Solo Amigos Ana Alvarez
Solo Amigos Ana Alvarez
Solo Amigos Ana Alvarez
amigos?
Ana Álvarez
1.ª edición: septiembre, 2015
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Epílogo
Agradecimientos
Prólogo
Durante tres días Susana vagó por las bibliotecas sacando fotocopias de
los periódicos, con la escasa información que estaban publicando sobre el
caso Ferrer. Decepcionada y desistiendo de conseguir nada por aquel
medio, el viernes se acercó a Fran y a Raúl, cuando ambos salían de una
clase.
—¿Has conseguido algo, Figueroa?
—Por favor, deja el Figueroa… Ese señor es mi padre. Yo soy Fran.
—De acuerdo, Fran… ¿Has conseguido algo? Yo llevo tres tardes
prácticamente perdidas en la biblioteca hurgando en los periódicos, y
apenas tengo nada.
—He hablado con mi padre y ha llamado al bufete que lleva el caso,
para que nos den una entrevista y nos dejen acceder a la información que
no sea confidencial. Siempre y cuando no la utilicemos más que para
realizar el trabajo y no la filtremos a la prensa.
—Eso es magnífico. ¿Y cuándo será esa entrevista?
—Pasado mañana. Y también ha insistido en darme algunas estructuras
básicas de cómo plantear una defensa, por si queremos utilizarlas como
orientación. También me ha dado algunas pautas para investigar cuando
no se nos da información.
—Vaya, va a ser toda una ayuda contar con tu padre.
—No creo que nos dé mucho más, pero está contento de que le haya
preguntado. Dice que al fin me intereso por la carrera.
—¿Cuándo vamos a quedar para poner en común lo que tenemos?
—Yo tengo una hora libre a la una. No sé cómo tienes tú hoy el
horario…
—Termino a la una y media.
Se volvió hacia Raúl que estaba junto a Fran como si la conversación
no tuviera nada que ver con él.
—¿Y tú?
—Yo no puedo quedarme hoy, tengo que estar en casa a las dos.
Susana frunció el ceño escéptica.
—Bueno, si prefieres por la tarde…
—Es que tampoco voy a poder por la tarde.
Se volvió hacia Fran esperando su respuesta.
—Yo prefiero quedarme un rato a mediodía. Quisiera estudiar esta
tarde. Las dos últimas clases de Derecho Internacional las tengo
atravesadas y no consigo verlas claro. Ya sabes que el profesor es un
petardo, y debería ponerme a buscar información en Internet a ver si
consigo aclararme. Si me pierdo ahora no podré seguir el ritmo, va muy
deprisa con el temario.
—Yo lo llevo bien. He conseguido unos apuntes muy claros y me estoy
guiando por ellos. Le llevo la delantera al profesor y ya no me pierdo en
clase. Si quieres te los paso y te explico un poco estas dos últimas clases
para que te pongas al día.
—¿Lo harías?
—Claro… Yo también tengo que estudiarlo y si te lo explico, hará que
me afiance en los conocimientos. Pero para eso necesitaremos algo más
que una hora a mediodía. No podremos avanzar en el trabajo y en la
asignatura con tan poco tiempo.
—Entonces quedemos mejor después de comer. ¿A qué hora?
—Un poco más tarde que el otro día, si puede ser. Que me dé tiempo de
ir a casa a comer y a recoger los apuntes.
—A la hora que tú quieras.
—De cinco y media a seis. No sé cuánto tardará el autobús. El primero
que llegue que pida la llave del aula de cultura.
Aquella tarde Susana se bajó del autobús a las cinco y diez después de
correr mucho y se encontró a Fran esperándola en el banco que había
junto a la escalera.
—¿Hace mucho que estás aquí? No he podido venir antes.
—Un rato. He intentado coger el aula de cultura, pero al parecer tienen
una reunión allí y no está libre esta tarde. Vamos a tener que buscar otro
sitio.
—Hace una tarde agradable. Si quieres podemos irnos al patio o al
césped. Hay un sitio detrás del edificio que suele estar tranquilo. Si no te
importa sentarte en la hierba, claro.
—Sin problemas.
Echaron a andar uno junto al otro hasta el sitio indicado por Susana.
Esta se dejó caer en la hierba y abrió la carpeta.
Durante un rato estuvieron comparando la información conseguida por
Susana y la aportada por el padre de Fran y decidieron una línea de
defensa para plantear a un jurado, que estaría formado por el resto de la
clase. Luego, cuando acabaron con el trabajo, Susana le mostró a Fran los
apuntes de Derecho Internacional y se dedicó a resolverle las dudas sobre
la materia que ya habían dado.
De pronto todo encajó en la mente del chico bajo las claras
explicaciones de ella, y cuando continuó leyendo la materia que debían dar
el día siguiente, no supuso para él ningún problema comprenderla.
—¿Te importa si le saco fotocopias a esto? Es oro puro. ¿Dónde lo has
conseguido?
—Rebuscando en las bibliotecas. Quédatelo y ya me lo devuelves
mañana o pasado.
—Pasaré por el bufete de mi padre antes de ir a casa y sacaré las
fotocopias esta misma tarde. Te lo devolveré mañana sin falta.
—El lunes. Mañana es sábado.
—Sí, no me acordaba. Bueno, pues el lunes. Y ahora será mejor que nos
marchemos. Habrás quedado para salir y yo te tengo aquí enredada
explicándome el Derecho Internacional una tarde de viernes. No tengo
perdón.
—Para mí el viernes es un día como otro cualquiera.
—¿No sales los viernes? Todo el mundo lo hace.
—Yo no. Yo también estudio los viernes.
—Pero hay que divertirse un poco, mujer.
—Sí, como tu amigo, que ya dudo de que aparezca alguna vez para
trabajar con nosotros.
—No te lo tomes a mal. Raúl está un poco mimado en su casa. Es el más
pequeño de la familia y se lo consienten todo. No tiene ninguna prisa por
terminar la carrera y para él, la diversión es lo primero.
—Ya lo he observado. Pero es más que eso. Yo no le caigo bien, creo
que no le ha gustado nada que me invitaras a unirme a vosotros.
—No pienses eso.
—¡Vamos, Fran! No trates de disimular, es bien evidente —dijo con la
resignación que le provocaba el no caerle bien a la gente—. Además, ya
estoy acostumbrada.
Fran apoyó una mano amistosa sobre el brazo de Susana que sostenía la
carpeta.
—No lo digas así… en ese tono. Comprendo cómo te sientes, ya me he
dado cuenta de que te gusta. Ya desde el año pasado le mirabas mucho.
Siempre que pasábamos junto a ti te quedabas mirándole.
Susana se sintió confusa y enrojeció ante la idea de que Fran se hubiera
dado cuenta de que les miraba… solo que no era a Raúl sino a él.
—Yo… no es verdad… yo nunca… Habrá sido casualidad —tartamudeó
sin poder evitarlo.
—No tienes que avergonzarte, todas las mujeres se vuelven locas por él.
Le encuentras muy atractivo.
«Pero yo no soy como las demás mujeres», iba a decir, pero se lo pensó
mejor. Siempre era preferible que Fran creyera que el que le gustaba era
Raúl y no él. Porque con toda probabilidad no volvería a verle si lo
averiguaba. Los hombres, que se sentían animados al descubrir que una
mujer guapa iba tras ellos, corrían y ponían distancia si la chica era más
bien fea y empollona además. Bajó los ojos y murmuró:
—Ya sé que sois muy amigos, pero te agradecería mucho que no se lo
dijeras. No quiero que piense que estoy intentando pescarle cada vez que le
dirija la palabra. Y con esto del trabajo tendré que hacerlo en alguna
ocasión. Nada más lejos de mi intención que intentar ligar con él.
—No creo que piense eso.
—Por si acaso. Hagamos un trato. Yo te ayudaré a estudiar, creo que
después de esta tarde lo entiendes todo un poco mejor, pero por favor, a
cambio tú guárdame el secreto.
—Tu secreto está a salvo conmigo, no soy ningún cotilla.
—Gracias. Y ahora será mejor que nos vayamos. Se hace tarde y yo
vivo lejos.
—Y yo he quedado para salir y todavía tengo que hacer las fotocopias.
—No corre prisa, hasta el lunes tienes tiempo.
—Si las necesitas antes, me das un toque y te las acerco a tu casa.
—No será necesario. Tengo otras muchas cosas que estudiar este fin de
semana.
Cuando Susana se despertó un rato más tarde, encontró la luz del salón
apagada y a su hermana sentada en una silla viendo la televisión con el
volumen muy bajo.
—¿Merche?
—Sí.
—¿Qué hora es?
—Tarde.
—¿Fran?
—Se ha marchado. No pretenderías tenerle toda la noche sentado a tu
lado, ¿eh?
—Pero ha estado aquí.
—Sí, ha estado aquí.
—Es que no estaba segura de que no haya sido fruto de la fiebre.
—El chico que estaba sentado a la mesa cuando llegué era muy real.
—Me trajo a casa y no quiso marcharse porque me encontraba muy
mal. Pero creí que se marcharía cuando me bajara la fiebre un poco.
—Esperó a que yo llegara. Y ha dicho que volverá mañana a traerte los
apuntes y a hacerte compañía después de almorzar.
—¿En serio?
—Salvo que se arrepienta...
—No, Fran no es de esos. Si ha dicho que vendrá, lo hará.
—Bien, entonces procura ponerte mejor para mañana. ¿Cómo estás
ahora?
—Mejor, aunque un poco mareada.
—¿Quieres comer algo?
—Quizás un poco de leche caliente.
—Te la prepararé.
Tres cuartos de hora más tarde, vestida con un grueso pantalón de pana,
un jersey de cuello vuelto y el anorak, salía con Fran y entraron en su
coche.
Él no había mentido, la temperatura había bajado mucho desde el
mediodía y Susana agradeció el calor que le proporcionó el interior del
vehículo.
—Has debido coger bufanda y guantes —dijo él mientras enfilaba la
prolongación de Torneo.
—Me agobian las bufandas, si hace demasiado frío puedo subirme el
cuello del chaquetón. Y no soporto tener nada en las manos.
—Bueno, cuando te tomes un par de copas entrarás en calor.
—No voy a beber.
—¿Nada? ¿Ni siquiera un refresco?
—Bueno, quizás un refresco para que no me miren con caras raras,
pero no me gusta el sabor áspero de las bebidas fuertes.
—Siempre que hacemos un botellón solemos comprar algo dulce para
los que no quieren cosas fuertes... las mujeres por lo general. Creo que el
Malibú con piña podría gustarte.
—¿Quieres emborracharme?
—Para nada. Solo quiero que te integres y que los demás vean que eres
como todo el mundo. Haz un esfuerzo y tómate una copa. Yo te la
prepararé muy suave, apenas sin alcohol.
—No estoy acostumbrada a beber más que alguna cerveza en verano, el
champán en Navidad y esas cosas. Me marearé y haré el ridículo.
—No creo que en eso del ridículo nadie supere a Raúl ni a Carlos. Me
temo que la imagen de tu amado puede quedar muy deteriorada esta noche
—dijo Fran en broma, pero sintiendo un regustillo secreto al hacerlo.
—No es mi amado —se apresuró a decir, pero luego se arrepintió ante
la mirada de Fran—. Solo me gusta un poco. Para amar a alguien necesito
mucho más que verle de lejos e intercambiar unas cuantas frases con él.
—Pero podrías llegar a amarle si te diera la oportunidad.
Luchó con lo que no quería dejar escapar de su boca, y dijo:
—Es posible.
—¿Has estado enamorada alguna vez?
—Nunca me he acercado a un chico lo suficiente como para estar
enamorada. Gustarme sí, varios.
—¿Y gustarte mucho?
—Gustarme mucho, también. Uno.
—¿Y tú a él?
—No. Yo nunca le he gustado a nadie, ni siquiera al tonto, al gordo o al
feo.
—¿Pues sabes qué te digo? Que ellos se lo pierden.
—Quizás también sea culpa mía, siempre he estado muy ocupada con
mis estudios. Y reconozco que no he dedicado mucho tiempo a aprender
esas armas que usan las otras mujeres para gustar a los chicos. Y tampoco
me interesa. Pienso que si alguna vez le gusto a alguien, que sea por lo que
soy y no por lo que aparente ser. Ni sujetadores con relleno, ni maquillaje
que disimule mi cara alargada. Soy lo que soy, y está a la vista. Si alguien
está interesado nunca podrá decir que le engañé.
—Te equivocas. Lo que eres no está a la vista. Lo más hermoso de ti lo
tienes muy escondido, y no es fácil llegar a verlo. Y si hay alguien
interesado, como tú dices, se lo estás poniendo muy difícil.
—¿Qué es eso tan hermoso que tengo escondido? —preguntó ella
intrigada.
—Tú misma —dijo Fran, sin poder evitar que su recuerdo acudiera a
sus pechos.
Susana enrojeció en la penumbra del coche y se sintió muy halagada.
No obstante, añadió:
—La mayoría de los hombres no estáis preparados para apreciar eso.
—Yo sí.
—Ya...
—Te refieres a Raúl, ¿no? Él también te apreciaría si te conociera.
Susana ya estaba empezando a cansarse de Raúl. Últimamente Fran le
aludía constantemente y le irritaba mucho que siempre lo sacara a relucir
cuando la conversación se hacía más personal.
—Olvida a Raúl —dijo con cierta brusquedad.
—Te diré lo que vamos a hacer. Te vas a sentar a su lado esta noche y
vas a darle conversación. Y, ¿quién sabe...?
—¡No, Fran, no! No me hagas esto. Esta noche, no. Prométeme que te
quedarás cerca de mí. Si me siento al lado de Raúl o de cualquier otro sé
que me quedaré toda la noche callada, sin hablar con nadie.
—De acuerdo, me quedaré cerca de ti, pero no te niegues a hablar con
los demás. Son gente estupenda, ya lo verás.
A medida que se acercaban a La Alameda, el corazón de Susana empezó
a golpear con fuerza y se arrepintió de haberse dejado convencer y de
estar allí.
Fran buscó un sitio donde aparcar y después de dar una vuelta por las
callejas de los alrededores, dejó el coche a una distancia relativa de donde
habían quedado. Ambos se dirigieron a paso rápido hacia el lugar. Ya
estaban allí la mayoría de los compañeros de clase y algunos que Susana
solo conocía de vista de otros cursos.
