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La teoría del reconocimiento de

Axel Honneth: un bosquejo moral


de las formas de menosprecio
social
[Artículos]

Víctor Manuel Espiter Villa

Fecha de entrega: 15 de diciembre de 2020


Fecha de evaluación: 30 de abril de 2021
Fecha de aprobación: 18 de mayo de 2021

Citar como:
Espiter Villa, V.M. (2021). La teoría del reconocimiento de Axel Honneth: un
bosquejo moral de las formas de menosprecio social. Cuadernos de Filosofía
Latinoamericana, 42(125). https://doi.org/10.15332/25005375.xxxx

Introducción
En esta reflexión, se establecerá la forma en que Honneth, estudiando la
concepción moderna de la realidad y destacando el bosquejo social
desarrollado por Lukács, observa los errores conceptuales en los que se ha
incurrido frente a la necesidad de explicar los procesos de reificación
social, puesto que se restringe el análisis de la cosificación al resultado de
la comprensión fenoménica del entorno y a las condiciones de objetivación
sufridas por los individuos, dejando de lado que el maltrato, la humillación
y la desvalorización de lo humano se deben a un olvido del reconocimiento

 Correo electrónico: Spitternov25@hotmail.com; ORCID: https://orcid.org/xxxx

Cuadernos de Filosofía Latinoamericana


ISSN: 0120-8462 | e-ISSN: 2500-5375 | DOI: https://doi.org/10.15332/25005375
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que, manifestado en formas de menosprecio, ocasiona el debilitamiento de
la confianza, el irrespeto y la pérdida del autoestima.

En esta dinámica, para establecer los criterios conceptuales que permiten


dilucidar la idea de la reificación como el olvido de reconocimiento,
Honneth, en primer lugar, apoyado en la categoría apriorística de cura
esbozada por Heidegger, señala, de manera explícita, que, a diferencia de
lo que se pensaba en el contexto de la filosofía moderna y más allá de la
concepción social señalada por Lukács, existe en el Dasein una
preeminencia de lo pre-cognitivo sobre los cognitivo debido a que las
experiencias de interacción se constituyen en condición de posibilidad del
desarrollo de la cognición.

En segundo lugar, tomando las investigaciones de la psicología evolutiva,


Honneth sustenta que, antes de asumir procesos comprensivos, el sujeto
entabla situaciones de interacción simbiótica con una persona de
referencia, al que concibe como la figura social que le conmina a instituirse
en un sujeto reconocido. Lo que indica que el olvido del reconocimiento,
de acuerdo con lo propuesto por Honneth, no sería otra cosa que
desatender la presencia del otro como un sujeto que tiene un rol
significativo en la construcción de lo social y, por lo cual, es tratado con
menosprecio, ocasionando un quebranto moral expresado en términos de
reificación.

En tercer lugar, la comprensión de las las formas de menosprecio como


obstáculo para la implementación del fenómeno moral, permite explicar
que los actos que producen violencia, desposesión de derechos y deshonra
en la condición física y psicológica del sujeto, desencadenan en un
procesos de lucha que, en procura de la resignificación humana, propician
la construcción de una eticidad social que, permitiendo la autorrealización
individual y el arraigo a la construcción de una normatividad universal,

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garantice un reconocimiento social que, desde la praxis del amor, el
derecho y la solidaridad, construya sujetos con autoestima, respetados
socialmente y valorados en su condición humana.

Honneth y la crítica a la noción de sujeto-objeto en la


modernidad
El escenario en el que se circunscribe la modernidad representa para
Honneth el espacio preciso para que se fragüen procesos de reificación,
toda vez que tanto la realidad circundante como el sujeto de la interacción,
se someten a las propiedades de la objetivación. Por ello, Honneth (2007)
expresa que “la filosofía moderna se ha topado siempre con antinomias
irresolubles porque, debido a su arraigo en la cultura cotidiana reificada,
ha quedado atrapada en el esquema de oposición entre sujeto - objeto”1 (p.
39).

La anterior idea se refleja en las premisas teóricas de las corrientes


filosóficas modernas, ya que asumen que la percepción fenoménica de la
realidad quedó supeditada a las condiciones externas y formales de los
objetos (cfr. Heidegger, 1997 [1927], p 86), precisamente porque se
concibe al sujeto como conciencia receptiva del ente y, a su vez, se
comprende al mundo como una entidad material que es concebida a partir
de la contemplación de un espectador sin influencia. Ello indica que, desde
Descartes, Hume y Kant2, se percibe la forma en que los modernos

1 La crítica heideggeriana a la filosofía, de manera especial a la modernidad, se ciñe al


olvido de la pregunta por el ser, en la medida en que el ser no es asumido como
aquello que determina al ente en cuanto ente, sino que se le confieren atributos del
ente (cfr. Heidegger, 1997 [1927], pp. 25-26), estableciendo la relación epistémica
sujeto-objeto como eje central de la comprensión del mundo.
2 Cuando se analizan las categorías sujeto-objeto desde Descartes, Hume y Kant, se

debe señalar que en Descartes el sujeto cognoscente es la sustancia del yo que tiene
como esencia al pensamiento. Las cualidades cognitivas del cogito cartesiano le
permiten tener cierta preeminencia sobre las condiciones mecánicas de la sustancia
del mudo, develando que el mundo es susceptible de ser conocido por las facultades
intelectivas del sujeto. En el caso de Hume, el sujeto representa la naturaleza humana

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“exploran el contacto con el mundo desde la perspectiva de un observador
externo y separado del mundo” (Escudero, 2016, p. 171), mostrando así
que el proceso epistemológico se sustenta formalmente a partir del
dualismo que gravita entre lo cognoscente y lo cognoscible.

Así, cuando se supone que las posibilidades existenciales de las cosas


dependen de los procesos cognitivos, quiere decir que la razón de ser de un
sujeto está determinada por la contemplación del objeto. De este modo, se
hace necesario concebir las propiedades del acto cognoscente a partir de la
concepción de la naturaleza como ente cognoscible que, por sus
condiciones fenoménicas, es percibida por el hombre en cuanto ente que
conoce. En ese sentido se denota que el proceso del conocimiento mismo
reposa en el interior del hombre, debido a las connotaciones cognitivas
que le revisten. No obstante, las condiciones incorpóreas del conocimiento
hacen que este se conciba como algo imperceptible, que está ahí y que se
encuentra dentro del sujeto que conoce (cfr. Heidegger, 1997 [1927], p 86).

Para establecer una precisión conceptual sobre la “esfera interior” en


donde reposa el conocimiento, Honneth observa que Heidegger, apoyado
en la noción apriorística de cura3, plantea “que el conocimiento es una
modalidad de ser del Dasein en cuanto estar-el-mundo, esto es, que tiene
su fundamento óntico en esta constitución del ser” (Heidegger,

en término de facultades cognitivas que son determinadas por las condiciones


empírico-experimentales que le permiten percibir un fenómeno particular y, por ende,
tener una idea de este. En el pensamiento de Kant las facultades del sujeto
trascendental se definen a partir de unos principios a priori del entendimiento y de las
intuiciones a priori del espacio y el tiempo, los cuales constituyen el fundamento
trascendental que hace posible el conocimiento (cfr. Rojas, 2012-2013, pp. 65-67).
3 Cuando Heidegger utiliza el término cura no se refiere a una acción concreta sino a la

condición ontológica, sin contenidos, que se constituye en una estructura puramente


formal (cfr. Escudero, 2016, p. 326). Dicha estructura se da existenciariamente a
priori, toda vez que en todo comportamiento fáctico del Dasein existe desde siempre
un arquetipo originario que se convierte en su fundamento (cfr. Heidegger,
1997[1927], 215). En ese sentido, la cura en Heidegger es la unidad originaria de la
existenciariedad a partir del cual se puede definir el ser del ser ahí (cfr. Murueta,
2009, p. 193).

