Gonzalez, Caps. 1-6
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PARTE I
La era de los mártires
Cristianismo
[Vol. 1, Page 21]
e historia 1
Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto Cé-
sar, que todo el mundo fuese empadronado.
Lucas 2.1
Desde sus mismos orígenes, el evangelio se injertó en la historia humana. De hecho, eso es el evangelio: las buenas
nuevas de que en Jesucristo Dios se ha introducido en nuestra historia, en pro de nuestra redención.
Los autores bíblicos no dejan lugar a dudas acerca de esto. El Evangelio de San Lucas nos dice que el nacimiento
de Jesús tuvo lugar en tiempo de Augusto César, y “siendo Cirenio gobernador de Siria” (Lucas 2:2). Poco antes, el
mismo evangelista coloca su narración dentro del marco de la historia de Palestina, al decirnos que estos hechos suce-
dieron “en los días de Herodes, rey de Judea” (Lucas 1:5). El Evangelio de San Mateo se abre con una genealogía que
enmarca a Jesús dentro de la historia y las esperanzas del pueblo de Israel, y casi seguidamente nos dice también que
Jesús nació “en días del rey Herodes” (Mateo 2:1). Marcos nos da menos detalles, pero no deja de señalar que su libro
trata de lo que “aconteció en aquellos días” (Marcos 1:9). El Evangelio de San Juan quiere asegurarse de que no pen-
semos que todas estas narraciones tienen un interés meramente transitorio, y por ello comienza afirmando que el Verbo
que fue hecho carne en medio de la historia humana (Juan 1:14) es el mismo que “era en el principio con Dios” (Juan
1:2). Pero después todo el resto de este evangelio se nos presenta a modo de narración de la vida de Jesús. Por último,
un interés semejante puede verse en la Primera Epístola de San Juan, cuyas primeras líneas declaran que “lo que era
desde el principio” es también “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y
palparon nuestras manos”(l Juan 1:1).
Esta importancia de la historia para comprender el sentido de nuestra fe no se limita a la vida de Jesús, sino que
abarca todo el mensaje bíblico. En el Antiguo Testamento, buena parte del texto sagrado es de carácter histórico. No
sólo los libros que generalmente llamamos “históricos”, sino también los libros de la Ley [Vol. 1, Page 22] —por ejemplo,
Génesis y Exodo, y de los profetas nos narran una historia en la que Dios se ha revelado a su pueblo. Aparte de esa
historia, es imposible conocer esa revelación.
También en el Nuevo Testamento encontramos el mismo interés en la historia. Lucas, después de completar su
evangelio, siguió narrando la historia de la iglesia cristiana en el libro de Hechos. Esto no lo hizo Lucas por simple curio-
sidad anticuaria. Lo hizo más bien por fuertes razones teológicas. En efecto, según el Nuevo Testamento la presencia de
Dios entre nosotros no terminó con la ascención de Jesús. Al contrario, el propio Jesús les prometió a sus discípulos que
no les dejaría solos, sino que les enviaría otro Consolador (Juan 14:16–26). Y al principio de Hechos, inmediatamente
antes de la ascención, Jesús les dice que recibirán el poder del Espíritu Santo, y que en virtud de ello le serán testigos
“hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés marca el comienzo de la
vida de la iglesia. Por lo tanto, lo que Lucas está narrando en el libro que generalmente llamamos “Hechos de los Após-
toles” no es tanto los hechos de los apóstoles como los hechos del Espíritu Santo a través de los apóstoles. Lucas escri-
be entonces dos libros, el primero sobre los hechos de Jesucristo, y el segundo sobre los hechos del Espíritu. El segun-
do libro, empero, casi parece haber quedado inconcluso. Al final de Hechos, Pablo está todavía predicando en Roma, y
el libro no nos dice qué fue de él ni del resto de la iglesia. Esto tenía que ser así, porque la historia que Lucas está na-
rrando necesariamente no ha de tener fin hasta que el Señor venga.
Naturalmente, esto no quiere decir que toda la historia de la iglesia tenga el mismo valor o la misma autoridad que el
libro de Hechos. Al contrario, la iglesia siempre ha creído que el Nuevo Testamento y la edad apostólica tienen una auto-
ridad única. Pero lo que antecede sí quiere decir que, desde el punto de vista de la fe, la historia de la iglesia o del cris-
tianismo es mucho más que la historia de una institución o de un movimiento cualquiera. La historia del cristianismo es la
historia de los hechos del Espíritu entre los hombres y las mujeres que nos han precedido en la fe.
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A veces en el curso de esta historia habrá momentos en los que nos será difícil ver la acción del Espíritu Santo.
Habrá quienes utilizarán la fe de la iglesia para enriquecerse o para engrandecer su poderío personal. Otros habrá que
se olvidarán del mandamiento de amor y perseguirán a sus enemigos con una saña indigna del nombre de Cristo. En
algunos períodos nos parecerá que toda la iglesia ha abandonado por completo la fe bíblica, y tendremos que preguntar-
nos hasta qué punto tal iglesia puede verdaderamente llamarse cristiana. En tales momentos, quizá nos convenga recor-
dar dos puntos importantes.
El primero de estos puntos es que la historia que estamos narrando es la historia de los hechos del Espíritu Santo,
sí; pero es la historia de esos hechos entre gentes pecadoras como nosotros. Esto puede verse ya en el Nuevo Testa-
mento, donde Pedro, Pablo y los demás apóstoles se nos presentan a la vez como personas de fe y como miserables
pecadores. Y, si ese ejemplo no nos basta, no tenemos más que mirar a los “santos” de Corinto a quienes Pablo dirige
su primera epístola.
El segundo punto que debemos recordar es que ha sido precisamente a través de esos pecadores y de esa iglesia al
parecer totalmente descarriada que el evangelio ha llegado hasta nosotros. Aun en medio de los siglos más oscuros de
la vida de la iglesia, nunca faltaron cristianos que amaron, estudiaron, conservaron y copiaron [Vol. 1, Page 23] las Es-
crituras, y que de ese modo las hicieron llegar hasta nuestros días. Además, según iremos viendo en el curso de esta
historia, nuestro propio modo de interpretar las Escrituras no deja de manifestar el impacto de esas generaciones ante-
riores. Una y otra vez a través de los siglos el Espíritu Santo ha estado llamando al pueblo de Dios a nuevas aventuras
de obediencia. Nosotros también somos parte de esa historia, de esos hechos del Espíritu.
El cumplimiento
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del tiempo 2
Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de
mujer y nacido bajo la ley.
Gálatas 4. 4
Los primeros cristianos —Pablo entre ellos— no creían que el tiempo y el lugar del nacimiento de Jesús fueron dejados
al azar. Al contrario, aquellos cristianos veían la mano de Dios preparando el advenimiento de Jesús en todos los acon-
tecimientos anteriores a la Navidad, y en todas las circunstancias históricas que la rodearon. Lo mismo puede decirse del
nacimiento de la iglesia, que es el resultado de la obra de Jesús. Dios había preparado el camino para que los discípu-
los, una vez recibido el poder del Espíritu Santo, pudieran serle testigos “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y
hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8).
Por lo tanto, la iglesia nunca fue una comunidad desprovista de todo contacto con el mundo exterior. Los primeros
cristianos eran judíos del siglo primero, y fue como judíos del siglo primero que escucharon y recibieron el evangelio.
Después la nueva fe se fue propagando, tanto entre los judíos que vivían fuera de Palestina como entre los gentiles que
vivían en el Imperio Romano y aun fuera de él. En consecuencia, a fin de comprender la historia de la iglesia en sus pri-
meros siglos debemos primero echar una ojeada hacia el mundo en que esa iglesia se desenvolvió.
El judaísmo en Palestina
Palestina, la región en donde el cristianismo dio sus primeros pasos, ha sido siempre una tierra sufrida. En tiempos
antiguos esto se debió principalmente a su posición geográfica, que la colocaba en la encrucijada de las dos grandes
rutas comerciales que unían al Egipto con Mesopotamia, y a Arabia con Asia Menor. A través de toda la historia del Anti-
guo Testamento, esta estrecha faja de terreno se vio codiciada e invadida, unas veces por el Egipto, y otras por los
grandes imperios que surgieron en la región de Mesopotamia y Persia. En el siglo IV a.C., con [Vol. 1, Page 26] Alejan-
dro y sus huestes macedonias, un nuevo contendiente entró en la arena. Al derrotar a los persas, Alejandro se hizo due-
ño de Palestina. Alejandro murió en el año 323 a.C., y siguieron entonces largos años de inestabilidad política. La dinas-
tía de los Ptolomeos, fundada por uno de los generales de Alejandro, se posesionó del Egipto, mientras que los Seleu-
cos, de semejante origen, se hicieron dueños de Siria. De nuevo Palestina resultó ser la manzana de la discordia en las
luchas entre los Ptolomeos y los Seleucos.
Las conquistas de Alejandro habían tenido una base ideológica. El propósito de Alejandro no era sencillamente con-
quistar el mundo, sino unir a toda la humanidad bajo una misma civilización de tonalidad marcadamente griega. El resul-
tado de esto fue el helenismo, que tendía a combinar elementos puramente griegos con otros tomados de las diversas
civilizaciones conquistadas. Aunque el carácter preciso del helenismo varió de región en región, en términos generales le
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dio a la cuenca oriental del Mediterráneo una unidad que sirvió primero a la expansión del Imperio Romano y después a
la predicación del evangelio.
Pero para los judíos el helenismo no era una bendición. Puesto que parte de la ideología helenista consistía en equi-
parar y confundir los dioses de diversos pueblos, los judíos veían en el helenismo una seria amenaza a la fe en el Dios
único de Israel. Por ello, la historia de Palestina desde la conquista de Alejandro hasta la destrucción de Jerusalén en el
año 70 d.C. puede verse como el conflicto constante entre las presiones del helenismo por una parte y la fidelidad de los
judíos a su Dios y sus tradiciones por otra.
El punto culminante de esa lucha fue la rebelión de los Macabeos. Primero el sacerdote Matatías, y después sus tres
hijos Jonatán, Judas y Simeón, se rebelaron contra el helenismo de los Seleucos, que pretendía imponer dioses paganos
entre los judíos. El movimiento tuvo cierto éxito. Pero ya Juan Hircano, el hijo de Simeón Macabeo, comenzó a amoldar-
se a las costumbres de los pueblos circundantes, y a favorecer las tendencias helenistas. Cuando algunos de los judíos
más estrictos se opusieron a esta política, se desató la persecución. Por fin, en el año 63 a.C., el romano Pompeyo con-
quistó el país y depuso al último de los Macabeos, Aristóbulo II.
La política de los romanos era por lo general tolerante hacia la religión y las costumbres de los pueblos conquista-
dos. Poco tiempo después de la deposición de Aristóbulo, los romanos les devolvieron a los descendientes de los Maca-
beos cierta medida de autoridad, dándoles los títulos de sumo sacerdote y de etnarca. Herodes, nombrado rey de Judea
por los romanos en el año 40 a.C., fue el último gobernante con cierta ascendencia macabea, pues su esposa era de ese
linaje.
Pero aun la tolerancia romana no podía comprender la obstinación de los judíos, que insistían en rendirle culto sólo a
su Dios, y que se rebelaban ante la menor amenaza contra su fe. Herodes hizo todo lo posible por introducir el helenismo
en el país. Con ese propósito hizo construir templos en honor de Roma y de Augusto en Samaria y en Cesarea. Pero
cuando se atrevió a hacer colocar un águila de oro sobre la entrada del Templo los judíos se sublevaron, y Herodes tuvo
que recurrir a la violencia. Sus sucesores siguieron la misma política helenizante, haciendo construir nuevas ciudades de
estilo helenista y trayendo gentiles a vivir en ellas.
Por esta razón las rebeliones se sucedieron casi ininterrumpidamente. Jesús era niño cuando los judíos se rebelaron
contra el etnarca Arquelao, quien tuvo que recurrir a las tropas romanas. Esas tropas, al mando del general Varo, destru-
yeron la ciudad de Séforis, capital de Galilea y vecina de Nazaret, y crucificaron a dos [Vol. 1, Page 27] mil judíos. Es a
esta rebelión que se refiere Gamaliel al decir que “se levantó Judas el galileo, en los días del censo, y llevó en pos de sí
a mucho pueblo” (Hechos 5:37). El partido de los celotes, que se oponía tenazmente al régimen romano, siguió existien-
do aún después de las atrocidades de Varo, y jugó un papel importante en la gran rebelión que estalló en el año 66 d.C.
