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l a a s c e n s ió n d e l c r is t ia n is m o , c. 200-300
después del 303, demuestra que algo faltaba en la vida de una ciudad
romana que el cristianismo amenazaba con suplir.
L a Iglesia difería de las otras religiones orientales, con las que
compartía muchas otras semejanzas, por la intolerancia respecto al
mundo exterior. Sus cultos eran exclusivos y, a menudo, un coto ve
dado, celosamente prohibido para los foráneos; pero los cristianos
nunca se alinearon directamente en contra de las tradicionales ob
servancias religiosas de la sociedad que los rodeaba. Nunca se com
placieron en la publicidad de una persecución intermitente. Mien
tras los cultos orientales ofrecían medios especiales de salvación en el
eón futuro, los cristianos daban por supuesta la posición de sus fieles
en este mundo. La Iglesia cristiana ofrecía un modo de vida dentro
de él. L a cuidadosa elaboración de una jerarquía eclesiástica, la sen
sación de pertenecer a un grupo distinto con costumbres cuidadosa
mente prescritas y con unos recursos que crecían cada vez más acen
tuaba la impresión positiva que la Iglesia cristiana ejercía sobre las
generaciones llenas de incertidumbre del siglo ni. Raras veces una
pequeña minoría ha actuado con tanto éxito sobre las angustias de
una sociedad como lo hicieron los cristianos. Continuaban como un
pequeño grupo, pero alcanzaron el éxito de transformarse en un
gran problema.
Los misioneros cristianos caminaron principalmente por una vía
expedita justamente por aquellas zonas en las que la sociedad roma
na era más fluida. Los viveros de la Iglesia se hallaban en las nuevas
y rudas provincias de las regiones interiores de Asia Menor. En una
zona como Licaonia, la llegada de la civilización griega había coin
cidido virtualmente con la de san Pablo. El dirigente religioso Mar-
ción, que donó a la comunidad cristiana de Roma aproximadamente
doscientos mil sestercios, era un contemporáneo y de la misma región
que aquel mercader frigio que había realizado setenta y dos veces el
viaje a Roma.
Forma parte de la atracción de un grupo religioso el que vaya un
poco por delante de la evolución social. Era posible en un pequeño
grupo, «entre hermanos», plasmar cierto tipo de relaciones que solo
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cuales era necesario que la belleza del Único llegara hasta los ojos de
los mortales.
Mantener viva la conexión entre lo visible y lo invisible, entre el
inefable mundo interior y su articulación expresiva en el universo
exterior, sostener que era posible para las cosas naturales cargarse de
significado por medio del alma, tales fueron los servicios que Plotino
rindió a sus contemporáneos y sucesores. Ciertos cristianos, cuyo
pensamiento dominó en la Edad Media — san Agustín en Occidente
y el desconocido autor de las Jerarquías celestes (conocido más tarde
como el Pseudo-Dionisio) que escribió hacia el año 500 en Oriente—
fueron igualmente deudores del apasionado equilibrio mantenido
por Plotino.
Para un platónico, la relación entre cuerpo y alma era un micro
cosmos que reflejaba el controvertido problema de la conexión entre
Dios y el universo. La respuesta de Plotino a esta cuestión era carac
terística. Poseer un cuerpo, había decidido, no era más pecado para el
hombre que proyectar una sombra. El cuerpo, ciertamente, era un
hermoso instrumento por medio del cual el alma intentaba expresar
se; un hombre debe cuidar y entrenar su cuerpo, al igual que un mú
sico ha de mantener bien afinada su lira. Este era un ideal tenso y
muy sentido, pero absolutamente contrario a la ascética. Podemos
comprender lo que quiere decir Plotino si contemplamos el arte sobre
el que ejercía su mecenazgo la generación que escuchaba sus clases:
no es «ultramundano», sino «intramundano». Lejos de abandonar la
gracia y la individualidad del cuerpo, los retratos del Bajo Imperio
concentran esta corporalidad en torno a los accesos a través de los
cuales podemos pasar directamente desde el cuerpo a la mente huma
na. El énfasis se sitúa en los ojos. Estos relampaguean hacia nosotros
revelándonos una vida interior oculta en una nube cargada de carne.
La Antigüedad tardía es la época de los retratos abrumadores.