—¡Dios, cuánta gente! —dijo al acercarse. Fran le apretó la mano por
un momento para darle ánimos, y Susana pensó que por qué no podían
seguir ellos dos solos, paseando y cogidos de la mano, en lugar de tener
que integrarse en aquella reunión de gente con la que no deseaba estar.
Antes de que les vieran, Fran le soltó la mano. Cuando ya estaban muy
cerca, alguien les vio llegar y todos volvieron la cara hacia ellos. Susana
pensó que la mirarían y la analizarían, pero solo Raúl la escudriñó de
arriba abajo. Todos los demás tomaron su presencia allí como si fuera
algo habitual.
—Hola, tío, ¿dónde os habíais metido? —preguntó un chico—. Ya
pensábamos que no vendríais.
—Me he retrasado un poco en recoger a Susana y luego me ha costado
encontrar aparcamiento —mintió Fran—. Vosotros, como no tenéis que
soltar el coche en ningún sitio...
Una chica morena con el pelo largo que Susana había oído nombrar
como Maika, se dirigió a ella.
—Te has decidido a venir al fin... Fran dijo que no estabas segura de
poder.
—He podido arreglarlo.
Otra chica, rubia con el pelo largo también, se movió un poco en el
banco donde estaba sentada, dejando un sitio libre.
—Siéntate aquí. Parece que hace menos frío si nos rodean los demás.
Que nos protejan los hombres del frío y demuestren que sirven para algo.
Raúl saltó de inmediato.
—Los hombres servimos para mucho más que hacer de pantalla. Si
quieres, yo te quito el frío ahora mismo de manera mucho más agradable.
—No, gracias. Sigue ahí de pie, que estás más mono.
Todos rieron la ocurrencia. Fran se inclinó sobre Susana, que se había
sentado en una esquina del banco con otras tres chicas, y le preguntó:
—¿Qué vas a tomar? ¿Malibú con piña?
—Piña con Malibú.
—De acuerdo.
Se volvió a las bolsas que contenían las bebidas y poco después le
entregó un vaso de plástico con un líquido amarillento.
—¿Hielo?
—No.
Susana se lo llevó a los labios. Era dulzón y agradable.
—¡Hum... está bueno!
—Ten cuidado con eso... échale un poco de hielo aunque haga frío —
dijo la chica rubia sentada a su lado—. Está dulce y se cuela que no veas. A
mí, la primera vez me pegó fuerte. Y me parece que tú eres de las mías y
estás poco acostumbrada a beber.
Susana se volvió hacia ella.
—¿Tú no bebes?
—Muy poco —dijo la chica levantando el vaso—. Zumo de piña.
Algunas veces sí me tomo una copa, pero no cuando tengo que estudiar al
día siguiente. Sufro de cefaleas y el alcohol las potencia mucho. Y no
estoy dispuesta a sufrir una crisis para resultar muy chula
emborrachándome. Además, no me fío ni un pelo de la mitad de los que
están aquí. Seguro que están esperando como buitres que una se ponga un
poco chispa para meterle mano —dijo mirando fijamente a Raúl. Este se
defendió:
—Eh, nena, que yo no le meto mano a ninguna tía que no quiera... las
tengo de sobra que sí quieren.
—Mejor para ti.
Susana sintió sobre ella la mirada de Fran, y sonrió para darle a
entender que no le importaban las palabras de Raúl.
—No está cargado —dijo al notar que todos habían visto la mirada que
intercambiaron—. Solo un poco para que entres en calor.
—No te fíes de él tampoco, esa cara de niño bueno oculta una mente
perversa.
—Eso no es verdad, y tú lo sabes. No le hagas caso a Inma, odia a los
hombres en general y a Fran y a Raúl en particular —dijo un chico
llamado Carlos.
—Ahora eres tú el que se equivoca. No odio a los hombres,
simplemente os veo como lo que sois.
—¿Qué somos?
—Mejor no lo digo, o no saldré viva de aquí. Sois mayoría.
Susana comprobó que tenía razón. Solo había cuatro mujeres, las que
estaban sentadas en el banco. Maika, Inma, otra que conocía de clase,
Lucía, y ella. Y contó diez chicos, de los cuales conocía a Fran, a Raúl, a
Carlos, a Miguel y a otro más de la clase pero cuyo nombre no sabía. El
resto eran de otros cursos.
Maika intervino en la conversión dirigiéndose a Susana.
—¿Y qué tal es nuestro Fran como alumno?
—No es mal alumno. Quizás debería estudiar más los días que no
tenemos clase, pero en general, cuando está conmigo trabaja.
—Es que la bolera le tira mucho. Él y Raúl se pican y al final acabamos
pasando allí más tiempo del que pretendíamos. ¿Has ido alguna vez? —
preguntó Maika.
—No.
—Pues deberías probarlo. Descarga tensiones que no veas —dijo
Carlos.
—Sí, deberías probarlo —intervino Inma—. Cuando quieras que te
miren el culo un montón de salidos, estos por ejemplo, no tienes más que
agacharte a tirar la bola. Sentirás todas sus miradas fijas en tu trasero
como si tuviera un imán.
—Es que tienes un culito de exposición, cariño —dijo Raúl llenándose
de nuevo el vaso.
Susana fue a decir que dudaba mucho que se fijaran precisamente en el
suyo, pero guardó silencio. Raúl tenía razón, Inma era muy guapa, tenía
un cuerpo escultural y era lógico que todos la mirasen, pero a ella seguro
que no iba a sucederle igual. Y se dio cuenta de que lo prefería, que no le
gustaría en absoluto que los hombres vieran en ella solo un buen culo.
Aunque para variar, también le gustaría que se lo mirasen alguna vez.
Sintió de nuevo la mirada de Fran sobre ella esperando su reacción ante
las palabras de Raúl, pero ella se limitó a beber de su vaso con
naturalidad. Realmente no estaba fuerte, era poco más que zumo de piña,
pero empezó a sentir un agradable calorcillo interior provocado
probablemente por la bebida.
De pronto, y sin saber cómo, Susana se vio envuelta en la conversación
general, y empezó a sentirse bien y relajada. Todos sus temores de un rato
antes se evaporaron como por ensalmo y perdió su habitual reserva y
timidez, no sabía muy bien si debido a la copa que casi había terminado o
a la gente que la rodeaba. Todos le hacían preguntas y respondía con
naturalidad, y por primera vez en su vida se sintió integrada y a gusto en
un grupo de gente.
Eran catorce y solo había un banco donde sentarse. A medida que
trascurría la noche, las mujeres, sentadas en un principio, fueron dejando
sus puesto a los chicos para que todos pudieran sentarse en algún
momento.
Susana observó que Fran mantenía su primera copa durante mucho
tiempo, y rechazó cuando Carlos intentó llenársela de nuevo.
—No, he traído el coche. Y ya sabes que me tocará llevar a algún
borracho a su casa, como siempre. Además, he prometido a Susana que la
llevaría, vive muy lejos para irse andando.
—Entonces, si tenemos chofer puedo tomarme otra copita más, ¿no? —
preguntó Raúl echándole el bazo por encima del hombro a su amigo.
—¡Joder! ¿Ya va a empezar este con las mariconadas? —dijo Miguel—.
¡A mí no me va a tocar esta vez aguantar los besitos y la coñas, ¿eh?!
Todos se echaron a reír. Maika le explicó a Susana:
—Es que la última vez Raúl se emborrachó y le dio por decirle a
Miguel que lo quería mucho y a pedirle que le diera un beso. Lo hizo a
propósito, porque sabe que odia todo lo relacionado con la
homosexualidad, pero él se lo tomó en serio y no veas cómo se puso.
Estuvo días sin querer hablarle.
Fran intervino.
—No quiso creer mis palabras de que a Raúl no le van los tíos.
—Nunca se sabe —dijo el chico—. Muchas veces los que parecen más
machos te la pegan. Todo es para disimular.
—Raúl no, te lo digo yo —dijo Lucía—. Tendrías que oír lo que
cuentan de él por la facultad.
—¿Qué cuentan? —preguntó el aludido.
—No te lo digo, que te vas a poner muy gordo. Lo único que diré es que
todas la que se han acostado con él quieren repetir.
—¡Pues que lo digan, coño! —dijo el interesado con voz ligeramente
pastosa—. Que uno también pasa épocas de sequía.
—¿Sequía tú? Me extraña, si hasta debes dar cita —dijo Inma despectiva.
—No es para tanto.
—Espero que no, por tu bien.
Se hizo un breve silencio mientras Raúl se llenaba el vaso de nuevo.
Carlos cogió la botella de Malibú y le ofreció a Susana.
—Tómate otra copita, Susi, cariño.
—No, ya vale.
—Nada de eso. ¿No has oído que Fran te va a llevar a casa? De él
puedes fiarte. Si fuera de Raúl o de mí, que bebo mucho...
Fran la miró.
—¿Quieres otra?
—Bueno...
Él cogió la botella y le sirvió de nuevo. A medida que iba bebiendo,
Susana se sentía más ligera y más desenfadada, tanto que incluso se unió a
una excursión que hicieron las chicas a un rincón de la enorme plaza para
hacer pis.
A la vuelta, todas se reían ante los comentarios de Lucía que, bastante
achispada, no paraba de decir que se había meado en las botas de su
madre. Fran la observó reír y le guiñó un ojo.
A las tres de la mañana, se quedaron sin existencias, y como el frío era
acuciante, decidieron marcharse a casa.
—¿Vas a llevarme? —le preguntó Raúl.
—Si no te importa que deje primero a Susana. Ella vive en San
Jerónimo. De vuelta puedo dejarte en tu casa.
—No te preocupes, Raúl, cogeremos un taxi entre varios. Dejamos a
Inma en Barqueta, yo me quedo en Triana y tú sigues hasta Los Remedios.
El lunes hacemos cuentas. Los que viven en Reina Mercedes que cojan
otro.
—Bueno, pues entonces nosotros nos vamos —dijo Fran—. ¿A quién
hay que pagarle?
—A mí —dijo Carlos—. Dos euros y medio por cabeza. Raúl, cuatro.
—Muy gracioso.
Susana intentó desabrocharse el chaquetón para sacar el dinero que
llevaba guardado en el bolsillo del pantalón y se dio cuenta de que tenía
las manos tan entumecidas que no le respondían.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Maika.
—Que no puedo mover los dedos. Los tengo helados.
—A ver, deja que te ayude.
Entre las dos consiguieron abrir la cremallera y Susana sacó los dos
euros y medio del bolsillo. Después, volvió a cerrarla, tratando de que le
entrara la menos cantidad de aire helado posible.
Se despidieron besándose uno a otros y Susana escuchó más de un
«esperamos verte la próxima vez», y «te llamaremos cuando vayamos a la
bolera».
Después, ella y Fran se encaminaron a donde habían dejado el coche.
Susana se metió las manos debajo de los brazos tratando de que le
entraran en calor. Fran, percatándose de ello, las agarró.
—Dios mío, sí que están heladas. Ya te dije que debías haber traído
guantes.
—No tengo, nunca los uso.
Él retuvo las manos entre las suyas y las frotó tratando de calentarlas, y
Susana sintió que se le aflojaban las rodillas, no sabía si por el alcohol o
por el contacto.
—¿Mejor?
—Un poco.
—Ten, ponte mis guantes.
—Ni hablar. Se te congelarán las manos a ti y no podrás conducir.
—¿No tienes bolsillos?
—No, este anorak solo tiene uno interior.
—Bueno, te diré lo que vamos a hacer... —dijo él quitándose el guante
derecho y tendiéndoselo—. Nos ponemos un guante cada uno y tu otra
mano que venga de visita al bolsillo de mi chaquetón —dijo cogiéndosela
y metiéndola junto con la suya dentro del bolsillo. Fran mantenía la mano
agarrada, masajeándola para darle calor. Susana se sentía como en una
nube y deseó que el camino hasta el coche fuera más largo de lo que era.
Una vez en el coche, Fran encendió la calefacción y le tendió el otro
guante.
—Ahora soy yo el que no lo necesita. No puedo conducir con guantes.
Susana se lo puso, más por el hecho de que era suyo que por el frío.
Durante el camino, al sentir la mano de Fran rodeando la suya, le había
invadido un calor que nada tenía que ver con la calefacción.
Antes de arrancar el coche, él se volvió hacia Susana y le sonrió.
—Bueno... ¿Te lo has pasado bien? ¿O ha sido tan terrible como
pensabas?
—Ha sido estupendo. Nunca me había sentido tan bien con un grupo de
gente extraña.
—¿Tú ves como tenías que hacerme caso? Si no llego a ir por ti, te lo
hubieras perdido.
—Sí, es verdad. Y el Malibú con piña estaba muy bueno.
—Casi no tenía alcohol, era prácticamente zumo de piña.
—Sí, lo sé. Si no fuera así estaría tirada por las aceras. Me he tomado
tres. En cambio tú no te has tomado más que una.
—Y solo Coca-cola, guárdame el secreto. Le prometí a Merche llevarte
a casa sana y salva. Y luego tengo que llegar a Simón Verde. Esa carretera
de noche es un poco jodida, hay mucho cabrón suelto y borracho, además.
—Si quieres puedes quedarte en el sofá de casa. No es demasiado
incómodo y a Merche no le importará.
—No, gracias, será mejor que me vaya a la mía. Además, ya estoy
acostumbrado, hago el camino todos los fines de semana.
—Como quieras.
Fran arrancó y condujo por las desiertas calles. Susana se miró las
manos, envueltas en los enormes guantes. Se las llevó a la cara para
apartarse un mechón de pelo, pero no pudo hacerlo. Fran apartó una mano
del volante por un momento y, agarrando el mechón rebelde, lo colocó
detrás de la oreja y le rozó la mejilla con el dorso de la mano. Susana se
estremeció y se encogió en el asiento.
—¿Aún tienes frío? —dijo él retirando la mano y subiendo la
calefacción.
Llegaron a la puerta de la casa de Susana, y a su pesar, se dispuso a
despedirse. Hubiera dado cualquier cosa por alargar la noche, para que
aquello no se acabara. Pero despacio se quitó los guantes y se los tendió, y
luego se desabrochó el cinturón de seguridad.
—Buenas noches.
—Hasta el lunes. Descansa y no te levantes temprano a estudiar. La
carrera no se te va a ir al garete por un poco de diversión.
—No, mañana me permitiré el lujo de ser perezosa. Merche trabaja
hasta mediodía, así que no iremos a Ayamonte hasta después de comer. Y
tú conduce con cuidado.
