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R E L IG IO N

I. LA N U E V A M A N ER A : O RIENTACIO NES DEL PEN SA M IEN TO


RELIGIOSO, C. Ι7Ο -3Ο Ο

El historiador corre el peligro de olvidar que las personas de las que


se ocupan sus obras emplean mucho tiempo en dormir, y que cuan­
do se hallan en ese estado suelen tener sueños. Un rétor griego, sin
embargo, Elio Aristides (118-180), nos ha dejado una relación com­
pleta de sus sueños. Los recopiló dándoles el nombre de Relatos sa­
grados, pues sus sueños se referían principalmente a las apariciones
del dios Asclepio. Entre ellos hay ensueños de terror religioso y de
exaltación. Aristides estaba convencido de que era el elegido de la
divinidad, y de que su vida en la Tierra era un «drama divino»,
moldeado en cada paso por el amoroso cuidado de Asclepio.
El caso de Aristides nos recuerda, si hubiéramos menester de
ello, que el Imperio romano en la cúspide de su prosperidad tenía
tiempo para muchas excentricidades de ese tenor: estamos tratando
de una sociedad en la que la abrumadora mayoría de los hombres
educados se habían tornado, no a la filosofía, o mucho menos a la
ciencia, sino más bien a los medios que su religión tradicional les
proporcionaba para orientar el negocio de la vida.
A la vez, es igualmente importante caer en la cuenta de que esta
intensa vida ensoñativa de Aristides no se diferenciaba lo más míni­
mo de su decisión de vivir una existencia marcada por el éxito, como
caballero educado y conservador: Asclepio le ayudaba meramente en
los posibles «baches» que podían amenazar su triunfante carrera. Co­
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56 La revolución romana tardía

nocemos a Aristides como autor de un panegírico clásico sobre los


beneficios del Imperio romano y como un encarnecido enemigo de los
cristianos, «hombres de Palestina que muestran su impiedad, como
podría esperarse, no respetando a quienes son mejores que ellos».
Aristides se sentía aún firmemente anclado en la vida pagana
tradicional. Pero en la centuria que seguiría a la de este personaje
habría de acaecer un cambio. La rica vida religiosa del mar Medite­
rráneo, que había mostrado una infinita capacidad para engendrar
lo exótico y lo excéntrico, se apartó rápidamente del molde tradicio­
nal, en el cual hombres como Aristides se sentían totalmente a sus
anchas. Muchos intentaron la reinterpretación de su religión ances­
tral; unos pocos consumaron «el divorcio de los modos del pasado»
haciéndose cristianos. El período que media entre el 170 y la conver­
sión del emperador Constantino al cristianismo en el 3x2 contempló
una notable actividad religiosa, plena de angustias. En ella encontra­
mos los primeros duelos literarios entre los cristianos y los paganos
educados: el gentil Celso escribió su Verdadera Doctrina hacia el 168,
y recibió cumplida respuesta de Orígenes de Alejandría en el 248.
En su cultivado grupo de estudiosos, los maestros gnósticos intenta­
ron construir un sólido fundamento para las profundidades del
«verdadero conocimiento», la gnosis, contenida en el cristianismo.
(Recientemente se han descubierto escritos gnósticos, de alrededor
del 170, en traducción copta, en Nag-Ham m adi, Egipto.) Los paga­
nos daban forma a sus inquietudes por medio de pequeños tratados
de edificación, tales como las revelaciones de la divinidad egipcia
Hermes «Trismégistos», el dios «tres veces grande».
Sería ingenuo considerar los cambios que se reflejan en esos es­
critos meramente como el declive de la ilustración clásica y el surgi­
miento de la superstición. El punto de partida, la época de los Anto-
ninos, no era precisamente el momento de una «ilustración», sino el
de una superstición difusa y bien regulada. Gracias a ella muchos
miembros de las clases gobernantes, bien arraigadas y encumbradas
en el éxito, se persuadían a sí mismos de que vivían en el mejor de los
mundos posibles. Esta actitud se resume en el lema que aparece fre-
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cuentemente en las monedas de los siglos ii y ni: Providentia deorum,


«los dioses tienen cuidado de nosotros». «Los dioses se hallan siem­
pre dispuestos a mostrar su poder — había escrito Marco Aurelio— ,
nos ayudan de un modo maravilloso. Nos envían ensueños; revelan
misterios, nos proporcionan remedios contra la falta de salud y orácu­
los para aliviar nuestras incertidumbres».
Los paganos educados se sentían aún a gusto en su mundo. Se­
gún los filósofos, el universo estaba gobernado por el Altísimo, Dios
único, totalmente inefable, y en consecuencia «por encima» de todas
las cosas. Este Dios único, sin embargo, se hallaba plenamente repre­
sentado sobre la Tierra en las actuaciones de los muchos dioses de la
fe tradicional. Estos, se pensaba, actuaban como «espíritus servido­
res»; eran como los gobernadores provinciales de su imperio univer­
sal. El hombre corriente se hallaba totalmente satisfecho con esas
figuras entrañables, y la vestidura de los olímpicos clásicos les senta­
ba bien aún. No ha habido una época del mundo antiguo en la cual
el hombre medio pudiera sentirse tan seguro de que sabía exacta­
mente qué figura tenían los dioses clásicos; en el siglo n se hallaban
por todas partes con sus formas más estereotipadas y tradicionales:
en estatuas producidas en serie, en las monedas y en la cerámica.
Los hombres creían que esos dioses cuidaban del género huma­
no en general, y de las ciudades e individuos en particular. E l caso de
Aristides nos muestra con qué seriedad esperaban las gentes una
atención personal y directa. A través de todo el mundo romano, las
ciudades e individuos concedían a los viejos dioses muchas oportu­
nidades de prestar atención a sus adoradores: el siglo n contempló
un resurgimiento admirable de los oráculos tradicionales del mundo
griego.
Este cuidado divino se obtenía ejecutando rituales que se consi­
deraban tan antiguos como la raza humana. Abandonar tales ritos
engendraba una angustia y un odio genuinos. Los cristianos sufrie­
ron salvajes ataques por haber desatendido estas prácticas siempre
que ocurrieron terremotos, hambres o invasiones bárbaras que reve­
laban la ira de los dioses.
5« La revolución romana tardía

A la vez, en tal sistema de creencias, el hombre podía sentirse


incardinado en la densa estructura de un mundo impregnado del
cuidado de dioses antiquísimos. Podía sentirse seguro de que lo que
sus ancestros y compañeros habían hecho desde siempre en sus ciu­
dades natales se acomodaba irreprochablemente a la vasta amplitud
de un universo perfecto que a todos envuelve. L a creencia tradicio­
nal en la actividad de los dioses en el universo presentaba una super­
ficie singularmente unificada y sin fisuras. Pero los pensamientos y
angustias de la «nueva manera» después del 170 provocaron grietas
a lo largo y ancho de este mundo. Es el examen de algunas de estas
nuevas preocupaciones de los hombres sensibles de la época lo que
nos permite apreciar la naturaleza de la revolución espiritual que ca­
racteriza a la Antigüedad tardía como un período tan distinto y tan
fértil en la historia del viejo Mediterráneo.
En primer lugar, el individuo poseía un sentimiento acrecenta­
do de albergar algo en sí mismo infinitamente valioso, aunque dolo-
rosamente carente de relación con el mundo exterior. Después de
generaciones de una actividad pública en apariencia satisfactoria, ocu­
rría como si se hubiera agostado una corriente que fluía con suavi­
dad desde la experiencia interna de los hombres hasta el mundo
exterior. El calor huía del entorno familiar. Las preocupaciones tra­
dicionales parecían triviales, si no positivamente opresoras. Y a Mar­
co Aurelio contemplaba el mundo como a través del pequeño redon­
del de un telescopio: las campañas danubianas, gracias a las cuales
había salvado al Imperio en el 172-175 y 178-180, le agitaban como
«cachorrillos que luchan por un hueso». Encontramos al filósofo
Plotino admirándose de que «cuando torno a mí mismo me pregun­
to cómo es posible que tenga un cuerpo..., ¿por qué suerte de degra­
dación ha ocurrido esto?». El gnóstico «despierta» para averiguar
que la vida es una pesadilla, «en la cual huimos no sabemos hacia
dónde, o nos quedamos inertes persiguiendo algo, no sabemos qué».
El cristiano bautizado aparece como «hijo de Dios», pero arrojado a
un mundo gobernado por el Príncipe del Mal.
Encontrar una repentina reserva de perfección o inspiración
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dentro de uno mismo va acompañado de la necesidad de hallar un


Dios con el cual el hombre pueda estar solo; un Dios cuya «obliga­
ción», si puede denominarse así, respecto al ser humano se exprese
en un tono concentrado y personal, no difuminado en una adminis­
tración benigna pero profundamente impersonal del universo en su
conjunto. Los hombres que percibían aún sus actividades conven­
cionales como necesitadas de la bendición o del estímulo divino eran
por completo obtusos a esta nueva necesidad; Aristides se sentía to­
talmente dependiente de Asclepio, pero era predeciblemente con­
vencional al considerar a Zeus como la deidad soberana y distante de
un panteón totalmente griego. L a nueva manera, en contraste con la
anterior, apelaba directamente al centro y se alejaba de los dioses
subordinados de las creencias populares; se dirigía al Dios único
como expresión de un poder latente e inefable. Para los gnósticos,
por ejemplo, el buen Dios había estado completamente oculto, nun­
ca había sido conocido anteriormente; la divinidad se había manifes­
tado de modo repentino, para, al final, ser percibida por el creyente
tras la impresionante maquinaria de un mundo diabólico. De varias
maneras, quedaba desprovista de sentido la antigua y reconfortante
imaginería de los dioses menores, que había rodeado como una faja
al Dios único de las personas biempensantes. El cristianismo se en­
contraba a sí mismo frente a frente ante la drástica simplicidad del
Dios «único del universo», e incluso para el pagano reflexivo los olím­
picos habían comenzado a aparecer un poco menos transparentes.
La máscara clásica no se acomodaba ya al núcleo refulgente e ines­
crutable del universo.
Sería ingenuo describir esta evolución meramente como el naci­
miento de la «ultramundaneidad». Lejos de ello: la creencia de que
el ser humano podía ponerse en contacto directo con alguien mayor
que él mismo constituyó una ayuda no pequeña en una época de
cambio revolucionario, y de ningún modo excluía el acumen políti­
co. El paganismo tradicional se había expresado a través de formas
tan impersonales como el universo mismo: había movilizado senti­
mientos hacia las «cosas sagradas»: hacia los antiguos ritos, estatuas,
6ο La revolución romana tardía

oráculos, hacia templos profundamente amados. La «nueva manera»,


por el contrario, engendraba seres humanos individualistas, rudos,
que creían ser los agentes de enormes fuerzas. Todos los hombres
que dejaron realmente huella en el mundo romano de los siglos m
y iv creyeron que actuaban como «servidores de Dios o de los dio­
ses», y se orientaron ávidamente hacia lo sobrenatural para conse­
guir guía y sanción en una época perpleja: organizadores eclesiásti­
cos tales como Cipriano, obispo de Cartago (248-258); emperadores
reformistas como Aureliano (270-275), pagano; Constantino, cristia­
no; Juliano el Apóstata (361-363); genios fértiles y tenaces como san
Atanasio (c. 296-373) y san Agustín.
L a sensación de una «irrupción» inminente de la energía divina
en el mundo interior de cada individuo tuvo unos efectos revolucio­
narios. Para innumerables hombres y mujeres humildes este senti­
miento debilitó sutilmente el poder moldeador de la cultura clásica
y el de las sanciones habituales del comportamiento. Los escritos
paganos y cristianos de la «nueva manera» comparten por igual el
mismo interés en la «conversión» en su sentido más radical, es decir,
consideraban como posible que el ser divino «real» apareciera rápi­
damente en la esfera humana a costa de la identidad social normal
del individuo. E l discípulo «renacido» de Hermes «tres veces grande»,
el hombre «espiritual» de los gnósticos, el cristiano bautizado...,
cada uno de estos personajes sentía que un muro de cristal se inter­
ponía entre su nueva vida y su pasado; su nuevo comportamiento lo
debía todo a Dios y nada a la sociedad.
L a idea de «conversión» se hallaba estrechamente ligada a la de
«revelación». Para el ser humano corriente abrían ambas una brecha
en el alto muro de la cultura clásica. Por medio de la «conversión»
este hombre conseguía una excelencia moral que había quedado an­
teriormente reservada a los caballeros clásicos griegos y romanos
gracias a su cuidadosa servidumbre y conformidad puntillosa para
con los antiguos modelos. Por medio de la «revelación» el individuo
sin estudios podía alcanzar el núcleo mismo de las verdades vitales
sin exponerse a grandes expensas, a los rencores profesionales y al
Religion 6ι

pesado tradicionalismo de la educación filosófica del siglo 11. Los fi­


lósofos paganos, que podían compartir muchos aspectos de la «nue­
va manera», se oponían agriamente a los cristianos y a los gnósticos
paganos que depositaban su confianza en tales medios. L a «revela­
ción» para un filósofo como Plotino no era meramente irracional,
sino que conducía además a una falsificación de segundo rango de la
cultura filosófica académica tradicional. Era como si hoy los habi­
tantes de una región subdesarrollada buscaran ponerse al día en la
tecnología occidental proclamando que habían aprendido física nu­
clear por medio de ensueños y oráculos.
Los hombres que habían descubierto algún tipo de perfección
interna en ellos mismos, que se sentían capaces de un contacto ínti­
mo con el Dios único, se dieron cuenta de que el problema del mal,
en consecuencia, era más íntimo, más drástico. «Considerar el con­
junto de todas las cosas» humanas con desapego — como tantos pe­
nosos accidentes de tráfico en el sistema de comunicaciones bien re­
gulado del universo— era totalmente insuficiente, pues no daba
sentido al vigor de las emociones que luchaban dentro de cada uno.
De aquí procede la evolución más crucial de estos siglos: la definitiva
y violenta aparición de los «demonios» como fuerzas activas del mal
contra las que los hombres debían pelear. La penetrante hediondez
de una invisible batalla pendía sobre la vida intelectual y religiosa
del hombre de la Antigüedad tardía. Pecar no era ya simplemente
errar: consistía en permitir ser derrotado por fuerzas invisibles.
Equivocarse no era encontrarse en el error, sino ser inconsciente­
mente manipulado por algún poder maligno invisible. Cuanto ma­
yor era la intensidad con la que la gente sentía estas ideas, tanto más
potentes le parecían los demonios: los cristianos creían que el paga­
nismo tradicional, lejos de ser una obra de hombres, era un «opio del
pueblo» bombeado sobre la raza humana por demonios no huma­
nos; incluso un erudito adscribió a la inspiración demoníaca las pési­
mas reseñas que había recibido un libro suyo.
Los demonios eran las «estrellas» del drama religioso de la A n ­
tigüedad tardía, pero necesitaban un empresario. Y lo encontraron
02 La revolución romana tardía

en la Iglesia cristiana. Fuera del cristianismo los demonios habían


permanecido como seres ambivalentes (más bien como fantasmas).
Se les invocaba para explicar desgracias repentinas e irracionales, o
desviaciones del comportamiento normal, tales como revoluciones,
epidemias o turbios asuntos amorosos; se apelaba a ellos tan amplia­
mente — y por lo tanto causaban tan poca ansiedad— como a los
microbios de hoy día. El cristianismo, sin embargo, hizo de los de­
monios un punto central de su cosmovisión. L a Iglesia cristiana ha­
bía heredado a través del judaismo tardío el legado más funesto del
zoroastrismo persa al mundo occidental, a saber: una creencia en la
absoluta división del mundo espiritual entre poderes buenos y ma­
los, entre ángeles y demonios. Para hombres cada vez más preocupa­
dos con el problema del mal la actitud cristiana hacia los diablos
proporcionaba una respuesta orientada a aliviar una angustia sin
nombre: concentraba esta ansiedad sobre los demonios y al mismo
tiempo ofrecía un remedio para ella. A tales espíritus se Ies habían
otorgado poderes vastos, pero estrictamente delimitados. Satán era
un agente de todos los males que recaían sobre la raza humana, pero
había sido derrotado por Cristo y podía ser controlado por los agen­
tes humanos del Salvador. Los cristianos estaban convencidos de
que libraban sobre la Tierra una batalla que había sido ya ganada
para ellos en los cielos. Los monjes trataban a los demonios con la
misma divertida precaución de los muchachitos que visitan a un
león en el zoo; y los obispos cristianos se aplicaban a su trabajo con la
misma estructura mental que muchos revolucionarios: se enfrenta­
ban a una sociedad diabólicamente organizada, imponente y dañina
en verdad, pero a la vez vacía y condenada fatalmente a la destruc­
ción. Por ello, a pesar de las muchas razones aceptables, tanto cultu­
ral como socialmente, que el historiador pueda encontrar para la
expansión de la Iglesia cristiana, permanece el hecho de que en toda
la literatura de esta religión, desde el Nuevo Testamento hacia ade­
lante, los misioneros cristianos avanzaban principalmente desvelan­
do la bancarrota de los enemigos invisibles de los hombres, los de­
monios, a través de exorcismos y milagros de curación.
Religion 63

