La filosofía como sábado
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La filosofía como sábado - Miguel García-Baró López
Para Lucas y Susana.
PÓRTICO
El sábado de la creación no terminó nunca, como verá el lector atento del primer capítulo del libro del Génesis. Su descanso, su menujá, su paz integral, está abierta en la eternidad, como pendiente sobre el ser humano y el mundo. Dios habita allí y desde allí sostiene el ser de las criaturas, revela cómo el amor y sus obras son la clave de la redención de todas las cosas y espera nuestro movimiento de aspiración absoluta, de confianza y esperanza absolutas también, hacia cuanto es suyo.
Pero, para que lo santo pueda actuar sobre la historia y la naturaleza, es preciso que el hombre no solo trabaje, sufra, se multiplique y muera, sino también que refleje en medio de su existencia cotidiana el sábado de Dios. Hay que marcar el tiempo del mundo con la señal de la eternidad. Hay que elevarse a la libertad desde la esfera en la que nada parece concederla. Para esto es necesario distanciarse, abstenerse, marchar contra la corriente de los días de labor de la semana. Un ser humano que solo se entienda a sí mismo desde ellos y carezca del reposo libre que les debe dar su sentido justo es nada más que un fragmento de mundo y de historia, un instrumento en manos de la aparente Totalidad dentro del tiempo; no logra saber que de derecho tiene otra condición, que Platón ya llamaba la de una realidad intermedia (intermedia entre el tiempo y la eternidad, entre el mundo y Dios); no puede trabajar en la enmienda y la redención del mundo, porque no entiende lo esencial y no cobra desde ello las fuerzas necesarias para concebir su deber más hondo y para afrontarlo.
La búsqueda de la verdad es el inicio de ese movimiento de elevación, de distancia, de libertad, de paz. La filosofía, su práctica existencial, es justamente esta forma de la acción y del amor (del amor a todas las cosas por su sentido verdadero). La erudición, la lógica, los métodos, son los apoyos ulteriores de este acontecimiento espiritual; el cual, como todos los acontecimientos, no tiene su origen simplemente en el hombre, pero exige de este una tensión máxima, un punto máximo de la inquietud de su corazón.
Los ensayos que se contienen en este libro ilustran momentos de filosofía. Para que el hilo que los vincula a todos resalte con más claridad resumo ahora las primeras tesis de la filosofía, que de muchas maneras se comentan, se fundamentan y se especifican en los capítulos siguientes.
1) Ha de comenzarse siempre en filosofía por el ideal mismo de ella: el ideal de la responsabilidad infinita por las verdades desde las que se actúa, o sea, desde las que se construye la existencia.
2) Este ideal marca una primera tarea: la necesidad de diferenciar claramente el mundo de la vida cotidiana y la existencia de los mundos que le están suprapuestos (y que ante todo son los dominios de objetos de las ciencias modernas y de las ideologías). La filosofía da primero el paso de esta distinción y después se concentra en las relaciones que ligan a la existencia con el mundo de la vida y los mundos de las ciencias, las artes y las religiones.
3) No se puede concebir en su plenitud la idea de la filosofía, en el sentido que se acaba de esquematizar, más que cuando ya nuestra existencia ha recorrido un arco importante de su trayecto. La filosofía no es cosa de niños, ni de adolescentes, ni de estetas.
4) El movimiento del espíritu que abre la puerta de la filosofía es en realidad casi simultáneo con el acceso de la existencia a su estadio ético, que nunca es el inicial de ella. Dicho con otras palabras: el motivo capital del filosofar no es el asombro, sino la vergüenza. En la filosofía no se trata de un conocimiento de lujo, y menos de curiosidad, sino de la búsqueda de la verdad de todo lo real bajo el peso de la responsabilidad de cada individuo, que empieza por ser la de no vivir sobre falsedades (desde las cuales, por cierto, es seguro que se daña la existencia de los otros hombres que nos están cercanos).
5) De ahí que no sea posible una filosofía radical que no considere la existencia como dividida en fases, estadios o épocas. El pensamiento lo es de la existencia marcada por los acontecimientos seriados.
6) Luego la tarea capital de la filosofía primera hoy es la consideración, por una parte, de la naturaleza y la serie de los acontecimientos; por otra, de la esencia de los estadios existenciales que los acontecimientos están llamados a separar.