—Lo haré.
Susana bajó del coche y Fran permaneció allí hasta que la vio entrar en
el portal. Luego, arrancó y se perdió en la calle.
Capítulo 8
Aquella tarde se esforzó con diversos temas, pero cuando se los daba a
leer a Merche, ninguno consiguió conmoverla, a pesar de que su hermana
era muy sentimental.
—No, Susana... —le decía invariablemente—. Lo siento, pero no.
Y ella volvía a intentarlo una y otra vez con idéntico resultado.
Desesperada, llegó a la noche y los temas se le agotaron.
—Dime algo sobre qué escribir, por favor... Se me ha agotado el
repertorio.
—Me temo que si quieres conmover a alguien tendrás que escribir
sobre ti misma, sobre algo que te llegue muy hondo.
—¿Cómo qué? ¿Lo mal que lo he pasado de niña? Me niego a recordar
eso ahora...
—¿Por qué no le escribes una carta a Fran?
—¡Ni de coña! ¿Y si al profesor se le ocurre decirle algo? Aunque la
firme con un seudónimo, él podría adivinarlo.
—Bueno, pues entonces escribe una carta a un desconocido... solo tú
sabrás que es él. Ni siquiera pongas que eres una mujer... una carta de
desconocido a desconocido. Verás como así te sale muy conmovedora.
—No sé...
—No tienes nada que perder. Si no te convence, siempre puede ir a la
papelera con el resto de las cosas que has escrito esta tarde... o al cajón de
tu mesilla de noche.
—Supongo que puedo intentarlo. Vamos a cenar primero y luego me
pondré manos a la obra... pero me temo que esa no la leerás.
—No hace falta, estoy segura de que conmoverá a las piedras.
—¿Tan desesperada me ves?
—No, solo enamorada. Y cuando el amor se tiene que guardar en
secreto y oculto, está deseando encontrar un resquicio para expresarse. Y
una carta es un buen método, sobre todo si se está segura de que la
persona a quien va dirigida no la va a leer.
Varios días más tarde, Maika se acercó a Susana mientras bajaban las
escaleras de la facultad.
—Susana, Fran nos ha pasado los apuntes. Son fantásticos.
—Gracias, espero que os sirvan.
—Las gracias te las tenemos que dar nosotras a ti. ¿De verdad que no
quieres que te paguemos nada por ellos? Todas sabemos que la vida del
estudiante es dura.
—No voy a cobraros por ellos, ni hablar. Somos amigas.
—Bien. Entonces te diré lo que solemos hacer entre nosotras cuando
nos debemos un favor. Normalmente nos reunimos un día por semana
para almorzar, «chicas solas», ya sabes. Para charlar y cotillear de los tíos
sin que estén delante y también de cosas que no les importa. Y cuando una
de nosotras hace algo por las demás la invitamos un día. Así que ya sabes,
estás invitada a comer con nosotras esta semana.
—No tenéis por qué hacerlo. De verdad que me gusta poder ser útil en
algo.
—Ya sé que no tenemos por qué hacerlo, pero queremos. Dime qué día
te viene bien a ti. Nosotras solemos reunirnos los miércoles o los jueves.
—Los jueves tengo clase con Fran. Si os da igual, a mí me vendría
mejor el miércoles.
—Pues quedamos el miércoles entonces.
—Este sábado estoy invitada a una fiesta —le dijo Susana a Merche
aquella noche cuando ambas se sentaron a cenar.
Acababa de llegar de dar la clase con Fran y ambos habían estado
hablando de la fiesta. Raúl había alquilado una sala en la discoteca Gaudí y
comenzaría sobre las doce de la noche, después de la cena.
Maika se estaba encargando de recoger dinero para comprarle un
regalo y todos habían contribuido con diez euros.
Habían quedado en reunirse en Plaza de Armas para cenar y darle el
regalo antes de ir a la discoteca, que estaba cerca. La cena sería en el
McDonald‘s de modo que Susana podía permitírselo, pero de lo que no
tenía idea era de qué iba a ponerse.
—¿Te ha invitado Fran? —le preguntó Merche.
—No, su amigo.
—¿Raúl? ¿Ese por el que se supone que estás loca?
—Sí, ese.
—¿Y qué vas a ponerte?
—No lo sé, la verdad. Supongo que cualquier cosa que encuentre en el
armario.
—En tu armario no tienes nada apropiado, Susana.
—Pues algo tendrá que valer, porque no hay manera de que nada tuyo
me quede bien. No puedo pedirte nada prestado.
—No, eso no hay forma de arreglarlo. Yo tengo tres tallas más que tú
de cadera y dos de pecho.
—Rebuscaré en el armario a ver que encuentro.
—Ni hablar, no puedes ir con los jerseys que te hacen mamá y la abuela.
—¿Y qué quieres que haga?
—¿Cuánto dinero tienes de las clases de Fran de esta semana?
—Sesenta euros.
—Pues hazte a la idea de que ha estado enfermo y no habéis dado clase,
y pásate mañana por la tienda. Te buscaré algo apropiado y que no sea
muy caro.
—¿Tú crees que debo gastarme todo ese dinero en ropa para una
noche?
—Por supuesto que debes. Vas a ir a una fiesta con Fran. La ocasión lo
merece. Y además, ¿cuánto tiempo hace que no te compras nada?
—Desde el verano.
—Pues ya es hora.
Susana aguantó el tipo como pudo en el interior del taxi y cuando llegó
a su casa abrió la puerta y entró sigilosamente.
Buscó a tientas sus gafas y se las puso para darle el toque a Fran, y
cuando este lo devolvió en señal de que lo había recibido, apagó el móvil
y al fin, libre de miradas indiscretas y curiosas, se permitió romper a
llorar.
Sin embargo, su mente y su carácter metódico y controlado la hicieron
entrar en el cuarto de baño, quitarse la ropa para ponerse un camisón
cómodo y desmaquillarse a continuación.
Cogió una de las toallitas desmaquilladoras de Merche y se restregó la
cara con fuerza sintiendo que las lágrimas que corrían abundantes por sus
mejillas ayudaban a limpiar el maquillaje.
Se lavó la cara y se cepilló el pelo sin dejar de llorar y regresó al salón
y se dejó caer en el sofá sin querer entrar en el dormitorio para no
despertar a su hermana.
Pero a pesar de sus esfuerzos, la puerta de la habitación se abrió y esta
apareció en el salón a oscuras. Se acercó a ella y se sentó a su lado
cogiéndole la mano.
—Me ha extrañado que no entraras a acostarte. ¿Qué ha pasado, cariño?
¿Es lo mismo de siempre?
Susana negó con la cabeza.
—No, esta vez no. Es algo mucho peor.
—No me asustes, nena.
—Lo he estropeado todo, Merche. ¡Por Dios, he hecho una estupidez!
—¿Qué tipo de estupidez?
—Le he besado.
—¿A Fran?
—¿A quién si no?
—Eso no es tan grave. Yo diría que es estupendo.
—¡Qué va a ser estupendo! Es terrible.
—Vamos a ver, Susana… Tú le has besado, pero eso es cosa de dos.
¿Qué ha hecho él?
—Me ha besado también.
—Hija, entonces la estupidez la habéis cometido a medias.
—No lo entiendes… Él piensa que ha sido culpa suya, pero no es así.
Estábamos bailando, muy juntos…yo levanté la cabeza porque quería
besarle… y de pronto sucedió.
—Nena, creo que estás haciendo un drama de algo que no lo es. ¿Acaso
no te gustó?
—Claro que me gustó. Lo que es terrible es que después se apartó de mí
como si le quemara y me pidió perdón. ¡Joder, Merche… me pidió
perdón! Ha sido algo tan especial, tan bonito. Mi primer beso, y además
con alguien que me gusta. ¡Y me pidió perdón!
Estalló en sollozos más fuertes y Merche la acunó como cuando era una
niña, y la dejó llorar.
—¿Y tú qué hiciste?
—Pedirle perdón también. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Merche esbozó una breve sonrisa que su hermana no vio.
—¡Vaya par que estáis hechos los dos!
—Yo lo que no quiero es que esto afecte a nuestra amistad. Estaba tan
raro después… tan serio. Aceptó sin rechistar cuando le dije que me
vendría en un taxi... Mi amigo Fran no me habría dejado venir sola. Estaba
incómodo y arrepentido, se notaba. Y yo no voy a poder volver a mirarle
a la cara nunca más, Merche, nunca...
—Vamos, mujer, que no es para tanto. Ya verás como el lunes las cosas
están como siempre… o quizá mejor.
—No van a estar mejor. ¡Si hubieras visto su cara! Estaba horrorizado
por lo que había ocurrido.
Merche no compartía la opinión de su hermana, pero la dejó llorar
consciente de que nada de lo que le dijera la iba a hacer cambiar de
opinión. Y tampoco quería hacerle concebir demasiadas esperanzas por si
se equivocaba. Aunque creía que a los dos les estaba haciendo falta un
empujoncito.
Cuando estuvo más tranquila la llevó hasta la cama como si fuera una
niña pequeña y la dejó dormir hasta mediodía.
También era mediodía cuando Raúl llamó a Fran. Este, medio dormido
aún, pegó un brinco de la cama y contestó sin llegar a mirar quien
llamaba.
—Hola, tío.
—Ah, hola —dijo sin poder ocultar su decepción.
—¿Te pillo en mal momento?
—Me pillas dormido. ¿Qué hora es?
—Las dos. Creí que ya te habrías despertado.
—Me dormí muy tarde anoche.
—Oye… ¿Estás solo?
Fran soltó una breve carcajada llena de ironía.
—¿Con quién quieres que esté?
—Con Susana, claro. Os vi besaros y marcharos juntos.
—No me hables de eso. Todavía no me he despertado del todo.
—Entonces… ¿No ha pasado nada?
—Raúl… ahora no.
—Bueno, pues quedamos para comer y hablamos, ¿vale?
—Vale, dame media hora.
Susana guardó silencio. Fran había dicho «te quiero», unas palabras que
ella llevaba toda la noche tratando cuidadosamente de evitar, incluso en
los momentos en que más difícil le había resultado controlarse. Pero no
las había dicho. Ambos pertenecían a mundos diferentes y ella era muy
consciente de ello, sobre todo después de la noche que había cenado en su
casa.
—Fran... —susurró—, te quiero son palabras demasiado grandes...
demasiado importantes. Acabamos de descubrirnos el uno al otro. Es muy
pronto para eso. Vamos a dejarlo en «yo te gusto y tú me gustas», ¿vale?
Él sonrió y la miró fijamente, mientras Susana enrojecía. Había podido
leer sus pensamientos. Sabía que ella era precavida y que necesitaba
tiempo para asimilar lo que él sentía por ella. Que no acababa de
creérselo, que era desconfiada porque el mundo y la vida la habían hecho
así, y no quiso apabullarla.
—De acuerdo. Yo te gusto y tú me gustas. Pero te advierto que me
gustas muchísimo.
Ella sonrió también.
—Y tú a mí.
Se abrazaron y se besaron con suavidad. Después Susana se levantó
mirándose los muslos manchados de sangre.
—Creo que debería ir al baño. Estoy hecha un asco. Ya puedo controlar
el movimiento de las piernas.
—Sí, yo también.
Entró en el baño y se miró al espejo. Aún tenía los ojos brillantes, las
mejillas encendidas y la expresión más feliz que se había visto jamás.
Se lavó cuidadosamente y regresó a la habitación. Y ambos se
apretujaron en la pequeña cama individual para continuar besándose y
acariciándose uno al otro, incapaces de echarse a dormir por si al
despertar descubrían que todo había sido un sueño.
Apagaron la luz cuando escucharon en el pasillo del hotel las risas y las
voces de sus compañeros, entrando en sus respectivas habitaciones.
A continuación el móvil de Fran sonó y enmudeció inmediatamente.
—Es un toque —dijo Fran, que se había incorporado a mirarlo—. Del
cabrón de Carlos.
Volvió a acostarse y a abrazar a Susana de nuevo. Y a continuación sonó
el móvil de ella. También lo miró.
—Maika.
Pocos minutos después, un mensaje en el de Fran. Lo leyó. «Los toques
se responden. Eso es sagrado».
Fran cogió el móvil y tecleó: «Y un carajo», y a continuación lo apagó.
Susana hizo lo mismo con el suyo y volvieron a abrazarse, esta vez con la
luz apagada para evitar que los demás supieran si estaban despiertos o
dormidos. Y siguieron besándose.
El día treinta, fecha en que Fran debía abandonar Gran Bretaña, Susana
lo pasó sumida en un estado nervioso y de impaciencia poco habitual en
ella. Sabía que Fran estaría durante todo el día de viaje, y que
presumiblemente llegaría por la noche a Laredo, y estaba casi segura de
que en cuanto pisara la ciudad se las apañaría para ponerse en contacto
con ella de alguna forma. Tenía que hacerlo si estaba tan impaciente como
ella.
A la hora de la cena se sentía tan nerviosa como cuando era pequeña y
esperaba la llegada de los Reyes Magos, y al igual que entonces, su
estómago se cerró y se negó a admitir comida. Su madre, preocupada, la
obligó a ponerse el termómetro pensando que estaba enferma.
Merche la miraba sin decir nada, y después de su patético intento de
cenar, se la llevó al paseo marítimo a dar una vuelta para distraerla y
hacerle comprender que quizás Fran lo seguía teniendo difícil para
llamarla.
Merche consiguió que se tomara un cubata cargado con la esperanza de
que se durmiera pronto y esperase con calma a la mañana siguiente.
Cuando regresaron a su casa pasaba la una de la madrugada y Susana se
encontró con más sueño del que deseaba, no le quitó el sonido al móvil
por si este sonaba durante la madrugada, que pudiera oírlo. Pero cuando
se tendió en la cama, y habiendo dado apenas una cabezada de media hora,
se encontró de nuevo despierta y mirando al techo, barajando mil y una
posibilidades de por qué Fran no la había llamado. La idea de que no
conseguía encontrar su número, que era la primea opción que había
pensado, fue haciéndose poco a poco la última, y su mente angustiada
acabó creyendo que después de escribir la carta él si la había olvidado.
