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BROCAR, 24 (2000) 163-176

FAMILIA, LIBERTAD Y PODER. REFLEXIONES FILOSÓFICAS

José María Aguirre Oraa*

1. Cuando Joaquín Giró me propuso que ofreciera unas reflexiones filosóficas


sobre la familia dentro de este ciclo de conferencias, inmediatamente acepté
por amistad con él, pero desde el primer momento me asaltaron bastantes
dudas de si no me había metido en un terreno minado o al menos pantanoso.
¿Qué podría decir de original y de oportuno un filósofo en este terreno y ade-
más dentro de un ciclo en el que se aborda esta cuestión dentro de parámetros
fundamentalmente sociológicos e históricos? Cuando uno ha reflexionado o
reflexiona sobre esta cuestión, rápidamente se da cuenta de la complejidad de
la realidad y del gran número de cuestiones que están implicadas en ella, como
veremos en el desarrollo de esta conferencia. Por ello la tarea que se me pedía
no era fácil.
Como se me requiere una aportación desde el campo de la filosofía, inme-
diatamente surge la cuestión de cómo abordar y tratar este tema. ¿Qué es lo que
tendría que hacer?: ¿me lanzaría a una reflexión sobre las experiencias vividas
o conocidas por mí para extraer ciertas perspectivas generales?, ¿buscaría tex-
tos de autores clásicos de la reflexión filosófica para apuntalar y ofrecer unas
perspectivas sugerentes? La verdad es que tengo mis ideas sobre el tema, pero
no me había dedicado expresamente a ofrecer una perspectiva de carácter filo-
sófico sobre la cuestión.
Al final, como la reflexión es siempre una aventura ilimitada, un proceder
crítico que busca nuevas verdades y nuevos horizontes, me sentí atraído por la
idea de explorar este terreno. ¿No será precisamente interesante ofrecer unas
perspectivas de reflexión que vayan «más allá» de los análisis sociológicos e
históricos, no para suprimirlos, sino para «transcender» sus límites y abrirse, si
es posible, a una perspectiva más global? Quizás diga cuatro perogrulladas y no

* Profesor de Filosofía. Universidad de La Rioja..

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os sorprenda con unas reflexiones originales y llamativas sobre el tema, pero al


menos serán perspectivas pensadas y ofrecidas a la reflexión y evidentemente
al debate posterior al que os invito.
Los filósofos tenemos tendencia a buscar una reflexión global, una perspec-
tiva de totalidad (de la totalidad de la vida humana o de la totalidad de un fenó-
meno o realidad), lo que es a la vez nuestra gloria y nuestra miseria. Nuestra
gloria, porque siempre buscamos apuntar más alto o más lejos, es decir llegar a
explicaciones más profundas y radicales. No afirmo que siempre se consiga esto
en la reflexión filosófica, digo que siempre apuntamos a ello, buscamos ese
objetivo. Evidentemente la justeza de nuestro tiro, de nuestro objetivo, la tienen
que valorar luego los lectores o los oyentes. Pero también es nuestra miseria,
insisto, porque esta pretensión puede paralizar y arruinar nuestras reflexiones,
esterilizando nuestro pensamiento. No podemos decir la palabra última y defi-
nitiva sobre aquello de lo que hablamos o reflexionamos, de esto somos cada
vez más conscientes, pero tampoco esto debe ser excusa para no pronunciar
ninguna palabra hasta que no alcancemos una comprensión global y con afán
de totalidad. No nos queda más remedio que seguir anhelando y buscando esta
meta a través de las aventuras concretas y limitadas del pensar, a través de
exploraciones concretas, parciales y hasta balbucientes que nos encaminen
hacia ella. Jean Ladrière lo señala así: «La autocomprensión de la realidad
humana por ella misma no se realiza de un golpe y no sabemos incluso, de una
vez por todas, lo que este proyecto puede significar exactamente. Se trata de un
proyecto que debe comprenderse a sí mismo realizándose y esta realización
está ligada necesariamente al desarrollo general de la cultura en la cual las posi-
bilidades de la razón aparecen y toman forma»1.
Porque esta es la pretensión inmemorial de la filosofía, aunque a veces su
ropaje, su expresión y sus conceptos parezcan tan exotéricos e inaccesibles:
ofrecer pensamientos para orientar nuestra vida, no hacer especulaciones vací-
as, gratuitas y elitistas. Decía un filósofo (no un profesor de filosofía), un pensa-
dor de comienzos de nuestra época moderna, el gran Descartes: la razón es el
bien mejor repartido entre los hombres, el más igualitario de todos los bienes,
aquello a lo que los más tienen acceso. Y esto significa también en concreto que
la razón es un bien que se puede compartir entre los hombres. Ahora bien, ¿de
dónde sacará la filosofía sus planteamientos, sus recursos, su inspiración?; ¿de
su propio seno?, ¿de su propio acerbo conceptual? Maurice Merleau-Ponty
señalaba que la filosofía empieza no antes, sino después del conocimiento cien-
tífico, después del conocimiento de las ciencias humanas, después de la expe-
riencia humana expresada en sabiduría o en conocimiento científico o en
concomitancia con ella. «No hay autonomía de la filosofía antes, sino después
de las ciencias»2. La filosofía no posee una independencia conceptual que le