Nada revela más claramente el clima arriscado y pendenciero


que se desarrolló en el siglo m que el papel atribuido a los demonios.
Llegaron a ser identificados como elementos del mal que se introdu­
cían en cada situación de desgracia y enfermedad. Sin embargo, su
presencia no suponía una carga tan pesada para el hombre de la A n ­
tigüedad tardía como podríamos pensarlo hoy, precisamente porque
los demonios podían ser «aislados» y expelidos. En casos de enfer­
medad, por ejemplo, un hombre santo podía «ver» al demonio en el
cuerpo humano, y podía expulsarlo, a veces en la forma satisfactoria­
mente concreta de un objeto visible, como un ratón, un reptil o un
pájaro. D e este modo tuvo lugar uno de los cambios más profundos
y misteriosos en la actitud del hombre hacia sí mismo. En la época de
los Antoninos, encontramos un número sorprendente de floridos
valetudinarios: Elio Aristides obtenía constante provecho de su mala
salud, y Galeno, el médico (c. 129-199), era el dirigente intelectual de
la sociedad romana. L a hipocondría del cuerpo social era un síntoma
que producía perplejidad y molestia; pero se expresaba en términos
tradicionales de la medicina griega: los seres humanos concentraban
sus angustias en el desequilibrio de los humores de sus propios
cuerpos. Los hombres de generaciones posteriores, por el contrario,
tendieron a negar que la enfermedad brotara de ellos mismos: la
defensa contra los demonios les preocupaba más que los desórdenes
íntimos de su constitución corporal.
A la vez, la «nueva manera» animaba a los hombres a pensar
que necesitaban defender su identidad estableciendo estrictas barre­
ras alrededor de ella. Disminuyó así la facilidad de sentirse a gusto
dentro de su comunidad, y se vieron fuera de lugar en el mundo fí­
sico. Se hallaban solos y aislados con su Dios único. Por medio de la
conversión y aceptando la revelación podían apartarse de su propio
pasado y de las creencias de las masas de sus congéneres. Disponían
así sus barricadas para una batalla invisible contra los demonios.
Como resultado de ello el individuo llegó a sentir con mucha más
fuerza que antes la necesidad de sobrevivir en otra existencia mejor.
El siglo ni contempló un incremento de la influencia de los grupos
6± La revolución romana tardía

religiosos que aseguraban para sus miembros — quienes debían de­


fender con enorme ferocidad el sentido, recientemente conseguido,
de su unicidad en este mundo— el gozo de la victoria y del descanso
en el otro. El iniciado de Mitra, por ejemplo, se armaba contra los
demonios que podían atacar su alma cuando ascendía a los cielos,
tras la muerte, a través del pacífico brillo de la Vía Láctea. Las pin­
turas de las catacumbas cristianas expresan ideas similares. Por me­
dio del bautismo el creyente era «arrancado» de los peligros de este
mundo; quedaba identificado con Daniel, de pie, pacíficamente, con
sus brazos extendidos en oración en medio del pozo de los leones. Y
después de la muerte habría de gozar del «reposo», del refrigerium
«celeste», al igual que Jonás había descansado del cruel bochorno
del día a la sombra fresca de un arbusto.
L a divisoria más profunda en el mundo de la Antigüedad tardía
era la que se producía después de la muerte. L a invisible sima entre
los «salvados» y los «condenados» aparecía como un profundo foso
alrededor de pequeños grupos, tanto paganos como cristianos, que
habían conseguido cincelarse una posición para sí mismos a expen­
sas del consenso, durante tanto tiempo honrado, de la adoración pú­
blica tradicional.
L a época de los Antoninos contempló la aparición conjunta de
tales pensamientos. Así se explica la extraña apariencia de este perío­
do. Cuando leemos la literatura de las clases superiores de la época
clásica podemos estar de acuerdo con Gibbon: «Si se exhortara a un
hombre a fijar el período de la historia del mundo durante el cual la
condición de la raza humana hubiera sido más feliz y próspera, ha­
bría designado, sin duda, aquella que transcurrió desde la muerte de
Domiciano hasta el acceso al trono de Cómodo», pues al hacerlo así
aceptaba el juicio de un nutrido grupo de contemporáneos sobre sí
mismos. L a vida cívica tradicional jamás había extendido tan lejos
su ámbito en Europa occidental. En el mundo griego una nueva auto-
conciencia se expresaba a sí misma en el resurgimiento romántico
de la religión y cultura clásicas. Los hombres se sentían todavía a
gusto en sus ciudades. Los héroes de la época no eran los santos; eran
Religion
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los «sofistas», oradores que habían desempeñado un papel vital en la


vida de sus ciudades (cf. pág. 30). Un afamado profesor de retórica
en Roma obtenía como sueldo 100.000 sestercios al año.
Exactamente en el mismo momento un obispo cristiano en Roma
percibía solamente 7.000 sestercios por año. Según todas las aparien­
cias, su grupo se sentía empequeñecido ante el robusto edificio de la
vida pública clásica; era como un inmigrante, a quien nadie compren­
de, en una gran ciudad, como K arl Marx en la Londres victoriana.
De todos modos podemos comprender por qué en el siglo siguiente el
obispo cristiano podía resurgir del olvido: por cada «orador-estrella»
tradicional habían brotado en Roma una docena de pequeños con­
ventículos, los didaskalia — grupos de estudio— , de hombres intere­
sados en cuestionárselo todo. Existía la Iglesia cristiana como tal; los
grupúsculos del gnóstico Valentín: «los hijos de la sabiduría del cora­
zón»; la sosegada atmósfera de las salas de reunión de los discípulos
de Hermes, el «tres veces grande». En el apartado siguiente veremos,
en momentos en los que la brillante vida pública de las antiguas ciu­
dades se vio afectada por el hielo del desorden público tras el 240, por
qué un mundo oscuramente preparado entre hombres humildes en
conventículos mínimos fue capaz de situarse en primer plano bajo la
forma de una Iglesia cristiana organizada.

2. LA CRISIS DE LAS CIUDADES:

l a a s c e n s ió n d e l c r is t ia n is m o , c. 200-300

En pocas épocas de la historia una parte del mundo ha mantenido


tan impertérrita indiferencia respecto a la vida de la otra mitad co­
mo en el Imperio romano del siglo 11. Roma era «dos naciones», como
había afirmado Disraeli de la Inglaterra victoriana. Las clases gober­
nantes tradicionales se enorgullecían de preservar las antiguas parti­
cularidades de sus ciudades natales. Los atenienses, por ejemplo,
completaron el templo de Zeus Olímpico apremiados por el empe­
rador Adriano tras un lapso de tiempo de 638 años. Utilizaron en­
66 La revolución romana tardía

tonces bridas en forma de T , costosas e innecesarias, para copiar


exactamente el sistema de los edificios del siglo v a.C . Las aristocra­
cias griegas guardaban como tesoros sus ritos locales y sus sacerdo­
cios como garantía de un estatus local y por temor de que el vasto
Imperio en el que se encontraban se convirtiera en un polvoriento
vertedero cultural. Estas gentes continuaban contemplando el mun­
do romano como un mosaico de distintas ciudades y tribus. L a acti­
tud general de la época acentuaba el frágil panal de los patriotismos
locales. Las ciudades griegas generaban una multitud enorme de
monedas, cada una de las cuales estaba destinada a honrar su propia
divinidad. Una ciudad africana resumía sus anhelos en una inscrip­
ción: «Más poder para nuestra ciudad natal».
Exactamente en el mismo momento, sin embargo, podía un jo­
ven estudiante, Taciano, viajar desde el Oriente, desde la frontera si­
ria del Imperio romano, hasta la capital hablando continuamente
griego y participando de una cultura filosófica uniformemente helé­
nica. Taciano volvió a casa mohíno... y cristiano. El particularismo
estridente de las ciudades del Imperio le había escandalizado. Cada
una tenía sus propias leyes; cada una estaba gobernada por una res­
tringida oligarquía. «Debería existir un mismo código legal para toda
la humanidad — escribió— , y una misma organización política».
Taciano hablaba para miles de hombres cuya experiencia del
Imperio romano era diametralmente opuesta a la de las clases domi­
nantes. Para los distinguidos gentilhombres griegos y romanos, la
paz del Imperio había sobrevenido como una oportunidad para for­
tificar y estimar aún más las costumbres de sus antiguas ciudades
natales. Mas para los hombres humildes no representaba nada de
esto; significaba horizontes más amplios y unas oportunidades sin
precedentes para viajar; posibilitaba también la erosión de las dife­
rencias locales a través del comercio y la inmigración, y el debilita­
miento de las antiguas barreras ante la nueva riqueza y los nuevos
criterios que determinaban el estatus. Imperceptiblemente, el Impe­
rio romano disolvía en las clases inferiores el sentido de la tradición
y las lealtades locales de las que dependían sus clases superiores.
Religion 67

Mientras las ciudades griegas de la costa egea de Asia Menor es­


taban orgullosas de sí mismas por haber mantenido sus característi­
cas peculiares (incluso sus feudos locales) desde el siglo v a. C., los
habitantes de las tierras del interior — en Frigia, Bitinia, Capado-
cia— habían penetrado en un mundo nuevo. Sus mercaderes se ha­
llaban continuamente en movimiento buscando oportunidades en
los territorios subdesarrollados de Europa occidental, asentándose a
menudo muy lejos de sus ciudades natales. Un comerciante frigio,
por ejemplo, visitó Roma setenta y dos veces durante su vida.
Precisamente fueron estos hombres, desarraigados y apartados de
su antigua vida, los que proporcionaron el trasfondo para los angus­
tiados pensamientos de los dirigentes religiosos de finales del siglo 11.
Los empresarios triunfantes, los libertos con cargo de administrado­
res, las mujeres, cuyo estado y educación había mejorado lentamen­
te, se sentían no ya como habitantes de su ciudad habitual, sino «como
ciudadanos del mundo»; y muchos, según parece, estaban cayendo
en la cuenta de que ese mundo era un lugar solitario e impersonal.
Entre esta clase de gente es donde encontramos a los cristianos. H a ­
cia el año 200 las comunidades de este grupo religioso no se recluta­
ban entre «los humildes y oprimidos»; eran, por el contrario, grupos
de personas de la clase media y respetables artesanos de las ciudades.
Lejos de haber sido expoliados, estas gentes habían hallado nuevas
oportunidades y prosperidad en el Imperio romano, pero debían
también imaginar nuevas maneras de enfrentarse a las angustias e
incertidumbres de su nueva posición.
Uno de los aspectos más fascinantes de la arqueología del Impe­
rio es que podamos contemplar tan claramente algunos de los mo­
dos como los hombres sencillos, pero respetuosos de sí mismos, in­
tentaban regular su comportamiento, elegir sus propios objetos de
adoración, fomentar relaciones humanas en unas ciudades más cos­
mopolitas, menos íntimas, en las que las antiguas lindes se estaban
difuminando.
L a expansión de los cultos orientales en Europa occidental, por
ejemplo, es una característica notable de los siglos 1 y jti Estos ritos
68 La revolución romana tardía

se extendieron porque daban al emigrante, y más tarde también al


devoto local, un sentido de pertenencia, una sensación de lealtad de
las que carecía cuando desempeñaba las funciones cívicas de su pro­
pia ciudad. Existen pruebas conmovedoras del crecimiento espontá­
neo de pequeños clubes de gente humilde pero acomodada. Estos
personajes se reunían a comer, mientras vivían, con miembros del
mismo grupo, y eran enterrados y recordados por ellos cuando mo­
rían. De un modo más siniestro, la proliferación de manuales de
astrologia, de libros de sueños, de tratados de magia nos muestran
cuántas angustias experimentaba un público nuevo de hombres se-
mieducados para controlar una vida cuyos pasos se habían hecho
más rápidos.
En todo este conjunto, los puntos de vista de las clases superiores
del Imperio romano eran totalmente opuestos a la experiencia de los
plebeyos más prósperos que habitaban las ciudades. La cultura filo­
sófica del mundo griego había alcanzado su máxima difusión; pero
justamente en ese momento las clases superiores helénicas estaban
abandonando un griego vital y flexible — la Koiné, que había sido la
lengua franca de todo el Oriente— en pro de un estilo ático arcaico
que solo podía ser hablado por una élite meticulosamente educada.
Cuando alguien le preguntó cómo se debía castigar a un bandido, un
rétor contemporáneo respondió: «Hacedle aprender los clásicos an­
tiguos de memoria, como me ocurrió a mí». Esta élite, por ende, es­
taba erigiendo un alto baluarte en torno a su propia cultura, con lo
que implícitamente privaba de sus derechos a un proletariado tur­
bulentamente intelectual. Las literaturas gnóstica y hermética nos
muestran con qué avidez deseaba aún la gente apropiarse de la cul­
tura filosófica griega para resolver sus problemas urgentes; y si no
poseían los medios para frecuentar a los profesores que se la propor­
cionaran, se encaminaban hacia los dirigentes religiosos, en cuyas
bocas las vulgaridades elementales de las aulas polvorientas conmo­
cionaban al nuevo oyente con la espontaneidad y simplicidad de la
«revelación». Y a algunos escritores habían dirigido la mirada desde
los altos baluartes de su cultura clásica hacia el oscuro mundo que
Religión 69