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1997[1927], p 87). Lo anterior permite develar que el conocimiento no se
prefigura como la manera en que el Dasein sale fuera de sí para ejecutar el
acto de conocer, sino que, estando siempre fuera, se anticipa al conocer
mismo. Dicho en términos de Heidegger (1997 [1927]), “el Dasein no sale
de su esfera interna, en la que estaría primeramente encapsulado, sino
que, por su modo primario de ser, ya está siempre “fuera”, junto a un ente
que comparece en el mundo ya descubierto cada vez” (p 88).

La connotación que le da Heidegger al Dasein de anticiparse al conocer


mismo, permite descubrir la preeminencia de la ontología sobre la
epistemología, puesto que “antes de que el Dasein conozca el mundo de
manera teorética, existe ya en la apertura ateorética del mundo en medio
de los entes que comparecen ateoréticamente en el mundo circundante
ateoréticamente descubierto” (Escudero, 2016, p. 173). Así, el fuera de sí
del Dasein que antecede los procesos del conocimiento, lejos ser una
cuestión ocasional y circunstancial, es algo constitutivo del ser, lo cual
indica que lo teórico-epistemólogo ocurre posterior a la apertura ateorética
del ser.

En este orden de ideas, se puede inferir que, más allá del formalismo de los
procesos cognoscentes, son las connotaciones ateoréticas del ser lo que le
permiten tener un involucramiento existencial y una participación
auténtica en la vida cotidiana. En esta perspectiva, desde la interpretación
honnethiana del pensamiento de Heidegger, puede inferirse que “la
ejecución de la vida cotidiana está abierta para la existencia, y nos
enfrentamos a esta no como sujetos cognoscentes, sino que la existencia es
un campo de significación práctica en el cual estamos involucrados”
(Chuca, 2011, p. 10).

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Honneth: La preeminencia del reconocimiento sobre el
conocimiento
Luego del análisis de los presupuestos de Heidegger sobre el dualismo
sujeto-objeto que se impone en la modernidad, la intención de Honneth de
concebir una realidad pre-cognitiva que justifica la preeminencia de lo
práctico sobre lo teórico, le permite, en última instancia, emprender una
reflexión sobre la teoría del reconocimiento entendida como realidad
anterior a la comprensión teórico-epistémica del mundo. Así, el
reconocimiento, al ser “la manifestación expresiva del hecho de quedar
descentrado un individuo, que efectuamos teniendo en cuenta el valor de
una persona” (Honneth, 2011 [1981-2001], p. 180), permite recuperar el
sentido de aquellas experiencias significativas que evitan que las relaciones
intersubjetivas se restrinjan a lo eminentemente fenoménico.

En consonancia con lo anterior, resulta importante señalar que la


prerrogativa de lo práctico sobre lo teórico, permite “fundamentar la tesis
de que en la relación del hombre consigo mismo y con el mundo, una
postura de apoyo, de reconocimiento, precede, tanto en lo genético como
en lo categorial, a todas las otras actitudes” (Honneth, 2007, p. 51),
dejando sin piso la pretensión moderna de orientar las condiciones de la
vida humana hacia la comprensión fenoménica del entorno que suprimiría
cualquier interés existencial.

Para justificar la idea de la preeminencia del reconocimiento sobre el


conocimiento, Honneth se vale específicamente de la psicología evolutiva.
Señala que existe una predisposición genética que explica la propensión
humana hacia los procesos de reciprocidad por encima de sus facultades
intelectuales (cfr. Honneth, 2007, pp. 61-71). Ello le permite declarar que
hay una relación entre las condiciones biológicas del individuo y las
motivaciones para establecer procesos de reconocimiento, lo cual indica

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que la tendencia de instituir relaciones subjetivas y propiciar prácticas de
reconocimiento es una facultad connatural al individuo. De esta manera,
“en el proceso evolutivo infantil la adquisición de la capacidad cognitiva
está enlazado de manera singular con la formación de las primeras
relaciones comunicativas” (Honneth, 2007, p. 63).

Con intención de explicar la preponderancia de la acción comunicativa


como fundamento de los procesos interactivos que anteceden a las
funciones cognitivas del infante, Honneth hace alusión al periodo psíquico
denominado revolución del noveno mes4 para señalar la relevancia de la
perspectiva de una segunda persona en la superación de la conducta
egocéntrica del niño, permitiendo su apertura al mundo. En este sentido,
citando a Tomasello (2007), se podría decir que este momento evolutivo
del bebé es de vital importancia porque “a esta edad, los infantes
comienzan a «estar en sintonía» con la atención que los adultos dirigen a
entidades externas y con la conducta que observan respecto de estas” (p.
84), lo que indica que el niño antes de atender a su capacidad perceptiva
primeramente reconoce la presencia de la persona con la que interactúa
inicialmente y adopta la manera en que ésta concibe el entorno.

De acuerdo con lo expuesto anteriormente, cabe señalar que la explicación


evolutiva del proceso de desarrollo del infante desencadena en la
preeminencia ontogenética del reconocimiento frente al conocimiento, en
la medida en que “el niño tiene que haberse identificado primero con la
persona de referencia antes que permitir que la actitud de esta se convierta
en instancia correctiva” (Honneth, 2007, p 65). De ello se infiere que la

4 Tomasello cuando habla de revolución del noveno mes se refiere al surgimiento de un


conjunto de conductas triádicas en las cuales el niño, en cuanto individuo, coordina
procesos de interacción con los objetos y las personas. De ese modo se establece un
sistema triangular de intercomunicación entre el yo, el otro y el objeto significativo. Es
apropiado subrayar que el proceso comunicativo que se teje en esta relación tríadica
es una estrategia consciente utilizada por el niño para captar la atención del adulto,
estableciendo con ello procesos de reconocimiento (cfr. Tomasello, 2007, pp. 84-85).

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sensibilidad, la interacción y la empatía hacia el otro, desde la génesis
humana, trascienden las nociones epistémicas experimentadas por el
sujeto, asumiéndose como agente activo de su existencialidad. Es por lo
que, según Honneth (2007), “no debemos pensar en el que actúa como
sujeto epistémico, sino como un sujeto involucrado existencialmente, que
toma conocimiento de los estados de sensibilidad no de manera neutral,
sino afectado por ellos en la relación consigo mismo” (p. 76). En tal
sentido, cuando ocurre un fallo que afecta las significaciones existenciales
de los sujetos, no nos encontramos frente a una deficiencia que perturbe al
conocimiento sino frente a una patología que impide la práctica de
procesos genuinos de interacción, es decir, nos hallamos frente a un fallo
de reconocimiento (cfr. Mulhall,1994, p. 114).

En ese orden de ideas, las falencias que pueda tener un sujeto en sus
facultades cognitivas simplemente ponen en evidencia su desconocimiento
de algo, su ignorancia o su limitación a la hora de asumir determinada
información. No obstante, cuando se produce un error de reconocimiento
es la presencia de algo la que se encuentra mirada con desdén, con desidia
o con indiferencia (cfr. Cavell, 1969, p. 263-264). Así, la brecha que hay
entre un fallo en el conocimiento y un fallo en el reconocimiento, entre lo
teórico y lo práctico, consiste en que en el primero de los casos se sufre por
la ausencia de información que enriquece al intelecto, en cambio, en el
segundo de los casos se sufre porque la presencia de alguien resulta siendo
invisibilizada o tratada con menosprecio.