1. LADRIERE J., Vie sociale et destinée, Gembloux, Duculot, 1973, p. 21.


2. MERLEAU-PONTY M., «La philosophie et la sociologie», en Signes, Paris, 1960, p. 136.

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permita articular una reflexión sin relación con la experiencia humana en su


conjunto, sea saber popular o saber científico. Pero sí puede ofrecer una pers-
pectiva que va más allá del objetivismo de las ciencias, al llevar a cabo una
reflexión sobre la praxis y los objetos científicos, es decir una autoreflexión de
la razón misma partiendo de su praxis científica. «De ahí que la reflexión filo-
sófica tendría respecto a las ciencias una función fundamentante, crítica (elimi-
nadora del fetiche de la objetividad o de la objetividad cono fetiche) y de
colaboración positiva, cuestionándola, abriéndole perspectivas y proponiéndo-
le tareas nuevas»3. Porque la filosofía es precisamente y siempre ruptura con el
objetivismo, retorno de los objetos a su fundamental constitución en el mundo
de la vida, en el medio de la intersubjetividad humana, en la vida social que no
es un conjunto de objetos, sino fundamentalmente mi situación con otros en el
mundo. «La renuncia al aparato explicativo del sistema no hace caer a la filo-
sofía al rango de un auxiliar o un propagandista del saber objetivo, ya que ella
dispone de una dimensión propia, que es la de la coexistencia, no como hecho
realizado y objeto de contemplación, sino como acontecimiento perpetuo y
medio de la praxis universal. La filosofía es irremplazable porque ella nos reve-
la el movimiento por el cual vidas se convierten en verdades, y la circularidad
de este ser singular que, en cierto sentido, ya es todo lo que él alcanza a pen-
sar»4. Conciliar la experiencia y la razón sigue siendo una de las tareas funda-
mentales de la reflexión filosófica.

2. Estaba pensando en estas cuestiones, cuando me encontré en la biblioteca


con una entrevista que le hacían a Luis Zarraluqui, presidente de la Asociación
Española de Abogados de Familia. En ella decía textualmente: «Se ha dicho que
el modelo tradicional de familia está en crisis, pero ahí sigue. Es cierto que ha
habido una evolución importante. Antes se discutía menos porque no se habla-
ban. No vivían en pareja, dormían juntos y llevaban vidas paralelas: la mujer
en la casa, con los hijos, y el hombre en el trabajo, en el casino y con querida.
Lo que mi experiencia sí me ha demostrado es que, en el entorno humano, las
que inician la separación casi siempre son las mujeres; mientras que los hom-
bres son los que piden el divorcio, porque no saben estar solos y quieren vol-
ver a casarse. Hoy en día, hay mucha gente que opta por unirse sin casarse,
porque no existen barreras sociales para ello. Sin embargo, la mayoría de las
parejas de hecho, cuando se siente segura y van a tener un hijo, decide casar-
se». Primera observación que señalo a bote pronto: me da la impresión de que
sus palabras se refieren a las familias «burguesas», las familias de clase media
alta, en la que los maridos podrían tener amante e ir al casino, y no a las fami-
lias más comunes, a las que la vida no les permite disfrutar de tales «privile-

3. MANZANA J., «El estatuto teórico de la filosofía», en AGUIRRE J. M. – INSAUSTI X., Obras
Completas de José Manzana (1928-1978), Vitoria, Diputación Foral de Alava, 1999, p. 797.
4. MERLEAU-PONTY M., Eloge de la philosophie, Paris, Gallimard, 1960, p. 143.

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gios». Pero sí es verdad en general, y esta es la observación principal de este