presionaba contra ellos; así, Galeno (quien, significativamente, vio


que su propia profesión de médico se estaba inundando de entusias­
tas incultos) cayó en la cuenta de que los cristianos no eran probable­
mente capaces de vivir de acuerdo con las máximas más elevadas
de la antigua ética a causa de sus parábolas y mandamientos brutal­
mente simples. Los apologetas cristianos se gloriaban justamente de
haber conseguido esto. Platón, afirmaban, había servido buenos ali­
mentos condimentados con caprichosos aderezos, pero los apóstoles
guisaban para las masas en una saludable cocina. La historia social
de la cultura de nivel medio en el mundo romano estaba de lado de
los apologetas, no de Galeno. Un público nuevo y semieducado ha­
bía dado la espalda a los grandes diálogos platónicos, dirigiéndose
hacia unas viandas más simples proporcionadas por filósofos caseros
como Epicteto, y por manuales de máximas pitagóricas.
Los plebeyos acomodados ejercieron incluso el mecenazgo sobre
un arte nuevo, liberado de las cortapisas de los modelos clásicos, en
el foro y en los templos. Era este un estilo diseñado para transmitir
un mensaje esquemático, impresionista, con gestos formales pero
llenos de significado, con los rostros orientados hacia el espectador
para ser perfectamente reconocibles. Como la mayoría de las ideas
religiosas y culturales de la Antigüedad tardía, el estilo artístico dis­
tintivo del siglo iv no significaba un inicio totalmente nuevo; tenía
sus raíces en una cultura oscuramente preparada, durante los dos si­
glos precedentes, por hombres humildes que aún vivían a la sombra
de aristocracias exclusivas.
La ascensión del cristianismo no puede aislarse de los cambios
sociales que hemos ido describiendo. La expansión del cristianismo
no fue un proceso gradual e ineluctable, que comenzó con san Pablo
y terminó con la conversión de Constantino en el 312. Su difusión en
el siglo ni fue impresionante por ser totalmente inesperada. De re­
pente, la Iglesia cristiana se transformó en una fuerza con la que
había que contar en las ciudades mediterráneas. L a seriedad misma
de las medidas tomadas contra la Iglesia como cuerpo, y no meramen­
te contra los cristianos individuales, en las persecuciones del 257 y
70 La revolución romana tardía

después del 303, demuestra que algo faltaba en la vida de una ciudad
romana que el cristianismo amenazaba con suplir.
L a Iglesia difería de las otras religiones orientales, con las que
compartía muchas otras semejanzas, por la intolerancia respecto al
mundo exterior. Sus cultos eran exclusivos y, a menudo, un coto ve­
dado, celosamente prohibido para los foráneos; pero los cristianos
nunca se alinearon directamente en contra de las tradicionales ob­
servancias religiosas de la sociedad que los rodeaba. Nunca se com­
placieron en la publicidad de una persecución intermitente. Mien­
tras los cultos orientales ofrecían medios especiales de salvación en el
eón futuro, los cristianos daban por supuesta la posición de sus fieles
en este mundo. La Iglesia cristiana ofrecía un modo de vida dentro
de él. L a cuidadosa elaboración de una jerarquía eclesiástica, la sen­
sación de pertenecer a un grupo distinto con costumbres cuidadosa­
mente prescritas y con unos recursos que crecían cada vez más acen­
tuaba la impresión positiva que la Iglesia cristiana ejercía sobre las
generaciones llenas de incertidumbre del siglo ni. Raras veces una
pequeña minoría ha actuado con tanto éxito sobre las angustias de
una sociedad como lo hicieron los cristianos. Continuaban como un
pequeño grupo, pero alcanzaron el éxito de transformarse en un
gran problema.
Los misioneros cristianos caminaron principalmente por una vía
expedita justamente por aquellas zonas en las que la sociedad roma­
na era más fluida. Los viveros de la Iglesia se hallaban en las nuevas
y rudas provincias de las regiones interiores de Asia Menor. En una
zona como Licaonia, la llegada de la civilización griega había coin­
cidido virtualmente con la de san Pablo. El dirigente religioso Mar-
ción, que donó a la comunidad cristiana de Roma aproximadamente
doscientos mil sestercios, era un contemporáneo y de la misma región
que aquel mercader frigio que había realizado setenta y dos veces el
viaje a Roma.
Forma parte de la atracción de un grupo religioso el que vaya un
poco por delante de la evolución social. Era posible en un pequeño
grupo, «entre hermanos», plasmar cierto tipo de relaciones que solo
Religión 71

podían fundamentarse en una sociedad más amplia a costa de gran­


des conflictos e incertidumbres. Como miembro de la Iglesia, el cris­
tiano podía cortar algunos de los nudos gordianos más dolorosos de
la vida social. Así, por ejemplo, podía transformarse en un cosmopo­
lita radical. Su literatura, sus creencias, su arte y su modo de hablar
eran extraordinariamente uniformes tanto si vivía en Roma como en
Lyon, Cartago o Esmirna. Los cristianos eran emigrantes de cora­
zón, desraizados ideológicamente, separados de su entorno por una
creencia que sabían compartida con pequeños grupos a lo largo de
todo el Imperio. En una época en la que tantísimas barreras locales
se iban oscura y dolorosamente erosionando, los cristianos se habían
adelantado llamándose a sí mismos «una no nación».
L a Iglesia se declaraba también, expresamente, igualitaria. Un
grupo, en el cual no había «ni esclavos ni libres», podía afrentar a un
aristócrata llamándolo utópico o subversivo. Además, en una época
en la que las barreras que separaban a los prósperos libertos de los
senadores desclasados eran cada vez más irreales, un grupo religioso
podía dar el paso final de ignorarlas. En Roma, la comunidad cris­
tiana de comienzos del siglo m era un lugar en el que precisamente
tales anomalías se congregaban y toleraban: la Iglesia incluía en su
seno a un poderoso liberto, chambelán del emperador; su obispo ha­
bía sido un antiguo esclavo de ese liberto; estaba protegida por la
amante del emperador y patrocinada por nobles señoras.
Para esos hombres, cuyas confusiones procedían parcialmente
de no sentirse bien situados en su entorno natural, la Iglesia cristiana
ofrecía un experimento drástico de vida social reforzado por los
atractivos y peligros ocasionales de un rompimiento con su propio
pasado y con los vecinos.
Este sentimiento intenso de grupo religioso era un legado del
judaismo. Él salvó a la Iglesia cristiana. Precisamente porque se con­
sideraba a sí misma como «el verdadero Israel», la comunidad de los
cristianos fue capaz de permanecer bien anclada en cualquier ciudad
en la que se había establecido, como una lapa en la roca cuando se
retira la marea. A finales del siglo m las ceremonias religiosas públi­
71 La revolución romana tardía

cas de las ciudades disminuyeron; el fracaso del comercio amenaza­


ba a los cultos orientales con la privación de los devotos emigrantes;
pero los obispos cristianos permanecían, respaldados por una comu­
nidad estable y con un largo pasado tras ellos, para recolectar su co­
secha en las ciudades.
L a fortuna de los notables locales no se vio afectada por la crisis
de finales del siglo m , sino más bien orientada hacia una nueva di­
rección; las sumas de dinero gastadas en la población ciudadana du­
rante los siglos anteriores se invertían ahora en una vida más privada
y en una competición por el estatus francamente más egoísta. Como
es natural, los dioses se vieron afectados por este cambio en el ritmo
de la vida social. L a competencia pública en el siglo u había supuesto
una gran cantidad de actividades religiosas: ritos, procesiones, dedi­
caciones de estatuas y de templos. El estilo de vida de la Antigüedad
tardía, por el contrario, era mucho más llamativamente personal y
por ello más secular: un magnate seguía gastando dadivosamente,
pero promovía espectáculos y procesiones para otorgar lustre a su
estado personal, a su «potentia»; ya no le importaba reforzar las ac­
tividades comunitarias o, por lo mismo, las festividades religiosas.
Por ello no es sorprendente que las dadivosas inscripciones en honor
de los dioses tradicionales escasearan después del 250.
L a comunidad cristiana comenzó de repente a ejercer notable
atracción sobre los hombres que se sentían abandonados. En un pe­
ríodo de inflación los cristianos invirtieron grandes sumas de dinero
contante y sonante en el pueblo; en una época de una brutalidad
siempre en aumento, el valor de los mártires cristianos era impresio­
nante; durante las emergencias públicas, tales como revoluciones y
epidemias, la clerecía cristiana se mostraba como el único grupo uni­
do en la ciudad capaz de preocuparse del sepelio de los muertos y de
organizar distribuciones de alimentos. En Roma, hapia el 250, la
Iglesia sustentaba a mil quinientos pobres y viudas. Las comunida­
des de Roma y Cartago pudieron enviar gran cantidad de dinero a
África y a Capadocia para rescatar a los cautivos cristianos después
de las incursiones bárbaras del 254-256. Dos generaciones antes, y
Religion 73

enfrentado a problemas similares después de una invasión, el Estado


romano se había lavado las manos respecto a los provinciales más
pobres: los juristas declararon que incluso los ciudadanos romanos
debían permanecer como esclavos de los individuos que los rescata-
ran de los bárbaros. Formulado sencillamente: hacia el 250, hacerse
cristiano garantizaba una protección mayor de los propios correli­
gionarios que el ser civis romanus.
Pero la verdadera medida de la crisis de las ciudades no debe
hallarse en la atracción de unas pocas acciones públicas y espectacu­
lares de la comunidad cristiana. Lo que distinguió específicamente a
la Iglesia y le añadió atractivos fue la tremenda «interioridad» que
caracterizaba su vida. L a Iglesia no distribuía sus limosnas indiscri­
minadamente; tras recogerlas de la comunidad cristiana, el obispo
las ofrecía a Dios como un «sacrificio» especial del grupo. (El «sacri­
ficio» de la limosna formaba una parte tan importante de la ofrenda
sacrificial de los cristianos como podía ser la eucaristía; este hecho en
sí mismo representaba una alteración muy importante respecto a las
prácticas paganas.) Bendecida así, la riqueza de la comunidad retor­
naba exclusivamente a sus miembros como parte de la «amorosa ter­
nura» de Dios hacia su pueblo elegido.
La propaganda cristiana tampoco era indiscriminada. Los cris­
tianos no adoptaron el estilo homilético populachero de los filósofos
cínicos. Por el contrario, los que aspiraban a convertirse en miem­
bros de la Iglesia eran examinados cuidadosamente; se les preparaba
lentamente para la iniciación y, una vez iniciados, un terrible siste­
ma penitencial les hacía sentirse perpetuamente conscientes de la
formidable sima patente entre los que pertenecían o no al grupo re­
ligioso.
Hacia mitad del siglo ni, un romano educado, Cipriano de Car-
tago, podía desaparecer simplemente en el interior de este mundo
exótico y autosuficiente. Desde el 248 hasta el 258 pasó la última
parte de su vida realizando grandes hazañas organizativas y diplo­
máticas para mantener la «facción» cristiana en Cartago. L a atrac­
ción del cristianismo seguía fundamentándose en su radical sentido
74 La revolución romana tardía

comunitario; absorbía a la gente porque el individuo podía evadirse


de un mundo tremendamente impersonal para ingresar en una co­
munidad en miniatura, cuyas exigencias y relaciones eran explícitas.
La iglesia cristiana gozó de una completa tolerancia entre el 260 y
el 302. Esta breve «paz de la Iglesia» tuvo una importancia crucial,
como veremos luego (cf. pág. 83), para la futura evolución del cris­
tianismo en el Imperio romano. En cuanto a los emperadores, se
hallaban demasiado preocupados con las fronteras para cuidarse de
los cristianos. Este es un signo de cuán alejados se hallaban el Rin y
el Danubio del corazón del mundo clásico; durante una generación,
los emperadores y sus consejeros tornaron sus espaldas a lo que esta­
ba ocurriendo en las ciudades mediterráneas. Cuando Diocleciano
estableció finalmente su palacio en Nicomedia, en el 287, pudo con­
templar una basílica de los cristianos asentada en la colina opuesta.
El Imperio romano había sobrevivido; pero en este Imperio la cris­
tiandad había llegado a situarse sólidamente.

3. LOS Ú LTIM O S H ELEN O S: FILO SO FÍA Y PAGANISM O , C. 260-360

En el 268 una banda de guerreros hérulos de más allá de las riberas


del Danubio saqueó Atenas, pero fueron vencidos y expulsados por
hombres de la misma Ática encabezados por el historiador Dexipo
ifl. 253-276). La vida retornó a la ciudad dañada. L a famosa Ágora
se hallaba desierta; unas murallas improvisadas rodeaban la Acró­
polis. Dexipo, sin embargo, no menciona este incidente en su ins­
cripción pública: lo único que le importaba era que había celebrado
debidamente las fiestas panateneas. Hacia mediados del siglo iv
Atenas era de nuevo una ciudad universitaria floreciente. Cuando el
joven príncipe Juliano visitó la ciudad como estudiante se encontró
con que la filosofía se había extendido otra vez sobre toda Grecia
como la periódica avenida del Nilo. Siglo y medio después de Julia­
no, cuando los cristianos privaron al Partenón de sus estatuas, el fi­
lósofo Proclo (411-485) soñó que la diosa Atenea se colocaba a su
Religion
75

lado y le preguntaba si «su señora Atenea podía encontrar refugio


en su morada».
La historia de Atenas ilustra una importante faceta de la civili­
zación de la Antigüedad tardía. En este período, las tenaces supervi­
vencias, el reagrupamiento de fuerzas tradicionales y los descubri­
mientos del pasado son tan importantes como los cambios radicales
que acabamos de describir. Las edades futuras habrían de ser deudo­
ras tanto de los resurgimientos como de las innovaciones de este pe­
ríodo de la Antigüedad tardía.
La «intelligentsia» del mundo griego había llevado una vida
protegida en el siglo ni. En el nadir de la buena fortuna del Imperio,
en la década del 260, el filósofo Plotino pudo asentarse sin ningún
problema en una villa de la Campania bajo el mecenazgo de algunos
senadores romanos; los discípulos acudían a él desde Egipto, Siria y
Arabia. Posteriormente, en los siglos iv y v, los filósofos y rétores
paganos florecieron en las ciudades asentadas a lo largo del Egeo
bañadas por la memoria de Grecia. Incluso más que en el caso de la
aristocracia terrateniente, nos encontramos aquí con un mundo de
antiguas tradiciones que cambiaba con lentitud y que se había re-
agrupado meramente en sí mismo sin ningún rompimiento con el
pasado.
Estos hombres se llamaban a sí mismos «helenos», y a sus creen­
cias, «helenismo». Ellos habían restaurado la amenazada ciudadela
de la auténtica sabiduría griega. Hacia finales del siglo ni habían
derrotado decisivamente a esa gran amenaza bárbara del espíritu
que era el gnosticismo. El fraudulento y negro platonismo de los
gnósticos había atraído a los intelectuales de la generación previa;
pero lejos de llegar a ser más pesimistas, más inclinados a rechazar el
mundo físico, los hombres de finales del siglo ni arrojaron lejos de sí
este oscuro talante y nunca miraron hacia atrás. La derrota del gnos­
ticismo en los círculos intelectuales es un ejemplo admirable de la
habilidad de la cultura aristocrática de la Antigüedad tardía para
romper con un movimiento que tuvo toda la apariencia, un siglo an­
tes, de conducir a una completa trahison des clercs.
76 La revolución romana tardía