Honneth: una mirada de la reificación como el olvido del


reconocimiento
Si existe una preeminencia de la posición originaria del reconocimiento
sobre el conocimiento, de lo precognitivo sobre lo cognitivo, entonces,
según Honneth, ¿a qué se debe la implementación de la reificación y el

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menosprecio como praxis fallida de la sociedad? Respecto a este
interrogante Honneth parte de la percepción lukacsiana que considera que
la reificación se origina “sólo cuando las formas objetivadas en la sociedad
reciben funciones que ponen la esencia del hombre en conflicto con su ser,
subyugando, deformando y lacerando la esencia humana” (Lukács,
1970[1923], pp. 20-21). Debido a ello, según Honneth, Lukács llegó a
concebir la idea de que “tenemos que representarnos el proceso de
reificación precisamente como aquel proceso por el cual la perspectiva
participativa original es neutralizada de tal manera que acaba favoreciendo
la finalidad del pensar objetivador” (Honneth, 2007, p. 86). No obstante,
con Honneth se infiere que la noción de reificación de Lukács, además de
estar arraigada a la objetivación y al proceso de intercambio en el
capitalismo, manifiesta errores categoriales que impiden realizar una
reflexión pertinente que conduzcan al adecuado análisis de una etiología
social de la reificación5.

Partiendo de lo expuesto por Lukács, Honneth (2007) aclara que “si la


reificación realmente coincidiera con la objetivación de nuestro
pensamiento, todo proceso social que demanda una objetivación tal sería
ya una manifestación del proceso de reificación” (p. 87), lo cual permite
comprender que, si bien es cierto que en el proceso objetivador del
intercambio (en el que siempre permanecen presente las partes) se genera
la despersonalización de quienes participan de la transacción monetaria,

5 Cuando se pretende esbozar una etiología de la reificación a la luz de Honneth, se


identifica una patología mental que es ocasionada por el olvido del reconocimiento
existencial. Dicho olvido surge porque el sujeto desatiende, restringe o reprime la
condición connatural que lo predispone a procesos interactivos que evidencian su
tendencia hacia el reconocimiento. Por ello, lejos de las categorías lukacsianas que
urden las raíces de la reificación en las premisas mercantiles, Honneth propone que la
reificación se origina justo cuando la concepción cognitiva y positivista del mundo
aparece como algo independiente de los aspectos precognitivos y afectivos, como si la
posibilidad de la cognición no quedara supeditada al reconocimiento existencial (cfr.
Basaure, 2011, p. 81).

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en la reificación lo que se hace es suprimir la humanidad del otro,
olvidarse de su existencialidad, invisibilizarlo o someterlo a la experiencia
del menosprecio. En este sentido, Honneth presenta una nueva
perspectiva de la reificación en términos de un olvido del reconocimiento,
distinguiéndose de la teoría de la objetivación lukacsiana, toda vez que el
olvido implica perder de vista la presencia existencial del otro, en cuanto
postura ontológica previa a la de la cognición (cfr. Fleitas, 2014, p. 256).

Así, los evidentes errores de Lukács respecto al origen de la reificación, al


concebir esta patología como mera objetivación y no como el olvido del
reconocimiento, obligan a Honneth a buscar posibles vías que expliquen la
génesis real de la cosificación manifestada en términos de invisibilización y
experiencias de menosprecio.

Frente a la necesidad de explicar el origen de la reificación en perspectiva


del olvido del reconocimiento, Honneth, acudiendo al análisis esbozado
por Habermas, intenta “decidir […], en qué esferas sociales son necesarias
funcionalmente ya la postura de reconocimiento, ya la postura
objetivadora (Honneth, 2007, p. 89). De este modo, la posibilidad de la
reificación, según se analiza en las acotaciones habermasianas, se
abordaría desde la ruptura del ámbito comunicativo, como efecto de la
consolidación del capitalismo en la estructura social. De hecho, cuando
Habermas (1992 [1987]) señala explícitamente que “las estructuras
simbólicas del mundo de la vida quedan deformadas, esto es, quedan
cosificadas bajo los imperativos de los sub-sistemas diferenciados y
autonomizados a través de los medios dinero y poder” (p. 402), está
considerando que lo patológico de la cosificación se ciñe al abandono de
las categorías comunicativas que definen y dan sentido al mundo de la
vida.

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Con base en ello, Honneth percibe que, a la luz de Habermas, se puede
comprender la reificación como un proceso mecánico en el que la actitud
desapasionada, desinteresada e indolente del individuo, penetra tan
radicalmente en la vida social, que, incluso, los elementos simbólicos que
propiciaban y dotaban de sentido a la praxis comunicativa, se desvanecen
ante las categorías racionalizadas y mercantiles de la sociedad capitalista
(cfr. Honneth, 2007, p. 89).

No obstante, tomando distancia de Habermas, Honneth resalta que el


hecho de abandonar la presencia del otro, más allá de obedecer a las
causales que giran en torno a la cosificación de las prácticas comunicativas
cotidianas en términos de colonización del mundo de la vida6 (cfr.
Habermas, 1992 [1987], p. 546), la reificación surge por el olvido del
reconocimiento, entendido como el “proceso por el cual en nuestro saber
acerca de otras personas y en el conocimiento de las mismas se pierde la
conciencia de en qué medida ambos se deben a la implicación y el
reconocimiento previo” (Honneth, 2007, p. 91).

Afianzando lo dicho, es preciso aclarar que, si bien Honneth reconoce la


preponderancia de la acción comunicativa en la praxis de la interacción, la
patología social de la reificación solo se explica desde el olvido, no como
un desarraigo o sustracción total del reconocimiento, sino como una
disminución de la atención. Dicho en términos de Honneth (2007) “la
reificación en el sentido de un “olvido del reconocimiento” significa

6 La colonización del mundo de la vida es un proceso sistemático que surge por el


abandono de las premisas históricas y significativas que, a través de las categorías de
la interacción comunicativa, dotaban de sentido el accionar humano. Así, la
racionalización impuesta por las premisas capitalistas y manifestada desde la lógica
sistemática de la economía del cálculo desprende del individuo cualquier posibilidad de
acción deliberada y lo encierra en un sistema rígido y acabado que, al cosificarlo, le
impide asumir un papel activo en el horizonte comunicativo de la sociedad (cfr.
Habermas, 1992 [1987], p. 451).

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entonces, en la ejecución del conocer, perder la atención para el hecho de
que este conocimiento se deba a un reconocimiento previo” (p. 96).

Para ejemplificar la manera en que un sujeto se olvida de la presencia del


otro y lo invisibiliza, Honneth, en primer lugar, hace referencia a la
radicalización de una postura personal que, pretendiendo alcanzar un
objetivo particular, el ser humano es capaz de invisibilizar a la persona que
tiene enfrente, olvidando cualquier tipo de lazo afectivo que le une a este
(cfr. Honneth, 2007, p. 97). Ello implica que no hay intención de
compartir empática y desinteresadamente la vida del otro, sino que las
condiciones teleológicas del sujeto que actúa en beneficio propio tienden a
ser indolentes y egoístas, lo cual hace que los fines existenciales del otro no
sean tenidos en cuenta.

En segundo lugar, Honneth señala que otra fuente del olvido, que por
cierto es más bien una especie de negación o de resistencia, tiene que ver
con “esquemas de pensamientos que influyen en nuestra praxis
llevándonos a realizar una interpretación selectiva de los hechos sociales”
(Honneth, 2007, p. 97). Esta fuente de reificación se relaciona con la
animadversión que se manifiesta frente a estereotipos físicos, psicológicos,
sociales o culturales que no se encuentran inmersos en los parámetros de
“normalidad” construidos e impuestos por las corrientes ideológicas
imperantes7.

7 Honneth se refiere aquí a las ideologías que imperan sobre una cultura
tradicionalmente constituida. Sin embargo, no ahonda en este problema porque, por
un lado, considera que este se desprende de toda fuente de reificación, y allí se
plantean un sin número de conclusiones que engloban todo el constructo teórico del
tema multicultural y pluriétnico. Por otro lado, Honneth tampoco profundiza en este
asunto porque la razón de ser de su investigación no se fundamente en la manera
como está determinado el ethos cultural de las comunidades minoritariamente
constituidas, sino que su análisis busca identificar la manera en que los esquemas de
pensamiento y ciertos perjuicios conllevan la negación, resistencia, olvido e
invisibilización de quien asume la vida desde una perspectiva diferente (cfr. Honneth,
2007, p. 97-98).

