Rudolf Von Ihering-La Lucha Por El Derecho

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Rudolf von Ihering

La lucha por el derecho

Indice
Primera edición cibernética, septiembre del 2003

Captura y diseño, Chantal López y Omar Cortés

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Presentación
La obra que aquí publicamos, La lucha por el derecho, corresponde al
texto de una conferencia pronunciada en la Universidad de Viena en el
año de 1872 por el, en ese entonces, destacadísimo jurista romanista
alemán, Rudolf von Ihering.

Nacido el 22 de agosto de 1818, en el seno de una familia aristócrata


-recordemos que la partícula von constituye en Alemania un distintivo
para quien lo posea de su noble origen-, Rudolf von Ihering, emulando a
su padre, se titula como abogado en 1842, iniciándose de inmediato en la
labor docente.

Como maestro de derecho romano, su actividad fue sumamente


destacada, impartiendo la cátedra tanto en Berlín como en Basilea,
Rostoc, Kiel, Giessen, Viena y Gottinga.

Discípulo del afamado jurista Savigny, creador de la corriente filosófica-


jurídica conocida con el nombre de Escuela histórica del derecho, cuya
influencia en él fue, por lógica, inevitable, conviene, sin embargo, precisar
que si bien en la obra escrita de Rudolf von Ihering es posible encontrar
claros rastros de su proclividad hacia la Escuela histórica, sería inexacto
situarle como representante de esa corriente. Tómese en cuenta que en
aquél tiempo la Escuela histórica del derecho se encontraba en pleno
apogeo, máxime en Alemanía en donde surgió. Así, aunque tanto
Friedrich Karl von Savigny como Friedrich Julius von Sthal, por tan sólo
hacer mención de los más preclaros representantes de dicha corriente,
influyeron en él, no fue él uno de sus continuadores.

De su obra escrita cabe destacar, aparte de la conferencia que aquí


publicamos, El fin del derecho, El espíritu del derecho romano y su Teoría
de la posesión.

Rudolf von Ihering moriría el 22 de septiembre de 1892 dejando una muy


apreciable herencia al acervo jurídico mundial.

Von Ihering, concibe el derecho como una extensión de la persona


humana; en sí su visión del derecho más que asemejarse a la de un
Étienne de la Boétie o de Henry David Thoreau, tal y como lo presupone
Diego Abad de Santillán en la presentación que hace a la edición de esta
obra en papel, producida por la editorial Cajica en 1957, parécenos mucho
más propio el ubicarla en el personalismo de Mounier.
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Como buen romanista, Ihering hace sobresalir como fuente primigenia de


validez del derecho, no al derecho público sino al derecho privado. La
fuente del derecho se encuentra en el sentimiento que tanto individuos
como grupos sociales tengan del mismo. Sentir mi derecho, nuestro
derecho constituye la base misma del derecho. Así, en la medida en que
ese sentimiento de mí y de nuestro derecho se patentice en la vida
cotidiana, queda garantizada la vida social; y, a la inversa, en la medida
en que ese sentimiento de mi y de nuestro derecho no se manifieste sino
de manera muy tenue en la vida cotidiana, la vida social se encamina a su
pulverización.

Tenemos entonces que la lucha por el derecho no es, en suma, otra cosa
que la lucha por mí derecho o por nuestro derecho, no por abstracciones.

En fin, esta obra se presta mucho a la polémica ya que constituye una


abierta y manifiesta invitación a la reflexión.

Esperamos que quien lea esta edición virtual asimile la invitación hecha
por Ihering a la reflexión sobre el gran valor que tiene la autoestima tanto
en el desarrollo de los individuos, como en el de los grupos sociales, las
comunidades y las sociedades.

Chantal López y Omar Cortés


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Prefacio (*)
En la primavera de 1872 di una conferencia en la Sociedad Juridica de
Viena, y en el verano del mismo año, en forma esencialmente ampliada y
con vistas a un público mayor de lectores, vió la luz bajo el titulo La lucha
por el derecho. El propósito que me guió en la elaboración y publicación
del escrito, era originariamente menos teórico que ético-práctico, dirigido
menos al conocimiento cientifico del derecho que a estimular aquella
convicción de la que éste debe tomar su última fuerza: la de la actuación
valerosa y firme del sentimiento del derecho.

Las continuas ediciones que ha tenido el pequeño escrito son para mi la


prueba de que sus primeros éxitos no los ha debido al estimulante de la
novedad, sino al convencimiento del gran público de la exactitud de la
opinión básica defendida en él. Me confirma en ello también el testimonio
del extraniero, que se manifiesta en la gran cantidad de traducciones del
folleto.

En 1874 aparecieron en traducciones:

1. Una húngara de G. Wenzel, Pest;

2. Una rusa en una revista juridica que aparece en Moscú, por un


anónimo;

3. Una segunda rusa de Wolkoff, Moscú;

4. Una griega de M. A. Lappas, Atenas;

5. Una holandesa de G. A. van Hamel, Leyden;

6. Una rumana en la revista Romanulu (24 de junio y sigts.) que aparece


en Bucarest;

7. Una servia por Christic, Belgrado;

En 1875:

8. Una francesa de A. F. Meydieu, Viena y París;

9. Una italiana de Raffaele Mariano, Milán y Nápoles;


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10. Una danesa de C. G. Graebe, Copenhague;

11. Una checa por un anónimo, Brünn;

12. Una polaca de A. Matakiewicz, Lemberg;

13. Una croata por H. Hinkovic, primero en la revista Pravo, después en


folleto independiente, Agram.

En 1879:

14. Una sueca por Ivar Afzelius, Upsala;

15. Una inglesa por John J. Lalor, en Chicago, de la cual se estaría


imprimiendo la segunda edición.

En 1881:

16. Una española por Adolfo Posada y Biasca, Madrid.

En 1883:

17. Una segunda española por Alfonso de Pando y Gómez, Madrid;

18. Una segunda inglesa por Philip A. Asworth, Londres.

En 1885:

19. Una portuguesa de Joáo Vieica de Aranjo, Recife, Brasil.

En 1886:

20. Una japonesa de Nischi, Tokio.

En 1890:

21. Una segunda francesa por O. de Meulenaere, París.

En las ediciones posteriores he suprimido el comienzo del escrito, pues


expresaba una idea que, en el escaso espacio que se le había concedido,
no era muy comprensible. No sé si en la difusión del escrito en círculos
no especializados hubiese debido suprimir todas aquellas partes que
tienen en vista más a los juristas que al público en general, como el
capítulo final sobre el derecho romano y la moderna teoría del mismo.

Si hubiese podido sospechar la popularidad a que estaba destinado este


trabajo, le habría dado otra forma, pero surgido, como surgió, de una
conferencia ante juristas, según su disposición originaria ha sido
calculado en primera línea para éstos, y no creí que debía alterar nada,
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pues el inconveniente se ha demostrado que no fue obstáculo para la


difusión en los círculos no profesionales.

En el asunto mismo no he cambiado nada en las ediciones posteriores. La


idea fundamental de mi escrito la considero, hoy como ayer, tan justa e
inobjetable, que considero inútil toda palabra contra los que la combaten.
Al que no siente que, cuando su derecho es despreciado en forma
ofensiva o pisoteado, no sólo está en juego el objeto del mismo, sino su
propia persona; al que en tal situación no siente el impulso a sostener su
persona y su buen derecho, no vale la pena ayudarle y yo no tengo
ningún interés en convertirlo. Es un tipo que hay que reconocer
simplemente como el del filisteo del derecho, según quisiera bautizarlo; el
egoísmo y el materialismo mezquino son los rasgos que lo distinguen. No
sería el Sancho Panza del derecho, si no viese un don Quijote en
cualquiera que persiga intereses de otra especie que los de la mochila, en
la afirmación de su derecho. Para él no tengo otra palabra que la de Kant,
que he conocido después de la aparición del escrito: el que se hace
gusano no puede quejarse después de que sea pisoteado (l). En otro lugar
llama Kant a este arrojar sus derechos bajo los pies de otros, lesión del
deber del hombre contra sí mismo y del deber en relación con la dignidad
de la humanidad en nosotros toma la máxima: No dejéis que vuestro
derecho sea impunemente pisoteado por otros. El mismo pensamiento he
desarrollado en mi trabajo; está escrito en el corazón de todos los
individuos y pueblos vigorosos y se ha expresado de mil modos. El único
mérito que puedo reclamar consiste en haber fundado sistemáticamente y
expuesto con más exactitud esas ideas.

Una interesante contribución a mi escrito la proporcionó el Dr. A.


Schmiedl, La teoría de la lucha por el derecho en relación con el judaismo
y el cristianismo primitivo (Viena, 1875). La apreciación del profesor de
derecho judío, que cita: Si el objeto del derecho es un penique o cien
gulden, es lo mismo a tus ojos, coincide plenamente con la tesis que yo
he desarrollado. Una elaboración poética del tema la hizo Karl Emil
Franzos en su novela La lucha por el derecho, sobre la cual me he
pronunciado en el escrito mismo. Los comentarios que ha merecido mi
folleto en la literatura del país y del extranjero, son tan
extraordinariamente numerosos que me abstengo de mencionarlos.

Mientras dejo ahora al escrito mismo la tarea de persuadir a los lectores


de la exactitud de la interpretación que defiendo, me limito a pedir dos
cosas a los que se sienten llamados a refutarme. Por un lado que no la
hagan desfigurando y retorciendo antes mis opiniones, que no me
atribuyan la rencilla y la lucha, la manía del litigio y la querella, mientras
que yo en la lucha por el derecho no la exijo de ningún modo en toda
disputa, sino sólo donde el ataque al derecho contiene al mismo tiempo
un agravio a la persona. La condescendencia y la conciliación, la
moderación y el ánimo pacífico, la avenencia y la renuncia a la imposición
del derecho encuentran también en mi teoría el puesto que les
corresponde; contra la que se declara es simplemente contra la tolerancia
indigna de la injusticia por cobardía, comodidad, indolencia.
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Lo segundo que deseo es esto, que aquellos que desean seriamente tener
una concepción clara de mi teoría, hagan por su parte, el ensayo de
oponer a las fórmulas positivas del comportamiento práctico que
desarrollo, otras fórmulas positivas; se percatarán entonces pronto a
dónde llegan. ¿Qué debe hacer el que tiene el derecho cuando su derecho
es pisoteado? Me habrá derrotado el que pueda presentar una respuesta
consistente diversa de la mía, es decir compatible con la existencia del
orden juridico y con la idea de la personalidad; el que no pueda hacerlo,
sólo tiene la elección de ponerse de mi parte o contentarse con aquella
falta de carácter que constituye el signo característico de todos los
espíritus obscuros en los que sólo se llega al descontento y a la
negación, pero no a la opinión propia. En los problemas puramente
científicos se puede ser modestos, refutar simplemente el error, aun
cuando no se esté en condición de poner en su lugar la verdad positiva,
pero en los problemas prácticos, donde es evidente que es preciso obrar,
y donde sólo importa cómo se debe obrar, no basta rechazar como
inexacta la indicación positiva dada por alguien, sino que es preciso
reemplazarla por otra. Si esto ha ocurrido en relación con la dada por mí,
hasta ahora no se ha hecho el más leve comienzo para ello.

Sólo sobre un punto accesorio, que no tiene nada que ver con mi teoría
como tal, se me permitirán al final algunas palabras, pues es contradicho
por aquéllos con los que por lo demás me declaro de acuerdo. Es mi
afirmación sobre la injusticia cometida con Shylock.

Yo no había sostenido que el juez debió reconocer válido el recibo de


Shylock, sino que, una vez que lo ha hecho, no podía frustrarlo a
escondidas por la astucia frívola en la realización del fallo judicial. El juez
tenía la elección de declarar válido o no válido el título. Hizo lo primero, y
Shakespeare presenta la cosa de modo como si esa decisión fuese la
única posible según el derecho. Nadie dudaba en Venecia de la validez del
recibo; los amigos de Antonio, Antonio mismo, el dux, el tribunal, todos
estaban de acuerdo en que el judío estaba en su derecho (2). Y en esta
confianza segura sobre su derecho reconocido, apela Shylock a la ayuda
del tribunal, y el sabio Daniel, después que ha intentado en vano
determinar al acreedor sediento de venganza que renunciase a su
derecho, reconoce lo último. Y ahora, después que se ha dictado el fallo
judicial, después que ha sido suprimida toda duda sobre el derecho del
judío por los jueces mismos, no se osa mostrar ninguna contradicción,
después que la asamblea entera, incluso el dux, se ha sometido al fallo
inobjetable del derecho cuando el vencedor, completamente seguro de su
causa, quiere proceder a lo que le autoriza el juicio, el mismo juez que ha
reconocido solemnemente su derecho, lo contiene con una treta de
naturaleza tan mísera e insostenible, que no merece siquiera una
refutación seria. ¿Hay carne sin sangre? El juez que concedió a Shylock
el derecho a cortar una libra de carne del cuerpo de Antonio, le reconoció
también la sangre, sin la cual no puede existir la carne, y el que tiene el
derecho a cortar una libra, puede, si quiere, cortar menos también. Ambas
cosas son rehusadas al judío, él debe tomar sólo carne sin sangre y
cortar una libra exacta, no más y no menos. ¿He dicho demasiado cuando
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dije que el judío ha sido engañado en su derecho? Ciertamente se hace


esto en interés de la humanidad, pero ¿deja de ser injusto lo injusto que
se realiza en interés de la humanidad? Y si el fin debe santificar el medio,
¿por qué no antes, por qué tan sólo después del fallo judicial?

La oposición a la opinión defendida aquí en el folleto mismo, que se ha


manifestado ya en la primera edición del mismo diversamente, desde la
aparición de la sexta edición (1880), ha dado la palabra a dos juristas en
un pequeño escrito. Uno de ellos es Jurist und dichter, versuch einer
studie uber Ihering's kampf um's recht und Shakespeare's Kaufmann von
Venedig (Dessau, 1881), de A. Pietscher. Reproduzco el núcleo de la
opinión del autor con sus propias palabras: Vencimiento de la astucia por
una astucia mayor, el bribón es capturado en su propia red. Con la
primera parte de esta frase reproduce mi propia opinión; yo había
sostenido que Shylock es engañado en su derecho por la astucia, pero
¿debe recurrir el derecho a tal medio? El autor ha quedado en deuda con
la respuesta, y dudo de que, como juez, aplique tal medio. Por lo que
concierne a la segunda parte de la frase, pregunto: si la ley de Venecia
declaró válido el recibo, ¿era el judío un bribón por apelar a ella, y si se
puede ver en ello una red, le correspondía la responsabilidad a él o a la
ley? Con tal deducción no es refutada sino fortalecida mi opinión. El
segundo escrito sigue otro camino, es de Jos Kohler, profesor en
Würzburg: Shakespeare vor dem Forum der jurisprudenz (Würzburg,
1883). Según él, la escena del tribunal en el Mercader de Venecia contiene
la quintaesencia de la esencia y el devenir del derecho y una
jurisprudencia más profunda que diez libros de texto sobre las Pandectas
y nos proporciona una visión en la historia del derecho más profunda que
todas las obras histórico-jurídicas desde Savigny hasta lhering (pág. 6).
Esperamos que por este merecimiento fenomenal de Shakespeare sobre
la jurisprudencia, le corresponda una parte al Colón que ha descubierto,
él primero, ese nuevo mundo del derecho, de cuya existencia toda la
jurisprudencia no tuvo hasta aquí noticia alguna -según las reglas del
hallazgo del tesoro le correspondería a él la mitad, una recompensa con la
que podría estar ya contento dado el valor inconmensurable que le
atribuye. Debo dejar al lector que se informe en el escrito mismo sobre la
abundancia de ideas jurídicas que Shakespeare ha vertido en la pieza
(pág. 92), aun cuando yo no quisiera de ningún modo asumir la
responsabilidad de enviar a la juventud estudiosa del derecho a la
escuela de Porcia, en la que habría que buscar el nuevo evangelio del
derecho. Pero en lo demás, ¡todos los honores a Porcia! Su fallo es la
victoria de la conciencia esclarecida del derecho frente a la noche
tenebrosa que pesaba sobre la condición jurídica hasta allí, es la victoria
que se esconde detrás de motivos aparentes, que admite la máscara de la
falsa motivación porque es necesaria; pero es una victoria, una gran
victoria: una victoria no sólo en el litigio singular, sino una victoria en la
historia del derecho en general, es el sol del progreso, que ha irradiado
calurosamente en los estrados judiciales, y el reino de Sarastro triunfa
sobre los poderes de la noche. A los de Porcia y Sarastro, a cuyos
nombres se vincula el comienzo de la nueva jurisprudencia inaugurada
por nuestro autor, tenemos que agregar el del dux, que hasta allí había
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caído en los lazos de la jurisprudencia anterior y de los poderes de la


noche, es liberado por la palabra redentora de Porcia y alcanza el
conocimiento de la misión universal histórica que le corresponde también
en ello. Se resarce a fondo de su antigua negligencia. Primero en tanto
que declara a Shylock culpable de intento de homicidio. Si en ello hay
también una injusticia, tal injusticia está perfectamente fundada histórico-
universalmente, es una necesidad histórico-mundial, y en la admisión de
ese elemento se ha superado Shakespeare como historiador del
derecho.- El que Shylock no sólo haya sido rechazado, sino también
castigado, es necesario para coronar la victoria, con la que aparece
esclarecedora la nueva idea juridica (pág. 95). lnmediatamente condena al
judío a volverse cristiano. También esta exigencia contiene una verdad
histórico-universal. La exigencia es repudiable para nuestro sentimiento y
contradictoria con la libertad de creencias, pero corresponde a la marcha
de la historia universal, que ha llevado a millares, no con la palabra suave
de la conversión, sino con la sugestión del verdugo, al campo de una
creencia (pág. 96). Estos son los rayos cálidos que arroja el sol del
progreso en los estrados judiciales -¡los judíos y herejes han aprendido a
conocer su fuerza cálida en las hogueras de Torquemada! Así triunfa el
reino de Sarastro sobre las potencias de la noche. Una Porcia, que
destruye como sabio Daniel el derecho vigente hasta alli, un dux que
sigue sus huellas, un jurista sensible a la profunda jurisprudencia y
quintaesencia de la esencia y el devenir del derecho, que justifica sus
fallos con la fórmula histórico-mundial- ¡y eso es todo! Este es el foro de
la jurisprudencia ante el cual me ha citado el autor. Tiene que acceder a
que no le siga hasta alli, hay todavia mucho de los manuales de
enseñanza sobre las Pandectas en mi como para poder compartir la
nueva era de la jurisprudencia que nos abre, y no me dejaré apartar
tampoco de mi camino en el dominio de la historia del derecho por la
experiencia aplastante que, si hubiese estado armado con la agudeza de
aquel escritor, habria podido extraer del Mercader de Venecia visiones
más hondas en el devenir del derecho que de todas las otras fuentes del
derecho positivo y de toda la literatura histórico-jurídica de nuestra siglo
desde Savigny hasta el presente.

Una discusión de la traducción inglesa de mi escrito aparecida en


Chicago en el periódico americano Albany law journal del 27 de diciembre
de 1879, me ha puesto en conocimiento del hecho que la misma opinión
que he sostenido sobre el fallo de Porcia en mi escrito, ha sido expresada
en años anteriores en esa revista por un colaborador, y el autor del
artículo señala esa coincidencia no para otro fin que el de explicar la
admisión de un plagio por mi parte (robado no la dice de una manera
obligada). No quiero ocultar al público alemán ese interesante
descubrimiento, es lo más notable que se ha hecho jamás en punto a
plagios, pues en la época en que he perpetrado el mío, ni tuve ante los
ojos la revista ni había tenido noticias de su existencia. Tal vez llegue a
saber más tarde que mi escrito no ha sido concebido por mí, sino que ha
sido traducido al alemán de la traducción inglesa aparecida en América.
La redacción del Albany law journal ha respondido a una réplica mía en
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un número posterior (n. 9, 28 de febrero de 1880) que el todo ha sido una


broma -¡singulares bromas en que se halla placer al otro lado del oceano!

No puedo terminar este prefacio tomado sin alteración alguna de las


anteriores ediciones, sin agregar algunas palabras sobre la memoria de la
mujer a quien fue dedicado este librito en su primera edición. Desde la
publicación de la novena edición (1889) ha sido llevada por la muerte y yo
he sido privado de una amiga a quien estoy orgulloso de poder llamar así.
Era una de las mujeres más extraordinarias que he encontrado en mi vida,
distinguida no sólo por su espíritu y su extraordinaria cultura y erudición,
sino también por las más hermosas cualidades del corazón y del alma, y
considero como una de las más felices consecuencias de mi suerte el que
mi traslado a Viena me haya puesto desde el comienzo en una relación
estrecha con ella.