Esa rebelión fue quizá la más violenta de todas, y a la postre llevó a la destrucción de Jerusalén en el año 70 d.C., cuan-
do el general —y después emperador— Tito conquistó la ciudad y derribó el Templo.
En medio de tales luchas y tentaciones, no ha de extrañarnos que el judaísmo se haya vuelto cada vez más legalis-
ta. Era necesario que el pueblo tuviese directrices claras acerca de cuál debería ser su conducta en diversas circunstan-
cias. Los preceptos detallados de los fariseos no tenían el propósito de fomentar una religión puramente externa —
aunque a veces hayan tenido ese resultado— sino más bien de aplicar la Ley a las circunstancias en que el pueblo vivía
día a día. Los fariseos eran el partido del pueblo, que no gozaba de las ventajas materiales acarreadas por el régimen
romano y el helenismo. Para ellos lo importante era asegurarse de cumplir la Ley aun en los tiempos difíciles en que
estaban viviendo. Además, los fariseos creían en algunas doctrinas que no encontraban apoyo en las más antiguas tra-
diciones de los judíos, tales como la resurrección y la existencia de los ángeles.
Los saduceos, por su parte, eran el partido de la aristocracia, cuyos intereses le llevaban a colaborar con el régimen
romano. Puesto que el sumo sacerdote pertenecía por lo general a esa clase social, el culto del Templo ocupaba para
los saduceos la posición central que la Ley tenía para los fariseos. Además, aristócratas y conservadores como eran, los
saduceos rechazaban las doctrinas de la resurrección y de la existencia de los ángeles, que según ellos eran meras
innovaciones.
Por lo tanto, debemos cuidarnos de no exagerar la oposición de Jesús y de los primeros cristianos al partido de los
fariseos. De hecho, casi todos ellos estaban más cerca de los fariseos que de los saduceos. La razón por la que Jesús
les criticó no es entonces que hayan sido malos judíos, sino que en su afán de cumplir la Ley al pie de la letra se olvida-
ban a veces de los seres humanos para quienes la Ley fue dada.
Además de estos partidos, que ocupaban el centro de la escena religiosa, había otras sectas y bandos en el judaís-
mo del siglo primero. Ya hemos mencionado a los celotes. Los esenios, a quienes muchos autores atribuyen los famosos
“Rollos del Mar Muerto”, eran un grupo de ideas puristas que se apartaba de todo contacto con el mundo de los gentiles,
a fin de mantener su pureza ritual. Según el historiador judío Josefo, estos esenios sostenían, además de las doctrinas
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tradicionales del judaísmo, ciertas doctrinas secretas que les estaba vedado revelar a quienes no eran miembros de su
secta.
Por otra parte, toda esta diversidad de tendencias, partidos y sectas no ha de eclipsar dos puntos fundamentales que
todos los judíos sostenían en común: el monoteísmo ético y la esperanza escatológica.
El monoteísmo ético sostenía que hay un solo Dios, y que este Dios requiere, aún más que el culto apropiado, la jus-
ticia entre los seres humanos. Los diversos partidos podían estar en desacuerdo con respecto a lo que esa justicia que-
ría decir en términos concretos. Pero en cuanto a la necesidad de honrar al Dios único con la vida toda, todos concorda-
ban.
La esperanza escatológica era la otra nota común de la fe de Israel. Todos, desde los saduceos hasta los celotes,
guardaban la esperanza mesiánica, y creían firmemente [Vol. 1, Page 28] que el día llegaría cuando Dios intervendría
en la historia para restaurar a Israel y cumplir sus promesas de un Reino de paz y justicia. Algunos creían que su deber
estaba en acelerar la llegada de ese día recurriendo a las armas. Otros decían que tales cosas debían dejarse exclusi-
vamente en manos de Dios. Pero todos concordaban en su mirada dirigida hacia el futuro cuando se cumplirían las pro-
mesas de Dios.
De todos estos grupos, el más apto para sobrevivir después de la destrucción del Templo era el de los fariseos. En
efecto, esta secta tenía sus raíces en la época del Exilio, cuando los judíos no podían acudir al Templo a adorar, y por
tanto su fe se centraba en la Ley. Durante los últimos siglos antes del advenimiento de Jesús, el número de los judíos
que vivían en tierras lejanas había aumentado constantemente. Tales personas, que no podían visitar el Templo sino en
raras ocasiones, se veían obligadas a centrar su fe en la Ley más bien que en el Templo. En el año 70 d.C., la destruc-
ción de Jerusalén le dio el golpe de gracia al partido de los saduceos, y por tanto el judaísmo que el cristianismo ha co-
nocido a través de casi toda su historia —así como el judaísmo que existe en nuestros días— viene de la tradición fari-
sea.
El judaísmo de la Dispersión
Como hemos señalado anteriormente, durante los siglos que precedieron al advenimiento de Jesús hubo un número
cada vez mayor de judíos que vivían fuera de Palestina. Algunos de estos judíos eran descendientes de los que habían
ido al exilio en Babilonia, y por tanto en esa ciudad así como en toda la región de Mesopotamia y Persia había fuertes
contingentes judíos. En el Imperio Romano, los judíos se habían esparcido por diversas circunstancias, y ya en el siglo
primero las colonias judías en Roma y en Alejandría eran numerosísimas. En casi todas las ciudades del Mediterráneo
oriental había al menos una sinagoga. En el Egipto, se llegó hasta a construir un templo alrededor del siglo VII a.C. en la
ciudad de Elefantina, y hubo otro en el Delta del Nilo en el siglo II a.C. Pero por lo general estos judíos de la “Dispersión”
o de la “Diáspora” !que así se les llamó!no construyeron templos en los cuales ofrecer sacrificios, sino más bien sinago-
gas en las que se estudiaban las Escrituras.
El judaísmo de la Diáspora es de suma importancia para la historia de la iglesia cristiana, pues fue a través de él,
según veremos en el próximo capítulo, que más rápidamente se extendió la nueva fe por el Imperio Romano. Además,
ese judaísmo le proporcionó a la iglesia la traducción del Antiguo Testamento al griego que fue uno de los principales
vehículos de su propaganda religiosa.
Este judaísmo se distinguía de su congénere en Palestina principalmente por dos características: su uso del idioma
griego, y su contacto inevitablemente mayor con la cultura helenista.
En el siglo primero eran muchos los judíos, aun en Palestina, que no usaban ya el antiguo idioma hebreo. Pero,
mientras que en Palestina y en toda la región al oriente de ese país se hablaba el arameo, los judíos que se hallaban
dispersos por todo el resto del Imperio Romano hablaban el griego. Tras las conquistas de Alejandro, el griego había
venido a ser la lengua franca de la cuenca oriental del Mediterráneo. Judíos, egipcios, chipriotas, y hasta romanos, utili-
zaban el griego para comunicarse entre sí. En algunas regiones —especialmente en el Egipto— los judíos perdieron el
uso de la lengua hebrea, y fue necesario traducir sus Escrituras al griego.[Vol. 1, Page 29]
Esa versión del Antiguo Testamento al griego recibe el nombre de Septuaginta, que se abrevia frecuentemente me-
diante el número romano LXX. Ese nombre —y número— le viene de una antigua leyenda según la cual el rey de Egip-
to, Ptolomeo Filadelfo, ordenó a setenta y dos ancianos hebreos que tradujesen la Biblia independientemente, y todos
ellos produjeron traducciones idénticas entre sí. Al parecer, el propósito de esa leyenda era garantizar la autoridad de
esta versión, que de hecho fue producida a través de varios siglos, por traductores con distintos criterios, de modo que
algunas porciones son excesivamente literales, mientras que otras se toman amplias libertades con el texto.
En todo caso, la importancia de la Septuaginta fue enorme para la primitiva iglesia cristiana. Esta es la Biblia que cita
la mayoría de los autores del Nuevo Testamento, y ejerció una influencia indudable sobre la formación del vocabulario
cristiano de los primeros siglos. Además, cuando aquellos primeros creyentes se derramaron por todo el Imperio con el
mensaje del evangelio, encontraron en la Septuaginta un instrumento útil para su propaganda. De hecho, el uso que los
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cristianos hicieron de la Septuaginta fue tal y tan efectivo que los judíos se vieron obligados a producir nuevas versiones
—como la de Aquila— y a dejar a los cristianos en posesión de la Septuaginta.
La otra marca distintiva del judaísmo de la Dispersión fue su inevitable contacto con la cultura helenista. En cierto
sentido, podría decirse que la Septuaginta es también resultado de esta situación. En todo caso, resulta claro que los
judíos de la Dispersión no podían sustraerse al contacto con los gentiles, como podían hacerlo en cierta medida sus
correligionarios de Palestina. Los judíos de la Dispersión se veían obligados en consecuencia a defender su fe a cada
paso frente a aquellas gentes de cultura helenista para quienes la fe de Israel resultaba ridícula, anticuada o ininteligible.
Frente a esta situación, y especialmente en la ciudad de Alejandría, surgió entre los judíos un movimiento que trata-
ba de mostrar la compatibilidad entre lo mejor de la cultura helenista y la religión hebrea. Ya en el siglo III a.C. Demetrio
narró la historia de los reyes de Judá siguiendo los patrones de la historiografía pagana. Pero fue en la persona de Filón
de Alejandría, contemporáneo de Jesús, que este movimiento alcanzó su cumbre.
Puesto que los argumentos de Filón —u otros muy parecidos— fueron utilizados después por algunos cristianos en
la propia ciudad de Alejandría, vale la pena resumirlos aquí. Lo que Filón intenta hacer es mostrar la compatibilidad entre
la filosofía platónica y las Escrituras hebreas. Según él, puesto que los filósofos griegos eran personas cultas, y las Escri-
turas hebreas son anteriores a ellos, es de suponerse que cualquier concordancia entre ambos se debe a que los grie-
gos copiaron de los judíos, y no viceversa. Y entonces Filón procede a mostrar esa concordancia interpretando el Anti-
guo Testamento como una serie de alegorías que señalan hacia las mismas verdades eternas a que los filósofos se re-
fieren de manera más literal.
El Dios de Filón es absolutamente trascendente e inmutable, al estilo del “Uno Inefable” de los platónicos. Por tanto,
para relacionarse con este mundo de realidades transitorias y mutables, ese Dios hace uso de un ser intermedio, al que
Filón da el nombre de Logos (es decir, Verbo o Razón). Este Logos, además de ser el intermediario entre Dios y la crea-
ción, es la razón que existe en todo el universo, y de la que la mente humana participa. En otras palabras, es este Lo-
gos[Vol. 1, Page 30] lo que hace que el universo pueda ser comprendido por la mente humana. Algunos pensadores
cristianos adoptaron estas ideas propuestas por Filón, con todas sus ventajas y sus peligros.
Como vemos, en su dispersión por todo el mundo romano, en su traducción de la Biblia, y aun en sus intentos de
dialogar con la cultura helenista, el judaísmo había preparado el camino para el advenimiento y la diseminación de la fe
cristiana.
El mundo grecorromano
Empero en esa diseminación la nueva fe tuvo que abrirse paso a través de situaciones políticas y culturales que
unas veces le abrieron camino, y otras le sirvieron de obstáculo. A fin de comprender la vida cristiana en esos primeros
siglos, debemos detenernos a exponer, siquiera en breves rasgos, esas circunstancias políticas y culturales.
El Imperio Romano le había dado a la cuenca del Mediterráneo una unidad política nunca antes vista. La política del
Imperio fue fomentar la mayor uniformidad posible sin hacer excesiva violencia a las costumbres de cada región. Esta
había sido también antes la política de Alejandro. En ambos casos su éxito fue notable, pues poco a poco se fue creando
una base común que perdura hasta nuestros días. Esa base común, tanto en lo político como en lo cultural, fue de enor-
me importancia para el cristianismo de los primeros siglos.[Vol. 1, Page 31]
La unidad política de la cuenca del Mediterráneo les permitió a los primeros cristianos viajar de un lugar a otro sin
temor de verse envueltos en guerras o asaltos. De hecho, al leer acerca de los viajes de Pablo vemos que el gran peligro
de la navegación en esa época era el mal tiempo. Unos siglos antes, los piratas que infestaban el Mediterráneo eran de
temerse mucho más que cualquier tempestad. Los caminos romanos, que unían hasta las más distantes provincias, y
algunos de los cuales existen todavía, no fueron ajenos a las plantas de los cristianos que iban de un lugar a otro llevan-
do el mensaje de la redención en Jesucristo. Puesto que el comercio florecía, las gentes iban de un lugar a otro, y así el
cristianismo llegó frecuentemente a alguna nueva región, no llevado por misioneros o por predicadores itinerantes, sino
por mercaderes, esclavos y otras personas que por diversas razones se veían obligadas a viajar. En este sentido, las
condiciones políticas de la época fueron beneficiosas para la diseminación de la nueva fe.