Hasta finales del siglo vi un amplio círculo de «helenos» se man­


tuvo en sus trece contra esa «teosofía bárbara»: el cristianismo. Re­
presenta un tributo a su prestigio notar que, en el mundo griego,
«heleno» era la palabra para designar al «pagano». Este hecho evi­
dencia una paradoja de la sociedad romana oriental: en el mundo
griego, Constantino había cristianizado totalmente el aparato del
Estado. El Imperio oriental del siglo iv era mucho más un «imperio
cristiano» que el occidental. Sin embargo, el paganismo sobrevivió
en la vida cultural del Imperio oriental mucho más que en Occiden­
te: muchos «helenos», ampliamente respetados, mantuvieron la vida
universitaria de Atenas, de Alejandría y de otros innumerables cen­
tros más pequeños hasta la conquista árabe. En el Harran, en las
afueras de Edesa (Urfa, Turquía oriental), ciertos caballeros paganos
del país sobrevivieron intocados hasta el siglo x. Estos personajes ha­
bían considerado como propias las especulaciones y las amarguras de
la última época del pensamiento griego. Como un oasis sorprenden­
te de «helenismo», estos hacendados adoraban una tríada de mentes
divinas llamadas «Sócrates, Platón y Aristóteles»; ellos creían que
Constantino había sido un leproso, que había trocado osadamente al
cristianismo en una imitación del politeísmo romano; estaban con­
vencidos de que la ascensión de este nuevo culto había supuesto el fin
de la ciencia griega.
Estos «helenos» nos impresionan porque, aunque expuestos al
torbellino espiritual de su época, dirigieron sus mentes a los antiguos
métodos para encontrar en ellos una solución a sus angustias con­
temporáneas. Su fe tranquila en una tradición continuamente desa­
rrollada, que procedía de Platón, es quizá la faceta más reconfortan­
te de la civilización de la Antigüedad tardía, pues más de una
sociedad clásica e ilustrada se ha derrumbado bajo el peso de su pro­
pio tradicionalismo, legando a sus inmediatos sucesores solamente la
memoria de sus angustias y pesadillas. Que esto no hubiera ocurrido
en el Imperio romano se debió ampliamente a la supervivencia de
los «helenos» y a su diálogo con la nueva clase inteligente y cultivada
de los cristianos.
Religion
71

Plotino, aunque sobresaliente como pensador, es un ejemplo tí­


pico de todos ellos por su evolución. Era un egipcio nacido en una
pequeña ciudad provinciana hacia el 205, y se había sumergido real­
mente en el gnosticismo. Había tenido el mismo maestro que el cris­
tiano Orígenes. Había intentado también informarse acerca de la
exótica filosofía de los persas y los indios. Solo en una época tardía de
su vida había incidido, con una creciente tranquilidad, en la antigua
dialéctica de Platón. Sus escritos tienen la atracción del hombre ator­
mentado y apremiado que, gracias a una disciplina dura y racional,
ha conseguido alcanzar la suavidad y la claridad en su madurez. Sus
discípulos le formulaban continuamente las desesperadas cuestiones
de la generación precedente: ¿por qué razón el alma ha quedado
unida con este cuerpo? Pero Plotino no les otorgaba unas respuestas
ya prefabricadas, sino que insistía más bien en desgranar la materia
«al estilo helénico» a lo largo de días de una investigación dialéctica
sustentada en los escritos de Platón.
Sus discípulos, igualmente, dieron cuerpo a la frontera religiosa
de su época. Porfirio de Tiro (c. 232-c. 303) escribió una crítica de­
vastadora y prodigiosamente erudita de las Escrituras cristianas: sus
observaciones críticas no han sido sobrepasadas hasta el fortaleci­
miento de la tendencia crítica en el siglo xix. Un colega de Porfirio
un poco más joven, Yámblico de Apamea (murió hacia el 330), ense­
ñó a toda una generación de jóvenes griegos. Como muchos profe­
sores, tanto antaño como hogaño, adoptaba con facilidad la pose de
un mistagogo, y gozaba de la irritante locuacidad de un maestro
popular provisto de un arsenal de crudas acusaciones propias de un
enemigo de la religión. Pero en la época en la que Constantino esta­
ba agrupando en torno a sí una corte cristiana, Yámblico fue capaz
de asegurar a toda una generación de honorables griegos que sus
creencias tradicionales eran perfectamente compatibles con el más
elevado platonismo. Luego pudo vengarse de Constantino. El últi­
mo representante de la familia del emperador, su sobrino Juliano,
intelectualmente muy dotado, fue reconvertido desde el cristianis­
mo al helenismo por los discípulos de Yámblico. Desde el 361 hasta
78 La revolución romana tardía

el 363 Juliano el «Apóstata» reinó como emperador (cf. págs. 91-95).


Incluso siglo y medio después de que la batalla por la fe pública del
Imperio hubiese sido ganada por el cristianismo, el filósofo Proclo
escribía, como en una tarde tranquila después de la tormenta, cáli­
dos himnos a los dioses y unos Elementos de Teología totalmente pa­
ganos.
Estos «helenos» crearon a comienzos de la Edad Media la len­
gua clásica de la filosofía, de la cual se derivan como dialectos los
pensamientos cristiano, judío e islámico hasta el siglo xn. Cuando
los humanistas del Renacimiento redescubrieron a Platón, lo que
cautivó su entusiasmo no fue el filósofo del erudito clásico moderno,
sino el Platón viviente de los pensadores religiosos de la Antigüedad
tardía.
Formulado brevemente, estos personajes creían que en Platón y
en la disciplina intelectual de las universidades griegas habían en­
contrado un sistema de acallar tensiones, de mantener bien sujetos
ambos extremos de una cuerda, mientras que los pensadores más
radicales y los movimientos más revolucionarios de su alrededor ha­
bían permitido de algún modo que se rompiera esa cuerda. Ellos
insistían, por el contrario, en la posibilidad de aprehender, por me­
dio de la contemplación racional, la conexión íntima entre cualquier
nivel del mundo visible y su fuente en el Dios único. Para ellos era
posible «tocar» por medio del pensamiento el centro nuclear de todo,
percibido a través de la belleza no plenamente expandida de las cosas
visibles. Utilizando una imagen simple, consideraban al mundo y a
su relación con Dios como un yoyó que se enrolla rápidamente arri­
ba y abajo en torno a un hilo. Para ellos, los gnósticos habían cortado
este hilo, pues el gnosticismo había afirmado que no existía ninguna
conexión entre el universo y el Dios bueno, entre el interior del hom­
bre y su exterior, entre su cuerpo y su alma. Los cristianos, por el
contrario, no habían permitido que el yoyó desplegara todas sus po­
tencialidades: habían limitado su atención al Dios único; el fulgor
del crudo monoteísmo de los cristianos había eliminado las polícro­
mas articulaciones de los dioses visibles e invisibles, por medio de los
Religion 79

cuales era necesario que la belleza del Único llegara hasta los ojos de
los mortales.
Mantener viva la conexión entre lo visible y lo invisible, entre el
inefable mundo interior y su articulación expresiva en el universo
exterior, sostener que era posible para las cosas naturales cargarse de
significado por medio del alma, tales fueron los servicios que Plotino
rindió a sus contemporáneos y sucesores. Ciertos cristianos, cuyo
pensamiento dominó en la Edad Media — san Agustín en Occidente
y el desconocido autor de las Jerarquías celestes (conocido más tarde
como el Pseudo-Dionisio) que escribió hacia el año 500 en Oriente—
fueron igualmente deudores del apasionado equilibrio mantenido
por Plotino.
Para un platónico, la relación entre cuerpo y alma era un micro­
cosmos que reflejaba el controvertido problema de la conexión entre
Dios y el universo. La respuesta de Plotino a esta cuestión era carac­
terística. Poseer un cuerpo, había decidido, no era más pecado para el
hombre que proyectar una sombra. El cuerpo, ciertamente, era un
hermoso instrumento por medio del cual el alma intentaba expresar­
se; un hombre debe cuidar y entrenar su cuerpo, al igual que un mú­
sico ha de mantener bien afinada su lira. Este era un ideal tenso y
muy sentido, pero absolutamente contrario a la ascética. Podemos
comprender lo que quiere decir Plotino si contemplamos el arte sobre
el que ejercía su mecenazgo la generación que escuchaba sus clases:
no es «ultramundano», sino «intramundano». Lejos de abandonar la
gracia y la individualidad del cuerpo, los retratos del Bajo Imperio
concentran esta corporalidad en torno a los accesos a través de los
cuales podemos pasar directamente desde el cuerpo a la mente huma­
na. El énfasis se sitúa en los ojos. Estos relampaguean hacia nosotros
revelándonos una vida interior oculta en una nube cargada de carne.
La Antigüedad tardía es la época de los retratos abrumadores.
No es extraño que un hombre de este período produjera el pri­
mero y uno de los más grandes «autorretratos» de todos los tiempos:
en sus Confesiones autobiográficas escritas en el 397, san Agustín, el
lector latino más brillante de Plotino, transmutaba la pasión intelec-
8ο La revolución romana tardía

tuai e impersonal del viejo maestro en el primer autorretrato verda­


dero de la literatura europea.
Plotino y Agustín representan una corriente del resurgir plató­
nico en la Antigüedad tardía..., precisamente aquella que se acerca
más estrechamente a los hombres modernos. Sin embargo, para los
contemporáneos y para los estudiosos hasta el siglo xvn, un rasgo
igualmente importante del platonismo fue su actitud hacia el lugar
del ser humano en el universo como totalidad. En los escritos de los
«helenos» los hombres volvieron a captar un cierto sentido de inti­
midad antes perdido, con el mundo de alrededor.
Las negras especulaciones gnósticas, el monoteísmo cristiano y el
ascetismo tardío, también cristiano, amenazaban dejar al ser huma­
no aislado en un mundo desprovisto de sentido. Para los filósofos de
la Antigüedad tardía, el mundo se había transformado en algo deci­
didamente misterioso. Contemplaban su belleza penetrados de tris­
tes pensamientos, como el último y frágil fulgor de una larga puesta
de sol. Pero este universo, aunque misterioso, tenía sentido: era una
señal de Dios. Los mitos heredados podían ser bien recibidos por los
filósofos al modo de signos (como si los modernos físicos nucleares
hubieran heredado del pasado, en vez de haberlos construido por sí
mismos, esos esquemas ingenuos y bidimensionales de las órbitas de
neutrones y protones que resumen para el lego terribles verdades
sobre el universo físico). A la vaciedad de la «adoración espiritual»
de los cristianos en sus frías basílicas, los filósofos paganos opusieron
los «gestos cargados de alma» del sacrificio tradicional, cuando el
llameante altar reducía sus ofrendas a la simple claridad de una lla­
ma que se eleva hasta el cielo.
El anhelo de intimidad en un universo sin fondo quedaba expre­
sado en la repetición de términos gracias a la cual los filósofos neopla-
tónicos manifestaban la cercanía del Dios único a las infinitas articu­
laciones del mundo visible: acentuaban «la cadena» de los seres, la
«imbricación», la «mezcolanza» que unía al hombre con su pavoro­
sa fuente. Todas las criaturas respondían a este centro invisible al
igual que las flores de loto se abren pausadamente al sol naciente.
Religion 8ι

En el siglo iv tales ideas se consideraban como el culmen, la co­


ronación y la única esperanza de todos los pensadores civilizados del
Imperio romano. Los cristianos participaban de ellas en tanto en
cuanto se consideraban a sí mismos hombres civilizados. En el oeste
del Imperio, donde la vida intelectual era intermitente y carecía de
los firmes baluartes de un medio universitario predominantemente
pagano, los intelectuales cristianos llegaron a ser los últimos e in-
cuestionados herederos de Plotino: algunos de ellos, como Mario
Victorino a mediados del siglo iv, Ambrosio, Agustín y más tarde
Boecio (c. 480-524) fueron las cabezas de puente entre la filosofía
griega y la Edad Media latina. Incluso en Oriente los profesores pa­
ganos se encontraron a sí mismos otorgando su ciencia generosa­
mente a los cristianos como si pertenecieran a su grupo: una típica y
tranquila evolución de las aulas de los filósofos hasta el episcopado
fue la que experimentó Sinesio de Cirene, obispo de Tolemaida des­
de el 410 hasta el 414. Sinesio había permanecido fiel a la amistad de
una señora pagana, Hipatia de Alejandría (cf. pág. 103). Fue nom­
brado obispo en el 410, pero puso la condición de que se le permitie­
ra «hablar en mitos» en la iglesia y pudiera «pensar» como «filóso­
fo» en su vida privada.
Ese elemento del platonismo redivivo que salvó a los hombres de
la desolación y de la ausencia de sentido ante el mundo visible fue
precisamente el que los cristianos tomaron de sus maestros paganos.
Ese mundo que había amenazado a lo largo de los siglos 11 y ni en
transformarse en una pálida entidad a la tosca luz de los apologetas
cristianos, quienes exhortaban a una adoración simple de un Dios
altísimo solo conocido a medias, se inundó de nuevo de colores.
Agustín se vio libre del maniqueísmo — una doctrina gnóstica simi­
lar a aquellas bajo cuya sombra había comenzado Plotino su odisea
intelectual— leyendo el tratado plotiniano Sobre la belleza. Los teó­
logos griegos se encontraron a sí mismos debatiendo la función y la
naturaleza de Cristo en su aparición entre los hombres sobre el tras-
fondo clásico, platónico, de la relación entre Dios y el mundo visible.
La imbricación de lo humano y lo divino por medio de símbolos vi­
82 La revolución romana tardía

sibles, que había fascinado tanto a Yámblico, fue también una pre­
ocupación básica de su joven contemporáneo, san Atanasio, cuando
escribía sobre la encarnación de Cristo. El eco de la belleza divina,
que se había hecho visible y tan misteriosamente poderoso en la ima­
gen material de una divinidad pagana, conllevó más tarde el que se
atribuyeran los mismos poderes a un icono cristiano. Las pinturas
que cubren los muros de una iglesia bizantina (los santos humanos,
por un lado, que se presentan ante el creyente a nivel de los ojos por
debajo de escenas de la vida de Cristo encarnado, y, por otro, los
elevados arcángeles que unen a Cristo — el rey del universo visible,
cuya faz distante se mezcla con el oro de la parte superior de la bó­
veda— con las pinturas que descienden rápidamente por las paredes
hacia la muchedumbre en el plano inferior) forman un esquema de
figuras ascendentes como el eco directo de una sobrecogedora sensa­
ción ante un mundo invisible, hecho visible por el arte, que descien­
de hasta las almas presas en los velos del cuerpo. Este fue el eco que
percibió interiormente en otro tiempo el emperador Juliano cuando
se hallaba ante el altar de sus dioses.
Era la sensación de la íntima e intangible presencia de lo invisi­
ble la que consolaba a los últimos paganos. Pretender, como lo hizo
la plebe cristiana a finales del siglo iv (cf. pág. 102), que habían «ani­
quilado» a los dioses destrozando sus templos parecía tan estúpido
ante los paganos como proclamar hoy día la eliminación de la elec­
tricidad tras haber destruido todos los enchufes y conmutadores. Las
hermosas estatuas clásicas de los dioses habían sido reducidas a añi­
cos; pero, argumentaba Juliano, aunque los atenienses hacía largo
tiempo que habían quebrado la «estatua viviente» del cuerpo de Só­
crates, su alma continuaba viviendo. Ocurría lo mismo con los dio­
ses. En los astros nocturnos las divinidades habían encontrado for­
mas más apropiadas a su eternidad impasible que en las perecederas
estatuas humanas, pues en las estrellas los colores de la tierra, des­
compuestos por la difracción, se concentran en un fulgor continuo
firme e imperturbable. Los astros y los planetas se balanceaban con
seguridad sobre las cabezas de los últimos paganos cual resplande-
Religion 83

cientes estatuas de los dioses alejadas del vandalismo de los monjes.