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A partir de las orientaciones descritas, Honneth concluye que el olvido del
reconocimiento que se manifiesta en la negación de un individuo o de un
grupo social, degenera en prácticas indolentes que redundan en “la
capacidad de demostrar nuestro desprecio a personas presentes mediante
el hecho de comportarnos frente a ella como si no figurara físicamente en
el mismo espacio” (Honneth, 2011 [1981-2001], p. 166), dando lugar a
procesos de invisibilización y experiencias de menosprecio que, además de
someter sistemáticamente a un individuo o un grupo social a la violencia,
la tortura, la desposesión de derechos y la indignidad, configuran unas
condiciones sociales que inevitablemente devienen en enfermedad, muerte
psíquica y muerte social.

Las formas de menosprecio: causa y fundamento de la


lucha por el reconocimiento
Para explicar detalladamente las experiencias que imposibilitan la
aquiescencia social e impiden mantener la atención frente a la presencia
significativa de determinado individuo o grupo social, Honneth identifica
tres formas de menosprecio que exponen las consecuencias físicas y
psicológicas que traen consigo los diversos tipos de maltratos que anulan
la experiencia del reconocimiento.

Como instancia inicial Honneth (1997) describe que la primera forma de


menosprecio ocurre “cuando a un hombre se le retiran voluntariamente
todas las posibilidades de libre disposición en su cuerpo, representan el
modo elemental de una humillación personal” (p. 161). No obstante,
Honneth precisa que el maltrato físico que se relaciona con la violencia y la
tortura, más allá del dolor corporal, está asociado con la actitud de
indefensión frente a la voluntad del otro (cfr. Honneth, 1997, p. 161). Esto
implica que el menosprecio físico, al constituirse en una forma de irrespeto
sobre el cuerpo de quien sufre la tortura, hace que se lesione la

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autoconfianza y se genere un sentimiento de vergüenza social. Así, “la
lograda integración de las cualidades de comportamiento corporales o
anímicas se quebrantan desde fuera y con ello se destruyen las formas
elementales de la autorreferencia práctica, la confianza de sí mismo”
(Honneth, 1997, p. 162). En ese sentido, la severidad de la fuerza física que
un sujeto imprime sobre su semejante anula la posibilidad de que este
pueda sentirse seguro de sí dentro de la esfera social, lo que indica que la
violencia, más allá de la afección somática y psíquica, “produce en quien la
padece una ofensa, un sentimiento negativo que muchas veces conduce a
la muerte” (Tovar, 2004, P. 101).

La segunda forma de menosprecio que identifica Honneth tiene que ver


con la desposesión de derechos, la cual “no consiste solamente en la
limitación violenta de la autonomía personal, sino en su conexión con el
sentimiento de no poseer el estatus de interacción moralmente igual y
plenamente valioso” (Honneth, 1997, p. 163). Aquí al individuo se le
restringe la posibilidad de emitir juicios morales, lo que implica la pérdida
del respeto de sí mismo, toda vez que no puede establecer una relación
interpersonal enmarcada dentro de la legitimidad social. De ello se infiere
que la herida moral “que resulta de no reconocerle, en el interior de su
comunidad social, la capacidad de responsabilidad moral propia de una
persona con plenitud de derechos” (Fernández y Vasco, 2012, p. 470), hace
que las relaciones humanas adolezcan de un aparato normativo incluyente
que propicie un escenario de respeto mutuo.

La tercera forma de menosprecio, según Honneth, está relacionada con las


categorías de injuria y deshonra; en esta se somete a alguien a la
degradación porque sus aspiraciones personales o culturales no son
tenidas en cuenta en el núcleo social imperante. En ese sentido, Honneth
(1997) señala que el individuo no puede

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[…] referirse a su modo de vivir como algo a lo que, dentro de la
comunidad, se le atribuye una significación positiva, con ello, para el
singular con la experiencia de tal desvalorización se conjuga una pérdida
en la autoestima personal y, por consiguiente, de la oportunidad de
poder entenderse como un ente estimado en sus capacidades y
cualidades características. (p. 164)

La desvalorización descrita en esta última forma de menosprecio conlleva


observar que la desestimación de un individuo por parte del círculo social
dominante, mutila las motivaciones internas que permiten la
autopercepción positiva de sí mismo e impiden la materialización de las
categorías culturales que construyen su horizonte significativo.

Finalizado el análisis de las tres formas de menosprecio, se puede señalar,


de manera sucinta, que estas prácticas se desarrollan “por la
desvalorización social de ciertos modos de vida individuales o colectivos,
dependiente de patrones culturales que determinan el valor y sentido de
las actividades y contribuciones individuales o grupales” (Fascioli, 2011, p.
57). Lo cual denota que la posibilidad de la valoración social no se
configura como algo circunscrito dentro del carácter de obligatoriedad,
sino que se encuentra determinado por la posición de privilegio que
ostenta determinado individuo o grupo social. Es por ello por lo que las
formas de menosprecio señaladas por Honneth pueden asumirse como un
problema de tipo moral, toda vez que, al no existir patrones universales
que condicionen las relaciones intersubjetivas, se suscitan sociedades
proclives a experimentar vínculos sociales desiguales, cosificadores y
excluyentes.

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Honneth y Hegel: una mirada a la lucha por el
reconocimiento como causa del fenómeno moral
Habiendo configurado los presupuestos conceptuales que describen el
problema del reconocimiento como categoría clave en la estructura de la
modernidad, se pudo observar que la pregunta por la resignificación
humana no aparece como un evento posterior a la cognición sino como
una condición de posibilidad de la misma, ello permite comprender el
surgimiento de las patologías sociales a partir de la desatención del ser
humano frente a la presencia del otro, lo cual genera expresiones de
menosprecio que dañan física y psíquicamente a quien ha sufrido
maltrato, deshonra e injuria. Con la descripción de estas experiencias que
transgreden el fenómeno moral, Honneth se encuentra ante la necesidad
de establecer criterios conceptuales que permitan abordar la categoría del
reconocimiento a partir de las luchas que históricamente se fraguaron para
preservar el autorrespeto, la autoconfianza y la autoestima, tomando como
camino los diferentes estadios que atraviesa el sujeto para alcanzar dicho
reconocimiento.

Si se entiende el reconocimiento como la vía moral para contravenir las


distintas formas de menosprecio, resulta necesario tener presente que la
materialización de la resignificación humana solo es posible desde un
proceso de lucha motivada por el desarraigo de la humillación social.
Movido por este principio, Honneth realiza un rastreo histórico para
determinar la incipiente significación de las luchas sociales en los albores
de la modernidad, como mecanismo de carácter precontractual que
responde a la necesidad de la autoconservación, la preservación de la
identidad física y la búsqueda incesante del bienestar futuro (cfr. Honneth,
1997, pp. 15-18). Sin embargo, Honneth analiza que este proceso en el que
inicialmente Hobbes y Maquiavelo “hacen de la lucha de los sujetos por la
autoconservación el punto de referencia de su análisis teórico” (p. 19),

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debe asumirse, siguiendo a Hegel, no en términos de una disputa por la
supervivencia, sino desde la perspectiva social donde las confrontaciones
intersubjetivas entre los individuos se enfocan a partir de la importancia
de ser concebido por el otro como presencia.

Ahondando sobre lo anterior, se puede precisar que las luchas por la


autoconservación rastreadas por Honneth, le permiten develar que, desde
la lógica de la filosofía social arraigada en el contexto moderno, se visiona
al individuo como estructura atómica poco dispuesto para los procesos de
interacción, lo que impide fraguar una teoría filosófico-política que ponga
en escena las posibilidades del reconocimiento intersubjetivo desde un
proceso de lucha (cfr. Honneth, 1997, p. 24).

