida
entera; no un peligro, sino un destino. Esperaba que con esa muchacha futura se sintiera tan
relajado y feliz como con G'mell.
G'mell le apretó la mano como para advertirle algo.
Rod se volvió hacia ella. G'mell siguió mirando hacia delante y movió la barbilla.
—Mira hacia delante —indicó ella—. La Tierra.
Él volvió a mirar el vacío cielo artificial del campo de fuerza de la nave. Era un azul monótono
pero agradable que abarcaba honduras que en realidad no estaban allí.
El cambio fue tan veloz que se preguntó si realmente lo había visto.
En un instante, el cielo claro y vacío.
Al siguiente el cielo falso se hizo trizas como si lo hubieran roto en jirones, los jirones se
convirtieron en manchas azules y desaparecieron.
Había otro cielo azul: el de la Tierra.
La Cuna del Hombre.
Rod respiró profundamente. Resultaba difícil de creer. El cielo no era tan distinto del falso
cielo que había rodeado la nave en el viaje desde Marte, pero la humedad y el brillo no se
parecían al de ningún cielo que le hubieran descrito.
No se sorprendió de ver la Tierra, sino de olería. De pronto advirtió que Vieja Australia del
Norte debía de oler opaca, chata y polvorienta para los terrícolas. El aire de la Tierra olía a vida.
Había aromas de plantas, de agua, de objetos que ni siquiera imaginaba. Millones de años de
memoria estaban codificados en el aire. En ese aire, su gente había alcanzado la humanidad,
antes de conquistar las estrellas. Esta no era la querida humedad de sus canales cubiertos. Era
una humedad libre y silvestre, cargada con huellas de seres que vivían, morían, reptaban, se
arrastraban, amaban con una exuberancia que siempre había parecido feroz y exagerada. ¿Qué
era el stroon para que los hombres lo pagaran con agua? ¡Agua, dadora y portadora de vida!
Esto era su hogar, aunque muchas generaciones de su pueblo hubieran vivido en los deformes
infiernos de Paraíso VII o los secos tesoros de Vieja Australia del Norte. Inhaló profundamente,
dejándose inundar por el plasma de la Tierra, el velo/ efluvio que había modelado al hombre. Olió
de nuevo la Tierra: se tardaría una larga vida, aun con stroon, para comprender todos esos
aromas que se elevaban hasta la nave, la cual planeaba, de un modo poco habitual en las naves
de plataforma, a una veintena de kilómetros de la superficie del planeta.
Había algo raro en el aire, un aroma dulzón para el olfato y refrescante para el espíritu. Un
magnífico y bello olor predominaba sobre los demás. ¿Qué era? Olisqueó y luego se dijo a sí
mismo:
—¡Sal!
—¿Te gusta, G'rod? —preguntó G'mell, recordándole su presencia.
—Sí, sí, es mejor que... —No encontraba las palabras apropiadas. Miró a G'mell... La bonita,
ávida y cómplice sonrisa de la muchacha-gata le indicó que ella compartía cada pizca de su
deleite. Preguntó—: ¿Pero por qué gastáis sal en el aire? ¿Para qué sirve?
—¿Sal?
—Sí, en el aire. Tan rico, tan húmedo, tan salado. ¿Es para limpiar la nave de alguna manera
que desconozco?
—¿Nave? No estamos en la nave, G'rod. Estamos en la pista de aterrizaje de Terrapuerto.
Rod jadeó.
¿No era la nave? En Vieja Australia del Norte no había ninguna montaña que se elevara a
más de seis kilómetros sobre el nivel medio del suelo, y todas las montañas eran lisas, gastadas,
viejas. El viento las había barrido durante milenios hasta transformarlas en una suave manta que
cubría todo su mundo natal.
Miró alrededor.
La plataforma tenía doscientos metros de longitud por cien de anchura.
Los diez Rod McBans hablaban con algunos hombres uniformados. Al otro lado, una torre se
elevaba a cautivante altura, tal vez medio kilómetro. Miró hacia abajo.
Allí estaba: la Vieja Vieja Tierra.
El tesoro de las aguas se extendía ante sus ojos, millones de toneladas de agua, suficientes
para alimentar toda una galaxia de ovejas, para lavar una infinidad de hombres. A la derecha
algunas islas asomaban en la extensión acuosa.
—Las Hespérides —explicó G'mell, siguiendo la mirada de Rod—. Emergieron del mar
cuando los dáimonos construyeron esto para nosotros. Es decir, para las personas. No debería
decir «nosotros».
Él no reparó en la corrección. Fijó la mirada en el mar. Pequeñas manchas se desplazaban
despacio sobre la superficie. Señaló una con el dedo y le preguntó a G'mell:
—¿Son casas-mojadas?
—¿Cómo las has llamado?
—Casas que están mojadas. Casas que flotan en el agua.
—Naves —rectificó ella, tratando de no arruinarle la diversión con una negación directa—. Sí,
son naves.
—¿Naves? —exclamó él—. No pueden viajar por el espacio. ¿Por qué las llamáis naves?
—La gente tuvo naves para el agua antes de tener naves para el espacio —explicó
pacientemente G'mell—. Creo que la Vieja Lengua Común toma la palabra correspondiente a los
vehículos del espacio de los objetos que estás mirando.
—Quiero ver una ciudad —pidió Rod—. Muéstrame una ciudad.
—No te impresionará mucho desde aquí. Estamos a demasiada altura. Nada impresiona
mucho desde la cima de Terrapuerto. Pero si quieres puedo enseñártela. Ven aquí, querido.
Cuando se alejaron del borde, Rod advirtió que el monito aún estaba con ellos.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Rod, sin descortesía.
La ridícula carucha del mono se arrugó en una sonrisa cómplice. Tenía la misma cara de
antes, pero la expresión era distinta: más firme, más clara, más resuelta. Incluso había humor y
afabilidad en la voz del mono.
—Los animales esperamos a que las personas terminen de entrar.
¿Los animales?, pensó Rod. Recordó su cabeza velluda, las orejas puntiagudas, los bigotes
de gato. Con razón se sentía a sus anchas con la muchacha, y ella con él.
Los diez Rod McBans descendían por una rampa, de modo que el suelo parecía engullirlos
lentamente desde los pies. Avanzaban en hilera, de manera que la cabeza del primero parecía
apoyada en el suelo, despojada del cuerpo, mientras que el último de la fila sólo había perdido
los pies. Resultaba realmente extraño.
Rod miró a sus compañeros y les preguntó con franqueza:
—¿Por qué la gente querría matarme cuando tiene un mundo tan ancho, húmedo y hermoso,
rebosante de vida?
M'gentur agitó tristemente su cabeza de mono, como si lo supiera muy bien pero le resultara
fatigoso y triste expresarlo.
—Eres quien eres —respondió G'mell—. Tienes un poder inmenso. ¿Sabes que esta torre es
tuya?
—¡Mía! —exclamó Rod.
—La has comprado, o alguien la compró por ti. La mayor parte del agua también es tuya.
Cuando tienes tantas posesiones, la gente te pide cosas. O te las arrebata. La Tierra es un lugar
hermoso, pero creo que también entraña peligros para los extranjeros como tú, acostumbrados a
un solo modo de vida. Tú no has causado todo el crimen y la crueldad del mundo, pero estaba
durmiendo y ahora despierta debido a ti.
—¿Debido a mí? ¿Por qué?
—Porque eres la persona más rica que jamás ha pisado este planeta —continuó M'gentur—.
Ya eres dueño de la mayor parte. Millones de vidas humanas dependen de tus pensamientos y
decisiones.
Había llegado al lado opuesto de la plataforma superior. En el lado que daba hacia tierra, los
ríos se evaporaban. La mayor parte de la comarca estaba cubierta por nubes de vapor como las
que veían en Norstrilia cuando se rompía la tapa de un canal cubierto. Las nubes representaban
un tesoro incalculable de lluvias. Vio que se separaban al pie de la torre.
—Máquinas climáticas —intervino G'mell—. Las ciudades están cubiertas de máquinas
climáticas. ¿No tenéis máquinas climáticas en Vieja Australia del Norte?
—Claro que sí —dijo Rod—, pero no malgastamos el agua dejándola flotar en el aire de ese
modo. Pero aun así es bonito. Posiblemente la extravagancia y derroche que supone me hace
ser crítico. ¿Las gentes de la Tierra no tenéis nada mejor que hacer con el agua, que la dejáis
correr por el suelo o flotar sobre terreno abierto?
—No somos gentes de la Tierra —advirtió G'mell—. Somos subpersonas. Yo soy una
persona-gato y él tiene origen simiesco. No nos llames gente. Es una indecencia.
—¡Diablos! —dijo Rod—. Sólo me informaba sobre la Tierra. No me proponía herir vuestros
sentimientos...
Calló de golpe.
Los tres dieron media vuelta.
Por la rampa subía algo parecido a una podadera. Dentro de ella chillaba una voz humana,
una voz de hombre que expresaba furia y temor.
Rod avanzó hacia ella.
G'mell lo siguió.
G'mell le cogió del brazo, y tiró de él con todas sus fuerzas.
—¡No, Rod, no!
M'gentur lo frenó saltándole en h cara. De pronto Rod sólo vio un universo de pelambre parda
y sólo sintió manirás que le aferraban y tironeaban el cabello. M'gentur previo sus intenciones y
se tiró al suelo antes de que Rod atinara a pegarle.
La máquina subía a la parte exterior de la torre y casi desaparecía en lo alto. La voz se había
aflautado.
—¿Qué es eso? —preguntó Rod—. ¿Qué está pasando?
—Una araña —dijo G'mell—. Una araña gigante. Está secuestrando o matando a Rod
McBan.
—¿A mí? —gimió Rod—. Será mejor que no me toque. La haré trizas.
—¡Shh! —chistó G'mell.
—¡Cállate! —aconsejó el mono.
—¡No me chistéis ni ordenéis que me calle! —se enfureció Rod—. No permitiré que ese
pobre diablo sufra por mi culpa. Mandad a esa cosa que baje. ¿Qué es esa araña? ¿Un robot?
—No —respondió G'mell—, un insecto.
Rod entornó los ojos para seguir a la podadora que colgaba en el exterior de la torre. Apenas
veía al hombre que había capturado. Cuando G'mell dijo «insecto», activó una sensación. Odio.
Repulsión. Rechazo a la suciedad. Los insectos de Vieja Australia del Norte eran pequeños.
Estaban numerados y con licencias en serie. Aun así, los consideraba enemigos hereditarios.
(Alguien le había contado que los insectos de la Tierra habían hecho cosas terribles a los
norstrilianos cuando vivían en Paraíso VIL) Rod le aulló a la araña a pleno pulmón:
—¡Baja!
La sucia criatura de la torre se estremeció de mero placer y juntó las rígidas patas,
acomodándose.
Rod olvidó que se suponía que él era un gato.
Respiró entrecortadamente. El aire de la Tierra era húmedo pero tenue.
Cerró los ojos un instante. Sintió odio, odio, odio por el insecto. Gritó telepáticamente, con
más fuerza que nunca:
odio-escupitajo-vómito,
sucio, sucio, sucio,
¡explota!,
muere,
desaparece,
hiede, derrúmbate, púdrete, desaparece,
odio-odio-odio.
El fiero y rojo rugido que linguó torpemente lo lastimó incluso a él. Advirtió que el monito se
había desmayado. G'mell estaba pálida y parecía a punto de vomitar.
Rod miró hacia donde estaba la araña ¿La había alcanzado?
Sí.
Despacio, muy despacio, las largas patas se estiraron en un espasmo, soltando al hombre,
cuyo cuerpo cayó. Los ojos de Rod siguieron el picado del falso Rod McBan. Se estremeció
cuando un golpe húmedo le informó que el duplicado de su cuerpo se había estrellado contra la
dura pista de la torre, a cien metros. Miró de nuevo hacia la «araña», que intentaba aferrarse a la
torre hasta que al fin rodó hacia abajo. También chocó contra la dura pista, donde agonizó
pataleando mientras su personalidad se deslizaba hacia una noche íntima y eterna.
—Eleanor —jadeó Rod—. ¡Oh, quizá sea Eleanor! —Gimió y echó a correr hacia la copia de
su cuerpo humano, olvidando que era un hombre-gato.
La voz de G'mell le llegó aguda como un alarido, aunque baja.
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Quédate quieto! ¡Cierra la mente! ¡Cállate! ¡Si no te callas, estamos
perdidos!
Rod se detuvo y la miró estólidamente. Entonces notó que ella hablaba en serio. Obedeció.
Dejó de moverse. No intentó hablar. Replegó la mente, se cerró con tal fuerza a los contactos
telepáticos que le empezó a doler la cabeza. El monito M'gentur se levantó trabajosamente del
suelo. Tenía un aspecto demacrado y malparado. G'mell aún estaba pálida.
Varios hombres subían por la rampa, los vieron y enfilaron hacia ellos.
Unas alas batieron el aire.
Un pájaro enorme —no, era un ornitóptero— aterrizó rozando la pista con las zarpas. Un
hombre uniformado bajó de un salto y gritó:
—¡Dónde está?
—¡Saltó! —gritó G'mell.
El hombre echó a andar hacia donde ella señalaba y se volvió de repente.
—¡Estúpida! La gente no puede saltar de aquí. La barrera podría detener naves. ¿Qué has
visto?
G'mell era buena actriz. Fingió que se reponía de un shock y le costaba hablar. El hombre
uniformado le dirigió una mirada altiva.
—Una gata y un mono —dijo—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Quiénes sois?
—Mi nombre es G'mell; profesión, muchacha de placer, personal de Terrapuerto, a las
órdenes del comisionado Bebedor de Té. Éste es mi amigo, ninguna jerarquía, nombre
G'roderick, cajero del banco nocturno de abajo. ¿Él? —Señaló a M'gentur con la cabeza—. No
sé mucho sobre él.
—Nombre, M'gentur. Profesión, ayudante de cirugía. Jerarquía, animal. No soy una
subpersona, sólo un animal.
Vine en la nave de Marte con el hombre muerto y otros hombres verdaderos que se le
parecían, y ellos bajaron primero...
—Cállate —ordenó el hombre uniformado. Se volvió a los hombres que se acercaban—.
Honorable subjefe, el sargento trescientos ochenta y siete informando. El usuario del arma
telepática ha desaparecido. Aquí sólo tenemos a dos gatos, no muy inteligentes, y un pequeño
mono. Pueden hablar. La muchacha dice que vio a alguien bajar de la torre.
El subjefe era un alto pelirrojo cuyo uniforme parecía aún más elegante que el del sargento.
—¿Cómo lo hizo? —le preguntó a G'mell.
Rod conocía a G'mell lo suficiente para reconocer que su actitud confusa, femenina e
incoherente era una simple careta. G'mell dominaba plenamente la situación. Balbuceó:
—Creo que saltó. No sé cómo.
—Es imposible —replicó el subjefe—. ¿Tú viste adonde fue? —le ladró a Rod McBan.
Rod quedó atónito ante la brusca pregunta. Además, G'mell le había dicho que guardara
silencio. Entre estas dos órdenes perentorias, optó por:
—Eh... ah... bien... mire...
—Señor y amo subjefe —interrumpió secamente el mono cirujano—, este hombre-gato no es
muy inteligente. Creo que no sacarás mucho de él. Hermoso pero estúpido. Raza de criadero...
Rod carraspeó y se sonrojó un poco ante estos comentarios, pero la rápida mirada de G'mell
le indicó que debía seguir callado.
—Yo sí me fijé en un detalle, amo —intervino ella—. Tal vez tenga importancia.
—¡Por la Campana y el Banco, habla! —exclamó el subjefe—. ¡Deja de decidir qué debo
saber!
—La piel de ese extraño hombre estaba ligeramente te-de azul.
El subjefe retrocedió un paso. Sus soldados y el sargento lo miraron asombrados.
—¿Estás segura? —le preguntó bruscamente a G'mell.
—No, amo. Sólo me lo pareció.
—¿Viste uno solo? —ladró el subjefe.
Rod, representando su presunta estupidez, levantó cuatro dedos.
—Ese idiota cree que vio cuatro —le gritó el subjefe a G'mell—. ¿Sabe contar?
G'mell miró a Rod como si fuera una bestia apuesta y sin cerebro. Rod devolvió la mirada con
aire estúpido. Era algo que hacía muy bien: como en su mundo natal no linguaba ni audía, había
tenido que soportar interminables horas de conversación ajena cuando era pequeño, sin
entender jamás de qué hablaban. Había descubierto muy pronto que si se quedaba rígido, con
aire de estupidez, la gente no le molestaba tratando de incluirlo en la conversación, usando la
voz y ladrándole como si fuera sordo. Trató de adoptar esa postura que le resultaba tan familiar y
le agradó poder fingir bien aun frente a G'mell. Incluso mientras ella se esforzaba por conseguir
la libertad de todos y desempeñaba su papel de muchacha, la aureola de pelo llameante la hacía
brillar como el sol de la Tierra; aunque era una gata, sobresalía entre todos los que estaban en la
plataforma por su belleza y su inteligencia. Rod no se sorprendió de que no se fijaran en él en
presencia de una personalidad tan arrolladora; sólo deseaba que lo ignoraran aún más, así
podría caminar hasta el cadáver para comprobar si era Eleanor o uno de los robots. Si Eleanor
había muerto por él durante los primeros minutos de su gran visita a la Tierra, Rod jamás se lo
perdonaría.
La charla acerca de los hombres azules lo divertía. Existía en las tradiciones de Norstrilia una
raza de magos lejanos que, mediante la ciencia o el hipnotismo, podían volverse invisibles para
otros hombres. Rod nunca había hablado con un funcionario de seguridad norstriliano acerca del
problema de custodiar el stroon contra el ataque de los hombres invisibles, pero, por el modo en
que la gente contaba las historias de los hombres azules, suponía que nunca habían aparecido
en Norstrilia o que las autoridades norstrilianas no los tomaban muy en serio. Le asombraba que
la gente de la Tierra no llamara a un par de telépatas de primera para que registraran la pista en
busca de cualquier criatura viva, pero a juzgar por el parloteo y el movimiento de los ojos, la
gente de la Tierra tenía unos sentidos muy débiles y no tomaba las decisiones con prontitud y
eficiencia.
Alguien respondió a su pregunta por Eleanor.
Uno de los soldados se reunió con el grupo, se cuadró y al fin recibió permiso para interrumpir
las conjeturas de G'mell y M'gentur acerca de cuántos hombres azules habían saltado en la
torre. El subjefe hizo una seña y el soldado dijo:
—Señor y subjefe, permíteme informar que el cuerpo no es tal. Es sólo un robot con aspecto
de persona.
El día cobró brillo en el corazón de Rod. Eleanor estaba a salvo en alguna parte de la
inmensa torre.
La noticia pareció decidir al joven oficial.
—Trae una máquina de rastreo y un perro —ordenó al sargento—, y cerciórate de que toda
esta zona se registre hasta el último milímetro cuadrado.
—Está hecho —respondió el soldado.
Rod pensó que era un comentario extraño, pues aún no se había hecho nada.
El subjefe impartió otra orden:
—Encended los localizadores letales antes de que bajemos por la rampa. El dispositivo debe
matar automáticamente a toda identidad que no esté perfectamente clara. Incluidos nosotros —
añadió para sus hombres—. No queremos que ningún hombre azul se cuele en la torre entre
nosotros.
G'mell, con cierta osadía, se acercó al oficial y le susurró algo al oído. Él movió los ojos, se
sonrojó y cambió las órdenes:
—Cancelad los localizadores letales. Quiero que este escuadrón cierre filas. Lo lamento,
hombres, pero tendréis que tocar a estas subpersonas durante unos minutos. Quiero que
permanezcan bien cerca de nosotros para tener la certeza de que nadie se infiltra en nuestro
grupo.
(Luego G'mell contó a Rod lo que había confesado al joven oficial: ella podía ser un ejemplar
mezclado, en parte animal y en parte humano, y era la muchacha de placer de dos magnates
extranjeros de la Instrumentalidad. Le había dicho que creía tener una identidad definida pero
que no estaba segura, de manera que los localizadores letales podrían matarla si no presentaba
una imagen concreta al pasar. Los localizadores habrían detectado, explicó, a cualquier
subhombre que se hiciera pasar por persona, o viceversa, y habrían matado al sospechoso
intensificando la configuración magnética de su cuerpo orgánico. Esas máquinas eran
peligrosas, pues a veces mataban a personas normales y legítimas o a subpersonas que no
presentaban una identidad definida.)
El oficial se apostó en la esquina delantera izquierda del rectángulo animado de personas y
subpersonas. Cerraron filas, Rod advirtió que los dos soldados que tenía al lado se estremecían
al tocar su cuerpo gatuno. Apartaban la cara como sí él oliera mal. Rod no dijo nada; sólo miró
hacia delante y mantuvo su expresión estúpida.
Lo que siguió fue sorprendente. Los hombres caminaban de manera extraña, y todos movían
la pierna izquierda al unísono, y luego la pierna derecha. M'gentur no podía hacerlo, así que
G'mell, tras pedir con señas la aprobación del sargento, lo recogió y se lo acercó al pecho. De
pronto estalló un fogonazo.
Estas, pensó Rod, han de ser primas de las armas que el Señor Dama Roja llevaba hace
unas semanas, cuando aterrizó con su nave en mi propiedad. (Recordó a Hopper amenazando
la vida del Señor Dama Roja con un cuchillo trémulo como una cabeza de serpiente; y recordó el
estallido súbito y silencioso, el humo negro y aceitoso, y al apesadumbrado Bill mirando la silla
donde había estado su amigo hacía apenas un instante.)
Estas armas no relampagueaban, pero el zumbido del suelo y la agitación del polvo
demostraban su potencia.
—¡Cerrad filas! ¡Juntar los píes! ¡No dejéis pasar a un solo hombre azul! —ordenó el subjefe.
Los hombres obedecieron.
Un olor a quemado impregnó el aire.
No había nada vivo en la rampa, salvo ellos.
Cuando la rampa dobló un recodo, Rod soltó un jadeo.
Era la sala más enorme que había visto. Abarcaba toda la cima de Terrapuerto. Ni siquiera
atinaba a calcular cuántas hectáreas tenía, pero allí habría cabido una pequeña granja. Había
algunas personas allí. Los hombres rompieron filas a una orden del subjefe. El oficial clavó los
ojos en Rod, G'mell y M'gentur.
—¡No os mováis hasta que yo vuelva!
Permanecieron allí sin decir nada.
Rod lo contemplaba todo como si devorara el mundo con los ojos. En la enorme sala había
más antigüedades y riquezas de las que poseía Vieja Australia del Norte. Centelleantes cortinas
de paño increíblemente fino colgaban del techo a treinta metros de altura; algunas parecían estar
sucias y rasgadas, pero otras, si se incluía el impuesto del veinte millones por ciento a las
importaciones, valían más de lo que un norstriliano podía pagar. Había sillas y mesas aquí y allá,
algunas de ellas merecedoras de un lugar de exposición en el Museo del Hombre de Nuevo
Marte. Aquí simplemente se usaban. La gente no parecía más feliz por estar rodeada de tantos
tesoros. Por primera vez, Rod comprendió en qué medida la pobreza espartana que se habían
autoimpuesto había dignificado la vida en Norstrilia, Su pueblo no tenía muchas comodidades,
cuando podía haber comprado inmensos tesoros y llevarlos a su planeta desde todos los
mundos, a cambio de la droga que prolongaba la vida. Pero si hubieran estado atiborrados de
tesoros, no habrían valorado nada; habrían terminado por no tener nada. Evocó su pequeña
colección de antigüedades ocultas. En la Tierra no habría llenado un bote de basura, pero en la
Finca de la Condenación bastaba para convertirlo en un experto.
Al evocar su mundo se preguntó qué haría el hon. sec. Oh Tan Simple mientras su enemigo
llegaba a la Tierra. Había que recorrer un largo trecho para llegar allí.
G'mell le pellizcó el brazo para llamarle la atención.
—Abrázame —le pidió—, que tengo miedo de caerme y A'ikasus no tiene fuerzas para
sostenerme.
Rod se preguntó quien era A'ikasus, pues sólo estaban en compañía del monito M'gentur;
también se preguntó por qué había que sostener a G'mell. La disciplina norstriliana le había
enseñado a no cuestionar órdenes en una emergencia. La abrazó.
De pronto ella se derrumbó como si se hubiera desmayado o dormido. Él la sostuvo con un
brazo y con la mano Ubre le apoyó la cabeza en su hombro, para que diera la impresión de que
G'mell estaba cansada y mimosa, no inconsciente. Resultaba agradable sostener el menudo
cuerpo femenino, que parecía tan frágil y delicado. La cabellera despeinada aún estaba
impregnada por el aroma del salobre aire marino que tanto le había sorprendido una hora atrás.
G'mell era el mayor tesoro que Rod había visto hasta ahora en la Tierra. Pero ¿la tenía? ¿Qué
haría con ella en Vieja Australia del Norte? Las subpersonas estaban totalmente prohibidas,
excepto para usos militares y bajo el control exclusivo del gobierno de la Commonwealth.
No imaginaba a G'mell manejando una podadera mientras caminaba por una oveja gigante
para esquilarla. La idea de que la muchacha-gato pasara toda la noche con una oveja gigante
solitaria o asustada le parecía ridícula. Era una muchacha de placer, un adorno con forma
humana; las criaturas como ella no tenían un lugar bajo los acogedores cielos grises de su
patria. La belleza de G'mell se agostaría en el aire seco; su intrincada mente se avinagraría con
la fatigosa monotonía de una cultura rural: propiedad, responsabilidad, defensa, independencia,
sobriedad. Para ella New Melbourne sería un montón de chozas.
Rod advirtió que se le estaban enfriando los pies. En la pista la luz del sol les había dado
calor, aunque los abofeteara el helado y salobre viento de los maravillosos «mares» de la Tierra.
Allí dentro sólo había el fresco de una gran altura, sumado a la humedad; Rod jamás había
conocido un frío húmedo, y constituía una experiencia extrañamente incómoda.
G'mell despertó con un temblor justo cuando el oficial se les acercaba desde el otro extremo
de la inmensa sala.
Más tarde, G'mell contó a Rod lo que había experimentado al perder la conciencia.
Primero, había recibido una llamada que no podía explicar. Por eso había advertido a Rod.
A'ikasus era el verdadero nombre del «mono» que él llamaba M'gentur.
Luego, mientras caía en un sopor sostenida por el fuerte brazo de Rod, G'mell había oído la
música de dos o tres trompetas que tocaban diversos fragmentos de una intrincada y maravillosa
pieza musical., a veces de una en una, a veces juntas. Si un telépata humano o robot le hubiera
escudriñado la mente mientras ella escuchaba la música, habría creído que una perceptiva
muchacha-gato se había conectado con uno de los muchos canales de entretenimiento
telepático que llenaban el espacio de la Tierra.
Al fin llegaron los mensajes. No estaban codificados dentro de la música. La música le creaba
imágenes mentales porque ella era G'mell, singular, excepcional, única. Determinadas fugas o
notas le llegaban a la memoria y las emociones, despertando en su mente viejas asociaciones
casi olvidadas. Primero pensó en «el vuelo del alto cielo», como en la canción que le había
cantado a Rod. Luego vio ojos, ojos penetrantes que ardían de sabiduría mientras permanecían
húmedos de humildad. Luego percibió los extraños olores del Abajo-abajo, la ciudad donde las
subpersonas trabajaban para mantener la civilización en la superficie y donde algunas
subpersonas ilegales se ocultaban de las autoridades humanas. Al fin vio al propio Rod saltando
de la pista con su contoneo norstriliano. La conclusión era simple. Tenía que llevar a Rod a las
cámaras olvidadas, desoladas y prohibidas del Sin Nombre, y deprisa. La música cesó y ella
despertó.
El oficial llegó.
Les dirigió una furiosa e inquietante mirada.
—Este asunto es raro. El comisionado de turno no cree que haya hombres azules. Todos
hemos oído hablar de ellos. Pero sabemos que alguien activó una bomba emocional telepática.
¡Ese furor! La mitad de la gente de esta sala se desmayó cuando estalló. El uso de esas armas
en la circunscripción terrestre está totalmente prohibido.
Ladeó la cabeza, examinándolos.
G'mell guardó un prudente silencio, Rod siguió actuando como un estúpido, M'gentur se portó
como un monito brillante e indefenso.
—Aún más raro —continuó el oficial—, el comisionado de turno ha dado órdenes de dejaros
en libertad. Las recibió mientras se desquitaba conmigo. ¿Cómo es posible que alguien sepa que
estáis aquí? Sois subpersonas. Pero ¿quiénes sois?
Los miró con curiosidad, pero luego la curiosidad cedió bajo la presión de los hábitos de toda
una vida.
—¿A quién le importa? —ladró furiosamente—. Andando. Largo de aquí. Sois subpersonas y
no podéis estar en esta sala.
Les dio la espalda y se marchó.
—¿Adonde vamos? —susurró Rod, ansiando que G'mell le dijera que podía bajar a la
superficie para ver la Vieja Tierra.
—Bajaremos al fondo del mundo, y luego... —Se mordió el labio—. Y luego bajaremos
todavía más. Tengo órdenes.
—¿No me puedo tomar una hora libre para ver la Tierra? —preguntó Rod—. Tú te quedarás
conmigo, naturalmente.
—¿Cuando la muerte chisporrotea alrededor de nosotros? Claro que no. Ven, Rod. Pronto
obtendrás tu libertad, si alguien no te mata antes. A'ikasus, guíanos.
Se dirigieron hacia un conducto.
Cuando Rod miró hacia abajo sintió un mareo. Sólo cuando vio la gente que subía y bajaba
flotando comprendió que era un dispositivo que no tenían en Vieja Australia del Norte.
—Coge un cinturón —murmuró G'mell—. Finge que estás acostumbrado.
Rod miró alrededor. Cuando ella cogió un cinturón de lona de unos quince centímetros de
ancho y se lo puso en la cintura, Rod comprendió lo que debía hacer. Cogió uno y se lo puso.
Esperaron mientras M'gentur correteaba por los anaqueles, buscando un cinturón lo bastante
pequeño. Al fin G'mell lo ayudó escogiendo uno de tamaño natural y haciéndole un doblez antes
de cerrarlo.
—Magnético —explicó G'mell—. Para el conducto.
No tomaron el conducto principal.
—Ése es sólo para personas —dijo G'mell.
El conducto para subpersonas era igual, salvo que no tenía luces brillantes, ni ventilación de
aire fresco, ni letreros en cada nivel, ni imágenes para entretener a los pasajeros que subían o
bajaban. Además, este conducto parecía transportar más mercancías que pasajeros. Enormes
cajas, fardos, piezas de maquinaria, muebles y bultos inexplicables, cada cual atado con un
cinturón magnético y guiado por una subpersona, bajaban y subían flotando en el misterioso y
atareado tráfico de la Vieja Tierra.
DISCURSOS Y RECURSOS
Rod McBan, disfrazado de gato, bajó flotando por el conducto hacia el encuentro más extraño
que podía tener un hombre de su época. G'mell bajaba con él. Se aferraba púdicamente la falda
entre las rodillas. M'gentur, apoyando la mano simiesca en el hombro de G'mell, adoraba la
suave cabellera roja que ondulaba en la corriente que ellos mismos creaban; ansiaba convertirse
de nuevo en A'ikasus y admiraba profundamente a G'mell, pero el amor entre las diversas razas
de subpersonas por fuerza debía ser platónico. Fisiológicamente no podían reproducirse, y
emocionalmente les resultaba difícil comprender las necesidades empáticas de otra forma de
vida, por emparentada que estuviera. A'ikasus, pues, sólo quería que G'mell fuera su amiga.
Mientras bajaban en relativa paz, otras personas pensaban en ellos en diversos mundos.
VIEJA AUSTRALIA DEL NORTE, OFICINA ADMINISTRATIVA DE LA COMMONWEALTH,
ESE MISMO DÍA
—Tú, ex hon. sec. de este gobierno, estás acusado de extralimitarte en tus deberes
onsequiales y de intentar perjudicar o asesinar a uno de los súbditos de su majestad ausente.
Dicho súbdito es Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan, de la generación
ciento cincuenta y una; también estás acusado de abusar de un instrumento oficial de este
gobierno al tramar y llevar a cabo dicho propósito ilegal, a saber, un gorrión mutante, número de
serie cero nueve uno nueve cuatro ocho siete, número de especialidad dos tres dos ocho cinco
dos cinco, de cuarenta y un kilogramos de peso, con un valor monetario de seiscientos ochenta y
cinco minicréditos. ¿Qué alegas?
Houghton Syme CXLIX enterró la cara en las manos y sollozó.
LA CABAÑA DE LA FINCA DE LA CONDENACIÓN, A LA MISMA HORA
—Tía Doris, está muerto, está muerto, está muerto. Lo presiento.
—Tonterías, Lavinia. Puede meterse en problemas y no lo sabremos. Pero con todo ese
dinero, el gobierno de la Instrumentalidad usaría el Gran Parpadeo para comunicar el cambio en
su propiedad. No quiero parecer despiadada, niña, pero cuando hay tantas propiedades en
juego, la gente actúa deprisa.
—El está muerto.
Doris no desdeñaba las artes telepáticas. Recordaba cómo los australianos habían huido del
furor de Paraíso VII. Se acercó al armario y cogió un tarro de extraño color.
—¿Sabes qué es esto? —preguntó a Lavinia.
La niña le dirigió una sonrisa forzada a pesar de su desesperación interior.
—Sí, desde que yo tenía el tamaño de un minielefante la gente me ha dicho que esa jarra era
un «no toques».
—¡Pues has hecho bien si no lo has tocado! —replicó la tía Doris—. Es una mezcla de stroon
con miel de Paraíso Séptimo.