Pero hubo también otros aspectos de esa situación que sirvieron de reto y amenaza a los primeros cristianos. Puesto
que el Imperio intentaba lograr la mayor uniformidad posible entre sus súbditos de diversos orígenes, parte de la política
imperial consistía en fomentar la uniformidad religiosa. Esto se hacia mediante el sincretismo y el culto al emperador.
El sincretismo, que consiste en la mezcla indiscriminada de religiones, fue característica de la cuenca del Mediterrá-
neo a partir del siglo III a.C. Dentro de ciertos límites, Roma lo impulsó, pues el Imperio tenía interés en que sus diversos
súbditos pensaran que, aunque sus dioses tenían distintos nombres y atributos, en fin de cuentas eran todos los mismos
dioses. Al Panteón romano se fueron añadiendo dioses provenientes de las mas diversas regiones. (La palabra Panteón
quiere decir precisamente “templo de todos los dioses”.)[Vol. 1, Page 32]
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Por los mismos caminos por los que transitaban los mercaderes y misioneros cristianos transitaban también gentes
de muy variadas religiones, y todas esas religiones se entremezclaban y confundían en las plazas y los foros de las ciu-
dades. El sincretismo era la moda religiosa de la época.
En tal ambiente tanto los judíos como los cristianos parecían ser gentes intransigentes, que insistían en su Dios úni-
co y distinto de todos los demás dioses. Por esta razón, muchos veían en el judaísmo y en el cristianismo un quiste que
debía ser extirpado de la sociedad romana. Pero fue el culto al emperador el punto neurálgico que desató la persecución.
Muchas veces esas persecuciones tenían características políticas, pues el culto al emperador era uno de los medios que
Roma utilizaba para fomentar la unidad y la lealtad de su imperio. Negarse a rendir ese culto era visto como señal de
traición o al menos de deslealtad. Luego, no son pocos los casos en que resulta claro que, al mismo tiempo que un már-
tir moría por su fe, quien le condenaba lo hacía impulsado por sentimientos de lealtad política.
Por otra parte, el sincretismo de la época también se manifestaba en lo que los historiadores de hoy llaman “religio-
nes de misterio”, o sencillamente “misterios”. Estas religiones no centraban su fe en los viejos dioses del Olimpo —Zeus,
Poseidón, Afrodita, etc.— sino en otros dioses de carácter más personal. En los siglos anteriores, antes que se desatara
el espíritu sincretista y cosmopolita, cada cual era devoto de los dioses del país en que había nacido. Pero ahora, en
medio de la confusión creada por las conquistas de Alejandro y de Roma, cada cual tenía que decidir a qué dioses le iba
a prestar su devoción. Cada uno de estos dioses de los “misterios” tenía sus propios devotos, que eran aquellos que
habían sido iniciados.[Vol. 1, Page 33]
Por lo general, cada una de estas religiones se basaba en un mito acerca de los orígenes del mundo, o de la historia
del dios en cuestión. Del Egipto provenía el mito de Isis y Osiris, según el cual el dios Seth había matado y descuartizado
a Osiris, y después había esparcido sus miembros por todo el Egipto. Isis, la esposa de Osiris, los había recogido, y da-
do nueva vida a Osiris. Pero los órganos genitales de Osiris habían caído en el Nilo, y es por esa razón que el Nilo es la
fuente de fertilidad para todo el Egipto. También por esa razón, algunos de los devotos más fervientes de este culto se
mutilaban a sí mismos, cortándose los testículos y ofreciéndolos en sacrificio. Entre los soldados era muy popular el culto
a Mitras, un dios de origen persa cuyos mitos incluían una serie de combates contra el sol y contra un toro de carácter
mitológico. En Grecia existían desde tiempos inmemoriales los misterios de Eleusis, cerca de Atenas. Los misterios de
Atis y Cibeles incluían un rito de iniciación llamado “taurobolia”, en el que se mataba un toro y se bañaba al neófito con
su sangre. Dado el carácter sincretista de todos estos cultos, pronto unos se mezclaron con otros, hasta tal punto que en
el día de hoy es difícil distinguir las características o las prácticas de uno de ellos en particular. Además, estos dioses no
eran celosos entre sí, como el Dios de los judíos y de los cristianos, y por tanto hubo quienes se dedicaron a coleccionar
misterios, haciéndose iniciar en uno tras otro de estos cultos.
Todas estas tendencias sincretistas, en las que se entrelazaban los viejos dioses con las religiones de misterio y con
el culto al emperador, presentaron un fuerte reto al cristianismo naciente. Puesto que los cristianos se negaban a partici-
par de todo esto, frecuentemente se les acusó de incrédulos y de ateos.Frente a tales acusaciones, los cristianos podían
recurrir a ciertos aspectos de la cultura de la época que parecían prestarles apoyo. A esto dedicaremos el capítulo VII de
la presente sección de nuestra historia. Pero por lo pronto señalemos que hubo dos tradiciones filosóficas en las que los
cristianos encontraron un nutrido arsenal para la defensa de su fe. Una de ellas fue la tradición platónica, y la otra el
estoicismo.
El maestro de Platón, Sócrates, había sido condenado a morir bebiendo la cicuta porque se le consideraba incrédulo
y corruptor de la juventud ateniense. Platón había escrito varios diálogos en su defensa, y ya en el siglo primero de nues-
tra era Sócrates era tenido por uno de los hombres más sabios y más justos de la antigüedad. Ahora bien, Sócrates,
Platón, y toda la tradición de la que ambos formaban parte, habían criticado a los dioses paganos, diciendo que eran
creación humana, y que según los mitos clásicos eran más perversos que los seres humanos. Por encima de todo esto,
Platón hablaba de un ser supremo, inmutable, perfecto, que era la suprema bondad y belleza. Además, tanto Sócrates
como Platón creían en la inmortalidad del alma, y por tanto en la vida después de la muerte. Y Platón afirmaba que por
encima de este mundo sensible y pasajero había otro de realidades invisibles y permanentes. Todo esto fue de gran
valor y atractivo para aquellos primeros cristianos que se veían perseguidos y acusados de ser ignorantes e ingenuos.
Por estas razones, la filosofía platónica ejerció un influjo sobre el pensamiento cristiano que todavía perdura.
Algo semejante sucedió con el estoicismo. Esta escuela filosófica —algo posterior al platonismo— enseñaba doctri-
nas de alto carácter moral. Según los estoicos, hay una ley natural impresa en todo el universo y en la razón humana, y
esa ley nos dice cómo hemos de comportarnos. Si algunos no la ven o no la siguen, esto es porque son tontos, pues
quien es verdaderamente sabio conoce esa ley y la [Vol. 1, Page 34] obedece. Además, puesto que nuestras pasiones
luchan contra nuestra razón, y tratan de dominar nuestras vidas, la meta del sabio es lograr que su razón domine toda
pasión, hasta el punto de no sentirla. Ese estado de no sentir pasión alguna es la “apatía” y en él consiste la perfección
moral según los estoicos. También en este caso podemos imaginarnos el atractivo de esta doctrina para los cristianos,
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que se veían obligados a enfrentarse repetidamente a las costumbres corruptas de su época, y a criticarlas. Puesto que
los estoicos habían hecho lo mismo, en sus ideas y escritos los cristianos encontraron apoyo para su defensa y propa-
ganda. Al igual que en el caso del platonismo, esto acarreaba el peligro de que se llegase a confundir la fe cristiana con
estas doctrinas filosóficas, y que así se perdiera algo del carácter único del evangelio. No faltaron quienes, en un aspecto
u otro, sucumbieran ante esa tentación. Pero ello no ha de ocultarnos el gran valor que estas doctrinas tuvieron en la
primera expansión del cristianismo.
Según el apóstol Pablo, el cristianismo penetró en el mundo “cuando vino el cumplimiento del tiempo”. Quizá alguno
podría entender esto en el sentido de que Dios les facilitó el camino a aquellos primeros cristianos. Y no cabe duda de
que mucho de lo que estaba teniendo lugar en el siglo primero facilitó el avance de la nueva fe. Pero también es cierto
que esos mismos acontecimientos le planteaban a la iglesia difíciles retos que exigían enorme valor y audacia. El “cum-
plimiento del tiempo” no quiere decir que el mundo estuviera listo a hacerse cristiano, como una fruta madura pronta a
caer del árbol, sino que quiere decir más bien que, en los designios inescrutables de Dios, había llegado el momento de
enviar al Hijo al mundo a sufrir muerte de cruz, y de esparcir a los discípulos por ese mismo mundo para dar ellos tam-
bién costoso testimonio de su fe en el Crucificado.
La iglesia
[Vol. 1, Page 35]
de Jerusalén 3
... los que recibieron su palabra fueron bautizados, y se añadieron aquel día co-
mo tres mil personas.
Hechos 2. 41
El libro de Hechos nos da a entender que hubo desde los inicios una fuerte iglesia en Jerusalén. Sin embargo, después
de sus primeros capítulos, ese mismo libro nos dice muy poco acerca de la historia de aquella comunidad original. Esto
se entiende, pues el propósito del autor de Hechos no es escribir toda una historia de la iglesia, sino más bien mostrar
cómo, por obra del Espíritu Santo, la nueva fe fue extendiéndose hasta llegar a la capital del Imperio.
El resto del Nuevo Testamento nos dice aun menos acerca de la iglesia de Jerusalén, puesto que en este caso tam-
bién la mayor parte de los libros del Nuevo Testamento trata acerca de la vida de la iglesia en otras partes del Imperio.
Esto quiere decir que al intentar reconstruir la vida y la historia de aquella primera iglesia nos encontramos ante una
infortunada escasez de datos. Sin embargo, leyendo cuidadosamente el Nuevo Testamento, y añadiendo algunos por-
menores que nos ofrecen otros autores de los primeros siglos, podemos hacernos una idea aproximada de lo que fue
aquella primera comunidad cristiana
Unidad y diversidad
Es error común entre muchas personas el de idealizar la iglesia del Nuevo Testamento. La firmeza y elocuencia de
Pedro en el día de Pentecostés nos hacen olvidar sus dudas y vacilaciones en cuanto a qué debía hacerse con los genti-
les que eran añadidos a la iglesia. Y el hecho de que los discípulos poseían todas las cosas en común frecuentemente
eclipsa las dificultades que esa práctica acarreó, según puede verse en el caso de Ananías y Safira, y en la “murmura-
ción de los griegos contra los hebreos, de que las viudas de aquellos eran desatendidas en la distribución diaria”
(Hechos 6:1).
Este último episodio, que se menciona como de pasada en Hechos, nos indica que ya en la primitiva iglesia comen-
zaban a reflejarse algunas de las divisiones que existían entre los judíos en Jerusalén. Según hemos mencionado en el
capítulo anterior, durante varios siglos Palestina había estado dividida entre los judíos más puristas y aquellos de ten-
dencias más helenizantes. Es a esto que se refiere Hechos 6:1 al hablar de los “griegos” y los “hebreos”. No se trata aquí
verdaderamente de judíos y gentiles —pues todavía no había gentiles en la iglesia, según nos lo da a entender más ade-
lante el propio libro de Hechos— sino más bien de dos grupos entre los judíos. Los “hebreos” eran los que todavía con-
servaban todas las costumbres y el idioma de sus antepasados, mientras que los “griegos” eran los que se mostraban
más abiertos hacia las influencias del helenismo. Es posible que algunos de ellos hayan sido judíos que habían regresa-
do a Jerusalén después de vivir en otros lugares, quizá en algunos casos por varias generaciones. En todo caso, la ma-
yor parte de ellos llevaban nombres griegos, y es de suponerse que, además del arameo de la región, hablaban también
el griego. Luego, la disputa a que se refiere Hechos es una desavenencia entre cristianos de origen judío, pero unos, por
así decir, más judíos que los otros.
16
Como resultado de este conflicto, los doce convocaron a una asamblea que eligió a siete personas “para servir a las
mesas”. El sentido exacto de esta función no está del todo claro, aunque no cabe duda de que lo que los doce tenían en
mente era que los siete se dedicarían a labores administrativas, mientras ellos seguían predicando. Pero sí hay dos co-
sas que resultan claras al leer todo el libro de Hechos. La primera de ellas es que los siete eran representantes del grupo
de los “griegos” —todos ellos tenían nombres griegos— y que el propósito de su elección era entonces darle cierta re-
presentación a ese grupo. La segunda es que desde muy temprano por lo menos algunos de los siete se dedicaron tam-
bién a la predicación y a la tarea misionera.