No es extraño que un hombre de este período produjera el pri
mero y uno de los más grandes «autorretratos» de todos los tiempos:
en sus Confesiones autobiográficas escritas en el 397, san Agustín, el
lector latino más brillante de Plotino, transmutaba la pasión intelec-
8ο La revolución romana tardía
sibles, que había fascinado tanto a Yámblico, fue también una pre
ocupación básica de su joven contemporáneo, san Atanasio, cuando
escribía sobre la encarnación de Cristo. El eco de la belleza divina,
que se había hecho visible y tan misteriosamente poderoso en la ima
gen material de una divinidad pagana, conllevó más tarde el que se
atribuyeran los mismos poderes a un icono cristiano. Las pinturas
que cubren los muros de una iglesia bizantina (los santos humanos,
por un lado, que se presentan ante el creyente a nivel de los ojos por
debajo de escenas de la vida de Cristo encarnado, y, por otro, los
elevados arcángeles que unen a Cristo — el rey del universo visible,
cuya faz distante se mezcla con el oro de la parte superior de la bó
veda— con las pinturas que descienden rápidamente por las paredes
hacia la muchedumbre en el plano inferior) forman un esquema de
figuras ascendentes como el eco directo de una sobrecogedora sensa
ción ante un mundo invisible, hecho visible por el arte, que descien
de hasta las almas presas en los velos del cuerpo. Este fue el eco que
percibió interiormente en otro tiempo el emperador Juliano cuando
se hallaba ante el altar de sus dioses.
Era la sensación de la íntima e intangible presencia de lo invisi
ble la que consolaba a los últimos paganos. Pretender, como lo hizo
la plebe cristiana a finales del siglo iv (cf. pág. 102), que habían «ani
quilado» a los dioses destrozando sus templos parecía tan estúpido
ante los paganos como proclamar hoy día la eliminación de la elec
tricidad tras haber destruido todos los enchufes y conmutadores. Las
hermosas estatuas clásicas de los dioses habían sido reducidas a añi
cos; pero, argumentaba Juliano, aunque los atenienses hacía largo
tiempo que habían quebrado la «estatua viviente» del cuerpo de Só
crates, su alma continuaba viviendo. Ocurría lo mismo con los dio
ses. En los astros nocturnos las divinidades habían encontrado for
mas más apropiadas a su eternidad impasible que en las perecederas
estatuas humanas, pues en las estrellas los colores de la tierra, des
compuestos por la difracción, se concentran en un fulgor continuo
firme e imperturbable. Los astros y los planetas se balanceaban con
seguridad sobre las cabezas de los últimos paganos cual resplande-
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4. LA CONVERSIÓN A L CR ISTIANISM O , 3 Ο Ο -3 6 3
rea, quien puso su pluma a disposición del emperador con una habi
lidad y un entusiasmo tal como ningún otro rétor griego tradicional
había sido capaz de hacerlo para acercar a las gentes hacia los tristes
y arcaicos predecesores de Constantino, Diocleciano y Galeno.
Esta prolongada exposición a la propaganda cristiana fue la ver
dadera «conversión de Constantino». Comenzó a una escala mo
desta cuando controlaba solamente las provincias occidentales con
un bajo nivel de cristianización; pero alcanzó su culmen después
del 324, cuando los territorios de Asia Menor, profundamente cris
tianizados, quedaron unidos a su imperio. Los resultados fueron de
cisivos. Constantino podría haber sido meramente un emperador
«temeroso de Dios», que por razones peculiares se hallara prepara
do para tolerar a los cristianos; de este estilo había habido muchos en
el siglo ni (uno de ellos, Filipo el Árabe [244-249], fue incluso consi
derado un criptocristiano). Mas dado el clima religioso de la época
tampoco había razón alguna para que no pudiera adscribirse su de
cisión de tolerar a la Iglesia a una actitud obediente a los requeri
mientos del Dios cristiano. Constantino, sin embargo, rechazó esta
fácil y obvia solución. Llegó a ser el emperador que conocemos a
través de sus discursos y edictos: un apologeta cristiano coronado.