—Miel —exclamó Lavinia—. Creí que nadie había regresado a ese horrible lugar.
—Algunos regresan —explicó la tía Doris—. Parece que algunas formas terrícolas se han
adaptado y todavía viven allí, entre ellas las abejas. Esta miel tiene poderes sobre la mente
humana. Es un hipnótico poderoso. Lo mezclamos con stroon para asegurarnos de su inocuidad.
La tía Doris metió una cuchara en la jarra, la sacó, la hizo girar para recoger los hilillos de
espesa miel y se la ofreció a Lavinia.
—Ten. Lámela y trágala toda.
Lavinia titubeó y obedeció. Cuando la cuchara estuvo vacía, se relamió los labios y devolvió
la cuchara limpia a la tía Doris, quien la puso aparte para lavarla después.
La tía Doris guardó ceremoniosamente la jarra en un estante alto, cerró con llave el armario y
se metió la llave en el bolsillo del delantal.
—Sentémonos fuera —le dijo a Lavinia.
—¿Cuándo ocurrirá?
—¿Qué ocurrirá?
—El trance... las visiones... lo que provoque esta miel.
Doris soltó su fatigada risa racional.
—¡Ah, eso! A veces no ocurre nada. En todo caso, no te perjudicará, niña. Sentémonos en el
banco. Te diré si advierto algo raro en tu mirada.
Se sentaron ociosamente en el banco. Dos ornitópteros de la policía volaban bajo las nubes
eternamente grises, vigilando en silencio la Finca de la Condenación. Lo hacían desde que el
ordenador de Rod le había indicado cómo ganar todo ese dinero: la fortuna seguía apilándose,
casi más deprisa de lo que se tardaba en registrarla. Los ornitópteros volaban con armonía y
elegancia. Los pilotos habían sincronizado el aleteo de ambas máquinas, de modo que parecían
pájaros danzando un ballet. El efecto cautivaba a Lavinia y a tía Doris.
De pronto Lavinia habló con voz clara, aguda, exigente, muy distinta de lo habitual:
—Es toda mía, ¿verdad?
Doris respiró suavemente.
—¿Qué, querida?
—La Finca de la Condenación. Soy una de las herederas, ¿verdad?
Lavinia apretó los labios en una sonrisa tímida y astuta que la habría avergonzado si hubiera
estado en sus cabales. La tía Doris no replicó. Asintió en silencio.
—SÍ me caso con Rod seré la señora y propietaria McBan, la mujer más rica que jamás haya
existido. Y si me caso con él, me odiará, porque pensará que es por el dinero y el poder. Pero he
amado a Rod, lo amé especialmente porque no era capaz de linguar ni de audir. Siempre he
sabido que algún día me necesitaría, no como mi padre, que cantaba sin cesar sus locas, tristes
y orgullosas canciones. Pero ¿cómo puedo casarme ahora con éL..?
—Busca a Rod —susurró Doris con voz gentil e insinuante—. Búscalo en esa parte de tu
mente que pensaba que él había muerto. Busca a Rod, Lavinia, busca a Rod.
Lavinia lanzó una carcajada de dicha. Era la risa de una niñita.
Miró sus pies, el cielo, a Doris: la miró sin verla.
Los ojos se le aclararon. Luego habló con su voz adulta y normal:
—Veo a Rod. Alguien lo ha convertido en hombre-gato, como en las imágenes que hemos
visto de las subpersonas. Y hay una muchacha con él, una chica, Doris, pero no puedo estar
celosa. Es la criatura más hermosa que ha vivido jamás en ningún mundo. Tendrías que verle el
cabello, Doris. Tendrías que verle el cabello. Es como una cascada de hermoso fuego. ¿Ése es
Rod? No lo sé. No distingo. No veo.
Sentada en el banco, miraba sin ver a través de Doris, llorando con desespero. La tía Doris
se quiso levantar; era hora de que esa pobre muchacha se fuera a dormir, después de haber
probado el hipnótico de Paraíso Séptimo.
Pero Lavinia intervino de nuevo.
—También los veo a ellos.
—¿A quiénes? —preguntó la tía Doris sin mayor interés, ahora que habían encontrado
información sobre Rod. Doris nunca mencionaba el asunto a los hombres, pero era una persona
muy supersticiosa a quien le atraía lo sobrenatural. Sin embargo, incluso en esas incursiones
mantenía la mentalidad práctica que la había caracterizado toda su vida. Así, cuando Lavinia
tropezó con el mayor secreto del universo contemporáneo, no lo tuvo en cuenta. No comentó a
nadie la visión, ni entonces ni después.
—Veo al pálido y orgulloso pueblo de manos fuertes y ojos blancos —insistió Lavinia—. Los
constructores del Palacio del Gobernador de la Noche.
—Eso es bonito —comentó la tía Doris—, pero es la hora de tu siesta...
—Adiós querido pueblo... —dijo Lavinia con voz ebria.
Había visto a los dáimonos en su propio mundo.
La tía Doris, sin prestarle atención, se levantó y le cogió el brazo para llevarla a descansar.
No quedaba nada de los dáimonos, excepto una canción que Lavinia se sorprendió canturreando
unas semanas después, sin saber si la había soñado o si la había leído en un libro:
¡Los verás, los verás
andar bellos y libres!
Por jardines de hierba plateada,
más allá de ondulantes ríos,
el cabello peinado
por los dedos del viento.
Los conocerás
por sus rostros blancos,
impávidos, distantes,
sin arrugas,
mientras viajan por la noche
hacia destinos prodigiosos.
Así llegaron las noticias sobre Rod, confusas y fragmentarias; así pasó la visión de los
daímonos en su mundo oculto entre las estrellas.
EN LA PLAYA DE MEEYA MEEFLA, EL MISMO DÍA
—Padre, no puedes estar aquí. ¡Nunca vienes aquí!
—Sin embargo, aquí estoy —dijo el señor William No-de-aquí—. Y es importante.
—¿Importante? —rió Ruth—. Entonces no es para mí. Yo no soy importante. Tu trabajo allí si
lo es. —Señaló con la cabeza el borde de Terrapuerto, que flotaba, nítido y circular, más allá de
las crestas de las nubes lejanas.
El atildado Señor se acuclilló torpemente en la arena.
—Escucha, muchacha —dijo con énfasis y lentitud—, nunca te he pedido gran cosa, pero
ahora te pediré un favor.
—Sí, padre —respondió ella, algo intimidada por esa inusitada actitud: su padre solía tratarla
con amable distanciamiento, y se olvidaba de ella diez segundos después de haberle hablado.
—Ruth, ¿sabes que somos norstrilianos?
—Somos ricos, sí a eso te refieres. Qué más da, considerando cómo andan las cosas.
—No hablo de riquezas. ¡Hablo de nuestro hogar, y es muy importante!
—¿Hogar? Nosotros nunca hemos tenido un hogar, padre.
—¡Norstrilia! —masculló él.
—Yo nunca lo he visto, padre. Y tampoco tú. Ni tu padre. Ni el bisabuelo. ¿De qué estás
hablando?
—¡Podemos regresar a nuestro hogar!
—¿Qué ocurre, padre? ¿Has perdido el juicio? Siempre has dicho que nuestra familia compró
la emigración y nunca podría regresar. ¿Qué ocurre ahora? ¿Han cambiado las leyes? No sé si
quiero volver, de todos modos. No hay agua ni playas ni ciudades. Sólo hay un planeta seco y
triste con ovejas enfermas y granjeros inmortales que merodean armados hasta los dientes.
—¡Ruth, tú puedes lograr que volvamos!
Ruth se levantó bruscamente y se sacudió la arena del trasero. Era un poco más alta que el
padre; aunque él era un hombre muy apuesto, de aire aristocrático, la joven era una persona aún
más llamativa. Cualquiera podía darse cuenta de que nunca le faltarían pretendientes.
—Bien, padre. Tú siempre tienes planes. Por lo general, te interesa el dinero antiguo. Pero
esta vez yo estoy involucrada en ello, de lo contrario no estarías aquí. Padre, ¿qué quieres que
haga?
—Que te cases. Que te cases con el hombre más rico que ha existido en el universo.
—¿Eso es todo? —rió ella—. Claro que me casaré con él. Nunca me he casado con un
extranjero. ¿Has concertado una cita con él?
—No entiendes, Ruth. No se trata de una boda terrestre. Según la ley y la costumbre de
Norstrilia te casas sólo con un hombre, te casas una sola vez, y sigues casada con él mientras
vivas.
Una nube tapó el sol. El aire se volvió más fresco. Ruth contempló a su padre con una
extraña mezcla de compasión, desprecio y curiosidad.
—Eso es harina de otro costal —dijo—. Primero tendré que verlo...
OFICINA DEL AYUDANTE DEL COMISIONADO, CIMA DE TERRAPUERTO, CUATRO
HORAS DESPUÉS
—No me digas que no hay nada. Ni inventes historias sobre los hombres azules. ¡Vuelve a la
pista y regístrala molécula por molécula hasta averiguar dónde estalló esa bomba mental!
—Pero...
—¡Sin peros! Yo he estado en guerra y tú no. Reconozco una bomba cuando la siento. Esa
maldita cosa todavía me da dolor de cabeza. Vuelve con tus hombres a la pista de arriba y
averigua dónde estalló esa bomba.
—Sí, señor —respondió el abatido y joven subjefe, sin la menor esperanza de cumplir su
misión. Saludó con desaliento.
Cuando encontró a sus hombres en la puerta, sacudió la cabeza casi imperceptiblemente. El
y sus hombres subieron por la rampa como un patético grupo de espantajos sin fuerzas.
ANTECÁMARA DE LA CAMPANA Y EL BANCO, A LA MISMA HORA
—Apresamos al hombre-toro T'dank, pero de algún modo escapó. Tal vez esté escondido en
las cloacas. No veo razón para enviar la policía a perseguirlo. Allí abajo no durará mucho. Y la
policía armaría un escándalo si yo lo perdonara. Tú puedes darme la razón, pero el resto del
Consejo no lo haría.
—¿Y el comisionado Bebedor de Té, Señor? ¿Qué piensas hacer con él? Es una cuestión
engorrosa, pues es un ex Señor de la Instrumentalidad. No podemos consentir que esa gente
cometa delitos —declaró enfáticamente la Dama Johanna Gnade.
—Tengo el castigo para él —respondió Jestocost, con una blanda sonrisa.
—¿Olvido y recondicionamiento? —preguntó la Dama Johanna—. Básicamente, es un
hombre inteligente.
—Nada tan simple.
—¿Entonces qué mi Señor?
—Nada.
—¿Qué quieres decir con «nada», Jestocost? No tiene sentido —exclamó la Dama Johanna
con una extraña nota de petulancia.
—Quiero decir lo que he dicho, señora. Nada. Él sabe que yo sé algo. La araña ha muerto. El
robot está destruido. Hay otros nueve Rod McBans causando un pequeño caos en la ciudad
baja. Pero Bebedor de Té ignora que yo lo sé todo. Tengo mis propias fuentes.
—Sabemos que te enorgulleces de ello —comentó la Dama Johanna, con una encantadora y
artera sonrisa—. También sabemos que te gusta guardar secretos personales. Lo toleramos,
Señor, porque te amamos y confiamos en ti, pero sería una práctica muy peligrosa si la llevaran
a cabo personas menos juiciosas o menos hábiles que tú. Y podría resultar peligrosa si... —
Titubeó, lo estudió un instante y continuó—. Sería peligrosa si perdieras tu astucia, o murieras de
repente.
—Lo cual no ha ocurrido —replicó él, desechando el tema.
—No me has contado qué harás con Bebedor de Té.
—Nada, como he dicho —contestó Jestocost con enfado—. No haré nada y dejaré que él
espere que yo ordene su destrucción. Si empieza a creer que me he olvidado, encontraré algún
modo de recordarle que alguien o algo le sigue el rastro. Bebedor de Té será un hombre muy
desdichado antes de que termine con él.
—Eso parece muy cruel, mi Señor. Él podría apelar.
—¿Y ser juzgado por asesinato?
La Dama Johanna desistió.
—Tu estilo es inaudito, Señor. Te has adaptado al Redescubrimiento del Hombre. Dejar que
la gente sufra. Dejar que las cosas salgan mal. Yo fui educada en la vieja filosofía... si ves un
problema, resuélvelo.
—Y yo me di cuenta de que estábamos muriendo de perfección.
—Supongo que estás en lo cierto —suspiró ella—. Supongo que aún vigilas a ese hombre
rico.
—En la medida de lo posible —dijo Jestocost.
—Perfecto —dijo Johanna, dando el asunto por concluido—. Sólo espero que no te hayas
liado con esa extravagante afición tuya.
—¿Extravagante afición? —dijo Jestocost a la manera cortesana, enarcando las cejas.
—El subpueblo —explicó ella con tono de disgusto—. El subpueblo. Me caes bien, Jestocost,
pero tus comentarios sobre esos animales a veces me repugnan.
Jestocost no planteó objeciones. Se quedó rígido y la miró. La Dama Johanna sabía que
Jestocost estaba eludiendo una provocación. Él era mayor, así que la Dama saludó con una
ligera reverencia y se marchó de la sala.
ANTECÁMARA DE LA CAMPANA Y EL BANCO, DIEZ MINUTOS DESPUÉS
Una mujer-oso con cofia almidonada y uniforme de enfermera entró en la sala empujando la
silla de ruedas del Señor Crudelta. Jestocost apartó los ojos de los cuadros de situación que
estaba examinando. Cuando vio quién era, saludó a Crudelta con una profunda inclinación. La
mujer-oso, excitada por el famoso lugar y los grandes dignatarios a quienes conocía, habló con
voz singularmente aguda.
—Señor y amo Crudelta —suplicó—, ¿puedo dejarte aquí?
—Sí, vete. Te llamaré luego. Ve al cuarto de baño mientras sales. Está a la derecha.
—¡Señor...! —jadeó ella avergonzada.
—No te habrías atrevido si no te lo hubiera dicho. Hace media hora que leo tu mente. Ahora
márchate.
La mujer-oso salió con un susurro de las faldas almidonadas.
Crudelta se volvió hacia Jestocost, quien se inclinó. Al alzar los ojos contempló la cara de ese
hombre viejo, muy viejo, y dijo, con cierto orgullo en la voz:
—¡Aún sigues con tus mañas, Señor y colega Crudelta!
—Y tú con las tuyas, Jestocost. ¿Cómo sacarás a ese chico de las cloacas?
—¿Qué chico? ¿Qué cloacas?
—Nuestras cloacas. El chico a quien le vendiste esta torre.
Por una vez, Jestocost quedó atónito de sorpresa. Se le aflojó la mandíbula. Luego recobró la
compostura y dijo:
—Eres un hombre informado, Señor Crudelta.
—Lo soy, y también soy mil años mayor que tú. Ésa fue mi recompensa por regresar de la
nada del espacio.
—Lo sé, Señor. —La cara carnosa y agradable de Jestocost no expresaba preocupación,
pero estudiaba al viejo con gran cautela. En su juventud, el señor Crudelta había sido el mayor
Señor de la Instrumentalidad, un telépata siempre temido por los demás Señores, pues leía las
mentes con tanta destreza y rapidez que era el mejor carterista mental que jamás había existido.
A pesar de ser un conservador acérrimo, jamás se había opuesto a una medida determinada
porque atentara contra sus ambiciones. Por ejemplo, había presidido la votación por el
Redescubrimiento del Hombre regresando de su retiro e intimidando al Consejo con su
vehemente discurso a favor de la reforma. Jestocost nunca le había tenido simpatía. ¿Quién
podía simpatizar con una lengua mordaz, una mente de insondable inteligencia, una
personalidad vieja y fría que no ofrecía ni pedía compañerismo? Y si el viejo se había embarcado
en la aventura Rod McBan, quizá supiera algo sobre el anterior trato de Jestocost con... /No, no,
no! No pienses eso aquí, no mientras te observan estos ojos.
—También lo sé —dijo el viejo.
—¿Qué?
—El secreto que más quieres ocultar.
Jestocost esperó sumisamente a que le asestaran el golpe.
El viejo rió. La mayoría de la gente habría esperado un graznido de aquella cara apuesta,
joven y lozana con un cuerpo enclenque y marchito. Habría sido un error. La risa sonaba amable,
genuina y cálida.
—Dama Roja es un estúpido —afirmó Crudelta.
—Estoy de acuerdo —dijo Jestocost—. ¿Pero cuáles son tus razones, Señor y amo?
—El muy tonto. Sacar a ese joven de su propio planeta cuando tiene tanta riqueza y tan poca
experiencia.
Jestocost asintió, sin querer decir nada mientras el viejo no hubiera mostrado su línea de
ataque.
—Sin embargo, tu idea me gusta —continuó el Señor Crudelta—. Venderle la Tierra y luego
cobrarle impuestos por eso. ¿Pero cuál es tu finalidad última? ¿Nombrarlo emperador del
planeta Tierra, al viejo estilo? ¿Asesinarlo? ¿Volverlo loco? ¿Lograr que tu muchacha-gato lo
seduzca y luego lo mande a casa arruinado? Admito que yo también he pensado en estas
posibilidades, aunque no entendía cómo encajaban con tu pasión por la justicia. Pero hay una
cosa que no puedes hacer, Jestocost. No puedes venderle el planeta Tierra y luego permitirle
que se quede aquí y lo administre. Podría exigir esta torre como residencia. Eso sería
demasiado. Soy demasiado viejo para mudarme a otra parte. Y no debe extraer todo el océano y
llevárselo como recuerdo. Todos habéis sido muy listos, Señor... listos al extremo de la tontería.
Habéis creado una crisis innecesaria. ¿Qué piensas obtener de ella?
Jestocost decidió ir al grano. El viejo debía de haberle leído la mente. Sólo así podría haber
atado todos los cabos. Jestocost optó por la verdad y nada más que la verdad. Empezó con el
día en que el Gran Parpadeo comunicó las enormes transacciones en stroon, apuestas
financieras que pronto trascendieron los mercados de Vieja Australia del Norte para desequilibrar
la economía de todos los mundos civilizados. Intentó explicar quién era Dama Roja.
—No me cuentes eso —exclamó el señor Crudelta—. Fui yo quien lo apresó, lo sentenció a
muerte y luego fui persuadido a anular la sentencia. No es un mal hombre, pero es astuto. Tiene
suficiente inteligencia para convertirse en un absoluto tonto cuando se enreda en sus
conspiraciones lógicas. Te apuesto un minicrédito contra un crédito a que ya ha asesinado a
alguien. Siempre lo hace. Le agrada la violencia teatral. Pero vuelve a tu historia. Dime qué
planes tienes. Si me gustan, te ayudaré. Si no me gustan, presentaré la historia ante una reunión
plenaria del Consejo esta mañana, y sabes que harán trizas tu brillante idea. Quizá confisquen la
propiedad del muchacho, lo manden a un hospital y lo hagan salir hablando vasco y tocando
música flamenca. Sabes tan bien como yo que la Instrumentalidad se muestra muy generosa con
la propiedad ajena, pero se vuelve implacable cuando se ve amenazada. A fin de cuentas, yo fui
uno de los hombres que exterminó a Raumsog.
Jestocost habló despacio y con calma. Habló con la certeza de un contable que, teniendo los
libros en orden, explica un asunto intrincado a su gerente. A pesar de su edad, era un niño
comparado con la antigüedad y sabiduría del señor Crudelta. Expuso los detalles, incluyendo los
propósitos de Rod McBan. Incluso compartió con el señor Crudelta su simpatía por el subpueblo
y la lucha secreta y silenciosa que él libraba para mejorar la consideración de las subpersonas.
Lo único que no mencionó fue el A'telekeli y el contracerebro que el subpueblo había instalado
en Abajo-abajo. Si el viejo lo sabía, Jestocost no podía impedirlo. Pero si no lo sabía, no debía
contárselo.
El señor Crudelta no reaccionó con entusiasmo senil ni con risas infantiles. No volvió a la
infancia sino a la madurez; con gran dignidad y energía, declaró:
—Apruebo. Comprendo. Cuentas con mi respaldo si lo necesitas. Llama a la enfermera para
que venga a buscarme. Pensé que eras un tonto sagaz, Jestocost. A veces lo eres. Esta vez
demuestras que tienes corazón además de cabeza. Algo más. Apresúrate a traer de Marte a ese
doctor Vomact, y no atormentes mucho tiempo a Bebedor de Té, sólo para hacerte el listo. Se
me podría ocurrir la idea de atormentarte a ti.
—¿Y el ex Señor Dama Roja? —preguntó respetuosamente Jestocost.
—El, nada. Nada. Deja que siga su vida. Quizá los norstrilianos se sirvan de él para perder su
inocencia política.
La mujer-oso entró en la sala con un susurro de faldas. El señor Crudelta agitó la mano.
Jestocost se inclinó casi hasta el suelo, y la silla de ruedas, pesada como un tanque, atravesó
chirriando el umbral.
—¡Eso pudo haber planteado un problema! —suspiró Jestocost, Se enjugó la frente.
EN BUSCA DEL MAESTRO GATUNO
Rod, G'mell y M'gentur habían tenido que asirse a los costados del conducto varias veces
cuando el tráfico se volvía más denso y grandes cargamentos subían o bajaban junto a ellos. En
una de estas esperas, G'mell contuvo el aliento y dijo unas rápidas palabras al monito. Rod sólo
captó el repentino entusiasmo y la felicidad en la voz de G'mell. El mono murmuró una respuesta
y ella insistió en tono lastimero.
—¡A'ikasus, debes hacerlo! La vida de Rod podría depender de ello. No se trata sólo de
salvarle la vida ahora, sino de que disfrute una vida mejor durante cientos y cientos de años.
—No me pidas que piense cuando tengo hambre —exclamó el mono con enfado—. Este
rápido metabolismo y este pequeño cuerpo no bastan para sostener verdaderos pensamientos.
—Si quieres comida, aquí tengo unas pasas. —Ella sacó un puñado de pasas sin semillas de
una de sus bolsas.
M'gentur las comió con avidez pero sombríamente.
Rod dejó de prestarles atención para admirar los magníficos muebles dorados, con delicadas
tallas e incrustaciones de material nacarado, que un numeroso grupo de locuaces hombres-perro
llevaba hacia arriba. Les preguntó adonde llevaban los muebles. No le respondieron y él repitió la
pregunta en tono más perentorio, como correspondía al norstriliano más rico del universo. El
autoritarismo en su voz provocó respuestas, pero no las que él esperaba.
—Miau —dijo un hombre-perro—. Cállate, gato, o te perseguiré y tendrás que subirte a un
árbol.
—Lo llevamos a tu casa, estúpido. ¿Qué crees que eres? ¿Una persona?
—Los gatos siempre son entrometidos. Mira ése.
El capataz de los perros subió por el conducto.
—Amigo gato —le dijo a Rod con aplomo y amabilidad—, si tienes ganas de charla, quizá te
clasifiquen como material sobrante. ¡Será mejor que te calles en el conducto público!
Rod comprendió que para esos seres era uno más, un gato convertido en hombre, y que los
obreros del subpueblo que servían a la Vieja Tierra estaban adiestrados para no conversar
mientras trabajaban para el hombre.
Captó el urgente susurro de G'mell a M'gentur:
—...y no le preguntes. Díselo a El. ¡Nos arriesgaremos a cruzar la zona de las personas para
visitar al Maestro Gatuno! Díselo a El.
M'gentur respiraba entrecortadamente. Los ojos se le salían de las órbitas, pero no estaba
mirando nada. Gruñó como si realizara un gran esfuerzo interno. Al fin soltó la pared. Habría
caído lentamente si G'mell no lo hubiera cogido para acunarlo como un bebé.
—¿Llegaste a El? —susurró ávidamente G'mell.
—Él —jadeó el monito.
—¿Quién? —preguntó Rod.
—Ese-I —respondió G'mell—. Ya te lo contaré después. —Y preguntó a M'gentur—: Si has
llegado a El, ¿qué dijo?
—Dijo: «A'ikasus, no digo que no. Eres mi hijo. Corre el riesgo si lo consideras necesario.» Y
no me preguntes ahora, G'mell. Déjame pensar un poco. Acabo de viajar hasta Norstrilia y volver
de allí. Todavía me siento ahogado en este pequeño cuerpo. ¿Tenemos que hacerlo ahora?
Justo ahora? ¿Por qué no podemos ir a Él y averiguar para qué queremos a Rod? —preguntó
M'gentur señalando hacia las profundidades de abajo—. Rod es un medio, no un fin. ¿Quién
sabe qué hacer realmente con él?
—¿De qué estáis hablando? —preguntó Rod.
—Yo sé qué haremos con él —afirmó G'mell al mismo tiempo.
—¿Qué? —dijo el monito, nuevamente cansado.
—Lo dejaremos en libertad, y le dejaremos hallar la felicidad; y si él quiere brindarnos ayuda,
la aceptaremos con gratitud. Pero no le robaremos. No le haremos daño. Ese sería un modo
mezquino y sucio de mejorar nuestra vida. Si él averigua quién es antes de encontrarse con El,
se entenderán mejor. —Se volvió hacia Rod y preguntó con misterioso énfasis—: ¿No quieres
saber quién eres?
—Soy Rod McBan ciento cincuenta y uno.
—Shhh, no menciones nombres aquí. No hablo de nombres. Hablo de tu interioridad
profunda. La vida misma, tal como fluye a través de ti. ¿Sabes quién eres?
—No me confundas —se defendió—. Sé perfectamente quién soy, y dónde vivo, y qué tengo.
Incluso soy consciente de que ahora se supone que soy un hombre-gato llamado G'roderick.
¿Qué más hay que saber?
—¡Los hombres! —gimió ella—. ¡Los hombres! Aunque sois personas, sois tan obtusos que
no podéis comprender una simple pregunta. No te pregunto el nombre ni el domicilio ni el título ni
la propiedad de tu bisabuelo. Te pregunto por ti, Rod, el único que vivirá, no importa cuántos
números puedan ponerse tus nietos detrás del apellido. No estás en el mundo sólo para poseer
una propiedad o exhibir un nombre con un número detrás. Tú eres tú. Nunca hubo otro ser como
tú. Nunca habrá otro tú después de ti. ¿Qué quiere ese «ser»?
Rod miró las paredes del túnel, que muy abajo parecían virar suavemente hacia el norte. Miró
los pequeños rombos de luz proyectados en las paredes por las puertas de aterrizaje a los
diversos niveles de Terrapuerto. Sintió que su propio peso le tironeaba ligeramente de la mano
mientras se asía de la rugosa superficie del conducto vertical, sostenido por el cinturón. Aquella
prenda le resultaba incómoda; a fin de cuentas, estaba soportando la mayor parte de su peso.
Pensó: ¿Quién soy yo para tener derecho a desear algo? Soy Rod McBan CU, el señor y
propietario de la Finca de la Condenación. Pero también soy un pobre fenómeno con poca
telepatía que ni siquiera sabe linguar ni audir con claridad.
G'mell lo estudiaba con mirada clínica, pero Rod comprendió que ella no intentaba espiarle la
mente.
Terminó hablando casi tan fatigosamente como M'gentur, que también se llamaba Aikesus o
algo parecido, y que tenía extraños poderes para ser un monito:
—Creo que no deseo muchas cosas, G'mell. Sólo linguar y audir correctamente, como otras
personas de mi mundo natal.
La expresión de G'mell revelaba comprensión y un gran esfuerzo por llegar a una decisión.
M'gentur interrumpió con su aguda voz de mono:
—Dímelo a mí, señor y amo.
—No aspiro a nada —repitió Rod—. Me gustaría linguar y audir porque otras personas se
burlan de mí por ello. Y me gustaría conseguir un sello triangular azul de dos peniques, del Cabo
de Buena Esperanza, mientras estoy en la Tierra. Eso es todo. Supongo que no quiero nada
más.
El mono cerró los ojos y pareció dormirse de nuevo: Rod sospechó que se trataba de un
trance telepático.
G’mell enganchó a M'gentur de un viejo tubo que sobresalía de la superficie del conducto.
Como M'gentur sólo pesaba unos gramos, el cinturón no sufrió un tirón fuerte. G’mell aferró el
hombro de Rod y lo atrajo hacia sí.
—Escucha, Rod. ¿Quieres saber quién eres?
—No lo sé. Podría hacerme desdichado.
—¡No, si sabes quién eres! —insistió ella.
—Quizá no me guste lo que soy. A otras personas no les gusto. Mis padres murieron juntos
cuando su nave explotó en el espacio. No soy normal.
—¡Por amor de Dios! —exclamó ella.
—¿De quién?
—Perdóname, padre —dijo G'mell, sin hablar con nadie que estuviera a la vista.
—He oído ese nombre en alguna parte —reflexionó Rod—. Pero pongámonos en marcha.
Quiero llegar a ese lugar misterioso al que debes conducirme y luego quiero averiguar qué le ha
ocurrido a Eleanor.
—¿Quién es?
—Mi criada. Adoptó mi forma, ha corrido riesgos por mí, junto con ocho robots. De mí
depende hacer algo por ella. Siempre.
—Pero es tu criada —declaró G'mell—. Ella te sirve. Es casi una subpersona, como yo.
—Es una persona —protestó Rod—. No tenemos subpersonas en Norstrilia, salvo algunas en
tareas del gobierno. Y ella es mi amiga.
—¿Quieres casarte con ella?
—¡Grandes ovejas enfermas! ¿Estás loca? ¡No!
—¿Quieres casarte con alguien?
—¿A los dieciséis años? —exclamó Rod—. De todos modos, mi familia lo arreglará. —Evocó
a la sencilla, honesta y dedicada Lavinia, y no pudo evitar compararla con la voluptuosa criatura
que flotaba junto a él en el túnel mientras el tráfico circulaba. Casi ingrávida, la cabellera de
G'mell le aureolaba la cabeza como una flor mágica. De vez en cuando G'mell se la apartaba de
los ojos. Rod resopló—. No con Eleanor.
Cuando él dijo esto, la hermosa muchacha-gato tuvo otra idea.
—Tú sabes qué soy, Rod —dijo, muy seriamente.
—Una muchacha-gato del planeta Tierra. Se supone que eres mi esposa.
—En efecto —respondió ella con un tono extraño—. ¡Adelante, pues!
—¿Adelante?
—Sé mi esposo —invitó ella con un ligero tartamudeo—. Sé mi esposo si eso te ayuda a
encontrarte a ti mismo.
Ella miró rápidamente a derecha e izquierda. No había nadie cerca.
—¡Mira, Rod, mira! —G'mell se entreabrió el vestido. Aun en la penumbra, Rod pudo
distinguir la sutil tracería de las venas en el delicado pecho y los jóvenes senos con forma de
pera. Las aureolas que rodeaban los pezones eran de un claro, dulce e inocente color rosado;
los pezones parecían deliciosos como golosinas. Por un instante Rod sintió placer y luego un
terrible embarazo. Apartó la cara con timidez. Lo que ella había hecho era interesante, pero no
resultaba exactamente agradable.
Cuando Rod se atrevió a mirarla, G'mell aún le estudiaba la cara.
—Soy una muchacha de placer, Rod. Éste es mi oficio. Y tú eres un gato, con todos los
derechos de un gato macho. Nadie repararía en ello en este túnel. Rod, ¿quieres hacer algo?
Rod tragó saliva y calló.
Ella se puso bien la ropa. Cuando habló, la voz no sonaba tan apremiante.
—Supongo que eso me dejó sin aliento. Te encuentro bastante atractivo, Rod. Me sorprendo
pensando: «Lástima que él no sea un gato.» Ya lo he superado.
Rod no dijo nada.
Una risa burbujeante afloró en la voz de G'mell, junto con un aire de ternura maternal que
conmovió a Rod.
—Más aún, Rod, no lo he dicho en serio. O quizá sí.
Tenía que darte una oportunidad antes de creer que te conocía de veras. Rod, soy una de las
muchachas más hermosas de la Vieja Tierra. La Instrumentalidad me usa por esta razón. Te
transformamos en gato y te ofrecimos mi persona, y tú no quieres poseerme. ¿Eso no te sugiere
que no sabes quién eres?
—¿Insistes con eso? —suspiró Rod—. Supongo que no entiendo a las muchachas.
—Será mejor que las entiendas, antes de irte de la Tierra. Tus agentes te han comprado un
millón de muchachas con todo tu dinero.
—¿Personas o subpersonas?
—¡De las dos!
—¡Que vayan a molestar ovejas! —exclamó Rod—. No tengo nada que ver con esa compra.
Vamos, muchacha. Este no es sitio para una conversación de alcoba.
—¿Dónde has aprendido esa palabra? —rió G'mell.
—He leído libros, muchos libros. Aunque os parezca un patán, sé muchas cosas.
—¿Confías en mí, Rod?
Rod recordó la impudicia de G'mell, que lo había dejado sin aliento. El humor norstriliano se
afianzó en él, no como característica personal sino como rasgo cultural.
—He visto cómo eres, G'mell —sonrió—. Supongo que no te quedan muchos secretos. Bien,
confío en ti. ¿Y qué?
Ella lo estudió atentamente.
—Te diré de qué hablábamos A'ikasus y yo.
—¿Quién?
—Él —respondió ella, señalando al monito.
—Creía que se llamaba M'gentur.
—¡Como tú te llamas G'rod!
—¿No es un mono? —preguntó Rod.
Ella miró alrededor y bajó la voz.
—Es un pájaro —contestó con solemnidad—. Por su importancia, es el segundo pájaro de la
Tierra.
—¿Y qué?
—Está a cargo de tu destino, Rod. Tu vida o tu muerte. En este preciso instante.