Frente a la disyuntiva del atomismo social y los procesos de lucha por el


reconocimiento, Honneth (1997) considera que deben desarrollarse un
conjunto de categorías que puedan “reemplazar los conceptos
fundamentales atomísticos, por categorías que se moldeen a partir de la
conexión social” (p. 24), permitiendo así el establecimiento de los lazos
éticos entre individuos. Así, suprimida la concepción individualista del
sujeto, se consolida la construcción de lo social a partir de la comunicación
ética, permitiendo “la transición de esa situación de «eticidad natural» a la
forma de organización de una sociedad que de antemano había tematizado
como una relación de totalidad ética” (Honneth, 1997, p. 25).

Al dar el paso de la eticidad natural a procesos de conexión social,


Honneth se vale de los aportes de Hegel para abordar la manera en que se
tejen las experiencias de intersubjetividad. Para ello, tomando la noción de
la filosofía de la conciencia de Hegel, describe el proceso dialéctico de
realización del espíritu, mostrando la manera en que “el espíritu es llevado
a presentación, primero a su constitución interna como tal, luego a su
enajenación a la objetividad de la naturaleza y finalmente en el regreso a la

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esfera de la propia subjetividad” (Honneth, 1997, p. 46). Con ello recrea la
secuencia metódica y escalonada en que la conciencia identifica tres
momentos de la realidad: “primero, la relación del sujeto individual
consigo mismo, luego, las relaciones institucionales de los sujetos entre sí
y, finalmente, las relaciones reflexivas de los sujetos socializados con el
mundo” (Honneth, 1997, p. 48).

Esta apreciación tripartita de la realidad permite divisar que, en la filosofía


de la conciencia, el espíritu, al hacerse conciencia de sí para sí y conciencia
de sí para otros, fundamenta su accionar no en sus capacidades cognitivas,
sino en la dimensión práctico-mundana que aflora a partir de la formación
de la voluntad, en cuanto “formas de la autoexperiencia que resultan de un
proyecto orientado a la realización práctica, «objetiva», de las propias
intenciones” (Honneth, 1997, p.49).

A propósito de lo enunciado hasta aquí, es preciso señalar que la


realización de las propias intenciones está supeditada a establecer
procesos de interacción que permitan la confirmación de los ideales
propios en la conciencia del otro y, a su vez, la confirmación de los ideales
del otro en mí. Lo que indica que “si yo no reconozco al otro en la
interacción como un determinado tipo de persona, tampoco puedo verme
reconocido como tal tipo de persona en mis reacciones, porque a él
precisamente debo concederle las cualidades y facultades en que quiero ser
confirmado por él” (Honneth, 1997, p. 53).

Para esbozar los procesos de conformación social que constituyen la


fenomenología de las posibilidades de interacción, Honneth toma de Hegel
la estructura sistemática del reconocimiento sostenida en la idea de
familia, la sociedad civil y el Estado. En el caso del primer estadio, la
familia se constituye en el momento inicial en que el individuo
experimente la descentralización de su propio ser y conjuga experiencias

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significativas con sus congéneres. A propósito de ello, Hegel (1968 [1837])
considera que

La familia, como sustancialidad inmediata del Espíritu, es determinada


por el Amor a su unidad afectiva; de suerte que su condición es poseer la
autoconciencia de la propia individualidad en esa unidad, como
esencialidad en sí y por sí, por ser en ella no como persona por sí, sino
como miembro. (p. 157 [N° 158]).

El hecho de ser un miembro de la unidad afectiva que se reviste en el amor


familiar, indica que la individualidad del ser humano está supeditada a la
compenetración filial de quienes integran el núcleo del hogar. Esto
conlleva que la familia, según lo asume Hegel, se conciba como una forma
de eticidad en su fase más natural y primitiva, fundamentada por el amor y
la unidad entre sus miembros. Esto permite inferir que en esta esfera no se
hace necesaria la conformación de un pacto social manifestado en el
derecho, porque la compenetración natural entre los miembros de la
familia hace que se perciban como un momento específico del todo y no
como sujetos individuales que necesitan de un aparato jurídico que les
garantice su integridad. Sin embargo, resulta importante señalar que en
esta fase el sujeto, haciendo uso de su voluntad, empieza a configurarse a
partir del anhelo y la necesidad de ser amado por el otro, haciendo de la
constitución del amor el presupuesto necesario para los procesos genuinos
de reconocimiento.

En tal sentido, la manifestación del amor y la confianza que devienen en


reconocimiento recíproco, se constituyen en elementos legitimadores de la
formación y expresión de la voluntad política, toda vez que el
reconocimiento del ser amado se convierte en la huella psíquica interna
que permite el acceso a la comunidad ética.

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Así, el contorno limitado en el que se cimientan las relaciones afectivas,
como ocurre en la familia, no le permite al sujeto conocer las condición de
la vida social y las funciones que deben asumir dentro de ella (cfr.
Honneth, 1997, pp. 54-55), puesto que la interacción social termina
dependiendo exclusivamente de la relación filial que existe entre los
miembros de un delimitado círculo social, sin procurar que dichas
relaciones se encuentren enmarcadas dentro de un sistema jurídico
positivo que le otorgue a la dinámica de la interacción el carácter de
obligatoriedad moral. No obstante, la familia, al constituirse en una
especie primaria de la construcción de los patrones de reconocimiento,
funge como puerta de acceso al proceso de interacción.

Dicho de otro modo,

[…] aquello que podemos englobar genéricamente bajo la idea del amor,
afecto o empatía hacia el prójimo es lo que constituye el sustrato y el
elemento sustancial a partir del cual desarrollar el resto de actitudes y
experiencias de reconocimiento, lo cual nos revela, precisamente, la
importancia axial de la dimensión afectiva del ser humano. (Gil, 2015, p.
72)

Luego de analizar la estructura familiar y la relación simbiótica8 entre sus


miembros, es importante señalar que las condiciones afectivas que se
patentizan en la familia tienden a particularizarse debido al ideal de vida
de cada uno de sus miembros. En ese sentido, “los momentos ligados en la
unidad de la familia como idea ética, tal como ésta existe en su concepto,

8 La importancia de la simbiosis entre el hijo y la madre se constituye, según Honneth,


en la condición para que el sujeto en formación cultive su autonomía y participe de
procesos de conexión con sus congéneres (cfr. Honneth, 1997, p.118). En ese sentido,
la relación simbiótica, lejos de coartar las posibilidades autónomas de los sujetos,
construye su independencia, ayudando a definir los ideales de su propia vida (cfr.
Aparicio, 2016, p. 40).

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necesitan ser emancipados de él, como una realidad independiente, es
decir, en la fase de la diferencia” (Hegel, 1968 [1837], p. 171, [N° 181]).

Cabe aclarar que en Hegel esta diferenciación que permite la


particularización de los miembros de la familia, lejos de afianzar lo
singular como factor determinante que hace desaparecer la eticidad, se
vale de lo particular como elemento de la universalidad que permite la
construcción de contextos en el que se teje el horizonte ético de las
relaciones humanas.

En ese orden de ideas, podría decirse que “la moral individual, que busca
la universalidad, sólo puede realizarse quedando encarnada en
instituciones y costumbres porque éstas son la vida misma del Estado ético
en los individuos” (Dri, 1991, p. 33). En esta medida, la reciprocidad entre
particulares propicia la institucionalidad universal con el fin de
salvaguardar los principios que garantizan la satisfacción y la valoración
mutua. En tal condición, la persona particular está esencialmente en
relación con otra particularidad, de manera tal que solo se hace valer y se
satisface por medio de la otra y a la vez solo por la mediación de la forma
de la universalidad que es el otro principio (cfr. Hegel, 1968 [1837], p. 172,
[N° 182]).