texto y lo que quiero destacar, que la familia, la estructura familiar, aun estan-
do en una situación de crisis, sigue ahí, «resiste», podríamos decir. Y cuando un
fenómeno «resiste», hay que preguntarse el por qué, las razones de esta subsis-
tencia. Nada surge del vacío y de la nada, ni se mantiene porque sí. Incluso
podríamos señalar que las crisis por las que atraviesa la institución familiar pue-
den ser signo y muestra precisamente de sus modificaciones, de sus evolucio-
nes, de sus cambios, incluso importantes, pero no de su disolución.
Este dato enlaza con los resultados de una encuesta sociológica realizada
por la Fundación Santa María en 1999 entre los jóvenes españoles, de la que
me llamó poderosamente la atención un dato significativo: la familia era la ins-
titución más valorada por los jóvenes. Incluso en el terreno de los valores apre-
ciados por los jóvenes aparece esta alta estimación. «La familia es para el 70 %
de los jóvenes lo más importante de sus vidas, por encima del trabajo, el dine-
ro y los amigos». Parecido panorama nos presenta un filósofo francés, Gilles
Lipovetsky: «Hasta hace poco, la familia era objeto de acusaciones vehemen-
tes, una juventud ávida de libertad la asimilaba a una instancia alienante, una
movilidad rebelde a una estructura reproductora de relaciones de propiedad y
de dominación represiva. Giro de 180 grados: en la actualidad en el hit-parade
de los valores, la familia ha dejado de ser esa esfera de la que se buscaba esca-
par los antes posible, los jóvenes cohabitan cada vez más tiempo con sus
padres, el cocooning convertido en estrella, los adolescentes en su gran mayo-
ría declaran que se entienden correctamente con sus padres»5.
La familia es la única institución por la cual una gran mayoría de los euro-
peos declaran estar dispuestos a sacrificar todo, incluso su propia vida. En 1987,
7 de cada 10 franceses afirmaban que la familia es el único lugar donde uno se
siente bien y tranquilo, más de 8 sobre 10 jóvenes consideraban que sus padres
cumplían muy bien o bastante bien con sus roles.... La consigna «Familia, te
odio» sólo había sido un grito provisional, un paréntesis de protesta ya cerrado.
Quisiera hacer tres apuntes a partir de estos datos y de estas realidades. En
primer lugar quisiera señalar que a pesar de que se ha dicho que la familia está
en crisis, la familia ahí sigue, «resiste», decíamos. Creo que se han debilitado
las ingenuas utopías que anunciaban el final de la familia como institución
social, aunque también carecen de credibilidad los huecos ditirambos a favor
de la institución familiar con sesgos tradicionales, porque la estructura familiar
está cambiando a pasos agigantados (como ha cambiado por lo demás a través
de la historia). La familia se apoya sobre la condición humana, condición frá-
gil, aunque duradera. Así es la familia: duradera y frágil al mismo tiempo.

5. LIPOVETSKY G., El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos tiempos demo-
cráticos, Barcelona, Anagrama, 1994, p. 159.

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En segundo lugar conviene poner de manifiesto que la familia ha experimen-


tado profundas transformaciones, no continúa teniendo las mismas característi-
cas de décadas pasadas. Podemos detectar cómo se ha reducido el autoritarismo
paterno, la independencia económica y mental de la mujer le ha hecho emerger
con más fuerza en todos los ámbitos, las relaciones dentro de la familia se han
hecho más horizontales. Y evidentemente ha cambiado respecto a épocas ante-
riores donde la familia tenía una extensión mayor, una estructura más amplia que
abarcaba desde los abuelos hasta los nietos. Todo ello es claro indicio de que la
institución familiar ha experimentado una evolución importante. Las investiga-
ciones antropológicas e históricas nos muestran que la familia se ha transforma-
do bastante a lo largo de la historia, ya que sobre ella (como sobre cualquier
institución) operan los constantes cambios económicos, relacionales y culturales
que se dan en las sociedades en sus diferentes procesos históricos. Las confe-
rencias de estos días así lo muestran con una concreción reveladora.
Pasemos al tercer apunte que quisiera indicar. La familia (evidentemente la
buena familia) es la institución más altamente valorada por los jóvenes, la más
apreciada, lo cual viene a significar que se le atribuye un valor que para nada está
en baja, sino en alza. Las razones de esto serán muchas y variadas. Quizás esta
valoración es alta, entre otras razones, porque la complejidad institucional y fun-
cional de nuestras sociedades funcionaliza excesivamente la vida, la despersona-
liza y hace que el individuo busque células pequeñas de relación y acogida,
espacios de encuentro y de libertad. Quizás. Habría que investigar más en pro-
fundidad esta veta de análisis, pero sigue siendo muy importante esta alta valora-
ción de la familia en nuestra coyuntura histórica, lo cual evidencia que se trata de
una institución que «conecta» significativamente con los deseos y las expectati-
vas de realización de la personas. No se ve como un espacio de deshumaniza-
ción, sino al contrario como un espacio de posibilidades de realización humana.

3. Todavía recuerdo con nitidez aquella importante estratificación sociológica


acuñada por la ideología del franquismo, que afirmaba que la vida humana se
organizaba en tres realidades «naturales»: la familia, el municipio y el sindicato.
Consecuentemente la representación política se realizaba, fuera de los partidos
que arruinaban y destruían la convivencia social, dentro de estos tres cauces. La
familia era la primera realidad natural de una sociedad. Como contrapunto total-
mente antagónico estaba una visión marxista ortodoxa (recordad a Engels y su
libro Sobre el origen de la familia, la propiedad y el Estado) que preconizaba un
origen histórico de la familia totalmente ligado a la propiedad y a la economía.
En los orígenes de la humanidad estaba la comuna primitiva, con la comunidad
de bienes y de mujeres (de paso señalo que esta concepción era bastante machis-
ta; si no recuerdo mal no aparecía la comunidad de hombres, sino la de mujeres).
La utopía del futuro, la sociedad comunista emancipada y no alienada, venía fun-
damentada también por una visión utópica del pasado: la comuna primitiva que
la civilización humana había destruido en su devenir histórico.