7) De aquí la necesidad y la urgencia de una reivindicación filosófica de la infancia, que ve en ella aquella fase en que la vida se vive sin tiempo finito e irreversible y, de improviso, todo cambia: se pasa a existir en el tiempo irreversible y breve.
8) Este acontecimiento creacional o matricial de la existencia del hombre no puede ser otro que el acontecimiento de la muerte, la cual termina revelándose como el muy bien que Dios proclamó sobre su creación al atardecer del día sexto.
9) La forma prefilosófica del pensar es aquella que transcurre a la sola luz del acontecimiento de la muerte (y quizá en la actitud cientificista). Este primer estadio de la existencia contiene una ambigüedad esencial que puede, mediante la educación del afecto, preparar casi misteriosamente, en libertad, la llegada del acontecimiento esencialmente segundo. Esta ambigüedad es una escisión: por una parte, se está en la inquietud absoluta que el problema de la muerte y el sentido oscuro de la felicidad han introducido en nosotros; por la otra, se vive en la banalidad y quizá en la mera persecución de los goces del mundo, procurando olvidar la angustia.
10) Si después de la preparación afectiva e intelectual adecuadas sobreviene el segundo de los acontecimientos (y no tiene por qué sucedernos, incluso aunque nos hayamos preparado para ello), bien merece el nombre de revelación. Su estructura es la de aquello que permite la vergüenza, el descentramiento radical de la existencia, la experiencia nueva del tiempo de la política, la posibilidad de la violencia y la auténtica fecundidad histórica. La revelación lo es del amor, por cuya gracia la muerte propia pierde su aguijón.
11) La culpa media la llegada a la responsabilidad y la vergüenza (y al amor no egoísta o de revelación), de la misma manera que la desgracia media la llegada a la petición de perdón, la cual, a su vez, media la experiencia intratemporal de la eternidad: el inicio del tercer acontecimiento o redención.
12) Es preciso analizar, por fin, lo que supone la experiencia de la eternidad en orden al acontecimiento últimamente no anticipable (el pasar de esta vida), pero también los modos de la vida en la fase de su culminación (filosofía de la mística, panorama definitivo del problema enigmático del mal, filosofía del cristianismo y de lo político).
Y como una finalidad adyacente de mi libro es la de animar a sus lectores a penetrar con valentía en ciertos textos y ciertos autores de nuestra riquísima tradición espiritual, sin dejarse intimidar por obstáculos fingidos (terminología complicada, abstracción extraordinaria, necesidad de una erudición enorme para entender algo, etc.), he recurrido a una exposición de mis tesis apoyada lo más que me ha sido posible en mis clásicos preferidos (aunque también alguna vez en la crítica a ciertas figuras famosas, como sucede en el capítulo «Contra los ontólogos, in ontologos»).
Agradezco en el alma a la Fundación Joan Maragall que me haya confiado la preparación de este libro, en cuyas páginas he procurado poner lo mejor de cuanto he aprendido en una vida ya largamente dedicada a intentar alcanzar el sábado que es la filosofía.
Mi amor a la lengua catalana se ve extraordinariamente satisfecho, más allá de mis mejores esperanzas, con haber visto aparecer primeramente mi libro traducido a ella.
Madrid, 30 de abril de 2012
1
FILOSOFÍA
Filosofía: esta palabra evoca inmediatamente perfección. Es, desde luego, una evocación personal, que siento yo, que sé que muchas personas no comparten en absoluto. Ellas parece, en bastantes casos, que unen el nombre de la filosofía solo con las distinciones sin interés, la pedantería, el afán de discutir –que suele encubrir el mero deseo de obtener victorias espurias, pero que duelan especialmente a los derrotados en ellas–; en suma, una manera de aburrirse pretenciosa que por fortuna ha quedado limitada a cosa más bien del pasado. Para otras personas aún, «filosofía» suena a coartada: a reemplazo de la vida y sus compromisos morales, políticos y caritativos, por la pérdida de tiempo, la torre de marfil, el engreimiento de quienes pretenden hablar desde arriba a quienes sí trabajan de veras aquí abajo. Para estos, la filosofía es un turbio asunto inmoral, cercano a la manipulación de las conciencias y más cercano todavía a la pereza, lo cobarde, la exquisitez ridícula de los que no hacen nada más que aparentar que enseñan, porque ellos lo han leído todo y, en consecuencia –¡bonita consecuencia típicamente filosófica!–, lo han vivido todo.