Que el libro que la menciona al comienzo, conserve su nombre en vastos


círculos, el tiempo que le está reservado junto con el mío; para la
supervivencia del mismo en el círculo de los historiadores de la literatura
ha cuidado ella misma por sus valiosos apuntes sobre Grillparzer, con el
cual estuvo amistosamente unida.

Goettings, 1° de julio de 1891.

Dr. Rudolph von Ihering

Notas

(*) Dedicatoria: A su venerada amiga la señora Auguste von Littrow-Bischoff como


recuerdo de gratitud y adhesión permanentes en su despedida de Viena (1872). El autor.

(1) Kant, Metaphysische Anfangsgründd der tugendlehre, 2a. ed. Kreuznach, 1800, pág.
133.

(2) Acto III, 3. ANTONIO: El dux no puede detener el curso del derecho. Pues en el acto
IV, el dux dice: Me apena por ti. Antonio: ... porque ningún medio legal puede salvarme
de su odio. PORCIA: ... que la ley de Venecia no puede ampararte. No puede ser.
Ninguna autoridad en Venecia puede cambiar una ley válida.- El contenido y la letra de la
ley están en pleno acuerdo con la expiación reconocida como válida en el recibo.- Una
libra de esta carne de mercader es tuya. La corte lo reconoce, y el derecho lo autoriza.-
Así, pues, el principio jurídico a consecuencia del cual el recibo tiene plena validez, el
jus in thesi, no sólo es reconocido como innegable plenamente por el consenso general,
sino que la sentencia, el jus in hypothesi, ha sido dictada ya, para ser luego frustrada
por el juez mismo con perfidia ruín -el jurista diría: en la instancia de ejecución. ¡Lo
mismo podría un juez condenar al deudor al pago y en la instancia de ejecución imponer
al acreedor que saque el dinero con las manos de un alto horno, o si el deudor fuese un
tejador, que lo reciba de la punta de la torre, o si fuese un buzo, del fondo del mar, ya
que no se había convenido nada en el recibo de la deuda sobre el lugar del pago!
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La finalidad del derecho es la paz, el medio para ello es la lucha. En tanto
que el derecho tenga que estar preparado contra el ataque por parte de la
injusticia -y esto durará mientras exista el mundo- no le será ahorrada la
lucha. La vida del derecho es lucha, una lucha de los pueblos, del poder
del Estado, de los estamentos o clases, de los individuos .

Todo derecho en el mundo ha sido logrado por la lucha, todo precepto


jurídico importante ha tenido primero que ser arrancado a aquéllos que le
resisten, y todo derecho, tanto el derecho de un pueblo como el de un
individuo, presupone la disposición constante para su afirmación. El
derecho no es mero pensamiento, sino fuerza viviente. Por eso lleva la
justicia en una mano la balanza con la que pesa el derecho, en la otra la
espada, con la que lo mantiene. La espada sin balanza es la violencia
bruta, la balanza sin la espada es la impotencia del derecho. Ambas van
juntas, y un estado jurídico perfecto impera sólo allí donde la fuerza con
que la justicia mantiene la espada, equivale a la pericia con que maneja la
balanza.

Derecho es trabajo incesante, no sólo del poder de Estado, sino de todo


el pueblo. La vida entera del derecho, abarcada con una mirada, nos
representa el mismo espectáculo de lucha y trabajo incesantes en toda
una nación, que asegura su actividad en el dominio de la producción
económica e intelectual. Todo individuo que llega a la situación de tener
que sostener su derecho, asume su parte en ese trabajo nacional, lleva su
partícula a la realización de la idea del derecho sobre la Tierra.

Ciertamente no en todos se manifiesta de igual modo esa exigencia. Sin


pugnas y sin tropiezos transcurre la vida de millares de individuos en las
vías reguladas del derecho, y si les dijésemos: El derecho es lucha -no
nos comprenderían, pues ellos sólo lo conocen como condición de paz y
de orden. Y desde el punto de vista de su propia experiencia tienen
perfecta razón, lo mismo que el rico heredero a quien le ha tocado sin
esfuerzo, el fruto del trabajo ajeno, cuando pone en tela de juicio la frase:
La propiedad es el trabajo. El engaño de ambos tiene su razón en el
hecho que las dos partes que encierran en sí tanto la propiedad como el
derecho, pueden descomponerse subjetivamente de modo que a una le
toca en suerte el goce y la paz, a la otra el trabajo y la lucha.

La propiedad, como el derecho, es una cabeza de Jano con doble rostro;


a los unos les vuelve sólo una cara, a los otros únicamente la otra, de ahí
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la completa diversidad de la imagen que ambos reciben de ella. En


relación con el derecho se aplica esto no sólo a los individuos, sino
también a épocas enteras. La vida del uno es guerra, la vida del otro paz,
y los pueblos están expuestos por esa diversidad de la distribución
subjetiva de ambas al mismo engaño que los individuos. Un largo período
de paz, y la fe en la paz eterna está en la floración más frondosa hasta que
el prímer disparo de cañón desvanece el hermoso sueño, y en lugar de
una generación que ha disfrutado sin esfuerzo la paz, aparece otra que
tiene que merecerla nuevamente por el duro trabajo de la guerra. Así se
distribuye en la propiedad como en el derecho, el derecho y el disfrute,
pero para uno que disfruta y vegeta en paz, tiene otro que trabajar y
luchar. La paz sin lucha, el disfrute sin trabajo pertenecen al tiempo del
paraíso, la historia los conoce sólo como resultados de esfuerzo
incesante, laborioso.

Este pensamiento, que la lucha es el trabajo del derecho y que en lo


relativo a su necesidad práctica tanto como a su dignificación ética debe
ponerse en la misma línea que el trabajo en la propiedad, pienso
desarrollarlo en lo que sigue. Creo no hacer con ello una obra superflua,
sino al contrario reparar un pecado de omisión que se carga en la cuenta
de nuestra teoría (no me refiero sólo a la filosofía del derecho, sino a la
jurisprudencia positiva). Se advierte en nuestra teoría demasiado
claramente que no tiene que ocuparse de la balanza más que de la espada
de la justicia; la unilateralidad del punto de vista puramente científico,
desde el cual considera el derecho, y que se puede resumir brevemente
diciendo que lleva ante los ojos el derecho menos desde su aspecto
realista como concepto de poder que desde su aspecto lógico como
sistema de prescripciones jurídicas abstractas, ha influído, según mi
opinión, en toda su interpretación del derecho de un modo que coincide
muy poco con la cruda realidad jurídica -un reproche para el cual no
faltarán justificaciones en el curso de mi exposición.

La expresión derecho es empleada, como se sabe, en doble sentido, en el


objetivo y en el subjetivo. Derecho en el sentido objetivo es la suma de
los principios jurídicos manipulados por el Estado, el orden legal de la
vida; el derecho en el sentido subjetivo es la expresión concreta de las
reglas abstractas en una justificación concreta de la persona. En ambas
direcciones encuentra el derecho resistencia, en ambas direcciones tiene
que dominarla, es decir, lidiar por su existencia en el camino de la lucha o
sostenerla. Como objeto verdadero de mi consideración he escogido la
lucha en la segunda dirección, pero no debo dejar de demostrar que es
justa mi afirmación de que la lucha está en la esencia del derecho también
en la primera dirección.

Indiscutible, y por eso no necesita una explicación ulterior, es esto en


relación con la realización del derecho por parte del Estado; el
mantenimiento del orden jurídico por su parte no es más que una lucha
incesante contra la ilegalidad que lo ataca. Pero se comporta
diversamente en relación con el nacimiento del derecho, no sólo el
primigenio al comienzo de la historia, sino el rejuvenecimiento del mismo
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que se repite diariamente bajo nuestros ojos, la supresión de


instituciones existentes, la abolición de preceptos jurídicos existentes por
otros nuevos, en una palabra en relación con el progreso en el derecho.
Pues en mi opinión también el devenir del derecho está supeditado a la
misma ley a que está supeditada toda su existencia, distinta de otra que,
al menos en nuestra ciencia romanista, goza todavía del reconocimiento
general y que quiero designar brevemente según el nombre de sus dos
representantes principales como la teoría de Savigny-Puchta del
desarrollo del derecho. Según ella la formación del derecho procede tan
inadvertidamente y sin dolor como la del lenguaje, no requiere ninguna
pugna, lucha, ni siquiera la búsqueda, sino que es la fuerza de la verdad
que obra silenciosamente, que se abre camino sin esfuerzo violento,
lenta, pero seguramente; el poder de la persuación, a la que se abren
poco a poco los ánimos y que expresan por su acción -un principio
jurídico entra tan sin esfuerzo en la existencia como una regla cualquiera
del lenguaje. La fórmula del viejo derecho romano, según la cual, el
acreedor podía vender al deudor insolvente como esclavo en servidumbre
extraña, o el propietario podía disputar su cosa a todo aquél en cuyo
poder la encontrase, en base a esta opinión apenas se habría formado en
la vieja Roma de otro modo que la regla gramatical que cum rige el
ablativo.

Esta es la visión del origen del derecho con que yo mismo he dejado en
su tiempo la universidad, y bajo cuya influencia he estado todavía
muchos años. ¿Tiene visos de verdad? Hay que confesar que también el
derecho, lo mismo que el lenguaje, conoce un desarrollo orgánico, para
decirlo con, la expresión usual, desde dentro hacia fuera, no intencional e
inconsciente. A ella pertenecen aquellos principios jurídicos que se
sedimentan poco a poco en la relación desde la concertación autonómica
regular de los negocios jurídicos, así como todas aquellas abstracciones,
corolarios, reglas, que la ciencia descubre por vías analíticas desde los
derechos existentes y lleva a la conciencia. Pero el poder de esos dos
factores, la relación y la ciencia, es limitado, puede regular el movimiento
dentro de los carriles existentes, estimularlo, pero no puede hacer los
diques que se oponen a que la corriente tome una nueva dirección. Esto
sólo puede hacerlo la ley, es decir, la acción intencional, dirigida a ese
objetivo del poder del Estado y no es por eso un azar, sino una necesidad
hondamente cimentada en la esencia del derecho, que todas las reformas
profundas del procedimiento y del derecho positivo surgen de leyes.
Ahora bien, una alteración que la ley impone al derecho existente, puede
limitar su influencia posiblemente a lo último, a la esfera de lo abstracto,
sin extender sus efectos al dominio de las relaciones concretas que se
han formado en base al derecho hasta aquí -una mera alteración del
mecanismo del derecho, en el que un tornillo inservible o un rodillo es
suplantado por otro más perfecto. Pero muy a menudo están las cosas de
tal modo que la alteración se puede alcanzar sólo al precio de una
intervención extremadamente viva en los derechos e intereses privados
existentes. Se han ligado en el curso del tiempo con el derecho existente
los intereses de millares de individuos y de estamentos enteros de tal
modo que no se puede suprimir sin lesionar a los últimos de la manera
14

más sensible; poner en discusión la prescripción jurídica o la institución,


equivale a declarar la guerra a todos esos intereses, a arrancar un pólipo
que se ha aferrado con mil brazos. Todo intento de esa clase suscita por
tanto, en la actuación natural del instinto de conservación, la más violenta
resistencia de los intereses amenazados y con ello una lucha en la que,
como en toda lucha, no da la pauta el peso de las razones, sino la
proporción de poder de las fuerzas en pugna y así no raramente provoca
el mismo resultado que en el paralelógramo de las fuerzas, una
desviación de la línea original en la diagonal. Sólo así es explicable que
instituciones sobre las cuales ha sido pronunciado el juicio público hace
tiempo, pueden a menudo continuar largo tiempo su vida; no es la fuerza
de inercia de la capacidad histórica de afirmación la que les sostiene, sino
la fuerza de resistencia de los intereses que sostienen su posesión.

Ahora bien, en todos esos casos en que el derecho existente encuentra


ese respaldo en intereses, hay una lucha que debe lidiar lo nuevo para
lograr el acceso, una lucha que a menudo se prolonga siglos enteros. El
grado supremo de la intensidad lo alcanza cuando los intereses han
adquirido la forma de derechos adquiridos. Aquí se hallan frente a frente
dos partidos, de los cuales cada uno inscribe en su estandarte la santidad
del derecho como consigna, el uno el derecho histórico, el derecho del
pasado, el otro el derecho eternamente en devenir y que se rejuvenece, el
derecho primigenio de la humanidad a un cambio constante -un caso de
conflicto de la idea del derecho consigo mismo, que en relación con los
sujetos que han puesto toda su fuerza y todo su ser en favor de su
convicción y finalmente sucumben al juicio del dios de la historia, asume
el carácter de lo trágico. Todas las grandes conquistas que la historia del
derecho tiene que señalar: la supresión de la esclavitud, de la
servidumbre, la libertad de la propiedad de la tierra, de la industria, de la
creencia, etc., han tenido que ser logradas tan sólo por ese camino de la
lucha más violenta, continuada a menudo durante siglos, y no raramente
con torrentes de sangre, pero en todas partes derechos pisoteados
marcan el camino que ha tenido que seguir el derecho en ella. Pues el
derecho es el Saturno que devora a sus propios hijos (1); el derecho sólo
puede rejuvenecerse en tanto que rompe con su propio pasado. Un
derecho concreto que, por el hecho de haber surgido, pretende
persistencia ilimitada, es decir, eterna, es como el niño que levanta su
brazo contra la propia madre; escarnece la idea del derecho al apelar a
ella, pues la idea del derecho es un eterno devenir, y lo que ha llegado a
ser tiene que ceder ante el nuevo cambio, ya que

... todo lo que nace,

vale la pena que sucumba

(Fausto).

Así nos presenta el derecho en su movimiento histórico la imagen de la


búsqueda, de la pugna, de la lucha, en una palabra del esfuerzo laborioso.
No opone ninguna resistencia violenta al espíritu humano, que realiza
inconscientemente en el lenguaje su trabajo plástico, y el arte no tiene
15

ningún otro adversario que superar sino el de su propio pasado: el gusto


dominante. Pero el derecho como concepto finalista, colocado en medio
del ajetreo caótico de las finalidades humanas, aspiraciones, intereses,
debe tantear y buscar incesantemente para encontrar el camino exacto, y,
cuando lo ha descubierto, derribar la resistencia que lo cierra. Así ocurre
indudablemente que también esta evolución es, lo mismo que la del arte y
el lenguaje, una evolución regular, unitaria, por mucho que se aparte
también en la naturaleza y en la forma, como procede, de los últimos, y
debemos rechazar decididamente por tanto, en este sentido, los paralelos
hechos por Savigny y que llegaron tan rápidamente a la admisión general
entre el derecho, por un lado, y el lenguaje y el arte, por otro. Como
opinión teórica falsa, pero inofensiva, en tanto que máxima política
contiene una de las más funestas herejías que se pueden imaginar, pues
aconseja a los seres humanos, en un dominio en que deben obrar, y obrar
con plena y clara conciencia del objetivo y con el empleo de todas sus
fuerzas, dejar que las cosas hagan por sí mismas, que lo mejor que
pueden hacer ellos es cruzarse de brazos y esperar confiadamente que la
fuente originaria supuesta del derecho: la opinión jurídica nacional,
resuelva poco a poco. De ahí la repulsión de Savigny y de todos sus
discípulos contra la intromisión de la legislación (2), de ahí todo el
desconocimiento de la verdadera significación de la costumbre en la
teoría de Puchta del derecho consuetudinario. La costumbre para Puchta
no es nada más que un medio de conocimiento de la opinión jurídica; que
esa opinión se forma así misma tan sólo en tanto que actúa, que tan sólo
conserva su fuerza y con ella su destino de dominar la vida por esa
acción -en una palabra que también para el derecho consuetudinario vale
el precepto: el derecho es un concepto de poder- para eso los ojos de ese
espíritu distinguido estaban completamente cerrados. Pagaba así su
tributo a la época. Pues la época era el período romántico en nuestra
poesía, y el que no se asuste ante la transmisión del concepto de lo
romántico a la ciencia del derecho y quiere tomarse el trabajo de
comparar las correspondientes tendencias en ambos dominios, no me
acusará cuando sostengo que la escuela histórica podría ser denominada
también romántica. Es una idealización verdaderamente romántica, es
decir, una representación que se apoya en una idealización falsa de
circunstancias pasadas, según la cual el derecho se forma sin dolor, sin
esfuerzo, sin hechos lo mismo que las plantas en el campo; la cruda
realidad nos enseña lo contrario. Y no sólo el pequeño fragmento de la
misma que tenemos ante los ojos, y que nos ofrece casi en todas partes
el cuadro de la pugna violenta de los pueblos actuales, -la impresión es la
misma donde quiera que dirijamos nuestras miradas hacia el pasado. Así
basta y sobra para la teoría de Savigny simplemente la época
prehistórica, sobre la cual nos faltan todas las noticias. Pero si debe
permitirse expresar hipótesis, opongo a la visión de Savigny, que ha
marcado el espectáculo de aquella formación pacífica, inocente del
derecho desde el interior de la opinión de los pueblos, la mía,
diametralmente opuesta a ella, y se me tendrá que conceder que tiene al
menos de su parte la analogía del desarrollo histórico visible del derecho
y, como creo por mi parte, la ventaja de una mayor probabilidad
psicológica. ¡Los tiempos primitivos! Es moda adornarlos con todas las
16

hermosas cualidades: verdad, franqueza, fidelidad, sentido infantil,


creencia piadosa, y en tal terreno habría podido seguramente prosperar
también un derecho sin otra fuerza impulsiva que el poder de la
convicción jurídica; el puño y la espada no habrían sido necesarios. Pero
actualmente saben todos que el piadoso tiempo primitivo entrañaba
justamente los rasgos contrapuestos de la brutalidad, la crueldad, la
inhumanidad, el disimulo y la perfidia, y la hipótesis que ha llegado de
manera más fácil a su derecho que todas las épocas posteriores,
difícilmente podría contar todavía con creyentes. Por mi parte estoy
convencido de que el trabajo que ha tenido que emplear en ello, ha sido
mucho más duro todavía, y que incluso la máxima jurídica más simple,
como por ejemplo, la antes citada del más antiguo derecho romano sobre
la capacidad del propietario de disputar su cosa a todo poseedor, y del
acreedor para vender al deudor insolvente a la servidumbre extranjera,
han tenido que ser logradas en dura lucha, antes de alcanzar el
reconocimiento general indiscutido. Pero sea como sea, hacemos
abstracción del tiempo primitivo; la información que nos proporciona la
historia documental sobre el origen del derecho puede bastarnos. Pero
esta información dice: el nacimiento del derecho ha sido acompañado
regularmente como el de los hombres de violentos dolores de parto.

¿Y debemos quejarnos de que sea así? Justamente la circunstancia que


el derecho no llega a los pueblos sin esfuerzo, que tienen que pugnar y
disputar por él, que deben luchar y sangrar, justamente esa circunstancia
anuda entre ellos y su derecho el mismo lazo íntimo que la exposición de
la propia vida, en el alumbramiento, entre la madre y el hijo. Un derecho
ganado sin esfuerzo está en una línea con los hijos que trae la cigüeña; lo
que ha traído la cigüeña lo puede volver a llevar el zorro o el buitre. Pero
la madre que ha dado a luz el hijo, no se lo deja robar, y tampoco se deja
arrebatar un pueblo los derechos e instituciones que ha tenido que lograr
en sangriento trabajo. Se puede justamente afirmar: la energía del amor
con que un pueblo se adhiere a su derecho y lo sostiene, se determina
según el esfuerzo y el sacrificio que le ha costado. No la mera costumbre,
sino el sacrificio es el que forja los lazos más firmes entre el pueblo y su
derecho, y al pueblo que Dios quiera bien, no le obsequia lo que necesita,
ni le alivia el trabajo para ganarlo, sino que se lo dificulta. En este sentido
no vacilo en decir: la lucha que exige el derecho para nacer, no es una
maldición, sino una bendición.

Notas

(1) Una cita de mi Geist des romischen rechts II, I § 27 (4ª ed., pág. 70).