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Yo diría que ni tanto (constitución «natural» de la familia), ni tan calvo


(comunidad «idílica» de bienes y de mujeres). Los estudios antropológicos nos
han mostrado las diferentes configuraciones, según civilizaciones, de las insti-
tuciones humanas, y entre ellas de la familia: familias extensas o restringidas,
familias monógamas o polígamas, familias patrilineales o matrilineales, familias
rurales o ciudadanas, familias burguesas o proletarias... Sin ser un especialista
en estos temas (podremos debatir esta cuestión en el coloquio posterior), pode-
mos decir que todo ello nos habla de la plasticidad esencialmente cultural de
la estructura familiar. La familia, tal como la conocemos, no es un producto
natural que se mantiene generación tras generación, sino que es un producto
cultural humano que se ha configurado de diferentes modos a través de la his-
toria humana. Esto no menoscaba la «dignidad» de esta institución (su valor
funcional y humano), sino que la sitúa en su justo lugar, como producto de la
cultura humana en su proceso de humanización constante. Hay que recordar
que el hombre es precisamente desde sus orígenes y estructuralmente un ani-
mal cultural. Desde el primer momento de su vida comienza a hacer cultura:
fuego, utensilios, lenguaje, alojamiento, arte, religión... ¿Cómo no va a crear la
familia también, como espacio para la satisfacción y realización de sus «nece-
sidades» de todo tipo?
Por eso hay que afirmar la creación cultural de la familia por parte del hom-
bre, para emanciparse de la fuerza bruta de la naturaleza. Esto no quiere decir que
la familia no tenga raíces naturales, al revés, tiene su basamento en dimensiones
biológico-naturales humanas (la paternidad, la maternidad, la filiación, la sangui-
nidad). Pero, el hombre configura estas funciones de manera creativa, libre, según
sus estructuras socio-económicas y sus concepciones de todo tipo: de ahí la diver-
sa configuración de las familias según civilizaciones y según períodos históricos.
Que esta configuración sea libre, no supone afirmar que sea arbitraria y antojadi-
za, sino en consonancia, en conexión o entroncada con las claves que nos ofre-
ce la naturaleza humana, pero de una manera esencialmente plástica.

4. Otro aspecto importante, ligado a lo anterior, sería la dimensión humaniza-


dora de la familia. La única manera de entrar en el mundo, de ser-en-el-mundo
y abrirse a los otros es a través de la unión humana de dos seres. Yo sé que
actualmente se puede llegar biológicamente al mundo por la unión genética
artificial de espermatozoides y óvulos, pero cabe preguntarse si se llega huma-
namente al mundo así, porque inmediatamente hay que acompañar esta vida
surgida con el cuidado de dos seres (normalmente) que ayuden al desarrollo del
recién nacido.
Pero sigamos. Una persona se abre al mundo y a los otros en primer lugar
por la familia (legal o de hecho, para lo que estamos hablando es igual). Por ella
puede superar sus deficiencias biológicas y humanas y superar el mero empla-
zamiento natural. No hay manera de crecer biológicamente, de desarrollar la
personalidad, de aprender a hablar, de aprender historias y símbolos, de acoger

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valores y perspectivas sin la mediación de la familia. Al hombre le sucede que


no puede abrirse a la globalidad de la realidad, a toda la riqueza de perspecti-
vas más que a través de una inserción concreta, que le sirva de trampolín para
futuros vuelos. No tiene más remedio que asumir su realidad de animal bioló-
gicamente deficiente e insertarse en todo el esfuerzo civilizatorio que ha reali-
zado la humanidad para compensar precisamente su deficiencia. La familia
humaniza, y como veo ciertas caras escépticas diré: puede humanizar.
Esta función humanizadora de la familia se pone de manifiesto en una doble
vertiente: en su dinamismo personalizador y en su fuerza socializadora. Evi-
dentemente esto no significa cerrar los ojos ante realidades deshumanizadoras
que existen y persisten en las relaciones familiares: machismo, violencia física
y psicológica sobre las mujeres, autoritarismo y malos tratos a hijos, intereses
poco «nobles» en la constitución o en la continuación de unidades familiares.
Pero esto no invalida el que también existan muchas familias que de una mane-
ra u otra vayan en esta línea humanizadora.
La institución familiar es el ámbito adecuado para la conformación del ser
humano como sujeto, como persona. Esta función personalizadora se realiza a
través de los siguientes dinamismos. En primer lugar posibilita la integración del
«yo», plasmando así la personalidad integral del ser humano como sujeto. La
presencia y la influencia de los modelos distintos y complementarios del padre
y de la madre (masculino y femenino), el vínculo del afecto mutuo, el clima de
confianza e intimidad, respeto y libertad, todo esto converge para que la fami-
lia se vuelva capaz de plasmar personalidades fuertes y equilibradas para la
sociedad. En segundo lugar abre cauces para el desarrollo de la relación inter-
personal por la que se consigue la estabilidad afectiva. Las relaciones entre los
miembros de la comunidad familiar están inspiradas por la ley de la «gratuidad»
que, respetando y favoreciendo en todos y cada uno la dignidad personal como
único título de valor, se hace acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibili-
dad desinteresada, solidaridad profunda.
Pero además la función personalizadora de la familia no puede entender-
se de manera privatística. La promoción de una madura relación de personas
en la familia se convierte en la primera e insustituible escuela de sociabilidad.
Permite implantar un sistema de relaciones sociales sobre los valores que
constituyen el «clima familiar», es decir, el respeto, la justicia, el diálogo y el
amor. Contrarresta la fuerza despersonalizadora y masificadora de la vida
social. De cara a una sociedad que corre el peligro de ser cada vez más des-
personalizada y masificada y por tanto inhumana y deshumanizadora, con los
resultados negativos de tantas formas de evasión, la familia posee y comuni-
ca todavía hoy energías formidables capaces de sacar al hombre del anoni-
mato, de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de enriquecerlo con
profunda humanidad y de insertarlo con su unidad e irrepetibilidad en el teji-
do de la sociedad.