La luz del alba la sorprendió sin haber cerrado los ojos y el sonido que
le indicaba que la batería del móvil se había agotado la hizo sentirse muy
deprimida. El modelo, antiguo, necesitaba cuatro o cinco horas de
recarga, y lo que era peor, no le permitía recibir ninguna llamada
mientras tanto. Debería haberlo apagado, debería haber sabido que Fran
no la iba a llamar a altas horas de la noche por muy impaciente que
estuviera, que tampoco era seguro que fuera así. Lo dejó conectado
mientras iba a la compra, como solía hacer cada día sin permitir que
Merche ocupara su lugar, como había sugerido. Si se quedaba en casa, su
madre, que la miraba con preocupación ante su mala cara y continuada
falta de apetito de aquella mañana, no la dejaría en paz. Y de todas formas,
si Fran la llamaba, no lo sabría hasta que se terminara de recargar el
teléfono, para lo que le faltaba un buen rato todavía.
Se tomó su tiempo para comprar, con la esperanza de que cuando
regresara ya pudiera conectar el aparato, pero Merche le salió al
encuentro.
—Nena, tu móvil ha terminado de cargar. Lo he conectado y han
aparecido un montón de llamadas perdidas. Un número que no aparece en
el listín te ha estado llamando con mucha insistencia.
—¿En serio?
—Sí, y al final había un mensaje. No he querido leerlo.
Susana corrió hacia su habitación y leyó el mensaje: «Soy Fran. Tengo
un móvil nuevo. Por favor, dame un toque para que pueda llamarte. Estoy
conduciendo».
Con mano temblorosa marcó la tecla de contestar la última llamada y
cortó después de escuchar un par de timbrazos. Aguardó impaciente lo que
le pareció una eternidad y apenas cinco minutos después recibió la
llamada.
—¿Diga?
—Hola... —dijo la voz suave y ligeramente ronca al otro lado.
—Hola...
Los dos se quedaron en silencio durante unos segundos. Después, él
preguntó:
—¿Cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
Fran se echó a reír al otro lado.
—¡Dios mío! Parecemos dos extraños. Tenía tantas ganas de hablar
contigo que ahora no sé qué decir. Te he llamado no sé cuántas veces.
—Yo esperaba que quizás llamaras ayer por la tarde o por la noche y
dejé el móvil encendido. Al final se quedó sin batería y lo he estado
cargando. Ya sabes que no suena mientras está enchufado.
—Cuando pude localizar tu número era tan tarde que no quise llamarte
anoche.
—¿Cómo lo conseguiste?
—Inma me lo dio. Menos mal que es buena gente y no se enfadó porque
la molestara a la una de la madrugada para pedírselo.
—¿Llamaste a Inma a la una de la madrugada?
—No la llamé, recuerda que no me sé de memoria ningún número.
—¿Entonces?
—Fui a verla.
—No lo entiendo.
Él se echó a reír y dijo:
—He dado un «pequeño» rodeo. Ayer en el aeropuerto de Londres, y a
punto de coger el vuelo hasta Barcelona, vi que había otro que salía dos
horas más tarde para Málaga. Y qué demonios, pensé que me iba a costar
mucho trabajo localizar a alguien que me diera tu teléfono y que quizás
debería pasar otro mes hasta que pudiera ponerme en contacto contigo,
por no hablar de darte un abrazo. Sabía que Inma estaba en Sevilla y que la
combinación de trenes desde Málaga era muy buena. Les dije a mis padres
que había perdido el avión a Barcelona y que había tenido que coger el
otro. Llegué a Sevilla casi a la una y me fui directamente a tu casa. No
había nadie y me acerqué a ver a Inma. Me dio tu teléfono y de cenar
además, pero ya era demasiado tarde para llamarte. Lo he hecho esta
mañana en cuanto me he despertado, pero no he podido localizarte, así que
he decidido arriesgarme de todas formas.
—¿Arriesgarte?
—No pensarás que le he dado un rodeo a España para estar apenas a
cien kilómetros de ti y no verte, ¿verdad? He cogido el coche y voy hacia
allá. Acabo de pasar Huelva, no creo que tarde mucho en llegar.
—¿Quieres decir...?
—Quiero decir que en media hora más o menos voy a darte tal
achuchón que te van a doler todos los huesos del cuerpo durante una
semana.
—Dios mío, qué bruto eres.
—Si no quieres, doy media vuelta...
—Claro que quiero, es solo que me ha cogido tan de sorpresa...
—¿Dónde podemos vernos? ¿En tu casa, en la playa...?
—En mi casa no. Si mi madre te ve, aunque vengas como amigo, no
podremos hablar solos ni dos palabras seguidas. Dame un toque cuando
llegues y me reuniré contigo a la entrada del pueblo en el restaurante que
hay junto a la gasolinera. Podemos pasar el día en la playa.
—De acuerdo. Hasta ahora, vida... Ponte guapa.
Susana salió con una media mentira preparada.
—Mamá, me han llamado unos compañeros de la facultad. Vienen a
pasar el día en la playa. No comeré en casa.
—¿Vais a comer en la playa con el calor que hace? ¿Por qué no os venís
a casa? Puedo preparar algo...
—No, quieren pasar el mayor tiempo posible en la playa. Seguramente
tomaremos unos bocadillos.
—¿Te preparo una tortilla?
—Bueno... si no es mucha molestia. De calabacines —sugirió—. Voy a
cambiarme.
Merche la siguió.
—¿No me digas que va a venir?
—Está en Huelva. Voy a darme una ducha. Intenta entretener a mamá, si
se da cuenta de que me estoy duchando antes de ir a la playa, se olerá algo.
—No te preocupes. Te cubriré.
Entró en la ducha y se apresuró en arreglarse. Se puso un bikini atado
con lacitos y encima un pantalón pirata y una camisa roja sin mangas y
tras meter apresuradamente en la bolsa de playa la fiambrera con tortilla
que su madre le había preparado, salió sin esperar el toque de Fran, y
caminó despacio hacia la salida del pueblo y su lugar de reunión, incapaz
de quedarse en su casa ni un minuto más.
Llegó al lugar de la cita antes de que Fran la llamase, y se paseó
nerviosa arriba y abajo por los alrededores de la gasolinera, mirando
cada coche que pasaba, esperando ver aparecer el Peugeot azul.
Pero fue un Opel corsa caldera metalizado el que entró en el solitario
aparcamiento, y en su interior, Susana pudo ver la melena rubia y salió
precipitadamente a su encuentro. Fran se bajó del coche y también avanzó
hacia ella fundiéndose ambos en un fuerte abrazo en medio del
aparcamiento.
—¡Chiquilla...!
Los brazos de Fran, el olor suave a Hugo Boss acabaron con la entereza
de Susana, que enterró la cara en su cuello y empezó a llorar la tensión
acumulada durante esos dos últimos días. Él le levantó la cara y empezó a
besarla. Ella alzó los brazos y le sujetó la cabeza para que no se separara y
se besaron como dos locos, intentando recuperar el tiempo perdido.
Después, Susana recordó que estaban en su pueblo y que allí casi todos se
conocían y se separó.
—Vamos a algún otro sitio.
—¿Dónde se puede ir aquí para estar a solas un rato?
—En el pueblo imposible. Todo está lleno de veraneantes. Pero si
cogemos el coche y la carretera por donde has venido, Merche me habló
de un sitio al que ha ido ella con Isaac estos últimos fines de semana. Dice
que está siempre desierto porque es de difícil acceso y no hay chiringuitos
ni servicios ni nada.
Subieron al coche que todavía olía a recién estrenado.
—Al fin el coche nuevo, ¿eh?
—Sí, lo entregaron estando yo en Escocia. Lo estamos estrenando.
Fran salió del pueblo y enfiló la carretera. En una recta, desvió la
mirada hacia Susana y le preguntó:
—¿Recibiste la carta?
—Sí, hace seis días.
—¿Seis días? ¿Y todo este tiempo has estado sin saber nada?
—Sí.
—¿Y no me odias?
—Ya no. Estás aquí.
Fran apartó la mano del volante y le acarició el muslo.
—Lo siento. Solo de pensar lo que has tenido que pensar... lo que has
tenido que sufrir... Si yo hubiera estado todo un mes esperando noticias y
sin saber de ti me hubiera vuelto loco. Ahora comprendo que te hayas
echado a llorar en el aparcamiento. Imagino las lágrimas que habrás
echado en todos estos días sin saber nada de mí.
Susana sonrió volviéndose a medias hacia él, mirando su larga melena
rubia y su perfil fijo en la carretera.
—No me conoces tanto como piensas. Soy una chica fuerte y no lloro
por las cosas malas... Solo con las buenas, quizá porque a esas no estoy
acostumbrada. Quizá te sorprenda con lo llorona que soy, pero no he
derramado ni una lágrima hasta que recibí la carta. Entonces sí. La dejé
hecha una pena... Y ahora que al fin he podido abrazarte.
La carretera estaba prácticamente desierta y Fran deslizó la mano,
subiendo por el muslo y Susana sintió que un estremecimiento la recorría
de pies a cabeza. Él sonrió sintiendo el temblor de la pierna bajo sus
dedos.
—¿No hay un sitio más discreto que la playa? ¿Un hotel o pensión
donde podamos coger una habitación?
—Me temo que no, que es verano y todo está lleno. Y además, si entro
contigo en un hotel o pensión de la zona, antes de media hora lo sabrá
todo el pueblo, incluida mi madre. Me temo que nos tendremos que
conformar con la playa. Pero no te preocupes, dice Merche que es bastante
solitaria. Probablemente tendremos más intimidad allí que en un hotel. Mi
hermana ha ido varias veces con Isaac durante este mes.
—¿Isaac?
—Sí, Merche se ha echado novio, un compañero de trabajo.
—Vaya, espero que a ti no se te haya ocurrido sustituirme en vista de
que no sabías nada de mí.
—Soy una chica fiel —dijo ella tratando de bromear—. ¿Y tú? ¿Has
ligado con alguna inglesa?
—Por supuesto que no. No he tenido tiempo.
—No seas mentiroso. Seguro que no te has pasado todo el mes
estudiando.
—No, claro que no. Las horas libres me he dedicado a buscar algo
bonito para traerte de Escocia. Algo que te dé una idea de cuánto me he
acordado de ti.
—¿Me has traído algo?
—Pues claro. Ya lo verás, está en el maletero.
Susana se giró y le miró el perfil, atento a la carretera, llena de curvas
en aquella zona. Y no pudo evitar preguntarle:
—¿De verdad me has echado de menos?
—Terriblemente. Tanto que he urdido un montón de mentiras para estar
aquí. Y cuando pueda soltar el volante ya te vas a enterar de cuánto te he
echado de menos. No te van a quedar dudas, te lo aseguro —dijo él
acariciándole la pierna de nuevo.
Susana sonrió ante la perspectiva y dijo señalando un desvío a la
derecha formado por una curva pronunciada:
—Entra por ahí.
Él retiró la mano y giró a la derecha entrando en un sendero de tierra
estrecho y mal asfaltado. Tras recorrer un par de kilómetros llenos de
curvas y cuestas empinadas, el camino empezó a descender bruscamente y
se encontraron en un pequeño bosquecillo que terminaba en la arena de la
playa. Fran aparcó el coche bajo la escasa sombra y echó el freno de
mano. Inmediatamente se quitó el cinturón y volviéndose hacia Susana
empezó a besarla como un loco. Ella, apenas pudo librarse de su propio
cinturón que la mantenía atada al asiento, y le echo los brazos al cuello.
Las manos de Fran se enredaron en los botones, incapaces de soltarlos, y
preso de una impaciencia que llevaba demasiado tiempo conteniendo,
levantó los bordes de la blusa y se la quitó por la cabeza, sin desabrochar.
Y hundió la cara en el cuello con una intensidad que Susana supo que
dejaría huella, mientras las manos subían hasta los pechos tratando de
soltar los lazos del bikini. Y de pronto el coche empezó a moverse.
—¡Fran… el coche!
Él se separó y tiró del freno de mano con fuerza. Ambos se echaron a
reír viendo cómo un árbol había quedado a poca distancia del morro.
—¡Joder! Casi me cargo el coche el primer día que lo cojo.
—Será mejor que nos vayamos a la playa —dijo Susana—. No hay
nadie. Y si viene alguien y ve el coche aquí se dará media vuelta. Al
parecer es la regla de este lugar.
—Sabes mucho de este lugar. ¿Seguro que solo te lo ha dicho Merche?
—Mi hermana es muy guapa. Ella ha salido con otros chicos antes de
Isaac y conoce bien el sitio y sus reglas. ¿No me irás a decir que estás
celoso?
—Muy celoso. Y te confieso que me alegro de que hayas dedicado toda
tu vida a estudiar y no hayas tenido tiempo para tontear con otros tíos. Me
gusta saber que he sido el primero, que ningún otro te ha hecho sentir las
mismas cosas que yo.
—Me estás resultando un poco machista tú… No sé si voy a
aguantarlo… —dijo ella riéndose.
—Te compensaré… Anda, vamos a la playa.
Bajaron del coche cargados con la enorme bolsa de playa de Susana,
pero dejando otra con la tortilla y unas latas en el coche, bajo la sombra
de los árboles.
Cruzaron la pequeña arboleda y salieron a la arena que, como había
predicho Susana, estaba desierta. Solo el sol, la playa y ellos.
—No se te ha ocurrido traer una sombrilla, ¿verdad? —preguntó
Susana.
—No pensaba venir a pasar un día de playa precisamente.
—¿Ah, no? ¿Y a qué, entonces…?
—Ven aquí y te lo explicaré.
—Bueno, cuando no aguantemos el calor nos metemos en el agua o en
el coche. Yo lo siento por ti, que vienes muy blanquito —dijo Susana
levantando la camiseta y poniendo su mano morena sobre el pecho de
Fran—. Yo ya estoy morena. De hecho me mantengo morena todo el año
porque vengo a la playa todos los fines de semana, incluso en invierno.
—¿Cómo quieres que venga, si no he visto un rayo de sol en un mes?
Se quitó la camiseta y Susana se pegó a él sintiendo el calor de su
cuerpo y cómo sus manos le rodeaban la espalda. Fran le susurró justo
antes de besarla:
—¡Qué ganas tenía de sentirte así!
Susana sintió la boca cálida y exigente apoderarse de la suya y
respondió de la misma forma. Se le doblaron las rodillas cuando él tiró
hacia abajo y se encontró tendida sobre la arena abrasadora. Fran la
desnudó tirando con dedos impacientes de los lazos del bikini, tan
impacientes que ella temió que los arrancase, y ella hizo lo mismo con sus
pantalones.