A través de toda la Edad Media esas estrellas se hallaban aún en los
cielos sobre la Europa cristiana, inquietando a los que rememoraban
todavía la inmortalidad de los dioses. Estas divinidades habían otor­
gado sus nombres a los días de la semana. Sus atributos descansaban
aún en los planetas; y estos astros gobernaron el comportamiento de
los seres civilizados hasta finales del siglo xvn. Mil trescientos años
después, los hombres podían todavía volver a sentir, de una forma
más o menos cristiana, esa emoción del parentesco con un mundo
perfecto e inviolable que había apartado otrora al joven Juliano del
cristianismo.

Siéntate, Jessica: contempla cómo el pavimento del cielo


se halla empedrado tupidamente con delgadas láminas de
[brillante oro.
No existe solo el minúsculo orbe que tú contemplas,
pues en su movimiento como un ángel canta,
formando también coro con los querubines de jóvenes ojos;
tal armonía existe en las almas inmortales;
pero cuando esta inmunda vestidura de corrupción
se acerca mucho a ella, no podemos oírla.

(El mercader de Venecia, acto V,


escena i.a, vv. 58-65).

4. LA CONVERSIÓN A L CR ISTIANISM O , 3 Ο Ο -3 6 3

«Si todos los hombres quisieran convertirse al cristianismo — escri­


bió el pagano Celso en el 168—-, los cristianos no los aceptarían».
Pero hacia el 300 esta situación había cambiado enteramente. El cris­
tianismo se había asentado con firmes raíces en todas las grandes
ciudades del Mediterráneo: en Antioquía y Alejandría la Iglesia se
había transformado ya probablemente en el más importante, y cier­
tamente el mejor organizado, grupo religioso de la ciudad. Las ga­
84 La revolución romana tardía

nancias cristianas se habían conseguido justamente en aquella parte


del mundo romano que había resultado comparativamente indem­
ne de los disturbios y problemas de finales del siglo m. El silencio
descendió sobre las provincias reciamente paganas de Occidente.
Por el contrario, Siria y Asia Menor, con sus resonantes elementos
cristianos, se mantuvieron incluso con mayor intensidad que antes
como provincias de una prosperidad aún no deslustrada y como fer­
mento intelectual.
L a mutación más decisiva de esta época, sin embargo, no puede
reducirse a la cuestión del tamaño de las comunidades cristianas. Fue
mucho más significativo para el futuro inmediato del cristianismo el
que los dirigentes de la Iglesia, especialmente en el mundo griego,
hallaran que podían identificarse con la cultura, puntos de vista
y necesidades del ciudadano medio acomodado. De ser una secta
orientada contra, o al margen de, la civilización romana, el cristianis­
mo se había transformado en una institución preparada para asimi­
lar a toda la sociedad. Es este, probablemente, el más importante ag-
giomamento en la historia de la Iglesia. Fue este con certeza el evento
aislado más decisivo en la cultura del siglo m, pues la conversión de
un emperador romano al cristianismo, la llevada a cabo por Cons­
tantino en el 312, podía no haber ocurrido o, si hubiera sucedido,
podría haber tomado un significado totalmente diferente si no hu­
biera estado precedida dos generaciones antes por la conversión del
cristianismo mismo a la cultura y a los ideales del mundo romano.
Orígenes de Alejandría (c. 185-cv 254) fue el imponente genio
cuyas obras sintetizaron la posibilidad de tal venturosa asimilación.
Su obra, continuada por una sucesión de obispos griegos, culminó en
los escritos de Eusebio, obispo de Cesarea, contemporáneo y conseje­
ro del emperador Constantino desde el 3 15 hasta el 340. Para Oríge­
nes y sus discípulos, el cristianismo era la religión «natural» y «ori­
ginal». Las «semillas» de la doctrina cristiana habían sido sembradas
por Cristo en todos los hombres. Y a desde la creación había cuidado
de ellas de varias maneras. Cristo, por consiguiente, había «velado»
por lo mejor de la cultura griega — la filosofía y la ética en espe-
Religion
85

cial— del mismo modo que había revelado la Ley deliberadamente


a los judíos; la fundación de la Iglesia cristiana universal por Cristo
había sido sincronizada a propósito con la instauración de la paz
romana universal por Augusto. Por consiguiente, un cristiano no
podía rechazar ni la cultura griega ni el Imperio romano sin ofrecer
la impresión de dar la espalda a una parte del progreso divinamente
ordenado de la raza humana. Cristo era el «pedagogo de la estirpe
humana», y el cristianismo, la cúspide de su educación, la «verdade­
ra» paideia, la «auténtica» cultura. Orígenes y sus sucesores enseña­
ron a los paganos que convertirse al cristianismo era, en último tér­
mino, dar un paso desde un estadio confuso y subdesarrollado de la
moral y del crecimiento intelectual hacia el corazón de la civiliza­
ción. En los sarcófagos y en los frescos de finales del siglo ni Cristo
aparece como el pedagogo divino, tocado con la vestimenta sencilla
de un profesor de literatura impartiendo sus clases — como debió de
hacerlo Orígenes— a un tranquilo círculo de discípulos bien educa­
dos. El obispo cristiano había llegado a formar parte de la «intelli­
gentsia» de muchas ciudades griegas; también él se sentaba en una
cátedra, y se le imaginaba como «impartiendo sus clases» a su didas-
fyaleion, a su grupo de estudiantes, sobre temas éticos simples o pro­
fundos.
Los comienzos del siglo iv fueron la gran época de los apologetas
cristianos: Lactancio (c. 240-320), que escribió en latín, y Eusebio de
Cesarea, en griego. Sus exhortaciones al público educado coincidie­
ron con la última y «gran persecución de la Iglesia», del 302 al 310,
y con la conversión y reinado de Constantino como emperador cris­
tiano, desde el 3 12 hasta el 337. E l cristianismo de los apologetas
no era meramente una religión que había hallado un modus vivendi,
una manera de convivir con la civilización que la rodeaba. Ellos la
presentaban como algo mucho más importante. Postulaban que el
cristianismo era la única garantía de la civilización, que las mejores
tradiciones de la filosofía y los elevados niveles de la ética clásica
podían verse reforzados contra la barbarie solo al ser confirmados
por la revelación cristiana; y que el Imperio romano cercado había
86 La revolución romana tardía

sido salvado de la destrucción solamente por la protección del Dios


cristiano.
Tal mensaje caló en el «miedo generalizado» de los ciudadanos
del mundo mediterráneo a finales del siglo m. Debemos recordar
siempre que la civilización clásica era la cultura de una frágil capa:
solo un hombre de cada diez vivía en las ciudades civilizadas. En
ningún otro momento como a finales del siglo ni sintió esa costra
urbana que su poder sobre el amplio mundo era tan precario. Los
ciudadanos habían mantenido sus privilegios, pero se habían queda­
do empequeñecidos frente a un campesinado cuya faz se había he­
cho menos reconocible para los hombres clásicos. En muchas zonas
rurales, desde Bretaña hasta Siria, los cultos arcaicos, muy lejos de
los olímpicos clásicos, alzaron sus cabezas con más fortaleza que an­
tes. Las tribus primitivas de allende las fronteras habían hecho sentir
su presencia con terroríficas razzias. Además, los protectores tradi­
cionales de las ciudades, los emperadores y sus ejércitos, jamás ha­
bían parecido tan ajenos. Las tropas romanas se hallaban estaciona­
das y reclutadas entre los pueblos en torno a las fronteras. El ejército
había sido siempre un elemento extrínseco al mundo mediterráneo,
pero en la generación anterior a la ascensión al trono de Diocleciano,
en el 284, corría el peligro de transformarse en un cuerpo extraño.
Los provinciales de las regiones danubianas, que habían salvado el
Imperio, necesitaron que sus comandantes les aseguraran que lo ha­
bían hecho para preservar, no para aterrorizar, a la población civil.
Cuando comparamos las rudas y uniformadas figuras de Dioclecia­
no y sus colegas con las de los cristianos contemporáneos de la clase
superior, tal como aparecen en los sarcófagos exquisitamente clási­
cos de la época, caemos en la cuenta de que, ante la sima que amena­
zaba abrirse entre los nuevos dueños del Imperio y las tradiciones de
las antiguas ciudades, la arcaica división entre ciudadanos paganos
y cristianos podía parecer insignificante. Hacia el año 300 los obispos
cristianos habían llegado a formar parte del paisaje de la mayoría de
las ciudades; en el mundo griego civilizado, el cuerpo extraño era
precisamente el soldado que hablaba latín.
Religión 87

Con el retorno de la paz tras la ascensión al trono de Diocleciano


comenzó a cerrarse la herida entre la nueva clase gobernante militar
y la civilización urbana del Mediterráneo. Pero entonces existían dos
grupos que pretendían ser los representantes de esta civilización: la
tradicional clase pagana gobernante, cuya vitalidad y elevado nivel
se habían manifestado en el resurgimiento y la expansión de la filo­
sofía platónica a finales del siglo ni, corría el peligro de verse despla­
zada por la nueva cultura del nivel medio de los obispos cristianos,
cuyo poder organizativo y adaptabilidad se había confirmado apo-
dícticamente en las generaciones precedentes.
Al principio, organizarse para sobrevivir fue más importante
para los emperadores que atender a la cultura. Diocleciano era un
sincero y limitado tradicionalista romano. Gobernó durante dieci­
nueve años sin conceder ni siquiera un solo pensamiento a los cris­
tianos. L a «gran persecución», que comenzó en el 302 y continuó a
intervalos durante una década, resultó una conmoción brutal para
los cristianos respetables. Se encontraron de repente expulsados ofi­
cialmente de una sociedad con la que se habían identificado ardoro­
samente. Fue una terrible experiencia y en conjunto algo profunda­
mente desmoralizador. Pero fueron salvados por un oscuro suceso.
En el 3 12, un usurpador, Constantino, venció a su rival en una deci­
siva batalla sobre el puente Milvio, en las afueras de Roma, y adscri­
bió esta victoria a la protección del Dios cristiano, prometida en una
visión.
Si Dios auxilia a los que se ayudan a sí mismos, ningún otro gru­
po había merecido más el milagro de la «conversión de Constanti­
no» en el 3 12 que los cristianos, pues los dirigentes de esta religión
aprovecharon su oportunidad con una inteligencia y tenacidad ad­
mirables. Ellos vencieron a Constantino de una nueva manera: cier­
tos obispos provinciales, especialmente Osio de Córdoba (c. 257-357),
se unieron a su corte; otros obispos de Africa lo arrastraron hasta sus
asuntos locales como juez; Lactancio se constituyó en tutor de su
hijo; y cuando Constantino conquistó finalmente las provincias
orientales en el 324, fue saludado con alborozo por Eusebio de Cesa-
88 La revolución romana tardía

rea, quien puso su pluma a disposición del emperador con una habi­
lidad y un entusiasmo tal como ningún otro rétor griego tradicional
había sido capaz de hacerlo para acercar a las gentes hacia los tristes
y arcaicos predecesores de Constantino, Diocleciano y Galeno.
Esta prolongada exposición a la propaganda cristiana fue la ver­
dadera «conversión de Constantino». Comenzó a una escala mo­
desta cuando controlaba solamente las provincias occidentales con
un bajo nivel de cristianización; pero alcanzó su culmen después
del 324, cuando los territorios de Asia Menor, profundamente cris­
tianizados, quedaron unidos a su imperio. Los resultados fueron de­
cisivos. Constantino podría haber sido meramente un emperador
«temeroso de Dios», que por razones peculiares se hallara prepara­
do para tolerar a los cristianos; de este estilo había habido muchos en
el siglo ni (uno de ellos, Filipo el Árabe [244-249], fue incluso consi­
derado un criptocristiano). Mas dado el clima religioso de la época
tampoco había razón alguna para que no pudiera adscribirse su de­
cisión de tolerar a la Iglesia a una actitud obediente a los requeri­
mientos del Dios cristiano. Constantino, sin embargo, rechazó esta
fácil y obvia solución. Llegó a ser el emperador que conocemos a
través de sus discursos y edictos: un apologeta cristiano coronado.
Consideró su persona y su misión como emperador cristiano a la luz
de la interpretación del cristianismo brindada al laico medio educado
por los apologetas de su época. A l convertirse en un cristiano, Cons­
tantino proclamó públicamente que estaba salvando al Imperio
romano. Incluso hay más: al relacionarse con los obispos, este solda­
do latino de mediana edad creyó sinceramente que se había integrado
en el encantador círculo de la «verdadera» civilización, y que había
vuelto la espalda a esos rudos filisteos que hacía poco habían atacado
a la Iglesia.
Podemos sospechar que Constantino se convirtió a muchos más
aspectos de la vida mediterránea que al mero cristianismo. Este des­
cendiente de soldados asumió un estilo de vida civilizado ignorado
antes ampliamente por los grises administradores de la época de
Diocleciano. Desde el 3 1 1 en adelante, Constantino asentó de nuevo
Religion 89

la aristocracia rural sobre sólidas bases: él fue el «restaurador del


Senado», a quien la aristocracia de Occidente debió muchísimo. En
el 332 otorgó a esos terratenientes amplios poderes sobre sus arren­
datarios. Después del 324 agrupó en torno suyo una nueva clase go­
bernante civil en el Oriente griego (cf. pág. 39) y concedió a la clase
acomodada de Asia Menor lo que había largo tiempo deseado: Cons­
tantinopla, una «nueva Roma», situada a una distancia conveniente
del ámbito de la corte imperial que se movía a lo largo de las vías que
conectaban al Danubio con Asia Menor. Para el senador y burócrata
griego, carreteras que desde largo tiempo no habían conducido a
Roma convergían ahora con toda naturalidad en esta nueva capital.
Constantino, muy prudentemente, apenas decía «no». E l primer
emperador cristiano aceptó honores paganos de los ciudadanos de
Atenas. Saqueó el entorno del mar Egeo en busca de estatuaria clá­
sica pagana para adornar Constantinopla. Trató a un filósofo paga­
no como su colega. Costeó los gastos de viaje de un sacerdote pagano
que visitó los monumentos gentiles de Egipto. Después de una gene­
ración de «austeridad» para todos y de «terror» para los cristianos,
Constantino, con una extravagancia bien calculada, procuró el gran
«deshielo» de principios del siglo iv: un mundo civil completamente
restaurado, tanto pagano como cristiano, se agolpaba alrededor del
emperador.
En este mundo restaurado los cristianos tenían la ventaja de ser
el grupo más flexible y abierto. Los obispos podían aceptar a un em­
perador no educado. Estaban acostumbrados a los autodidactas, a
hombres de genuino talento aunque excéntrico, quienes, tal como
ellos proclamaban, habían sido enseñados solamente por Dios. Cons­
tantino, no lo olvidemos, fue contemporáneo, un poco más joven,
del primer eremita cristiano, san Antonio (cf. pág. 95). Ni este solda­
do de lengua latina ni el hijo de un granjero copto de Egipto habrían
sido considerados material humano aceptable para un pedagogo clá­
sico; sin embargo, Eusebio de Cesarea escribió la vida de Constanti­
no, el soldado, Atanasio de Alejandría — un griego igualmente bien
educado— , la vida de Antonio, el egipcio. Constantino y sus suceso­
9° La revolución romana tardía

res se habían integrado en la civilización urbana del Mediterráneo


gracias al amplio puente de una identificación media del cristianis­
mo con el ínfimo común denominador de la cultura clásica, y no a
través de la puerta estrecha de la aristocracia pagana de las letras.
El reinado de su hijo Constancio II, desde el 337 hasta el 361,
imprimió el sello a este nuevo estilo de vida. Este hombre limitado y
malicioso en gran manera convirtió el juego de manos de su padre
Constantino en una realidad duradera. Los obispos se unieron a los
burócratas como miembros de la clase gobernante centrada en la
corte del emperador. Constantino había ya proclamado en la melosa
atmósfera de una cena imperial la amable (pero enigmática) exigen­
cia de ser un obispo extraordinario de la Iglesia cristiana. En el rei­
nado de Constancio II, sin embargo, los obispos aprendieron que, si
eran cortesanos, debían hallarse preparados para ascender y caer
como tales. Atanasio de Alejandría sufrió el exilio cinco veces (vein­
tisiete años y medio de su vida). El obispo de Antioquía fue acusado
de difamar a la emperatriz y de frecuentar prostitutas; estos eran los
sucios síntomas de la formación de otro grupo privilegiado en los
aledaños del poderoso palacio.
L a política religiosa de Constancio II muestra también su inte­
rés característico y astuto por caminar entre dos aguas. Fue partida­
rio del arrianismo como de la opinión más aceptable desde el punto
de vista filosófico sobre la relación entre Cristo y Dios Padre. Esta
doctrina fue formulada por Arrio (c. 250-c. 336), un sacerdote ale­
jandrino frente a la hostilidad intransigente de su superior eclesiás­
tico, el autoritario Atanasio, patriarca de Alejandría. A rrio gozó
de la ayuda tácita de los obispos cultivados, como por ejemplo del
anciano estadista Eusebio de Cesarea. Al sustentar el arrianismo,
Constancio optó por la religión de los apologetas cristianos educa­
dos de la generación anterior, contra la nueva y sospechosa piedad
de Atanasio basada en el creciente entusiasmo de los monjes egip­
cios. Vista por el obispo medio de la época de Constantino, la victo­
ria del cristianismo había sido el triunfo del estricto monoteísmo
sobre el politeísmo. Los mártires habían muerto por un único Dios
Religion 91