(2) Llevada hasta la caricatura por Stahl, en el pasaje citado de uno de sus discursos en
la Cámara, en mi Geist des Römischen rechts, II, 1 § 25, nota 14.
17

2
Vuelvo a la lucha por el derecho subjetivo o concreto. Es provocada por
su lesión o privación. Como ningún derecho, sea el de los individuos, o el
de los pueblos, está protegido contra ese peligro -pues frente al interés
de los que tienen derecho a su sostenimiento está siempre el de otros en
su violación- resulta que esa lucha se repite en todas las esferas del
derecho: en las concreciones del derecho privado tanto como en las
alturas del derecho político y del derecho de gentes. La afirmación del
derecho de gentes del derecho lesionado en forma de guerra -la
resistencia de un pueblo en forma de rebelión, de levantamiento, de
revolución contra actos arbitrarios, anticonstitucionales por parte del
poder del Estado-, la realización turbulenta del derecho privado en la
forma de la llamada ley de Lynch, el derecho del puño y de desafío de la
Edad Media y su última supervivencia en los tiempos actuales: el duelo -la
autodefensa en la forma de la defensa en caso de necesidad urgente-, y
finalmente la naturaleza regulada de su validación en forma de litigio civil-
todas son, a pesar de la diversidad del objeto de la disputa y de la
intervención personal, de las formas y dimensiones de la lucha, formas y
escenas de una y misma lucha por el derecho. Cuando de todas esas
formas extraigo la más moderada: la lucha legal por el derecho privado en
la forma de litigio, no ocurre porque es la que más me afecta como jurista,
sino porque es expuesta allí la verdadera situación, más que en otra
parte, al peligro del desconocimiento, lo mismo por parte de los juristas
que de los profanos. En todos los demás casos se manifiesta lo mismo
abiertamente y con plena claridad. Que en ellos se trata de bienes que
compensan la suprema dedicación, lo comprende también la razón más
obtusa, y nadie promoverá aquí la pregunta: ¿por qué luchar, por qué no
ceder? Pero en aquella lucha de derecho privado la cosa es
completamente distinta. La insignificancia relativa de los intereses en
torno a los cuales gira regularmente el problema de lo mío y lo tuyo, la
prosa indestructible que se aferra a ese problema, lo señala, según
parece, exclusivamente en la región del cálculo sobrio y la consideración
de la vida, y las formas en que se mueve, lo mecánico de las mismas, la
exclusión de toda manifestación libre, vigorosa de la persona es poco
adecuada para debilitar la impresión desfavorable. Ciertamente hubo
también para él una época en que la persona misma era llamada a la lid, y
en que incluso llegaba así claramente a manifestarse la verdadera
significación de la lucha. Cuando todavía decidía la espada la disputa en
torno a lo mío y lo tuyo, cuando el caballero medieval enviaba al
adversario la carta de desafío, también el no participante podía ser
llevado al presentimiento que en esa lucha no sólo se trataba del valor de
18

la cosa, de la defensa de una pérdida pecuniaria, sino que en la cosa se


exponía y sostenía la persona misma, su derecho y su honor.

Pero no tendremos necesidad de evocar circunstancias hace mucho


tiempo desaparecidas, para deducir de ellas la explicación de lo que hoy,
aun cuando distinto según la forma, es exactamente lo mismo que antes.
Una mirada a los fenómenos de la vida actual y la autoobservación
psicológica nos harán el mismo servicio.

Con la lesión del derecho se presenta a todo individuo el interrogante: si


debe sostenerlo, resistir al adversario, es decir, luchar o si, para escapar
a la lucha, debe dejar las cosas que sigan su curso; esta decisión no se la
quita nadie. Cualquiera que sea, en ambos casos está ligada a un
sacrificio, en uno es sacrificado el derecho a la paz, en el otro la paz al
derecho. La cuestión parece, según eso, reducirse a resolver qué
sacrificio es más soportable según las condiciones individuales del caso
y de la persona. El rico renunciará por amor a la paz al monto para él
insignificante de la disputa, el pobre, para quien esa suma es
proporcionalmente más importante, sacrificará por ella la paz. Así se
reduciría también el problema de la lucha por el derecho a un puro
problema de cálculo, en que las ventajas y desventajas deberán ser
pesadas para tomar, según ello, la decisión.

Todos saben que esto en realidad no es de ningún modo el caso. La


experiencia diaria nos muestra un proceso en el que el valor del objeto en
disputa está fuera de toda proporción con el empleo previsible de
esfuerzo, de excitación, de costas. Ninguno a quien se la ha caído el
talero al agua, pondrá dos para recuperarlo -para él el problema, por
muchas vueltas que dé, es una mera operación de cálculo. ¿Por qué no
aplica el mismo cálculo también en un litigio? No se dice: calcula la
ganancia del mismo y espera que las costas recaigan sobre el adversario.
El jurista sabe que incluso la perspectiva segura de tener que pagar
caramente la victoria, no hace desistir a las partes del proceso; muy a
menudo el abogado que presenta a la parte la insignificancia de su caso y
desaconseja el litigio, recibe la respuesta: está firmemente decidida a
continuar el proceso, cueste lo que cueste.

¿Cómo nos explicamos ese modo de acción contradictoria desde el punto


de vista de un razonable cálculo de intereses?

La respuesta que se escucha comúnmente, es conocida: es la manía


litigante, el ergotismo, el simple placer en la disputa, el impulso a
perjudicar al adversario, incluso con la certeza que tendrá que pagar
quizás más caramente que él.

Dejemos de lado ahora la disputa entre dos personas privadas, y


pongamos en su lugar dos pueblos. El uno arrebató ilegalmente al otro
una milla cuadrada de tierra yerma, inútil; ¿debe iniciar el último la
guerra? Consideremos el problema desde el mismo punto de vista desde
el cual la teoría de la manía procesal condena al campesino que ha arado
19

un pie de tierra del vecino o ha arrojado piedras a su campo. ¡Qué


significa una milla cuadrada de tierra inculta frente a una guerra, que
cuesta millares de vidas, arroja sufrimientos y miseria en chozas y
palacios, consume millones y millardas del tesoro del Estado y amenaza
posiblemente la existencia del Estado mismo! ¡Qué locura hacer tales
sacrificios por tal precio de la lucha!

Tal tendría que ser el juicio si el campesino y el pueblo fuesen medidos


con la misma vara. Pero nadie dará al pueblo el mismo consejo que al
campesino. Todos sienten que un pueblo que silencia tal lesión del
derecho, sellaría su propia sentencia de muerte. A un pueblo que se deja
arrancar una milla cuadrada impunemente, por su vecino, se le arrancará
también el resto, hasta que no pueda nombrar nada suyo y haya dejado
de existir como Estado, y tal pueblo no habrá merecido un destino mejor.

¿Pero si el pueblo debe defenderse a causa de la milla cuadrada, sin


preocuparse del valor de la misma, por qué no también el campesino por
la tira de tierra? ¿O debemos abandonarla con la sentencia: quod licet
Jovi, non licet bovi? Pero lo mismo que un pueblo no lucha por la milla
cuadrada, sino por sí mismo, por su honor y su independencia, así
tampoco en los litigios, en los que al acusador debe defenderse contra un
vilipendio de su derecho, no por el insignificante objeto de disputa, sino
por un propósito ideal: la afirmación de la persona misma y de su
sentimiento jurídico. Frente a ese objetivo a lo ojos del litigante no
importan todos los sacrificios y disgustos que el proceso tiene por
consecuencia- el objetivo recompensa los medios. No es el mero interés
pecuniario el que incita al lesionado, a promover el litigio, sino el dolor
moral sobre la injusticia sufrida; no se trata de recuperar el objeto -lo ha
dedicado quizás de antemano, como ocurre muy a menudo en la
comprobación del verdadero motivo del litigio, a un establecimiento de
beneficencia- sino de hacer valer su buen derecho. Una voz interior le
dice que no puede retroceder, que para él no se trata del objeto inútil,
sino de su personalidad, de su honor, de su sentimiento jurídico, de su
autorrespeto -en una palabra el litigio se convierte para él de simple
problema de intereses en una cuestión de carácter: afirmación o
abandono de la personalidad.

Pero ahora muestra la experiencia que algunos otros en la misma


situación toman precisamente la decisión opuesta -la paz es para ellos
preferible al derecho esforzadamente sostenido. ¿Cuál debe ser entonces
nuestro juicio? ¿Debemos decir simplemente: esto es cosa del gusto y el
temperamento individual, el uno es litigante, el otro pacífico; desde el
punto de vista del derecho ambos se justifican de igual manera, pues el
derecho deja al interesado la elección si quiere hacer valer su derecho o
desistir? Considero esta opinión, que se encuentra en la vida no
raramente, en extremo repudiable, contradictoria con la esencia más
íntima del derecho; si fuese imaginable que se generalizase en alguna
parte, se habría terminado con el derecho mismo, pues mientras el
derecho tiene necesidad para su existencia de la resistencia viril contra la
injusticia, ella predica la fuga cobarde ante ella. Le opongo la máxima: la
20

resistencia contra una injusticia ofensiva, que pone vallas a la persona


misma, es decir, contra una lesión del derecho que entraña en la
naturaleza de su apelativo el carácter de un menosprecio del mismo, una
ofensa personal, es un deber. Es el deber del afectado para consigo
mismo, pues es un mandato de la autoconservación moral; es un deber
para con la comunidad -pues es necesario para que se realice el derecho.

3
La lucha por el derecho es un deber del afectado en su derecho para
consigo mismo. La afirmación de la propia existencia es la ley suprema
de toda la creación animada; se manifiesta en toda creatura en el instinto
de la autoconservación. Pero para el hombre no se trata sólo de la vida
física, sino también de una existencIa moral, y una de las condiciones de
la misma es la afirmación del derecho. En el derecho posee y defiende el
ser humano su condición moral de existencia, sin el derecho desciende al
nivel del animal (1); los romanos consideraban consecuentemente a los
esclavos, desde el punto de vista del derecho abstracto, en un nivel con
los animales. La afirmación del derecho es por tanto, un deber de la
autoconservación moral; su abandono total, hoy imposible, pero en otro
tiempo posible, es un suicidio moral. Pero el derecho es sólo la suma de
sus elementos particulares, cada uno de los cuales contiene una
condición moral o física característica de existencia (2): la propiedad tanto
como el matrimonio, el contrato tanto como el honor, una renuncia a uno
de ellos es, por tanto, tan imposible jurídicamente como una renuncia al
derecho entero. Pero es posible el ataque de alguien a una de esas
esperas, y el sujeto tiene el deber de rechazar ese ataque. Pues no basta
la mera garantía abstracta de esas condiciones de vida por parte del
derecho, sino que tienen que ser sostenidas concretamente por el sujeto;
pero la ocasión para ello lo da la arbitrariedad cuando se atreve a
atacarlas.

Pero no toda injusticia es arbitrariedad, es decir, un levantamiento contra


la idea del derecho. El poseedor de mi cosa, que se tiene por el
propietario, no niega en mi persona la idea de la propiedad, sino que la
invoca más bien para sí mismo; la disputa entre nosotros gira sólo en
torno a quién es el propietario. Pero el ladrón, el bandolero se colocan
fuera de la propiedad, niegan en mi propiedad al mismo tiempo la idea de
la misma y con ello una condición esencial de vida de mi persona.
Imagínese generalizada su manera de obrar, y la propiedad será en
principio prácticamente negada. Por eso su acción contiene no sólo un
ataque contra mi cosa, sino también contra mi persona, y si es mi deber
afirmar la última, se extiende también a la afirmación de las condiciones
sin las cuales no puede existir la persona -en su propiedad se defiende el
atacado a sí mismo, a su personalidad. Sólo el conflicto del deber de la
afirmación de la propiedad con el superior de la conservación de la vida,
como en el caso en que el bandolero pone al amenazado ante la elección
de la vida o el dinero, puede justificarse el abandono de la propiedad.
Pero aparte de este caso es deber de cada cual para consigo mismo,
21

combatir con todos los medios a su disposición una violación del


derecho en su persona; su tolerancia equivaldría a admitir en un
momento particular la ausencia de derecho en la vida. Y a eso nadie debe
ofrecerse por sí mismo. Muy distinta es la situación del propietario frente
al poseedor de buena fe de su cosa. Aquí el problema sobre lo que tiene
que hacer, no es asunto de su sentimiento del derecho, de su carácter, de
su personalidad, sino un asunto de intereses, pues allí no hay para él en
juego más que el valor de la cosa, y es perfectamente justificado que
sopese el beneficio y lo que pone en juego, y la posibilidad de una doble
salida, y resuelva en consecuencia: litigar, abstenerse, llegar a un
acuerdo (3). La transacción es el punto de coincidencia de tal cálculo de
probabilidades hecho por ambas partes, y bajo las condiciones previas
que admito aquí, no sólo es un medio de solución de la disputa admisible,
sino el más justo. Pero sí suele ser difícil de obtener, incluso si ambas
partes en el debate con sus abogados ante el tribunal rechazaban de
antemano todas las negociaciones transaccionales, esto no sólo tiene un
motivo en el hecho que en relación con el desenlace del litigio cada una
de las partes contendientes cree en su victoria, sino también que una
supone en la otra injusticia consciente, mala intención. Con ello el
problema, aunque se mueva procesalmente también en las formas de la
injusticia objetiva (reivindicatio), adopta psicológicamente para la parte
de la misma figura que en el caso anterior: el de una lesión consciente del
derecho, y desde el punto de vista del sujeto la obstinación con que
rechaza aquí el ataque a su derecho, está tan motivada y justificada
moralmente como frente al ladrón. En tal caso quiere intimidar a la parte
por la alusión a las costas y demás consecuencias del proceso y la
inseguridad del desenlace del mismo, es un error psicológico, pues el
problema no es para ella un problema de intereses, sino del sentimiento
del derecho herido. El único punto en el que se puede aplicar con éxito la
palanca, es la presunción de la mala intención del adversario, por la cual
se deja llevar la parte, si se logra refutar esa presunción de la mala
intención del adversario, por la cual se deja llevar la parte, si se logra
refutar esa presunción, queda seccionado el verdadero nervio de la
resistencia, y se ha hecho accesible la consideración de la cosa desde el
punto de vista del interés y con ello la transacción ... Todo jurista práctico
sabe bien qué resistencia tenaz suele oponer la prevención de la parte a
todos esos ensayos, y no creo en esto hallar ninguna resistencia cuando
afirmo que esa insuficiencia psicológica, esa tenacidad de la
desconfianza no es algo puramente individual, condicionado por el
carácter eventual de la persona, sino que son decisivas en alto grado las
contradicciones generales de la educación y de la profesión. La más
invencible es la desconfianza del campesino. La llamada manía litigante
que se le atribuye no es más que el producto de dos factores
característicos ventajosos para él: un fuerte sentido de la propiedad, por
no decir de la avaricia, y la desconfianza. Ningún otro comprende tan bien
su interés y mantiene lo que hace tan firmemente como el campesino, y
sin embargo, nadie sacrifica según se sabe, tan a menudo sus bienes en
un litigio como él. Aparentemente una contradicción, en realidad muy
explicable. Pues justamente un sentido fuertemente desarrollado de la
propiedad hace más sensible para él una lesión de la misma y por ello
22

más violenta la reacción. La manía litigante del campesino no es otra cosa


que el extravío del sentido de la propiedad originado por la desconfianza,
un extravío que, como el fenómeno análogo en el amor, los celos, vuelve
finalmente su aguijón contra sí mismo, al destruir lo que intenta salvar.

Una interesante confirmación de lo que acabo de decir, la ofrece el


antiguo derecho Romano. Allí aquella desconfianza del campesino, que
sospecha en todo conflicto jurídico mala intención del adversario, ha
adquirido precisamente la forma de prescripciones jurídicas. En todas
partes, también en tales casos en que se trata de un conflicto de derecho
donde cada una de las partes litigantes cree ser de buena fe, la parte que
pierde debe expiar por una pena la resistencia que ha opuesto al derecho
del adversario. El sentimiento exaltado del derecho no contiene ninguna
reparación por el simple restablecimiento del derecho, exige una
satisfacción especial por el hecho que el adversario, culpable o inocente,
ha disputado el derecho. Si los campesinos actuales tuviesen el derecho
a hacer las leyes, serían probablemente las mismas que las de sus
compañeros de la antigua Roma. Pero ya en Roma la desconfianza en el
derecho ha desaparecido teóricamente mediante la distinción exacta de
dos especies de injusticia: la culpable y la inocente o la subjetiva y la
objetiva (en el lenguaje hegeliano, la injusticia ingenua).

Esta contradicción de la injusticia subjetiva y la objetiva es


extraordinariamente importante en la relación legislativa como en la
científica. Expresa la manera como contempla la cosa el derecho desde el
punto de vista de la justicia, y en consecuencia mide diversamente las
consecuencias de la injusticia según su diversidad. Pero para la
interpretación del sujeto, para el modo cómo su sentimiento jurídico, que
no palpita según los conceptos abstractos del sistema, es excitado por
una injusticia perpretada en él, no es decisivo en modo alguno. Las
circunstancias del caso especial pueden ser de naturaleza como para que
el afectado tenga todos los motivos, en un litigio; que según la ley cae
bajo el punto de vista de la mera lesión objetiva del derecho, a partir de la
suposición de mala intención, injusticia consciente de parte de su
adversario, y en su comportamiento frente a él, ese juicio suyo dará el
tono con pleno derecho. Aunque el derecho me da la misma condictio ex
mutuo contra el heredero de mi deudor, que no sabe de la deuda y hace
depender el pago de las pruebas, como contra el deudor mismo, que
niega de manera desvergonzada el préstamo hecho, y rehusa sin motivo
la devolución, no puede obligarme a considerar el modo de acción de
ambos bajo una misma luz y a ajustar mi conducta en consecuencia. El
deudor está para mí en una línea con el ladrón que intenta apoderarse de
lo mío a sabiendas, es la injusticia consciente la que se levanta en su
persona contra el derecho. El heredero del deudor, en cambio, equivale al
poseedor de buena fe de mi cosa, no niega el precepto que un deudor
debe pagar, sino mi afirmación de que él mismo es deudor, y todo lo que
he dicho antes del poseedor de buena fe, se aplica a él. Con él puedo
llegar a una transacción o a desistir del proceso, cuando no creo estar
seguro del éxito, dejando de lado que frente al deudor que trata de
apoderarse de mi buen derecho, que especula con mi repugnancia ante
23

un litigio, con mi comodidad, indolencia, debilidad, debo y tengo que


perseguir mi derecho, cueste lo que cueste; si no lo hago, no sólo
abandono ese derecho, sino el derecho.

Espero la objeción a mis exposiciones hasta aquí: ¿Qué sabe el pueblo


del derecho de propiedad, de la obligación como condiciones de la
existencia moral de la persona? ¿Sáber? -¡no!- pero que no lo siente, es
otro problema, y espero poder demostrar que es así. ¿Qué sabe el pueblo
de los riñones, los pulmones, el hígado como condiciones de la vida
física? Pero la punzada en el pulmón, el dolor en los riñones, o el hígado
lo sienten todos y comprenden la advertencia que eso representa. El
dolor físico es la señal de una perturbación del organismo, la presencia
de una influencia nefasta para él mismo; nos abre los ojos sobre un
peligro amenazante y nos previene por el sufrimiento que nos depara para
que tomemos las medidas de defensa. Lo mismo ocurre con el dolor
moral que causa la injusticia intencional, la arbitrariedad. De intensidad
distinta, lo mismo que el dolor físico, según la diversidad de la
sensibilidad subjetiva, la forma y el objeto de la lesión jurídica, sobre lo
cual hablaremos más tarde en detalle, se manifiesta, sin embargo, en todo
ser humano que no esté completamente embotado ya, es decir, que no se
haya habituado a la ilegalidad efectiva, como dolor moral, y le hace la
misma advertencia que el dolor físico, me refiero menos a la huella
inmediata para poner fin al sentimiento del dolor, que a la trascendente,
para conservar la salud, socavada por la tolerancia pasiva del mismo -en
un caso la admonición al deber de la autoconservación física, en el otro al
deber de la autoconservación moral. Tomemos el caso menos dudoso, el
de la lesión del honor, y el estado en que el sentimiento del honor se ha
hecho más sensible, la casta de los militares. Un oficial que ha soportado
pacientemente una ofensa al honor, se ha vuelto imposible como tal, ¿Por
qué? La afirmación del honor es deber de cada cual, ¿por qué acentúa
entonces la clase de los militares de tal manera el cumplimiento de ese
deber? Porque tiene el sentimiento exacto de que la afirmación valerosa
de la personalidad es para ellos una condición ineludible de toda su
actitud, que una clase que, según su naturaleza, debe ser la encarnación
del valor personal, no puede tolerar la cobardía de sus miembros sin
desacreditarse (4). Con ello se compara a los campesinos. El mismo
hombre que defiende con tenacidad extrema su propiedad, demuestra
una notable insensibilidad en lo que se refiere a su honor. ¿Cómo se
explica esto? Por el mismo sentimiento exacto de la característica de sus
condiciones de vida, que en el oficial. Su oficio no le pone por delante el
valor, sino el trabajo, pero este último lo defiende en su propiedad.
Trabajo y conquista de propiedad son el honor del campesino. Un
campesino haragán, que no mantiene su tierra en condiciones o que
malgasta ligeramente lo suyo, es tan menospreciado en su clase como un
oficial que no mantiene su honor entre los suyos; mientras que ningún
campesino reprochará a otro que no haya comenzado una riña o un
proceso por causa de una ofensa, ningún oficial reprochará a otro que no
sea buen administrador de sus bienes. Para el campesino el trozo de
tierra que cultiva, y el ganado que cría, son el fundamento de su
existencia, y contra el vecino que aró unos pies de tierra suyos, o contra
24

el comerciante que le retiene el dinero de sus bueyes, comienza a su


manera, es decir, en la forma de un litigio llevado con la más encendida
pasión la misma lucha por el derecho que el oficial contra aquél que ha
mancillado su honor, con la espada al puño. Ambos se sacrifican con
plena despreocupación por las consecuencias -éstas no son
consideradas para nada. Y tienen que hacerlo, pues obedecen así la ley
particular de su autoconservación moral. Siéntese a esas mismas gentes
en el banco de los jurados y déjese una vez que los oficiales juzguen
sobre los delitos contra la propiedad, y a los campesinos sobre lesiones
contra el honor, otra vez a éstos sobre aquéllos, a aquéllos sobre éstos -
¡qué distintas serían las sentencias en ambos casos! Se sabe que no hay
jueces más severos sobre los delitos contra propiedad que los
campesinos. Y aunque yo mismo no tengo al respecto ninguna
experiencia, me atrevería a decir que un juez en el caso raro en que un
campesino acudiese a él con una queja por injurias, tendrá una tarea
Incomparablemente mas fácil en sus propuestas de conciliación que en
una queja del mismo hombre en torno a lo mío y lo tuyo. El campesino de
la antigua Roma prefería en el caso de una bofetada 25 ases, y si se le
hacía saltar un ojo se dejaba persuadir y se reconciliaba en lugar, según
podía hacerlo, de devolver al contrario el mísmo daño. En cambio
reclamaba de la ley la disposición de que si sorprendía al ladrón in
fraganti, podía reducirlo a la esclavitud y en caso de que hiciese
resistencia podía matarlo, y la ley se lo concedía. Allí estaba en juego su
honor, su cuerpo, aquí su propiedad y su haber.