—Suponía que eso estaba en manos del Señor Dama Roja y de alguien llamado Jestocost,
en la Tierra —susurró Rod.
—Estás tratando con otros poderes, Rod, poderes que se mantienen ocultos. Quieren ser tus
amigos. Y creo —añadió ella incongruentemente— que será mejor correr el riesgo y acudir.
Él la miró sin entender.
—A ver al Maestro Gatuno —añadió ella.
—Allí me harán algo.
—Sí —admitió G'mell, con expresión tranquila, cordial y serena—. Tal vez mueras... pero no
lo creo. Podrías volverte loco... siempre hay posibilidad. O encontrarás todo lo que deseas... eso
es lo mas probable. He estado allí, Rod. Yo misma he estado allí. ¿No te parezco una muchacha
feliz y activa, teniendo en cuenta que soy un simple animal con un trabajo poco considerado?
Rod la estudió.
—¿Qué edad tienes?
—El año que viene cumplo treinta —respondió ella, inflexible.
—¿Por primera vez?
—Para el subpueblo no hay segunda vez, Rod. Creí que lo sabías.
Rod la miró un instante.
—Si tú puedes resistirlo, yo también. En marcha.
Ella alzó a M'gentur o A'ikasus, apartándolo de la pared, donde se había dormido como una
marioneta entre una representación y otra. El monito abrió los fatigados ojos y parpadeó.
—Nos ha dado órdenes —dijo G'mell—. Iremos a la Gran Tienda.
—¿Sí? —refunfuñó el mono, despabilándose—. ¡No lo recuerdo!
—¡A través de mí, A'ikasus! —rió G'mell.
—¡Ese nombre! —masculló él—. No seas imprudente, y menos en un conducto público.
—De acuerdo, M'gentur —rectificó ella—. ¿Pero lo apruebas?
—¿La decisión?
G'mell asintió.
El monito los miró a ambos.
—Si ella arriesga su vida y la tuya, además de la mía... sí ella arrostra peligros para hacerte
mucho, mucho más feliz, ¿estás dispuesto a acompañarla?
Rod asintió en silencio.
—Vamos, entonces —decidió el mono cirujano.
—¿Adonde vamos? —preguntó Rod.
—Bajaremos a la ciudad de Terrapuerto. Entre toda la gente. Enjambres de gente —explicó
G'mell—. Y verás la vida cotidiana de la Tierra, tal como me pediste en la torre hace una hora.
—Hace un año, querrás decir —manifestó Rod—. ¡Han pasado tantas cosas! —Evocó los
pechos jóvenes y desnudos y el impulso que había incitado a G'mell a mostrarlos, pero no sintió
excitación ni culpa; experimentó cordialidad, porque intuyó en esa relación un compañerismo
mucho más ferviente que la sexualidad.
—Iremos a una tienda —dijo el mono somnoliento.
—¿Una tienda? ¿A buscar cosas? ¿Para qué?
—Tiene un bonito nombre —intervino G'mell—, y pertenece a una maravillosa persona. Nada
menos que el Maestro Gatuno. Tiene quinientos años, y aún se le permite vivir en virtud del
legado de la Dama Goroke.
—Nunca he oído hablar de ella —confesó Rod—. ¿Cómo se llama la tienda?
—La Gran Tienda de los Deseos del Corazón —respondieron simultáneamente G'mell y
M'gentur.
El viaje fue un sueño vivido y rápido. Bajaron unos cientos de metros hasta llegar al nivel del
suelo.
Salieron a la calle de las personas. Un policía robot los observaba desde una esquina.
Seres humanos con trajes de cien períodos históricos distintos se paseaban en el ambiente
húmedo y cálido de la Tierra. El aire no era tan salobre como en la cima de la torre. En la ciudad
Rod olió a más personas de las que jamás había imaginado en un solo lugar. Miles de
individuos, cientos y miles de comidas, el aroma de los robots, las subpersonas y otras criaturas
que parecían ser animales no modificados.
—Nunca había conocido un lugar con olores tan fascinantes —le confesó a G'mell.
Ella lo miró de soslayo.
—Qué interesante. Tienes el olfato de un hombre-perro. La mayor parte de las personas
verdaderas que he conocido no se podían oler los propios pies. Ven, G'roderick... ¡Recuerda
quién eres! Si yo no estuviera marcada y con permiso para la superficie, ese policía nos
detendría al instante.
Cargó con A'ikasus y aferró el codo de Rod para guiarlo. Llegaron a una rampa que conducía
a un pasillo subterráneo bien iluminado. Máquinas, robots y subpersonas iban de un lado a otro,
muy atareadas.
Rod se habría desorientado si no le hubiera acompañado G'mell. Aunque su prodigiosa
capacidad para audir en banda ancha, que tan a menudo lo había sorprendido en su mundo, no
había vuelto durante sus pocas horas en la Vieja Tierra, sus otros sentidos le brindaban una
sofocante percepción del gran número de personas que había por encima y alrededor. (No sabía
que en épocas pasadas las ciudades de la Tierra albergaban poblaciones de hasta decenas de
millones; para él, varios cientos de miles de personas, y un número similar de subpersonas,
representaba una muchedumbre descomunal.) Los sonidos y olores de las subpersonas eran
sutilmente distintos de los de las personas; algunas máquinas de la Tierra eran más grandes y
más antiguas de lo que él hubiera imaginado; la circulación de agua en volúmenes inmensos,
millones y millones de litros, para los múltiples usos de Terrapuerto —higiene, refrigeración,
bebida, usos industriales— le hacía comprender que no estaba entre unos pocos edificios, lo
cual habría constituido una ciudad en Vieja Australia del Norte, sino que formaba parte del flujo
sanguíneo que recorría el sistema circulatorio de un enorme animal complejo cuya naturaleza él
no entendía del todo. La ciudad tenía una vitalidad pegajosa, húmeda y complicada que hasta
entonces no había sospechado. Se caracterizaba por el movimiento. Rod sospechó que ese
movimiento era constante noche y día, y que nunca llegaba a interrumpirse, que las grandes
bombas impulsaban agua por tubos y desagües aunque la gente no estuviera despierta, que el
cerebro de esta organización no podía residir en un solo punto, sino que abarcaba muchos
subcerebros, cada cual responsable de determinadas tareas. ¡Con razón necesitaban
subpersonas! A pesar de los perfectos mecanismos automáticos, significaría un gran trastorno
contar con supervisores humanos suficientes para reparar los diversos sistemas si sufrían fallos
internos o problemas de conexión. Vieja Australia del Norte tenía vitalidad, pero era la vitalidad
de los campos abiertos, la escasez de población, la riqueza inmensa y el perpetuo peligro militar;
ésta era la vitalidad del albañal, de la pila de estiércol, pero los componentes putrefactos que
medraban y crecían no eran desechos sino seres humanos y cuasihumanos. No le extrañaba
que sus antepasados hubieran huido de las ciudades. Debían de haber sido horrendas para los
hombres libres. Incluso la Vieja Australia Original, en alguna parte de la Tierra, había perdido su
naturaleza y libertad para convertirse en el gigantesco complejo urbano de Aojou Nambien. Rod
pensó con espanto que debía de haber tenido mil veces el tamaño de esta ciudad de
Terrapuerto. (Se equivocaba, pues Aojou Nambien tenía ciento cincuenta mil veces el tamaño de
Terrapuerto cuando desapareció. Terrapuerto tenía sólo doscientos mil habitantes permanentes
cuando Rod la visitó, con una cantidad adicional procedente de los suburbios cercanos, los
suburbios exteriores que aún estaban derruidos y abandonados; Australia, bajo el nombre de
Aojou Nambien, había alcanzado una población de treinta mil millones de habitantes antes de
desaparecer, antes de que los Salvajes y los Menschenjager empezaran a exterminar a los
supervivientes.)
Rod estaba desconcertado, pero G'mell no.
Había puesto a M'gentur en el suelo, a pesar de sus chillonas protestas de mono. El pequeño
simio trotaba con desgana junto a ellos.
Con el desenfado de una auténtica muchacha de ciudad, G'mell los había llevado hasta un
cruce del cual procedía un rugido continuo y sibilante. Con letras escritas, con imágenes y con
altavoces, el sistema de advertencia repetía: NO ENTRAR, FLETE SOLAMENTE, PELIGRO, NO
ENTRAR. G'mell recogió a M'gentur-A'ikasus, aferró el brazo de Rod y saltó con ellos a una serie
de plataformas que subían deprisa. Rod, sorprendido al encontrarse de pronto en la acera móvil,
preguntó a gritos:
—¿Flete? ¿Qué es eso?
—Objetos. Cajas. Alimentos. Ésta es la Cinta de Transporte Central. No tiene sentido caminar
seis kilómetros cuando podemos ir por aquí. ¡Prepárate para saltar conmigo cuando te lo indique!
—Parece peligroso —murmuró él.
—No si eres un gato.
Tras estas equívocas palabras de aliento, ella permaneció en silencio. M'gentur no podía
mostrarse más indiferente. Acurrucó la cabeza contra el hombro de G'mell, rodeó el brazo de la
muchacha con sus largos brazos de simio y se durmió profundamente.
G'mell le hizo una seña a Rod.
—¡Ahora! —gritó, midiendo la distancia por marcas que para él no significaban nada. Las
zonas de desembarco tenían pistas llanas de cemento hacia donde los vehículos individuales
que circulaban sobre ese río de aire se podían desviar para el trabajo de carga y descarga. Cada
una de estas zonas de desembarco tenía un número, pero Rod ni siquiera se había dado cuenta
de a cuál habían llegado. Los olores de la ciudad subterránea cambiaban tanto mientras se
desplazaban de una sección a otra que estaba más interesado en los aromas que en el número
de las plataformas.
Ella le pellizcó el brazo con fuerza para que se preparase.
Saltaron.
Rod cayó dando tumbos por la plataforma hasta que se apoyó en una gran caja de embalaje
con la etiqueta Papelería Algonquino - tarjetas, miniatura - 2 mm, G'mell aterrizó tan grácilmente
como si representara un acto de acrobacia ensayado. El monito abrió los ojos grandes y
brillantes.
—Aquí —explicó M'gentur-A'ikasus con firmeza y desprecio— es donde las personas juegan
a trabajar. Estoy cansado, tengo hambre, y tengo poco azúcar en el organismo. —Se acurrucó
contra el hombro de G'mell, cerró los ojos y se durmió de nuevo.
—Él tiene razón —dijo Rod—. ¿Podemos comer?
G'mell iba a asentir pero se contuvo.
—Eres un gato.
El asintió y sonrió.
—Tengo hambre, de todos modos. Y necesito una caja con arena.
—¿Caja con arena? —preguntó ella, asombrada.
—Un deda —dijo él con claridad, usando el término norstriliano.
—¿Deda?
Rod sintió vergüenza y aclaró el término:
—Dispositivo para Evacuación de Desechos de Animales.
—Un retrete —rió ella. Pensó un minuto y exclamó—: Vaya.
—¿Qué ocurre? —preguntó él.
—Cada especie de subpersona tiene que usar el suyo. Representa la muerte tanto si no lo
usas como si vas a uno equivocado. El de los gatos queda cuatro estaciones más atrás por esta
cinta subterránea. Podemos desandar el camino por la superficie. Tardaríamos sólo media hora.
Rod dijo algo que sonaba muy grosero en la Tierra. G'mell arrugó el ceño.
—Sólo he dicho: «La Tierra es una gran oveja saludable». No es tan obsceno.
Ella recobró el buen humor.
Antes de que G'mell hiciera otra pregunta Rod levantó la mano con firmeza.
—No quiero perder media hora. Espera aquí.
Había visto el signo universal de «hombres» en el nivel superior de la plataforma. Entró antes
de que ella pudiera detenerlo. La muchacha se llevó la mano a la boca, pues sabía que la policía
robot lo mataría al instante si lo encontraba en el lugar equivocado. Sería una broma macabra
que el hombre que poseía la Tierra muriese en el retrete equivocado.
Lo siguió deprisa, deteniéndose ante la puerta. No se atrevió a entrar; suponía que al entrar
Rod el sitio estaba vacío, pues no había oído el estruendo de una bala pesada y lenta, ni el
zumbido chispeante de un lanzallamas. Los robots no usaban retretes, y sólo entraban cuando
llevaban a cabo una investigación. G'mell estaba dispuesta a distraer a cualquier hombre que
intentara entrar, ofreciéndole una se-inmediata o un mono halagüeño e indeseado.
M'gentur estaba despierto.
—No te preocupes —dijo—. He llamado a mi padre. Cualquiera que se acerque a esta puerta
caerá dormido.
Un hombre común, con aire de cansancio y preocupación, se dirigió al retrete de hombres.
G'mell estaba dispuesta a detenerlo a cualquier precio, pero recordó las palabras de M'gentur-
A'ikasus, así que esperó. El hombre se sobresaltó, pero cuando vio que eran subpersonas miró a
través de ellos como si no existieran. Avanzó dos pasos más hacia la puerta y de pronto extendió
las manos como un ciego. Caminó hacia la pared a dos pasos de la puerta, la aferró a tientas y
se desplomó en el suelo, donde se quedó roncando.
—Mi papá es bueno —sonrió M'gentur-A'ikasus—. En general deja tranquilas a las personas
verdaderas, pero cuando tiene que actuar, lo hace. Dio a ese hombre el claro recuerdo de que
por error había tomado una píldora de dormir cuando buscaba un analgésico. Cuando el humano
despierte, se sentirá ridículo y no contará a nadie su experiencia.
Rod salió por la peligrosa puerta. Les sonrió con aire travieso y no reparó en el hombre caído
junto a la pared.
—Ha sido más fácil que volver atrás, y nadie me ha visto. Como ves, G'mell, te he ahorrado
muchos problemas.
Estaba tan orgulloso de su imprudente aventura que la joven no tuvo valor para recriminarlo.
Él sonrió irguiendo los bigotes gatunos. Por un instante, sólo por un instante, ella olvidó que Rod
era una persona importante y para colmo un hombre verdadero; era un muchacho fuerte como
un gato, pero sólo un niño en su satisfacción, su descarado valor, su dichosa vanidad. Por un par
de segundos ella lo amó. Luego recordó las terribles horas que los aguardaban, y pensó que él
regresaría, rico y displicente, a su planeta de personas. El instante de enamoramiento pasó, pero
aun así Rod seguía atrayendo a G'mell.
—Ven, joven amigo. Puedes comer. Tendrás que comer alimento para gatos, pues eres
G'roderick; pero no resulta tan malo.
El frunció el ceño.
—¿En qué consiste? ¿Tenéis pescado? Yo probé el pescado una vez. Un vecino compró
uno. Lo cambió por dos caballos. Era delicioso.
—Quiere pescado —le dijo G'mell a A'ikasus.
—Dale un atún entero —gruñó el mono—. Continúo con escasez de azúcar en la sangre.
Necesito una pina.
G'mell no discutió. Sin salir del pasillo subterráneo, los llevó a una sala que tenía una figura
con perros, gatos, vacas, cerdos, osos y serpientes encima de la puerta; eso indicaba las clases
de subpersonas que podían acudir allí. A'ikasus miró el letrero con mal ceño.
—Este caballero —dijo G'mell, hablándole afablemente a un viejo hombre-oso que se
rascaba el vientre y fumaba en pipa— ha olvidado sus créditos.
—No puede comer —declaró el hombre-oso—. Son las leyes. Pero puede beber agua.
—Yo pagaré por él —se ofreció G'mell.
El hombre-oso bostezó.
—¿Estás segura de que no te devolverá los créditos? Si lo hace, incurre en comercio privado,
lo cual se castiga con la muerte.
—Conozco las reglas —dijo G'mell—. Nunca he sido castigada.
El oso la estudió críticamente. Se quitó la pipa de la boca y silbó.
—No, y por lo que veo no lo serás. ¿Qué eres? ¿Modelo?
—Muchacha de placer.
El hombre-oso saltó del taburete de un brinco.
—¡Dama gato! —exclamó—. Mil perdones. Puedes pedir lo que quieras. ¿Vienes de la cima
de Terrapuerto? ¿Conoces personalmente a los Señores de la Instrumentalidad? ¿Te agradaría
una mesa rodeada de cortinas? ¿O quieres que eche a todos los demás e informe a mi amo que
tenemos a una famosa y bella esclava de los lugares altos?
—No quiero nada tan drástico —rechazó G'mell—. Sólo comida.
—Espera un poco —dijo M'gentur-A'ikasus—, si ofreces cosas especiales, yo pediré dos
pinas frescas, un cuarto de kilo de coco molido fresco, y cien gramos de larvas de insectos vivas.
El hombre-oso titubeó.
—El ofrecimiento era para la dama, que sirve a los poderosos, no para ti, mono. Pero si la
dama lo desea, mandaré buscar esas cosas. —Esperó la aprobación de G'mell, la obtuvo y pulsó
un botón para llamar a un robot de baja jerarquía. Se volvió hacia Rod McBan—. ¿Y tú qué
quieres, caballero gato?
G'mell intervino antes de que Rod pudiera hablar:
—Quiere dos filetes de aguja de mar, patatas fritas, ensalada Waldorf, crema helada y un
gran vaso de zumo de naranja.
El hombre-oso se estremeció visiblemente.
—Hace años que estoy aquí, y es el almuerzo más raro que he pedido para un gato. Creo
que yo mismo lo probaré.
G'mell le dirigió la sonrisa que había brillado en mil recepciones.
—Yo sólo me serviré las cosas que hay en los mostradores. No soy exigente.
El hombre-oso iba a protestar pero ella lo interrumpió con un ademán grácil pero enérgico. El
hombre-oso no insistió.
Se sentaron a una mesa.
M'gentur-A'ikasus esperó su combinación de almuerzo de mono y de pájaro. Rod vio que un
viejo robot, vestido con un esmoquin prehistórico, hacía una pregunta al hombre-oso, dejaba una
bandeja en la puerta y le traía a él otra bandeja. El robot sacudió una servilleta recién
almidonada. Era el almuerzo más suculento que Rod McBan había visto en su vida. Los
norstrilianos no servían esos manjares ni siquiera en un banquete oficial. Cuando estaban
terminando, el oso cajero se acercó a la mesa a preguntar:
—¿Tu nombre, dama gata? Pasaré el gasto al gobierno.
—G'mell, servidora de Bebedor de Té, súbdito del Señor Jestocost, un jefe de la
Instrumentalidad.
La cara del oso estaba depilada, así que notaron cómo palidecía.
—G'mell —jadeó—, /G'mell! Perdóname, señora. Nunca te había visto. Has bendecido este
lugar. Has bendecido mi vida. Eres amiga de todo el subpueblo. Ve en paz.
G'mell le dedicó el gesto y la sonrisa que una emperatriz habría dedicado a un Señor activo
de la Instrumentalidad. Iba a coger al mono pero M'gentur echó a correr. Rod quedó intrigado.
Cuando el oso lo saludó con una reverencia, Rod preguntó a G'mell:
—¿Eres famosa?
—En cierto modo. Pero sólo entre las subpersonas.
Lo guió deprisa hacia una rampa. Al fin llegaron a la luz del día, pero aún no habían salido a
la superficie cuando el olfato de Rod captó una turbulencia de aromas: comidas frías, tonas al
horno, licores que vertían su agudo olor en el aire, perfumes que competían por llamar la
atención. Sobre todo, el tufo de cosas antiguas: tesoros polvorientos, cueros viejos, tapices, el
rescoldo del olor de personas que habían muerto mucho tiempo atrás.
G'mell se detuvo a mirarlo.
—¿De nuevo oliendo cosas? Debo decir que tienes mejor olfato que cualquier ser humano
que haya conocido. ¿Cómo huele para ti?
—Maravilloso —jadeó Rod—. Maravilloso. Como todos los tesoros y tentaciones del universo
reunidos en un solo lugar.
—Es sólo el Mercado de Ladrones de París.
—¿Hay ladrones en la Tierra? ¿Sin esconderse, como en Viola Sidérea?
—Oh no —rió G'mell—. Morirían pronto. La Instrumentalidad los apresaría. Son sólo
personas que juegan. El Redescubrimiento del Hombre encontró algunas viejas instituciones,
entre ellas un viejo mercado. Encargan a los robots y las subpersonas que encuentren cosas y
luego fingen ser antiguos, e intercambian objetos. O cocinan comida. No muchas personas
verdaderas cocinan hoy en día. Resulta tan raro que para ellos sabe bien. Todos cogen dinero al
entrar. Tienen toneles de dinero en la puerta. Al atardecer, cuando se van, arrojan el dinero en la
alcantarilla, aunque tendrían que ponerlo de nuevo en el tonel. Las subpersonas no podemos
usar ese dinero. Usamos números y tarjetas de ordenador. —Suspiró—. No me vendría mal un
poco más de dinero.
—¿Y qué hacen en el mercado las subpersonas como tú... como yo? —preguntó Rod.
—Nada —susurró ella—. Absolutamente nada. Podemos atravesarlo si no somos demasiado
grandes ni demasiado pequeños ni demasiado sucios ni despedimos demasiado olor. Y aunque
cumplamos esos requisitos, debemos seguir de largo sin mirar fijamente a las personas
verdaderas y sin tocar nada del mercado.
—¿Y si tocamos algo? —preguntó Rod con tono desafiante.
—La policía robot tiene órdenes de matarnos en el acto cuando descubre una infracción. ¿No
comprendes, Rod? —gimió G'mell—. Hay millones de nosotros en tanques, en las honduras del
Abajo-abajo, preparados para nacer, para ser entrenados, listos para que los envíen aquí arriba
a servir al Hombre. No somos un bien escaso, G'rod, no somos un bien escaso.
—Entonces, ¿por qué atravesamos el mercado?
—Es el único modo de llegar a la tienda del Maestro Gatuno. Ven, nos darán etiquetas.
En el lugar donde la rampa llegaba a la superficie, cuatro robots de ojos brillantes, reluciente
cuerpo azul y esmaltado y fulgurantes ojos lechosos, estaban en guardia. Sus armas emitían un
zumbido desagradable y tenían el seguro quitado. G'mell les habló en voz baja y sumisa.
Cuando el sargento robot la condujo a un escritorio, ella acercó los ojos a un instrumento
parecido a un binocular y se incorporó pestañeando. Apoyó la palma en un escritorio. La
identificación estaba completa. El sargento robot le entregó tres discos brillantes, que parecían
platillos, cada cual con una cadena. Sin decir nada, ella colgó un disco del cuello de cada uno de
los tres. Los robots los dejaron pasar. Caminaron discretamente por aquel lugar de objetos y
olores llamativos. Lágrimas de rabia humedecieron los ojos de Rod.
«Compraré este lugar —pensó—. Es lo único que compraré.»
G'mell se había detenido.
Rod alzó la mirada.
Allí estaba el letrero: GRAN TIENDA DE LOS DESEOS DEL CORAZÓN. Se abrió una puerta.
Una inteligente cara gatuna se asomó, los examinó y protestó:
—¡No se admiten subpersonas!
Dio un portazo. G'mell llamó a la campanilla por segunda vez. La cara se asomó de nuevo,
más intrigada que furiosa.
—Un asunto del Ese-I —susurró G'mell.
—Adentro, entonces —indicó el hombre-gato—. ¡Deprisa!
LA GRAN TIENDA DE LOS DESEOS DEL CORAZÓN
Una vez dentro, Rod comprendió que la tienda era tan exuberante como el mercado. No
había otros clientes. Después de la música, las frituras, los hervores, los estrépitos, los clamores,
el zumbido de las armas de los robots y otros ruidos que había oído en el exterior, el silencio de
la habitación le pareció un lujo semejante al terciopelo viejo y tupido. Los olores eran tan
variados como los de fuera, pero diferentes y más complejos, y muchos resultaban imposibles de
identificar. Reconoció un olor con certeza: miedo, miedo humano. Era un olor muy reciente.
—Deprisa —urgió el hombre-gato—. Tendré problemas si no os vais pronto. ¿Qué buscáis?
—Soy G'mell.
Él asintió afablemente, pero no pareció reconocerla.
—Me olvido de la gente.
—Éste es M'gentur —continuó G'mell, señalando al mono.
El viejo hombre-gato ni siquiera miró al animal.
G'mell añadió, con una nota triunfal:
—Tal vez hayas oído hablar de él por su nombre verdadero, A'ikasus.
El hombre parpadeó asombrado.
—¿Ikasus con una A?
—Transformado —insistió G'mell— para un viaje de ida y vuelta a Vieja Australia del Norte.
—¿Es verdad? —le preguntó el viejo al mono.
—Soy el hijo de Aquel en quien estás pensando —respondió serenamente A'ikasus.
El g'hombre cayó de rodillas, aunque con dignidad.
—Te saludo, A'ikasus. Cuando proyectes tus pensamientos hacia tu padre, dale mis
recuerdos y pide su bendición. Soy G'william, el Maestro Gatuno.
—Eres famoso —declaró A'ikasus.
—Pero corréis peligro sólo por estar aquí. ¡No tengo permiso para subpersonas!
G'mell mostró la carta que tenía en la manga.
—Maestro Gatuno, tu siguiente invitado. No es un g'hombre sino un hombre verdadero, un
extranjero, y acaba de comprar casi todo el planeta Tierra.
G'william contempló a Rod con profunda atención. Había cierta afabilidad en esta actitud.
G'william era alto por ser un hombre-gato; le quedaban pocas facciones animales, pues la vejez,
que reduce los contrastes raciales y sexuales a meros recuerdos, lo había arrugado dejándolo de
un color pardo uniforme. El pelo no era blanco, sino que también era pardo; los pocos bigotes
gatunos tenían un aspecto viejo y marchito. Vestía un traje excéntrico que —según Rod supo
más tarde— era una túnica cortesana de uno de los Emperadores Originales, una dinastía que
había gobernado muchos siglos entre las lejanas estrellas. Era viejo, pero también sabio; su
estilo de vida unía inteligencia con amabilidad, una combinación muy poco frecuente. En su
vejez recogía lo que había sembrado. Había vivido bien sus miles y miles de días, de modo que
la edad había infundido una extraña alegría en sus modales, como si cada experiencia fuera una
nueva recompensa antes de las largas y lúgubres tinieblas. Rod se sintió atraído por esa extraña
criatura, que lo contemplaba con una curiosidad penetrante y personal pero sin actuar
ofensivamente.
—Sé lo que estás pensando, señor y propietario McBan —dijo el Maestro Gatuno en un
aceptable norstriliano.
—¿Puedes audir? —exclamó Rod.
—No tus pensamientos. Pero capto fácilmente tu expresión. Estoy seguro de que puedo
ayudarte.
—¿Por qué crees que necesito ayuda?
—Todas las criaturas necesitan ayuda —declaró sentenciosamente el viejo g'hombre—, pero
antes debemos liberarnos de nuestros otros visitantes. ¿Adonde quieres ir, excelencia? ¿Y tú,
dama gatuna?
—A casa —resopló A'ikasus. De nuevo se sentía cansado e irritado. Tras esa frase brusca,
se sintió obligado a hablar en tono más cortés—: Este cuerpo me resulta incómodo, Maestro
Gatuno.
—¿Sabes caer? —preguntó el Maestro Gatuno—. ¿En caída libre?
El mono sonrió.
—¿Con este cuerpo? Desde luego. Excelente, ya estoy harto.
—Bien —dijo el Maestro Gatuno—, puedes tirarte por mi conducto de desperdicios. Llega
hasta las inmediaciones del palacio olvidado donde las grandes alas baten contra el tiempo.
El Maestro Gatuno se desplazó a un lado. Despidiéndose con un lacónico gesto y un breve
«hasta luego», el mono siguió al Maestro Gatuno, quien levantó una tapa del suelo. El mono se
lanzó confiadamente en el negro boquete y desapareció. El Maestro Gatuno cubrió la abertura y
se volvió hacia G'mell.
Ella lo miró con hostilidad. Su postura arrogante estaba curiosamente reñida con la inocente
voluptuosidad de su joven cuerpo femenino.
—No iré a ninguna parte.
—Morirás —advirtió el Maestro Gatuno—. ¿No oyes el zumbido de las armas frente a la
puerta? Ya sabes lo que hacen con las subpersonas. Especialmente con nosotros, los gatos.
Nos usan, pero desconfían de nosotros.
—Sé de alguien que confía... —objetó G'mell—. El Señor Jestocost podría protegerme,
incluso aquí, tal como te protege a ti a pesar de tu edad excesiva.
—No discutas. Le crearás problemas con las demás personas verdaderas. Ten, muchacha.
Te daré una bandeja con un falso paquete. Llévala a la zona subterránea y espera en el bar del
hombre-oso. Te mandaré a Rod cuando hayamos terminado.
—Sí —replicó ella acaloradamente—, pero ¿cómo lo enviarás? ¿Vivo o muerto?
El Maestro Gatuno volvió hacia Rod los ojos amarillos.
—Vivo. Irá vivo. Ésa es mi predicción. ¿Alguna vez me he equivocado? Vamos, muchacha,
largo de aquí.
G'mell aceptó la bandeja y el paquete, al parecer escogidos al azar. Rod pensó en ella con
desesperado afecto. Era su lazo más íntimo con la Tierra. Pensó en la excitación de G'mell al
mostrarle los jóvenes senos, pero ahora el recuerdo no le excitaba, sino que le colmaba de tierno
afecto.
—G'mell, ¿estarás bien? —murmuró.
Ella se volvió desde la puerta, pura mujer y puro gato. El cabello rojo y desmelenado brillaba
como una llamarada contra la luz de la puerta abierta. Se erguía como si fuera una ciudadana de
la Tierra, no una mera subpersona o una muchacha de placer. Activa, extendió la mano derecha
mientras sostenía la bandeja en la mano izquierda. Rod le estrechó la mano y notó que era una
mano humana pero muy fuerte.
—Adiós, Rod —se despidió ella con voz firme—. Corro un riesgo contigo, pero vale la pena.
Puedes confiar en el Maestro Gatuno, aquí en la Gran Tienda de los Deseos del Corazón. El
hace cosas extrañas, Rod, pero son también cosas buenas.
Rod le soltó la mano y G'mell se fue. G'william cerró la puerta. Se hizo un silencio.
—Siéntate un momento mientras preparo las cosas. O, si prefieres, echa un vistazo por ahí.
—Señor Maestro Gatuno... —dijo Rod.
—Sin títulos, por favor. Soy una subpersona de origen gatuno. Puedes llamarme G'william.
—G'william, dime, por favor, Quisiera que G'mell estuviera aquí. Estoy preocupado por ella.
¿Me estoy enamorando? ¿Sabes qué significa enamorarse?
—Ella es tu esposa —explicó el Maestro Gatuno—. Sólo provisionalmente, y como parte de
una farsa, pero aun así es tu esposa. En la Tierra los hombres acostumbran preocuparse por sus
compañeras. Ella está bien.
El viejo g'hombre desapareció detrás de una puerta que tenía un extraño letrero: SALA DEL
ODIO.
Rod miró alrededor.
Lo primero que descubrió fue una vitrina con sellos postales. Era de cristal, y Rod pudo
apreciar los suaves azules y los inimitables y cálidos rojos de los sellos triangulares del Cabo de
Buena Esperanza. ¡Había venido a la Tierra y aquí estaban! Los atisbo a través del vidrio. Eran
aún mejores que las ilustraciones que había visto en Norstrilia. Tenían el temple de la vejez, pero
de alguna manera comunicaban el amor que los hombres, hombres que habían vivido y muerto,
les habían brindado durante milenios. Miró alrededor, y descubrió que toda la habitación estaba
atiborrada de extrañas riquezas. Había juguetes antiguos de todos los períodos, artefactos
voladores, copias de máquinas, cosas que le parecieron trenes. Había un enorme guardarropa
donde brillaban los bordados y relucía el dorado. Encontró una caja con armas limpias y
engrasadas, modelos tan antiguos que ni siquiera sabía para qué servían, ni quién las había
usado. Por doquier se esparcían cubos con monedas, en general de oro. Recogió un puñado.
Tenían inscripciones en idiomas que desconocía y mostraban las caras arrogantes de los
muertos antiguos. Escudriñó otro gabinete con alarmado pero curioso pudor: estaba lleno de
objetos e imágenes indecentes de cien períodos de la historia del hombre, pinturas, dibujos,
fotografías, muñecos, todos ellos reproduciendo versiones estremece-doras, cómicas, dulces,
tiernas, impresionantes u horribles de los muchos actos del amor. La siguiente sección lo dejó
mudo de asombro. ¿Quién podía querer esas cosas? Látigos, cuchillos, capuchas, corsés de
cuero. Pasó a otra sala, atónito.
La siguiente sección lo dejó sin aliento. Estaba llena de viejos libros, viejos libros genuinos.
Había algunos poemas enmarcados y muy adornados. Uno tenía un papelito pegado, que decía
simplemente: «Mi predilecto.» Rod intentó descifrarlo. Era inglés antiguo y el extraño nombre era
«E. Z. C. Judson, americano antiguo, 1823-1866 d.C.». Rod entendía las palabras del poema,
pero no captaba el significado. Al leerlo, tuvo la impresión de que un hombre muy viejo, como el
Maestro Gatuno, debía encontrar allí una agudeza que una persona más joven no captaría:
Bogando en la bajamar,
avanzo sin prisa pero sin pausa;
turbio el paisaje anterior,
inútil mirar atrás.
Bogando a contraviento
hacia la costa desconocida.
Midiendo el tiempo con el reloj,
esperando la conmoción final,
esperando la oscura eternidad.
¡Qué lentos transcurren los instantes!
¡Quizá nadie sepa como yo
cuán cerca está el río sin mareas!
