LCDE664 - Ralph Barby - El Canje
LCDE664 - Ralph Barby - El Canje
LCDE664 - Ralph Barby - El Canje
EN ESTA COLECCIÓN
659 – Los hijos de las tinieblas, Ralph Barby.
660 – Después del Apocalipsis, Kelltom McIntire.
661 – La fortaleza flotante, Joseph Berna.
662 – La noche de los mutantes, Curtis Garland.
663 – Vendedor de planetas, Clark Carrados.
RALPH BARBY
EL CANJE
Colección
LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.º 664
Publicación semanal
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
BARCELONA – BOGOTÁ – BUENOS AIRES – CARACAS – MÉXICO
ISBN 84-02-02525-0
Depósito legal: B. 9.421 - 1983
Todos los personajes y entidades privadas que aparecen en esta novela, así como
las situaciones de la misma, son fruto exclusivamente de la imaginación del autor,
por lo que cualquier semejanza con personajes, entidades o hechos pasados o
actuales, será simple coincidencia.
Aún estando animada, la fiesta resultaba aburrida, tediosa, para Joel S. Wattman.
—Joel, querido.
El joven, pero ya veterano astronauta no pudo evitar que la pelirroja le arrancara un beso, y que
dos féminas más le rodearan solicitas haciendo vacilar la estabilidad de la copa de champaña que
sostenía en su mano.
—Hola, queridas. ¿Divirtiéndose?
—¿Es cierto lo que dicen, Joel? —preguntó una de ellas.
—La verdad, chicas, no sé qué es lo que dicen.
—Que el final del milenio lo pasarás tratando de pisar Júpiter, el gran gigante.
El sonrió:
—Pues, no creo que eso suceda. Faltan cincuenta y tres días para el año dos mil y, como saben.
Ia Luna, Marte y Venus ya han sido visitados, pero para Júpiter todavía no estamos preparados.
Efectivamente, es un gigante difícil, en especial por su gravedad. Además, yo no estoy siendo
preparado para ninguna misión concreta. Hay otros astronautas designados para los futuros viajes
interplanetarios. A mí me tienen como en vacaciones y, la verdad, rodeado de vosotras, me
encuentro muy a gusto.
—Pero Joel, ¿cómo puede ser? Tú eres el más famoso astronauta después de Armstrong, que
fue el primero en pisar un astro fuera de la Tierra misma.
—He tenido algunos éxitos, no lo niego, pero la mayoría de ellos no se deben a un solo hombre,
a mi valor personal, sino a la labor de todo un equipo compuesto por millares de hombres y
centenares de precisas máquinas.
—No seas modesto, Joel —protestó otra de las chicas—. Todos sabemos que tú has arriesgado
la vida en varias ocasiones haciendo lo que parecía imposible.
De pronto, por los altavoces de la sala advirtieron:
—Atención, amigos, atención. Creo que será interesante que a través de mundovisión veamos la
elección de Miss Tierra.
Se produjeron aplausos y silbidos de alegría por parte de los hombres reunidos.
Una de las paredes de aquel club, ubicado en el piso cincuenta y tres de un rascacielos de la
populosa ciudad de Los Ángeles, se iluminó, formando una pantalla de doscientos pies cuadrados.
En ajustado color, apareció el gran escenario y pasarela donde se iba a efectuar la elección de
Miss Tierra, último concurso de aquel siglo. Casi dos meses más y ya irían camino del año dos mil
uno.
Para que el jurado pudiera constatar mejor la belleza de las féminas, éstas se cubrían con la
mínima expresión de tela y los silbidos de admiración se multiplicaron en el club.
Tras la abortada Tercera Guerra Mundial, iniciada por el mundo amarillo, se había creado un
Gobierno unitario que, no obstante, respetaba la independencia económica y la idiosincrasia propia
de cada uno de los países que formaban el globo terrestre.
Pese a esta unión, existía la competencia lógica en tales ocasiones, y cada país deseaba que su
representante fuera la ganadora, igual que ocurría en el mundo del deporte.
—La verdad es que va a resultar difícil la labor del jurado.
Una de las féminas que estaban cerca de él, opinó despectiva:
—Sí, son lindas, pero hay muchas mujeres bonitas que no están en ese concurso.
—¿Como tú, querida?
Ella se contorneó ligeramente.
—No estoy mal del todo.
—Es cierto, no estás mal, pero a ti puedo verte otro rato. Ahora, prefiero admirarlas a ellas y
entre todas, las que más me gustan, son la sueca y la española.
—Dos mujeres muy distintas entre sí, pero tengo que admitir que ambas son hermosas —aceptó
la pelirroja.
Joel tomó un sorbo de champaña mientras la primera de las misses, contorneando su figura casi
al desnudo y sin perder su femineidad pese a estar casi en el año dos mil, desfiló por la pasarela.
Fue aumentando de tamaño en la pantalla y la verdad es que si hubiera tenido algún defecto, allí no
hubiera pasado inadvertido.
Mientras admiraba a aquellas bellezas, uno de los camareros del club se le acercó diciendo:
—Mayor Wattman, le reclaman al fonovisor.
—Vaya, van a estropearme el espectáculo. Chicas, ahora vuelvo. Ya me contarán lo que me
pierda de esas preciosidades.
Vació el champaña en su garganta, abandonó la copa y se dirigió a las cabinas fonovisoras.
Entró en una de ellas, cerró la puerta y pulsó el botón.
En la pantalla de treinta pulgadas que tenía enfrente, apareció la imagen del brigadier Sullivan,
un gran militar al que Joel S. Wattman conocía muy bien.
—A sus órdenes, brigadier —saludó hablando de cara a la pantalla. Sus palabras fueron
absorbidas por el micrófono rectangular colocado al pie de la misma.
—Mayor, sé que se está divirtiendo, pero...
—Sí, estaba admirando las bellezas terrestres que se presentan a la elección.
—Lo lamento, pero deberá personarse inmediatamente en el aeropuerto; es urgente.
—¿Alguna misión especial, señor?
—No puedo decirle más, es alto secreto. En el aeropuerto hallará al mayor Ramírez, de la
nación vecina. Él le entregará un sobre cerrado con órdenes a seguir. Le repito, es urgente y
altamente secreto.
—Lo tendré en cuenta, brigadier.
—Así lo espero, mayor Wattman, le considero en lo que vale. Ahora, le deseo suerte.
La imagen se apagó y Joel suspiró. No podía terminar de visionar a aquellas bellezas venidas
desde todos los puntos de la Tierra para mostrar su perfección anatómica.
Prefirió no despedirse de nadie. Tomó el ascensor ultrarrápido y en breves segundos se
personó en la azotea-helipuerto, donde tenía aparcado el aerocóptero, nieto del autogiro e hijo del
ya desestimado helicóptero.
Podía desarrollar los novecientos kilómetros hora como velocidad máxima y se movía por unas
cortas aspas de unas quince pulgadas de largo. Por las puntas de las mismas, escapaban los gases de
un motor a reacción que hacía girar las cuatro aspas y al mismo tiempo, creaba un remolino de
gases que elevaba la nave con gran rapidez.
Con el aerocóptero cruzó la ciudad de Los Ángeles y en breves minutos aterrizó en el
aeropuerto militar de base Cornilargo.
El mayor Wattman abandonó el aerocóptero al cuidado de los mecánicos del aeropuerto y
anduvo en dirección al piloto que a su vez corría hacia él con un sobre en la mano.
—Hola, Ramírez. Creo que hay prisa.
—Esto es para ti. Mis instrucciones son que debemos marchar ahora mismo.
—¿Está la nave preparada para el vuelo?
—Sí. Podemos despegar en cuanto queramos.
—¿Está mi equipo dentro de la carlinga?