El capítulo siete de Hechos está dedicado a Esteban, uno de los siete que “hacía grandes prodigios y señales entre
el pueblo” (Hechos 6:8). Al leer el testimonio de Esteban ante el concilio, nos percatamos de que su actitud hacia el
Templo no es del todo positiva (Hechos 7:47–48). El concilio, que está compuesto principalmente por judíos antihelenis-
tas, se niega a escucharle y le apedrea. Esto contrasta con el modo en que el mismo concilio había tratado a Pedro y a
Juan, quienes fueron puestos en libertad después de ser azotados (Hechos 5:40). Además, es de notarse el hecho de
que cuando se desató la persecución y los cristianos se vieron obligados a huir de Jerusalén, los apóstoles pudieron
permanecer en la Ciudad Santa. Cuando Saulo sale hacia Damasco para perseguir a los cristianos que han encontrado
refugio en esa ciudad, los apóstoles todavía están en Jerusalén, y al parecer Saulo no se preocupa por ello.
Todo lo anterior nos lleva a concluir que los miembros del concilio y el sumo sacerdote se preocupaban más por los
[Vol. 1, Page 37] cristianos “griegos” que por los “hebreos”. Como hemos dicho anteriormente, tanto los unos como los
otros eran de origen judío. Y no cabe duda de que los miembros del concilio veían en el cristianismo una herejía que era
necesario combatir. Pero al principio esa oposición parece haber ido dirigida principalmente contra los judíos “griegos”
que se habían hecho cristianos. Es posteriormente, en el capítulo doce de Hechos, que la persecución se desata contra
los apóstoles.
Inmediatamente después de narrar el testimonio y muerte de Esteban, el libro de Hechos pasa a contarnos la labor
misionera de Felipe, otro de los siete. Felipe funda una iglesia en Samaria, y los apóstoles envían a Pedro y a Juan para
supervisar la labor de Felipe. Luego, resulta claro que ya va comenzando a formarse una iglesia fuera del ámbito de
Judea, que esa iglesia no es fundada por los apóstoles, y que a pesar de ello los doce siguen gozando de cierta autori-
dad sobre toda la iglesia. Después de esto, en el capítulo nueve, Hechos empieza a hablarnos de Pablo, y la iglesia fue-
ra de Palestina se va volviendo cada vez más el centro de la narración. Esto no ha de extrañarnos, pues lo que sucedió
fue que los judíos “griegos” que se habían hecho cristianos sirvieron de puente a través del cual la nueva fe pasó al
mundo gentil, y pronto la iglesia contó con más miembros entre los gentiles que entre los judíos. Por tanto, la mayor par-
te de nuestra historia tratará acerca del cristianismo entre los gentiles. Pero a pesar de ello no podemos olvidar aquella
primera iglesia, de la que nos llegan sólo lejanos atisbos.
La vida religiosa
Los primeros cristianos no creían pertenecer a una nueva religión. Ellos habían sido judíos toda su vida, y continua-
ban siéndolo. Esto es cierto, no sólo de Pedro y los doce, sino también de los siete, y hasta del mismo Pablo.
Su fe no consistía en una negación del judaísmo, sino que consistía más bien en la convicción de que la edad me-
siánica, tan esperada por el pueblo hebreo, había llegado. Según Pablo lo expresa a los judíos en Roma hacia el final de
su carrera, “por la esperanza de Israel estoy sujeto con esta cadena” (Hechos 28:20). Es decir, que la razón por la que
Pablo y los demás cristianos son perseguidos no es porque se opongan al judaísmo, sino porque creen y predican que
en Jesús se han cumplido las promesas hechas a Israel.
Por esta razón, los cristianos de la iglesia de Jerusalén seguían guardando el sábado y asistiendo al culto del Tem-
plo. Pero además, porque el primer día de la semana era el día de la resurrección del Señor, se reunían en ese día para
“partir el pan”’, en conmemoración de esa resurrección. Aquellos primeros servicios de comunión no se centraban sobre
la pasión del Señor, sino sobre su resurrección y sobre el hecho de que con ella se había abierto una nueva edad. Fue
sólo mucho más tarde —siglos más tarde, según veremos— que el culto comenzó a centrar su atención sobre la cruci-
fixión más bien que sobre la resurrección. En aquella primitiva iglesia el partimiento del pan se celebraba “con alegría y
sencillez de corazón” (Hechos 2:46).
Sí había, naturalmente, otros momentos de recogimiento. Estos eran principalmente los dos días de ayuno semana-
les. Era costumbre entre los judíos más devotos ayunar dos días a la semana, y los primeros cristianos seguían la misma
costumbre, aunque muy temprano comenzaron a observar dos días distintos. Mientras los judíos ayunaban los lunes y
jueves, los cristianos ayunaban los miércoles y viernes, probablemente en memoria de la traición de Judas y la cruci-
fixión de Jesús.
En aquella primitiva iglesia, los dirigentes eran los doce, aunque todo parece indicar que eran Pedro y Juan los prin-
cipales. Al menos, es sobre ellos que se centra la atención en Hechos, y Pedro y Juan son dos de los “pilares” a quienes
se refiere Pablo en Gálatas 2:9.
17
Además de los doce, sin embargo, Jacobo el hermano del Señor también gozaba de gran autoridad. Aunque Jacobo
no era uno de los doce, Jesús se le había manifestado poco después de la resurrección (1 Corintios 15:7), y Jacobo se
había unido al número de los discípulos, donde pronto gozó de gran prestigio y autoridad. Según Pablo, él era el tercer
“pilar” de la iglesia de Jerusalén, y por tanto en cierto sentido parece haber [Vol. 1, Page 38] estado por encima de algu-
nos de los doce. Por esta razón, cuando mas tarde se pensó que la iglesia estuvo gobernada por obispos desde sus
mismos inicios, surgió la tradición según la cual el primer obispo de Jerusalén fue Jacobo el hermano del Señor. Esta
tradición, errónea por cuanto le da a Jacobo el título de obispo, sí parece acertar al afirmar que fue él el primer jefe de la
iglesia de Jerusalén.
El ocaso de la iglesia judía
Pronto, sin embargo, arreció la persecución contra todos los cristianos en Jerusalén. El emperador Calígula le había
dado el título de rey a Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande. Según Hechos 12:1–3, Herodes hizo matar a Jaco-
bo, hermano de Juan —quien no ha de confundirse con Jacobo el hermano de Jesús— y al ver que esto agradó a sus
súbditos hizo encarcelar también a Pedro, quien escapó milagrosamente. En el año 62 Jacobo, el jefe de la iglesia, fue
muerto por iniciativa del sumo sacerdote, y aun contra la oposición de algunos fariseos.
Ante tales circunstancias, los jefes de la iglesia de Jerusalén decidieron trasladarse a Pela, una ciudad mayormente
gentil al otro lado del Jordán. Al parecer parte de su propósito en este traslado era, no sólo huir de la persecución por
parte de los judíos, sino también evitar las sospechas por parte de los romanos. En efecto, en esa época el nacionalismo
judío estaba en ebullición, y pronto se desataría la rebelión que culminaría en la destrucción de Jerusalén por los roma-
nos en el año 70. Los cristianos se confesaban seguidores de uno que había muerto crucificado por los romanos, y que
pertenecía al linaje de David. Aún más, tras la muerte de Jacobo el hermano del Señor aquella antigua iglesia siguió
siendo dirigida por los parientes de Jesús, y la jefatura pasó a Simeón, que pertenecía al mismo linaje.
Frente al nacionalismo que florecía en Palestina, los romanos sospechaban de cualquier judío que pretendiera ser
descendiente de David. Por tanto, este movimiento judío, que seguía a un hombre condenado como malhechor, y dirigi-
do por gentes del linaje de David, tenía que parecer sospechoso ante los ojos de los romanos. Poco tiempo después
alguien acusó a Simeón como descendiente de David y como cristiano, y este nuevo dirigente de la iglesia judía sufrió el
martirio. Dados los escasos datos que han sobrevivido al paso de los siglos, nos es imposible saber hasta qué punto los
romanos condenaron a Simeón por cristiano, y hasta qué punto le condenaron por pretender pertenecer a la casa de
David. Pero en todo caso el resultado de todo esto fue que la vieja iglesia de origen judío, rechazada tanto por judíos
como por gentiles, se vio relegada cada vez más hacia regiones recónditas y desoladas. En aquellos lejanos parajes el
cristianismo judío entró en contacto con varios otros grupos que en fechas anteriores habían abandonado el judaísmo
ortodoxo, y se habían refugiado allende el Jordán. Carente de relaciones con el resto del cristianismo, aquella iglesia de
origen judío siguió su propio curso, y en muchos casos sufrió el influjo de las diversas sectas entre las cuales existía.
Cuando, en ocasiones posteriores, los cristianos de origen gentil nos ofrezcan algún atisbo de aquella comunidad olvida-
da, nos hablarán de sus herejes y de sus extrañas costumbres, pero rara vez nos ofrecerán datos de valor positivo sobre
la fe y la vida de aquella iglesia que perduró por lo menos hasta el siglo V.
La misión
[Vol. 1, Page 39]
a los gentiles 4
... no me avergüenzo del evangelio, porque es
poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y
también al griego.
Romanos 1. 16
Los cristianos que en Hechos 6 se llaman “griegos”, aunque eran en realidad judíos, eran sin embargo judíos que sentí-
an cierta simpatía hacia algunos elementos de la cultura griega. Puesto que fue contra estos cristianos que primero se
desató la persecución en Jerusalén, fueron ellos los que primero se esparcieron por otras ciudades, y fue por tanto a
ellos que se debió la llegada del mensaje cristiano a esos lugares.
El alcance de la misión
Según Hechos 8:1, esta primera dispersión de los cristianos tuvo lugar “por las tierras de Judea y Samaria”. Acerca
de las iglesias en Judea, tenemos algunas noticias en Hechos 9:32–42 donde se nos cuenta de las visitas de Pedro a los
18
cristianos de Lida, Jope y la región de Sarón, tierras éstas que se encontraban en los confines entre Judea y Samaria.
Sobre la iglesia en Samaria, Hechos 8:4–25 da testimonio de la obra de Felipe, la conversión de Simón el mago, y la
visita de Pedro y Juan.
Pero ya el capítulo 9 de Hechos, al describir la conversión de Saulo, da a entender que había cristianos en Damas-
co, ciudad mucho más distante de Jerusalén. Además, en Hechos ll:l9 se nos dice que los que se esparcieron por motivo
de la muerte de Esteban fueron mucho más allá de Judea y Samaria, hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. En todo caso,
todo parece indicar que todas estas personas que se esparcieron a causa de la persecución eran judías, y que sus con-
versos eran también judíos.
Sin embargo, pronto la nueva fe comenzó a extenderse más allá de los límites del judaísmo. Por la obra de Felipe se
convirtieron Simón el mago y el eunuco etíope. Hechos no nos dice claramente si alguna de estas personas era gentil, y
por tanto cualquier conjetura en ese sentido resulta aventurada. Pero ya en el capítulo [Vol. 1, Page 40] diez aparece el
episodio de Pedro y Cornelio, en el que Pedro, tras recibir una visión que le ordena hacerlo, bautiza al gentil Cornelio y a
“muchos que se habían reunido” con él. Cuando Pedro regresó a Jerusalén, la iglesia de esa ciudad le pidió una explica-
ción de lo sucedido, y Pedro les contó acerca de su visión y de cómo Cornelio y los suyos habían recibido el Espíritu
Santo. Ante esta explicación, los de Jerusalén “glorificaron a Dios, diciendo: ¡De manera que también a los gentiles ha
dado Dios arrepentimiento para vida!” (Hechos 11:18).
A renglón seguido, el libro de Hechos nos cuenta cómo sucedió algo parecido en Antioquía, pues algunos cristianos
procedentes de Chipre y de Cirene empezaron a predicarles a los gentiles. Al oír acerca de esto, la iglesia de Jerusalén
envió a Bernabé para que viera lo que estaba teniendo lugar. Y Bernabé, cuando “vio la gracia de Dios, se regocijó”
(Hechos 11:23).