Rod agitó la cabeza como para apartar las telarañas de una tragedia irremediable. Pensó:
«Tal vez así se sentía la gente frente a la muerte cuando no moría a tiempo, como ocurre en la
mayoría de los mundos; o cuando no enfrentaba la muerte varias veces ante de tiempo, como en
Norstrilia. Debía de sentir temor e incertidumbre.» Otro pensamiento le cruzó la mente y jadeó
ante su crueldad: «¡En esa época ni siquiera tenían las Zonas de Despersonalización! En la
actualidad ya no las necesitamos, pero imagina lo que sería deslizarse hacia la muerte
desamparado, inútil, desesperanzado. ¡Gracias a la reina, eso no nos ocurre!»
Pensó en la reina, quien tal vez había muerto hacía más de quince mil años, o quizás estaba
perdida en el espacio, como creían muchos norstrilianos; por cierto, encontró su retrato, con las
palabras «Reina Isabel II». Era sólo un busto, pero le pareció una mujer bonita de semblante
inteligente, con un aire norstriliano. Se veía tan lista como para saber qué hacer si una de sus
ovejas se incendiaba o si su hijo salía, atontado y risueño, de los camiones ambulantes del
Jardín de la Muerte.
Al lado había dos marcos de cristal pulcramente bruñido. Contenían poemas de alguien
llamado «Anthony Bearden, americano antiguo, 1913-1949 d.C.». El primero parecía muy
adecuado para ese lugar, pues hablaba de los antiguos deseos que la gente sentía en aquellos
días:
¡DIME, AMOR!
El tiempo arde y el mundo está en llamas.
Dime, amor, cuál es tu mayor deseo.
Dime qué oculta tu corazón.
¿Está abierto o cerrado?
Si está cerrado, piensa que los días
pasan raudos en rugiente bruma,
sacudidos por llameante estela.
Dime, amor, cuál es tu mayor deseo.
Dime, amor, cuál es tu mayor deseo.
¿Manjares delicados, ropas suaves?
¿Libros antiguos? ¿Ajedrez?
¿Noches de vino? ¿Más amor o menos?
Ahora es el único ahora que tenemos,
y mañana dominará el mañana,
¡Dime, amor, cuál es tu mayor deseo!
El tiempo arde y el mundo está en llamas...
El otro parecía describir la llegada de Rod a la Tierra, su ignorancia ante lo que podía o debía
sucederle:
DE NOCHE, Y UN EXTRAÑO CIELO
Las estrellas de la experiencia me han extraviado.
A lo largo del camino perdí mi designio.
¿Adonde iba? ¿Cómo saberlo?
Las estrellas de la experiencia me han extraviado.
Se oyó un ruido suave. Al volverse, Rod vio al Maestro Gatuno. El viejo no había cambiado.
Aún llevaba la túnica extravagante y pomposa, pero su dignidad sobrevivía aun a ese efecto
audaz.
—¿Te gustan mis poemas y mis cosas? A mí me agradan. Muchos hombres entran aquí para
arrebatarme cosas, pero descubren que el título pertenece al Señor Jestocost, y deben hacer
cosas extrañas para obtener mis bagatelas.
—¿Todos estos objetos son auténticos? —preguntó Rod, pensando que ni siquiera Vieja
Australia del Norte podría comprar esa tienda si lo eran.
—Claro que no —contestó el viejo—. La mayoría son falsificaciones, maravillosas
imitaciones. La Instrumentalidad me permite bajar a los pozos donde destruyen a los robots
dementes o gastados. Puedo quedarme con algunos, siempre que no sean peligrosos. Los hago
trabajar haciendo copias de todo lo que encuentro en los museos.
—¿Esos triángulos del Cabo son reales?
—¿Triángulos del Cabo? ¿Te refieres a los adhesivos para cartas? En efecto, son auténticos,
pero no son míos. Me los ha prestado el Museo de la Tierra hasta que pueda hacerlos copiar.
—Los compraré —dijo Rod.
—No. No están en venta.
—Entonces compraré la Tierra, te compraré a ti y compraré los triángulos —insistió Rod.
—Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan ciento cincuenta y uno, no lo
harás.
—¿Quién eres tú para decírmelo?
—He visto a una persona y he hablado con otras dos.
—Bien. ¿Quiénes?
—He visto al otro Rod McBan, tu criada Eleanor. Está un poco desconcertada con su cuerpo
de hombre, pues está muy bebida en la casa del señor William No-de-aquí y una bella joven
llamada Ruth. El señor No-de-aquí trata de persuadir a Eleanor de que se case con su hija,
ignora que en el cuerpo de Rod se esconde una mujer, y Eleanor, en esa copia de tu cuerpo,
encuentra la experiencia interesante pero muy confusa. No sufrirá ningún daño, tu Eleanor está a
salvo. La mitad de los pillos de la Tierra se han reunido ante la casa del señor William, pero él
tiene todo un batallón de la Flota de Defensa apostado alrededor del edificio, así que nada
ocurrirá, excepto que Eleanor sufrirá una jaqueca y Ruth una desilusión.
Rod sonrió.
—No podrías haberme dado mejor noticia. ¿Con quién has hablado?
—Con el Señor Jestocost y con John Fisher cien.
—¿El señor y propietario Fisher? ¿Está aquí?
—Está en su hogar, la Finca del Buen Joey. Le pregunté si podías satisfacer los deseos de tu
corazón. Al cabo de un rato, él y alguien llamado doctor Wentworth dijeron que la
Commonwealth de Vieja Australia del Norte lo aprobaría.
—¿Cómo has pagado la llamada? —exclamó Rod—. Son tremendamente caros.
—No la he pagado yo, señor y propietario, sino tú. Lo cargué a tu cuenta, por la autoridad de
tu representante, el Señor Jestocost. Él y sus antepasados han sido mis protectores durante
cuatrocientos veintiséis años.
—¡Qué desfachatez! ¡Gastar mi dinero sin preguntarme, cuando yo estaba aquí!
—Eres adulto para ciertas cosas y menor para otras. Te estoy ofreciendo las aptitudes que
me mantienen con vida. ¿Crees que a un hombre-gato común se le permitiría vivir tanto tiempo?
—No —reconoció Rod—. Dame esos sellos y déjame ir.
El Maestro Gatuno lo miró fijamente. Una vez más revelaba esa curiosidad personal que en
Norstrilia habría constituido una afrenta imperdonable; pero además de la intromisión, había un
aire de confianza y amabilidad que inspiraba a Rod cierta reverencia hacia esa subpersona.
—¿Crees que podrías amar esos sellos cuando regreses a tu mundo? ¿Podrían hablarte?
¿Podrían hacer que te gustes a ti mismo? El deseo de tu corazón no está en esos trozos de
papel sino en otra cosa.
—¿Qué? —rezongó Rod.
—Te lo explicaré en seguida. Primero, no puedes matarme. Segundo, no puedes hacerme
daño. Tercero, si te mato, será por tu propio bien. Cuarto, si sales de aquí serás un hombre muy
feliz.
—¿Estás chiflado, viejo? —exclamó Rod—. Puedo tumbarte de un puñetazo y salir por esa
puerta. No sé de qué estás hablando.
—Inténtalo —le desafió el Maestro Gatuno.
Rod miró a ese viejo alto y marchito de ojos brillantes. Dirigió la vista hacia la puerta, que
estaba a sólo siete u ocho metros. No quiso intentarlo.
—De acuerdo —concedió—. Haz tu juego.
—Soy psicólogo clínico. El único de la Tierra, y tal vez el único de todos los planetas. Obtuve
mi conocimiento en antiguos libros cuando era un minino a quien transformaron en un joven
humano. Modifico a la gente sólo un poco. Tú sabes que la Instrumentalidad tiene cirujanos y
expertos en el cerebro y toda clase de médicos. Pueden hacer de todo con la personalidad, todo
salvo los cambios más tenues... Eso es lo que hago yo.
—No entiendo —murmuró Rod.
—¿Acudirías a un cirujano del cerebro para cortarte el pelo? ¿Irías a un dermatólogo para
darte un baño? Claro que no. Yo no hago el trabajo pesado. Sólo cambio a la gente un poquitín.
La hago feliz. Si no puedo hacer nada, les regalo recuerdos de esa pila de baratijas de aquí
fuera. El verdadero trabajo se realiza allí dentro. Y allí entrarás pronto.
Señaló la puerta que decía SALA DEL ODIO.
—¡Desde que mi ordenador y yo ganamos esa fortuna, sólo he recibido órdenes de
desconocidos, durante semanas! —exclamó Rod—. ¿No puedo hacer nada solo?
El Maestro Gatuno lo miró con comprensión.
—Nadie puede. Podemos creer que somos libres. Nuestra vida es moldeada por las personas
que conocemos, los lugares que visitamos, los trabajos o aficiones a que nos dedicamos.
¿Estaré muerto dentro de un año? No lo sé. ¿Estarás de vuelta en Vieja Australia del Norte
dentro de un año, con sólo diecisiete años pero rico, sabio y rumbo a la felicidad? Lo ignoro. Has
tenido una racha de buena suerte. Míralo así. Es suerte. Y yo formo parte de la suerte. Si
murieras aquí, no sería por culpa mía sino sólo por el choque de tu organismo con los
dispositivos que la Dama Goroke aprobó hace mucho tiempo, dispositivos acerca de los cuales
el Señor Jestocost informa a la Instrumentalidad. Así los mantiene legales. Soy el único
subhombre del universo que está autorizado para procesar a personas verdaderas sin
supervisión humana. Lo único que hago es revelar a las personas tal como un antiguo revelaba
una fotografía a partir de un papel expuesto a diversas gradaciones de luz. No soy una selva
oculta, como tus hombres del Jardín de la Muerte. Serás tú contra ti mismo, y yo sólo te ayudaré,
y cuando salgas serás otra persona: el mismo tú, pero tal vez un poco mejor aquí, un poco más
flexible allá. En realidad, este cuerpo gatuno hará que tu lucha contigo mismo me resulte más
difícil de manejar. Lo haremos, Rod. ¿Estás preparado?
—¿Preparado para qué?
—Para las pruebas y los cambios. Allá. —El Maestro Gatuno señaló la puerta que decía
SALA DEL ODIO.
—Supongo que sí —suspiró Rod—. No tengo alternativa.
—No —dijo el Maestro Gatuno compasivamente, casi con tristeza—, a estas alturas no la
tienes. Si sales por esa puerta, serás un hombre-gato ilegal, con riesgo de ser fulminado por la
policía robot.
—Por favor, triunfe o fracase, ¿podré llevarme uno de esos triángulos del Cabo?
—Si quieres uno, lo tendrás. Te lo prometo —sonrió el Maestro Gatuno. Señaló la puerta—:
Entra.
Rod no era cobarde, pero caminó hacia la puerta con las piernas rígidas. La puerta se abrió
sola. Rod entró, con firmeza pero con miedo.
La oscuridad del cuarto era más profunda que la mera negrura. Era la oscuridad de la
ceguera.
La puerta se cerró. Rod nadó en la oscuridad, tan tangibles eran las tinieblas.
Se sintió ciego. Como si nunca hubiera visto la luz.
Pero oía. Oía la sangre palpitándole en la cabeza.
Olía. Más aún, tenía buen olfato. Y ese aire... ese aire olía como las noches abiertas de las
secas llanuras de Vieja Australia del Norte.
El olor le causó una sensación de pequeñez y temor. Le recordó sus repetidas infancias, los
ahogos artificiales en los laboratorios adonde había ido para renacer pasando de una infancia a
la otra.
Tendió las manos. Nada.
Saltó. No había techo.
Usando una artimaña que las gentes del campo habían aprendido en las tormentas de polvo,
cayó sobre las manos y los pies. Se deslizó como un cangrejo sobre dos pies y una mano,
usando la otra mano como escudo para protegerse la cara, A escasos metros encontró una
pared. Siguió la pared a tientas.
Circular.
Allí estaba la puerta.
La siguió de nuevo.
Con mayor confianza, se movió deprisa. Pared, pared, pared. No distinguía si el suelo era de
asfalto o de baldosas toscas y gastadas.
De nuevo la puerta.
Una voz linguó.
¡Linguó! Y él la oía.
Miró hacia arriba escrutando ese vacío más tenebroso que la ceguera. Casi esperaba ver las
palabras en letras de fuego, tan nítidas habían sido.
La voz era norstriliana y decía:
Rod McBan es un hombre, hombre, hombre.
¿Pero qué es un hombre?
(Percusión de risas locas y tristes.)
Rod no advirtió que volvía a los hábitos de la infancia. Se sentó sobre la cadera, las piernas
tendidas hacia delante en un ángulo de noventa grados. Apoyó las manos y se estiró hacia atrás,
dejando que el peso del cuerpo elevara un poco los hombros. Sabía que los conceptos seguirían
a las palabras, pero ignoraba por qué estaba tan seguro de que llegarían.
Una luz surgió en el cuarto, tal como Rod esperaba.
Las imágenes eran pequeñas, pero parecían reales.
Hombres, mujeres y niños; niños, mujeres y hombres entraban y salían de su campo visual.
No eran fenómenos; no eran bestias; no eran engendros de un universo extraño; no eran
robots; no eran subpersonas, eran homínidos como él, parientes de las razas humanas nacidas
en la Tierra.
Primero venían personas como los norstrilianos y los terrícolas, muy parecidos, y ambos
similares a los antiguos, salvo que los norstrilianos eran pálidos bajo la tez bronceada, más
grandes y más robustos.
Luego venían los dáimonos, gigantes pálidos de ojos blancos y mágico aplomo, cuyos niños
caminaban como si ya hubiesen recibido lecciones de ballet.
Luego hombres pesados: padres, madres, niños nadando en un terreno sólido del cual nunca
se levantarían.
Luego hombres-lluvia de Amazonas Triste. La piel les colgaba en enormes pliegues, y
parecían simios envueltos con tiras de trapos húmedos.
Hombres ciegos de Olimpia, que escudriñaban el mundo con los radares que llevaban
instalados en la frente.
Hinchados monstruos de planetas abandonados, gente en tan malas condiciones como las
que su raza sufrió después de escapar de Paraíso V.
Y aún más razas.
Pueblos de los que nunca había oído hablar.
Hombres con caparazón.
Hombres y mujeres delgados como insectos.
Una raza de gigantes estúpidos y sonrientes, perdidos en la irreparable alucinación de su
mundo. (Rod tuvo la sensación de que estaban bajo los cuidados de una raza de perros fieles,
más inteligentes que ellos, que los persuadían a copular, les suplicaban que comieran, los
llevaban a dormir. No vio los perros, sólo a los idiotas sonrientes, pero la sensación perro, buen
perro era muy vívida.)
Gente graciosa y pequeña que se tambaleaba con su andar deforme.
Personas acuáticas en cuyas agallas palpitaban las aguas de un mundo desconocido.
Y luego...
Aún más gentes, pero hostiles. Hermafroditas pintarrajeados de barba enorme y voz
aflautada. Carcinomas que se habían adueñado de los hombres. Gigantes con raíces. Cuerpos
humanos reptantes que lloraban mientras se arrastraban entre hierbas húmedas, contaminados
y en busca de víctimas a quienes contagiar.
Rod no se dio cuenta, pero gruñó.
Se acuclilló y pasó las manos por el suelo irregular, buscando un arma.
Esos no eran hombres. ¡Eran enemigos!
Atacaban. Gentes que habían perdido los ojos, que se habían vuelto resistentes al fuego: las
ruinas y vestigios de campamentos abandonados y colonias olvidadas. Los despojos y desechos
de la raza humana.
Y luego...
Él.
El niño Rod McBan.
Y voces norstrilianas, que decían: «No puede audir. No puede linguar. Es un monstruo. Es un
monstruo. No puede audir. No puede linguar.»
Y otra voz: «¡Pobres padres!»
El niño Rod desapareció y aparecieron sus padres. En tamaño doce veces mayor que el
natural, tan altos que tuvo que levantar la mirada hacía el techo negro para verles la cara.
La madre lloraba.
El padre hablaba con firmeza.
Decía: «Es inútil. Doris puede cuidarlo mientras no estamos, pero si no mejora lo
entregaremos.»
La tranquila, afectuosa, horrible voz de aquel hombre: «Querida, línguale tú misma. Nunca
audirá. ¿Puede él ser un Rod McBan?»
Y la voz de la mujer, dulce y venenosa, peor que la muerte, aceptando las palabras del
hombre contra el hijo: «No lo sé, Rod. No lo sé. No me hables de ello.»
Rod los había audido, en uno de sus momentos de agudeza, cuando todas las voces
telepáticas le llegaban con asombrosa claridad. Los había audido cuando era un bebé.
En la oscura habitación, el verdadero Rod soltó un rugido de miedo, desolación, soledad,
rabia, odio. Ésta era la bomba telepática con que a menudo había sobresaltado o alarmado a los
vecinos, la conmoción mental con que había matado a la araña gigante en la torre de
Terrapuerto.
Pero esta vez la habitación estaba cerrada.
El rugido mental reverberó.
Rabia, clamor, odio y ruido salieron despedidos desde el suelo, desde la pared circular, desde
el techo.
Se encorvó intimidado, y el tamaño de las imágenes cambió. Sus padres estaban sentados
en sillas. Eran muy pequeños. Él era un bebé todopoderoso, tan enorme que podía sostenerlos
en una mano.
Tendió la palma para aplastar a esos padres diminutos y odiosos que habían decidido: «Que
muera.»
Iba a aplastarlos, pero desaparecieron.
Las caras adquirieron una expresión asombrada. Miraron con ojos desorbitados. Las sillas se
esfumaron: el tapizado cayó al suelo, que a su vez parecía un paño rasgado por la tormenta.
Quisieron darse un último beso pero no tenían labios. Quisieron estrecharse pero se les cayeron
los brazos. La nave espacial se hizo trizas, disolviéndose sin dejar rastro. ¡Y él lo había visto!
A la rabia siguieron lágrimas, una culpa demasiado profunda para el arrepentimiento, una
autoacusación tan palpitante que crecía como un órgano más en su interior.
No quería nada.
Ni dinero, ni stroon, ni Finca de la Condenación. No quería amigos, ni camaradería, ni
bienvenidas, ni hogar, ni comida. No quería paseos, ni descubrimientos solitarios en el campo, ni
ovejas amistosas, ni tesoros en la cueva, ni ordenador, ni día, ni noche, ni vida.
No quería nada, y no entendía la muerte.
La enorme habitación perdió luces y sonidos, y él no lo advirtió. Su vida desnuda yacía ante
él como un cadáver recién diseccionado. Yacía allí y no tenía sentido. Habían existido ciento
cincuenta Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan, pero él —¡151!, ¡151!,
¡151!— no era uno de ellos. No era un gigante que hubiera arrancado tesoros a la tierra enferma
y al sol oculto de las llanuras norstrilianas. El problema no era su deformidad telepática, su
incapacidad para linguar, su sordera para audir. Era él mismo, el «yo sutil» que se escondía en
su interior, que estaba mal, mal. Era el bebé que merecía morir y en cambio había matado.
Había odiado a mamá y papá por el orgullo y el odio de ambos: cuando él los odió, se
desmembraron y murieron en el misterio del espacio, sin siquiera dejar cuerpos para sepultar.
Rod se levantó. Sintió las manos húmedas. Se tocó la cara y comprendió que había llorado
con la cara entre las manos.
Un momento.
Había algo.
Había algo que deseaba. Quería que Houghton Syme no lo odiara. Houghton Syme podía
audir y linguar, pero viviría poco tiempo, viviría con la enfermedad de la muerte interponiéndose
entre él y cada muchacha, cada amigo, cada trabajo que encontrara. Y él, Rod, se había burlado
de ese hombre, llamándolo Oh Tan Simple. Tal vez Rod valiera poco, pero no estaba en tan
mala situación como Houghton Syme. El hon. sec. Houghton Syme al menos intentaba ser un
hombre, vivir su mísero jirón de vida, y Rod no había hecho más que presumir de su riqueza y su
cuasiinmortalidad ante el pobre inválido que sólo disponía de ciento sesenta años. Rod anhelaba
una sola cosa: regresar a Vieja Australia del Norte a tiempo para ayudar a Houghton Syme, para
hacer saber a Houghton Syme que la culpa era de Rod y no de Syme. El onsec tenía una vida
corta y merecía vivirla del mejor modo.
Rod se quedó de pie, sin esperar nada.
Había perdonado a su último enemigo.
Se había perdonado a sí mismo.
La puerta se abrió de golpe y apareció el Maestro Gatuno con una sonrisa sabia y tranquila.
—Puedes salir, señor y propietario McBan; y si hay algo que te interese en esta habitación,
puedes cogerlo.
Rod salió despacio. No sabía cuánto tiempo había permanecido en la SALA DEL ODIO.
Cuando salió, la puerta se cerró.
—Gracias, amigo. Es muy amable de tu parte, pero no necesito gran cosa, y será mejor que
regrese a mi propio planeta.
—¿Nada? —dijo el Maestro Gatuno, con su atenta y serena sonrisa.
—Me gustaría audir y linguar, pero no es muy importante.
—Esto es para ti —le ofreció el Maestro Gatuno—. Póntelo en el oído y déjalo allí. Si te pica o
se ensucia, sácalo, lávalo y pomelo de nuevo. No es un aparato raro, pero por lo visto no lo
tienen en tu planeta. —Le dio un objeto del tamaño de una pepita.
Rod lo cogió sin fijarse mucho, dispuesto a ponérselo en el bolsillo y no en el oído, pero vio
que el atento y sonriente Maestro Gatuno no le quitaba los ojos de encima. Se puso el aparato
en el oído. Era frío.
—Ahora te llevaré a G'mell —dijo el Maestro Gatuno—, quien te guiará hacia tus amigos del
Abajo-abajo. Será mejor que lleves contigo este sello postal de dos peniques del Cabo de Buena
Esperanza. Diré a Jestocost que se perdió mientras yo intentaba copiarlo. En cierto modo es
cierto, ¿verdad?
Rod iba a darle las gracias. De pronto se estremeció.
Con piel de gallina en el cuello, la espalda y los brazos, advirtió que el Maestro Gatuno no
había movido los labios, no había inhalado, no había turbado el aire con la presión del ruido. El
Maestro Gatuno había linguado, y Rod había audido.
Pensando con cuidado y claridad, pero cerrando los labios y sin emitir sonidos, Rod pensó:
—Digno y grácil Maestro Gatuno, te agradezco el antiguo tesoro que significa este viejo sello
postal de la Tierra. Te agradezco aún más el aparato para audir y linguar que ahora estoy
probando. Si estás audiendo, por favor extiende la mano derecha para que la estreche.
El Maestro Gatuno avanzó un paso y extendió la mano.
Hombre y subhombre se miraron con una bondad y una gratitud tan intensas que rayaban en
la pesadumbre.
Pero ninguno de los dos lloró.
Se dieron la mano sin hablar ni linguar.
TODOS AMAN EL DINERO
Mientras Rod McBan sufría su ordalía en la Gran Tienda de los Deseos del Corazón, otras
personas continuaban interesadas en él y su destino.
DELITO DE OPINIÓN PÚBLICA
Una mujer madura, con un vestido que le sentaba mal, se sentó sin que la hubiesen invitado
a la mesa de Pablo, un hombre verdadero que había conocido a G'mell.
Pablo no le prestó atención. En esos días abundaban las excentricidades. Ser maduro era
cuestión de gusto, y muchos seres humanos, después del Redescubrimiento del Hombre, vieron
que permitirse la imperfección era un modo de vida mejor que el anterior, que consistía en dejar
que la mente envejeciera en un cuerpo condenado a la perpetua perfección de la juventud.
—He pasado la gripe —dijo la mujer—. ¿Alguna vez has tenido gripe?
—No —respondió Pablo sin mayor Interés.
—¿Estás leyendo un periódico? —Ella miró el periódico, que tenía de todo menos noticias.
Pablo admitió que estaba leyendo el periódico.
—¿Te gusta el café? —preguntó la mujer, mirando la taza de café que Pablo tenía delante.
—¿Lo pediría si no me gustara? —replicó Pablo con brusquedad, preguntándose cómo se las
había ingeniado aquella mujer para encontrar una tela tan desagradable para el vestido. Tenía
girasoles amarillos sobre un fondo rojizo.
La mujer se desconcertó, pero sólo por un momento.
—Llevo una faja —declaró—. Las pusieron en venta la semana pasada. Son muy antiguas y
muy auténticas. Ahora que la gente puede ser gorda si lo desea, las fajas hacen furor. También
hay botines para hombres. ¿Te has comprado botines?
—No —respondió Pablo, pensando en dejar el café y el periódico.
—¿Qué piensas hacer con ese hombre?
—¿Qué hombre? —preguntó Pablo, cortés y fatigosamente.
—El hombre que compró la Tierra.
—¿De verdad lo hizo?
—Claro —aseguró la mujer—. Ahora tiene más poder que la Instrumentalidad. Puede hacer lo
que desee. Puede darnos lo que le pidamos. Si quisiera, podría regalarme un viaje de mil años
por el universo.
—¿Eres funcionaria? —preguntó Pablo.
—No —contestó la mujer, un poco intimidada.
—Entonces ¿cómo sabes estas cosas?
—Todos las saben. Todos —declaró con firmeza, frunciendo la boca.
—¿Qué harás con ese hombre? ¿Asaltarlo? ¿Seducirlo? —ironizó Pablo. Había tenido un
desdichado idilio que aún recordaba, una excursión hasta el Abbadingo por Alpha Ralpha
Boulevard, algo que nunca repetiría. Tenía muy poca paciencia con los estúpidos que nunca se
habían atrevido a sufrir,.
La mujer se sonrojó de furia.
—Todos iremos a su hotel a las doce de hoy. Vamos a gritar hasta que salga. Luego
formaremos una fila y le obligaremos a escuchar nuestras peticiones.
—¿Quién lo ha organizado? —preguntó con aspereza.
—No lo sé. Alguien.
—Eres un ser humano —indicó Pablo con solemnidad—. Tienes educación. ¿Cuál es la
Decimosegunda Regk?
La mujer palideció un poco pero recitó de memoria:
—«Todo hombre o mujer que descubra que hace surgir o comparte opiniones no autorizadas
con una gran cantidad de personas se presentará de inmediato ante el subjefe más próximo para
una terapia.» Pero eso no se refiere a mí...
—Esta noche estarás muerta o te habrán borrado el cerebro. Ahora lárgate y déjame leer el
periódico.
La mujer lo fulminó con la mirada, entre la rabia y el llanto. Poco a poco la dominó el miedo.
—¿De veras crees que estaba diciendo algo ilegal?
—Estoy seguro —respondió Pablo.
Ella se apoyó las regordetas manos en la cara y sollozó.
—Por favor... ayúdame a encontrar un subjefe. Me parece que necesito ayuda. ¡He soñado
tanto, he tenido tantas esperanzas! Un hombre de las estrellas. Pero tienes razón. No quiero
morir ni quiero que me borren la memoria. ¡Ayúdame, por favor!
Impulsado por la impaciencia y la compasión, Pablo dejó el periódico y el café. El camarero
robot se apresuró a recordarle que no había pagado. Pablo caminó hasta la acera, donde había
dos toneles llenos de dinero para las personas que deseaban entretenerse con los juegos de la
civilización antigua. Escogió el billete más grande que encontró, se lo dio al camarero, esperó el
cambio, dio una propina, recibió las gracias y arrojó la vuelta, sólo monedas, al tonel de dinero
metálico. La mujer lo había esperado pacientemente, con tristeza en la cara congestionada.
Cuando Pablo le ofreció el brazo a la antigua manera francesa, ella aceptó. A cien metros
había un visífono público. Ella moqueaba y murmuraba mientras caminaba junto a él con sus
incómodos y antiguos zapatos de tacón alto.
—Yo tenía cuatrocientos años. Era esbelta y hermosa. Me gustaba hacer el amor y no
pensaba mucho en nada, porque no era muy inteligente. Había tenido muchos esposos. Luego
se produjo este cambio, y me sentí inútil, y decidí convertirme en lo que yo quería ser: gorda,
desaliñada, madura y aburrida. Y vaya si lo conseguí, como han dicho dos de mis esposos. Y
ese hombre de las estrellas tiene todo el poder. Puede cambiar las cosas.
Pablo sólo respondía con asentimientos comprensivos.
Se quedó ante el visífono hasta que un robot apareció en la pantalla.
—Un subjefe —pidió—. Cualquier subjefe.
La imagen tembló y apareció la cara de un hombre muy joven. Atendió con expresión amable
e intensa mientras Pablo recitaba su número, grado, asignación neonacional, número de
domicilio y ocupación. Tuvo que especificar dos veces el problema: «Delito de opinión pública.»
El subjefe replicó, con cierta cortesía:
—Entra y te repararemos.
Pablo se molestó tanto ante la idea de que él era sospechoso de una opinión pública
delictiva, «cualquier opinión compartida con gran número de personas, salvo que sea material
divulgado y aprobado por la Instrumentalidad y el gobierno de la Tierra», que empezó a linguar
su protesta ante la máquina.
—¡Vocaliza, hombre y ciudadano! Estas máquinas no son transmisoras telepáticas.
Cuando Pablo terminó de explicarse, el joven de uniforme lo miró crítica pero
agradablemente.
—Ciudadano —dijo—, tú también has olvidado algo.
—¿Yo? —jadeó Pablo—. Yo no he hecho nada. Esa mujer se sentó junto a mí y...
—Ciudadano —interrumpió el subjefe—, ¿cuál es la última mitad de la Quinta Regla para
Todos los Hombres?
Pablo reflexionó un instante y respondió:
—«Los servicios de toda persona estarán disponibles, sin demora y sin cargo, para cualquier
ser humano verdadero que corra peligro o perjuicio.» —Abrió los ojos y preguntó—: ¿Quieres
que lo haga yo?
—¿Qué opinas? —dijo el subjefe.
—Puedo hacerlo —murmuró Pablo.
—Desde luego. Eres normal. Recuerdas los tratamientos cerebrales.
Pablo asintió.
El subjefe lo saludó con el brazo y la imagen desapareció de la pantalla.
La mujer lo había visto todo. Ella también estaba preparada. Cuando Pablo hizo los gestos
hipnóticos tradicionales, ella fijó la mirada en las manos. Reaccionó como correspondía. Cuando
él terminó de borrarle el cerebro en plena calle, la mujer echó a andar por la acera sin saber por
qué le rodaban lágrimas por las mejillas. No recordaba a Pablo.
Durante un momento de exaltación, Pablo pensó en cruzar la ciudad para echar un vistazo al
maravilloso hombre de las estrellas. Miró alrededor y recapacitó. Distinguió la alta magnificencia
de Alpha Ralpha Boulevard, que se elevaba sin soportes en el firmamento, desde un terreno
lejano hasta la mitad de Terrapuerto: se acordó de sí mismo y de sus problemas personales.
Volvió a leer su periódico y tomar el café. Esta vez recogió dinero del tonel antes de entrar en el
restaurante.
EN UN YATE FRENTE A MEEYA MEEFLA
Ruth bostezó mientras se incorporaba para contemplar el océano. Había dedicado todos sus
esfuerzos a ese joven rico.
El falso Rod McBan, en realidad Eleanor reconstruida, le dijo:
—Esto es agradable.
Ruth sonrió lánguida y seductoramente. No sabía por qué Eleanor reía en voz alta.
El señor William No-de-aquí subió a la cubierta. Traía dos jarras heladas de plata en las
manos.
—Me alegra —dijo melosamente— ver a dos jóvenes felices. Os traigo julepes de menta, una
bebida muy antigua.
Eleanor bebió el suyo y sonrió.
Él también sonrió.
—¿Te gusta?
Eleanor siguió sonriendo.
—¡Vaya! ¡Es mejor que lavar platos! —exclamó enigmáticamente «Rod McBan».
El señor William empezó a pensar que ese joven rico era realmente extravagante.
ANTECÁMARA DE LA CAMPANA Y EL BANCO
—¡Que venga Jestocost! —ordenó el Señor Crudelta.
El Señor Jestocost ya entraba en la habitación.
—¿Qué ha ocurrido con ese joven?
—Nada, Señor y Mayor.
—Tonterías. Pamplinas. Patrañas —masculló el viejo—. Nada es algo que no ocurre. Tiene
que estar en alguna parte.
—El original está con el Maestro Gatuno, en la Gran Tienda.
—¿Ese lugar es seguro? —preguntó el Señor Crudelta—. Podría ser demasiado listo y
escabullirse. De nuevo estás tramando un plan, Jestocost.
—Nada que no te haya dicho ya, Señor y Mayor. ¡Puedes creerme!
El viejo frunció el ceño.
—De acuerdo. En efecto, me lo has contado. Continúa. ¿Qué hay de los otros?
—¿Quiénes?
—Los simulacros.
El Señor Jestocost soltó una carcajada.
—Nuestro colega, el Señor William, casi ha desposado a su hija con la criada de McBan,
quien es provisionalmente un «Rod McBan». Todos se divierten sin que nadie sufra daño. Los
robots, los ocho que sobrevivieron, se pasean por la ciudad de Terrapuerto. Lo pasan tan bien
como puede pasarlo un robot. Se reúnen multitudes para pedirles milagros. Bastante inofensivo.
—¿Y la economía de la Tierra? ¿Acaso se está desequilibrando?
—He puesto los ordenadores a trabajar —respondió el Señor Jestocost— para que
encuentren impuestos para todos. Llevamos varios megacréditos de ventaja.
—Dinero TAL.
—Dinero TAL, Señor.
—¿No arruinarás a McBan? —preguntó el Señor Crudelta.
—En absoluto, Señor y Mayor —exclamó el Señor Jestocost—. Soy un hombre bondadoso.
El viejo sonrió obscenamente.
—Conozco tu bondad, Jestocost, y preferiría la enemistad de mil mundos antes que tu
amistad. Eres perverso, peligroso y astuto.