En esta perspectiva histórica, en la que se funden los individuos


independientes en derredor de la satisfacción de necesidades, hace que
ocurra la construcción contractual de premisas universales que se
manifiestan en el respeto de los derechos y las obligaciones y, a su vez,
permite, desde la obligatoriedad jurídica, que se garantizan los intereses y
propiedades comunes, dando paso a lo que Hegel denomina la transición
de la familia a la sociedad civil.9

9De la estructura de la familia se forman sujetos independientes que, al hacer uso de


su libertad, se constituyen en una realidad autónoma que, pese a las condiciones

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Así, la sociedad civil, al constituirse a partir del conjunto de lo particular
dentro de lo universal y sustentarse en un orden exterior y jurídico
contractual en el que cada singularidad pueda expresar su independencia
sin dañar o ser dañado por otro, se constituye una fase vital de los procesos
de reconocimiento, puesto que garantiza la presencia del otro como sujeto
de derechos.

Ello le permite a Honneth (1997) inferir que “sin la imposición de las


obligaciones que resulten del consentimiento del contrato, el sujeto de
reglas de reconocimiento, a los que debe su estatuto de persona jurídica,
resultaría dañado” (p.71). Lo que conlleva que el reconocimiento, como
ocurre en la sociedad civil, se constituye en el objeto de la producción del
derecho, puesto que, al regularse universalmente la relación del
comportamiento de unas personas con otras, se afirman directrices que le
permiten querer lo universal, formarse como ciudadano y consolidarse
como mimbro de una sociedad política. Ello indica que “[s]ólo en la
sociedad civil el hombre realiza su educación en lo universal, se prepara
para convertirse en ciudadano y para querer lo universal como tal”
(Hippolite, 1970, p. 119).

Dada la importancia de la experiencia del espíritu en las progresivas


relaciones de amor y teniendo en cuenta la relevancia de la realización de
las relaciones conflictivas que descansan en el derecho y la sociedad civil,
en Hegel se percibe que, màs allá de los estadios antes definidos, “la
pretención del sujeto de ser respatado en la particularidad de su propia
vida, no se satisface en la esfera del derecho, sino en còmo conseguir su
confirmación en la esfera del espíritu del pueblo, representado y sostenido
por el Estado” (Honnteh, 1997, p. 74).

diferentes de la estructura de su identidad, asume la universalidad como la posibilidad


de desarrollar sus particularidades (cfr. Hegel, 1968 [1837], p. 171, [N° 181]).

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Desde lo explicado previamente, resulta importante decir que la
trascendencia del Estado radica en que se construye desde la
individualidad elevada a la universalidad, propiciando espacios sociales
“donde la libertad alcanza la plenitud de sus derechos, así como este fin
último tiene el más alto derecho frente a los individuos, cuyo deber
supremo es el de ser miembros del Estado” (Hegel, 1968 [1837], p. 212 [N°
258]). En esta perspectiva, el Estado se establece como el fin último en
donde cada miembro de la comunidad política encuentra sentido como
individuo, siempre y cuando sustente sus relaciones recíprocas, sus
costumbres culturales y sus diversos procesos de interacción, según las
exigencias de los parámetros del Estado. Lo que permite inferir que,
dentro del dictamen estatal, la conciencia de sí del ciudadano, amparado
en sus relaciones fraternas y regido por practicas jurídicas de la sociedad
civil, establece procesos genuinos de reconocimiento que promulgan la
integración social de una comunidad política.

Las esferas del reconocimiento en la teoría de Axl


Honneth
Luego de abordar la filosofía de la conciencia y el análisis del progreso del
espíritu que se manifiesta desde la institucionalidad constituida a partir de
los estadios de reconocimiento explicitados por Hegel, resulta relevante
señalar que estos momentos del espíritu le sirven de base a Honneth para
fundamentar la división tripartita de su teoría del reconocimiento a partir
de las nociones de amor, derechos y solidaridad.

Para describir la primera fase del reconocimiento correspondiente al amor,


Honneth, tomando la concepción psicológica de Donald Winnicott, explica
la manera en que se construye una postura positiva de la propia
subjetividad desde la forma en que se entretejen los procesos de
dependencia e independencia en el que se circunscribe la relación

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simbiótica entre el hijo y la madre, lo que permite develar que “la salud
psíquica del individuo depende de una relación lúdico-exploratoria con la
propia vida pulsional” (Honneth, 2007, p. 104). Así, como quiera que la
vida pulsional del sujeto y, por ende, la posibilidad del
autoreconocimiento, está arraigada a relaciones parental maternales, es
posible afirmar desde Winnicott (1979) que la salud mental del ser
humano, junto a su desarrollo emocional de toda su vida, tiene como
fundamento la relación simbiótica que existe con la madre y con el medio
circundante (cfr. pp. 222-225).

De lo anterior Honneth comprende que el sentido de la vida del infante


está sujeto a las atenciones que la madre tenga con este, dando por
supuesto que los cuidados maternales “no se añaden como algo secundario
al comportamiento infantil, sino que se funde con él de tal manera que es
plausible aceptar para el comienzo de toda vida humana una fase de
subjetividad inferenciada” (Honneth, 1997, p. 121). Lo que indica la
importancia de la persona de referencia, no para socavar los procesos de
identidad del individuo, sino para aseverar que dicha identidad se
construye desde la identificación con el otro. En términos de Winnicott
(1993), la simbiosis entre madre e hijo es absolutamente necesaria porque
“sin ese yo auxiliar, el yo del infante carece de forma, es débil, se lo
fragmenta con facilidad, y es incapaz de crecer siguiendo los lineamientos
del proceso de la maduración” (p. 307).

No obstante, Honneth (1997), partiendo de esta dependencia de la


subjetividad primaria esbozada por Winnicott, se pregunta:

[…] ¿Cómo está constituido el proceso de interacción por el que la madre


e hijo pueden desprenderse de tal situación de ser-uno indiferenciado, de
modo que al final del proceso aprendan a amarse y aceptarse como
personas independientes? (p. 122)

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Según Winnicott, la connotación simbiótica de la interacción madre-hijo,
lejos de coartar los procesos de independencia subjetiva, muestra la forma
en que la figura materna propicia el ambiente adecuado para que el precoz
emprenda el proceso de maduración. En tal sentido, explica Winnicott
(1993), el impulso humano hacia la integración se produce por las
tendencias heredadas de los progenitores y el ambiente facilitador que
construyen alrededor del infante, con el fin de dar cuenta del proceso de
crecimiento y maduración del precoz (cfr. p. 313).

Identificada la importancia de la conexión simbiótica de la persona de


referencia con el infante y la importancia del contexto en su crecimiento,
resulta relevante decir que quien cumple el rol de acompañante
significativo, según señala Jessica Benjamin (1996), “no es sencillamente
un objeto de las demandas de su hijo; es, en realidad, otro sujeto, cuyo
centro independiente debe estar fuera del bebé para asegurarle el
reconocimiento que él busca” (p. 37). Lo cual indica que la persona de
referencia, al estar compenetrada con el niño, se sitúa en la vida del
infante como garante de sus procesos de reconocimiento. Ello denota que
la presencia imitativa le permite al niño descubrir la condición connatural
de sus posibilidades de interacción, ya que la figura de la madre, al
constituirse en relación simbiótica con su hijo, hace que el impúber se
inserte en el mundo social, estableciendo tejidos comunicativos
enmarcados en la confianza, el reconocimiento y la reciprocidad.