Luego, lo que todo esto nos da a entender es que, aunque la primera expansión del cristianismo tuvo lugar a través
de los cristianos de tendencia helenizante que tuvieron que huir de Jerusalén, la iglesia en la Ciudad Santa le dio su
aprobación a la misión entre los gentiles.
Naturalmente, esto no resolvió todos los problemas, pues siempre quedaba la cuestión de hasta qué punto los genti-
les conversos al cristianismo debían supeditarse a la Ley de Israel. Tras algunas vacilaciones la iglesia de Jerusalén
aceptó a sus hermanos en Cristo sin “imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de
lo sacrificado a los ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación” (Hechos 15:28–29).
Pero, como sabemos por las epístolas de Pablo, esto no resolvió todo el problema, pues por algún tiempo siguió
habiendo quienes insistían en que para ser cristiano había que circuncidarse y cumplir toda la Ley.
La obra de Pablo
Los viajes del apóstol Pablo son de todos conocidos, y en todo caso el lector puede seguirlos leyendo en el libro de
Hechos Por tanto, no nos detendremos aquí a seguir el itinerario de esos viajes. Baste señalar que, por alguna razón que
el texto no nos dice, Bernabé fue a buscar a Saulo a Tarso y le llevó a Antioquía, donde trabajaron juntos por espacio de
un año, y donde los cristianos recibieron ese nombre por vez primera.
Después, en varios viajes, primero con Bernabé y luego con otros acompañantes, Pablo llevó el evangelio a la isla
de Chipre, a vanas ciudades del Asia Menor, a Grecia, a Roma, y quizá hasta a España.
Pero, por otra parte, decir que Pablo llevó el evangelio a esos lugares no ha de entenderse en el sentido de que él
fue el primero en hacerlo. En Roma había una iglesia bastante grande antes de la llegada del apóstol, como lo muestra
la Epístola a los Romanos. Lo que es más, ya el cristianismo se había extendido por Italia hasta tal punto que cuando
Pablo llegó al pequeño puerto de Puteoli había allí cristianos que salieron a recibirlo. Luego, hemos de cuidar de no exa-
gerar la importancia de la labor misionera de Pablo. Puesto que la obra de Pablo y sus escritos ocupan buena parte del
Nuevo Testamento, siempre corremos el riesgo de olvidar que, al mismo tiempo que Pablo llevaba a cabo sus viajes
misioneros, había muchos otros dando testimonio del evangelio por diversas partes de la cuenca del Mediterraneo.[Vol.
1, Page 41]
Bernabé y Marcos fueron a Chipre. El judío alejandrino Apolos predicó en Efeso y en Corinto. Y el propio Pablo, tras
quejarse de que “algunos predican a Cristo por envidia y contienda”, se goza de que “o por pretexto o por verdad Cristo
es anunciado” (Filipenses 1:15–18).
Todo esto quiere decir que, a pesar de toda la importancia de la labor misionera del apóstol Pablo, la gran contribu-
ción de Pablo no fue ésta, sino sus cartas que han venido a formar parte de nuestras Escrituras, y que a través de los
siglos han ejercido su influjo sobre la vida de la iglesia.
En cuanto a la labor misionera en sí, ésta fue llevada a cabo por algunas personas cuyos nombres conocemos —
Pablo, Bernabé, Marcos, etc.— pero también por centenares de cristianos anónimos que iban de un lugar a otro llevando
su fe y su testimonio. Algunos de estos viajaban como misioneros, por razón de su fe. Pero probablemente muchos otros
19
eran personas que sencillamente tenían que ir de un lugar a otro, y que en esos viajes iban esparciendo la semilla del
evangelio.
Por último, antes de terminar esta brevísima sección sobre la obra de Pablo, conviene señalar que, aunque Pablo se
consideraba a sí mismo como apóstol a los gentiles, a pesar de ello casi siempre al llegar a una ciudad se dirigía primero
a la sinagoga, y a través de ella a la comunidad judía. Esto ha de servir para subrayar lo que hemos dicho anteriormente:
que Pablo no se creía portador de una nueva religión, sino del cumplimiento de las promesas hechas a Israel. Su mensa-
je no era que Israel había quedado desamparado, sino que ahora, en virtud de la resurrección de Jesús, dos cosas habí-
an sucedido: la nueva era del Mesías había comenzado, y la entrada al pueblo de Israel había quedado franca para los
gentiles.
Los apóstoles: hechos y leyendas
El Nuevo Testamento no nos dice qué fue de la mayoría de los apóstoles. Hechos nos cuenta de la muerte de Jaco-
bo, el hermano de Juan. Pero el propio libro de Hechos nos deja en suspenso al terminar diciéndonos que Pablo estaba
predicando libremente en Roma. ¿Qué fue entonces, no sólo de Pablo, sino también de los demás apóstoles? Desde
fechas muy antiguas comenzaron a aparecer tradiciones que afirmaban que tal o cual apóstol había estado en tal o cual
lugar, o que había sufrido el martirio de una forma o de otra. Muchas de estas tradiciones son indudablemente el resulta-
do del deseo por parte de cada iglesia en cada ciudad de poder afirmar su origen apostólico. Pero otras son más dignas
de crédito, y merecen al menos que las conozcamos.
De todas estas tradiciones, probablemente la que es más difícil de poner en duda es la que afirma que Pedro estuvo
en Roma y que sufrió el martirio en esa ciudad durante la persecución de Nerón. Este hecho encuentra testimonios feha-
cientes en varios escritores cristianos de fines del siglo primero y de todo el siglo segundo, y por tanto ha de ser acepta-
do como históricamente cierto. Además, todo parece indicar que la “Babilonia” a que se refiere 1 Pedro 5:13 es Roma:
“La iglesia que está en Babilonia, elegida juntamente con nosotros, y Marcos mi hijo, os saludan”. Por otra parte, la mis-
ma tradición que afirma que Pedro murió crucificado —algunos autores dicen que cabeza abajo— encuentra ecos en
Juan 21:1 8–1 9, donde Jesús le dice a Pedro: “Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas donde querías, mas cuando ya
seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde [Vol. 1, Page 42] no quieras”. Y el evangelista
añade a modo de comentario: “Esto dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios”.
El caso del apóstol Pablo es algo más complejo. El libro de Hechos le deja predicando en Roma con relativa libertad.
Todos los testimonios antiguos concuerdan en que murió en Roma —probablemente decapitado— durante la persecu-
ción de Nerón. Pero hay también varios indicios de que Pablo realizó otros viajes posteriores a los que se cuentan en
Hechos, entre ellos uno a España. Esto ha llevado a algunos a suponer que, después de los acontecimientos que se nos
narran en Hechos, Pablo fue puesto en libertad, y continuó viajando hasta que fue encarcelado de nuevo y muerto duran-
te la persecución de Nerón. Esta explicación resulta verosímil, aunque no hay suficientes datos para asegurar su exacti-
tud.
La tarea de reconstruir la vida posterior del apóstol Juan se complica porque al parecer hubo en la iglesia antigua
más de un dirigente de ese nombre. Según una vieja tradición, San Juan fue muerto en Roma, condenado a ser echado
en una caldera de aceite hirviendo. Por otra parte, el Apocalipsis coloca a Juan, por la misma época, desterrado en la
isla de Patmos. Otra tradición fidedigna dice que después que pasó la persecución Juan regresó a Efeso, donde continuó
enseñando hasta que murió alrededor del año 100. Todo esto da a entender que hubo al menos dos personas del mismo
nombre, y que la tradición después las confundió. Por cierto que un autor cristiano del siglo II —Papías de Hierápolis—
que se había dedicado a estudiar las vidas y enseñanzas de los apóstoles, afirma categóricamente que hubo dos Jua-
nes, uno el apóstol y evangelista, y otro el anciano de Efeso, que fue también quien recibió la revelación de Patmos.
Además, la crítica concuerda en que los autores del Cuarto Evangelio y del Apocalipsis deben ser dos personas distin-
tas, puesto que el primero escribe en griego con estilo elegante y claro, mientras que el segundo parece encontrarse
más a gusto en hebreo o arameo. En todo caso, sí sabemos que hacia fines del siglo primero hubo en Efeso un maestro
cristiano muy respetado por todos, de nombre Juan, y a quien sus discípulos atribuían autoridad apostólica.
Hacia fines del siglo segundo comienza a aparecer un fenómeno que dificulta sobremanera todo intento de descubrir
el paradero de los apóstoles. Este fenómeno consistió en que todas las principales iglesias trataban de reclamar para sí
un origen directamente apostólico. Puesto que la iglesia de Alejandría rivalizaba con las de Antioquía y Roma, ella tam-
bién tenía que reclamar para sí la autoridad y el prestigio de algún apóstol, y esto a su vez dio origen a la tradición según
la cual San Marcos había fundado la iglesia en esa ciudad. De igual modo, cuando Constantinopla llegó a ser capital del
imperio, la nueva ciudad no podía tolerar el hecho de que tantas otras iglesias pudieran reclamar para sí un origen apos-
tólico, y ella no pudiera hacer lo mismo. De ahí surgió la tradición que decía que el apóstol Felipe había fundado la igle-
sia de Bizancio, que era la ciudad que se encontraba en el lugar donde Constantinopla fue edificada más tarde.
20
Además de las tradiciones acerca de Pedro y Pablo que hemos mencionado más arriba, existen otras que, por razón
de su popularidad, merecen especial atención. Estas son las tradiciones referentes a los orígenes del cristianismo en
España y en la India. Es posible que el apóstol Pablo haya visitado España. Hay, sin embargo, otras dos tradiciones que
tratan de enlazar a la iglesia española con los tiempos apostólicos. Una de estas tradiciones sostiene que el apóstol Pe-
dro envió a España a “siete varones apostólicos”. Estos siete misioneros se presentaron ante la ciudad [Vol. 1, Page 43]
romana de Acci —que hoy se llama Guadix— pero fueron mal recibidos, y algunos de los habitantes del lugar salieron a
perseguirles. En su fuga, los misioneros atravesaron un puente, y cuando los que les perseguían intentaron seguirles el
puente se derrumbó y todos murieron ahogados. Ante tal milagro, los habitantes de Acci se convirtieron y construyeron
una iglesia. Después de esto, los siete misioneros se separaron y fueron cada cual a una ciudad distinta. Esta tradición,
sin embargo, no se remonta más allá del siglo v, y por tanto la mayoría de los historiadores duda de su veracidad históri-
ca.
La otra tradición referente a los orígenes de la iglesia española relaciona esos orígenes con el apóstol Santiago. Este
es el mismo Jacobo de quien ya hemos dicho que fue muerto por Herodes Agripa, puesto que originalmente los nombres
Jacobo, Iago, Diego, Jaime y Santiago son el mismo. En todo caso según la tradición Santiago estuvo predicando en la
región de Galicia y en Zaragoza. Su éxito no fue notable, pues los naturales de esos lugares se negaron a aceptar el
evangelio. Cuando Santiago iba de regreso a Jerusalén, desanimado por lo que parecía ser su fracaso, se le apareció
sobre un pilar la Virgen —que todavía vivía— y le dio ánimo. Este es el origen de la “Virgen del Pilar”, venerada en Es-
paña y en varias de sus antiguas colonias. Tras su regreso a Jerusalén —continúa diciéndonos la tradición— Santiago
fue decapitado, y entonces algunos de sus discípulos españoles llevaron sus restos de regreso a España, donde supues-
tamente reposan hasta el día de hoy en la basílica de Santiago de Compostela.[Vol. 1, Page 44]
La tradición referente a Santiago en España ha tenido gran importancia para los españoles a través de su historia,
pues Santiago es el patrón del país, y “¡Santiago y cierra España!” fue el grito de guerra en la Reconquista contra los
moros. Durante la Edad Media, según veremos más adelante, las peregrinaciones a Santiago de Compostela jugaron un
papel importantísimo en la religiosidad europea, y también en la unificación de España. La Orden de Santiago, que tam-
bién discutiremos más adelante, fue asimismo de gran importancia histórica. Por todas estas razones, hay todavía es-
fuerzos por parte de algunos autores —en su mayoría españoles y católicos— de sostener la veracidad histórica de la
visita de Santiago a España. Pero esa tradición no aparece en ningún escrito anterior al siglo VIII, y por tanto la mayoría
de los historiadores se inclina a rechazarla.