La boca de él se apoderó de la suya con una ansiedad que no le dejó
ninguna duda de cuánto la había echado de menos, la cubrió con su cuerpo
para librarla del sol y deslizó una mano entre ambos para acariciarle un
pecho. Susana se estremeció ante la caricia y no pudo evitar susurrarle:
—Con la boca...
Fran no se hizo rogar. Había soñado durante un mes con el sabor de sus
pechos. Se deslizó hacia abajo y tironeó de uno de los pezones con los
dientes mientras acariciaba el otro con el pulgar. Susana enterró los dedos
en la arena tratando de calmar la ansiedad. Por una parte deseaba
desesperadamente sentirlo dentro de ella, y por otra se sentía incapaz de
renunciar al placer que estaba sintiendo en aquellos momentos.
Fran la conocía bien, supo lo que ella estaba sintiendo y la mano que
acariciaba el pecho se deslizó hacia abajo y se perdió entre sus piernas,
hundiendo los dedos todo lo que pudo. El jadeo que escuchó le hizo
comprender que había acertado, y empezó a mover la mano al mismo
ritmo que la boca. Susana estaba tan excitada que no tardó en correrse y
entonces sí, él sacó los dedos y se hundió en ella incapaz de aguantar por
más tiempo el deseo que llevaba conteniendo desde que decidió ir a verla
la tarde anterior.
Trató de moverse despacio, pero no podía controlarse por más tiempo
y las palabras de ella no le ayudaron en absoluto.
—Más fuerte —gimió.
Se enterró más profundamente y se movió como un loco contra su
cuerpo sintiendo las sensaciones desbordarse en su interior y precipitarse
en un orgasmo simultáneo que le hizo temer por la integridad de su
corazón. Cuando pudo alzar la cabeza y mirarla, la mirada brillante de
Susana le hizo susurrar con la voz todavía entrecortada:
—No irás... a llorar ahora...
—Ni por asomo —sonrió ella perdiéndose en los ojos que la
contemplaban con adoración.
—Sé que ha sido un poco rápido... pero qué demonios, tenemos todo el
día por delante.
—¿Podrás aguantar todo el día? —le preguntó retadora.
Fran le sonrió con picardía.
—Un mes sin verte y por delante otro mes de lo mismo, ¿tú que crees?
Después, acalorados y sudorosos, se metieron en el agua para
refrescarse y quitarse la arena que tenían pegada al cuerpo. Y se abrazaron
de nuevo y empezaron a tocarse y acariciarse como no lo habían hecho
antes, durante mucho rato, y acabaron haciendo el amor de nuevo,
despacio esta vez, con la caricia de las olas a su alrededor y sabor a sal en
los besos. Después, se arrastraron hasta la orilla y se dejaron caer allí,
abrazados y exhaustos mientras las olas cubrían sus cuerpos cada pocos
segundos. Pasado un rato salieron del agua y ambos se secaron con la
toalla de Susana y ella volvió a ponerse el bikini.
—Yo no he traído bañador. Tendré que ponerme el pantalón o al menos
los calzoncillos. No me apetece sentarme en la arena sin nada de ropa.
—Te quemarías el culo. Está ardiendo. Pero venir a la playa y no traerse
bañador…
—No lo iba a necesitar para lo que tenía en mente.
—Eres un obseso.
—Y a ti te encanta.
—Por supuesto. Pero también habrá que comer. ¿No tienes hambre?
—Mucha. Y sed.
—En la bolsa que hay en el coche tengo agua y refrescos, además de tu
tortilla favorita. Pero me temo que las bebidas no estarán muy frías.
—No importa. Y esa tortilla después de un mes de comida inglesa me
sabrá a gloria. Vamos a comer al coche, estaremos más frescos que aquí.
Al menos tendremos sombra —dijo él levantándose, y poniéndose los
pantalones la cogió de la mano y volvieron sobre sus pasos hacia el
bosquecillo. Entraron en el coche en la parte de atrás para no correr
riesgos con el freno de mano y dieron buena cuenta de la comida y parte
de las bebidas. Aunque el coche estaba a la sombra, la temperatura seguía
siendo abrasadora.
—Vamos a tener que darnos otro baño. Estoy empapada de sudor otra
vez.
—Ahora no. Ahora vienen los regalos.
—¿Regalos? ¿En plural?
—Sí, en plural. Ya lo verás. Espero que te gusten.
—Seguro que sí, pero no tenías que haberte molestado. Tú eres el mejor
regalo.
—Espero que después de verlos sigas pensando lo mismo —dijo Fran
saliendo del coche para abrir el maletero. Regresó con una bolsa de lona
como la que ella usaba para llevar los libros, roja y con unas letras
grandes en azul.
—¿Te gusta? Es para que cambies de vez en cuando la que tienes ahora.
Lleva muchos bolsillos, tanto exteriores como interiores.
—Sí, me encanta.
—Ábrela, dentro hay más cosas.
—Pero Fran…
—Ábrela.
Ella levantó la tapa y parpadeó al ver en contenido. Había de todo allí
dentro. Una carpeta, un estuche para gafas, un pañuelo de cuello, unos
calcetines blancos con notas musicales y hasta un reproductor de música.
—Todo esto no es para mí, ¿verdad?
—Sí que lo es.
—¿Pero tú estás loco?
—¿Ahora te das cuenta?
—Fran, yo no puedo aceptar todo esto.
—¿Cómo que no puedes? A ver para quién va a ser si no… ¿O quieres
que se lo regale a otra?
—No, eso no.
—Es para que te acuerdes de mí en cada momento del día. Cuando
estudies, cuando te quites las gafas, cuando tengas los pies fríos... Los
calcetines fue un impulso irresistible, tuve que comprarlos cuando los vi,
porque el día que estuviste enferma tenías puestos unos parecidos y
cuando sacaste un pie por el lado de la manta yo sentí que nunca en mi
vida había visto nada tan adorable como aquel pie.
—Pero son muchas cosas, con una hubiera sido suficiente.
—¿Sabes por qué hay tantas? Porque te he echado muchísimo de menos,
y cada vez que estaba fatal por no poder hablar contigo, salía a comprarte
algo y me hacía sentir mejor. El dinero que no me gastaba en llamarte lo
gastaba en comprarte cosas.
Susana le cogió la cara entre las manos y lo besó en los labios.
—¡Dios mío, y yo pensando tan mal de ti…!
Él le rodeó la cintura con los brazos.
—No vuelvas a hacerlo. Ya sé que en esta ocasión has tenido motivos,
pero quiero que sepas que eres muy importante para mí. Y aunque ahora
me voy a Cantabria y te prometo que te llamaré siempre que pueda, si por
cualquier motivo no pudiera hacerlo, no dudes de mi amor. Quiero que te
convenzas de que estoy loco por ti.
—¿En serio?
—En serio. Tengo debilidad por las empollonas con gafas. Sobre todo
cuando están en bikini —dijo levantándola por la cintura y sentándola
sobre sus piernas. Después subió las manos por la espalda y tiró del lazo
que sujetaba el bikini. Susana le rodeó el cuello con las manos y acercó la
cabeza de Fran hasta su pecho desnudo.
Una luz cegadora sobre sus ojos y un grito ahogado despertaron a Raúl
de un sueño profundo. Una chica alta y morena le miraba fijamente
mientras se quitaba un grueso chaquetón acolchado.
—¿Quién coño eres tú? —le preguntó.
Luchó por sacudirse el sueño y se incorporó. Solo entonces se dio
cuenta de que estaba en el salón de Inma, tendido en el sofá. Levantó las
manos.
—Tranquila… Soy amigo de Inma.
Al escuchar las voces, esta salió precipitadamente de su habitación.
—Es cierto, Carmen, es amigo mío. No he salido esta noche porque me
dolía la cabeza y ha venido a verme. Se quedó frito mientras veíamos una
película y decidí dejarle dormir en el sofá.
—No, si a mí no me importa… Pero me ha pegado un susto de muerte.
Menos mal que me ha dado por encender la luz antes de sentarme a
quitarme las botas. Yo soy Carmen —dijo tendiéndole la mano.
—Raúl —dijo él medio dormido aún—. ¿Qué hora es?
—Las siete y media.
—¡Uf! Hora de que me vaya.
—No tienes que irte —dijo la chica—. Sigue durmiendo. Y si estás
incómodo en el sofá, mi habitación tiene dos camas. Te presto una
encantada —dijo echándole una significativa mirada.
Inma sintió que se le encogía el estómago ante la descarada proposición
de su compañera.
—No, muchas gracias. Ya he dormido lo suficiente. Debo irme a casa.
No he avisado de que dormiría fuera, y últimamente regreso temprano.
—Te prepararé un café —dijo Inma—. Estás zombi, para irte andando
hasta tu casa.
—No te preocupes. Ya funcionan los autobuses y las cafeterías también
—dijo apartando el edredón y levantándose del sofá—. Me tomaré un café
en uno de los bares de la esquina de Torneo y cogeré allí el 6, que me deja
enfrente de mi casa. Vuelve a la cama.
Susana entró en clase aquel lunes y se reunió con Inma y Maika. Ambas
estaban contrastando unos apuntes, apoyadas en el banco común.
—Buenos días —saludó.
—Hola, Susana. ¿Qué tal el fin de semana?
—Bien. Preparando el trabajo hasta el sábado de madrugada, ¿verdad
Inma? Nos dimos una paliza, pero al final lo terminamos. Ayer estuve en
Ayamonte para ver a mis padres. ¿Y por aquí qué tal?
—Yo he pasado el fin de semana encerrada en casa, estudiando.
—Yo también —comentó Inma.
Un grupo ruidoso entró en la clase y las tres amigas volvieron la
cabeza. Alba, rodeada por un grupo de chicas, se sentó muy cerca de ellas.
—¿De verdad te has acostado con él? —preguntó una de ellas.
—De verdad.
—Jo, tía, qué suerte. Con lo bueno que está.
—Pero me ha costado, ¿eh? Llevo tirándole los tejos desde que empezó
el curso, pero Raúl ha estado muy esquivo últimamente.
Susana y Maika giraron la cabeza al unísono en dirección a Inma, que
permaneció imperturbable. Solo los labios levemente apretados, un gesto
imperceptible para quienes no la conocieran bien, les hizo comprender
que había escuchado las palabras de la chica.
—¿Y es tan bueno en la cama como dicen? —preguntó otra.
—Es mejor aún. Fue increíble, me corrí tres veces seguidas y él seguía
y seguía, incansable.
—¿Y habéis quedado para el próximo fin de semana?
—Dijimos que nos llamaríamos.
—Vamos a tomarnos un café a la máquina —dijo Maika cogiendo a su
amiga del brazo y empujándola hacia la puerta. Susana fue tras ellas.
Cuando estuvieron fuera del alcance de los oídos del grupo, dijo:
—Probablemente no es verdad, Inma. Solo presumía.
—Es verdad —dijo esta escueta.
—¿Cómo puedes estar tan segura? A lo mejor solo quería un minuto de
gloria ante sus amigas.
—Raúl se presentó ayer en mi casa a las siete y media de la mañana para
decírmelo.
—¡Joder! ¡Será cabrón…!
—No quiero hablar del tema.
—Claro que tienes que hablar del tema, pero no aquí ni ahora.
Quedamos para comer juntas. La reunión de «chicas solas» del miércoles
se traslada a hoy en sesión urgente. ¿Estás de acuerdo, Susana?
—Sí, por supuesto.
—No hace falta, estoy bien.
—¡Y una mierda!
Fran y Raúl aparecieron al final del corredor y al verlas se dirigieron
hacia ellas.
—Ahí viene, el cabronazo —dijo Maika apretando el vaso de plástico
del café con fuerza.
—Maika… ni una palabra —cortó Inma tajante.
—No, no le diré nada, pero me parece que se me va a ir la mano sin
darme cuenta, y un hijo de puta va a irse a su casa hoy con una hermosa
mancha de café en los pantalones y la polla escaldada como una salchicha.
—Ni se te ocurra. No ha hecho nada que no haya hecho siempre.
—¿Y encima le defiendes?
—No le defiendo, pero lo que no voy a hacer es darle a entender que me
importa. Déjame salir de esto con dignidad.
Susana intervino.
—Inma tiene razón, Maika. Deja que ella lo lleve a su manera.
—De acuerdo, me contendré por ti. Pero le cortaría los huevos.
—Yo también, pero eso no va a solucionar nada.
Los dos amigos llegaron hasta la máquina del café. Fran se acercó a
Susana y la agarró por la cintura. Esta se giró y le besó en la mejilla.
—¿Qué tal por Ayamonte?
—Muy bien, estuve en la playa un rato. ¿Y por Sevilla?
—Estudiando, ya sabes.
Inma, para evitar enfrentarse a la mirada de Raúl, se estaba sacando un
café. Fran le pidió:
—Dame un café a mí también, me hace falta.
—¿Leche y azúcar?
—Sí, por favor.
Manipuló en los botones, y sin volverse, preguntó:
—¿Y tú, Raúl? ¿Quieres uno?
—Sí, gracias.
Por un momento sus miradas se cruzaron cuando ella le entregó el vaso
de plástico, pero ya Inma había controlado férreamente sus emociones y
nada delató el hervidero de rabia y dolor que sentía. Cualquiera que no
fueran sus amigas no hubiera podido ver más que indiferencia.
Lo primero que sintió al abrir los ojos a la mañana siguiente fue una
lacerante punzada en las sienes y en la nuca.
—¡Mierda! —susurró bajito, y a pesar de ello su propia voz le taladró
el cerebro. Se incorporó en la cama y miró el móvil por si tuviera alguna
llamada y para ver la hora. Las once y media, y ninguna llamada perdida.
Se dejó caer en la cama profundamente deprimida. Al terrible dolor de
cabeza se sumaba una sensación abrumadora de haber hecho el ridículo
delante de todos, pero sobre todo delante de Raúl. Aunque ahora le
comprendía algo mejor, ahora sabía lo que se sentía al ser rechazado, y
tenía que reconocer que ella le había rechazado a él muchas veces.
Demasiadas quizás para que él pudiera olvidarlo. Bueno, ahora no podía
hacer nada. Había movido ficha y solo podía esperar que él respondiera. Y
si no lo hacía, pasar página de una vez. No era la primera vez, lo había
hecho antes. Por lo menos esta vez su orgullo estaba intacto. O casi
intacto, porque la noche anterior… Bueno, si Raúl no la llamaba, lo
olvidaría.