Como tercero en el haz, agrego al comerciante. Lo que para un oficial es


el honor, para el campesino la propiedad, es para el comerciante el
crédito. El mantenimiento del mismo es para él una cuestión vital y si se
le acusase de lasitud en el cumplimiento de sus obligaciones, le heriría
más sensiblemente que si se le ofendiese personalmente o se le robase.
Corresponde a esta actitud particular del comerciante el que los nuevos
códigos hayan restringido el castigo de la bancarrota fraudulenta e
irresponsable cada vez más sobre él y las personas de su condición.

Notas

(1) En la novela Michel Kolhhaas de Henrich von Kleist, sobre la cual volveré más
adelante, el poeta hace decir a su héroe: ¡Es preferible ser un perro si he de ser
pisoteado, y no un hombre.

(2) La demostración la he dado en mi obra sobre El fin del derecho (Tomo 1, pág, 434 y
sigts., segunda edición pág. 433 y sigts.), y en consecuencia he definido el derecho
como garantía de las condiciones de la vida de la sociedad realizado en la forma de
coacción por el poder del Estado.

(3) El pasaje anterior habría debido protegerme contra la suposición de que predico
siempre la lucha por el derecho, sin tener en cuenta el conflicto provocado. Sólo donde
la persona misma es pisoteada en su derecho, he declarado la afirmación del derecho,
una autoafirmación de la persona y con ello una cosa de honor y un deber moral. Si se
ignora esa diferencia tan agudamente acentuada por mí y se me quiere atribuir la opinión
25

absurda de que la disputa y la querella es algo hermoso, y la manía litigante una virtud,
no me queda para su explicación más que la alternativa que la admisión de una
deshonestidad, que desfigura una opinión incomóda para poderla refutar, a una
liviandad en la lectura que, cuando avanza en el libro, ha olvidado lo que leyó antes.

(4) Citado por mí ampliamente en Zweck im Recht, Vol. 2, págs. 302-30 (2a. ed. págs. 304-
306).

4
El objeto de mi última manifestación no consistía sólo en comprobar el
hecho simple que el sentimiento del derecho se manifiesta en una
sensibilidad distinta según la diversidad del estamento o de la profesión,
midiendo el carácter sensible de una lesión del derecho según el cartabón
de los intereses de la clase; sino que ese hecho mismo debía servirme
para poner en su luz verdadera una verdad de significación
incomparablemente mayor, es decir, el precepto que todo afectado en su
derecho defiende sus condiciones éticas de vida. Pues la circunstancia
que la mayor excitabilidad del sentimiento del derecho en los tres
mencionados estamentos se manifiesta justamente en los puntos en que
hemos reconocido las condiciones particulares de vida de los mismos,
nos muestra que la reacción del sentimiento jurídico no es determinado
como una emoción habitual simplemente por los factores individuales del
temperamento y del carácter, sino que en ello coopera simultáneamente
un factor social: el sentimiento de la ineludibilidad de ese elemento
jurídico determinado para el objetivo particular de vida de ese estamento.
El grado de energía con que entra en actividad el sentimiento jurídico
contra una lesión del derecho, es a mis ojos un cartabón más seguro del
grado de vigor con que un individuo, clase o pueblo siente la
significación del derecho, tanto del derecho en general como de un
elemento singular, para sí y sus objetivos especiales de vida. Este
principio tiene para mí una verdad muy general, aplicable tanto al derecho
público como al privado. La misma irritabilidad que manifiestan los
diversos estamentos en relación con una lesión de todos aquellos
componentes jurídicos que forman de modo sobresaliente el fundamento
de su existencia, se repite también en los diversos Estados en relación
con aquellas instituciones en las que parece realizado su principio
característico de existencia. El termómetro de su irritabilidad y con ello
del valor que atribuyen a esas instituciones, es el derecho penal. La
sorprendente diversidad que prevalece en las legislaciones penales en
relación con la benignidad o severidad, tiene su razón en gran parte en el
anterior punto de vista de las condiciones de existencia. Todo Estado
castiga más severamente los delitos que amenazan su principio particular
de vida, mientras que en los demás muestra no raramente una benignidad
que contrasta de modo llamativo. La teocracia hace de la blasfemia y de la
idolatría un delito castigable con la muerte, mientras que en el traslado de
límites no verá más que una simple contravención (derecho mosaico). El
Estado que practica la agricultura, en cambio, castigará lo último con
todo el furor, mientras que el blasfemo tendrá el castigo más benigno
(derecho de la antigua Roma). El Estado comercial pondrá en primer lugar
26

la falsificación de moneda y en general la falsificación, el Estado militar la


insubordinación, la deserción, etc., el Estado absoluto el crimen de lesa
majestad, la República la aspiración al reestablecimiento de la realeza, y
todos emplearán en ese lugar una severidad que constituye una cruda
oposición con el modo como persiguen otros delitos. En una palabra, la
reacción del sentimiento del derecho de los Estados y los individuos es
más violenta allí donde se sienten directamente amenazados en sus
condiciones características de vida (1).

Así como las condiciones características del estamento y la profesión


pueden prestar a ciertas instituciones del derecho una significación
mayor y elevar así consecuentemente la sensibilidad del sentimiento
jurídico contra una lesión del mismo, así pueden también producir, al
contrario, para ambos, un debilitamiento. La clase del personal de
servicio no puede mantener el sentimiento del honor del mismo modo que
las otras capas de la sociedad; su posición entraña ciertas humillaciones
contra las cuales el individuo, en tanto que el estamento mismo las tolera,
se rebela en vano; un individuo con vivo sentimiento del honor en tal
posición no tiene más remedio que reducir sus pretensiones a la medida
usual entre sus iguales o abandonar el oficio. Sólo entonces, cuando
semejante modo de sentir se generaliza, se abre para el individuo la
perspectiva de utilizar fecundamente su energía, en lugar de agotarla en
lucha inútil, en la asociación con los que piensan del mismo modo, para
elevar el nivel del honor del estamento, no me refiero sólo al sentimiento
subjetivo del honor, sino a su reconocimiento objetivo por parte de las
otras clases de la sociedad y por la legislación. De este modo ha
mejorado considerablemente en los últimos cincuenta años la posición de
la clase de los criados.

Lo que he dicho del honor, se aplica a la propiedad. También la


irritabilidad en relación con la propiedad, el sentido verdadero de la
propiedad -no comprendo por tal el instinto de ganancia, la caza al dinero
y los bienes, sino aquel sentido viril del propietario, como cuyos
representantes ejemplares he presentado hace un momento a los
campesInos, del propietario que defiende su propiedad, no porque es
objeto de valor, sino porque es suya-, también este sentido puede
debilitarse bajo la influencia de condiciones y situaciones insanas. ¿Qué
tiene que ver con mi persona la cosa que es mía? -se oye decir a veces a
algunos. Me sirve como medio de sostén de la vida, de ganancia, de
disfrute; pero como no es un deber moral ir tras el dinero, tampoco vale la
pena emprender un litigio por una bagatela, juicio que cuesta dinero y
tiempo y perturba nuestro confort. El único motivo que me guía en la
afirmación legal de la propiedad, es el mismo que me determina en la
adquisición y empleo de la misma: mi interés -un proceso por lo mío y lo
tuyo es un mero problema de interés.

Por mi parte no puedo ver en tal interpretación de la propiedad más que


una degeneración del sano sentido de la propiedad y su razón en un
desplazamiento de las condiciones naturales de la propiedad. No hago
responsables de ello a la riqueza y el lujo -en los dos no veo ningún
27

peligro para el sentido del derecho del pueblo sino en la inmoralidad de la


codicia. La fuente histórica y la razón moral de la justificación de la
propiedad es el trabajo, no me refiero sólo al de las manos y los brazos,
sino también al del espíritu y el talento, y no reconozco sólo al obrero
mismo, sino también a sus herederos un derecho al producto del trabajo,
es decir, éncuentro en el derecho de herencia una consecuencia
necesaria del principio del trabajo, pues estimo que no se puede rehusar
al obrero que disfrute lo ganado en el curso de su vida o lo transmita
también después de su muerte a otras personas. Sólo por la vinculación
permanente con el trabajo puede conservarse fresca y sana la propiedad,
sólo en esa fuente suya, en la que incesantemente se crea y refresca de
nuevo, se muestra clara y diáfanamente hasta el fondo lo que es para el
hombre. Pero cuanto más se aleja la corriente de esa fuente y llega a las
regiones de la ganancia fácil y hasta sin esfuerzo, tanto más turbia se
vuelve, hasta que al fin pierde en el pantano del juego de Bolsa y del agio
engañoso de las acciones todo rastro de lo que era originariamente. En
este lugar, donde todo resto de la idea moral de la propiedad se ha
desvanecido, no se puede hablar ya de un sentimiento del deber moral de
defensa; para el sentido de la propiedad, según vive en todo el que tiene
que ganar el pan con el sudor de su frente, falta aquí toda comprensión.
Lo peor de ello es, por desgracia, que el estado de ánimo creado por tales
motivos y hábitos de vida se comunica poco a poco a círculos en los que
no se habrían engendrado por sí mismos sin contacto con otros (2). La
influencia de los millones ganados en el juego de Bolsa se percibe hasta
en las cabañas, y el mismo hombre que, trasladado a otro ambiente,
habría hecho su propia experiencia de la prosperidad que se basa en el
trabajo, siente éste, bajo la presión enervante de tal atmósfera, como una
maldición -el comunismo prospera sólo en aquel pantano en donde la
idea de la propiedad se ha corrompido plenamente; en su fuente no se le
conoce. La experiencia que la concepción de la propiedad de los círculos
dirigentes no se limita a los últimos, sino que se comunica también a las
demás clases de la sociedad, se conserva en dirección justamente
opuesta en el campo. El que vive constantemente allí y no está por decirlo
así fuera de todo vínculo con los campesinos, aun cuando sus relaciones
y su personalidad no lo favorezcan en lo demás, admitirá
involuntariamente algo del sentido de propiedad y de economía de los
campesinos. El mismo hombre del término medio, en condiciones por lo
demás completamente iguales, se vuelve ahorrativo en el campo con los
campesinos, en una ciudad como Viena derrochador si vive con
millonarios.

Pero de ahí también puede proceder aquella tibieza de la convicción, que,


por amor a la comodidad, evita el camino de la lucha por el derecho,
mientras el valor del objeto no excite a la resistencia, y que para nosotros
sólo importa reconocer y definir como lo que es. La filosofía práctica de la
vida que predica, no es otra cosa que la política de la cobardía. También
el cobarde que huye de la batalla, salva lo que otros sacrifican: su vida,
pero la salva al precio de su honor. Sólo la circunstancia que los otros
resisten, le protege a él y a la comunidad contra las consecuencias que
su modo de obrar entrañaría de lo contrario inevitablemente; si todos
28

pensasen como él, estarían perdidos todos. Esto se aplica también a


aquél que abandona cobardemente el derecho. Como acción de un
individuo es inofensiva, pero elevada a máxima general de la acción,
significaría la decadencia del derecho. También en esta conexión la
apariencia de la impunidad de tal modo de obrar sólo es posible por el
hecho que la lucha del derecho contra la injusticia en su conjunto no es
afectada por él. Pues no está a merced del individuo, ya que en el Estado
desarrollado interviene del modo más amplio el poder de Estado, en tanto
que persigue y pena todas las transgresiones graves contra el derecho
del individuo, su vida, su persona y su propiedad por impulso propio; la
policía y el juez en lo penal desembarazan al sujeto de antemano del
trabajo más pesado. Pero también en relación con aquellas lesiones del
derecho, cuya persecución es dejada exclusivamente al individuo, se ha
cuidado de que la lucha no se desate nunca, pues no todos practican la
política del cobarde, e incluso este último se coloca entre los
combatientes cuando el valor del objeto de la contienda supera su
comodidad. Pero supongamos un estado de cosas en que falla el
respaldo que tiene el sujeto en la policía y la justicia penal, trasladémonos
a los tiempos en que, como en la vieja Roma, la persecución del ladrón y
del bandido era cosa del agraviado -¿quién no comprende a dónde
tendría que conducir este abandono del derecho? ¿A dónde si no al
estímulo de los ladrones y bandidos? Lo mismo puede decirse de la vida
de los pueblos. Pues aquí todo pueblo está a merced de sí mismo, ningún
poder superior se encarga de la afirmación de su derecho, y sólo necesito
recordar mi ejemplo anterior de la milla cuadrada para mostrar lo que
significa para la vida de los pueblos aquella interpretación que quiere
medir la resistencia contra la injusticia según el valor material del objeto
de la disputa. Pero una máxima que, dondequiera que la ponemos a
prueba, se demuestra enteramente inimaginable como disolución y
aniquilación del derecho, no puede ser calificada de justa donde
excepcionalmente sus consecuencias funestas son compensadas por el
favor de otras condiciones. Tendré ocasión de exponer más adelante la
influencia perjuicial que ejerce incluso en una situación
proporcionalmente favorable.

Por tanto rechazamos esa moral de la comodidad, que ningún pueblo,


ningún individuo de sano sentimiento del derecho ha hecho jamás suya.
Es el síntoma y el producto de un sentimiento enfermo, paralizado del
derecho, el materialismo grosero y desnudo en el dominio del derecho.
También el último tiene en este dominio plena justificación, pero dentro
de determinados límites. La obtención del derecho, la utilización y la
puesta en vigor del mismo en casos de injusticia objetiva pura, es un
simple problema de intereses -el interés es el núcleo práctico del derecho
en el sentido subjetivo (3). Pero frente a la arbitrariedad que levanta su
mano contra el derecho, pierde aquella consideración materialista, que
confunde el problema del derecho con el problema de los intereses, su
justificación, pues le afecta el golpe que la arbitrariedad asesta al
derecho, y con lo último también a la persona.
29

Es indiferente qué es lo que forma el objeto del derecho. Si el mero azar


lleva la cosa al círculo de mi derecho, podría ser que pudiera ser
despojado de ella sin lesión de mi personalidad; pero no es el azar, sino
mi voluntad la que anuda el lazo entre ella y yo, y sólo por el precio del
trabajo precedente propio o extraño -es un trozo del propio o extraño
pasado de trabajo el que poseo y afirmo en ella. Al hacerla mía, le he
impreso el sello de mi persona; el que la toque, ataca a ésta, el golpe que
se dirige a ella, me hiere a mí mismo, pues estoy presente en ella- la
propiedad es sólo la periferia objetivamente ensanchada de mi persona.

Esta conexión del derecho con la persona confiere a todos los derechos,
de cualquier especie que sean, aquel valor inconmensurable que califico
de valor ideal en oposición al valor puramente substancial que tienen
desde el punto de vista del interés. De ahí procede aquella abnegación y
energía en la afirmación del derecho que he descrito más arriba. Esta
interpretación ideal del derecho no constituye el privilegio de naturalezas
altamente dotadas, sino que es tan accesible al más tosco como al más
ilustrado, al más rico como al más pobre, a los pueblos salvajes
primitivos como a las naciones más civilizadas, y justamente en eso se
manifiesta cómo ese idealismo está fundado en la esencia más íntima del
derecho -no es más que la salud del sentimiento del derecho. Así el
mismo derecho, que aparentemente señala a los humanos
exclusivamente la baja región del egoísmo y del cálculo, lo ensalza por su
parte nuevamente a una altura ideal, donde olvida toda sutileza y cálculo,
que aprendió allí, y la medida del provecho, según la cual suele medirlo
todo por lo general, para entregarse pura y enteramente a una idea. Prosa
en la región de lo puramente objetivo, el derecho se convierte en poesía
en la esfera de lo personal, en la lucha por el derecho para el propósito de
la afirmación de la personalidad -la lucha por el derecho es la poesía del
carácter.

¿Y qué es lo que opera este milagro? No es el conocimiento, no es la


instrucción, sino el simple sentimiento del dolor. El dolor es el grito de
angustia y el grito de auxilio de la naturaleza amenazada. Esto se aplica,
lo mismo que al organismo físico, también al organismo moral, y lo que
para los médicos es la patología del organismo humano, es la patología
del sentimiento del derecho para el jurista y el filósofo del derecho, o
mejor dicho, eso debería ser, pues sería erróneo afirmar que se ha vuelto
así ya. En él está todo el secreto del derecho. El dolor que experimenta el
hombre por la lesión de su derecho, contiene la confesión instintiva,
violentamente arrancada de lo que es el derecho, primeramente lo que es
para él, para el individuo, pero inmediatamente también lo que es para la
sociedad humana. En ese factor se manifiesta en forma de emoción, el
sentimiento inmediato de la significación y de la esencia verdaderas del
derecho más que durante largos años de disfrute tranquilo. El que no ha
experimentado en sí mismo o en otros ese dolor, no sabe lo que es
derecho, aún cuando tenga en la cabeza todo el Corpus Juris. No es la
razón, sino el sentimiento el que puede respondernos a la pregunta, por
eso el lenguaje ha calificado con razón la fuente primitiva psicológica de
todo derecho como sentimiento del derecho. La conciencia del derecho,
30

la convicción jurídica son abstracciones de la ciencia que no conoce el


pueblo; la fuerza del derecho descansa en el sentimiento, lo mismo que el
amor; la razón y el entendimiento no pueden suplantar el sentimiento
ausente. Pero como el amor no se conoce a menudo, y basta un momento
único para llevarlo a la plena conciencia de sí mismo, así el sentimiento
del derecho regularmente no sabe en ciscunstancias corrientes lo que es
y lo que entraña, pero la lesión del derecho es la cuestión penosa que le
obliga a hablar y pone en primer plano la verdad y la fuerza. En qué
consiste esa verdad, lo he dicho antes -el derecho es la condición moral
de la vida de la persona, la afirmación del mismo es la propia
conservación moral de ésta.

La violencia con que el sentimiento del derecho reacciona efectivamente


contra una lesión sufrida, es la piedra de toque de su salud. El grado del
dolor que experimenta, le anuncia qué valor atribuye al bien amenazado.
Pero experimentar el dolor, sin tomar a pecho la advertencia que entraña
para la defensa contra el peligro, soportarlo pacientemente sin
defenderse, es una negación del sentimiento del derecho, disculpable
quizá en algún caso por las circunstancias, pero que a la larga no es
posible sin las consecuencias más desastrosas para el sentimiento
mismo del derecho. Pues la esencia de este último es el hecho, la acción
-donde hay que privarlo de la acción, se anquilosa y embota poco a poco
completamente, hasta que al fin apenas experimenta el dolor. Irritabilidad,
es decir, capacidad para sentir el dolor de la lesión del derecho, y la
fuerza de acción, es decir, el valor y la decisión para rechazar el ataque,
son a mis ojos los dos criterios del sano sentimiento del derecho.