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5. Esto nos conduce a otro punto de reflexión. Lipovetsky, el autor que hemos
citado antes, señala que esta «rehabilitación» de la familia no significa el regre-
so a los tradicionales deberes familiares prescritos por la «moral burguesa». En
las sociedades contemporáneas celebramos la familia, pero bastante menos las
obligaciones incondicionales de antaño. El culto a la familia se ha vaciado de
sus antiguas prescripciones obligatorias en beneficio de la íntima realización y
de los derechos del individuo libre. ¿Por qué? No hay más que fijarse bien: se
cree en el derecho a la libre unión, a la separación de los cónyuges, en el dere-
cho a la contracepción, a la maternidad fuera del matrimonio, a la familia poco
numerosa... El único matrimonio legítimo es el que procura «felicidad». Pese a
cotizarse otra vez en la bolsa de valores, la familia se ha reciclado por la lógi-
ca de la autonomía individualista.
¿Qué queda de la moral familiar tradicional en la era de los bancos genéti-
cos, de los embriones congelados, de la inseminación artificial y de la fecunda-
ción in vitro? En muy poco tiempo, estos métodos han trastocado los conceptos
tradicionales de paternidad, de maternidad y de filiación: una mujer puede ser
fecundada por un genitor anónimo o por un hombre muerto, la mujer genitora y
la mujer gestadora pueden estar disociadas, la madre de una mujer puede traer
al mundo al hijo de su propia hija. Cantidad de cuestiones nuevas, cantidad de
problemas morales nuevos, dadas las nuevas realidades emergentes.
Evidentemente no es mi intención adentrarme en cada una de las cuestiones
planteadas, lo que requeriría una reflexión adecuada a cada problemática. Lo
que intento simplemente es abrir una perspectiva sobre las cuestiones que emer-
gen y señalar las tendencias generales sobre las que hay que pensar. Con las nue-
vas técnicas de reproducción, la procreación de un hijo sin padre, la maternidad
y la paternidad sin relación sexual se han vuelto posibles. Por ello Lipovetsky
señala que «no asistimos al resurgimiento del orden familiar sino a su disolución
posmoralista, no es el deber de procrear y de casarse el que nos caracteriza, es
el derecho individualista al hijo, aunque sea fuera de los lazos conyugales» 6. Por
eso la familia, lejos de considerarse un fin en sí misma, se ha convertido en una
prótesis individualista en la que los derechos y los deseos subjetivos prevalecen
sobre las obligaciones categóricas. Ya no se respeta la familia en sí, sino la fami-
lia como instrumento de realización de las personas, la institución «obligatoria»
se ha metamorfoseado en institución emocional y flexible.
Esto se puede observar también en el descenso acusado de la maternidad en
los países económicamente más fuertes, hecho al que no hay que asociar nece-
sariamente una visión catastrofista. Hay menos familias numerosas que antes,
pero cada vez hay más parejas que tienen más de un hijo. Sin duda las tasas de
fecundidad bajan entre las mujeres jóvenes, pero aumentan entre las mujeres de
mayor edad que tendencialmente retrasan los nacimientos de los hijos desea-

6. ID., 161.

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dos. No hay ninguna tendencia acusada e ineluctable a una fecundidad a la