Se levantó como pudo y se sirvió un vaso de leche y dos pastillas. Con
un dolor de cabeza como aquel no le serviría de nada una infusión, y a
continuación volvió a la cama y se tapó la cabeza, tratando de amortiguar
los sonidos que llegaban procedentes de la calle. Tenía que aliviarse antes
de la noche, porque era domingo y le tocaba cuidar de su vecina.
Cuando sonó el móvil pegó un brinco en la cama y se giró
precipitadamente hacia la mesilla de noche para contestar. Enfocó la vista
para ver quién llamaba, y el nombre de Susana apareció desdibujado ante
sus ojos.
—Hola… —dijo bajito y con voz pastosa.
—¿Es muy pronto? —preguntó su amiga—. ¿Te he pillado dormida?
—No, hace ya un rato que estoy despierta.
—¿Y acompañada?
—No, sola, jaquecosa y deprimida.
—¡Vaya por Dios! ¿No funcionó?
—No, no funcionó. Hice el tonto en La Alameda, me tiré a su cuello
aquí en casa cando llegamos, le pedí que se quedara, pero puso una excusa
y se marchó.
—Lo siento.
—Más lo siento yo. Que además de sentirme como una imbécil, apenas
puedo tener los ojos abiertos del dolor de cabeza que me ha provocado la
resaca.
—Voy camino de Ayamonte, si lo hubiera sabido antes habría puesto
alguna excusa y me hubiera quedado en Sevilla para ir a verte. Pero no
quise llamarte más temprano por si no estabas sola.
—Gracias, Susana, pero no es necesario. Me quedaré en la cama
rumiando mi dolor de cabeza y mi humillación.
—¿Quieres que llame a Maika o Lucía?
—No, no le digas nada de esto a nadie, por favor. Que todos piensen
que simplemente me trajo a casa.
—De acuerdo. Si quieres esta noche cuando vuelva…
—Esta noche trabajo. Y no te preocupes, para entonces ya estará
superado.
—De acuerdo. Descansa entonces. Un beso.
—Un beso, Susana. Gracias por llamar.
Volvió a recostarse, sintiéndose un poco mejor. No había pasado media
hora cuando el móvil sonó de nuevo.
—Joder, ¿todo el mundo va a llamar?
Pero en esta ocasión el nombre de Raúl le hizo golpear con fuerza el
corazón en el pecho.
—¿Sí?
—Buenos días. ¿Te he despertado?
—No.
—¿Qué tal tu cabeza?
—Va tirando —mintió.
—¿Has tomado algo?
—Sí, hace rato. Ya se va aliviando.
—Me alegro. ¿Has comido algo?
—No, aún no.
—Pues deberías. Te sentará bien al estómago. Y tómate el día libre, pasa
de estudiar hoy. Por mucho que lo intentes no te cundirá. Te lo dice un
experto en resacas.
Inma tragó saliva y abordó al fin el tema que le preocupaba.
—Oye… supongo que hice muchas tonterías ayer con la borrachera,
¿verdad?
—Bueno, algunas… como todos. No creo que nos hayas superado ni a
Carlos ni a mí. Tenemos el récord de las gilipolleces bajo los efectos del
alcohol. No te preocupes, ya sabes que es norma de la pandilla no
recordar lo que se hace o dice estando borracho. Todo el mundo lo olvida.
—¿Y tú? ¿Lo olvidarás?
—¿El qué? Yo también estaba ayer borracho, aunque no lo pareciera.
No recuerdo nada de lo que pasó a partir del mediodía.
—Vale… gracias —susurró sintiendo que el corazón le pesaba como
una losa.
—¿Quieres que vaya y te lleve algo? ¿De comer o de beber, o…?
—No, gracias —le interrumpió—. Lo único que necesito es dormir, y
Carmen ha llegado ya. Ella preparará el almuerzo.
—Vale, te veo el lunes entonces. Que te alivies.
—Gracias.
Cortó la llamada y desconectó el teléfono. No quería más llamadas, ni
más preguntas. Raúl había pasado de ella, y había que pasar página. Se
había acabado. En el fondo era mejor así, ella saldría ganado a la larga.
Giró la cabeza y la enterró en la almohada, dejando que unas cuantas
lágrimas salieran libremente. Eran las últimas, se prometió a sí misma. No
volvería a derramar ni una más por Raúl ni por ningún hombre.
Capítulo 31
Inma bailaba con Mateo cuando vio a Susana que se acercaba hacia
ellos.
—Perdonad, pero tengo que hablar contigo un momento, Inma.
Esta se separó sorprendida. Susana era demasiado prudente para
interrumpir un baile así como así.
—¿Qué pasa?
—Raúl está en la terraza. Se ha atrincherado allí con una botella de JB, y
se la está bebiendo a palo seco.
Inma permaneció en silencio por un momento, y luego preguntó:
—¿Y qué quieres que haga yo?
—Que salgas y se lo impidas.
—Raúl es muy mayor ya, Susana. Si se ha empeñado en beberse una
botella de whisky nadie se lo va a impedir, y yo menos aún.
—Estás equivocada. Solo tú puedes lograrlo. Yo he salido a hablar con
él y le he visto bastante deprimido y amargado. Dice que se va a
emborrachar porque tú pasas de él.
—¡Joder! ¿Que yo paso de él? ¿Quién coño está pasando de quién?
Hace un mes que casi no me da ni los buenos días, y el sábado pasado cogí
una cogorza de muerte que me ha tenido tres días con dolor de cabeza, y
me lancé a su cuello y le besé. Y hasta le pedí abiertamente que pasara la
noche conmigo… y se largó. ¡Y ahora me viene con estas! Pues bien, que
monte él el número esta semana, si quiere. El domingo pasado, después de
llorar mucho, me prometí a mí misma que Raúl se acabó.
Susana le puso una mano sobre el brazo.
—Inma… Estáis haciendo bastante el tonto los dos. Tú te emborrachas
para tener el valor de decirle que te mueres por él, él se emborracha
porque cree que tú no le quieres. ¿Por qué no dejáis la botella de lado de
una vez y os habláis claramente? Y ahora no estamos hablando de un par
de copas… Si se toma esa botella casi sin comer se va a poner malo de
verdad. Anda, no seas tonta, deja de lado el maldito orgullo y sal ahí y
acaba con esto de una vez.
Inma se encogió de hombros y dijo.
—Está bien, veré si puedo conseguir que deje de beber.
Se dirigió hacia la terraza. Apartó la cortina blanca que estaba corrida y
salió a la oscuridad. Tuvo que acostumbrar un poco la vista para verle
sentado en el suelo y acurrucado en un rincón, con la botella en la mano.
—Raúl.
—¡Vaya…! La reina de las nieves se ha dignado abandonar la fiesta y
salir a reunirse con un simple mortal.
Ella le fulminó con la mirada, pero no hizo ninguna réplica a sus
palabras.
—¿Qué se te ha perdido aquí?
Ella se sentó a su lado, acomodando la minifalda, y le agarró la botella.
—Me apetece un trago.
Raúl no se la dejó arrebatar, y dijo:
—No te lo aconsejo. Luego te duele la cabeza y te pones más borde aún
de lo habitual.
—También te dolerá a ti si te la tomas.
—Da igual. Yo tengo la cabeza muy dura.
—Eso es verdad, tienes una de las cabezas más duras que conozco.
—Hay quien me gana.
Inma sonrió ante el tono enfurruñado y sintió que el enfado que sentía
hacia él, se evaporaba.
—Es posible —admitió—. Anda, dame la botella.
—No quiero, es mía. La he pagado.
—Te va a sentar mal. Hace mucho que no bebes tanto.
—Cierto. Últimamente me he visto obligado a tomar solo unas
asquerosas infusiones… Y estoy hasta los huevos de infusiones. Hoy me
voy a hinchar de whisky.
—¿No te gustan las infusiones?
—¿A alguien le puede gustar eso más que a ti?
—¿Y entonces por qué te las bebías y hasta repetías?
Raúl clavó en ella una mirada fija y dura.
—No finjas que no sabes por qué. Deja de jugar conmigo, hoy no estoy
de humor.
—No estoy jugando contigo, Raúl. Nunca lo he hecho.
—¿Ah, no? ¿Para qué has salido aquí entonces? ¿Para atormentarme,
quizás? Porque no querrás hacerme creer que es porque te importo…
—Claro que me importas. Además, el sábado pasado tú me llevaste a
casa cuando consideraste que estaba rebasando el límite de lo que debía
beber, y yo voy a hacer lo mismo contigo esta noche. Aunque tú no
quieras.
—De modo que has salido a devolverme el favor. Olvídalo, no me
debes nada. El sábado pasado hice lo que consideré que debía hacer… en
todo momento.
—Yo también estoy haciendo ahora lo que considero que debo hacer.
Raúl clavó en ella unos ojos brillantes y cargados de amargura.
—Solo hay una cosa que puede conseguir que yo no me beba la maldita
botella esta noche, y es que admitas de una vez que sientes algo por mí.
Que te importo de verdad, y que estás dispuesta a perdonarme y a olvidar
todo el pasado. El tuyo y el mío. Si no es así, vuelve ahí dentro con «el
barbas» y déjame a mí emborracharme en paz.
—Creí que todo eso había quedado claro el sábado pasado cuando te
besé y te pedí que te quedaras… Me costó mucho hacerlo, admitir que lo
que siento por ti es más fuerte que todo lo demás. Y si mal no recuerdo
fuiste tú el que pasó de mí entonces.
—No quieres entenderlo, ¿verdad? Marcharme fue lo más difícil que he
tenido que hacer en mi vida. Pero no quería acostarme contigo sin estar
seguro de que era eso lo que tú deseabas realmente. No quería correr el
riesgo de que te arrepintieras al día siguiente. —Le dio un nuevo trago a la
botella. Inma alargó la mano y se la quitó al fin, sin que Raúl pusiera
resistencia esta vez, y la colocó fuera de su alcance. Él siguió hablando
con amargura.
—Nadie mejor que yo sabe cuánto puedes arrepentirte de algo al día
siguiente de una borrachera. Llevo meses pagando por ello un precio
demasiado alto.
—¿Y entonces qué pretendes hacer esta noche tomándote una botella de
whisky? ¿Lo mismo? No lo permitiré.
—¿Qué es lo que no permitirás?
—Que hagas algo de lo que mañana te arrepientas. Con una vez fue
suficiente. No creo que pueda volver a pasar por ello.
—¿Qué estás tratando de decirme? ¿Que vas a perdonarme? ¿Que has
olvidado lo que hice?
—Estoy tratando de decirte que dejes de hacer el imbécil y me beses de
una vez, capullo. Que no puedo más… Te quiero… y te juro que he
intentado por todos los medios posibles no enamorarme de ti, pero eres el
capullo más adorable…
Raúl no la dejó continuar. Alargó la mano por detrás de su cabeza y
sujetándola firmemente para que no se arrepintiera en el último momento,
la besó con fuerza.
La boca le sabía a whisky y a nata, y ella saboreó ambas cosas en sus
labios y su lengua. Le rodeó la cintura con los brazos y le atrajo hacia
ella, desesperada por sentir su cuerpo cerca. El beso suave y lento se
convirtió en puro fuego. Inma se acercó aún más y buscó su espalda bajo
la camisa a rayas negras y grises. Raúl, con una mano dio un violento
tirón a los botones, desabrochando algunos, arrancando otros, para que
ella pudiera acariciarle, y después deslizó la mano sobre uno de los
pechos de Inma. Ella se separó de su boca y enterró la cara en el cuello de
él, dándole un chupetón con todas sus fuerzas. Raúl se rio bajito.
—¡Vaya, vaya…! La reina de las nieves no es tan fría como aparenta,
¿eh? Me parece que eso ha dejado marca.
—¿Te importa?
—Me encanta —dijo metiendo la mano bajo el jersey de Inma. Ella se
estremeció y volvió a besarle en el cuello—. Me gusta que respondas así a
mis caricias.
—No soy fría… Ponme a prueba…
—Eso está hecho —dijo él dándole con el pie a la silla desvencijada y
colocándola contra la puerta para que nadie pudiera entrar en la terraza.
Después, y sin que Inma tuviera tiempo de reaccionar la abrazó con fuerza
y la hizo tenderse en el suelo, echándose encima de ella.
—¿Aquí? ¡Por Dios, Raúl, estás loco!
—Nadie puede entrar, la puerta está trabada.
—Aun así. Si abren la cortina lo suficiente pueden vernos. Y los
vecinos…
Raúl no le hizo caso y empezó a morderle la oreja.
—Aquí no, por favor.
—Eso tenías que haberlo pensado antes de morderme el cuello. Ese es
un punto que para mí no tiene retorno.
—Vámonos a mi casa. Seguiremos allí.
Él suspiró y se apartó volviendo a sentarse en el rincón donde habían
estado antes, más oculto a posibles miradas que tendidos en el suelo de la
terraza.
—No puedo entrar ahí así —dijo agarrándole la mano y colocándosela
sobre la bragueta.
—¡Joder!
Raúl la miró a los ojos y le sonrió picarón.
—Vas a tener que hacer algo para solucionarlo. ¿Un aperitivo quizás…?
Inma soltó una carcajada.
—De acuerdo —dijo abriéndole la cremallera del pantalón y
empezando a acariciarle. Raúl volvió la cara y la besó mientras deslizaba
su propia mano bajo la minifalda de Inma, abriéndose paso a través del
tanga.
Se besaron durante largo rato, acariciándose mutuamente, y luego Inma
enterró la cara en el cuello de Raúl, con la atención dividida entre los
movimientos de su mano y las sensaciones que los dedos de Raúl, dentro
de ella, le provocaban a su vez. Ambos llegaron al orgasmo casi a la par y
se quedaron allí quietos y apoyados uno contra el otro, sin siquiera poder
hablar. Después él le preguntó:
—¿Tienes un clínex?
—No… Mi bolso está en el dormitorio de Maika. ¿Y tú?
—En mi cazadora. También en el dormitorio de Maika.
—¡Mierda! ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella mirándose las
manos húmedas y pegajosas.
—Supongo que aguantar el tipo hasta el baño y rezar para que esté
vacío. Porque como se den cuenta de esto, vamos a tener cachondeo para
todo lo que queda de carrera. —añadió Raúl mostrando sus manos
también—. No creas que las mías están mejor.