Altísimo. Y para el cristiano cultivado del siglo iv un Dios Altísimo


solo podía manifestarse al universo físico a través de un intermedia­
rio. Por ello Cristo tenía que ser de alguna manera un reflejo de
Dios; pero no era posible quç.fuera Dios, pues la esencia única del
Dios Uno debía mantenerse concentrada y trascendente. El Dios de
los arríanos era la divinidad celosa de Abrahán, Isaac y Jacob, pero
su Cristo era el intermediario divino del elevado universo de los
filósofos neoplatónicos. El arrianismo, pues, atraía la imaginación
de la nueva sociedad áulica. Cristo era considerado como un «repre­
sentante» de Dios en este mundo, algo así como un gobernador, si­
tuado bajo el icono del emperador, representado por Constancio II,
que se hallaba en la corte.
Constancio II gozó de la ayuda de los obispos de Asia Menor y
de las provincias danubianas, bien educados y de una mentalidad
tradicionalista. Esta agrupación de partidos es un preanuncio de las
fronteras del Imperio medieval bizantino: un bloque sólido de con­
servadores, de «romanos» leales, con una cultura predominante­
mente griega estaba conservando ya el equilibrio entre un Occidente
latino primitivo y un Oriente exuberante. L a contrapartida secular
de estos obispos se congregó en Constantinopla y aportó la lengua
y los estilos arquitectónicos del Asia Menor helénica a la nueva capi­
tal. Tanto los laicos como los obispos se hallaban moldeados en la
cultura griega; habían leído a su Homero y algunos incluso habían
estado en Atenas. Pero su clasicismo era esa «pasteurizada» cultura
del éxito de principios del siglo iv (cf. pág. 41); estos personajes leían
la literatura griega para aprender las maneras de los caballeros, no
para ilustrarse sobre los dioses. Tales hombres merecieron el susto
repentino de diecinueve meses de un gobierno ostentosamente paga­
no: el reinado del emperador Juliano el Apóstata, del 361 al 363.
Por un golpe de fortuna, Juliano, un sobrino de Constantino,
había tenido oportunidad de gozar de una educación apropiada.
Mientras su primo Constancio II, de mayor edad, patrullaba el Im ­
perio junto con una corte sin raíces fijas, Juliano «se hizo nativo»
entre los griegos cultivados de las ciudades del mar Egeo (cf. pág. 74).
92 La revolución romana tardía

Juliano fue arrastrado al trono por un ejército galo desesperado,


pero gobernó como el primer emperador, a lo largo de todo un siglo,
que había recibido una educación genuina, y como un monarca más
austero y articulado que Marco Aurelio.
Juliano hablaba para la «comunidad de los helenos». Represen­
taba a las nobles gentes caídas en desgracia de las antiguas ciudades
griegas de Asia Menor, «hombres honestos» que habían contempla­
do con ira creciente las blasfemias, la indecente opulencia y la pro­
funda confusión intelectual de la sociedad áulica de Constantino y
Constancio II. Instituyendo dadivosas ceremonias paganas y promo-
cionando el estatus de sus sacerdotes, Juliano intentó mostrar a ese
grupo que los dioses existían y que podía comprobarse su actuación.
Estableció un régimen de «austeridad» después del crecimiento, rá­
pido como un hongo, de la vida cortesana desde Constantino. Re­
frescó en las clases superiores la memoria de las lindes que habían
ido desapareciendo por la fluidez social de comienzos del siglo iv; les
urgió a recordar el antiguo estatus del sacerdocio pagano y las anti­
guas tradiciones de responsabilidad social respecto al pobre; deseó
reunir alrededor de los antiguos templos a ciudades divididas entre
nuevos ricos y aristocracias venidas a menos, entre el consejo de la
ciudad y el obispo cristiano.
Esta «reacción pagana» del reinado de Juliano se hallaba muy
lejos de ser un esfuerzo romántico para retrasar el reloj hasta los días
de Marco Aurelio. Como muchas «reacciones», era un intento aira­
do de ajustar las cuentas a los colaboracionistas. Juliano se hallaba
naturalmente molesto por la rápida expansión del cristianismo entre
las clases inferiores; pero el objeto real de su odio eran aquellos
miembros de las clases griegas superiores que habían llegado a un
compromiso con el cristianismo de los regímenes de Constantino y
Constancio II. Ese clasicismo semivirgen de las capas superiores
cristianas era al que Juliano atacaba con tanto vigor. La paideia, la
cultura clásica, insistía, era el don de los dioses a los hombres. Los
cristianos habían usado mal ese don de la cultura griega enviado
desde el cielo; sus apologetas habían utilizado la erudición y el méto­
Religion 93

do filosófico griego para blasfemar de los dioses; los cortesanos se­


guidores de Cristo se habían cebado con la literatura griega solo para
parecer civilizados. En el 363 se prohibía a los cristianos enseñar li­
teratura griega: «Si quieren aprender literatura, tienen a Lucas y
Marcos; que vuelvan a sus iglesias y la expliquen».
Juliano murió en una expedición contra Persia a la edad de
treinta y un años, en el 363. Si hubiera vivido, habría procurado que
el cristianismo desapareciera de las clases gobernantes del Imperio,
del mismo modo que el budismo fue empujado hacia las clases infe­
riores por un mandarinato redivivo, adepto a Confucio, en la China
del siglo X III. Sean cuales fueren las ramificaciones «bárbaras» del
cristianismo de las clases inferiores, los «mandarines» del Imperio
romano de Juliano el Apóstata iban a ser auténticos «helenos», hom­
bres criados a los pechos de Homero e impermeables totalmente a
los evangelios de los pescadores galileos. El que muchos griegos,
como profesores, poetas, literatos y administradores, consiguieran
mantenerse «helénicamente» paganos, absolutamente impermea­
bles al cristianismo hasta el final del siglo vi, nos procura la medida
de cuán inteligente era la diganosis de Juliano sobre los recursos del
helenismo en el Bajo Imperio.
Raras veces se han resumido los temas de medio siglo con tanta
claridad y se han juzgado con tanta precisión como en los escritos y
en la política de Juliano el Apóstata. Sin embargo, Juliano estaba
ciertamente equivocado. El hecho de que sus obras se hayan conser­
vado totalmente para la posteridad prueba que se había llegado a
establecer un compromiso entre el cristianismo y el helenismo: los
escritos del Apóstata han sobrevivido en ediciones de lujo, amorosa­
mente producidas por monjes humanistas y por obispos del Bizancio
del siglo X III.
Juliano no carecía de realismo. Vio, con una claridad alimentada
por el odio, un rasgo refulgente de su época: un cristianismo ascen­
diendo como un banco de niebla por las murallas de su amada cul­
tura helénica. Pero lo que él no vio fue que este mismo cristianismo
era capaz de trasvasar la cultura clásica de una élite hasta el duda-
94 La revolución romana tardía

dano medio del mundo romano. Los obispos cristianos fueron los
misioneros de una cultura con la que ellos mismos se habían identi­
ficado.
El cristianismo era esencialmente una religión de barriadas ur­
banas. Se había aferrado a los contornos de la vida ciudadana a lo
largo y ancho de todo el Imperio. Era urbana también al asumir al
menos una participación mínima en lo literario. La primera cosa
que un campesino egipcio debía hacer al entrar como postulante en
un monasterio era aprender a leer para entender la Biblia. (El esta­
blecimiento del cristianismo coincidió de modo significativo con un
avance notable en la producción de libros; el incómodo rollo se vio
desplazado en pro del códex compacto, como un libro moderno cu­
yas páginas se pasan con facilidad.)
Pongamos algunos ejemplos locales: para Juliano, el helenismo
en una provincia tan retirada como Capadocia parecía una capa su­
perficial y frágil. Sin embargo, los obispos cristianos de las ciudades
capadocias, aunque pertenecientes a la misma clase que sus colegas
paganos, se sentían menos aterrorizados por la intratable «barbarie»
de la población circundante. Les predicaban en griego con toda de­
cisión, hacían levas entre ellos para poblar monasterios grecoparlan-
tes y enviaban a la campiña a sacerdotes que hablaban griego. El
resultado fue que Capadocia se convirtió en una provincia grecopar-
lante hasta el siglo xiv.
El griego flexible y doctrinario del obispo podía viajar con más
rapidez que el clasicismo paciente e introspectivo del rétor. Podía ser
traducido e incluso transportado más allá de las fronteras del Impe­
rio. Desde el siglo iv en adelante, Armenia se transformó en una
provincia subbizantina gracias a sus lazos eclesiásticos con Capado­
cia; incluso el sonido vocálico de las transliteraciones armenias ha
preservado una pronunciación clásica del griego que había desa­
parecido hacía largo tiempo de la misma Grecia. Cuando se dice en
el inglés actual church («iglesia») sentimos el eco de los cristianos
capadocios que ejercieron su influencia para que se tradujera la
Biblia al gótico, pues en esta lengua ciric (de ahí el inglés church·,
Religion 95

holandés «kerk»; alemán «Kirche») se deriva de la locución griega


Jçyriafçôs oî\os\ «la casa del señor» en griego cristiano.
En Egipto, por otra parte, el cristianismo favoreció el desarrollo
de la lengua copta como lenguaje literario. L a adopción del copto no
significa de ningún modo una señal de la aparición de un «separatis­
mo» egipcio, como se ha afirmado a menudo con excesiva confianza.
En los siglos IV y V el «aislacionismo» egipcio era un fenómeno paga­
no. Se concentraba en «la tierra santa» de Egipto y en sus templos, y
se expresaba también en griego. El copto, por el contrario, tenía una
literatura de participación. Abundaba en préstamos; y a través de esa
lengua, la clerecía y los monjes del Alto Egipto sintieron, por prime­
ra vez en su inmemorial historia, que podían aprehender pensa­
mientos y políticas distantes, y determinar el tono de una cultura
monástica común en territorios tan alejados como Constantinopla y
las Galias. El provincial de las riberas del Danubio había demostra­
do que a través del ejército podía conseguir clavar una pica en el
Imperio romano sin lucir un conocimiento especial de los clásicos:
del mismo modo, los cristianos de Egipto, Siria o el norte de África
se veían envueltos en aquellos momentos en problemas religiosos
que preocupaban a la clase gobernante del Imperio.

5 . E L N UEVO PUEBLO: E L M O NAQ UISM O Y LA EXPANSIO N

D EL CR ISTIAN ISM O , 3OO-4OO

Cuando Plotino se hallaba desenmarañando la sabiduría de Platón


en una villa senatorial en las afueras de Roma (del 2 4 4 al 2 7 0 ) , muy
lejos de allí, en su país natal, Egipto, el hijo de una familia de campe­
sinos acomodados asistía a las funciones litúrgicas en una iglesia cris­
tiana del pueblo. Este joven, Antonio, tomó como un mandato diri­
gido a sí mismo el dicho de Jesús que se leía públicamente ante la
asamblea: «Vete, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígue­
me». Comenzó a llevar una vida de eremita hacia el 2 6 9 . Poco a poco
se fue retirando de las regiones colindantes de su aldea, introducién-
96 La revolución romana tardía

dose cada vez más profundamente en el desierto contiguo hacia


el 285. Cuando murió en el 356, a la edad de ciento cinco años, había
vivido durante más de setenta en un secarral imposible, a unas sema­
nas de camino de la ciudad más cercana. Antonio había desaparecido
de la civilización tal como los antiguos la habían conocido. A pesar de
todo, este personaje se transformó «en el padre de los monjes». Él fue
el héroe de una obra maestra del género biográfico, escrita nada me­
nos que por Atanasio, el patriarca de Alejandría. Un tímido hijo de
campesinos egipcios, que había evitado frecuentar la escuela, llegó a
influenciar a la Iglesia cristiana en cada ciudad del Imperio romano.
Estos dos notables egipcios — Plotino y Antonio— señalan la di­
versidad de caminos en la historia religiosa de la Antigüedad tardía.
Participaban ambos de un clima de opinión común: Plotino «vivía
como alguien avergonzado de haber nacido en un cuerpo humano»
y Antonio se «ruborizaba» cuando debía comer. Ambos personajes
fueron admirados por haber conseguido un dominio «cuasi divino»
de la mente sobre el cuerpo. Pero los medios que habían escogido
para el mismo fin eran diametralmente opuestos. Para Plotino y sus
sucesores paganos la «ultramundaneidad» procedía de la cultura
tradicional, como la última cima nevada de una cadena de monta­
ñas; el adiestramiento en la literatura y filosofía clásicas se hallaba
en la base del ascetismo del último filósofo romano: era algo tan
aparentemente inamovible como las estribaciones del Himalaya. El
hombre «divino» del paganismo solo podía generarse entre intelec­
tuales moldeados en el antiguo troquel al modo de un caballero civi­
lizado. Como hemos visto ya, el obispo cristiano medio de finales del
siglo ni y comienzos del iv se había acercado muchísimo a este per­
sonaje al participar del mismo ideal: austero, bien adornado con lec­
turas literarias, exclusivamente urbano. Pero la Iglesia cristiana ha­
bía permanecido abierta a otras formas de talento: incluso el erudito
Orígenes, por ejemplo, había dejado espacio en la Iglesia cristiana
para el pueblo «simple» que entendía los mandatos de Cristo literal­
mente. Una generación después de la de Orígenes, el cristianismo
había comenzado a extenderse por los pueblos de Egipto y Siria, y
Religion
97