Jestocost, muy halagado por el comentario, dijo en tono formal:
—Estás cometiendo una gran injusticia con un funcionario honesto, Señor y Mayor.
Los dos hombres sonrieron: se conocían muy bien.
DIEZ KILÓMETROS BAJO LA SUPERFICIE DE LA TIERRA
El A'telekeli se apartó del atril ante el cual estaba rezando.
Su hija lo miraba desde la puerta, inmóvil.
—¿Qué ocurre, hija mía? —linguó él.
—Le vi la mente, padre, la vi por un instante cuando salió de la tienda del Maestro Gatuno. Es
un joven rico de las estrellas, pero es un muchacho agradable. Ha comprado la Tierra, pero no
es el hombre de la Promesa.
—Esperabas demasiado, A'lamelanie —linguó el padre.
—Esperaba la esperanza. ¿Es la esperanza un crimen entre las subpersonas? Lo que predijo
Juana, lo que prometió el copto... ¿dónde está, padre? ¿Nunca veremos la luz del día ni
conoceremos la libertad?
—Los hombres verdaderos tampoco son libres —linguó el A'telekeli—. También tienen penas,
miedo, nacimiento, vejez, amor, muerte, sufrimiento y las herramientas de su propia ruina. La
libertad no es algo que nos vaya a ser concedido por un hombre maravilloso venido de las
estrellas. La libertad es lo que haces tú, querida, y lo que hago yo. La muerte es un asunto muy
privado, hija mía, y la vida, si lo miras bien, es casi igualmente privada.
—Lo sé, padre —contestó ella—. Lo sé. Lo sé. Lo sé. —Pero en realidad no lo sabía.
—Acaso lo ignores, querida —continuó el gran hombre-pájaro—, pero mucho antes de que
estas gentes construyeran ciudades, hubo otros habitantes en la Tierra, los que vinieron después
de la caída del mundo antiguo. Trascendieron las limitaciones de la forma humana. Conquistaron
la muerte. No tenían enfermedades. No necesitaban el amor. Procuraban ser abstracciones al
margen del tiempo. Y desaparecieron, A'lamelanie, tras muertes terribles. Algunos se
convirtieron en monstruos que buscaban sus presas entre los vestigios de los hombres
verdaderos, por razones que los hombres normales ni siquiera podían comprender. Otros eran
como ostras, envueltos en su propia santidad. Habían olvidado que la humanidad es
imperfección y corrupción, que lo perfecto se escapa a la comprensión. Nosotros tenemos los
fragmentos del Verbo, y somos más fieles a las profundas tradiciones humanas que los humanos
mismos, pero nunca debemos cometer la necedad de buscar la perfección en esta vida ni de
creer que nuestros poderes nos harán muy diferentes de lo que somos. Tú y yo somos animales,
querida, ni siquiera personas verdaderas, pero éstas no comprenden la enseñanza de Juana:
todo lo que parece humano es humano. Despertamos por la palabra, no por la forma, la sangre
ni la textura de la carne, el pelo o el plumaje. Y existe ese poder que tú y yo no nombramos, pero
que amamos entrañablemente porque lo necesitamos más que las personas de la superficie. Las
grandes creencias siempre nacen en las cloacas de las ciudades, no en las torres de los
zigurats. Más aún, somos animales de desecho, inútiles. Todos nosotros, aquí abajo, somos la
escoria que la humanidad ha tirado y olvidado. Tenemos en ello una gran ventaja, porque
sabemos desde el principio de nuestra vida que no valemos nada. ¿Y por qué no valemos nada?
Porque lo dice una ley más alta y una verdad superior: la ley convencional y las costumbres no
escritas de la humanidad. Pero nosotros nos queremos, hija mía. Sabemos que todo lo que ama
tiene un valor en sí mismo, y que por lo tanto no es cierto que el subpueblo carezca de valor.
Estamos obligados a mirar, más allá del minuto y la hora, hacia el lugar donde no funcionan los
relojes ni amanecen los días. Hay un mundo al margen del tiempo, y a él apelamos. Sé que
amas la vida devota, hija mía, y me parece admirable, pero sólo una fe mezquina esperaría
viajeros de paso o creería que un par de milagros pueden rectificar la naturaleza de los hechos.
Las personas de la superficie creen que han superado los viejos problemas porque no tienen los
edificios que ellos llaman iglesias o templos, y han eliminado a los religiosos profesionales de
sus comunidades. Pero un poder superior y problemas mayores aguardan aún a todos los
hombres, les guste o no. Hoy, creer es una afición ridícula para la humanidad, y la
Instrumentalidad la tolera porque los creyentes son insignificantes y débiles, pero la humanidad
tiene momentos de gran pasión que retornarán y que nosotros compartiremos. No esperes,
pues, a tu héroe de las estrellas. Si alimentas una buena vida devota en tu interior, ya está aquí,
esperando a que la irrigues con lágrimas y la cultives con duros y claros pensamientos. Y si no
tienes una vida devota, hay buenas vidas allá fuera.
»Mira a tu hermano, A'ikasus, quien ahora está recuperando su forma normal. Me dejó darle
la forma animal para viajar a las estrellas. Corrió riesgos sin cometer la impudicia de disfrutar del
peligro. No es preciso que cumplas tu deber con alegría... sólo es necesario llevarlo a cabo.
Ahora él ha vuelto al nido y sé que nos trae buena suerte en muchos pequeños logros, quizás en
logros grandes. ¿Entiendes, hija mía?
A'lamelanie asintió, pero en sus ojos había desilusión.
UN PUESTO DE POLICÍA EN LA SUPERFICIE, CERCA DE TERRAPUERTO
—El sargento robot dice que no puede hacer más sin violar la regla que prohíbe hacer daño a
seres humanos...
El subjefe miró al jefe, ansioso de salir de la oficina para recorrer la corrupción de la ciudad.
Estaba harto de pantallas de vídeo, ordenadores, botones, tarjetas y rutinas. Quería una vida de
peligros y aventuras.
—¿De qué extranjero se trata?
—Tostig Amaral, del planeta Amazonas Triste. Tiene que permanecer mojado todo el tiempo.
Es sólo un mercader con permiso, no un huésped honorable de la Instrumentalidad. Le han
asignado una muchacha de placer y ahora él cree que le pertenece.
—Enviadle la muchacha. ¿Qué es, un ratón modificado?
—No, una g'muchacha. Se llama G'mell y está a las órdenes del Señor Jestocost.
—Lo sé todo sobre este asunto —dijo el jefe, deseando saberlo de veras—. Ahora está
asignada a ese norstriliano que ha comprado casi toda la Tierra.
—¡Pero ese homínido la requiere! —exclamó el subjefe.
—No puede tenerla si un Señor de la Instrumentalidad ha requerido sus servicios.
—Amenaza con presentar pelea. Dice que matará gente.
—Vaya. ¿Está en una habitación?
—Sí, señor y jefe.
—¿Con instalaciones estándar?
—Miraré, señor. —El subjefe movió una palanca y un diseño electrónico apareció en la
pantalla que tenía a la izquierda—. Sí señor, así es.
—Echemos un vistazo.
—Obtuvo permiso para mantener abierto el rociador contra incendios. Al parecer procede de
un mundo de lluvias.
—Inténtalo, de todos modos.
—Sí, señor. —El subjefe le silbó a la consola. La pantalla parpadeó y presentó la imagen de
un cuarto oscuro. Parecía haber una pila de trapos mojados en una esquina, de la cual
sobresalía una mano humana bien formada.
—Un tipo rudo, y tal vez venenoso —comentó el jefe—. Desmáyalo una hora. Entre tanto
pediremos ordenes.
EN UNA CALLE DE SUPERFICIE, AL PIE DE TERRAPUERTO
Diálogo entre dos muchachas.
—...y te contaré el mayor secreto del mundo, si me prometes que no se lo dirás a nadie.
—Apuesto a que no es un gran secreto. No tienes por qué contármelo.
—Pues no te lo contaré nunca. Nunca.
—Como quieras.
—De veras, si tan sólo lo sospecharas, te morirías de curiosidad.
—Si quieres decírmelo, adelante.
—Pero es un secreto.
—De acuerdo. No se lo revelaré a nadie.
—Ese hombre de las estrellas. Se casará conmigo.
—¿Contigo? Es ridículo.
—¿Por qué te parece tan ridículo? Ya ha comprado los derechos de mi dote.
—Sé que es ridículo. Algo anda mal.
—No entiendo por qué crees que no le gusto si ya ha comprado los derechos de mi dote.
—¡Tonta! Sé que es ridículo porque ha comprado los míos.
—¿Los tuyos?
—Sí.
—¿A las dos?
—¿Para qué?
—Y yo qué sé.
—Quizá nos ponga a ambas en el mismo harén. ¿No sena romántico?
—En Vieja Australia del Norte no hay harenes. Son granjeros mojigatos que producen stroon
y matan a quien intente acercarse.
—No parece muy agradable.
—Acudamos a la policía.
—Ha herido nuestros sentimientos. Quizá podamos sacarle más dinero por comprar nuestros
derechos de dote cuando no pensaba usarlos.
FRENTE A UN CAFE
Un hombre, borracho.
—Me emborracharé todas las noches y haré que los músicos toquen hasta que me duerma y
tendré todo el dinero que necesite y no será ese dinero de juguete de los toneles, sino que será
dinero verdadero registrado en el ordenador; y haré que todos hagan lo que yo diga, y sé que él
lo hará por mí porque mi madre se llamaba MacArthur en su código genético antes de que todos
tuvieran números, y no tenéis derecho a reíros de mí porque el apellido de él es MacArthur
McBan once y quizá yo sea el amigo y pariente más cercano que tiene en la Tierra...
TOSTIG AMARAL
Rod McBan se marchó de la Gran Tienda de los Deseos del Corazón con sencillez y
humildad; llevaba un paquete de libros envueltos en papel protector, y no se diferenciaba de
cualquier otro mensajero gatuno de primera. Los seres humanos del mercado aún continuaban
con el alboroto, el olor a comida y especias y los objetos exóticos, pero él se movió con tanta
serenidad a través de los grupos desperdigados que ni siquiera los policías robot, con sus armas
zumbantes, le prestaron atención.
Al cruzar el Mercado de los Ladrones con G'mell y M'gentur se había sentido incómodo.
Como señor y propietario de Vieja Australia del Norte, se había visto en la obligación de
mantener una apariencia digna, pero no se había sentido a sus anchas con su corazón. Estaba
entre gente extraña en un lugar desconocido, y lo acuciaban los problemas de la riqueza y la
supervivencia.
Ahora era diferente. Aunque aún parecía un hombre-gato, por dentro volvía a sentirse
orgulloso de su hogar y su planeta.
Y algo más.
Se sentía sereno hasta la punta de sus terminaciones nerviosas.
El artefacto para linguar y audir tendría que haberlo exaltado, pero no era así. Mientras
atravesaba el mercado, advirtió que muy pocos terrícolas se comunicaban telepáticamente.
Preferían parlotear en diversos idiomas bulliciosos, y la Vieja Lengua Común servía como
referencia para quienes habían aprendido idiomas antiguos mediante los procesos del
Redescubrimiento del Hombre. Incluso oyó inglés antiguo, el idioma de la reina, muy parecido al
norstriliano hablado. Estas cosas no lo estimulaban ni excitaban, ni siquiera le inspiraban piedad.
Tenía sus propios problemas, que ya no eran los asuntos de la riqueza o la supervivencia. De
alguna manera confiaba en que un poder oculto y amable del universo cuidaría de él si él
protegía a otros. Quería liberar a Eleanor de sus problemas, socorrer al hon. sec., ver a la
Lavinia, tranquilizar a Doris, despedirse de G'mell, regresar a sus ovejas, proteger a su
ordenador y disuadir al Señor Dama Roja de su mala costumbre de matar legalmente a otras
personas en ocasiones que no justificaban ninguna muerte.
Un policía robot más perceptivo que los demás vigiló a ese hombre-gato que se movía con
tanto aplomo entre las multitudes de hombres, pero «G'roderick» no hizo más que entrar por un
extremo del mercado, seguir su camino y salir por el otro, siempre con el paquete a cuestas; el
robot dio media vuelta: sus temibles ojos lechosos, siempre atentos a cualquier indicio de
agitación y muerte, escudriñaron una y otra vez el mercado en infatigable vigilancia.
Rod descendió por la rampa y dobló a la derecha.
Allí estaba el bar de subpersonas con el cajero oso. El empleado lo recordaba.
—Ha sido un largo día desde que te vi, caballero gato. ¿Quieres otro plato especial de
pescado?
—¿Dónde está mi muchacha? —preguntó Rod sin rodeos.
—¿G'mell? Esperó aquí mucho rato, pero al final se fue dejando este mensaje: «Di a G'rod
que debe comer algo antes de seguirme, pero que después de haberse alimentado me siga por
el Conducto Cuatro, Nivel del Suelo, Hotel de las Aves Canoras, Cuarto Nueve, donde cuido de
un visitante extranjero, o puede enviarme un robot para que yo me reúna con él.» ¿No crees,
caballero gato, que me he portado bien al recordar un mensaje tan complicado? —El hombre-
oso se sonrojó un poco y manifestó menos orgullo cuando confesó, por razones de abstracta
sinceridad—: Desde luego, había anotado la dirección. Sería muy engorroso que te mandara a
un domicilio equivocado en una zona de personas. Alguien te podría fulminar si entraras en un
pasillo no autorizado.
—Pescado, pues —pidió Rod—. Cenaré pescado, por favor.
Se preguntó por qué G'mell había ido a ver a otro visitante cuando la vida de él estaba en
peligro. Aun mientras lo pensaba, reparó en sus mezquinos celos y admitió que no tenía ni idea
de los términos, condiciones y horarios que requería el oficio de muchacha de placer.
Se sentó en el banco a esperar su comida.
Aún recordaba el tumulto de la SALA DEL ODIO, y aún le brillaba en el corazón el terror de
sus padres, aquellas marionetas moribundas que se disolvían. El cuerpo aún le palpitaba de
agotamiento después de la ordalía. Preguntó al cajero:
—¿Cuánto hace que pasé por aquí?
El oso cajero miró el reloj de la pared.
—Unas catorce horas, honorable gato.
—¿Cuánto es eso en tiempo real?
Rod trataba de comparar las horas norstrilianas con las horas terrestres. Calculaba que las
horas terrestres serían un séptimo más cortas, pero no estaba seguro. El hombre-oso quedó
desconcertado.
—Si te refieres al tiempo de navegación galáctica, querido amigo, nunca lo usamos aquí.
¿Hay otras clases de tiempo?
Rod comprendió su error y trató de corregirlo.
—No importa. Tengo sed. ¿Qué pueden beber legal-mente las subpersonas? Estoy cansado
y sediento, pero no deseo emborracharme.
—Ya que eres un g'hombre, recomiendo café fuerte y negro mezclado con crema batida
dulce.
—No tengo dinero —informó Rod.
—La famosa dama gatuna, tu consorte G'mell, ha garantizado el pago de todo lo que pidas.
—Adelante, pues.
El hombre-oso llamó a un robot y le entregó los encargos.
Rod miró la pared preguntándose qué haría con la Tierra que había comprado. No
reflexionaba en serio, sólo rumiaba. Una voz le entró en la mente. Advirtió que el hombre-oso le
linguaba y que él podía audirlo.
—Tú no eres un subhombre, señor y amo.
—¿Qué? —linguó Rod.
—Me has audido —continuó la voz telepática—. No lo repetiré. Si vienes bajo el signo del
Pez, que mis bendiciones te acompañen.
—No conozco ese signo —replicó Rod.
—Entonces —linguó el hombre-oso—, seas lo que seas, come y bebe en paz porque eres
amigo de G'mell y estás bajo la protección de Aquel Que Vive Abajo.
—No sé —linguó Rod—, no lo sé, pero gracias por tu bienvenida, amigo.
—No ofrezco la bienvenida a cualquiera, y en otra circunstancia huiría de algo tan extraño,
peligroso e inexplicable como tú. Pero traes contigo un aura de paz, que me ha hecho pensar
que viajabas en compañía del signo del Pez. He oído que bajo este signo las personas y las
subpersonas recuerdan a la bendita Juana y se unen en total camaradería.
—No —respondió Rod—, viajo solo.
Le sirvieron la comida y la bebida. Las consumió en silencio. El oso cajero le había asignado
una mesa y un banco alejados del tumulto de subpersonas que entraban y salían,
interrumpiendo charlas, comiendo a toda velocidad para marcharse deprisa. Un hombre-lobo con
las insignias de la Policía Auxiliar se acercó a la pared, insertó su tarjeta de identificación en una
ranura, abrió la boca, engulló cinco grandes trozos de carne roja y cruda y se marchó del bar,
todo en menos de un minuto y medio. Rod se quedó asombrado, pero no impresionado. Tenía
demasiadas cosas en la mente.
En el escritorio confirmó la dirección que G'mell había dejado y estrechó la mano del hombre-
oso. Luego fue hasta el Conducto Cuatro. Aún parecía un g'hombre y transportaba
humildemente el paquete, portándose como hacían las subpersonas en presencia de las
personas verdaderas.
Casi tropezó con la muerte en el camino. El Conducto Cuatro era unidireccional y tenía la
clara indicación «Personas solamente». Rod vaciló, pero pensó que G'mell no le daría
indicaciones erróneas ni improvisadas. (Luego se enteró de que la joven había olvidado
recomendarle que usara la frase «Misión especial bajo la protección de Jestocost, jefe de la
Instrumentalidad», en caso de que lo detuvieran.)
Un arrogante hombre humano que usaba una ondeante capa roja lo miró de mal talante
cuando Rod cogió un cinturón, lo enganchó y entró en el conducto. Cuando Rod se desplazó, se
situó al mismo nivel que el hombre.
Rod trató de comportarse como un humilde y tímido mensajero, pero la extraña voz le raspó
los oídos:
—¿Qué haces aquí? Éste es un conducto humano.
Rod fingió no darse cuenta de que el hombre de capa roja se dirigía a él. Siguió subiendo en
silencio bajo el tirón del cinturón magnético en la cintura.
De pronto, un dolor en las costillas lo obligó a volverse. Casi perdió el equilibrio.
—¡Animal! ¡Habla o muere! —exclamó el hombre.
Sin soltar el paquete de libros, Rod respondió dócilmente.
—Hago un encargo y me ordenaron que viniera por aquí.
—¿Y quién te lo dijo? —gritó el hombre con voz tonante.
—G'mell —murmuró Rod.
El hombre y sus compañeros se echaron a reír. No había humor en aquella risa, sólo
salvajismo, crueldad y —muy por debajo— algo de temor.
—Escuchad eso —barbotó el hombre de la capa roja—. Un animal dice que otro animal le
ordenó que hiciera algo.
Desenvainó un cuchillo.
—¿Qué haces? —exclamó Rod.
—Sólo te corto el cinturón. No hay nada allá abajo, y te convertirás en un bonito guiñapo rojo
en el fondo del conducto, hombre-gato. Eso te enseñará qué conducto debes usar.
El hombre acercó el cuchillo al cinturón de Rod, dispuesto a cortarlo.
Rod sintió miedo y furia. Su cerebro se puso rojo.
Escupió pensamientos:
¡Mentecato!
¡Imbécil!
¡Rojo sucio azul pestilente hombrecito
de la Tierra,
muere, vomita, estalla, arde, muere!
Todo sucedió de repente, sin que él pudiera controlarlo. El hombre de capa roja se
contorsionó en un espasmo. Sus dos compañeros temblaron y se volvieron despacio.
Muy arriba, dos mujeres se pusieron a gritar.
Más arriba un hombre chillaba con la voz y con la mente:
—¡Policía! ¡Socorro! ¡Policía! ¡Policía! ¡Bomba mental! ¡Bomba mental! ¡Socorro!
El esfuerzo de la explosión telepática dejó a Rod desorientado y débil. Sacudió la cabeza y
parpadeó. Quiso secarse la cara y se golpeó la mandíbula con el paquete de libros. Esto lo
despejó un poco. Miró a los tres hombres. El de la capa roja estaba muerto, con la cabeza
ladeada. Los otros dos también parecían muertos. Uno flotaba cabeza abajo, las nalgas hacia
arriba y las piernas oscilando en ángulos desconcertantes; el otro subía cabeza arriba, pero con
el cuerpo absolutamente inerte. Los tres seguían subiendo a diez metros por minuto, junto con
Rod.
Más arriba se produjeron unos ruidos extraños.
Una voz estentórea reverberó en el conducto:
—¡Quedaos donde estáis! Policía. Policía. Policía.
Rod miró los cuerpos flotantes. Vio un pasillo horizontal. Manoteó en la barra y se deslizó
hacia el corredor. Se sentó en el borde, sin alejarse del conducto. Aguzó la mente para audir.
Mentes frenéticas y excitadas armaban alboroto a su alrededor, en busca de enemigos,
lunáticos, criminales, alienígenas, cualquier cosa extraña.
Linguó suavemente, para el pasillo vacío y para sí mismo:
—Soy un gato tonto. Soy el mensajero G'rod. Debo llevar los libros al caballero de las
estrellas. Soy un gato tonto. No sé demasiado.
Un robot con el reluciente blindaje ornamental de la Vieja Tierra se apeó en el corredor
horizontal, miró a Rod y habló por el conducto.
—Amo, aquí hay uno. Un g'hombre con un paquete.
Un joven subjefe se asomó, los pies hacia delante, mientras se las ingeniaba para bajar por el
conducto en vez de subir. Aferró el techo del pasillo transversal, se/impulsó y (una vez libre del
magnetismo del conducto) cayó de pie junto a Rod. Rod audió los pensamientos del subjefe:
«Soy bueno en este trabajo. Soy buen telépata. Soy competente. Mira este gato tonto.»
Rod continuó concentrándose: «Soy un gato tonto. Tengo que entregar un paquete. Soy un
gato tonto.»
El subjefe lo miró con desdén. Rod sintió que la mente del policía se deslizaba por la suya en
el tosco equivalente de un registro. Conservó la calma y trató de sentirse estúpido mientras el
otro audía. Rod no dijo nada. El subjefe rozó el paquete con el bastón, mirando el botón de
cristal de la punta.
—Libros —resopló.
Rod asintió.
—¿Has visto los cadáveres? —preguntó el joven y brillante subjefe. Hablaba en una versión
penosamente clara, casi infantil, de la Vieja Lengua Común.
Rod levantó tres dedos y señaló hacia arriba.
—¿Sentiste la bomba mental, hombre-gato?
Rod, que empezaba a disfrutar del juego, irguió la cabeza y soltó un maullido de dolor. El
subjefe, sin poder evitarlo, se tapó las orejas con las manos. Se disponía a irse.
—Ya veo lo que piensas, amigo gato. Eres bastante estúpido, ¿verdad?
Aunque se esforzaba por tener pensamientos obtusos, Rod se apresuró a responder
humildemente:
—Yo gato listo. Muy bonito también.
—Ven —ordenó el subjefe a su robot, sin prestar atención a Rod.
Rod le tironeó de la manga.
El subjefe se volvió.
—Señor y amo —musitó Rod con humildad—, ¿dónde Hotel de las Aves Canoras, Cuarto
Nueve?
—¡Madre de perros! —exclamó el subjefe—. Me enfrento a un caso de homicidio y este gato
tonto me pide una dirección. —Era un joven decente y reflexionó un instante—. Por allí —dijo,
señalando el conducto—. Avanzas veinte metros más y luego la tercera calle. Pero es para
«personas solamente». Hay más o menos un kilómetro hasta la escalera para animales. —
Frunció el ceño y se volvió a uno de los robots—. Wush', mira este gato.
—Sí, amo, un hombre-gato, muy bonito.
—De manera que te parece bonito. Él también se considera hermoso, así que la opinión es
unánime. Será bonito, pero es tonto. Wush', lleva a este hombre-gato a la dirección que te
indicará. Usa el conducto con mi autorización. No le pongas un cinturón, sólo abrázalo.
Rod se alegró de haberse quitado el cinturón y haberlo tirado al anaquel antes de que llegara
el robot.
El robot le ciñó la cintura en lo que literalmente era un abrazo de hierro. No esperaron a que
el lento impulso magnético del conducto los elevara. El robot tenía una especie de propulsor en
la espalda y transportó a Rod con vertiginosa velocidad hasta el siguiente nivel. Metió a Rod en
el pasillo y lo siguió.
—¿Adonde vas? —preguntó el robot.
Rod, concentrándose en pensar como un estúpido por si alguien trataba aún de audirle la
mente, dijo con torpeza:
—Hotel de las Aves Canoras, Cuarto Nueve.
El robot se quedó en trance, corno si se estuviera comunicando telepáticamente, pero la
mente de Rod no captó el menor susurro de comunicación telepática.
«¡Ovejas con mantequilla caliente! —pensó Rod—. Está usando la radio para confirmar la
dirección con su jefatura.»
Al parecer, eso estaba haciendo Wush', que despertó al cabo de un instante. Salieron al aire
libre. La luna de la Tierra llenaba el cielo, el objeto más hermoso que Rod hubiera visto. No se
atrevió a detenerse para disfrutar de la vista, sino que trotó ágilmente junto al policía robot.
Llegaron a una calle con flores de densa fragancia. El aire tibio y húmedo de la Tierra
esparcía la dulzura por doquier.
A la derecha había un patio con copias de antiguas fuentes, un restaurante al aire libre donde
ya no había clientes, un camarero robot en la esquina y muchos cuartos individuales que daban
a la plaza. El policía robot preguntó al camarero robot:
—¿Dónde está el número nueve?
El camarero le respondió levantando la mano y torciendo la muñeca dos veces, un gesto que
el policía robot pareció interpretar sin problema.
—Ven —le indicó a Rod, conduciéndolo hasta una escalera exterior que subía hasta un
balcón que correspondía al segundo piso. Uno de los cuartos tenía el número nueve.
Rod iba a decir al policía que ya veía el número nueve, pero Wush', con ceremoniosa
amabilidad, cogió el picaporte y abrió la puerta invitándole a entrar.
Un arma pesada carraspeó y Wush', sin cabeza, cayó ruidosamente al suelo de hierro del
balcón. Rod se aplastó instintivamente contra la pared del edificio.
Un hombre apuesto vestido con un traje negro se acercó a la puerta, empuñando un arma de
policía de grueso calibre.
—Oh, estás aquí —le dijo a Rod con calma—. Entra.
Rod sintió que sus piernas se movían y él avanzaba hacia el cuarto a pesar de la resistencia
de su mente. Dejó de fingir que era un gato tonto. Tiró los libros al suelo y volvió a pensar como
un norstriliano normal, a pesar del cuerpo de gato. No sirvió de nada. Siguió andando en contra
su voluntad y entró en el cuarto.
Al pasar junto al hombre, reparó en un olor dulzón y pegajoso. También vio que el hombre,
aunque totalmente vestido, estaba empapado.
Dentro del cuarto llovía.
Alguien había atascado el sistema de rociadores para que una lluvia constante cayera del
techo.
G'mell estaba en el centro del cuarto. Su glorioso pelo rojo era un mechón mojado e inmóvil
que le colgaba sobre los hombros. Tenía una expresión de concentración y alarma.
—Soy Tostig Amaral —se presentó el hombre—. Esta muchacha aseguró que su esposo
vendría con un policía. No creí que me dijera la verdad, pero lo hacía. Con el esposo gato viene
el policía. Le disparé al policía. Es un robot y puedo pagar al gobierno de la Tierra tantos robots
como sea necesario. Tú eres un gato. También puedo matarte, y pagar tu precio. Pero soy un
buen hombre; quiero hacer el amor con tu gatita roja, así que me mostraré generoso y te daré
algo de dinero para que le digas que me pertenece a mí, y no a ti. ¿Entiendes, hombre-gato?
Rod se encontró libre de los inexplicables lazos musculares que le habían impedido los
movimientos.
—Mi señor, mi amo de lejos —dijo—, G'mell es una subpersona. La ley de la Tierra establece
que si una subpersona y una persona se enamoran, la subpersona muere y a la persona
humana se le borra el cerebro. Sin duda, amo, no querrás que las autoridades de la Tierra te
borren el cerebro. Deja libre a la muchacha. Estoy de acuerdo en que puedes pagar por el robot.
Amaral cruzó la habitación. Tenía una cara pálida, petulante, humana, pero Rod advirtió que
el traje negro no era tal.
El «traje» era una membrana mucosa, una extensión de la piel de Amaral.
La cara pálida palideció aún más por la rabia.
—Eres un hombre-gato muy atrevido al hablar de esa manera. Mi cuerpo es mayor que el
tuyo, y además es venenoso. Tenemos una vida difícil bajo la lluvia de Amazonas Triste, y
poseemos poderes mentales y físicos que más te vale no provocar. Si no te conviene el pago,
lárgate. La muchacha es mía. Lo que pase con ella es asunto mío. Y si violó las normas de la
Tierra, destruiré a la g'muchacha y pagaré su precio. Lárgate o morirás.
Rod habló con calma deliberada, calculando los riesgos.
—Ciudadano, hablo en serio. No soy un hombre-gato sino un súbdito de su majestad
ausente, la reina de Vieja Australia del Norte. Te advierto que te enfrentas a un hombre, no a un
simple animal. Deja ir a la muchacha.
G'mell quiso hablar pero no lo consiguió.
—¡Mientes, animal, y con mucho descaro! —rió Amaral—. Te admiro por tratar de salvar a tu
compañera, pero ella me pertenece. Es una muchacha de placer y la Instrumentalidad me la dio.
Es para mi placer. ¡Fuera, gato descarado! Eres un buen embustero.
Rod aprovechó su última oportunidad.
—Sondéame si quieres.
No se movió.
La mente de Amaral le recorrió la personalidad como unas manos sucias palpando cuerpos
desnudos. Rod se estremeció ante la íntima suciedad del contacto con los pensamientos de un
ser como ése, pues captó las clases de placeres y la crueldad que Amaral había experimentado.
Se mantuvo firme, tranquilo, seguro. No dejaría a G'mell con ese monstruo de las estrellas,
aunque fuera un hombre del antiguo linaje humano.
Amaral rió.
—Vaya, eres un hombre. Un chico. Un granjero. Y no puedes linguar ni audir sin el botón que
llevas en el oído. Largo, mocoso, o te daré un mamporro en las orejas.
—Amaral —advirtió Rod—, a partir de ahora corres peligro.
Amaral no respondió con palabras.
Su cara angulosa y picuda empalideció aún más y los pliegues de la piel se le dilataron.
Ondularon como jirones de globos húmedos. Un hedor dulzón y nauseabundo inundó el cuarto,
como si fuera una tienda de golosinas atestada de cadáveres. Flotaba un olor a vainilla, azúcar,
bizcochos calientes, pan recién horneado, chocolate hirviente; incluso olía a stroon. Pero
mientras Amaral se tensaba y sacudía los pliegues auxiliares de la piel, cada olor se
descomponía en una caricatura de sí mismo, una abominación. El compuesto era hipnótico. Rod
miró de reojo a G'mell. Había palidecido.
Eso lo decidió.
La calma que le había revelado el Maestro Gatuno podía ser buena, pero había momentos
para la serenidad y había momentos para la furia.
Rod escogió la furia.
Sintió que la ira afloraba en él, caliente, rápida y ávida como el amor. El corazón se le
aceleró, los músculos se le endurecieron, la mente se le despejó. Al parecer Amaral tenía plena
confianza en sus poderes hipnóticos y deletéreos, pues miraba directamente hacia delante
mientras los pliegues de su piel se hinchaban y ondulaban en el aire como hojas bajo el agua. La
constante lluvia del rociador mantenía mojado todo el cuarto.
Rod no reparó en eso. Dio la bienvenida a la furia.
Con su nuevo aparato para audir, se concentró en la mente de Amaral, y sólo en la de
Amaral.
Su contrincante le vio mover los ojos y desenvainó un cuchillo.
—¡Hombre o gato, morirás! —gritó Amaral, impulsando por el odio y el ardor del
enfrentamiento.
Rod lanzó un chillido:
bestia, mugre, roña,
escoria, suciedad, vileza,
basura mojada:
¡muere, muere, muere!
Estaba seguro de que nunca había gritado con tanta fuerza. No hubo ningún eco, ningún
efecto. Amaral fijó la mirada en Rod. El cuchillo centelleaba en la mano del enemigo como la
llama en la punta de una vela.
La ira de Rod se intensificó aún más.
Experimentó dolor en la mente al avanzar, calambres en los músculos al usarlos. Tuvo miedo
del veneno que aquella criatura podía exudar, pero —gato o no gato— pensar en G'mell a solas
con Amaral bastó para darle la ferocidad de una bestia y la fuerza de una máquina.
Sólo en el último momento Amaral comprendió que Rod se había liberado.
Rod nunca llegó a averiguar si el grito telepático había herido o no al hombre del mundo
húmedo, porque hizo algo muy simple.
Embistió con la celeridad de un granjero norstriliano, arrebató el cuchillo de la mano de
Amaral, arrancando al mismo tiempo pliegues de piel blanda y pegajosa, y luego le dio un tajo de
clavícula a clavícula.
Retrocedió a tiempo para eludir el borbotón de sangre.
El húmedo «traje negro» se derrumbó y Amaral murió en el suelo.
Rod cogió del brazo a la aturdida G'mell y la sacó del cuarto. El aire era fresco en el balcón,
pero el olor de muerte de Amazonas Triste aún lo perseguía. Sabía que se odiaría a sí mismo
durante semanas, tan sólo por el recuerdo de ese olor.
Fuera había ejércitos enteros de robots y policías. Se habían llevado el cuerpo de Wush'.
Reinaba el silencio cuando ambos salieron.