Por último, existe también una fuerte tradición que afirma que Santo Tomás fue a la India. Esta tradición se encuen-
tra por primera vez en los Hechos de Tomás, que fueron escritos a fines del siglo segundo o principios del tercero. Ya en
esas fuentes, sin embargo, la visita de Tomás a la India se encuentra envuelta en toda una serie de relatos legendarios y
milagrosos. Según se nos cuenta allí, un rey indio, Gondofares, quería construir un palacio esplendoroso, y con ese pro-
pósito le pidió a su representante en Siria que le buscase un arquitecto. Santo Tomás —que no era arquitecto— se ofre-
ció para llevar a cabo la construcción del palacio, y con ese propósito fue llevado a la corte de Gondofares. Pero Tomás
se refería a un palacio celestial, y por tanto repartía entre los pobres todo el dinero que Gondofares le daba para la cons-
trucción. Por fin, en vista de que nada se hacía en el lugar donde el palacio debía levantarse, el rey hizo encarcelar a
Tomás. Pero entonces el hermano del rey, Gad, murió y regreso del lugar de los muertos le contó al rey una visión que
había tenido del palacio celestial que Tomás estaba construyendo. Ante tal evidencia, el rey y su hermano se convirtieron
y fueron bautizados. Por fin, tras permanecer allí por algún tiempo, Tomas dejó la iglesia a cargo de su discípulo Xantipo,
y continuó sus labores apostólicas en otras regiones de la India, hasta que murió como mártir.
No cabe duda de que este relato, lleno de prodigios increíbles, es producto de la leyenda y la imaginación. Existen,
sin embargo, fuertes razones para pensar que quizá el núcleo de la historia pueda ser verídico. En fecha relativamente
reciente se han descubierto monedas que prueban que alrededor de la época a que el relato se refiere hubo en la India
un gobernante llamado Gondofares, y que ese gobernante tenía un hermano llamado Gad. Además, no cabe duda de
que la iglesia de la India es muy antigua, y por tanto no resulta descabellado pensar que pueda haber sido fundada en el
siglo primero, especialmente por cuanto sabemos que había entre Siria y la India rutas comerciales muy transitadas. Por
tanto, lo más que podemos decir es que es posible que Santo Tomás haya de verdad predicado en la India, aunque no
existen pruebas concluyentes en un sentido u otro.
En conclusión, sabemos que algunos de los apóstoles —particularmente Pedro, Juan y Pablo— viajaron predicando
el evangelio y supervisando la vida de las iglesias que habían sido fundadas por otros. Es posible que algunos otros
apóstoles, como Santo Tomás, hayan hecho lo mismo. Pero de la mayoría de ellos no tenemos más que leyendas que
reflejan una época posterior, cuando se creía que los apóstoles se dividieron la labor misionera por todo el mundo, y que
cada cual salió en una dirección distinta. Al parecer, la mayor parte del trabajo misionero no fue llevada a cabo por los
21
doce, sino por otros cristianos que por diversas razones —persecución, negocios o vocación misionera— iban de lugar
en lugar llevando su fe.[Vol. 1, Page 45]
Por otra parte, esa labor no fue fácil, pues pronto comenzaron a surgir conflictos con el estado y, como veremos en
el próximo capítulo, fueron muchos los cristianos que dieron testimonio de su fe con su sangre.
Los primeros
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La persecución en
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el siglo segundo 6
Estoy empezando a ser discípulo... El fuego y la cruz, muchedumbres de fieras,
huesos quebrados [... ] todo he de aceptarlo, con tal que yo alcance a Jesucris-
to.
Ignacio de Antioquía
El lector se habrá percatado de que durante todo el siglo primero, al mismo tiempo que abundan las noticias de mártires,
escasean los detalles acerca de su martirio, y especialmente acerca de las actitudes de las autoridades civiles hacia el
cristianismo. Con el correr de los años, tales noticias se van haciendo cada vez más abundantes, y ya el siglo segundo
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va ofreciéndonos algunas. Estas noticias aparecen sobre todo bajo la forma de las llamadas “actas de los mártires”, que
consisten en descripciones más o menos detalladas de las condiciones bajo las que se produjeron los martirios, del
arresto, encarcelamiento y juicio del mártir o mártires en cuestión, y por último de su muerte. En algunos casos tales
“actas” incluyen tantos detalles fidedignos acerca del proceso legal, que parecen haber sido copiadas —en parte al me-
nos— de las actas oficiales de los tribunales. Hay otros en que quien escribe el acta nos dice que estuvo presente en el
juicio y el suplicio. En muchos otros, sin embargo, hay fuertes indicios de que las supuestas “actas” fueron escritas mu-
cho tiempo después, y que sus noticias no son por tanto completamente dignas de crédito. En todo caso, las actas más
antiguas constituyen uno de los mas preciosos e inspiradores documentos de la iglesia cristiana. En segundo lugar, otras
noticias nos llegan a través de otros documentos escritos por cristianos que de algún modo se relacionan con el martirio
y la persecución. El ejemplo más valioso de esta clase de documentos es la colección de siete cartas escritas por Ignacio
de Antioquía camino del martirio, a las que hemos de referirnos más adelante.
Por último, el siglo segundo comienza a ofrecernos algunos atisbos de la actitud de los paganos ante los cristianos, y
muy especialmente de la actitud de los gobernantes. En este sentido, resulta interesantísima la correspondencia entre
Plinio el Joven y el emperador Trajano.
[Vol. 1, Page 56] La correspondencia entre Plinio y Trajano
Plinio Segundo el Joven había sido nombrado gobernador de la región de Bitinia —es decir, la costa norte de lo que
hoy es Turquía— en el año 111. Todo lo que sabemos de Plinio por otras fuentes parece indicar que era un hombre jus-
to, fiel cumplidor de las leyes, y respetuoso de las tradiciones y las autoridades romanas. En Bitinia, sin embargo, se le
presentó un problema que le tenía perplejo. Alguien le hizo llegar una acusación anónima en la que se incluía una larga
lista de cristianos. Plinio no había asistido jamás a un juicio contra los cristianos, y por tanto carecía de experiencia en la
cuestión. Al mismo tiempo, el recién nombrado gobernador sabía que había leyes imperiales contra los cristianos, y por
tanto empezó a hacer pesquisas. Al parecer, el número de los cristianos en Bitinia era notable, pues en su carta a Traja-
no Plinio le dice que los templos paganos estaban prácticamente abandonados y que no se encontraban compradores
para la carne sacrificada a los ídolos. Además, le dice Plinio al Emperador, “el contagio de esta superstición ha penetra-
do, no sólo en las ciudades, sino también en los pueblos y los campos”. En todo caso, Plinio hizo traer ante sí a los acu-
sados, y comenzó así un proceso mediante el cual el gobernador se fue enterando poco a poco de las creencias y las
prácticas de los cristianos. Hubo muchos que negaban ser cristianos, y otros que decían que, aunque lo habían sido
anteriormente, ya no lo eran. Plinio sencillamente requirió de ellos que invocaran a los dioses, que adoraran al empera-
dor ofreciendo vino e incienso ante su estatua, y que maldijeran a Cristo. Quienes seguían sus instrucciones en este
sentido, eran puestos en libertad, pues según Plinio le dice a Trajano, “es imposible obligar a los verdaderos cristianos a
hacer estas cosas”.
Empero los cristianos que persistían en su fe le planteaban a Plinio un problema mucho mas difícil. Aun antes de re-
cibir la acusación anónima, Plinio se había visto obligado a presidir sobre el juicio de otros cristianos que habían sido
delatados. En tales casos, les había ofrecido tres oportunidades de renunciar a su fe, al mismo tiempo que les amenaza-
ba. A los que persistían, el gobernador les había condenado a morir, no ya por el crimen de ser cristianos, sino por su
obstinación y desobediencia ante el representante del emperador. Ahora, con la larga lista de personas acusadas de ser
cristianas, Plinio se vio forzado a investigar el asunto con más detenimiento. ¿En qué consistía en verdad el crimen de
los cristianos? A fin de encontrar respuesta a esta pregunta, Plinio interrogó a los acusados, tanto a los que persistían en
su fe como a los que la negaban. Tanto de unos como de otros, el gobernador escuchó el mismo testimonio: su crimen
consistía en reunirse para cantar antifonalmente himnos “a Cristo como a Dios”, para hacer votos de no cometer robos,
adulterios u otros pecados, y para una comida en la que no se hacía cosa alguna contraria a la ley y las buenas costum-
bres. Puesto que algún tiempo antes, siguiendo las órdenes del emperador, Plinio había prohibido las reuniones secre-
tas, los cristianos ya no se reunían como lo habían hecho antes. Perplejo ante tales informes, Plinio hizo torturar a dos
esclavas que eran ministros de la iglesia; pero ambas mujeres confirmaron lo que los demás cristianos le habían dicho.
Todo esto le planteaba al gobernador un difícil problema de justicia y jurisprudencia: ¿debía castigarse a los cristianos
sólo por llevar ese nombre, o era necesario probarles algún crimen?[Vol. 1, Page 57]
En medio de su perplejidad, Plinio hizo suspender los procesos y le escribió al emperador la carta de donde hemos to-
mado los datos que anteceden.
La respuesta del emperador fue breve. Según él, no hay una regla general que pueda aplicarse en todos los casos.
Por una parte, el crimen de los cristianos no es tal que deban emplearse los recursos del estado en buscarles. Por otra
parte, sin embargo, si alguien les acusa y ellos se niegan a adorar a los dioses, han de ser castigados. Por último, el
Emperador le dice a Plinio que no debe aceptar acusaciones anónimas, que son una práctica indigna de su época.
Casi cien años más tarde el abogado cristiano Tertuliano, en el norte de Africa, ofrecía el siguiente comentario acer-
ca de la decisión de Trajano, que todavía seguía vigente:
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¡Oh sentencia necesariamente confusa! Se niega a buscarles, como a inocentes; y manda que se les castigue, como a
culpables. Tiene misericordia y es severa; disimula y castiga. ¿Cómo evitas entonces censurarte a ti misma? Si conde-
nas, ¿por qué no investigas? Y si no investigas, ¿por qué no absuelves? (Apología, 2).
Ahora bien, aunque la decisión de Trajano no tenía sentido lógico, sí tenía sentido político. Trajano comprendía lo
que Plinio le decía: que los cristianos, por el solo hecho de serlo, no cometían crimen alguno contra la sociedad o contra
el estado. Por tanto, los recursos del estado debían emplearse en asuntos más urgentes que la búsqueda de cristianos.
Pero, una vez que un cristiano era delatado y traído ante los tribunales imperiales, era necesario obligarle a adorar los
dioses del imperio o castigarle. De otro modo, los tribunales imperiales perderían toda autoridad.[Vol. 1, Page 58]
Por lo tanto, a los cristianos se les castigaba, no por algún crimen que supuestamente habían cometido antes de ser
delatados, sino por su crimen ante los tribunales. Este delito tenía que ser castigado, en primer lugar, porque de otro
modo se les restaría autoridad a esos tribunales, y, en segundo lugar, porque al negarse a adorar al emperador los cris-
tianos estaban adoptando una actitud que en ese tiempo se interpretaba como rebelión contra la autoridad imperial. En
efecto, el culto al emperador era uno de los vínculos que unían al Imperio, y negarse en público a rendir ese culto equiva-
lía a romper ese vínculo.
Las indicaciones de Trajano no parecen haber sido creadas sencillamente en respuesta a la carta de Plinio, ni pare-
cen tampoco haberse limitado a la provincia de Bitinia. Al contrario, a través de todo el siglo segundo y buena parte del
tercero, esta política de no buscar a los cristianos y sin embargo castigarles cuando se les acusaba fue la política que se
siguió en todo el Imperio. Además, aun antes de la carta de Trajano, ya parece haber sido esa la práctica corriente, se-
gún puede verse en las siete cartas de Ignacio de Antioquía.