—Sí, hace unos minutos que espero y he pedido que lo prepararan todo.
Joel conocía muy bien al mayor Ramírez. Habían sido excelentes compañeros en otras misiones
de exploración espacial, pues la conquista del espacio se había unificado en un único centro y todos
los esfuerzos mecánicos y económicos se unían para conseguir más y mejores objetivos. La
competición en logros espaciales por naciones distintas, era ya historia. Cada país contribuía con
algo al progreso espacial terrestre, desde la ubicación de gigantescos radiotelescopios de control
hasta los minerales especiales precisos para construir las naves interplanetarias.
Con el rostro ceñudo, Joel leyó las órdenes tras rasgar el sobre que le entregara el mexicano
que iba a ser su compañero de vuelo./
—¿Malas noticias, Joel?
—Yo diría que escasas noticias, Ramírez.
—A ver, déjame, hermano —pidió el azteca.
—Toma. Sólo dice que debemos partir inmediatamente y tomar suelo en el punto V-10X.
—Me temo que eso cae algo lejos de aquí.
—Subamos al aparato y consultemos el mapa secreto de vuelo. No obstante, creo que el destino
será el centro del Atlántico Norte.
—¿Algún islote o nos aguardará un submarino? —preguntó el piloto mexicano.
—Creo más bien que será un submarino, pero no sé a qué viene tanto secreto. Quizá sólo sea
una maniobra de prueba. En fin, pronto lo averiguaremos.
La aeronave lindbergh-1.001 larga, cilíndrica, aerodinámica, con lanza radar en el morro que al
mismo tiempo producía descargas eléctricas con las cuales se abrían mejor huecos en las
corrientes de aire adversas, se puso en pista.
Joel S. Wattman se sujetó el casco protector. Una vez cerrada la carlinga, lo primero que hizo
fue desplegar el mapa secreto guardado en un departamento que sólo él podía abrir mediante la
presión de su pulgar. Su huella dactilar, sobre una célula fotoeléctrica, actuaba de llave. Si alguien
hubiera tratado de abrirlo en su lugar, habría volado en pedazos.
—Ramírez, el punto corresponde, en el Atlántico Norte, al paralelo 40.
—¿El que corresponde a Nueva York?
—Sí.
—Pues, adelante, Joel. Tengo ya muchos deseos de saber qué ocurre con tanta prisa. La verdad
es que un mundo tan pacífico como el que tenemos tras la abortada Tercera Guerra Mundial, ya me
estaba escamando demasiado.
La aeronave se deslizó rauda por la pista de despegue, ganando velocidad, poseía la facultad de
aterrizar o despegar en vertical, pero para ahorrar combustible y poseer más radio de acción, se
utilizaban los métodos de despegue o aterrizaje tradicionales.
Pronto dejó de tocar el centro de la pista y ascendió hasta los quince mil pies de altura donde
podía alcanzar su velocidad óptima de cuatro mil millas hora y no molestar a nadie con sus
poderosos zumbidos, propios de una nave de tan elevada velocidad.
El Lindbergh-1.001, cruzó de parte a parte la nación estadounidense en una hora, cuando los
primeros colonos de dicha nación, apenas siglo y medio atrás, tardaban seis meses en recorrer la
misma distancia en sus carretas tiradas por bueyes.
Joel y Ramírez se situaron con su avión biplaza sobre el paralelo 40.
Dejaron atrás la gran urbe neoyorkina, con sus casi veinte millones de habitantes aprisionados
en la intensa vida desarrollada entre el acero, el vidrio y el hormigón.
—Joel, estamos llegando al punto ordenado y no veo nada, sólo agua.
—Yo tampoco, pero quizá pronto veamos algo más.
Una antena que afloraba sobre las olas del océano, a través de su sistema de radar, captó la
presencia y dirección del Lindbergh-1.001. No tardó en emerger uno de los gigantes del mar.
Un submarino de más de ciento cincuenta mil toneladas, con casi novecientos pies de largo,
apareció en la superficie. Inmediatamente, entre la proa y el puente, se abrieron unas amplias
plataformas metálicas que semejaron unas poderosas aletas nacidas al monstruo metálico.
—Abajo, Ramírez. Nos aguardan en el submarino nuclear Victory.
—Preparado para la toma vertical, Joel.
El Lindbergh-1.001, maniobró con sus motores. Se estabilizó en el aire y puso en marcha los
motores de la quilla, frenándose con ellos. Luego, comenzó a perder lentamente, sin perder el
equilibrio.
Se posó suavemente sobre la cubierta desplegada del submarino e inmediatamente se abrieron
unas grandes compuertas de acero bajo el puente de mando.
El reactor plegó sus alas y avanzó hacia el hangar del submarino, desapareciendo dentro de él.
Las compuertas se cerraron herméticamente y comenzaron a sonar las chicharras de alerta. El gran
monstruo de acero de las profundidades subacuáticas descendió bajo la superficie del océano
Atlántico.
El hangar del gigante del mar era capaz para cinco Lindberghs tipo 1.001. Sin embargo, allí no
había más Lindberghs que el que acababa de arribar, aunque sí había un reactor particular, dos
aerocópteros, un reactor cuatro plazas de la Marina y un SV-Volga 22, monoplaza ruso.
—¿Mayor Wattman?
Joel reconoció de inmediato al hombre que les aguardaba. Sonrió al tiempo que descendía del
aparato.
—Almirante Carson, me han estropeado la noche.
—Lo lamento, mayor. Vengan conmigo. Abajo les están esperando.
—¿Tenemos comité de recepción, no más? —preguntó el mexicano.
—Pues sí, pero el asunto es serio, caballeros, no voy a ocultárselo. Síganme, los mecánicos
cuidarán de su aparato.
Se quitaron los cascos y los chalecos salvavidas y siguieron al almirante Carson,
introduciéndose en un ascensor que les condujo al corazón del submarino.
Joel y Ramírez cambiaron una mirada de inteligencia tras observar al almirante. Este no se
hallaba alegre como era su costumbre, sino ceñudo, preocupado. Era evidente que algo grave
ocurría, pero ¿qué podría ser?
—Señores, acaban de llegar los mayores Wattman y Ramírez, de los que supongo ya habrán
oído hablar en anteriores ocasiones —presentó Carson, pasando a ocupar la presidencia de la larga
mesa.
El despacho del almirante se hallaba custodiado por dos centinelas armados, cosa no habitual, y
en él se encontraban el capitán del navío Casely (comandante del submarino), el segundo de a
bordo capitán Sheridan, dos hombres más y una mujer cuya belleza no quedaba mermada por el
uniforme, las gafas de gran montura y el cabello rubio recogido.
El almirante Carson se pasó la mano por el rostro, preocupado. Ramírez y Joel tomaron asiento
uno junto al otro.
—Caballeros, señorita, voy a presentarles rápidamente. Disculpen si no me entretengo en
cortesías o ceremoniales. —Todos asintieron con la cabeza, intrigados—. A mi derecha, la doctora
rusa Tania Ivanova, filóloga universal especialista en lenguas muertas, ¿no es eso, señorita?
—Sí, egiptóloga y criptóloga, almirante.
—Bien, ya lo han oído de sus propios labios.
Joel no pudo contener un silbido de admiración que tenía mucho de burla.
La fémina esbozó un gesto despectivo. El almirante objetó:
—Por favor, mayor Wattman, no es momento para bromas. La situación es grave.
—Disculpe la interrupción, almirante. Prosiga.
—Después de la señorita está el doctor Gastón Lefetau, biólogo espacial y por último, aparte
del capitán Casely, comandante del buque, y el segundo, capitán Sheridan, queda el doctor
Carpenther, canadiense y forense.
—Todo un equipo de especialistas, almirante —aprobó Joel, tratando de levantar los ánimos del
grupo con su sonrisa amigable.