Luego una voz clara, civilizada e imponente habló desde la plaza:
—¿Está muerto?
Rod asintió.
—Perdóname por no acercarme más. Soy el señor Jestocost. Te conozco, G'roderick, y sé
quién eres en realidad, Estas personas están bajo mis órdenes. Tú y la muchacha podéis lavaros
en los cuartos de abajo. Luego llevarás a cabo cierta misión. Te veré mañana a la segunda hora.
Unos robots se acercaron. No debían de tener sentido del olfato, pues el tufo hediondo no les
molestaba. La gente se apartaba para dejarlos pasar.
—G'mell, ¿estás bien? —murmuró Rod.
Ella asintió y sonrió lánguidamente. Luego se obligó a hablar.
—Eres valiente, McBan. Eres aún más valiente que un gato.
Los robots los separaron.
Instantes después, Rod se encontró entre pequeños robots médicos blancos que le quitaban
la ropa con suavidad, destreza y rapidez. En el cuarto de baño ya siseaba una ducha caliente
con olor a medicamento. Rod estaba harto de la humedad, harto del agua, harto de las cosas
mojadas y las gentes complicadas, pero se dirigió a la ducha con gratitud y esperanza. Aún
estaba con vida. Tenía amigos desconocidos.
Y G'mell. G'mell estaba a salvo.
«¿Esto es lo que llaman amor?», pensó Rod.
El limpio y picante calor de la ducha le ahuyentó los pensamientos de la mente. Dos robots lo
acompañaban. Rod se sentó en un caliente y húmedo banco de madera y ellos le frotaron con
cepillos, con tanta fuerza como para arrancarle la piel.
Poco a poco, el espantoso olor fue desapareciendo.
PÁJAROS BAJO TIERRA
Rod McBan estaba demasiado cansado para protestar cuando los pequeños robots blancos
lo envolvieron en una enorme toalla y lo condujeron hacia lo que parecía una sala de
operaciones.
Un hombre corpulento de barba parda y puntiaguda, muy infrecuente en la Tierra en aquella
época, dijo:
—Soy el doctor Vomact, primo del doctor Vomact que conociste en Marte. Sé que no eres un
gato, señor y propietario McBan, y sólo deseo comprobar que estéis bien. ¿Puedo?
—G'mell... —murmuró Rod.
—Se encuentra bien. Le hemos administrado un sedante y de momento recibe el trato que
correspondería a una mujer humana. Jestocost me ordenó pasar por alto las reglas en este caso,
y le he obedecido, pero creo que algunos colegas nos causarán problemas a ambos por este
asunto.
—¿Problemas? —dijo Rod—. Pagaré...
—No, no se trata del precio. Es sólo la regla de que las subpersonas dañadas deben ser
destruidas, no internadas en hospitales. Por mi parte, a veces les doy tratamiento, si puedo
hacerlo bajo mano. Pero veamos cómo estás.
—¿Por qué hablamos? —linguó Rod—. ¿No sabías que ahora puedo audir?
En vez de un examen médico, Rod tuvo una agradable charla. El doctor y él bebieron
enormes vasos de una bebida dulce de la Tierra llamada chai por los antiguos parosski. Rod
comprendió que Dama Roja, el doctor Vomact de Marte y el Señor Jestocost de la Tierra lo
habían vigilado y custodiado desde el principio. Descubrió que este doctor Vomact era candidato
a jefe de la Instrumentalidad, y aprendió algo acerca de las extrañas pruebas que se requerían
para esa función. Incluso descubrió que el doctor sabía más que él mismo acerca de su situación
financiera, y que los presupuestos de la Tierra cedían bajo el peso de su fortuna, pues el
aumento del precio del stroon podría conducir a una reducción de la longevidad. El doctor y Rod
terminaron hablando del subpueblo; Rod descubrió que el doctor admiraba a G'mell con tanto
fervor como él. La velada terminó cuando Rod dijo:
—Soy joven, señor y doctor, y duermo bien, pero nunca descansaré a gusto de nuevo si no
me quitas ese olor. Lo siento dentro de la nariz.
El doctor cobró un aire profesional.
—Abre la boca y respírame en la cara —dijo.
Rod titubeó y luego obedeció.
—¡Grandes estrellas torcidas! —exclamó el doctor—. Yo también lo huelo. Ha quedado un
poco en el sistema respiratorio superior, quizá también en los pulmones. ¿Necesitarás el sentido
del olfato durante estos días?
Rod respondió que no.
—Bien. Podemos inactivar suavemente esa zona del cerebro. No habrá efectos secundarios.
No olerás nada durante ocho o diez días, y para entonces el hedor de Amaral habrá
desaparecido. Por cierto, se te acusó de homicidio en primer grado. Fuiste juzgado y liberado.
Por lo de Tostig Amaral.
—¿Cómo es posible? Ni siquiera me arrestaron.
—La Instrumentalidad lo computerizó. Tenían grabada toda la escena, pues el cuarto de
Amaral estuvo bajo vigilancia desde ayer. Cuando te advirtió que morirías, fueras hombre o gato,
fue su perdición. Era una amenaza de muerte y se te dejó en libertad por defensa propia.
Rod titubeó y al fin barbotó la verdad:
—¿Y los hombres del conducto?
—El Señor Jestocost, Crudelta y yo hablamos sobre ello. Decidimos olvidar el asunto. La
policía se mantiene activa si tiene algunos casos que resolver aquí y allá. Ahora acuéstate para
que pueda eliminar el olfato.
Rod se acostó. El doctor le puso la cabeza en una grapa y llamó a sus ayudantes robot. Rod
perdió el conocimiento. Cuando despertó estaba en otro edificio. Se incorporó en la cama y vio el
mar. G'mell estaba de pie a orillas del agua. Rod olisqueó. No percibió olor a sal, ni a humedad,
ni a agua, ni a Amaral. El cambio valía la pena.
G'mell se le acercó.
—¡Mi querido, mi muy querido, mi señor y amo pero mí muy querido! Anoche arriesgaste la
vida por mí.
—Yo también soy un gato —rió Rod.
Saltó de la cama y corrió hacia la orilla del agua. La inmensidad del agua azul le parecía
increíble. Cada una de las blancas olas era un milagro. Rod había visto los lagos cerrados de
Norstrilia, pero en ninguno se producía un oleaje comparable.
G'mell tuvo el tacto de guardar silencio hasta que él se sació la vista.
Luego le dio la noticia.
—Posees la Tierra. Tienes trabajo que hacer. O te quedas aquí y empiezas a estudiar cómo
administrar tu propiedad o vas a otra parte. En cualquier caso, algo triste va a ocurrir. Hoy.
Él la miró seriamente. Su pijama flameaba en el viento húmedo que Rod ya no podía oler.
—Estoy preparado —dijo—. ¿Qué es?
—Me perderás.
—¿Eso es todo? —rió Rod.
G'mell se quedó muy compungida. Estiró los dedos como una gata nerviosa buscando algo
que arañar.
—Creía... —murmuró, y guardó silencio. Empezó de nuevo—. Creía... —Calló. Se volvió
hacia él, mirándole a los ojos con franqueza y confianza—. Eres muy joven, pero puedes hacer
cualquier cosa. Aun entre los hombres eres tenaz y decidido. Dime, señor y amo, ¿qué... qué
deseas?
—No mucho —sonrió Rod—, excepto que te compraré y te llevaré a casa. No podemos
volver a Norstrilia a menos que cambie la ley, pero iremos a Nuevo Marte. Allí no hay reglas que
algunas toneladas de stroon no puedan cambiar. G'mell, seguiré siendo gato. ¿Te casarás
conmigo?
Ella se echó a reír, pero la risa se convirtió en llanto. Lo abrazó y le hundió la cara en el
pecho. Al final se enjugó las lágrimas con el brazo y alzó la mirada.
—¡Tonta de mí! ¡Tonto de ti! ¿No ves que soy una gata? Si tuviera hijos, todos serían gatitos,
a menos que fuera todas las semanas a hacerme reciclar el código genético para que resultaran
subpersonas. ¿No sabes que tú y yo no podemos casarnos con verdadera esperanza? Además,
Rod, existe otra regla. Tú y yo ni siquiera podremos vernos cuando haya anochecido. ¿Por qué
crees que el Señor Jestocost me salvó la vida ayer? ¿Cómo me internó en un hospital para que
me lavaran los venenos de Amaral? ¿Cómo rompió casi todas las normas del reglamento?
—No lo sé —murmuró el abatido Rod.
—Prometiéndoles que yo moriría pronto y obedientemente si se producían más
irregularidades. Diciendo que yo era un buen animal. Un animal valioso. Soy rehén de lo que tú y
yo debemos hacer. No es una ley. Es algo peor que una ley... es un pacto entre los Señores de
la Instrumentalidad.
—Entiendo —dijo Rod, comprendiendo la lógica del asunto, pero odiando las crueles
costumbres de la Tierra, que los unían tan sólo para separarlos.
—Paseemos por la playa, Rod —dijo ella—. A menos que antes quieras tu desayuno...
—Oh, no —rechazó él—. ¡Desayuno! ¡Al cuerno con todos los desayunos de la Tierra!
G'mell caminaba como si no tuviera ninguna preocupación, pero por su modo de andar Rod
advirtió que la muchacha se proponía algo.
Sucedió.
Primero, le dio un beso, un beso que Rod habría de recordar toda la vida.
Luego, antes de que él pudiera decir una palabra, ella linguó. Pero no linguó palabras ni
ideas, sino un canto salvaje. Era la música que acompañaba al poema que le había recitado
antes de llegar a Terrapuerto:
¡Oh, mi amor por ti!
El canto de altas aves, y
el vuelo del alto cielo, y
el soplo del alto viento.
¡Un alto corazón latiendo,
y una alta morada para ti!
Pero no recibía las palabras ni las ideas, aunque esta vez parecían sutilmente distintas.
G'mell hacía algo que los mejores telépatas de Vieja Australia del Norte habían intentado en
vano durante años: transmitía la esencia matemática y proporcional de la música con la mente, y
lo hacía con una claridad y una fuerza que habría sido digna de una gran orquesta. La fuga del
«soplo del alto viento» seguía repitiéndose.
Él apartó los ojos de G'mell para contemplar el asombroso espectáculo que lo rodeaba. El
aire, la tierra y el mar empezaban a bullir de vida. Los peces saltaban de las azules olas. Una
multitud de pájaros volaba en círculos. La playa hervía de pequeñas aves corredoras. Perros y
animales que él nunca había visto correteaban alrededor de G'mell, a centenares.
De pronto ella dejó de cantar.
A todo volumen y con gran claridad, escupió órdenes a todos los vientos:
—Pensad en la gente.
—Pensad en este gato y en mí huyendo a alguna parte.
—Pensad en naves.
—Buscad extraños.
—Pensad en las cosas del cielo.
Rod se alegró de no estar audiendo en la banda ancha, como a veces le ocurría en su mundo
natal. Sin duda se habría mareado con tantas imágenes y contradicciones.
Ella le aferró los hombros y le susurró al oído:
—Rod, ellos nos cubrirán. Por favor, haz un viaje conmigo, Rod. Un último y peligroso viaje.
No por ti. No por mí. Ni siquiera por la humanidad. Por la vida, Rod. La Ese-I quiere verte.
—¿Quién es la Ese-I?
—Él te revelará el secreto cuando lo veas —susurró ella—. Hazlo por mí, si no confías en mis
ideas.
—Por ti, G'mell, sí —sonrió Rod.
—Entonces, ni siquiera pienses, hasta llegar allí. Ni si-quieras hagas preguntas. Sólo ven.
Millones de vidas dependen de ti, Rod.
Ella se irguió y cantó de nuevo, pero la nueva canción no revelaba pena ni angustia, ni un
extraño contacto entre una especie y otra. Era serena y hermosa como una cajita de música,
simple como una firme y feliz despedida.
Los animales desaparecieron tan repentinamente que resultaba difícil creer que unos
instantes antes hubiera habido legiones de ellos.
—Eso confundirá temporalmente a los monitores telepáticos. No son muy imaginativos, y
cuando captan algo como esto redactan informes. Luego no entienden los informes y tarde o
temprano uno de ellos me pregunta qué hice. Les digo la verdad. Es sencillo.
—¿Qué les dirás esta vez? —preguntó Rod mientras regresaban a la casa.
—Que había algo que prefería que ellos no oyeran.
—No te creerán.
—Claro que no, pero sospecharán que yo intenté pedirte stroon para darlo al subpueblo.
—¿Quieres stroon, G'mell?
—¡Claro que no! Es ilegal y prolongaría indebidamente mi vida natural. El Maestro Gatuno es
la única subpersona que toma stroon, y lo obtiene por una votación especial de los Señores.
Habían llegado a la casa. G'mell se detuvo.
—Recuerda, somos los criados de la Dama Francés Oh. Ella prometió a Jestocost que nos
ordenaría hacer cualquier cosa que yo le pidiera. Así que nos ordenará que tomemos un
suculento desayuno. Luego nos mandará que busquemos algo muy por debajo de la superficie
de Terrapuerto...
—¿De verdad? Pero, ¿por qué...?
—Sin preguntas, Rod. —La sonrisa de G'mell habría ablandado una piedra. Rod se sintió
bien. Le divertía y gustaba el placer físico de audir y linguar con las gentes verdaderas que
pasaban. (Algunas subpersonas podían audir y linguar, pero trataban de ocultarlo por temor a
despertar suspicacias.)
Rod se sentía fuerte. Le apenaba perder a G'mell, pero tenía todo un día por delante; empezó
a soñar con las cosas que podría hacer por ella cuando se despidieran. ¿Comprarle los servicios
de miles de personas por el resto de su vida? ¿Darle joyas que serían la envidia de la
humanidad de la Tierra? ¿Alquilarle un yate de planoforma privado? Sospechaba que esas
cosas no eran legales, pero resultaba agradable pensar en ellas.
Tres horas después, no tenía tiempo para pensamientos agradables. De nuevo estaba
cansado hasta los huesos. Habían volado hasta ciudad de Terrapuerto «siguiendo órdenes» de
la Dama Oh, y habían iniciado el descenso. Cuarenta y cinco minutos de marcha le habían
revuelto el estómago. El aire era tibio y rancio y lamentó haber renunciado al sentido del olfato.
Cuando terminaron los conductos, empezaron los túneles y ascensores. Descendieron hasta
donde máquinas increíblemente antiguas giraban despacio, rociadas de aceite, realizando tareas
inimaginables.
En una habitación, G'mell se detuvo para gritarle por encima de ruido de las máquinas:
—Eso es una máquina de bombeo.
No lo parecía. Enormes turbinas giraban trabajosamente. Por lo visto estaba conectada a una
enorme máquina de vapor impulsada por energía nuclear. Cinco o seis bruñidos robots los
observaron con suspicacia mientras ellos caminaban alrededor de la máquina, que tenía ochenta
metros de longitud por cuarenta y cinco de alto.
—Ven aquí... —gritó G'mell.
Entraron en otra sala, vacía, limpia y silenciosa excepto por una rígida columna de agua en
movimiento que salía disparada del suelo al techo. No se veía ninguna máquina. Un subhombre,
toscamente configurado a partir de un cuerpo de rata, se levantó de su mecedora cuando
entraron. Se inclinó ante G'mell como si ella fuera una gran dama, pero la muchacha le indicó
que volviera a sentarse.
G'mell condujo a Rod cerca de la columna de agua y señaló un anillo brillante en el suelo.
—Ésa es la otra bomba. Realizan la misma cantidad de trabajo.
—¿Qué es? —gritó él.
—Un campo de fuerza, supongo. No soy ingeniera.
Prosiguieron el viaje.
En un corredor más silencioso, ella le explicó que las dos bombas eran para el control
climático. La más vieja había funcionado seis o siete mil años, y no estaba muy gastada. Cuando
la gente había necesitado una bomba suplementaria, la había reproducido en plástico, la había
instalado en el suelo y la había puesto en marcha con unos pocos amperios. El subhombre
estaba allí sólo para vigilar que nada se estropeara ni entrara en situación crítica.
—¿Las personas verdaderas ya no pueden diseñar cosas? —preguntó Rod.
—Sólo si quieren. Actualmente lo más difícil es lograr que quieran hacer cosas.
—¿Quieres decir que no desean hacer nada?
—No exactamente —respondió G'mell—, pero entienden que nosotros somos mejores en
casi todo. Me refiero al trabajo manual, no a tareas de estadista como la administración de la
Instrumentalidad y el gobierno de la Tierra. A veces un ser humano verdadero se pone a trabajar,
y siempre hay extranjeros como tú que los estimulan y les plantean problemas nuevos. Pero
tenían vidas seguras de cuatrocientos años, una lengua común y un condicionamiento estándar.
Estaban agonizando de mera perfección. Un modo de mejorar habría consistido en exterminar al
subpueblo, pero no podían hacerlo. Había muchas tareas desagradables que no podían
encomendar a los robots. Un robot, si está enlazado por ordenador a la mente de un ratón,
cumple con ciertas rutinas, pero si no tiene una educación humana muy completa llega a
conclusiones insólitas que no concuerdan con los deseos de la gente. Así que necesitan a las
subpersonas. Yo en el fondo sigo siendo gata, pero incluso los gatos no modificados están muy
emparentados con los seres humanos. Toman las mismas decisiones básicas entre poder y
belleza, supervivencia y autosacrificio, sentido común y valentía excepcional. Así que la Dama
Alice More elaboró este plan para el Redescubrimiento del Hombre: organizar las antiguas
naciones, ofrecer a todos una cultura adicional además de la cultura basada en la Vieja Lengua
Común, permitir que se peleen unos con otros, reimplantar algunas enfermedades, algún peligro,
algunos accidentes, pero compensarlos de tal modo que en realidad nada llegue a cambiar.
Habían llegado a un depósito cuyo tamaño hizo parpadear a Rod. La gran sala de recepción
de Terrapuerto lo había dejado atónito; este recinto tenía el doble de tamaño. Estaba atiborrada
de antiguos cargamentos que ni siquiera habían salido de las cajas de embalaje. Rod descubrió
que algunos estaban destinados a mundos que ya no existían o habían cambiado de nombre;
otros estaban destinados a la Tierra, pero nadie los había desempaquetado en cinco mil años o
más.
—¿Qué es todo esto?
—Mercancías. Intercambio tecnológico. Alguien lo eliminó de los ordenadores, para evitarse
complicaciones. Esto es lo que buscan las subpersonas y los robots, artefactos antiguos para el
Redescubrimiento del Hombre. Uno de nuestros muchachos, una rata modificada con un
cociente intelectual humano de 300, encontró algo marcado «Musée National». Era todo el
Museo Nacional de la República de Malí, pues lo habían guardado dentro de una montaña
cuando las antiguas guerras recrudecieron. Al parecer Mali no era importante como «nación», tal
como llamaban a esas comunidades, pero tenía el mismo idioma que Francia, y suministró casi
todo el material necesario para restaurar una especie de civilización francesa. China ha resultado
difícil. Los chinos sobrevivieron más tiempo que ninguna otra nación, y tenían sus propios
ladrones de tumbas, así que nos ha sido imposible reconstruir la China anterior a la era del
espacio. No podemos modificar a las personas para transformarlos en chinos antiguos.
Rod se detuvo asombrado.
—¿Puedo hablarte aquí?
G'mell escuchaba con expresión distante.
—Aquí no. Hay momentos en que siento en la mente el suave contacto de un monitor. Dentro
de un par de minutos podrás hablarme. Démonos prisa.
—¡Se me acaba de ocurrir la pregunta más importante de todos los mundos! —exclamó Rod.
—Pues bórrala de tu mente hasta que lleguemos a un lugar seguro —aconsejó G'mell.
En vez de tomar el gran pasillo que había entre las olvidadas cajas y paquetes, G'mell se
metió entre dos bultos y se dirigió hacia la entrada del gran depósito subterráneo.
—Este paquete es stroon —señaló—. Lo perdieron. Podríamos usarlo si quisiéramos, pero le
tenemos miedo.
Rod miró los nombres del paquete. Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur
McBan XXVI lo había enviado al puerto de Adaminaby, y de allí había ido a parar a Terrapuerto.
—Es de hace ciento veinticinco generaciones, y fue embarcado en la Finca de la
Condenación. Mi granja. Creo que se convierte en veneno si se deja más de doscientos años.
Nuestros militares tienen aplicaciones espantosas para él, cuando aparecen enemigos, pero los
norstrilianos corrientes, cuando encuentran stroon viejo, siempre lo entregan a la
Commonwealth. Le tenemos miedo. Claro que no se pierde a menudo. Es demasiado valioso y
nos importa demasiado el dinero, con un impuesto de importación de veinte millones por ciento
sobre cada objeto.
G'mell siguió adelante. Pasaron inesperadamente ante un pequeño robot que estaba sentado
entre dos enormes pilas de libros. Tenía una lámpara adosada a la cabeza. Al parecer los leía
uno por uno» pues al lado tenía una pila de notas más alta que él. El robot no los miró y ellos no
lo interrumpieron.
Ante la pared, G'mell dijo:
—Ahora haz exactamente lo que te diga. ¿Ves el polvo en la base de este bulto?
—Sí.
—No debes tocarlo. Ahora mira. Saltaré desde la parte superior de esta caja a la de aquélla,
sin mover el polvo. Luego quiero que saltes igual que yo y vayas por donde te señale, sin pensar
siquiera. Yo te seguiré. No intentes ser cortés ni caballeroso, o lo echarás todo a perder.
Rod asintió.
G'mell saltó hasta una caja apoyada contra la pared. El pelo rojo no ondeó en el aire, pues se
lo había recogido en un turbante antes de salir. Había pedido un mono para cada uno de ellos a
los criados robot de la Dama Francés Oh. Tenían el aspecto de una pareja normal de gatos
obreros.
O ella era muy fuerte o la caja muy liviana. De pie sobre la caja, la inclinó con mucho cuidado
para que el polvo de la base no sufriera cambios, salvo en una dimensión microscópica. Un
fulgor azul brotó más allá de la caja. Haciendo girar la muñeca con un ademán practicado
muchas veces, G'mell indicó a Rod que saltara desde donde estaba a la caja inclinada, y desde
allí hasta el fulgor azul. Parecía fácil, pero Rod se preguntó si la joven podría sostener el peso de
ambos sobre la caja. Recordó que le habían ordenado no hablar ni pensar. Trató de recordar el
filete de salmón que se había comido el día anterior. ¡Ese sería un buen pensamiento gatuno,
por cierto, si un monitor le sondeaba la mente en ese instante! Saltó, vaciló en el borde inclinado
de la segunda caja, y se escurrió por una puerta diminuta por la que apenas cabía. Al parecer
estaba diseñada para cables, cañerías y mantenimiento, no para el uso humano habitual: era
demasiado baja para permanecer de pie. Avanzó a rastras.
Oyó un ruido.
G'mell había entrado detrás de él, soltando la caja, que había vuelto a su posición anterior.
G'mell se arrastró hasta Rod.
—Andando —indicó.
—¿Aquí podemos hablar?
—¡Desde luego! ¿Tienes ganas? No es sitio para tertulias.
—Esa pregunta, esa gran pregunta —insistió Rod—. Tengo que hacerla. Las subpersonas
cuidáis de las personas, pues preparáis sus nuevas culturas. Seréis los amos de los hombres.
—Sí —reconoció G'mell, y dejó que esa explosiva afirmación colgara en el aire.
Rod no supo qué decir. Era su idea brillante del día, y le sorprendió que G'mell fuera
consciente de que las subpersonas se estaban convirtiendo en amos secretos.
Ella le miró la amigable cara y añadió con menos brusquedad:
—Hace tiempo que hemos comprendido esta situación. Algunos humanos también se dan
cuenta, en particular el Señor Jestocost. No es ningún tonto. Y tú, Rod, encajas en la situación.
—¿Yo?
—No como persona, sino como cambio económico. Como fuente de poder no localizado.
—¿Quieres decir, G'mell, que tú también quieres usarme? No puedo creerlo. Sé reconocer a
un embaucador, un oportunista o un ladrón. No pareces ser ninguna de las tres cosas. Eres
buena de verdad. —Le tembló la voz—. Esta mañana hablaba en serio cuando te pedí que te
casaras conmigo.
La delicadeza de la gata y la ternura de la mujer se combinaron en la voz de G'mell cuando
ella respondió:
—Sé que lo decías en serio. —Se apartó un mechón de pelo de la frente con un delicado
ademán—. Pero esta felicidad no es para nosotros. Y no soy yo quien te usa, Rod. No quiero
nada para mí misma» pero deseo un buen mundo para el subpueblo. Y también para la gente.
También para la gente. Los gatos os habíamos amado mucho antes de tener cerebro. Fuimos
vuestros gatos por más tiempo del que nadie recuerda. ¿Crees que nuestra lealtad a la raza
humana se iba a corromper sólo porque modificasteis nuestra forma y añadisteis una gran
capacidad intelectual? Te amo, Rod, pero también amo a la gente. Por eso te llevo ante la Ese-I.
—¿Puedes decirme por fin qué es?
Ella rió.
—Este lugar es seguro. Es la Santa Insurrección. El gobierno secreto del subpueblo. Estamos
en un lugar poco apropiado para hablar de ello, Rod. Ahora verás a la máxima autoridad.
—¿A todos ellos? —Rod estaba pensando en los jefes de la Instrumentalidad.
—No son ellos sino él. El A'telekeli. El pájaro que está bajo tierra. A'ikasus es uno de sus
hijos.
—Si hay sólo uno, ¿cómo lo elegisteis? ¿Es como la reina británica, a quien perdimos hace
tanto tiempo?
G'mell rió.
—No lo elegimos. El creció y ahora nos guía. Tu gente tomó un huevo de águila y trató de
convertirlo en un hombre dáimono. El experimento falló y las personas tiraron el feto. Sobrevivió.
Es Él. Es la mente más fuerte que hayas conocido. Ven. Éste no es un sitio apropiado para
hablar, y todavía lo estamos haciendo.
Avanzó a rastras por el conducto horizontal, indicando a Rod que la siguiera.
Él la obedeció.
—G'mell, detente un instante.
Ella esperó a que Rod la alcanzara. Pensó que le pediría un beso, pues parecía muy
preocupado y desamparado. Estaba preparada para un beso. Pero él la sorprendió cuando dijo:
—No puedo oler, G'mell. Por favor, estoy tan acostumbrado a oler que lo echo de menos.
¿Cómo huele este lugar?
Ella lo miró sorprendida y se echó a reír.
—Huele como un lugar subterráneo. Electricidad que se quema en el aire. Animales a lo lejos,
con muchos olores. El viejo olor del hombre, muy tenue. Aceite de máquina y escapes sucios.
Huele como una jaqueca. Huele como el silencio, como las cosas intocadas. ¿Entiendes?
Él asintió y continuaron.
Al final del conducto horizontal G'mell se volvió para decir:
—Todos los hombres mueren aquí. ¡Ven!
Rod iba a seguirla pero se detuvo.
—G'mell, ¿qué estás diciendo? ¿Por qué he de morir? No veo razón para ello.
Ella rió de felicidad.
—¡Tonto G'rod! Tú eres un gato, y puedes entrar en el lugar que ningún hombre ha pisado
durante siglos. Ven. Cuidado con estos esqueletos. Hay muchos por aquí. Nos desagrada
profundamente matar a gente verdadera, pero no siempre podemos ahuyentarla a tiempo.
Salieron a un balcón que daba sobre un depósito aún más enorme que el anterior. Allí había
miles de cajas más. G'mell no prestó atención al espectáculo. Fue hasta el extremo del balcón y
bajó por una delgada escalerilla de acero.
—¡Más trastos del pasado! —dijo, previendo el comentario de Rod—. Las gentes de arriba los
han olvidado, y nosotros nos movemos entre ellos.
Aunque no podía oler el aire, a esta profundidad era denso, espeso, inmóvil.
G'mell no aminoró el paso. Avanzó entre los paquetes y tesoros que había en el suelo como
si fuera una bailarina. Se detuvo al otro lado de la sala.
—Coge uno de éstos —ordenó.
Parecían enormes paraguas. Rod había visto paraguas en las imágenes que le había
mostrado su ordenador. Éstos eran muy grandes comparados con los que había visto. Miró
alrededor buscando lluvia. Después de su experiencia con Tostig Amar al, no quería más lluvia
bajo techo. G'mell no comprendió la desconfianza de Rod.
—El conducto —explicó— no tiene controles magnéticos ni corriente de aire. Es sólo un tubo
de doce metros de diámetro. Estos objetos son paracaídas. Saltamos al tubo con ellos y caemos
flotando hasta abajo. Cuatro kilómetros. Está cerca del Moho.
Como Rod no se decidía a coger uno de los grandes paraguas, ella le entregó uno. Era muy
liviano.
—¿Cómo saldremos? —preguntó Rod, parpadeando ligeramente.
—Un hombre-pájaro subirá por el tubo. Es un trabajo duro, pero pueden hacerlo. Asegúrate
de que enganchas bien esa cosa a tu cinturón. Es una caída lenta, y no podremos hablar. Y
además, está muy oscuro.
Rod obedeció.
Ella abrió una gran puerta. Detrás no parecía haber nada.
Ella agitó el brazo, abrió parcialmente el «paraguas», cruzó la puerta y desapareció. Rod
atisbo por encima del borde. No vio nada. G'mell se había esfumado. No se oía nada salvo el
susurro del aire y el ocasional chirrido mecánico de metal contra metal. Supuso que serían las
puntas del armazón del paraguas rozando el borde del conducto en la caída.
Suspiró. Norstrilia era un sitio tranquilo y seguro comparado con éste.
Abrió el paraguas.
Siguiendo una extraña premonición, se quitó del oído el aparato para audir y linguar y se lo
guardó en el bolsillo.
Ese acto le salvó la vida.
SU EXTRAÑO ALTAR
Rod McBan caía y caía. Gritó en la oscuridad húmeda y pegajosa, pero no hubo respuesta.
Pensó en desprenderse del gran paraguas y dejarse caer para morir allá abajo, pero luego pensó
en G'mell y comprendió que su cuerpo caería sobre la muchacha como una bomba. Se preguntó
el porqué de tal desesperación, pero no alcanzaba a comprenderla. (Sólo después supo que
había atravesado pantallas telepáticas de suicidio instaladas por el subpueblo. Estas pantallas,
sintonizadas para la mente humana, estaban destinadas a extraer suciedad y desesperación del
paleocórtex, la serie olor-mordisco-apareamiento de los animales olfativos que en otros tiempos
hollaron la Tierra; pero Rod era bastante gatuno, aunque no demasiado, y además era
telepáticamente subnormal, de modo que las pantallas no le hicieron lo que habrían hecho con
cualquier hombre normal de la Tierra: convertirlo en un cadáver descoyuntado en el fondo del
conducto. Ningún hombre había llegado jamás tan lejos, pero el subpueblo había resuelto que
ninguno llegaría.) Rod se convulsionó en el arnés y al fin se desmayó.
Despertó en un cuarto relativamente pequeño, enorme según las pautas de los hombres pero
mucho más pequeño que los depósitos que había atravesado durante el descenso.
Las luces eran brillantes.
Sospechó que el cuarto hedía, pero no pudo comprobarlo por carecer de olfato.
Un hombre hablaba.
—Nunca se da la Palabra Prohibida a menos que el hombre que la ignora la pida
directamente.
—Recordamos. Recordamos —entonó un coro de voces—. Recordamos que recordamos.
El que hablaba era un gigante delgado y pálido. Tenía la cara de un santo muerto, pálida
como alabastro, con ojos brillantes. Tenía cuerpo de hombre y de ave, hombre de las caderas
para arriba, excepto por las alas enormes, limpias y blancas, de las que salían manos humanas.
De las caderas para abajo tenía patas de pájaro que terminaban en córneos pies de ave, casi
translúcidos, que se erguían con firmeza sobre el suelo.
—Lamento que hayas corrido este riesgo, señor y propietario McBan. Me informaron mal.
Eres un buen gato por fuera pero aún sigues siendo un hombre humano interiormente. Nuestros
dispositivos de seguridad te afectaron la mente y te pudieron haber matado.
Rod se levantó trabajosamente, mirando al hombre. Advirtió que G'mell era una de las
personas que lo ayudaban. Cuando estuvo en pie, alguien le ofreció una jarra de agua muy fría.
Bebió con avidez. Allí abajo hacía calor: una atmósfera rancia donde se notaba la presencia de
máquinas cercanas.
—Yo soy A'telekeli —se presentó el hombre-pájaro—. Eres el primer humano que me ve en
persona.
—Bendito, bendito, bendito, cuatro veces bendito es el nombre de nuestro líder, nuestro
padre, nuestro hermano, nuestro hijo A'telekeli —cantó el subpueblo.
Rod miró alrededor. Allí había todas las clases de subpersonas imaginables, entre ellas
algunas que jamás había sospechado. Una era una cabeza sobre un estante, sin cuerpo visible.
Cuando Rod contempló esa cabeza, algo alarmado, la cara le sonrió y le guiñó un ojo. El
A'telekeli siguió su mirada.
—No te asustes. Algunos de nosotros somos normales, aquí abajo hay muchos desechos de
los laboratorios del hombre. Ya conoces a mi hijo.
Un alto y pálido joven sin rasgos se irguió. Estaba desnudo, y no demostraba la menor
turbación. Le extendió a Rod una mano cordial. Rod estaba seguro de que jamás lo había visto.
El joven captó el titubeo de Rod.
—Me conociste como M'gentur. Soy el A'ikasus.
—Bendito, bendito, tres veces bendito es el nombre de nuestro futuro líder, el A'ikasus —
entonó el subpueblo.
El tosco humor nostriliano de Rod despertó ante esta escena. Le habló al gran subhombre
como se habría dirigido a otro señor y propietario de su mundo, de modo amistoso pero directo.