Mas allá de la importancia de lo anotado hasta aquí, resulta necesario


precisar que, pese a que en el inicio de la relación madre-hijo existe una
profunda compenetración manifestada en la sincronización, cohesión y
armonía que evidencian la gran carga afectiva que circunda entre las
partes (cfr. Abello y Liberman, 2011, p. 83), los procesos de maduración
del niño le permiten asumir la realidad y la relación con sus congéneres

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desde su propia perspectiva, instaurando, a partir del desprendimiento
doloroso de la madre, procesos de independencia que desencadenan en el
desarrollo de su propia identidad.

Cabe señalar que la separación de la madre con el fin de luchar por la


independencia de su hijo, despierta una tendencia agresiva en el impúber,
toda vez que siente mermada su omnipotencia; no obstante, si la madre es
capaz de soportar los ataques del hijo sin reducir el amor que siente por él,
este “puede desarrollar, a la sombra de su seguridad intersubjetiva,
confianza en cuanto a la realización social de sus propias pretensiones de
necesidad; por el cauce psíquico así abierto se logra en él generalmente
una elemental «capacidad de ser solo»”(Honneth, 1997, p. 128).

Cuando el infante logra sin angustia ser solo consigo, se encuentra


preparado para los procesos de interacción porque puede establecer
empatía con el otro. De hecho, Winnicott considera, de una forma u otra,
que poder estar solos se constituye en la base fundamental de la amistad
(cfr. Winnicott, 1975, p. 37). Es decir, el amor a sí mismo permite las
posibilidades del reconocimiento del otro. Respecto a ello, Honneth (1997)
concluye que “a partir de los análisis de Winnicott acerca del temprano
proceso de maduración, estamos en disposición de aplicar las conclusiones
teoréticas a la estructura comunicativa, que hace del amor una relación
específica de reconocimiento recíproco” (p. 129).

El reconocimiento recíproco y fraterno que se gesta desde la vida temprana


del individuo le imprime sentido y seguridad a su existencia,
permitiéndole desarrollarse en comunidad. De hecho, Honneth (1997)
señala que “solo aquella conexión simbiótica, que surge por la querida y
recíproca delimitación, crea la medida de la autoconfianza individual que
es la base imprescindible para la participación autónoma de la vida
pública” (p. 133).

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Cuando la autoconfianza que emana de la simbiosis entre madre e hijo
deviene en el desarrollo de la vida pública del individuo, se configura el
derecho como fase posterior que describe las obligaciones normativas que
se deben tener en cuenta para garantizar la integridad de los sujetos
sociales (cfr. Honneth, 1997, p. 13). En este contexto de la interacción, el
Estado se distingue como el escenario público en donde la persona,
revestida de deberes y derechos, merece ser reconocida por otro, puesto
que “su conciencia de sí, natural, se somete a una generalidad, a la
voluntad de sí para sí, a la ley, por consiguiente se porta frente a los otros
en una forma de validez general, los reconoce por lo que él mismo quiere
valer en tanto que libre y persona” (Honneth, 1997, p. 133).

El hecho de que la conciencia de sí haga uso de su voluntad para dirigirse


hacia patrones y preceptos de interés común que garanticen el respeto
mutuo, implica que los intereses generalizables de quienes participan en el
contexto social están amparados en un sistema de derechos que permite el
desarrollo de relaciones intersubjetivas en las que cada individuo,
indistintamente de su visión de vida o de su contorno sociocultural, goza
de una importancia superlativa (cfr. Habermas, 1989 [1985]), p. 220). En
este orden de ideas, el derecho se constituye en la esfera del
reconocimiento de carácter universal porque “en ella se expresan los
derechos universales –en sentido kantiano– donde los seres humanos se
reconocen como fuente de deberes y derechos independientemente de toda
caracterización de orden social, económica o cultural” (Tello, 2011, pp. 47-
48).

De acuerdo con lo dicho, cabe señalar que cuando el derecho trasciende los
sentimientos, la simpatía o las inclinaciones individuales, no propugna
una retracción de la función autónoma y las concepciones específicas del

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sujeto, sino que establece procesos de reconocimiento fundamentado en la
responsabilidad moral. Ello permite afirmar que

[…] el reconocimiento jurídico se escalona todavía gradualmente


conforme a la ocasional valoración que goza el singular en tanto que
portador de función; pero se desprende de esa conexión a consecuencia
del proceso histórico, que somete las relaciones de derecho a las
exigencias de una moral posconvencional. (Honneth, 1997, p. 136)

Tal exigencia moral que salvaguarda la función del singular implica que se
establezcan relaciones de derecho en el sentido jurídico, sin restar
importancia a los procesos de valoración subjetiva. Lo cual permite
establecer formas de respeto que se manifiestan por derecho y por
comunidad de valor (cfr. Parada y Castellanos, 2015, p. 66).

Frente a esta concepción del derecho, Honneth (1997) toma los postulados
de Ihering (1905) para señalar que

En el reconocimiento jurídico […] se expresa que todo sujeto humano,


sin diferencia alguna, debe valer como “un fin en sí mismo” mientras que
“el respeto social” pone de relieve el valor de un individuo, en la medida
en que se puede medir con criterios de relevancia social. (p. 137)

De este modo, cuando se establece el reconocimiento jurídico como


fundamento de la interacción social, se está exaltando la consagración
universal de principios y libertades que impiden que los sujetos sean
irrespetados o percibidos como instrumentos. Del mismo modo, cuando se
instauran procesos de valoración social, se tienen presente criterios
comunitarios que permiten identificar y respetar el contenido significativo
de determinada práctica individual.

Esta división de la connotación del respeto deviene en una lucha por el


reconocimiento, en la medida en que el respeto que se da en ambas

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circunstancias se encuentra determinado por las capacidades de los sujetos
que aspiran a consolidar su significación personal en la esfera social. Así,
cuando Honneth explicita esta dualidad en el proceso de la praxis jurídica,
señala que en el primer de los casos se pretende instaurar una cualidad
general que se implante desde el concepto de persona y, en el segundo
caso, se examina la manera en que las cualidades particulares se han de
manifestar socialmente buscando salvaguardar el respeto por la diferencia
(cfr. Honneth, 1997, p. 139).

Cabe decir que, para Honneth (1997), estas dos circunstancias de la


conciencia confluyen cuando los sujetos, al respetarse recíprocamente,
deciden “proteger y posibilitar el ejercicio de aquella capacidad universal
que caracteriza a los hombres como persona” (p. 139). Así, bajo esta
premisa, la lucha por el reconocimiento funciona como una forma de
presión respecto al incremento de las cualidades generales a las que se
somete una persona moralmente responsable, buscando construir nuevos
presupuestos normativos que den cuenta de la constitución de la voluntad
racional (cfr. Honneth, 1997, p. 141).

Con el análisis del amor y el derecho como presupuestos teóricos que


defienden la posibilidad del reconocimiento, Honneth explica cómo, desde
estas categorías, el sujeto alcanza la confianza de sí y el respeto de sí. Por
ello señala que

Como el caso del amor, el niño, por la experiencia prolongada de la


dedicación maternal conquista la confianza de dar a conocer sin trabas
sus necesidades, igual que el sujeto adulto, por la experiencia del
reconocimiento jurídico, conquista la posibilidad de concebir su obrar
como una exteriorización, respetada por todos, de la propia autonomía.
(Honneth, 1997, p. 145)

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Ello indica que el amor y el derecho se constituyen en fases fundamentales
que atraviesa el sujeto para descubrirse a partir de sus implicaciones
sociales, en términos de autoconfianza y autorrespeto.

Como complemento de lo reseñado, Honneth resalta que las fases del


amor y el derecho deben complementarse con la implementación de
prácticas valorativas, ya que “para poder conseguir una ininterrumpida
autorrealización, los sujetos humanos necesitan, más allá de la educación
afectiva y el reconocimiento jurídico, una valoración social que les permite
referirse positivamente a sus cualidades y facultades concretas” (Honneth,
1997, p. 148). Así, la valoración de los caracteres y las potencialidades de
cada individuo introducen la intención honnethiana de encontrar en la
solidaridad la facultad complementaria que, junto con el amor y el
derecho, establecen los criterios de la posibilidad del reconocimiento
intersubjetivo.