—Eso es lo que van a formar ustedes, un equipo que trabajará unido. Toda la humanidad puede
perecer si ustedes no lo evitan.
—¿Va en serio lo que ha dicho, almirante?
—Sí, mayor Wattman. Ustedes van a gozar de unas atribuciones que jamás se han dado a nadie
antes de ahora, pero también caerá sobre ustedes una gran responsabilidad. Naturalmente, aunque
formen un equipo, podrían solicitar la ayuda de todo ser que pueble nuestro planeta si es necesario.
La ciencia de los centros de investigación estará a su servicio al igual que las fuerzas policiales y
militares.
La rusa Tania Ivanova parpadeó, abanicándose con sus largas pestañas, que no lograron ocultar
las grandes pupilas azul claro como el cielo georgiano en primavera.
—Creí que era una investigación de simple rutina, almirante. Yo también estoy preocupada
ahora.
—Sus conocimientos, señorita Ivanova, pueden sernos muy útiles en las actuales circunstancias.
Además, también ha sido enviada porque utiliza adecuadamente las computadoras para descifrar
cualquier mensaje o jeroglífico por complicado que éste sea.
—Posiblemente pecaré de inmodestia, pero tengo a gala decir que no hay nada que yo haya
dejado sin resolver. Toda la prensa mundial ha publicado mis trabajos sobre los desciframientos de
los jeroglíficos egipcios que jamás nadie antes pudo traducir.
—Lo sabemos, señorita Ivanova, y también los dirigentes de su país y el Gobierno mundial. Por
ello está aquí en estos momentos críticos que comenzamos a vivir, luego ya me extenderé en más
detalles. Ahora, iré directamente al grano. Sólo uno de ustedes conoce realmente por qué está aquí,
pero como se le pidió, ha mantenido el más estricto secreto, ¿verdad, doctor Carpenther?
El canadiense alto, fornido, demasiado grueso para poder decir de él que poseyera una buena
estética, con manos gruesas y dedos cortos pese a ser un médico eminente, suspiró.
—Sí, almirante. He guardado el secreto tal como se me ordenó.
El biólogo doctor Lefetau, preguntó:
—¿Qué secreto es? Nos tienen sobre ascuas.
Lefetau era el más viejo de todos, pues era ya un sesentón contra las veinte y pico primaveras
de la rusa Tania o la treintena de Joel Wattman y Ramírez.
—Observen el visor de la pared —Carson puso su mano sobre un botón, pero no lo oprimió
todavía y siguió hablando—: Les advierto que lo que van a ver es en directo. Llegará hasta esta
pantalla a través del circuito cerrado de televisión del Victory. Se halla dentro de nuestro
submarino.
Pulsó el botón y la pantalla se iluminó de forma inmediata.
Tania Ivanova no pudo por menos que sobrecogerse en una sensación de espanto. Sus dedos
nerviosos se crisparon sobre la mesa.
Joel Wattman y Ramírez fruncieron el ceño. El francés se quedó con la boca abierta como no
dando crédito a lo que veía. En cuanto a los demás, no era la primera vez que veían a aquellos
extraños seres aparecidos en la pantalla a todo color.
Aquella especie de monstruos de uno ochenta de estatura de promedio, pues había tres de ellos,
tenían cuatro extremidades todas ellas apoyadas en el suelo, aunque de cuando en cuando
levantaban alguna mostrando algo similar a una mano con tres pares de dedos en cada una.
Su cuerpo estaba fundido con la cabeza y los ojos eran grandes como los puños del canadiense,
de múltiples iris estriados en vertical. Por la boca grande asomaban dos afilados y oscuros
colmillos y una piel rugosa les envolvía en tonos rojizos y salmón, según se movieran. En ella se
reflejaba la luz.
CAPITULO II
El periodista Howard era un hombre de mediana estatura, fornido y con escaso cabello. Sus
artículos se imprimían en dos millones de ejemplares que se repartían por toda la nación
norteamericana e incluso en otras partes del globo.
Howard se había especializado en asuntos del espacio, pero no rechazaba las figuras del
celuloide, ni las fiestas del gran mundo a las que acudía si le interesaban, tanto si era invitado como
no.
No era precisamente joven, se acercaba a la cincuentena, pero poseía una vista de lince y el
cinismo de un hampón. Por ello, no se le escapó la presencia de Dean Winner, ex comandante
británico de las fuerzas aéreas y cosmonauta del departamento mundial del espacio.
Dean Winner no era ahora militar, ni siquiera pertenecía al departamento mundial del espacio.
Carecía de cargo alguno representativo en cualquier departamento de gobierno y mucho menos en
el mundial que unificaba a todos los países, hermanándolos en los problemas, vicisitudes, progresos
y beneficios.
Dean Winner era alto, muy alto, delgado, de cabellos albinos. Era un hombre que sonreía poco y
alguien había dicho de él que en sus ojos se traslucía la ambición.
No se había dado ningún parte oficial sobre la ruptura de Dean Winner con las fuerzas aéreas y
el departamento mundial del espacio.
Inútiles habían sido las preguntas de los periodistas, ya que la popularidad de Winner había sido
grande por ser uno de los primeros explorers de Venus.
—¿Tiene preparada alguna película, Winner?
Dean Winner, sorprendido con el vaso de whisky en la mano dentro del gran salón del lujoso
hotel Lanvan de Tampa, se giró y observó al sagaz periodista.
La expresión de su rostro dejó bien a las claras que la presencia de Howard le molestaba.
—Hace tiempo que no paso por los estudios de filmación y creo que no pienso pasar ni
regresar. ¿Va a publicarlo, Howard?
—Depende.
—¿Depende de qué?
—No es usted muy popular últimamente, ha perdido puntos en la opinión mundial, claro que si
me dijera de dónde saca el dinero que le permite vivir con el lujo que lo hace, quizá sí publicaría la
noticia. Sería verdaderamente interesante. Hasta el Gobierno inglés, el estadounidense y el mundial
se sentirían satisfechos por enterarse, ¿no cree?
—No trabajo para nadie. Tengo mis propios asuntos y ellos me dan el dinero para vivir. ¿Le
basta, Howard?
—Esa noticia ya la conozco, Winner; la conoce todo el mundo. Lo que se ignora es cuáles son
esos asuntos.
—Ya está bien de entrometerse en la vida privada, Howard. Déjeme tranquilo y váyase a buscar
la noticia a otra parte. Usted lo ha dicho, yo ya he dejado de ser noticia, sólo soy un personaje
oscuro que no importa a nadie.
' —Un personaje que vive en el gran mundo, rodeado de lujos que paga religiosamente y no se
le conoce falsificación de billetes.
—Muy gracioso, Howard.
—Hay un rumor, Winner.
—No me diga. ¿Me casan con alguien? —inquirió, irónico.
—Podría ser, pues está en el mismo hotel donde se está dilucidando la Miss Terrestre. Cien y
pico de chicas, todas ellas bellezas completas.
—¿Es que van a buscarme esposa entre ellas?
—No. El rumor que circula es que usted se trajo unos diamantes extraordinarios de Venus, que
los pasó como piedras y que luego se los quedó particularmente. ¿Es cierto?
—Howard, publique eso y le veré en la cárcel por difamación.
—Usted disculpe, Winner. Los periodistas siempre estamos expuestos al patinazo profesional.
Pese a ser un hombre de gran flema, Dean Winner se sintió nervioso. Consultó la hora, sorbió
el contenido de whisky de un solo trago y abandonó el vaso, desapareciendo en el ascensor. Pulsó
el botón correspondiente a la azotea del edificio donde se hallaba el helipuerto. En él habían
aparcados múltiples aerocópteros de cuatro plazas y un aerocóptero-car capaz para ciento
cincuenta personas bien acomodadas.