—¡Me complace tu recibimiento, señor!
—Complacido, complacido, complacido está el extraño de las estrellas —coreó el subpueblo.
—¿No puedes hacerlos callar? —preguntó Rod.
—Calla, calla, calla, dice el extraño de las estrellas —entonó el coro.
El A'telekeli no se echó a reír, pero su sonrisa no era precisamente benévola.
—Podemos olvidarnos de ellos y hablar, o puedo cubrirte la mente cada vez que repitan lo
que decimos. Esto es una especie de ceremonia cortesana.
Rod miró alrededor.
—Ya estoy en tu poder —comentó—, así que no importará que juegues un poco con mi
mente. Hazlo.
El A'telekeli hizo un gesto, como si escribiera una ecuación matemática en el aire. Los ojos de
Rod siguieron el ademán. De pronto notó un silencio en el lugar.
—Ven aquí y siéntate —indicó el A'telekeli.
Rod lo siguió.
—¿Qué quieres? —preguntó mientras lo seguía.
El A'telekeli no se volvió para responder. Habló sin detenerse.
—Tu dinero, señor y propietario McBan. Casi todo tu dinero.
Rod se paró en seco. Soltó una carcajada.
—¿Dinero? ¿Tú? ¿Aquí? ¿Qué harías con él?
—Por eso te pido que te sientes —dijo el A'telekeli.
—Siéntate —insistió G'mell, que los había seguido.
Rod la obedeció.
—Tememos que el Hombre muera y nos deje solos en el universo. Necesitamos al Hombre, y
aún falta una inmensidad de tiempo para que podamos unirnos en un destino común. La gente
siempre ha creído que el final de los tiempos está a la vuelta de la esquina, y nosotros tenemos
la promesa del Primer Prohibido de que esto ocurrirá pronto. Pero podrían transcurrir cientos de
miles de años, quizá millones. Los humanos están desperdigados, McBan, de modo que ningún
arma los matará a todos en todos los planetas. Pero, por desperdigados que estén, aún sufren
su propio acoso. Alcanzan un punto de desarrollo y allí se detienen.
—Sí —admitió Rod, buscando una jarra de agua y bebiendo otro sorbo—, pero desde la
filosofía del universo hasta mi fortuna hay un largo trecho. En Vieja Australia del Norte nos
gustan las charlas intrascendentes, pero nunca he oído hablar de nadie que pidiera sin rodeos el
dinero de otro ciudadano.
Los ojos del A'telekeli ardieron como fuego frío, pero Rod supo que no se trataba de hipnosis,
que no era un truco. Era la mera fuerza de la flamígera personalidad del hombre-pájaro.
—Escucha con atención, señor McBan. Somos las criaturas del Hombre. Sois dioses para
nosotros. Nos habéis convertido en seres que hablan, reflexionan, piensan, aman, mueren. La
mayoría de nuestras razas eran amigas del hombre antes de convertirse en subpersonas. Como
G'mell. ¿Cuántos vacunos han trabajado para el hombre, han aumentado al hombre, han sido
ordeñados por el hombre a través de los tiempos, y lo han seguido dondequiera fuera el hombre,
incluso hasta las estrellas? Y los perros. No tengo que mencionarte el amor de los perros por el
hombre. Nos llamamos la Santa Insurrección porque somos rebeldes. Constituimos un gobierno.
Tenemos un poder casi tan extenso como la Instrumentalidad. ¿Por qué crees que Bebedor de
Té no te echó el guante cuando llegaste?
—¿Quién es Bebedor de Té?
—Un funcionario que quería secuestrarte. Fracasó porque un subhombre me informó de ello,
porque mi hijo A'ikasus, que viajó a Norstrilia, sugirió las soluciones al doctor Vomact que está
en Marte. Te amamos, Rod, no porque seas un norstriliano rico, sino porque nuestra fe consiste
en amar a la humanidad que nos creó.
—Es un largo y lento rodeo para llegar a mi dinero —replicó Rod-—. Ve al grano.
El A'telekeli sonrió con dulzura y tristeza. Rod notó que su propia perplejidad inspiraba
dulzura y tristeza al hombre-pájaro. Empezó a aceptar que tal vez esa subpersona fuera superior
a cualquier ser humano que hubiera conocido.
—Lo lamento —suspiró Rod—. No he tenido un instante para disfrutar de mi dinero desde
que lo obtuve. Me han dicho que todos van detrás de él. Empiezo a creer que no haré sino huir el
resto de mi vida...
El A'telekeli sonrió con la felicidad de un maestro cuyo discípulo acaba de llegar a una
conclusión brillante.
—Correcto. Has aprendido mucho del Maestro Gatuno, y de ti mismo. Yo te ofrezco algo
más... la oportunidad de hacer un gran bien. ¿Sabes qué es una fundación?
Rod frunció el ceño.
—¿La acción de fundar?
—No, me refiero a unas instituciones antiguas.
Rod meneó la cabeza. No las conocía.
—Una buena donación seguía surtiendo efecto hasta el ocaso de una cultura. Si cedieras la
mayor parte de tu dinero a hombres buenos y sabios, se podría gastar una y otra vez para
mejorar la raza del hombre. Necesitamos eso. Mejores hombres que nos den una vida mejor.
¿Crees que no sabemos cómo han muerto a veces los pilotos y los luminictores, salvando a sus
gatos en el espacio?
—O cómo la gente mata a la subgente sin pensarlo —replicó Rod—. O cómo la humilla sin
siquiera darse cuenta. A mi entender, tienes algún interés creado.
—Lo tengo. En parte. Pero no tanto como piensas. Los hombres son malignos cuando están
asustados o aburridos. Se muestran bondadosos cuando están contentos y ocupados. Quiero
que dones tu dinero para organizar juegos, deportes, competiciones, espectáculos, música y la
oportunidad de un poco de odio.
—¿Odio? —se extrañó Rod—. Había empezado a creer que había encontrado un pájaro
creyente... alguien que divagaba sobre la antigua magia.
—No hablamos del fin del tiempo —dijo el gran hombre-pájaro—. Hablamos de alterar las
condiciones sociales de la situación del Hombre en el actual período histórico. Queremos desviar
a la humanidad de la tragedia y la derrota. Aunque los riscos se desmoronen, queremos que el
Hombre permanezca. ¿Conoces a Swinburne?
—¿Dónde está? —preguntó Rod.
—No es un lugar. Es un poeta anterior a la era del espacio. Escribió esto. Escucha.
Mientras el lento mar crece y el abrupto risco se desmorona,
mientras la terraza y el prado beben los hondos abismos,
mientras se agota la fuerza del oleaje de las altas mareas,
entre campos y rocas menguantes.
aquí en su triunfo donde todo se tambalea,
caída en los despojos que su mano extiende,
como un dios sacrificado por si mismo en su extraño altar,
la Muerte yace muerta.
—¿Estás de acuerdo? —preguntó el A'telekeli.
—Es bonito, pero no lo entiendo —dijo Rod—. Por favor, estoy más cansado de lo que
suponía y dispongo de un solo día con G'mell. ¿Puedo dejar de conversar contigo para estar un
poco con ella?
El gran subhombre levantó el brazo. Sus alas se desplegaron sobre Rod como un dosel.
—¡Sea! —exclamó, y las palabras vibraron como una gran canción.
Rod vio el movimiento de labios del coro del subpueblo, pero no percibió el sonido.
—Te ofrezco un trato sólido. Dime si leo tu mente correctamente.
Rod asintió, un tanto apabullado.
—Quieres tu dinero, pero no lo quieres. Conservarás quinientos mil créditos en dinero TAL,
con lo cual serás el hombre más rico de Vieja Australia del Norte durante el resto de una muy
larga vida. Donarás el resto a una fundación que enseñará a los hombres a odiar con soltura y
ligereza, como en un juego, no con angustia y fatiga, como en un hábito. Los administradores
serán Señores de la Instrumentalidad a quienes conozco, como Jestocost, Crudelta, la Dama
Johanna Gnade.
—¿Y yo qué obtendré?
—El deseo de tu corazón. —La bella, sabia y pálida cara estudió a Rod como un padre que
procurara desentrañar el desconcierto de su propio hijo. Rod estaba un poco intimidado, pero
confiaba en él.
—Quiero demasiado. No puedo tenerlo todo.
—Te diré lo que quieres. Quieres estar de vuelta en tu hogar, con todos los problemas
resueltos. Yo puedo enviarte a la Finca de la Condenación en un solo salto. Mira el suelo. Tengo
tus libros y el sello postal que dejaste en el cuarto de Amaral. Están incluidos en el trato.
—¡Pero quiero ver la Tierra!
—Regresa cuando seas mayor y más sabio. Algún día. Para ver lo que ha logrado tu dinero.
—Bien... —dijo Rod.
—Quieres a G'mell. —La cara sabia, blanca y suave no revelaba turbación, furia ni
condescendencia—. La tendrás, en un sueño de enlace, su mente con la tuya, durante un
dichoso tiempo subjetivo de mil años. Vivirás todos los episodios felices que podríais haber
compartido si te hubieras quedado aquí y te hubieras convertido en g'hombre. Verás nacer,
crecer y morir a tus gatitos. Eso llevará media hora.
—Es sólo un sueño —protestó Rod—. ¡Quieres megacréditos a cambio de un sueño!
—¿Con dos mentes? ¿Dos mentes vivas y aceleradas, compartiendo pensamientos?
¿Alguna vez has oído hablar de eso?
—No.
—¿Confías en mí? —preguntó el A'telekeli.
Rod miró al hombre-pájaro de hito en hito y sintió un gran alivio. Confiaba en esa criatura más
de lo que nunca había confiado en un padre que no lo quería, una madre que lo había
abandonado, unos vecinos curiosos y amables.
—Confío en ti —suspiró.
—Además —añadió el A'telekeli—, me encargaré de todos los detalles a través de mi propia
red y te dejaré el recuerdo de ellos en la mente. Si confías en mí, eso bastará. Llegarás a casa
sano y salvo. Estarás protegido, fuera de Norstrilia, a la cual rara vez llego, mientras vivas. Ahora
disfrutarás de otra vida con G'mell y la recordarás casi toda. A cambio, te dirigirás a la pared y
transferirás tu fortuna, menos medio megacrédito TAL, a la Fundación Rod McBan.
Rod no vio que las subpersonas se apiñaban alrededor de él para adorarlo. Se alarmó
cuando una muchacha alta y muy pálida le cogió la mano para llevársela a la mejilla.
—Tú no serás el Prometido, pero eres un hombre grande y bueno. No podemos quitarte
nada. Sólo podemos pedir. Esta es la enseñanza de Juana. Y tú has concedido.
—¿Quién eres? —preguntó Rod intimidado, pensando que era alguna muchacha humana
perdida a quien el subpueblo había secuestrado para llevarla a las entrañas de la Tierra.
—A'lamelanie, hija del A'telekeli.
Rod la miró sorprendido y se acercó a la pared. Apretó un botón. ¡Vaya lugar para encontrar
un botón!
—El Señor Jestocost —llamó—, había McBan. No, estúpido. Soy el dueño de este sistema.
Un hombre apuesto, atildado y regordete apareció en la pantalla.
—Si no me equivoco —dijo el extraño hombre—, eres el primer ser humano que llega a las
profundidades. ¿Qué dices, señor y propietario McBan?
—Toma nota... —dijo el A'telekeli, junto a Rod pero fuera del campo de visión de la máquina.
Rod repitió.
Por su parte, el Señor Jestocost convocó testigos.
Fue un largo dictado, pero al fin se concluyó la comunicación. Rod planteó una sola objeción.
Cuando intentaron llamarla Fundación McBan, dijo:
—Llamadla Fundación Ciento Cincuenta.
—¿Ciento Cincuenta? —preguntó Jestocost.
—Por mi padre. Es su número en nuestra familia. Yo soy el ciento cincuenta y uno. Él vino
antes que yo. No expliquéis el número, limitaros a usarlo.
—De acuerdo —aceptó Jestocost—. Ahora tenemos que conseguir notarios y testigos
oficiales para comprobar tus impresiones oculares, dactilares y cerebrales. Pide a la persona que
está contigo que te dé una máscara, para que la cara de hombre-gato no confunda a los testigos.
¿Dónde se supone que está la máquina que estás usando? Sé bien dónde se encuentra en
realidad.
—Al pie de Alpha Ralpha Boulevard, en un mercado olvidado —respondió el A'telekeli—. Tus
hombres la encontrarán allí mañana, cuando vayan a confirmar la autenticidad de la máquina. —
Se mantenía apartado del campo de visión de la máquina, para que Jestocost lo oyera pero no lo
viera.
—Reconozco la voz —comentó Jestocost—. Viene a mí como en un gran sueño. Pero no
pediré ver la cara.
—Tu amigo ha venido adonde sólo acuden las subpersonas —dijo el A'telekeli—, y estamos
disponiendo de su destino en muchos sentidos, Señor, condicionados por tu grácil aprobación.
—Parece que mi aprobación no ha sido muy necesaria —resopló Jestocost, riendo.
—Me gustaría hablar contigo. ¿Tienes a alguna subpersona inteligente cerca de ti?
—Puedo llamar a G'mell. Ella siempre está cerca.
—Esta vez, Señor, no podrás. G'mell está aquí.
—¿Allí, contigo? No sabía que ella iba allí —comentó Jestocost con asombro.
—No obstante, aquí está. ¿Tienes a alguna otra subpersona?
Rod se sentía como un maniquí, de pie ante el visífono mientras las dos voces hablaban por
su intermediación. Pero también sentía que ambos albergaban buenos deseos. Pensaba con
nerviosismo en la extraña felicidad que les habían ofrecido a él y G'mell, pero era un joven
respetuoso y esperaba a que los mayores terminaran sus asuntos.
—Espera un momento —dijo Jestocost.
Por la pantalla Rod vio que el Señor de la Instrumentalidad manipulaba los controles de otras
pantallas secundarias. Un instante después, Jestocost respondió:
—T'dank está aquí. Dentro de pocos minutos entrará en la sala.
—Señor, dentro de veinte minutos, por favor, tomarás las manos de tu sirviente T'dank como
una vez hiciste con G'mell. Tengo el problema de este joven y su retorno. Hay cosas que tú
ignoras, pero preferiría no decirlas por la red.
Jestocost titubeó sólo un instante.
—Qué más da —rió—. Es lo mismo ser colgado por una oveja que por un cordero.
El A'telekeli se apartó. Alguien entregó a Rod una máscara que ocultaba sus rasgos de
hombre-gato y dejaba expuestos los ojos y las manos. La impresión cerebral se obtenía a través
de los ojos.
La máquina realizó la comprobación.
Rod regresó al banco y la mesa. Se sirvió otro sorbo de agua. Alguien le arrojó una guirnalda
de flores sobre los hombros. ¡Flores frescas! En semejante lugar... Se preguntó de dónde las
sacaban. Tres bonitas submuchachas, dos de origen gatuno y una de origen canino, traían a
cuestas a una G'mell recién vestida. Llevaba un vestido blanco muy simple y recatado. Un ancho
cinturón dorado le ceñía la cintura. G'mell rió, dejó de reír y se sonrojó cuando la llevaron cerca
de Rod.
Había dos asientos en el banco, con cojines para que ambos estuvieran cómodos. Les
pusieron gorros de metal suave parecidos a los gorros de placer usados en medicina. Rod sintió
que el olfato le estallaba dentro del cerebro; de pronto cobró una vida caudalosa. Rod asió a
G'mell de la mano y echó a andar por un inmemorial bosque de la Tierra, donde un templo más
antiguo que el tiempo brillaba bajo la clara y suave luz de la vieja luna de la Tierra. Supo que ya
estaba soñando. G'mell captó su pensamiento y dijo:
—Rod, mi amo y amante, esto es un sueño. Pero estoy en él contigo...
¿Quién puede medir mil años de sueños felices: los viajes, las cacerías, las meriendas, las
visitas a ciudades olvidadas y desiertas, el descubrimiento de bellos paisajes y extraños
lugares? Y el amor, las experiencias compartidas, y el reflejo de todo lo maravilloso y extraño en
dos personalidades distintas y armoniosas, G'mell la g'muchacha y G'roderick el g'hombre:
parecían felizmente destinados a vivir juntos. ¿Quién puede disfrutar siglos enteros de júbilo y
contarlo en minutos? ¿Quién puede narrar la historia entera de dos vidas semejantes: felicidad,
peleas, reconciliaciones, problemas, soluciones, dicha y siempre el acto de compartir...?
Cuando despertaron suavemente a Rod, dejaron que G'mell siguiera durmiendo. Rod se
examinó esperando encontrarse viejo. Pero aún era joven, en el profundo y olvidado subterráneo
del A'telekeli, y ni siquiera podía oler. Quiso evocar aquellos mil maravillosos años mientras
contemplaba a G'mell, de nuevo joven, dormida en el banco, pero los años de sueño habían
empezado a desdibujarse.
Se incorporó pesadamente. Lo condujeron a una silla. El A'telekeli estaba sentado en una
silla adyacente, a la misma mesa. Parecía fatigado.
—Señor y propietario McBan, controlé tus sueños compartidos para cerciorarme de que
seguían el rumbo correcto. Espero que estés satisfecho.
Rod asintió despacio y buscó la jarra de agua. Alguien la había vuelto a llenar mientras él
dormía.
—Mientras dormías, McBan —añadió el gran A'hombre—, he mantenido una conferencia
telepática con el Señor Jestocost, quien es tu amigo, aunque no lo conozcas. Habrás oído hablar
de las nuevas naves de planoforma automáticas.
—Son experimentales.
—En efecto, pero son muy seguras. Y las mejores naves «automáticas» en realidad no lo son
tanto. Las pilotan hombres-serpiente. Mis pilotos superan a todos los de la Instrumentalidad.
—Desde luego, porque están muertos.
—No más muertos que yo —rió el sereno pájaro blanco—. Con la ayuda de mi hijo, el doctor
A'ikasus, a quien conociste como el mono M'gentur, los puse en trance cataléptico. Despiertan
en las naves. Uno de ellos te puede llevar a Norstrilia en un solo salto. Y mi hijo puede
prepararte aquí. Tenemos un buen taller médico en uno de esos cuartos. A fin de cuentas, fue él
quien te restauró en Marte, bajo la supervisión del doctor Vomact. Te parecerá una sola noche,
aunque transcurrirán varios días de tiempo objetivo. Si te despides ahora, y si estás dispuesto a
partir, despertarás en órbita, frente a la red subespacial de Vieja Australia del Norte. No deseo
que una de mis subpersonas acabe despedazada por los temibles mininos de Mamá Hitton, sean
lo que sean. ¿Puedes informarnos tú?
—No sé qué son —se apresuró a responder Rod—, y si lo supiera no te lo diría. Es un
secreto de la reina.
—¿La reina?
—La reina ausente. Usamos ese nombre para aludir al gobierno de la Commonwealth. De
todos modos, no puedo irme ahora. Tengo que regresar a la superficie. Quiero despedirme del
Maestro Gatuno. Y no me iré de este planeta sin Eleanor. Y también quiero el sello que me dio el
Maestro Gatuno. Y los libros. Y quizá deba comparecer ante un tribunal por la muerte de Tostig
Amaral.
—¿Confías en mí, señor y propietario McBan?
El gigante blanco se puso en pie. Sus ojos brillaron como fuego. El subpueblo entonó:
—¡Deposita tu confianza en el jubiloso y lícito, leal y espantoso poder blanco y brillante del
subpájaro!
—Hasta ahora te he confiado mi vida y mi fortuna —dijo Rod en tono huraño—, pero no
lograrás que abandone a Eleanor. Por mucho que desee regresar. Y en mi mundo hay un viejo
enemigo a quien quiero ayudar, Houghton Syme, el hon. sec. Quizá pueda llevarle algo de la
Vieja Tierra.
—Creo que puedes confiar en mí un poco más —insistió el A'telekeli—. ¿Se resolvería el
problema del hon. sec. si le dejaras compartir un sueño con alguien a quien ame, para
compensar su corta vida?
—No lo sé. Tal vez.
—Puedo confeccionarle una receta —ofreció el amo del subpueblo—. Tendrá que mezclarla
con plasma de su sangre antes de ingerirla. Servirá para tres mil años de vida subjetiva. Nunca
hemos dejado escapar este secreto de la subciudad, pero tú eres el amigo de la Tierra, y la
tendrás.
Rod quiso tartamudear las gracias, pero en cambio masculló algo sobre Eleanor: no podía
abandonarla.
El gigante blanco cogió el brazo de Rod y lo condujo hasta el visífono, que parecía fuera de
lugar en aquella sala olvidada y subterránea.
—¿Sabes que no te engañaré con mensajes falsos ni nada por el estilo? —preguntó el
gigante blanco.
Una ojeada a ese rostro fuerte, calmo y relajado —un rostro tan resuelto que no podía ocultar
segundas intenciones— convenció a Rod de que no tenía nada que temer.
—Conéctalo, pues —dijo el A'telekeli—. Si Eleanor quiere regresar, pediremos un billete a la
Instrumentalidad. Y en cuanto a ti, mi hijo A'ikasus te devolverá a tu forma anterior. Hay un solo
detalle. ¿Quieres la cara que tenías antes o prefieres unos rasgos que reflejen la sabiduría y la
experiencia que te he visto adquirir?
—No soy pretencioso —dijo Rod—. La misma cara estará bien. Si soy más sabio, mi gente
pronto lo averiguará.
—Bien. Mi hijo se preparará. Entre tanto, conecta el visífono. Ya está preparado para rastrear
a tu conciudadana.
Rod encendió el aparato. Tras una desconcertante sucesión de relampagueos y escenas
deslumbrantes y caleidoscópicas, la máquina pareció correr a lo largo de la playa de Meeya
Meefla hasta encontrar a Eleanor. Era una pantalla realmente extraña: no había visífono al otro
lado. Rod veía a Eleanor, con su aire norstriliano, pero ella no sabía que la estaban observando.
La máquina se concentró en la cara de Eleanor/Rod McBan. Ella/él hablaba con una mujer
muy bonita, cuyo aspecto era una extraña combinación de norstriliana y terrícola.
—Ruth No-de-aquí —murmuró el A'telekeli—, la hija del Señor William No-de-aquí, un jefe de
la Instrumentalidad. Quería que su hija se casara contigo para poder regresar a Norstrilia. Mira a
la hija. Ahora está enfadada «contigo».
Ruth, sentada en la playa, flexionaba los dedos con nerviosismo e inquietud, pero sus gestos
revelaban más furia que desesperación. Le hablaba a Eleanor «Rod McBan».
—¡Mi padre acaba de contármelo! —exclamó Ruth—. ¿Por qué has donado todo tu dinero a
una fundación? La Instrumentalidad se lo contó. No lo entiendo. Ahora no tiene sentido que nos
casemos...
—Por mí está bien —comentó Eleanor/Rod McBan.
—¡Por ti está bien! —chilló Ruth—. ¡Después de haberte aprovechado de mí!
El falso Rod McBan sonrió con picardía. El verdadero Rod, que observaba la imagen a diez
kilómetros bajo tierra, pensó que Eleanor había aprendido mucho acerca de cómo se comporta
un joven rico en la Tierra.
La expresión de Ruth cambió de golpe. Pasó de la furia a la risa. Mostró su desconcierto.
—Debo admitir —dijo con sinceridad— que no quería volver a Vieja Australia del Norte. La
vida simple y honesta, un poco estúpida. Sin mares. Sin ciudades. Sólo ovejas gigantescas y
enfermas y mundos llenos de dinero sin nada en qué gastarlo. Me gusta la Tierra, Supongo que
soy decadente...
Rod/Eleanor sonrió.
—Quizá yo también sea decadente. No soy pobre. No puedo evitar que me atraigas. No
quiero casarme con nadie. Pero tengo muchos créditos aquí, y me gusta ser un hombre joven...
—¡Vaya si te gusta! —bufó Ruth—. ¡Qué cosas tan raras dices!
El falso Rod McBan no pareció reparar en la interrupción.
—Acabo de decidir que me quedaré aquí a disfrutar del dinero. Todos son ricos en Norstrilia,
pero ¿de qué les sirve? Para mí se ha vuelto aburrido, de lo contrario no me habría arriesgado a
venir aquí. Sí, creo que me quedaré. Sé que Rod... —Él/ella soltó un jadeo—. Me refiero a Rod
MacArthur, una especie de pariente. Rod puede pagar el impuesto de mi fortuna personal para
quedarme aquí.
(«Lo haré», se prometió el verdadero Rod McBan, bajo la superficie de la Tierra.)
—Aquí eres bienvenido, querido —dijo Ruth No-de-aquí al falso Rod McBan.
Muy abajo, el A'telekeli señaló la pantalla.
—¿Has visto suficiente? —le preguntó a Rod.
—Suficiente, pero asegúrate de que ella sabe que estoy bien y trato de cuidarla. ¿Puedes
ponerte en contacto con Jestocost o con alguien más para disponer que Eleanor se quede aquí y
conserve su fortuna? Di a Eleanor que use el nombre de Roderick Henry McBan primero. Puedo
permitirle usar el nombre de los propietarios de la Finca de la Condenación, pero no creo que la
gente de la Tierra advierta la diferencia. Ella sabrá que para mí está bien, y esto es lo único que
importa. Si de verdad le gustar estar aquí con una copia de mi cuerpo, que la gran oveja la
ampare.
—Extraña bendición —sonrió el A'telekeli—. Pero todo se puede arreglar.
Rod no se movió. Apagó la pantalla y se quedó donde estaba.
—¿Algo más? —preguntó el A'telekeli.
—G'mell.
—Ella está bien —respondió el señor del submundo—. No espera nada de ti. Es una buena
subpersona.
—Yo quiero hacer algo por ella.
—No desea nada. Es feliz. No tienes que inmiscuirte.
—No será una muchacha de placer para siempre —insistió Rod—. Las subpersonas
envejecéis. No sé cómo te las arreglas tú sin stroon.
—Tampoco yo lo sé —reconoció el A'telekeli—. Simplemente, soy longevo. Pero tienes razón
en cuanto a G'mell. Pronto envejecerá, según vuestro tiempo.
—Me gustaría comprarle un restaurante, el del hombre-oso, para que lo convierta en un lugar
de encuentro abierto para personas y subpersonas. Ella le dará un toque romántico e
interesante, para que sea un éxito.
—Una idea maravillosa. Un proyecto perfecto para tu fundación —sonrió el A'telekeli—. Se
hará.
—¿Y el Maestro Gatuno? —preguntó Rod—. ¿Puedo hacer algo por él?
—No, no te preocupes por G'william —respondió el A'telekeli—. Está bajo la protección de la
Instrumentalidad y conoce el signo del Pez. —El gran subhombre hizo una pausa para dar a Rod
la oportunidad de preguntar qué era ese signo, pero el norstriliano no reparó en el énfasis de la
pausa, así que el pájaro gigante continuó—. G'william ya ha recibido su recompensa en el buen
cambio que ha realizado en tu vida. Ahora, si estás preparado, te anestesiaremos, mi hijo
A'ikasus modificará tu forma gatuna y despertarás en la órbita de tu planeta.
—¿Puedes despertar a G'mell para despedirme de ella después de esos mil años?
El amo del submundo cogió suavemente el brazo de Rod y lo guió por la gigantesca sala.
—¿Te gustaría tener otro adiós, después de esos mil años compartidos, si estuvieras en su
lugar —preguntó—. Déjala en paz. Sufrirá menos de esta manera. Tú eres humano. Puedes
darte el lujo de ser amable. Es uno de los mejores rasgos de las personas humanas.
Rod se detuvo.
—¿Tienes una grabadora, entonces? Ella me recibió en la Tierra con una maravillosa canción
acerca del «canto de altos pájaros» y quiero dejarle una canción norstriliana.
—Canta lo que quieras —aceptó el A'telekeli—, y mi coro de asistentes lo recordará mientras
viva. Los demás también sabrán apreciarlo.
Rod miró un instante a las subpersonas que los habían seguido. Por un instante tuvo
vergüenza de cantar ante ellas, pero se tranquilizó cuando vio sus cálidas sonrisas de adoración.
—Recordad esto, pues, y aseguraos de cantarla para G'mell en mi nombre, cuando ella
despierte.
Elevó un poco la voz y cantó:
¡Ve adonde el carnero corretea y corcovea!
Escucha a las ovejas que balan y que halan.
Vuela adonde los corderos gozan y retozan.
Mira allá donde el stroon crece y florece.
¡Observa cómo los hombres toman y amontonan
riquezas para su mundo!
Mira las colinas goteantes y ondulantes.
Siéntate en el aire ardiente, hirviente.
Ve adonde las nubes flamean y aletean.
Mira esa riqueza bullente y reluciente.
Con un grito vibrante y resonante,
canta el orgullo y el poder norstrilianos.
El coro la entonó con una riqueza vocal que él nunca había oído en esa canción.
—Y ahora —dijo el A'telekeli—, la bendición del Primer Prohibido sea contigo.
El gigante se inclinó para besar a Rod McBan en la frente, Rod lo considero un gesto extraño
y quiso hablar, pero vio los ojos.
Ojos como fuegos gemelos.
Fuego: como la amistad, la calidez, como una bienvenida y una despedida.
Ojos convertidos en una sola llama.
Despertó en la órbita de Vieja Australia del Norte.
El descenso fue fácil. La nave tenía un visor. El silencioso piloto-serpiente dejó a Rod en la
Finca de la Condenación, a unos cientos de metros de su propia puerta. También dejó dos
pesados envoltorios. Una nave de patrulla de Vieja Australia del Norte revoloteaba en lo alto. El
aire vibró de peligro cuando la policía norstriliana descendió para asegurarse de que sólo Rod
McBan bajaba de la nave. El aparato de la Tierra despegó con un susurro.
—Te doy la bienvenida, señor —dijo un policía. La garra mecánica del ornitóptero estrechó la
mano de Rod mientras la otra cogía los dos envoltorios. La máquina se elevó en el aire batiendo
las gigantescas alas. Bajaron en el patio con las alas erguidas. Rod y los bultos fueron
depositados con destreza y la máquina se alejó en silencio.
No había nadie. Rod sabía que la tía Doris llegaría pronto. ¡Y Lavinia, Lavinia! Aquí, ahora, en
esa tierra pobre y seca, supo cuánto congeniaba con Lavinia. ¡Ahora podía linguar, podía audir!
Resultaba extraño. El día anterior (o cuando fuera, pero parecía el día anterior) se había
sentido muy joven. Ahora, desde la visita al Maestro Gatuno, se consideraba adulto, como si
hubiera descubierto todos sus problemas personales y los hubiera dejado en la Vieja Tierra.
Parecía saber en lo más profundo de sí que sólo nueve décimos de G'mell le habían
pertenecido, y que el décimo restante —el más valioso, el más bello, el más secreto de su vida—
lo había cedido para siempre a otro hombre o subhombre a quien Rod nunca conocería. Intuía
que G'mell nunca entregaría de nuevo su corazón. Y, sin embargo, le reservaba una ternura
especial e irrepetible. No había sido un matrimonio, sino una historia de amor.
Pero aquí lo esperaba su hogar, y el amor.
Lavinia estaba allí, la querida Lavinia con su padre loco y perdido, con su bondad para un
Rod que no había dejado entrar mucha bondad en su vida.
De pronto las palabras de un viejo poema afloraron a su mente:
Siempre. Nunca. Eternamente.
Tres mundos. La palanca
de la vida sobre el tiempo.
¡Siempre, nunca, eternamente!
Linguó con fuerza:
—¡Lavinia!
Desde más allá de la colina, un grito le llegó a la mente:
—¡Rod, Rod! ¡Oh, Rod! ¿Rod?
—Sí —linguó Rod—. No corras. Estoy en casa.
Percibió que la mente de Lavinia se acercaba, aunque debía de estar más allá de una de las
colinas cercanas. Cuando las mentes de ambos se tocaron, comprendió que esa tierra era de
Lavinia, y también suya. ¡No estaban destinadas a ellos las húmedas maravillas de la Tierra, las
doradas bellezas de G'mell y la gente de la Tierra! Comprendió sin reservas que Lavinia amaría
y reconocería al nuevo Rod tal como había amado al viejo.
Espero serenamente y se echó a reír bajo el gris y amistoso cielo de Norstrilia. Por un
instante tuvo el infantil impulso de atravesar las colinas a la carrera para besar a su ordenador.
En cambio esperó a Lavinia.
CONSEJOS, CONSOLAS Y CÓNSULES DIEZ ANOS DESPUÉS, UN DIALOGO ENTRE
DOS HOMBRES DE LA TIERRA
—¿No creerás en esa jerigonza, verdad?
—¿Qué significa «jerigonza»?
—¿No te parece una palabra maravillosa? Es antigua. Un robot la desenterró. Significa jerga,
galimatías, un lenguaje enredado que se usa para contar pamplinas, patrañas, embustes y
mentiras. Es decir, justo lo que estabas diciendo.
—¿Acerca del muchacho que compró la Tierra?
—Claro. Es imposible que lo hiciera, ni siquiera con dinero norstriliano. Hay demasiadas
regulaciones. Fue sólo un ajuste económico.
—¿Qué es un «ajuste económico»?
—Es otra expresión antigua que descubrí. Es casi tan buena como «jerigonza». Significa que
los amos reacomodan las cosas alterando el volumen del flujo o el título de propiedad. La
Instrumentalidad quería sacudir al gobierno de la Tierra y obtener más créditos libres, así que
inventó un personaje imaginario llamado Rod McBan. Luego le hicieron comprar la Tierra.