baja: la dinámica neo-individualista no significa rechazo del hijo, sino el hijo
cuando se quiera y en el número que se quiera. Es una visión muy reduccio-
nista asimilar el individualismo a la mónada narcisista sin más deseo que el yo
puro. Sea cual sea la amplitud del culto a la autonomía, a la salud y a la juven-
tud, las parejas desean y tienen estadísticamente entre dos y tres hijos (todavía
esta tendencia en España no está registrada como en el resto de Europa). No se
trata de sacrificar la propia vida íntima o profesional con nacimientos multipli-
cados, pero tampoco es cuestión de privarse de las variadas alegrías de tener
hijos. «Aunque la cultura neoindividualista puede hacer oscilar los índices de
fecundidad, no es asimilable a una máquina de guerra orientada contra la nata-
lidad, en una época en la que precisamente no se quiere renunciar a nada y en
la que el hijo forma parte integrante de la calidad total de la existencia»7.
Evidentemente habría que valorar en profundidad estos nuevos plantea-
mientos que cada vez tienen más carta de ciudadanía en nuestras sociedades.
No hay más remedio que conocer y escrutar en profundidad la realidad, pero
también hay que reflexionar sobre ella, valorarla, porque no todo lo que existe
o emerge en la civilización humana es digno de ser aprobado por el mero
hecho de su existencia. Sabemos que existen la explotación, el robo, el asesi-
nato; ¿tienen que tener carta de ciudadanía por ello, deben ser justificados por
el solo hecho de su existencia? Ciertamente no. Los nuevos planteamientos
indicados anteriormente señalan por una parte la emergencia de una concep-
ción moral general asentada sobre los valores de la autonomía, los derechos del
individuo (sea padre o madre, esposo o esposa, hijo) frente a morales de «sacri-
ficio» y «carga moral», lo cual es, a mi juicio un progreso teórico y práctico en
la tarea humanizadora. No hay deberes «impuestos» atávicamente, «porque así
se hizo siempre», «porque la naturaleza lo indica así». Hay derechos y deberes
de todos y para todos, para el respeto y la promoción de la dignidad de todos.
Sin embargo, a veces esta concepción es pensada y ejercida de manera pulsio-
nalmente individualista y encapsulada en el «yo». Por ello estos valores de
autonomía y realización personal tienen que asumir en su propia dinámica la
necesaria «exigencia» moral del respeto a los derechos de los otros y de la soli-
daridad inherente a las relaciones humanas, sobre todo en lo referente a las
relaciones y proyectos familiares. No se trata de restaurar «moralinas» trasno-
chadas, sino de profundizar en las implicaciones morales (evidentemente dere-
chos y deberes, exigencias morales) de las responsabilidades asumidas.

6. El poder y la libertad constituyen ingredientes consustanciales a las relacio-


nes familiares y merecen una atención especial y una reflexión adecuada, dado
además que siempre habrá una tensión entre ellos. El microcosmos que repre-
senta la familia por una parte reproduce y alimenta todas las contradicciones

7. ID., 164.

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sociales pero también de manera alternativa puede constituir un espacio y una


estructura de contestación social. Todo depende de la orientación que se le
imprima a la estructura familiar. Tradicionalmente la familia ha tenido una gran
carga de autoridad paterna (autoritarismo), de relaciones verticales y de repro-
ducción jerárquica del orden de la vida social. Pero a medida que intelectual y
prácticamente se reivindicaba la autonomía de las personas en el orden social
y político (pasando de la condición de súbditos a la de ciudadanos), estas mis-
mas perspectivas penetraban también en la realidad de la familia, insertada
como está en la misma realidad social.
Incluso se puede afirmar que las relaciones paterno-familiares han experi-
mentado un vuelco radical. En la actualidad, la educación de tipo liberal psi-
cológico y los valores de libertad individual actúan en la reducción y aún en la
destrucción del sentido de los deberes filiales: ya no se educa a los niños para
que honren a sus padres sino para que sean felices, para que se conviertan en
individuos autónomos, dueños de sus vidas y de sus afectos. La dinámica post-
moralista que privilegia los derechos subjetivos refuerza, sin embargo, el senti-
miento de obligación de los padres al hilo del movimiento secular del
descubrimiento moderno del niño. En nuestras sociedades individualistas el
niño se ha convertido en el principio-responsabilidad de los adultos, en un vec-
tor primordial de reafirmación de los deberes de los padres. El niño es prácti-
camente rey y su felicidad legitima un conjunto de presiones y de exigencias
que contrarrestan los derechos de autonomía de los individuos.
Respecto a esta situación habría que señalar que posibilitar la autonomía de
los individuos no tiene por qué significar la disolución de los vínculos familia-
res, sino que más bien puede verse como una oportunidad de instaurar unas
relaciones más horizontales, en las que la libertad de sus miembros pueda
madurar y ejercerse de manera adecuada y progresiva. Si algo caracteriza la
vida humana desde parámetros modernos es su reivindicación de realización de
la libertad a todos los niveles. La familia no puede permanecer ajena a esta pers-
pectiva. Por eso el poder paterno y materno, como en otras instituciones, debe
ceder su paso a la autoridad paterna y materna, en el mismo sentido que se dice
de alguien que tiene o posee autoridad. Una autoridad científica, intelectual,
moral o humana es alguien que tiene un reconocido prestigio e influencia por
su saber, por sus reflexiones, por su calidad moral o por su valía humana. La
autoridad debería ejercerse en la familia dentro de esta dinámica. Cada uno de
nosotros sabe por experiencia que sus padres han tenido o tienen una autoridad
en la medida en que han destacado por algunas cualidades dignas de ser teni-
das en cuenta o que no la tienen de ninguna manera si no han manifestado
dichas cualidades. Y además, conviene recordarlo, una autoridad cumple su
función precisamente cuando permite e incentiva de palabra y de hecho el
desarrollo libre y creativo de las personas, en nuestro caso de lo hijos. El poder
«vence» (impone de hecho sus planteamientos), la autoridad «con-vence», da
razones, abre un espacio común de libertad en el que asentimos y nos conven-

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cemos de lo que es valioso para nuestra existencia o merece la pena vivirse. Por
eso los dictadores son temidos y «obedecidos» (aunque sea a regañadientes),
mientras que las autoridades son reconocidas.