Notas

(1) El experto sabe que con las observaciones anteriores he utilizado solamenta las
ideas que ha reconocido el primero y constituyen el mérito inmortal de Montesquieu, El
espíritu de las leyes.

(2) Una contribución interesante sobre ello la efrecen nuestras pequeñas ciudades
universitarias alemanas, que viven preferentemente de los estudiantes; el estado de
ánimo y las costumbres de los últimos en relación con el modo como gastan el dinero,
se comuncan involuntariamente también a la población civil.

(3) Más detalles en mi Geist des römischen rechts, III 60.


31

5
Tengo que renunciar a desarrollar aquí este tema tan interesante como
fecundo de la patología del sentimiento del derecho, pero me serán
permitidas algunas reflexiones.

La excitabilidad del sentimiento del derecho no es la misma en todos los


individuos, sino que se debilita y se acrecienta, según la medida en que
ese individuo, ese estamento, ese pueblo experimentan la significación
del derecho como una condición de su existencia moral, y no sólo del
derecho en general, sino también de los diversos componentes jurídicos .
En relación con la propiedad y el honor, se ha indicado esto más arriba,
como tercera relación incluyo todavía el matrimonio -¡cuántas reflexiones
se vinculan a la manera como individuos, pueblos, legislaciones diversas
se comportan frente al adulterio!

El segundo elemento en el sentimiento del derecho: la fuerza de acción,


es mero asunto del carácter; el comportamiento de un individuo o de un
pueblo frente a un agravio al derecho es la piedra de toque más segura de
su carácter. Si entendemos por carácter la personalidad plena, que
descansa en sí misma, que se afirma a sí misma, no hay ninguna base
mejor para probar esa cualidad que cuando la arbitrariedad lesiona a la
vez el derecho y la persona. Las formas en que reacciona el sentimiento
del derecho y de la personalidad lesionados, bajo la influencia de la
emoción, en acción salvaje, apasionada, o en resistencia moderada, pero
persistente, no son en modo alguno decisivas de la intensidad de la
fuerza del sentimiento del derecho, y no habría mayor error que el de
atribuir al pueblo salvaje o al ignorante, en el cual la primera forma es la
normal, un sentimiento del derecho más vivo que el del instruído que opta
por el segundo camino. Las formas son más o menos cosa de la
educación y del temperamento; la violencia, la brutalidad, la pasión
equivalen perfectamente a la resolución firme, a la inflexibilidad, a la
consistencia de la resistencia. Sería peor si fuese de otro modo. Pues
equivaldría a decir que los individuos y los pueblos perderían tanto en su
sentimiento del derecho como ganasen en instrucción. Una ojeada a la
historia y a la vida civil basta para refutar esta opinión. Tampoco es
decisiva en eso la antítesis de riqueza y pobreza. Por muy diferente que
sea la medida del valor según la cual miden las cosas los ricos y los
pobres, como ya se ha dicho, en la violación del derecho no tiene validez,
pues aquí no se trata del valor material de la cosa, sino del valor ideal del
32

derecho, de la energía del sentimiento de derecho en dirección especial a


la propiedad, y el tono lo marca, no la propiedad, sino el sentimiento
jurídico. La mejor prueba de ello la ofrece el pueblo inglés; su riqueza no
ha alterado en modo alguno su sentimiento del derecho, y la energía con
que se mantiene incluso en simples problemas de propiedad, hemos
tenido a menudo oportunidad de comprobarla en el continente con la
figura típica del viajero inglés, que se resiste con vigor al ensayo de
rapiña por parte de hospederos y cocheros, como si se tratase de
defender el derecho de la vieja Inglaterra; en caso de necesidad posterga
su partida, queda días enteros en el lugar y gasta diez veces más de lo
que se rehusa a pagar. El pueblo se rie de ello y no lo entiende -sería
mejor que lo comprendiese. Pues en los pocos gulden que defiende aquí
el hombre, está en acción la vieja Inglaterra; en su patria lo comprende
cualquiera y no se atreve nadie tan fácilmente a explotarle. Pongo a un
austriaco de la misma posición y de las mismas condiciones de fortuna
en la misma situación; ¿cómo obrará? Si puedo confiar en mis propias
experiencias en ese aspecto, de cien no habrá diez que imiten la conducta
del inglés. Los otros temen el disgusto de la disputa, la posibilidad de la
mala interpretación a que podrían exponerse, una mala interpretación que
un inglés en Inglaterra no se atreve a temer, y que entre nosotros admite
tranquilamente, en una palabra, pagan. Pero en las gulden que el inglés
rehusa y que el austriaco paga, hay más de lo que se cree un trozo de
Inglaterra y de Austria, hay siglos de la evolución política de ambos
países y de su vida social (I).

En lo dicho hasta aquí he tratado de explicar el primero de los dos


principios expuestos: la lucha por el derecho es un deber del afectado
para consigo mismo. Ahora pasaré al segundo: la afirmación del derecho
es un deber para con la comunidad.

Para fundamentar este principio, tengo necesidad de mostrar más


detenidamente la relación del derecho en el sentido objetivo y el
subjetivo. ¿En qué consiste? Creo reproducir fielmente la representación
viable, cuando digo: en el hecho que el primero constituye la condición
previa del segundo, un derecho concreto existe sólo allí donde hay
condiciones en las que el principio jurídico ha anudado la existencia del
mismo. Con ello se agota por completo, según la teoría dominante, la
relación mutua de ambos. Pero esta representación es enteramente
unilateral, acentúa exclusivamente la dependencia del derecho concreto
del derecho abstracto, pero pasa por alto que tal relación de dependencia
no prevalece menos en la dirección opuesta. El derecho concreto no sólo
recibe la vida y la fuerza del abstracto, sino que se las devuelve. La
esencia del derecho es la realización práctica. Una norma jurídica que no
ha estado nunca en vigor o que ha perdido su fuerza, no tiene ninguna
razón para ese nombre, se ha convertido más bien en un resorte inerte en
el mecanismo del derecho, que no coopera, y que hay que eliminar sin
que se altere nada. Este principio se aplica sin limitación a todas las
partes del derecho, al derecho público lo mismo que al derecho penal y al
derecho privado, y el derecho romano lo ha sancionado expresamente al
reconocer la desuetudo como razón para la abrogación de las leyes; a lo
33

mismo se debe la decadencia de los derechos concretos por la falta


duradera de uso (non usus). Mientras ahora la realización legal del
derecho público y del derecho penal es impuesta en la forma de un deber
por las autoridades estatales, el derecho privado en la forma de un
derecho de las personas particulares, es dejado exclusivamente a su
iniciativa y autonomía. En todo caso depende la realización jurídica de la
ley de que las autoridades y funcionarios del Estado cumplan su deber, y
en este caso de que las personas privadas hagan valer su derecho. Pero
si las últimas descuidan esto en alguna situación de modo permanente y
general, sea por desconocimiento de su derecho, sea por comodidad o
cobardía, el principio de derecho es efectivamente paralizado. Podríamos
pues decir: la realidad, la fuerza práctica de los principios del derecho
privado se documenta haciendo valer los derechos concretos, y así como
los últimos, por una parte, reciben su vida de las leyes, así se la
devuelven por otra; la relación del derecho objetivo o abstracto y los
derechos subjetivos concretos es la circulación de la sangre que parte del
corazón y vuelve al corazón.

El problema de la realización de los principios del derecho público está


confiado a la fidelidad al deber de los funcionarios, el de los principios del
derecho privado a la eficacia de aquellos motivos que mueven a los
afectados a la afirmación de su derecho: sus intereses y su sentimiento
del derecho; si éstos fallan en su servicio, el sentimiento del derecho se
vuelve flojo y obtuso y el interés no es bastante poderoso para superar la
comodidad y la aversión a la disputa y la lucha y el temor a un litigio, de
modo que la simple consecuencia es que el principio de derecho no llega
a la aplicación.

¿Pero qué significaría eso? se me objetará, nadie más que el ofendido


sufrirá por ello. Vuelvo a tomar la imagen de que me serví antes: el de la
fuga del individuo ante la batalla. Si mil hombres tienen que combatir,
puede ocurrir que no se perciba el alejamiento de un individuo: pero si
cien de ellos desertan, la situación de los que resisten fielmente se vuelve
cada vez peor, todo el peso de la resistencia cae sobre ellos. En esta
imagen creo haber presentado visiblemente la verdadera figura de la
cuestión. También en el dominio del derecho privado hay una lucha del
derecho contra la injusticia, una lucha común de la nación entera, en la
que deben estar firmemente cohesionados todos, también aquí el que
huye perpetra una traición a la causa común, pues fortalece el poder del
adversario al aumentar su osadía y su audacia. Cuando la arbitrariedad y
la ilegalidad se atreven a levantar la cabeza con insolencia e impudicia, es
siempre un signo seguro de que los llamados a defender la ley no han
cumplido con su deber. Pero en el derecho privado todos están llamados
a defender la ley, a ser guardianes y ejecutores de la ley dentro de su
esfera. El derecho concreto que les compete, se puede interpretar como
una autorización otorgada por el Estado, dentro de su círculo de
intereses, para hacer entrar en acción la ley y defenderse contra la
injusticia, una exhortación condicionada y especial en contraste con la
absoluta y general que corresponde a los funcionarios. El que sostiene su
derecho, defiende el derecho dentro del estrecho espacio del mismo. El
34

interés y las consecuencias de ese modo de obrar suyo van por tanto
mucho más allá de su persona. El interés general que resulta de ello, no
es sólo el ideal, que afirma la autoridad y majestad de la ley, sino que es
muy real, altamente práctico, sensible para cada uno y que comprende
todo el que no posee la menor comprensión para lo primero, es decir que
es asegurado y mantenido el orden firme de la vida de relación en la que
cada cual está por su parte interesado. Cuando el amo no se atreve ya a
reprender a los criados, el acreedor no hace embargar los bienes del
deudor, el público comprador no se interesa por el peso exacto y el
mantenimiento de los precios, no sólo es puesto en peligro de ese modo
la autoridad ideal de la ley, sino que abandonará el orden real de la vida
civil, y es difícil decir hasta dónde se pueden extender las consecuencias
perjudiciales de ello, si por ejemplo no será afectado del modo más
sensible todo el sistema del crédito, pues donde tengo que imaginar
querella y disputa para imponer mi buen derecho, si puedo encontrar de
algún modo el medio para eludir ese camino, mi capital emigra de la patria
al extranjero, mis artículos de necesidad los importo de fuera en lugar de
consumir los nativos.

En tales condiciones la suerte de los pocos que tienen el valor de hacer


aplicar la ley, se convierte en un verdadero martirio; su enérgico
sentimiento del derecho, que no permite dejar el campo libre a la
arbitrariedad, será para ellos como una maldición. Abandonados por
todos aquéllos que debieran ser sus aliados naturales, están enteramente
solos frente a la ilegalidad engendrada por la indolencia y la cobardía
general y cosechan, cuando han obtenido con graves sacrificios al menos
la satisfacción de haber quedado fieles a sí mismos, en lugar de
reconocimiento, regularmente sólo burla y escarnio. La responsabilidad
de tal estado de cosas no recae en aquella parte de la población que viola
la ley, sino sobre la que no tiene el valor de mantenerla. No es a la
injusticia a la que hay que acusar, cuando desplaza al derecho de su
asiento, sino al derecho que se ha dejado avasallar, y si tuviese que
apreciar en su significación práctica para la relación los dos principios:
no cometas ninguna injusticia y no toleres ninguna injusticia, la primera
regla es: no toleres ninguna injusticia, la segunda: no cometas ninguna.
Pues así como es el ser humano, la certidumbre de encontrar una
resistencia decidida de parte del afectado, le hará contenerse de la
perpetración de la injusticia más que un mandato que, si nos imaginamos
ausente todo impedimento, en el fondo no tiene más que la fuerza de un
simple mandamiento moral.

¿Después de todo eso se ha dicho demasiado cuando afirmo: la defensa


del derecho concreto atacado, no sólo es un deber del afectado, para
consigo mismo, sino también para con la sociedad? Si es verdad lo que
he expuesto, que en su derecho defiende al mismo tiempo la ley y en la
ley al mismo tiempo el orden ineludible de la comunidad, ¿quién negará
que esa defensa le compete como deber para con la comunidad? Si ésta
puede finalmente convocarlo para la lucha contra el enemigo exterior, en
la que tiene que exponer el cuerpo y la vida, si cada cual, pues, tiene el
deber de hacerse presente hacia fuera en pro de los intereses comunes,
35

¿no se ha de aplicar también en el interior, no deben reunirse también


aquí todos los bien intencionados y valerosos y mantenerse firmemente
unidos, como allí contra el enemigo exterior, también aquí contra el
enemigo interno? Y si en aquella lucha la fuga cobarde es traición contra
la causa común, ¿podemos ahorrar aquí ese reproche? Derecho y justicia
florecen sólo en un país no solamente por el hecho que el juez se halla en
disposición permanente en su sillón, y la policía dispone de sus agentes,
sino porque cada cual contribuye con su parte. Todos tienen la misión y
el deber de pisotear la hidra de la arbitrariedad y de la ilegalidad donde
quiera que se hace presente, todo el que disfruta de las bendiciones del
derecho debe contribuir con su parte para mantener el respeto a la ley, en
una palabra -cada cual es un combatiente innato por el derecho en interés
de la sociedad.

¡No necesito llamar la atención sobre cómo por esa interpretación mía es
ennoblecida la función del individuo en relación con la revalidación de su
derecho. Póne en lugar de la conducta meramente receptiva frente a la
ley, puramente unilateral, enseñada por nuestra teoría hasta aquí, una
relación de reciprocidad, en la cual el afectado devuelve a la ley el
servicio que de la ley recibe. Es la colaboración en una gran tarea
nacional, para la cual le reconoce su función. Si él mismo lo interpreta así,
es del todo indiferente. Pues ésta es lo grande y lo sublime en el orden
moral mundial, que no sólo puede contar con los servicios de aquéllos
que la comprenden, sino que posee bastantes medios eficaces para atraer
a la colaboración también a aquéllos a quienes escapa la comprensión de
sus mandatos, sin ellos saberlo y quererlo. Para llevar a los seres
humanos al matrimonio, pone en movimiento en unos el más noble de
todos los instintos humanos, el amor, en el otro el crudo placer sensual,
en el tercero la comodidad, en el cuarto la codicia -pero todos estos
motivos conducen al matrimonio. Así también en la lucha por el derecho,
al uno puede llevarlo al lugar del combate el interés desnudo, al otro el
dolor por la lesión jurídica perpetrada, al tercero el sentimiento del deber
o la idea del derecho como tal -todos se extienden la mano para la obra
común, para la lucha contra la arbitrariedad.

Notas

(1) Ruego que no se olvide en esto que la conferencia de la que surgió el escrito, ha sido
pronunciada en Viena, donde era más fácil la anterior comparación del inglés con el
austriaco. Esto fue por algunos sectores visto con disgusto y mal interpretado. En lugar
de comprender que sólo el más cálido interés para el pueblo austriaco hermano, sólo el
deseo de contribuir con mi grano de arena a que se fortaleciese en él el sentimiento del
derecho, ha puesto aquellas palabras en mi pluma, se me ha atribuido una actitud
inamistosa, de la que nadie está más distante que yo, y para la que durante los cuatro
años que he vivido como profesor en la Universidad de Viena, se me ha dado tan poca
oportunidad que, al contrario, me despedi de ahi con el sentimiento de la más profunda
gratitud. Vivo la convicción de que el motivo que me ha llevado a la manifestación hecha,
y el estado de ánimo de que ha surgido, será cada vez más justamente apreciada por
parte de mis lectores austriacos.
36

6
Hemos alcanzado aquí el punto culminante ideal de la lucha por el
derecho. Ascendiendo desde los bajos motivos del interés nos hemos
elevado hasta el punto de vista de la autoconservación moral de la
persona y hemos llegado finalmente a la colaboración del individuo en la
realización de la idea del derecho en interés de la comunidad. En mi
derecho es agraviado el derecho y negado, es defendido, afirmado y
restablecido. ¡Qué alto significado adquiere así la lucha del sujeto por su
derecho! ¡Qué profundamente bajo la altura de ese interés ideal, en tanto
que general, en el derecho, está la esfera de lo puramente individual, la
región de los intereses personales, objetivos, pasiones, en los que el
inexperto ve los únicos resortes de la disputa por el derecho!

Pero esta altura, puede decir alguno, es tan elevada que sólo es
perceptible para los filósofos del derecho; nadie realiza un litigio por la
idea del derecho. Para refutar esta afirmación podría remitir al derecho
romano, en el cual la efectividad de ese sentido ideal llegó a su más clara
expresión en la institución de las quejas populares (1), pero seríamos
injustos con el presente si quisiéramos rehusarle ese sentido ideal. Lo
posee todo el que a la vista de la violación del derecho por la
arbitrariedad siente indignación, cólera moral. Pues mientras se mezcla al
sentimiento que provoca la lesión sufrida por el derecho un motivo
egoísta, aquél sentimiento tiene exclusivamente su razón en el poder
moral de la idea de derecho sobre el alma humana; es la protesta de la
naturaleza moral vigorosa contra el atentado al derecho, el más hermoso
y elevado testimonio que puede ofrecer de sí mismo el sentimiento del
derecho -un proceso moral tan atractivo y fecundo para la consideración
de los psicólogos como para la imaginación del poeta. Que yo sepa no
hay ningún efecto que pueda provocar tan repentinamente una
transformación tan violenta en el ser humano, pues es sabido que
justamente las naturalezas más apacibles y conciliadoras pueden ser
puestas por él en un estado de pasión que les es completamente extraño
en otras circunstancias una prueba de que han sido alcanzados en lo más
noble de su ser, en la médula más íntima. Es el fenómeno de la tempestad
en el mundo moral: sublime, mayestática en sus formas por lo repentino,
lo inmediato, por la violencia de su explosión, por el dominio de la fuerza
moral elemental, ciclónica que lo olvida todo y lo derriba todo ante sí; y
nuevamente conciliador y ennoblecedor al mismo tiempo por sus
impulsos y sus efectos -una purificación moral del aire tanto para el
37

sujeto como para el mundo. Pero en verdad, si la fuerza limitada del


sujeto se quiebra en instituciones que aseguran a la arbitrariedad una
protección que rehusa el derecho, entonces la tempestad azota al
promotor y le aguarda ya sea la suerte del delincuente por causa del
sentimiento del derecho herido, de lo que hablaré más tarde, o el no
menos trágico del aguijón que la injusticia sufrida impotentemente ha
dejado en su corazón, que le hace desangrar moralmente y perder la fe en
el derecho.

Ahora bien, ese sentido ideal del derecho del hombre, que siente el
ataque y el escarnio contra la idea del derecho más vivamente que la
lesión personal y defiende sin ningún interés propio el derecho oprimido
como si fuese propio -ese idealismo puede constituir el privilegio de
naturalezas de noble disposición. Pero también el frío sentimiento del
derecho, desprovisto de todo impulso ideal, que en la injusticia sólo se
siente a sí mismo, tiene plena comprensión para aquella relación
señalada por mí entre el derecho concreto y la ley, que he resumido antes
en la frase: mi derecho es el derecho, en aquél es simultáneamente
lesionado y defendido éste. Suena paradójico y sin embargo es verdad
que justamente para los juristas no es muy corriente este modo de
interpretación. Según su concepción, la ley no es afectada en la disputa
por el derecho concreto; no es la ley abstracta en tomo a la cual gira la
disputa, sino su encarnación en figura de ese derecho concreto, en cierto
modo un daguerrotipo del mismo, en el que se ha fijado, pero en el que no
es directamente alcanzada ella misma. Admito la necesidad técnico-
jurídica de esta interpretación, pero esta concesión no debe impedirnos
reconocer la justificación del modo de ver contrapuesto, que pone la ley
en una misma línea con el derecho concreto y en consecuencia ve en un
peligro para el último como un peligro para la primera. Para el sentimiento
ingenuo del derecho, la última manera de ver está incomparablemente
más cerca que la primera. La mejor prueba de ello la da la expresión que
ha conservado tanto la lengua latina como el alemán. En un proceso entre
nosotros el acusador apela a la ley, el romano llamaba a la queja legis
actio. La ley misma es puesta en litigio, hay una disputa por la ley, que
debe ser decidida en el caso singular -una interpretación que es de la más
alta importancia en especial para la comprensión del litigio romano
antiguo (2). A la luz de esta representación es, por tanto, una lucha por la
ley, se trata en la disputa no sólo del interés del sujeto, de una relación
individual en la que la ley se ha encarnado, un daguerrotipo, como lo
llamé, en el que ha sido captado un rayo de luz fugitivo de la ley y ha sido
fijado, y que se puede quebrar y destruir sin herir a la ley misma, sino que
la ley misma es despreciada, pisoteada; la ley, si no ha de ser juego vano
y mera frase, tiene que afirmarse -con el derecho del agraviado se
derrumba también la ley.