La nave aguardaba en el centro de la pista, sólo apta para descensos o despegues verticales,
siempre que las aeronaves estuvieran propulsadas por aerohélices, ya que la propulsión de los
reactores directos que utilizaban las naves más poderosas (capaces de multiplicar la velocidad del
sonido) recalentaban los techos con peligro de destrucción de la azotea.
En el helipuerto había tres empleados de servicio que cuidaban de los aerocópteros allí
aparcados. Luego, había un aeromozo con uniforme de gala en la puerta del engalanado y recién
pintado aerocóptero-car y en la cabina de mando del mismo, el piloto fumaba un cigarrillo.
Winner se había puesto un traje anodino que no le hiciera demasiado reconocible y trató de
pasar inadvertido entre los empleados del aeropuerto-terraza.
Anduvo hacia el aeromozo que custodiaba la puerta del poderoso medio para carga de pasajeros
en distancias no superiores a las tres mil millas, y velocidades máximas de mil millas hora.
El aerocóptero-car era el vehículo aéreo ideal, para realizar excursiones comunitarias, visitas a
exposiciones monográficas, etcétera, pero en aquella ocasión estaba muy engalanado y tenía sus
motivos. Las mujeres más hermosas de la Tierra iban a subir a él de un instante a otro cuando
terminara el último pase por la pasarela y ante el jurado.
El fallo no se daría a conocer hasta que las chicas arribaran a La Habana, sede del Gobierno
mundial donde serían agasajadas y Ia miss correspondiente recibiría la corona reina de todas las
mujeres de la Tierra.
—Buenas noches. Un tiempo espléndido, ¿verdad?
—Sí, señor Winner, una noche verdaderamente hermosa. El cielo está lleno de estrellas, pero
esos puntos de luz los conocerá usted mejor que yo como astronauta que fue.
Dean Winner suspiró. Puso un cigarrillo entre sus labios y lo encendió mientras tendía el
paquete al aeromozo para que también tomara uno.
—¿Me conoce?
—Lo he visto muchas veces a través de las pantallas. Le admiro, señor Winner. La verdad es que
me hubiera gustado ser astronauta como usted.
—Yo ya no soy astronauta. Por cierto, ¿van a venir las misses en seguida?
—Sí, las estamos esperando de un momento a otro.
—Subo un momento —dijo, señalando el aerocóptero-car.
—Lo siento, señor Winner, no está permitido.
Winner sonrió forzadamente, dando una palmada en el hombro del aeromozo.
—Estoy pensando en montar una compañía de aerocópteros-car para turismo interior, sólo
quiero hablar con el piloto. Es necesario que vaya haciendo mis primeros contactos. Tome y luego
me dice su nombre; puede que piense en usted, amigo.
El aeromozo no rechazó los billetes y sonrió, advirtiendo:
—No tengo intenciones de cambiar de compañía, señor Winner. Aquí me pagan bien.
—No lo dudo, pero siempre puede haber alguien que, como yo, pague mejor.
Dean Winner no encontró más obstáculo para subir a la nave y por el interior de Ia misma, llegó
hasta la puerta de Ia cabina. La cruzó quedando frente al piloto que, a su vez, fumaba un cigarrillo.
—Noche espléndida, ¿verdad, amigo?
El piloto parpadeó extrañado.
—No está permitido subir a bordo y menos ahora.
—¿Acaso no me conoce?
—Sí, es Dean Winner... Lo siento, señor, no le había reconocido. ¿Acaso viene con las misses?
—Así es.
—No me habían advertido, en la lista no figura ningún hombre. Mi misión es trasladar a las
chicas a La Habana, donde una de ellas será coronada Miss Terrestre.
—Lo sé, pero yo soy su acompañante, sólo que dije que no quería publicidad. En fin, no diga
nada. Por cierto, estoy pensando en montar una compañía de aerocópteros-car para turismo
interior.
—Puede ser un negocio muy rentable, señor Winner. Estos aparatos que suplieron a los
primitivos autopullmans, tienen muchas ventajas, desde una velocidad moderada algo superior a la
barrera del sonido, hasta a poder posarse en cualquier parte, pudiendo el turismo visitar los lugares
más escarpados o los desiertos, si lo desean.
—Sí, conozco bien las posibilidades de estas naves. Y usted, ¿cobra mucho aquí? Creo que es un
buen piloto.
El piloto sonrió satisfecho por el halago.
—No puedo quejarme. En cuanto a mis emolumentos, no me está permitido revelarlo.
—Atención aerocóptero AZ 99, atención aerocóptero AZ 99.
El piloto habló ante el micrófono respondiendo a la llamada.
—Comandante aerocóptero AZ 99, receptado.
—Prepare la salida. Las viajeras están ya subiendo en el ascensor.
—Conecto motor. Cambio y cierro.
Las cortas aspas del aerocóptero-car, comenzaron a girar y el remolino de gases que se originó
fue fuerte.
Se abrieron las puertas que daban a la azotea y apareció por ellas el primer grupo de chicas
envueltas en sus capas y cubriéndose debajo sólo con el mini-bikini que no permitía ocultar ni
añadir nada a su belleza natural.
El aeromozo uniformado de la puerta fue haciéndolas pasar al interior de la nave. Subían las
últimas cuando llegó el segundo grupo y así sucesivamente hasta que se fue llenando el aparato.
El jurado quedaría en Tampa con todos los invitados y los contactos se realizarían a través de
los visores gigantes en conexión directa con La Habana, transmitiendo para todo el mundo vía
satélite.
Inmediatamente aparecieron dos cámaras de televisión que iban a tomar el despegue del
aparato con las chicas dentro.
—Dejen que me coloque aquí —dijo Winner, aplastándose hacia atrás y agachándose
ligeramente.
—¿No quiere que le enfoque la televisión?
—Así es. Usted y yo nos entendemos a la perfección.
El aeromozo subió al aparato acompañando a la última de las chicas.
Cerró la puerta y se personó rápidamente en la cabina de mando mientras las muchachas, ya
acomodadas, reían nerviosamente ante el posible resultado de la elección. Muchas de ellas
saludaban a través de las ventanillas a los que quedaban en la terraza, vestidos de gala conforme a la
fiesta mundana que se estaba desarrollando.
—Lo siento, señor Winner, pero tiene que bajar ahora mismo del aparato.
—Andando, amigo —ordenó Winner, sacando una diminuta pistola láser con la que encañonó al
aeromozo.
—¿Qué significa esto? —exclamó el piloto.
—Que si no me obedecen, van al infierno ahora mismo, y las chicas volarán por los aires. Al
venir hacia la cabina he colocado una carga explosiva que estallará cuando yo me lo proponga. De
modo que cierre la puerta de la cabina, quédese aquí dentro y arriba, que hay prisa. La gente nos
despide alegremente, que sus sonrisas no se transformen en lágrimas.
—¡Esto es un secuestro? —advirtió el aeromozo.
—Ya lo sé.
El piloto añadió:
—¿Y sabe también que un secuestro aéreo se castiga con Ia pena máxima?
—Sí, pero ningún jurado me declarará culpable y me condenará a la cámara de desintegración.
Vamos, arriba, y no olviden que soy un experto en Ia navegación aérea. Al menor intento de avisar
a tierra de lo que ocurre, todos nos vamos al infierno.
—Debo advertir al control de que despego.
—Hágalo, pero con las palabras justas. Conozco bien el argot aéreo. Vamos, rápido. Si comete
alguna tontería será responsable de la muerte de todas esas chicas que ríen atrás.
—Pero, ¿qué trata de hacer raptándolas?
Como respuesta, el aeromozo recibió un golpe en el estómago que le obligó a inclinarse.