7. La idea de calificar las relaciones interpersonales por el amor es manifiesta-


mente una «invención cristiana». No vamos a entrar ahora en el análisis por-
menorizado de cómo se ha concebido y realizado esto a lo largo de nuestra
historia, con sus luces y sus sombras. Con el paso del tiempo, en la edad moder-
na el amor encuentra en la pareja conyugal su expresión más rica: es a la vez
don de sí, deseo del otro, amistad electiva. ¿Se puede proponer un modelo más
rico de potencialidades?
Una cuestión decisiva es saber si este modelo es realizable o es una «apues-
ta estúpida», como sugieren algunos pensadores. P. Bruckner y A. Finkielkraut
afirman en su libro El nuevo Desorden Amoroso: «El matrimonio de inclina-
ción es una conquista reciente: desde hace poco tiempo los partenaires se eli-
gen libremente y, rechazando cualquier otra consideración que no sea la
sentimental, se casan sobre la base de un “te quiero”. Había un bello ideal en
la base de esta “monogamia finalmente realizada” (Engels): reconciliar la ins-
titución terrena del matrimonio y la vocación metafísica del amor, es decir el
concurso de dos seres en la formación de una totalidad. Ahora bien, ¿qué suce-
de ahora, cuando se han levantado los obstáculos exteriores a la realización
del contrato amoroso y cuando la pasión se ha convertido de principio de tur-
bulencia en principio de asociación? El amor liberado no mantiene la distan-
cia [...] la pareja contemporánea es el desastre engendrado por esta apuesta
estúpida»8. Pero, aun admitiendo que el propósito es demasiado exigente, ¿se
puede afirmar tan rotundamente que sea algo estúpido, una ambición desme-
dida? Reconciliar el deseo y la ternura, la pasión y la duración, el placer y la
institución, la espontaneidad y el proyecto, ésta es la ambición de este mode-
lo que hace del amor el sentido y el cimiento de las relaciones interpersonales
y especialmente de las relaciones conyugales y familiares.
El filósofo que examina la situación actual observa que nos encontramos con
un conflicto de valores (o una tensión) muy nuevo: de un lado los antiguos valo-
res de la conyugalidad fundada sobre el amor y de otro lado los nuevos valores
ligados a la reivindicación de los derechos individuales. Parece que cada vez
más los segundos tienden a alcanzar la primacía: la fidelidad a la que se com-
promete alguien por el matrimonio o la vida en común será comprendida en
una amplia medida primeramente como una fidelidad a sí mismo, a su proyec-
to personal de vida. Esto lleva en ocasiones a que el amor tienda a alinearse
sobre el registro de lo útil. El modelo económico alcanza la primacía sobre el
modelo religioso (unidos ante Dios), social (la permanencia de la pareja asegu-

8. BRUKNER P. – FINKIELKRAUT A., Le Nouveau Désordre amoureux, Paris, Le Seuil,


1977, p. 139.

173
JOSÉ MARÍA AGUIRRE ORAA

ra la permanencia de la sociedad) o incluso moral (responsabilidad respecto a


los hijos).
Esto va ciertamente en la línea del amor-pasión, pero no en la del amor-don
de sí. Ahora bien, el amor-pasión con frecuencia es incapaz de asumir la tem-
poralidad, la duración donde debe poder inscribirse una relación para llegar a
ser creadora de vida y de felicidad. La historia y la experiencia parecen mostrar
que se llega a un impás ético cuando se oponen eros y agapé, amor posesivo y
amor oblativo, cuando sería necesario articularlos de modo crítico. Por eso el
amor habría que verlo no tanto como aquello que da sentido a las relaciones
interpersonales, cuanto como lo que precisamente las hace posibles de verdad.
Expresión de la compleja dialéctica antropológica entre necesidad y deseo, el
amor debe profundizar en aquello mismo que lo constituye y pasar de un reco-
nocimiento más o menos utilitario del otro al verdadero respeto. Y esta dinámi-
ca puede llevarnos hasta el imperativo ético supremo kantiano: «Actúa de tal
manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de
cualquier otro, siempre como un fin y jamás como un medio».
Para concluir este punto quisiera citar a Denis de Rougemont: «Se suele
objetar que el matrimonio no sería más que la “tumba del amor”. Sería quizás
más verdadero decir con Benedetto Croce que el “matrimonio es la tumba del
amor salvaje” (y más comúnmente del sentimentalismo)» 9. El amor «salvaje»
despersonaliza a las personas (históricamente ha supuesto violación y poliga-
mia). Por el contrario, la persona que ama no está falta de pasión, sino que
rechaza imponerse al otro, rechaza una violencia que niega y destruye a la otra
persona. Podríamos entonces definir el matrimonio con este autor como esta
«institución que contiene la pasión no ya por medio de la moral, sino por medio
del amor»10 ¿Y si además el amor fuera el sentido mismo de la moral, su objeti-
vo y aquello sobre lo que está fundamentada? ¿Y si finalmente la moral escucha
la voz secreta del deseo humano más profundo, del deseo humano más consti-
tutivo de sí?