Ignacio de Antioquía: el portador de Dios
Alrededor del año 107, por motivos que desconocemos, el anciano obispo de Antioquía, Ignacio, fue acusado ante
las autoridades y condenado a morir por negarse a adorar los dioses del Imperio. Puesto que en esos tiempos se cele-
braban grandes fiestas en Roma con motivo de la victoria sobre los dacios, Ignacio fue enviado a la capital para que su
muerte contribuyera a los espectáculos que se proyectaban. Camino del martirio, Ignacio escribió siete cartas que consti-
tuyen uno de los más valiosos documentos del cristianismo antiguo, y a las cuales tendremos que volver repetidamente
al tratar sobre diversos aspectos de la vida y el pensamiento de la iglesia a principios del siglo segundo. Sin embargo, lo
que nos interesa por lo pronto es lo que estas cartas nos dicen acerca del propio Ignacio, de las circunstancias de su
juicio y su muerte, y del modo en que él mismo interpretaba lo que estaba sucediendo. Ignacio nació probablemente
alrededor del año 30 ó 35, y por tanto era ya anciano cuando selló su vida con el martirio. En sus cartas, él mismo nos
dice repetidamente que lleva el sobrenombre de “Portador de Dios”, lo cual es índice del respeto de que gozaba en la
comunidad cristiana. Siglos más tarde, sobre la base de un ligero cambio en el texto de sus cartas, se comenzó a hablar
de Ignacio como el “Portado por Dios”, y surgió así la leyenda según la cual Ignacio fue el niño a quien Jesús tomó y
colocó en medio de quienes le rodeaban (Mateo 18:2). En todo caso, a principios del siglo II Ignacio gozaba de gran
autoridad en toda la iglesia, pues era el segundo obispo de una de las más antiguas comunidades cristianas. Nada sa-
bemos acerca del arresto de Ignacio, ni de quiénes le acusaron, ni de su juicio. Todo lo que sabemos es lo que él mismo
nos dice o nos da a entender en sus cartas. Al parecer había en la iglesia de Antioquía varias facciones, y algunas habí-
an llegado a tales extremos en sus doctrinas que el anciano obispo se había opuesto a ellas tenazmente. Es posible que
su acusación ante los tribunales haya resultado de esas pugnas. Pero también es posible que algún pagano, en vista de
la veneración de que era objeto el viejo obispo, haya decidido llevarle ante los tribunales. En todo caso, por una u otra
razón Ignacio fue detenido, juzgado y condenado a morir en Roma.[Vol. 1, Page 59]
Camino de Roma, Ignacio y los soldados que le custodiaban pasaron por Asia Menor. A su paso, varios cristianos de
la región vinieron a verle. Ignacio pudo recibirles y conversar con ellos por algún tiempo. Tenía además un amanuense,
también cristiano, que escribía las cartas que él dictaba. Todo esto se comprende si tomamos en cuenta que en esa
época no existía una persecución general contra todos los cristianos en todo el Imperio, sino que sólo se condenaba a
quienes alguien acusaba. Por tanto, todas estas personas procedentes de diversas iglesias podían visitar impunemente
a quien había sido condenado a morir por el mismo “delito” que ellos practicaban.
Las siete cartas de Ignacio son en su mayor parte el resultado de esas visitas. Desde la ciudad de Magnesia habían
venido el obispo Damas, dos presbíteros y un diácono. De Trales había venido el obispo Polibio. Y Efeso había enviado
una delegación numerosa encabezada por el obispo Onésimo, que bien puede haber sido el Onésimo de la Epístola a
Filemón. A cada una de estas iglesias Ignacio le escribió una carta desde Esmirna. Más tarde, desde Troas, escribió
otras tres cartas: una a la iglesia de Esmirna, otra a su obispo Policarpo y otra a la iglesia de Filadelfia. Pero para el tema
que estamos discutiendo aquí —la persecución en el siglo II— la carta que más nos interesa es la que Ignacio escribió
desde Esmirna a la iglesia de Roma. De algún modo, Ignacio había recibido noticias de que los cristianos de Roma pro-
yectaban hacer gestiones para librarle de la muerte. Pero Ignacio no ve tal proyecto con buenos ojos. Ya él está presto
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para sellar su testimonio con su sangre, y cualquier gestión que los romanos puedan hacer le resultaría un impedimento.
Por esa razón el anciano obispo les escribe a sus hermanos de Roma: Temo vuestra bondad, que puede hacerme daño.
Pues vosotros podéis hacer con facilidad lo que proyectáis; pero si vosotros no prestáis atención a lo que os pido me
será muy difícil a mí alcanzar a Dios (Romanos 1:2). El propósito de Ignacio es, según él mismo dice, ser imitador de la
pasión de su Dios, es decir, de Jesucristo.
Ahora que se enfrenta al sacrificio supremo es que empieza a ser discípulo, y por tanto lo único que quiere que los
romanos pidan para él es, no la libertad, sino fuerza para enfrentarse a toda prueba “para que no sólo me llame cristiano,
sino que también me comporte como tal”. “Mi amor está crucificado [...] No me gusta ya la comida corruptible, [...] sino
que quiero el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo [...] y su sangre quiero beber, que es bebida imperecedera”.
Porque “cuando yo sufra, seré libre en Jesucristo, y con él resucitaré en libertad”. “Soy trigo de Dios, y los dientes de las
fieras han de molerme, para que pueda ser ofrecido como limpio pan de Cristo”. Y la razón por la que Ignacio está dis-
puesto a enfrentarse a la muerte es que a través de ella llegará a ser un testimonio vivo de Jesucristo: Si nada decís
acerca de mí, yo vendré a ser palabra de Dios. Pero si os dejáis convencer por el amor que tenéis hacia mi carne, volve-
ré a ser simple voz humana (Romanos 2:1).
Así veía su muerte aquel atleta del Señor, que marchaba gozoso hacia las fauces de los leones.
Poco tiempo después, el obispo Policarpo de Esmirna escribía a los filipenses pidiendo noticias acerca de la suerte
de Ignacio. No sabemos a ciencia cierta qué le respondieron sus hermanos de Filipos, aunque todo parece indicar que
Ignacio murió como esperaba, poco después de su llegada a Roma.
[Vol. 1, Page 60] El martirio de Policarpo
Si bien es poco o nada lo que sabemos acerca del testimonio final de Ignacio, sí tenemos amplios detalles acerca del
de su amigo Policarpo, cuando le llegó su hora casi medio siglo más tarde. Corría el año 155, y todavía estaba vigente la
misma política que Trajano le había señalado a su gobernador Plinio. A los cristianos no se les buscaba; pero si alguien
les delataba y se negaban entonces a servir a los dioses, era necesario castigarles. Policarpo era todavía obispo de Es-
mirna cuando un grupo de cristianos fue acusado y condenado por los tribunales. Según nos cuenta quien dice haber
sido testigo de los hechos, se les aplicaron los más dolorosos castigos, y ninguno de ellos se quejó de su suerte, pues
“descansando en la gracia de Cristo tenían en menos los dolores del mundo”. Por fin le tocó al anciano Germánico pre-
sentarse ante el tribunal, y cuando se le dijo que tuviera misericordia de su edad y abandonara la fe cristiana, Germánico
respondió diciendo que no quería seguir viviendo en un mundo en el que se cometían las injusticias que se estaban co-
metiendo ante sus ojos, y uniendo la palabra al hecho incitó a las fieras para que le devorasen más rápidamente.[Vol. 1,
Page 61]
El valor y el desprecio de Germánico enardecieron a la multitud, que empezó a gritar: “¡Que mueran los ateos!” —es
decir, los que se niegan a creer en nuestros dioses— y “¡Que traigan a Policarpo!” Cuando Policarpo supo que se le
buscaba, y ante la insistencia de los miembros de su iglesia, salió de la ciudad y se refugió en una finca en las cercanías.
A los pocos días, cuando los que le buscaban estaban a punto de dar con él, huyó a otra finca. Pero cuando supo que
uno de los que habían quedado detrás, al ser torturado, había dicho dónde Policarpo se había escondido, el anciano
obispo decidió dejar de huir y aguardar a los que le perseguían.
Cuando le llevaron ante el procónsul, éste trató de persuadirle, diciéndole que pensara en su avanzada edad y que
adorara al emperador. Cuando Policarpo se negó a hacerlo, el juez le pidió que gritara: “¡Abajo los ateos!” Al sugerirle
esto, el juez se refería naturalmente a los cristianos, que eran tenidos por ateos.
Pero Policarpo, señalando hacia la muchedumbre de paganos, dijo: “Sí. ¡Abajo los ateos!”[Vol. 1, Page 62]
De nuevo el juez insistió, diciéndole que si juraba por el emperador y maldecía a Cristo quedaría libre. Empero Poli-
carpo respondió: —Llevo ochenta y seis años sirviéndole, y ningún mal me ha hecho. ¿Cómo he de maldecir a mi rey,
que me salvó?
Así siguió el diálogo. Cuando el juez le pidió que convenciera a la multitud, Policarpo le respondió que si él quería
trataría de persuadirle a él, pero que no consideraba a esa turba apasionada digna de escuchar su defensa. Cuando por
fin el juez le amenazó, primero con las fieras, y después con ser quemado vivo, Policarpo le contestó que el fuego que el
juez podía encender sólo duraría un momento, y luego se apagaría, mientras que el castigo eterno nunca se apagaría.
Ante la firmeza del anciano, el juez ordenó que Policarpo fuera quemado vivo, y todo el populacho salió a buscar ra-
mas para preparar la hoguera.
Atado ya en medio de la hoguera, y cuando estaban a punto de encender el fuego, Policarpo elevó la mirada al cielo
y oró en voz alta:
Señor Dios soberano [...] te doy gracias, porque me has tenido por digno de este momento, para que, junto a tus márti-
res, yo pueda tener parte en el cáliz de Cristo. [...] Por ello [...] te bendigo y te glorifico. [...] Amén.
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Así entregó la vida aquel anciano obispo a quien años antes, cuando todavía era joven, el anciano Ignacio había da-
do consejos acerca de su labor pastoral y ejemplo de firmeza en medio de la persecución.
Por otra parte, las actas del martirio de Policarpo son interesantes porque en ellas podemos ver una de las cuestio-
nes que más turbaban a los cristianos en esa época: la de si era lícito o no entregarse espontáneamente para sufrir el
martirio. Al principio de esas actas se habla de un tal Quinto, que se entregó a sí mismo, y que al ver las fieras se aco-
bardó. Y el autor de las actas nos dice que sólo son válidos los martirios que han tenido lugar por voluntad de Dios, y no
de los mártires mismos. En la historia del propio Policarpo, vemos que se escondió dos veces antes de ser arrestado, y
que sólo se dejó prender cuando llegó al convencimiento de que tal era la voluntad de Dios.
La razón por la que este documento insiste tanto en la necesidad de que sea Dios quien escoja a los mártires era
que había quienes se acusaban a sí mismos a fin de sufrir el martirio. Tales personas, a quienes se llamaba “espontá-
neos”, eran a veces gentes de mente desequilibrada que no tenían la firmeza necesaria para resistir las pruebas que
venían sobre ellos, y que por lo tanto acababan por acobardarse y renunciar de su fe en el momento supremo.
Pero no todos concordaban con el autor de las actas del martirio de Policarpo. A través de todo el período de las
persecuciones, siempre hubo mártires espontáneos y—cuando sus martirios fueron consumados— siempre hubo tam-
bién quien les venerara.
Esto puede verse en otro documento de la misma época, la Apología de Justino Mártir, donde se nos cuenta que en
el juicio de un cristiano se presentaron otros dos a defenderle, y la consecuencia fue que los tres murieron como márti-
res. Al narrar esta historia, Justino no ofrece la menor indicación de que el martirio de los dos “espontáneos” no sea tan
válido como el del cristiano que fue acusado ante los tribunales.
[Vol. 1, Page 63] La persecución bajo Marco Aurelio
En el año 161, el gobierno del Imperio recayó sobre Marco Aurelio, quien había sido adoptado años antes por su
predecesor, Antonino Pío. Marco Aurelio fue sin lugar a dudas una de las más preclaras luces del ocaso romano. No fue
él, como Nerón y Domiciano, un hombre enamorado del poder y la vanagloria, sino un espíritu culto y refinado que dejó
tras de sí una colección de Meditaciones, escritas sólo para su uso privado, que son una de las joyas literarias de la épo-
ca. En esas Meditaciones Marco Aurelio muestra algunos de los ideales con los que trató de gobernar su vasto imperio:
Intenta a cada momento, como romano y como hombre, hacer lo que tienes delante con dignidad perfecta y sencilla, y
con bondad, libertad y justicia. Trata de olvidar todo lo demás. Y podrás olvidarlo, si emprendes cada acción de tu vida
como si fuera la última, dejando a un lado toda negligencia y toda la resistencia de las pasiones contra los dictados de la
razón, y dejando también toda hipocresía, y egoísmo, y rebeldía contra la suerte que te ha tocado (Meditaciones, 2:5).