Posiblemente, el mejor concepto popular en que se tiene ahora a la filosofía sea pensar de ella que, como le da la vuelta a todas las cosas, bien hecha y bien escrita ha de ser sumamente divertida, como lo es siempre el hombre de veras culto. Ya no es popular el viejo tópico de que el filósofo es, además, la persona imperturbable ante las desgracias y las buenas fortunas.
Es natural que haya que usar todas las palabras que importan, sobrellevando el peso de las ambigüedades entre las que se mueven en la sociedad. Quizá sea imposible que las realidades valiosas se den en un terreno que no esté al mismo tiempo lleno de sus corrupciones. No solo es cierto que la degeneración de lo óptimo da lo pésimo; también debe de serlo que nada es óptimo si no sufre pésimas corrupciones. Así ha sucedido con la filosofía: que los «filósofos» han ganado para ella esta fama dudosa.
Pero, una vez que tomamos conciencia de esta situación más bien amarga alrededor de la filosofía, ¿qué perfección es la que esta sola palabra evoca todavía en mí, quizá en muchos?
Me gustaría responder que, sencillamente, la perfección misma, pero en la medida en que es algo no divino, sino al alcance de nuestra existencia. Ahora bien, sería razonable que se me pidiera concretar esta respuesta. Platón y Sócrates sabían que el bien perfecto es aquello que solo consta de bien puro, de nada más que de bien; pero también sabían que lo perfecto está ante nosotros, en su sencillez, como un rostro cubierto por muchos velos: lo adivinamos desde que se nos presenta, desde siempre; pero no lo reconocemos suficientemente más que cuando nos hemos deshecho de gran cantidad de esas sutiles capas de disfraz. Como desde el principio lo deseamos, algunas quitaremos; ¡qué pena si nos damos por satisfechos enseguida! ¡Qué pena si nos damos alguna vez por satisfechos!
El primer aspecto de la perfección con la que va vinculada la filosofía es la responsabilidad.
Decir «responsabilidad perfecta» es expresar una cierta contradicción, sin embargo; lo que debemos decir, más bien, es «responsabilidad absoluta». Precisamente porque la responsabilidad es nada más que el primer aspecto de la perfección a la que me refiero, pero solo eso: necesita complemento. Una responsabilidad perfecta es algo semejante a una culpabilidad perfecta... O, en otras palabras: el que conoce la diferencia entre lo bueno y lo malo es que es malo, bastante malo (aunque también quizá, solo quizá, sea al mismo tiempo un poco bueno o bastante bueno).
Filosofía es, ante todo, responsabilidad absoluta. Yo, capaz de responder a apelaciones y cuestiones, en la filosofía me habría de convertir en quien responde radicalmente, de todo, siempre. Yo que hablo e interpelo a otros, en la filosofía empiezo por ser aquel a quien todos pueden hablar y que debe procurar responder a todos. Sin los demás y sin el lenguaje, o sea, sin las situaciones de diálogo, no se concibe plenamente la filosofía. Mejor dicho, no se concibe en absoluto la filosofía. Y no estoy afirmando que solo las lenguas de los hombres hablen; quizá hablan las cosas también, las circunstancias, los acontecimientos, Dios.
Paso rápidamente a más aspectos de la perfección propia de la filosofía, propia de nuestra existencia.
El segundo es la verdad; pero también aquí ocurre que la expresión «verdad perfecta» no se entiende del todo ni bien, porque cualquier verdad depende de otras y engendra otras, y notamos desde el principio –también desde el principio– que la totalidad de la verdad, la verdad perfecta, es demasiado: es algo que queda, justamente, para Dios –o para nadie–. Incluso la expresión «verdad absoluta» resulta más problemática que «responsabilidad absoluta». Es clarísimo que alguna verdad la conocemos absolutamente; por ejemplo: «Yo tengo problemas». Pero una cosa es que estemos del todo ciertos de que es verdad esto que digo y otra que todo lo que se contiene en estas palabras se nos esté ofreciendo transparentemente y entero. Sé divinamente que tengo problemas, pero no sé divinamente qué problemas tengo: se trata de una lista que únicamente sé empezar, que puedo prolongar, pero que no logro cerrar.