Luego, un segundo golpe en la nuca lo dejó inconsciente.
—El ya está dormido. Obedezca mis órdenes y será mejor para todos. Puedo hacerme cargo de
la nave en cuanto me lo proponga y usted lo sabe.
—Atención control, AZ 99 despega, cambio.
—Buen viaje. Siga la ruta marcada, tiene vía libre. Cambio y fuera.
Las palancas fueron accionadas por las manos del experto piloto y aquella especie de ómnibus
aéreo se elevó lentamente, seguido por las cámaras de televisión. Se alejó cada vez más con sus
luces de señalización encendidas mientras las concursantes movían las manos tras las amplias
ventanillas.
La aeronave, batiendo sus cortas alas a gran velocidad, se fue alejando en la negrura de la
noche. Voló sobre Ia costa atlántica para ir al extremo sur de Ia península de Florida y desde allí
volar hacia la Perla de las Antillas.
—Señor Winner, ¿qué trata de conseguir con todo este embrollo?
—Luego, si tengo tiempo, se lo cuento —respondió evasivo.
En un momento de aparente descuido, el piloto hizo girar la llave de la comunicación directa
con el aeropuerto más cercano y que pudieran oír lo que ocurría dentro del aparato secuestrado.
—Lo siento, estúpido —masculló el británico mirando con desprecio al piloto.
Pulsó el botón de disparo de su diminuta láser y un rayo fino, pero poderoso, atravesó de parte
a parte al piloto como si hubiera recibido un lanzazo.
El aerocóptero-car quedó sin control breves instantes.
Winner se dio prisa. Disminuyó la velocidad para nivelar la presión con el exterior, abrió la
puerta de la cabina y arrojó por ella el cadáver del piloto y al inconsciente aeromozo, que cayeron
a las aguas del Atlántico desde una altura de nueve mil pies, infestadas de tiburones en aquella zona.
Tornó a cerrar la puerta y aceleró la marcha, mientras las chicas charlaban entre ellas,
ignorantes de lo que estaba ocurriendo.
Con su bella carga de misses, Winner desvió el rumbo y fue en busca de un islote desierto de
las Antillas, donde sólo había aves acuáticas, moluscos, rocas y olas batiéndolas durante milenios.
Se situó sobre el islote, de no más de dos millas de diámetro y comenzó a descender
lentamente, mientras cada vez se perfilaba más una gran masa blanco grisácea de forma oválica.
Las chicas miraron curiosas por las ventanillas en tanto el aparato descendía junto a lo que
semejaba un platíbolo extraterrestre.
Pese a las llamadas que le hicieron en la puerta de la cabina, Winner no abrió. Utilizó el
intercomunicador para decir:
—Cálmense, señoritas, es sólo una emergencia. Estamos en lugar seguro.
Diez o doce hombres de baja estatura, pues apenas alcanzaban el metro cuarenta, salieron por
una compuerta de la extraña y gran nave, cuatro veces mayor que el aerocóptero-car.
Dos de los hombrecillos se acercaron a la cabina y uno de ellos se quedó mirando fijamente a
Dean Winner. Comenzó un diálogo sin palabras orales, un diálogo telepático en el que los labios no
se movían para nada.
—Perfecto, señor Winner. Ha cumplido usted con nosotros.
—Espero que ustedes cumplan luego conmigo.
—No lo dude, señor Winner. Nosotros, los habitantes de Namen, cumplimos siempre. Ahora
dormirán a las hembras para ser trasladadas a nuestra nave.
—¿Y el aerocóptero-car? No es bueno que lo encuentren.
—Cuando todas las hembras terrestres sean trasladadas a nuestra nave, haremos que la suya
estalle.
—¿Y yo?
—Vendrá con nosotros. Despegaremos inmediatamente y será regresado a Tampa, por supuesto
a un lugar desierto, pero desde allí, usted se dirigirá a Tampa y nadie notará su ausencia.
—Bien, pero, ¿cuándo volveré a ponerme en contacto con ustedes para saber cómo marcha
todo? No olvide que quiero imperar sobre los esclavos terrestres.
—Usted será su emperador, Winner, pero cuando hayamos dominado la Tierra. Ahora, lo más
urgente es que nuestro rey sea liberado de la prisión en que ha sido recluido y eso lo
conseguiremos canjeándolo por las hembras.
Mientras ambos dialogaban telepáticamente, varios de aquellos hombrecillos que poseían nariz
aparente, pero que no respiraban, abrieron la puerta del aerocóptero.
Las chicas los encontraron un poco pequeños y se hicieron chistes al respecto, mas las extrañas
criaturas no reían.
De pronto, aquellos seres, que llevaban consigo unas vasijas de brillante metal, las destaparon y
el gas comenzó a brotar incontenible por ellas.
Las misses se los quedaron mirando atónitas, desconcertadas. Ninguno de aquellos hombrecillos
había pronunciado palabra.
Comenzaron a escucharse toses y varias de las chicas quisieron salir del aparato, pero la puerta
fue cerrada. Se escucharon protestas y también gritos. Luego, un silencio total. Todas ellas se
habían dormido profundamente a causa del gas liberado y que los namenitas no habían respirado
por carecer de pulmones.
De nuevo fue abierta la puerta del aerocóptero-car. Del interior del platíbolo salió una pequeña
nave de carga, accionada por ruedas, que se acercó a la nave terrestre. Fueron descargadas las
féminas dormidas, cuya belleza no sería vista aquella noche en la capital de Cuba, donde el
Gobierno mundial aguardaba su llegada.
Dean Winner, fumando un cigarrillo, presenció el traslado. Luego, subió él también a aquella
especie de platíbolo que no era circular, sino oválico y con una altura máxima de treinta pies en el
cono que se formaba en su centro.
El aerocóptero estalló tras recibir el impacto de un rayo luminoso que brotó de la nave
extraterrestre.
Envuelto en llamas, fue abandonado en el islote, mientras el platíbolo namenita despegaba,
emprendiendo el vuelo en dirección a Tampa, pero siempre buscando lugares por donde no pudiera
ser detectado.
Tal como los namenitas prometieran, Dean Winner fue abandonado cerca de Tampa, a quince
minutos caminando de una carretera estatal.
Con paso rápido, Winner se dirigió a la autovía e hizo auto-stop, un poderoso automóvil
eléctrico sobre colchón de aire, ya que las ruedas habían sido obligatoriamente anuladas una década
atrás, se detuvo junto a él.
—¿Puede llevarme a Tampa?
—Claro que sí, Winner, pero qué extraño encontrarle aquí.
Winner con ojos desorbitados, reconoció al hombre que conducía el coche.
—¡Howard, el entrometido periodista!
CAPITULO IV
El almirante miró al grupo seleccionado para estudiar y, si era necesario, combatir a los seres
extraterrestres.
—Creo que es hora ya de que vayan a descansar. Son las nueve de la mañana y la tripulación del
Victory ya ha desayunado.
—Pues es horita de que desayunemos nosotros. Si no lo hacemos, esos extraños tipos, aunque
débiles como dice el doctor Carpenther, van a poder con nosotros.
—El capitán Casely les acompañará al comedor de oficiales. Podrán desayunar tranquilamente,
ya que estarán solos.
—Sí, y podremos seguir opinando sobre nuestros extraños visitantes que no hablan ni respiran y
sin embargo, están vivos —ironizó el biólogo Lefetau.
Mientras se ponía en pie para pasar al comedor donde les habían preparado el desayuno, Joel
preguntó a la única fémina del grupo que acababa de colocarse a su lado.
—¿Cómo piensa comunicarse con ellos?
—Lo ideal sería tener algún libro de ellos, un simple panel en el que hubieran órdenes escritas.
—¿Y si no hay nada de eso? No vayamos a olvidar que su nave está lejos de nuestro alcance.