La necesidad de establecer relaciones de implicación que se tejan desde la


solidaridad conduce a realizar un análisis de los arquetipos culturales que
se amparan en las nociones del honor y de privilegios. Estos, fraguados en
el contexto socio-feudal premoderno, indican que “la consideración de una
persona se mide por el concepto de honor social” (Honneth, 1997, p. 150),
mostrando una especie de estratificación de los vínculos sociales en la que
los privilegiados sustentan sus posibilidades de reconocimiento,
reafirmando la imagen despreciable que se tiene de los desfavorecidos.

En ese sentido, para Pitt-Rivers (1979), por ejemplo, el honor se configura


cuando la imagen valorativa que se tenga de sí mismo, lejos de ser
recusable, encaja con el estereotipo que la sociedad exige para que
determinado individuo sea considerado importante. De acuerdo con ello,

[…] un honor, un hombre de honor o el epíteto honorable pueden


aplicarse apropiadamente en cualquier sociedad, ya que son términos

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valorativos […] El concepto de honor es más que un medio de expresar
aprobación o desaprobación. Posee una estructura general que se ve en
las instituciones y en las valoraciones habituales propias de una cultura
dada. (p. 17)

De este modo, el prestigio social obedece a un proceso de monopolización


en el que determinada cultura construye una estructura institucional que
excluye de todo privilegio social a aquellos que no ostentan una posición
de influjo (cfr. Honneth, 1997, p. 152). Ello, según Weber, conduce hacia el
cierre de las relaciones sociales, puesto que, procurar una alta calidad de
vida que se limite al prestigio, el honor y la ganancia, impide que se
establezcan auténticos procesos de interacción (cfr. Weber, 1964 [1922], p.
37), toda vez que quienes, por razones culturales, políticas o económicas,
no participan de una condición favorecida, son rezagados e invisibilizados
socialmente.

Este contorno en donde el proceso de reconocimiento se encuentra


supeditado a la posición de privilegio que tenga un determinado grupo
social, es un envión anímico para que las comunidades en condiciones de
desprecio emprendan un proceso de lucha, buscando socavar las bases de
una sociedad que condiciona el valor de la persona a la estratificación o la
preeminencia social que le corresponde. En ese sentido Honneth señala
que:

[…] la lucha que la burguesía, en los umbrales de la modernidad,


comenzó a librar contra las representaciones feudales de los nobles, no
fue solo el intento colectivo de introducir nuevos principios, sino también
la iniciación de un debate en torno al estatus de tales principios de valor
general. (Honneth, 1997, p. 153)

Este debate, abanderado por la premisa de salvaguardar la dignidad e


integridad de cada persona, permite la consolidación de derechos

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individuales que, erradicando las relaciones sociales basadas en la
privatización del honor, garanticen el valor y la reputación social de cada
sujeto. De este modo, la lucha asumida por la burguesía deviene en
individualización porque “ya no son las cualidades colectivas, sino las
capacidades histórico-vitalmente desarrolladas del singular, lo que
comienza a orientar la valoración social” (Honneth, 1997, p. 154).

Cabe decir que, según Honneth, los esfuerzos de la burguesía por ponderar
el derecho moderno10 no puede quedarse en el atomismo social que
desestima el horizonte cultural y comunitario, sino que, sin desatender la
valoración subjetiva, debe garantizarse “un tipo de relación de interacción
en el que los sujetos recíprocamente participan en sus vidas diferenciables,
porque se valoran entre sí en forma simétrica” (Honneth, 1997, p. 157). En
ese orden de ideas, la valoración del singular, manifestado en el desarrollo
de la autoestima, trasciende hacia la apreciación de las capacidades de los
congéneres, toda vez que al “considerarse recíprocamente a la luz de los
valores que hace aparecer las capacidades y cualidades de cualquier otro
como significativas para la praxis común” (Honneth, 1997, p. 158), de una
forma u otra, establecen relaciones de empatía en la que, indistintamente
de la cercanía afectiva con determinado sujeto, se estiman las propiedades
individuales de quienes participan en los procesos de interacción para
construir el horizonte social.

En esta perspectiva, la relación de solidaridad halla sentido cuando el


singular es interpelado por la particularidad individual de sus congéneres,

10Para la teoría crítica la burguesía se constituye en un instrumento de dominio que


fundamenta el derecho moderno en las pretensiones de propiedad, lo cual indica que
las revoluciones históricas que marcaron el curso de los tiempos modernos acentuaron
las condiciones monetarias de quienes detentan el poder (cfr. Horkheimer, 2006, p.
54). De este modo, la instauración de la industria cultural, la implementación del
consumo de masas y la construcción de un orden social que se fundamente en el
individualismo exigen que se vislumbre un horizonte normativo que resuelva la tensión
entre la dominación y la emancipación (cfr. Sembler, 2010, p. 21).

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“incrementando nuestra sensibilidad a los detalles particulares del dolor y
de la humillación de seres humanos distintos, desconocidos para nosotros”
(Rorty, 2001, p. 18). Lo cual indica que la praxis de la solidaridad no
implica simplemente tener presente el sufrimiento del otro o percatarse de
sus desgracias, sino que obedece al involucramiento afectivo que se tiene
frente a una experiencia ajena de desdicha y dolor.

La preocupación por las vivencias del otro, sobre todo si se trata de


experiencias de sufrimiento, permite construir sociedades solidarias que
centran sus posibilidades de realización desde la instauración de un
horizonte común fundamentado en la praxis de la empatía. En ese sentido,
“solo en la medida en que yo activamente me preocupo de que el otro
pueda desarrollar cualidades que me son extrañas, pueden realizarse los
objetivos que nos son comunes” (Honneth, 19997, p. 159). Así, la
valoración social que se circunscribe en la praxis solidaria, evidencia que la
conexión íntima, desinteresada y fraterna entre los sujetos, además de
impedir que se invisibilicen las situaciones de agravio al que es sometido
determinada persona, permite la instauración de metas comunes que
buscan salvaguardar la dignidad de todos y cada uno de los miembros de la
sociedad.

Conclusión
De acuerdo con lo señalado en el transcurso de esta reflexión, se puede
concluir que, comprendido el problema de la reificación social, no desde
categorías racionales cognitivas sino a partir de connotaciones ateoréticas
que definen la praxis humana, el olvido sufrido se constituye en la
experiencia de menosprecio que socaba el sentido de la existencia. Ello se
explica porque, al desatender la presencia del otro como un sujeto que
espera ser reconocido, la pérdida de la propia confianza, la ausencia del
autorrespeto y el sometimiento a la indignidad, hacen que la vida humana

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se desarrolle desde una dinámica violenta, con ausencia de derechos y
carente de experiencias de solidaridad.

Esta situación en la que se describen experiencias patológicas que


manifiestan la depreciación del sentido de lo humano, se constituye en la
motivación fundamental para la implementación de un horizonte
normativo que busque salvaguardar la moralidad. En ese sentido, el
menosprecio social se constituye en la causa de una lucha sistemática que
busca la materialización de experiencias de reconocimiento
fundamentados en el amor, el derecho y la solidaridad. No obstante, la
inclinación hacia la instauración de principios normativos exige que las
experiencias sociales se fundamenten desde procesos de eticidad en los
que las condiciones intersubjetivas permitan la autorrealización
individual, a partir de principios universales que salvaguarden la
confianza, el respeto y la autoestima de cada uno de los actores del proceso
de interacción. De esta manera, la descripción del fenómeno moral y las
motivaciones sociales que exigen su promulgación, evidencian que el
menosprecio social necesariamente conduce a la implementación de la
eticidad.

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