Que este modo de ver, que quiero designar brevemente como solidaridad
de la ley con el derecho concreto, capta y reproduce en su razón más
profunda la relación de ambos, la he expuesto más arriba. Pero por
decirlo así no está de ningún modo tan honda y oculta que no sea
comprensible para el egoísmo craso, inaccesible a toda interpretación
38

superior; incluso tiene la vista más aguda para ella, pues corresponde a
su ventaja atraer al Estado como aliado de su disputa. Y de ese modo él
mismo, sin saberlo y sin quererlo, es elevado sobre sí mismo y sobre su
derecho a aquella altura en que el afectado se convierte en representante
de la ley. La verdad sigue siendo verdad, aun cuando el sujeto sólo la
reconozca y defienda desde el estrecho punto de vista de su interés
propio. El odio y el ansia de venganza son los que llevan a Shylock ante el
tribunal para cortar su libra de carne del cuerpo de Antonio, pero las
palabras que el poeta le hace decir, son en sus labios tan verídicas como
en los de cualquier otro. Es el lenguaje que el sentimiento del derecho
herido hablará siempre en todos los lugares y en todos los tiempos; la
fuerza, la inflexibilidad de la convicción de que el derecho tiene que ser
siempre derecho; el vuelo y la pasión de un hombre que es consciente de
que en la cosa por la cual combate no sólo se trata de su persona, sino de
la ley. La libra de carne, le hace decir Shakespeare,

La libra de carne que exijo,

fue caramente comprada, es mía, y quiero tenerla.

¡Pobre de vuestra ley si me la negáis!

El derecho de Venecia no tiene así ninguna fuerza.

-Yo exijo la ley.

-Me atengo aquí a mi recibo.

Yo exijo la ley. El poeta ha esbozado con esas cuatro palabras la


verdadera relación del derecho en el sentido subjetivo y en el objetivo y la
significación de la lucha por el derecho de una manera que ningún
filósofo del derecho habría podido hacer más acertadamente. Con esas
palabras la cosa se ha convertido de golpe de una simple reivindicación
legal de Shylock en un problema del derecho mismo de Venecia. ¡Qué
poderosa, qué gigantesca se extiende la figura del hombre cuando habla
esas palabras! No es ya el judío que exije su libra de carne, es la ley de
Venecia misma la que llama a los estrados del tribunal -pues su derecho y
el derecho de Venecia son una sola cosa; con su derecho se derrumba el
último también. Y cuando él mismo cae bajo el peso del fallo judicial, que
le priva de su derecho por un chiste burdo(3), cuando, perseguido por el
escarnio amargo, abatido, aplastado, se aleja con las rodillas vacilantes,
¿quién puede eludir el sentimiento de que con él ha sido defraudado el
derecho de Venecia, que no es el judío Shylock el que se escabulle
consternado, sino la figura típica del judío medioeval, aquel paria de la
sociedad, que en vano clama por derechos? Lo enormemente trágico de
su destino no se apoya en el hecho que se le rehusa el derecho, sino en
que él, un judío medioeval, tiene fe en el derecho -se podría decir, ¡como
si fuese un cristiano!- una fe sólida en el derecho que nada puede
conmover, y que el juez mismo alienta; hasta que luego, como un rayo,
cae sobre él la catástrofe, que lo arranca de su ilusión y le enseña que no
39

es más que un judío medioeval proscrito, al que se le da su derecho


engañándole.

La figura de Shylock me recuerda otra, la no menos histórica que poética


de Michael Kohlhaas, que ha dibujado Heinrich von Kleist con verdad
conmovedora en su novela homónima (4). Shylock se aleja aplastado, su
fuerza quebrantada, se somete sin resistencia al fallo judicial. Michael
Kohlhaas obra diversamente. Después de haber agotado todos los
medios para hacer valer su derecho despreciado del modo más ofensivo,
después de haberle cerrado el camino legal un acto infame de justicia de
gabinete y, cuando la justicia hasta su más alto representante, el príncipe,
se ha colocado abiertamente del lado de la injusticia, le invade un
sentimiento de infinito dolor sobre el ultraje de que se le ha hecho
víctima: Es preferible ser un perro si he de ser pisoteado, que un hombre,
y su decisión está firme: El que me niega la protección de las leyes, me
empuja hacia los salvajes del desierto, y pone en mis manos la maza que
me protejerá. Arranca a la justicia venal de la mano la espada manchada y
la esgrime de tal modo que el temor y el espanto se extienden
ampliamente por el país, el Estado enmohecido se conmueve en sus
cimientos, y el príncipe tiembla en el trono. Pero no es el sentimiento
salvaje de la venganza el que le anima, no se convierte en bandido y
asesino como Karl Moor, que quería hacer sonar en toda la naturaleza el
cuerno de la rebelión, para llevar la lucha por aire, tierra y mar contra la
generación de hienas, que declara la guerra a toda la humanidad por el
sentimiento lesionado del derecho; sino que es una idea moral la que lo
mueve, la idea de que tiene para con el mundo el deber de luchar con sus
fuerzas para lograr satisfacción para la ofensa sufrida y garantizar a sus
conciudadanos contra ofensas futuras. A eso lo sacrifica todo, la felicidad
de su familia, su nombre estimado, su fortuna, cuerpo y vida, y no hace
una guerra de destrucción ciega, sino que la dirige contra los culpables y
todos aquellos que hacen causa común con ellos. Y cuando se le ofrece
la perspectiva de alcanzar su derecho, depone voluntariamente las armas;
pero como si el hombre hubiese sido elegido para hacer ver en su
ejemplo qué grado de ignominia podía pesar sobre el deshonor y la
ilegalidad de aquella época, se violó el salvoconducto y la amnistía, y
terminó su vida en el cadalso. Pero antes se le reconoce su derecho, y el
pensamiento de que no ha combatido en vano, que ha vuelto a honrar el
derecho, que ha sostenido su dignidad humana, eleva su corazón por
encima del horror de la muerte; se reconcilia consigo mismo, con el
mundo y con Dios, y avanza tranquila y resueltamente tras el verdugo.
¡Qué consideraciones se anudan a este drama jurídico! Un hombre,
honrado y benévolo, lleno de amor hacia su familia, de sentido
infantilmente piadoso se convierte en un Atila que aniquila a sangre y
fuego los lugares en los que se ha refugiado su adversario. ¿Por qué así?
Justamente por aquella cualidad que lo pone moralmente tan por encima
de todos sus enemigos, los cuales finalmente triunfan sobre él: por su
alto respeto ante el derecho, su fe en la santidad del mismo, la energía de
su legítimo y sano sentimiento jurídico. Y en eso descansa lo trágico y
profundamente conmovedor de su destino, que incluso es lo que
constituye la superioridad y nobleza de su naturaleza: el impulso ideal de
40

su sentimiento del derecho, su abnegación heroica, que todo lo olvida y


todo lo sacrifica a la idea del derecho, en el contacto con el mundo mísero
de entonces, la arrogancia de los grandes y poderosos y el olvido de su
deber y la cobardía de los jueces se conjuran para su perdición. Los
delitos que ha cometido, recaen con doble y triple peso sobre los
príncipes, sus funcionarios y jueces que le arrojaron violentamente de la
vía del derecho a la de la ilegalidad. Pues ninguna injusticia que tiene que
soportar el hombre, por pesada que sea, al menos para el sentimiento
moral ingenuo -alcanza con mucho a la que ejerce la soberanía instituída
por Dios cuando ella misma quebranta el derecho. El asesinato judicial,
según lo califica acertadamente nuestro idioma, es el verdadero pecado
mortal del derecho. Los cuidadores y guardianes de la ley se transforman
en sus asesinos -es el médico que envenena al enfermo, el tutor que
estrangula a su pupilo. En la antigua Roma el juez venal merecía la pena
de muerte. Para la justicia que ha quebrantado el derecho, no hay ningún
acusador más aniquilador que la figura obscura y amenazadora del
delincuente a causa del sentido de derecho agraviado- es su propia
sombra sangrienta. La víctima de una justicia venal o parcial es expulsada
casi violentamente del cauce del derecho, se convierte en vengador y
ejecutor de su derecho por la propia mano y no raramente, al sobrepasar
el objetivo próximo, se vuelve un enemigo jurado de la sociedad, bandido
y asesino. Pero también aquellos a quienes su noble naturaleza moral
protege contra esta desviación, como Michael Kohlhaas, se vuelven
criminales y al sufrir el castigo por ello se convierten en mártires de su
sentimiento del derecho. Se dice que la sangre de los mártires no se
derrama en vano, y puede ser verificado en él, y su sombra monitora
tendrá que perdurar todavía para que una violación del derecho como la
que se cometió en él, se vuelva imposible.

Cuando por mi parte he conjurado esa sombra, lo hice para mostrar en un


ejemplo patente qué desviación amenaza justamente al sentimiento
vigoroso del derecho, idealmente dispuesto, en condiciones en que la
imperfección de las instituciones jurídicas le rehusa su satisfacción (5).
Allí la lucha por la ley es una lucha contra la ley. El sentimiento del
derecho, abandonado por el poder que debía protegerlo, deja él mismo el
terreno de la ley y trata de conseguir por sí la que la torpeza, la mala
voluntad, la impotencia le rehusan. Y no son sólo naturalezas
singularmente vigorosas o de propensión violenta aquéllas en las que el
sentimiento nacional del derecho promueve su acusación y su protesta
contra semejantes condiciones jurídicas, sino que esa acusación y esa
protesta por parte de toda la población en ciertos fenómenos que, según
su determinación o naturaleza, según el pueblo o un determinado sector,
las considera o las aplica, pueden ser consideradas como accesorios
populares de las instituciones del Estado. A ellas pertenecen en la edad
media los tribunales de la Vehm y el derecho de desafío, graves
testimonios de la impotencia o parcialidad de los tribunales penales de
entonces y de la importancia del poder público; en el presente la
institución del duelo, la prueba efectiva de que las penas que el Estado
impone contra la lesión del honor, no son suficientes para el sentimiento
sensible del honor de ciertas clases sociales. A ello pertenece la
41

venganza de sangre de los corsos y la justicia del pueblo en los Estados


Unidos, la llamada ley de Lynch. Todo eso testimonia que las
instituciones del Estado no se hallan en armonía con el sentimiento
jurídico del pueblo o clase; en todo caso entrañan un reproche para él, o
bien porque las hace necesarias, o bien porque las tolera. Para los
individuos, aun cuando la ley las ha prohibido, pero no pudo realmente
reprimirlas, se convierte en fuente de un grave conflicto. Los corsos, que
se contienen por efecto del mandato del Estado de la venganza de sangre,
son despreciados por los suyos; aquellos que ceden a ella bajo la presión
de la manera de ver popular, caen en los brazos vengadores de la justicia.
Igualmente en nuestro duelo. El que lo rechaza en condiciones que lo
convierten en un deber de honor, lesiona su honor, el que lo practica es
castigado -una situación igualmente penosa para el participante y para
los jueces. En la antigua Roma buscamos en vano fenómenos análogos;
las instituciones del Estado y el sentimiento nacional del derecho se
encontraban allí en plena armonía.

Notas

(1) Para aquellos de mis lectores que no han estudiado derecho, advierto que esas
quejas (Acciones populares) daban ocasión a todo el que quería para presentarse como
defensor de la ley y perseguir al transgresor de la misma, y ello no sólo en los casos en
que se trataba de intereses del público entero, como por ejemplo la perturbación, la
puesta en peligro de un pasaje público, sino también allí donde una persona privada que
no podia defenderse a sí misma eficazmente, había sido objeto de una injusticia, como
por ejemplo la explotación de un menor en un asunto de derecho, la infidelidad del tutor
contra el pupilo, la obtención de intereses usurarios; sobre èstos y otros casos, ver mi
Geist des romischen rechts, III, Abth. 1, ed. 3, pág. 111 y sigts. Aquellas quejas contenían
pues una incitación al sentido ideal, que defiende el derecho simplemente por el derecho
sin ningún interés propio; algunas de ellas apelaban también al motivo ordinario de la
avaricia, poniendo en perspectiva al acusador la pena pecuniaria a obtener del acusado,
pero incluso por eso recae sobre ellas o mejor sobre su empleo profesional la misma
mancha que entre nosotros sobre las denuncias con el fin de obtener las
compensaciones de delatores. Si menciono que la mayor parte de la anterior categoría
segunda ya han desaparecido en el derecho romano posterior, pero que las primeras
han desaparecido en nuestro derecho actual, todos aquellos lectores míos saben qué
conclusión deben extraer: la supresión de las hipótesis del sentido egoista en que
estaban calculadas.

(2) Citada por mí en mi Geist des romischen rechts, II, 2, pág. 47.

(3) Justamente en eso descansa a mis ojos el alto interés trágico que tiene para nosotros
Shylock. En realidad ha sido engañado en su derecho. Así al menos tiene que ver la
cosa el jurista. El poeta naturalmente está libre para hacer su propia jurisprudencia, y no
queremos deplorar que Shakespeare lo haya hecho aquí o más justamente que haya
conservado inalterada la vieja fábula. Pero si el jurista quiere someterla a una crítica, no
puede decir sino lo siguiente: el titulo no tenía valor porque contenía algo inmoral; el
juez habría debido rechazarlo de antemano por este motivo. Pero si no lo hizo, si déjaba
al sabio Daniel darle validez no obstante, fue una mísera triquiñuela, un subterfugio
deplorable, rehusar al hombre, al que ya se había reconocido el derecho a cortar del
cuerpo viviente una libra de carne, que lo hiciera vertiendo la sangre necesariamente
asociada. De igual modo un juez podría reconocer el derecho de una servidumbre en una
finca ajena, pero prohibiéndole dejar en ella las huellas de sus pasos, porque esto no
42

había sido establecido en la concesión. Casi se podría creer que la historia de Shylock
se ha desarrollado ya en la antigua Roma; pues los autores de las doce tablas
consideraron necesario, en relación con el desgarramiento del deudor (in partes secare)
por parte del acreedor, advertir expresamente que debían tener la mano libre en cuanto a
la magnitud de los trozos (si plus minusve secuerint, sine fraude esto!) -Sobre los
ataques que ha experimentado la opinión sostenida en el texto, ver el prefacio.

(4) Las siguientes citas son tomadas de la edición de Tieck de los escritos completos del
poeta, Berlín, 1826, vol. 3.

(5) De una manera nueva y en extremo impresionante, completamente independiente de


su precursor Kleist, Karl Emil Franzos ha tratado este tema en la novela motivada por mi
escrito: Ein kampf um's recht (Breslau, 1882). Michael Kohlhaas es llamado a la liza por
el desprecio vil de su propio derecho, el héroe de esa novela por la del derecho de la
comuna, cuyo alcalde es, y que ha intentado hacer reconocer por todos los medios
legales con el mayor sacrificio, pero en vano. El motivo para esa lucha por el derecho
está, pues, en una región más alta aun que la de Michael Kohlhaas, es el idealismo
jurídico, que no apetece nada para sí mismo, todo únicamente para otros. La finalidad de
mi escrito no me permite poner en su debida luz la maestría con que el autor ha
cumplido su misión, pero no puedo menos de llamar la atención del lector que se
interesa por el tema que he tratado en el texto, sobre esta manipulación poética del
mismo. Constituye un digno producto lateral del Michael Kohlhaas de Kleist, un cuadro
gemelo de una verdad y de fuerza conmovedora que nadie puede dejar de la mano sin la
más profunda emoción.
43

7
He llegado aquí al fin de mis consideraciones sobre la lucha del individuo
por su derecho. Lo hemos seguido en la escala de los motivos que la
producen, desde las más inferiores del mero cálculo de intereses
ascendiendo hasta la más ideal de la afirmación de la personalidad y sus
condiciones éticas de vida, para llegar finalmente al punto de vista de la
realización de la idea de la justicia -la más elevada cima, desde la cual un
paso en falso derriba al delincuente por causa del sentimiento lesionado
del derecho en el abismo de la ilegalidad.

Pero el interés de esa lucha no está limitada de ningún modo al derecho


privado o a la vida privada, va mucho más allá de eso. Una nación es
finalmente la suma de todos los individuos particulares, y según los
individuos particulares sienten, piensan, obran, así siente, piensa, obra la
nación. Si el sentimiento del derecho del individuo se muestra romo,
cobarde, apático en las condiciones del derecho privado, a causa de
impedimentos que leyes injustas o malas instituciones le oponen, no
encuentra ningún espacio de juego para desarrollarse libre y
vigorosamente, si le alcanza la persecución allí donde debía esperar
protección y estímulo, se habitúa en consecuencia de ello a tolerar la
injusticia y a considerarla como algo que no se puede cambiar: ¿quién
podrá creer que un sentimiento del derecho esclavizado, empequeñecido,
apático podría levantarse repentinamente a la sensación y a la acción
enérgica cuando hay una lesión del derecho que afecta, no al individuo,
sino a todo el pueblo: un atentado a su libertad política, la violación o la
caída de su constitución, el ataque del enemigo exterior? ¿El que no ha
estado habituado a defender valientemente su derecho propio, cómo debe
sentir el impulso a poner en juego su vida y sus bienes voluntariamente
en favor de la comunidad? El que no ha mostrado ninguna comprensión
para los daños ideales que sufrió en su honor y su persona, abandonando
su buen derecho por comodidad o cobardía, el que estuvo habituado a
aplicar en cosas del derecho solamente la medida del interés material,
¿cómo se puede esperar de él que aplique otro cartabón y sienta
diversamente cuando se trata del derecho y el honor de la nación? ¿De
dónde habría de llegar repentinamente el idealismo del sentimiento que
ha negado hasta allí? ¡No! el combatiente por el derecho del Estado y por
el derecho de los pueblos no es otro que el del derecho privado; las
mismas cualidades que ha hecho suyas en las condiciones del último, le
acompañan también en la lucha por la libertad civil y contra el enemigo
exterior -lo que ha sido sembrado en el derecho privado, da sus frutos en
el derecho público y en el derecho internacional. En las condensaciones
44

del derecho privado, en las condiciones corrientes e ínfimas de la vida


hay que formar y recoger gota a gota aquella fuerza, acumular aquel
capital moral de que el Estado tiene necesidad para poder operar con él
para sus fines en lo grande. El derecho privado, no el derecho público, es
la verdadera escuela de la educación política de los pueblos, y si se
quiere saber cómo defenderá un pueblo en caso necesario sus derechos
políticos y su posición internacional, véase cómo afirma el miembro
particular en la vida privada su derecho propio. He mencionado ya el
ejemplo del inglés combativo, y sólo puedo repetir aquí lo que dije
entonces: en la moneda por la cual disputa tenazmente, está el desarrollo
político de Inglaterra. A un pueblo en el que es práctica general que cada
cual defiende valerosamente su derecho en lo pequeño e insignificante,
nadie se atreverá a arrancarle lo más alto que tiene, y por eso no es
ningún azar que el mismo pueblo de la antigüedad, que ha mostrado en el
interior el más notable desarrollo político y hacia fuera la mayor fuerza
expansiva, el romano, poseyese además el derecho privado mejor
formado. Derecho es idealismo, por paradojal que pueda sonar. No
idealismo de la fantasía, pero sí del carácter, es decir del hombre que se
siente su propio fin y menosprecia todo lo demás cuando es lesionado en
ese su gérmen más íntimo. ¿Qué le importa de dónde viene ese ataque a
sus derechos, del individuo, del propio gobiemo, de un pueblo
extranjero? Sobre la resistencia que opone a esos ataques, no decide la
persona del atacante, sino la energía de su sentimiento del derecho, la
fuerza moral con la que suele afirmarse. Por eso es eternamente
verdadera la frase: la posición política de un pueblo hacia lo interno y lo
exterior corresponde siempre a su fuerza moral -el imperio chino con sus
bambús, que sirve de azote para los niños crecidos, a pesar de sus
centenares de millones no pudo asumir frente a las naciones extranjeras
la posición internacional respetada de la pequeña Suiza. Lo natural de los
suizos está en el sentido del arte y la poesía no menos que en lo ideal, es
positivo y práctico como el de los romanos. Pero en el sentido en que he
usado hasta aquí la expresión ideal en relación con el derecho, conviene
a los suizos tanto como a los ingleses.