—Quizá ellos traten de comunicarse con nosotros. Sería lo más probable tratándose de seres
tan inteligentes, ya que poseen el duplo de nuestro cerebro.
—Es posible que tengan un gran cerebro, pero que todavía no sepan utilizarlo adecuadamente.
—¿Por qué?
—Verás, Tania... Bueno, disculpa el tuteo, pero si vamos a ser compañeros mejor será que
abreviemos los tratamientos.
Tania Ivanova aceptó, al parecer indiferente.
—Como gustes.
—Nuestro cerebro está más capacitado de lo que lo usamos comúnmente. Según los médicos, y
el doctor Carpenther nos lo puede confirmar, al morir tenemos gran parte de nuestro cerebro
virgen. ¿No es cierto, doc.?
—Sí lo es —asintió el canadiense que les había oído—. También esos seres tienen una parte de
su cerebro virgen.
—No, café, no —rechazó Ramírez en el salón comedor de los oficiales—. Quiero dormir un
poco y luego ya no podría pegar un ojo.
—Pues yo, sí quiero café, y doble —pidió Joel.
—A mí también —dijo ella.
Junto a cada servicio estaba doblado el periódico que se publicaba a bordo, confeccionado con
las noticias que captaba la antena que afloraba a la superficie y procedentes de la agencia mundial.
—Fíjense, parece que estamos de mala suerte. Han desaparecido las misses que ayer desfilaron
por la pasarela en Tampa —indicó Ramírez.
Joel S. Wattman frunció el ceño.
—¿Que han desaparecido?
—Sí, fíjate en el periódico. «Noche negra» lo titulan. También ha aparecido asesinado el
famoso periodista Howard, pero ya había enviado la última crónica del día. Todas las
desapariciones y muertes tienen lugar en Tampa o en sus cercanías.
—Pero ¿qué ha ocurrido realmente? —inquirió Tania.
Joel leyó en voz alta:
«Las misses desparecieron junto con el aerocóptero-car. Los aeropuertos de Tampa, Miami y
La Habana, perdieron el contacto radiado con el aerocóptero-car que transportaba a las misses. A
primeras horas de la mañana, los aviones de reconocimiento descubrieron el lugar donde fueron
hallados los restos calcinados del aerocóptero AZ-99, pero no se encontró el menor vestigio de los
cadáveres, ni pista alguna que pudiera delatar su paradero. El islote está desierto y carece de
vegetación. Uno de los vigilantes del helipuerto del hotel Lanvan de Tampa, dice que creyó ver
subir al aerocóptero-car a un sujeto rubio, casi albino, que no dejó ver su rostro, mas no está muy
seguro de sus manifestaciones. La policía está interrogándole más a fondo.»
«El famoso periodista Howard apareció muerto en la carretera estatal doscientos veinte, a
treinta millas de Tampa, cerca de unos desfiladeros rocosos. Fue muerto por el fino disparo de un
Láser de bolsillo. Sin embargo, su automóvil fue hallado en Tampa City. Se teme que fuera un
vagabundo quien lo asesinó para robarle el coche.»
Joel S. Wattman se hallaba estirado en el catre de su camarote. Encima de él había una litera
vacía, la del mayor Ramírez, el simpático mexicano muerto bajo el fuego namenita.
Cuando el humo del tabaco había penetrado hasta el último de los alvéolos de sus pulmones, lo
expulsaba y éste brotaba de su boca como por el cráter de un volcán que amenazara erupción.
Faltaban dos horas para el canje y Joel Wattman había tomado ya tres cafés, el sueño jugaba a
cerrar sus párpados.
«El inyectable del doctor Carpenther está agotando su efecto y cuando llegue el momento, el
sueño va a vencerme y no podré quejarme, ya fui advertido de ello. ¿Ocurrirá eso en el momento
cumbre? Espero que no. ¿Cuándo diablos me traerán la otra taza de café que he pedido?»
Joel Wattman pensaba, elucubrando todas sus posibilidades. Había trazado ya su plan y lo que
más temía era caer dormido. Mantenía una lucha titánica contra sí mismo, contra el sueño. Eran ya
muchas las horas que no dormía, y el inyectable sólo había hecho que alargar un plazo que al final
debería pagar más caro, con un sueño largo y reparador.
No quería estar frente al ahora nervioso almirante, pues si éste se percataba de que el sueño le
dominaba, requeriría a otro para ocupar su puesto en el plan trazado. No. no podía dejar traslucir
que se dormía por momentos. Y todavía faltaban dos malditas horas para el canje...
Se escucharon unos golpes suaves en la puerta del camarote. Joel autorizó:
—Adelante.
La hoja se abrió y lo primero que apareció fue una taza de café sobre la bandeja que portaba la
propia Tania Ivanova, que sonreía tímidamente.
—Aquí está tu café, Joel.
—Ah, gracias, pero no era preciso que hicieras de camarera.
—Lo he hecho con mucho gusto, Joel —repuso cerrando la puerta con su espalda.
El hombre tomó su taza tras incorporarse en la cama. Ella le observó quieta, hubiera podido
decirse que estaba admirándolo y no se recataba en hacerlo.
Joel levantó sus ojos por encima de la taza, cruzándolos con la fémina.
—¿Preocupada?
—Si —asintió de forma apenas audible.
El hombre suspiró.
—Tania, creo que nos hemos conocido en un mal momento. Quizá dentro de un par de horas ya
sea tarde para todo y hablar de amor ahora sería algo tonto, fuera de lugar.
—Te comprendo.
Se quitó las gafas que dejó sobre una mesita y luego se despojó de la guerrera, ofreciendo a la
vista del hombre la blusa blanca que moldeaba los erectos senos.
Alzó sus manos y comenzó a quitar las horquillas que sujetaban su cabello, dejándolo caer como
una cascada áurea sobre los hombros.
—Pese a nuestros primeros tropiezos, nos comprendemos, Tania.
Antes de responder, Ia mujer movió su cabeza, sacudiendo el brillante cabello que medio cubrió
su mejilla. Su mirada azul brindó amor.
—He sido una tonta. No he conocido el amor porque jamás me había tropezado con un hombre
como tú.
—Será mejor que te marches.
—¿Por qué?
—Estoy en tensión, comienzo a tener sueño y no sé si puedo responder de mis actos. ,
—¿Temes morir?
—No, pero existe esa posibilidad. La orden es de destruir a los namenitas, cueste Io que cueste.
—Joel, si a la Humanidad sólo le queda una hora de vida, una hora de libertad, vivámosla.
Se sentó en el borde de la cama y las manos del hombre abandonaron la taza ya vacía.
Sus labios olvidaron el sabor amargo del café para endulzarse con la miel que la mujer le
brindaba en su boca.
Las manos de Joel supieron de la estrechez de la cintura femenina, su pecho de la turgencia de
los senos y sus labios del sedoso contacto de los de ella.
Si tenía que morir dos horas más tarde, era lícito que quisiera vivir, vivir y amar y Tania le
amaba, no cabía duda. Aquello no era simple admiración, sino amor, el amor más grande que
pudiera sentir una mujer llena de femineidad.
Los minutos fueron transcurriendo, ahora más rápidamente.
En mitad del océano apareció la figura ahora refulgente del platíbolo interestelar, mostrando su
forma ovoide.
Dean Winner, a bordo del mismo, se hallaba frente a una de las escotillas de cristal, escrutando
las aguas negras por la noche. Sin embargo, bajo la luz de la luna, brillaban en muchos puntos.
Consultó su reloj fosforescente.
—Faltan dos minutos.
El namenita que estaba cerca de él, le dijo telepáticamente:
—Si la nave no sale del océano, mataremos a todas las hembras que tenemos a bordo.