Bajo tal emperador, podría suponerse que los cristianos gozarían de un período de relativa paz. Marco Aurelio no era
un Nerón ni un Domiciano. Y sin embargo, el mismo emperador que se expresaba en términos tan elevados acerca de
sus deberes de gobernante desató también una fuerte persecución contra los cristianos. Marco Aurelio era hijo de su
época, y como tal veía a los cristianos. En la única referencia al cristianismo que aparece en sus Meditaciones, el empe-
rador filósofo alaba aquellas almas que están dispuestas a abandonar el cuerpo cuando sea necesario, pero luego sigue
diciendo que tal disposición ha de ser producto de la razón, “y no de terquedad, como en el caso de los cristianos” (Medi-
taciones, 11. 3). Además, también como hijo de su época, el filósofo que alababa sobre todo el uso de la razón era en
extremo supersticioso. A cada paso pedía ayuda y dirección de sus adivinos, y ordenaba que los sacerdotes ofrecieran
sacrificios por el buen éxito de cada empresa. Durante los primeros años de su reinado, las invasiones, inundaciones,
epidemias y otros desastres parecían sucederse unos a otros sin tregua alguna.
Pronto corrió la voz de que todo esto se debía a los cristianos, que habían atraído sobre el Imperio la ira de los dio-
ses, y se desató entonces la persecución. No tenemos indicios de que Marco Aurelio haya pensado que de veras los
cristianos tenían la culpa de lo que estaba sucediendo; pero todo parece indicar que le prestó su apoyo a la nueva ola de
persecución, y que veía con buenos ojos este intento de regresar al culto de los antiguos dioses. Quizá, al igual que Pli-
nio años antes, Marco Aurelio pensaba que era necesario castigar a los cristianos, si no por sus crímenes, al menos por
su obstinación. En todo caso, tenemos informes bastante detallados de varios martirios que ocurrieron bajo el gobierno
de Marco Aurelio.
Uno de estos martirios fue el de la viuda Felicidad y sus siete hijos. En esa época se acostumbraba en la iglesia que
aquellas mujeres que quedaban viudas, y que así lo deseaban, se consagraran por entero al trabajo de la iglesia, que a
su vez las mantenía. Esto se hacía, entre otras razones, porque en esa sociedad era muy difícil [Vol. 1, Page 64] para
una viuda pobre sostenerse a sí misma, y también porque si tal viuda se casaba con un pagano podía perder mucha de
su libertad para actuar en el servicio del Señor. La obra de Felicidad era tal que los sacerdotes paganos decidieron im-
pedirla, y con ese propósito la acusaron ante las autoridades, juntamente con sus siete hijos.
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Cuando el prefecto de la ciudad trató de convencerla, primero con promesas y luego con amenazas, Felicidad le
contestó que estaba perdiendo el tiempo, pues “viva, te venceré; y si me matas, en mi propia muerte te venceré todavía
mejor”. El prefecto entonces trató de convencer a los hijos de Felicidad.
Pero ella les exhortó a que permanecieran firmes, y ni uno solo de ellos vaciló ante las promesas y las amenazas del
prefecto. Por fin, las actas de los interrogatorios fueron enviadas a Marco Aurelio, quien ordenó que diversos jueces pro-
nunciaran sentencia, a fin de que estos obstinados cristianos sufrieran distintos suplicios.
Otro de los mártires de esta época fue Justino, uno de los más distinguidos pensadores cristianos, a quien hemos de
referirnos de nuevo en el próximo capítulo. Justino tenía una escuela en Roma, donde enseñaba lo que él llamaba “la
verdadera filosofía”, es decir, el cristianismo. El filósofo cínico Crescente le retó a un debate del que el cristiano salió a
todas luces vencedor, y al parecer Crescente tomó venganza acusando a su adversario ante los tribunales. En todo ca-
so, en el año 163 Justino y seis de sus discípulos fueron llevados ante el prefecto Junio Rústico, quien había sido uno de
los maestros de filosofía del emperador. En este caso, como en tantos otros, el juez trató de convencer a los cristianos
acerca de la necedad de su fe. Pero Justino le contestó que, tras haber estudiado toda clase de doctrinas, había llegado
a la conclusión de que la cristiana era la verdadera, y que por tanto no estaba dispuesto a abandonarla. Cuando, como
era constumbre, el juez les amenazó de muerte, ellos le contestaron que su más ardiente deseo era sufrir por amor de
Jesucristo, y que por tanto si el juez les mataba les haría un gran favor. Ante tal respuesta, el prefecto ordenó que fueran
llevados al lugar del suplicio, donde primero se les azotó y luego fueron decapitados.
Por último, como ejemplo de la suerte de los cristianos bajo el régimen de Marco Aurelio, debemos mencionar la car-
ta que las iglesias de Lión y Viena, en la Galia, les enviaron en el año 177 a sus hermanos de Frigia y Asia Menor. Al
principio la persecución en esas dos ciudades parece haberse limitado a prohibiciones que les impedían a los cristianos
presentarse en lugares públicos. Después la plebe comenzó a seguirles por las calles, insultándoles, golpeándoles y
apedreándoles. Por fin varios de ellos fueron presos y llevados ante el gobernador para ser juzgados. En ese momento
uno de entre la multitud, Vetio Epágato, se ofreció a defender a los acusados, y cuando el gobernador le preguntó si era
cristiano y él respondió afirmativamente, sin permitirle decir una palabra más, el gobernador ordenó que se le añadiera al
grupo de los acusados.
La persecución había caído sobre estas dos ciudades inesperadamente, “como un relámpago”, y por tanto no todos
estaban listos para enfrentarse al martirio. Según nos cuenta la carta que estamos citando, alrededor de diez fueron
débiles y “salieron del vientre de la iglesia como abortos”.
Los demás, sin embargo, se mostraron firmes, al mismo tiempo que tanto el gobernador como el pueblo se indigna-
ban cada vez más contra ellos. De boca en boca corrían rumores acerca de las horribles prácticas de los cristianos, ru-
mores sobre los que hemos de hablar en el próximo capítulo. En vista de su obstinación, y probablemente para ganarse
la simpatía del pueblo, el gobernador hizo torturar [Vol. 1, Page 65] a los acusados. Un tal Santo se limitó a responder:
“soy cristiano”, y mientras más le torturaban y más preguntas le hacían, más firme se mostraba en no decir otra palabra.
La cárcel estaba tan llena de prisioneros, que muchos murieron asfixiados antes que los verdugos pudieran aplicarles la
pena de muerte. Algunos de los que antes habían negado su fe, al ver a sus hermanos tan valerosos en medio de tantas
pruebas, volvieron a su antigua confesión y murieron también como mártires. Pero la más destacada de todos estos
mártires fue Blandina, una mujer débil por quien temían sus hermanos. Cuando le llegó el momento de ser torturada,
mostró tal resistencia que los verdugos tenían que turnarse. Cuando varios de los mártires fueron llevados al circo, Blan-
dina fue colgada de un madero en medio de ellos y desde allí les alentaba. Como las fieras no la atacaron, los guardias
la llevaron de nuevo a la cárcel. Por fin, el día de tan cruentos espectáculos, Blandina fue torturada en público de diver-
sas maneras. Primero la azotaron; después la hicieron morder por fieras; acto seguido la sentaron en una silla de hierro
candente; y a la postre la encerraron en una red e hicieron que un toro bravo la corneara.
Como en medio de tales tormentos Bandina seguía firme en su fe, por fin las autoridades ordenaron que fuese dego-
llada.
Estos no son sino unos pocos ejemplos de los muchos martirios que tuvieron lugar en época de Marco Aurelio. Hay
otros que nos son conocidos, y que pudiéramos haber narrado aquí. Pero sobre todo hubo muchos otros de los cuales la
historia no ha dejado rastro, pero que indudablemente se encuentran indeleblemente impresos en el libro de la vida.
Hacia el fin del siglo segundo
Marco Aurelio murió en el año 180, y le sucedió Cómodo, quien había gobernado juntamente con Marco Aurelio a
partir del 172. Al parecer, la tempestad amainó bajo el nuevo emperador, aunque siempre continuaron los martirios espo-
rádicos. A la muerte de Cómodo, siguió un período de guerra civil, y los cristianos gozaron de relativa paz. Por fin, en el
año 193, Septimio Severo se adueñó del poder. Al principio de su gobierno continuó la relativa paz de la iglesia, pero a la
postre el nuevo emperador se unió a la larga lista de gobernantes que persiguieron al cristianismo. Sin embargo, puesto
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que tales acontecimientos tuvieron lugar en el siglo tercero, hemos de reservarlos para un capítulo posterior en nuestra
narración.
En resumen, a través de todo el siglo segundo la posición de los cristianos fue precaria. No siempre se les perse-
guía. Y muchas veces se les perseguía en unas regiones del Imperio y no en otras. Todo dependía de las circunstancias
del momento y del lugar. En particular, era cuestión de que hubiese o no quien les tuviese suficiente odio a los cristianos
para delatarles ante los tribunales. Por tanto, la tarea de desmentir los rumores que circulaban acerca de los cristianos, y
presentar la nueva fe del mejor modo posible, era cuestión de vida o muerte. A esa tarea se dedicaron algunos de los
mejores pensadores con que la iglesia contaba.
La defensa
[Vol. 1, Page 67]
de la fe 7
Mi propósito no es lisonjearos [... ] sino requerir que juzguéis a los cristianos se-
gún el justo proceso de investigación.
Justino Mártir
Durante todo el siglo segundo y buena parte del tercero no hubo una persecución sistemática contra los cristianos. Ser
cristiano era ilícito; pero sólo se castigaba cuando por alguna razón los cristianos eran llevados ante los tribunales. La
persecución y el martirio pendían constantemente sobre los cristianos, como una espada de Damocles.
Pero el que esa espada cayera sobre sus cabezas o no, dependía de las circunstancias del momento, y sobre todo
de la buena voluntad de las gentes. Si por alguna razón alguien quería destruir a algún cristiano, todo lo que tenía que
hacer era llevarle ante los tribunales. Tal parece haber sido el caso de Justino, acusado por su rival Crescente. En otras
ocasiones, como en el martirio de los cristianos de Lión y Viena, era el populacho el que, instigado por toda clase de
rumores acerca de los cristianos, exigía que se les prendiera y castigara.
En tales circunstancias, los cristianos se veían en la necesidad de hacer cuanto estuviera a su alcance por disipar
los rumores y las falsas acusaciones que circulaban acerca de sus creencias y de sus prácticas. Si lograban que sus
conciudadanos tuvieran un concepto más elevado de la fe cristiana, aunque no llegaran a convencerles, al menos logra-
rían disminuir la amenaza de la persecución. A esta tarea se dedicaron algunos de los más hábiles pensadores y escrito-
res entre los cristianos, a quienes se da el nombre de “apologistas”, es decir, defensores. Y algunos de los argumentos
en pro de la fe cristiana que aquellos apologistas emplearon han seguido utilizándose en defensa de la fe a través de los
siglos.
Empero, antes de pasar a exponer algo de la obra de los apologistas, es necesario que nos detengamos a resumir
los rumores y acusaciones de que eran objeto los cristianos, y que los apologistas intentaron refutar.
[Vol. 1, Page 68] Las acusaciones contra los cristianos
Lo que se decía acerca de los cristianos puede clasificarse bajo dos categorías: los rumores populares y las críticas
por parte de gentes cultas.
Los rumores populares se basaban generalmente en algo que los paganos oían decir o veían hacer a los cristianos,
y entonces lo interpretaban erróneamente. Así, por ejemplo, los cristianos se reunían todas las semanas para celebrar
una comida a la que frecuentemente llamaban “fiesta de amor”. Esa comida era celebrada en privado, y sólo eran admi-
tidos quienes habían sido iniciados en la fe, es decir, bautizados. Además, los cristianos se llamaban “hermanos” entre
sí, y no escaseaban los casos de hombres y mujeres que decían estar casados con sus “hermanos” y “hermanas”. Sobre
la base de estos hechos, se fueron tejiendo rumores cada vez más exagerados, y muchos llegaron a creer que los cris-
tianos se reunían para celebrar una orgía en la que se daban uniones incestuosas.
Según se decía, los cristianos comían y bebían hasta emborracharse, y entonces apagaban las luces y daban rienda
suelta a sus pasiones. El resultado era que muchos se unían sexualmente a sus parientes más cercanos.
También sobre la base de la comunión surgió otro rumor. Puesto que los cristianos hablaban de comer la carne de
Cristo, y puesto que también hablaban del niño que había nacido en un pesebre, algunos entre los paganos llegaron a
creer que lo que los cristianos hacían era que escondían un niño recién nacido dentro de un pan, y lo colocaban ante una
persona que deseaba hacerse cristiana. Los cristianos entonces le ordenaban al neófito que cortara el pan, y luego devo-
raban el cuerpo todavía palpitante del niño. El neófito, que se había hecho partícipe de tal crimen, quedaba así compro-
metido a guardar el secreto.