Este idealismo del sano sentimiento del derecho perdería su fundamento


si se limitase a defender simplemente el propio derecho, sin que
defendiese también el derecho en su derecho. En una comunidad donde
es dominante esta manera de ver, este sentido para la estricta legalidad,
se buscará en vano aquellos fenómenos aflictivos que son tan frecuentes
en otras partes, es decir que la masa del pueblo, cuando las autoridades
persiguen al criminal o transgresor de la ley o quieren aprisionarlo, toma
partido por el último, es decir ve en el poder de Estado el adversario
natural del pueblo. Todos saben aquí que la causa del derecho es también
la suya -con el delincuente simpatiza aquí sólo el delincuente mismo, no
el hombre honesto, este último presta más bien auxilio voluntario a la
policía y a la autoridad.

Apenas tendré necesidad de resumir en palabras la conclusión que se


vincula a lo dicho. Es el simple principio: para un Estado que quiere
existir respetado hacia fuera, firme e inconmovible en el interior, no hay
45

un bien más valioso a cuidar y guardar que el sentimiento nacional del


derecho. Esta preocupación es sin embargo una de las más altas y más
importantes tareas de la pedagogía política. En el sano y vigoroso
sentimiento de justicia de cada individuo posee el Estado la fuente más
fecunda de su propia existencia tanto hacia el interior como hacia el
exterior. El sentimiento del derecho es la raíz del árbol entero; si la raíz no
sirve, se seca entre las rocas y la arena árida y todo lo demás es
apariencia -cuando llega la tempestad, el árbol entero es derribado. Pero
el tronco y la corona tienen la ventaja que se les ve, mientras que las
raíces penetran en la tierra y escapan a la mirada. La influencia
disgregadora que las leyes injustas y las malas instituciones jurídicas
ejercen en la fuerza moral del pueblo, se desarrolla bajo tierra, en aquellas
regiones que para muchos diletantes políticos no merece su atención; les
interesa sólo la copa imponente, no tiene noción alguna del veneno que
sube de la raíz a la copa. Pero el despotismo sabe dónde tiene que aplicar
el golpe para derribar el árbol; deja la copa primeramente intacta, pero
destruye las raíces; con la intervención en el derecho privado, con el
atropello al individuo ha comenzado el despotismo en todas partes;
terminado allí su trabajo, cae el árbol por sí mismo. Por eso hay que
contrarrestarlo aquí ante todo, y los romanos sabían bien lo que hacían
cuando tomaron los atentados a la castidad y el honor femeninos como
pretexto para poner fin a la realeza y al desenvirato. Destruir el libre
sentimiento de sí mismo de los campesinos mediante cargas y gabelas,
poner a los ciudadanos bajo la tutela de la policía, vincular el permiso de
un viaje a la obtención de un pasaporte, distribuir caprichosamente los
impuestos -un Macchiavelli no habría podido dar una receta mejor para
extinguir en el pueblo todo sentimiento viril de sí mismo y toda fuerza
moral y para asegurar al despotismo una entrada sin resistencia. Que el
mismo terror, por el cual hacen su aparición el despotismo y la
arbitrariedad, abre también el camino al enemigo exterior, no es percibido
ciertamente, y tan sólo cuando está allí, llegan los sabios al tardío
reconocimiento de que la fuerza moral y el sentimiento jurídico de un
pueblo habrían podido constituir frente al enemigo exterior la defensa
más eficaz. Al mismo tiempo, cuando el campesino y el burgués eran
objeto de la arbitrariedad feudal y absolutista, se perdieron Alsacia y
Lorena para el Reich alemán- ¡cómo podían sus habitantes y sus
hermanos en el Reich sentir por el Reich si ellos mismos habían olvidado
a sentirse a sí mismos!

Pero es nuestra propia culpa si tan sólo comprendemos las lecciones de


la historia cuando es ya tarde; no está en ella el que no la sepamos a
tiempo, pues las predica en todo momento alto y perceptiblemente. La
fuerza de un pueblo es equivalente a la fuerza de su sentimiento del
derecho, el cultivo del sentimiento nacional del derecho es el cultivo de la
salud y la fuerza del Estado. Por ese cultivo no entiendo yo naturalmente
el teórico en la escuela y la enseñanza, sino la realización práctica de los
principios de la justicia en todas las condiciones de la vida. Con el
mecanismo exterior del derecho solamente no se tiene todo. Este puede
ser ordenado tan perfectamente y ser manejado de tal modo que impere el
orden supremo, y sin embargo puede ser despreciada la exigencia
46

anterior de la manera más brillante. Ley y orden eran también la


servidumbre, el tributo de protección de los judíos y muchos otros
principios e instituciones del tiempo pasado que estaban en la
contradicción más cruda con las exigencias de un sano y vigoroso
sentimiento del derecho, y por los cuales el Estado se perjudicó a sí
mismo quizás más que los ciudadanos, campesinos, judíos, sobre los
cuales pesaban primeramente. La firmeza, la claridad, la delimitación del
derecho material, la abolición de todos los principios en que puede
chocar un sano sentimiento jurídico, en todas las esferas del derecho, no
sólo del derecho privado, sino también de la policía, de la administración,
de la legislación financiera; la independencia de los tribunales, la mayor
perfección posible de las instituciones procesales -éste es para el Estado
el camino adecuado a fin de llevar al pleno desarrollo el sentimiento del
derecho de sus miembros y con ello su propia fuerza. Toda institución
injusta sentida por el pueblo como tal o toda institución odiosa es una
lesión del sentimiento nacional del derecho y con ello de la fuerza
nacional, un pecado contra la idea del derecho que repercute sobre el
Estado mismo y que a menudo tiene que pagar caramente con exceso -
¡en algunas circunstancias pueden costarle una provincia! No soy
ciertamente de opinión que el Estado debe evitar esos pecados solamente
por causa de tales consideraciones de conveniencia, considero más bien
como su deber más sagrado, realizar esa idea en razón de su misma
existencia; pero éste es quizás idealismo doctrinario y no quiero vituperar
al político práctico y al hombre de Estado si escucha tal pretensión
encogiéndose de hombros. Pero por eso precisamente he destacado la
parte práctica del problema, a fin de que tenga plena comprensión del
mismo. La idea del derecho y el interés del Estado marchan mano a mano.
Un mal derecho a la larga abate cualquier sentimiento sano del derecho,
lo embota, lo empequeñece, lo corrompe. Pues la esencia del derecho,
como se ha observado a menudo, es la acción -lo que el aire libre para la
llama, es la libertad de acción para el sentimiento del derecho; prohibirla
o restringirla equivale a sofocarlo.
47

8
Podría terminar aquí mi escrito, pues mi tema está agotado. Pero el lector
me permitirá que llame su atención todavía sobre un problema que está
estrechamente vinculado al objeto del escrito, es esto: ¿en qué medida
nuestro derecho actual o mejor dicho el actual derecho romano común,
sobre el único que me atrevo a emitir un juicio, corresponde a las
exigencias desarrolladas en lo expuesto hasta aquí? No vacilo en negar
con toda decisión que haya relación alguna. Está muy por detrás de las
aspiraciones justificadas de un sano sentimiento del derecho, y no sólo
porque aquí y allá no hubiese encontrado lo justo, sino porque en
conjunto es dominado por un modo de ver que está en oposición
diametral a lo que constituye la esencia del sano sentimiento jurídico
según mis expresiones anteriores -me refiero con ello a aquel idealismo
que ve en la lesión del derecho no sólo un ataque contra el objeto, sino
sobre la persona misma. Nuestro derecho común no ofrece el menor
apoyo a ese idealismo; la medida con que mide todas las lesiones del
derecho, con excepción de las ofensas al honor, es simplemente la del
valor material -es el materialismo chato y desnudo el que llega en él a la
expresión más acabada. ¿Pero qué otra cosa debe garantizar el derecho
al lesionado si se trata de lo mío y lo tuyo, como el objeto de disputa o de
su monto? (1). Si esto fuese justo, se podría dejar también en libertad al
ladrón cuando ha devuelto la cosa robada. Pero el ladrón, se objeta, no
ataca solamente a la persona robada, sino a las leyes del Estado, el orden
jurídico, la ley consuetudinaria. ¿Pero no hace lo mismo el acreedor, que
niega a sabiendas el préstamo que se le hizo, o el vendedor, el
intermediario, que rompe el convenio, el mandatario que abusa de la
confianza que se le ha dado para sacar ventajas sobre mí? ¿Es una
satisfacción para mi sentimiento agraviado del derecho, si no recibo de
todas esas personas tras larga lucha más que lo que se me debía al
comienzo? Pero dejando enteramente de lado esa exigencia de
satisfacción, que no vacilo en modo alguno en reconocer por completo
justa, ¡qué ruptura del equilibrio natural entre las dos partes! El peligro
que le amenaza por el desenlace desfavorable del proceso, consiste para
el uno en que pierde lo suyo, para el otro solamente en que tiene que
devolver lo retenido de manera irregular; la ventaja que le ofrece el
desenlace favorable es para uno que no pierde nada, para el otro que se
enriquece a costa del adversario. ¿No equivale esto a provocar la mentira
más desvergonzada y a poner un premio a la comisión de deslealtades?
Pero con esto en realidad sólo he caracterizado nuestro derecho actual.

Podemos hacer responsable de ello al derecho romano.

Distingo en esta relación tres etapas de desarrono del mismo: la primera


la del sentimiento del derecho en el derecho antiguo, todavia
48

completamente desmedida en su violencia, que no llegó al autodominio,


-la segunda la de la fuerza moderada del mismo en el derecho
intermedio-, la tercera la del debilitamiento y detención en el crecimiento
en el período imperial posterior, especialmente en el derecho de
Justiniano.

Sobre la violencia que la cosa entraña en aquella primera etapa del


desarrollo, hice y publiqué antes investigaciones (2), cuyo resultado
resumo aquí en pocas palabras. El sentimiento excitable del derecho del
tiempo antiguo abarca toda lesión, o disputa del propio derecho desde el
punto de vista de la injusticia subjetiva, sin preocuparse en ello de la
inculpabilidad o de la medida de la culpabilidad del adversario, y exige en
consecuencia una compensación lo mismo del inocente que del culpable.
El que negaba la culpa clara (nexum) o el daño objetivo causado al
adversario, pagaba en el caso de perder el litigio el doble, lo mismo el
que, en un juicio de reivindicación, ha recogido los frutos como
propietario, debe compensar el doble, y además le toca la pérdida del
dinero depositado para el litigio (sacramentum). La misma pena sufre el
demandante cuando pierde el proceso, pues había pretendido un bien
extraño; si se excedía algo en la suma reclamada, aunque la deuda
estuviese probada, se le anulaba la demanda entera (3).

De estas instituciones y principios del antiguo derecho ha pasado algo al


nuevo, pero las creaciones independientes nuevas del mismo respiran un
espíritu completamente distinto (4). Se puede caracterizar con una
palabra: la aplicación y el empleo de la medida de la culpa a todas las
condiciones del derecho privado. La injusticia objetiva y la subjetiva son
estrictamente separadas, la primera contiene sólo la simple restitución
del objeto debido, la segunda además una pena, un castigo, tanto una
pena pecuniaria, como la marca de infamia, y justamente esta
conservación de las penas dentro de límites justos es uno de los
pensamientos más sanos del derecho romano de la era intermedia. Los
romanos no se contentaban con que un depositario que había cometido la
infidelidad de negar o retener el depósito, que el mandatario o el tutor que
había aprovechado en beneficio propio la posición de confianza o que
hacía abandono conscientemente de sus deberes, cubrieran su
responsabilidad con la mera devolución de la cosa o la simple
indemnización del daño; exigían además un castigo para los mismos, una
vez como satisfacción del sentimiento del derecho agraviado, y al mismo
tiempo para el propósito de intimidación de otros ante maldades
similares. Entre las penas que se aplicaban, estaban en primer término el
de la infamia, una de las más graves que se puede imaginar en las
condiciones romanas, pues entrañaba además de la condenación social,
la pérdida de todos los derechos políticos: la muerte política. Se aplicaba
en todas partes donde la lesión del derecho se podía caracterizar como
infidelidad singuIar. Además había penas pecuniarias, de las que se hacía
un uso mucho más abundante que entre nosotros. Para el que era
sometido a proceso en causa injusta o lo promovía, había todo un arsenal
disponible de tales medios de intimidación; comenzaban con fracciones
del valor del objeto en disputa (1/10,1/5,1/4,1/2), llegaban hasta varias
49

veces ese monto y aumentaban en ciertas circunstancias donde la


obstinación del adversario no podía romperse de otro modo, hasta lo
ilimitado, es decir hasta el monto que el querellante consideraba bueno
como satisfacción, bajo juramento. En especial había dos instituciones
procesales que colocaban al acusado en la altemativa de desistir de su
demanda sin ulteriores consecuencias perjudiciales, o bien exponerse al
peligro de ser hallado culpable de una violación intencional de la ley y de
ser castigado por ello: los interdictos prohibitorios del pretor y las
actiones arbitrarie Si no acataba el mandato que le dirigía el magistrado o
el juez, había resistencia; en lo sucesivo estaba en litigio no solamente el
derecho del acusador, sino al mismo tiempo la ley en la autoridad de sus
representantes, y el desprecio de la misma era expiado con penas
pecuniarias, que beneficiaban al denunciante.

El propósito de todas estas penas era el mismo que el del castigo en el


derecho penal. Es decir el puramente práctico de asegurar también los
intereses del derecho privado contra tales lesiones, que no caen bajo el
concepto de crímenes, pero al mismo tiempo de procurar la reparación
ética del sentimiento del derecho agraviado, de dignificar la autoridad
menospreciada de la ley. El dinero no era en ello fin de sí mismo, sino
solamente medio para el fin (5).

Según mi modo de ver, esta figura de la cosa en el derecho romano


intermedio es un modelo. Igualmente lejos del extremo del antiguo
derecho, que ponía la injusticia objetiva sobre la horma de la subjetiva,
como del nuestro actual contrapuesto, que ha reducido en el proceso civil
la subjetiva al nivel de la objetiva, garantizaba plena satisfacción a las
justas demandas de un sano sentimiento del derecho, en tanto que no
sólo mantenía estrictamente separadas las dos especies de injusticia,
sino que dentro del marco de la subjetiva sabía distinguir con la
comprensión más sutil todos los matices de la misma en relación con la
forma, la naturaleza, la gravedad de la lesión.

Al volverme hacia la última etapa del desarrollo del derecho romano, que
halló su culminación en la compilación de Justiniano, se me impone
involuntariamente la observación sobre la gran significación que tiene
para la vida del individuo tanto como de los pueblos el derecho de
herencia. ¡Qué sería el derecho de ese período moral y políticamente por
completo corrompido, si lo hubiese tenido que crear él mismo! Pero lo
mismo que ciertos herederos, que apenas habrían podido vegetar
penosamente mediante la propia fuerza y viven de la riqueza del testador,
así también una generación decadente, débil sobrevive por el capital
intelectual de la época vigorosa precedente. No sólo digo esto en el
sentido que disfruta sin esfuerzo propio de los frutos del trabajo ajeno,
sino principalmente en el sentido que las obras, creaciones, instituciones
del pasado, según han surgido de un determinado espíritu, continúan
durante un tiempo manteniéndose y renovándose; hay en ellas una
provisión de fuerza latente que en el contacto personal se transforma
nuevamente en fuerza viviente. En este sentido pudo el derecho privado
de la República, en el que se había objetivado el sentimiento germinal,
50

vigoroso del derecho del antiguo pueblo romano, prestar al período del
imperio durante un tiempo el servicio de fuente vivificadora y refrescante;
en el gran desierto del mundo posterior fue el oasis en que manaba
todavía agua fresca. Pero en el aliento agotador del despotismo no creció
a la larga ninguna vida independiente, y el derecho privado solo no pudo
abrir el camino y afirmar un espíritu que era proscrito en todas partes
-cedió también aquí, aun cuando últimamente, al espíritu del tiempo
nuevo. ¡Tiene una firma singular ese espíritu del tiempo nuevo! Había que
esperar que entrañase los signos del despotismo; severidad, dureza,
desconsideración; pero su expresión es la opuesta: dulzura y humanidad.
Pero esa dulzura misma es despótica, roba a unos lo que obsequia a
otros -es la dulzura de la arbitrariedad y del capricho, no la del carácter-
es el humor tétrico que sigue a la violencia, que trata de reparar la
injusticia cometida con otra. No es éste el lugar de exponer todas las
pruebas que se ofrecen para esa afirmación (6), basta, en mi opinión,
cuando destaco un rasgo de carácter especialmente significativo que
entraña un rico material histórico, es la dulzura y benevolencia y la
indulgencia mostradas al deudor a costa del acreedor (7). Yo creo que se
puede hacer la siguiente observación general: es el signo de una época
débil el hecho de simpatizar con el deudor. Ella misma llama a eso
humanidad. Una época vigorosa cuida ante todo de que el acreedor
obtenga su derecho, y no vacila tampoco en la severidad con el deudor si
es necesaria, para mantener la seguridad de la circulación, la confianza y
el crédito

Notas

(1) Así he considerado yo mismo antes la cosa, así en mi Schuldmoment in romischen


privatrecht (Giesen, 1867), pág. 61 (Vermischte schriften, Leipzig, 1879, pág. 229). El que
ahora piense diversamente lo debo a la larga preocupación con el tema presente.

(2) En el escrito citado en la nota anterior.

(3) Otros ejemplos en la pág. 14 del escrito citado.

(4) Sobre esto trata el segundo capitulo del escrito citado, pág. 20 y sigts.

(5) Esto se halla acentuado de modo particularmente agudo en las llamadas actiones
vindictam spirantes. El punto de vista ideal de que se trata en ellas no del dinero y la
propiedad, sino de una satisfacción del sentimiento del derecho y de la personalidad
agraviada (magis vindictae, quam pecuniae habet rationen, I, 2, 4, de coll. bon. 37,6) ha
sido realizado con plena consecuencia. Por eso eran rehusados a los herederos, por eso
no podían ser cedidos y en caso de concurso no eran ofrecidos a la masa de los
acreedores, por eso se extinguían en tiempo proporcionalmente breve, por eso no tienen
lugar, cuando se ha mostrado que el lesionado no ha sentido la injusticia cometida
contra él (ad animum suum non revocavebit, I, 11, 1 de injur. 47,10).

(6) A ellas pertenece entre otras la abolición de las penas procesales más graves -la sana
severidad del tiempo viejo desagradó al carácter blando de los tiempos posteriores.
51

(7) Pruebas de ello la ofrecen las disposiciones de Justiniano, por las cuales se garantiza
a los ciudadanos el beneficio de la discusión, a los codeudores el beneficio de la
división, establece para la venta de la prenda el plazo absurdo de dos años y concede
además al deudor, después de la adjudicación de la propiedad, todavía un plazo de
retracto de dos años, incluso después del término del mismo un derecho al sobreprecio
de la cosa vendida por el acreedor; la extensión desmedida del derecho de
compensación, la datio in solutum, así como el privilegio de las iglesias en el mismo, la
limitación de las quejas de intereses en la relación contractual doble, la extensión
absurda de la prohibición de la usurae sufra alterum tantum, la posición excepcional
concedida al heredero en el benef inventarii en relación con la satisfacción del acreedor.
La moratoria por resolución mayoritaria de los acreedores, que procede igualmente de
Justiniano, tenía por antecedente ya, como digno modelo, la institución de las
moratorias que aparece primeramente en Constantino, y también en la querela non
numeratae pecuniae y la llamada cautio indiscreta así como en la Lex anastasiana tiene
que ceder el mérito de la invención a sus predecesores en el Imperio, mientras que la
gloria de haber proscrito el primero el castigo personal por toda supuesta inhumanidad y
desde el punto de vista de la humanidad, le corresponde a Napoleón III. Ciertamente éste
no se escandalizaba por el funcionamiento de la guillotina seca en Cayenne, como los
ulteriores emperadores romanos tampoco se cohibían de preparar a los hijos
completamente inocentes de los traidores de lesa majestad un destino que ellos mismos
caracterizaban con las palabras ut his perpetua egestate sordentibus sit et mors
solatium et vita supplicium (1, 5 Cod. ad leg. Jul. maj. 9, 8) -¡pero no por eso resaltaba
más la humanidad con los deudores! ¡No hay ninguna manera más cómoda de ajustarse
a la humanidad que a costa ajena! También el derecho privilegiado de prenda que
concede Justiniano a la esposa, procedia de aquel rasgo humano de su corazón, sobre
el cual no dejó de felicitarse altamente en cada nueva veleidad; pero esa era la
humanidad de san Crispín, que robaba a los ricos el cuero para hacer con él zapatos a
los pobres.
52

9
¡Y ahora volvamos finalmente a nuestro actual derecho romano! Casi
quisiera deplorar el haber hecho mención del mismo, pues me he puesto
con ello en situación de tener que expresar un juicio al respecto, sin
poder fundarlo en este lugar como quisiera. Pero al menos no quiero
ocultar mi juicio.