Responsabilidad absoluta por la verdad. Ya esta frase sí señala algo perfecto, aunque conviene añadirle algún matiz aún. Describe un ideal, pero no solo una utopía, sino el objeto de un deseo maravilloso que, además, ya está actuando, siquiera un poco, en nosotros. Por lo menos en la medida en que nos hemos abstenido de otras faenas para escribir esta página y para leerla, ya esta distancia de otras ocupaciones, ya este ocio o escuela (así se dice, respectivamente, en latín y en griego), es posible porque abrigamos, casi sin darnos cuenta, ese maravilloso deseo. Ya estamos siendo parcialmente responsabilidad absoluta por la verdad, porque ya estamos siendo de hecho alguna responsabilidad por alguna verdad, y esto solo cabe acompañado por el adverbio absolutamente. Ser poco responsable es no serlo nada.
La verdad nos gusta y estamos seguros de que no siempre vivimos de ella. Por eso, cuando nos proponemos nosotros o vemos que alguien, ante nosotros, se propone investigar alguna verdad importante, examinar si de veras es una verdad, aun sintiendo algún escalofrío de temor, nos vemos atraídos, no quedamos al margen e indiferentes. Sería terrible que esa presunta verdad revelara al final no serlo, y sabemos de antemano que, en los procesos de crítica, suele ocurrir esta clase de revelación. No nos hacemos aún cargo, seguramente, de las fuertes consecuencias que tendría la caída de esa «verdad» en el descrédito; pero es que nos es imposible vivir de lo falso a sabiendas de su falsedad. Incluso cuando parte de nuestra vida se monta sobre algo falso, queda siendo verdad otra cosa por la que hacemos este sacrificio –mejor dicho, casi siempre, esta maldad, esta estupidez–. El mentiroso y el perverso aspiran, sin duda, a que su postura en la vida sea de alguna manera más auténtica, más ventajosa, más verdadera incluso, que las posturas de los demás. Si se odia la verdad es, como sabía san Agustín, bajo las especies de un amor disparatado y malo a ella. Se le rinde homenaje incluso cuando se la pisotea. El que se cierra a oír la verdad es porque real y verdaderamente cree que necesita seguir viviendo de otra verdad: no soporta que se ataque aquello sin lo cual –sin cuya verdad– no entiende cómo podrá continuar adelante. Y soportará en el futuro lo que por el momento lo angustia, si es que va aprendiendo a reemplazar las partes más endebles de su antigua «verdad» por otras piezas más sólidas, poco a poco, sin ahogarse en medio de la operación.
La vida está siempre apoyada en un número inmenso de (presuntas) verdades, a muchas de las cuales no queremos mirar de hito en hito, por si acaso. Responsabilizarse absolutamente por la verdad suena en principio a una peligrosa extravagancia, que ha contribuido a los ecos negativos de la misma palabra «filosofía»; porque una persona que tiene gran parte de su vida ya hecha –como decimos con una expresión demasiado poco reflexionada– tendría, si obedece al imperativo de la filosofía, que desprenderse egoístamente de sus vínculos con muchas cosas y mucha gente para poder empezar a examinar de arriba abajo las verdades de las que vive.
¡Habría que ser egoísta para intentar empezar a ser de veras responsable! Es muy cómodo eso de romper de repente con todo, pasar a preocuparse tan solo de uno mismo y recomenzar la vida; seguramente que la motivación profunda de esta salida chocante no es otra que el cansancio que producen las responsabilidades reales que se han contraído ya. Alguien que hace un instante se preocupaba más por los demás que por él mismo los abandona para mirarse el propio ombligo, los acusa masivamente de estupidez y pereza, y pasa a una vida de juego que él llama libre, donde por fin parece que le está permitido todo lo que la seriedad de sus pasados compromisos le vedaba. Regresa a la adolescencia, porque no puede más con la carga de la madurez; y siempre usa para esto el prestigio de algún gurú, de algún presunto sabio (solitario, desde luego, y desprendido él también, a modo de ejemplo, de todo vínculo).
Sería inútil repetir que lo mejor tiene que abrirse paso entre las tergiversaciones ridículas y malvadas de lo que representa. Es así; será siempre así; fue desde el principio así. Y acabo de recordar que el egoísmo y la falsedad no pueden estar cómodos más que viéndose a sí mismos a la luz de sus contrarios. Se disfrazan de estos no solo para presentarse en sociedad, sino, fundamentalmente, para mirarse en el espejo.
Claro que una persona que apenas ha empezado a vivir, como carece de lazos definitivos y se ha decidido a muy poco, tiene paso libre a la tarea de la responsabilidad absoluta; pero esta constatación no es en el fondo más que otra de las formidables ironías de Sócrates. Esa