—No cometan esa estupidez todavía —advirtió Dean Winner—. Si lo hacen, se declarará una
guerra abierta.
—De todos modos, habrá guerra. Cuando recuperemos a nuestros hermanos, hundiremos la
nave terrestre.
—Sí, es lo más oportuno, pero no digan hermanos. Uno de ellos es el jefe de la misión
exploratoria.
—Sí, pero no es bueno que los terrestres lo sepan —advirtió el namenita.
Dean Winner escrutó aquella figura de hombrecillo insignificante sin poder dar crédito a que
debajo de ella se escondiera aquel monstruo horrible.
Prefirió olvidarlo y optó por preguntar:
—¿Están preparadas las chicas?
—Sí, ya han despertado.
—Iré a verlas.
Dean Winner abandonó la escotilla y fue a la entrada. Allí estaba todas las chicas hablando
quedo entre ellas, preguntándose nerviosamente sin que nadie les respondiera.
—Hola, encantos.
Toda se quedaron mirando a! hombre. Una de ellas le reconoció de inmediato.
—¡Si es Dean Winner!
Otra se adelantó, preguntando:
—¿Dónde estamos, qué ha ocurrido? ¿No nos esperan en Cuba?
—Lo de Cuba ya pasó, chicas, ahora van a ser trasladadas al submarino Victory, de la escuadra
del Gobierno mundial. No tengan miedo.
—¿Es que los marines quieren dedicarnos una fiesta? —inquirió la representante de Italia,
riéndose.
—Sí, os harán un buen recibimiento, pero os aconsejo que no os pongáis a hacer florituras al
bajar.
—¿Al bajar de dónde, en qué lugar estamos?
—En una nave aérea. Os advierto que hay peligro, es mejor que os apresuréis al salir de esta
nave.
—¿Peligro, qué clase de peligro? —preguntó una de ellas.
—No hay tiempo para explicaciones, obedeced. Abajo se está rodando una película con fuego
real.
—Ignorábamos que formáramos parte de un filme —exclamó la británica.
La francesa quiso saber:
—¿Cuánto nos pagarán?
—Eso lo discutiremos luego, sólo os advierto que el fuego puede ser real. Debéis desocupar la
nave inmediatamente, avanzando en dirección contraria a unos extraños seres que subirán al
platíbolo.
—¿Unos extraños seres? —repitió la norteamericana—. Ahora comprendo, usted, como
astronauta, está participando en la filmación de una película del espacio, algo así como la invasión
de los alienígenas, ¿no?
Dean Winner, que estaba aleccionando a las féminas para que realizaran sus planes tal como
deseaba, sonrió abiertamente; se habían tragado el embuste.
—Eso es, invasión de extraterrestres. El lugar donde nos hallamos es un platíbolo y ustedes son
las heroínas que van a ser rescatadas, por tanto dejarán paso a los extraños seres que vengan en
dirección contraria.
—¿Los han diseñado muy feos? —interrogó la canadiense.
—Algo así como pulpos, pero son de plástico y dirigidos por ondas, de modo que no les teman
y no provoquen pánico.
—¿Y veremos a los cámaras? —preguntó la australiana, retocándose el cabello coqueta.
—No, están disimulados para que se vea todo muy real. Ahora, ya nada tengo que añadir.
Prepárense a hacer sus papeles lo mejor que puedan. Si alguna lo hace mal, no repetirá la
experiencia.
Todas quedaron convencidas. Una de ella, comentó:
—Qué divertido, no nos damos cuenta y estamos metidas en una película. Y yo que tuve pánico
cuando me dormí en el aerocóptero-car...
—Yo opino que debieron contar con nosotras —protestó la colombiana.
—Yo pediré más dinero por no haberme preguntado.
Mientras se alejaba, Dean Winner pensó:
«Cabecitas de serrín... Es una lástima que os vayáis al fondo del océano siendo tan bellas, pero
hay muchas mujeres como vosotras en la Tierra, mujeres que se arrastrarán a mis pies para
ofrecerme sus favores a cambio de un lugar descansado junto a mí.»
Sonrió, y al aproximarse a la escotilla vio brotar espuma del océano.
El platíbolo se hallaba quieto, como suspendido en el aire a unos seiscientos pies de altura del
punto marcado de antemano. Abajo, el gigantesco submarino nuclear afloró a la superficie del
océano con su estructura oscura.
Las dos grandes plataformas mecánicas se desplegaron y la nave quedó quieta, apenas se podía
percibir en ella el movimiento del oleaje.
El submarino permaneció inmóvil unos instantes. Luego, encendió el foco de señales y un
técnico comenzó a mover las persianas lanzando en morse-inglés un mensaje que, por lo menos
Dean Winner, podía captar a la perfección.
El platíbolo se movió lentamente, perdiendo altura pie a pie, hasta situarse sobre la pista de
aterrizaje del Victory, cuya línea de flotación bajó varios pies a causa del peso de la gran nave que
ocupó casi totalmente la superficie de pista para aterrizaje.
Dean Winner, que hacía las veces de intérprete de los namenitas con un megáfono, dijo al
tiempo que se abría la puerta de la nave y descendía una rampa que se apoyó en el suelo de acero:
—¿Están los namenitas preparados para el canje?
Como réplica se escuchó otra voz cuando ya todas las escotillas del submarino estaban abiertas.
Sin embargo, el hangar sólo se había abierto como cuatro pies, lo justo para que pasaran dos o tres
personas a un tiempo por entre ellas.
—Habla el almirante Carson. ¿Están las misses preparadas?
—Sí, almirante. Saldrán cuando veamos a los namenitas.
—Miren la puerta del hangar.
Un foco del propio platíbolo fue dirigido hacia la puerta del hangar. Allí estaba los dos seres
extraterrestres con su horrible aspecto.
—Bien, ahora saldrán las chicas. Mientras ellas caminan hacia ustedes en dos filas, que los
namenitas avancen hacia la nave y sin trucos, porque morirían las mujeres. En todo momento
estarán encañonadas.
—Lo tendremos en cuenta, Winner, pero los namenitas no arribarán al pie de la rampa del
platíbolo hasta que la última de las chicas lo haya abandonado y también es bueno que recuerden
que esos dos seres estarán bajo nuestro fuego en todo momento. Si ocurre algo, ellos serán los
primeros en morir y sabemos que uno es un importante jefe.
Uno de los namenitas se acercó a Winner, objetando:
—Eran tres.
Dean carraspeó. Pese a que se comunicaba telepáticamente con ellos, había tratado de no pensar
en el namenita muerto a bordo del Victory para que aquellos seres no se pusieran nerviosos y lo
echaran todo a rodar, ante la presencia de sólo dos de ellos, ya no podía callar más.
—Hubo pelea, un terrestre murió y también un namenita. Lo siento, no se pudo evitar. Cuando
yo llegué ya había ocurrido.
El namenita miró a través del cristal y luego quedó quieto, pensativo. Dean Winner tuvo la
impresión de que se estaba intercomunicando con los seres que habían aparecido en el Victory.
—No importa —comunicó al fin—. El jefe está vivo.
Dean suspiró. Luego, tomó el megáfono y ordenó:
—Vamos, chicas, comiencen a salir. Dejen un espacio en medio para que vayan acercándose los
alienígenas a la nave. Les advierto que la escena ha costado mucho dinero y no podría repetirse.
Las misses creyeron en las palabras de Winner y empezaron a descender por la rampa
sonrientes, como si nada ocurriera. Pese a ser las protagonistas del canje, ignoraban totalmente la
gravedad de la situación, ya que se creían parte de la filmación de una película que luego
aumentaría su popularidad en todo el mundo.
Dentro del Victory, todos estaban en tensión. En el puente, el almirante Carson permanecía
junto al biólogo Lefetau y Tania Ivanova. Allí no estaba Joel S. Wattman.