Consideró su persona y su misión como emperador cristiano a la luz
de la interpretación del cristianismo brindada al laico medio educado
por los apologetas de su época. A l convertirse en un cristiano, Cons
tantino proclamó públicamente que estaba salvando al Imperio
romano. Incluso hay más: al relacionarse con los obispos, este solda
do latino de mediana edad creyó sinceramente que se había integrado
en el encantador círculo de la «verdadera» civilización, y que había
vuelto la espalda a esos rudos filisteos que hacía poco habían atacado
a la Iglesia.
Podemos sospechar que Constantino se convirtió a muchos más
aspectos de la vida mediterránea que al mero cristianismo. Este des
cendiente de soldados asumió un estilo de vida civilizado ignorado
antes ampliamente por los grises administradores de la época de
Diocleciano. Desde el 3 1 1 en adelante, Constantino asentó de nuevo
Religion 89
dano medio del mundo romano. Los obispos cristianos fueron los
misioneros de una cultura con la que ellos mismos se habían identi
ficado.
El cristianismo era esencialmente una religión de barriadas ur
banas. Se había aferrado a los contornos de la vida ciudadana a lo
largo y ancho de todo el Imperio. Era urbana también al asumir al
menos una participación mínima en lo literario. La primera cosa
que un campesino egipcio debía hacer al entrar como postulante en
un monasterio era aprender a leer para entender la Biblia. (El esta
blecimiento del cristianismo coincidió de modo significativo con un
avance notable en la producción de libros; el incómodo rollo se vio
desplazado en pro del códex compacto, como un libro moderno cu
yas páginas se pasan con facilidad.)
Pongamos algunos ejemplos locales: para Juliano, el helenismo
en una provincia tan retirada como Capadocia parecía una capa su
perficial y frágil. Sin embargo, los obispos cristianos de las ciudades
capadocias, aunque pertenecientes a la misma clase que sus colegas
paganos, se sentían menos aterrorizados por la intratable «barbarie»
de la población circundante. Les predicaban en griego con toda de
cisión, hacían levas entre ellos para poblar monasterios grecoparlan-
tes y enviaban a la campiña a sacerdotes que hablaban griego. El
resultado fue que Capadocia se convirtió en una provincia grecopar-
lante hasta el siglo xiv.
El griego flexible y doctrinario del obispo podía viajar con más
rapidez que el clasicismo paciente e introspectivo del rétor. Podía ser
traducido e incluso transportado más allá de las fronteras del Impe
rio. Desde el siglo iv en adelante, Armenia se transformó en una
provincia subbizantina gracias a sus lazos eclesiásticos con Capado
cia; incluso el sonido vocálico de las transliteraciones armenias ha
preservado una pronunciación clásica del griego que había desa
parecido hacía largo tiempo de la misma Grecia. Cuando se dice en
el inglés actual church («iglesia») sentimos el eco de los cristianos
capadocios que ejercieron su influencia para que se tradujera la
Biblia al gótico, pues en esta lengua ciric (de ahí el inglés church·,
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nismo, por ejemplo, se había expandido por las entrañas del mundo
romano debilitando las fronteras entre los «bárbaros interiores» del
Imperio y la civilización clásica: los obispos cristianos ni siquiera ha
bían soñado con enviar misioneros a los «bárbaros del exterior», más
allá de las fronteras romanas. El cristianismo había hecho que los
hombres se sintieran, en todo caso, más identificados con un modo
de vida urbano: sus grandes centros estaban situados a lo largo de las
riberas del Mediterráneo y su ética era totalmente ciudadana. En
las elegantes figuras clásicas del arte cristiano de finales del siglo iv,
de un notable autocontrol, no había ningún lugar para la ferocidad de
una sociedad guerrera, tal como existía más allá de las fronteras. El
cristianismo era «la ley pacífica». Los funcionarios cristianos y los
obispos se sentían igualmente escandalizados ante los bárbaros:
«¿Qué lugar tendrá Dios en el mundo salvaje?», escribió uno de
estos personajes; «¿Cómo podrían sobrevivir las virtudes cristianas
entre los bárbaros?», escribió otro. L a historia del mundo de la A n
tigüedad tardía después del año 400 es, en parte, la relación de cómo
las diferentes sociedades de Oriente y Occidente, cuya estructura y
actitudes habían evolucionado al modo descrito en una parte de este
libro, iban a acomodarse a la aparición de nuevos extranjeros.