Después él se fue. Es imposible. Ningún chico normal habría hecho semejante cosa. Dicen que
tuvo un millón de mujeres. ¿Qué supones que haría un chico normal si alguien le diera un millón
de mujeres?
—Pero eso no demuestra nada. De todos modos, yo vi a Rod McBan en persona, hace dos
años.
—Ése es otro, no es el que presuntamente compró la Tierra. Es sólo un inmigrante rico que
vive cerca de Meeya Meefla. También te puedo contar algunas cosas sobre él.
—Pero ¿por qué alguien no iba a comprar la Tierra si acaparase el mercado norstriliano de
stroon?
—¿Y quién lo acaparó? Te digo que Rod McBan es imaginario. ¿Alguna vez has viso una
caja con una imagen de él?
—No.
—¿Alguna vez has conocido a alguien que lo haya visto?
—He oído decir que el señor Jestocost estuvo involucrado en el asunto, y que esa costosa
muchacha de placer... ¿Cómo se llama? La pelirroja. G'mell.
—Eso es lo que has oído. Jerigonza. Pura jerigonza. Jamás ha existido ese muchacho. Es
pura propaganda.
—Siempre eres así. Gruñendo. Dudando. Me alegro de no ser como tú.
—Amigo, te aseguro que el sentimiento es recíproco. «Más vale muerto que incauto», ése es
mi lema.
EN UNA NAVE DE PLANOFORMA QUE ZARPÓ DE LA TIERRA, TAMBIÉN DIEZ AÑOS
DESPUÉS
El capitán de puerto, hablándole a una pasajera:
—Me alegro de ver, señora, que no has comprado esos vestidos que están de moda en la
Tierra. En tu mundo, el aire te los arrancaría en un santiamén.
—Soy anticuada —sonrió ella. Pensó en algo y preguntó—: Tú recorres el espacio, señor y
capitán. ¿Alguna vez has oído la historia de Rod McBan? Creo que es conmovedora.
—¿Te refieres al muchacho que compró la Tierra?
—Sí —jadeó ella—. ¿Es verdad?
—Claro que sí, excepto en un detalle. Rod McBan no se llamaba así. No era norstriliano. Era
un homínido de otro mundo, y quería comprar la Tierra con dinero ganado con malas artes.
Quería deshacerse de sus créditos, pero quizá fuera un húmedo-hediondo de Amazonas Triste o
uno de esos hombres diminutos, del tamaño de una castaña, del Planeta Sólido. Por eso compró
la Tierra y se fue sin dejar rastro. Verás, señora y dama, un norstriliano piensa sólo en su dinero.
En ese planeta aún tienen una de las antiguas formas de gobierno, y jamás permitirían que uno
de sus habitantes comprara la Tierra. Se hubieran reunido para persuadirlo de que depositara el
dinero en una caja de ahorros. Es gente de clan. Por eso no creo que fuera norstriliano.
La mujer abrió los ojos sorprendida.
—Estás arruinando una historia encantadora, señor y capitán.
Ambos miraron la cascada imaginaria de la pared.
Antes de que el capitán de viaje reanudara su trabajo, añadió:
—Apostaría todo mi dinero a que fue uno de esos hombrecitos del Planeta Sólido. Sólo un
tonto semejante compraría los derechos de dote de un millón de mujeres. Ambos somos adultos,
señora. Yo me preguntó: ¿qué haría un minúsculo hombrecito del Planeta Sólido con una mujer
de la Tierra, por no decir con un millón de ellas?
Ella sonrió y se ruborizó mientras el capitán se alejaba con aire triunfal, tras decir la última y
masculina palabra.
A'LAMELANIE, DOS AÑOS DESPUÉS DE LA PARTIDA DE ROD
—Padre, dame esperanzas. El A'telekeli fue amable.
—Puedo darte casi cualquier cosa de este mundo, pero estás hablando del mundo del signo
del Pez, que ninguno de nosotros controla. Será mejor que vuelvas a la vida cotidiana de nuestra
caverna y no dediques tanto tiempo a tus devociones, si te hacen desgraciada.
Ella lo miró desconcertada.
—No es eso. No es eso en absoluto. Pero sé que el robot, la rata y el copto coincidieron en
que el Prometido vendría a la Tierra. —Y añadió, con una nota desesperada—: Padre, ¿puede
haber sido Rod McBan?
—¿Qué quieres decir?
—¿Pudo haber sido el Prometido, y 70 no darme cuenta? ¿Pudo haber venido y haberse ido
para probar mi fe?
El pájaro gigante rara vez reía; nunca se había reído de la hija. Pero esta posibilidad era
demasiado absurda: se echó a reír, aunque una parte sabia de su mente le indicó que esa
carcajada, aunque cruel ahora, sería buena para su hija más adelante.
—¿Rod? ¿Un profetizado revelador de la verdad? Oh, no. Ja, ja, ja. Rod McBan es uno de los
seres humanos más agradables que he conocido. Un joven bondadoso, casi como un pájaro.
Pero no es un mensajero de la eternidad.
La hija hizo una reverencia y se alejó.
Ya había compuesto una tragedia sobre sí misma: la equivocada, la que había conocido al
«príncipe de la palabra», a quien los mundos aguardaban. No lo había reconocido porque su fe
era insuficiente. La tensión de esperar a que algo sucediera en el presente o al cabo de un millón
de años era excesiva. Resultaba más fácil aceptar el fracaso y el reproche que soportar el
incesante tormento de una esperanza sin fechas.
Tenía un pequeño recoveco en la pared donde pasaba muchas horas. Extrajo un instrumento
de cuerdas que su padre le había fabricado. Emitía sonidos antiguos y plañideros, y con ese
acompañamiento ella cantó su propia canción, la canción de A'lamelanie, que trataba de no
esperar más a Rod McBan.
Miró hacia la sala.
Una niñita que sólo llevaba bragas la miró fijamente. A'lamelanie le devolvió la mirada. La
niña le clavaba sus ojos inexpresivos. A'lamelanie se preguntó si sería una de las niñas-tortuga
que su padre había rescatado años atrás.
Apartó la mirada de la niña y cantó su propia canción:
Una vez más, a través de los años, lloré por ti.
No pude contener las amargas lágrimas que guardé para ti.
El bogar de mi vida anterior estaba limpio para ti.
Un tiempo diferente me espera ahora.
Pero hay momentos en que el pasado pregunta cómo y por qué.
El futuro transcurre con excesiva prisa. Espera, espera...
Pero no. Eso es todo. A través de los años lloré por ti.
Cuando A'lamelanie terminó de cantar, la niña-tortuga aún la miraba. La irritada A'lamelanie
guardó su pequeño violín.
QUÉ PENSÓ LA NIÑA-TORTUGA EN ESE MOMENTO
Sé muchas cosas aunque no tenga ganas de hablar de ellas y sé que el hombre verdadero
más maravilloso de todos los planetas vino a esta gran sala y habló a mis gentes porque es el
hombre del que habla esa muchacha alta y boba porque ella no lo tiene pero por qué iba a
tenerlo ella si soy yo la que va a tenerlo porque soy una niña-tortuga y estaré esperando cuando
todas estas personas estén muertas y arrojadas a los tanques de disolución y algún día él
regresará a la Tierra y yo seré grande y seré una mujer-tortuga, más bella que cualquier mujer
humana, y él se casará conmigo y me llevará a su planeta y yo siempre seré feliz con él porque
no discutiré continuamente como las personas-pájaro y las personas gatunas y las personas
perrunas, así que cuando Rod McBan sea mi marido y yo le sirva la cena, si trata de discutir
conmigo me mostraré tímida y dulce y no diré nada de nada durante cien o doscientos años, y
nadie se puede enfadar con una hermosa mujer-tortuga que no replica...
EL CONSEJO DE LA LIGA DE LADRONES DE VIOLA SIDÉREA
El heraldo anunció:
—Su Osadía, el jefe de ladrones, tiene el placer de comparecer ante el Consejo de Ladrones.
Un viejo se levantó ceremoniamente.
—Señor y jefe, confiamos en que nos traigas riqueza: riqueza de los incautos, de los débiles,
de los pusilánimes de la humanidad.
El jefe de ladrones proclamó:
—Se trata del asunto de Rod McBan.
Un murmullo recorrió la sala. El jefe de ladrones continúo, con la misma formalidad:
—No lo interceptamos en el espacio, aunque controlamos cada vehículo que salía del
pegajoso y chispeante espacio que rodea Norstrilia. Desde luego, no enviamos a nadie al
encuentro de los mininos de Mamá Hitton, sean lo que sean esos «mininos». Había un ataúd con
una mujer dentro y una caja con una cabeza. No importa. Se nos escapó. Pero cuando llegó a la
Tierra, atrapamos a cuatro.
—¿Cuatro? —jadeó un consejero.
—Sí —manifestó el jefe de ladrones—. Cuatro Rod McBans. También había uno humano,
pero comprendimos que era un señuelo. Originalmente había sido una mujer y se divertía en
grande con su cuerpo de hombre. Así que capturamos a cuatro Rod McBans. Los cuatro eran
robots de la Tierra, de maravillosa manufactura.
—¿Los robaste? —preguntó un consejero.
—Desde luego —replicó el jefe de ladrones con una sonrisa lobuna—. Y el gobierno de la
Tierra no se opuso. Simplemente nos envió una factura por ellos cuando quisimos irnos: un
cuarto de megacrédito «por uso de robots de diseño específico».
—¡Un truco honesto y mezquino! —exclamó el presidente de la Liga de Ladrones—. ¿Qué
hiciste? —Abrió los ojos. La boca se le aflojó—. ¿No te habrás vuelto honesto y nos habrás
pasado la cuenta, verdad? Ya estamos endeudados con esos canallas honestos.
El jefe de los ladrones se estremeció.
—No llegué a tal extremo, astutas señorías. Engañé un poco a la Tierra, aunque temo que lo
hice de un modo que rayaba en la honradez.
—¿Qué hiciste? ¡Habla deprisa, hombre!
—Como no capturé al verdadero Rod McBan, hablé con los robots y les enseñé a ser
ladrones. Robaron dinero suficiente para pagar todas las multas y costear el viaje.
—¿Tienes ganancias? —exclamó un consejero.
—Cuarenta minicréditos —dijo el jefe de ladrones—. Pero aún falta lo peor. Sabéis lo que
hace la Tierra con los ladrones verdaderos.
Un estremecimiento recorrió la sala. Todos estaban enterados de los recondicionamientos
que habían transformado a audaces ladrones en obtusos canallas honestos.
—Veréis, señores y honorables —continuó en tono de disculpa el jefe de ladrones—, las
autoridades de la Tierra también nos sorprendieron en eso. Los ladrones robot les cayeron
simpáticos. Eran magníficos carteristas y mantenían a la gente agitada. Los robots también lo
devolvían todo. Así que nos propusieron un contrato —dijo el jefe de los ladrones, sonrojándose
— para transformar dos mil robots humanoides en carteristas y rateros. Para que la vida en la
Tierra fuera más divertida. Los robots están en órbita, en este momento.
—¿Quieres decir que firmaste un contrato honesto? —tronó el presidente—. ¿Tú, el jefe de
ladrones?
El jefe se sonrojó y se sofocó.
—¿Qué podía hacer? Me tenían en sus manos. Pero obtuve términos favorables. Doscientos
veinte créditos por la transformación de cada robot en un maestro ladrón. Con eso podremos
vivir bien durante un tiempo.
Hubo un prolongado silencio.
Al fin uno de los ladrones más viejos del Consejo rompió a llorar:
—Soy viejo. No puedo soportarlo. ¡Es horroroso! ¡Nosotros... haciendo un trabajo honrado!
—Al menos enseñamos a los robots a ser ladrones —replicó el jefe de ladrones.
Nadie hizo comentarios.
Incluso el heraldo tuvo que ocultar el rostro para sonarse la nariz.
EN MEEYA MEEFLA, VEINTE ANOS DESPUÉS DEL REGRESO DE ROD A NORSTRILIA
Roderick Henry McBan, ex Eleanor, apenas había envejecido con los años. Se había librado
de su favorita, la bailarina, y se preguntaba por qué la Instrumentalidad, o al menos el gobierno
de la Tierra, le había enviado la advertencia oficial de «permanecer pacíficamente en la morada
de la persona antedicha, aguardando a un enviado autorizado de la Instrumentalidad para acatar
las órdenes impartidas por dichos representantes».
Roderick Henry McBan recordaba los largos años de virtud, independencia y trabajo en
Norstrilia con odio no disimulado. Prefería ser un rico excéntrico en la Tierra antes que una
solterona respetable bajo los cielos de Vieja Australia del Norte. A veces, cuando soñaba, volvía
a ser Eleanor, y en ocasiones tenía largos y angustiosos períodos en que no era Eleanor ni Rod,
sino una paria sin nombre procedente de un mundo o de una época con encantos irrecuperables.
Durante esos períodos sombríos, que eran pocos pero intensos, y que por lo general remediaba
emborrachándose y permaneciendo ebrio varios días, se preguntaba quién era. ¿Quién podía
ser? ¿Era Eleanor, la honesta criada de la Finca de la Condenación? ¿Era un primo adoptivo de
Rod McBan, el hombre que había comprado la Vieja Tierra? ¿Quién era esa personalidad,
Roderick Henry McBan? Habló tanto de ello con una de sus amigas, una cantante de calipsos,
que ella le puso letra a una antigua melodía y se la cantó.
¿Es correcto, está bien que sea yo?
Continuar, cuando otros se han detenido,
y cruzar la puerta del muro
que hay entre esto y la nada.
Fuera hace frió, soy yo.
Soy sincero, soy yo, solitario.
El silencio no deja dudar.
Es un fulgor sin matices.
Ser yo resulta extraño, es verdad.
¿Mentiré? ¿Seré otro? ¿Habrá paz?
¿Lo sabré cuando llegue el final?
¿Pararé cuando cesen mis dudas?
La pared es de vidrio o no está:
si es real pero está hecha de aire,
¿me perderé si voy adonde soy?
Allá voy. Soy sí. ¿O soy no?
¿Es correcto, está bien que sea yo?
¿Confiaré en mi mente y mis ojos?
¿Seré tú o seré ella al final?
¿Son verdad estas cosas que sé
Allí dentro estáis locos y fuera
cuerdo estoy como una tumba, y muy solo.
¿Lo que salvo se pierde y fracaso?
¿Soy yo si soy eco de un grito?
A otro tiempo viajé que está fuera
de la vida, el poema y la mente.
Si llego a ser tú, ¿perderé
la ocasión de llegar a ser yo?
Rod/Eleanor tenía momentos de desesperación, y a veces se preguntaba si las autoridades
de la Tierra o la Instrumentalidad lo/la someterían a un recondicionamiento.
La advertencia que había recibido era formal, severa, tranquila e implacable.
Con cierta imprudencia, Roderick Henry McBan se sirvió un buen trago y esperó lo inevitable.
El destino llamó a su puerta con el aspecto de tres hombres, todos extranjeros. Uno llevaba el
uniforme de cónsul de Vieja Australia del Norte. Cuando se acercaron, él/ella reconoció al cónsul
como el Señor William No-de-aquí, con cuya hija Ruth él/ella había retozado en las arena de la
Tierra muchos años atrás.
Los saludos fueron fatigosamente largos, pero Rod/Eleanor había aprendido, tanto en Vieja
Australia del Norte como en la Cuna del Hombre, a no desdeñar el bálsamo de las ceremonias
en trances difíciles o dolorosos.
El señor William No-de-aquí habló.
—Escucha, señor Roderick Eleanor, la decisión de una reunión plenaria de la
Instrumentalidad, legal y formalmente reunida, a saber:
»Que tú, el señor Roderick Eleanor, seas conocido como jefe de la Instrumentalidad hasta el
día de tu muerte;
»Que has ganado esta posición por tu capacidad de su-pervivencia 3 y que las extrañas y
dificultosas vidas que has llevado sin pensar en el suicidio te ha valido un lugar en nuestras
sufridas y serviciales filas;
»Que por tu condición de Señor Roderick Eleanor, serás hombre o mujer, joven o viejo, según
ordene la Instrumentalidad;
»Que tomas el poder para servir, que sirves para tomar el poder, que vendrás con nosotros,
que no mirarás atrás, que te acordarás de olvidar, que olvidarás viejas remembranzas, que
dentro de la Instrumentalidad no eres una persona sino parte de una persona;
»Que eres bienvenido a la más antigua servidora del hombre, la Instrumentalidad.
Roderick Eleanor no supo qué decir.
Los Señores de la Instrumentalidad recién designados rara vez sabían qué decir. Era
costumbre de la Instrumentalidad tomar por sorpresa a los nuevos dignatarios, al cabo de un
minucioso examen de sus historiales de inteligencia, voluntad, vitalidad y, de nuevo, vitalidad.
El señor William sonrió, extendió la mano y habló con franqueza norstriliana:
—Bienvenido, primo de las caudalosas nubes grises. No muchos de nuestro pueblo han sido
escogidos. Déjame darte la bienvenida.
Roderick/Eleanor le estrechó la mano. Aún no sabía qué decir.
EL PALACIO DEL GOBERNADOR DE LA NOCHE, VEINTE AÑOS DESPUÉS DEL
REGRESO DE ROD
—Apagué la voz humana hace horas, Lavinia. La apagué. Siempre tenemos una lectura más
precisa con los números. No tiene una clave para nuestros muchachos. Me he enfrentado a esta
consola cientos de veces. Ven, muchacha. Es inútil predecir el futuro. El futuro ya está aquí. De
todos modos, nuestros muchachos saldrán del camión cuando crucemos la colina. —Rod
hablaba con la voz, como señal de ternura entre ambos.
—¿No deberíamos volar en ornitóptero? —preguntó nerviosamente Lavinia.
—No, muchacha —respondió Rod con voz tierna—. ¿Qué pensarían nuestros vecinos y
parientes si vieran a los padres volando como extranjeros frenéticos o un par de mentecatos que
no saben conservar la cabeza al primer contratiempo? Al fin de cuentas, nuestra hija Casheba
aprobó hace un par de años, y sus ojos no eran tan buenos.
—Casheba es todo un caso —dijo cálidamente Lavinia—. Podría derrotar a un pirata del
espacio aún mejor que tú antes de que supieras linguar.
Caminaron despacio colina arriba.
Cuando cruzaron la cima de la colina, oyeron la ominosa melodía.
En el Jardín de la Muerte, nuestros jóveneshan saboreado el valiente gusto del miedo.
Con brazos musculosos y lengua locuaz,ganaron y perdieron, se nos fueron.
Todos los norstrilianos conocían esta canción. Los viejos la tarareaban cuando los jóvenes
entraban en el camión donde se los seleccionaba para la vida o la muerte.
Vieron a los jueces fuera del camión. El hon. sec. Houghton Syme estaba allí, con expresión
relajada. La medicina que Rod había traído de las entrañas de la Vieja Tierra le había brindado
sueños para superar sus problemas. El Señor Dama Roja estaba allí. Y el doctor Wentworth.
Lavinia quiso correr ladera abajo, pero Rod la retuvo por el brazo.
—Calma, muchacha —dijo con tosco afecto—. Los McBan nunca huyen ni se precipitan.
Ella tragó saliva pero siguió caminando junto a él.
La gente se volvió cuando se acercaron.
Las caras permanecían impasibles.
El Señor Dama Roja, anticonvencional hasta el fin, les dio la señal.
Alzó un dedo.
Sólo uno.
Poco después Rod y Lavinia vieron a sus gemelos. Ted, el más rubio, estaba sentado en una
silla. El viejo Bill le ofrecía una bebida y Ted se negaba a tomarla. Rod miró sin creer lo que veía.
Rich, el gemelo más moreno, estaba solo.
Solo y riendo.
Riendo.
Rod McBan y su esposa atravesaron las tierras de Condenación para mostrarse corteses con
sus vecinos. Lo exigía la inexorable tradición. Ella le estrujó la mano con más fuerza; Rod le
sostuvo el brazo firmemente.
En cuanto hubieron presentado sus respetos, Rod levantó a Ted.
—Hola, muchacho. Has triunfado. ¿Sabes quién eres?
Mecánicamente el chico recitó:
—Roderick Frederick Ronald Arnold William MacArthur McBan ciento cincuenta y dos, señor
y padre.
Luego el muchacho se interrumpió. Señaló a Rich, que todavía reía a un lado, y abrazó a su
padre:
—¡Oh, papá! ¿Por qué yo? ¿Por qué yo?
FIN
Apéndice:
CORDWAINER SMITH Y LA CIENCIA FICCIÓN
Hace treinta años publiqué un cuento en una revista llamada Fantasy Book. En realidad era sólo
medio cuento (se trataba de una colaboración con Isaac Asimov, titulada Little Man on the Subway), y en
realidad Fantasy Book era sólo media revista, ya que no duró demasiado ni llegó a un vasto público. Ni
siquiera a mí me habría llegado de no haber sido un colaborador, o medio colaborador. Pero, qué diablos,
contenía algunos cuentos buenos, y el mejor era uno titulado Los observadores viven en vano, de un
autor llamado Cordwainer Smith.
¿Cordwainer Smith? ¡Un cuerno! Enseguida me pregunté quién se escondía detrás de ese nombre.
Henry Kuttner jugaba al escondite con los pseudónimos en aquella época, y también Roben A. Heinlein. Y
la excelencia y la originalidad de Los observadores viven en vano eran dignas de cualquiera de los dos.
Pero no seguía el estilo, o ninguno de los estilos, que yo asociaba con ellos. Además, lo negaron.
¿Theodore Sturgeon? ¿A. E. van Vogt? No, tampoco. Entonces, ¿quién?
No parecía probable que fuera un novato. Al margen del esquivo pseudónimo, había en
«Observadores» demasiados matices, innovaciones y conceptos estimulantes como para que yo creyera
por un segundo que no se trataba de la creación de un maestro de la ciencia ficción. No sólo era bueno.
Era el trabajo de un experto. Ni siquiera los escritores excelentes lo son tanto en los primeros relatos.
Poco después firmé un contrato para publicar una antología de ciencia ficción con una sucursal de
Doubleday que se titularía Beyond the End of Time. Esto me agradaba, entre otras cosas porque me
daría la oportunidad de presentar Los observadores viven en vano a un público cien veces mayor que el
de Fantasy Book. Y había una importante ventaja marginal: alguien tendría que firmar la autorización para
publicar el cuento, y entonces le echaría el guante.
Pero no ocurrió así. La autorización vino firmada por Forrest J. Ackerman, como agente literario de
Cordwainer Smith. Por un breve y frenético período creí que el mismo Forrest había escrito el cuento,
pero él me aseguró que no. Y así quedaron las cosas. Transcurrió casi una década. Hasta que llegó el
momento en que yo seleccionaba material para Galaxy y sonó mi teléfono. «¿Señor Pohl? —dijo el
hombre del otro lado—. Soy Paul Linebarger.»
Dije «Aja» con un tono cuyo sentido él captó de inmediato como; ¿Y quién cuernos es Paul
Linebarger? Se apresuró a añadir: «Escribo bajo el seudónimo de Cordwainer Smith.»
¿Quién es, pues, Paul Linebarger?
Permitan ustedes que les cuente una historia. Hace un par de años yo estaba viajando por Europa
oriental como representante del Departamento de Estado de Estados Unidos, hablando de ciencia ficción
a públicos integrados por polacos, macedonios y georgianos soviéticos, entre otros. La ciencia ficción
norteamericana merece una gran aceptación en casi todo el mundo, incluida esa región. A mí me
recibieron con cordial hospitalidad, al menos los europeos orientales; y a menudo, aunque no siempre,
también los diplomáticos norteamericanos, que tenían la misión de mantenerme ocupado y alejado de
posibles enredos. Lo peor de todo fue una cena en una embajada, en un país cuyo embajador
estadounidense era un envarado tipo de la vieja escuela, que nunca había leído ciencia ficción ni se
proponía leerla, y estaba visiblemente disgustado por la maligna jugarreta del destino que lo había
obligado a charlar con una persona que se ganaba la vida escribiendo esa bazofia. No se ablandó hasta
que llegamos al café y surgió el nombre de Cordwainer Smith. Yo mencioné su verdadero nombre. El
embajador casi soltó la copa: «¿El doctor Paul Linebarger? ¿El profesor de Johns Hopkins?» «El mismo»,
respondí. «¡Pero si fue mí maestro!l», exclamó el embajador. Y durante el resto de la velada no pudo
mostrarse más encantador.
El profesor Linebarger enseñó relaciones exteriores no sólo a este embajador, sino a muchos más. Y
no se limitaba a hablar de los acontecimientos sino que participaba activamente en ellos. Criado en
China, dominaba el idioma a la perfección. También conocía varias lenguas más, y frecuentaba el
Departamento de Estado para dar conferencias, explicar, conversar o negociar. Incluso en inglés. Una
vez lo justificó de este modo: «Es porque yo puedo hablar... mucho... más... despacio... y... claramente...
que... la... mayoría... de... las... personas.» Lo cual era cierto. Y, sin duda, él representó una gran ayuda
para muchas personas cuyo inglés era defectuoso. Pero no creo ni por un segundo que ésa fuera la
razón. El Departamento de Estado valoraba lo que valoramos todos: no la capacidad de expresión, sino la
mente que la modelaba, sabia, ágil y amplia.
Viajero, profesor, escritor, diplomático, erudito, Paul Linebarger tuvo una vida fascinante. Si no hablo
más sobre ella es porque no quiero repetir lo que John Jeremy Pierce ya ha dicho muy bien en su
excelente ensayo1[1]. La mayoría de los escritores, en su vida privada, son tan aburridos como el agua
estancada. La vida de Paul Linebarger fue tan pintoresca como sus novelas.
Si ustedes no han leído mucha ciencia ficción, quizá se estén preguntando: «¿Quién es, pues,
Cordwainer Smith?» Les contaré algo sobre su obra, y por qué fue y sigue siendo algo especial para
muchos de nosotros.
Empecemos por esto. Toda la ciencia ficción es especial. No convence a todo el mundo, y es muy
raro que a alguien le guste toda. Se presenta en una amplia gama de formas y sabores. Algunos son
suaves y familiares, como la vainilla. Algunos son exóticos y difíciles de asimilar la primera vez, como un
happening de esculturas de Tinguely. Ésa es una de las características que me atraen en la ciencia
ficción: su exploratorio empleo de las incongruencias. Cuando este rasgo se lleva hasta el extremo, se
convierte en una precaria danza sobre la cuerda floja, la audacia en equilibrio con el desastre; la
imaginación del escritor y la tolerancia del lector se estiran hasta el punto del colapso catastrófico. Un
milímetro más y todo se desmorona. Lo que quería ser desconcertante e innovador puede volverse
simplemente absurdo. A. E. van Vogt caminó maravillosamente por esta angosta senda, y también Jack
Vance; Samuel R. Delany lo hace ahora; pero nadie, jamás, lo ha hecho con más atrevido éxito que
Cordwainer Smith. ¡El exotismo de sus conceptos, personajes e incluso palabras! Congohelio y stroon.
Gentes-gato y robots con cerebro de ratón. Autopistas abandonadas de kilómetros de altura, y muertos
que se mueven, actúan, piensan y sienten. Smith creó mundos de maravilla. Y nos convenció de que eran
reales.
1
En parte lo consiguió gracias a su fino oído para el sonido y el sentido de las palabras. Su prosa
cambió y se desarrolló durante los breves años de su corta carrera, y demostró una vez tras otra que la
palabra adecuada era la palabra imprevista. El instinto verbal de Smith es tan personal que se puede
detectar aun en el título de sus cuentos, aunque quizá no tan directamente como cabría imaginar. Una
vez, James Blish apartó los ojos con deleite del último número de Galaxy y dijo: «Lo que más recuerdo de
Cordwainer Smith son esos títulos maravillosamente personales.» Le pregunté a qué títulos se refería en
particular. James respondió: «Bien, a todos. La Dama muerta de Clown Town, La balada de G'mell,
Piensa azul, cuenta basta dos, por nombrar tres.» Le dije que eso me parecía curioso, porque ninguno de
ellos había sido el título original de Smith. Yo había puesto título a esos cuentos al publicarlos. Pero
James estaba en lo cierto, porque yo no los había inventado. Simplemente, habían surgido del texto de
Smith.
Paul Linebarger no era un solitario. En realidad, todo lo contrario. Era gregario y locuaz, viajaba
mucho, pasaba mucho tiempo en clases y reuniones. Pero no quería conocer a escritores de ciencia
ficción. No porque no íe gustaran. Era casi una superstición. Una vez había iniciado una carrera como
escritor. Había publicado dos novelas, Carola y Ría, ninguna de ellas de ciencia ficción; ambas me
recuerdan las novelas de Robert Briffault sobre política europea, Europa y Europa in Limbo. Se había
propuesto continuar, pero no pudo hacerlo. Las novelas se habían publicado con el seudónimo Félix C.
Forrest. Habían llamado bastante la atención y mucha gente se había preguntado quién era «Félix C.
Forrest», y algunos lo habían averiguado. Por desgracia. Lo lamentable fue que cuando Paul entró en
contacto directo con los lectores de «Forrest», ya no pudo escribir para ellos. ¿Sucedería lo mismo con la
ciencia ficción en las mismas circunstancias? No lo sabía, pero no quería correr el riesgo.
Así que Paul Linebarger mantuvo su seudónimo en secreto. No asistía a las reuniones que celebraban
los escritores y lectores de ciencia ficción. Cuando en 1963 se celebró la Convención Mundial de Ciencia
Ficción en Washington, a un par de kilómetros de su casa, le pedí que asistiera para evaluar la situación.
Yo no revelaría a nadie quién era él. SÍ lo prefería, podía dar media vuelta y largarse. De lo contrario...
bien, no.
Paul reflexionó y al final, a regañadientes, decidió no arriesgarse. Pero dijo que había un par de
individuos a quienes le gustaría conocer si ellos aceptaban ir a su casa. Y así ocurrió. Fue una tarde
maravillosa, naturalmente. Tenía que serlo. Paul era un cordial anfitrión, y Genevieve —su ex alumna, y
por entonces su esposa— una espléndida anfitriona. Bajo el acta de nacimiento en pergamino escarlata y
oro escrita en caligrafía por el padrino de Paul, Sun Yat-sen, bebiendo pukka pegs (cócteles de ginger ale
y brandy, los cuales, según Paul, habían permitido sobrevivir al ejército británico en la India), las
vibraciones eran óptimas con aquella estimulante compañía.
Y no perjudicó en nada a su manera de escribir, ni entonces ni después. Continuó escribiendo, y en
todo caso mejor que nunca. Disfrutó tanto de la compañía de sus invitados —en particular, Judith Merril y
Algis Budrys— que se sintió más inclinado a conocer a otros escritores. Poco a poco lo hizo. Conoció a
algunos en persona, a otros por correspondencia, a la mayoría por teléfono, y creo que no estaba lejos el
momento en que Paul Linebarger se hubiera presentado en una convención de ciencia ficción. Tal vez en
muchas. Pero el tiempo se agotó. Murió de un ataque cardíaco en 1966, a la injusta edad de cincuenta y
tres años.
Toda obra importante de ficción está parcialmente escrita en clave. Lo que leemos en una frase no es
siempre lo que el autor tenía en mente cuando la escribió, y hay veces —oh, demasiadas veces— en que
ni siquiera el autor sabe exactamente lo que quiere decir. Esto no siempre constituye un defecto. En
ocasiones es una necesidad. Cuando una mente humana, que está encerrada dentro del cráneo, que
percibe el universo sólo a través de sus engañosos sentidos, y se comunica sólo a través de imprecisas
palabras, busca significados complejos y modelos de comprensión, resulta difícil lograr una expresión
explícita. Cuanto más altas sean las aspiraciones, más ardua es la tarea. Las aspiraciones de Cordwainer
Smith iban a veces más allá de lo visible.
Paul me enseñó a descifrar algunos de sus mensajes, pero sólo los fáciles. En los archivos de la
colección de manuscritos de la Universidad de Syracuse hay, o debería haber, una copia comentada de
sus manuscritos con instrucciones para interpretarlos. Esos relatos constituían una parábola acerca de la
política en el Medio Oriente. Se había tomado el trabajo de anotarme en los márgenes qué personajes del
futuro remoto representaban a políticos actuales de Egipto o del Líbano.
Es el juego de muchos escritores. A veces resulta divertido, pero a mí no me convence demasiado. Lo
que me agradaría descifrar en la obra de Cordwainer Smith es mucho más complicado. Sus intereses
trascendían la vida actual y la política contemporánea, e incluso quizá la experiencia humana. Religión.
Metafísica. Sentido último. La búsqueda de la verdad. Cuando uno se propone encerrar la verdad última
en una red de palabras, se necesita mucha paciencia y destreza. La presa es esquiva. Peor aún. Se
necesita también mucha fe, y una gran dosis de terquedad, porque lo que se busca tal vez no existe. ¿Se
refiere la religión a algo «real»? ¿Hay un «sentido» del universo?
Los cuentos de Cordwainer Smith son ciencia ficción, claro que sí. Pero al menos los mejores de ellos
pertenecen a esa ciencia ficción tan especial que C. S. Lewis denominó «ficción escatológica». No tratan
sobre el futuro de seres humanos como nosotros. Tratan sobre lo que viene después de los seres
humanos como nosotros. No dan respuestas, sino que plantean preguntas y nos alientan a plantearlas
nosotros también.
Con la aparición de la serie de los Señores de la Instrumentalidad quedan publicados todos los
cuentos de ciencia ficción escritos por «Cordwainer Smith». Abarcan apenas cuatro volúmenes. Su
carrera de escritor de ciencia ficción duró menos de una década, pero ¿cuántos escritores pueden
igualarla en una vida?
Frederik Pohl
Shaumberg, Illinois
Julio de 1978