El almirante Carson sabía bien la orden que debía dar cuando llegara el momento decisivo y
lamentaba profundamente enviar a la muerte al mejor y más valeroso hombre que había conocido
jamás, Joel Wattman.
El mayor Wattman apareció por el lado de babor del Victory, cerca de la popa.
Vestía de hombre rana.
Trepó al submarino agarrándose a la barandilla de cable de acero.
En la posición que se hallaba, nadie podía verle.
Ya seguro sobre la superficie de la nave, tiró de una cuerda de nylon sujeta a su cintura y
aparecieron varias mangueras que subió a bordo del Victory, ocultándose debajo del platíbolo.
El calor allí era más que sofocante. En el descenso, los motores de platíbolo habían calentado la
plancha de la pista hasta una temperatura inverosímil y Joel, que había previsto tal situación,
caminaba con botas de amianto y andaba con cuidado para no quemarse.
Conectó las mangueras a las bocas de agua dispuestas para casos de emergencia y distribuyó las
salidas de las mangueras en lugares estratégicos. Luego, sacó un intercomunicador protegido con
plástico y dijo tan sólo:
—Listo.
Los dos namenitas, centro del canje, caminaban entre.las misses. Las chicas hacían comentarios
sobre el desagradable aspecto de los alienígenas, ignorando que eran verdaderos y no ficticios,
como les contara Dean Winner.
Los dos namenitas llegaron al pie de la rampa. Se escuchó la orden del almirante ordenando a
las muchachas:
—¡Corran todas al interior del submarino, por Dios, corran o van a morir!
Las chicas corrieron hacia el hangar que se abrió un poco más, para que pudieran penetrar en él
mientras el resto de escotillas de la nave se cerraban apresuradamente.
Los dos namenitas empezaron a subir por la rampa con su lento caminar, cuando ocurrió algo
inesperado para los seres del espacio.
Por las mangueras que Joel había instalado, comenzaron a brotar chorros de agua que, al
ponerse en contacto con las planchas candentes de la pista de aterrizaje bajo el platíbolo y también
con la superficie metálica de éste, se convirtieron rápidamente en una casi estruendosa nube de
vapor que envolvió la nave interplanetaria.
Los dos namenitas que ascendían por la rampa quedaron envueltos por el vapor. Se
contorsionaron primero para convertirse luego en pelotas que rodaron rampa abajo y luego sobre
la pista, sumergiéndose en el océano.
Era el momento cumbre.
Brotaron varios chorros de Láser del platíbolo, mas los fotones tropezaron con la nube de
vapor que esparció el chorro mortal, convirtiéndolo en un halo de gran luminosidad. Los rayos que
consiguieron cruzar el vapor ya eran débiles e impotentes. Las moléculas dispersas de vapor habían
actuado como un muro de hormigón, haciendo difuso el chorro rectilíneo que hubiera sido letal.
Todo se cerraba en el Victory mientras Joel, con una manguera ligera y en medio de la nube de
vapor que le daba la impresión de estar cociéndose, saltó sobre la rampa. A riesgo de que ésta se
cerrara, exponiéndose a ser taladrado por las armas de los namenitas, saltó al interior del platíbolo,
llevando por delante el chorro de agua que, convertido en fina lluvia, mojó hasta los lugares más
recónditos de la nave.
—¡Joel! —exclamó Winner, apareciendo junto a él.
El británico albino estaba armado y Joel sólo tenía la manguera, que enfocó contra Winner,
desconcertándolo y haciendo que no pudiera apuntar con su pistola.
Había que luchar contra Winner, mas aparecieron tres namenitas armados y Joel no prestó
atención al inglés, mojando primero a los extraterrestres que, al contacto con el agua, fueron de un
lado a otro.
Joel Wattman había comprobado junto al biólogo Lefetau el porqué de la aversión que aquellos
seres sentían por el agua. Esta era para ellos como un poderosísimo disolvente. A su solo contacto
se llagaban, y la mayor parte de su cuerpo se disolvía si el contacto se prolongaba.
El agua era para ellos como para los terrestres el ácido sulfúrico, capaz de disolver casi todo el
cuerpo, cegándolos inmediatamente si tocaba sus ojos o quemando su boca y sus manos. En el
laboratorio habían comprobado tal circunstancia, que Joel ya sospechaba.
—¡Maldito Joel, lo estás estropeando todo!
Winner se abalanzó contra él, mas Joel se apartó, haciéndole dar un traspiés. Dean Winner rodó
rampa abajo hasta dar con sus huesos sobre la pista de aterrizaje, envuelto en la nube de vapor.
El submarino, que había cerrado todas sus escotillas poniendo a buen recaudo a las misses,
comenzó a sumergirse rápidamente. Uno de los primeros en percatarse de ello fue Dean Winner
que, al ponerse en pie, comprobó con espanto que el agua ya le cubría los talones y que el
submarino seguía sumergiéndose.
Arriesgando su vida, Joel se internó en el platíbolo, lanzando chorros de agua contra la docena
de namenitas que vio en la sala de mando y control. Si aquellos seres hubieran tenido cuerdas
vocales, los gritos habrían sido infernales.
Joel Wattman no les daba tiempo a reaccionar. Pulverizaba sus cuerpos con el agua que brotaba
de la manguera cuando el platíbolo comenzó a moverse, a oscilar de un lado a otro.
Joel Wattman, vestido de hombre-rana, resultaba muy extraño para aquellos seres, que apenas
tenían tiempo de mirarlo desconcertados. Mas, dos sacaron sus armas, encañonándolo, dispuestos a
eliminarle del mundo de los vivos.
En aquel instante, el platíbolo efectuó un giro brusco de costado, y tanto él como los
alienígenas salieron despedidos hacia los costados, evitando por milagro que Joel cayera bajo las
armas namenitas.
El platíbolo había caído sobre el océano al sumergirse el submarino que lo sostenía. El agua
entró en tromba por la puerta de la nave interestelar, hundiéndola.
Dean Winner pagó cara su traición al ser absorbido por el gigantesco remolino provocado por
el Victory al sumergirse.
El interior del platíbolo se inundó totalmente y aquello fue mortal para los namenitas que se
escondían en él.
Aferrado a unas pasarelas, Joel Wattman aguardó a que la nave se inundara totalmente. Aquello
era como caminar por un alambre sobre el cráter de un humeante volcán.
Cuando cesó la corriente dentro el platíbolo que se hundía en el profundo océano, del que ya no
saldría jamás, Joel nadó hacia la salida, sirviéndose siempre del oxígeno de las bombonas adosadas
a su espalda. Al fin, escapó de la nave.
El Victory tornó a emerger y los potentes focos rastrearon la superficie de las aguas. Todos
estaban en suspenso, ni una sola voz se escuchaba en la nave cuando de pronto fue Tania Ivanova
quien lo descubrió:
—¡Allí, allí está Joel y vivo y nos saluda con la mano!
El almirante Carson respiró hondo y sonrió.
—Me alegro de que ese muchacho que ha salvado a la Humanidad también haya podido salvar
su vida, ahora que esos seres han desaparecido en el océano.
—Y los que aguardaban en la Luna se alejarán de nuestro sistema solar tal como tenían previsto
si su misión exploratoria fracasaba —puntualizó Lefetau, también satisfecho y descansado por el
éxito de Wattman.
—La noche de San Silvestre que precederá al año dos mil será una fiesta fabulosa y no una
noche negra tal como habíamos temido. Usted, señorita Ivanova, podrá brindar junto al mayor
Wattman.
Mas Tania, ya no le escuchaba. Corría hacia la cubierta del Victory para ser la primera en
abrazar a Joel Wattman, rescatado de las aguas.
FIN