Con cuidado y usando solo dos dedos, se abrochó la cremallera y estiró
cuidadosamente la camisa sobre ella y se dispusieron a salir de la terraza y
dirigirse lo más discretamente posible al baño.
—Espero que no haya llegado nadie nuevo y me lo quieran presentar,
porque tendré que darle dos besos si es un tío, aunque después Miguel me
tache de lo que sea.
Salieron de la terraza y nadie pareció haber notado su ausencia. Raúl
observó que Maika y Javi bailaban muy abrazaditos, en actitud inequívoca
de haber superado la fase amistosa. Solo Susana, que también bailaba con
la cabeza apoyada en el hombro de Fran, levantó la cara y les miró. Inma
le sonrió y Raúl le guiñó un ojo, y ambos se perdieron en el pasillo que
daba al baño.
Una vez en él, Raúl cerró por dentro y se desabrochó el pantalón para
limpiarse. También Inma se lavó las manos, y le dirigió una mirada a
través del espejo. Él le sonrió.
—Los calzoncillos se han manchado un poco, pero supongo que podré
disimularlo en casa. Últimamente he tenido algunos problemillas
nocturnos, así que colará.
—Cuando lleguemos a la mía puedes lavarlos, si quieres. Por la mañana
ya estarán secos. Porque supongo que te quedarás, ¿no?
Él terminó de lavarse y abrochándose de nuevo, se acercó a ella por
detrás y le rodeó la cintura con los brazos, mirándola a través del espejo.
—Por supuesto que me quedaré. Y te aseguro que cuando lleguemos a
tu casa se me ocurrirán muchas cosas mejores que hacer que lavar los
calzoncillos.
Deslizó una mano hacia arriba y le acarició la cara.
—¿Sabes que estás preciosa ahora? Siempre lo estás, por supuesto, pero
ese brillo que tienes en los ojos en este momento…
Sus miradas se encontraron a través del espejo.
—Estoy loco por ti —dijo en un susurro.
—Eres un zalamero.
—No son zalamerías, es la verdad. Estoy enamorado.
Inma levanto la ceja.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Durante mucho, espero. —La apretó con fuerza contra él—. No
tengas miedo. No te haré daño.
Inma se dejó caer contra él.
—No tengo miedo… solo estoy aterrada. Pero supongo que no hay
forma de evitarlo. Ya es tarde… si también te pierdo a ti un día, sufriré
mucho, pero la sola idea de no tenerte nunca, de dejarte marchar sin
haberte tenido, es más insoportable aún.
Raúl le dio la vuelta y la abrazó con fuerza.
—No eres la única que tiene miedo, ¿sabes? Yo también estoy
acojonado. Me asusta lo que siento por ti, lo que quiero de ti. Siento que el
Raúl que fui, el que quería ser, está muy lejos. Y que cuando miro al futuro
te veo conmigo. Quiero gritarle al mundo que estamos juntos, quiero que
te conozca mi familia, que me consideres parte de ti y de tu vida.
Raúl la mantenía fuertemente abrazada con una mano y con la otra
empezó a acariciarle la mejilla con el pulgar, muy despacio, como
siguiendo cada línea de su cara, como si quisiera aprendérsela de
memoria.
—Quiero desprender cada una de las capas de frialdad con que proteges
tu corazón y llegar hasta el fondo de tu alma. Sé que no será fácil, que aún
no confías en mí del todo… pero lo conseguiré, amor. Tengo mucha
paciencia.
Ella sonrió mirándole a los ojos.
—Querrás decir que eres muy cabezota.
—Llámalo como quieras —dijo riéndose—, pero lo conseguiré.
Inclinó la cabeza y la besó con suavidad. Un beso largo y dulce, un beso
que Inma jamás le creyó capaz de dar. Cuando se separaron, Inma sintió
que una de sus capas de frialdad, como él las había llamado antes, había
caído. Y supo sin ninguna duda que aquel capullo iba a robarle el corazón
como jamás lo había hecho nadie antes.
—Creo que será mejor que salgamos —dijo él—. Seguro que ahí fuera
hay una cola de gente esperando a entrar en el baño. ¿Quieres que nos
marchemos ya a tu casa o prefieres seguir un rato más en la fiesta?
Bailando conmigo, por supuesto. Lejos del barbas.
—Me gustaría bailar un rato contigo, capullo. Y ver las caras que ponen
los demás.
—¿Sigo siendo un capullo?
—Eso siempre… pero ahora eres un capullo adorable.
—Bien. Me gusta —dijo abriendo la puerta.
En contra de lo que esperaban no había nadie en el pasillo. Salieron al
salón y Raúl le rodeó la cintura con los brazos, mientras que ella deslizaba
los suyos por detrás de su cuello y apoyó la cabeza en su hombro
mezclándose con el resto de las parejas que bailaban, y tratando de
ignorar las miradas de sorpresa de todos sus amigos.
Capítulo 32
Una hora después, Fran, vestido con pantalón, camisa y chaqueta, llamó
a la puerta. Susana se había puesto una falda negra y una camisa rojo
oscuro que Merche la había regalado por la graduación, sus primeras
ropas elegantes de abogado. Salió a abrir.
—¡Dios, mío...! ¿Qué te has hecho? —preguntó al verle.
La melena rubia que le caía sobre el cuello la tarde anterior, había
desaparecido.
—Me he disfrazado de abogado. Me temo que es lo que soy a partir de
ahora.
Ella alargó la mano y le acarició la nuca, desnuda, sintiendo una extraña
sensación de vacío en su interior.
—El corte de pelo significa el fin de una etapa. Ahora somos abogados
y eso supone tener que dejar algunas cosas en el camino.
Susana sintió que algo se le encogía en el pecho, y supo que su intuición
no iba descaminada.
—Tú también estás muy guapa.
—También me he disfrazado de abogada —dijo, y dirigió una
significativa mirada a su hermana—. Bueno, Merche, hasta luego.
—Hasta mañana —la corrigió Fran—. No nos esperes hasta la hora de
desayunar por lo menos.
—No la traigas muy tarde, que mis padres llegarán para la graduación
sobre las nueve y media o las diez. Y no quisiera tener que explicar por
qué mi hermana no ha llegado a casa a esas horas.
—No te preocupes, vendremos antes.
Susana subió al Opel corsa ya tan familiar para ella, y mientras se
ajustaba el cinturón, Fran le preguntó:
—¿Has traído el camisón?
—Sí. Está en el bolso.
—¿Te pasa algo? Te noto rara.
—Será el no tener nada que hacer… O quizás el hecho de que ya el
sueño de toda mi vida se ha cumplido. Supongo que tengo que adaptarme
al cambio.
—Comprendo. A mí también me pasa algo parecido, es cuestión de
tiempo que lo asimilemos.
—Sí, supongo.
Fran colocó la mano sobre el muslo de Susana mientras conducía,
como sabía que a ella le gustaba, y la acarició suavemente. Como siempre.
—Pero los cambios a partir de mañana, ¿eh? Ahora no —añadió.
Susana sonrió.
—No, ahora no.
Él tomó la salida de Sevilla en dirección a Tomares.
—¿Dónde me llevas?
—Nuestra primera vez fue algo muy bonito, pero tienes que reconocer
que el sitio era un poco cutre. Hoy tenemos algo que celebrar.
—¿Ah, sí? —preguntó ella esperanzada.
—Pues claro. Somos abogados por fin.
—Sí, por fin. Pero no me has dicho dónde vamos.
—A un sitio bonito. Y esta vez vas a dejar que me gaste una pasta y te
invite a todo lo que yo quiera. ¿Verdad? No vas a protestar por nada.
—Por nada.
Fran cogió el camino que conducía al hotel Alcora y aparcó. La
condujo hasta un comedor situado al fondo, con una pared acristalada
desde la que se divisaba un paisaje fantástico. Les llevaron hasta una mesa
situada al borde mismo del mirador y encargaron la comida.
Susana apartó de su mente todo lo que la había estado rondando y
disfrutó de la comida mirando a Fran, sentado frente a ella, con su nuevo
aspecto.
—¿Estás nervioso por lo de mañana? —le preguntó.
—Un poco. Se supone que tenemos que decir unas palabras al recibir el
título, y eso nada tiene que ver con los ejercicios de retórica de clase.
—Tú no tendrás problemas con eso, eres muy extrovertido. Para mí
será un poco más difícil, pero si en el futuro tengo que hacer frente a
jueces y jurados, tengo que acostumbrarme.
—Lo harás de maravilla, como todo —añadió él—. Y luego mis padres
han organizado un almuerzo en mi casa y han invitado a amigos y
clientes, todos relacionados con el mundo del derecho.
—También yo me iré a comer a un sitio especial con mis padres,
Merche e Isaac —admitió ella. Sintió una punzada de tristeza al recordar
que Inma iba a celebrar su graduación con Raúl y su familia, mientras que
ella y Fran iban a hacerlo por separado. Pero desechó esos pensamientos.
Ellos lo estaban celebrando esa noche.
—¡Ojalá mis padres se hubieran contentado con algo tan sencillo y
familiar! Pero han montado un circo del demonio. Y tengo que ir,
supongo que se lo debo. Aunque solo sea porque me han pagado la
carrera.
—Y porque son tus padres, Fran. Tienen que estar muy contentos de que
hayas terminado al fin.
Él sonrió escéptico.
—Sí, ya tienen un abogado más en la familia para que continúe la
tradición. Otro Figueroa y Robles que añadir a la placa de la puerta.
Susana guardó silencio ante la amargura de las palabras de Fran. Él se
rehízo en un minuto.
—De lo último que quiero hablar ahora es de mis padres y de la
celebración de mañana. Esta noche es nuestra y no van a estropeármela.
Raúl me ha llamado y me ha dicho que él y toda la panda van a estar
mañana en la graduación, y quiere que nos hagamos unas fotos todos
juntos.
—Será un bonito recuerdo.
Continuaron comiendo y charlando animadamente, como si se tratase
de un día más, de una más de las cenas que habían compartido durante los
tres años y medio que había durado su relación.
Susana esperaba que él dijera algo sobre el futuro, sobre lo que ellos
dos iban a hacer a partir de ahora, en un sentido o en otro, pero él se
limitaba a comer y charlar, del tiempo, de los amigos, de la comida y de
mil temas intrascendentes. Cuando terminaron el segundo plato, él pidió al
camarero que cargara la cuenta de la cena a los gastos de la habitación.
—¿Y el postre? —preguntó Susana que jamás renunciaba a ellos—. ¿Te
lo quieres ahorrar? —bromeó.
—El postre arriba, en la habitación —dijo Fran levantándose.
—¿Tú eres el postre? —preguntó risueña.
—Yo soy parte del postre.
Recogieron las llaves en recepción y subieron hasta la segunda planta.
La habitación era grande y estaba decorada con gusto, en tonos azules. A
Fran le encantaba el color azul. Una enorme cama de matrimonio ocupaba
una buena parte del espacio. Sobre la almohada había una rosa roja.
—Una cama grande… Nunca nos hemos acostado en una cama
grande…
—Y también tiene un jacuzzi en el cuarto de baño. ¿Recuerdas aquel
primer verano en mi casa, en la piscina? Te prometí que algún día
volveríamos a hacer el amor en una piscina. No ha podido ser, pero
espero que esto lo compense. Quiero que esta noche sea algo que
recuerdes siempre. Nuestra última noche de estudiantes.
—¿Y mañana? —preguntó ella con voz ligeramente temblorosa.
—Mañana será otro día, y otro mundo.
Susana recorrió la habitación con la mirada y al fin sus ojos se
detuvieron en la mesa llena de bombones, caramelos y una tarta de nata
con algo escrito:
Romero y Figueroa.
Abogados
Promoción 2002
A las once y media, se reunió sonriente con todos sus compañeros que
se graduarían como ella en el patio de la facultad. En ese patio, bordeado
de columnas, que había sido día a día escenario de su relación con Fran,
en ese patio tan lleno de recuerdos y que veía por última vez. Se controló.
No iba a derrumbarse allí, no delante de todos.
Bromeó con sus compañeros, especialmente con Inma, que estaba
guapísima con su toga roja, con el pelo rubio cayéndole sobre la espalda.
Fran brillaba por su ausencia.
Al fin llegó, apenas diez minutos antes de que entraran al salón de actos.
Guapo e imponente con su toga negra, el rostro grave y sereno, sin esa
chispa risueña que siempre brillaba en sus ojos pardos. No se acercó a ella
de inmediato, sino que se entretuvo en saludar a otros compañeros. El
fotógrafo les reunió a todos para una foto en grupo, y después, mientras
se dirigían al salón de actos donde se iba a celebrar la ceremonia, Fran se
colocó al fin a su lado y le dijo bajito:
—Estás guapísima de rojo… Ese color te da un aire majestuoso. Lleva
algo rojo cuando estés en los tribunales y no habrá nadie que pueda
contigo.
—Lo haré.
—¿Has descansado?
—Sí —mintió—. ¿Y tú?
—También.
Y después entraron al salón y se sentaron a ambos lados del escenario,
los hombres a un lado, las mujeres en el otro, dividiéndolo en dos
manchas de color, rojo y negro.
Susana se sentó junto a Inma. Al fondo del escenario, entre bastidores,
veía a Raúl, cámara en mano, y al resto de la pandilla, que se habían
colado para presenciar la celebración desde un lugar privilegiado.
Se esforzó por mirar al decano y atender a su discurso y a sus
felicitaciones, pero no podía evitar que constantemente su mirada se fuera
hacia Fran, que estaba sentado casi enfrente de ella y que estaba
aparentemente pendiente del discurso. Este finalizó sin que Susana apenas
hubiera escuchado su contenido, y a continuación empezaron a nombrar a
los alumnos por orden alfabético, que desfilaron ante el estrado
recogiendo el título y dirigiendo unas palabras al público que abarrotaba
el salón. Fran fue de los primeros, y Susana se sintió orgullosa cuando le
vio levantarse, imponente, y avanzar hacia el centro del escenario.
—Está guapo, ¿eh? —le susurró Inma. Ella asintió, incapaz de hablar.
Fran recogió la cartulina simbólica y estrechó la mano del decano, y
después se dirigió hacia el público dispuesto a pronunciar su pequeño
discurso.
—No reiteraré las palabras de mis compañeros diciendo que este es un
día importante en mi vida; eso es obvio. Pero sí quiero hacer constar
públicamente, que debo este título que hoy recojo a una compañera que
también se gradúa hoy —dijo volviendo la cara hacia el grupo que se
encontraba a su izquierda y fijándola en Susana por unos instantes—. Sin
su ayuda, apoyo y paciencia, nunca lo habría conseguido.