(en menor grado) por el norte de África. Hombres como Antonio


habrían de prestar oído a las afirmaciones radicales sobre Cristo, y,
como Antonio también, reaccionaron drásticamente cortando de un
modo radical con su entorno. Este corte se resume en un término
muchas veces usado por los lugareños de Egipto, quienes en mo­
mentos de angustia u opresión habían optado por él: anachóresis (de
aquí nuestro «anacoreta»: ser «una persona desplazada»).
Para Plotino y muchos obispos cristianos, desentenderse del
mundo era un acto tranquilo que no comportaba rompimiento algu­
no con la cultura y la sociedad circundante. Por el contrario, un ges­
to físico y explícito «de desplazamiento» se hallaba en las raíces de la
vida espiritual de Antonio: abandonar el mundo civilizado era el
necesario primer paso en el nuevo movimiento ascético. Sea cual
fuere el modo como lo presentara, el nuevo santo cristiano había
optado en pro de algunas antítesis flagrantes respecto a las normas
de la vida civilizada en la cuenca mediterránea. Inevitablemente,
por tanto, el modo como tales hombres se organizaron a sí mismos,
la cultura que crearon, las normas de comportamiento que predica­
ron, incluso los lugares en los que gustaban congregarse, señalaban
un rompimiento con lo que había existido anteriormente. E l atracti­
vo y la importancia del ascetismo, que barrió rápidamente el mundo
romano en el siglo iv, radicaba precisamente en esto: era un grupo de
«personas desplazadas», con un estilo propio, que afirmaban haber
comenzado de nuevo la vida.
Este «desplazamiento» cristiano se extendió con una asombrosa
rapidez a partir de diversos núcleos. Mesopotamia fue el centro de
una de esas explosiones cuyas ondas de choque atravesaron pausada­
mente el Próximo Oriente. El ascetismo sirio de la región alrededor
de Nísibis y de Edesa, especialmente las inhóspitas montañas de T u r
Abdin (los montes «de los siervos [de Dios]», es decir, de los mon­
jes), se extendió hacia el norte hasta el interior de Armenia, y hacia
el oeste hasta las calles de Antioquía, y enriqueció y agitó las vidas de
ciudades mediterráneas tan distantes como Constantinopla, Milán y
Cartago.
98 La revolución romana tardía

Los sirios eran las «estrellas» de este movimiento ascético: rudos


itinerantes tocados con pieles, con cabellera cobriza que les asemeja­
ba a águilas, esos «hombres de fuego» sorprendieron e inquietaron al
mundo grecorromano con sus gestos histrionicos. Sus representantes
más típicos en el siglo v fueron los santos «estilitas», hombres que es­
tablecían su morada en la cumbrera de grandes columnas. E l fun­
dador de este comportamiento idiosincrático, Simeón (c. 396-459),
mantuvo su morada durante cuarenta años en la cúspide de un pi­
lar de quince metros de altura en la región montañosa en torno a A n­
tioquía.
En Egipto, por el contrario, el ascetismo adoptó un talante dife­
rente. Un campesinado sagaz e inquieto adoptó un rumbo bien
alejado del feroz individualismo de los sirios. Los egipcios sentían
que su vida transcurría en un mundo confuso, minado como un
campo de batalla por las estratagemas del demonio y fácilmente
quebrantado por el ansia sangrienta de pelea de sus colegas luga­
reños convertidos en monjes. Optaron por la humildad, por una ru­
tina limitada — pero sin pausa— de plegarias y labores manuales,
por la seguridad en los cómputos, por una disciplina de hierro. Paco-
mio (c. 290-347), un labrador que otrora había sido obligado a formar
parte del ejército de Constantino, se dispuso a crear una vida monás­
tica organizada, agrupando las celdas de los eremitas para formar un
gran asentamiento en el Alto Egipto, comenzando en Tabennisi, en
la Tebaida, en el 320. Su «colonia» fue concebida con una gran inte­
ligencia complementada con la disciplina, y se expandió con una ra­
pidez y flexibilidad que sobrepasó totalmente a cualquier otro tipo
de organización del Estado romano tardío: hacia finales del siglo iv
los monasterios concebidos por Pacomio albergaban en su seno a sie­
te mil monjes.
Los experimentos egipcios crearon un ethos totalmente particu­
lar. Los «padres» egipcios — los apa, de aquí deriva nuestro vocablo
«abad»— proporcionaban los modelos para las comunidades mo­
násticas que se constituyeron a finales del siglo iv, tan alejadas unas
de otras como Cesarea de Capadocia y Rouen. Sus Dichos proporcio-
Religion 99

naron el modelo de un nuevo y notable género literario, cercano al


mundo de las parábolas de la sabiduría popular, cuyos temas y anéc­
dotas atravesaron toda la Edad Media y llegaron hasta la Rusia pre-
rrevolucionaria. En estos Dichos el campesinado de Egipto habló por
vez primera al mundo civilizado. Apenas hay un santo en la Europa
medieval cuyas tentaciones no hayan sido modeladas literariamente
sobre las que fueron descritas en primer lugar en relación con Anto­
nio en los aledaños de una aldea egipcia.
Conocemos muy poco sobre el origen del movimiento ascético
en su trasfondo del Próximo Oriente, pero sí lo suficiente como para
hacer sospechosa cualquier respuesta simple. Se ha sostenido que el
monaquismo era un movimiento de huida y protesta — el campesi­
nado oprimido huía buscando la seguridad de dos grandes monaste­
rios— y que sus quejas contra los terratenientes se mezclaban con el
fanatismo con el que atacaban al paganismo clásico y la cultura de
las ciudades griegas. De hecho, los fundadores del movimiento mo­
nástico y las gentes por ellos reclutadas no eran campesinos oprimi­
dos. Su disgusto era más sutil. E l Egipto del Bajo Imperio era un
país de ciudades vigorosas donde las tensiones surgían a menudo por
los efectos distorsionadores de la nueva riqueza y las nuevas oportu­
nidades, así como por las depredaciones inmemoriales de los publi­
canos. Los pueblos de Egipto y Siria llegaron a producir una gran
abundancia de excéntricos acomodados, cuyo talento no encontró
ningún aliviadero en las prudentes y bien arraigadas rutinas de las
prósperas comunidades de labriegos. Antonio fue un fracaso educa­
cional; Macario había sido un contrabandista; Pacomio había queda­
do desarraigado por el servicio militar; el amable Moisés había sido
un trotamundos.
Por poco que sepamos sobre los orígenes del movimiento ascéti­
co, conocemos bastante sobre la función y el significado del acto
monacal del «desplazamiento» en la sociedad de los siglos iv y v. Al
«hombre santo» se le enseñaba que había conseguido la libertad y
un poder misterioso gracias a haber traspasado muchas barreras vi­
sibles de una sociedad no tanto oprimida cuanto rígidamente orga­
100 La revolución romana tardía

nizada para la supervivencia. En las aldeas, dedicadas durante mi­


lenios a preservar sus intereses contra la naturaleza, el hombre santo
había escogido deliberadamente la «anticultura»: el desierto cerca­
no, los farallones montañosos de las proximidades. En una civiliza­
ción identificada exclusivamente con la vida ciudadana, los monjes
habían perpetrado un absurdo, habían «edificado una ciudad en el
desierto». Pero sobre todo, en un mundo en donde se había enseña­
do que la raza humana estaba acosada por poderes demoníacos in­
visibles (cf. págs. 59 y ss.), los monjes consiguieron una buena repu­
tación gracias a ser «luchadores de primera clase» contra el diablo.
Ellos mantuvieron la malevolencia satánica a raya, y fueron capaces
— como nunca lo había sido el hombre corriente con todos los amu­
letos y remedios contra la magia— de reírse del demonio en sus
narices. Los poderes del hombre santo se manifestaban en sus rela­
ciones con el reino animal, quien había simbolizado siempre el sal­
vajismo y el ansia destructiva de los malos espíritus: ahuyentaba a
las serpientes y a las aves de presa, y podía sentarse tranquilamente
como pacífico señor de chacales y leones. Pero ante todo, al hombre
santo se le había enseñado que poseía la prerrogativa más envidiable
a la que podían aspirar los habitantes del Bajo Imperio: había con­
seguido la patrhesía, «la libertad para hablar», ante la terrible ma­
jestad de Dios. Para un cristiano del siglo iv, Dios era un empera­
dor, escrito con mayúsculas. Solamente aquellos de sus súbditos que
habían pasado sus vidas en una obediencia trémula e incontestable a
sus mandatos podían sentirse libres para acercarse a él como corte­
sanos privilegiados y hacer que respondiera a sus plegarias con es­
pectaculares resultados.
A través de tal creencia podemos percibir un vivido reflejo del
carácter de la vida pública del Bajo Imperio tal como se hallaba gra­
bada en la imaginación popular. El Estado romano de la última épo­
ca no era un mundo dislocado y fuertemente oprimido, sino abru­
mado más bien por una integridad sin pausa; era un ámbito en el
que las leyes penales de Dios y de los emperadores se aplicaban bru­
talmente y sin descanso, y en el que la esperanza radicaba no en la
Religion ΙΟΙ

revolución o en la reforma, sino más bien en los favores ocasionales


e inesperados, obtenidos por las intervenciones impredecibles de
unos pocos poderosos. Cuando un hombre santo moría, su vida se
recordaba a menudo en la localidad como un frágil retazo de sol que
irrumpía en el duro clima de la vida normal, pues la influencia del
santo en el reino de los cielos había conseguido una amnistía y libe­
ración momentáneas de las férreas leyes del comportamiento rígido
de Dios con el campesino mediterráneo: una barrera contra las pla­
gas, el hambre, los terremotos y las granizadas.
Y si se concebía a Dios en los cielos de este modo tan severo,
también el emperador y sus servidores sobre la Tierra eran temidos
rigurosamente. En este caso, el hombre santo emergía asimismo
como una de las pocas fuerzas en la sociedad romana oriental que
podía interponerse en el camino de la justicia del emperador. En
el 387, cuando los ciudadanos de Antioquía temían una reprimenda
cruenta tras una revuelta, los comisionados imperiales encontraron
su marcha hacia la ciudad condenada impedida de repente por un
grupo de hombres santos que hablaban en siríaco. Cuando esas figu­
ras salvajes intercedieron por la ciudad y sus discursos fueron tradu­
cidos del siríaco al griego, los presentes «se colocaron alrededor»,
escribió un testigo, y «se pusieron a temblar».
L a idea de un hombre santo que mantiene a raya a los demonios
y que doblega la voluntad de Dios por medio de la plegaria llegó a
dominar la sociedad antigua tardía. En muchos aspectos esta idea
era tan nueva como la sociedad misma. Ella colocaba a un ser huma­
no, a un «hombre dotado de poderes», en el centro de la imagina­
ción popular. Previamente, el mundo clásico había tendido a pensar
su religión en términos de «cosas». La antigua religión había cons­
truido cíclicamente grandes templos frente a cuyas antiguas piedras
incluso los sacerdotes más impresionantes habían palidecido en im ­
portancia; los dioses habían hablado de modo impersonal en sus
sedes oraculares; las ceremonias habían asumido un papel tal que la
comunidad, la ciudad, había empequeñecido al individuo. En los
siglos IV y v, por el contrario, el individuo, como «hombre dotado de
102 La revolución romana tardía

poderes», llegó a empequeñecer a los grupos tradicionales: la perso­


na del emperador había eclipsado al Senado y a la ciudad de Roma,
y el ascenso del patronus, el protector, hacia una posición prominen­
te amenazaba con erosionar la solidaridad del consejo ciudadano
(cf. pág. 50). Simeón el Estilita, gloriosamente visible en su columna
resolviendo pleitos, profetizando, sanando, corrigiendo e impartien­
do avisos a la clase gobernante de todo el Imperio oriental, no lejos
del templo desierto de Baalbek, era como el signo de un cambio si­
milar. En la imaginación popular, el surgimiento del hombre santo
a expensas del templo señala el fin del mundo clásico.
A finales del siglo iv, los templos de los dioses habían sobrevivi­
do en la mayoría de las grandes ciudades y en las campiñas de al­
rededor. Después de Constantino habían sido «secularizados» en
parte, pero continuaban siendo visitados y eran respetados como
monumentos públicos por los ciudadanos educados, tanto paganos
como cristianos, al igual que las hermosas catedrales de algunos es­
tados comunistas. Para muchos obispos, sin embargo, representaban
una fuente de «infección» para sus comunidades. Para los monjes
eran como la fortaleza de su enemigo, el diablo. A finales del siglo iv
había aproximadamente dos mil monjes a una distancia no lejana de
los grandes templos de Alejandría. Entre tales hombres, una vida
de durísima obediencia y de continuo esfuerzo para controlar los
propios pensamientos y cuerpos había creado una atmósfera de ex­
plosiva agresividad dirigida contra el Maligno y sus representantes
supervivientes en la Tierra. Desde Mesopotamia hasta el norte de
Africa una ola de violencia religiosa barrió las ciudades y los campos.
En el 388 los monjes incendiaron una sinagoga en Calínico, cerca del
Eufrates; por la misma época aterrorizaron a los templos-estado de
Siria; en el 391 el patriarca de Alejandría, Teófilo, los convocó para
«purificar» la ciudad del gran santuario de Serapis, el Serapeum.
Bandas diversas de vigilantes monásticos, con Shenute de Atripe a la
cabeza (muerto c. 466), patrullaron las ciudades del Alto Egipto asal­
tando las casas de los notables paganos en busca de ídolos. En el nor­
te de África, igualmente, unos monjes itinerantes, los circumcellio­
Religion

nes, armados con garrotes llamados «israeles», se mantuvieron al


acecho de los grandes fundos, y su grito de «alabado sea Dios» era
más terrible que el rugido de un león en las montañas. En el 415 los
monjes egipcios escandalizaron a la opinión educada linchando a
una noble señora de Alejandría, Hipatia. E l paganismo, pues, estaba
siendo brutalmente demolido desde abajo. Para los paganos, intimi­
dados por esta inesperada ola de terrorismo, ello significaba el fin del
mundo. «Aunque nos mantengamos aún en vida — escribió uno de
ellos— , la vida misma es una muerte».
Ahora bien, este atroz interludio formaba parte de un cambio
más profundo. En las últimas décadas del siglo iv el cristianismo se
impuso por vez primera como la religión mayoritaria del Imperio
romano. Movilizado por sus obispos, el cristiano de la calle había
conseguido lo que deseaba. Las comunidades cristianas del 380 de­
seaban un imperio «cristiano», purgado de la onerosa herencia de los
dioses y gobernado por un monarca que compartiera sus prejuicios
contra los judíos, herejes y paganos. Los emperadores les otorgaron
sus cabezas. Fue una inteligente jugada por su parte, pues las ciuda­
des del Bajo Imperio eran como junglas, sin apenas vigilancia y cons­
tantemente amenazadas por la hambruna y las revueltas. En la últi­
ma parte del siglo iv estas ciudades tuvieron que enfrentarse a un
repentino y ascendente flujo de altos impuestos, ocasionados por las
nuevas invasiones bárbaras en los Balcanes. Cuando una ciudadanía
se insurreccionaba a causa de asuntos que afectaban directamente a
las necesidades financieras y militares de los emperadores era barrida
sin compasión. En el 390 el emperador Teodosio I (379-395) causó un
baño de sangre entre los habitantes de Tesalónica que habían asesi­
nado a su gobernador militar. Y casi hizo lo mismo con el pueblo de
Antioquía cuando rehusó pagar sus impuestos. Por el contrario, se
congratuló con los cristianos de Alejandría por haberse tomado la
justicia con sus propias manos demoliendo el Serapeum, una de las
maravillas del mundo antiguo. Un gobierno firme no era suficiente.
Los habitantes de las ciudades debían ser cortejados y mimados si se
pretendía que estuvieran tranquilos. El Imperio romano continuaba
La revolución romana tardía