Si he de resumirlo en pocas palabras, coloco en el carácter singular de


toda la historia y la valuación del moderno derecho romano en el típico
predominio de la mera erudición sobre todos aquellos factores, que por
otra parte determinan la formación y el desarrollo del derecho: el
sentimiento nacional del derecho, la práctica, la legislación. Un derecho
extraño en lenguaje extraño, introducido por los sabios y sólo accesible
plenamente a ellos y expuesto de antemano a la antítesis y al intercambio
de dos intereses de naturaleza diversa, a menudo en pugna recíproca -me
refiero al conocimiento histórico puramente ingenuo y a la adaptación
práctica y desenvolvimiento del derecho- frente a él una práctica sin la
fuerza necesaria del pleno dominio intelectual de la materia y por tanto
condenada a la dependencia permanente de la teoría, es decir, a la tutela,
el partícularismo dominante en la jurisprudencia como en la legislación
sobre los rudimentos débiles, poco desarrollados para la centralización.
¿No puede maravillar que entre el sentimiento nacional del derecho y
semejante derecho aparezca una escisión chocante, que el pueblo no
comprenda su derecho y el derecho no comprenda al pueblo?
Instituciones y principios que, en las condiciones y costumbres de
entonces, en Roma, habrían sido comprendidas, se constituyeron aquí en
la ausencia total de sus presunciones precisamente en una maldición, y
nunca, desde que el mundo existe, puede haber sacudido tanto una
jurisprudencia en el pueblo la fe y la confianza en el derecho como ésta.
¿Qué debe decir la simple y sana razón del hombre del pueblo, cuando
aparece con un recibo ante el juez, en el que su adversario confiesa que
le es deudor de cien gulden, que el juez como cautio indiscreta declara
que no es obligatorio, o que un recibo que menciona expresamente como
razón de la deuda no tiene fuerza probatoria antes de transcurridos dos
años?

Pero no quiero entrar en pormenores; ¿dónde terminará esto? Me limito


más bien a mencionar dos extravíos de nuestra jurisprudencia civil -no
puedo designarla de otro modo- que son de naturaleza teórica y que
contienen una verdadera siembra de injusticia.
53

El uno consiste en el hecho que la jurisprudencia moderna no admite el


simple pensamiento desarrolIado por mí más arriba, que en una lesión del
derecho no se trata sólo del valor pecuniario, sino de una satisfacción del
sentimiento jurídico agraviado. Su cartabón es enteramente el del
materialismo grosero y chato: el mero interés pecuniario. Recuerdo haber
oído de un juez que, dado el monto insignificante del objeto del litigio,
para librarse del molesto proceso, ofreció al querellante pagar de su
bolsillo y se indignó mucho cuando se rechazó su oferta. Que para el
demandante lo que importaba era su derecho, no su dinero, no quería
entrar en la cabeza de ese hombre de la ley, y no le atribuímos toda la
culpa: podía haber rechazado el reproche sobre la ciencia. La pena
pecuniaria, que en manos del juez romano aseguraba los medios más
abundantes para indemnizar el interés ideal de la lesión del derecho (1) se
ha configurado bajo la influencia de nuestra teoría moderna de las
pruebas en uno de los recursos y expedientes más tristes con que la
justicia ha tratado de regular jamás la injusticia. Se exige del demandante
que demuestre su interés pecuniario exactamente hasta el céntimo.
¡Piénsese en lo que será la protección del derecho si no existe un interés
pecuniario! El arrendador cierra al inquilino el jardín al que tiene derecho
de goce según el contrato; ¡que demuestre el valor pecuniario que puede
reportarle la permanencia en un jardín! O el primero arrienda la
habitación, antes de que se haya ido el ocupante, a otro, y éste tiene que
esperar medio año en la situación más mísera hasta que el primero halla
su comodidad. El hospedero echa a la calle al huésped al que había
garantizado un cuarto y éste tiene que recorrer durante horas en la noche
para hallar un albergue de emergencia. ¡Inténtese una indemnización
pecuniaria por ello ante un tribunal! En Alemania no obtendría nada, pues
el juez alemán no pasa de la consideración teórica que las
incomodidades, por grandes que sean, no se pueden calcular en dinero,
mientras que ello no causa escrúpulo alguno al juez francés. Un profesor
que ha tomado un compromiso en un instituto privado, encuentra luego
un empleo más ventajoso y viola el contrato, y no se encuentra al
comienzo otro para ocupar su lugar. ¿Cómo se puede valuar en dinero el
que los alumnos pierdan varias semanas o meses sin la enseñanza de la
lengua francesa o de la aritmética que han disfrutado, o cómo calcular los
daños pecuniarios del director del instituto? Una cocinera abandona sin
motivo el servicio y como no se encuentra en el lugar un sucesor, causa a
los patrones un gran trastorno; pruebe uno el valor pecuniario de ese
inconveniente. En todos estos casos se está impotente por completo
según el derecho común, pues la ayuda que el derecho ofrece a los
afectados, presupone una prueba que regularmente no se puede aportar.
E incluso si fuese fácilmente aportable, sin embargo la pretensión al
simple valor pecuniario no bastaría para contrarrestar eficazmente la
injusticia de la otra parte. Esta es pues una condición de ilegalidad. Y lo
peor en ello no es lo opresivo y agraviante, sino el sentimiento amargo de
que el buen derecho puede ser pisoteado, sin que haya una ayuda contra
ello.

El derecho romano no puede ser hecho responsable de esa deficiencia,


pues, aunque él mismo ha mantenido siempre el principio que la
54

sentencia final sólo podía ser fijada en dinero, supo aplicar la pena
pecuniaria de una manera que no solamente recibían protección eficaz los
intereses pecuniarios, sino también los otros intereses justos. La pena
pecuniaria era el medio civilista de presión del juez, para asegurar el
cumplimiento de sus fallos; un acusado que se rehusaba a hacer lo que le
imponía el juez, no se libraba devolviendo el simple valor de la deuda en
dinero, sino que la condena pecuniaria tomaba aquí el carácter de una
pena, y también ese resultado del proceso procuraba al acusador algo
que en ciertas circunstancias le importaba infinitamente más que el
dinero, es decir, la satisfacción moral para la frívola lesión del derecho.
Este pensamiento de la satisfacción es del todo extraño a la teoría
moderna del derecho romano, que no tiene para él comprensión alguna,
no conoce más que valor en dinero de la indemnización incumplida.

De esta insensibilidad de nuestro derecho actual para el interés ideal de la


lesión del derecho, depende también la supresión de las penas de
derecho privado romanas por la práctica moderna. El depositario o el
mandatario infiel no es alcanzado entre nosotros por ninguna marca de
infamia; la mayor bribonada, en tanto que se sepa eludir hábilmente la ley
penal, anda completamente libre e impune (2). En cambio figuran en los
manuales de enseñanza ciertamente todavía penas pecuniarias y los
castigos por la mentira frívola, pero en la jurisprudencia apenas aparecen
ya. ¿Pero qué significa eso? Nada más que entre nosotros la injusticia
subjetiva ha sido rebajada a la etapa de la objetiva. Entre el deudor, que
niega desvergonzadamente el préstamo que se le ha hecho, y el heredero
que lo hace de buena fe, entre el mandatario, que me ha engañado, y el
que lo hace sólo por equivocación, en una palabra, entre la ofensa
intencional frívola del derecho y el desconocimiento o la equivocación,
nuestro derecho actual no conoce ninguna diferencia -es en todas partes
el interés pecuniario desnudo en torno al cual gira el litigio. Que la
balanza de Temis también en el derecho privado, lo mismo que en el
derecho penal, debe pesar la injusticia, no sólo el dinero, es un
pensamiento que está tan lejos de nuestro actual modo de representación
jurídica, que yo, si me atrevo a expresarlo, tengo que imaginar la
objeción: justamente en ello consiste la diferencia entre el derecho penal
y el derecho privado. ¿Para el actual derecho? Sí; agrego, ¡por desgracia!
¿Por el derecho en sí? ¡No! Pues se me debe probar todavía que hay
algún dominio del derecho en el que la idea de la justicia no se puede
realizar en su plena magnitud, pero la idea de la justicia es inseparable de
la realización del punto de vista de la culpabilidad.

El segundo de los extravíos arriba mencionados, de la jurisprudencia


moderna, que se han vuelto verdaderamente funestos, consiste en la
teoría de las pruebas establecidas por ella (3). Se quisiera creer que la
misma sólo ha sido ideada con el propósito de malograr el derecho. Si
todos los deudores del mundo se hubiesen conjurado para privar a los
acreedores de su derecho, no habrían podido hallar medio más eficaz
para ese objeto que el que halló nuestra jurisprudencia con aquella teoría
de las pruebas. Ningún matemático puede presentar un método más
exacto de la prueba que la que aplica nuestra jurisprudencia. El punto
55

culminante de la irracionalidad la alcanza en el proceso por daños y


perjuicios y en las demandas de intereses. El espantoso desorden que se
practica bajo la apariencia del derecho con el derecho mismo, para usar el
giro de un jurista romano (4), y el contraste benéfico que constituye en
ello el modo racional de los tribunales franceses, ha sido descripto de
manera tan drástica en varios escritos modernos que puedo ahorrarme
toda palabra ulterior: sólo una cosa no puedo reprimir: ¡Ay, en tal litigio,
del acusador, dichoso el acusado!

Resumiendo todo lo que he dicho hasta aquí, quisiera caracterizar esta


última exclamación como la consigna de nuestra moderna jurisprudencia
y práctica. Ha avanzado firmemente por el camino que había tomado
Justiniano; el deudor, no el acreedor, es el que merece su simpatia: es
preferible causar injusticia notoria a cien acreedores antes que tratar
severamente a un deudor.

Un inexperto apenas creería que esta ilegalidad parcial, a la que debemos


la teoría opuesta de los civilistas y procesalistas, habría sido capaz de un
aumento, y sin embargo, es ella misma superada todavía por un extravío
de anteriores criminalistas, que se puede calificar justamente como un
atentado contra la idea del derecho y como la violación más horrible
contra el sentimiento jurídico que haya sido cometida jamás por parte de
la ciencia. Me refiero a la descomposición vergonzosa del derecho de
legítima defensa, aquella injusticia del hombre que, como dice Cicerón, es
una ley congénita de la naturaleza humana, y de la cual los juristas
romanos eran bastante ingenuos para creer que no se podía negar en
ningún derecho del mundo (Vim vi repellere omnes leges omniaque jura
permittunt). ¡En los últimos siglos y hasta todavía en nuestro siglo
habrían podido persuadirse de lo contrario! Ciertamente en principio
reconocían los ilustrados señores ese derecho, pero animados por la
misma simpatía por los criminales, como los civilistas y procesalistas por
los deudores, trataron de limitarla y de recortarla en el ejercicio de una
manera que en la mayoría de los casos el criminal era protegido, el
atacado desprovisto de defensa. ¡Qué abismo de degradación de la
personalidad, de indignidad humana, de total degeneración y de
embotamiento del simple y sano sentimiento del derecho se abre, cuando
se cae en la literatura en esa doctrina! (5) -se podría creer que se
encuentra uno en una sociedad de eunucos morales. El hombre a quien
amenaza un peligro o un agravio de su honor, debe retirarse, huir (6); es
pues deber del derecho dejar el campo libre a la injusticia; sólo al
respecto estaban los sabios en desacuerdo, si también lo militares, los
nobles y las personas de las clases superiores debían huir (7) -un pobre
soldado que, obedeciendo a esa indicación, se retiró dos veces, pero que
a la tercera vez, perseguido por su enemigo, se defendió y lo mató, era
para sí mismo una lección saludable, pero para otro un ejemplo
intimidatorio y fue condenado a muerte.

A las gentes de los altos estamentos o de elevado nacimiento como


también a los militares se les permitirá en defensa de su honor una
legítima defensa (8), pero, agrega otro inmediatamente restringiendo, en la
56

simple injuria verbal no deben llegar a dar muerte al adversario. A otras


personas en cambio e incluso a los funcionarios del Estado no se les
puede reconocer el mismo derecho; a los empleados de la justicia civil se
les dice que como simples hombres de la ley con todas sus exigencias
deben ser sometidos al contenido de las leyes del país y no pueden tener
ninguna pretensión más. Pero peor parados resultan los comerciantes.
Los comerciantes, incluso los más ricos -se dice-, no constituyen
ninguna excepción, su honor es su crédito, tienen honor sólo en tanto
que tienen dinero, pueden soportar tranquilamente, sin peligro de perder
su honor o su reputación, que se les apliquen nombres injuriosos, y si
pertenecen a las clases inferiores recibir una bofetada poco dolorosa. Si
el desdichado es un campesino vulgar o judío, estará sujeto a la pena
ordinaria de la defensa personal prohibida a causa de la violación de este
precepto; mientras otras personas sólo serán castigadas en lo posible
benignamente.

Singularmente aleccionador es el modo como se trata de excluir la


legítima defensa para los fines de la afirmación de la propiedad. La
propiedad, opinaban unos, es justamente como el honor un bien
reemplazable, aquélla es garantizada por la reivindicatio, éste por la actio
injuriarum. ¿Pero cómo, si los bandidos han huído con la cosa, y no se
sabe quiénes son y dónde están? La respuesta tranquilizadora dice: El
propietario tiene de jure siempre la reivindicatio, y es sólo la
consecuencia de circunstancias casuales, del todo independientes de la
naturaleza del derecho de propiedad mismo, si en casos individuales la
demanda no conduce al fin (9). Con ello puede consolarse aquél que
entrega sin resistencia toda su fortuna y que lleva consigo en
documentos de valor; conserva siempre el derecho de propiedad y la
reivindicatio, ¡el bandido no tiene más que la posesión de hecho! Esto
recuerda al robado que se consolaba diciendo que el ladrón no tenía en
sus manos la indicación para el uso. Otros permiten, en el caso en que se
trata de un valor muy importante, aunque forzados, el empleo de la
violencia, pero imponen al atacado el deber de reflexionar exactamente a
pesar de la más alta emoción cuanta fuerza es necesaria para rechazar el
ataque -si rompe la cabeza del atacante de modo inútil, donde habría
tenido que investigar antes exactamente la fortaleza del cráneo y habría
podido ejercitarse convenientemente en los golpes exactos, y por un
golpe menos violento habría podido inutilizarlo, tendrá que responder de
su acción. Se imaginan la situación del atacado algo así como la de
Odiseo, que se prepara para el duelo con Iros (Odisea, XVIII, 90 y sigts.):

Entonces reflexionó el paciente Odiseo:

Si le pegaría con fuerza, para que quedase en seguida inanimado;

O si le pegaría suavemente y sólo lo derribase al suelo.

Este pensamiento le pareció al que dudaba finalmente el mejor.


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En objetos menos valiosos, en cambio, por ejemplo, un reloj de oro o una


bolsa con algunos gulden o también algunos cientos de gulden, el
amenazado no debe causar ningún mal en el cuerpo del adversarío.
¿Pues qué es un reloj frente al cuerpo, la vida y los miembros sanos? Es
un bien perfectamente reemplazable, éstos un bien completamente
irreemplazables. ¡Una verdad irrebatible! -en la que sólo es pasada por
alto la pequeñez que el reloj pertenece al atacado, los miembros al ladrón,
que éstos tienen para él un alto valor, pero para aquél ninguno, e incluso
en relación con la reposición del todo indiscutible del reloj la pregunta:
¿quién lo repone? ¿El juez tal vez que hace esa indicación?

¡Pero basta de tontería y de perversión sabias! ¡Qué profunda vergüenza


tiene que suscitar en nosotros el percibir cómo aquella simple idea del
sano sentimiento jurídico que en todo derecho, aunque el objeto sea tan
sólo un reloj, es atacada la persona misma con todo su derecho y aparece
agraviada toda su personalidad, la ciencia abdicó de una manera que
pudo elevarse a deber jurídico el abandono del propio derecho, la fuga
cobarde ante la injusticia! ¿Puede maravillar si en un tiempo en que
pueden atreverse a salir a la luz del día en la ciencia tales opiniones, el
espíritu de la cobardía y la tolerancia apática de la injusticia determinó
también la historia de la nación? Felices de nosotros que hemos
experimentado que el tiempo ha cambiado; tales opiniones se han vuelto
ahora imposibles, sólo pudieron prosperar en el pantano de una vida
nacional política y jurídicamente igualmente corrompida.

En la teoría de la cobardía que se acaba de desarrollar, en el deber del


abandono del derecho amenazado he tocado la antítesis científica más
extrema de la opinión por mí defendida, que eleva en cambio a deber la
lucha por el derecho. No tan bajo, pero siempre bastante bajo con
respecto a la altura del sano sentimiento del derecho, está el nivel de la
opinión de un nuevo filósofo, Herbart, sobre la última razón del derecho.
Lo ve en, no se puede decir de otro modo, un motivo estético: el
desagrado de la lucha. No es éste el lugar para exponer la completa
inconsistencia de esta manera de ver, pero me encuentro en la situación
feliz de referirme a las manifestaciones de un amigo (10). Si estuviese
justificado el punto de vista estético en la dignificación del derecho, no
sabría si la belleza estética en el derecho debería colocarse de modo que
excluyese la lucha, o más bien justamente en el hecho que entraña la
lucha. El que encuentra fea la lucha como tal estéticamente, en lo cual es
dejado de lado la justificación ética de la misma, tiene que romper con
toda la literatura y el arte desde la Ilíada de Hornero y los trabajos
escultóricos de los griegos hasta nuestra época actual, pues apenas hay
una materia que haya conservado para ellos una fuerza de atracción tan
alta como la lucha en todas sus diversas formas, y hay que buscar aún el
espectáculo de la suprema tensión de la fuerza humana, que el arte
plástico y el arte poético han magnificado, en lugar del sentimiento de la
satisfacción estética que inspiró el desagrado estético. El mayor
problema y el más eficaz para el arte y la literatura es siempre la
manifestación del hombre en favor de la idea, se llame la idea derecho,
patria, fe, verdad. Pero esta manifestación es siempre una lucha.
58

Pero no la estética, sino la ética tiene que dar información al respecto


sobre lo que corresponde o contradice la esencia del derecho. Pero la
ética, lejos de rechazar la lucha por el derecho, la señala a los individuos
y a los pueblos allí donde rigen las condiciones desarrolladas por mí en
este escrito, como un deber. El elemento de la lucha, que Herbart quiere
separar del concepto de derecho, es el más primigenio, inherente
eternamente en él -la lucha es el trabajo eterno del derecho. Sin lucha no
hay derecho, como sin trabajo no hay propiedad. La norma: Comerás el
pan con el sudor de tu frente, está con la misma verdad frente a la otra:
En la lucha hallarás tu derecho. Desde el momento en que el derecho
abandona su disposición combativa, se sacrifica a sí mismo -también
para el derecho vale la sentencia del poeta:

Esta es la última conclusión de la sabiduría:

Sólo merece la libertad y la vida,

El que tiene que conquistarlas diariamente.

Notas

(1) Citado por mí en un ensayo de mis Jahrbüchern, vol. 18, n. 1. Era el mismo modo en
que el buen tacto de los tribunales franceses aplican la pena pecuniaria, en
contraposición ventajosa con la manera completamente opuesta en que esto ocurre en
los tribunales alemanes.

(2) Recuérdese que hablo del actual derecho romano. Si acentúo esto en el pasaje
presente todavía de modo especial lo hago porque se me ha hecho por un sector el
reproche que habría olvidado en la exposición anterior en el texto el código penal
alemán, págs. 246, 266. Si quisiera someter a una crítica el actual derecho romano, el
hombre lo habría olvidado ya cinco páginas más adelante.

(3) Recuérdese que la siguiente manifestación se refiere a nuestro proceso de derecho


común, que en la época en que apareció este escrito (1872) existía aún, y del cual nos ha
liberado tan sólo la ley de proceso civil para el Reich alemán (en vigor desde el 1° de
octubre de 1879).

(4) Paulus en 1,91, 3 de V.O. (45,1) ... In quo genere plerumque sub autoritate juris
scientiae perniciose erratur, el jurista tenía aquí otro extraavío en vista.

(5) Se encuentra resumida en el escrito de K. Levita, Das recht der nothwehr, 1856 pág.
158 y sigts.

(6) Levita, en otro lugar pág. 237.

(7) Id., id., pág. 240.

(8) Id., id., págs. 205 y 206.

(9) Id., id., pág. 210.


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(10) Jul. Gläser, Gesanmelte kleinere schrifren über strafrecht, civil-und strafprocess.
Wien, 1868, vol. I, pág. 202 y sigts.

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