8. Quisiera finalizar con un apunte ya esbozado, que nos permita trascender los
límites de la familia: la dinámica del amor se expande hasta la universalidad. A
veces hablamos de «familia humana», al referirnos a la humanidad. Evidente-
mente tiene un sentido alegórico, pero creo que también tiene una fuerte carga
utópica de horizonte de sentido y de perspectiva de acción. ¿Por qué no exten-
der las exigencias del amor al conjunto de la humanidad, al conjunto de los
seres humanos? El impacto del cristianismo abrió una brecha histórica en este
sentido. La filosofía también ha sido activa en este desarrollo. Os cito tres tex-
tos de filósofos de diferentes épocas y contextos ideológicos que así lo señalan.
Baste su lectura para concluir esta conferencia.

9. DE ROUGEMONT D., L’Amour et l’Occident, Paris, Plon, 1956, p. 264.


10. ID., p. 266.

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FAMILIA, LIBERTAD Y PODER. REFLEXIONES FILOSÓFICAS

Séneca: «La Naturaleza nos ha hecho a todos parientes, trayéndonos de un


mismo origen y destinándonos al mismo fin; ella nos ha infundido el amor
mutuo y nos ha hecho sociables; ella ha establecido lo justo y lo injusto; por
decreto suyo es más miserable dañar que ser dañado»11.
«Esté de continuo en nuestro corazón y en nuestra boca aquel verso: “Hom-
bre soy, de lo humano nada estimo ajeno a mí”. Unámonos estrechamente:
todos nacimos para estar en común»12.
Montesquieu: «Si yo conociera algo que me fuera útil y fuera perjudicial
para mi familia, yo lo rechazaría de mi espíritu. Si yo conociera algo que fuera
útil para mi familia y que no lo fuera para mi patria, yo intentaría olvidarlo. Si
yo supiera de algo que fuera útil a mi patria, pero que fuera perjudicial para
Europa y para el género humano, yo lo miraría como un crimen».
Kant: «El más elevado entre todos estos deberes es el respeto por el derecho
de los demás. Estoy obligado a respetar el derecho de los demás y a conside-
rarlo como sacrosanto. No existe en el mundo entero nada más sacrosanto que
el derecho de los demás, el cual es sagrado e inviolable. ¡Ay de aquel que ofen-
da o pisotee el derecho de los demás!»13.
«El fin universal de la humanidad es la suprema perfección moral; si todos
quisieran comportarse de tal modo que su conducta se compadeciera con esta
finalidad universal, se alcanzaría con ello la perfección suprema. Cada cual se
ha de esforzar individualmente por adecuar su comportamiento a esta meta. [...]
Cuando la naturaleza humana haya alcanzado su pleno destino y su máxima
perfección posible, se instaurará el reino de Dios sobre la tierra, imperarán
entonces la justicia y la equidad en virtud de una conciencia interna y no por
mor de autoridad pública alguna. Esta es la suprema perfección moral que pue-
de alcanzar el género humano, el fin último al que se halla destinado, si bien
sólo queda esperarlo tras el transcurso de muchos siglos»14.
Y acabemos con un cuento judío que a mí me resulta altamente esclarece-
dor para mostrar lo que queremos señalar: «Un viejo rabino preguntó una vez
a sus alumnos cómo se sabe la hora en que la noche ha terminado y el día ha
comenzado. ¿Será, dijo uno de los alumnos, cuando uno puede distinguir a lo
lejos un perro de una oveja? No, contestó el rabino. ¿Será, dijo otro, cuando
puedas distinguir un almendro de un melocotonero? Tampoco, contestó el rabi-
no. ¿Cómo lo sabremos entonces?, preguntaron los alumnos. Lo sabremos, dijo
el rabino, cuando, al mirar a cualquier rostro humano, reconozcas a tu herma-
no y a tu hermana. Mientras tanto, seguiremos estando en la noche».

11. SENECA , Tesoro de máximas, avisos y observaciones, Traducción de José Manuel Gar-
cía de la Mora, Barcelona, Círculo de Lectores, nº 356, p. 100.
12. ID., nº 363, p. 101.
13. KANT I., Lecciones de ética, Barcelona, Crítica, 1988, p. 237.
14. ID., pp. 301-303.

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JOSÉ MARÍA AGUIRRE ORAA

La realización efectiva, histórica, social y personal de la fraternidad, de la


hermandad, de la solidaridad supone amanecer personalmente y como huma-
nidad. ¿Bello sueño?, ¿utopía sin sentido?. ¿Por qué no pensarlo más bien como
el despliegue efectivo de nuestro enigma más íntimo, como la tarea práctica de
nuestro dinamismo más profundo?

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