subsistiendo como una «comunidad de ciudades», y en este consor-


ció el obispo cristiano, que ahora gobernaba amplios grupos y estaba
respaldado por la violencia de los monjes, había obtenido un rango
relevante. El emperador Teodosio perpetró el baño de sangre de Te-
Salónica; sus estatuas fueron derribadas y machacadas a golpes por
los ciudadanos de Antioquía; sin embargo, ha pasado a la historia
como «Teodosio el Grande», el ejemplar monarca católico. E l empe-
rador se había aliado con los movimientos de profundas raíces de las
grandes ciudades del Imperio. En Milán se inclinó debidamente ante
el obispo san Ambrosio; en Roma adoró a Dios en el templo de San
Pedro, e hizo sus limosnas en el interior de una magnífica y nueva
basílica dedicada a san Pablo (S. Paolo Fuori le Mura). En Alejandría
perdonó las atrocidades de Teófilo. Como el duque de Plaza de Toro,
Teodosio el Grande guiaba su regimiento desde la retaguardia; él y
su corte seguían, con una excepcional sensibilidad, el cambio sísmico
que había colocado al obispo cristiano y al hombre santo a la cabeza
de la opinión popular en los centros neurálgicos del Imperio.
Los monjes, naturalmente, no representaban más que una escasa
proporción de la población del Imperio. Sin embargo y paradójica­
mente fueron justo esos excéntricos quienes convirtieron al cristia­
nismo en una religión de masas. Y lo consiguieron sobre todo gracias
a su habilidad para concentrar en sus personas la religiosidad del
romano medio, ahora convertido en cristiano. Era esta piedad muy
diferente de la devoción introspectiva de las centurias precedentes.
En el siglo m la Iglesia cristiana había sido una pequeña comunidad
de «iniciados». Aquellos que habían pasado a través del «misterio»
del bautismo se encontraban ya entre los «salvados». Pero hacia fi­
nales del siglo IV era mucho menos cierto que las masas, que habían
cumplido en este mundo con un rito bautismal formulario, habrían
de salvarse en el otro. Entonces, las angustias de los hombres se tras­
ladaron hacia otro evento más distante: hacia el acontecimiento
drástico de la rendición de cuentas en el Juicio Final. L a imaginería
anterior sobre la vida de ultratumba, que mostraba a un tranquilo
grupo de iniciados gozando de su bien protegida e idílica situación
Religion I05

en el otro mundo, descansando bajo el fresco brillo de las estrellas o


a la sombra de un árbol, cedió su lugar al temeroso pensamiento de
un Cristo emperador y juez, ante cuyo trono debía comparecer al­
gún día la población completa del mundo romano.
Como el relampagueante fogonazo que procede de una nube car­
gada de electricidad, el movimiento ascético explotó entre las pobla­
ciones cada vez más preocupadas por esta nueva y básica ansiedad: no
es una coincidencia que los primeros monjes fueran reclutados justa­
mente en aquellas regiones del mundo romano en las que el cristia­
nismo había asentado hacía ya mucho tiempo sus reales. Viviendo
una vida de autonegación y de angustia prolongada, el monje recibía
la admiración por su habilidad de anticipar los terrores del Juicio
Final, experimentándolos por sí mismo en esta vida. Su drástico ejem­
plo espoleó al laico cristiano a prepararse lo mejor posible para ese
célebre pleito final entre Dios y él mismo. En teoría, al menos, el Im ­
perio romano cristianizado del siglo v en adelante se vio invadido por
la atmósfera tensa y voluntariosa de la antesala de un tribunal.
De aquí nace una ulterior paradoja: precisamente esos obispos
que se sentían más afectados por las preocupaciones «ultramunda­
nas» del movimiento ascético fueron aquellos que más hicieron por
el establecimiento de la Iglesia cristiana en la sociedad romana. La
notable generación de dirigentes eclesiásticos que brotó a finales del
siglo IV y comienzos del v — Ambrosio en Milán (374 - 397), Basilio en
Cesarea (370-379), Juan Crisóstomo en Antioquía y en Constantino-
pla (398-407), Agustín en Nipona (391-430)— creían firmemente
que debían comparecer ante Cristo en el Juicio Final para responder
por los pecados de la población de sus ciudades. Al ser consagrados
obispos habían colocado sobre sus hombros el equivalente romano
tardío del llamado «peso del hombre blanco», y se dispusieron a go­
bernar sus rebaños con la sombría energía de gobernadores colonia­
les en un territorio «atrasado». Insistían en que los emperadores
cristianos debían ayudarles en su cometido: desde el reinado de Teo-
dosio I en adelante los paganos y los herejes se vieron cada vez más
desposeídos de sus derechos cívicos y forzados a plegarse a la Iglesia
ιο6 La revolución romana tardía

católica. El sentimiento de una misión «ultramundana» afectaba a


todo el Estado romano. El emperador cristiano tenía también que
responder ante Cristo por las almas de sus súbditos. En el Occidente
esta idea hizo a los gobernantes débiles aún más susceptibles a las
demandas de la clerecía católica, mientras que en el Imperio orien­
tal, más firmemente asentado, añadía otra nota grave al ya amplio
registro de la autocracia imperial.
La riqueza podía utilizarse para sufragar los gastos del rescate
en el «último día». El gasto ostentoso era una parte inseparable de la
vida antigua: la riqueza existía para ser empleada en público. E n el
siglo i i el flujo de unos ingentes beneficios había desembocado en la
construcción de edificios públicos; en el siglo iv se orientaba, por el
contrario, a la glorificación del emperador y de sus magnates; desde
el siglo V en adelante esa rica avenida afluyó hacia la Iglesia cristiana
«para la remisión de los pecados». E l ascenso de la posición econó­
mica de la Iglesia fue repentino y dramático: creció como un hongo,
al estilo de una moderna compañía de seguros. En el siglo vi los in­
gresos del obispo de Ravena eran de doce mil piezas de oro; el obispo
de una pequeña ciudad acumulaba unas ganancias tan importantes
como las de un gobernador de una provincia senatorial.
Los maravillosos logros artísticos de la Iglesia cristiana en los
siglos v y vi procedieron de la reorientación de estas riquezas. A m ­
plias basílicas, adornadas con mosaicos, de paredes engalanadas con
tapices bordados en seda, e iluminadas por miles de lámparas de
aceite sustentadas por candelabros macizos de plata, volvían a expre­
sar en sus trémulas profundidades ese sentido de solemne extrava­
gancia que se había manifestado otrora en las exuberantes fachadas
de la época de los Antoninos.

Podemos vislumbrar con gran claridad las tensiones y angustias del


Imperio romano — como una estructura sometida a altas presio­
nes— alrededor del año 400 cuando consideramos los diferentes im­
pactos del movimiento ascético en sus provincias.
Religion

En primer lugar, tal movimiento ascético comenzó y alcanzó su


clímax en ámbitos donde solo recientemente se había llegado a for­
mar parte de la civilización del mundo grecorromano. Los monaste­
rios de Pacomio llegaron al Alto Egipto solo un siglo después de que
la vida urbana al estilo griego hubiese alcanzado esa provincia. En
Egipto y Siria, el monaquismo era la cabeza de puente gracias a la
cual los aledaños del mundo clásico entraron en la cultura y en la po­
lítica del Imperio romano (cfr. págs. 96 y ss.). Las provincias que la
imaginación popular había considerado como «regiones preferen­
temente cristianas» se acercaban ahora a ese núcleo pequeño que el
pagano tradicional había estimado civilizado: alrededor del 400 una
señora cristiana de Hispania, cuyos ancestros hubieran sido felices
con tal de haber llegado simplemente hasta Atenas y Esmirna, vio
que podía viajar, para visitar los santos lugares, a regiones tan leja­
nas como Edesa.
El movimiento monástico afectó, además, a las regiones orienta­
les y occidentales del Imperio de una manera muy diferente. La di­
visión profunda entre dos tipos de sociedad se subrayó aún más a
finales del siglo iv y a comienzos del v por la diferente fortuna del
monaquismo. En el Occidente la nueva religiosidad ascética tendió
a «astillar» una sociedad ya dividida, y fue asimilada por una parte
muy consistente, pero escasa, de la aristocracia. San Martín (c. 335 - 397),
por ejemplo, un soldado retirado de una excentricidad verdadera­
mente siria, fue aceptado como héroe por dos aristócratas galorro-
manos, Sulpicio Severo (c. 363-c. 420-25), su biógrafo, y Paulino de
Ñola (353 - 4 3 1 ). Más tarde, el culto a san Martín y a otros santos si­
milares otorgó la sanción sobrenatural al dominio de grandes obis­
pos terratenientes sobre la sociedad de las ciudades galas.
Con obispos tales como Ambrosio y Agustín, los monasterios
sirvieron para agudizar la autoconciencia de la Iglesia católica. E l
estamento monástico proporcionó al obispo la primera clerecía pro­
fesional en el verdadero sentido del término. Previamente, el clérigo
medio latino había sido una figura local de pequeña importancia,
expuesto a las presiones de su entorno, un miembro de las familias
ιο8 La revolución romana tardía

locales de consejeros ciudadanos o el representante de una comuni­


dad dedicada al comercio. Por el contrario, los individuos que ha­
bían madurado en un monasterio episcopal se hallaban apartados de
sus compañeros por votos de castidad y pobreza y por un hábito dis­
tintivo; a menudo, al haber sido formados solamente en las Sagradas
Escrituras, no habían tenido parte en la educación clásica. Se habían
transformado en una élite profesional con sus propias solidaridades,
su propia jerga y un sentido agudo de superioridad sobre «el mun­
do». Además, muchos de los portavoces de la religiosidad monástica
— hombres como Sulpicio Severo y el brillante san Jerónimo— ten­
dieron a mirar desde una posición superior al hombre medio. En sus
denuncias contra «el mundo», estos personajes reflejan la corrup­
ción de los clérigos y la de la vida en las grandes ciudades, a la vez
que un desprecio rancio, latino y aristócrata hacia la «pequeña bur­
guesía» junto con un antiguo deseo de recluirse en las grandes pro­
piedades.
En el Oriente, por el contrario, el monaquisino no se encontraba
en un mundo aparte, sino que fluía directamente hasta el interior de
la vida de las grandes ciudades. A lo largo y ancho de las provincias
orientales, los obispos se habían aliado con los monjes para fortalecer
su propia posición en las ciudades. Como acabamos de ver hace un
momento, los monjes, con su nueva popularidad, eran las parteras
de ese proceso gracias al cual el cristianismo — un grupo minoritario
a finales del siglo m , limitado peligrosamente a las ciudades— se
transformó en la religión de las masas del Imperio oriental. El creci­
miento del número de monjes había apuntalado la débil estructura
de la Iglesia cristiana. Los monasterios sometieron el subempleo cró­
nico de las ciudades y los pueblos al servicio de la Iglesia cristiana;
hacia el 418 el patriarca de Alejandría podía contar con más de seis­
cientos celosos partidarios de la vida monástica. L a labor de los mon­
jes en los hospitales, en los centros donde se distribuían alimentos y
en las asociaciones funerarias llevó la presencia de la Iglesia hasta la
casa del ciudadano medio. En el Alto Egipto, aquellos monjes que
habían aterrorizado a los paganos organizaron también un servicio
Religion

de ambulancias, transportando y cuidando a los heridos durante una


invasión bárbara.
Gracias al monaquismo, la opinión cristiana había ampliado su
zona de franquicia en las provincias orientales. Había dado la bien­
venida a personajes de lengua materna copta y siria como héroes de
la fe; y, con la ayuda de traducciones, los obispos de las ciudades
griegas habían animado a los no helenos a interesarse vitalmente por
las cuestiones teológicas. L a ciudad siguió siendo el teatro en el que
se movilizaba dramáticamente la opinión pública. En ningún otro
lugar era más verdadero este aserto que en el nuevo corazón del
Imperio oriental, Constantinopla. Hacia el año 400 ninguna ciudad
occidental podía equipararse con Constantinopla como caja de reso­
nancia de las ideas. Olas violentas de xenofobia y de intolerancia
religiosa (usualmente combinadas) le otorgaron un sentido de iden­
tidad del que carecía Roma, una ciudad aún semipagana. Los gene­
rales bárbaros, por ejemplo, nunca alcanzaron el poder en el Impe­
rio oriental durante el siglo v, porque como extranjeros y herejes
arríanos debían deslizarse sobre el hielo delgado de la unida pobla­
ción cristiana de Constantinopla, que mostraba un orgullo «de ba­
rrio» al afirmar su ortodoxia contra forasteros tan eminentes.
La diferencia de carácter entre las dos partes del mundo romano
' se puso a prueba rápidamente. En el 378 los visigodos, que se habían
visto forzados a cruzar el Danubio hacía pocos años ante la presión
de los hunos, destrozaron las legiones orientales del ejército romano
y acabaron incluso con el emperador Valente en la batalla fatal de
Adrianópolis. En el 406 las tribus de Germania vadearon el Rin y se
extendieron a través de las Galias con la rapidez de una granada que
revienta. En el 410 el rey visigodo Alarico saqueó Roma. Es algo
normal considerar estas invasiones bárbaras como inevitables. Los
contemporáneos, sin embargo, no gozaban de la distancia y de la
amplitud de visión del historiador moderno. El desafío procedente
del mundo norteño se abatió como una sorpresa para los hombres de
la Antigüedad tardía. Hasta cerca del 400, la atención de los hom­
bres civilizados había vuelto sus espaldas al septentrión. E4 cristia­
no La revolución romana tardía

nismo, por ejemplo, se había expandido por las entrañas del mundo
romano debilitando las fronteras entre los «bárbaros interiores» del
Imperio y la civilización clásica: los obispos cristianos ni siquiera ha­
bían soñado con enviar misioneros a los «bárbaros del exterior», más
allá de las fronteras romanas. El cristianismo había hecho que los
hombres se sintieran, en todo caso, más identificados con un modo
de vida urbano: sus grandes centros estaban situados a lo largo de las
riberas del Mediterráneo y su ética era totalmente ciudadana. En
las elegantes figuras clásicas del arte cristiano de finales del siglo iv,
de un notable autocontrol, no había ningún lugar para la ferocidad de
una sociedad guerrera, tal como existía más allá de las fronteras. El
cristianismo era «la ley pacífica». Los funcionarios cristianos y los
obispos se sentían igualmente escandalizados ante los bárbaros:
«¿Qué lugar tendrá Dios en el mundo salvaje?», escribió uno de
estos personajes; «¿Cómo podrían sobrevivir las virtudes cristianas
entre los bárbaros?», escribió otro. L a historia del mundo de la A n ­
tigüedad tardía después del año 400 es, en parte, la relación de cómo
las diferentes sociedades de Oriente y Occidente, cuya estructura y
actitudes habían evolucionado al modo descrito en una parte de este
libro, iban a acomodarse a la aparición de nuevos extranjeros.

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