Inma le dio un ligero codazo y le susurró:
—¡Va por ti!
Susana no contestó, y con los ojos levemente empañados de lágrimas, le
vio volver a situarse en su sitio y esperó pacientemente el turno de Inma.
Este se produjo dos chicos y tres chicas después. Susana le apretó la
mano levemente justo antes de que la nombraran, y sintió la pequeña
agitación entre bastidores y vio a Raúl, haciendo fotos sin parar mientras
su novia se acercaba al decano, recibía el apretón de manos y pronunciaba
su discurso.
—Ha sido un largo camino para mí el llegar hasta aquí, pero al fin soy
abogado. Es la primera cosa difícil que he tenido que hacer en la vida,
pero he contado con el apoyo y el cariño de mucha gente. A todos ellos,
gracias.
Un estruendoso aplauso, proveniente del fondo del escenario, hizo
sonreír a Susana, que se preparó para ser nombrada después del chico que
siguió a Inma.
Cuando escuchó su nombre y la mención especial de haber sido la
primera de la promoción y oyó, al igual que cuando salió Inma, el fuerte
aplauso que sus compañeros le dedicaban, se levantó con los ojos
húmedos y una intensa emoción oprimiéndole el pecho, y con paso
tembloroso se dirigió hacia el decano. Sentía clavada en ella la mirada de
Fran y sabía que él se sentía tan orgulloso como ella minutos antes al
verle a él.
Recogió el título y se enfrentó al micrófono y a la sala llena de gente, y
murmuró con voz velada:
—Aunque suene repetitivo, hoy es un día importante para mí. He soñado
con ser abogado desde que tengo uso de razón. Quiero dedicar mi título a
mis padres que han tenido que hacer muchos sacrificios para que lo
consiga. —La voz se le quebró y su mirada se cruzó con la de Fran que le
sonreía con una expresión de orgullo en la mirada—. También se lo
dedico a toda la gente que ha hecho de mi vida en la facultad una época
feliz. Y a ti… —añadió bajito con la vista clavada en Fran, ya sin disimulo,
apenas un leve movimiento de los labios, que supo que él había entendido,
porque su cara se relajó por primera vez esa mañana para dedicarle una
sonrisa abierta y cálida.
Regresó a su sitio y fue incapaz de prestar atención al resto de la
ceremonia. Como una zombi vio desfilar a los alumnos que faltaban por
graduarse y se preparó mentalmente para los momentos finales.
Sabía que su madre y Merche estarían llorando a moco tendido, todas
eran muy lloronas en su casa y se emocionaban fácilmente.
Cuando el acto terminó, y antes de que pudieran bajar del escenario
para saludar a sus familiares, toda la pandilla salió de su escondite y les
rodeó, felicitándolos. Raúl le había dejado la cámara a Carlos y se abrazó
fuertemente a Inma, levantándola en vilo.
—Estoy orgulloso de ti, preciosa —le dijo besándola en la cara—. Y te
prometo que en septiembre yo estaré aquí.
—Más te vale.
—Una foto de todos nosotros con los homenajeados, por favor —dijo
Carlos entregándole la cámara a un chico, antes de que se bajara del
escenario.
Maika se acercó a Susana y le dijo.
—Un discurso precioso, Susana. Y el de Fran no digamos, ¿eh?
—Sí.
—Venga, la foto —apremió Carlos.
Fran se colocó entre Inma y Susana, y Maika y Lucía se situaron a
ambos extremos. Delante, agachados en el suelo, se colocaron Raúl,
Carlos y Miguel.
Una vez el flash se hubo disparado, el grupo se disolvió y empezaron a
felicitarles atropelladamente, hasta que Susana sintió que no podía más y
trató de escabullirse como pudo, antes de que nadie se diera cuenta de que
Fran y ella ni siquiera se habían hablado. En aquel momento no se sentía
capaz de contar allí en medio, y sobre todo delante de él, que la relación
había terminado.
Bajaba los dos escalones que separaban el escenario de la sala donde la
aguardaba su familia, cuando Raúl se dio cuenta de que se marchaba y la
siguió cogiéndola por el brazo.
—Eh, eh… No te escapes… ¿Dónde vas?
—A abrazar a mi familia.
—Espera un segundo, tienes que hacerte una foto con Fran. Luego será
muy difícil pillaros a los dos juntos.
—No, Raúl, no quiero hacerme una foto con él. Ya tenemos una de todo
el grupo; con esa está bien.
—¿Que no quieres hacerte una foto con Fran? ¿Por qué? ¿Estáis de
morros quizá? Vamos, no dejes que una discusión evite la posibilidad de
tener una foto de los dos en un día como hoy. Cuando se os pase el enfado,
te arrepentirás.
Susana tragó saliva y dijo:
—Una foto mía y de Fran ya no tiene sentido, Raúl. Él y yo ya no
estamos juntos.
—¿Qué? Estás de coña, ¿no?
—No.
—¿Desde cuándo, joder? Si anoche te iba a…
Susana le interrumpió antes de que dijera algo que le produjera más
dolor del que ya sentía, y dijo.
—Ayer fuimos a cenar juntos y hemos pasado una noche inolvidable en
el hotel Alcora. En una suite increíble. Pero hemos cortado después… esta
mañana.
—¿Te ha dejado? Será cabrón…
—No, lo hemos hablado y hemos decidido cortar los dos, de mutuo
acuerdo. Yo he encontrado un magnífico trabajo en Barcelona y es hora de
separar nuestros caminos. Hemos quedado como amigos, y yo le quiero
mucho… pero no deseo hacerme una foto con él; una foto de pareja,
porque ya no somos pareja. ¿Lo entiendes?
—¡No, qué coño voy a entender! Si estáis colados el uno por el otro…
Si ayer él pensaba…
—Calla, no digas nada más, por favor. No quiero saberlo. Hoy es un día
difícil para mí, tengo que aguantar el tipo y si sigues hablando no podré
hacerlo —le dijo—. También es difícil esto para él. Tú eres su amigo…
ayúdale a superarlo —añadió con los ojos brillantes.
—Lo que voy es a darle dos hostias, al muy imbécil.
—No lo hagas, es lo mejor para los dos. De verdad que lo hemos
dejado de mutuo acuerdo.
Raúl movió la cabeza, dubitativo.
—Despídeme de Inma y dile que ya la llamaré. Y ahora, si me disculpas,
voy a abrazar a mi familia. Llevan un rato esperando.
Se alejó rápida hacia las butacas donde sus padres, Merche e Isaac la
esperaban impacientes y emocionados.
Como había esperado, su madre lloró con fuerza cuando la abrazó y le
dijo entre lágrimas:
—Estoy muy orgullosa de ti, cariño.
Después abrazó a su padre, y al fin recibió el abrazo cómplice y
confortador de Merche. Pero esta se separó bruscamente y le hizo una
seña con la cara de que mirase hacia atrás. Susana se dio la vuelta y se
encontró con Fran.
—Enhorabuena, empollona… —dijo acercándose y abrazándola con
fuerza también, sin que le importase que sus padres estuvieran delante.
Susana aspiró por última vez el aroma a Hugo Boss, y sintiendo que no
podía aguantar más, lloró suavemente sobre su hombro, mojando la tela
de la toga negra.
—Eres una condenada llorona —dijo Fran en su oído, con una voz
también ronca y emocionada—. Tienes que controlar eso, no puedes
echarte a llorar en los tribunales.
—Lo controlaré, pero hoy no puedo… Hoy es un día…
—Lo sé —dijo acariciándole el pelo. Le rozó la cara con los labios, en
una caricia tierna y suave y después la soltó, volviéndose hacia los padres
de Susana.
—Disculpen que haya interrumpido una escena familiar. Soy Fran, un
compañero de Susana. Ella me ha dado clases durante toda la carrera y
hemos formado parte del mismo grupo de estudios. No podía irme sin
felicitarla muy especialmente. Yo sé lo importante que es para ella este
momento.
—También para ti lo será —dijo la mujer.
—Sí, claro, también para mí. Bueno, no les entretengo más, ya me
marcho. Disfruten de su comida familiar, a mí me espera mi pantomima.
Adiós, Susana, hasta siempre y duro con los catalanes.
—Hasta siempre, Fran.
Por un momento sus miradas se quedaron prendidas y Susana tuvo que
darse la vuelta para mantener el tipo.
—Vamos, nena, anda —le dijo Merche agarrándola del brazo y
empujándola suavemente hacia el patio—. Vámonos a comer que me estoy
muriendo de hambre.
Se dejó llevar, sin volver la vista atrás, tratando de contener las
lágrimas que seguían quemando en sus ojos.
Fran se había quedado en el salón. Sus padres estaban saludando a un
profesor que recordaban de su época de estudiantes, y él se unió a ellos,
seguramente para escuchar una vez más que era la viva imagen de su
padre cuando era joven. Y pensó que de mayor, él no se convertiría en el
hombre desalmado que tenía delante. Y que cuando tuviera hijos, sería un
padre completamente distinto.
Susana salió al patio, y al levantar la vista se sorprendió al ver la figura
de una mujer alta, que salía apresuradamente y medio a escondidas entre
las columnas.
—Esperad un momento —le dijo a su familia y se apresuró a
alcanzarla.
—Manoli… —dijo colocándole una mano sobre el hombro.
La mujer se volvió, y ella se encontró con su mirada, llena de emoción.
—Hola, niña. Enhorabuena.
—Gracias. ¿Dónde estabas? No te he visto en el salón.
—Estaba al final, escondida detrás de la puerta.
—¿Escondida? ¿Por qué?
—A ellos no les parecería bien que yo estuviera aquí. Pero no me lo
podía perder… Es ni niño. Y este es un día muy importante en su vida. Y
en la tuya.
—Sí que lo es. Pero no has debido esconderte. ¿Fran sabe que estás
aquí?
—No, y no debes decírselo. Se sentiría muy mal si supiera que he estado
ocultándome, pero es mejor así. Nos quitamos problemas los dos. Y ya me
voy, tengo una enorme cocina que terminar de organizar para el almuerzo
de hoy. No puedo correr el riesgo de que lleguen antes que yo.
—A Fran le gustaría saber que has estado aquí.
—No, niña, no se lo digas. Ya tiene bastantes problemas en casa como
para que se pelee con sus padres además por esto. Prométeme que no le
dirás nada.
—No podría aunque quisiera. Él y yo ya no estamos juntos, no voy a
verle más.
—De modo que al fin lo han conseguido…
—¿Qué han conseguido?
—Que te deje.
—Fran no me ha dejado. Lo hemos decidido de mutuo acuerdo.
—Comprendo.
—Al igual que tú, yo también le quiero mucho y lo último que deseo es
ser un problema para él.
Manoli clavó en ella unos ojos llenos de cariño.
—Tú no eres un problema, eres lo mejor que le ha pasado en su vida. El
problema se lo generan los demás. Pero él también te quiere, ¿sabes? Te
quiere mucho. Ha luchado por ti con uñas y dientes. Esa casa es un
infierno desde hace un par de meses. Broncas, amenazas… Lleva semanas
comiendo solo en la cocina y sin salir de su habitación. Casi no se habla
con sus padres.
—¿Por mí?
—Por supuesto, por ti. Dejaron de darle la asignación, le amenazaron
con no dejarle trabajar en el bufete, si no te dejaba, y hasta con usar sus
influencias para que tú no encontraras trabajo en la ciudad, ni en los
alrededores. Ha tratado desesperadamente de hacerles comprender que tú
eres la mujer de su vida, pero veo que al fin han ganado.
Susana sintió que aquellas palabras ayudaban a mitigar su dolor y su
tristeza, y le daban fuerzas para seguir adelante.
—Gracias por decírmelo. Yo no quiero que sea desgraciado por mi
culpa. Él también ha trabajado muy duro para conseguir el título. Tiene
derecho a su puesto en el bufete de su familia y a tener una vida tranquila.
Y probablemente lo nuestro no hubiera funcionado fuera de la facultad.
Esto que me has dicho me da fuerzas para irme lejos, para dejarle libre.
La mujer la abrazó.
—Tengo que irme, no tardarán en salir. Tengo un taxi esperándome en
la puerta.
—Yo también, mis padres me esperan. Cuida de él, ¿vale? Yo no estaré
aquí para hacerlo.
—Siempre… Es mi niño. Y me hubiera gustado que tú fueras mi niña
también.
—A mí me hubiera gustado que fueras mi tata. Adiós.
—Adiós, niña.
Vio cómo Manoli se perdía entre la gente que salía de la facultad. Se
reunió con su familia con nuevas fuerzas. La conversación la había
convencido aún más de que debía terminar con Fran, por mucho que le
costara. Por mucho que les costara a los dos. Tenía que reconocer que por
un momento había flaqueado cuando él la había abrazado unos minutos
antes, y estuvo tentada de llamarle aquella noche y decirle que quería que
siguieran en contacto aunque ella se marchara a Barcelona, que intentaran
seguir con su relación aunque fuera a mil kilómetros. Pero ahora estaba
más convencida que nunca de que era mejor no hacerlo. De que debían
cortar y tratar de pasar página y seguir con sus respectivas vidas por
separado.
Esta convicción le dio ánimos para estar animada en el restaurante y
disfrutar de la comida familiar, aunque no pudo evitar acordarse de Fran y
de sentir lástima por él, que no podía ahogar su dolor ni su tristeza en la
calidez de su familia. Él solo tenía aquella tarde un frío almuerzo de
abogados y una tensa relación con sus padres.
La voz de Merche llenando su copa y proponiendo un brindis la sacó de
su momentánea abstracción. Le sonrió agradecida y bebió. Cerró los ojos
y se prometió a sí misma empezar a olvidar a Fran desde ese mismo
momento. Nada de acordarse de él, nada de nostalgia ni recuerdos de esos
tres años y medio. De ahora en adelante, familia y trabajo… mucho
trabajo.
Incapaz de reunirse con sus amigas para una última sesión de «chicas
solas», como tenían pensado hacer el día siguiente, y volver a contar y dar
explicaciones de su ruptura con Fran, las llamó por teléfono y se despidió
de ellas esa misma noche, y al día siguiente se marchó con sus padres a
Ayamonte, permaneciendo allí diez días más, hasta que tuvo que
incorporarse al trabajo.
Capítulo 34